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Razón y Revolución

Programa para la revolución socialista argentina

Razón y Revolución nace como grupo de teoría y propaganda. Es decir, como un partido
parcial que interviene en el terreno de la lucha ideológica. Con la convicción de que no
es posible transformar la realidad sin conocerla, se ha dedicado a la elaboración
programática. Dicha tarea tiene como conclusión la conformación de un partido
completo, que intervenga también en la lucha política, sindical y cultural, incorporando
tareas de agitación. Del programa que hemos elaborado científicamente se desprende
nuestra delimitación del resto de los partidos revolucionarios y las tareas a desarrollar.

1. El desarrollo capitalista a nivel mundial y las tareas políticas

a. La crisis mundial

En más de 200 años de historia, el capitalismo ha desplegado sus contradicciones,


sumergiendo cada vez más a la humanidad en la barbarie, descomponiendo las
relaciones sociales y degradando la vida del conjunto de la población, en particular, la
de la clase obrera. La economía mundial vive un ciclo recesivo desde la crisis del ‘70,
de la cual solo se ha recuperado parcialmente, dado que el capitalismo no ha generado
una recuperación plena de la tasa de ganancia. Esto se debe a la imposibilidad de
resolver la crisis mediante la violencia a gran escala, al estilo de la Segunda Guerra
Mundial, o imponer una derrota histórica de magnitudes suficientes a la clase obrera. La
recuperación económica de las últimas décadas, que no logró revertir el ciclo hacia uno
decididamente ascendente, es endeble y débil. Su principal motor ha sido la expansión
del capital ficticio, en base al endeudamiento público y privado (aclaremos, por la
importancia política que tiene, que el crecimiento del capital bancario y financiero por
sobre el productivo no resulta la causa sino la consecuencia de la crisis). China emergió
como el motor de esta recuperación apareciendo como acreedor de EEE.UU.,
sosteniendo el valor del dólar, a la vez que como oferente de fuerza de trabajo barata (en
este punto junto con otras regiones como India y el Sudeste Asiático). Estos
mecanismos, a la vez que sostienen la débil recuperación, evitan grandes estallidos de la
crisis, que va apareciendo por cuotas.
Sin poder eliminar una magnitud suficiente de capital sobrante, ni impartir una derrota
lo suficientemente profunda a la clase obrera, de modo de garantizarse niveles mayores
de explotación, la tasa de ganancia no termina de recuperarse. Esto no significa que se
haya estancado el desarrollo de las fuerzas productivas. Por el contrario, es ello lo que
explica el incremento de la sobrepoblación relativa a nivel mundial, que a su vez
permite elevar la explotación.
La tendencia a la concentración y centralización no anula sino que más bien profundiza
la competencia capitalista. La relocalización de capitales y la centralización no
disminuyeron la importancia de los estados nacionales, sino que, a la vez que los ponen
en crisis, hacen más necesaria su existencia y exacerban los enfrentamientos políticos.
La vía militar, tanto como la “integración” por medio de la creación de áreas de libre
comercio, son medios para la destrucción de capital sobrante y liquidación de las
burguesías más débiles. La crisis económica y los enfrentamientos políticos están
disolviendo experiencias estatales basadas en precarias bases nacionales (Irak, Libia,
estados africanos), que se levantaron en la posguerra. La disgregación de esas
experiencias nacionales es un exponente de la tendencia hacia la barbarie capitalista.
La inexistencia de transferencias extra-económicas de tipo coloniales como dinámica de
funcionamiento general del sistema, no elimina la existencia del imperialismo,
entendido no como una forma de relación económica, sino como una fuerza política, ni
como una “etapa” del capital. El imperialismo es la política de los capitales de mayor
envergadura, política que no puede sino ser dirigida por un Estado-nación que organiza
el campo internacional a través de una serie de alianzas. La función de esa política es
garantizar la hegemonía de las fracciones del capital que se expresan en ese Estado y la
de sus socios. La capacidad de intervención política y militar de un Estado tiene como
fundamento la capacidad de acumulación de la burguesía de esa nación, que no está
exenta de contradicciones internas. Hoy, la política mundial está hegemonizada por tres
alianzas imperialistas: la que acaudilla el Estado norteamericano, la del Estado chino y
la del Estado alemán. Este triple enfrentamiento permite cierto margen de movimiento a
las burguesías locales más débiles. Expresa, también, un estado solapado de crisis
permanente en la arena mundial capitalista, que no tiene ya un centro único, como lo fue
EE.UU. durante la Guerra Fría. La ausencia de la clase obrera en la política
internacional también aporta a esa carencia de liderazgo y orden que es, potencialmente,
un factor de conmoción política. Por otro lado, aunque no pueden descartarse grandes
enfrentamientos bélicos, la integración de la economía capitalista mundial actúa, en
algún grado, como estímulo al choque de las grandes potencias, pero también a su
contención.
El avance de la crisis económica no ha provocado, aún, una respuesta política de
análoga magnitud, ni de parte la burguesía (guerra mundial), ni del proletariado
(constitución de partidos revolucionarios). El avance capitalista ha incrementado el peso
cuantitativo de la clase obrera, proletarizando a buena parte de la pequeña burguesía,
eliminando al campesinado, y ha convertido a fracciones enteras de obreros en
sobrantes para las necesidades de este modo de producción, consolidando el
pauperismo. Así, los otrora potenciales aliados de la burguesía contra la clase obrera
han perdido peso social. La creciente sobrepoblación generada por el capitalismo que no
logra ser organizada políticamente por la burguesía (ni alcanzar una organización
política independiente) es víctima de la descomposición de las relaciones sociales y base
de experiencias para-estatales o mafiosas. Puede ser, sin embargo, base de masas de
nuevas experiencias revolucionarias, como el movimiento piquetero. En todo caso,
constituye una novedad relativa que plantea nuevos desafíos organizativos y
estratégicos.
La derrota de la oleada revolucionaria 1917-1930, sumada a la menos avanzada de los
’70 a nivel mundial, ha dejado al proletariado en una crisis política de la cual no ha
podido reconstituirse. Es necesaria una reagrupación de todas las tendencias
revolucionarias mundiales para ordenar la intervención ante las sucesivas crisis
políticas. Ese reagrupamiento presupone una articulación organizativa de todas ellas,
tanto como una confrontación crítica de conjunto. Quedan excluidas, por lo tanto, las
corrientes reformistas, nacionalistas, anarquistas y autonomistas. Se requiere, entonces,
una nueva Internacional.

b. América Latina

América Latina ha atravesado desde principios de los 2000 por regímenes bonapartistas
(“populismos”), como producto del empate de fuerzas resultante de las insurrecciones
de fines de los ‘90 que dieron inicio a procesos revolucionarios que no alcanzaron a
desplegarse. Su emergencia es producto de la fuerza y, a la vez, de los límites de esas
insurrecciones. La posibilidad de contener a la clase obrera y detener el avance del
proceso revolucionario se basó en una excepcional coyuntura económica signada por la
expansión de la renta (sojera, minera, petrolera), consecuencia del ascenso del precio de
los commodities. La política de estos regímenes consistió en realizar concesiones
(materiales y simbólicas) tanto al proletariado como a la burguesía (local y extranjera).
Su apoyo inmediato, sin embargo, fue la pequeña burguesía, que logró colarse en medio
del empate hegemónico (“boliburguesía” en Venezuela, “cocaleros” en Bolivia,
“pymes” en Argentina). El objetivo incumplido de estos gobiernos fue clausurar la crisis
abierta y cerrar el proceso “por izquierda”, es decir, aparentando cumplir los objetivos
históricos del proletariado regional (“los ‘70”). La profundización de la crisis mundial,
que arrastró finalmente también a los precios de las materias primas, quitó base material
a estos regímenes, obligándolos a atacar las condiciones de las masas. En ausencia de
partidos revolucionarios, esta ruptura fue capitalizada por las oposiciones “de derecha”.
Las crisis de los regímenes bonapartistas o de gobiernos que llegaron arrastrados por el
giro a la izquierda continental (PT en Brasil, Frente Amplio en Uruguay), generó una
crisis de conciencia en las masas, aunque se mantienen todavía en el marco de la
política burguesa, en la medida que ningún partido revolucionario se ha desarrollado en
esos países. La política revolucionaria debe delimitarse de estos gobiernos y debe
remarcar su carácter de socialista y revolucionaria.

c. El desarrollo del capitalismo en argentina

La Argentina es un país capitalista plenamente desarrollado y no contiene ningún


resabio de relaciones precapitalistas. Su desempeño marginal en el mercado mundial no
deviene de una supuesta dependencia, carácter colonial o semi colonial o de
extracciones extraeconómicas de plusvalía, sino de las características históricas con las
que se configuró el capitalismo local: chico, tardío y de base agraria. Es chico en
relación a la magnitud de capital acumulado, la escala que alcanzan sus capitales y el
tamaño de su mercado interno, dado por la cantidad de población y su poder
adquisitivo, en comparación no solo con capitalismos más grandes como EE.UU. sino
con países menos relevantes como Brasil o México. Es tardío porque llega tarde al
mercado mundial. Cuando en la economía argentina comienzan a desarrollarse nuevas
ramas, estas ya están dominadas en el mercado mundial por capitales más eficientes,
con mayor escala de producción y niveles de acumulación. Por último, en la Argentina
la única rama competitiva a nivel mundial es el agro.
La Argentina cuenta con una de las producciones agrarias más eficientes a nivel
mundial, en especial la producción cerealera. Es plenamente capitalista y no está
dominado por monopolios. Su alta productividad está dada por la productividad de la
tierra y por la incorporación temprana de tecnología. Toda la producción agropecuaria
se realiza bajo relaciones capitalistas, incluso fuera de la región pampeana. La división
de las unidades productivas para entregarla a pequeños capitalistas (reforma agraria),
multiplicaría pequeños capitales y atentaría contra la productividad existente. Por el
contrario, la expropiación, concentración de la tierra en manos del proletariado y su
socialización es la tarea que deben plantearse los revolucionarios.
Merced a la mayor productividad de la tierra pampeana, ingresa a la Argentina una
masa de plusvalía bajo la forma de renta diferencial. Esta masa de valor es lo que
permitió, mediante diferentes mecanismos de transferencia, el desarrollo de la
producción industrial urbana a un nivel superior al que le permitiría por sí mismo el
nivel de acumulación de capital existente. Se desarrolla una industria mercadointernista,
de una escala pequeña, con una productividad por debajo de la media mundial, incapaz
de competir a esa escala. Su baja productividad se explica por su pequeña escala y no
por la falta de burgueses “emprendedores”, la utilización de capital “chatarra” o los
obstáculos que impone el capital imperialista. La industria argentina moderniza su
proceso de trabajo, pero no puede elevar su escala por los límites que le impone el
mercado interno y la imposibilidad de expandirse a mercados externos, en donde ya
existen competidores más eficientes. Incluso los capitales que se radican en el país se
adaptan a la escala de su mercado. La burguesía tampoco ha logrado imponer a la clase
obrera una caída del precio de su fuerza de trabajo de una magnitud tal que actúe como
forma de compensar su baja productividad, aunque desde la década del 70 viene
avanzando en ello. Las industrias radicadas en la Argentina son ineficientes, incluso si
se centralizaran todos los medios de producción. Por este motivo, el relanzamiento de la
industria tiene como condición la ampliación del mercado, que en manos de la
burguesía se buscó con el Mercosur. Un gobierno socialista se enfrentaría al mismo
problema, por lo cual la necesidad del internacionalismo cobra mayor relevancia,
revitalizando la consigna de la unidad socialista de América Latina.
La industria requiere constantemente de protección y subsidios, que salen de renta
diferencial que no se apropia la burguesía agraria. En la medida en que el sector no
agrario que subsiste a costa de estas transferencias crece por encima del agrario, la
inviabilidad de este mecanismo queda al descubierto y se desata la crisis, dando paso a
una acumulación tumultuosa, accidentada y, finalmente, lenta. En cada crisis se
producen quiebras de los capitales más débiles –destrucción de capital sobrante-,
centralización, desocupación y caída salarial, mientras se recupera la ganancia de los
sectores agrarios, se restaura la balanza de pagos y se sanea el déficit estatal, preludio a
un nuevo ciclo. Así, a gobiernos “populistas”, resultado de la alianza de las fracciones
burguesas más débiles con las fracciones del proletariado que le corresponden, alianza
que tiene dirección de las primeras y utilizan a las segundas como base de masas
(peronismo), le suceden, necesariamente, gobiernos “de ajuste”, sostenidos por las
fracciones burguesas más poderosas. No se trata de que estas no formaran parte de la
experiencia “populista”, ni que las bases burguesas del “populismo” no terminen
apoyando, al menos en principio, a los gobiernos “ajustadores”. Todo lo contrario, los
grandes capitales suelen ser los principales beneficiados de los subsidios cuando viene
la bonanza que permite el experimento populista. Los capitales más débiles, por su
parte, suelen escapar de la alianza populista cuando la bonanza se acaba, buscando un
pacto con los más poderosos contra la clase obrera. Este ciclo político expresa, más que
una contradicción permanente con una potencia transformadora (“burguesía nacional”
vs “capital extranjero”), un simple vaivén, el girar de la moneda que muestra,
alternativamente, sus dos caras inseparables.
El efecto compensador de la renta agraria tiene, sin embargo, sus límites. Históricos
(para cierto volumen de capital no agrario, no hay renta que alcance, como se vio
durante la década kirchnerista) y coyunturales (la renta cae abruptamente desde los años
’50 en adelante). Desde los años ’50 en adelante, se recurre a dos mecanismos de
compensación alternativos a la renta: el endeudamiento externo y el abaratamiento de la
fuerza de trabajo, en especial con la irrupción de una masa de sobrepoblación relativa.
La deuda, lejos de ser un mecanismo de exacción de plusvalía, es una forma de
apropiación de valor que permite compensar el desequilibrio que genera esta estructura
económica. La deuda externa, históricamente, significó para la Argentina un ingreso de
valor superior al devuelto. Ahora bien, ambos mecanismos han resultado insuficientes
hasta el momento para sostener la acumulación del sector no agrario a largo plazo y
permitirles alcanzar un nivel de productividad media a nivel mundial, por lo cual el
ciclo se repite y las crisis se vuelven inevitables. En la Argentina las crisis estallan en
promedio cada diez años. O lo que es lo mismo: por su tendencia al agotamiento
histórico de su experiencia nacional, el ciclo corto de negocios asume en la Argentina la
profundidad de una crisis de perspectivas sistémicas, agravada por inscribirse en un
ciclo largo mundial de tendencias depresivas.
El kirchnerismo subsistió gracias a un ciclo excepcional de ingreso de renta diferencial
a raíz del alza de los precios de los commodities, en particular de la soja. Es decir, es el
primer gobierno, desde los años ’50, que recupera ese viejo mecanismo de
compensación. En eso radica su carácter excepcional. Sin embargo, la caída de los
precios volvió a reeditar la crisis, al dejar sin capacidad de financiamiento al Estado,
que debió recurrir al endeudamiento interno (la caja de la Anses) y externo (en especial
con China). En el medio, dejó al descubierto los límites históricos de la renta como
mecanismo compensatorio: una década de precios excepcionales apenas alcanzó para
llevar a la economía argentina de vuelta a los años ’90.

2. Las fuerzas motrices de la revolución argentina

Dado que la Argentina es un país plenamente capitalista, su estructura social está


conformada por las clases propiamente capitalistas y no existen rémoras sociales pre-
capitalistas. La polarización social propia de la madurez las relaciones capitalistas ha
hecho que el conjunto de la población se divida entre burguesía y proletariado, éste
último mayoritario, mientras la pequeña burguesía prácticamente se ha desvanecido.

a. Burguesía

La burguesía argentina es una clase dominante y dirigente, desde que llevó adelante su
revolución. Es decir, desde 1810 detenta la hegemonía sobre el conjunto del territorio
nacional. Se trata de una clase plenamente capitalista en su conjunto. Está dividida en
capas y fracciones cuyos intereses se encuentran en disputa: la fracción agraria, la capa
más concentrada y la capa más chica de la fracción industrial.
La burguesía agraria pampeana es poderosa económicamente pero débil en términos
políticos. No existe ninguna “oligarquía”, ni pequeños productores familiares o
arrendatarios (chacareros), ni una clase terrateniente “pura”, ni “monopolios”. Sí existen
divisiones en torno a las fracciones y a una capa más “chica”, que se agrupa en la FAA,
aunque los burgueses más chicos del campo son capitalistas con un nivel de
acumulación considerable. El programa de estos capitales juega discursivamente con la
“izquierda” burguesa (el peronismo), en tanto se enfrenta en condiciones desventajosas
contra los capitales más grandes de la rama, que tienden a expropiarlos. De allí la
prédica “anti-monopólica” contra las productoras de tecnología (Monsanto y las
semillas, por ejemplo) o las grandes comercializadoras (Cargill, Bunge, etc.). Esta
política las lleva a buscar alianzas fuera del mundo agrario. Pero, por otra parte, su
realidad de propietarios de una parte de la renta los arrastra a la alianza dentro del
“campo” con fracciones más grandes, como las nucleadas en CARBAP.
El programa de esta fracción es el liberalismo: que la renta que se produce en sus tierras
no le sea expropiada por el Estado y destinada al sostenimiento de los capitales
industriales sobrantes y a la reproducción de la clase obrera. Su “receta” consiste en el
saneamiento del gasto estatal, concentración de la producción industrial, caída salarial y
crecimiento de la desocupación. Es un programa impopular y no consigue apoyo en
ninguna fracción de la clase obrera ni de la burguesía urbana, y por ello no logró nunca
imponerse por las urnas. En la medida en que los más chicos tienden a perder su
carácter de productores burgueses para transformarse en simples rentistas, la presión
impositiva resulta más importante que la expropiación burguesa, arrastrándolos al
programa liberal.
La burguesía industrial más concentrada postula, en cambio, un programa desarrollista
liberal que encierra una contradicción propia de su capacidad limitada de acumulación.
Se trata de la burguesía más eficiente dentro del mercado interno, tanto nacional como
extranjera, y que reúne también a los capitales agrarios más poderosos a quienes la
amputación de una parte importante de la renta no resulta tan gravosa. Si bien basa su
acumulación en el mercado interno, una parte de ella logra insertarse en el mercado
mundial. Comparte algunos puntos programáticos con el liberalismo, que le permiten
entablar alianzas temporales con la burguesía agraria media, como la necesidad de
eliminar el capital sobrante y dejar de subsidiarlo, alentando la concentración, la
búsqueda del abaratamiento de la fuerza de trabajo y el saneamiento del gasto estatal.
Sin embargo, no pueden coincidir en la eliminación total de la protección estatal al
capital no agrario. Su límite está en su incapacidad de lograr una escala suficiente para
alcanzar la productividad media en el mercado local. Por este motivo no pueden
prescindir de la protección estatal y las transferencias estatales, pero reclaman que estén
dirigidas hacia los capitales más eficientes, a la vez que buscan en la reducción salarial
una vía de incrementar sus ganancias y su competitividad. Este programa tampoco
resulta popular e históricamente no ha logrado encontrar aliados en la clase obrera,
aunque la fragmentación de ésta última entre las capas más acomodadas de los obreros
en activo y las más pauperizadas de la sobrepoblación relativa, sentó las bases
estructurales para una alianza con las primeras contra las segundas. Ello explica la
ruptura de los grandes gremios con el kirchnerismo y su alianza en su momento con
Menem y hoy con Macri.
La burguesía industrial chica es aquella más ineficiente e incapaz competir en el
mercado mundial y su subsistencia depende de la protección y el subsidio estatal. Su
programa de defensa del mercado interno se presenta como el programa de liberación
nacional, cuya expresión política favorita es el peronismo. No tiene poder económico
pero su programa logra entroncar con fracciones mayoritarias de la clase obrera, lo cual
le da una base de apoyo a sus intereses (la defensa del mercado interno y el
proteccionismo), y coyunturalmente con las capas más débiles de la burguesía agraria
en momentos en que se ven amenazadas por la concentración. Aunque logran imponer
sus intereses en ciertos períodos, su política resulta inviable dado el límite de la
economía para sustentar al conjunto de la industria y los capitales no agrarios. Por esto
se oponen a los supuestos “monopolios” industriales y agrarios, “oligarquía”, etc., para
presentarlos como causantes de una decadencia industrial, que no es más que la suya
propia en tanto capitales sobrantes. A pesar del discurso populista, se trata de los
burgueses que mayor necesidad tienen de elevar la tasa de explotación.

b. Proletariado

El grueso de la población argentina se encuentra proletarizada. El proletariado argentino


es predominantemente urbano. En la Argentina no existió nunca una población
campesina despojada de sus tierras, sino población indígena que fue exterminada o
proletarizada. Hasta mediados de la década del ‘70, la clase obrera argentina mantenía
cierta homogeneidad estructural, con predominio del proletariado fabril. A partir de ese
momento comienza un crecimiento de la sobrepoblación relativa como consecuencia de
la profundización del régimen de gran industria, la concentración y centralización y la
destrucción de capital sobrante, tanto en el agro como en la industria. También va en el
mismo sentido la relocalización de capitales. El crecimiento de la desocupación y el
pauperismo consolidado son producto de este fenómeno, así como el crecimiento de
otras capas como la sobrepoblación estancada, empleada en ramas poco productivas
donde los capitales subsisten sobre la base de la sobreexplotación, la fluctuante y la
latente. Una parte importante de esta sobrepoblación aparece encubierta bajo la forma
de empleo estatal. Todo el conjunto de sujetos que se denominan campesinos,
indígenas, esclavos, son en realidad parte de la población sobrante para el capital. Parte
de esta fracción fue organizada por el movimiento piquetero de forma independiente,
pero luego del 2003 fue cooptada por la burguesía y comenzó a organizarse bajo
distintas formas: cooperativas, movimientos campesinos, movimientos indígenas, o
quedaron sin organización al obtener un empleo (cartoneros, costureros, feriantes).
La clase obrera en activo no es mayoritariamente industrial, sino que está dominada por
el empleo estatal (administrativos, docentes, personal de las fuerzas represivas), el
empleo en el sector terciario (principalmente comercio), luego viene la industria
manufacturera (con sus decenas de ramas) y construcción. La clase obrera rural es
insignificante y se compone principalmente de sobrepoblación relativa estancada y
latente -evitan migrar a las ciudades donde los espera la desocupación-, e infantería
ligera (obreros que migran para circular por diversas producciones). Los reclamos de
parte de la clase obrera rural que se confunden con reclamos campesinos no son más
que reclamos propios de obreros (el reclamo por tierra es el reclamo por mantener su
vivienda, reclamos por planes y subsidios para garantizar condiciones de subsistencia
mínima).
En los últimos cuarenta años, la clase obrera sufrió un embate a sus conquistas,
producto de la derrota histórica en la que se sumergió luego del ‘76 y de la que se
recuperó parcialmente luego de 2001. Junto con la degradación de las condiciones de
trabajo y de vida, la clase obrera argentina ha sufrido una fragmentación
(desocupados/ocupados, trabajadores en negro/en blanco, tercerizados o
contratados/trabajadores de planta), lo que minó las bases de la unidad corporativa. Esta
fragmentación creó capas de obreros que, bajo la dirección de ciertas fracciones de la
burguesía, se han enfrentado entre sí. En ese sentido, cobra mayor vigencia la necesidad
de la unidad política independiente. Al mismo tiempo, se han estirado las diferencias
sociales entre sus diferentes fracciones y capas, en particular, los ingresos, los derechos
laborales y el nivel de ciudadanización. La capa más acomodada, en particular, los
asalariados en los grandes gremios industriales (SMATA, UOM, Petroleros, etc.)
tienden a posiciones conservadoras, mientras que las que se encuentran en peores
condiciones dentro del campo institucionalizado (“en blanco”) tienden hacia la
izquierda (estatales, docentes). Los que se encuentran fuera de la ciudadanía corporativa
(“en negro”, “planeros”) fluctúan entre la cooptación estatal y la radicalización extrema.
Claramente, la política sindical debe concentrarse en estas últimas dos capas (estatales y
desinstitucionalizados).

c. La pequeña burguesía

El tamaño al que esta capa burguesa ha sido reducida pone límite a sus posibilidades de
intervención política, aunque no puede descartarse la influencia que ejerce en las nuevas
capas asalariadas que proviniendo de su seno impregnan fracciones enteras del
proletariado (nuevos obreros industriales y docentes, en particular). Las capas más
proletarizadas de la pequeña burguesía han protagonizado luchas sindicales
significativas en el campo de las ex “profesiones liberales” (médicos, científicos y
estudiantes, por ejemplo). Esta capa proletaria de origen pequeñoburgués tiene una
enorme influencia cultural y, por ende, política, sobre todo por su lugar en el campo del
arte y de la comunicación (artistas, músicos, periodistas). Es de aquí de donde sale
buena parte de la dirigencia de los partidos de izquierda revolucionaria que, por lo tanto,
se ven sometidos a las presiones propias de la pequeña burguesía (autonomismo
anarcoide, sectarismo narcisista, liberalismo, etc.).
Estas capas han dado pie, sobre todo, a la experiencia kirchnerista y son su más firme
sostén. Entre otras cosas, porque en ella operan con mucha fuerza los elementos
ideológicos, amén del agudo ataque recibido, sobre todo en los ’90, durante la fase de
ajuste que implicó una enorme concentración y centralización del capital en el campo y
la ciudad. Capas enteras de la pequeña burguesía han desaparecido desde entonces,
sobre todo por la proletarización de las jóvenes generaciones, incapaces ya de
reproducirse como pequeñoburgueses. Siendo volátiles sus opciones políticas actuales
(entre el kirchnerismo y Carrió), no hacen más que seguir una tendencia a la volatilidad
ideológica que resulta característica de su ser social: base del menemismo en los ’90;
aliada del proletariado más pobre en el 2001 (“piquete y cacerola”).
La izquierda ha tendido a ver en esta capa social un aliado necesario (alianza “obrero-
campesina”, alianza con la pequeña burguesía “pyme”, según el caso). En general, la
pequeña y mediana industria, junto con el chacarero han figurado en casi todos los
programas de la izquierda revolucionaria como una contrapartida indispensable de la
lucha obrera. La justificación más común es la del peso numérico de estas capas
sociales, aunque el apoyo más explícito suele buscarse simplemente en la tradición, ya
sea en Lenin, Trotsky, Mao o Castro. Pasa por alto que el peso de la pequeña burguesía
argentina es, en términos numéricos irrelevante frente a un proletariado que alcanza casi
al 80% de la población. No obstante, por su peso cultural, resulta una interpelación
necesaria del partido revolucionario.

3. La lucha de clases

La lucha de clases se desenvuelve en varios campos y el partido debe intervenir en


todos ellos: la lucha sindical, la lucha política y la lucha ideológico-cultural. La
abstención en cualquiera de ellos deja a la clase obrera librada a la burguesía. En estos
terrenos el partido debe darse tareas de agitación y propaganda, que deben basarse en
una elaboración teórico-programática.

a. La lucha sindical

La lucha sindical es la instancia más elemental de la lucha de clases, donde la clase


obrera solo se afirma como clase para el capital y se organiza corporativamente. Existe
una tendencia a la caída en la sindicalización producto de ciertos cambios estructurales,
pero también de una crisis de las direcciones sindicales burguesas. Entre los sectores
que mantienen un nivel importante de sindicalización se encuentran los docentes, los
transportistas y los obreros de la construcción. El grueso de la clase obrera en activo
está conducido por direcciones peronistas y su conciencia no supera este programa ni el
terreno sindical de la lucha.
La clase obrera argentina tiene una historia de organización sindical poderosa. Incluso
hoy, a pesar de la caída en los niveles de sindicalización, mantiene sus organizaciones y
gran parte de sus conquistas. La conciencia obrera no ha trascendido aun el plano
sindical y la intervención de la izquierda en este campo no ha colaborado para ello. La
intervención revolucionaria en este terreno no puede limitarse a imitar al sindicalismo
burgués. Los revolucionarios no pueden presentarse como sindicalistas que únicamente
tienen honestidad para ofrecer. Deben acompañar las luchas económicas no como fin en
sí mismo, sino como medio para la elevación de la conciencia. Hacer notar que toda
lucha sindical encierra un límite, que toda conquista es temporal, y que solo bajo el
socialismo se podrá solucionar de forma definitiva todos los problemas que aquejan a la
clase. La intervención sindical debe ser un medio para colaborar en el pasaje de la
conciencia sindical a la política, es decir de la conciencia burguesa reformista a la
conciencia obrera revolucionaria. Este pasaje no se produce espontáneamente, por el
solo hecho de luchar, sino que depende de la capacidad que tenga la clase de elaborar
políticamente sus batallas y es en ese punto donde debe intervenir el partido. De lo
contrario, nada garantiza que de una lucha sindical se desprendan las conclusiones
políticas sobre lo irreconciliable de los intereses obreros y burgueses y la incapacidad
del capitalismo de mejorar la vida obrera.
No puede elaborarse una estrategia de intervención sindical sobre la base de prejuicios
(“la vanguardia será el obrero de overol”), del impresionismo (“vamos donde se mueve
algo”), ni de las propias ilusiones (“campesinos que reclaman sus tierras”). Una visión
realista de la estructura de la clase y de su nivel de organización real debe guiar la
estrategia sindical del partido. Hoy el grueso de la clase obrera está fuera de las fábricas,
como mencionamos. En más, los obreros fabriles son quienes muestran un nivel de
conciencia más retrasado y, constituyen, de hecho, la retaguardia. Del 2001 para acá
quedó en claro que la vanguardia se ubica entre la sobrepoblación relativa
(desocupados, estatales, docentes, trabajadores de la construcción).

b. La lucha cultural

Dado que la conciencia revolucionaria no brota espontáneamente de la experiencia, sino


que la conciencia “espontánea” es la conciencia en la que la burguesía educa al
proletariado, el partido debe luchar por las conciencias, lo que significa intervenir contra
las falsas ideas que los obreros tienen del mundo, es decir, la ideología burguesa y los
sentimientos que le corresponden. Esta tarea es primordial porque no puede garantizarse
el éxito de la revolución sin la acción consciente del proletariado, es decir la
comprensión consciente de las tareas que se deben llevar adelante. Si las ideas
burguesas persisten en la cabeza de los obreros, tarde o temprano pueden volver a
cobrar fuerza. Esto es algo que la burguesía sabe bien y por ello ha construido
poderosos aparatos culturales para batallar con sus ideas en las conciencias obreras y
mantenerlas a raya de las ideas socialistas. Para realizar estas tareas, necesitó reclutar en
sus filas primero a intelectuales y artistas de la pequeña burguesía y luego de la propia
clase obrera. Como los primeros tendieron a proletarizarse, hoy en día gran parte de las
tareas culturales de la burguesía están en manos de obreros. En ese sentido la
posibilidad de una cultura proletaria tiene hoy una base real. Ella debe ser el resultado
de una rebelión de los educadores, que el partido debe alentar.
Las herramientas para la batalla cultural son la ciencia y el arte. La primera como medio
para alcanzar una explicación científica de la realidad y como sustento del programa
revolucionario, que debe ser explicitado y divulgado. La segunda cumple la tarea de
educación sentimental, en tanto busca adecuar la energía psicológica a la acción
consciente que emprende todo revolucionario. La lucha cultural tiene también la función
de quebrar ideológica y emocionalmente al enemigo (la burguesía) y reclutar aliados (la
pequeña burguesía). Elementos desprendidos de ambos grupos sociales deben ser
reclutados mediante la lucha cultural para las más amplias tareas partidarias,
aprovechando sus ventajas materiales y su “capital” cultural.
El partido debe crear un frente cultural específico, destinar intelectuales a la
consecución de estas tareas y dotarlos de una política específica. El frente cultural debe
dedicarse a la educación de la clase obrera, es decir al combate de la ideología burguesa
para provocar primero una crisis de conciencia y luego la superación de la conciencia
burguesa. Pretender otorgar “toda la libertad” a los intelectuales (del partido o aliados y
simpatizantes) es desentenderse de la introducción de la ideología burguesa en la
conciencia de quienes producen y consumen las obras. El artista y el científico no son
sujetos libres de las determinaciones sociales que afectan al conjunto de la sociedad.
Están atravesados por intereses de clases. El partido debe atender tanto al contenido de
las obras, porque deben expresar su programa, como a su forma, porque de ello depende
su eficiencia comunicativa. A su vez, debe estimular la crítica sobre sus producciones
en tanto instancia de reflexión, tanto del contenido como de la forma.

c. La lucha política

La burguesía argentina ha constituido dos partidos de masas a lo largo de su historia. El


primero fue el radicalismo, en el que acaudillaba a la pequeña burguesía y a una
fracción de la clase obrera. La desaparición de la pequeña burguesía minó la base social
de este partido que hoy en día se encuentra en vías de reciclarse entre las capas
proletarizadas de dicha clase. El mayor éxito burgués en acaudillar a la clase obrera fue
el peronismo. El peronismo constituyó un régimen bonapartista que logró contener el
asenso de la lucha de clases, mediante la represión al comunismo y las concesiones
económicas, ganando a la clase obrera al programa reformista. La crisis de la política
burguesa queda en evidencia en la desaparición de los grandes partidos de masas, en la
desaparición de la fidelidad política y su reemplazo por la política clientelar donde se
elige al mejor postor. Los revolucionarios deben delimitarse claramente de todas las
variantes de la política burguesa, proclamar abiertamente su programa socialista. Dada
la forma en que se entrelazan los intereses sociales en relación a la estructura de la
economía argentina, no obstante la crisis del personal político que hasta ahora ha guiado
a las clases subalternas en la Argentina, el reformismo está siempre a la orden del día.
Las ilusiones reformistas son notablemente poderosas, no solo en la pequeña burguesía
sino, sobre todo, en el proletariado.
La política revolucionaria ha encarnado en una fracción pequeña del proletariado. Tras
la derrota de los 70, se recuperó en 2001, tras lo cual sobrevino un reflujo relativo. La
debilidad de la izquierda está dada por su desviación sindicalista, y en los últimos años
una tendencia electoralista, su claudicación frente al peronismo, impedida de delimitarse
del reformismo y de abandonar de una vez el seguidismo, y su persistencia en la
fragmentación nominal, privilegiando la disputa de aparatos por sobre la unidad
programática.
Por lucha política entendemos no sólo la intervención parlamentaria, sino y sobre todo
la propaganda y la acción directa socialista. No intervenir en la lucha parlamentaria
significa perder el momento en el que la burguesía abre la discusión política y se
somete, aunque sea formalmente, al debate político. Es perder la posibilidad de hacer
propaganda del programa. Pero también hacer política es intervenir en la crisis burguesa
en forma de acción directa. No se trata simplemente de la acción propia de la lucha
sindical o de los movimientos de masas. Se trata también de la capacidad para intervenir
en la crisis burguesa de forma audaz y con planteos que permitan al proletariado entrar
en la discusión. El ejemplo más notable de la incapacidad de la izquierda argentina en
este campo es el “conflicto del campo”, en la cual o se plegó a alguna de las fracciones
burguesas en pugna o se mantuvo pasiva en un “ni-ni” irrelevante.

d. Las contradicciones secundarias


Tanto para superar el sindicalismo como para dotar al partido de una política que
abarque el conjunto de determinaciones que constituyen la existencia humana, es
menester prestar particular atención a las contradicciones secundarias (género, étnicas,
ecología, seguridad, educación, ciudadanía). Las contradicciones secundarias son
aquellas que se constituyen entrelazadas con aquellas que organizan la vida social, las
relaciones de producción. Pero la humanidad, sea bajo la forma específica de la clase
que sea, no se agota en esas relaciones. Por eso mismo, esas relaciones, su dinámica y
sus características, permean, otorgan su lugar, sostienen, forman y “colorean” a las
otras, que constituyen la “carne” de la vida social de la especie humana. La lucha
puramente económica, sindical, reduce la vida humana a la existencia para el capital
(fuerza de trabajo), eliminando del escenario la existencia para sí, ámbito en que se
juega la libertad de los individuos y la reproducción del conjunto de la sociedad.
Este economicismo mediocre amputa al partido su capacidad para constituirse en
dirección del conjunto de los explotados y oprimidos, al no encontrar éstos respuestas a
las formas concretas en que se despliega su existencia real. El partido debe desarrollar el
feminismo, tanto como tener un programa ecológico, una estrategia para resolver los
problemas de la seguridad y la educación y un planteo de defensa de todos los derechos
democráticos de la clase obrera. Solo así puede prefigurar el significado y el contenido
de la lucha por el socialismo.

4. Estrategia

a. La insurrección

Dada su estructura social y su historia, la estrategia para la toma del poder en la


Argentina debe ser insurreccionalista. Se debe apuntar primero a conquistar la
hegemonía política al interior de la clase obrera a través del partido, para lo cual deben
darse no solo tareas de agitación inmediata sino también de propaganda de su programa.
Se debe conformar un mando unificado del partido y no la simple adición frentista de
partidos nominales. El partido buscará la quiebra del aparato del estado y de sus fuerzas
represivas para la conformación de su ejército, tarea fundamental para enfrentar a la
fuerzas de la burguesía y garantizar el sostenimiento del gobierno revolucionario. En el
momento militar de la revolución, el pacifismo no es una opción. La conquista del
poder no tiene ningún sentido si no se está dispuesto a llevar adelante todas las tareas
necesarias para retenerlo.

b. Las alianzas

La lucha política que la clase obrera debe plantearse es la lucha por el socialismo. No
existen clases a las que necesite aliarse. No existen otras clases dominadas ni
mayoritarias cuantitativamente a las que tenga que aliarse, porque, como explicamos, el
proceso de proletarización y de subsunción real al capital se ha completado. Tampoco
necesita aliarse a ninguna fracción burguesa en pos de derrotar algún enemigo común
que los oprime. La Argentina no necesita llevar adelante ninguna revolución
democrático burguesa, no necesita desenvolver relaciones de producción capitalistas
inmaduras, no tiene que realizar ninguna tarea de independencia nacional ni contemplar
medidas para población rural campesina. En ese sentido, las fórmulas de alianzas y
tareas que funcionaron para otros países en otros momentos históricos (Rusia o China)
carecen de sentido para la Argentina.
La Argentina ha completado su revolución burguesa y, por lo tanto, tiene sus tareas
nacionales cumplidas. La burguesía ha barrido con todas las relaciones sociales pre
capitalistas, ha conformado un Estado nacional que domina el conjunto del territorio, ha
desarrollado todas las funciones que le caben al aparato estatal burgués, desde las
dirigidas a la represión hasta las destinadas a la creación de consenso, ha logrado la
plena hegemonía e instaurado la democracia burguesa como régimen de gobierno
normal. La Argentina es una nación completa. La burguesía argentina, en su camino a la
constitución de un Estado nacional propio ha ganado territorio de un modo notable
(llanura pampeana, Patagonia, Chaco, Misiones). Las llamadas “perdidas” de territorio
son, en realidad, ilusiones ópticas producto de la propaganda nacionalista que construye
una “historia” retrospectiva. Ninguno de los casos de “amputaciones” que suelen
mencionarse (Uruguay, Paraguay, Malvinas) ha sido obstáculo a su desarrollo como
nación capitalista. La Argentina no está incompleta y el reclamo de cualquiera de estos
territorios se convierte en un proyecto reaccionario. La resolución de la cuestión
nacional no elimina, sino más bien implica los enfrentamientos entre estados nacionales,
como producto de la competencia capitalista. La menor capacidad de presión del Estado
argentino en las relaciones de fuerzas internacionales no niega, sino que confirma la
existencia de un instrumento político propio de la clase dominante local. En tanto la
Argentina no requiere de ninguna revolución burguesa y los reclamos de la burguesía
nacional no expresan los intereses generales, el nacionalismo se convierte en una
ideología reaccionaria. Los revolucionarios deben combatirlo en todas sus formas y no
generar falsas ilusiones en los obreros.

c. El peronismo

Si el sujeto de la revolución argentina es con exclusividad el proletariado, el principal


enemigo político del partido revolucionario es el peronismo. El peronismo es la
expresión de la cooptación del proletariado por la burguesía mediante el programa
mercado-internista/nacionalista/reformista. Es un programa que tiene notable éxito y
que exige muy pocos recursos. Cuenta con una tradición política y cultural muy
poderosa, cuyo poder se ha hecho manifiesto, no solo en esa cooptación y en su
capacidad para alcanzar el gobierno, sino en la subordinación de la izquierda
revolucionaria a su dirección. La lucha contra el peronismo debe llevarse adelante no
solo en los sindicatos (lucha contra la burocracia sindical) sino en la política
parlamentaria, en la acción directa y, sobre todo, en el campo ideológico-cultural.

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