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delaPenínsulaIbérica

Vo l . I I
d e l a P e n í n s u l a I b é r i c a . L a I b e r i a p re r ro m a n a y l a
ro m a n i d a d
Eduardo Sánchez-Moreno (coord.) Joaquín L. Gómez-Pantoja

© De los textos, Eduardo Sánchez-Moreno y Joaquín L. Gómez-Pantoja, 2008 © De la fotografía de


cubierta: Anfiteatro romano de Mérida. Archivo Oronoz © Del diseño de la cubierta: Ramiro
Domínguez
©Sílex® ediciones S.L., 2008
c/ Alcalá, nº 202. 28028 Madrid www.silexediciones.com
silex@silexediciones.com
ISBN: 978-84-7737-182-3
ISBN de la obra completa: 978-84-7737-199-1
Depósito Legal: M-46904-2008
Dirección editorial: Ramiro Domínguez
Coordinación editorial: Ángela Gutiérrez y Cristina Pineda Torra Producción: Equipo Sílex
Fotomecánica: Preyfot
Impreso en España por: Top Printer Plus S.L.L.
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mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y ss del Código
Penal)

Contenido
Postdata al volumen I
Acerca del papiro de Artemidoro
Bibliografía
Parte I. Eduardo Sánchez-Moreno
De los pueblos prerromanos: culturas, territorios e identidades
Capítulo primero
La Iberia mediterránea
I.1.1 A vueltas con el vocabulario: Iberia, íberos, ibérico
I.1.2 Reflexionando la cultura ibérica: génesis, etapas y enunciados
I.1.3 Los pueblos del ámbito ibérico
I.1.3.1 Andalucía occidental
I.1.3.2 Andalucía central y oriental
I.1.3.3 Sudeste y región valenciana
I.1.3.4 Valle del Ebro
I.1.3.5 Cataluña y Languedoc
I.1.4 Lengua y escrituras
I.1.4.1 Signarios ibéricos
I.1.4.2 Soportes epigráficos
I.1.5 Poblamiento, territorio y hábitat
I.1.5.1 Formas de ocupación del espacio en el mundo ibérico
I.1.5.2 Patrones regionales
I.1.5.3 Urbanismo y espacios públicos
I.1.5.4 Murallas y defensas
I.1.5.5 Arquitectura doméstica
I.1.6 Bases económicas
I.1.6.1 El campo y los trabajos agropecuarios
I.1.6.2 Las manufacturas y las industrias especializadas
I.1.6.3 Los intercambios y la experiencia comercial
I.1.6.4 La moneda entre los íberos
I.1.7 Estructura social
I.1.7.1 Los grupos privilegiados: príncipes y aristócratas
I.1.7.2 Los grupos no privilegiados: campesinos y siervos
I.1.7.3 La mujer en el mundo ibérico
I.1.7.4 Necrópolis y mundo funerario
I.1.8 Hegemonías en el tiempo: poder y organización política
I.1.8.1 Monarquías
I.1.8.2 Aristocracias guerreras
I.1.8.3 Élites urbanas e instituciones de la ciudad
I.1.9 La guerra entre los íberos
I.1.9.1 Guerreros, armas y combates
I.1.9.2 El mercenariado
I.1.10 Manifestaciones religiosas
I.1.10.1 Dioses ibéricos, un panteón sin nombres
I.1.10.2 Ritos y celebrantes
I.1.10.3 Loca sacra: los santuarios ibéricos
Bibliografía
Capítulo segundo
La Iberia interior y atlántica I.2.1 Campos de Urnas e indoeuropeización peninsular,
un puzzle por ensamblar I.2.2 Los celtas y su INTERPRETATIO hispana. ¿Celtas en España? I.2.3 Los
pueblos del ámbito indoeuropeo I.2.3.1 El Sistema Ibérico y la Meseta oriental. La cultura celtibérica
I.2.3.2 La Meseta occidental y central I.2.3.3 La franja atlántica y Extremadura I.2.3.4 El Noroeste.
La cultura castreña I.2.3.5 La cornisa cantábrica I.2.4 Lenguas y escritura I.2.4.1 Un complejo
horizonte lingüístico I.2.4.2 La epigrafía celtibérica I.2.5 Poblamiento, territorio y hábitat I.2.5.1
Aldeas, castros y ciudades I.2.5.2 Patrones regionales I.2.5.3 Las defensas castreñas I.2.5.4
Urbanismo y arquitectura doméstica I.2.6 Bases económicas I.2.6.1 Rebaños y cosechas I.2.6.2 Los
trabajos extractivos y las artesanías I.2.6.3 Los intercambios I.2.6.4 La moneda celtibérica2
I.2.7 Estructuras sociales, políticas y guerreras
I.2.7.1 Señores, campesinos y siervos5
I.2.7.2 La lectura funeraria
I.2.7.3 Lazos de familia y grupos gentilicios
I.2.7.4 La mujer en la Hispania céltica
I.2.7.5 En lo alto: régulos y jefes guerreros
I.2.7.6 Confederaciones, pactos de hospitalidad e instituciones de la ciudad
I.2.7.7 La guerra, del estereotipo al análisis interno. ¿Sociedades guerreras?
I.2.7.8 El armamento de los hispanoceltas
I.2.8 Manifestaciones religiosas
I.2.8.1 El paisaje sacro
I.2.8.2 El panteón hispano-celta
I.2.8.3 Expresiones rituales
Bibliografía
Parte II. Joaquín L. Gómez-Pantoja
Hispania romana: de Escipión a los visigodos
Introducción. Algunos motivos de admiración
Bibliografía
Capítulo primero
La Segunda Guerra Púnica en Hispania (218-206 a.C.)1
II.1.1 Una guerra mundial. La vieja discusión sobre la responsabilidad de la guerra
II.1.2 Un incidente con consecuencias
II.1.3 Los Escipiones en Hispania
II.1.3.1 El desastre del 211 a.C. y el repliegue romano
II.1.4 Un salvador para Roma
II.1.4.1 Un individuo con carisma
II.1.4.2 Los romanos en Cartago Nova y la batalla de Baecula
II.1.4.3 El avance romano por el valle del Guadalquivir II.1.5 Las consecuencias de la guerra
II.1.5.1 Un case-study: Cástulo
II.1.5.2 La división provincial Bibliografía
Capítulo segundo
El siglo de los Escipiones (206-133 a.C.)

II.2.1 Introducción

II.2.2 De Escipión a Graco


II.2.2.1 El gobierno peninsular de Catón
II.2.2.2 El periodo postcatoniano
II.2.3 Los años de hierro y fuego: las guerras celtibero-lusitanas
II.2.3.1 La actividad de Sempronio Graco
II.2.3.2 Un largo interludio pacífico
II.2.3.3 Reformas y corrupción
II.2.3.4 El final de la pacificación gracana: Segeda
II.2.3.5 La peor cara de Roma: Lúculo y Galba
II.2.4 Viriato
II.2.5 El asalto a Numancia
Bibliografía
Capítulo tercero
De Numancia a los Idus de Marzo (133-44 a.C.)
II.3.1 La crisis de la República
II.3.1.1 Crisis interna, amenazas exteriores
II.3.1.2 El tiempo de los emperadores
II.3.1.3 El primer Triunvirato
II.3.2 Entre Numancia y Sertorio
II.3.2.1 Una sociedad en transformación
II.3.3 Sertorio
II.3.4 Hispania en la órbita de Pompeyo
II.3.5 César y la guerra civil
Bibliografía
Capítulo cuarto
Aspectos políticos, socioeconómicos y militares
de la conquista romana de Hispania
II.4.1 Imperialistas confesos
II.4.2 Un país echado a suerte…
II.4.3 …y muy lejano
II.4.4 Virreyes de Hispania
II.4.4.1 Los beneficios de una temporada en provincias
II.4.4.2 Tasas e impuestos incluidos
II.4.4.3 Juez y parte
II.4.5 Emigración y colonización en Hispania republicana
II.4.6 DE RE MILITARI II.4.6.1 Las tropas que asombraron al mundo
II.4.6.2 Del buen uso de los amigos
II.4.6.3 Algo más que un ejército popular
II.4.6.4 La legión en combate
II.4.6.5 El aliciente de la vida militar… ¡A la caza del botín!
Bibliografía
Capítulo quinto

II.5.1 Introducción
II.5.2 Los fundamentos del nuevo régimen
II.5.3 Los sucesores de Augusto
II.5.3.1 Tiberio (14-37 d.C)
II.5.3.2 Calígula (37-41 d.C.) y Claudio (41-54 d.C.)
II.5.3.3 Nerón (54-68 d.C.) y el “año de los cuatro emperadores” (69 d.C.)
II.5.3.4 La dinastía Flavia: Vespasiano (69-79 d.C.)
II.5.4 Augusto, PATER HISPANIARUM
II.5.4.1 Las guerras cántabras
II.5.4.2 Un país militarizado
II.5.4.3 Legiones de constructores
II.5.5 La nueva organización provincial de Hispania
II.5.5.1 La Bética
II.5.5.2 Una nueva provincia: Lusitania
II.5.5.3 Hispania Citerior
II.5.6 El triunfo de la civilización
II.5.6.1 Un catálogo de ciudades
II.5.6.2 El ejemplo del conventus caesaraugustanus
II.5.6.3 Las ciudades de las provincias
II.5.6.4 La labor de Claudio
II.5.6.5 La urbanización flavia
Bibliografía
Capítulo sexto
Esplendor y crisis (siglos ii y iii d.C.)
II.6.1 La edad de oro de Hispania
II.6.2 Los emperadores hispanos y sus familias
II.6.2.1 Trajano (98-117 d.C.)
II.6.2.2 Adriano (117-138 d.C.)
II.6.2.3 Antonino Pío (138-161 d.C.)
II.6.2.4 Marco Aurelio (161-180 d.C.)
II.6.2.5 Cómodo (180-192 d.C.)
II.6.3 La dinastía Severa y la crisis del siglo iii d.C.
II.6.3.1 La guerra civil (192-196 d.C.)
II.6.3.2 Septimio Severo (193-211 d.C.)
II.6.3.3 Caracalla (211-217 d.C.) II.6.3.4 Los últimos Severos (218-235 d.C.)
II.6.3.5 Los años de la anarquía militar (235-285 d.C.)1
II.6.4 Las repercusiones en Hispania
Bibliografía
Capítulo séptimo
De las Hispanias a Hispania (siglos iv-viii d.C.)
II.7.1 El sistema tetrárquico (284-313 d.C.)
II.7.1.1 Diarquía y tetrarquía
II.7.1.2 Las grandes reformas
II.7.1.3 El problema sucesorio
II.7.2 Constantino y sus herederos (324-364 d.C.)
II.7.2.1 Los sucesores de Constantino
II.7.2.2 Teodosio, el último emperador hispano
II.7.3 Los germanos en Hispania
II.7.3.1 Invitados indeseables
II.7.3.2 Con un poco de ayuda de los amigos
II.7.3.3 Un creciente interés
II.7.3.4 La estirpe goda en la patria hispana
Bibliografía
Capítulo octavo
Las riquezas de Hispania
II.8.1 Un vistazo histórico
II.8.2 La Minería
II.8.2.1 Argentifera Hispania
II.8.2.2 El Dorado antiguo
II.8.2.3 Otras menas
II.8.2.4 Propiedad y beneficio de las minas
II.8.2.5 Algunas inciertas cifras de producción
II.8.3 Silvicultura y pesca
II.8.4 Agricultura y ganadería
II.8.4.1 Las transformaciones en la producción agropecuaria
II.8.5 Artesanado
II.8.6 Comercio y transporte II.8.7 Moneda y comercio
Bibliografía
Capítulo noveno
Gentes, culturas y creencias
II.9.1 La gente: unidad en la diversidad
II.9.1.1 Orden y estamento
II.9.1.2 Senadores
II.9.1.3 Caballeros
II.9.1.4 Decuriones
II.9.1.5 Los humiliores
II.9.1.6 Las bondades de la esclavitud
II.9.2 Animales políticos
II.9.2.1 Orgullo local y autonomía
II.9.2.2 Las ventajas e inconvenientes de la ciudad
II.9.3 La cultura, educación y artes
II.9.4 Dioses locales e importados
II.9.4.1 Misterios e iniciaciones
II.9.4.2 Los orígenes y difusión del cristianismo
Bibliografía
Relación de Figuras

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Vo l . I I
d e l a P e n í n s u l a I b é r i c a . L a I b e r i a p re r ro m a n a y l a
ro m a n i d a d
Eduardo Sánchez-Moreno (coord.) Joaquín L. Gómez-Pantoja

© De los textos, Eduardo Sánchez-Moreno y Joaquín L. Gómez-Pantoja, 2008 © De la fotografía de


cubierta: Anfiteatro romano de Mérida. Archivo Oronoz © Del diseño de la cubierta: Ramiro
Domínguez
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Penal)

Acerca del papiro de Artemidoro


Parece impropio que un canon de fuentes literarias antiguas requiera actualizaciones, porque la
esencia de una lista de esa clase es justamente su carácter cerrado e inamovible. Siempre, sin
embargo, caben excepciones en tiempos como los nuestros, de hallazgos sensacionales que provocan
las consiguientes mudanzas en los estudios de la Antigüedad.
En el anterior volumen (capítulo I: “Las fuentes literarias y su contexto historiográfico”, págs. 23, 27
y 47) se hizo especial hincapié en la transcendencia que el reciente hallazgo de un papiro griego del
siglo i a.C. podía tener para la Historia Antigua de la Península Ibérica. En efecto, dicho papiro
parecía contener, entre otras cosas, un fragmento de la obra de Artemidoro de Éfeso, un viajero y
escritor griego que visitó Iberia en los años iniciales del siglo i a.C. y que consta que escribió sobre su
experiencia, ocupándose tanto de los rasgos físicos de la comarcas en las que estuvo como de la gente
con la que se cruzó. El fragmento contenido en el nuevo papiro es en parte ya conocido, pero su
continuación es completamente inédita, lo que hace que se hable de un descubrimiento extraordinario;
pero lo que realmente lo hace sensacional es que ese texto va acompañado de una viñeta que
representa una porción de un mapa cuidadosamente dibujado en el que se reconoce un amplia porción
litoral con corrientes fluviales y símbolos para los lugares de habitación y los caminos;
desgraciadamente, el mapa carece de rótulos, pero al estar contiguo a la descripción de Iberia, se
sugirió desde el principio que podía referirse a la Península, de la que sería el más antiguo testimonio
cartográfico conservado.
La noticia del hallazgo del papiro y la descripción de su contenido (con la hipótesis de que
inicialmente fue preparado para copiar la obra ibérica de Artemidoro, mapas incluidos) (Gallazzi-
Kramer, 1998; cfr. Kramer, 2005, 2006), provocó las reacciones que cabe suponer; luego hubo un
silencio de varios años, entre rumores de que el dueño del papiro ponía obstáculos a quien deseaba
examinarlo directamente y de que diversas instituciones andaban tras su adquisición; finalmente
acabó consiguiéndolo la Fondazione per l’Arte della Compagnia di San Paolo, la poderosa banca local
de Turín. La compra fue celebrada con una exposición pública en el palazzo Bricherasio turinés
(febrero-mayo de 2006) del papiro, completamente desplegado en sus 2,7 metros de longitud y en un
ambiente con adecuada iluminación que permitía ver su contenido, además de la publicación de un
lujoso catálogo de la misma (Settis-Gallazzi, 2006). Luego el papiro se restauró, los especialistas
tuvieron ocasión de estudiarlo y acaban de aparecer los resultados de esa investigación en una
voluminosa edición (Gallazzi-Kramer-Settis, 2008); mientras, ha sido expuesta en el Agyptisches
Museum und Papyrussammlung de Berlín y en la actualidad el propietario la ha depositado en el
prestigioso Museo Egizio de Turín, donde se expone como una de las piezas estelares de la colección.
Sin embargo, coincidiendo con la apoteosis descrita, otro prestigioso investigador italiano sostiene
con indicios razonables (Canfora, 2008) que el papiro es una mixtificación salida de la mano un
famoso marchante de antigüedades y falsario griego del siglo xix, Constantino Simonides. Los
argumentos de este crítico se basan en la tortuosa historia del descubrimiento del papiro, en que los
textos considerados inéditos contienen errores de gramática y ortografía impropios de lo que sabemos
de Artemidoro y que su contenido parece inspirarse en lo que se encuentra en la obra de Esteban de
Bizancio, un enciclopedista del siglo vi d.C.; y, por último, en que la famosa viñeta cartográfica
guarda un extraordinario parecido con una de las ilustración contenidas en las páginas de un
manuscrito griego que Simonides robó de los monasterios de Monte Athos y luego vendió al British
Museum, donde se conservan. Canfora, en cambio, no ofrece explicación de dónde se pueden
conseguir casi tres metros de papiro de antigüedad certificada ni cómo se obtiene la tinta con
pigmentos vegetales similar en todo a la empleada en Egipto al tiempo en que, supuestamente, se
dibujó el papiro.
Queda pues, la duda sobre la autenticidad de la pieza; y la experiencia de casos similares es que si el
falsario hizo las cosas bien, hará falta tiempo para despejarla. Mientras tanto, las expectativas de
haber encontrado un primigenio mapa de la Península, deben mantenerse en reserva, entre otras cosas
porque nadie hasta ahora ha sido capaz de reconocer en la viñeta la parte de Iberia que representa.
Acerca del papiro de Artemidoro
Bibliografía
Canfora, L., Il papiro di Artemidoro , con contributi di Luciano Bossina, Livia Capponi, Giuseppe
Carlucci, Vanna Maraglino, Stefano Micunco, Rosa Otranto, Claudio Schiano e un saggio del nuovo
papiro, Roma-Bari, Laterza, 2008.
Gallazzi, C. y Kramer, B., “Artemidor im Zeichensaal. Eine Papyrusrolle mit Text, Landkarte und
Skizzenbüchern aus späthellenisticher Zeit”, Archiv für Papyrusforschung 44, 1998, pp.198-208.
— y Settis, S. (edd.), Le tre vite del Papiro di Artemidoro. Il papiro di Artemidoro. Voci e sguardi
dall'Egitto greco-romano, Milano, Electa, 2006.
—, Kramer, B. y Settis, S., Il papiro di Artemidoro, con la collaborazione di G. Adornato, A.C. Cassio,
A. Soldati, Milano, Led edizioni, 2008 (2 vols.).
Kramer, B., “El nuevo papiro de Artemidoro”, en J. de Hoz, J., E.R. Luján y P. Sims-Williams (edd.),
New approaches to Celtic place names in Ptolemy’s Geography , Madrid, Ediciones Clásicas, 2005, pp.
19-31.
—, “La Península en la Geografía de Artemidoro de Éfeso”, en G. Cruz Andreotti, G., P. Le Roux, P. y
P. Moret (edd.), La invención de una geografía de la Península Ibérica. I. La época republicana,
Málaga-Madrid, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga, Casa de Velázquez, 2006, pp.
97-114.
Además, usando Google, se puede localizar abundante información sobre el documento y la
controversia generada. Y el lector hispano-luso seguramente agradecerá el largo y pormenorizado
dossier gestionado por la dra. A. M. Canto en un foro de internet:
http://www.celtiberia.net/articulo.asp?id=1176#_jmp0_.
Dear Sir or Madam, will you read my book? It took me years to write, will you take a look?
The Beatles,
“Paperback Writer” (1966)
Parte I De los pueblos prerromanos: culturas, territorios e
identidades
Eduardo Sánchez-Moreno

Capítulo primero
La Iberia mediterránea
El papel desempeñado por las poblaciones de Iberia en el enfrentamiento entre Roma y Cartago, como
se ha visto en el volumen anterior, resulta indispensable para entender el devenir de la Segunda Guerra
Púnica y la historia del Occidente mediterráneo en la Antigüedad (vid. vol.I, II.4.5 y vol.II, ii.1). Pero,
cabe preguntarse ahora, ¿qué unidades conforman el poblamiento prerromano? ¿Cuál es su origen y
evolución? ¿Cómo se disponen en el espacio? ¿Qué rasgos les caracterizan? En suma, ¿qué sabemos
de los pueblos de la Hispania antigua?
I.1.1 A vueltas con el vocabulario: Iberia, íberos, ibérico
Desde al menos el siglo vi a.C. y hasta la implantación romana se desarrolla en las regiones del sur,
levante y nordeste de la Península Ibérica la denominada “cultura ibérica”. Es éste un término
convencional, por ello discutible e inexacto, de fuerte arraigo en la sistematización de nuestra
Protohistoria. La cultura ibérica se entiende hoy como la síntesis de los procesos acaecidos en las
regiones meridionales y orientales de la Península Ibérica, su orla mediterránea, desde Andalucía
occidental hasta el Languedoc francés, entre los siglos vi y i a.C. grosso modo. No se trata de un único
sujeto histórico ni de un desarrollo unívoco sino de un lenguaje común del que participan poblaciones
de distinto encuadre territorial y organización sociopolítica. Poblaciones que comparten formas de
asentamiento, lenguas y manifestaciones artísticas similares pero también con diferencias regionales.
Un proceso de larga duración divergente y heterogéneo que hunde sus raíces en la Edad de Bronce y
alcanza la Hispania romana. Rasgo sustancial de la cultura ibérica es la particular asimilación que
aquellas sociedades hacen de las corrientes culturales que surcan el Mediterráneo a lo largo del I
milenio a.C.: las aportadas por fenicios, griegos, púnicos y, finalmente y dentro de una política
imperialista, por los romanos. Ello dará como resultado unas realidades propias, ibéricas,
perfectamente integradas en el marco de las civilizaciones mediterráneas gracias a la interacción
comercial, las experiencias compartidas y la aculturación derivadas de los episodios coloniales según
se ha ido observando en el volumen anterior.
Que los íberos así entendidos no fueron jamás una entidad étnica ni un único pueblo, y que su origen
no se entiende en términos de filiación o procedencia sino de formación autóctona, son cuestiones que
hoy nadie discute. Sin embargo ocuparon a la investigación hasta los años setenta del siglo xx. Desde
entonces se han superado paradigmas invasionistas de corte historicista y con tintes de exaltación
patriótica o regionalista, que hacían de los íberos los “primeros españoles” llegados a la Península
fruto de remotas migraciones africanas. Así pensaban por ejemplo Adolf Schulten (1870-1960) y Pere
Bosch Gimpera (1891-1974) con distintos puntos de vista y aproximaciones. Historiográficamente la
labor de estos y otros autores (M. Gómez Moreno, J. Cabré, A. García y Bellido y adentrada la
segunda mitad del siglo pasado, M. Tarradell, A. Arribas, J. Maluquer o E. Cuadrado, entre otros) ha
sido fundamental para el avance de la investigación y la posibilidad de disponer en nuestros días de un
más que notable conocimiento del mundo ibérico, del que sin embargo aún quedan retos que afrontar e
incógnitas por despejar, como el desciframiento de la lengua.
Por otra parte conviene recordar que los vocablos Iberia, íberos y sus derivados no son sino
denominaciones etnográficas dadas por los griegos a las tierras y gentes del Occidente, nuestra
Península. Existía además otra Iberia, la póntica, emplazada en la actual Georgia, entre el Mar Negro
y el Caúcaso. Mitad míticas, mitad reales, ambas Iberias eran escenarios que cerraban por Levante y
Poniente la ecúmene, el mundo conocido de los griegos en época arcaica que no es otro que el
Mediterráneo. Con la singularidad de que las dos eran tierras ricas en metales y ganado, lo que quizá
explique su homonimia. En tanto término acuñado o al menos transmitido por observadores externos,
Iberia poco o nada tiene que ver con una autodenominación local, con independencia de que una de sus
primeras acepciones fuera la de hidrónimo –el Iber o Híbero–, referido inicialmente al río Tinto en la
región onubense y después al Ebro. Desconocemos la etimología y significado originales de Iberia,
mientras que su extensión geográfica, lejos de ser la misma, va ampliándose en paralelo al proceso de
percepción y exploración de la Península por parte de griegos y romanos (vid. vol.I, I.1.1). Estos
últimos preferirán emplear el corónimo Hispania, de vieja raíz semita, para referirse ya a la totalidad
de la Península. Pues desde el siglo vi a.C. y hasta prácticamente la Segunda Guerra Púnica en que las
tropas romanas empiezan a tener conocimiento de las tierras del interior, Iberia aludía básicamente al
litoral mediterráneo frecuentado por los griegos.
Así pues, el sentido que las fuentes dan a los términos Iberia e ibérico es fundamentalmente
geográfico: aquello relativo a las tierras mediterráneas comprendidas entre las Columnas de Heracles
y la Céltica. Países cuyos habitantes se caracterizan por la belicosidad, el mercenariado y la anarquía,
siempre bajo el dictamen estereotipado de los clásicos. No es por tanto un calificativo válido para la
definición política o étnica del espacio prerromano, al menos desde el análisis intrínseco. Por ello, el
significado que la investigación moderna otorga a lo ibérico es esencialmente cultural: lo que se
desarrolla en el marco de la Protohistoria peninsular mediterránea. Hablamos así de cultura o ámbito
cultural ibérico, o de pueblos ibéricos en su acepción crono-espacial. Pero resulta extemporáneo y un
error reduccionista hacer de lo ibérico una categoría histórica, política y no digamos étnica sin
matizarse convenientemente. Íberos es, en suma, un nombre genérico que integra y agrupa al elenco
de pueblos establecidos en el sur, levante y nordeste de la Península durante el I milenio a.C., el
tempus protohistórico.

I.1.2 Reflexionando la cultura ibérica: génesis, etapas y enunciados


Como ya se ha dicho la cultura ibérica no es más que la suma de procesos regionales de poblaciones
que desarrollan a lo largo de la Edad de Hierro formas complejas de organización territorial y social.
En variantes locales pero con expresiones culturales compartidas, tanto ideológicas como lingüísticas
o tecnológicas, de marcada impronta mediterránea. La evolución de dichas poblaciones depende de
tres factores claves: el entorno medioambiental, el sustrato prehistórico y las influencias ejercidas por
los aportes coloniales, lo que configura en cada caso una etnogénesis o formación diferenciada.
Así, en la Andalucía occidental y la baja Extremadura, que habían constituido el área nuclear tartésica
y su periferia respectivamente, el arranque de la cultura ibérica coincide con la transición a finales del
siglo vi a.C. del Periodo Orientalizante hacia un Postorientalizante convertido en horizonte túrdulo-
turdetano de fuerte influjo púnico. Las transformaciones económicas derivadas de la ruptura del
comercio fenicio y el mantenimiento de viejas tradiciones atlánticas determinan un particularizado
paisaje cultural que, según varios autores, diferencia y excluye a los turdetanos del conglomerado
ibérico (vid. infra I.1.3.1). En Andalucía oriental, el Sudeste y la Meseta meridional las poblaciones
del Bronce Final se ven también afectadas por estímulos orientalizantes dinamizados desde los
enclaves fenicios de la costa. Y luego por la presencia púnica, lo que origina, sobre todo en sus inicios,
un iberismo ecléctico de gran riqueza y personalidad. Algo parecido ocurre en las comarcas
levantinas, desde el Cabo de Palos hasta la desembocadura del Ebro. El poblamiento local
experimenta aquí una activación a partir de la fundación de emporios fenicios y desde el siglo vi a.C.
griegos. Las redes comerciales tendidas entre mercaderes mediterráneos y comunidades indígenas,
con prolongación interior por los valles fluviales, explican la eclosión de formas culturales de primer
orden. El urbanismo, la economía excedentaria, el desarrollo artesanal, la escritura y el empleo de la
escultura como lenguaje de poder, hacen que el iberismo alcance en el espacio de las antiguas
Contestania y Edetania sus más altas cotas (vid. infra I.1.3.3). Finalmente en Cataluña y en el sur de
Francia, sobre grupos de Campos de Urnas del Bronce Final en proceso de sedentarización (vid. vol.II,
I.2.1), se desarrolla una iberización superficial y heterogénea en respuesta a una acusada
fragmentación tribal. Si bien las fundaciones foceas de Emporion y Rode en la costa ampurdanesa
(vid. vol.I, II.3.3), así como su metrópoli Masalia, incentivan el desarrollo de las comunidades
próximas al litoral, el del nordeste es un mundo cuyas tradiciones entroncan más con la Galia céltica.
Obviamente estos procesos no son lineales ni convergentes en todas las zonas. Por el contrario
presentan ritmos desiguales y ciertas discontinuidades perceptibles en abandonos de hábitat,
fenómenos de concentración, traslado o colonización poblacional, reorientaciones económicas, etc.
Instrumentalmente la iberización se suele dividir en una serie de fases que sirven para caracterizar y
diferenciar la cultura ibérica desde su génesis hasta su disolución en el nuevo marco romano. Los
indicadores principales son el análisis del poblamiento y la cultura material, en especial las
producciones cerámicas cuya tipología y seriación proporcionan un buen armazón cronológico.
Integrando las distintas periodizaciones regionales en un cuadro general, distinguimos las siguientes
cuatro etapas:
1 . Preibérico o Protoibérico (ca. 700-570 a.C.)
2. Ibérico Antiguo (ca. 570-425 a.C.)
3. Ibérico Pleno (ca. 425-230 a.C.)
4. Ibérico Tardío o Íbero-romano (ca. 230 a.C.-principado de Augusto) Más importante que las
secuencias y clasificaciones, útiles pedagógicamente, es la comprensión de la Protohistoria como
tiempo de excepcional vitalidad en la interacción de gentes y paisajes. En el ámbito ibérico esto se
traduce en la eclosión de nuevas formas de vida y relación social reconocibles en los registros
informativos, particularmente en el arqueológico. Tales manifestaciones –fruto de comportamientos
históricos, recordémoslo siempre– son los enunciados de la cultura ibérica. Enunciados que, sujetos a
la regionalización ya comentada, dan ritmo y color al viaje histórico de los íberos. Avancemos
algunos de los rasgos principales de la cultura ibérica que serán abordados en las siguientes páginas:
a) Poblamiento diversificado y explotación y articulación del territorio como reflejo de la
potencialidad del mundo ibérico.
b) Surgimiento de la escritura en sus variantes formales, de soporte y contenido como efecto de la
interacción y complejidad del mundo ibérico.
c) Desarrollo de la escultura monumental (con imágenes tanto zoomorfas como antropomorfas de
carácter funerario, honorífico o votivo) como expresión social y en particular como proyección
ideológica de los grupos privilegiados. Sin duda es uno de los más relevantes logros de lo ibérico.
d) Entre otras manufacturas, la cerámica como testimonio de la actividad productiva de las
comunidades ibéricas. Con el añadido de ser –atendiendo a su repertorio morfológico, funcional y
decorativo– un referente de primer orden para conocer la vida cotidiana de los íberos y, en ocasiones,
sus valores aristocráticos y religiosos. No en vano la cerámica torneada de pastas claras y decoración
pintada se considera el fósil guía de la cultura ibérica.
Las manifestaciones plásticas, los repertorios de útiles y armas, la arquitectura, el urbanismo, la
ordenación territorial, la comunicación a través de signos e imágenes, junto a las noticias más tardías
de las fuentes escritas son, en suma, las claves para descifrar el mundo ibérico. En concreto y como
seguidamente veremos, para aproximarnos a sus estructuras de producción e intercambio, relaciones
sociales, formas de poder, organización militar y ritualidad.

I.1.3 Los pueblos del ámbito ibérico


En el relato de la Segunda Guerra Púnica, Polibio, Livio y otros historiadores mencionan por sus
nombres a los populi ibéricos implicados en los movimientos de cartaginenses y romanos en suelo
peninsular. Aun tratándose de una información de gran valor que permite un primer bosquejo del
abigarrado mosaico étnico de la Hispania antigua, sus datos, como los que transmite luego Estrabón,
resultan insuficientes para reconstruir sólo con ellos la realidad sociopolítica del mundo ibérico.
Deben advertirse además una serie de consideraciones. La relación de etnónimos es incompleta e
imprecisa. En realidad no sabemos cuántos pueblos habitaban el área ibérica, qué límites geográficos
tenían y lo que es más importante para el análisis histórico, cuál era su grado de concreción como
unidades de población. ¿Constituyen tribus? ¿Etnias? ¿Estados? Los etnónimos citados corresponden
mayoritariamente al momento en que Roma irrumpe en la Península, por lo tanto a una fase ya muy
avanzada del desarrollo de la cultura ibérica, el paso del ibérico pleno al tardío. Parecen operar
entonces entre los indígenas, eso sí, procesos de etnicidad acentuados muy probablemente por la
interacción con púnicos y romanos. El mejor reflejo de ello es la existencia y transmisión de los
mismos etnónimos cuyo análisis lingüístico indica que en la mayoría de casos se trata de nombres
ibéricos, por tanto referencias de identidad propia, si bien su génesis y alcance nos son desconocidos.
Tampoco sabemos cómo se transmiten y evolucionan los etnónimos a lo largo del tiempo, lo que
explica que pueblos mencionados en fuentes con registros tan antiguos como la Ora Maritima no
vuelvan a ser citados posteriormente: serían los casos de etnamenos, ileates y cynetes en el sur y
sudoeste, beribraces en Levante o draganos, sefes y cempsos en las tierras del interior. Suponiendo
que se tratara de etnónimos indígenas anteriores al siglo iv a.C. y no de nombres poéticos o míticos –
lo que no es descartable dados los problemas que plantea el poema de Avieno ( vid. vol.I, I.1.3)–,
ninguno de ellos se mantiene con tal denominación en época romana, y sólo los conios

[Fig.1] La
Península Ibérica y sus pueblos según los datos de Polibio (siglo ii a.C.)
del Algarve portugués, citados por Polibio y Apiano, parecen ser un desarrollo de los arcaicos cynetes.
En los textos clásicos las unidades étnicas se proyectan como una foto fija, como si de un ethnos
invariable en el tiempo y en el espacio se tratara. Pero en realidad la etnicidad es un proceso dinámico
y subjetivo paralelo al desarrollo de la cultura ibérica a lo largo del I milenio a.C. Por ello el cuadro
étnico que dibujan las fuentes antiguas corresponde al momento final del iberismo, horizonte en el que
se fraguan múltiples unidades políticas dentro de territorios étnicos de distinta categoría y dimensión,
para cuya valoración es imprescindible tener en cuenta la información arqueológica.
Hagamos una presentación de los principales grupos étnicos siguiendo un recorrido geográfico que
desde el occidente andaluz nos lleve en dirección este-norte hasta la Galia meridional. Tratándose de
testimonios transmitidos por las fuentes grecolatinas, fundamentalmente Estrabón, Plinio y Tolomeo,
no están todos los que son pero son todos los están. Téngase en cuenta.
I.1.3.1 Andalucía occidental
El grupo más destacado es el de los turdetanos, sobre las tierras del medio y bajo Guadalquivir.
Pueblan las campiñas cordobesas y sevillanas y las provincias de Cádiz y Huelva. Herederos del
mundo tartésico y por tanto abiertos desde antaño al tráfico tanto atlántico como mediterráneo, se
ajustan a la estampa de un pueblo culto y urbano prontamente romanizado. Y de feraz economía
agrícola, propiciada por un

[Fig. 2] Los pueblos del ámbito cultural ibérico


medioambiente de valles suaves y clima benigno. Pero de los turdetanos se desconocen todavía
muchos aspectos. Apenas hay información sobre sus prácticas funerarias a diferencia de otros ámbitos
en los que se reconocen bien las necrópolis de cremación (vid. infra I.1.7.4), quizá por el
mantenimiento de tradiciones atlánticas que no dejan huella arqueológica, como el arrojamiento de
cuerpos y cenizas a las aguas. Éste y otros rasgos (escritura meridional anterior y distinta al ibérico
levantino, pervivencia hasta época romana de poderes monárquicos, repertorios cerámicos
diferenciados, ausencia de escultura humana, escasa presencia de armas, fuerte impronta púnica…)
hacen de los turdetanos una entidad ciertamente singular que, en opinión de algunos autores, debe
desligarse del espacio cultural ibérico. Entre sus asentamientos más representativos están Onuba y
Tejada la Vieja (Escacena del Campo) –la antigua Tucci– en la provincia de Huelva; Osuna –la
antigua Urso–, Écija –la antigua Astigi–, Carmona –la antigua Carmo–, Lebrija –la antigua Nabrissa–,
Coria del Río –la antigua Caura–, Alcalá del Río –la antigua Ilipa–, Montemolín (Marchena), El Cerro
Macareno o la propia Sevilla (con topónimo antiguo de raíz semita: Spal), todos ellos en la provincia
hispalense; la Corduba prerromana (en La Colina de los Quemados), Espejo –la antigua Ucubi– y

[Fig.
3] Etnias prerromanas y principales yacimientos del área ibérica
Torreparedones (Castro del Río-Baena) en la campiña cordobesa; y Mesas de Asta (Jerez de la
Frontera) –la antigua Hasta Regia– y Doña Blanca (Puerto de Santa María) en Cádiz. La mayoría de
estos enclaves están habitados desde el Bronce Final, convirtiéndose después en prósperas ciudades
tartesio-fenicias cuya ocupación se mantiene con algunas transformaciones hasta tiempos íbero-
romanos.
Al norte de la Turdetania y estrechamente emparentados con sus gentes, hasta el punto de que algunos
autores antiguos no establecen diferencias entre ambas etnias (Strab., 3, 1, 6), se emplazan los
túrdulos. Abrazan las comarcas bajoextremeñas en la mesopotamia que trazan el Guadalquivir y
Guadiana. Un territorio más agreste que el turdetano, de vocación agropecuaria y minera pues abundan
los afloramientos de plomo, cinabrio y estaño. Destacan los núcleos de Capilla, Regina, Hornachuelos
(Ribera del Fresno) y Medellín, en la provincia de Badajoz, y otros tan interesantes como Cancho
Roano (Zalamea de la Serena), La Mata (Campanario), El Turuñuelo (Guareña y Mérida) o El Palomar
de Oliva (Mérida). Son estos últimos una suerte de residencias palaciegas o centros de poder cuyas
elites controlarían amplias extensiones rurales; hábitats que sin embargo se abandonan en el siglo v
a.C. (vid. vol.I, II.2.4.2.4).
I.1.3.2 Andalucía central y oriental
La etnia más importante, la de los bastetanos, se extiende por buena parte del oriente andaluz, las
altiplanicies granadinas, el sur de la provincia de Jaén, el sudoeste de Albacete y el interior murciano.
Un territorio tan accidentado como contrastado que ocupa las grandes depresiones intrabéticas y sus
correspondientes accesos, y dispone de variados recursos naturales, especialmente agropecuarios. Las
antiguas Tutugi –actual Galera–, Basti –su capital étnica, hoy Baza–, Iliberri –bajo el barrio granadino
de Albaicín– y Acci –actual Guadix–, así como El Cardal (Ferreira), El Cerro de los Allozos
(Montejícar) o el Cerro de los Infantes (Pinos Puente) son algunos de los enclaves más importantes en
la provincia de Granada. Estos grandes poblados, que suelen disponer de una acrópolis en la parte alta
del asentamiento, se sitúan en la cabecera de valles fluviales, en posición privilegiada para el control
de las rutas comerciales. Los santuarios extraurbanos al aire libre, la construcción de cámaras
funerarias y el empleo de cajas de piedra o barro como contenedor cinerario son manifestaciones
rituales y funerarias de especial arraigo en la Bastetania; sin olvidar la célebre Dama de Baza que
también hizo las funciones de tumba para, probablemente, una mujer. En la zona costera los
bastetanos conviven con los bástulos, poblaciones descendientes de colonos fenicios mezclados con
gentes autóctonas (a los que Estrabón y otros autores denominan libiofenicios; vid. vol.I, II.4.4).
Desde generaciones atrás se dedican los bástulos a actividades pesqueras y al comercio mediterráneo.
Por ello las fuentes antiguas los relacionan geográficamente con el estrecho de Gibraltar y las costas
de Málaga y Granada, donde se asientan gentes norteafricanas durante la dominación púnica.
La alta Andalucía y el curso superior del Guadalquivir dan asiento al amplio territorio de los oretanos,
que sobrepasa por el norte Sierra Morena y engloba la Mancha ciudadrealeña hasta el valle medio del
Guadiana. Un espacio que amén de dilatado es de gran valor estratégico en la comunicación entre
Andalucía, la Meseta y el Levante. Lo surcan importantes vías naturales y comarcas de gran
rentabilidad agrícola y minera: la fértil campiña jienense, uno de los graneros de Iberia, la región
castulonense rica en hierro y plata, o el célebre cinabrio de Almadén cuya explotación se inicia en
época prerromana. En su sector andaluz, buena parte de la provincia de Jaén, la Oretania cuenta con
ciudades de la categoría de Cástulo (en Cazlona, junto a Linares), Úbeda la Vieja, Castellones de Ceal
(Hinojares), las antiguas Baecula, Tucci, Obulco/Ipolca e Iliturgis –que se corresponden con Bailén,
Martos, Porcuna y Mengíbar respectivamente–, y Plaza de Armas de Puente Tablas en las
inmediaciones de Jaén; todas ellas capitales de notorios territorios. Característicos de Oretania son los
santuarios naturales de Despeñaperros, de donde proceden numerosísimos exvotos de bronce; el
emplazamiento de estas cuevas sacras marca una posición fronteriza en la confluencia de varios
dominios políticos. Asimismo destaca la escultura zoomorfa funeraria, sobre todo los leones, como en
Turdetania. En la margen septentrional o manchega también son de adscripción oretana la antigua
ciudad de Sisapo –localizada en el yacimiento de La Bienvenida (Almodóvar del Campo)–, Oretum –
capital epónima, en el Cerro Oreto (Granátula de Calatrava)–, el Cerro de las Cabezas (Valdepeñas) y
Alarcos, en la provincia de Ciudad Real. Mientras que en tierras albaceteñas, colindantes a bastetanos
y contestanos, cabe mencionar los núcleos de El Amarejo (Bonete), El Salobral y La Quéjola (San
Pedro).
I.1.3.3 Sudeste y región valenciana
Los mastienos son mencionados en fuentes dispersas de cierta antigüedad (la Ora Maritima, Hecateo
de Mileto, Polibio) con una ubicación poco precisa entre los cabos de Gata y Palos, aunque algunos
autores los sitúan junto a las Columnas de Heracles. Vecinos por tanto de los bástulos de la costa
malagueña y como ellos dedicados al comercio marítimo. Hay quien piensa que se trata de los
antecesores de los bastetanos, pues su nombre no vuelve a ser citado en las fuentes con posterioridad
al siglo ii a.C. Los asentamientos de Villaricos (Cuevas de Almanzara), Vera –la antigua Baria–, en la
provincia de Almería, y Cartagena o Qart Hadash –la capital bárquida en Hispania–, Mazarrón y La
Loma de El Escorial (Los Nietos), en Murcia, se localizan en la antigua región mastiena. Su alcance
étnico no parece superar el de su enigmática capital, Mastia, emplazada en un punto desconocido del
litoral entre Almería y Murcia en el entorno de Cartago Nova. Es posible que el lugar se rebautizara
con un topónimo posterior.
Por su parte la Contestania, otra de las regiones ibéricas de mayor relevancia cultural, se extiende por
la provincia de Alicante, el sur de la de Valencia y por las comarcas orientales de Murcia y Albacete.
Articulan su territorio las cuencas del Segura y Vinalopó y sus afluentes. Un espacio donde
interactúan estrechamente griegos e íberos y con puertos, vegas agrícolas y ciudades de gran
dinamismo que hacen de los contestanos uno de grupos ibéricos más desarrollados. Las inscripciones
greco-ibéricas y las cerámicas áticas que afloran en la región nos hablan de la intensa relación
establecida entre foceos y contestanos. Igualmente, imágenes como la celebérrima Dama de Elche o la
esfinge de Agost, las falcatas o las cerámicas ilicitanas bastan para calibrar la fuerza de las
aristocracias locales. En sus tumbas y ajuares las necrópolis contestanas dan cuenta de la vitalidad de
sus gentes, su riqueza y ostentación. La Contestania está salpicada de un buen número de núcleos de
población, costeros e interiores, entre los que se enumeran en la provincia de Alicante: La Alcudia de
Elche –la antigua Ilici–, La Picola (Santa Pola), El Oral y La Escura (San Fulgencio) –sobre una
albufera navegable en el bajo Segura–, Los Saladares, Cabezo del Estaño, Cabezo Lucero, El Puntal
(Salinas), El Alto de Benimaquía (Denia), La Serreta (Alcoy), La Illeta dels Banyets (Campillo),
Villajoyosa, El Castellar (Crevillente), El Tossal de Manises y El Tossal de la Cala (Benidorm). Y en
la provincia de Murcia, concluyentes al territorio bastetano, los poblados de El Cigarralejo (Mula), los
cerros de Villaricos-Los Villares (Caravaca) y Santa Catalina del Monte.
Al norte de Contestania las comarcas valencianas bañadas por el Júcar y el Turia, hasta alcanzar las
tierras de Cuenca y Teruel, dan asiento a la región edetana. Su nombre deriva de la capital étnica,
Edeta, localizada en el Tossal de San Miguel de Liria. La potencialidad agrícola del Campo de Turia,
las condiciones portuarias del litoral y el temprano despertar urbano perfilan entre los edetanos un
poblamiento complejo y jerarquizado. De ello son muestra enclaves como Castellar de Meca (Ayora),
Tossal de San Miguel y Castellet Bernabé (Liria), La Bastida de Les Alcusses (Mogente), La Senya
(Villar del Arzobispo), El Puntal del Llops (Olocau), La Covalta (Albaida), Los Villares (Caudete de
las Fuentes) –la antigua Kelin–, El Molón (Camporrobles), La Carència (Turís), Oliva, Játiva –la
antigua Saetabi– y Sagunto; de este último conocemos su topónimo ibérico, Arse, por las leyendas
monetales. Producciones cerámicas como las de Oliva-Liria, definidoras de un estilo narrativo de gran
riqueza, o el uso de pilares-estela para señalizar los enterramientos son buenos indicadores de la
arqueología edetana. En progresión septentrional la Edetania da paso al territorio de los ilercavones.
Éstos ocupan la provincia de Castellón con el bajo Maestrazgo como área nuclear, y las comarcas
tarraconenses más meridionales en el bajo Ebro. Cada vez mejor conocido arqueológicamente, el
ilercavón es un poblamiento de transición entre las esferas valenciana, catalana y aragonesa abierto a
estímulos coloniales y al círculo íbero-púnico, destacando asentamientos como, entre los
castellonenses, El Puig de la Nao (Benicarló), El Puig de la Misericordia (Vinaroz), Torre de Foios
(Lucena del Cid), Vinarragell o La Balaguera (Pobla Tornesa). Y en la provincia de Tarragona, La
Moleta del Remei (Alcanar), Coll del Moro (Gandesa), Castellet de Banyoles (Tivissa), Castellot de la
Roca Roja (Benifallet) y El Tossal del Moro (Batea).
I.1.3.4 Valle del Ebro
El viejo flumen Iberus dibuja en su curso medio la irreal frontera entre íberos y celtíberos. Desde
aproximadamente el ecuador de su recorrido y hasta el delta, las tierras que baña se incluyen, con
carácter ecléctico y confluyente, en el área cultural ibérica. Así lo sugiere el patrón de asentamiento,
la cultura material –en especial la vistosa cerámica de focos como Azaila–, la proliferación de
inscripciones ibéricas y tardíamente la emisión de moneda en un buen número de ciudades. En
cualquier caso resulta muy difícil distinguir lo ibérico de lo celtibérico –y sus diversos pueblos– en
este espacio de frontera en el que el Ebro es eje difusor de corrientes culturales y comerciales. La red
de afluentes configura un paisaje de pequeños valles recortados por las estribaciones del Sistema
Ibérico que en determinados puntos (Sierra Menera, Moncayo o más al oeste la Sierra de Ayllón)
permiten un aprovechamiento minero de la sal y el hierro. Como en otras regiones ibéricas, el
poblamiento del valle del Ebro responde a un patrón nuclearizado con ciudades que ejercen de cabeza
comarcal. El territorio de la antigua Salduie, en torno a la cual Augusto funda la colonia de
Caesaraugusta, hoy Zaragoza, es uno de los más significados. Pudo ser la capital de un antiguo
territorio étnico, la Sedetania, tal como piensa G. Fatás; otros autores niegan sin embargo la realidad
de tal etnónimo considerando esta región una prolongación interior de la Edetania. Aguas abajo del
Ebro otro grupo étnico poco definido es el de los ausetanos, que también se han emplazado en la
Cataluña prelitoral. En el alto Aragón los oscenses, con su capital Osca/Bolskan –bajo la actual
Huesca–, y los jacetanos en torno a Jaca, son los pueblos más representativos.
La arqueología del valle del Ebro es una de las de más temprano desarrollo. Así lo indica la
excavación en las primeras décadas del siglo xx de poblados turolenses tan relevantes como Cabezo
Alcalá (Azaila), San Antonio el Pobre (Calaceite), La Caridad (Caminreal) o Cabezo de la Guardia
(Alcorisa), limítrofes al territorio ilercavón; y más tarde de fundaciones romanas como Celsa en
Velilla del Ebro (Zaragoza).
I.1.3.5 Cataluña y Languedoc
Como ya se ha indicado, en el Nordeste predominan la fragmentación étnica y la compartimentación
comarcal. Son muchas las etnias que poblaron el territorio actualmente catalán, pero la iberización es
aquí un fenómeno externo que afecta fundamentalmente a la costa desde que a mediados del siglo vi
a.C. se funda Emporion y luego Rode. Las regiones interiores siguen inmersas en formas de vida que
remontan al horizonte Campos de Urnas del Bronce Final y participan, por tanto, de un sustrato
indoeuropeo (vid. vol.II, I.2.1). La inexistencia de esculturas y tumbas monumentales, un urbanismo
de menor empaque pero con notable desarrollo de las defensas, el uso de la escritura levantina como
código de comunicación, un armamento de tipo céltico y determinadas costumbres religiosas e
instituciones políticas, separan a estas poblaciones de los íberos del Sudeste y Andalucía.
Tracemos un recorrido paleoetnológico del Nordeste con arranque en la Cataluña meridional. Las
comarcas del Tarragonés, Bajo Penedés y Garraf se corresponden con el espacio de los cesetanos o
cosetanos. Su principal y epónimo núcleo de población es Kesse, frente al cual los Escipiones fundan
Tarraco (Tarragona), luego capital de la Citerior. Otros yacimientos cesetanos en los que se han
practicando excavaciones arqueológicas en los últimos años son El Barranc de Gàfols (Ginestar),
CiutadellaAlorda Park o Les Toixoneres (Calafell), Les Guàrdies (El Vendrell), Mas d’en Gual (El
Vendrell), Fons del Roig (Conil), en la costa tarraconense, y en la provincia de Barcelona, Olérdola
(Sant Miquel d’Olèrdola) y Adarró (Vilanova y la Geltrú). Avanzando en dirección norte por la
depresión litoral se entra en la Layetania. Abarca las comarcas próximas a la antigua Barcino, como el
Vallés y el Maresme en la llanura del Llobregat. Burriac (Cabrera del Mar), Cassol de Puig Castellet
(Folgueroles), La Peña del Moro (Sant Just Desvern), El Turó d’en Boscà (Badalona), Puig Castellar
(Santa Coloma de Gramanet) y Turó de Can’Oliver (Cerdañola) son enclaves de adscripción layetana,
al igual que las fundaciones romanas de Barcino (Barcelona), Baetulo (Badalona) e Iluro (Mataró).
Resulta muy difícil perfilar demarcaciones fronterizas entre unos y otros pueblos, más aun para tribus
de las que no tenemos otra información que su nombre y una vaga referencia locacional. Es el caso de
los bargusios o bergistanos en la comarca del Berguedá, en el alto Llobregat, entre Berga y Sant
Miquel de Sorba. O el caso de los ausetanos, en el límite interior de las provincias de Gerona y
Barcelona, cuya capital, Ausa, se situó en los alrededores de Vic. A la Ausetania pertenecen los
yacimientos de Turó del Montgròs (El Brull), L’Esquerda (Roda de Ter) y Cassol de Puig Castellet, en
la comarca de Osona. Y asimismo los lacetanos, formando una cuña entre los anteriores y los
cesetanos sobre las fértiles riberas occidentales del Llobregat, a los que adscribir los poblados de
Bordes (Castellgalí) o El Cogulló (Sallent).
Mayor significación arqueológica tienen las comarcas del alto y bajo Ampurdán, La Garrotxa y El
Gironés, solar de los antiguos indiketas o indigetes. Su potencial agrícola y proximidad a los emporios
foceos del golfo de Rosas explican una fuerte aculturación griega. Ésta se hace patente en el registro
material y en la definición urbana de poblados como el Puig de Sant Andreu –con un espectacular
perímetro defensivo– e Illa d’en Reixach en Ullastret, Mas Castellar (Pontós), Sant Julià de Ramis, La
Creueta (Quart), El Castell (Palamós) o Puig Castellet (Lloret de Mar), los dos últimos sobre
promontorios costeros. La presencia de campos de silos en núcleos del interior como Ullastret o Mas
Castellar denota una elevada producción cerealística destinada al comercio griego, como se ha
apuntado en el capítulo correspondiente (vid. vol.I, II.3.3.7.2).
Por su parte los ilergetes habitan la Cataluña interior, la mayor parte de las comarcas leridanas hasta
el Ebro, con extensión aragonesa siguiendo las cuencas del Segre y Cinca. Además de su capital,
Ilerda/Iltirta –la moderna Lérida–, cabe mencionar los yacimientos de Els Vilars (Arbeca), El Molí
d’Espígol (Tornabous), Gebut (Soses), Genó (Aitana), Estinclells (Verdú) y El Tossal de les Tenalles
(Sidamon). El paisaje agropecuario, la existencia de hábitats con potentes murallas y unos usos
funerarios que se mantienen inalterados desde el Bronce Final subrayan el ambiente indoeuropeo del
mundo ilergeta. Como también el funcionamiento de jefaturas guerreras de las que una evolución
tardía representan Indíbil y Mandonio. Rememorados en las crónicas de la Segunda Guerra Púnica,
estos principes fueron capaces de aglutinar a su alrededor amplias clientelas militares. Y es que
durante la conquista romana los ilergetes parecen haber sido uno de los pueblos más poderosos del
nordeste peninsular, con una hegemonía extensible a otras poblaciones. Al noroeste de los ilergetes,
alcanzando las estribaciones centrales de los Pirineos se emplazan los suessetanos y jacetanos. Y a su
oriente otras comunidades fragmentadas y de accidentada orografía con economías marcadamente
ganaderas, como andosinos, arenosios, olositanos y ceretanos. Dispuestos entre el valle de Arán,
Andorra y La Cerdaña, estos pueblos se descubren y mencionan al paso de Aníbal por sus territorios,
cuando el cartaginés cruza los Pirineos en el verano del 218 a.C. camino de Italia. De los ceretanos, en
torno a las fuentes del río Segre, Estrabón destaca la calidad de sus cerdos, cuyos jamones fueron
cotizados productos de comercio.
Finalmente, al otro lado de los Pirineos las tierras del Languedoc francés hasta al menos el valle del
río Herault se consideran partícipes del mundo ibérico. En ello inciden ciertas producciones
artesanales e inscripciones con nombres ibéricos de lugares como Rúscino (Castellrosselló),
Couffoulens, Mailhac, Ensérune (Nissan) –con un extenso campo de silos–, Pech Maho o Montlauès
en los departamentos de Aude y Hérault. De ellos, los últimos son enclaves marítimos bajo la órbita
masaliota. En cualquier caso estamos ante poblaciones que en muchos aspectos funcionales y por su
propia ubicación geográfica podemos calificar de celto-galas. Así lo corroboran etnónimos
indoeuropeos como sordones o elisiceos, cuyas gentes se asientan en el extremo oriental de los
Pirineos y en el valle del río Aude.
Aculturación diversa, etnicidad dinámica y fronteras fluctuantes son, en suma, las premisas que mejor
se ajustan al complejo mapa étnico de la Iberia prerromana.

I.1.4 Lengua y escrituras


La existencia de escritura y las necesidades que justifican su aparición y uso componen una de las
páginas más trascendentales de la historia de los íberos. Sociológicamente la escritura surge fruto de
las demandas económicas y culturales que caracterizan la vida de la Edad de Hierro. Ésta es su
significación histórica, la que hace de las primeras formas de escritura un rasgo por excelencia de la
Protohistoria.
Por influencia o mimetismo de los alfabetos fenicio y griego que los mercaderes mediterráneos
introducen en la Península, desde al menos el siglo v a.C. los íberos
[Fig. 4] Semisilabarios ibéricos y sus modelos griegos y fenicios. En A, la columna 1 reproduce el
alfabeto jonio arcaico, y la 2 el signario greco-ibérico. En B, la columna 1 propone un posible modelo
de alfabeto fenicio; la 2 la escritura del suroeste o tartésica; la 3 el signario ibérico del sudeste o
meridional, y la 4 el signario ibérico levantino.
crean sistemas de escritura para el registro de mensajes en lengua vernácula. En concreto
semisilabarios. Esto es, repertorios de signos que fonéticamente se corresponden tanto con letras (para
vocales y consonantes nasales, vibrantes, laterales y silbantes) como con sílabas (para consonantes
oclusivas). Los pueblos ibéricos hablaban distintos dialectos emparentados entre sí. Al igual que el
paleovasco, con el que comparte ciertos préstamos, y otras hablas extintas, la ibérica es una lengua
remota

[Fig. 5] Localización de las principales inscripciones paleohispánicas de la Península Ibérica


de filiación no indoeuropea, aislada genéticamente. Esto la diferencia de las empleadas en la Meseta y
occidente peninsular, como el celtibérico, que son lenguas indoeuropeas (vid. vol.II, I.2.4.1). He aquí
la razón de que a inicios del iii milenio seamos todavía incapaces de entender los textos ibéricos,
salvo contadas palabras: la falta de paralelos lingüísticos. Pero afortunadamente sí podemos leerlos
gracias al desciframiento fonético establecido por M. Gómez Moreno entre 1922 y 1925, a partir
fundamentalmente del estudio combinado de leyendas monetales ibéricas, bilingües y latinas. Desde
entonces los estudios sobre las lenguas prerromanas (la Paleohispanística) avanzan lenta pero
valiosamente.
I.1.4.1 Signarios ibéricos
En el área cultural ibérica se distinguen al menos tres signarios diferentes además de la ya comentada
escritura del sudoeste o tartésica (vid. vol.I, II.2.5.3). Ésta deriva formalmente del fenicio y es la más
antigua, desarrollándose a partir de ella otros signarios con diferente estructura fonética y semántica.
En la Andalucía centro-oriental y los rebordes de la Meseta manchega se emplea el llamado ibérico
meridional o del sudeste; en Oretania, Bastetania y el interior de la región contestana. Entre otras
particularidades y al igual que la tartésica, la dirección de esta escritura es retrógrada, por tanto se
escribe de derecha a izquierda, y plantea todavía algunos problemas de lectura. No deja de extrañar
que en Turdetania apenas se hayan documentado inscripciones de época ibérica. Cabe pensar que sigue
en uso la escritura tartesia o alguna variante postrera, lo que daría fondo a las palabras de Estrabón (3,
1, 6) cuando a propósito de los turdetanos alude a sus escritos en verso y prosa de –exageraciones
aparte– una antigüedad de 6.000 años. En todo el ámbito levantino, desde Murcia hasta el sur de
Francia, se utiliza el signario levantino o del nordeste que se escribe de izquierda a derecha. Esta
variante es la escritura ibérica más estandarizada y consta de una treintena de signos. Su origen está
quizá en Contestania y desde ahí se extiende siguiendo las rutas comerciales hacia otros territorios que
la adaptan como escritura franca. Una grafía vehicular, como propuso hace años J. de Hoz, para
facilitar la comunicación y el intercambio entre gentes de distinta adscripción lingüística, geográfica o
política. Igualmente los celtíberos del valle del Ebro adaptan con ligeros cambios la escritura
levantina (vid. vol.II, I.2.4.2). Es muy probable que este signario se haya desarrollado a partir del
llamado greco-ibérico, que no es sino el particular uso del alfabeto jonio arcaico –el empleado por los
griegos foceos– para expresar una lengua ibérica local. Los mejores ejemplos de este sistema mixto
greco-ibérico se registran una vez más en Contestania a inicios del siglo iv a.C. Se trata de letreros
pintados en vasos cerámicos –tanto griegos como ibéricos– y de otros textos más extensos grabados en
planchas de plomo, como el de La Serreta de Alcoy, uno de los más largos escritos en ibérico, o el de
El Cigarralejo.
I.1.4.2 Soportes epigráficos
En efecto, el plomo es el principal soporte de escritura empleado por los íberos, que lo toman de los
foceos. En finas láminas enrollables cual papiros se anotan operaciones comerciales y otros registros:
contratos, leyes, listados, cartas… Contenidos, en fin, propios de la vida en la ciudad. Valgan como
muestra los plomos ibéricos de Ampurias o El Castell de Palamós. Pero además se escribe
abundantemente en otros soportes: sobre paredes cerámicas –grafitos que ilustran a veces escenas
épicas, como el conocido “vaso de los letreros” de San Miquel de Liria–, vasijas metálicas y otras
manufacturas domésticas, desde falcatas hasta pesas y fusayolas. También se escribe sobre hueso y
mosaico. Igualmente se documentan inscripciones en piedra: tanto en abrigos rupestres, por ejemplo
en la comarca pirenaica de la Cerdaña, como estelas. Estas últimas corresponden a epitafios con
fórmulas funerarias que recuerdan en ocasiones a las latinas, como la de la lápida edetana de Sinarcas.
Asimismo, tablillas de cera o madera, cuero y tejidos, pudieron emplearse como materiales de
escritura.
[Fig.6] Plomo
greco-ibérico de La Serreta de Alcoy
(Alicante)
[Fig. 7] Estela de Sinarcas (Valencia), con epitafio
en ibérico levantino
Se trata casi siempre de anotaciones muy breves: nombres de personas, propietarios o artesanos,
valores heroicos, dedicaciones votivas, tal vez cifras; si bien algunos plomos recogen textos de cierta
extensión. Por último, desde finales del siglo iii a.C. se graban en los reversos monetales, con mayor
profusión en signario levantino que en el meridional, los topónimos de las cecas o ciudades que
acuñan numerario; y puntualmente el nombre de algún magistrado, como ocurre en las emisiones de
Obulco, Cástulo o Untikesken. A día de hoy el corpus de inscripciones ibéricas está próximo a las
2.000, confirmándose un incremento epigráfico a partir del siglo ii a.C. en contacto ya con el mundo
romano.
Con todo lo dicho resulta fácil deducir que la escritura surge en la sociedad ibérica como un
instrumento vital para el comercio y la comunicación, inicialmente en manos de mercaderes e
intermediarios. Se asocia también a los círculos aristocráticos pues la escritura es una prerrogativa de
poder y prestigio hasta que su uso se extiende con el crecimiento de las ciudades.

I.1.5 Poblamiento, territorio y hábitat


El estudio del poblamiento, de las formas de ocupación del espacio por parte de las sociedades, es un
aspecto vertebrador de la experiencia humana. No en vano constituye uno de los indicadores más
válidos para entender su organización. ¿Cómo se asientan las gentes ibéricas? ¿Qué tipos de hábitat
ocupan? A partir de los mismos, ¿cómo se estructuran los territorios? ¿Se repite el mismo patrón de
asentamiento o cambia según regiones y tiempos? Al igual que en otros campos ya atendidos, en lo
relativo a poblamiento y urbanismo las pueblos ibéricos responden de forma variada y compleja. Por
sus implicaciones merece la pena que nos detengamos en este punto.
I.1.5.1. Formas de ocupación del espacio en el mundo ibérico
Cabe definir la territorialización, otro de los fenómenos consustanciales a la Edad de Hierro, como el
proceso de ocupación y control del espacio a partir de unidades de habitación de distinto tamaño y
función, que pueden ser residenciales, productivas, de defensa o demarcatorias. Resultado de ello es la
configuración de un territorio de identidad propia, correspondiente generalmente a una unidad
política, articulado económica, social y administrativamente. La heterogeneidad es quizá el rasgo más
acusado, en primer lugar en lo que respecta a los tipos de hábitat. En el ámbito ibérico se distinguen al
menos cuatro categorías de asentamiento que obviamente no se dan a la vez ni de igual forma en todas
las regiones, pero que, en líneas generales, son perceptibles desde el ibérico antiguo: 1) los oppida o
grandes centros urbanos fortificados, 2) los poblados menores que pueden o no estar amurallados, 3)
los caseríos y 4) las atalayas o casas-fortaleza. No son los únicos, a ellos hay que añadir otros como
santuarios extraurbanos, cuevas, establecimientos temporales, etc.
El oppidum es al mundo ibérico lo que la civitas al mundo romano o la polis al griego. Equivalente a
la ciudad, es el referente espacial y urbano del territorio ibérico. Se trata por tanto de un núcleo de
población superior, organizado y preeminente que capitaliza un territorio político. Son centros
fortificados de considerable tamaño (con superficies que oscilan entre dos y treinta hectáreas) y
compleja estructura interna, emplazados en lugares destacados sobre el paisaje. En la mayoría de
casos son el resultado de procesos de concentración poblacional o sinecismos de aldeas que hunden
sus raíces en el Bronce Final o Hierro Antiguo, aunque también los hay de nueva planta. Ocupan
laderas, mesetas y cerros de mediana altura en la proximidad de cursos fluviales y recursos naturales.
Así, disponen cerca de campos de cultivo, pastos, canteras o puertos. Divisables desde lejos,
posibilitan también un buen control del entorno, de las vías de comunicación y fronteras. Desde fecha
temprana se amurallan con sistemas que se amplían y mejoran con el tiempo, contribuyendo la
topografía a la defensa natural de los emplazamientos. Los oppida constituyen un punto de referencia
como lugar de hábitat, protección e identidad. No sólo para la población que reside en ellos, también
para aquella otra dispersa en el territorio aledaño que se recoge y protege en el oppidum de distintas
amenazas. Además vertebran estructuras de poblamiento en las que el oppidum es el elemento rector
que establece fórmulas de dominio sobre hábitat secundarios (aldeas, caseríos, atalayas) a los que
compete el desempeño de labores económicas o defensivas. Asimismo

[Fig. 8]
Poblamiento en el territorio edetano del valle del Turia (Valencia), según H. Bonet
dominan los lugares sacros y simbólicos comprendidos en su espacio, en especial las necrópolis y los
santuarios periféricos, ciertamente trascendentes pues dotan de identidad a la comunidad y confieren
poder a sus dirigentes. En definitiva, los oppida son centros de poder político y control territorial.
Sin embargo los oppida no son la única modalidad de hábitat, incluso en ciertas zonas del interior
apenas se reconocen. Mucho más numerosos son los poblados menores, las aldeas y granjas dispersas
por el territorio, si bien de difícil identificación arqueológica cuando no están fortificados.
Representan un elemento clave en el paisaje ibérico por su función económica; trátese de
establecimientos agropecuarios –los más–, mineros, pesqueros o centros especializados que pueden
incluir alfares, talleres metalúrgicos o lagares. Buena parte de su producción revierte en un lugar
central del que dependen administrativamente, bien el oppidum o bien un hábitat intermedio a su vez
subsidiario de la capital política, variando según la estructuración interna de cada territorio (vid.
infra). En los últimos años se comprueba cómo en momentos ya del ibérico pleno algunos territorios
presentan en sus fronteras un sistema de atalayas o casas-fortaleza que a un afán demarcatorio suman
una posición de defensa facilitada por su elevada topografía y excelente visibilidad.
I.1.5.2 Patrones regionales
El desarrollo de la arqueología del paisaje en los últimos veinticinco años (con el incremento de
trabajos de prospección y el empleo de novedosas técnicas) permite perfilar distintos modelos de
poblamiento nucleado en torno a los oppida, resultado como se ha dicho de un particular
ordenamiento sociopolítico. En algunos casos pueden relacionarse con el mapa étnico de los pueblos
ibéricos. Uno de los modelos mejor estudiado corresponde al espacio oretano de las campiñas del alto
Guadalquivir, que ha sido definido por A. Ruiz y su equipo de la Universidad de Jaén como
“polinuclear”. Se define por la coexistencia de territorios políticos más o menos uniformes regidos
por una capital urbana u oppidum, que es el asentamiento más relevante por no decir el único. Estos
oppida se disponen en tramas territoriales de unos ocho a diez kilómetros. Un panorama que cabría
asimilar a un horizonte de ciudades-estado oretanas, o mejor a pequeños reinos independientes pero
unidos por lazos supratribales o confederales, en relaciones de igualdad o bajo la hegemonía de una
capital y su élite rectora. Esto se aviene bien con referencias tardías de las fuentes a régulos oretanos
como Culchas, que ejerció su poder sobre veintiocho ciudades (Liv., 28, 13, 3-5) (vid. vol.II, I.1.8.1).
Los estudios de A. Oliver en el bajo Maestrazgo muestran asimismo otro patrón de territorialización a
base de unidades homogéneas, en este caso en el espacio meridional de los ilercavones. Se reconocen,
en efecto, poblados fortificados de similar tamaño y disposición (Moleta del Remei, Puig de la Nao,
Puig de la Misericordia) controlando territorios vecinos de extensión aproximada separados por
fronteras naturales. Lo que se pone también de manifiesto al menos parcialmente en el territorio
indiketa, donde núcleos coetáneos de similar categoría y extensión como Puig de Sant Andreu e Illa
d’en Reixach, ambos en Ullastret y muy poco distantes, parecen rivalizar como capitales de las ricas
tierras cerealísticas del interior ampurdanés.
Un modelo diferenciado, de carácter “mononuclear” por tanto, se comprueba por ejemplo en la
antigua Edetania. En el valle del Turia la colonización y jerarquización interna del territorio son
mucho mayores y el poblamiento por ende más diversificado, como indican los análisis de H. Bonet.
Sobresale un gran centro rector, el yacimiento de El Tossal de San Miguel de Liria, de más de diez
hectáreas, con seguridad la capital de los edetanos. Este núcleo controla un vasto territorio en el que se
distribuyen asentamientos rurales dependientes, tanto aldeas (La Monravana) como caseríos (El
Castellet Bernabé); mientras que a lo largo de la Serra Calderota una red de fortines complementarios
(como el de El Puntal dels Llops) delimita los confines de un incipiente estado. Es perceptible aquí un
sistema de clientelas para definir las relaciones que vinculan a la población periférica con las élites
rectoras de Edeta, que aparte de tributación en productos incluirían por parte de la población
suburbana prestaciones de tipo laboral y militar. Algo parecido se observa en el ámbito cosetano, con
Kese/Tarraco como capital; a ella se subordinan núcleos de segundo rango (La Cuitadella) de los que
dependen a su vez poblados metalúrgicos (Les Guàrdies) y explotaciones agrícolas sin fortificar
(Fondo de Roig en Cunil), controlando así las élites de Kese los distintos subsectores territoriales
según piensa J. Sanmartí. En Turdetania, por su parte, las fértiles comarcas del valle medio del
Guadalquivir están bajo el control de importantes núcleos de población de los que dependen centros
agrícolas menores, como han sabido ver entre otros M. Belén y J.L. Escacena. En las marismas y en el
litoral onubense la población se concentra en
[Fig. 9] Planta del oppidum de El Puig de Sant Andreu, Ullastret (Gerona), según J. Sanmartí y J.
Santacana
ciudades sobre la antigua línea de costa que, desde su posición privilegiada, controlan el comercio
fluvial y marítimo; subsidiarios de las mismas son una serie de enclaves de segunda categoría, como
puertos de pequeño volumen y factorías de salazón.
I.1.5.3 Urbanismo y espacios públicos
Desde el ibérico antiguo la mayor parte de los hábitats muestran una evidente proyección urbana.
Dependiendo de su topografía y dimensión, los poblados desarrollan en su interior tramas articuladas
por ejes viales, manzanas y espacios abiertos. Un ordenamiento que contempla desde modelos tan
sencillos como el poblado de eje central o una red de callejuelas, hasta entramados de gran
complejidad que exigen una planificación urbana y expresan la capacidad de acción de los grupos
rectores. En hábitat suficientemente extensos se constata el empleo de módulos más o menos
regulares como también la disposición de barrios aterrazados en emplazamientos sobre ladera, como
ocurre en El Tossal de San Miguel de Liria. Internamente se diferencian áreas habitacionales de
aquellas otras de carácter económico (talleres, silos, corrales) y de uso público (espacios de reunión,
representación y culto). Las calles son de tierra batida y mas raramente se pavimentan con guijarros o
losas, reforzándose en ocasiones con bordillos o aceras como se observa en San Antonio de Calaceite
o en Alarcos. Sorprende comprobar en nuestros días las roderas o marcas de carro grabadas en
calzadas de lugares como Castellar de Meca, Burriac o Puig de Sant Andreu. Canalizaciones y
depósitos de agua completan la infraestructura urbana; buena muestra son las cisternas excavadas en
la roca del poblado valenciano de El Molón.
Cada vez tiene más importancia el estudio de la arquitectura pública en la ciudad ibérica. Edificios y
espacios comunitarios que, atendiendo a su definición y funcionalidad, ayudan a comprender la
estructura sociopolítica, económica e ideológica de sus comunidades. Dejando a un lado
fortificaciones, necrópolis y templos, que se verán oportunamente más adelante, existen dos tipos de
espacios públicos intraurbanos. En primer lugar los abiertos o no arquitectónicos, fundamentalmente
plazas y mercados que, como en el último caso, constituyen áreas económicas emplazadas con
frecuencia también extramuros de la ciudad. Aunque no sin dificultad, se van conociendo en los
últimos años espacios asimilables a la idea de ágoras en tramas urbanas suficientemente excavadas.
En segundo lugar, los espacios públicos arquitectónicos en los que habría que diferenciar según su uso
y función entre: a) estructuras de producción y almacenamiento, b) construcciones de carácter político
o representativo, y c) edificios destinados al culto (vid. vol.II, I.1.10.3). Empezando por los primeros,
los poblados ibéricos disponen tanto de estructuras de transformación agraria (molinos, hornos,
almazaras) e industrial (alfares, fraguas, talleres) como de espacios de almacenamiento; entre estos
últimos y de particular importancia, silos subterráneos y graneros sobreelevados de uso comunitario
(vid. vol.II, I.1.6.1).
Por su parte, los edificios relacionados con el poder político no son de fácil identificación
arquitectónica. La jerarquización, así como el estatus y el prestigio de aquellos que rigen la ciudad, se
proyectan más claramente en necrópolis e imágenes escultóricas que en el ámbito urbano. Ciertos
edificios singulares pueden, sin embargo, interpretarse como residencias de la élite, palacios o regiae.
Además de los casos ya comentados de Cancho Roano y La Mata en el espacio túrdulo del Guadiana
medio (trátese de palacios-santuarios o centros económicos, en cualquier caso una arquitectura de
prestigio que caracteriza al ibérico antiguo o postorientalizante extremeño; vid. vol.I, II.2.4.2.4), se
empiezan a distinguir en contextos urbanos lo que parecen ser edificios de carácter político o civil.
Podrían serlo ciertas estructuras con plantas exentas de mayor tamaño de lo normal,
compartimentadas en varios ámbitos y a veces porticadas con entrada in antis. Se descubren en
posiciones centrales o destacadas dentro de poblados oretanos, edetanos y contestanos, y
recientemente en Les Toixoneres y el Puig de Sant Andreu, datándose en el tránsito del ibérico pleno
al final. En el caso del enclave cosetano de Les Toixoneres, la vivienda en cuestión, bautizada por sus
excavadores como la “casa del caudillo”, alcanza 500 metros cuadrados de superficie y muestra una
compleja planta arquitectónica. Son lugares desde donde los jefes ejercen y proyectan su poder,
connotando por tanto un sentido representativo. Además de residencias estos espacios pueden
aglutinar funciones económicas, religiosas o jurídicas; por ejemplo la de archivos, un instrumento
clave en el funcionamiento de la ciudad al que asociar ciertos registros epigráficos.
I.1.5.4 Murallas y defensas
Capítulo aparte son los sistemas de fortificación presentes en oppida y poblados. La erección de
murallas es una forma de delimitar el espacio doméstico de una comunidad, amén de una estrategia de
defensa. Pero sobre todo, un referente de identidad de grupo y una expresión de poder. Lo primero
(imagen de colectividad) con respecto a la población que se reconoce y resguarda en su interior,
participando además de tan costosa construcción; y lo segundo (símbolo de fuerza) con relación a los
grupos rectores que la gobiernan. El perímetro amurallado circunscribe la identidad de una población
resaltando la silueta de la ciudad sobre el territorio. Es por tanto un elemento ideológico que integra,
cohesiona y delimita un cuerpo cívico bajo un enunciado de fuerza y poder. El recinto defensivo
funciona como divisa de la ciudad: una forma de ideología comunitaria y proyección política ¡hechas
piedra!
Desde el punto de vista técnico las fortificaciones ibéricas se adaptan a la topografía del lugar. Suelen
asentarse directamente sobre el terreno a veces nivelándose previamente la superficie. Por lo general
se componen de muros simples o dobles con basamentos de piedra en seco y alzados de adobe o tapial
que se revocan y rematan con empalizadas de madera o almenados de adobe. En ocasiones todo el
lienzo se construye en piedra irregular, lo que da mayor robustez al recinto. En determinados puntos
de su recorrido las murallas se refuerzan con bastiones y torres de planta circular, ovalada o angular; y
en algunos casos con muros en avanzada o proteichismas protegiendo puertas, torres o determinados
sectores de la muralla (epikampion). En algunos enclaves las defensas alcanzan gran calidad técnica,
denotándose la influencia de préstamos poliorcéticos coloniales tanto púnicos como griegos. El
Castellet de Banyoles, Burriac y sobre todo el Puig de Sant Andreu, dada la proximidad de Ullastret
con Emporion, son soberbios ejemplos de arquitectura militar avanzada. Estos lugares disponen de
calles de acceso entre tramos murarios, lienzos en cremallera, casamatas y poternas; combinan torres
circulares, rectangulares y pentagonales y emplean cantería de gran regularidad. Desde el último
cuarto del siglo iii a.C. las defensas se hacen más complejas dada la inestabilidad que provoca en los
territorios ibéricos la Segunda Guerra Púnica. Es entonces cuando el sentido representativo y de
prestigio de las fortificaciones da paso a una función marcadamente militar y defensiva.

[Fig. 10] Entrada al oppidum de El Puig de Sant Andreu, Ullastret (Gerona)


Un aspecto que no hay que olvidar es la inversión tanto de recursos económicos como de esfuerzo
humano en la construcción de murallas. La envergadura y dificultad de éstas y otras obras de carácter
público requieren de una efectiva coordinación y, sobre todo, de muchos brazos y horas de trabajo.
Además del uso eventual de mano de obra servil, como subraya F. Gracia, hay que tener en cuenta la
existencia en la población civil de prestaciones bajo la forma de corveas o servicios laborales a la
comunidad. Sean voluntarias o más bien obligadas, estas prestaciones ayudan a cohesionar y fortalecer
la identidad del grupo.
I.1.5.5 Arquitectura doméstica
¿Cómo son las casas ibéricas? Por lo general están adosadas y seriadas en torno a calles y paredes
medianeras conformando manzanas. Las viviendas se orientan preferiblemente al sur o este –aunque
no siempre es así–, y en el extrarradio la primera línea de casas suele apoyarse en la muralla. Las
plantas son angulares (cuadradas, rectangulares o trapezoidales), con un tamaño oscilante que depende
de la categoría del poblado, la topografía y el volumen del grupo familiar que las habite; nunca
excesivamente grandes y pocas veces superiores a 80 metros cuadrados, con la excepción de las
grandes casas nobiliarias a las que nos hemos referido antes. Suelen compartimentarse en varios
recintos y estancias, de las cuales la principal es un espacio central polifuncional donde transcurre
buena parte de la vida doméstica. Ahí se sitúa el hogar –en el centro o en un lateral– y a su alrededor
bancos corridos, alacenas y vasares. Los hogares se realizan con arcilla, cantos rodados y tierra
rubefacta, y suponen un elemento clave para la familia pues proporcionan luz, calor y el cocinado de
alimentos. En torno a la cocina se distribuyen las áreas de descanso (con jergones o lechos) y las
dependencias y patios para el almacenaje de productos y la realización de trabajos domésticos:
molienda, procesado y conservación de alimentos, hilado y tejido, cordelería y cestería, etc. Es lo que
indica la reiterada presencia de molinos pétreos de rueda giratoria, fusayolas y pesas asociadas a
telares, y más puntualmente hornos de arcilla para cocer panes y otras pitanzas. En las entradas o junto
a los patios se disponen rediles para el ganado doméstico y las aves de corral. El hallazgo de animales
sacrificados, pequeños depósitos votivos u otros objetos rituales sugiere la existencia de “capillas” o
espacios de culto familiar en el interior de algunas casas.
En lo relativo a aspectos constructivos, desde el Hierro Antiguo se puede hablar de estructuras en
firme y cimentadas. Los materiales habituales son piedra, madera, tierra, arcilla y cal. Las casas se
erigen con zócalos de piedra en seco o trabada con argamasa, sobre los que se levantan alzados de
tapial o adobe de grosor y altura variables. El uso de ladrillos de adobe está documentado en la
Península Ibérica desde el siglo viii a.C. Los muros se revocan con arcilla y en el interior se enlucen
con cal para impermeabilizarlos y ganar luminosidad pues la escasez de vanos hace muy oscuro el
interior. Algunas paredes incluso se decoran con motivos geométricos pintados en vivos colores. Los
suelos son de tierra apisonada, arcilla, cantos rodados o lechos de conchas, los dos últimos en
vestíbulos y espacios abiertos; mientras que improntas sobre arcilla confirman el uso de esteras de
esparto u otras fibras textiles. Las viviendas disponen de una o varias plantas, en ocasiones un nivel de
suelo y un almacén en altillo como prueba la existencia de escaleras en piedra o madera junto a los
muros, y las basas pétreas para el apoyo de las vigas. Las cubiertas, tanto planas como de una vertiente
al interior, se realizan con entarimados de madera y techumbres de cañizo o ramaje mezclados con
arcilla, empleándose a veces placas de adobe o barro a modo de tejas.

I.1.6 Bases económicas


En paralelo a la interacción cultural, la territorialización y la complejidad social, la Protohistoria es, y
cabe analizarse también, como un proceso económico. Un tiempo para la explotación intensiva del
medio, la especialización de las manufacturas y la multiplicación de mercados. En efecto, la economía
marcadamente agropecuaria y autárquica de la Edad de Bronce da paso en la Edad de Hierro a un
panorama más diversificado en el que el incremento de la producción con vistas al intercambio es la
dinámica principal. Los avances tecnológicos, el crecimiento demográfico, el empleo

[Fig.11] Útiles agricolas ibéricos procedentes de yacimientos valencianos


de sectores de la población en actividades de mayor demanda para la ciudad como las artesanías o el
comercio, la circulación de mercancías y los beneficios que reportan, todo contribuye poderosamente
a la dinamización del mundo ibérico. El económico es otro importante paisaje de la historia de los
íberos. Hagamos un recorrido por los hitos que lo integran.
I.1.6.1 El campo y los trabajos agropecuarios
Se calcula que un 70 por ciento de la fuerza de trabajo en una comunidad ibérica (más del 50 por
ciento de la población total) estaba dedicada a labores agropecuarias. Como en todas las sociedades
agrarias del Mediterráneo el campo es, en efecto, medio de vida y principal sustento para el grueso de
la población. La sedentarización y el progreso tecnológico fundamentan la agricultura intensiva que
caracteriza desde las primeras etapas al mundo ibérico. El empleo del hierro sustituyendo al bronce en
la elaboración de aperos agrícolas (azadas, hoces, hachas, podaderas, horcas, legones, azuelas…)
contribuye al aumento de la rentabilidad del campo. Como también el uso de estiércol animal o la
quema de rastrojos como sistemas de abono. En varios poblados valencianos y catalanes se han
recuperado conjuntos de herramientas con características formales que se mantienen sin cambios
hasta época moderna. Entre los nuevos útiles destaca la reja de arado de hierro; por su resistencia,
mayor capacidad (al labrar más superficie agraria) y eficacia (al hacerlo con surcos profundos que
aumentan la fertilidad del suelo), se considera un motor de cambio económico en la Edad de Hierro.
Además de en el hallazgo de algunas de sus piezas metálicas, el uso de arados de tracción animal se
documenta en exvotos de bronce que lo reproducen en miniatura y en escenas cerámicas, como las de
los cálatos de Azaila y Alcorisa, con la representación de yuntas de bueyes; como tipo iconográfico el
arado está también presente en el reverso de las monedas de Obulco junto a la espiga. En estos
soportes la escena del arado o “labrador mítico” acusa más un sentido simbólico que costumbrista,
relacionado con ritos de fundación y fertilidad.
Como se ha indicado al hablar de la organización territorial, la gestión de la producción agraria se
centraliza en los oppida. Pero el trabajo primario de siembra y cosecha lo llevan a cabo familias
campesinas en el entorno de aldeas y granjas, en el extrarradio por tanto; por eso es tan importante la
ocupación y explotación de asentamientos rurales en el territorio agrícola de los oppida. Resulta muy
difícil definir el régimen de tenencia de la propiedad. Sin duda existieron parcelas de muy distinto
tamaño, titularidad y uso; una convivencia que respalda la heterogeneidad de la sociedad ibérica.
Desde pequeños huertos familiares junto a las casas, pasando por campos comunales pertenecientes a
una aldea o poblado, hasta superficies de mayor extensión cimiento del poder de las aristocracias
locales. Éstas son trabajadas por campesinos libres con algún tipo de sujeción jurídica o prestación
laboral, sin descartarse la existencia de mano de obra servil. Cuando el trabajo lo realizan jornaleros
una parte importante de la producción revierte en los grupos de poder, los propietarios legítimos de la
tierra o sus beneficiaros que son quienes gestionan y redistribuyen las cosechas. La aparición de
herramientas de trabajo en unidades domésticas permitiría pensar que los campesinos no sólo eran
dueños de los aperos sino también de las superficies de cultivo; así, un sistema de pequeños
propietarios agrícolas es el que ha propuesto C. Mata para los núcleos edetanos del campo del Turia.
En líneas generales el modelo agrícola de la Edad de Hierro corresponde a un policultivo de secano
intensivo y de base cerealística. En superficies menores se alterna con el barbecho de leguminosas y
hortalizas, plantas que ayudan a fertilizar el suelo. Junto a las gramíneas ganan importancia a lo largo
del tiempo la vid y el olivo así como el cultivo de frutales y plantas textiles como el lino y el esparto.
Se constata también la práctica del regadío a través de acequias que se abastecen del agua de aljibes o
de aquella otra derivada de manantiales a través de canales, como se observa en La Alcudia de Elche.
De los colonos mediterráneos, sobre todo de los púnicos, aprenden las gentes ibéricas técnicas que
mejoran cualitativamente el rendimiento del campo. Los análisis paleobotánicos tanto palinológicos
(a partir de pólenes) como carpológicos (a partir de semillas y frutos carbonizados) (vid. vol.I,
I.1.2.4), que se vienen practicando en los últimos años, ayudan a reconstruir el paisaje agrícola
ibérico. Entre las especies atestiguadas están, dentro de las gramíneas, cebada, trigo, avena, escanda,
panizo y mijo; las legumbres como habas, lentejas, garbanzos y guisantes; y las hortalizas como coles.
Y entre los frutales vides, olivos, higueras, granados, manzanos, palmeras datileras, almendros o
avellanos; algunos de ellos introducidos por fenicios y griegos.
Trigo y cebada son los cultivos de mayor arraigo. Además de las referencias de Estrabón y otros
autores a la excelencia agrícola de regiones como Turdetania, la arqueología está verificando la
especialización cerealística de determinadas comarcas ibéricas. Uno de los mejores ejemplos lo
proporcionan, en el nordeste, las regiones del Ampurdán catalán y el Languedoc francés. En ellas la
producción excedentaria con vistas al comercio con Emporion, Rode y Masalia constituye un
importante factor de desarrollo. En relación con ello hay que entender la proliferación de silos
subterráneos que desde el siglo v a.C. se reconocen en esas y otras comarcas catalanas. Se trata de
estructuras de almacenaje excavadas en el suelo cuyo interior se revoca con arcilla y que, una vez
colmatadas, se cierran herméticamente con barro, paja y estiércol. Ello permite conservar el cereal
durante bastante tiempo, incluso por varios años. Los silos se vacían y rellenan varias veces hasta que
acaban amortizándose como basureros o para otros fines prácticos (hornos de cocina) o rituales
(depósitos de ofrendas, espacios funerarios). Estos silos pueden ser de carácter doméstico o
comunitario. Los primeros forman parte de estructuras de habitación y son de pequeño o mediano
tamaño (con capacidad entre 300 y 1.000 kilogramos), lo correspondiente a un grupo familiar. Por su
parte los silos comunitarios se registran tanto dentro como fuera de los poblados, conformando a
veces amplias superficies junto a los campos de cultivo. Su tamaño y capacidad (entre 1.000 y 5.000
kilogramos), junto al hecho de aparecer concentrados, indica que estos silos guardaban el excedente
agrario de toda una comunidad, sea para su aprovisionamiento futuro o para el comercio exterior, bien
con los griegos o con otras comunidades ibéricas, como demuestran los estudios de E. Pons. En el
territorio indiketa los poblados de Ullastret y Mas Castellar en Pontós, éste último con una superficie
superior a las tres hectáreas, representan los mejores ejemplos de campos de silos, aunque se
documentan también en Ensérune y otros poblados del Nordeste. A partir del siglo ii a.C., con la
imposición por parte de Roma de nuevas estrategias económicas empieza a declinar el uso de los silos
ibéricos.
Para el almacenamiento de cereales, semillas y otros productos se construyen también graneros
aéreos. Se trata tanto de entarimados de madera sobre muros de piedra a modo de hórreos, como de
secaderos con paredes de adobe y orificios de aireación incluidos a veces dentro de las unidades
domésticas; estos últimos son representativos de poblados levantinos como La Moleta del Remei, La
Illeta dels Banyets, Torre de Foios o El Amarejo. La molienda de granos y frutos como bellotas para la
realización de harinas, gachas y panes fue un trabajo familiar y cotidiano, y así lo atestigua la
presencia de molinos de piedra giratorios en las viviendas. Téngase en cuenta que la dieta alimenticia
de las poblaciones de la Edad de Hierro es fundamentalmente vegetal, con un consumo de carne más
bien limitado; se estima que el setenta por ciento del contenido calórico diario era de base vegetal y
sólo un treinta por ciento cárnico.
La potencialidad agrícola de las comunidades ibéricas tiene su reflejo en la exigencia por parte de
Roma de pagos en especie. Ello fue algo habitual hasta la regulación de una política fiscal de base
monetaria que sustituyó, ya en el siglo i a.C., a la economía de guerra, como defiende T. Ñaco. Una
tributación medida generalmente en cargas de cereal –trigo y cebada–, pero también en productos
como esparto, cabezas de ganado o bloques de sal. Bastará con recordar que en la toma de Cartago
Nova (209 a.C.), además de riquezas en oro y plata, Escipión obtiene un botín tasado en 400.000
modios de trigo, 270.000 de cebada y más de sesenta naves cargadas de trigo, armas, cobre, hierro,
esparto y otras mercancías (Liv., 26, 47). O que años después la política impositiva de Catón en
Hispania se nutre de cuantiosos tributos agrícolas recaudados a las ciudades estipendiarias de la
Citerior (vid. vol.II, II.2.2.1).
Junto a la cerealística la producción vitícola se está revelando de gran importancia. Si bien
introducido por los fenicios, el cultivo de vitis vinifera y la producción de vino local están
atestiguados en el mundo ibérico desde una fecha tan temprana como finales del siglo vii a.C. Así lo
indican los resultados de la excavación del poblado de El Alto de Benimaquía, en Denia. En este
pequeño recinto fortificado vivían a las órdenes de algún poder local varias familias dedicadas en
exclusiva a la elaboración del vino, como demuestran las varias estructuras de lagar halladas; en
concreto, cuatro cubas excavadas en la roca con capacidad total para 2.500 litros, y asociadas a ellas
gran cantidad de pepitas de uva, según el estudio de P. Guérin y C. Gómez Bellard. El material
cerámico es igualmente indicativo, con numerosas ánforas vinarias tanto fenicias del tipo R1 como de
imitación local, junto a jarros y platos de inspiración fenicia. Otros poblados andaluces (Doña
Blanca), levantinos (Kelin) y catalanes (Puig de Sant Andreu) presentan indicios de producción de
vino desde el siglo vi a.C., e igualmente Arse/Sagunto a tenor de la información del plomo griego de
Ampurias. También se conocen centros de almacenamiento de vino para el consumo de las clases
dirigentes, como los de La Quéjola y Los Nietos. Estos datos, en fin, confirman una temprana
producción local de vino que se sirve de novedades introducidas por los colonos mediterráneos y
prontamente adaptadas por los íberos. Ello hace que desde el siglo vi a.C. el vino producido en Iberia
circule junto a otros productos en la red comercial que comparten íberos, griegos y púnicos. En
relación con ello y con la distribución de caldos mediterráneos hay que entender la difusión a partir
del siglo v a.C. de vajilla griega asociada al vino; fundamentalmente cráteras y, entre las copas
individuales, cílicas y escifos. Las aristocracias ibéricas son grandes demandantes de vino, elemento
que por su prestigio y valor social incorporan en sus hábitos domésticos y rituales; de esta forma,
mientras el vino se utiliza en banquetes, recipientes como las cráteras hacen las veces de urnas
cinerarias y otros vasos áticos integran el ajuar funerario de los más poderosos. Así lo demuestra su
presencia en necrópolis bastetanas, oretanas y contestanas (vid. vol.II, I.1.7.4).
Además del vino el mundo ibérico conoce la elaboración de cerveza y otras maltas fermentadas desde
el Bronce Final, como confirman entre otros los hallazgos del poblado ilergeta de Genó. Por otra
parte, los análisis practicados por J. Juan Tresserras en ánforas ibéricas de los siglos iii y ii a.C.
demuestran que contenían cerveza de cebada y no vino, tal como se había asumido. En este sentido el
consumo de alcohol en banquetes y fiestas de mérito se convierte en una fórmula de cohesión social
muy operativa para el afianzamiento de las jefaturas de la Edad de Hierro. Al igual que las armas o las
clientelas, el vino es un instrumento de poder para las aristocracias ibéricas (vid. vol.II, I.1.7.1).
Finalmente, el lino y el esparto son cultivos textiles de gran desarrollo. El lino se producía en cantidad
y calidad en el entorno de Játiva –la antigua Saetabi–, Tarraco o Ampurias como nos hacen saber
Polibio, Estrabón y Plinio. Con esta fibra se confeccionaban tejidos, vestidos, tapices y corazas; una
producción con la que relacionar también estructuras de almacén y, por qué no, los silos subterráneos
para la provisión y macerado de los tallos. Como caso significativo, el poblado cosetano de Coll del
Moro contaba con un taller dedicado al trabajo del lino. Por su parte, el esparto se da en regiones
montañosas del interior y, particularmente, en parajes esteparios del sudeste como el vasto campo
espartario extendido entre Cartagena, Alicante y Albacete. Es una materia prima fundamental para la
vida doméstica y el desempeño de actividades pesqueras y comerciales, pues con este material se
elaboran todo tipo de cesterías, cuerdas, redes, esteras y calzados.
El trabajo agrícola se complementa con la recolección de raíces, bulbos, hongos, plantas medicinales y
en cantidades considerables, frutos secos y silvestres; entre estos últimos las bellotas: alimento de alta
carga proteínica que resulta esencial en la dieta humana (en forma de harinas, gachas y panes) y en el
engorde del ganado porcino.
La ganadería es también una actividad plenamente integrada en el paisaje ibérico cuyo alcance
depende del marco medioambiental y las dinámicas poblacionales. Desde significar en algunos
contextos una ocupación subsistencial o meramente auxiliar de la agricultura en las campiñas del
Guadalquivir o en las vegas valencianas, pongamos por caso, hasta convertirse en otros en una
actividad especializada y exclusiva. Sobre todo en las comarcas interiores con suelos más pobres y
abruptos donde se desarrollan modelos de ganadería extensiva o trasterminante, esto es, con
desplazamientos estacionales de corto recorrido. Otras comunidades se especializan en la cría de
cabañas para satisfacer la demanda de lana, carne, lácteos o pieles. El volumen de restos faunísticos e
instrumental ganadero, así como la presencia de cercados y cisternas para el abrevado del ganado,
como la recientemente documentada en el poblado ilergeta de Estinclells, de notables dimensiones,
inciden en la especialización pecuaria de determinados centros. Ciertamente importante fue la
producción de lana y, a partir de la misma, la comercialización de telas y tejidos (vid. vol.II, I.1.6.2).
Prácticamente todos los hábitat de la Edad de Hierro excavados deparan restos de fauna que permiten
un primer esbozo de la cabaña ibérica. Haciendo una valoración conjunta de los datos publicados, que
en un alto porcentaje corresponden a consumos alimenticios, diremos que la especie más abundante y
representativa es la ovicaprina. Se destina ésta al consumo cárnico y, sobre todo, a la explotación de
productos secundarios: lana y piel, leche y derivados, estiércol, etc. Osteológicamente resulta bastante
difícil diferenciar una cabra (Capra hircus) de una oveja (Ovis aries), pero en zonas como la baja
Extremadura, la Meseta y Andalucía oriental los rebaños de ovejas debieron ser proporcionalmente
más numerosos. A los ovicápridos siguen con poca diferencia entre ellos suidos y bóvidos. Los cerdos
(Sus domesticus), criados en corrales y quizá también en régimen de montería, tienen un
aprovechamiento masivamente cárnico como pone de manifiesto la edad mayoritariamente joven de
los ejemplares sacrificados. A partir del ibérico pleno se observa un notable incremento en el consumo
de cerdos, del que es aprovechable como alimento el 75 por ciento de su cuerpo. Los bóvidos (Bos
taurus), por su parte, ofrecen un beneficio más pluralizado: producción láctea, apoyo en las labores
agrícolas como fuerza de tiro –en el caso de bueyes– junto a caballos y mulas, recursos secundarios
(cuero, cuernas, mantecas…) y consumo de carne al agotarse el ciclo útil del animal. En regiones
como la baja Andalucía los rebaños de toros conforman una estampa ganadera de viejo cuño. El
caballo (Equus caballus) está asimismo representado. No sólo arqueozoológicamente, también en
creaciones plásticas de la cultura ibérica: esculturas, relieves, exvotos, decoraciones cerámicas… No
en vano y en tanto animal de prestigio que es representa uno de los más explícitos atributos del poder
de las aristocracias ibéricas. De su papel social y religioso nos ocupamos más adelante (vid. vol.II,
I.1.8.2); digamos ahora desde el plano exclusivamente económico que el caballo es un animal de
montura y tiro, así como el principal medio de transporte, y que en época ibérica sólo
excepcionalmente se consume su carne. En proporción menor pero creciente a lo largo del tiempo se
documentan también asnos (Equus asinus). Parece rápida su difusión como animales de carga a partir
de su introducción en la Península por parte de mercaderes fenicios en los siglos ix-viii a.C., como
revela la fauna recuperada en factorías fenicias como Doña Blanca o Toscanos. Finalmente forman
parte del registro faunístico ibérico, en porcentaje ya muy minoritario, perros (Canis familiares) y
gallinas (Gallus gallus), estas últimas también de procedencia oriental.
La caza es un complemento alimenticio, sobre todo en época de carestía. Se calcula que cerca de un
tercio de la masa cárnica consumida en la Edad de Hierro corresponde a fauna silvestre, y que entre un
cinco y un treinta por ciento de la fauna exhumada en los hábitat ibéricos no es doméstica. Entre las
especies atestiguadas están ciervos, liebres, jabalíes, cabras salvajes, osos, linces, tejones y aves
lacustres. Incluso anfibios y galápagos. Pero, además, la caza mayor es un hábito aristocrático como
pone de manifiesto la iconografía cerámica con escenas heroicas o iniciáticas de varones enfrentados a
carnívoros de gran tamaño (lobos o carnassiers) u otros persiguiendo a ciervos a lomos de sus
caballos. Una actividad, en fin, que connota estatus y prestigio. Asimismo la apicultura fue un trabajo
habitual del que el mejor indicador son las colmenas tubulares de barro de la región de Liria, aunque
pudieron realizarse también en corcho. Recordemos que la miel es un edulcorante natural utilizado
también como conservante y para elaborar perfumes y medicamentos.
Los íberos desarrollan distintos tipos de pesca fluvial y marítima, con redes (de las que quedan
plomos de fijación) y con caña (conservándose anzuelos y arpones, tanto en bronce como en hueso). Y
recolectan también moluscos para consumo alimenticio o, en el caso de conchas y caracolas, para
realizar con ellas pavimentos, desgrasantes cerámicos, colgantes o bien para su transformación en cal.
En la costa andaluza se utilizan almadrabas para la captura de túnidos; de igual forma que desde al
menos inicios del siglo v a.C. y bajo control púnico, funciona una importante red de salazones en las
que pudo emplearse mano de obra turdetana y bastetana.
I.1.6.2 Las manufacturas y las industrias especializadas
Otro importante episodio de la Protohistoria ibérica es la progresiva exención de una parte de la
población de su plena dedicación a la agricultura para ocuparse en trabajos artesanales cada vez más
diversificados, al ritmo que marca el desarrollo urbano y la activación comercial. Resultado de ello
serán la división laboral en las ciudades del ibérico pleno y el valor creciente de las manufacturas
como productos de consumo y mercado. Como estimación teórica, en torno al 20 por ciento de la
población activa (15 por ciento de la población total) de una comunidad ibérica se dedicaría a dichos
trabajos. Mineros, herreros, orfebres, carpinteros, alfareros, escultores, pintores, mercaderes… se
convierten en protagonistas de una cada vez más dinámica sociedad ibérica. Una veloz mirada servirá
para sustanciar lo más relevante de estos trabajos.
Empezando por las labores extractivas, muchos poblados se emplazan en la proximidad de canteras y
filones susceptibles de aprovechamiento minero-metalúrgico, siguiendo tradiciones que en algunos
casos remontan a la Edad de Bronce. El trabajo de la piedra es indispensable en la materialización de
poblados y ciudades. Con ella se construyen murallas, torres, viviendas y monumentos funerarios,
además de labrarse esculturas y relieves; esto último sobre piedras blandas como calizas y areniscas.
Ocupaciones como las de cantero, constructor o escultor son cada vez más necesarias y recurrentes. Lo
mismo la minería en sus distintas fases de trabajo: prospección del terreno, extracción a cielo abierto,
lavado y transporte del mineral…, hasta su transformación final en lingotes o manufacturas metálicas.
Tanto a pie de obra –en el caso de canteras y minas– como en los hábitat, se forman talleres y
cuadrillas de trabajo a veces itinerantes. Delatan la práctica de estos trabajos los hallazgos de
herramientas como mazas, cinceles, gubias o escofinas. Las principales regiones mineras se hallan en
Sierra Morena, la cuenca extremeña del Guadiana y las estribaciones del Sistema Ibérico, en general
con buenos afloramientos de cobre argentífero, hierro y plomo. Y más particularizadamente Almadén,
con sus célebres minas de cinabrio, o Cartagena, cuyas explotaciones de plata tan buen rendimiento
dieron a los cartagineses. En cualquier caso, al margen de los grandes poblados mineros de Oretania
(Cástulo, Obulco, Sisapo) se está comprobando que si no más operativos, sí al menos más
representativos son los pequeños centros metalúrgicos que abastecen a sus territorios de una
producción más o menos especializada.
Desde siglos atrás la metalurgia constituye un trabajo especializado por la variedad de componentes y
procesos tecnológicos que envuelve, trátese del tratamiento de hierro, plata, oro o aleaciones como el
bronce. Como se dijo en capítulos anteriores, los fenicios introducen el uso industrial del hierro en el
litoral peninsular a inicios del siglo viii a.C. (vid. vol.I, II.1.6.1). Lo que no excluye la existencia
desde antes de procesos locales de reducción que empleen ya el hierro junto a otros minerales. La
expansión de esta metalurgia posibilita que desde el siglo v a.C. se forjen en hierro armas,
herramientas de trabajo y elementos del utillaje doméstico como piezas de carro, cierres y llaves de
puerta, rejas, remaches o placas de telar. Pero la siderurgia es un trabajo especializado y complejo que
requiere de altas temperaturas (hasta 1.200 grados centígrados, lo que sólo se alcanza con el empleo
de carbón vegetal y hornos adecuados) y de técnicas como el aventado continuo de oxígeno mediante
fuelles o el acerado añadiendo carbono al hierro para fortalecerlo. Posteriormente la pieza se trabaja y
da forma martilleando la masa candente e introduciéndola a intervalos en agua fría, lo que hace el
temple, tratamiento que confiere a armas y herramientas mayor resistencia y flexibilidad. No hay
evidencia de explotaciones verdaderamente industriales ni grandes fraguas en los hábitat ibéricos, en
parte porque el espacio interior de los oppida apenas se conoce o porque se emplazarían fuera de los
núcleos de población. Lo predominante parecen ser forjas modestas de producción local o comarcal
como denuncian los poblados metalúrgicos de Les Guàrdies, en territorio cosetano, o El Castellet
Bernabé y La Bastida de Les Alcusses, entre los edetanos. Estos talleres dependían de la capital de sus
territorios, a la que iría a parar buena parte de la producción sujeta, por tanto, a un modelo de
explotación centralizada.
Por su parte, el cobre, el plomo y sobre todo el bronce en aleaciones binarias o terciarias, se emplean
para la realización de un sinfín de adornos personales, objetos domésticos, elementos de vajilla,
figurillas votivas, apliques, atalajes de caballo o armamento defensivo. La reducción de estos metales
se hace en estado líquido mediante la fundición; se usan pequeñas cubetas excavadas en la roca para
las piezas de mayor tamaño, y moldes univalvos o bivalvos de arcilla o piedra con las formas en
negativo de los objetos a reproducir. Para exvotos y piezas de pequeño tamaño se emplea la técnica de
la cera perdida. Una vez enfriadas y extraídas de los moldes, las manufacturas se pulen y cincelan
hasta adquirir su forma definitiva. Estos trabajos se llevan a cabo en áreas especializadas dentro de los
poblados fácilmente identificables por el hallazgo de escorias, tortas de fundición y herramientas.
Crisoles, moldes, tenazas, martillos… que se emplean en las distintas fases del proceso metalúrgico.
El Oral, El Puntal de Salinas o La Escuera son ejemplos de enclaves contestanos dedicados al trabajo
del plomo. En definitiva, a la luz de todos estos datos cabe colegir que herreros y broncistas llegan a
ser artesanos especializados que trabajan a plena dedicación en talleres locales, contando cada
territorio o poblado de importancia con al menos un complejo metalúrgico.
Tocante a la orfebrería, los íberos desarrollan técnicas heredadas del Periodo Orientalizante con las
que logran manufacturas de gran originalidad y belleza. En especial vajillas de plata (las páteras de
Tivissa, Perotito o Santisteban del Puerto, o los cuencos de Abenjibre, son magníficos ejemplos) y
joyería áurea (sirvan de muestra los tesoros de Jávea y Mairena de Alcor, o en versión plástica las
alhajas que lucen las damas ibéricas). En el trabajo orfebre se utilizan pequeños crisoles para fundir el
metal, soldándose y trabajándose posteriormente las piezas individualmente. Las técnicas decorativas
habituales son la incisión, la filigrana, el granulado y el repujado, para las que se emplean buriles y
otros instrumentos que a veces se documentan arqueológicamente. Dada su especialización es
probable que orífices y plateros, al menos algunos de ellos, se desplazaran por distintos territorios con
sus talleres. Es lo que, por ejemplo, parece deducirse del hallazgo de tres magníficos bocados de
caballo en bronce (en concreto una cama decorada con la imagen del despotes hippon o domador de
caballos), realizados en el mismo molde a inicios del siglo v a.C., procedente de tres lugares distantes:
Cancho Roano en la provincia de Badajoz, el santuario de Azougada en Maura (Portugal) y un punto
desconocido de la región murciana; la opción de un broncista itinerante, como piensa F. Quesada, no
está reñida con la posibilidad de manufacturas que, salidas de un taller estable, pudieran circular como
bienes de prestigio. La distribución de mercancías en redes de intercambio es, como veremos, otro
aspecto esencial del mundo ibérico (vid. infra, I.1.6.3).
La alfarería y la actividad textil son ocupaciones que alcanzan altas cotas entre los íberos. Respecto a
la primera, se mantienen en un principio las cerámicas modeladas manualmente que remiten a
modelos del Bronce Final, sin decoración o bien con cordones aplicados o improntas digitales. La gran
novedad la proporciona, sin embargo, la adaptación a finales del siglo vi a.C. del torno de alfarero en
buena parte de los territorios ibéricos, y a partir de lo mismo las producciones torneadas y en serie que
acaban sustituyendo a las realizadas a mano. Se desarrollan también los hornos de cocción,
aumentando su capacidad y permitiendo una mayor aireación gracias al empleo de toberas; así se
logran cocciones oxidantes de gran calidad. Los hornos se construyen en arcilla y barro, presentan
doble cámara (de combustión en la parte inferior y de cocción en la superior) y una cubrición circular.
Es lo que documentan los complejos alfareros de yacimientos como Orriols, Torrelles de Foix,
Fontscaldes, Les Jovaes en Villajoyosa, Pajar de Atrillo o Alcalá de Júcar. La cerámica ibérica
muestra una gran variedad morfológica reflejo de usos y contextos diferenciados: la cocina, la
despensa, el transporte, el banquete, el aseo personal, las prácticas rituales o funerarias… Entre las
formas más representativas están la urna de orejetas, el cálato o sombrero de copa, los vasos
caliciformes, las tulipas, las ánforas, las lebetas y los toneles. Se imitan además formas de origen
fenicio, púnico o griego, como las escudillas, las cráteras de campana o volutas y algunos
contenedores anfóricos.
Aunque no carecen de importancia producciones como las cerámicas grises en la costa catalana, o las
de barniz rojo de tradición fenicia en las tierras del sur, la cerámica ibérica más significada es con
mucho la pintada. Su representatividad la convierten en fósil director de la cultura ibérica. Los colores
comúnmente empleados son, en distinta gama, el blanco, el rojo y el naranja, además del negro para el
contorneo de las figuras. Los diseños decorativos varían con el tiempo y según regiones. En Andalucía
predominan desde temprano los motivos geométricos: bandas con sucesión de semicírculos trazados a
compás, triángulos o ajedrezados; mientras que en el Sudeste y Levante lo son las representaciones
naturalistas (vegetales, animales) y figurativas (antropomorfos), bien de carácter simbólico (aves,
plantas y lobos) o bien componiendo escenas narrativas (jinetes, guerreros y damas). Estas últimas
imágenes se dan en el ibérico pleno y componen un sugestivo fresco de la vida aristocrática en la
ciudad ibérica como agudamente revelan los exámenes iconográficos de R. Olmos, C. Aranegui o T.
Tortosa. Tal variedad decorativa ha permitido diferenciar varios estilos, como los de Oliva-Liria,
Elche-Archena o Azaila. Si bien la producción alfarera es eminentemente local (todo hábitat
importante debió de disponer de un alfar por pequeño que fuera), determinados talleres de
Contestania, Edetania y Oretania producen series que alcanzan una distribución interregional.
Abundando en la especialización de la cerámica ibérica conviene destacar no sólo el trabajo de los
alfareros sino también el de los maestros pintores, con creaciones artísticas de gran
[Fig. 12] Tipología de la cerámica ibérica
expresividad y riqueza como el denominado “vaso de los guerreros” de Edeta, el cálato “de las
peponas” de La Alcudia de Elche (con la representación de divinidades, aves y carnassiers) o el “del
arado” de Alcorisa, en Teruel. Es factible pensar que algunos de estos maestros trabajarían obras de
encargo al servicio de clientelas aristocráticas, al igual que harían determinados talleres escultóricos.
Por último, la producción textil. Tanto de lana como de fibras vegetales, los tejidos constituyen otra
de las manufacturas esenciales en la vida de los íberos. Y eso a pesar de no disponer de evidencias
directas. El trabajo lanar (en sus diferentes fases:

[Fig. 13] Cálato ibérico con escena de arado procedente de Alcorisa (Teruel)
esquilado, cardado, hilado, tejido y teñido) se documenta sólo parcialmente en el registro
arqueológico; básicamente por el hallazgo de tijeras de esquileo, agujas, punzones, placas de telar,
fusayolas y pondera. Estas últimas son piezas asociadas a husos, ruecas (las fusayolas) y telares (los
pondera). Realizadas en arcilla cocida o piedra y decoradas con incisiones, estampillados e incluso
grafitos ibéricos, abundan en el espacio doméstico y a veces en sepulturas previsiblemente femeninas.
En algunos yacimientos se recogen por centenares, como en Ullastret, La Creueta o Cancho Roano.
Las fusayolas, en forma esférica y de cuerpo cónico, bitroncocónico o cilíndrico, se colocan en el
extremo inferior de los husos para fijar la madeja y facilitar con la inercia de su caída el giro y
enrollado del hilo; aunque también, como propone L. Berrocal, pudieron ejercer esa función como
rocadera o tope de las ruecas de mano. Mientras que los pondera o pesas de telar, con formas
prismáticas y ovoides, de mayor tamaño y uniformidad de pesos y dimensiones, sirven para tensar los
hilos de la urdimbre en los telares. En la Edad de Hierro se emplean dos tipos de telar: los de bastidor
o verticales (con una o dos vigas de urdimbre) para la confección de piezas de cierto tamaño, y los de
cintura u horizontales (más sencillos y portátiles) para paños pequeños y trabajos específicos como el
bordado. Casi todas las viviendas disponían de un telar situado generalmente en el vestíbulo o en el
patio exterior, de lo que se deduce que tejer era una actividad cotidiana desempeñada por las mujeres.
Sin embargo la acumulación de pondera en determinados contextos aboga por la existencia de centros
especializados en la confección de tejidos de lana y lino. E incluso de otras fibras más finas y
excepcionales como el algodón, importado probablemente por los fenicios, que se ha detectado en
algunos yacimientos. Tal carácter industrial cabría aplicar, por ejemplo, al palacio-santuario de
Cancho Roano. Su excavación demuestra que algunas de sus dependencias llegaron a albergar hasta
tres telares, e hipotéticamente entre diez y veinte en todo el edificio en el momento en que es
destruido por un incendio; se contabilizan más de 12o pondera y cerca de 350 fusayolas dispersas por
las distintas estancias que lo componen. Además, la homogeneidad y el tamaño y peso reducidos de
algunos conjuntos de pesas y fusayolas sugieren la confección de paños de fino hilado, por ende una
artesanía textil compleja y especializada. Las fuentes clásicas se hacen eco de la calidad de la lana
ibérica elogiando las prendas “de belleza insuperables” tejidas en talleres turdetanos y bastetanos
(Strab. 3, 2, 6).
Por su parte, como ya se dijo, el lino se cultivó masivamente en determinadas comarcas pues sus
tallos, convenientemente tratados, tienen excelentes propiedades como fibra textil. En lino se realizan
prendas de vestir más ligeras que las lanares, paños, velos, túnicas, mantos y tapices, además de
complementos e incluso corazas y espinilleras. Telas y atuendos se teñían de vivos colores con
tinturas de origen mineral o vegetal, conformando diseños de gran vistosidad que llamaron la atención
de etnógrafos como Estrabón. Lo vislumbran explícitamente esculturas femeninas en las que, como en
el caso de las damas de Elche o Baza, se percibe aún la policromía de sus elaborados ropajes. Como la
lanar o en proporción mayor, la producción de lino en algunos lugares supera el consumo local para
alimentar un comercio regional. Es lo que cabe aplicar a yacimientos como Coll del Moro, un centro
especializado en la producción de lino a tenor del hallazgo de estructuras formadas por cubetas de
adobe para el macerado de los tallos textiles.
I.1.6.3 Los intercambios y la experiencia comercial
El estudio de las relaciones comerciales es un tema de renovado interés. Por un lado constituye un
aspecto básico para aprehender el mundo ibérico, para conocer en particular los recursos económicos
y la estructura organizativa de sus comunidades. Pero además, como acertadamente subrayan F.
Gracia y G. Munilla, el comercio es un potente nexo que enlaza el espacio ibérico con otros ámbitos
del Mediterráneo. Un tránsito de gentes, bienes e ideas a lo largo de los siglos que acaba por modelar
no pocos aspectos de la cultura ibérica. En la valoración de los intercambios distinguiremos entre el
comercio exterior y el interior.
Empezando por la proyección exterior, desde las fases más tempranas de sus procesos formativos las
poblaciones peninsulares establecen contactos sustanciales con los agentes colonizadores que desde el
siglo ix a.C. se instalan en las costas andaluzas y levantinas, como se ha visto en capítulos precedentes
(vid. vol.I, II.1-3). De esos contactos derivan dinámicas comerciales que, desde el siglo vi a.C. hasta la
romanización, definen las granadas relaciones de íberos con griegos, púnicos y más tarde romanos.
Generalizando pueden establecerse tres grandes órbitas comerciales mediterráneas dentro del espacio
ibérico, que lejos de entenderse de forma aislada interactúan estrechamente entre sí:
a) En el litoral andaluz, desde las Columnas de Heracles hasta Cartago Nova, la esfera púnico-
africana. Con Cartago, Gadir y otras ciudades de origen fenicio como Malaca como principales
puertos comerciales.
b) En la costa levantina, desde Cartago Nova hasta la desembocadura del Ebro, la esfera ebusitana.
Bajo la influencia de Ebuso, el gran centro redistribuidor del Mediterráneo occidental desde el siglo v
a.C., y con especial incidencia en los territorios del Levante ibérico.
c) En la franja catalana y el golfo de León, desde el delta del Ebro hasta la desembocadura del Ródano,
la esfera greco-focea cuyos puntos de irradiación comercial son las colonias de Emporion, Rode y
Masalia.
Obviamente la intensidad comercial no es la misma en todos los territorios ibéricos, con distinta
progresión a lo largo del tiempo. Aquellos poblados más próximos a los centros púnicos y griegos son
los que antes y en mayor medida se ven afectados por las dinámicas comerciales, lo que ocurre en el
espacio de turdetanos, bastetanos, contestanos, edetanos e indiketas. Los avances de la investigación
están poniendo de relieve el activo papel que desde el ibérico antiguo desempeñan las gentes ibéricas:
una función de intermediario –o mejor de interlocutor comercial– muy alejada del rol pasivo o
receptor tradicionalmente asignado a los indígenas. Uno de los testimonios más palmarios lo
constituyen los plomos comerciales griegos (Ampurias I, Pech Maho) e ibéricos (Ampurias II, El
Castell, El Cigarralero, La Serreta de Alcoy, entre otros) descubiertos en los últimos años. Como ya se
dijo se trata –al menos en los textos griegos, probablemente también en los ibéricos, pendientes de
desciframiento (vid. vol.II, I.1.4.1)– de cartas que recogen los detalles de operaciones mercantiles en
las que participan activamente –he ahí lo revelador– individuos ibéricos. Éstos actúan como delegados
de comerciantes griegos en representación de sus comunidades políticas o tal vez autónomamente
ejerciendo de, podríamos decir, empresarios mercantiles. Bastará con recordar a Basped, cuyo
antropónimo denuncia sin duda su pasaporte ibérico, haciéndose cargo de la compra de un barco y su
cargamento en Arse/Sagunto en nombre de un griego emporitano, como nos revela el siempre
interesante plomo I de Ampurias. O a Basiguerro, Bleruas, Golobiur y Sedegon, también indígenas
citados en el plomo de Pech Maho, actuando en este caso como testigos del pago parcial de una venta
de aceite entre dos mercaderes griegos, probablemente como productores o garantes locales (vid. vol.I,
II.3.3.6.2). O con más dudas, por tratarse de un texto escrito en signario levantino, a los personajes
ibéricos y galos –de nuevo por su onomástica, como un tal Katulatin– nombrados en el plomo II de
Ampurias y reunidos en dicha ciudad para alguna transacción mercantil, como sugiere J. Sanmartí.
Asuntos que congregan en el siglo iii a.C. a griegos, galos e íberos en una cosmopolita Emporion…
¡Anticipada globalización comercial!
Estos agentes indígenas desplazados a la costa y operando en colonias y puertos de mercado
desempeñan un papel fundamental como distribuidores de productos mediterráneos hacia el interior,
como seguidamente veremos. No sólo son puertos de mercado las ciudades griegas o púnicas ya
señaladas, también lo son núcleos de población indígena como Pech Maho en el Languedoc, El Castell
en el Ampurdán, Turó d’en Boscá y Burriac en la costa barcelonesa, La Ciutadella en el bajo Penedés,
Arse/Sagunto en la franja valenciana, La Illeta del Banyets, Illici/La Alcudia –y en su territorio
Alonis/La Picola y El Oral– en la desembocadura del Vinalopó-Segura o Baria/Vera y Villaricos en el
litoral almeriense; todos ellos con instalaciones portuarias en su área de control en las que,
previsiblemente, se instalarían de forma temporal mercaderes extranjeros. Sin descartar iniciativas de
carácter privado, los intermediarios ibéricos representan los intereses de las autoridades de sus
comunidades políticas. De hecho, en un primer momento son las mismas élites las que ejercen de
agentes comerciales, reafirmando con ello su estatus tal como confirma la presencia en sus tumbas de
vasos griegos y otras importaciones mediterráneas tenidas por bienes de prestigio. La gestión del
comercio acentúa la autoridad de las aristocracias dominantes, tanto por el monopolio de objetos de
lujo venidos del exterior, como por la capacidad de asegurar la llegada y posterior redistribución de
mercancías. Sin embargo, este intercambio inicialmente aristocrático y restringido propio de etapas
arcaicas da paso en el ibérico pleno a un mercado organizado de mayor extensión social, integrado en
las nuevas formas de vida urbana. Es ahora cuando proliferan las figuras de mercaderes –entendidos
como especialistas comerciales– representando a sus comunidades o actuando en nombre propio, si
bien con algún tipo de sujeción civil o fiscal hacia las autoridades. En el territorio de los oppida,
recordémoslo, se producen recursos básicos demandados por los emporios para su comercialización
por el Mediterráneo: cosechas y minerales como principales excedentes gestionados por las élites
locales. Este modelo centralizado y su posición estratégica entre la costa y las regiones
suministradoras del interior, convierten a oppida como El Puig de Sant Andreu en Ullastret, Mas
Castellar de Pontós, Edeta, Castellar de Meca, El Cigarralero, Cástulo o Torreparedones, ya más al
interior, en destacados centros de intercambio y redistribución donde, comercialmente hablando,
concurren dinámicas mediterráneas con otras exclusivamente ibéricas.
Téngase en cuenta que la complejidad progresiva de las prácticas comerciales, y la necesidad de llevar
registros e inventarios, propicia la adaptación entre los íberos de sistemas de escritura autóctonos a
partir de los alfabetos mediterráneos, como se dijo al hablar de los signarios ibéricos (vid. vol.II,
I.1.4.1).
¿Qué productos circulan en las redes de intercambio? De origen mediterráneo y con arribo en puertos
griegos y púnicos peninsulares, fundamentalmente manufacturas: vino y aceite transportados en
ánforas, así como abundante vajilla ática (cráteras, cílicas, enócoes, lécitos) y de talleres occidentales
como Masalia o poleis de Magna Grecia, que se distribuyen desde los emporios foceos. También
envases ebusitanos, salazones de pescado de fábrica púnica, recipientes de bronce, objetos de marfil,
ungüentarios y adornos de pasta vítrea. Telas, perfumes, especias… Por su parte las exportaciones
ibéricas son fundamentalmente agrícolas (cereales, lino, esparto, vino, maltas…), metales (plata,
hierro, cobre, plomo, cinabrio…), productos de origen animal (lana, pieles, miel, caballos, pescado…)
y otros como sal, tintes, madera o esclavos. Algunos de estos productos ibéricos se registran en
lugares como Masalia, Mallorca, Ebuso o Cartago, llegados en embarcaciones griegas, púnicas o
mixtas en las que participan también mercaderes ibéricos. Esto es lo que confirman navíos hundidos,
de dimensiones más o menos reducidas, como los de cala de Sant Viçent (cabo Formentor), El Sec
(Calviá) y La Cabrera en aguas mallorquinas, Binisafúller en Menorca y La Campana en la costa
murciana (vid. vol.I, II.3.4.2.1). Estos pecios revelan cargamentos heterogéneos que incluyen vasos
áticos, ánforas egeas, púnicas e ibéricas para el transporte de vino y aceite, cerámicas grises, vajilla de
cocina y mesa, lingotes de plomo y cobre, etc. Los materiales hallados permiten datar estos barcos en
el siglo iv a.C., con la excepción del de Sant Viçen que es del último tercio del siglo vi a.C. y
probablemente de origen masaliota (vid. vol.I, II.3.3.6.1).
Respecto del comercio interior, la redistribución se realiza a partir de los oppida. Desde ellos
mercaderes e intermediarios al servicio de las estructuras de poder se encargan de suministrar
manufacturas a poblados menores emplazados en el territorio; tanto productos elaborados en talleres
locales como venidos del comercio mediterráneo. Y ampliando el radio de acción abastecen a otras
comunidades políticas a cambio de recursos agropecuarios y minerales. Es así como los estímulos
íbero-mediterráneos acaban extendiéndose por el Sistema Ibérico, Sierra Morena, Extremadura y los
rebordes de la Meseta, hasta alcanzar los valles del Tajo y Duero en tierras celtibéricas, fenómeno
conocido como iberización.
Para ello se va consolidando a lo largo de la Edad de Hierro redes de comunicación sobre los grandes
ejes fluviales (Ter, Llobregat, Ebro, Júcar, Turia, Vinalopó, Segura, Guadalquivir…) y sus afluentes, a
través de los cuales se alcanzan las tierras interiores. No son sino ancestrales caminos de herradura
pavimentados sólo en el acceso a ciudades principales; a veces con surcos tallados en el suelo rocoso,
como los soberbios ejemplos de carriladas del poblado de Castellar de Meca. Una serie de hitos
jalonan y definen estos itinerarios: desde aldeas y oppida, pasando por santuarios rurales y torres de
control, hasta vados y otros pasos naturales. Existen dos principales recorridos de larga distancia. Por
un lado la vía Heraclea o “camino de Aníbal”, posterior vía Augusta, que atraviesa todo el litoral
levantino desde Cataluña a Andalucía. En segundo lugar, la denominada por J. Maluquer “ruta de los
santuarios”, que desde la costa contestana penetra siguiendo la cuenca del Segura hasta Sierra Morena,
la alta Andalucía y la Meseta manchega; con paso en sus diversos ramales por lugares tan estratégicos
como La Serreta de Alcoy, El Cigarralero, Pozo Moro, El Cerro de los Santos o Despeñaperros.
En torno a estas vías de comunicación se desarrollan estrategias de intercambio bajo iniciativa
indígena, concretadas en santuarios de frontera y otros espacios de interacción (cruces de caminos,
vados, atalayas). Así como a través de ferias y mercados urbanos en cualquier caso más modestos que
los de la costa mediterránea. En este entramado interregional núcleos como Cástulo, Sisapo/La
Bienvenida, Alarcos, Cancho Roano, Medellín, o las ciudades del valle del Ebro, desempeñan un papel
clave como lugares centrales en la difusión de mercancías, ideas y tecnologías (vid. vol.I, II.2.4.2.5).
Particularmente en la dispersión de vasos áticos de figuras rojas y barniz negro que desde el siglo iv
a.C. inundan la práctica totalidad de yacimientos ibéricos y alcanzan incluso algunos celtibéricos. Es
lógico pensar que en esos momentos la cerámica griega y otros productos como el vino o el aceite no
son ya bienes de lujo al alcance sólo de príncipes y aristócratas, como siglo y medio antes, sino
mercancías de mayor calado, ampliamente demandadas por las poblaciones ibéricas.
Para regularizar y hacer equivalentes sus transacciones los íberos emplean sistemas metrológicos.
Destacan en este sentido los juegos de ponderales de bronce y plomo hallados en los poblados
valencianos de La Covalta y La Bastida de Les Alcusses, o en el turolense de Tossal Redó en
Calaceite. Y en especial, la treintena de ejemplares del palacio-santuario de Cancho Roano. En este
último caso los pesos remiten a patrones fenicio-púnicos basados en una unidad ponderal establecida
en torno a 35 gramos, señalada incluso con marcas de valor, según ha demostrado M.P. GarcíaBellido.
En sepulturas de necrópolis como El Cigarralero (Mula) o El Cabecico del Tesoro (Verdolay) en
Murcia, y Punta de Orleyl (La Vall d’Uixó) en Castellón, se han recuperado también pesas y platillos
de balanza. Merece destacarse la tumba 2 de la necrópolis ilercavona de Orleyl. Su ajuar lo componían
dos vasos de barniz negro y una crátera ática de figuras rojas en cuyo interior, junto a los restos
cremados del difunto, se depositaron cinco ponderales, un platillo de labranza y tres plomos ibéricos.
La asociación en el mismo contexto de tales elementos sugiere la tumba de un mercader o de un
aristócrata enriquecido por el comercio.
En el transporte terrestre los íberos emplean la tracción animal, principalmente carros tirados por
bueyes. De ellos sólo se conservan algunos elementos metálicos para el refuerzo de ejes y ruedas de
madera (generalmente en número de dos, bien macizas o radiales): llantas, cubos o abrazaderas que
aparecen tanto en contextos domésticos como funerarios; en este sentido destacan los hallazgos de
rueda de la cámara sepulcral de Toya, en Peal de Becerro (Jaén). Existen asimismo representaciones
plásticas de carros en exvotos de bronce, placas, relieves, cajas funerarias y pequeñas esculturas, como
el carrito de arenisca de la necrópolis de El Cigarralejo. En estas imágenes el carro ostenta un carácter
más simbólico que práctico como vehículo procesional y de prestigio, lo que ya anunciaban los carros
grabados en las estelas de guerrero tartésicas (vid. vol.I, II.2.4.2.4). En terrenos abruptos y de difícil
tránsito el acarreo de mercancías se hace con recuas de asnos o mulos provistos de albardas y alforjas;
los caballos se reservan para desplazamientos individuales que requieren menor tiempo. Se calcula
que un équido con carga pesada recorrería alrededor de cincuenta kilómetros en una jornada, más del
doble de lo recorrido por una yunta de bueyes; y sin carga y a un paso veloz podría cubrir distancias de
hasta 120 kilómetros. En cualquier caso los desplazamientos terrestres son lentos y pesados.
En la comunicación interior el transporte fluvial resulta muy operativo aunque con recorridos
limitados. No obstante, ríos como el Ebro, el Júcar, el Segura, el Guadalquivir o el Guadiana
dispusieron de amplios tramos navegables. Se emplean balsas, barcas y plataformas de pequeño y
mediano calado construidas con armazones de madera y protecciones de cuero, movidas por velas y
remos, o bien arrastradas desde la orilla con cordeles. En lo que a envases comerciales se refiere, los
líquidos se transportan en ánforas, toneles cerámicos, barriles de madera y odres de piel o tripas de
animales. El grano y otros sólidos se disponen en una variedad de contenedores cerámicos y cestos de
mimbre, esparto y otras fibras vegetales.
I.1.6.4 La moneda entre los íberos
La acuñación regular de moneda en las ciudades ibéricas es un fenómeno tardío, no anterior a finales
del siglo iii a.C., que no se da unitaria ni homogéneamente. Más postrera es la monetización de la
economía, que no se alcanza hasta el siglo i a.C. y en realidad nunca fue completa. Antes y aún
después los íberos emplean en sus tasaciones e intercambios objetos premonetales con valores y pesos
determinados. Tanto formas de dinero natural (cabezas de ganado, medidas de cereal, pieles) como,
sobre todo, piezas metálicas por su facilidad para ser facturadas, pesadas y refundidas. Así, lingotes,
ponderales, tortas o varillas recortadas; incluso joyas como torques o brazaletes de plata que forman
junto a monedas depósitos de riqueza tesaurizada.
[Fig.14] Localización de las cecas monetales ibéricas (y celtibéricas), según M.P. García-Bellido
Estas ocultaciones mixtas demuestran que joyas y monedas servían para capitalizar fortunas y facilitar
los intercambios.
Los íberos conocen la moneda a través de los griegos de Masalia y Emporion que desde el siglo v a.C.
emiten dracmas (vid. vol.I, II.3.3.7.3). Algunas acuñaciones en plata empiezan a ser imitadas
toscamente por íberos y galos, más con un valor de prestigio y riqueza que con un sentido comercial, a
las que añaden rótulos tanto en griego como en ibérico. Son las llamadas dracmas de imitación, que
perduran hasta el siglo ii a.C. y que toman también como modelo las monedas de Rode. Por esas
mismas fechas en el espacio de turdetanos, túrdulos y bástulos circulan monedas púnicas (acuñadas en
Gadir, Malaca, Sexi, Ebuso y luego Cartago Nova) que se atesoran y emplean en transacciones
externas (vid. vol.I, II.1.6.5). A finales del siglo iii a.C. la presión de cartagineses y romanos es factor
que explica parcialmente la emisión –ya propiamente autóctona– de moneda por parte de las
comunidades ibéricas. Muchos autores consideran que, en efecto, la moneda se acuña bien para
sufragar las tropas romanas y mercenarias desplazadas en Hispania, como soldada por tanto, o bien
para el pago de tributos regulares a Roma; aunque en realidad la mayor parte de estipendios se cobran
en especie o en metal al peso. Sin embargo no hay una única razón para acuñar sino varias y
coincidentes en el tiempo. Conviene tener en cuenta que las ciudades ibéricas habían alcanzado por
entonces tal grado de organización socio-económica y definición política, que se justificaría así la
emisión de un elemento de ciudadanía tan importante como la moneda, si bien inspirado o encauzado
en el propio proceso romanizador. Las comunidades ibéricas encuentran en la moneda un signo de
afirmación institucional con el que pueden optar, además, a determinados servicios, pagos y
competencias en el nuevo orden romano. Recordemos que la moneda es instrumento oficial de una
comunidad política y como tal requiere de tres principios: 1) una ley o calidad del metal; 2) un peso
regulado dentro un patrón metrológico (del que deriva un sistema monetal con unidades, divisores y
múltiplos), y 3) una autoridad responsable y garante de su emisión. En el anverso y reverso las
monedas lucen imágenes representativas de la ciudad, estado o poder que las acuña: efigies de dioses
y héroes fundadores o algunos de sus atributos, entre otros emblemas identitarios; lo que conocemos
como tipos monetales. Por su parte, el nombre de la autoridad emisora –técnicamente la ceca o taller–
suele grabarse en el reverso; lo que consigna la leyenda monetal. La mayor parte de monedas ibéricas
emplean la escritura levantina para grabar el nombre de sus cecas.
Sean cuales fueran las motivaciones para acuñar, las primeras ciudades en hacerlo son Arse/Sagunto,
Saetabi/Játiva, Kese/Tarraco, Kastilo/Cástulo e Iltirta/Lérida, más o menos al tiempo de declararse la
Segunda Guerra Púnica (218 a.C.), sencillamente porque contaban con estructuras de poder e
instituciones capacitadas para ello. Estas emisiones iniciales se hacen en plata y presentan tipos
variados. Las monedas de Arse, de marcada influencia greco-itálica, muestran primero una cabeza de
diosa (anverso) y una rueda (reverso) y después a Heracles (anverso) y un toro androcéfalo o Aqueloo
con símbolo solar (reverso) y variantes de leyendas (arsesken, arskitar). Las de Saitabi, cabeza de
Heracles (anverso) y águila (reverso) con leyenda saitabietar. Y las de Kastilo, acuñadas en bronce,
cabeza masculina diademada (anverso) y esfinge con estrella (reverso). En los siguientes años, en
paralelo al avance militar romano, tiene lugar una progresiva monetización, multiplicándose en el
siglo ii a.C. el número de cecas en el territorio de las ya por entonces primeras circunscripciones
provinciales, Citerior y Ulterior (vid. vol.II, ii.1.5.2). Otro importante momento de revitalización
monetaria es la guerra sertoriana (82-72 a.C.), cuando muchas ciudades ibéricas y celtibéricas acuñan
para cubrir gastos militares y pagos fiscales. Para entonces el uso de la moneda se ha extendido a
prácticas cotidianas, lo que demuestra la progresiva adaptación del mundo ibérico a la estructura
urbana y mercantil patrocinada por Roma. A partir del siglo i a.C. las ciudades hispano-romanas
emiten series bilingües con leyendas indígenas y latinas
[Fig.15.]
Moneda de bronce de Kastilo (Cástulo, Jaén), ca. 195-180 a.C.
[Fig.16.] Moneda de bronce de Kese (Tarragona), ca. 160-130 a.C.
[Fig.17.] Moneda de plata de Bolskan (Huesca), ca. 82-72 a.C.
–documentos fundamentales para el desciframiento fonético del ibérico–, y luego sólo latinas.
Finalmente, bajo el gobierno de Calígula cesan las acuñaciones provinciales.
En cuanto a la iconografía monetal, desde mediados del siglo ii a.C. se observa una estandarización de
los tipos en casi todas las cecas de Cataluña, Levante, valle del Ebro y Celtiberia. Se reitera el mismo
modelo: cabeza masculina en anverso y jinete en el reverso. Existen sin embargo variantes menores.
En los anversos, rostros barbados, imberbes, rizados, laureados o diademados, con algunos símbolos y
marcas de valor. Y en los reversos, jinetes que –según cecas y emisiones– portan lanza, palma,
clámide, dardo, estandarte y distintos elementos de panolia; o cabalgan alternativamente hacia la
derecha o izquierda. Bajo el caballo se graba la leyenda con el nombre de la ciudad o gentilicio de la
comunidad emisora: Bolskan, Iltirkesken, Ausesken, Barkeno, Kese, Saltuie, Seteisken, Kelin,
Ikalesken… Hasta doscientos topónimos diferentes, muchos de los cuales permanecen todavía sin
identificar. Respecto al significado de los tipos parece que la cabeza del anverso idealizaría a un dios
o genio protector, mientras que el jinete representaría al heros equitans o fundador mítico, aunque no
hay que descartar la alusión a la caballería de la ciudad. Con esta imagen se identifican los
gobernantes de los oppida que en estos momentos del ibérico final integran las élites ecuestres (vid.
vol.II, I.1.8.3), según M. Almagro Gorbea. Poder, propaganda, ideología… ¡Una fórmula universal en
soporte monetal!
La mayor parte de ciudades desarrollan patrones bimetálicos con emisiones en plata y bronce cuyas
respectivas unidades son, siguiendo el sistema romano, el denario y el as (con equivalencia teórica
1/10). Se acuñan también múltiplos y divisores, e igualmente circula entre los íberos moneda romana
que, cuando es de plata, suele atesorarse. En la Ulterior se mantienen sin embargo acuñaciones casi
exclusivamente en bronce con una amplia variedad de tipos (cabezas femeninas, toros, esfinges,
espigas, frutos, arados, atunes… que nos hablan de mitos locales) y con leyendas escritas tanto en
ibérico meridional como en púnico. Todo ello refleja la variedad etno-cultural que caracteriza a los
territorios del sur de la Península Ibérica.
I.1.7 Estructura social
Las gentes que pueblan campos y ciudades componen un cuerpo social heterogéneo de complejidad
creciente a lo largo de la Edad de Hierro. Como en otros escenarios del Mediterráneo antiguo, el
estudio diacrónico de la sociedad ibérica compendia la transición de las comunidades de jefaturas a
los estados. Una vez más la falta de información escrita directa obliga a extraer el mayor partido de la
documentación arqueológica, a lo que hay que sumar las pinceladas –siempre aprovechables– que las
fuentes esbozan de los hispanos frente a Roma. El análisis de la cultura material, de ciertas de sus
imágenes y estructuras, y particularmente del registro funerario, resultan fundamentales para
desenmascarar la sociedad ibérica y procurar un semblante de sus grupos protagonistas.
Señalemos primero algunos de los fundamentos de las sociedades protohistóricas. En la Edad de
Hierro el principio básico de ordenación es la familia. Así, la pertenencia a una unidad de parentesco
identifica al individuo. Varias familias emparentadas conforman una unidad mayor: el grupo
gentilicio, definido por un antepasado común –real o ficticio– que suele ser epónimo, lo que significa
que de él deriva el nombre del grupo. Los agrupamientos gentilicios habitan espacios comarcales
distribuyéndose las familias en aldeas, y se regulan con un derecho de gentes consuetudinario que
entre otros principios rige una transmisión masculina o descendencia patrilineal; aunque esto último
es más una suposición que una certeza. Las familias y miembros del grupo gentilicio se cohesionan a
través de prácticas colectivas de carácter civil y religioso: el culto a los antepasados y dioses de la
comunidad, el cuidado de los muertos, la participación en labores colectivas como construcción de
murallas, defensa del grupo o contribución productiva, etc. Acciones dirigidas por los jefes de familia
y grupo que sirven además para consolidar su autoridad. Con el tiempo, las unidades gentilicias se
amplían y hacen más complejas dando lugar a clanes que ocupan territorios dilatados y comparten una
afinidad étnica. Los jefes de familias y clanes conforman pronto una élite de notables: el germen de
las aristocracias tribales que, a través de diversas formas y principios, ejercen el poder sobre
comunidades cada vez más estructuradas territorial y jurídicamente. Pero el ordenamiento familiar no
desaparece, sino que se transforma en el marco político y urbano que desde el siglo v a.C. define al
mundo ibérico. El parentesco y particularmente la filiación siguen definiendo al individuo en sus
relaciones privadas: “Tikirso, hijo de Akiarko, de la familia de los Bastugios”. Y por encima, en la
esfera pública actúa el ordenamiento jurídico o político, añadiendo al pasaporte del imaginario íbero
que nos sirve de ejemplo: “natural de Iltirta”, por tanto, ilergeta.
En su articulación interna las poblaciones ibéricas muestran desde el principio evidentes señales de
estratificación y desigualdad. Una jerarquización progresiva que abriga dos grandes segmentos
sociales: los grupos privilegiados y los no privilegiados, diferenciados cualitativa y cuantitativamente.
I.1.7.1 Los grupos privilegiados: príncipes y aristócratas
Pertenecen a este sector minoritario las familias más destacadas y poderosas de los grupos gentilicios
y tribales. Las forjadoras de los linajes nobiliarios que ostentan el poder en las distintas comunidades
y territorios desde el ibérico antiguo. El perfil de estos grupos privilegiados y sus formas de dominio
varían en el tiempo y en el espacio (vid. vol.II, I.1.8), pero de ellos forman parte régulos y príncipes,
nobles y jefes. A otro nivel, sacerdotes, guerreros y mercaderes también son miembros destacados de
la comunidad, relacionados de distinta forma con el poder y las élites.
La emergencia de las aristocracias es un proceso que hunde sus raíces en la Edad de Bronce con el
progresivo destacamiento de minorías dirigentes a partir de tres fuentes o principios:
a) El control de las bases económicas y excedentes productivos, lo que les permite gestionar la
redistribución dentro de la comunidad y dirigir y beneficiarse del intercambio con el exterior.
Aspectos ambos que refuerzan muy considerablemente el dominio de los jefes.
b) La presión coercitiva o fuerza militar que ejercen dentro y fuera de la comunidad para consolidar su
estatus y supremacía, mediante fórmulas como la clientela o prácticas guerreras de distinta naturaleza.
c) La proyección de valores de superioridad y legitimación política sobre la población a través de
recursos ideológicos como la vinculación con el pasado mítico, identificándose con héroes y dioses, o
proclamándose herederos de ancestros fundadores. Las élites maniobran así un discurso
propagandístico apoyado en imágenes y símbolos de autoridad.
¿Qué escenarios y atributos caracterizan a las aristocracias ibéricas? Liberadas de los trabajos
productivos, que recaen en la población campesina, se dedican al ejercicio del poder, la milicia y las
tareas religiosas. Las élites manifiestan su identidad en espacios como la guerra, la caza, el banquete,
la ciudad y las instituciones, entre ellas la hospitalidad, entendida como código de diplomacia
aristocrática. Y también se muestran en espacios simbólicos como necrópolis y santuarios
desempeñando un papel protagonista en rituales funerarios y otras ceremonias. Algunos de los
elementos que mejor identifican a las aristocracias son las armas, el caballo, los regalos, el vino, los
clientes, las residencias palaciegas…, riquezas y prerrogativas que refuerzan su poder. Como
igualmente ocurre con las imágenes a través de las cuales se proyectan a sus iguales e inferiores, en
particular las esculturas de jinetes y guerreros en tumbas y santuarios. Brillantes ejemplos son los
caballeros que coronan los enterramientos tumulares de la necrópolis de Los Villares en Hoya
Gonzalo (Albacete), o los conjuntos escultóricos de El Cerrillo Blanco en Porcuna y El Pajarillo en
Huelma (Jaén). Estos dos últimos lugares se interpretan como santuarios heroicos; el primero (El
Cerrillo Blanco) de carácter funerario y el segundo (El Pajarillo) fronterizo, una suerte de heroon o
tumba de un príncipe heroizado, fechados en el tránsito de los siglos v-iv a.C. Lo más expresivo de
estos yacimientos son una serie de esculturas que componen programas iconográficos a la mayor
gloria del personaje conmemorado, al que retratan como héroe protector que aniquila al enemigo y
lucha contra fuerzas del mal representadas por grifos o leones. Guerreros ataviados con completas
panoplias y acompañados –como en el caso de Porcuna– de caballos ricamente enjaezados, que se
identifican o pretenden emular a los míticos fundadores del clan. Es la misma narración épica que a
otra escala traslada la iconografía cerámica, caso del vaso de los guerreros de La Serreta de Alcoy, por
ejemplo, que según la reciente interpretación de R. Olmos e I. Grau representaría la iniciación
aristocrática de un personaje a través de tres hitos sucesivos: la lucha del héroe contra un lobo o
carnassier, una escena de caza a caballo y un combate singular entre príncipes.
Los équidos son uno de los mejores atributos de poder en la Edad de Hierro, en su doble función
guerrera y social. Esto explica su representación en la pintura cerámica y la deposición de bocados y
atalajes en las tumbas masculinas de mayor riqueza, connotando rango aristocrático a sus propietarios.
Los exvotos en forma de caballo del santuario de El Cigarralero en Mula sugieren que, al menos aquí,
los équidos identifican a una divinidad protectora de linajes aristocráticos cuyos miembros acudirían
al lugar para rendir culto y ofrendar al dios o diosa imágenes que le son explícitamente representativas
(vid. vol.II., I.1.10.2). En este sentido el caballo, como las armas, son vivos emblemas de los grupos
nobiliarios.
I.1.7.2 Los grupos no privilegiados: campesinos y siervos
Por debajo de los sectores dirigentes se dispone la gran mayoría de gentes, en torno al 80-90 por
ciento de la población de una comunidad. Distribuidas en familias y gentilidades con distinto grado y
posición, desde campesinos libres hasta siervos, tienen en común el no pertenecer a los grupos
privilegiados. Desde el punto de vista historiográfico se produce aquí una grave paradoja:
constituyendo la mayor parte de la población, apenas sí aparecen reflejados en los registros
informativos. Su evidencia documental es prácticamente inexistente. Con otras palabras, sabemos
muy poco de los grupos inferiores de la sociedad. Son los auténticos olvidados y sin embargo fueron
los protagonistas cotidianos del paisaje ibérico: campesinos, artesanos, mineros y siervos dedicados a
trabajos primarios, fundamentalmente a labores agropecuarias. Su espacio cotidiano son los campos
de cultivo, las aldeas y las granjas.
Hay que distinguir entre gentes libres y no libres o de condición servil. Las primeras se integran
plenamente en una comunidad, pueden ser propietarias y les asisten una serie de derechos:
reconocimiento jurídico, acceso al ritual funerario y a la necrópolis colectiva, inclusión en el reparto
de la producción a la que contribuyen con su trabajo, participación en actos religiosos y civiles
compartidos por el grupo, etc. Pero igualmente están sujetas a las minorías dirigentes mediante
obligaciones y lazos de dependencia civil y militar, relacionadas con instituciones clientelares como
l a fides y devotio (vid. vol.II, I.1.8.2). Así, además de obligaciones militares como contribuir a la
formación de cuadrillas guerreras cuando las circunstancias lo requieran, ciudadanos y campesinos
realizan prestaciones laborales que redundan en el fortalecimiento de la comunidad. Trabajando en la
construcción de murallas y monumentos funerarios, en la vigilancia de caminos y fortalezas o en el
traslado de cosechas a las áreas de almacenamiento, entre otras ocupaciones.
Respecto a las gentes privadas de libertad, resulta muy difícil concretar su estatus. Es más que
probable que existieran siervos y esclavos, pero no lo es tanto que en tiempos prerromanos su
naturaleza e implicaciones correspondan exactamente al sentido moderno de esclavitud. En este punto
la investigación propone distintos modelos de servidumbre. Una de ellas, la más próxima a la noción
de esclavo, la representan los cautivos de guerra. Integrados como botín en la nueva comunidad y
privados de todo derecho, se emplean como mano de obra en las labores más duras o se venden como
esclavos. En ocasiones sirven para el intercambio de rehenes, especialmente cuando se trata de
personajes relevantes en la estructura social del enemigo. En este sentido, a propósito del asalto de
púnicos y romanos a ciudades ibéricas durante la Segunda Guerra Púnica, las fuentes se hacen eco de
la esclavización de los vencidos o de la presión sobre los íberos capturando rehenes selectivos,
maniobras sin duda ya empleadas por los indígenas. Pero habida cuenta de que hasta el ibérico final la
guerra no es un enfrentamiento abierto entre ejércitos estatales o ciudadanos (vid. vol.II, I.1.9.1), con
pocos asedios a plazas fuertes, no debieron ser muchos los esclavos venidos por este medio con
anterioridad al siglo ii a.C. Desde una aproximación socioeconómica, autores como A. Ruiz o F.
Gracia sostienen que la servidumbre en el mundo ibérico es fundamentalmente un sistema para
ampliar la fuerza de trabajo productiva de una estructura social. El siervo se distingue del ciudadano
en el hecho de no tener acceso a las prerrogativas de su grupo, quedando subordinado a la autoridad de
un jefe o de una institución política. Parece sin embargo que el panorama fue más complejo y
diversificado. En Turdetania, por ejemplo, sabemos que a principios del siglo ii a.C. una comunidad
campesina cuyos miembros individualmente son libres, podía estar sometida a un centro urbano
superior, por tanto bajo un estatuto de servidumbre colectiva o semilibertad. Es lo que detalla el
interesantísimo bronce latino de Lascuta (CIL II, 5041), fechado en el 189 a.C. y hasta el presente la
inscripción latina más antigua de la Península Ibérica. Hallada en Alcalá de los Gazules (Cádiz),
sabemos por ella que los habitantes de la Torre Lascutana estaban dentro de la jurisdicción de la
ciudad de Hasta Regia (en Mesas de Asta, Jerez de la Frontera), a cuya autoridad se sometían
trabajando sus tierras y rindiendo tributo, hasta que les restituye la libertad Paulo Emilio, el general
romano que ordena grabar el decreto (vid. vol.II, ii.2.2.2).
I.1.7.3 La mujer en el mundo ibérico
La posición de la mujer en la sociedad ibérica es un debate insertado en otro más amplio sobre las
relaciones de género en el mundo antiguo, temática de acuciante actualidad en nuestros días. En los
sistemas de parentesco patrilineales, tan característicos de los pueblos mediterráneos, la mujer
desempeña, desde un posicionamiento tradicional, un rol secundario y dependiente del varón. En lo
concerniente al mundo ibérico hay cada vez más datos para valorar su papel en distintos ámbitos,
privados y públicos, más allá de la esfera doméstica. La mujer es elemento imprescindible en la
reproducción de la estructura familiar, transmitiéndose con ella el linaje o vínculo sanguíneo de
generación en generación. Mientras que corresponde al hombre la transmisión del derecho o vínculo
hereditario, al menos en las sociedades patriarcales que parecen ser las predominantes en el espacio
ibérico. Sin menoscabo de que entre algunas tribus del norte se reconozcan modelos que se hayan
querido relacionar con el matriarcado (vid. vol.II, I.2.7.4).

[Fig. 18]
Dama de Baza (Granada)
Para un correcto enfoque conviene apuntar que la función de la mujer en los terrenos sociopolítico,
económico o religioso no es tanto una cuestión de género cuanto de estatus. Depende por tanto del
rango social del individuo, definido por la familia o linaje al que pertenece, y no de su condición
sexual, aunque existan prerrogativas específicamente masculinas. Así, las mujeres que por nacimiento
o matrimonio forman parte de los grupos aristocráticos participan de similares privilegios y
competencias que sus padres, maridos e hijos, pudiendo llegar a ocupar cargos políticos y religiosos
en su comunidad. Es lo que sugiere desde el espacio funerario la constatación de tumbas femeninas
cuya categoría y ajuar inciden en el alto rango de la difunta sin distinguirse de sepulturas similares
correspondientes a varones. (Adviértase que tratándose de cremaciones no resulta fácil la
identificación sexual). Valgan como ejemplo los datos de necrópolis contestanas, oretanas y
bastetanas donde enterramientos tanto masculinos como femeninos muestran bienes de prestigio,
vasos griegos, armas y adornos personales. Un caso excepcional es la tumba de cámara número 155 de
la necrópolis de Baza, cuya excavación por parte de F. Presedo en el verano de 1971 deparó el
hallazgo de la conocida dama entronizada. La escultura cobijaba en su interior las cenizas de una
mujer de unos veinticinco años, según el estudio antropológico de J.M. Reverte y una reciente
revisión. De su rico ajuar fechable a inicios del siglo iv a.C. formaban parte cuatro panoplias guerreras
que sumaban un total de once armas, además de una quincena de vasos polícromos y cuatro ánforas
dispuestas en las esquinas de la cámara entre otros enseres. El conjunto, de evidente carga simbólica y
suntuaria, podría corresponder a la tumba de una princesa fundadora de un linaje de la antigua Basti;
no en vano es una de las sepulturas más antiguas y ricas de la necrópolis. Los restos de la difunta
reposarían bajo la figura de una diosa protectora o, quizá mejor, bajo su propia imagen heroizada hasta
el punto de mostrarse con apariencia divina.
De igual forma que los varones, las mujeres pertenecientes a círculos principescos y aristocráticos se
revelan y realzan en imágenes de poder desde una fecha temprana como el siglo v a.C., momento
importante en la génesis de las noblezas gentilicias. No sólo las célebres esculturas de damas, como
las de Elche, Baza, Cabezo Lucero o El Cerro de Los Santos, también los exvotos femeninos de bronce
y la iconografía cerámica muestran a mujeres con elaborados atuendos y rica joyería, señal de su
distinción y alcurnia. Al describir las vestimentas ibéricas Estrabón se hace eco de su colorido y
calidad y del gusto de las mujeres por adornos y tocados que, aun resultando extravagantes para un
observador clásico, denotan la dignidad y el estatus de sus portadoras:
“en algunos lugares llevan collares de hierro que tienen unos ganchos doblados sobre la cabeza que
avanzan mucho por delante de la frente, y que cuando quieren cuelgan el velo en estos ganchos de
modo que al ser corrido da sombra al rostro, y que esto lo consideran un adorno. En otros lugares se
colocan alrededor un disco redondeado hacia la nuca, que ciñe la cabeza hasta los lóbulos de las orejas
y que va poco a poco desplegándose a lo alto y a lo ancho. Otras se rapan tanto la parte delantera del
cráneo que brilla más que la frente. Y otras mujeres, colocándose sobre la cabeza una columnilla de un
pie más o menos alto, trenzan en torno el cabello y luego lo cubren con un velo negro”.
(Estrabón, 3, 4, 17).
Hay que tener en cuenta, además, que en las representaciones plásticas una serie de objetos
acompañan a la mujer como atributos femeninos propios de determinada edad y rango: abanico, huso,
telar, ave, roseta… Para momentos más avanzados las fuentes clásicas aportan detalles sobre la
notoriedad de las mujeres de la aristocracia indígena. En su calidad por ejemplo de rehenes de
romanos y cartagineses en episodios militares de la Segunda Guerra Púnica; valga como muestra el
gesto de Escipión el Africano liberando a la mujer de Edecón, rey edetano, o a la esposa e hijas de
Indíbil retenidas por los cartagineses en Cartago Nova (Polib., 10, 18, 3 y 34). Igualmente, la mujer es
vehículo de enlace dinástico mediante matrimonios mixtos, como los protagonizados por los caudillos
Bárquidas: en el caso de Aníbal desposándose con una princesa de Cástulo (Liv., 24, 41, 7), Imilce por
nombre (Sil. Ital., Pun., 3, 97). Sin duda una hábil estrategia para establecer alianzas y captar apoyos
locales. Reyes y dignatarios ibéricos emparentaban también entre sí como prueba el que entre los
ilergetas la hermana de Indíbil estuviera casada con Mandonio. Además de un pacto político y una
transacción económica (con el intercambio de dones y herencias entre las familias de los
contrayentes), el matrimonio es también un rito de tránsito. A través del mismo la mujer adquiere
identidad jurídica incorporándose al grupo de parentesco del marido. Poco sabemos sobre el
matrimonio ibérico, pero parece que la monogamia era el comportamiento acostumbrado. La
representación conjunta de varón y mujer en exvotos y relieves define a la pareja –al menos
iconográficamente– como eje de la estructura familiar.
En el ámbito religioso la mujer cumple una especial significación existiendo cultos y sacerdocios
marcadamente femeninos. Cabría apuntar, entre otros indicios, la alta proporción de exvotos
femeninos en el santuario de El Cerro de Los Santos, que por su atuendo bien pudieran representar a
damas de la nobleza ibérica con competencias religiosas (vid. vol.II, I.1.10.3).
Sin embargo, la mayor parte de las mujeres desarrollan una existencia anónima en el marco de sus
unidades campesinas. Ocupadas en el quehacer doméstico y familiar, constituyen una importante
fuerza de trabajo. Tanto en las labores agropecuarias (relevando a los varones cuando éstos
desempeñan obligaciones guerreras o civiles que les alejan de sus hábitats), como en actividades
artesanales. La molienda y el procesado de alimentos, el tejido y la cestería, la alfarería, la apicultura,
etcétera. Como se indicó al hablar de las manufacturas (vid. vol.II, I.1.6.2), la especialización de
determinados talleres depende también del empleo de mano de obra femenina, particularmente
importante en el caso del trabajo textil.
I.1.7.4 Necrópolis y mundo funerario
El mundo de los muertos es un espacio desafiante para el estudio de los vivos en el empeño de
descifrar creencias y comportamientos de las sociedades del pasado parcialmente velados para la
investigación moderna. Desde los años ochenta del siglo pasado, la llamada “arqueología de la
muerte”, con diversos métodos y enfoques, está arrojando mucha luz al conocimiento del mundo
ibérico. En especial en la caracterización de sus grupos privilegiados por ser éstos quienes
habitualmente aparecen reflejados en el registro funerario. Parentesco, riqueza, poder, legitimación…
son, como veremos, ecos del lenguaje funerario ibérico.
La muerte de un individuo y el proceso ritual que le sigue abrigan actos colectivos de enorme
trascendencia social y religiosa. No sólo en la esfera afectiva y familiar del difunto, también en la
estructura política de su comunidad cuando aquél es un personaje destacado de la misma. Los ritos
funerarios funcionan como mecanismo propiciatorio para el tránsito al más allá. Miden, así, las
relaciones entre los vivos y los muertos, aquende y allende, pues a diferencia de nosotros los hombres
antiguos no marcan una frontera absoluta entre la vida y la muerte, como tampoco entre los hombres y
los dioses. La muerte y el más allá se proyectan en el presente, manteniéndose viva la memoria de los
difuntos hasta el punto de justificarse en ellos mensajes y comportamientos. Por ello, recorrer el
paisaje funerario de los íberos –analizando sus necrópolis, imágenes y ritos– es una especial manera
de revivir su tiempo.
El ritual funerario es mucho más que el enterramiento. De él forman parte fases y preparativos apenas
documentados, desde el óbito hasta la rememoración periódica del ausente. Exposición fúnebre,
rendición de honores, procesión, expresión de dolor, cremación y tratamiento de los restos, elección y
preparación de la tumba, deposición de la urna, realización de libaciones, banquetes y sacrificios,
entre otros ceremoniales. Acciones colectivas protagonizadas por familiares y seguidores que resultan
fundamentales para entender al difunto (su consideración) y a la comunidad o grupo al que pertenece
(su estima). Los vivos recuerdan a los muertos, y en esa particular comunicación se revelan principios
familiares, religiosos o sociales del mayor interés. Entre otras cosas el ritual funerario es un claro
marcador de estatus.
¿Cómo se entierran los íberos? La cremación es el rito generalizado, aunque no el único. Quemar el
cuerpo en una pira es un acto de purificación en muchas culturas antiguas, y en la Península Ibérica se
constata desde el Bronce Final por influencia de los Campos de Urnas (vid. vol. II, 1.2.1). Poco se sabe
de los ustrina o crematorios. Podían improvisarse o construirse con algún tipo de estructura
(empedrado, base de adobes, plataforma rocosa) emplazada en las proximidades del cementerio. Una
vez reducidos a huesos y cenizas por efecto del fuego –se trata de combustiones preindustriales con
temperaturas entre 500-800 grados, muy lejos de nuestras incineraciones–, los restos se seleccionan,
lavan y perfuman. Envueltos luego en un sudario o mortaja se depositan en el contenedor cinerario;
una urna cerámica las más de las veces cubierta por un plato o una laja de piedra a modo de tapadera.
Las urnas de orejetas son una de las formas cerámicas más empleadas para tal fin; pero las cenizas
también reposan en recipientes de bronce, cajas de piedra o arcilla, cráteras griegas –especialmente en
necrópolis contestanas y bastetanas– o en contenedores tan excepcionales como esculturas femeninas
de tamaño real, caso de la dama de Baza. La urna se introduce en el espacio funerario, generalmente
un hoyo o fosa excavados a poca profundidad, acompañada de los elementos de ajuar. Lo normal es el
traslado de los restos de la pira a la sepultura, lo que define las cremaciones secundarias; pero en
algunas necrópolis meridionales de influencia orientalizante el ustrinum se convierte en la propia
tumba, denominándose bustum, lo que constituye una cremación primaria in situ.
Los ajuares, cuando existen, vienen definidos por objetos personales y ofrendas. Conviene advertir que
su elección y deposición connota un sentido simbólico que no siempre encuentra una explicación
funcional. Los objetos personales pertenecen, adornan e identifican al difunto, por eso suelen
quemarse junto a él en la pira o, como las armas, destruirse deliberadamente. Esto ocurría sobre todo
en el caso de los grandes dignatarios, ataviados con sus mejores galas y panoplias en la pira funeraria.
Una amplia variedad de enseres según el sexo, la edad y la posición del individuo, componen los
ajuares. Armas, fíbulas, cinturones, brazaletes, colgantes, amuletos, agujas, fusayolas y otros
instrumentos domésticos, juguetes infantiles… Integran también el ajuar ofrendas que acompañan al
difunto en su tránsito al más allá, sobre todo vajilla cerámica con bebidas y alimentos, entre ellos
animales sacrificados; asimismo pequeños recipientes cerámicos o de pasta vítrea contenedores de
ungüentos y perfumes. Como ya se dijo, es frecuente la presencia de vasos griegos en las tumbas más
notables: cráteras, copas, lécitos o cuencos, que a veces se emplean para tapar la urna. Los análisis
faunísticos y de residuos de algunos depósitos funerarios señalan la presencia de buey, ovicáprido,
cerdo, gallina, cereal, frutos secos, miel, vino y huevo. Viandas que evidencian la celebración de
banquetes en honor del muerto en los que participan familiares, clientes y el propio difunto de forma
simbólica. Un destacado ejemplo constituye la tumba 19 de la necrópolis albaceteña de Los Villares,
en Hoya Gonzalo, con los restos de un silicernium o ágape funerario. En él se utilizaron más de
cincuenta vasos áticos de barniz griego, la mayoría destinados al consumo de vino, luego destruidos
de forma ritualizada para sellar el enterramiento, cubierto por un túmulo.
Dependiendo de la categoría del difunto y de los hábitos de su comunidad, la tumba se construye,
cubre o señaliza de distinta manera. En ocasiones erigiéndose verdaderos monumentos funerarios
decorados con relieves y coronados con esculturas de carácter simbólico y protector (vid. infra). En
los enterramientos más sencillos los restos se depositan directamente sobre el suelo sin
acompañamiento de ajuar.
Además de la cremación y otros eventuales ritos sin registro arqueológico, los íberos hacen uso de la
inhumación. Pero de forma particularizada, en enterramientos infantiles casi siempre dentro de
contextos domésticos. Es ésta una práctica de viejo arraigo que se reconoce en no pocos territorios
peninsulares desde la Edad de Bronce. Se trata tanto de deposiciones primarias en fosas excavadas
bajo el suelo de viviendas, generalmente en posición fetal, como secundarias con algún tipo de
manipulación del cuerpo; contabilizándose enterramientos individuales y múltiples que en el último
caso cabría considerar recintos necrolátricos. La alta mortalidad infantil y el tratamiento diferenciado
de los neonatos y menores muertos antes de integrarse en la comunidad explicarían esta práctica
inhumatoria. No hay que descartar, sin embargo, un sentido fundacional relacionado con rituales de
fertilidad de carácter doméstico o familiar (vid. vol.II, I.1.10.3). No en vano el enterramiento infantil a
veces se asocia o sustituye por una ofrenda animal, habitualmente un cordero o cabrito.
Pero, para el estudio histórico de las poblaciones ibéricas, más importante que el enterramiento en sí
lo es su conjunto. Esto es, la necrópolis entendida como cementerio colectivo y elemento configurador
del paisaje social junto al poblado. Un espacio esencial para la identificación de los miembros del
grupo o comunidad pues las necrópolis no sólo reflejan la estructura de la sociedad, también su
memoria colectiva ligada a un territorio. Se ubican próximas a los poblados en cotas generalmente
más bajas que permiten un fácil control desde los oppida; en el acceso a los hábitats o junto a cruces
de caminos y arroyos. Delimitadas a veces por un cercado o por elementos del entorno, son puntos de
referencia visual para el viandante. Es importante hacer notar que no todos los habitantes de una
comunidad se entierran en la necrópolis. Su acceso está restringido a los miembros de pleno derecho,
a los ciudadanos diríamos; hasta el punto de que ciertos cementerios, sobre todo en los siglos vi y v
a.C., son de carácter aristocrático y en ellos se entierran sólo los más poderosos. Un privilegio
exclusivo de unos cuantos. La población restante se cremaría pero no se enterraría, abandonándose sus
restos o arrojándose a las aguas.
Si bien participan de rasgos comunes, existen particularidades regionales en las más de doscientas
necrópolis conocidas en todo el ámbito ibérico, con disparidad de tamaños, organización interna y
tipología funeraria. ¡Y en su mayoría sólo parcialmente excavadas! Entre las diferencias más notables,
las necrópolis de Cataluña y el valle del Ebro responden a tradiciones indoeuropeas con
enterramientos en hoyo y sencillas cubriciones tumulares que se mantienen sin apenas cambio durante
la Edad de Hierro; carecen además de elementos escultóricos, con excepciones como la cabeza de
guerrero en piedra descubierta recientemente en la necrópolis de Roques de Sant Formatge (en Serós,
Lérida), de inicios del siglo vi a.C. y emparentada con manifestaciones de tradición celta. Los ajuares
son en general modestos pero con una significativa presencia de armas. Por su parte las necrópolis
meridionales, manchegas y levantinas, más marcadamente ibéricas, presentan un panorama variado.
Algunas de sus tumbas contienen ajuares de gran riqueza, construcciones arquitectónicas y esculturas
que proyectan la fuerza de las élites en el seno de sociedades marcadamente jerarquizadas (vid. infra).
Sí, un escaparate de privilegio y poder.
Por citar sólo algunas de las más relevantes la nómina de necrópolis habría de incluir, en Andalucía,
las de Baza y Tutugi (Galera) en la provincia de Granada; las varias de Cástulo (Linares), Castellones
del Ceal (Hinojares) y Toya (Peal de Becerro) en Jaén, y Villaricos (Cuevas de Almanzora) en
Almería. En Murcia, El Cigarralejo (Mula), Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla), Cabecico del
Tesoro (Verdolay), Cabezo del Tío Pío (Archena) y Los Nietos. Pozo Moro (Chinchilla), Los Villares
(Hoya Gonzalo), El Llano de la Consolación (Montealegre del Castillo) y El Salobral en la provincia
de Albacete. En la región valenciana, Cabezo Lucero (Guardamar del Segura), El Molar (San
Fulgencio), Villajoyosa y La Albufereta en Alicante; Corral de Saus (Mogente) en la provincia de
Valencia, y El Bovalar (Benicarló), Sant Joaquim (Forcall) y Punta de Orleyl (La Vall d’Uixó) en
Castellón. Y entre los cementerios catalanes, Mas de Mussols (Tortosa), La Corravoa y La Oriola
(Amposta) y Can Canyís (El Vendrell), en la provincia de Tarragona; La Granja Soley (Santa Perpetua
de Mogoda) y Turó dels Dos Pins (Cabrera de Mar) en Barcelona; La Pedrera (Vallfogona de
Balaguer) en la provincia de Lérida, y Puig d’en Serra (Serra de Daró) en el Ampurdán gerundense.
Dentro de la amplia variedad existente podemos señalar hasta seis tipos de enterramientos –en
realidad señalizaciones– diferentes, participando todos ellos de cremaciones depositadas en urnas
cerámicas, como ya se ha dicho. Así pues, visitemos los principales monumentos funerarios.
1) Torres
Características del Sudeste y de la baja Andalucía, se dan en las primeras fases de la cultura ibérica
hasta finales del siglo v a.C. Constituyen monumentos turriformes definidos por un cuerpo
cuadrangular de sillares que descansa sobre un podio escalonado y que puede rematarse con algún
elemento arquitectónico o escultórico. El ejemplo paradigmático es la torre de Pozo Moro, en
Chinchilla (Albacete), estudiada por M. Almagro Gorbea hace ahora treinta años. De gran
monumentalidad con sus más de cinco metros de altura, destacan los relieves decorando parcialmente
varios de sus lados y, en los ángulos inferiores de la torre, los leones esculpidos sobre sillares de
arenisca. Los bajorrelieves muestran escenas mitológicas de ascendencia orientalizante: un hombre
cargando el árbol de la vida en el que anidan pájaros, seres alados entre flores de loto, una unión
hierogámica entre mortal y diosa, un banquete sacrificial antropofágico, jabalíes bifrontes y
monstruos serpentiformes…, tal vez episodios del ciclo de un héroe sorteando infiernos en busca de la
inmortalidad. Igualmente, como piensa Almagro Gorbea, la fiera actitud de los leones en clara función
apotropaica entronca con modelos del Mediterráneo oriental. El monumento es sin duda propio de la
tumba de un rey o príncipe; un varón que superaría los cincuenta años según el análisis de los restos
depositados en la pequeña cámara interior. El ajuar (con piezas de marfil, jarro de bronce y vasos
griegos, al menos una cílica para beber vino y un lécito para contener perfumes) permite datar el
enterramiento hacia el 500 a.C. No hay que descartar, como sugiere M. Bendala, la mayor antigüedad
del monumento en al menos un siglo, que sería así reutilizado con fines funerario-propagandísticos
[Fig.19]
Monumento turriforme de Pozo Moro (Chinchilla, Albacete)
[Fig. 20] Reconstrucción del monumento turriforme de Pozo Moro, según M. Almago Gorbea
por un régulo ibérico. La magnificencia de la torre y la simbología mítica de sus imágenes son el
perfecto envoltorio para rememorar al difunto como a un héroe, casi sacralizándolo, así como para
legitimar el poder de sus herederos o sucesores. Parece obvio, además, que al ocupar una posición
nuclear dentro de la necrópolis, sobre un pavimento de guijarros en forma de lingote o piel de buey, la
torre fundamenta cronológica, espacial y jerárquicamente al resto de enterramientos que se datan entre
los siglos v-iii a.C. El que Pozo Moro se ubique estratégicamente en una encrucijada de caminos
podría entenderse también como una forma de control o delimitación territorial por parte del linaje
dinástico que lidera aquella comunidad.
2) Pilares-estela
De similar factura que las torres pero de menor tamaño, se trata de pilares lisos o decorados
levantados sobre bases escalonadas. Su elemento más distintivo es el capitel decorado con moldura de
gola, ovas y elementos vegetales, que sostiene en

[Fig. 21] Restitución de cuatro pilares-estela ibéricos, según M. Almagro Gorbea


su superficie una escultura zoomorfa o más rara vez un personaje heroizado; así, el pilar-estela o cipo
de la necrópolis murciana de Coimbra del Barranco Ancho, con el relieve de un jinete en tres de sus
lados y un remate zoomorfo. Los animales habitualmente representados son toros y leones; también
seres híbridos o fantásticos como esfinges, sirenas, grifos o toros androcéfalos como la sin par “bicha”
de Balazote. Unos y otros aglutinan funciones protectoras (guardianes de las tumbas: leones),
vehiculares (portadores alados del difunto al más allá: esfinges, sirenas) o alusivas a la potencia y
fecundidad (toros), que explican su acostumbrada presencia en el paisaje funerario ibérico y en el de
otras culturas mediterráneas. Los pilares-estela son muy representativos de las necrópolis contestanas
en momentos sobre todo del ibérico antiguo, enumerándose cerca de doscientos ejemplares según el
reciente estudio de I. Izquierdo. Entre ellos algunos tan magníficos como los de Monforte del Cid
(Alicante) o Corral de Saus (Valencia). Al igual que los sepulcros turriformes son enterramientos de
rango aristocrático y carácter referencial, no sólo por ser fácilmente visibles desde el exterior sino
porque en torno a ellos se distribuyen el resto de enterramientos, siguiendo una probable articulación
gentilicia o clientelar.
3) Tumbas de cámara
Son típicas, que no exclusivas, de la Andalucía oriental; de necrópolis bastetanas como Galera, Baza o
Toya. Se construyen bajo o sobre tierra: excavadas en la roca natural (hipogeos) o a medio enterrar
(semihipogeos), con muros de mampostería o adobe. Y se cubren generalmente con un túmulo de
piedra y tierra. Varían desde cámaras sencillas con un pilar central para sujetar la cubierta, a plantas
más complejas con tres y cuatro estancias precedidas de vestíbulo y corredor. En estos casos evocan la
idea de la casa como morada del más allá. De carácter colectivo y en uso durante varias generaciones,
cobijan los sucesivos enterramientos de una familia o clan cuyas urnas y ajuares reposan sobre nichos
y poyetes en el interior de las cámaras-mausoleo.
4) Estructuras tumulares
Con una dilatada cronología desde el siglo v al ii a.C., son una de las formas más repetidas sobre todo
en el Sudeste, la alta Andalucía, la Meseta y el valle del Ebro. Extendiéndose también a tierras de
celtíberos, carpetanos y vetones (vid. vol.II, I.2.7.2). De distinta disposición y categoría, son
empedrados escalonados en varias gradas de planta generalmente cuadrangular, o a veces cubriciones
tumulares sin forma definida. Se construyen con sillares de caliza o adobes revocados en su cara
exterior. Y en su interior, en un nicho o pequeño foso enlucido, se depositan las sepulturas;
habitualmente una pero en ocasiones varias, de carácter pues colectivo. Suelen aparecer agrupadas en
determinados sectores de las necrópolis. Las hay de gran espectacularidad, como los denominados por
E. Cuadrado “túmulos principescos”, con plantas que superan los cinco metros de lado en necrópolis
como El Cigarralejo o El Estacar de Robarinas en Cástulo. Sin duda pertenecen a miembros de las
aristocracias dirigentes. La mejor prueba es el coronamiento de algunas de ellas con la imagen de un
jinete heroizado, como los tres “caballeros” exhumados hasta el momento en la necrópolis albaceteña
de Los Villares. A veces es una dama la que remata el túmulo, como se constata en El Cigarralejo.
Variantes de los empedrados tumulares son las plataformas decoradas que sustentan esculturas
zoomorfas, como las de Cabezo Lucero. La gran mayoría de túmulos son, sin embargo, mucho más
modestos y carecen de escultura, confundiéndose con estructuras de mampostería.
5) Estelas
En madera y piedra, debieron de ser una de las más habituales formas de señalización de tumbas.
Arqueológicamente se documentan desde bloques pétreos poco trabajados hasta lápidas funerarias con
o sin decoración, que a veces incluyen epitafios en ibérico. Un tipo particular son las estatuas-estelas
de carácter antropomorfo representando tanto a damas como a guerreros.
6) Hoyos, fosas y cistas simples
El modelo de enterramiento más estandarizado y comúnmente empleado, representativo de los grupos
no privilegiados. Sin cubriciones, esculturas u otros elementos ornamentales, se señalan a lo sumo con
una laja o con un amontonamiento de piedras. Suelen ocupar posiciones periféricas dentro de los
cementerios. El hueco interior a veces se enluce y en él las cremaciones se acompañan de humildes
ajuares o bien carecen de ellos.
Finalmente, del estudio combinado de los restos antropológicos de algunas necrópolis se pueden
inferir datos generales sobre la intrahistoria de los íberos. Por ejemplo, que la esperanza de vida media
rondaba los 25-30 años en las mujeres y los 30-35 en los varones. La alta mortalidad materno-infantil,
las múltiples enfermedades, las guerras y las duras condiciones de vida para nuestros parámetros de
bienestar occidental explican tan cortos ciclos de vida en la Edad de Hierro. En porcentajes
aproximados, el 20 por ciento de los enterrados en una necrópolis son menores de 15 años (sin incluir
a neonatos y niños de corta edad, que no ocupan los cementerios), el 55 por ciento son adultos entre 15
y 40 años, y el 25 por ciento restante corresponde a “ancianos” mayores de 40 años. Por géneros es
bastante mayor la presencia de varones frente a mujeres, aunque éstas están siempre representadas. Se
calcula que la altura media de los hombres rondaría 1,60 m, y 1,50 m para las mujeres. Sabemos que
la dieta alimenticia era bastante equilibrada y variada, aunque fundamentalmente vegetal; rica en
hidratos de carbono (cereales, frutos secos), sales minerales (verduras, hortalizas), vitaminas básicas
(frutas) y proteínas (grasas, leche, legumbres). Se estima un aporte de al menos 2.000 calorías diarias
para una persona adulta. Por último, los restos óseos indican que anemias, caries, artrosis,
traumatismos y desgastes causados por el sobreesfuerzo físico eran padecimientos habituales de la
población ibérica.

I.1.8 Hegemonías en el tiempo: poder y organización política


Las fórmulas de control y gobierno en el mundo ibérico son variadas y evolucionan con el tiempo. En
momentos avanzados del ibérico pleno, y sobre todo en el ibérico tardío, la mayor parte de las
comunidades pueden definirse ya como estructuras estatales: toda vez que disponen de un territorio
político y de una capital urbana desde la cual las autoridades regulan las relaciones socio-jurídicas de
la población y gestionan sus recursos. En el camino hacia tales formas de organización superior, las
élites desarrollan estrategias de dominio que diacrónicamente nos sirven para analizar el proceso
global de la sociedad ibérica. Sin ser los únicos ni entenderse siempre en evolución lineal, los
sistemas de poder en la Protohistoria ibérica parecen atravesar tres principales estadios: a) poderes de
carácter unipersonal (monarquías), b) poderes de carácter oligárquico (aristocracias) y c) poderes de
carácter ciudadano (instituciones cívicas).
I.1.8.1 Monarquías
Los sistemas de realeza característicos del mundo tartésico, alumbrados en las fuentes griegas por
figuras como la del legendario Argantonio, se mantienen en las fases iniciales de la cultura ibérica.
Sobre todo en los siglos vi y v a.C., en territorios del sur y sudeste peninsular. No hay apenas datos
que nos permitan definir su naturaleza o prerrogativas. Pero parece que se trata de monarquías de
transmisión hereditaria que se sirven de principios dinásticos para ejercer un dominio sobre
comunidades y territorios más o menos reducidos. Poderes locales y atomizados, por tanto. Para
autores como M. Almagro Gorbea estos monarcas tienen un carácter religioso que entronca con
modelos de realeza teocrática propios del Mediterráneo oriental, entendiéndose como un legado de
tradición fenicio-tartesia. Sin tener que asumir para todos los casos una naturaleza sacra
orientalizante, parece que, en efecto, los cultos dinásticos y su potestad como valedores de la
comunidad son preceptos básicos en la legitimación de estas figuras regias, lo que sirve además para
cohesionar en torno a ellas a los miembros de la comunidad. Con estos primeros monarcas ibéricos
pueden relacionarse, arqueológicamente, algunas viviendas señoriales o regiae en contextos
preurbanos, depósitos suntuarios e imágenes de poder asociadas al espacio funerario. Como ya vimos,
a través del ritual de la muerte y su lenguaje iconográfico se proyecta la memoria de monarcas y
príncipes. E igualmente su fuerza. Asimilados a héroes y dioses en ciclos mitológicos que decoran sus
monumentos funerarios –sobre todo relieves y esculturas–, su remembranza es garantía de continuidad
dinástica y un referente en la configuración ideológica de la comunidad. Al menos para los herederos
y sucesores, que se revisten del carácter protector de sus antecesores para sancionar su autoridad. “Yo
custodio estos valores, yo soy de estirpe real, sea mío el poder”, valdría como figurado eslogan. Obvia
decir que el monumento turriforme de Pozo Moro es quizá el mejor ejemplo de este discurso de
temprano linaje monárquico (vid. vol.II, I.1.7.4), hacia el 500 a.C. Es en estos momentos cuando se
fraguan en el mundo ibérico las primeras estructuras políticas que superan el rango gentilicio.
En cualquier caso, no existe una única forma de monarquía. Igualmente las figuras de reyes y dinastas
se mantienen en algunos lugares hasta época romana, con lógicas evoluciones. Así, Polibio y Tito
Livio mencionan a propósito de los acontecimientos de la Segunda Guerra Púnica a varios régulos
ibéricos en el espacio sobre todo de las antiguas Turdetania y Oretania. Como Culchas, que reina sobre
veinticinco ciudades y que en poco tiempo consigue reclutar 3.000 soldados y 500 jinetes que pone a
disposición de Escipión el Africano, su aliado, en Cástulo, hacia el 206 a.C. (Liv., 28, 13, 3-5); o
Lucinio, que junto al anterior lidera diez años después una rebelión general contra el pretor de la
Ulterior, secundada por un buen número de ciudades meridionales (Liv., 33, 21, 6-8). Aun con
dificultades, el contraste de datos literarios y arqueológicos permite atisbar ciertos modelos regionales
de monarquía. Así, en los territorios ibéricos del sur el poder regio es en esencia urbano: los reyes
gobiernan básicamente sobre ciudades. Una soberanía de carácter local que se adecua bien al modelo
de asentamiento polinuclear, definido por territorios autónomos y homogéneos capitalizados por un
oppidum; modelo representativo de espacios como el oretano durante el ibérico antiguo, según vimos
al hablar de los patrones de poblamiento regional (vid. vol.II, I.1.5.2). Mientras, en el ámbito
levantino, la monarquía muestra un carácter más señaladamente territorial: reyes de espacios étnicos
más o menos amplios que pueden agrupar una o varias unidades de población. Un buen ejemplo es
Edecón, monarca edetano epónimo tal vez de la propia capital (Polib., 10, 34). Esta soberanía
extensiva se apoya forzosamente en jefaturas locales vinculadas al rey por lazos familiares, clientelas
o vasallajes, y enunciadas en fórmulas como la fides (vid. vol.II, I.1.8.2); todo lo cual dibuja un
poblamiento complejo y jerarquizado con núcleos primarios y secundarios, comprobado en territorios
como el edetano o el cosetano (vid. vol.II, I.1.5.2). En las comarcas catalanas los sistemas autocráticos
son más difíciles de identificar que en el sur y sudeste, y no parecen responder a monarquías
hereditarias. Más bien se basan en el mantenimiento de estructuras tribales característicamente
indoeuropeas. Se distinguen por un lado jefaturas guerreras derivadas algunas de primitivas formas de
realeza electiva. El caso más conocido en momentos avanzados del siglo iii a.C. sería el de Indíbil y
Mandonio, los célebres líderes ilergetas, con una autoridad marcadamente militar; asimismo
Amúsico, régulo ausetano partidario de los cartagineses. En segundo lugar, instituciones colectivas
como consejos de ancianos y asambleas de guerreros (vid. vol.II, I.1.8.3), citadas luego en las fuentes
de conquista. Estos órganos colectivos entregan el mando militar a jefes guerreros de reconocido
prestigio que, al encabezar los principales clanes, participan también de las instituciones de la
comunidad o tribu, como ocurre también entre las gentes de la Hispania céltica (vid. vol.II, I.2.7.5).
En suma, distintos modelos de realeza sobre marcos jurídicos diferenciados: el oppidum o ciudad en
las monarquías meridionales, el populus o grupo étnico en los reinos levantinos y la estructura tribal
en las jefaturas del Nordeste. Una muestra más de los variados comportamientos que, ahora desde el
plano político-territorial, definen al mundo ibérico.
Resulta interesante analizar los términos que los autores clásicos utilizan al referirse a los monarcas
ibéricos. Hay que tener en cuenta que no son expresión directa de la institución indígena, sino una
conceptualización clásica y, por tanto, ajena a la realidad ibérica. Con otras palabras, el rex entre los
romanos o el basileos entre los griegos difícilmente equivalen a categorías de realeza ibérica, al
menos no con exactitud, a pesar de que así se acuñen en las fuentes. En cualquier caso, parece evidente
que existió una jerarquización monárquica según rangos, funciones y regiones. El grado superior es el
representado por el vocablo griego basileos, y su equivalente latino rex: un monarca de plenos poderes
y derecho hereditario, autoridad suprema en su territorio. El dinastés o regulus es un rango inferior,
aplicado tal vez a quien ejerce el poder real sin que le corresponda por derecho, o simplemente el
reyezuelo que controla una división territorial, una ciudad o un clan incluidos en la soberanía de un
rey superior. Parece una figura abundante y asimilable al princeps, que se aplica tanto al monarca de
rango inferior cuanto a los miembros del linaje del rey principal. Otros términos como tyrannos,
strategós o dux corresponderían a jefaturas militares desempeñadas por miembros de la nobleza
gentilicia. Las atribuciones de estos cargos en absoluto quedan claras, lo que complican las
imprecisiones de las fuentes al nombrar por ejemplo a Indíbil y Mandonio indistintamente como
reguli y duces. La terminología varía a veces según la actitud que los jefes manifiestan frente a Roma.
Un instrumento básico en la consolidación de la institución monárquica es el poder coercitivo o
militar, en lo que insisten autores como A. Ruiz. A saber, la fuerza que sustenta a los reyes y a las
aristocracias guerreras que surgen a su alrededor y que acabarán constituyendo las nuevas
hegemonías.
I.1.8.2 Aristocracias guerreras
En efecto, en el tránsito del ibérico antiguo al pleno, a finales del siglo v a.C., las realezas
unipersonales van siendo reemplazadas en el poder por élites aristocráticas. Éstas están integradas por
las familias más poderosas y son el resultado de la progresiva ampliación de grupos gentilicios y
clanes en el seno de estructuras sociales y territoriales cada vez más complejas. En determinadas áreas
del sur y sudeste estas oligarquías participan de una concepción todavía monárquica, si bien diferente
a la del ibérico antiguo, heredando de los primigenios reyes su imagen exclusiva de benefactores de la
comunidad. Por eso se habla genéricamente de aristocracias guerreras de carácter heroico.
Constituyen, pues, linajes hereditarios emparentados con las viejas monarquías, si no por lazos de
sangre sí ideológicamente, considerándose descendientes de míticos reyes fundadores. Ésta es al
menos la manera en que se proyectan a la comunidad a través de imágenes tan representativas de estos
momentos como las esculturas de guerreros y jinetes. Recordemos que estas imágenes decoran tumbas
y santuarios heroicos ligados, como espacios simbólicos, a las aristocracias guerreras. Los conjuntos
escultóricos del heroon de Porcuna y El Pajarillo en Huelma son significados ejemplos en este
sentido. En el primer caso, las excepcionales imágenes recuperadas a mediados de los años setenta del
pasado siglo en el lugar conocido como Cerrillo Blanco, en la antigua ciudad de Obulco, parecen
asociarse a un contexto funerario. Las esculturas están muy mutiladas; entre los cerca de 1.500
fragmentos en piedra caliza blanquecina estudiados por I. Negueruela se identifican hasta diez
guerreros primorosamente armados (representados aislados, luchando en duelos singulares o
enfrentados a grifos), otras figuras humanas –cazadores, damas, diosas, niños, torsos– y animales
diversos (caballos, leones, toros, figuras aladas); todo ello con gran realismo y gusto por los detalles.
El conjunto probablemente se asocie a la tumba de un príncipe de mediados del siglo v a.C., donde las
esculturas, de altísima calidad técnica, conformaban un
[Fig. 22] Guerrero y
su caballo del grupo escultórico de El Cerrillo Blanco, Porcuna (Jaén)
[Fig. 23] Lucha de guerrero y grifo del grupo
escultórico de El Cerrillo Blanco, Porcuna (Jaén)
complejo discurso iconográfico de entronque mítico, expresión del poder y propaganda del difunto. El
lugar (un heroon o santuario) se destruyó intencionadamente, y las estatuas, fragmentadas en mil
pedazos, se enterraron en un foso tapado con grandes losas pétreas hacia el 400 a.C.
Los linajes aristocráticos concentran en sus manos los principales poderes, de los cuales el militar es
el sustancial. Esto les perfila como élites guerreras que afianzan su autoridad con el desempeño de las
armas. Y las armas son, precisamente, el mejor distintivo de su poder y rango ( vid. vol.II, I.1.9.1). Así
lo ponen de manifiesto los ajuares guerreros de las tumbas más notables, y el sentido heroico y
competitivo que tiene la guerra en estos momentos: una lucha de príncipes y no de ejércitos (vid.
vol.II, I.1.9.1). La rivalidad entre clanes aristocráticos podría explicar la destrucción intencionada de
esculturas que se detecta en varios santuarios y necrópolis a finales del siglo v e inicios del iv a.C.,
como ocurre en Porcuna. Acabar con las imágenes heroicas de dirigentes enemigos sería la mejor
forma de connotar un cambio de poder y el encumbramiento de un nuevo clan político; de tal forma
que, el derribo de esculturas y monumentos haría el efecto de una damnatio o condena de la memoria
de los rivales y sus antepasados, sancionando por contrapartida el poder del nuevo linaje. Otras
competencias de las élites aristocráticas son representar a sus comunidades en guerras y alianzas, la
capacidad de arbitraje, la acumulación de riquezas (bienes de consumo, botines, objetos suntuarios) o
el disponer de prerrogativas religiosas en el culto a dioses y antepasados de la comunidad. Como ya
dijimos, el poder de los jefes se construye y legitima en ceremonias de cohesión social de las que
forman parte rituales funerarios y prácticas de iniciación. Toda esta cultura del poder se desenvuelve
cada vez más en torno al espacio urbano representado por los oppida: incipientes capitales en la
medida en que en ellas residen las élites y, por ende, desde ellas se dinamiza la actividad política.
Como se indicó al hablar de la arquitectura pública de carácter representativo (vid. vol.II, I.1.5.3), en
el interior de los grandes poblados ibéricos se reconocen cada vez más estructuras de habitación que
por su tamaño y disposición cabe interpretar como residencias aristocráticas o “mansiones
palaciegas”. Así, en el Puig de Sant Andreu, Ciutadella-Les Toixoneres o Plaza de Armas de Puente
Tablas, en territorio indiketa, cosetano y oretano respectivamente, tenemos tres buenos ejemplos de
tramas urbanas con viviendas exponentes de una arquitectura del poder.
Además de poseer y controlar buena parte de los recursos económicos, desde el punto de vista interno
el principal sostén de las aristocracias son las relaciones de dependencia y reciprocidad.
Principalmente las establecidas con otros jerarcas locales con los que se vinculan a través de prácticas
como la fides. Representa ésta un vínculo personal entre dos individuos definido por la entrega que
uno de ellos, el cliente o devoto, hace hacia el otro, el señor o jefe, en forma de lealtad y prestación de
servicios guerreros y en ocasiones laborales, a cambio de la protección, sustento y jurisprudencia de
aquél. Se trata de un compromiso vinculante y privativo, hasta el punto de adquirir con frecuencia una
expresión ritualizada y un carácter semisacro sancionado por los dioses. Esto último es lo que define
la devotio o consagración personal, que en algunos casos implicaba la muerte o autoinmolación de los
devotos guerreros cuando desaparecía su jefe. Así lo relatan los historiadores clásicos llamando la
atención sobre la extensión de tal hábito entre los pueblos hispanos:
“es costumbre ibérica también el consagrarse a aquellos a quienes se vinculan hasta el punto de morir
voluntariamente por ellos”
(Estrabón, 3, 4, 18).
Sabido es que los cartagineses y romanos se sirven de estas instituciones para fortalecer su poder en
Hispania, ganando el favor de los jefes ibéricos mediante lazos de fidelidad personal traducidos en
importantes clientelas militares. Aníbal, Escipión el Africano, Sertorio o Pompeyo son ilustres
ejemplos de tan hábil estrategia.
Interesa ahora subrayar que las relaciones de dependencia acaban dando lugar a clientelas, y que éstas
se convierten en plataformas básicas del poder de príncipes y jefes guerreros desde el siglo iv a.C.
Asimismo, que las redes clientelares no sólo son verticales o jerárquicas (esto es, entre un dignatario y
un subordinado), sino también horizontales o igualitarias vinculándose príncipes y jefes guerreros
entre sí. Con el tiempo las clientelas alcanzan también un carácter colectivo, pudiéndose establecer
entre un individuo y un grupo familiar o un poblado, o bien entre varios oppida, incluso bajo formas
de servidumbre. Este sistema garantiza principios de auxilio, solidaridad e intercambio básicos en la
regulación de las aristocracias territoriales. Tales relaciones de poder y lealtad se sellan además con
alianzas dinásticas (recuérdese el papel comodín que desempeñan las mujeres de la aristocracia
ibérica; vid. vol.II, I.1.7.3), y con el intercambio de regalos entre las partes: panoplias, joyas, túnicas o
caballos. Una circulación de bienes en paralelo a la reciprocidad de servicios que vertebran, ambos
instrumentos, las redes sociales de la Edad de Hierro. Sirvan como ejemplo los trescientos caballos
con que Escipión condecora a Indíbil tras derrotar a Asdrúbal, con el apoyo de varios contingentes
ibéricos, en la batalla de Baécula (Liv., 27, 19, 1); caballos que el propio caudillo ilergeta
redistribuiría entre su séquito de clientes para fortalecer sus lazos de dependencia.
I.1.8.3 Élites urbanas e instituciones de la ciudad
Corriendo el tiempo, desde el siglo iii a.C. en adelante las aristocracias guerreras se van
transformando en oligarquías urbanas. Éstas ejercen su poder en el marco de la ciudad-estado, sobre el
cuerpo de ciudadanos que habita la capital y los núcleos menores dispersos por el territorio. Es el
modelo que autores como Almagro Gorbea definen como élites ecuestres urbanas. Integran estos
grupos dirigentes miembros destacados de los principales linajes, que reúnen en torno a si séquitos de
clientes y sectores campesinos. Hablamos de élites ecuestres porque sus miembros se proyectan bajo
la imagen de jinetes o caballeros de la ciudad, como se observa en la decoración cerámica de
producciones tan significativas como las de San Miguel de Liria. Mas ya no héroes singulares, sino la
nobleza ecuestre de la ciudad. Otro mensaje iconográfico que les es propio es la moneda, donde la
efigie del jinete lancero en los reversos enuncia simbólicamente la auctoritas de los caballeros desde
que a inicios del siglo ii a.C. se generaliza este tipo monetal en las ciudades de la Citerior, como ya se
dijo (vid. vol.II, I.1.6.4). No cabe duda de que la moneda, elemento institucional por antonomasia, es
un refrendo de soberanía urbana y al tiempo un instrumento de propaganda política para sus
dirigentes.
El discurso individualizado y heroico del poder característico del ibérico antiguo y pleno da paso en
estos momentos a otro urbano más cívico y colectivizante. Desaparecidas las tumbas monumentales
(torres, pilares-estela) y las esculturas de jefes heroizados y príncipes guerreros, tan representativas de
los siglos v y iv a.C., el poder se mide ahora en términos más cuantitativos que cualitativos. Es lo que
demuestra desde el siglo iii a.C. el registro funerario. Sin necesidad de monumentalizarse, las tumbas
de los principales destacan ahora por sus copiosos ajuares, donde abundan vajillas cerámicas (tanto
griega como ibérica) y panoplias guerreras. La capacidad acumulativa que denotan los enterramientos
es un reflejo del excedente económico de las ciudades ibéricas, sobre el que las aristocracias urbanas
asientan su poder. La producción agropecuaria y el comercio del vino, las clientelas militares y el
empleo mercenario al servicio de púnicos, griegos y romanos, son las fuentes esenciales de riqueza
para los grupos dirigentes. El del ibérico final es un poder socialmente más repartido habida cuenta de
que cada vez son más las familias con riqueza y estatus suficientes como para participar en la vida
política de la ciudad. En este sentido las necrópolis crecen y se hacen más complejas –en número de
tumbas y ajuares–, en consonancia con el tejido socio-político de la ciudad. La afirmación de formas
de vida urbana es, en definitiva, la principal responsable de esta transformación.
La acción política se ejerce ahora desde las instituciones de la ciudad. En progresivo desarrollo,
sustituyen a las instancias unipersonales u oligárquicas de tiempo atrás. Por las fuentes clásicas
sabemos que las poblaciones ibéricas, al menos las más importantes, disponían de dos principales
órganos políticos: consejos y asambleas. Poco conocemos de su regulación interna. Parece que los
consejos son más restringidos al estar integrados por un grupo muy selecto de miembros: ancianos
respetables, patriarcas, grandes propietarios y comerciantes, una suerte de senado de notables. La
figura de los ancianos es relevante en las sociedades antiguas. Receptores de la tradición oral y
memoria sobre las que se construye la identidad de una comunidad, representan la sabiduría y la
dignidad. Su palabra es importante y se deja oír en asambleas y consejos, habitualmente presididos
por los hombres de mayor edad y consideración. Por su parte, las asambleas son más amplias y
constituyen el principal órgano de representación ciudadana, vinculando a la totalidad de adultos de
pleno derecho o a los jóvenes guerreros. A estas instituciones competía legislar, tomar decisiones
sobre guerra y paz, y regular el ordenamiento socio-económico y religioso de sus comunidades. Para
tales cometidos se crean magistraturas de distinto tipo, civiles y militares, adaptadas a las nuevas
necesidades. Tales cargos parecen ser de carácter electivo y tal vez colegiado, si bien monopolizados
por linajes poderosos. En ciudades tan desarrolladas como Arse/Sagunto, además de un senado existía
u n praetor saguntinum (Liv., 21, 12), magistrado electivo representante y ejecutor de las decisiones
del senado. Entre los íberos del nordeste las magistraturas militares fueron especialmente importantes.
Un paso más se da con la aparición de leyes, codificaciones y registros escritos, sobre láminas de
plomo principalmente, tanto públicos como privados. Asimismo la moneda, otro instrumento oficial
de la ciudad de cuya emisión se encargan los magistrados correspondientes; de igual forma que otros
cargos específicos se ocupan del cobro de tributos. Este desarrollo socio-jurídico requiere que, en
tanto principal espacio político, la ciudad se dote de lugares de reunión y representación, templos y
edificios, que irán articulando la trama urbana. Plazas, sedes para la reunión de consejos y asambleas
populares, archivos y erarios, residencias nobiliarias, almacenes públicos…, son los nuevos elementos
de un paisaje urbano cada vez más institucionalizado. Dada su proximidad y estrecha relación con
púnicos y griegos, algunas comunidades ibéricas adaptan instrumentos de gobierno y formulaciones
políticas semejantes a las de otras ciudades-estado mediterráneas; en este sentido hay que entender,
por ejemplo, las referencias de las fuentes a la existencia de foros o ágoras en ciudades como Arse-
Sagunto (Liv., 28, 22) o Astapa (App., Iber., 33).
Las élites ecuestres que administran la ciudad ibérica son, por otra parte, los principales vehículos de
romanización en los momentos finales del ibérico tardío. Potenciando a los dirigentes indígenas con
distintas concesiones y títulos, los gobernadores romanos ganan la fidelidad de las comunidades
ibéricas. Y con ella, la integración de sus territorios y recursos en el nuevo orden romano, una vez
expulsados los cartagineses de la Península. En ocasiones, el ejército romano recurre al empleo de la
fuerza militar y a onerosas tributaciones que atenazan a las poblaciones locales, especialmente durante
la Segunda Guerra Púnica y los primeros años de conquista. Pero para los intereses de Roma fue más
rentable la vía diplomática mediante negociaciones y pactos con los dirigentes de las unidades
indígenas. El papel interlocutor de las élites les convierte en instrumentos clave para la romanización
de sus territorios, incorporando progresivamente elementos políticos, sociales y culturales típicamente
romanos. Así, la latinización (como ponen de manifiesto los primeros bronces epigráficos, las
monedas bilingües con leyenda indígena y latina o los nombres ibéricos escritos en latín), los pactos
de hospitalidad y otras formas jurídicas, la adopción del sistema onomástico romano, la llegada de
productos itálicos como cerámicas campanienses y ánforas traídas por mercaderes y colonos, la
promoción de los magistrados indígenas, la concesión de ciudadanía, la participación de formas de
vida romanas… son, entre otros, exponentes de la gradual aculturación de las estructuras ibéricas al
marco de la nueva potencia dueña del Mediterráneo. Ello es perceptible en detalles como las nuevas
modas de vestir “a la romana”, adaptando las élites íbero-romanas la toga como elemento de
distinción y nobleza. Expresión plástica de lo mismo son algunas esculturas tardías, como las del
santuario de El Cerro de los Santos, mostrando a individuos togados, la flor y nata de las nuevas clases
urbanas (vid. vol.II, I.1.10.2), o los relieves del monumento funerario de Osuna. Es, en definitiva, el
horizonte de romanización que extracta Estrabón al hablar de las poblaciones del sur de Iberia durante
la pax augusta:
“Los turdetanos, en particular los que habitan en las proximidades del Betis, se han asimilado
perfectamente al modo de vida de los romanos y ni siquiera se acuerdan ya de su propia lengua. La
mayoría se han convertido en latinos y han recibido colonos romanos, de modo que poco les falta para
ser todos romanos. (…). Todos los íberos que han adoptado este modo de ser son los llamados
togados, y entre éstos se cuentan incluso los celtíberos, que en un tiempo fueron tenidos por los más
fieros de todos”.
(Estrabón, 3, 2, 15)
Sin casi solución de continuidad, el oppidum ibérico se ha transmutado en la civitas hispanorromana,
dando lugar sus élites dirigentes a las nuevas oligarquías municipales integradas en la administración
provincial del Imperio romano.

I.1.9 La guerra entre los íberos


En el tiempo protohistórico, antesala de la eclosión de los estados, la guerra es un fenómeno
esencialmente aristocrático. Un medio de enriquecimiento económico y afianzamiento territorial para
una comunidad, sí, pero sobre todo una plataforma de poder y prestigio para sus dirigentes. A lo largo
del I milenio a.C. el concepto, las formas y las implicaciones del enfrentamiento hostil evolucionan en
paralelo a las dinámicas sociopolíticas de las poblaciones de la Edad de Hierro. La guerra acabará
constituyendo la más evidente expresión de fuerza colectiva, reflejo de la compleja estructuración
interna de las comunidades ibéricas. Y por ello, un elemento de identidad cívica con una importante
función social. Guerra, sociedad y estado son eslabones de una misma cadena: aquella que iniciada
bajo la forma de un duelo de príncipes, termina siendo una interacción de ejércitos ciudadanos. Otra
particular forma de contemplar el devenir histórico de las poblaciones peninsulares, desde Tarteso
hasta Roma.
I.1.9.1 Guerreros, armas y combates
La capacidad coercitiva, entendida como acción de fuerza sobre un sujeto individual o colectivo, es
una prerrogativa básica de las minorías dirigentes desde al menos la Edad de Bronce, como se vio al
hablar de la génesis de las jefaturas ibéricas (vid. vol.II, I.1.7.1) e igualmente se verá en lo relativo a
la Hispania céltica (vid. vol.II, I.2.7.5). Sirve para afianzar su autoridad dentro y fuera del grupo. En el
Periodo Orientalizante y aún en el ibérico antiguo, reyes y príncipes son quienes luchan en
representación de sus grupos y comunidades, lo que definirá luego la guerra gentilicia o de clan. A
ellos, dueños del control militar, señores de la guerra, corresponde la defensa del territorio y la
supervivencia del grupo. Es el lenguaje heroico y guerrero que tan bien propagan las esculturas y
relieves funerarios desde finales del siglo vi y durante todo el siglo v a.C. Pozo Moro, Porcuna, El
Pajarillo… La guerra es aquí un espacio esencialmente ritual, en lo que incide el hecho de tratarse de
enfrentamientos individuales o monomaquias revestidas de elaborada parafernalia. A través de la
guerra los grandes personajes asientan su posición al integrar en la comunidad los frutos tangibles de
su éxito: cosechas, rehenes, tributos, derechos…, incluso territorios. Y desde un punto de vista
ideológico si cabe más relevante, se convierten en héroes precedidos por la fama de sus gestas, un
importante recurso para legitimar su poder. Los grandes dignatarios se acompañan de un séquito de
clientes y servidores que aunque pueden participar de la contienda lo hacen secundariamente.
Disponen asimismo de caballos y se desplazan con ellos hasta el campo de batalla. Pero la lucha es
siempre a pie, en combate individual a corta distancia como muestra una de las esculturas de Porcuna
con un jinete que, descabalgado de su corcel, hinca su lanza al enemigo tendido en el suelo. El caballo
es fundamentalmente un vehículo de representación aristocrática, y no un instrumento táctico de
guerra, pues sólo a partir del siglo ii a.C. las comunidades ibéricas –y sólo algunas– tendrán unidades
de caballería. Más que de combate habría que hablar de retos competitivos o duelos de campeones, la
forma de enfrentamiento típicamente aristocrática. El armamento en esta primera fase de la cultura
ibérica (siglos vi-v a.C.) es bastante mal conocido pues rara vez se deposita en los enterramientos. Se
corresponde con una panoplia de tipo aristocrático y bastante pesada, compuesta por discos-coraza,
cascos de bronce con remates o penachos y, como principales armas de embestida, lanzas de alargadas
puntas y ocasionalmente espadas de hoja larga y estrecha.
El paso al ibérico pleno a finales del siglo v a.C. supone la lenta transformación de la figura del
príncipe guerrero en la del ciudadano soldado. El crecimiento poblacional, la aparición de la ciudad y
de nuevas formas de articulación social, la presión territorial, la rivalidad política y la posterior
irrupción de cartagineses y romanos, determinan inevitables cambios en la práctica guerrera. Ésta es
cada vez más una acción colectiva, pues en ella participan distintos segmentos de la población
incluidos los grupos inferiores en desigual proporción y alcance. Primero, las aristocracias en su
calidad de mandos militares. Junto a ellas, el grueso de combatientes lo forman los varones de las
familias y clanes habitantes del territorio e incluidos en la comunidad, vinculados a los jefes en
ocasiones por lazos de clientela. Subsidiariamente los siervos se emplean también en tareas militares,
en funciones de tropas ligeras y escuderos. La guerra constituye en este sentido un elemento de
cohesión social otorgante de identidad colectiva al individuo, y los combatientes un reflejo de la
propia sociedad. Para un campesino, participar en la defensa de la comunidad a las órdenes de un
jerarca local o de un rey que domina varias poblaciones, supone su reconocimiento como miembro del
grupo social o político. Un pasaporte de ciudadanía, cabría entender.
No se trata de la existencia de guerreros profesionales que viven por y para la guerra, no al menos en
este momento –sí más tarde con la proliferación de mercenarios (vid. vol.II, I.1.9.2)–, sino de la
obligación de prestar servicios ciudadanos. Dos son principales. Por un lado, la formación de
cuadrillas guerreras reclutadas periódicamente entre la población civil por las autoridades locales. Y
la contribución como mano de obra en la construcción y control de las defensas de la ciudad y del
territorio político, por otro. Recordemos la importancia que desde el siglo v a.C. tienen los recintos
fortificados ibéricos (cada vez más complejos con el empleo de torres, bastiones, caminos de ronda e
incluso muros en avanzada o proteichismas; vid. vol.II, I.1.5.4), y asimismo los sistemas de control
territorial a base de atalayas y casasfortaleza.
Disponer de un equipo de armas ya no es privilegio exclusivo de los dirigentes, como en la fase
arcaica. Su posesión define también al campesino como miembro de una comunidad o unidad político-
territorial; si bien el armamento y el papel militar asignado dependerán de la posición social del
individuo y de su riqueza. Es el campesino propietario, el ciudadano, quien debe costearse su equipo
militar. En muchas culturas antiguas las armas definen la condición libre de los hombres. Esto explica
cómo desde el siglo iv a.C. en adelante aumenta notablemente la presencia de armas en los ajuares de
las necrópolis ibéricas, conformando una panoplia generalizada y extendida a un mayor porcentaje de
la población. Así, entre las del sudeste, por ejemplo, las necrópolis de Cabezo Lucero, Coimbra del
Barranco Ancho o Castellones del Ceal contienen armas en aproximadamente el 50 por ciento de sus
enterramientos; mientras que en Baza, El Cigarralero o El Cabecico del Tesoro lo hacen entre el 20 y
el 30 por ciento, si bien en estos últimos cementerios el número total de sepulturas es mucho mayor,
con 178, 545 y 601 respectivamente. Existe, no obstante, una gradación en los ajuares guerreros. Por
un lado, las tumbas pertenecientes a las élites
[Fig. 24] Ajuar guerrero, con falcata, de la tumba 124 de la necrópolis de El Cigarralejo, en Mula
(Murcia)
dirigentes con panoplias completas que incluyen armamento de parada y otros bienes de prestigio,
sobre todo vasos áticos. Como se señaló páginas atrás, la acumulación de objetos mide la riqueza y
estatus del individuo. Pero también enterramientos más sencillos, de inferior categoría por tanto, en
los que aparecen sólo una o dos armas y no equipos completos. Generalmente lanzas, el arma más
extendida entre los íberos. Corresponderían estas sepulturas a individuos de inferior estrato social
pero, en cualquier caso, miembros de derecho de la comunidad. Esto les permite enterrarse en la
necrópolis –recordemos que éstas son selectivas, no reflejan la totalidad de la población– y hacer de la
deposición funeraria del arma una expresión de su ciudadanía, como piensa F. Quesada. Ya dijimos
que las armas suelen inutilizarse ex profeso, quemándose en la pira junto al difunto o doblándose
ritualmente al depositarse en la tumba.
En este punto parece preciso señalar que el desempeño de las armas constituye un hito en el ciclo vital
del íbero, como en el de tantos otros pueblos del Mediterráneo antiguo. La inclusión de un adolescente
en la comunidad de los adultos, la adquisición en definitiva de derechos y funciones dentro del grupo,
es un rito de paso o edad verificado con frecuencia en actos iniciáticos y expresiones guerreras. Se
gana así el derecho a portar armas, una particular señal de madurez (en lo biológico) y de ciudadanía
(en lo jurídico) para el joven iniciado. En este sentido simbólico cabe entender también la presencia
de armamento en las tumbas, y sobre todo la ofrenda de determinados exvotos en los santuarios. Me
refiero a las figurillas de bronce de jóvenes guerreros empuñando espada, puñal o escudo,
mostrándose a veces desnudos ante la divinidad y con sus falos erectos en señal de vigor y plenitud,
tan característicos de los santuarios oretanos de Despeñaperros como Castellar de Santiesteban o El
Collado de los Jardines (vid. vol.II, I.1.10.2). El arma parece una prolongación del propio guerrero,
una parte de sí mismo; de ahí que al morir éste las armas, especialmente las espadas, se inutilicen
doblándose e introduciéndose en la tumba.
El armamento clásico de los íberos está constituido por armas defensivas y ofensivas que aun
realizadas en hierro forjado conforman un equipo militar bastante ligero; al menos en comparación
con la panoplia aristocrática de los siglos vi-v a.C. Así se desprende de las descripciones de los
autores clásicos. En palabras de Estrabón:
“los íberos eran, por decirlo así, todos peltastas [infantes armado sólo con un pequeño escudo y una
jabalina] y de armamento ligero debido a su vida de bandidaje, como dijimos de los lusitanos, y
usaban venablo, honda y puñal”.
(Estrabón, 3, 4, 15)
Entre las armas de defensa la más representativa es, en efecto, el pequeño escudo circular denominado
caetra, construido con armazón de madera, revestimiento de cuero y umbo y agarraderas metálicas.
Más esporádicamente se emplean cascos, corazas y grebas o espinilleras confeccionadas en bronce,
piel o lino. Un particular tipo de protección y al tiempo un arma de exhibición o parada son los discos-
coraza: realizados en bronce a partir de dos grandes chapas circulares, petral y dorsal, unidas por
correajes sobre los hombros, en la forma que muestra uno de los guerreros del grupo escultórico de
Porcuna.
Armas de ataque son lanzas, espadas, puñales y hondas. Con relación a estos proyectiles es reconocida
la fama que alcanzaron los honderos baleáricos integrados desde fecha temprana en los ejércitos
cartagineses como unidades auxiliares (Polib., 1, 67, 7; Liv., 28, 33, 34). Las lanzas de embestida y las
jabalinas disponen de punta y regatón metálicos y de astil de madera, con la excepción del
soliferreum, una jabalina arrojadiza elaborada enteramente en hierro, con punta muy afilada. Como ya
se ha dicho, las puntas de lanza son el elemento militar más abundante en las necrópolis de la Edad de
Hierro. No obstante, el arma más representativa es la espada. De los diversos tipos conocidos,
diferenciados por la longitud de su hoja –en general bastante cortas– y la forma de su empuñadura –
por ejemplo, la de frontón–, sin duda la falcata es la más emblemática. Es ésta una espada de hoja
curva, doble filo y acanaladuras, con empuñadura rematada en forma de cabeza de caballo o ave.
Emparentada con prototipos greco-ilirios del siglo viii a.C., de los que también deriva la magaida
griega, es sin embargo un arma típicamente ibérica, como ha demostrado F. Quesada, el principal
investigador del armamento ibérico. Es característica de los siglos v y iv a.C. y especialmente
representativa de las regiones contestana y bastetana, estando sin embargo presente en otros espacios
ibéricos e incluso en la Meseta. Además de documentarse en los ajuares funerarios, la falcata aparece
representada en relieves, esculturas, exvotos de bronce e imágenes cerámicas. Ello la convierte en un
arma de singular prestigio para el íbero, tanto en la esfera social como simbólica al asociarse a
rituales y ofrendas. En este último sentido, las falcatas se ofrecen también como exvoto a
determinadas divinidades, a veces decoradas con damasquinados de plata o reproducidas en miniatura
como ocurre en el santuario de El Cigarralejo (Mula, Murcia).
Hay que hacer notar las variaciones geográficas de la panoplia ibérica. Lejos de ser homogénea
evoluciona con el tiempo hacia un equipo cada vez más simplificado. Así por ejemplo, el armamento
de los grupos del nordeste está más próximo al de los pueblos celtas transpirenaicos que al de los
íberos del sudeste y Andalucía, como pone de manifiesto el uso de grandes escudos rectangulares u
ovalados, tipo scutum, o de espadas de hojas rectas y alargadas y pomos de antenas, variantes de los
modelos de La Tène característicos de los guerreros galos. Mientras que en regiones como Turdetania
el armamento sólo se conoce a través de imágenes plásticas e iconográficas.
Guerreros, armamento… Ahora bien, ¿cómo combaten los íberos? Hasta prácticamente el final de su
proceso histórico el mundo ibérico no dispone de ejércitos regulares en sentido estricto. En los
territorios del sur y sudeste, los régulos y las aristocracias locales reclutan guerreros de entre los
varones adultos de sus comunidades y aldeas. También en los pueblos del nordeste, donde los
campesinos-guerreros están a las órdenes de jefes a quienes de forma temporal y extraordinaria se
encomienda el mando militar. Los íberos carecen de fuerzas militares permanentes, de soldados
profesionales. No se dan, por tanto, formaciones cerradas de tipo falange características de los
ejércitos de las grandes potencias mediterráneas, los estados griegos, Cartago o Roma. Es probable,
sin embargo, que a finales del siglo iii a.C. algunas comunidades ibéricas hubieran desarrollado ya
cuadros militares más o menos compactos definidores de una milicia ciudadana. Es lo que podría
entreverse, entre los edetanos, en los frisos corridos de caballeros e infantes que decoran las cerámicas
de San Miguel de Liria, como el conocido vaso de los guerreros, que en opinión de F. Quesada podría
reflejar estampas militares de la Segunda Guerra Púnica. Igualmente parecen indicarlo varios pasajes
de la historiografía clásica, particularmente de Tito Livio, referidos al movimiento más o menos
organizado de los ejércitos hispanos en la guerra anibálica. Algo más tardíamente, los guerreros
representados en los relieves

[Fig. 25] Desarrollo figurativo de una cerámica de El Tossal de San Miguel de Liria (Valencia), con
desfile de jinetes y guerreros a pie
funerarios de Osuna, reutilizados luego como sillares en la muralla romana, anuncian por su
armamento y estilo la existencia de una infantería regular íberoromana. Especialmente los guerreros
del denominado conjunto B, fechado a inicios del siglo i a.C., a los que vemos avanzar en línea
uniformados con túnica corta, cinturón y sandalias, equipados con caetra y espada o lanza.
Se infiere de lo anterior que, en los territorios más urbanizados del Sudeste y Andalucía, pudieron
desarrollarse en momentos del ibérico final batallas en campo abierto con tropas alineadas o
estructuradas según patrones cívicos, no necesariamente numerosas. En cualquier caso la táctica
habitual desplegada por los íberos y otras poblaciones peninsulares está más próxima al concepto de
razia, ataque sorpresivo o expedición de castigo, huyendo del enfrentamiento abierto a gran escala; un
carácter endémico más acusado en los pueblos del interior, como observaremos más adelante (vid.
vol.II, I.2.7.7).
Entre los íberos la guerra es una acción estacional y relativamente breve, desde la primavera hasta la
época de cosecha, que tiene como fin principal el saqueo de campos de cultivo, el incendio de aldeas y
la captura de cosechas y ganado. Lo que se completaría con otras formas de botín como riquezas
mueble o prisioneros. El combate está protagonizado por infantes ligeramente armados que luchan
cuerpo a cuerpo en orden abierto y a veces en formación. La caballería no existe como tal hasta la
Segunda Guerra Púnica, y por influencia de las tropas cartaginesas. Más que una unidad táctica o
militar es el medio de desplazamiento de la nobleza ibérica al campo de batalla, una suerte de
infantería montada pues, en realidad, la lucha se hace a pie o corriendo, no desde el caballo. Aunque
resulta difícil establecer estimaciones cuantitativas para la Hispania antigua, se ha propuesto que
hacia el siglo iii a.C. un oppidum de cierta entidad podía disponer de hasta 500 hombres en armas,
mientras que el contingente de todo un territorio étnico o populus alcanzaría los 3.000 guerreros
incluidas clientelas militares. Cifras que se incrementarían sensiblemente en el caso de ejércitos
confederados integrados por distintos pueblos aliados, o unidos por lazos de dependencia, como los
que citan las fuentes en el contexto de la Segunda Guerra Púnica, que podrían superar los 20.000
efectivos.
I.1.9.2 El mercenariado
La práctica del mercenariado (la prestación de servicios militares a un poder extranjero a cambio de
un estipendio; vocablo que curiosamente no consta en el Diccionario de la Real Academia Española),
entre los íberos, está atestiguada desde al menos inicios del siglo v a.C. en distintos escenarios del
Mediterráneo. En la batalla de Himera del 480 a.C., por ejemplo, librada entre púnicos y griegos
siracusanos, huestes ibéricas participan como mercenarios de los primeros (Diod., 13, 54, 1 y 56, 2).
Se trata probablemente de íberos del sur y sudeste reclutados en ciudades de raigambre púnica como
Gadir, Ebuso, Baria, Abdera o Salacia ( vid. vol.I, II.4.1.2). Además de en los ejércitos cartagineses,
desde el siglo v a.C. hasta el final de la Segunda Guerra Púnica (202 a.C.) los íberos luchan también al
servicio de algunos estados griegos de Sicilia, Magna Grecia e incluso del Egeo. Y desde finales del
siglo iii a.C. al lado de los romanos como aliados o mercenarios, cuando la Península se incluye en el
horizonte de sus intereses imperialistas. La Segunda Guerra Púnica es, de hecho, un momento clave
para la expansión del mercenariado entre los pueblos hispanos; íberos, celtíberos y lusitanos, además
de baleáricos. Tanto a través de levas obligatorias como mediante el pago de soldada. La forma de
combatir de estos mercenarios en los ejércitos extranjeros era la característica de cada pueblo,
componiendo unidades heterogéneas con guerreros que emplean sus propias tácticas, armas,
emblemas y vestimentas.
El mercenariado es un fenómeno especialmente interesante, pues confluyen en él una serie de factores
socioeconómicos, políticos y culturales. Es cierto que representa, como tradicionalmente se piensa,
una salida para los individuos más desfavorecidos sin posibilidades de promoción en sus
comunidades. En este sentido, el mercenariado diagnostica la desigualdad socio-económica del mundo
ibérico y las difíciles condiciones de vida en los estratos inferiores de la población. Pero entenderlo
siempre o exclusivamente así parece una explicación en exceso simplista. El ejercicio de las armas es
sobre todo una expresión de poder, como ya hemos referido y referiremos para el caso de la Hispania
céltica (vid. vol.II, I.2.7.7). Así, la proverbial fuerza guerrera de los íberos o celtíberos a ojos de las
fuentes clásicas puede traducirse en la necesidad para los estados en expansión del Mediterráneo
occidental de contar entre sus filas con el concurso de jefes guerreros. Y más aun, de su abultado
séquito de clientes y devotos, diestros en el manejo de las armas y perfectamente adaptados a la lucha
en terreno hostil. Con otras palabras, las unidades mercenarias no responden –no siempre al menos– al
perfil de hombres descarriados o carne de cañón: se aproximan más al de cuerpos de élite que
encuentran en la guerra exterior un revulsivo de su poder. ¿En qué forma? A través del prestigio y las
riquezas materiales que como compensación o beneficio les reporta su servicio de armas. Pagos en
moneda o joyas, entrega de tierras, obtención de gloria y a veces derechos de ciudadanía, son
importantes alicientes para el reclutamiento de soldados. Así, al menos, hasta finales del siglo iii a.C.
toda vez que desde entonces, con la victoria de Roma sobre Cartago, el reclutamiento de hispanos por
parte del ejército romano obedece fundamentalmente a una política anexionista, por tanto impositiva,
y no a una estrategia de diplomacia guerrera como lo era antes. También hay una lectura endógena del
mercenariado. A juicio de F. Gracia y otros autores, la contratación de mercenarios sería igualmente
resultado de los conflictos internos que viven las sociedades ibéricas en momentos de convulsión o
crisis política; lo que provoca que los régulos y grandes aristócratas tengan que buscar apoyos
militares fuera del ámbito de sus propias comunidades. Esto se relaciona, por otra parte, con el
proceso de afianzamiento de estructuras estatales en los territorios ibéricos.
Volviendo al particular periplo de los mercenarios ibéricos por el Mare Nostrum, un tema interesante
es el de su papel como vehículos de aculturación. A. García y Bellido se había referido hace ahora
setenta años a este particular, considerando que, en efecto, los guerreros ibéricos regresados a sus
patrias habrían contribuido a su desarrollo global al introducir en ellas conocimientos, experiencias y
fortunas aprehendidas de su estancia en los países donde prestaron armas, particularmente en el
civilizado mundo griego. La tesis (que salvando las distancias recuerda el “aprendizaje” que para los
quintos de las áreas rurales de nuestro país representaba décadas atrás realizar el servicio militar lejos
del hogar), sin duda sugestiva, es de difícil comprobación. Al margen de otras consideraciones, no
debieron ser muchos los soldados que consiguieran volver a sus comunidades. Conviene por ello
matizar la valoración de los mercenarios como agentes de helenización, tal como propone F. Quesada,
lo que no significa negar que a través del mercenariado pueda explicarse la presencia puntual de
objetos importados (monedas griegas, trofeos de guerra, armas exóticas) en algunos contextos
ibéricos, como también ocurre en la Galia o en Celtiberia.

I.1.1o Manifestaciones religiosas


La religiosa es una esfera de incuestionable interés para la caracterización de las sociedades antiguas,
pero de costosa concreción por la limitación documental y, formando parte de lo mismo, las
dificultades a la hora de interpretar el resbaladizo ámbito de las creencias. En este sentido contamos
con indicios externos de religiosidad (exvotos, señales rituales, espacios sacros), pero queda aún
bastante por saber sobre los principios que estructuran el pensamiento simbólico de las gentes de la
Protohistoria. Fundamentalmente por carecer de registros literarios propios, al menos inteligibles, lo
que diferencia a la religión ibérica de otras mejor sistematizadas como la fenicio-púnica, la griega, la
etrusco-romana o incluso la celta. Aun así, estamos en disposición de ofrecer un panorama global
sobre la religiosidad de los íberos. Pero conviene antes apuntar algunas ideas de partida.
En primer lugar, que al igual que otros comportamientos que están siendo observados, el religioso es
un fenómeno dinámico integrado en los procesos globales de las poblaciones ibéricas durante el
primer milenio a.C. Las prácticas religiosas son un referente de identidad y un elemento vertebrador
de la estructura ideológica de una comunidad, lo que sirve para conocer su grado de desarrollo y
organización a lo largo del tiempo. Dicho con tras palabras, la justificación o modelación religiosa
está detrás de determinados órdenes sociopolíticos. En lo que respecta al mundo ibérico, se observa
con el paso de los siglos una evolución desde formas rituales preurbanas más o menos arcaicas, a otras
de religión ciudadana ya fuertemente organizada en momentos del ibérico final. Por otra parte, la
compleja etnogénesis de las poblaciones ibéricas y su apertura al Mediterráneo (vid. vol. II, I.1.2)
propician una marcada aculturación religiosa. Así, elementos del sustrato local –la esencia naturalista
o animismo de determinados cultos, por ejemplo– conviven y se aglutinan con otros rasgos adaptados
de las religiones fenicio-púnica, griega y romana –como la simbología zoomorfa, la
antropomorfización de los dioses o la arquitectura religiosa, al menos en un principio–, resultado de la
intensa interacción establecida entre indígenas y colonizadores. Una religión, por tanto, sincrética y de
base mediterránea.
Como es bien sabido, en las sociedades antiguas religión y ritual ocupan todos los rincones de la
experiencia humana, profanos y sagrados. En sus distintas manifestaciones y competencias los dioses
envuelven, protegen y sancionan los más diversos comportamientos de los hombres: prácticas
familiares y ritos de paso, acuerdos de paz y guerra, banquetes y funerales, interacciones e
intercambios, además de ceremonias explícitamente religiosas. Desde el nacimiento hasta la muerte, y
aun más en el allende, los hombres están ligados a los dioses por vínculos rituales. Esto hace que,
particularmente entre los íberos, las imágenes simbólicas estén muy presentes en sus manifestaciones.
Así, las decoraciones cerámicas, relieves y esculturas trasladan mensajes codificados de contenido
simbólico o ritual: representaciones de dioses y héroes, escenas mitológicas, ritos iniciáticos o
narraciones épicas, como hemos tenido ocasión de señalar. Por su riqueza la iconografía es una fuente
de información de grandes posibilidades para el estudio de la religión. Y es que las imágenes son el
principal vehículo de expresión y transmisión del imaginario colectivo de las sociedades
protohistóricas.
Entremos ahora ya, de la mano de evidencias e hipótesis, en el espacio de las creencias, los ritos y
santuarios ibéricos.
I.1.10.1 Dioses ibéricos, un panteón sin nombres
Son muchas las divinidades a las que rinden culto los íberos. Dioses de distinta naturaleza, categoría y
función. De carácter local y territorial, de la familia y la comunidad, protectores de aldeas y ciudades.
Dioses benefactores y generadores de vida reencarnados en los ancestros de un clan; garantes de la
reproducción del grupo familiar y de la continuidad de las dinastías. Dioses funerarios, señores del
más allá y del mundo infernal; así como otros de carácter maléfico, salutífero, guerrero o soberano.
Propiciadores de fertilidad agrícola, de la fecundidad de hombres y ganados. Deidades que se
manifiestan en elementos de la naturaleza o en la esfera celeste a través de animales, plantas, astros o
betilos. Pero al margen de estas consideraciones generales, sabemos en realidad muy poco de los
dioses ibéricos. Los intuimos sólo detrás de exvotos, prácticas rituales o santuarios, y en momentos
avanzados los reconocemos en algunas imágenes cerámicas o escultóricas.
Y ese desconocimiento generalizado parte del de sus propios nombres. No conservamos teónimos
propiamente ibéricos; al menos no se han identificado claramente sin que deba descartarse su registro
en alguna inscripción tartesia o ibérica de contenido votivo, algo que se sospecha pero de momento no
puede asegurarse. De ello es responsable, en parte, el fuerte sincretismo que caracteriza a la religión
ibérica desde fecha temprana, y que se traduce en la asimilación o interpretatio de divinidades
mediterráneas con otras peninsulares de viejo sustrato, por similitud de formas y funciones: tanto
dioses semitas introducidos por fenicios y púnicos, como griegos y romanos, estos últimos
sincretizados luego entre sí y con cultos orientales. Los casos más conocidos de dioses mediterráneos
asimilados a deidades autóctonas son Astarté, Tanit, Melqart y Baal-Hamón, entre las divinidades
fenicio-púnicas, y Artemis /Diana, Deméter/Ceres, Perséfone/Proserpina, Afrodita/Venus y
Asclepio/Esculapio, entre los grecorromanos. Mientras en los territorios meridionales los cultos
púnicos muestran gran arraigo desde el ibérico antiguo, en las regiones del Levante tienen mayor
impacto los de origen griego habida cuenta de la presencia de los foceos y de su intenso contacto con
los íberos del litoral. Aquéllos expanden el culto a la Artemis efesia, desde Jonia, por el sur de Galia y
la Iberia costera, siendo rápidamente adaptado por las comunidades indígenas vecinas según infieren
las fuentes:
“Los masaliotas emplearon sus fuerzas militares en crear ciudades destinadas a servir de barrera, por
la parte de Iberia, contra los íberos, a los que comunicaron los ritos de su culto nacional a Artemis
Efesia y a los que vemos sacrificar a la manera griega”.
(Estrabón, 4, 1, 5)
Más equilibradamente hay que entender esta transmisión de un culto oficial griego como un
sincretismo al asimilarse Artemis con una deidad preexistente; una identificación con una creencia
local sin la cual no habría lugar a tan efectiva fusión. Pero este fenómeno es más iconológico que
ideológico: los íberos no adaptan estrictamente el culto a Artemis, Tanit o Deméter como si de una
colonización religiosa se tratara, sino su simbología para adecuarla y reinterpretarla en su propio
sistema de creencias.
Los fenómenos de sincretismo son especialmente operativos entre las élites de las comunidades
ibéricas, más relacionadas con los escenarios coloniales. En este sentido los grupos dirigentes adoptan
antes y de manera más patente pautas religiosas de raíz mediterránea como son ciertas imágenes
orientales o greco-itálicas, la arquitectura religiosa y funeraria, la plástica escultórica (relieves
decorativos, estatuaria zoomorfa), el uso de bienes de prestigio y exvotos suntuarios, etc. Y en
general, una ritualización más compleja integrada progresivamente en la ciudad (y ciudadanía). Frente
a ellos, las capas populares de la población mantienen un sistema de creencias enraizadas al sustrato
ideológico y de esencia naturalista. Donde los dioses no tienen concreción antropomorfa (“se escuchan
pero no se ven”), sus ofrendas son sencillas y sus ritos se asocian a espacios naturales pre o
extraurbanos sin definición arquitectónica en un principio, como las cuevas-santuario. Como vemos,
la sociedad ibérica desarrolla distintos niveles de religiosidad.
Entre las divinidades más caracterizadas destaca una gran diosa madre de la naturaleza y fertilidad,
presente con variantes regionales en todo el ámbito ibérico. Bien atestiguada desde época tartésica, se
la representa iconográficamente como señora de los animales o potnia theron. Esto es, una figura
femenina entre dos fieras sustituidas a veces por elementos vegetales. Se trata de un principio
ideológico femenino consustancial a todas las culturas antiguas de base agraria, que se irradia
ampliamente por el Mediterráneo en el Periodo Orientalizante. Simboliza la fertilidad agraria y por
extensión la riqueza y fuerza de una comunidad, protegiendo a la población y potenciando su
continuidad generacional. Su imagen se difunde en la cultura ibérica en distintos soportes y
manifestaciones. Suele representarse como mujer que amamanta a recién nacidos, así en una placa de
terracota de La Serreta de Alcoy, donde la diosa nutricia se acompaña de un cortejo de devotos y
flautistas y de un ave como símbolo religioso. También aparece como diosa agrícola en pebeteros que
copian la imagen de Deméter, diosa del trigo y los frutos de la tierra; lo que explica la deposición de
estos objetos en pozos sacros y silos, caso de los pebeteros recuperados en el poblado agrícola de Mas
Castellar de Pontós; además de en santuarios como el del castillo de Guardamar del Segura y
necrópolis como La Albufereta en Alicante o Cabecico del Tesoro en Murcia. Como divinidad
ecléctica en objetos rituales, por ejemplo el timiaterio broncíneo con la imagen de Tanit hallado en La
Quéjola, o incluso esculturas como las célebres damas. Sigue sin estar claro si éstas son diosas o
imágenes idealizadas de nobles mujeres o princesas con apariencia divina, como parecen ser los casos
de las figuras femeninas de El Cerro de los Santos, la dama sedente de Baza o la de Elche. La
naturaleza divina de alguna de estas imágenes vendría dada por la presencia de determinados atributos
como la paloma, la cornucopia, el caduceo, la adormidera o espigas y frutos, además de por su propio
atuendo y actitud solemne. En el santuario de Torreparedones (Baena, Córdoba), una divinidad
femenina, probablemente Tanit o Dea Caelestis –como se lee en una inscripción latina–, se representa
también en figurillas labradas toscamente en caliza local, tanto en posición sedente como de pie.
Entre las figuras masculinas destaca el llamado “domador de caballos” o despotes hippon. Representa
a un dios o héroe protector de los caballos, animal que en culturas como la griega es vehículo de
heroización para los personajes de rango. La figura del despotes, sentado en una especie de silla de
tijeras y sujetando un par de caballos, aparece en relieves (Villaricos, Sagunto, Llano de la
Consolación) y exvotos; también como motivo decorativo en cerámicas (La Alcudia de Elche, en
forma de divinidad alada), colgantes (La Bastida de Les Alcuses, Puntal de Salinas) o bocados de
caballo (Cancho Roano). Por su parte, las monedas de muchas cecas ibéricas muestran dioses o héroes
fundadores de la ciudad bajo imágenes adaptadas de patrones grecoitálicos como las de Heracles o
Afrodita.
A juicio de investigadores como R. Olmos y C. Aranegui, serían igualmente imágenes divinas seres
mediadores o démones, las figuras aladas y cabezas de gran expresividad que aparecen en la
decoración cerámica a finales del siglo iii a.C., asociadas a elementos de una exuberante naturaleza
como flores, palmetas, árboles, aves o peces. En palabras de R. Olmos, “el íbero reproduce e inventa
una naturaleza ideal, escoge determinados tipos que están a mitad de camino entre el ornamento, el
símbolo y la realidad. La imaginación ibérica ha sabido crear esta naturaleza religiosa que sólo existe
en la representación de su propio universo imaginado”.
Estos repertorios iconográficos demuestran, en suma, que la religión ibérica no es anicónica sino
marcadamente simbólica. Aunque la antropomorfización religiosa beba de la koiné colonial
mediterránea, la imaginería ibérica, lejos de ser una copia de modelos semíticos o greco-itálicos sin
más, responde a un discurso ecléctico y original. Cobija, pues, la expresión de un pensamiento
religioso propio.
I.1.10.2 Ritos y celebrantes
Las ceremonias rituales son un importante elemento de cohesión social para los miembros de una
comunidad, tanto en las fases formativas como avanzadas del mundo ibérico. En los primeros
estadios, cuando los cultos no están todavía institucionalizados y las creencias son de carácter más
intangible, predominan las prácticas adivinatorias, mistéricas o iniciáticas. Con el paso del tiempo los
rituales se hacen cada vez más elaborados, contándose entre el ceremonial habitual la realización de
sacrificios y banquetes, libaciones, danzas, cánticos y acompañamientos musicales. También actos de
purificación a través del fuego o el agua; esta última con propiedades terapéuticas que convierten a
fuentes y manantiales en espacios de naturaleza sacra.
Los sacrificios animales fueron sin duda frecuentes aunque su reconocimiento arqueológico no resulta
fácil. Pueden tomarse como indicios ciertos depósitos faunísticos en contextos no domésticos, y
objetos rituales como los cuchillos afalcatados empleados para el degüello de las víctimas
propiciatorias. Precisamente, uno de los relieves del monumento funerario de Pozo Moro ilustra un
banquete ritual de carácter infernal: en presencia de un dios bicéfalo sentado frente a una mesa de
altar, un celebrante igualmente monstruoso se dispone a sacrificar un jabalí y un ser humano cuchillo
en mano. La escena, cuya simbología orientalizante es el ropaje que envuelve la sacralización del
régulo ahí enterrado, alude en cualquier caso a un sacrificio mítico y no real. Otras manifestaciones de
la cultura material ibérica asociables a ambientes rituales son los timiaterios o pebeteros –tanto en
bronce como en terracota– para quemar sustancias y producir aromas; los morillos, asadores y badilas
o pinzas caladas para la manipulación del fuego; y las copas rituales y páteras de plata para libaciones,
vertiendo en honor de dioses y difuntos líquidos como agua, leche, vino, sangre o miel.
Los exvotos son una de las expresiones más importantes de la religión ibérica, un particular vehículo
de comunicación entre los hombres y los dioses, entre el aquende humano y el allende sobrenatural.
Presentan distinta tipología y mensaje dependiendo de las características de la divinidad y el ambiente
cultural. Pero tienen en común el constituir una ofrenda en señal de agradecimiento, prerrogativa o
súplica hacia un dios, que los devotos depositan en su santuario. Son por tanto una sustitución o
representación del propio oferente, un testimonio de su peregrinaje al lugar sagrado y de su anhelo
hacia la divinidad.
Por un lado conocemos exvotos en forma de animal, aunque no son los más abundantes. Por ejemplo,
los caballitos en arenisca y terracota de El Cigarralejo (Mula, Murcia), con más de doscientas
figurillas entre caballos y asnos sueltos, yuntas y grupos de yegua y potro, algunos enjaezados. Este
santuario podría estar dedicado a una divinidad de los équidos propiciatoria de la fecundidad; o más
en concreto a una divinidad protectora del grupo social que se identifica bajo la imagen de este
animal: las aristocracias por tanto, para quienes el caballo es atributo de su rango como ya vimos (vid.
vol.II, I.1.7.1). También en el palacio-santuario de Cancho Roano, en uso durante el siglo v a.C., el
caballo parece tener un especial protagonismo. Así lo denuncian las figurillas de bronce que lo
representan aisladamente o en

[Fig. 26] Exvoto de


caballito en arenisca del santuario de El Cigarralejo (Mula, Murcia)
plataformas zoomorfas que pudieron emplearse como carritos votivos, o las placas de pizarra con
grabados equinos; igualmente la presencia de bocados y demás piezas de atalaje. La ritualidad del
caballo en Cancho Roano queda confirmada por el hallazgo de animales sacrificados en el gran foso
que rodea al edificio; entre otras especies, más de quince équidos –algunos de ellos decapitados–
integrando una gran ofrenda final relacionada tal vez con la destrucción ritualizada del santuario,
como sugiere su excavador, S. Celestino. Además del caballo, aves, lobos y carnassiers son atributos
religiosos o divinos frecuentemente representados en la iconografía cerámica, especialmente en las
producciones de Elche-Archena del llamado estilo simbólico.
Más representativos son los exvotos antropomorfos en piedra, bronce y arcilla. Entre los primeros
destacan las esculturas procedentes del santuario de El Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo,
Albacete). Suman más de cuatro centenares entre figuras masculinas y femeninas, tanto de cuerpo
entero (estantes o sedentes, así algunas damas) como torsos y cabezas predominantemente
masculinas; también se incluyen piezas excepcionales como una pareja de oferentes, hombre y mujer,
que sostienen conjuntamente un vaso votivo. Descubiertas desde antiguo (las primeras esculturas o
“santos” en los albores del Renacimiento, y la excavación inicial del lugar a finales del siglo xix),
constituyen una de las más tempranas imágenes de la cultura ibérica. Y a la luz del avance de la
investigación en la segunda mitad del siglo xx han permitido definir la plástica humana como una de
las manifestaciones más logradas del arte ibérico. En piedra caliza, los exvotos representan a fieles en
actitud oferente y quizá a algunos sacerdotes de la divinidad venerada, que a tenor de sus ostentosas
vestimentas y adornos pertenecerían a círculos nobiliarios de los territorios limítrofes al santuario,
pues éste parece ser de carácter intercomunitario (vid. vol.II, I.1.10.3). Las damas lucen trajes de gran
suntuosidad (túnicas cubiertas por

[Fig. 27] A la izquierda, Dama oferente del santuario de El Cerro de los Santos (Montealegre del
Castillo, Albacete)
[Fig. 28] Arriba, Exvotos de bronce del santuario de El Collado de los Jardines (Jaén), representando a
jóvenes guerreros desnudos
varios mantos) y elaborados tocados (velos que caen sobre los hombros, trenzas terminadas en joyas,
mitras y rodeles, collares de varias vueltas), y algunas portan vasos de ofrenda en forma de cáliz
sujetos con ambas manos. En opinión de M. Ruiz Bremón los vasos podrían contener aguas y sales
terapeúticas de manantiales de los alrededores, ricas en sulfato y magnesio. Lo que a título de
hipótesis cabría relacionar con las propiedades curativas de la divinidad, representando así los vasos
su atributo más distintivo. Las damas sedentes apoyan sus manos sobre las rodillas y todo parece
indicar que personifican a las mujeres de mayor edad y rango. Algunos varones visten toga o pallium,
lo que señala un ambiente romanizador y una data tardía de las esculturas, la mayor parte del ibérico
final (siglos iii-ii a.C.).
También en el santuario de Torreparedones, como ya se dijo, se ofrendan figurillas humanas en caliza
muy esquemáticas y toscas. Algunas imágenes femeninas llaman la atención por sus cabezas grotescas
y enormes ojos, mostrando una actitud orante y oferente, tanto de pie como sentadas; estas últimas
podrían ser representaciones de la divinidad. Exvotos similares se han hallado en el santuario de La
Encarnación, en Caravaca (Murcia).
[Fig. 29] Exvoto de bronce
del santuario de Castellar de Santiesteban (Jaén), representando a una orante con los brazos extendidos
Los exvotos de bronce son muy característicos de los santuarios de Despeñaperros, en especial
Castellar de Santiesteban y El Collado de los Jardines (vid. vol.II, I.1.10.3), donde aparecen por
millares; y de otros lugares como el santuario de la Luz en Murcia y Alarcos en Ciudad Real. Han sido
estudiados por G. Nicolini y más recientemente por L. Prados. Realizados a la cera perdida en talleres
in situ, estas figurillas de reducido tamaño representan hombres, mujeres, partes anatómicas, carros y
animales. También varillas con la forma esquematizada de orantes. Abundan imágenes de guerreros
portando cinturón y armas (caetra, puñal, falcata o lanza), a veces a caballo, tanto vestidos con túnicas
cortas como desnudos y con el sexo erecto; una forma de presentarse ante la divinidad en su pleno
vigor y pureza. Constituirían, tal vez, la ofrenda de jóvenes que acceden a la comunidad de los adultos
a través de un rito de paso o iniciación guerrera; en este sentido la figura del guerrero –la expresión de
las armas en realidad– simbolizaría la entrada del individuo en el nuevo grupo de edad y la
consecución de derechos propios. Ello requiere de una sanción divina de la que los exvotos serían su
particular apelación o complacencia. Otras figuras visten largas túnicas y mantos, y llevan la cabeza
rasurada: un afeitado ritual que identificaría acaso la función sacerdotal, igualmente aplicable a
algunas cabezas masculinas del Cerro de los Santos. Volviendo a los exvotos de bronce, las imágenes
femeninas van ataviadas con tiaras y velos, y muestran generalmente una actitud de súplica o plegaria.
En ocasiones sujetan como ofrenda un ave, un pan, una fruta o un vaso, sobre todo las figuras del
Collado de los Jardines. La expresividad ritual se refleja en gestos como la disposición de los brazos
alzados sobre la cabeza o extendidos hacia el frente con las palmas abiertas, en ocasiones cruzados
sobre el pecho en actitud de oración o caídos en paralelo al cuerpo. Otros detalles de ritualidad son los
pies descalzos, las orejas de desproporcionado tamaño (con una incisión en el oído para recalcar la
escucha y el diálogo con el dios) o los ojos salientes y el mentón destacado en ademán de elevar el
rostro hacia la divinidad. Como en tantas otras religiones paganas y cristianas, las ofrendas
anatómicas en forma de brazos, manos, piernas, falos, ojos, dentaduras o pequeñas cabezas
esquemáticas, son una rogativa de curación o propiciación.
Finalmente, se dan también exvotos antropomorfos modelados en arcilla, como los interesantes
ejemplares del santuario de La Serreta de Alcoy. Realizados a molde en un taller local, reproducen
hombres y mujeres en edad juvenil. En especial las mujeres muestran cuidados atuendos y tocados
que, como las damas en piedra, incluyen diademas, rodelas, mitras y velos. Parecen representar a
jóvenes matronas devotas de una diosa de la fertilidad y los alumbramientos, como señala el hecho de
que las oferentes se lleven la mano al vientre o que la diosa sea una madre nutricia. En épocas tardías
los exvotos de bronce y terracota se “popularizan” con imágenes progresivamente de peor calidad y
tendencia abstracta o esquemática; ello refleja un cambio de clientela en los santuarios, tal vez un
aumento en el número de devotos o peregrinos, y una consiguiente generalización del fenómeno
religioso.
En relación con la organización de cultos y rituales, es muy probable que desde mediados del ibérico
antiguo existieran ya formas de sacerdocio organizado ligadas a la vida urbana y al funcionamiento de
los santuarios. Al menos en los territorios del Sur y Levante, más avanzados. Desde antes, en el
Periodo Orientalizante y durante el siglo vi a.C. se dan formas de poder teocrático en las que régulos y
príncipes denotan un carácter sacro monopolizando los cultos dinásticos en residencias regias o
santuarios preurbanos, según revelan lugares como Cancho Roano. En las siguientes fases de la cultura
ibérica la función sacerdotal se amplía y especializa, desvinculándose del poder político e
integrándose en el nuevo tejido ciudadano; su espacio es ahora el de los santuarios intra o
extraurbanos que proliferan a partir del siglo iv a.C. Como en otras culturas del Mediterráneo antiguo,
las comunidades ibéricas requieren de un clero intermediario entre los fieles y la divinidad, encargado
de regular los cultos. Recordemos que éstos son importantes elementos de identidad y articulación
social, especialmente en el espacio urbano. En cualquier caso el sacerdocio suelen desempeñarlo
individuos pertenecientes a grupos privilegiados, por tanto próximos a la élite política; parece
competencia de unas cuantas familias distinguidas en las que la función religiosa podría transmitirse
generacionalmente como sabemos ocurre en Grecia, Etruria o Galia. Entre sus competencias estarían
la organización de cultos y festividades, la realización de rituales de sacrificio y libación, la elevación
de plegarias, la interpretación de mensajes divinos a través de prácticas mánticas como la
ornitomancia, etc. Además de la guardia de los santuarios, que incluiría el control de ofrendas o
donaciones y el cobro de tributos.
Se señalaba más arriba que algunos bronces y esculturas denuncian por su aspecto y atuendo un oficio
sacerdotal. Especialmente los varones con la cabeza afeitada, velada o encapuchada, vestidos con
túnicas y distinguidos con una tira en la cabeza, collares y aros en la oreja. Igualmente un sacerdocio
femenino del que parecen participar algunas damas oferentes de El Cerro de los Santos. Es posible
asimismo que ciertas tumbas correspondan a sacerdotes o sacerdotisas habida cuenta de la presencia
en ellas de objetos rituales y de culto. Por ejemplo, la sepultura 20 de la necrópolis de Galera; ésta
contenía (además de dos aríbalos de pasta vítrea, un vaso griego y restos de vajilla de bronce) la
conocida damita de alabastro entronizada y rodeada de dos esfinges, identificada con Astarté; se trata
de una importación orientalizante anterior al enterramiento –de inicios del siglo v a.C.– para usos
libatorios, sin duda, al disponer la figurilla de un orificio en la cabeza por donde se vertería el líquido
que a través de los pechos caería en la palangana que sujeta la diosa en su regazo. ¿Un objeto ritual,
heredado y amortizado en la tumba del último sacerdote que lo empleara para la práctica religiosa?
Es plausible que en ciertos contextos la escritura fuera también una prerrogativa de la clase sacerdotal.
La necesidad de registrar los bienes de un santuario, de reglamentar himnos y liturgias o de consagrar
a los dioses siguiendo fórmulas específicas, explicarían la difusión de los signarios ibéricos. Es lo que
cabe aplicar a ciertas inscripciones en ofrendas u objetos rituales; tal vez invocaciones a los dioses
como recientemente se ha sugerido para la vajilla de plata de Abenjibre (Albacete), cuyos vasos
descubren líneas de escritura meridional finamente grabadas.
I.1.10.3 LOCA SACRA: los santuarios ibéricos
Entendidos como el lugar donde tiene lugar la comunicación entre los hombres y los dioses, los
santuarios revisten especial importancia. Constituyen un hito en la definición ideológica, social y
territorial de una comunidad. El aumento de trabajos arqueológicos en los últimos años y el progreso
general de la investigación protohistórica posibilitan que conozcamos hoy un buen número de ellos, de
distinta naturaleza y rango. Podemos establecer cuatro grandes categorías de santuarios que obedecen
a distintas pautas de organización –y cosmovisión– por parte de los íberos.
1) Espacios de culto dentro de viviendas o recintos comunitarios
Se corresponden con estancias a modo de capillas donde se registran depósitos de ofrendas, cenizas y
vajilla ritual en torno a altares, hogares y poyetes. De carácter familiar, gentilicio o dinástico, estos
cultos están dirigidos por patriarcas o jefes de clan, y se relacionan generalmente con divinidades
protectoras del grupo familiar o ancestros fundadores. Con distintos rasgos según regiones y tiempos,
están presentes a lo largo de la cultura ibérica en estructuras domésticas generalmente bien equipadas,
siendo el espacio ritual predominante en las etapas más antiguas. Entre otros objetos característicos
están, en los hábitat del Sudeste, Levante y Cataluña, los pebeteros o quemaperfumes con la imagen de
Deméter, lo que aboga por ritos de naturaleza agraria relacionados con la reproducción familiar. En tal
sentido hay que entender la realización de pequeños sacrificios animales de carácter propiciatorio,
sobre todo de ovicápridos, y la presencia de inhumaciones infantiles en el espacio doméstico como se
apuntó páginas atrás (vid. vol.II, I.1.7.4). Esto último no sólo implica un uso funerario diferenciado
para los menores que mueren antes de integrarse en la comunidad adulta, sin superar el vínculo
familiar directo; representa también un acto fundacional o auspiciador de la continuidad del grupo
familiar dentro de un ciclo de muerte y vida.
La presencia de cráneos humanos en viviendas, especialmente en algunos poblados catalanes, se ha
relacionado con cultos a los antepasados. Pero también con ritos decapitatorios de tradición celta
como indicarían los cráneos trepanados y clavados en la muralla de poblados indiketas como Ullastret
o Mas Castellar de Pontós.
2) Templos urbanos
Se identifican como tales los espacios de culto integrados en la trama urbana, recientemente
analizados por T. Moneo. Su existencia nos habla de una religión colectiva que supera el rango
familiar o dinástico, lo característico de buena parte de las comunidades ibéricas desde finales del
ibérico antiguo. Son, por tanto, una expresión del surgimiento de cultos oficiales o cívicos, abiertos a
la comunidad y relacionados con dioses tutelares de la ciudad. Cultos, en cualquier caso, bajo el
control de las élites de la ciudad, que rigen en ocasiones una participación clientelar. La extensión de
un sistema religioso basado en el templo se corresponde con una organización urbana fuerte y
dinámica que, como ya se indicó, adapta entre otros patrones mediterráneos la arquitectura religiosa y
la figuración antropomorfa del principio religioso. Desde el punto de vista arquitectónico los templos
urbanos pueden ser tanto unidades de habitación como, sobre todo, edificios independientes con una
estructura específica ajustada al uso ritual. Ello explica su división en varias estancias o capillas
destinadas al culto, al sacrificio o a la custodia de exvotos que se apilan en bancos y pozos de ofrenda
a modo de favissae; aunque los modelos arquitectónicos más sencillos no presentan
compartimentaciones internas. Los complejos religiosos,
[Fig. 30] Plantas de diferentes santuarios ibéricos, según F. Gracia y G. Munilla
además de almacenes y erario –como los de la Illeta del Banyets–, pueden incluir áreas de servicio y
residencia de la clase sacerdotal. Empero, la congregación de fieles y las ceremonias rituales también
tenían lugar en espacios abiertos al exterior de los templos.
Suelen emplazarse los santuarios urbanos en zonas elevadas y simbólicas definiendo una suerte de
acrópolis (Puig de Sant Andreu, Burriac, con dudas Cabezo de Alcalá de Azaila) o bien en puntos
nucleares (El Tossal de Sant Miquel de Liria) o estratégicos en la entrada del poblado (Cerro de las
Cabezas), o próximos al puerto (Illeta dels Banyets). Existe una amplia variedad de formas
constructivas, en general de poca monumentalidad y alejadas de la imagen clásica del templo
mediterráneo; si bien en época romana algunos santuarios ibéricos se reforman y dotan de prestancia
arquitectónica como ocurre en el Cerro de los Santos a fines del siglo ii a.C. o en La Alcudia de Elche.
Entre los tipos arquitectónicos más característicos podemos relacionar los siguientes: a) templos
exentos de planta rectangular o trapezoidal y entrada in antis o porticada, con al menos dos columnas;
así, el templo A de la Illeta dels Banyets, los del Puig de Sant Andreu en Ullastret, o El Cerro de los
Santos en ámbito extraurbano, este último con pronaos, naos y columnas de capitel jónico-itálico; b)
recintos sacros de planta cuadrangular con espacio abierto o temenos (templo B de Illeta dels Banyets,
La Alcudia); c) de patrón oriental y con patio interior (La Muela en Cástulo, Tossal de Sant Miquel de
Liria o Cancho Roano, este último en ámbito rural); d) santuarios en ladera (El Cigarralero, La Luz);
e) recintos comunitarios de carácter cultual (estancia A de La Ciutadella-Les Toixoneres, el espacio 4
del Puig Castellet); y f ) santuarios de entrada adosados a la muralla, tanto al interior (Cerro de las
Cabezas) como al exterior o extramuros (Torreparedones, con una sucesión de estancias-patio hasta
llegar a una cella con columnas sacras).
3) Santuarios extraurbanos y de frontera
Emplazados en espacios abiertos y jalonando caminos, denotan un carácter fronterizo al definir
límites de territorios políticos o constituir una sacralización de la frontera. Uno de los ejemplos más
interesantes estudiado en los años noventa es el santuario heroico de El Pajarillo (Huelma, Jaén),
varias veces aludido. Se sitúa en una zona de paso sobre una llanura de inundación en la cabecera del
río Jandulilla, sin hábitat inmediato; y consiste en una terraza con plataforma-altar y torre que exhibía
un magnífico conjunto escultórico. De él formaban parte las figuras de un guerrero desenfundando una
falcata oculta bajo el manto, y la de un joven desnudo del que sólo se conserva parte del vientre y
nalgas; ambos se enfrentaban a animales y seres fantásticos: al menos un lobo, dos grifos y dos leones.
En suma, una escena heroica de zoomaquia que remite al poder de un príncipe y su linaje sobre un
territorio, quizá recién colonizado, cuya frontera vendría definida y legitimada por el propio
monumento. Por el material arqueológico asociado el conjunto se fecha a inicios del siglo iv a.C.
Al señalar áreas de confluencia entre tribus, ciudades o estados, algunos santuarios se vinculan con
divinidades de alcance supraterritorial. Es lo que cabe suponer en El Cerro de los Santos, en
Montealegre del Castillo (Albacete). Situado a los pies de la vía Heraclea, en una encrucijada de
caminos sobre un terreno rico en pastos y aguas minerales, constituye un centro político-religioso de
probable carácter intercomunitario; al menos durante algún tiempo de su prolongada existencia, que
va desde el siglo iv a.C. hasta época altoimperial. Frecuentado por élites nobiliarias de territorios
aledaños, como reflejan sus exvotos de piedra, acaso fuera un lugar donde los círculos dirigentes
sellarían pactos, juramentos e incluso matrimonios al amparo de una divinidad benefactora.
Celebrándose al tiempo ferias e intercambios.
eduardo sánchez-moreno
[Fig. 31] Hipótesis de reconstrucción del sector central del santuario heroico de El Pajarillo, Huelma
(Jaén), según A. Ruiz y M. Molinos
[Fig. 32] Guerrero del conjunto escultórico de El Pajarillo, Huelma (Jaén)
En relación con esto último conviene recordar el destacado papel económico que desempeñan templos
y santuarios en tanto puntos de encuentro e interacción, lo que facilitan su posición estratégica y
carácter neutral. Autores como A.J. Domínguez Monedero hablan, así, de santuarios empóricos o
lugares de redistribución e intercambio bajo advocación religiosa; lo que pudieron ser Cancho Roano,
La Muela en Cástulo o los templos de la Illeta del Banyets, estos últimos en entornos urbano y
costero. En este sentido, hace ya varias décadas que J. Maluquer definió una “ruta de los santuarios”
que uniría la costa del sudeste con los distritos mineros del interior, desde el litoral murciano y a
través de Sierra Morena hasta el valle medio del Guadiana. Un camino natural articulado por
santuarios y reconocido arqueológicamente por la dispersión de exvotos de bronce y cerámica griega,
entre otros indicios. En cualquier caso los lugares de paso sacralizados son de muy distinta categoría:
desde una cueva, un vado o una confluencia fluvial, pasando por una cañada ganadera o un hito
fronterizo, hasta un puerto o promontorio marítimo.
4) Santuarios naturales
Entre otros escenarios agrestes y rurales destacan las llamadas cuevas-santuario, en uso desde tiempos
prehistóricos hasta la romanización. Se asocian a divinidades ctónicas y funerarias que habitan las
entrañas de la tierra, pero también de carácter salutífero o curativo al relacionarse algunas cuevas con
manantiales y fuentes medicinales. Son características del sudeste, del espacio oretano y sus
estribaciones hacia la Contestania. En Despeñaperros se emplazan las célebres cuevas de El Collado
de los Jardines y Castellar de Santiesteban (Santa Elena, Jaén). En estos santuarios (así como en el de
La Luz, en las inmediaciones de Murcia) proliferan los exvotos antropomorfos de bronce, (vid. vol.II,
I.1.10.2). La cueva es el espacio sacro donde reside la divinidad; pero el área religiosa se amplía con
el tiempo con instalaciones, edificios y terrazas para la práctica ritual y el depósito de ofrendas.
Algunos conjuntos se delimitan con un recinto perimetral, como ocurre en El Collado de los Jardines.
También en la región valenciana abundan los pequeños santuarios rupestres en zonas como Requena,
Millares o Gandía, que fueron estudiados por M. Tarradell y M. Gil-Mascarell. De hondo arraigo
cultural y relacionadas con corrientes de agua, en estas cuevas se recuperan formas cerámicas
asociadas a ritos de libación como cuencos, páteras y vasos caliciformes.
Cuevas y abrigos se ubican en lugares elevados con óptimo control del territorio circundante,
marcando igualmente áreas de dominio y, en el caso de los localizados en Sierra Morena, pasos
estratégicos entre la Meseta y Andalucía. En suma, se trata de santuarios establecidos sobre
emplazamientos naturales privilegiados.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Los últimos treinta años han supuesto una gran renovación en el estudio del mundo ibérico. Ello se
traduce en una amplísima proyección bibliográfica que va desde artículos especializados y memorias
de excavación a obras de síntesis y divulgación, pasando por estudios regionales o temáticos. El
incremento de trabajos de campo, el impacto de hallazgos como el monumento de Pozo Moro, la
Dama de Baza o los conjunto escultóricos de Porcuna o El Pajarillo, así como la actualización de
planteamientos teóricos y metodológicos, propicia desde los años setenta del siglo pasado la
celebración de congresos
(AA.VV., 1976-1978; AA.VV., 1986) y la edición de trabajos colectivos (AA.VV., 1981; AA.VV.,
1988). A estas obras de referencia han continuado otras más recientes. Junto a compilaciones
oportunas sobre distintos aspectos de la sociedad ibérica (Vaquerizo, 1992; Blánquez/Antona, 1992;
Olmos, 1992a), a inicios de los noventa ve la luz el libro de A. Ruiz y M. Molinos sobre el proceso
histórico del mundo ibérico (Ruiz/Molinos, 1993). Bajo un enfoque teórico y con atención a las
dinámicas territorial y sociopolítica, este innovador y dialéctico estudio renueva a fondo la imagen
tenida hasta entonces de los íberos y necesitada de revisión (Arribas, 1976). Para una aproximación
general son también de interés los volúmenes complementarios de exposiciones sobre la cultura
ibérica de la última década, como El mundo ibérico, una nueva imagen en los albores del año 2000
(Blánquez, 1995a) o, desde una perspectiva historiográfica, La cultura ibérica a través de la
fotografía de principios de siglo. Un homenaje a la memoria (Blánquez/Roldán, 1999). Pero sin duda
la muestra internacional Los Íberos, príncipes de Occidente, que recorrió las ciudades de París,
Barcelona y Bonn entre 1997 y 1998, marca un hito en la divulgación científica de la Protohistoria
ibérica, constituyendo el libro-catálogo que la acompaña un magnífico compendio del estado actual de
conocimientos y, por ello, una recomendable introducción (AA.VV., 1998). Igualmente lo son el
capítulo que F. Gracia y G. Munilla dedican a la cultura ibérica en el contexto de la Protohistoria
mediterránea (Gracia/Munilla, 2004), y dentro de la divulgación, la atractiva aproximación al paisaje
cotidiano de los íberos: Diálogo en el país de los íberos (Izquierdo et alii, 2004), ambos de reciente
aparición.
Como estudios generales, por último, en manuales y síntesis de la Iberia prerromana como Fernández
Castro, 1995, Belén/Chapa, 1997, Bendala, 2000, Almagro Gorbea, 2001 o Salinas, 2006, se hallan
buenos tratamientos sobre los pueblos ibéricos; mientras que para consultas de términos geográficos,
étnicos o de instituciones, los diccionarios de Pellón, 1997 y Roldán, 2006, resultan herramientas de
utilidad.
Desde 1994 se edita, por parte del Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad
Autónoma de Madrid, la Revista de Estudios Ibéricos (REIB), la primera publicación periódica y
científica dedicada monográficamente a la cultura ibérica (consultable on-line: http://www.ffil.
uam.es/reib/).
Pasando a trabajos más específicos y siguiendo el orden de los capítulos de este bloque, sobre el
concepto y la aplicación de los términos Iberia/íberos en las fuentes antiguas, véanse Domínguez
Monedero, 1983 y Cruz Andreotti, 2002; y sobre los etnónimos ibéricos y sus problemas de
definición, Moret, 2004. Con relación a los procesos regionales de etnogénesis en la Edad de Hierro y
la distribución de los pueblos ibéricos, aun necesitada de actualización, una completa visión de
conjunto sigue siendo Almagro Gorbea/Ruiz Zapatero, 1992. En lo tocante a la lengua y escrituras
ibéricas, dos buenas introducciones en Velaza, 1996 y de Hoz, 1998; sobre variantes lingüísticas y
epigráficas, más en detalle: de Hoz, 1993; 2001 y Panosa, 1999. Las inscripciones paleohispánicas han
sido catalogadas por J. Untermann en cuatro copiosos volúmenes, los Monumenta Linguarum
Hispanicarum (MLH), de los cuales el III se ocupa de las inscripciones ibéricas en territorio español
(Untermann, 1990; en alemán). La publicación periódica Palaeohispanica. Revista de lenguas y
culturas de la Hispania antigua (CSIC-Universidad de Zaragoza), da cuenta anualmente desde 2001
de las últimas novedades (estudios, inscripciones inéditas…) sobre las escrituras prerromanas.
En lo referente a poblamiento y territorio predominan los análisis regionales. Además de los distintos
trabajos reunidos en Almagro Gorbea/Ruiz Zapatero, 1992, cabe apuntar entre otros: AAVV, 1997a,
para la Andalucía occidental (la antigua Turdetania); López Domech, 1996 y Ruiz/Molinos, 2002, para
el alto Guadalquivir (la antigua Oretania); Sala, 1996, Abad/Sala, 2001, Grau, 2002 y Abad et alii,
2005 para la región alicantina (la antigua Contestania); Bonet, 1995, para el campo del Turia
valenciano (la antigua Edetania); Oliver, 1996, para las tierras del Maestrazgo en Castellón (la antigua
Ilercavonia); Beltrán, 1996, para el valle del Ebro aragonés; AA.VV., 1993 y Martín/Plana, 2001, para
el poblamiento y estructura territorial en las distintas comarcas catalanas; y Gailledrat, 1997, como
estudio amplio del Nordeste, desde el Ebro hasta el Languedoc-Rosellón francés, que puede
complementarse con la monografía de D. Garcia (2004) sobre los territorios del sudeste de la Galia,
hasta donde llega la cultura ibérica, o la más divulgativa de J. Sanmartí y J. Santacana (2005) sobre
los íberos en Cataluña.
Para una caracterización de los hábitat ibéricos, el urbanismo y la arquitectura doméstica, vide en
general: Gusi/Olaria, 1984 y AA.VV., 1994. Sobre los espacios públicos en la ciudad ibérica: Gracia,
2004. De los sistemas de defensa y fortificaciones en el mundo ibérico se han ocupado P. Moret
(1996; 2002) y F. Gracia (1998; 2000; 2003: 225-257); para el estudio de las torres de control y
fortines, desde una aplicación territorial, vide los trabajos presentados en Moret/Chapa, 2004.
En lo que respecta a las bases y recursos económicos, la obra más completa son las actas del congreso
dedicado hace unos años a la economía del mundo ibérico, Ibers: agricultors, artesans i comerciants
(Mata/Pérez Jordá, 2000). Más particularmente, sobre producción y exportación agrícola: Adroher et
alii, 1993; Gracia, 1995a, Buxó/Pons, 1999 y Pons et alii, 2001 (con especial atención a la economía
cerealística y a los campos de silos de la región catalana) y Uroz, 1999, para una visión general sobre
la agricultura ibérica, así como el ilustrativo libro de Chapa/Mayoral, 2007. Un producto de
importancia es el vino, del que cada vez hay más indicios de su temprana producción y
comercialización en Iberia; véanse en este sentido: Celestino, 1995 (y en especial: Gómez
Bellard/Guérin, 1995); Guérin/Gómez Bellard, 1999 y Juan Tresserras, 2000a; sobre sus implicaciones
socioculturales como elemento de prestigio: Domínguez Monedero, 1995a y Quesada, 1995. Con
relación a la producción y consumo de cerveza en la Protohistoria peninsular, Juan Tresserras, 1998;
2000b. De interés es el trabajo de A. Oliver (2000) sobre la cultura de la alimentación en el mundo
ibérico, donde se interrelaciona el registro económico de los alimentos (obtención, preparación,
conservación, transporte) con su uso social (consumos cotidianos, banquetes) y simbólico (ofrendas,
sacrificios).
El comercio es uno de los temas que más estudios ha generado en los últimos tiempos; así, sobre
estrategias de intercambio y rutas comerciales en la Iberia mediterránea: Domínguez Monedero, 1992;
1993; Gracia, 1995b y Sanmartí, 2000; y sobre las relaciones comerciales entre íberos y griegos y el
papel aglutinador de Emporion (Ampurias): Sanmartí, 1993. Pasando a la moneda, una panorámica
general sobre las acuñaciones de los íberos en García-Bellido/Ripollés, 1998; con más amplitud, el
estudio de las emisiones ibéricas en el contexto global de la Hispania antigua: Alfaro et alii, 1998
(capítulos 3 y 4). De utilidad es el completo diccionario de cecas monetales y pueblos hispanos, con
una síntesis sobre la numismática peninsular (García-Bellido/Blázquez, 2002).
Concerniente a la estructura social del mundo ibérico y aparte de obras generales referidas más arriba,
la atención principal se ha prestado a los grupos privilegiados; destacan en este sentido los ensayos de
A. Ruiz (1998; 1999) sobre la génesis y evolución de las aristocracias ibéricas. Las escenas
representadas en vasos cerámicos y la estatuaria heroica y funeraria son testimonios primarios para la
caracterización de las élites. Sobre la iconografía cerámica, reflejo del dinamismo social y del
universo simbólico de los íberos, véanse Aranegui, 1997, para las cerámicas de la región de Liria, y
los sugestivos análisis de R. Olmos sobre imaginería ibérica (1992a; 1996; 1999). Asimismo, Tortosa,
2006, con el estudio a fondo de estilos y grupos pictóricos de la cerámica contestana. Como
introducción a la escultura ibérica, García Castro, 1987 ofrece una visión resumida de las distintas
manifestaciones y significados; para un análisis más especializado: León, 1998. Sobre la escultura
humana en piedra: Ruano, 1987 y Ruiz Bremón, 1989. Más concretamente, sobre el conjunto de
Porcuna: González Navarrete, 1987; Negueruela, 1990; sobre la dama de Elche, pieza emblemática del
arte ibérico: Olmos/Tortosa, 1997; Ramos, 1997 y Rovira, 2006. La escultura zoomorfa ha sido
estudiada en profundidad por T. Chapa (1985; 1986). Para aspectos tecnológicos del trabajo
escultórico: Negueruela, 1990-1991 y Blánquez/Roldán, 1994.
El caballo es un animal de gran valor en la Edad de Hierro, asociado a las élites como atributo de
poder y prestigio; sobre su función social y guerrera: Quesada, 1997a y Almagro Gorbea, 2005; para
una visión más amplia, los distintos trabajos comprendidos en Quesada/Zamora, 2003. De gran
aprovechamiento es el portal en Internet: Equus. El caballo en la cultura ibérica http://www.ffil.
uam.es/equus/, resultado de las investigaciones desarrolladas por un equipo de la Universidad
Autónoma de Madrid dirigido por F. Quesada.
Sobre la mujer en el mundo ibérico: Izquierdo, 1998; Rísquez/Hornos, 2005 y Chapa, 2005; valorando
su importancia en las relaciones de parentesco y como instrumento diplomático en la Iberia
prerromana y la conquista: Martínez López, 1986; Sánchez-Moreno, 1997. En general, sobre la vida
cotidiana de los íberos, desde una aproximación antropológica (demografía, ciclo vital,
enfermedades): Ruiz Bremón/San Nicolás, 2000.
Respecto al mundo funerario, la bibliografía se ha multiplicado en los últimos años con el avance de
la investigación arqueológica. Mencionaremos por tanto trabajos de síntesis que sirvan de orientación
general al lector. Así, con especial atención a aspectos rituales, sociales y culturales de la muerte y sus
manifestaciones entre los íberos: Almagro Gorbea, 1978; 1993-94; Rafel, 1985; GarcíaGelabert, 1994;
Blánquez, 1995b; 1999; 2001 y Pereira, 2001; para un panorama sobre las necrópolis en las distintas
regiones ibéricas: Blánquez/Antona, 1992. Sobre la función funeraria de las esculturas zoomorfas:
Chapa, 1985; y de los seres fantásticos de naturaleza híbrida: Izquierdo, 2003. Sobre las inhumaciones
infantiles en el mundo ibérico: AA.VV., 1989 y Gusi, 1992. Deteniéndonos en tipos de enterramiento
específicos, sobre el monumento turriforme de Pozo Moro: Almagro Gorbea, 1983a; 1999; y el
estudio completo de su necrópolis: Alcalá-Zamora, 2004. Sobre los pilares-estela ibéricos: Almagro
Gorbea, 1983b; Izquierdo, 2000.
Por lo que hace a las formas de poder en el mundo ibérico, los distintos trabajos reunidos en Aranegui,
1998; Almagro Gorbea, 1996 y Ruiz, 1999, resultarán sin duda de aprovechamiento. Más
particularmente, analizando los signos de prestigio y distintivos de poder: Aranegui, 1996. Sobre el
concepto de realeza y las formas de monarquía y jefatura entre los íberos: Alvar, 1990; Muñiz, 1994;
Coll/Garcés, 1998 y Moret, 2002-03. La guerra en la Protohistoria y particularmente en el mundo
ibérico, es temática de renovada atención en los últimos años. El trabajo de conjunto más reciente es
el de F. Gracia (Gracia, 2003), al que complementan últimas contribuciones de interés: Moret/
Quesada, 2002 y Quesada, 2003. Sobre armamento destacan los numerosos trabajos de F. Quesada, de
los que seleccionamos ahora el dedicado a la falcata, el sable más característico de los íberos
(Quesada, 1992), y la voluminosa monografía sobre las armas en la cultura ibérica (Quesada, 1997b),
sin duda la obra más completa. Sobre el mercenariado ibérico: Quesada, 1994, además de los trabajos
anteriormente citados (en especial Gracia, 2003: 65-88), donde se recoge la bibliografía anterior.
Finalmente, tocante a la religión en el mundo ibérico, pueden consultarse panoramas generales en:
Blázquez, 1994a, 1994b, y otros trabajos de síntesis como Olmos, 1992b, Domínguez Monedero,
1995b (con especial atención a los santuarios) y Chapa/Madrigal, 1997, sobre el sacerdocio en el
mundo ibérico. En extenso: Moneo, 2003, la más ambiciosa obra sobre religiosidad ibérica abordando
el estudio conjunto de dioses, ritos y espacios sacros. Con relación a los lugares de culto, además de
los anteriormente citados: Aranegui, 1994; Vilá, 1994; Prados, 1994; Moneo, 1995; AA.VV., 1997b;
Almagro Gorbea/Moneo, 2002 y Gracia et alii, 2004. Más monográficamente, atendiendo a la
importancia de algunos santuarios a los que nos hemos referido en distintos momentos, sobre el
palacio-santuario de Cancho Roano –el análisis de los materiales y una valoración de su funcionalidad
ritual–: Celestino, 2003 [y en la Red: http://www.canchoroano.iam.csic.es]; sobre El Cerro de los
Santos, en último lugar: Sánchez Gómez, 2002 (el estudio de sus exvotos de piedra en Ruiz Bremón,
1989, y más recientemente Truszkowski, 2006); sobre el santuario heroico de El Pajarillo: Molinos et
alii, 1998; 1999. Por último, para los exvotos ibéricos de bronce, en último lugar: Prados, 1992.
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Capítulo segundo La Iberia interior y atlántica
En contraste con una Iberia meridional y levantina partícipe de corrientes mediterráneas modeladoras
de la cultura ibérica, las tierras del centro, norte y occidente peninsular desarrollan durante la
Protohistoria procesos históricos regionalizados de desigual ritmo. El carácter interior y
progresivamente alejado del Mediterráneo, y el condicionamiento de unidades de relieve como las
altiplanicies meseteñas, los rebordes montañosos y las dehesas occidentales, explican el
afianzamiento desde la Edad del Bronce de potentes sustratos prehistóricos en estas regiones.
Junto a la raíz autóctona, el segundo elemento clave en la etnogénesis de estas poblaciones son las
influencias llegadas tanto por vía continental como atlántica. Las primeras con especial incidencia en
la Cataluña interior, valle del Ebro y las Mesetas; y las segundas en el litoral cantábrico, noroeste y
franja atlántica desde Finisterre a Gibraltar, con extensiones hacia Extremadura y el occidente de la
Meseta. Tal y como refleja el poblamiento prehistórico, estos contactos arrancan de mucho antes (en
el caso de la interacción entre las fachadas atlánticas europeas, ya desde el III milenio a.C.) para
intensificarse en el I milenio a.C. Y adquieren diversas formas que van desde intercambios
comerciales –en especial, la circulación de metales por el Atlántico– a la llegada de gentes
centroeuropeas que, introductoras de nuevas lenguas y costumbres, se mezclan con grupos del interior
peninsular.
I.2.1 Campos de Urnas e indoeuropeización peninsular, un puzzle por
ensamblar
El fenómeno que llamamos indoeuropeización e identificamos con la cultura de Campos de Urnas
–Urnenfelder en la terminología alemana– (ca. 1200-750 a.C.), constituye un elemento clave en la
configuración de las poblaciones prerromanas del I milenio a.C. Ahora bien, ¿qué entendemos hoy por
indoeuropeización? ¿Cuál es el alcance de los Campos de Urnas peninsulares? Y por último, ¿qué
relación, si existe alguna, podemos establecer con los pueblos celtas históricos?
Durante muchas décadas la investigación española, a partir de los trabajos de P. Bosch Gimpera en la
primera mitad del siglo xx, explicó la llegada de gentes continentales a la Península Ibérica en
términos migracionales e invasionistas. Se hablaba de sucesivas oleadas de pueblos indoeuropeos que
atravesarían los pasos pirenaicos a partir del año 1000 a.C. y que, avanzada la Edad del Hierro, cabría
identificar con los celtas de las fuentes clásicas. Estas gentes habrían introducido en la Península el
ritual funerario de la cremación, la metalurgia del hierro y determinados tipos de cerámicas y armas
atestiguados ahora por primera vez. Y, en definitiva, habrían dado lugar a nuestros pueblos
prerromanos celtas. El progreso de la investigación en las últimas décadas invalida hoy esta lectura
pues, claramente, el registro arqueológico desmiente tales oleadas. Los grupos que penetran fueron
más bien escasos y no tuvieron un efecto rupturista o violento en el poblamiento local, que es
sustancialmente continuista. Y por otra parte, las novedades tecnológicas y culturales detectadas no
obedecen a una implantación sino a procesos de adaptación progresiva. Así, la interpretación
invasionista que tanto éxito tuvo hasta los años setenta del siglo pasado, se ha corregido a favor de
otra de carácter procesual e incidencia fundamentalmente cultural. Con relación a los Campos de
Urnas, hoy se habla de infiltraciones paulatinas de gentes que interactúan y se mezclan con los grupos
autóctonos desde al menos el Bronce Final. Esta aculturación de larga duración dará como resultado la
transformación de elementos indoeuropeos en realidades locales, las culturas del Bronce Final (ca.
1100-800 a.C.) y Primera Edad del Hierro (ca. 800-500 a.C.) en diversos marcos regionales, desde
Cataluña y el valle del Ebro en momentos más tempranos hasta la Meseta y las tierras del norte y
occidente tiempo después.
Entendido por tanto como proceso cultural, los principales indicadores del fenómeno Campos de
Urnas en la Península Ibérica serían los siguientes: a) el rito funerario de la incineración del cadáver y
su depósito en una urna dentro de un hoyo o bajo estructura tumular, algo desconocido hasta entonces
en el interior peninsular, trasunto probablemente de nuevas formas de espiritualidad que resultan
difíciles de desentrañar; b) los poblados con viviendas de planta rectangular dispuestas en torno a un
eje o calle central, a los que se asocian las necrópolis colectivas de cremación; y en relación con lo
anterior, c) nuevas formas de organización social y explotación del territorio. Igualmente serían
indicadores materiales artesanías y repertorios decorativos de cerámicas (por ejemplo las
acanaladuras y excisiones, para algunos autores), armas, objetos de adorno y utensilios de carácter
simbólico (como los morillos cerámicos asociados a hogares domésticos), definidores de nuevos usos
y estilos vinculados en última instancia con los Campos de Urnas.
Asimismo el aporte lingüístico indoeuropeo, y éste es un elemento tan capital como controvertido.
Parece que las gentes de Campos de Urnas hablarían lenguas indoeuropeas y que, en efecto, debieron
ser las introductoras de este tronco lingüístico en la Península Ibérica, del que derivarían diversas
hablas. No en vano la lengua es un criterio preferente en la distinción de las dos grandes áreas
culturales de la Protohistoria hispana según se viene considerando tradicionalmente: la ibérica o
mediterránea y la indoeuropea o interior, también llamada Hispania céltica, en la que entre otras
lenguas se hablaron el celtibérico y el lusitano (vid. vol.II, I.2.4.1). Marcadores lingüísticos de la
Hispania céltica son una serie de nombres de raíz indoeuropea, entre los más significados, como
propusiera J. Untermann, el sufijo –briga de muchas poblaciones, que en lengua celta significa “lugar
elevado” o “promontorio”.
Además de por un sustrato lingüístico deudor de Campos de Urnas, la Hispania indoeuropea se ha
querido definir en variables de tipo social e ideológico, tales como el predominio de estructuras de
tipo gentilicio o suprafamiliar, instituciones de carácter guerrero o formas rituales asociadas a
elementos de la naturaleza y ritos de paso. En opinión de M. Almagro Gorbea estas expresiones se
registran en muchos territorios europeos desde el Bronce Final, conformando un horizonte que este
autor denomina protocéltico. Dicho sustrato común evolucionaría en distintos procesos regionales
durante la Edad del Hierro y hasta la conquista romana. De ellos, uno de los más importantes en el
interior peninsular sería la celtiberización, entendida como la expansión de la cultura celtibérica por
los márgenes de la Meseta en los siglos iv- ii a.C. (vid. vol.II, I.2.3.1). Aunque sugestivo, este modelo
de celtización acumulativa (con “protoceltas” y “celtas”), intermitente y en mosaico, resulta algo
impreciso y no encaja bien fuera de la Celtiberia. La realidad parece más compleja y variada.
La introducción de las lenguas indoeuropeas en la Península Ibérica sigue siendo un debate abierto,
como lo es el de la indoeuropeización en general. Mientras la mayor parte de los lingüistas consideran
a las gentes de Campos de Urnas los primeros parlantes de indoeuropeo, desde una aproximación
cultural autores como M. Ruiz-Gálvez valoran la vía atlántica como medio de difusión de estas hablas,
haciendo del indoeuropeo una lengua vehicular para facilitar los intercambios. En los últimos años, a
partir del análisis toponímico, F. Villar defiende la existencia de un sustrato lingüístico indoeuropeo
anterior a Campos de Urnas extendido por buena parte de la Península, incluidas regiones luego
“iberizadas” como Cataluña, Aragón y Andalucía ( vid. vol.II, I.2.4.1). Tal panorama lleva a cuestionar
cada vez más el dualismo área ibérica versus área indoeuropea en la compartimentación lingüística de
nuestra Protohistoria, una división que parece excesivamente simplista. La sugerente pero
controvertida tesis de “indoeuropeos antes de los indoeuropeos” de F. Villar, renovando viejos
planteamientos de la Paleolingüística, encuentra acomodo en la teoría evolucionista propuesta hace
veinte años por C. Renfrew, en un libro en su momento revolucionario, Arqueología y lenguaje: la
cuestión de los orígenes indoeuropeos. Según el mismo, los indoeuropeos no llegarían al suroeste de
Europa a finales de la Edad del Bronce con los Campos de Urnas como siempre se ha pensado, al
menos no inicialmente; contrariamente, habrían permanecido en ella desde al menos el iv milenio
a.C., pudiéndose relacionar la llegada de las primeras lenguas y formas culturales indoeuropeas al
viejo continente con el proceso de expansión neolítica desde el Próximo Oriente y Anatolia.
En cualquiera de los casos, volviendo a la Protohistoria hispana, en sus distintos niveles y registros la
indoeuropeización es un complejo proceso que debe estudiarse en paralelo a las dinámicas históricas
de los territorios englobados en la Hispania céltica.

I.2.2 Los celtas y su INTERPRETATIO hispana. ¿Celtas en España?


Los antiguos celtas tienen gran atractivo en nuestros días. Están de moda, qué duda cabe. En los
últimos años se les vienen dedicando publicaciones, exposiciones, documentales…, por no hablar de
su “rapto” por parte de aficiones que distorsionan su imagen o les inventan una serie de valores, desde
formas de música y folclore hasta grupos de esoterismo filosófico-religioso o new age. Más
inocuamente los cómics del galo Astérix han contribuido a su popularización entre los más pequeños;
una celtomanía que alcanza a la gran pantalla y a los parques temáticos. Pero no sólo son objeto de
consumo social o de ocio. Las administraciones públicas también han mostrado interés en los pueblos
celtas, haciendo de ellos una suerte de primeros europeos (la exposición internacional I Celti
celebrada en Venecia en 1991, es elocuente ejemplo) y, en el caso de políticas culturales de nuestro
país, convirtiendo a los celtas hispanos en reclamo para la divulgación de los orígenes históricos de
algunas Comunidades Autónomas. Es lo que ponen de relieve en nuestros días muestras tan destacadas
como Celtas y Vettones (en Ávila, 2001) o Celtíberos, tras la estela de Numancia (en Soria, 2005),
importantes incentivos en la puesta en valor del patrimonio arqueológico de ambas provincias.
Hoy, como en la Antigüedad, el término celta está contaminado de lecturas y atribuciones entre el
mito, la historia, la política y la fantasía. Se hace preciso por tanto un breve repaso a su construcción
historiográfica, un verdadero collage histórico como agudamente señala G. Ruiz Zapatero.
Los griegos llamaron celtas ( keltoi) a los pueblos que habitaban el occidente de Europa, la Keltiké.
Entre las primeras referencias escritas conservadas, Heródoto señala a mediados del siglo v a.C. que
los celtas se extienden más allá de las Columnas de Heracles hasta donde nace el río Danubio (Hrdt. 2,
33). Sin estar suficientemente claro el origen del término –acaso el nombre de una tribu local vertido
al griego por foceos o masaliotas–, por celtas hay que entender fundamentalmente una categoría
etnográfica, la de los “bárbaros de Occidente”, en el modelo de percepción externa de los griegos
arcaicos, y no un sujeto histórico sensu stricto. A medida que en los siglos siguientes aumenta el
conocimiento de las tierras y poblaciones de la Europa templada, los celtas constituirán un
conglomerado de pueblos definidos por su talante guerrero y espíritu indomable; en un retrato
estereotipado –el de la feritas celtica– contrapuesto al modelo de civilización grecorromana. Los
movimientos de galos y otros pueblos consignados por la historiografía clásica, servirán para
generalizar una serie de violentas migraciones celtas por toda Europa, sobre todo en los siglos iv-ii
a.C. o “periodo de las invasiones”, desde el Mar Negro hasta el Atlántico y desde Britania hasta Iberia.
Con hitos tan destacados como el asentamiento de tribus celtas en el valle del Po, el saqueo de Roma
(390 a.C.), el asalto al santuario de Delfos (279 a.C.), la creación de un reino independiente en Asia
Menor: la Galatia (277 a.C.), o más tarde, la presión junto a los germanos en las fronteras del Imperio.
Por otra parte, autores helenísticos de pensamiento estoico como Posidonio de Apamea, transmiten de
los celtas la imagen de nobles salvajes: gentes primitivas pero íntegras en sus valores y
comportamiento; un modelo que les sirve para denunciar, en contraste, la corrupción del hombre
político romano. Esta semblanza, de la que Viriato es el mejor ejemplo entre los bárbaros hispanos
(vid. vol.II, ii.2.4), tiene su proyección desde la literatura antigua a la Ilustración francesa, cuando J.J.
Rousseau recrea al buen salvaje en su Emilio. Supone, de hecho, el punto de partida en una
caracterización psicológica o “amigable” de los celtas que llega hasta nuestros días y aún subyace en
las aventuras del popular e irreductible guerrero galo.
Pasemos a la historiografía moderna y a otra variable de estudio como es la lingüística. A mediados
del siglo xviii una serie de eruditos ingleses y franceses interesados en el galés, el gaélico-irlandés y
el bretón, pusieron en relación estos dialectos con remotas lenguas continentales e insulares que, por
adscribirlas a pueblos concretos de la Antigüedad, denominaron celtas. Con ello, a partir de entonces,
no sólo se dotaba de voz propia y unidad lingüística a los celtas clásicos sino que, en la medida en que
esas ancestrales hablas habían fosilizado en diversos dialectos, algunos todavía en uso, se establecía
una continuidad histórica entre los antiguos celtas y las modernas poblaciones europeas, para las que
aquéllos resultaban ser sus heroicos ancestros. Este discurso se tiñe de nacionalismo en el siglo xix,
cuando estados y regiones de Europa occidental convierten a los celtas en emblemas de sus
identidades nacionales, fijando en ellos las virtudes del ideario político y romántico decimonónico: el
coraje, la independencia, el amor a la patria y a la libertad. Así, en distintos momentos de los siglos
xix y xx, Inglaterra, Francia, Irlanda, Bretaña o Galicia reivindican una huella celta, recreando su
historia primitiva al dictado de intereses políticos o culturales. En este propósito, el estudio del
patrimonio etnográfico (costumbres, vestimenta, música, dialectos…) se convierte en elemento de
enlace entre el pasado y el presente, aunque no siempre correctamente interpretado. Tal mezcla de
evidencias y apropiaciones ha contribuido a la deformación de los celtas, cuya instrumentalización –a
otra escala– sigue aún presente en la actualidad.
Junto a las fuentes clásicas, la lingüística y en menor medida el folclore, la arqueología es el gran
baluarte en la reconstrucción de los celtas. A mediados del siglo xix, con el nacimiento de la
arqueología como disciplina científica, se descubren los primeros asentamientos y materiales de la
Edad del Hierro, la última de las grandes etapas de la Prehistoria. El yacimiento de Hallstatt, en los
Alpes austriacos, y el de La Tène, a orillas del lago Neuchatel en Suiza, sirven de modelo para
sistematizar respectivamente la Primera y Segunda Edad del Hierro europeas (o bien, Hierro I y II),
correspondiendo la última fase de Hallstatt y todo el periodo de La Tène al tiempo histórico de los
celtas (desde el 450 al 50 a.C. aproximadamente). El veloz desarrollo de la investigación arqueológica
durante el siglo xx amplía el conocimiento de los hábitats, los enterramientos y las formas de vida de
aquellas sociedades. A la información literaria y al conocimiento de sus lenguas celtas, incluidas ya
como subfamilia en el tronco indoeuropeo, se suma ahora el de la realidad material de los celtas, hasta
entonces asociados a monumentos megalíticos como Stonehenge, que fantasiosamente se creían
santuarios druídicos. Entre los ajuares recuperados en las excavaciones, cerámicas y manufacturas
metálicas –armas y fíbulas sobre todo- son la base para definir las culturas arqueológicas de los
distintos grupos celtas; y hasta un estilo ornamental que llamamos arte celta o lateniense
caracterizado por la abstracción y el aniconismo. Además, la fijación de estos círculos culturales
celtas se hace tanto en su área nuclear centroeuropa como en otras regiones celtizadas, entre ellas la
Península Ibérica, según el modelo invasionista y el panceltismo imperantes durante buena parte del
siglo xx. De tal forma que, hasta hace veinte años, las culturas prerromanas del centro y norte
peninsular se han vinculado genéticamente con el mundo celta, siendo frecuentes denominaciones
como “posthallstáttico” o “lateniense” para clasificar los materiales de la Segunda Edad del Hierro
española. Igualmente su origen se ha unido a antiguas migraciones de las que los Campos de Urnas
serían el primer episodio en la penetración de los celtas en España.
Pero, ¿hubo en realidad “celtas en España”? Como ya se ha dicho, hoy no se acepta la relación directa
entre Campos de Urnas y pueblos celtas, y menos aún la existencia de “invasiones célticas”. La
investigación actual entiende a los pueblos del interior peninsular como el resultado de un largo
proceso formativo que arranca de la Edad del Bronce y se ve matizado por el fenómeno de Campos de
Urnas y por otras tradiciones atlánticas y mediterráneas. Pero que, en esencia, se trata de poblaciones
autóctonas que en cuestiones de filiación o identidad nada o muy poco tienen que ver con los celtas,
salvo un fondo indoeuropeo que explica afinidades culturales y lingüísticas entre las diversas
poblaciones de la Europa bárbara. Este sabor común céltico, y no una adscripción étnica o histórica
matizada, al menos hasta el siglo i a.C., es lo que llevó a los autores clásicos a hablar con notable
vaguedad e indiferencia de las gentes celtas, los keltoi o celtae. Y entre ellas, de los celtas del interior
de Iberia, los keltiberoi o celtiberi en un sentido extenso, por contraposición a los más helenizados
iberos que poblaban las costas mediterráneas.
[Fig. 33] Visión clásica de la expansión céltica por Europa (desde el área nuclear de La Tène), hoy
superada
Aclarado en lo posible el constructo histórico de los celtas, es hora ya de que pasemos a analizar los
distintos pueblos comprendidos en la llamada Hispania indoeuropea. Su marco territorial y principales
asentamientos, su formación y personalidad cultural, con base en la documentación literaria y
arqueológica disponible.

I.2.3 Los pueblos del ámbito indoeuropeo


Con relación a la categorización de las etnias prerromanas en las fuentes clásicas, nos remitimos a lo
indicado en el punto I.1.3 de este volumen, sobre los pueblos del ámbito ibérico. Recordemos que lo
esbozado por los autores antiguos es, en síntesis, la particular percepción de un mundo bárbaro
enfrentado en lo ideológico y en lo político al imperialismo romano. En mayor medida aún los
pueblos célticos –por su barbarie y ferocidad– que los ibéricos.
El conocimiento del interior peninsular por griegos y romanos es tardío y sesgado. Las primeras
noticias propiamente históricas son de finales del siglo iii a.C. y se relacionan con las incursiones de
Aníbal en la Meseta y el reclutamiento de celtíberos, carpetanos y lusitanos en el ejército cartaginés
durante la Segunda Guerra Púnica. A partir del siglo ii a.C., el avance de las legiones romanas será el
hilo conductor en el develamiento de las comunidades indígenas de la terra incognita dispuesta al
oeste del río Iber y la Idubeda (Sistema Ibérico) y al norte del río Ana y la Orospeda (Sierra Morena).
Esto es, la Celtiberia o Céltica hispana: el ámbito que los eruditos griegos vinculaban geográfica y
etnográficamente con la Keltiké, inmediato a la Iberia mediterránea. Conviene recordar que en la
concepción geográfica antigua, basta con releer los datos de Polibio o Estrabón, los Pirineos tenían
una disposición norte-sur y venían a enlazar con el Sistema Ibérico y Sierra Morena de tal forma que,
en su conjunto, un gran arco montañoso separaba la Iberia de la Céltica. Con el tiempo, los romanos
superan en su progresión militar los valles del Tajo y Duero descubriendo un sinfín de tribus en
sucesivos territorios que alcanzan el Océano. Es desde entonces, avanzado el siglo ii a.C., cuando el
término Celtiberia tendrá una acotación geohistórica más restringida: la región en torno al Sistema
Ibérico habitada por un conjunto de pueblos –los arévacos, los titos, los belos, los lusones…–,
celtíberos propiamente dichos, afines en sus sistemas políticos y culturales a los íberos del litoral
levantino. Mientras que el interior, norte y oeste de la Céltica hispana estará ocupado por muchas
otras etnias que desde ese punto de vista no cabe considerar celtibéricas, aunque tengan relación con
los celtíberos. Vacceos, vetones, carpetanos, lusitanos, astures, cántabros, turmogos, berones…, entre
otros etnónimos transmitidos por las fuentes. Por su carácter aguerrido y férrea oposición a Roma,
celtíberos y lusitanos son los pueblos más nombrados en las crónicas de conquista (Polibio, Livio,
Apiano), con episodios tan célebres como la resistencia de Viriato (147-139 a.C.) o el asedio final a
Numancia (133 a.C.) (vid. vol.II, ii.2.4-5). Finalmente, bajo el gobierno de Augusto, con las guerras
astur-cántabras (29-19 a.C.) serán sometidas las tribus del norte, las más alejadas y opuestas a los
valores de romanización (vid. vol.II, ii.5.4.1), lográndose así la pacificación de un territorio cuyas
poblaciones eran hasta entonces prácticamente desconocidas.
Sopesemos algo más la visión de las gentes prerromanas en las fuentes. Hay que tener en cuenta que a
los historiadores clásicos no les mueve un interés etnológico o histórico en los pueblos con los que
topan, si no es para ensalzar un triunfo romano o justificar su anexión. No hay una indagación en el
origen y evolución de estas etnias, en sus rasgos de identidad o estructuras de gobierno, lo que
pudiéramos entender como información imparcial de un observador externo. Una excepción, y sólo
relativa, es la descripción de los pueblos galos que realiza César en sus crónicas de guerra, por lo
demás propagandísticas. Pero a diferencia de la Galia, la etnología hispana carece de un analista como
César (vid. vol.I, I.1.4: César, historia en primera persona). El panorama étnico que plasman las
fuentes es el de los intereses de los conquistadores y no el de la realidad de los conquistados. Por eso,
los datos que aportan son escasos, subjetivos e imprecisos. Concluida la conquista, la reseña
geográfica
[Fig. 34] Imagen de Iberia y sus pueblos a partir de los datos de Estrabón (finales del siglo i a.C.)
de Estrabón, Plinio o Tolomeo no va más allá de la nómina de pueblos y su ubicación aproximada en
relación a los grandes ríos y cadenas montañosas del interior, dentro del nuevo esquema territorial que
traza Roma. Así, se apunta por ejemplo que “en las regiones del interior viven carpetanos, oretanos y
numerosos vetones” (Strab. 3, 1, 6), que “el Tago nace entre los celtíberos y discurre a través de
vetones, carpetanos y lusitanos hacia el Poniente equinoccial” (Strab. 3, 3, 1), o bien que “el curso del
río Durio, que nace junto a los pelendones y pasa cerca de Numancia, luego por entre los arévacos y
los vacceos, y tras servir de límite entre los astures y vetones y entre Lusitania y los galaicos, va
también a separar a los túrdulos de los brácaros” (Plin., N.H., 4, 112). Las formas de vida indígenas,
por lo demás, se generalizan en tópicos etnográficos, mencionándose sólo algunos populi pues, como
sentencia Estrabón, “los demás no son dignos de mención por su pequeñez y oscuridad” (Strab. 3, 3, 3)
o, a propósito de las gentes del norte, “temo dar demasiados nombres, rehuyendo lo fastidioso de su
transcripción, a no ser que a alguien le agrade oír hablar de los pleutauros, bardietas, alotriges y otros
nombres peores y más ininteligibles que éstos” (Strab. 3, 3, 7). Un desinterés al que aboga la
consideración primitiva y bárbara de los pueblos del interior, y explícitamente del norte, que los
autores clásicos proyectan como antípodas de la civilización.
Entre los investigadores actuales cada vez hay mayor consenso en considerar que la relación de
territorios étnicos que esbozan las fuentes responde más a una interpretatio romana al servicio de la
reorganización de los espacios conquistados, sobre todo en las regiones septentrionales (Gallaecia,
Asturia, Cantabria, Vasconia), las últimas en incorporarse al dominio romano, que a una realidad
sustancial o invariablemente indígena. En todo caso, el mosaico étnico que se nos presenta
corresponde a la etapa final de procesos históricos que, como hemos repetido, ocupan el transcurso del
I milenio a.C. Los siglos postreros de la Edad del Hierro son un tiempo importante en la eclosión de
etnicidades y comunidades políticas; pero los textos clásicos, lejos de reflejar estas dinámicas,
muestran a los pueblos célticos como entidades fijas en el tiempo. Sin pasado, sin historia, sin
protagonismo propio. Por todo ello, para una correcta valoración de las sociedades prerromanas es
irrenunciable el cotejo de registros y secuencias arqueológicas y la consideración de los distintos
marcos medioambientales a los que aquellas gentes amoldan sus formas de vida. Conviene apuntar por
último que, en la mayoría de casos, los espacios étnicos prerromanos no se corresponden con
territorios compactos propios de una estructura estatal unitaria, sino que son el resultado de la
agregación de diferentes unidades políticas (castros, oppida, civitates o ciudades-estado según los
casos), y que por tanto sus límites son difusos y fluctuantes. A la hora de recrear la imagen de la
Península Ibérica en la Antigüedad habría que imaginar, más que un mapa fijado de pueblos
prerromanos según lo acostumbrado, un collage de menores y muy diversas comunidades
sociopolíticas. Por otra parte desconocemos el grado de etnicidad de las poblaciones nativas (las
fuentes clásicas nada concretan y su percepción, como ya se ha dicho, es externa y subjetiva, hasta
cierto punto ficticia), y sólo arqueológicamente podemos atisbar algunos rasgos de identidad cultural.
Por todo ello conviene ser cautos a lo hora de aplicar el término “pueblo”: nunca en sentido categórico
pues la etnogénesis es un proceso dinámico en el tiempo, y los elementos que definen y cohesionan a
un grupo étnico (territorio, lengua, hábitat, creencias, organización sociopolítica…) tienen más de
cambiantes y compartidos que de exclusivos y perennes, en contra de lo promulgado en el siglo xix.
Por tanto no estamos ante un catálogo cerrado de pueblos entendidos como realidades inmutables, sino
ante un proceso global de etnogénesis e interacción poblacional que ocupa toda la Protohistoria y cuya
expresión final documentamos, sesgadamente, a través de los ojos, y los intereses, de Roma.
Habida cuenta de la amplitud espacial de la Hispania céltica y de los distintos marcos ambientales y
culturales que la integran, haremos una presentación del poblamiento prerromano en cinco grandes
regiones.
[Fig. 35] Localización de los celtíberos y otros grupos étnicos de la Hispania prerromana, según F.
Burillo
I.2.3.1 El Sistema Ibérico y la Meseta oriental. La cultura celtibérica
Los celtíberos constituyen el pueblo más renombrado de la Hispania céltica, tanto en las fuentes
clásicas como en la literatura moderna desde el Renacimiento. Ello se debe a su pugna con Roma y a
la tenaz resistencia de una de sus ciudades, Numancia, frente a Escipión en el 133 a.C. (vid. vol.II,
ii.2.5); un episodio convertido en símbolo de heroicidad e hito de la historiografía patriótica hasta la
segunda mitad del siglo xx. Desde una posición menos apasionada, la personalidad de los celtíberos y
de la cultura celtibérica, para muchos autores la más genuinamente celta de la Península Ibérica,
rebasa hoy la fama de la célebre Numancia.
Aunque existen discrepancias entre los investigadores a la hora de concretar su espacio, cuando Roma
irrumpe en la Península el territorio de la Celtiberia nuclear comprendía aproximadamente la margen
meridional del Ebro medio y la Meseta oriental hasta la cabecera del Duero, incluidos los valles del
Jiloca, Jalón y alto Tajo. Un espacio extendido, por tanto, entre el Sistema Ibérico, el río Ebro y la
Cordillera Central que identificamos con el sector occidental de las actuales provincias de Zaragoza y
Teruel, Soria, sur de La Rioja, sureste de Burgos, extremo nororiental de Segovia, buena parte de
Guadalajara y la Alcarria conquense. Tras la conquista, las fuentes romanas dividen la Celtiberia en
dos circunscripciones: la Citerior, la zona más oriental en torno al valle del Ebro, de carácter agrícola
y urbano; y la Ulterior, de más difícil sometimiento, que abarca las tierras interiores del alto Duero, de
relieve accidentado y ecosistema pastoril. Entre los diversos pueblos considerados celtibéricos, en el
espacio de la Citerior se sitúan los belos, los titos y los lusones, muy relacionados entre sí y con gran
protagonismo en el avance romano por el valle del Ebro. Y en la Celtiberia Ulterior, los arévacos y
pelendones, más aguerridos y hostiles; en vecindad con estos últimos se emplazan los berones, desde
las estribaciones septentrionales del Sistema Ibérico hasta las llanuras riojanas del Ebro. La Celtiberia
es, en suma, un ámbito dilatado con límites cambiantes a lo largo del tiempo. En los últimos años
autores como J.M. Gómez Fraile defienden una territorialidad laxa de Celtiberia equivalente a la casi
totalidad de la Meseta; mientras que, a través de una relectura crítica de las fuentes clásicas, A.
Capalvo incluye en sus confines zonas de Andalucía.
Hagamos ahora una reseña de las diversas tribus celtibéricas. Los belos ocupan el valle medio del
Jalón con prolongación hasta las cuencas de los ríos Huerva y Aguas Vivas y el campo de Cariñena,
donde se emplazan algunas ciudades que por el prefijo celtibérico bel de sus cecas se relacionan con
esta etnia. A los belos pertenecen núcleos tan importantes como Segeda (en el Poyo de Mara el
asentamiento indígena), cuyo intento de expansión en el 154 a.C. es el desencadenante de la guerra
celtibérica (vid. vol.II, ii.2.3.4), Contrebia Belaiska (en el Cabezo de las Minas de Botorrita),
Arcobriga (en el Cerro Villar de Monreal de Ariza), Nertobriga (en Cabezo Chinchón, entre Calatorao
y la Almunia de Doña Godina), Belikion (Azuara) o Bilbilis (bajo el mismo casco urbano de
Calatayud o en el inmediato emplazamiento de Valdeherrera la ciudad celtibérica, que en época
romana se refunda en el cercano Cerro de Bámbola como Bilbilis Italica), todos ellos en la provincia
de Zaragoza. También pequeños poblados como Los Castellares de Herrera de los Navarros
(Zaragoza), y fundaciones ex novo de iniciativa romana como La Caridad de Caminreal (Teruel), que
algunos autores identifican con la antigua Orosis. Inmediatos a los belos, hacia el sudoeste hasta
alcanzar las fuentes del Jalón por su margen izquierda, se sitúan los titos, aliados tradicionales de
aquellos durante la conquista. A los titos pertenecerían los yacimientos del alto Tajo, alto Tajuña y
alto Henares, como Las Arribillas (Prados Redondos), La Coronilla y El Pilar (Chera), El Ceremeño
(Herrerías), El Palomar (Aragoncillo), El Monte Santo y La Cava (Luzón), Los Castillejos y La Cerca
(Aguilar de Anguita), El Castejón (Luzaga), en torno a la comarca de Molina de Aragón, y en la tierra
de Sigüenza, La Horca (Riba de Santiuste), Alto del Castro (Riosalido) y Castilviejo (Guijosa), todos
ellos en la provincia de Guadalajara. Formando una especie de cuña entre titos y belos, los
[Fig. 36] La Celtiberia: etnias y ciudades, según A. Lorrio
lusones, más al sureste, articulan su territorio en torno al tramo medio y final del río Jiloca y alcanzan
el nacimiento del Tajo en la comarca de Albarracín. Aunque algunas fuentes los sitúan más al norte, a
los pies del Moncayo, poblando la margen derecha del Ebro. Complega, de localización incierta, es su
principal ciudad, adscribiéndoseles con más dudas Caravis (Magallón), Turiaso (Tarazona) y Bursau
(Borja). A las dificultades en la fijación de fronteras territoriales hay que añadir la posibilidad de un
poblamiento discontinuo o en mosaico que, en momentos finales de la cultura celtibérica, con la
eclosión del fenómeno urbano y la influencia política romana, podría incluir núcleos de determinada
adscripción dentro de los límites de otra comunidad, por tanto con distinta jurisdicción política.
Si pasamos a la Celtiberia Ulterior, el pueblo más importante es el de los arévacos. Éstos ocupaban la
actual provincia de Soria desde las estribaciones serranas hasta las cabeceras del Henares y el Tajuña
en el norte de Guadalajara; un amplio territorio vertebrado por el curso alto del Duero. A los arévacos
pertenecen ciudades tan conocidas en época histórica como Numancia (Cerro de la Muela, Garray),
Uxama Argaela (Alto del Castro, Burgo de Osma), Termes (Montejo de Tiermes), Segontia Lanka
(Las Quintanas-La Cuesta del Moro, Landa de Duero) o Clunia (el núcleo indígena en Los Castrillos,
Coruña del Conde, en la provincia de Burgos), que Plinio denomina Celtiberiae finis por encontrarse
en su extremo occidental, próxima al territorio de los vacceos. Además, otros poblados como El Cinto
y El Alto de la Nevera en Almazán, San Martín de Ucero, La Buitrera en Rebollo de Duero, El Castillo
en Arévalo de la Sierra, El Castillo en Taniñe, El Castilterreño en Izana, Ocenilla o Castilmontán en
Somaén, algunos de los cuales remontan su ocupación a la Primera Edad del Hierro. Más complejo
resulta establecer el marco espacial y la identidad de los pelendones, citados sólo por Plinio y
Tolomeo en vecindad con los arévacos, que debieron ocupar la parte norte y montañosa de la provincia
de Soria: al sureste de los Picos de Urbión, las laderas de las Sierras de Cebollera y Montes Claros. A
los pelendones se les relaciona con la cultura arqueológica de los castros sorianos, que se desarrolla en
los siglos vi-iv a.C., en momentos del celtibérico antiguo. Viene definida por la aparición de pequeños
asentamientos fuertemente amurallados en zonas de difícil acceso, con sistemas de defensa que
incluyen fosos y piedras hincadas para obstaculizar el ataque enemigo (vid. vol.II, I.2.5.3); estudiados
por F. Romero, alguno de ellos son El Castillejo (Castilfrío de la Sierra), Castro del Zarranzano (Cubo
de la Sierra), Alto de la Cruz (Gallinero) y El Castillejo (Langosto). Finalmente, colindantes con
arévacos y pelendones por el norte, pero fuera ya del territorio estricto de la Celtiberia, se sitúan los
berones. Habitaban la mayor parte de la Rioja y el sur de Álava, donde confluían con caristios,
autrigones y vascones hacia el norte (vid. vol.II, I.2.3.5). Ciudades en territorio berón son Varia
(Varea), Tritium Magallum (Tricio), y tal vez Contrebia Leukade (en Inestrillas, Aguilar del río
Alhama) y Calagurris (Calahorra), en tierras de Logroño. La estrecha relación cultural entre berones y
celtíberos la confirma Estrabón (3, 4, 12) al afirmar que ambos pueblos proceden de una misma
migración celta, que así entendida resulta muy difícil precisar. Según la información epigráfica y
lingüística, parece que en ambos territorios se hablaba la lengua celtibérica o dialectos muy próximos
(vid. vol.II, I.2.4.1).
La larga trayectoria investigadora en estas regiones (que se inicia a principios del siglo xx con las
excavaciones de pioneros como el marqués de Cerralbo y Juan Cabré en la provincia de Guadalajara,
prosigue con la importante labor de B. Taracena y continúa en los últimos años con los trabajos de M.
Cerdeño, J.L. Argente, F. Burillo, A. Jimeno, A. Lorrio o J. Arenas), hace que conozcamos hoy
bastante bien la secuencia histórica de los celtíberos; esto es, lo que definimos como “cultura
celtibérica”, acaso la más representativa de las desarrolladas en la Hispania indoeuropea.
Coincidiendo con el momento de mayor desarrollo, los rasgos más característicos de la cultura
celtibérica son la cerámica torneada de pastas anaranjadas y decoración pintada –auténtico fósil guía–
y ciertos modelos de espadas y puñales, así como de fíbulas, broches de cinturón y placas pectorales
entre las manufacturas metálicas. Además de la cultura material, los principales registros de la
arqueología celtibérica son el poblamiento castreño, con elaboradas estructuras defensivas, las
necrópolis de cremación derivadas de los Campos de Urnas tardíos, y la difusión de la metalurgia del
hierro como ponen de manifiesto las producciones ya comentadas, en especial armas como espadas de
antenas y puñales biglobulares. Sin embargo, estos patrones son extrapolables a otros grupos de la
Meseta, como veremos más adelante. Desde un punto de vista sociológico más amplio, expresiones
propias de la cultura celtibérica en momentos avanzados son, asimismo, el desarrollo urbano (vid.
vol.II, I.2.5.2), la escritura plasmada en soportes tan característicos como las téseras de hospitalidad
(vid. vol.II, I.2.4.2) o la acuñación de moneda (vid. vol.II, I.2.6.4).
La secuencia estratigráfica de hábitats y cementerios en conjunción con la evolución de los conjuntos
materiales (armamento, artesanado), permiten diferenciar una serie de etapas en la progresión de la
cultura celtibérica. Ello nos sirve para enmarcar los procesos socioeconómicos, territoriales y
políticos de estas poblaciones en el I milenio a.C., de igual forma que la cultura ibérica compendia los
de las comunidades del Sur y Levante peninsular, como comentamos en su lugar correspondiente (vid.
vol.II, I.1.2). Sin prácticamente solución de continuidad, aunque con algunas transformaciones y
abandonos en el poblamiento, la cultura celtibérica se desarrolla desde inicios del siglo vii a.C. hasta
el siglo i d.C., en que se configura el poblamiento hispanorromano de la Meseta. Sus raíces se hunden
en un sustrato local afectado por grupos de Campos de Urnas del valle del Ebro, en la transición
Bronce FinalHierro Antiguo. Para una más fácil sistematización, el desarrollo de la cultura celtibérica
se divide en cinco etapas que, como se ha indicado, sirven de referencia para otros procesos regionales
dentro de la Hispania céltica; adviértase que la determinación cronológica es sólo relativa:
1 . Protoceltibérico (ca. 750-600 a.C.)
2. Celtibérico Antiguo (ca. 600-450 a.C.)
3. Celtibérico Pleno (ca. 450-300 a.C.)
4. Celtibérico Tardío (ca. 300-133 a.C.)
5. Celtíbero-romano (ca. 133 a.C.–principado de Augusto)
En esta dinámica celtibérica general se distinguen grupos regionales con desarrollos propios; cuatro
principales según los trabajos de síntesis de A. Lorrio: a) el valle medio del Ebro en su margen
occidental, b) el alto Tajo-alto Jalón, c) el alto Duero, y d) la Celtiberia meridional. Por otra parte,
desde finales del celtibérico pleno se produce una difusión de elementos materiales (cerámicas
pintadas, armas, adornos y fórmulas decorativas) y culturales (urbanismo, escritura, moneda) por
buena parte de la Meseta y sus estribaciones, en un proceso de aculturación que llamamos
“celtiberización”. Muy evidente, por ejemplo, entre berones, vacceos, cántabros meridionales y
carpetanos, que serían áreas celtiberizadas en opinión de muchos autores. Esta homogeneización
cultural o “celtiberización” de los siglos iv-ii a.C., no responde al desplazamiento de contingentes
poblacionales o de grupos guerreros arévacos desde la Celtiberia nuclear, como antes se pensaba desde
un celtismo expansionista. Es, más bien, un proceso de interacción cultural definido por la eclosión de
ciudades y, con ellas, de economías de mercado que facilitan los intercambios entre distintas regiones
(vid. vol.II, I.2.6.3). Esta particular “globalización” o “mesetización comercial” es la responsable de
expandir lo celtibérico como lenguaje común por los rebordes de la Meseta.
Hora es ya de que prestemos atención a otros pueblos en nuestro particular viaje por la Hispania
céltica.
I.2.3.2. La Meseta occidental y central
En el corazón de la llanura castellana las comarcas sedimentarias del Duero medio estaban ocupadas
por las gentes vacceas. Extendidos por las actuales provincias de Valladolid, Palencia, oriente de
Zamora, sur de Burgos y occidente de Segovia, sobre un paisaje de páramos y campos de cereal, los
vacceos son un pueblo de notable personalidad. Participan activamente en las guerras celtibéricas al
lado de sus vecinos arévacos, a los que suministran auxilio militar y víveres, lo que les convierte en
blanco de operaciones de castigo del ejército romano, como nos hacen saber las fuentes. Su proceso
formativo parece retrotraerse a la cultura de Cogotas I del Bronce MedioFinal, y sobre todo al
horizonte Soto de Medinilla –por el yacimiento epónimo a las afueras de Valladolid– que caracteriza
el Hierro Antiguo en esta zona central. Se consolida entonces (siglos viii-v a.C.) una extensa red de
poblados agropecuarios plenamente sedentarios, emplazados sobre tesos y terrazas fluviales, y con
arquitectura de adobe, tapial y madera, que cabe considerar germen del posterior poblamiento vacceo
dada la continuidad del hábitat. Desde el siglo iv a.C. los enclaves vacceos se convierten en
importantes civitates con extensos territorios agrícolas separados por áreas fronterizas despobladas.
Entre las ciudades más importantes están Cauca –en Coca (Segovia)–, Intercatia –de localización
incierta: tal vez Paredes de Nava (Palencia), tal vez Montealegre de Campos (Valladolid)–, Pallantia –
en Palenzuela (Palencia) o la propia Palencia– (las tres sufren el asedio continuado de las tropas
romanas), Septimanca –en Simancas (Valladolid)–, Pintia –en Las Quintanas de Padilla de Duero
(Valladolid)–, Rauda –en Roa de Duero (Burgos)–, Amallobriga –probablemente Tiedra (Valladolid)–
o Arbucala –en El Alba en Villalazán (Zamora)–; amén de otros núcleos cuyo nombre antiguo se
desconoce como Cuéllar, en la provincia de Segovia; Tariego de Cerrato, en la provincia de Palencia;
La Mota en Medina del Campo, Melgar de Abajo, El Cerro del Castillo en Montealegre de Campos, El
Teso del Castro en Mota del Marqués o Las Quintanas en Valoria la Buena, en la provincia de
Valladolid; o, en la frontera con los astures, La Cuesta de la Estación en Benavente y Dehesa de
Morales en Fuentes del Ropel, en la provincia de Zamora. El paisaje urbano, la facilidad de
comunicación de su territorio y una economía cerealística, textil y alfarera, convierten a los vacceos
en uno de los pueblos más desarrollados de la Meseta. Así lo anuncia la cultura material y, a partir de
la conquista romana, las noticias de las fuentes.
Las estribaciones montañosas que desde el sur del Duero alcanzan el curso extremeño del Tajo, dan
asiento a uno de los grupos prerromanos más representativos de la Meseta occidental: los vetones. Su
extenso territorio, incluido luego en los límites de la Lusitania romana, se corresponde con el espacio
que a ambas vertientes del Sistema Central ocupan hoy el reborde suroccidental zamorano, las
provincias de Salamanca y Ávila en su totalidad, la penillanura cacereña y el occidente de Toledo
hasta rozar por el sur el valle del Guadiana. Las características naturales del suelo de la Vetonia
modelan un poblamiento arcaico de vocación ganadera, como el celtibérico, cuyas raíces deben
buscarse en la mencionada cultura de Cogotas I de la Edad del Bronce, y más directamente en el
asentamiento castreño del Hierro Antiguo. Este sustrato corresponde a los primeros poblados
fortificados y necrópolis de cremación que afloran en los piedemontes del Sistema Central en los
siglos vii-v a.C. Sería la fase formativa o estadio protovetón, paralelo a la fase protovaccea de la
cultura de Soto de Medinilla, pues el hábitat mantiene en general una ocupación continuada hasta la
romanización, momento en que se interrumpe con el abandono de muchos castros como sucede en
otras regiones de la Hispania céltica. Citamos entre los enclaves vetones más importantes los poblados
de Yecla la Vieja (Yecla de Yeltes), Las Merchanas (Lumbrales), Cerro de San Vicente-Teso de las
Catedrales en Salamanca –la antigua Helmantica–, Ciudad Rodrigo –la antigua Mirobriga–, Picón de
la Mora (Encinasola de los Comendadores), Saldeana (Bermellar), La Plaza (Gallegos de Argañán) y
Cerro del Berrueco (El Tejado, aunque se extiende también por el término de Medinilla, en Ávila), en
la provincia de Salamanca; Los Castillejos (Sanchorreja), Las Cogotas (Cardeñosa), La Mesa de
Miranda (Chamartín), Ulaca (Solosancho) y El Raso (Candelada), en la provincia de Ávila; Cerro
CastrejónPajares (Villanueva de la Vera), La Coraja (Aldeacentenera) y Villasviejas del Tamuja
(Botija) –la antigua Tamusia, donde se establece una comunidad celtibérica que emite moneda propia
en el siglo i a.C.–, en la provincia de Cáceres; y, en la provincia de Toledo, Cerro de La Mesa (Alcolea
del Tajo) y Arroyo Manzanas (Las Herencias), controlando sendos vados sobre el río Tajo.
Excavados parcialmente por arqueólogos de la talla de J. Cabré, entre 1920-1945, y algo después por J.
Maluquer, y célebres por sus recintos murados y estampa ganadera, algunos de estos castros vetones
(Sanchorreja, Cerro del Berrueco, Las Cogotas) son hitos en la sistematización de la Edad del Hierro
del interior peninsular. De igual forma que sus necrópolis lo son para el conocimiento de la cultura
material de los vetones (antes denominada Cogotas II), de sustrato indoeuropeo, pero abierta a influjos
ibéricos del Sur y Levante. En ella destacan las cerámicas con decoración peinada e impresa, las
panoplias guerreras y ciertos recipientes broncíneos y joyas de oro. En cualquier caso, la
manifestación más representativa de los vetones son las esculturas zoomorfas de toros y cerdos, los
llamados “verracos”. Estas toscas figuras de granito se emplazan en el acceso a castros, necrópolis y
pastos, y funcionan, entre lo ritual y lo demarcatorio, como hitos protectores de territorios,
poblaciones y cabañas ganaderas (vid. vol.II, I.2.6.1). Constituyen, además, un emblema de identidad.
El semblante de los vetones en la historiografía antigua es el de un pueblo de pastores y guerreros que
secunda a los lusitanos en su lucha contra Roma.
En el centro de la Meseta se sitúan los carpetanos, a caballo de celtíberos, vacceos, vetones y oretanos.
Su territorio está comprendido entre la Sierra de Guadarrama, los Montes de Toledo y la serranía
conquense: el ámbito de las actuales provincias de Madrid y Toledo, y rebordes de Guadalajara,
Cuenca y Ciudad Real. El valle medio del Tajo y sus afluentes centrales (Guadarrama, la red Jarama-
Henares-Tajuña y el Algodor) son el eje articulador del relieve carpetano, y en torno a estos ríos se
distribuye su poblamiento. Se rastrea éste en los albores del I milenio a.C. y viene definido por
asentamientos agrícolas de pequeño y mediano tamaño en terrazas fluviales; y por poblados
fortificados en los escarpes de montaña, muy representativos de la Mesa de Ocaña en momentos
avanzados de la Edad del Hierro. Un patrón poblacional más disperso y menos afianzado que el
observado en otros territorios meseteños, propio de un medioambiente agrícola y de un espacio abierto
en la encrucijada de importantes rutas de comunicación interior. Ello explica el carácter híbrido de sus
expresiones culturales, con una mezcla de elementos celtibéricos, ibéricos y de raíz local. El Cerro del
Gollino (Corral de Almaguer), El Cerrón (Illescas), Plaza de los Moros (Villatobas), en la provincia de
Toledo; El Cerro de la Gavia (Vallecas), El Pontón de la Oliva (Patones), El Llano de la Horca
(Santorcaz), en la provincia de Madrid; y en la provincia de Cuenca, en zona quizá bajo control
celtibérico, Villasviejas (Fosos de Bayona, cerca de Huete) –la antigua Contrebia Carbica–, son
algunos núcleos carpetanos. Al igual que Toletum (Toledo), Complutum (Alcalá de Henares) o
Consabura (Consuegra), ciudades de gran importancia, luego, en la estrategia territorial romana.
Concluida la conquista de su territorio, los carpetanos, de identidad étnica poco precisa, apenas
vuelven a ser citados en las fuentes, englobándose en las referencias genéricas a celtíberos.
Peor conocidos son los olcades, vecinos orientales de los carpetanos, cuyo dominio tiende a situarse
con bastante imprecisión en el interior de la provincia de Cuenca. Son mencionados sólo al hilo de los
movimientos de Aníbal en la Meseta (221-219 a.C.), quien dirige incursiones en su territorio para
obtener riquezas y mercenarios, y toma su capital –Altea o Cartala–, que permanece sin identificar.
Como otros grupos prerromanos (lusones, carpetanos, lobetanos, suesetanos), los olcades dejan de
aparecer tempranamente en las fuentes al asimilarse su territorio a otras entidades de contenido étnico
o geográfico.
I.2.3.3 La franja atlántica y Extremadura
El sector central del Occidente peninsular era conocido en la Antigüedad como Lusitania, un conjunto
de tierras que acaban conformando la provincia romana de igual nombre creada por Augusto (vid.
vol.II, ii.5.5.2). Entre las muchas que poblaban aquellos parajes, los lusitanos son la etnia de mayor
relieve, englobando en realidad un conjunto de tribus como los paesuri, los tapori, los turduli, los
igaeditani, los lancienses, los vivimenses o los aravi. Así se deduce del hecho de dar nombre a la
región (en un juego de pars pro toto) un corónimo –Lusitania– que excede el territorio nuclear
lusitano. Los lusitanos ocupan un espacio mal definido en el interfluvio inferior Tajo-Duero. Se
incluyen en él, el occidente de Extremadura y parte de las regiones portuguesas de Trás-Os-Montes,
las Beiras y el norte del Alentejo. Desde el punto de vista geográfico, estamos ante un paisaje
contrastado que mezcla altiplanicies, páramos y dehesas, con fértiles valles y llanuras litorales. La
Lusitania es rica en ganados, cultivos y fuentes mineras de oro y estaño, lo que explica la temprana
presencia de comerciantes fenicios en sus costas, y siglos después la intensa explotación romana.
Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, los lusitanos comparten frontera con galaicos, astures,
vacceos, vetones y célticos, hasta abrirse al Atlántico por occidente.
Su proceso formativo no está aún del todo claro, pero como otras regiones interiores tiene su base en
un sustrato castreño de tipo atlántico con añejos elementos indoeuropeos de la Edad del Bronce.
Empieza a definirse más claramente a inicios de la Edad del Hierro, con poblados fortificados tanto en
altura como en llano, controlando cursos fluviales, recursos naturales y vías de comunicación con
vistas al intercambio regional. Sobre este sustrato actúan más adelante poblaciones venidas de la
Meseta y de tradición de Campos de Urnas, migraciones procedentes del Sudoeste –como una parte de
los túrdulos– y otras ligadas al comercio púnico, y finalmente la presencia romana. Autores como
A.C. Ferreira da Silva sintetizan este proceso en tres grandes etapas: la primera de formación (ca.
1000-650 a.C.), la segunda de consolidación (ca. 500-200 a.C.) y la tercera de carácter protourbano o
de reordenamiento territorial en el contexto de la romanización (ca. 138 a.C.- siglo i d.C.). Una
secuencia general válida también para el poblamiento castreño del Noroeste (vid. vol.II, I.2.3.4). Las
diversas influencias externas ponen de manifiesto un complejo marco de relaciones de amplio alcance
sobre el sustrato local atlántico. Esta etnogénesis cuestiona la estampa de aislamiento y marginalidad
con la que las fuentes clásicas describen la Lusitania.
Lo que sabemos de los castros y la cultura material de los lusitanos no difiere en demasía de lo
atribuible a galaicos, astures o vetones. Cabría pensar, por tanto, en un fondo cultural compartido que
incluiría una lengua dominante de raíz indoeuropea, que denominamos lusitano, de la que conservan
testimonio algunas inscripciones latinas altoimperiales (vid. vol.II, I.2.4.1). Entre las ciudades
lusitanas conocidas en época histórica están Conimbriga [Coimbra o Condeixa-a-Velha], Talabriga –
sin localización segura, tal vez Branca–, Eburobrittium [Amoeira], Ebora [Évora], Scallabis
[Santarém], Egetania [Diana-a-Velha] Sellium [Tomar], Olissipo [Lisboa], Collipo [San Sebastián do
Frexo], Salacia [Alcácer do Sal], Caetobriga [Setúbal], en territorio portugués; y Norba [Cáceres] o
Caurium (Coria), en la provincia cacereña. Además de un buen número de castros en torno a los cursos
de los ríos Vouga, Mondego y Tajo, en el centro de Portugal, y en comarcas extremeñas como la de
Alcántara, zonas todas ellas con alta densidad poblacional. Desde el punto de vista de la historiografía
clásica, los lusitanos deben su fama a la fuerza guerrera que les lleva a practicar razias en territorios
prósperos como Turdetania. Y, sobre todo, a su enfrentamiento contra el expansionismo romano bajo
el liderazgo del legendario Viriato (147-139 a.C.) (vid. vol.II, II.2.4), en quien podemos reconocer,
amén de otras elaboraciones historiográficas, los principios que definen el poder de las jefaturas
guerreras del Occidente peninsular (vid. vol.II, i.2.7.5).
Al sur de los lusitanos se extienden los célticos, sobre un dominio de dehesas compartido hoy por la
provincia de Badajoz, el norte de Huelva y el bajo Alentejo. En época romana este territorio se
denomina Beturia, derivación del término Bética y entendida como extrarradio septentrional de dicha
provincia o del río Betis. En vecindad con los célticos, la parte oriental de la Beturia la ocupan los
túrdulos, que se extienden entre el Guadiana y el Guadalquivir, en torno a la cuenca del Zújar. Según
Plinio el Viejo (N.H. 3, 13-14), “los célticos son oriundos de los celtíberos y venidos de la Lusitania,
según se manifiesta en los cultos y la lengua, y en los nombres de sus poblaciones, por cuyos
cognomina se distinguen en la Bética, como son Seria [en Jerez de los Caballeros], Nertobriga [en
Fregenal de la Sierra], Segida [en Burguillos del Cerro], Curiga [en Monasterio]…”, de clara
toponimia celta. Dado el tiempo tardío de estas noticias, el desplazamiento de celtíberos al Suroeste
obedece probablemente ya a una política romana de explotación de distritos mineros extremeños, con
el traslado o deportación de gentes procedentes de la Citerior. Reflejo de lo mismo sería la presencia,
a inicios del siglo i a.C., de talleres celtibéricos acuñando moneda en puntos de Lusitania, como
Tamusia, en el poblado cacereño de Villasviejas del Tamuja (Botija) ( vid. vol.II, I.2.6.4). La Beturia
céltica cuenta con importantes afloramientos de hierro, cobre y plata, mientras que la túrdula es rica
en plomo y cinabrio. Sin embargo, como señalan L. Berrocal y otros autores, no hay que descartar la
posibilidad de movimientos de población anteriores, siguiendo tal vez viejos recorridos ganaderos u
otras dinámicas migracionales que parecen afectar a determinados grupos de la Meseta.
Independientemente del origen de los célticos, su territorio presenta un poblamiento arraigado desde
finales del siglo v a.C. en torno a la cuenca del río Ardila, afluente meridional del Guadiana. En la
forma de castros de ribero y pequeños oppida, como El Castrejón de Capote (Higuera la Real,
Badajoz), un enclave fuertemente amurallado excavado en los últimos años, Los Castillejos (Fuente de
Cantos, Badajoz), La Sierra de La Martela (Segura de León, Badajoz) o, en el Alentejo portugués,
Castelho Velho de Beiros (Estremoz), Cabeza de Viamonte (Monforte), Mesas dos Castelinhos (Santa
Clara-a-Nova), Castelinho dos Mouros (Santa Bardera de Padroes, Castro Verde) y Segovia (Elvas,
Portalegre). El registro arqueológico, las evidencias lingüísticas y el propio contexto geográfico de los
célticos, denotan un complejo proceso etnocultural del que forman parte elementos atlánticos,
turdetanos, púnicos, celtibéricos y romanos.
Finalmente las fuentes sitúan en el extremo suroccidental a los conios, cuyo territorio coincidiría
aproximadamente con el bajo Alentejo y el Algarve portugués hasta el cabo de San Vicente, el
Promontorium Sacrum de los antiguos. Poco sabemos de este grupo prerromano citado en la Ora
maritima bajo el etnónimo cynetes. Durante la revuelta lusitana algunas de sus plazas fueron tomadas
por los romanos, como Conistorgis, ciudad de emplazamiento desconocido.
I.2.3.4 El Noroeste. La cultura castreña
El cuadrante noroccidental de la Península Ibérica es el marco ambiental de la cultura castreña, que se
desarrolla durante la Edad del Hierro y tiene su enunciación final bajo dominio romano. Entre el
Duero, el océano Atlántico y el mar Cantábrico, sus límites aproximados abarcan Galicia, el norte de
Portugal desde el valle del Duero hasta el Miño, las estribaciones montañosas de León y el poniente de
Asturias hasta el río Navia. Si culturalmente existe una homogeneidad en lo relativo a patrón de
asentamiento y cultura material, desde el punto de vista político estamos ante un complejo mapa
étnico con un sinfín de tribus y unidades organizativas menores, cuya mejor expresión son los castros
o castella (vid. vol.II, I.2.5.2). Todo ello en respuesta a una marcada compartimentación geográfica.
Sin negar la existencia de un grupo étnico galaico, la Gallaecia o Callaecia, como espacio histórico, es
un concepto artificial creado en tiempos de Augusto –una inventio, en palabras de G. Pereira– para dar
unidad administrativa y espacial a los territorios del Noroeste conquistados por Roma. Su anexión
militar se había iniciado en el 138 a.C., con las campañas de Décimo Junio Bruto hasta el río Limia,
por las que recibió el apelativo de “Galaico”. Con las reformas administrativas de Augusto, la
Gallaecia quedará integrada en la provincia Citerior Tarraconense. Como el de lusitanos o astures, el
de galaicos es un nombre epónimo y genérico que, haciendo de la parte un todo, simplifica la
multiplicidad etnoterritorial característica del Noroeste prerromano. Sirva como ejemplo la referencia
de Plinio el Viejo (N.H. 3, 28) al número de tribus integradas hacia el siglo i d.C. en los dos conventos
jurídicos galaicos: 18 en el lucense y 24 en el bracaraugustano. Lemavos, albiones, cibarcos, egos,
varros, namarinos, tamaros, coporos, brácaros, bibalos, coeternos, ecausos, límicos, grovios, leunos…,
entre un largo etcétera. Resulta muy difícil identificar geográfica y culturalmente a estos pueblos,
dada su fragmentación y compleja etnogénesis, de la que forman parte elementos indoeuropeos celtas
y no celtas perceptibles lingüísticamente a través de la onomástica (vid. vol.II, I.2.4.1). Algunas etnias
tienen notable protagonismo, como los galaecios (establecidos entre el Limia y el Miño), los ártabros
(en la costa coruñesa hasta Finisterre) o distintos subgrupos célticos (en torno al cabo Nerión). Según
Estrabón (3, 3, 5) y Plinio (N.H., 4, 112-113), estos célticos habrían emigrado desde el Suroeste junto
a comunidades de túrdulos veteres que, procedentes de la región del Guadiana, se habrían instalados
en la orilla sur del Duero. Aunque atestiguadas también epigráficamente (así, los celtici
supertamarici), estas poblaciones célticas no representan un sustrato étnicamente afianzado en
Gallaecia. Su traslado desde la zona meridional parece darse en fecha tardía, hacia el siglo i a.C., en
relación quizá con la reorganización administrativa, deportaciones y puesta en explotación de nuevos
territorios por parte de Roma. A partir de estos etnónimos no puede sostenerse, por tanto, la pregonada
celticidad de Galicia, que tiene más de construcción historiográfica heredada, de mito, que de realidad
histórica, de veracidad (vid. vol.II, I.2.2). Por sorprendente que resulte a un público general, entre los
territorios de la Hispania indoeuropea, y salvo algunos indicadores lingüísticos, Gallaecia no ofrece
huella alguna de pasado celta. Otra cosa es la construcción a partir sobre todo del siglo xix de una
“Galicia céltica” como sustento de una ancestral identidad gallega, según pone de manifiesto el
reciente estudio historiográfico de B. Díaz Santana.
En el Noroeste, el castro es la unidad de poblamiento, la base de organización socioeconómica y, claro
está, el elemento definidor de la cultura castreña. Entendemos por tal un poblado en altura fortificado
que se erige como cabeza de un pequeño territorio, cuyos rasgos más reconocibles son las viviendas de
planta circular y las estructuras defensivas construidas en piedra (vid. vol.II, I.2.5). Y es que la
naturaleza granítica del terreno fundamenta la expresión pétrea del paisaje castreño: sólo en Galicia se
conocen cerca de 1.500 hábitat de este tipo, muchos de los cuales datan de época romana. La cultura
castreña es un proceso de larga duración que ocupa buena parte del I milenio a.C. y se nutre de
influencias atlánticas, meseteñas y finalmente romanas. Arranca en los siglos viii-vii a.C., con hábitat
de pequeño tamaño levantados con materiales perecederos que, los que no se abandonan, van
evolucionando arquitectónica y espacialmente (siglos iv-ii a.C.) hasta convertirse muchos en castros
romanizados o castella (siglos i a.C.ii d.C.). Las citanias de Baroña (Porto do Son, La Coruña), Elviña
(La Coruña), Santa Tecla (La Guardia, Pontevedra), Monte Facho (Donón, Pontevedra), A Cidade de
San Cibrán de Las (San Amaro-Punxín, Orense), Novás (Orense), Saceda (Cauladero, Orense),
Viladonga (Castro de Rei, Lugo), Briteiros (Guimarães), Sanfins (Paços de Ferreira), Muro de Pastoria
(Chaves) y Monte Mozinho (Penafiel), entre muchos otros, son ejemplos de esta fisonomía castreña
avanzada. Potenciados por su valor estratégico, algunos castella se convierten en tiempos de Augusto
en importantes ciudades, entre las que Bracara (Braga) y Lucus (Lugo) acaban siendo las capitales de
sendos conventos jurídicos. La potencialidad agropecuaria de regiones bien irrigadas, los recursos
forestales y mineros –en especial estaño y oro fluvial–, la pesca y el comercio marítimo, dibujan una
diversificación progresiva en la economía castreña a lo largo de la Edad del Hierro.
Como en otras regiones atlánticas, disponemos de muy poca información sobre el mundo de la muerte
dada la generalizada ausencia de necrópolis. La práctica de ritos expositorios y acuáticos, sobre todo
el arrojamiento de cuerpos a las aguas, explicaría la pérdida del registro funerario. Y con ella, una
merma cualitativa en el conocimiento de estas sociedades. De las manifestaciones culturales de los
galaicos destaca la orfebrería, potenciada por la riqueza aurífera de la región; en especial joyas como
torques y brazaletes. Asimismo las construcciones rupestres de raíz atlántica, como las saunas o
pedras fermosas. Y la estatuaria pétrea de guerreros emplazados en la entrada de los castros,
emblemáticamente armados con escudo y puñal; una manifestación muy representativa de la región
bracarense. Esta plástica escultórica es el colofón en una tradición en la talla de estatuas-estelas que
remonta a la Edad del Bronce. Volveremos a estas imágenes al hablar de la guerra y las estructuras de
poder (vid. vol.II, I.2.7).
I.2.3.5 La cornisa cantábrica
Si pasamos al ámbito septentrional y seguimos un recorrido oeste-este, el primer gran espacio étnico
con el que nos topamos es el de los astures. Al igual que sus vecinos galaicos, los astures componen
un conglomerado de tribus extendidas por la actual Asturias, la provincia de León, el norte de Zamora,
los rebordes nororientales de Trás-os-Montes y el occidente orensano. Por tanto, desde el río Navia
hasta la desembocadura del Sella, el curso medio-final del Esla y la curva del Duero: hitos fluviales
que marcan la frontera aproximada de astures con galaicos, cántabros, vacceos y vetones
respectivamente. Los astures primigenios serían los vecinos de las fuentes del río Astura, actual Esla,
extendiéndose luego el gentilicio a la totalidad del convento jurídico astur, con capital en Asturica
Augusta (Astorga). En época romana, el occidente de la Cordillera Cantábrica segmentaba el territorio
en dos circunscripciones: la Asturia transmontana hacia el norte, en la cuenca central del Nalón y el
litoral; y la augustana hacia el sur, en las tierras altas y páramos de León, con importantes recursos
auríferos. Eran más de 20 los populi del convento astur cuyos nombres conocemos tanto por Plinio y
Tolomeo como por inscripciones romanas altoimperiales. Serían los casos del pacto de hospitalidad
renovada de los zoelas, hallado en Astorga (CIL II 2633), o del edicto de Augusto descubierto no hace
mucho en Bembibre (El Bierzo), con la mención a una provincia, la transduriana, hasta ahora
desconocida (vid. vol.II, I.2.7.3). Así, entre otras etnias del fraccionado país astur enumeramos a los
gigurros, los susarros, los lancienses, los zoelas, los brigecinos, los bedunienses, los orníacos, los
luggones, los selinos, los superatios, los amacos, los teiburos, los pésicos, los albiones… Algunos
etnónimos derivan del nombre de su capital: lancienses de Lancia (en Villasabariego, León),
brigecinos de Brigaecium o Brigeco (Dehesa de Morales en Fuentes del Ropel para algunos,
Manganases de la Polvorosa para otros, ambos en Zamora) o bedunienses de Bedunia (San Martín de
Torres en Cebrones del Río, León).
Respecto a la formación del mundo astur, el punto de partida es un sustrato cultural relacionado con el
grupo duriense de Soto de Medinilla, al que corresponden los primeros castros de los siglos viii-iv
a.C. Con el tiempo y acaso por razones demográficas y sociales, como piensa A. Esparza, se produce
una eclosión de hábitats. Los patrones constructivos son muy similares a los del Noroeste en las zonas
occidentales, y más vinculados a las culturas vaccea y celtibérica del valle del Duero, los situados en
los páramos meridionales de León y Zamora. Entre los astures, como en otros ámbitos de la Hispania
indoeuropea, los castros representan la expresión material de la comunidad en el territorio, al
destacarse topográficamente sobre el entorno y contar con recios sistemas de defensa que incorporan
rampas de piedras hincadas (vid. vol.II, I.2.5.3). Entre los numerosos castros localizados, los de San
Chuís (Allande), El Castelón (Coaña), El Chao de San Martín (Grandas de Salime), Campa Torres
(Gijón) y Caravia, en Asturias; el Castrelín de San Juan de Paluezas, Santiago de la Valduerna, San
Martín de Castañeda, en la provincia de León; y en la de Zamora, Las Labradas en Arrabalde, Sejas de
Aliste y Peñas Coronas en Carbajales de Alba, son buenos ejemplos para conocer el tipo de
emplazamiento, la arquitectura defensiva y la organización interna del hábitat astur. Por lo demás, la
cultura material da cuenta de las influencias galaicas y meseteñas que, en sus distintos sectores,
afectan a esta región durante la Edad del Hierro. Así lo ponen de manifiesto, además de las formas
constructivas, las producciones cerámicas, la orfebrería, los objetos de adorno personal, las
herramientas y algunos modelos de armas. En contraste con lo tradicionalmente asumido, la acción de
Roma no supuso la descomposición de la cultura castreña astur; más bien su consolidación, con
lógicas transformaciones y con vistas sobre todo a la explotación de los recursos auríferos (vid. vol.II,
II.8.2.2). De hecho, como demuestra la investigación arqueológica de los últimos años, los castros
astur-romanos alcanzan su cenit en los siglos i-ii d.C.
Al oriente de los astures, en el sector central de la Cordillera Cantábrica, se extiende la Cantabria
antigua. Como es bien sabido, este es el último bastión en la conquista romana del norte peninsular
(29-19 a.C.) (vid. vol.II, II.5.4.1). En mayor proporción que los astures, los cántabros son retratados en
las fuentes clásicas bajo el paradigma de la barbarie, la violencia y la vida montaraz. Una lectura
distorsionada de la realidad indígena que ideológicamente sirve para proyectar la romanización como
modelo de civilización, en paralelo a la acción militar de Augusto en Hispania. De este imperialismo
cultural Estrabón (3, 3, 8) es quizá la mejor propaganda para el caso de los belicosos pueblos del
norte, según tuvimos ocasión de señalar (vid. vol.I, I.1.3: La Iberia de Estrabón). Hay que reconocer
que esta visión sesgada está presente aún en la difusión de los cántabros y astures en la literatura
popular e incluso en algunos trabajos académicos. Por ello se hace prioritario atender los avances de la
investigación arqueológica, que ponderan estas sociedades en el contexto general de las culturas de la
Edad del Hierro, en la línea que apuntan los estudios de E. Peralta o K. Torres en nuestros días. Los
cántabros componen un conjunto de pequeñas tribus territoriales que sobrepasan los límites de la
actual Cantabria para abarcar el norte de las provincias de Palencia y Burgos. Un espacio montañoso y
agreste delimitado grosso modo por el valle del Sella, al oeste, la ría de Nervión y las fuentes del
Ebro, al este y sudeste, y los saltos de los ríos Carrión, Pisuerga, Cea y Esla, por el sur; lo que separa a
cántabros de astures (por el oeste), autrigones y berones (por el este) y vacceos y turmogos (por el
sur). Tal medioambiente montañoso perfila un patrón económico de base ganadera que se
complementa con una agricultura limitada a los fondos de valle y tierras bajas, y la explotación de
recursos forestales y mineros, sobre todo hierro y plomo. Entre los subgrupos reconocidos por las
fuentes en la antigua Cantabria están los orgenomescos, los vellicos, los concanos, los camáricos, los
plentusios, los maggavenses y los vadinienses. Estos últimos constituyen una entidad particularmente
interesante en la confluencia astur-cántabra, en la unión de Asturias, León y Palencia, entre los valles
del Sella, Esla y Güeña. El testimonio más significativo de los vadinienses son un conjunto de lápidas
funerarias fechadas en época altoimperial pero de innegable sabor indígena, como confirma la
antroponimia. Su capital, Vadinia, de incierta localización, podría no responder a un centro urbano
determinado sino a un espacio aglutinante de varios asentamientos rurales.
Los castros de la región cántabra muestran, algunos de ellos, una primera ocupación en el Hierro
Antiguo, en paralelo y con influencias de las culturas de Soto de Medinilla del valle medio del Duero
y Campos de Urnas del alto Ebro. Este horizonte marcaría el punto de partida en la formación
histórica del grupo cántabro. En los momentos centrales de la Edad del Hierro se desarrolla en el
sector meridional o cismontano una facies cultural relacionada con el valle del Duero. El castro de
Monte Bernorio (Villarén, Palencia), en la frontera con los turmogos, es el mejor exponente de la
misma, hasta el punto de dar nombre a esta fase de transición de los siglos iv-iii a.C. Igualmente
importante es la necrópolis homónima, que ha deparado destacados ajuares guerreros y una variante
de puñal (el tipo Monte Bernorio) muy elaborada y representativa de la Meseta Norte. Los hallazgos
de esta y otras necrópolis burgalesas (Miraveche, Ubierna y Villanueva de Teba), en la transición de
los territorios turmogo y cántabro, confirman la existencia de élites aristocráticas reforzadas por el
prestigio de las armas, algo común a la Hispania indoeuropea (vid. vol.II, I.2.7.5 y I.2.7.8). A partir del
siglo iii a.C. el poblamiento cántabro manifiesta una homogeneización cultural muy vinculada con el
mundo celtibérico; así lo indica la aparición de cerámicas a torno pintadas, armamento y utillaje de
sabor meseteño. Y más tarde, en el siglo i a.C., de monedas y textos escritos en celtibérico, como la
tésera de hospitalidad de Monte Cildá (Olleros de Pisuerga, Palencia). Además de los mencionados de
Monte Bernorio y Monte Cildá, otros castros cántabros parcialmente estudiados (una minoría, pues la
mayoría permanecen sin excavar) son los de Las Rabas (Celada de Marlantes, Santander), Castilnegro
(Medio Cudeyo-Liérganes, Santander), El Castillo (Val de San Vicente, Santander) y La Ulaña
(Humada, Burgos). Bajo el mando de Augusto y después de su colaborador y yerno Agripa ( vid. vol.II,
II.5.4.1), la costosa conquista romana de estas tierras ocasiona una alteración en el poblamiento
cántabro. Los más claros indicadores son: a) la instalación de importantes dispositivos militares y
viarios; b) el abandono de buena parte de los castros de montaña; y c) la potenciación de enclaves y/o
nuevas fundaciones sobre las principales rutas de comunicación terrestre y litoral, como Portus
Blendium (Suances, Santander), Octaviolca (Camesa, Santander), Iulobriga (Retortillo, cerca de
Reinosa, ya en la provincia de Palencia) o en territorio autrigón, Flaviobriga (Castro Urdiales,
Santander).
Por último, el espacio comprendido entre Cantabria, los Pirineos occidentales y la cabecera del Ebro
lo comparten en la Antigüedad una serie de etnias divididas a su vez en diferentes populi. Turmogos,
autrigones, caristios, várdulos, vascones… Al margen de sus nombres y leves referencias locacionales,
poco se puede concretar de estas unidades de poblamiento en su tiempo prerromano. Los turmogos o
turmógidos habitan las tierras de Burgos y parte de Palencia, entre el valle del Pisuerga, la Sierra de la
Demanda y el río Arlanzón. A ellos pertenecen emplazamientos como Segisamo (Sasamón, Burgos),
Pisoraca (Herrera de Pisuerga, Palencia), Diobrigula (entre Lodoso y Tardajos, Burgos) y Lacobriga
(Carrión de los Condes, Palencia), que algunas fuentes atribuyen a los vacceos. Antes de la
romanización, la cultura material de los turmogos muestra evidentes conexiones con los ambientes
vacceo, celtibérico y cántabro. Los autrigones, por su parte, se extienden desde la orilla oriental del
Nervión por el occidente de las provincias de Vizcaya, Álava, el noreste de Burgos (comarca de La
Bureba) y parte de Logroño; limitando con cántabros, turmogos, caristios, berones y pelendones. Entre
las ciudades autrigonas de época romana se enumeran Uxama Barca (Los Castros de Lastra, Caranca,
o bien Osma de Valdegobía, provincia de Álava), Tritium (Alto de Rodilla) y Virovesca (Briviesca),
en la provincia de Burgos. La llanura alavesa y el condado de Treviño son ámbitos adscribibles a los
caristios o carietes. Desde el río Nervión al Deva y por el sur hasta el Ebro, contándose el poblado de
La Hoya (Laguardia) y la ciudad romana de Veleia (Iruña), en Álava, entre sus principales enclaves, el
primero de ellos en la divisoria con los berones. Mientras que los várdulos o bardietas, situados más al
este entre caristios, berones y vascones, poblaban la provincia de Guipúzcoa y el este de Álava hasta el
valle del Leizarán. La falta de civitates y de cecas monetales denota un escaso desarrollo urbano en
estos marcos étnicos.
Finalizamos con los vascones. Ocupan un amplio territorio que supera la extensión de la comunidad
foral de Navarra, al prolongarse hasta Irún –la antigua Oiasso, con salida al mar–, Jaca y la margen
derecha del Ebro riojano. Los vascones limitan, pues, con caristios, várdulos, una pequeña franja
costera y aquitanos (al norte); ceretanos, suesetanos y jacetanos (al este); celtíberos (al sur); y berones
(al oeste). En la zona meridional se fundan en época republicana centros tan importantes como
Calagurris [Calahorra] y Gracchurris [Alfaro], de adscripción celtibérica según las fuentes. En
cualquier caso el principal hito en la romanización del territorio vascón es la fundación de Pompaelo
(Pamplona) por Pompeyo en el 75 a.C. Dentro de la administración romana altoimperial, el espacio de
los vascones se incluye en el convento jurídico caesaraugustano, a diferencia de los grupos étnicos
previamente señalados que lo hacen en el cluniacense.
La etnogénesis de los vascones remonta al horizonte de Campos de Urnas del Bronce Final. En estos
momentos se distingue una red de poblados sedentarios en su mayoría fortificados, parangonables con
asentamientos coetáneos en el valle del Ebro y la Meseta nororiental. La continuidad de este hábitat en
los siglos siguientes no está reñida con aportes poblacionales y lingüísticos de distinta procedencia,
incluidos algunos transpirenaicos de la región de Aquitania. Todo ello dibuja una Edad del Hierro de
notable diversidad y complejidad cultural. En los siglos ii-i a.C. la existencia de varias cecas
monetales (kaiscata, barskunes, kalakorikos, arsaos, arsokoson, bentian) y otros datos epigráficos, de
poblamiento y cultura material, señalan el sur del territorio vascón como una importante área de
transición y contacto entre tres principales focos: el vascón o paleovasco, el celtibérico y el ibérico.
En acertada expresión de G. Fatás, el alto valle del Ebro es un particular trifinium o zona de
hibridación en la confluencia de esos tres fines o esferas lingüístico-culturales. De la antigua lengua
euskera, una de las hablas de esta zona, nos ocupamos seguidamente en el punto I.2.4.1.

I.2.4 Lenguas y escritura


La diferenciación en la Península Ibérica de un área indoeuropea y otra ibérica obedece en buena parte
a un criterio lingüístico, como ya se señaló. En efecto, en los territorios del centro, norte y occidente
peninsulares se hablaron en la Protohistoria distintas lenguas que tenían en común el pertenecer todas
ellas al tronco indoeuropeo. Por ello, lenguas genéticamente distintas a las empleadas por las gentes
del Sur y Levante, englobadas en la cultura ibérica, que son, como dijimos, hablas no indoeuropeas
(vid. vol.II, I.1.4.1). Territorialmente el área lingüística indoeuropea coincide con la amplia zona de
dispersión de los topónimos en –briga (Segobriga, Mirobriga, Nertobriga… entre otros); mientras que
la ibérica lo hace con las regiones meridionales y orientales, donde abundan entre otros topónimos
ibéricos los definidos por la raíz Il– (Ilipa, Iliberri, Ilorcis, Ilici, Ilerda…).
I.2.4.1 Un complejo horizonte lingüístico
El panorama lingüístico de la Hispania indoeuropea es ciertamente complicado. En primer lugar por la
práctica imposibilidad de poder relacionar registros lingüísticos con tiempos y espacios determinados,
es decir, con poblaciones históricas de forma precisa. Como se indicó en otro punto (vid. vol.II, I.2.1),
los procesos de indoeuropeización y celtización de la Península Ibérica son debates no resueltos por la
investigación, si bien pueden consensuarse algunas premisas. Dos fundamentales: a) La tesis
invasionista de oleadas centroeuropeas que introducirían escalonada y puntualmente en la Península
lenguas preceltas y celtas, está hoy felizmente superada. b) En su lugar, la difusión de elementos
indoeuropeos en la Península Ibérica se entiende como un proceso de aculturación paulatina desde al
menos finales de la Edad del Bronce manifestado en desarrollos locales de la cultura de Campos de
Urnas. Ello se haría progresivamente desde Cataluña y el valle del Ebro hacia la Meseta y las regiones
septentrionales y occidentales rebasado el I milenio a.C. Entre las novedades introducidas por las
poblaciones que atraviesan tempranamente los Pirineos estarían una o varias lenguas indoeuropeas
que, al mezclarse sus portadores con poblaciones autóctonas, evolucionarían pronto en variantes
dialectales resultantes de la fusión con hablas vernáculas. Los procesos de etnogénesis y las varias
dinámicas actuantes (aculturación, mestizaje, préstamo, migración, comercio, aislamiento…) en estos
territorios durante la Edad del Hierro, acaban definiendo diversos focos lingüísticos indoeuropeos en
el interior peninsular de distinta filiación y componentes. Dado que al igual que el cultural o el étnico
el lingüístico es un proceso dinámico, el problema reside en singularizar la lengua o lenguas
dominantes en un momento y lugar definidos. ¿Qué lengua hablaban los carpetanos en el siglo iii a.C.?
¿Qué corrientes lingüísticas existen en Gallaecia en el cenit de la cultura castreña? ¿En que idioma se
dirige Viriato al general Serviliano cuando, en una tregua de la guerra lusitana, el Senado le declara
amicus populi Romani en el 140 a.C.? No tenemos respuestas. El hecho de que convivan y se adapten
lenguas troncales y dialectales hace muy difícil la seriación de fronteras filológicas o la delimitación
de regiones onomásticas cerradas. Lo corriente es la interacción lingüística, que explica que
encontremos con relativa frecuencia nombres iguales o muy similares en áreas de población distintas,
por ejemplo los topónimos en –briga; lo que tampoco niega la existencia de determinados localismos.
En segundo lugar y en relación con lo anterior, hay que recordar que la gran limitación en el estudio
paleolingüístico viene dada por la propia naturaleza de la evidencia. Los textos. Con la excepción del
celtibérico, registrado por escrito gracias a la adaptación del signario ibérico por los celtíberos, no
conservamos testimonio directo de lenguas indoeuropeas habladas en la Península antes de Roma. La
razón no es otra que el carácter ágrafo de la inmensa mayoría de los pueblos hispanos. Será bajo
dominio romano y gracias al proceso de latinización cuando términos y nombres de estas lenguas
locales se consignen epigráficamente en latín o se transcriban con alguna alteración en la obra de los
escritores grecorromanos, perdurando en algunos casos hasta nosotros en topónimos fosilizados. Es,
por tanto, a través de la romanización como muchas sociedades indígenas acceden al conocimiento y
uso de la escritura, abandonando el anonimato y analfabetismo que hasta entonces les caracteriza.
Dicho con otras palabras, la romanización proporciona el medio para la expresión escrita de las gentes
hispanas (vid. vol.II, II.9.3). Por ello mismo, el bagaje documental para el estudio de las lenguas de la
Hispania céltica es muy pobre y tardío: en su mayor parte inscripciones latinas funerarias o votivas de
cronología altoimperial, con elementos onomásticos indoeuropeos que remiten a lenguas autóctonas
habladas siglos atrás. Salvando las distancias, algo similar al antiguo léxico celta transmitido en
inscripciones cristianas y glosas medievales irlandesas; o, en este caso sin conexión lingüística
alguna, a los nombres precolombinos conservados en las crónicas de los primeros españoles en las
Indias.
Lejos de asumir una unidad o uniformidad lingüística, en la Hispania céltica se distinguen al menos
cuatro registros indoeuropeos diferentes que no suponen necesariamente la existencia del mismo
número de lenguas –probablemente hubo muchas más–, y que, como acaba de indicarse, resultan muy
difícil caracterizar cronológica, espacial y morfológicamente. Al insuficiente estado de conocimiento
se añade el que las opiniones de los expertos, como veremos, no son unánimes. Enumeramos los
siguientes registros lingüísticos:
1 ) El llamado “antiguo europeo” –alteuropäischen en la bibliografía alemana–, conservado en
hidrónimos de gran arcaísmo repartidos por el interior de la Península Ibérica y el resto de Europa
occidental. Entre sus rasgos más significativos están el mantenimiento de la oclusiva bilabial sorda /p/
en posición inicial e intervocálica, el timbre vocálico /a/ o la raíz –nt– en hidrónimos como
Salmantica. H. Krahe y otros lingüistas relacionan el “antiguo europeo” con un estadio no
diferenciado de hablas indoeuropeas occidentales de la Edad del Bronce. Según F. Villar se trataría de
un sustrato lingüístico indoeuropeo precéltico, anterior a Campos de Urnas y a la iberización de la
Península, extendido ampliamente incluso por áreas posteriormente iberizadas como Cataluña, Aragón
y Andalucía.
2 ) Una lengua indoeuropea precéltica más particularizada, que por registrarse en el occidente de la
Península Ibérica se ha denominado lusitano. Conocemos muy poco de la misma. Está documentada
sólo en un puñado de inscripciones latinas de época altoimperial: las portuguesas de Cabeço das
Fràguas (Guarda) y Lamas de Moledo (Viseu), en la Beira Alta, y las varias cacereñas de Arroyo de la
Luz y Talaván. El hecho de tratarse de dedicaciones votivas a divinidades indígenas sugiere una
lengua de carácter ritual. Lingüísticamente el lusitano se caracteriza por el mantenimiento de la p
inicial que muchas lenguas celtas pierden, rasgo compartido con el “antiguo europeo” y que llevaba a
autores como A. Tovar a pensar que se trataba de la misma lengua. Otras particularidades son la
presencia de consonante líquida y muda (nt, nd y nc), la conjunción copulativa indi (en lugar de la
enclítica cue propia del celtibérico), el nominativo plural en -oi (frente al os celtibérico) y los
diptongos en ai y ae. Recientemente F. Villar identifica el lusitano con una lengua indoeuropea no
céltica pero no tan arcaica e independiente como siempre se ha asumido, al vincularla con el grupo de
lenguas itálicas. Sea cual fuere el origen del lusitano, cabe suponer que ésta o alguna lengua
emparentada serían las habladas por las gentes lusitanas y vetonas a finales de la Edad del Hierro,
cuya extensión alcanzaría la periferia de los territorios galaico, astur y vacceo. Pero de momento no
pasa de ser una hipótesis.
3 ) El celtibérico, que es probablemente la lengua celta más importante de la Hispania antigua y, sin
duda, la mejor documentada. Se trata de una lengua arcaica y de estructura conservadora en fonética,
gramática y sintaxis, emparentada con otras variantes celtas continentales como el lepóntico y en
menor medida el galo. Entre sus rasgos más significativos están: la pérdida de la /p/ inicial o
intervocálica fosilizada en el lusitano, las raíces Seg, Celt o Nerto y el sufijo –briga de muchos
topónimos, el mantenimiento del diptongo ei, nombres verbales en r/n, relativos en yo, numerales con
el sufijo -eto, nominativos plurales terminados en -os, genitivos plurales acabados en -kum para
denominar grupos de parentesco, arcaísmos como -tos para indicar origen, evolución de sonantes,
flexiones nominales y verbales bastante completas, el orden sujeto-objeto-verbo al igual que el
lepóntico, etc. El celtibérico derivaría de una lengua indoeuropea anterior introducida con los Campos
de Urnas y desarrollada localmente en el valle del Ebro y la Meseta Oriental entre los siglos vii- iv
a.C. Epigráficamente su área de difusión se extiende desde el valle del Ebro hasta el río Pisuerga,
viniendo a coincidir laxamente con la Celtiberia histórica: el territorio de belos, titos y arévacos
principalmente, lo que justifica su calificativo de lengua celtibérica. Probablemente se hablaría
también en el espacio de berones, cántabros meridionales, vacceos y carpetanos. Además, algunos
testimonios escritos en celtibérico se irradian tardíamente por puntos del Norte y Suroeste peninsular
siguiendo dinámicas y movimientos de población celtíbero-romana. El conocimiento del celtibérico
viene facilitado por su constatación en documentos epigráficos que se fechan desde inicios del siglo ii
a.C. hasta el siglo i d.C. La importancia de este registro escrito en el estudio y valoración de la cultura
celtibérica merece una atención más pormenorizada (vid. infra).
4 ) Otras lenguas de la familia celta emparentadas con el celtibérico pero diferentes a él que, por
bautizarlas de algún modo, denominamos hispano-celtas a partir de la propuesta inicial de J. de Hoz.
Prácticamente nada conocemos de estas hablas empleadas en territorios al oeste de la Celtiberia, sin
escritura propia y por tanto anepígrafos: la Meseta centro-occidental, las estribaciones de la cordillera
cantábrica, el noroeste y zonas de Extremadura y Portugal. Su difusión vendría a coincidir con el área
lingüística indoeuropea definida convencionalmente por la distribución de topónimos con el sufijo
céltico latinizado –briga y de grupos familiares terminados en la forma de genitivo plural -kum
(céltico) u -orum (latino). En opinión de J. Untermann, otro de los grandes paleohispanistas, todos
ellos serían dialectos célticos emparentados, incluido el lusitano, que este especialista no considera un
nivel precéltico diferenciado. Asimismo, estas lenguas hispano-celtas compartirían y serían
reconocibles en un conjunto de antropónimos y teónimos especialmente representativo de la región
lusitano-galaica. Un cuadro lingüístico particularmente abigarrado es el de la antigua Gallaecia, donde
se entremezclan al menos dos estratos indoeuropeos: una lengua celta diferenciada del celtibérico, por
tanto hispanocelta, y otra no celta próxima al lusitano meridional; sin descartarse otros dialectos
preindoeuropeos de raíz atlántica. Como apuntamos más atrás (vid. vol.II, I.2.3.4), esto es corolario de
la compleja etnogénesis de esta región y de los movimientos de población que la caracterizan hasta
época romana, como el desplazamiento de célticos y túrdulos veteres desde el Suroeste hasta tierras
del Duero y Miño (Strab., 3,

3, 5; Plin., N.H., 4, 111).


Finalmente, habría que citar otras lenguas arcaicas no indoeuropeas presentes en el espacio de la
Hispania céltica. Entre otras, sería el caso del paleovasco o vascoaquitano, hablado desde tiempos
imprecisables en la Vasconia antigua, los Pirineos occidentales, la Gascuña y el suroeste de la Galia.
Se trata de una primitiva lengua que sólo muy tarde y parcialmente se plasma por escrito. Según J.
Gorrochategui, los testimonios más antiguos son una serie de antropónimos registrados en
inscripciones latinas de la región de Aquitania, entre el Bidasoa y el Garona, fechados entre los siglos
ii-iv d.C. No habría otra evidencia escrita del paleovasco hasta los primeros textos en vascuence
propiamente dicho, de época medieval y sobre todo del Renacimiento. De este vasco-aquitano o de un
habla similar derivaría el vasco moderno, una lengua genéticamente aislada con préstamos celtas,
latinos y romances. Un reciente descubrimiento en la ciudad de Veleia, en territorio caristio, difundido
por la prensa (Junio 2006), apunta la presencia de grafitos latinos con palabras en paleovasco en
contextos domésticos del siglo iii d.C. De confirmarse la noticia se trataría de los registros más
antiguos en lengua vascona, pero se impone la cautela hasta que vea la luz el estudio científico de los
hallazgos, no exentos de controversia.
Concluida la conquista de Hispania, el progresivo desarrollo de la romanización depara en los siglos
siguientes una homogenización lingüística, la latinización, sobre el complejo horizonte de lenguas
prerromanas de las que el lusitano y en especial el celtibérico son los mejores exponentes. A la
latinización seguirá posteriormente una fase más restringida de germanización bajo el dominio
visigodo. En realidad, ambas fases suman nuevos episodios al proceso general de indoeuropeización
lingüística de la Península Ibérica, iniciado cientos de años antes y que en parte todavía hoy continúa.
I.2.4.2 La epigrafía celtibérica
El estrecho contacto cultural con los íberos y su dinamismo urbano explican la adaptación de la
escritura ibérica por parte de los celtíberos del valle del Ebro, probablemente a inicios del siglo ii a.C.
En efecto, los celtíberos emplean el signario ibérico levantino (vid. vol.II, I.1.4.1), oportunamente
modificado, como vehículo de expresión de su lengua celta; e igualmente el latín a partir del siglo i
a.C. Al tratarse ibérico y celtibérico de lenguas genéticamente distintas y por tanto con notables
diferencias fonéticas, los celtíberos introducen algunos cambios sobre las grafías ibéricas
Izquierda [Fig. 37] Signario celtibérico (adaptado del ibérico levantino) en sus dos variantes: la
occidental (Luzaga) a la izquierda, y la oriental (Botorrita) a la derecha; según J. de Hoz. Derecha
[Fig. 38] Bronce celtibérico (I) de Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza)
para poder reproducir ciertos sonidos. Su signario consta de veintitrés signos en lugar de los
veintiocho del levantino: algunas consonantes y sílabas tuvieron dificultades de transcripción, como
los silabogramas con las oclusivas b, t y k o los signos de las nasales, con un valor diferente.
Formalmente se distinguen dos variantes de escritura celtibérica: a) la oriental o citerior, en el valle
del Ebro; y b) la occidental o ulterior, en el territorio arévaco. A la primera pertenecen textos tan
importantes como los bronces de Botorrita y la mayor parte de los letreros monetales; mientras que a
la segunda variante pertenece el bronce de Luzaga, un pacto de hospitalidad de difícil comprensión y,
además, uno de los hallazgos más antiguos de escritura indígena. En la actualidad hay catalogadas
cerca de 200 inscripciones en lengua celtibérica, en su mayor parte en signario ibérico y sólo algunas
en latín, datadas en los siglos ii-i a.C.
Los principales soportes de escritura utilizados por los celtíberos –que llegan hasta nosotros– son los
vasos cerámicos y otros instrumentos domésticos para usos cotidianos. Y con un cometido más
oficial, las placas de bronce en general de pequeño tamaño y formato rectangular. Entre estas últimas
un testimonio muy característico son las téseras de hospitalidad. Disponían de estas pequeñas piezas
metálicas en forma de animales, manos entrecruzadas o volúmenes geométricos, los signatarios de un
pacto de amistad, cuyos nombres se grababan en la cara interna del documento; éste –la tésera–
funcionaba como una suerte de contraseña o comprobante de dicho acuerdo. Valga como ejemplo el
texto de la tésera en forma de manos procedente de Botorrita (Zaragoza) y conservada en la Biblioteca
Nacional de París, que traducimos así: “Lubos, de (la familia de) los Alisocos, hijo de Avalos, natural
de Contrebia Belaisca”. Estos acuerdos de hospitalidad podían firmarse entre individuos de distintas
localidades, entre un individuo y un grupo familiar o entre un individuo o familia y una comunidad
política (vid. vol.II, I.2.7.6). También hay escritura celtibérica en inscripciones parietales (como las
del santuario rupestre de Peñalba de Villastar, Teruel), y en lápidas o estelas funerarias. Y asimismo
en leyendas monetales con la indicación de la ceca. La acuñación de moneda por parte de las ciudades-
estado celtibéricas desde la segunda mitad del siglo ii a.C., constituye el principal medio de difusión
de esta escritura (vid. vol.II, I.2.6.4). A diferencia de iberos y griegos occidentales, los celtíberos no
utilizan las láminas de plomo: sólo se ha documentado un texto celtibérico sobre plomo, muy
recientemente, en la provincia de Cuenca.
Salvo contadas excepciones los textos celtibéricos son breves y se refieren sobre todo a nombres de
persona, rótulos, marcas de propiedad, anotaciones particulares y topónimos monetales. Sólo algunos
documentos de naturaleza jurídica o administrativa son más extensos y permiten, aun con dificultades,
una traducción aproximada a través de la comparación con otras lenguas celtas y con el latín. De esta
categoría de textos forman parte leyes, censos, normativas, y sobre todo, los referidos pactos de
hospitalidad consignados en las téseras. A pesar de los notables avances de los últimos años, el
celtibérico no es una lengua completamente descifrada si bien su conocimiento es notablemente
superior al del ibérico.
Por su extensión y contenido, los bronces de Botorrita (Zaragoza) son los textos celtibéricos más
significados. Hallados en la antigua Contrebia Belaiska, ciudad de los belos, se llevan recuperados tres
documentos en celtibérico (dos placas y un pequeño fragmento de una tercera) y uno en latín, la
llamada tabula contrebiensis, que recoge una sanción del senado de Contrebia del año 87 a.C. en
relación con un litigio sobre propiedad de terrenos y uso de regadíos. El primero de los documentos
celtibéricos (Botorrita I) se descubre en 1970 y constituye hasta la fecha el texto estructurado más
largo de los conservados en celta continental. Se trata de una placa alargada (40 por 10 centímetros)
escrita por ambas caras en dos momentos distintos entre finales del siglo ii a.C. y mediados del siglo i
a.C. La cara principal contiene, según la mayoría de especialistas, una ley o texto de carácter sacro con
mención a divinidades, diezmos, prohibiciones y estructuras agrícolas. Mientras que el reverso recoge
un listado de catorce individuos, acaso los testigos o garantes de las disposiciones redactadas en el
anverso. Sus nombres se introducen siempre con idéntica fórmula onomástica: antropónimo, grupo
familiar, filiación patronímica y al final el término bintis, que sería un cargo o magistratura
celtibérica. Así, por ejemplo: letontu ubokum abulos bintis, que entenderíamos como: “Letontu, de [la
familia de] los Ubocos, [hijo de] Abulos, magistrado”. El segundo texto celtibérico (Botorrita III),
aparecido en 1992, es una placa de mayor tamaño que la anterior (73 por 52 cm). Presenta un
encabezamiento de dos líneas cuyo significado se desconoce, y una extensa relación de nombres
personales, cerca de 250, listados en cuatro columnas siguiendo un orden compositivo u ordinatio
plenamente latino. Entre ellos figuran un buen número de mujeres e individuos que por su onomástica
no celtibérica podrían tratarse de extranjeros, entre ellos iberos, vascones, latinos y quizá griegos.
Ignoramos la finalidad de esta larga relación de nombres, tal vez un censo parcial de ciudadanos o una
asociación religiosa. Dado su carácter oficial, los textos de Botorrita debieron estar expuestos
públicamente en una curia o templo local, como indica el hecho de que los bronces II y III presenten
seis orificios para ser colgados.
Estos y otros testimonios epigráficos demuestran la operatividad de la documentación escrita de
carácter público en el ordenamiento de la ciudad celtibérica, en un tiempo coincidente con la
presencia romana. En este sentido, como subraya F. Beltrán, Roma contribuye a afianzar en el mundo
celtibérico, y particularmente en el valle del Ebro, formas de organización político-jurídicas basadas
en la civitas y que requieren de la escritura como instrumento del estado (vid. vol.II, I.2.7.6). En
opinión de J. de Hoz, la escritura celtibérica parece haber sido un fenómeno reducido a las
aristocracias locales y con una función sobre todo representativa e ideológica, que tras un periodo
breve de experimentos con el alfabeto latino da pronto lugar al uso del latín como única lengua
escrita.

I.2.5 Poblamiento, territorio y hábitat


El estudio de los asentamientos y las formas de ocupación del espacio por parte de las poblaciones
prerromanas es un aspecto de gran relevancia, como tuvimos ocasión de comentar a propósito de los
pueblos ibéricos. Remitimos al lector a las consideraciones generales ahí planteadas (vid. vol.II,
I.1.5.1/2), válidas en buena parte para los contextos que ahora nos ocupan.
I.2.5.1 Aldeas, castros y ciudades
En la Hispania céltica el hábitat es el mejor indicador para aproximarnos al volumen de las
poblaciones en los diversos territorios y a sus estrategias de adecuación y explotación del medio
natural. Junto a eso, es un agente que modela y refleja al tiempo la estructura sociopolítica de una
comunidad y su identidad. Con lógicas particularidades regionales y diferentes ritmos, la evolución
general del poblamiento durante la Edad del Hierro se condensa en la transición de un modelo de
aldeas a un sistema de ciudades, en especial en el ámbito celtibérico (vid. infra). Lo que permite
atisbar como proceso de fondo el paso de sociedades rurales más o menos tradicionales a sociedades
urbanas de carácter estatal, coincidiendo con la extensión del dominio romano. Un proceso gradual
pero no homogéneo ni exclusivo.
En la presentación de los distintos pueblos y territorios se indicó que, prácticamente en todos los
escenarios, la unidad principal de poblamiento es el castro. Bajo tan arraigado término en nuestra
Protohistoria entendemos un poblado fortificado en alto de pequeño o mediano tamaño erigido en
cabeza de un territorio menor, que es lugar de habitación y punto de referencia para un grupo de
gentes unidas por lazos de parentesco inicialmente. Asimismo constituye una unidad de producción
socioeconómica al establecerse como comunidad agropecuaria sobre el paisaje, y disponer de una
distribución interior ajustada a una realidad autárquica: murallas, viviendas, talleres, corrales, campos
de cultivo, etc. El emplazamiento de los castros es bastante determinante y responde a una doble
estrategia: económica y defensiva. Así, se localizan próximos a recursos naturales que aseguran una
producción autosuficiente (tierras agrícolas, pastizales, bosques, afloramientos mineros) y ocupan
posiciones resguardadas y de difícil acceso, contando además con defensas artificiales (vid. infra
I.2.5.3). Se ubican generalmente en laderas de montaña, cerros testigos, colinas o superficies
amesetadas; o bien en riberos, espigones o escarpes sobre ríos dominando valles y terrazas, con
amplio control visual favorecido por su posición elevada. Los primeros castros se empiezan a definir a
finales de la Edad del Bronce (siglos xi- viii a.C.), y sobre todo en el Hierro Antiguo (siglos vii-v
a.C.), para ir evolucionando en tamaño, sistemas de construcción y organización interna en los siglos
siguientes, en muchos casos hasta época romana. El uso de la piedra en murallas y viviendas –la
petrificación, en suma, del hábitat gracias al dominio granítico de la Hispania céltica–, es el rasgo
visual más manifiesto de lo castreño. En los momentos iniciales y en algunos casos durante toda la
Edad del Hierro, los castros no pasan de ser
[Fig. 39] Castro astur de El Castelón de Coaña (Asturias)
pequeñas aldeas fortificadas donde habitarían a lo sumo un centenar de personas, con superficies que
oscilan entre 0,5 y 3 hectáreas Funcionan igualmente como lugar de refugio para la población de los
alrededores ante una amenaza externa. A lo largo del tiempo algunos castros se abandonan, otros se
mantienen sin apenas cambios y otros muchos se refuerzan y amplían mediante procesos de
concentración o sinecismo, esto es, integrándose las gentes de varias aldeas en un poblado central.
En momentos avanzados de la Edad del Hierro ciertos castros con emplazamientos estratégicos y
territorios potenciales se transforman en grandes poblados amurallados, nuclearizados y complejos,
que conocemos con el término latino de oppida, con el que Julio César se refería a las ciudades de los
galos. Con superficies comprendidas entre 10-25 hectáreas y extensos dominios bajo su control, los
oppida son muy representativos de los territorios de la Meseta en los siglos iii-i a.C. Surgen fruto de
un proceso de concentración demográfica y constituyen la mejor expresión de un lugar central o
núcleo urbano convertido en capital política de un territorio; algo parangonable a los oppida ibéricos
(vid. vol.II, I.1.5.1), aunque en el ámbito hispanocelta su formación es más tardía y diferenciada. Los
oppida de arévacos, vacceos o vetones alcanzan en ocasiones tamaños superiores a 30 hectáreas y
poblaciones que rondarían varios miles de habitantes. La eclosión de estos poblados mayores o
protociudades en las postrimerías de la Edad del Hierro obedece a cuatro factores principales: a) un
incremento demográfico, b) una intensificación socioeconómica sobre el espacio, c) un avance
tecnológico y d) un desarrollo político y militar coincidente y en parte motivado, además de por los
factores anteriores, por la presión de cartagineses y romanos en el interior peninsular. Amén de ser
puntos dominantes sobre el paisaje –en su doble figuración, paisaje natural y paisaje social–, desde el
plano funcional los oppida acaban por convertirse en unidades políticas independientes, en una suerte
de ciudades-estado de distinta morfología y alcance según regiones. Un modelo de organización
territorial que Roma transformará en su propio beneficio.
Al margen del hábitat nuclearizado que representan castros, oppida y ciudades, en los espacios de la
Hispania céltica existe durante la Protohistoria un poblamiento rural a base de pequeños poblados
abiertos, alquerías y granjas dispersas por el territorio; sobre todo en zonas llanas de vega subsidiarias
de los centros mayores. Resultan, sin embargo, de muy difícil reconocimiento arqueológico habida
cuenta de lo reducido de sus unidades y de la ausencia de estructuras importantes. Una derivación
tardía de estos emplazamientos menores son las explotaciones agrícolas que florecen a partir del siglo
ii a.C. en el valle del Ebro.
Una vez presentados los diversos tipos de hábitat analizaremos a continuación algunos modelos
regionales de poblamiento, esto es, de estrategias de ocupación territorial. Lo aplicaremos a zonas de
la Meseta y del Noroeste donde se han llevado a cabo trabajos de campo, en especial prospecciones
sistemáticas y excavaciones arqueológicas.
I.2.5.2 Patrones regionales
En Celtiberia se constata una multiplicación y crecimiento progresivo de los hábitats a lo largo del I
milenio a.C. Valga de muestra el dato de que sólo en la provincia de Soria cerca del 70 por ciento de
los castros del Hierro II son de nueva planta, de lo que se deduce un aumento demográfico y
probablemente un desplazamiento de gentes. Ello se refleja tardíamente en las fuentes con referencias
a la fundación, reduplicación o extensión de enclaves como Complega, Colenda, Bilbilis o Segeda.
Recordemos que esta última, ciudad de los belos localizada en El Poyo de MaraBelmonte de Gracián
(Zaragoza), al intentar ampliar su perímetro murado en el 154 a.C. motiva la intervención militar de
Roma y el estallido de la guerra celtibérica, pues había contravenido los acuerdos alcanzados años
atrás con Sempronio Graco (vid. vol.II, ii.2.3.4). El siguiente texto de Apiano es suficientemente
expresivo de los procesos de sinecismo en la Celtiberia, por lo que merece ser reproducido:
“Segeda es una ciudad de los celtíberos, de los llamados belos, grande y poderosa, y había sido
inscrita en los pactos de Sempronio Graco. Ésta obligó a las ciudades más pequeñas a incluirse en sus
límites y se rodeó con una muralla de hasta cuarenta estadios en su derredor y forzó a ello a los titos,
otra tribu limítrofe. Pero cuando el Senado se informó de ello les prohibió construir la muralla, les
exigió los tributos establecidos en tiempos de Graco y les ordenó sumarse en campaña a los romanos;
pues efectivamente esto estipulaban los pactos de Graco. Por su parte, ellos replicaron por lo que atañe
a la muralla que por parte de Graco se les había prohibido a los celtíberos edificar ciudades, no
fortificar las ya existentes; con respecto a los tributos y a los contingentes auxiliares, dijeron que
habían sido dispensados por parte de los propios romanos después de Graco”
(Apiano, Iber., 44)
Desde el celtibérico pleno se observa una progresiva ordenación jerárquica del territorio con el
destacamiento de algunos castros como lugares centrales y la disposición en torno a ellos de poblados
menores y asentamientos abiertos en llano. En el siglo iii a.C., por efecto de la temprana asimilación
de influencias culturales ibéricas, el valle del Ebro experimenta un desarrollo urbano que conduce a la
aparición de verdaderas ciudades, como ponen de manifiesto los trabajos de F. Burillo. Aunque su
conocimiento es aún escaso, las que disponen de mayor información arqueológica como Contrebia
Belaiska/Botorrita, Segeda I/El Poyo de Mara, Bilbilis III/Calatayud-Valdeherrera o más al norte
Contrebia Leukade/Inestrillas, en territorio berón, muestran una trama urbana organizada que cuenta
con los elementos propios para la vida de la ciudad. Por lo demás, ocupan posiciones privilegiadas en
la entrada de valles, controlando tierras agrícolas, accesos a recursos mineros y vías de comunicación.
Este horizonte de atomización urbana –en el seno de la sociedad celtibérica se han dado condiciones
sociopolíticas para la organización estatal (vid. vol.II, I.2.7.6)– tiene su reflejo literario en las
numerosas ciudades mencionadas en relación con las guerras celtibéricas y en la referencia a sus
habitantes no por el etnónimo sino, precisamente, por el nombre de sus ciudades. Además, y éste es
otro importante refrendo, muchas de ellas acuñan moneda y en las que lo hacen en plata se observa,
por su mayor prestigio, cómo establecen un control sobre amplios territorios, caso de ciudades-ceca
como Turiaso, Segeda/Sekaisa o Arekoratas ( vid. vol.II, I.2.6.4). Algunos de estos centros urbanos se
establecen a distancias regulares de entre 40-50 kilómetros y en sus territorios se localizan
asentamientos rurales dependientes de las capitales políticas. Esta eclosión de ciudades-estado alcanza
la Celtiberia ulterior algo más tarde, en tiempos del choque con Roma; así lo indica la información de
lugares del alto Duero parcialmente excavados como Numancia, Termes o Clunia.
Otro poblamiento de tipo urbano bien estudiado es el vacceo, con un modelo diferenciado del
celtibérico. Durante los siglos iv-ii a.C. en el valle medio del Duero el asentamiento característico y
casi único son los oppida. Se localizan éstos en los ejes naturales del territorio siguiendo cierto
alineamiento: por un lado en el borde de los páramos, ocupando muelas, motas y cerros-testigo; y por
otro en la red fluvial Duero-Pisuerga, sobre espigones en meandros. Si bien hay cierta discrepancia a
la hora de reconocer una ocupación jerarquizada, lo representativo son los asentamientos nucleares
con dimensiones medias entre 10-30 hectáreas, separados por distancias más o menos regulares: en
torno a doce kilómetros en el borde oriental de los páramos y el bajo Pisuerga, y entre 30-40 km. en el
frente más occidental hasta el río Esla. Esta focalización del poblamiento en sectores bien definidos
determina, en contrapartida, la sucesión de amplios espacios desocupados en el interior de los
páramos y en las campiñas meridionales del Duero, los distintivos vacíos vacceos en afortunada
expresión de J.D. Sacristán. Se trata de extensiones sin aprovechamiento agrícola que, en sus límites,
pueden tenerse como franjas fronterizas entre ciudades. Éstas se establecen sobre medianas alturas y
en general muestran buena accesibilidad, sujeción a fuentes de agua y proximidad a vías y cañadas.
Amén de una estrategia defensiva que no siempre incluye la erección de recintos murarios, su posición
les permite controlar el territorio de explotación económica y dominar las rutas comerciales.
Un tercer ejemplo es el poblamiento vetón, en las comarcas de la Meseta occidental y la alta
Extremadura. En momentos consolidados de la Edad del Hierro presenta un patrón de asentamiento
bastante homogéneo cuyo hábitat más reconocido son los núcleos reciamente fortificados emplazados
en laderas montañosas y riberos, sobre posiciones preeminentes que facilitan el control de territorios y
caminos. Dependientes de estos castros, en ocasiones oppida de gran extensión (los abulenses de
Ulaca, Mesa de Miranda o El Raso alcanzan superficies entre 20-60 hectáreas), se disponen
asentamientos menores y caseríos dispersos. Traduce ello en un poblamiento jerarquizado en
respuesta a factores estratégico-defensivos y de cara al aprovechamiento agropecuario y minero del
medio. Tal ordenamiento podría hacer pensar en relaciones de servidumbre de unos núcleos respecto a
otros.
En contraste con los grandes castros de vetones y celtíberos, el solar carpetano presenta durante la
Edad del Hierro, como ya dijimos, un hábitat menos afianzado y más disperso. En la Meseta central se
distinguen una variedad de asentamientos rurales que van desde caseríos y modestos poblados de
estructuras efímeras, con los característicos campos de silos y “fondos de cabaña” ya presentes en las
riberas madrileñas desde el III milenio a.C., hasta asentamientos fortificados en espolones sobre el
páramo, muy representativos de la Mesa de Ocaña toledana. Estos últimos enclaves controlan fértiles
vegas en las que se detectan pequeños núcleos secundarios, conformando un patrón poblacional de
economía cerealista. En él los recintos amurallados funcionarían como una suerte de fortines-granero
para el almacenamiento de cosechas y el intercambio de excedentes, según sugiere D. Urbina.
Un poblamiento no uniforme con hábitats de distinta categoría y diferentes densidades demográficas
se comprueba también en los rebordes de la Meseta septentrional, en el espacio de turmogos y
berones; así como en el de astures y cántabros meridionales. Entre los lusitanos, en las comarcas del
interfluvio Tajo-Duero se atisba igualmente un patrón de asentamiento jerarquizado en el que ciertos
núcleos ostentarían un papel hegemónico sobre otros hábitat del territorio.
El asentamiento castreño del Noroeste muestra una innegable personalidad. Amoldados a una
topografía fragmentada, los numerosos castros de galaicos y astures occidentales son hitos
estratégicos sobre el paisaje con coordenadas espaciotemporales no siempre fáciles de aprehender. Se
señaló páginas atrás que su formación y desarrollo es un proceso continuo que abarca todo el I milenio
a.C. y alcanza su cenit bajo dominio romano, en el periodo que va de Augusto a los Flavios, entre los
siglos i a.C. y ii d.C. (vid. vol.II, I.2.3.4). Señalemos ahora que los castros son prácticamente el único
hábitat reconocido en el Noroeste y, por ende, el principio básico en el ordenamiento de la población
desde antiguo. Como unidad de asentamiento el castro es el espacio socioeconómico y jurídico de
referencia para los individuos que en él habitan: dependiendo de su tamaño y rango, uno o varios
grupos gentilicios, pues el parentesco es criterio de ordenamiento interno en las poblaciones de la
Hispania céltica (vid. vol.II, I.2.7.3). A finales de la Edad del Hierro y durante época romana cada una
de las tribus o populi del Noroeste se divide en un número impreciso de castros, entendidos como
comunidades político-territoriales independientes a las que están sujetos sus habitantes. Los romanos
denominaron castella a estos castros institucionalizados; un término –castellum- que, tal como
propusiera hace 30 años M.L. Albertos y confirmaran después los estudios de G. Pereira y J. Santos,
aparece reflejado con una C invertida en la relación onomástica de inscripciones de tradición indígena
de la antigua Gallaecia. Si bien correspondiente a un momento más tardío, este dato permite entender
cómo el castro constituye la principal referencia territorial para las unidades de población del
Noroeste. En definitiva y como lectura extraída del asentamiento castreño, su atomización es el marco
que asienta la segmentación etnopolítica y la autarquía socioeconómica inherentes a este espacio.
De este repaso regional se extrae como principal conclusión la diversidad del poblamiento en la
Hispania céltica. Lejos de generalizarse un único modelo de asentamiento y de construcción del
espacio, imperan distintos patrones que, todo lo más y con particularidades regionales hacen del castro
su común denominador. Por eso, al igual que en el poblamiento, no cabe hablar de una sino de varias
culturas castreñas: la de los “castros del Noroeste”, la de los “castros sorianos”, la de los “castros
celtibéricos”, la de los “castros del Occidente de la Meseta”… como se lee en la bibliografía
arqueológica. Este comportamiento diferenciado es reflejo de la diversidad de paisajes, tradiciones
culturales y estructuras sociopolíticas que definen a los pueblos del interior y de la orla atlántica.
I.2.5.3 Las defensas castreñas
Que el carácter fortificado es el rasgo más reconocido del hábitat del área indoeuropea, no hay mucha
duda. Las murallas hacen al castro de igual forma que éste se concreta y simboliza en el
amurallamiento. La erección de sistemas artificiales de defensa remonta muy atrás en el tiempo y está
presente en los primeros castros del Bronce Final e Hierro Antiguo, mostrándose como uno de los
mejores indicadores de la complejidad social creciente. Con el correr de los siglos las defensas se
hacen más elaboradas y monumentales en consonancia con el aumento poblacional, la presión política
y la eclosión a la postre de oppida y ciudades. Lógicamente existen diferencias en la disposición y
volumen de los elementos defensivos (desde el simple muro de una aldea a la costosa edilicia militar
de una ciudad), así como en las técnicas y materiales de construcción que dependen de las
características físicas de cada región y de otras variables socioculturales. Haciendo una valoración de
conjunto, que es de lo que aquí se trata, diremos que los recintos defensivos hispanoceltas se
componen fundamentalmente de muralla, torres, fosos y otros recursos específicos entre los que
despuntan las piedras hincadas. Veamos sus principales características.
Los recintos murarios pueden ser perimetrales y rodear por completo el hábitat, o bien sectoriales y
cubrir sólo aquellas partes vulnerables que no cuentan con defensa natural. Algo bastante frecuente si
tenemos en cuenta el accidentado emplazamiento de no pocos poblados, sobre todo en los momentos
más tempranos, cuya ubicación en riscos y crestas de montaña es su mejor protección. Así ocurre, por
ejemplo, en los castros pelendones de la serranía soriana o en algunos poblados vetones encaramados
a los piedemontes del Sistema Central. En el Noroeste, el aumento de los sistemas artificiales de
defensa va parejo a un abandono de sitios inexpugnables que apenas requieren de muralla, por
emplazamientos menos destacados y próximos a tierras de cultivo que incorporan complejas
fortificaciones. Las murallas se adaptan a la topografía del terreno con trazados ondulantes o
acodados; suelen levantarse directamente sobre el suelo sin cimentación previa, aunque se conocen
casos de muros aterrazados ocupando laderas (así, El Palomar en Aragoncillo, Guadalajara). Se
construyen con piedra local en seco a partir de dos paramentos de mampostería irregular, interior y
exterior, rellenos de tierra, cascotes y piedras trabadas. A partir del siglo iii a.C. los muros de muchos
poblados presentan una técnica más depurada con hiladas regulares de sillares bien careados que
confieren firmeza y noble apariencia. En ocasiones se recurre a potentes muros de aparejo ciclópeo
como los que muestran oppida vetones de la categoría de Mesa de Miranda o Ulaca, este último con
un espacio intramuros superior a las 60 hectáreas. En terrenos predominantemente sedimentarios
como el vacceo, el carpetano o la Celtiberia citerior, en lugar o además de la piedra se emplean
sillares de adobes. Incluso muchos paramentos de piedra se coronan con hiladas de adobe para ganar
altura. El perfil de las murallas puede ser tanto vertical como ensanchado en la base, siendo muy
característico el ataludamiento, por ejemplo, en los castros zamoranos y cacereños. Los grosores de
los muros varían entre dos y ocho metros, y las alturas conservadas oscilan entre uno y seis metros, lo
que permite pensar en elevaciones reales de hasta ocho y diez metros en algunos casos. En su parte
superior las murallas debieron rematarse con empalizadas de madera, barro y adobes. El uso de
madera en las defensa se infiere de las fuentes en noticias sobre incendios en el asedio a ciudades
como la vaccea Pallantia.
En Celtiberia, la Meseta septentrional y el ámbito astur-cántabro los perímetros murarios se
corresponden por lo general con un único alineamiento o cinturón defensivo. Esto contrasta con el
espacio de vetones, lusitanos y galaicos donde son frecuentes dos y hasta tres recintos en sucesivas
ampliaciones. Es lo que comprueban los castros abulenses de Las Cogotas y La Mesa de Miranda, que
en su primer recinto, que cubre la parte alta del emplazamiento, disponen de una acrópolis, mientras
que algunos espacios amurallados interiores se destinarían parcialmente a la estabulación del ganado,
como propusiera hace años J. Cabré (vid. vol.II, I.2.6.1). Asimismo ciertos castros del Noroeste
muestran varios anillos de muralla con una disposición habitualmente circular y concéntrica, como los
que rodean la citania de Monte Mozinho (Peñafiel, Oporto). Son frecuentes también las líneas de
refuerzo exterior o cercos delanteros junto a los accesos principales, documentándose desde Celtiberia
(Numancia) hasta la Beturia céltica (El Castrejón de Capote).
La mayoría de hábitats refuerzan sus lienzos con bastiones o dobles muros, sobre todo en las
inmediaciones de las puertas. Éstas son de distinto tamaño y tipo, predominando tres variantes: la
entrada en codo (con el quiebro interior o exterior de un solo lienzo de la muralla, con distinta
angulación), la entrada en embudo (formada por la abertura de dos lienzos hacia el interior, a modo de
callejón o embudo reforzado en sus extremos con una torre o ensanchamiento), y la entrada en esviaje
(más compleja técnicamente, definida por la reduplicación al interior de un lienzo oblicuo sobre el
vano de la puerta, lo que crea un espacio de paso o corredor controlado desde el interior). A intervalos
del perímetro murado, seccionando sus distintos tramos, se adosan torres de control y defensa tanto de
planta circular como rectangular o cuadrada. Éstas últimas son características de momentos avanzados
y presentan facturas más elaboradas, como se ve por ejemplo en Numancia. Asimismo se reconocen
caminos de ronda para el desplazamiento y la vigilancia en la parte superior de las murallas. La mayor
eficacia y monumentalidad de murallas, puertas de acceso y torres coincide con la presión cartaginesa
y sobre todo con el avance romano por el interior. Algo
[Fig. 40]
Muralla y entrada meridional del oppidum vetón de El Raso (Candeleda, Ávila)
lógico teniendo en cuenta la atmósfera de inestabilidad que envuelve a las poblaciones de la Meseta y
Lusitania en el siglo ii a.C., y a las del Norte en la centuria siguiente.
Complementando la defensa de los hábitats, a los recintos murarios preceden terraplenes y uno o
varios fosos de anchura variable excavados en el suelo, a veces sobre la misma roca natural; el caso
más espectacular es sin duda el de Contrebia Leukade. Meandros o confluencias de arroyos sobre los
que se establecen estratégicamente los castros hacen también las veces de barrera natural. Bastará con
citar de nuevo el caso de Numancia, en un cerro –el de la Muela de Garray (Soria)– flanqueado por el
río Duero y sus fluentes Merdancho y Tera.
En cualquier caso, la aplicación defensiva más expresiva son las rampas o campos de piedras
hincadas, los chevaux de frise según la terminología francesa todavía en uso. Consisten en cubrir las
inmediaciones de las puertas y otros flancos vulnerables del castro con un enjambre de piedras
enclavadas en el suelo, con aristas cortantes y afiladas puntas a la vista, a fin de entorpecer cualquier
intento de ataque enemigo, sea una carga a pie o con menos probabilidades a caballo. ¡Un campo
literalmente sembrado de desafiantes cepellones de piedra! Documentado igualmente en la Galia
[Fig. 41] Defensa de piedras hincadas frente a las murallas del castro de Las Cogotas (Cardeñosa,
Ávila)
y en otros ámbitos celtas europeos, este sistema defensivo está presente en buena parte de la Hispania
indoeuropea: desde el Noreste, pues se atestigua en el poblado ilergeta de Els Vilars (Arbeca, Lérida),
y los castros sorianos en el Hierro Antiguo, hasta las regiones occidentales de la Meseta y el Noroeste
en fases más avanzadas, registrándose incluso en poblados celtibéricos tardíos como Castilviejo de
Guijosa, (Guadalajara). Son especialmente representativos de los castros orensanos, transmontanos,
zamoranos, salmantinos y abulenses. Además de constituir un imponente artilugio defensivo, la alta
concentración de piedras hincadas en algunas comarcas occidentales advertiría un carácter simbólico
y de prestigio, según sugiere A. Esparza, e incluso una autoexpresión de identidad en estas
comunidades castreñas.
Pasando a las implicaciones sociológicas de las defensas, recuérdese que el fenómeno global de
“encastillamiento” de los hábitats de la Edad del Hierro no ha de valorarse exclusivamente como
estrategia defensiva o como foco de control territorial. Lo son indudable y poderosamente, en un
tiempo por lo demás sujeto a rivalidades, conflictos e intercambios; pero las murallas aúnan otras
funciones ya apuntadas al hablar de las fortificaciones ibéricas (vid. vol.II, I.1.5.4). Las defensas
desempeñan un papel demarcatorio esencial al delimitar el espacio habitable y hacerlo distinguible
sobre el paisaje, de forma que un poblado o una ciudad puedan vislumbrarse, reconocerse, temerse…
en la distancia. El castro es el referente espacial de la comunidad en su territorio, ya lo dijimos, por lo
que la fortificación puede entenderse como la materialización de la fuerza o identidad colectiva de la
población. Su legitimación hecha piedra. Particularmente el poder de las élites que gobiernan la
comunidad se ve reflejado –y sin duda reforzado– en la monumentalidad y simbolismo de sus
defensas. Citaremos dos gráficos ejemplos de lo mismo. Por un lado, la disposición de los
denominados guerreros galaico-lusitanos de piedra en la entrada de los castros bracarenses, cual
imágenes de poder asociadas a las murallas con una función que aglutina lo heroico con lo apotropaico
y lo heráldico. Algo parecido desempeñan las estatuas de verracos emplazadas en las defensas y
entradas de los poblados vetones, una suerte de iconos protectores. Por otro lado y participando del
mismo lenguaje de prestigio, los grabados con la representación de caballos y jinetes –el équido es un
referente de nobleza– que se descubren en sillares murarios y puntos de acceso del castro vetón de
Yecla la Vieja (Salamanca).
I.2.5.4 Urbanismo y arquitectura doméstica
Desde el Hierro Antiguo se observa en distintas áreas de la Hispania céltica y especialmente en la
Meseta, un modelo predominante de sencillos poblados cerrados que denominamos de calle central. El
esquema es, en efecto, el de un eje transversal en torno al cual se organizan y abren las viviendas que
apoyan sus paredes medianiles sobre la muralla circundante, como se reproduce en el poblado de El
Ceremeño (Herrerías, Guadalajara). Autores como M. Almagro Gorbea atribuyen a los Campos de
Urnas del valle del Ebro estas primeras pautas urbanas, reflejo de una incipiente organización
comunitaria. No hay que descartar sin embargo una génesis local o la irrupción de influjos
meridionales. Con el paso del celtibérico antiguo al pleno se generaliza en el interior peninsular el
esquema urbanístico de calle o plaza central, que gana en complejidad con el aumento de los hábitats
y, acorde a él, una organización interna más elaborada. Las ciudades que reemplazan a los viejos
castros celtibéricos, muchos de ellos abandonados en el siglo iv a.C., muestran los rasgos esenciales
del urbanismo meseteño, con viviendas alineadas distribuidas en manzanas que se ajustan a un trazado
urbano previamente planificado. Este desarrollo tiene su referente más próximo en el mundo ibérico, y
a partir del siglo ii a.C. se hará patente la adopción de elementos urbanísticos itálicos. Las ciudades de
Numancia o Contrebia Leukade son buenos ejemplos de esta definición urbana. En el caso de la
capital arévaca, de unas ocho hectáreas de extensión, antes del asedio de Escipión del 133 a.C. la
ciudad se estructuraba en torno a dos largas calles paralelas dispuestas de norte a sur, cruzadas por
otras once, también paralelas entre sí, con dirección este-oeste. Se formaba así una retícula uniforme
de veinte manzanas rectangulares o triangulares
[Fig. 42] Vista aérea del
trazado urbanístico de la ciudad celtibérica de Numancia (Garray, Soria)
sin dejar espacios libres. Este mismo trazado de época celtibérica se mantiene en la ciudad
reconstruida en el siglo i a.C.
En las regiones occidentales y septentrionales el ordenamiento urbano es por lo general mucho menor.
La mayor parte de los castros distribuyen su caserío de forma irregular y dispersa, sin seguir un
modelo reticular de manzanas y calles. Hay, eso sí, un amoldamiento a la topografía del terreno,
rebajándose en ocasiones el suelo natural para crear rellanos o aprovechando los afloramientos
graníticos como apoyo de murallas y viviendas. En algunos poblados vetones, por ejemplo, las calles
interiores se marcan con piedras alineadas para abancalar el terreno. Sin embargo, en momentos
tardíos de la Edad del Hierro ciertos castros occidentales alcanzan también una avanzada
configuración urbana. Sirva como ejemplo el caso de Sanfins (Paços de Ferreira, Oporto). Sus más de
15 ha dibujan un esquema urbanístico que recuerda al de Numancia: una planta casi ortogonal cuyas
calles delimitan una serie de módulos o barrios de los que forman parte un conjunto de unidades
domésticas compuestas por distintas construcciones, perteneciendo cada una de estas unidades a un
grupo familiar según piensa A.C. Ferreira da Silva.
Son muy pocos los yacimientos excavados en extensión, por lo que el conocimiento de su distribución
interior es en general muy leve. Ésta es la asignatura pendiente de la arqueología urbana de la
Hispania céltica. En los poblados suficientemente extensos, y particularmente en los oppida, hay
distinción de ámbitos públicos y privados, singularizándose áreas de viviendas, talleres y zonas de
servicio, espacios comunitarios, rediles ganaderos, áreas de transición entre barrios o sectores, etc. Por
otra parte, se conocen cada vez más santuarios urbanos ocupando zonas neurálgicas en enclaves
importantes, como ocurre en Termes, Ulaca o El Castrejón de Capote (vid. vol.II, I.2.8.1); algo similar
a lo que representan las pedras formosas o saunas rituales en el interior de grandes castros del
Noroeste (vid. vol.II, I.2.8.3). Igualmente existen edificios que por su mayor envergadura y tipología
constructiva se corresponden con residencias de las élites o centros de representación política. La
conversión de los oppida en capitales territoriales requiere de espacios de reunión civil y religiosa,
que son elementos aglutinantes o escenarios de cohesión social. De igual forma su funcionamiento
como lugares centrales donde se producen, acumulan y redistribuyen excedentes explica la presencia
de alfares, almacenes y zonas para la celebración de ferias y mercados (vid. vol.II, I.2.6.3). Ello se
advierte en bastantes núcleos urbanos de la Meseta, y particularmente en el territorio vacceo. Otro
reflejo de este dinamismo son los barrios extramuros anejos a algunos poblados, comprobados
arqueológicamente, que cabe entender como extensiones del hábitat fruto de un crecimiento
demográfico. Sin embargo en algunos casos se trata más bien de áreas comerciales o artesanales,
como ocurre en la ciudad vaccea de Pintia (Las Quintanas en Padilla de Duero) con el pago de
Carralaceña, un “polígono industrial” con alfares y otras instalaciones localizado frente al núcleo
urbano, en la otra orilla del río Duero (vid. vol.II, I.2.6.2). Un eco de este tipo de emplazamientos lo
tenemos en la cita a los arrabales de Helmantica, donde Aníbal tuvo cautivos a sus habitantes en el
asedio a dicha ciudad en el 220 a.C., según nos hacen saber las fuentes. Finalmente, en el contexto de
la romanización, castros y ciudades mejoran su infraestructura urbana con la pavimentación de calles
y aceras, el empleo de mejores materiales y la construcción de nuevos espacios públicos.
Con relación a la arquitectura doméstica, las casas, cuando son de planta angular, se disponen de
forma alineada o adosadas entre sí compartiendo muros medianeros en su lado posterior que, en
ocasiones, como en los poblados de calle central, apoyan directamente sobre la muralla. Esto no
ocurre en los castros del Noroeste cuyas estructuras son exentas y están sin alinear. Tal rasgo
diferencia el urbanismo galaico del meseteño y septentrional, en cuyos poblados, como hemos visto,
las casas se unen formando manzanas. Respecto a las técnicas constructivas, las viviendas se levantan
directamente sobre el suelo con un zócalo de mampostería trabada en seco que raramente supera el
metro de altura; la excepción una vez más son las casas circulares del Noroeste, construidas por entero
en piedra. Sobre este zócalo o basamento se disponen, según las condiciones geológicas del lugar,
alzados de tapial, adobe o piedra en tramos separados por postes de madera. Con frecuencia las
paredes se
[Fig 43] Reconstrucción de viviendas excavadas en el oppidum vetón de El Raso (Candeleda, Ávila)
enlucen con barro y cal. Los techos se establecen con armadura de madera y cobertura vegetal
mezclada con barro y sujeta en algunos casos con lajas de piedra; mientras que los suelos son de tierra
apisonada y más rara vez de arcilla quemada, guijarros o enlosados pétreos irregulares. Respecto a las
plantas, está arraigada la creencia de que en las regiones atlánticas las casas son circulares y en las
zonas del interior rectangulares, invariablemente. Esta premisa sin embargo no es del todo cierta,
como tampoco la adscripción celto-galaica de las viviendas circulares, que en todo caso serían de
tradición atlántica y también se documentan en poblados andaluces durante el Bronce Final. Si bien en
la cultura castreña del Noroeste las plantas circulares y ovaladas son prototípicas y prácticamente
exclusivas hasta época romana, en muchas zonas de la Meseta y Lusitania conviven ambas tipologías
durante largo tiempo (siglos viii-v a.C.), hasta que en el Hierro II se generalizan las plantas
rectangulares. La coexistencia de plantas angulares y circulares obedece a distintas razones. Mientras
en unas zonas el criterio parece ser funcional (uso como vivienda de las primeras, como despensa o
estructura auxiliar de las segundas), en otras la explicación es de índole arquitectónica, ambiental o
cultural. En este sentido las casas circulares
[Fig 44] Unidad
doméstica del castro lusitano de Sanfins (Paços do Ferreira, Portugal), con viviendas de planta circular
castreñas se adaptan mejor a la topografía y clima de las regiones atlánticas; además, en el modelo
socioeconómico del Noroeste el grupo familiar encuentra especial acomodo en unidades domésticas
definidas por construcciones de planta circular que denominamos casas-patio. Es cierto que en época
romana se expande la planta rectangular en paralelo a nuevas técnicas de construcción y al aumento de
tamaño de las viviendas, si bien la planta circular no desaparece del todo.
En la Meseta las viviendas presentan distintas formas y tamaños, con predominio de plantas
rectangulares, cuadrangulares y trapezoidales de una única altura, aunque se conocen también de
varios niveles. Las superficies domésticas oscilan entre 50 y 300 metros cuadrados, dependiendo del
terreno disponible y del tamaño y rango del grupo familiar. Suelen compartimentarse en una serie de
estancias separadas por muretes: vestíbulo, habitación central con hogar o cocina, corral o patio,
despensas interiores –que en lugares como Numancia toman la forma de bodegas subterráneas– y
algún pequeño taller o cobertizo. Son áreas tanto para la reunión familiar y el descanso (así lo indican
los bancos adosados de piedra en torno al hogar) como, sobre todo, para el trabajo doméstico. En las
viviendas no sólo se lleva a cabo la elaboración y conservación de alimentos, sino también labores de
molienda, tejido e hilado, el almacenamiento de víveres y herramientas de trabajo, el estabulado del
ganado menor e incluso trabajos metalúrgicos y orfebres (vid. vol.II, I.2.6.2). No en vano la casa es el
espacio económico y familiar básico en la Hispania céltica.
I.2.6 Bases económicas
En lo que a estrategias productivas se refiere, en líneas generales el panorama económico de los
pueblos del interior no difiere mucho del de los territorios ibéricos del Sur y Levante (vid. vol.II,
I.1.6). Las principales diferencias son de carácter estructural, diríamos, y residen en el impacto de un
marco físico más determinante (en general más montañoso, frío y húmedo) y en el distanciamiento de
estas regiones, sobre todo las más periféricas, del litoral mediterráneo y de las corrientes comerciales
que tan profundamente afectan al mundo ibérico. No se trata como a veces se piensa de un retraso
global o de un primitivismo inherente a las poblaciones del interior frente a los más civilizados iberos
ribereños, sino de un desarrollo desigual al no participar tan de cerca ni tan de lleno de las dinámicas
de interacción mediterráneas. Sencillamente. De hecho y habida cuenta de sus riquezas naturales, la
Hispania central y atlántica constituyen una “periferia” céltica. Esto es, una zona de obtención de
recursos (metales, ganado, cosechas, esclavos) imprescindibles para el desarrollo de “centros”
mediterráneos como Tarteso, las ciudades griegas o Roma, dentro de los sistemas llamados de
Economía-mundo que ponen en interdependencia a las potencias del Mediterráneo con los territorios
de la Europa continental en el I milenio a.C. Además, muchas de estas regiones peninsulares por su
posición estratégica y potencialidad natural están integradas en otros círculos de intercambio
“internacional” tan importantes como el Atlántico. Este eje o sistema cultural atlántico, abierto desde
al menos el III milenio a.C. y activo aún en época romana, se define por la circulación de metales,
especialmente el estaño, así como por otras transmisiones tecnológicas, culturales e ideológicas entre
los diversos finisterres occidentales: Tarteso, Lusitania, Gallaecia, Asturia, Aquitania, Bretaña,
Britania, Irlanda… Y ello tiene su efecto en la definición cultural y económica de los pueblos de la
Iberia atlántica. Volveremos en otro punto a las dinámicas comerciales (vid. vol.II, I.2.6.3).
En la caracterización del horizonte económico de la Hispania céltica, el punto de partida es el
aprovechamiento intensivo del medio. Esto es, la explotación de tierras y recursos naturales para la
subsistencia y reproducción de una comunidad dentro de un patrón agropecuario y forestal. Esta
conducta autárquica o subsistencial es la predominante en buena parte de las comarcas de la Hispania
céltica desde la Edad del Bronce y hasta época romana. Un modelo perfectamente ajustado al
poblamiento de aldeas y pequeños castros de los siglos vii-iv a.C., asumible por tanto como patrón
económico castreño. Su retrato piloto, siguiendo a A. Esparza, sería el de un sistema de
autoabastecimiento diversificado en el que una agricultura cerealista –de centeno y mijo en zonas de
montaña, de cebada y trigo en áreas más llanas- alterada con legumbres y cultivos hortícolas en suelos
aptos, se combina en proporción variable con una ganadería de vacas, ovicápridos, caballos y cerdos
rentabilizada con desplazamientos trasterminantes de corto o medio alcance (vid. infra I.2.6.1). Junto
a ello, del entorno natural de los poblados sometido a feraz explotación, se obtienen otros recursos
complementarios pero imprescindibles como son la caza, la pesca, la madera y la recolección de
frutos silvestres, en especial de bellotas, uno de los productos que mejor estampa a los celtas hispanos
en el discurso etnográfico clásico (Strab., 3, 3, 7; Plin., N.H., 16, 15). Además, se benefician
localmente allí donde existen, pequeños afloramientos de minerales de cobre, estaño, plomo y plata,
así como de hierro, cuya transformación en objetos de adorno o en herramientas, en elementos
suntuarios o cotidianos, se lleva a cabo en los propios poblados, incluso en aquellos que carecen de
veneros en sus cercanías. Las actividades extractivas se completan con el trabajo de cantería, el
empleo de arcillas locales para la alfarería, la explotación de salinas y, en no pocas zonas del Norte y
Occidente, el lavado a la batea del oro fluvial (vid. infra I.2.6.2). Sobre este patrón tradicional el
avance tecnológico y el engranaje sociopolítico impondrán a lo largo de la Edad del Hierro, en unos
contextos más que en otros, el despunte de sistemas económicos especializados y por ende de
producciones excedentarias destinadas a intercambios regionales de distinto rango. No en vano la
variable comercial desempeña un significado papel en los escenarios de la Hispania céltica (vid. infra
I.2.6.3).
Pasemos revista, pues, al funcionamiento de algunos de estos quehaceres económicos barajando
evidencias y lecturas. Como en el resto de capítulos que van siendo desgranados, el panorama
presentado no pasa de ser un esbozo general, debiéndose considerar en él las muchas variantes
etnoculturales y geográficas que integran la Hispania céltica.
I.2.6.1 Rebaños y cosechas
A partir sobre todo de los trabajos de J. Caro Baroja a mediados del siglo xx, con la definición de una
serie de áreas ecológico-culturales en la Hispania antigua, y en ellas de distintos regímenes
económicos predominantes, se ha generalizado hablar en las regiones interiores de una economía
mixta de base agropecuaria, con preeminencia en general de la ganadería frente a agricultura. Ello no
deja de ser cierto –de hecho haremos aquí una presentación por ese orden–, pero ganadería y
agricultura han de entenderse indivisamente como actividades complementarias, como dos caras de la
misma moneda, sin menoscabo de la mayor incidencia de una u otra según regiones y tiempos. De
igual forma la vida campesina no puede desarrollarse sin el concurso de las artesanías ni sin lo que
ofrece el bosque y la montaña; y así mismo las artesanías se abastecen tanto de productos del campo
como de materias explotadas directamente del medio natural. En otras palabras, como recientemente
insisten C. Blasco o K. Torres, la economía prerromana funciona como un conjunto global
difícilmente parcelable.
No cabe duda de que el pastoreo es una actividad esencial en el régimen de vida de los pueblos
prerromanos. Particularmente en el área céltica, como indican los clásicos al aludir con insistencia a
la profusión de ganados y a la naturaleza pastoril y guerrera de aquellas sociedades. Detengámonos un
momento en las fuentes y en el porqué de ese cariz. Un sólo ejemplo será suficiente para
desenmascarar su mensaje. Antes de su marcha sobre Italia, Aníbal Barca arenga a sus tropas, entre
ellas muchos lusitanos y celtíberos reclutados como mercenarios, a los que el cartaginés alienta
prometiéndoles éxitos y riqueza que pongan término a “todo el tiempo que hasta ahora habéis pasado
siguiendo al ganado en los pelados montes de Lusitania y Celtiberia sin ver ninguna recompensa a
tantas fatigas y penalidades” (Liv., 21, 43, 8). Aunque la historicidad del discurso es cuestionable –en
la historiografía antigua la intencionalidad prevalece sobre la veracidad de los hechos (vid. vol.I,
I.1.2)–, lo que Tito Livio pone en boca de Aníbal tiene la utilidad de dar a conocer cómo se veía el
centro y occidente de Hispania en torno al cambio de era: una tierra montaraz, áspera y pobre, en la
que la mayor parte de la población se dedica al pastoreo y lleva una existencia sumida en la miseria.
Lo que, por otra parte, se aviene con otros rasgos característicos de gentes agrestes: la inclinación al
latrocinio y su excelente rendimiento como guerreros. Se trata, es fácil intuirlo, de una lectura
estereotipada de las formas de vida indígenas consistente en hipertrofiar algunos de sus rasgos
(montaña, pobreza, pastoreo, bandolerismo) para, en intencionado contraste, dimensionar los valores
de civilización romanos y justificar de facto el despliegue de las legiones. Ello explica el semblante
aguerrido y bárbaro de los hispanoceltas en el relato historiográfico clásico, y las constantes
referencias a la pobreza y marginalidad de su territorio, “sólo acto para correr detrás de las bestias”
deduciríamos del citado pasaje de Livio. Lo inhóspito de este marco ambiental justificaría las
acometidas guerreras de sus habitantes, su recurso al bandolerismo y al mercenariado según autores
como Estrabón, quien recuerda en este punto la figura de un ilustrado decimonónico juzgando, entre
benevolente y superior, el comportamiento irracional de los nativos del nuevo mundo:
“Fueron los montañeses los que originaron esta anarquía, como es natural; pues al habitar una tierra
mísera, y tener además poca, estaban ansiosos de lo ajeno. Los demás, al tener que defenderse,
quedaron por fuerza en la situación de no poder dedicarse a sus propias tareas, de modo que también
ellos guerreaban en vez de cultivar la tierra. Y sucedía que la tierra, descuidada, quedaba estéril de sus
bienes naturales y era habitada por bandidos”
(Estrabón 3, 3, 5)
Entonces, ¿debemos creer en la pobreza endémica de celtíberos, lusitanos y pueblos del Norte? ¿En la
marginalidad de sus medioambientes y economías? No exactamente. Son pobres y marginales desde la
óptica de quien observa, el analista grecorromano, pues para éste el espacio de civilización es la
llanura mediterránea –no la montaña–, y la economía urbana y agrícola –no la aldeana y pastoril–.
Estamos, en definitiva, ante un narrador que desconoce o subvalora un modelo socioeconómico que no
es el suyo sino el de la Céltica hispana. Un modelo en el que la ganadería extensiva se amolda
perfectamente a la realidad geocultural de aquellas tierras, lo que la convierte en recurso económico
básico y en fuente de riqueza. A la postre en una forma de dinero.
En muchos ámbitos de la Edad del Hierro el poder de las élites se basa en la propiedad de pastos y
ganados, además de en otros principios guerreros o ideológicos. Se explica de este modo la
denominación que las fuentes latinas dan a los jefes guerreros, la de pastores y latrones,
particularmente entre los lusitanos tal y como veremos (vid. vol.II, I.2.7.5). En el caso de los vetones,
por ejemplo, la riqueza ganadera se pone de manifiesto entre otros indicadores en uno particularmente
interesante: las esculturas de verracos. Las figuras de toros y suidos labrados en granito, tan
características de la Meseta occidental, podrían tener una función demarcatoria de pastizales y otros
recursos ganaderos como manantiales y salinas, según piensa J. Álvarez Sanchís a partir de su
distribución espacial en el valle Amblés abulense. En este sentido trasladarían iconográficamente –en
su papel de hitos sobre el paisaje– el poder de los grupos aristocráticos residentes en los castros, a la
sazón los propietarios de terrenos y rebaños significados con los zoomorfos de piedra, o los
beneficiarios de su explotación. Esta interpretación socioeconómica y territorial de los verracos,
verosímil en determinados marcos, no puede generalizarse empero a la totalidad de ejemplares
conocidos (¡más de 400!) que cumplirían o sumarían otras funciones según tiempos y contextos. Tres
fundamentales, que serían las siguientes: un significado propiciatorio como atributos de una divinidad
o emblemas de fertilidad ganadera (vid. vol.II, I.2.8.2), como ya fuera apuntado por J. Cabré; un
significado apotropaico o protector en los verracos anexos a las entradas de los castros o asociados a
las rampas de piedras hincadas, como ocurre en Yecla la Vieja, Las Merchanas o Las Cogotas; y un
significado funerario, especialmente en época romana, al funcionar algunas de estas esculturas
zoomorfas como señalizaciones o contenedores cinerarios (cupae), o bien al disponer de epitafios
latinos grabados al dorso.
[Fig. 45]
Toros de Guisando (El Tiemblo, Ávila): panorámica de conjunto y detalle
En la caracterización del paisaje ganadero resulta cada vez más indicativa la información
paleoambiental, creciente en los últimos años. Los análisis paleobotánicos, sedimentológicos y la
lectura de testigos de hielo glaciar indican que a finales del II milenio a.C. y durante buena parte de la
Edad del Hierro el clima de la Europa atlántica y mediterránea sufre enfriamientos cíclicos, con bajas
temperaturas invernales y ambientes en general frescos y boscosos a los que suceden otros más
templados. Estos intervalos fríos y lluviosos potencian la formación de marismas y humedales, un
ecosistema idóneo para el pastoreo, bien constatados en el valle del Duero y en las desembocaduras
del Tajo-Sado y del Guadalquivir, por ejemplo. Con relación a la modelación del paisaje, los análisis
palinológicos señalan la progresiva formación de dehesas de encinar en las penillanuras occidentales
desde finales del IV milenio a.C., particularmente en Extremadura, con un descenso importante de los
índices de polen arbóreo por la extensión de pastos y praderas. Se deduce de ello una tendencia hacia
la especialización ganadera basada en el aprovechamiento de los productos secundarios del animal,
paulatinamente desde el Calcolítico hasta época romana. En efecto, la cría de ganado para la
producción de lana y pieles, leche y derivados lácteos, grasas y mantecas, abono y otros usos como el
de bueyes y caballos como fuerza de tiro –lo que denominamos explotación de recursos secundarios–,
propician nuevas estrategias y necesidades agropecuarias en las Edades del Bronce y Hierro. En
primer lugar el apacentamiento de los rebaños hasta edad adulta que es cuando agotada su rentabilidad
se sacrifican, con la excepción de algunos animales destinados al consumo cárnico, señaladamente los
cerdos, criados en régimen de montería; en contra de lo que pudiera pensarse, la carne no es un
alimento básico en las poblaciones de la Edad del Hierro cuya dieta alimenticia es fundamentalmente
vegetal (vid. infra). En segundo lugar, la mejora en las técnicas de cría y la prolongación de su
manutención obliga al acopio de mayores cantidades de forraje para la alimentación de las reses –
sobre todo en invierno, cuando parte del ganado permanece estabulado–, lo que a su vez conlleva una
intensificación en la explotación de montes y pastizales tal y como señala el registro palinológico
protohistórico. Cuando ello es insuficiente se recurre a la movilidad estacional en busca de hierbas
alternativas, subiendo en verano el ganado a prados de montaña o agostaderos y desplazándolo en la
estación fría a dehesas sobre cotas bajas con un clima más benigno y templado que asegure buenos
pastos. Sabido es que este movimiento pendular se adecua al medioambiente de las penínsulas
mediterráneas y particularmente a la Ibérica, donde los contrastes físicos, climáticos y vegetales
posibilitarían el desarrollo de estrategias trashumantes desde tiempo antiguo (vid. infra).
La dedicación ganadera de los territorios del interior peninsular tiene su apogeo en momentos plenos y
finales de la Edad del Hierro. Además de las condiciones físicas y de las noticias de las fuentes ya
referidas, así lo indica el registro arqueológico. Examinemos algunas pistas. Por una parte, entre el
instrumental económico de la Edad del Hierro se recuperan tijeras de esquileo, cardadores, cencerros,
esquilas y piezas de hierro asociadas al correaje de los animales; amén de fusayolas y pesas de telar en
prácticamente todos los hábitat, lo que reflejan, estas últimas piezas, el carácter doméstico del trabajo
textil de la lana. Por otra parte, pasando de los objetos a las

[Fig. 46]
Verraco de Miranda do Douro (Trás-Os-Montes, Portugal)
estructuras, en muchos poblados fortificados existen espacios interiores cercados y sin edificar
interpretados como rediles para la estabulación del ganado. Bien protegidas y a veces sobre terrenos
irregulares, estas construcciones sugieren un uso ganadero y defensivo más que habitacional, lo que se
adivina bien en núcleos vetones como Las Cogotas, La Mesa de Miranda o El Raso. La aparición de
verracos en la entrada de alguno de estos recintos podría considerarse un refrendo de lo mismo, como
propusiera hace años J. Cabré. Igualmente en los castros del Noroeste se reconocen círculos de piedra
con función de encerraderos de ganado que proliferan hasta época augustea. Otras estructuras
relacionables con el quehacer pecuario son las atalayas o torres vigías: complementando su función
demarcatoria, podrían actuar como puntos de control de rebaños dispersos en prados abiertos,
asociados a majadas, parideras y campamentos de pastores. A una escala doméstica hay que señalar
los corrales para el ganado menor –adosados a las casas y delimitados con muretes de piedra– que se
reconocen en muchos castros. Sin embargo, el estudio de los espacios ganaderos tanto funcionales
como defensivos es otra de las tareas pendientes en la arqueología de la Edad del Hierro. Su análisis
debe ponerse en relación con pautas de explotación y regímenes de propiedad ganadera, aspectos
claves para entender el modelo socioeconómico castreño apenas esbozado por la investigación. Sin
duda alguna la información arqueológica más directa y objetivable es la faunística; un registro en
cualquier caso incompleto al verificar sólo restos de consumo y no el total de la cabaña disponible en
un lugar y momento determinados. En líneas generales, haciendo una valoración conjunta de los
índices arqueofaunísticos de yacimientos enmarcados en la Hispania céltica, la cabaña mejor
representada durante el I milenio a.C. es la ovicaprina (Ovis aries, Capra hircus), que en muchos
casos supera el 60 por ciento de las muestras, seguida por este orden de bóvidos (Bos taurus), suidos
(Sus domesticus), équidos (Equus caballus), perros (Canis familiaris), asnos (Equus asinus) y aves de
corral (Gallus gallus domesticus), estos últimos muy residualmente. Oveja y cabra son especies de
gran rentabilidad por su aprovechamiento variado (lana y piel, leche y derivados, carne y manteca),
fácil alimentación y buena adaptabilidad a los ecosistemas serranos, en especial la cabra. La profusión
de este último animal en el paisaje hispanocelta se infiere, tópicos aparte, de la referencia de Estrabón
(3, 3, 7) a la importancia de su carne en la alimentación de los pueblos montañeses. Volviendo a los
taxones arqueofaunísticos, se detectan comportamientos diferenciados según tiempos y contextos. Así,
por comentar algunos datos de la Segunda Edad del Hierro, entre lusitanos, vetones y celtíberos el
ovicaprino tiende a desplazar al ganado vacuno, la especie más representada en momentos anteriores;
mientras que en el Duero medio los niveles de vacuno de yacimientos vacceos, al igual que en algunos
castros del Noroeste, se incrementan en el Hierro II. Otro dato a valorar es la mayor presencia en
general de animales adultos a finales de la Edad del Hierro y en época romana, lo que traduciría una
especialización ganadera sobre el aprovechamiento diversificado del animal y la prolongación de su
ciclo productivo, según lo apuntado. Cobra importancia en este sentido la explotación de recursos
como la lana especialmente en Celtiberia y Lusitania, atestiguada por otra parte en noticias como la
alta producción de mantos de lana, los célebres sagos, hasta el punto de que algunas comunidades
meseteñas los utilizan como unidad de tributo a Roma durante la conquista (vid. vol.II, I.2.6.2).
Asimismo, en relación con la rentabilidad de coberturas vegetales, la información arqueozoológica
relaciona la cabaña ovicaprina con latitudes en general más bajas que las correspondientes a la
ganadería bovina, que rige de ecosistemas más húmedos y de mayor masa vegetal.
De estos datos y en concreto del incremento del sector ovicaprino a lo largo de la Edad del Hierro,
parece fácil concluir que las comunidades de la Meseta y Occidente desarrollan patrones de ganadería
extensiva y que debió de ser corriente, por tanto, el pastoreo de rebaños de vacas, caballos y ovejas
con vistas a la explotación de productos secundarios, particularmente la lana. No obstante hay que
reconocer que la actividad pastoril es un opaco histórico pues no deja apenas huellas materiales ni
goza de la atención de los escritores antiguos, debido a los prejuicios culturales ya aludidos y al poco
interés que suscita hablar de lo más cotidiano. Por ello hay que acudir a testimonios indirectos, por
limitados que sean, para considerar la posibilidad de movimientos ganaderos en la Hispania céltica,
algo tan probable como difícil de documentar. Un ejemplo de ello lo tenemos en los grandes canes
tipo mastín identificados en los registros faunísticos de algunos poblados celtibéricos, a los que cabe
imaginar como perros pastores de rebaños paciendo al aire libre. En cualquier caso, en tiempo
prerromano los movimientos ganaderos cubrirían distancias de rango medio entre pastos
complementarios incluidos dentro de una región natural, con recorridos tanto longitudinales (norte-
sur) como transversales (este-oeste), lo propio de un modelo trasterminante. No se trata, pues, de la
trashumancia de larga distancia que luego sigue la Mesta medieval. La trasterminancia de marco
regional es la que representa y se amolda, por ejemplo, al poblamiento nuclear de los vetones
establecido a ambos lados del Sistema Central, con el aprovechamiento sistemático que las gentes
ribereñas del sur del Duero y del Tajo medio realizan de los pastos de verano de las sierras de Gredos,
Gata y Peña de Francia.
Por otra parte, la circulación semoviente tiene gran importancia en las redes de relación e intercambio
de los pueblos del interior. En primer lugar porque junto a los rebaños viajan mercancías que se
distribuyen a su paso: sal, lana y otros productos agropecuarios, artesanías, así como personas e
información oral. Y en segundo lugar porque estos recorridos se sirven de caminos naturales y pasos
estratégicos (vados fluviales, puertos de montaña) que son los ejes que articulan la comunicación y la
territorialidad de los espacios prerromanos. Así, algunas de estas rutas pecuarias dan asiento a
posteriores calzadas y cañadas. Además, la necesidad de proteger las reses y otras riquezas en
movimiento conlleva la aparición desde antiguo de cuadrillas guerreras que se desplazan con los
ganados. Probablemente algunos de los latrones o bandoleros lusitanos que dirigen razias contra
pueblos aliados de Roma en el siglo ii a.C., según el relato de las fuentes, correspondan en realidad a
pastoresguerreros guiando extensos rebaños por los territorios del Occidente peninsular. Por último, al
atravesar la jurisdicción de distintos castros, estos desplazamientos están sujetos a derechos de paso y
a la concesión de explotación de pastos y forrajes, esto es, a una serie de acuerdos y tributaciones
entre distintos poderes políticos. Se hace necesario por tanto el desarrollo de una diplomacia
instrumental, de unas fórmulas de interacción, entre las que los pactos de hospitalidad fueron uno de
los principales vehículos para afianzar lazos de solidaridad intergrupal (vid. vol.II, I.2.7.6). Con ello
se desmiente la supuesta anarquía y el estado de guerra constante entre estos pueblos, que impediría
según un convencionalismo historiográfico aún arraigado el desarrollo de relaciones interregionales
acordadas entre las élites, entre ellas las prácticas trashumantes.
En cualquier caso, en muchas aldeas y castros con suficiencia de pastos lo predominante es una
ganadería estabulada o de pastoreo local, complementada por la caza, la pesca y la apicultura. Estas
actividades desempeñan un destacado papel en la economía de subsistencia de la Edad del Hierro,
sobre todo en las zonas más aisladas y montañosas; mientras que en las regiones del litoral hay que
señalar la importancia del marisqueo, especialmente en las costas gallega y cantábrica. El ciervo, el
conejo, el jabalí y el corzo son las especies cinegéticas representadas en los registros
arqueofaunísticos, en los que también se detectan más minoritariamente el oso, el lobo y diferentes
aves: perdiz, grulla, avutarda, garza y ánades. Amén de su valor como recurso alimenticio, las pieles,
cueros, tendones y cornamentas (estas últimas para la elaboración de útiles y enmangues) de los
animales cazados son materias imprescindibles en la vida cotidiana de las poblaciones antiguas.
Sabemos muy poco sobre la práctica de la caza, que debió realizarse con distintas técnicas: acecho,
por persecución o mediante trampas; en algunos casos constituyó un rito de paso en el adiestramiento
de los jóvenes guerreros, y en otros, un escenario para la exhibición de la destreza y fuerza de los más
poderosos. En contextos fluviales, lacustres y marítimos, la pesca, tanto con trampas de mimbre como
con redes y aparejos con anzuelos de metal o hueso, está comprobada por la identificación en
yacimientos de especies como trucha, salmón, anguila, barbo o cangrejo de río. Y entre los moluscos,
almejas, mejillones, lapas, erizos y caracoles marinos. Los restos de conchas, espinas y caparazones se
acumulan en los célebres depósitos de “concheros”, muchos de los cuales se fechan ahora en la Edad
del Hierro y se relacionan con castros gallegos inmediatos, corrigiéndose anteriores dataciones
prehistóricas. Finalmente, aunque sin constatación arqueológica directa, la apicultura o más
propiamente la recolección de miel silvestre fue otra práctica habitual como se desprende de las
referencias a la abundancia de miel en la Celtiberia (Diod., 5, 34, 2). La miel se utilizaba como
edulcorante natural y para la elaboración de hidromiel (vino fermentado en miel) y otras sustancias.
Pasemos a la agricultura. Los cultivos de secano son los habituales en los paisajes castreños,
fundamentalmente cereales y leguminosas por ser más resistentes al clima frío y a los ásperos suelos
del interior. En valles y llanuras aluviales se practica la horticultura e incluso la explotación de ciertos
frutales (peral, manzano, localmente la vid). Los sistemas de cultivo variaron según regiones y
contextos. Barbecho y rotación debieron ser prácticas extendidas a partir de la introducción del arado.
Y mientras en la mayoría de poblados lo normal fue un policultivo complementario de la ganadería,
los suelos más aptos se reservaron para cultivos intensivos de cereal regenerados con la siembra
periódica de leguminosas. Una intensificación que en los campos vacceos del Duero central alcanzaría
cotas de producción excedentaria (vid. infra). Según revela la dispersión de pólenes y semillas, las
parcelas de cultivo se emplazan en los terrenos inmediatos a los asentamientos. Avanzado el tiempo,
durante el celtibérico final, los sistemas agrícolas alcanzan cierta complejidad en el valle del Ebro y la
Meseta con la puesta en funcionamiento de sistemas de regadío comunitario con usos más o menos
regulados. Es lo que constata epigráficamente el bronce latino de Contrebia Belaisca (Botorrita II),
estudiado por G. Fatás. Fechada en el 87 a.C. esta tabula recoge la sentencia del entonces pretor de la
provincia Citerior, Valerio Flaco, en un litigio entre dos comunidades del valle del Ebro, Salduie
(actual Zaragoza) y Allabona (tal vez Alagón, en la provincia de Zaragoza), sobre unos terrenos que
los alabonenses habían comprado a unos terceros, los sosinestanos, para hacer una acequia (rivom
facere); en el pleito actúan como jueces cinco magistrados de Contrebia Belaisca (actual Botorrita),
ciudad vecina de las anteriores en cuya curia se archivó el documento público. También algunos
enclaves vacceos dispusieron de canales y represas para el riego de cultivos de vega.
Las muestras paleobotánicas de yacimientos protohistóricos confirman la presencia de trigo en
distintas variantes (común, escanda, esprilla), cebada (vestida y desnuda), centeno, mijo y avena;
habas y guisantes entre las legumbres; y verduras y productos de huerta como la borraja, el apio, la
almorta o la zanahoria. Igualmente el cultivo del lino en determinadas zonas de la Meseta sur y
Extremadura, planta que junto a la lana es la principal materia para la producción textil. Los hallazgos
de pepita de uva y residuos de hidromiel (vino edulcorado con miel, a veces perfumado con rosáceas)
atestiguan el cultivo esporádico de la vid en algunos puntos de Celtiberia, como Segeda, y Lusitania.
Pero frente al vino, propio de las élites y destacada mercancía comercial (Diod., 5, 34, 2; Strab., 3, 3,
7), la cerveza era la bebida principal entre las gentes hispanoceltas. Denominada caelia o cerea en las
fuentes clásicas, la elaboración de maltas a partir de la fermentación de cebada o trigo previamente
tostado y molido está atestiguada desde el Calcolítico en algunos recipientes campaniformes. Y en la
Edad del Hierro fue una bebida profundamente asociada alethos guerrero, como indica el hecho de que
celtíberos y lusitanos salieran a combatir fortalecidos por el alcohol.
Por otra parte, la generalización de la metalurgia del hierro en la Meseta y otras zonas del interior
facilita el empleo de nuevas y más eficaces herramientas forjadas en hierro (vid. vol.II, I.2.6.2), lo que
traduce un notable aumento de la rentabilidad agrícola en las postrimerías de la Edad del Hierro y
durante la dominación romana, a la que contribuye también el empleo de abono animal gracias al
pastoreo de ovejas y cabras. Resultado de todo ello será una mejora en las condiciones de trabajo y en
la amortización del esfuerzo, y a la larga un cambio en las relaciones laborales con la “liberación”
progresiva de campesinos que dedican parte de su tiempo a tareas artesanales, al comercio y a la
guerra. Volviendo a las herramientas, entre el variado utillaje de siembra (azadas, picos, legones) y
siega (hoces, guadañas, podaderas, horcas), el arado con reja de hierro tirado por yunta animal se
convierte en el instrumento más operativo. Conjuntos de aperos agrícolas se han hallado en poblados
celtibéricos (Numancia, La Caridad en Caminreal), vacceos (Las Quintanas), cántabros (Monte
Bernorio) y vetones (El Raso, Las Cogotas), y en particular elementos metálicos del arado (rejas,
herrajes y vilortas) en distintos puntos de la Meseta. En las regiones del norte el uso de la reja
metálica parece más tardío y no se documenta hasta bien entrada la época romana. Papel clave en el
campo como fuerza de tiro, arrastre y transporte es el desempeñado por bueyes, caballos y asnos.
Según apuntan las fuentes, estos últimos alcanzaron gran fama en Celtiberia.
En las viviendas se recuperan con asiduidad recipientes para el almacenamiento de granos y líquidos:
ollas sobre alacenas y tinajas situadas en puntos frescos del hogar, particularmente en zaguanes y
bodegas. Además de despensas domésticas, en algunos poblados se han identificado almacenes
colectivos dado su tamaño y características constructivas, así como por la presencia de vasares y
recipientes con grano calcinado y depósitos de semilla. En suelos húmedos de la Hispania atlántica,
algunas de estas estructuras de almacenaje son sobreelevadas y recuerdan los hórreos de las comarcas
gallegas. Otro indicador del trabajo agrícola son los molinos pétreos de rotación, a partir de dos ruedas
circulares: fija la inferior y giratoria la superior, que es movida por un eje de madera. Están presentes
en prácticamente todos los ámbitos domésticos del Hierro II, lo que indica la generalización de una
molienda más avanzada en sustitución de los viejos molinos manuales de moledera y mortero. Se
relaciona ello con una mayor disponibilidad general de grano, frutos y semillas en las unidades
familiares, y con el predominio de una dieta vegetal de la que gachas, tortas y panes –tanto de harina
de cereal como de bellota– fueron consumos habituales. En este sentido, los análisis de residuos
(fitolitos) practicados en ocho molinos de Numancia indican que cinco se dedicaron a la molienda de
bellotas y sólo tres a la de cereal. Y, ciertamente, bellotas calcinadas aparecen en abundancia en los
hábitats de la Iberia céltica. Con cierta exageración propia de una lectura más cultural que rigurosa,
Estrabón se hace eco del destacado papel del fruto de encinas y robles en la alimentación de estas
poblaciones, dado su valor nutritivo:
“los montañeses, durante dos tercios del año, se alimentan de bellotas, dejándolas secar, triturándolas
y luego moliéndolas y fabricando con ellas un pan que se conserva un tiempo”
(Estrabón, 3, 3, 7)
El dominio de la dieta vegetal se infiere también, desde el plano funerario, del estudio de las
cremaciones. En el caso de la necrópolis celtibérica de Numancia, los isótopos óseos de
enterramientos fechados en los siglos iii-ii a.C. denuncian una presencia mayoritaria de componentes
vegetales ricos en magnesio y bario, con un peso importante de los frutos secos y escaso índice de
proteínas cárnicas, lo que contrasta con las referencias de las fuentes a la ingesta de carne por parte de
los numantinos (App., Iber., 54; Diod., 5, 34, 2). A tenor de estos datos cabe concluir que el patrón
alimenticio celtibérico se compone de cereales, legumbres, bellotas, bayas y tubérculos; mientras que
la carne fue un componente más excepcional asociado a los individuos de mayor rango. Así, junto a
bellotas y otros frutos del bosque secos (castañas, piñones, avellanas, nueces) y blandos (guindas,
madroños), es importante la recolección de bayas (frambruesa, grosella, arándano, endrina), hongos y
raíces, la de herbáceas comestibles (helecho, ortiga, berro) o para fines terapeúticos (valeriana,
tomillo, adormidera, muérdago o la famosa herba vettonica), y la de plantas aromáticas para usos
domésticos y rituales. Especies todas ellas que, corroboradas en registros arqueobotánicos de la
Meseta, Extremadura, Galicia y la cornisa cantábrica, hacen de la silvicultura un recurso básico en la
Hispania céltica.
Entre las poblaciones del interior, los vacceos del valle medio del Duero tienen una merecida fama de
pueblo agrícola. Durante la guerra celtibérica suministran trigo a las ciudades arévacas, en especial a
Numancia (App., Iber., 80-81 y 87), lo que explica la frecuencia de campañas romanas contra su
territorio para arrasar las tierras de labor, anular el abastecimiento a los celtíberos y apropiarse de las
cosechas. Es lo que lleva a cabo entre otros el gobernador de la Citerior, Galba, en el 151 a.C. tomando
las ciudades de Cauca, Intercatia y Pallantia tras devastar sus campos (App., Iber., 51-55) (vid. vol.II,
II.2.3.5). Así mismo, el déficit agrícola de cántabros y otros pueblos con territorios de accidentada
topografía justificaría los saqueos al fértil campo vacceo en busca de su grano; en ello insiste la
historiografía clásica que hace de estas acciones de rapiña sobre territorios pacificados y
supuestamente aliados de Roma, el casus belli de la conquista de los belicosos cántabros a finales del
siglo i a.C. (Floro, 2, 33, 46-47) (vid. vol.II, II.5.4.1). Ya antes, hacia el 220 a.C. la expedición de
Aníbal a la Meseta norte, donde somete las ciudades vacceas de Helmantica y Arbucala, pudo
motivarse en la obtención de excedentes agropecuarios con vistas a asegurar el abastecimiento de su
ejército ante la inminente campaña de Italia, al margen de otros pretextos (vid. vol.I, II.4.5.3.1 y
vol.II, II.1.2), como sugirió hace unos años A. Domínguez Monedero.
El potencial cerealístico de los vacceos descansa sobre un suelo muy próspero para las gramíneas
como es el de las comarcas sedimentarias del Duero medio, cuya explotación agrícola está bien
documentada desde la cultura de Soto de Medinilla del Hierro Antiguo. Siglos después, la puesta en
práctica de un modelo económico avanzado permitiría a las ciudades vacceas disponer de importantes
cantidades de cereal merced al desarrollo de lo que las fuentes clásicas describen como sistema
colectivista, y un sector de la historiografía moderna bautizó a inicios del siglo xx, no sin
anacronismos, como “comunismo primitivo vacceo”. La única referencia a este particular régimen
agrario es un conocido pasaje de Diodoro de Sicilia que dice así:
“El más culto de los pueblos vecinos de los celtíberos es el de los vacceos. Cada año se reparten los
campos para cultivarlos y dan a cada uno una parte de los frutos obtenidos en común. A los labradores
que contravienen la regla se les aplica la pena de muerte”.
(Diodoro de Sicilia, 5, 34, 3)
Como apunta M. Salinas, que se ha ocupado a fondo del tema, el texto de Diodoro se sitúa en el
contexto de una serie de utopías estoicas acerca de la ciudad ideal: un rasgo del pensamiento político
helenístico del que se hace eco este autor (vid. vol.I, I.1.4: Una amalgama narrativa: Diodoro Sículo).
No sería por tanto una noticia histórica en sentido estricto; en todo caso una recreación historiográfica
de un particular modelo agropecuario de gran rentabilidad en el territorio vacceo, acaso específico de
momentos críticos como el bellum numantinum, en que se requería incrementar la producción para
abastecer a las ciudades celtibéricas aliadas. Lo que parece claro es que a partir de la cita de Diodoro
no debe asumirse la propiedad comunitaria de todos los bienes, ni una sociedad vaccea igualitaria en
su conjunto, lo que desmiente el registro funerario al alumbrar tumbas con ajuares de muy distinta
categoría, como veremos (vid. vol.II, I.2.7.2).
Resulta harto difícil precisar regímenes de tenencia en la Hispania prerromana, pero es probable que,
dada la complejidad de estas sociedades, coexistieran propiedades particulares o familiares con otras
de titularidad pública a cargo de la comunidad política o ciudad-estado según los casos.
I.2.6.2 Los trabajos extractivos y las artesanías
Empecemos por la minería. Salvo en zonas con grandes veneros susceptibles de una explotación a
gran escala –en realidad pocas y localizadas–, la extracción mineral en época prerromana se limita al
beneficio local de pequeños afloramientos que, según la composición geológica del terreno, deparan
hierro, cobre, plata, plomo, zinc, oro, estaño y cinabrio; siendo habituales las formaciones mixtas de
galenas argentíferas (plata y plomo) y piritas (cobre y plata), y no tanto el mineral nativo. Apenas
contamos con indicadores arqueológicos de estos trabajos extractivos, con la excepción de algunas
herramientas mineras (mazas, percutores) o huellas de trabajo junto a las menas, de imprecisa
datación. El hierro se explotó especialmente en los rebordes del Sistema Ibérico (Moncayo, Sierra de
la Demanda, Sierra Carbonera, Sierra Menera, Sierra de Albarracín), muy ricos en minerales
metálicos con alto contenido férrico, y en puntos de la Cordillera Cantábrica, de los Pirineos, del
Sistema Central, de los Montes de Toledo y de las penillanuras salmantina y extremeña, junto al
cobre, la plata, el zinc y el estaño. Otras minas abiertas desde la Protohistoria se conocen en Logrosán
(Cáceres) –estaño–; Hoyo de los Calzadizos (Ávila) –cobre–; Peña Cabarga (Santander) y Sierra de
Ayllón (Segovia) –hierro–; La Nava de Ricomalillo (Toledo), El Cabaco (Salamanca), Camporredondo
y Compuerto (Palencia) –oro–; y Plasenzuela (Cáceres) o Valdeconejos (Zamora) –plata–. Por otra
parte, los ríos del Occidente y Norte peninsular, de gran potencial aurífero, arrastraban pepitas de oro
beneficiables mediante el bateo o lavado de aluviones fluviales. Esta sencilla técnica, de la que
participaban las mujeres (Strab., 3, 2, 9), está arraigada desde la Prehistoria en tierras de galaicos,
astures y lusitanos hasta el Tajo –el célebre aurifer flumen de los clásicos–, como muestran las
magníficas producciones de la orfebrería castreña. Y desde entonces se ha seguido practicando hasta
inicios del siglo xx en las cuencas de los ríos Sil, Miño y Narcea. Sin embargo no hay pruebas de que
la explotación de los depósitos auríferos en los ricos distritos galaico y astur fuese anterior a la
presencia romana (vid. vol.II, II.8.2.2).
La extracción de piedras para la construcción de murallas y viviendas, y en menor escala para la labra
de ruedas de molinos, esculturas y estelas funeraria, es otra actividad esencial. En las cercanías de los
poblados se explotaron canteras de piedra local, a veces localizadas en el interior de grandes oppida
como en Ulaca, donde son visibles los bloques de piedra a medio extraer. Habida cuenta de la
envergadura de las fortificaciones castreñas (vid. vol.II, I.2.5.3), el trabajo de los canteros y la mano
de obra invertida en las construcciones fueron sin duda importantes. E igualmente lo fue el de los
artesanos que al servicio de las aristocracias locales tallaron las esculturas de verracos y los guerreros
de piedra tan características de vetones y galaicos bracarenses respectivamente, o las fachadas
escultóricas de las saunas rupestres del Noroeste, las llamadas pedras formosas. En relación con estos
trabajos se han identificado herramientas como barrenas de cantero, cuñas, punteros, cinceles y
escoplos.
Otro destacado recurso extractivo es la sal. Este compuesto mineral resulta esencial como conservante
natural, en el procesado de alimentos, en aplicaciones tecnológicas (desde la metalurgia al curtido de
pieles o al tinte de tejidos) y en remedios medicinales. Pero, ante todo, es imprescindible en la
alimentación de personas y ganados: el organismo requiere una cantidad mínima de sodio, que en los
animales domésticos equivale al 2 por ciento del peso de su materia seca. En varios puntos del interior
y de las estribaciones cantábricas se conocen minas de sal gema (Cabezón de la Sal en Santander,
Aranjuez en Madrid) y salinas lacustres terciarias, especialmente en el valle del Ebro, en la Meseta
oriental (Sigüenza) y en la cuenca del Duero (Villafáfila y Oteros de Sariego en Zamora, Medina del
Campo en Valladolid), con señales de explotación en la Edad del Hierro. La localización de
asentamientos celtibéricos junto a manantiales salinos indica un control en la explotación de este
producto, como revelan los trabajos de J. Arenas en el sector meridional del Sistema Ibérico. Mientras
que en el litoral atlántico es probable que salinas marinas como las de la desembocadura del Tajo-
Sado (en particular las de Alcácer do Sal, la antigua Salacia) fueran beneficiadas desde antiguo por
indígenas y fenicios asentados en la costa. La explotación salinera se realizaría probablemente tanto
por evaporización como por cocción de la salmuera en recipientes cerámicos de los que se han
recuperado algunas muestras. La sal es en uno de los más importantes bienes de intercambio dada su
demanda en zonas deficitarias, especialmente para el quehacer ganadero, siendo un producto que
circula en las redes interiores junto a los rebaños y otras riquezas móviles. Eso la convierte en
apreciado botín y objeto de expediciones de asalto de indígenas, cartagineses y romanos, para los que
la sal es indispensable para la conservación de víveres y el sustento de la tropa.
Finalmente hay que mencionar también, dentro de las extracciones forestales, el aprovechamiento de
la madera de bosques y montes. Por un lado es el principal combustible para la alimentación de
hogares, piras funerarias, hornos domésticos y artesanales, y en el carboneo vegetal, trabajo
tradicional consisten en la quema de grandes cantidades de madera bajo túmulos de tierra. Además, la
madera es materia básica en la construcción de viviendas y en la fabricación de muebles, aperos y
armas. Así, encinas, pinos, quejigos y alcornoques en las tierras de la Meseta y Lusitania, robles,
hayas, castaños y abedules en las de Gallaecia y el Cantábrico, amén de una plétora de árboles de
ribera, son las especies más representadas en las muestras antracológicas de la Protohistoria. En no
pocos poblados se han encontrado hachas, sierras y podones para la entresaca y limpieza de los
bosques, y herramientas más específicas como azuelas, gubias o formones para el trabajo de la
madera.
Pasando a las tareas artesanales, la metalurgia –esto es, el proceso de reducción de minerales a
metales– es una actividad eminentemente local que se alimenta de pequeños talleres en un buen
número de poblados, o bien de artesanos itinerantes desplazados en radios comarcales para abastecer
las comunidades del entorno. Fundidores, herreros, plateros y orífices. Mejorando los procesos
tecnológicos de la Edad del Bronce, el trabajo del bronce, la plata y el oro alcanza un importante
desarrollo en la Hispania céltica; especialmente la plata entre celtíberos y vacceos y el oro entre
galaicos, astures y vetones. Restos de crisoles, vasijas-horno, moldes y fundiciones domésticas, así
como ciertas herramientas (buriles, punzones, buterolas) recuperadas en el interior de los hábitat, dan
cuenta del desarrollo de tales actividades. El bronce fundido se emplea en la fabricación de objetos
(calderos, urnas) y un sinfín de adornos personales: fíbulas, colgantes, placas y pectorales, hebillas de
cinturón, báculos, agujas, pinzas, cadenetas…; así como en apliques y determinadas piezas del
armamento e instrumental laboral. Las fíbulas (una suerte de imperdiblesbroche para la sujeción de
prendas de vestir, con distintas formas y decoraciones) son las producciones broncíneas más
abundantes del atuendo personal; desde las más sencillas a las más elaborados y ostentosas, existe una
amplia variedad de fíbulas
[Fig. 47] Fíbulas de bronce de la necrópolis de Villanueva de Teba (Burgos)
(anulares hispánicas, zoomorfas, de torrecilla, de doble resorte, de pie vuelto, estilo La Tène…) cuya
seriación tipológica es, gracias a una dilatada tradición investigadora, un valioso elemento de datación
en las culturas de la Edad del Hierro. Pero, ante todo, fíbulas, broches de cinturón, placas y colgantes
dan cuenta del gusto de las poblaciones hispanoceltas por el ornato y la distinción.
En plata se realizan joyas entre las que las más logradas son los brazaletes (de distinta tipología, como
los espiraliformes, muy característicos de la Meseta), además de torques lisos o sogueados,
pendientes, colgantes, fíbulas, anillos, alfileres, bucles con remates zoomorfos, y piezas de vajilla
suntuaria o ritual que se descubren en conjuntos tan significativos como los hallados en la capital
palentina (Cerro de la Miranda) y Padilla de Duero (Valladolid). Estas manufacturas se decoran con
repujados y troquelados que combinan distintos motivos geométricos (triángulos, círculos, ondas,
espigados) y en ocasiones figuraciones zoomorfas. Sabido es que durante la conquista los
gobernadores romanos sustraen, fundamentalmente de la Citerior pero también de Lusitania, elevadas
cantidades de plata tanto en numerario tributado como en confiscaciones de joyas o lingotes para ser
refundidas. Esta abundante producción de plata consagra la imagen de una argentifera Hispania en las
fuentes grecolatinas (vid. vol.II, II.8.2.1).
Por su parte, la orfebrería áurea es una de las manifestaciones más representativas de la cultura
castreña del Noroeste, aunque también se dan interesantes producciones orfebres en los ámbitos
lusitano, vetón y céltico. Las principales joyas de oro son

[Fig. 48] Torques de


oro de la cultura castreña del Noroeste (Museo Provincial, Lugo)
torques, diademas generalmente chapadas, arracadas y anillos, e igualmente se realizan cuencos y
otros elementos de prestigio como cascos. Los procesos orfebres combinan técnicas ancestrales como
el batido o el fundido, de fuerte tradición atlántica, con otras de raigambre mediterránea como la
soldadura, el granulado o la filigrana, que se aplican generalmente en la decoración. Las diademas de
Mones (Piloña, Asturias) o Elviña (La Coruña), las sofisticadas arracadas que integran tesoros como el
de Arrabalde (Zamora), en tierra astur, y sobre todo los torques galaicos de voluminosos terminales,
son señalados testimonios de una orfebrería castreña caracterizada por el preciosismo y la
singularidad artística. Formando habitualmente parte de depósitos votivos, los torques son atributos
identificativos de las élites del Noroeste, como nos descubre la estatuaria de guerreros galaicos,
algunos de los cuales portan estos collares macizos al cuello o colgados sobre el hombro. Todo un
símbolo de ostentación, poder y riqueza según revelan la calidad y el peso de algunos ejemplares ¡que
llegan a rondar los dos kilos! Atendiendo a la morfología y peculiaridades decorativas de las torques
se distinguen diversos talleres regionales en el espacio castreño del Noroeste, siguiendo los estudios
de F. López Cuevillas y más recientemente de B. Pérez Outeiriño.
Mayor novedad representa la metalurgia del hierro, introducida desde el valle del
Ebro a partir del siglo vi a.C. y luego extendida en momentos avanzados de la Edad del Hierro. La
siderurgia tiene especial arraigo en la Celtiberia habida cuenta del potencial ferruginoso de las sierras
y rebordes del Sistema Ibérico (vid. supra). Según indican los trabajos de campo de C. Polo en la
Sierra Menera (Teruel), la explotación del hierro muestra un incremento desde el siglo iii a.C.
advertido en el número creciente de poblados minero-metalúrgicos sobre el entorno; el hecho de que
su cota más elevada se sitúe entre el siglo i a.C. y el ii d.C. prueba cómo bajo control romano se
intensifica la producción metalúrgica de los territorios conquistados. La mayor resistencia, eficacia y
duración del hierro frente al bronce propicia su empleo en la fabricación de armas y todo tipo de
herramientas. A diferencia del estaño, el cobre o la plata que se funden en moldes, el hierro se trabaja
en estado maleable mediante la forja y el temple, que consiste en introducir el metal candente en agua
fría para fortalecerlo. El dominio de esta técnica y la carburación (el añadido de carbono y otros
componentes no metálicos para producir acero) fue singular entre los celtíberos, cuyos hierros,
especialmente algunas espadas, por su calidad y consistencia alcanzaron gran fama en la Antigüedad.
Además ciertas armas, sobre todo vainas y empuñaduras de espadas y puñales, presentan magníficas
decoraciones de damasquinados, embutidos de plata y calados que las convierten en obras de arte. Los
equipos de armas de celtíberos, vetones, autrigones y cántabros exhumados en sus necrópolis (vid.
vol.II, I.2.7.2) avalan el desarrollo de talleres metalúrgicos regionales.
La cerámica es otra de las producciones artesanales, y con mucho el material arqueológico más
nutrido. Es el resultado de una actividad eslabonada en una serie de etapas que van desde la obtención
selectiva, decantación y tratamientos aditivos de las arcillas, hasta el modelado, la decoración y la
cocción de los recipientes en el alfar. A lo largo de la Edad del Hierro las cerámicas realizadas a mano
dan paso progresivamente a producciones torneadas gracias a la adaptación de la rueda de alfar. Esta
tecnología derivada del mundo ibérico, donde había sido introducida por artesanos mediterráneos algo
antes (vid. vol.II, I.1.6.2), empieza a emplearse en la Meseta a finales del siglo v a.C., y se extiende
después por otras regiones de la Hispania céltica. El empleo del torno, y en paralelo el de hornos más
elaborados con tiro vertical y aireación, deparan producciones en serie de más calidad y en mayor
número, lo que convierte a la cerámica en un artículo comercial. Pero el torno no supone la
desaparición del modelado manual, que se mantiene en muchos lugares hasta época romana. Entre los
diversos desarrollos regionales las principales diferencias se establecen según cocciones (reductora,
oxidante, mixta), formas, técnicas y patrones decorativos de amplia variedad. En la Meseta, por
ejemplo, destacan las cerámicas incisas representando ondas, espigados, triángulos o trenzados –las
grabadas con púas de peine, por eso denominadas “peinadas”, son muy características de los vetones–;
o las estampilladas con improntas de círculos, rosetas, rombos y soles, siendo frecuentes las que
combinan ambas técnicas, incisión y estampillado, particularmente en los yacimientos vacceos. Es
probable que estas composiciones decorativas se inspiren en trabajos de cestería y en estampados de
telas y vestidos, y que obedezcan a criterios de identidad sexual, social o étnica difíciles de descifrar.
Otras técnicas empleadas son la impresión, la excisión (consistente en la extracción parcial de arcilla
dejando en rehundido el motivo decorativo), el puntillado, la incrustación de pasta blanca, las
acanaladuras, los calados, la aplicación de cordones o botones, etc. Abundan también las cerámicas
bruñidas y de pastas grises, lisas o con motivos decorativos, en especial estampillados, bien
reconocidas en el espacio de vacceos, galaicos y célticos del Suroeste. El repertorio morfológico es
asimismo extenso: formas abiertas (cuencos, platos, ollas, fuentes), cerradas (botellas, jarras, tinajas,
toneles), vasos sencillos, trípodes o geminados, copas, pebeteros, bandejas, cazos, cantimploras, así
como formas no vasculares (trompas, exvotos, cajitas, canicas o los llamados sonajeros). Una variedad
que responde a los diferentes usos y destinos de estas producciones: desde vajillas de cocina y mesa, y
de despensa y conserva, hasta las de transporte, pasando por las de carácter ritual o las urnas
cinerarias.
Pero sin duda la cerámica más representativa de la Segunda Edad del Hierro en la Meseta es la
denominada celtibérica, tenida no en vano como fósil guía de dicha cultura (vid. vol.II, I.2.3.1). Se
trata de producciones modeladas a torno y de pastas claras, fruto por tanto de una cocción oxidante,
con superficies bien pulidas a las que se aplica una esmerada decoración pintada; en tonos bícromos
rojizos y negros lo representado son composiciones geométricas dispuestas en frisos con variados
motivos (series de semicírculos inscritos, bandas, rombos, triángulos, ajedrezados), incluyéndose en
ocasiones elementos florales, zoomorfos y representaciones humanas de marcado geometrismo. En
particular, de gran riqueza iconográfica son las cerámicas de Numancia con un estilo propio definido
por la policromía (rojo, negro y blanco) y escenas simbólicas con la representación de “domadores de
caballo”, duelos heroicos, sacerdotes o divinidades con apariencia animal. Todo un universo
imaginario que nos traslada al ámbito de las creencias, los rituales y la cosmogonía de las gentes
numantinas (vid. vol.II, I.2.8.3). La cerámica celtibérica, próxima en factura, calidad y estilo a la
cerámica ibérica del valle del Ebro y Levante (vid. vol.II, I.1.6.2), tiene su floruit entre inicios del
siglo iv y finales del siglo ii a.C. (las polícromas numantinas son algo más tardías), y se extiende por
buena parte del interior peninsular: desde la Celtiberia nuclear y los valles del Duero y Tajo hasta las
estribaciones cantábricas, alcanzando incluso el reborde noroccidental. Aunque de indudable sabor
común, ciertas particularidades decorativas y morfológicas permiten diferenciar varios grupos
regionales: valle del Ebro, alto Duero –dentro de él, el numantino–, foco vacceo, foco berón, foco
carpetano, etc. Ello confirma el éxito de la cerámica celtibérica, que a finales de la
[Fig. 49] Cerámicas celtibéricas de Numancia (Museo Numantino, Soria)
Edad del Hierro había alcanzado una amplia difusión comercial, y en determinados puntos una
producción industrial y especializada, como defiende J.D. Sacristán.
En este sentido, recientes excavaciones en la Meseta han dado a conocer algunos complejos alfareros
de importancia, en los que trabajaría una mano de obra cualificada de pintores y ceramistas cuyo
rastro puede estudiarse en las improntas digitales dejadas sobre pellas de barro. Uno de estos talleres
es el localizado en el pago de Carralaceña, frente al oppidum vacceo de La Quintanas (entre Padilla y
Pesquera de Duero, Valladolid), la antigua Pintia. De los al menos tres hornos que lo componían sólo
uno se ha excavado: datado en los siglos ii-i a.C. y de grandes dimensiones, había sido construido en
tapial y contaba con una doble cámara de cocción de 5 metros de diámetro y un peso estimado de 6
toneladas. Se calcula que tendría capacidad para cocer dos millares de vasos en cada hornada, lo que
da cuenta del carácter industrializado de este centro. También se conocen hornos cerámicos en Coca
(Segovia), Torrelobatón y Tordehumos (Valladolid), Palenzuela y Villagarcía de Campos (Palencia),
Roa de Duero (Burgos) y Las Cogotas (Ávila), si bien la mayoría de ellos, más modestos, abastecieron
sólo una producción local.
La confección de prendas de vestir y tejidos es otra manufactura clásica en la Hispania céltica. La lana
es la materia prima más empleada, por encima del lino y otras fibras vegetales (cáñamo, esparto) que,
no obstante, también se trabajaron. El carácter eminentemente doméstico de la actividad textil se pone
de manifiesto en la existencia de telares en prácticamente todas las viviendas, de los que los únicos
indicadores arqueológicos son los repetidos hallazgos de fusayolas y pesas de telar. La misma realidad
que constatan los poblados ibéricos, como tuvimos ocasión de comentar (vid. vol.II, I.1.6.2). En cada
unidad familiar, tejido, hilado y tina debieron ser tareas en manos de mujeres, como sugiere la
presencia de elementos de telar en tumbas femeninas, connotando en cualquier caso un significado
más simbólico que laboral. Algunas prendas tienen una historia menos anónima. Es el caso de los
célebres sagos (Strab., 3, 3, 7; Diod., 5, 33; App., Iber., 42): los mantos de oscura y gruesa lana
propios de celtíberos y cántabros, y especialmente indicados para soportar el duro invierno de las
regiones interiores, cuya secuela revivían hasta anteayer los capuchones de los pastores sorianos. La
familiaridad y elevada producción de estas prendas explica que durante la conquista algunas
comunidades celtibéricas paguen tributos a Roma cuantificados en número de sagos, además de en
otras formas de dinero natural como pieles o caballos; sirvan como ejemplo los 10.000 mantos que los
de Intercatia entregan al gobernador de la Citerior, Lúculo, en el 151 a.C. (App., Iber., 54), o los 9.000
que el general Pompeyo exige a numantinos y termesios en el 139 a.C. (Diod., 33, 16). A falta de
marcadores de productividad estas cifras permiten significar la potencialidad de la ganadería ovina y
del trabajo lanar en los pueblos de la Meseta. Lo que también se entrevé en las alusiones de las fuentes
a la indumentaria de los hispanos, en la iconografía cerámica con figuras que portan prendas y atavíos
(túnicas, velos, mantillas, tiaras) de gran vistosidad, y en los hallazgos de fíbulas y prendedores
asociados a la vestimenta. Igualmente cotidianos debieron ser trabajos afines al textil como el curtido
de pieles en tenerías, el tratamiento de fibras, tallos y juncos para la cestería y cordaje, así como la
talla de madera y corteza o la de hueso y asta en la fábrica enseres y utillaje.
En conclusión, sin alcanzar el dinamismo del mundo ibérico, también en la Hispania céltica las
dedicaciones artesanales ocupan progresivamente a un mayor número de gentes. Carpinteros, herreros,
orfebres, plateros, broncistas, alfareros, tejedores, curtidores…, además de pastores y campesinos.
Ello refleja la diversidad económica, el auge tecnológico y la demanda social que, según regiones y
ambientes culturales, experimentan las poblaciones del interior a finales de la Edad del Hierro.
I.2.6.3 Los intercambios
En paralelo al incremento de la producción agropecuaria y al desarrollo de las artesanías, la
transacción de bienes y mercancías es una de las variables más interesantes para medir el ritmo
histórico de nuestros protagonistas. Se pueden distinguir al menos tres niveles de intercambio que, en
contra de lo pensado, no son excluyentes ni necesariamente se suceden en el tiempo de forma
consecutiva. Eso sí, testifican las distintas esferas de interacción que encontramos en los espacios de
la Céltica peninsular.
En primer lugar, el intercambio aristocrático definido por la circulación de bienes de prestigio entre
élites rectoras o entre jefes e intermediarios extranjeros. Este tipo de relaciones, de larga tradición,
son especialmente operativas en el Bronce Final y en los momentos iniciales de la Edad del Hierro,
cuando se consolidan las jefaturas políticas y el intercambio con los mercaderes fenicios de la costa
atlántica, o con delegados comerciales greco-ibéricos en el valle del Ebro y la meseta meridional,
contribuye a reforzar el poder de las élites. Pero también, con otras connotaciones, durante la
conquista, cuando gobernadores y generales romanos despliegan sus intereses en los nuevos territorios
atrayéndose a las jefaturas indígenas mediante compensaciones y regalos. Téngase en cuenta que las
tierras del interior son ricas en recursos naturales (metales, productos agropecuarios, salinas)
requeridos por las ciudades-estado mediterráneas, lo que convierte a sus propietarios, las élites
hispanoceltas, en interlocutores privilegiados. Estos intercambios tienen un impacto reducido en el
seno de las sociedades indígenas, pues son los jefes quienes, al menos inicialmente, monopolizan los
productos de lujo que los agentes foráneos ofrecen a cambio de riquezas locales, en pago a permisos
de paso o para sellar acuerdos con las élites. Cerámicas importadas (griegas, púnicas, ibéricas), vajilla
de bronce asociada al banquete aristocrático o alhajas son algunos de los indicadores materiales de
estas interacciones; piezas que en calidad de bienes de prestigio se descubren en los ajuares de
enterramientos excepcionales, como es el caso, en la Meseta, de algunas tumbas celtibéricas y vetonas
que por su nivel de riqueza llamamos “principescas”. Estos intercambios adquieren también la forma
de regalos diplomáticos y podrían cobijar relaciones de parentesco y alianzas entre clanes. Debió de
ser frecuente, por ello, el trueque de panoplias guerreras y caballos entre jefes, o la conclusión de
enlaces dinásticos que aseguraran apoyos y fidelidades. En este sentido y como botón de muestra
podemos reconocer un intercambio de armas de parada en una rica “tumba de guerrero” de la
necrópolis vetona de La Osera (Chamartín de la Sierra, Ávila), donde aparecen restos de una
excepcional disco-coraza con placas decoradas exactamente igual al descubierto en una tumba de la
necrópolis ibérica de El Cabecico del Tesoro (Verdolay, Murcia), de similar cronología… ¡a más de
450 kilómetros de distancia! Como dones políticos o botines guerreros cabría interpretar también
algunas falcatas y cinturones ibéricos en contextos de la Meseta, pues las relaciones diplomáticas, el
mercenariado y el pillaje exterior generan destacados beneficios materiales. Un ejemplo más tardío de
la circulación de bienes suntuarios lo tenemos en las vajillas de oro y plata de las que hace gala el
potentado lusitano Astolpas en los esponsales de su hija con Viriato, alardeando de la riqueza que le
generan sus buenos tratos con los romanos (Diod., 33, 7, 1).
Fruto de intercambios selectivos llegan también a la Meseta y más esporádicamente a las tierras del
Norte y Occidente, dada su lejanía y dificultades de comunicación terrestre, otras mercancías de
acceso restringido como el vino, telas y perfumes, difíciles de constatar arqueológicamente, así como
conocimientos y novedades tecnológicas de las que se sirven los grupos de poder para reforzar su
estatus dentro de la comunidad. Con relación al vino, Diodoro de Sicilia (5, 34, 2) señala que los
celtíberos consumen una bebida de miel mezclada con vino, y que éste lo compran a mercaderes que
lo traen de ultramar; mientras que, según Estrabón (3, 3, 7), los pueblos del norte beben el vino en
raras ocasiones, pero el que tienen lo consumen pronto en festines con los parientes. Este disfrute
desmedido de un bien escaso y caro en ocasiones especiales, indica que en la Hispania céltica el vino
fue un producto de lujo al alcance de unos pocos. Sólo con el tiempo y bajo iniciativa romana se
extiende su consumo gracias al cultivo local de la vid en puntos de la costa atlántica y de los valles del
Ebro, Guadiana y Tajo. Un proceso parecido al que sigue la producción de aceite o, entre las industrias
del mar, la fabricación de conservas y salazones de pescado en la costa lusitana.
El segundo tipo de intercambio es de carácter propiamente comercial, entendiendo por tal la
transacción regulada de mercancías dentro de un sistema de mercado, algo que no se da hasta
momentos avanzados de la Edad del Hierro en la fase tradicionalmente denominada “celtiberización”
(siglos iv-ii a.C.). Se caracteriza ésta por la expansión por el interior peninsular de las típicas
cerámicas pintadas celtibéricas, de ciertos modelos de fíbulas, broches de cinturón y armas, así como
por la difusión del torno de alfar y la metalurgia del hierro, y más tardíamente por la irradiación de la
escritura y la moneda. Tal circulación de novedades, gentes y mercancías obedece en buena parte a
una proyección comercial: la apertura de mercados urbanos de ámbito local o regional, especialmente
en el territorio de la Meseta y más esporádicamente en las comarcas del Norte y Occidente. En ello
confluyen tres principales factores: 1) el auge urbano (la ciudad se convierte en el principal espacio de
interacción); 2) la activación socioeconómica (el crecimiento demográfico y la especialización
productiva deparan la comercialización de excedentes de consumo desde poblados que funcionan
como centros de redistribución); y 3) el desarrollo de las comunicaciones y de los mecanismos de
intercambio (caminos pecuarios, transporte terrestre y fluvial, sistemas metrológicos, etc.). Esto se
comprueba fundamentalmente en los grandes castros y oppida de los valles del Ebro, Tajo y Duero; y
particularmente en el espacio de los vacceos, un pueblo de eminente carácter agrícola y comercial. En
este sentido, los arrabales y barrios artesanales extramuros de algunos enclaves, así como los llamados
“cenizales” celtibéricos (vertederos con restos cerámicos, metálicos y faunísticos entremezclados con
capas de cenizas), deben relacionarse con la instalación de ferias y mercados. De igual forma, en el
interior de poblados como La Hoya (Laguardia, Álava) se han identificado tiendas y almacenes, dada
la profusión de envases cerámicos y de elementos comerciales como juegos de ponderales.
Granos y frutos, ganado y sus derivados, cera y miel, resina y pez, sal, manufacturas cerámicas y
metálicas, enseres y herramientas, prendas y tejidos… son productos que abastecen estos mercados. E
igualmente las ferias regionales que se celebran periódicamente en puntos fronterizos y lugares de
paso. A éstas, de mayor volumen y alcance que los mercados locales, llegarían mercancías más
exquisitas y foráneas como asnos, gallinas, peces y moluscos marinos, todos ellos atestiguados en
registros arqueofaunísticos de yacimientos de la Meseta. Es probable la presencia en ferias y
mercados de comerciantes “profesionales” y artesanos itinerantes, además de campesinos locales
vendiendo directamente sus productos.
A falta de moneda, cuyo uso en la Hispania céltica es tardío y limitado ( vid. infra, I.2.6.4), los
intercambios se miden en formas de dinero natural: pieles, mantos de lana, cargas de cereal o cabezas
de ganado. Se emplean asimismo piezas metálicas que, ajustadas a formatos precisos, siguen patrones
metrológicos. Además de en el hallazgo de lingotes y ponderales, como el excepcional conjunto de
siete pesos descubierto en el poblado caristio-berón de La Hoya en un contexto del siglo iv a.C., la
asignación metrológica se comprueba incluso en el peso de torques y brazaletes de plata. En opinión
de M.P. García-Bellido y otros autores, estas joyas pudieron tener un valor premonetal al menos entre
celtíberos, vacceos, astures y galaicos, observándose en algunos torques y brazaletes marcas de valor
ponderal.
Finalmente, en las regiones periféricas de la Hispania septentrional alejadas de los principales
circuitos comerciales, los intercambios consistieron fundamentalmente en el trueque de productos
naturales por manufacturas, usándose en ocasiones laminas de metal recortadas para tasar las
transacciones (Strab., 3, 3, 7). Las mercancías llegaban a las aldeas más remotas a través de canjes
sucesivos o transportadas por buhoneros y pastores. Estos mecanismos rudimentarios basados en la
reciprocidad tienen poco que ver con las regulaciones comerciales de las ciudades de la Meseta y el
mundo ibérico que se integran así, más fácilmente, en la órbita romana.
[Fig. 50] Localización de las principales cecas monetales celtibéricas, según A. Domínguez Herranz
I.2.6.4 La moneda celtibérica
Avanzada la primera mitad del siglo ii a.C. algunas ciudades-estado celtibéricas favorecidas por Roma
empiezan a emitir moneda como señal de privilegio y, sobre todo, para contribuir al pago de tributos y
soldadas; en forma similar a lo que llevaban haciendo las comunidades ibéricas (vid. vol.II, I.1.6.4).
Una de las primeras en acuñar es Segeda (con el topónimo Sekaisa), a la que seguirán otras ciudades
de la Citerior a partir de la caída de Numancia (133 a.C.) y especialmente durante las Guerras
Sertorianas (82-72 a.C.), momento en que proliferan las cecas para el sufragio de gastos militares.
Entre los talleres con mayor volumen de emisión monetal están, además del citado de Sekaisa, los de
Arekoratas [Luzaga, Guadalajara], Turiasu [Tarazona, Zaragoza], Belikom [Azuara, Zaragoza],
Sekoborikes (cuya ceca indígena podría emplazarse en Pinilla de Trasmonte, Burgos) y Titiakos (de
localización insegura). Los celtíberos adaptan el patrón bimetálico romano, acuñando tanto denarios
de plata como divisores en bronce, fundamentalmente ases, diez de los cuales suman un denario.
Como ya dijimos, a diferencia de las acuñaciones de la Ulterior, los tipos representados en las
monedas celtibéricas son siempre los mismos:

[Fig. 51]
Moneda de plata de Sekaisa (Segeda: El Poyo de Mara, Belmonte de Gracián, Zaragoza), ca. 120 a.C.
en el anverso una cabeza masculina barbada o imberbe a veces con algún atributo (torques, diadema),
y en el reverso un jinete que según los lugares puede portar lanza, palma o estandarte, así como
marcas y variantes menores en cada una de las emisiones. Estas imágenes, que suelen interpretarse
como evocaciones de un héroe fundador o de una divinidad protectora, sirven también de propaganda
para las élites, proyectadas simbólicamente en ellas como enseñas y garantes de la comunidad
política. En concreto, el jinete monetal extracta brillantemente los valores de soberanía ciudadana
alcanzada por los enclaves celtibéricos. Al margen de la iconografía sin duda el rasgo más indígena de
las monedas son las leyendas escritas en celtibérico, una variante del signario ibérico levantino (vid.
vol.II, I.2.4.2). Estos letreros son de gran valor documental pues gracias a ellos conocemos cerca de 50
topónimos celtibéricos, en su mayoría nombres de ciudades o etnias, muchos de los cuales no están
constatados en ninguna otra fuente literaria o epigráfica, y permanecen aún sin localizar. La dispersión
de monedas con el nombre de la ceca y el estudio a fondo de sus tipos constituyen, en este sentido, las
principales vías para aproximarnos a su identificación geocultural. Fruto de una incipiente
romanización, desde finales del siglo i a.C. y en la centuria siguiente las leyendas indígenas van
siendo sustituidas por rótulos latinos, primero en emisiones bilingües y luego exclusivamente en latín
en las series cívicas de época imperial.
En el tiempo de emisión propiamente celtibérico (siglos ii-i a.C.), las cecas se concentran en el solar
de la antigua Celtiberia y más periféricamente en los márgenes de los territorios berón, vascón y
cántabro, y carpetano por el sur; un espacio extendido aproximadamente entre el valle del Ebro y el
río Pisuerga y entre las fuentes del Tajo y Navarra. Ninguno de los pueblos y ciudades de la Meseta
occidental, de Lusitania, del Noroeste o de la fachada cantábrica acuñan numerario propio, lo que
convierte a la amonedación en un elemento cultural típicamente celtibérico y urbano, con una difusión
paralela a la de la escritura. Sin embargo existen cecas celtibéricas fuera de los límites anteriormente
señalados. Un caso singular es Tamusia, localizada en Villasviejas de Tamuja (Botija, Cáceres), por
tanto en Lusitania, donde se estableció a principios del siglo i a.C. una comunidad de celtíberos que
durante algún tiempo emite una moneda muy similar a la de Segeda/Sekaisa, según el análisis de C.
Blázquez; en este mismo yacimiento cacereño se han encontrado varias téseras de hospitalidad
celtibéricas con referencia a Tamusia. Es probable que estos movimientos de gente obedezcan a la
puesta en explotación de distritos mineros de la Ulterior, en los que se emplearía mano de obra
desplazada de Celtiberia como piensan F. Burillo y M.P. García-Bellido con distintos argumentos; no
hay que descartar, sin embargo, que se trate del acuartelamiento de tropas romanas nutridas de
contingentes celtibéricos, que serían pagados con su propia moneda. Debe tenerse en cuenta que la
producción monetaria celtibérica no fue constante ni estacionaria, sino que estuvo ligada a coyunturas
determinantes que justificaron la apertura de talleres –muchas veces móviles– en tiempos de conflicto
o de demanda, mientras que en periodos estables no fue necesario acuñar regularmente.
La moneda es un elemento institucional que las ciudades celtibéricas emplean en pagos y ejercicios
fiscales relacionados con la administración romana. Pero junto a ese carácter “oficial”, con el tiempo,
ante la proliferación de cecas y la progresiva mercantilización de la economía, la moneda se
sociabiliza y amplía su radio de acción utilizándose cada vez más como instrumento de cambio en
transacciones cotidianas, especialmente los divisores de bronce. Unido a su valor intrínseco (a
diferencia de la actual, la moneda antigua vale el metal que pesa), esto explica la dispersión de
emisiones fuera de los límites de la ciudad-estado o entidad que acuña, usándose o al menos
atesorándose en territorios que jamás acuñaron. Por ello, porque la moneda amén de instrumento es
una unidad de riqueza fácilmente tesaurizable –en especial la de plata, más valiosa–, son
relativamente frecuentes los hallazgos de tesorillos de monedas y joyas, de los que son buenos
ejemplos los descubiertos en Driebes (Guadalajara), Salvacañete (Cuenca), Padilla de Duero
(Valladolid), Cerro de la Miranda (Palencia), Arrabalde (Zamora), Roa de Duero (Burgos) o El Raso
(Ávila). Forman parte de ellos denarios y ases de distintas cecas hispanas mezclados a veces con
numerario acuñado en Roma; y entre las alhajas, brazaletes, torques, arracadas y piezas fragmentadas
de plata. Tales ocultaciones –en la praxis, riqueza amortizada al quedar fuera de circulación– suelen
coincidir con momentos de inestabilidad y amenaza bélica. Y así, varios tesorillos descubiertos en
lugares de la Meseta (como los vacceos de Padilla de Duero, Palencia, Palenzuela y Salamanca)
corresponden al tiempo de las Guerras Sertorianas, un conflicto de notable impacto en las poblaciones
celtibéricas (vid. vol.II, II.3.3). De hecho, consta que Sertorio se apoyó en talleres locales para cubrir
sus gastos militares y administrativos. Para hacernos una idea de la dispersión de monedas atesoradas
bastará con recordar que el tesorillo de Palenzuela, con más de 2.500 piezas, contenía denarios de
quince cecas diferentes, siendo las de Sekoborikes, Turiasu, Baskunes y Bolskan las más
representadas.

I.2.7 Estructuras sociales, políticas y guerreras


I.2.7.1 Señores, campesinos y siervos
Las dinámicas culturales, el paisaje económico y la propia historia de los territorios de la Hispania
céltica matizan un proceso social durante la Edad del Hierro y bajo dominio romano que mezcla
elementos de continuidad y de cambio. De entrada dos son los rasgos más señalados. Por un lado, el
arraigo del parentesco en la organización interna de las unidades de poblamiento, compuestas por
familias, grupos gentilicios y clanes (vid. infra I.2.7.3); cuanto más al interior y aisladas las
poblaciones, más estrechos y locales resultan ser los lazos familiares. Y por otro, la jerarquización o
desigualdad creciente a lo largo del I milenio a.C. perceptible sobre todo en los grupos más dinámicos
y abiertos al contacto exterior, especialmente los celtíberos y otros pueblos de la Meseta, de manera
similar aunque más ralentizada a lo experimentado por las gentes del Sur y Levante ibéricos (vid.
vol.II, I.1.7).
Ahora bien, ¿cómo se estructura la sociedad? ¿Qué grupos existen y cómo se relacionan entre sí?
Desde una percepción generalista y asumiendo variantes tanto espaciales como temporales, puede
colegirse que el tejido social de las poblaciones hispanoceltas lo integran tres segmentos: aristocracia,
campesinado y servidumbre.
A la cabeza de cada unidad territorial se sitúa un grupo reducido de individuos, o varias familias
cuando se trata de una comunidad extensa, privilegiados por su estatus y posición de liderazgo.
Obviamente constituyen una minoría que raramente superaría el 10-15 por ciento del total de la
población, aquella que participa del poder y está liberada del trabajo del campo. Son los propietarios
de los mejores ganados y tierras de cultivo y por tanto quienes se benefician del control y
redistribución de los bienes económicos. Las formas de adquisición, manifestación y transmisión del
poder varían según tiempos y lugares, pero la fuerza de estas minorías se expresa en el desempeño de
las armas y su prestigio se acrecienta en el campo de batalla, por lo que resulta común hablar de
aristocracias o élites guerreras (vid. vol.II, I.2.7.5). Principes, equites y nobiles son los términos que
emplearán luego las fuentes de conquista para referirse a las élites de las ciudades celtibéricas. Les
son propios valores heroicos como la destreza militar, el carisma y las grandes gestas; la hospitalidad
y los regalos; así como el gusto por la guerra, los caballos, la caza o los banquetes donde se consumen
buenas viandas, se narran hazañas y se redistribuyen recompensas entre fieles y clientes.
Aprovechando la ocasión de estas reuniones los grandes anfitriones hacen alarde de sus riquezas, y así
el lusitano Astolpas, en los esponsales de su hija con Viriato, exhibe vajillas de oro y plata y agasaja a
sus invitados con exquisitos manjares (Diod., 33, 7, 1). Todo ello incide en la función social de los
banquetes. Igualmente son espacios de representación de jefes y señores los rituales, el culto a los
ancestros, las celebraciones políticas, los intercambios y la potestad jurídica. La construcción de un
pasado mítico y los procesos de heroización forman también parte del discurso propagandístico
maniobrado por las élites.
A las aristocracias hispanoceltas se asocian indicadores de rango como las panoplias con armas de
parada, objetos suntuarios como torques y joyas, atuendos e insignias –las fíbulas de caballito y los
báculos de distinción numantinos son buenos ejemplos-, imágenes heroicas como la estatuaria de
guerreros castreños, así como la posesión de corceles y otros bienes de prestigio. Algunos de estos
objetos se descubren en los enterramientos de mayor riqueza integrando el ajuar que acompaña e
identifica al difunto en el más allá o, como las estelas con la representación de jinetes, señalando el
lugar de algunas tumbas (vid. infra I.2.7.2). En ceremonias importantes como el sepelio de grandes
dignatarios, se celebraban banquetes en los que participan miembros de la comunidad y se consumen
alimentos y bebidas al alcance de sólo unos pocos; es lo que prueban tumbas aristocráticas del
cementerio vacceo de Las Ruedas (Padilla de Duero, Valladolid), por ejemplo, cuyos ajuares deparan
recipientes que contuvieron vino, hidromiel y comidas elaboradas según revela la analítica de
residuos. En este sentido la alimentación es un particular medidor de estatus, y así, mientras la carne
es por lo general un consumo de excelencia, la dieta habitual de la población es de base vegetal. El
estudio osteológico llevado a cabo por A. Jimeno y su equipo en la necrópolis de Numancia señala que
los enterramientos con ajuares destacados corresponden a individuos con una alimentación variada en
la que predominan los cereales, según los isótopos de las cremaciones, y las más sencillas a personas
que habían consumido sobre todo tubérculos, bayas y frutos secos. Sin duda es ésta, la de las
“bondades del estómago”, una novedosa vía para aproximarnos a los usos sociales y, en este
particular, a los consumos aristocráticos de nuestros antepasados.
Abandonemos la cúspide de la pirámide social. Por debajo, el grueso de la población se corresponde
con las familias campesinas que habitan castros, aldeas y granjas, y que suponen entre el 70 y el 80
por ciento de los habitantes de una comunidad territorial. A diferencia de las aristocracias se trata de
gentes no privilegiadas, aunque libres y asistidas de ciertos derechos, que viven de su trabajo y están
sujetas a las autoridades locales mediante tributos y prestaciones de carácter militar o laboral, como
entre otras la participación en expediciones guerreras, la defensa de la comunidad, la construcción de
murallas y edificios públicos, la vigilancia de tierras y ganados o el control de las fronteras. Muchos
de estos individuos están unidos a sus jefes por lazos
[Fig. 52] Báculo de distinción o signum equitum de la necrópolis de Numancia (Garray, Soria)
de clientela personal. Existen distintos grados jurídicos y perfiles socioeconómicos dentro de este
amplio segmento, desde campesinos propietarios hasta peones de campo y pastores de rebaños ajenos,
sin duda abundantes, pasando por artesanos, mineros, herreros, orfebres o mercaderes (que en ámbitos
rurales compaginan estas labores con el trabajo agropecuario), además de mercenarios y aventureros.
Se trata de un colectivo disperso integrado por familias y gentilidades de distinto rango, difíciles de
escalonar en subgrupos específicos. Aun tratándose del común de los mortales estas gentes carecen de
perfiles netos en los registros documentales, y a ellas en buena lógica cabe atribuir las sencillas
viviendas castreñas, los enseres y aperos de trabajo y cuando se documentan, las tumbas con ajuares
más modestos.
En ámbitos de montaña la escasez de recursos y las duras condiciones de vida hacen pensar en una
pobreza generalizada. Ello llevará a parte de la población a emigrar a lugares con mejores
posibilidades donde establecerse y fundar nuevas aldeas. También la carestía y marginalidad de
muchas regiones explicaría a juicio de las fuentes la formación de cuadrillas guerreras dedicadas al
bandidaje y a la captura de un fácil botín en forma de rebaños, cosechas o riquezas expoliadas. Tal
belicosidad se convierte en un factor de desestabilización social, como subraya Estrabón en un texto
que comentamos en otro lugar (vid. vol.II, I.2.6.1):
“Fueron los montañeses los que originaron esta anarquía, como es natural; pues al habitar una tierra
mísera, y tener además poca, estaban ansiosos de lo ajeno. Los demás, al tener que defenderse,
quedaron por fuerza en la situación de no poder dedicarse a sus propias tareas, de modo que también
ellos guerreaban en vez de cultivar la tierra. Y sucedía que la tierra, descuidada, quedaba estéril de sus
bienes naturales y era habitada por bandidos”
(Estrabón, 3, 3, 5)
Sin embargo, razias y asaltos no son siempre comportamientos endémicos derivados de la pobreza y
quiebra social de estas poblaciones, según se ha asumido a partir de dictámenes como el de Diodoro
de Sicilia sobre el, así denominado, bandolerismo lusitano:
“Una práctica singular se da entre los iberos, y sobre todo entre los lusitanos. Los más pobres de
fortuna de entre los que llegan a la flor de la edad y se distinguen por su fortaleza física y su audacia,
provistos de su valor y sus armas, se reúnen en las dificultosas regiones montañosas y, organizándose
en bandas considerables, efectúan correrías por Iberia y acumulan riqueza gracias al pillaje; y
practican sin cesar este bandidaje, llenos de altivez; y dado que usan un armamento ligero y son
extremadamente ágiles y rápidos, a los otros hombres les resulta muy difícil vencerlos. En suma,
consideran que las zonas dificultosas y ásperas de las montañas constituyen su patria y se refugian en
ellas, puesto que los ejércitos grandes y con armamento pesado tienen dificultades para atravesarlas”
(Diodoro, 5, 34, 6-7)
En realidad conductas como las que nos relata Diodoro –alejadas de la civilización grecorromana y
por tanto mal entendidas, cuando no reprobadas, por los eruditos clásicos– traslucen el arraigo de la
ética competitiva y los valores guerreros en aquellas comunidades, de forma que mediante el
cumplimiento de gestas como el robo de ganados, una suerte de rito iniciático ancestral, los jóvenes
varones adquirían reconocimiento dentro de su comunidad (vid. vol.II, I.2.7.7). En definitiva, más que
una consecuencia de la pobreza y una alternativa a la misma, que a veces lo sería, el “bandolerismo” y
otras expresiones guerreras nos ponen en relación con la organización interna y las dinámicas de poder
de las sociedades hispanoceltas, donde la guerra, como veremos, es un elemento regulador de primer
orden (vid. vol.II, I.2.7.7).
Por último, ocupando el escalafón inferior de los no privilegiados están las gentes sometidas a fuertes
relaciones de dependencia y aquellas otras privadas de libertad que podemos entender como siervos.
Lo serían tanto de individuos particulares como, verosímilmente, de instituciones colectivas o de la
propia comunidad, que decidiría su participación en trabajos serviles o como fuerza guerrera auxiliar.
Pero prácticamente nada sabemos de la servidumbre en época prerromana. Para un momento tardío en
relación con la conquista romana, las fuentes mencionan la existencia de “esclavos” en algunas
ciudades, como por ejemplo en Helmantica cuando Aníbal la asoló en la campaña contra los vacceos
de 220 a.C. (Plutarco, Virt. Mul., 248; Polieno, 7, 48). Debe advertirse que en esos casos los autores
grecorromanos aplican una categoría del modelo sociopolítico de la polis o civitas que ellos
representan, a una realidad indígena que desconocen y por ello resulta difícilmente ajustable –o
inexacta– a la noción de esclavitud clásica. Hasta donde sabemos la realidad más frecuente debió de
ser la de cautivos y prisioneros de guerra, con un número creciente a partir de la Segunda Guerra
Púnica y el avance romano.
I.2.7.2 La lectura funeraria
Como hemos tenido ocasión de ver al hablar de los pueblos ibéricos ( vid. vol.II, I.1.7.4), las
necrópolis son excelentes escenarios para aproximarnos al engranaje social de las gentes de la Edad
del Hierro. En el caso de los territorios del área céltica el principal problema viene dado en que sólo
conocemos cementerios en la Meseta y en algunos puntos de Extremadura y de las estribaciones
meridionales de la Cordillera Cantábrica, no existiendo apenas información en la franja atlántica,
Galicia y el Norte. Ya se ha dicho que, obedeciendo a distintas creencias y tradiciones, la mayor parte
de los lusitanos, galaicos, astures y otros pueblos septentrionales practicaron ritos funerarios que no
han dejado huella tangible, como fueron el abandono de cadáveres o el arrojamiento de cuerpos y
cenizas a las aguas; un hábito común a otros territorios atlánticos como la Turdetania.
En los pueblos de la zona central, al igual que los del Sur y Levante, el rito funerario generalizado es
la cremación. El proceso es bien conocido. Acompañados de armas, adornos y enseres personales los
cuerpos se queman en piras vegetales o ustrina y, una vez purificados y seleccionados, los restos de la
combustión se introducen en un contenedor, generalmente una urna cerámica que se inhuma en la
necrópolis. Éstas se emplazan en la proximidad de los poblados junto a caminos de acceso y arroyos
circundantes, en lugares abiertos y zonas de vega que permiten un fácil control desde el hábitat, en
posición más elevada con relación al cementerio. Las primeras necrópolis colectivas se documentan
en los siglos vii-vi a.C., en el Celtibérico antiguo, tanto en la Meseta oriental (provincia de
Guadalajara, incluso desde algo antes) como en la occidental (provincia de Ávila). Y en los siglos
siguientes se extienden en número y tamaño hasta alcanzar algunas la época romana, sin bien la
mayoría dejan de utilizarse antes del siglo i a.C.
En el estudio de las necrópolis destaca la labor pionera del marqués de Cerralbo, quien con la valiosa
ayuda de J. Cabré excava a principios del siglo xx una docena de cementerios celtibéricos del alto
Jalón, en el límite provincial entre Guadalajara y Soria. Desde entonces, gracias a los avances de la
investigación se ha progresado mucho en el conocimiento del registro funerario, disponiéndose en la
actualidad de un considerable número de necrópolis localizadas y parcialmente estudiadas, si bien
sólo unas pocas han sido excavadas en su totalidad. Entre los cementerios más importantes citaremos,
en territorio celtibérico, los de Aguilar de Anguita, Centenares en Luzaga, Sigüenza, La Yunta, Osma,
La Requisada, Molina de Aragón, Navafría en Clares, El Altillo del Cerropozo en Atienza, Riba de
Saelices y Alpanseque, en la provincia de Guadalajara, y Quintanas de Gormaz, Arcobriga, Ucero, La
Mercadera, La Revilla de Calatañazor, Almaluez, Numancia y Carratiermes (Montejo de Tiermes), en
la provincia de Soria. En tierras de vetones, las clásicas necrópolis abulenses de Las Cogotas
(Cardeñosa), La Osera (Chamartín de la Sierra), El Raso (Candelada) y –muy recientemente
descubiertas– las de Ulaca (Solosancho) y Cerro del Berrueco en la zona de Los Tejares (El Tejado,
Salamanca); y en la provincia de Cáceres las de Pajares (Villanueva de la Vera), La Coraja
(Aldeacentenera) y El Mercadillo y El Romazal en Villasviejas del Tamuja (Botija); por la tipología
de su ajuares, un sector de esta última necrópolis parece corresponder a un grupo de población
celtibérica establecida en el lugar. Son pocas las necrópolis localizadas en el espacio de lusitanos y
célticos: entre los primeros, la cacereña de Los Castillejos de la Orden de Alcántara o la de Nuestro
Senhor dos Mártires de Alcácer do Sal (Setúbal), algo anterior y de tradición orientalizante; y entre
los cementerios célticos, más abundantes, los de Herdade de Chaminé (Vila Fernando), Herdade das
Casas (Redondo), Fonte Santa (Ourique), Galeado (Vila Nova de Milfontes) o Monte do Pardieiros
(Atafona), en el bajo Alentejo. En el valle central del Duero, Las Ruedas (Padilla de Duero) en la
provincia de Valladolid, excavada en los últimos años, es el mejor referente para el estudio del mundo
funerario vacceo, debiendo citarse también las necrópolis de Palenzuela, en la provincia de Palencia, y
las de las Erijuelas de San Andrés (Cuéllar) en la provincia de Segovia. Entre los carpetanos los
cementerios de El Palomar de Pintado (Villafranca de los Caballeros) y Las Esperillas (Santa Cruz de
la Zarza), en la provincia de Toledo, culturalmente muy afectados de influencias ibéricas, y los de El
Espartal, La Gavia (Vallecas) y

[Fig. 53] Excavación de una sepultura de la necrópolis celtibérica de Carratiermes (Montejo de


Tiermes, Soria)
Perales de Tajuña en las inmediaciones de Madrid. Y finalmente en los difusos confines de tumorgos,
autrigones y cántabros las necrópolis de Monte Bernorio (Villarén) en la provincia de Palencia, y las
de Miraveche, Ubierna, Villanueva de Teba y El Pradillo (Pinilla-Trasmonte) en territorio burgalés;
sin olvidarnos de la de La Hoya (Laguardia, Álava) limítrofe al territorio de berones y caristios.
Pasando a su organización interna, en los cementerios de pequeño tamaño, con varias decenas de
enterramientos, las tumbas no siguen un ordenamiento preciso. Pero en las de mayores dimensiones –
algunas superan los 2.000 enterramientos– las sepulturas se alinean en calles (como ocurre en las
celtibéricas de Aguilar de Anguita y Sigüenza) o bien se agrupan en sectores diferenciados (muy
característico de cementerios vetones como Las Cogotas y La Osera, con cinco y seis sectores
respectivamente). Esto último responde a una distribución funeraria por clanes o grupos familiares
extensos, y es un indicador de la importancia del parentesco –real o ficticio– en la identidad de los
individuos, incluso en su disposición postmortem. El enterramiento consiste habitualmente en un
sencillo hoyo o rebaje en el suelo donde reposan la urna cineraria y el ajuar, cubierto con tierra y lajas
y a veces señalado con una estela de piedra o madera. En algunos casos el interior del hoyo se delimita
con lajas o muretes de piedra y más raramente de adobe enlucido en yeso, como ocurre en la
necrópolis carpetana de El Palomar de Pintado, que también documenta sepulturas señaladas por
lechos de ceniza. Ciertas tumbas presentan cubriciones más elaboradas, como son empedrados
irregulares o pequeños túmulos escalonados de planta cuadrada u ovalada, con uno o varios depósitos
en su interior. Estas estructuras, comunes en enterramientos de necrópolis celtibéricas, vetonas y
célticas de los siglos v y iv a.C., pertenecerían a individuos y linajes de mayor prestancia, y dentro de
su modestia representan las construcciones funerarias más elaboradas del área céltica. Con todo, poco
tienen que ver con los monumentos y esculturas ibéricas que adornan los cementerios edetanos,
oretanos y bastetanos (vid. vol.II, I.1.7.4); por lo general las necrópolis de la Meseta son más sobrias y
sencillas que las ibéricas. Características de los cementerios celtibéricos tardíos son las estelas
discoidales de piedra decoradas con efigies de jinetes que recuerdan muy de cerca a los representados
en los reversos monetales, como observan las halladas en Clunia, Lara de los Infantes y Langa de
Duero.
Junto a la tipología, el estudio de los ajuares, como ya se ha dicho, es una variable importante en el
análisis funerario. Las ofrendas están presentes en distinta proporción y con notable asimetría en las
necrópolis: en algunas el 80 por ciento de los enterramientos contienen ajuar, y en otras sólo un 15 por
ciento; una variación que depende del número total de sepulturas y de su distribución, pues en
ocasiones las tumbas de mayor riqueza se concentran en un sector determinado del cementerio. Los
objetos más frecuentes son cuencos y vasos cerámicos para alimentos; adornos personales como
fíbulas, colgantes, brazaletes y cuentas de collar; útiles domésticos como fusayolas, punzones o –en
algunas tumbas– instrumental agropecuario, y más rara vez objetos asociados al fuego como parrillas,
calderos y asadores. Algunas tumbas deparan restos faunísticos (oveja, cerdo, gallina) y otros
alimentos relacionados con la celebración de banquetes honoríficos o, en determinados casos, con el
sacrificio de animales domésticos para propiciar buen tránsito al difunto. Denotando mayor categoría
hay que mencionar la presencia de armas en enterramientos, en casi todas las necrópolis, con distintas
combinaciones (desde una punta de lanza hasta panoplias compuestas por espada, puñal, asta y
escudo) (vid. vol.II, I.2.7.8); así como de arreos de caballo, recipientes de bronce y excepcionalmente
de cerámicas importadas y piezas suntuarias. La graduación de los ajuares según el número y calidad
de los elementos amortizados se ha entendido como un indicador de la riqueza y estatus del fallecido;
pero ésta es sólo una premisa apriorística basada en un juicio moderno y en la suposición, no del todo
probada, de entender el espacio mortuorio como un espejo de la sociedad de los vivos. Conviene
recordar en este punto que en el comportamiento funerario hay un componente simbólico que
distorsiona su lectura (la tumba es una ofrenda ritualizada, no un padrón civil), y que en la elección de
los objetos que acompañan al difunto entran en consideración principios emocionales, familiares y
religiosos que no tienen por qué tener expresión material ni traducirse forzosamente en términos de
orden social. En cualquier caso, parece lógico asociar las sepulturas de mayor riqueza a los grupos
privilegiados de cada
[Fig. 54] Ajuar de la sepultura 270 (zona VI) de la necrópolis de La Osera (Chamartín de la Sierra,
Ávila)
comunidad. Y en tal sentido los ajuares que deparan equipos de armas, instrumental equino y bienes
de prestigio, y que suelen coincidir con los enterramientos tumulares, serían distintivos de las élites
guerreras. En algunas necrópolis los enterramientos aristocráticos se concentran en sectores
determinados, donde la contigüidad de los depósitos podría indicar relaciones de parentesco e incluso
la transmisión hereditaria de poder y estatus. Sería el caso, por ejemplo, de las estructuras tumulares
con enterramientos superpuestos de la necrópolis vetona de La Osera (Chamartín, Ávila): después de
sellarse, los túmulos se reabrían para acoger la sepultura de otros miembros del linaje como si de un
panteón familiar se tratara. En el extremo opuesto están los enterramientos más sencillos,
previsiblemente de los menos pudientes y desfavorecidos, que no disponen de ajuar y en los que las
cenizas se depositan directamente en el suelo, a veces siquiera sin urna cerámica.
También entre los pueblos de la Meseta la mayor parte de las necrópolis son espacios selectivos y en
ellas no se entierran la totalidad de habitantes del castro o territorio inmediato, sino sólo una parte,
aquellos con derechos suficientes para ser reconocidos y ocupar un lugar dentro de la comunidad. Un
caso de reflejo negativo sería el de los niños, dado que las necrópolis apenas documentan
enterramientos infantiles y menos aun de neonatos. Al morir sin alcanzar la edad adulta y el rango que
ella comporta, el enterramiento de los menores no parece ser un requisito; en todo caso se vincularían
al ámbito doméstico, como prueba el hallazgo de inhumaciones infantiles bajo el suelo de algunas
casas, quizá con un sentido propiciatorio de la continuidad familiar.
Sólo en los últimos años se han empezado a practicar, en algunas necrópolis celtibéricas análisis
antropológicos que arrojan como datos preliminares el predominio de varones frente a mujeres (en
distinta proporción según los casos), una esperanza de vida media en torno a los 35 años y el
padecimiento de enfermedades óseas como artrosis, osteoporosis simétrica y atrofia alveolar. Se pone
de manifiesto también el carácter selectivo de muchas de las cremaciones, pues la cantidad de cenizas
y huesos recuperados suele ser muy escasa, perteneciendo la mayoría de fragmentos al cráneo y a
extremidades. De ello se infiere una manipulaciónpost mortem de los restos hasta su deposición
parcial en la tumba: un elaborado proceso que podría incluir el desmembramiento del cuerpo antes de
la cremación, su exposición temporal o la preservación de algunas partes o huesos con fines
religiosos. En suma, una concepción escatológica y un ritual funerario más complejos de lo
habitualmente pensado. En tal sentido hay que señalar la presencia de tumbas sin restos humanos pero
con ajuar; una suerte de cenotafios o “espacios de honor” que en la necrópolis celtibérica de Numancia
suponen más de 1/3 del total de sepulturas, y en la necrópolis vetona de La Osera coinciden con ricos
ajuares guerreros y enterramientos de cubierta tumular.
Asimismo existen otras costumbres funerarias en la Hispania céltica reservadas para circunstancias
especiales o protagonistas significados. Es el caso de la exposición de los guerreros caídos en combate
para ser devorados por aves y carroñeros, un rito practicado al menos por celtíberos y vacceos según
constatan las fuentes, y reconocido iconográficamente en la decoración de cerámicas y estelas. Esta
tradición, de marcado trasfondo religioso, ha de ponerse en relación con una ética que entiende el
óbito de los guerreros como acto supremo de una ideología heroica. Según G. Sopeña, esto rige de un
ritual de heroización –esto es, de comunicación directa con los dioses– como es la descarnación
cadavérica por los buitres y su particular viaje consacratorio (vid. vol.II, I.2.8.3).
I.2.7.3 Lazos de familia y grupos gentilicios
Un tema sin duda trillado por la historiografía es el papel del parentesco en la organización de las
gentes de la Hispania antigua. Desde finales del siglo xix, a partir de la obra de etnógrafos como L.H.
Morgan, se ha otorgado gran importancia al vínculo sanguíneo en las llamadas comunidades
primitivas. Ahondando en el mismo se generalizó hablar de un sistema gentilicio reconocible en buena
parte de las sociedades antiguas, que estaría basado en tres categorías de agrupamiento ascendentes
equivalentes a las nociones de familia, clan y tribu. Se trataría en resumidas cuentas de grupos de
distinto tamaño, desde la familia nuclear hasta confederaciones tribales, unidos por lazos de sangre y
descendientes en última instancia de un antepasado común de quien toman el nombre. Algunos de los
principios en el funcionamiento interno de estos grupos serían, según se ha venido considerando, el
derecho de costumbre, la transmisión de nombre y herencia a los descendientes, la participación en
rituales colectivos, la inexistencia de diferencias sociales, la propiedad común, la solidaridad y
defensa compartida, la elección de representantes, la integración de extranjeros en el grupo, etc. Tal
discurso antropológico tuvo gran éxito en la investigación española ocupada de las etnias prerromanas
y así, durante más de 60 años, desde los trabajos que A. Schulten dedicara a cántabros y astures a
inicios del siglo pasado y hasta la década de 1990, en lo básico, se ha aplicado este esquema gentilicio
al área indoeuropea y en particular a los pueblos del Norte. Hoy el modelo gentilicio está superado. O
más propiamente, se ha corregido al tomar en consideración, amén del parentesco, otros factores
igualmente operativos en la articulación de las poblaciones prerromanas. Entre ellos dos
fundamentales: 1) la adscripción al territorio y 2) la pertenencia a una comunidad política sea o no de
tipo urbano; dicho con otras palabras, la vinculación con un hábitat consolidado que otorga identidad
espacial y jurídica al individuo, y por extensión al grupo familiar al que pertenece. Según los casos
este hábitat de referencia sería el castro (en buena parte de la Hispania indoeuropea), el oppidum (en el
espacio meseteño), el castellum (en el ámbito galaico) o la civitas (en los núcleos más romanizados)
(vid. vol.II, I.2.5.1). En suma, como hemos ido observando en capítulos anteriores al tratar del
poblamiento o del ambiente económico y cultural, hoy se ha superado la visión primitivista de las
entidades hispanoceltas derivada de una sobreaplicación de la teoría gentilicia. Y así, en la mayoría de
casos estamos ante comunidades sociopolíticas complejas y fuertemente cohesionadas, y no ante
tribus reguladas únicamente por el parentesco como convencionalmente se ha pensado.
Esta razonada crítica al modelo gentilicio clásico, a la que contribuyen en nuestros días los incisivos
trabajos de G. Pereira, J. Santos o F. Beltrán desde la epigrafía y de J.M Gómez Fraile desde la
revisión de las fuentes clásicas, por citar algunos autores, no debe llevar a pensar que el principio
familiar es irrelevante en las sociedades protohistóricas. En absoluto. Menos aun en la Hispania
indoeuropea. La clave estriba en entender que parentesco y territorialidad no son sistemas
incompatibles según ha mantenido la tradición, sino perfectamente complementarios aunque que
actuantes a distinta escala. De un lado, el vínculo familiar que opera en la esfera privada o doméstica,
por tanto dentro del castro: el que identifica a Tangino como hijo de Botio y miembro de la familia de
los Asocios, sirviéndonos de un caso imaginario. Y de otro, el vínculo territorial actuante en la esfera
pública o política, fuera del castro: el que, siguiendo con nuestro ejemplo, convierte además a Tangino
en habitante del castro de los Lacobrigenses integrado en la jurisdicción de los zoelas y perteneciente
a la etnia astur. En efecto, este esquema funciona especialmente en el Noroeste peninsular.
Como vimos al hablar del poblamiento (vid. vol.II, I.2.5.2), el asentamiento castreño es fiel reflejo de
la segmentación sociopolítica y étnica de las poblaciones septentrionales. En Gallaecia y el occidente
astur cada hábitat importante o castellum es cabeza de un distrito que puede incluir otros castros
menores, y que a su vez se integra en un espacio etnopolítico mayor (el de la gens o populus) del que
forman parte otros castros y castella. Sus gentes, organizadas en una o varias unidades de parentesco
según el rango del hábitat, se identifican como habitantes del lugar al expresar en sus estelas
funerarias junto al nombre, filiación, grupo familiar y etnia, la pertenencia a un determinado núcleo
político mediante el nombre del castro precedido por la letra C invertida. Este signo, interpretado
durante algún tiempo comocenturia, parece hoy claro que corresponde a la abreviatura de castellum,
según dedujera M.L. Albertos en los años 70 del pasado siglo y tras ella G. Pereira y J. Santos. La
indicación del grupo étnico y del castellum se hace sólo en inscripciones halladas fuera de la
jurisdicción del castro –a los individuos fallecidos en su territorio no les era necesario señalarlo por
sobrentenderse su identidad local– o en documentos oficiales de contenido político. Así, en el bronce
de El Bierzo descubierto en los alrededores de Bembibre (León), un edicto firmado por Augusto en el
15 a.C. con una serie de disposiciones para la organización del territorio astur recién conquistado, se
menciona a los habitantes de dos castella, los Aiiobrigiaecinos, pertenecientes al pueblo de los
Gigurros, y los Paemeiobrigenses, pertenecientes a los Susarros. Todas estas gentes y castellani
quedaban incluidas en el espacio de la nueva circunscripción creada por Augusto, la provincia
transduriana, en realidad un distrito militar provisional hasta la pacificación definitiva del territorio
(vid. vol.II, ii.5.4.1).
Es probable que parecidos sistemas parentales y político-territoriales funcionaran también, con mayor
peso del elemento urbano, en las comunidades del ámbito ibérico. Pero la ausencia de información
epigráfica y la incógnita de los textos ibéricos impiden por el momento comprobarlo (vid. vol.II,
I.1.7).
Desde el punto de vista documental, el mejor indicador de la importancia de la organización familiar
en la Hispania indoeuropea lo representan, como ya se ha dicho, las inscripciones latinas de tradición
indígena. En su mayor parte son textos funerarios, contabilizándose también algunos de carácter
votivo con dedicaciones a divinidades locales (vid. vol.II, I.2.8.2). Aunque de un contexto
romanizador (la mayoría se datan en los siglos i-iii d.C.), la factura y sobre todo la onomástica
indoeuropea que consignan permiten relacionar su contenido con una realidad anterior. Así, al referir
el sistema onomástico del difunto, algunas inscripciones suelen incluir junto al nombre y la filiación,
la unidad de parentesco o grupo gentilicio. Esto se expresa de distinta forma pues, como defienden
M.C. González Rodríguez y otros autores, existen diversas unidades organizativas a lo largo del
tiempo. Pero desconocemos su número exacto, así como su antigüedad, denominación y función
[Fig.55] Estela funeraria vadiniense perteneciente a Tridio (hijo de Bodeo, de la familia de los
Aloncos) y erigida por Frontio (de la familia de los Doidericos); hallada en las cercanías de Crémenes,
provincia de León (actualmente en el Museo de León)
originarias. Al transmitirse en latín y en un tiempo altoimperial, a nosotros nos llega sólo la particular
interpretatio romana de viejas formulaciones familiares o sociales indígenas. Entre ellas la epigrafía
constata dos principales categorías:
1 . Los términos latinos gentilitas y gens, que cabe entender, aunque la opinión de los especialistas no
es unánime, como agrupaciones suprafamiliares extensas. Las gentes, de mayor tamaño, estarían
integradas por varias gentilitates o subfracciones y tendrían un alcance político o étnico que superaría
el vínculo estrictamente parental, actuando fundamentalmente en el ámbito público y jurídico. Se
reconocen sobre todo en las regiones del Noroeste y particularmente entre los astures.
2 . Los genitivos plurales terminados en la forma latina –orum/–arum o en las célticas –con/–com o –
cun/–cum, que corresponderían a nombres de grupos familiares más o menos reducidos. Ablicum,
Aliocum, Ammaricum, Calaeticum, Cambariqum, Menetoviequm, Pintolaqum… Son relativamente
abundantes, contabilizándose cerca de 250 nombres distintos. Su denominación derivaría del epónimo
del fundador o ancestro del grupo, y no parece que fueran muy numerosos los miembros componentes,
alcanzando a lo sumo hasta un tercer o cuarto grado de parentesco bilineal –tanto paterno como
materno– en línea ascendente, descendente o colateral. Estos nombres están presentes en distinta
proporción en todo el área indoeuropea, registrándose en mayor número en el territorio de cántabros –
especialmente en el subgrupo vadiniense–, celtíberos, vetones y autrigones. Además de en
inscripciones latinas, grupos de parentesco con esta formación están atestiguados en téseras de
hospitalidad celtibéricas y latinas, así como en documentos tan señalados como los bronces I y III de
Botorrita (vid. vol.II, I.2.4.2), constituyendo junto a la filiación un elemento básico del sistema
onomástico celtibérico.
Es posible que los nombres en genitivo plural equivalgan al concepto latino de cognatio o familia
sanguínea, un término que esporádicamente aparece en algunas inscripciones hispanas; así, la tabla de
hospitalidad de Montealegre de Campos (Valladolid) menciona a la cognatio Magilaniqum. También
se conoce algún caso puntual de formulación en genitivo identificada como gentilidad, como la
gentilitas Gapeticorum documentada en una inscripción de Oliva de Plasencia, en la provincia de
Cáceres (CIL II 804). Los trabajos en los últimos años de M.C. González Rodríguez, J. Santos, M.
Salinas, F. Beltrán o M.E. Ramírez Sánchez, con conclusiones no siempre coincidentes, han
clarificado bastante el panorama sobre los agrupamientos familiares, aunque persisten ciertas dudas.
La variación de unidades de parentesco en la práctica totalidad de territorios de la Hispania
indoeuropea obedece a criterios geoculturales y sociales difíciles de desentrañar. E igualmente
depende de los contextos en que se emplean tales denominaciones y de los soportes de transmisión,
con una probable distinción entre las esferas doméstica y pública. Así, la identificación de un
individuo no es la misma en su epitafio (en piedra) que en una tésera de hospitalidad o en un
documento jurídico (en bronce) emanado por la civitas.
Por último debe recordarse que existe un hiato entre la realidad social prerromana y la cronología
tardía de estos repertorios epigráficos; y aunque es verosímil pensar en la fosilización de viejas
estructuras familiares de la Edad del Hierro, su expresión responde a un proceso de romanización –
esto es, de asimilación– que muy bien ha podido transformar el sentido primigenio. En suma,
desconocemos la naturaleza y evolución temporal de estas unidades de parentesco hasta su
documentación como asumida “pervivencia indígena” en época romana (vid. vol.II, II.9.2.3).
I.2.7.4 La mujer en la Hispania céltica
Tal como fuera apuntado al hablar de su representatividad en el espacio ibérico (vid. vol.II, I.1.7.3), en
la mujer se fundamenta la reproducción de la comunidad y la transmisión del linaje familiar. La
notable significación del parentesco entre los pueblos hispanoceltas, lo acabamos de ver, convierte a
la mujer en elemento motriz de la estructura familiar y en pilar de la vida doméstica. Sin embargo
estos espacios cotidianos -el ámbito por excelencia de la mujer en el mundo antiguo- están muy
pobremente documentados y con la salvedad de algunos repertorios materiales (cerámicas, molinos,
fusayolas) que nos hablan de los quehaceres femeninos (preparación de alimentos, hilado y tejido,
cestería), poco más puede concretarse aparte de dar por hecho su dedicación al hogar y al cuidado de
menores y ancianos. La pérdida del registro funerario en los territorios septentrionales y atlánticos
limita aún más la información. Sólo en algunas necrópolis de la Meseta el análisis de las cremaciones
–desde hace pocos años– y la connotación de adornos o utensilios femeninos en los ajuares, permiten
una muy parcial aproximación a la mujer en el escenario funerario. Además, la generalizada sencillez
de los depósitos y la ausencia de plástica escultórica en los cementerios meseteños (vid. vol.II,
I.2.7.2), en contraste a los ibéricos (vid. vol.II, I.1.7.4), reduce drásticamente las posibilidades de
expresión del universo femenino, y así lo más revelador son ciertas sepulturas donde la presencia de
brazaletes, diademas, broches de cinturón, cuentas de pasta vítrea y elementos de tocado deducen su
pertenencia a mujeres próximas a los círculos nobiliarios, tal vez las esposas, madres o hermanas de
aristócratas y jefes. Téngase en cuenta que, en lo referente a la mujer, el género no es criterio de
jerarquización como sí lo son el rango, la edad o la riqueza.
En la mayoría de casos, pues, el papel social de la mujer estuvo limitado al cuidado del hogar y la
familia, mientras que su participación en tareas agropecuarias y artesanales la convierte en importante
baluarte de la economía doméstica. Algunas noticias aisladas de las fuentes, sin embargo, permiten
entrever ciertas prerrogativas en la consideración femenina y en el desempeño de determinados
papeles o funciones. Así, en primer lugar, aunque sin poder asegurarse, parece que los matrimonios
eran monogámicos y privados, lo que se infiere de las palabras de Estrabón al afirmar que los
cántabros se casan a la manera griega (Strab. 3, 3, 7). Incluso en Celtiberia no todas las mujeres eran
obligadas a casarse según decidieran sus progenitores, sino que algunas elegían marido entre los
guerreros más distinguidos, dándose el caso de pretendientes que debían cumplir el rito de cortar la
diestra de un enemigo para optar a la unión con una joven numantina (Salust., Hist., 2, 91; Aur. Vic.,
De vir. Il. , 59). Sin embargo prácticamente nada sabemos sobre el rito nupcial entre las gentes
hispanas. Al menos en los círculos más poderosos los esponsales debieron revestir especial
significación como acto político digno de celebración, sin dejar de ser un intercambio económico al
establecerse la dote de la contrayente y otras compensaciones entre las partes. Es lo que descubre el
episodio ya varias veces citado de la boda de Viriato con la hija de un acaudalado aristócrata lusitano
(Diod., 33, 7): una celebración en cuyo banquete no faltaron suculentas viandas y riquezas, probable
expresión de la dote de la novia. En estos contextos privilegiados la mujer es un instrumento para la
sanción de alianzas y uniones dinásticas, y debieron ser frecuentes los enlaces matrimoniales entre
clanes dirigentes actuando así la mujer como nexo diplomático. Aunque no contamos con ejemplos
nominales entre las jefaturas hispanoceltas, bastará con recordar que los duces ilergetas Indíbil y
Mandonio eran hermanos políticos –el segundo estaba casado con la hermana del primero (Polib., 10,
18, 3)–, y que los régulos galos, anticipando la política dinástica de las monarquías europeas,
enlazaban entre sí con el casamiento de hermanas e hijas con los varones de otra prosapia, como nos
da a saber César en su crónica de la Guerra de las Galias.
Las fuentes también se hacen eco del valeroso comportamiento de las mujeres en el asedio a ciudades
como Helmantica (actual Salamanca), cuando es sitiada por Aníbal en su campaña contra los vacceos
(Plutarco, Virt. Mul., 248; Polieno, VII, 48), o del arrojo combativo de las mujeres celtíberas,
lusitanas, galaicas… y muy patentemente de las cántabras, que no dudan en levantarse en armas contra
los romanos combatiendo heroicamente al lado de sus hombres (App., Iber., 71-72). Estereotipos y
moralinas de los clásicos aparte, este “coraje de las damas” debe entenderse, en opinión de G. Sopeña,
como trasunto de la ética guerrera y del código de honor predominantes en las sociedades de la Céltica
hispana. Aquí, como en muchos otros pueblos de la Antigüedad (los griegos, los romanos, los
germanos, los galos), la mujer es un venerable referente como “esposa y madre de guerreros”, como
factor de cohesión y regeneración, como fuente nutricia depositaria de la continuidad del grupo. Y, de
esta manera, son ellas quienes se encargan de transmitir oralmente a los más jóvenes las hazañas
épicas y la memoria de los antepasados, como hacen las madres celtibéricas a los hijos que parten al
combate (Salust., Hist., 2, 92). Y al tiempo dan brío a los ánimos de sus varones guerreros
acompañándoles en el campo de batalla o siendo capaces de los más duros sacrificios, lo que llevan a
su última consecuencia las mujeres cántabras (Strab., 3, 4, 17).
Por sus cualidades personales y tradiciones heredadas, a las mujeres parecen atribuírseles en
determinados contextos competencias proféticas o adivinatorias, así como propiedades curativas que
inciden en el desempeño de oficios religiosos. Acudiendo a otros escenarios de la Europa céltica
algunos autores han planteado la existencia de formas de sacerdocio femenino organizado, pero la
evidencia documental al respecto es muy tenue. Ciertas imágenes plásticas (como la figurilla de barro
numantina de una mujer con faldellín y tocado cónico) y algunas pistas de las fuentes sugieren, todo lo
más, la participación de mujeres en ceremonias rituales, fundamentalmente ofrendas, libaciones,
sacrificios y acompañamientos musicales, pero no la institucionalización de colegios de sacerdotisas
que no se darían hasta época romana.
Ampliamente debatido desde la Antigüedad, el llamado “matriarcado” entre los pueblos del Norte es
un tema controvertido que ha generado una dilatada bibliografía. Es el geógrafo Estrabón quien se
refiere, en un pasaje sobre las costumbres de los cántabros, al predominio entre aquéllos de un
ascendiente femenino:
“Cosas como ésta podrían, pues, servir como ejemplos de cierta rudeza en las costumbres; pero otras,
quizá poco civilizadas, no son sin embargo salvajes, como el hecho de que entre los cántabros los
maridos entreguen dotes a sus mujeres, que sean las hijas las que queden como herederas y que los
hermanos sean entregados por ellas a sus esposas; porque poseen una especie de ginecocracia, y esto
no es del todo civilizado”
(Estrabón, 3, 4, 18)
A partir de este apunte estraboniano se ha venido hablando de la existencia de un sistema matrilineal
entre las poblaciones prerromanas septentrionales, en las que como acusado arcaísmo, la descendencia
y transmisión de derechos se harían por línea materna, como expusiera J. Caro Baroja. Sin embargo, la
falta de contexto de la noticia y el contraste con otros datos arqueológicos y epigráficos sobre la
organización social de las gentes de la Edad del Hierro, que denotan estructuras marcadamente
patriarcales, cuestionan el postulado de un verdadero matriarcado siquiera entre los cántabros. Se
trataría en todo caso, como señala el propio Estrabón, de un modelo de ginecocracia donde la mujer
ejerce la potestad en determinadas circunstancias, lo que explicaría la coyuntural relevancia de las
hijas o hermanas que reciben herencia y acuerdan el matrimonio de los varones de su familia, acaso
entre primos cruzados por línea materna según piensa J.C. Bermejo para los galaicos. Pero estos
comportamientos ginecrocráticos, en realidad rasgos de matrilinealidad más o menos fosilizados, se
integran progresivamente en esquemas patriarcales definidos por la generalizada prevalencia
masculina en la sucesión y el derecho. Así lo indican las inscripciones funerarias de tradición indígena
donde la filiación de los individuos es siempre paterna, sin menoscabo de que entre los vadiniense
figuras como la del avunculus o tío materno tuvieran cierto protagonismo al mencionarse en epitafios
con un papel cercano al del padre adoptivo. En tal sentido, al igual que en otras sociedades célticas, la
adopción y el padrinazgo serían instituciones reconocidas aunque ignoremos su regulación.
Otro indicador de la significación de la mujer en las comunidades del Norte es la costumbre de la
“covada”, una práctica residual hasta hace poco en algunas comarcas de montaña. Consiste en que las
mujeres puérperas, tras haber dado a luz, trabajan el campo y atienden a sus maridos, que son quienes
se quedan en casa al cuidado de los recién nacidos. En palabras de Estrabón:
“es común también la valentía de sus hombres y mujeres; pues éstas trabajan la tierra, y cuando dan a
luz sirven a sus maridos acostándolos a ellos en vez de acostarse ellas mismas en sus lechos.
Frecuentemente incluso dan a luz en tierras de labor, y lavan al niño y lo envuelven en pañales
agachándose junto a un arroyo”
(Estrabón, 3, 4, 17)
La mayor parte de autores están de acuerdo en que se trata de una fórmula simbólica que refuerza la
autoridad familiar del padre: un rito mediante el cual el varón ratifica su paternidad y derechos sobre
la descendencia, algo fundamental en la continuidad paterno-filial del linaje y en la extensión del
grupo gentilicio. Ello no supone el ejercicio de un poder femenino ni la expresión de un régimen
matriarcal, como a veces se ha pensado, más bien lo contrario. Por otra parte, la lectura alternativa de
la “covada” en su contrapartida femenina, revela, como ya se ha dicho, la activa participación de la
mujer en tareas colectivas como son las labores del campo, los trabajos artesanales y extractivos –las
ártabras, por poner un ejemplo, se dedicaban al bateo y acarreo del oro fluvial (Strab., 3, 2, 9)–, y si
las circunstancias lo requerían también en la guerra y defensa de la comunidad.
I.2.7.5 En lo alto: régulos y jefes guerreros
La Edad del Hierro es el momento de consolidación de las jefaturas complejas. Desde la Antropología
cultural se entienden por tal aquellas unidades sociopolíticas y espaciales de carácter protoestatal en
las que una autoridad centraliza las funciones rectoras –esto es, ejerce una hegemonía sobre la
población– al servirse de principios de dominio como, entre otros: la capacidad de presión coercitiva
sobre inferiores e iguales, el ascendiente ideológico sobre la comunidad, y su posición privilegiada en
el control y redistribución tanto de la producción como de los recursos generados en el territorio, en
especial ganados, tierras de labor y riquezas naturales. Nos referimos páginas atrás a estas fuentes de
autoridad al hablar de la aparición de los príncipes y aristócratas en la sociedad ibérica (vid. vol.II,
I.1.7.1). Importa subrayar ahora que a finales del I milenio a.C., especialmente en las sociedades
indoeuropeas, se materializa una ideología guerrera del poder que hunde sus raíces en la Edad del
Bronce. Su principal exponente son los jefes de clanes cuya aureola alumbran, en particular, sus
armas. Para afianzar su estatus y supremacía los jefes se sirven de fórmulas como la clientela y
hospitalidad establecidas con gentes de dentro y fuera de la comunidad, así como de acciones
guerreras que les reportan prestigio y legitiman su autoridad (vid. vol.II, I.2.7.7). Ejemplos de lo
mismo son las razias protagonizadas por los jefes lusitanos, los duelos heroicos de los príncipes
celtíberos o, durante el proceso de conquista, el coraje y la resistencia de los régulos indígenas frente a
Roma.
Se ha señalado en varias ocasiones ya que el ambiente competitivo de las jefaturas de la Edad del
Hierro se manifiesta en distintos lenguajes. Por ejemplo en la fortificación de los hábitat castreños,
como denota su función defensiva y su connotación de prestigio (vid. vol.II, I.2.5.3); igualmente en los
ricos ajuares guerreros de las necrópolis de la Meseta, o en la iconografía heroica de las estelas
celtibéricas o de grabados rupestres como los descubiertos hace poco en Vila Nova de Foz (Portugal),
[Fig. 56] Escultura de guerrero galaico-lusitano hallada en Lezenho (Boticas, Portugal)
en el valle del Coa, con la representación de parejas de combatientes y jinetes armados datables a
finales de la Edad del Hierro. En un contexto romanizador trasladan también ese mensaje las
conocidas estatuas de guerrero lusitano-galaicas. De presumible carácter honorífico, estos “espejos de
piedra” –en acertada expresión de F. Quesada– se emplazan en el acceso de los castros del interfluvio
Duero-Miño y, como iconos o emblemas del poder guerrero, pregonan la fuerza de las élites o
principes residentes en el castro. Estamos, en suma, ante materializaciones de una ideología guerrera
plenamente institucionalizada a finales del I milenio a.C. Evocaciones recias de un discurso de
autoridad, pareciera que tales imágenes dieran voz a las palabras del escritor checo M. Kundera: “la
lucha del hombre con el poder es la lucha de la memoria frente al olvido”.
Las formas de hegemonía difieren en los distintos territorios de la Hispania céltica. No existe un único
modelo de autoridad sino varios, que evolucionan con el tiempo y según circunstancias históricas. En
el interior no parecen desarrollarse sistemas de realeza hereditaria ni soberanías autocráticas. Las
fuentes no mencionan la existencia de reges o basileos como los atestiguados entre turdetanos y otros
pueblos ibéricos (vid. vol.II, I.1.8.1); a lo sumo reyezuelos locales como Hilerno, que al mando de una
coalición de vetones, vacceos y celtíberos se enfrenta a inicios del siglo ii a.C. al pretor de la Ulterior
en las puertas de Toletum (Livio, 35, 7, 8). Entre los celtíberos también se nombran algunos principes
con cierta hegemonía territorial, como Alucio, que dispone de un abundante séquito de clientes (Livio,
26, 50), o Retógenes, uno de los aristoi que lideran la defensa de Numancia (App., Iber., 94).
Precisamente uno de los fundamentos de poder en Celtiberia era la formación de clientelas militares
mediante compromisos de fidelidad personal. Estos vínculos eran a veces tan hondos que tomaban la
forma de consagraciones guerreras, la famosa devotio hispana (Plut., Sert., 14, 5-6). A través de ella
los guerreros llegaban al extremo de morir o autoinmolarse por sus jefes, pues se consideraba un
crimen sobrevivir en el campo de batalla a la persona a la que se habían consagrado (Salust., Hist., 1,
125; Val. Max., 2, 6, 11). De este modo, la autoridad de las élites celtibéricas dependía en buena
medida del numero y categoría de sus clientes y devotos, que podían ser desde sencillos campesinos a
nobles caballeros, caso de los equites que acompañan al mencionado princeps Alucio. Es así como
Sempronio Graco, Escipión Emiliano o Sertorio, sirviéndose de lafides y otras costumbres indígenas
como el hospitium, sabrán rodearse de potentes clientelas locales para asegurar sus proyectos
políticos. De igual guisa actúa César en la Galia, donde las relaciones de dependencia estaban también
fuertemente arraigadas.
Volviendo a las formas de poder, lo predominante parecen ser jefaturas militares electivas. Éstas son
ocupadas por miembros de linajes nobiliarios descendientes de primigenias familias rectoras de clanes
y gentilidades (vid. vol.II, I.2.7.1), y de estos grupos aristocráticos surgen también los líderes
guerreros. Los autores clásicos se refieren a ellos con términos como hegoumenos (conductor de
pueblos), strategós (comandante) o dux (general, caudillo guerrero). Personajes que por su prestigio,
valor y carisma son elegidos por los órganos competentes para ocupar las principales magistraturas.
En el contexto de la expansión romana tales mandos militares lideran la oposición de sus comunidades
a Roma, al frente a veces de confederaciones tribales como narran Polibio, Livio o Apiano. Entre los
lusitanos losduces guerreros son calificados también como pastores y latrones, lo cual denota que la
posesión de ganados –principal unidad de riqueza, recordémoslo (vid. supra I.2.6.1)– era inestimable
fuente de poder para ellos y sus familias, y que las razias guerreras –propias delatrones o
“bandoleros” en el discurso clásico– les conferían prestigio y servían para consolidar su auctoritas. Se
deduce de ello que la acción militar es el mecanismo que alimenta la formación de una élite
compuesta por jefes de clanes y “señores del ganado”. Y que la competencia por el control de tierras y
recursos propicia la formación de redes sociales que, sirviéndose de adhesiones y alianzas, aseguran la
circulación por el territorio de mercancías básicas como son los rebaños trashumantes junto a partidas
guerreras.
Circunstancias tan determinantes como el avance del imperialismo romano en el siglo ii a.C. llevan a
muchos de estos jefes locales a agruparse en torno a régulos a los que se unen en fidelidad y clientela.
Este es el contexto en el que hay que entender, en la Iberia occidental, el poder de Viriato, el más
célebre de los jerarcas lusitanos. De él extractan las fuentes una “carrera de honores” muy reveladora:
“de pastor se hizo cazador, de cazador se convirtió en bandido y de bandido pasó rápidamente a jefe
guerrero y a general supremo” (Livio, Per., 52; Floro, 1, 33, 15). Pastor, latro, dux… O lo que es lo
mismo, riqueza, estrategia y mando. Desde un análisis contrastado y despojado de prejuicios, la figura
de Viriato se asemeja a la de un poderoso princeps de la Lusitania meridional que cuenta con una
nutrida red de apoyos, incluidas ciudades de Beturia y Turdetania y algunas bases púnicas. Ello le
permite disponer de un ejército capaz de noquear a Roma durante casi diez años (vid. vol.II, II.2.4),
derrotando sucesivamente a las legiones consulares hasta que el Senado romano acaba firmando un
armisticio (140 a.C.). En las cláusulas del mismo se reconoce a Viriato el dominio del amplio
territorio que controla, y se le nombra amicus populi Romani, una consideración propia de reyes
aliados. El asesinato poco después del lusitano a manos de algunos de sus más cercanos colaboradores,
sobornados por el procónsul de la Ulterior, Servilio Cepión, impide despejar la incógnita de si Viriato
pudo haber llegado a convertirse en rey o “Rómulo de Hispania” (Floro, 1, 33, 15). Las honras
fúnebres que le rindieron los suyos, propias de un héroe homérico o un monarca helenístico, así
parecen sugerirlo:
“tras haber adornado a Viriato del modo más esplendoroso le prendieron fuego sobre lo alto de una
pira y le inmolaron numerosas víctimas y por secciones, la infantería y la caballería, corriendo
alrededor del cadáver, iban entonando cánticos al modo bárbaro y todos se sentaron en torno a él hasta
que el fuego se extinguió. Una vez concluido el ceremonial iniciaron un certamen de combates
singulares sobre su tumba”
(Apiano, Iber., 74)
Es pues ésta, la de un estratego de estirpe aristocrática próximo a la realeza, la imagen ajustable hoy a
Viriato. Muy alejada de aquella otra primitivista del mísero pastor de íntegra moral convertido en jefe
de ladrones –¡una suerte de Robin Hood lusitano!–, cantada en los manuales escolares de muchas
generaciones. Y es que a lo largo de los siglos la historiografía ha reencarnado en Viriato una serie de
paradigmas y apropiaciones (el buen salvaje, la independencia, el amor a la libertad, la lucha de
guerrillas, el patriotismo, el caudillaje militar…) que han distorsionado su figura. Bastará con leer el
juicio del hispanista alemán A. Schulten a inicios del siglo xx, un hito en la proyección tardo-
romántica y nacionalista del héroe lusitano:
“Hemos reconocido a Viriato como guerrero y como caudillo de sus guerrillas. Pero los montes de
España han producido otros jefes de guerrilla hábiles y atrevidos; Viriato debe su posición
preeminente no tanto a su arte guerrero como a su personalidad fascinadora y grande. (…) Viriato era
superior a su pueblo ante todo por su genio político y su afecto patriótico. (…) Nada describe mejor su
grandeza que el hecho de que la guerra de la independencia nació y murió con él. A su muerte el
potente fuego de la lucha se convirtió en una débil llamita que se extinguió pronto”.
Entre las gentes del Norte también se reconocen líderes guerreros bajo la estampa de bandoleros
(duces latronum), como Corocotta, que supuestamente encabezaría la resistencia de los cántabros
frente a Roma (Dio Cas., 56, 43, 3), aunque su origen hispano ha sido recientemente cuestionado. Pero
tras la conquista y el enfrentamiento directo, en un segundo momento Roma desarrolla políticas de
negociación y pacto con los poderes locales. A los gobernadores romanos les interesa atraerse a las
élites dirigentes, integrarlas en sus esquemas, pues es a través de ellas como mejor conducen su
proyecto político y el interés sobre los nuevos territorios. La promoción de las jefaturas indígenas por
parte de Roma sigue diversas actuaciones, entre otras, restituir privilegios a las comunidades que han
dado sobradas muestras de fidelidad (como los susarros de Paemiobriga citados en el edicto de El
Bierzo), establecer con sus representantes acuerdos de hospitium y patronato (vid. infra), integrar en el
ejército a las oligarquías locales o promover instituciones cívicas que encaucen la municipalización
(vid. vol.II, II.5.6.3). Es en este ambiente de sintonía en el que hay que valorar el papel interlocutor de
los principes locales constatados en inscripciones funerarias de Gallaecia (por ejemplo, CIL II 2585) y
del territorio vadiniense, entre ellos el expresivo Doviderus, Amparami filius, princeps cantabrorum
hallado hace unos años en Valmartino (León). A caballo entre la autonomía tutelada y la colaboración,
las aristocracias de los castros van transformando su otrora función guerrera en otra marcadamente
política. Un ejemplo de ello son las citadas estatuas de guerreros castreños del conventus bracarensis,
que se datan entre finales del siglo i a.C. y el i d.C., como los ejemplares de Lezenho, Lanoso, Xinzo
de Limia, Mozinho o Sanfins. En opinión de J. de Alarcão estaríamos ante imágenes tutelares de
príncipes romanizados que aun manteniendo valores heroicos en su discurso iconográfico (las armas y
torques como atributos de poder) articulan ya el nuevo escenario político-administrativo diseñado por
Roma.
I.2.7.6 Confederaciones, pactos de hospitalidad e instituciones de la ciudad
Por las fuentes sabemos de la existencia de acuerdos y confederaciones entre comunidades políticas a
veces de distinta adscripción étnica. Algo especialmente operativo en Celtiberia, donde desde el siglo
ii a.C. se observan actuaciones intercomunitarias que afectan a diversas ciudades-estado y
globalmente a varios populi de la Meseta. El caso más conocido son las alianzas de belos, titos y
arévacos durante las guerras celtibéricas, como nos informa Apiano (Iber., 48, 50 y 66), hasta la
definitiva caída de Numancia (133 a.C.), que en la fase final del conflicto aglutina la resistencia
celtibérica (vid. vol.II, II.2.5). Se trata en su mayor parte de ayudas militares o de peticiones de
acogida y protección en ciudades aliadas, como la que dirigen los habitantes de Segeda, amenazados
por Roma, a los arévacos en el 153 a.C. (App., Iber., 45), episodio que desata el polvorín celtibérico
(vid. vol.II, II.2.3.4). Otras coaliciones interesantes son el frente panmeseteño de vacceos, carpetanos
y olcades plantando cara al ejército de Aníbal en la célebre batalla del Tajo del 220 a.C. (Polib., 3, 13,
8-14; Liv., 21, 7-16), al regreso de la campaña del cartaginés en el Duero medio (vid. vol.I, II.4.5.3.1 y
vol.II, II.1.2); la colaboración militar de vetones, celtíberos y vacceos en favor de los habitantes de
Toletum, otro importante vado sobre el Tajo, ante la ofensiva de las tropas romanas en dos campañas
sucesivas, 193 y 192 a.C. (Liv., 35, 7, 8 y 35, 22, 8); o el auxilio prolongado que a lo largo del siglo ii
a.C. los vetones prestan a lusitanos y otros pueblos vecinos (App., Iber., 56 y 58).
Hasta donde leemos en las crónicas de conquista, se trata de confederaciones que suponen la unión de
fuerzas locales de forma más o menos coyuntural o improvisada para luchar frente a un enemigo
común: Roma. Es posible, sin embargo, que algunas de estas alianzas superen el carácter
circunstancial o meramente militar y respondan a viejas políticas de amistad fortalecidas por lazos de
parentesco –real o ficticio– entre jefes o grupos aliados, denominados socii en los textos latinos y
philoi en los griegos. Como que se trate también de redes de asistencia económica fuertemente
consolidadas entre las poblaciones del interior. Sería el caso del nexo comercial establecido entre
vacceos y numantinos durante la guerra celtibérica, por el cual las ciudades vacceas abastecen de trigo
a los celtíberos (App., Iber., 80-81, 87), lo que motivará que generales romanos como Lúculo o
Escipión Emiliano dirijan campañas de castigo contra el campo vacceo para bloquear el suministro a
los numantinos (vid. vol.II, II.2.5). Por su parte, las coaliciones guerreras de carpetanos, vetones y
vacceos, así como las de vetones y lusitanos, buscarían asegurar entre otras cosas el control de pasos y
pastos para la circulación de ganados. Y en suma, defender la red de intercambios –pilar básico en la
infraestructura de aquellas comunidades– ante la amenaza representada por el avance de cartagineses
y romanos por la Meseta y Extremadura.
Es en este contexto de interacción y alianzas en el que hay que entender el desarrollo de fórmulas
diplomáticas. Y formando parte de las mismas, en concreto, de la hospitalidad. Se trata de una
costumbre muy extendida entre los pueblos del Mediterráneo antiguo (la xenia de los griegos, el
hospitium de los latinos), y también entre las gentes hispanoceltas. Consiste en acoger a un extranjero
como huésped en una unidad política, castro o grupo familiar, reconociéndole ciertos derechos y
estableciendo con él y a veces con su comunidad de origen una relación de reciprocidad y amistad que
podía renovarse y ser heredada por los respectivos descendientes. Diodoro de Sicilia se refiere a la
hospitalidad entre los celtíberos haciéndose eco del trato favorable que dispensan a los forasteros:
“En su conducta los celtíberos son crueles con los malhechores y los enemigos, pero moderados y
humanos con los extranjeros. Así, a los extranjeros que llegan a su país todos les piden que se alojen
en su casa y rivalizan entre ellos en hospitalidad; y a aquellos en cuya compañía se quedan los
extranjeros los ensalzan y los consideran gratos a los dioses”
(Diodoro, 5, 34, 1)
Esta forma de hospitalidad ancestral y no institucionalizada, de carácter consuetudinario y fuerte
connotación religiosa a la que se refiere el historiador sículo, evoluciona con el tiempo hacia formas
más reguladas y ajustadas al ordenamiento sociopolítico y urbano de las gentes celtibéricas. Y es que
además de una conducta ética (el amparo al extraño, el acatamiento de una correspondencia perenne y
semisacra), la hospitalidad es un eficacísimo instrumento para la construcción de redes sociales y la
apertura de lazos políticos interterritoriales.
El mejor indicador de estos pactos son las téseras de hospitalidad que, escritas en celtibérico y luego
en latín (tesserae hospitales), se documentan a partir del siglo ii a.C. en el territorio celtibérico. Se
trata de pequeñas placas de bronce (entre 3 y 15 cm.) que servían de señal, contraseña o consigna para
identificar a los pactantes: cada uno debía conservar su tésera y en ellas solían registrarse el nombre
de los contratantes, su procedencia y algún pormenor del pacto. Aunque las hay geométricas y con
formas anatómicas (mano, cabeza), la mayoría de téseras son de carácter zoomorfo. Representan
bóvidos, suidos, équidos u otras especies, y cabe considerar esta figuración animal como un emblema
de la comunidad de origen de los pactantes o bien, desde una lectura simbólica, como sanción
religiosa del acuerdo al aludir, el animal, a alguna divinidad protectora de los pactos. Fuertemente
ritualizada, la hospitalidad requería de la aprobación de los dioses y era frecuente la realización de
sacrificios animales cuya impronta podría quedar reflejada en la tésera. En momentos avanzados y
quizá por influencia de Roma, otro formato de tésera empleado es
[Fig. 57] Tésera de hospitalidad celtibérica, en forma de bóvido, procedente de Contrebia Carbica
(Villasviejas, Cuenca)
una mano extendida o dos diestras enlazadas (en alusión a la fidelidad contraída), reproducido
también en téseras latinas como las de Paredes de Nava (Palencia) o El Castillo (Teruel). En los pactos
que implicaban a distintas comunidades el ceremonial pudo escenificarse en espacios de frontera,
según piensa F. Marco a partir de la tésera con forma de suido de Herrera de Pisuerga (Palencia), en la
que se lee que “se hicieron todos los votos en los límites de los maggavienses”, población que otorga
hospitalidad y ciudadanía honoraria a un individuo de Consabura.
Los pactos podían establecerse entre personas, grupos de parentesco o comunidades políticas, o
alternativamente entre partes de cualquiera de las tres categorías. En los dos primeros casos se trata de
un hospitium privado, mientras que la participación de una comunidad cívica denota un carácter
oficial y una exposición pública del acuerdo, lo que explica los orificios de algunos bronces, para ser
colgados. Como hemos apuntado en otro lugar (vid. vol.II, I.2.4.2), las téseras son uno de los
principales soportes de transmisión de la escritura celtibérica, pero existirían antecedentes anepígrafos
de hospitalidad en determinados objetos de la cultura material de los pueblos meseteños (fíbulas,
bronces zoomorfos, recipientes singulares) intercambiados como símbolos o comprobantes de un
acuerdo verbal. Las inscripciones se desarrollan en la cara interior de las téseras y son en general muy
parcas. Hay alguna de mayor extensión, como la del bronce de Luzaga, un pacto de hospitalidad entre
varias comunidades cuyo contenido no está del todo claro. En cualquier caso lo común son fórmulas
onomásticas identificando a los pactantes, del tipo “Lubos, de los Alisocos, hijo de Avalos, de
Contrebia Belaisca”, como se lee en la “tésera Froehner” –por el

[Fig. 58] Tésera de hospitalidad celtibérica en forma de mano, relacionada con Contrebia Belaisca
(Botorrita, Zaragoza). Se la conoce como “tésera Froehner” y se conserva en la Biblioteca Nacional de
París (Francia)
nombre del coleccionista que la legó–; según la reciente interpretación de F. Beltrán, Contrebia
Belaisca no sería la origo de Lubos sino la ciudad que firmaría el pacto con él, registrándose por tanto
el nombre de las dos partes del acuerdo. El término kar, que aparece con frecuencia en las téseras,
sería la expresión celtibérica de hospitalidad o pacto.
Es probable que algunas téseras tuvieran, además, una función de salvoconducto y sirvieran para
facilitar contactos a larga distancia. Acaso una suerte de permisos de paso, derechos o garantías para
la circulación de viajeros y mercancías por territorio ajeno. En tal sentido ciertos pactos de
hospitalidad podrían cobijar acuerdos económicos o territoriales entre individuos o comunidades de
diverso origen, entre ellos regulaciones ganaderas con vistas al desplazamiento de rebaños y al uso de
pastos de distinta propiedad. Recordemos que el ganado es la principal riqueza móvil y el pastoreo
trasterminante una importante actividad en la estructura económica de la Hispania céltica (vid. vol.II,
I.2.6.1). Para asegurar el tránsito y la alimentación de los ganados a su paso por diferentes
jurisdicciones políticas, o la compra-venta de reses y productos derivados, serían necesarios
instrumentos diplomáticos como el hospitium. Prácticas ganaderas y comerciales, por tanto, debieron
formar parte de un entramado de relaciones jurídicas de alcance interregional. Como defienden M.
Salinas, J. Gómez-Pantoja o E. Sánchez-Moreno en recientes estudios, en estas redes de interacción
las téseras (y otros sistemas de consigna) resultan mecanismos básicos en el establecimiento de lazos
de solidaridad intergrupal. En cualquier caso la naturaleza y el lenguaje de estos pactos fueron sin
duda plurales, dependiendo de las circunstancias de sus protagonistas y del contexto histórico de cada
tiempo y lugar.
Progresivamente, tras la conquista, la hospitalidad indígena se transmuta en variantes jurídicas del ius
hospitii hispano-romano. Es éste un efectivo y dúctil instrumento para la integración de gentes y
territorios en el nuevo paisaje político. Tales acuerdos toman habitualmente la forma de pactos de
patronato que, sujetos a normativa jurídica, se consignan detalladamente en placas de bronce con
formas homogéneas, denominadas tabulae, que desplazan a las antiguas tesserae. A través del
patrocinium individuos y comunidades de la Meseta y del Noroeste se vinculan a magistrados,
gobernadores, civitates o senados municipales. Éstos, convertidos en patrones, reciben su adhesión en
forma de unhospitium que podía renovarse, ampliarse a familiares y hacerse extensible a sucesivas
generaciones. Así, reconduciendo viejos lazos de fidelidad y clientela, las unidades indígenas y en
particular sus grupos dirigentes se van asimilando al nuevo orden. Los bronces latinos de Castromao
(Orense), Monte Murado (Pedroso en Vila Nova de Gaia, Portugal), Montealegre de Campos
(Valladolid) o el pacto de los Lougeiorum (El Laurel en Carbedo, Lugo), son buenos ejemplos de este
tipo de tabulae de hospitalidad y patronato datables en los siglos i-ii d.C. y recientemente catalogadas
por P. Balbín. Pero ya durante la conquista romana las fuentes dan cuenta de vínculos de naturaleza
personal; como la amistad clientelar establecida entre Escipión Africano y el princeps celtibérico
Alucio (Liv., 26, 50, 2-14), o el hospitium acordado entre Quinto Ocio, un legado del general Metelo, y
Pirreso, destacado guerrero celtibérico, después de vencerle en un duelo singular; un compromiso que
fue sancionado con el intercambio de regalos (Val. Max., 3, 2, 21).
El desarrollo del urbanismo y la aparición de la ciudad como espacio político suponen,
particularmente en la Celtiberia, el funcionamiento de instituciones de gobierno y magistraturas
cívicas desde al menos el siglo iii a.C. Al igual que en el mundo ibérico (vid. vol.II, I.1.8.3), los
sectores más influyentes de cada población conforman una aristocracia urbana que monopoliza los
órganos de representación de la comunidad. Por las fuentes de conquista, que aportan detalles
interesantes sobre la organización política y militar de las ciudades de la Meseta, bien estudiadas por
P. Ciprés y E. García Riaza, sabemos que existían dos principales órganos colectivos. Por un lado un
consejo reducido de notables o senado (denominado boulé por los autores griegos, senatus por los
latinos) compuesto por ancianos (maiores) y otros nobiles respetables. De marcado carácter
oligárquico, esta institución se encargaba de dirimir asuntos capitales como las declaraciones de paz o
guerra o la conclusión de alianzas; y dotada de alta competencia, podía asimismo actuar como tribunal
de justicia. Por otro lado, una asamblea popular de ciudadanos varones (ecclesia en los textos latinos,
plethos en los griegos) en la que era especialmente importante la voz de los iuvenes guerreros. No
están claras sus prerrogativas, que variarían según lugares y tiempos, pero es interesante advertir que
las decisiones de la asamblea en ocasiones se oponían a las del consejo de ancianos. Así, en el
transcurso del bellum numantinum, mientras los maiores de algunas comunidades son partidarios de la
negociación con Roma, los iuvenes abogan por la resistencia en armas. Un choque de intereses que
daría lugar a graves conflictos internos, como el incendio de la sede del senado de Belgeda por parte
de ciudadanos descontentos con su política vacilante (App., Iber., 100). Otro elocuente episodio es la
reacción de los ancianos de Lutia que, negando el auxilio a los numantinos solicitado por su jefe
Retógenes, delatan secretamente a Escipión el apoyo que en cambio sí están dispuesto a darles los
iuvenes de su ciudad, a quienes el general romano acaba cortando las manos en señal de castigo (App.,
Iber., 94).
Para el progresivo desenvolvimiento de la comunidad política se hace necesario, además, el concurso
de magistrados y funcionarios al servicio de las autoridades locales. Las fuentes mencionan cargos
unipersonales y colegiados elegidos por los órganos colectivos de la ciudad, habitualmente ocupados
por miembros de familias privilegiadas. Aristoi, nobiles equites y demás integrantes de las élites
urbanas. No sólo mandos militares como los representados por duces y otras jefaturas guerreas, de los
que ya hemos hablado (vid. vol.II, I.2.7.5); también y fundamentalmente magistraturas civiles. Entre
ellas, legados que firman acuerdos representando a su comunidad y embajadores destacados en
misiones políticas. Basten como datos, rastreando las crónicas de la guerra celtibérica, las comitivas
de belos, titos y arévacos recibidas por el Senado de Roma en el 152 a.C. a instancias del gobernador
de la Citerior, Claudio Marcelo (Polib. 35, 2; App., Iber., 49). O sin salir de Celtiberia, el heraldo de
Nertobriga cubierto con una piel de lobo que poco antes se había presentado al mencionado
gobernador para negociar la paz (App., Iber., 48); o los caballeros numantinos que “portando ramas de
suplicantes” solicitan ayuda a las ciudades arévacas (App., Iber., 94). La piel de lobo –como símbolo
de ferocidad o beligerancia–, las ramas de olivo –como señal de paz–, las coronas y guirnaldas –como
manifestación de buena voluntad–… pregonan los mensajes de los emisarios. Éstos se anunciarían
también con estandartes y demás emblemas identitarios para hacer explícita su condición de
delegados diplomáticos y/o de autoridades de la ciudad. Palmas, cetros, armas, clámides… son
algunos de estos atributos. Y no extraña verlos representados en las monedas celtibéricas que
empiezan a acuñarse a inicios del siglo ii a.C., singularizándose con estos atributos los jinetes
grabados en los reversos. Sabido es que la moneda, elemento institucional donde los haya, constituye
uno de los más claros exponentes de la eclosión de entidades cívicas en el mundo celtibérico, como se
ha comentado en otro lugar (vid. vol.II, I.2.6.4).
Igualmente lo es la epigrafía jurídica, un hábito ingénito a la ciudad-estado. Se consignan así por
escrito (primero en celtibérico, luego en latín), sobre láminas de bronce, leyes, acuerdos o arbitrajes
de incumbencia ciudadana que eran sancionados por las autoridades locales y luego expuestos
públicamente. El mejor testimonio de la complejidad alcanzada por las ciudades del valle del Ebro son
los bronces celtibéricos de la antigua Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza). Recuérdese que en uno
de ellos (Botorrita I) se lista una quincena de magistrados –si por tal entendemos el término bintis que
aparece detrás de cada nombre– que actuarían como garantes de las disposiciones (¿una ley sacra?)
redactadas en el anverso de la placa; mientras que el segundo (Botorrita III) recoge un abultado censo
de individuos de distinta extracción social y procedencia, participantes en un acto cuya naturaleza
desconocemos pero suficientemente importante como para merecer su pública exhibición (vid. vol.II,
I.2.4.2). De época ligeramente posterior (87 a.C.) y marcada influencia romana es el bronce latino
(Botorrita II o tabula Contrebiensis). Contiene éste la regulación de “un pleito de aguas” entre tres
comunidades vecinas (Alaun, Sosinesta, Salduie) y el fallo del tribunal compuesto por cinco
magistratus y un praetor de Contrebia Belaisca, a propuesta del mismísimo procónsul de la Citerior,
Valerio Flaco ( vid. vol.II, II.3.2). De carácter público, estos documentos se custodiaban en un archivo
o curia de la acrópolis de El Cabezo de las Minas (Botorrita), donde se han identificado edificios
públicos como el llamado horreum, de época celtíbero-romana.
Fuera de Celtiberia se atestiguan también magistrados, legados o testigos representando a sus
comunidades. Trátese de grupos familiares, entidades urbanas o territoriales, pues variadas son las
estructuras sociopolíticas de la Hispania céltica a finales de la Edad del Hierro. Bien lo prueban las
tabulae de hospitalidad a las que nos hemos referido más arriba, con la reiterada presencia de legati
que actúan como ejecutores o garantes del pacto. Los armisticios establecidos durante la conquista
romana con poblaciones locales o los tratados con gobernadores provinciales, que en Lusitania solían
incluir repartos de tierra a cambio del cese de hostilidades (App., Iber., 58-60), permiten observar
asimismo el avance de la diplomacia indígena y la notoriedad de algunas de sus instituciones. El
bronce de Alcántara es un brillante ejemplo. Firmada en el 104 a.C., esta deditio recoge las cláusulas
de rendición de los Seanos, habitantes del castro de El Castillejo de la Orden (Alcántara, Cáceres), al
gobernador de la Ulterior, Lucio Cesio (vid. vol.II, II.3.2); dichas disposiciones (la devolución de
prisioneros y caballos capturados por los primeros a cambio de recuperar su autonomía bajo tutela
romana) contaron con la aprobación del consejo de los Seanos y fueron ratificadas por al menos dos
legados locales, Creno y Arco. Obsérvese cómo consejeros y magistrados de una pequeña y
prácticamente desconocida población lusitana, capacitados por sus órganos competentes, son
interlocutores directos de la máxima autoridad romana en los confines occidentales del Imperium.
Las estrategias negociadoras, los ejercicios diplomáticos y las alianzas que las gentes indígenas
despliegan frente a Roma traducen, como vemos, un lenguaje político engranado y una alta capacidad
de acción. Especialmente entre celtíberos, vacceos y lusitanos. Ello se ajusta a un horizonte urbano
con sistemas de gobierno, instituciones y mecanismos de representación suficientemente
desarrollados, algo bien alejado de la estampa primitivista que las fuentes pintan de los populi
hispanos.
I.2.7.7 La guerra, del estereotipo al análisis interno. ¿Sociedades guerreras?
La belicosidad es el rasgo distintivo de los celtas de Iberia en el discurso historiográfico antiguo. En
especial de los pueblos más alejados y por ende los últimos en integrarse en el dominio romano, los
del Occidente y Norte. Son frecuentes en las fuentes referencias a la ferocidad, al latrocinio, al
armamento o a los rituales guerreros de vetones, lusitanos, galaicos, astures o cántabros. Y es que,
como es bien sabido y ya hemos comentado (vid. vol.II, I.2.3), el talante guerrero es un estereotipo
manejado por los clásicos para, contraponiendo la “barbarie” indígena a la “civilización” romana,
justificar ideológicamente el tiempo de la conquista. Así lo condensa Estrabón a propósito de los
indómitos pueblos del Norte y la acción benefactora de Augusto, responsable de su pacificación:
“pero su ferocidad y salvajismo no se deben sólo al andar guerreando, sino también a lo apartado de su
situación (…); actualmente padecen en menor medida esto gracias a la paz y la presencia de los
romanos, pero los que gozan menos de esta situación son más duros y brutales. (…) Ahora, como dije,
han dejado todos de luchar: pues con los que aún persistían en los bandidajes, los cántabros y sus
vecinos, terminó Augusto (…). Y Tiberio, sucesor de aquél, apostando un cuerpo de tres legiones en
estos lugares por indicación de Augusto, no sólo los ha pacificado, sino que incluso ha civilizado ya a
algunos de ellos”
(Estrabón, 3, 3, 8)
Ahora bien, ¿qué representa realmente la guerra y qué implicaciones tiene en las sociedades de la
Hispania céltica? Permítasenos en este punto una brevísima retrospectiva historiográfica del tema, que
siquiera como proemio pueda ilustrar al lector.
Desde la Antigüedad y hasta el positivismo decimonónico –pasando por el Humanismo y la
Ilustración–, la belicosidad prerromana se ha entendido en esencia como mal endémico o contra
natura del bárbaro: un comportamiento inherente a las sociedades primitivas o preclásicas, en
comunión directa con las fuentes grecolatinas que extractan tal imagen de barbarie. Esta lectura
moralista se transforma a finales del siglo xix en otra de carácter político que, acorde con las
corrientes de opinión de aquel tiempo, ensalza la hostilidad indígena como reacción al imperialismo y
expresión de libertad e independencia de los hispanos frente a Roma. Este ideario romántico-
nacionalista tiene en A. Schulten su último y principal representante, cuya influencia perdurará en la
investigación española hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xx. Se aboga a partir de entonces
por un diagnóstico socioeconómico de la guerra como respuesta al desequilibrio social y a la pobreza
derivada del territorio; con antecedente en las ideas regeneracionistas de J. Costa, en esta dirección
ahondan en las décadas entre 1950 y 1970 autores de la talla de A. García y Bellido, J. Caro Baroja o J.
Maluquer, y después, con enfoques complementarios, J.M. Blázquez, J.J. Sayas o M. Salinas. Estos
investigadores señalan la descomposición del sistema gentilicio y la fractura social como factores
desencadenantes del belicismo de celtíberos o lusitanos, que se vería acentuado por el expansionismo
romano desde el siglo ii a.C.
Sin desestimar algunas de las interpretaciones anteriores, en los últimos años el énfasis se ha puesto
en el sentido ideológico-ritual de la guerra. Las conductas bélicas funcionarían como una suerte de
iniciación o ritos de tránsito para los más jóvenes, además de como plataforma de poder y prestigio
para los jefes, en consonancia con la ética competitiva y el ideal guerrero propios de las sociedades
indoeuropeas (vid. vol.II, I.2.7.5). En ello insisten, con distintos postulados, M. Almagro Gorbea,
M.V. García Quintela, P. Ciprés, F. Marco o G. Sopeña. Es así como, formando parte de un código
biológico y heroico a un tiempo, habría que entender episodios como el robo de ganados o la
formación de bandas de jóvenes guerreros entre los lusitanos (Diod., 5, 34; Strab., 3, 3, 5), los duelos
de campeones o la exposición fúnebre de caídos en batalla para ser devorados por aves carroñeras (Sil.
Ital., Pun., ., 343; Elian., De Nat. An., 10, 22) (vid. vol.II, I.2.8.3).
En realidad estamos ante un fenómeno complejo del que participan distintos componentes. En lo
antropológico la guerra es una dinámica cultural enmarcada en unas coordenadas medioambientales e
ideológicas inmanentes a las poblaciones preindustriales. ¡En absoluto exclusiva de los celtas u otros
bárbaros de la periferia mediterránea! Tampoco se trata de una conducta marginal o enfermiza, como
a veces se ha pensado, sino de un elemento que articula y define a las sociedades protohistóricas como
se dijo al hablar del mundo ibérico (vid. vol.II, I.1.9), al asumirse como expresión de fuerza colectiva.
Si en lugar de observarla desde la alteridad distorsionada de los clásicos lo hacemos intrínsecamente,
desde dentro, es fácil concluir que la guerra es una actividad perfectamente adaptada a la estructura
social de las gentes de la Edad del Hierro. Y al tiempo un reflejo de su propia complejidad. Señalemos
algunas de sus principales connotaciones.
Por un lado, las acciones militares contribuyen al sostenimiento económico de un grupo al reportar
botines, anexiones territoriales o tributos sobre el vencido en forma de ganados, cosechas, riquezas o
prisioneros. En lo demográfico son un elemento de regulación posibilitando el traslado de gentes a los
nuevos dominios, trátese de aldeas conquistadas o de nuevas fundaciones, y evitando –la propia
mortalidad de guerra– crecimientos de la población que desequilibrarían la relación con el medio.
Además, como se ha apuntado en repetidas ocasiones, la guerra es un importante mecanismo de
afianzamiento sociopolítico en especial para los jefes, al constituir una plataforma de poder y
prestigio fuertemente imbricada de valores aristocráticos (vid. vol.II, I.2.7.5); sin dejar de ser una
fórmula de competitividad y cohesión social.
Finalmente y en comunión con lo anterior, la guerra constituye también un escenario de expresión
ritual. En las culturas prerromanas, muy claramente en la celtibérica y lusitana, los ideales masculinos
están fundamentados en una ética agonística o competitiva que hace de la vida del guerrero un modelo
a seguir; un ciclo que culminaría con la heroización del guerrero (con el alcance de la inmortalidad)
de por medio de gestas que van desde el coraje en la batalla hasta la ostentación del triunfo sobre el
enemigo, y desde el desafío individual a la muerte gloriosa, aquella que se produce combatiendo y
asegura el encuentro con los dioses. Este código heroico, aspiración de todo individuo que se precie,
es el que consagra al joven como guerrero y al jefe como campeón. De ahí que, al socaire de los
dioses, la actividad bélica se conciba como algo profundamente ritualizado (vid. vol.II, I.2.8.3). Así lo
ponen de manifiesto entre otros datos la parafernalia que siguen los guerreros con la entonación de
cánticos y la celebración de sacrificios previos a la batalla, por ejemplo; la inutilización ritualizada de
las armas en las tumbas –que se doblan o destruyen–; o el tratamiento funerario diferenciado que
reciben los caídos en combate, por citar algunos ejemplos (vid. vol.II, I.2.8.3). De igual forma,
también con una simbología heroica o casi religiosa deben entenderse ciertas imágenes de poder de la
plástica prerromana que ya han sido comentadas, caso de la estatuaria en piedra de los guerreros
castreños (vid. vol.II, I.2.7.5) o la efigie del jinete armado representada en estelas, fíbulas y reversos
monetales (vid. vol.II, I.2.6.4).
Con todo lo dicho, hacia un balance de fondo, no debemos considerar a las sociedades de la Iberia
céltica –con la excepción de algún caso extremo– como sociedades endémicamente guerreras si por tal
entendemos las definidas por una belicosidad racial o por castas militares que viven sólo por y para la
guerra, como cabría deducir de una lectura directa de las fuentes. (Adviértase que a ojos de los
observadores clásicos las expresiones guerreras de los hispanos presentan rasgos tan chocantes que
llevan a deformar su imagen). Se trata más bien de reconocer que, en sus múltiples implicaciones, la
guerra es un elemento cultural y una estrategia de interacción de primer orden. Como tal, trasluce el
grado de desarrollo y la capacidad organizativa de las poblaciones antiguas.
En este sentido, las formas de combate entre los pueblos del interior peninsular evolucionan a lo largo
del I milenio a.C., podríamos decir, desde un modelo aristocrático: la pugna entre jefes representando
a sus grupos gentilicios (entre los siglos
[Fig. 59] Detalle del llamado “vaso de los guerreros” de Numancia, con representación de un duelo
singular (Museo Numantino, Soria)
vi -iv a.C.), a un modelo cívico: el del enfrentamiento entre fuerzas integradas por los habitantes de un
castro o un territorio político (entre los siglos iii-i a.C., en contacto ya con el avance de las legiones
romanas). Los ritmos varían según tiempos, circunstancias y lugares, pero ésta sería la evolución de
fondo perceptible en las comunidades de la Meseta, particularmente entre celtíberos, carpetanos,
vacceos y vetones. Con un panorama progresivamente complejo y urbano, su organización militar no
diferiría mucho de lo experimentado por los iberos de Andalucía, Sureste y el Levante (vid. vol.II,
I.1.9.1). En las postrimerías de la Edad del Hierro, un castro de notable tamaño podría reclutar hasta
500 hombres en armas, cantidad que se multiplicaría en siete u ocho veces en el caso de bandas
integradas por las varias poblaciones comprendidas en los límites de una entidad política, o por
séquitos de clientes y aliados de distinta procedencia. De gran magnitud alcanzarían a ser los ejércitos
coaligados que hacen frente a cartagineses y romanos, como el de vacceos, carpetanos y olcades que
sorprende a Aníbal a su paso por el Tajo en el 220 a.C. (Polib., 3, 13, 8-14; Liv., 21, 7-16), o la
confederación de vacceos, vetones y celtíberos que en dos campañas consecutivas, las de 193 y 192
a.C., frenan el avance romano a la altura de Toletum, capital de los carpetanos (Liv., 35, 7, 8 y 35, 22,
8). Por no hablar de las cifras, sin duda exageradas, que los historiadores antiguos dan de los
contingentes celtibéricos; como los 35.000 guerreros reunidos en Contrebia en el 182 a.C., que
derrotados por Fulvio Flaco le entregan hasta 62 enseñas militares (Liv., 40, 30-33); los 20.000
infantes y 5.000 jinetes movilizados en Numancia en el 153 a.C. (App., Iber., 45); o los varios millares
en ciudades como Cauca, Intercatia o Pallantia (App., Iber., 52-54).
En el tránsito hacia ejércitos de ciudades y confederaciones étnicas, de los que nos hablan las fuentes
de conquista en los siglos ii y i a.C., aún permanecen como resabios de la ética heroica de momentos
anteriores los duelos personales entre un indígena y un romano. Las monomaquías eran provocadas
casi siempre por el indígena, como el joven vacceo que reta a Escipión Emiliano a un combate
singular ante las puertas de Intercatia (App., Iber., 53), o Pirreso, combatiente celtíbero “sobresaliente
en nobleza y valor” que hace lo propio con un legado de Metelo (Val. Máx., 3, 2, 21). El desafío en
duelos individuales, una verdadera institución entre los celtíberos, debió utilizarse para dirimir pleitos
y disputas. El conocido “vaso de los guerreros” de Numancia, datado a finales del siglo i a.C., plasma
sobresalientemente una triple escena de combate singular entre dos pugnantes: de la pareja mejor
conservada, el guerrero de la izquierda porta lanza, escudo redondo y casco con remate en forma de
ave, mientras que el de la derecha acecha con la espada al tiempo que sujeta dos lanzas con su mano
izquierda.
Otro destacado instrumento que denota la fuerza creciente de las comunidades prerromanas es la
caballería, esto es, el sector privilegiado de individuos que portan armas y disponen de caballo para la
defensa y sostenimiento de su ciudad. Como señalan M. Almagro Gorbea y otros autores, los equites o
caballeros son las flamantes oligarquías urbanas de finales de la Edad del Hierro. Un cuerpo social que
acaba conformando una unidad de élite –recuérdese que el caballo es un indicador de prestigio y el
jinete un emblema cívico, como anuncian las monedas celtibéricas (vid. vol.II, I.2.6.4)–, y una nueva
forma de lucha derivada de la acción de púnicos y romanos en el interior. Sin embargo, más que de
caballería habría que hablar de infantería montada pues hasta prácticamente el siglo ii a.C. los jinetes
meseteños y lusitanos, aunque hostigaban a sus enemigos y llegaban a caballo al frente de batalla,
luchaban a pie reforzando la infantería, que era la base de todo contingente armado. Concluida la
conquista, las fuerzas de caballería de celtíberos, lusitanos, vetones o cántabros, diestros jinetes según
propagan las fuentes clásicas, acaban integrándose en el ejército romano como cuerpos auxiliares,
prestando sus servicios en los límites del Imperio.
En cualquier caso, en buena parte de las regiones de la Hispania céltica, sobre todo en las más
apartadas y montañosas, las formaciones guerreras están lejos de ser fuerzas regulares y compactas
operando en campo abierto a la manera que lo hacen los ejércitos de las potencias mediterráneas del
momento. El predominio de terrenos accidentados sumado a otras variables culturales (cuadrillas de
pocos pero diestros combatientes adaptados al medio; captura de cosechas y ganado como móvil
habitual; empleo de armamento ligero; cierta indisciplina) determinan que, en la disposición táctica,
lo frecuente fueran las emboscadas, los ataques sorpresa, los movimientos rápidos y las razias. En ello
insisten los historiadores antiguos mostrando el antagonismo entre el guerrear bárbaro y el “western
and civilizated way of war” patentado por Roma, aquel definido por ejércitos homogéneos en frente de
batalla. Responden al combate indígena y anárquico, por ejemplo, las operaciones de Viriato contra
las legiones desplazadas a la Ulterior entre 147-139 a.C. (vid. vol.II, II.2.4), con la célebre estrategia
del concursare (por la que los romanos pasaban rápidamente de perseguidores a perseguidos de los
lusitanos); o, aun más reveladoras por su escenografía montaraz, las escaramuzas a las que recurren
los cántabros en su lucha frente a Roma (29-19 a.C.) (vid. vol.II, II.5.4.1). En suma, una suerte de
“guerra de guerrillas” que no sin anacronismos y cierta idealización se ha catalogado como recurso
táctico típicamente hispano.
Por último, antes de concluir este punto, hay que recordar que el mercenariado es una importante
actividad entre las poblaciones del interior. La prestación de servicios militares en una comunidad
ajena es una práctica habitual en la Edad del Hierro. Brinda la posibilidad de obtener beneficios
económicos, reconocimientos y prestigio tanto a individuos desposeídos y por tanto carentes de
recursos, como a huestes guerreras ávidas de gloria y prestas a desenfundar sus armas, como fuera
apuntado al hablar del mercenariado ibérico (vid. vol.II, I.I.9.2). Desde finales del siglo iii a.C. y en
las centurias siguientes, el reclutamiento en masa de jóvenes en edad de luchar por parte de los
poderes cartaginés y romano hace del mercenariado un verdadero fenómeno social. Se trata ya, la
mayoría de veces, de levas forzosas y expediciones que tienen por objetivo la obtención de
mercenarios y contingentes auxiliares. Por las fuentes sabemos que iberos, celtíberos y carpetanos se
integran pronto y en alto número en las fuerzas de Aníbal, e igualmente en los ejércitos romanos
desplazados a Hispania, donde asimismo concurren gentes del extrarradio como lusitanos y cántabros.
Según P. Ciprés, que analiza a fondo la información aportada por Livio, los mercenarios celtibéricos
no responden tanto al perfil de guerreros que individualmente se ofrecen a otros ejércitos, cuanto al de
grupos organizados de iuvenes en edad de combatir que participan con sus propios jefes, emplean sus
propias armas, vestimentas y tácticas, cuentan con un campamento propio, disponen de sus propios
órganos de decisión y se rigen por un código ético propio.
Finalizada la Segunda Guerra Púnica, el alistamiento de contingente indígena (celtíberos, lusitanos,
vetones, astures, galaicos) siguió siendo un recurso destacado y un factor clave en la progresión
militar de Roma. Para algunos grupos locales, en particular para sus élites, la incorporación al ejército
romano significó en los años siguientes una vía de promoción en el nuevo marco político, lográndose
por ejemplo derechos de ciudadanía por la prestación de servicios militares relevantes. Así ocurre con
los jinetes celtibéricos –en realidad oriundos de diversas comunidades del valle del Ebro– de la
llamada Turma Salluitana, a los que se gratifica con la ciudadanía romana por el brillante papel
desempeñado en la Guerra Social (91-89 a.C.) luchando al lado de Roma, según lo dispuesto en el
bronce latino de Ascoli (vid. vol.II, II.3.2).
I.2.7.8 El armamento de los hispanoceltas
Gracias a algunas descripciones de las fuentes (Strab., 3, 3, 6 y 3, 4, 15; Diod., 5, 34, 4), pero sobre
todo a los hallazgos arqueológicos y a ciertas imágenes en cerámicas, relieves y esculturas que las
representan, podemos tener una idea de las panoplias de las gentes del interior. En líneas generales se
trata de armas ofensivas (lanzas, espadas, puñales) en hierro forjado y de elementos defensivos
(escudos, cascos, grebas) elaborados con pieles y cueros, armazones de madera y planchas bronce.
Como ya se ha dicho, aparecen con relativa frecuencia en los enterramientos meseteños constituyendo
un elemento de identidad y estatus, aunque también simbólico, que acompaña al difunto al Más Allá
(vid. vol.II, I.2.7.1).
Entre las armas ofensivas las más comunes son las de asta: jabalinas y venablos como el denominado
soliferreum, una lanza arrojadiza elaborada enteramente en hierro y muy apreciada por los lusitanos.
Recuérdese que la lanza (en realidad las puntas y regatones, las piezas metálicas que se conservan) es
el arma mejor reconocida arqueológicamente, por tanto la más extendida socialmente. Mayor
diversidad ofrecen las espadas, con variantes regionales que evolucionan en el tiempo. Los celtíberos
emplean en ocasiones una espada de hoja alargada y acanaladuras similar a la de los galos –por eso
denominada de La Tène o tipo céltico–, si bien el modelo más representativo, con mucho, son las
espadas cortas (entre 40 y 50 cm) y con bordes paralelos o ligeramente pistiliformes que por tener una
empuñadura rematada en dos apéndices globulares se han dado en llamar de antenas atrofiadas, pues
dichas esferas no descansan sobre antenas desarrolladas –como las de las espadas celtas– sino sobre
unas muy leves o atrofiadas, cuando no directamente sobre el pomo. Existen variantes de estas
espadas de antenas, bien estudiadas por A. Lorrio, como los modelos de Aguilar de Anguita, Atance,
Arcobriga o Alcácer do Sal, por los lugares donde primero se descubren o más abundan. Difieren estos
tipos en el tamaño y disposición de la hoja, y sobre todo en la decoración de pomos y vainas a base de
nielados de cobre y plata representando motivos geométricos. Su presencia en necrópolis vetonas,
tumorgas y cántabras señala el éxito de las espadas de antenas entre los pueblos de la
[Fig. 60] Espada de antenas atrofiadas y vaina
de la necrópolis de La Osera
(Chamartín, Ávila)

Meseta. Otra espada reconocida en tierras de vetones y celtíberos es la de frontón, de hoja más ancha
que la de antenas y así denominada por el remate en semicírculo de su empuñadura; mientras que en el
valle del Duero y en las estribaciones cantábricas, vacceos, autrigones y berones emplearon espadas
más elaboradas, como las correspondientes a los tipos Monte Bernorio-Miraveche: con espigón y
gavilanes curvos, empuñadura naviforme y ornamentadas vainas de conteras laterales.
Especialmente célebres por su calidad fueron las espadas celtibéricas. Su esmerado proceso
metalúrgico acarreó la fama de sus herreros, al fraguar aceros de una resistencia y flexibilidad fuera
de lo común según reconocen autores como Filón, Diodoro, Justino o Marcial. Este fundamento
tecnológico, junto a su operatividad, explicarían la adaptación que los romanos hicieron de la espada
meseteña, el gladius hispaniense, luego integrado en la panoplia legionaria. Finalmente puñales como
los de frontón, los de hoja triangular, los del tipo Monte Bernorio o los biglobulares –por la doble
esfera del pomo; un modelo típicamente celtibérico–, así como cuchillos curvos o afalcatados (que
solían enfundarse en un cajetín exterior en la vaina de la espada), completan el repertorio de
instrumentos ofensivos.
Pasando a las armas defensivas, existen dos principales modelos de escudo. El más extendido es uno
circular y de pequeño tamaño: la caetra, igualmente empleada por los iberos. Representado en la
plástica galaico-lusitana y en las monedas celtibéricas, siendo el portado por guerreros y jinetes, su
estructura era de madera y cuero, y presentaba umbo central y rebordes metálicos, así como
abrazaderas y correas que permitían llevarlo asido o colgado. Se utilizó también otro modelo de
escudo alargado y rectangular –el scutum–, característico de la Céltica europea. Los cascos son peor
conocidos pues al elaborarse con cuero y otras materias orgánicas no se han conservado, salvo algunos
ejemplares más o menos excepcionales realizados en bronce. A veces incluían penachos, cornamentas
animales y otros vistosos adornos que daban cuenta de la identidad y rango de sus portadores. A falta
de verdaderas armaduras, los cuerpos se protegían con discos de bronce articulados con cadenillas o
cosidos a la vestimenta (como los recuperados en la necrópolis celtibérica de Aguilar de Anguita o en
la vetona de La Osera), así como con cotas de mallas de cuero o lino y tahalíes para la sujeción de las
armas. Por su parte las extremidades se guarnecían con grebas metálicas y pieles.
En sus variantes regionales y étnicas, el armamento hispanocelta se distingue en todo caso por su
carácter ligero y práctico; idóneo por tanto para el tipo de combate practicado por aquellas
poblaciones. En este sentido, aunque acotada a los lusitanos, la descripción que Diodoro de Sicilia
hace de sus armas y hábitos guerreros puede tomarse como referencia para el conjunto de pueblos de
la Hispania indoeuropea:
“Entre los iberos, los más valerosos son los lusitanos; en la guerra llevan unos escudos muy pequeños,
hechos con nervios entrelazados y capaces de proteger el cuerpo de una manera extraordinaria gracias
a su dureza; en las batallas moviendo otros escudos con facilidad a un lado y a otro, desvían
hábilmente de su cuerpo cualquier proyectil lanzado contra ellos. Utilizan asimismo jabalinas con
lengüeta, hechas completamente en hierro, y llevan yelmos y espadas semejantes a las de los
celtiberos. Lanzan las jabalinas con puntería y a larga distancia y, en general, el golpe es violento. Al
ser ágiles e ir con las armas ligeras, tienen facilidad para la huida como para la persecución, pero en la
resistencia ante los peligros durante los combates son muy inferiores a los celtíberos. En tiempos de
paz ejecutan una danza rápida que requiere una gran elasticidad de piernas; y en la guerra, cuando
marchan contra las tropas que tienen enfrente, avanzan con un paso cadencioso y cantan himnos de
guerra”
(Diodoro, 5, 34, 4-5)
En las comunidades de la Meseta, gracias a la valiosa información de sus necrópolis, en particular las
de celtíberos y vetones, es perceptible una evolución en la panoplia guerrera a lo largo de la Edad del
Hierro. Y ello tanto en términos cualitativos (atendiendo al número de armas que la integran) como
cuantitativos (según su reflejo social). Así, las “panoplias aristocráticas” caracterizan los momentos
iniciales, desde finales del siglo vi hasta inicios del siglo iv a.C. Vienen éstas definidas por
Izquierda [Fig. 61] Recreación de un guerrero arévaco y su armamento a partir del ajuar de una
sepultura de la necrópolis de Numancia (Garray, Soria), según A. Rojas
Derecha [Fig. 62] Recreación de un guerrero vetón y su armamento a partir del ajuar de una sepultura
de la necrópolis de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila), según G. Ruiz Zapatero
piezas singulares y pesadas (largas puntas de lanza, espadas de origen meridional o de hoja alargada,
bocados de caballo) y armas de parada (discos-coraza, cascos), que denotan la emergencia de poderes
individuales a quienes corresponde la ostentación de las armas como refrendo de su estatus. En efecto,
como hemos repetido varias veces, las armas son junto al caballo y otros bienes de prestigio
consabidas expresiones de rango (vid. vol.II, I.2.7.1 y I.2.7.5). A partir del siglo iv a.C. y en las dos
centurias siguientes, la panoplia aristocrática da progresivamente paso a una “panoplia cívica”. El
armamento no es tan singular o lujoso como antes, pero sí más numeroso al formar parte del mismo la
lanza, la espada de antenas, el puñal y a veces el escudo. Y lo que es más significativo, está presente
en un mayor número de tumbas. Así por ejemplo, en las necrópolis celtibéricas de La Mercadera y
Osma en torno al 50 por ciento de las tumbas comprenden armas, aunque en otros cementerios la
proporción es muy inferior. Dicho de otra manera, el incremento de sepulturas con armas (en paralelo
al crecimiento de las necrópolis y al desarrollo urbano de estos momentos) reflejaría la ampliación de
los cuerpos ciudadanos, al menos en la Meseta, como sabemos por otros indicadores. Así, la presencia
de armas en una tumba sería el elemento que anunciaría a su propietario como miembro del grupo,
como ciudadano de derecho. Responde ello a la connotación del armamento (en realidad la capacidad
de portar armas por parte de un individuo) como principio de identidad y pertenencia a la comunidad,
al contribuir cada hombre colectivamente en la defensa con sus propias armas. Esto es observable en
distintos escenarios del Mediterráneo antiguo y particularmente en el mundo ibérico, donde la
posesión de un equipo de armas define al campesino como miembro de la comunidad política, si bien
su armamento y función militar variarán según la riqueza y rango del individuo (vid. vol.II, I.1.9.1).
No hay que descartar sin embargo que en determinados contextos funerarios las armas respondan
también a un código biológico, expresando por ejemplo prácticas de iniciación guerrera o la inclusión
de los más jóvenes en la comunidad de los adultos. Igualmente denuncian un carácter simbólico
acorde a la ética agonística o a los ideales heroicos de estas poblaciones (vid. vol.II, I.2.7.7). Esto se
pone de manifiesto en el hecho de que las armas se quemen, doblen o destruyan al introducirse en el
espacio funerario, emulando a través de este ritual la “muerte” de sus propietarios. No en vano en
muchas culturas antiguas las armas, y especialmente la espada, se consideraban una extensión del
brazo del guerrero. Y su entrega suponía de hecho la desposesión y derrota del portador.
I.2.8 Manifestaciones religiosas
El mundo de las creencias y los rituales constituye un campo de constante interés en el estudio de las
culturas prerromanas. En el caso que nos ocupa, el apasionamiento popular y acientífico por “lo celta”
(vid. vol.II, I.2.2) alimenta desde antaño una aureola de misterio y magia que ha contaminado de
soñados valores la religión de aquellas gentes, hasta mitificarla. Leyendas y reelaboraciones aparte,
aproximarse a sus sistemas religiosos abre las puertas del conocimiento de las poblaciones antiguas,
pues en torno a lo ideológico (creencias, valores, ritos) se fundamentan principios básicos de identidad
y organización social.
No faltan sin embargo los obstáculos en este camino, y el primero de ellos de índole documental. La
información religiosa de las sociedades protohistóricas es ciertamente exigua, limitándose en la
Hispania céltica a tres principales tipos de registros:
1) Una serie de indicadores externos o materiales como son objetos y espacios de connotación ritual:
ofrendas, depósitos, altares, santuarios…
2 ) Ciertas noticias de las fuentes: sesgadas y estereotipadas, como corresponde a la descripción de
comportamientos ajenos desde los parámetros de la civilización clásica, primera regla de la
historiografía antigua (vid. vol.I, I.1.2).
3 ) Una relación de teónimos en inscripciones latinas que, aun de raíz indígena, responden a una
reelaboración de los cultos en el proceso de romanización de las provinciae occidentales (vid. vol.II,
II.9.4).
Así pues, contamos con evidencias arqueológicas, textuales y epigráficas casi siempre desconexas
entre sí, que deben ser leídas en sus respectivos lenguajes. Por otra parte, en lo interpretativo, y con la
salvedad de los celtíberos, estamos ante pueblos ágrafos. Y precisamente la falta de textos sacros que
pudieran alumbrarnos cosmogonías, ciclos mitológicos o procedimientos rituales, hace realmente
huero el panorama de sus credos. Paradójicamente es a partir de la presencia romana cuando, con la
progresiva latinización de los hispanos, se empiezan a consignar por escrito elementos de religiosidad,
los aportados en especial por aras votivas y lápidas funerarias (vid. vol.II, I.2.4.1). Pero al verterse en
una lengua y escritura ajenas, y en el tiempo de dominación romana, tales componentes han perdido o
transformado su esencia religiosa originaria. Como veremos, sólo ciertas imágenes de la cultura
material aproximan una simbología propia, por lo demás de difícil desciframiento, aunque es cierto
que el análisis iconográfico brinda en nuestros días interesantes perspectivas como así se viene
observando especialmente en la cultura ibérica.
En otro orden de cosas, la religión de los hispanoceltas se ha planteado habitualmente desde una
dimensión pancéltica, relacionándose o imbuyéndose en la de otros escenarios de la Céltica europea.
Así, a la búsqueda de paralelos explicativos y rituales compartidos, se valoran noticias sustanciosas
como las relativas a la organización religiosa de los galos, por ejemplo; se rastrea en los dioses la
trifuncionalidad indoeuropea descubierta por G. Dumézil; o se acude a las sagas célticas conservadas
en la literatura medieval irlandesa, en lo que insisten autores como M.V. García Quintela, R. Sainero o
M. Alberro. Estas conexiones (indoeuropeas para unos, atlánticas para otros), que tiene de positivo la
ampliación de horizontes informativos y modelos de referencia, en nuestra opinión pueden convertirse
en un procedimiento viciado cuando tal orientación, a veces sobredimensionada, anula dos premisas
básicas: a) la base esencialmente autóctona del poblamiento prerromano peninsular, que en nada
responde a migraciones centroeuropeas importadoras de una religión celta “en estado puro” (vid.
vol.II, I.2.1); y b) la influencia de otros marcos culturales como el ibérico-mediterráneo o
posteriormente el romano, que asimismo modelan –y no poco– las manifestaciones religiosas del
interior hispano.
En cualquier caso, grato es reconocerlo, contamos en el campo de las Religiones prerromanas con una
consolidada trayectoria investigadora en nuestro país, que iniciada por autores como J.M. Blázquez
décadas atrás, tiene hoy en F. Marco o G. Sopeña algunos sus mejores representantes. Tras estos
preliminares hora es ya de entrar en materia religiosa.
I.2.8.1 El paisaje sacro
Empecemos por la escenografía, pues resulta fundamental para aprehender la esencia de las creencias
y cultos en la Hispania céltica. Las poblaciones antiguas se sentían inmersas en la naturaleza, de ahí su
percepción simbólica del paisaje y la fuerza ambiental de los lugares consagrados: los loca sacra
libera. En efecto, en las regiones meseteñas y atlánticas los santuarios responden originariamente a la
idea celta del nemeton: un espacio natural y generalmente al aire libre donde tiene lugar la
comunicación de los hombres con lo sobrenatural y el allende. El caso de algunos claros de bosques y
roquedos, cuevas y cimas de montañas, ríos y confluencias, fuentes y manantiales, cruces de
caminos…, escenarios que denotan la presencia invisible de la divinidad. Y no por otra cosa sino por
tratarse de lugares con una fuerza, con una enjundia especial que propician la manifestación de lo
sobrenatural. La divinidad se revela, así pues, en hitos de la naturaleza articuladores de un paisaje
sacro: los árboles, la vegetación frondosa, las peñas, las aguas, los animales, los astros... Por eso se
habla de una religión de carácter naturalista o animista con expresiones comunes a muchos otros
pueblos de la Antigüedad.
Además de los bosques sagrados (referidos en pasajes de las fuentes y cuya huella se conserva en
algunos topónimos de origen prerromano), los de naturaleza rupestre son los santuarios más
representativos. Cuevas, abrigos y afloramientos rocosos que bien pueden ser moradas de los dioses o
espacios para la práctica ritual. Célebres son las peñas o plataformas con oquedades y labras asumidas
como “altares de sacrificio”, especialmente abundantes en tierras de vetones, lusitanos y célticos. De
las muchas reconocidas en el occidente de Castilla y León, las provincias extremeñas y el centro de
Portugal, las de Ulaca (Solosancho, Ávila) y Panoias (Vila Real, en Trás-osMontes) están entre las
más interesantes. En el primer caso se trata de un recinto rectangular excavado en la roca (de 16 por 8
metros), con una peña ataludada en su extremo que haría las funciones de altar; dispone ésta en su
lado norte de dos escalinatas con nueve y seis peldaños y varias cavidades talladas en la roca y
comunicadas entre sí por un canal, para la realización de sacrificios y libaciones. El hecho de
conformar un área sacra en el centro del gran poblado de Ulaca (en sus inmediaciones se halla otra
estructura ritual, una sauna rupestre relacionada con ritos de iniciación guerrera; vid. infra I.2.8.3) y
de contar con un espacio suficientemente amplio para la reunión de los celebrantes, acusa la categoría
de santuario intraurbano al que acudirían gentes del entorno. A diferencia del de Ulaca, que no se
romaniza, el santuario de Panoias se mantuvo en uso hasta época altoimperial. Así lo indica un
[Fig. 63] Altar de sacrificios del oppidum vetón de Ulaca (Solosancho, Ávila)
[Fig. 64] Recreación de una escena de sacrificio en el altar de Ulaca (Solosancho, Ávila), según I. de
Luis
conjunto de inscripciones latinas grabadas sobre dos grandes bloques pétreos escalonados y
comunicados por una rampa; en su superficie una serie de piletas con canales de desagüe servían para
recoger la sangre de las víctimas (en cubetas denominadas laciculi) y quemar las vísceras (en
depósitos denominados quadrata), siguiendo un proceso ritual detallado en las inscripciones.
Estructuras similares se han localizado en El Cantamento de la Pepina (Fregenal de la Sierra,
Badajoz), Lácarra (Mérida), La Rocha da Mina (Évora), Nogueira (Resende), Las Atalayas (La
Redonda, Salamanca), San Pelayo (Almaraz de Duero, Zamora), San Mamede (Villardiegua de la
Ribera, Zamora) o El Raso (Candeleda, Ávila).
En las estribaciones meridionales de la Celtiberia se halla uno de los santuarios rupestres más
emblemáticos, el de Peñalba de Villastar (Teruel). Se trata de una sucesión de abrigos sobre un
farallón rocoso en la serranía turolense, sobre el alto Turia, consagrados a Lugus, importante divinidad
del ámbito céltico (vid. infra I.2.8.2). Son abundantes las inscripciones rupestres en lengua celtibérica
y escritura latina en el lugar, y entre ellas una de las más importantes y extensas conmemora la
llegada de peregrinos y la realización de festivales en honor del dios, en los que participaría gente de
distinta procedencia al enclavarse el santuario en un punto fronterizo. Sobre la roca se muestran
numerosos grabados y un par de figuraciones humanas o ídolos esquemáticos que podrían representar
a la divinidad, mientras que las cazoletas y canalillos de los alrededores estarían en relación con
prácticas cultuales.
Un sentido demarcatorio desempeñan también los santuarios asociados a ríos y confluencias. Dotados
de fuerza sobrenatural, los cursos fluviales podrían estar consagrados a divinidades o acabar
deificándose, como así revelan algunas inscripciones latinas con teónimos derivados del nombre del
río (vid. infra, I.2.8.2). Como señala F. Marco, la enorme importancia del agua radica en su percepción
como medio de vida y de fertilidad, siendo una de las principales vías de acceso al otro mundo.
Aunque no en exclusiva, santuarios de confluencia se identifican particularmente bien en el territorio
de los vetones, siendo uno de ellos el de Postoloboso (Candelada, Ávila). El lugar corresponde a un
emplazamiento abierto y en llano a los pies de la Sierra de Gredos, en la misma unión de los arroyos
Alardos y Chilla con el río Tiétar, que es hoy, ese mismo punto, la triple divisoria provincial entre
Ávila, Cáceres y Toledo: un soberbio paraje natural en el que se rindió culto al dios Vaélico, como
anuncian las aras a él dedicadas (vid. infra, I.2.8.2).
Si bien la mayoría de estos santuarios son de carácter extraurbano o rural y no contemplan
edificaciones, al menos éstas no se han conservado, en los últimos años se comprueba la existencia de
espacios rituales en el interior de algunos hábitats. No se trata de estructuras arquitectónicas
comparables a los templos de las ciudades ibéricas (vid. vol II, I.1.10.3), lo que marca una diferencia
cultural, sino de altares rupestres o lugares de reunión emplazados en puntos estratégicos o elevados
del poblado, respondiendo a veces a una particular posición topoastronómica. Ya nos hemos referido
al complejo religioso de Ulaca, compuesto por el altar de sacrificios y una sauna ritual rupestres.
Igualmente en el poblado caristio o berón de La Hoya (Laguardia, Álava), en la arévaca Termes
(Montejo de Tiermes, Soria) o en el enclave carpetano de El Cerrón de Illescas (Toledo) se detectan
espacios religiosos. En el caso de Termes, se ha identificado una estructura de planta cuadrangular
sobre una plataforma dominante en la parte alta de la ciudad, amén de otros ámbitos de interpretación
ritual más controvertida (como un graderío rupestre destinado en realidad a reuniones civiles y de
época romana); y en El Cerrón de Illescas, un complejo con pequeñas estancias y bancos corridos de
adobe donde destaca un relieve de influencia mediterránea con probable escena de viaje al allende: en
ella se identifican dos carros con auriga, un personaje enfatizado por su vestimenta y un grifo alado.
En general, el conocimiento de estas estructuras es muy limitado por la falta de excavaciones en el
interior de los hábitat, pero es más que probable que oppida y grandes castros dispusieran de
santuarios o espacios destinados a la realización de prácticas religiosas colectivas, pues éstas actúan
como elemento de cohesión e identidad para la población.
Un elocuente ejemplo lo proporciona el llamado altar-santuario del castro céltico de Capote (Higuera
la Real, Badajoz), excavado por L. Berrocal. En el centro del poblado, en un espacio singularizado
abierto a la calle central y parcialmente techado, constituido por una mensa y tres bancos corridos de
piedra a su alrededor (adosados a los tres muros de la estancia), se llevaron a cabo banquetes rituales
colectivos. En efecto, en ellos hubo una participación masiva a juzgar por los abundantes restos de
fauna, vajilla, pebeteros cerámicos e instrumental de sacrificio recuperados (vid. infra I.2.8.3).
Probablemente se tratara de un ceremonial consagrado a la divinidad tutelar del lugar (ignota y
anicónica dada la ausencia de imágenes) o a los ancestros de los clanes allí reunidos.
Los hábitats asociados a divinidades o con una connotación sacra por su emplazamiento u origen, se
convierten también en lugares de peregrinación. Es lo recientemente revelado en el castro galaico de
Monte Facho (Donón, Pontevedra), sobre un promontorio asomado a la ría de Vigo. A este apartado
lugar acuden a lo largo de varios siglos numerosos devotos que erigen exvotos epigráficos al dios
local Berobreo. En concreto se llevan recuperadas ¡más de 130 aras!, lo que le convierte en el
poblado-santuario con mayor número de dedicaciones a una divinidad pagana de toda la Península
Ibérica. Los exvotos escultóricos, en granito local y tamaño oscilante entre 50 y 180 cm, presentan una
forma de tendencia antropomorfa que consta de cabeza (con pequeño orificio para las libaciones),
cuerpo central para la inscripción y un pie de fijación en el terreno; de la indicación pro salutem de
algunas piezas podría inferirse, según los excavadores, un carácter sanador de la divinidad.
I.2.8.2 El panteón hispano-celta
Una diferencia cualitativa con lo observable en el mundo ibérico, donde como vimos se desconocen
los nombres de las divinidades locales (vid. vol.II, I.1.10.1), es el copioso repertorio de teónimos
revelado epigráficamente en las regiones de la Hispania céltica, especialmente en los márgenes
occidental y noroccidental. Ello pone de manifiesto, en primer lugar, el politeísmo imperante en estas
poblaciones, con un elenco de deidades de distinta categoría y adscripción que, sumado a incontables
númenes o espíritus locales, hace complejísimo, por no decir imposible, sistematizar los diversos
panteones. En segundo lugar, desde un punto de visto metodológico, disponemos de nombres de
dioses, sí, pero prácticamente nada sabemos de su naturaleza, propiedades o formas de devoción. Ello
se debe a que, por una parte, las inscripciones que los citan corresponden como ya se ha dicho a un
momento romanizado: se trata de exvotos de época altoimperial fechados en los siglos i-iii d.C. y
escritos en latín, si bien conectados con cultos de tradición indígena. Y por otra parte, a que dichos
epígrafes nada explicitan más allá del nombre del dios y del de los dedicantes siguiendo consabidas
fórmulas de consagración romana como votum solvit merito libens (“cumplió este voto por voluntad
propia”). Pues, en efecto, entendidos como una llamada a la intercesión de los dioses, los exvotos se
hacían en agradecimiento por una curación o súplica o en cumplimiento de una promesa. El hecho de
que los teónimos (así como la onomástica de buena parte de los dedicantes) tengan raíces
indoeuropeas prelatinas hace suponer que se trata de divinidades ancestrales arraigadas al sustrato
prerromano. Y en este punto, el análisis etimológico de los nombres permitiría atisbar alguna pista
sobre la caracterización del dios a partir de su asociación semántica, como así se ha venido
proponiendo. Aunque ello ha servido para comprobar que, especialmente en las regiones occidentales,
muchos teónimos se relacionan con elementos de la naturaleza como corrientes de agua, bosques o
montañas, el análisis lingüístico por sí mismo es incapaz de desentrañar la esencia de los cultos y su
contexto funcional. Para ello deben tomarse en consideración otros testimonios y aproximaciones.
A la hora de adentrarnos en el abigarrado universo de lo divino, estableceremos tres principales
categorías de divinidades en los territorios de la Hispania céltica: 1) las de carácter pancéltico; 2) las
de ámbito regional; y 3) los cultos locales.
Especialmente en la Celtiberia se registran algunas divinidades pancélticas, comunes por tanto a otros
espacios de la Céltica como Galia o Britania. Entre ellas destacan Lugus, las Matres y Epona. Lugus
es un dios solar y de la soberanía, en realidad con numerosas atribuciones, que al menos en la Galia es
asimilado al Mercurio romano como hace saber Julio César; en Hispania recibió culto en el santuario
de Peñalba de Villastar (Teruel) ( vid. supra I.2.8.1), existiendo en el Noroeste varias inscripciones
dedicadas a los Lugoves (forma plural que conlleva una multiplicación de lo divino) con el epíteto
Arquieni. Por su parte, las Matres o diosas madres, en genérico, son deidades nutricias y
favorecedoras de la fecundidad que en algunos lugares suman propiedades curativas; representadas
generalmente en tríadas (de nuevo, una reiteración que potencia la acción benefactora), en la
Península Ibérica se las identifica con distintos epítetos locales en una quincena de inscripciones
procedentes de la Celtiberia y sus aledaños, entre las que destacan las varias halladas en Clunia
(Coruña del Conde, Burgos). Por último, Epona es una diosa de origen galo asociada a los équidos (por
eso aparece representada entre ellos en relieves y figuras) y valedora de la caballería. En algunos
contextos se la relacionada, además, con la fertilidad, las aguas o el mundo funerario; igualmente
recibió culto en diversos puntos de la Meseta y del ámbito ibérico.
En la mitad occidental de la Península Ibérica, en las antiguas Gallaecia, Asturia, Vetonia y Lusitania,
proliferan cultos de extensión regional al constatarse repetidas veces un conjunto de divinidades.
Como ya se dijo, es frecuente que la etimología de sus nombres remita a elementos del medio acuático
o vegetal, y también lo es que los distintos hallazgos epigráficos se distingan por epítetos o formas
adjetivales correspondientes a lugares, poblados o grupos familiares, representando diferentes
advocaciones o reducciones tópicas de la misma deidad. Una de estas diosas es Nabia, reconocida en
un buen número de inscripciones desde Galicia a Extremadura, a la que se tiene como divinidad de las
aguas y los manantiales boscosos. Algo similar a lo que representan Reva, Cosus, Nemedo o
Bormanico, relacionados de una u otra forma con el elemento acuático. Otra de las divinidades más
interesantes y abundantes es Bandua; mientras algunos autores la consideran una deidad protectora y
tutelar (a partir de la traducción del indoeuropeo *band como “mandar u ordenar”) y otros la hacen
garante de los pactos y los lazos federativos (basándose en la etimología del radical *bendh como
“ligar o atar”), J. Untermann y J. de Hoz creen que en realidad se trata de un nombre común
equivalente a “divinidad” o “genio religioso”, que en cada caso iría precisado por un epíteto
individualizado. Así, los casos de Banduae Araugelensis, Banduae Lanobrigae, Bandua Longobrigu,
Bandua Veigebraegus o Bandua Apolosegus revelados en distintas inscripciones.
Trebaruna, Arentio y su equivalente femenino Arentia, corresponderían también al grupo de
divinidades protectoras de territorios o clanes, aunque en los dos últimos no hay que descartar una
posible asociación a las aguas. Igualmente está bien representado el teónimo Tongo o Togoto, que
aparece con otras variantes e incluso con la forma celtibérica Tokoitos en el bronce de Botorrita I;
emparentándolo con el radical *tong (que en lengua celta significa “juramento”), F. Marco lo
considera una deidad protectora de los pactos. Resulta ilustrativo en este punto el episodio relatado
por Apiano (Iber., 52) en el que los vacceos de Cauca, asediados por Lúculo en el 151 a.C., invocan a
los dioses de los juramentos recriminando la perfidia del general romano que había contravenido su
promesa de paz.
En la zona compartida por lusitanos, vetones y célticos, dos dioses alcanzan un marcado
protagonismo. La primera es Ataecina, diosa agrícola y funeraria a un tiempo; las dos partes de su
nombre, Ate-gena, traducirían en indoeuropeo las ideas ‘nacida de nuevo’ o ‘nacida de la noche’. Su
culto se extiende entre el Tajo medio y el Guadiana. Aunque se le erigen inscripciones en distintos
puntos de las provincias de Cáceres, Badajoz y Toledo, su santuario parece localizarse en las
inmediaciones de la ermita visigoda de Santa Lucía de El Trampal (Alcuéscar, Cáceres), donde han
salido a la luz una quincena de aras latinas que la rememoran como Dea Sancta junto al epíteto
locativo Turobrigensis . Los atributos de Ataecina son el ramo vegetal y la cabra, representada como
ofrenda en figurillas de barro y bronce. Por su parte Endovélico es el principal dios lusitano en
número de inscripciones, con más de ochenta. Su santuario se hallaba en São Miguel da Mota
(Alandroal, alto Alentejo), en origen un espacio natural o nemeton que en época romana se
monumentaliza con la construcción de un templo del que se han recuperado elementos arquitectónicos
y esculturas tanto humanas –algunas representando al dios bajo una iconografía clásica– como de
animales –en particular suidos–, que habrían sido dedicadas por los peregrinos. En lo relativo a su
caracterización, según el erudito portugués J. Leite de Vasconcelos, Endovellicus sería un dios
benefactor o de la medicina que se manifiesta a sus devotos con oráculos transmitidos a través de los
sueños, siguiendo el procedimiento de la incubatio latina; otros autores proponen una significación
ctónica o infernal para un dios cuyos símbolos principales son el jabalí, la palma y la corona de laurel.
Una deidad emparentada con Endovélico es Vaelicus o Vélico, como pone de manifiesto su
homonimia, que quizá se trate de una advocación regional del gran dios lusitano. Como se apuntó
líneas atrás, fue venerado en el santuario de Postoloboso (Cándeleda, Ávila) (vid. supra I.2.8.1), en el
solar de los vetones, y parece tratarse de un divinidad vinculada al mundo subterráneo e infernal; y
acaso también al lobo si es cierta la filiación del teónimo con vailos, que significa lobo en lengua
celta. En el entorno de Postoloboso se han hallado una veintena de aras cuyos dedicantes, por su
onomástica y la reiterada mención a grupos familiares, sugieren un origen indígena a pesar de tratarse
de inscripciones de los siglos i-ii d.C. y de que para entonces el inmediato oppidum de El Raso
(Candelada, Ávila) ya había sido abandonado.
Finalmente, dentro de una escala local, hay que hacer referencia a la inagotable retahíla de dioses
menores, genios y númenes. Esta atomización denota una acusada compartimentación religiosa,
especialmente, una vez más, en el cuadrante noroccidental de la Península. Sin embargo, en Celtiberia,
Carpetania, el país vacceo y los espacios astur-cántabro y vascón hay menor variación y profusión
teonímicas. Así, en cálculos de J. Untermann, al oeste de la línea imaginaria que iría de Oviedo a
Mérida se registran más de 300 teónimos diferentes. A fin de saber siquiera cómo suenan, citemos
algunos de ellos: Acpulsoio, Aerno, Albocelo, Aricona, Berobreo, Bodo, Decanta, Durbedico, Ilurbeda,
Irbi, Iscallis, Neto, Palantico, Selu, Trebopala, Triborunnis, Tritaecio, Vortiaco… y un largo etcétera.
Con las limitaciones ya comentadas, parece que muchas de estas divinidades aglutinan funciones
protectoras y propiciatorias sobre espacios y colectividades de distinta magnitud, desde familias y
clanes hasta castros y territorios políticos, como se desprende del último catálogo de divinidades
elaborado por J.C. Olivares. En algunos dioses es patente una
Izquierda [Fig. 65] Ara latina dedicada al dios Vaelicus procedente del santuario de Postoloboso
(Candeleda, Ávila)
Derecha [Fig. 66] Aras votivas en el santuario de Postoloboso (Candeleda, Ávila)
función soberana o guerrera que parte de la investigación asume como principio de una ideología
indoeuropea extendida por todo el continente europeo. Pero como ya hemos dicho, al menos en la
antigua Lusitania es muy reveladora (desde la etimología teonímica) la asociación de deidades a
elementos del medio natural tales como ríos, humedales, espesuras vegetales y montañas, en lo que
insisten paleolingüistas como F. Villar o B. Prósper.
Esto no debe conducir a confusión pues, más que de una idolatría entendida como culto a las aguas,
peñas, árboles o astros, se trata de la manifestación de fuerza divina en elementos de la naturaleza que
no son dioses en sí sino el medio a través del cual se anuncia el dios o el lugar que lo acoge (vid. supra
I.2.8.1). No extraña por eso que algunas de estas dedicaciones se expresen sobre rocas y abrigos
naturales, como así reflejan, por apuntar uno entre tantos ejemplos, las inscripciones rupestres a la
diosa Laneana en puntos de los confines lusitanos como Torreorgaz (Cáceres) y Sabugal (Guarda,
Portugal). Esta proyección epifánica del dios en el entorno se aplica a un elemento vehicular y
simbólico por excelencia, las corrientes fluviales, algunas de las cuales llegan a divinizarse. Así,
teónimos epigráficos como Durio, Ana, Baraeco, Tameogrigo o Aquae Eleteses, entre otros,
corresponden a fuerzas sacras manifestadas en los cursos de los ríos Duero, Guadiana, Albarregas,
Támega o Yeltes respectivamente. Es en este contexto votivo en el que hay que interpretar el
arrojamiento de calderos, torques o armas a ríos y pantanos, como ofrendas divinas por tanto. Ello se
reconoce en las regiones atlánticas europeas y en particular en Galicia, con hallazgos de armas en
contexto acuático de los que la espada recuperada en el río Ulla es un significado ejemplo.
Con similar lectura, tesorillos meseteños con joyas y monedas como los de Salvacañete y Drieves en
la provincia de Cuenca o San Cabrás en Leria (Soria), han sido considerados depósitos votivos por
parte de algunos autores. A diferencia de lo observado en los santuarios ibéricos, en la Hispania
céltica no parece existir una tipología estandarizada de exvotos en piedra o barro. Al menos éstos no
se han conservado.
Pasando del plano ambiental al zoológico, cualidades significativas de los dioses eran asimismo
asimiladas o representadas en aquellos animales que las poseían o sugerían. Pongamos algunos
ejemplos. En el toro la potencia y fecundidad, en el lobo la oscuridad y ferocidad, en el jabalí la
fortaleza y sagacidad, en el caballo la velocidad y destreza, en la cabra la adaptabilidad y el ser junto
al cerdo una fuente de alimento, en las aves la volatilidad y su capacidad liminal para traspasar
fronteras… Ello hace del animal una hipóstasis o atributo de lo divino. De este modo es como hay que
entender en el espacio de los vetones la función de ciertos verracos (recuérdese, las rudas esculturas
de granito representando bóvidos y suidos): como símbolos de una divinidad protectora de gentes y
paisajes o, según pensara J. Cabré, propiciadora de la fertilidad de los ganados cuya propia imagen
asume (vid. vol.II, I.2.6.1). ¿Significa ello que los toros eran considerados stricto sensu animales
sagrados en Iberia, como apunta Diodoro de Sicilia (4, 18, 2-3)? No, no se trata de una zoolatría
(deducible a ojos de un observador externo) sino de que el animal, como acaba de referirse, es un
icono que traslada valores de la divinidad por la asociación simbólica o funcional recreada entre
ambos. Un segundo ejemplo es el ya apuntado papel psicopompo o vehicular que, emisarios de lo
divino, desempeñan los buitres en la cosmovisión de celtíberos y vacceos, encargándose de descarnar
y trasladar al más allá el cuerpo de los guerreros caídos en combate (vid. infra I.2.8.3). Y una tercera
proyección simbólica de base animal, la del caballo. Éste constituye en unos casos un medio de
heroización guerrera de tipo ecuestre: así lo anuncian con sus soberbios jinetes las estelas discoidales
de Lara de los Infantes o Clunia, las
[Fig. 67] Verraco del castro de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila), en la actualidad en una plaza de Ávila
fíbulas de caballito y estandartes celtibéricos, o los reversos monetales; mientras que en otros
escenarios representa más bien un emblema funerario o étnico-religioso, como entre los vadinienses
de la Cantabria occidental que efigian en sus lápidas el caballo como algo propio.
En fin, dentro de un imaginario semisacro es en el que hay que articular el papel de los lobos, peces,
serpientes cornudas, gallos, batracios, hipocampos y cuadrúpedos representados en la cerámica
celtibérica, especialmente en la numantina, o en la decoración de armas, téseras de hospitalidad y
adornos como fíbulas y broches de cinturón. En coordenadas simbólicas, he ahí los particulares
“bestiarios” de los pueblos meseteños. Iconos mudos de mitos imposibles de restablecer.
A partir del siglo i a.C. el avance de la romanización en el Occidente peninsular depara un fenómeno
ideológico sumamente interesante, como es el sincretismo de divinidades locales con otras del
panteón grecorromano. Es lo que se llevaba produciendo en las costas ibéricas desde siglos antes,
sobre la base de una religión mediterránea nutrida de dioses semitas y grecoitálicos (vid. vol.II,
I.1.10.1), y lo que acabará constituyendo uno de los rasgos más señalados de la religiosidad
hispanorromana (vid. vol.II, II.9.4). Apuntemos algunos casos. Así, mientras en el Norte la divinidad a
la que los cántabros sacrifican chivos, caballos y prisioneros (Strab., 3, 3, 7) es identificada con
Ares/Marte (inscripciones del área galaica también asimilan al nativo Cosus con el dios romano de la
guerra, cuyas múltiples interpretationes hispanas denotan una funcionalidad plural o totalizadora), en
Lusitania hay que mencionar el sincretismo entre Ataecina y Proserpina-Feronia, deidades itálicas
asimismo ctónicas y benefactoras, lo que facilita su interpretatio con la diosa lusitana. O el
establecido entre el local Eaecus y el padre de los dioses, Júpiter, con el calificativo Solutorio,
documentado en más de quince inscripciones cacereñas. También en el Noroeste abundan las
dedicatorias a Júpiter acompañado de diversos epítetos locales, algunos referidos a montañas como el
Iuppiter Candamius documentado en el monte Candaneo, en la Asturias meridional; una variante
oronímica asimismo aplicada al Mars Tilenus o Marte indígena del monte Teleno (en León), según la
inscripción sobre un anillo de plata de la región de La Bañeza que así lo nombra. Finalmente, las
relativamente abundantes dedicaciones a los Lares (tanto de los caminos o viales como de grupos
familiares o lugares, por los apelativos que los individualizan), a diversas Nymphae de las aguas, a
Fortuna o a Salus, esconden bajo denominaciones específicamente latinas advocaciones locales a
númenes de carácter protector y/o curativo.
En este mismo proceso de transformación de lo indígena en lo hispanorromano es donde tiene lugar la
antropomorfización de la divinidad, esto es, su representación humana siguiendo una iconografía de
reminiscencia clásica. Téngase en cuenta que no existen prácticamente imágenes de dioses en la
plástica hispanocelta de la Edad del Hierro. Las excepciones vendrían dadas en ciertas
representaciones antropomorfas tanto en pintura vascular como en relieves celtibéricos, y acaso
también las cabezas de piedra exentas de la cultura castreña, que podrían identificar deidades, seres
protectores o principios divinos.
Para terminar este apartado conviene recordar que la interpretación de los cultos indígenas en la
historiografía clásica presenta una imagen habitualmente deformada. El conocido pasaje estraboniano
sobre el supuesto “ateísmo” de los galaicos es un gráfico exemplum de lo mismo. En palabras del
geógrafo de Amasia:
“Algunos dicen que los calaicos no tienen dioses, y que los celtíberos y sus vecinos del norte hacen
sacrificios a un dios innominado, de noche en los plenilunios, ante las puertas, y que con toda la
familia danzan y velan hasta el amanecer”
(Estrabón, 3, 4, 16)
Antes de asumir avant la lettre tal estampa de animismo y acusado primitivismo teológico, habrá de
advertirse, como han hecho J.C. Bermejo o F. Marco, que estamos ante el dictamen de unas formas de
religiosidad –en su sentido etimológico– alteradas, puesto que, propias de los otros o bárbaros, no
responden a los parámetros del analista grecorromano. De ahí que por desinterés y desconocimiento se
simplifiquen en un cuadro tan sesgado como anecdótico.
Precisamente en el siguiente punto intentaremos analizar en su propio contexto cultural los ritos más
representativos de las poblaciones que nos ocupan.
I.2.8.3 Expresiones rituales
Libaciones, sacrificios animales y banquetes son prácticas habituales con las que honrar a dioses y
difuntos. Su escenificación difiere según tiempos y lugares dependiendo del rango y naturaleza de los
cultos. En consonancia con el desarrollo sociopolítico de las comunidades meseteñas que, como
dijimos, desde el siglo iv a.C. se organizan en poblados y aldeas dentro de territorios controlados por
castros de considerable tamaño (vid. vol.II, I.2.5), la práctica religiosa se hace progresivamente más
compleja implicando a un número creciente de familias y gentes. En este sentido, al igual que en el
mundo ibérico donde se manifiesta con más nitidez (vid. vol.II, I.1.10.2), en la Hispania céltica la
religión es también un principio de cohesión e identidad a distinto nivel, tanto para los miembros del
grupo gentilicio como para el conjunto de ciudadanos integrados en estructuras políticas mayores. Es
así como hay que entender la celebración de sacrificios en los que participa activamente la
comunidad, como nos dan a saber las fuentes en determinadas situaciones: a la hora de sellar pactos y
alianzas, como hacen los lusitanos (Liv., Per., 49), antes de la entrada en combate o al término del
mismo (Polib., 12, 4b, 2-3; Strab., 3, 3, 7), en los funerales de los grandes jefes, caso de los del
legendario Viriato ante cuya pira se inmola un número no precisado de animales (App., Iber., 74;
Diod., 31, 21a); o a una escala más familiar, en las ceremonias nupciales como ocurre en los
esponsales de Viriato (Diod., 33, 7, 2).
En efecto, como en tantos otros escenarios de la Antigüedad pagana, los animales domésticos son
víctimas comúnmente sacrificadas. Cerdos, ovicápridos, bóvidos, caballos…, que al inmolarse liberan
y ofrendan la fuerza vital contenida en su sangre. Resultan elocuentes a este respecto la inscripciones
rupestre de Cabeço das Fráguas (Sabugal, Guarda), que detalla el sacrificio de una oveja (oliam), un
cerdo (porcom) y un toro (taurom) a las divinidades lusitanas Trebopala y Trebaruna, Laebo y Reva
respectivamente; y la de Marecos (Peñafiel, Oporto), con la mención a bóvidos, corderos y una ternera
ofrendados a Nabia, Júpiter y Lida. ¡Una anatomía sacrificial de honda herencia indoeuropea! En
particular la inmolación de caballos se reserva para actos relevantes como las declaraciones de paz o
guerra o la sacralización de los pactos, según cumplen lusitanos y cántabros (Liv., Per., 49; Strab., 3,
3, 7). Éstos últimos, por tenerlos en alta estima e imbuirse de su esencia vivificadora, bebían la sangre
de los équidos sin que ello forzosamente implique la muerte del animal (Sil. Ital., Pun. 3, 361; Hor.,
Od., 3, 4, 34).
Más arriba se ha comentado que las distintas fases del sacrificio y purificación de las víctimas
(degüello, despellejamiento y despiece del animal; libación y recogida de la sangre; separación de las
partes destinadas al consumo de las vísceras para usos rituales; quema de restos expiatorios; cocción o
asado de la carne) se llevan a cabo en estructuras rupestres con cazoletas y canales conocidas
popularmente como “altares de sacrificio”, como las halladas en Ulaca y Panoias (vid. supra I.2.8.1).
Una de las escasas ceremonias sacrificiales reconocidas arqueológicamente es la celebrada en el
castro céltico de Capote (Higuera la Real, Badajoz). Un banquete ritual en el que, según revela el
análisis faunístico, se inmolaron y luego consumieron una veintena de grandes mamíferos (bóvidos,
ásnidos, cérvidos, ovicápridos y suidos); el hallazgo en el mismo depósito de hasta 300 juegos de copa
y cuenco y 30 pebeteros cerámicos confirma la participación de un amplio colectivo en una
comensalidad que al parecer tuvo lugar momentos antes del abandono del castro, quizá ante un ataque
inminente. A no mucha distancia de este lugar, en Garvão (Ourique, en el bajo Alentejo) se ha
documentado otro depósito ritual datado en el siglo iii a.C.; de posible significado fundacional, lo
integraban elementos de vajilla, huesos de bóvido y suido y un cráneo humano con señales de
trepanación, todo ello contenido en una caja.
Fauna doméstica se consumía también en ceremonias funerarias, como ponen de manifiesto los huesos
y residuos cárnicos de vasos ofrendados en algunas tumbas meseteñas. Más en concreto, en escenarios
como la necrópolis vaccea de Las Ruedas y el aledaño poblado de Las Quintanas (Padilla de Duero,
Valladolid) se constatan depósitos faunísticos tanto en sepulturas y espacios secundarios asociados,
como en el propio ámbito doméstico. En distintas combinaciones y con señales de descuartizamiento,
estos depósitos han deparado restos de gallina, liebre, lechón, ovicáprido, gato, perro e incluso
caballo. Sin desestimar su aprovechamiento culinario, el sacrificio de animales en tales contextos
respondería, se piensa, a un afán mágico-propiciatorio relacionado con la reproducción familiar. A la
poste una suerte de rituales ctónicos de fertilidad sobre la creencia de que, por intercesión divina, los
animales nutrirían la tierra que los acoge.
Un tema controvertido es el de los sacrificios humanos, como así demuestran las diversas opiniones
vertidas desde antiguo. Si bien los historiadores grecolatinos lo convierten en topos extremo de la
barbarie céltica, en realidad, como ha observado F. Marco desde un análisis despojado de prejuicios,
se trataría de una práctica más bien excepcional que al menos entre celtíberos y lusitanos se relaciona
con rituales guerreros o adivinatorios. Como en la práctica totalidad de sociedades antiguas, son esas y
otras circunstancias especiales (una amenaza última, una sanción guerrera, la respuesta a una traición,
una expiación colectiva) las que justificarían inmolaciones fundamentalmente de prisioneros. Así
actúan los habitantes de Bletisama (actual Ledesma, en Salamanca) hasta que el pretor de la Ulterior
abole la costumbre en el 94 a.C. (Plut., Quaest. Rom., 83); mientras que el sacrificio de un cautivo, un
caballo y un macho cabrío rige en algunos pueblos del interior como anuncio de hostilidades e
invocación a los dioses de la guerra (Strab., 3, 3, 7; Liv. Per., 49). Tampoco el

[Fig 68] Reconstrucción del altar-santuario del castro de Capote (Higuera la Real, Badajoz), destinado
a banquetes rituales, según L. Berrocal
ritual de cortar y exhibir como trofeo la cabeza del enemigo, que Posidonio, Diodoro y Estrabón
adscriben a los guerreros galos, parece un hábito cotidiano o generalizo en la Península Ibérica;
aunque puedan relacionarse con él –desde un plano más simbólico que real– las cabezas representadas
en las fíbulas de caballito celtibéricas. Sin embargo, en contra de lo pensado por algunos autores, las
testas talladas en piedra de algunos castros occidentales no serían indicadores de ritos decapitatorios
sino más bien símbolos apotropaicos sustentados en la creencia indoeuropea de que la cabeza es “sede
de la vida”, pues en ella habita el alma y los valores supremos de soberanía. Se colige de ello un
carácter heroico en las imágenes cefálicas de la plástica celtibérica: desde las citadas cabecillas que
bajo las bridas o sobre el prótomo del caballo adornan las fíbulas de jinete y los signa equitum
numantinos, o aquellas otras representadas en vasos cerámicos, hasta, en un discurso más oficial, las
efigies varoniles de los anversos monetales. En los últimos casos cabría entender las cabezas como
idealizaciones de dioses o genios protectores.
Volviendo a las prácticas rituales colectivas, y al fuego como medio de purificación, con ello deben
relacionarse elementos ígneos que se reconocen en algunas necrópolis meseteñas: parrillas, asadores,
tenazas o morillos. Igualmente recipientes de bronce (urnas, calderos, timaterios, braserillos)
representativos de cementerios vetones como El Raso (Candeleda, Ávila) o Pajares (Villanueva de la
Vera, Cáceres), y pebeteros cerámicos en la forma de vasos calados para quemar esencias y conseguir
aromas apropiados. Tras su empleo en ceremonias rituales, funerarias o en banquetes de hospitalidad,
tales utensilios se depositan en las tumbas de personajes destacados socialmente, como sugiere su
frecuente asociación a ajuares guerreros y enterramientos tumulares que, como dijimos, son los
propios de las élites (vid. vol.II, I.2.7.2). Es posible que algunas de estas sepulturas correspondan a
sacerdotes. O quizá, más propiamente, a jefes con competencias religiosas encargados de dirigir cultos
domésticos y ceremonias políticas. Precisamente la existencia o no de sacerdotes es otro de los
debates latentes en el estudio de las religiones prerromanas. Dediquémosle unas líneas.
A pesar de la falta de testimonios concluyentes, cada vez son más los autores que, como F. Marco o
M.V. García Quintela, defienden la realidad de un sacerdocio masculino más o menos
institucionalizado a finales de la Edad del Hierro; en especial en el seno de las comunidades de
Celtiberia y Lusitania. Formarían parte de él individuos reconocidos por su prestigio, experiencia y
sabiduría que, como el hieroskopos o arúspice lusitano al que alude Estrabón (3, 3, 6), se encargan de
inmolar las víctimas sacrificiales y de llevar a cabo prácticas adivinatorias sobre cadáveres. De forma
parecida a los druidas celtas, de los que nos informa César en el libro VI de sus comentarii sobre la
guerra de las Galias, las competencias de estos profesionales de lo sacro abarcarían extensos campos
del saber, desde el aprovechamiento botánico para la elaboración de brebajes y medicinas hasta el
manejo de sagas y ciclos mitológicos, incluida la observación astronómica y el control del calendario.
Esto último podría quedar reflejado en la distribución de estelas y túmulos funerarios que, como se ha
sugerido para el cementerio de La Osera (Chamartín de la Sierra, Ávila), plasmarían sobre el terreno
una constelación que serviría para marcar las principales fiestas del calendario. O asimismo en la
particular orientación topoastronómica de santuarios rupestres como el ya referido de Ulaca. Al
respecto, resulta oportuno indicar que la Arqueoastronomía (encargada de estudiar la manera en que
las sociedades del pasado se relacionan con el cosmos o espacio celeste –sin duda algo recurrente–,
sobre datos arqueológicos, geográficos e históricos) es una disciplina de novedosa aplicación al campo
de las religiones antiguas, que empieza a dar interesantes resultados en yacimientos de la Hispania
céltica.
Volvamos al sacerdocio. Además de oficiar los rituales y de ejercer de lo que hoy definiríamos como
médicos, maestros, consejeros y jueces (cometidos que en la Antigüedad más tienen que ver con el
rango y autoridad moral de unos pocos señalados por los dioses, que con categorías profesionales), los
sacerdotes, como los venerables ancianos –cuando no lo mismo–, son los depositarios de la tradición,
los testaferros de la memoria. Y ello precisamente les convierte en nexos de cohesión e identidad para
sus respectivas sociedades. Téngase en cuenta, además, que el grado de desarrollo alcanzado por las
comunidades urbanas prerromanas requiere de un ordenamiento religioso al que son inherentes las
funciones sacerdotales. No hay que
[Fig. 69] Cerámica
celtibérica con representación de guerrero caído y buitre, en posible escena descarnatoria ritual
(Museo Numantino, Soria)
descartar en este sentido que algunos términos transmitidos por la epigrafía celtibérica correspondan a
cargos religiosos con competencias jurídicas, en particular el bronce I de Botorrita si en verdad
contiene una lex sacra (vid. vol.II, I.2.4.2). Asimismo se ha señalado con razón que ciertos
antropomorfos de la plástica celtibérica podrían identificar a sacerdotes o personajes con una
proyección ritual; serían los casos de las figuras que recuerdan a sacrificantes ataviados
ceremonialmente, o de los danzantes y portadores de armazones en forma de caballo o toro pintados
sobre vasos numantinos.
Finalizaremos con unos apuntes acerca de los ritos de carácter guerrero. Como se indicó al hablar de
la guerra y la ética agonística (vid. vol.II, I.2.7.7), en torno al guerrero las sociedades hispanoceltas
proyectan un código de vida heroico. Desde la juventud, pasando por la madurez, hasta el óbito y
tránsito al allende, como han demostrado P. Ciprés y G. Sopeña para el caso de los celtíberos. Así, la
asunción de valores y el cumplimiento de una serie de hitos fuertemente ritualizados sumaban pasos
hacia una plenitud guerrera que tenía su cenit en una muerte gloriosa –la que se produce combatiendo-
y en el encuentro con los dioses, lo que convertía en héroe al guerrero. Ya hemos visto cómo este
particular cursus honorum camufla ideológicamente un proceso de heroización guerrera que resultaba
de lo más operativo para legitimar el poder de las élites aristocráticas (vid. vol.II, I.2.7.5).
Es de esta manera como hay que entender entre los celtíberos ritos como la evocación de las gestas de
los antepasados, la amputación de la diestra del enemigo y en
[Fig. 70] Sauna castreña o pedra fermosa de Sanfins (Paços de Ferreira, Portugal)
ocasiones su decapitación, el amor a las armas, la devotio o entrega suprema al líder, la solemnidad de
los retos personales o, quizá el más significativo de todos, la descarnatio que las aves carroñeras
hacían de los combatientes muertos, cuyos cuerpos se exponían a tal fin en círculos de piedra. A dicha
práctica se refieren Silio Itálico y Eliano en los siguientes términos:
“Los celtíberos consideran un honor morir en el combate, y un crimen quemar el cadáver del guerrero
así muerto; pues creen que su alma se remonta a los dioses del cielo, al devorar el cuerpo yacente el
buitre”
(Silio Itálico, Pun., 3, 340-343)
“Los vacceos [arévacos, según relectura de G. Sopeña], pueblo de Occidente, ultrajan a los cadáveres
de los muertos por enfermedad, y a los que consideran que han muerto de forma cobarde y mujeril, y
los entregan al fuego. En cambio, a los que han perdido la vida en el combate los consideran nobles,
valientes y dotados de valor, y, en consecuencia, los entregan a los buitres porque creen que éstos son
animales sagrados”
(Eliano, De Nat. An., 10, 22)
[Fig. 71] Dibujo de la
diadema áurea de Mones (Piloña, Asturias), según G. López Monteagudo
Escenas de aves rapaces devorando cadáveres o posadas sobre ellos están asimismo representadas en
varias cerámicas numantinas, y en estelas o relieves como los de El Palao (Alcañiz, Teruel), Binéfar
(Huesca) o Zurita (Cantabria).
Entre los lusitanos y otros pueblos del Norte y Occidente, acaso con un enunciado más agreste,
podemos citar prácticas como el robo de ganados y demás razias iniciáticas en pro de un estatus
guerrero, la ingesta de sangre de caballo, el sacrificio adivinatorio, los cánticos, danzas y muestras de
furor guerrero o los baños de vapor en saunas rupestres. Este último ritual, que Estrabón (3, 3, 6)
atribuye a los guerreros del valle del Duero, tiene su constatación arqueológica en estructuras como la
llamada “fragua” de Ulaca (Solosancho, Ávila). En realidad se trata de un rústico balneario en seco
sobre un espacio semihipogeo tallado en la roca de 6,5 m de longitud; está compartimentado en dos
pequeñas estancias a distinto nivel –la segunda de ellas con sendos bancos tallados en la roca– y un
horno de combustión cerrado; M. Almagro Gorbea y J. Álvarez Sanchís lo asimilan funcionalmente
con baños rituales de iniciación guerrera.
Siguiendo a A.C. Ferreira da Silva, como una suerte de saunas o complejos termales cabe interpretar
también las célebres pedras formosas de los castros del Noroeste, caso de las halladas en Sanfins
(Paços de Ferreira), Briteiros (Guimarães), Borneiro (La Coruña) o El Castelón de Coaña (Asturias).
Consisten en construcciones parcialmente subterráneas definidas por un vestíbulo, una o dos
antecámaras y un espacio cubierto a doble vertiente, en cuyo interior se disponen cubetas y
canalizaciones para el agua. Una pieza absidial en el extremo solía destinarse a horno de combustión.
La longitud total de estas estructuras supera en ocasiones los diez metros, siendo la entrada a la
cámara principal la parte más monumental del complejo al erigirse sobre un gran bloque pétreo –la
pedra formosa, con un orificio en la base a modo de puerta– y decorarse con discos solares y otros
motivos grabados.
En contraste con lo observado en la Meseta, donde predominan principios celestiales de tradición
indoeuropea –de ahí la rica iconografía astral de cerámicas y estelas funerarias hispanorromanas-, en
los pueblos de la fachada atlántica la heroización y el tránsito de los guerreros regían
fundamentalmente del medio acuático. Y es que, como ya se ha dicho, el agua es un elemento sacro y
vehicular por naturaleza, uncursus para acceder a los dioses del allende. En tal sentido, uno de los
mejores exponentes de la mitología guerrera astur lo proporciona la diadema áurea de Mones (Piloña,
Asturias), también denominada de Ribadeo o de San Martín de Oscos, fechada con dudas a finales del
siglo ii a.C. Sobre una alargada lámina segmentada en varios y dispersos fragmentos se desarrolla una
excepcional iconografía figurada. Consiste ésta en un horizonte narrativo en el que guerreros a pie y a
caballo (ataviados, algunos, con cornamentas de ciervo o cascos de tres penachos, armamento ligero y
torques), junto a extraños seres de cabeza ornitomorfa portadores de dos calderos, deambulan sobre un
fondo acuático salpicado de peces, aves, un pequeño équido y un batracio o galápago representados en
perspectiva cenital. (Algunos de los motivos recuerdan a los representados en el conocido caldero de
Gundestrup, hallado en Dinamarca). A juicio de F. Marco, tan elaborada simbología conmemoraría
una apoteosis guerrera de por medio de un passage acuático.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Relativo a estudios generales, en los últimos quince años se han publicado buenas síntesis sobre la
Hispania indoeuropea y los pueblos del ámbito céltico, entre las que pueden consultarse: Marco, 1990,
Almagro Gorbea, 1993, Cerdeño, 1999, Salinas, 2006. Formando parte de volúmenes dedicados a la
Protohistoria de la Península Ibérica son recomendables los capítulos firmados por Belén/Chapa, 1997
y Almagro Gorbea, 2001. Dentro del renovado interés por los estudios célticos, dos recientes obras
colectivas ofrecen un actualizado panorama de las poblaciones de la Céltica hispana: el catálogo de la
exitosa exposición Celtas y Vettones habida en Ávila en 2001 (Almagro Gorbea et alii, 2001) y la
publicación electrónica The Celts in the Iberian Peninsula (Alberro/Arnold, 2004-07:
http://www.uwm.edu/ Dept/celtic/ekeltoi/volumes/vol6/index.html). Para contextualizar el
panceltismo europeo desde el que a veces se contempla la Edad del Hierro del interior peninsular, han
de tenerse en cuenta trabajos sobre el mundo celta como Moscati, 1991, Green, 1995, Cunliffe, 1997 o
Kruta, 2001.
Para aclaraciones de términos y consultas temáticas, el completo Diccionario Akal de la Antigüedad
hispana (Roldán, 2006), con más de 8.000 entradas, y en la Red portales como
http://www.celtiberia.net, con aportaciones de desigual calidad, son buenas opciones.
Pasando a cuestiones más específicas y siguiendo el orden de los capítulos, sobre la formación del
sustrato, los Campos de Urnas y el problema de la indoeuropeización, véanse los estudios regionales
contenidos en Almagro Gorbea/Ruiz Zapatero, 1992, y el modelo de M. Almagro Gorbea sobre
protocélticos y célticos (Almagro Gorbea, 1992; 1995a); más recientemente deben consultarse:
Fernández-Posse, 1998 (desde una aguda perspectiva historiográfica), Ruiz-Gálvez, 1998 (valorando
las conexiones atlánticas de la Edad del Bronce), Arenas/Palacios, 1999 (con atención a los orígenes
del mundo celtibérico), Villar, 2000 (desde una aproximación lingüística a los registros indoeuropeos)
y Ruiz Zapatero, 2005 (con un estado de la cuestión sobre los grupos de Campos de Urnas). Aunque
sin ocuparse de la Península Ibérica, el en su día revolucionario libro de C. Renfrew sentó las bases
del autoctonismo indoeuropeo (Renfrew, 1990). Por otra parte, la construcción historiográfica de los
celtas y sus asunciones históricas y pseudocientíficas, desde la Antigüedad a nuestros días, son
convenientemente analizadas en Ruiz Zapatero, 1993, 2001; en la investigación anglosajona vide el
posicionamiento crítico de James, 1999 y Collis, 1999, 2003. Muy reveladora es la puesta al día de
Burillo (2005) sobre los celtas peninsulares y sus diversos debates.
De los prejuicios de los autores clásicos sobre los bárbaros de Iberia y su particular percepción étnica,
lo que afecta –y mucho– a la interpretación histórica, se han ocupado Bermejo, 1982, 1986, Gómez
Espelosín et alii, 1995: esp. 109-157, García Quintela, 1999, Salinas, 1999a y Gómez Fraile, 2001a.
Vide también Cruz/Mora, 2004 para las construcciones identitarias, un tema de renovado interés.
Son abundantes las síntesis sobre los pueblos prerromanos según criterios geográficos o
etnoculturales, por lo que se señalarán sólo las contempladas en la redacción del bloque I.2.3. En
general, sobre las etnias de la Meseta norte, Solana, 1991, y por su renovado planteamiento analítico,
en especial,
Gómez Fraile, 2001b. De la abundante bibliografía sobre los celtíberos y la cultura celtibérica
destacan las monografías de A. Lorrio, 1997, F. Burillo, 1998 y J. Arenas, 1999; los simposios
temáticos celebrados en Daroca (Zaragoza) (Burillo, 1990, 1995a, 1999, 2007); y el volumen colectivo
Celtíberos, tras la estela de Numancia (Jimeno, 2005a), complemento de la exposición celebrada
recientemente en Soria. También el libro de M. Salinas sobre la conquista y romanización de
Celtiberia (Salinas, 1986) y los de A. Capalvo (1996) y J.M. Gómez Fraile (2001b: esp. 33-62), con
exhaustivos análisis de las fuentes literarias. Acerca de los vacceos, además de González-Cobos, 1989
(monografía algo anticuada en su propuesta), deben consultarse Romero et alii, 1993, Delibes et alii,
1995, Romero/Sanz, 1997, Sacristán, 1997, Sanz, 1998 y Sanz/Velasco, 2003, apoyándose todos ellos
en el registro arqueológico del valle central del Duero. Por su parte los vetones cuentan con tres
importantes monografías: las de Álvarez Sanchís, 1999, Sánchez-Moreno, 2000 y Salinas, 2001a; así
como con los catálogos de las muestras Celtas y Vettones (Almagro Gorbea et alii, 2001) y Ecos del
Mediterráneo: el mundo ibérico y la cultura vettona (Barril/Galán, 2007). Dos síntesis divulgativas
sobre los vetones son Álvarez Sanchís, 2003a, 2006; y en la Red puede consultarse el portal dedicado a
los castros y verracos de la provincia de Ávila: http://www.castrosyverracosdeavila.com/cyv/. Sobre
los carpetanos y otros pueblos de la Meseta sur, vide González-Conde, 1992, Urbina, 1998, 2000,
Blasco/Sánchez-Moreno, 1999, y recientemente Carrasco, 2007 y Carrobles, 2007. Sobre la antigua
Lusitania y los lusitanos: Ferreira da Silva, 1986, Ferreira da Silva/Gomes, 1992, Alarcão, 1996 y
Pérez Vilatela, 2000. Acerca de la Beturia y los pueblos célticos del Suroeste: Berrocal, 1992, 1998,
2005, AA.VV., 1995 y Rodríguez Díaz, 1998.
De la copiosa bibliografía sobre la cultura castreña y las gentes del Noroeste, además de a los trabajos
de G. Pereira (1982, 1983, 1998) remitimos al lector a últimas síntesis como Calo, 1993, Brañas, 1995,
García Quintela, 1997, 2004, Parcero/Cobas, 2004, González Ruibal, 2004, 2006 y González García,
2007. En Internet http://www.aaviladonga.es/e-castrexo/index.htm es un útil foro para la divulgación
de la cultura castreña. Mientras que las contribuciones historiográficas de Díaz Santana (2002) y
McKevitt (2005) desmitifican –y aclaran– la construcción del “celtismo gallego” en el siglo XIX. En
cuanto a los pueblos de la cornisa cantábrica, véase en general Rodríguez Neira/Navarro, 1998. Y en
particular, para los astures: Esparza, 1986, Fernández Ochoa, 1995, Santos, 2007; para los cántabros:
Iglesias/Muñiz, 1999, Peralta, 2000, González Echegaray, 2004; y para vascones y otros norteños
(turmogos, autrigones, caristios, várdulos): Solana, 1991, Sayas, 1994, 1998 y Santos, 1998.
En el capítulo lingüístico, concerniente a las hablas indoeuropeas de la Península Ibérica ténganse en
cuenta Untermann, 1987, de Hoz, 1993, Gorrochategui, 1993, 1994 y Villar, 2000, 2001. En concreto,
sobre la lengua y epigrafía celtibéricas: de Hoz, 1986, 1995, 2005, Villar, 1995, Untermann, 1997,
Jordán, 1998, 2007, Wodtko, 2000 y Gorrochategui, 2001. Y en la Red: http://www.geocities.
com/linguaeimperii/Celtic/celtiberian_es.html. Los bronces epigráficos de Botorrita (Zaragoza), tan
importantes para el conocimiento de la escritura e instituciones celtibéricas, han sido editados en
Beltrán et alii, 1982 (Botorrita I), Fatás, 1980 (Botorrita II, la tabula latina), Beltrán Lloris, 1996
(Botorrita III) y Villar et alii, 2001 (Botorrita IV); una valoración conjunta de estos documentos,
mucho más asequible para el lector no especializado, en Beltrán Lloris/Beltrán Lloris, 1996. Además,
la revista Palaeohispanica. Revista de lenguas y culturas de la Hispania antigua. (que edita desde
2001 el CSIC y la Universidad de Zaragoza) y las actas de los Coloquios sobre Lenguas y culturas
prerromanas (celebrados aproximadamente cada dos años, desde el primero en Salamanca, 1974,
hasta el último en Barcelona, 2004: http://www.dpz.es/ifc2/libros/ebook2622.pdf ) recogen trabajos de
referencia y las últimas novedades sobre lingüística y epigrafía prelatinas.
La evolución del poblamiento y la caracterización del hábitat castreño son abordados en Almagro
Gorbea, 1994, 1996, Martín Bravo, 2001 y Álvarez Sanchís, 2005. Como estudios regionales: Romero,
1991, Burillo, 1995a, 1995b y Jimeno, 2005a (para la Celtiberia); Sacristán, 1989, 1994, San Miguel,
1993 y Delibes et alii, 1995a (para el espacio vacceo); Álvarez Sanchís, 1999: esp. 101-168, 2003b y
Sánchez-Moreno, 2000: esp. 41-87 (para la Vetonia); Urbina, 2000 (para la Meseta central); Almagro
Gorbea/Martín Bravo, 1994, Rodríguez Díaz, 1998, Berrocal, 1998, Martín Bravo, 1999 y Rodríguez
Díaz/Ortiz, 2003 (para Extremadura); y Esparza, 1986, Parcero, 1995, Calo, 1996, de Blas/Villa, 2002
y Fanjul, 2004 (para los ámbitos galaico y astur). En particular, sobre las defensas castreñas (y las
rampas de piedras hincadas): Cerdeño, 1997, Romero, 2003, Queiroga, 2003, Esparza, 2003 y de muy
reciente aparición: Berrocal/Moret, 2007.
Para profundizar en las bases económicas desde una perspectiva etnográfica, deben consultarse los dos
volúmenes de K. Torres (2003, 2005), con una completa revisión de los recursos naturales, las
estrategias agropastoriles y la producción artesanal de la Hispania céltica. Panorámicas generales de la
economía protohistórica en: Caro Baroja, 1986, Esparza, 1999, Burillo, 1999, Ruiz-Gálvez, 2001 y
Blasco, 2005. Sectorialmente, sobre la dedicación ganadera y la cuestión trashumante en la Edad del
Hierro: Gómez-Pantoja, 2001, Sánchez-Corriendo, 1997, Sánchez-Moreno, 1998, de la Vega et alii,
1998, Liesau/Blasco, 2001, Gómez-Pantoja/Sánchez-Moreno, 2003 y Liesau, 2005; sobre los verracos
y su relación con el paisaje ganadero: Álvarez Sanchís, 1998, 1999: 215-294. Sobre la agricultura y la
dieta alimenticia: Cubero, 1995, 1999, 2005, Jimeno et alii, 1996, Grau et alii, 1998, Checa et alii,
1999, Ramil-Rego/Fernández, 1999; y a propósito del modelo agrícola vacceo: Salinas, 1990,
SánchezMoreno, 1998-199 y Sanz et alii, 2003a. Sobre minería y actividades metalúrgicas: Gómez
Ramos et alii, 1998, Lorrio et alii, 1999, Arenas/Martínez, 1999, Polo/Villargordo, 2005, Rovira,
2005a, 2005b y Sanz, 2005; sobre el trabajo de la plata y el oro: Delibes/Esparza, 1989, Pérez
Outeiriño, 1982, 1989, Perea/Sánchez Palencia, 1995, Balseiro, 2000 y Delibes, 2001. Sobre la
producción cerámica: Sacristán, 1993, Escudero/Sanz, 1993, Escudero, 1999, García Heras, 1999,
2005 y Romero, 2005. Sobre otras manufacturas artesanales: Romero, 2001, Galán, 2005 y Barril,
2005. Acerca del comercio y demás formas de intercambio: Naveiro, 1991, Cerdeño et alii, 1996,
1999, Sánchez-Moreno, 2002a y Ruiz-Gálvez, 2005. Finalmente, la moneda y la circulación monetaria
en Celtiberia son objeto de atención en Burillo, 1995b, Blázquez Cerrato, 1995, Almagro Gorbea,
1995b, García-Bellido, 1999, 2005 y Domínguez Arranz, 2001, 2005.
Tocante a las estructuras sociales en la Hispania céltica, consúltese lo incluido en obras generales (por
ejemplo, Gómez Fraile, 2001b: 225-295) y en monografías de pueblos citadas más arriba. Una
variable de análisis son las necrópolis y el ritual mortuorio. En lo relativo a las gentes de la Meseta y
sus aledaños, el panorama funerario está bien estudiado en Burillo, 199o, Lorrio, 1997 y
Cerdeño/García Huerta, 2001, 2005 (mundo celtibérico); Sanz, 1998 (mundo vacceo); Álvarez
Sanchís, 1999: 169-213, Sánchez-Moreno, 2000: 87-106 y Baquedano, 2007 (mundo vetón);
Blasco/Barrio, 1992 y Pereira Sieso et alii, 2001 (mundo carpetano); y Ruiz Vélez, 2001
(estribaciones cantábricas). Por destacar tres necrópolis, la arévaca de Numancia (Garray, Soria), la
vaccea de Las Ruedas (Padilla de Duero, Valladolid) y la vetona de La Osera (Chamartín de la Sierra,
Ávila) aportan datos de interés comentados en el bloque I.2.7; al respecto: Jimeno et alii, 1996; 2004
(Numancia), Sanz, 1998 y Sanz et alii, 2003b (Las Ruedas) y Baquedano, 2001 (La Osera).
De la profusa bibliografía sobre relaciones de parentesco y grupos gentilicios en la Hispania
indoeuropea citaremos las contribuciones de González, 1986, 1997, 1998, González/Santos, 1994,
Beltrán Lloris, 1988, 1992, 2005, Rodríguez Álvarez, 1996 y Ramírez, 2003 (que reúnen la
bibliografía previa). Sobre la mujer en la Hispania céltica vide Sopeña, 1995: 50-69, y desde la
perspectiva de las relaciones de género: Garrido, 1997. Para la significación de régulos, aristocracias
guerreras y élites ecuestres: Ciprés, 1993, Pitillas, 1997, Almagro Gorbea/Torres, 1999, Lorrio, 2005 y
SánchezMoreno, 2006. Del más célebre de los caudillos hispanos, el lusitano Viriato, puede leerse en
último lugar la semblanza de M. Pastor, 2004. El caballo (Almagro Gorbea, 2005, Sánchez-Moreno,
2005), los báculos de distinción (Almagro Gorbea, 1998) o las esculturas de guerrero galaico-lusitanas
(Calo, 1994, Schattner, 2003) son notables emblemas de poder en la Edad del Hierro.
Sobre los pactos de hospitalidad y otros mecanismos diplomáticos, vide Dopico, 1989, Salinas, 1999b,
2001b, Sánchez-Moreno, 2001a, 2001b, Beltrán Lloris, 2001, Abascal, 2002, Marco, 2002, Ramírez,
2005 y Balbín, 2006. Las instituciones políticas (senados, asambleas, magistraturas) y la epigrafía
jurídica celtibéricas son analizadas en Fatás, 1987, Muñiz, 1994, Burillo, 1995b, Beltrán Lloris, 1995,
2005 y Beltrán Lloris/Beltrán Lloris, 1996. En particular, sobre la rendición acordada en la tabula
cacereña de Alcántara: López Melero et alii, 1984, y sobre las negociaciones de celtíberos y lusitanos
frente a Roma: García Riaza, 2002.
Pasando a la guerra y su reflejo en las sociedades hispanoceltas, considérese el esencial trabajo de P.
Ciprés, 1993, y además: García y Bellido, 1977, Almagro Gorbea, 1997, Gómez Fraile, 1999, García
Quintela, 1999: 270-295, Sánchez-Moreno, 2001c, 2002b, Moret/Quesada, 2002, Queiroga, 2003 y
Almagro Gorbea/Lorrio, 2004. Los trabajos de G. Sopeña (1995, 2004, 2005) descifran el ideal
guerrero –la ética agonística– imperante en el mundo celtibérico. Por su parte, Cabré
Herreros/Baquedano, 1997, Lorrio, 1993, 1997, 2005, Álvarez Sanchís, 1999: 172-198 y Sanz, 2002,
copilan lo básico sobre el armamento de las gentes del interior. Finalmente, sobre la integración de los
hispanos en el ejército romano, véase Roldán, 1993.
Concluimos el bosquejo bibliográfico con la religión. Los ensayos de F. Marco constituyen excelentes
panorámicas para, asumiendo las inevitables dificultades metodológicas e interpretativas, acercarnos
al paisaje sacro (Marco, 1999a) y a las formas de religiosidad en la Hispania céltica (Marco, 1993,
1994a, 2005a, 2005b). Consúltese también la obra de J.M Blázquez (1991, 2001). Más
particularmente, sobre los dioses reconocidos epigráficamente (sobre todo) en tierras del Occidente
peninsular, vide Untermann, 1985, Prósper, 2002 y Olivares, 2002, 2005 (que recogen toda la
bibliografía anterior). Entre los santuarios rupestres más importantes comentados en estas páginas
están los de Ulaca (Solosancho, Ávila): Álvarez Sanchís, 1999: 147-150 y Almagro Gorbea/Álvarez
Sanchís, 1993; Panoias (Vila Real, Tras-os-Montes): Alföldy, 1997 y Rodríguez Colmenero, 1999; y
Peñalba de Villastar (Teruel): Marco, 1986 y Alfayé, 2005. Sobre el santuario fronterizo de
Postoloboso (Candelada, Ávila), en último lugar: Schattner et alii, 2006a y Sánchez-Moreno, 2007;
sobre el culto a Berobreo en Monte Facho (Donón, Pontevedra), recientemente dado a conocer: Koch,
2005 y Schattener et alii, 2006b; y sobre el altar-santuario de Capote (Higuera la Real, Badajoz):
Berrocal, 1994. Pasando a lo simbólico, acerca del sentido cultual y protector de los verracos vide
López Monteagudo, 1989 y Álvarez Sanchís, 2007. De los ritos sacrificiales y el sacerdocio en la
Hispania céltica se han ocupado especialmente M.V. García Quintela (1992, 1999: 225-260) y F.
Marco (1999b, 2005b: 317-324). Una introducción a la arqueoastronomía en Cerdeño et alii, 2006;
mientras que su constatación en la necrópolis de La Osera es planteada por Baquedano/Martín
Escorza, 1998. Finalmente, sobre los ritos guerreros y la ética agonística, los trabajos ya citados de G.
Sopeña (1995, 2004, 2005), y desde una aproximación duméziliana: García Fernández-Albalat, 1990 y
García Quintela, 1999: 270-295. Con relación a las saunas iniciáticas y las pedras formosas del
Noroeste, vide Ferreira da Silva, 1986, Almagro Gorbea/Álvarez Sanchís, 1993 y Rodríguez
Colmenero, 2000. La heroización guerrera y el tránsito acuático (representados en la diadema astur de
Mones) son diseccionados en Marco, 1994b.
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Parte II Hispania romana: de Escipión a los visigodos

Joaquín L. Gómez-Pantoja [Fig. 72] Cabeza


de Tyche-Fortuna procedente de Itálica (Santiponce, Sevilla)

Introducción
Algunos motivos de admiración
La historia de Roma lleva milenios capturando la imaginación de gobernantes, filósofos, militares e
historiadores. Primero fue saber cómo una modesta potencia regional conquistó todo el Orbe en un
plazo relativamente breve; más tarde, la fascinación se nutrió de la espléndida magnificencia de la
Urbe, de la prosperidad imperante en las provincias y, sobre todo, de la extraordinaria longevidad del
Imperio: un sistema político multisecular cuya legitimidad reposaba teóricamente en la cooperación
entre el Senado y el Pueblo de Roma (Senatus Populusque Romanus, de donde vienen las famosas
siglas SPQR), pero cuyo ejercicio cotidiano de Gobierno era más propio de un despotismo militar con
frecuentes desviaciones hacia lo tiránico. La última causa de admiración –y no la menos importante–
es que Roma subyugó una miscelánea de pueblos que habitaban desde las crudas y grises tierras del
Finisterrae atlántico hasta más allá de Mesopotamia; y desde las selvas del Rin, tenebrosas e
inhóspitas, hasta los cálidos y, también, vacíos desiertos del Sahel africano. El asombro viene de cómo
esas gentes –generalmente sometidas tras violentas y traumáticas conquistas, que hablaban una babel
de lenguas, se encontraban en diversos grados de desarrollo socio-político y adoraban a una
multiplicidad de dioses–, fueron leales súbditos de Roma durante muchos siglos.
En la Edad Media admiraron los dilapidados restos de una civilización naufragada, que iban
desapareciendo irremisiblemente con el paso del tiempo; aún así, esos tristes vestigios indicaban la
sólida prosperidad que otorgaba la unidad política y dejaban entrever espléndidos logros imposibles
de emular entonces. La curiosidad y la afición de los primeros europeos favoreció el coleccionismo y
la descripción erudita de las ruinas, cuya copia e imitación caracterizó la etapa histórica que
apropiadamente llamamos Renacimiento. En siglos venideros, la admiración de los ingenieros y
arquitectos por los restos de los caminos y las obras públicas del Imperio, refleja únicamente las
carencias de Europa, que aún no estaba lista para replicar las capacidades administrativas y técnicas
del Roma: las grandes ciudades occidentales no disponían de las redes de abastecimiento de agua y
alcantarillado, bibliotecas, baños y
[Fig. 73] Acueducto romano de Les Ferreres (Tarragona)
termas públicos, que eran habituales en cualquier población romana de mediana importancia. Y hasta
que maduraron las grandes redes ferroviarias, el mundo no conoció nada comparable a la extensa red
de caminos de rodadura que permitía el tránsito veloz de pasajeros y el transporte de las más pesadas
cargas por todas las provincias de Roma.
De este modo, sólo a comienzos del siglo xx, dispuso Occidente de los recursos, el desarrollo
tecnológico y la voluntad social capaz de universalizar y mejorar las comodidades domésticas
habituales en una casa romana de alcurnia: agua corriente, instalaciones sanitarias y calefacción
central. Como hoy día damos por descontadas esa clase de comodidades, quizá minusvaloramos las
razones de nuestros antepasados, pero seguimos considerando a Roma la difusora de muchas prácticas
sociales, ideas políticas e instituciones jurídicas que están en el fundamento de nuestra civilización y
que consideramos, por lo tanto, modélicas para el resto de la Humanidad. Palabras como “Senado”,
“plebiscito” o “provincia” son de uso corriente en nuestro vocabulario político-administrativo y se
emplean con fruición en las constituciones de muchas naciones occidentales; y otras como lex,
edictum, sententia, fideicommissum, apellatio o tutela siguen pronunciándose así o con escasas
variaciones, por cuanto refieren instituciones cuya tipificación debemos a la praxis política y jurídica
romana.
[Fig. 74
Cofradía de los Manayas, caracterizados como legionarios romanos, en las escalinatas de la catedral
de Gerona (Semana Santa 2006); un particular legado de Roma en Hispania
Todo lo anterior es de especial aplicación al caso de la Península Ibérica, porque por su duración y
trascendencia, españoles y portugueses consideramos el periodo romano de nuestra historia como la
época en la que estas tierras se abrieron paulatinamente a las influencias externas hasta acabar
integradas por completo en lo que llamamos la ecúmene mediterránea. En realidad, el ámbito
geográfico de ésta abarcaba mucho más que el Mar Interno y sus costas, pero indudablemente eran
esas aguas las que atraían y redistribuían los productos ultramarinos y de lujo venidos de tierras tan
lejanas como Etiopía, India o China, las estupendas reservas demográficas de los pueblos celtas y los
metales preciosos de Hispania, Dacia y Britania. Junto a estos bienes, el Mediterráneo también
absorbió, mezcló y reexportó otros intangibles como la larga experiencia en organización social de las
gentes de Mesopotamia y el Irán, la teosofía mística de los pueblos levantinos, la curiosidad
racionalista y genial de los griegos, la creencia egipcia en la esencial trascendencia del ser humano, el
modelo de ordenación política helenístico, la capacidad de liderazgo internacional de los romanos y
otras muchas innovaciones tan engranadas en nuestra forma de ser y actuar que ahora nos parecen
connaturales al espíritu europeo. Todos y cada uno de esos elementos interactuaron entre sí de tal
manera que sólo pueden distinguirse recurriendo a la simplificación artificial e irreal de la docencia:
el oro extraído de las regiones remotas de Hispania encontró su camino hasta la India o China, donde
se intercambió por raras especias, animales sorprendentes, perfumes y la escasa y buscada seda; pero
el camino entre Las Médulas y los puertos cingaleses no siempre fue directo y por supuesto, el
resultado final de estos intercambios a larga distancia no repercutió necesariamente en los lugares de
origen de los productos comisionados, del mismo modo que las primeras iglesias cristianas de
Corduba, Emerita Augusta o Tarraco no eran conscientes de las concomitancias entre sus nuevas y
revolucionarias ideas y la creencias inmemoriales de mesopotamicos, egipcios o griegos.
Si hay que poner una fecha al comienzo de esta inédita etapa del desarrollo de Hispania, ésta debe de
ser la jornada otoñal del 218 a.C. en la que una numerosa fuerza militar desembarcó en Emporion (hoy
Ampurias, en Gerona), con la misión de ejecutar el plan estratégico que los romanos habían diseñado
en la eventualidad de una nueva guerra contra Cartago. De este modo, y durante casi una decena de
años, romanos y púnicos combatieron por el control de litoral levantino y de los pasos pirenaicos sin
que, al parecer, Roma pensase en la conquista de las tierras ibéricas, porque sus tropas no eran más
que una fuerza expedicionaria actuando en territorio enemigo. Con el tiempo y la evolución del
conflicto, como veremos, los romanos mudaron sus aspiraciones y, dejando de pensar que la misión de
sus tropas era únicamente el hostigamiento y el bloqueo de las líneas de comunicación púnicas,
consideraron que lo ganado eran los legítimos expolios de la victoria y que ésta sólo podía ser
salvaguardada con las armas. Así, de modo improvisado y azaroso, comenzó la conquista de la
Península Ibérica, una tarea que se demoró casi dos siglos por las razones que se expondrán más
adelante. Al final del proceso estas tierras eran uno de los pilares del Imperio romano, del que
recibimos, además de la lengua, el esquema de ordenación territorial, el emplazamiento de las
principales ciudades y un sentimiento de pertenencia común cuya memoria justificaría y facilitaría
sucesivos intentos de unificación política del territorio peninsular.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Hay muchas y buenas Historias de Hispania romana a las que acudir y lo que sigue a continuación no
pretende ser una lista exhaustiva ni selecta, en el sentido de gradación de calidad; son simplemente los
libros que el autor de estas páginas más conoce o consulta con frecuencia. Entre los relatos
tradicionales y con completo aprovechamiento de las fuentes, sobre todo literarias, hay que situar el
volumen II de la conocida Historia de España Menéndez-Pidal, en este caso correspondiente a la
segunda edición y hace tiempo agotado pero que no es difícil encontrar en cualquier biblioteca pública
o universitaria (Montenegro et alii, 1982 y Mangas/Jover, 1982); luego está el manual universitario de
Blázquez et alii, 1989, completo, desigual de contenido y que no ha sido actualizado.
Mucho más generales y de propósitos y extensión diversos son algunos títulos recientes, a veces
versiones de obras extranjeras: Roldán, 1989; Keay, 1992; Curchin, 1996; Arce et alii, 1997;
Richardson, 1998; Bravo, 2001; Fernández Castro/Richardson, 2005; y Le Roux, 2006. Sobre la
arqueología hispanorromana, un buen estado de la cuestión con amplia bibliografía temática es:
Fernández Ochoa et alii, 2005; desde el plano de la arqueología del paisaje, Ariño et alii, 2004.
Entre el material auxiliar que puede merecer tener a mano, debe contarse con un Atlas y un
diccionario histórico. De los primeros, no conozco ninguno específicamente dedicado a la Historia
antigua de España o, más precisamente, a la Hispania romana; por ello, habrá que contentarse con uno
de Historia Antigua general pero que dedica cierta atención a Hispania, como es el caso del preparado
por F. Beltrán Lloris y F. Marco Simón, 1996 (algunos de los mapas están disponibles en la Red, vid.
http://155.210.60.15/HAnt/atlas/index.html) o, alternativamente, optar por uno de Historia de España
como el F. García de Cortázar, 2006. Para mayor información cartográfica sobre la Hispania romana,
en la bibliografía correspondiente al apartado dedicado a las fuentes literarias (vide vol.II, I.1) nos
referimos a las hojas de la Tabula Imperii Romani (TIR) correspondientes a España y Portugal, y al
excelente Barrington Atlas (Talbert, 2000). Respecto al diccionario, uno recientemente aparecido
debería poder resolver cualquier duda sobre personajes, lugares y cosas (Roldán, 2006).
B. Referencias Arce et alii (Arce Martínez, J., Ensoli, S. y La Rocca, E. (eds.), Hispania romana.
Desde tierra de conquista a provincia del Imperio, Roma, 1997. Ariño et alii (Ariño Gil, E., Gurt
Esparraguera, J.M. y Palet Martínez, J.M.), El pasado presente. Arqueología de los paisajes en la
Hispania romana, Salamanca, 2004. Beltrán Lloris, F. y Marco Simón, F., Atlas de Historia antigua,
Zaragoza, 1996. Blázquez et alii, (Blázquez Martínez, J.M., Montenegro Duque, A., Roldán Hervás,
J.M., Mangas Manjarrés, J., Teja, R., Sayas Abengoechea, J.J., García Iglesias, L. y Arce Martínez, J.,
Historia de España Antigua. Vol II: Hispania romana. Madrid, 1989. Bravo Castañeda, G., Hispania y
el imperio, Madrid, 2001. Curchin, L. A., La España romana, Conquista y asimilación, Madrid, 1996.
Fernández Castro, M.C. y Richardson, J.S., Historia Antigua. Historia de España, 1. (Dirigida por J.
Lynch). Barcelona, 2005. Fernández Ochoa et alii (Fernández Ochoa, M.C., Morillo Cerdán, A. y
Martín Martín, B., La arqueología hispanorromana a fines del siglo XX. Bibliografía temática y
balance historiográfico. Madrid, 2005. García de Cortázar, F., Atlas de historia de España, Barcelona,
2006. Keay, S., Hispania romana, Sabadell, 1992.
Le Roux, P., Romanos de España. Ciudades y política en las provincias (siglo II a.C.-siglo III d.C.).
Barcelona, 2006.
Mangas Manjarrés, J. y Jover Zamora, J.M. (eds.), Historia de España Ménendez Pídal, Vol. II:
España
romana (218 a.C.414 d.C.): La sociedad, el derecho, la cultura , Madrid, 1982. Montenegro et alii
(Montenegro Duque, Á., Blázquez Martínez, J.M. y Jóver Zamora, J.M. (eds.),
Historia de España Menéndez-Pídal, Vol. II: España romana (218 a. de J. C.414 de J. C.): La
conquista y la explotación económica, Madrid, 1982.
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Talbert, R. J. A. (ed.), Barrington Atlas of the Greek and Roman World, Nueva Jersey, 2000.
Capítulo primero
La Segunda Guerra Púnica en Hispania (218-206 a.C.)
Independientemente de las causas del interés púnico por la Península Ibérica, del modo en que éste se
manifestó y de las actuaciones y planes de los Bárcidas, no cabe duda que su resultado (el control del
valle del Guadalquivir y el Levante peninsular, desde el estrecho de Gibraltar o más allá, hasta el cabo
de la Nao), fue una construcción rápida –apenas transcurren 19 años entre el desembarco de Amílcar
en Gades (237 a.C.) y la partida de Aníbal hacia Italia (218 a.C.)–, y sólida, pues se mantuvo
cohesionada durante los trece años de la guerra contra los romanos. Se ha dicho que el dominio de los
Bárcidas recuerda en su estructura y modo de proceder lo que los sucesores de Alejandro hicieron en
el Oriente helenístico: el control de un recurso apreciado (en este caso, las minas de plata) permitía la
contratación de un ejército mercenario que, a su vez, imponía determinados mecanismos –rehenes,
alianzas matrimoniales, tratados diplomáticos– que garantizaban que las ciudades y gentes del país
contribuyesen con tropas o dinero al mantenimiento de la seguridad común administrada por los
púnicos. Las incidencias en el funcionamiento de este esquema básico entre el 237 y el 218 a.C. han
quedado narradas en otra parte de esta obra (vid. vol.I, II.4.5); ahora, lo que hay que explicar es por
qué Roma acabó considerando ese dominio casus belli y cómo a consecuencia de la larga y cruenta
Segunda Guerra Púnica (218-202 a.C.) –que estalló aquí pero se peleó en escenarios de todo el
Mediterráneo occidental–, los romanos arrebataron a los cartagineses su Imperio ultramarino, esto es,
Hispania, e inauguraron una de las etapas más singulares de la Historia peninsular.

II.1.1 Una guerra mundial. La vieja discusión sobre la


responsabilidad de la guerra
Ni la cuidadosa equidad de Polibio y ni el mucho más tendencioso punto de vista de Livio pueden
ocultar que en la Segunda Guerra Púnica entraron en juego otros intereses distintos a los de Cartago y
Roma, porque un conflicto tan largo y tan ferozmente peleado generó en todo el Mediterráneo una
gran inestabilidad. El enfrentamiento principal ocultó con frecuencia graves conflictos regionales, tal
como sucedió, por ejemplo, en Sicilia, cuando el principal aliado de Roma, los de Siracusa,
aprovecharon la invasión anibálica de Italia para recuperar la posición de hegemonía en la isla que los
romanos le habían arrebatado tras la Primera Guerra Púnica. En Numidia, un conflicto dinástico
alcanzó resonancia internacional porque cartagineses y romanos lo emplearon para desestabilizarse
mutuamente. Y en la misma Italia, la debilidad de Roma permitió que los itálicos, firmes aliados de
antaño, manifestasen con violencia quejas e inquinas que habían quedado enmascaradas en las estables
relaciones internacionales impuestas por los romanos en décadas previas.
Siendo uno de los más importantes escenarios de la contienda, hubo tiempo y ocasión sobrados para
que en la Península Ibérica aparecieran otros intereses, cuyos motivos y propósitos no siempre
hubieron de coincidir con los de púnicos y romanos. Entre esas fuerzas secundarias debe contarse, en
primer lugar, con Masalia, la vieja colonia focea de Occidente que, a mediados del s. iii a.C., era una
de las potencias indiscutibles en el Mediterráneo occidental. Situada en el golfo de León y próxima a
las bocas del Ródano, el emporio masaliota servía de punto de ruptura de carga en los intercambios
entre ambas orillas del Mediterráneo. Masalia recibía las cerámicas de la Magna Grecia y Campania,
el vino de Rodas, el aceite griego, las conservas y salazones de las pesquerías litorales y manufacturas
de lujo, que embarcaba hacia el interior de la Galia y otros destinos del Mediterráneo Occidental; a
cambio, exportaba el estaño de los Finisterres, los metales de Iberia y otros productos más corrientes –
pero no menos rentables y necesarios–, como cereales, pieles, ganado, sal y seguramente, esclavos. La
influencia de Masalia se ejercía directamente a través de una red de factorías que se extendían por el
litoral mediterráneo entre los Alpes y los Pirineos; e, indirectamente, en las costas levantinas de
Iberia, donde había establecimientos helenos tan antiguos como la propia Masalia: los más conocidos
son Rhode (hoy Roses) y Emporion, hoy Ampurias o Empúries, que jugó un papel decisivo en la
guerra contra Aníbal (vid. vol.I, II.3.4.4). Simultáneamente, los masaliotas gozaban de una posición
privilegiada en Roma, donde sus mercancías se beneficiaban de la franquicia fiscal y, mucho más
trascendente para la mentalidad antigua, sus ciudadanos tenían privilegios sociales equiparables a los
de los senadores. No debe extrañar que, en los asuntos hispanos, los masaliotas hicieran sentir su voz
con fuerza en el Senado romano.
Y luego están las diversas gentes y civitates hispanas, de las que sabemos muy poco, porque nuestras
autoridades omiten mención alguna a sus intereses, ambiciones y miedos, y presentan a esos grupos
exclusivamente como comparsas de las dos grandes potencias. Sin embargo, la causa inmediata de la
Guerra Anibálica fue un conflicto entre Saguntum y sus vecinos en el que cartagineses y romanos
hubieron de intervenir por propio interés y en virtud de sendos pactos que les ligaban con las partes
enfrentadas, lo que confirma la profundidad y complejidad de la disputa. Los ilergetes, un pueblo
situado entre los Pirineos y el valle del Ebro (vid. vol.II, I.1.3.5), se convirtieron –desde el punto de
vista romano– en los principales auxiliares de Cartago, aunque ni la geografía ni los datos disponibles
justifican en demasía esa estrecha alianza, salvo invocando una especial agresividad romana hacia sus
inmediatos vecinos, aunque esto sea justo lo contrario de lo que dicen las fuentes, que presentan a las
tropas romanas siempre actuando a la defensiva. Luego, en circunstancias tampoco bien precisadas,
los ilergetes parece que se sintieron maltratados por los púnicos y una hábil intervención de Escipión
Africano los atrajo al bando de sus antiguos enemigos. Posiblemente, si los relatos disponibles no
estuvieran tan polarizados en la conducta de los romanos (y por antítesis, en los púnicos), el
historiador tendría un mejor entendimiento de los motivos y la sucesión de hechos que se nos
presentan como incongruentes e inexactos.
Teniendo en mente esta polaridad, nuestras autoridades coinciden unánimemente en las causas del
conflicto: la responsabilidad de la guerra recayó por completo en Aníbal que, a sabiendas de la
trascendencia de sus actos, violó lo acordado previamente con Roma, a saber, cruzar en armas el Ebro
y atacar una ciudad amiga de Roma, Sagunto (vid. vol.I, II.4.5.3.2). Según lo anterior, la legitimidad
de la intervención romana en Hispania estaba amparada por varios instrumentos diplomáticos que
delimitaban las “zonas de influencias” mutuas. La crítica moderna cree reconocer un arreglo de esta
clase en el llamado Segundo tratado púnico-romano, de 348 a.C., donde Roma renunciaba a comerciar
y colonizar las costas más occidentales del Mediterráneo; pero no hay unanimidad sobre la zona
geográfica afectada por el acuerdo, porque las referencias que ofrece Polibio admiten diversas
interpretaciones (vid. vol.I, II.4.3).
Además, las provisiones de ese tratado y de otro posterior que también consta, quedaron obsoletas
después de la Primera Guerra Púnica: Cartago había perdido el dominio de sus zonas tradicionales de
expansión territorial y económica (Sicilia, primero, y luego Córcega y Cerdeña), quedando
completamente excluida del ámbito tirreno. De ahí que los cartagineses buscasen alivio en Hispania,
aunque sólo fuera para poder pagar las indemnizaciones de guerra impuestas por Roma, que fue la
justificación que, supuestamente, Amílcar Barca ofreció en 231 a.C. a un cónsul romano que estaba
indagando personalmente sobre las actividades púnicas en Iberia (vid. vol.I, II.4.5.1); la veracidad de
la noticia es puesta en duda por muchos, entre otras cosas porque Polibio no menciona la existencia de
esa embajada, pero indica que, aunque los romanos careciesen de interés en los asuntos de Hispania,
no por ello perdían de vista los movimientos bárcidas, posiblemente porque sí que les preocupaba –y
mucho– lo que pasaba entre los galos de un lado y otro de los Alpes. La más probable fuente de
información de Roma eran los de Masalia, cuyos intereses en Hispania sí que se veían afectados
directamente por los cartagineses; a la vista de lo que pasó después, parece razonable suponer que la
embajada del 231 a.C. la enviase el Senado en beneficio de ese importante aliado, cuya cooperación
era especialmente necesaria para estar informados de lo que sucedía en Galia. Cinco o seis años
después, el interés romano por los asuntos galos había aumentado y, en consecuencia, Roma comenzó
a mirar con más aprensión las actividades púnicas. De nuevo, una misión romana acudió a Asdrúbal en
algún momento entre el 226 y el 225 a.C.; según Polibio, el motivo de la embajada era, esta vez, las
actividades del general púnico en Cartago Nova, un excelente puerto natural que se había fortificado y
funcionaba como la capital del dominio cartaginés en Iberia. Desde el punto de vista romano, eso
cambiaba el status quo en el balance estratégico púnicoromano, porque la amplía y abrigada bahía
cartagenera, además de dar acogida a flotas enteras, establecía una comunicación fácil y rápida con la
metrópoli, permitiendo de este modo el cómodo despliegue cartaginés a ambos lados del mar.
Polibio da a entender que los cartagineses habían podido asegurar Cartago Nova aprovechando que,
desde el comienzo de la colonización del valle del Po en 237 a.C, la atención romana estaba fija en las
numerosas e inestables tribus celtas establecidas en la zona; si Asdrúbal siguió adelante con lo que
podía considerarse como un inmediato casus belli, fue porque los romanos optaron por neutralizar la
situación ante la amenaza celta y la previsible guerra que, efectivamente, estalló en el 225 a.C. El
Senado, por lo tanto, buscó garantizar la no intervención de Asdrúbal mediante lo que se viene
denominando el tratado del Ebro, un instrumento diplomático que fue objeto de mucha discusión en
años posteriores porque ambos bandos (pero sobre todo Roma) aducían su incumplimiento como
causa inmediata de la guerra anibálica (vid. vol.I, II.4.5.2.2). Por eso conocemos tres versiones del
acuerdo, que no concuerdan fácilmente en sus términos: la más antigua es la de Polibio (Hist. 2.13),
que afirma que consistía en el compromiso púnico de limitar sus operaciones bélicas en el río Ebro;
para Livio, en cambio, lo que Asdrúbal y los embajadores romanos acordaron fue la renovación de un
tratado previo, que colocaba en el Ebro el límite de las respectivas zonas de influencia, pero haciendo
explícita excepción del caso de los saguntinos, cuya libertad se garantizaba para servir de estado-tapón
entre ambos (Liv. 21.2,7); y, finalmente, la tercera y última versión es la de Apiano (Iber. 7, 25-27),
donde el simple acuerdo recordado por Polibio se presenta con el lenguaje y la formulación de un
tratado internacional del más alto nivel que fijaba en el Ebro la línea que separaba los dos imperios y
que no debían cruzar en armas ni los púnicos de Hispania ni los romanos; Apiano añade también una
cláusula de salvaguarda que establecía la libertad y la autonomía de Sagunto y de las otras ciudades
griegas de Iberia.
La confrontación de los tres relatos muestra serias contradicciones y alguna que otra incoherencia. Por
ello, la crítica histórica relega la versión de Livio y Apiano y prefiere habitualmente la narración
polibiana, siquiera porque su sobriedad y contención contribuyen a la imagen de veracidad e
imparcialidad, aunque haya razones más serias de credibilidad: el compromiso de Asdrúbal de no
cruzar el Ebro satisfacía a los romanos, que trataban de evitar una guerra en dos frentes y, sobre todo,
la terrible posibilidad de la conjunción de galos y púnicos en los Alpes. Sin embargo, sorprende el
silencio de Polibio sobre las contraprestaciones que Roma hubo de otorgar a Asdrúbal, porque no es
creíble que éste se aviniese al acuerdo sin aparente ganancia. Una muy plausible explicación es que la
falta de interés romana por Hispania se entendiese en Cartago como un reconocimiento, tácito o
expreso, de los “derechos” púnicos en la Península; de ser cierto este extremo, Roma quedaba muy
mal frente a su principal aliado en la zona, los griegos de Masalia, porque lo acordado con Asdrúbal
equivalía a mercadear con la independencia y la prosperidad del rosario de factorías helenas o
helenizantes establecidas entre el cabo de Rosas y el de la Nao, y que tenían a los masaliotas por sus
principales valedores y clientes. Pero, sobre todo, desmentía la versión “oficial” romana del casus
belli contra Aníbal, que no era otra que el asedio cartaginés de Saguntum contravenía lo estipulado en
el tratado del Ebro. De ahí que los escritores posteriores añadan a ese tratado una cláusula no
mencionada por Polibio que exceptúa del dominio y la influencia púnica a Saguntum.

II.1.2 Un incidente con consecuencias


Esta ciudad, situada en un altozano junto a las riberas del curso bajo del río Palancia, dominaba a la
vez la estrecha franja costera inmediata y el acceso a una importante ruta de comunicación entre el
litoral y el interior de la Península. Los saguntinos debieron de ser de etnia ibérica –seguramente los
que nuestras fuentes llamaron edetanos en tiempos posteriores (vid. vol.II, I.1.3.3)–, pero en la
Antigüedad corrió la especie de que sus primeros habitantes eran colonos jonios procedentes de la isla
de Zakynthos (hoy Zante), mezclados, sorprendentemente, con gentes de Ardea, un puerto del Lacio
muy ligado a la leyenda de la estancia de Eneas en Italia. Los datos arqueológicos y topográficos
disponibles son, en cambio, menos espectaculares y apuntan a que la población principal (la situada en
torno al llamado Castillo de Sagunto) quizá contase con un barrio portuario que se tiende a situar en lo
que siempre se ha denominado el Grau Vell (la zona del puerto minero y la siderurgia) y cuya
ocupación está atestiguada desde época ibérica antigua (vid. vol.I, II.4.5.3.2). Tratándose de uno de los
escasos buenos fondeaderos del golfo de Valencia, ambos lugares debieron acoger una activa colonia
de mercaderes y navegantes, cuya actividad debió sentirse hasta el golfo de Rosas o más al norte, si es
acertada la restitución de algunos nombres aparecidos en las láminas de plomo de Emporion, datadas
en el siglo vi a.C. (vid. vol.I, II.3.3.6.2). Esos marinos y comerciantes debieron de ser los responsables
del fuerte componente helénico que nuestras fuentes atribuyen a la ciudad (tanto en lo referente a sus
oscuros orígenes jónicos como al bien atestiguado culto a Afrodita o Artemisa), de la dicotomía de
topónimos (Arse-Saguntum) empleados por la ceca local a lo largo de su historia y, sobre todo, de las
violentas discrepancias entre los saguntinos y los oppida vecinos en los prolegómenos de la Segunda
Guerra Púnica y que posiblemente provienen de la profunda transformación socio-económica que
provocó en la ciudad –o al menos, entre sus dirigentes–, el comercio y el trato con los mercaderes de
ultramar.
Las relaciones de Roma con Saguntum arrancaron en un momento impreciso pero, en cualquier caso,
anterior al tiempo de Aníbal, quizá en el periodo de Asdrúbal ( vid. vol.I, II.4.5.2). Pero como todo lo
sucedido en torno a la ciudad en esos años está teñido por el intenso debate propagandístico que siguió
a la apertura de hostilidades, tampoco sabemos con seguridad en qué consistían aunque, según Polibio
(3.30,1-2), eran firmes y activas, como demuestra que fuese el arbitraje romano el que, en un
momento inmediatamente anterior a la guerra, resolvió un problema interno de los saguntinos, quienes
expresamente habían renunciado a la mediación cartaginesa. Ni Polibio ni ninguna otra fuente antigua
especifica cuándo y cómo sucedió esa revuelta ni cuál fue el arbitraje romano, de tal manera que es
arriesgado aventurar la relación precisa de tales acontecimientos con lo que pasó después, aunque un
comentario de Aníbal a la legación romana que le visitó en Cartago Nova en el invierno del 220-219
a.C. parece implicar que el asunto había sucedido poco tiempo antes y que se había resuelto con unas
cuantas ejecuciones, lo que molestó a los púnicos, que consideraron el arbitraje romano partidista. A
pesar de que Polibio parece dar a entender que Saguntum se había ligado a Roma por una verdadera
deditio in fidem, los modernos –a la vista de los sucesos posteriores– tienden a poner en solfa esa
apreciación, porque no se justifica un pacto de esa clase, tan temprano y comprometido.
Lo que sí parece claro es que la alianza romano-saguntina suponía ventajas para ambas partes, aunque
posiblemente no eran equiparables: los saguntinos contaban con un respaldo externo tan
comprometido que los cartagineses eran conscientes de que el ataque directo a Saguntum
posiblemente resultase en una guerra contra Roma; y los romanos –que, como se ha hecho notar, se
mostraban más preocupados por las relaciones entre púnicos y saguntinos que por Saguntum en sí
mismo– disponían de información privilegiada sobre las actividades cartaginesas y de una plausible
excusa para intervenir a su conveniencia en los asuntos de la zona.
Según traslucen nuestras autoridades, la tirantez entre púnicos y saguntinos arrancaba de algún tiempo
antes de que se declarasen abiertamente las hostilidades. Pero los cartagineses tenían también su
propia agenda y el problema con los saguntinos, fuera el que fuera, no debió de ser urgente porque las
primeras actividades de Aníbal se encaminaron en dirección opuesta al oppidum ibérico, hacia tierras
de la Meseta. En la primera campaña, emprendida al poco de haber sido aclamado como comandante
del Ejército púnico (221 a.C.), puso sitio a la más importante ciudad de los olcades, unas gentes que
generalmente se sitúan en el interfluvio Tajo-Guadiana, saqueó sus comarcas y retornó a Cartago
Nova con un gran botín. En la segunda, al año siguiente, el objetivo fueron los vacceos, que ocupaban
las tierras de la Meseta entre el Sistema Central y el Duero, y cuyas dos ciudades más importantes,
Helmantica y Arbocala, fueron tomadas al asalto (vid. vol.I, II.4.5.3.1), lo que significa que Aníbal
debió llegar hasta las orillas mismas del Duero, si el último topónimo corresponde, como se cree, con
la moderna Toro; esta vez, sin embargo, el retorno de los púnicos se complicó por la resistencia de las
poblaciones que atravesaban y lo que iba encaminándose hacia un desastre en toda regla acabó en un
clamoroso éxito gracias a la habilidad y el ingenio militar del caudillo cartaginés.
Ninguna fuente antigua declara las intenciones de esta campaña, lo que resulta muy significativo
porque el principal argumento de la propaganda romana durante la Segunda Guerra Púnica fue que
Aníbal, obligado por un juramento prestado en la infancia, había encaminado todas sus acciones al
único objetivo de vengar la humillación sufrida por su patria al final de la Primera Guerra Púnica.
Modernamente, sin embargo, se suele interpretar la expedición como un preludio del ataque contra
Sagunto y Roma, bien porque los cartagineses deseaban asegurarse la retaguardia de sus dominios en
la eventualidad de un conflicto con Roma y la mejor forma de hacerlo era por la fuerza, garantizando
con rehenes la neutralidad del retropaís; o porque buscaban recursos –trigo, botín, esclavos–
necesarios para enjuagar los gastos que iban a ocasionar la guerra (vid. vol.I, II.4.5.3.1). Pero esto son
sólo explicaciones parciales y en el estado de nuestros conocimientos no debe descartarse ninguna
posibilidad, incluida la de una expedición de castigo o la exploración en force en previsión de nuevas
conquistas.
En cualquier caso, los éxitos militares de Aníbal no podían sino despertar preocupación entre quienes
miraban con recelo el crecimiento de la influencia cartaginesa en Iberia, por lo que resulta muy
creíble la noticia de Polibio que presenta a los saguntinos despachando embajada tras embajada a
Roma para informar de la situación y requerirles que hicieran algo. Sin embargo, el Senado estuvo
dando largas a sus aliados y sólo intervino bien entrado el 220 a.C., cuando la crisis se hizo más grave
después que los saguntinos atacasen a unos vecinos, los turboletas, que eran aliados de los
cartagineses. Cuando éstos intentaron arbitrar en el conflicto, Saguntum rechazó su mediación y
solicitó la de Roma, que envío una embajada con la misión de advertirle a Aníbal dos cosas: que
dejase en paz a los saguntinos, porque estaban bajo la protección romana; y que respetase el
compromiso adquirido por Asdrúbal de no cruzar el Ebro en armas. Aníbal recibió ambas advertencias
en Cartago Nova, al regreso de la campaña del Duero y nuestras autoridades cargan sobre él la
responsabilidad del fracaso de las negociaciones, porque era joven y vehemente, deseaba provocar la
guerra a toda costa y desoyó las pretensiones de los embajadores.
Parece, sin embargo, más razonable distribuir la responsabilidad del fracaso entre ambas partes. A la
vista de experiencias previas, Aníbal y sus consejeros tenían razones sobradas para desconfiar de la
palabra de los romanos y debía parecerles que el interés por Saguntum era sólo una disculpa para
intervenir en los asuntos de Iberia, sobre todo si su análisis les había convencido de que la
preocupación de Roma era evitar que los cartagineses incitasen a los galos a atacar las fronteras
septentrionales de sus dominios. En cambio, la delegación romana, consciente de la crítica situación
en sus colonias de la Cispadana y a sabiendas de que se preparaba una campaña en el Ilírico, debió
encontrar frustrante el trato con Aníbal: en vez de un interlocutor como Asdrúbal, ducho y siempre
abierto al compromiso, se encontraron con quien –por juventud o soberbia– les entretuvo mientras
pedía instrucciones a Cartago sobre qué hacer con Sagunto, lo que seguramente fue interpretado por la
otra parte como una artimaña para ganar tiempo. Estoy convencido que la aceptación por Aníbal de
todas o parte de las demandas romanas hubiera acarreado concesiones similares a las hechas cinco
años antes, porque el interés romano por el compromiso que asegurase la neutralidad púnica queda
manifiesto cuando se considera que su embajada, luego de fracasar con Aníbal, buscó oídos más
complacientes a sus tesis en Cartago, pero el Senado cartaginés se mostró de acuerdo con las
actuaciones de Aníbal y los romanos regresaron a casa con las manos vacías. Esto desmiente otro de
los lemas de la propaganda posterior, que acusaba a los Bárcidas de actuar a espaldas y, en ocasiones,
en contra de los intereses de su ciudad.
Leyendo con una pizca de escepticismo lo que nos cuentan las fuentes y rechazando los relatos que
cargan de intencionalidad y propósito hasta la más mínima acción del contrario, es difícil decidir si
ambos bandos estaban realmente dispuestos a ir a la guerra en ese punto. En cualquier caso, el regreso
de los embajadores a Roma debió coincidir con la recluta y preparación de sendos ejércitos consulares
que iban a cruzar el Adriático para enfrentarse contra un antiguo aliado, Demetrios de Faros; fiándose
de pasadas experiencias, los romanos seguramente preveían una campaña larga y difícil, mientras que
Aníbal, guiándose de similar apreciación, quizá pensase que el problema de Saguntum podía
resolverse mientras los principales valedores de su enemigo estaban ocupados en otra parte y que ya
habría tiempo para negociar con ellos desde una posición de fuerza.
Polibio sincroniza en una fecha antes del verano del 219 a.C. el despacho de las tropas romanas hacia
el Ilírico y la salida de las fuerzas púnicas que iban a someter Saguntum. La situación de la ciudad
imponía el asedio, que Aníbal esperaba resolver con prontitud pero que se demoró ocho meses y que,
como otras operaciones de esta clase, resultó igualmente penosa para sitiados y sitiadores. El relato
del episodio difiere considerablemente en nuestras dos principales fuentes y tales diferencias dan
buena muestra de cuán distintos eran el estilo y los propósitos de Polibio y Livio. El primero, con
prosa tersa y sucinta narra lo que le pareció un suceso importante por haber desencadenado una guerra,
pero cuya dificultad, peligrosidad y crueldad no le distinguían de asedios similares llevados a cabo en
diversas partes del Mediterráneo. Livio, en cambio, convierte el episodio en un escaparate del tesón y
el heroísmo de los saguntinos y de la crueldad de Aníbal. La diferencia reside posiblemente en que
Livio, contemporáneo de Augusto, viviendo en un momento de especial nacionalismo y de
ensalzamiento del pasado nacional, se encuentra perdido a la hora de concordar lo que los
embajadores romanos ofrecieron a Aníbal el año antes y la parsimonia con la que el Senado reaccionó
cuando se desencadenó la crisis: parece haberse limitado a despachar una embajada a Aníbal cuando
éste aún estaba ocupado con el asedio, y otra a Cartago cuando el asalto final a Saguntum ya se había
producido; la primera no llegó a ser recibida por Aníbal y la segunda era portadora de un ultimatum:
la entrega del general y sus colaboradores o la guerra.
Es interesante hacer notar que en el resumen que hace Polibio de esas negociaciones entre la legación
romana y el Senado púnico, éste negaba valor al tratado del Ebro, por considerarlo un acuerdo privado
de Asdrúbal y que, como tal, no vinculaba a Cartago (vid. vol.I, II.4.5.2.2); y los romanos, en cambio,
parecen haber insistido en que el ataque a Saguntum se había realizado en violación de uno de los
acuerdos pactados cinco años antes y que obligaba a Cartago a no hacer la guerra a los aliados de
Roma.
La cronología de estas negociaciones es difícil de determinar, pero deben haber ocupado la mayor
parte del otoño del 219 a.C. y el comienzo del año siguiente, porque Polibio sincroniza la llegada a
Aníbal de las noticias del resultado de la conferencia en Cartago con el tiempo de su partida hacia el
Ebro y los Pirineos, que se especifica que fue “en la primavera temprana” del 218 a.C. En cambio,
Livio sitúa el regreso de los embajadores a Roma con días de diferencia de que llegase la noticia del
asalto de Sagunto, lo que adelanta en unos meses la cronología de la actividad del otro bando. Sea cuál
fuera el orden, ambas partes tenían relativamente claros sus planes estratégicos: los de los romanos,
posiblemente establecidos antes incluso de que se produjera la crisis de Saguntum, preveían pelear en
Iberia, por lo que planeaban enviar allí uno de los nuevos cónsules con el contingente habitual,
mientras que su colega, con fuerzas similares y la flota, sería destacado en Sicilia o en las costas del
sur de Italia para amenazar directamente a Cartago.
En lo que respecta a Aníbal, la narrativa de Polibio ofrece una breve, pero precisa y documentada
relación de los preparativos en los meses posteriores a la caída de Sagunto: tras licenciar a las tropas
locales que le habían ayudado en el asedio, preparó un audaz, arriesgado y sorprendente plan que
consistía en no esperar el ataque romano a Hispania o África, sino llevar la guerra a la misma Italia. A
este fin estableció las medidas adecuadas para asegurar Hispania cuando él la abandonase

[Fig. 75] Aníbal atraviesa los Alpes, fresco de Jacopo Ripanda en la sala de las Guerras Púnicas del
palacio de los Conservadores de Roma
con el grueso del ejército: los dominios púnicos quedarían bajo la custodia de su hermano Asdrúbal, al
mando de una notable escuadra y fuerzas terrestres organizadas en torno a un núcleo de algo más de
20.000 hombres traídos de África, a los que deberían unirse en caso de necesidad, los habituales
contingentes locales; al tiempo, envió a Cartago y Libia tropas hispanas en sustitución de las que
había desplazado a la Península y con esa permuta, nota Polibio, los cartagineses reforzaban los dos
previsibles teatros de operaciones, convirtiendo sus guarniciones en rehenes y garantes de la lealtad de
sus respectivos pueblos. Por último, durante todo el tiempo que duró el asedio de Saguntum y después,
los embajadores y exploradores púnicos estuvieron en tratos con las tribus galas, reconociendo el
terreno y las rutas entre los Pirineos y los Alpes y sondeando la disposición de los habitantes de esas
comarcas.
Concluidos esos preparativos, Aníbal partió de Cartago Nova y avanzó hacia el río Ebro, con fuerzas
considerables que rápidamente se abrieron camino hacia los Pirineos, asaltando algunas ciudades y
sometiendo las comarcas que atravesaba. Es interesante notar que, por la relación de las gentes
implicadas, los cartagineses eligieron una ruta que buscaba atravesar la cadena pirenaica por los pasos
del interior, en vez de los obvios y fáciles puertos del litoral; la razón de ello es que la zona costera
estaba dominada por las colonias y establecimientos griegos (vid. vol.I, II.3.3.5.1), cuya resistencia
hubiera retrasado inútilmente la marcha de la expedición; sin embargo, dejar focos de resistencia a sus
espaldas era una decisión arriesgada y es posible que Aníbal confiase su reducción a un tal Hanón, a
quien encargó el mando de la región entre el río Ebro y los Pirineos; la actividad de este general es
casi completamente desconocida, pero debió de haber tenido cierto éxito en su misión porque, como
veremos luego, su campamento y el lugar donde la fuerza expedicionaria estableció la base logística,
se encontraba en las cercanías de lo que más tarde fue Tarraco.
Aníbal cruzó los Pirineos a comienzos del verano, abandonando definitivamente la Península Ibérica,
pero sin olvidarse de ella porque la superioridad naval romana le obligaba a depender de los
abastecimientos de dinero, hombres y pertrechos que se le enviasen desde Hispania por vía terrestre,
lo que exigía la seguridad de las comunicaciones en un largo trayecto. Y esa debilidad fue la que, a la
larga, se convirtió en el objetivo estratégico de Roma.

II.1.3 Los Escipiones en Hispania


Aproximadamente cuando Aníbal estaba comenzando su marcha hacia el Norte, en Roma se elegían
los magistrados para el siguiente año: uno de los nuevos cónsules fue Publio Cornelio Escipión, a
quien le correspondió hacer la guerra en Hispania, mientras que a su colega se le encargó hostigar
Cartago desde Sicilia. Desde el punto de vista estratégico, el plan romano se servía de su superioridad
naval y demográfica para combatir simultáneamente en dos frentes, aprovechando las extensas líneas
de suministro de sus enemigos.
Atacando Hispania interrumpían la principal fuente de dinero y hombres de Cartago, mientras que la
amenaza desde Sicilia obligaba a los púnicos a dividir sus fuerzas. Sin embargo, este plan iba a ser
trastocado en muchos aspectos por el genio atrevido de Aníbal: para empezar, la partida de ambos
cónsules hacia sus respectivas misiones se retrasó porque una parte de los galos, los boyos e insubres,
se sublevaron en respuesta a la instalación de más establecimientos romanos en sus territorios; es
probable que los incitadores de la revuelta fuesen los cartagineses, quienes indudablemente se
beneficiaron de ella porque obligó a Escipión a demorar su partida hacia Hispania mientras una parte
de sus tropas eran empleadas para atajar la violenta sublevación. Y luego, porque cuando Publio
Cornelio embarcó, lo hizo con el falso presupuesto de que Aníbal estaba a punto de cruzar el Ebro, se
enteró, cuando arribó a Marsella, de que no solo había traspasado ya los Pirineos, sino que avanzaba
velozmente por las Galias.
Con intención de cortarle el paso en el Ródano, Escipión remontó el río para encontrarse con que los
cartagineses se habían adelantado y ascendían ya hacia los Alpes. Entonces, comprendiendo el alcance
del plan de Aníbal y el grave peligro que suponía para Roma, tomó una decisión sorprendente: envió
la mayor parte de las tropas y la flota a Hispania, a las órdenes de un hermano que le acompañaba a
título particular, Cneo Cornelio Escipión, y él, con una muy escasa fuerza, regresó a Italia para avisar
del peligro y cortar el paso a Aníbal. La decisión de Publio Escipión puede sorprender porque lo
lógico es que hubiera cambiado la misión después de consultar al Senado o, en todo caso, se pusiera a
perseguir a Aníbal por tierra. Sin embargo, la decisión de continuar con la misión en Hispania era
estratégicamente sensata, porque era allí donde Aníbal habría de requerir suministros, dinero y
hombres para culminar con éxito su ataque. Y la curiosa decisión de cambiar los planes y delegar su
mando sin consulta alguna era una atribución de cualquier comandante romano y la prueba de ello es
que no sólo no fue cuestionada sino que su hermano debió de ser confirmado en el mando y él, al
terminar su consulado, fue de nuevo enviado a Hispania.
El nuevo comandante de la fuerza expedicionaria, Cneo Cornelio Escipión, organizó una serie de
ataques navales contra diversos puntos de la costa hispana entre los Pirineos y el Ebro y luego de
garantizar su seguridad, desembarcó hacia finales del verano en Emporion, una ciudad costera griega
que indudablemente había mantenido su independencia frente al embate cartaginés de esa primavera
(vid. vol.I, II.3.4.4). Actuando con rapidez para aprovechar lo que quedaba de estación favorable, Cneo
Escipión entabló batalla contra Hannón, el general púnico al mando de la zona entre el Ebro y el
Pirineo. El combate sucedió en un lugar que las fuentes llaman Kesse o Cissa, y terminó con una
completa victoria romana, que proporcionó riquísimo botín, pues los cartagineses habían dejado allí
gran parte de la impedimenta y del botín conquistado antes de cruzar los Pirineos. La victoria, sin
embargo, quedó en parte deslucida por un rápido contraataque de Asdrúbal desde Cartago Nova, que
se cebó en los pequeños destacamentos navales romanos que saqueban el país; pero éste no supo sacar
provecho del daño causado al enemigo y se retiró de nuevo al otro lado del Ebro. La situación de Cissa
no es del todo segura, aunque se supone que fue la antecesora de Tarraco, cuya fundación se atribuye
precisamente a los Escipiones; y si esta identificación es cierta, su excelente y protegido puerto
justifica sobradamente por qué los púnicos la eligieron como base logística de apoyo para la
expedición anibálica. Una vez que cambió de manos, los romanos se aprovecharon de esas ventajas y
dispusieron de una segura base terrestre que ampliaba la cabeza puente en la Península y de un puerto
más meridional que Ampurias que ofrecía una ruta marítima más directa y rápida hacia Italia. El
alcance del triunfo de Cneo Escipión debió de magnificarse en Roma, porque era la única noticia
favorable en un año por lo demás trágico (218 a.C.): Aníbal no sólo había cruzado los Alpes, sino que
había derrotado primero a Publio Escipión en el paso del río Ticino y, luego más al sur, a ambos
cónsules cuando trataban de impedirle, en superioridad numérica, el cruce del río Trebia.
En la primavera del año siguiente, mientras Aníbal seguía avanzando hacia el Sur y cruzaba los
Apeninos, la iniciativa en Hispania estaba también de parte de los cartagineses, porque Asdrúbal, con
más fuerzas que en el ataque de unos meses antes y en combinación con su escuadra, decidió plantar
batalla a los romanos. Éstos, sin embargo, huyendo del enfrentamiento terrestre en minoría, reforzaron
su contingente naval con naves marsellesas y atacaron súbitamente a la flota cartaginesa cuando
estaba anclada en las bocas del Ebro; la audacia romana se tradujo en tal desastre para los
cartagineses, que Asdrúbal se quedó sin flota y hubo de retirarse con su ejército intacto y sin haber
entablado combate. Las consecuencias de esta primera “batalla del Ebro” fueron significativas para la
estrategia de ambos bandos porque, en primer lugar, parecen haber otorgado la superioridad naval a
los romanos, lo que les permitió alejarse de la cabeza de puente e internarse cada vez más en el país,
atacando directamente las fuentes cartaginesas de suministros y atajando su envío hacia Italia; la
reacción cartaginesa, por su parte, parece haber sido estabilizar el frente en el Ebro y dedicarse a
ayudar a los habitantes de la comarca contra la agresividad romana. Y de nuevo, las noticias de
Hispania debieron de ser un bálsamo en Roma, que tenía a Aníbal ad portas, saqueando Etruria. Nada
de extraño, pues, que el entusiasmo por los éxitos y el frío cálculo coincidiesen en la necesidad de
reforzar el frente hispano; por ello, se envió de nuevo a Publio Cornelio Escipión con tropas y
refuerzos de todo tipo, a la vez que probablemente también se otorgaba o renovaba un mando similar a
su hermano; el reparto de misiones entre ambos no es conocido: en ocasiones los dos hermanos
comandaron fuerzas de tierra y en otras, Cneo se encargó de éstas mientras Publio mandaba la flota.
En los años siguientes, y salvo un par de excepciones, la superioridad romana no se tradujo, sin
embargo, en acciones espectaculares –Livio repite con frecuencia que en esos momentos, en Hispania
no sucedía nada memorable–, pero sí eficaces. Por un lado, los Escipiones parecen haberse empleado
contra los pueblos hispanos que residían entre el Ebro y los Pirineos, con la clara intención de sellar
por completo la zona e impedir el tránsito de suministros hacia la Galia y Aníbal. Reconstruir el
alcance y el desarrollo de estas campañas es complicado, porque tanto Polibio como Livio se muestran
parcos al tratar acciones que consideraban secundarias y que, las más de las veces, eran seguramente
escaramuzas y no grandes batallas campales. Como principal oponente de los romanos suena repetidas
veces el nombre de los ilergetes, un poderoso grupo étnico centrado en la plana de Lérida y en el que
los cartagineses habían encontrado desde muy pronto una fuente de mercenarios y aliados, quizá por el
vínculo personal de dos de sus líderes, Indíbil y Mardonio, con los caudillos púnicos: el primero había
sido apresado junto con Hannón en el incidente de Kesse y el segundo hará su aparición en la historia
enseguida. En cualquier caso, las consecuencias de la actividad romana en las tierras limítrofes con el
Pirineo debieron sentirse enseguida en Italia, porque a comienzos del 216 a.C., Aníbal requirió
urgentemente a Cartago el envío de refuerzos y, cuando se le negaron, escribió a Asdrúbal
ordenándole que en ese mismo verano hiciera una incursión hacia Italia.
Y por otro lado, la actividad romana parece haber favorecido una serie de breves y a veces profundas
razias contra objetivos púnicos: algunas de esas expediciones llevaron a los legionarios hasta los
confines de la Bética, posiblemente en un intento de interrumpir la actividad minera de la zona que
tantos beneficios reportaba a Cartago y causar problemas en la retaguardia púnica, lo que debió de ser
efectivo porque hay noticias de que un ataque contra Cástulo (es decir, en el distrito minero de Sierra
Morena), obligó a Asdrúbal a retirarse hacia las tierras más occidentales de la Península. Igual
intencionalidad debieron tener varios raids navales contra objetivos costeros, entre los que se incluía
Cartago Nova, Ibiza y Sagunto, donde la estratagema de un local resultó en el escape de los rehenes
que los púnicos custodiaban en la ciudad, lo que supuso una importante victoria psicológica para los
Escipiones y les atrajo la benevolencia de algunos pueblos hispanos. Pero, a diferencia de años
anteriores, esas hazañas debieron ofrecer poco consuelo en Roma, porque a comienzos de agosto del
216 a.C., un poderoso Ejército romano fue aplastado por una fuerza numéricamente inferior en la mas
perfecta batalla de aniquilamiento que conoce la historia, la habida en la vecindad de Cannae; el genio
de Aníbal consiguió que sus fuerzas vencieran estrepitosamente a los romanos, que les doblaban en
número.
Tras esta jornada, sin embargo, las demandas de ayuda de Aníbal se volvieron imperiosas y Cartago
trató de satisfacerlas haciéndole llegar refuerzos desde África e Hispania. A este fin, en el 215 a.C.,
Asdrúbal recibió órdenes de abandonar la Península Ibérica en cuanto fuera posible y, recorriendo el
camino de su hermano tres años antes, presentarse en Italia. Los rumores de esta marcha, sin embargo,
parecen haber provocado un motín en la flota púnica, que se extendió a las ciudades del valle del
Guadalquivir y que requirieron la llegada de nuevos refuerzos desde África. Sólo una vez que hubo
sofocado con dureza el incidente y entregado el mando de Hispania a su sucesor, quedó libre Asdrúbal
para cumplir la misión que se le había encomendado, la de reforzar la posición de Aníbal en Italia, lo
que le obligaba a abrirse primero camino en un frente que había permanecido estable o poco activo en
los últimos dos años. La magnitud del contingente púnico no se especifica en ninguna fuente, pero
debía tratarse de una fuerza muy poderosa, porque los Escipiones, en vez de plantarle cara, decidieron
atacar una ciudad de la orilla sur del río Ebro que las fuentes llaman Hibera y que posiblemente
corresponda a la posterior Dertosa. Como Asdrúbal no acudió en auxilio de los sitiados, sino que atacó
a los romanos en un punto delicado, éstos se vieron obligados a levantar el asedio y presentar batalla,
posiblemente contra una parte del Ejército púnico. El encuentro se decantó del lado romano, lo que
suponía no sólo que Aníbal iba a seguir aislado en Italia sin refuerzos, sino que los cartagineses habían
perdido la orilla meridional del Ebro y con ello, seguramente, la colaboración de muchos hispanos,
que quizá empezaron a pensar que era el momento de cambiar de bando.
Como he comentado antes, la tendenciosidad de las fuentes impide que conozcamos cómo púnicos y
romanos jugaban sus cartas con los hispanos, de los que dependían para reclutas, auxilio logístico y
franquicia de paso. Cabe imaginar que ambos bandos debieron prometer a sus posibles aliados
libertad, ganancias materiales y trato favorable en el futuro nuevo orden y que éstos respondiesen con
cierta prudencia, a la espera de que la victoria se decantara de uno u otro lado. Pero en las regiones
que se consideraban estratégicas –el distrito minero de Sierra Morena, para los púnicos; los accesos
pirenaicos para los romanos–, la negociación estaba fuera de lugar y el instrumento de dominio fue la
ocupación, los rehenes y, en última instancia, la fuerza bruta, como demuestra que los ilergetes y otros
grupos se opusieran primero a Aníbal y luego a los Escipiones. A la vez, tan tensas relaciones ofrecían
al contrario ocasión para sembrar el descontento con el aliado y favorecer las discordias internas, por
lo que no tiene nada de extraño que el relato de las actividades romanas entre la batalla de Hibera y el
211 a.C. resulte en una lista de lugares como Iliturgi, Indibilis, Castrum Album, el mons Victoriae,
Bigerra, Munda y Auringis, entre otros, que resumen los principales incidentes del periodo.
Trasladados al mapa (en la medida de nuestras posibilidades), corresponden a los dos frentes de lucha
ya conocidos.
En el Alto Guadalquivir, la actividad romana debía obedecer a un plan de atacar a los púnicos por la
retaguardia y en zonas en las que su control no debía de ser completo: trátese de razias emprendidas
desde las regiones bajo control romano o de la actividad de guarniciones más o menos permanentes
establecidas fuera del alcance púnico, el dato es significativo porque implica que los Escipiones se
sentían suficientemente seguros en las comarcas al norte del Ebro como para abrir un segundo frente;
y que contaban con la cooperación o la neutralidad de otros pueblos hispanos que garantizaban la
seguridad de los destacamentos y sus comunicaciones con las principales bases de operaciones.
Mientras tanto, en la estrecha franja costera levantina, la actividad de ambos bandos se tradujo en
menores conquistas territoriales, quizá porque la escasa amplitud del campo de operaciones y la nula
posibilidad de flanquear al enemigo limitaba las posibilidades militares. Lo más significativo de este
teatro de operaciones es que, en torno al 213-212 a.C., los Escipiones fueron capaces de apoderarse
definitivamente de Sagunto, una acción de profundo valor tanto estratégico como propagandístico.
Al tiempo, algunos indicios demuestran que esas acciones militares fueron siempre acompañadas de
bastante actividad diplomática. Una noticia de Livio relata cómo las buenas relaciones de los romanos
con los celtíberos –quizá como consecuencia de las razias en los bordes montañosos de la meseta sur,
ya referidos–, permitieron la recluta de mercenarios y el envío de un cuerpo de tropas de ese origen a
Italia, con la doble misión de combatir a Aníbal y, sobre todo, favorecer la deserción de los
coterráneos que peleaban en el bando púnico. Por otro lado, el rey númida Syphax, en pésimas
relaciones con Cartago, trató de ganarse la benevolencia romana prometiéndoles ayuda para apartar a
los jinetes de su raza que peleaban con los púnicos; estos contactos, que no sirvieron de mucho porque
los cartagineses arreglaron pronto sus diferencias con Syphax, serían especialmente útiles unos años
después cuando la amistad entre el hijo de Publio Escipión y Masinisa produjo una inversión de
alianzas y Numidia pasó a la esfera de influencia romana.
II.1.3.1 El desastre del 211 a.C. y el repliegue romano
El gran cambio en la marcha de la guerra en Hispania se produjo, sorprendentemente, no en el frente
levantino, sino en las comarcas del valle del Guadalquivir. Según el relato de Livio, la secuencia de
acontecimientos comenzó en algún momento del 211 a.C, cuando los dos comandantes romanos
estaban desplegados en sendas localidades del valle del Guadalquivir distantes entre sí; por su parte,
Asdrúbal mantenía posiciones cerca de los romanos, quizá a medio camino entre ambos hermanos,
mientras otros dos comandante púnicos, Magón y otro Asdrúbal, estaban desplegados también por la
zona pero separados entre sí. Confiados en el refuerzo de los mercenarios celtibéricos, los Escipiones
planearon atacar conjuntamente a Asdrúbal, pero al final optaron por dividir sus fuerzas, de tal modo
que Cneo retendría a Asdrúbal en sus posiciones mientras que Publio, con un contingente mayor
atacaba separadamente a los otras fuerzas cartaginesas. Sin embargo, la conjunción de los dos
Ejércitos púnicos dejó en inferioridad a Publio, quien quedó en situación aún peor por la imprevista
llegada del caudillo ilergete Indíbil con un considerable refuerzo para los cartagineses. Buscando una
salida desesperada, Publio Escipión trató de enfrentarse a los ilergetes antes de que se reunieran con
los cartagineses, pero fue derrotado y muerto, sin duda lejos del grueso de sus tropas, que
consiguieron retirarse. Tras el desastre, Cneo Cornelio se encontró entre Asdrúbal y el ejército que
había vencido a su hermano, lo que provocó la deserción del contingente celtibérico y la imposibilidad
de resistir el ataque púnico, que aniquiló las fuerzas romanas, incluyendo a su general.
Se desconoce el lugar donde fue muerto Publio, pero es muy posible que la derrota de Cneo ocurriera
en Ilorcis, quizá Lorca pero más probablemente en la cercanías de Mengíbar (Jaén), que corresponde
bastante bien con el camino que los romanos debían recorrer hacia las fuentes del Guadalquivir
viniendo desde las avanzadillas de su dominio en la costa levantina.
Los supervivientes del desastre de Cneo Cornelio y el resto de las tropas de Publio fueron capaces, sin
embargo, de retirarse ordenadamente y bajo presión enemiga a la orilla norte del Ebro, de modo que
Roma perdió todo lo que la habilidad militar y diplomática de los Escipiones habían ganado en los
siete años anteriores. En una acción insólita, el consejo de guerra de los romanos eligió como
comandante a un tal L. Marcio, a quien muy probablemente corresponde el mérito de que la dúplice
derrota no se tradujese en la total retirada de Hispania. Pero el Senado, quizá preocupado por la
gravedad de la situación, quizá molesto, como sugiere Livio, por el modo en que Marcio había
conseguido el mando, despachó refuerzos a la órdenes de un nuevo promagistrado, M. Claudio Nerón,
que había probado su valía militar peleando contra Aníbal en el centro de Italia y que consiguió
embolsar las fuerzas de Asdrúbal cuando éstas –la información disponible en este punto no es muy
clara– habían cruzado el Ebro y se encontraban quizá en la orilla septentrional, buscando una vez más
romper el bloqueo y pasar a la Galia con las tropas y los pertrechos que tan desesperadamente
necesitaba Aníbal. La situación púnica llegó a ser tan desesperada que Asdrúbal entró en
negociaciones para la rendición, pero un exceso de confianza de Nerón permitió que los púnicos
rompiesen el embolsamiento y que escapasen. En Roma, el desenlace fue convertido en el estrepitoso
fracaso del que Livio dio cumplida cuenta en su relato, seguramente porque ello benefició a quienes
pretendían entonces imprimir un nuevo curso a las operaciones romanas en Hispania.

II.1.4 Un salvador para Roma


Si hasta esas alturas de la guerra, los éxitos militares romanos en Hispania habían compensado en
cierto modo los severos desastres que estaba causando Aníbal en Italia, la situación de ambos teatros
de operaciones dio un vuelco espectacular en el 211 a.C., porque el asedio y asalto de Capua y
Siracusa, el sometimiento de toda Sicilia y el fracasado amago de Aníbal sobre la propia Roma,
enjuagaban las malas expectativas de la Península Ibérica, donde Claudio Nerón contenía por el
momento a Asdrúbal, aunque en Roma algunos dudaban de que fuera capaz de evitar de nuevo que los
púnicos burlasen el bloqueo y, atravesando Pirineos y Alpes, acudiesen a Italia para poner en marcha
la operación de envolvimiento por la que venía clamando Aníbal desde el 216 a.C.
En esa tesitura, Livio cuenta que el Senado decidió el envío de refuerzos a la Península, al mando de
un nuevo comandante de mayor rango que Nerón, es decir, un procónsul; tratándose de una
magistratura extraordinaria, se convocaron las pertinentes elecciones y la gran sorpresa es que los que
reunían las condiciones de edad, experiencia y calificación que la costumbre requería para un mando
así, no se presentaron como candidatos. En cambio, en un magnífico golpe de efecto (seguramente
preparado de antemano), se ofreció para el cargo quien carecía de cualquiera de los requisitos
anteriores, porque estaba muy por debajo de la edad ordinaria para esa responsabilidad, no había sido
nunca pretor o cónsul y ni siquiera ejercía una magistratura ese año. Aunque el personaje compensaba
algo con su fama militar (lo que no debía de ser raro entre los de su generación, que habían madurado
en los campos de batalla) las deficiencias anteriores, era sobre todo su casta la que le permitía aspirar
al cargo. Me estoy refiriendo a Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los Escipiones muertos en
Hispania, y miembro, por lo tanto, de una de las familias más poderosas de Roma; tan poderosa que
había conseguido que el Senado refrendase su elección como edil curul, a pesar de que algunos
magistrados aducían, con razón, que el candidato era inusitadamente joven para el puesto.
II.1.4.1 Un individuo con carisma
Nuestro personaje, más tarde apodado el Africano, había nacido en 236 a.C. y a los dieciocho años
estaba con su padre cuando éste regresó precipitadamente de Masalia con la noticia de la llegada de
Aníbal y trató de impedir, sin éxito, que vadease el río Ticino; dos años después, ya con un
nombramiento oficial como tribuno de los soldados, su comportamiento en el campo de batalla ayudó
a salvar la vida de muchos de los que habían escapado de la gran masacre de Cannae; y en el 213 a.C.
alcanzó su primera magistratura, en las circunstancias que ya he narrado. Como se verá a
continuación, lo que Escipión logró, primero en Hispania y luego, en África, no desmereció del
fulgurante comienzo de su carrera política: cónsul en 205 a.C., dirigió la invasión de Cartago en 204
a.C. y menos de dos años después derrotó a los Ejércitos púnicos, ocupó los alrededores de la ciudad
púnica y llegó a un acuerdo de rendición que se frustró en el último minuto, lo que le ofreció la
oportunidad de enfrentarse al propio Aníbal en campo abierto, vencerlo en una batalla que casi estuvo
a la altura de Cannas y obligar a los cartagineses a rendirse en los términos que él dictó (Zama, 202
a.C.). No es de extrañar que fuera recibido como un salvador y que se convirtiera, por su prestigio,
actividad y relaciones, en el hombre fuerte de Roma durante casi treinta años, el periodo de la historia
que se ha llamado “el siglo de los Escipiones”. Nuestra tradición historiográfica, generalmente
favorable, lo describe como un personaje de fácil verbo, con carisma y trato encantador; pero también
debió de ser un maestro de la propaganda, lo que permitió que en torno a su persona y acciones
circulasen leyendas y mitos que le presentaban como un elegido de los dioses.
Por razones que se harán patentes por sí solas a lo largo de este capítulo, Escipión mantuvo una
especial relación con Hispania, porque su quinquenio de gobierno en la Península Ibérica marcó una
profunda huella y creó una extensa red de relaciones personales, basadas en los mutuos favores (lo que
los romanos llamaban “clientela”), que permitió que sus sucesores en el cargo fueran gente
relacionada con él por familia o matrimonio. A la vez, tanto prestigio suscitó una pareja envidia y
muchos de sus iguales le profesaron una manifiesta hostilidad. El más peligroso de sus enemigos, no
por casualidad, fue otro carismático magistrado relacionado con los asuntos de Hispania, M. Porcio
Catón, que llevó a juicio a Escipión y a otros de sus próximos, acusados de malversación de fondos
públicos y cohecho. Escipión murió en el exilio en 183 a.C.
Volviendo de nuevo al año 210 a.C., el Senado transigió con la excepcionalidad y Escipión se
convirtió en el primer ciudadano romano que, sin haber sido previamente cónsul o pretor, recibió el
imperium consular, es decir, el poder máximo de vida y muerte que un magistrado romano ordinario
ejercía por un año y con la sola limitación del veto del otro cónsul, aunque en el caso que nos ocupa,
como se trataba de una misión ultramarina, Escipión lo ejerció proconsule, es decir, como si fuera un
cónsul, en el ámbito exclusivo de su provincia y sin colega. Pero el Senado no debía de estar
unánimemente convencido de lo correcto de la medida y estableció una salvaguarda: en vez del año
prorrogable que normalmente se concedía a estos mandos, Escipión ejercería su mando mientras “no
se le ordenase regresar” y además, los senadores decidieron que se hiciera cargo de su provincia
ayudado de un antiguo pretor, M. Junio Silano, que sustituiría a Claudio Nerón. Por su rango, Silano
debía de someterse teóricamente a las órdenes de Escipión pero, tratándose de un personaje mucho
mayor, con más experiencia y que sí había desempeñado un cargo con imperio, era en realidad una
especie de tutor o supervisor del procónsul, algo también inusitado en la praxis habitual romana pero
que transmitía claramente a Escipión la idea de que su nombramiento no contaba con el total
beneplácito del Senado.
Una vez reclutada y convocada la tropa que debía aportar al teatro de operaciones hispano (dos
legiones, más el habitual complemento de aliados y unas treinta naves), Escipión marchó hacia la
Península trayendo consigo un tesoro de cuatrocientos talentos. El desembarco en el nuevo destino
debió de ser en otoño del 210 a.C. (según Livio) o, más probablemente, en los primeros meses del año
siguiente, como sostiene Polibio. Tras hacerse cargo del contingente a las órdenes de M. Claudio
Nerón (otras dos legiones, más un número indeterminados de auxiliares hispano), Escipión parece
haberse dedicado a consolidar la situación del territorio controlado por Roma desde que su tío
desembarcase en Emporion ocho años antes, es decir, la zona comprendida entre el Ebro y los Pirineos
y cuya profundidad no puede precisarse con exactitud, porque es evidente que los ilergetes, situados
en torno al Segre (Sicoris flumen, en la Antigüedad), seguían siendo adeptos a Cartago. Mezclando a
partes iguales diplomacia y relaciones públicas, Escipión parece haber asegurado la lealtad de los
hombres fuertes de las naciones hispanas, recibiéndoles en Tarraco o visitándoles en sus
jurisdicciones y en ambos casos haciendo gala de una cortesía que debió sorprender enormemente a
los locales. Al tiempo, su otra gran preocupación era la disponibilidad y calidad de sus tropas, por lo
que visitó campamentos, estableció planes de entrenamiento y reforzó el despliegue existente con las
nuevas tropas que comandaba M. Silano. Un detalle importante que Livio comenta de pasada es que,
en vez de prescindir de los servicios de L. Marcio, el general que se hizo cargo después del desastre
del 211 a.C., Escipión alabó públicamente su actividad en esos graves momentos y lo confirmó en el
mando del ejército que había estado a las órdenes de Nerón; de este modo, asumía plenamente el
control de su provincia, restando importancia a M. Silano, el hombre que el Senado le había impuesto.
Escipión se tomó tiempo antes de actuar militarmente (y debió de ser en una proporción desusada,
porque a Livio no le cabe en la cabeza tan larga falta de actividad en sus fuentes y por eso adelantó en
un año la primera gran operación de Escipión), quizá no sólo por prudencia ante la importancia de la
misión o porque la opinión de sus consejeros prevaleciese sobre el ímpetu de un joven, sino por
consideraciones más prácticas e inevitables. Según describen nuestras fuentes, los cartagineses
estaban desplegados de un modo que mantenían encerradas las fuerzas romanas en la comarca costera
entre el Ebro y los Pirineos y le negaban acceso a las zonas por donde los Escipiones se habían movido
con cierta facilidad antes del desastre del 211 a.C. El dispositivo cartaginés estaba constituido por un
contingente a las órdenes de Asdrúbal estacionado entre el Ebro y Sagunto, que guardaba la franja
litoral levantina y que, a la vez, señalaba que la gran estrategia púnica era enviar un segundo ejército a
Italia, que colaborase desde el norte con las tropas de Aníbal desplegadas en el centro y sur de la
península italiana. El ejército de Asdrúbal estaba flanqueado por el de Magón, que ocupaba el reborde
montañoso al norte de Cástulo (lo que los antiguos llamaban el saltus castulonensis), bloqueando los
accesos desde la Meseta hasta el Alto Guadalquivir y el distrito minero de Sierra Morena. Los púnicos
contaban, además, con una reserva estratégica a las órdenes de otro Asdrúbal, apodado Giscón, y que
estaba estacionada en los alrededores de Gades; y el cerco de las posiciones romanas lo cerraban, por
Oriente, los habitantes del valle del Sicoris, las gentes que nuestras fuentes llaman ilergetes y que, a
las órdenes de Andobeles y Mandonio, eran leales partidarios de los cartagineses. La situación era de
empate, pero con ventaja púnica, pues si bien los romanos bloqueaban el paso hacia Italia, el
despliegue enemigo les impedía actuar en el resto de Iberia, lo que en la práctica permitía que los
cartagineses siguieran explotando libremente las minas y los demás recursos con los que reclutaban
tropas, pagaban alianzas aquí y en Italia y podían acabar venciendo en la guerra.
En ese contexto quizá deban considerarse dos sorprendentes noticias transmitidas por Polibio y que
generalmente pasan desapercibidas: la primera se refiere al convencimiento de Escipión de que la
causa de la derrota de su padre y su tío había sido la condición desleal de los celtíberos (Pol. 10,7,1); y
la segunda, que Roma había proporcionado a Escipión 400 talentos de plata, cuando normalmente un
comandante romano financiaba sus campañas con las propias ganancias conseguidas en combate. Es
muy posible, pues, que el joven comandante romano se aplicase a desatascar la situación no por vía
militar sino mediante una notable actividad diplomática y el sabio uso del dinero antes mencionado.
Según Polibio, los cartagineses empezaron a encontrarse con crecientes dificultades en el trato con las
poblaciones locales y abandonaron su favorable despliegue por otro que llevó a Asdrúbal a asediar una
ciudad carpetana, al otro Asdrúbal a desplazarse por la costa atlántica hasta las cercanías del estuario
del Tajo y a Magón a retirarse hacia la zona litoral al este de Gades.
II.1.4.2 Los romanos en Cartago Nova y la batalla de Baecula
Ante tales circunstancias, Escipión aprovechó la oportunidad y fijó la atención en Cartago Nova, un
objetivo que el enemigo lo consideraba tan fuera del alcance de los romanos que había permitido que
las fuerzas más próximas a las que recurrir en caso de emergencia estuvieran a más de diez días de
marcha de la capital púnica. En una operación secretamente preparada, con excelente inteligencia de
los puntos débiles de la plaza y combinando el empleo de la flota con una semana de rápida marcha de
las tropas terrestres, Escipión asaltó con facilidad la ciudad, apoderándose de un considerable botín,
entre el que se contaba un grupo de hispanos, que los cartagineses tenían en calidad de rehenes para
garantizar la buena conducta de sus parientes y lugares de origen; según las fuentes antiguas, Escipión
los envío inmediatamente a sus respectivas patrias, ganándose de ese modo el aprecio y la
colaboración de muchas tribus indígenas.
El éxito de esta audaz y hábil incursión, convenientemente aderezada por la propaganda, fue un hito en
el prestigio de Escipión y un gravísimo golpe para los púnicos, que se vieron privados de un rico
distrito minero que, según Polibio, reportaba en ese momento jugosos beneficios; y sobre todo, de una
excelente base de operaciones terrestres y marítimas. Estando en manos romanas la bahía de
Cartagena, no sólo se negaban al enemigo las buenas y rápidas singladuras entre Hispania y Cartago,
sino que disponían de un anchuroso puerto que permitía lo mismo controlar los accesos al Estrecho
que hostigar los viejos establecimientos fenicios del Mediodía peninsular y de la cercana costa
africana; y, sobre todo, permitía a Escipión controlar todo el litoral entre los Pirineos y el cabo de
Gata sin emplear grandes cantidades de tropas: bastaba contar con la superioridad marítima y un
rosario de plazas costeras estratégicamente situadas, bien guarnecidas y que podían ser abastecidas y
socorridas por mar si era necesario.
Además, Cartago Nova era (y es) la cabecera de la ruta terrestre más directa y fácil entre el
Mediterráneo y el valle del Guadalquivir y daba acceso al distrito de Cástulo, cuyas minas habían
garantizado a los púnicos importantes réditos. Hasta entonces, los romanos sólo habían podido
hostigar esa zona extendiendo enormemente sus líneas de comunicación y ahora estaban en
disposición de impedir al enemigo el aprovechamiento de ese importante recurso, que era
indudablemente lo que Escipión se propuso hacer desde su nueva base recién conquistada.
El innegable éxito de Cornelio Escipión capturando Cartago Nova quedó ensombrecido por un garrafal
error al año siguiente, que seguramente fue causado por el deseo de apoderarse del distrito minero.
Como consecuencia de ese error, Escipión echó por tierra el propósito mismo de la presencia romana
en Hispania y debió causar tal sobresalto en Roma que más de uno debió perder el sueño en los meses
siguientes y consta que el Senado se tomó muy en serio las posibles consecuencias. Lo que sucedió es
que, a comienzos de la estación favorable del 208 a.C., Asdrúbal estaba acampado en las cercanías de
Cástulo, sin duda con el propósito de custodiar el distrito minero y guardar el flanco abierto por la
captura de Cartago Nova; la imagen que pinta Polibio de Asdrúbal y sus fuerzas no es muy halagüeña,
porque se presenta al comandante púnico preocupado por haber perdido el apoyo de sus antiguos
aliados hispánicos y disintiendo con los otros dos generales cartagineses sobre el curso de acción.
Dispuesto a sacar partido de su ventaja estratégica y de la mala posición del enemigo, Escipión avanzó
desde Cartago Nova hacia el valle del Guadalquivir, hasta llegar a la posición fortificada ocupada por
Asdrúbal, que las fuentes llaman Baecula y que dio nombre a la subsiguiente batalla, que nuestras
fuentes trasladan como una considerable victoria romana.
En realidad, lo que se produjo es uno de los episodios menos comprensibles de la campaña hispana:
Asdrúbal, en retirada, en vez de buscar la seguridad de la zona mejor controlada por los púnicos o
aguardar la inminente llegada de los refuerzos de Magón o del otro Asdrúbal, avanzó con lo que le
quedaba de sus tropas y todo su tren de impedimenta hacia el valle del Tajo y desde allí al Pirineo,
alcanzando la Galia y subsecuentemente Italia, mientras que Escipión, en vez de perseguirle
inmediatamente como recomendaba su Estado Mayor, permitió que los soldados saqueasen el
campamento enemigo abandonado y que le aclamasen imperator. Aunque tanto Polibio como Livio
presentan la huida de Asdrúbal como una consecuencia no deseada de la gran victoria campal de
Baecula, es imposible decidir a la luz de los datos disponibles si se trató efectivamente, de un efecto
indeseable de la batalla o, por el contrario, se trató de una artera trampa que Asdrúbal tendió a su
contendiente y que le permitió, por fin, ejecutar la maniobra estratégica que llevaba intentando desde
antes de la batalla de Cannae: romper el bloqueo romano del Ebro y conducir un segundo ejército a
Italia, que debía actuar en coordinación con el de Aníbal. Las consecuencias de Baecula causaron
auténtica ansiedad en Roma, aunque su reflejo en nuestras fuentes ha quedado en sordina porque
Polibio era, en el fondo, un cliente de los Escipiones y para Livio, la aventura de Asdrúbal terminó en
la batalla de Metauro (207 a.C.) y no tuvo consecuencias apreciables en el desarrollo final de la
guerra. Además, Escipión compensó luego este fracaso con sobradas muestras de su talento militar.
Pero sus contemporáneos no conocían el futuro y en el año más o menos que transcurrió entre Baecula
y Metauro, es de suponer que Escipión y los suyos hubieran de sufrir las recriminaciones de sus
oponentes, que aún no habían olvidado el asunto cuando llegaron las elecciones consulares del 205
a.C. y el flamante vencedor de los púnicos en Hispania se presentó en Roma reclamando el mando
único de la lucha contra Aníbal.
II.1.4.3 El avance romano por el valle del Guadalquivir
Tras la marcha de Asdrúbal, los cartagineses sustituyeron las tropas enviadas hacia Italia con un nuevo
ejército que reforzó la posición de Magón en el interior de la Península, mientras Asdrúbal, el hijo de
Giscón, mantenía el control sobre la parte baja del valle del Guadalquivir. Sacándolo de las posiciones
de reserva a orillas del Ebro que había ocupado desde su llegada a Hispania, Escipión ordenó a M.
Junio Silano que actuase contra las tropas púnicas desplegadas en la Celtiberia, lo que logró con tanto
éxito que incluso llegó a capturar al general púnico recién llegado, de nombre Hannón.
Mientras tanto, el principal teatro de operaciones seguían siendo las tierras altas del Guadalquivir y en
el 207 a.C., los romanos se aseguraron el control de Orongis, posiblemente Jaén, un paso más en la,
ahora, cuidadosa ocupación de la zona que llevaba Escipión y que erosionaba paso a paso el dominio
púnico de una zona vital para ellos, por tratarse del distrito argentífero. En el 206 a.C., la progresión
romana aguas abajo del Guadalquivir había alcanzado Ilipa (hoy Alcalá del Río), donde fueron
detenidos por las fuerzas de Asdrúbal Giscón, un ejército numeroso que los romanos no podían igualar
ni siquiera contando con el auxilio de tropas hispanas; aún así, en la subsiguiente batalla, Escipión
demostró, mediante un excelente uso de la caballería, tal capacidad para buscar la incomodidad táctica
del enemigo (en suma, las enseñanzas de Aníbal) que la jornada se cerró con una aplastante victoria,
que prácticamente puso final a los treinta años de dominio púnico en Hispania. Ahora ya sólo
quedaban operaciones de limpieza de los restos de tropas púnicas que se habían refugiado –o
controlaban— ciudades como Cástulo, Ilorcis (Méngibar, cerca de

[Fig. 76] Relieve con la representación de un guerrero ibérico (integrado como auxiliar en el Ejército
romano),
perteneciente a un monumento funerario de Osuna, Sevilla
(Museo Arqueológico Nacional, Madrid)
Andújar), Astapa (Estepa) y Gadir o Gades (Cádiz), donde los restos del ejército cartaginés trataron de
montar una defensa hasta el último hombre que fue frustrada por los propios habitantes de la ciudad,
que buscaron en la entrega a los romanos la posibilidad de sobrevivir en los nuevos tiempos. De ese
modo, a fines del 206 a.C., la entrada de las tropas romanas en la vieja ciudad púnica puso fin al
imperio creado en Hispania por una familia y que había permitido que Cartago recuperase la
prosperidad perdida al final de la Primera Guerra Púnica (vid. vol.I, II.4.5). Los romanos, por su parte,
basaron el control de las comarcas recién conquistadas en la presencia de guarniciones propias en las
ciudades antes nombradas y en la fundación de Itálica, un lugar preexistente pero donde Escipión
decidió dejar a los soldados enfermos o heridos que no merecía la pena repatriar a Italia; el nuevo
establecimiento estaba situado a orillas del Guadalquivir y en un punto donde éste desaguaba en un
amplio estuario lacustre; es decir, Itálica, con salida indirecta al mar, se encontraba en la cabecera de
dos rutas terrestres de interés estratégico para los romanos: la terrestre que penetraba hacia el interior
y podía llevar hasta el Cantábrico; y la terrestre y fluvial que ofrecía el río Betis. El estatuto legal de
la nueva población es desconocido, pero posiblemente se trató de algún tipo de colonia, precisamente
porque su misión iba más allá de ser un lugar de residencia. En cualquier caso, fue sin duda el más
antiguo establecimiento romano de la Península y de su importancia venidera se dará cuenta más
adelante.

II.1.5 Las consecuencias de la guerra


Los púnicos habían rendido Iberia, pero Aníbal, aunque debilitado, mantenía sus posiciones en la
mitad sur de Italia. La victoria en Hispania debió convencer a Escipión (y a sus partidarios) de que
había una receta para concluir la guerra y que ésta no era otra que resucitar el plan agresivo que el
Senado había asignado a su padre y su colega consular en el 218 a.C.: invadir África después de privar
a Cartago de sus aliados númidas y llevar la guerra a las puertas mismas de la ciudad enemiga, a fin de
conseguir que Aníbal y sus tropas fueran reclamados y abandonasen Italia. La ejecución del plan
precisaba de la colaboración de (potenciales) aliados africanos, pero Escipión, desde Hispania, ya
había negociado con el rey númida Syphax y, cuando éste decidió seguir al lado cartaginés, con su
oponente Masinisa; y sobre todo, requería abandonar la estrategia defensiva que había marcado gran
parte de la actividad bélica romana después de Cannas. De hecho, la simiente de ese cambio quizá la
pusieron los Escipiones cuando, en vez de encargarse sólo del bloqueo de la Península, pasaron a
atacar la retaguardia enemiga. El intento acabó en un sonado desastre, pero el hijo y sobrino de los
fracasados había revalidado brillantemente lo adecuado de aquél planteamiento al expulsar por
completo a los púnicos de Iberia.
Avalado por su ejecutoria y con su plan de actuar agresivamente contra Cartago, Escipión se preparó
para abandonar Hispania y participar en las elecciones consulares para hacer valer su nueva estrategia.
Sin embargo, antes de partir, el general vencedor pudo comprobar cómo las cosas podían torcerse en
Hispania cuando su grave enfermedad parece haber sembrado la incertidumbre en las filas romanas y
las fuentes ligan ese doloroso episodio con el amotinamiento de una parte de las tropas y con la
rebeldía de los aliados hispanos, a los que tan eficazmente Escipión había puesto de su lado en la
última parte del conflicto. No se específica de forma clara cuáles fueron las causas de ambas
sublevaciones, pero pueden intuirse sin demasiado esfuerzo. La de los soldados fue seguramente la
misma de las tropas que posteriormente sirvieron en la Península: largísimos periodos de guarnición
sin relevos, campañas duras y escasas recompensas; en el caso de la guarnición del Sucro, la chispa de
la revuelta fue la queja por la larga duración del servicio y el botín, al que quizá se unió el
conocimiento de que Escipión, considerando las nuevas condiciones estratégicas de la Península,
decidió regresar llevándose con él la mitad de sus fuerzas y eso debió molestar a los que se quedaban,
que podían llevar doce años en Iberia.
La idea de desmilitarizar siquiera parcialmente la Península era prematura, porque también los aliados
locales manifestaron enseguida signos de inquietud. El motivo tenía que ver con el cambio de actitud
de Roma respecto a Hispania, que dejó de ser considerada un mero teatro de operaciones para
convertirse en el lícito expolio arrancado en combate al enemigo: Hispania y los hispanos eran una
posesión púnica y, al ser derrotada Cartago, pasaron a ser parte del botín del vencedor. No hay datos
precisos de cómo se produjo esta mudanza, pero caben pocas dudas de que su principal impulsor fue,
posiblemente, el propio Escipión, al que las fuentes clásicas presentan tratando con exquisita cortesía
a los hispanos y buscando a toda costa los golpes de efecto –la devolución de los rehenes hispanos a
sus lugares de origen una vez conquistada Cartago Nova– que pudieran restar apoyo a los púnicos y
reforzar su propia posición. Esa actitud fue cambiando conforme los cartagineses perdían terreno y
Escipión, en cambio, afirmaba su hegemonía, como sucedió de modo ejemplar con una importante
ciudad indígena.
II.1.5.1 Un CASE-STUDY: Cástulo
Se trataba de una urbe cuyas ruinas se encuentran en las proximidades del Linares y cuya fama y
riqueza provenía del beneficio de los ricos filones argentíferos existentes de los montes vecinos, el
saltus Castulonensis. Precisamente, la fama del lugar permite trazar, siquiera someramente y a partir
de las referencias sueltas de nuestras fuentes, la historia de un estado indígena a lo largo de toda la
guerra y la evolución de sus relaciones con las dos potencias en conflicto. Las primeras noticias de las
explotaciones mineras son contemporáneas de la presencia púnica en la zona y es indudable que los
castulonenses se habían beneficiado de ella, seguramente porque la necesidad de Cartago de pagar la
indemnización de guerra exigida por Roma había fomentado la exploración y el beneficio del distrito
minero que circunda la ciudad. Por si sirve de indicio de la intensidad de las relaciones mútuas entre
castulonenses y Bárcidas, debe recordarse que, antes del incidente de Sagunto, Aníbal tomó en
matrimonio a un hija del lugar.
Por este motivo no debe resultar extraño que Livio reseñase como un verdadero triunfo de los romanos
la defección de los de Cástulo del bando cartaginés (213 a.C.); aunque no se explica cuáles fueron las
causas de ese volte-face o, mejor, a que términos llegaron con los romanos, las fechas del mismo
coinciden con la cada vez más frecuente actividad bélica de los Escipiones en la zona, que se
aprovechaban de que los cartagineses habían retirado tropas de Hispania para resolver el aprieto en
que les había puesto la sublevación de un aliado fundamental, el rey númida Syphax. Dos años
después, sin embargo, la situación estratégica de la comarca volvió a cambiar de nuevo una vez
consiguieron derrotar sucesivamente a los dos generales romanos, precisamente en la comarca de
Cástulo o en su inmediata vecindad.
Lógicamente la ciudad indígena recompuso su alianza con Cartago, al parecer sin sufrir represalia
alguna. Era, pues, de nuevo un aliado púnico y por ello sorprende que nuestras fuentes no den noticia
alguna de los castulonenses después del 209 a.C., cuando la toma de Cartago Nova, primero, y la
batalla de Baecula, después, concedió a los romanos la primacía regional: ni éstos atacaron a quien se
había comportado pérfidamente con ellos años antes, ni siquiera impusieron una guarnición en la
ciudad, que era la conducta corriente cuando no había demasiada confianza de por medio; al tiempo,
los castulonenses tampoco parecen haber abrigado ninguna hostilidad contra los romanos y tenían
muy fácil hacerlo porque las extensas líneas de comunicación entre Cartago Nova y el frente del valle
del Guadalquivir pasaban necesariamente por su ciudad y un ataque de flanco contra ellas hubiera
arruinado el esfuerzo bélico de Escipión. Es presumible, pues, que Cástulo y Roma hubieran llegado
de nuevo a un acuerdo, similar al de años antes y ello demuestra que los castulonenses, en contra de lo
que afirman nuestras autoridades, nunca fueron propiamente “púnicos” o “romanos” sino que,
simplemente, protegían su autonomía e intereses acomodándose a los vaivenes de la situación
internacional y que las dos potencias en conflicto reconocían y toleraban la independencia de la
ciudad, que unas veces les era más favorable y otras menos.
La situación cambió de nuevo en el 206 a.C., cuando las últimas tropas púnicas estaban en el extremo
sudoccidental de la Bética, el saltus Castulonensis había dejado de ser zona de guerra y el Ejército
romano podía operar con libertad. Entonces, según Livio, el joven Escipión ordenó el asedio y asalto
de Cástulo y de la vecina Iliturgi, con el pretexto de castigar la defección de cinco años antes;
significativamente, Livio emplea esta circunstancia para justificar que Escipión no hiciera “una
declaración de guerra previa”, a pesar de que Cástulo no alojaba tropas cartaginesas. El ataque, pues,
no guardaba relación con la hostilidad previa de los castulonenses sino que respondía a otros motivos,
seguramente al deseo de enseñar de forma práctica cuál era el respeto debido a la maiestas de Roma,
es decir, a infundir miedo y subrayar el cambio de titularidad en la Península.
II.1.5.2 La división provincial
Al abandonar Escipión Hispania, se hicieron cargo de la Península sus dos inmediatos subordinados, el
pretor M. Junio Silano y el incombustible L. Marcio, a quienes se redujo a la mitad las tropas a sus
órdenes. Esta medida anunciaba posiblemente la provisionalidad de sus mandos, porque el Senado
decidió que a partir del siguiente año consular (205 a.C.) se enviarían regularmente a Hispania dos
magistrados, conociéndose desde entonces sus provincias como Hispania Citerior e Hispania Ulterior.
Aunque este momento –y no el 197 a.C.– puede considerarse el comienzo de la etapa de anexión de
Hispania, la práctica del doble mando en el territorio viene de mucho antes, porque debe recordarse
que Publio y Cneo Escipión habían tenido desde bien pronto esferas de responsabilidad
independientes, lo que no impidió que, en la práctica, actuasen coordinadamente. Incluso Escipión
Africano, aún teniendo un mando único, parece haber repartido siempre las mismas misiones entre sus
pretores, siendo Julio Silano el encargado de mantener segura la zona litoral al norte del Ebro,
mientras que L. Marcio actuó más ofensivamente, primero en la zona costera y luego en el valle del
Guadalquivir.
El reparto del Senado se hizo ahora sobre un criterio aparentemente geográfico, diferenciando la zona
más próxima a Roma o Citerior, de la lejana o Ulterior. Como al principio no debió haber ningún tipo
de conflicto de jurisdicción, es seguro que las dos provinciae carecieron inicialmente de límites
geográficos precisos y que éstos se fueron estableciéndo conforme la misión de los magistrados era
cada vez más territorial. La lógica del reparto es patente: mientras el litoral mediterráneo está frente a
Italia y apenas se requieren unas singladuras para alcanzarlo, al valle del Guadalquivir se accede más
fácilmente desde la costa atlántica, que física y mentalmente está mucho más apartada.
En estos primeros años de dominio romano, la Citerior la formaban la estrecha banda litoral entre el
Ebro y el cabo de Gata o algo más a occidente; al norte del Ebro, la influencia romana se internaba en
el país y su profundidad puede intuirse de la treintena de pueblos que en 205 a.C. habían entregado
rehenes en prenda de lealtad: la inclusión en esa la lista de los ilergetes indica que la esfera de
influencia romana alcanzaba las regiones del valle medio del Ebro (Liv. 29.3.5). La Ulterior, en
cambio, debía limitarse al homogéneo espacio geográfico del valle del Guadalquivir, cuyas orillas
habían quedado aseguradas después de la batalla de Ilipa: el asalto de Cástulo e Ilorcis garantizaba la
seguridad de la parte alta del río, con su distrito minero, y las comunicaciones con el Mediterráneo; en
el otro extremo del valle, Itálica garantizaba el control de una fértil vega fluvial rodeada de montañas
con amplios cotos mineros y fácil salida al mar. Y en la costa, la ciudad de Gadir/Gades ofrecía un
puerto seguro a pocas horas de navegación de África y del Mediterráneo.
[Fig. 77] Conquista romana del sur de Hispania y primera división provincial (ca. 197 a.C.)
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Salvo que la papirología nos devuelva alguna obra antigua largamente perdida, el techo de nuestro
conocimiento de la Guerra Púnica lo marcan los escritos de Polibio y sus derivados (Livio y Apiano),
porque mientras arqueología, numismática y epigrafía pueden seguir aportando detalles de interés
para el desarrollo de las campañas, el conocimiento de las motivaciones de los protagonistas, de sus
dudas y vacilaciones, depende de lo dicho por esos autores; de ahí la importancia de conocer bien sus
personalidades y sus obras (vid. vol.I, I.1.2 y I.1.4). Un excelente ensayo sobre Polibio, sus métodos y
propósitos es el de Walbank, 2002, autor también del comentario estándar de la obra del de Megara
(vid. Walbank, 1957-1977); en nuestro idioma, véase la introducción de Díaz Tejera a la edición
bilingüe de Polibio para “Clásicos Hispania” (Díaz Tejera, 1972-1988). Los métodos de Livio quedan
claros en el ejemplo de Smith, 1993. Remitimos al lector a la bibliografía sobre los historiadores
clásicos e Hispania esbozada en el capítulo I.1: “Las fuentes literarias y su contexto historiográfico”.
A pesar de las limitaciones antedichas, la bibliografía sobre el periodo es ingente e inabarcable, y
mucho más si se trata de aspectos puntuales. De ahí que lo que sigue sea meramente una selección,
que debe comenzar con el capítulo dedicado a la guerra en Hispania en la Cambridge Ancient History
(Scullard, 1989), al que pueden añadirse los títulos de Le Bohec, 1996; Hoyos, 1998; Bagnall, 1999;
Mira, 2000, Goldsworthy/Hierro, 2002 y Dodge, 2004. Existe en Internet una buena página en español
sobre Aníbal y la Segunda Guerra Púnica, que se puede consultar en http://satrapa1.galeon.com/ y que
contiene un excelente “Atlas Histórico de la II Guerra Púnica”
(http://www.historicalatlas.galeon.com/pag1.htm). Otro interesante recurso de la red es
www.attalus.org/index.html, que contiene una lista cronológica de los principales sucesos de la época
con enlace a las fuente antiguas en versión a lenguas modernas, generalmente en inglés.
Aspectos más particulares del conflicto en Hispania pueden encontrarse en Gómez de Caso, 1996,
sobre los orígenes del dominio cartaginés en la Península Ibérica; en el examen de Díaz Tejera, 1996,
de la latosa cuestión del llamado tratado del Ebro y en el análisis de Sánchez-Moreno, 2000, sobre la
misteriosa expedición de Aníbal hacia el interior peninsular en los prolegómenos mismos de la guerra,
cuyas causas inmediatas –el incidente de Sagunto– son estudiados por Sánchez González, 2000. Las
excavaciones arqueológicas en lugares como Sagunto o Cartagena están empezando a toparse con los
niveles de la época, por lo que merecen consultarse los estudios editados por J. Costa y J. Fernández,
que dan cuenta del estado actual de las investigaciones (Costa/Fernández, 2000). Nótese, en mayor
detalle, los hallazgos numismáticos de ese tiempo que parecen proceder de un desconocido campo de
batalla del centro de Hispania, vide García-Bellido, 2000-2001. Véase igualmente la bibliografía
reseñada en II.4.
De los protagonistas del episodio, Aníbal se lleva la palma como motivo literario, pues no faltan
biografías del personaje y todas ellas superan siempre el marco meramente biográfico; entre las más
recientes o interesantes, ténganse en cuenta las de Lancel, 1997, Barceló, 2000, y el reciente libro de
Hoyos, 2003, sobre su familia. Sobre la acción militar de los Escipiones durante la Segunda Guerra
Púnica, en Hispania, de muy reciente y oportuna aparición es el libro de Rodríguez González, 2006.
B. Referencias Bagnall, N., The Punic Wars: Rome, Carthage and the Struggle for the Mediterranean ,
Londres, 1999. Barceló Batiste, P., Aníbal de Cartago. Un proyecto alternativo a la formación del
Imperio Romano, Madrid, 2000. Costa Ribas, B. y Fernández Gómez, J.H. (eds.), La Segunda Guerra
Púnica en Iberia. (XIII Jornadas de arqueología fenicio-púnica; Eivissa, 1998), Ibiza, 2000. Díaz
Tejera, A., Polibio. Historias, Madrid, 1972-1988. —, El Tratado del Ebro y el origen de la Segunda
Guerra Púnica, Sevilla, 1996. Dodge, T.A., Hannibal: a history of the art of war among the
Carthagineans and Romans down to the battle of Pidna, 168 B.C. (with a detailed account of the
Second Punic War), Cámbridge, 2004. García Bellido García de Diego, M.P., “Roma y los sistemas
monetarios provinciales. Monedas romanas acuñadas en Hispania en la Segunda Guerra Púnica”,
Zephyrus, 53-54, 2000-2001, pp. 551-77. Goldsworthy, A.K. e Hierro, I., Las guerras púnicas,
Barcelona, 2002.
Gómez de Caso Zuriaga, J., Amílcar Barca y la política cartaginesa (249-237 a.C.), Alcalá de
Henares.
1996 .
Hoyos, B.D., Unplanned Wars: the Origins of the First and Second Punic Wars, Berlín-Nueva York,
1998.
— , Hannibal’s Dynasty . Power and Politics in the Western Mediterranean, 247-183 BC, Londres,
2003. Lancel, S., Aníbal, Barcelona, 1997.
Le Bohec, Y., Histoire militaire des guerres puniques, Mónaco, 1996.
Mira Guardiola, M.A., Cartago contra Roma. Las guerras púnicas, Madrid, 2000. Rodríguez
González, J., Los Escipiones en Hispania. Campañas ibéricas de la Segunda Guerra Púnica, Madrid,
2006.
Sánchez González, L., La Segunda Guerra Púnica en Valencia. Problemas de un casus belli, Valencia,
2000.
Sánchez Moreno, E., “Releyendo la campaña de Aníbal en el Duero (220 a.C.): La apertura de la
Meseta occidental a los intereses de las potencias mediterráneas”, Gerión, 18, 2000, pp. 109-34.
Scullard, H. H., “The Carthaginians in Spain”, en The Cambridge Ancient History, Vol. VIII: Rome and
the Mediterranean to 133 B.C. Cambridge, 1989, pp. 17-43.
Smith, P. J., Scipio Africanus & Rome’s invasion of Africa: a Historical Commentary on Titus Livius ,
Book XXIX, Ámsterdam, 1993.
Walbank, F.W., A Historical Commentary on Polybius. Vol. I: Commentary on Books I-VI. Vol. II:
Commentary on books VII-XVIII. Vol III: Commentary on Books XIX-XL, Óxford, 1957, 1967 y
1977.
—, Polybius, Rome, and the Hellenistic World: Essays and Reflections, Cambridge, 2002.

Capítulo segundo El siglo de los Escipiones (206-133 a.C.)


II.2.1 Introducción
La primera expansión romana en Hispania después de la Guerra Púnica se llevó a cabo
simultáneamente con las campañas que permitieron el control estratégico de la Galia Cisalpina y las
que otorgaron a Roma la supremacía en el Mediterráneo oriental. Desde el punto de vista de los
contemporáneos, las victorias en Grecia eran sin duda las más valoradas porque marcaban la creciente
importancia de Roma en la escena internacional; pero el control de la Cisalpina, quizá menos
prestigioso, era más tranquilizador porque eliminaba el peligro de lo que había sido una constante y
muy cercana amenaza durante los dos siglos anteriores. Los planes de dominio de la zona habían sido
interrumpidos como consecuencia de la guerra anibálica y ello mismo podía ser un acicate para
completarlos cuanto antes, porque si algo había demostrado Aníbal era que el flanco continental era la
más débil de las defensas romanas; además de que la zona adquiría una nueva dimensión estratégica
puesto que su control era ahora decisivo en función de los planes romanos de mantener el dominio
sobre Hispania. La ruta terrestre era larga, no era seguro cruzar los pasos alpinos en buena parte del
año y el tránsito era azaroso porque transcurría en gran medida por territorios en los que Roma no
tenía el control. Pero, a diferencia de la navegación, era un camino seguro, cuyos riesgos eran
asumibles. La zona había estado abandonada durante todo el periodo de la guerra y las colonias
romanas establecidas antes del 218 a.C. hacían frente como podían a las hostilidades de las
poblaciones celtas (o galas, como las llamaban los romanos); ni siquiera la victoria sobre Aníbal quitó
presión al área, ya que en el 200 a.C., los ínsubres asaltaron e incendiaron Placentia. Sólo en el 197
a.C., terminada con éxito la campaña contra Filipo V de Macedonia, se decidió intervenir activamente
en la zona media del valle del Po, recuperando el terreno perdido y obligando a los ínsubres a
reconocer la presencia romana; esa seguridad permitió que se reanudara la colonización en torno a
Mediolanum (Milán), mientras que se hacían avances en las tierras bajas de la desembocadura del río,
concluidos con éxito con la fundación de Aquileia en el 181 a.C. Simultáneamente, Roma actuaba
contra los ligures, que habitaban las tierras del arco del golfo de Génova y las tierras que se extendían
hacia el Sur hasta el Arno; la zona era vital porque sellaba el acceso a Italia entre el curso del Po y el
litoral mediterráneo, en una zona de difícil orografía pero transitable. La fundación de las colonias de
Lucca y Luna (177 a.C.) establecía una medida de control de la región, que fue completado a lo largo
de esa década. En ambas regiones, las necesidades defensivas habían sido la causa del interés romano,
pero la apertura de rutas de comunicación y la existencia de establecimientos permanentes atrajo a
numerosos inmigrantes latinos e itálicos que acudían espontáneamente al reclamo de una tierra virgen
y fértil, que pronto pusieron en cultivo.
Acabada la guerra púnica en Occidente, los romanos consideraban que tenían una deuda que saldar con
Filipo V de Macedonia y más aun después de haber sabido sobre la alianza de éste con Aníbal; por
eso, inmediatamente de la rendición de Cartago, Roma declaró la guerra a Filipo (la llamada Segunda
Guerra Macedonia, porque la Primera –ya lo vimos– coincidió con el incidente de Sagunto) y ello
llevó a las legiones a la Hélade propia, donde derrotaron al Ejército macedonio e incluso uno de los
generales romanos declaró que Roma, finalmente, había provocado que los griegos fueran libres e
independientes.
El interés romano por Oriente tampoco fue casual sino que coincidió con una crisis de considerables
proporciones que estaba larvándose en esa parte del Mediterráneo por causa del desequilibrio entre las
potencias helenísticas, cuya paridad de poder había mantenido más o menos estable la zona desde
mediados del siglo anterior. El debilitamiento del Egipto ptolemaico hizo soñar a macedonios y sirios
con ganar la hegemonía regional y ello alarmó sobremanera a las ciudades y confederaciones de
Grecia y Asia, que mantenían una cierta independencia de los anteriores y que, en defensa del status
quo, no deseaban que ninguno de los tres reinos prevaleciese sobre los demás. Algunos de estos
pequeños estados –singularmente, la isla-estado de Rodas y el reino de Pérgamo– vieron en los
romanos el instrumento idóneo que oponer a macedonios y sirios. En el 192 a.C., los romanos
declararon la guerra a Antíoco de Siria porque éste no quiso “liberar” las ciudades griegas de Asia
Menor, y en dos años las legiones hicieron renunciar a los sirios a su sueño hegemónico. Veinte años
después, muerto Filipo de Macedonia, los romanos rompieron las hostilidades contra su heredero,
Perseo, y en menos de cuatro años (172-168 a.C.) acabaron con el último de la estirpe de Alejandro y
desmembraron el reino en cuatro repúblicas.
Por desgracia para los griegos, quien iba a ser instrumento de libertad se convirtió en opresión, porque
los romanos mudaron el talante y las buenas palabras de otros tiempos por una política de fuerza y
coacción que no diferenciaba entre antiguos aliados y enemigos, ni recordaba favores pasados. Al
tiempo, al socaire de la hegemonía romana, los comerciantes y productos itálicos que otrora aparecían
ocasionalmente, comenzaron por manifestar sus apetencias de controlar y beneficiarse del comercio
egeo y asiático. En este ambiente, los primeros que perdieron la paciencia fueron los macedonios, a
los veinte años de la derrota de Pidna (168 a.C.) y el desmembramiento del antiguo reino en cuatro
repúblicas. La reacción romana fue brutal y el aplastamiento de la revuelta permitió la anexión de
Macedonia como provincia, la primera de su clase en el Mediterráneo oriental (148 a.C.). Dos años
después, el resto de las poleis griegas se rebelaron tras la destrucción de Corinto, mientras que
simultáneamente y de forma unilateral, Roma atacaba en Occidente a Cartago, destruyéndola por
completo en la Tercera Guerra Púnica.
Ambos acontecimientos fueron vistos por los antiguos como señales patentes de que Roma había
logrado la total hegemonía sobre la cuenca del Mediterráneo. Nosotros podemos añadir a esos dos
eventos un tercero, más tardío, pero igual de revelador: la conquista de Numantia en el 133 a.C., que
fue entendida como el triunfo sobre los habitantes de las tierras altas del interior peninsular, los
celtíberos y lusitanos (vid. vol.II, I.2.3). Pero ahí no se acaban los paralelos y las lecciones para mejor
entendimiento de la historia de España que pueden obtenerse de las aventuras romanas en el norte de
Italia y Oriente, generalmente mejor documentadas que nuestra historia. El solemne anuncio que
Flaminino hizo en Olimpia declarando que Roma traía la libertad a Grecia dio, en realidad, paso a las
cotidianas actuaciones de los gobernadores, publicanos y comerciantes itálicos, que trataban a los
griegos con la bravuconería y el desprecio que merecían los vencidos, algo que recuerda en exceso la
actuación de Escipión Africano relatada en el capítulo anterior y que sus sucesores iban a hacer aún
más patente en periodos posteriores. Por otro lado, Liguria y la Galia Cisalpina comenzaron siendo
una actuación meramente estratégica y defensiva pero se convirtieron, por designio o casualidad, en
una eficaz colonización y puesta en cultivo de una tierra con inexplorados recursos, lo que también
sucedió en Hispania, aunque aquí el proceso esté peor documentado.
En cualquier caso, desde un punto de vista menos trascendental pero retóricamente impecable, el
periodo del que tratamos comienza con un Escipión triunfador que marcha en busca de destinos más
altos y termina precisamente con su nieto destruyendo Numancia.

II.2.2 De Escipión a Graco


Tras las partida de Escipión en 206 a.C., varios pueblos y ciudades que los romanos consideraban
manejables, optaron por reclamar su independencia; entre los rebeldes, estuvieron las gentes vecinas
del núcleo original de dominio romano en Hispania: los ilergetes y ausetanos de la orilla norte del
Ebro y los sedetanos de la ribera opuesta del río (vid. vol.II, I.1.3.4-5). A pesar de que la lucha en
Hispania distraía tropas y recursos necesarios para acabar con la guerra púnica, el Senado se preocupó
de enviar refuerzos y para el 201 a.C. la situación debía de estar suficientemente controlada como para
que las dos legiones hasta entonces de guarnición en Hispania se redujeran a una y las tropas sobrantes
fueran licenciadas.
En el 198 a.C., la Península parecía estabilizada y, habiendo concluido con éxito la campaña en
Macedonia, el Senado decidió introducir un cambio constitucional de alcance: aumentó en dos el
número de pretores que debían elegirse cada año, de modo que los nuevos fueran regularmente
despachados a sendas provincias en Hispania. Suprimir a los magistrados extraordinarios elegidos ad
hoc y sustituirlos por otros más acordes a la costumbre romana, parece obedecer al deseo de atajar
algunos vicios apreciados por el Senado y normalizar la situación provincial, máxime si se considera
que la medida entró en efecto al tiempo que se ordenaba el relevo de la guarnición. Sin embargo, y en
contra seguramente de lo que esperaba el Senado, estalló de nuevo la revuelta, quizá debido el
repliegue militar, como sostienen algunos; o quizá porque los hispanos se dieron cuenta de que las
nuevas medidas sólo anunciaban la anexión definitiva de la Península. Los desórdenes alcanzaron tal
magnitud que los nuevos pretores se hicieron cargo de sus respectivas provincias sin despedir a sus
predecesores, lo que posiblemente significó también que se revocaron los planes de licenciamiento
masivo.
El relato de Livio es demasiado impreciso para decidir el alcance de la revuelta, pero el dato de que
los gobernadores del bienio anterior se viesen obligados a permanecer en Hispania un semestre más
induce a pensar que el conflicto debió involucrar a muchas gentes y comarcas y que causó serias
dificultades a los romanos, hasta el punto de que uno de los nuevos pretores murió en combate. La
identificación de las zonas sublevadas no se deduce con facilidad del impreciso relato de Livio; pero
combinando los motivos por los que los dos últimos magistrados extraordinarios (Cneo Cornelio
Blasio y Lucio Estertinio) celebraron sendos triunfos a su regreso a Roma y de los enemigos a los que
se enfrentaron sus sucesores, parece deducirse que, en la Ulterior, la revuelta se extendió por toda la
región, pues involucró a Culchas, un régulo turdetano que había sido aliado de Escipión; a Luxino, el
cabecilla indígena de Carmo (Carmona); a las ciudades púnicas del litoral mediterrráno (Malaca,
Sexi) y la Baeturia, es decir, las tierras del interfluvio Guadiana-Guadalquivir que ahora corresponden
a las provincias de Córdoba, Sevilla, Huelva y Badajoz. La situación debió de ser grave, porque el
pretor provincial fue incapaz de terminar con el problema en su periodo de mandato y se lo transfirió a
su sucesor. En la Citerior, el sustituto del pretor muerto en combate hubo de enfrentarse a lo que Livio
llama dos imperatores hispani junto a una ciudad desconocida llamada Turda, que seguramente
corresponde a la patria de los turboletas, los vecinos peleados con los de Saguntum y cuyas diferencias
acabaron provocando, en última instancia, la Segunda Guerra Púnica. En el choque vencieron los
romanos y el pretor Minucio Termo fue premiado con un triunfo, aportando además un gran botín.
II.2.2.1 El gobierno peninsular de Catón
De la victoria de Minucio se supo en Roma cuando ya se habían elegidos los cónsules para el 195 a.C.
(es decir, después del 15 de marzo) y el Senado había tomado la decisión –en respuesta a los
alarmantes informes sobre la situación de Hispania– de adjudicar por primera vez la provincia a un
cónsul que debía aportar fuerzas suficientes para acabar de una vez por todas con el conflicto. Por
sorteo, pero quizá no de forma fortuita, la misión recayó en M. Porcio Catón, un antiguo protegido de
Escipión pero que se había convertido en un valor político en alza a base de ser, precisamente, la
antítesis de lo que aquél representaba: un paradigma de la defensa de lo tradicional, del patriotismo
romano y de la frugalidad frente al cosmopolitismo, el culto a la personalidad y la apertura a lo
forastero que encarnaba Escipión. Catón era también un homo novus, es decir, el primero de su linaje
que alcanzaba el consulado y, lógicamente, deseaba a toda costa reafirmar y acrecentar su prestigio y
dignidad, unos intangibles que en Roma se transmitían de padres a hijos y determinaban el grado de
influencia político y social de una familia o un individuo. Del retrato estereotipado de Catón, sin
embargo, se omite con frecuencia que fue también uno de los máximos propugnadores de la
implantación de un nuevo sistema de agricultura latifundista, basado en la mano de obra esclava, en el
arriendo de las grandes fincas de propiedad pública (es decir, fruto del botín ganado por Roma) y
orientado al monocultivo de los productos requeridos por la ciudad y por los ejércitos en campaña:
aceite, vino, cereal y producciones ganaderas. Esta “novedad” en el campo italiano competía
directamente con las pequeñas granjas campesinas que constituían el esqueleto de la estructura de
propiedad agrícola de Italia. Es decir, Catón mantenía la imagen de lo tradicional en algunas cosas
pero no sentía repugnancia en sacar partido de las novedades traídas a Roma por su posición como
potencia mundial. En la práctica, un comportamiento así, corriente en la aristocracia, produjo a la
larga grandes desajustes económicos, inestabilidad social y enrareció la vida política; pero a la vez,
era una actitud que le salía muy cara a la sociedad romana, que se negaba a reconocer que sus valores
hubieran sido afectados por las circunstancias y el paso del tiempo. Finalmente, Catón fue un escritor
prolífico, aunque lo único salido de su pluma que sobrevive es un famoso tratado de agricultura en el
que defendía las virtudes del sistema antes descrito; pero también fue uno de los primeros romanos
que se decidió a escribir sobre la historia de la urbe desde sus orígenes hasta su propio tiempo. De esa
obra apenas sobreviven unos fragmentos, pero estos hacen evidente que Catón trató largo y tendido
sus propias hazañas, lógicamente en clave encomiástica. Esos libros parecen haber sido muy populares
y a ellos se debe que la temporada de Catón en Hispania (desde fines del verano del 195 a.C. hasta la
elección de su sustituto consular y, luego, como procónsul, un año más) se conozca con un detalle
desacostumbrado. Aún así, el plan de campaña del cónsul y lo que consiguió están lejos de ser claros.
Partiendo de lo seguro, Catón desembarcó a fines del verano del 195 a.C. en las proximidades de
Emporion, con el contingente que se acostumbraba a poner a las órdenes de un cónsul en campaña: dos
legiones y su correspondiente complemento de aliados itálicos, al que debían sumarse las tropas a las
órdenes de los pretores provinciales, que ya estaban en sus destinos; en total, sus fuerzas pudieron
sumar los 50.000 hombres, unos efectivos superiores a los puestos a las órdenes de los Escipiones y
muy por encima de los que los romanos desplegaron habitualmente en la Península.
El ejército entró en acción en las mismas inmediaciones de su lugar de desembarco, lo que
probablemente es un indicio de la gravedad de la revuelta y de la difícil situación por la que
atravesaban los romanos y sus leales. Una vez asegurada la zona de Ampurias, Catón marchó hacia
Tarraco, extrayendo rehenes y fuertes multas de las ciudades que atravesaba, como castigo por su
conducta pasada y garantía del buen comportamiento futuro; y en eso parece haberse ido el año. Al
siguiente (194 a.C.), los dos pretores a sus ordenes se vieron obligados a unir sus fuerzas porque,
según Livio, los túrdulos habían reclutado diez mil mercenarios celtibéricos y la situación llegó a ser
tan difícil que se requirió la ayuda de Catón. Éste, entonces, aparece operando en el valle del
Guadalquivir primero y luego atravesando de sudoeste a noreste la Península, sin haber conseguido
aparentemente más resultados que el privilegio de ser el primer comandante romano que llevaba sus
armas a través de la Celtiberia, donde intentó sin éxito el asalto de Segontia (quizá Sigüenza, en
Guadalajara, pero se trata de un topónimo tan corriente que la localización es insegura) y Numancia.
Cabe en lo posible que la intención de Catón fuera hacer una demostración de fuerza en una región aún
ajena a la influencia de Roma, pero también cabe que se tratase de una bravata que los pueblos de la
Meseta interpretaron como una provocación insoportable; en cualquier caso, en los cincuenta años
siguientes, los celtíberos fueron los principales enemigos de las legiones. No deja de causar cierta
perplejidad que nuestras fuentes reporten nuevos disturbios entre las gentes y ciudades de la orilla
norte del Ebro al regreso de esta expedición sureña.
Fuera de los asuntos militares, también se atribuye a Catón las normas de funcionamiento
administrativo y tributario que habían de gobernar el trabajo de las minas de plata y hierro
peninsulares, para que el erario público recibiese de ellas beneficios regulares y constantes, lo que
quizá no hable tanto de la honradez y previsión del procónsul cuanto de la avaricia, improvisación y
oportunismo de sus predecesores. A su vuelta a Roma, Catón esperaba que la ciudad le brindase un
merecido triunfo porque había traído de Hispania más botín que nadie hasta el momento y porque
“había conquistado más ciudades que días había permanecido en la provincia”, cumpliendo con creces
el encargo del pueblo romano.
[Fig. 78] Dominio romano en Hispania entre el 206 y el 154 a.C.
Esa última hazaña de Catón ya era considerada una exageración por sus contemporáneos y lo cierto es
que tampoco está claro que sus otras actividades se distinguieran sobremanera de las de sus
predecesores; la única diferencia posible es que contaba con más tropas que ellos. Por lo demás, el
procónsul no hizo sino responder sobre la marcha a las amenazas que se le presentaban, empleando
una mezcla poco imaginativa de fuerza bruta y oportunismo y sin demasiados deseos –o capacidad– de
atajar las verdaderas raíces de problema; la crítica moderna tiende, incluso, a dudar de su famosa
travesía de la Meseta porque, tomado todo en conjunto, parece más lógico que nunca abandonase la
Citerior y que la expedición contra la Celtiberia partiese del Levante o del mismo valle del Ebro. En
cualquier caso, la fragilidad del arreglo catoniano no tardó en manifestarse, pues el pretor a cargo de
la Citerior en 194 a.C., Sex. Digitio, hubo de enfrentarse a una formidable coalición de las gentes
ribereñas del Ebro, perdiendo la mitad de su ejército y teniendo que recurrir al auxilio de su colega de
la Ulterior que, al desguarnecer esa provincia, la dejó a merced de los lusitanos, unos belicosos
vecinos que no dudaron en aprovechar la ocasión para saquear el territorio bajo control romano.
Es evidente, pues, que Catón exageró a posteriori sus propios méritos y que no resolvió ninguno de los
problemas de Hispania; quizá, incluso, contribuyó a enconarlos. Pero es también indudable que su
esfuerzo propagandístico sirvió para dar a conocer entre los romanos tanto la situación militar de
Hispania como su potencialidad económica. A tenor de lo que puede leerse en algunos de los
fragmentos restantes de su magnum opus, el austero y ahorrativo Catón claramente se sorprendió de lo
bien servida que estaba la Península en mineral de plata pero también tomó nota de su abundancia de
sal, de las excelentes menas férricas e, incluso, de la riqueza piscícola del Ebro (Cato, Orig., frag. 93 y
110).
II.2.2.2 El periodo postcatoniano
Aunque las fuentes son poco explícitas, parece que los sucesores de Catón se atuvieron, en un
principio, a sus procedimientos, pero que, poco a poco, evolucionaron hacia una política más
coherente de control territorial, buscando crear un glacis de seguridad que pusiera fuera del alcance de
lusitanos y celtíberos las comarcas sometidas a la influencia romana. A este fin, en 193-194, C.
Flaminio desde la Citerior y M. Fulvio Nobilior desde la Ulterior, pelearon por el control de la línea
del Tajo, donde convergieron para asediar la ciudad carpetana de Toletum (Toledo); curiosamente,
porque las mismas fuentes antiguas recalcan con frecuencia los problemas de los carpetanos con sus
vecinos de la meseta norte, fueron vetones, vacceos y celtiberos los que acudieron en auxilio de los
asediados, seguramente porque notaban que el control romano del valle del Tajo hacía peligrar el
aprovechamiento mancomunado de los recursos naturales de ambas vertientes de los Carpetana Iuga
(el Sistema Central, o más precisamente, las Sierras de Gredos y Guadarrama), dos zonas ecológicas
complementarias. Los coaligados, sin embargo, no sólo fracasaron en su intento de levantar el sitio,
sino que fueron derrotados en batalla campal y la ciudad fue expugnada. La acción de los dos pretores,
sin embargo, no logró resultados definitivos, sino que incrementó la presión sobre las fronteras
romanas, de tal forma que diez años después, los gobernadores de ambas provincias se vieron
obligados de nuevo a conjuntar fuerzas y actuar de nuevo sobre las comarcas ribereñas del Tajo.
Y ello sin descuidar los flancos. En la Citerior, la principal penetración romana se hizo aguas arriba
del Ebro, practicable para el tráfico fluvial ligero hasta su curso medio y cuyo anchuroso valle ofrece
una cómoda comunicación terrestre; pero estas facilidades eran también aprovechadas por los pueblos
montañeses de la Meseta, que empleaban los tributarios del Ebro por la derecha para descender a la
depresión ibérica. De ahí que los sucesores de Flaminio decidieran controlar las desembocaduras de
esos ríos para negar a los celtíberos el acceso a los territorios bajo control romano. Las etapas del
avance romano se conocen de forma fragmentaria, pero su primer gran
[Fig. 79] El decreto de Emilio Paulo del 189 a.C., hallado en Alcalá de los Gazules, Cádiz, con
mención a la Turris Lascutana. (Museo del Louvre, París)
éxito pudo ser la adquisición de Calagurris (Calahorra, en La Rioja), una plaza fuerte en la confluencia
del Cidacos con el Ebro y cabeza de una importante ruta natural entre la depresión ibérica y las tierras
altas de Soria; los alrededores de Calagurris asistieron a varios combates entre celtíberos y romanos y
éstos acabaron asaltando la ciudad hacia el 188 a.C. Con parecidos propósitos, el procónsul Fulvio
Flaco (181 a.C.) fue el primer romano que llevó la guerra al territorio de los lusones y asaltó
Contrebia, quizá la ciudad cuyas ruinas se excavan en el llamado “Cabezo de las Minas”, junto a
Botorrita, en Zaragoza.
Mientras tanto, el sucesor de Nobilior en la Ulterior, M. Emilio Paulo ( 191-189 a.C.), hubo de
rechazar una numerosa incursión de lusitanos, matando, según Livio, a 18.000 enemigos, lo que le
valió que sus propias tropas le aclamasen como imperator. Tan estupenda victoria, sin embargo, no
evitó las incursiones lusitanas en el valle del Betis; para las fuentes latinas, se trataba
fundamentalmente de cuatreros y bandidos que saqueaban a los naturales del país bético y les robaban
el ganado, lo que hace aún más sorprendente lo sucedido en torno a Hasta Regia (Mesas de Asta en
Jerez de la Frontera, Cádiz), donde los supuestos invasores actuaron patentemente en concierto con
sus pretendidas víctimas y en contra de los romanos; el sucesor de Emilio Paulo puso sitio a esa
población en el 187 a.C., pereciendo en la acción. El asedio debe guardar alguna relación con una tabla
broncínea hallada en ese lugar a mediados del siglo xix y que contiene lo que, por ahora, es el más
antiguo documento latino encontrado en Hispania (CIL II, 5401). Se trata de un decreto del 19 de
enero del 189 a.C. en que M. Emilio Paulo declara libre a un grupo de esclavos de Asta que habitaban
en un lugar llamado Turris Lascutana, que ya ha sido comentado en otro lugar (vid. vol.II, I.1.7.2).
Dejando al margen la larguísima discusión erudita sobre los aspectos jurídicos del documento, lo que
aquí interesa es la forma en la que al menos dos gobernadores romanos actuaron contra esa ciudad,
primero siguiendo el famoso principio de divide et impera y luego, aplicando la fuerza bruta.
Se ha destacado que en los años transcurridos entre la salida de Escipión de Hispania (206 a.C.) y el
180 a.C., los romanos condujeron sistemáticamente campañas anuales en ambas provincias; las únicas
excepciones a este proceder las ofrecen los años 204-200 a.C., el 191 a.C. y posiblemente el bienio
188-187 a.C., que corresponden a momentos en que Roma se encontraba involucrada seriamente en
otros teatros de operaciones. Esa circunstancia tiende a soportar la idea de que en la conquista de
Hispania, la iniciativa siempre estuvo del lado romano, que buscaron agresivamente la pelea bajo la
disculpa de que el pueblo o la ciudad atacada era una amenaza, lo que no dejó de ser cierto en algunas
ocasiones. A diferencia de los cartagineses, que habían demostrado durante muchos años que la falta
de unidad de los pueblos de Hispania, su incapacidad de actuar conjuntamente, permitía que un poder
pequeño y organizado mantuviera su hegemonía sin recurrir a la guerra continua, el relato de las
hazañas de los generales romanos entre los años 218-176 a.C. es el de una continúa provocación a los
vecinos situados fuera de su zona de influencia o control directo: primero, los Escipiones con los
ilergetes y luego Catón contra los celtíberos y pueblos vecinos. A partir del 193 a.C., los nuevos
enemigos fueron carpetanos y lusitanos y un poco después se incorporaron los vacceos y vetones (vid.
vol.II, I.2.3.2).

II.2.3 Los años de hierro y fuego: las guerras celtibero-lusitanas


En el año 180 a.C., la suerte destinó la Citerior a un pretor llamado Tiberio Sempronio Graco y la
Ulterior a su colega Lucio Postumio Albino. Sus campañas son narradas con cierto detalle por Livio y
Apiano, pero ello no significa que el relato no sea confuso en lo referido a las circunstancias
geográficas y temporales de sus actividades. Según esas fuentes, los dos gobernadores parecen haber
concentrado sus fuerzas en el valle alto del Guadalquivir, desde donde avanzaron hacia la meseta norte
por rutas distintas. Sabemos que Postumio, tomando la ruta más occidental, alcanzó las comarcas del
valle medio del Duero y peleó contra los vacceos, pero frente a las conspicuas actividades de su
colega, de las de Albino no hay otras referencias que la ya mencionada y que en Roma se decretó la
celebración de su triunfo sobre “los
[Fig. 80]
Fases de la conquista romana de Hispania en el siglo ii a.C.
lusitanos y los hispanos”, lo que posiblemente indique que pasó los tres años de Gobierno en la
Ulterior peleando contra su tradicional azote, los lusitanos.
II.2.3.1 La actividad de Sempronio Graco
Los movimientos de éste, en cambio, dieron mucho que hablar. De forma un tanto sorprendente, y
luego de reunirse con Postumio en algún punto del alto Guadalquivir, descendió río abajo hasta las
cercanías de la actual Córdoba, tomó Munda y siguiendo probablemente el curso del Génil, alcanzó la
costa mediterránea en las proximidades de Málaga, lo que resulta tan incongruente con el reparto
provincial y el supuesto plan descrito anteriormente que nos deja dudando si nuestras autoridades no
han mezclado nombres o confundido la cronología de los sucesos. En cualquier caso, el hallazgo de
una inscripción antigua –pero no contemporánea de Graco, probablemente augustea: CIL II2/7, 32– en
la que los de Iliturgi o Ilorcis (Cerro Máquiz en Mengíbar, Jaén) le honran como fundador de la
ciudad, confirma que su presencia en el alto valle del Betis no fue sólo de paso. Más tarde, Graco,
retomó su camino hacia el Norte, accediendo a la Meseta por las comarcas más orientales (la Oretania
y la Carpetania), donde sometió a más de 130 ciudades; desde allí, se internó en la Celtiberia propia,
logrando la adhesión de la importante ciudad de Ercavica (hoy Castro de Santaver, junto a
Cañaveruelas, en Cuenca), que extendió a otras comarcas después de un incidente en Complega (de
situación desconocida, pero quizá a orillas de uno de los afluentes de la ribera sur zaragozana del
Ebro) y una sonada victoria junto al Chaunus mons [¿el Moncayo?], que rompió definitivamente la
capacidad de resistencia de los celtíberos. Sempronio debió concluir su exitosa campaña estableciendo
en la confluencia de los ríos Queiles y Ebro un puesto militar que fue conocido como Gracchurris (hoy
Alfaro, en La Rioja) y que, como en el caso de Itálica, acabó convirtiéndose en un próspero oppidum.
A diferencia de gobernadores anteriores, Sempronio Graco parece haberse dado cuenta de que las
actividades en Celtiberia no eran un fin en sí mismo, sino el medio para dotar a la Citerior de una
unidad geográfica coherente, con fronteras precisas y fáciles de defender y regida por unas normas
administrativas y fiscales claras. Rodeando esas áreas de control directo, debería existir un glacis de
seguridad formado por estados y ciudades clientes, cuya seguridad estuviera garantizada por Roma
pero que servían de tapón ante las amenazas externas. Para garantizar y salvaguardar su estabilidad, se
les debía conceder privilegios legales y fiscales y establecer puntos fuertes y guarniciones que
actuasen de avanzadilla defensiva, lo que era probablemente el propósito de los nombrados
Gracchurris e Iliturgi. Además, Sempronio impuso otras medidas pacificadoras, como el derribo de
los poblados fortificados, en conjunción con el reparto de tierras cultivables que incentivasen a la
gente a abandonar sus antiguos lugares. También se prohibió la construcción de nuevas murallas en las
ciudades existentes y se estableció un nuevo sistema fiscal que regulaba legalmente las contribuciones
que los gobernadores acostumbraban a exigir (en general de forma abusiva y extraordinaria) para
sufragar el mantenimiento y las pagas de las tropas de ocupación.
II.2.3.2 Un largo interludio pacífico
Aunque es dudoso que las medidas gracanas lograsen una reforma en profundidad de la provincia, no
es menos cierto que auspiciaron un largo periodo de paz porque finalmente las relaciones entre
romanos e hispanos se establecieron sobre unas normas teóricas claras y acordadas entre ambas partes.
Treinta años más tarde, cuando la guerra volvió a la zona, los indígenas aún invocaban como guía de
su conducta con Roma el equitativo arreglo de Sempronio Graco y requerían de Roma que se atuviese
también a lo acordado. El problema es que, entonces, como veremos, el Senado no consideraba que
esto fuera en beneficio del Pueblo de Roma.
El acuerdo logrado por Graco –y ratificado por el Senado– afectó únicamente a los celtíberos; otros
pueblos de la Citerior y, por supuesto, los peligrosos vecinos de la Ulterior, los lusitanos, no se
sintieron obligados por él. Sin embargo, incluso éstos parecen haberse contagiado del espíritu de
buena voluntad imperante en la Península y, a partir del 162 a.C. o un poco después, olvidaron lo que,
según las fuentes antiguas, era su rutina, las razias anuales contra las ricas comarcas de la Bética. De
este modo, tras medio siglo de guerras endémicas, hubo veinte años de relativa tranquilidad y en la
segunda década nuestras fuentes apenas mencionan actividades bélicas. Los únicos asuntos que
rompen ese monótono silencio corresponden mayoritariamente a los primeros diez años y, en
cualquier caso, no parece tratarse de problemas de excesiva entidad: no hay modo de establecer la
causa o la extensión de los disturbios provocados por un tal Olínico en Celtiberia en el 170 a.C.
porque, en ese punto, se ha perdido la tradición liviana. Y de otras operaciones militares de las que
hay noticia, conocemos sus repercusiones propagandísticas en Roma: a M. Titinio, el sucesor de
Sempronio Graco, se le concedió el triunfo tras dos años de gobierno en la Citerior (178-176 a.C.);
Claudio Marcelo, que tuvo a su mando ambas provincias entre el 169-168 a.C., entregó al erario
público un millón de sestercios. Este parón de la actividad bélica se debió tanto a la bondad y justicia
del acuerdo alcanzado con Graco como al hecho de que, a partir del 175 a.C., el Senado estaba
especialmente ansioso por la grave situación en Oriente (Liv. XLI.19.4) y quería concentrar su
atención en las actividades de Perseo, rey de Macedonia, que consideraba especialmente lesivas para
los intereses romanos en Grecia. Ello condujo a la Tercera Guerra Macedónica (171-168 a.C.), que
reveló la profundidad del sentimiento anti-romano en Grecia y desencadenó veinte años de crisis en
esas tierras. No debe extrañar, pues, que a partir del 170 a.C. o antes, el Senado señalase firmemente a
los gobernadores de Hispania qué es lo que se esperaba de ellos, demostrando una vez más que las
guerras peninsulares era una cuestión de conveniencia para Roma.
En esa época, lo que Roma considera su zona de influencia en la Península abarcaba, entre el Ebro y
los Pirineos, las comarcas desde el litoral mediterráneo a los ilergetes, es decir, las tierras del Segre;
en la otra orilla del río, sin embargo, el dominio se había extendido hasta Calagurris o algo más al
Oeste, y desde esta línea, incluía la mitad oriental de las dos Mesetas, hasta el valle del Guadalquivir
que, como hemos visto, había quedado controlado en su totalidad en el 206 a.C. (vid. vol.II, II.1.4.3).
Lo anterior suponía que toda la Celtiberia y sus vecinos meridionales, los carpetanos, reconocían la
maiestas Populi Romani, como seguramente lo hacían en parte otros pueblos situados más al occidente
de los celtíberos, como los vacceos que habitaban el valle del Duero y los vetones, a caballo de ambas
vertientes del Sistema Central. Por esta parte, los lusitanos permanecían independientes, porque la
actividad romana parecía haberse limitado a las regiones de ese pueblo tocantes con la Bética, es
decir, las situadas al sur del Guadiana, que marcaba el límite efectivo de la Ulterior, tanto hacia el
Norte como hacia el Oeste, salvo quizá por la costa de la esquina sudoccidental de Portugal.
II.2.3.3 Reformas y corrupción
La ausencia de victorias militares durante estos años posiblemente explica por qué varias cuestiones
de tipo administrativo llamaron la atención de nuestras autoridades, que deben mencionarse por
tratarse de datos que sólo excepionalmente aparecen en el registro histórico y por ser indicio de
fenómenos y procesos de desarrollo más lento y de mayor calado que los usuales relatos de rerum
gestarum. En primer lugar, en el 171 a.C., el pretor de la Ulterior, L. Canuleyo estableció en Carteia
(sus ruinas, como se indicó en otro punto, se encuentran en el Cortijo del Rocadillo, en San Roque,
Cádiz, es decir, en el litoral de la bahía de Algeciras), a 4.000 hijos de soldados romanos y mujeres
indígenas, que recibieron la ciudadanía latina, un estatuto jurídico ligeramente inferior al de los
propios romanos. El nombre oficial del nuevo establecimiento fue colonia Latina Libertinorum y se
trató del primero de esta clase que se fundaba fuera de Italia; como en otras colonias tempranas, sus
habitantes recibieron medios para subsistir (normalmente tierras, pero en este caso quizá derechos de
almadraba, que también eran de propiedad pública) a cambio de ciertas obligaciones militares,
seguramente relacionadas con la vigilancia del Estrecho, un punto estratégico que causaba tantas
preocupaciones en época romana como ahora.
El segundo asunto, en cambio, es indicio de un aparente cambio de tendencia en las relaciones entre
las provincias hispanas y el Senado. En el 171 a.C., algunas ciudades de Hispania despacharon
embajadores para acusar de extorsión a tres gobernadores provinciales y reclamar la devolución del
dinero ilícitamente extraído; los acusados eran M. Titinio, ya nombrado; P. Furio Filón, que gobernó
la Citerior entre 174-173 a.C.; y M. Matieno, que lo hizo en la Ulterior también en el 173 a.C. La
identidad de los acusadores es desconocida, pero se sospecha que entre ellos pudieron estar los
calagurritanos, porque la ciudad adoptó como apodo el de uno de los senadores que apadrinaron a los
demandantes en el proceso. Sorprendentemente, el Senado respondió con prontitud a la demanda y
procesó a los tres acusados ante un tribunal extraordinario (quaestio extraordinaria) de senadores. Los
hispanos confiaron su representación a cuatro prestigiosos senadores, tres de los cuales habían sido
gobernadores en las provincias hispanas –L. Emilio Paulo, M. Porcio Catón y P. Cornelio Escipión
Nasica–, mientras que del cuarto se desconoce cuál pudo ser su relación con Hispania. A primera
vista, el proceso resultó un leve rapapolvo para los procesados: el tribunal exoneró a Titinio y
encontró culpables a Furio y Matieno, exiliándolos a pocos kilómetros de Roma. Considerando el
tradicionalismo de la sociedad romana y el denso esprit de corp de su aristocracia, abrir un proceso así
debió causar un serio escándalo y el resultado parece muy por debajo de lo que cabía esperar del
prestigio y peso político de los acusadores. A primera vista, las acusaciones de los provinciales
parecen haber desencadenado un desagradable episodio de luchas entre facciones, rápidamente
arreglado para que hiciera el menos daño posible a los intereses de los nobles, incapaces de subordinar
sus privilegios y ganancias al provecho de la Res publica. Pero no deben menospreciarse sus
consecuencias por las mismas razones antedichas; los condenados salieron con penas ridículas, pero
no vuelve a haber noticias de ellos, lo que significa que echaron a perder su carrera política; del
mismo modo, Titinio fue exculpado, pero nunca llegó al consulado a pesar de que una exitosa y
triunfal campaña en Hispania no era mal mérito para el puesto. Por último, y más importante, el
Senado decretó ilegales determinadas prácticas de extorsión que, presumiblemente, eran las que
habían provocado las acusaciones de los hispanos contra sus gobernadores: manipular o fijar
fraudulentamente el precio de los bienes que se requisaban, imponer a las ciudades que el cobro de las
tasas se hicieran mediante agentes desigandos por el propio gobernador y forzar determinadas
condiciones en los contratos para recoger el grano con destino al Ejército. Es evidente que el grado de
corrupción de los administradores y magistrados romanos estaba produciendo consecuencias
escandalosas y el Senado trató de atajarlas y a lo largo de la década 160-150 a.C., está atestiguado el
procesamiento de diversos gobernadores hasta culminar, en el 150 ó 149 a.C., con el juicio del
consular Ser. Sulpicio Galba, gobernador de la Ulterior el año antes, quien fue procesado por avaritia
y desprecio al derecho de gentes. La situación provocó que se creara por la lex Calpurnia de pecuniis
repetundis un tribunal especializado en perseguir la concusión de los magistrados provinciales.
II.2.3.4 El final de la pacificación gracana: Segeda
Diez años después de la decisiva batalla de Pidna ( 168 a.C.), la grave crisis provocada en Grecia por
la Tercera Guerra Macedónica pareció ir encauzándose al gusto de Roma y es precisamente por esa
época cuando se reanudan las noticias de actividad bélica y conflictos en Hispania. A estas alturas, la
sincronía entre los sucesos peninsulares y las obligaciones militares romanas en otros lugares del
Mediterráneo no debe extrañar y lo único que revela es que la aventura de Roma en Hispania se hizo
escalonadamente.
Primero, Apiano ( Iber. 56. 234) informa que en el 155 a.C., el pretor de la Ulterior volvió a atacar a
los lusitanos y que éstos, bajo el mando de un tal Púnico, respondieron con incursiones en la provincia
romana; y sobre todo, al año siguiente, Púnico y los suyos parecen haber derrotado en batalla campal
al ejército conjunto de ambos gobernadores, matando a uno de los comandantes y aniquilando los
efectivos de una legión. Púnico, entonces, debió alistar a sus vecinos vetones, extendiendo sus
correrías por la Ulterior hasta llegar a las regiones litorales del Mediterráneo e incluso cruzar al lado
africano, donde fueron derrotados por el pretor Memio (App., Iber. 56. 235), posiblemente en el 153
a.C. Púnico falleció en la expedición, pero los lusitanos debían de estar en guerra por algo más que el
carisma de un individuo, porque las fuentes son unánimes destacando que la muerte del rebelde no
puso fin a los problemas.
Contemporáneamente y sin que se conozca con precisión el vínculo entre ambos sucesos (si lo hubo),
surgió otro motivo de fricción en Celtiberia. Los romanos se enteraron de que una ciudad de la región
tenía intención de ampliar su perímetro fortificado, porque la anexión de diversos lugares cercanos
había provocado un considerable aumento de población y necesitaban ampliar la cerca para hacer sitio
a los nuevos habitantes. La ciudad en cuestión era Segeda, de los belos, cuyas ruinas tienden a situarse
modernamente en un cerro con restos de fortificación existente entre las localidades zaragozanas de
Belmonte de Gracián y Mara (vid. vol.II, I.2.3.1). Alegando que el tratado en vigor (el de Graco)
prohibía la construcción de nuevas ciudades, el Senado prohibió expresamente a los segedanos que
llevasen adelante sus planes y les reclamó determinados tributos y tropas a los que estaban obligados
antes de la época de Graco. Los segedanos respondieron enviando una embajada a Roma para mostrar
que, según ellos, el tratado los había eximido de tributos y contribuciones de tropas y nada decía de las
murallas de las ciudades ya existentes. El Senado rechazó esos argumentos y declaró la guerra a la
ciudad.
Indudablemente, del tratado entre Graco y los celtíberos sólo consta el resumen transmitido por
Apiano y se desconoce el detalle de su articulado; pero si los restos de muralla ciclópea que los
arqueólogos han descubierto entre Durón y Mara fueron, efectivamente, la causa del conflicto, es
evidente que éste no fue cuestión de días, porque la fortificación debió de estar construyéndose
durante meses. Quizá Roma acabó escuchando las quejas de los vecinos que miraban con envidia y
aprensión la prosperidad de Segeda, pero esta explicación coloca la fiabilidad de las fuentes en un
interesante dilema: si, como dicen machaconamente Livio y otros autores clásicos, Roma
simplemente se limitaba a reaccionar ante la excesiva belicosidad de los celtíberos, Segeda era la
demostración palpable de que la política de Graco de acabar con el nomadismo (que las fuentes
clásicas consideran una de las principales causas de su conflictividad) no sólo había tenido éxito sino
que los indígenas eran capaces de prosperar en la entente con Roma y que deseaban mantener el statu
quo. En cambio, tanto la sustancia de lo que el Senado manifestó a la embajada de los segedanos –que
Roma concede favores o hace tratos, con la provisión de que estarán en vigor en tanto que así plazca al
Senado y al Pueblo romano– y su actitud cuando, iniciada ya la guerra, los celtíberos se mostraron
dispuestos a negociar, fue de un cínico oportunismo similar al del affaire de Sagunto o al que
aplicaban contemporáneamente en Grecia, donde ni en el trato con sus aliados tradicionales admitían
otra razón que la suya propia, que fácilmente respaldaban con las armas. En el caso de Segeda, Roma
–o al menos la parte más influyente de su aristocracia– entendía que las ventajas que en el pasado
había proporcionado el tratado estaban caducadas y que las nuevas circunstancias hacían más
ventajosa la guerra.
La seriedad con la que Roma se tomó el asunto, seguramente porque su política de fuerza parece haber
provocado general inestabilidad en la zona, justifica que se asignase el gobierno de la Citerior a uno
de los cónsules del año 153 a.C., M. Fulvio Nobilior, mientras que la Ulterior recibió su habitual
pretor. Como se ha dicho, éste se enfrentó a la difícil situación causada por los lusitanos y tras unos
comienzos trágicos, consiguió recuperarse y derrotarlos en varias ocasiones, incluyendo una
inesperada campaña en el norte de África; por estos méritos L. Mumio recibió el triunfo a su regreso a
Roma (App., Iber. 57).
Peor fortuna corrió el cónsul en la Citerior, porque su nombre ha quedado unido al desencadenamiento
del largo y famoso conflicto de Numancia. Al desplegarse los 30.000 hombres de Nobilior frente a
Segeda, sus habitantes, que aún no habían cerrado la cinta, se vieron obligados a desalojar su ciudad y
refugiarse entre sus vecinos orientales, los belicosos arévacos, cuya ciudad más fuerte era Numancia
(Garray, Soria) (vid. vol.II, I.2.3.1). La persecución de los fugitivos llevó a Nobilior a invadir el
territorio arévaco, donde hubo de enfrentarse en campo abierto con una coalición de fuerzas de la
zona, conducidas por los segedanos, que le derrotaron. El desastre parece haber sido aminorado –no se
sabe en que medida– porque la caballería romana consiguió frenar la desordenada persecución de los
vencedores, quienes hubieron de reagruparse en Numancia. Nobilior los siguió y tras varias
escaramuzas, se mostró dispuesto a asaltar la ciudad, pero la estación estaba tan avanzada que no
debió de tener tiempo más que para establecer el cerco (App., Iber. 45-47). Allí debió recibir a su
sucesor, el cónsul Claudio Marcelo, un hombre de gran prestigio (era cónsul por tercera vez, una rara
y celebrada ocurrencia en aquel competitivo sistema político) y que conocía bien Hispania pues había
sido gobernador de las dos provincias en el bienio 169-168 a.C. La elección y envío de este
distinguido general refleja posiblemente lo delicado de la situación, aunque también, como se verá, las
divergencias existentes en Roma frente al conflicto. La estrategia de Marcelo fue completamente
distinta a la de Nobilior: se retiró de Numancia y prefirió combinar fuerza y diplomacia, actuando
militarmente sobre los bordes de la zona de conflicto y negociando individualmente con cada uno de
los coaligados. Con ello consiguió que la mayoría –incluidos lo arévacos– aceptasen enviar
embajadores a Roma para negociar los términos de un nuevo acuerdo en el espíritu del de Graco; pero
el Senado desautorizó al cónsul tachándole de blando y de comportarse de un modo impropio, e
impuso la continuidad de la guerra. Marcelo acató la decisión senatorial y tras invernar en la Ulterior
(se dice que la fundación de Corduba corresponde a esa estancia), atacó directamente el núcleo central
de Celtiberia, logrando encerrar a los numantinos tras sus muros y forzando a que éstos y a sus
vecinos (pelendones, titos y belos) firmasen un nuevo tratado de paz con Roma (152 a.C.).
Contemporáneamente, en la otra provincia, el gobernador de turno, L. Atilio, repitiendo la estrategia
de su colega de la Citerior, lanzó un ataque contra el corazón mismo de sus problemas, la Lusitania,
tomó una ciudad de nombre y situación desconocida, y consiguió que los habitantes de la comarca y
sus vecinos, los vetones, depusieran las armas en unas condiciones similares a las negociadas por los
celtíberos.
Lo sucedido en Segeda, demuestra palmariamente que Roma deseaba la guerra y que sus pretextos
eran sólo circunstanciales, una situación que debió de ser corriente en esos años, porque de nuevo
tiene brillantes paralelos en otros escenarios. El mejor, sin duda, es el famoso discurso belicista de
Catón ante el Senado (146 a.C.), en el que adujo la competencia de los excelentes productos agrícolas
púnicos como motivo para atacar y destruir Cartago; lo que las fuentes clásicas omiten es que Catón
habló justamente después de que los cartagineses hubiesen pagado las indemnizaciones de guerra
impuestas tras la derrota anterior.
A la vez, todo parece indicar que la actuación en Hispania era objeto de polémica entre diversas
facciones romanas, unas defendiendo la mano dura y la agresividad; otras, la moderación y la
tranquilidad, no tanto porque sus principios fueran distintos, sino porque consideraban de mayor
interés o más prioritarias otras regiones del Mediterráneo. El predominio de una u otra tendencia
seguramente explica por qué la estrategia de Nobilior fue radicalmente modificada por Marcelo y que
el Senado vetase la solución lograda por éste, mientras que, en cambio apoyó la paz lograda in
extremis justo cuando su sucesor, uno de los miembros de la facción “de halcones”, L. Licinio Lúculo,
cónsul en el 151 a.C., se dirigía a la Citerior para hacerse cargo del mando. Es muy posible que Lúculo
y sus partidarios lo hubieran preparado todo para que éste se beneficiara de la guerra en la Celtiberia,
pero su sorpresa al llegar debió de ser mayúscula porque se encontró con que los arévacos y sus
aliados quedaban fuera de su alcance, protegidos por el tratado recién firmado.
II.2.3.5 La peor cara de Roma: Lúculo y Galba
Lúculo, sin embargo, apenas se arredró ante esta dificultad y llevó la guerra a los vacceos, unas gentes
situadas a Occidente de la Celtiberia, de costumbres similares a los celtíberos y que servían de puente
entre éstos y los vetones y lusitanos, los archienemigos de la Ulterior. Sobre el papel, pues, el plan se
concebía prometedor, por cuanto el dominio de esa nueva comarca ofrecía una atractiva base para
futuras operaciones tanto en la Celtiberia como en la Lusitania. Esas potenciales ventajas fueron
seguramente las que ocultaron la parte temeraria y arriesgada del plan de Lúculo, que obligaba a sus
tropas a desenvolverse fuera de sus líneas de comunicación habituales y a avanzar teniendo en uno de
los flancos a un antiguo enemigo apenas sometido y en el otro a quienes eran francamente hostiles.
Lúculo, sin embargo, con la muy romana actitud de que la Fortuna ayuda a los atrevidos y que, en todo
caso, esos inconvenientes no eran nada frente a la necesidad de fama y dinero que sólo podía recibir de
una exitosa campaña militar, siguió adelante con su estrategia. Apiano, por lo demás, recalca que la
campaña iba en contra de las instrucciones recibidas del Senado y que tampoco respondía a un ataque
o provocación previa.
La penetración en territorio vacceo se produjo desde el sur y Lúculo asedió con grandes pérdidas la
ciudad de Cauca (hoy Coca, en Segovia); contra todo pronóstico, consiguió rendir la ciudad mediante
una añagaza pero, en vez de atenerse a las condiciones estipuladas con los vencidos, ordenó ejecutar a
los 20.000 varones de la ciudad. Seguramente, la cifra ofrecida por Apiano (Iber. 49-52) es exagerada
pero el número no modifica lo terrible del suceso. Las fuentes clásicas reflejan ocasionalmente el
cruel destino de los habitantes de las ciudades asediadas y asaltadas, que eran frecuentemente
masacrados sin piedad o se suicidaban masivamente en la inminencia del asalto, para así evitar tortura
y sufrimientos y negar al enemigo el consuelo de cebar en ellos su crueldad. Aunque hay varios relatos
de la especial violencia con la que los romanos llevaron a cabo varios asaltos, ese comportamiento no
era exclusivo suyo. En la práctica, asediar una plaza era algo que los ejércitos antiguos evitaban en lo
posible, porque eran operaciones tan temibles para los asediados como para los asaltantes, costosas en
vidas y dineros y muy arriesgadas, porque tener acuarteladas muchas tropas en un corto espacio
causaba serios problemas de intendencia y sanitarios; y colocaba frecuentemente a los sitiadores entre
dos fuegos, el de los asediados y el de las tropas enviadas en su rescate. Por eso se buscaba capturar
las ciudades sin asedio, mediante estratagemas, quintas columnas o rindiéndolas por desesperación en
el tiempo más corto posible. Y si el asedio era inevitable, la solución última del asalto era aún peor,
por lo peligrosa y arriesgada. Una vez que se llegaba a ella, era costumbre que se permitiera a los
asaltantes cualquier tipo de desmán (“combate sin cuartel”, la llamaron los ejércitos europeos)
después de ganada la ciudad, para que la tropa se vengase en los vencidos, tomara compensación de
sus sufrimientos en el botín y, sobre todo, para que las trágicas consecuencias de la fallida resistencia
disuadieran a otros, ahorrando de este modo vida y penalidades a futuros contendientes.
Sin embargo, la crueldad innecesaria podía tener los efectos contrarios y eso parece haberle pasado a
Lúculo, que siguió avanzando hacia el Norte en medio de una feroz resistencia. La Historia reporta en
su haber la ganancia de la poderosa Intercatia (posiblemente Montealegre de Campos, en Valladolid),
pero dice menos de sus fracasos, hasta que el empuje se estrelló en Pallantia (localizada en la moderna
Palencia o en la vecina Palenzuela), a la que asedió sin éxito. La estación estaba muy adelantada y en
la alternativa de tener que invernar en la zona para poder continuar la campaña, Lúculo prefirió
regresar a sus bases, sin haber sastisfecho sus expectativas pero con el Senado permitiéndole
tácitamente una conducta que sabían injustificada.
Mientras, en la Ulterior, el pretor Sulpicio Galba fue responsable de romper el frágil equilibrio
logrado por su predecesor, Atilio Serrano, en la relaciones con los lusitanos. Galba comenzó su
gobierno con escasa fortuna porque las campañas contra Lusitania le proporcionaron escaso lustre y
demasiados desastres, pero el fracaso de Lépido en el país de los vacceos permitió, en cambio, que
echase una mano a su colega en la vecina provincia. Entre los dos consiguieron revertir la fortuna de
la guerra y llegar a un cierto entendimiento con algunos grupos lusitanos, con los que Galba intentó la
misma política que Graco había utilizado con tanto éxito en Celtiberia: el ofrecimiento de buenas
tierras de labor a cambio de desocupar sus nidos de águila y abandonar su lesivas costumbres
tradicionales. Cuando, en el 150 a.C., los dispuestos a aceptar la oferta de Galba se presentaron en el
lugar concertado –del que no se ha preservado memoria–, las tropas romanas los masacraron sin
piedad, pereciendo 30.000 y siendo capturados y vendidos como esclavos el resto. La tradición sitúa
entre quienes se salvaron a un joven llamado Viriato, cuyo odio a los romanos se justifica con esta
perfidia.
Galba y Lúculo destrozaron las esperanzas de un arreglo pacífico en la Meseta y demostraron que la
agresividad y la ambición romanas no tenían freno. Lúculo apenas ganó o perdió con lo hecho en
Hispania, pero ya hemos visto que a Galba se le juzgó a su regreso en el 149 a.C. porque su conducta
con los lusitanos había escandalizado a Roma. El acusador fue Catón, mientras que Galba fue
defendido con éxito por Claudio Marcelo, el que había pactado con los celtíberos para evitar que
Lúculo pelease con ellos. Como hemos visto en el caso de los procesados unos años antes, la
absolución no libró a Galba de otros estigmas, que le pasaron factura cuando, cinco años después, se
postuló para dirigir la guerra contra Viriato y el Senado le denegó el encargo.

II.2.4 Viriato
Seguramente se debe al impacto de la masacre que durante dos años no haya noticias de actividad
bélica en la Lusitania. Luego, en el 147 a.C., Apiano registra el desastre en un lugar de situación
desconocida que las fuentes llaman Tribola, del pretor Vetillo, que fue derrotado, hecho prisionero y
muerto por los lusitanos dirigidos por Viriato, un personaje al que los antiguos convirtieron en
exemplum retórico al servicio de diversas causas y, desde entonces, más de una vez ha vuelto a ser
puesto al servicio del patriotismo en los dos países peninsulares. Desgraciadamente, la verdadera
personalidad y las circunstancias del individuo están prácticamente perdidas para la historia, porque
las fuentes disponibles no son muy lúcidas y los detalles que transmiten son fragmentarios y con
frecuencia contradictorios y reelaborados (App., Iber., 60-75; Liv., Periochae 52-54; Diod. 33), a pesar
de que tanto Polibio como Livio debieron tratar ampliamente del personaje. Apiano se supone
derivado de la obra polibiana, mientras que la breve nota de Diodoro se cree un resumen de Posidonio;
además muchas de esas noticias parecen tener un trasfondo propagandístico o moralizante, ya que en
torno al personaje se tejió una red de intereses que es difícil desenmarañar: los romanos le tacharon de
“pastor y bandolero” (pastor et latro, o sea, el arquetipo de la barbarie), pero otros datos hacen de él
un aristócrata local con carisma y aspiraciones monárquicas sobre su pueblo (vid. vol.II, I.2.7.5). Hay
quien sostiene que Viriato fue elegido por los estoicos como ejemplo del perfecto gobernante, y
cualquier retrato del personaje está empañado por otros tópicos modernos que hacen de él el luchador
de las libertades y el inventor de eso que ahora se llama “guerra asimétrica” o guerra de guerrillas.
Fríamente considerados, los datos disponibles no ofrecen una justificación de las causas del conflicto
entre los romanos y los lusitanos, ni explican por qué o cómo Viriato se convirtió en el líder de éstos.
Por ello, la historia del caudillo lusitano no es tanto el relato de sus motivaciones y propósitos, cuanto
el de sus éxitos y fracasos y, como ya estamos bien acostumbrados, vistos siempre desde la óptica de
sus enemigos.
La victoria de Tribola sembró de inquietud amplias comarcas de la Península. Los agentes eran, al
parecer, pequeñas partidas que no buscaban el enfrentamiento en campo abierto, sino que hostigaban
continuamente el territorio bajo dominio directo de Roma o en su zona de influencia, atacando
destacamentos de tropas, asaltando ciudades y pueblos e interrumpiendo el tránsito por caminos y
vías. Debido seguramente a la minúscula escala de la violencia, los romanos consideraron bandoleros
a los integrantes de esas partidas, aunque los gobernadores de las dos provincias fracasaron
sistemáticamente en sus intentos de reducir el descontrol durante los dos años siguientes.
Como la destrucción de Cartago y Corinto había terminado, respectivamente, con los problemas
bélicos en Grecia y África, y los problemas en Hispania se agravaban, el Senado decidió aprovechar la
menor conflictividad en otros lugares para asignar la Ulterior al cónsul del 145 a.C., Q. Fabio
Máximo, con las fuerzas habituales en un mando de su dignidad, es decir, una considerable fuerza
formada por dos legiones, más su complemento de aliados y las tropas ya acuarteladas en la provincia.
En los dos años que duró su encargo, Máximo cosechó algunos éxitos que devolvieron a la Ulterior la
semejanza de paz, posiblemente expulsando a Viriato de ella. No es seguro quién gobernaba
contemporánemente la Citerior, aunque hay dos intrigantes noticias de Apiano (Iber., 63 y 66), en las
que informa, respectivamente, que la primera víctima de Viriato, el ya mencionado Vetillo, alistó a
5.000 soldados de los belos y titos para ayudarle en Lusitania, mientras que algo más tarde, un
innombrado gobernador de la Citerior (quizá C. Lelio, a partir de una poco clara referencia de
Cicerón) expulsó a Viriato de su jurisdicción después de que éste sublevase, precisamente, a los titos y
los belos. Que este hecho no mejoró la situación de la provincia se deduce de que su sucesor fue otro
peso pesado, el cónsul del 143 a.C., Q. Cecilio Metelo Macedónico, recientísimo triunfador en Grecia
contra macedonios y aqueos.
Mientras, en la Ulterior, la estabilidad lograda por Máximo se vio alterada ya que Viriato renovó sus
acciones quizá porque en los años 143-141 a.C. tuvo enfrente a un gobernador a quien Apiano califica
de “cobarde e inexperto” (App., Iber., 66) –sin embargo, cuando el personaje regresó a Roma, fue
elegido cónsul– y a quien afligió más de un sonada derrota. Los lusitanos llevaron a cabo varias
provechosas expediciones contra las comarcas más orientales de la Citerior y afianzaron su dominio
en la región comprendida entre el Guadiana y las sierras de Huelva y Córdoba, donde parecen haber
logrado el apoyo de varias ciudades.
Por este motivo, y ante la gravedad de la situación, la campaña contra Viriato requirió el mando de
uno de los cónsules salientes del 142 a.C., Q. Fabio Maximo Serviliano, lo que convertía la guerra en
Lusitania en un asunto de familia. Como se ha podido observar, la reconstrucción de la historia de este
periodo se enfrenta a la frecuente homonimia de los personajes involucrados; como buenos
aristócratas, los nobles romanos consideraban honroso y útil repetir en los descendientes los nombres
de sus más ilustres antecesores, lo que planteaba serios problemas de identificación incluso entre sus
contemporáneos. De ahí el frecuente recurso a sobrenombres derivados de rasgos individuales de
apariencia o carácter, que unas veces eran meramente descriptivos (Crassus, el Gordo; Barba,
Barbatus e incluso Ahenobarbus, “el Barbaroja”; Quadratus, el Cachas; Pulcher, el Guapo) y otras
peyorativos o cómicos (Verrucosus, el Verrugas; Nasica, el Narices; Lentullus, el Tontito). Si el así
designado se hacía famoso, sus herederos adoptaban el apodo agotando su utilidad, por lo que había
que añadir otros más “individualizados”, como Africanus, Macedonicus o Aemilianus: los dos
primeros recuerdan las hazañas bélicas de sus portadores, mientras el segundo alude a la extendida
práctica romana de la adopción, recordando que la familia de sangre del adoptado era laAemilia. Ésta
era precisamente la situación de los tres cónsules que pelearon contra Viriato: Q. Fabio Maximo
Emiliano (cónsul en el 145 a.C. y promagistrado en la Ulterior entre 145-143 a.C.) era un hijo natural
de L. Emilio Paulo y por lo tanto, hermano de P. Cornelio Escipión Emiliano, el expugnador de
Numancia; mientras éste fue adoptado por la poderosa familia Cornelia, el bastardo lo fue por el
pretor Q. Fabio Máximo, quien también se hizo cargo de un hijo
[Fig. 81] La muerte de Viriato (detalle) de J. de Madrazo (1818). Visión idealizada del jefe lusitano
como héroe neoclásico. Museo del Prado, Madrid.
de Cn. Servilio Cepión, que pasó a llamarse Q. Fabio Maximo Serviliano (cónsul en el 142 a.C. y
comandante en Hispania en 141-139 a.C), que era el personaje aludido antes de este excurso y que
como veremos, fue sucedido en el mismo mando por su hermano de sangre, Cn. Servilio Cepión
(cónsul en el 140 a.C.).
El panorama que encontró Serviliano a su llegada a la Ulterior no era muy halagüeño, pues los
lusitanos parecían haberse apoderado de algunas comarcas de la provincia. Apoyado por el refuerzo de
la caballería númida, el gobernador romano consiguió que Viriato se replegara hasta la Lusitania
propia; pero cuando trataba de redondear sus éxitos antes de entregar el relevo a su sucesor (y como se
ha dicho, también hermano de sangre, Q. Servilio Cepión, que había sido el cónsul del 140 a.C.), en el
asalto de una localidad llamada Erisane (quizá Lucena, en Córdoba, pero sin certeza), Serviliano se
vio envuelto en un auténtico desastre, porque Viriato acorraló sus tropas y le obligó a rendirse. Los
términos de la rendición, sorprendentemente, fueron aceptados y refrendados por el Senado romano:
se reconocía el legítimo dominio del jefe lusitano sobre el territorio que controlaba (quizá la Beturia y
zonas vecinas), asegurándole un tratamiento preferente como aliado y amicus Populi Romani.
No constituye un gran desafío imaginar cuál debió de ser la desesperación del nuevo gobernador,
recién llegado a su provincia, que se topaba con la noticia de que la provechosa campaña que soñaba –
atribuirse la gloria de haber derrotado a Viriato y el considerable botín que traía–, se habían esfumado
por completo porque el enemigo del pasado era, ahora, ¡un buen aliado y amigo del Pueblo romano…!
Consta que Cepión se quejó insistentemente de las condiciones del tratado y parece que, con la
autorización del Senado, actuó contra Viriato, primero en secreto y luego, a partir del 139 a.C.,
abiertamente, atacando y tomando Arsa, una plaza de la Beturia de localización incierta que algunos
sitúan en la vecindad de Zalamea de la Serena (Badajoz). Al parecer, Cepión tendió una emboscada a
los lusitanos, de la que Viriato escapó huyendo hacia Occidente, pero perseguido de cerca por los
romanos. Sin embargo, Viriato no sólo consiguió astutamente desengancharse de sus seguidores sino
que regresó al núcleo de sus dominios, desde donde aguantó con fortuna los repetidos asaltos de su
enemigo mientras intentaba encontrar una salida razonable al conflicto. Primero lo intentó con Popilio
Laenas, cónsul del 139 a.C. y gobernador de la Citerior que, como veremos al tratar de Numancia (vid.
infra), había recibido la provincia en unas condiciones similares a la de Cepión, porque su antecesor,
Q. Pompeyo había sido forzado por los numantinos a firmar otro tratado que, en este caso, el Senado
consideró humillante y se negó a ratificar. Cuando los tratos con Popilio fallaron, Viriato entabló
conversaciones con Cepión y, de algún modo, el romano consiguió atraerse a los representantes
lusitanos convenciéndoles de que el conflicto no tenía otra salida que la eliminación de Viriato. La
conspiración triunfó y el caudillo lusitano entró en la leyenda como consecuencia de su pérfido
asesinato en el 139 a.C. Los conjurados (Audax, Ditalcón y Minuro, naturales de Urso, según Diodoro
de Sicilia) no lograron lo que pretendían con el asesinato de su líder, fuera lo que fuese; y Cepión dejó
Hispania habiendo logrado la casi completa sumisión de los lusitanos, por lo que esperaba,
seguramente, ser premiado con una merecida procesión triunfal a su regreso en Roma. Pero el Senado
le negó tal honor por la forma en que condujo y terminó la guerra.
La desaparición de Viriato no trajo inmediatamente la paz a Lusitania, puesto que las fuentes registran
operaciones militares en la región durante todo el siglo siguiente, pero indudablemente rebajó su
virulencia. El sucesor de Cepión en la Ulterior, Décimo Junio Bruto (cónsul en 138 a.C.), recibió el
encargo de terminar de asentar a los combatientes de la pasada guerra en tierras fértiles,
atribuyéndosele la fundación de Valentia (seguramente la actual Valencia, pero no todo el mundo está
de acuerdo); y de pacificar la zona conquistada, que posiblemente alcanzaba ya la línea del Guadiana
y, quizá, en algunas regiones, la del Tajo. Acabadas esas tareas, Bruto dedicó su segundo año a lo que
un aristócrata romano consideraba más heroico y digno que la organización de un territorio
pacificado. A este fin buscó pelea fuera de los límites de provincia pacata, avanzando hacia el Norte
hasta alcanzar las orillas del Duero; allí asedió Pallantia en una maniobra concertada con el colega de
la Citerior, Emilio Lépido, que fracasó por falta de medios y porque recibieron la orden expresa del
Senado de abandonar la intentona. Bruto, sin embargo, continuó avanzando hacia el norte, hasta las
tierras del Miño, y durante la expedición hizo suficientes méritos para lograr, a su regreso a Roma, los
honores triunfales y el apodo de “Galaico” (137 a.C.). Sin duda, en Roma se pensó que el oro que
Bruto aportaba era suficiente compensación por su atrevimiento y que, además, confirmaba los
rumores existentes sobre ricos yacimientos auríferos en la zona, que merecería explorar más adelante.
II.2.5 El asalto a Numancia
Como ya se ha dicho, en el 143 a.C., las acciones de Viriato parecen haber propiciado que los
celtíberos se levantasen en armas y la gravedad de la amenza probablemente explica que el Senado
reservase la Citerior como provincia para uno de los cónsules de ese año. El elegido fue Cecilio
Metelo, quien dirigió sus esfuerzos contra los habitantes de la parte oriental de la Meseta, logrando
bastantes éxitos en su gobierno bienal, gracias a una estrategia metódica y continuada que le permitió
avanzar desde las bases seguras del litoral hacia el interior de la Meseta. Primero, sometió a los
habitantes de las comarcas más orientales de la Celtiberia (lusones, titos y belos, donde quizá debe
situarse la expulsión de los agentes de Viriato atribuidos por Apiano al misterioso Quintio),
obteniendo una importante victoria junto a Contrebia y la entrada en esta ciudad, que se identifica con
las ruinas de Botorrita, en Zaragoza, pero de forma incierta, porque la escueta noticia antigua pasa por
alto que ese topónimo fuera muy corriente en la Céltica hispana. Luego, Metelo, en vez de avanzar
directamente hacia el corazón de la comarca arévaca, se dirigió hacia sus partes más occidentales, las
límitrofes con los vacceos; es muy posible que este movimiento de tenaza buscase disuadir
potenciales ayudas para su principal objetivo, Numancia y sus alrededores, que alcanzó justo cuando
expiraba su mandato y que no pudo renovar debido al clima de crispación política reinante en Roma,
donde las facciones peleaban vehementemente por cada elección y por cada provincia.
Su relevo correspondió al cónsul del 141 a.C., Q. Pompeyo, un homo novus ambicioso y bisoño a quien
se dotó de notables fuerzas y que inmediatamente centró su interés en Numancia, fracasando
estrepitosamente en el asalto frontal. Y tampoco le resultó favorable el intento sobre la vecina ciudad
de Termes (Montejo de Termes, Soria). Estas dos incursiones parecen haber consumido el primer año
de gobierno de Pompeyo, que a pesar de los pobres resultados, vio renovado su mandato. En su
segunda campaña, Pompeyo se planteó la rendición de Numancia por asedio, pero la dureza y
dificultad de los trabajos de circunvalación, el clima desfavorable y la baja moral de la tropa le
obligaron a entablar negociaciones secretas con los numantinos que le permitieran una salida digna y
que satisfacieran el orgullo romano. Como Pompeyo mintiera a su sucesor y al Senado sobre la
existencia de esos tratos, su descubrimiento desveló el desprecio que la aristocracia romana “de
siempre” sentía por los advenedizos: el procónsul fue procesado por un delito de extorsión durante su
gobierno provincial, cargo del que fue luego exonerado.
El sustituto de Pompeyo fue el cónsul Popilio Laenas, al que ya se ha mencionado en su papel de
mediador en la crisis entre Cepión y Viriato. Popilio tuvo la misma adversa suerte que su predecesor
en el asalto directo a Numancia y ello le llevó posiblemente a sustituir el ataque frontal contra el
enemigo por incursiones de menor entidad contra las ciudades vacceas vecinas de los arévacos,
acusadas de auxiliar a los numantinos. En una de esas razias Popilio recibió ayuda de Cepión, su
colega a cargo de la Ulterior, quien avanzó desde el Guadiana hasta el Duero y abrió,
presumiblemente, el camino a la expedición de Junio Bruto en el 137 a.C.
La incapacidad romana alcanzó su cenit cuando el cónsul del 137 a.C., C. Hostilio Mancino, recibió el
mando de la provincia y no sólo fue incapaz de repetir la rutina de sus predecesores asediando en
tiempo la plaza fuerte arévaca, sino que alarmado ante las noticias de refuerzos enemigos, abandonó
apresuradamente sus campamentos y cayó en una emboscada tan desfavorable que se vio obligado a
capitular. Escamados posiblemente por lo sucedido con Pompeyo, los numantinos obligaron a Hostilio
a refrendar las condiciones de rendición con su imperium. El tratado fue considerado tan humillante
por el Senado que Hostilio fue depuesto de su provincia y sustituido por su colega en el consulado M.
Emilio Lépido (ya mencionado también al hablar de Junio Bruto en la Ulterior); para deshacer el voto
cuasireligioso a que les obligaba el tratado, la escrupulosidad romana requirió que a Mancino se le
arrebatase el imperium y la ciudadanía romana mediante un plebiscito, a la vez que se decretaba su
entrega a los de Numancia a cambio del repudio del tratado. En el 136 a.C., los numantinos debieron
asistir asombrados a la tétrica y muy simbólica ceremonia exigida por el derecho fecial: un cónsul
romano, Furio, ayudado por otros dos excónsules, Metelo Macedónico y Q. Pompeyo, condujeron
desnudo y con las manos atadas a la espalda al depuesto cónsul y lo abandonaron a las puertas del
enemigo. Los numantinos no aceptaron a Mancino, quien regresó a Roma para arrostrar la humillación
de ser expulsado del Senado.
Todo el affaire otorgó a Celtiberia dos o tres años de drôle de guerre, porque el escándalo paralizó la
actividad romana. El Senado debió de estar muy ocupado consultando y discutiendo cómo obviar sin
castigo divino lo acordado por Mancino en el ejercicio de su imperium. Esa perplejidad es
seguramente responsable de que el Senado prohibiera el ataque contra Pallantia emprendido por
Lépido y Bruto en 137 a.C. Una

[Fig. 82] Viviendas de época romana de Numancia (Garray, Soria)


vez descubierto el modo de romper el tratado sin escrúpulos, Furio se encontró con pocas fuerzas para
atacar al enemigo, mientras que su sucesor, Q. Calpurnio Pisón, volvió a enfrentarse contra los
numantinos con escaso éxito, lo que no debe extrañar considerando el impacto de lo sucedido y su
efecto sobre la moral de las tropas.
En esas condiciones y ante la parálisis del Senado no debe sorprender que, convenientemente
motivado por una facción senatorial, el Pueblo de Roma decidiese tomar el asunto en sus manos y
exigiese que se confiase la dirección de la guerra a Publio Cornelio Escipión Africano Emiliano, un
personaje en el que confluían dos grandes y poderosas tradiciones familiares. Por un lado, era el hijo
segundón de M. Emilio Paulo, el gobernador de la Ulterior en 191-189 a.C., el imperator del bronce de
Lascuta y patrono de los hispanos en el proceso del 171 a.C., que había aumentado su ya considerable
influencia política y social triunfando sobre el rey de Macedonia en la batalla de Pidna (168 a.C.); y
por otro, había sido adoptado por un hijo de P. Cornelio Escipión Africano, el vencedor de Aníbal y
otro viejo héroe curtido en las campañas hispanas.
Escipión Emiliano heredó, pues y por partida doble, una ambición tan grande como su linaje, que le
urgía a superar o, al menos igualar, las hazañas de sus antepasados. De momento, tras alcanzar el
consulado en el 147 a.C., había concluido velozmente y con todo éxito la guerra contra Cartago,
igualando, de este modo, la gloria de su abuelo adoptivo. En los años posteriores, su prestigio le ganó
una posición privilegiada e influyente en la dirección de la política romana, que le permitió mantener
un ojo avizor sobre los asuntos hispanos, a los que le vinculaba su tradición familiar y su propia
experiencia, pues había acompañado al cónsul Lúculo a la Citerior como miembro de su Estado Mayor
(151-150 a.C.). En el 144 a.C. impidió que cualquiera de los cónsules de ese año obtuviese el mando
de la guerra contra Viriato, que ambos ambicionaban; y fue uno de los que más ofendido se mostró en
el Senado por la conducta de Mancino. Como se ve, un personaje poderoso y con muchos enemigos,
que se movilizaron contra él cuando conocieron su interés por la campaña numantina y que para
obtenerlo, necesitaba la abolición de una ley anterior que prohibía que un cónsul volviera a
desempeñar esa magistratura. Escipión y sus partidarios pelearon duramente ambas batallas y
finalmente fue elegido cónsul por segunda vez en el 134 a.C., pero con un precio, porque el Senado
consideró que no necesitaba tropas extraordinarias para acabar con Numancia.
Escipión partió, pues, para su nueva provincia acompañado únicamente por el refuerzo de sus amigos
y clientes, 4.000 voluntarios, entre los que se contaban el historiador Polibio (vid. vol.I, I.1.4: Polibio,
testigo de Roma en Hispania), Lucilio el poeta y personajes de futuro lustre político como C. Mario y
C. Sempronio Graco. A juzgar por lo que queda de Numancia, es difícil comprender cómo un lugar tan
pequeño consiguió resistir durante tanto tiempo; posiblemente, pues, el Senado romano tenía razón y
Escipión no precisaba más tropas (se calcula que en ese momento debía haber unos 60.000 hombres
destinados contra Numancia), sino de disciplina y moral para quienes llevaban muchos años de
servicio de armas, estaban quejosos por la aspereza del clima y la tierra, carecían del aliciente de ricos
botines, habían sido humillados por los escándalos y la falta de victorias y, sobre todo, habían estado a
las órdenes de generales egoístas y ansiosos de gloria propia, que no querían siquiera oír la palabra
fracaso.
Apiano y Plutarco han dejado un buen relato de cómo Escipión, al hacerse cargo de las tropas, reforzó
la disciplina y sometió a los soldados a un duro entrenamiento que incluía la construcción de una
completa circunvalación de la ciudad. Porque el nuevo general, analizando fríamente sus posibilidades
y dejando al margen las soluciones heroicas y precipitadas de sus antecesores –la batalla campal o
asalto frontal de la plaza–, optó por rendirla por hambre. Su primera prioridad fue negar a los sitiados
cualquier contacto con el exterior mediante una circunvalación que incluía campamentos, torres de
vigilancia, trincheras y empalizadas, y el bloqueo de los ríos que pasan junto a la ciudad, que era por
donde los numantinos habían recibido suministros y pertrechos en el pasado. Luego, en el verano del
134 a.C., emprendió una campaña contra los pueblos vecinos para apoderarse o quemar sus cosechas,
particularmente las de los vacceos, evitando de este modo la posibilidad de que pudieran asistir a los
asediados. Éstos aguantaron durante el invierno del 134-133 a.C, pero su situación era desesperada e
intentaron en varias ocasiones conseguir ayuda externa o negociar una solución honrosa para ambas
partes, a lo que se negó Escipión. La inutilidad de ello les llevó a forzar una salida contra las
fortificaciones de los sitiadores, pero fracasaron con grandes perdidas. Tras quince meses de asedio,
los numantinos se rindieron incondicionalmente, pero Escipión debió imponer unas condiciones tan
duras que muchos prefirieron morir antes que aceptarlas y las imágenes de esos suicidios han
alimentado desde entonces la leyenda de Numancia. Cuando las tropas romanas asaltaron los muros,
en el verano de 133 a.C., sólo encontraron cadáveres y los espectros de los supervivientes. Escipión
mandó incendiar la ciudad, repartió las tierras y propiedades de los numantinos entre los vecinos que
habían colaborado con él y ajustó cuentas con las ciudades que habían simpatizado con los vencidos.
Luego, licenció a las tropas y se regresó a Roma para recibir un merecido triunfo y el apodo
Numantino, con el que también se le conoce.
Parva nunc civitas, sed gloria ingens [un pueblo ahora pequeño, pero grande en gloria]. Esta frase de
Tácito describe perfectamente los sucesos de Numancia, porque conociendo la magnitud de sus ruinas
y lo áspera y despoblada que resulta la comarca que la sostiene, resulta difícil entender cómo una
población que quizá no llegase a los 10.000 habitantes pudo aguantar lo que aguantó, salvo que su
resistencia se benefició de la inoperancia y los errores de los romanos. Por ello, y sin negar el
sufrimiento de diez años de guerra casi continua y quince meses de asedio total y sin esperanza, la
ingens gloria de los numantinos debe más a la propaganda favorable a Escipión que a sus propias
hazañas: los méritos del vencedor se enaltecen conforme aumentan la fortaleza, la valía y la
resistencia de sus enemigos. Por eso, Numancia no puede entenderse como un hito equiparable a
hechos contemporáneos como el incendio de Corinto o la destrucción de Cartago. Éstos son indicios
claros de cómo la seguridad de la oligarquía romana en su destino y la belicosidad de las tropas que
comandaban lograron vencer en buena lid a estados tan desarrollados y potentes como Roma.
Numancia, en cambio, fue arrollada por alguien más grande y poderoso sencillamente porque no podía
admitir que el fracaso ante una pequeña población –una mísera aldea en comparación con aquellas
urbes mediterráneas– fuera resultado de la ciega ambición de sus líderes y de las propias
contradicciones de su sociedad. Mientras que la destrucción de Corinto y Cartago marcó la sumisión
de Grecia y África, la caída de Numancia apenas resolvió los problemas de los pueblos meseteños, que
siguieron oponiéndose con diverso resultado a los romanos durante un siglo más.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Los relatos de los autores clásicos sobre Hispania no son ciertamente fuentes históricas modélicas;
como se ha dicho en otro lugar de esta obra (vide vol.I, I.1.2), han llegado a nosotros de modo
fragmentario, son partidistas y habitualmente consideran que no existe otro tema de interés que las
“hazañas bélicas”. Tienen, en cambio, la inmensa ventaja de proporcionar un esquema temporal claro
que admite fácil sincronía; el esqueleto cronológico lo constituyen las listas consulares y un cómodo
recurso es la ya mencionada http://www.attalus.org, que ofrece esas listas y los acontecimientos
recogidos por nuestras autoridades en los diversos lugares del Mediterráneo. En el caso de la
Península, el marco cronológico depende de la lista de los promagistrados que gobernaron las
provincias hispanas, donde caben algunas incertidumbres provocadas unas veces por lo incompleto del
registro y otras por los errores de las fuentes. Un intento de clarificar la cuestión puede encontrarse en
Salinas, 1995, con listas completas de los gobernadores de ambas provincias y discusión de los
principales problemas asociados. Por otro lado, la dicotomía de Hispania en dos provincias a la que
apuntan las listas de gobernadores, quizá no fuera tan nítida como aparece en nuestras fuentes y, por
ende, en los demás relatos, incluido éste. Las misiones debieron de ser en un principio simples
indicaciones de objetivos sin un preciso refrendo geográfico y hemos visto suficientes ejemplos de
gobernadores que las modificaron para hacer frente a las circunstancias sobrevenidas o para crear las
condiciones que les convenían; en esa misma línea, no debe extrañar que, de vez en cuando, los
gobernadores de una y otra provincia parezcan haber cambiado los papeles y actúen en la jurisdicción
de su colega, en parte porque los límites territoriales no debían estar bien definidos y en parte, porque
la cooperación entre ellos era una necesidad; todas estas cuestiones, para las que no hay reglas
precisas y sí, en cambio, muchas excepciones, están tratadas en el libro de J.M. Roldán y F. Wulff
sobre las provincias romanas de Hispania durante la República (Hervás/Wulff, 2001). Vide
igualmente, Knapp, 1977.
Por otro lado, las narraciones de Livio, Polibio y Apiano reflejan un complejo conocimiento
geográfico y están llenas de referencias a lugares y pueblos de la Península; no todas esas menciones
son uniformes ni deben tomarse al pie de la letra, porque la experiencia topográfica y étnica de los
romanos fue progresando conforme se internaban en el interior de Hispania. De este modo, una
referencia puede no significar lo mismo a comienzos del siglo ii a.C. que un siglo después ni aludir al
mismo ámbito geográfico. Y, menos aún, guardar relación con nuestra reconstrucción de la geografía
étnica de Hispania, que debe casi todo a Tolomeo, un autor del siglo ii d.C., residente en Alejandría de
Egipto y que nunca estuvo en la Península (vide vol.I, I.1.3: Toponimia en coordenadas: Claudio
Tolomeo). La reciente reedición de una popular obra de hace cincuenta años (Schulten, 2004), hace
caer en la increíble repercusión práctica que la distribución territorial de las tribus hispana puede tener
en España y Portugal 2.000 años después. Para quien tenga dudas al respecto, es de utilidad el ya
mencionado Diccionario de la Antigüedad de Hispana (Roldán, 2006), aunque los intrépidos
pueden internarse a su riesgo en el campo de las hipótesis de investigación con resultados a veces
sorprendentes e instructivos: véanse en este sentido Capalvo, 1996; y Gómez Fraile, 2001a; 2005. Para
quien quiera información rápida (pero en ocasiones, confusa), una visita a las secciones de
http://www.celtiberia.net, puede resolverles el día.
Los problemas que presentó a Roma la conquista y administración de los territorios hispanos fueron
en gran medida inéditos y se afrontaron con una mezcla de improvisación, experiencias pasadas e
innovación. El examen de lo que la conquista de Hispania supuso es abordado por J. Richardson, que
hace hincapié en el valor de esa experiencia para entender la organización de las provincias
conquistadas más tarde, especialmente las de Europa Central (Richardson, 1986; 1998). Este relato
asume sin ambages que, en la mayor parte de los casos, la responsabilidad inmediata detrás de todos y
cada uno los conflictos acaecidos en Hispania en el periodo tratado reside en Roma, bien
colectivamente (las decisiones del Senado), bien individualmente (sus representantes en la Península).
Esta tesis es ciertamente contraria a la opinión común durante mucho tiempo, que recogía la idea de
Livio y otros autores antiguos de que Roma sólo peleó guerras justas en defensa de la palabra dada o
de sus aliados. Sin embargo, el juicio moderno sobre el asunto es mucho menos benevolente y el ya
clásico libro de W.V. Harris constituye un excelente y bien documentado alegato sobre cómo y por
qué los romanos amaban la guerra, sobre la patente agresividad de su psicología colectiva y sobre el
profundo componente mágico y religioso que rodeaba su comportamiento violento (Harris, 1989).
Otras obras generales sobre Hispania romana citadas en la bibliografía de la introducción al bloque IV
del presente volumen (“Algunos motivos de admiración”), tratan a fondo este periodo de la conquista
peninsular. Con hincapié en los aspectos bélicos y diplomáticos de la contienda celtíbero-lusitana
contra Roma deben citarse las monografías de Knapp, 1977; Salinas, 1986; de Francisco, 1996; y
García Riaza, 2002. Interesantes trabajos sobre el poblamiento urbano y rural, la organización
territorial y las defensas en Hispania durante el tiempo de conquista, están reunidos en las actas del
encuentro Defensa y territorio en Hispania, de los Escipiones a Augusto (Morillo et alii, 2003).
Es indudable que los protagonistas de este capítulo fueron los pueblos que habitaban el interior de la
Península, singularmente los de la meseta norte; y los que ocupaban las tierras más allá de las sierras
de Huelva y Córdoba hasta el Guadiana y el Tajo. En los dos casos, la identidad de ambos grupos es
hasta cierto punto un invento romano, porque es evidente que celtíberos y lusitanos sólo existen en el
contexto de la oposición a los romanos y desde la óptica de éstos en tiempos de guerra (García Riaza,
2002). Mientras que los celtíberos siempre han sido un tema popular de investigación y hay un
numeroso grupo de monografías recientes (Lorrio, 1997; Burillo, 1998; Gómez Fraile, 2001b; Jimeno,
2005), los lusitanos parecen haber tenido menos fortuna, quizá porque su personalidad histórica es
menos fuerte que la de sus parientes orientales (Pérez Vilatela, 2000), salvo en lo referente a las
biografías y estudios de Viriato, que siguen siendo un tema recurrente en la tradición literaria
española y portuguesa (Aguiar, 1995; Pastor, 2000; 2004). Véase además la bibliografía sobre los
pueblos prerromanos de la Iberia interior y atlántica (apartado I.2 de este volumen).
Uno de los momentos transcendentales de las guerras celtibéricas es el incidente de Segeda, cuyas
ruinas se afirma haber localizado en el término municipal de Mara (Zaragoza) (Burillo, 2005; 2006);
una excelente página de Internet (http://www.segeda.net) informa tanto del calendario de las
excavaciones arqueológicas como de los eventos histórico-festivos que se desarrollan en torno al
yacimiento; también hay una amplia sección bibliográfica, con artículos y publicaciones científicas.
Sin embargo, la estrella del periodo es sin duda, Numancia, cuya historia, contada y re-contada una y
mil veces al compás de los sucedido en España en los últimos dos siglos constituye una parte
integrante de nuestro imaginario colectivo. El trabajo seminal de A. Schulten (1914-1931; 1945) ha
sido reeditado recientemente (Wulff, 2004a) con una introducción tan interesante como el texto
mismo del historiador germano (Wulff, 2004b); mientras que el director del Plan arqueológico del
yacimiento acaba de publicar una interesante y personal visión de lo que el sitio ha supuesto en la
Historia de España (Jimeno/de la Torre, 2005). Para el conocimiento arqueológico del lugar, en el
Cerro de Garray (Soria), vide: Jimeno et alii, 2002; Revilla et alii, 2005.
B. Referencias
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Capítulo tercero
De Numancia a los Idus de Marzo (133-44 a.C.)
El asalto a Numancia seguramente no puso fin los conflictos en Hispania, pero no es menos cierto que
marca un notable cambio del ritmo histórico de los asuntos penínsulares, no tanto porque aquí no
“pasase nada” (de la clase de cosas que hemos visto que interesaba a autores clásicos romanos), sino
porque la atención de éstos estaba especialmente centrada en sucesos más dramáticos que las batallas
y asedios que ocurrían en territorio bárbaro. Ahora la acción estaba en pleno centro de Roma, en el
Foro y sus aledaños, donde había elecciones amañadas, continuas y violentas peleas entre facciones y
tan grandes desacuerdos de los magistrados que incluso el Senado se vio obligado en ocasiones a
tomar serias medidas para evitar que “sufriera la República”. Todo ello porque, finalmente, ni el
tradicionalismo aristocrático ni la renuencia de los patres a separarse de las costumbres ancestrales
pudieron impedir que se derrumbara con estruendo la ficción de que Roma, dueña de todo el
Mediterráneo, seguía siendo una ciudad-Estado y podía ser gobernada como tal.

II.3.1 La crisis de la República


Quien primeramente señaló de forma palmaria el desfase entre la realidad y la imagen de
conveniencia a la que se agarraban los aristócratas romanos, fue un tribuno de la plebe del 133 a.C., es
decir, del mismo año en que Escipión Emiliano celebraba su triunfo sobre los celtíberos y el final de
las operaciones en Hispania, lo que, junto con la toma de Corinto y la destrucción de Cartago, parecía
señalar el cenit del poder de Roma. El personaje se llamaba Tiberio Sempronio Graco (166-133 a.C.) y
era hijo del cónsul homónimo, que tan buen recuerdo dejó entre los celtíberos, y de una hermana de
Escipión Emiliano. Pertenecía, pues, a la más rancia aristocracia romana, aunque ésta le tuvo por su
mayor enemigo por haber subvertido el orden establecido imponiendo, por medios nunca vistos,
algunas iniciativas políticas que aparentemente iban a contrapelo de los afanes más corrientes entre
los de su clase y condición.
Tratándose de un fenómeno social de cierta envergadura, es arriesgado reducir las causas del problema
a una sola. Parece haber, sin embargo, general acuerdo en considerar que la expansión imperialista de
Roma produjo serios cambios en su estructura social y económica. Por un lado, los largos periodos de
servicio militar en ultramar desanimaban a los soldados a regresar a sus granjas una vez licenciados;
además, los continuos triunfos de la armas romanas proporcionaron abundante mano de obra esclava,
permitiendo la aparición de los grandes latifundios dedicados a cultivos de interés comercial –aceite,
vino, lana–, que propugnaba a comienzos del siglo ii a.C. el gran Catón. Este tipo de agricultura estaba
fuera del alcance de los pequeños granjeros, que labraban la tierra para cubrir su subsistencia y lograr
el superávit necesario para comprar de vez en cuando lo que ellos no eran capaces de producir.
Tampoco podían competir con los bajos precios a los que se vendía o repartía el cereal y otros
productos del botín arrebatado al enemigo. Las conquistas enriquecieron a Roma e Italia, pero
atrajeron a la ciudad a una población desocupada y sin medios propios de subsistencia que vivían de
los repartos gratuitos del botín y medraba al socaire de las grandes familias, para quienes el número
de clientes era un índice de prestigio y potencia social y que no dudaban en “servirse” de sus adláteres
para manipular las elecciones o para otros menesteres rayanos en las prácticas corruptas. El problema
era que tal desarrollo mermaba la misma institución a la que Roma debía su prosperidad y hegemonía,
porque uno de los requisitos para el alistamiento del “pueblo en armas” es que los reclutas tuvieran un
determinado nivel económico que les permitiera sostenerse y equiparse con panoplia propia.
Con el característico espíritu tradicionalista de los de su clase, Graco decidió detener el proceso
revirtiendo sus causas, es decir, reinstalando en tierras públicas a los proletarios romanos, con la
intención de convertirles en propietarios y, por lo tanto, cualificados para la recluta. El proyecto era
comendable, porque no sólo aumentaba la base de reclutamiento sino que despejaba Roma de
desocupados y parásitos; pero Graco no se dio cuenta de que las tierras públicas que precisaba para su
proyecto estaban arrendadas –en ocasiones desde tiempo inmemorial– por sus propios colegas de
Senado y por la aristocracia de las ciudades italianas, que se negaron a pagar el coste de la reforma y
bloquearon sistemáticamente las iniciativas del tribuno. Éste, entonces, recurrió al poder legislatativo
de la Asamblea popular para obviar a sus oponentes, lo que causó un gran escándalo, sobre todo
cuando Graco pretendió emplear el mismo artificio para prorrogar un año más su mandato, lo que iba
en contra del uso corriente entonces. Para evitarlo, el Senado autorizó a los cónsules que mirasen por
la salvación de la Res publica, lo que equivalía a condonar cualquier medio o procedimiento que
empleasen para resolver el problema. Graco murió violentamente (133 a.C), pero la reforma agrícola
siguió adelante, especialmente porque el hermano pequeño del tribuno asesinado volvió a la carga diez
años después. Este comportamiento les colgó a los Gracos el sambenito de revolucionarios y el dudoso
honor de ser los primeros populares, un despectivo con el que en el argot político romano se
descalificaba a quienes, por ambición personal u otros motivos, emplearon su ascendencia sobre el
pueblo para enfrentarse al resto de la oligarquía senatorial. Visto en perspectiva, los Gracos no fueron
revolucionarios por lo que hicieron sino por cómo lo hicieron, porque descubrieron que era posible
dividir a la oligarquía dominante y hacer política al margen del Senado, apoyándose en el pueblo o en
otros grupos sociales.
Las circunstancias posteriores dejaron obsoletas las soluciones gracanas, aunque el reparto de tierras
públicas entre los más pobres continuó siendo uno de los temas recurrentes de la política romana,
especialmente cuando se trataba de desmovilizar tropas. Primero, se buscaron tierras en Italia, pero
ello provocó las iras de los aliados itálicos; luego, las guerras civiles permitieron confiscar tierras a
los enemigos políticos, que fueron repartidas entre los partidarios; y cuando ya no hubo lotes en Italia,
se recurrió a las colonias ultramarinas: primero en la Narbonense, la franja mediterránea de Francia
(cuyo nombre actual, Provenza, deriva de haber sido “la Provincia” frente al resto de la Galia
independiente y bárbara), y luego en Hispania, el norte de África y Asia. Si el licenciamiento de los
veteranos se convirtió en una cuestión de alta política, fue debido a la combinación del fenómeno
social antes delineado y a un considerable aumento de los compromisos militares de Roma.
II.3.1.1 Crisis interna, amenazas exteriores
A fines del siglo ii a.C., la reducción de la recluta se hizo acuciante cuando varias bandas germánicas,
identificados en las fuentes como cimbrios, teutones y ambrones y que avanzaban desde su Jutlandia
natal hacia el Mediterráneo, arribaron hacia el 113 a.C. a la zona de influencia romana en la Galia. En
los cinco años siguientes, los invasores arrollaron a tres ejércitos consulares y se acercaron cada vez
más a las fronteras de Italia, conjurando de nuevo el fantasma de las tragedias de Brenno y Aníbal. La
amenaza generó en Roma verdadero pavor, decretándose una movilización general que permitiese
contenerla antes de los Alpes. Sin embargo, el poderosísimo ejército que plantó cara a los germanos
fue estrepitosamente derrotado en el 105 a.C. a orillas del Ródano, en la vecindad de Arausio (hoy la
localidad provenzal de Orange), perdiendo los romanos 80.000 soldados. En ese ambiente de
emergencia y escasez de reclutas, fue elegido cónsul el vencedor de Jugurta, C. Mario, quien recurrió
a la admisión en filas de los ciudadanos hasta entonces exentos de la obligación militar por falta de
propiedades.
Dada la situación que atravesaba el Estado, el Senado no tuvo más remedio que transigir con una
medida que rompía tajantemente el mos maiorum. Las consecuencias no tardaron en notarse porque
atrajo al ejército a quienes, sin otros medios de vida, buscaban sustento o rápida fortuna en el oficio de
armas y una mayor visibilidad social. Es decir, Roma aumentó el número de tropas “profesionales”,
entrecomillando esa palabra porque, por su perversa costumbre de negar lo obvio, los romanos
siguieron considerando que su ejército no era más que una milicia que se reclutaba condicionada a las
necesidades de la política exterior. La indefinición favoreció la injerencia cada vez mayor de los
militares en la actividad civil, porque si el Senado decidía la política internacional y autorizaba las
reclutas necesarias para llevarlas a cabo, la ejecución de esa política estaba en manos de
promagistrados a los que la costumbre y los malos usos habían librado casi completamente del control
político. Para complicar aún más las cosas, se estableció una simbiosis de intereses entre los
comandantes y sus soldados, ya que éstos preferían ser reclutados por quienes, por experiencia o
agresividad, se consideraba que iban a conseguir más rico botín. Y sus jefes hacían uso discrecional de
los privilegios del mando (ascensos, soldadas, botín) para ganarse la voluntad de sus subordinados,
con la consecuencia de que los lazos entre los soldados y sus jefes transcendieron los límites de la
disciplina militar, convirtiéndose en verdaderas relaciones clientelares que continuaban después del
licenciamiento. Hasta el punto de que los viejos soldados dependían de su antiguo comandante para
subsistir después de licenciados y éste, sobre todo si era ambicioso, no podía dejar de recurrir a ellos
cuando se trataba de votos, amedrentar a la facción contraria o disponer, en fin, de leales reclutas en
las puertas mismas de Roma. Es decir, a la corrupción electoral habitual en la política romana de ese
momento se añadía un componente con alto potencial desestabilizador porque los ejércitos
transfirieron su lealtad de Roma a sus generales. Ello acabó acarreando graves consecuencias.
II.3.1.2 El tiempo de los emperadores
La primera manifestación del conflicto sucedió al poco de que se despejase la amenaza de los
germanos, ya que los aliados italianos, los socii, se levantaron contra el Senado y el Pueblo de Roma
porque se exigía de ellos los mismos compromisos (especialmente en lo militar) de los ciudadanos,
pero sin equipararles en sus derechos. Itálicos y romanos llevaban siglos compartiendo políticas,
comercio y campañas militares y, de hecho, no se distinguían entre sí fuera de Italia, por lo que la
renuencia a admitirlos como ciudadanos procedía del carácter faccioso de la política de aquel tiempo,
ya que una propuesta en ese sentido era interpretada como un medio para ganar ventaja sobre la
facción contraria, descabalando el cuidadoso reparto de votos al que se había llegado.
La revuelta de los aliados dio lugar a la llamada Guerra Social ( 91-89 a.C.), que puso en grave peligro
a Roma durante dos años, no sólo por el carácter fraticida de la disputa sino porque el conflicto fue
aprovechado por Mitrídates, el rey del Ponto, para que todo el Oriente griego se rebelara.
Paradójicamente, esta sublevación contribuyó a que Roma y sus aliados uniesen posturas, porque la
distinción entre ambos carecía de razón de ser fuera de Italia. De hecho, la señal para el alzamiento en
Asia fue la orden de Mitrídates a todas las ciudades de la zona para que, en un día determinado,
asesinasen a los negotiatores italianos y sus familias que residían entre sus muros. Las fuentes elevan
hasta 80.000 el número de las víctimas. Aunque la cifra sea exagerada, la magnitud del desastre y la
premeditación y alevosía de los atacantes debió convencer a Roma y a sus enemigos itálicos de la
gravedad de la situación y del riesgo de perder las que, con diferencia, eran sus provincias más ricas y
rentables. En consecuencia, en el 89 a.C., la Guerra Social terminó cuando Roma se mostró dispuesta a
extender la ciudadanía plena a sus antiguos aliados.
El mando contra la revuelta asiática recayó en manos de uno de los cónsules recién elegidos para el
año 88 a.C., L. Cornelio Sila, pero cuando estaba a punto de embarcar con sus tropas para cruzar el
Adriático, fue sorprendentemente destituido por una ley de la Asamblea popular que transfería la
provincia al viejo C. Mario. La situación a la que se enfrentaba Sila era inédita y para muchos, ilícita,
pues nunca un cónsul había sido desposeído de su provincia antes de entrar en ella. La reacción de Sila
también lo fue y sobre todo, creó un peligroso precedente, pues el general solicitó de sus tropas el
apoyo necesario para rectificar una medida dolorosa y que le afectaba a él tanto como a sus soldados.
De este modo, Sila y su ejército avanzaron en son de guerra contra la ciudad, protagonizando el primer
“pronunciamiento” militar de la Historia de Roma. Una vez dueño de la situación, Sila declaró
traidores a sus enemigos políticos, dictó algunas leyes que legitimaban sus acciones y manipuló la
elección de los cónsules para el nuevo año de forma que salieran elegidos quienes él creía que iban a
cubrirle las espaldas mientras peleaba contra Mitrídates. Como es lógico, las reformas y la
cooperación de los cónsules duraron el tiempo que tardó en embarcar sus tropas y soltar amarras;
luego, sus actos fueron considerados ilícitos y como tales, abolidos. Además, se le declaró traidor y se
envió un segundo ejército a Asia para deponerle, lo que nunca llegó a suceder porque Sila negoció con
Mitrídates un acuerdo (nunca ratificado por el Senado) que le permitía regresar a Italia en el 83 a.C.
Nada más desembarcar, declaró enemigos a quienes gobernaban Roma y avanzó en force contra la
ciudad, repitiendo el golpe de Estado de cinco años antes.
Esta vez, sin embargo, Sila respaldó su actuación asumiendo una magistratura extraordinaria para
momentos de emergencia, la dictadura, que le permitió condenar a muerte sin juicio a un importante
número de ciudadanos a los que consideraba sus enemigos (las proscripciones) y, sobre todo, abordar
una profunda reforma de la praxis política para cambiar aquello que, según él, había provocado su
propia y violenta reacción. A este fin, reguló estrictamente la elección de los magistrados y las
condiciones que debían satisfacer los candidatos, porque eran públicos y conocidos los abusos.
Subordinó la actividad de los tribunos de la plebe al Senado, para evitar que controlasen sin límite y
con completa inmunidad el poder legislativo del pueblo. Legisló con detalle la duración y
competencia de los gobiernos provinciales y aumentó el control del Senado sobre los promagistrados.
Como se ve, muchas de estas reformas tenían como beneficiario al Senado, que Sila, al estilo de los
viejos tiempos, quería que fuera el árbitro de la vida política. En resumen, y como ha sucedido con
muchos dictadores, las leges Corneliae (es decir, la legislación debida a Sila) trataban de evitar que
otros siguieran su propio ejemplo, garantizando la primacía del Senado, protegiéndole de las presiones
de las asambleas populares y preparándolo para tratar con futuros imperatores deseosos de imponer
sus preferencias o ambiciones usando la fuerza.
Sin embargo, de poco podían servir esas medidas si quien debía ponerlas en práctica no estaba
totalmente convencido de su legitimidad o utilidad. Efectivamente, el nuevo Senado nacía moralmente
debilitado porque su única participación en la reforma había consistido en asentir a las propuestas del
dictador y además, muchos antiguos senadores habían sido ejecutados durante las proscripciones
silanas y el único mérito de sus sustitutos era la lealtad más o menos interesada hacia el dictador. No
debe extrañar, pues, que el nuevo régimen senatorial se encontrase con una fortísima oposición, en
parte interna, por provenir de sus propios miembros; luego de quienes, siendo familiares o amigos de
los proscritos, sentían odio y deseo de venganza; y finalmente, de aquellos otros grupos sociales con
quienes Sila ni siquiera había contado. Además, para redondear las dificultades, la República se
encontró con serios problemas externos que la débil y dividida oligarquía senatorial sólo podía
solucionar poniendo en práctica la única enseñanza duradera de Sila: quien controlaba el ejército,
ostentaba realmente el poder de la Res publica.
II.3.1.3 El primer Triunvirato
En los treinta años largos que transcurren entre la muerte de Sila ( 78 a.C.) y los Idus de Marzo (45
a.C.), ese papel lo desempeñó en gran medida Pompeyo, apodado el Grande y sin duda, la más
imponente personalidad del periodo.
Pompeyo ( 106-48 a.C.) era el hijo de un contemporáneo de Sila, a quien la muerte de su padre y el
repudio del Gobierno arrojó, aun adolescente, en brazos del general golpista. Al frente de los clientes
y tropas de su padre, peleó contra los enemigos de Sila en África y Sicilia, por el que ganó un triunfo,
una ilegalidad más en un tiempo de ilegalidades, porque Pompeyo no había desempeñado aún cargo
público alguno. Estas brillantes victorias le convirtieron en el puño del gobierno: entre el 77 y el 71
a.C., como veremos, fue enviado a Hispania a resolver el problema de Sertorio (vid. vol.II, II.3.3).
Luego suprimió la revuelta de Espartaco en Sicilia y en el 70 a.C. fue elegido cónsul, de nuevo extra
ordinem pues no cumplía los requisitos legales. Dirigió la guerra contra los piratas y en el 67 a.C. fue
enviado contra Mitrídates, organizando en los cinco años que estuvo en Oriente las provincias
orientales y estableciendo una densa y sólida red de alianzas con los monarcas locales. Pero como era
habitual en Roma, el Senado empezó a sentirse preocupado por su preeminencia y se negó a ratificar
esos arreglos y sobre todo, a proporcionar tierras que sirvieran de premio a sus veteranos. De nuevo el
rechazo llevó a Pompeyo a asociarse con malas compañías, esta vez la de Craso y César, con los que
formó el llamado Primer Triunvirato (60 a.C.), un acuerdo secreto para repartir entre ellos
determinadas ganancias políticas al margen de los cauces ordinarios del sistema. Pompeyo estaba
interesado en lograr tierras para sus soldados licenciados; César, en el consulado y en una provincia
que le permitiese asegurar su futuro político; y Craso quería una guerra que le diera el prestigio
militar del que carecía. A esos fines, durante seis años los triunviros manipularon las elecciones,
aseguraron el control de la Asamblea popular y, en general, gobernaron al margen del Senado,
reeditando el golpe de Estado de Sila de forma discreta y pacífica pero con propósitos absolutamente
egoístas. Cómo el final del arreglo afectó directamente a Hispania, lo veremos más adelante (vid.
vol.II, II.3.4-5), después de narrar lo sucedido en la Península tras los acontecimientos de Numancia.

II.3.2 Entre Numancia y Sertorio


“Los romanos, conforme a su práctica, enviaron diez senadores para organizar pacíficamente los
nuevos territorios de Hispania, los que Escipión –o Bruto antes que él– habían rendido o adquirido por
la fuerza”. Apiano es la única autoridad que menciona la visita a la Península de esta segunda
comisión senatorial (la primera vino en el 197 a.C., cuando se formalizó la división provincial).
Aunque no se detalla cuál fue el cometido de los comisionados, del contexto en que sitúa la noticia
hace posible que el motivo fuera la regulación de los considerables incrementos territoriales causados
por las guerras celtíbero-lusitanas. A tenor de lo sucedido en otras provincias, los comisionados
examinaban, antes de ratificarlos o rechazarlos, los acuerdos establecidos por los gobernadores con los
indígenas; supervisaban la redistribución de las tierras requisadas al enemigo, incluyendo la parte
anexionada como ager publicus del Pueblo romano; delimitaban las fronteras entre provincias y entre
los diversos pueblos; censaban los recursos y determinaban las obligaciones financieras de los
habitantes de la provincia; y, finalmente, podían decidir sobre el castigo ejemplar que merecían los
lugares que habían ofrecido mayor resistencia, como debió suceder con Numancia.
Aunque estos arreglos afectaron a las zonas conflictivas de ambas provincias (es decir, lusitanos y
celtíberos), parecen haber surtido más efecto entre los segundos, porque en las dos últimas décadas del
siglo ii a.C. se sigue registrando actividad militar en Lusitania: noticias recurrentes de sublevaciones
mal resueltas, varios –pocos– triunfos ex Lusitanis, y algún que otro desastre, como la muerte en
combate del gobernador provincial en el 112 a.C. La incapacidad romana, o la persistencia de los
lusitanos, debió de agravar la situación de la comarca hasta el extremo de que, entre los años 96 y 93
a.C., el gobierno de la Ulterior recayó en P. Licinio Craso (cónsul en el 97 a.C.), que acabó regresando
triunfador a Roma luego de una misión inusitadamente larga. La inestabilidad de la frontera
noroccidental de la provincia puede quizá explicarse por las mismas razones que ya vimos que
sucedieron en la Citerior: con Bruto y sus antecesores, la frontera de la Ulterior debía haber alcanzado
la línea del Guadiana, estableciendo lo que los romanos consideraban un límite claro y seguro; pero en
años sucesivos, los propios gobernadores no debieron respetar esa marca, porque buscaron la gloria y
el botín que consideraban debidos fuera del territorio provincial, es decir, en las comarcas bañadas por
los ríos Tajo y Duero.
El alcance y los objetivos de esas operaciones son desconocidos, pero es probable que muchas de ellas
no fueran más que escaramuzas y razias que sus protagonistas presentaban en Roma como la “solución
definitiva” del problema lusitano. Al menos esa es la impresión que se deriva de un documento
broncíneo, la llamada tabula Alcantarensis que contiene las condiciones que un (hasta ahora)
desconocido gobernador de la Ulterior en el 104, L. Caesius C.f., impuso para la rendición (deditio)
del oscuro poblado de los Seanoc(enses), que debía estar situado en los alrededores de Alcántara
(Cáceres). El motivo de la expedición parece haber sido los caballos y yeguas que los romanos
acusaban a los indígenas de haber robado y cuya captura otorgó a Caesio el muy honroso título de
imperator. Es muy probable que, dada la amplitud, difícil orografía y población escasa y dispersa, los
gobernadores romanos considerasen que la anexión de las comarcas entre el Guadiana y el Duero era
demasiada empresa para el tiempo que iban a permanecer en la zona; en cambio, sí que había tiempo
para realizar incursiones en territorio extraprovincial en busca de los dos recursos de la región que
fueron proverbiales en la Antigüedad: oro y caballos; éstos últimos se mencionan expresamente en la
deditio de Alcántara, pero no debe olvidarse que el poblado rendido por Caesio se encuentra
emplazado en una zona granítica tajada por el río Tajo y, por lo tanto, un lugar con potencial aurífero
y adecuado a la imagen tópica del aurifer Tagus.
No es de extrañar que en este ambiente de renovadas agresiones, los lusitanos y otros hispanos se
mostrasen reacios al compromiso con Roma y proclives a la guerra cuando la situación se hacía
insoportable. Nuestras fuentes rara vez mencionan los motivos o las tensiones internas que llevaban a
los indígenas a adoptar soluciones desesperadas pero, de vez en cuando, estos se hacen patentes, como
sucedió en el caso de Belgeda o Belgida, una población del valle del Ebro que en el 93 a.C. se sublevó
contra sus propios dirigentes (senadores, los llama Apiano) y prendió fuego a la casa donde estaban
reunidos, asesinándolos. No se especifica cuál fue la causa de
[Fig. 83] Bronce o
tabula de Alcántara, con los términos de una deditio acordada en el 104 a.C. entre el pretor de la
Ulterior y una comunidad indígena lusitana. (Museo Provincial de Cáceres)
la revuelta pero la rápida y sangrienta actuación del gobernador romano contra los culpables indica
que los revoltosos no eran, precisamente, de los suyos.
Este incidente nos permite retornar a la región más conflictiva de la otra provincia, la Celtiberia, a la
que el fin de la guerra numantina impuso una forzada paz, que permitió, en cumplimiento de los
pactos firmados con Roma, que tropas celtibéricas fueran alistadas para luchar contra los lusitanos.
Incluso, ante la incapacidad o impotencia de los romanos, todo el Nordeste peninsular se vio afectado
por el gran trek germano al que se ha aludido antes, porque, tras la notable victoria de Arausio (105
a.C.), una de las tribus principales, la de los cimbrios, abandonó el contingente general y dirigiéndose
hacia Occidente, saqueó toda la Provenza y cruzando los Pirineos en el 104 a.C., irrumpió en el valle
del Ebro y desde allí ascendió hacia la Meseta. En circunstancias desconocidas, los celtíberos les
plantaron cara y rechazaron la incursión, lo que parece haber provocado que los cimbrios deshicieran
el camino andado, regresando en busca de sus socios teutones para atravesar con ellos el Ródano y
dirigirse hacia Italia (102 a.C.).
Bien porque la presión y el cuidado romano disminuyesen mientras se enfrentaban a los germanos,
bien porque el éxito contra los cimbrios ayudó a recomponer la propia confianza, bien porque la
actuación de los gobernadores de la Citerior no fuera distinta de la de sus colegas de la otra provincia
hispana; el caso es que los problemas resurgieron en Celtiberia a comienzos del siglo i a.C., con
disturbios tan graves que Roma optó por enviar al cónsul del 98 a.C., T. Didio. Resolver su misión
llevó cinco años, una situación casi paralela a la del contemporáneo Craso en la Ulterior. Didio era un
militar duro y experimentado, que había ganado sus primeros laureles en Macedonia y cuyas
contundentes acciones contra los arévacos, la principal y más fuerte fracción de los celtíberos, dejó
algún recuerdo (si bien impreciso) en Apiano: el asedio y destrucción de Colenda, un oppidum
celtibérico que no es más que un nombre para nosotros; y el desmantelamiento de la murallas y
consiguiente traslado de la población de los termestinos. Termes (Montejo de Tiermes, Soria) fue una
importante civitas que había participado en las primeras fases de las guerras celtibéricas pero que se
las apañó para quedar al margen de los problemas de Numancia, a pesar de que ambos pueblos
pertenecían a la misma etnia, los arévacos. Apiano también recuerda lo sucedido en una población
vecina a Colenda, y que estaba habitada por quienes habían combatido contra los lusitanos al lado de
Roma, ganando como premio de desenganche las tierras donde entonces habitaban. Al parecer, Didio o
sus subordinados los masacraron sirviéndose de una añagaza tan alevosa como la que Galba había
empleado contra los lusitanos. En total, nuestras fuentes atribuyen a Didio 20.000 muertos arévacos,
una cifra estereotipada (el mismo número de víctimas se acredita a su sucesor), lo que posiblemente
indica que se trataba del body count mínimo que se requería para aspirar al honor del triunfo que, en el
caso de Didio, se celebró en el 93 a.C.
La situación de años posteriores ha quedado oculta por los graves conflictos civiles por los que
atravesó Roma en las dos primeras décadas del siglo i a.C., la llamada Guerra Social y las
consecuencias del golpe de Estado de Sila. El sucesor de Didio en la Citerior fue el cónsul del 93 a.C.,
L. Valerio Flaco, a quien los tiempos turbulentos en Italia parecen haberle obligado a un largo
Gobierno provincial, que en algún momento pudo incluso abarcar la Galia. Pero, aparte de las ya
reiterativas operaciones bélicas, Valerio Flaco es importante porque de su larga temporada en
Hispania datan dos excepcionales documentos epigráficos, dos tablas broncíneas, que ofrecen
interesantes indicios del proceso de transformación que, voluntaria o involuntariamente, estaba
provocando Roma en Hispania. La primera tabla encontrada en Roma (CIL I2, 709) contiene también
un decreto de un promagistrado romano, es decir, un documento similar al de Caesio, sólo que éste fue
firmado por Pompeyo Estrabón (el padre de Pompeyo el Grande), está datado en el 88 a.C. y trata del
otorgamiento de la ciudadanía romana a los 30 componentes de una escuadra de caballería reclutada
en tierras del Ebro, la turma Salluitana, que se había portado con especial valentía en el sitio de
Asculum (hoy Ascoli, en la Umbria italiana), ocupada por los enemigos de Roma en la Guerra Social
(91-89 a.C.). Salluie era el nombre
[Fig. 84] Bronce de Ascoli con el decreto firmado por Cneo Pompeyo Estrabón de concesión de
ciudadanía a treinta jinetes hispanos de la turma Salluitana, fechado en el 89 a.C. (Museos Capitolinos
de Roma, Italia)
antiguo de lo que después será la colonia Caesar Augusta, actual Zaragoza, y los componentes del
escuadrón de caballería procedían de lugares como Ilerda (Lérida), Segia (Ejea de los Caballeros,
Zaragoza), Libia (Herramelluri, La Rioja) y de otras poblaciones no bien identificadas.
La segunda tabla fue encontrada en Botorrita, que no es un lugar muy lejano de Zaragoza, y contiene
la sentencia sobre una disputa por el control de un canal de riego: se trata del bronce latino conocido
como tabula Contrebiensis o Botorrita II, ya referido en otros puntos de esta obra. Los litigantes eran
ciudades ribereñas del Ebro (Allabona y Salluie, respectivamente, Alagón y Zaragoza) que acudieron a
una tercera (Contrebia Belaiska, actual Botorrita) para que mediara en esta disputa internacional, que
sobrepasaba el ámbito judicial de las partes implicadas. Lo interesante es que mientras el juez y las
partes actúan como entidades soberanas –y por lo tanto, con derecho y leyes propias–, el
procedimiento del juicio se guía por el derecho de Roma, la sentencia se escribe en latín y quien
refrenda el fallo es el gobernador de la Citerior, a la sazón el mencionado Valerio Flaco.
II.3.2.1 Una sociedad en transformación
Ambos casos son ilustrativos de lo difícil que resulta definir en blanco y negro la realidad, llena de
contrastes y matices, de una sociedad de frontera, fluida, híbrida y contradictoria, cuya mayor razón
para la competencia bélica era, precisamente, la equiparación, y donde la hegemonía de Roma se
manifestaba quizá en aspectos tan poco tangibles como el derecho o el comercio. En gran medida un
siglo de conflictos forzó obligatoriamente cambios en los grupos indígenas, que se acomodaron a las
condiciones impuestas por los conquistadores, aprovechando en su beneficio las ventajas ofrecidas por
la nueva situación y resistiendo en la medida de lo posible los habituales desmanes de los
gobernadores que, por otra parte, dependían de los propios indígenas para lograr sus objetivos.
Las consecuencias fueron contradictorias. Por un lado, el crecimiento urbano entre gentes que habían
vivido de espaldas a ese fenómeno, como reconocían los propios romanos; pero éstos no tenían el
menor interés en que se desarrollasen nuevas ciudades, porque suponían también competencia
comercial y ofrecían más oportunidades de fomentar los vínculos de identidad entre los indígenas, que
era otra de las carencias de las que se quejaban los romanos. De ahí que el crecimiento de lugares
como Segeda o Termes, por ejemplo, en vez de complacencia entre los romanos generase oposición.
En la práctica, la agresividad romana actuó como un poderoso catalizador etnogénico, provocando los
sentimientos y estímulos necesarios para el agrupamiento social y, por lo tanto, para la resistencia
organizada a su expansión. Con toda justicia puede decirse que Roma fue la creadora –y no sólo
literaria– de Viriato o de Numancia.
Por otro lado, un eficaz control del territorio exigía la existencia de núcleos de población que fueran a
la vez puntos fuertes, sedes de Gobierno y lugares de intercambio comercial. Por eso, durante el siglo
ii a.C. abundan las noticias de asentamientos favorecidos por la iniciativa de los diversos
gobernadores. De Itálica, Gracchurris, Iliturgi y Carteia ya se ha dado cuenta en páginas anteriores y a
ellos deben añadirse otros como Palma y Pollentia, en Mallorca, donde Metelo situó contingentes de
población traídos de la Península, mientras que un pariente suyo dio nombre a un punto de control
sobre un importante vado del Guadiana, Metellinum (hoy Medellín, Badajoz), que evolucionó en
tiempos posteriores hasta convertirse en una de las principales ciudades de la Lusitania. Y lo mismo
puede decirse de Corduba, Baetulo (Badalona), Ilerda, Osca, Hispalis y otros de los que, en ocasiones,
sólo se conoce el nombre, como sucede con Brutobriga y Valentia, fundadas por Bruto al final de las
guerras lusitanas (vide vol.II, en general, II.4.5).
Este esfuerzo colonizador se vio favorecido por dos fenómenos concomitantes: por un lado, la
necesidad de dar tierras a poblaciones hispanas más o menos sometidas y que demandaban un medio
de sustento distinto a los tradicionales, que los romanos les habían obligado a abandonar por
conveniencia estratégica. Esas tierras procedían de las arrebatadas a pueblos recalcitrantes cuyos
habitantes habían sido exterminados o vendidos en esclavitud. Tratándose de asuntos de ordinaria
administración, el número y la extensión de esos repartos es obviado por nuestras fuentes, pero no
pueden explicarse las masacres de Galba o Didio sin suponer que ese tipo de repartos era cosa común
y ordinaria.
A la vez, y como se ha dicho, en Italia, las condiciones sociales y de propiedad de la tierra habían sido
considerablemente transformadas por las conquistas ultramarinas, por lo que no es de extrañar que la
emigración hacia suelo provincial fuera una opción atractiva para algunos itálicos y romanos. De
nuevo, el número y la intensidad de ese flujo migratorio hacia Hispania no es tratado por ninguna
autoridad antigua, por lo que es objeto de discusión entre los especialistas. De lo que no hay duda es
de que a lo largo del siglo ii a.C., contingentes foráneos se establecieron en la Península,
presumiblemente irradiando desde los lugares costeros y desde los valles del Guadalquivir y el Ebro
hacia el interior, especialmente hacia los establecimientos militares que, a su vez, funcionaban como
repetidores en sus respectivas zonas de influencia. En Cartago Nova, los lingotes y tortas de metal de
sus minas están signados por importantes negotiatores romanos e itálicos, cuyos agentes y libertos sin
duda residían in situ. Aunque menos visibles arqueológicamente, gentes de la misma procedencia
debieron establecerse en otros lugares de Hispania, explotando cualesquiera recursos de la provincia
(minas, canteras, bosques, granjas, rebaños) que fueran provechosos; transportando y vendiendo vino
y aceite o manufacturas foráneas como la cerámica campaniense; o adaptando al gusto local las modas
arquitectónicas y artísticas imperantes en Italia.
La forma en que llegaron esos forasteros y su número pueden ser desconocidos, pero no sus
consecuencias. Una de ellas fue, lógicamente, la popularización del latín en la Península. Con el
tiempo, los romanos oriundos de Roma encontraron tan arcaizante el latín de los romanos de Hispania
y tan impregnado de giros y préstamos de las demás lenguas y dialectos itálicos que el futuro
emperador Adriano y otros coterráneos fueron objeto de chanzas y burlas a costa de su hispanitas, la
entonación y el vocabulario fuertemente dialectal con el que hablaban. Más importante aún, sin la
existencia de una cuajada migración itálica no pueden explicarse las intensas repercusiones que
tuvieron las guerras civiles posteriores a Sila: proscritos de ambos bandos buscaron aquí refugio, lo
que presupone la existencia de familiares, amigos, clientes y, en algunos casos, negocios y
propiedades. En el 85 a.C., Licinio Craso, el futuro triunviro y epítome romano de la riqueza, hubo de
esconderse en Hispania cuando los enemigos de Sila pusieron precio a su cabeza; tres años después el
gobernador antisilano de Sicilia se encontró en la misma tesitura y buscó refugio en Hispania,
acompañado de un crecido número de tropas.

II.3.3 Sertorio
Pero el más famoso e interesante refugiado –y la prueba fehaciente de las consecuencias de la
inmigración itálica y latina en la Península–, fue Quinto Sertorio. Su estancia en Hispania ofreció a las
autoridades clásicas la cantidad de violencia, heroísmo y pathos que necesitaban para ocuparse de
nuevo de Iberia, tras medio siglo de negligencia causada por la aburrida rutina de la tranquilidad.
Sertorio (ca. 123-73 a.C.) era un aristócrata romano de ascendencia itálica, que desarrolló su carrera
de acuerdo con lo habitual entre los de su posición y clase: se labró un considerable prestigio militar –
y por lo tanto social y político– luchando como joven oficial del Ejército, primero a las órdenes de
Mario contra los germanos y luego de Tito Didio en Celtiberia, lo que fue su primera experiencia
hispana. Durante la Guerra Social, en cambio, desempeñó una misión de gobierno en Galia, enviando a
Roma pertrechos, víveres y hombres. En el año 88 a.C., Sertorio era uno de los tribunos de la plebe, al
que Sila incluyó por ello mismo en su lista de perseguidos, lo que indudablemente condicionó sus
futuras opciones políticas. Cinco años después, siendo ya pretor y habiéndosele asignado el gobierno
de la Citerior, hubo de retrasar su partida de Italia para hacer frente a la emergencia provocada por el
retorno de Sila, partiendo a su provincia en el 83 a.C., cuando se confirmó la derrota de los suyos y el
dictador se hizo dueño de Roma. Desde Hispania, Sertorio trató de asumir el gobierno que le
correspondía y hacer uso de los recursos a su disposición para resistir al usurpador, iniciando de este
modo una larga guerra que atrapó su figura y sus acciones en la propaganda y las pasiones del
conflicto.
La biografía de Sertorio que ha llegado hasta nosotros refleja, pues, dos tradiciones contrapuestas: una
encomiástica y que se refleja principalmente en la obra de Plutarco; y otra, posiblemente salida de los
círculos pompeyanos, que le presenta como un traidor a Roma y que aflora en algunos pasajes de
Apiano. A medio camino entre ambas deben andar las acciones y propósitos verdaderos de Sertorio en
sus diez años de estancia discontinua en Hispania (83-73 a.C.).
Según los relatos disponibles, el primer gobierno de Sertorio en la provincia fue extraordinariamente
popular por su afable trato con los indígenas, por su moderada exigencia tributaria y porque suprimió
o controló algunas cargas tradicionalmente impuestas a las ciudades por los ejércitos en campañas. Es
de suponer, sin embargo, que una conducta así respondiese más a la debilidad de su posición que a su
natural bondad, y el procedimiento dio resultado, porque le permitió aguantar en su provincia hasta
que sus enemigos fueron capaces de montar una expedición militar que superó el bloqueo impuesto en
los Pirineos y le obligó a huir al norte de África en el 81 a.C. Un año después y al parecer con la
promesa del auxilio de los lusitanos, Sertorio desembarcó en las cercanías de Tarifa y, tras derrotar al
gobernador de la Ulterior, se encaminó a la Lusitania. A pesar de un siglo de guerra y de los
indudables avances territoriales de los romanos, las gentes de la región suponían un considerable
peligro para la Ulterior y esa consideración es la que obligó a Sila a enviar en el 79 a.C. a su colega
consular, C. Cecilio Metelo, con las fuerzas correspondientes a su rango, contra Sertorio. A pesar de
que la superioridad numérica le permitió avanzar considerablemente en territorio enemigo –fundando
a su paso, Metellinum y Castra Caecilia, lo que hoy se conocen como Medellín y Cáceres el Viejo–,
Metelo perdió esa ventaja cuando hubo de enfrentarse directamente con Sertorio, que conocía bien el
terreno, gozaba del apoyo local y era mejor estratega que su enemigo, lo que provocó que, a los dos
años de campaña, el cónsul hubiera de retirarse al corazón de la Ulterior luego que Sertorio
consiguiese terminar con la mitad de sus efectivos. A la vez, Sertorio y los suyos extendían su
influencia en la Citerior y conseguían vencer, separadamente, al gobernador de la Citerior y a los
auxilios enviados desde el norte por su colega de la Galia. Esto, y los refuerzos aportados por un
correligionario, M. Perperna, que se había retirado de Sicilia con sus tropas ante la presión silana,
permitió que Sertorio dominase la Citerior, especialmente cuando la colaboración de las ciudades
celtibéricas le permitió hacerse con el valle del Ebro y acceder a la mayor parte de las ciudades
levantinas.
A este periodo de bonanza y fortuna parecen pertenecer algunas iniciativas de gobierno de Sertorio
que causaron gran impresión en la Antigüedad y que revelan que lejos de la imagen de ser el caudillo
independentista y deseoso de reconstruir una nueva Roma en Hispania con el que le pintan algunos
modernos –particularmente A. Schulten–, Sertorio concebía Hispania como una base para expulsar a
Sila y sus miñones y restablecer una legalidad de la que él se sentía posiblemente su mayor
representante vivo. A este fin, formó un Senado con los romanos de esa condición que se encontraban
huidos en Hispania, restableció la elección de magistrados y organizó la provincia como si fuera
territorio romano; también tomó algunas medidas que causaron gran impacto en la Antigüedad, como
la constitución en Osca (hoy Huesca) de una escuela para los hijos de los notables hispanos, lo que era,
a la vez, un medio para crear una interesante y leal élite local y un excelente modo de disponer de
rehenes que garantizasen la lealtad de sus familiares y amigos.
Desde el punto de vista de Sila, la situación hispana era desesperada, porque era la única parte de
Occidente fuera de su control. Por ese motivo se decidió enviar a Pompeyo a la Citerior para que
actuase concertadamente con Metelo contra Sertorio. Pompeyo partió con una amplia fuerza, porque
en una guerra civil en la que se habían reducido frentes, las tropas quedaban disponibles para otras
misiones o para el licenciamiento. Sertorio respondió a la nueva situación estratégica en la que se
encontraba, en clara inferioridad numérica y flanqueado por sus enemigos, aprovechando su posición
central para crear varios frentes que mantuviesen separados y sin posibilidad de conjunción a
Pompeyo y Metelo. Durante el año 76 a.C., un lugarteniente de Sertorio, Hirtuleyo, fue encargado de
hostigar continuamente a Metelo en la Ulterior, mientras Perperna recibía idéntica misión en la
Citerior frente a Pompeyo; Sertorio, por su parte, ocupó la zona meseteña presto a acudir en auxilio de
cualquiera que lo precisara, como sucedió cuando Pompeyo consiguió atravesar el bloqueo que
mantenía Perperna en la línea del Ebro y avanzó hacia el Sur por la costa, obligando a Sertorio a
detenerle en Valentia (Valencia).
Sin embargo, el plan fracasó en el frente occidental cuando Hirtuleyo fue detenido y derrotado por
Metelo en las proximidades de Itálica. No obstante, la parsimonia del vencedor permitió la retirada de
los sertorianos, que repitieron el mismo despliegue en la siguiente campaña. Sólo que en esta nueva
ocasión, Metelo y Pompeyo consiguieron doblegar a sus respectivos oponentes, conjuntando sus
fuerzas a orillas del Júcar, lo que impidió actuar a Sertorio pues la fuerza que tenía enfrente era
superior a la suya.
El dominio de Sertorio quedó, entonces, reducido a las tierras altas de la Meseta y allí se desarrolló la
última fase de la guerra, con Metelo y Pompeyo atacando concertadamente y desde lugares distintos el
centro peninsular. Fracasada su estrategia inicial, Sertorio sólo podía recurrir ahora a operaciones de
desgaste en la Península y buscar ayuda externa, como fue su curiosa alianza con Mitrídates del Ponto,
al que envió instructores para sus tropas a cambio de que los piratas del Egeo operasen contra el
tráfico marítimo en el Mediterráneo occidental. La efectividad de estas medidas es desconocida:
militarmente no se sabe si los piratas sirvieron o no de mucho, pero en el 72 a.C., Lúculo, cuando
peleaba contra el rey del Ponto para recuperar el control de las provincias orientales, aún se enfrentó a
uno de los oficiales enviados por Sertorio, que seguía sirviendo a las órdenes de Mitrídates.
Políticamente, en cambio, es probable que la alianza restase apoyos a Sertorio, tanto en Roma (donde
consta que algunos miraban con simpatía su causa) como entre sus propias tropas.
Mientras, Pompeyo expugnaba con diverso éxito las ciudades del Duero y Metelo actuaba desde el
Levante contra las ciudades celtibéricas. Ambos ejércitos confluyeron en el 74 a.C. frente a los muros
de Calagurris (Calahorra, La Rioja), cuyo asedio se levantó gracias a la intervención personal de
Sertorio. Al año siguiente, Pompeyo continuó asediando y asaltando las principales ciudades de la
meseta norte y ello redujo la zona controlada por su enemigo a la porción central del valle del Ebro y a
un puñado de ciudades de la costa mediterréanea. Al final, Sertorio, tras haber sufrido un atentado
contra su vida que desencadenó una cruel y frenética represión, aislado en Osca, fue asesinado en una
conjura de sus íntimos (73 a.C.), movidos por la envidia –como sostiene la tradición favorable a él– o
desesperados ante su inoperancia y preocupados porque confiaba más en los hispanos que en los de su
propia raza, según la versión contraria. En cualquier caso, sus asesinos y sucesores carecían de la
grandeza militar y el carisma de Sertorio y fueron presa fácil de Pompeyo, que los derrotó y ejecutó.
Durante su aventura en Hispania, Sertorio había intentado una peculiar amalgama de elementos
dispares, ligados más por su carisma personal que por unas ideas o un proyecto concreto. La necesidad
de fuerzas para pelear contra sus enemigos le hizo contar con la ayuda de los hispanos, una situación
que debió provocarle más de un disgusto con los itálicos y romanos que peleaban en sus filas, quienes
pudieron sentirse relegados en el trato. A su vez, estando el interés primordial de Sertorio centrado en
Roma, los hispanos debieron resentir la férrea disciplina militar que se les imponía, su patente
postergación en la guía de las operaciones militares, el duro esfuerzo de la guerra y, por supuesto, la
cruel conducta de Sertorio en los últimos meses de su vida. No deja de ser interesante notar que el
núcleo duro de la resistencia sertoriana, el que se mantuvo hasta el final, no lo formaron los indígenas,
sino las ciudades de las zonas más romanizadas –el litoral mediterráneo y el valle del Ebro–, donde
debieron refugiarse los exiliados itálicos y romanos enemigos de Sila, que eran quienes más tenían
que perder con la derrota.
Ya hemos visto, sin embargo, cómo el régimen silano fue descomponiéndose poco a poco después de
la muerte de su creador (78 a.C.); en gran medida por debilidad de sus sucesores y también porque
existía en la propia Roma una fuerte oposición interna, en parte debida a la crueldad de las
proscripciones, en parte porque una sociedad tradicionalista no estaba bien dispuesta a los cambios
bruscos. La primera gran victoria de esta facción fue que se aprobase en el 73 a.C. una amnistía
general para los exiliados, lo que seguramente contribuyó a que muchos proscritos se planteasen la
posibilidad de abandonar las armas y regresar a la patria. Otros sertorianos, en cambio, quizá
consideraban que la alianza con los hispanos había ido demasiado lejos y que éstos luchaban
simplemente por su propio interés y contra Roma, sin hacer distingos partidistas, lo que
indudablemente no facilitaba una salida al conflicto. Sertorio, al final, fue asesinado porque estorbaba
a unos y otros, y aunque con él pereció su efímera obra, la misma situación política de Roma
contribuyó a que su figura y su obra entrasen en el mundo de la leyenda y se le considerase como un
ejemplo de la conducción de los asuntos provinciales, por su actitud menos egoísta y explotadora que
la de la aristocracia tradicional, y más abierta a la cooperación y a la integración.

II.3.4 Hispania en la órbita de Pompeyo


Y mientras Sertorio pereció en la guerra que lleva su nombre, no debe olvidarse que ésta encumbró a
su otro protagonista, Pompeyo. Éste abandonó Hispania en el 71 a.C., después de un característico
gesto de orgullo, pues ordenó que se

(Fig. 85) Busto de Pompeyo el


Grande (Gliptoteca Carlsberg de Copenhague)
construyeran sendos trofeos en ambos extremos del Pirineo en honor a su gesta en la Península, con
inscripciones recordando que habían sometido cerca de 900 ciudades de Hispania y las Galias.
Seguramente también se recordaba que otros lugares le debían también su existencia, como Pompaelo
(Pamplona, Navarra) y Convenae (Saint Bertrand de Cominges, en Aquitania), donde exilió a algunos
de los que combatieron con Sertorio. Y que, en cambio, aquellas poblaciones de la Celtiberia y el valle
del Ebro que optaron por resistirle después de muerto Sertorio, habían sufrido destrucción. Es
interesante notar que los arqueólogos están seguros de haber hallado los restos del trofeo oriental en lo
más alto del paso de la Junquera, donde una posta de la vía se designó con el recuerdo del monumento:
Pompeii Magni tropahea; mientras que hay quien sostiene que otra antigua construcción a caballo de
la frontera actual entre Navarra y Aquitania corresponde al trofeo levantado en el otro extremo del
Pirineo.
La victoria en Hispania supuso para Pompeyo su segundo triunfo y le permitió acceder al consulado
antes de cumplir la edad legal. Pero la verdadera ganancia de la campaña fue más intangible, porque
Pompeyo aprovechaba cada una de sus guerras para constituir una poderosa clientela. Actuaciones así
no habían extrañado antes (el caso de los Escipiones en Hispania es un buen ejemplo), pero nadie lo
había hecho anteriormente con tanta constancia y sistema como Pompeyo, que había empleado sus
victorias en Sicilia, África y las Galias y ahora, en ambas Hispanias, para obligar al mayor número de
gente posible. El procedimiento era simple y estaba bien probado por la experiencia de otros: se
asignaba a los individuos o a las comunidades leales las tierras de los vencidos y se concedía a los
partidarios más distinguidos o valiosos la ciudadanía romana, por lo que no es extraño que el
gentilicio Pompeyo fuera especialmente popular en aquellos territorios del Imperio que alguna vez
estuvieron en su órbita, como fue el caso de Hispania.
Pero Pompeyo obtenía de este arreglo algo más que popularidad, pues esas regiones eran también
fuente de reclutas para sucesiva campañas y, seguramente también, una fuente inagotable y segura de
ingresos, sobre la cual Pompeyo afirmó su dominio en la así llamada “conferencia de Lucca” (56 a.C).
En esta reunión Pompeyo, Craso y César, los tres triunviros, ratificaron los acuerdos que les
permitirían un discreto y eficaz control de la maquinaria del Estado. Desde ese momento y hasta el 49
a.C., las dos provincias hispanas y África estuvieron encomendadas al imperium de Pompeyo, que no
la gobernaba directamente sino mediante delegados, legati, un figura jurídico-administrativa que iba a
dar mucho juego en siglos venideros. A las órdenes de los legati hispanos había siete legiones y su
correspondiente complemento de tropas auxiliares, pero no hay noticia de que tan poderosa fuerza se
emplease en acciones bélicas o, si lo hicieron, éstas no debieron de ser muy lúcidas. Pero la amplitud
del despliegue es un buen indicio de la solidez del bastión del poder e influencia constituido por
Pompeyo en ambas provincias hispanas, en el que muchos han visto siempre un precedente sobre el
que Augusto modeló su poder y el nuevo régimen impuesto tras la batalla de Acio (31 a.C.).

II.3.5 César y la guerra civil


Desde la partida de Pompeyo ( 71 a.C.) y hasta el inicio del paroxismo de la guerra civil (primavera
del 49 a.C.), las noticias sobre Hispania son esporádicas. Según los “Fastos triunfales”, la lista pública
de quien había merecido el honor del triunfo, la actividad militar en la Citerior se situaba
preferentemente en territorio vacceo, es decir, al norte de la línea del Duero y al oeste del Pisuerga,
que debía estar controlada a medias por los romanos. En la Ulterior, las campañas se resolvían en el
interfluvio Tajo-Duero, quizá por tierras de la Beira Alta, Salamanca y el norte de Cáceres. Más al
norte, ambas provincias se asomaban a comarcas con las que tenían sólo contactos esporádicos, las de
galaicos, astures y cántabros. Este desentendimiento de los asuntos hispanos se explica porque la
opinión pública de Roma estaba más atenta a la revuelta de los esclavos en Sicilia y a las brillantes
campañas de Pompeyo contra los piratas y contra Mitrídates, que a las escaramuzas en las fronteras
hispanas. Lo que indirectamente prueba que los romanos controlaban firmemente las zonas de la
Península que consideraban estratégicas y en ellas reinaba la tranquilidad y, presuntamente, la
prosperidad.
Este silencio se rompió cuando César gobernó la Ulterior en el 61 a.C., algo que resulta explicable
tratándose del más famoso de los romanos, en parte por méritos propios y en parte porque fue un
magnífico propagandista de sus propias hazañas. Además, su vida ha sido frecuentemente
reinterpretada en época moderna con diversa finalidad. Miembro de una aristocrática familia (según
él, la de más alcurnia de Roma porque eran descendientes de la mismísima Venus) venida a menos,
pero cuyos laureles se reverdecieron cuando emparentaron por matrimonio con el gran C. Mario; ese
parentesco supuso un grave peligro para la vida y la carrera política del joven César durante la
dictadura de Sila y en los años en que estuvieron en vigor las leges Corneliae. Por esta razón la carrera
política de César fue un poco tardía para lo acostumbrado y la realizó aprovechándose del valor
propagandístico de su parentesco con Mario, pero también contando con la protección de Pompeyo,
mediante el cual consiguió el gobierno provincial de la Ulterior en el 61 a.C. Esto fue una magnífica
excusa para abandonar Roma cuando sus acreedores pedían judicialmente el pago de las deudas
contraídas.
Con este lastre y deseoso de terminar su misión con la máxima gloria y prestigio, Hispania ofrecía a
César la oportunidad de operaciones bélicas y riquezas suficientes para financiar la guerra y cubrir sus
deudas. El pretexto para comenzar las hostilidades fueron los latrocinios de las poblaciones lusitanas
que vivían en torno al mons Herminius (la portuguesa serra da Estrela), en el interfluvio Tajo-Duero,
y el plan era desalojarlos de sus agrestes aldeas y colocarlos en comarcas de mas fácil control. En la
campaña, César combinó el ataque terrestre con la asistencia de una flota, posiblemente obtenida en
Gades y en otras ciudades atlánticas, y obtuvo un sonado éxito militar. Aprovechando los navíos, hizo
también una demostración de fuerza frente a las costas galaicas, el territorio visitado por Bruto 70
años antes. Ambas acciones reportaron a César un considerable botín, que sirvió para satisfacer las
demandas de las tropas, pagar sus deudas y entregar al fisco la cantidad suficiente de botín que
convenciera a todos de la conveniencia de sus acciones. Indudablemente, la expedición al finis Terrae
debió de ser propiciada por la fama del oro de esas tierras, del que César debió beneficiarse sólo
indirectamente, pero que los romanos comenzaron a explotar de modo intensivo una generación
después.
El Gobierno en Hispania también proporcionó méritos político-militares, porque los soldados
aclamaron a César como imperator y su actividad legisladora y administrativa en la provincia
(mediación en los conflictos entre ciudades, ratificación de las leyes locales, moderación fiscal,
potenciación urbana, construcción de edificios públicos…), le ganaron la benevolencia de los hispanos
y facilitó la creación
[Fig. 86] Busto de Julio
César (Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, Italia)
de un núcleo de clientes. De ellos el más famoso fue, sin duda, L. Cornelio Balbo, el magnate gaditano
que había ganado la ciudadanía con Pompeyo pero que se convirtió en el banquero de su nuevo patrón.
En última instancia, César no hacía sino seguir el ejemplo establecido por su protector Pompeyo, que
fue el primero que se dio cuenta de que el crecimiento de Roma había debilitado los vínculos sociales
tradicionales (patria, estirpe, familia), sustituyéndolos por otros, mucho más dinámicos y lábiles,
basados en la conveniencia y el interés personal.
En años posteriores, el caudal de noticias relacionadas con Hispania es escasísimo, fundamentalmente
porque el foco de interés estaba en la misma Roma. Pompeyo y César estrecharon su alianza, tanto en
lo político –el triunvirato– como en lo familiar –una hija de César casó con Pompeyo–; pero la
armonía entre ambos se basaba, más que en complicidades profundas, en la existencia de enemigos
comunes y en intereses coyunturales. Cuando César, en cumplimiento de los acuerdos triunvirales,
convirtió su largo gobierno en la Galia (58-51 a.C.) en una sucesión de estupendas conquistas y una
cuidadosa propaganda llevó esos éxitos a la conversación cotidiana de los romanos, Pompeyo no pudo
sino sentir envidia por el progreso de su antiguo protegido. El conflicto individual, a la vez, era parte
de otro mayor que afectaba al mismo ambiente de Roma, al que la disgregación de la sociedad
tradicional, las proscripciones, los malos hábitos de Gobierno y las corruptelas de la vida pública,
habían hecho violento y asfixiante. La aristocracia senatorial se quejaba de que sus tradicionales
privilegios eran puestos en solfa a diario por un populacho envalentonado por la creciente importancia
que le concedían los populares. Éstos se quejaban del cerrado orgullo de clase y del sentido de
propiedad de los optimates, que resultaban en una política caciquil, llena de favoritismo y cortapisas.
Y tampoco, la discreta eficacia ni los pactos secretos entre los senadores contribuían a despejar el
panorama, por lo que la compra de votos, las coacciones, el chantaje y la violencia eran ingredientes
habituales de la vida en el Foro.
En los círculos senatoriales se empezó a hablar de la necesidad de un dictador que salvase Roma del
caos, pero los senadores –y especialmente Cicerón– eran bien conscientes de que el Senado tenía
autoridad pero escaso poder. Éste residía en las legiones, que eran manejadas a sus espaldas por los
generales, como sucedía en el caso de Pompeyo y César. Y de ellos, el más aceptable candidato a
salvador de la República era el primero, que se había mantenido alejado del juego demagógico
practicado por el segundo, sobre quien recaía en mayor medida el odio de la facción senatorial.
Pompeyo fue nombrado en el 53 a.C. cónsul único con poderes extraordinarios, y a partir de ahí se
convirtió en el valedor del Senado y ejecutor, volens nolens, de los distintos pasos de la conjura contra
César. Sabiamente dirigida por Pompeyo y consentida por el Senado, la conjura alcanzó la intensidad
de una guerra fría, culminando en la decisión de no prorrogar a César el imperium proconsular y
procesarle a su regreso a Roma.
César consideró este proyecto una emboscada atentatoria contra su honor y dignidad y echando mano
del precedente de Sila, decidió enmendar el entuerto manu militari, cruzando con sus tropas el río
Rubicón (49 a.C.), que señalaba la frontera de Italia que ningún ejercito podía superar sin permiso
especial del Senado. Desarmados, Pompeyo y los senadores contrarios a César abandonaron
rápidamente Italia para buscar refugio en las provincias. Pompeyo marchó a Oriente, donde mantenía
aún un sólido control y podía reclamar la ayuda militar de gobernadores afines y los reinos clientes;
desde allí pensaba alistar la contraofensiva contra el golpista.
Como se recordará, Pompeyo tenía a su cargo las provincias hispanas, guarnecidas con siete legiones
al mando de tres legados (vid. vol.II, II.3.4). La pasividad de estas fuerzas luego del paso de Rubicón
demuestra que Pompeyo no tenía planes para una contingencia así o que sus comandantes temían
atravesar las penínsulas galas, que eran leales a César. Éste, en cambio fue más ágil y en vez de
perseguir a Pompeyo, ordenó a sus tropas dirigirse hacia Hispania, donde sus enemigos habían
recibido la orden de concentrarse en un punto fácilmente defendible de la Citerior y que impidiese la
invasión. A estos efectos se eligió Ilerda (Lérida) y allí se concentraron, en la primavera del 49 a.C.,
las cinco legiones pompeyanas al mando de Afranio y Petreyo, que contuvieron al ejército invasor
hasta que César se hizo cargo personalmente de las operaciones. El detalle de éstas fue descrito por el
propio César en sus Comentarios o La guerra civil (vid. vol.I, I.1.4: César, historia en primera
persona): tras una fase de marchas y contramarchas, escaramuzas y amagos, César logró que diversas
ciudades de la ribera norte del Ebro le apoyasen, y esta estrategia sorprendió tanto a sus enemigos, que
decidieron retirarse hacia el Sur, hacia la Celtiberia. Una vez que los pompeyanos abandonaron sus
seguras posiciones defensivas, César maniobró sus fuerzas y consiguió cercar al enemigo, obligándole
a rendirse. De este modo, la más poderosa fuerza pompeyana de Occidente había quedado neutralizada
con mínimas pérdidas y reducir la Ulterior fue tarea aún más simple, porque al conocerse la noticia de
la victoria de Ilerda, las principales ciudades de la provincia se pronunciaron por César y cerraron el
paso a las tropas pompeyanas, que se entregaron sin lucha.
Antes de partir hacia Italia y Oriente, César encomendó la Ulterior a Casio Longino, dejándole al
mando de las dos legiones pompeyanas y de otras dos reclutadas recientemente en Italia. Con ellas,
comenzó una serie de campañas contra los lusitanos financiadas con el dinero de los provinciales, lo
que generó un cierto malestar hacia el gobernador. En la primavera del 48 a.C., un complot de los de
Itálica terminó con el motín de las legiones pompeyanas, a los que siguió una temporada de
sublevaciones y revueltas en las dos provincias hispanas que obligaron al relevo del gobernador. Los
ecos de la revuelta llegaron, como es lógico, a África. Allí los miembros refugiados de la facción
senatorial convencieron a Cneo Pompeyo, uno de los hijos de Pompeyo el Grande, de que una rápida
intervención podía devolver las Hispanias a su bando porque eran muchos los que en esas provincias
aún mantenían lealtad a su padre. Cneo desembarcó en las Baleares, que conquistó tras liquidar la
fuerte resistencia de los defensores de Ebuso (Ibiza), y la noticia de ello propició que las dos legiones
rebeldes contra Casio Longino volvieran a levantarse y consiguieran extender la rebelión a toda la
provincia. Cneo, mientras tanto, puso proa a la Península y tras hacerse con diversas ciudades del
litoral levantino, asedió Cartago Nova, donde confluyeron las legiones levantiscas y aclamaron a Cneo
su imperator. De este modo, un año después de Ilerda, los pompeyanos habían recuperado la Ulterior y
controlaban parcialmente la Citerior, pero habían perdido su principal baza, porque en las llanuras de
Farsalia (en Tesalia, Grecia), César derrotó al ejército de Pompeyo y puso en fuga a su general, quien
fue asesinado en 48 a.C. mientras pretendía la protección del, en teoría, independiente reino egipcio.
Cuando César regresó a Roma en la primavera del 47 a.C. (tras una muy comentada estancia a solas
con Cleopatra mientras eran asediados en Alejandría), inmediatamente se puso a preparar el asalto a
África, donde estaban en posición de amenazar Italia un gran numero de sus enemigos, entre ellos otro
de los hijos de Pompeyo. El encuentro decisivo tuvo lugar en el 46 a.C. en Thapsos, y la derrota de los
pompeyanos provocó el suicidio de algunos de los líderes del partido senatorial y la huida de los
demás a la vecina Hispania. Entre los refugiados estaba el otro hijo de Pompeyo, Sexto, quien se sumó
a su hermano en la tarea de unir sus partidarios, fortalecer las posiciones y recabar auxilio militar y
logístico de las antiguas y extensas clientelas de su padre. Precisamente este último rasgo –la masiva
participación de los clientes hispanos de ambos bandos– confirió al último acto de la guerra civil un
sello de especial ferocidad, porque dentro de cada ciudad, grupo social o étnico, parece que hubo
partidarios de ambos bandos. El resultado fue una pelea de italianos contra provinciales y de italianos
y provinciales entre sí, en la que abundaron los asaltos e incendios de ciudades y las represalias y
matanzas de no combatientes y rehenes. En suma, una contienda extremadamente violenta y cruel, de
la que poseemos completo el interesante relato de un oficial cesariano que fue protagonista de los
hechos y que los rememoró en el Bellum Hispaniense o Guerra de España (vid. vol. I, I.1.4.)
El desarrollo del conflicto fue relativamente simple. César envió fuerzas a la Ulterior con órdenes de
acabar con el motín de las legiones y el subsiguiente pronunciamiento de los Pompeyos. Ante las
continuas peticiones de auxilio de sus comandantes, César decidió hacerse cargo él mismo de la
campaña una vez concluidas las elecciones del 45 a.C. y, ya en el teatro de operaciones, y a pesar de
encontrarse en la estación desfavorable, decidió comenzar las maniobras. César contaba con nueve
legiones fogueadas en combate y con una excelente y numerosa caballería, mientras que los
pompeyanos basaban su poder en el núcleo legionario anterior, complementado por reclutas entre los
romanos e itálicos residentes en la provincia y con muchas tropas auxiliares locales, lo que les
confería supremacía numérica pero poco fogueada. De ahí que los pompeyanos planteasen una guerra
de posiciones y desgaste que negara a César la posibilidad de la rápida campaña que él quería. César
se vio obligado, pues, a provocar en campo abierto al enemigo asediando diversas plazas; le resultó
difícil porque los partidarios de ambos bandos se enzarzaron en violentas revueltas en sus ciudades. Al
final, los dos contendientes se vieron las caras en las cercanías de un ciudad llamada Munda
(tradicionalmente se ha pensado en Montilla, Córdoba, pero la identificación no es nada segura),
donde los pompeyanos habían elegido una posición favorable y al resguardo de las murallas urbanas,
que los cesarianos se vieron obligados a tomar al asalto. El resultado fue una sangrienta batalla en la
que, al principio, los de César llevaron la peor parte; pero un asalto afortunado provocó el
hundimiento del frente contrario y los llevó a la victoria. Según el anónimo autor de La Guerra de
España, que combatió en ella, murieron 30.000 hombres.
La derrota de Munda provocó el pánico entre los hijos de Pompeyo, que huyeron en distintas
direcciones con las tropas que pudieron salvar del desastre; uno hacia la Celtiberia en busca de una
nueva base de operaciones, y el otro hacia el Estrecho, en la esperanza de salvarse por mar. Mientras,
las tropas de César, en rápida sucesión, ocuparon las principales plazas enemigas, entre ellas,
Corduba, que fue saqueada e incendiada por unos soldados ansiosos de botín y venganza.
La actuación posterior de César en las dos provincias hispanas se enmarcó dentro de un plan aplicable
a otros lugares del Imperio, que consistía en ampliar la base política de Roma mediante la apertura de
las magistraturas y el acceso al Senado a los provinciales, y singularmente a los de las provincias
occidentales, que era de donde procedían gran parte de sus mandos y soldados. Uno de los primeros
beneficiados esta política fue Balbo el Mayor, el gaditano –y por lo tanto, semita o mestizo hispano-
semita–; éste había conseguido la ciudadanía romana por sus servicios a Pompeyo, y fue quizá el
primer senador de ese origen y con certeza, el primer cónsul de sangre no italiana, en el año 40 a.C.
Otra parte del plan cesariano consistía en poner remedio a lo que podíamos llamar “el problema
agrario” suscitado por los Gracos y agravado en años posteriores por la necesidad de conceder tierras a
los soldados veteranos como premio de licenciamiento. Además, había que desterrar y castigar a los
restos del partido pompeyano.
El plan anterior se manifestó en una serie de disposiciones (las leges Iuliae) que en Hispania se
tradujeron en el castigo de las ciudades rebeldes, donde se confiscaron tierras y se impusieron cargas
fiscales extraordinarias. Esas tierras y esos dineros permitieron el asentamiento en tales poblaciones
de contingentes de soldados veteranos, que gozaban de un estatuto distinto al de los demás habitantes
y a los que se les asignó lotes de tierras para su mantenimiento. La doble misión de estas coloniae (tal
era el nombre técnico de esos establecimientos, que tenían la categoría legal de barrios de la Urbe) era
descongestionar Roma de desempleados y parásitos y controlar eficazmente un territorio que se
consideraba hostil. Como los destinados a esas colonias podían sentirse discriminados frente a quienes
habían sido asentados en Italia, fue corriente que esos lugares disfrutaran de especiales privilegios
fiscales y políticos, y que su fundador se encargase de dotar el lugar de atractivos como edificios de
espectáculos, murallas y foros, sin olvidar otras comodidades como acueductos, saneamientos y baños
públicos. Se establecieron colonias de esta clase en Urso (Osuna, Sevilla), Hispalis (Sevilla), Corduba
(Córdoba), Itucci (Baena, Jaén), Ucubi (Espejo, Córdoba), Norba (Cáceres), Scallabis (Santarem,
Portugal), Metellinum (Medellín), Celsa (Velilla de Ebro, Zaragoza), Tarraco (Tarragona) y Cartago
Nova (Cartagena, Murcia). Como se ve, la mayoría de los asentamientos corresponden al centro del
valle del Guadalquivir, porque fue esa zona donde más firmemente se había establecido el bando
enemigo de César. Las otras tres colonias de la Ulterior (Norba, Scallabis, Metellinum), deben quizá
su existencia a la protección de las fronteras provinciales frente a la multisecular amenaza lusitana. La
escasa representación de la Citerior en la lista es sólo un indicio del control cesariano de la provincia
tras la batalla de Ilerda (49 a.C.), y, por lo tanto, síntoma de que no debió dar muchos problemas en la
última fase del conflicto.
Junto a este núcleo duro de control, César concedió derechos municipales a muchos órganos de
población ya existentes y que debían reunir determinados requisitos en cuanto a número de itálicos y
romanos residentes. Lo que Cesar reconoció formalmente a estas poblaciones es su capacidad de
autogobernarse al modo itálico o romano, con amplia autonomía en asuntos fiscales y jurídico-legales,
y la posibilidad de que sus ciudadanos dispusieran de un equivalente a nuestra “doble nacionalidad”
actual: plenitud de derechos y obligaciones en su patria, pero también en Roma, si el municipio era de
ciudadanos romanos; o sólo ligeramente disminuidos si era de “derecho latino”. Los beneficios de esta
doble nacionalidad eran especialmente teóricos en lo político, puesto que no se contaba con su voto en
las asambleas romanas y la elección magisterial suponía la residencia en Roma; pero se notaban
inmediatamente desde el punto de vista fiscal y jurídico, y permitían el acceso a las legiones y al
ejercicio de determinadas magistraturas. El mejor ejemplo de lo que significaba esa doble ciudadanía
lo ofrece la biografía del judío asiático que sus familiares y amigos llamaron Saulo de Tarso, y que
nosotros conocemos como Pablo el Apóstol. Bastó mencionar su condición de ciudadano romano
(civis romanus sum, Act. 22, 27) para que cambiase de actitud el centurión que acababa de arrestarle y
se disponía a darle tormento; y esa misma condición le permitió a Pablo saltarse la jurisdicción de un
gobernador provincial apelando al auxilio del emperador (ad Caesarem appelo, Act. 25, 25).
La ejecución de un plan como el delineado arriba no era cuestión de un día para otro y César, como es
bien sabido, fue asesinado apenas diez meses después, en los Idus de Marzo del 44 a.C. Pero es claro
que había dejado atadas y bien atadas las disposiciones legales que permitían fundaciones de colonias
y creación de municipios, mediante las ya mencionadas leges Iuliae. Es por ello que resulta muy
difícil determinar cuáles de estos establecimientos estaban listos y funcionando en el momento del
magnicidio, y cuáles fueron ejecutados y constituidos por los sucesores de César. Éstos, como buenos
políticos, tenían atribuciones para modificar el diseño original y, adaptándolo a sus particulares
necesidades o preferencias, apropiarse de los méritos. Por esta razón, en muchos casos resulta difícil
diferenciar las fundaciones coloniales y los municipios constituidos por César de los que, quizá fruto
del mismo plan, formó Augusto poco después.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
El lector puede encontrar una contextualización general de la situación y los hechos acaecidos a
finales de la República, un periodo especialmente convulso en la Historia de Roma, en monografías
como las de Syme, 1989; Pina Polo, 1999; Le Clay, 2001; Arbizu, 2001; Holland 2004 y, para la fase
más postrera, Osgood, 2006.
En Hispania, la relativa escasez de fuentes literarias para el periodo, y lo sucinto de su testimonio, se
ve en parte compensado por los tres excepcionales documentos epigráficos a los que se ha hecho
mención en el texto: la llamada deditio de Alcántara, el bronce de Ascoli y la sentencia de Contrebia.
Sobre la primera, puede verse texto y foto en la edición primera del texto: López Melero et alii, 1984
(este artículo y otros de la misma revista, Gerión, están disponibles en el “Portal de revistas
científicas de la Universidad Complutense”: www.ucm.es/BUCM/ revistasBUC/portal/); también las
reseñas de la inscripción alcantarense en varios números de la revista Hispania Epigraphica (HEp 1,
151; HEp 2, 191 y HEp 3, 113), o el reciente catálogo de los fondos epigráficos del Museo de Cáceres,
donde se conserva la pieza (Esteban/Salas, 2003: n.º 8, pp. 22-25) además, la foto de la pieza, la
lectura y la bibliografía reciente en HEpOL 22832. Sobre el bronce de Ascoli, véase el completo
estudio de Criniti, 1970, y las interesantes reflexiones de Amela, 2000, y Pina Polo, 2003. Y
finalmente, sobre el bronce de Contrebia, hay una amplia y excelente bibliografía, de la que se
seleccionan sólo la editio princeps del documento (Fatás, 1980) y un breve folleto describiendo los
otros bronces inscritos aparecidos en el lugar de Botorrita (Beltrán/Beltrán, 1996).
El otro gran episodio del periodo es, sin duda, Sertorio, un personaje que parece haber sido tan
atractivo en la Antigüedad como en los últimos doscientos años. La biografía tradicional, seguramente
anticuada en enfoque y perspectiva, es la de A. Schulten, que aún puede encontrarse en algunas
bibliotecas españolas (Schulten, 1949). Más recientes y modernos en sus planteamientos son los libros
de García Mora, 1991, y Spann, 1987; y es básico para cualquier estudio serio de la cuestión el
comentario de C.F. Konrad a la principal fuente antigua sobre el personaje, la biografía de Plutarco
(Konrad, 1994) complementable con el estudio de Neira, 1986, sobre las fuentes literarias acerca de
Sertorio-, así como el estado de la cuestión preparado por Scardigli, 2001. Frente a Sertorio, Sila,
Metelo y Pompeyo, en distintas capacidades. Para Sila, véanse Hinard, 1985; Gómez-Pantoja, 1991;
Hurlet, 1993; Keaveney, 2005; y Christ, 2006; sobre Metelo hay menos estudios generales, pero no
puede dejarse de apuntar que se debe a él la fundación de Metellinum (Medellín, Badajoz) y Castra
Caecilia (Cáceres el Viejo): vide Álvarez Rojas, 1999, y Haba, 1998. Pompeyo, en cambio, ha sido
objeto de varias biografías de las cuales pueden retenerse Seager, 1979 y Amela, 2004. En los últimos
años, además de los ya mencionados trofeos pirenaicos de Pompeyo (Castellví et alii, 1995; Beltrán/
Pina Polo, 1994), están apareciendo otros restos arqueológicos, algunos seguramente datados en este
conflicto (Díaz Ariño, 2005; Gómez-Pantoja/Morales, 2002), y otros supuestos con menos certeza
pero aún así, espectaculares: vide Ribera/Calvo, 1995. Sobre el periodo posterior y la influencia y
número de los clientes de Pompeyo: Amela, 2002, y Canal, 2002. César es posiblemente el personaje
romano más conocido y el que seguramente ha ejercido mayor influencia sobre el pensamiento
moderno, sobre todo desde que en el siglo XIX Napoleón, primero, y luego su sobrino, el emperador
de los franceses, Napoleón III, lo pusieran de moda. Una biografía reciente y recomendable es la de
Canfora, 2000; pero también puede consultarse con provecho Le Bohec, 1994, además de las actas de
un reciente congreso español: Melchor et alii, 2005. Relacionado con el personaje está también el
estudio sobre los Balbos, la familia de origen gaditano que acabó convirtiéndose en mano derecha de
César y dio el primer cónsul no itálico de Roma: véase Rodríguez Neila, 1992. Sobre las dos campañas
cesarianas en Hispania hay bastante bibliografía, pero dispersa en revistas y estudios. La palma del
interés se la lleva la localización de Munda, un asunto que lleva más de dos siglos preocupando a los
eruditos europeos: vide Gómez-Pantoja, 2005. Además, César está acreditado como un fundador de
ciudades y fueron muchas las hispanas que se apellidaron Iulia en su honor, bien por haber sido
colonias suyas o por haberse constituido como municipios de acuerdo a la lex Iulia; sobre este
particular consúltense: Marín Díaz, 1988, y Roldán et alii, 1998.
B. Referencias
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Syme, R., La revolución romana, Madrid, 1989.

Capítulo cuarto
Aspectos políticos, socioeconómicos y militares de la conquista
romana de Hispania
El relato de la conquista de Hispania recorre necesariamente las etapas marcadas por los autores
antiguos; y haciéndolo, nos obligamos a dar por ciertos e inevitables sus planteamientos mentales. Sin
embargo, la decisión de incorporar la Península Ibérica a los dominios del pueblo romano suponía
embarcarse en una aventura hasta cierto punto inédita debido sobre todo al desconocimiento de la
nueva tierra y a la distancia de la metrópoli, por lo que merece la pena detenerse a explicar, siquiera
brevemente, las razones de porqué lo hicieron, que no son distintas, en definitiva, a las que les
llevaron a conquistar todo el orbe. La exposición de estas razones ayudará, por otra parte, a entender
mejor los detalles de cómo conquistaron Hispania.

II.4.1 Imperialistas confesos


Para los romanos, su hegemonía sobre el resto del mundo era un regalo de los dioses, que les habían
concedido sistemáticamente la victoria no porque iniciaron las guerras sino porque pelearon cuando se
les atacó, en defensa de la palabra dada o auxiliando a quienes habían sido humillados por otros más
poderosos. Formulada de modos diversos, esta creencia la recogen prácticamente todas nuestras
autoridades, pero su mejor expresión es, sin duda, unos versos de la Eneida, en los que Virgilio pone
en boca del fantasma de Anquises, el padre de Eneas, la profecía que declara la futura grandeza de
Roma: “Recuerda, romano, que regirás el mundo y que tus habilidades serán imponer la paz, ensalzar
a los vencidos y humillar a los soberbios” (Virg., Aen. VI, 851-853).
Ante la aparente unanimidad de los testimonios antiguos, no es de extrañar que muchos historiadores
desde el siglo xvi hasta hoy tomasen a pies juntillas esas palabras y hayan exonerado a Roma de
cualquier comportamiento agresivo, ambición de riquezas o ansia de poder: la adquisición del Imperio
fue un accidente en el curso de una historia plagada de enemigos amenazantes. Y eso que incluso
Livio, más dispuesto que otros a disculpar y ensalzar los actos de sus antepasados, a veces registró
conductas individuales que desmienten lo dicho antes. Pero los romanos, además de difundir a gritos
su versión y acallar casi completamente la de sus enemigos, se han encontrado con la inesperada
alianza de eso que se llama ahora “cultura occidental”, pues no debe olvidarse que en los dos últimos
siglos los europeos creemos haber sido la fuerza pacificadora, vivificante e innovadora de la
Humanidad. Y si en algún momento ha habido que imponer nuestros valores a cañonazos, éstos
(civilización, riqueza, cultura, religión, democracia) condonan cualquier actuación injusta o violenta.
No es de extrañar pues, que educados a la sombra de Livio y Virgilio, los estadistas e historiadores
occidentales hayan simpatizado con el punto de vista romano y que ese sentimiento se hiciera aún más
intenso a mediados del siglo xix, cuando la mayor parte de las potencias europeas se afanaban en
labrarse sendos imperios coloniales. Aunque su propósito final era la búsqueda de materias primas y
la creación de nuevos mercados para las manufacturas metropolitanas, muchos quizá se sintieran más
cómodos declarando que el papel de Europa era “llevar la paz a las tribus en lucha, administrar
justicia donde todo era violencia, quitar las cadenas a los esclavos, extraer la riqueza del suelo,
sembrar las primeras semillas del comercio y del saber, acrecentar las aptitudes para el deleite de
pueblos enteros y reducir las posibilidades del dolor. ¿Qué idea más hermosa o qué recompensa mas
valiosa puede inspirar el espíritu humano? La acción es honrada; el ejercicio, estimulante; y los
resultados suelen ser sumamente provechosos”.
La cita, que data de 1899, procede de las memorias de un valiente y joven militar inglés, W. Churchill,
participante en una de las muchas guerras coloniales a las que se enfrentó su patria en el cénit de la
etapa colonial europea. La sustancia de lo dicho por Churchill tiene tantas concomitancias con
Virgilio que es difícil decidir si la escribió influido por la retórica de los clásicos –nada extraño,
considerando la educación imperante en Inglaterra a fines del siglo xix, o por el contrario, las
circunstancias vividas por los miembros de esa generación le proporcionaron una especial empatía
para entender las ideas y las preocupaciones de los grandes romanos.
El esfuerzo colonial europeo es ya una memoria distante, pero sus consecuencias aún son palpables en
nuestro tiempo; y aunque todo lo dicho en primer término por Churchill es cierto, tendemos a fijarnos
más en “el lado oscuro del imperialismo”, el que no está necesariamente asociado con el progreso,
sino con la explotación y la sumisión de otras gentes y culturas, “esos resultados sumamente
provechosos” a los que aludía el joven teniente. En consonancia, ha cambiado también el punto de
vista sobre la expansión romana, que es mucho más crítico que antes, incluso, hostil. Porque el nuevo
paradigma es considerar Roma como una sociedad acostumbrada a ir a la guerra año tras año y no
siempre en respuesta a una amenaza real o ficticia, sino siguiendo el dictado de su propia aristocracia,
que había terminado acostumbrada a considerar el campo de batalla y la victoria militar como el
fundamento y la razón de ser de la preeminencia entre los suyos y una excelente fuente de provecho
económico.
Quienes regían Roma, comandaban sus tropas y gobernaban sus provincias progresaban social y
políticamente de acuerdo con una carrera cuyas etapas estaban perfectamente definidas: el cursus
honorum. En su progresión, desempeñaban una mezcla de cargos que ahora diferenciamos como
políticos o militares, pero que para ellos eran expresión de una misma realidad, porque política y
guerra estaban indisolublemente unidas. Para impedir que cualquier individuo acumulase poder en
exceso, a los cargos públicos se accedía por elección, duraban un año y se agrupaban en varios
colegios cuyos componentes poseían el poder de veto sobre las actuaciones de sus iguales. Además, el
número de miembros de un colegio disminuía en proporción directa a la importancia y autoridad del
cargo, de modo que la magistratura suprema, el consulado, era ejercida anualmente por un par de
colegas con iguales funciones y equivalente poder. En esas circunstancias, la competencia por ser
elegido era feroz y los candidatos, que no pertenecían a nada que se pareciera a un partido político
moderno, se presentaban a las elecciones contando con los votos de sus familiares, amigos y clientes
pero sin un programa político en el sentido actual, aunque sí con propuestas específicas para
solucionar los problemas a mano. Pero esto acabó contando menos que el prestigio del candidato y el
de sus familiares, de tal modo que el sistema favorecía la “casta” sobre los méritos individuales o las
buenas soluciones. De ahí que las grandes estirpes nobles conservasen registros con las hazañas de los
antepasados famosos, que se sacaban a colación cuando hacía falta mostrar a los demás la buena
ejecutoria de un miembro de la familia que buscaba ese año un cargo público. Los elegidos
acrecentaban sus méritos durante el año de magistratura y, entre elecciones o al dejar el consulado,
regresaban al Senado, donde su reputación les permitía un proporcionado influjo sobre los demás
senadores y respaldo equivalente a la hora de presentar ante el pueblo a sus candidatos para los
puestos del año siguiente.
El éxito en campaña era la mayor fuente de prestigio y ello se reconocía otorgando al general
victorioso la posibilidad de celebrar públicamente su victoria, con un elaborado desfile de las tropas
ganadoras que recorría Roma mostrando al pueblo los prisioneros y el botín conseguidos y que cerraba
el general montado en un carro, desde el que recibía la aclamación popular. El valor simbólico de esta
ceremonia era tal que quienes lograban el triumphus, competían para hacer que el suyo fuera el más
lúcido y memorable. Para ello, transportaban a Roma la mayor cantidad de botín que podían,
acumulaban el mayor número de prisioneros posible y remataban la ceremonia con juegos
espectaculares que dejaban una grata memoria entre los asistentes. En ocasiones, el triunfo acarreaba
la construcción de un edificio, generalmente un templo, que lo ligaba de forma efectiva, ex manubiis,
con el nombre del triunfador y las circunstancias de su victoria. Los beneficios efectivos e inmediatos
de este brillante ceremonial eran tantos que, con el tiempo, se convirtió en la marca distintiva de los
grandes generales, y los magistrados actuaron más pensando en conseguir ese supremo
reconocimiento (o la menos digna ovatio) que en las reales necesidades estratégicas de Roma.
Consecuentemente, no sólo había que lograr estupendas victorias y grandes cantidades de botín y
prisioneros, sino contrarrestar también las maniobras de los enemigos políticos que trataban de evitar
el triunfo sirviéndose de marrullerías y añagazas políticas. Las disputas sobre la concesión de estos
honores llegaron hasta tal extremo que el Senado acabó disponiendo de una amplia casuística que
establecía minuciosamente los requisitos precisos para celebrar un triunfo o una ovación. Las
condiciones barajaban desde el rango del solicitante hasta el body count, el número de enemigos
muertos en campaña, pasando por la cantidad de botín y el número de ciudades asaltadas con éxito.
Habitualmente las oportunidades que cualquier magistrado tenía para conseguir una victoria militar
digna del triunfo se limitaban a una sola campaña o, todo lo más, a dos, antes de ser relevado por otro
individuo tan ambicioso como él. Tampoco era infrecuente que algunos de esos buscadores de gloria
se hicieran cargo de su misión empobrecidos por los gastos exigidos para llegar al punto en que se
encontraban. Por eso, una provincia, sobre todo si correspondía a una zona inestable, era considerada
oportunidad de rápido enriquecimiento gracias al expolio de los vencidos. El botín buscado
primordialmente eran los metales preciosos y utilitarios, el ganado, los granos, y los esclavos; pero
tampoco despreciaban los bienes inmuebles, tierras y solares, que incrementaban las posesiones del
Pueblo romano.
Con estos presupuestos no es de extrañar que muchos magistrados provocasen la guerra pensando más
en su beneficio personal que en las necesidades de Roma. Como las campañas contra las ciudades y
monarquías helenísticas eran siempre anticipo de ricos botines, los casos más escandalosos de ese
proceder sucedieron en los destinos asiáticos y orientales, pero no faltan ejemplos sonados de ese
comportamiento en Occidente y de algunos de ellos se ha dado cuenta en capítulos anteriores. El más
llamativo quizá, fue el de Lúculo, cónsul del 151 a.C. y gobernador de la Citerior, que llevó la guerra
contra los vacceos saltándose las indicaciones del Senado (vid. vol.II, II.2.3.5). Pero no debe olvidarse
que César, aburrido en su tranquila provincia y deseoso de la gloria que consideraba debida, se buscó
una excusa para intervenir más allá de los límites de jurisdicción, lo que efectivamente le trajo
prestigio, popularidad y riqueza. Pero también sembró una grave discordia civil (vid. vol.II, II.3.5).
Roma reaccionó variablemente ante esos comportamientos dependiendo de la situación política, del
grado de apoyo con el que contase el magistrado trasgresor y del resultado de su campaña. Si sus
enemigos eran muchos y el botín escaso, se podía dar lugar a una de esas “causas célebres” en las que
las rencillas políticas se dirimían en los tribunales. Pero, convenientemente manejada y comprando las
voluntades adecuadas, una aventura así podía encumbrar al general atrevido y poner sus aspiraciones a
salvo de la envidia de sus iguales.
Comportamientos como estos justifican que la imagen ahora imperante no coincida con la que los
romanos tenían de su historia. La impresión generalizada es que la expansión territorial de Roma
resultó de una activa y constante búsqueda de nuevos enemigos, cuya derrota debía proporcionar el
honor, la fama y el botín que sostenían las ambiciones políticas de su aristocracia. Así, mantenían un
constante e imprescindible flujo de mano de obra servil y financiaban las gratuidades –alimentos y
diversiones– a las que se había acostumbrado la plebe romana, cuyo voto, a su vez, primaba a quienes
agresivamente buscaban mantener los beneficios anteriores en su provecho y en el del Pueblo de
Roma.
Desgraciadamente, las explicaciones históricas nunca son tan simples y hay que recordar que estamos
hablando de un proceso multisecular, ejecutado por un considerable número de individuos que
difícilmente podían repetir los mismos comportamientos año a año. Cualquier sistema político suele
desarrollar mecanismos de equilibrio que impiden el abuso del poder o que éste se instale
permanentemente. En Roma, tales contrapesos podían no ser explícitos pero estaban engranados en la
tradición de gobierno y funcionaban de tal modo que evitaban que ninguno de los pilares de la
Constitución (Pueblo, Senado y, especialmente, los magistrados), acumulasen poder en demérito del
resto. Y en el ejercicio político cotidiano, el afán de cualquier magistrado de ganar la máxima
reputación, quedaba contrarrestado por la envidia, el deseo aún más fuerte de evitar que sus rivales
hiciesen lo propio. Por eso, en un registro histórico que prima las actuaciones de generales y
promagistrados que actuaron agresivamente, hay décadas en las que el silencio de las fuentes revela
escasa actividad bélica, quizá porque cónsules y pretores no parecen haber ambicionado destinos
arriesgados ni provocar ataques injustificados.
Las etapas álgidas de expansión territorial romana parecen repartirse a lo largo del tiempo en cortos e
intensos periodos, coincidiendo en muchas ocasiones con momentos en que la situación interna de
Roma no era precisamente la mejor. En vez de la resultante de una práctica individual que se
transmitía de padres a hijos, es quizá mejor ligar las ocasiones de agresiva política exterior romana a
la percepción social –real o imaginada– de una amenaza externa. Sólo esto explica por qué los
romanos acometieron guerras que duraron siglos y que únicamente terminaron cuando el enemigo –la
amenaza– había sido destruido o se le había neutralizado por completo. Las largas guerras samnitas,
los tres conflictos con Cartago que ocupan un siglo, la conquista de la Céltica y Liguria, las
operaciones en el Ilírico y, por supuesto, el caso hispano, ofrecen un magnífico ejemplo de la paranoia
romana ante la amenaza real o percibida.
Por otro lado, no debe desdeñarse el factor moral; los romanos parecen haber creído que los dioses
estaban de su parte y, por lo tanto, que sus demandas y exigencias a otros pueblos eran siempre
legítimas y justificadas. La autoridades clásicas están llenas de anécdotas de embajadores romanos
presentando sus demandas ante reyes y magistrados foráneos con tal gracia que muchas guerras
debieron originarse simplemente porque la otra parte se negó a ceder a imposiciones injustificadas; o,
al contrario, se arredraban ante lo inusitado de su actitud y cedían sin oposición a lo que se les pedía.
En cualquier caso, es difícil ponerse de acuerdo si la causa de la agresividad era el resultado de una
educación y una tradición que les convertía en individuos temerosos de sus vecinos, incapaces de
tratar con ellos y dispuestos siempre a salirse con la suya; o por el contrario, fueron gobernados por
una aristocracia cínica y ambiciosa que no dudó en servirse de sus compatriotas y de sus miedos para
beneficiarse ellos y los de su clase.

II.4.2 Un país echado a suerte…


Durante más tres siglos, la agresividad y el ansia romanas de dominio se había limitado a la Península
Itálica, teniendo como enemigos a gentes con las que compartían un sustrato cultural parecido e
incluso, en ocasiones, la misma lengua o la idea del origen común. Por ello, la administración de estos
territorios no había planteado excesivos problemas, confiándose a los magistrados ordinarios anuales.
Sin embargo, la victoria sobre los cartagineses a mediados del siglo iii a.C., proyectó por primera vez
el poder romano fuera de Italia, primero en Sicilia y luego en Córcega y Cerdeña, donde lenguas,
costumbres y gentes eran extrañas al ámbito itálico. La población de estos territorios extraitálicos
adquiridos por guerra quedaba al arbitrio absoluto del vencedor y requería que un representante del
Pueblo romano se encargase de su sometimiento, vigilancia y de la recaudación de las tasas y
gravámenes que Roma imponía a los vencidos como satisfacción de guerra. Para llevar a cabo estas
tareas, en el 227 a.C., se decidió doblar el número de pretores elegidos cada año, de tal modo que los
recién creados se encargasen, respectivamente, del gobierno y administración de Sicilia y Córcega y
Cerdeña.
Cuando, en el 197 a.C., se acordó incorporar formalmente las dos nuevas provincias hispanas al
dominio del Pueblo romano, su gobierno se resolvió copiando la solución adoptada para las islas, por
lo que simplemente se añadieron otros dos pretores a los cuatro hasta entonces existentes. Desde sus
orígenes, la legitimidad concedida a esos gobernadores era el imperium del general en campaña, que
escapaba de las cortapisas constitucionales impuestas al magistrado en Roma. De este modo, el
magistrado provincial lo mismo comandaba el ejército que gobernaba a sus súbditos y era legislador y
juez al tiempo (vid. vol.II, II.4.4). La provincia estaba absolutamente sometida a sus designios e
incluso el ciudadano romano o itálico carecía de la salvaguarda habitual en Roma y su única
protección frente a la discrecionalidad del gobernador era la existencia de patrones poderosos en la
Urbe que pudieran exigir responsabilidades al magistrado cesante.
La elección y asignación de provincias era un procedimiento que iniciaban los cónsules al tomar
posesión y que consistía en plantear al Senado qué provincias debían crearse y a quién debían
asignarse. Decididas las misiones y su categoría, lo normal era que los senadores instasen a los
magistrados a llegar a un acuerdo sobre la distribución, repartiéndose primero las consulares y luego
las pretorias. Si los interesados no se ponían de acuerdo, se recurría al sorteo. Fue precisamente este
medio por el que P. Cornelio Escipión se hizo con Hispania en el 218 a.C. Lógicamente, el sorteo
podía ser manipulado si un cónsul o un pretor ambicionaba especialmente una determinada provincia.
Como todas las magistraturas romanas ordinarias, el imperium provincial se concedía por un año,
comenzando el 15 de marzo y cesando en la víspera del mismo día del siguiente año. Pero en el caso
de las dos provincias hispanas, lo normal era que el Senado prorrogase ese mandato otro año más,
aunque el ejercicio efectivo del mismo no viniera nunca a coincidir estrictamente con las fechas antes
anunciadas, porque la distancia y otras circunstancias podían hacer que un magistrado arribase a la
provincia tarde y sólo cesase al transferir el mando a su sucesor.
La designación extra ordinem del Gobierno provincial (es decir, la prórroga) era competencia de los
senadores, pero si la materia era objeto de disputa o la curia era incapaz de alcanzar una decisión al
respecto, se llevaba el asunto ante el pueblo. Así, por ejemplo, la asamblea popular fue responsable
del envío de Escipión Africano a Hispania el 211 a.C., porque, en ausencia de magistrados con
imperium que deseasen la provincia, el Senado no se puso de acuerdo sobre quién mandar y tampoco
aceptaba la irregular candidatura de quien, finalmente, fue elegido para el cargo. Ese caso, además,
ilustra perfectamente la competencia senatorial sobre otros aspectos de la gobernación provincial,
como era decidir la prórroga del mandato y el número y la composición de la fuerza militar que debía
asignarse a cada magistrado: Escipión Africano viajó a Hispania con menos fuerzas de las que había
requerido, más dinero del habitual, la supervisión de un magistrado experimentado y una incógnita
sobre la duración de su encargo, que acabó siendo “mientras el Senado lo considerase adecuado”.
Igualmente, es de suponer que el Senado también estipulase cuáles eran los medios de transporte con
los que el magistrado podía contar para trasladarse él y sus tropas; y decidiese también su actuación
una vez asumido el mando provincial, aunque, como veremos a continuación, más que órdenes debían
ser líneas de actuación, porque el Senado pronto aprendió a ser flexible ante los inconvenientes de un
territorio alejado y sujeto a circunstancias impredecibles. Durante los dos primeros siglos de dominio
romano en Hispania, sus provincias fueron asignadas primordialmente a pretores y sólo en situaciones
de emergencia o porque otras circunstancias así lo requerían, a cónsules. La única diferencia práctica
de una u otra opción era la dignidad del magistrado y los medios puestos a su órdenes, que en el caso
de los pretores consistían en una legión, y dos cuando se trataba de cónsules.
Una de las primeras medidas del nuevo gobernador, incluso antes de arribar a la provincia, era dar a
conocer cuáles iban a ser las normas generales que guiarían su mandato, el llamado edicto provincial.
No se conoce el contenido de ningún documento de esa clase referido a las provincias hispanas, y lo
que se puede decir al respecto proviene de las referencias que Cicerón dejó escritas sobre el que él
redactó para su gobierno en Cilicia en el 51 a.C. De esta noticia y otras menciones indirectas, se
deduce que se trataba de un documento que contenía información de interés sobre el monto del
impuesto atribuido a la provincia, las cantidades y el precio al que los provinciales debían vender el
grano destinado a las tropas romanas; normas sobre los publicanos y comerciantes itálicos residentes
en la provincia, así como el calendario con las fechas y lugares en las que el gobernador o sus
delegados administrarían justicia. De una referencia de Cicerón sobre el gobierno de Verres en Sicilia,
parece deducirse que era mal considerado que la conducta y proceder de un gobernador no se
atuviesen a lo indicado en su propio edicto, pero es menos claro si se consideraba una condición
vinculante y, como tal, objeto de responsabilidad cuando, por ejemplo, se juzgó en 171 a.C. la
conducta de varios gobernadores hispanos.

II.4.3 …y muy lejano


Se ha repetido con fruición en un capítulo anterior ( vid. vol.II, II.1) que, a fines del siglo iii a.C., nada
indica que la aventura romana en Hispania pretendiese algo más que combatir a Aníbal. Sin embargo,
la decisión de anexionar la Península parece haberse tomado ya en el 206 a.C., cuando el Senado
proveyó dos magistrados para sustituir a Escipión, aunque no fue hasta el 197 a.C. que se despachó
oficialmente la comisión que debía examinar sobre el terreno cuáles eran las necesidades de los
nuevos territorios y cuál era el mejor modo de gobernarlos. Es decir, cuando se reconoció oficialmente
que el Pueblo y el Senado de Roma ya no consideraban Hispania como un mero campo de batalla sino
como un territorio sobre el que querían hacer valer derechos adquiridos por guerra. En parte la demora
se explica porque durante una buena parte de esos años, el Senado y los cónsules estuvieron más
preocupados por la marcha de la guerra anibálica, primero, y luego por la macedónica, que por la
situación de un territorio lejano cuyo mejor papel era, precisamente, mantenerse al magen de la
guerra.
Las provincias hispanas eran excéntricas del núcleo de dominio romano y ello debió sembrar cierta
indecisión en Roma. Mantener un vínculo con territorios tan alejados exigía un tiempo muy largo de
viaje y planteaba especiales problemas de comunicación. El camino más directo, barato y rápido era el
marítimo pero sólo estaba disponible por temporadas, pues las condiciones imperantes en la cuenca
mediterránea desde fines de octubre a marzo convertían cualquier travesía en un suicidio, de ahí que el
tráfico naval se detuviese por completo (clausura maris, mare clausum). Pero incluso en temporadas
más favorables, el riesgo de tormentas inesperadas o accidentes en alta mar era tan alto que,
acostumbrados a considerar el Mediterráneo como un lago de aguas tranquilas y sus singladuras como
el paradigma del ocio placentero, hay que releer los relatos antiguos para entender la inquietud y la
cohorte de penalidades que entrañaba cualquier singladura. En la Odisea, Homero no habla
precisamente de las satisfacciones del viaje ni se extasía ante la belleza de las recaladas; por el
contrario, la esencia de la epopeya de Ulises son las frustraciones y las miserias de los viajeros, las
dificultades y retrasos que deben sufrir los que vuelven a casa, las quejas y miedos de la tripulación, la
preocupación del patrón por los cielos grises y los vientos caprichosos y, en última instancia, la
muerte en circunstancias complicadas y horribles. Un relato mucho más breve y descriptivo de las
penalidades del navegante, pero con un inesperado final feliz, es el del navío que transportaba a Roma
al apóstol san Pablo en tiempos de Claudio o Nerón; tras refugiarse de la mala mar en un fondeadero
cretense, el deseo del patrón de la nave de buscar un buen puerto para pasar el invierno le llevó a salir
de nuevo a mar abierta, donde el barco fue arrebatado inesperadamente por una tormenta que les
mantuvo a la deriva durante catorce días; finalmente, la nave arribó a las costas de Malta y los
náufragos debieron entender el nombre de la isla (Melita, “melosa”) como un verdadero presagio (Act.
27,39-28-10).
La navegación entre Italia e Hispania carece de un relato comparable, pero diversas referencias sueltas
permiten hacerse una idea de ella. Lo normal era embarcarse en las bocas del Tíber o en otro puerto
tirreno y costear Liguria y la Galia hasta el Pirineo. Este viaje permitía hacer una escala en Marsella y
desembarcar en algunas de las factorías griegas de la costa catalana (Rhode, Emporion) o continuar
costeando el litoral hasta el lugar de destino. Fue por mar como arribaron las primeras tropas romanas
en 218 a.C. y del mismo medio se sirvieron también Escipión, Catón y otros promagistrados del siglo
ii a.C. para llegar a la provincia y transportar sus tropas. Marinos más atrevidos o que requerían
rápidos desplazamientos podían intentar también la singladura directa a través del estrecho de
Bonifacio y desde allí, mantener con ayuda de los astros un curso al Oeste, esperando arribar a las
Baleares y a las costas meridionales de Hispania; esta ruta suponía un considerable ahorro de tiempo
para alcanzar la Ulterior, pero aún en el siglo i a.C. era considerada un viaje poco habitual. El regreso
a Italia, en cambio, parece haber favorecido Tarraco como lugar de embarque, donde llegaban
también, por vía terrestre o marítima, los promagistrados de la Ulterior que abandonaban su territorio.
Aunque la singladura era rápida y cómoda si el tiempo y la estación acompañaban y los navíos
permitían mayor capacidad de carga que otros medios, la vía marítima no carecía de riesgos derivados
de las cambiantes condiciones atmosféricas de la zona y de los peligros de navegar tan cerca de la
costa. Son varias las ocasiones en que nuestras fuentes relatan cómo un repentino cambio de tiempo o
de las condiciones de la mar sorprendió a un navío o a toda una flota lejos de un fondeadero adecuado
y los echó a pique. Incluso, ocasionalmente, conocemos la identidad de los náufragos: el 48 a.C., el
gobernador de la Ulterior, depuesto por la revuelta de la provincia, murió cuando regresaba a Roma y
su barco se hundió en la proximidad de la desembocadura del Ebro. Pero la mejor prueba de la dureza
e incertidumbre del viaje marítimo es el considerable número de pecios de estos siglos que se han
censado e incluso excavado, en las aguas litorales o poco profundas de la costa española.
Esos peligros hacían atractiva la ruta terrestre, que ciertamente era más lenta, más cara, menos
adecuada para el transporte de cargas voluminosas o pesadas y, hasta el 120 a.C., fue tan dura,
peligrosa y accidentada como la marítima. El viaje entre Italia e Hispania podía demorarse un mes y si
se ha preservado noticia de los diecisiete días que tardó César en llegar de Roma a Sagunto en el 45
a.C., es porque se trataba de una circunstancia excepcional. Una razón de la duración del viaje es que
éste seguía aproximadamente el trazado litoral desde Cartago Nova hasta alcanzar el Ródano (lo que
luego se llamó la via Domitia), donde el viajero se enfrentaba a la alternativa de seguir el camino
litoral que atravesaba los Alpes Marítimos, la Liguria y las marismas etruscas; la ruta era la más corta
pero además de la incomodidad del trazado montañoso, obligaba a atravesar comarcas cuyos
habitantes gozaron, hasta que Augusto aseguró por completo la zona, de merecida fama de abusar y
aprovecharse de los viajeros. Por ello, era preferible remontar el Ródano y sus afluentes hasta los bien
conocidos pasos alpinos de la zona saboyana; entonces, se tomaba la via Fulvia que llevaba a la
llanura padana por Augusta Taurinorum (hoy Turín) y Placentia (hoy Piacenza), donde la ruta torcía
hacia el sur hacia Ariminum (Rímini) y desde allí, la via Flaminia conducía a Roma atravesando los
Apeninos. Fuera del cierre invernal de los puertos alpinos, esta ruta permanecía abierta todo el año y
las dificultades que presentaban eran consecuencia del nulo control de los romanos sobre los lugares y
pasos que atravesaba: en el 189 a.C., el pretor de la Ulterior fue asesinado en el camino por los ligures
y diez años después le pasó lo mismo al promagistrado de la otra provincia, solo que esta vez en las
proximidades de Masalia. Sin duda, estas circunstancias forzaron a los romanos a buscar el control del
corredor costero galo, con tanto éxito que acabó siendo la provincia por antonomasia (Provenza); sin
embargo, en épocas de crisis la ruta podía recuperar su inseguridad y Plutarco nos recuerda que, en el
83 a.C., Sertorio, de camino hacia Hispania, hubo de pagar peaje tanto en los Alpes como en los
Pirineos. Únicamente a partir de la época imperial la ruta terrestre se hizo más andadera y segura por
la mejora de las calzadas y el estricto control; pero no más previsible, porque los viajeros seguían
estando al albur de las inclemencias del tiempo, los desastres naturales, los accidentes y,
ocasionalmente, la violencia de los salteadores.
Una vez cruzados los Pirineos, el gobernador de la Citerior podía decirse que había llegado a destino,
pero al de la Ulterior aún le quedaban casi tantas jornadas de viaje como las ya realizadas, no tanto
porque la distancia fuera equivalente, sino por la dificultad del camino: la llamada via Heraclea, que
iba costeando el litoral levantino hasta Cartago Nova y desde allí, cabía la alternativa de internarse
tierra adentro en busca del alto Guadalquivir o continuar viaje siguiendo la costa. Para hacerse una
idea de las condiciones del viaje en la Península, debe notarse que mientras que César necesitó
diecisiete días para llegar a Sagunto desde Roma, aún le hicieron falta otra decena de jornadas para
alcanzar su destino final, Obulco (Porcuna, Jáen).
La excentricidad de Hispania y el tiempo requerido para llegar a ella tuvo, lógicamente, sus
consecuencias en el gobierno y administración del territorio porque el Senado no podía pretender un
control sobre los promagistrados similar al que ejercía, digamos, sobre quien hubiera recibido su
mando en la misma Italia o en la Galia Cisalpina. En los capítulos anteriores se ha aludido en más de
una ocasión a gobernadores que salieron de Roma con una misión cuyas condiciones habían cambiado
radicalmente durante el tiempo de su viaje, como sucedió –ya se ha visto– en el 218 a.C., cuando P.
Cornelio Escipión se enteró en Marsella de que Aníbal no sólo había abandonado Hispania sino que
estaba a punto de cruzar el Ródano y los Alpes (vid. vol.II, II.1.3); sin esperar nuevas órdenes, el
cónsul abandonó su misión principal –o mejor, se la asignó a alguien de su confianza– y actuó según
su mejor parecer. Que el Senado no objetó la decisión es evidente a la vista de los sucesos posteriores.
Más tarde (195 a.C.), Catón alcanzó su destino cuando la grave situación que había requerido su envío
había sido resuelta por su antecesor en el mando (vid. vol.II, II.2.2.1). Situaciones similares no fueron
infrecuentes en años posteriores, forzando a magistrados y Senado a actuar sobre la marcha.
No se conoce con precisión el tiempo de llegada de los distintos gobernadores a sus destinos, pero
todo indica que normalmente arribaban bien entrado el año. Hasta el 153 a.C., los magistrados juraban
su cargo y eran investidos el 15 de marzo, la fecha tradicional del comienzo de la estación militar en
Italia. Pero la especial situación de Hispania pronto dejó obsoleto ese arreglo, aunque los romanos
tardasen casi medio siglo en reconocer formalmente la necesidad de cambiar el calendario. Si el
encargado de la provincia era un cónsul, lo habitual era que los asuntos de la ciudad y de Italia
demorasen su partida hasta comienzos del verano o más tarde, arribando a Hispania bien entrada la
estación militar. De nuevo, el caso de Catón (cónsul en el 195 a.C.) ofrece un paradigma de lo que
debió ser la norma: retenido en Italia por diversas obligaciones religiosas y civiles inherentes a su
cargo y a pesar de la rapidez de sus preparativos y del viaje por vía marítima, desembarcó en
Emporion, muy avanzada la estación, posiblemente en agosto (vid. vol.II, II.2.2.1). Veinte años
después, C. Sempronio Graco llegó tan tarde a la Citerior que su antecesor, C. Flaco, tuvo tiempo
sobrado de llevar a cabo una campaña contra los celtíberos; en este caso, tratándose de pretores, el
retraso no se debía tanto a obligaciones específicas del cargo cuanto a las propias condiciones del
viaje, ya que esperar a que los caminos estuvieran expeditos y llegara la estación favorable para la
navegación podía consumir dos o tres meses antes de partir. Estos retrasos llevaban a que
normalmente el periodo de imperium y el de residencia en la provincia no coincidiesen, pues el
gobernador saliente sólo cesaba en sus funciones al recibir a su sustituto.
Estas circunstancias obligaron a algunos cambios. El primero fue que los enviados a las provincias
hispanas eran habitualmente prorrogados en el mando por un año más; es decir, entraban en la
provincia como magistrados (pretores o cónsules) y veían extendido su periodo de servicio en calidad
de promagistrados. Y la segunda modificación se adoptó en el 153 a.C., cuando las especiales
condiciones de la guerra en la Meseta aconsejaron adelantar la fecha de la toma de posesión de los
magistrados desde el 15 de Marzo al 1 de Enero para, de este modo, darles más tiempo de llegar a sus
destinos con tiempo suficiente para una campaña completa. Aún así, esto no evitaba la espera de las
condiciones óptimas de viaje y los imprevistos, de modo que el primer beneficiado por la medida, el
cónsul Nobilior, debió llegar a la Península en agosto, porque su sonada derrota frente a los celtíberos
aconteció en la fiesta de las Vulcanalia, es decir, a fines de ese mes ( vid. vol.II, II.2.3.4). Como se ve,
a pesar de los esfuerzos realizados para adaptarse a las nuevas circunstancias, éstos raramente eran
capaces de anular el efecto de la distancia, las dificultades del viaje, los imprevistos y las
circunstancias personales. Dos ejemplos tardíos ilustran a la perfección la difícil restitución del
calendario: en el 83 a.C., Sertorio cruzó los Pirineos cuando las cumbres estaban ya nevadas, lo que
indica una fecha muy tardía y cercana al final de la pretura, un retraso explicable por la emergencia
causada en Italia por el segundo golpe de Estado de Sila. Por el contrario, el también pretor César
parece haber alcanzado la Ulterior en el 61 a.C. en una fecha inusualmente temprana de comienzos del
verano, pero ello se debió, como es bien sabido, a que hubo de salir precipitadamente de Roma para
ponerse a salvo de los acreedores que querían prenderle y procesarle.
II.4.4 Virreyes de las Hispanias
Como se ha dicho con anterioridad, ninguna fuente antigua nos ha dejado un relato específico de cómo
se gobernaba Hispania y menos aún, de las funciones y encargos del gobernador de una provincia
hispana. Pero de otras informaciones y noticias indirectamente relacionadas con el tema, es claro que
las dos tareas primordiales eran mantener el dominio sobre el territorio, empleando toda la fuerza –las
tropas a su disposición– que requiriera el empeño; y garantizar la explotación económica del mismo.
Además, como representante supremo del pueblo romano en la región, e imagen visible de su
majestad, el magistrado era fuente de ley en el territorio a su cargo, a la vez que su suprema instancia
judicial. Tan amplios poderes eran equiparables a los de un monarca, salvo por el hecho de que el
gobernador los ejercía a plazo fijo y sólo eran efectivos en el territorio asignado por el Senado. Como
ya hemos visto, además, la costumbre y la distancia otorgaba a los gobernadores de Hispania mayor
libertad de acción que en otras partes.
Juzgando por estándares actuales, la labor de los magistrados romanos puede tenerse como una
verdadera sinecura, y así fue entendida por los antiguos por cuanto ofrecía oportunidades de ganar
prestigio y riqueza. En otros aspectos, sorprende que lograsen lo que lograron con tan escasos medios
empleados tan desordenadamente; o si se quiere formular en sentido contrario, esas deficiencias
explican la lentitud y las vacilaciones de la conquista. En la práctica, los amplios poderes del
gobernador no guardaban proporción con el personal subalterno puesto a sus órdenes, incluyendo,
como veremos, el número de tropas asignado. Sin embargo, esto era normal desde el punto de vista
antiguo, porque lo más característico de la administración de época republicana es, justamente, su casi
total inexistencia. Si el gobernador provincial era en esencia un general en campaña al que se le
encargaban algunas inevitables funciones civiles, lo mismo sucedía con sus subordinados. La
consecuencia es la notable falta de profesionalidad y experiencia de la burocracia romana y la
frecuente subordinación de hasta las más esenciales actuaciones administrativas a las conveniencias
militares o políticas, lo que acabó pasando factura al sistema.
Normalmente, un gobernador accedía a su provincia acompañado de un cuestor provincial, un joven
magistrado en el comienzo de su carrera de honores, y al que se le asignaba destino en un sorteo
independiente del superior, posiblemente para evitar indeseables connivencias entre ellos. Aún así, no
fueron extraños los casos en que el gobernador reclamaba los servicios de un determinado cuestor y
ésto le era concedido. La función primordial de los cuestores era el control del dinero público, pero los
destinados a las provincias tenían funciones más amplias que los que se quedaban en Roma pues a
ellos competía el control del dinero del ejército. Eran a la vez, contadores, pagadores de las tropas e
intendentes y se encargaban también de la custodia, valoración y venta del botín. Hasta la
implantación del arriendo de tasas en el 123 a.C., los cuestores también se ocuparon de la tributación
provincial y de su contabilidad; de todo esto debían dar cuenta ajustada a su regreso a Roma, y es bien
conocida la anécdota del C. Sempronio Graco, cuestor en el 137 a.C., que fue hecho prisionero por los
numantinos al regresar al campamento asaltado para recuperar sus libros de cuentas. Tratándose de la
segunda autoridad de la provincia, el gobernador solía delegar en ellos otras misiones, como el mando
de tropas o la administración de justicia; incluso, en casos extraordinarios –la muerte inesperada o en
combate del gobernador– se esperaba de él que se hiciera cargo interinamente de la provincia hasta
que el Senado proveyese un sustituto. Al igual que pasaba con sus superiores, los cuestores
provinciales eran habitualmente prorrogados en el cargo al acabar su periodo como magistrados.
Además, el gobernador podía servirse de uno o varios legati, cuyo número era decidido por el Senado,
que normalmente permitía un delegado a los pretores provinciales y tres a los cónsules. A diferencia
del cuestor, estos tenientes eran cargos de confianza asignados a familiares y amigos del magistrado,
quienes derivaban su autoridad del imperium de aquél. El mejor ejemplo de legatus fue sin duda Cn.
Escipión, que acompañaba a su hermano el cónsul del 218 a.C., P. Cornelio Escipión, pero no deben
olvidarse los tres legati cum imperio que gobernaron la Península Ibérica en nombre de Pompeyo entre
el 55 y el 49 a.C. Aunque la función primordial de estos delegados fue como se ha dicho, la militar, en
la práctica podían encargarse de cualquier misión que les atribuyese su jefe: comandar una
expedición, llevar a cabo una embajada, gobernar una ciudad o un territorio, etc. Sin embargo, estos
personajes y sus misiones suelen pasar desapercibidos porque, tratándose de privati, los historiadores
antiguos refieren a sus principales las misiones que desempeñaron. Ese artificio, por otro lado, es
responsable de la perplejidad de muchos lectores de las fuentes clásicas cuando comprueban que no
son extrañas las referencias a un gobernador que parece estar peleando al mismo tiempo en dos
lugares distintos.
Finalmente, el magistrado provincial disponía de otros ayudantes. Un primer grupo estaba constituido
por un pequeño cuerpo de profesionales reclutados entre las tropas y funcionarios públicos o
seleccionados entre sus esclavos y libertos personales: escribanos (scribae), guardaespaldas y
ordenanzas (apparitores) y alguaciles (accensi). El otro grupo, normalmente identificado en las
fuentes como “los amigos” (cohors amicorum, comites) eran familiares, clientes y próximos al
magistrado que elegían servir a sus órdenes como medio de ganar una experiencia útil en su futura
carrera pública o profesional. Algunos le auxiliaban en la función administrativa, otros servían en los
tribunales y todos ganaban de este modo su primera experiencia militar. Escipión Emiliano convirtió
el sitio de Numancia en un ejemplo del buen uso que se podía hacer de estos voluntarios, porque
además de encuadrarlos en unidades militares especiales, reunió en torno suyo a personajes que luego
dejaron su impronta en la historia de Roma: su sobrino Fabio Buteón, Mario, Polibio, Sempronio
Aselión y Yugurta (Plut. Mar. 3; App. Iber. 84).
En consonancia con este reducido organigrama burocrático, las provincias hispanas no disponían
propiamente de una capital: ésta estaba allí donde las necesidades llevasen a residir a su gobernador.
Sin embargo, desde el comienzo de la conquista, Tarraco se perfila como el lugar donde es más usual
encontrarlo, posiblemente por razones derivadas de su fácil enlace con el interior, siguiendo el Ebro, y
con Roma, por vía terrestre y marítima. Junto a Tarraco, Cartago Nova era sin duda, la segunda
opción, dado el excelente y protegido fondeadero que ofrecía su bahía, la favorable comunicación con
el valle del Guadalquivir y el interés estratégico del rico coto minero de sus alrededores. Como
veremos, a pesar de que estas dos ciudades puedan haber disputado una buena parte del tiempo que el
magistrado de turno pasaba en la Hispania Citerior, su función requería que estuviera moviéndose
continuamente por su jurisdicción, bien en campañas bélicas, bien administrando justicia o,
simplemente, repartiendo entre el mayor número posible de súbditos el costo de su mantenimiento.
Mientras que la capitalidad de la Citerior es más o menos clara, no sucede lo mismo en la otra
provincia, donde la tradicional primacía de Corduba se manifiesta de forma menos patente, quizá
porque el gobernador tenía más donde elegir: Urso, Castulo, Gades y Carteia son poblaciones que las
fuentes mencionan ocasionalmente como sede del gobernador, que aparece en ellas invernado o
administrando justicia. Itálica, por su situación y fáciles comunicaciones fue seguramente otro lugar
de residencia favorecido por los gobernadores. Corduba, en cambio, comienza a sonar como etapa de
los magistrados de la Ulterior a partir de mediados del siglo ii a.C, después de que Claudio Marcelo
invernarse en ella tras una incursión por tierras lusitanas; generalmente se sitúa en ese momento la
fundación de la colonia que daría lugar a la poderosa ciudad posterior, pero esta circunstancia es
irrelevante desde el punto de vista de la capitalidad, puesto que la residencia del gobernador no se
fijaba ateniéndose exclusivamente a criterios legales, sino a otras consideraciones más prácticas desde
su punto de vista. En cualquier caso, fue a partir de esa época cuando el nombre de Corduba suena más
repetidas veces en conexión con los gobernadores de la Ulterior.
Apoyándose en un pequeño grupo de colaboradores y auxiliares, el gobernador provincial debía
mantener y acrecentar el dominio sobre las regiones hispanas y explotarlas en provecho del pueblo
romano. En principio, uno puede quedar sorprendido por el elemental despliegue humano y
organizativo con el que los magistrados proveyeron su labor, pero quizá ello ayude a entender mejor
dos rasgos de la conquista sobre los que no se reflexiona lo suficiente. Primero, el largísimo plazo en
el que ésta se llevó a cabo, que puede explicarse tanto por la feroz resistencia de las poblaciones
locales o, por el contrario, aducir la escasa inversión humana realizada por Roma en términos de
tropas y administradores. Ahondando en ello, es indudable que las guerras en Hispania fueron
extraordinariamente cruentas pero también lo son los datos en el otro sentido y elegir una u otra
versión depende más de otros factores extrahistóricos que de lo que verdaderamente pasó. Y lo
segundo tiene que ver con la contradictoria actitud de Roma frente a los vencidos: la cruel fiereza
mostrada por los enemigos era rápidamente sustituida por la búsqueda de la cooperación una vez que
éstos reconocían la maiestas populi Romani. La explicación de tan opuesto comportamiento reside
precisamente en que la escasa capacidad administrativa del gobernador romano requería atraerse a las
aristocracias locales para que complementasen su labor de control. Así, a cambio de unas pocas
exigencias (pero no necesariamente livianas), Roma dejaba en semilibertad a los vencidos, confiados
al gobierno de unos cuantos de ellos, que les eran más o menos proclives por convicción, provecho o
frío cálculo.
Se describen a continuación y de forma somera las principales actividades del gobernador, dejando
para el final las militares (vid. vol.II, II.4.6), que eran las más importantes para ellos pero también las
más visibles desde nuestro punto de vista.
II.4.4.1 Los beneficios de una temporada en provincias
Entre los escritores antiguos, Hispania tenía fama de ser una tierra agreste y bárbara; pero también
agraciada por su fecundidad, especialmente en ganados y filones metálicos (vid. vol.II, II.8.1). Los
romanos no tardaron en darse cuenta de ello. Fueran cuáles fueran sus planes o el alcance de sus
expectativas, es evidente que unos y otros debieron ir cambiando conforme las tropas se internaban en
territorio peninsular (vid. vol.II, II.8.1), y tanto los informes como el botín desvelaban tales cantidades
de plata, que gentes que venían de un país sin metales preciosos y que se encontraban en medio de una
dura guerra debieron quedar gratamente sorprendidos (vid. vol.II, II.8.2.1).
Indudablemente, no hay estadísticas de los “beneficios” que Roma obtuvo de Hispania e, incluso, el
cálculo aproximado es inapropiado. En cualquier caso, fue la plata la que hizo extraordinariamente
beneficiosa la conquista del territorio peninsular. Falta, como corresponde a la época y a la mentalidad
de nuestros testigos, un recuento preciso de las cantidades extraídas durante el periodo republicano,
pero si se juzga por los datos disponibles –el peso o el valor del metal aportado por los triunfadores en
los primeros cuarenta años de la conquista–, éstas debieron ser enormes. Según reporta Livio, el erario
público ingresó en ese periodo más de 100 toneladas de plata sin acuñar, procedente sólo del botín de
campañas militares y en él había también oro y monedas acuñadas. Según los cálculos de R. Knapp, en
el periodo en consideración, los romanos ingresaron en el tesoro público 46 millones de denarios
procedentes del expolio de Hispania. Nótese que fueron 10.000 talentos, unos 60 millones de denarios,
las indemnizaciones de guerra impuestas a los cartagineses después de Zama, y que a Antíoco de Siria
se le cargaron por el mismo concepto 12.000 talentos (unos 90 millones de sestercios). Pero como las
cantidades hispanas no son multas sino que procedían de expolios, la cifra total del botín debió de ser
muchísimo más alta (entre tres y cuatro veces más, sin tener en cuenta los posibles fraudes, porque
deben descontarse las porciones distribuidas entre los soldados y el general).
Si esas cantidades parecen exageradas, pueden ponerse en relación con otras noticias sobre la
provechosa explotación “legítima” de los cotos argentíferos de Cartago Nova y Sierra Morena.
Respecto al primero, Polibio (34, 4) reporta que, a mediados del siglo ii a. C., las minas situadas a
cuatro kilómetros en torno a Cartago Nova ocupaban a 40.000 personas y proporcionaban diariamente
al Pueblo de Roma 25.000 dracmas (unos 36,5 millones de sertercios), mientras que otra noticia de
Plinio (N.H., 33, 97) recuerda que una sóla mina de Sierra Morena, aún explotada en su tiempo, había
dado a Aníbal 300 libras diarias de plata, es decir, cerca de 35 toneladas anuales. De nuevo debe
recordarse que esas cifras no corresponden a la producción total sino únicamente a las cantidades
pagadas al fisco.
Mientras que el gobernador provincial era responsable directo, o a través de su cuestor, del botín y su
reparto (incluyendo la porción reservada al erario público), la explotación minera en una escala como
la sugerida por el mencionado texto de Polibio, estaba reservada al Senado, que arrendaba el laboreo a
grandes compañías comerciales, los publicanos, a cambio del pago de un canon. El procedimiento era
administrado por los censores, quienes subastaban cada cinco años el arriendo de las propiedades
públicas. El arreglo era muy favorable para ambas partes porque la minería exigía costosas
inversiones que el Estado romano difícilmente podía abordar, considerando su escasa burocracia y lo
esquemático de su estructura financiera y técnica. Y extraordinariamente provechoso para los
arrendadores. Los senadores, por costumbre y ley, tenían prohibido participar en esas subastas, pero
no sus familiares y amigos y no fueron raros los casos de sindicatos de publicanos cuyos miembros no
eran más que hombres de paja al servicio de un poderoso senador. El sistema de arriendos de las
propiedades públicas tenía, pues, la ventaja de que respetaba el principio gobernante de la política
romana, que exigía que nunca debía permitirse que un individuo acumulase un poder superior al de
todos los demás, lo que habría sido seguramente el caso si las minas de Hispania se hubieran dejado a
cargo del gobernador provincial. En cambio, atribuyéndoselas a otros y por el tiempo justo para
recuperar la inversión, el Senado aseguraba un contrapeso y un mejor reparto de las oportunidades que
brindaba la conquista entre los aristócratas. De este modo, el beneficio de los dirigentes repercutía
doblemente sobre el pueblo romano.
II.4.4.2 Tasas e impuestos incluidos
La tercera fuente de ingresos provinciales eran los impuestos, que se pagaban una parte en metálico
(el stipendium) y otra (la vicesima Hispaniarum, Liv. 43, 2, 12) seguramente se gestionaba en especie
porque retenía un 5 por ciento de las producciones agrícolas, singularmente el grano. Ambos
impuestos aparecen ocasionalmente en las fuentes y hay una cierta discusión sobre su carácter y su
cronología; si la vigésima era una forma especifica del stipendium o se trataba de tributos
independientes; y si su establecimiento corresponde a los primeros momentos de la conquista romana
o, por el contrario, son instituciones aparecidas a mediados del siglo ii a.C. Si se sabe, en cambio, que
el stipendium consistía en una cantidad fija y que su cobro fue probablemente la principal causa de la
aparición de las primeras monedas “indígenas” (vid. vol.II, I.1.6.4 y I.2.6.4): se trataba de acuñaciones
de cecas geográficamente distintas y con motivos y letreros indígenas pero cuyos patrones siguen las
pautas del denario romano. La explicación más obvia es que a alguien se le debió ocurrir que era más
sencillo acuñar en la Península la abundante plata local que enviarla a Italia y volverla a traer
amonedada. Es de suponer que este numerario permitía el pago homogéneo de las tasas, que a su vez
revertía en las soldadas y en otros gastos provinciales.
Inicialmente, el cobro de impuestos debía de ser una más de las labores del gobernador, que podía
delegarla en el cuestor o en los prefectos que, ocasionalmente, mencionan las fuentes dedicadas a
estos menesteres. Pero a partir del 123 a.C., cuando se impuso primero en Asia y luego
progresivamente en otras provincias, el Estado romano cobraba indirectamente los tributos a través
del arriendo a compañías de publicanos, similares a las que explotaban las minas y otros recursos
públicos. Los arrendatarios del cobro de impuestos pujaban por la cantidad que el Senado fijaba para
un determinado territorio, depositaban el monto en el fisco y luego se resarcían invirtiendo el dinero
cobrado en la propia provincia o extrayendo cantidades superiores a los sujetos fiscales. En su origen,
la medida trataba de evitar la frecuente concusión de los magistrados, pero la práctica demostró que,
estando los gobernadores obligados a facilitar y proteger la colección fiscal, usando la fuerza si hacía
falta, las compañías de publicanos no tenían excesiva dificultad en acceder a los magistrados
provinciales e involucrarlos en su negocio; si alguno se mostraba crítico con sus métodos, los
recaudadores tenían buenos amigos en Roma y el magistrado renuente podía encontrarse con
problemas al regresar de su provincia. El procedimiento dio lugar a frecuentes abusos y fue
responsable de la proverbial mala fama de los publicanos. El Senado y los magistrados trataron de
contenerlos promulgando leyes que limitaban la discrecionalidad del gobernador y ponían coto a las
malas prácticas de los cobradores, pero el descontento de los sujetos fiscales –fueran indígenas o
ciudadanos romanos– contribuyó notablemente al deterioro de la vida pública, y explica en parte por
qué los provinciales abandonaron tan fácilmente a los aristócratas y apoyaron los intentos de
reformistas como Sertorio, César o Augusto.
Aunque los publicanos hubieran tomado sobre sí una parte importante de la labor fiscal de la
provincia, los gobernadores seguían ejerciendo una considerabilísima discrecionalidad en la materia.
Podían, por ejemplo, reclamar cantidades mayores de trigo que las estipuladas, aludiendo a
emergencias o circunstancias especiales. En la práctica, muchos magistrados ambiciosos se servían de
ese expediente para aumentar su prestigio político en Roma repartiéndolo gratis o a bajo precio entre
el pueblo, pero causando, de paso, daños irremediables a la agricultura italiana. Igualmente, en su
función de representante oficial del Pueblo romano, el gobernador podía reclamar a las ciudades por
las que pasase o se alojara una contribución para el mantenimiento y alimentación de su persona y la
de sus subordinados. Este impuesto podía cobrarse en especie y ad casum, pero es muy probable que
pronto se convirtiera en una aportación fija y en metálico. Además, el que la discrecionalidad de un
individuo dependiera del futuro de la comunidad o el personal, acostumbró a las ciudades e individuos
de las provincias a congraciarse con el magistrado de turno mediante aportaciones voluntarias como el
envío de coronas de oro que le acompañasen en su triunfo en Roma, estatuas en su honor
(frecuentemente, de plata) o festivales celebrados en su nombre. Muchas de estas liberalidades
acabaron convirtiéndose en obligación regular y cualquier gobernador ambicioso o arruinado podía
abusar de ellas en su beneficio. Tal parece haber sido el caso de la propretura de César en la Ulterior
en 61-60 a.C., que nuestras fuentes convierten unánimemente en un exitoso ejercicio para resarcirse de
las deudas que habían estado a punto de llevarle a la cárcel en Roma (App., Iber., 102; Suet., Caes. 18;
54; 71; Dio. Cass. 37, 52). La mejor ilustración de las especialísimas relaciones entre un gobernador y
sus súbditos la revela una anécdota que Cicerón (Verr. 4, 56) empleó para afear aún más la conducta
de Verres, a quien acusaba de varias concusiones durante su gobierno en Sicilia: según parece, en el
112 a.C., al gobernador de la Ulterior se le rompió el anillo de oro (seguramente el que identificaba y
legitimaba sus decretos), mientras daba audiencia en el foro de Corduba; haciendo ostentación de
probidad, mandó llamar a un orfebre para que reparase en público el anillo después de pesarlo. Según
la lógica del tiempo, una situación así requería que súbditos y clientes se volcasen para compensar que
el magistrado hubiera sufrido un perjuicio personal mientras ejercía su oficio.
II.4.4.3 Juez y parte
Sin duda, las partes menos llevaderas del trabajo de un gobernador eran las relacionadas con el trabajo
“de oficiar”, porque le obligaban a recorrer su jurisdicción por lo menos una vez al año. Ese viaje
constituía normalmente una de las primeras obligaciones del magistrado recién llegado, porque le
permitía conocer su jurisdicción y darse a conocer a sus súbditos. Y para quien ya llevaba un año en la
provincia, la nueva ronda se realizaba en la temporada en que se cobraban los tributos y servía para
renovar en toda la provincia el santo temor de la maiestas populi Romani. Como ya hemos visto, la
llegada del magistrado a la Península solía ocurrir al final de la primavera o comienzo del verano, es
decir, el tiempo de la siega, un momento adecuado para la colección de los impuestos o para quemar
las cosechas de los enemigos.
Durante ese viaje, el gobernador daba audiencia en lugares predeterminados, donde los ciudadanos
romanos y latinos residentes en su jurisdicción y los embajadores de las ciudades de la provincia,
tenían oportunidad de tratar con él las materias de interés común, además de recibir las instrucciones
sobre el número de tropas que debían aportar, el monto de los impuestos y las aportaciones
extraordinarias. Esas reuniones, llamadas conventus, debían servir también para dirimir pleitos,
mediar o resolver los conflictos entre comunidades leales y, en general, sancionar aquellas decisiones
de otros que el gobernador, por cualquier motivo, desease que se cumplieran como si fueran suyas. La
información sobre los conventus es escasa y tardía (de mediados del siglo i a.C.), pero no cuesta nada
imaginar que la decisión de independizar a los habitantes de la Turris Lascutana de la jurisdicción de
Hasta (CIL II, 5401) o la sanción por el procónsul de la Citerior de la sentencia del bronce de
Contrebia (vid. vol.II, II.3.2.1), debió de tomarse en una de esas reuniones.
Cuando la estación adecuada para la guerra terminaba, ejército y gobernador se retiraban a invernar.
Empezaba entonces la etapa en la que el gobernador se dedicaba a los papeles y a los asuntos
administrativos y judiciales. Nuestras autoridades frecuentemente se refieren al magistrado de la
Ulterior (y es de suponer que lo mismo es aplicable al de la otra provincia) atendiendo en el foro de
Corduba a los demandantes y administrando justicia. El magistrado provincial reunía en su persona las
funciones del pretor urbano y del peregrino, es decir, podía juzgar según el derecho romano, pero
decidir sobre asuntos de otras jurisdicciones, suponiendo que los tratados en vigor en la provincia lo
permitiesen o que las partes acudiesen a él. El iudicium contrebiense es una buena muestra de ello,
aunque el magistrado romano simplemente sancionó lo decidido por los jueces del proceso. A la vez,
una noticia de Plutarco (Quaest. Rom. 83) relata cómo el gobernador de la Ulterior en 96-94 a.C.
prohibió los sacrificios humanos en una civitas de la provincia. Si la carga de trabajo judicial era muy
grande o había que atender a los tribunales de diversos lugares, el gobernador delegaba en su cuestor
la presidencia del tribunal de justicia, en el que siempre se contaba con la asistencia de peritos
(iuridici) elegidos entre el séquito del magistrado o entre los principales de la provincia.
Además, la etapa de obligada inactividad invernal era el momento adecuado para enviar informes a
Roma y estudiar las instrucciones o consejos recibidos de los Patres. Aunque es muy probable que un
gobernador no tuviera obligación legal de informar al Senado de la marcha de sus asuntos mientras
estuviera en su provincia, como sugiere la cláusula “mientras el Pueblo y el Senado de Roma así lo
quieran” que figura en varios documentos, diversas noticias sueltas indican, por el contrario, que lo
normal era que despachase regularmente con Roma, manteniendo al Senado y a los magistrados al
tanto de la marcha de la provincia, de los problemas existentes en ella y de las soluciones que se
estaban aplicando o se iban a aplicar. El formato de estas comunicaciones debió de ser muy variable y
como es habitual, la mayor parte de los casos conocidos se refieren a circunstancias bélicas. Así por
ejemplo, Escipión Africano envió a uno de sus amigos a Roma a informar de la captura de Cartago
Nova y más tarde despachó otro mensajero para avisar de que Asdrúbal había conseguido escaparse de
Hispania. Pero también se cita ocasionalmente que en algunas de las sesiones del Senado se leyeron
informes enviados desde Hispania.
Una de las funciones administrativas del gobernador tuvo una virtualidad histórica y social tan
importante como la actuación militar, pues además de destruir y matar, le era permitido actuar sobre
los modelos de población y ocupación del territorio de su provincia. Muchas de las actuaciones de esta
clase son consideradas por las fuentes clásicas como consecuencias directas de la guerra, porque los
antiguos consideraban que ciertos modos de vida –pastores, montaraces– eran más proclives a la
belicosidad y a la inestabilidad social que los agricultores (vid. vol.II, I.2.6.1). Hay frecuentes
ejemplos de poblaciones de Lusitania y Celtiberia que fueron obligados a abandonar sus lares
tradicionales en lo que parece que fueron verdaderas deportaciones. Un fenómeno así estremece
nuestra sensibilidad pero era tan normal para la miopía y el chauvinismo de los autores antiguos que
apenas hacen otra cosa que comentar sus resultados, si fue favorable o no para los intereses romanos.
De César se dice que obligó a los habitantes de Serra da Estrela a bajar de sus nidos de águila y
asentarse en el llano y esa misma medida se acredita a T. Didio (cónsul en el 98 a.C. y gobernador de
la Citerior), que la aplicó a los de Termes (Montejo de Tiermes, Soria); diversas razones de tipo
arqueológico hacen pensar que una ciudad de la Lusitania llamada Tamusia (Botija, Cáceres), pudo
haber sido habitada por gentes de la Celtiberia que llevaron a ella sus cerámicas, amonedaciones y
otros objetos de uso cotidiano con fuerte raigambre meseteña (vid. vol.II, I.2.3.3). Y el gran Pompeyo
parece haber enviado a la vertiente gala de los Pirineos a un grupo de combatientes de la guerra
Sertoriana. No todas estas deportaciones fueron necesariamente obligadas o a consecuencia de
castigos, porque también se conocen ejemplos de comportamientos opuestos, es decir, que el
gobernador asienta en territorios propiedad del pueblo de Roma, a poblaciones destituidas o cuya
conducta merecía premio o especial reconocimiento. Tras el asedio de Numancia, Escipión Emiliano
repartió parte de las tierras de los vencidos entre los aliados indígenas, y las vacantes de los muertos y
deportados de la ciudad asaltada debieron rellenarse con nuevos pobladores. La facilidad con la que
Ser. Sulpicio Galba atrajo, en 150 a.C., a más de 30.000 lusitanos con la promesa de entregarles tierras
(App., Iber., 59-60) (vid. vol.II, II.2.3.5), parece indicar que esas distribuciones agrícolas no tenían
mucho de excepcional. Cuarenta años después, C. Mario asentó en una población de nombre
desconocido a un grupo de celtíberos a los que había reclutado para pelear contra los bandidos de
Lusitania.

II.4.5 Emigración y colonización en Hispania republicana


Una parte de ese proceso de movimientos migratorios, cambios en la propiedad de la tierra y
modificaciones de las pautas de asentamiento tiene que ver con eso que llamamos colonización, un
fenómeno del que es más fácil suponer su existencia que probarla, no tanto porque falten datos al
respecto sino porque éstos parecen ser extraordinariamente vagos en algunos conceptos y sobre todo,
porque el proceso se realizó de modo lento y, como en el caso de la conquista militar,
escalonadamente, sin continuidad temporal ni geográfica; en gran medida porque ni el Senado ni los
gobernadores provinciales desarrollaron nunca un plan para atraer colonos a la Península Ibérica ni
fomentaron la creación de ciudades para ellos.
Sin embargo, antes de su llegada a Hispania, los romanos tenían una cierta experiencia de control del
territorio basándose en ambas medidas. En el último tercio del siglo iv a.C., se envió a un grupo de
300 familias a establecerse en Ostia, en la desembocadura del Tíber, con el encargo de guarnicionar la
zona y servir de avanzadilla en caso de incursiones marítimas. Esta colonia marítima y la docena larga
de establecimientos similares de los que se tiene noticia, estaban en territorio romano, en muchos
casos a una jornada de marcha de la ciudad y su función primordial era militar, como lo demuestra el
hecho de que sus habitantes varones estaban excluidos del servicio militar y debían permanecer
durante la noche dentro del recinto murado. Técnicamente, se trataba de barrios extramuros y
distantes de la propia ciudad y sus habitantes eran, a todos los efectos, ciudadanos romanos. Además,
hubo también otras colonias, llamadas latinas, habitadas igualmente por ciudadanos romanos con la
misma misión militar y de control del territorio que las otras, pero a las que se otorgaba una cierta
autonomía de gobierno y por lo tanto, sus habitantes perdieron algunos derechos ciudadanos que
mantenían los residentes en Roma. A esta clase pertenecían las dos colonias de Placentia y Cremona,
fundadas en la ribera norte del Po en el 218 a.C. con un numeroso contingente (2.000 varones en la
primera) y cuya misión era anticipar los movimientos de la tribus célticas o galas e impedir su acceso
a la parte meridional del valle del Po, recién conquistada por Roma. Aunque los colonos recibieron
considerables lotes de tierras en propiedad, es dudoso que esto compensara los azares a los que se
vieron sometidos durante los primeros años, lejos de Roma o de sus lugares de origen, en constante
pelea contra las poblaciones galas, que resentían su establecimiento, y situados justamente en el
camino de la invasión de Aníbal.
En Hispania, hay noticias tempranas de establecimientos similares, aunque no consta fehacientemente
su condición colonial. El más antiguo conocido es Italica, cuyo nombre seguramente conjuraba el
espíritu melancólico y conmemorativo sus primeros habitantes, que, según cuenta Apiano, eran
soldados romanos inválidos y heridos, a quienes, inmediatamente después de la batalla de Ilipa (206
a.C.), Escipión asentó en el curso bajo del Guadalquivir (vid. vol.II, II.1.4.3), justo en el punto de
máximo alcance de las mareas, responsables de que el cauce fluvial se convirtiera en marismas, pero
que también ofrecía un excelente acceso portuario. Itálica se estableció en o junto a una población
indígena pre-existente, turdetana, cuyos restos han ido apareciendo en las excavaciones arqueológicas
realizadas en los últimos años en Santiponce (Sevilla), y la situación del nuevo establecimiento fue
cuidadosamente elegida por su valor estratégico pues controlaba una ruta natural de penetración hacia
el norte que ha acabado fosilizándose en la famosa Vía de la Plata. Al tiempo, encontrándose a muchas
jornadas de camino de las bases romanas en el Mediterráneo, Itálica debió vincularse estrechamente al
río, del que dependía para los refuerzos y las municiones que garantizaban su supervivencia inicial.
No consta cuál fue su condición jurídica primitiva, pero operativamente parece haber desempeñado
funciones similares a las de las colonias de la Cisalpina, por lo que quizá se trató de una verdadera
colonia latina.
El segundo establecimiento romano en el tiempo, Gracchurris, fue fundado en 178 a.C. por Tib.
Sempronio Graco, el padre de los famosos tribunos de la plebe, como culminación de su exitoso
gobierno provincial y por ello fue conocido con su nombre (vid. vol.II, II.2.3.1). Gracchurris
compartía muchos rasgos con Itálica: su fundación obedece a manifiestos propósitos estratégicos,
puesto que estaba situada al final del curso navegable del Ebro y controlaba un acceso obligado al
dominio romano desde territorio hostil, en este caso, Celtiberia. A diferencia del caso de Itálica,
desconocemos la identidad de sus primeros pobladores, aunque parece lógico pensar que, tratándose
de una avanzadilla en territorio hostil, se tratase inicialmente de romanos e itálicos, a los que luego,
en épocas más tranquilas, pudo sumarse población indígena.
La condición del establecimiento y sus habitantes está bien atestiguada, en cambio, en el caso de
Carteia, cuyas ruinas se encuentran en las cercanías de San Roque (Cádiz), en plena bahía de
Algeciras. Allí, en 171 a.C., el Senado romano decretó la constitución de una colonia latina, la primera
de esta condición documentada con seguridad fuera de Italia, después que una representación venida
de Hispania plantease el caso de los nacidos de las uniones entre soldados romanos y mujeres
indígenas, entre los que no podía haber connubium iustum. Los afectados, unos 4.000 varones,
solicitaron un reconocimiento de su situación y el Senado respondió permitiéndoles asentarse en
Carteia, junto a los habitantes originales de la ciudad, con la condición de colonia latina. Aunque el fin
aparente era resolver un problema de mestizaje y no estaba situada en ninguna frontera terrestre que
presentase peligro, no debe descartarse que, en la intención de sus fundadores, Carteia desempeñase
un papel estratégico similar al de las primigenias coloniae maritimae, controlando el paso a la
Península a través del Estrecho, un cruce que, ahora comprobamos, es especialmente fácil.
Otra población que consta que nació por expresa intervención de un magistrado fue Valentia, en la que
L. Junio Bruto colocó a los veteranos de sus campañas en 138 a.C. (vid. vol.II, II.2.4). Habitualmente
se piensa que se trata de Valencia, pero Bruto era magistrado de la Ulterior y sus campañas fueron
contra los lusitanos, por lo que hay también quien sitúa el establecimiento en el otro costado de la
Península, quizá en Valencia de Alcántara, entre otras cosas porque hay fuentes que afirman que sus
primeros pobladores fueron lusitanos. Más seguras en la identificación son las dos poblaciones
fundadas por C. Cecilio Metelo en 122-123 a.C. tras apoderarse de las Islas Baleares, campaña por la
que recibió un triunfo y el apodo de “Baleárico”: la primera, llamada Palma corresponde a la actual
capital de las islas y la otra, Pollentia, es la actual Alcudia, también en Mallorca. En ambos casos,
Metelo y sus sucesores en el gobierno de la Citerior parecen haber tenido interés en contar con un par
de establecimientos habitados por gentes llevadas desde la tierra firme que asegurasen de forma
permanente el control de las islas, que fueron famosas en la Antigüedad por la facilidad con las que
sus habitantes revertían a la actividad pirática. A un descendiente de Metelo se le atribuye la
fundación, durante la guerra sertoriana, de un punto fuerte sobre el Guadiana que, en la mejor
tradición romana aún conserva su nombre, Metellinum (Medellín, Badajoz). Lo más probable es que
el lugar fuera en su origen una instalación militar que no tardó en convertirse en una floreciente
ciudad. Estos cuatro establecimientos comenzaron la época imperial con la categoría colonial, es
decir, en algún momento de su historia acogieron refuerzos de población, seguramente soldados
desmovilizados después de las guerras civiles de César y Augusto.
Como se ve, los romanos, a su llegada a Hispania, disponían de instrumentos y experiencia probada en
el control territorial y parecen haberla aplicado, al menos en
[Fig. 87] Calle pavimentada de
la colonia de Itálica (Santiponce, Sevilla)
las ocasiones mencionadas y en otras muchas de las que queda poca constancia. Sin embargo, otros
indicios muestran que ni el Senado ni los propios gobernadores provinciales se plantearon nunca en
serio el problema de la migración ni hicieron nada para atraerla o fijarla en las nuevas provincias. En
parte, el asunto se explica porque un plan así puede tener sentido desde la perspectiva moderna, pero
carecía de cualquier atractivo para los antiguos, para quienes la emigración era un recurso in extremis
que se adoptaba forzado por la guerra, las malas cosechas o la inseguridad. Quien tenía que dejar su
patria, lo hacía a regañadientes, con conciencia de su mala fortuna y sin la esperanza de una vida
mejor que modernamente asociamos a este proceso. Por otro lado, las posibilidades demográficas de
los romanos –aún siendo sorprendentemente grandes para los estándares antiguos–, seguramente
limitaban las posibilidades de enviar gente a ultramar en grandes números. Y finalmente, el propio
éxito militar romano y sus consecuencias en términos de botín y rapiña, ofrecían a los destituidos una
salida mucho más apetitosa que la emigración: enrolarse en el ejército o en el caso de los menos
aventureros, trasladarse a Roma y vivir de las gratuidades que tanto los generales victoriosos como los
nobles con aspiraciones políticas repartían entre el pueblo como parte del botín o para ganar
popularidad y cargos públicos.
La consecuencia de todo ello es que el número de individuos de origen itálico asentados
permanentemente en Hispania durante el siglo ii a.C. debió de ser muy reducido y, sobre todo,
desigualmente repartido, lo que seguramente limitó al principio su influencia en las modificaciones
territoriales y políticas de la provincia. En primer lugar, los contingentes militares desplegados en
Hispania siempre fueron limitados, lo que explica, entre otras cosas, las largas rotaciones de servicio
de las que se quejaron con frecuencia las tropas destacadas en la Península, que a veces permanecieron
diez y más años sin ser relevadas o licenciadas. Implícitamente, esas quejas reconocen también el
deseo de los soldados de regresar a sus respectivas patrias.
Un texto de Tácito referido a las operaciones militares en Germania ofrece un interesante ejemplo de
cómo en ese continuo ir y venir de personas, algunas acababan quedándose: “Estaban en aquel castillo
las antiguas presas de los suevos, mucha gente de la que suele seguir a los ejércitos, y mercaderes de
nuestras provincias, llevados allí primero por causa del comercio, después por el deseo de
enriquecerse, y a lo último, olvidados de su patria, habían resuelto en vivir en tierras de enemigos”
(Tac. Ann. 2, 62). Mutatis mutandi, aunque carezcamos de datos precisos, la situación descrita por
Tácito es aplicable en abstracto a Hispania durante el siglo ii a.C. Los soldados que permanecieron
aquí tras su licenciamiento, lo más probable es que se quedaran en aquellos lugares con fuerte
implantación romana, como guarniciones, cotos mineros y centros administrativos. No sabemos con
certeza si el modelo de Itálica –recuérdese, fundada con el propósito de acoger a los heridos e
invalidos de la campaña de Ilipa–, se convirtió en la pauta seguida por otros generales romanos del
siglo ii a.C. al término de su actividad militar, pero parece lógico que se procurasen medios de
subsistencia a los soldados que no podían regresar. Al tiempo, era práctica corriente que los
gobernadores concediesen privilegios de ciudadanía a los aliados indígenas que se habían comportado
con valor en el campo de batalla o que habían sido de especial ayuda a sus propósitos; ambos casos
llevaban aparejados la entrega de tierras, que era la recompensa más apreciada. Pero, a diferencia del
caso de Itálica, los lugares en que esos individuos fueron establecidos pueden haberse olvidado en el
registro histórico, quizá por no tener el valor simbólico de la fundación escipiónica, quizá porque las
tierras pertenecían a comunidades ya establecidas en las que los recién llegados acababan
integrándose hasta perder su peculiar idiosincrasia. Una de las sorpresas que está deparando las
excavaciones arqueológicas de los últimos años es que con mucha frecuencia se encuentra en los
lugares a los que la tradición atribuye un origen romano ex novo, un sustrato de ocupación “indígena”
previo o contemporáneo a su fundación, como sucede en el caso de Tarraco, la propia Itálica, Corduba,
etc.
Respecto a la otra categoría lógica de emigrantes, la de los hombres de negocios y comerciantes, la
vocación minera de la Península nos ha brindado la fortuna de contar con documentación escrita sobre
sus actividades (vid. vol.II, II.8.2.4). A efectos de identificación comercial y fiscal, los lingotes de
plomo y cobre iban sellados por los propietarios de la minas, los intermediarios que los transportaban
y los publicani que los pesaban y valoraban. Por razones obvias, estos testimonios corresponden en
casi todos los casos a Cartago Nova, que además de estar situada en un importante coto minero, era el
puerto de embarque habitual para los ricos distritos mineros de Sierra Morena oriental. Los lingotes
conocidos proceden mayoritariamente de pecios, y los nombres que figuran en ellos son tan
característicos que no es difícil relacionarlos con alguna particular región de Italia. Sin embargo, no
todos los individuos mencionados en esos sellos pisaron territorio hispano, porque era frecuente que
los propietarios o arrendadores de las minas y los armadores que transportasen el metal residieran en
Italia y gestionasen sus negocios en ultramar mediante agentes, generalmente sus libertos, que eran
quienes realmente estaban a pie de obra, gestionando la mano de trabajo y la dirección de la
explotación minera, u organizando los envíos hacia la metrópoli. La magnitud de las operaciones sólo
se puede reconstruir indirectamente por los restos dejados en el terreno por la propia actividad minera
(cortas, escoriales y vertederos) y por la observación de Polibio de que, al tiempo de su visita a
Cartagena a mediados del siglo ii a.C., eran 40.000 los esclavos trabajando en las minas de los
alrededores. Los libertos encargados de esas operaciones no procedían generalmente de la mano de
obra minera –un trabajo que los antiguos consideraban extraordinariamente duro y al que eran
destinados con frecuencia los condenados a muerte–, sino que era personal específicamente formado
para esas tareas y que por sus aptitudes y lealtad, se había ganado la confianza de su amo. Muchos de
esos personajes, ambiciosos, listos y bien colocados entre los negotiatores, emprendían negocios por
su cuenta, en las minas, en los fletes marítimos o como prestamistas, y fueron ellos, seguramente, los
fundadores de las familias ilustres de Cartagena, Tarraco, Corduba e Itálica. A diferencia de los
soldados, burócratas y comerciantes de condición ingenua que podían considerar su estancia en las
provincias como algo temporal, esos libertinos seguramente sentían menor aliciente para abandonar la
Península, donde habían encontrado oportunidades de negocio y enriquecimiento y eran miembros
respetados e influyentes en sus respectivas ciudades, mientras que en Roma y en las ciudades itálicas
seguramente habría quien le echase en cara su origen provincial y, peor aun, su procedencia servil.
El primer miembro del grupo de los romanos e itálicos nacidos y residentes en Hispania de cuya
identidad se tiene noticia cierta, fue Q. Varius Severus, apodado por sus contemporáneos Hybrida o
Sucronensis, en clara alusión a sus orígenes mezclados y a su nacimiento en Sucro, una localidad del
Levante, homónima del río junto a la que se encontraba (el actual Júcar) y de la que también derivaba
el nombre antiguo del golfo de Valencia, el sinus Sucronensis de los antiguos. Hybrida debió nacer en
las últimas décadas del siglo ii a.C. porque fue tribuno de la plebe en el año 90 a.C., lo que indica que
su familia debía tener por entonces muy buenas agarraderas en Roma, dado que se le consideraba un
miembro aceptado y aceptable del selectísimo grupito de aristócratas que gobernaba la República y
tenía acceso a los cargos públicos. Otro personaje de la época, ejemplo de los ricos libertos que eran
capaces de hacer la fortuna de sus antiguos patrones y la suya propia, fue M. Aquinius Andro, al que
se conoce tras el hallazgo en Cartagena, a comienzos de los años noventa del pasado siglo, del
pavimento de un pequeño sacellum o capilla en el que figuraba como dedicante y promotor del templo
de Júpiter Stator, situado sobre uno de los promontorios que dominan la bahía y que debía de ser
perfectamente visible a quienes se acercasen por mar o por tierra a Cartagena. Andro, por otro lado,
trabajaba para quien debió de ser uno de los grandes propietarios mineros o comerciantes de metal de
la época, pues los galápagos estampillados con su nombre aparecen con relativa frecuencia en la
propia Cartagena y en otros lugares.
A partir de los ejemplos excepcionales de Hybrida y Andro (y de los otros ricos comerciantes
atestiguados en la epigrafía cartagenera), no es posible asomarse a la existencia de la aristocracia
italo-romana que residía en las provincias hispanas. Deducir de estos casos la extensión, el número y
la influencia de estos individuos en otros lugares de Hispania resulta ciertamente aventurado. Pero, a
la vez, también parece lógico pensar que el éxito social y político del tribuno de la plebe debía
apoyarse (o mejor, presuponer) la existencia de un considerable número de personajes como Andro,
que habían hecho fortuna en la provincia y que ello les abrió las puertas de la metrópoli, porque la
riqueza hacía olvidar incluso el estigma de la condición servil. Pero su memoria individual se ha
perdido, pues no en todos los lugares de Hispania se dan las circunstancias extraordinarias de
Cartagena, ni todos fueron buenos oradores en los que podía fijarse Cicerón, ni se vieron envueltos en
un escándalo político que fue cause célebre en la época.
En cualquier caso, el tremendo desasosiego político y militar que sufrió Roma y la parte oriental del
Imperio durante el primer cuarto del siglo i a.C. debió añadir mayor atractivo a las tierras hispanas,
como refugio de los perseguidos políticos y como destino de la actividad comercial itálica; sobre todo
desde que la guerra entre Mitrídates VI del Ponto y sus vecinos de Bitinia y Capadocia acabase
extendiéndose a la provincia romana de Asia y sus primera víctimas fueran las numerosas colonias de
mercaderes y negotiatores itálicos que llevaban un siglo residiendo de forma organizada y permanente
en los grandes puertos del Egeo. Según nuestras fuentes, Mitrídates ordenó a las ciudades de la
provincia de Asia que en una fecha determinada del 88 a.C. asesinasen a todos los comerciantes
itálicos y romanos, a sus mujeres y a sus hijos y las víctimas fueron 80.000 personas. La razón por la
que Roma permitió esta masacre, es que a partir del 90 a.C. sus aliados tradicionales y la fuente de
gran parte de sus tropas, la confederación itálica, estaba en guerra con su socio principal porque
querían equipararse con ellos en derechos y ventajas. El conflicto con los aliados –la Guerra Social
(91-89 a.C.)– se resolvió en parte por la gravedad de los sucesos asiáticos, de la que eran víctimas los
dos contendientes. Pero ello causó una gran inestabilidad en Roma, porque entre el 88 y el 83 a.C. se
sucedieron una serie de duras persecuciones políticas que forzaron al exilio o a la huida a muchos
perseguidos. El más famoso fue M. Licinio Craso, el aristócrata romano cuyo nombre sigue siendo
sinónimo de riqueza desmedida y que fue colega de Pompeyo y César a mediados del siglo i a.C.:
Craso escapó en el 85 a.C. de la condena a muerte refugiándose en Hispania y aquí permaneció
escondido durante ocho meses en una cueva situada en las tierras que un amigo de su padre, un tal
Vibius Pacienus, tenía en algún lugar de la Ulterior. Pero cuando la posición de los enemigos políticos
de Craso se debilitó y pudo salir de su escondite, reclutó a 2.500 soldados y se puso en tratos con Sila,
el comandante de la guerra contra Mitrídates, que se había sublevado y estaba dispuesto a regresar a
Italia por la fuerza.
Cuando efectivamente cambiaron las tornas, fueron los del otro bando quienes debieron huir para
salvar la vida. El más conocido e influyente de esta oleada fue Q. Sertorio, de quien ya se ha hablado
(vid. vol.II, II.3.3). Apenas un año después de su llegada a Hispania, derrotado y condenado a muerte
por sus enemigos, Sertorio hubo de huir a la vecina tierra de moros, contratándose como mercenario al
servicio de diversas causas, hasta que los lusitanos y los exiliados por Sila le ofrecieron la Península
como base para organizar la reconquista de la Res publica. Basándose en la legitimidad de su
promagistratura (Sertorio se estiló a sí mismo procónsul), arrinconó fácilmente a las tropas del bando
contrario y convirtió Hispania en el lugar desde el que todos los exiliados y enemigos de Sila y sus
sucesores querían estar. De hecho, las noticias que más destaca la tradición historiográfica resaltan
especialmente el esfuerzo de Sertorio para recrear en Hispania las instituciones características del
Gobierno romano: un Senado elegido entre sus partidarios, la recluta de indígenas y su entrenamiento
militar “a la romana” y la alianza con Mitrídates, que prestó a Sertorio ayuda naval (“los piratas
cilicios”) a cambio de instructores militares (vid. vol.II, II.3.3). Durante los cinco años siguientes,
Sertorio abrió en Hispania un frente tan preocupante para la República como el de Mitrídates; sólo que
mientras lo que en Oriente era una guerra contra enemigos externos, en Hispania lo sucedido se parece
más a la repercusión en las colonias de los conflictos internos de las potencias europeas del pasado
siglo, algo similar a lo sucedido cuando De Gaulle levantó a parte del Ejército colonial francés contra
el gobierno de Vichy. Y aunque no está claro si los hispanos que peleaban con Sertorio lo hacían en
beneficio de éste o en su propio provecho, el desarrollo de la guerra dejo claro hasta qué punto –y sin
que nadie pareciera haberse dado cuenta– el abismo que mediaba entre romanos e hispanos estaba a
punto de desaparecer ante la necesidad de ambos bandos, el sertoriano y el de sus enemigos (Metelo y
Pompeyo), de suplir sus escasas reclutas con hispanos. Cuando acabó la guerra con la victoria del
bando senatorial, el resultado fue que el número de italo-romanos residentes en la Península
probablemente se incrementó sobremanera, al menos en la Bética y el litoral levantino. Muchos
hispanos habían aumentado su dependencia social y cultural de Roma ingresando en las clientelas de
Pompeyo, que no dudó en servirse de ellos en sucesivas campañas militares; del mismo modo que no
debe descartarse que el general romano, ante las dificultades que encontraba para premiar a sus
veteranos licenciados en Italia, no recurriera al reparto oficioso de tierras públicas en Hispania.
Recuérdese que desde la renovación del triunvirato en Luca (56 a.C.) y hasta el 49 a.C. en que César se
las arrebató militarmente, se atribuyó a Pompeyo el gobierno de las provincias hispanas (vid. vol.II,
II.3.4), donde pudo hacer y deshacer a su gusto porque estaba en el interés del Senado mantenerla de
su parte frente a la que se consideraba más amenazante ambición de César.
Por eso, cuando estalló definitivamente la guerra civil entre pompeyanos y cesarianos (vid. vol.II,
II.3.5), las diferencias étnicas entre los pobladores de Hispania (es decir, de los territorios bajo el
imperium de Roma) no contaron a la hora de tomar partido por uno de los dos bandos. Y es
precisamente al final de ese conflicto, cuando el número de inmigrantes italianos debía de ser
considerablemente alto y aún mucho más el de individuos mestizos, se puso en marcha un plan de
colonización sistemáticamente organizado. Para ese momento, las colonias habían perdido por
completo el componente miliciano y de avanzadilla del Imperio con el que nacieron, sin desvincularse
del Ejército, puesto que a fines del siglo ii a.C., se volvieron a poner de moda los repartos de tierras
públicas, primero entre los destituidos de Roma (los proletarios), como medio de resolver la
imparable caída del número de varones que cumplían los requisitos de propiedad necesarios para ser
reclutados, y, segundo, cuando la fuerza de los hechos obligó a sustituir el obsoleto modelo de ejército
miliciano por otro cuasiprofesional, como premio de licenciamiento a los veteranos de las legiones. Al
final de la guerra de César contra Pompeyo y sus partidarios, el ideal deseado por todos era recibir
tierras en suelo italiano. Los beneficiarios preferían esas tierras porque eran más fáciles de vender que
las provinciales y porque regresaban a casa o al menos cerca de ella; y los generales, porque esos
establecimientos constituían una reserva de poder que amplificaba su influencia en los asuntos
cotidianos de Roma y que, en situaciones extremas, permitía obtener con facilidad reclutas fogueadas
y leales. Pero el suelo italiano disponible a estos efectos era limitado, y dárselo a los soldados suponía
quitárselo a otros, por lo que las colonias militares, a veces instaladas en o junto a comunidades ya
existentes, siempre se vieron como un castigo. De ahí que pronto se buscase la posibilidad de trasladar
a los veteranos a ultramar, una posibilidad tan impopular entre los destinatarios como lo era la del
reparto del suelo de Italia entre las ciudades existentes. Sin embargo, a comienzos del siglo i a.C., la
Cisalpina seguía ofreciendo abundantes tierras vírgenes, ya no era una frontera peligrosa y estaba a un
paso de Italia, por lo que no resultó difícil establecer en ella a numerosos contingentes de veteranos
que impulsaron la urbanización de la zona y facilitaron a César, cuando se hizo cargo de esa provincia
en el 57 a.C., el potencial demográfico suficiente para reclutar las legiones con las que llevó a cabo su
famosa campaña gala.
La tradición antigua y diversos datos históricos indican que fue el propio César quien imaginó, y
posiblemente diseñó, el plan colonial para Hispania, eligiendo como destino de los contingentes de
emigrantes aquellas localidades que se habían pronunciado por Pompeyo o sus partidarios en la recién
terminada guerra civil (vid. vol.II, II.3.5). Es decir, al propósito de premiar a los veteranos del ejército
y remediar la inestabilidad causada por la población destituida en Roma y en otras ciudades italianas,
se unía también el tradicional motivo del castigo a los viejos enemigos y el control eficaz de un
territorio al que la guerra civil y las persecuciones posteriores seguramente habían dejado privado de
su clase dirigente, es decir, de los ricos propietarios de tierras. El magnicidio de los Idus de Marzo del
44 a.C. acabó con César pero no con sus planes de colonización, porque se sabe con seguridad de la
constitución de dos colonias hispanas. En Urso (hoy Osuna, Sevilla), una ciudad que se había alineado
hasta el final con su enemigos, se estableció en el 44 ó en el 43 a.C. la colonia Genetiva Iulia
Urbanorum Urso, donde, como indica su nombre, se distribuyeron tierras a personal venido de la
Urbe, es decir, se trataba de una colonia civica similar a las que por esa misma época se constituyeron
en Corinto y Cartago. Y en segundo lugar, la colonia Victrix Iulia Lepida, fundada en lo que hoy es
Velilla del Ebro, en la provincia de Zaragoza, junto a un oppidum ibérico del que apenas se sabe su
existencia. La región estuvo muy ligada a Pompeyo, por vínculos familiares que venían, por lo menos,
desde la Guerra Social, y por la actividad de sus propias clientelas tras el episodio sertoriano; y es
muy probable –aunque no hay evidencia directa– que se mostrase hostil a César después de la batalla
de Ilerda. De hecho, se supone que el fundador de la colonia fue M. Emilio Lépido, el lugarteniente de
César que quedó al frente de las provincias galas y de la Citerior durante la guerra civil y el periodo
triunviral hasta su caída en desgracia en el 37 a.C. Y aunque se considera que las otras colonias
hispanas también apellidadas Iulia derivan del plan originario de César (vid. vol.II, II.3.5), son menos
seguras sus fechas fundacionales, porque muchas de ellas pudieron serlo en el periodo triunviral o
estar al servicio de licenciamientos de veteranos posteriores, ya en época de Augusto (vid. vol.II,
II.5.6). Por otro lado, en las provincias hispanas hubo muchos municipios en cuyo nombre oficial se
aludía de un modo u otro al dictador; se supone que se trata de comunidades de ciudadanos romanos
que llevaban residiendo largo tiempo en las provincias y a las que las leyes aprobadas por César
reconocieron y dieron carta de naturaleza; es decir, un grado de autonomía ciudadana superior al de
las colonias y el derecho de sus habitantes de gozar de un estatuto similar al de la ciudades de Italia:
plenitud de derechos civiles en su ciudad de origen y en Roma.
Tenemos la fortuna de conocer algo de la formulación legal de estos lugares gracias a la ley acordada
y aprobada formalmente por el Pueblo de Roma para el gobierno de la colonia de Urso. En la propia
Osuna y en el vecino pueblo de El Rubio, se han hallado en diversos momentos (el más reciente
apenas hace diez años) tres tablas de bronce enteras y fragmentos de otras varias, en las que se grabó
quizá a un siglo de la fundación de la colonia, una copia de la ley que fue expuesta seguramente a la
vista de todos. La ley de Urso se conoce de forma fragmentaria porque sólo se ha conservado su inicio,
y una cuarentena de artículos regulando diversas aspectos del funcionamiento de la ciudad, incluyendo
la gestión de la caja pública, las obligaciones finacieras de los magistrados, las normas urbanísticas, el
cuidado del territorio comunal, el desarrollo de los juicios, etc. Con las debidas reservas y
adaptaciones, se supone que esas mismas disposiciones debieron ser de aplicación general en las
colonias y municipios de las provincias hispanas que, si nos guiamos por las listas compiladas por
Plinio el Viejo a mediados del siglo siguiente, componían sólo el diez por ciento del total de las
ciudades censadas en Hispania, pero marcaban el camino que menos de cincuenta años después
recorrieron las demás (vid. vol.II, II.5.6.3).

II.4.6 DE RE MILITARI
La principal función del gobernador era mantener, y frecuentemente acrecentar, el dominio de Roma
en la Península. Por eso, la mas notable manifestación de esa presencia y poder fue la fuerza armada.
En páginas anteriores se ha resaltado en varias ocasiones la penuria de medios con los que los
romanos se enfrentaron a la conquista peninsular y, aunque, por comparación con otros aspectos del
Gobierno, donde realmente echaron el resto fue en lo militar, un rápido repaso a las cifras disponibles
revela que sus fuerzas parecen ridículas para la tarea encomendada. Las tropas que desembarcaron en
Emporion en 218 a.C. eran dos legiones y su complemento de auxiliares itálicos, es decir, unos 10.800
legionarios más 14.000 itálicos y 1.600 jinetes, a lo que se añadieron durante esa guerra más soldados,
quizá no tanto como refuerzo sino para mantener los mismos niveles de fuerza. Cuando acabó la
guerra, la guarnición romana quedó reducida a sendas legiones provinciales y su complemento, es
decir, unos 12.000 hombres a las órdenes de cada pretor; aproximadamente las mismas fuerzas que
habían traído los Escipiones para controlar la Península. A partir del 187 a.C. y hasta el “arreglo”
gracano, hubo habitualmente cuatro legiones, el equivalente a dos ejércitos consulares, lo que suponía
en torno a los 60.000 hombres armados. Esas cifras acabaron siendo el contingente normal de las dos
provincias, salvo en crisis como la Sertorio, donde las fuerzas subieron hasta las dieciocho o
diecinueve legiones.
En este contexto, no extraña una curiosa y sorprendente referencia de Cicerón a la superioridad
demográfica de los hispanos: “Podemos, senadores, ensalzarnos como queramos, pero lo cierto es que
no superamos en número a los hispanos, en fuerza a los galos, en astucia a los púnicos, en la creación
artística a los griegos, ni el ingenio, que parece connatural a esta tierra, a los itálicos y latinos; es la
piedad y la religión, la conciencia de que todas las cosas son gobernadas por los dioses inmortales, las
que nos hacen mejores que los demás pueblos y gentes” (Cic., De harusp. resp. IX, 18). El pasaje,
como corresponde, es altamente retórico, situando los motivos de la hegemonía romana en la
benevolencia divina, mientras que las ventajas de los oponentes eran comunes y ordinarias: mayor
ingenio, una fuerte demografía, razas más fuertes, mejores conocimientos… La sorpresa es que se
atribuya a los hispanos, precisamente, la virtud del número, cuando otros datos antiguos apuntan el
carácter desértico de gran parte del país. Puesto que palabras similares se encuentran, seiscientos años
después, en el manual militar de Vegecio (vid. vol.I.1), parece lógico concluir que se trata de un tópico
originado en los estadillos militares de la Península. Las múltiples aventuras militares en las que se
vio envuelta Roma en los dos siglos previos al cambio de Era obligaron a que la guarnición hispana
siempre estuviera por debajo del mínimo que dictaba la prudencia militar, sobre todo si se considera
que la agresividad de los comandantes romanos y el deseo de botín de la soldadesca les llevaba a
operar lejos de sus bases, en situación precaria respecto a los abastecimientos y provocando siempre a
una multitud de enemigos a su alrededor.
II.4.6.1 Las tropas que asombraron al mundo
Sin embargo, el Ejército romano había acabado aprendiendo a hacer virtud de la inferioridad
numérica, lo que puede parecer normal ahora pero no lo era tanto en la Antigüedad, pues las tropas
que desembarcaron en Emporion eran el Pueblo romano en armas. Esta expresión, tópica y reiterada
tras dos siglos de servicio militar obligatorio y el abuso propagandístico de un par de guerras
mundiales y un sinfín de “guerras populares”, tenía un carácter y significado distinto en la
Antigüedad, donde más que ejércitos, peleaban milicias campesinas reclutadas anualmente para la
campaña a mano, que eran mandadas por sus magistrados electos, y que, al final de la guerra
regresaban a sus actividades ordinarias hasta que eran nuevamente requeridos a empuñar las armas,
normalmente en la siguiente temporada.
En el libro sexto de sus Historias, Polibio interrumpió la narración de la guerra anibálica (justo
después de la batalla de Cannae), pare recordar a sus lectores griegos cómo era el Ejército romano y
por qué se había apoderado del mundo tan rápidamente. Este relato nos es de gran valor por el doble
motivo de que está entreverado de observaciones personales de quien, como correspondía a un
personaje de su situación social y política, tenía experiencia en combate e incluso había mandado una
unidad de caballería contra los propios romanos. Y luego, porque está escrito en torno a mediados del
siglo ii a.C., es decir, describe la recluta, el entrenamiento y la actuación de un ejército que él vio
vencer en Grecia y luego en Cartago y Numancia, lo que confiere a su testimonio una importancia
especial para la historia antigua de Hispania (vid. vol.I, I.1.4: Polibio, testigo de Roma en Hispania).
Según relata Polibio, en un año sin especiales peligros o urgencias militares, los romanos reclutaban
cuatro legiones (legio, etimológicamente, equivale a leva): dos por cónsul, compuestas cada una de
4.200 hombres aunque su plantilla teórica era de 5.000 soldados, que sólo se completaban en casos de
emergencia o por otras razones especiales. El proceso comenzaba a fines del invierno cuando todos los
ciudadanos (es decir, varones libres) en edad militar y clasificados según sus propiedades (al tratarse
de una milicia, se esperaba que cada uno aportase sus armas, lo que excluía a los destituidos), se
reunían en los lugares acordados para ser seleccionados por los reclutadores. La obligación militar
duraba dieciséis años para un infante y diez para los equites o soldados de caballería; pero la duración
normal a mediados del siglo ii a.C. era de seis años que, dependiendo del destino y la situación
estratégica, algunos cumplían seguidos y otros por etapas más cortas. Acabado ese periodo, el
miliciano quedaba libre de cargas militares y era licenciado definitivamente, aunque siempre podía
presentarse voluntariamente a otro reclutamiento hasta cumplir el máximo de años de servicio. En
realidad no había reglas fijas en cuanto al número de reclutas y tiempo en filas, que se acomodaba a
las necesidades de cada momento. Debe recordarse que el siglo ii a.C. fue el momento de la gran
expansión ultramarina de Roma y la demanda militar se solventó con reclutas (dilectus)
extraordinarios por encima de la cuatro legiones mencionadas y con alargamiento del tiempo de
servicio hasta originar quejas de los propios soldados. Hay constancia de algunas tropas de guarnición
en Hispania que permanecieron por 10 y más años en filas sin rotar o ser licenciadas. Durante ese
tiempo, los soldados recibían una modesta cantidad para su sustento, el mantenimiento de sus armas y
–en el caso de los jinetes– de sus monturas.
Una vez que los reclutas habían sido seleccionados, los soldados con menos medios –y por tanto, los
peor equipados– eran asignados a los velites o infantería ligera, generalmente armados con jabalinas,
espada y un pequeño escudo circular como única defensa. Una categoría especial dentro de los velites
la constituían los honderos, que por su especialización solían ser de las pocas tropas mercenarias
contratadas por Roma. El resto de la legión era infantería pesada, armada con dos venablos (pila), un
escudo oval (scutum) y el gladium o espada corta con doble filo y punta, que servía tanto para apuñalar
como para sajar y que los romanos decían haber copiado de los hispanos (el célebre gladius
hispaiensis), posiblemente las tropas de ese origen al servicio de Aníbal. Como protección, todos
llevaban pequeños pectorales, cascos y espinilleras de bronce. Estos infantes se dividían en tres
grupos: los más jóvenes e inexpertos eran los hastati; los veteranos, los principes, mientras que los
más viejos y experimentados (triarii) se distinguían de sus compañeros por llevar una lanza (hasta) en
vez de las pila. La clasificación anterior tuvo en su origen un fundamento táctico pero, en la época en
que Polibio escribía, el que un individuo estuviera en una u otra división no dependía de la calidad y el
tipo de su armamento (esto es, de su capacidad económica), sino que se basaba en su edad y
experiencia. Aún así, es evidente que se mantenían recuerdos de sistemas de organización anterior,
como el nombre de hastati para soldados que usaban lanzas, la asignación de los reclutas pobres a los
velites –porque no disponían del armamento de sus compañeros de más medios–, y el que la
uniformidad entre los de la infantería pesada variase según las capacidades económicas de cada uno.
Polibio explícitamente menciona el hecho de que los soldados de la primera clase del censo, es decir
los más adinerados, añadían a sus defensas una cota de malla.
Finalmente, el organigrama militar se cerraba agrupando cada una de las divisiones anteriores en 10
manípulos (literalmente, en latín “puñados”) de 120 hombres (60 en el caso los triarios), a los que se
adscribían en proporción los velites, y poniendo al frente de cada uno a dos centuriones, de los que el
más antiguo ejercía el mando. Una legión se componía, pues, de lo siguiente: a) 30 manípulos, más un
corto complemento de 300 jinetes, ligeramente armados, cuya función era el reconocimiento, la
protección de los flancos y la defensa frente a la caballería enemiga; b) un número variable de
artesanos encargados del mantenimiento de armamento y enseres, y c) un cortísimo cuartel general
compuesto por el magistrado electo al mando y los oficiales inferiores o tribunos, que designaba entre
gente de su confianza. Generalmente, una legión tenía al mando un pretor o un individuo con esa
categoría (propretor), mientras que el mando de dos legiones correspondía a un cónsul o a su sustituto
(proconsul).
II.4.6.2 Del buen uso de los amigos
Lo dicho hasta ahora corresponde a las reclutas ciudadanas. Pero no debe olvidarse que Roma era una
ciudad-estado y aunque a mediados del siglo ii a.C. era la más grande polis del Mediterráneo, no
superaba en extensión territorial a la más pequeña nación europea actual y, por supuesto, su potencia
demográfica era claramente inferior. Tales condicionantes constreñían sus posibilidades militares y
limitaban la duración y extensión de la campañas, porque se trataba de sociedades campesinas en su
mayoría en las que las labores agrícolas marcaban el ritmo de la guerras. Otras potencias militares de
la época, singularmente los sucesores de Alejandro (y los púnicos), habían encontrado una solución
recurriendo a los mercenarios. Pero se trataba de un arreglo caro y potencialmente peligroso para el
Estado, porque había sobradas experiencias de la lealtad de esos soldados vendida al mejor postor; y
porque quien mandaba a los mercenarios necesariamente controlaba el dinero con que pagarlos y
ambas cosas acarreaban normalmente una peligrosa primacía política y social.
El medio por el que los romanos escaparon de los estrechos límites militares impuestos a la ciudad
por su reducida demografía, consistió en contar habitualmente con las fuerzas de los socii o aliados,
las milicias de otras ciudades itálicas con las que Roma mantenía relaciones multiseculares, como
sucedió primero con las pequeñas poblaciones del Lacio, la llamada Liga Latina; y luego con la mayor
partes de las civitates y pueblos de Italia y finalmente, con poleis, reinos y naciones extraitálicas. La
colaboración arrancaba del reconocimiento por parte de esos estados de la hegemonía militar romana,
bien como consecuencia de una derrota previa, bien porque iba en beneficio de ambas partes. Y a
cambio de limitaciones en la política externa y de la aportación regular de ayuda militar, los aliados
recibían la protección de Roma frente a sus enemigos, el arbitraje en caso de conflicto con otros
aliados, un intercambio de derechos civiles (como el reconocimiento mutuo de los matrimonios o de
los contratos comerciales) y, sobre todo, la parte correspondiente de los frutos de la victoria militar,
singularmente la participación en el reparto de las tierras arrebatadas al enemigo y la presencia en las
nuevas colonias establecidas en ellas. Este esquema de cooperación había ido perfeccionándose con el
tiempo y a diferencia de los acuerdos coyunturales y ad casum que podían hacerse en otras materias o
con pueblos extraitálicos, se trataba de arreglos permanentes y tan sólidos que aguantaron la invasión
de Aníbal, cuyo objetivo estratégico era, precisamente, hundir la Confederación Itálica. Roma contaba
habitualmente con que sus socii proporcionasen entre la mitad y los dos tercios de las tropas en
combate, de acuerdo con la llamada formula togatorum que reglaba el número de tropas o la
contribución monetaria y en especie, que cada aliado debía proporcionar anualmente.
Las tropas aliadas se reclutaban, armaban y combatían de forma parecida a las romanas bajo el mando
de sus jefes naturales, que se sometían a la disciplina del comandante romano. En un principio, los
socii cubrían los flancos de la legión y de ahí que los antiguos las denominasen “alas” o “auxilios”;
pero luego su empleo táctico debió ser el mismo del de las legiones, aunque, a decir verdad, las
fuentes disponibles no son muy explícitas. Polibio no diferenciaba la actuación de las tropas itálicas
de las propiamente romanas, y el acentuado nacionalismo de Livio no es el más dispuesto a reconocer
otras hazañas militares que las llevadas a cabo por soldados romanos, claro está.
Es razonable suponer que el procedimiento que Roma había empleado con tanto éxito para conseguir
la hegemonía en Italia y en el Mediterráneo occidental, se aplicase también en Hispania. Nuestras
autoridades parecen darlo por supuesto, porque no lo manifiestan más que en las ocasiones
extraordinarias, cuando los aliados indígenas modificaron para bien o para mal el curso de una batalla.
El hallazgo en Roma, a mediados del siglo xix, el bronce de Áscoli (CIL I2, 709), listando los nombres
y procedencia de los 30 integrantes de una tropa de caballería reclutada entre gentes del valle del
Ebro, la turma salluitana, a los que se les concedió colectivamente la ciudadanía romana por su
gallardo comportamiento en combate durante un episodio de la Guerra Social (89 a.C.) (vid. vol.II,
II.3.2.1), puede considerarse el testimonio más convincente y más detallado de la presencia de
contingentes indígenas en las filas romanas. Pero sin duda, no fue el primero. La lectura atenta de los
testimonios disponibles inclina a suponer que inmediatamente después del desembarco en Emporion,
los Escipiones contaron con ayuda local, en unos casos ligada por acuerdos políticos, otros reclutados
por dinero. Igualmente, una gran parte de la actividad de Escipión Africano consistió en atraerse la
buena voluntad de determinados régulos locales, tanto para privar a los púnicos de tropas como para
reforzar sus propias filas (vid. vol.II, II.1.4.1). Y, por otra parte, es patente que los acuerdos que
Sempronio Graco concluyó con los habitantes de la Meseta incluyeron compromisos de cooperación
militar (vid. vol.II, II.2.3.1). Las tropas podían ocuparse en asegurar Iberia (hay varias noticias de
tropas celtíberas, belos a más señas, peleando contra Viriato); o, mejor, en acudir a cualquier otro
conflicto en ultramar en que fueran necesarias, pues una larga experiencia militar demostraba que los
soldados que no estaban ocupados en la defensa de su propio territorio se controlaban más fácilmente
y peleaban mejor lejos de él. De ahí que el buen general supiera que el éxito militar dependía a veces
de pequeños detalles como la justa distribución de las fuerzas. En vísperas de la Segunda Guerra
Púnica, se dice que Aníbal envió a Cartago tropas reclutadas en Hispania, mientras que guarneció la
Península con soldados de África (vid. vol.II, II.1.2). Dada la extensión y variedad de su Imperio,
Roma aún lo tenía más fácil y podía enviar un escuadrón celtíbero a Italia o Grecia, o traer honderos
griegos a luchar en Numancia como demuestra el hallazgo de balas de honda con el nombre de los
etolios en ese lugar.
La conclusión de todo lo anterior es que, con mucha probabilidad, una gran parte de las tropas de
guarnición en Hispania durante la etapa de conquista no fueron estrictamente “romanas”, sino que se
trataba de aliados, itálicos en su mayoría, pero entreverados en diversa proporción con contingentes
indígenas y otros traídos de diversos lugares.
II.4.6.3 Algo más que un ejército popular
En el mejor espíritu miliciano, se suponía que cada individuo reclutado, fuera romano o aliado,
aportaba al Ejército sus armas y la experiencia suficiente para usarlas. No es de extrañar, pues, que
salvo para aumentar su movilidad y enseñarles castramentación, no haya constancia de que se
dedicase tiempo y esfuerzo a la preparación de los soldados. Polibio consideró digno de alabanza que
Escipión Africano diseñase un plan de entrenamiento para las tropas que encontró en Hispania que
consistía en la sucesión de cuatro días, dedicados respectivamente a: 1) ejercicio físico (una carrera de
unos seis kilómetros con todo el equipo); 2) policía de armamento y material; 3) descanso; y 4)
práctica con armamento embotado (Polib., 10, 20). Un siglo después, las fuentes señalan como
destacable novedad que a un cónsul se le ocurriese emplear a los maestros de esgrima de los
gladiadores para entrenar a los legionarios. Por ello, y a la luz de experiencias posteriores, el destino
lógico y esperable de una tropa tan falta de profesionalidad y entrenamiento era quebrarse en el
momento crucial, cuando se percibía el daño que causaba el enemigo, y cada individuo debía decidir
entre su supervivencia personal o la del grupo. En cambio, conquistaron el mundo.
La razón es que el Ejército romano del tiempo de la conquista de Hispania estaba lejos de ser una
agrupación de civiles jugando a la guerra. Para empezar, toda la sociedad estaba organizada en torno a
la certeza de que, año tras año, iba a haber guerras y que marcharían a ellas comandados por sus
magistrados electos. Esa multisecular experiencia bélica –que no siempre les fue bien–, favoreció la
aparición de mecanismos que contrarrestaban la predisposición individualista connatural en cualquier
milicia. Primero estaba el imperium, el poder de vida o muerte, absoluto e incuestionable, que el
cónsul o el comandante ejercía sobre sus tropas una vez que estás salían de la ciudad y entraban en
campaña. Es decir, perdían los derechos y salvaguardas de la ciudadanía. En beneficio de la disciplina
colectiva, un general romano en campaña podía lo mismo diezmar a una unidad acusada de cobardía
(esto es, seleccionar uno de cada diez soldados al azar y permitir que fueran vapuleados por sus
compañeros), castigar a muerte por azotes a quienes hubiera abandonado el puesto de guardia, robado
o mentido, que condecorar y premiar notablemente al soldado especialmente valeroso. Gozando de esa
considerable libertad de acción respecto a sus conciudadanos, no es de extrañar la latitud de
comportamiento respecto a los no romanos y los enemigos, lo que explica en gran medida los
fundamentos legales y prácticos del gobierno provincial y ayuda a entender los acontecimientos de la
conquista de Hispania.
Además, la disciplina y la cohesión del grupo se acrecentaban sometiendo a las tropas a un peculiar
entrenamiento, al que Polibio dedicó gran detalle pues intuía que iba a sorprender a sus lectores tanto
como ha llamado la atención posterior. Me refiero a la costumbre de dedicar la mitad de cualquier
jornada en campaña a levantar un complejo campamento que servía, a la vez, de vivaque nocturno,
refugio y defensa en caso de ataque; y si no se podía continuar el avance al día siguiente, una segura
base de operaciones. Cada uno de estos campamentos levantados a diario era un espacio regular,
modulado para ampliarse a conveniencia y rodeado de varios fosos defensivos, un talud creado con la
tierra extraída de los fosos y recrecido con empalizadas de madera, cuatro entradas y una red de calles
internas precisamente dispuestas para facilitar el rápido despliegue de las tropas en caso de
emergencia; y tenía suficiente amplitud para contener las tiendas de campaña de dos legiones (el
ejemplo descrito por Polibio), el correspondiente contingente de aliados, las tropas especiales, las
monturas de la caballería y el tren de bagaje, además de un espacio para formar las unidades; es decir,
sitio sobrado para alojar entre 20 y 30.000 hombres. Cada manípulo, cada centuria, cada soldado
portaba consigo una parte del material necesario para construir el campamento y todos sabían con
precisión cuál era el espacio donde debía colocar su tienda y equipos y qué sección del talud o del foso
debían excavar o levantar, lo que sólo podía conseguirse con procedimientos simplificados hasta el
máximo por la continua repetición de las rutinas. Los romanos eran capaces de levantarlos incluso
frente al enemigo, con la mitad de los efectivos vigilándole mientras la otra mitad estaba en el tajo
pero con las armas a mano. Y en más de una ocasión, la existencia del campamento ofreció a los
supervivientes de una derrota refugio y una base desde la que organizarse y contraatacar.
Polibio pudo observar cómo se construían campamentos de práctica, en campaña y durante la
expugnación de ciudades y su precisa descripción es responsable de que la posteridad quedase
deslumbrada por esta peculiar castramentación. Sin embargo, nada más se sabía al respecto salvo que
el preciso plano regular de los campamentos había pasado al urbanismo civil y era reconocible en el
trazado de determinadas ciudades. La sorpresa vino con el descubrimiento, a fines del siglo xix, que
las guarniciones permanentes del limes germano, la frontera fortificada que separaba la jurisdicción
imperial del Barbaricum, seguían construyendose en los siglos i y ii d.C. con la misma estructura y
plano descrito por Polibio. Más tarde, la combinación de exploración arqueológica y observaciones
aéreas permitió reconocer en los alrededores de Numancia las trazas de estructuras de esa clase. Su
excavador, el hispanista alemán A. Schulten, los interpretó como pertenecientes a las tropas ocupadas
en la expugnación de la ciudad a mediados del siglo ii a.C. (vid. vol.II, II.2.5), lo que ratificaba de
forma perfecta lo dicho por Polibio y nos revelaba lo que todavía pasan por ser los más antiguos
campamentos romanos explorados. Actualmente, la arqueología cuenta con hallazgos más estupendos
como es el reciente descubrimiento en Andagoste (Cuartango, Alava), de un perímetro fortificado
desde el que una pequeña unidad romana se defendió de un ataque en algún momento de fines del
siglo i a.C.; además de los restos de fosos, taludes y armas que identifican el recinto del campamento,
los proyectiles disparados desde él (balas de honda, venablos, flechas), permiten identificar las
posiciones de los atacantes.
II.4.6.4 La legión en combate
A pesar del detalle con el que trata de otros aspectos de la vida militar, Polibio nada dice de cómo
peleaba la legión, aunque ese vacío puede llenarse en parte con otros relatos que describen diversas
batallas. Aún así, se echa en falta un tratamiento detallado de los usos tácticos y estratégicos, pero
esto era innecesario para los antiguos lectores, que estaban perfectamente familiarizados con ellos.
Es claro que lo descrito por Polibio resultó de una formación en orden cerrado que buscaba obtener la
decisión sobre el enemigo en campo abierto y, a ser posible, en un solo encuentro. Como garantía de
victoria, el principio básico era enfrentarse al contrario en superioridad numérica, bien amasando en el
momento de la batalla las fuerzas suficientes, bien maniobrando de modo que se fraccionara al
ejército enemigo y derrotarlo sucesivamente. En todas y cada una de las ocasiones, el triunfo lo daba
el rompimiento de la línea enemiga, que exponía sus flancos y provocaba la persecución de los
derrotados y una alta mortalidad entre ellos. Para lograr estos fines no se requerían tropas
especialmente entrenadas ni muchas maniobras; bastaba cohesión y que los que iban en primera fila
tuvieran disciplina y coraje para aguantar el choque y no romper su frente.
Sin embargo, diversas experiencias profundamente negativas para los romanos les obligaron a
modificar esta simplona estrategia (llamada “hoplita” o “falangista” por los griegos), y a adaptarse a
esquemas tácticos más versátiles que acabaron dando lo que Polibio consideraba la norma en su
tiempo. Primero fue la constatación de que la falange era ineficaz y rígida frente a enemigos que se
negaban a combatir en las mismas condiciones, como los romanos experimentaron al enfrentarse a la
carga salvaje, masiva y en orden abierto de los galos, que acababa desembocando en infinidad de
combates individuales, de resultado incierto. Y, en segundo lugar, la demostración de que la
superioridad numérica no garantizaba la victoria. En sucesivos encuentros, el último y decisivo en
Cannas en el 216 a.C., Aníbal se enfrentó al doble de fuerzas romanas, a las que no sólo derrotó, sino
que los cartagineses volvieron a su favor lo que el enemigo consideraba su principal ventaja y
contrarrestaron la pequeñez de su tropa con mayor capacidad de maniobra, disciplina suficiente como
para soportar pérdidas sin desintegrarse y un alto grado de confianza en los planes de su comandante.
Justamente fue en Hispania donde Escipión Africano parece haber aprendido a mover sus tropas al
modo púnico, desplazándolas con rapidez a los puntos donde el análisis de la situación mostraba que
el enemigo no esperaba el ataque y era, por lo tanto, más débil; lo demostró la exitosa campaña de
Cartago Nova o, aún mejor, Ilipa (206 a.C.) donde con engaño y maniobrabilidad consiguió una
estupenda victoria (vid. vol.II, II.1.2.2-3). Esta habilidad canalizó adecuadamente la agresividad
natural de la masa armada y permitió que los romanos se enfrentaran con éxito a sus enemigos,
incluso en inferioridad de condiciones.
Sin embargo, prevalecieron en general sobre sus oponentes. Una de las razones de ello se deriva de
que la legión fue variando su disposición y despliegue conforme respondía a nuevos desafíos como los
descritos. La primera gran modificación de la que se tiene noticia es el desarrollo e implantación del
despliegue llamado “manipular”, surgido en fecha incierta, pero en uso probablemente en tiempo de la
Guerra Anibálica. Un manípulo (literalmente, un “puñado”) era un grupo reducido de soldados
(generalmente hasta un centenar), que podían combatir en orden cerrado, pero con cierta libertad de
movimiento respecto de otras divisiones de su unidad. Por su número y cohesión, estas formaciones
tácticas eran adecuadas como destacamentos independientes en operaciones menores y,
convenientemente desplegadas, podían servir de guarnición para el control del territorio insumiso o de
dudosa lealtad. Y cuando llegaba el momento de amasarse con el resto de la legión para operar en
campo abierto o en batallas campales, la movilidad y el tamaño de los manípulos les permitía
mantener la presión sobre el enemigo más allá del choque inicial, que era el corto instante en que se
resolvían los enfrentamientos falangistas. El procedimiento para lograrlo era obvio pero en absoluto
sencillo de ejecutar, porque consistía en renovar el frente con las tropas frescas de retaguardia sin
romper el contacto con el enemigo ni abrir huecos por donde pudiera colarse la embestida contraria.
El sistema manipular evolucionó hasta convertir la cohorte en la principal división legionaria, como
sucede a fines del siglo i a.C., en las guerras gálicas de César, por ejemplo. Sin embargo, los detalles
del proceso son discutidos, aunque generalmente se supone que pudo ser el gran Mario, a comienzos
del siglo i a.C., quien impulsó o incitó el cambio. No obstante algunos autores hacen notar que hay
testimonios anteriores del empleo de cohortes y el mismo Polibio (11, 23, 1), por ejemplo, al tratar de
la batalla de Ilipa, se preocupó de explicar con detalle a sus lectores griegos el significado de cohors.
En cualquier caso, es claro que el tránsito del sistema manipular se desarrolló contemporáneamente a
la fase más dura de la conquista hispana y, aunque carecemos de información al respecto, no cabe
duda de que las características de la lucha aquí cuadraban mejor con la cohorte que con el manípulo.
En esencia, una cohorte la formaban sendos manípulos de hastati, principes y triarii, más su
respectivo acompañamiento de velites; es decir, seis centurias que resumían en una sola formación el
microcrosmos de la vieja legión manipular. La “nueva” legión estaba constituida por 10 cohortes de
480 legionarios. Y se distinguían de los viejos manípulos no sólo en su mayor número, sino también
en la homologación del armamento y equipo de los soldados. La razón era clara: la vieja práctica de
armarse a su costa fue sustituida por la panoplia, defensas y equipos proporcionados por el Estado; en
gran medida debido a que cada vez fue más frecuente que se aceptaran en filas a quienes hasta
entonces habían sido excluidos del reclutamiento por falta de medios. Si los manípulos habían
aumentado la flexibilidad de la legión, ésta se incrementó aún mucho más con las cohortes, porque
permitía modular el esfuerzo humano en función del desafío o la misión encomendada. Ello debió de
ser muy apreciado por los gobernadores provinciales, que no siempre tenían motivos para desplegar la
legión frente a enemigos reducidos y, en cambio, sí que debían dispersar sus fuerzas por un amplio
territorio sin perder eficacia. Conseguir esto requería de los legionarios entrenamiento, muchas horas
de maniobras y sobre todo, veteranía, algo que a primera vista parece incompatible con las legiones
del comienzo de la Guerra Anibálica.
II.4.6.5. El aliciente de la vida militar… ¡A la caza del botín!
Y en realidad algo de eso es lo que sucedió como consecuencia del cambio progresivo de las
necesidades estratégicas romanas tras la Segunda Guerra Púnica (218-202 a.C.). Aunque el
conservadurismo implícito en una sociedad campesina le impidiese reconocerlo y menos aún,
admitirlo, las nuevas circunstancias obligaron a Roma a aceptar algunas transformaciones que
convirtieron la milicia reunida ad hoc en un ejército más versátil, capaz tanto de pelear en campo
abierto como de ocuparse de labores policiales o servir de fuerza de ocupación. En consonancia con
ello, se observa también una paulatina profesionalización de las tropas; no tanto en cuanto al
incremento de eficacia, sino a que muchos conscriptos, tras acabar su periodo en filas, renunciaban a
regresar a las labores agrícolas y preferían convertirse en evocati. Es decir, se presentaban
voluntariamente a los reclutadores o eran requeridos por comandantes que buscaban fortalecer sus
tropas inexpertas con la veteranía de quien conocía de primera mano el combate y sabía que no era un
trago necesariamente fatal. Es posible que muchos de los que pelearon en Hispania tuviesen hojas de
servicio similares a la que el centurión Sp. Ligustino describió de viva voz a los cónsules del 171 a.C.,
cuando buscaba plaza en la fuerza expedicionaria que estaba a punto de embarcar hacia Grecia:
“Me llamo Sp. Ligustino, de la tribu Crustumina y soy oriundo de la Sabinia. Mi padre me dejó en
herencia un iugerum [es decir, una parcela mínima, la que un buey podía arar en un día] y una pequeña
cabaña, en la que nací, crecí y sigo viviendo; cuando tuve la edad adecuada, mi padre me casó con una
prima (…) con la que he tenido seis hijos; las dos hijas ya están casadas y los cuatro varones son
adultos y dos pertenecen al censo de los caballeros. Me alisté por primera vez cuando P. Sulpicio y C.
Aurelio fueron cónsules (200 a.C.) y estuve dos años con el ejército que combatió contra el rey Filipo
de Macedonia; en el tercero y por mi valor, T. Quinctio Flaminino me ascendió a centurión del décimo
manipulo de hastati. Cuando Filipo fue derrotado, regresamos a Italia y fuimos licenciados, pero yo
enseguida me reenganché como voluntario en la fuerza que el cónsul M. Porcio llevó a Hispania (195
a.C.), y este general consideró que tenía méritos para ser nombrado centurión de la primera centuria
de hastati. Por tercera vez, me alisté voluntario en el ejército que iba a partir contra los etolios y el rey
Antíoco (191 a.C.), y M. Acilio me ascendió a centurión de la primera cohorte de principes. Cuando
derrotamos a Antíoco y sometimos a los etolios, regresamos a Italia y en dos ocasiones estuve con las
legiones en destinos de un año. Más tarde, peleé en Hispania dos años, primero a las órdenes de Q.
Fulvio Flaco (181 a.C.), y al año siguiente, a las del pretor Ti. Sempronio Graco; entremedias, Flaco
me eligió entre los que, por su valentía, debían acompañarle en su triunfo y licenciarse, pero Graco me
pidió que me alistase a sus órdenes. En cuatro ocasiones en pocos años, he sido primus pilus [esto es,
el centurión principal de la legión] y he recibido 34 condecoraciones por valor y seis coronas cívicas.
En total, he estado 22 años en el ejército de los más de 50 que ahora tengo” (Livio, 42, 34).
Después de cumplir los seis años de servicio obligatorio en Macedonia, Ligustino se había alistado
una vez tras otra, peleando otros 16 años más en diversas campañas de Grecia, Hispania, Asia y en
otros lugares no mencionados. Su valor y, sobre todo, la experiencia en combate, le habían llenado el
pecho de condecoraciones –entre ellas, seis coronas cívicas, que los romanos consideraban la segunda
más importante distinción militar, concedida a quien hubiera salvado en combate la vida de otro
ciudadano romano–, lo que, sin duda, otorgó a Ligustino, predestinado por familia a ser un campesino
tan pobre como lo había sido su padre, prestigio y respeto social. Viviendo en unos años en los que la
República reclutaba, temporada tras temporada, tropas para ocho o diez generales y cubría las bajas de
expediciones anteriores, la veteranía de Ligustino debía cotizarse muy alta y no es extraño que éste
ligase reenganches con tanta facilidad. Porque los generales que partían hacia las provincias ansiosos
de victorias y deseaban regresar al final de su misión cubiertos de gloria y acompañando largos trenes
cargados de botín, sin duda apreciaban contar con la veteranía y profesionalidad de individuos como
Ligustino, a los que se incentivaba con ascensos, pagas adecuadas al rango y la participación en los
expolios de la victoria.
“Es una ley bien establecida desde siempre y entre todos los hombres que cuando una ciudad es
asaltada, sus habitantes y todos los bienes pasan a ser propiedad del vencedor”. Estas palabras
pertenecen a la Ciropedia (7.5.73), de Jenofonte, un ateniense que vivió a caballo de los siglos v y iv
a. C. y que compatibilizó la familiaridad con Sócrates, Platón y Gorgias, entre otros intelectuales, con
una activa y tormentosa experiencia como mercenario. Quizá porque el propósito de Jenofonte era
didáctico, sus lectores le perdonaron que hubiera escrito tan flagrante obviedad; porque todo el mundo
daba por sentado que la única posible compensación para las penalidades y riesgos de la milicia era el
botín. Aunque los romanos siempre creyeron que sus guerras se peleaba por motivos más elevados que
los económicos, no podían negar que éstas favorecieron la acumulación de fenomenales riquezas
arrancadas a punta de espada. Por eso, la rápida y brutal expansión territorial de Roma también puede
considerarse una gigantesca desamortización de las riquezas acumuladas durante generaciones en
templos y tumbas de todos los rincones del Mediterráneo. Esos capitales viajaron en primera instancia
a Roma e Italia, pero desde allí se repartieron nuevamente por todo el Mediterráneo aunque ahora sus
propietarios fueran otros, porque no debe olvidarse que la única explicación de la longevidad del
Imperio Romano se debe a que sus dirigentes, a veces a regañadientes, tuvieron la perspicacia de hacer
partícipe de su fortuna a un número cada vez mayor de beneficiarios. Esos capitales permitieron la
puesta en desarrollo de regiones inexploradas (Hispania es un caso en punto), y su redistribución
forzada puso las bases del desarrollo experimentado en época imperial (vid. vol.II, II.8).
Precisamente porque el botín era importante para todos, había estrictas reglas para su reparto,
generalmente entre el Pueblo de Roma y las tropas. La habitual llegada de metal precioso y acuñable
al Aerarium o Tesoro Público, más el aumento de las rentas derivadas de la explotación de un ager
Populi Romani en expansión por las conquistas militares, permitió que el Estado financiase
sobradamente sus propios gastos; y que, por lo tanto, cayese en desuso el tributum, la contribución
extraordinaria que se demandaba a los ciudadanos en situaciones de emergencia. También se
consideraba que el general victorioso tenía derecho a parte del botín, para resarcirse de los gastos
incurridos en campaña. Su parte incluía la que por costumbre correspondía a los soldados, más lo que
quisiera darles en agradecimiento, y la que generalmente se repartía al Pueblo de Roma, que se
alegraba tanto del final de los padecimientos de la guerra como de la súbita inyección de dinero y
bienes que aportaba el ejército. Esta demostración dio importancia y pábulo al Triunfo y la Ovación,
la ceremonia de entrada en la ciudad del ejército victorioso, en la que el pueblo aclamaba al general y
sus tropas y contemplaba el desfile de las riquezas arrebatadas al enemigo, haciéndose una idea de la
parte que le iba a corresponder (vid. vol.II, II.4.1).
A pesar de las múltiples declaraciones de nuestras autoridades de que Roma siempre fue a la guerra
por razones justas (el bellum iustum, como demostraba la sanción divina, que castigaba al enemigo
con la derrota), es patente que gran parte de la belicosidad y de la actitud agresiva de los romanos se
debía a que la guerra suponía unas notables ganancias. Las cantidades de metal precioso aportadas por
los gobernadores hispanos al erario público arroja cifras prodigiosas y según la tabulación que R.
Knapp hizo de los datos de Livio correspondientes al primer medio siglo de dominio (206-169 a.C.),
los romanos ingresaron en el tesoro público 46 millones de denarios (vid. vol.II, II.4.4.1). Para hacerse
una idea de la magnitud de la cantidad, debe recordarse que las indemnizaciones de guerra impuestas a
los cartagineses en 201 a.C. fueron 10.000 talentos, unos 60 millones de denarios; pero también que en
Hispania no había nada similar a un reino helenístico o una ciudad estado como Cartago. Finalmente,
hay que tener en cuenta que en las cantidades registradas por Livio no computan los beneficios de otro
tipo de botín como el grano o los esclavos, pues corresponden únicamente a plata y oro ingresados en
el tesoro público y que un monto equiparable debió quedar en manos de los soldados y los
gobernadores. Y, ciertamente, el centurión de nuestro ejemplo fue un hombre rico: podía seguir
viviendo en el tugurio heredado de su padre, pero había casado a sus hijas (es decir, las había dotado),
y dos de sus hijos eran equites, perteneciendo al grupo de ciudadanos que componían la primera clase
del censo de ciudadanos, cuyos miembros era suficientemente ricos para acudir a la recluta con un
caballo de su propiedad (vid. vol.II, II.9.1.3). Entre ellos se elegia los senadores y los magistrados.
Además, lo sucedido con Ligustino apunta una tendencia que se irá haciendo más manifiesta y fuerte
entre los soldados conforme avanzaba el tiempo, y que acabará siendo considerada una de las causas
de la inestabilidad política de la República. A saber, la progresiva transferencia de la lealtad de los
militares del Pueblo y el Senado de Roma a sus propios generales. Inicialmente, este sentimiento
debía notarse sólo entre “los profesionales” como Ligustino, pero fue extendiéndose también a los
soldados rasos conforme el número de conscriptos fue incapaz de cubrir el cupo anual de reclutas. La
ganancia probable de un soldado dependía, en última instancia, del tino del general seleccionando
enemigos ricos, y de su habilidad derrotándoles. Pero también se sabía que el éxito de su campaña
dependía de la moral de los soldados, por lo que no era extraño que antes de cada campaña se
prometiera a las tropas regalos extravagantes en caso de victoria.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Explicar la fenomenal expansión militar y territorial de Roma es, sin duda, una cuestión tan atractiva
hoy como lo fue en época de Polibio: vide Badian, 1976A; Harris, 1984; Roldán, 1991 y Champion,
2004. Mientras que los antiguos se inclinaban por considerarlo una consecuencia de la providencia
divina y de la virtud (tanto en el sentido antiguo como moderno del término) de los romanos, nuestro
punto de vista se inclina más a asentar las causas en fenómenos computables, como pueden ser la
demografía y la economía. El rápido encumbramiento de Roma a potencia mundial sólo pudo llevarse
a cabo apoyándose en su potencialidad demográfica, porque de ella dependía el número de reclutables.
En contra de lo que habitualmente se piensa, censos y estadísticas fueron corrientes en las poleis
antiguas; siquiera porque eran necesarios para situar a cada ciudadano en su respectivo grupo de
recluta y saber cuántos hombres armados estaban disponibles anualmente. Por desgracia, esos
registros eran meramente utilitarios y como tales, difícilmente superaron la prueba del tiempo; de ahí
que deban ser reconstruidos a partir de series incompletas de datos o de vagas estimaciones
transmitidas por nuestras fuentes (vide vol.I, I.1.2). El estudio fundamental sigue siendo el
monumental trabajo de Brunt, 1987, con cifras todo lo precisas posible sobre el volumen de la
población romana y el tamaño de los ejércitos y otras cuestiones conexas como movimientos
migratorios y colonización (en las pp. 661-665 hay un balance de la guarnición de las provincias
hispanas entre 200-90 a.C.). Respecto a los aspectos económicos, antiguos y modernos están de
acuerdo en que las guerras enriquecieron a Roma; pero mientras nuestros antecesores creían que las
riquezas eran un subproducto de las campañas, la visión actual tiende a resaltar más la búsqueda del
botín como causa principal de la belicosidad romana. Sobre ello véase la ya varias veces citada
monografía de Harris, 1989.
Sobre las peculiaridades de la experiencia romana en Hispania y si ésta fue distinta o no a lo sucedido
en otras partes del Mediterráneo, deben consultarse los trabajos de Knapp, 1977; Richardson, 1986; y
Roldán/Wulff, 2001. Entre los beneficios que Roma extrajo de Hispania están, desde luego, los
económicos; una lista de las cantidades de botín que las fuentes clásicas reportan como tomadas de
Hispania puede encontrarse en el capítulo de J.J. van Nostrand en Frank, 1975 (pp. 119-224). Además,
estaba la explotación minera, sobre la cual deben de verse los diversos trabajos de Domergue, 1990
(vide también la bibliografía comentada en el punto II.8 del presente volumen). Por último, para los
tributos e impuestos, véase el concienzudo y contrastado estudio de Ñaco, 2003, sobre la política
tributaria y la economía de guerra durante el cenit de la expansión republicana (igualmente, Ñaco,
2005). Pero también estaban las ventajas derivadas de una fuente casi inagotable de reclutas de
calidad, vide Roldán, 1993.
Sobre el gobierno de las provincias hispanas, Richardson, 1986, y Salinas, 1995, ofrecen un útil
resumen de los datos locales, que evita la consulta del engorroso (pero esencial) tratado de Dahlheim,
1977. Los “publicanos” son un nombre familiar (por lo menos a los de mi generación) gracias a la
Historia Sagrada, pero es menos conocido su origen y función en Roma, vide Badian, 1976b.
Las amonedaciones del centro de Hispania (las llamadas “monedas ibéricas”) han constituido siempre
un objeto de interés anticuario, coleccionista e histórico; los varios trabajos de L. Villaronga ofrecen
un completo catálogo de las piezas conocidas, su cronología y su probable –porque no siempre se
conoce con seguridad– lugar de acuñación (Villaronga, 1977; 1995; 2002); la debatida relación entre
acuñación hispana y fiscalidad romana es objeto de atención y debate en, por ejemplo, Ñaco/Prieto,
1999. Para apreciar la concomitancia de estas monedas con las corrientes en Roma, compárese con
Crawford, 1985.
El Ejército romano, su historia, tácticas, armamento, recluta y despliegue, constituyen uno de los
temas de estudio más populares de la Antigüedad, aunque se conoce más –por mejor documentado– el
ejército imperial que el de la República. Buenas introducciones y estudios sobre el tema en Keppie,
1984; Rodríguez González, 2001; Le Bohec, 2004; y Goldsworthy, 2005; mientras que para las
cuestiones ibéricas debe recurrirse a los numerosos trabajos de J.M. Roldán (así, Roldán, 1989). No
debe olvidarse, finalmente, que los campamentos militares de la Península Ibérica siguen siendo el
paradigma de la castramentación republicana: Morillo, 1991; 2002. En general, para todo lo relativo al
Ejército romano en Hispania, véase la reciente guía arqueológica editada por A. Morillo y J.
Aurrecoechea (Morillo/Aurrecoechea, 2006).
Finalmente, la emigración y la colonización. Al trabajo seminal de Galsterer, 1971 sobre la
urbanización romana en la Península añádanse los de Marín Díaz, 1988, y Roldán et alii, 1998; acerca
de los bronces de Osuna con fragmentos de la ley colonial: Caballos, 2006. Por su parte el tema de la
emigración (su volumen, causas y destinos) sigue siendo discutible y discutido: vide Wilson, 1966, y
Le Roux, 1995, con distintos puntos de vista y conclusiones contradictorias.
B. Referencias
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romano. Instrumento para la conquista de un imperio, Barcelona, 2004. Le Roux, P., “L’émigration
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Capítulo quinto Hispania en el Alto Imperio


II.5.1 Introducción
A pesar de que durante los dos primeros siglos de relaciones comunes, la Península Ibérica no había
sido la región más provechosa para los generales romanos en términos de botín y gloria, la llegada del
Imperio la convirtió en un territorio de importancia estratégica, en gran medida por las mismas causas
que habían provocado la falta de interés del periodo anterior. Aunque el grado de asimilación a los
usos y costumbres foráneas de los habitantes de la Península era muy variable, no cabe duda de que las
regiones más abiertas a las influencias externas –y por ende, las más activas, ricas e interesantes para
los conquistadores– habían aceptado plenamente, o se habían acomodado, a los presupuestos sociales
e ideológicos de Roma, sobre todo porque una parte considerable de sus habitantes eran inmigrantes y
mestizos que habían ligado su destino a Roma. La mejor prueba de ello es la alta repercusión en
Hispania de los conflictos civiles del final de la República. En cambio, en las comarcas más
occidentales y más aisladas seguían predominando unos modos de vida de los que Estrabón (3, 3, 7),
como ya vimos, nos ha dejado un vívido retrato y que no cuesta mucho asimilar a los de los grupos de
recolectores-pastores característicos del Neolítico.
Entre estos dos extremos, toda una galería de situaciones intermedias que daban a las provincias
ibéricas una interesante y fecunda variedad, llena de posibilidades humanas y económicas: buenos
reclutas para pelear donde hiciera falta y ricas capacidades agrícolas, ganaderas, mineras y
comerciales que sólo esperaban el capital y la voluntad necesaria para desarrollarlas. Si la conquista
se había producido fundamentalmente por ansia de botín y gloria, ahora era el tiempo de la
explotación sistemática de las riquezas disponibles. De este modo, una parte de la rapiña de los
vencedores debió de regresar a la Península en forma de inversiones que pusieron en valor los recursos
hasta entonces desatendidos o inexplorados. Y si la abundancia de determinados recursos –minas,
aceite, ganado– contribuyeron a que unas tierras excéntricas al núcleo del Imperio alcanzasen especial
importancia, las nuevas condiciones políticas de Roma reforzaron aún más la preponderancia de las
provincias en general y de Hispania en particular.
Desde mediados del siglo ii a.C., nuestra crónica ha reflejado en grado variable las consecuencias
locales de lo que los historiadores llaman la “crisis de la República” (vid. vol.II, II.3.1), un proceso del
que fueron bien conscientes sus contemporáneos y que se debió, en esencia, al desfase entre el
régimen político tradicional y las nuevas condiciones sociopolíticas creadas por la expansión del
Imperio. La mejor muestra del desfase fue la corrupción generalizada de la vida política, provocada
por el claro divorcio entre lo que la clase dirigente decía defender y sus intereses reales; ello causó
inestabilidad política, violencia, inseguridad y, al final, varias guerra civiles. Paradójicamente, los
provinciales, a quienes los romanos “de siempre” consideraron subordinados porque entendían poseer
los derechos del vencedor, fueron los ganadores del conflicto porque los contendientes hubieron de
recurrir a ellos como aliados, fuentes de reclutas militares y de dinero para llevar adelante sus
proyectos. Pompeyo y César primero (y luego Marco Antonio y Octaviano) alistaron la ayuda de Italia
y las provincias en sus luchas contra los demás aristócratas o contra el mismo Estado, por lo que
puede decirse con toda justicia que una de las razones del éxito y la pervivencia de la monarquía
imperial fueron, precisamente, las provincias y sus habitantes, aunque la corrección política del
momento disminuya su papel a favor de otros motivos más etéreos como la “libertad del Pueblo
romano” o “la grandeza del Senado”.
Uno de los territorios más beneficiados en ese proceso fue Hispania y la muestra de ello es que el
nuevo hombre fuerte de Roma, Augusto, estuvo varios años en la Península, primordialmente para
rematar la conquista y, luego, para organizar el territorio. Ello significa que Tarraco, la ciudad en que
residió más tiempo, se convirtió en la capital de facto del Imperio, y a ella acudieron las embajadas de
los que, desde todos los rincones del Mediterráneo, querían tratar con el Príncipe. Durante todo su
reinado, Augusto parece haber dedicado mucho dinero, energía y planificación a los asuntos
peninsulares, de tal modo que las tres provincias hispanas quedaron completamente transformadas en
unos años. Una vez asentado el nuevo régimen, Hispania parece pasar a un segundo plano durante los
reinados de la dinastía julio-claudia, pero la impresión es falsa porque en cuanto se produjo la primera
gran crisis, la llamada del “Año de los Cuatro Emperadores”, los asuntos hispanos volvieron a saltar a
un primer plano, hasta tal punto que la segunda gran transformación regional se debió a la
intervención directa de quien salió vencedor en ese periodo turbulento. El siglo ii d.C., o al menos
gran parte de él, no hizo sino confirmar la pujanza económica y social de las ciudades peninsulares,
representada por la “facción hispana”, un grupo informal de aristócratas, negociantes y estudiosos que
se abrieron camino en Roma hasta que uno de ellos alcanzó el trono imperial a fines del siglo i d.C.
(vid. vol.II, II.6.1)
Al tiempo, y como ya se ha indicado antes ( vid. vol.I, I.1-2), el ritmo y la cualidad de la Historia
cambia. Los historiadores romanos, como los buenos periodistas actuales, consideraban que sólo eran
noticia las guerras, los grandes asedios y los
[Fig. 88]
Restitución idealizada de la colonia de Tarraco, capital de la provincia Citerior en tiempos de
Augusto, según F. Tarrats
conflictos internos de Roma; consecuentemente, al dejar de ser tierra de conquista, Hispania perdió
interés para los escritores clásicos, que sólo volvieron a ella por razones anticuarias (Livio y Apiano)
o porque había sangre de por medio, como sucede famosamente en el caso de Tácito. Además, éste y
otros autores como Suetonio y Dión Casio, consideraron más interesante lo que sucedía en torno al
emperador que la marcha misma del Imperio. En parte, no les faltaba razón y motivo porque sus
lectores eran los aristócratas y senadores del Imperio, para quienes las decisiones y el comportamiento
del monarca determinaban su bienestar social y económico, y en ocasiones, su misma seguridad
personal. En cambio, los sucesos cotidianos de las provincias carecían de interés, entre otras cosas,
porque iban bien. Como un autor inglés observó con agudeza hace un par de siglos, la invisibilidad
histórica es la mejor señal de normalidad y prosperidad, y otros datos confirman que eso fue, en
mayor o menor medida, lo que sucedió en la Península. Pero lo cotidiano nos impone un relato
inconexo y deslavazado, de tal modo que lo único que se puede contar y explicar en sus causas y
consecuencias es aquello en lo que determinada actividad del monarca, narrado por alguno de los
historiadores antiguos, permite arrojar luz sobre otra clase de datos.

II.5.2 Los fundamentos del nuevo régimen


Por eso, para entender los “no sucesos” de Hispania, hay que explicar, siquiera brevemente, cuáles
eran los presupuestos del nuevo régimen surgido de la victoria de Octaviano sobre Marco Antonio y su
aliada (y amante) Cleopatra, reina de Egipto, el último estado independiente de cierta consideración
que quedaba en el Mediterráneo.
El triunfo en la batalla de Acio ( 31 a.C.) y la conquista completa de Egipto al año siguiente, habían
convertido a Octaviano en el dueño de Roma. Pero también ponía término a los poderes excepcionales
sobre los que basaba su primacía política y que sólo se justificaban por la situación de guerra que
había afectado a Roma desde la muerte de Julio César (44 a.C.). Era el momento, pues, de devolver la
normalidad a la Res publica, como Octaviano había prometido hacer una vez que acabase con éxito el
conflicto. Las alternativas eran dos: renunciar a todos los cargos y retirarse a la vida privada con
apenas 30 años, o encontrar un acomodo entre el mos maiorum, la Constitución no escrita de los
romanos, y la efectiva preeminencia política de Octaviano. El peligro de la primera opción es que la
honra del vencedor seguramente no iba a ser defensa suficiente frente a los deseos de venganza de los
muchos a quienes había agraviado, un riesgo muy real en atención de la especial crueldad del conflicto
civil y la larga memoria de los aristócratas romanos; y la segunda posibilidad tenía enfrente lo
sucedido quince años antes, cuando Marco Antonio puso en público una diadema sobre la cabeza de
César y el abucheo de los presentes se tradujo en el magnicidio de días después.
Por ello no deja de sorprender que los romanos se plegasen sin rechistar a los manejos de Octaviano,
que pretendía para sí un poder monárquico similar al que Antonio había intentado que se reconociese
públicamente a César. Fiándose de la propaganda de la época, la diferencia es que ahora sí que se
había restaurado laRes publica y la palmaria contradicción entre la realidad cotidiana y esa pretensión
no pareció haber importado en demasía a los romanos, quizá porque el engaño iba en beneficio de
todos. Pero es muy posible que tampoco fueran conscientes de la marcha del proceso, que se produjo
muy lentamente y siempre tras la fachada institucional de la vieja República. De ahí que Tácito, con la
perspectiva de un siglo a sus espaldas, lo calificase de “cambio progresivo”, nunca de golpe de Estado
o de revolución.
Hasta un poco antes del choque de Acio, la legitimidad de los triunviros (Octaviano, Antonio y
Lépido) se basaba en una ley que les otorgaba amplios

[Fig. 89]
Agripa (con cabeza velada) y otros miembros de la familia de Augusto representados en el relieve
norte del Ara Pacis (Museo dell’Ara Pacis de Roma)
poderes civiles y militares y escasa supervisión por parte del Senado y de los demás magistrados,
además del mando efectivo de diversas provincias y territorios. Tras la caída en desgracia de Lépido
en el 36 a.C., el orbe romano había quedado efectivamente dividido por razones geográficas entre
Marco Antonio y Octaviano: el primero, el más antiguo y digno, se hizo cargo de las riquísimas y
amenazadas provincias orientales; mientras sobre el segundo recayó la responsabilidad de Italia y las
provincias occidentales, una circunstancia que aprovechó para presentar su pugna con Antonio y
Cleopatra no como un conflicto civil, sino como una guerra de Roma frente a un poderoso enemigo
externo. Octaviano hizo valer por primera vez su control provincial en 32 a.C., cuando invocó ante el
Senado, que se decantaba primordialmente por Antonio y que quería deshacerse de él aprovechando la
caducidad de los poderes extraordinarios, la coniuratio Italiae, el juramento de todas las ciudades de
Italia (a las que inmediatamente se sumaron las provincias galas e hispanas, África, Sicilia y Cerdeña)
de tener “por enemigos a los enemigos de Octaviano y combatirlos por tierra y mar”.
Este juro, unido a la magistratura consular que ejerció de forma ininterrumpida entre los años 31 a 23
a.C. –pero renovada anualmente como demandaba la tradición y teniendo como colega a alguien
seleccionado con cuidado para no dar problemas–, fueron las bases legítimas y legales sobre las que
Octaviano dirigió la guerra contra Antonio y gobernó Roma en los años inmediatamente posteriores.
Esta fase terminó, según sus propias palabras, a lo largo de su sexto y séptimo consulado (años nó,
según sus propias palabras, a lo largo de su sexto y séptimo consulado (años 27 a.C.), cuando
“devolvió el control del Estado al Senado y el Pueblo de Roma”, una circunstancia que sus
contemporáneos (al menos, las fuentes que han sobrevivido) celebraron universalmente como el
momento en que las “provincias fueron devueltas al Pueblo” (Ovidio) o cuando “el Senado recuperó
su autoridad, los magistrados su imperium y la Res publica fue restaurada a la situación de antaño”
(Varrón).
Aunque Octaviano renunció efectivamente a algunos poderes especiales que repugnaban al uso
habitual romano, también es verdad que, a cambio, se le concedió el control de una extensa provincia
que comprendía Siria, Cilicia, Chipre, Galia e Hispania, además de Egipto que no tenía la
consideración de provincia pública y que el príncipe administraba como una propiedad personal. El
motivo aparente de la asignación era el peligro de invasión o de revueltas en esos territorios, por lo
que, consecuentemente, la mayor parte de las legiones quedaron acuarteladas en ellas y, por lo tanto,
bajo el mando directo del príncipe. Octaviano recibió esa inmensa provincia al tiempo que era cónsul
y podría retenerlas como procónsul en el caso de que optara por no renovar su magistratura, como
efectivamente sucedió en el 23 a.C. El mandato era por diez años, aunque con el compromiso de
retornar antes al Senado y el Pueblo romano aquellos territorios que, a su juicio, eran seguros, lo que
hizo en el 22 a.C. en el caso de Chipre, Galia Narbonense y la Bética. Pero en las demás, el imperium
proconsulare fue renovado, a partir del 18 a.C., en periodos de diez y cinco años y acumuló otros
territorios como el Ilírico y las nuevas comarcas conquistadas a orillas del Rin y del Danubio. En
principio, pues, se había producido formalmente un retorno a la legalidad y Octaviano había ejercido
los poderes especiales otorgados por el Pueblo y el Senado sólo por el tiempo asignado. Para las otras
excepciones a los usos constitucionales romanos, podían invocarse ilustres precedentes: en los
tiempos de emergencia provocados por la invasión de los cimbrios y teutones, a fines del siglo ii a.C.,
el gran Mario había sido cónsul ininterrumpidamente durante un lustro, mientras que apenas una
generación antes, Pompeyo había compatibilizado el consulado con el gobierno de una extensa
provincia administrada por legados.
Sin embargo, los escritores posteriores al tiempo de Octaviano (Tácito y Dión Casio), no dudan en
situar precisamente en el 27 a.C. el arranque de la autocracia y la monarquía imperial, la desaparición
de Res publica libera, cuyo final Cicerón había pronosticado que sucedería cuando un individuo
tuviera en sus manos tanto poder como todo el Estado. Aunque es cierto que algunas provincias
públicas (África, Ilíria y Macedonia) contaron también con guarniciones militares, sus efectivos no
eran comparables a los que el príncipe tenía a sus órdenes en las provincias de su competencia y eso le
otorgaba una preeminencia sobre los otros promagistrados, lo que constituía una agradable
formulación jurídica de lo obvio. En caso de tener que elegir entre el Estado y su general, los soldados
probablemente se quedasen con el último. La posibilidad de una discrepancia como esa era, por otra
parte, muy remota, porque el juramento de lealtad de los habitantes de las provincias occidentales –y
que después de Acio, se extendió a otras regiones– convertía a los moradores del Imperio en clientes
del príncipe, y la costumbre romana consideraba tan honrosas las relaciones clientelares que las
anteponía a los deberes de los súbditos con el Estado.
Además, Octaviano, como consecuencia de las guerras civiles, era sin duda alguna el hombre más rico
del mundo y su fortuna y magnanimidad sirvió en muchas ocasiones para librar del hambre y el
desabastecimiento a la ciudad de Roma. Así como para comprar las tierras en Italia y en las
provincias, que debían entregarse como premio de desenganche a los veteranos del Ejército; para
levantar a su costa edificios y amenidades en las ciudades de Italia y las provincias, y para mantener
en la dignidad que les correspondía a muchas familias senatoriales de alcurnia que se habían arruinado
con las guerras y el paso del tiempo.
No debe extrañar, pues, que tanto el Senado como el Pueblo de Roma se rompieran la cabeza
otorgándole honores a cual más extravagante y desusado, entre otras cosas porque no sabían muy bien
cómo definir la nueva situación social y política. Se le llamó Princeps [el Primero], en referencia a su
posición de preeminencia universal. Pero el título que acabó cuajando fue el de “Augusto”, un oscuro,
insólito y ambiguo epíteto que hasta entonces sólo se había predicado de Júpiter, y que traducía a la
perfección el agradecimiento público por su papel de salvador de la patria en la guerra civil y
“restaurador” de la República, sin que, a la vez, fuera necesario precisar cuáles eran exactamente su
poderes y menos todavía, su procedencia ni su legitimidad.
Augusto ejerció de forma continuada el consulado entre el 31 y el 23 a.C., acumulando nueve
iteraciones de la magistratura, en un par de ocasiones in absentia, es decir, sin ni siquiera estar
presente en Roma en el momento de la elección. Aunque no hay certeza de que esa continuidad
respondiese a un plan preconcebido, no es menos cierto que el inmenso prestigio del príncipe ponía
muy difíciles las cosas a quienes quisieran competir contra él por el cargo. Este monopolio de la más
alta magistratura del Estado restaba oportunidades a los demás aristócratas, acostumbrados
tradicionalmente a medir su preeminencia y compararse con los demás según el número de cónsules
que había en su familia. No es de extrañar, pues, que hubiera resentimiento y que éste se manifestase
de forma especialmente insidiosa en el año 23 a.C., con el descubrimiento de una conjura dirigida
seguramente por su propio colega en el consulado. Esas circunstancias, además de una grave
enfermedad, llevaron a Augusto a renunciar inesperadamente al consulado cuando sólo había
cumplido la mitad del año y a anunciar públicamente que nunca optaría por él; promesa que cumplió
salvo por dos excepciones, que todo el mundo entendió y aplaudió. La nueva renuncia de Augusto
también fue presentada como un hito más en el camino hacia la normalización política y dio ocasión
para el segundo arreglo constitucional, que definió aún más los poderes del príncipe.
La cesión del consulado se hizo a cambio de la potestad de los tribunos de la plebe, recibida
“anualmente y en perpetuidad”. Se trataba de una peculiar y antiquísima magistratura nacida cuatro
siglos antes para defender los derechos de la plebe romana frente a la arbitrariedad de otros
magistrados; y, luego, se había significado por su papel “revolucionario” durante la etapa de
inestabilidad de la República. Pero en la época de Augusto era un cargo “de entrada” para quienes
tenían aspiraciones políticas. Lo que interesaba a Augusto y sus consejeros era precisamente la escasa
importancia institucional del cargo, que podía desempeñarse sin suscitar envidias, pero que llevaba
asociados una serie de privilegios y atribuciones muy adecuados para reconocer de forma ambigua y
con las mejores formas de la tradición republicana algunas facetas del poder efectivo del príncipe. De
esta forma se sancionaba legalmente el derecho de Augusto (técnicamente un ciudadano privado) a
proponer leyes ante la Asamblea popular y presentar mociones en el Senado; su potestad para vetar los
decretos de cualquier magistrado o del Senado; el derecho de hacerse obedecer; y finalmente, su
capacidad de auxiliar y ayudar a cualquier ciudadano que se sintiera injustamente tratado por otros
magistrados y que así lo solicitase.
Todas esas funciones estaban engranadas en el uso constitucional romano, donde el paso del tiempo
había desarrollado mecanismos compensatorios y ámbitos de ejercicio. Había ejemplos históricos de
tribunos que vetaron las decisiones de otros magistrados por considerarlas atentatorias contra los
derechos de un individuo, pero una decisión de esa clase podía, a su vez, ser bloqueada por otro
tribuno. En el caso de Augusto y sucesores, el veto equivalía prácticamente a un control negativo
universal y absoluto de cualquier aspecto del Gobierno, pero que fue raramente empleado porque los
magistrados y el Senado rápidamente aprendieron a no proponer medida alguna que supieran contraria
a los gustos o inclinaciones del emperador. Dependiendo del gusto y la perspectiva individual, una
situación así puede definirse como la más abyecta clase de tiranía, la que se ejerce sin que ni siquiera
se note. El príncipe y sus contemporáneos, en cambio, optaron por considerarla como un perfecto
ejercicio de auctoritas, es decir, del poder de convencer y ser obedecido sin coacción, que era el
mayor timbre de gloria del Senado porque, a la postre, constituía la mayor dignidad a la que podía
aspirar cualquier líder político. No es de extrañar que Augusto señalase en su “Testamento” su orgullo
ante su gran auctoritas, que equiparaba su forma de preocuparse por el Estado y por los demás
ciudadanos con el gobierno cariñoso y solícito de un pater familias. Fue algo común que Augusto,
primero, y todos sus sucesores después, se tildasen frecuentemente de “padres de la patria”.
El último privilegio que redondeó la posición constitucional de Augusto puede parecer una minucia
obligada por las circunstancias, pero resulta revelador de las características del nuevo sistema. El uso
tradicional exigía que un procónsul gozara de sus privilegios y salvaguardas legales únicamente en su
provincia, perdiéndolos automáticamente al salir de ella y, mucho más, si entraba en Roma. En
puridad, eso significaba que Augusto debía residir continuamente fuera de Roma e Italia si quería
mantener su estatus legal, lo que era inviable en todo punto. Por eso, se le permitió que mantuviera el
imperium proconsulare incluso residiendo en Roma y además, se declaró que el suyo era maius [el
más grande], es decir, debía prevalecer sobre el de cualquier otro gobernador provincial.
De este modo y en lo que aquí interesa, Augusto y sus sucesores se convirtieron en los garantes de la
limpieza del juego político. En el periodo republicano, la acritud con la que los individuos y grupos
buscaban el poder acabó en un siglo de disensión y guerra civil. César intentó solventar el problema
aboliendo las mismas condiciones que le habían permitido dar el golpe de Estado y sustituyendo el
mos maiorum por otro sistema, quizá una monarquía de tipo helenístico. La habilidad de Augusto
consistió en dejar que la Res publica siguiera funcionando como antes, pero quedándose él fuera de la
lucha política y convirtiéndose en el árbitro que impedía que los oponentes llevasen sus disputas hasta
el extremo de la guerra civil. El precio que Roma y el Imperio tuvieron que pagar por ello es que todo
el poder militar y el gobierno directo de la mayor parte de las provincias recayese sobre un único
personaje, que podía hacer y deshacer a conveniencia.
Dicho así, puede sonar como la sanción universal de la arbitrariedad, pero en la práctica, los más
beneficiados fueron quienes habían conocido de primera mano y por generaciones, la ambición, la
injusticia y el descuido de los promagistrados republicanos, cuyos cargos no tenían otro propósito que
el otorgarles más riqueza y fama; el proceso se repetía incluso anualmente o cada dos años, cada vez
que se renovaban las provincias. El nuevo sistema, en cambio, establecía una jefatura única para las
provincias, que pasaban a ser administradas –no gobernadas– por legados, responsables ante el
príncipe; y una de las primeras lecciones que Augusto pareció comprender es que la estabilidad del
Imperio dependía, en última instancia, de su habilidad para anular las diferencias entre los oponentes
o, al menos, que éstas no causaran disturbios. La nueva actitud del emperador la resume Suetonio, el
gran biógrafo imperial, en una frase atribuida a Tiberio: “el buen pastor debe esquilar las ovejas, no
desollarlas”.
II.5.3 Los sucesores de Augusto
La debilidad del Imperio, sin embargo, residía en su ambigua legitimidad, como corrientemente
ocurre en los regímenes personalistas. Teniendo el precedente de César, Augusto se negó a definir su
poder como monárquico (aunque lo fuera funcionalmente) y ello le privó de utilizar libremente y a las
claras el principio de legitimidad dinástica. En consecuencia, la transición de un monarca a otro fue en
Roma un periodo de incertidumbres, conjuras e inestabilidad. Nadie sabía verdaderamente qué o
quiénes designaban al emperador, aunque formalmente el Senado, el Pueblo, el Ejército y las
provincias manifestasen de un modo u otro su aquiescencia. Lo que tuvieron en común los cuatro
sucesores de Augusto fue, en principio, su vínculo familiar con el fundador del Imperio aunque, en la
práctica, tres alcanzaron el trono por imposición militar o por conjuras cortesanas.
Hagamos un velocísimo repaso de los sucesores de Augusto y de lo esencial de su labor en lo tocante a
Hispania.
II.5.3.1 Tiberio (14-37 d.C)
Este personaje, que toda su vida se sintió menospreciado y rechazado por quien fue, sucesivamente, el
marido de su madre, su suegro y, por último, padre adoptivo, acabó siendo el único posible heredero
que le quedó a Augusto. Sin embargo, su subida al trono –la más delicada por ser la primera prueba
del régimen–, fue respaldada por sus propios méritos, pues tenía prestigio entre la aristocracia y
contaba con el apoyo del ejército.
Tiberio trató de distanciarse de quien tan profundamente había marcado su vida, resaltando en la
medida de lo posible la normalidad de sus poderes y solicitando del Senado la ayuda necesaria para
gobernar. Pero las pretensiones de republicanismo quedaron marradas por la ineficacia y escasa
capacidad de adaptación de unos senadores que sólo seguían considerándose los mismos de un siglo en
lo referido a sus privilegios y que, por el contrario, se plegaban a los designios imperiales cuando se
trataba de ganar preeminencia sobre otros de su clase. Tampoco el ejército era el mismo de la época
de Mario o Pompeyo y, por supuesto, había cambiado totalmente la relación de Roma con sus
provincias. El príncipe quedó frustrado ante la falta de colaboración del Senado y por el peso del
Estado que recaía en sus solas manos.
Aún así, Tiberio consolidó la obra de Augusto, con sus decisiones prudentes y conservadoras. Uno de
los aspectos donde se notó especial mejora fue la clarificación y reforzamiento del régimen financiero
del Estado, pues Augusto había confundido continuamente los recursos públicos con los de su propio
peculio. La austeridad de Tiberio –sobre todo en las gratuidades y regalos al pueblo, en los donativos a
las
[Fig. 90] Senadoconsulto de Cneo Pisón padre, del 20 d.C. (Museo Arqueológico de Sevilla)
ciudades de provincias y al Ejército– fue atribuida a tacañería, y la recaudación de las rentas públicas
dio lugar a ocasionales incidentes, como el del legatus L. Calpurnio Pisón, asesinado en Termes
(Tiermes, Soria) cuando iba a reclamar las deudas de la ciudad con el fisco (27 d.C.), o la persecución
contra quien era considerado el hombre más rico de Hispania, Sexto Mario, que poseía muchas minas
en el Mons Marianus [Sierra Morena]. Tiberio lo acusó de incesto, fue ejecutado y sus propiedades
confiscadas.
Pero lo más notable de las relaciones de Tiberio con Hispania fue la seria crisis constitucional
provocada en el 19 a.C. por Germánico. Era éste un sobrino de Tiberio, general joven y popular,
casado con Agripina la Mayor, una nieta de Augusto, e impuesto a aquél como sucesor. Tiberio le
temía porque eran muchos los que veían en Germánico a un nuevo Augusto: joven, carismático,
popular en el Éjército y con una familia numerosa y simpática. Por eso su muerte en Siria resultó
traumática, ya que se produjo en circunstancias extrañas y con su viuda pregonando a los cuatro
vientos que había sido envenenado por orden del emperador. El Senado y el Pueblo de Roma se
volcaron en extravagantes honores fúnebres, al tiempo que se indagaba la complicidad criminal del
gobernador de Siria, Cn. Pisón, un íntimo de Tiberio, lo que daba pábulo a la creencia de que el crimen
había sido incitado desde palacio o al menos, autorizado. Tres documentos epigráficos hispanos, los
llamados bronces de Siarum e Ilici y el senadoconsulto de Cn. Pisón padre, descubiertos en la última
veintena de años, revelan los entresijos de un escándalo que se conocía primordialmente por la breve
noticia de Tácito. Los dos primeros documentos refieren a los honores fúnebres oficiales decretados
por el Senado al conocerse la muerte de Germánico; mientras que el otro, en cambio, transmite la
sentencia del tribunal senatorial que declaró culpable a Pisón y a sus familiares del crimen,
exonerando a Tiberio. Las varias copias de este documento que se han encontrado en la Bética se
deben a la iniciativa del gobernador provincial, Vibius Serenus, que mandó exponerlas en las ciudades
de su jurisdicción; este personaje parece haber guardado una cierta inquina a Tiberio y aunque no está
probado que la difusión del senadoconsulto fuera una finísima forma de proclamar la culpabilidad del
emperador, Vibio fue acusado por Tiberio de abuso de poder en su provincia y desterrado.
II.5.3.2 Calígula (37-41 d.C.) y Claudio (41-54 d.C.)
Tiberio eligió como sucesor a uno de los pocos parientes varones que le quedaban y que también lo era
de Augusto. La elección recayó en un hijo de Germánico y Agripina la Mayor, Calígula, el único de
los varones del matrimonio que se salvó de la ejecución. Su ascenso al trono estuvo apoyado por
quienes recordaban el prestigio de su padre, se oponían a Tiberio y deseaban recuperar el tiempo
perdido. Ello no obstó para que se requiriera a cada ciudadano romano que jurase lealtad al nuevo
monarca, como atestigua un documento epigráfico lusitano (CIL II, 172), que contiene el juramento
que prestaron los habitantes de la ciudad de Aritium Vetus (Alvega en Abrantes, Santarém, Portugal)
ante el gobernador provincial. Sin embargo, la personalidad trastornada del joven emperador, que
resultó caprichoso, cruel e inicuo, pronto acabó con las esperanzas de sus partidarios. Un discreto
golpe militar en Palacio, apoyado por sus propios íntimos y con la colaboración de los pretorianos,
acabó con él apenas a los cuatro años de subir al trono.
A la desesperada, los soldados impusieron al último pariente vivo de Augusto, Claudio (41-54 d.C.),
con la intención de servirse en su provecho de un gobernante maleable. Como es sabido, el elegido
resultó todo lo contrario de tonto y fue el primer emperador que se dio cuenta del largo camino
recorrido desde Acio, de la imposibilidad de dar marcha atrás en la Historia y de que el papel del
príncipe era el que era. Siendo de natural inteligente, concienzudo y honrado, se propuso adaptar el
Imperio a las nuevas circunstancias, rejuveneciendo la aristocracia tradicional con el talento de
nuevos individuos de las provincias, profesionalizando la Administración y retirando a los senadores
de alguna de sus competencias tradicionales. A él se debe, por ejemplo, haber regularizado y reforzado
las funciones de los procuratores, agentes imperiales reclutados entre la pequeña nobleza romana y
las aristocracias locales, que no dependían de la estructura tradicional de gobierno del Senado, sino
que eran administradores a sueldo del César y se encargaban de las funciones técnicas del Gobierno
central y provincial. Muchos provinciales ascendieron social y políticamente mediante este medio y la
creciente importancia de los procuradores ayudó a formar una clase social inferior en rango y honor a
la de los senadores, pero especialmente vinculada al servicio imperial y en la que Palacio siempre
encontraba personal de confianza. Claudio también reguló la duración del servicio de los miles de
soldados provinciales enrolados en el Ejército, a los que se hizo costumbre conceder la ciudadanía
romana al término del enganche, poniéndoles, de este modo, en el pináculo de los grupos sociales a los
que pertenecían y que generalmente no eran ni los más asimilados a la nueva cultura ni los más
urbanizados. El número de individuos llamados Tib. Claudio es índice de la facilidad con la que este
emperador permitió que muchos provinciales accedieran a la ciudadanía romana, un hecho que causó
cierta conmoción entre sus contemporáneos y que arrancó de Séneca un irónico veredicto: “Claudio
hubiera deseado ver convertidos en ciudadanos y vestidos con toga a todos los griegos, hispanos,
britanos y galos”. Las reformas claudianas también alcanzaron Hispania y de ello se da cuenta más
adelante (vid. vol.II, II.5.6.4).
Sin embargo, poco de lo que hizo Claudio fue apreciado por el Senado y eso, más una serie de
matrimonios desgraciados, propició que casi nadie se opusiera a que su última esposa, Agripina la
Menor, lograse de él, primero, la adopción de su hijastro, Nerón; y luego, su primacía en la línea de
sucesión sobre el propio hijo de Claudio. Cuando el emperador murió en circunstancias poco claras, su
esposa, algunos influyentes senadores y el jefe de los pretorianos apoyaron la subida al trono de Nerón
y aprovecharon su juventud (apenas diecisiete años) para convertirse en los dueños fácticos del
Imperio.
II.5.3.3 Nerón (54-68 d.C.) y el “año de los cuatro emperadores” (69 d.C.)
Durante los primeros años del joven príncipe, su gobierno fue un prodigio de eficacia y equidad,
fundamentalmente porque la tarea recaía en quienes habían promovido su ascenso al trono: un senador
de origen hispano llamado L. Aneo Seneca, y Burro, un galo que comandaba a los pretorianos. La
muerte de éste en el 62 a.C. y la madurez y progresiva emancipación de Nerón, hicieron aparecer los
resabios de crueldad y locura de quién había sido educado en un ambiente de déspotas y, movido por
ellas, Nerón acabó cometiendo el mayor error que podía cometer, enemistar a la vez las cuatro fuerzas
que soportaban de facto el trono: el Senado, el ejército, el Pueblo de Roma y los provinciales. Como
una parte de su caída se fraguó en las provincias occidentales y, singularmente, en Lusitania y la
Citerior, merece la pena contarlo brevemente.
El malestar nació de varias actuaciones desafortunadas del Príncipe. El gran fuego del 64 d.C.
destrozó media Roma pero favoreció la construcción de la nueva residencia imperial, lo que levantó
las sospechas de que Nerón hubiera sido el pirómano. El Senado estaba preocupado por el
incompetente manejo imperial de los asuntos exteriores, pero también por la cruel reacción del
príncipe contra sus críticos. Los comandantes militares estaban asustados porque los más válidos
habían sido eliminados, unas veces por despertar los temores de Nerón, otras por mero capricho. Los
habitantes de las provincias occidentales resentían la fijación del emperador con todo lo griego,
mientras que las legiones, mayoritariamente guarnicionadas en esas provincias, sentían la
despreocupación imperial. Sólo hacía falta una chispa para encender la revuelta y ésta vino del
gobernador de la provincia Lugdunense, Julio Víndex, que trató de convencer al gobernador de la
Citerior, Servio Sulpicio Galba, un viejo aristócrata que había crecido a la sombra de Augusto, que la
encabezase. Galba no aceptó inicialmente las propuestas de Víndex, pero cuando éste fue derrotado
por las tropas germanas (cuyo comandante seguía siendo leal a Nerón) y supo que los sicarios de
Palacio buscaban su asesinato, se pronunció en Clunia, ganando inmediatamente el apoyo de su colega
de la Lusitania, Otón, un viejo amigo de juergas de Nerón al que éste había despachado lo más lejos
posible de Roma después de un disputa por la misma mujer. Para reforzar la corta guarnición
provincial, Galba reclutó inmediatamente una legión (la VII Galbiana, luego conocida como VII
Gemina) y antes de partir en son de guerra contra Nerón, acuñó moneda en grandes cantidades (no en
vano gobernaba una provincia con fama de grandes riquezas mineras) y prometió premios a los
senadores y pretorianos que le apoyasen.
Cuando Nerón pidió ayuda se encontró que su antiguo leal, el gobernador de Germania, se había
puesto a las órdenes del Senado; que éste negociaba con Galba y que incluso los pretorianos
mostraban ahora un insólito respeto por los senadores, a quienes hacía poco tiempo ejecutaban sin
rechistar. Nerón fue declarado enemigo público y, desesperado y solo, se suicidó después de huir de
Roma a comienzos de junio del 68 d.C. Galba, aún de camino hacia Roma (donde entró en otoño)
recibió los parabienes del senado y el reconocimiento imperial. Sin embargo, y por causas distintas,
erró en los mismos asuntos que Nerón, alienándo la simpatía de los pretorianos, del Pueblo de Roma y
de las legiones germanas, que se sublevaron contra él a las órdenes de Vitelio el 1 de enero del 69 d.C.
Pero el mayor error de Galba fue haber pospuesto a Otón, que se había convertido en su más eficaz
colaborador, cuando llegó el momento de designar sucesor. Otón no tuvo dificultad en convencer a los
pretorianos y éstos le proclamaron emperador tras asesinar a Galba el 15 de enero a plena luz del día
en el Foro. A las pocas semanas, sin embargo, Otón fue derrotado por las tropas germanas de Vitelio y
éste asumió el trono, provocando, a comienzos del verano, el pronunciamiento de las legiones de Siria
que luchaban a las órdenes de Vespasiano contra la revuelta judía. El choque entre los dos
contendientes (Vitelio versus Vespasiano) tuvo lugar en Cremona, el mismo lugar en que había sido
derrotado Otón, y la victoria de los de Vespasiano le abrió el camino de Roma, donde una parte de su
familia y sus partidarios se habían sublevado previamente contra Vitelio. A fines de diciembre del 69
d.C., Vitelio fue asesinado en Roma y el Senado proclamó a Vesapasiano emperador, quien entró en la
ciudad en otoño del año siguiente.
II.5.3.4 La dinastía Flavia: Vespasiano (69-79 d.C.)
Cuatro emperadores (y tres de ellos muertos violentamente) en un solo año, considerables
destrucciones en la Urbe y en Italia, y la casi completa pérdida de las provincias galas y germanas
porque Vespasiano, para debilitar a Vitelio, había fomentado la rebelión de bátavos y otros grupos
tribales, fue el precio que hubo que pagar por la guerra civil.
Hispania quedó al margen de los combates, pero no de la guerra, porque agentes de uno y otro
candidato recorrieron el país buscando apoyos y sembrando discordias entre sus enemigos, mientras
los sucesivos incumbentes del trono trataban de ganar (o mantener) la lealtad de los hispanos. Así,
Galba licenció a los veteranos de la legión VI antes de marchar hacia Italia y parece que fundó
colonias en Clunia y en Anticaria, porque ambas ciudades añadieron el apodo Sulpicia a sus nombres
oficiales; Otón reforzó con nuevos contingentes las colonias de Emerita e Hispalis, y Vitelio envió a
Hispania una tercera legión, la I Adiutrix, que levantó los efectivos de la guarnición hispana a los
niveles de la época de Augusto. Al final, las dos mayores consecuencias del conflicto fueron que la
Península se decantó mayoritariamente por Vespasiano y que la tropas de guarnición en Hispania
fueron desplazadas en bloque a Germania, habida cuenta de la crítica situación de esas tierras.
El año de guerra civil había desvelado los arcana Imperii (los secretos del Imperio) y puesto en solfa
las bases del régimen augústeo o mejor, había presentado de forma descarnada cuáles eran sus
verdaderos fundamentos, sin la palabrería y el saber guardar las formas de su fundador. Que los
ejércitos provinciales pudieran poner o quitar emperadores y que éstos no tuvieran que ser miembros
de la familia Julio-Claudia marcaba un precedente que podía repetirse indefinidamente. A la vez, la
guerra civil había mostrado cuán destructivo podía ser el conflicto entre la disparidad de intereses que
era el Imperio. Revalidaba también la solución augústea, porque una sabia y prudente conciliación de
esos intereses iba en beneficio de todos. Es decir, incluso los más acérrimos enemigos de la autocracia
tuvieron que admitir la necesidad de la figura del emperador. Y entre todas las opciones posibles, el
vencedor de la guerra civil, Vespasiano, parecía tener las justas condiciones: contaba con el apoyo del
Ejército, era un personaje íntegro, tenía dos hijos varones que aseguraban la continuidad dinástica y
estaba apoyado por los provinciales.
De este modo y con ciertas concesiones a las formas jurídicas –la famosa lex de Imperio (CIL VI, 930
y 31207), que formulaba la esencia de su poder, subió al trono Vespasiano (69-79 d.C.) y su reinado
fue, en cierto modo, una repetición de lo hecho por Augusto, porque ambos eran conscientes de que el
apoyo del régimen derivaba de dar satisfacción a todos y que, cuando ello no era factible, había que
conciliar los intereses contrapuestos del modo mejor posible. Vespasiano y sus dos hijos fueron los
responsables de la segunda gran reestructuración del Imperio, que afectó al Senado, a la
administración imperial, a la gestión del Ejército y las fronteras y a la afirmación de importancia de
las provincias. En ese esquema, Hispania jugó un papel primordial, porque los Flavios racionalizaron
la explotación de los recursos naturales, reclutaron a muchos hispanos para el ejército y sobre todo, se
sirvieron del talento de la aristocracia provincial para contar con leales generales y administradores.
Todos esos cambios se resumen en la concesión de la ciudadania latina a toda Hispania, un proceso
que se analiza más adelante (vid. vol.II, II.5.6.5). En suma, Vespasiano y sus sucesores reconocieron
oficialmente que la tierra de conquista de un siglo antes se había convertido en parte tan completa del
Imperio que algunos de los más poderosos senadores y colaboradores del César, procedían
precisamente de las provincias hispanas.

II.5.4 Augusto, PATER HISPANIARUM


No está atestiguado en parte alguna ese título de Augusto y es dudoso, incluso, que se utilizara; pero
describe a la perfección su labor en Hispania y justifica la especial predilección de que gozaron el
personaje y su familia más cercana, a los que se honró con estatuas en los foros de las ciudades, con
monedas grabadas con sus nombres y efigies y, lo más importante, con un culto casi religioso,
perfectamente organizado y de gran importancia en la vida política y administrativa de la provincias
hispanas.
El primer encuentro del futuro príncipe con Hispania sucedió cuando apenas había entrado en la edad
viril y su tío-abuelo, Julio César, sin hijos y en vías de convertirse en el hombre fuerte de Roma,
reclamó a su lado a sus más jóvenes parientes varones. A fines del 46 a.C., César se encontraba en la
Hispania Ulterior tratando de apagar la sublevación de la provincia en favor de los hijos de Pompeyo,
quienes fácilmente habían reclutado grandes cantidades de tropas. Y hacia allí se puso en camino el
joven Octavio para completar una parte básica de la educación de cualquier aristócrata romano, la
correspondiente a la experiencia militar y bélica, que generalmente se realizaba a las órdenes y bajo la
tutela de un familiar en campaña. Desgraciadamente, y como le sucedió habitualmente cuando se
trataba de entrar en combate, Octavio cayó enfermo y se incorporó al cuartel general de su tío cuando
ya se había peleado la batalla de Munda (marzo del 45 a.C.) y los pompeyanos habían sido vencidos.
Debió conformarse, pues, con asistir a la remoción de los restos del ejército perdedor y a las
operaciones de castigo contra quienes lo habían apoyado,

[Fig. 91] Retrato de Augusto como pontifex


maximus, en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida
algo que debió de ser muy común en la Bética, a juzgar por lo que dicen las fuentes y por el número de
colonias militares instaladas en la provincia de acuerdo con los planes del dictador (vid. vol.II, II.3.5).
Octavio regresó a Roma y no volvió a tener una especial relación con la Península hasta el 39 a.C. En
ese intervalo, había tenido lugar el asesinato de César y él se había convertido en hijo adoptivo del
dictador, había tomado su nombre y heredado su fortuna. Y con ello también había asumido la piadosa
responsabilidad de vengar su muerte, dirigir y proteger a sus clientes y convertirse en la cabeza visible
de la facción cesariana, no sin pelear con Marco Antonio por el liderazgo, y con el Senado porque no
perseguía a los magnicidas. Había tenido igualmente tiempo para entrar de nuevo en campaña contra
Marco Antonio y al favor del Senado. De nuevo, Octaviano enfermó en el momento decisivo, pero la
providencial muerte de los dos cónsules a los que auxiliaba le convirtió, sorprendentemente, en el
vencedor de la guerra. Finalmente, en contra de todo pronóstico y a una edad sin precedentes (en el 43
a.C.), fue proclamado cónsul en sustitución de los dos fallecidos en campaña.
En ese momento, y en una magistral inversión de alianzas, Octaviano había pactado con los otros
líderes del partido cesariano (Marco Antonio y Lépido) el control de los mecanismos del Estado, el
castigo de los asesinos de César y la ejecución de sus diversos planes personales. Este acuerdo,
llamado Triunvirato, fue sancionado con una ley del Pueblo romano que les otorgaba poderes
especiales durante cinco años, mediante los cuales se repartieron la responsabilidad del Gobierno
provincial, acordaron entre ellos la distribución de las magistraturas y persiguieron y ejecutaron a sus
enemigos. En octubre del 40 a.C., Antonio y Octaviano recompusieron sus crecientes diferencias a
costa de relegar a un segundo plano al tercer miembro del acuerdo, Lépido, cuyas responsabilidades
fueron asumidas en parte por Octaviano. Entre las funciones que cambiaron de mano estaba el
gobierno de las provincias hispanas y de este modo se produjo un nuevo encuentro del príncipe con
Hispania.
Entre el 39 y el 26 a.C., toda la Península estuvo al mando de un único legado que comandaba el
ejército y administraba el territorio por cuenta y encargo de Octaviano. En total, se sucedieron seis
gobernadores que, sistemáticamente, celebraron sendos triunfos a su regreso a Roma y emplearon el
botín para construir allí monumentos y reparar templos y otros edificios. De esas seis campañas
celebradas con triunfo, sólo en un caso está atestiguada la identidad de los enemigos, los ceretanos del
Pirineo, a los que Domicio Calvino aplastó el primer año de su mandato. En los demás (incluido el
segundo triunfo de Calvino a su definitivo regreso a Roma), se recibieron ex Hispania, sin precisar
quiénes fueron los derrotados, aunque se puede especular que fueran bolsas de resistencia pompeyana
o disturbios conectados con la pugna entre Marco Antonio y Octaviano. Pero también es lícito pensar
que no hubo un enemigo determinado y que tan generosa distribución de los honores triunfales (que no
benefició exclusivamente a las operaciones militares de la Península Ibérica, sino que también afectó
a las campañas en otros lugares) no buscaban tanto el reconocimiento de auténticas hazañas bélicas
cuanto el efecto propagandístico y de prestigio: esto es, sostener la moral del Pueblo de Roma en larga
e inacabable guerra, aumentar el prestigio de los colaboradores del príncipe y, por supuesto, ensalzar
su liderazgo.
II.5.4.1 Las guerras cántabras
Y, sin duda, las alabanzas a la estatura y la reputación militar de Augusto fue el desencadenante de la
guerra que pretendía extender el control romano sobre toda la Península Ibérica y así cerrar los dos
siglos de guerra, traiciones, paz, crueldades, asimilación, rapiña y sobre todo, sangre, que había
costado a Roma hacerse con los pueblos hispanos.
Durante el sexto consulado de Octaviano ( 28 a.C.), en los meses de mayo, julio y agosto, Roma
celebró sendos triunfos sobre Hispania, Galia y África. En septiembre se inauguraron solemnemente
los primeros juegos “Actíacos”, en honor de la victoria naval sobre Marco Antonio y Cleopatra. Y
finalmente, en octubre, se inauguró un templo de mármol blanco edificado sobre el Palatino y
dedicado a Apolo, otra referencia a la batalla de Acio, que fue peleada junto a un promontorio
dominado por una capilla de Apolo, a cuya intercesión los vencedores achacaban la buena fortuna en
aquel día. La guerra civil había concluido y el príncipe comenzó precisamente en ese año la
restauración de la República y la devolución al Senado y al Pueblo de Roma de los poderes
extraordinarios acumulados en su persona durante el turbulento periodo anterior.
El proceso, según declaración del propio interesado, continuó durante su siguiente consulado (27 a.C.)
y precisamente en ese momento, Augusto decidió marcharse de Roma para concluir oficialmente la
conquista de Hispania, un objetivo aparentemente accesible que le permitiría cumplir su anunciada
promesa de imponer en todo el territorio a su cuidado la autoridad del Pueblo de Roma. La partida
también podía interpretarse como una manifestación de debilidad y por lo tanto, una baza
aprovechable por sus oponentes políticos. En la práctica, sin embargo, se trataba de todo lo contrario,
porque el control de los asuntos de Roma estaba tan seguro que Augusto fue elegido para sus dos
siguientes consulados in absentia, es decir, sin ni siquiera hacer campaña electoral ni estar presente en
Roma en el día de las votaciones. Por otro lado, la campaña en Hispania ayudaría a mejorar la
reputación del príncipe añadiéndole el timbre de la gloria militar, que muchos consideraban que le
faltaba, a pesar de los múltiples actos y celebraciones públicas que manifestaban lo contrario. Y en
cualquier caso, el propio Augusto debía de sentirse falto de ese prestigio, sin el cual ningún romano de
postín se sentía seguro ante sus paisanos, especialmente si desempeñaba una magistratura.
Por ello, Augusto y sus consejeros eligieron un teatro de operaciones lleno de resonancias simbólicas:
una tierra tan remota que era, literalmente, el fin del mundo y en la que no constaba que hubieran
penetrado nunca las armas romanas, a pesar de los dos siglos de lucha en la Península. Las gentes a las
que se iba a llevar la guerra habitaban las tierras agrestes y altas del reborde montañoso de la meseta
norte. A las más orientales, las fuentes clásicas las llaman cántabras y ocupaban los altos páramos
septentrionales de Burgos y Palencia y la estrecha franja litoral al borde del Cantábrico (vid. vol.II,
I.2.3.5). A occidente estaban los astures, y sus lares se extendían por las comarcas de Zamora y León
regadas por el río Astura (hoy Esla), aunque el etnónimo pronto se extendió también a los moradores
de la laderas montañosas que miran al mar, los Astures transmontani de los autores antiguos (vid.
vol.II, I.2.3.5). Y finalmente, los pueblos galaicos que ocupaban las serranías y valles montañosos
limítrofes entre las provincias modernas de Lugo, Orense y León (vid. vol.II, I.2.3.4).
Aunque nuestras fuentes sólo lo mencionan de pasada, parece ser que el pretexto de la guerra fue
acabar con las molestias que los incursores cántabros causaban a sus vecinos, más sedentarios y que
dependían de Roma para su protección. Parece desproporcionado, sin embargo, que un cónsul se
hiciera cargo de una operación destinada a terminar con unos bandidos, sobre todo considerando que
cántabros y astures eran pueblos muy primitivos, si hay que hacer caso por la célebre descripción
estraboniana (Strab. 3, 3, 7) de las gentes que vivían más allá del Duero y que no parecen haber
despertado excesivo interés para los romanos, seguramente porque nunca fueron una amenaza ni
tampoco tenían nada que atrajese su codicia. Salvo la campaña terrestre de Junio Bruto contra los
galaicos y la posterior operación combinada de César, la zona permaneció al margen de las
operaciones militares, o, al menos, de aquellas que llamaron la atención de nuestras autoridades.
Rechazada la motivación del peligro inmediato, tampoco son evidentes otras razones de gran
estrategia que justifiquen el movimiento romano. Los ricos filones de la zona no justifica per se la
campaña porque la puesta en explotación de los cotos auríferos astures más parece haber sido la
consecuencia imprevista del conflicto que el motivo del mismo. Que hubiera un plan posterior para
apoderarse de las islas Británicas y ello exigiera un buen control de las riberas del mar Cantábrico, es
una hipótesis sugestiva, pero basada en una evidencia muy circunstancial y que, además, tiene escaso
fundamento militar: los puertos del canal de la Mancha son mejores puntos de partida para una
invasión de Britania que los del Cantábrico y eso fue, en definitiva, lo que hicieron César, Claudio y
los normandos, y trataron de hacer Napoleón y Hitler.
La falta de otros motivos razonables o plausibles obliga a considerar que la pretensión de Augusto era
fundamentalmente la propaganda. Tanto el tratamiento del suceso en algunas fuentes, como la
insistencia en la crueldad y ferocidad del enemigo y el alto valor simbólico de muchas de las acciones
del príncipe antes, durante y después de la campaña, apoyan esta presunción. Para empezar,
previamente a su salida de Roma, Augusto mandó abrir de par en par las puertas del templo de Jano,
un gesto simbólico que marcaba que Roma estaba de nuevo en guerra. En toda la historia de Roma, el
gesto de clausurar las puertas del templo, que indicaba palmariamente que reinaba la paz, sólo se
había repetido en cuatro ocasiones, pero dos de ellas habían sucedido con sólo cinco años de
diferencia, después de Acio y cuando Augusto regresó de Hispania en el 25 a.C.
Por otro lado, los relatos de los sucesos de Hispania parecen más un producto para el consumo interno
de Roma que la crónica de un verdadero conflicto. De ahí, los problemas insolubles que existen a la
hora de reconstruir la cronología de la guerra, la geografía del teatro de operaciones o de decidir la
precisa identidad de los enemigos de Roma. Parece claro, que el conflicto comenzó en algún momento
del 26 a.C., después de que Augusto inaugurase en Tarraco su octavo consulado. Luego marchó hacia
el interior, estableció su cuartel general en Segisamo (Sasamón, Burgos) y dirigió un triple ataque
contra Cantabria que permitió derrotar al

[Fig. 92] La conquista del Norte y el desarrollo de las guerras astur-cántabras


enemigo en batalla campal, asediarlo en otro sitio y capturar una de sus ciudades. No repito los
nombres de esos lugares porque varían de un autor antiguo a otro, y los modernos tampoco se ponen
de acuerdo en si los tres ataques mencionados coincidieron en el tiempo o fueron sucesivos y si se
dirigieron todos contra el “frente” cántabro o también se atacó el astur. En consecuencia, es discutida
y discutible la identificación de los hitos geográficos documentados en nuestras fuentes. Además, en
un momento impreciso de la campaña, Augusto cayó enfermo de gravedad y hubo de retirarse en
busca de un clima más favorable a Tarraco; incluso, un autor un par de siglos posterior a los sucesos
afirma que toda la campaña fue poco eficaz y que los pocos éxitos conseguidos se debieron a uno de
los lugartenientes, C. Antistio Veto, quien, presumiblemente, asumió el mando cuando se retiró
Augusto.
Éste, de nuevo, inauguró su noveno consulado ( 25 a.C.) en Tarraco y presumiblemente, no se movió
de allí cuando se reanudó la campaña. Esta vez, el ataque se produjo en la parte occidental y las
legiones, de nuevo, asediaron a los indígenas en un lugar que las fuente clásicas denominan el Monte
Medulio, aunque no es del todo seguro que el suceso no corresponda al año anterior. En cambio, un
contraataque de los astures en el 25 a.C. dio al traste con toda la ventaja previamente ganada por
Roma y estuvo a punto de acabar en un desastre general, que fue evitado por el descubrimiento del
plan enemigo y la llegada de refuerzos traídos por el gobernador de la Ulterior, P. Carisio, quien acabó
asaltando la ciudad astur de Lancia (en Villasabariego, León) y puso fin a la lucha. Nuestras
autoridades son unánimes al

[Fig. 93] Edicto de El Bierzo, del 15 a.C.


(Museo de León)
declarar que el bellum Cantabricum et Asturicum fue muy sangriento, se peleó con crueldad y Roma
pagó por él un alto coste en vidas.
Cuando se conocieron las noticias de este éxito, Augusto proclamó el restablecimiento de la paz
universal y solicitó el cierre del templo de Jano, mientras en Roma se sucedían los festejos…, y hasta
Horacio conmemoró el regreso del vencedor con un carmen en que le comparaba con Hércules. Las
celebraciones también alcanzaron Hispania y la más notable fue que el príncipe autorizó el
asentamiento de los licenciados de dos legiones (la V Alauda y la X Gemina) participantes en la
guerra en la colonia Emerita Augusta, la actual Mérida. Los veteranos recibieron tierras recién
parceladas y la colonia fue favorecida por su promotor y sus amigos con diversos equipamientos
urbanos (el anfiteatro, el teatro, las murallas, etc.), que sin duda harían más atractiva la permanencia
de los colonos en lo que debía considerarse el fin del mundo. Con el tiempo, Emerita prosperó y se
convirtió en capital del territorio adyacente, la nueva provincia Lusitania (vid. vol.II, II.5.5.2).

[Fig. 94] El Ara Pacis, monumento conmemorativo de la pax augusta levantado en el Campo de Marte
tras las guerras cántabras (Museo dell’Ara Pacis de Roma)
Pero como siempre pasa cuando se buscan efectos inmediatos, la paz tan celebrada apenas duró. En el
24 a.C., cuando Augusto acababa de abandonar Hispania, una sublevación de los vencidos hubo de ser
cruelmente sometida por el gobernador de la Tarraconense, lo que no fue óbice para que los problemas
volvieran a surgir dos años después con una nueva revuelta más amplia que generó todavía más
represión. En años siguientes, la situación debió de ser tan inestable que un documento recientemente
encontrado en los alrededores de Bembibre (León) y que contiene un edicto de Augusto del 15 a.C., el
llamado “bronce de El Bierzo”, sugiere que el territorio de los astures fue desgajado de la jurisdicción
del gobernador de la provincia para crear un distrito militar específico, apropiadamente designado
provincia transduriana, a cuyo frente sabemos que estuvo un personaje de mucho relumbre: L. Sestio
Quirinal.
Ni siquiera esas medidas debieron de ser eficaces porque en el 19 a.C. hubo que despachar al
generalísimo del régimen, a M. Agripa, para que intentara poner punto final a los problemas; lo que
hizo a costa de un alto precio en vidas y sufrimiento por ambas partes, porque la solución vino del
arrasamiento del país y el traslado de la población sobreviviente a lugares más fácilmente
controlables. Por si ello es índice de la dificultad de la guerra o del disgusto de los soldados con la
situación creada, debe notarse que Agripa se negó a aceptar el triunfo que le ofreció Augusto.
Al final, las guerras cántabras constituyen un perfecto ejemplo de la veracidad del dicho de que las
“guerras se sabe cómo empiezan pero nunca cómo terminan”. Augusto inició el conflicto buscando los
réditos de una fácil victoria y el crédito de haber pacificado totalmente un territorio que llevaba 200
años de guerra. Pero la victoria llegó de forma sangrienta y brutal y se demoró diez años después de su
declaración formal. A pesar de los escasos logros efectivos de la campaña, Augusto, un maestro de la
propaganda, quiso que el final del conflicto fuese marcado como un ejemplo de la excelencia de la pax
romana. Así, en algún punto de la costa astur o gallega se levantaron tres altares consagrados a
Augusto que acabaron siendo conocidos vulgarmente por el nombre de su promotor, L. Sestius
Quirinalis, que fue gobernador de la efímera provincia transduriana en algún momento entre el 22 y el
15 a.C. Y en Roma, el Senado decretó, coincidiendo con el regreso de Augusto tras su segunda
estancia en Galia e Hispania, la construcción del Ara Pacis Augustae, un espectacular monumento
cuyos restos reconstruidos en los años 30 del pasado siglo con motivo del Bimilenario de Augusto,
pueden verse en el Luongotevere in Augusta, frente al Mausoleo, en Roma.
II.5.4.2 Un país militarizado
A pesar de la indudable competencia militar de Agripa y de la incomparable habilidad de Augusto
para convertir en éxito sus propias equivocaciones, cántabros y astures siguieron condicionando la
vida de gran parte de la Península durante al menos una generación más.
Para empezar, se había movilizado contra ellos una considerable fuerza que, modernamente, se estima
que llegó hasta seis legiones, aunque otros suben la cifra hasta nueve. El número, sin embargo, es una
conjetura basada en el recuento de las noticias sobre la actividad legionaria por esas fechas y no hay
información antigua sobre las unidades participantes en la guerra ni de cuál fue su despliegue;
tampoco estadillos de fuerzas ni datos sobre rotaciones y relevos. Sólo la legio X Gemina parece
haberse mantenido durante toda la guerra. Siguiendo la costumbre romana de licenciar a los soldados
que habían cumplido la duración de su enganche, los legionarios de las guerras cántabras recibieron un
domicilio y tierras para cultivar en alguna de las varias colonias establecidas en la misma Hispania.
Ya se ha mencionado el caso de Emerita Augusta, en la que se asentaron veteranos de las dos legiones
participantes en el asalto de Lancia y en las operaciones militares del frente occidental. El personal de
las otras unidades se envió a lugares de ambas provincias, en unos casos a establecimientos coloniales
de nueva planta, como fue el caso de Acci (Guadix), Astigi (Écija), Caesaraugusta (hoy Zaragoza) y
Tucci (Martos, Jaén); y en otros a reforzar ciudades en decadencia demográfica o con colonias
anteriores como sucedió en Barcino, Cartago Nova, Corduba, Ilici y Tarraco.
Como hemos visto en un capítulo anterior ( vid. vol.II, II.4.5), la colonización podía obedecer a
propósitos más amplios que el mero premio de licenciamiento. En primer lugar, como Augusto había
aprendido en su propia carne, no era posible establecer nuevas colonias en la metrópoli sin pagar un
alto coste social y de impopularidad. En cambio, en la Península debían abundar las tierras arrebatadas
a los oponentes políticos durante las pasadas discordias o adquiridas como botín en las diversas
guerras; y las quejas de los veteranos por no ser devueltos a sus lugares de origen o, al menos, a Italia,
podían acallarse otorgándoles parcelas más extensas de lo habitual, como sucedió en Emerita Augusta.
O bien con exenciones fiscales, como fue el caso de Caesaraugusta y otros lugares; o dotándolos de
amenidades urbanas (edificios de espectáculos, termas) que todavía faltaban en muchos lugares de
Italia. Además, estas construcciones y otras obras públicas más prácticas (murallas, acueductos,
cloacas) provocaban un auge local de la construcción y daban trabajo a mucha gente. El precio de esta
política era elevado pero sus beneficios merecían la pena. Muchas colonias fueron establecidas con
unidades completas, con sus mandos incluidos y –sobre todo en ciudades que se habían equivocado al
elegir bando en alguno de los conflictos del final de República, como debió suceder en la Bética– su
función era de servir de válido contrapeso a la posible actitud levantisca de sus conciudadanos,
mientras que en lugares donde no se daba esa circunstancia, constituían una útil reserva armada a la
que el gobernador podía recurrir en caso de emergencia provincial y a la espera de la llegada del
ejército de maniobra.
Esto no era especialmente necesario en el caso de Hispania, porque después de que se retirasen las
tropas participantes en las guerras cántabras, aquí permanecieron tres legiones y sus respectivos
auxilia, lo que convertía a la provincia Citerior en una de las más militarizadas del Imperio. Las tres
unidades de guarnición fueron la IV Macedonica, la VI Victrix y la X Gemina, cuyos campamentos en
la etapa postbélica han sido identificados con seguridad en los últimos años: la IV Macedónica estaba
acuartelada en Legio IIII, bajo el actual núcleo urbano de Herrera de Pisuerga (Palencia), custodiando
el principal acceso terrestre hacia el país de los cántabros. La VI Víctrix parece haber tenido dos
bases, Lucus Augusti (Lugo) y León, porque debajo de los cuarteles de la legio VII los arqueólogos
llevan tiempo descubriendo restos de edificios más antiguos y algunos objetos claramente asociados
con los legionarios de la VI. Finalmente, la X Gémina, la mas veterana de las unidades militares,
estuvo acuartelada en Astorga; si ese fue el anónimo campamento que Augusto mandó desmantelar en
fecha indeterminada para facilitar la pacificación de la zona, ello justificaría el desplazamiento de la
legión a Rosinos de Vidriales (Zamora), a unos 40 kilómetros al sur de Astorga, permitiendo que el
primer lugar se convirtiera en Asturica Augusta (Astorga), la capital de los Astures.
A partir del reinado de Claudio y sobre todo en el de Nerón, las crecientes demandas militares del
frente germano fueron cubiertas a costa de las unidades hispanas. Hacia el 39 a.C., la IV Macedónica
fue desplazada al limes danubiano y ya no regresó nunca a sus viejos cuarteles. Más tarde, en el 62 ó
63 d.C., la que partió hacia el campamento panonio de Carnuntum fue la X Gémina, sustituye a las
unidades que habían sido desplazadas a Siria para participar en las campañas orientales de Corbulón.
Con la marcha de la Décima, la guarnición de la Citerior se redujo a la VI Víctrix, dos alae y tres
cohortes, unos 8.000 hombres, por lo que no resulta extraño que cuando Galba se decidió a
pronunciarse contra Nerón e invadir Italia, lo primero que hizo fue reclutar una nueva legión, a la que
numeró VII aunque enseguida fue conocida como Hispana o Galbiana.
En cambio, una de las legiones que acudió a Italia a socorrer a Nerón fue la X Gémina, pero llegó
después de que éste se suicidara. Una vez estabilizada la situación en Roma, Galba envió la Séptima al
cuartel danubiano de la Décima y a ésta la ordenó regresar a Hispania junto con el resto del
contingente leal, que estuvo desplegado en sus antiguos destinos a comienzos del 69 d.C. y que fue
reforzado a medidos de año con la llegada de la I Adiutrix. Sin embargo, la difícil situación causada
en Germania por la revuelta civil, obligó a Vespasiano a enviar todas las legiones hispanas al frente
renano y ninguna de ellas regresó jamás. En su lugar, la VII de Galba, ahora llamada Gémina, se
estableció en el antiguo campamento de la VI Víctrix, en León, y, como es bien sabido, se convirtió en
la tropa de guarnición provincial por el resto del periodo romano.
II.5.4.3 Legiones de constructores
A fines del 16 a.C., Augusto y su íntimo colaborador (y en ese momento, también yerno y sucesor in
pectore), Agripa, abandonaron Roma en una misión que les iba a llevar, durante los tres años
siguientes, a extremos opuestos del Orbe: Augusto a la Galia, desde donde supervisó los asuntos de las
provincias occidentales, mientras su collega imperii realizaba un trabajo similar en las provincias
griegas.
Las decisiones tomadas entonces determinaron la historia posterior de Hispania, porque la nueva
estructura provincial acordada y ejecutada perduró durante tres siglos con apenas retoques y
condicionó una parte importante del desarrollo futuro de los pueblos ibéricos. Más visible aún, y con
consecuencias a cortísimo plazo, fue la actividad sobre el paisaje peninsular, especialmente por la
creación de nuevas ciudades y el desarrollo de las existentes, la medición de grandes regiones de
Hispania, boscosas e improductivas, que fueron luego repartidas para su roturación y puesta en
cultivo; y el trazado y realización de la infraestructura viaria, cuyo diseño fue útil hasta el siglo xviii.
Del proceso urbanizador ya se ha hecho mención de las colonias militares y volveré sobre otros
detalles más adelante, cuando trate del fenómeno urbano (vid. vol.II, II.5.6.1). Los otros dos aspectos,
relacionados directamente con

[Fig. 95] Tramo de la calzada


romana en la Vía de la Plata
a su paso por la provincia de Salamanca
el paisaje, han dejado huellas visibles y fueron sobre todo el resultado del trabajo de las legiones de
guarnición en Hispania, cuya competencia técnica y pericia constructiva los convirtieron en los
agentes ideales para llevar a cabo los planes del emperador. El mantenimiento de la seguridad y el
control territorial fueron la misión primordial del Ejército, pero otros datos disponibles revelan que
los soldados hicieron de todo, incluidas tareas tan increíbles como la siguiente noticia marginal de
Plinio (N.H., 7, 81, 217-218): “es totalmente cierto que los habitantes de las Baleares pidieron al
divino Augusto que les enviase ayuda para combatir la proliferación de conejos”, una plaga endémica
de las islas, de la que hay constancia por otras fuentes, que asolaban las cosechas, provocando
hambrunas y que fue combatida por los soldados. Mayor fuste, en cambio, fue la tarea de construir o
mejorar la red viaria provincial, haciéndola apta para su empleo independientemente de las
condiciones atmosféricas o de la estación del año. Debido a su singular importancia estratégica, la ruta
entre el Mediterráneo y la zona de operaciones militares en el Noroeste peninsular recibió especial
interés: en fecha desconocida, pero quizá en conexión con la segunda visita de Augusto a Occidente,
soldados de las legiones IV, VI y X levantaron (sus numerales aparecen marcando los sillares tallados
por cada una) en las inmediaciones de Martorell, en la salida natural de Barcelona hacia el interior, un
puente de piedra, aún en uso, que independizaba el cruce del río Llobregat de los caprichos de sus
crecidas. Esas legiones construyeron también el malecón del puerto fluvial de Caesaraugusta, dejando
en los muros marcas idénticas a las del puente de Martorell. Como la ciudad emitió en años
posteriores monedas con las insignias y los nombres de las tres legiones, es muy posible que el puerto
no fuera la única obra pública levantada por los soldados en la colonia que, debe recordarse, recibió
los dos nombres imperiales, una muy poco corriente distinción. Una de las razones del agradecimiento
de la colonia puede haber sido el camino que la unía con el Cantábrico a través de Pamplona, que los
mismos soldados trazaron y señalizaron, como demuestran sendos miliarios con los nombres de sus
unidades encontrados en la zona fronteriza entre Aragón y Navarra y datados entre los años 9 y 5 a.C.
A fechas contemporáneas, pero sin mención alguna a sus constructores, pertenecen otros hitos
miliarios de la Citerior, lo que permite suponer que el plan de construcción y refacción caminera del
valle del Ebro afectó también a otras comarcas de la provincia.
Lo mismo puede decirse de otras grandes rutas peninsulares cuyos miliarios más antiguos
corresponden al reinado de Augusto: la llamada “Vía Augusta” o “Camino de Aníbal”, unía Gades con
el paso de la Junquera remontando primero el curso del Guadalquivir, luego buscando la costa
Mediterránea a la altura de Cartago Nova y, desde allí, yendo paralela y próxima a la costa hasta los
Pirineos. Y la famosa “Vía de la Plata” llevaba de Asturica Augusta a Emerita Augusta y desde allí
continuaba hasta alcanzar la salida marítima de Hispalis. Finalmente dos rutas cruzaban
transversalmente la Península desde Asturica Augusta a Cartago Nova y desde Caesaraugusta a
Emerita Augusta: como si fueran las aspas de una X perfecta, ambas se encontraban en Titulcia, un
lugar situado al sur de Madrid y no muy alejado de donde se sitúa el punto más céntrico de Iberia.
Dejando aparte la sobrada competencia técnica de los ingenieros militares romanos a la hora de salvar
los obstáculos viarios por los lugares más adecuados y sin superar las pendientes favorables al
tránsito, el esquema circulatorio anterior revela un profundo y sistemático conocimiento de la
geografía de Hispania. Los fundamentos de esa familiaridad con el territorio habían sido condición y
consecuencia de dos siglos de operaciones militares, pero el planeamiento de un sistema de
[Fig. 96] Red viaria de la Hispania romana
comunicaciones no requiere únicamente conocer el terreno sino también la capacidad de representarlo
a escala y de modo preciso. La habilidad de los legionarios a la hora de plantear, al final de cada
jornada de marcha, las líneas precisas de su campamento son el fundamento de la agrimensura
romana, que se empleó tanto para medir y repartir las tierras como para trazar con certeza el decurso
de los límites de una ciudad o una provincia.
Cada una de las bases de las legiones hispanas dispuso de terrenos propios en los que atender sus
necesidades de forraje, construcción y combustible, además de otras finalidades puramente militares.
Cada uno de esos prata estuvo perfectamente amojonado para delimitarlo con certeza, y la extensión
del territorio sujeto a la jurisdicción militar puede conocerse someramente gracias a los hitos
supervivientes. Los de la legión IV, cuyo campamento se situó en Herrera de Pisuerga (Palencia),
separaban las tierras militares de las pertenecientes a las ciudades de Iuliobriga (Retortillo, cerca de
Reinosa, en Cantabria) en el norte, y Segisamo (Sasamón, Burgos), en el sur: la distancia a vuelo de
pájaro entre esos extremos es más de 60 kilómetros, lo que indica la extensión del territorio
mensurado. Aunque no hay constancia fehaciente de que fueran militares los encargados del
levantamiento, una labor topográfica aún más extensa fue la llevada a cabo en los primeros años de la
Era en el interfluvio Tajo-Duero. Lo que se trataba de marcar eran los respectivos términos
municipales de las ciudades de la zona, seguramente en conexión con el establecimiento de la nueva
provincia de Lusitania (vid. vol.II, II.5.5.2) y por razones catastrales y jurisdiccionales. Hasta nosotros
ha llegado únicamente una decena de mugas (termini augustales), inscritas con la sanción imperial y
los nombres de las localidades involucradas. De los lugares de hallazgo de esos hitos se deduce que la
operación topográfica fue comparable a los grandes levantamientos cartográficos de los siglos xviii y
xix, pues la zona computada iba desde el litoral atlántico hasta Ávila, y desde las orillas del Duero a
las del Tajo, es decir, una franja de terreno de unos 40.000 kilómetros cuadrados.

II.5.5 La nueva organización provincial de Hispania


Otra consecuencia de la segunda visita de Augusto fue la reorganización administrativa de la
Península, con el resultado de una geografía política válida durante siglos y aún apreciable hoy en día.
Después de que las provincias hispanas fueran atribuidas al imperium de Augusto en el 27 a.C., volvió
a entrar en vigor la clásica división biprovincial de Hispania, cada una con su correspondiente
gobernador; sólo que en este caso la autoridad era por delegación del príncipe y ello quedaba reflejado
perfectamente en la designación del cargo, legatus Augusti pro praetore , es decir, delegado de
Augusto con poder pretorio. Los dos primeros gobernadores fueron personajes ya mencionados en el
relato de las guerras cántabras (vid. vol.II, II.5.4.1), P. Carisio, el delegado de la Ulterior, que estuvo
en su provincia entre el 27 y el 22 a.C. y tuvo una destacada participación en la campaña contra los
astures; y G. Antisitio Veto, que estuvo menos tiempo en la Citerior (27-24 a.C.), y que también entró
en acción en el sector oriental del frente, contra los cántabros. Sin embargo, este reparto territorial
cambiaría progresivamente en los próximos años hasta alcanzar su forma definitiva en torno al 13 a.C.
Los cambios afectaron a las fronteras existentes y, sobre todo a la partición de la Ulterior, resultando
el bien conocido reparto en las tres provincias, Baetica, Citerior y Lusitania, características de la
Península Ibérica durante los siglos siguientes.
II.5.5.1 La Bética
La provincia comprendía básicamente el valle del Guadalquivir y la región mediterránea de
Andalucía, pero sin que sus límites coincidieran estrictamente con esa región moderna, puesto que no
le pertenecían las tierras al este de la línea AlmeríaLinares (es decir las comarcas de Jaén, Granada y
Almería limítrofes con Castilla-La
[Fig. 97] Organización provincial de Hispania en época de Augusto
Mancha y Murcia); y en cambio, avanzaba por occidente más allá de Sierra Morena, ocupando todo el
sur de Badajoz por debajo del Guadiana. Siendo una región próspera, primordialmente urbana y con un
alto porcentaje de inmigrantes itálicos y romanos, Hispania Ulterior Baetica o, simplemente, Baetica,
fue una de las provincias devueltas al Pueblo de Roma en el reparto del 27 a.C., lo que significaba que
estaba bajo control directo del Senado y era ese cuerpo quien designaba, entre los pretores con
experiencia, al gobernador que recibía el título de procónsul. A su vez, éste delegaba las tareas
administrativas en otro pretor más joven y de su confianza, mientras que un cuestor, un magistrado
electo designado también por el Senado, se ocupaba de la gestión de los tributos provinciales. El
esquema administrativo de la provincia lo completaba el procurador, un funcionario imperial
encargado de administrar los intereses del emperador en la provincia, generalmente minas, fincas y
otros empeños. Habitualmente, el procónsul de la Bética residía en Corduba, una ciudad bien
comunicada con el resto de la provincia y con un activo puerto fluvial; y esto acabó dándole el
marchamo de capital provincial. A su vez, otras ciudades de la provincia podían tener una cierta
preeminencia sobre el resto debido a un rasgo característico de las tres provincias hispanas, que fue la
existencia de los conventus iuridici, o distritos judiciales a los que se asignaba un determinado
número de ciudades para que acudiesen en apelación ante el gobernador provincial, quien, en teoría,
debía realizar anualmente el circuito de esas sedes administrando justicia. La Bética estaba dividida
en cuatro de esas circunscripciones, que se radicaban en la propia capital provincial (Córdoba), en
Hispalis (Sevilla), en Gades (Cádiz) y en Astigi (Écija). Los cuatro enclaves se convertían de ese
modo en capitales regionales y servían de punto de encuentro para fines distintos a los judiciales,
como la organización del culto imperial. La Bética fue una provincia inerme, es decir, sin tropas
regulares, porque se consideraba que no estaba amenazada, aunque esto dejó de ser verdad con el paso
del tiempo y en el siglo II d.C. fue objeto de más de una incursión desde África.
II.5.5.2 Una nueva provincia: Lusitania
La creación de la Lusitania parece una consecuencia directa de la situación bélica del Noroeste, puesto
que, como demuestra la intervención de Carisio en el 25 a.C., las tierras más occidentales de la
Península por encima del Duero eran competencia del gobernador de la Ulterior. Más tarde, esas
comarcas, fuertemente guarnicionadas, quedaron bajo jurisdicción del gobernador de la Citerior. Al
tiempo, la nueva provincia comprendía importantes asentamientos de veteranos y extendía su
jurisdicción por las tierras actualmente portuguesas (salvo las situadas en la orilla norte del Duero),
más un considerable pellizco del territorio español que comenzaba en Mérida e incluía las actuales
provincias de Cáceres, Salamanca y gran parte de la de Ávila; es decir, comprendía pueblos con un
grado de romanización muy diverso, pero tirando a lo mínimo (vid. vol.II, I.2.3.3), y establecimientos
cuasi militares muy sensibles. Por lo que se decidió segregarla del domino público y atribuir la
responsabilidad a Augusto, quien delegaba su gobierno en alguien elegido entre los pretores con
amplia experiencia de gobierno. Había igualmente un procurator Augusti que, debido a la condición
de la provincia, se encargaba de todas las cuestiones fiscales y económicas; y por supuesto, estaban
también los conventos jurídicos, con sede en Pax Iulia (Beja), Scallabis (Santarém) y Emerita Augusta
(Mérida), que también era considerada la capital provincial.
Esta colonia militar fundada para alojar y mantener a los licenciados de las guerras cántabras, fue
famosa en la Antigüedad por la amplitud del territorio que abarcaba y cuya parcelación debió dar
lugar a más de un ejemplo “de libro” para los agrimensores romanos, pues su territorio era
discontinuo y los enclaves podían encontrarse insertados en el territorio de otras ciudades situadas a
muchos kilómetros de distancia de la colonia. Igualmente, las tierras del interfluvio TajoDuero fueron
medidas, delimitadas y cartografiadas como consecuencia de la creación de la provincia (que debió
suceder hacia el 13 a.C.), delimitando de ese modo
[Fig. 98] Teatro romano de Emerita Augusta (Mérida, Badajoz), capital de la provincia de Lusitania
la jurisdicción precisa de las ciudades que la componían. Sabemos de ese extraordinario trabajo
catastral gracias a las nueve o diez mugas datadas en los años 4 y 5 d.C. que señalaban los puntos
donde confluían los términos de ciudades como Avila [Ávila], Bletissa [¿Ledesma?, en Salamanca], la
Civitas Igaeditanorum [Idanha-aVelha], Mirobriga [Ciudad Rodrigo?], Salmantica [Salamanca] y
otras cuantas cuyo nombre no sugiere una precisa localización.
II.5.5.3 Hispania Citerior
El resto de la Península correspondía a la Hispania Citerior o Tarraconensis, cuyos casi 250.000
kilómetros de extensión la convertían en la provincia más extensa del Imperio; en gran medida porque
Augusto la engrandeció aún más atribuyéndole comarcas pertenecientes tradicionalmente a la
Ulterior, como sucedió con los ricos cotos mineros de la Sierra Morena oriental y las estribaciones
orientales del sistema Penibético, que se consideraron más en la zona de influencia de Cartago Nova
que de Corduba. Igualmente, la natural expansión de la Ulterior por las tierras de la orilla del Duero
tras las guerras cántabras, primero supuso la creación de un distrito independiente y efímero que se
llamó Transduriana; y luego la asignación de toda la región a la Citerior, posiblemente por el
descubrimiento y puesta en explotación de un rico distrito aurífero.
En efecto, la Citerior fue la única provincia hispana que contó siempre con guarnición fija. Hasta el 70
d.C. fueron tres legiones y su complemento de infantería y caballería auxiliar, lo que formaba un
considerable contingente; y desde el 70 d.C. en adelante, la legio VII Gemina. Tal despliegue militar
justificaría sobradamente que la Citerior fuese una provincia del emperador y que éste delegase su
gobierno y administración en personajes de rango consular y de alcurnia. El mando en la provincia se
entendió unas veces como el premio que coronaba carreras esplendorosas o, por el contrario, un puesto
de prestigio para quienes estaban destinados, por su brillante ejecutoria anterior, a más altos servicios.
De ahí que los legati Augusti pro praetore Hispaniae Citerioris fueran habitualmente, y a diferencia
de lo que sucedía con los de las otras dos provincias, personajes de peso político y militar y
perteneciesen generalmente a las más poderosas estirpes de cada época. La capital de la provincia fue
Tarraco que, a partir de Augusto, parece haber arrebatado a Cartago Nova la distinción de alojar al
gobernador provincial. De ahí que junto al nombre oficial provincia Hispania Citerior también se
emplease el de Tarraconensis
La extensión, número de habitantes y recursos del territorio imponía a su gobernante una seria
responsabilidad y, con toda seguridad, mayor trabajo administrativo que en las provincias limítrofes.
De ahí que el organigrama de la Citerior fuera complejo. En época de Tiberio, Estrabón informa que la
provincia estaba dividida en cuatro distritos, dos de los cuales, fuertemente militarizados, estaban
controlados por los legados legionarios y los otros dos debían corresponder a la zona de influencia de
Tarraco y Cartago Nova. Contemporáneamente con esta noticia o quizá algo más tarde, la Citerior
también se dividió en los acostumbrados conventus iuridici, sólo que aquí más numerosos, extensos y
aparentemente con más funciones (o mejor documentadas) que en las provincias vecinas. Las cabezas
de esos distritos judiciales fueron Asturica Augusta (Astorga), Bracara Augusta (Braga),
Caesaraugusta (Zaragoza), Cartago Nova (Cartagena), Clunia (Coruña del Conde, Burgos), Lucus
Augusti (Lugo) y la propia Tarraco (Tarragona). La tarea de recorrer periódicamente esos tribunales
de apelación la descargaba el gobernador provincial en un senador de rango pretorio al que se
denominaba legatus iuridicus y del que sólo en esta provincia consta su actividad jurisdiccional y su
relevancia social. Además, los conventos parecen haber servido como circunscripciones del culto
imperial; y los sacerdotes conventuales formaban el Concilium provinciae, cuya sede estaba en
Tarraco y que debió tener funciones más amplias que los honores casi-religiosos que se tributaban al
Emperador, su familia y sus antecesores, ya que posiblemente servía como Consejo Asesor del
delegado imperial. Para alojar al Consejo Provincial, se construyó en la parte alta de Tarraco un
amplio complejo que incluía el templo del culto imperial, un magnífico foro porticado y un circo que
cerraba el recinto separándolo del adyacente casco urbano de la colonia.
La notable extensión de la provincia y la posición excéntrica de la capital debían constituir un serio
problema para las relaciones entre el gobernador y las ciudades. El texto de Estrabón antes
mencionado ofrece una de las soluciones adoptadas tempranamente, que consistió en delegar sobre los
comandantes legionarios la supervisión de las comarcas vecinas a sus cuarteles. El sistema siguió en
uso cuando las únicas tropas provinciales eran las acuarteladas en Legio VII, porque su comandante,
otro senador de rango pretorio, recibía competencias civiles; del mismo modo que también las tenía el
procurador provincial, el administrador de las rentas y posesiones del emperador, quien debió haber
residido frecuentemente en Asturica Augusta, en la proximidad del rico distrito aurífero del Bierzo y
de los placeres del Sil y el Miño. Sin embargo, las tendencias centrífugas de esas regiones
occidentales debieron ser siempre muy fuertes y no extraña que en el siglo III d.C. se llegasen a
segregar por completo de la Citerior y formasen una provincia propia, la Hispania Gallaecia (vid.
vol.II, II.7.1.2).

II.5.6 El triunfo de la civilización


Con todo lo decisiva e importante que pudo ser la mano del Príncipe en la conquista, pacificación y
organización territorial y administrativa de la Península Ibérica, ello no justifica la estabilidad social,
la prosperidad económica ni la explosión de vitalidad cultural que experimentó Hispania durante el
siglo I de la Era. Por el contrario, ese resultado es en gran medida achacable a fenómenos y procesos
comenzados antes, a los que Augusto y sus sucesores, simplemente, ayudaron a eclosionar y
desarrollarse.
Uno de esos procesos fue, sin duda, el de la urbanización, entendiendo por ello no tanto la creación de
nuevas ciudades, que las hubo, sino la generalización y densificación de la “civilización”. Entendemos
esa palabra no en su sentido actual, sino en el etimológico, es decir, el predominio de lo urbano sobre
cualquier otro esquema de organización social. Como hemos visto en capítulos anteriores, las
ciudades no eran desconocidas en la Península Ibérica al tiempo de la llegada de los romanos, que se
encontraron con algunos ejemplos significativos, tanto en las zonas de establecimientos y factorías
coloniales de fenicios y griegos (Gadir o Gades, entre los primeros, y Emporion entre los segundos)
(vid. vol.I, I.1.5.1 y II.3.3.7), como en las regiones indígenas, singularmente del litoral mediterráneo y
del valle del Guadalquivir, siendo Saguntum, Castulo e Iliturgi excelentes ejemplos tempranos (vid.
vol.II, I.1.5.3). Conforme penetraron los ejércitos romanos hacia el interior, crece la lista de
topónimos urbanos que han llegado hasta nosotros, al tiempo que figuran también las fundaciones
urbanas de los conquistadores. Hasta el año 40 a.C. sólo unas pocas como Carteia, Valentia, la
misteriosa colonia de Munda y quizá Itálica, estaban pobladas por gentes cuyos derechos civiles Roma
consideraba comparables a los de las ciudades de Italia. En otros núcleos urbanos como Tarraco,
Cartago Nova y Corduba –cuyos estatutos municipales siguen siendo inciertos o desconocidos–, los
residentes que tenían la ciudadanía romana parecen haberse organizado en conventus civium
romanorum, asociaciones informales que, no obstante, tenían interlocución con las autoridades locales
y con el gobernador provincial.
Las reformas legales de César permitieron el aumento del número de lugares cuyos habitantes
gozaban de derechos civiles en la misma plenitud que un residente en Roma, o una versión reducida
que los romanos llamaban ius Latii o Latini veteres por ser su condición equiparable a la situación de
las ciudades vecinas de Roma en épocas pretéritas. Como César no pudo llevar a cabo todas sus
reformas, consta que algunas iniciativas (Urso, Celsa) fueron ejecutadas por sus sucesores, incluyendo
Octaviano/Augusto, quién acabó haciendo suyos (y modificándolos de acuerdo con las circunstancias)
los planes de su padre adoptivo. En consecuencia, existe una cierta confusión erudita a la hora de
establecer la época y el responsable de muchos lugares, que pudieron ser planeados por César pero
ejecutados por Augusto o, por el contrario, todo el mérito fue de éste último.
II.5.6.1 Un catálogo de ciudades
La mejor y más completa mirada a la situación urbana de la Península Ibérica a comienzos del
Imperio se encuentra en una estadística recogida en la Naturalis Historia de Plinio (N.H., 3, 7; 3, 18;
3, 77 y 4, 117) (vid. vol.I, I.1.3: La sabiduría universalizada: la Historia Natural de Plinio). Aunque
esta obra se terminó en la década de los 70 del siglo I d.C., se considera muy probable que los datos
manejados por el enciclopedista corresponden a algún tipo de censo o recuento oficial de mediados del
reinado de Augusto, posterior seguramente a la tantas veces mencionada segunda visita del emperador
a las provincias occidentales y por lo tanto, reflejando las consecuencias de la reforma administrativa.
Se trata de un recuento de las entidades políticas y administrativas autónomas de cada provincia,
desglosadas por conventus iuridici y ordenadas según la condición jurídica de sus habitantes. Según la
norma administrativa romana, el municipio era la expresión más elevada de la organización civil, un
organismo derivado de las ciudades-estado greco-itálicas, pero cuyo esquema constitucional permitió
que tuvieran un número de ciudadanos infinitamente superior al de cualquier polis o civitas. La
colonia, por su parte, seguía manteniendo el carácter de población artificial, nacida para fines distintos
o más amplios que los propios intereses de sus habitantes. De ahí que no fuera extraño que sus
promotores, las dotasen de privilegios especiales para atraer residentes o siguieran contribuyendo
durante largo tiempo a su sustento, como hemos visto que Augusto y sus sucesores hicieron con
algunas colonias hispanas. A la inversa, tampoco fueron extraños los casos de establecimientos
similares que fracasaron, bien por abandono de sus habitantes, bien porque su promotor no
considerase necesario su mantenimiento. La administración romana, por último, consideraba civitas
cualquier entidad de población independiente que disponía de un cuerpo ciudadano, un consejo y
magistrados; en época imperial, el término designaba habitualmente el escalón más bajo de
autogobierno, porque algunas de las civitates mencionadas por Plinio son, en realidad, unidades
étnicas o tribales, incluso carentes de verdaderos núcleos urbanos.
II.5.6.2 El ejemplo del CONVENTUS CAESARAUGUSTANUS
Se apreciará mejor la estructura y la riqueza de los datos aportados por Plinio examinando
directamente un ejemplo particular de esa descripción: la que corresponde al conventus
Caesaraugustanus, la región en torno al valle del Ebro. En ella confluyen de modo prístino el estilo y
la documentación de Plinio, con las circunstancias de un grado de urbanización superior al del resto de
la Península (aunque no tan elevados como en el caso de la Bética o el litoral mediterráneo) y una
larga historia de contactos con Roma. El texto dice así: “[El partido judicial de] Caesar Augusta,
colonia inmune regada por el río Ebro y establecida en la población que antes se llamaba Sálduba, en
la región edetana, comprende 55 pueblos. De ellos, son ciudadanos romanos los bilbilitanos, los
celsenses de la colonia; los calagurritanos, apodados Násicos; los ilerdenses, del grupo de Surdaones
junto a los que corre el río Segre (Sicoris); los oscenses de la comarca suesetana y los turiasonenses.
Son ciudadanos latinos los cascantenses, ercavicenses, graccurritanos, leonicenses y osicerdenses,
mientras que los tarracenses son federados. Pertenecen al grupo de estipendiarios los arcobrigenses,
los andelonenses, los aracelitanos, los bursaonenses, los calagurritanos que llaman “Fibularenses”, los
complutenses, los carenses, los cincienses, los cortonenses, los damanitanos, los ispallenses, los
ilursenses, los iluberitanos, los jacetanos, los libienses, los pompelonenses y los segienses” (Plin.,
N.H., 3, 24).
Lo primero que trasluce la cita es que Plinio guió su descripción según algún tipo de estadillo
administrativo en el que cada categoría de lugar –colonias y municipios de ciudadanos, ciudades de
estatuto especial, estipendiarias–, ocupaba una columna con entradas ordenadas alfabéticamente. Ese
esquema permitió, sin duda, que Plinio ofreciese en el primer párrafo el número total de poblaciones
del conventus porque la tabla que manejaba debía de permitir la fácil computación de las sumas
parciales. Como el total supera ampliamente el número de lugares nombrados (sólo 30), es evidente
que se ha realizado algún tipo de selección de éstos, seguramente en la categoría de estipendiarios, y
adoptando criterios que no constan. Por otro lado, el inventario anterior también es notable por cuanto
no figuran los lugares de la región que los relatos de la conquista (Livio, Apiano, Plutarco) mencionan
una vez tras otra como chefs-lieux de la resistencia anti-romana: Contrebia, Colenda, Nertobriga,
Segeda…, todas ellas situadas en el valle del Ebro. Determinar las causas de ello es labor compleja
pero en la mayoría de los casos fue consecuencia de operaciones militares o de control del territorio,
lo que, con frecuencia, acarreó la destrucción del lugar o el traslado masivo de su población. Pero
también pudo suceder que el cambio de nombre sea indicio de la mudanza de la situación política
general, como sucedió en el explícito caso de Salduba o Salluie: una población tan importante en el
distrito que, un siglo antes, había dado nombre a una tropa reclutada en la zona (la Turma Salluitana).
Caesaraugusta no sólo le arrebató la función administrativa de la antigua población sino que obliteró
por completo su nombre y su solar.
Pero la conclusión más impactante del texto pliniano es que la geografía humana creada por las
medidas administrativas de Augusto ha permanecido casi inalterada, pues no se requiere demasiado
esfuerzo para trasladar los nombres del partido de Caesaraugusta a un mapa actual. La mayoría de los
lugares antiguos no sólo tienen correspondencia casi exacta con topónimos modernos sino que
continúan habitados y, en ocasiones, siguen siendo las capitales o lugares centrales de sus respectivas
comarcas. Los casos más llamativos de permanencia del nombre y función son, además de la capital
del distrito, Ilerda, Osca y Pompaelo, respectivamente Lérida, Huesca y Pamplona, tres florecientes
capitales provinciales modernas. Calagurris ha devenido en la activa Calahorra, capital de la Rioja
Baja, y Jaca (en la provincia de Huesca) y Tarazona (en la de Zaragoza) aún son sedes episcopales que
mantienen el recuerdo de Iaca y Turiaso. En un rango inferior, Bursao, Cara y Cascantum se
corresponden, respectivamente, con Borja (Zaragoza), Santa Cara y Cascante, ambas en Navarra.
Otros lugares, en cambio, han transformado el nombre al amparo de circunstancias históricas
particulares, como sucede con Complutum que languideció largo tiempo al lado de un suburbio nacido
junto a la tumba de unos mártires locales; éste devino en la actual Alcalá de Henares (Madrid) y la
ciudad romana se hundió poco a poco en la ruina y el olvido. Bilbilis, floreciente municipio, y
Gracchurris, el establecimiento más antiguamente documentado en la zona, perdieron su nombre y
solar como consecuencia de la dominación árabe; en el primer caso, la población se mudó de un alto
cerro a los alrededores del asentamiento musulmán que dio origen a la moderna Calatayud (Zaragoza),
mientras que en el otro caso, el traslado de lugar apenas fue de unos centenares de metros, originando
la moderna Alfaro (La Rioja). En Andelo, el recuerdo de su antiguo esplendor permanece en el nombre
de un pequeño pago y santuario próximo a Mendigorría (Navarra), Muruzabal de Andión, que en
euskera significa los “muros o las paredes hermosas de Andelo”. Algo similar sucede con Ercávica,
cuyas ruinas están en un cerro, ahora conocido de nuevo con su nombre antiguo, situado en el límite
provincial entre Guadalajara y Cuenca; y con Terracha, que parece corresponder con las
espectaculares ruinas próximas a Sádaba (Zaragoza).
II.5.6.3 Las ciudades de las provincias
Por su singularidad y detalle, es evidente que las informaciones de la Naturalis Historia reflejan la
eficacia de la administración provincial. Y también atestiguan la extensión del derecho romano, que
debe relacionarse con el volumen e influencia de la inmigración itálica y del mestizaje, porque no
cuesta suponer que la población de las colonias y municipios estaba mayoritariamente constituida por
gentes de origen extrapeninsular e indígenas asimilados. Según Plinio, la Bética contaba con nueve
colonias y diez municipia civium Romanorum, y otros veintisiete con derechos latinos. En la Citerior
(incluyendo las cifras pertinentes a las islas Baleares, que Plinio segregó del recuento) había catorce
colonias, quince municipios romanos y diez y ocho latinos, mientras que las cifras para la Lusitania
eran, respectivamente, cinco, uno y tres.
Pero, como se ha visto en el caso del distrito de Caesaraugusta, el fenómeno urbano no se limitaba a
los modos de organización foráneos, sino que también se había extendido a las civitates “indígenas”;
es decir, a los estados no regidos por el sistema romano o latino, pero cuya existencia y autonomía
estaba sujeta al ius gentium y, por lo tanto, oficialmente reconocida por el emperador y sus legados.
Algunas de esas comunidades se clasifican como libres (liberae) o federadas (foederatae); es decir,
que Roma las reconocía como sus iguales en virtud de una concesión de inmunidad o de un pacto
(foedum) de alianza. Pero la mayoría de ellas eran civitates stipendiariae, que disfrutaban de identidad
propia y un grado mayor o menor de independencia a cambio del pago de un canon en metálico, en
especie o mediante prestaciones personales. La estadística pliniana señala en la Bética seis ciudades
libres, tres federadas y ciento veinte estipendiaras; en la Lusitania, sólo 36 estipendiarias, mientras
que la situación de la Citerior era ligeramente distinta porque, además de las dos ciudades federadas
(una, la del conventus Caesaraugustanus, ya mencionada; la otra, en las Baleares) y 138 estipendiarias,
debían añadirse otras doscientas noventa y tres comunidades “contribuyentes”, lugares sin identidad
jurídica propia que dependían administrativa, judicial y políticamente de otra civitas. La
subordinación no necesariamente se derivaba de la debilidad urbanística, el pobre desarrollo político o
la escasa demografía, sino que se explica más plausiblemente como consecuencia de los avatares
bélicos, pues fue corriente que, al finalizar una guerra, Roma desposeyese a los vencidos de sus
derechos civiles y atribuyese sus tierras y recursos a los aliados que habían contribuido a la victoria,
como se ha mencionado que sucedió en varias ocasiones en el relato de la conquista peninsular. La
práctica estaba aún vigente en época
[Fig. 99] Teatro
romano de Segobriga (Saelices, Cuenca)
de Augusto, como prueban algunos documentos contemporáneos. Entre ellos, el de hallazgo más
reciente y de mucho interés para otras cuestiones es el llamado Edicto del Bierzo, del 15 a.C. (vid.
vol.II, II.5.4.1), en el que el príncipe concede a una comunidad astur –los habitantes de Paemiobriga,
del pueblo de los Susarros– que se mantuvo leal a Roma durante un momento de seria tensión en la
zona, las tierras de unos vecinos –los habitantes de Aiiobrigaecio, del pueblo de los Gigurros– que
hicieron justamente lo contrario, es decir, rebelarse contra los romanos.
La consecuencia de esta práctica es que algunas civitates podían disponer de territorios extensísimos
(al menos para los estándares actuales) y fragmentados. El reciente hallazgo de una muga de los de
Avila junto a Jarandilla de la Vera (Cáceres) demuestra que esa ciudad extendía su jurisdicción por las
comarcas de la vertiente sur de la Sierra de Gredos; mientras que hay quien sostiene que los arreglos
postbélicos pueden explicar las diversas y distintas prefecturas sobre las que ejercía su jurisdicción la
colonia Emerita Augusta, entre ellas Turgalium (la actual Trujillo, en la provincia de Cáceres), y por
qué los de Ucubi (Espejo, en Córdoba) tenían tierras propias a orillas del Guadiana. Por otro lado, la
situación decontributio era redimible, y la comunidad afectada podía recuperar su identidad e
independencia, como lo indican algunos municipios y ciudades mencionados por Plinio que
mantuvieron en sus nombres
[Fig.
100] Reconstrucción virtual de la ciudad romana de Segobriga (Saelices, Cuenca), a partir de los datos
arqueológicos
oficiales el recuerdo de su anterior dependencia: Contributa Ugultunia Iulia e Ipsca Contributa, ambas
de la Bética, son dos notables ejemplos de ello.
Esos casos de alteración de la situación jurídica nos llevan a la interesante cuestión de la validez de la
lista de ciudades de Plinio. Ya se ha dicho que fue compilada en la segunda mitad del siglo i d.C, pero
empleando una fuente mucho más antigua, quizá de la década previa al cambio de Era y que reflejaba
los resultados del proyecto urbanizador del César y de las aportaciones de Augusto. Lo sorprendente
es que Plinio no se tomara trabajo en actualizar sus datos, porque la situación en su época no era
ciertamente la que él describe. Un caso bien conocido y documentado de discrepancia es el de
Segobriga, cuyo espectacular solar se encuentra en Saelices (Cuenca). En la Naturalis Historia
aparece como civitas stipendiaria dependiente del conventus de Cartago Nova, pero otros datos
(epigráficos y numismáticos) atestiguan a las claras que ya era municipio a fines del reinado de
Augusto, con magistrados al estilo romano, un anchuroso foro y una completa dotación de edificios
públicos comparable con el de la ciudades de mediano tamaño de la Bética o Italia. La razón del
florecimiento urbano y legal parece deberse a la explotación de grandes yacimientos de yeso cristalino
o espejuelo, el lapis specularis, para el que los antiguos tenían variados y muy curiosos usos. La
calidad y la abundancia de ese recurso natural (vid. vol.II, II.8.2.3) debió atraer mucho dinero a la
ciudad y con él, el decoro urbanístico y el patronato de personajes ilustres de la época, incluido un
secretario de Augusto, quizá un aprovechado hijo del lugar y de quien se sospecha que pudo haber sido
agente principal en la promoción de su patria chica.
II.5.6.4 La labor de Claudio
Los resultados del proyecto urbanizador de Augusto debieron de ser tan sobrados y espectaculares que
libraron a los demás miembros de la dinastía Julio-Claudia de preocuparse por esa faceta del gobierno
de la Hispania. La única excepción parece haber sido Claudio, cuya intervención administrativa en las
provincias ibéricas fue parte de su plan, más amplio, de reforma del Imperio (vid. vol.II, II.5.3.2). Dos
actuaciones tuvieron especial repercusión en la Península. Primero, la invasión de Britania, llevada a
cabo en el 43 d.C. y que dio al pacífico y erudito emperador el lustre militar que requería el cargo.
Para asegurar los vínculos del nuevo territorio con el resto del Imperio, Claudio parece haber
promovido el desarrollo del Occidente peninsular, es decir de la Lusitania y de los conventus
occidentales de la Citerior (Bracara y Asturica). Los indicios de esa actividad consisten en el
crecimiento de las ciudades del área (atestiguados por la arqueología), en la fundación de alguna
nueva (la misteriosa Claudionerium, por ejemplo) y los numerosos miliarios que revelan una
excepcional actividad de trazado y reparación de caminos de la zona. El esplendor del periodo parece
haberse extendido a los puertos de la fachada cantábrica, posiblemente ligado a los fletes de la minas
argentíferas británicas y a la explotación de los recursos locales.
La otra intervención claudiana afectó al extremo más meridional de la Península y tuvo que ver con la
situación del norte de África, que había sido conquistado e incorporado al Imperio por Calígula,
empleando a tropas acuarteladas en Hispania. La provincialización de los nuevos territorios, la
Mauritania Caesariensis y la Tingitana, fue obra de Claudio. Ello justifica que el único municipio
hispano directamente relacionado con este emperador sea, precisamente, Baelo Claudia (Bolonia,
Cádiz), en el Estrecho de Gibraltar.
II.5.6.5 La urbanización flavia
En fecha discutida, pero en los primeros años de su reinado, Vespasiano decretó la extensión universal
del derecho ciudadano a toda Hispania. La fuente sobre la existencia de este edicto imperial es una
concisa y enigmática referencia que Plinio debió añadir a última hora a su descripción de Hispania en
l a Naturalis Historia (III, 30): “El emperador Augusto Vespasiano concedió a toda Hispania el
derecho Latino cuando se vio inmerso en la guerra civil”. El enciclopedista parece sugerir –aunque
ésta no es la única explicación posible– que se trató de una decisión de Vespasiano encaminada a
atraerse a Hispania a su bando cuando se pronunció en Oriente.
El propósito del Edicto Flavio era que las ciudades hispanas no previamente municipalizadas pudieran
organizarse al “estilo romano”, gozando sus habitantes de una ciudadanía romana disminuida (el
estatuto latino ya comentado), que el desempeño de las magistraturas locales atribuía de forma plena
esos derechos a los aristócratas locales y a sus familias después. Es decir, la medida de Vespasiano no
tuvo efectos instantáneos y universales sino que creó las bases para que aquellas comunidades que
cumplieran los requisitos que se establecieran (y que no conocemos con precisión pero que se supone
que tenían que ver con el número de habitantes, la existencia de infraestructuras urbanas y un cierto
grado de organización administrativa), pudieran solicitar los privilegios y derechos anunciados por el
emperador, y que éstos fueran reconocidos mediante una ley que organizaba la nueva comunidad de
acuerdo con las formas y modos del derecho de los quirites.
Hay indicios suficientes de la larga duración del proceso, por lo que no uniformó instantáneamente la
situación administrativa de las provincias hispanas. Así, las ciudades grandes que continuaban siendo
estipendiarias al final del periodo JulioClaudio, debieron solicitar y obtener la nueva condición legal
rápida y fácilmente, como es evidente que sucedió en el caso de Malaca (Malaga), que si no era aún
municipio no debía de ser por causa de su tamaño o prosperidad sino posiblemente por el peso de la
tradición púnica de sus orígenes. En cambio, comunidades tribales del interior de la Península o
lugares urbanos de pequeña entidad debieron tardar mucho más tiempo en lograr el nuevo estatuto,
como sucedió, precisamente, con el más famoso y el mejor conocido (en lo referente a su
organización) de los municipios flavios, Irni (El Saucejo, Sevilla), cuyo solar, explorado con cierta
fruición tras el hallazgo de la serie de bronces con su carta municipal, revela un minúsculo núcleo
urbano, casi una aldea.
El alcance y la extensión de la medida de Vespasiano sólo se pueden intuir por los indicios
disponibles, que son todos ellos indirectos. El fundamental es el conocimiento del texto casi completo
de lo que ha dado en llamarse la Lex Flavia municipalis, el arquetipo de la constitución local que fue
modificado en sus detalles para adaptarlo a cada caso concreto. El contenido de la norma ha podido
reconstruirse gracias a las tablas de bronce en las que fueron grabadas sendas versiones para tres
ciudades “flavias” –Malaca, Salpensa (cercanías de Utrera, Sevilla) e Irni–, y que detallan la
organización, competencias y funcionamiento de los respectivos municipios. Sobre el número y la
identidad de las comunidades afectadas, no existe un censo siquiera similar al ofrecido por Plinio, por
lo que el inventario debe realizarse teniendo en cuenta tres indicios primordiales. El primero viene
dado en el hecho de que en documentos oficiales y privados, el nombre tradicional de la comunidad
fuera apostillado con la mención municipium flavium, como sucede, por ejemplo, en las tres ciudades
antes mencionada y en otras muchas atestiguadas en diversos epígrafes: como Baesuci y Vivatia (CIL
II 3251), Ebusus (CIL II 3663), Egara (CIL II 4494), Mirobriga (CIL II2/7, 852-853) o el incierto
municipium flavium V…, profusamente mencionado en las inscripciones de Azuaga, Badajoz (CIL
II2/7, 887ª, 888 y 890), por citar sólo unos pocos ejemplos de una larga nómina de casos.
Otro indicio con el que generalmente se opera, es que los individuos que alcanzaron la ciudadanía
romana a través del Edicto Flavio fueron mayoritariamente adscritos a la tribus Quirina. En la época
en que hablamos (e incluso antes, desde el tiempos de Augusto), las tribus romanas eran una
institución anacrónica, porque su razón de ser, la agrupación electoral de sus miembros, había caído
en desuso con el declive de las funciones y atribuciones de las Asambleas populares; éstas, además,
sólo podían celebrarse legítimamente en Roma, lo que hacía aún más anacrónica e inoperante su
empleo en provincias. Sin embargo, en Hispania y en otras áreas, fue corriente incluir la mención
tribal en el nombre personal, por lo que hay que pensar que no se valoraban tanto los derechos civiles
que implicaba la pertenencia a una tribu, cuanto el valor social y político del privilegio en una
sociedad mestiza y en expansión. Los romanos de Hispania fueron adscritos a muy diversas tribus,
algunas excepcionales, como la Pupinia o la Aniensis, empleadas exclusivamente por los residentes de
Emerita Augusta y Caesar Augusta, respectivamente. Otras, como la Sergia, parecen haber sido las
habituales en los establecimientos fundados por César y sus sucesores. Pero las dos tribus más
corrientes fueron la ya mencionada Quirina y la Galeria, que fue a la que Augusto y sus sucesores
asignaron los habitantes de los municipios reconocidos en su época: 33 ciudades béticas, 37
tarraconenses y sólo seis de la Lusitania. A ellas deben añadirse otras poblaciones en que coexistió la
tribu Galeria con la Sergia, posiblemente porque los habitantes de esos lugares (Corduba, Carteia,
Cartago Nova, Castulo, Hispalis, Libisosa, Metellinum, Salaria Scallabis, Tucci y Urso) recibieron la
ciudadanía romana en momentos sucesivos. Por comparación, la Quirina fue la tribu de 48 lugares de
la Bética, 41 de la Citerior y 22 de la Lusitania.
Un tercer indicio y el menos fiable consiste en considerar como flavios aquellos lugares de condición
municipal constatada, pero de los que no se sabe cuando consiguieron ese estatuto ni la tribu de sus
habitantes, y que figuran como ciudades estipendiarias en los listados de Plinio. La combinación de
estos indicadores permite suponer que en torno a unas 350 comunidades urbanas o más, alcanzaron el
estatuto municipal gracias a Vespasiano, aunque el número seguro de casos sea mucho menor. De
cualquier modo, al final de la época flavia, Hispania tenía un alto grado de urbanización y su
población estaba asimilada en su mayoría a las formas de vida y actuación política del Imperio.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
El tránsito de la Res publica libera al Principado es un proceso histórico que ha llamado siempre la
atención y que se confunde generalmente con la biografía de su principal protagonista, Augusto. Un
excelente y accesible relato en Scullard, 1982 (hasta el 69 d.C.), así como en Osgood, 2006; mientras
que la mejor síntesis actual es la de Bowman et alii, 1996 (2ª ed.) (hasta el 69 d.C.) y la de Bowman et
alii, 2000 (los Flavios). También provechosos son los diversos ensayos seleccionados en
Raaflaub/Toher, 1990; finalmente, en español puede consultarse Sánchez León, 1998. Hay varios y
buenos libros sobre Augusto y todos superan con mucho los aspectos meramente biográficos; entre las
más recientes y recomendables, cito los de Fraschetti, 1990; Shotter, 1998; Southern, 1998; Eck, 2001;
Holland, 2004; y Galinsky, 2005; además del sugestivo de Zanker, 1992, sobre la influencia en el arte
del nuevo sistema político; y el curioso libro de Miquel, 1970, que tiene más interés para la historia
reciente de nuestro país que para la antigua. Una completa y actualizada biografía de Augusto en la
Red en www.roman-emperors.org.
En la transición de la República al Imperio, se tiende habitualmente a resaltar el rompimiento con el
pasado, que efectivamente se produjo; pero desde el punto de vista de los antiguos, el mayor mérito de
Augusto fue hacer pensar que nada había cambiado. Por ello merece la pena conocer las instituciones
romanas republicanas y una buena exposición de ellas en Roldán, 1990, mientras que un excelente
tratamiento del poder imperial de Augusto y sus cambios de acuerdo con las circunstancias (los
Flavios) se encuentra en Millar, 1992. Dos recientes exámenes de la nueva legalidad impuesta por
Augusto en Lo Cascio, 2000 y Lacey, 1996. Igualmente, es de interés conocer lo que Augusto pensaba
de sí mismo y el mejor testimonio es el autógrafo preservado en una inscripción de Ankara, las Res
Gestae, vide Cortés Copete, 1994, y la edición bilingüe latino-española del prof. Fatás está disponible
en la Red: http://155.210.60.15/HAnt/Fuentes/resgesta.html.
Sobre la situación de Hispania en esos momento, véanse las obras generales ya citadas en capítulos
precedentes: Keay, 1992; Curchin, 1996; Richardson, 1998; Bravo, 2001; Fernández
Castro/Richardson, 2005; Le Roux, 2006; de mayor actualidad, un análisis pormenorizado sobre las
elites políticas hispanas en los siglos I-II d.C: Des Boscs-Plateaux, 2005. Hay también mucho material
de interés (bibliografía, artículos y buenas fotos de lugares y objetos arqueológicos) en el catálogo de
la estupenda exposición que se preparó en Roma en 1997 y que luego recorrió algunas ciudades
españolas (Zaragoza, Mérida) entre 1998 y 1999: vide Arce et alii, 1997; Almagro Gorbea/Álvarez
Martínez, 1998.
Para los colaboradores de Augusto, muchos de los cuales jugaron un notable papel en Hispania, véase
Hurlet, 1997; mientras que sobre la situación de la Península en el primer siglo de la Era puede verse
la colección de estudios reunidos por Castillo et alii, 2001. Las guerras cántabras siempre han sido un
tema popular en nuestro país y hay abundante bibliografía sobre ella, aunque la debilidad de las
fuentes ha impedido realmente grandes avances (Rodríguez Colmenero, 1979), que ahora parecen
estar produciéndose gracias a los descubrimientos arqueológicos (Almagro Gorbea et alii, 1999;
Peralta, 2003; García Neira/Garay, 2003) y epigráficos (Sánchez-Palencia/Mangas, 2000; Grau/
Hoyas, 2001; acerca del Bronce de El Bierzo, consúltese además: http://www.ucm.es/info/archiepi
/aevh/singulares/edicto_de_augusto.html). Sobre el ejército romano de Hispania, las obras seminales
siguen siendo las de Roldán, 1974, y Le Roux, 1983, que relacionan la documentación disponible
sobre las unidades de guarnición en Hispania (época julio-claudia) y siguen la pista a los hispanos
sirviendo en legiones estacionadas en otras provincias (época flavia y posterior). En años recientes se
ha producido un gran avance en la exploración de los campamentos de las legiones de guarnición en
Hispania, que ahora están siendo objeto de excavaciones arqueológicas: vide, además del clásico
García y Bellido, 1970, Morillo, 1991; Morillo/Aurrecoechea, 2006; Carretero/Romero, 1996;
González Fernández, 1999; e Illarregui, 1999. La historia completa de dos de esas legiones en
GómezPantoja, 2000a; 2000b.
La red viaria de la Península Ibérica siempre ha sido un tema popular de investigación; como base,
siguen siendo útiles la compilación de fuentes itinerarias preparada por Roldán, 1975, y el catálogo de
vías hispanas Arias, 1987; como también lo son la excelente introducción a los aspectos técnicos de
las mismas escrita por Moreno, 2004a, y un reciente balance de la viaria hispanorromana realizado por
Arias, 2002. En los portales www.rediris.es/traianus y http://web.jet.es/gzlarias se encuentran buenos
trabajos al respecto. La intervención de Augusto y sus soldados en la red viaria hispana es explicada
con cierto detalle por Sillières, 1990, aunque debe examinarse cada ruta para encontrar detalles. Así,
Roldán, 1968, para la Vía o Calzada de la Plata; sobre la Vía Augusta o “Camino de Aníbal”, el ya
citado libro de Sillières (1990) en su decurso por Andalucía, mientras que las monografías de Morote,
2002, y Castellvi, 1997, cubren el tramo hasta el Pirineo y su continuidad en Galia. Otras vías de
interés estratégico en ese momento son las que servían el valle del Ebro y sus inmediaciones, vide
Moreno, 2001; 2004b; los testimonios de la participación de las tres legiones hispanas en la
construcción de las infraestructuras de la zona pueden verse en Fabré et alii, 1984 (Puente de
Martorell), Castillo et alii, 1981 (miliarios de Castiliscar) y Fatás, 1993 (miliario de Sos del Rey
Católico); incluso el tramo de la calzada que comunicaba el Valle del Duero con el Ebro, y que fue
una de las primeras vías romanas estudiadas (vide Saavedra, 2000), también conoció la intervención
de Augusto, como demuestra el miliario del 8 a.C. recientemente descubierto en las cercanías de
Numancia (Pérez Rodríguez/Gilliani, 1996). Sobre las vías romanas de Portugal, véase el estudio
regional de Rodrigues, 2004; y sobre las de Extremadura: Fernández Corrales, 1987. Puede
encontrarse una sucinta descripción de los grandes proyectos augustales de organización del espacio
provincial (centuriaciones, delimitación y cartografía del terreno) que se conocen en Ariño et alii,
2004.
Finalmente, la urbanización. Los pasajes pertinentes de Plinio han sido extractados para mayor
comodidad en el ómnibus de Bejarano, 1987, que puede ampliarse con el comentario de Guerra, 1998,
sobre las informaciones lusitanas. El venerable libro con las actas del Symposium celebrado para
conmemorar el (incierto) bimilenario de Caesar Augusta (Beltrán, 1976), aún continua siendo un útil
punto, como también resultan interesantes las introducciones de AA.VV., 1989, y Roldán et alii, 1998.
En el frente jurídico de la municipalización y concesión de la ciudadanía, debe seguir empleándose el
estudio de Sherwin-White, 1939, a la vez que se tiene en cuenta la investigación jurídico-histórica
sobre la figura municipal: García Fernández, 2001. Dos excelentes índices de la transformación
urbanística de Hispania experimentada entre Augusto y los Flavios son los catálogos de las ciudades
privilegiadas y de las tribus romanas a los que estaban adscritos sus habitantes; ambos han quedado
obsoletos por los nuevos datos disponibles, pero siguen siendo de consulta obligada: vide
respectivamente, Galsterer, 1971, y Wiegels, 1985. Los cambios no sólo afectaron a las cuestiones
legales y administrativas, sino que tuvieron un claro reflejo en los aspectos más palpables de la vida
urbana, como expansión urbana, nuevos edificios y amenidades cívicas, y una explosión del uso de las
inscripciones para fines honoríficos y de representación. La bibliografía sobre estas cuestiones es
inmensa, está dispersa por centenares de publicaciones periódicas, actas de congresos y seminarios y
en informes de excavaciones arqueológicas; una primera síntesis, variada e incompleta pero muy útil,
en Trillmich, 1990, mientras que para los detalles de los efectos prácticos y las repercusiones del
proceso en tres ciudades muy representativas (las tres capitales provinciales: Tarragona, Córdoba y
Mérida) pueden consultarse los sendos volúmenes editados por X. Dupré (Dupré/Alba, 2004;
Dupré/Alföldy, 2004; Dupré/Corzo, 2004). Finalmente, un excelente ejemplo de los efectos
epigráficos y arqueológicos de la bonanza de la época es Segobriga: vide Abascal et alii, 2004.
En otro orden de cosas, sobre los otros emperadores julio-claudios, puede verse con provecho la
mencionada www.roman-emperors.org y la sucinta introducción al periodo, con discusión de los
principales problemas y de los avances de la investigación, de P. Garnsey y R. Saller (1982); in
extenso: Garnsey/Saller, 1991; y Montero et alii, 1991. Para Tiberio y su época, véase Seager, 1972 y
Levick, 1976, junto con los estudios sobre su política provincial (Orth, 1970) y sus esfuerzos para
resolver las graves crisis económicas del reinado (Rodewald, 1976). Considerando la repercusión del
affaire de Germánico en Hispania, deben tenerse en cuenta los documentos epigráficos descubiertos
en nuestro país (González, 1984; Crawford, 1996 y Caballos et alii, 1996), y la biografía del personaje
de Gallota, 1987.
Respecto al corto reinado de Calígula, baste con las referencias a Barrett, 1989; Ferrill, 1991; y
Winterling, 2006. Las valoraciones modernas sobre el reinado de Claudio varían enormemente; para
algunos, se trataría de un gobernante de definidos propósitos, a quién los años de estudio le habrían
permitido obtener ideas claras sobre cómo debía de ser gobernada Roma; para otros, en cambio, se
trataría de un hombre de voluntad débil, despistado, a quién le cayó súbitamente la tarea de gobernar.
Momigliano, 1981 y Levick, 1990, siguen siendo piezas básicas de la tendencia reivindicativa de la
figura de Claudio, mientras que Fasolini, 2006 ofrece una buena síntesis de los estudios recientes
sobre el reinado; acerca de la figura de Agripina la Menor, prominente en el reinado y fatal para el
emperador, se verá Barrett, 1996. La labor de Claudio en Hispania es tratada por Ribagorda, 2002 y la
influencia de sus planes extrapeninsulares es objeto del estudio de Perea, 2003 (África) y Fernández
Ochoa/Morillo, 1994 (Britania).
Dada la deformación introducida por Tácito, mucha de la moderna y abundante bibliografía sobre
Nerón es, por naturaleza, tendenciosa. Lo corriente hoy es situar la figura en un periodo de grandes
cambios y quizá demasiado complejo para un gobernante de escasa experiencia. Una conocida
biografía es la de Griffin, 1985, en la que la actuación del tirano es en gran parte vista a través de los
ojos –no muy claros– de su preceptor, el hispano Séneca, a quien la misma autora dedicó un
completísimo estudio (Griffin, 1976), en el que desmitifica las posiciones políticas del filósofo; en
español están la biografía reciente de Fernández Uriel/Palop, 2000, sobre Nerón, y la de Mangas,
2001a, sobre Séneca. Los sucesos del año “de los cuatro Emperadores” están íntimamente ligados a las
Historias de Tácito (vide vol.I, I.1.4: Tácito, cronista del Imperio), lo que confiere al periodo un
dramatismo del que carecen otros episodios de la Historia de Roma; dos buenos relatos modernos en
Wellesley, 2000 (3ª ed.) y Morgan, 2005. Sendas biografías de los emperadores flavios son las de
Levick, 1999, Jones, 1984; Jones, 1992. Una parte del apoyo recibido por Vespasiano y sus hijo vino
de las provincias; véase Nichols, 1978. Entre las principales aportaciones del periodo Flavio estuvo el
desarrollo de una clara concepción estratégica del Imperio y los pasos que se dieron para llevarlas a
cabo, fundamentalmente limitando el aumento del territorio y defendiendo éste mediante un
despliegue periférico. Para todas estas cuestiones, vide Luttwak, 1976, y Whittaker, 2004. Otro
aspecto de interés fue la profunda renovación de la aristocracia senatorial, en parte como consecuencia
de la mortandad de la guerra civil, pero también por la apertura más amplia a los candidatos al senado
de origen provincial, vide Eck, 1970. La mayor aportación de los flavios a la Península fue, sin duda,
e l Edicto Flavio de Vespasiano concediendo el ius latium, que nos ha dejado, entre otras cosas, la
mejor y más completa colección de copias epigráficas de leyes municipales. Sobre todo ello hay
abundante bibliografía, de la que se retendrá la siguiente: D’Ors, 1986; Mentxaka, 1993; Ortiz de
Urbina, 2000; Cruz/Rosado, 2001; Mangas, 2001b; García Fernández, 2002; Andreu/Beltrán 2004.
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Capítulo sexto
Esplendor y crisis (siglos II y III d.C.)
El siglo ii de la Era fue el saeculum mirabile de la Historia de Roma, pues se alcanzó el momento de
esplendor del Imperio, con fronteras estables, prosperidad económica y gobernantes firmes y
todopoderosos, pero justos. Fue también el tiempo de los hispanos, ya que la Península no solo
participó del bienestar y tranquilidad general sino que no menos de cuatro de los emperadores de ese
siglo nacieron en Hispania o procedían de familias originarias de la Bética.
En el siglo anterior, que los destinos del Imperio se decidieran en lugares como Clunia, Mogontiacum
o Jerusalem había sido considerado por Tácito como un arcanum Imperi, uno de los secretos del
Imperio, aunque los protagonistas de esas decisivas acciones en la periferia fueron romanos de pura
cepa. Lo inédito del siglo ii d.C. es que el trono acabó siendo ocupado por alguien que ni siquiera
había nacido en Italia, y no por un accidente del destino, sino porque procedían de familias asentadas
en los confines del Imperio por generaciones y por cuyas venas corría probablemente tanta sangre
itálica como hispana. Esto fue el resultado de la lenta progresión de los hispanos en la sociedad
romana, que habían escalado puestos en la escala social empleando las riquezas generadas en su tierra
de origen: aceite, vino, ganados y riquísimas minas de oro y plata.
Luego, en el siglo siguiente, todo pareció venirse abajo y además, de pronto. Guerra civil, cambio de
dinastía, presión externa en aumento y cincuenta años de profunda inestabilidad…, hasta el punto que
un emperador romano fue hecho prisionero por sus enemigos. Aunque Hispania, distante de las
fronteras, no fue el territorio más castigado, las repercusiones no dejaron de sentirse: una fuerte
contracción de la actividad económica, el cese paulatino de algunas costumbres y actuaciones
sociopolíticas características de momentos anteriores y nueva formulación de la vida económica.
II.6.1 La edad de oro de Hispania
Tras un siglo de gobierno imperial, es obvio que Roma había aceptado la bondad de la primacía del
príncipe y de sus poderes extraordinarios. Y que por mucho que la lealtad a su persona se manifestase
de modo cuasi religioso y el protocolo de palacio se empeñase en tratarle como un ser todopoderoso,
estaba lejos de ser un autócrata absoluto y sin limitaciones. La primacía del emperador se
fundamentaba en un tácito y nunca bien formulado acuerdo con sus súbditos para salvaguardar el
bienestar y la seguridad del Pueblo de Roma y la tranquilidad y buen gobierno de las provincias.
Debía, además, contar con la lealtad de las legiones y respetar y acrecentar el honor y la preeminencia
social y política de los senadores. En el ejercicio cotidiano del Gobierno, el príncipe podía
ocasionalmente minusvalorar o relegar uno o varios de esos compromisos, pero darles la espalda de
modo sistemático era fatalmente peligroso, como descubrió Nerón primero y 30 años después,
Domiciano (81-96 d.C.).
Aunque las fuentes antiguas tienden a igualar a ambos en el grado de tiranía, lo cierto es que el último
de los Flavios no fue una nueva reedición de Nerón, aunque compartiese con él la creencia de que su
poder era divino. Mientras Nerón fue un adolescente maleducado en la prepotencia, Domiciano parece
haber sido un eficaz y puntilloso administrador en Roma y en las provincias; también un general
concienzudo pero poco popular. Su punto débil fue el trato con los que en teoría eran sus iguales y
colaboradores, que no estaban dispuestos a aceptar el desarrollo natural de la figura imperial, que cada
vez más distanciaba sus poderes y facultades de los de los demás magistrados y del Senado.
El asesinato fue el trágico final del particular duelo entre el emperador y los senadores. Tras el
alzamiento militar de L. Antonio Saturnino en Germania (89 d.C.), Domiciano se embarcó en una
cruel campaña de persecución de los aristócratas romanos, que se hizo insoportable cuando se
extendió a su propio círculo íntimo. Nada extraño, pues, que en la conjura contra su vida que triunfó
(en septiembre del 96 d.C.) participasen la propia emperatriz, los dos jefes de la guardia imperial,
otros personajes aúlicos y algunos respetados senadores que aún gozaban de la confianza imperial.
Pero lo interesante de este suceso es que el mismo día en que Domiciano fue despachado, el Senado
proclamó emperador a M. Coceyo Nerva, un viejo senador de 70 años, ejemplo de la más rancia
aristocracia y cuya avanzada edad era el mejor tributo a su prudencia y capacidad de adaptación. La
elección de Nerva marca una notable diferencia con lo sucedido treinta años antes, cuando el Senado
se vio en una tesitura similar y necesitando sangre nueva en el trono, eligió a Vespasiano, porque
reunía en su persona tres importantes características: contaba con el apoyo de los militares, no era un
anciano decrépito y tenía dos hijos adultos que aseguraban la sucesión. La elección de Nerva (98 d.C.)
era la antítesis: un viejo sin hijos y sin prestigio entre los militares.
La razón de este cambio es que los asesinos y beneficiados por la muerte de Domiciano soñaban con
aprovechar el magnicidio para restaurar el Imperio como pensaban que había sido en la época de
Augusto: príncipes deferentes y atentos con el Senado, que soldasen la gran fisura entre la curia y el
trono que había provocado Domiciano, evitando la aparición de nuevos monstruos como él, Nerón o
Calígula. En la práctica, sin embargo, los conjurados pecaban de ingenuos porque sobrevaloraban su
capacidad de hacer cambios en un sistema complejo en el que los senadores eran una voz más. Hasta
ese momento, la ambigüedad constitucional del Imperio había establecido que los Césares se eligiesen
entre los miembros de una dinastía (los Julio-Claudios) o entre los hijos de Vespasiano, aunque no
estuviera reconocido el principio hereditario. Los resultados habían sido inicialmente buenos pero el
sistema parecía llevar intrínseco las semillas de su propia degradación. La aspiración de los asesinos
de Domiciano era que el trono fuese ocupado por un senador, elegido colegialmente por sus iguales y
atento y obediente a los deseos e inclinaciones de los Padres. Si las cosas acabaron saliendo así no fue
por la excelencia de su propuesta o por sus esfuerzos, sino por casualidad, porque Nerva y los tres
siguientes emperadores de la dinastía no tuvieron descendencia o ésta fue femenina, lo que obligó a un
cierto grado de compromiso a la hora de designar al sucesor.
La elección imperial de Nerva fue el expediente para ganar el tiempo necesario que permitiera
designar a un sucesor complaciente con los nuevos principios, pero sus promotores eran unos ingenuos
a los que su prejuicios de clase impedían ver la complejidad del Imperio y su difícil gestión. En
octubre del 97 d.C., la guardia imperial, los pretorianos, secuestraron al mismo Nerva en Palacio, para
forzar sus demandas de que se castigase a los asesinos de Domiciano, a lo que el emperador hubo de
acceder en contra de sus intereses y partidarios, simplemente porque carecía de fuerzas que oponer a
los amotinados. A Nerva y a sus próximos se les debió de hacer evidente entonces el más obvio de los
arcana Imperii, el de que el senado hacía mucho tiempo que había dejado de controlar ejércitos y que
éstos estaban en manos y a disposición de sus generales. En consecuencia, la prontísima reacción de
Nerva consistió en admitir lo inevitable y plegarse a ello: a los pocos días del putsch de los
pretorianos, anunció formalmente la adopción y designación como corregente del más prestigioso de
los generales del momento, el gobernador de Germania Superior, M. Ulpio Trajano. De este modo, los
reformadores acabaron transigiendo con una de las realidades del Imperio que rechazaban: la
legitimidad del emperador no procedía de su cooptación por los aristócratas y el Senado, sino de que
los ejércitos le manifestasen o no su lealtad. La medida de Nerva no pudo ser más oportuna, porque
apenas dos meses después de su anuncio, el viejo emperador falleció al cabo de tres semanas de
agonía luego de haber sufrido un infarto o un ataque cerebral.

II.6.2 Los emperadores hispanos y sus familias


M. Ulpio Trajano era natural de Itálica, la población fundada 300 años atrás por P. Cornelio Escipión a
orillas del Baetis para alojar a los inválidos y enfermos de su ejército (vid. vol.II, II.1.4.3) que no
merecía la pena repatriar a Italia tras la Guerra Púnica. Trajano había nacido en el 53 d.C. en una
familia, los Ulpios, que se enorgullecía de su sangre italiana pero que más probablemente se había
mestizado con la población de su comarca de origen. En cualquier caso, debió tratarse de gente de
sustancia en la zona, entre ellos, quizá, el magistrado local de época de Augusto que financió la
construcción del teatro de Itálica y dejo su nombre (M. Trahius) grabado en el suelo de la escena. El
padre de Trajano fue el primero de la familia en alcanzar el Senado, seguramente ayudado por su
asociación con Vespasiano, a cuyas órdenes sirvió en la guerra judaica y, con mucha probabilidad,
anteriormente. Los acontecimientos posteriores no hicieron sino confirmar la confianza imperial y
Trajano padre fue cónsul en el 70 d.C., cooptado poco después entre los patricios gobernó para
Vespasiano y Tito provincias delicadas como Siria y Asia.
El rango de su padre y la inestabilidad de las fronteras después del “año de los Cuatro emperadores”
(68-69 d.C.) convirtieron al futuro emperador en un homo militaris y su actuación durante la
sublevación de Saturnino, le ganaron el aprecio de Domiciano y el consulado (91 d.C.).
Inmediatamente después de la muerte de Domiciano, se hizo cargo del gobierno de la Germania
Superior, una provincia fuertemente militarizada y además, cercana a Italia, donde recibió por
sorpresa la noticia de su designación como corregente y sucesor de Nerva. De este modo, alcanzaba el
trono un personaje nacido fuera de Italia, lo que constituye un singular hito en la historia de Roma.
En la práctica, sin embargo, Trajano no es más que el último eslabón de un largo proceso del cual ya
se han visto algunas etapas en anteriores capítulos; C. Marcio, el nativo de Itálica a quien se le
encomendó en 143 a.C. el hostigamiento de Viriato (App., Iber., 66); más tarde Q. Varius Severo, el
senador apodado Hybrida porque había nacido en algún lugar del litoral levantino; posteriormente, los
Balbos, los gaditanos cuya asociación con Pompeyo primero y con César después los convirtió en
personajes influyentes de Roma a fines de la República y comienzos del Imperio; uno de ellos, el
llamado Balbo el Mayor, fue además el primer cónsul no nativo de Italia (40 a.C.). Una o dos
generaciones después, otros hispanos de menos alcurnia pero en mucho mayor número, se encontraban
en Roma estudiando, sirviendo al emperador en diversas empresas y emparentando con las
aristocracias de las ciudades de Italia. Todos ellos procedían de familias prominentes a nivel local o
provincial, y mientras al principio, sólo unos pocos progresaron hasta alcanzar el Senado, el número
de los triunfadores se acrecentó, apoyados en dos factores: la creciente riqueza de las provincias
hispanas, y las sucesivas crisis políticas por las que atravesó el Imperio, que se cebaron de modo
especial en los aristócratas de más prosapia. Sobre la riqueza de Hispania hablaremos más adelante
(vid. vol.II, II.8); pero el régimen imperial fue especialmente cruento con los senadores, incluso en los
reinados “normales”. Así, por ejemplo, a Claudio se le acredita haber ordenado la muerte de 35
senadores y más de 300 caballeros; y esos números fueron ciertamente mayores en el caso de
monarcas sospechosos de la lealtad de su aristocracia (Nerón, Domiciano), o en momentos de grave
crisis social y militar, como sucedió después del “Año de los Cuatro Emperadores”. Buscando
completar las bajas del Senado que se habían producido durante los combates y las persecuciones
políticas, Vespasiano premió a los caballeros que habían servido bien a su partido con el ingreso en el
orden senatorial: un tercio de los ventitantos casos conocidos de personajes en esa situación eran
hispanos.
Un reciente inventario del número de personajes de seguro origen hispano que alcanzó el Senado
durante los reinados de Augusto a Trajano muestra cómo los dos únicos casos conocidos en época de
Augusto, aumentaron a cuatro con Tiberio, nueve con Claudio, veintitrés con Nerón, 33 con
Vespasiano y Tito, 36 con Domiciano y 34 con Trajano. La progresión es aun mucho más patente, por
rápida y explosiva, al tratar de los hispanos que alcanzaron el consulado en la misma época: sólo se ha
podido identificar un solo ejemplo –y dudoso– en el periodo conjunto de Augusto a Claudio, que se
convirtieron en cinco con Nerón, ocho durante el periodo de Vespasiano y Tito, crecieron a dieciocho
con Domiciano y terminaron siendo veinte en el reinado de Trajano.
Estas cifras han extendido el rumor de la existencia de un “partido hispano” en Roma; un grupo de
gentes de las tres provincias ibéricas que parecen haberse apoyado mutuamente en la consecución de
preeminencia social y política. No hay acuerdo general en cuáles fueron los métodos y propósitos de
este grupo, pero parece fuera de toda duda que los hispanos, organizados o no, gozaron de una especial
efervescencia a partir del tiempo de Nerón, cuyo preceptor, recuérdese, era L. Anneo Séneca, natural
de Córdoba. Estos individuos, desde posiciones de alta responsabilidad, se volvieron aún más activos
en el gobierno de Domiciano: en el 89 d.C., el pronunciamiento del hispano L. Antonio Saturnino,
todopoderoso gobernador de Germania Superior, fue aplastado, entre otros, por su coterráneo Trajano.
Pero cabe preguntarse también cuál fue la reacción de esos individuos cuando el mismo emperador
ordenó arrancar todas las viñas de las provincias para proteger la decadente viticultura italiana;
muchos de esos prohombres hispanos seguramente habían hecho su fortuna con el abundante vino del
Levante hispano y si no, seguro que contaban con parientes viticultores o procedían de ciudades donde
una medida de esa clase, si se llevaba a cabo, suponía la ruina.
No debe extrañar, pues, que un personaje llamado L. Licinio Sura, posiblemente originario de Celsa o
Tarraco, formara parte del círculo de confianza de Nerva, y que se le consultase cuando se buscaba un
candidato para la sucesión imperial. Los candidatos, no por casualidad, eran dos hispanos: el ya
mencionado Trajano y M. Cornelio Nigrino Curatio Materno, un nativo de la vieja Edeta (en Liria,
Valencia), en la Citerior, que también se había procurado un nombre en el ejército. Al final, Trajano
fue el elegido, pero ello parece deberse a que otro tercer hispano, el mencionado L. Licinio Sura,
influyó decisivamente sobre Nerva.
El acceso de Trajano al trono imperial ( 98 d.C.) favoreció aún más los intereses de este grupo de
nativos de la Península, ligados entre sí por lazos familiares, por matrimonio o por intereses comunes
en los negocios y la política. Licinio Sura fue confidente y hombre de confianza de Trajano y extendió
su influencia en el reinado siguiente; M. Annio Vero, el padre de la futura emperatriz Faustina y
abuelo de Marco Aurelio, fue cónsul tres veces en los reinados de Trajano y Adriano; P. Acilio Atiano,
originario de Itálica, co-tutor con Trajano del joven Adriano y prefecto de Pretorio; los Minicios de
Barcino, para quienes la llegada al trono de Trajano supuso el comienzo de una dinastía de cónsules
extendida en tres reinados; L. Julio Urso Serviano, contemporáneo y amigo de Trajano y Sura, era
universalmente considerado como uno de los posibles sucesores de Trajano y ello le acarreó un trágico
destino cuando su cuñado, Adriano, ascendió al trono; Q. Valerio Vegeto, de Iliberris (Granada), fue el
fundador de otra prolífica e interesante dinastía de consulares, cuya ascendencia aumentó al
emparentar por matrimonio o ser adoptado uno de sus miembros por los Mumios, otra importante y
extensa familia de origen hispano, cuyo más famoso representante, L. Mummius Niger Q. Valerius
Vegetus Severinus Caucidius Tertullus, mostró en su complejo nombre toda la prosapia de sus
antepasados…
Es importante resaltar que no se trataba de un clan endogámico y excluyente al que su origen ibérico
les enfrentase con senadores de otras procedencias. Por el contrario y aunque en ocasiones acabaron
emparentando con otras gentes hispanas, muchos de ellos casaron o fueron adoptados por familias
senatoriales de la Narbonense, de África, de Italia o Asia. Así, una hermana de Trajano emparentó con
la más rancia aristocracia italiana mientras él mismo casó con un mujer de origen probablemente
narbonense, Plotina, que era también la procedencia de la familia del yerno de Annio Vero, el futuro
emperador Antonino Pío. Y el Mummio de tan largo nombre ( vid. supra) tenía entre sus parientes a la
mujer de Herodes Ático, uno de los hombres más ricos de Grecia y amigo de todos los emperadores
del siglo ii d.C. Lógicamente, estas conexiones se forjaban en Roma e Italia, donde la mayor parte de
estas familias hispanas acabaron residiendo, porque no se trataba de forasteros triunfando en Roma,
sino más bien romanos nacidos en Hispania, y que consideraban que regresaban a su patria tras un
forzado destierro. Incluso, el haber nacido en provincias quizá los hiciera más romanos y a juzgar por
los fragmentos de historia individual que conocemos, fue corriente que muchos de estos senadores
perdieran contacto por completo con sus lugares de origen, salvo si tenían intereses comerciales o
agrícolas en ellos.
Los emperadores adoptivos (siglo ii d. C.) [los marcados con
una línea debajo indica nacimiento o estirpe en Hispania]
[Fig. 101] Cuadro genealógico de los emperadores de origen hispano, de Trajano a Comodo (98-192
d.C.), según J. Gómez-Pantoja
II.6.2.1 Trajano (98-117 d.C.)
Indudablemente, Trajano encaja en este retrato, porque no parece haber mostrado una especial
predilección por la provincia que le vio nacer, en la que sólo residió de adulto cuando recibó el mando
de la legión VII Gemina. De hecho, toda su asociación posterior con la Península Ibérica se redujo a la
tutoría sobre un pariente lejano, el futuro emperador Adriano, y el que en su reinado se llevasen a cabo
algunas obras públicas de extraordinario porte, como el puente de Alcántara, el faro de La Coruña (la
llamada Torre de Hércules) y, verosímilmente, el acueducto de Segovia, que quizá heredó a medio
hacer de Domiciano, pero inauguró él. También otras construcciones de menor porte, como el puente
de Chaves (Portugal) o el Salamanca; y una extensa remodelación de la red viaria peninsular,
atestiguada por los numerosos miliarios que portan su nombre.
El interés de Trajano estaba en otra parte, porque con él se reeditó la política exterior agresiva y de
corte imperialista tan característica de la época republicana y que Augusto frenó al final de su reinado.
Los dos objetivos de Trajano fueron: a) el bajo Danubio, donde la actividad de las tribus dacias había
empezado a manifestarse en época de Domiciano; y b) la frontera oriental del Imperio, donde la
competencia con los partos venía dando problemas desde un siglo antes y, de forma especial, desde la
época de Nerón.
En el primer frente, Trajano conquistó en dos campañas ( 101-2 y 105-6 d.C.) la extensa región al
norte del curso bajo del Danubio que, básicamente, corresponde a las tierras altas de Transilvania. Es
decir, la parte central y occidental de la moderna Rumanía, un extenso territorio rápidamente
anexionado como provincia del Imperio y colonizado con tanto éxito que el latín siguió hablándose
incluso después que Roma evacuase la zona en el 270 d.C. Aparte de la inestabilidad que los dacios
podían crear en las fronteras de Panonia y Moesia, el interés primordial de la conquista parece haber
venido de la riqueza aurífera de los Alpes transilvanos, singularmente de las minas de Alburnus Maior
(Rosia Montana).
Las campañas en Oriente fueron más largas, duras y difíciles que las de Dacia. Partiendo de la sólida
base de la provincia de Siria, Trajano anexionó al Imperio el reino de los nabateos (la región
fronteriza entre Jordania, Arabia Saudí y el Sinaí), con los que formó la provincia de Arabia. La
importancia de la región derivaba del control de las rutas de caravanas hacia Asia y China y de los
accesos marítimos del golfo Pérsico, que permitían el enlace naval con India, Ceylán y el Extremo
Oriente. De estos lugares llegaban especias, perfumes, sedas, telas preciosas y otros productos de lujo,
que se cambiaban por manufacturas y oro. En dirección contraria, Trajano protegió las provincias
asiáticas y la parte central y norte de Siria anexionando las comarcas ribereñas de los cursos altos de
los ríos Tigris y Eúfrates y constituyendo con ellas
[Fig. 102] Estatua heroizada de Trajano procedente del Traianeum de Itálica (Santiponce, Sevilla)
(Museo Arqueológico de Sevilla)
las provincias de Mesopotamia y Armenia, que sirvieron de eficaz glacis frente a la presión de los
persas. Esta inusitada actividad bélica revivió el militarismo de la época republicana y de Augusto,
con abundantes y masivas reclutas de legionarios y auxiliares. A diferencia de lo sucedido cien años
atrás el esfuerzo de recluta no procede ya de Italia, sino de las provincias occidentales más
romanizadas, como África, las tres Hispanias y Galia Narbonenses, siendo las regiones fronterizas las
que procuraban las tropas auxiliares. Destacamentos de la legión VII Gémina, el regimiento de
guarnición en Hispania, participaron en las guerras dácicas y en las campañas orientales.
Como sucedió después de las guerras civiles, el emperador repartió parte de los beneficios del botín
entre sus súbditos. Las cantidades de oro apandadas en Dacia fueron tan ingentes que los festejos que
acompañaron el triunfo de Trajano (106 d.C.) duraron casi cien días y dejaron huella en Roma; además
de espectáculos en el anfiteatro, banquetes y otras gratuidades, con esos dineros se financiaron, por
ejemplo, las obras públicas antes mencionadas. Además, la riqueza puesta en circulación por la
conquista permitió que muchos particulares embelleciesen a su costa su patria chica u otros lugares
con los que estaban relacionados por residencia o patronato, emulando al emperador en la
construcción de bibliotecas, templos, foros y otros edificios públicos.
Este esplendor económico se vio acompañado por la esencial rectitud e integridad del emperador, que
reunía en su persona todos los poderes pero los ejercía con magnanimidad y al servicio de los
intereses del Estado y de sus súbditos. Trajano fue el optimus princeps, que compatibilizó en su
persona el gobierno absoluto con el respeto a la libertas republicana (es decir, el mantenimiento y
desarrollo de las funciones y privilegios de la clase senatorial) y la preocupación por el bienestar del
Pueblo romano. De ahí que las opiniones sobre su persona y obra hayan sido siempre favorables y se
considere su reinado como el culmen de la felicidad del Imperio, así como el modelo con el cual
comparar a otros emperadores.
II.6.2.2 Adriano (117-138 d.C.)
El único inconveniente del reinado de Trajano es que él y su mujer, Plotina, no tuvieron descendencia,
lo que dejó de nuevo abierto el problema sucesorio. De acuerdo con los principios que guiaban a los
conjurados contra Domiciano y a ejemplo de lo que pasó en su propia designación, Trajano debería
haber buscado un candidato a la sucesión que fuera, a la vez, de su confianza y aceptable para el
Senado. Sin embargo, las cosas no sucedieron así.
Trajano se encontraba en campaña en Mesopotamia cuando se sintió súbitamente enfermo y murió
(117 d.C.). Al parecer, en el último momento decidió que su sucesor debía de ser Adriano, hijo de un
primo suyo y de quien había sido tutor desde que quedó huérfano de corta edad. Las relaciones de
Adriano con el emperador se hicieron aún más estrechas cuando la emperatriz le convirtió en su
favorito, luego de su matrimonio con una sobrina nieta de Trajano. Por eso, la inesperada muerte del
emperador y de otros sucesos posteriores hicieron correr el rumor de que la emperatriz había ocultado
la muerte de Trajano durante varios días, el tiempo suficiente para enviar cartas al Senado y al propio
Adriano anunciando la designación. Éste, que era gobernador de la bien guarnecida provincia de Siria,
acudió rápidamente a la cremación de Trajano y se tomó con calma la vuelta a Roma, mientras el jefe
de los pretorianos se encargaba de ejecutar a cuatro distinguidos senadores que habían sido los más
cercanos colaboradores de Trajano y quizá, uno de ellos su presunto heredero.
Aunque en lo externo la subida al trono de Adriano acabó presentándose como un ejemplo de adlectio
aprobada por el Senado, en la práctica se trató de un caso claro de conjura dinástica, pergeñada en
palacio y basada en la proximidad familiar o afectiva, sobre la que el Senado nada pudo opinar.
Quizá debido a esa circunstancia –y también a la escandalosa ejecución de los cuatro consulares–, las
relaciones de Adriano con el Senado nunca fueron tan buenas como las que había mantenido su
predecesor y eso a pesar de que Adriano hizo
[Fig. 103] Busto del emperador
Adriano, Sevilla
ingresar en la curia a muchos hispanos. Las discrepancias venían, para empezar, en el asesoramiento
que anteriores emperadores habían buscado en ese cuerpo y que Adriano sustituyó por el de un consejo
más reducido, el de sus amigos, que en este momento se oficializa. Además, el poder absoluto del
emperador exigía más administradores que políticos, por lo que aumentó el número y las funciones de
los procuratores, los funcionarios del orden ecuestre que restaron protagonismo e influencia a los
senadores. Paradójicamente, ese ordo seguía contando con el mayor prestigio social y muchos de los
ecuestres que se distinguían en sus funciones eran admitidos en la clase senatorial por designación
(vid. vol.II, II.9.1.2-3).
Y el tercer motivo de distanciamiento del Senado fue la extraordinaria actividad viajera de Adriano.
Sabedor de la creciente importancia de las provincias, recorrió el Imperio en una escala no conocida
desde la época de Augusto. De sus veintiún años en el trono, sólo en los seis últimos (132-138 d.C.)
residió de forma continua y permanente en Roma. Antes, sólo había estado en Roma de junio del 118 a
mayo del 121 d.C., algunas temporadas del bienio 125-126 d.C. y el verano del 128 d.C., casi siempre
de paso de un extremo a otro del Mediterráneo o mientras recorría Italia. Durante el resto del tiempo,
la corte imperial se trasladó con frecuencia desde Britania al Eúfrates, del Bajo Rin a la Primera
Catarata del Nilo, Adriano literalmente visitó todas las provincias del Imperio, con especial énfasis en
Grecia y en Atenas, donde fue nombrado arconte honorífico de la ciudad y prácticamente declarado
hijo adoptivo de Grecia. En Hispania sólo hay constancia de su estancia en el invierno 122-123 d.C. en
Tarraco, donde recibió a delegados de las ciudades de las tres provincias, resolvió pleitos pendientes
(CIL II2/7, 776), convocó en consejo a las tres provincias y construyó y restauró edificios y templos a
su costa, pero también sufrió un intento, fallido, de asesinato.
Una de las razones de estos extensos y prolongados viajes de Adriano fue su intento de asegurar las
fronteras del Imperio, renunciando a la política de expansión a ultranza de Trajano. En 123 d.C., hizo
la paz con los Partos, situando en el Eúfrates el límite oriental del Imperio; y en los lugares en los que
los potenciales enemigos de Roma carecían de una organización política y social que garantizase
acuerdos a largo plazo, Adriano optó por la construcción de fronteras fortificadas a lo largo de
accidentes geográficos de fácil control. La obra más conocida es el Muro que separa el límite norte de
Britannia de los pictos escoceses, pero obras similares –e incluso más extensas– se construyeron en el
norte de África, en Oriente y en el interfluvio RinDanubio.
La consecuencia de esta política fue la mayor carga de reclutamiento sobre las provincias más
antiguas, sobre todo las occidentales, y la aparición por primera vez, de la conscripción regional: las
unidades acuarteladas en determinadas provincia, buscaban sus reclutas en la misma provincia y sólo
en caso de necesidad requerían soldados de otras partes. Para aumentar la base de recluta, Adriano
extendió la ciudadanía romana plena a muchos municipios que aún seguían rigiéndose por el esquema
flavio. La consecuencia fue la regionalización del Ejército, cuyas guarniciones quedaron identificadas
de forma permanente con un campamento o una provincia, como sucedió de forma conocida con la
legio VII y su base, simplemente llamado Legio [León]. Al mismo tiempo, las provincias hispanas
seguían proporcionando un alto número de reclutas para las legiones y ello fue reconocido de forma
patente por Adriano; en este sentido se conocen monedas de su reinado que ensalzan el exercitus
hispanicus y otras con la efigie de Hispania, que pueden interpretarse como símbolos de la unidad
regional de las tres provincias hispanas, pero también como ejemplo de su contribución militar,
porque frecuentemente su símbolo es una doncella vestida de legionario, como en la famosa
representación de las columnas de templo del Divino Adriano que pueden verse todavía en el edificio
de la Bolsa de Roma.
Tratándose de un largo reinado, generalmente pacífico en el núcleo central del Imperio, las provincias
más romanizadas como Hispania parecen haber prosperado
[Fig. 104] Miliario del emperador Adriano procedente de Itálica
(Museo Arqueológico de Sevilla)
enormemente, siquiera porque el esfuerzo militar en las fronteras propició una alta demanda de
productos mediterráneos en lugares que no podían abastecerse por sí solos. El aceite y el vino de la
cuenca mediterránea, las manufacturas de Italia, la Galia y Oriente, los caballos hispanos, los granos
de África e Hispania, parecen haber entrado en una fase de expansión, incrementada por la legislación
imperial que favorecía la puesta en cultivo de tierras incultas o abandonadas, independientemente de
quién fuera su propietario. El mismo deseo de facilitar la iniciativa económica se trasluce en la
regulación minera del periodo, que facilitaba la explotación a pequeña escala de los cotos mineros
(vid. vol.II, II.8.2.4).
Como sus dos predecesores, el matrimonio de Adriano y Sabina fue estéril y los últimos años del
reinado fueron inciertos por la cuestión sucesoria. En el 136 d.C., Adriano adoptó formalmente a un
miembro de una familia senatorial, que pasó a llamarse L. Elio César. Y del mismo modo que su
reinado había comenzado bajo la sospecha de haber inducido el asesinato de los colaboradores más
estrechos de su predecesor, fue a terminar con la certeza de otros crímenes capitales: Adriano
desconfió de su cuñado y de su nieto, de quienes creía que podían cuestionar con éxito su arreglo
sucesorio, y forzó su suicidio. Esta medida se mostró cruelmente inútil, porque su candidato, afectado
de una enfermedad crónica y mortal (quizá tuberculosis), falleció apenas un año después de su
designación, a comienzos del 138 d.C. Entonces, Adriano puso en práctica el espíritu de los
fundadores de su dinastía y se volvió hacia el Senado en busca de un sucesor: el elegido fue un hombre
de edad avanzada, buen temperamento, no excesivamente ambicioso y al parecer, bien querido por
todos. Además, no tenía hijos varones, pero si una hija y un sobrino, que fue inmediatamente adoptado
como hijo y, cuando su prima tuvo edad suficiente, casado con ella. El contraste entre Adriano y su
sucesor era de carácter y experiencia: mientras aquél había recorrido el mundo entero y tenía una larga
experiencia militar, su heredero apenas había permanecido en el Ejército el tiempo justo, no había
salido de Italia más que en una ocasión (en 135-136 d.C., para gobernar Asia) y, al parecer no sintió
mayor necesidad de hacerlo una vez en el trono. Tales disparidades parecen justificar la pretensión de
algunas fuentes antiguas de que Antonino no era más que un expediente para traspasar el trono a su
sobrino, el futuro Marco Aurelio, en quien, por razones desconocidas, Adriano pareció haberse fijado
especialmente.
Adriano murió víctima de una cruel enfermedad y profundamente impopular, lo que resulta un tanto
sorprendente desde nuestro punto de vista, porque es quizá el emperador más cercano a nosotros.
Liberal, amigo de las artes, honrado y, hasta cierto punto, pacífico. Sin embargo, para la gente de su
época, su reinado se inició con asesinatos y terminó de igual modo; además, le tocó organizar y
estabilizar el Imperio, adaptando su administración a lo que realmente era, lo que necesariamente
debió causar algunas tensiones que los senadores no le perdonaron, como tampoco perdonaron a
Claudio. Finalmente, debió haber en su personalidad algunos rasgos de excentricidad que le
asemejaban a Nerón y Domiciano y quizá sus contemporáneos sintieron que no era fácil tratar con él.
II.6.2.3 Antonino Pío (138-161 d.C.)
A pesar del modo en que subió al trono y su avanzada edad ( 51 años), el reinado de Antonino Pío duró
23 años y en verdadero tributo a su persona y carácter, hay poco que decir sobre él. Incluso su subida
al trono, a pesar de lo súbito del nombramiento, transcurrió sin más incidente que su interés en
convencer a un Senado poco entusiasta de la conveniencia de que Adriano recibiera honores divinos,
como era la costumbre con los “buenos emperadores”. Al final, sus esfuerzos dieron su fruto y
Antonino recibió por ellos el sobriquete de Pío.
Desde el punto de vista de gobierno, su acción parece haberse desarrollado en las mismas líneas
marcadas por Adriano: fronteras fijas o con escasas variaciones (los 65 kilómetros de avance hacia
Escocia de la frontera de Britania, la línea del Neckar en Germania) y una política más preventiva que
agresiva, lo que fue posible gracias al rédito militar y organizativo heredado de Trajano y Adriano. El
poder de Roma era tan grande que Antonino ni siquiera hubo de emplear la fuerza para repeler
amenazas: bastaba mostrar su disposición a usarla como cuando una carta al rey de Partia bastó para
abortar sus planes de invasión de Armenia. Aún así, los problemas podían ser localmente graves,
como las diversas invasiones de moros sufridas por la Bética y la Citerior en 145-150 d.C., o los
levantamientos populares en Egipto y Judea. Incluso en el frente oriental, la amenaza parta obligó a
una intensa actividad diplomática en los reinos clientes fronterizos.
Respecto a Hispania, apenas hay datos que permitan trazar una historia coherente. La burocracia y la
centralización imperial repercutieron en el buen gobierno provincial; ayudó a las ciudades, reduciendo
las cargas del cursus publicus y construyendo a sus expensas numerosos edificios, y promovió la
constitución de fondos caritativos (CIL II, 1174). A la vez, se redujo el gasto público, y la sobriedad
de la Casa Imperial permitió la consolidación de un superávit. Esta situación de plenitud coincide con
la bonanza económica y de influencia social de las ciudades peninsulares, sobre todo las béticas,
enriquecidas por el comercio aceitero (CIL II, 1167-69), a pesar de que la cantidad de ánforas béticas
en el Testaccio disminuye en este periodo (vid. vol.II, ii.8.4). El benevolente reinado de Antonino, más
dado al consenso que a la coerción, fue celebrado repetidas veces por las ciudades hispanas, en las que
abundan sus dedicatorias y se conservan al menos dos epístolas imperiales interesándose por asuntos
de la Bética (CIL II2/5, 1322).
II.6.2.4 Marco Aurelio (161-180 d.C.)
El mejor síntoma del increíble éxito de Antonino fue que su reinado ocurrió como un mero trámite.
Adriano había impuesto a su sucesor la adopción de su sobrino político M. Anio Vero, un joven de
diecisiete años, de estirpe bética y medio pariente del propio Adriano. Como solía ser corriente, el
adoptado tomó el nombre de su nuevo padre y de ahí que el personaje haya pasado a la historia con su
nombre adoptivo, M. Aurelio. En 145 d.C., Antonino le casó con su hija Faustina (de sólo quince años)
y al año siguiente lo asoció al trono, convirtiéndose de este modo en el emperador romano con más
completa experiencia y formación. Lo más destacado del personaje fue su entrega ejemplar a un deber
que le debía ser extraordinariamente ajeno por inclinación y aptitudes, ya que parece haber sido un
seguidor estricto de la doctrina estoica e incluso sus carnets personales (Meditaciones,
originariamente escritos en griego) se consideran como uno de los mejores tratados sobre esa
filosofía. Además, durante los ocho primeros años de su gobierno, compartió el trono con su hermano
adoptivo, L. Elio Vero, mucho más joven que él e impuesto a Antonino Pío por Adriano. En 161 d.C.,
y contra todas las expectativas, Marco Aurelio nombró a Vero corregente, le dio su propio nombre
familiar (Verus) y lo casó con una de sus hijas. De nuevo, el contraste entre Marco Aurelio y su colega
debió de ser sorprendente, porque mientras aquél era un devoto del deber, aunque fuera contrario a sus
inclinaciones, éste es descrito como un buen muchacho sin grandes vicios, pero tampoco grandes
virtudes, más dado a las diversiones que al duro trabajo. En cierta medida, su inesperada muerte
supuso una ventaja para todos, porque al pacífico Marco Aurelio le tocó en suerte quizá el periodo
más complicado y lleno de amenazas que hasta ese momento había sufrido el Imperio. De sus veinte
años de reinado (161-180 d.C.), apenas cuatro transcurrieron sin duros combates en alguna frontera,
especialmente las centroeuropeas, lo que entrañaba la especial resonancia de una amenaza cercana a
Roma.
El súbito paso del tranquilo periodo de Antonino al turbulento de Marco Aurelio seguramente requiere
explicación, porque el cambio se cree a todas luces inesperado. Sin embargo, con la perspectiva de los
años, parece claro que la crisis venía labrándose desde mucho tiempo antes. Efectivamente, la
expansión imperialista de Trajano había aportado al Imperio un superávit de riqueza que, manejada
astutamente por Adriano y de forma austera por Antonino Pío, había provocado la sensación de
riqueza característica de la primera mitad del siglo ii d.C. Sin embargo, el frenazo a la conquista –a su
vez, una de las causas del optimismo de la época– dejó al Imperio a merced de sus propios recursos y
con el lastre de unos gastos suntuarios tan engranados en la práctica social que difícilmente era
posible que algún aspecto de la vida cotidiana funcionase sin el socorro de los adinerados. La
prosperidad generalizada y los gastos de defensa provocaron un notable déficit de capital (es decir, de
metales preciosos), exportados en parte hacia Oriente en pago de mercaderías de lujo, y en parte hacia
la periferia del Imperio en forma de soldadas para el Ejército, cada vez más numeroso y mejor pagado.
En cierto modo, Roma estaba financiando y armando a sus enemigos potenciales. La producción
interna, falta de capital en muchos momentos, debió estancarse o incluso disminuir, mientras que las
demandas suntuarias seguían aumentando. Una de las grandes beneficiadas de este sistema fueron las
ciudades, cuyo florecimiento se debió en gran medida a la generosidad de sus más ricos ciudadanos,
interesados en lograr el control político y administrativo a cambio del despliegue de espectáculos,
edificios y otras gratuidades. El costo cada vez mayor de esas exigencias provocó la lógica retracción
de los ricos patronos, que renunciaron a los honores y cargos públicos o se refugiaron en el campo
para evitar las excesivas cargas que recaían sobre los de su posición.
Un buen ejemplo de este círculo vicioso de gastos suntuarios indisolublemente asociados con
funciones y necesidades cotidianas e imprescindibles, lo ofrece la legislación de Marco Aurelio
concerniente a los espectáculos del anfiteatro. La

[Fig. 105] Anfiteatro de Itálica (Santiponce, Sevilla)


costumbre del último siglo y medio exigía que los flámines y otros sacerdotes locales y provinciales
agradecieran el honor conferido mediante extravagantes festivales y dispendios, de los cuales el más
popular fueron los gladiadores y su acompañamiento de otros juegos de anfiteatro. La competencia
entre los promotores de estos espectáculos llegó a ser tal que estaban dispuestos a gastarse fortunas
para conseguir la exhibición más extraordinaria, más novedosa o sorprendente. El premio por ello era
alto: el reconocimiento y gratitud universal de sus ciudadanos y la larga memoria del festejo
indisolublemente ligado a su nombre. El costo de estos juegos alcanzó tales extremos que hubo
emperadores que trataron de controlar el imparable crecimiento de los precios mediante altísimos
gravámenes del 25 y el 30 por ciento del gasto total del espectáculo; al cabo de unos años, sin
embargo, los precios seguían subiendo porque los lanistas no pagaban al fisco pero sí repercutían a los
promotores el impuesto, y las consecuencias comenzaron a notarse: los candidatos a los puestos
sacerdotales y a las magistraturas urbanas se retraían al nombramiento y con ello, las cajas de las
ciudades incurrían en déficit. Para tratar de controlar esta espiral envenenada, al final de su reinado
Marco Aurelio legisló aprobando una tarifa de precios fijos para los espectáculos de anfiteatro, que
conocemos porque su copia más completa es una tabla de bronce hallada en Itálica a fines del siglo
xix y ahora expuesta en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid (CIL II, 6278). Es muy posible
que esta norma, como otras tarifas antiguas, tuviera un éxito relativo.
Los principales conflictos militares a los que debió hacer frente Marco Aurelio se situaban en la
frontera oriental, donde los partos amenazaban seriamente Armenia y las provincias romanas. Ello
obligó a una desgarradora guerra que duró del 161 al 166 d.C. Al año siguiente, y durante la década
posterior una terrible pandemia, la peste, azotó Roma y los lugares más poblados del Imperio,
causando una gran mortandad, que rebrotó ocasionalmente en el reinado de Cómodo y continuó más
tarde. Al mismo tiempo que este suceso, la región danubiana se vió amenazada por cuados y
marcómanos, pueblos germanos que buscaban atravesar las líneas romanas para acercarse al
Mediterráneo. Como el futuro se encargaría de mostrar, estos “invasores” no eran sino los primeros
síntomas de grandes movimientos de población que empezaban a producirse en Asia Central y cuyas
repercusiones duraron varios siglos, afectado de forma sustancial al Imperio Romano. La contención
de esta presión fronteriza obligó a Marco Aurelio a pasar largas temporadas en campaña y fuera de
Roma. Por si fuera poco, en 175 d.C., el rumor del fallecimiento del emperador parece haber sido la
disculpa para que el poderoso gobernador de Siria, Casio, se pronunciase reclamando su derecho al
trono. El peligro de la revuelta residía, además de en sus más o menos claras conexiones palaciegas,
en que desde que los ejércitos se habían vuelto regionales, sus intereses locales podían primar sobre
los del Imperio: el rebelde Casio era de origen alejandrino y ello le aseguraba la simpatía de la parte
oriental. Al final, la crisis terminó con el asesinato del rebelde.
Una profunda crisis económica, unida a la grandísima mortandad causada por la pandemia no es,
aparentemente, uno de los mejores momentos para que el Estado realice gastos extraordinarios para
atajar durante más de diez años invasiones recurrentes. Si Marco Aurelio consiguió rechazar esas
amenazas fue, en gran medida, por su presencia en los diversos frentes y por una administración
austera e inteligente de los recursos disponibles.
Hispania podía estar lejos de las amenazas militares provocadas por partos y germanos pero sufrió de
lleno la crisis económica y también tuvo su parte alícuota de invasiones. Estas últimas no fueron sino
manifestaciones más graves de las incursiones moras del reino anterior: en 170 d.C., gentes beréberes
de la vecina Mauritania cruzaron el Estrecho y sembraron la devastación en la Bética, obligando a
colocar la provincia bajo la autoridad del gobernador de la Citerior, es decir, al cuidado directo del
emperador. Unos años después, en 175 ó 177 d.C., se produjo una nueva razia, que fue rechazada por
el gobernador de la Tingitana; a juzgar por los lugares que lo celebraron como su liberador, los asaltos
afectaron tanto en la vertiente mediterránea de la provincia (Singilia Barba, cerca de Antequera) como
al mismo valle del Guadalquivir (Italica).
Además, de nuevo el Monte Testaccio en Roma atestigua una disminución de las importaciones de
aceite bético, quizá por la competencia del aceite africano, más barato (aunque de peor calidad) que
arrancó mercado a las producciones hispanas (vid. vol.II, II.8.4.1). Más difícil de cuantificar es la
disminución del número de construcciones de esta época o de piezas suntuarias datadas en el periodo,
porque la cronología arqueológica es meramente aproximada y resulta difícil situar fenómenos de esta
condición en pocos años. En cambio, sí que es aparente la caída en el número de miliarios con el
nombre de Marco Aurelio o con el de éste y su hijo Cómodo, que puede interpretarse como un signo
de menor cuidado de las obras públicas.
II.6.2.5 Cómodo (180-192 d.C.)
Aunque en aparente disconformidad con la práctica de anteriores emperadores, Marco Aurelio asoció
al trono al único de sus hijos varones que había sobrevivido a la infancia, Cómodo, cuando sólo tenía
quince años (178 d.C.), siendo el primer emperador romano nacido en la púrpura. Para los antiguos
esta elección fue trágica, porque en contraste con la bonhomía de su padre, Cómodo ha pasado a la
historia como un cruel y depravado tirano. El cambio es atribuido a la influencia de su madre, a la que
en la última parte de su vida se le achaca generalmente una conducta licenciosa e impropia de su
condición y de su marido.
Lo que se achacaba a Cómodo eran comportamientos excéntricos y escandalosos y el que fácilmente
dejaba en manos de personajes de baja estofa la administración del Imperio, mientras él se encerraba
en Palacio: Sotero, Perenne, Cleandro son los nombres de algunos de estos favoritos, algunos de ellos
de condición servil, de quienes había sobradas pruebas de que manejaban los asuntos públicos a su
conveniencia y provecho mientras corrían rumores cada vez más confirmados de la despreocupación
por lo público del emperador y su conducta depravada.
En este ambiente, la caída de los favoritos se producía cuando sus escándalos causaban trastornos o
revueltas, porque Cómodo parece haber actuado únicamente al percibir que el problema le afectaba
directamente o cuando se hacía suficiente ruido. A Perenne lo echó la sublevación de los soldados de
Britania, mientras que con Cleandro acabó la revuelta del Pueblo de Roma en 190 d.C., por una grave
carestía de trigo. La crisis más peliaguda la protagonizó en 187 d.C. un tal Materno, desertor del
Ejército, quien reunió en torno a sí a una cuadrilla de saqueadores que asolaron las ciudades de Galia y
de Hispania, donde las correrías parecieron limitarse a las tierras de la ribera norte del Ebro. Materno
incluso intentó asesinar a Cómodo, lo que provocó que el gobernador de Aquitania finalmente tomara
cartas en el asunto y terminara radicalmente con el disturbio.
Dada la profunda inseguridad pública y el descuido de los asuntos públicos por parte del emperador,
no es extraño que se fomentasen los intentos de magnicidio. El de Materno fue el segundo, porque
antes un sobrino de Cómodo también lo había intentado. Además, a partir de la caída de Cleandro, la
conducta imperial se volvió megalómana, en parte como reacción al miedo que empezaba a sentir por
los repetidos intentos de asesinato. De ahí que la desconfianza y las continuas amenazas de Cómodo
contra sus próximos, de quienes, con todo realismo, sospechaba que podía venir el peligro que acabara
cuajando en complot. En la última noche de 192 d.C., el mayordomo de Palacio, el jefe de la guardia y
la concubina favorita, envenenaron primero y luego estrangularon al hijo de Marco Aurelio.

II.6.3 La dinastía Severa y la crisis del siglo iii d.C.


La presentación más corriente de la Historia de Roma coloca en el momento de la muerte de Cómodo
(192 d.C.) el final de “los buenos tiempos” y el inicio del lento declinar imperial, o, al menos, el
comienzo de un siglo, el iii de la Era, atestado de problemas. De pronto, las amenazas fronterizas
crecieron por encima de las capacidades militares, y la sensación de derrota causó inestabilidad
política. Asimismo, el aumento de los costos militares provocó a su vez la contracción económica que
estuvo en el origen del desasosiego social propio del momento.
Sin embargo, la estructura responde más a efectos retóricos –después de un periodo de esplendor sólo
puede seguir el declive– que a la realidad. Como hemos visto, la amenaza fronteriza había ido
creciendo gradualmente durante el siglo ii d.C. al compás del agravamiento de la situación económica
durante el reinado de Marco Aurelio y, sobre todo, de Cómodo. Y como veremos, esas
transformaciones siguieron actuando a lo largo del siglo iii d.C., de modo que la situación de Roma en
el siglo iv d.C. poco tenía que ver con la del tiempo de Augusto o Trajano. Pero eso es lógico en una
sociedad viva y dinámica como la romana, que fue capaz de extraer de los malos momentos los
fundamentos de una estrategia con la que afrontar, con más fuerza si cabe, la nueva situación.
II.6.3.1 La guerra civil (192-196 d.C.)
El asesinato de Cómodo obligó a los magnicidas a tener preparado un recambio en el trono. Y el
elegido fue el segundo en dignidad tras el emperador, el Prefecto de la ciudad, P. Helvio Pértinax, de
cuya biografía lo más destacado era que su padre había nacido esclavo pero que prosperó lo suficiente
como para llevar a su hijo al Senado, y de ahí al trono imperial. Tras haber comprado la aquiescencia
de los pretorianos mediante generosos sobornos, Pértinax trató de cambiar demasiadas cosas de
pronto, lo que le llevó a enemistarse con los pretorianos y los libertos imperiales, a los que acabó
acusando de la situación del Imperio. No debe extrañar que estos dos poderosos grupos conspirasen
contra él hasta ser asesinado sin haber cumplido tres meses en el trono. Su sucesor, Didio Juliano,
ganó el trono después de haberse subastado el precio de la lealtad de los pretorianos. El asesinato de
Pértinax y la escandalosa conducta de Juliano justificaron que tres comandantes de los distritos
fronterizos proclamasen su derecho al trono casi simultáneamente. Septimio Severo, al frente de la
frontera danubiana, fue el primero en hacerlo y aprovechó su cercanía a Roma para enviar sus tropas
contra Juliano, a quien depuso y asesinó en junio; casi al tiempo, se sublevó también el gobernador de
Britania, Clodio Albino, pero éste quedó rápidamente neutralizado cuando Severo, con más tropas que
él, le ofreció que fuera su colega. De este modo se neutralizaba a quien sin duda era el contendiente
más fuerte, Pescenio Níger, el general al frente del poderosísimo ejercito sirio. Si se considera que,
desde época de Adriano, el Ejército romano se alimentaba fundamentalmente de reclutas de la región
donde estaba acantonada, no debe extrañar que cada uno de los sublevados encontrase sus mayores
apoyos entre las poblaciones locales. Níger lo hacía en las provincias orientales, lo que le daba la
ventaja de las riquezas de las regiones más prósperas del Imperio y, además, fuertemente militarizada
en razón de la amenaza de los partos. Los apoyos de Albino, en cambio, estaban en Britania (donde era
gobernador), en Galia, en Hispania y en África, de donde era natural. Severo, por su parte, contaba con
las simpatías y las tropas de las regiones fronterizas del Rin y el Danubio, el control de Roma e Italia
y el apoyo de las provincias africanas, de donde era originario pues había nacido en Leptis Magna
(cerca de la actual ciudad libia de Homs). En este panorama, Severo, reconocidas sus pretensiones
imperiales por el Senado y neutralizada la amenaza de Albino mediante una alianza de conveniencia,
la emprendió contra Níger, a quien derrotó a comienzos del 194 d.C. Luego, las relaciones entre
Severo y Albino fueron agriándose, sobre todo cuando el primero manifestó claramente que sus planes
de gobierno no incluían a su aliado. Tras el paréntesis impuesto por las presión parta sobre Oriente, y
luego de que Albino trasladase sus tropas a Galia en el 196 d.C. (las legiones britanas y la VII Gemina
hispana) para amenazar Italia, Severo le derrotó junto a Lyón quedando como único gobernador del
Imperio.
II.6.3.2 Septimio Severo (193-211 d.C.)
A partir de ese momento, la preocupación imperial se volvió hacia el Este, porque los partos habían
aprovechado la debilidad romana durante la guerra civil para amenazar las provincias y en general
desestabilizar las regiones. En una corta y breve campaña en 195 d.C., los romanos atacaron la región
situada en la cabecera del Tigris y el Eufrates; dos años después, en una mejor preparada campaña,
Severo condujo sus tropas río abajo hasta la capital parta, la capturó, saqueó y se dice que mató a sus
habitantes varones y esclavizó a sus mujeres e hijos. Severo permaneció en Oriente otros cinco años,
organizando las nuevas provincias creadas en las regiones septentrionales, Osroene y Mesopotamia,
que devolvían las fronteras del Imperio a las de los últimos años del reinado de Trajano. También
intentó dominar la ruta de las caravanas, capturando sus últimas etapas antes de alcanzar los límites
del Imperio.
En los años siguientes, desde Roma, acabados los asuntos urgentes, Severo se dedicó a reorganizar el
Imperio, adaptándolo a lo que desde su punto de vista requería la nueva situación de emergencia: un
ejército más numeroso, mejor entrenado y más leal al emperador, lo que consiguió con mejores pagas
y ventajas legales y sociales. Una de las medidas más sonadas y populares fue, precisamente, el
permiso a los soldados para contraer matrimonio legal mientras durara el servicio de armas, algo a lo
que antes sólo tenían derecho una vez licenciados; aunque la medida podía parecer revolucionaria en
una sociedad tan tradicionalista como la romana, no hacía sino reconocer lo que era práctica habitual
en unas legiones que habían dejado de ser un ejército de maniobra para convertirse en una tropa de
guarnición. Las uniones conyugales de los soldados eran tan corrientes que se había hecho común
legitimarlas a posteriori cuando se producía el licenciamiento, otorgando con ello plenos derechos
civiles a los descendientes. Severo era un soldado fogueado y era consciente de que la lealtad de las
unidades militares era una cuestión monetaria; y para llenar el exiguo tesoro imperial, vaciado por la
extravagancia de Cómodo y por la guerra civil subsiguiente, recurrió al botín –la campaña pártica–, la
purga política o las reformas fiscales que hicieron corresponsables a los ricos del pago de las cargas
tributarias de sus conciudadanos.
El segundo motivo de desazón de Severo era asegurar la continuidad de su dinastía. Él llegó al trono a
una edad madura y con dos hijos aún pequeños de un segundo matrimonio. En el 195 d.C., en el
contexto de su competencia con Albino, Severo se autoadoptó en la familia de Marco Aurelio,
cambiando su nombre de acuerdo con esta circunstancia. En el 198 d.C., el hijo mayor (al que se
conoce como “Caracalla” por su gusto por la prenda de abrigo con capucha de ese nombre típica de la
Galia) alcanzó la mayoría de edad y fue elevado a la categoría de Augusto o corregente, al estilo de lo
que Marco Aurelio había hecho con Cómodo; el otro hijo, Geta, fue simplemente nombrado César,
convirtiéndole de este modo en heredero obligado de su hermano. Si en la monarquía imperial siempre
había sido importante el apoyo del Ejército, con Severo se convirtió en una obligación, porque era el
emperador quien comandaba el afecto y la lealtad de las tropas, bien por razones de prestigio o
comprando su aprecio con dinero y regalos. Para ganar la necesaria popularidad de su hijo mayor,
Severo lo casó con la hija de uno de sus comandantes de confianza, Plautiano, un matrimonio
desgraciado que acabó en tragedia cuando Caracalla consiguió deshacerse a la vez de suegro y esposa
acusándoles de crimen de lesa majestad. Sin embargo, el gran peligro de esta monarquía era la intriga
palaciega y la existencia de dos herederos que fue inmediatamente aprovechada para crear dos
partidos en torno a ellos. Tratando de evitar este peligro, un Severo achacoso y enfermo aprovechó los
problemas existentes en Britania (208 d.C.) para llevarse a los dos hermanos a una campaña
programada para dominar toda la isla. Después de dos años de éxito, Severo murió en Britania en 211
d.C. Antes de su muerte, había reunido a sus dos hijos, Caracalla y Geta, para darles un sólo consejo:
“permaneced unidos, enriqueced a los soldados y no preocuparos de nada más” (Dio Cass., 76, 15, 2).
Sin embargo, nada de esto sucedió porque la desaparición de Severo enfrentó a muerte a los dos
hermanos que habían heredado conjuntamente el trono, y cuya enemistad bloqueó durante diez meses
el gobierno imperial. Se dice, incluso, que se había decidido una división del Imperio, lo que
seguramente hubiera conducido a la guerra civil. Al final, Geta fue asesinado en el 212 d.C.; algunas
fuentes dicen que por su hermano en persona y en presencia de su madre, Julia Domna.
II.6.3.3 Caracalla (211-217 d.C.)
Este asesinato pudo resolver la crisis del doble mando en el Imperio, pero no hizo nada por la buena
fama del monarca, a pesar de las múltiples manifestaciones públicas en contrario. Lo primero que hizo
Caracalla fue comprar con gran dispendio el apoyo de los pretorianos, y una vez conseguido, lanzar
una fulminante y sangrienta purga de los partidarios de su hermano, lo que provocó, según las fuentes,
hasta 20.000 muertos. En ese mismo año, Caracalla realizó su principal aportación a la reforma del
Imperio, la llamada Constitutio Antoniniana, por la que se concedía la ciudadanía romana de forma
universal a todos los habitantes del Imperio. La medida tenía un punto de necesidad, encaminada a
conseguir mayor base reclutable porque fue seguida de un aumento de la tasa sobre herencias, que
pasó del 5 al 10 por ciento. Pero también obedecía al oportunismo político porque la ciudadanía
romana comportaba determinados privilegios fiscales y legales que no podían sino aumentar la
popularidad imperial en unos momentos críticos para el emperador debido al parricidio. En cualquier
caso, la medida no pudo remediar las tensas relaciones entre el emperador y el Senado y aquél,
encontrando muy difícil la vida en Roma, se embarcó a comienzo del 213 d.C. en un grand tour de las
fronteras del Imperio, cerca de las tropas, que le llevó primero a Germania, donde obtuvo una sonada
victoria, y luego hacia Oriente, descendiendo el Danubio hasta alcanzar Asia Menor, Siria y Egipto,
donde residió en los meses entre el 215 y el 216 d.C. Por razones desconocidas, las tropas provocaron
una gran masacre entre los habitantes de Alejandría, que no hizo sino aumentar la fama de crueldad
imperial. El año siguiente, Caracalla emprendió una campaña contra Partia, emulando el ataque de su
padre diez años antes, que se realizó con el mismo éxito. Pero la larga ausencia del emperador de

[Fig. 106] Incripción dedicada por el municipium de Salmantica al emperador Carcalla


(Museo Provincial de Salamanca)
Roma, más sus actuaciones sangrientas provocaron que su propio jefe de guardaespaldas, el prefecto
del Prefecto, atentase con éxito contra su vida, proclamándose emperador y ejerciendo el cargo de
forma efímera, pues él mismo fue asesinado por los partidarios de un sobrino de Caracalla que decía
ser su hijo ilegítimo.
II.6.3.4 Los últimos Severos (218-235 d.C.)
El reinado de Elagábalo o Heliogábalo ( 218-222 d.C.) empalideció el recuerdo de gobiernos
sangrientos de Cómodo y Caracalla, porque impuso en Roma algunas de las costumbres propias de
Siria que los romanos consideraban depravadas y contrarias a la tradición de la ciudad. A la vista del
descrédito y en un esfuerzo para mantener el trono en la familia, la poderosa abuela del emperador,
Julia Maesa, consiguió que éste adoptase como su heredero a un joven primo, Severo Alejandro, que
enseguida se convirtió en el candidato al trono de todos los que estaban hartos de Elagábalo y su
conducta, unas veces estrafalaria y otras, escandalosa. Esta preferencia no paso desapercibida al
emperador, que intentó eliminar en varias ocasiones a su pariente y competidor, lo que aumentó aún
más su descrédito hasta que fue asesinado por su propia guardia de Corps.
El reinado del último Severo, Alejandro Severo ( 222-235 d.C.) impuso una nota de cordura en un
periodo en el que la autoridad imperial se había convertido en una cuestión de poder entre las
camarillas de Palacio. El joven emperador ascendió al trono con apenas catorce años, y en sus
primeros años el poder efectivo lo detentaron su abuela y su madre, ayudadas por una serie de
colaboradores senatoriales que no dudaron en aprovechar la situación en su poder, como el suegro del
joven emperador, cuyas relaciones con su consuegra acabaron siendo muy tensas.
Estas dificultades ocurrían justo en el momento en que en Oriente, el antiguo poder parto, destruido
por Septimio Severo, dio paso al liderazgo regional de los persas sasánidas quienes, una vez
consolidados en el poder, comenzaron a atacar a las provincias fronterizas romanas. En el 230 d.C., el
rey persa Ardashir o Artajerjes invadió Mesopotamia, sorprendiendo a las fuerzas romanas y
obligando al joven emperador –sin experiencia militar– a montar con urgencia un contrataque que
restableciese la situación. Éste se produjo en el 232 d.C., conduciendo el propio Alejandro Severo una
ofensiva triple contra Persia que acabó en un resultado indeciso: los romanos no podían clamar una
victoria clara y sí sufrieron algunas derrotas, pero los persas dejaron de amenazar en años venideros
esa frontera. Al tiempo de estos sucesos en Oriente, las nuevas de la frontera occidental eran malas,
porque las tribus germanas habían cruzado el Rin por varios puntos y habían sometido a las dos
provincias renanas a un duro castigo, que exigía una respuesta. De este modo, Severo se vio obligado a
trasladar una parte de las tropas empleadas en la campaña persa a Occidente y cruzar el Rin. Pero en
vez de buscar a los germanos en batalla campal, intentó negociar con ellos un acuerdo a cambio de
dinero, lo que no parece haber gustado en exceso a las tropas, que aclamaron a uno de sus generales
como emperador y asesinaron a Alejandro Severo, a su madre y a cuantos componían su círculo
íntimo.
II.6.3.5 Los años de la anarquía militar (235-285 d.C.)
Lo anterior sucedió en algún momento del mes de marzo del 235 d.C. y el asesino se llamaba G.
Maximo Maximiano, apodado el Tracio, por ser de ese origen. Había alcanzado el generalato
partiendo de los escalones más bajos del Ejército y su figura es importante sólo por haber sido el
primero de una serie de emperadores que cubren el medio siglo siguiente, que tienen en común el
tratarse de viri militares, personaje de cierta relevancia en el Ejército y que se pronuncian con ayuda
de sus tropas, muchas veces sin controlar por completo el Imperio y casi siempre para ver arrebatado
el trono (y su vida) por otro individuo de similar procedencia militar, que no hizo sino repetir las
mismas acciones. En total, la tradición histórica reconoce a una veintena de emperadores en esos 50
años, lo que da una idea de la permanencia media en el trono. Junto a estos emperadores “legítimos”,
nuestras fuentes mencionan un número similar de “usurpadores”, personajes de la misma posición y
oficio que también se “pronunciaron” en algún momento como emperadores pero que no parecen
haber logrado el mismo consenso o aceptación que los monarcas “legítimos”. Habitualmente se trata
de la rebelión efímera de un territorio que niega el reconocimiento a quien pasa en esos momentos
como emperador en Roma; el caso más llamativo es el de los los príncipes de Palmira, una próspera
ciudad de caravanas del este de Siria, quienes tan en serio se tomaron la defensa de las provincias
orientales frente a los continuos ataques de los persas, que acabaron ellos mismos declarándose
emperadores. Pero en otras ocasiones, la revuelta pudo ser mucho más seria, como cuando se
segregaron de la obediencia de Roma todas las provincias occidentales (las Galias, las Hispanias, las
dos Germanias y Britania), constituyendo el llamado “Imperio Gálico” (260-274 d.C.).
La inestabilidad del periodo se debió al exacerbamiento de algunos fenómenos ya mencionados.
Recordémoslos: el localismo del ejército, cuyas reclutas procedían de las mismas áreas de
acuartelamiento; la fuerte presión sobre las fronteras; la indefinición constitucional del poder imperial
y la impotencia ante lo que se percibía como una seria crisis del Imperio… Los momentos más duros
sucedieron en los años inmediatamente posteriores al 260 d.C. Primero, el emperador Valeriano,
conduciendo en campaña contra los persas, se encontró sitiado y atacado por la peste en Edessa y
cuando intentó negociar con el rey Shapur, fue apresado a traición y convertido en esclavo hasta su
muerte. Las consecuencias de esta noticia en Occidente, puesto al cuidado de su hijo Galieno, fueron
terribles, porque favorecieron la secesión de Póstumo (el fundador del Imperio Gálico; vid. vol.II,
II.6.4), la revuelta de las provincias danubianas y diversas sublevaciones en Oriente; además de
renovados ataques de los persas, que fueron evitados gracias a la alianza de los palmirenos, a cuyo
príncipe, Odenato, Galieno le otorgó el control de facto de los asuntos orientales. Y ello con razón,
porque en 256, 262-3, 267 d.C. y un año más tarde, serias incursiones germanas afectaron a todas las
fronteras del Imperio, con penetraciones que alcanzaron, en el 262 d.C., a la misma Hispania.
La amenaza se sintió tan fuerte, que los reinados de Claudio II el Gótico (
La amenaza se sintió tan fuerte, que los reinados de Claudio II el Gótico ( 270 d.C.) y Aureliano (270-
275 d.C.) pueden verse como una reacción exitosa ante la crisis, protagonizada por personajes
procedentes del Ejército danubiano y originarios casi todos ellos de alguna comarca ilírica. El
Danubio se había convertido en la frontera más amenazada del Imperio y también en la que se
encontraron nuevas soluciones, militares y civiles, para remontar la crisis, como la creación de un
fuerte ejército de maniobra, fundamentalmente caballería, capaz de desplazarse rápidamente para
responder a cualquier sustitución. Pero luego siguió una década en la que pasaron por el trono no
menos de seis emperadores y el doble de usurpadores, con un empeoramiento general de la situación
fronteriza en el Este, que exigía campañas anuales contra los persas y una mayor presión de los
germanos en las fronteras del Rin y el Danubio. La situación se hizo tan desesperada que los
emperadores de esta década casi institucionalizaron la doble regencia o diarquía, normalmente de un
padre con su hijo o hijos, de modo que uno se ocupara en exclusiva de la situación de Oriente y otro
tuviera la responsabilidad de los asuntos occidentales. El modelo divisorio había sido experimentado.

II.6.4 Las repercusiones en Hispania


Mientras que la muerte de Cómodo y sus sucesores y la posterior guerra civil apenas se notaron en la
Península, el conflicto entre Albino y Severo sí que tuvo una repercusión directa, porque, una vez
vencedor, éste organizó una purga de los partidarios de su enemigo, condenando a muerte a senadores
de las provincias occidentales y embargando sus haciendas. La medida tuvo tanto de venganza política
como de astuto cálculo, pues, ya lo hemos visto, uno de los problemas con los que Severo se encontró
fue la mala situación económica heredada de Cómodo, que la guerra civil no ayudó a restañar. Por el
contrario, el aumento de los gastos militares exigía un aumento de los ingresos públicos y de las
propiedades privadas imperiales. Esta situación explica el renovado interés imperial por la minas de
oro del Noroeste peninsular, a pesar de que sus rendimientos ya no debían de ser los mismos de épocas
anteriores (vid. vol.II, II.8.2.2). Y justifica también el paso a propiedad imperial de algunas almazaras
béticas, sin duda como consecuencia de la purga política contra los partidarios hispanos de Albino.
Por último, la medida de hacer responsable a los ricos de Hispania de las deudas fiscales de sus
conciudadanos, más la injerencia cada vez mayor del emperador y sus representantes en la autonomía
de las ciudades, provocó un lento éxodo de los ciudadanos más pudientes hacia sus propiedades
campesinas. El movimiento, que debió realizarse a corta escala en un principio, se aceleró en años
posteriores, conforme se agravaba la situación política del Imperio y contribuyó a que cambiase la
estructura productiva y económica de Hispania (vid. vol.II, II.8.4.1).
La reforma de más calado llevada a cabo por Caracalla –la concesión universal de la ciudadanía a
todos los habitantes del Imperio– no debió tener ningún impacto en Hispania, ya que la inmensa
mayoría de la población hispana debió de conseguir el optimum ius como consecuencia de la
concesión flavia de fines del siglo i d.C. (vid. vol.II, II.5.6.5) y las ampliaciones producidas durante el
siglo siguiente. En cambio, a Caracalla se debe una efímera modificación administrativa consistente
en segregar de la Citerior la esquina noroccidental y convertirla en una nueva provincia, la Nova
Citerior Antoniniana. El cambio de estatus no hacía sino reconocer la peculiaridad de una región muy
alejada de la capital provincial, con rasgos administrativas propios, guarnición militar y, durante
muchos años, ricos cotos auríferos. Son precisamente esas aurariae las que se invocan para explicar la
decisión de Caracalla, quizá en conexión con la necesidad de más oro para salvaguardar una nueva
moneda, el antoninianus, con la que se pretendía restablecer la confianza monetaria después de que las
manipulaciones de su padre hubieran hundido el sistema financiero (vid. vol.II, II.8.7). En cualquier
caso, los numerosos miliarios encontrados en Galicia y que portan el nombre de Caracalla demuestran
que, cualesquiera que fueran las razones, el interés imperial por la zona fue muy real.
La influencia de las políticas de los dos últimos Severos sobre los asuntos hispanos es prácticamente
desconocida por ausencia de testimonios, aunque algunas noticias genéricas pueden quizá relacionarse
con datos arqueológicos y epigráficos. De Alejandro Severo, por ejemplo, consta su preocupación por
el deficiente estado en que había quedado el sistema estatal de abastecimiento de Roma. Uno de los
productos básicos era el aceite bético y los testimonios anfóricos permiten detectar que, después de
algunos años de férreo control imperial sobre este comercio y su transporte, el tráfico de esta
mercancía volvió a quedar en manos de negotiatores y navicularii privados (vid. vol.II, II.8.4).
En cambio, la crisis provocada por la anarquía militar sí que afectó severamente a la Península,
aunque muchas veces los cambios fueran de largo desarrollo y no tuvieran manifestaciones concretas
fácilmente identificables, quizá porque el registro arqueológico es poco preciso en cuestión de fechas
y la evidencia epigráfica, por modas o por otras razones, se hace menos abundante. Por otro lado,
Hispania era un territorio alejado de las fronteras, de modo que las vicisitudes del limes renano y
danubiano tuvieron escasa repercusión directa, y la presión sobre las provincias orientales ni siquiera
se notó. Sin embargo, los hechos más significativos del periodo tienen sus raíces en la situación
limitánea, puesto que responden a los duros sucesos ocurridos en Persia (captura de Valeriano) y la
presión contemporánea de las tribus germanas sobre la frontera germana y danubiana.
El mal entendimiento de Valeriano y Galieno con el general de las tropas renanas, Póstumo, está en la
génesis del llamado “Imperio Gálico” (260-274 d.C.). Cuando llegaron noticias del desastre en Persia,
las tropas a las órdenes de Póstumo le proclamaron emperador en el 260 d.C., y al movimiento
secesionista se unieron Britania e Hispania. Aunque no consta la participación activa de las tropas y
gobernadores hispanos en la secesión, sí que es evidente que la autoridad de Póstumo fue reconocida
en la Citerior –hay bastantes miliarios con su nombre– y, en menor medida (o peor documentada), en
la Bética.
Considerando la posición excéntrica de la Península, que las comunicaciones con Italia pasaban
necesariamente por Galia y la potencia militar a disposición de Póstumo, la postura de los
gobernadores hispanos parece la más lógica, máxime si se considera el Imperio Gálico como un
anticipo de la posterior situación estratégica del Imperio pues no deja de ser interesante notar que la
agrupación secesionista de mediados del siglo iii d.C. fuera consagrada oficialmente cuarenta años
después por Diocleciano (vid. vol.II, II.7.1.1). A la muerte de Póstumo (269 d.C.), y a pesar de que una
fuente antigua poco fiable sostiene que el último de sus representantes (Tétrico, 271-274 d.C.) aún
controlaba Hispania, la opinión generalizada es que las provincias hispanas y la Narbonense
regresaron a la obediencia de Roma (entonces con Claudio II como emperador). Pero la prueba de que
el Imperio Gálico era algo más que una coalición de circunstancias en torno a un personaje con
carisma, es que aún sobrevivió cinco años a su fundador, y que cuando Aureliano volvió a unir los
territorios separados, el último emperador no fue ejecutado sino que parece haberse incorporado
pacíficamente a un puesto de dignidad en la administración de su vencedor.
Precisamente, uno de los motivos por los que las acciones de Póstumo alcanzaron respaldo en las
provincias occidentales fue la manifiesta incapacidad de Roma para evitar que los germanos cruzasen
las fronteras imperiales. Efectivamente, en el 258 d.C., una banda de francos penetró en las Galias
aprovechando el curso del Mosa, mientras grupos de otra etnia, los alamanes, lo hacían por el Ródano.
Ambas partidas debieron pasar unos años saqueando el interior de la Galia y hacia el 262 d.C.,
cruzaron el Pirineo e hicieron lo mismo en Hispania. Aunque los testimonios literarios al respecto son
muy posteriores a los hechos narrados, unánimemente afirman que la incursión afectó a Hispania y
señalan, como principal incidente de la misma, el saqueo de Tarraco. Luego, al cabo de un tiempo –
doce años, según Orosio– las partidas asaltantes siguieron su camino hacia el Sur hasta cruzar a
África. En cambio, es menos claro que otra invasión similar sucedida durante el reinado de Probo (275
d.C.), tuvo las mismas consecuencias. No hay testimonios literarios que lo prueben, pero, hasta hace
unos años, el hallazgo de algunos tesorillos enterrados en torno a esa fecha, la constatación
arqueológica de determinadas destrucciones urbanas y otros datos arqueológicos se argüían
tradicionalmente como prueba de la llegada a la Península de esa nueva oleada bárbara, que, se decía,
había servido para espolear a las ciudades a revisar el estado de sus murallas, repararlas con gran
celeridad y, en muchos casos, reducir el perímetro de la cinta dejando fuera de ella algunos barrios
que acabaron siendo abandonados. Según esta teoría, las murallas de Lugo, Pamplona, Barcelona y
otras ciudades hispanas corresponderían a este momento.
Esta explicación ha estado muy en boga, pues una de las teorías sobre la crisis del Imperio más
persistentes era la que convertía a los bárbaros y sus incursiones en el principal agente de la
decadencia romana. Por eso, se tenía como indiscutible el testimonio de las excavaciones y parecía
razonable apuntar a la inseguridad causada por las bandas bárbaras como causa principal de la
ocultación de monedas y enseres de valor. Sin embargo, el paso del tiempo y un mejor examen crítico
de la cuestión lleva ahora a minimizar el efecto que los hechos anteriores pudieran haber tenido en
Hispania; mientras que una mayor experiencia arqueológica enseña que no es tan fácil asociar “los
niveles de destrucción” o “incendio” con un hecho histórico concreto. En sentido contrario, los
arqueólogos se las ven y las desean para identificar en Tarraco los indicios de la destrucción causada
por los francos, que Orosio dice que aún eran visibles en su época.
Los efectos del largo periodo de la Anarquía militar y de algunas medidas anteriores quizá no fueran
bruscos ni espectaculares, pero evidentemente existieron. Para empezar, la incapacidad del poder
imperial, el separatismo de algunas provincias, los frecuentes pronunciamientos y la escasa esperanza
de vida para quien ocupaba el trono, indudablemente afectaron a la forma de ver y entender al
emperador. Una consecuencia patente fue que el culto al emperador, a la vez expresión de la unidad y
de la estabilidad del Estado y manifestación cívico-religiosa al alcance de todos, entró en decadencia;
al menos juzgando desde el punto de vista del decreciente número de dedicatorias epigráficas. Las que
se conservan ya no proceden de individuos, sino de corporaciones cívicas o de magistrados: el
tratamiento del príncipe es mucho más protocolario que en el pasado y lo rimbombante de las
fórmulas (“devoto de su espíritu y majestad”) raya en el halago hueco, sobre todo porque conforme
empeoraban las cosas, más superlativos son los epítetos que se aplican al soberano. Indudablemente,
los avatares de Palacio repercutieron en las ciudades hispanas, que hasta fines del siglo ii d.C. habían
tenido al emperador como su único referente. En la crisis, era más fácil pedir ayuda al vecino que al
poderoso amo, y esta necesidad de contar con los de al lado debilitó la autonomía urbana a la vez que
acentuaba los vínculos de solidaridad regional o comarcal, contribuyendo de este modo a sentar las
bases de una nueva jerarquía territorial y política.
El medio siglo de crisis profunda causó considerables daños, más notables en las provincias
fronterizas, donde las incursiones, los movimientos de tropa y los destrozos causados por unos y otros
afectaron directamente a las gentes y las propiedades. Hispania, por su posición alejada de las partes
amenazadas, posiblemente quedó a salvo de los efectos más dañinos y visibles de la crisis. Excepto en
lo referido, quizá, a las incursiones germanas que alcanzaron la Península.
Pero lo que fue duramente castigado por la crisis fueron los fundamentos mismos de pasada vitalidad.
En la mejor época del Imperio, éstos eran monopolio de las ciudades, donde se celebraban los
mercados y residían los artesanos cuyas actividades cubrían las necesidades locales y comarcales.
Cada uno de estos pequeños núcleos comerciales e industriales era parte del milagro del Imperio
Romano: la tupida red comercial que permitía traer y llevar productos a muy larga distancia. Cuando
la inseguridad y las difíciles comunicaciones demoraron ese pausado tráfico de mercaderías, también
se vieron afectados otros suministros e intercambios más cotidianos, y esto sí afectó a la vida
ordinaria de la ciudad.
En el mundo antiguo, el papel de la ciudad no era el que estamos acostumbrados hoy, el motor
económico de su zona de influencia; o al menos, no como lo es ahora. Indudablemente, la ciudad
antigua generaba riqueza, pero en gran medida porque en ella vivían quienes la tenían y la dispensaban
como modo de conseguir el honor y el respeto de sus conciudadanos. Y de paso, que otros poderosos
se fijasen en ellos y favoreciesen su ascenso social y político. Esos ricos benefactores eran los que
sacaban a su patria chica de los frecuentes números rojos, la adornaban con templos y edificios
públicos e, incluso, financiaban las diversiones. Pero el dinero para hacerlo procedía, en parte, de la
actividad mercantil y del campo, y de las remesas enviadas por los poderosos patrones de la
aristocracia local.
Cualquier interrupción de las fuentes de creación de riqueza debía tener, a largo plazo, influencia
sobre la vida urbana. Primero, las exigencias consuetudinarias sobre los ricos crecieron tanto que se
hizo difícil encontrar candidatos para las magistraturas y sacerdocios, que era el procedimiento por el
que se les sacaba el dinero para el gasto público. Luego, cuando la recaudación comenzó a fallar por la
ruina de los contribuyentes, los emperadores comenzaron a responsabilizar a los ciudadanos más
pudientes con las deudas de su comunidad. Y, finalmente, los ricos anularon las amenazas que le
imponía la ciudad (desabastecimiento, malas comunicaciones, pechas y cargas fiscales excesivas…)
huyendo de ella y refugiándose en sus villae, donde la subsistencia estaba asegurada y con un poco de
inversión se podían garantizar también el abastecimiento artesanal. Este sistema cuasi autárquico iba
en contra misma de la razón de ser de las ciudades-mercados. Aunque la arqueología no es
especialmente precisa a la hora de documentar un proceso tan lento y complicado como ése, sí parecer
claro que las zonas urbanas se contrajeron y que barrios enteros se deshabitaron y abandonaron,
seguramente en conexión con el hundimiento del artesanado local y del volumen de comercio (vid.
vol.II, II.8.4.1). La última razón que justifica la contracción económica y sus consecuencias, fue la
manipulación monetaria de unos gobernantes que se veían permanentemente necesitados de dinero. La
solución obvia fue alargar lo más posible el metal precioso a su disposición, degradando la moneda;
pero lo que no esperaban era la pavorosa inflación que provocaron (vid. vol.II, II.8.7), un argumento
más para regresar a la economía natural de intercambio.
Las consecuencias fueron paradójicas: la villa, que había nacido como explotación agraria, acabó
convirtiéndose en sinónimo de riqueza y vida regalada; hasta el punto de que en algunas lenguas
romances suplantó al nombre habitual del núcleo urbano. La vida en el campo se convirtió en el más
característico esquema de poblamiento de la Romanidad tardía (vid. vol.II, II.8.4.1). El corolario del
fenómeno es que las regiones donde las formas urbanas habían prosperado y se habían desarrollado en
los últimos siglos cedieron el relevo a las comarcas del centro peninsular; es decir, las que habían
vivido de espaldas o habían adoptado con más reticencia los modos del tiempo de bonanza económica
(vid. vol.II, II.8.4).
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
La celebración en 1997 del decimonoveno centenario de la ascensión imperial de Trajano ha
propiciado diversos homenajes y congresos o biografías del personaje y sus familiares. Entre ellas,
Castillo et alii, 2001; Alvar/Blázquez, 2003; Canto, 2003; los diversos trabajos editados o coordinados
por J. González (González Fernández, 1993; 2000; 2004; González Fernández et alii, 2003); las
biografías recientes de Bennett, 1997, y Blázquez, 2003; así como el completo volumen colectivo que
acompañaba a la ya comentada exposición Hispania, el legado de Roma. En el año de Trajano
(Zaragoza, Septiembre-Noviembre 1998; Mérida, Febrero-Junio 1999) (Almagro Gorbea/Álvarez
Martínez, 1998).
Por extensión, también se ha mirado con interés hacía Itálica, donde los periodos de frenéticas
excavaciones (generalmente al socaire de algún descubrimiento sensacional) alternan con largas
temporadas de inactividad, vide Caballos et alii, 1999; Caballos/León, 1997; y por supuesto hacia la
romántica vida de Adriano, quizá el emperador más cercano a nosotros por sus intereses, en parte por
influencia de la conocida obra de M. Yourcenar (1988); véase Birley, 2003. La ascensión de estos dos
personajes (y de sus sucesores) al trono imperial fue consecuencia de la general preeminencia de la
aristocracia hispana a posiciones de relevancia universal. Los datos “duros” pueden encontrarse en
Caballos, 1990; pero es mucho más interesante la cuestión de si realmente hubo un “partido hispano”.
Las biografías de Séneca (Griffin, 1976; Fontán, 1997; Mangas, 2001) ofrecen pistas, pero un estudio
reciente deja la cuestión en suspenso: Des Boscs-Plateaux, 2005. Sobre Hispania en este siglo, vide
Sánchez León, 1978; Gómez Santa Cruz, 1992; Hernández Guerra, 2005; y Le Roux, 2006.
Los reinados de la dinastía Severa son interesante por su fundador (Septimio Severo), por su sucesor
(Caracalla) y por las mujeres de la familia, las princesas sirias, que parecen haber jugado un papel
decisivo en la política, bien influyendo sobre las acciones de sus hombres (el caso de Julia Domna
respecto a su marido y sus hijos, Caracalla y Geta) o por iniciativa propia, como hizo Julia Maesa,
hermana de la anterior y abuela de los dos de los siguientes emperadores de la dinastía, Elagábalo y
Alejandro Severo; véanse Birley, 1969; Kettenhofen, 1969; Turcan 1985; y RapsaetCharlier, 1987. En
general, Le Gall/Le Glay, 1995; Le Glay, 2002.
Para el periodo de la llamada anarquía militar, véase Walbank, 1978, y Fernández Ubiña, 1981;
mientras que las repercusiones en la Península Ibérica han sido examinadas recientemente por Cepas,
1997, y Centeno, 1999.
B. Referencias
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Trajano, Zaragoza, 1998 [Mérida, 1999]
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2003.
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—, y León Alonso, P. (eds.), Itálica MMCC. Actas de las Jornadas del 2.200 Aniversario de la
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en la historia de Hispania, Pamplona, 2001.
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Kettenhofen, E., Die Syrischen Augustae in der historischen Überlieferung, Bonn, 1969
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Capítulo séptimo De las Hispanias a Hispania (siglos iv-viii d.C.)


Sometido a fuerte presión externa, sufriendo algún que otro desastre en el interior y en medio de una
coyuntura económica adversa, el Imperio Romano se desintegraba porque el infortunio parecía volver
en su contra los mismos elementos que antes habían constituido su fortaleza. La íntima ligazón entre
poder imperial y ejército se entendía ahora al contrario que antes, y el segundo elemento del binomio
era ahora frecuentemente el más decisivo. Los soldados, que hasta entonces habían mantenido la
prosperidad de las provincias, se cebaban ahora sobre ellas; y las ciudades, antes el verdadero sostén
del Imperio, yacían abatidas por una situación económica adversa y por el abandono de sus clases
dirigentes. Sin embargo, el Imperio constituía aún una entidad viva y poderosa, en gran parte
sostenida por la inercia, que impedía un derrumbe estrepitoso.

[Fig. 107] Murallas tardorromanas de Astorga (León)


Una vez que se comprendió cuáles eran las causas del declive, se trató de ponerles remedio (al menos
a las circunstanciales) y el esfuerzo brindó una renovada vitalidad. Una de las soluciones consistió en
la burocracia, que permitía una nueva distribución de responsabilidades, asignadas a quienes más
próximamente se beneficiaban del sistema. A fines del siglo iv d.C., sin embargo, la lógica aplicación
del principio llevó a que una medida que se había tomado varias veces antes –la Administración
separada de los asuntos orientales y occidentales– no tuviera vuelta atrás. Luego, en el 409 d.C., el
elaborado sistema defensivo de las provincias occidentales, al que los hispanos de la época dedicaron
tantas vidas y esfuerzo, fue incapaz de detener una incursión bárbara en los Pirineos. Las provincias
hispanas eran ya provincias fronterizas y una parte del esfuerzo para defenderlas recayó en otros
bárbaros, que acabaron quedándose y además fundaron el primer reino que englobaba toda la
Península (vid. vol.II, II.7.3).

II.7.1 El sistema tetrárquico (284-313 d.C.)


El final de los cincuenta años largos de anarquía aconteció en medio de un incidente como muchos
otros, cuando parecía que éste no iba sino a traer un agravamiento de la situación. La muerte del
emperador Caro en campaña (mediados del 283 d.C.) permitió que sus dos hijos, asociados al gobierno
con anterioridad, decidieran afrontar las crisis conjuntamente y repartirse las responsabilidades.
Numeriano, que acompañaba a su padre en la campaña, se encargó de los asuntos orientales, mientras
Carino administraba las provincias occidentales desde Roma. Tras el asesinato de Numeriano en otoño
del 284 d.C., como en muchas ocasiones previas, las tropas decidieron proclamar emperador a quien
más confianza les transmitía. El candidato lógico era el lugarteniente imperial, pero el elegido resultó
ser Diocles, un personaje de origen ilirio y baja cuna (se rumoreaba incluso su origen libertino) que
había hecho carrera en el Ejército hasta llegar a la jefatura de la escolta imperial de Caro y
Numeriano. Diocles, entonces, acusó del magnicidio y ejecutó sumariamente a su competidor en la
elección imperial, borrando de este modo cualquier sospecha de su participación en el crimen.
Carino, disputando el nombramiento de Diocles, salió contra él, pero tras una indecisiva victoria, fue
asesinado por sus propios soldados y diez meses después de su proclamación imperial, Diocles (que
cambió su nombre por el de Diocleciano) era dueño del Imperio. Pero, sin embargo, sorprendió a
todos por no buscar venganza contra los partidarios de Carino, sino por incorporarlos a su propio
bando, en algunos casos en puestos de alcurnia. Más estupendo aún fue, a fines del 285 d.C., la
atribución del cuidado de las provincias de Occidente a uno de sus colaboradores de confianza,
Maximiano, con el título de César, y algo más tarde, como Augusto. Desde los inicios del sistema
imperial, los Caesares habían sido los segundos en línea de la sucesión imperial, mientras Augustus
era el título imperial por excelencia. Es decir, Diocleciano había designado primero a Maximiano
como su sucesor in pectore y luego había equiparado sus poderes con los suyos estableciendo de hecho
una Diarquía. Desde el punto de pasadas experiencias (vid. vol.II, II.6.3.5), la situación tenía los
rasgos de un suicidio político porque emperadores anteriores habían buscado ocasionalmente ayuda
para gobernar el Imperio, pero siempre dentro de su círculo de máxima confianza, normalmente entre
padres e hijos o entre hermanos. Hacerlo con alguien ajeno, aunque fuera tu amigo, era una incitación
al pronunciamiento.
II.7.1.1. Diarquía y Tetrarquía
Sin embargo, Diocleciano había comprendido que sublevados y usurpadores existían porque era
imposible que un solo individuo acumulase un poder total, como en época de Augusto o Trajano.
Ahora, en cambio, cualquiera en una posición de importancia o al frente de un ejército poderoso se
convertía en un candidato potencial al trono. Los éxitos militares de Maximiano en Occidente –entre
ellos el aplastamiento de la misteriosa bagauda, una rebelión campesina que afectó tanto a las Galias
como, en menor medida, a Hispania– hacían de él un elemento peligroso, pero también insustituible,
sobre todo después de la sublevación de la flota británica y de que marinos y legionarios proclamasen
emperador a su almirante. En términos realistas, Diocleciano se dio cuenta de que el único modo de
evitar dificultades futuras era repartir responsabilidades con su colega.
Para sorpresa general, la Diarquía funcionó ( 286-293 d.C.), porque Maximiano respetó a Diocleciano
como colega senior y de mayor dignidad, y éste no tuvo necesidad de aplicar su capacidad de veto
sobre las decisiones de su colega junior. Por el contrario, compartieron de vez en cuando
magistraturas y estuvieron de acuerdo en la aplicación de algunas reformas administrativas. La
propaganda del periodo gustaba presentarlos como la pareja divina que iba a terminar con el mal en el
mundo; e incluso los dioses elegidos para representarlos jugaban con la metáfora de la íntima
concordia entre los dos diarcas: Diocleciano recibió oficialmente el título de Iovius, en referencia al
padre de los dioses, Júpiter, mientras que Maximiano fue Herculeus, el semidiós con poderes
taumatúrgicos que, no por casualidad, era hijo de Júpiter. Aparte de subrayar el propósito benefactor
de ambos y su singular compenetración, la medida iba encaminada a divinizar las figuras de los
emperadores, distanciándolas del resto del mundo. Después de años de pronunciamientos y
usurpaciones, el nombre y la dignidad imperial habían quedado muy degradados y si el respeto no
venía por las obras, podía conseguirse por los títulos y honores.

[Fig. 108] Grupo de los tetrarcas (los augustos Diocleciano y


Maximiniano, y los césares Galerio y Constancio Cloro), reutilizado en la fachada lateral
de San Marcos de Venecia
En contra de todos los pronósticos, los siete años de funcionamiento de la Diarquía fueron un éxito y
permitió que los dos colegas imperiales recuperasen el control de las provincias, salvo en el caso de
Carausio, el usurpador britano y alguno otro más. Pero no aliviaba la inmensa carga de gobierno y
administración que recaía sobre Maximiano y Diocleciano, ni resolvía el grave problema de la
continuidad del sistema por la falta de un mecanismo sucesorio claro. Actuando de consuno, los dos
Augustos anunciaron el 1 de marzo del 293 d.C. el nombramiento de sendos Césares, subordinados a
ellos y encargados de sustituirles. En la parte occidental, el nombramiento recayó en Constancio
Cloro, mientras que Diocleciano eligió a Galerio, un general disciplinado y eficaz. No está claro si
cada uno de los tetrarcas recibieron competencias territoriales precisas o, simplemente, iban
recibiendo encargos conforme era menester. Algunas fuentes expresamente ligan a Constancio con el
gobierno de las tierras al oeste de los Alpes (esto es, Galia, Germania e Hispania); pero otros datos
muestran a Maximiano pacificando Hispania (297-298 d.C.), algo después de que Constancio
recuperase Britania en 296 d.C. Indudablemente, el refuerzo en el poder daba sus frutos y los tetrarcas
afrontaron con éxito las amenazas externas y los levantamientos producidos en diversas regiones de
sus dominios. La distribución de responsabilidades (con o sin refrendo territorial fijo) no equivalía a
la disgregación del Imperio, porque la mayor auctoritas de Diocleciano sobre los otros tetrarcas
otorgaba una resemblanza de unidad de propósitos y fines. Además, otros símbolos y lazos expresaban
la profunda unidad tetrárquica. Cada uno de los Césares recibió el epíteto divino de su augusto (es
decir, Constancio el de Herculeus y Galerio, Iovius), que señalaba gráficamente la jerarquía interna;
pero la vinculación divina, aparte de su efecto moral, tenía también una clara intención política: frente
a usurpadores como Carausio, que basaban su legitimidad en la aclamación de sus tropas, los
legítimos emperadores de Roma tenían esa investidura y, además, la sanción divina. Por si ello fuera
poco, los tetrarcas se vincularon entre sí por lazos familiares y todos adoptaron el gentilicio Valerio,
que era el de Diocleciano, para remachar su vinculación familiar. Y a mayor abundamiento, los
Césares se convirtieron en yernos de sus respectivos superiores: Galerio casó con Valeria, una hija de
Diocleciano, mientras Constancio lo hacía con una hija de un matrimonio anterior de la esposa de
Maximiano; ambos, sin embargo, estaban previamente casados y hubieron de divorciarse de sus
cónyuges, lo que acarreó problemas posteriores.
II.7.1.2 Las grandes reformas
La estabilidad acarreada por el nuevo sistema de gobierno y su reparto de poder, permitió acometer las
obligadas reformas que garantizasen al Imperio la supervivencia y que afectaron al Ejército, a las
provincias, a la economía y a la unidad interna.
Tanto Diocleciano como Maximiano eran gente de armas y eran conscientes de la importancia crítica
de la defensa. Ambos procedían, además, de las regiones danubianas, una de las fronteras más
amenazadas del Imperio y donde el peligro había propiciado la aparición de nuevos modos de
enfrentarlo. Entre las medidas urgentes estaba incrementar el número de efectivos, lo que se logró
admitiendo reclutas de fuera de las fronteras. El número de legiones casi se duplicó, pero las cifras
son un poco engañosas porque la legión de esta época era un regimiento más pequeño que el
tradicional: entre 1.000 y 3.000 hombres frente a los 6.000 de antes.
Luego se reorganizó su despliegue, deshaciendo las grandes concentraciones de tropas de las zonas
fronterizas y dispersándolas con mayor profundidad, incluso en provincias hasta entonces inermes o
poco militarizadas. De este modo, las defensas de la frontera quedaron confiadas a tropas apoyadas en
un sólido sistema de fortificaciones discontinuas. El plan consistía en retrasar y canalizar las
incursiones hasta que las unidades de reserva, guarnicionadas a muchos kilómetros de distancia y
dispuestas siempre a acudir a los puntos de peligro, pudieran contenerlas y derrotarlas. Este sistema
defensivo, que primaba lo estático sobre la antigua movilidad legionaria requirió, no obstante, la
creación de unidades muy ágiles (generalmente de
[Fig. 109] Organización provincial de Hispania en el Bajo Imperio a partir de la reforma
administrativa de Diocleciano
caballería), pero evitaba el desequilibrado reparto militar previo, reducía la tentación golpista,
mantenía a las órdenes directas de Palacio una poderosa fuerza de maniobra y, en el ínterin, mejoraba
el control de las regiones internas del Imperio. Cada unidad militar y las agrupaciones superiores
quedaron al mando de un oficial experimentado del ordo ecuestre y distinto del gobernador provincial:
porque una de las lecciones del periodo anterior es que ni la alcurnia ni la dignidad de los senadores
hacían buenos generales. Además, los senadores habían protagonizado más de un pronunciamiento,
por lo que la medida puede entenderse en el contexto de pérdida general de poderes de la Curia.
Igualmente, el Imperio reforzó su potencial militar admitiendo tropas bárbaras; la práctica, que
algunos contemporáneos hacían responsable de la decadencia del Imperio, estaba sin embargo
firmemente asentada en su tradición militar: desde los socii de época republicana a los auxilia del
Imperio. Lo que no había sido tan corriente es que la tropas forasteras alcanzaran, en ocasiones, un
porcentaje tan alto en el Ejército y que, además, se les permitiese mantener oficiales propios. La
consecuencia fue doble; por un lado, muchos emperadores confiaron más en esos soldados adventicios
que en los propios, porque los primeros ofrecían unas garantías de lealtad que la experiencia había
mostrado que era escasa entre los segundos, y, por otro,

[Fig. 110] Moneda de


oro de Diocleciano (ca. 294 d.C.)
gran parte de los grandes generales del periodo fueron individuos de extracción étnica no romana,
como el vándalo Estilicón, que se convirtió en emperador de facto durante los reinados de Honorio y
Arcadio. Sin embargo, el fenómeno podía ocasionar también efectos indeseables; como cuando los
visigodos, ligados por el tratado del 382 d.C., sintieron que los romanos no cumplían lo estipulado en
los acuerdos y se volvieran contra sus teóricos mandos. Esto fue lo que sucedió con Alarico, el líder
godo que aprendió a sacar ventaja de la amenaza sobre Italia, en la que se internó en un par de
ocasiones, la última coronada por el famoso saco de Roma (410 d.C.).
Los cambios en la defensa del Imperio fueron acompañados de una importante reforma provincial y
administrativa. Para facilitar la gestión y evitar que algunos gobernadores acumulasen poder en
exceso, se procedió a fragmentar las provincias existentes en unidades más pequeñas. La medida
afectó principalmente a los distritos fronterizos, que redujeron sustancialmente su tamaño. Conviene
señalar aquí que la reforma sirvió también para arrebatarle al Senado competencias; así
desaparecieron las provincias “senatoriales” y con ellas los privilegios de la Curia en esta materia:
cobro de impuestos y tasas directas, pérdida del estatuto especial de Italia y, sobre todo, la
designación de los gobernadores provinciales quedaba firmemente establecida como competencia
exclusiva de los Augustos.
El nuevo esquema provincial difícilmente podía tolerar una jurisdicción tan extensa como la de la
Citerior, que fue dividida en tres: la Tarraconense, que incluía las regiones costeras al norte del Ebro,
el valle de ese río y la porción de la costa cantábrica entre los Pirineos y algo más al oeste del
meridiano de Fontibre; Gallaecia, formada por las tierras pertenecientes a los conventos Asturicense,
Lucense y Brácaro, y la Cartaginense, que englobaba la parte central y oriental de ambas mesetas, el
litoral levantino y las Baleares (segregadas en 385 d.C. como provincia independiente). Ni Lusitania
ni Bética sufrieron modificaciones.
La nueva partición, realizada posiblemente entre 284 y 288 d.C. es, sin embargo, menos importante
que la agrupación de las cinco provincias resultantes (y más tarde, las Baleares) con otra extra
peninsular, la Mauritania Tingitana –es decir, las tierras africanas a un lado y otro del estrecho de
Gibraltar– en la Diócesis de Hispania. La diócesis era un nuevo organismo entre las provincias y el
emperador, regida por el vicario, un alto funcionario de confianza encargado de la recaudación fiscal y
de la administración de justicia. La medida, seguramente posterior a la partición, debió de requerir un
largo periodo de ejecución, por la necesidad de designar administradores, crear las infraestructuras
mínimas y demás; la capital de la diócesis hispana quedó establecida en Emerita Augusta. Nótese, de
paso, que constituía otro golpe a la importancia del Senado, ya que los tres gobernadores hispanos,
todos senadores, dejaron de relacionarse directamente con palacio para despachar con uno de sus
funcionarios de confianza.
El emparejamiento de las comarcas de la Tingitana con la Península no era nada nuevo porque las
relaciones entre las regiones ribereñas habían sido siempre muy estrechas. Tropas de guarnición en
Hispania participaron seguramente en la conquista del reino de Juba, del que surgió la posterior
provincia. En época de Marco Aurelio, las incursiones moras provocaron que el gobernador de la
Tingitana actuara en la Bética y a la inversa, un singular texto epigráfico, desgraciadamente
incompleto (CIL VIII, 21813) puede indicar un temprano anticipo de la medida de Diocleciano. Más
seguro, en cambio, es que en el 296 d.C., el Augusto Maximiano, como ya sabemos, llevó a cabo
algunas campañas encaminadas a la pacificación del litoral peninsular, afectado al parecer por
actividades piráticas; y luego cruzó a África, donde peleó contra gentes de montaña a las que derrotó y
deportó, continuando el avance victorioso hacia el Este hasta entrar triunfalmente en Cartago al final
del invierno del 298 d.C. Aunque se desconoce si las actividades militares del Hercúleo en una y otra
ribera del Mediterráneo tenían un vínculo común, la campaña parece haber servido de excusa para la
organización de la diócesis de África, y en ella ya no entraba la Tingitana.
Las reformas militares y administrativas requirieron un considerable número de burócratas en un
momento en el que el Imperio precisaba también de una abundante fuerza militar, y un número aún
mayor de agricultores y artesanos que los alimentasen, vistieran y equiparan. Las demandas eran
contradictorias y, para llevarlas a cabo, el Estado necesitaba, además, mayores recursos en un
momento en el que la coyuntura económica era pésima y la inflación galopante. Diocleciano y sus
colegas se enfrentaron necesariamente al problema económico, actuando en el aspecto fiscal, en el
monetario e incluso trataron de controlar la inflación.
La reforma fiscal consistió en asegurar sencillamente que se cobraran en su totalidad los impuestos y
tasas. Aparte de las cargas indirectas, el Estado recibía su parte de dos imposiciones ya tradicionales
en la práctica romana: a) un impuesto personal (capitatio), que obligaba a todos los súbditos de
condición libre; y b) otro sobre la tierra (iugatio), que afectaba a los propietarios agrícolas. Ambos
impuestos permitían el pago en especie, lo que complicaba aún más la organización del sistema. En
una sorprendente repetición del esfuerzo organizador de Augusto, Diocleciano y sus colegas
reanudaron la práctica universal del censo, los largos y tediosos recuentos que permitían conocer con
precisión el número de sujetos fiscales y la extensión de las tierras sujetas a cargas. Al tiempo, las
finanzas imperiales fueron reorganizadas y repartidas entre tres oficinas distintas: la res privata,
encargada de la gestión de las dispersas propiedades imperiales; las sacrae largitiones, que
controlaban las minas, las cecas, las factorías imperiales, los impuestos en metálico y el pago del
donativum militar (el dinero que se entregaba extraordinariamente a los soldados para celebrar
victorias y otros acontecimientos destacados); y el prefecto del pretorio, la máxima autoridad militar,
que se responsabilizaba de calcular y proporcionar las raciones de soldados y oficiales, del
mantenimiento de la posta imperial y de los edificios públicos, y de presupuestar anualmente los
requerimientos de la annona. Estas complejas operaciones requerían de una extensa burocracia, por lo
que no es de extrañar que un crítico del régimen voceara lo que debía de ser un sentimiento común: el
número de contribuyentes era menor que el de los que vivían del dinero público.
Parte del problema no era económico, sino de desconfianza hacía una moneda con cuyo valor el
Estado había jugado a voluntad, presionado por la necesidad e ignorando sus consecuencias, una
inflación galopante y desorbitada justo antes del ascenso imperial de Diocleciano (284 d.C.). Éste
reaccionó asegurando el peso y el valor de las acuñaciones de oro y plata y emitiendo una nueva
moneda de bronce (nummus, follis) para uso cotidiano, a la que se dio un valor arbitrario de cinco
denarios, es decir, cinco de las antiguas monedas de plata. El punto flaco de la reforma era
precisamente el nummus, cuya utilidad dependía, esencialmente, de la confianza pública erosionada
por la continua subida de los precios. Para limitar este problema, los tetrarcas proclamaron en el 301
d.C. un edicto de universal aplicación en todo el Imperio que fijaba los precios máximos para los
productos y servicios más corrientes. La labor de compilación necesaria para fijar la tarifa es un
ejemplo excelente del desarrollo de la burocracia imperial y de la confianza de la época en las
bondades de la estadística y la información, porque la tabulación de los datos debió requerir bastante
tiempo y el trabajo de una gran cantidad de gente. Se desconoce el procedimiento por el que se arribó
a la tarifa de cada producto y cómo se computaron los factores constitutivos del precio, como el
transporte y la disponibilidad, si es que eran conscientes de su importancia. Tarifas similares no
fueron extrañas en la época porque una de las funciones de los gobiernos municipales era,
precisamente, el control de precios, y el Edicto de Diocleciano parece la transposición al ámbito
imperial de las medidas locales, pero sin contar con la distorsión provocada por la magnitud del
mercado. A pesar de las fuertes sanciones establecidas para los contraventores, la tarifa fue un fracaso
porque en unos casos cesó la oferta de determinados productos y en otros, se dio paso al mercado
negro.
Finalmente, Diocleciano y sus colegas se propusieron el rearme moral de su pueblo, restableciendo las
viejas costumbres y prácticas que habían hecho grande al Imperio. Las principales víctimas de estas
medidas fueron los cristianos, que ya habían sido perseguidos con anterioridad, pero siempre en
momentos de zozobra o de grandes desastres, como catalizadores de la unidad popular o para ocultar
las dificultades. Las persecuciones de la Tetrarquía tuvieron lugar, por el contrario, cuando la
situación estaba en calma y las reformas habían tenido efectos positivos tanto en la defensa como en
el control económico; se discute, por lo tanto, cuáles fueron las motivaciones profundas de los
diferentes decretos anticristianos aparecidos a partir del 303 d.C., que comenzaron declarando
prohibido el culto cristiano, el cierre de templos y la destrucción de los libros sagrados y terminaron
ordenando la obligación universal de sacrificar a los dioses so pena de castigo. Según la opinión de los
contemporáneos –polemistas cristianos en su mayoría– la razón de la inquina era la idea general de
que el declive del Imperio estaba ligado a la difusión de las ideas cristianas; quizás los creyentes se
mostraban reacios a aceptar la creciente divinización de los emperadores y la consecuente importancia
del culto imperial, cuyas ceremonias debieron convertirse más y más en actos políticos, y la
participación en ellas en signos patentes y expresivos de la lealtad a los Tetrarcas. Se desconoce el
número de afectados por estas medida, entre otras cosas porque su aplicación varió de una provincia a
otra; que el último decreto anticristiano fuera el que recordaba a los gobernadores la inapelable
exigencia de que los súbditos sacrificasen en público revela que no todos ellos fueron unánimes en la
aplicación de lo mandado, en unos casos por razones ideológicas (simpatía con los cristianos), pero en
otras quizá por frío cálculo político, ya que las medidas suponían alienar el apoyo y la lealtad de una
porción considerable del pueblo.
II.7.1.3 El problema sucesorio
Una de las razones de ser del sistema tetrárquico era solventar con garantías el gran problema que el
régimen imperial acarreaba desde sus inicios y que no era otro que el oscuro fundamento de su
legitimidad. Al principio, el poder del príncipe se fundaba en la cesión extraordinaria de soberanía que
el pueblo confería vitaliciamente a un individuo, lo que impedía, teóricamente, la transmisión
hereditaria o la designación directa del sucesor. Luego, cuando el Senado suplantó al pueblo como
ostentador de la soberanía, ese papel correspondía a los patres; pero la aplicación estricta del mismo
entraba en contradicción con el principio del Gobierno imperial, que consistía en no permitir que la
lucha política amenazara las bases mismas de la convivencia social. En el siglo iv d.C., el Senado era
ya un órgano más honorífico que eficaz, y la sacralización del poder imperial imponía una medida
absoluta. Diocleciano designó sucesivamente a sus herederos en un sistema basado, al tiempo, en una
delegación de soberanía y en una jerarquía interna que garantizaban la unidad administrativa y
política. Mientras el diseñador del plan y su colega estuvieron en activo, el sistema funcionó bien y
logró atajar los problemas que se presentaron; pero era necesario probarlo bajo el estrés de la
transmisión de poderes. Sin esperar a la sucesión in extremiis y actuando nuevamente de consuno, tras
veinte años de gobierno, Diocleciano y Maximiano anunciaron simultáneamente el 1 de mayo de 305
d.C. su renuncia formal al trono, para que la segunda Tetrarquía demostrase la bondad del sistema,
superando la prueba de su auto-reproducción. Según lo previsto, Galerio y Constancio Cloro
asumieron los cargos de Augustos y designaron inmediatamente a sus auxiliares y potenciales
sucesores, los Césares Maximino Dada (un sobrino de Galerio) y Severo, también elegido por
influencia de Galerio. En la nueva distribución, la Diócesis de Hispania quedó bajo la responsabilidad
del Augusto de Occidente, Constancio.
En principio, las cosas funcionaron adecuadamente, pero nadie parece haber tenido en cuenta que los
principios formales de la Tetrarquía –la cooptación y el parentesco adoptivo– podían tener menos
fuerza que la sangre y los derechos hereditarios, por no contar con el carisma personal. Tanto
Constancio como Maximiano tenían cada uno un hijo ambicioso y la Fortuna puso inmediatamente a
prueba el sistema en la parte occidental del Imperio. Efectivamente, Constancio murió de repente
apenas un año después de su accesión al trono, y sus soldados enseguida admitieron que había
designado sucesor a su hijo Constantino, que era fruto del primer matrimonio con Elena. Por razones
de principio –la Tetrarquía había nacido para evitar que los soldados intervinieran constantemente en
la designación imperial– y de dignidad –él ya había asignado a Severo al rango de Augusto–, Galerio
rechazó la irregular designación de Constantino que, por otra parte, rompía con su plan de contar con
un subordinado en la parte occidental. Pero Constantino se mantuvo en sus trece y Galerio hubo de
transigir con el fait accompli aceptándolo como César. Parece seguro que Constantino recibió como
encargo la misma jurisdicción que su padre, que incluía las provincias de Hispania.
Apenas tres meses después, el hijo de Maximiano, Majencio, residente en Roma y molesto por haber
sido dejado de lado en el reparto del 305 d.C., utilizó a su favor el descontento de las aristocracias de
Roma e Italia, conscientes de su pérdida de importancia relativa en el conjunto del Imperio. Cuando
Galerio abolió los privilegios fiscales ancestrales de Italia y Roma, Majencio aprovechó la universal
resistencia suscitada por la medida para proclamarse emperador, empleando a las pocas tropas
existentes en Roma, los pretorianos y los vigiles. Lógicamente, ni Galerio ni Severo se avinieron a sus
designios y Majencio remplazó su debilidad militar por el prestigio paterno y ofreció la púrpura a su
padre, que vivía retirado en sur de Italia y que no dudó en reasumir, algo más de un año después de su
renuncia, el título de Augusto.
A partir de este momento, la Tetrarquía entró en crisis, porque en Occidente los poderes formales de
Severo no podían competir ni con el carisma de Constantino entre los soldados, ni con el prestigio de
Maximino y Majencio, que no dudaron en aliarse entre sí para hacer frente a Galerio y Severo. Con
este fin, Constantino casó con una hija de Maximino y se convirtió en yerno de un Augusto y cuñado
de otro. La confusión aún fue mayor cuando el vicario de la poderosa y rica diócesis africana se
autoproclamó también Augusto, al tiempo que moría Severo a manos de Majencio a fines del 307 d.C.
y éste rompía relaciones con su padre después de descubrir un intento para expulsarlo del trono.
Maximino buscó, entonces, refugio al lado de su yerno.
Dado que la fuerza era incapaz de arreglar la crisis, Galerio intentó llegar a una solución negociada
convocando a los fundadores del sistema tetrárquico a una conferencia en Carnunto, cerca de Viena
(noviembre del 308 d.C.). En ella, Diocleciano convenció a Maximiano para que renunciase, Galerio
salió confirmado en su puesto y el lugar de Severo no lo asumió ni Majencio ni Constantino, sino que
se nombró a otro amigo de Galerio, Licinio, que no había sido César previamente pero tenía
predicamento entre las tropas. A resultas se añadió un contendiente más a la pelea, cuyo reparto de
fuerzas quedaba así: Majencio controlaba Italia y recuperó África después de deshacerse del
usurpador; Licinio tenía el Ilírico y las regiones danubianas y peleaba con Majencio por su porción;
mientras Constantino controlaba las provincias más occidentales, Hispania, Galia, Germania y
Britania.
El 310 d.C. fue un año decisivo, porque Maximino intentó por tercera vez acceder a la púrpura, pero
esta vez a costa de Constantino, que lo derrotó y lo forzó al suicidio. Y Maximino Daia fue elevado al
cargo de Augusto de Oriente, ya que Galerio se sentía muy enfermo, falleciendo en abril del 311 d.C.
después de una larga y penosa agonía. Ambos acontecimientos simplificaron la disputa al reducir el
número de contendientes y sus objetivos. Licinio y Maximino Daia inmediatamente entraron en
conflicto por la herencia de Galerio, resuelto temporalmente con un reparto: Maximiano gobernaba
Asia Menor y las provincias orientales, mientras Licinio anexionó la parte oriental de Europa a su
porción danubiana e ilírica. Mientras, Constantino, aprovechando esa disputa, cruzó los Alpes
dispuesto a enfrentarse a un Majencio que había perdido gran parte de su apoyo en Italia y que había
enajenado también a la Iglesia por su ambigua política religiosa. El resultado es bien conocido.
Haciendo despliegue público de los símbolos cristianos, Constantino se enfrentó en las afueras de
Roma a un Majencio más dispuesto a pelear que a soportar un sitio en una ciudad que ya no le era fiel.
La pelea por el control del Puente Milvio, cerca de Roma, cayó del lado de Constantino (octubre del
312 d.C.), y las tropas enemigas se retiraron precipitadamente a la ciudad, dejando atrás a su general
que murió ahogado. Constantino añadía, así, a sus dominios Italia, el Norte de África y la propia
Roma.
En el 313 d.C., Constantino y Licinio se reunieron en Milán para formalizar una alianza mutua
(sellada por la boda de Licinio con una hermana de Constantino), y acordar medidas comunes de
gobierno. La más trascendental fue el famoso edicto de Milán (313 d.C.), por el que se adoptaba la
política de tolerancia religiosa, que en el caso de Constantino, era ya la confirmación legal de un
hecho aceptado; mientras que para Licinio, constituía una importante baza frente a su opositor porque
las numerosas y prósperas comunidades cristianas de Oriente habían sufrido mucho más que las de
Occidente. De hecho, la política anticristiana de Diocleciano se había vuelto más severa, sistemática y
sangrienta con Galerio (su larga y horrible agonía fue interpretada como un justo castigo divino) y
Daia pasaba también por ser un defensor acérrimo de la vieja religiosidad. Cuando Daia cometió el
error de invadir Tracia con un poderoso ejército, Licinio le derrotó con un fuerza sustancialmente más
pequeña. Como sucedió en el caso del Puente Milvio, la victoria fue interpretada como una
consecuencia del auxilio divino a los nuevos rectores del Imperio, y los dolorosos efectos del veneno
que Daia empleó para quitarse la vida después de la derrota, también fueron vistos como una nueva
intervención de la justicia divina.
Tras la muerte de Majencio ( 312 d.C.), Constantino dominaba Occidente y Licinio la parte oriental
del Imperio. Aparentemente, era un regreso a la situación de veinticinco años antes, con dos
emperadores con poderes equiparables dispuestos a gobernar en armonía e incluso ligados
personalmente por los habituales lazos matrimoniales. En realidad, cada uno de ellos era
perfectamente consciente de su importancia y celoso de la propia independencia, por lo que sus
relaciones, más que amistosas deben calificarse de articuladoras de un armisticio entre dos
contrincantes que esperan la oportunidad. En 316 d.C., el nacimiento del hijo de Licinio y Constanza
(sobrino pues, de Constantino) provocó la primera disputa, que se saldó con Licinio cediendo todos
sus dominios europeos. En los años siguientes, sin embargo, la concordia regresó y ambos
emperadores reconocieron mutuamente su derecho a legislar en sus dominios, prometiendo no cruzar
las fronteras de la otra parte, salvo con permiso expreso. A pesar de esta patente independencia, los
vínculos de unidad seguían siendo muy fuertes: las monedas acuñadas por un emperador circulaban
libremente en los dominios del otro, y es notable que existan varios miliarios de Licinio y su hijo,
aunque Hispania, obviamente, era jurisdicción de Constantino. Posiblemente, porque el sentimiento
unitario era fuerte, Constantino nunca abandonó el deseo de reunificación y la oportunidad la brindó el
enfrentamiento aún abierto entre cristianos y paganos. En la disputa, Constantino optó por presentarse
como el defensor de los cristianos, fueran súbditos suyos o de Licinio, lo que llevó a éste a sospechar
que sus colaboradores cristianos eran potenciales quintacolumnistas de su rival. En 324 d.C., Licinio
juzgó y condenó por traición a varios obispos, destrozando sus iglesias. Constantino encontró en ello
una buena justificación para invadir los dominios de su rival y en una rápida campaña consiguió su
derrota y rendición, con la promesa de respetarle la vida.

II.7.2 Constantino y sus herederos (324-364 d.C.)


La derrota de Licinio restauró la unidad del Imperio. Pero parece haber provocado un cambio notable
en la actuación del Constantino, que hasta entonces se había preocupado de mostrarse como un
gobernante prudente y deseoso del aplauso de sus súbditos, de tal modo que sus rivales apareciesen,
por comparación, como tiranos. Una vez conseguida la eliminación de la competencia, dos trágicos
sucesos mostraron un radical cambio de conducta. El primero fue la ejecución, en contra de lo pactado
inicialmente, de Licinio y su hijo Liciniano, de nueve años (325 d.C.). Al año siguiente, las víctimas
fueron su propio hijo mayor y su nuera, tras ser acusado Crispo de adulterio en lo que parece una
turbia conjura palaciega, en la que posiblemente tomó parte la propia emperatriz, que se suicidó poco
después.
Fuera de estos sangrientos episodios palaciegos, Constantino jugó con habilidad a la indefinición
religiosa. Aunque personalmente sus creencias fueran básicamente cristianas después del 312 d.C.,
oficialmente era el campeón de la tolerancia, sin embargo, el respeto a las viejas creencias y los
administradores y soldados paganos a sus órdenes no le impidieron prohibir algunas prácticas
paganas, especialmente ofensivas como la prostitución sagrada, ciertas conductas sexuales y, sobre
todo, confiscar los tesoros de los templos, aunque esta medida pudo tener más motivaciones
económicas –la permanente avaricia estatal de metales preciosos– que el apoyo estricto a la
supremacía de la Iglesia. Donde la inclinación cristiana de Constantino se mostró de forma más
evidente fue en el papel prominente de determinados obispos en su corte, entre ellos el hispano Osio,
que se convirtió en el representante imperial encargado de mediar la furiosa disputa entre arrianos y
católicos. Y sobre todo, el emperador fue un poderoso aliado en la unificación y el mantenimiento de
la ortodoxia, porque desde su alta posición convocó los concilios que acabaron con los donatistas del
norte de África y con los arrianos orientales. Indudablemente, las discordias en el seno de la poderosa
minoría cristiana muchas veces se traducían en peleas entre facciones que podían convertirse en serias
revueltas, como en el caso del volátil Egipto durante la crisis arriana, o con donatistas y montanistas
en el Norte de África.
Constantino fue también un buen administrador, continuando en la línea de las reformas iniciadas por
Diocleciano, de las que muchas debieron completarse en su reinado. La que más afectó a las Hispanias
fue la creación de una nueva circunscripción por encima de la diócesis, las prefecturas, encomendadas
a los prefectos del pretorio; este cargo, habiendo perdido su antigua orientación militar, se especializó
en los asuntos civiles (primordialmente finanzas y administración) de una región del Imperio. La
prefectura de las Galias estaba constituida por las diócesis de las Galias, Britania e Hispania, es decir,
equivalía a la parte más occidental de Europa, sin Italia.
Constantino parece haber incrementado considerablemente la presión fiscal. Sobre todo en la dura
exigencia cuadrienal de un impuesto pagadero únicamente en oro y plata, y que se aplicaba en
exclusiva a los habitantes de las ciudades, lo que puede indicar una cierta revitalización de la vida
urbana después del marasmo del siglo anterior. Las otras grandes empresas del emperador apenas
afectaron a Hispania, porque Constantino marca el declive de Roma y de las provincias occidentales,
como demuestra el hecho de que fue transfiriendo su corte cada vez más hacia el Este: Tréveris, hasta
el 316 d.C.; luego Sérdica, hasta el 324 d.C.; y a partir de esa fecha, la fundación a orillas del Bósforo
de una nueva capital, Constantinopla, donde había recreado los órganos de Gobierno anteriormente
asentados en Roma, e incluso mandó construir una bella iglesia, los Santos Apóstoles, para servirle de
mausoleo. Su muerte acaeció, al parecer por sorpresa, a mediados del 337 d.C. y las noticias de que
había decidido enterrarse fuera de Roma causaron gran descontento en la capital nominal del Imperio.
No obstante, el Senado, en una decisión propia de un tiempo de transición, le deificó convirtiéndole en
el primer emperador cristiano al que podía dársele un culto pagano.
II.7.2.1 Los sucesores de Constantino
Antes de su muerte, Constantino había arreglado su sucesión repartiendo sus dominios entre sus tres
hijos (los nacidos de su matrimonio con Fausta, la emperatriz suicida) y algunos sobrinos. Sin
embargo, tras unos meses de curioso interregno, el ejército acabó reconociendo únicamente a los
hijos, lo que acarreó la ejecución sumaria de todos los parientes próximos. Los tres hermanos
acordaron el reparto de la herencia de tal forma que al mayor, Constantino, correspondió la
jurisdicción sobre las provincias occidentales (diócesis de Britania, Galia e Hispania), además de una
cierta supervisión sobre el hermano más joven, Constante, al que se le asignaron las diócesis de Italia,
África y Panonia; por último, el tercer hermano, Constancio quedaba al frente de la parte oriental. El
arreglo, sin embargo, se mostró efímero porque el jovencísimo Constante repudió enseguida el control
de su hermano mayor, que se empeñó en restablecerlo por la fuerza. Una mala jornada en Aquileia en
el 340 d.C., acabó con su vida y sus dominios pasaron a Constante que, en compensación, cedió la
región balcánica a Constancio. A comienzos del 350, la noticia de que éste sufría duros reveses
militares en Oriente provocó la rebelión de un jefe militar de la Galia, Magnencio, y al conocer la
sublevación, Constante huyó a los Pirineos, pero fue alcanzado y asesinado por algunos sicarios del
general rebelde.
El corto gobierno de Constantino II y los diez años de Constante han dejado un leve rastro documental
en Hispania: algunas inscripciones honoríficas y quizá –pero no es una opinión unánime– los restos
del mausoleo de Constante en Centcelles (Constantí), cerca de Tarragona. El testimonio más
sustancial del periodo es la presencia de diversos obispos hispanos en el concilio de Sardica, en 343
d.C. La impresión mas generalizada es que Hispania, fortalecida por las medidas de Diocleciano y por
los años de estabilidad de Constantino, permaneció tranquila y protegida por su situación excéntrica
de las amenazas que, de repente, se cernían sobre todas las fronteras del Imperio. En Oriente, el
resurgir del poder persa disputaba a Roma el control de las comarcas mesopotámicas; mientras que el
Bajo Danubio obstaculizaba la constante marcha hacia el Mediterráneo de los godos. Contener esa
presión, más el mantenimiento de la paz interna, eran suficiente ocupación para el Augusto oriental.
Sin embargo, los verdaderos problemas estaban en la prefectura de la Galia y en Panonia, porque los
asaltos externos llevaban un siglo produciéndose y empezaban a hacer mella en las defensas
imperiales. Si la pars occidentalis aguantó un siglo el embate, se debió básicamente a las reformas
tetrárquicas, que habían puesto cada sector fronterizo bajo la responsabilidad directa de los habitantes
de las provincias protegidas por él. Pero la presión era muy fuerte, la tensión excesiva, y comenzaban
a escasear los medios y la voluntad de lucha, lo que acarreaba una fortísima inestabilidad, pues
cualquier incidencia militar podía provocar la deslealtad de las tropas.
Ni esas algaradas, casi siempre fatales para el ocupante del trono, ni las campañas contra los bárbaros
debieron tener excesivas repercusiones en Hispania, salvo las crecientes y continuas demandas de
tropas, dinero y suministros para reforzar la frontera. En otros aspectos, protegida por los Pirineos y
por el extenso glacis galo, Hispania era la retaguardia, aunque los aristócratas locales y los
gobernantes parecen haber sido conscientes de que sus destinos se peleaban en la frontera britana y en
las riberas del Rin y Danubio. Ello justifica que normalmente reaccionaran de consuno con el
comportamiento de Galia.
Volviendo a los sucesos del 350 d.C., Constante podía, quizá, huir hacia Hispania en busca de refugio,
pero no cabe duda de que Magnencio, una vez aceptado por los gobernantes de Galia, no encontró el
rechazo de los de Hispania, sino todo lo contrario. Igualmente, la unánime percepción de cuáles eran
los verdaderos intereses regionales explica cómo, tras la nueva reunificación del Imperio (353-361
d.C.) bajo Constancio, el último de los hijos vivos de Constantino y Augusto de Oriente, la petición de
envío de tropas occidentales al frente persa (360 d.C.) provocó la sublevación de éstas. E igualmente
la unánime aceptación de Juliano como Augusto de Occidente por parte de los hispanos, aunque haya
noticia de algunas crueles y mutuas represalias contra los partidarios del bando contrario.
En circunstancias así, no deja de ser paradójico que Juliano encontrase trágica e inesperada muerte
luchando precisamente contra los persas, y que tratándose del último varón de la estirpe de
Constantino, careciese de un sucesor indiscutible, justo en un momento en el que estaban
especialmente amenazadas las provincias occidentales. La solución de emergencia fue la elevación al
rango de Augusto de un militar experimentado, Valentiniano, quien inmediatamente confirió el mismo
honor a su hermano Valente, encargándole los asuntos orientales mientras él se dirigía a toda
velocidad a Occidente para tratar de enderezar la terrible situación de los distritos fronterizos del Rin.
Los once años de su reinado (364-375 d.C.) los pasó peleando contra los alamanes, los sajones, los
pictos y los cuados, bien personalmente, bien sirviéndose de un grupo de valiosos y experimentados
generales entre los que se encontraban algunos hispanos como Teodosio (el padre del emperador de
ese nombre) y Magno Máximo. Su muerte en 375 d.C. significó la desaparición de uno de los grandes
emperadores-soldado de Roma, y quizá el último dispuesto a colocar la defensa de las provincias
occidentales por encima de cualquier otra consideración, sobre todo porque sus sucesores carecían de
las cualidades requeridas por el tiempo que les tocó vivir. Así, el hijo mayor, Graciano, accedió al
trono cuando apenas tenía dieciséis años y fama de más inclinación por los asuntos piadosos que por
la vida en campaña; mientras que su hermano de cuatro años no podía significar más que una figura
simbólica.
II.7.2.2 Teodosio, el último emperador hispano
La incapacidad militar de Graciano contribuyó indirectamente a la terrible debacle de Adrianópolis
(378 d.C.): el retraso le permitió que los grupos de visigodos y ostrogodos que el propio Valente había
autorizado a asentarse en Tracia, destrozaran completamente el Ejército romano de Oriente. Se abrían
así las puertas del Imperio a los primeros grupos bárbaros que eventualmente acabaron ocupando
grandes regiones de Italia, Galia e Hispania (vid. vol.II, II.7.3). Para contener el desastre, Graciano
rescató de su voluntaria reclusión tras un oscuro asunto que había provocado la ejecución de su padre
(el general de Valentiniano), a Teodosio, un noble hispano nacido probablemente en Cauca (Coca,
Segovia), con experiencia previa en las fronteras danubianas. Teodosio ejecutó tan bien el encargo que
Graciano delegó en él el control de la parte oriental con rango de Augusto (379 d.C.), y durante los
años siguientes combatió a los godos hasta neutralizar su amenaza por un tiempo (382 d.C.). Y ello
gracias a un acuerdo por el que se les concedía a los godos tierras dentro de las fronteras imperiales,
pero con los privilegios de permanecer bajo el gobierno de sus propios reyes, mantener su derecho y
servir en el Ejército romano no como una unidad auxiliar, sino como aliados. Tratándose de un
acuerdo muy favorable para los godos, es posible que Teodosio transigiera con él a la espera de una
circunstancia adecuada que permitiera revocarlo, lo que nunca llegó. En cambio, marcó un precedente
al que otros grupos bárbaros acabaron aspirando y que, en última instancia, fue la causa de la pérdida
de las provincias occidentales.
Mientras los asuntos de Oriente parecían haberse resuelto, Graciano se encontró con la sublevación
(383 d.C.) según el procedimiento habitual, del gobernador de Britania, el hispano Magno Máximo.
Los soldados levantiscos, descontentos por cualquier causa, invistieron con la dignidad imperial a su
general y éste se preocupó de reclamar lo que era suyo: Máximo desembarcó rápidamente en la Galia,
acorraló a Graciano y lo mató, asegurando con facilidad el control de la prefectura de la Galia. Los
otros Augustos (Valentiniano II, el hermano de Graciano, que gobernaba Italia e Ilírico; y Teodosio)
hubieron de avenirse a los hechos consumados (384 d.C.). Pero cuando Máximo y Valentiniano
entraron en conflicto (387 d.C.), Teodosio se decantó por el segundo a pesar de que algunas fuentes
sugieren que él y Máximo eran parientes, y hay quien sostiene incluso que la revuelta de Máximo fue
incitada por Teodosio como modo de ganarle la mano a Graciano en un momento (381-382 d.C.) de
cierta tensión entre ambos. Máximo fue derrotado y muerto, y Valentiniano repuesto en el trono (388)
bajo la sólida custodia de Teodosio, que permaneció en Occidente hasta 391 d.C. Bastó, sin embargo,
su ausencia para que un cortesano asesinase al emperador, obligando a Teodosio a retornar a
Occidente para castigar al magnicida y asumir el control de la pars occidentalis (394 d.C.). Pero por
breves meses, ya que murió de repente a comienzos del año siguiente.
Teodosio se convirtió así en el último, aunque efímero, emperador romano con jurisdicción sobre las
dos partes del Imperio. Las circunstancias quisieron que el reparto de soberanía entre sus dos hijos,
Arcadio y Honorio, fuera, en esta ocasión, inevitable; y las dos partes, aun compartiendo cultura y
civilización y atesorando los recuerdos del pasado glorioso, nunca volvieran a formar una unidad
política. Además, en el caso particular de Hispania, la división del Imperio pasó casi a ser ceremonial.
Los godos a los que Teodosio había concedido autonomía y tierras
[Fig. 111] Disco
de Teodosio, ca. 338 d.C., hallado en Almendralejo (Badajoz) actualmente en la Real Academia de la
Historia, Madrid
dentro de las fronteras imperiales, decidieron aprovechar la debilidad imperial y trasladarse a Italia
(401-403 d.C.). La emergencia fue temporal pero suficiente para distraer la atención y los recursos,
que podían haber sido empleados en contener las bandas de nómadas que cruzaron el Rin helado en la
última noche del 406 d.C. Estos grupos germanos asolaron después la Galia y desplazándose hacia el
Sur, alcanzaron los pasos pirenaicos en los últimos meses del 409 d.C. Para los hispanos, esto dio paso
a una etapa de destrucciones, violencia e incertidumbre similares a las que los habitantes de las
provincias británicas, galas y germanas venían padeciendo, en diverso grado, desde dos siglos atrás.

II.7.3 Los germanos en Hispania


El cruce de los Pirineos fue facilitado por las disensiones internas entre la prefectura de la Galia y el
poderoso partido hispano de los parientes del emperador Honorio, en un momento en el que éste
perdió el control sobre la Galia. Por eso, cuando los bárbaros llegaron a los Pirineos, los pasos estaban
mal defendidos y los soldados permitieron el paso de los incursores o se sumaron a ellos.
II.7.3.1 Invitados indeseables
Los invasores formaban una miscelánea de grupos étnicos, pues había alanos, suevos y vándalos. Los
primeros eran un pueblo nómada no germánico que en los primeros siglos de la Era ocupaba las
estepas septentrionales del Ponto, desde donde había tratado de penetrar en diversas ocasiones en las
provincias romanas cercanas. A fines del siglo iv d.C., la llegada de los hunos a su territorio forzó a
algunos grupos alanos a huir hacia el Oeste, donde se sumaron a la gran incursión del 406 d.C. Los
suevos, por su parte, eran un extendido pueblo germano procedente de las regiones al este del Elba,
cuyos componentes, según zonas, fueron también denominados por los romanos como alamanes,
cuados y marcómanos. Los vándalos, finalmente, procedían también de la región danubiana y cuando
cruzaron el Rin estaban organizados en dos grupos distintos: los hasdingos y los silingos. Por datos
posteriores al 409 d.C., sabemos que los hasdingos eran un grupo poderoso, quizá el más numeroso de
los tres.
II.7.3.2 Con un poco de ayuda de los amigos
Entre el 409 y el 411 d.C., los invasores saquearon y destruyeron todo lo que se ponía a mano, sin que
los hispanos fueran capaces de concitar una resistencia eficaz contra ellos. Luego, sorprendentemente,
decidieron abandonar sus hábitos nómadas y tomar residencia en determinadas comarcas hispanas.
Suevos y hasdingos ocuparon Galicia: los alanos, parte de Lusitania y la Cartaginense, mientras los
silingos se radicaban en la Bética. Aparentemente, el reparto fue dictado por el azar, pero extraña que
quedaran fuera de él las regiones litorales mediterráneas y el valle del Ebro; es decir, la parte oriental
de la Cartaginense y toda la Tarraconense, y que el grupo posiblemente más numeroso, los hasdingos,
se confiasen en los estrechos límites de Galicia, compartiéndolos, además, con los suevos, cuando
quedaban tantos lugares anchurosos sin ocupar. De ahí que se piense que el reparto obedeciese a un
acuerdo de cada uno de los grupos con las autoridades romanas, que hubiera resultado en tratados
similares al negociado por Teodosio con los godos: autonomía, ayuda fiscal y respeto a las leyes y
costumbres peculiares, a cambio de colaboración militar como aliados.
En cualquier caso, fuera por debilidad o conveniencia ocasional de Roma, la presencia de esos grupos
forasteros constituía una queja constante de los hispanos, no siempre oída por las autoridades
imperiales. Sin embargo, en el 416 d.C., la oportunidad de debilitar de golpe a dos enemigos
poderosos llevó al general Constancio a conseguir que los visigodos, que habían entrado en la
Tarraconense buscando evitar el férreo bloqueo impuesto en Aquitania, se comprometieran a
deshacerse de los llegados en el 409 d.C. Con inusitada rapidez (416-418 d.C.), los godos se
deshicieron de los vándalos de la Bética (los silingos) y de los alanos del centro peninsular; pero
cuando iban a proceder contra los restantes grupos de Galicia (suevos y vándalos hasdingos),
Constancio cambió de parecer y los invitó a instalarse en tierras de Aquitania, quizá temiendo que una
fácil victoria equivaliese a la pérdida del control peninsular.
Pero entonces comenzaron los problemas de nuevo, porque los vándalos hasdingos, considerablemente
reforzados por los supervivientes vándalos y alanos de la campaña visigoda, se enfrentaron a sus
menos numerosos vecinos suevos, a los que arrinconaron y estaban dispuestos a masacrar de no ser
por la oportuna intervención romana. Los vándalos, entonces, se retiraron completamente de Galicia y,
sin previo aviso, se dirigieron a la Bética (posiblemente informados por los huidos silingos de las
bondades de esa tierra) y la sometieron durante casi una década a un completo saqueo. Tratándose de
una provincia próspera y de alto interés estratégico, los romanos enviaron tropas en repetidas
ocasiones, sin conseguir desalojar a los vándalos hasta que éstos, de propia voluntad y a las órdenes de
Genserico, decidieron en 429 d.C. trasladarse a África: un sueño que los visigodos habían acariciado
desde la época del saco de Roma pero que nunca pudieron cumplir porque el mar y las tormentas se lo
impidieron siempre que lo intentaron. Los vándalos, en cambio, en número de 80.000, embarcaron en
los puertos del sur de Hispania y arribaron sin problemas al norte de África, estableciéndose en
Numidia y Mauritania. Más tarde dominaron incluso Cartago, donde fundaron un reino que duró hasta
comienzos del siglo vi d.C.
La partida de los vándalos provocó en la Península un vacío de poder que los suevos aprovecharon
para apoderarse de las ciudades de la mitad occidental de la Península, siguiendo la vía de la Plata.
Emerita cayó en sus manos en el 440 d.C. y un año después lo hizo Hispalis. A partir de esa
importante base, los suevos extendieron su influencia a toda la Bética y la Cartaginense,
permaneciendo sólo la Tarraconense leal a Roma. Incluso, consiguieron hacer frente a diversas
expediciones militares que invadieron sus dominios. Considerando que la población sueva no debía
superar los 20.000 individuos, su periodo de hegemonía (440-457 d.C.) no deja de ser una notable
hazaña, aunque sea obligado suponer la colaboración de una parte de la población autóctona, con la
que los suevos habían mantenido hasta ese momento unas relaciones vacilantes.
Sin embargo, en el 453 d.C., los romanos comenzaron a preparar la ofensiva en Hispania, y de nuevo
la corte imperial recurrió a los visigodos, instalados ya decisivamente en Tolosa, la Toulouse francesa
(por lo tanto, siempre atentos a los acontecimientos transpirenaicos), para restaurar su autoridad. En
algo más de un año (456-457 d.C.) las fuerzas godas a las órdenes de Teodorico II avanzaron hacia el
Norte, derrotaron decisivamente a los suevos en el otoño del 456 d.C. en la vecindad de Astorga y
regresaron a invernar a Emerita. Cuando reemprendieron el camino hacia el Norte en la primavera, su
avance se vio marcado por los saqueos y destrucciones que no respetaban ni ciudades o aldeas, ni
romanos o suevos, cuyo reino Teodorico consistió en que siguiera existiendo, pero a las órdenes de un
cliente. A partir de ese momento y hasta su destrucción en el 585 d.C., el reino suevo fue un estado
descentralizado, en el que la colaboración entre los germanos y la aristocracia local conoció
momentos de crisis, siempre temperados por el poder y el prestigio de la Iglesia, que acabó siendo el
gran soporte de los monarcas; sobre todo después de la conversión al catolicismo de Requiario,
seguida por la mayoría del pueblo.
II.7.3.3 Un creciente interés
A la vez, la intervención de Teodorico señalaba el final de una etapa de la influencia goda sobre
Península, que había crecido en proporción directa al declive de los vínculos de los hispanos con
Roma. En el proceso hubo dos fases claras. La primera comenzó con la campaña del rey Valia contra
alanos y vándalos, y continúo hasta algo antes de la extinción definitiva del poder imperial en
Occidente (476 d.C.); es decir, hasta los primeros años del reinado de Eurico, y en ella los visigodos
cruzaron los Pirineos para ejecutar misiones coordinadas o solicitadas por los representantes del poder
imperial en la Península, haciéndolo en su calidad de aliados de Roma. A partir de ese momento,
durante la etapa final de Eurico (466-484 d.C.) y sobre todo, bajo el mandato de su hijo Alarico II
(484-507 d.C.), el reino de Tolosa miró hacia el Sur desde la perspectiva de sus propios intereses
estratégicos. Se apoderaron por lo tanto de la Tarraconense, al tiempo que llegaban a acuerdos de
interés mutuo con la nobleza local, que contemplaba con agradecimiento la posibilidad de tener a
quien recurrir en momentos de necesidad, una vez que la ayuda del Imperio dejó de recibirse.
De este modo, y aunque el interés estratégico de Tolosa apuntaba hacia el Loira y todo lo más, al
dominio efectivo de la franja de la Tarraconense más cercana a los Pirineos, los visigodos proyectaban
su influencia sobre puntos alejados del interior peninsular, aunque fuera de modo difuso y
discontinuo; en ocasiones mediante la existencia de guarniciones, y en otras porque los gobernantes
locales reconocían la supremacía tolosana. El ejemplo de estas relaciones lo ofrece una famosa
inscripción del 483 d.C. en la que se recuerda las obras de reparación del puente romano de Emerita,
realizadas a petición del obispo local por el general a las órdenes de Eurico. No debe extrañar pues,
que cuando los francos de Clodoveo avanzaron y destruyeron Tolosa (507 d.C.), dejando los antiguos
dominios godos reducidos a la estrecha franja litoral de la Narbonense, la Península Ibérica pasase a
ser la tierra de promisión y el escenario de la historia visigoda, aunque los propios protagonistas
tardasen aún cincuenta años en reconocer el cambio de foco histórico. Las razones son diversas.
Primero, el potencial demográfico visigodo no debió quizá superar las 100.0000 almas, y muy pocos
de ellos, salvo la tropas guarnicionadas, debían residir en Hispania antes del 507 d.C. Luego, el
desastre de Vouillé (batalla en la que Clodoveo triunfa sobre las tropas visigodas de Alarico II) y sus
consecuencias dejaron una profunda herida en el espíritu godo, cuya recuperación quedó atemperada
por la larga tutela ejercida por Teodorico, el poderoso rey ostrogodo que durante 16 años ( años ( 526
d.C.) defendió desde Ravenna los derechos de su nieto Amalarico (526-531 d.C.).
Por eso, el reconocimiento efectivo de la importancia de Hispania llegó con Atanagildo, un noble
visigodo levantisco contra su rey, que solicitó la ayuda del ambicioso y oportunista emperador de
Bizancio, Justiniano. Efectivamente, mientras la crisis del siglo v d.C. remató el Imperio de
Occidente, los romanos de Oriente no habían dejado de acrecentar su poder desde mediados del mismo
siglo. El culmen llegó durante el largo reinado de Justiniano (527-565 d.C.), que supo aprovechar las
crisis dinásticas y los enfrentamientos con la población local para ir conquistando los reinos
germanos, como efectivamente hizo con los ostrogodos de Italia y los vándalos africanos. La petición
de Atanagildo parecía una repetición de lo ya sucedido en esas regiones, y Justiniano no dudó en
despachar una pequeña fuerza expedicionaria a Hispania (552 d.C.). La llegada de los escasos
efectivos bizantinos no sólo libró a Atanagildo de la destrucción, sino que combinando con sus
fuerzas, consiguieron en tres años imponerse sobre sus rivales. A cambio, Justiniano recibió la total
soberanía sobre la franja litoral que iba desde la vecindad de Cádiz hasta Valencia. No era mucho,
pero constituía una base de operaciones desde la que articular una futura ocupación de toda la
Península, una operación que nunca se llevó a cabo, aunque los bizantinos ampliaron hacia el interior
sus dominios sobre algunos sectores de costa. Tampoco la cesión debió parecer excesiva a los
visigodos, que estaban empezando su expansión por la Península y controlaban además el rico valle
del Guadalquivir. Igualmente, los hispanos del sector asignado a Bizancio tampoco protestaron, entre
otras cosas porque quienes se dedicaban a actividades comerciales y portuarias en la zona debieron ver
en ello la oportunidad que se les abría de acceder al rico mercado oriental. Aunque los planes de
Justiniano de conquista total de la Península nunca se llevaron a término, no puede negarse que los
bizantinos mantuvieron bastante bien el tipo en este alejado enclave, que aguantó hasta el 625 d.C.
II.7.3.4 La estirpe goda en la patria hispana
La crisis dinástica de Atanagildo y la ocupación bizantina del sudeste, sirvió para que los godos
cayeran finalmente en la cuenta de que su futuro político estaba en Hispania. No es coincidencia que
los 150 años que aproximadamente median entre el comienzo del reinado de Leovigildo (569 d.C.) y
el 711 d.C. (la derrota del Guadalete), correspondan al momento en que se desarrolló el reino de
Toledo. Fue ésta una creación política regida por reyes de estirpe germana, pero donde tal distinción
no existía entre los súbditos, porque la homogeneización étnica, cultural, lingüística y religiosa era
total. De ahí que para los contemporáneos extrapeninsulares no haya distinción posible entre Hispania
y los godos.
Para facilitar una rápida visión del periodo, debe señalarse que el reino hispanovisigodo de Toledo
tuvo dos etapas cruciales. La primera corresponde a los reinados de Leovigildo (569-586 d.C.) y su
hijo Recaredo (586-601 d.C.), y es el periodo formativo del Reino. Con toda razón se considera que
fue una creación de Leovigildo, aunque la elección de la sede de la corte, en una posición estratégica y
central cercana al punto donde los ingenieros de Augusto establecieron el cruce de las dos vías
transversales que cruzan la Meseta, fuera obra de su predecesor. Pero fue indudablemente Leovigildo,
un personaje enérgico y voluntarioso, quien resolvió de forma magistral la crisis permanente a la que
se veía afectado el Reino, porque su jurisdicción estaba amenazada en algunas regiones y en otras, por
el contrario, ni siquiera se sentía.
Por un lado, Leovigildo comenzó atacando las fronteras del enclave bizantino, con éxito diverso,
aunque la localización geográfica de sus actividades sirva de testigo a la extensión del control griego.
En 570 d.C., los ataques fueron en la zona de Baza y de Málaga, sin resultados espectaculares, porque
no se mencionan; al año siguiente consiguió dominar Asidota (la actual Medina Sidonia), arrebatando
la salida al Atlántico de los bizantinos; también merece la pena notar que puso fin a la independencia
de Córdoba (572 d.C.), que no reconocía la autoridad goda desde mediados del siglo vi, y que operó en
la zona del alto Guadalquivir, la región que las fuentes de la época llaman Orospeda, cuya tortuosa
orografía y posición apartada posiblemente explica el porqué de su independencia.
Más importantes y duraderas fueron las campañas contra los suevos, hacia los que Leovigildo mostró
una marcada hostilidad desde muy pronto, porque aprovecharon las campañas visigodas en el sur para
extender su dominio en zonas que consideraban de jurisdicción o influencia de Toledo. Por eso, entre
el 575 y el 576 d.C., las actuaciones visigodas en el entorno del bajo Duero fueron vistas por los
suevos como lo que realmente eran: provocaciones y demostraciones de fuerza encaminadas a buscar
un claro casus belli, que acabó produciéndose cuando el rey suevo auxilió eficazmente a
Hermenegildo en su sublevación (583 d.C.) (vid. infra). Entonces, Leovigildo atacó y sometió Galicia
en el 585 d.C.
Otra zona a la que Leovigildo dirigió sus ataques fue la franja cantábrica, desde los limites de Galicia
hasta los Pirineos, las comarcas ocupadas por astures, cántabros y vascones, consiguiendo dominar
parcialmente Vasconia en el 581 d.C. (Vitoria fue la ciudad conmemorativa de su triunfo, como indica
el topónimo); mientras que las actividades contra Cantabria pueden no haber correspondido tanto a la
zona litoral como a las vertientes meridionales del sistema cantábrico.
El expansionismo militar estuvo acompañado de medidas unificadoras encaminadas a fortalecer el
Estado y los recursos a disposición del rey; posiblemente se imitaba la actividad de Justiniano, que era
un ejemplo que tenía motivos para contemplar con cierta cercanía. La homogeneización requería
necesariamente reformar las relaciones del rey con la nobleza de su estirpe, y también con la
hispanorromana, acostumbradas ambas a una notable laxitud; y se necesitaba también arreglar el
problema de la doble creencia, porque la monarquía visigoda era oficialmente arriana mientras la
mayoría de sus súbditos (y la poderosa e influyente jerarquía eclesiástica) era nicena (vid. vol.II,
II.9.4.2). Seguramente la resistencia a las medidas reales subyace detrás del trágico suceso que afectó
dolorosamente a la estabilidad del Reino: en el 579 d.C., el hijo mayor de Leovigildo y su delegado en
la Bética, Hermenegildo, se sublevó e intentó segregar sus dominios de la monarquía toledana.
Además, en fecha imprecisa pero posterior a la revuelta, abjuró de sus creencias arrianas y se
convirtió al catolicismo. Ni las causas de la revuelta ni sus propósitos están del todo claras, quizá
porque los sucesos fueron deformados sin remedio por la propaganda. Se habla de motivos religiosos,
impulsados por su piadosa esposa franca o por quienes se oponían a los planes de unificación religiosa
de su padre. Más probable, sin embargo, es que Hermenegildo acabase representando a sectores de la
nobleza goda e hispanorromana perjudicados económicamente, o por las medidas reales. La
sublevación duró del 579 al 584 d.C., y en contra de la creencia más difundida, Hermenegildo no fue
ajusticiado por su padre, sino desterrado al litoral levantino, donde acabó siendo asesinado en 585 d.C.
Leovigildo murió un año después y le sucedió su otro hijo, Recaredo, que llevaba tiempo asociado a la
labor de gobierno. Al poco de su ascensión al trono, el nuevo monarca anunció su conversión al
catolicismo, lo que despertó una gran inquietud, no tanto por cuestiones religiosas o doctrinales sino
por las heridas de la aún reciente sublevación de su hermano, y sobre todo, porque la unificación
religiosa amenazaba la posición de privilegio de muchos nobles godos. Esto se tradujo en diversas
sublevaciones, algunas minoritarias pero que afectaban a personajes importantes de la Administración
(como los integrantes del complot de Emerita) o de la corte (como la madrastra de Recaredo); pero
también a capas amplias de la población como la sucedida en los dominios transpirenaicos del Reino,
la Septimania, donde la disidencia con pretexto religioso se sumó a las apetencias francas sobre la
zona. En el 589 d.C., el III Concilio de Toledo oficializó la conversión de la nobleza y el episcopado
arriano al credo niceno, estableciendo las bases reguladoras de los efectos de la medida: situación de
los obispos y clero arriano, propiedad de sus bienes e iglesias, etc. Como es lógico, hubo situaciones
anómalas derivadas de casos individuales que sólo desaparecieron con la siguiente generación.
Recaredo murió en el 601 d.C., y los años posteriores se encuentran marcados por la lucha por el poder
entre los monarcas y sus nobles, en los que generalmente salieron vencedores estos últimos. Esas
victorias se convirtieron en prerrogativas de la nobleza laica y eclesiástica sancionadas en diversos
concilios toledanos.
La segunda etapa del reino de Toledo corresponde a los reinados sucesivos de Chindasvinto (642-653
d.C.) y su hijo Recesvinto (649-672 d.C.), significados por el intento real de fortalecer la institución
monárquica. El primero, un anciano de casi ochenta años al llegar al trono, no tuvo remilgos en
reprimir dura y sumariamente a muchos nobles y eclesiásticos que habían conspirado en reinados
anteriores. Las purgas fueron tan largas y extendidas que muchos sospechosos huyeron del Reino para
evitar el castigo. En el mejor anticipo de realidades aún cercanas, Chindasvinto creó un eficiente
servicio de información en el que las delaciones le tenían al día de las actividades e ideas de sus
nobles.
El soporte de esta política fue un amplio corpus legal en el que se defendía un Estado centralizado en
la figura de un rey poderoso y apoyado en una nobleza de servicio, frente a la tradicional de alcurnia o
sangre. Obviamente, una política así era difícil de llevar a cabo porque debían vencerse muchas
oposiciones entre ellas, la de los nobles, reacios a perder sus privilegios, algunos de los cuales habían
sido reconocidos por monarcas anteriores y refrendados en concilio, y la de la jerarquía eclesiástica,
que veía con cierto despego los intentos reales de convertir en pecado el crimen político o de impedir
el asilo en tierra sagrada de los criminales. Considerando el odio que suscitó y el historial de crímenes
dinásticos de los godos, es asombroso que Chindasvinto muriese de muerte natural a la venerable edad
de 91 años, dejando firmemente asentado en el trono a su hijo Recesvinto, que había compartido con
él las tareas de Gobierno desde el 649 d.C. Fue él quien realmente se enfrentó a la oposición suscitada
por las purgas y la desconfianza de su padre. Muchas de ellas se vocearon públicamente en el VIII
Concilio de Toledo, que obligó al rey a amnistiar a los exiliados y fugados, y a restituir a sus legítimos
dueños los bienes requisados. Sin embargo, Recesvinto ha pasado a la historia sobre todo porque en su
tiempo se completó la labor de compilación legal emprendida por su padre y que refundía el derecho
del Reino.
Los siguientes monarcas visigodos se debatieron entre el empleo de la mano dura para controlar a los
nobles levantiscos (el mejor representante fue Wamba, 672-680 d.C.), y quienes transigieron con
ellos. Pero incluso los primeros no veían otro modo de fortalecer su posición sino mediante el
enriquecimiento de sus familiares e íntimos, y la concesión de privilegios económicos y legales a sus
partidarios. El resultado fue una serie continua de conjuras, rebeliones y usurpaciones de nobles
ambiciosos o dispuestos a enjuagar antiguas rencillas.
En este ambiente, la crisis sucesoria a la muerte de Witiza ( 710 d.C.) propició el desastre. Un grupo
de nobles, el mayoritario, eligió a Rodrigo como sucesor, mientras que otra facción se inclinaba por
Agila, un familiar del rey difunto. Como en muchas otras ocasiones previas, los menos pudieron
considerar que la ayuda del gobernador musulmán de África, Muza, podía permitirles cambiar el signo
de la guerra civil en la que llevaban la peor parte. Como es sabido, el cruce del estrecho de Gibraltar
por Tariq en el 711 d.C. parece haber sido propiciado por el gobernador godo de Ceuta y en la propia
batalla del Guadalete (Julio de 711 d.C.), muchos nobles godos o no se presentaron o desertaron,
propiciando la derrota de Rodrigo y los suyos. También se ha sugerido que la base de apoyo de
Rodrigo se encontraba en la Bética y en la Lusitania, donde el avance musulmán se realizó
rápidamente. En cambio, sus oponentes, radicados en el valle del Ebro y en la Narbonense, pueden
haber demorado la ocupación de esas zonas por sus pactos y alianzas con los invasores. En cualquier
caso, la resistencia visigoda cesó completamente en el 719 d.C., cuando los árabes ocuparon
determinados puntos de Cataluña. Como es sabido, muchos visigodos acabaron refugiándose en
aquellas áreas que escaparon al control de Leovigildo, en Asturias y las comarcas vasconas.
Hilario Rodríguez de Gracia
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Diocleciano, Constantino y Juliano son tres emperadores que han merecido frecuentes biografías: vide
Barnes, 1982; Williams, 1985; Southern, 2001; Rees, 2004; y Lensky, 2005, entre otras cosas porque
hay importantes cuestiones sobre las que las fuentes disponibles arrojan conclusiones diversas o
contradictorias. Una de ellas es la referida a las reformas militares y el papel de los bárbaros en el
ejército, Liebeschuetz, 1991. Un expresivo mapa de las reformas territoriales de Diocleciano y
Constantino en http://www.ucm.es/info/antigua/Cartografia/roma10.htm.
La Antigüedad Tardía (siglos III-VIII d.C.), y englobado en ella, el Bajo Imperio Romano, son objeto
de particular atención por la investigación de los últimos años. El lector interesado hallará todas las
claves y datos sobre este periodo de transición que lleva a la configuración de los reinos medievales
europeos, en obras como las de Brown, 1989; Sanz, 1995; Cameron, 1998; 2001; García Moreno,
1998; Bowersock et alii, 1999; Bravo, 2001; Swain/Edwards, 2004; y Noble, 2006. Más en concreto,
sobre la caída del Imperio romano de Occidente, dos revisiones críticas de reciente y oportuna
aparición son Heather, 2005, y Ward-Perkins, 2005; mientras que, con relación a las invasiones
bárbaras, García Moreno, 2001 y Azzara, 2004, dan cuenta de nuevas aproximaciones a su realidad,
motivaciones y efectos.
La historia de Hispania en el siglo IV d.C. ha sido recientemente analizada por Teja, 2004, y tratada en
el Congreso Internacional La Hispania de Teodosio (Teja/Pérez González, 1997). Igualmente son de
interés los trabajos de J. Arce (Arce, 1982; 1988 y 2005; el último referido a Hispania en el siglo V
d.C.), y el de García de Castro, 1995. Mientras que el conflicto entre paganos y cristianos puede verse
en Lane Fox, 1988; Momigliano, 1989; Teja, 1990; Clark, 2004; Mitchell/Young, 2005; y, desde una
perspectiva peninsular, en Santos et alii, 2000.
Sobre la España visigoda, tres de las más completas monografías manejables son las de García
Moreno, 1989; Orlandis, 2003; y Collins, 2005. Sobre el dominio bizantino peninsular, véase Vallejo,
1992; y con un interés más local: Martí, 2001. Otros aspectos de interés son los referidos al Ejército
(Muñoz Bolaños, 2003) y al famoso hallazgo del tesoro real visigodo de Toledo (Perea, 2001). Para
conocer los últimos enfoques de la historiografía anglosajona sobre la Antigüedad Tardía peninsular,
véanse las contribuciones contenidas en Bowes/Kulinowski, 2005. Finalmente una útil recopilación de
fuentes y textos para la Historia de la Antigüedad Tardía es http://cervantesvirtual.com/historia/
textos/medieval/mundo_tardoantiguo.shtml (Biblioteca virtual Miguel de Cervantes. Historia).
B. Referencias
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entre el mundo antiguo y el mundo medieval, Madrid, 1988. —, Bárbaros y romanos en Hispania (400-
507 A.D.), Madrid, 2005.
Azzara, C., Las invasiones bárbaras, Valencia, 2004.
Barnes, T. D., The New Empire of Diocletian and Constantine, Cámbridge, MA, 1982. Bowersock,
G.W., Brown, P. y Grabar, O. (eds.), Late Antiquity: a guide to the postclassical world,
Cambridge, Mass, 1999.
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visiones, Madrid, 2001.
Brown, P., El mundo en la Antigüedad tardía. (De Marco Aurelio a Mahoma) , Madrid, 1989.
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Imperio Romano (284-430 d.C.), Madrid, 2001.
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Collins, R., La España visigoda, 409-711, Barcelona, 2005.
García de Castro, F.J., Sociedad y poblamiento en la Hispania del siglo IV d.C., Madrid, 1995. García
Moreno, L.A., Historia de España visigoda, Madrid, 1989.
—, El Bajo Imperio romano, Madrid, 1998.
—, “La invasión de los bárbaros (siglos V-VI)”, en Benito Ruano, E. (coor.), Tópicos y realidades de
la Edad Media (II) , Madrid, 2001, pp. 31-78.
Heather P., La caída del Imperio romano, Barcelona, 2005.
Lane Fox, R., Pagans and christians in the Mediterranean world from the second century AD to the
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Liebeschuetz, J.H.W.G., Barbarians and Bishops. Army, church, and state in the Age of Arcadius and
Chrysostom , Óxford, 1991.
Martí Matías, M.R., Visigodos, hispano-romanos y bizantinos en la zona valenciana en el siglo VI
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Mitchell, M.M. y Young, F.M. (eds.), The Cambridge History of Christianity. 1: Origins to
Constantine, Cambridge, 2005.
Momigliano, A., El conflicto entre el paganismo y el cristianismo en el siglo IV, Madrid, 1989. Muñoz
Bolaños, R., El Ejército visigodo, Madrid, 2003.
Noble, T.F.X., From Roman provinces to Medieval kingdoms , Londres-Nueva York, 2006. Orlandis
Rovira, J., Historia del Reino visigodo español: los acontecimientos, las instituciones, la sociedad, los
protagonistas, Madrid, 2003.
Perea Cavez, A. (ed.), El tesoro visigodo de Guarrazar, Madrid, 2001.
Ress, R., Diocletian and the Tetrarchy, Edimburgo, 2004.
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—, La Hispania del siglo IV: administración, economía, sociedad, cristianización, Bari, 2004. —, y
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Vallejo Girvés, M., Bizancio y la España tardoantigua, ss. V-VIII. Un capítulo de historia
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Ward-Perkins, B., The fall of Rome and the end of civilization, Óxford, 2005
Williams, S., Diocletian and the Roman recovery, Londres, 1985.

Capítulo octavo Las riquezas de Hispania


Se ha insistido una y otra vez en la percepción antigua de las riquezas de Hispania (sobre todo en
minerales, tan escasos en Italia) para explicar, primero, la permanencia de Roma tras la expulsión de
los cartagineses y, posteriormente, la sucesiva extensión de la zona sometida. En siglos posteriores,
Hispania gozó de fama proverbial de riqueza, sobre todo por sus recursos naturales –minas, pesca,
caza–, pero conforme se explotó más intensamente el territorio al compás del aumento de la
población, los productos agrícolas y ganaderos también alcanzaron tanto renombre que el resumen que
Plinio (N.H., 37, 77) hizo de la región se convirtió en el germen de un género literario, las laudes
Hispaniae o “alabanzas de España”, que cultivaron bastantes autores posteriores, alcanzando la
Antigüedad Tardía e inspirando a más de un literato de nuestro Medievo. Reproducimos el pasaje:
“Sin contar las fabulosas tierras de India, por detrás de Italia, pero igualada, yo pondría a Hispania
dondequiera que esté rodeada por el mar; aunque es en parte erial a pastos, sus partes aprovechables
son feraces en aceite, en vino, en caballos y en metales de todas clases, igualándola en esto la Galia;
pero vence Hispania por el esparto de sus desiertos y por la piedra especular, por la delicadeza de sus
tintes, por el ardor por el trabajo, por la actividad de sus esclavos, por la dureza corporal y la
vehemencia de sus gentes”.
La lista de las riquezas de la Península enumerada por Plinio es un compendio de los recursos y
productos de nuestra tierra a los que los antiguos asignaron el marchamo de especial calidad.
Individualmente o en grupo, los minerales, el aceite, el vino, los caballos y algunos materiales de uso
industrial como el esparto, el yeso y los tintes, recurren una vez y otra en las fuentes como principales
producciones de Hispania. No deja de ser interesante comprobar que una fuente del siglo iv d.C., la
Expositio totius mundi et gentium, la traducción latina de una especie de vademécum en griego con lo
más destacado de cada región y pueblo mediterráneo, mantiene lo dicho por Plinio tres siglos antes, a
pesar de que su autor refleja otro ciclo económico. Efectivamente, según la Expositio lo que
singularizaba a Hispania, esto es, los productos que un contemporáneo asociaba con la Península
Ibérica, eran su aceite, salsa de pescado o garum, tejidos, embutidos, caballerías y esparto; una
relación que no se separa en exceso de la establecida por Plinio, salvo en un punto importante, que es
el de la minería, ausente por completo en el listado tardío. Como veremos, las razones de esta
discrepancia son objeto de discusión entre los especialistas.
Aunque los testimonios anteriores y otros similares raramente son otras cosas que juicios de valor,
hay de vez en cuando algún que otro dato preciso. Por ejemplo, sabemos que la plata extraída en los
alrededores de Cartago Nova a mediados del siglo ii a.C. proporcionaba considerables ingresos al
Estado romano; que el cultivo de trigo en la Bética daba altos rendimientos, que Plinio estima en el
100:1; que algunas poblaciones pobres de la Lusitania y Galicia pagaban parte de sus impuestos, con
la grana roja recogida en los coscojales de la región, que producía una bella tintura. Incluso, a veces,
hay también menciones al alto precio de determinados productos peninsulares, generalmente
suntuarios. Por ejemplo, los gourmets romanos estaban dispuestos a pagar unos 1.000 sestercios (el
equivalente al alquiler de un alojamiento modesto durante seis meses en Roma) por dos congios (algo
más de seis litros) de garum, la salsa líquida a base de pescado que era muy apreciada por los romanos
y que se fabricaba primordialmente en las costas béticas del Mediterráneo.
Pero extraer de informaciones similares un balance económico de Hispania romana en época imperial,
las variaciones históricas de la producción agropecuaria, del rendimiento minero o de la actividad
comercial a lo largo de cuatro siglos largos, es tarea imposible por las endémicas deficiencias de las
fuentes a las que se ha aludido repetidamente (vid. vol.I, I.1.2). Faltan series cuantitativas de la
producción minera o de las cosechas, de las variaciones regionales de precios, de las tasas que
gravaban bienes y productos, del movimiento de entrada y salida de puertos y aduanas… Y no porque
esas series no existieran o porque los romanos desconocieran la teneduría de libros, sino simplemente
porque las fuentes idóneas para un estudio económico han desaparecido y lo que queda son los datos
anecdóticos y sorprendentes.
Debemos, pues, reconstruir la economía antigua peninsular a partir de los elementos disponibles, y
conformarnos con que los resultados sean habitualmente meras apreciaciones informadas. Sólo en
casos excepcionales, una documentación más afortunada y la aplicación de los investigadores
permiten reconstruir los detalles con mayor precisión, sin nunca alcanzar la finura de análisis a los
que nos tienen acostumbrados los estudios económicos modernos y las series estadísticas.

II.8.1 Un vistazo histórico


El esquema general de la economía peninsular repite el de la marcha del Imperio, con dos claras fases
separadas por una etapa intermedia de difícil clasificación. El periodo inicial y más antiguo
corresponde a los dos primeros siglos de la Era, en el que el mundo mediterráneo conoció una fase de
mercados expansivos resultantes de factores políticos como la pacificación y estabilidad aportadas por
el sistema imperial, y de otros propiamente económicos, como las grandes cantidades de oro puestas
en circulación por lo primeros emperadores; por una parte, procedentes del botín de Egipto y
Germania; por otra, de las nuevas explotaciones de ese mineral en Dacia.
En este panorama, Hispania desempeñó un papel estelar, pues todos los testimonios disponibles
apuntan a que las inversiones realizadas por el emperador, por las sociedades de publicanos y por los
particulares, fructificaron brillantemente. Los nuevos cotos auríferos del Occidente peninsular se
explotaron sistemáticamente con un sorprendente grado de planificación técnica y financiera;
mientras que no se descuidaba el otro gran recurso minero, la plata, puesto que se pusieron en
explotación nuevos filones. Simultáneamente, las plantaciones olivareras del valle del Guadalquivir
debieron comenzar a ser rentables a partir del reinado de Tiberio o Claudio, lo que sin duda fomentó
en años posteriores que el aceite se convirtiera en un monocultivo en la zona.
También contribuyeron a este esplendor económico las cantidades aportadas para infraestructuras, sin
parangón hasta entonces. Ya se ha mencionado el papel de Augusto ordenando a las guarniciones
militares trazar y acondicionar los caminos del valle del Ebro o a construir murallas y otros edificios
en las colonias y ciudades (vid. vol.II, II.5.4.3). A menor escala, otros ricos personajes, movidos por el
amor a su patria chica o por su propia ambición, llevaron a cabo programas parecidos. Así, en Cástulo,
un individuo de postín, reparó a su costa el camino entre esa ciudad y Sisapo (en las cercanías de
Almodóvar del Campo, Ciudad Real), que transcurría por las fragosidades de Sierra Morena, ligando
de este modo dos importante cotos mineros y dando una salida terrestre al valioso cinabrio
sisaponense (CIL II 3270). Cantidades menores, pero en incontables casos, se destinaron a la
construcción y reparación de obras y edificios públicos y privados de todas clases, además de otros
beneficios más intangibles pero altamente apreciados por los contemporáneos de los donantes: juegos
de gladiadores, competiciones literarias y teatrales, carreras de caballos, banquetes y repartos de
alimentos, etc.
Adviértase, sin embargo, que todas esas riquezas procedían básicamente de recursos naturales –
metales, productos agrícolas– y que el artesanado hispano fue incapaz de acceder al mercado de joyas,
textiles, muebles o arte, que controlaban los talleres italianos y asiáticos. La industria y la artesanía de
Hispania parecen haberse centrado en cubrir la demanda local, accediendo sólo los muy adinerados a
las importaciones de lujo. En cualquier caso, las tres provincias hispanas fueron contribuyentes netos
al Imperio; es decir, a diferencia de otras regiones europeas como las Germanias, dieron más riqueza
de la que recibieron.
A mediados del siglo ii d.C., sin embargo, cambió la tendencia y la actividad económica hispana debió
de verse afectada por la peste y la inseguridad generada por las amenazas externas sobre las fronteras
imperiales. Las guerras civiles y la anarquía militar del siglo iii d.C. agravaron tanto la situación que
ha sido costumbre situar en ese momento los comienzos de la crisis del Imperio (vid. vol.II, II.6.3.5).
O al menos, eso es lo que las fuentes y otra evidencia permiten intuir, aunque posiblemente resulta
más exacto considerar que lo que entró en crisis fue el modelo económico precedente, basado en la
abundante riqueza de la rapiña bélica, que era redistribuida como un medio de control político en
forma de regalos y gratuidades.
Lo que le sustituyó fue un sistema en el que la agricultura era el principal recurso económico (pero
ahora el trabajo esclavo, característico de periodos anteriores, dio paso al empleo de la mano de obra
libre), y donde el Ejército y la burocracia constituían las más firmes garantías de la cohesión y
pervivencia del sistema. Paradójicamente, el mantenimiento de ese personal exigía considerables
sacrificios económicos al resto de la población, por lo que no debe extrañar que, ocasionalmente, se
manipulase burdamente la moneda, causando desconfianza, inflación y una generalización de los
pagos en especie a soldados y funcionarios, lo que, en contrapartida, exigía que determinados
impuestos fueran cobrados también de ese modo (annona). Estos efectos repercutieron también
negativamente sobre la economía, aunque la existencia de políticas monetarias razonables, como la de
Constantino, contribuyeron a un alivio temporal de la situación.
En términos generales, la economía romana a partir del siglo iii d.C. sufrió una notable regresión, y la
gran víctima fue la “economía de mercado” o “urbana” de siglos anteriores, puesto que cuando
fallaron los sistemas de abastecimiento, ricos y pobres prefirieron trasladarse al campo, donde el
suministro de alimentos estaba garantizado. La consecuencia fue la universalización de las villae, el
hábitat rural disperso, que ya no estaba al servicio de la agricultura especulativa de tiempos anteriores
sino que era el medio de asegurar el sostén de grandes grupos de población. Y aunque el sistema
villático era conocido desde el siglo ii a.C., para nosotros se ha convertido en un elemento
característico de la Antigüedad Tardía, en gran parte como consecuencia del lujo y la espectacularidad
de los hallazgos arqueológicos de la pars urbana [la casa del amo] de determinadas instalaciones de
esa clase. Localmente, sin embargo, el panorama no puede ser juzgado de modo tan simplista, pues
determinadas provincias parecen haber hecho virtud de las deficiencias del Imperio. Hispania, alejada
de las fronteras, prosperó durante el siglo iii d.C. y en el iv d.C. ese esplendor fue especialmente
visible en las zonas del interior peninsular.
Si reconstruir la historia económica de Hispania durante los dos primeros siglos de la Era resulta un
desafío, la de esta segunda fase económica lo es aún mucho más (siglos iii-v d.C.), porque está peor
documentada que la anterior dada la escasez de fuentes literarias y epigráficas; y porque los datos
arqueológicos, muy abundantes, son generalmente ambiguos en estas cuestiones.

II.8.2 La Minería
Además del consenso universal de nuestras autoridades sobre la existencia de ricas vetas metalíferas,
otras informaciones confirman la importancia de esa extracción; las varias menciones epigráficas a
notables cantidades de plata que se ofertaron a los dioses y a los emperadores; el número de las cortas
y yacimientos supuestamente explotados en época romana; la profundidad de sus galerías y pozos de
extracción y el volumen de los escoriales que frecuentemente se encuentran a pie de mina. Todo esto
no puede ser una sorpresa considerando que en gran parte de la Península afloran restos de un viejo
escudo primario de gran potencial metalogénico.
Ello debió de ser enseguida aparente a los antiguos. Los depósitos metálicos no son comunes en otras
partes del Mediterráneo occidental, pero en Hispania era fácil encontrar yacimientos cerca del mar y
posiblemente en estado nativo, como el cobre, oro y plata de la franja pirítica del Sudoeste (desde muy
antiguo; vid. vol.I, II.1.6.1 y II.2.5.1) además, del oro del litoral almeriense y la plata de la bahía
cartagenera.
II.8.2.1 Argentifera Hispania
Durante la época republicana, el metal por excelencia fue la plata. Aunque se habla ocasionalmente
del hallazgo de vetas de plata nativa (pustulatum Hispanum), lo normal es que ese metal precioso esté
presente en liga con el plomo (galena argentífera), extraordinariamente abundante en Hispania y
posiblemente la principal mena explotada en época antigua; con el cobre (piritas), explotado
antiguamente en la serranía de Huelva (Aznalcóllar, Río Tinto, Sotiel-Coronado) y el Alemtejo
(Aljustrel); con el mercurio (cinabrio) y con el oro.
Las noticias más antiguas de explotación argentífera provienen de lo que todavía hoy constituye el
mayor afloramiento de galena peninsular, situado en la zona de Linares y La Carolina (Jaén); es decir,
en el distrito de Cástulo, donde Plinio reporta que en su época aún se explotaba una mina que había
dado altísimos rendimientos en tiempos de Aníbal. Indudablemente, Cástulo mantuvo su importancia
en época imperial, y la exploración arqueológica de algunas minas de la zona –el Centenillo, por
ejemplo– han proporcionado instrumental de trabajo de los mineros, restos de sus poblados y algunas
inscripciones que testimonian el atractivo laboral del distrito para gentes venidas de regiones muy
distantes de la Península.
También se laboró la plata al norte de Cástulo, en torno a Sisapo, donde la principal producción era el
cinabrio pero había además grandes depósitos de galena argentífera (minas Diógenes y las existentes
en torno a Almadanejos, Ciudad Real, por ejemplo). Otro importante yacimiento de galenas estuvo en
los alrededores de Cartago Nova, cuyas minas conocieron gran actividad en los dos primeros siglos de
la historia de Hispania pero luego, por agotamiento o falta de competitividad, cedieron el testigo a las
de la porción occidental de Sierra Morena, el antiguo Mons Marianum, una ancha franja metalogénica
con galenas, piritas y otros minerales, y que en época romana produjo plata y plomo (en Almadén de
la Plata, diversas minas en las zona de la Siberia extremeña y Los Pedroches). Finalmente, el cinturón
pirítico del Sudoeste, una zona minera trabajada desde milienios (vid. vol.I, II.1.6.1 y II.2.5.1) que en
época imperial produjo cobre y plata (Aznalcóllar, Río Tinto, SotielCoronado y Aljsutrel). Algo más
al norte, en Plasenzuela (Cáceres) hay un pequeño coto minero con restos aún visibles de los trabajos
de extracción y beneficio de una veta de galena argentífera que debió comenzar a explotarse a
mediados del siglo i a.C. y se trabajó aproximadamente durante un siglo.
II.8.2.2 El Dorado antiguo
Aunque la explotación de la plata hispana no cesó en los primeros siglos de la época imperial, la
explotación estrella del periodo fue el oro. Este metal está presente en las listas de botines de
comienzos del siglo ii a.C., y los romanos debieron aprovecharse de que la Península contaba con
bastantes zonas con potencial aurífero, porque hay muchos ríos que drenan regiones con materiales
geológicos antiguos. Una de estas regiones es la esquina sudoriental de la Península, donde las rañas y
los aluviones fluviales alrededor de Sierra Nevada tienen cierta potencialidad aurífera, circunstancia
que sin duda está relacionada con la temprana presencia fenicio-tartesia en la zona. Del mismo modo,
los continuos enfrentamientos entre los Ilergetes y los Escipiones (vid. vol.II, II.1.3) y sus sucesores
pudieron deberse, precisamente, a los placeres del río Segre (Sicoris), cuya cuenca se estima
actualmente que contiene todavía unas doce toneladas de oro.
Sin embargo, la zona aurífera más importante se encuentra en el Occidente peninsular, de ahí que el
descubrimiento y explotación de los grandes yacimientos de oro se realizara más tarde que la plata.
Uno de los lugares más tempranamente explotados fueron los placeres del río Tajo, situados
aproximadamente en las comarcas a caballo de la raya entre Portugal y España, que le ganaron a ese
río el sobrenombre de aurifer Tagus.
El gran gold rush se produjo en algún momento después de que Augusto hubiera sometido y
pacificado la esquina noroccidental de Hispania (vid. vol.II, II.5.4.1), cuando se descubrieron grandes
cantidades de oro en las comarcas montañosas al norte del Duero. Un coto aurífero estaba en la misma
orilla norte del río, en las fragosidades de la montañosa Tierra de Sanabria y en el Tras-os-Montes
portugués; ahí, las explotaciones más importantes se encontraban en Trêsminas y en el Campo de
Jales (Vila Pouca de Aguiar, Bragança, Portugal). Y el otro y mejor conocido,

[Fig.
112] Panorámica de las explotaciones auríferas de Las Médulas (León)
distrito minero ( metalla) se situaba en el entorno de los Montes de León, extendiéndose por el Bierzo
leonés, la Val de Orras orensana, la Tierra de Trives y la Sierra del Caurel de Lugo, y las cabeceras
asturianas de los ríos Narcea y Navia. El oro procedía de la extensa cobertera sedimentaria depositada
en las tierras altas de El Bierzo y alrededores.
Su explotación se hizo de dos modos. El más simple y antiguo –posiblemente en uso mucho antes de
la llegada de Roma a la zona (vid. vol.II, I.2.6.2)– consistió en el bateo de los aluviones de los ríos que
drenan la zona, fundamentalmente el Sil y sus tributarios; pero también el Navia, el Narcea y en
menor medida los cursos de los afluentes zamoranos del Duero. Aunque gran parte de esta actividad
no requería grandes obras e instalaciones, ocasionalmente puede encontrarse en las cuencas de esos
ríos restos de lavaderos y otros tinglados que se datan en época romana y que sirvieron para beneficiar
estos depósitos auríferos secundarios.
La explotación más llamativa y espectacular corresponde quizá a época de Augusto o, más
probablemente, a sus inmediatos sucesores, y se relaciona con la creciente demanda provocada por el
uso del oro como patrón monetario. La necesidad justificó que se imaginara un grandioso plan para
atacar directamente el oro depositado en las tierras altas de los Montes de León y el Macizo Gallego.
Esos niveles sedimentarios, de hasta 30 metros de potencia, formados por grandes cantos de hasta un
metro de diámetro y arena, pueden llegar a contener cerca de 3 gramos de oro por metro cúbico; pero
se encuentran a profundidades de hasta 100 metros. Afortunadamente, el estrato superior de la capa
aurífera está formada por sedimentos finos con gravas de pequeña dimensión, lo que permitió aplicar
una costosa y difícil técnica de explotación descrita por Plinio con cierto detalle (Plin., N.H., 33, 21,
70-76) y que denomina ruina montium. Consiste ésta, precisamente, en alcanzar los sedimentos
auríferos mediante profundas minas (arrugiae), sacar a la superficie los escombros de la excavación
(incluyendo los grandes peñascos de sílex y cuarzo) y luego, emplear esas inestables galerías para
provocar grandes desmontes (a veces de varios kilómetros de frente) que ponían al descubierto los
estratos auríferos. Los derrumbes se provocaban desapuntalando las galerías o inundándolas, porque al
tiempo que se trabajaba bajo tierra, otras cuadrillas construían en lugares apropiados por su altura y
desnivel depósitos de gran capacidad donde se represaba el agua que iba a conducirse de golpe y a
gran velocidad (“más que fluir, cae”, dice Plino) hacia el frente de mina, para abatir, lavar los
sedimentos y poner al descubierto el oro. La red hidráulica al servicio de la más importante mina
conocida, Las Médulas, consta de ocho canales y dos auxiliares, y su objetivo era captar directamente
las aguas de los ríos Eria y Cabrera, en la red meriodinal, y del Oza, al Norte. Con la máxima
pendiente posible, los canales se cavaban en la roca desnuda o subterráneos para evitar que arrastrasen
lodos que luego podían dificultar la recogida del oro. Una vez en el derrumbe, el agua arrastraba la
tierra a lo largo de desagües escalonados que separaban los aluviones estériles, decantaban los barros
y retenían las partículas áureas mediante filtros vegetales. Plinio dice que estas minas proporcionaban
oro puro en pepitas, a veces de hasta tres kilos de peso, aunque se considera que su rendimiento fue
muy bajo en proporción al volumen de estériles que había que remover.
El resultado de estos colosales trabajos es aún perfectamente visible en diversos lugares de El Bierzo,
porque tanto los desmontes de la potente cobertera sedimentaria del páramo, como su posterior lavado
provocaron importantes cambios en el paisaje. El más característico es, sin duda, el que puede verse
en los alrededores de Las Médulas (León), pero también en la vecina explotación de las Llamas de
Cabrera, donde aún quedan vestigios de represas, canales y diversos complejos subterráneos de minas
y galerías. Según Plinio, los efectos de estas labores se notaban a muchos kilómetros de distancia,
porque los sedimentos arrastrados por los ríos de la región hicieron avanzar perceptiblemente la línea
de la costa atlántica.
II.8.2.3 Otras menas
Minerales de interés económico explotados en la Península fueron también el cinabrio de la zona de
Sisapo, del que se extraía fundamentalmente minio (para uso colorante) y mercurio, empleado en
grandes cantidades para la amalgama del oro cuando éste no aparecía en estado puro. Al parecer, el
gran distrito minero de Sisapo era propiedad del Pueblo romano y su producción estaba tan
estrictamente controlada, que se exportaba el metal en bruto a Roma para su refino. Plinio (que es la
fuente de todas estas noticias, N.H., 33, 118-121) reconoce, no obstante, que el procedimiento daba
ocasión a mucho fraude.
Por su fácil metalurgia y aspecto agradable, el cobre fue muy apreciado en la Antigüedad para la
metalistería de todo tipo, bien en estado puro o ligado con otros metales para formar bronce. Éste, por
su facilidad de fundición, ductilidad en caliente y resistencia, fue el metal industrial por excelencia. El
número de yacimientos cupríferos conocidos en la Península es bastante alto, pero en la Antigüedad
tenía especial fama el cobre de los Montes Marianos, la sierra cordobesa, aunque debieron ser más
importantes por el volumen de explotación los yacimientos de la franja de piritas del Sudoeste (Río
Tinto y Alemtejo), que producían también plata, oro, hierro y plomo. Del laboreo en estas minas hay
pocos datos literarios pero abunda, en cambio, la evidencia epigráfica y arqueológica.
Curiosamente, hay pocas informaciones sobre la ferrería, a pesar de que Hispania es rica en menas de
ese metal y sus habitantes parecen haber desarrollado muy tempranamente excelentes procesos
siderúrgicos. Por testimonios literarios, sabemos de la existencia de un distrito minero en la Celtiberia
oriental, donde el mineral extraído en las cercanías del Mons Caius era famoso por el temple de sus
aceros (Plin., N.H., 34, 41) (vid. vol.II, I.2.6.2). El mismo Plinio se hace eco del descubrimiento en su
propio tiempo de una alta montaña de la región cántabra que resultó estar formada por una rica mena
ferrosa; generalmente se piensa que el hallazgo debe corresponder a alguna parte del coto minero del
Nervión o sus alrededores, que fue explotado hasta su agotamiento en el pasado siglo.
Finalmente, otro producto minero no metálico de alta importancia económica fue el lapis specularis,
un yeso cristalizado exfoliable cuyas placas podían alcanzar hasta los dos metros de largo y que se
utilizaban para cubrir las luminarias; también se descubrió que, machacada o molida, hacía un
espléndido pavimento para los lugares de espectáculos. Lo interesante de este mineral es que, durante
muchos años, sólo se explotaba de los alrededores de la ciudad hispana de Segobriga (Saelices,
Cuenca), donde ahora empiezan a explorarse y conocerse los profundos trabajos necesarios para su
extracción.
II.8.2.4 Propiedad y beneficio de las minas
La mayoría de las minas hispanas estuvieron bajo control directo estatal, aunque no faltan ejemplos de
yacimientos de propiedad particular. Parece muy probable que las grandes aurariae del Noroeste
fueran beneficiadas directamente por el Estado a tenor del valor estratégico de su producción y de las
extraordinarias inversiones que requerían, pero para el resto de las explotaciones lo más corriente es
que se arrendase su beneficio a cambio de un canon; Plinio comentó con admiración que se llegó a
pagar 245.000 y 400.000 sestercios anuales por el canon de sendas minas de galena argentífera de la
Bética.
Sólo las grandes compañías ( societates) eran capaces de levantar el capital necesario para pagar esas
rentas y, además, realizar las grandes inversiones necesarias para la explotación. Esas sociedades
trabajaban en los distritos del cinturón pirítico del Sudoeste, de la Sierra de Córdoba, Cástulo, Sisapo
y Cartago Nova, y su presencia está atestiguada por su sellos comerciales sobre galapagos o lingotes
de metal, por los mojones que limitaban los cotos que explotaban y por las inscripciones votivas y
funerarias de sus factores y agentes.
Pero si Plinio conservó recuerdo de las grandes cantidades que llegaron a pagar era porque éstas eran
extraordinarias y porque ilustraban a la perfección el beneficio que esperaban hacer sus arrendadores.
Las rentas habituales debían de ser mucho más bajas, y cada vez parece más claro que junto a esas
grandes sociedades hubo también pequeñas explotaciones gestionadas por individuos o familias, cuyos
derechos y obligaciones están contemplados en el único reglamento minero conocido, la Lex metalli
vipascensis, de mediados del siglo ii d.C.
La descripción que Plinio hace del trabajo en las minas hispanas, en la explotación subterránea del oro
astur y en las minas de galena del distrito de Cástulo, parece basarse únicamente en la fuerza humana,
que lo mismo picaba con un instrumental rudimentario (picos, cuñas), que recalcaba las galerías,
transportaba al exterior el escombro o achicaba el agua subterránea mediante cadenas que trabajaban
día y noche (Plin., N.H., 33, 31). A pesar de los escasos medios técnicos y lo primitivo de la fuerza
empleada, los datos disponibles demuestran que los mineros antiguos hicieron un buen uso del ingenio
y la experiencia, ocasionalmente hallando soluciones que sólo volvieron a ser empleadas a mediados
del siglo xviii. Por ejemplo, una de las mayores dificultades de los trabajos subterráneos es la
evacuación y drenaje del agua, y los ingenieros romanos imaginaron procedimientos más sofisticados
que las cadenas de baldes. Entre los artefactos encontrados por los mineros del siglo xix que
reabrieron las minas de Río Tinto, hay tornillos de Arquímedes y grandes norias de cangilones
dispuestas en serie para elevar el agua varias decenas de metros; hay también bombas de émbolo,
aunque es probable que
[Fig. 113] Estela funeraria de un niño minero procedente de Baños de la Encina (Jaén) (Museo
Arqueológico Nacional)
éstas se utilizasen menos para achicar agua que para arrojarla a distancia sobre los grandes peñascos
previamente calentados, al estilo del procedimiento descrito por Plinio en las arrugiae auríferas.
En cualquier caso, todo indica que la mano de obra en las minas debía de ser muy numerosa y durante
mucho tiempo se ha considerado que se trataba de poblaciones serviles o penadas; porque el trabajo no
sólo era arriesgado sino extraordinariamente duro. Lo cierto es que no hay datos seguros al respecto y
algunos estudiosos niegan el empleo de esclavos stricto sensu; aunque puede suponerse que las
grandes compañías mineras empleasen más mano de obra servil que las pequeñas explotaciones
individuales o familiares.
II.8.2.5 Algunas inciertas cifras de producción
La producción de las minas hispanas es un tema difícil de decidir por la alergia de los escritores
antiguos a tratar con datos estadísticos. Para ellos, era más eficaz apoyar una aseveración con una
anécdota bien elegida que con una serie de cifras. De este modo, Plinio convenció a sus lectores de la
gran cantidad de plata producida en Hispania mediante la ya mencionada anécdota de la mina Baebelo
(Plin., N.H., 33, 31), que había producido grandes réditos a Aníbal y aún seguía en explotación en su
tiempo; o con la noticia de que el intendente del emperador Claudio en Hispania Citerior (el esclavo
Drusiliano), mandó que le fabricaran una fuente de plata de 500 libras (más de 150 kilos) y otras ocho
de 250 libras cada una (Plin., N.H., 33, 52). Con esa carencia de información es imposible ponerse de
acuerdo sobre las fechas precisas en que fue explotada una mina y menos aún, sobre cómo evolucionó
cronológicamente la producción de un distrito minero o de un metal en particular.
Por eso son ciertamente bienvenidos algunos datos recientes que aseguran que las cantidades de metal
extraídas en época romana no tuvieron parangón hasta fines del siglo xviii y comienzos del xix; es
decir, cuando arrancaba en Europa la Revolución industrial. Los datos provienen de una investigación
inicialmente relacionada con la evolución histórica del clima pero que es también de utilidad para
conocer la producción metalúrgica antigua. Y ello porque los procesos de extracción y refino del
cobre, del mercurio empleado para la amalgama del oro y del plomo procedente de la copelación de la
plata, liberan a la atmósfera gran cantidad de gases que pueden ser identificados en las burbujas de
aire de hace dos mil años atrapadas en el hielo profundo de los glaciares groenlandeses, y en las
turberas europeas. De los resultados de los análisis de los isótopos de plomo procedente de los
glaciares groenlandeses, se estima que la producción anual de ese metal a comienzos del Imperio
rondaba las 80.000 toneladas, mientras su espectrografía permite determinar que, entre el 150 a.C. y el
50 d.C., un 70 por ciento del plomo procesado era originario de las minas hispanas. Las cifras
derivadas de análisis similares en las turberas gallegas arrojan resultados parecidos: en los dos
primeros siglos de la época imperial, el 40 por ciento de la producción mundial de plomo procedía de
Hispania y como la principal razón de la presencia de gases de plomo en la atmósfera era la
copelación de la plata, esas cifras apuntan indirectamente al volumen de la explotación de los
yacimientos argentíferos de la Bética.
Las turberas gallegas aportan también datos sobre el aumento del mercurio en la atmósfera. Como el
principal uso del mercurio en la Antigüedad era la extracción del oro por amalgama, el incremento de
gases arrojados a la atmósfera por el refino del cinabrio debe guardar una proporción directa con las
cantidades extraídas de oro. De lo mismo se deduce que los valores en época republicana se
incrementaron en un 30 por ciento sobre los niveles anteriores, y volvieron a subir un 80 por ciento en
los primeros siglos del Imperio, para descender luego repentinamente. Según Plinio, las minas del
Noroeste Peninsular (Gallaecia y Asturia) proporcionaban unas 60.000 libras de oro anual, es decir,
algo más de 1,8 toneladas. En el caso de Las Médulas, la estimación del aluvión removido (unos 93
millones de metros cúbicos), eleva a unas 4,5 toneladas el oro extraído de la mina durante su vida
operativa; un resultado sorprendentemente exiguo considerando la amplitud de los trabajos.
Finalmente, el tercer metal pesado presente en el aire de hace 2.000 años es el cobre, del que se estima
que la producción metalúrgica en el apogeo del Imperio (en el siglo i d.C.) rondaba las 15.000
toneladas anuales, unos niveles que sólo son comparables a las producciones de comienzos del siglo
xix. Conviene tener en cuenta que los niveles de cobre en la atmósfera durante la época romana
sufrieron variaciones repentinas, lo que se explica bien considerando que uno de los principales usos
de este metal fue la amonedación y ésta, a diferencia de lo que sucede hoy, no era un proceso
continuo, sino que se acuñaba esporádicamente, dependiendo de las necesidades del poder.
Los datos aportados por los análisis de proxies, como la presencia de isótopos y el volumen de
estériles y residuos de fundición en las bocaminas, parece ajustarse a las pocas cifras que nos ha
legado la Antigüedad, pero ello difícilmente suplanta a los datos de producción anuales que, de
disponer de ellos, seguramente nos haría reconsiderar las cosas. Ello es especialmente importante en
lo que se refiere a la relevancia económica de la minería en el Bajo Imperio, sobre la que
prácticamente carecemos de información. El silencio puede interpretarse como una consecuencia de la
caída de la producción por agotamiento de los filones, o porque el costo de los trabajos superaba los
beneficios. Respecto al oro, parece evidente que la producción del gran coto del Noroeste peninsular
disminuyó drásticamente a partir del siglo ii d.C., a pesar de que era precisamente ese momento
cuando el Estado romano requería mayor cantidad de metal precioso. Quizá el agotamiento no fue
completo, y se siguió extrayendo oro en menor medida y sin grandes aspavientos, lo que seguramente
no contribuía a atraer el interés de nuestras fuentes. Sólo una solución de esta clase justifica el
constante interés imperial por la zona, manifestado en iniciativas como su segregación de la Citerior
en época de Caracalla (vid. vol.II, II.6.3.3), o los esfuerzos por mantener expeditas las vías y calzadas
en el siglo siguiente.
Faltándole el carácter espectacular del oro, la extracción de otros metales en el Bajo Imperio es peor
conocida. De nuevo, el balance de los pocos datos disponibles ofrece resultados contradictorios porque
es difícil sostener el cese repentino y total de la explotación de los grandes yacimientos hispanos de
galena, cobre y cinabrio; muchos de los cuales han seguido laborándose hasta hace pocos años y no
por agotamiento, sino porque la competencia exterior no hacía rentable su explotación.
Indudablemente, ese condicionante no existía en la Antigüedad Tardía, donde sabemos que la
demanda de plata, de nuevo patrón monetal, debía ser tan alta que obligó a una continua degradación
de la ley de las monedas, con efectos económicos perversos.
II.8.3 Silvicultura y pesca
Por mucho que la minería fuera capaz de proporcionar inmensos caudales, los antiguos tenían
perfectamente claro que la única fuente de riqueza constante y duradera era la derivada del
aprovechamiento de la superficie de la tierra. De hecho, si alguien se enriquecía con el hallazgo de un
filón metálico o con el comercio, lo habitual es que invirtiera la mayor parte de lo ganado en bienes
rústicos, porque era la riqueza con verdadero refrendo social y que proporcionaba ingresos constantes
y seguros. De ahí que el 90 por ciento de la economía antigua estuviera directamente relacionada con
las labores del campo, la granjería animal o el aprovechamiento de los recursos silvícolas.
Sin embargo, en otra de las curiosas paradojas a las que ya nos tiene acostumbrada la Historia
Antigua, esas actividades, por ser cotidianas y habituales, apenas se han reflejado en la tradición
literaria y sólo ocasionalmente llaman la atención en el registro arqueológico. La consecuencia es que
sólo determinados cultivos o dedicaciones tienen ahora una visibilidad que se corresponde con lo que,
suponemos, debió de ser su volumen de producción o su importancia económica.
Un ejemplo de ello tiene que ver con el volumen y la distribución de la superficie cultivada
peninsular. De acuerdo con las múltiples referencias antiguas, los resultados de los análisis polínicos y
los modelos climáticos, la superficie destinada al cultivo (ager) debió de ser mucho menos extensa
que en otras épocas más cercanas a nosotros, porque una gran parte del territorio hispano correspondía
a bosques y eriales, de los que derivaba uno de los rasgos del paisaje peninsular más resaltado por los
antiguos: el contraste entre amplias comarcas improductivas, tórridas y agrestes, frente a otras de una
grandísima feracidad, como los rendimientos del cien por uno que, según Plinio, recogían los
cultivadores de trigo en la Bética.
Aunque los escritores antiguos seguramente hubieran deseado que los agri ocuparan mayor superficie,
la dicotomía no era necesariamente negativa desde el punto de vista de quienes debían subsistir del
trabajo de la tierra, que era la inmensa mayoría de la población hispana. Efectivamente, lo dominante
(vid. vol.II, I.2.6.1) era la agricultura de subsistencia, ejercida sobre una pequeña parcela, propia o
arrendada, de la que se arrancaba el sostenimiento familiar, complementada con unas pocas cabezas
de ganado y aves de corral para el consumo doméstico. El pequeño superávit disponible atendía las
cargas fiscales y religiosas que les eran requeridas y permitían comprar los productos artesanales que
no podían fabricarse. En este contexto, la existencia de espacios baldíos no era necesariamente una
desventaja, sino todo lo contrario, porque los pastos, eriales y bosques –lo que ahora llamaríamos
silvicultura– han estado siempre perfectamente integrados en el aprovechamiento agrícola tradicional.
El saltus era un recurso económico, explotado por quienes vivían exclusivamente de él y por quienes
complementaban así otras dedicaciones. Los bosques eran la principal y más barata fuente de
combustible, proporcionaban material de construcción edilicio, naval e industrial, eran un importante
recurso energético (carbóneo) y alimenticio en forma de caza, de miel, de frutos y bayas, etc. Y los
eriales servían para el pasto del ganado y, en determinadas regiones, proporcionaban fibras vegetales,
condimentos y remedios medicinales.
El gesto adusto y malcarado con el que muchas de nuestras autoridades recalcan la gran extensión del
saltus en Hispania no tenía tanto que ver con su capacidad económica –ellos eran consumidores
habituales de sus productos–, cuanto con prejuicios culturales derivados del modo de vida de los
silvícolas. El reproche de Estrabón (3, 3, 7) respecto a determinadas poblaciones hispanas cuya dieta,
durante las tres cuarta partes del año, consistía en bellotas y castañas, enriquecida con carne del
ganado y la caza, no era su pobreza o sus hábitos alimentarios, sino que ese modo de vida las hacía
proclives a la guerra y el latrocinio, frente a la existencia pacífica y culta de los agricultores
“civilizados”; es decir, de los habitantes de ciudades (vid. vol.II, I.2.6.1). La consecuencia es que
mientras el sentido común y la lógica obligan a otorgar a los aprovechamientos pastoriles, forestales y
silvícolas un notable contribución de la actividad económica, ésta es total o casi totalmente invisible
en el registro histórico, porque pastores, carboneros, leñadores y cazadores no son, precisamente,
santo de devoción de los escritores clásicos, que sólo se ocupan de ellos para denigrarlos o para
escandalizarse con sus fechorías; y sus instalaciones eran demasiado modestas o estaban tan dispersas
que casi no llaman la atención de los arqueólogos.
Apenas hay referencias al empleo económico de los bosques, a pesar de que proporcionaban un
material imprescindible para la construcción edilicia y naval, para la industria de todas clases y era la
fuente exclusiva de energía. Los bosques hispanos debieron de ser explotados intensamente,
aprovechando sin duda el que los ríos más caudalosos nacían en macizos montañosos arbolados por
especies de porte, cuyos troncos podían fácilmente ser transportados aguas abajo hacia el litoral,
donde se acumulaba una parte de la población. Igualmente, las labores mineras (tanto la extracción
como el refino de los metales) o los grandes alfares, hubieran sido imposibles sin la existencia cercana
de grandes cantidades de madera. Ténganse en cuenta, finalmente, cuáles fueron los requerimientos
madereros de una pequeña ciudad antigua, que dependía del bosque no sólo para su construcción sino
también, y más importante, para satisfacer sus requerimientos energéticos: cocinas, braseros y
calefacciones funcionaban con leña o carbón vegetal, mientras que las termas, las industrias de todo
tipo e, incluso, los usos funerarios demandaban un abastecimiento constante de leña.
Desgraciadamente, estamos ciegos ante esas realidades, porque no sólo no hay datos de la explotación
del bosque, sino que apenas hay referencias a carpinteros de ribera o de otra clase, y ninguna a
carboneros y leñadores.
Los únicos productos silvícolas hispanos que parecen haber llamado la atención son el cardo, las
fibras textiles y los colorantes. Del primero, (N.H., 19, 152) de cuyo consumo se admira Plinio por sus
hojas tan espinosas que ni siquiera pueden con él los herbívoros, se dice que era una delicia
gastronómica, pues en Corduba y Cartago Nova la recolección (o cultivo) de la planta en una pequeña
superficie proporcionaba hasta 6.000 sestercios. Se discute si el cardo pliniano era realmente el cardo
borriquero o, por el contrario, se trataba de la alcachofa o, más probablemente, de un pariente cercano
de ésta cuyas pencas frescas aún se consumen hervidas y siguen llamándose “cardos” en nuestro país.
De las plantas textiles, el esparto, una gramínea adaptada a suelos esteparios salados o muy secos, se
daba tan extraordinariamente bien en las tierras áridas de la esquina sudoriental de la Península, que
los abundantes atochales existentes en los alrededores de Cartago Nova dieron a la zona el nombre de
campus spartarius. El esparto fue la fibra industrial del mundo antiguo y servía tanto para la
confección de cordajes de todas clases, para las labores de cestería y envases, para atochar muebles y
aperos, para impermeabilizar juntas y para el calafateo naval. La otra fibra vegetal de interés
económico fue el lino, que en la Península Ibérica parece haberse recolectado tanto en su variante
vivaz como en la cultivada y en zonas a veces coincidentes con las del esparto aunque el lino requiere
mayor humedad. La corteza de la planta proporciona una fibra vegetal muy fina y de mucho aprecio
por su suavidad, resistencia y elasticidad, y tales propiedades la hacen apta para usos aparentemente
opuestos: tela suave y ligera, especialmente apta para ropa interior y vestidos frescos, pero también
para confeccionar cedazos, tamices y filtros; tejido de gran resistencia y capaz de soportar el desgaste,
como velas y lonas; además, se empleaba también en apósitos, vendas y compresas para uso higiénico
y médico. Diversas referencias a lo largo de varios siglos indican que tanto el esparto como el lino
hispánicos parecen haber gozado de una altísima penetración comercial en todo el Mediterráneo, pero
desconocemos casi todo sobre su producción y comercio.
Otros productos que hicieron famosa Hispania fueron los colorantes. Ya se ha mencionado que las
poblaciones más pobres del Occidente peninsular conseguían pagar una parte sus deudas fiscales
mediante la recogida de la grana roja o quermes (Strab., 3, 2, 6-7; Plin., N.H., 9, 141; 16, 32; y 22, 3).
Otra tintórea importante, esta vez vegetal, era el azafrán, mientras que los sulfatos de cobre y los
minerales ferrosos, muy abundantes en la Península Ibérica, proporcionaban los colores azules y rojos
para diversas aplicaciones como el teñido de cueros, tejidos y pintura.
Sin embargo el tinte estrella de la Península fue la púrpura, obtenida por un complejo proceso a partir
de diversos moluscos marinos gasterópodos de las especies Murex (cañadilla, conchil) y Purpura
(púrpura), que segregan naturalmente un jugo tintoreo muy apreciado en la Antigüedad por su colorido
(rojo-purpúreo) y permanencia. Para la obtención industrial del colorante, se extraía la glándula
secretora punzando la concha de los bichos de mayor tamaño o, simplemente, se machacaba el animal
entero. En ambos casos, la carne se dejaban macerar en sal y se hervía a fuego lento para concentrar el
líquido resultante, filtrando las impurezas y comprobando empíricamente que el jugo resultante era
del color adecuado. Las cantidades de animales necesarios para obtener un litro del tinte eran
altísimas y recientemente se estima que hacían falta unos 8.000 moluscos para conseguir un gramo de
tintura, lo que justifica los enormes concheros, de varios metros de espesor, que se encuentran en las
cercanías de las fábricas de púrpura. Los múrices se dan en prácticamente todo el litoral peninsular,
pero prefieren las aguas cálidas de las costas meridionales que es donde, precisamente, se citan los
más hermosos y grandes ejemplares (Strab., 3, 2, 7). Sin embargo, faltan o no se han encontrado en el
litoral hispano los grandes concheros que delatan la existencia de fábricas de tinte púrpura, a pesar de
que, en el Bajo Imperio, la púrpura de la Baleares tenía un procurador imperial encargado de
supervisar (y se supone, tasar) esa producción.
Puede ser, por lo tanto, que la púrpura no fuera tan explotada en Iberia como lo fue en el Mediterráneo
oriental. Pero los más de 4.000 kilómetros de costa de la Península sí que daban para otra gran
industria extractiva, la pesca, que no se limitaba a la mar abierta sino que también se practicaba en las
aguas interiores y sobre todo, en marismas y esteros, mucho más abundantes en la Antigüedad que
ahora. El golfo de Cádiz y el área del Estrecho, por ser una zona de tránsito, parece haber sido muy
apropiada para la pesca estacional de las especies migratorias, incluida la ballena y los atunes. En
cambio, los esteros y las aguas poco profundas del litoral eran las más adecuadas para conseguir la
materia prima de un condimento enormemente apreciado por los romanos, el garum, liquamen o
muria. Esas salsas líquidas se hacían con pescado azul (escombros, sardinas, boquerón), limpio o con
vísceras, que se maceraba a pleno sol durante seis o siete días mezclado con mucha sal marina y
distintas hierbas aromáticas, y que resultaba en una pasta muy salada, pero no maloliente, que se
removía el tiempo necesario hasta licuarse por completo; una vez logrado esto, se filtraba, envasaba y
comercializaba. La muria era posiblemente sólo una salmuera de pescado mientras que el garum era la
verdadera salsa y, como tal, se pagaba a precios parecidos al del perfume.
Las factorías se identifican fácilmente por encontrarse junto al litoral y por disponer de grandes
piscinas o tanques donde se maceraba al aire libre el pescado, siendo especialmente abundantes en el
litoral meridional de la Península, desde Cartagena hasta el Algarve, que es justamente donde se
elaboraba el más apreciado en la Antigüedad. Diversas referencias literarias –algunas tan tempranas
como el siglo v a.C.– y el hallazgo de los peculiares envases anfóricos en los que se transportaba,
atestiguan el consumo de esa salsa y condimento por todos los rincones del Imperio. Como hemos
visto, el garum o liquamen seguía siendo uno de los productos característicos de Hispania en el Bajo
Imperio, y no es sólo el autor de la Expositio quien manifiesta su aprecio por este condimento sino que
también Ausonio, un aristócrata y escritor galo con muchas relaciones con Iberia (vid. vol.I, I.1.6:
Historiografía cristiana en Hispania: Orosio, Hidacio y Ausonio), declaró en varias ocasiones su
aprecio por el producto de las costas tarraconenses, que era el que él consumía.

II.8.4 Agricultura y ganadería


Hispania está en deuda con Roma en mucho de lo referido al campo y la ganadería. No es que se
mudase por completo la práctica agrícola –la tríada mediterránea siguió siendo la principal dedicación
agrícola–, pero sí amplió la superficie cultivable, desarrolló nuevos cultivos y modificó la forma de
explotación, introduciendo nuevas técnicas y abriendo todo el Mediterráneo a los productos hispanos.
Estrictamente hablando, muchas de esas innovaciones no eran propiamente romanas, sino que se
implantaron en la Península después de haber sido practicadas en Italia siguiendo modelos púnicos,
que fue de quienes realmente Roma aprendió a sacar de la agricultura un partido distinto a la mera
subsistencia.
Los romanos llevaron a cabo una profunda transformación del paisaje agrario peninsular. Aunque,
como hemos visto, la superficie cultivada no alcanzó las proporciones de épocas posteriores, se
roturaron por primera vez amplias comarcas que previamente eran ámbito del bosque. La motivación
primordial fue el establecimiento de las colonias y otros asentamientos masivos de población
realizados por motivos estratégicos a lo largo de la época de conquista, pero que debieron obtener su
óptimo rendimiento durante los primeros siglos del Imperio. Esas complejas operaciones de
alojamiento no sólo requerían la construcción de ciudades sino también otorgar a cada colono el
correspondiente lote de tierras que le sustentaría a él y su familia. Ello exigía el amojonado de las
parcelas y los caminos de acceso, dando lugar a extensas parcelaciones, cuyos vestigios sólo han
comenzado a ser aparentes con el comienzo de las grandes operaciones cartográficas de los dos
últimos siglos y sobre todo, con la fotografía aérea. Comarcas enteras de la Península conservan en
superficie restos de antiguos parcelarios, trazados de acuerdo a un eje ortogonal de dimensiones
regulares (centuriación), en ocasiones orientado astronómicamente, pero las más de las veces se apoya
en un rasgo destacado del terreno, como una vía, el relieve o un río. El examen de las fotografías
aéreas tomadas en los años 50 del pasado siglo ha permitido individualizar diversas centuriaciones
que, a pesar de no ser tan notables o extensas como las africanas o las del valle del Po, no por ello
dejan de ser interesantes desde el punto de vista histórico. La más importante y visible de los
parcelarios hispanos es seguramente el de la colonia Emerita Augusta, que pudo alcanzar las 60.000
hectáreas; pero otras de menor extensión se han encontrado en litoral mediterráneo (Emporion,
Tarraco, Ilici), en el valle del Ebro (Graccurris, Calagurris, Caesaraugusta) y en otros lugares de la
Península como Astigi.
Las fuentes antiguas son unánimes haciendo de Hispania uno de los mayores productores de grano del
Imperio, siquiera porque la extensión de la Península permitía dedicar mucha superficie a ese cultivo.
Considerando que el grano constituía una parte fundamental de la dieta antigua, no es extrañar que se
prestase atención a este producto, fácil de conservar y transportable a largas distancias siempre que
sus depósitos estuvieran cerca del mar o de una vía navegable. En la práctica, sin embargo, el grano
debía moverse poco, porque los costes del transporte no podían competir con un producto que se
cultivaba en cantidad en todas partes; de ahí que el consumo fuera mayormente local. Sólo situaciones
especiales podían hacer interesante el comercio a distancia del cereal; un caso obvio era el regular
abastecimiento de Roma, subvencionado por el emperador aprovechando las facilidades de transporte
del grano egipcio. Otro era el irregular rendimiento de los cultivos mediterráneos, que provocaba
carestías, brutales fluctuaciones de los precios y, si la crisis era severa, hambrunas. De hecho, una de
las funciones de los gobernantes locales era asegurar que el precio del cereal no subiera en exceso; y
hay varios testimonios epigráficos que manifiestan el agradecimiento colectivo de quienes, en
circunstancias como esas, subvencionaron la compra de trigo para evitar el desabastecimiento y los
precios altos. Todo lo anterior deja ver que la producción y comercio de granos tenía gran
trascendencia humana y económica. Y sin embargo, se sabe poco de ellos, simplemente porque el
comercio del grano ha dejado escasos restos arqueológicos y literarios: las transacciones eran tan
corrientes que difícilmente despertaban el interés de los escritores antiguos y de sus lectores; el cereal
se transportó en envases perecederos o a granel, lo que no deja evidencia arqueológica y la poca que
hay al respecto –los abundantes silos y graneros– habla de la importancia del grano y su cultivo, pero
nada dice de si un año estaban llenos a rebosar y al siguiente medio vacíos. De los cereales, el trigo
parece haber sido la especie favorita, tanto por motivos de mejor adaptación climática a gran parte de
las tierras peninsulares, como por preferencia alimenticia. Salvo por la cita a los extraordinarios
rendimientos del trigo en algunas comarcas de la Bética, lo normal es que éstos variasen de un año
para otro, con los resultados antes señalados. Las zonas resaltadas en las fuentes antiguas por su
producción son los valles fluviales y las tierras altas, como las comarcas vacceas del valle medio del
Duero, de alto rendimiento cerealístico desde la Edad del Hierro (vid. vol.II, I.2.6.1). De la cebada
hispana apenas hay otra referencia que la temprana cosecha en las zonas más templadas del litoral
mediterráneo, y a su empleo en las zonas montañosas del interior como materia prima para una bebida
fermentada que sustituía al vino.
Tratándose de un alimento y de un importante componente de la sociabilidad, el vino era posiblemente
el más popular de los cultivos de la tríada mediterránea. Siendo la demanda alta y su cultivo fácil, la
producción debió de ser muy elevada y las referencias genéricas abundan en la literatura y en las
fuentes históricas. Se conoce incluso el nombre y las características de una variedad de uvas propias
de la Península, la coccolobis, de vendimia tardía, que era un fruto de mucha azúcar, productora de
vinos secos y dulces (Plin., N.H., 14, 29-30; Colum., De re rus., 3, 2, 19). También las características
de algunos vinos locales: el layetano, famoso por su abundancia, mientras que los de Tarraco, Lauro y
las Baleares eran de apreciable calidad (Plin., N.H., 14, 71).
En ausencia de estadísticas de producción y comerciales, cabe suponer, sin gran peligro de
equivocarse, que la mayor parte de la cosecha de vino debió de ser destinada al consumo local. Las
únicas transacciones vinícolas que pueden detectarse son las de los caldos de calidad o las referidas a
los envíos desde las zonas productoras del Mediterráneo hacia las regiones periféricas del Imperio
donde no se cultivaba la vid. La razón de ello es que el vino que viajaba largas distancias –y por lo
tanto, en barco– solía ir envasado en ánforas, un contenedor especialmente bien adaptado a la estiba
naval y cuyos restos son prácticamente indestructibles. En cambio, el comercio a corta distancia debió
de preferir otros envases que admitían más fácil transporte a lomos o en carreta, como son los pellejos
y los toneles de madera, dos objetos que resisten con dificultad el paso del tiempo. Sólo algunos
relieves de la Galia Belgica, un tipo de monumento sepulcral en piedra que imita su forma y que fue
muy popular en Lusitania, y la existencia de hierros de marcar, nos recuerdan que el tonel de dovelas
debió de ser un objeto de uso cotidiano, por mucho que sus restos falten en las excavaciones.
El tercer elemento de la tríada mediterránea era el olivo, cuya zona de cultivo cubría
aproximadamente la mitad del territorio peninsular. En la Antigüedad la zona más destacada fue la
Bética, porque por razones climáticas y de transporte, su producción se convirtió en un negocio
seguro. Efectivamente, la zona olivarera bética cubría las comarcas ribereñas del Guadalquivir y sus
afluentes, penetrando en el retropaís los kilómetros suficientes para que el precio de la aceituna y el
aceite no se acrecentara en exceso con el transporte. Las idóneas condiciones de la zona pudieron ser
descubiertas y explotadas hacia fines del siglo i a.C., de tal modo que las inversiones debieron
empezar a rentar veinte o treinta años después, en el reinado de Augusto o su sucesor. El estudio
arqueológico de la región revela un complejo sistema en el que las diversas partes del proceso oleícola
–olivos, almazaras, envasado y transporte– estaban perfectamente imbricadas y con frecuencia, en
manos de los mismos propietarios. Las orillas del río Guadalquivir, desde Sevilla hasta el Genil, se
llenaron de muelles en que se estibaban las características ánforas panzudas fabricadas por alfares
ribereños, que extraían la arcilla de los sedimentos aluviales y la cocían con leña enviada desde aguas
arriba del propio río o sus afluentes. El aceite, a su vez, se prensaba en almazaras también vecinas al
río. De este modo, el embarque de la mercancía final podía, en determinadas circunstancias, viajar
desde el lugar de origen hasta los mercados de destino en Roma o en las guarniciones del norte y
centro de Europa sin rupturas de carga o con las mínimas, asegurando unos razonables costos de
transporte.

[Fig. 114] Ánfora olearia romana (Museo Nacional de Arqueología Marítima de Cartagena)
La fortuna y el ingenio de arqueólogos e historiadores permiten que, en el caso particular del aceite, se
disponga de lo que puede considerarse lo más cercano a la reconstrucción del registro estadístico de
un producto antiguo, más completo, preciso y fácil de estudiar que las emisiones de gases atrapadas en
el hielo polar. El caso en cuestión es el Monte Testaccio [el monte de los tiestos], una elevación
artificial de unos 50 metros de altura por 1.500 metros de perímetro existente junto a la zona de los
almacenes (horrea) del puerto fluvial de Roma. El montículo se formó con las ánforas en las que se
transportaba el aceite, que quedaban inutilizadas para otros usos; cuidadosamente colocadas formando
paredes de contención, que luego se rellenaban con los cascotes de otros envases machacados, se
calcula que el Testaccio contiene los restos de unos 25 millones de ánforas, cada una de casi 70 kilos
de capacidad, lo que resulta en algo más de 174.000 toneladas de aceite. Lo que hace interesante esos
envases para el estudio económico es que cada uno de ellos estaba cuidadosamente sellado y rotulado
con diversas informaciones comerciales y fiscales. Entre otras: los sellos del productor del aceite y del
alfar fabricante del ánfora, y diversas etiquetas pintadas (tituli picti) con el nombre del mercader y la
tara del envase; la calidad y tipo del aceite; el peso de la mercancía; el año de producción y los
nombres de los funcionarios involucrados en el pesaje y el control fiscal. De este modo, se sabe que el
Testaccio contiene envases que van desde fechas cercanas al cambio de Era hasta el reinado de
Valentiniano (ca. 260 d.C.). Luego, no es que dejara de importarse aceite sino que el vertedero cayó en
desuso porque se encontraron otras aplicaciones para los envases.
El interés histórico y económico de este yacimiento es capital. No sólo ofrece un registro cronológico
continuo y bastante completo del transporte y comercio de un importantísimo producto de consumo
para la alimentación y la higiene antigua –y también materia prima industrial y combustible para la
iluminación–, sino que identifica con precisión las áreas de producción de los envases y de los
productos transportados. Por señalar algunas cifras, entre el 95 y el 97 por ciento de los envases del
Testaccio eran olearios y el resto corresponden, en diversa proporción, a contenedores de vinos de
diversa procedencia y de condimento de pescado hispano (garum); de las ánforas olearias, el 80 por
ciento proceden del valle del Guadalquivir, y el resto de las regiones costeras de Argelia y Túnez. Y
sobre todo, los sellos y las etiquetas de los productores y mercaderes de aceite y de los dueños de los
alfares, ofrecen una importante nómina de personajes entre los que no es difícil reconocer a miembros
de las familias dirigentes del Imperio. Es más, mientras que el aceite bético se importó de forma
continua durante todo el periodo de vigencia del Testaccio –y la riqueza que generó está ligada a la
ascensión al trono imperial de personajes de estirpe hispana–, la irrupción creciente a partir de
mediados del siglo ii d.C. del aceite norteafricano justifica la preeminencia de la dinastía Severa.
II.8.4.1 Las transformaciones en la producción agropecuaria
El complejo agro-industrial que colocaba el aceite bético en mercados tan distantes como Roma, los
campamentos de la frontera renana o Britania, no hubiera sido posible sin el desarrollo de nuevas
explotaciones agrícolas que, superando el marco estricto de la supervivencia, buscaban sacar el
máximo provecho de determinados cultivos. Este sistema, denominado villático, se inició en Italia en
el siglo ii a.C., cuando los ejércitos en campaña, las colonias ultramarinas y las florecientes ciudades
comenzaron a demandar determinados productos que eran fácilmente transportables y que podían
proporcionar pingues beneficios en mercados lejanos.
El fin era obtener el máximo rendimiento económico, especializándose en un monocultivo –olivo y
vino solían ser los más corrientes– o combinando una de esas dedicaciones con otra complementaria y
asociándola o no con la ganadería. Tales explotaciones requerían una planificación racional, porque
sus producciones debían guiarse por consideraciones como la situación de la finca respecto a los
mercados potenciales, la condición del suelo y la inversión disponible. El propietario podía o no
explotarla personalmente, pero en todo caso necesitaba ayuda para hacerlo, en forma de mano de obra
asalariada, esclava o mixta. Durante la etapa de la conquista de Hispania y en los dos primeros siglos
de la Era, las guerras aportaron un continuo flujo de cautivos, por lo que la mano de obra esclava
debió de ser barata y abundante, y constituía la mejor solución laboral a pesar de la fama de que los
[Fig. 115] Mosaico de la villa tardorromana de El Hinojal en la dehesa de Las Tiendas (Museo
Nacional de Arte Romano de Mérida)
siervos eran indolentes y poco productivos. Luego, a partir del siglo iii d.C., los propietarios de estos
grandes latifundios parecen haber sustituido la explotación directa mediante mano de obra esclava por
otras soluciones como el arriendo y la aparcería; no tanto por razones de humanidad cuanto
meramente económicas: los tiempos difíciles debieron afectar a la oferta de esclavos, mientras que la
crisis económica favorecía la demanda de trabajo de los hombres libres pero pobres.
Propiamente hablando, una villa era el conjunto de edificios existentes en una explotación
agropecuaria o fundus. Todas las construcciones directamente relacionadas con la explotación
(hangares de aperos, cuadras, almacenes, silos… y por supuesto, los alojamientos de los trabajadores)
formaban la pars rustica; pero si el propietario tenía su propia vivienda, en la que residía
permanentemente o por temporadas, esas dependencia constituían la pars urbana, que son los restos a
los que habitualmente prestan más atención los excavadores y que luego se abren camino en la
imaginación popular gracias a los museos, las fotografías y las reconstrucciones. Su interés y
espectacularidad reside en el hecho de que era habitual que los ricos trasladasen a esas residencias
campestres todas las comodidades de la ciudad: lujosos pavimentos, ricas vajillas y obras de arte,
calefacción, termas, etc.
Las villae conocidas y exploradas en las provincias hispanas son muy numerosas. Las más antiguas
fueron, como es lógico, las de las regiones mediterráneas y el valle del Guadalquivir, pero luego el
modelo se extendió al interior de la Península. De hecho, el conjunto más notable de villas es,
precisamente, el de comarcas como la meseta norte, Lusitania o el valle del Ebro, pues la crisis del
siglo iii d.C. y sus consecuencias favorecieron que los fundi se convirtieran en las unidades
económicas básicas, desarrollando por ello el aspecto más característico de estas instalaciones, a
saber, el lujo y la espectacularidad de las residencias señoriales.
La decadencia económica de las ciudades, provocado por la inflación monetaria, la inseguridad de los
caminos, el declive artesanal y la voracidad fiscal del Estado, favoreció dos tendencias distintas pero
coincidentes. La primera afectó a las aristocracias locales y regionales, que buscaron en el campo un
escape de las crecientes cargas pecuniarias que les infligía el Fisco y la costumbre en las ciudades. La
segunda, causada por el hundimiento de la moneda romana, debió provocar una fenomenal carestía de
la vida, con notables incrementos de precios y dificultad de abastecimiento, ya complicada de por sí
por la desatención a los caminos. Ambos procesos coincidían en favorecer la economía natural sobre
la monetaria: el Estado exigía cada vez más el pago in natura de algunos impuestos, mientras que las
villae permitían que los grandes propietarios organizasen a pequeña escala economías autosuficientes,
productoras de alimentos y recursos, con los artesanos suficientes para ir tirando; a la vez que
gastaban parte de sus beneficios en caros productos de lujo importados desde lugares lejanos.
En este ambiente, no es de extrañar que las clases adineradas del Imperio adquirieran
compulsivamente nuevas tierras, ayudados por el arbitrismo imperial que buscaba el incremento de la
producción permitiendo la ocupación libre de las tierras abandonadas. En la práctica, esos agri deserti
eran normalmente las tierras desocupadas por esos campesinos que no podían sobrevivir a las nuevas
condiciones económicas y sociales impuestas por el declive urbano y la inseguridad. La consecuencia
visible de ello es la paradójica existencia de edificios dignos de una gran ciudad en medio de la nada.
La villa tardoantigua sorprende por el lujo, la extensión y el coste de sus partes urbanae, en contraste
con las débiles y utilitarias construcciones de la pars rustica, que sólo raramente se explora en las
excavaciones arqueológicas.
Una de las dedicaciones más corrientes de estas explotaciones agrarias fue la ganadería. Mientras que
los pequeños campesinos podían disponer de algunas aves de corral y cabezas de ganado para carne,
leche y tiro, los ricos propietarios aprovechaban sus extensas fincas para criar grandes rebaños de
ovejas o caballos, además de los animales de tiro necesarios para las labores ordinarias de la
propiedad. Entre los halagos tópicos que se tributaron a las tierras hispanas en la Antigüedad, nunca
faltan los relacionados con el número y la calidad de las distintas cabañas locales. La que se lleva la
palma de las alabanzas es la equina, de la que se señala, según razas, su austeridad, su fuerza o su
velocidad. Diversos testimonios literarios resaltan el general aprecio que se tenía a estos animales, al
tiempo que atestiguan los esfuerzos de algunos nobles por hacerse con ellos, lo que da la pista de por
qué fueron los caballos tan visibles históricamente. Nada tenía que ver con su número o la importancia
económica de su cría, sino con el prestigio que otorgaba su posesión. La otra cabaña que aparece
mencionada con más frecuencia –y ésta sí por estrictas razones económicas– fue la ovina, de la que se
obtenía, por este orden, lana, queso y carne. La pastoría más corriente fue la extensiva, que se podía
hacer en el propio fundus o terrazgo (pastio villatica) o moviendo el ganado para aprovechar los
diversos pastos estacionales. Se discute si en Hispania esos movimientos eran a corta distancia o, por
el contrario, el periodo conoció una verdadera trashumancia entre distintas y complementarias
regiones peninsulares, quizá desde época prerromana (vid. vol.II, I.2.6.1). En cualquier caso, la
principal razón de esos rebaños era la lana: las fuentes antiguas tenían excelente opinión de los
vellones de algunas cabañas hispanas; así, Columela informa de los experimentos de mejora de raza
de un tío suyo que cruzó sus ovejas con carneros salvajes de África en busca de mejores fibras. Frente
a équidos y ovinos, los ganados porcino y vacuno aparecen menos visiblemente, aunque hay noticias
de su extraordinaria abundancia en lugares como las amplias marismas del Guadalquivir, donde
debieron criarse en semilibertad. La cabaña porcina es señalada sobre todo en las regiones
septentrionales, quizá porque se cocinaba con su manteca en vez de con aceite, y se considera
renombrada la chacina de algunas comarcas montañosas de Cantabria y el Pirineo.
II.8.5 Artesanado
En términos económicos modernos, el sector secundario o artesanal era raquítico, debido a que la
economía doméstica incitaba a la autarquía y pocas tareas se confiaban a mano de obra ajena. De ahí
que la mayor parte de los artesanos trabajasen para satisfacer la demanda local de herreros, tintores,
metalistas, zapateros, panaderos, carpinteros de ribera, etc. En todos los casos, se trataba de talleres
pequeños, familiares y hereditarios. Sólo la fundición o el refino del metal, las fabricaciones masivas
de determinados alfares o los productos de lujo de perfumistas, tejedores y tintores de telas finas,
orfebres, etc., superaban el marco local y podían comercializarse en otras regiones, sin que esta
circunstancia cambiase la dimensión y la estructura de los talleres de donde salían esos productos,
salvo quizá en el caso de los alfares.
Éstos, aunque artesanales en su estructura y funcionamiento, podían ocupar a mucha gente y fabricar
masivamente, si acertaban con la justa combinación de demanda y buen precio. Una de esas
coyunturas se dio en el negocio de la terra sigillata, un tipo de cerámica especializada en la vajilla de
mesa. Se trataba de cerámicas hechas con barros finos, cocidos a una temperatura altísima, que
resultaban en vasos de color rojo vivo y superficie brillante que imitaban las formas y la decoración
de los servicios de mesa metálicos que se empleaban en los triclinia de los ricos. Estas vajillas hechas
a molde (de ahí su nombre, a partir del sello o sigillum que solían llevar impreso) fueron un auténtico
éxito porque acercaban el lujo a mesas más modestas que hasta entonces habían usado vasos y platos
de madera o de arcilla común. Las formas, pastas cerámicas y decoraciones de los servicios de mesa
son tan específicas de cada taller que los arqueólogos pueden determinar, en ocasiones y con bastante
precisión, la procedencia y la fecha de fabricación de los fragmentos de esa cerámica que aparecen en
las excavaciones; lo que, a su vez, permite reconstruir los flujos comerciales de la mercancía. Por eso
sabemos que las vajillas fabricadas en los alfares etruscos y galos se emplearon en todas las
provincias occidentales. Y que esa popularidad suscitó en Hispania, a partir de época flavia, la
aparición de grandes complejos alfareros dedicados en exclusiva a estas cerámicas, como los de Tricio
(La Rioja) y Andújar (Jaén), asentados en áreas con abundante combustible y buenas arcillas. Sus
productos no podían competir ni en calidad técnica ni en belleza decorativa con los procedentes de
Italia o la Galia, pero tenían a su favor el mejor precio; por ello se hicieron con el mercado de las tres
provincias hispanas, e incluso exportaron una pequeña parte de sus cochuras.
Otras producciones artesanales de las que queda un amplio testimonio fueron las relacionadas con
cantería, escultura y otros oficios artísticos demandados por razones decorativas o funerarias, de lo
que hubo una amplia demanda, no exclusivamente limitada a los ricos. En época tardía, se pusieron de
moda los pavimentos musivos y el número de villae debió de favorecer la aparición de muchos
talleres. Se discute si los musivarios (algunos tan prestigiosos que firmaban sus creaciones) eran
hispanos o, por el contrario, procedían de otros lugares; lo que sí parece cierto es que los cartones en
los que inspiraban sus obras eran foráneos, porque los mosaicos de aquí presentan estrechas
concomitancias con los del norte de África, con los de Italia y, en menor medida, con los de las
comarcas orientales del Imperio.
Sabemos, además, que esos artesanos tendían a asociarse en collegia o sodalicia profesionales,
encargados de regular el oficio pero también de proteger sus intereses frente a otros artesanos o a los
magistrados, y de socorrer a los miembros que lo necesitasen. Un estudio de hace unos años sobre los
oficios artesanales documentados epigráficamente en Hispania no llega al centenar de páginas, y lista
apenas una cincuentena de ejemplos. Ello puede considerarse un indicio de la debilidad del sector
productivo en la economía antigua, aunque las artesanías más elaboradas alcanzasen altos precios e
hicieran ricos a sus fabricantes.
La sociedad romana no fue una sociedad maquinista, en el sentido de que la fuerza humana y la
animal, más la madera, eran los recursos energéticos básicos. Estos fueron tan abundantes que no
parece que hubiera ni demanda ni incentivo para buscar el incremento de la producción mediante
recursos mecánicos. Lo que no significa que los artesanos antiguos fueran malos ingenieros: las
ruedas hidráulicas y las bombas de émbolo fueron empleadas en las minas, como demuestran los
diversos restos de esos aparatos encontrados en las minas hispanas. Hay testimonios, además, del
empleo de una rueda y un mástil con cabestrante para la elevación de objetos pesados. Los restos
disponibles de las máquinas de guerra y asedio demuestran un eficaz empleo de las propiedades de
diversos materiales vulgares como la madera, el bronce, la crin, etc. Y las soluciones empleadas por
los ingenieros hidráulicos revelan un perfecto conocimiento, siquiera empírico, de la resistencia de los
materiales y su comportamiento bajo presión.
Paradójicamente, las máquinas más interesantes proceden de la época tardoantigua, quizá porque en
ese momento existió un palpable incentivo por aumentar la productividad. Fue entonces cuando se
generalizó el empleo de la rueda hidráulica como medio de aprovechar la energía fluvial para elevar
agua (a través de norias), o para la molienda del cereal; mientras que determinados artilugios muy
simples obtenían de los animales de tiro usos distintos al tradicional del transporte, como en el caso
del vallus, una rudimentaria segadora empujada por un burro o un mulo que obtenía de su propio
desplazamiento la fuerza suficiente para mover sus cuchillas; o el plostellum, un trillo con rodillos
férreos en vez de pedernales. Desgraciadamente, desconocemos el impacto de estos artilugios en el
balance económico, y ni siquiera estamos en condiciones de determinar hasta qué punto fueron
corrientes. Del vallus apenas quedan unas minúsculas descripciones (Plin., N.H., 18, 72; Pallad., 7, 2,
2), mientras que del uso del agua como fuerza motriz dependemos de una descripción de Vitruvio y de
unos pocos restos arqueológicos seguramente identificados como molinos hidráulicos. Se ha supuesto
que algunos acueductos hispanos (el de Cella, en Teruel, por ejemplo) pudieron estar al servicio de
instalaciones de esa clase.

II.8.6 Comercio y transporte


El acarreo de toneladas de valioso metal, de grandes cantidades de aceite o de mercancías delicadas
como la terra sigillata, suscita inmediatamente la cuestión del comercio y de otras anejas como la del
transporte, los comerciantes y el dinero.
Observando un mapa del Mediterráneo antiguo o, si se prefiere, de la Península Ibérica, resulta patente
que los grandes núcleos habitados siempre se encontraban en el litoral o a orillas de una vía
navegable, como el Ródano, el Tíber o, en nuestro caso, el Baetis [Guadalquivir] o Hiberum [Ebro]. La
razón de este emplazamiento preferente es que el transporte naval era el único modo de desplazar
económicamente cargas grandes, pesadas y voluminosas. Tarraco y Dertosa fueron puertos de
importancia porque eran los lugares de ruptura de carga para todo el tráfico por el Ebro –que podía
remontarse por tramos hasta Logroño–, y su zona de influencia. Toda la intendencia de las
guarniciones de la frontera cántabro-astur debía emplear uno de esos dos puertos que, a su vez,
recibían los productos del interior: aceite, vino, hierro y sobre todo, la madera cortada en las cabeceras
montañosas de los afluentes del Ebro.
Más al sur, Cartago Nova fue el gran puerto de carga de los minerales de distrito argentífero de sus
alrededores y del saltus castulonensis (plata y plomo) y sisaponensis (cinabrio); asimismo, el punto
adecuado para las arribadas y partidas del tráfico con Africa y los destinos del sur de Italia. El gran
puerto hispano fue, sin duda, Gades, porque en él se concentraba el tráfico entre el Mediterráneo y el
Atlántico. Además, siendo el Guadalquivir remontable hasta Corduba para barcos de gran calado y
hasta la embocadura del Genil o Singilis para las barcazas (éste a su vez admitía lanchas y esquifes
hasta Astigi, la moderna Écija), Gades recibía de un rosario de puertos fluviales grandes cantidades de
mercadería diversa (aceite, mineral, trigo, vino, maderas, etc.), que se transbordaba en ese punto del
tráfico fluvial a los navíos aptos para las singladuras oceánicas o mediterráneas.
En la costa atlántica no hubo puertos comparables, pero debe tenerse en cuenta que cualquier estero,
cualquier bahía abrigada, desembocadura fluvial o ría servía para que los barcos antiguos echasen el
ancla cerca de la costa o embarrancasen en la playa. La carga y descarga se hacía entonces empleando
embarcaciones auxiliares o pie húmedo. Los grandes puertos antes mencionados apenas tienen obras
públicas de magnitud, y sólo instalaciones muy elementales suplían las conveniencias naturales de la
bahía de Cartagena, la isla de Gades, la abrigada bahía tarraconense o el resguardo fluvial de Dertosa.
Aún así, se conocen algunas obras públicas en puertos peor dotados por la naturaleza, como los
malecones de Emporion y Saguntum o los diques de Toscanos (Málaga) o La Algaida, en Sanlúcar de
Barrameda. Otras ayudas notables a la navegación fueron el gran faro de La Coruña (la torre de
Hércules), o los restos del edificio de función similar excavado en el Castillo de Doña Blanca, cerca
del Puerto de Santa María, en Cádiz. En cambio, la arqueología ha sido menos afortunada detectando
astilleros de ribera, quizá porque sus instalaciones eran de madera o porque han quedado
completamente obliteradas por los cambios de la costa, por el aterramiento de estuarios y esteros o
por la construcción de los grandes puertos artificiales de los dos últimos siglos.
El transporte terrestre de mercancías, caro y dificultoso, se veía aún más complicado en el caso
particular de la Península Ibérica, por lo abrupto del terreno. Sin embargo, si hay una huella duradera
de la presencia romana en Hispania ésa, sin duda, fueron sus obras viarias. Ya se ha hablado del papel
de Augusto en la creación de la red caminera peninsular (vid. vol.II, II.5.4.3), concebida como un
cinturón de calzadas –la vía Heráclea o Augusta, la de la Plata, la ruta entre los Pirineos y Asturica
Augusta– que circundaban la Meseta y de las que partían vías transversales que se cruzaban más o
menos en el centro geográfico de Hispania. Otros emperadores
[Fig. 116]
Puente romano de Alcántara sobre el río Tajo, en la provincia de Cáceres, construido en tiempos de
Trajano
ampliaron, rectificaron o repararon esos trazados y las obras civiles anejas a la calzada, y su
preocupación quedó recordada en los miliarios o en inscripciones conmemorativas, como la del puente
de Alcántara, sobre el Tajo, en la provincia de Cáceres.
La red viaria romana aprovechaba los corredores naturales o consuetudinarios, pero en vez de
adaptarse estrictamente a ellos, como hacían caminos anteriores, no temía modificarlos
artificialmente para obtener trazados cómodos para el viajero, que salvasen los obstáculos mediante
rampas de pendiente suave y constante, evitando además los terrenos de difícil viabilidad. Aún se
discute si esas calzadas estaban diseñadas y construidas para viandantes y tráfico de herradura o si,
por el contrario, debían admitir también la rodadura. La evidencia al respecto es contradictoria,
porque mientras los testimonios literarios y los restos de alguna calzada apuntan a caminos enlosados
–buenos para peatones y reatas de arrieros–, otros datos (trazado de pendientes continuas y la
presencia de cargas voluminosas que no admiten fraccionamiento en lugares alejados del mar)
apuntan, por el contrario, a carreteras. La diferencia entre uno y otro criterio tiene su importancia,
pues determina el peso y volumen de las cargas y, por ende, la naturaleza de los productos
comerciados y la importancia relativa del transporte terrestre en el mundo antiguo. El que la villa de
Carranque (Toledo), del siglo iv d.C., tuviera columnas monóstilas de mármol procedente de las
canteras imperiales de Asia Menor, sólo puede explicarse suponiendo que ese lugar del centro de
Hispania estaba comunicado con los puertos de Levante mediante caminos aptos para el transporte
pesado. Nuevamente nos encontramos ante la paradoja de que fue en la Antigüedad Tardía, la época de
menor esplendor económico, cuando pudo haber un mayor interés en contar con caminos carreteros en
contraposición a los de herradura. La razón ya se ha explicado previamente: el mayor peso de la
economía natural en ese tiempo pudo hacer rentable disponer de caminos aptos para el transporte de
rodadura, el más adecuado para el grano y las otras mercancías anonarias.

II.8.7 Moneda y comercio


Mercaderías y vías de comunicación son dos de los elementos imprescindibles de una relación
comercial. El tercero que debe considerarse es, lógicamente, el dinero; y el cuarto, los mercaderes y
comerciantes.
Como se mencionó al tratar de la época de la conquista ( vid. vol.II, II.4.4.2), y si se exceptúan algunas
zonas del litoral oriental y meridional sometidas a la influencia griega y púnica, el primer dinero que
vieron la mayor parte de los pueblos de Hispania fue el acuñado en algunos lugares de la Península a
partir de mediados del siglo ii a.C. (vid. vol.II, I.1.6.4 y I.2.6.2). Esas monedas de plata y bronce,
llamadas habitualmente “indígenas” o “ibéricas” porque las leyendas se escribieron en ese signario,
seguían no obstante el sistema de pesos y medidas habituales para la plata de Roma. A partir del 45
a.C. o algo después, la mayor parte de esas cecas continuaron emitiendo; sólo que ahora acuñaban
bronces, el nombre del taller iba en lengua y alfabeto latinos, y los tipos habituales eran la efigie y los
títulos del emperador de turno. Es probable que el sistema tuviera como finalidad última el
proporcionar moneda fraccionaria a la fuerte guarnición de la Península, pues esas cecas locales
dejaron de emitir con Claudio, precisamente cuando fueron transferidas a otros destinos dos de las tres
legiones acantonadas en Hispania; y volvieron a hacerlo de forma ocasional en el año 68 d.C., cuando
la sublevación de Galba. Una vez clausurados los talleres locales, la moneda fraccionaria empleada en
Hispania procedía de Roma, de la Galia y del Norte de África; mientras que los denarios (de plata) y
las monedas de oro se acuñaban en las cecas imperiales de Roma, Lugdunum [Lyón] y Treveris
[Trier]. A diferencia del dinero actual que sólo tiene valor facial, el antiguo iba respaldado por el peso
en metal de la pieza, por lo que las monedas estaban en circulación mientras que alguien las aceptase;
pero perdían valor con el desgaste. Los

[Fig. 117] As de
bronce de la ceca de Cesaraugusta (Zaragoza), inicios del siglo i d.C.
bronces eran el dinero de uso cotidiano, mientras que la plata y sobre todo, el oro, se empleaban para
el atesoramiento y el ahorro.
Una de las razones de la crisis del siglo iii d.C. se debió, precisamente, al déficit de metal precioso
necesario para la amonedación. La escasez de oro a fines del siglo ii d.C. (posiblemente en relación
con el agotamiento de los filones hispanos y el difícil control del distrito aurífero de la Dacia), llevó a
que Caracalla decidiese sustituir el patrón oro que había regido el sistema monetario romano desde la
época de Augusto, por la plata, acuñando una nueva moneda, que se conoce modernamente como
“antoniniano” y que inicialmente tuvo un valor doble a del denario, al que acabó sustituyendo.
Emperadores sucesivos, necesitados de solvencia para pagar soldados en tiempos difíciles,
manipularon burdamente esta moneda privándola de plata, hasta que acabó conteniendo tan poco
metal precioso que se acuñó en bronce. La consecuencia de esta degradación fue una desconfianza tan
severa en el antoniniano que una de las primeras medidas de Diocleciano para corregir la desgraciada
situación económica fue su abolición, mientras que algo más tarde, Constantino regresó al patrón oro
y a la estabilidad monetaria. Otra consecuencia fue la inflación galopante que provocó el rebrote de la
economía natural, de lo que se ha hablado ya (vid. vol.II, II.8.4.1). No deja de ser interesante anotar
que otra de las medidas impuestas por Diocleciano fue la tarifa de precios y salarios máximos para
todo el Imperio (el Edictum pretiis; 301 d.C.) (vid. vol.II, II.7.1.4), que se conoce por una serie de
copias broncíneas que debieron estar expuestas en diversos lugares del Imperio. A pesar de que el
edicto incluía un listado de severas penalizaciones para quien contraviniera las disposiciones, la
medida fue un fracaso porque, aplicado a un ámbito tan amplio como todo el Mediterráneo y sin tener
en cuenta las variaciones de precios de un año a otro, simplemente favoreció el desabastecimiento del
mercado.
La actividad comercial se regía por las mismas pautas que el artesanado y, en los niveles básicos,
posiblemente no podía distinguirse a un artesano de un mercader, que vendía sus propias
manufacturas. Las necesidades de capital y el riesgo de estos pequeños mercaderes era muy bajo, pero
la situación cambiaba radicalmente cuando se trataba de afrontar operaciones en las que la ganancia
estuviera, precisamente, en la diferencia de precio entre la zona de origen y la de venta. Por eso
muchos de los grandes comerciantes romanos fueran armadores navales, capaces de aprovechar su
capacidad de carga para hacer negocio.
Estas operaciones exigían una cierta inversión y conllevaban un riesgo. Por ello no fue extraño que en
vez de pedir prestado (un recurso caro, por la escasez de dinero en circulación), se recurriera a las
societates como medio de distribuir riesgos a cambio de la participación en las ganancias.
Normalmente estas sociedades podían dedicarse a negocios muy diversos, pero uno de los más
comunes era el arrendamiento a cambio de un canon de los recursos del Pueblo romano, ya fuese una
mina, un monte o una pesquería. Ejemplos de estas sociedades abundan en la epigrafía hispana pues
sellaban con la “marca comercial” sus productos, fueran lingotes o galápagos de metal, elgarum o las
ánforas de aceite bético que compraban en origen y transportaban hasta uno de los centros de
consumo. Muchas de estas operaciones requerían la existencia de agentes y factores en lugares
diversos, que estuvieran atentos a las perspectivas de negocio local y vigilaran las operaciones que se
llevaban a cabo en su circunscripción. Estas redes de intendentes o delegados se modelaron al estilo de
los grandes latifundios italianos en los que, no pudiendo estar presente su propietario, se delegaba en
unvillicus, un capataz o encargado, el control cotidiano de la explotación. Muchas veces, esos agentes
eran esclavos o libertos del propietario, con los que éste mantenía una relación de especial confianza;
de ahí que la aparición de libertos y de un hombre de sustancia –un senador, un rico comerciante– en
lugares distintos al de su residencia sea indicio de la existencia de intereses comerciales. Éste es el
caso de las grandes familias senatoriales béticas –los Anios, los Elios, los Valerios Vegetos–, cuyos
individuos pueden aparecer dispersos por las comarcas originarias de estos clanes (villici de las fincas
familiares) y en puertos como Gades o Roma (encargados de vigilar el embarque y la venta de los
productos de la familia). Estas redes comerciales, muy densas, servían además como un medio fácil de
mover capitales de un lugar a otro mediante pagarés, cartas de crédito u otros instrumentos bien
tipificados en la legislación romana.
A pesar de que para la inmensa mayoría de la población de Hispania la única economía posible era la
de la subsistencia, la agricultura y las demás actividades económicas fueron capaces de producir un
superávit global acumulado en manos de unos pocos. Como sucede actualmente en muchos países del
Tercer Mundo o en vías de desarrollo, la cuestión no es la pobreza sino el desigual reparto de las
rentas: entre ricos y pobres existe un abismo inconmensurable sin términos intermedios. En líneas
generales, y sin que se puedan precisar cifras, es evidente que el balance de Hispania en el Imperio de
Roma fue excedentario, produciendo más riqueza de la que recibía.
[Fig. 118] Áureo de Adriano con la personificación
de Hispania en el reverso, ca. 134-138 d.C.
[Fig. 119] Denario
de Adriano con la
personificación de Hispania en el reverso, ca. 134-138 d.C.
La mejor prueba de ello es el número de hispanos enrolados en el senado, y que acababan invirtiendo
obligatoriamente parte de sus rentas en Italia y en otras provincias (vid. vol.II, II.6.1). En cambio,
desconocemos cuál fue el impacto de algunas medidas legales, como el ya mencionado edicto de
precios de Diocleciano, el decreto de Domiciano que obligaba a arrancar los viñedos provinciales para
proteger la decadente viticultura italiana, o la de Antonino Pío que obligaba a todos los senadores a
invertir en bienes raíces de Italia una parte de sus rentas.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Las modas historiográficas de años pasados pusieron de moda la indagación económica de etapas
pretéritas y, lógicamente, ello afectó también a la historia de Hispania. Una colección de artículos del
profesor J.M. Blázquez (1978) trató este tema hace treinta años mientras, que él mismo y el profesor
A. Balil abordaron conjuntamente el periodo romano de la Península en el contexto de una de las
primeras historias económicas globales de nuestro país (Balil, 1975; Blázquez, 1975). El resultado fue
claramente insatisfactorio porque, a diferencia de otros periodos, lo económico se reducía al recuento
de los indicios literarios y arqueológicos disponibles, quizá porque Antigüedad e historia económica
son realidades casi incompatibles, vide Garnsey/Saller, 1990.
En cambio, la descripción de actividades es más fácil y llevadera, porque el método consiste en
comparar los relatos literarios con la abundante bibliografía arqueológica. De este modo, el
conocimiento de las minas antiguas ha mejorado considerablemente en los últimos años, debido por
una parte, a los trabajos de campo de Cl. Domergue (1990), por los trabajos de catalogación (Orejas,
1999) y por la irrupción de los análisis físicos en el panorama de la investigación. Una buena
introducción al método de trabajo minero, a las técnicas de excavación y a los resultados aún visibles
puede encontrarse en el estudio de Matías, 2004; igualmente en Vaquerizo, 1995. En ese sentido, el
yacimiento de Las Médulas, declarado Patrimonio de la Humanidad recientemente, musealizado y con
fácil acceso, ofrece un excelente ejemplo de coto minero antiguo (Sánchez-Palencia/Sastre, 2002),
vide www.fundacionlasmedulas.com <http://www.fundacionlasmedulas.com/>; del mismo modo que
el complejo de Río Tinto fue el primer lugar de la Península donde la explotación moderna permitió
descubrir el alcance de los trabajos antiguos, y alguno de los sorprendentes artefactos de esa época
pueden verse en el museo monográfico vide www.parquemineroderiotinto.com/
<http://www.parquemineroderiotinto.com/> Parque minero de Riotinto, o en el Museo Arqueológico
Nacional en Madrid. Otra explotación poco conocida pero muy interesante, fue Plasenzuela (Cáceres),
vide http://minerals.usgs.gov/east/plasenzuela/background.html <http://minerals.usgs.
gov/east/plasenzuela/background.html>. Para los más aventureros, la exploración de las actividades
mineras antiguas constituye un excitante deporte de riesgo, al tiempo que se realiza una apasionante
actividad científica, como resulta ser el caso de las minas de lapis specularis de los alrededores de
Segobriga (Guisado/Bernárdez, 2002; Bernárdez/Guisado, 2004; vide http://traianus.rediris.es. La
información sobre los efectos de la actividad minera hispana en la atmósfera, primero y luego en el
hielo fósil de Groenlandia o en las turberas de Europa occidental, se ha recopilado en diversas revistas
científicas y el número y la importancia de los datos sigue creciendo, véanse por ejemplo Hong et alii,
1994, y Martínez-Cortizas et alii, 1997; 1999. La minería y demás actividades industriales de la
Hispania romana, con especial atención a tecnologías e infraestructuras, son tratadas a fondo en el
documentado y clarificador trabajo colectivo Artifex. Ingeniería romana en España (González
Tascón, 2002).
Sobre los parcelarios romanos puede verse el temprano ejemplo de Gracurris (Alfaro, La Rioja) vide
http://www.amigosdelahistoria.com/imagenes/Alfaro.pdf <http://www.amigosdelahistoria.com
/imagenes/Alfaro.pdf>, el tratamiento más general de Ariño et alii, 2004, o el monumental catálogo de
todo el mundo mediterráneo: Clavel-Lévêque, 1998. Además, contamos con un excepcional
documento epigráfico relativo a Ilici/Elche, que testimonia el reparto de sus campos centuriados, vide
Mayer/Olestí, 2001. Sobre el Testaccio y la producción aceitera de la Bética hay abundante
información, y la más accesible e interesante está en la Red: vide http:// <http://ceipac.gh.ub.es>
ceipac. gh.ub.es <http://ceipac.gh.ub.es> ceipac.gh.ub.es/mostra. Faltan en cambio, ejemplos
comparables del comercio del vino y del trigo, si bien sobre el vino en la Hispania romana debe
consultarse Celestino, 1999. Es muy poco lo que se sabe de la ganadería, a pesar de que los antiguos
consideraban que se trataba de la más rentable y provechosa dedicación rústica; un intento de abordar,
a partir de los pocos datos disponibles, el apasionante problema de la trashumancia en época romana,
en Gómez-Pantoja/Sánchez Moreno, 2003, o, si se prefiere, vide http://hdl.handle.net/10017/1142
<http://hdl.handle.net/10017/1142> o http://www.svenska-institutet-rom.org/pecus/gomez.pdf
<http://www.svenska-institutet-rom.org/pecus/gomez.pdf>. Los más completos análisis arqueológicos
del paisaje rural antiguo se están llevando a cabo actualmente en el litoral catalán (Carreté et alii,
1995; Casas, 1995) y en el valle del Guadalquivir (Keay, 1998); y en este paisaje, los restos
arquitectónicos y musivarios de las grandes villae hispanas constituyen uno de los más floridos
capítulos de la historia arqueológica de España y Portugal. Dos catálogos de las mismas (necesitados
de cierta actualización) son los de Gorges, 1979, y Fernández Castro, 1982. Aunque ambas obras son
ya buen indicio, la riqueza y espectacularidad de las villae sólo es aparente en toda su gloria cuando se
descubren ruinas mejor conservadas de lo habitual; por ejemplo, las de Carranque (Toledo)
(Fernández Galiano, 2001) [disponible también en Mineria%20de%20interior.pdf; consultada
(Alarcão, 1990).
http:// www.lapisspecularis.org/Art%C3%ADculos/ el 23.09.2008] y São Cucufate (Vidigueira, Beja)
El listado de profesiones artesanales que aparecen mencionados en epígrafes puede encontrarse en
Gimeno, 1988, con la salvedad que la obra requiere actualización. Sobre los grandes alfares
peninsulares, véase Roca/Fernández García, 1999, lo que no obvia la cita a la bibliografía sobre los
talleres de Tricio (Garabito, 1978) o a otros alfares de producciones características, como el riojano de
“La Maja”, en Calahorra (Lechuga et alii, 1999). Pasando a la comunicación y transporte, lo
fundamental sobre la red viaria peninsular fue apuntado en la bibliografía del apartado II.5 de este
volumen (Hispania en el Alto Imperio), remitiendo a su consulta. Por su parte, los estudios
numismáticos tienen una larguísima tradición en nuestro país, aunque priman más los catálogos de
piezas, tesorillos y hallazgos que los análisis económicos y monetarios, mucho más difíciles de llevar
a cabo. Véanse, sin embargo, Alfaro, 1997; Ripollés/Abascal, 2000, y García-Bellido, 2004.
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Capítulo noveno
Gentes, culturas y creencias
“Que a nosotros, que nacimos de celtas y de íberos, no nos cause vergüenza, sino satisfacción
agradecida, hacer sonar en nuestros versos los broncos nombres de la tierra nuestra”. Lo anterior salió
de pluma de M. Valerio Marcial, nacido en Bilbilis (cerca de Calatayud, Zaragoza) en torno al año 40
de la Era y a la que regresó para morir hacia el 104 d.C., tras haber vivido la mayor parte de su vida
adulta en Roma. Aunque Marcial procedía de un lugar en los extremos de la latinidad (su familia era
seguramente de raigambre céltica y debió crecer en un ambiente de costumbres y prácticas mestizas y
quizá incluso, bilingüe), es considerado uno de los maestros del latín, por haber sabido poner por
escrito, con palabras concisas y selectas, las ocurrencias de su mordaz ingenio.
Marcial fue un ejemplo perfecto del fenómeno que suele describirse como “Romanización”, que alude
al proceso mediante el cual los nativos de Hispania prescindieron de sus lenguas, de los modos de vida
y formas de pensamiento a los que estaban acostumbrados, para adoptar los romanos, incluyendo el
latín, las creencias foráneas, la organización social y las formas y figuras jurídicas de sus
conquistadores; todo lo cual, sin duda, les reportó claras ventajas. Por razones de experiencia
contemporánea, la “Romanización” tiende a presentarse como la imposición intencionada de la cultura
y el pensamiento de la parte más fuerte y culta sobre el resto, una visión acentuada por la propaganda
anticolonial de los últimos cincuenta años. El problema con este punto de vista es que no hay prueba
alguna de que Roma, como Estado, intentase imponer la homogeneidad lingüística o cultural, porque
carecía de medios para hacerlo. Y por otra parte los romanos estaban más que acostumbrados a tratar
con gentes de distinta lengua y condición social sin que ello supusiera merma de su Imperio. Es más,
una parte del éxito imperialista de los romanos procedió de su completo desinterés por aquellos
asuntos que no fueran la victoria militar y luego, el pago puntual de los impuestos y las otras
obligaciones de los vencidos.
Desde esta perspectiva, el texto de Marcial revela que quien se consideraba indudablemente romano,
no tenía especial problema en reconocer también sus raíces étnicas y familiares y solicitar que no se
tuviera vergüenza en propagarlo abiertamente. Por eso, la situación del poeta de Bilbilis y su propia
obra constituyen una apta paráfrasis de un aspecto de la realidad de Hispania durante los dos primeros
siglos de la Era: un mundo diverso, heterogéneo y plurilingüe donde, sin embargo, se imponía, poco a
poco y por pura necesidad, la uniformidad del latín y la imitación de lo romano.

II.9.1 La gente: unidad en la diversidad


La estructura social de Hispania en época imperial era, en esencia, la imperante en el resto del mundo
romano en ese mismo periodo; esto es, el resultado de la evolución y ampliación a las nuevas
condiciones del sistema característico de la época republicana. Recuérdese que Roma, como otras
muchas poleis antiguas, era básicamente una timocracia en la que el grado de riqueza familiar
determinaba la situación militar de cada individuo, y por ende, sus derechos y obligaciones legales,
políticas y sociales. Los romanos nunca se consideraron miembros de una sociedad igualitaria, sino
que eran conscientes de que la riqueza era un factor diferenciador del que pendían (al menos de facto)
algunas interesantes ventajas: “el dinero no da la felicidad, pero al menos ayuda”. Propiamente
hablando, no el dinero, sino la tierra, que se tenía como la verdadera fuente de riqueza. El empleo de
los bienes raíces como indicador de fortuna tenía una doble ventaja: en un mundo en el que quizá las
9/10 partes de la población vivía del campo, la gran masa arrancaba un mal vivir de la tierra, mientras
el resto lo componía el reducido grupo de los muy ricos, grandes terratenientes, cuya separación de
sus conciudadanos era, en términos absolutos y relativos, abismal. Al tiempo, la propiedad inmueble
tenía la ventaja de funcionar como un decantador frente a las fortunas rápidas de negotiatores,
comerciantes y prestamistas, que generalmente podían ser individuos de dudosa calaña (parvenues,
antiguos esclavos y libertos), que necesitaban una o dos generaciones para ser admitidos en el selecto
club de los aristócratas “de siempre”. De ahí que aunque estos “nuevos ricos” fueran, estrictamente
hablando, parte del estrato social superior, no siempre eran reconocidos como miembros de la clase
dirigente de ricos terratenientes, quienes constituían, además, las élites urbanas.
Sin embargo, cualquier organismo social es demasiado complejo para ser medido por un único rasero
y deben tenerse siempre en cuenta otros condicionantes, como la situación legal y los efectos de los
prejuicios sociales y las costumbres. Por eso, la aplicación mecánica de cualquier principio de
clasificación social tiende a producir combinaciones incongruentes y deja sin explicar situaciones
cotidianas. Tómese, por ejemplo, el caso de los esclavos existentes en buen número en cualquier
ciudad de Hispania; mírese por donde se mire, siempre constituyeron el escalón más bajo de la
pirámide social antigua, pues careciendo de libertad y personalidad jurídica sólo tenían el valor de
cosas y como tales, eran enajenables y prescindibles, estando su misma existencia absolutamente en
manos de su dueño, al menos hasta mediados del siglo ii d.C. Consecuentemente, esclavitud y pobreza
debían ir necesariamente de la mano porque los siervos no poseían nada. Sin embargo, no fue inusual
que algunos individuos libres dependieran laboralmente de un esclavo, o que éste concitase su respeto
y obediencia, en tanto que investido de alguna responsabilidad por su dueño (en el caso de vilicus o
dispensator). Y las contradicciones entre legalidad y realidad se mostraban patentemente en la
práctica habitual del siervo comprando su libertad con sus ahorros, que legalmente no podía tener.
Incluso se dieron casos de esclavos sensacionalmente ricos que hacían ostentación de su fortuna, como
la anécdota, ya recogida en el capítulo anterior (vid. vol.II, II.8.2.5), de Drusiliano, que encargó la
labra de un fantástico juego de inmensas bandejas de plata que pesaban en total 2.500 libras… algo
más de 800 kg. A pesar de que este esclavo de César cumplía sobradamente los criterios de riqueza, su
condición servil le mantenía alejado de las dignidades que otros de su misma fortuna, pero de
nacimiento ingenuo, desempeñaban con naturalidad. El ejemplo es aún mucho más paradójico si se
considera que en teoría, los hijos del más rico senador romano, ellos mismos posiblemente
magistrados y miembros del Senado, podían carecer de bienes personales porque dependían
económicamente de su padre, que era el único titular legal de la fortuna familiar.
II.9.1.1 Orden y estamento
Aunque no estaba escrito en ninguna parte, la división más clara y eficaz de la sociedad hispana de
época imperial era la que separaba a los honestiores de los humiliores y consistía en el distinto trato
legal aplicado a unos y otros. Los primeros eran los miembros de los estratos superiores de la
pirámide social, los menos numerosos, más dignos y que gozaban de privilegios que iban desde un
tratamiento penal específico en caso de delito hasta exenciones fiscales. Su preeminencia provenía
unas veces del dinero sólo, otras del favor imperial (que aportaba el primero), y las más de las veces
de la apreciadísima combinación de alcurnia y fortuna. A partir de Augusto, la mayoría de los
honestiores formaba parte de alguno de los tres grupos que progresivamente integraron los ordines:
grupos jerarquizados y homogéneos, dotados de funciones políticas, sociales y administrativas tan
bien definidas como los estamentos medievales o de la Europa del Antiguo Régimen. La pertenencia a
uno de estos ordines no se alcanzaba meramente por cumplimiento de determinados requisitos legales
y económicos, sino que era precisa una recepción formal, que proporcionaba privilegios religiosos y
penales; además del uso de determinados signos externos, como títulos, vestimenta y localidades en
los actos públicos.
II.9.1.2 Senadores
El más alto de estos ordines era el senatorial, es decir, el de los miembros del Senado, al que sólo se
accedía tras el desempeño de determinadas magistraturas públicas distribuidas por los propios
senadores y cuyo acceso estaba reservado a los hijos de los miembros de este ordo, salvo en los casos
en los que el emperador rompía esta regla, para premiar a individuos meritorios nacidos fuera de esta
aristocracia. Para ser senador se exigía un censo mínimo de un millón de sestercios, una cantidad
notable para el común de los romanos pero que la mayoría de los patres superaban con creces, por
tratarse de los grandes propietarios del Imperio. Pero no era sólo la fortuna lo que proporcionaba al
ordo senatorial el prestigio y honor con el que se le consideraba. En primer lugar, se trataba de un
grupo selectísimo, puesto que el número de senadores se mantuvo en 600 durante los tres primeros
siglos del Imperio. Luego, la duplicidad de Curias en Roma y Constantinopla y el aumento del número
de curiales (hasta 2.000 en cada una) hizo menos selecto y cerrado el grupo; pero no disminuyó su
prestigio, porque ha sido frecuente a lo largo de la Historia que cuanto más inútil es un organismo,
mayor es la dignidad de sus miembros. En segundo lugar, los senadores eran, como ya se ha dicho, los
candidatos naturales para desempeñar las altas magistraturas del Estado y para ayudar al emperador en
la administración del mismo, y eso no cambió en todo el periodo imperial. Y finalmente, la
pertenencia al Senado acarreaba unos beneficios implícitos, como la familiaridad con palacio,
privilegios legales y penales, exenciones fiscales, lugares de honor para ellos y sus familias en los
actos públicos, impresionantes signos externos de distinción en vestido y adorno… y las
oportunidades de avance social, político y económico que brindaba la pertenencia a un club cerrado en
el que muchos de sus miembros estaban emparentados, la solidaridad interna era muy fuerte y los
favores mutuos no sólo eran convenientes sino obligados.
Como ya se ha comentado, los primeros individuos de origen hispano que alcanzaron el Senado lo
hicieron en el siglo i a.C.; incrementaron su número con César y relevaron a las linajudas familias
romanas, maltrechas por las guerras civiles, en los primeros decenios de la etapa imperial. Ya se ha
indicado también cómo el “clan hispano” alcanzó una posición de preeminencia en época flavia y
durante el siglo ii de la Era, cuando el trono fue ocupado en varias ocasiones por individuos nacidos en
Hispania o hijos de personajes de esa condición (vid. vol.II, II.6.1). Hasta ese momento, la mayoría de
los patres de origen hispano procedían de las regiones donde la emigración itálica o la presencia
romana era sentida desde hacía más tiempo (Bética, litoral de la Tarraconense), y donde la actividad
económica era más provechosa porque, por motivos ya explicados, el dinero perseguía al Senado. A
partir del siglo iii d.C. y sobre todo en época constantiniana, el origen de los senadores hispanos, en
cuanto que se conoce unos pocos individuos, señala las regiones del interior, la Meseta y Gallaecia,
sin duda como reflejo de la prosperidad de la zona. La familia del emperador Teodosio, por ejemplo,
tenía sus raíces en Cauca (hoy Coca, Segovia), de cuyos alrededores quizá procediese igualmente su
pariente, el también emperador Magno Máximo (vid. vol.II, II.7.2.2). Y si los excavadores de la villa
de Carranque (Toledo) están en lo cierto, su propietario fue el poderoso Materno Cinegio, un
colaborador de Teodosio, de quien fue su representante en Constantinopla; y Teresia, la esposa de
Paulino de Nola, era posiblemente originaria de Complutum [Alcalá de Henares], donde la pareja
residió algunos años.
Pero el vínculo local de estos aristócratas fue menos relevante de lo que a primera vista parece.
Durante el Alto Imperio, las miras y aspiraciones de los senadores estaban puestas en Roma e Italia,
donde residían la mayoría de sus congéneres. Además, el servicio al Estado y al emperador los
convertían fácilmente en individuos cosmopolitas, con intereses familiares, económicos y territoriales
en todo el Orbe. Ocasionalmente, los lugares de origen de los senadores podían investir en ellos
honores extravagantes, como medio de reclamar su atención y patronato, pero las propias biografías
de los emperadores originarios de Itálica, Trajano y Adriano, son buena muestra del despego a la tierra
natal, y debe recordarse que un decreto del mismo Antonio Pío obligaba a los senadores a invertir un
tercio de su patrimonio en suelo itálico. Incluso en la Antigüedad Tardía, cuando el número de
senadores creció por encima de toda proporción y se daba por supuesto que el título era más
honorífico que eficaz (en época de Constancio el quórum necesario para celebrar válidamente una
sesión de la Curia quedó fijado en cincuenta senadores), la determinación del origen de éstos era muy
complicada dado que no sólo se casaban habitualmente fuera de su ámbito local (y, en ocasiones, en
provincias distintas a las suyas), sino que sus posesiones podían estar repartidas por regiones distantes
entre sí, incluso en orillas opuestas del Mediterráneo.
II.9.1.3 Caballeros
Por debajo del ordo senatorial, se encontraban los equites o caballeros; un estamento de gran prestigio
e implantación provincial, pues sus miembros ingresaban en él por nombramiento imperial, en
consideración de sus méritos individuales. Normalmente los equites debían disponer de un patrimonio
no inferior a los 400.000 sestercios, y haber desempeñado con honor y eficacia una larga carrera
militar. Era también un estamento numeroso, pues se calcula que lo componían unos 20.000
individuos en época de Augusto, el creador del ordo; y el número fue aumentando conforme se
admitía a un mayor número de candidatos en respuesta a las crecientes demandas de la burocracia
imperial de administradores. Como los senadores, los caballeros gozaban de una especial
consideración social y legal, y de insignias y otros atributos públicos de su condición; pero a
diferencia de los patres, su condición no se heredaba, aunque fuera habitual que un hijo siguiese los
pasos de su padre y un determinado número de ecuestres accedían de vez en cuando al Senado por
privilegio imperial. Esta consideración del orden ecuestre como antesala del Senado se vio favorecida
por la existencia de relaciones de parentesco o de negocio entre los miembros de ambos estamentos,
que los caballeros mantenían aún en mayor medida con las aristocracias locales, a las que también
podían pertenecer. Por eso, si se puede hablar de una clase media de la sociedad imperial, ésta venía a
estar representada por los miembros del censo ecuestre y decurional; aunque sólo fuera porque se
encontraban en una posición equidistante –en fortuna y predicamento social– de los senadores y
plebeyos.
La pertenencia al estamento ecuestre era condición sine qua non para acceder a las procuratelas y
prefecturas de la administración imperial, por cuyo desempeño (a diferencia de los senadores que
siendo teóricamente iguales al emperador le ayudaban), cobraban un sueldo. Como el ingreso en
esteordo premiaba el mérito individual y sus futuros destinos requerían frecuentemente habilidades
técnicas, no fue extraño que muchos ecuestres fuesen brillantes hombres de letras y estudio, como
Plinio, Suetonio o Quintiliano. En la Antigüedad Tardía, el concepto de mérito personal permitió que
muchas funciones anteriormente desempeñadas por los patres en la milicia y en las provincias,
pasaran a ser asumidas por caballeros designados directamente por el emperador. Más tarde, cuando el
Imperio Romano fue historia, la jerarquía eclesiástica, que facilitaba el ascenso basándose en los
méritos individuales, sustituyó al orden ecuestre en determinados cometidos administrativos y
gubernamentales.
Debido a la antigüedad y la prosperidad de las ciudades hispanas, fueron muchos los individuos que
alcanzaron el estamento ecuestre. Un famoso pasaje de Estrabón declara que en el Gades de su tiempo
(a comienzos del siglo i d.C.) había 500 caballeros, sin que se sepa a ciencia cierta si ello es una
referencia estricta al ordo equestris o a individuos que reunían los requisitos para pertenecer a él. La
lista de los caballeros originarios de Hispania conocidos proviene fundamentalmente de fuentes
epigráficas e incluye varios centenares de nombres durante los tres primeros siglos del Imperio, cuyo
origen arranca mayormente de las ciudades de la Bética y de las zonas litorales de la Citerior y la
Lusitania. En muchos casos, esos equites nunca alcanzaron las procuratelas y los otros puestos de la
burocracia imperial a los que podían acceder desde su posición, sino que se contentaron con el honor
del ingreso en el estamento y el desempeño de las magistraturas y sacerdocios de las ciudades de
origen, a cuyos ordines pertenecían.
II.9.1.4 Decuriones
A diferencia de los estamentos senatorial y ecuestre, el ordo decurionum no era único ni requería las
mismas condiciones en todas partes, sino que cada ciudad marcaba las suyas propias, dependiendo de
razones históricas, número de habitantes y situación económica. Como en el caso de los ecuestres, el
ingreso en el ordo local se hacía en función de los méritos individuales: normalmente el desempeño
de una magistratura municipal, pero también mediante la cooptación, y siempre que los candidatos
cumpliesen determinados requisitos económicos, dado que la incumbencia de los cargos municipales
aparejaba notables desembolsos. No debe extrañar, pues, que en comunidades pequeñas, el ordo local
estuviera en manos de unas pocas familias, que los condicionantes económicos se impusieran sobre
otros como la edad insuficiente o la indignidad de la condición libertina, y que sistemáticamente no se
respetasen los intervalos marcados por la ley cuando se reiteraban las magistraturas.
La documentación epigráfica y, en menor medida, la numismática ofrecen un listado de cerca de un
millar de personajes que consta que desempeñaron magistraturas en los municipios y ciudades de
Hispania durante el Alto Imperio. La muestra, a pesar de ser numerosa para los estándares de la
Historia Antigua, constituye una muy pequeña parte del total de individuos incluidos en los ordines de
las ciudades de Hispania durante tres siglos. Estudiando la repetición de determinados gentilicios, los
investigadores han tratado de determinar hasta qué punto algunas familias monopolizaron, por
designio o necesidad, los puestos de gobierno de sus respectivas ciudades, o, incluso, de su provincia,
pues los resultados de esas encuestas muestran la amplia dispersión de los clanes dirigentes, a veces
extendidos por más de una ciudad, quizá como consecuencia de las alianzas familiares y del proceso
de concentración de propiedades rústicas que se desarrolló de forma creciente después del siglo ii d.C.
A partir del siglo iii d.C., los miembros de los ordines locales, los curiales, asumieron en solitario la
tarea de gobernar las ciudades, ya que la vida de las asambleas populares se fue apagando hasta
desaparecer. Además, desde Diocleciano, se asignó a estas aristocracias locales la responsabilidad de
hacer que sus convecinos cumpliesen con sus obligaciones fiscales; lo que convirtió en
tremendamente impopular lo que antes había sido un honor apetecible y ambicionado. Ante la falta de
candidatos para convertirse en recaudadores de impuestos, en el 320 d.C., Constantino obligó a todo
hijo de un curial a asumir el honor paterno a la edad de dieciocho años, y las condiciones se
endurecieron posteriormente porque se asimiló al cargo a todos los que poseían determinadas
extensiones de tierras, y luego se obligó a los compradores de esas fincas a mantener el cargo para
evitar que su venta fuera un modo de escapar. En estas condiciones, no resulta extraño que muchos
personajes de postín y recursos abandonaran las ciudades y se refugiasen en sus grandes villas, donde
escapaban por vía de hecho de las insufribles cargas que les imponía la nueva situación.
II.9.1.5 Los HUMILIORES
A pesar de su visibilidad histórica, los honestiores constituían sólo una pequeña parte del total de la
población del Imperio y, por ende, de Hispania. El resto, una multiforme mezcla de fortunas,
profesiones, condiciones sociales y legales, conformaba el grupo de los humiliores, que tenían en
común el carecer de privilegios fiscales, judiciales o penales.
El 90 por ciento del grupo vivía en y para el campo, porque la principal dedicación económica de la
sociedad romana fue la agricultura. Durante los primeros siglos del Imperio, gracias a las numerosas
fundaciones coloniales llevadas a cabo en las provincias hispanas –y de las que se beneficiaron no sólo
ciudadanos romanos, sino también quienes no tenían ese estatuto, como recuerda Estrabón sobre la
condición mixta de lugares como Emerita Augusta, Caesar Augusta y Pax Augusta–, una parte de esos
agricultores eran pequeños propietarios, que podían residir en la ciudad o en su territorio, sin merma
de sus derechos políticos.
El mayor contingente de los habitantes de las ciudades no incluidos en los ordines eran los artesanos y
comerciantes, de los que se conoce bien poco (vid. vol.II, II.8.5 y II.8.6). Ahora es la ocasión de decir
que, por razones obvias, algunos de estos personajes podían ser los incolae mencionados en muchas
inscripciones como opuestos a los cives; lo que los convertiría en el equivalente de nuestros residentes
extranjeros, individuos que tenían mermados sus derechos políticos. Hasta bien avanzada la época
flavia, la inclusión en el censo de los ciudadanos romanos ofrecía unas garantías jurídicas superiores a
las de sus convecinos de condición peregrina.
Frente a la estrechez de la vida en el campo y la dura competencia entre los comerciantes y artesanos,
los plebeyos de condición libre podían optar por el Ejército, que constituía una interesante vía de
promoción social. No contaba tanto la paga y una alimentación mejor de lo normal –lo que
seguramente merecía la pena– sino que el servicio de armas ofrecía una posibilidad de llamar la
atención de algún personaje importante (caballeros, senadores, magistrados e incluso el emperador)
del que pudiera venir un ascenso o un premio en metálico que supusiera una mejora en la condición
social. La recluta diferenciaba a quienes eran ciudadanos romanos –que podían aspirar a un puesto en
las legiones, con mejor paga y consideración– de los libres de condición peregrina, para los que sólo
cabían las vacantes en las tropas auxiliares. Durante los dos primeros siglos de la Era, la Península
Ibérica proporcionó un considerable número de reclutas legionarias, la mayor parte de ellos
procedentes de las colonias y municipios de derecho romano de la tres provincias, que sirvieron en
todos los frentes del Mediterráneo. Y también un noable número de regimientos de tropas auxiliares
nombrados a partir de los étnicos de diversos pueblos peninsulares y que fueron desplegados por todas
partes, pero principalmente en las fronteras europeas.
[Fig. 120] Estela funararia
de la tabernera Sentia Amaranis (siglo i d.C.), en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida
Inicialmente, esas unidades estaban compuestas por gentes de los grupos étnicos de los que derivaba
el nombre de su regimiento, pero a partir del siglo ii d.C., con Adriano, se generalizó la recluta local
en los lugares de guarnición y el nombre de la unidad quedó como un recuerdo de sus orígenes.
El agravamiento de las condiciones económicas y sociales a partir del siglo iii d.C. se cebó
especialmente en los humiliores, revelando de forma palmaria el abismo que los separaba del grupo
privilegiado. Para los artesanos y tenderos de las ciudades, los nuevos tiempos trajeron la asociación
obligatoria en collegia con los que el Estado controlaba el pago de impuesto y la prestación forzosa de
servicios colectivos (munera). Cuando comenzó a disminuir el número de artesanos en determinados
oficios considerados esenciales, se decretó que su carácter fuera hereditario so pena de la pérdida de
herencia, así como otras medidas encaminadas a que los artesanos no escaparan de su destino legal
alistándose en el Ejército, huyendo al campo o refugiándose en los oficios eclesiásticos y monásticos.
Pero los más desfavorecidos fueron los campesinos. Los pequeños propietarios agrícolas y granjeros
de antaño desaparecieron completamente por ruina o porque, simplemente, no podían resistirse a las
ofertas de los nuevos terratenientes. Sin embargo, siendo la agricultura el medio de subsistencia más
corriente, surgieron los colonos, que nada tenían que ver con los individuos del mismo nombre de la
época final de la República y comienzos del Imperio. El colono de la Antigüedad tardía era un
campesino pobre que trabajaba una tierra que no era suya a cambio de un canon pagado al propietario,
normalmente un terrateniente. Los colonos desplazaron de este modo a la mano de obra esclava, que
antes cultivaba los grandes latifundios bajo supervisión directa del terrateniente. Como sucedió con
otros grupos profesionales del Imperio Tardío, el desarrollo más interesante del colonado fue la
posibilidad de que los arriendos pasasen de padres a hijos por herencia, asegurando de este modo, su
vinculación a la tierra. Así, las fincas se compraban y vendían incluyendo los arriendos y los
agricultores que los ostentaban. De este modo, los colonos se convirtieron en la columna vertebral de
una sociedad que, después de años de turbulencia, deseaba desesperadamente la estabilidad, y que
cada uno encontrase su sitio permanente.
II.9.1.6 Las bondades de la esclavitud
Por debajo de los humiliores y constituyendo el fondo de la pirámide social, se encontraban los
esclavos. Se trataba de un grupo numerosísimo (las estimaciones sugieren entre un tercio y un cuarto
de la población total, dependiendo de épocas y lugares), cuya existencia se admitía sin discusión como
un hecho natural y ordinario a pesar de que muchos eran conscientes de las incongruencias de la
institución. Su fundamento era el poder que el vencedor adquiría sobre el vencido: podía matarle o
dejarle vivir, y la consecuencia de esa opción radical era la sujeción absoluta del último a la voluntad
del primero, de tal modo que perdían la condición de persona y como tales, la de sujetos de derecho.
Un esclavo podía ser tratado simplemente como un instrumento o una cosa (instrumentum vocale), y
sujeto al trato habitual que se da a los objetos; pero debía a su dueño el seguir vivo y más aún, que éste
optase por dejarle seguir viviendo, alimentándole y dándole cobijo en su propia casa, por lo que su
dueño esperaba de él un sentimiento de lealtad, gratitud y diligencia.
En la sociedad antigua, la esclavitud era una necesidad económica que requería ciertas precauciones
de empleo. Las grandes concentraciones de esclavos se percibían peligrosas y hubo, en efecto, alguna
que otra rebelión generalizada. Pero éstas fueron situaciones excepcionales frente a las numerosas
fugas individuales o los daños, frecuentemente fatales, que podían causar los esclavos domésticos, que
el legislador trataba de prevenir mediante medidas disuasorias y castigos ejemplarizantes. Incluso con
esos casos de rechazo, la esclavitud fue una institución universalmente aceptada y sólo unos cuantos
excéntricos podían clamar por su desaparición. Espartaco, un apto símbolo moderno de la lucha contra
la dependencia, se rebeló contra su situación personal no contra la institución en abstracto.
Las razones de la aceptación deben buscarse, por un lado, en que, desde el punto de vista intelectual,
era difícil rechazar la idea de que la esclavitud surgía como un sustancial mejoramiento del trato a los
vencidos, dado que se optaba por dejarlos vivos. Pero la razón más eficaz que favoreció la pervivencia
de este organismo fue posiblemente que los propios esclavos podían considerarla útil y necesaria.
Efectivamente, la unanimidad en aceptar la carencia de personalidad jurídica de los siervos,
significaba que sus condiciones de vida dependían, en última instancia, de la voluntad del amo, que
carecía de límites al respecto. Éste podía ser tremendamente cruel pero también leniente, y están
abundantemente atestiguadas las conductas que no merecen otro calificativo que el de cariñosas. En
general, el trato y las condiciones de vida de los esclavos mejoraron con el paso del tiempo; en unas
ocasiones como consecuencia de razones “humanitarias”, en otras por motivos de eficacia económica.
A mediados del siglo ii d.C., como resultado de algunas conductas especialmente crueles y
escandalosas, se reguló el ejercicio de los derechos de propiedad, pero no su fundamento; mientras
que la costumbre aceptó la existencia del peculio, los ahorros de los siervos, generalmente aplicables a
la compra de su libertad o al entierro. Aún mucho más sorprendente fue el reconocimiento de facto de
las uniones estables entre esclavos y de sus retoños, que en pura lógica pertenecían completamente a
sus dueños.
Guardando las distancias, la actitud antigua respecto a la esclavitud se compara con la situación de los
animales domésticos en nuestra sociedad, cuyo trato y condición están regulados por variadísimos
factores. Lo que no deja de provocar curiosas incongruencias, que también se daban en el caso de los
esclavos. Así, por ejemplo, a las ya relatadas sobre su condición de propietarios de facto, únase el que
la ausencia de personalidad jurídica del siervo no era óbice para que, en caso de delito del dueño, el
magistrado recabase su testimonio, que sólo era válido si se obtenía por tortura, porque era un hecho
indiscutible que eran mentirosos contrastados.
Los romanos no trajeron la esclavitud a Hispania, sino que ésta ya existía aquí, como demuestra el
famosísimo (y ya mencionado) decreto de Paulo Emilio en el 189 a.C., por el que declaró
unilateralmente que los habitantes de la Turris Lascutana quedaban libres de su previa dependencia de
la ciudad de Hasta (vid. vol.II, I.1.7.2). Sin embargo, Roma sí que debió hacer buen uso de la
institución durante las guerras de conquista, porque la venta de los vencidos –generalmente, mujeres y
niños– constituía una interesante porción del botín. Gentes de estirpe hispana, pues, debieron
encontrar su destino como esclavos en muchos lugares del Mediterráneo, donde se vendían junto a los
capturados por los piratas, otra de las fuentes habituales de cautivos. Al terminar la conquista,
Hispania dejó presumiblemente de exportar esclavos para recibirlos de otros frentes de guerra,
generalmente las tierras bárbaras del centro de Europa, África y Oriente. La demanda también se
satisfacía con los retoños de los esclavos domésticos, y los niños abandonados o vendidos
directamente por sus padres.
Cualquier individuo o persona jurídica podía tener esclavos, dedicados a las más variadas funciones.
La familia domestica era el conjunto de siervos que trabajaba en el hogar y su número dependía de la
fortuna y las necesidades sociales de sus dueños. Desde una criada que lo mismo servía como ama de
cría que cocinera, hasta los cientos de esclavos de las grandes casas nobles, cada uno de ellos
especializados en una tarea y supervisados por un maior domus, otro esclavo cuyas condiciones o
educación lo hacía especialmente cercano al dueño. Los esclavos imperiales, los servi Caesaris, eran
en principio una familia doméstica, sólo que las necesidades burocráticas de las posesiones del
príncipe, repartidas por todo el Imperio, y la administración de las provincias del César, otorgaron a
algunos de ellos una posición privilegiada, debido a la consideración de su amo y a la riqueza que
manejaban. En estas grandes familias serviles no era extraño que los individuos de buena cabeza y
aptitudes recibiesen una esmerada educación técnica. Escribas, contables, médicos, reputados
artesanos, artistas de todas clases y actores y gladiadores fueron, con frecuencia, siervos, cuyos
servicios podían prestarse fuera del hogar, contribuyendo de ese modo a que el amo recuperase su
inversión o, incluso, la hiciera fructificar con creces. También podía haber esclavos en posesión de
colectivos, como una ciudad, una empresa (societas) o las misma legiones desempeñando unas veces
tareas domésticas, otras técnicas (contables, oficinistas) y otras artesanas, como carpinteros,
musivarios, etc. En este grupo deben incluirse los artistas al servicio de los organizadores y
promotores de espectáculos públicos: por un lado actores, mimos y cantantes de las compañías
teatrales; por otro, los gladiadores y bestiarios pertenecientes a lanistas y editores, además de los
aurigas y jinetes de circo; así como el personal de servicio encargado de poner en marcha esos
espectáculos. Los amos de estas familiae especializadas amasaban dinero arrendando su personal a
quienes, por gusto u obligación, debían organizar esa clase de espectáculos.
Los testimonios de esclavos proceden en gran medida de las regiones más prósperas del litoral
peninsular y corresponden a la visión “amable” de la institución, la de aquellos individuos capaces de
mantener relaciones familiares satisfactorias y ahorrar para un entierro digno. En este ambiente, no
son extrañas las muestras de aprecio hacia los amos o las dedicatorias de éstos a esclavos
especialmente entrañables como amas de cría, tutores, etc. En cambio, los siervos rurales o los que se
rompían la espalda en las duras y peligrosas minas, apenas han dejado testimonios, entre otras cosas
porque esas faenas –junto con el prostíbulo para la mujeres– solían ser un modo en que los dueños
castigaban a los siervos levantiscos o que habían cometido una grave falta. Para esos desgraciados,
privados absolutamente de la esperanza de mejora, la muerte era posiblemente una liberación, pero
exenta del consuelo con el que se acostumbraba a endulzar el tránsito: en vez del entierro individual e
identificado, la fosa común y el olvido.
Una de las razones que podían hacer “grata” la vida de los esclavos era la posibilidad de la
manumisión; es decir, la perdida de la condición servil y el reconocimiento legal y social de la
existencia individual. El procedimiento beneficiaba por igual a siervos y amos, porque aquellos
encontraban un aliciente a su vida, y el deseo de ganar el favor de sus dueños los hacía diligentes en su
trabajo, eliminando el estigma de pereza y la holganza que formaba parte del retrato tópico de
cualquier esclavo antiguo. Y los amos ganaban también porque el vínculo con sus antiguos siervos no
desaparecía con la manumisión, simplemente se transformaba. El nuevo manumiso o liberto, tomaba
el nombre de su antiguo amo, que lo asimilaba ficticiamente con un pariente y eso obligaba al
libertino a corresponder con una especial deferencia (obsequium: generalmente, la obligación de
cuidar de él en caso de necesidad, en la vejez, y proveer por su entierro), con la prestación de
determinados días de trabajo (operae), y con el reconocimiento del derecho del antiguo amo a heredar
de sus libertos (bona).
El ingenio, la tenacidad y la buena suerte de quienes lograban escapar de la esclavitud justifica
cumplidamente que los libertos se mostraran orgullosos de sus logros. Muchos tuvieron el “toque de
Midas” en sus negocios y acabaron siendo gente extraordinariamente rica; pero el estigma de un
pasado servil limitaba sus actividades públicas y los apartaba de las funciones a las que por su fortuna
podían tener derecho, a pesar de que la manumisión acarreaba plenitud de derechos civiles. Privados
de los mayores y más apreciados honores civiles, fue corriente que los libertinos hicieran excesiva
ostentación de sus haberes y de su capacidad, lo que dio lugar al estereotipo que figura
prominentemente en La cena de Trimalchion petroniana: un nuevo rico con poca cultura, menos gusto
y una bolsa siempre dispuesta a gastar. De forma más práctica, las mismas aristocracias que les
rechazaban, encontraron medios de poner estas fortunas deseosas de reconocimiento al servicio del
bien común, inventándose un seudoordo específico para los de su clase, el sevirato. Era éste un
colegio ciudadano con privilegios y signos externos propios, por cuyo disfrute los libertos estaban más
que dispuestos a gastar cuantiosas fortunas en summae honorariae y otras dádivas con las que
agradecían a sus conciudadanos el honor conferido, que luego quedaban detalladamente reflejadas
para la posteridad en pedestales con sus estatuas.
Es bien sabido que en la Antigüedad Tardía, la institución esclavista declinó. Habitualmente se achaca
esto a la extensión de la nueva moral y las nuevas costumbres cristianas. En la práctica y por razones
que no vienen al caso, el cristianismo no fue contrario a la esclavitud, aunque su doctrina favoreciese
un trato más humano y considerase, por ejemplo, verdadero matrimonio la unión de un libre con una
esclava; mientras que el derecho civil contemporáneo seguía considerando una unión de hecho y, por
lo tanto, con menos efectos que el matrimonio justo. Igualmente, la Iglesia contribuyó a extender
ideas más antiguas que no habían rebasado el ámbito de unos pocos iluminados, como la doctrina
estoica de que el amo disponía del cuerpo del esclavo, pero no de su alma; o la costumbre de
manumitir por testamento a los esclavos personales. La verdadera razón del declive de la esclavitud,
que no hay modo de cuantificar en detalle, es que entró en competencia con el colonato, y ello
conllevó posiblemente que la adquisición y mantenimiento de los esclavos fuera menos ventajoso que
otras fuentes de mano de obra; además de la ya apuntada reducción del mercado de esclavos una vez
establecidos los limes del Imperio. Las consecuencias de estos cambios socioeconómicos se reflejaron
lentamente en la legislación: los supuestos en los que los esclavos podían ser llamados como testigos
contra sus dueños se redujeron exclusivamente a los casos de lesa majestad; mientras que un
propietario sólo podía venderlos cuando estuvieran adscritos a una tierra que se transmitía.

II.9.2 Animales políticos


A fines del siglo iv a.C. Aristóteles estudió concienzudamente la estructura y funcionamiento de las
diversas poleis griegas, sus constituciones, magistrados y asambleas. El fruto de la investigación fue
recogido en una obra seminal llamada Política, que deriva su título del tema que trata, no de la
realidad que ahora conocemos por ese nombre. Es en ese contexto donde Aristóteles hizo su famosa
observación sobre la naturaleza humana, que definió como la de un “animal político”, de nuevo
aludiendo no tanto a la realidad moderna cuanto al hecho de que el ambiente natural del hombre es la
polis, es decir, la sociedad organizada y jerarquizada en la que cada uno de sus miembros participa
activamente, contribuyendo con su parte alícuota a las cargas impuestas por la vida en común y
beneficiándose del auxilio de sus conciudadanos. Sólo en este medio, concluía Aristóteles, era posible
el completo desarrollo humano. Quienes no viven en la polis son dioses o animales salvajes, puesto
que ninguna de esas categorías requiere la cooperación de otros: los primeros, por su omnipotencia;
los segundos porque su fiereza e individualismo les impide la vida social. El Imperio romano supuso
el triunfo de la polis/civitas en unos términos que Aristóteles no podía haber soñado, pero cuyos
logros y beneficios aparecían patentes a quienes vivieron ese momento histórico, como testimonia
Elio Arístides a mediados del siglo ii de C. en uno de sus famosos “Discursos sagrados”.
Por razones culturales, tendemos a limitar el significado antiguo de civitas a la porción urbana de la
misma (oppidum, urbs), en una evolución paralela a la que ha sufrido el propio término de ‘ciudad’.
Pero en un mundo en el que el 90 por ciento de la población vivía de la agricultura, privar a una civitas
de sus campos de cultivo, de sus bosques y pastizales –lo que los antiguos llamaban elterritorium– es
no tomar en consideración una parte sustancial e inseparable del todo: su principal dedicación
económica y una considerable porción de sus habitantes, que vivían de forma dispersa en ese
territorio. Por otro lado, el esplendor y la importancia de la civitas en el contexto del Imperio se debió,
precisamente, a su capacidad de organizar y controlar extensas comarcas a partir de una base de poder
reducida y con escasos medios humanos.
En capítulos anteriores (singularmente en el referido al Alto Imperio; vid. vol.II, II.5.6), se ha descrito
cómo el fenómeno ciudadano no era extraño en la Península Ibérica antes de la llegada de los romanos
y cómo éste fue creciendo al paso de la conquista romana. También se ha visto el modo en que Roma
aportó su contribución a la extensión de la civitas. Es pertinente ahora hablar de su organización y de
las personas a su frente, por cuanto que la jerarquía social y un justo reparto de las cargas comunes –
ya lo notó Aristóteles–, constituían el fundamento y la razón de ser de cualquier grupo humano
benevolente y progresivo, como lo fue la sociedad romana.
II.9.2.1 Orgullo local y autonomía
La escasa capacidad administrativa de la sociedad antigua requería una estricta aplicación del
principio de subsidiaridad, máxime en el caso del Imperio Romano, cuya extensión y complejidad
superaba todo lo conocido hasta entonces. La solución fue un reparto de la soberanía de tal modo que,
en contra de la posible percepción actual, el Imperio no fue propiamente un estado centralizado sino
más bien una confederación de estados (las civitates), sometidas en algunas cuestiones –política
exterior, ejército y justicia– a la autoridad superior del emperador o de su representante provincial.
En todo lo demás, la civitas era autónoma e independiente, distinta a sus vecinas en costumbres y
tradiciones, y con privilegios específicos para sus ciudadanos. Aún así, la pertenencia a un ámbito
político superior favoreció la homogenización de costumbres y que determinados particularismos
acabasen obsoletos. En el caso de Hispania, por ejemplo, las variadas formas de organización
ciudadana existentes –las tradiciones específicas de las ciudades de origen griego o púnico, o las
costumbres de los pueblos del interior– acabaron asimilando el modelo municipal romano, en parte de
forma natural, pero en otros casos de modo obligado pues había unos requisitos legales que cumplir,
como cuando se impuso la Lex Flavia municipalis (vid. vol.II, II.5.6.5). No deja de ser interesante
notar que Roma apostó por el modelo de autogobierno “democrático” y de responsabilidad compartida
en las civitates de las provincias, cuando en la Urbe se había impuesto la autocracia monárquica
imperial.
En efecto, un vistazo a las constituciones y ordenanzas municipales revela una organización muy
similar a la imperante en Roma en época republicana. La soberanía popular residía en el populus, al
que pertenecían los cives, es decir, los habitantes de condición libre o manumisa de la civitas que
reuniesen en sus personas el doble requerimiento de ser naturales de la lugar (origo) y de residir en él
(domicilium). El populus era la fuente de ley, elegía entre ellos a los magistrados y su sanción
validaba determinadas decisiones de éstos y la curia. Los habitantes de la civitas que cumplían sólo el
requisito del domicilio eran los incolae, que estaban sujetos a las mismas cargas comunales que los
cives pero quedan excluidos del populus y de sus funciones y beneficios, salvo que mediara una
adopción formal o adlectio inter cives.
Anualmente, el pueblo asignaba por votación los honores municipales entre los candidatos
disponibles; es decir, elegía a los miembros del cuerpo cívico que, investidos por la soberanía popular,
debían encargarse del gobierno comunal. Estos magistrados formaban dos o tres colegios,
generalmente con dos miembros cada uno: los quaestores, los aediles y los IIviri o duunviros. Los
primeros, encargados de las finanzas municipales, están escasamente atestiguados en Hispania, quizá
porque sus funciones fueron subsumidas por otros magistrados. Luego estaban los aediles, a los que se
encomendaba el cuidado de la parte urbana de la civitas, su abastecimiento y la supervisión de los
espectáculos públicos; cada uno de estos cometidos se traducía en multitud de tareas fácilmente
comprensibles para nosotros: desde la vigilancia urbanística a las funciones de policía y defensa
contra incendios, pasando por la supervisión de hostales, tabernas y prostíbulos, el funcionamiento de
los baños públicos, la vigilancia de los mercados y la contratación y producción de los festejos
locales. Dada la influencia de sus tareas sobre los vecinos, un edil podía convertir su periodo de
gobierno en una excelente plataforma para acceder a la suprema magistratura local, o aspirar a otros
honores en la provincia o en el Imperio.
El culmen de los honores municipales lo constituía el colegio duunviral, formado, como su nombre
indica, por dos magistrados con poderes y funciones equivalentes y potestad de veto sobre las
decisiones del colega. La razón de esta cortapisa es que la magistratura, cuyo nombre completo era
duumviri iure dicundo, “la pareja que administra la Ley”, representaba la plena soberanía popular y
existía el temor de que su desempeño, en caso de estar investida en un único individuo, degenerase en
tiranía. Congruentemente con sus altos y extensos poderes, los duunviros dirigían y supervisaban una
gran cantidad de asuntos, comenzando con los sacra (las obligaciones públicas con los dioses y los
encargados de llevarlas a buen término) y terminando con la mundana tarea de administrar
adecuadamente los magros ingresos municipales para cubrir con ellos el culto a los dioses, el
funcionamiento de los baños públicos y la gestión de la estafeta pública (el cursus publicus); así como
el mantenimiento del pósito municipal en previsión de carestías (annona); la construcción y
reparación de los edificios públicos que lo requiriesen; el pago de los estipendios del médico, el
pedagogo público (si los había) y el restante personal del municipio; y la conservación de un
remanente para gastos imprevistos como el alojamiento de tropas o de dignatarios de paso, el envío de
legaciones a la capital provincial o a Roma para negocios de interés común o los homenajes corrientes
al emperador, los patronos de la ciudad o ciudadanos ilustres. A caballo entre estas labores, los
duunviros debían presidir las asambleas del populus y las sesiones de la curia, despachar con los
magistrados inferiores, mantener la paz y la concordia en la ciudad y administrar justicia, pues no
debe olvidarse que esa era precisamente la función que daba nombre a su magistratura. La jurisdicción
de los duumviri se extendía a todos los residentes en el territorium de civitas, y debían conocer tanto
los asuntos relacionados con el derecho local como con el romano. En un principio, el tribunal de los
duunviros fue la única instancia judicial, pero la Lex Flavia municipalis estableció el derecho de
apelación ante la curia, que los ciudadanos romanos podían extender hasta el mismísimo emperador.
La designación genérica de esas magistraturas era honores, y se entendía que el elegido recibía un
favor del público, que aumentaba su prestigio y dignidad. Por las mismas razones, se trataba de oficios
sin beneficio (y por lo tanto, fuera del alcance de la mayoría de los ciudadanos) que frecuentemente
daban por supuesto que los fondos públicos previstos por el común para determinada tarea no iban a
ser suficientes, y que el magistrado debía cubrir de su propio bolsillo las cantidades que faltaban.
Además, se hizo costumbre que éste manifestara a sus electores la gratitud por el honor conferido
mediante un regalo; esa contraprestación, normalmente fijada en su importe mínimo por el uso,
constituía la llamada summa honoraria, que podía ser tanto una cantidad en metálico para la caja
común, como un obsequio en especie: por ejemplo, la construcción de un edificio público (templo,
termas, teatro o anfiteatro), un espectáculo (muy populares, los gladiadores) u otros servicios como
banquetes, baños gratuitos y demás.
Las magistraturas se elegían habitualmente por periodos anuales y la ley determinaba etapas de
vacación antes de reiterar un mismo cargo. Esta medida, que en líneas generales, trataba de evitar la
excesiva acumulación de poder en manos de unos pocos, podía ser contraproducente en lugares
pequeños o donde hubiera escasos candidatos cualificados. Por eso, sabemos que en civitates pequeñas
fue corriente que los honores municipales recayeran una y otra vez en el mismo individuo, o en los
miembros de las familias locales con posibles, ya que no todos disponían de los recursos necesarios
para afrontar el cursus honorum, la carrera de los honores.
El tercer órgano del gobierno municipal era la curia, cuyos miembros formaban el ordo decurionum,
un estamento reservado a los antiguos magistrados y a aquellas personas de sustancia y prestigio que
tenían influencia en la colectividad. Normalmente, formaban la curia unas cien personas, aunque el
número dependía considerablemente de la época y los factores locales. Se elegían cada cinco años por
cooptación entre los candidatos adecuados, generalmente los mismos que podían ser magistrados, pero
a diferencia de éstos, su investidura era vitalicia. Su función era ocuparse de cualquier cuestión de
interés para la ciudad, asesorar a los magistrados en sus funciones y dar continuidad, en definitiva, a
los planes de interés común y larga realización que, de otro modo, quedarían suplantados por las
políticas a corto plazo de los magistrados. Además, en una repetición del proceso de gobierno
aristocrático y exclusivista por los que había pasado la República romana, a partir del siglo ii d.C., los
curiales suplantaron colectivamente algunas de las funciones de los magistrados (a los que acabaron
designando sin intervención popular); igualmente, accedieron a la administración cotidiana del común
e, incluso, suplantaron a la asamblea popular como fuente de legitimidad. Nada extraño, pues, que
cuando llegó la crisis del siglo iii d.C. y el Estado se vio en estrecheces, se responsabilizase a los
curiales del cumplimiento de las obligaciones comunes: impuestos, munera, annona y demás. La
presión fue tan fuerte que produjo efectos maléficos sobre la vida ciudadana. Así, por un lado, muchos
curiales o que podían serlo abandonaron las ciudades porque los antiguos honores se habían
convertido en onera insoportables y la liberalidad del pasado había sido sustituida por la coerción; por
otro, el Estado trató de detener el proceso imponiendo por ley determinadas obligaciones que hasta
entonces se habían proporcionado libremente, y nombrando administradores –curatores reipublicae –
que velaban por la salud financiera de las ciudades. Ello sólo abrió la puerta al intervencionismo
estatal y los curiales remanentes en las ciudades acabaron siendo vistos como funcionarios imperiales
sin paga.
II.9.2.2 Las ventajas e inconvenientes de la ciudad
Durante los dos primeros siglos de la Era, la abundancia y diversificación de las fuentes nos permite
determinar que el escenario predominante de civitates organizadas y gobernadas al estilo
mediterráneo, da paso, de vez en cuando, a indicios de que hubo también otras estructuras sociales,
para los que todo lo que se ha dicho hasta aquí les sonaba a costumbres forasteras y usos ajenos.
Muchas comunidades de la mitad septentrional de la Península –las más celtizadas– mantuvieron
formas de organización social basadas en principios distintos al de la civitas (vid. vol.II, I.2.7.3).
Desgraciadamente, se desconocen cuáles fueron esos principios, en parte porque nuestra principal
fuente fueron los epitafios de sus miembros– que parecen otorgar a términos como gens, castellum,
gentilitas…, un significado distinto al que le dan los autores latinos. Y en parte, porque esas
peculiares estructuras se encontraban en retroceso frente al avance de las fórmulas romanas, lo que
hace muy difícil aquilatar el alcance del fenómeno, máxime si se considera que la cronología de los
testimonios disponibles es incierta y sujeta a debate.
Lo anterior sólo demuestra que la libertad es costosa y que la autonomía municipal reposaba en los
propios ciudadanos, que corrían con los gastos de mantenimiento de su civitas y lo que ésta llevaba
implícito.
En la Hispania, como en otros lugares del mundo romano durante los siglos i y ii d.C., la ciudad
seguramente parecía a muchos un remedo del cielo, pues no sólo recreaba en el interior de sus
murallas un medio específicamente humano, sino que ofrecía posibilidades de enriquecimiento,
diversión, aprendizaje y progreso hasta entonces desconocidas. El foro servía de punto de reunión y
mercado, al tiempo que permitía ponerse al día de las últimas noticias del Imperio, de los cotilleos
locales y de Palacio. Los cercanos templos y los edificios de gobierno que enmarcaban el espacio
público transmitían la impresión de que, por primera vez en la Historia de la Humanidad, dioses y
hombres caminaban en la misma dirección. En sus proximidades, los baños, alimentados por el
acueducto que ponía un manantial de aguas de calidad en cualquier punto de la ciudad, ofrecían
higiene, curación para algunas dolencias, conversación, esparcimiento y, en algunos lugares, incluso
alojaban el bolsín local y tenían bibliotecas. Las calles daban sombra en verano, protección contra el
cierzo en invierno y suponían un agradable cambio para quien llevaba días trampeando en el barro de
campos y caminos. Y en las casas más lujosas, la calefacción, el agua corriente y el aceite refinado
para lámparas ofrecían una serie de comodidades inéditas hasta entonces.
De cuando en cuando, la ciudad organizaba festejos para honrar a los dioses o para mayor gloria de un
ciudadano de insaciable ego. Entonces los gladiadores y cacerías celebrados en el anfiteatro o en el
foro si no se disponía de aquél; las comedias, los mimos y coros representados en el teatro o en
cualquier lugar espacioso que admitiese un estrado; y las carreras de cuádrigas en el circo o
extramuros, ofrecían tal contraste con la existencia cotidiana que no debe sorprender que esos
spectacula fueran tema de conversación durante años, y que los principales lances se representaran en
objetos de uso común (lámparas, vajillas, peines y alfileres) que servían para revivir la fascinación de
los combates gladiatorios, los sentimientos suscitados por el teatro o la emoción de las carreras.
Todo esto, sin embargo, tenía un elevado coste. La ciudad poseía tierras, inmuebles y otros bienes que
cabía arrendar o, más difícilmente, vender. Podía, igualmente, recibir herencias y legados, aunque
estos normalmente estaban destinados a los fines establecidos por el legatario. También se cobraba un
canon por las mercancías que entraban y salían, y no deben olvidarse las multas impuestas por los
magistrados a quienes contravinieran lo dispuesto en las ordenanzas municipales o cometieran delitos
penados. Luego estaban las summae honorariae entregadas en contraprestación por los honores
investidos en magistrados, sacerdotes y demás; e incluso, cabía excitar la munificencia de otros
ciudadanos concediéndoles homenajes exclusivos como la colocación de estatuas en lugares públicos,
la celebración de funerales públicos y otras actuaciones encaminadas a llenar de orgullo a sus
destinatarios. Además, los habitantes de la ciudad contribuían al bien común satisfaciendo
determinadas cargas, los munera, cuyo cumplimiento era la justificación más palmaria de los
privilegios ciudadanos. Al menos en teoría, porque también afectaban a los incolae.
Dependiendo de lugares, épocas y circunstancias, las cargas podían variar, pero generalmente
consistían en prestaciones personales o ligadas a la fortuna individual. Entre las primeras estaban: la
obligación de proporcionar reclutas y monturas cuando eran reclamadas por los magistrados locales,
el gobernador o el emperador; el mantenimiento del correo imperial (cursus publicus); y la realización
de determinados trabajos y encargos en nombre de la comunidad. A los pobres se les requerían
jornadas para el mantenimiento y reparación de templos, edificios públicos, calzadas y otras
instalaciones comunes; mientras que el abanico de posibilidades de los ricos era más variado: podían
ser enviados a su costa a representar los intereses de la ciudad en el pretorio del gobernador o en la
corte imperial; cumplimentar personalmente al patrono local cuando llegaba un ascenso de mérito; y
alojar en su propia casa a un senador o magistrado en tránsito.
Sin embargo, ingresos y munera apenas cubrían los gastos ordinarios de la ciudad y menos aún los
extraordinarios. Se esperaba, entonces, que los ciudadanos pudientes cubriesen liberalmente toda la
factura o una parte de ella. No fueron extraños los magistrados que, además de la acostumbrada
summa honoraria aportaron voluntariamente otras cantidades para marcar aún más nítidamente en la
memoria de sus conciudadanos las realizaciones de su año de gobierno. También están atestiguados
los casos en que un munífico individuo compró trigo en años malos para evitar la subida de precio de
los acaparadores; o de quien aportó lo necesario para reparar la techumbre de un templo con goteras,
arreglar una vía bacheada y de tránsito penoso o agradecer con un generoso regalo la fugaz visita del
gobernador durante su ronda habitual por la provincia. De todas y cada una de esas munificencias se
puede proponer un ejemplo circunstanciado porque el procedimiento para suscitarlas incluía la
colocación de una placa conmemorativa o mejor aún, una estatua del donante, en la que se explicaba
con detalle el beneficio recibido y su cuantía.
Si los recursos locales no eran suficientes, se recurría entonces a la búsqueda de patronos; es decir,
individuos influyentes y con medios, aunque fueran extraños a la ciudad, y se buscaba en ellos
protección y ayuda en sus asuntos. A cambio, la ciudad ofrecía al patrono la satisfacción de ver
aumentar su dignidad y honor. A esta tarea contribuía activamente la ciudad con el ofrecimiento de la
ciudadanía local y de magistraturas honoríficas, con la reserva de asientos de dignidad en las
ceremonias y espectáculos, con la colocación en espacios públicos de estatuas suyas y de inscripciones
conmemorativas de su munificencia; además de remitirle a su domicilio una
[Fig. 121] Acueducto
romano de Segovia
copia broncínea del acuerdo de patronato ( tabulae patronatus) y enviarle embajadas periódicas que le
cumplimentasen en los momentos transcendentales de su vida, fueran felices o luctuosos. La elección
de patronos no tenía reglas fijas y podía elegirse tanto a miembros del Palacio, como a gobernadores
provinciales, oficiales del Ejército y particulares. Lo importante era que el individuo en cuestión
pudiera influir adecuadamente sobre quienes tuvieran cualquier tipo de jurisdicción sobre sus
patrocinados, considerados tanto colectivamente como de forma individual. Segobriga, por ejemplo,
confió en los buenos oficios de varios aristócratas, pero también en un scriba Caesaris, es decir, uno
de los secretarios particulares de Augusto. Los de Caesaraugusta, en cambio, buscaron la protección
de Germánico y sus descendientes, porque el honor era hereditario y quizá se había iniciado con
Agripa, quien pasa por haber sido el fundador de la colonia.
El patrono no estaba obligado a hacer aportaciones económicas a sus protegidos, aunque
frecuentemente las hizo. Los de Emerita Augusta, por ejemplo, recibieron sendos regalos de sus
fundadores: Augusto les construyó el anfiteatro y Agripa el teatro. En Segovia, en cambio, la
inscripción conmemorativa del Acueducto parece indicar que fue el emperador (Domiciano o Trajano)
quien comisionó la labra del famoso puente de la ciudad. Despertar el interés del príncipe, llamar su
atención sobre un problema de sus patrocinados…, era precisamente lo que esperaban los de Segovia
de sus patronos, cuyas identidades, por otra parte, ignoramos.

II.9.3 La cultura, educación y artes


Cualquiera de los aspectos del enunciado es inseparable del marco más general de la romanización y
por lo tanto, susceptibles de un sinfín de matices que hagan justicia a su complejidad.
Desgraciadamente, el asunto supera con mucho el espacio disponible y ello obliga a un tratamiento
esquemático.
La primera consideración se refiere a la lengua, que es sin duda la más perdurable y eficaz de las
aportaciones romanas. Salvo por los residuos de vascongado existentes en ambas vertientes pirenaicas
del Norte, el latín se impuso por completo en los varios dominios lingüísticos constatados en la
Península a fines del siglo iii d.C. Recordemos que entre las lenguas paleohispánicas se distinguen tres
registros principales: a) el ibérico, cuyas diferentes y mal definidas variantes se hablaban en la mitad
oriental de Hispania, desde los Pirineos al valle del Guadalquivir (vid. vol.II, I.1.4); en este dominio
lingüístico se habían incrustado de forma más o menos extensas grupos de greco-parlantes y de
lenguas semitas traídas por fenicios y cartagineses, habladas luego por tartesios e iberos (vid. vol.I,
II.2.5.3 y II.3.3.6.2.1); b) el vascuence, cuyo carácter de reliquia ibérica es ahora menos patente de lo
que fue para nuestros abuelos (vid. vol.II, I.2.4.1); y c) el grupo de lenguas indoeuropeas o celtas
habladas en la Meseta y las comarcas más occidentales de Hispania, entre ellas el celtibérico y el
lusitano (vid. vol.II, I.2.4.1). Los romanos trajeron consigo el latín pero también otros dialectos
itálicos; porque no debe olvidarse que casi la mitad de los efectivos de su ejército no eran romanos o
latinos. Lógicamente, esas lenguas debieron limitarse inicialmente a los conquistadores y en la pugna
entre ellas, el latín terminó como lengua dominante pero tan fuertemente contaminada por arcaísmos
y préstamos que muchos autores antiguos comentaron esas particularidades, que no solamente eran
léxicas sino que se reflejaban en el acento y dicción de los hispanos: a comienzos del siglo ii d.C., el
acento provincial del joven Adriano era causa de hilaridad en Roma.
El latín de los hispanos también compitió contra las lenguas locales y ello debió de dar lugar a
corrientes fenómenos de bilingüismo; sin embargo el nuevo idioma se acabó imponiendo con
resultados fulgurantes. Estrabón recuerda que, en su tiempo, los turdetanos empleaban tanto el latín
que habían dejado de usar por completo su lengua tradicional (Strab., 3, 2, 15). Aunque la observación
quizá sólo deba aplicarse a la aristocracia local y no al conjunto de la población, no hay duda de que se
trató de un fenómeno bastante rápido y cabe suponer el mismo ritmo en las regiones costeras del
Mediterráneo y del valle del Ebro, donde la velocidad quizá pueda deducirse de las monedas emitidas
en ambas zonas: primero llevaron letreros escritos en signarios locales, luego pasaron por una corta
fase (quizá sólo de cincuenta años o menos) de letreros bilingües y en la última parte del siglo i a.C. se
desterraron por completo los rótulos no latinos (vid. vol.II, I.1.6.4). Similar evolución sucede con la
escasa epigrafía temprana escrita en signarios no latinos, que parece haber tenido su floruit durante el
siglo ii a.C. (vid. vol.II, I.1.4.2), coexistiendo con escritos latinos similares, como demuestra el
conjunto de epígrafes broncíneos de Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza) donde todas las piezas
son aproximadamente contemporáneas, pero una está redactada en latín y las otras en lengua y
signario no latinos (vid. vol.II, I.2.4.2).
En la Meseta y el resto de la Península, el latín debió experimentar una progresión similar, con la
ventaja de que la lengua o lenguas con las que competía (las que llamamos celtibéricas o hispano-
celtas), pertenecían al tronco indoeuropeo y, por lo tanto, estaban emparentadas con el latín (vid.
vol.II, I.2.4.1). Aún así el proceso era más lento porque el único testigo disponible se data treinta o
cuarenta años después del testimonio de Estrabón sobre la desaparición del turdetano (Strab., 3, 1, 6),
y corresponde a un trágico suceso ocurrido en Termes en el año 25 d.C. y relatado por Tácito (Ann., 4,
45); según el mismo, el asesino de un magistrado romano era incapaz de hablar latín porque incluso
bajo tortura sólo gritaba en su lengua materna. Más hacia Occidente, las lenguas aborígenes aún
perduraron varios siglos, aunque posiblemente restringidas al campo y a las zonas aisladas de la
montañas. En el siglo vi, santos gallegos y leoneses como Valerio del Bierzo o Fructuoso de Braga,
aún vinculan la pervivencia de las prácticas paganas y la brujería con el desconocimiento del latín.
Además de su evidente relación con el poder político y su utilidad para el progreso social, otras
razones que sin duda contribuyeron al triunfo del latín fueron, de una parte, el peso de la colonización
itálica y romana, que debió hacerse sentir de forma especial en comarcas poco pobladas o donde la
población indígena dejó paso a los recién llegados. Y luego, el que se trataba de una lengua escrita, al
menos en mayor proporción que sus competidoras. Es probable que todos los sistemas de escritura
paleohispánica provengan de un tipo común, surgido en el contacto con la escritura fenicia y griega y
que apareció tres o cuatro siglos antes de que los romanos desembarcaran en Emporion (vid. vol.I,
II.2.5.3 y II.3.3.6.2.1). También que con ella se escribieron lenguas diversas, desde el íbero al celta o
el lusitano. Sin embargo, los hablantes de esas lenguas parecen haber tenido menos necesidad que los
latinos de poner por escrito sus sentimientos, memorias y homenajes; por lo que es muy posible que el
aprendizaje del latín y su uso fueran fenómenos concomitantes con la generalización de la escritura, lo
que sin duda ha favorecido la visibilidad histórica de esa lengua frente a las otras existentes en la
Península Ibérica (vid. vol.II, I.2.4.1).
La alfabetización latina debió dar paso en su momento a la difusión del sistema educativo usado en
Roma. Sus niveles iniciales se basaban en la copia y recitación de modelos literarios clásicos y en los
rudimentos de la matemática y la geometría. En niveles superiores, se enseñaba gramática,
fundamentos de retórica y se practicaba con discursos y ensayos basados en anécdotas históricas y en
los clásicos. Tratándose de una actividad realizada en el propio domicilio (la mayoría de los
pedagogos eran esclavos), no hay testimonios de las más antiguas actividades educativas; siendo la
primera bien atestiguada la ya referida iniciativa de Sertorio de “escolarizar” en Osca (Huesca) a los
hijos de sus aliados y colaboradores indígenas (vid. vol.II, II.3.3). Una vez instalado el Imperio y
cuando las ciudades hispanas gozaban de su momento de prosperidad, los testimonios sobre maestros
y pupilos abundan más, entre otras cosas porque se hizo corriente que las civitates contaran con
paedagogi, grammatici y rhetores pagados a expensas públicas.
No deja de ser interesante notar que dos importantes testimonios de la Historia de la Educación
antigua tienen que ver con Hispania. El primero y más antiguo fue Séneca el viejo, así llamado para
diferenciarlo de su hijo más famoso, que fue escritor e importante hombre de estado en tiempos de
Nerón. Séneca el viejo fue un caballero originario de Corduba, que vivió a caballo de los años del
cambio de Era, con inclinaciones intelectuales y que en su vejez, al socaire de unos pequeños tratados
de retórica (Controversiae, Suasoriae) rememoró sus años mozos como estudiante en Roma,
presentando a sus condiscípulos (la mayoría de origen hispano, como él) y maestros las anécdotas que
le ocurrieron. Y el segundo testimonio es el de Quintiliano (ca. 35-95 d.C.), un individuo natural de
Calagurris [Calahorra, La Rioja], estricto contemporáneo de Marcial (40-104 d.C.), que fue
universalmente considerado en la Antigüedad como el gran teórico de la Retórica, un arte que como
dijimos constituía el nivel superior de la educación romana. No deja de ser interesante recalcar que,
como todos los hispanos con aspiraciones literarias, Quintiliano marchó a Roma relativamente joven,
acompañando a Galba (68 d.C.); pero que una vez allí, gozó del especial favor de los emperadores
Flavios, que le permitieron enseñar a su costa y que, incluso, le concedieron el honor de llevar las
insignias consulares.
Además de los escritores ya mencionados, completan la nómina de autores de la época plateada de la
literatura romana: Lucano (39-65 d.C.), primo de Séneca, poeta épico; y Columela (mediados del siglo
i d.C.), un gaditano con aficiones agrícolas que compuso un interesante manual para el manejo de
fincas. De los correspondientes a la Antigüedad Tardía, ya se ha dado noticia de varios hispanos con
interés para el historiador (vid. vol.I, I.1.6: Historiografía cristiana en Hispania: Orosio, Hidacio y
Ausonio), siendo el resto escritores y polemistas religiosos.
Lo único que merecería que se tratase en un tratado de Historia, es que la producción literaria de
alguno o de todos ellos tuviera rasgos específicamente “hispanos”, es decir, una temática, un estilo o
unos intereses distintos, digamos, a los de Virgilio, Juvenal, Tácito o Dión Casio. Pero no es el caso,
porque, como sucedió con los hispanos dedicados a la política o el comercio, todos tenían un punto de
vista romano y consideraban que su patria era la Urbe. Sólo excepcionalmente puede encontrarse en
alguno referencias a su “patria chica”, y siempre en relación a circunstancias personales, como sucede
en el caso de Marcial o Columela. El primero, como hemos visto (vid. vol.II, II.9), parece haber
sentido de vez en cuando una cierta nostalgia de su lugar de origen; y el segundo ilustró con cierta
frecuencia sus consejos con anécdotas extraídas de su propia experiencia o de la de sus familiares
hispanos.

II.9.4 Dioses locales e importados


Según Cicerón, el rasgo más propio de los romanos –y la razón última de su preeminencia mundial–
era su religio. A saber, el especial cuidado con el que se atendían las obligaciones y cultos debidos a
los dioses. Cualquier somera indagación en la materia lleva a concurrir inmediatamente con Cicerón,
porque sólo la religiosidad puede explicar que una lista de las más corrientes divinidades de Roma
equivalga a un pequeño listado telefónico.
Las raíces de la religiosidad romana se hunden en el sustrato común de muchos pueblos
mediterráneos, dominado por el sentimiento panteísta de que por encima de la realidad comprensible
y al alcance del hombre, existen fuerzas inexplicables y poderosas, sobre las que no cabe control. Esas
fuerzas, numina en latín, estaban por todas partes, afectando tanto al ámbito natural como al
inmaterial (los sentimientos, por ejemplo, pero también los muertos), y a las propias creaciones de los
hombres, como Limentius, el dios de los umbrales. Son, por lo tanto, simulacros de las fuerzas
naturales y de los objetos, cuya relación con ellas era aparente en la mayoría de los casos: limen (de
donde obviamente deriva Limentius), significa umbral. En otros, el tiempo y una imaginación
metafórica habían ampliado las funciones y competencias de los dioses, hasta ocultar su primer
significado; pero, rascando un poco, inmediatamente resurge éste. Júpiter, por ejemplo, era el padre de
todos los dioses, no sólo por su autoridad superior sino porque, en muchos casos, la Mitología le
asignaba realmente la paternidad de otros seres divinos. Pero esto no era más que una elaboración de
la idea de que era el señor del firmamento, a su vez un ascenso al dios padre, porque originariamente
había sido el numen detrás de la incontrolable fuerza de una tormenta, y esa temprana vinculación con
el meteoro perduró con el uso del epíteto “tonante” y en la idea de que su descontento se manifestaba
mediante los rayos. Estas fuerzas, externas e indiferentes al ámbito humano, ocasionalmente
resultaban de ayuda; pero las más de las veces parecían divertirse atormentándolos, y las personas
sólo podían controlarlas –o mejor, propiciarlas– mediante conjuros, plegarias y sacrificios. Conocer
cuál era la voluntad de los dioses (augurios, aruspicina) permitía determinar cuáles eran los actos de
culto más adecuados, que eran ejecutados por los de mayor dignidad del grupo humano, a saber: los
magistrados en el culto público, los generales en el ejército, los padres de familia en el rito doméstico,
etc. Los ritos tenían mucho de ceremonial mágico: recitado correcto de fórmulas y plegarias,
adecuación de la víctima, respeto preciso del tempo y el modo ritual… porque eran precisamente los
gestos, las acciones y las palabras las que ligaban a los dioses (religio) y les recordaban las mutuas
obligaciones existentes entre dioses y hombres (pietas). En cambio, importaban poco las intenciones y
la disposición interna de los devotos, lo que constituye uno de los rasgos sorprendentes (desde nuestro
punto de vista) del sentimiento religioso antiguo. Ninguno de esos dioses tradicionales condicionaba
sus favores a una conducta especial del adorador, y, desde luego, tampoco exigían ninguna clase de
imperativo moral, lo que, por otra parte, hubiera resultado difícil considerando que la Mitología les
presentaba como ladrones, embusteros, adúlteros y parricidas.
El fundamento panteísta explica también otra peculiaridad, que era la creencia en que los dioses eran
privativos de un grupo humano y tan poderosos (y peligrosos) como los propios. De ahí que la
declaración formal de guerra en Roma, fuera, básicamente, un ceremonial religioso encaminado a
convencer a los dioses ajenos que desertaran de su gente y se pasaran al bando propio.
Consecuentemente, una vez vencido el enemigo, o se arrasaban los lugares de culto o se aceptaban
como algo normal. Esto explica el carácter enciclopédico del panteón romano, que fue incorporando
los cultos de los pueblos que sometía: primero los etruscos, luego los griegos, orientales y púnicos y,
finalmente, los celtas. Sólo ocasionalmente, las concomitancias entre dos divinidades eran tan obvias
que se producía la asimilación sincrética, como sucedió con el numen titular del famoso templo de
Gades, el dios púnico Melqart, que acabó siendo reconocido universalmente como Hércules. El
sincretismo a la inversa también está atestiguado. Así, por ejemplo, en las tierras de raigambre celta
del extremo noroeste peninsular, sujetas a la custodia y protección de infinidad de númenes
particulares del lugar (vid. vol.II, I.2.8.2), lo que abundan son los altares de los Lares, sus contrapartes
latinos en la custodia del hogar.
Por eso, no cabe enfrentar en Hispania una religiosidad “indígena” a otra “romana”, máxime cuando
los antiguos parecen haber dedicado muy poco tiempo y esfuerzo a la especulación teológica. Además,
carecían de autoridades que fijasen la doctrina propia de una devoción y, por lo tanto, que diferenciase
de modo radical un culto
[Fig. 122] Ara latina dedicada al dios Endovélico en su santuario de San Miguel da Mota
(Alandroal, Portugal)
(Museo Nacional de Arqueología de Lisboa)
de otro. El único fundamento entonces, para prácticas de culto diferenciadas, sería que algunos
hispanos, los de estirpe itálica, adoraban a las divinidades características del panteón tradicional
romano, como Júpiter, Marte, Diana, Juno o la Salus, mientras los de raigambre hispana eran devotos
de Endovélico, Loxa, Bandua, Ataecina, etc. Lo que no fue ciertamente así, siquiera porque faltan
indicios de que el culto a cualquiera de esos númenes se repartiera de acuerdo con criterios étnicos,
lingüísticos o culturales. Parte de la confusión procede de que la fuente más importante para la
religiosidad antigua hispana procede de los altares votivos levantados por quienes deseaban agradecer
a un dios su intervención en determinado asunto. El resultado, como ya vimos (vid. vol.II, I.2.8.2), es
un listado cuasi telefónico de teónimos y devotos; pero apenas datos sobre qué esfera de la naturaleza,
de la actividad humana o de los sentimientos se creía encomendada a una divinidad particular.
Tampoco ayuda el que se conozcan pocos lugares de culto. En las ciudades hispanas, la imitación de
Roma debió instalar pronto la costumbre de construir un templo de la Tríada capitolina, el santo
triplete protector de Roma: Júpiter, Juno y Marte. Pero con la excepción del templo de Júpiter en
Tarraco, del de Marte en Emerita Augusta y algunos otros, son pocos los edificios de esa clase
identificados con certeza. Además, el culto sagrado podía existir sin necesidad de edificio alguno, o
embutido en una construcción no específicamente religiosa. Así, la popular y extendida devoción a las
aguas tenía por foco el propio manantial y no necesariamente un templo. Y los adoradores de Némesis
e Isis buscaron a sus dioses en el anfiteatro y en el teatro, donde determinadas áreas parecen haber
servido tanto para actividades relacionadas con el teatro o la gladiatura y como capillas. Además, la
exploración arqueológica y los hallazgos epigráficos revelan la existencia de grandes espacios abiertos
de finalidad sagrada, como el santuario de Postoloboso (en Candeleda, Ávila), el de São Miguel de
Mota, Alandroal [Évora], o el promontorio cercano a Vigo, en el Monte do Facho (Donón,
Pontevedra), donde recientemente se han descubierto los vestigios de lo que debió ser un floreciente
culto a Berobreo, con más de 130 aras votivas, que lo señalan como un importante punto de
peregrinación (vid. vol.II, I.2.8.1).
El politeísmo explica también la popularidad del culto al soberano, que en la Roma imperial se
manifestó en la forma de culto al emperador. El fundamento es muy simple. El príncipe tenía tantos y
variados poderes que no podían derivarse de su naturaleza humana, sino de la existencia de un numen
(o fuerza divina) personal; y es precisamente el culto a ese numen o fuerza divina existente detrás (o
debajo) de cada emperador, el constituyente oficial de esta forma de religiosidad oficial practicada en
todas las ciudades y guarniciones del Imperio. Inicialmente se empezó dando culto a los emperadores
muertos, después de que el Senado decretase que su buen gobierno les hacía dignos de él. Pero los
griegos estaban acostumbrados a dar consideración divina a sus gobernantes, y ese ejemplo quiso
aplicarse a Augusto, a quien ciertamente le parecía provocativo. Sin embargo, la presión en las
provincias occidentales fue tan fuerte (uno de los primeros ejemplos de la devoción procede de
Tarraco en el 25 a.C.), que acabó permitiendo que se le tributaran honores divinos en asociación con
Roma, después de comprobar que era un buen medio de manifestar la lealtad de sus súbditos. A partir
de ahí, todos los emperadores vivos y difuntos, más los miembros de sus familias, recibieron
sacrificios y se rezaron plegarias oficiales por su salud y victoria.
Con estos componentes, no es extraño que la organización de las ceremonias y del culto fuera muy en
la línea de la antigua religiosidad estatal (en muchos casos, los templos se consagraban a Roma y a los
Augustos), con sacerdotes propios o flámines elegidos entre los magistrados y prohombres,
jerarquizados a su vez de acuerdo con las circunscripciones políticas (civitas, conventus, provincia), ni
que la reunión de los flámines en las capitales de las provincias hispanas acabara formalizándose
como un órgano consultivo del gobernador, el concilium provinciae, que servía para expresarle de
forma directa el sentir común en los asuntos que se le presentasen.
II.9.4.1 Misterios e iniciaciones
Religión estatal, culto al emperador y dioses tradicionales presentaban el inconveniente de su escasa
capacidad de satisfacer las aspiraciones humanas distintas de librarse de la caída del rayo, asegurar la
buena marcha de un parto o evitar las plagas del campo. Los dioses tradicionales parecían ignorar cuál
era el destino del hombre en el Más Allá y si lo sabían, se lo callaban. De hecho, otro de los rasgos
para nosotros sorprendente de la religiosidad romana es su casi nula relación con las prácticas
funerarias. Indudablemente, había dioses encargados de los muertos, como los había, por ejemplo, de
las luces del hogar; pero su misión nada tenía que ver con la vida de ultratumba, sino con la protección
de las tumbas y la buena policía de los infiernos, o sea, del mundo subterráneo. No es de extrañar,
pues, que cuando los romanos alcanzaron un nivel de vida más sofisticado, se hicieran populares otros
cultos que trasladaban el ciclo agrícola a la vida humana, subrayando la necesidad de la muerte para
que hubiera vida, manifestando la esperanza de inmortalidad personal. En Grecia y Roma, el culto a
Perséfone y Démeter, o a Baco, estaba ligado a “misterios” en los que los devotos veían al dios en el
curso de unos ritos secretos, donde se les revelaba unas verdades que permanecían opacas al resto de
la humanidad. Eleusis, en la proximidades de Atenas, era la sede de uno de esos famosos misterios,
pero otras devociones relacionadas con la agricultura y la fecundidad (como la de Baco, Orfeo y
Cibeles), hacían uso de rituales esotéricos reservados a los iniciados, por lo que debió de haber otros
muchos lugares del Imperio donde se celebrasen ceremonias similares, algunas seguramente bajo el
patrocinio de dioses “indígenas”, como se deduce epigráficamente en el santuario lusitano-romano de
Panoias (Vila Real, Portugal).
Pero no fue hasta que Roma entró en contacto profundo con Oriente, cuando estos cultos mistéricos e
iniciáticos comenzaron a ganar popularidad. Y sus mismas características y organización parecían
antitéticos de la religiosidad tradicional, con la que, sin embargo, nunca compitieron. Los cultos
mistéricos u orientales tenían un cuerpo sacerdotal propio y jerarquizado, a veces con rasgos tan
significativos como la autocastración de los sacerdotes de la Magna Mater, la depilación corporal
completa de los de Isis o el lento ascenso a través de la iniciación de los devotos de Mitra. Luego,
buscaban una relación personal del dios con el devoto: eran frecuentes las visiones, las posesiones… y
se encarecía la existencia de sentimientos como el amor y la entrega. Finalmente, todos estos cultos
prometían de un modo u otro, la inmortalidad, muchas veces en directa relación con el valor moral de
la vida presente. Los principales cultos orientales fueron los de Isis y Serapis, tomados de los
egipcios; también el de la Gran Madre de Asia Menor, conocida como Cibeles y asociada a su
contraparte masculina Attis; y el popular culto a Mitra, tomado de Persia y que alcanzó una gran
difusión a partir del siglo ii d.C., particularmente entre los soldados. De todos ellos hay testimonios en
Hispania, aunque se carece de datos estimativos de su popularidad. Sabemos, sin embargo, que el
culto a Isis fue especialmente favorecido por las mujeres, quizá porque resaltaba el papel femenino en
la gestión de la vida. El de Mitra, en cambio, parece haber atraído más a los varones, posiblemente
porque establecía una gran solidaridad entre sus cultores, y está bien atestiguado, por ejemplo, en
Emerita Augusta.
[Fig. 123] Escultura de
Mitra sacrificando al toro, procedente de Cabra, Córdoba. (Museo Arqueológico de Córdoba)
II.9.4.2 Los orígenes y difusión del cristianismo
Algunos de los rasgos característicos de las religiones mistéricas parecen anticipar las creencias y
prácticas cristianas. Los orígenes del cristianismo en Hispania son confusos, debido a que la larga
tradición religiosa de nuestro país ha tenido tiempo para crear y difundir varios mitos en torno a la
predicación apostólica de Santiago, de Pablo apóstol y de otros discípulos de la primera hora. De las
tres, sólo la de Pablo tiene un poco de fundamento histórico, pero sin certeza alguna de que el apóstol
pisase en algún momento suelo hispano. Y no debe olvidarse que el hecho crucial del cristianismo, la
conversión, era y es un fenómeno personal y privado que sólo ha tenido trascendencia histórica cuando
se le dio relevancia social. En consecuencia, es muy posible que el cristianismo hispano carezca de un
origen único, sea éste un personaje (como Santiago) o la influencia de las iglesias del norte de África,
como se ha sostenido en tiempos modernos. Su difusión debió comenzar pronto, pero se ignora cuándo
exactamente. Y es también muy posible que se aprovechase, por un lado, de la existencia de
comunidades judías en la Península y por otro, de la búsqueda de una religión personal e íntima
similar a la que llevaba a otros a la devoción de Mitra o Serapis. En consonancia con el origen
disperso, los cristianos estaban lejos de compartir creencias homogéneas, pues parecen haber
entendido el mensaje mesiánico de múltiples modos. Los testimonios de las controversias entre fieles
figuran más prominentemente en la historia de la cristiandad oriental que en la hispana, donde
comienzan a manifestarse con fuerza una vez desaparecida la presión de las persecuciones.
[Fig. 124] Lauda sepulcral paleocristiana de Ursicino, procedente
de Alfaro, La Rioja, del siglo iv d.C. (Museo Arqueológico Nacional)
Efectivamente, a mediados del siglo iii d.C., la evidencia se atropella porque comenzó la fase
martirial, cuando muchos cristianos fueron condenados a muerte acusados de ateismo y deslealtad al
Imperio. Su existencia se percibía como una consecuencia de la pérdida de las virtudes tradicionales y,
por lo tanto, causantes directos de la decadencia romana. El mero hecho de la persecución organizada
indica que, para ese entonces, los grupos cristianos debían de estar presentes en las ciudades, ser
numerosos y estar organizados jerárquicamente. No en vano es frecuente que en las listas de los
mártires figuren prominentemente los nombres de sus “supervisores”, que es el significado de la
etimología griega de obispo. Precisamente, la actitud de los obispos de Astorga-León y Mérida
durante la primera persecución, la de Decio (ca. 250 d.C.), constituye el primer testimonio expreso de
la existencia de comunidades jerarquizadas en las ciudades. No debe olvidarse que, por razones
pastorales y de solidaridad, el cristianismo fue, inicialmente, un fenómeno fundamentalmente urbano;
como revela que los practicantes de las viejas creencias fueran llamados pagani [los que viven en el
campo], por cuya conversión aún se peleaba en época visigótica.
Por otro lado, hay variadas pruebas históricas de que una de las razones de la difusión rápida del
cristianismo –y por ende, de las persecuciones– radica en el hecho de que las comunidades cristianas,
con una solidaridad interna grande, eficientemente organizadas y jerarquizadas, sustituyeron en
muchos lugares a las autoridades civiles, cuando la difícil situación del Imperio trajo consigo el
colapso de las ciudades. Los obispos, en particular, se convirtieron en líderes naturales de sus vecinos
y asumieron el papel y la función de los magistrados, porque no había nadie que pudiera desempeñar
mejor el papel.
Después de algo más de cincuenta años de rechazo oficial y persecución, el Edicto de tolerancia
religiosa de Constantino y Licinio (promulgado en Milán en 313 d.C.) devolvió a la Iglesia y a los
cristianos a la vida legal. En Hispania, esa fecha viene a coincidir con un testimonio histórico
excepcional, cual es la celebración de una reunión o concilium de los representantes de una parte de
las ciudades hispanas en Elvira/Iliberri, hoy Granada. La lista de los signatarios de los acuerdos
adoptados constituye el primer censo de la Iglesia hispana. No sólo en términos de extensión
geográfica, sino también de su situación interna, porque siendo el propósito del concilio acordar un
proceder único respecto a los problemas de los cristianos que vivían en una sociedad aún
mayoritariamente pagana, por sus cánones desfilan los grupos y estamentos sociales cristianizados. El
retrato abarca todos y cada uno de los elementos de la sociedad antigua, desde los grandes propietarios
a los esclavos, y desde los flámines del culto imperial y magistrados, hasta las gentes del espectáculo,
aurigas, cómicos y gladiadores. No deja de ser interesante notar que las cautelas adoptadas contra
quienes se perciben como grupos antagonistas (los paganos y los judíos), fueron más rigurosas contra
estos últimos.
Unos sesenta o setenta años después de la reunión de Elvira, el problema del priscilianismo nos ofrece
otro interesante scoop en la vida de las comunidades hispanas. Prisciliano fue un individuo de familia
noble, posiblemente lusitana, que en un momento dado y como muchos otros contemporáneos, sintió
la llamada de la ascesis cristiana y se retiró a algún desierto confín de Galicia. Su ejemplo y
predicación atrajo en torno suyo a un gran grupo de seguidores de todas clases, entre los que había al
menos dos obispos. Hacia el 379 d.C., el movimiento había cuajado perfectamente en la región entre
el Tajo y el Duero, y ello llevó también a la primera oposición, manifestada en el concilio de Zaragoza
del año siguiente, donde Prisciliano fue acusado de herejía, de prácticas mágicas y de costumbres
licenciosas. Como reacción, sus partidarios obtuvieron para él la silla episcopal de Ávila, lo que debió
irritar aún más a sus detractores, que añadieron a las acusaciones anteriores la consagración irregular,
ya que Prisciliano hasta ese momento era laico. El conflicto llegó a tales extremos que acabó
interviniendo la Justicia Civil y se convirtió en punto de conflicto de la sucesión imperial. De hecho
Prisciliano acabó siendo una pieza de cambio en la alta política romana: juzgado culpable de prácticas
mágicas por un tribunal imperial, fue ejecutado en el 385 d.C., dejando tras de sí el enigma de las
verdaderas creencias y propósitos del priscilianismo, que parece haber sobrevivido en Galicia hasta el
siglo vii d.C.
El tercer momento de este rápido recorrido por la historia del cristianismo hispano sucedió cuando los
visigodos, cristianos arrianos, se asentaron en Hispania a comienzos del siglo v d.C. (vid. vol.II,
II.7.3.4). Durante los dos siglos siguientes, hubo una doble jerarquía eclesiástica: la nicena de la
mayoría de la población, y la arriana de los godos, minoritaria pero influyente por tratarse de la
aristocracia vencedora. Como es sabido, el arrianismo había surgido del distinto entendimiento del
misterio de la Trinidad a fines del siglo ii d.C., pero en el enrarecido ambiente cortesano de
Constantinopla, pronto se convirtió en una bandería política hasta que el concilio de Nicea (325 d.C.)
estableció que la ortodoxia significaba el repudio a las ideas de Arrio. Como dio la casualidad de que
el acercamiento de los visigodos al cristianismo, antes incluso de asomarse a territorio imperial, lo
llevaron a cabo obispos y misioneros arrianos, Hispania se vio envuelta en un problema de discordia
religiosa un siglo después de que agotara su virulencia inicial en Oriente.
La discrepancia entre la corte arriana y los obispos hispanorromanos dio lugar a crisis y disputas
menores; pero la conversión, primero, de los francos al credo niceno, y luego los conflictos de éstos
con los visigodos por el sur de Francia, mayoritariamente católico, obligaron a los reyes godos a
temperar su oposición y rechazo. Por otro lado, el propio gobierno de Hispania planteaba un problema
desde el momento en que los godos eran pocos frente a una aristocracia local, con la que debían
contar, unánimemente nicena. El resultado final vino de soi: tras el magnífico reinado de Leovigildo
(572-586), la posibilidad de una revuelta basada en la oposición religiosa llevó a su sucesor, Recaredo,
en 587 d.C., a abrazar la fe nicena y restaurar la unidad religiosa del rey con la mayor parte de sus
súbditos (vid. vol.II, II.7.3.4).
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
El gobierno de Aragón puso a disposición pública en
http://portal.aragob.es/pls/portal30/docs/folder/ca_ct/fd_ct_documentacion/fd_ct_conmemoraciones/fd_
un interesante dossier generado con ocasión del XIX centenario de la muerte de Marcial, celebrado a
caballo de los años 2003-2004. El dossier incluye un documento en pdf con la traducción casi
completa de la obra del poeta. La Romanización estuvo de moda hace unos años, quizá por la
influencia del colonialismo. El profesor J.M. Blázquez le dedicó un libro con ese título precisamente
(Blázquez, 1974-1975) y contribuyó a que en España se celebrase un importante coloquio sobre el
tema y sobre su contrapartida, la aculturación de los indígenas y vencidos (Pippidi, 1976). El enfoque
actual es más matizado y rehuye el “choque de culturas” para entenderlo como un proceso dinámico y
heterogéneo de interacción: la historia de las provincias dentro del Imperio no es ya una historia de
dominación y de integración sino de distintas maneras de “mirar a Roma”, poniendo la atención la
actual investigación no tanto en las infraestructuras “de lo romano” sino en las conductas y culturas
que forjaron nuevas identidades; entre una amplia bibliografía a la que han contribuido especialmente
los autores anglosajones, véanse: Millet et alii 1995; Blázquez/Alvar, 1996; Woolf, 1997; Hidalgo,
1998; MacMullen, 2000; Millet, 2001; Champion, 2004; Curchin, 2004; André, 2004.
Sobre la sociedad hispana, sus divisiones, hay diversas monografías de interés; pero antes, para los
menos introducidos, será recomendable la lectura de algún estudio general sobre la sociedad romana,
como el ya clásico de Alföldy (1987), los de Veyne (1991) y Giardina (1991), o los apartados
correspondientes dentro de la monografía de P. Garnsey y R. Saller (Garnsey/Saller, 1991). En la
categoría de trabajos específicos, acerca de los senadores y caballeros de origen hispano, los trabajos
de A. Caballos (1990; 1998) constituyen un punto de partida imprescindible pero son menos
expresivos respecto a la mentalidad de clase y el comportamiento social del grupo, a lo que dedican un
breve pero sustancioso capítulo P. Garnsey y R. Saller (1991). El tercer ordo ha sido estudiado por
Curchin, 1990, de donde proceden los datos cuantitativos citados en el texto. La organización política
de las ciudades estaba regulada por ley, y en Hispania tenemos la suerte de contar con ejemplares de
varias de esas leyes (Mangas, 2001); J.M. Abascal y U. Espinosa ofrecen una compacta visión del
funcionamiento urbano basado en esas leyes (Abascal/Espinosa, 1989). Los tres grupos constituían,
junto al emperador, el principal conjunto de donantes y benefactores; sobre la promoción social en la
Hispania romana vide, en general: Rodríguez Neila, 1999. Un expresivo estudio de estas actividades
evergetas, limitado al caso de la Bética, es el de Melchor, 1994, que ofrece también una buena
introducción a los motivos de las liberalidades. El mismo papel respecto a los libertos corresponde a
Serrano, 1988; mientras que sobre los esclavos puede verse: Mangas, 1971; Finley, 1982; Bradley,
1998 y Du Bois, 2003.
La tenacidad e influencia de lo prerromano es difícil de evaluar, por carencia de testimonios o porque
éstos, cuando existen, quizá no significan precisamente lo que a primera vista parece. En los últimos
decenios, las tendencias centrífugas de nuestro país han puesto de moda la indagación en el
sustrato más primitivo, que siempre se limita a gentes de la mitad septentrional de Hispania (vide
vol.II, I.2.7.3), ya que los de la meridional parecen haber quedado asimilados por completo al tiempo
con el cambio de Era, que es cuando comienza a haber documentación abundante y adecuada para
investigar en esas cuestiones. Los resultados son heterogéneos, con notables avances en algunas
cuestiones (González Rodríguez, 1986; González Rodríguez/Santos, 1994) e hipótesis arriesgadas y
sin confirmación con la documentación disponible. Una buena síntesis de todo ello, en Rodríguez
Neila/Navarro, 1998. También hay gran interés y se han obtenido buenos resultados indagando en la
cuestión de la pervivencia de las lenguas paleohispánicas (es decir, preexistentes al latín) y sus restos,
fundamentalmente toponimia, teonimia y onomástica personal; desde hace treinta años se vienen
celebrando periódicamente reuniones científicas: los Coloquios de lenguas y culturas prerromanas,
luego mudado en paleohispánicas, cuyas actas constituyen una precisa radiografía de la marcha de la
investigación y sus resultados. Por su parte, aquellos interesados en las particularidades del latín de
Hispania pueden consultar con provecho el libro del mismo título de A. Tovar (1968), mientras que las
biografías y las obras de los escritores latinos nacidos en Hispania, de Séneca el Viejo a Orosio,
pueden recuperarse en cualquier historia de la literatura latina; por ejemplo: Howatson, 1989; Dihle,
1994; von Albrecht, 1997.
El comportamiento religioso es un aspecto de especial incumbencia para aprehender las dinámicas
sociales e ideológicas del mundo romano; buenas introducciones generales a la religión romana son:
Ogilvie, 1998; Scheid, 1991; 2003. Dada la abundancia de datos, no debe extrañar la popularidad de la
indagación en el sentimiento religioso de Hispania. Un tratamiento enciclopédico del mismo puede
encontrarse en el libro coordinado por J.M. Blázquez y elaborado por diversos colaboradores
(Blázquez, 1983). Por otro lado, como ya se dijo (vide vol.II, I.2.2), lo celta está de moda y es
interesante poner en relación lo que se sabe de la religiosidad hispana en relación con la Céltica
septentrional, vide en este propósito Green, 1993; 1995; y la bibliografía sobre la religiosidad de la
Hispania céltica comentada en el bloque III.2. La lista de teónimos hispanos crece con regularidad
cotidiana, de tal modo que el Diccionario de J.M. Blázquez (1975) ha quedado desfasado y las
novedades, addenda y correcciones deben buscarse en una larga serie de artículos que el mismo
investigador publica regularmente en diversas revistas; sobre los dioses de la Hispania céltica vide el
reciente estudio de Olivares, 2002. Sobre el culto al emperador, sigue siendo de referencia el clásico
trabajo de Etienne (1958), y más recientemente debe consultarse: Gradel, 2004. En lo tocante a las
religiones mistéricas puede verse en último lugar el libro de Alvar, 2001. Los soldados son uno de los
principales agentes de difusión de cultos orientales y mistéricos en la Península; sobre la religión del
ejército en Hispania existen dos recientes monografías: Moreno Pablos, 2001, y Andrés Hurtado,
2005. Para todo lo referido al cristianismo primitivo puede acudirse a Sotomayor/Fernández Ubiña,
2003, o a los tratamientos más especializados de Santos et alii, 2000; Ubric, 2004; así como a lo
apuntado en la bibliografía del apartado II.7 del presente volumen. Más particularmente, sobre los
judíos en la Hispania romana: García Iglesias, 1978.
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Relación de Figuras
I. DE LOS PUEBLOS PRERROMANOS: CULTURAS, TERRITORIOS E IDENTIDADES
I.1LA IBERIA MEDITERRÁNEA
Figura 1 La Península Ibérica y sus pueblos según los datos de Polibio (siglo II a.C.) (Moret, P.,
“Sobre la polisemia de los nombres Iber e Iberia en Polibio”, en Santos, J. y Torregaray, E. (eds.),
Polibio y la Península Ibérica. Revisiones de Historia Antigua, IV, Vitoria, 2005, p. 304)
Figura 2 Los pueblos del ámbito cultural ibérico (Izquierdo, I., Mayoral, V., Olmos, R. y Perea, A.,
Diálogos en el país de los Iberos, Madrid, 2004, p. 68)
Figura 3 Etnias prerromanas y principales yacimientos del área ibérica (AA.VV, Los Iberos.
Príncipes de Occidente, Barcelona, 1999, p. 22)
Figura 4 Semisilabarios ibéricos y sus modelos griegos y fenicios. En A, la columna 1 reproduce el
alfabeto jonio arcaico, y la 2 el signario greco-ibérico. En B, la columna 1 propone un posible modelo
de alfabeto fenicio; la 2 la escritura del suroeste o tartésica; la 3 el signario ibérico del sudeste o
meridional; y la 4 el signario ibérico levantino (De Hoz, J., “La escritura ibérica”, en AA VV, Los
Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 193)
Figura 5 Localización de las principales inscripciones paleohispánicas de la Península Ibérica (De
Hoz, J., “La escritura ibérica”, en AA. VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p.
192)
Figura 6 Plomo greco-ibérico de La Serreta de Alcoy (Alicante) (AA VV, Los Iberos. Príncipes de
Occidente, Barcelona, 1998, p. 199)
Figura 7 Estela de Sinarcas (Valencia), con epitafio en ibérico levantino (Izquierdo, I., Mayoral, V.,
Olmos, R. y Perea, A., Diálogos en el país de los Iberos, Madrid, 2004, p. 164)
Figura 8 Poblamiento en el territorio edetano del valle del Turia (Valencia), según H. Bonet
(Izquierdo, I., Mayoral, V., Olmos, R. y Perea, A., Diálogos en el país de los Iberos, Madrid, 2004, p.
70)
Figura 9 Planta del oppidum de El Puig de Sant Andreu, Ullastret (Gerona), según J. Sanmartí y J.
Santacana (AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 86)
Figura 10 Entrada al oppidum de El Puig de Sant Andreu, Ullastret (Gerona) (Foto: Eduardo Sánchez-
Moreno)
Figura 11 Útiles agrícolas ibéricos procedentes de yacimientos valencianos (AA.VV., Los Iberos.
Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 99)
Figura 12 Tipología de la cerámica ibérica (AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona,
1998, p. 178)
Figura 13 Cálato ibérico con escena de arado procedente de Alcorisa (Teruel) (AA VV, Los Iberos.
Príncipes de Occidente. Barcelona, 1998, p.94)
Figura 14 Localización de las cecas monetales ibéricas (y celtibéricas), según M.P. García-Bellido
(AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 207)
Figura 15 Moneda de bronce de Kastilo (Cástulo, Jaén), ca. 195-180 a.C. (AA.VV., Los Iberos.
Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 284)
Figura 16 Moneda de bronce de Kese (Tarragona), ca. 160-130 a.C. (AA. VV., Los Iberos. Príncipes
de Occidente, Barcelona, 1998, p. 280)
Figura 17 Moneda de plata de Bolskan (Huesca), ca. 82-72 a.C. (AA. VV. Los Iberos. Príncipes de
Occidente, Barcelona, 1998, p. 285)
Figura 18 Dama de Baza (Granada) (AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p.
113)
Figura 19 Monumento turriforme de Pozo Moro (Chinchilla, Albacete) (AA.VV., Los Iberos.
Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 133)
Figura 20 Reconstrucción del monumento turriforme de Pozo Moro, según M. Almagro Gorbea
(AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 133)
Figura 21 Restitución de cuatro pilares-estela ibéricos, según M. Almagro Gorbea (Izquierdo, I.,
Mayoral, V., Olmos, R. y Perea, A., Diálogos en el país de los Iberos, Madrid, 2004, p. 119)
Figura 22 Guerrero y su caballo del grupo escultórico de El Cerrillo Blanco, Porcuna (Jaén) (AA.
VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 24)
Figura 23 Lucha de guerrero y grifo del grupo escultórico de El Cerrillo Blanco, Porcuna (Jaén)
(AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 166)
Figura 24 Ajuar guerrero, con falcata, de la tumba 124 de la necrópolis de El Cigarralejo, en Mula
(Murcia) (AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 297)
Figura 25 Desarrollo figurativo de una cerámica de El Tossal de San Miguel de Liria (Valencia), con
desfile de jinetes y guerreros a pie (AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p.
180)
Figura 26 Exvoto de caballito en arenisca del santuario de El Cigarralejo (Mula, Murcia) (AA.VV.,
Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p. 311)
Figura 27 Dama oferente del santuario de El Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo, Albacete)
(Izquierdo, I., Mayoral, V., Olmos, R. y Perea, A., Diálogos en el país de los Iberos, Madrid, 2004, p.
179)
Figura 28 Exvotos de bronce del santuario de El Collado de los Jardines (Jaén), representando a
jóvenes guerreros desnudos (AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p.53)
Figura 29 Exvoto de bronce del santuario de Castellar de Santiesteban (Jaén), representando a una
orante con los brazos extendidos (AA.VV., Los Iberos. Príncipes de Occidente, Barcelona, 1998, p.
244)
Figura 30 Plantas de diferentes santuarios ibéricos, según F. Gracia y G. Munilla (Belén, M. y Chapa,
T., La Edad del Hierro, Madrid, 1997, p. 178)
Figura 31 Hipótesis de reconstrucción del sector central del santuario heroico de El Pajarillo, Huelma
(Jaén), según A. Ruiz y M. Molinos (Ruiz, A., Chicharro, J.L. y Molinos, M. (eds.), El santuario
ibérico de “El Pajarillo” (Huelma, Jaén), Jaén, 2000, p. 50)
Figura 32 Guerrero del conjunto escultórico de El Pajarillo, Huelma (Jaén) (Ruiz, A., Chicharro, J.L.
y Molinos, M. (eds.), El santuario ibérico de “El Pajarillo” (Huelma, Jaén), Jaén, 2000, p. 69)
I.2LA IBERIA INTERIOR Y ATLÁNTICA
Figura 33 Visión clásica de la expansión céltica por Europa (desde el área nuclear de La Tène), hoy
superada (Jimeno, A. (ed.), Celtíberos. Tras la estela de Numancia, Soria, 2005)
Figura 34 Imagen de Iberia y sus pueblos a partir de los datos de Estrabón (finales del siglo I a.C.)
(Ciprés, P., Guerra y sociedad en la Hispania indoeuropea, Vitoria, 1993)
Figura 35 Localización de los celtíberos y otros grupos étnicos de la Hispania prerromana, según F.
Burillo (Jimeno, A. (ed.), Celtíberos. Tras la estela de Numancia, Soria, 2005, p. 62)
Figura 36 La Celtiberia: etnias y ciudades, según A. Lorrio (Almagro Gorbea, M., Mariné , M. y
Álvarez Sanchís, J.R., (eds.), Celtas y Vettones, Ávila, 2001, p. 184)
Figura 37 Signario celtibérico (adaptado del ibérico levantino) en sus dos variantes: la occidental
(Luzaga) a la izquierda, y la oriental (Botorrita) a la derecha; según J. de Hoz (Jimeno, A. (ed.),
Celtíberos, Tras la estela de Numancia, Soria, 2005, p. 419)
Figura 38 Bronce celtibérico (I) de Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza) (Almagro Gorbea, M.,
Mariné , M. y Álvarez Sanchís, J.R., (eds.), Celtas y Vettones, Ávila, 2001, p. 248)
Figura 39 Castro astur de El Castelón de Coaña (Asturias) (Fernández Ochoa, M.C. (ed.), Astures.
Pueblos y culturas en la frontera del Imperio Romano, Gijón, 1995, p. 46)
Figura 40 Muralla y entrada meridional del oppidum vetón de El Raso (Candeleda, Ávila) (Foto:
Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 41 Defensa de piedras hincadas frente a las murallas del castro de Las Cogotas (Cardeñosa,
Ávila) (Álvarez Sanchís, J.R. y González-Tablas, F.J., Vettonia. Cultura y naturaleza , Ávila, 2005, p.
36)
Figura 42 Vista aérea del trazado urbanístico de la ciudad celtibérica de Numancia (Garray, Soria)
(Jimeno, A. (ed.), Celtíberos. Tras la estela de Numancia, Soria, 2005, p. 162)
Figura 43 Reconstrucción de viviendas excavadas en el oppidum vetón de El Raso (Candeleda, Ávila)
(Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 44 Unidad doméstica del castro lusitano de Sanfins (Paços do Ferreira, Portugal), con
viviendas de planta circular (Almagro Gorbea, M., Mariné , M. y Álvarez Sanchís, J.R., (eds.), Celtas
y Vettones, Ávila, 2001, p. 344)
Figura 45 Toros de Guisando (El Tiemblo, Ávila): panorámica de conjunto y detalle (Fotos: Eduardo
Sánchez-Moreno)
Figura 46 Verraco de Miranda do Douro (Trás-os-Montes, Portugal) (Foto: Eduardo SánchezMoreno)
Figura 47 Fíbulas de bronce de la necrópolis de Villanueva de Teba (Burgos) (Fernández Ochoa, M.C.
(ed.), Astures. Pueblos y culturas en la frontera del Imperio romano, Gijón, 1995, 47)
Figura 48 Torques de oro de la cultura castreña del Noroeste (Museo Provincial de Lugo) (AA. VV.,
El oro en la España prerromana, Madrid, 1989, p. 92)
Figura 49 Cerámicas celtibéricas de Numancia (Museo Numantino de Soria) (AA. VV., Los celtas en
la Península Ibérica, Madrid, 1991, p. 91)
Figura 50 Localización de las principales cecas monetales celtibéricas, según A. Domínguez Herranz
(Almagro Gorbea, M., Mariné , M. y Álvarez Sanchís, J.R., (eds.), Celtas y Vettones , Ávila, 2001, p.
226)
Figura 51 Moneda de plata de Sekaisa (Segeda: El Poyo de Mara-Belmonte de Gracián, Zaragoza), ca.
120 a.C. (Almagro Gorbea, M., Mariné , M. y Álvarez Sanchís, J.R., (eds.), Celtas y Vettones , Ávila,
2001, p. 218)
Figura 52 Báculo de distinción o signum equitum de la necrópolis de Numancia (Garray, Soria)
(Almagro Gorbea, M., Mariné , M. y Álvarez Sanchís, J.R., (eds.),Celtas y Vettones, Ávila, 2001, p.
245)
Figura 53 Excavación de una sepultura de la necrópolis celtibérica de Carratiermes (Montejo de
Tiermes, Soria) (Jimeno, A. (ed.), Celtíberos. Tras la estela de Numancia, Soria, 2005, p. 171)
Figura 54 Ajuar de la sepultura 270 (zona VI) de la necrópolis de La Osera (Chamartín de la Sierra,
Ávila) (Barril, M. (ed.), El descubrimiento de los vettones: los materiales del Museo Arqueológico
Nacional, Ávila, 2005, p. 186)
Figura 55 Estela funeraria vadiniense perteneciente a Tridio (hijo de Bodeo, de la familia de los
Aloncos) y erigida por Frontio (de la familia de los Doidericos); hallada en las cercanías de Crémenes
(León). (Museo de León) (Fernández Ochoa, M.C. (ed.), Astures. Pueblos y culturas en la frontera del
Imperio romano, Gijón, 1995, p. 130)
Figura 56 Escultura de guerrero galaico-lusitano hallada en Lezenho (Boticas, Portugal) (Almagro
Gorbea, M., Mariné , M. y Álvarez Sanchís, J.R., (eds.), Celtas y Vettones, Ávila, 2001, p. 162)
Figura 57 Tésera de hospitalidad celtibérica, en forma de bóvido, procedente de Contrebia Carbica
(Villasviejas, Cuenca) (Almagro Gorbea, M., Mariné , M. y Álvarez Sanchís, J.R., (eds.), Celtas y
Vettones, Ávila, 2001, p. 215)
Figura 58 Tésera de hospitalidad celtibérica en forma de mano, relacionada con Contrebia Belaisca
(Botorrita, Zaragoza). Se la conoce como “Tésera Froehner” y se conserva en la Biblioteca Nacional
de París (Francia) (Jimeno, A. (ed.), Celtíberos. Tras la estela de Numancia, Soria, 2005, p. 268)
Figura 59 Detalle del llamado “vaso de los guerreros” de Numancia, con representación de un duelo
singular (Museo Numantino, Soria) (Jimeno, A. (ed.), Celtíberos. Tras la estela de Numancia , Soria,
2005)
Figura 60 Espada de antenas atrofiadas y vaina de la necrópolis de La Osera (Chamartín, Ávila)
(Barril, M. (ed.), El descubrimiento de los vettones: los materiales del Museo Arqueológico
Nacional,Ávila, 2005, p. 138)
Figura 61 Recreación de un guerrero arévaco y su armamento a partir del ajuar de una sepultura de la
necrópolis de Numancia (Garray, Soria), según A. Rojas (Jimeno, A. (ed.), Celtíberos. Tras la estela
de Numancia, Soria, 2005)
Figura 62 Recreación de un guerrero vetón y su armamento a partir del ajuar de una sepultura de la
necrópolis de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila), según G. Ruiz Zapatero (Álvarez Sanchís, J.R.,
Verracos. Esculturas zoomorfas en la provincia de Ávila. Guía, Ávila, 2005, p. 29)
Figura 63 Altar de sacrificios del oppidum vetón de Ulaca (Solosancho, Ávila). (Almagro Gorbea, M.,
Mariné , M. y Álvarez Sanchís, J.R., (eds.), Celtas y Vettones, Ávila, 2001)
Figura 64 Recreación de una escena de sacrificio en el altar de Ulaca (Solosancho, Ávila), según I. de
Luis (Ruiz Zapatero, G., Castro de Ulaca, Solosancho (Ávila). Guía, Ávila, 2005, p. 18)
Figura 65 Ara latina dedicada al dios Vaelicus procedente del santuario de Postoloboso (Candeleda,
Ávila) (Museo de Ávila) (Barril, M. y Galán, E., (eds.), Ecos del Mediterráneo: el mundo ibérico y la
cultura vettona, Ávila, 2007, p. 134)
Figura 66 Aras votivas en el santuario de Postoloboso (Candeleda, Ávila) (Foto: Instituto
Arqueológico Alemán)
Figura 67 Verraco del castro de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila), en la actualidad en una plaza de Ávil
(Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 68 Reconstrucción del altar-santuario del castro de Capote (Higuera la Real, Badajoz),
destinado a banquetes rituales, según L. Berrocal (Belén, M. y Chapa, T., La Edad del Hierro, Madrid,
1997, p. 220)
Figura 69 Cerámica celtibérica con representación de guerrero caído y buitre, en posible escena
descarnatoria ritual (Museo Numantino de Soria) (Jimeno, A. (ed.), Celtíberos. Tras la estela de
Numancia, Soria, 2005, p. 236)
Figura 71 Dibujo de la diadema áurea de Mones (Piloña, Asturias), según G. López Monteagudo
(Balseiro, A., Diademas áureas prerromanas. Análisis iconográfico y simbólico de la diadema de
Figura 70 Sauna castreña o pedra fermosa de Sanfins (Paços de Ferreira, Portugal) (AA.VV., Los
celtas en la Península Ibérica, Madrid, 1991, p. 32)
Ribadeo/Moñes, Lugo, 2000, p. 58)
II. HISPANIA ROMANA
INTRODUCCIÓN
Figura 72 Cabeza de Tyche-Fortuna procedente de Itálica (Santiponce, Sevilla), del siglo II d.C.
(Almagro Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M. (eds.), Hispania, el legado de Roma. En el año de
Trajano, Zaragoza, 1998, p. 338)
Figura 73 Acueducto romano de Les Ferreres (Tarragona) (Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 74 Cofradía de los Manayas, caracterizados como legionarios romanos, en las escalinatas de la
catedral de Gerona (Semana Santa 2006); un particular legado de Roma en Hispania (Foto: Eduardo
Sánchez-Moreno)
II.1 LA SEGUNDA GUERRA PÚNICA EN HISPANIA
Figura 75 “Aníbal atraviesa los Alpes”, fresco de Jacopo Ripanda en la Sala de las Guerras Púnicas
del Palacio de los Conservadores de Roma
Figura 76 Relieve con la representación de un guerrero ibérico (integrado como auxiliar en el ejército
romano), perteneciente a un monumento funerario de Osuna (Sevilla) (Museo Arqueológico Nacional,
Madrid)
Figura 77 Conquista romana del sur de Hispania y primera división provincial (ca. 197 a.C.) (Manjas
Manjares, J., De Aníbal al emperador Augusto: Hispania durante la República romana. Madrid, 1995,
p. 26)
II.2 EL SIGLO DE LOS ESCIPIONES
Figura 78 Dominio romano en Hispania entre el 206 y el 154 a.C. (Mangas Manjarrés, J., De Aníbal al
emperador Augusto: Hispania durante la República romana. Madrid, 1995, p. 34)
Figura 79 El decreto de Emilio Paulo del 189 a.C., hallado en Alcalá de los Gazules (Cádiz), con
mención a la Turris Lascutana. (Museo del Louvre) (Arce Martínez, J., Ensoli, S. y La Rocca, E.
(eds.), Hispania romana. Desde tierra de conquista a provincia del Imperio, Madrid, 1997, p. 395)
Figura 80 Fases de la conquista romana de Hispania en el siglo II a.C. (Jimeno, A. (ed.), Celtíberos.
Tras la estela de Numancia, Soria, 2005, p. 428)
Figura 81 La muerte de Viriato (detalle) de J. de Madrazo (ca. 1818), en el Museo del Prado. Visión
idealizada del jefe lusitano como héroe neoclásico
Figura 82 Viviendas de época romana de Numancia (Garray, Soria) (Foto: Eduardo SánchezMoreno)
II.3 DE NUMANCIA A LOS IDUS DE MARZO
Figura 83 Bronce o tabula de Alcántara, con los términos de una deditio acordada en el 104 a.C. entre
el pretor de la Ulterior y una comunidad indígena lusitana (Museo Provincial de Cáceres) (Foto:
Hispania Epigraphica, http://www.ubi-erat-lupa.austrogate.at/hispep/public/index.php)
Figura 84 Bronce de Ascoli con el decreto firmado por Cneo Pmpeyo Estrabón de concesión de
ciudadanía a treinta jinetes hispanos de la turma Salluitana, fechado en el 89 a.C. (Museos Capitolinos
de Roma) (Foto: http://www.unav.es/hAntigua/textos/docencia/epigrafia/juridica/ ascoli.html)
Figura 85 Busto de Pompeyo el Grande (Gliptoteca Carlsberg de Copenhague, Dinamarca)
Figura 86 Busto de Julio César (Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, Italia)
II.4 ASPECTOS POLÍTICOS, SOCIOECONÓMICOS Y MILITARES DE LA CONQUISTA…
Figura 87 Calle pavimentada de la colonia de Itálica (Santiponce, Sevilla) (Foto: Eduardo
SánchezMoreno)
II.5 HISPANIA EN EL ALTO IMPERIO
Figura 88 Restitución idealizada de la colonia de Tarraco, capital de la provincia Citerior en tiempos
de Augusto, según F. Tarrats (González Tascón, I. (ed.), Artifex. Ingeniería romana en España,
Madrid, 2002, p. 192)
Figura 89 Agripa (con la cabeza velada) y otros miembros de la familia de Augusto representados en
el relieve norte del Ara Pacis (Museo dell’Ara Pacis de Roma, Italia) (Rossini, O., Ara Pacis, Roma,
2006, p. 58)
Figura 90 Senadoconsulto de Cneo Pisón padre, del 20 d.C. (Museo Arqueológico de Sevilla) (Foto:
Hispania Epigraphica http://www.ucm.es/info/archiepi/aevh/singulares/senadoconsulto. html)
Figura 91 Retrato de Augusto como pontifex maximus, en el Museo Nacional de Arte Romano de
Mérida (AA.VV., Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, Madrid, 1991, p. 14)
Figura 92 La conquista del Norte y el desarrollo de las guerras astur-cántabras (Fernández Ochoa,
M.C. (ed.), Astures. Pueblos y culturas en la frontera del Imperio romano, Gijón, 1995, p. 97)
Figura 93 Edicto de El Bierzo, del 15 a.C. (Museo de León) (Foto: Hispania Epigraphica,
http://www.ucm.es/info/archiepi/aevh/singulares/edicto.html)
Figura 94 El Ara Pacis, monumento conmemorativo de la pax augusta levantado en el Campo de
Marte tras la conclusión de las guerras cántabras (Museo dell’Ara Pacis de Roma, Italia) (Rossini, O.,
Ara Pacis, Roma, 2006, p. 23)
Figura 95 Tramo de calzada romana en la Vía de la Plata a su paso por la provincia de Salamanca
(Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 96 Red viaria de la Hispania romana (Bravo Castañeda, G., Hispania y el Imperio. Madrid,
2001, p. 66)
Figura 97 Organización provincial de Hispania en época de Augusto (Wattel, O., Atlas histórico de la
Roma clásica, Madrid, 2002, p. 85)
Figura 98 Teatro romano de Emerita Augusta (Mérida), capital de la provincia de Lusitania (Foto:
Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 99 Teatro romano de Segobriga (Saelices, Cuenca) (Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 100 Reconstrucción virtual de la ciudad romana de Segobriga (Saelices, Cuenca), a partir de
los datos arqueológicos (Abascal, J.M., Almagro Gorbea, M. y Cebrián, R., Segobriga. Guía del
parque arqueológico, Madrid, 2004, p. 43)
II.6 ESPLENDOR Y CRISIS
Figura 101 Cuadro genealógico de los emperadores de origen hispano, de Trajano a Cómodo (Cuadro
genealógico de los emperadores de origen hispano, de Trajano a Cómodo ( 192 d.C.); según J. Gómez-
Pantoja
Figura 102 Estatua heroizada de Trajano procedente del Traianeum de Itálica (Santiponce, Sevilla)
(Museo Arqueológico de Sevilla) (Almagro Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M. (eds.), Hispania, el
legado de Roma. En el año de Trajano, Zaragoza, 1998, p. 252)
Figura 103 Busto del emperador Adriano (Sevilla) (Foto: Koldo Chamorro, en Roldán Hervás, J.M. y
Carandell, L., La Vía de la Plata, Barcelona, 1995, p. 60)
Figura 104 Miliario romano del emperador Adriano (Museo Arqueológico de Sevilla) (González
Tascón, I. (ed.), Artifex. Ingeniería romana en España, Madrid, 2002, p. 124)
Figura 105 Anfiteatro de Itálica (Santiponce, Sevilla) (Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 106 Inscripción dedicada por el municipium de Salmantica al emperador Carcalla (Museo
Provincial de Salamanca)
II.7DE LAS HISPANIAS A HISPANIA
Figura 107 Murallas tardorromanas de Astorga (León) (Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 108 Grupo de los Tetrarcas (los augustos Diocleciano y Maximiano, y los césares Galerio y
Constancio Cloro), reutilizado en la fachada lateral de San Marcos de Venecia (Foto: Eduardo
Sánchez-Moreno)
Figura 109 Organización provincial de Hispania en el Bajo Imperio a partir de la reforma
administrativa de Diocleciano (Bajo Álvarez, F., Los últimos hispanorromanos: el Bajo Imperio en la
Península Ibérica, Madrid, 1995, p. 27)
Figura 110 Moneda de oro de Diocleciano (ca. 294 d.C.) (AA.VV., La guerra en la Antigüedad. Una
aproximación al origen de los ejércitos en Hispania, Madrid, 1997, p. 313)
Figura 111 Disco de Teodosio, ca. 338 d.C., hallado en Almendralejo (Badajoz). (Real Academia de
la Historia) (Almagro Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M. (eds.), Hispania, el legado de Roma. En el
año de Trajano, Zaragoza, 1998, p. 406)
II.8LAS RIQUEZAS DE HISPANIA
Figura 112 Panorámica de las explotaciones auríferas de Las Médulas (León) (Foto: Eduardo
Sánchez-Moreno)
Figura 113 Estela funeraria de un niño minero procedente de Baños de la Encina (Jaén) (Museo
Arqueológico Nacional, Madrid) (González Tascón, I. (ed.), Artifex. Ingeniería romana en España,
Madrid, 2002, p. 270)
Figura 114 Ánfora olearia romana (Museo Nacional de Arqueología Marítima de Cartagena)
(Almagro Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M. (eds.), Hispania, el legado de Roma. En el año de
Trajano, Zaragoza, 1998, p. 105)
Figura 115 Mosaico de la villa tardorromana de El Hinojal en la dehesa de Las Tiendas (Mérida)
(Museo Nacional de Arte Romano de Mérida) (Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 116 Puente romano de Alcántara sobre el río Tajo, en la provincia de Cáceres, construido en
tiempos de Trajano (Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 117 As de bronce de la ceca de Caesaraugusta (Zaragoza), inicios del siglo I d.C. (Almagro
Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M. (eds.), Hispania, el legado de Roma. En el año de
Trajano.,Zaragoza, 1998, p. 92)
Figura 118 Áureo de Adriano con la personificación de Hispania en el reverso, ca. 134-138 d.C.
(Almagro Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M. (eds.), Hispania, el legado de Roma. En el año de
Trajano, Zaragoza, 1998, p. 597)
Figura 119 Denario de Adriano con la personificación de Hispania en el reverso, ca. 134-138 d.C.
(Almagro Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M. (eds.), Hispania, el legado de Roma. En el año de
Trajano, Zaragoza, 1998, p. 597)
II.9 GENTES, CULTURAS Y CREENCIAS
Figura 120 Estela funeraria de la tabernera Sentia Amaranis (siglo I d.C), en el Museo Nacional de
Arte Romano de Mérida (AA.VV., Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, Madrid, 1991, p. 53)
Figura 121 Acueducto romano de Segovia (Foto: Eduardo Sánchez-Moreno)
Figura 122 Ara latina dedicada al dios Endovélico en su santuario de San Miguel da Mota (Alandroal,
Portugal) (Museo Nacional de Arqueología de Lisboa) (Almagro Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M.
(eds.), Hispania, el legado de Roma. En el año de Trajano, Zaragoz, 1998, p. 625)
Figura 123 Escultura de Mitra sacrificando al toro, procedente de Cabra (Córdoba) (Museo
Arqueológico de Córdoba) (Almagro Gorbea, M. y Álvarez Martínez, J.M. (eds.), Hispania, el legado
de Roma. En el año de Trajano, Zaragoza, 1998, p. 310)
Figura 124 Lauda sepulcral paleocristiana de Ursicino, procedente de Alfaro (La Rioja), del siglo IV
d.C. (Museo Arqueológico Nacional) (AA.VV., Guía general del Museo Arqueológico Nacional,
Madrid, 1996, p. 182)
Este libro se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2008

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