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Vo l . I I
d e l a P e n í n s u l a I b é r i c a . L a I b e r i a p re r ro m a n a y l a
ro m a n i d a d
Eduardo Sánchez-Moreno (coord.) Joaquín L. Gómez-Pantoja
Contenido
Postdata al volumen I
Acerca del papiro de Artemidoro
Bibliografía
Parte I. Eduardo Sánchez-Moreno
De los pueblos prerromanos: culturas, territorios e identidades
Capítulo primero
La Iberia mediterránea
I.1.1 A vueltas con el vocabulario: Iberia, íberos, ibérico
I.1.2 Reflexionando la cultura ibérica: génesis, etapas y enunciados
I.1.3 Los pueblos del ámbito ibérico
I.1.3.1 Andalucía occidental
I.1.3.2 Andalucía central y oriental
I.1.3.3 Sudeste y región valenciana
I.1.3.4 Valle del Ebro
I.1.3.5 Cataluña y Languedoc
I.1.4 Lengua y escrituras
I.1.4.1 Signarios ibéricos
I.1.4.2 Soportes epigráficos
I.1.5 Poblamiento, territorio y hábitat
I.1.5.1 Formas de ocupación del espacio en el mundo ibérico
I.1.5.2 Patrones regionales
I.1.5.3 Urbanismo y espacios públicos
I.1.5.4 Murallas y defensas
I.1.5.5 Arquitectura doméstica
I.1.6 Bases económicas
I.1.6.1 El campo y los trabajos agropecuarios
I.1.6.2 Las manufacturas y las industrias especializadas
I.1.6.3 Los intercambios y la experiencia comercial
I.1.6.4 La moneda entre los íberos
I.1.7 Estructura social
I.1.7.1 Los grupos privilegiados: príncipes y aristócratas
I.1.7.2 Los grupos no privilegiados: campesinos y siervos
I.1.7.3 La mujer en el mundo ibérico
I.1.7.4 Necrópolis y mundo funerario
I.1.8 Hegemonías en el tiempo: poder y organización política
I.1.8.1 Monarquías
I.1.8.2 Aristocracias guerreras
I.1.8.3 Élites urbanas e instituciones de la ciudad
I.1.9 La guerra entre los íberos
I.1.9.1 Guerreros, armas y combates
I.1.9.2 El mercenariado
I.1.10 Manifestaciones religiosas
I.1.10.1 Dioses ibéricos, un panteón sin nombres
I.1.10.2 Ritos y celebrantes
I.1.10.3 Loca sacra: los santuarios ibéricos
Bibliografía
Capítulo segundo
La Iberia interior y atlántica I.2.1 Campos de Urnas e indoeuropeización peninsular,
un puzzle por ensamblar I.2.2 Los celtas y su INTERPRETATIO hispana. ¿Celtas en España? I.2.3 Los
pueblos del ámbito indoeuropeo I.2.3.1 El Sistema Ibérico y la Meseta oriental. La cultura celtibérica
I.2.3.2 La Meseta occidental y central I.2.3.3 La franja atlántica y Extremadura I.2.3.4 El Noroeste.
La cultura castreña I.2.3.5 La cornisa cantábrica I.2.4 Lenguas y escritura I.2.4.1 Un complejo
horizonte lingüístico I.2.4.2 La epigrafía celtibérica I.2.5 Poblamiento, territorio y hábitat I.2.5.1
Aldeas, castros y ciudades I.2.5.2 Patrones regionales I.2.5.3 Las defensas castreñas I.2.5.4
Urbanismo y arquitectura doméstica I.2.6 Bases económicas I.2.6.1 Rebaños y cosechas I.2.6.2 Los
trabajos extractivos y las artesanías I.2.6.3 Los intercambios I.2.6.4 La moneda celtibérica2
I.2.7 Estructuras sociales, políticas y guerreras
I.2.7.1 Señores, campesinos y siervos5
I.2.7.2 La lectura funeraria
I.2.7.3 Lazos de familia y grupos gentilicios
I.2.7.4 La mujer en la Hispania céltica
I.2.7.5 En lo alto: régulos y jefes guerreros
I.2.7.6 Confederaciones, pactos de hospitalidad e instituciones de la ciudad
I.2.7.7 La guerra, del estereotipo al análisis interno. ¿Sociedades guerreras?
I.2.7.8 El armamento de los hispanoceltas
I.2.8 Manifestaciones religiosas
I.2.8.1 El paisaje sacro
I.2.8.2 El panteón hispano-celta
I.2.8.3 Expresiones rituales
Bibliografía
Parte II. Joaquín L. Gómez-Pantoja
Hispania romana: de Escipión a los visigodos
Introducción. Algunos motivos de admiración
Bibliografía
Capítulo primero
La Segunda Guerra Púnica en Hispania (218-206 a.C.)1
II.1.1 Una guerra mundial. La vieja discusión sobre la responsabilidad de la guerra
II.1.2 Un incidente con consecuencias
II.1.3 Los Escipiones en Hispania
II.1.3.1 El desastre del 211 a.C. y el repliegue romano
II.1.4 Un salvador para Roma
II.1.4.1 Un individuo con carisma
II.1.4.2 Los romanos en Cartago Nova y la batalla de Baecula
II.1.4.3 El avance romano por el valle del Guadalquivir II.1.5 Las consecuencias de la guerra
II.1.5.1 Un case-study: Cástulo
II.1.5.2 La división provincial Bibliografía
Capítulo segundo
El siglo de los Escipiones (206-133 a.C.)
II.2.1 Introducción
II.5.1 Introducción
II.5.2 Los fundamentos del nuevo régimen
II.5.3 Los sucesores de Augusto
II.5.3.1 Tiberio (14-37 d.C)
II.5.3.2 Calígula (37-41 d.C.) y Claudio (41-54 d.C.)
II.5.3.3 Nerón (54-68 d.C.) y el “año de los cuatro emperadores” (69 d.C.)
II.5.3.4 La dinastía Flavia: Vespasiano (69-79 d.C.)
II.5.4 Augusto, PATER HISPANIARUM
II.5.4.1 Las guerras cántabras
II.5.4.2 Un país militarizado
II.5.4.3 Legiones de constructores
II.5.5 La nueva organización provincial de Hispania
II.5.5.1 La Bética
II.5.5.2 Una nueva provincia: Lusitania
II.5.5.3 Hispania Citerior
II.5.6 El triunfo de la civilización
II.5.6.1 Un catálogo de ciudades
II.5.6.2 El ejemplo del conventus caesaraugustanus
II.5.6.3 Las ciudades de las provincias
II.5.6.4 La labor de Claudio
II.5.6.5 La urbanización flavia
Bibliografía
Capítulo sexto
Esplendor y crisis (siglos ii y iii d.C.)
II.6.1 La edad de oro de Hispania
II.6.2 Los emperadores hispanos y sus familias
II.6.2.1 Trajano (98-117 d.C.)
II.6.2.2 Adriano (117-138 d.C.)
II.6.2.3 Antonino Pío (138-161 d.C.)
II.6.2.4 Marco Aurelio (161-180 d.C.)
II.6.2.5 Cómodo (180-192 d.C.)
II.6.3 La dinastía Severa y la crisis del siglo iii d.C.
II.6.3.1 La guerra civil (192-196 d.C.)
II.6.3.2 Septimio Severo (193-211 d.C.)
II.6.3.3 Caracalla (211-217 d.C.) II.6.3.4 Los últimos Severos (218-235 d.C.)
II.6.3.5 Los años de la anarquía militar (235-285 d.C.)1
II.6.4 Las repercusiones en Hispania
Bibliografía
Capítulo séptimo
De las Hispanias a Hispania (siglos iv-viii d.C.)
II.7.1 El sistema tetrárquico (284-313 d.C.)
II.7.1.1 Diarquía y tetrarquía
II.7.1.2 Las grandes reformas
II.7.1.3 El problema sucesorio
II.7.2 Constantino y sus herederos (324-364 d.C.)
II.7.2.1 Los sucesores de Constantino
II.7.2.2 Teodosio, el último emperador hispano
II.7.3 Los germanos en Hispania
II.7.3.1 Invitados indeseables
II.7.3.2 Con un poco de ayuda de los amigos
II.7.3.3 Un creciente interés
II.7.3.4 La estirpe goda en la patria hispana
Bibliografía
Capítulo octavo
Las riquezas de Hispania
II.8.1 Un vistazo histórico
II.8.2 La Minería
II.8.2.1 Argentifera Hispania
II.8.2.2 El Dorado antiguo
II.8.2.3 Otras menas
II.8.2.4 Propiedad y beneficio de las minas
II.8.2.5 Algunas inciertas cifras de producción
II.8.3 Silvicultura y pesca
II.8.4 Agricultura y ganadería
II.8.4.1 Las transformaciones en la producción agropecuaria
II.8.5 Artesanado
II.8.6 Comercio y transporte II.8.7 Moneda y comercio
Bibliografía
Capítulo noveno
Gentes, culturas y creencias
II.9.1 La gente: unidad en la diversidad
II.9.1.1 Orden y estamento
II.9.1.2 Senadores
II.9.1.3 Caballeros
II.9.1.4 Decuriones
II.9.1.5 Los humiliores
II.9.1.6 Las bondades de la esclavitud
II.9.2 Animales políticos
II.9.2.1 Orgullo local y autonomía
II.9.2.2 Las ventajas e inconvenientes de la ciudad
II.9.3 La cultura, educación y artes
II.9.4 Dioses locales e importados
II.9.4.1 Misterios e iniciaciones
II.9.4.2 Los orígenes y difusión del cristianismo
Bibliografía
Relación de Figuras
delaPenínsulaIbérica
Vo l . I I
d e l a P e n í n s u l a I b é r i c a . L a I b e r i a p re r ro m a n a y l a
ro m a n i d a d
Eduardo Sánchez-Moreno (coord.) Joaquín L. Gómez-Pantoja
Capítulo primero
La Iberia mediterránea
El papel desempeñado por las poblaciones de Iberia en el enfrentamiento entre Roma y Cartago, como
se ha visto en el volumen anterior, resulta indispensable para entender el devenir de la Segunda Guerra
Púnica y la historia del Occidente mediterráneo en la Antigüedad (vid. vol.I, II.4.5 y vol.II, ii.1). Pero,
cabe preguntarse ahora, ¿qué unidades conforman el poblamiento prerromano? ¿Cuál es su origen y
evolución? ¿Cómo se disponen en el espacio? ¿Qué rasgos les caracterizan? En suma, ¿qué sabemos
de los pueblos de la Hispania antigua?
I.1.1 A vueltas con el vocabulario: Iberia, íberos, ibérico
Desde al menos el siglo vi a.C. y hasta la implantación romana se desarrolla en las regiones del sur,
levante y nordeste de la Península Ibérica la denominada “cultura ibérica”. Es éste un término
convencional, por ello discutible e inexacto, de fuerte arraigo en la sistematización de nuestra
Protohistoria. La cultura ibérica se entiende hoy como la síntesis de los procesos acaecidos en las
regiones meridionales y orientales de la Península Ibérica, su orla mediterránea, desde Andalucía
occidental hasta el Languedoc francés, entre los siglos vi y i a.C. grosso modo. No se trata de un único
sujeto histórico ni de un desarrollo unívoco sino de un lenguaje común del que participan poblaciones
de distinto encuadre territorial y organización sociopolítica. Poblaciones que comparten formas de
asentamiento, lenguas y manifestaciones artísticas similares pero también con diferencias regionales.
Un proceso de larga duración divergente y heterogéneo que hunde sus raíces en la Edad de Bronce y
alcanza la Hispania romana. Rasgo sustancial de la cultura ibérica es la particular asimilación que
aquellas sociedades hacen de las corrientes culturales que surcan el Mediterráneo a lo largo del I
milenio a.C.: las aportadas por fenicios, griegos, púnicos y, finalmente y dentro de una política
imperialista, por los romanos. Ello dará como resultado unas realidades propias, ibéricas,
perfectamente integradas en el marco de las civilizaciones mediterráneas gracias a la interacción
comercial, las experiencias compartidas y la aculturación derivadas de los episodios coloniales según
se ha ido observando en el volumen anterior.
Que los íberos así entendidos no fueron jamás una entidad étnica ni un único pueblo, y que su origen
no se entiende en términos de filiación o procedencia sino de formación autóctona, son cuestiones que
hoy nadie discute. Sin embargo ocuparon a la investigación hasta los años setenta del siglo xx. Desde
entonces se han superado paradigmas invasionistas de corte historicista y con tintes de exaltación
patriótica o regionalista, que hacían de los íberos los “primeros españoles” llegados a la Península
fruto de remotas migraciones africanas. Así pensaban por ejemplo Adolf Schulten (1870-1960) y Pere
Bosch Gimpera (1891-1974) con distintos puntos de vista y aproximaciones. Historiográficamente la
labor de estos y otros autores (M. Gómez Moreno, J. Cabré, A. García y Bellido y adentrada la
segunda mitad del siglo pasado, M. Tarradell, A. Arribas, J. Maluquer o E. Cuadrado, entre otros) ha
sido fundamental para el avance de la investigación y la posibilidad de disponer en nuestros días de un
más que notable conocimiento del mundo ibérico, del que sin embargo aún quedan retos que afrontar e
incógnitas por despejar, como el desciframiento de la lengua.
Por otra parte conviene recordar que los vocablos Iberia, íberos y sus derivados no son sino
denominaciones etnográficas dadas por los griegos a las tierras y gentes del Occidente, nuestra
Península. Existía además otra Iberia, la póntica, emplazada en la actual Georgia, entre el Mar Negro
y el Caúcaso. Mitad míticas, mitad reales, ambas Iberias eran escenarios que cerraban por Levante y
Poniente la ecúmene, el mundo conocido de los griegos en época arcaica que no es otro que el
Mediterráneo. Con la singularidad de que las dos eran tierras ricas en metales y ganado, lo que quizá
explique su homonimia. En tanto término acuñado o al menos transmitido por observadores externos,
Iberia poco o nada tiene que ver con una autodenominación local, con independencia de que una de sus
primeras acepciones fuera la de hidrónimo –el Iber o Híbero–, referido inicialmente al río Tinto en la
región onubense y después al Ebro. Desconocemos la etimología y significado originales de Iberia,
mientras que su extensión geográfica, lejos de ser la misma, va ampliándose en paralelo al proceso de
percepción y exploración de la Península por parte de griegos y romanos (vid. vol.I, I.1.1). Estos
últimos preferirán emplear el corónimo Hispania, de vieja raíz semita, para referirse ya a la totalidad
de la Península. Pues desde el siglo vi a.C. y hasta prácticamente la Segunda Guerra Púnica en que las
tropas romanas empiezan a tener conocimiento de las tierras del interior, Iberia aludía básicamente al
litoral mediterráneo frecuentado por los griegos.
Así pues, el sentido que las fuentes dan a los términos Iberia e ibérico es fundamentalmente
geográfico: aquello relativo a las tierras mediterráneas comprendidas entre las Columnas de Heracles
y la Céltica. Países cuyos habitantes se caracterizan por la belicosidad, el mercenariado y la anarquía,
siempre bajo el dictamen estereotipado de los clásicos. No es por tanto un calificativo válido para la
definición política o étnica del espacio prerromano, al menos desde el análisis intrínseco. Por ello, el
significado que la investigación moderna otorga a lo ibérico es esencialmente cultural: lo que se
desarrolla en el marco de la Protohistoria peninsular mediterránea. Hablamos así de cultura o ámbito
cultural ibérico, o de pueblos ibéricos en su acepción crono-espacial. Pero resulta extemporáneo y un
error reduccionista hacer de lo ibérico una categoría histórica, política y no digamos étnica sin
matizarse convenientemente. Íberos es, en suma, un nombre genérico que integra y agrupa al elenco
de pueblos establecidos en el sur, levante y nordeste de la Península durante el I milenio a.C., el
tempus protohistórico.
[Fig.1] La
Península Ibérica y sus pueblos según los datos de Polibio (siglo ii a.C.)
del Algarve portugués, citados por Polibio y Apiano, parecen ser un desarrollo de los arcaicos cynetes.
En los textos clásicos las unidades étnicas se proyectan como una foto fija, como si de un ethnos
invariable en el tiempo y en el espacio se tratara. Pero en realidad la etnicidad es un proceso dinámico
y subjetivo paralelo al desarrollo de la cultura ibérica a lo largo del I milenio a.C. Por ello el cuadro
étnico que dibujan las fuentes antiguas corresponde al momento final del iberismo, horizonte en el que
se fraguan múltiples unidades políticas dentro de territorios étnicos de distinta categoría y dimensión,
para cuya valoración es imprescindible tener en cuenta la información arqueológica.
Hagamos una presentación de los principales grupos étnicos siguiendo un recorrido geográfico que
desde el occidente andaluz nos lleve en dirección este-norte hasta la Galia meridional. Tratándose de
testimonios transmitidos por las fuentes grecolatinas, fundamentalmente Estrabón, Plinio y Tolomeo,
no están todos los que son pero son todos los están. Téngase en cuenta.
I.1.3.1 Andalucía occidental
El grupo más destacado es el de los turdetanos, sobre las tierras del medio y bajo Guadalquivir.
Pueblan las campiñas cordobesas y sevillanas y las provincias de Cádiz y Huelva. Herederos del
mundo tartésico y por tanto abiertos desde antaño al tráfico tanto atlántico como mediterráneo, se
ajustan a la estampa de un pueblo culto y urbano prontamente romanizado. Y de feraz economía
agrícola, propiciada por un
[Fig.
3] Etnias prerromanas y principales yacimientos del área ibérica
Torreparedones (Castro del Río-Baena) en la campiña cordobesa; y Mesas de Asta (Jerez de la
Frontera) –la antigua Hasta Regia– y Doña Blanca (Puerto de Santa María) en Cádiz. La mayoría de
estos enclaves están habitados desde el Bronce Final, convirtiéndose después en prósperas ciudades
tartesio-fenicias cuya ocupación se mantiene con algunas transformaciones hasta tiempos íbero-
romanos.
Al norte de la Turdetania y estrechamente emparentados con sus gentes, hasta el punto de que algunos
autores antiguos no establecen diferencias entre ambas etnias (Strab., 3, 1, 6), se emplazan los
túrdulos. Abrazan las comarcas bajoextremeñas en la mesopotamia que trazan el Guadalquivir y
Guadiana. Un territorio más agreste que el turdetano, de vocación agropecuaria y minera pues abundan
los afloramientos de plomo, cinabrio y estaño. Destacan los núcleos de Capilla, Regina, Hornachuelos
(Ribera del Fresno) y Medellín, en la provincia de Badajoz, y otros tan interesantes como Cancho
Roano (Zalamea de la Serena), La Mata (Campanario), El Turuñuelo (Guareña y Mérida) o El Palomar
de Oliva (Mérida). Son estos últimos una suerte de residencias palaciegas o centros de poder cuyas
elites controlarían amplias extensiones rurales; hábitats que sin embargo se abandonan en el siglo v
a.C. (vid. vol.I, II.2.4.2.4).
I.1.3.2 Andalucía central y oriental
La etnia más importante, la de los bastetanos, se extiende por buena parte del oriente andaluz, las
altiplanicies granadinas, el sur de la provincia de Jaén, el sudoeste de Albacete y el interior murciano.
Un territorio tan accidentado como contrastado que ocupa las grandes depresiones intrabéticas y sus
correspondientes accesos, y dispone de variados recursos naturales, especialmente agropecuarios. Las
antiguas Tutugi –actual Galera–, Basti –su capital étnica, hoy Baza–, Iliberri –bajo el barrio granadino
de Albaicín– y Acci –actual Guadix–, así como El Cardal (Ferreira), El Cerro de los Allozos
(Montejícar) o el Cerro de los Infantes (Pinos Puente) son algunos de los enclaves más importantes en
la provincia de Granada. Estos grandes poblados, que suelen disponer de una acrópolis en la parte alta
del asentamiento, se sitúan en la cabecera de valles fluviales, en posición privilegiada para el control
de las rutas comerciales. Los santuarios extraurbanos al aire libre, la construcción de cámaras
funerarias y el empleo de cajas de piedra o barro como contenedor cinerario son manifestaciones
rituales y funerarias de especial arraigo en la Bastetania; sin olvidar la célebre Dama de Baza que
también hizo las funciones de tumba para, probablemente, una mujer. En la zona costera los
bastetanos conviven con los bástulos, poblaciones descendientes de colonos fenicios mezclados con
gentes autóctonas (a los que Estrabón y otros autores denominan libiofenicios; vid. vol.I, II.4.4).
Desde generaciones atrás se dedican los bástulos a actividades pesqueras y al comercio mediterráneo.
Por ello las fuentes antiguas los relacionan geográficamente con el estrecho de Gibraltar y las costas
de Málaga y Granada, donde se asientan gentes norteafricanas durante la dominación púnica.
La alta Andalucía y el curso superior del Guadalquivir dan asiento al amplio territorio de los oretanos,
que sobrepasa por el norte Sierra Morena y engloba la Mancha ciudadrealeña hasta el valle medio del
Guadiana. Un espacio que amén de dilatado es de gran valor estratégico en la comunicación entre
Andalucía, la Meseta y el Levante. Lo surcan importantes vías naturales y comarcas de gran
rentabilidad agrícola y minera: la fértil campiña jienense, uno de los graneros de Iberia, la región
castulonense rica en hierro y plata, o el célebre cinabrio de Almadén cuya explotación se inicia en
época prerromana. En su sector andaluz, buena parte de la provincia de Jaén, la Oretania cuenta con
ciudades de la categoría de Cástulo (en Cazlona, junto a Linares), Úbeda la Vieja, Castellones de Ceal
(Hinojares), las antiguas Baecula, Tucci, Obulco/Ipolca e Iliturgis –que se corresponden con Bailén,
Martos, Porcuna y Mengíbar respectivamente–, y Plaza de Armas de Puente Tablas en las
inmediaciones de Jaén; todas ellas capitales de notorios territorios. Característicos de Oretania son los
santuarios naturales de Despeñaperros, de donde proceden numerosísimos exvotos de bronce; el
emplazamiento de estas cuevas sacras marca una posición fronteriza en la confluencia de varios
dominios políticos. Asimismo destaca la escultura zoomorfa funeraria, sobre todo los leones, como en
Turdetania. En la margen septentrional o manchega también son de adscripción oretana la antigua
ciudad de Sisapo –localizada en el yacimiento de La Bienvenida (Almodóvar del Campo)–, Oretum –
capital epónima, en el Cerro Oreto (Granátula de Calatrava)–, el Cerro de las Cabezas (Valdepeñas) y
Alarcos, en la provincia de Ciudad Real. Mientras que en tierras albaceteñas, colindantes a bastetanos
y contestanos, cabe mencionar los núcleos de El Amarejo (Bonete), El Salobral y La Quéjola (San
Pedro).
I.1.3.3 Sudeste y región valenciana
Los mastienos son mencionados en fuentes dispersas de cierta antigüedad (la Ora Maritima, Hecateo
de Mileto, Polibio) con una ubicación poco precisa entre los cabos de Gata y Palos, aunque algunos
autores los sitúan junto a las Columnas de Heracles. Vecinos por tanto de los bástulos de la costa
malagueña y como ellos dedicados al comercio marítimo. Hay quien piensa que se trata de los
antecesores de los bastetanos, pues su nombre no vuelve a ser citado en las fuentes con posterioridad
al siglo ii a.C. Los asentamientos de Villaricos (Cuevas de Almanzara), Vera –la antigua Baria–, en la
provincia de Almería, y Cartagena o Qart Hadash –la capital bárquida en Hispania–, Mazarrón y La
Loma de El Escorial (Los Nietos), en Murcia, se localizan en la antigua región mastiena. Su alcance
étnico no parece superar el de su enigmática capital, Mastia, emplazada en un punto desconocido del
litoral entre Almería y Murcia en el entorno de Cartago Nova. Es posible que el lugar se rebautizara
con un topónimo posterior.
Por su parte la Contestania, otra de las regiones ibéricas de mayor relevancia cultural, se extiende por
la provincia de Alicante, el sur de la de Valencia y por las comarcas orientales de Murcia y Albacete.
Articulan su territorio las cuencas del Segura y Vinalopó y sus afluentes. Un espacio donde
interactúan estrechamente griegos e íberos y con puertos, vegas agrícolas y ciudades de gran
dinamismo que hacen de los contestanos uno de grupos ibéricos más desarrollados. Las inscripciones
greco-ibéricas y las cerámicas áticas que afloran en la región nos hablan de la intensa relación
establecida entre foceos y contestanos. Igualmente, imágenes como la celebérrima Dama de Elche o la
esfinge de Agost, las falcatas o las cerámicas ilicitanas bastan para calibrar la fuerza de las
aristocracias locales. En sus tumbas y ajuares las necrópolis contestanas dan cuenta de la vitalidad de
sus gentes, su riqueza y ostentación. La Contestania está salpicada de un buen número de núcleos de
población, costeros e interiores, entre los que se enumeran en la provincia de Alicante: La Alcudia de
Elche –la antigua Ilici–, La Picola (Santa Pola), El Oral y La Escura (San Fulgencio) –sobre una
albufera navegable en el bajo Segura–, Los Saladares, Cabezo del Estaño, Cabezo Lucero, El Puntal
(Salinas), El Alto de Benimaquía (Denia), La Serreta (Alcoy), La Illeta dels Banyets (Campillo),
Villajoyosa, El Castellar (Crevillente), El Tossal de Manises y El Tossal de la Cala (Benidorm). Y en
la provincia de Murcia, concluyentes al territorio bastetano, los poblados de El Cigarralejo (Mula), los
cerros de Villaricos-Los Villares (Caravaca) y Santa Catalina del Monte.
Al norte de Contestania las comarcas valencianas bañadas por el Júcar y el Turia, hasta alcanzar las
tierras de Cuenca y Teruel, dan asiento a la región edetana. Su nombre deriva de la capital étnica,
Edeta, localizada en el Tossal de San Miguel de Liria. La potencialidad agrícola del Campo de Turia,
las condiciones portuarias del litoral y el temprano despertar urbano perfilan entre los edetanos un
poblamiento complejo y jerarquizado. De ello son muestra enclaves como Castellar de Meca (Ayora),
Tossal de San Miguel y Castellet Bernabé (Liria), La Bastida de Les Alcusses (Mogente), La Senya
(Villar del Arzobispo), El Puntal del Llops (Olocau), La Covalta (Albaida), Los Villares (Caudete de
las Fuentes) –la antigua Kelin–, El Molón (Camporrobles), La Carència (Turís), Oliva, Játiva –la
antigua Saetabi– y Sagunto; de este último conocemos su topónimo ibérico, Arse, por las leyendas
monetales. Producciones cerámicas como las de Oliva-Liria, definidoras de un estilo narrativo de gran
riqueza, o el uso de pilares-estela para señalizar los enterramientos son buenos indicadores de la
arqueología edetana. En progresión septentrional la Edetania da paso al territorio de los ilercavones.
Éstos ocupan la provincia de Castellón con el bajo Maestrazgo como área nuclear, y las comarcas
tarraconenses más meridionales en el bajo Ebro. Cada vez mejor conocido arqueológicamente, el
ilercavón es un poblamiento de transición entre las esferas valenciana, catalana y aragonesa abierto a
estímulos coloniales y al círculo íbero-púnico, destacando asentamientos como, entre los
castellonenses, El Puig de la Nao (Benicarló), El Puig de la Misericordia (Vinaroz), Torre de Foios
(Lucena del Cid), Vinarragell o La Balaguera (Pobla Tornesa). Y en la provincia de Tarragona, La
Moleta del Remei (Alcanar), Coll del Moro (Gandesa), Castellet de Banyoles (Tivissa), Castellot de la
Roca Roja (Benifallet) y El Tossal del Moro (Batea).
I.1.3.4 Valle del Ebro
El viejo flumen Iberus dibuja en su curso medio la irreal frontera entre íberos y celtíberos. Desde
aproximadamente el ecuador de su recorrido y hasta el delta, las tierras que baña se incluyen, con
carácter ecléctico y confluyente, en el área cultural ibérica. Así lo sugiere el patrón de asentamiento,
la cultura material –en especial la vistosa cerámica de focos como Azaila–, la proliferación de
inscripciones ibéricas y tardíamente la emisión de moneda en un buen número de ciudades. En
cualquier caso resulta muy difícil distinguir lo ibérico de lo celtibérico –y sus diversos pueblos– en
este espacio de frontera en el que el Ebro es eje difusor de corrientes culturales y comerciales. La red
de afluentes configura un paisaje de pequeños valles recortados por las estribaciones del Sistema
Ibérico que en determinados puntos (Sierra Menera, Moncayo o más al oeste la Sierra de Ayllón)
permiten un aprovechamiento minero de la sal y el hierro. Como en otras regiones ibéricas, el
poblamiento del valle del Ebro responde a un patrón nuclearizado con ciudades que ejercen de cabeza
comarcal. El territorio de la antigua Salduie, en torno a la cual Augusto funda la colonia de
Caesaraugusta, hoy Zaragoza, es uno de los más significados. Pudo ser la capital de un antiguo
territorio étnico, la Sedetania, tal como piensa G. Fatás; otros autores niegan sin embargo la realidad
de tal etnónimo considerando esta región una prolongación interior de la Edetania. Aguas abajo del
Ebro otro grupo étnico poco definido es el de los ausetanos, que también se han emplazado en la
Cataluña prelitoral. En el alto Aragón los oscenses, con su capital Osca/Bolskan –bajo la actual
Huesca–, y los jacetanos en torno a Jaca, son los pueblos más representativos.
La arqueología del valle del Ebro es una de las de más temprano desarrollo. Así lo indica la
excavación en las primeras décadas del siglo xx de poblados turolenses tan relevantes como Cabezo
Alcalá (Azaila), San Antonio el Pobre (Calaceite), La Caridad (Caminreal) o Cabezo de la Guardia
(Alcorisa), limítrofes al territorio ilercavón; y más tarde de fundaciones romanas como Celsa en
Velilla del Ebro (Zaragoza).
I.1.3.5 Cataluña y Languedoc
Como ya se ha indicado, en el Nordeste predominan la fragmentación étnica y la compartimentación
comarcal. Son muchas las etnias que poblaron el territorio actualmente catalán, pero la iberización es
aquí un fenómeno externo que afecta fundamentalmente a la costa desde que a mediados del siglo vi
a.C. se funda Emporion y luego Rode. Las regiones interiores siguen inmersas en formas de vida que
remontan al horizonte Campos de Urnas del Bronce Final y participan, por tanto, de un sustrato
indoeuropeo (vid. vol.II, I.2.1). La inexistencia de esculturas y tumbas monumentales, un urbanismo
de menor empaque pero con notable desarrollo de las defensas, el uso de la escritura levantina como
código de comunicación, un armamento de tipo céltico y determinadas costumbres religiosas e
instituciones políticas, separan a estas poblaciones de los íberos del Sudeste y Andalucía.
Tracemos un recorrido paleoetnológico del Nordeste con arranque en la Cataluña meridional. Las
comarcas del Tarragonés, Bajo Penedés y Garraf se corresponden con el espacio de los cesetanos o
cosetanos. Su principal y epónimo núcleo de población es Kesse, frente al cual los Escipiones fundan
Tarraco (Tarragona), luego capital de la Citerior. Otros yacimientos cesetanos en los que se han
practicando excavaciones arqueológicas en los últimos años son El Barranc de Gàfols (Ginestar),
CiutadellaAlorda Park o Les Toixoneres (Calafell), Les Guàrdies (El Vendrell), Mas d’en Gual (El
Vendrell), Fons del Roig (Conil), en la costa tarraconense, y en la provincia de Barcelona, Olérdola
(Sant Miquel d’Olèrdola) y Adarró (Vilanova y la Geltrú). Avanzando en dirección norte por la
depresión litoral se entra en la Layetania. Abarca las comarcas próximas a la antigua Barcino, como el
Vallés y el Maresme en la llanura del Llobregat. Burriac (Cabrera del Mar), Cassol de Puig Castellet
(Folgueroles), La Peña del Moro (Sant Just Desvern), El Turó d’en Boscà (Badalona), Puig Castellar
(Santa Coloma de Gramanet) y Turó de Can’Oliver (Cerdañola) son enclaves de adscripción layetana,
al igual que las fundaciones romanas de Barcino (Barcelona), Baetulo (Badalona) e Iluro (Mataró).
Resulta muy difícil perfilar demarcaciones fronterizas entre unos y otros pueblos, más aun para tribus
de las que no tenemos otra información que su nombre y una vaga referencia locacional. Es el caso de
los bargusios o bergistanos en la comarca del Berguedá, en el alto Llobregat, entre Berga y Sant
Miquel de Sorba. O el caso de los ausetanos, en el límite interior de las provincias de Gerona y
Barcelona, cuya capital, Ausa, se situó en los alrededores de Vic. A la Ausetania pertenecen los
yacimientos de Turó del Montgròs (El Brull), L’Esquerda (Roda de Ter) y Cassol de Puig Castellet, en
la comarca de Osona. Y asimismo los lacetanos, formando una cuña entre los anteriores y los
cesetanos sobre las fértiles riberas occidentales del Llobregat, a los que adscribir los poblados de
Bordes (Castellgalí) o El Cogulló (Sallent).
Mayor significación arqueológica tienen las comarcas del alto y bajo Ampurdán, La Garrotxa y El
Gironés, solar de los antiguos indiketas o indigetes. Su potencial agrícola y proximidad a los emporios
foceos del golfo de Rosas explican una fuerte aculturación griega. Ésta se hace patente en el registro
material y en la definición urbana de poblados como el Puig de Sant Andreu –con un espectacular
perímetro defensivo– e Illa d’en Reixach en Ullastret, Mas Castellar (Pontós), Sant Julià de Ramis, La
Creueta (Quart), El Castell (Palamós) o Puig Castellet (Lloret de Mar), los dos últimos sobre
promontorios costeros. La presencia de campos de silos en núcleos del interior como Ullastret o Mas
Castellar denota una elevada producción cerealística destinada al comercio griego, como se ha
apuntado en el capítulo correspondiente (vid. vol.I, II.3.3.7.2).
Por su parte los ilergetes habitan la Cataluña interior, la mayor parte de las comarcas leridanas hasta
el Ebro, con extensión aragonesa siguiendo las cuencas del Segre y Cinca. Además de su capital,
Ilerda/Iltirta –la moderna Lérida–, cabe mencionar los yacimientos de Els Vilars (Arbeca), El Molí
d’Espígol (Tornabous), Gebut (Soses), Genó (Aitana), Estinclells (Verdú) y El Tossal de les Tenalles
(Sidamon). El paisaje agropecuario, la existencia de hábitats con potentes murallas y unos usos
funerarios que se mantienen inalterados desde el Bronce Final subrayan el ambiente indoeuropeo del
mundo ilergeta. Como también el funcionamiento de jefaturas guerreras de las que una evolución
tardía representan Indíbil y Mandonio. Rememorados en las crónicas de la Segunda Guerra Púnica,
estos principes fueron capaces de aglutinar a su alrededor amplias clientelas militares. Y es que
durante la conquista romana los ilergetes parecen haber sido uno de los pueblos más poderosos del
nordeste peninsular, con una hegemonía extensible a otras poblaciones. Al noroeste de los ilergetes,
alcanzando las estribaciones centrales de los Pirineos se emplazan los suessetanos y jacetanos. Y a su
oriente otras comunidades fragmentadas y de accidentada orografía con economías marcadamente
ganaderas, como andosinos, arenosios, olositanos y ceretanos. Dispuestos entre el valle de Arán,
Andorra y La Cerdaña, estos pueblos se descubren y mencionan al paso de Aníbal por sus territorios,
cuando el cartaginés cruza los Pirineos en el verano del 218 a.C. camino de Italia. De los ceretanos, en
torno a las fuentes del río Segre, Estrabón destaca la calidad de sus cerdos, cuyos jamones fueron
cotizados productos de comercio.
Finalmente, al otro lado de los Pirineos las tierras del Languedoc francés hasta al menos el valle del
río Herault se consideran partícipes del mundo ibérico. En ello inciden ciertas producciones
artesanales e inscripciones con nombres ibéricos de lugares como Rúscino (Castellrosselló),
Couffoulens, Mailhac, Ensérune (Nissan) –con un extenso campo de silos–, Pech Maho o Montlauès
en los departamentos de Aude y Hérault. De ellos, los últimos son enclaves marítimos bajo la órbita
masaliota. En cualquier caso estamos ante poblaciones que en muchos aspectos funcionales y por su
propia ubicación geográfica podemos calificar de celto-galas. Así lo corroboran etnónimos
indoeuropeos como sordones o elisiceos, cuyas gentes se asientan en el extremo oriental de los
Pirineos y en el valle del río Aude.
Aculturación diversa, etnicidad dinámica y fronteras fluctuantes son, en suma, las premisas que mejor
se ajustan al complejo mapa étnico de la Iberia prerromana.
[Fig. 8]
Poblamiento en el territorio edetano del valle del Turia (Valencia), según H. Bonet
dominan los lugares sacros y simbólicos comprendidos en su espacio, en especial las necrópolis y los
santuarios periféricos, ciertamente trascendentes pues dotan de identidad a la comunidad y confieren
poder a sus dirigentes. En definitiva, los oppida son centros de poder político y control territorial.
Sin embargo los oppida no son la única modalidad de hábitat, incluso en ciertas zonas del interior
apenas se reconocen. Mucho más numerosos son los poblados menores, las aldeas y granjas dispersas
por el territorio, si bien de difícil identificación arqueológica cuando no están fortificados.
Representan un elemento clave en el paisaje ibérico por su función económica; trátese de
establecimientos agropecuarios –los más–, mineros, pesqueros o centros especializados que pueden
incluir alfares, talleres metalúrgicos o lagares. Buena parte de su producción revierte en un lugar
central del que dependen administrativamente, bien el oppidum o bien un hábitat intermedio a su vez
subsidiario de la capital política, variando según la estructuración interna de cada territorio (vid.
infra). En los últimos años se comprueba cómo en momentos ya del ibérico pleno algunos territorios
presentan en sus fronteras un sistema de atalayas o casas-fortaleza que a un afán demarcatorio suman
una posición de defensa facilitada por su elevada topografía y excelente visibilidad.
I.1.5.2 Patrones regionales
El desarrollo de la arqueología del paisaje en los últimos veinticinco años (con el incremento de
trabajos de prospección y el empleo de novedosas técnicas) permite perfilar distintos modelos de
poblamiento nucleado en torno a los oppida, resultado como se ha dicho de un particular
ordenamiento sociopolítico. En algunos casos pueden relacionarse con el mapa étnico de los pueblos
ibéricos. Uno de los modelos mejor estudiado corresponde al espacio oretano de las campiñas del alto
Guadalquivir, que ha sido definido por A. Ruiz y su equipo de la Universidad de Jaén como
“polinuclear”. Se define por la coexistencia de territorios políticos más o menos uniformes regidos
por una capital urbana u oppidum, que es el asentamiento más relevante por no decir el único. Estos
oppida se disponen en tramas territoriales de unos ocho a diez kilómetros. Un panorama que cabría
asimilar a un horizonte de ciudades-estado oretanas, o mejor a pequeños reinos independientes pero
unidos por lazos supratribales o confederales, en relaciones de igualdad o bajo la hegemonía de una
capital y su élite rectora. Esto se aviene bien con referencias tardías de las fuentes a régulos oretanos
como Culchas, que ejerció su poder sobre veintiocho ciudades (Liv., 28, 13, 3-5) (vid. vol.II, I.1.8.1).
Los estudios de A. Oliver en el bajo Maestrazgo muestran asimismo otro patrón de territorialización a
base de unidades homogéneas, en este caso en el espacio meridional de los ilercavones. Se reconocen,
en efecto, poblados fortificados de similar tamaño y disposición (Moleta del Remei, Puig de la Nao,
Puig de la Misericordia) controlando territorios vecinos de extensión aproximada separados por
fronteras naturales. Lo que se pone también de manifiesto al menos parcialmente en el territorio
indiketa, donde núcleos coetáneos de similar categoría y extensión como Puig de Sant Andreu e Illa
d’en Reixach, ambos en Ullastret y muy poco distantes, parecen rivalizar como capitales de las ricas
tierras cerealísticas del interior ampurdanés.
Un modelo diferenciado, de carácter “mononuclear” por tanto, se comprueba por ejemplo en la
antigua Edetania. En el valle del Turia la colonización y jerarquización interna del territorio son
mucho mayores y el poblamiento por ende más diversificado, como indican los análisis de H. Bonet.
Sobresale un gran centro rector, el yacimiento de El Tossal de San Miguel de Liria, de más de diez
hectáreas, con seguridad la capital de los edetanos. Este núcleo controla un vasto territorio en el que se
distribuyen asentamientos rurales dependientes, tanto aldeas (La Monravana) como caseríos (El
Castellet Bernabé); mientras que a lo largo de la Serra Calderota una red de fortines complementarios
(como el de El Puntal dels Llops) delimita los confines de un incipiente estado. Es perceptible aquí un
sistema de clientelas para definir las relaciones que vinculan a la población periférica con las élites
rectoras de Edeta, que aparte de tributación en productos incluirían por parte de la población
suburbana prestaciones de tipo laboral y militar. Algo parecido se observa en el ámbito cosetano, con
Kese/Tarraco como capital; a ella se subordinan núcleos de segundo rango (La Cuitadella) de los que
dependen a su vez poblados metalúrgicos (Les Guàrdies) y explotaciones agrícolas sin fortificar
(Fondo de Roig en Cunil), controlando así las élites de Kese los distintos subsectores territoriales
según piensa J. Sanmartí. En Turdetania, por su parte, las fértiles comarcas del valle medio del
Guadalquivir están bajo el control de importantes núcleos de población de los que dependen centros
agrícolas menores, como han sabido ver entre otros M. Belén y J.L. Escacena. En las marismas y en el
litoral onubense la población se concentra en
[Fig. 9] Planta del oppidum de El Puig de Sant Andreu, Ullastret (Gerona), según J. Sanmartí y J.
Santacana
ciudades sobre la antigua línea de costa que, desde su posición privilegiada, controlan el comercio
fluvial y marítimo; subsidiarios de las mismas son una serie de enclaves de segunda categoría, como
puertos de pequeño volumen y factorías de salazón.
I.1.5.3 Urbanismo y espacios públicos
Desde el ibérico antiguo la mayor parte de los hábitats muestran una evidente proyección urbana.
Dependiendo de su topografía y dimensión, los poblados desarrollan en su interior tramas articuladas
por ejes viales, manzanas y espacios abiertos. Un ordenamiento que contempla desde modelos tan
sencillos como el poblado de eje central o una red de callejuelas, hasta entramados de gran
complejidad que exigen una planificación urbana y expresan la capacidad de acción de los grupos
rectores. En hábitat suficientemente extensos se constata el empleo de módulos más o menos
regulares como también la disposición de barrios aterrazados en emplazamientos sobre ladera, como
ocurre en El Tossal de San Miguel de Liria. Internamente se diferencian áreas habitacionales de
aquellas otras de carácter económico (talleres, silos, corrales) y de uso público (espacios de reunión,
representación y culto). Las calles son de tierra batida y mas raramente se pavimentan con guijarros o
losas, reforzándose en ocasiones con bordillos o aceras como se observa en San Antonio de Calaceite
o en Alarcos. Sorprende comprobar en nuestros días las roderas o marcas de carro grabadas en
calzadas de lugares como Castellar de Meca, Burriac o Puig de Sant Andreu. Canalizaciones y
depósitos de agua completan la infraestructura urbana; buena muestra son las cisternas excavadas en
la roca del poblado valenciano de El Molón.
Cada vez tiene más importancia el estudio de la arquitectura pública en la ciudad ibérica. Edificios y
espacios comunitarios que, atendiendo a su definición y funcionalidad, ayudan a comprender la
estructura sociopolítica, económica e ideológica de sus comunidades. Dejando a un lado
fortificaciones, necrópolis y templos, que se verán oportunamente más adelante, existen dos tipos de
espacios públicos intraurbanos. En primer lugar los abiertos o no arquitectónicos, fundamentalmente
plazas y mercados que, como en el último caso, constituyen áreas económicas emplazadas con
frecuencia también extramuros de la ciudad. Aunque no sin dificultad, se van conociendo en los
últimos años espacios asimilables a la idea de ágoras en tramas urbanas suficientemente excavadas.
En segundo lugar, los espacios públicos arquitectónicos en los que habría que diferenciar según su uso
y función entre: a) estructuras de producción y almacenamiento, b) construcciones de carácter político
o representativo, y c) edificios destinados al culto (vid. vol.II, I.1.10.3). Empezando por los primeros,
los poblados ibéricos disponen tanto de estructuras de transformación agraria (molinos, hornos,
almazaras) e industrial (alfares, fraguas, talleres) como de espacios de almacenamiento; entre estos
últimos y de particular importancia, silos subterráneos y graneros sobreelevados de uso comunitario
(vid. vol.II, I.1.6.1).
Por su parte, los edificios relacionados con el poder político no son de fácil identificación
arquitectónica. La jerarquización, así como el estatus y el prestigio de aquellos que rigen la ciudad, se
proyectan más claramente en necrópolis e imágenes escultóricas que en el ámbito urbano. Ciertos
edificios singulares pueden, sin embargo, interpretarse como residencias de la élite, palacios o regiae.
Además de los casos ya comentados de Cancho Roano y La Mata en el espacio túrdulo del Guadiana
medio (trátese de palacios-santuarios o centros económicos, en cualquier caso una arquitectura de
prestigio que caracteriza al ibérico antiguo o postorientalizante extremeño; vid. vol.I, II.2.4.2.4), se
empiezan a distinguir en contextos urbanos lo que parecen ser edificios de carácter político o civil.
Podrían serlo ciertas estructuras con plantas exentas de mayor tamaño de lo normal,
compartimentadas en varios ámbitos y a veces porticadas con entrada in antis. Se descubren en
posiciones centrales o destacadas dentro de poblados oretanos, edetanos y contestanos, y
recientemente en Les Toixoneres y el Puig de Sant Andreu, datándose en el tránsito del ibérico pleno
al final. En el caso del enclave cosetano de Les Toixoneres, la vivienda en cuestión, bautizada por sus
excavadores como la “casa del caudillo”, alcanza 500 metros cuadrados de superficie y muestra una
compleja planta arquitectónica. Son lugares desde donde los jefes ejercen y proyectan su poder,
connotando por tanto un sentido representativo. Además de residencias estos espacios pueden
aglutinar funciones económicas, religiosas o jurídicas; por ejemplo la de archivos, un instrumento
clave en el funcionamiento de la ciudad al que asociar ciertos registros epigráficos.
I.1.5.4 Murallas y defensas
Capítulo aparte son los sistemas de fortificación presentes en oppida y poblados. La erección de
murallas es una forma de delimitar el espacio doméstico de una comunidad, amén de una estrategia de
defensa. Pero sobre todo, un referente de identidad de grupo y una expresión de poder. Lo primero
(imagen de colectividad) con respecto a la población que se reconoce y resguarda en su interior,
participando además de tan costosa construcción; y lo segundo (símbolo de fuerza) con relación a los
grupos rectores que la gobiernan. El perímetro amurallado circunscribe la identidad de una población
resaltando la silueta de la ciudad sobre el territorio. Es por tanto un elemento ideológico que integra,
cohesiona y delimita un cuerpo cívico bajo un enunciado de fuerza y poder. El recinto defensivo
funciona como divisa de la ciudad: una forma de ideología comunitaria y proyección política ¡hechas
piedra!
Desde el punto de vista técnico las fortificaciones ibéricas se adaptan a la topografía del lugar. Suelen
asentarse directamente sobre el terreno a veces nivelándose previamente la superficie. Por lo general
se componen de muros simples o dobles con basamentos de piedra en seco y alzados de adobe o tapial
que se revocan y rematan con empalizadas de madera o almenados de adobe. En ocasiones todo el
lienzo se construye en piedra irregular, lo que da mayor robustez al recinto. En determinados puntos
de su recorrido las murallas se refuerzan con bastiones y torres de planta circular, ovalada o angular; y
en algunos casos con muros en avanzada o proteichismas protegiendo puertas, torres o determinados
sectores de la muralla (epikampion). En algunos enclaves las defensas alcanzan gran calidad técnica,
denotándose la influencia de préstamos poliorcéticos coloniales tanto púnicos como griegos. El
Castellet de Banyoles, Burriac y sobre todo el Puig de Sant Andreu, dada la proximidad de Ullastret
con Emporion, son soberbios ejemplos de arquitectura militar avanzada. Estos lugares disponen de
calles de acceso entre tramos murarios, lienzos en cremallera, casamatas y poternas; combinan torres
circulares, rectangulares y pentagonales y emplean cantería de gran regularidad. Desde el último
cuarto del siglo iii a.C. las defensas se hacen más complejas dada la inestabilidad que provoca en los
territorios ibéricos la Segunda Guerra Púnica. Es entonces cuando el sentido representativo y de
prestigio de las fortificaciones da paso a una función marcadamente militar y defensiva.
[Fig. 13] Cálato ibérico con escena de arado procedente de Alcorisa (Teruel)
esquilado, cardado, hilado, tejido y teñido) se documenta sólo parcialmente en el registro
arqueológico; básicamente por el hallazgo de tijeras de esquileo, agujas, punzones, placas de telar,
fusayolas y pondera. Estas últimas son piezas asociadas a husos, ruecas (las fusayolas) y telares (los
pondera). Realizadas en arcilla cocida o piedra y decoradas con incisiones, estampillados e incluso
grafitos ibéricos, abundan en el espacio doméstico y a veces en sepulturas previsiblemente femeninas.
En algunos yacimientos se recogen por centenares, como en Ullastret, La Creueta o Cancho Roano.
Las fusayolas, en forma esférica y de cuerpo cónico, bitroncocónico o cilíndrico, se colocan en el
extremo inferior de los husos para fijar la madeja y facilitar con la inercia de su caída el giro y
enrollado del hilo; aunque también, como propone L. Berrocal, pudieron ejercer esa función como
rocadera o tope de las ruecas de mano. Mientras que los pondera o pesas de telar, con formas
prismáticas y ovoides, de mayor tamaño y uniformidad de pesos y dimensiones, sirven para tensar los
hilos de la urdimbre en los telares. En la Edad de Hierro se emplean dos tipos de telar: los de bastidor
o verticales (con una o dos vigas de urdimbre) para la confección de piezas de cierto tamaño, y los de
cintura u horizontales (más sencillos y portátiles) para paños pequeños y trabajos específicos como el
bordado. Casi todas las viviendas disponían de un telar situado generalmente en el vestíbulo o en el
patio exterior, de lo que se deduce que tejer era una actividad cotidiana desempeñada por las mujeres.
Sin embargo la acumulación de pondera en determinados contextos aboga por la existencia de centros
especializados en la confección de tejidos de lana y lino. E incluso de otras fibras más finas y
excepcionales como el algodón, importado probablemente por los fenicios, que se ha detectado en
algunos yacimientos. Tal carácter industrial cabría aplicar, por ejemplo, al palacio-santuario de
Cancho Roano. Su excavación demuestra que algunas de sus dependencias llegaron a albergar hasta
tres telares, e hipotéticamente entre diez y veinte en todo el edificio en el momento en que es
destruido por un incendio; se contabilizan más de 12o pondera y cerca de 350 fusayolas dispersas por
las distintas estancias que lo componen. Además, la homogeneidad y el tamaño y peso reducidos de
algunos conjuntos de pesas y fusayolas sugieren la confección de paños de fino hilado, por ende una
artesanía textil compleja y especializada. Las fuentes clásicas se hacen eco de la calidad de la lana
ibérica elogiando las prendas “de belleza insuperables” tejidas en talleres turdetanos y bastetanos
(Strab. 3, 2, 6).
Por su parte, como ya se dijo, el lino se cultivó masivamente en determinadas comarcas pues sus
tallos, convenientemente tratados, tienen excelentes propiedades como fibra textil. En lino se realizan
prendas de vestir más ligeras que las lanares, paños, velos, túnicas, mantos y tapices, además de
complementos e incluso corazas y espinilleras. Telas y atuendos se teñían de vivos colores con
tinturas de origen mineral o vegetal, conformando diseños de gran vistosidad que llamaron la atención
de etnógrafos como Estrabón. Lo vislumbran explícitamente esculturas femeninas en las que, como en
el caso de las damas de Elche o Baza, se percibe aún la policromía de sus elaborados ropajes. Como la
lanar o en proporción mayor, la producción de lino en algunos lugares supera el consumo local para
alimentar un comercio regional. Es lo que cabe aplicar a yacimientos como Coll del Moro, un centro
especializado en la producción de lino a tenor del hallazgo de estructuras formadas por cubetas de
adobe para el macerado de los tallos textiles.
I.1.6.3 Los intercambios y la experiencia comercial
El estudio de las relaciones comerciales es un tema de renovado interés. Por un lado constituye un
aspecto básico para aprehender el mundo ibérico, para conocer en particular los recursos económicos
y la estructura organizativa de sus comunidades. Pero además, como acertadamente subrayan F.
Gracia y G. Munilla, el comercio es un potente nexo que enlaza el espacio ibérico con otros ámbitos
del Mediterráneo. Un tránsito de gentes, bienes e ideas a lo largo de los siglos que acaba por modelar
no pocos aspectos de la cultura ibérica. En la valoración de los intercambios distinguiremos entre el
comercio exterior y el interior.
Empezando por la proyección exterior, desde las fases más tempranas de sus procesos formativos las
poblaciones peninsulares establecen contactos sustanciales con los agentes colonizadores que desde el
siglo ix a.C. se instalan en las costas andaluzas y levantinas, como se ha visto en capítulos precedentes
(vid. vol.I, II.1-3). De esos contactos derivan dinámicas comerciales que, desde el siglo vi a.C. hasta la
romanización, definen las granadas relaciones de íberos con griegos, púnicos y más tarde romanos.
Generalizando pueden establecerse tres grandes órbitas comerciales mediterráneas dentro del espacio
ibérico, que lejos de entenderse de forma aislada interactúan estrechamente entre sí:
a) En el litoral andaluz, desde las Columnas de Heracles hasta Cartago Nova, la esfera púnico-
africana. Con Cartago, Gadir y otras ciudades de origen fenicio como Malaca como principales
puertos comerciales.
b) En la costa levantina, desde Cartago Nova hasta la desembocadura del Ebro, la esfera ebusitana.
Bajo la influencia de Ebuso, el gran centro redistribuidor del Mediterráneo occidental desde el siglo v
a.C., y con especial incidencia en los territorios del Levante ibérico.
c) En la franja catalana y el golfo de León, desde el delta del Ebro hasta la desembocadura del Ródano,
la esfera greco-focea cuyos puntos de irradiación comercial son las colonias de Emporion, Rode y
Masalia.
Obviamente la intensidad comercial no es la misma en todos los territorios ibéricos, con distinta
progresión a lo largo del tiempo. Aquellos poblados más próximos a los centros púnicos y griegos son
los que antes y en mayor medida se ven afectados por las dinámicas comerciales, lo que ocurre en el
espacio de turdetanos, bastetanos, contestanos, edetanos e indiketas. Los avances de la investigación
están poniendo de relieve el activo papel que desde el ibérico antiguo desempeñan las gentes ibéricas:
una función de intermediario –o mejor de interlocutor comercial– muy alejada del rol pasivo o
receptor tradicionalmente asignado a los indígenas. Uno de los testimonios más palmarios lo
constituyen los plomos comerciales griegos (Ampurias I, Pech Maho) e ibéricos (Ampurias II, El
Castell, El Cigarralero, La Serreta de Alcoy, entre otros) descubiertos en los últimos años. Como ya se
dijo se trata –al menos en los textos griegos, probablemente también en los ibéricos, pendientes de
desciframiento (vid. vol.II, I.1.4.1)– de cartas que recogen los detalles de operaciones mercantiles en
las que participan activamente –he ahí lo revelador– individuos ibéricos. Éstos actúan como delegados
de comerciantes griegos en representación de sus comunidades políticas o tal vez autónomamente
ejerciendo de, podríamos decir, empresarios mercantiles. Bastará con recordar a Basped, cuyo
antropónimo denuncia sin duda su pasaporte ibérico, haciéndose cargo de la compra de un barco y su
cargamento en Arse/Sagunto en nombre de un griego emporitano, como nos revela el siempre
interesante plomo I de Ampurias. O a Basiguerro, Bleruas, Golobiur y Sedegon, también indígenas
citados en el plomo de Pech Maho, actuando en este caso como testigos del pago parcial de una venta
de aceite entre dos mercaderes griegos, probablemente como productores o garantes locales (vid. vol.I,
II.3.3.6.2). O con más dudas, por tratarse de un texto escrito en signario levantino, a los personajes
ibéricos y galos –de nuevo por su onomástica, como un tal Katulatin– nombrados en el plomo II de
Ampurias y reunidos en dicha ciudad para alguna transacción mercantil, como sugiere J. Sanmartí.
Asuntos que congregan en el siglo iii a.C. a griegos, galos e íberos en una cosmopolita Emporion…
¡Anticipada globalización comercial!
Estos agentes indígenas desplazados a la costa y operando en colonias y puertos de mercado
desempeñan un papel fundamental como distribuidores de productos mediterráneos hacia el interior,
como seguidamente veremos. No sólo son puertos de mercado las ciudades griegas o púnicas ya
señaladas, también lo son núcleos de población indígena como Pech Maho en el Languedoc, El Castell
en el Ampurdán, Turó d’en Boscá y Burriac en la costa barcelonesa, La Ciutadella en el bajo Penedés,
Arse/Sagunto en la franja valenciana, La Illeta del Banyets, Illici/La Alcudia –y en su territorio
Alonis/La Picola y El Oral– en la desembocadura del Vinalopó-Segura o Baria/Vera y Villaricos en el
litoral almeriense; todos ellos con instalaciones portuarias en su área de control en las que,
previsiblemente, se instalarían de forma temporal mercaderes extranjeros. Sin descartar iniciativas de
carácter privado, los intermediarios ibéricos representan los intereses de las autoridades de sus
comunidades políticas. De hecho, en un primer momento son las mismas élites las que ejercen de
agentes comerciales, reafirmando con ello su estatus tal como confirma la presencia en sus tumbas de
vasos griegos y otras importaciones mediterráneas tenidas por bienes de prestigio. La gestión del
comercio acentúa la autoridad de las aristocracias dominantes, tanto por el monopolio de objetos de
lujo venidos del exterior, como por la capacidad de asegurar la llegada y posterior redistribución de
mercancías. Sin embargo, este intercambio inicialmente aristocrático y restringido propio de etapas
arcaicas da paso en el ibérico pleno a un mercado organizado de mayor extensión social, integrado en
las nuevas formas de vida urbana. Es ahora cuando proliferan las figuras de mercaderes –entendidos
como especialistas comerciales– representando a sus comunidades o actuando en nombre propio, si
bien con algún tipo de sujeción civil o fiscal hacia las autoridades. En el territorio de los oppida,
recordémoslo, se producen recursos básicos demandados por los emporios para su comercialización
por el Mediterráneo: cosechas y minerales como principales excedentes gestionados por las élites
locales. Este modelo centralizado y su posición estratégica entre la costa y las regiones
suministradoras del interior, convierten a oppida como El Puig de Sant Andreu en Ullastret, Mas
Castellar de Pontós, Edeta, Castellar de Meca, El Cigarralero, Cástulo o Torreparedones, ya más al
interior, en destacados centros de intercambio y redistribución donde, comercialmente hablando,
concurren dinámicas mediterráneas con otras exclusivamente ibéricas.
Téngase en cuenta que la complejidad progresiva de las prácticas comerciales, y la necesidad de llevar
registros e inventarios, propicia la adaptación entre los íberos de sistemas de escritura autóctonos a
partir de los alfabetos mediterráneos, como se dijo al hablar de los signarios ibéricos (vid. vol.II,
I.1.4.1).
¿Qué productos circulan en las redes de intercambio? De origen mediterráneo y con arribo en puertos
griegos y púnicos peninsulares, fundamentalmente manufacturas: vino y aceite transportados en
ánforas, así como abundante vajilla ática (cráteras, cílicas, enócoes, lécitos) y de talleres occidentales
como Masalia o poleis de Magna Grecia, que se distribuyen desde los emporios foceos. También
envases ebusitanos, salazones de pescado de fábrica púnica, recipientes de bronce, objetos de marfil,
ungüentarios y adornos de pasta vítrea. Telas, perfumes, especias… Por su parte las exportaciones
ibéricas son fundamentalmente agrícolas (cereales, lino, esparto, vino, maltas…), metales (plata,
hierro, cobre, plomo, cinabrio…), productos de origen animal (lana, pieles, miel, caballos, pescado…)
y otros como sal, tintes, madera o esclavos. Algunos de estos productos ibéricos se registran en
lugares como Masalia, Mallorca, Ebuso o Cartago, llegados en embarcaciones griegas, púnicas o
mixtas en las que participan también mercaderes ibéricos. Esto es lo que confirman navíos hundidos,
de dimensiones más o menos reducidas, como los de cala de Sant Viçent (cabo Formentor), El Sec
(Calviá) y La Cabrera en aguas mallorquinas, Binisafúller en Menorca y La Campana en la costa
murciana (vid. vol.I, II.3.4.2.1). Estos pecios revelan cargamentos heterogéneos que incluyen vasos
áticos, ánforas egeas, púnicas e ibéricas para el transporte de vino y aceite, cerámicas grises, vajilla de
cocina y mesa, lingotes de plomo y cobre, etc. Los materiales hallados permiten datar estos barcos en
el siglo iv a.C., con la excepción del de Sant Viçen que es del último tercio del siglo vi a.C. y
probablemente de origen masaliota (vid. vol.I, II.3.3.6.1).
Respecto del comercio interior, la redistribución se realiza a partir de los oppida. Desde ellos
mercaderes e intermediarios al servicio de las estructuras de poder se encargan de suministrar
manufacturas a poblados menores emplazados en el territorio; tanto productos elaborados en talleres
locales como venidos del comercio mediterráneo. Y ampliando el radio de acción abastecen a otras
comunidades políticas a cambio de recursos agropecuarios y minerales. Es así como los estímulos
íbero-mediterráneos acaban extendiéndose por el Sistema Ibérico, Sierra Morena, Extremadura y los
rebordes de la Meseta, hasta alcanzar los valles del Tajo y Duero en tierras celtibéricas, fenómeno
conocido como iberización.
Para ello se va consolidando a lo largo de la Edad de Hierro redes de comunicación sobre los grandes
ejes fluviales (Ter, Llobregat, Ebro, Júcar, Turia, Vinalopó, Segura, Guadalquivir…) y sus afluentes, a
través de los cuales se alcanzan las tierras interiores. No son sino ancestrales caminos de herradura
pavimentados sólo en el acceso a ciudades principales; a veces con surcos tallados en el suelo rocoso,
como los soberbios ejemplos de carriladas del poblado de Castellar de Meca. Una serie de hitos
jalonan y definen estos itinerarios: desde aldeas y oppida, pasando por santuarios rurales y torres de
control, hasta vados y otros pasos naturales. Existen dos principales recorridos de larga distancia. Por
un lado la vía Heraclea o “camino de Aníbal”, posterior vía Augusta, que atraviesa todo el litoral
levantino desde Cataluña a Andalucía. En segundo lugar, la denominada por J. Maluquer “ruta de los
santuarios”, que desde la costa contestana penetra siguiendo la cuenca del Segura hasta Sierra Morena,
la alta Andalucía y la Meseta manchega; con paso en sus diversos ramales por lugares tan estratégicos
como La Serreta de Alcoy, El Cigarralero, Pozo Moro, El Cerro de los Santos o Despeñaperros.
En torno a estas vías de comunicación se desarrollan estrategias de intercambio bajo iniciativa
indígena, concretadas en santuarios de frontera y otros espacios de interacción (cruces de caminos,
vados, atalayas). Así como a través de ferias y mercados urbanos en cualquier caso más modestos que
los de la costa mediterránea. En este entramado interregional núcleos como Cástulo, Sisapo/La
Bienvenida, Alarcos, Cancho Roano, Medellín, o las ciudades del valle del Ebro, desempeñan un papel
clave como lugares centrales en la difusión de mercancías, ideas y tecnologías (vid. vol.I, II.2.4.2.5).
Particularmente en la dispersión de vasos áticos de figuras rojas y barniz negro que desde el siglo iv
a.C. inundan la práctica totalidad de yacimientos ibéricos y alcanzan incluso algunos celtibéricos. Es
lógico pensar que en esos momentos la cerámica griega y otros productos como el vino o el aceite no
son ya bienes de lujo al alcance sólo de príncipes y aristócratas, como siglo y medio antes, sino
mercancías de mayor calado, ampliamente demandadas por las poblaciones ibéricas.
Para regularizar y hacer equivalentes sus transacciones los íberos emplean sistemas metrológicos.
Destacan en este sentido los juegos de ponderales de bronce y plomo hallados en los poblados
valencianos de La Covalta y La Bastida de Les Alcusses, o en el turolense de Tossal Redó en
Calaceite. Y en especial, la treintena de ejemplares del palacio-santuario de Cancho Roano. En este
último caso los pesos remiten a patrones fenicio-púnicos basados en una unidad ponderal establecida
en torno a 35 gramos, señalada incluso con marcas de valor, según ha demostrado M.P. GarcíaBellido.
En sepulturas de necrópolis como El Cigarralero (Mula) o El Cabecico del Tesoro (Verdolay) en
Murcia, y Punta de Orleyl (La Vall d’Uixó) en Castellón, se han recuperado también pesas y platillos
de balanza. Merece destacarse la tumba 2 de la necrópolis ilercavona de Orleyl. Su ajuar lo componían
dos vasos de barniz negro y una crátera ática de figuras rojas en cuyo interior, junto a los restos
cremados del difunto, se depositaron cinco ponderales, un platillo de labranza y tres plomos ibéricos.
La asociación en el mismo contexto de tales elementos sugiere la tumba de un mercader o de un
aristócrata enriquecido por el comercio.
En el transporte terrestre los íberos emplean la tracción animal, principalmente carros tirados por
bueyes. De ellos sólo se conservan algunos elementos metálicos para el refuerzo de ejes y ruedas de
madera (generalmente en número de dos, bien macizas o radiales): llantas, cubos o abrazaderas que
aparecen tanto en contextos domésticos como funerarios; en este sentido destacan los hallazgos de
rueda de la cámara sepulcral de Toya, en Peal de Becerro (Jaén). Existen asimismo representaciones
plásticas de carros en exvotos de bronce, placas, relieves, cajas funerarias y pequeñas esculturas, como
el carrito de arenisca de la necrópolis de El Cigarralejo. En estas imágenes el carro ostenta un carácter
más simbólico que práctico como vehículo procesional y de prestigio, lo que ya anunciaban los carros
grabados en las estelas de guerrero tartésicas (vid. vol.I, II.2.4.2.4). En terrenos abruptos y de difícil
tránsito el acarreo de mercancías se hace con recuas de asnos o mulos provistos de albardas y alforjas;
los caballos se reservan para desplazamientos individuales que requieren menor tiempo. Se calcula
que un équido con carga pesada recorrería alrededor de cincuenta kilómetros en una jornada, más del
doble de lo recorrido por una yunta de bueyes; y sin carga y a un paso veloz podría cubrir distancias de
hasta 120 kilómetros. En cualquier caso los desplazamientos terrestres son lentos y pesados.
En la comunicación interior el transporte fluvial resulta muy operativo aunque con recorridos
limitados. No obstante, ríos como el Ebro, el Júcar, el Segura, el Guadalquivir o el Guadiana
dispusieron de amplios tramos navegables. Se emplean balsas, barcas y plataformas de pequeño y
mediano calado construidas con armazones de madera y protecciones de cuero, movidas por velas y
remos, o bien arrastradas desde la orilla con cordeles. En lo que a envases comerciales se refiere, los
líquidos se transportan en ánforas, toneles cerámicos, barriles de madera y odres de piel o tripas de
animales. El grano y otros sólidos se disponen en una variedad de contenedores cerámicos y cestos de
mimbre, esparto y otras fibras vegetales.
I.1.6.4 La moneda entre los íberos
La acuñación regular de moneda en las ciudades ibéricas es un fenómeno tardío, no anterior a finales
del siglo iii a.C., que no se da unitaria ni homogéneamente. Más postrera es la monetización de la
economía, que no se alcanza hasta el siglo i a.C. y en realidad nunca fue completa. Antes y aún
después los íberos emplean en sus tasaciones e intercambios objetos premonetales con valores y pesos
determinados. Tanto formas de dinero natural (cabezas de ganado, medidas de cereal, pieles) como,
sobre todo, piezas metálicas por su facilidad para ser facturadas, pesadas y refundidas. Así, lingotes,
ponderales, tortas o varillas recortadas; incluso joyas como torques o brazaletes de plata que forman
junto a monedas depósitos de riqueza tesaurizada.
[Fig.14] Localización de las cecas monetales ibéricas (y celtibéricas), según M.P. García-Bellido
Estas ocultaciones mixtas demuestran que joyas y monedas servían para capitalizar fortunas y facilitar
los intercambios.
Los íberos conocen la moneda a través de los griegos de Masalia y Emporion que desde el siglo v a.C.
emiten dracmas (vid. vol.I, II.3.3.7.3). Algunas acuñaciones en plata empiezan a ser imitadas
toscamente por íberos y galos, más con un valor de prestigio y riqueza que con un sentido comercial, a
las que añaden rótulos tanto en griego como en ibérico. Son las llamadas dracmas de imitación, que
perduran hasta el siglo ii a.C. y que toman también como modelo las monedas de Rode. Por esas
mismas fechas en el espacio de turdetanos, túrdulos y bástulos circulan monedas púnicas (acuñadas en
Gadir, Malaca, Sexi, Ebuso y luego Cartago Nova) que se atesoran y emplean en transacciones
externas (vid. vol.I, II.1.6.5). A finales del siglo iii a.C. la presión de cartagineses y romanos es factor
que explica parcialmente la emisión –ya propiamente autóctona– de moneda por parte de las
comunidades ibéricas. Muchos autores consideran que, en efecto, la moneda se acuña bien para
sufragar las tropas romanas y mercenarias desplazadas en Hispania, como soldada por tanto, o bien
para el pago de tributos regulares a Roma; aunque en realidad la mayor parte de estipendios se cobran
en especie o en metal al peso. Sin embargo no hay una única razón para acuñar sino varias y
coincidentes en el tiempo. Conviene tener en cuenta que las ciudades ibéricas habían alcanzado por
entonces tal grado de organización socio-económica y definición política, que se justificaría así la
emisión de un elemento de ciudadanía tan importante como la moneda, si bien inspirado o encauzado
en el propio proceso romanizador. Las comunidades ibéricas encuentran en la moneda un signo de
afirmación institucional con el que pueden optar, además, a determinados servicios, pagos y
competencias en el nuevo orden romano. Recordemos que la moneda es instrumento oficial de una
comunidad política y como tal requiere de tres principios: 1) una ley o calidad del metal; 2) un peso
regulado dentro un patrón metrológico (del que deriva un sistema monetal con unidades, divisores y
múltiplos), y 3) una autoridad responsable y garante de su emisión. En el anverso y reverso las
monedas lucen imágenes representativas de la ciudad, estado o poder que las acuña: efigies de dioses
y héroes fundadores o algunos de sus atributos, entre otros emblemas identitarios; lo que conocemos
como tipos monetales. Por su parte, el nombre de la autoridad emisora –técnicamente la ceca o taller–
suele grabarse en el reverso; lo que consigna la leyenda monetal. La mayor parte de monedas ibéricas
emplean la escritura levantina para grabar el nombre de sus cecas.
Sean cuales fueran las motivaciones para acuñar, las primeras ciudades en hacerlo son Arse/Sagunto,
Saetabi/Játiva, Kese/Tarraco, Kastilo/Cástulo e Iltirta/Lérida, más o menos al tiempo de declararse la
Segunda Guerra Púnica (218 a.C.), sencillamente porque contaban con estructuras de poder e
instituciones capacitadas para ello. Estas emisiones iniciales se hacen en plata y presentan tipos
variados. Las monedas de Arse, de marcada influencia greco-itálica, muestran primero una cabeza de
diosa (anverso) y una rueda (reverso) y después a Heracles (anverso) y un toro androcéfalo o Aqueloo
con símbolo solar (reverso) y variantes de leyendas (arsesken, arskitar). Las de Saitabi, cabeza de
Heracles (anverso) y águila (reverso) con leyenda saitabietar. Y las de Kastilo, acuñadas en bronce,
cabeza masculina diademada (anverso) y esfinge con estrella (reverso). En los siguientes años, en
paralelo al avance militar romano, tiene lugar una progresiva monetización, multiplicándose en el
siglo ii a.C. el número de cecas en el territorio de las ya por entonces primeras circunscripciones
provinciales, Citerior y Ulterior (vid. vol.II, ii.1.5.2). Otro importante momento de revitalización
monetaria es la guerra sertoriana (82-72 a.C.), cuando muchas ciudades ibéricas y celtibéricas acuñan
para cubrir gastos militares y pagos fiscales. Para entonces el uso de la moneda se ha extendido a
prácticas cotidianas, lo que demuestra la progresiva adaptación del mundo ibérico a la estructura
urbana y mercantil patrocinada por Roma. A partir del siglo i a.C. las ciudades hispano-romanas
emiten series bilingües con leyendas indígenas y latinas
[Fig.15.]
Moneda de bronce de Kastilo (Cástulo, Jaén), ca. 195-180 a.C.
[Fig.16.] Moneda de bronce de Kese (Tarragona), ca. 160-130 a.C.
[Fig.17.] Moneda de plata de Bolskan (Huesca), ca. 82-72 a.C.
–documentos fundamentales para el desciframiento fonético del ibérico–, y luego sólo latinas.
Finalmente, bajo el gobierno de Calígula cesan las acuñaciones provinciales.
En cuanto a la iconografía monetal, desde mediados del siglo ii a.C. se observa una estandarización de
los tipos en casi todas las cecas de Cataluña, Levante, valle del Ebro y Celtiberia. Se reitera el mismo
modelo: cabeza masculina en anverso y jinete en el reverso. Existen sin embargo variantes menores.
En los anversos, rostros barbados, imberbes, rizados, laureados o diademados, con algunos símbolos y
marcas de valor. Y en los reversos, jinetes que –según cecas y emisiones– portan lanza, palma,
clámide, dardo, estandarte y distintos elementos de panolia; o cabalgan alternativamente hacia la
derecha o izquierda. Bajo el caballo se graba la leyenda con el nombre de la ciudad o gentilicio de la
comunidad emisora: Bolskan, Iltirkesken, Ausesken, Barkeno, Kese, Saltuie, Seteisken, Kelin,
Ikalesken… Hasta doscientos topónimos diferentes, muchos de los cuales permanecen todavía sin
identificar. Respecto al significado de los tipos parece que la cabeza del anverso idealizaría a un dios
o genio protector, mientras que el jinete representaría al heros equitans o fundador mítico, aunque no
hay que descartar la alusión a la caballería de la ciudad. Con esta imagen se identifican los
gobernantes de los oppida que en estos momentos del ibérico final integran las élites ecuestres (vid.
vol.II, I.1.8.3), según M. Almagro Gorbea. Poder, propaganda, ideología… ¡Una fórmula universal en
soporte monetal!
La mayor parte de ciudades desarrollan patrones bimetálicos con emisiones en plata y bronce cuyas
respectivas unidades son, siguiendo el sistema romano, el denario y el as (con equivalencia teórica
1/10). Se acuñan también múltiplos y divisores, e igualmente circula entre los íberos moneda romana
que, cuando es de plata, suele atesorarse. En la Ulterior se mantienen sin embargo acuñaciones casi
exclusivamente en bronce con una amplia variedad de tipos (cabezas femeninas, toros, esfinges,
espigas, frutos, arados, atunes… que nos hablan de mitos locales) y con leyendas escritas tanto en
ibérico meridional como en púnico. Todo ello refleja la variedad etno-cultural que caracteriza a los
territorios del sur de la Península Ibérica.
I.1.7 Estructura social
Las gentes que pueblan campos y ciudades componen un cuerpo social heterogéneo de complejidad
creciente a lo largo de la Edad de Hierro. Como en otros escenarios del Mediterráneo antiguo, el
estudio diacrónico de la sociedad ibérica compendia la transición de las comunidades de jefaturas a
los estados. Una vez más la falta de información escrita directa obliga a extraer el mayor partido de la
documentación arqueológica, a lo que hay que sumar las pinceladas –siempre aprovechables– que las
fuentes esbozan de los hispanos frente a Roma. El análisis de la cultura material, de ciertas de sus
imágenes y estructuras, y particularmente del registro funerario, resultan fundamentales para
desenmascarar la sociedad ibérica y procurar un semblante de sus grupos protagonistas.
Señalemos primero algunos de los fundamentos de las sociedades protohistóricas. En la Edad de
Hierro el principio básico de ordenación es la familia. Así, la pertenencia a una unidad de parentesco
identifica al individuo. Varias familias emparentadas conforman una unidad mayor: el grupo
gentilicio, definido por un antepasado común –real o ficticio– que suele ser epónimo, lo que significa
que de él deriva el nombre del grupo. Los agrupamientos gentilicios habitan espacios comarcales
distribuyéndose las familias en aldeas, y se regulan con un derecho de gentes consuetudinario que
entre otros principios rige una transmisión masculina o descendencia patrilineal; aunque esto último
es más una suposición que una certeza. Las familias y miembros del grupo gentilicio se cohesionan a
través de prácticas colectivas de carácter civil y religioso: el culto a los antepasados y dioses de la
comunidad, el cuidado de los muertos, la participación en labores colectivas como construcción de
murallas, defensa del grupo o contribución productiva, etc. Acciones dirigidas por los jefes de familia
y grupo que sirven además para consolidar su autoridad. Con el tiempo, las unidades gentilicias se
amplían y hacen más complejas dando lugar a clanes que ocupan territorios dilatados y comparten una
afinidad étnica. Los jefes de familias y clanes conforman pronto una élite de notables: el germen de
las aristocracias tribales que, a través de diversas formas y principios, ejercen el poder sobre
comunidades cada vez más estructuradas territorial y jurídicamente. Pero el ordenamiento familiar no
desaparece, sino que se transforma en el marco político y urbano que desde el siglo v a.C. define al
mundo ibérico. El parentesco y particularmente la filiación siguen definiendo al individuo en sus
relaciones privadas: “Tikirso, hijo de Akiarko, de la familia de los Bastugios”. Y por encima, en la
esfera pública actúa el ordenamiento jurídico o político, añadiendo al pasaporte del imaginario íbero
que nos sirve de ejemplo: “natural de Iltirta”, por tanto, ilergeta.
En su articulación interna las poblaciones ibéricas muestran desde el principio evidentes señales de
estratificación y desigualdad. Una jerarquización progresiva que abriga dos grandes segmentos
sociales: los grupos privilegiados y los no privilegiados, diferenciados cualitativa y cuantitativamente.
I.1.7.1 Los grupos privilegiados: príncipes y aristócratas
Pertenecen a este sector minoritario las familias más destacadas y poderosas de los grupos gentilicios
y tribales. Las forjadoras de los linajes nobiliarios que ostentan el poder en las distintas comunidades
y territorios desde el ibérico antiguo. El perfil de estos grupos privilegiados y sus formas de dominio
varían en el tiempo y en el espacio (vid. vol.II, I.1.8), pero de ellos forman parte régulos y príncipes,
nobles y jefes. A otro nivel, sacerdotes, guerreros y mercaderes también son miembros destacados de
la comunidad, relacionados de distinta forma con el poder y las élites.
La emergencia de las aristocracias es un proceso que hunde sus raíces en la Edad de Bronce con el
progresivo destacamiento de minorías dirigentes a partir de tres fuentes o principios:
a) El control de las bases económicas y excedentes productivos, lo que les permite gestionar la
redistribución dentro de la comunidad y dirigir y beneficiarse del intercambio con el exterior.
Aspectos ambos que refuerzan muy considerablemente el dominio de los jefes.
b) La presión coercitiva o fuerza militar que ejercen dentro y fuera de la comunidad para consolidar su
estatus y supremacía, mediante fórmulas como la clientela o prácticas guerreras de distinta naturaleza.
c) La proyección de valores de superioridad y legitimación política sobre la población a través de
recursos ideológicos como la vinculación con el pasado mítico, identificándose con héroes y dioses, o
proclamándose herederos de ancestros fundadores. Las élites maniobran así un discurso
propagandístico apoyado en imágenes y símbolos de autoridad.
¿Qué escenarios y atributos caracterizan a las aristocracias ibéricas? Liberadas de los trabajos
productivos, que recaen en la población campesina, se dedican al ejercicio del poder, la milicia y las
tareas religiosas. Las élites manifiestan su identidad en espacios como la guerra, la caza, el banquete,
la ciudad y las instituciones, entre ellas la hospitalidad, entendida como código de diplomacia
aristocrática. Y también se muestran en espacios simbólicos como necrópolis y santuarios
desempeñando un papel protagonista en rituales funerarios y otras ceremonias. Algunos de los
elementos que mejor identifican a las aristocracias son las armas, el caballo, los regalos, el vino, los
clientes, las residencias palaciegas…, riquezas y prerrogativas que refuerzan su poder. Como
igualmente ocurre con las imágenes a través de las cuales se proyectan a sus iguales e inferiores, en
particular las esculturas de jinetes y guerreros en tumbas y santuarios. Brillantes ejemplos son los
caballeros que coronan los enterramientos tumulares de la necrópolis de Los Villares en Hoya
Gonzalo (Albacete), o los conjuntos escultóricos de El Cerrillo Blanco en Porcuna y El Pajarillo en
Huelma (Jaén). Estos dos últimos lugares se interpretan como santuarios heroicos; el primero (El
Cerrillo Blanco) de carácter funerario y el segundo (El Pajarillo) fronterizo, una suerte de heroon o
tumba de un príncipe heroizado, fechados en el tránsito de los siglos v-iv a.C. Lo más expresivo de
estos yacimientos son una serie de esculturas que componen programas iconográficos a la mayor
gloria del personaje conmemorado, al que retratan como héroe protector que aniquila al enemigo y
lucha contra fuerzas del mal representadas por grifos o leones. Guerreros ataviados con completas
panoplias y acompañados –como en el caso de Porcuna– de caballos ricamente enjaezados, que se
identifican o pretenden emular a los míticos fundadores del clan. Es la misma narración épica que a
otra escala traslada la iconografía cerámica, caso del vaso de los guerreros de La Serreta de Alcoy, por
ejemplo, que según la reciente interpretación de R. Olmos e I. Grau representaría la iniciación
aristocrática de un personaje a través de tres hitos sucesivos: la lucha del héroe contra un lobo o
carnassier, una escena de caza a caballo y un combate singular entre príncipes.
Los équidos son uno de los mejores atributos de poder en la Edad de Hierro, en su doble función
guerrera y social. Esto explica su representación en la pintura cerámica y la deposición de bocados y
atalajes en las tumbas masculinas de mayor riqueza, connotando rango aristocrático a sus propietarios.
Los exvotos en forma de caballo del santuario de El Cigarralero en Mula sugieren que, al menos aquí,
los équidos identifican a una divinidad protectora de linajes aristocráticos cuyos miembros acudirían
al lugar para rendir culto y ofrendar al dios o diosa imágenes que le son explícitamente representativas
(vid. vol.II., I.1.10.2). En este sentido el caballo, como las armas, son vivos emblemas de los grupos
nobiliarios.
I.1.7.2 Los grupos no privilegiados: campesinos y siervos
Por debajo de los sectores dirigentes se dispone la gran mayoría de gentes, en torno al 80-90 por
ciento de la población de una comunidad. Distribuidas en familias y gentilidades con distinto grado y
posición, desde campesinos libres hasta siervos, tienen en común el no pertenecer a los grupos
privilegiados. Desde el punto de vista historiográfico se produce aquí una grave paradoja:
constituyendo la mayor parte de la población, apenas sí aparecen reflejados en los registros
informativos. Su evidencia documental es prácticamente inexistente. Con otras palabras, sabemos
muy poco de los grupos inferiores de la sociedad. Son los auténticos olvidados y sin embargo fueron
los protagonistas cotidianos del paisaje ibérico: campesinos, artesanos, mineros y siervos dedicados a
trabajos primarios, fundamentalmente a labores agropecuarias. Su espacio cotidiano son los campos
de cultivo, las aldeas y las granjas.
Hay que distinguir entre gentes libres y no libres o de condición servil. Las primeras se integran
plenamente en una comunidad, pueden ser propietarias y les asisten una serie de derechos:
reconocimiento jurídico, acceso al ritual funerario y a la necrópolis colectiva, inclusión en el reparto
de la producción a la que contribuyen con su trabajo, participación en actos religiosos y civiles
compartidos por el grupo, etc. Pero igualmente están sujetas a las minorías dirigentes mediante
obligaciones y lazos de dependencia civil y militar, relacionadas con instituciones clientelares como
l a fides y devotio (vid. vol.II, I.1.8.2). Así, además de obligaciones militares como contribuir a la
formación de cuadrillas guerreras cuando las circunstancias lo requieran, ciudadanos y campesinos
realizan prestaciones laborales que redundan en el fortalecimiento de la comunidad. Trabajando en la
construcción de murallas y monumentos funerarios, en la vigilancia de caminos y fortalezas o en el
traslado de cosechas a las áreas de almacenamiento, entre otras ocupaciones.
Respecto a las gentes privadas de libertad, resulta muy difícil concretar su estatus. Es más que
probable que existieran siervos y esclavos, pero no lo es tanto que en tiempos prerromanos su
naturaleza e implicaciones correspondan exactamente al sentido moderno de esclavitud. En este punto
la investigación propone distintos modelos de servidumbre. Una de ellas, la más próxima a la noción
de esclavo, la representan los cautivos de guerra. Integrados como botín en la nueva comunidad y
privados de todo derecho, se emplean como mano de obra en las labores más duras o se venden como
esclavos. En ocasiones sirven para el intercambio de rehenes, especialmente cuando se trata de
personajes relevantes en la estructura social del enemigo. En este sentido, a propósito del asalto de
púnicos y romanos a ciudades ibéricas durante la Segunda Guerra Púnica, las fuentes se hacen eco de
la esclavización de los vencidos o de la presión sobre los íberos capturando rehenes selectivos,
maniobras sin duda ya empleadas por los indígenas. Pero habida cuenta de que hasta el ibérico final la
guerra no es un enfrentamiento abierto entre ejércitos estatales o ciudadanos (vid. vol.II, I.1.9.1), con
pocos asedios a plazas fuertes, no debieron ser muchos los esclavos venidos por este medio con
anterioridad al siglo ii a.C. Desde una aproximación socioeconómica, autores como A. Ruiz o F.
Gracia sostienen que la servidumbre en el mundo ibérico es fundamentalmente un sistema para
ampliar la fuerza de trabajo productiva de una estructura social. El siervo se distingue del ciudadano
en el hecho de no tener acceso a las prerrogativas de su grupo, quedando subordinado a la autoridad de
un jefe o de una institución política. Parece sin embargo que el panorama fue más complejo y
diversificado. En Turdetania, por ejemplo, sabemos que a principios del siglo ii a.C. una comunidad
campesina cuyos miembros individualmente son libres, podía estar sometida a un centro urbano
superior, por tanto bajo un estatuto de servidumbre colectiva o semilibertad. Es lo que detalla el
interesantísimo bronce latino de Lascuta (CIL II, 5041), fechado en el 189 a.C. y hasta el presente la
inscripción latina más antigua de la Península Ibérica. Hallada en Alcalá de los Gazules (Cádiz),
sabemos por ella que los habitantes de la Torre Lascutana estaban dentro de la jurisdicción de la
ciudad de Hasta Regia (en Mesas de Asta, Jerez de la Frontera), a cuya autoridad se sometían
trabajando sus tierras y rindiendo tributo, hasta que les restituye la libertad Paulo Emilio, el general
romano que ordena grabar el decreto (vid. vol.II, ii.2.2.2).
I.1.7.3 La mujer en el mundo ibérico
La posición de la mujer en la sociedad ibérica es un debate insertado en otro más amplio sobre las
relaciones de género en el mundo antiguo, temática de acuciante actualidad en nuestros días. En los
sistemas de parentesco patrilineales, tan característicos de los pueblos mediterráneos, la mujer
desempeña, desde un posicionamiento tradicional, un rol secundario y dependiente del varón. En lo
concerniente al mundo ibérico hay cada vez más datos para valorar su papel en distintos ámbitos,
privados y públicos, más allá de la esfera doméstica. La mujer es elemento imprescindible en la
reproducción de la estructura familiar, transmitiéndose con ella el linaje o vínculo sanguíneo de
generación en generación. Mientras que corresponde al hombre la transmisión del derecho o vínculo
hereditario, al menos en las sociedades patriarcales que parecen ser las predominantes en el espacio
ibérico. Sin menoscabo de que entre algunas tribus del norte se reconozcan modelos que se hayan
querido relacionar con el matriarcado (vid. vol.II, I.2.7.4).
[Fig. 18]
Dama de Baza (Granada)
Para un correcto enfoque conviene apuntar que la función de la mujer en los terrenos sociopolítico,
económico o religioso no es tanto una cuestión de género cuanto de estatus. Depende por tanto del
rango social del individuo, definido por la familia o linaje al que pertenece, y no de su condición
sexual, aunque existan prerrogativas específicamente masculinas. Así, las mujeres que por nacimiento
o matrimonio forman parte de los grupos aristocráticos participan de similares privilegios y
competencias que sus padres, maridos e hijos, pudiendo llegar a ocupar cargos políticos y religiosos
en su comunidad. Es lo que sugiere desde el espacio funerario la constatación de tumbas femeninas
cuya categoría y ajuar inciden en el alto rango de la difunta sin distinguirse de sepulturas similares
correspondientes a varones. (Adviértase que tratándose de cremaciones no resulta fácil la
identificación sexual). Valgan como ejemplo los datos de necrópolis contestanas, oretanas y
bastetanas donde enterramientos tanto masculinos como femeninos muestran bienes de prestigio,
vasos griegos, armas y adornos personales. Un caso excepcional es la tumba de cámara número 155 de
la necrópolis de Baza, cuya excavación por parte de F. Presedo en el verano de 1971 deparó el
hallazgo de la conocida dama entronizada. La escultura cobijaba en su interior las cenizas de una
mujer de unos veinticinco años, según el estudio antropológico de J.M. Reverte y una reciente
revisión. De su rico ajuar fechable a inicios del siglo iv a.C. formaban parte cuatro panoplias guerreras
que sumaban un total de once armas, además de una quincena de vasos polícromos y cuatro ánforas
dispuestas en las esquinas de la cámara entre otros enseres. El conjunto, de evidente carga simbólica y
suntuaria, podría corresponder a la tumba de una princesa fundadora de un linaje de la antigua Basti;
no en vano es una de las sepulturas más antiguas y ricas de la necrópolis. Los restos de la difunta
reposarían bajo la figura de una diosa protectora o, quizá mejor, bajo su propia imagen heroizada hasta
el punto de mostrarse con apariencia divina.
De igual forma que los varones, las mujeres pertenecientes a círculos principescos y aristocráticos se
revelan y realzan en imágenes de poder desde una fecha temprana como el siglo v a.C., momento
importante en la génesis de las noblezas gentilicias. No sólo las célebres esculturas de damas, como
las de Elche, Baza, Cabezo Lucero o El Cerro de Los Santos, también los exvotos femeninos de bronce
y la iconografía cerámica muestran a mujeres con elaborados atuendos y rica joyería, señal de su
distinción y alcurnia. Al describir las vestimentas ibéricas Estrabón se hace eco de su colorido y
calidad y del gusto de las mujeres por adornos y tocados que, aun resultando extravagantes para un
observador clásico, denotan la dignidad y el estatus de sus portadoras:
“en algunos lugares llevan collares de hierro que tienen unos ganchos doblados sobre la cabeza que
avanzan mucho por delante de la frente, y que cuando quieren cuelgan el velo en estos ganchos de
modo que al ser corrido da sombra al rostro, y que esto lo consideran un adorno. En otros lugares se
colocan alrededor un disco redondeado hacia la nuca, que ciñe la cabeza hasta los lóbulos de las orejas
y que va poco a poco desplegándose a lo alto y a lo ancho. Otras se rapan tanto la parte delantera del
cráneo que brilla más que la frente. Y otras mujeres, colocándose sobre la cabeza una columnilla de un
pie más o menos alto, trenzan en torno el cabello y luego lo cubren con un velo negro”.
(Estrabón, 3, 4, 17).
Hay que tener en cuenta, además, que en las representaciones plásticas una serie de objetos
acompañan a la mujer como atributos femeninos propios de determinada edad y rango: abanico, huso,
telar, ave, roseta… Para momentos más avanzados las fuentes clásicas aportan detalles sobre la
notoriedad de las mujeres de la aristocracia indígena. En su calidad por ejemplo de rehenes de
romanos y cartagineses en episodios militares de la Segunda Guerra Púnica; valga como muestra el
gesto de Escipión el Africano liberando a la mujer de Edecón, rey edetano, o a la esposa e hijas de
Indíbil retenidas por los cartagineses en Cartago Nova (Polib., 10, 18, 3 y 34). Igualmente, la mujer es
vehículo de enlace dinástico mediante matrimonios mixtos, como los protagonizados por los caudillos
Bárquidas: en el caso de Aníbal desposándose con una princesa de Cástulo (Liv., 24, 41, 7), Imilce por
nombre (Sil. Ital., Pun., 3, 97). Sin duda una hábil estrategia para establecer alianzas y captar apoyos
locales. Reyes y dignatarios ibéricos emparentaban también entre sí como prueba el que entre los
ilergetas la hermana de Indíbil estuviera casada con Mandonio. Además de un pacto político y una
transacción económica (con el intercambio de dones y herencias entre las familias de los
contrayentes), el matrimonio es también un rito de tránsito. A través del mismo la mujer adquiere
identidad jurídica incorporándose al grupo de parentesco del marido. Poco sabemos sobre el
matrimonio ibérico, pero parece que la monogamia era el comportamiento acostumbrado. La
representación conjunta de varón y mujer en exvotos y relieves define a la pareja –al menos
iconográficamente– como eje de la estructura familiar.
En el ámbito religioso la mujer cumple una especial significación existiendo cultos y sacerdocios
marcadamente femeninos. Cabría apuntar, entre otros indicios, la alta proporción de exvotos
femeninos en el santuario de El Cerro de Los Santos, que por su atuendo bien pudieran representar a
damas de la nobleza ibérica con competencias religiosas (vid. vol.II, I.1.10.3).
Sin embargo, la mayor parte de las mujeres desarrollan una existencia anónima en el marco de sus
unidades campesinas. Ocupadas en el quehacer doméstico y familiar, constituyen una importante
fuerza de trabajo. Tanto en las labores agropecuarias (relevando a los varones cuando éstos
desempeñan obligaciones guerreras o civiles que les alejan de sus hábitats), como en actividades
artesanales. La molienda y el procesado de alimentos, el tejido y la cestería, la alfarería, la apicultura,
etcétera. Como se indicó al hablar de las manufacturas (vid. vol.II, I.1.6.2), la especialización de
determinados talleres depende también del empleo de mano de obra femenina, particularmente
importante en el caso del trabajo textil.
I.1.7.4 Necrópolis y mundo funerario
El mundo de los muertos es un espacio desafiante para el estudio de los vivos en el empeño de
descifrar creencias y comportamientos de las sociedades del pasado parcialmente velados para la
investigación moderna. Desde los años ochenta del siglo pasado, la llamada “arqueología de la
muerte”, con diversos métodos y enfoques, está arrojando mucha luz al conocimiento del mundo
ibérico. En especial en la caracterización de sus grupos privilegiados por ser éstos quienes
habitualmente aparecen reflejados en el registro funerario. Parentesco, riqueza, poder, legitimación…
son, como veremos, ecos del lenguaje funerario ibérico.
La muerte de un individuo y el proceso ritual que le sigue abrigan actos colectivos de enorme
trascendencia social y religiosa. No sólo en la esfera afectiva y familiar del difunto, también en la
estructura política de su comunidad cuando aquél es un personaje destacado de la misma. Los ritos
funerarios funcionan como mecanismo propiciatorio para el tránsito al más allá. Miden, así, las
relaciones entre los vivos y los muertos, aquende y allende, pues a diferencia de nosotros los hombres
antiguos no marcan una frontera absoluta entre la vida y la muerte, como tampoco entre los hombres y
los dioses. La muerte y el más allá se proyectan en el presente, manteniéndose viva la memoria de los
difuntos hasta el punto de justificarse en ellos mensajes y comportamientos. Por ello, recorrer el
paisaje funerario de los íberos –analizando sus necrópolis, imágenes y ritos– es una especial manera
de revivir su tiempo.
El ritual funerario es mucho más que el enterramiento. De él forman parte fases y preparativos apenas
documentados, desde el óbito hasta la rememoración periódica del ausente. Exposición fúnebre,
rendición de honores, procesión, expresión de dolor, cremación y tratamiento de los restos, elección y
preparación de la tumba, deposición de la urna, realización de libaciones, banquetes y sacrificios,
entre otros ceremoniales. Acciones colectivas protagonizadas por familiares y seguidores que resultan
fundamentales para entender al difunto (su consideración) y a la comunidad o grupo al que pertenece
(su estima). Los vivos recuerdan a los muertos, y en esa particular comunicación se revelan principios
familiares, religiosos o sociales del mayor interés. Entre otras cosas el ritual funerario es un claro
marcador de estatus.
¿Cómo se entierran los íberos? La cremación es el rito generalizado, aunque no el único. Quemar el
cuerpo en una pira es un acto de purificación en muchas culturas antiguas, y en la Península Ibérica se
constata desde el Bronce Final por influencia de los Campos de Urnas (vid. vol. II, 1.2.1). Poco se sabe
de los ustrina o crematorios. Podían improvisarse o construirse con algún tipo de estructura
(empedrado, base de adobes, plataforma rocosa) emplazada en las proximidades del cementerio. Una
vez reducidos a huesos y cenizas por efecto del fuego –se trata de combustiones preindustriales con
temperaturas entre 500-800 grados, muy lejos de nuestras incineraciones–, los restos se seleccionan,
lavan y perfuman. Envueltos luego en un sudario o mortaja se depositan en el contenedor cinerario;
una urna cerámica las más de las veces cubierta por un plato o una laja de piedra a modo de tapadera.
Las urnas de orejetas son una de las formas cerámicas más empleadas para tal fin; pero las cenizas
también reposan en recipientes de bronce, cajas de piedra o arcilla, cráteras griegas –especialmente en
necrópolis contestanas y bastetanas– o en contenedores tan excepcionales como esculturas femeninas
de tamaño real, caso de la dama de Baza. La urna se introduce en el espacio funerario, generalmente
un hoyo o fosa excavados a poca profundidad, acompañada de los elementos de ajuar. Lo normal es el
traslado de los restos de la pira a la sepultura, lo que define las cremaciones secundarias; pero en
algunas necrópolis meridionales de influencia orientalizante el ustrinum se convierte en la propia
tumba, denominándose bustum, lo que constituye una cremación primaria in situ.
Los ajuares, cuando existen, vienen definidos por objetos personales y ofrendas. Conviene advertir que
su elección y deposición connota un sentido simbólico que no siempre encuentra una explicación
funcional. Los objetos personales pertenecen, adornan e identifican al difunto, por eso suelen
quemarse junto a él en la pira o, como las armas, destruirse deliberadamente. Esto ocurría sobre todo
en el caso de los grandes dignatarios, ataviados con sus mejores galas y panoplias en la pira funeraria.
Una amplia variedad de enseres según el sexo, la edad y la posición del individuo, componen los
ajuares. Armas, fíbulas, cinturones, brazaletes, colgantes, amuletos, agujas, fusayolas y otros
instrumentos domésticos, juguetes infantiles… Integran también el ajuar ofrendas que acompañan al
difunto en su tránsito al más allá, sobre todo vajilla cerámica con bebidas y alimentos, entre ellos
animales sacrificados; asimismo pequeños recipientes cerámicos o de pasta vítrea contenedores de
ungüentos y perfumes. Como ya se dijo, es frecuente la presencia de vasos griegos en las tumbas más
notables: cráteras, copas, lécitos o cuencos, que a veces se emplean para tapar la urna. Los análisis
faunísticos y de residuos de algunos depósitos funerarios señalan la presencia de buey, ovicáprido,
cerdo, gallina, cereal, frutos secos, miel, vino y huevo. Viandas que evidencian la celebración de
banquetes en honor del muerto en los que participan familiares, clientes y el propio difunto de forma
simbólica. Un destacado ejemplo constituye la tumba 19 de la necrópolis albaceteña de Los Villares,
en Hoya Gonzalo, con los restos de un silicernium o ágape funerario. En él se utilizaron más de
cincuenta vasos áticos de barniz griego, la mayoría destinados al consumo de vino, luego destruidos
de forma ritualizada para sellar el enterramiento, cubierto por un túmulo.
Dependiendo de la categoría del difunto y de los hábitos de su comunidad, la tumba se construye,
cubre o señaliza de distinta manera. En ocasiones erigiéndose verdaderos monumentos funerarios
decorados con relieves y coronados con esculturas de carácter simbólico y protector (vid. infra). En
los enterramientos más sencillos los restos se depositan directamente sobre el suelo sin
acompañamiento de ajuar.
Además de la cremación y otros eventuales ritos sin registro arqueológico, los íberos hacen uso de la
inhumación. Pero de forma particularizada, en enterramientos infantiles casi siempre dentro de
contextos domésticos. Es ésta una práctica de viejo arraigo que se reconoce en no pocos territorios
peninsulares desde la Edad de Bronce. Se trata tanto de deposiciones primarias en fosas excavadas
bajo el suelo de viviendas, generalmente en posición fetal, como secundarias con algún tipo de
manipulación del cuerpo; contabilizándose enterramientos individuales y múltiples que en el último
caso cabría considerar recintos necrolátricos. La alta mortalidad infantil y el tratamiento diferenciado
de los neonatos y menores muertos antes de integrarse en la comunidad explicarían esta práctica
inhumatoria. No hay que descartar, sin embargo, un sentido fundacional relacionado con rituales de
fertilidad de carácter doméstico o familiar (vid. vol.II, I.1.10.3). No en vano el enterramiento infantil a
veces se asocia o sustituye por una ofrenda animal, habitualmente un cordero o cabrito.
Pero, para el estudio histórico de las poblaciones ibéricas, más importante que el enterramiento en sí
lo es su conjunto. Esto es, la necrópolis entendida como cementerio colectivo y elemento configurador
del paisaje social junto al poblado. Un espacio esencial para la identificación de los miembros del
grupo o comunidad pues las necrópolis no sólo reflejan la estructura de la sociedad, también su
memoria colectiva ligada a un territorio. Se ubican próximas a los poblados en cotas generalmente
más bajas que permiten un fácil control desde los oppida; en el acceso a los hábitats o junto a cruces
de caminos y arroyos. Delimitadas a veces por un cercado o por elementos del entorno, son puntos de
referencia visual para el viandante. Es importante hacer notar que no todos los habitantes de una
comunidad se entierran en la necrópolis. Su acceso está restringido a los miembros de pleno derecho,
a los ciudadanos diríamos; hasta el punto de que ciertos cementerios, sobre todo en los siglos vi y v
a.C., son de carácter aristocrático y en ellos se entierran sólo los más poderosos. Un privilegio
exclusivo de unos cuantos. La población restante se cremaría pero no se enterraría, abandonándose sus
restos o arrojándose a las aguas.
Si bien participan de rasgos comunes, existen particularidades regionales en las más de doscientas
necrópolis conocidas en todo el ámbito ibérico, con disparidad de tamaños, organización interna y
tipología funeraria. ¡Y en su mayoría sólo parcialmente excavadas! Entre las diferencias más notables,
las necrópolis de Cataluña y el valle del Ebro responden a tradiciones indoeuropeas con
enterramientos en hoyo y sencillas cubriciones tumulares que se mantienen sin apenas cambio durante
la Edad de Hierro; carecen además de elementos escultóricos, con excepciones como la cabeza de
guerrero en piedra descubierta recientemente en la necrópolis de Roques de Sant Formatge (en Serós,
Lérida), de inicios del siglo vi a.C. y emparentada con manifestaciones de tradición celta. Los ajuares
son en general modestos pero con una significativa presencia de armas. Por su parte las necrópolis
meridionales, manchegas y levantinas, más marcadamente ibéricas, presentan un panorama variado.
Algunas de sus tumbas contienen ajuares de gran riqueza, construcciones arquitectónicas y esculturas
que proyectan la fuerza de las élites en el seno de sociedades marcadamente jerarquizadas (vid. infra).
Sí, un escaparate de privilegio y poder.
Por citar sólo algunas de las más relevantes la nómina de necrópolis habría de incluir, en Andalucía,
las de Baza y Tutugi (Galera) en la provincia de Granada; las varias de Cástulo (Linares), Castellones
del Ceal (Hinojares) y Toya (Peal de Becerro) en Jaén, y Villaricos (Cuevas de Almanzora) en
Almería. En Murcia, El Cigarralejo (Mula), Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla), Cabecico del
Tesoro (Verdolay), Cabezo del Tío Pío (Archena) y Los Nietos. Pozo Moro (Chinchilla), Los Villares
(Hoya Gonzalo), El Llano de la Consolación (Montealegre del Castillo) y El Salobral en la provincia
de Albacete. En la región valenciana, Cabezo Lucero (Guardamar del Segura), El Molar (San
Fulgencio), Villajoyosa y La Albufereta en Alicante; Corral de Saus (Mogente) en la provincia de
Valencia, y El Bovalar (Benicarló), Sant Joaquim (Forcall) y Punta de Orleyl (La Vall d’Uixó) en
Castellón. Y entre los cementerios catalanes, Mas de Mussols (Tortosa), La Corravoa y La Oriola
(Amposta) y Can Canyís (El Vendrell), en la provincia de Tarragona; La Granja Soley (Santa Perpetua
de Mogoda) y Turó dels Dos Pins (Cabrera de Mar) en Barcelona; La Pedrera (Vallfogona de
Balaguer) en la provincia de Lérida, y Puig d’en Serra (Serra de Daró) en el Ampurdán gerundense.
Dentro de la amplia variedad existente podemos señalar hasta seis tipos de enterramientos –en
realidad señalizaciones– diferentes, participando todos ellos de cremaciones depositadas en urnas
cerámicas, como ya se ha dicho. Así pues, visitemos los principales monumentos funerarios.
1) Torres
Características del Sudeste y de la baja Andalucía, se dan en las primeras fases de la cultura ibérica
hasta finales del siglo v a.C. Constituyen monumentos turriformes definidos por un cuerpo
cuadrangular de sillares que descansa sobre un podio escalonado y que puede rematarse con algún
elemento arquitectónico o escultórico. El ejemplo paradigmático es la torre de Pozo Moro, en
Chinchilla (Albacete), estudiada por M. Almagro Gorbea hace ahora treinta años. De gran
monumentalidad con sus más de cinco metros de altura, destacan los relieves decorando parcialmente
varios de sus lados y, en los ángulos inferiores de la torre, los leones esculpidos sobre sillares de
arenisca. Los bajorrelieves muestran escenas mitológicas de ascendencia orientalizante: un hombre
cargando el árbol de la vida en el que anidan pájaros, seres alados entre flores de loto, una unión
hierogámica entre mortal y diosa, un banquete sacrificial antropofágico, jabalíes bifrontes y
monstruos serpentiformes…, tal vez episodios del ciclo de un héroe sorteando infiernos en busca de la
inmortalidad. Igualmente, como piensa Almagro Gorbea, la fiera actitud de los leones en clara función
apotropaica entronca con modelos del Mediterráneo oriental. El monumento es sin duda propio de la
tumba de un rey o príncipe; un varón que superaría los cincuenta años según el análisis de los restos
depositados en la pequeña cámara interior. El ajuar (con piezas de marfil, jarro de bronce y vasos
griegos, al menos una cílica para beber vino y un lécito para contener perfumes) permite datar el
enterramiento hacia el 500 a.C. No hay que descartar, como sugiere M. Bendala, la mayor antigüedad
del monumento en al menos un siglo, que sería así reutilizado con fines funerario-propagandísticos
[Fig.19]
Monumento turriforme de Pozo Moro (Chinchilla, Albacete)
[Fig. 20] Reconstrucción del monumento turriforme de Pozo Moro, según M. Almago Gorbea
por un régulo ibérico. La magnificencia de la torre y la simbología mítica de sus imágenes son el
perfecto envoltorio para rememorar al difunto como a un héroe, casi sacralizándolo, así como para
legitimar el poder de sus herederos o sucesores. Parece obvio, además, que al ocupar una posición
nuclear dentro de la necrópolis, sobre un pavimento de guijarros en forma de lingote o piel de buey, la
torre fundamenta cronológica, espacial y jerárquicamente al resto de enterramientos que se datan entre
los siglos v-iii a.C. El que Pozo Moro se ubique estratégicamente en una encrucijada de caminos
podría entenderse también como una forma de control o delimitación territorial por parte del linaje
dinástico que lidera aquella comunidad.
2) Pilares-estela
De similar factura que las torres pero de menor tamaño, se trata de pilares lisos o decorados
levantados sobre bases escalonadas. Su elemento más distintivo es el capitel decorado con moldura de
gola, ovas y elementos vegetales, que sostiene en
[Fig. 25] Desarrollo figurativo de una cerámica de El Tossal de San Miguel de Liria (Valencia), con
desfile de jinetes y guerreros a pie
funerarios de Osuna, reutilizados luego como sillares en la muralla romana, anuncian por su
armamento y estilo la existencia de una infantería regular íberoromana. Especialmente los guerreros
del denominado conjunto B, fechado a inicios del siglo i a.C., a los que vemos avanzar en línea
uniformados con túnica corta, cinturón y sandalias, equipados con caetra y espada o lanza.
Se infiere de lo anterior que, en los territorios más urbanizados del Sudeste y Andalucía, pudieron
desarrollarse en momentos del ibérico final batallas en campo abierto con tropas alineadas o
estructuradas según patrones cívicos, no necesariamente numerosas. En cualquier caso la táctica
habitual desplegada por los íberos y otras poblaciones peninsulares está más próxima al concepto de
razia, ataque sorpresivo o expedición de castigo, huyendo del enfrentamiento abierto a gran escala; un
carácter endémico más acusado en los pueblos del interior, como observaremos más adelante (vid.
vol.II, I.2.7.7).
Entre los íberos la guerra es una acción estacional y relativamente breve, desde la primavera hasta la
época de cosecha, que tiene como fin principal el saqueo de campos de cultivo, el incendio de aldeas y
la captura de cosechas y ganado. Lo que se completaría con otras formas de botín como riquezas
mueble o prisioneros. El combate está protagonizado por infantes ligeramente armados que luchan
cuerpo a cuerpo en orden abierto y a veces en formación. La caballería no existe como tal hasta la
Segunda Guerra Púnica, y por influencia de las tropas cartaginesas. Más que una unidad táctica o
militar es el medio de desplazamiento de la nobleza ibérica al campo de batalla, una suerte de
infantería montada pues, en realidad, la lucha se hace a pie o corriendo, no desde el caballo. Aunque
resulta difícil establecer estimaciones cuantitativas para la Hispania antigua, se ha propuesto que
hacia el siglo iii a.C. un oppidum de cierta entidad podía disponer de hasta 500 hombres en armas,
mientras que el contingente de todo un territorio étnico o populus alcanzaría los 3.000 guerreros
incluidas clientelas militares. Cifras que se incrementarían sensiblemente en el caso de ejércitos
confederados integrados por distintos pueblos aliados, o unidos por lazos de dependencia, como los
que citan las fuentes en el contexto de la Segunda Guerra Púnica, que podrían superar los 20.000
efectivos.
I.1.9.2 El mercenariado
La práctica del mercenariado (la prestación de servicios militares a un poder extranjero a cambio de
un estipendio; vocablo que curiosamente no consta en el Diccionario de la Real Academia Española),
entre los íberos, está atestiguada desde al menos inicios del siglo v a.C. en distintos escenarios del
Mediterráneo. En la batalla de Himera del 480 a.C., por ejemplo, librada entre púnicos y griegos
siracusanos, huestes ibéricas participan como mercenarios de los primeros (Diod., 13, 54, 1 y 56, 2).
Se trata probablemente de íberos del sur y sudeste reclutados en ciudades de raigambre púnica como
Gadir, Ebuso, Baria, Abdera o Salacia ( vid. vol.I, II.4.1.2). Además de en los ejércitos cartagineses,
desde el siglo v a.C. hasta el final de la Segunda Guerra Púnica (202 a.C.) los íberos luchan también al
servicio de algunos estados griegos de Sicilia, Magna Grecia e incluso del Egeo. Y desde finales del
siglo iii a.C. al lado de los romanos como aliados o mercenarios, cuando la Península se incluye en el
horizonte de sus intereses imperialistas. La Segunda Guerra Púnica es, de hecho, un momento clave
para la expansión del mercenariado entre los pueblos hispanos; íberos, celtíberos y lusitanos, además
de baleáricos. Tanto a través de levas obligatorias como mediante el pago de soldada. La forma de
combatir de estos mercenarios en los ejércitos extranjeros era la característica de cada pueblo,
componiendo unidades heterogéneas con guerreros que emplean sus propias tácticas, armas,
emblemas y vestimentas.
El mercenariado es un fenómeno especialmente interesante, pues confluyen en él una serie de factores
socioeconómicos, políticos y culturales. Es cierto que representa, como tradicionalmente se piensa,
una salida para los individuos más desfavorecidos sin posibilidades de promoción en sus
comunidades. En este sentido, el mercenariado diagnostica la desigualdad socio-económica del mundo
ibérico y las difíciles condiciones de vida en los estratos inferiores de la población. Pero entenderlo
siempre o exclusivamente así parece una explicación en exceso simplista. El ejercicio de las armas es
sobre todo una expresión de poder, como ya hemos referido y referiremos para el caso de la Hispania
céltica (vid. vol.II, I.2.7.7). Así, la proverbial fuerza guerrera de los íberos o celtíberos a ojos de las
fuentes clásicas puede traducirse en la necesidad para los estados en expansión del Mediterráneo
occidental de contar entre sus filas con el concurso de jefes guerreros. Y más aun, de su abultado
séquito de clientes y devotos, diestros en el manejo de las armas y perfectamente adaptados a la lucha
en terreno hostil. Con otras palabras, las unidades mercenarias no responden –no siempre al menos– al
perfil de hombres descarriados o carne de cañón: se aproximan más al de cuerpos de élite que
encuentran en la guerra exterior un revulsivo de su poder. ¿En qué forma? A través del prestigio y las
riquezas materiales que como compensación o beneficio les reporta su servicio de armas. Pagos en
moneda o joyas, entrega de tierras, obtención de gloria y a veces derechos de ciudadanía, son
importantes alicientes para el reclutamiento de soldados. Así, al menos, hasta finales del siglo iii a.C.
toda vez que desde entonces, con la victoria de Roma sobre Cartago, el reclutamiento de hispanos por
parte del ejército romano obedece fundamentalmente a una política anexionista, por tanto impositiva,
y no a una estrategia de diplomacia guerrera como lo era antes. También hay una lectura endógena del
mercenariado. A juicio de F. Gracia y otros autores, la contratación de mercenarios sería igualmente
resultado de los conflictos internos que viven las sociedades ibéricas en momentos de convulsión o
crisis política; lo que provoca que los régulos y grandes aristócratas tengan que buscar apoyos
militares fuera del ámbito de sus propias comunidades. Esto se relaciona, por otra parte, con el
proceso de afianzamiento de estructuras estatales en los territorios ibéricos.
Volviendo al particular periplo de los mercenarios ibéricos por el Mare Nostrum, un tema interesante
es el de su papel como vehículos de aculturación. A. García y Bellido se había referido hace ahora
setenta años a este particular, considerando que, en efecto, los guerreros ibéricos regresados a sus
patrias habrían contribuido a su desarrollo global al introducir en ellas conocimientos, experiencias y
fortunas aprehendidas de su estancia en los países donde prestaron armas, particularmente en el
civilizado mundo griego. La tesis (que salvando las distancias recuerda el “aprendizaje” que para los
quintos de las áreas rurales de nuestro país representaba décadas atrás realizar el servicio militar lejos
del hogar), sin duda sugestiva, es de difícil comprobación. Al margen de otras consideraciones, no
debieron ser muchos los soldados que consiguieran volver a sus comunidades. Conviene por ello
matizar la valoración de los mercenarios como agentes de helenización, tal como propone F. Quesada,
lo que no significa negar que a través del mercenariado pueda explicarse la presencia puntual de
objetos importados (monedas griegas, trofeos de guerra, armas exóticas) en algunos contextos
ibéricos, como también ocurre en la Galia o en Celtiberia.
[Fig. 27] A la izquierda, Dama oferente del santuario de El Cerro de los Santos (Montealegre del
Castillo, Albacete)
[Fig. 28] Arriba, Exvotos de bronce del santuario de El Collado de los Jardines (Jaén), representando a
jóvenes guerreros desnudos
varios mantos) y elaborados tocados (velos que caen sobre los hombros, trenzas terminadas en joyas,
mitras y rodeles, collares de varias vueltas), y algunas portan vasos de ofrenda en forma de cáliz
sujetos con ambas manos. En opinión de M. Ruiz Bremón los vasos podrían contener aguas y sales
terapeúticas de manantiales de los alrededores, ricas en sulfato y magnesio. Lo que a título de
hipótesis cabría relacionar con las propiedades curativas de la divinidad, representando así los vasos
su atributo más distintivo. Las damas sedentes apoyan sus manos sobre las rodillas y todo parece
indicar que personifican a las mujeres de mayor edad y rango. Algunos varones visten toga o pallium,
lo que señala un ambiente romanizador y una data tardía de las esculturas, la mayor parte del ibérico
final (siglos iii-ii a.C.).
También en el santuario de Torreparedones, como ya se dijo, se ofrendan figurillas humanas en caliza
muy esquemáticas y toscas. Algunas imágenes femeninas llaman la atención por sus cabezas grotescas
y enormes ojos, mostrando una actitud orante y oferente, tanto de pie como sentadas; estas últimas
podrían ser representaciones de la divinidad. Exvotos similares se han hallado en el santuario de La
Encarnación, en Caravaca (Murcia).
[Fig. 29] Exvoto de bronce
del santuario de Castellar de Santiesteban (Jaén), representando a una orante con los brazos extendidos
Los exvotos de bronce son muy característicos de los santuarios de Despeñaperros, en especial
Castellar de Santiesteban y El Collado de los Jardines (vid. vol.II, I.1.10.3), donde aparecen por
millares; y de otros lugares como el santuario de la Luz en Murcia y Alarcos en Ciudad Real. Han sido
estudiados por G. Nicolini y más recientemente por L. Prados. Realizados a la cera perdida en talleres
in situ, estas figurillas de reducido tamaño representan hombres, mujeres, partes anatómicas, carros y
animales. También varillas con la forma esquematizada de orantes. Abundan imágenes de guerreros
portando cinturón y armas (caetra, puñal, falcata o lanza), a veces a caballo, tanto vestidos con túnicas
cortas como desnudos y con el sexo erecto; una forma de presentarse ante la divinidad en su pleno
vigor y pureza. Constituirían, tal vez, la ofrenda de jóvenes que acceden a la comunidad de los adultos
a través de un rito de paso o iniciación guerrera; en este sentido la figura del guerrero –la expresión de
las armas en realidad– simbolizaría la entrada del individuo en el nuevo grupo de edad y la
consecución de derechos propios. Ello requiere de una sanción divina de la que los exvotos serían su
particular apelación o complacencia. Otras figuras visten largas túnicas y mantos, y llevan la cabeza
rasurada: un afeitado ritual que identificaría acaso la función sacerdotal, igualmente aplicable a
algunas cabezas masculinas del Cerro de los Santos. Volviendo a los exvotos de bronce, las imágenes
femeninas van ataviadas con tiaras y velos, y muestran generalmente una actitud de súplica o plegaria.
En ocasiones sujetan como ofrenda un ave, un pan, una fruta o un vaso, sobre todo las figuras del
Collado de los Jardines. La expresividad ritual se refleja en gestos como la disposición de los brazos
alzados sobre la cabeza o extendidos hacia el frente con las palmas abiertas, en ocasiones cruzados
sobre el pecho en actitud de oración o caídos en paralelo al cuerpo. Otros detalles de ritualidad son los
pies descalzos, las orejas de desproporcionado tamaño (con una incisión en el oído para recalcar la
escucha y el diálogo con el dios) o los ojos salientes y el mentón destacado en ademán de elevar el
rostro hacia la divinidad. Como en tantas otras religiones paganas y cristianas, las ofrendas
anatómicas en forma de brazos, manos, piernas, falos, ojos, dentaduras o pequeñas cabezas
esquemáticas, son una rogativa de curación o propiciación.
Finalmente, se dan también exvotos antropomorfos modelados en arcilla, como los interesantes
ejemplares del santuario de La Serreta de Alcoy. Realizados a molde en un taller local, reproducen
hombres y mujeres en edad juvenil. En especial las mujeres muestran cuidados atuendos y tocados
que, como las damas en piedra, incluyen diademas, rodelas, mitras y velos. Parecen representar a
jóvenes matronas devotas de una diosa de la fertilidad y los alumbramientos, como señala el hecho de
que las oferentes se lleven la mano al vientre o que la diosa sea una madre nutricia. En épocas tardías
los exvotos de bronce y terracota se “popularizan” con imágenes progresivamente de peor calidad y
tendencia abstracta o esquemática; ello refleja un cambio de clientela en los santuarios, tal vez un
aumento en el número de devotos o peregrinos, y una consiguiente generalización del fenómeno
religioso.
En relación con la organización de cultos y rituales, es muy probable que desde mediados del ibérico
antiguo existieran ya formas de sacerdocio organizado ligadas a la vida urbana y al funcionamiento de
los santuarios. Al menos en los territorios del Sur y Levante, más avanzados. Desde antes, en el
Periodo Orientalizante y durante el siglo vi a.C. se dan formas de poder teocrático en las que régulos y
príncipes denotan un carácter sacro monopolizando los cultos dinásticos en residencias regias o
santuarios preurbanos, según revelan lugares como Cancho Roano. En las siguientes fases de la cultura
ibérica la función sacerdotal se amplía y especializa, desvinculándose del poder político e
integrándose en el nuevo tejido ciudadano; su espacio es ahora el de los santuarios intra o
extraurbanos que proliferan a partir del siglo iv a.C. Como en otras culturas del Mediterráneo antiguo,
las comunidades ibéricas requieren de un clero intermediario entre los fieles y la divinidad, encargado
de regular los cultos. Recordemos que éstos son importantes elementos de identidad y articulación
social, especialmente en el espacio urbano. En cualquier caso el sacerdocio suelen desempeñarlo
individuos pertenecientes a grupos privilegiados, por tanto próximos a la élite política; parece
competencia de unas cuantas familias distinguidas en las que la función religiosa podría transmitirse
generacionalmente como sabemos ocurre en Grecia, Etruria o Galia. Entre sus competencias estarían
la organización de cultos y festividades, la realización de rituales de sacrificio y libación, la elevación
de plegarias, la interpretación de mensajes divinos a través de prácticas mánticas como la
ornitomancia, etc. Además de la guardia de los santuarios, que incluiría el control de ofrendas o
donaciones y el cobro de tributos.
Se señalaba más arriba que algunos bronces y esculturas denuncian por su aspecto y atuendo un oficio
sacerdotal. Especialmente los varones con la cabeza afeitada, velada o encapuchada, vestidos con
túnicas y distinguidos con una tira en la cabeza, collares y aros en la oreja. Igualmente un sacerdocio
femenino del que parecen participar algunas damas oferentes de El Cerro de los Santos. Es posible
asimismo que ciertas tumbas correspondan a sacerdotes o sacerdotisas habida cuenta de la presencia
en ellas de objetos rituales y de culto. Por ejemplo, la sepultura 20 de la necrópolis de Galera; ésta
contenía (además de dos aríbalos de pasta vítrea, un vaso griego y restos de vajilla de bronce) la
conocida damita de alabastro entronizada y rodeada de dos esfinges, identificada con Astarté; se trata
de una importación orientalizante anterior al enterramiento –de inicios del siglo v a.C.– para usos
libatorios, sin duda, al disponer la figurilla de un orificio en la cabeza por donde se vertería el líquido
que a través de los pechos caería en la palangana que sujeta la diosa en su regazo. ¿Un objeto ritual,
heredado y amortizado en la tumba del último sacerdote que lo empleara para la práctica religiosa?
Es plausible que en ciertos contextos la escritura fuera también una prerrogativa de la clase sacerdotal.
La necesidad de registrar los bienes de un santuario, de reglamentar himnos y liturgias o de consagrar
a los dioses siguiendo fórmulas específicas, explicarían la difusión de los signarios ibéricos. Es lo que
cabe aplicar a ciertas inscripciones en ofrendas u objetos rituales; tal vez invocaciones a los dioses
como recientemente se ha sugerido para la vajilla de plata de Abenjibre (Albacete), cuyos vasos
descubren líneas de escritura meridional finamente grabadas.
I.1.10.3 LOCA SACRA: los santuarios ibéricos
Entendidos como el lugar donde tiene lugar la comunicación entre los hombres y los dioses, los
santuarios revisten especial importancia. Constituyen un hito en la definición ideológica, social y
territorial de una comunidad. El aumento de trabajos arqueológicos en los últimos años y el progreso
general de la investigación protohistórica posibilitan que conozcamos hoy un buen número de ellos, de
distinta naturaleza y rango. Podemos establecer cuatro grandes categorías de santuarios que obedecen
a distintas pautas de organización –y cosmovisión– por parte de los íberos.
1) Espacios de culto dentro de viviendas o recintos comunitarios
Se corresponden con estancias a modo de capillas donde se registran depósitos de ofrendas, cenizas y
vajilla ritual en torno a altares, hogares y poyetes. De carácter familiar, gentilicio o dinástico, estos
cultos están dirigidos por patriarcas o jefes de clan, y se relacionan generalmente con divinidades
protectoras del grupo familiar o ancestros fundadores. Con distintos rasgos según regiones y tiempos,
están presentes a lo largo de la cultura ibérica en estructuras domésticas generalmente bien equipadas,
siendo el espacio ritual predominante en las etapas más antiguas. Entre otros objetos característicos
están, en los hábitat del Sudeste, Levante y Cataluña, los pebeteros o quemaperfumes con la imagen de
Deméter, lo que aboga por ritos de naturaleza agraria relacionados con la reproducción familiar. En tal
sentido hay que entender la realización de pequeños sacrificios animales de carácter propiciatorio,
sobre todo de ovicápridos, y la presencia de inhumaciones infantiles en el espacio doméstico como se
apuntó páginas atrás (vid. vol.II, I.1.7.4). Esto último no sólo implica un uso funerario diferenciado
para los menores que mueren antes de integrarse en la comunidad adulta, sin superar el vínculo
familiar directo; representa también un acto fundacional o auspiciador de la continuidad del grupo
familiar dentro de un ciclo de muerte y vida.
La presencia de cráneos humanos en viviendas, especialmente en algunos poblados catalanes, se ha
relacionado con cultos a los antepasados. Pero también con ritos decapitatorios de tradición celta
como indicarían los cráneos trepanados y clavados en la muralla de poblados indiketas como Ullastret
o Mas Castellar de Pontós.
2) Templos urbanos
Se identifican como tales los espacios de culto integrados en la trama urbana, recientemente
analizados por T. Moneo. Su existencia nos habla de una religión colectiva que supera el rango
familiar o dinástico, lo característico de buena parte de las comunidades ibéricas desde finales del
ibérico antiguo. Son, por tanto, una expresión del surgimiento de cultos oficiales o cívicos, abiertos a
la comunidad y relacionados con dioses tutelares de la ciudad. Cultos, en cualquier caso, bajo el
control de las élites de la ciudad, que rigen en ocasiones una participación clientelar. La extensión de
un sistema religioso basado en el templo se corresponde con una organización urbana fuerte y
dinámica que, como ya se indicó, adapta entre otros patrones mediterráneos la arquitectura religiosa y
la figuración antropomorfa del principio religioso. Desde el punto de vista arquitectónico los templos
urbanos pueden ser tanto unidades de habitación como, sobre todo, edificios independientes con una
estructura específica ajustada al uso ritual. Ello explica su división en varias estancias o capillas
destinadas al culto, al sacrificio o a la custodia de exvotos que se apilan en bancos y pozos de ofrenda
a modo de favissae; aunque los modelos arquitectónicos más sencillos no presentan
compartimentaciones internas. Los complejos religiosos,
[Fig. 30] Plantas de diferentes santuarios ibéricos, según F. Gracia y G. Munilla
además de almacenes y erario –como los de la Illeta del Banyets–, pueden incluir áreas de servicio y
residencia de la clase sacerdotal. Empero, la congregación de fieles y las ceremonias rituales también
tenían lugar en espacios abiertos al exterior de los templos.
Suelen emplazarse los santuarios urbanos en zonas elevadas y simbólicas definiendo una suerte de
acrópolis (Puig de Sant Andreu, Burriac, con dudas Cabezo de Alcalá de Azaila) o bien en puntos
nucleares (El Tossal de Sant Miquel de Liria) o estratégicos en la entrada del poblado (Cerro de las
Cabezas), o próximos al puerto (Illeta dels Banyets). Existe una amplia variedad de formas
constructivas, en general de poca monumentalidad y alejadas de la imagen clásica del templo
mediterráneo; si bien en época romana algunos santuarios ibéricos se reforman y dotan de prestancia
arquitectónica como ocurre en el Cerro de los Santos a fines del siglo ii a.C. o en La Alcudia de Elche.
Entre los tipos arquitectónicos más característicos podemos relacionar los siguientes: a) templos
exentos de planta rectangular o trapezoidal y entrada in antis o porticada, con al menos dos columnas;
así, el templo A de la Illeta dels Banyets, los del Puig de Sant Andreu en Ullastret, o El Cerro de los
Santos en ámbito extraurbano, este último con pronaos, naos y columnas de capitel jónico-itálico; b)
recintos sacros de planta cuadrangular con espacio abierto o temenos (templo B de Illeta dels Banyets,
La Alcudia); c) de patrón oriental y con patio interior (La Muela en Cástulo, Tossal de Sant Miquel de
Liria o Cancho Roano, este último en ámbito rural); d) santuarios en ladera (El Cigarralero, La Luz);
e) recintos comunitarios de carácter cultual (estancia A de La Ciutadella-Les Toixoneres, el espacio 4
del Puig Castellet); y f ) santuarios de entrada adosados a la muralla, tanto al interior (Cerro de las
Cabezas) como al exterior o extramuros (Torreparedones, con una sucesión de estancias-patio hasta
llegar a una cella con columnas sacras).
3) Santuarios extraurbanos y de frontera
Emplazados en espacios abiertos y jalonando caminos, denotan un carácter fronterizo al definir
límites de territorios políticos o constituir una sacralización de la frontera. Uno de los ejemplos más
interesantes estudiado en los años noventa es el santuario heroico de El Pajarillo (Huelma, Jaén),
varias veces aludido. Se sitúa en una zona de paso sobre una llanura de inundación en la cabecera del
río Jandulilla, sin hábitat inmediato; y consiste en una terraza con plataforma-altar y torre que exhibía
un magnífico conjunto escultórico. De él formaban parte las figuras de un guerrero desenfundando una
falcata oculta bajo el manto, y la de un joven desnudo del que sólo se conserva parte del vientre y
nalgas; ambos se enfrentaban a animales y seres fantásticos: al menos un lobo, dos grifos y dos leones.
En suma, una escena heroica de zoomaquia que remite al poder de un príncipe y su linaje sobre un
territorio, quizá recién colonizado, cuya frontera vendría definida y legitimada por el propio
monumento. Por el material arqueológico asociado el conjunto se fecha a inicios del siglo iv a.C.
Al señalar áreas de confluencia entre tribus, ciudades o estados, algunos santuarios se vinculan con
divinidades de alcance supraterritorial. Es lo que cabe suponer en El Cerro de los Santos, en
Montealegre del Castillo (Albacete). Situado a los pies de la vía Heraclea, en una encrucijada de
caminos sobre un terreno rico en pastos y aguas minerales, constituye un centro político-religioso de
probable carácter intercomunitario; al menos durante algún tiempo de su prolongada existencia, que
va desde el siglo iv a.C. hasta época altoimperial. Frecuentado por élites nobiliarias de territorios
aledaños, como reflejan sus exvotos de piedra, acaso fuera un lugar donde los círculos dirigentes
sellarían pactos, juramentos e incluso matrimonios al amparo de una divinidad benefactora.
Celebrándose al tiempo ferias e intercambios.
eduardo sánchez-moreno
[Fig. 31] Hipótesis de reconstrucción del sector central del santuario heroico de El Pajarillo, Huelma
(Jaén), según A. Ruiz y M. Molinos
[Fig. 32] Guerrero del conjunto escultórico de El Pajarillo, Huelma (Jaén)
En relación con esto último conviene recordar el destacado papel económico que desempeñan templos
y santuarios en tanto puntos de encuentro e interacción, lo que facilitan su posición estratégica y
carácter neutral. Autores como A.J. Domínguez Monedero hablan, así, de santuarios empóricos o
lugares de redistribución e intercambio bajo advocación religiosa; lo que pudieron ser Cancho Roano,
La Muela en Cástulo o los templos de la Illeta del Banyets, estos últimos en entornos urbano y
costero. En este sentido, hace ya varias décadas que J. Maluquer definió una “ruta de los santuarios”
que uniría la costa del sudeste con los distritos mineros del interior, desde el litoral murciano y a
través de Sierra Morena hasta el valle medio del Guadiana. Un camino natural articulado por
santuarios y reconocido arqueológicamente por la dispersión de exvotos de bronce y cerámica griega,
entre otros indicios. En cualquier caso los lugares de paso sacralizados son de muy distinta categoría:
desde una cueva, un vado o una confluencia fluvial, pasando por una cañada ganadera o un hito
fronterizo, hasta un puerto o promontorio marítimo.
4) Santuarios naturales
Entre otros escenarios agrestes y rurales destacan las llamadas cuevas-santuario, en uso desde tiempos
prehistóricos hasta la romanización. Se asocian a divinidades ctónicas y funerarias que habitan las
entrañas de la tierra, pero también de carácter salutífero o curativo al relacionarse algunas cuevas con
manantiales y fuentes medicinales. Son características del sudeste, del espacio oretano y sus
estribaciones hacia la Contestania. En Despeñaperros se emplazan las célebres cuevas de El Collado
de los Jardines y Castellar de Santiesteban (Santa Elena, Jaén). En estos santuarios (así como en el de
La Luz, en las inmediaciones de Murcia) proliferan los exvotos antropomorfos de bronce, (vid. vol.II,
I.1.10.2). La cueva es el espacio sacro donde reside la divinidad; pero el área religiosa se amplía con
el tiempo con instalaciones, edificios y terrazas para la práctica ritual y el depósito de ofrendas.
Algunos conjuntos se delimitan con un recinto perimetral, como ocurre en El Collado de los Jardines.
También en la región valenciana abundan los pequeños santuarios rupestres en zonas como Requena,
Millares o Gandía, que fueron estudiados por M. Tarradell y M. Gil-Mascarell. De hondo arraigo
cultural y relacionadas con corrientes de agua, en estas cuevas se recuperan formas cerámicas
asociadas a ritos de libación como cuencos, páteras y vasos caliciformes.
Cuevas y abrigos se ubican en lugares elevados con óptimo control del territorio circundante,
marcando igualmente áreas de dominio y, en el caso de los localizados en Sierra Morena, pasos
estratégicos entre la Meseta y Andalucía. En suma, se trata de santuarios establecidos sobre
emplazamientos naturales privilegiados.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Los últimos treinta años han supuesto una gran renovación en el estudio del mundo ibérico. Ello se
traduce en una amplísima proyección bibliográfica que va desde artículos especializados y memorias
de excavación a obras de síntesis y divulgación, pasando por estudios regionales o temáticos. El
incremento de trabajos de campo, el impacto de hallazgos como el monumento de Pozo Moro, la
Dama de Baza o los conjunto escultóricos de Porcuna o El Pajarillo, así como la actualización de
planteamientos teóricos y metodológicos, propicia desde los años setenta del siglo pasado la
celebración de congresos
(AA.VV., 1976-1978; AA.VV., 1986) y la edición de trabajos colectivos (AA.VV., 1981; AA.VV.,
1988). A estas obras de referencia han continuado otras más recientes. Junto a compilaciones
oportunas sobre distintos aspectos de la sociedad ibérica (Vaquerizo, 1992; Blánquez/Antona, 1992;
Olmos, 1992a), a inicios de los noventa ve la luz el libro de A. Ruiz y M. Molinos sobre el proceso
histórico del mundo ibérico (Ruiz/Molinos, 1993). Bajo un enfoque teórico y con atención a las
dinámicas territorial y sociopolítica, este innovador y dialéctico estudio renueva a fondo la imagen
tenida hasta entonces de los íberos y necesitada de revisión (Arribas, 1976). Para una aproximación
general son también de interés los volúmenes complementarios de exposiciones sobre la cultura
ibérica de la última década, como El mundo ibérico, una nueva imagen en los albores del año 2000
(Blánquez, 1995a) o, desde una perspectiva historiográfica, La cultura ibérica a través de la
fotografía de principios de siglo. Un homenaje a la memoria (Blánquez/Roldán, 1999). Pero sin duda
la muestra internacional Los Íberos, príncipes de Occidente, que recorrió las ciudades de París,
Barcelona y Bonn entre 1997 y 1998, marca un hito en la divulgación científica de la Protohistoria
ibérica, constituyendo el libro-catálogo que la acompaña un magnífico compendio del estado actual de
conocimientos y, por ello, una recomendable introducción (AA.VV., 1998). Igualmente lo son el
capítulo que F. Gracia y G. Munilla dedican a la cultura ibérica en el contexto de la Protohistoria
mediterránea (Gracia/Munilla, 2004), y dentro de la divulgación, la atractiva aproximación al paisaje
cotidiano de los íberos: Diálogo en el país de los íberos (Izquierdo et alii, 2004), ambos de reciente
aparición.
Como estudios generales, por último, en manuales y síntesis de la Iberia prerromana como Fernández
Castro, 1995, Belén/Chapa, 1997, Bendala, 2000, Almagro Gorbea, 2001 o Salinas, 2006, se hallan
buenos tratamientos sobre los pueblos ibéricos; mientras que para consultas de términos geográficos,
étnicos o de instituciones, los diccionarios de Pellón, 1997 y Roldán, 2006, resultan herramientas de
utilidad.
Desde 1994 se edita, por parte del Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad
Autónoma de Madrid, la Revista de Estudios Ibéricos (REIB), la primera publicación periódica y
científica dedicada monográficamente a la cultura ibérica (consultable on-line: http://www.ffil.
uam.es/reib/).
Pasando a trabajos más específicos y siguiendo el orden de los capítulos de este bloque, sobre el
concepto y la aplicación de los términos Iberia/íberos en las fuentes antiguas, véanse Domínguez
Monedero, 1983 y Cruz Andreotti, 2002; y sobre los etnónimos ibéricos y sus problemas de
definición, Moret, 2004. Con relación a los procesos regionales de etnogénesis en la Edad de Hierro y
la distribución de los pueblos ibéricos, aun necesitada de actualización, una completa visión de
conjunto sigue siendo Almagro Gorbea/Ruiz Zapatero, 1992. En lo tocante a la lengua y escrituras
ibéricas, dos buenas introducciones en Velaza, 1996 y de Hoz, 1998; sobre variantes lingüísticas y
epigráficas, más en detalle: de Hoz, 1993; 2001 y Panosa, 1999. Las inscripciones paleohispánicas han
sido catalogadas por J. Untermann en cuatro copiosos volúmenes, los Monumenta Linguarum
Hispanicarum (MLH), de los cuales el III se ocupa de las inscripciones ibéricas en territorio español
(Untermann, 1990; en alemán). La publicación periódica Palaeohispanica. Revista de lenguas y
culturas de la Hispania antigua (CSIC-Universidad de Zaragoza), da cuenta anualmente desde 2001
de las últimas novedades (estudios, inscripciones inéditas…) sobre las escrituras prerromanas.
En lo referente a poblamiento y territorio predominan los análisis regionales. Además de los distintos
trabajos reunidos en Almagro Gorbea/Ruiz Zapatero, 1992, cabe apuntar entre otros: AAVV, 1997a,
para la Andalucía occidental (la antigua Turdetania); López Domech, 1996 y Ruiz/Molinos, 2002, para
el alto Guadalquivir (la antigua Oretania); Sala, 1996, Abad/Sala, 2001, Grau, 2002 y Abad et alii,
2005 para la región alicantina (la antigua Contestania); Bonet, 1995, para el campo del Turia
valenciano (la antigua Edetania); Oliver, 1996, para las tierras del Maestrazgo en Castellón (la antigua
Ilercavonia); Beltrán, 1996, para el valle del Ebro aragonés; AA.VV., 1993 y Martín/Plana, 2001, para
el poblamiento y estructura territorial en las distintas comarcas catalanas; y Gailledrat, 1997, como
estudio amplio del Nordeste, desde el Ebro hasta el Languedoc-Rosellón francés, que puede
complementarse con la monografía de D. Garcia (2004) sobre los territorios del sudeste de la Galia,
hasta donde llega la cultura ibérica, o la más divulgativa de J. Sanmartí y J. Santacana (2005) sobre
los íberos en Cataluña.
Para una caracterización de los hábitat ibéricos, el urbanismo y la arquitectura doméstica, vide en
general: Gusi/Olaria, 1984 y AA.VV., 1994. Sobre los espacios públicos en la ciudad ibérica: Gracia,
2004. De los sistemas de defensa y fortificaciones en el mundo ibérico se han ocupado P. Moret
(1996; 2002) y F. Gracia (1998; 2000; 2003: 225-257); para el estudio de las torres de control y
fortines, desde una aplicación territorial, vide los trabajos presentados en Moret/Chapa, 2004.
En lo que respecta a las bases y recursos económicos, la obra más completa son las actas del congreso
dedicado hace unos años a la economía del mundo ibérico, Ibers: agricultors, artesans i comerciants
(Mata/Pérez Jordá, 2000). Más particularmente, sobre producción y exportación agrícola: Adroher et
alii, 1993; Gracia, 1995a, Buxó/Pons, 1999 y Pons et alii, 2001 (con especial atención a la economía
cerealística y a los campos de silos de la región catalana) y Uroz, 1999, para una visión general sobre
la agricultura ibérica, así como el ilustrativo libro de Chapa/Mayoral, 2007. Un producto de
importancia es el vino, del que cada vez hay más indicios de su temprana producción y
comercialización en Iberia; véanse en este sentido: Celestino, 1995 (y en especial: Gómez
Bellard/Guérin, 1995); Guérin/Gómez Bellard, 1999 y Juan Tresserras, 2000a; sobre sus implicaciones
socioculturales como elemento de prestigio: Domínguez Monedero, 1995a y Quesada, 1995. Con
relación a la producción y consumo de cerveza en la Protohistoria peninsular, Juan Tresserras, 1998;
2000b. De interés es el trabajo de A. Oliver (2000) sobre la cultura de la alimentación en el mundo
ibérico, donde se interrelaciona el registro económico de los alimentos (obtención, preparación,
conservación, transporte) con su uso social (consumos cotidianos, banquetes) y simbólico (ofrendas,
sacrificios).
El comercio es uno de los temas que más estudios ha generado en los últimos tiempos; así, sobre
estrategias de intercambio y rutas comerciales en la Iberia mediterránea: Domínguez Monedero, 1992;
1993; Gracia, 1995b y Sanmartí, 2000; y sobre las relaciones comerciales entre íberos y griegos y el
papel aglutinador de Emporion (Ampurias): Sanmartí, 1993. Pasando a la moneda, una panorámica
general sobre las acuñaciones de los íberos en García-Bellido/Ripollés, 1998; con más amplitud, el
estudio de las emisiones ibéricas en el contexto global de la Hispania antigua: Alfaro et alii, 1998
(capítulos 3 y 4). De utilidad es el completo diccionario de cecas monetales y pueblos hispanos, con
una síntesis sobre la numismática peninsular (García-Bellido/Blázquez, 2002).
Concerniente a la estructura social del mundo ibérico y aparte de obras generales referidas más arriba,
la atención principal se ha prestado a los grupos privilegiados; destacan en este sentido los ensayos de
A. Ruiz (1998; 1999) sobre la génesis y evolución de las aristocracias ibéricas. Las escenas
representadas en vasos cerámicos y la estatuaria heroica y funeraria son testimonios primarios para la
caracterización de las élites. Sobre la iconografía cerámica, reflejo del dinamismo social y del
universo simbólico de los íberos, véanse Aranegui, 1997, para las cerámicas de la región de Liria, y
los sugestivos análisis de R. Olmos sobre imaginería ibérica (1992a; 1996; 1999). Asimismo, Tortosa,
2006, con el estudio a fondo de estilos y grupos pictóricos de la cerámica contestana. Como
introducción a la escultura ibérica, García Castro, 1987 ofrece una visión resumida de las distintas
manifestaciones y significados; para un análisis más especializado: León, 1998. Sobre la escultura
humana en piedra: Ruano, 1987 y Ruiz Bremón, 1989. Más concretamente, sobre el conjunto de
Porcuna: González Navarrete, 1987; Negueruela, 1990; sobre la dama de Elche, pieza emblemática del
arte ibérico: Olmos/Tortosa, 1997; Ramos, 1997 y Rovira, 2006. La escultura zoomorfa ha sido
estudiada en profundidad por T. Chapa (1985; 1986). Para aspectos tecnológicos del trabajo
escultórico: Negueruela, 1990-1991 y Blánquez/Roldán, 1994.
El caballo es un animal de gran valor en la Edad de Hierro, asociado a las élites como atributo de
poder y prestigio; sobre su función social y guerrera: Quesada, 1997a y Almagro Gorbea, 2005; para
una visión más amplia, los distintos trabajos comprendidos en Quesada/Zamora, 2003. De gran
aprovechamiento es el portal en Internet: Equus. El caballo en la cultura ibérica http://www.ffil.
uam.es/equus/, resultado de las investigaciones desarrolladas por un equipo de la Universidad
Autónoma de Madrid dirigido por F. Quesada.
Sobre la mujer en el mundo ibérico: Izquierdo, 1998; Rísquez/Hornos, 2005 y Chapa, 2005; valorando
su importancia en las relaciones de parentesco y como instrumento diplomático en la Iberia
prerromana y la conquista: Martínez López, 1986; Sánchez-Moreno, 1997. En general, sobre la vida
cotidiana de los íberos, desde una aproximación antropológica (demografía, ciclo vital,
enfermedades): Ruiz Bremón/San Nicolás, 2000.
Respecto al mundo funerario, la bibliografía se ha multiplicado en los últimos años con el avance de
la investigación arqueológica. Mencionaremos por tanto trabajos de síntesis que sirvan de orientación
general al lector. Así, con especial atención a aspectos rituales, sociales y culturales de la muerte y sus
manifestaciones entre los íberos: Almagro Gorbea, 1978; 1993-94; Rafel, 1985; GarcíaGelabert, 1994;
Blánquez, 1995b; 1999; 2001 y Pereira, 2001; para un panorama sobre las necrópolis en las distintas
regiones ibéricas: Blánquez/Antona, 1992. Sobre la función funeraria de las esculturas zoomorfas:
Chapa, 1985; y de los seres fantásticos de naturaleza híbrida: Izquierdo, 2003. Sobre las inhumaciones
infantiles en el mundo ibérico: AA.VV., 1989 y Gusi, 1992. Deteniéndonos en tipos de enterramiento
específicos, sobre el monumento turriforme de Pozo Moro: Almagro Gorbea, 1983a; 1999; y el
estudio completo de su necrópolis: Alcalá-Zamora, 2004. Sobre los pilares-estela ibéricos: Almagro
Gorbea, 1983b; Izquierdo, 2000.
Por lo que hace a las formas de poder en el mundo ibérico, los distintos trabajos reunidos en Aranegui,
1998; Almagro Gorbea, 1996 y Ruiz, 1999, resultarán sin duda de aprovechamiento. Más
particularmente, analizando los signos de prestigio y distintivos de poder: Aranegui, 1996. Sobre el
concepto de realeza y las formas de monarquía y jefatura entre los íberos: Alvar, 1990; Muñiz, 1994;
Coll/Garcés, 1998 y Moret, 2002-03. La guerra en la Protohistoria y particularmente en el mundo
ibérico, es temática de renovada atención en los últimos años. El trabajo de conjunto más reciente es
el de F. Gracia (Gracia, 2003), al que complementan últimas contribuciones de interés: Moret/
Quesada, 2002 y Quesada, 2003. Sobre armamento destacan los numerosos trabajos de F. Quesada, de
los que seleccionamos ahora el dedicado a la falcata, el sable más característico de los íberos
(Quesada, 1992), y la voluminosa monografía sobre las armas en la cultura ibérica (Quesada, 1997b),
sin duda la obra más completa. Sobre el mercenariado ibérico: Quesada, 1994, además de los trabajos
anteriormente citados (en especial Gracia, 2003: 65-88), donde se recoge la bibliografía anterior.
Finalmente, tocante a la religión en el mundo ibérico, pueden consultarse panoramas generales en:
Blázquez, 1994a, 1994b, y otros trabajos de síntesis como Olmos, 1992b, Domínguez Monedero,
1995b (con especial atención a los santuarios) y Chapa/Madrigal, 1997, sobre el sacerdocio en el
mundo ibérico. En extenso: Moneo, 2003, la más ambiciosa obra sobre religiosidad ibérica abordando
el estudio conjunto de dioses, ritos y espacios sacros. Con relación a los lugares de culto, además de
los anteriormente citados: Aranegui, 1994; Vilá, 1994; Prados, 1994; Moneo, 1995; AA.VV., 1997b;
Almagro Gorbea/Moneo, 2002 y Gracia et alii, 2004. Más monográficamente, atendiendo a la
importancia de algunos santuarios a los que nos hemos referido en distintos momentos, sobre el
palacio-santuario de Cancho Roano –el análisis de los materiales y una valoración de su funcionalidad
ritual–: Celestino, 2003 [y en la Red: http://www.canchoroano.iam.csic.es]; sobre El Cerro de los
Santos, en último lugar: Sánchez Gómez, 2002 (el estudio de sus exvotos de piedra en Ruiz Bremón,
1989, y más recientemente Truszkowski, 2006); sobre el santuario heroico de El Pajarillo: Molinos et
alii, 1998; 1999. Por último, para los exvotos ibéricos de bronce, en último lugar: Prados, 1992.
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Capítulo segundo La Iberia interior y atlántica
En contraste con una Iberia meridional y levantina partícipe de corrientes mediterráneas modeladoras
de la cultura ibérica, las tierras del centro, norte y occidente peninsular desarrollan durante la
Protohistoria procesos históricos regionalizados de desigual ritmo. El carácter interior y
progresivamente alejado del Mediterráneo, y el condicionamiento de unidades de relieve como las
altiplanicies meseteñas, los rebordes montañosos y las dehesas occidentales, explican el
afianzamiento desde la Edad del Bronce de potentes sustratos prehistóricos en estas regiones.
Junto a la raíz autóctona, el segundo elemento clave en la etnogénesis de estas poblaciones son las
influencias llegadas tanto por vía continental como atlántica. Las primeras con especial incidencia en
la Cataluña interior, valle del Ebro y las Mesetas; y las segundas en el litoral cantábrico, noroeste y
franja atlántica desde Finisterre a Gibraltar, con extensiones hacia Extremadura y el occidente de la
Meseta. Tal y como refleja el poblamiento prehistórico, estos contactos arrancan de mucho antes (en
el caso de la interacción entre las fachadas atlánticas europeas, ya desde el III milenio a.C.) para
intensificarse en el I milenio a.C. Y adquieren diversas formas que van desde intercambios
comerciales –en especial, la circulación de metales por el Atlántico– a la llegada de gentes
centroeuropeas que, introductoras de nuevas lenguas y costumbres, se mezclan con grupos del interior
peninsular.
I.2.1 Campos de Urnas e indoeuropeización peninsular, un puzzle por
ensamblar
El fenómeno que llamamos indoeuropeización e identificamos con la cultura de Campos de Urnas
–Urnenfelder en la terminología alemana– (ca. 1200-750 a.C.), constituye un elemento clave en la
configuración de las poblaciones prerromanas del I milenio a.C. Ahora bien, ¿qué entendemos hoy por
indoeuropeización? ¿Cuál es el alcance de los Campos de Urnas peninsulares? Y por último, ¿qué
relación, si existe alguna, podemos establecer con los pueblos celtas históricos?
Durante muchas décadas la investigación española, a partir de los trabajos de P. Bosch Gimpera en la
primera mitad del siglo xx, explicó la llegada de gentes continentales a la Península Ibérica en
términos migracionales e invasionistas. Se hablaba de sucesivas oleadas de pueblos indoeuropeos que
atravesarían los pasos pirenaicos a partir del año 1000 a.C. y que, avanzada la Edad del Hierro, cabría
identificar con los celtas de las fuentes clásicas. Estas gentes habrían introducido en la Península el
ritual funerario de la cremación, la metalurgia del hierro y determinados tipos de cerámicas y armas
atestiguados ahora por primera vez. Y, en definitiva, habrían dado lugar a nuestros pueblos
prerromanos celtas. El progreso de la investigación en las últimas décadas invalida hoy esta lectura
pues, claramente, el registro arqueológico desmiente tales oleadas. Los grupos que penetran fueron
más bien escasos y no tuvieron un efecto rupturista o violento en el poblamiento local, que es
sustancialmente continuista. Y por otra parte, las novedades tecnológicas y culturales detectadas no
obedecen a una implantación sino a procesos de adaptación progresiva. Así, la interpretación
invasionista que tanto éxito tuvo hasta los años setenta del siglo pasado, se ha corregido a favor de
otra de carácter procesual e incidencia fundamentalmente cultural. Con relación a los Campos de
Urnas, hoy se habla de infiltraciones paulatinas de gentes que interactúan y se mezclan con los grupos
autóctonos desde al menos el Bronce Final. Esta aculturación de larga duración dará como resultado la
transformación de elementos indoeuropeos en realidades locales, las culturas del Bronce Final (ca.
1100-800 a.C.) y Primera Edad del Hierro (ca. 800-500 a.C.) en diversos marcos regionales, desde
Cataluña y el valle del Ebro en momentos más tempranos hasta la Meseta y las tierras del norte y
occidente tiempo después.
Entendido por tanto como proceso cultural, los principales indicadores del fenómeno Campos de
Urnas en la Península Ibérica serían los siguientes: a) el rito funerario de la incineración del cadáver y
su depósito en una urna dentro de un hoyo o bajo estructura tumular, algo desconocido hasta entonces
en el interior peninsular, trasunto probablemente de nuevas formas de espiritualidad que resultan
difíciles de desentrañar; b) los poblados con viviendas de planta rectangular dispuestas en torno a un
eje o calle central, a los que se asocian las necrópolis colectivas de cremación; y en relación con lo
anterior, c) nuevas formas de organización social y explotación del territorio. Igualmente serían
indicadores materiales artesanías y repertorios decorativos de cerámicas (por ejemplo las
acanaladuras y excisiones, para algunos autores), armas, objetos de adorno y utensilios de carácter
simbólico (como los morillos cerámicos asociados a hogares domésticos), definidores de nuevos usos
y estilos vinculados en última instancia con los Campos de Urnas.
Asimismo el aporte lingüístico indoeuropeo, y éste es un elemento tan capital como controvertido.
Parece que las gentes de Campos de Urnas hablarían lenguas indoeuropeas y que, en efecto, debieron
ser las introductoras de este tronco lingüístico en la Península Ibérica, del que derivarían diversas
hablas. No en vano la lengua es un criterio preferente en la distinción de las dos grandes áreas
culturales de la Protohistoria hispana según se viene considerando tradicionalmente: la ibérica o
mediterránea y la indoeuropea o interior, también llamada Hispania céltica, en la que entre otras
lenguas se hablaron el celtibérico y el lusitano (vid. vol.II, I.2.4.1). Marcadores lingüísticos de la
Hispania céltica son una serie de nombres de raíz indoeuropea, entre los más significados, como
propusiera J. Untermann, el sufijo –briga de muchas poblaciones, que en lengua celta significa “lugar
elevado” o “promontorio”.
Además de por un sustrato lingüístico deudor de Campos de Urnas, la Hispania indoeuropea se ha
querido definir en variables de tipo social e ideológico, tales como el predominio de estructuras de
tipo gentilicio o suprafamiliar, instituciones de carácter guerrero o formas rituales asociadas a
elementos de la naturaleza y ritos de paso. En opinión de M. Almagro Gorbea estas expresiones se
registran en muchos territorios europeos desde el Bronce Final, conformando un horizonte que este
autor denomina protocéltico. Dicho sustrato común evolucionaría en distintos procesos regionales
durante la Edad del Hierro y hasta la conquista romana. De ellos, uno de los más importantes en el
interior peninsular sería la celtiberización, entendida como la expansión de la cultura celtibérica por
los márgenes de la Meseta en los siglos iv- ii a.C. (vid. vol.II, I.2.3.1). Aunque sugestivo, este modelo
de celtización acumulativa (con “protoceltas” y “celtas”), intermitente y en mosaico, resulta algo
impreciso y no encaja bien fuera de la Celtiberia. La realidad parece más compleja y variada.
La introducción de las lenguas indoeuropeas en la Península Ibérica sigue siendo un debate abierto,
como lo es el de la indoeuropeización en general. Mientras la mayor parte de los lingüistas consideran
a las gentes de Campos de Urnas los primeros parlantes de indoeuropeo, desde una aproximación
cultural autores como M. Ruiz-Gálvez valoran la vía atlántica como medio de difusión de estas hablas,
haciendo del indoeuropeo una lengua vehicular para facilitar los intercambios. En los últimos años, a
partir del análisis toponímico, F. Villar defiende la existencia de un sustrato lingüístico indoeuropeo
anterior a Campos de Urnas extendido por buena parte de la Península, incluidas regiones luego
“iberizadas” como Cataluña, Aragón y Andalucía ( vid. vol.II, I.2.4.1). Tal panorama lleva a cuestionar
cada vez más el dualismo área ibérica versus área indoeuropea en la compartimentación lingüística de
nuestra Protohistoria, una división que parece excesivamente simplista. La sugerente pero
controvertida tesis de “indoeuropeos antes de los indoeuropeos” de F. Villar, renovando viejos
planteamientos de la Paleolingüística, encuentra acomodo en la teoría evolucionista propuesta hace
veinte años por C. Renfrew, en un libro en su momento revolucionario, Arqueología y lenguaje: la
cuestión de los orígenes indoeuropeos. Según el mismo, los indoeuropeos no llegarían al suroeste de
Europa a finales de la Edad del Bronce con los Campos de Urnas como siempre se ha pensado, al
menos no inicialmente; contrariamente, habrían permanecido en ella desde al menos el iv milenio
a.C., pudiéndose relacionar la llegada de las primeras lenguas y formas culturales indoeuropeas al
viejo continente con el proceso de expansión neolítica desde el Próximo Oriente y Anatolia.
En cualquiera de los casos, volviendo a la Protohistoria hispana, en sus distintos niveles y registros la
indoeuropeización es un complejo proceso que debe estudiarse en paralelo a las dinámicas históricas
de los territorios englobados en la Hispania céltica.
[Fig. 46]
Verraco de Miranda do Douro (Trás-Os-Montes, Portugal)
estructuras, en muchos poblados fortificados existen espacios interiores cercados y sin edificar
interpretados como rediles para la estabulación del ganado. Bien protegidas y a veces sobre terrenos
irregulares, estas construcciones sugieren un uso ganadero y defensivo más que habitacional, lo que se
adivina bien en núcleos vetones como Las Cogotas, La Mesa de Miranda o El Raso. La aparición de
verracos en la entrada de alguno de estos recintos podría considerarse un refrendo de lo mismo, como
propusiera hace años J. Cabré. Igualmente en los castros del Noroeste se reconocen círculos de piedra
con función de encerraderos de ganado que proliferan hasta época augustea. Otras estructuras
relacionables con el quehacer pecuario son las atalayas o torres vigías: complementando su función
demarcatoria, podrían actuar como puntos de control de rebaños dispersos en prados abiertos,
asociados a majadas, parideras y campamentos de pastores. A una escala doméstica hay que señalar
los corrales para el ganado menor –adosados a las casas y delimitados con muretes de piedra– que se
reconocen en muchos castros. Sin embargo, el estudio de los espacios ganaderos tanto funcionales
como defensivos es otra de las tareas pendientes en la arqueología de la Edad del Hierro. Su análisis
debe ponerse en relación con pautas de explotación y regímenes de propiedad ganadera, aspectos
claves para entender el modelo socioeconómico castreño apenas esbozado por la investigación. Sin
duda alguna la información arqueológica más directa y objetivable es la faunística; un registro en
cualquier caso incompleto al verificar sólo restos de consumo y no el total de la cabaña disponible en
un lugar y momento determinados. En líneas generales, haciendo una valoración conjunta de los
índices arqueofaunísticos de yacimientos enmarcados en la Hispania céltica, la cabaña mejor
representada durante el I milenio a.C. es la ovicaprina (Ovis aries, Capra hircus), que en muchos
casos supera el 60 por ciento de las muestras, seguida por este orden de bóvidos (Bos taurus), suidos
(Sus domesticus), équidos (Equus caballus), perros (Canis familiaris), asnos (Equus asinus) y aves de
corral (Gallus gallus domesticus), estos últimos muy residualmente. Oveja y cabra son especies de
gran rentabilidad por su aprovechamiento variado (lana y piel, leche y derivados, carne y manteca),
fácil alimentación y buena adaptabilidad a los ecosistemas serranos, en especial la cabra. La profusión
de este último animal en el paisaje hispanocelta se infiere, tópicos aparte, de la referencia de Estrabón
(3, 3, 7) a la importancia de su carne en la alimentación de los pueblos montañeses. Volviendo a los
taxones arqueofaunísticos, se detectan comportamientos diferenciados según tiempos y contextos. Así,
por comentar algunos datos de la Segunda Edad del Hierro, entre lusitanos, vetones y celtíberos el
ovicaprino tiende a desplazar al ganado vacuno, la especie más representada en momentos anteriores;
mientras que en el Duero medio los niveles de vacuno de yacimientos vacceos, al igual que en algunos
castros del Noroeste, se incrementan en el Hierro II. Otro dato a valorar es la mayor presencia en
general de animales adultos a finales de la Edad del Hierro y en época romana, lo que traduciría una
especialización ganadera sobre el aprovechamiento diversificado del animal y la prolongación de su
ciclo productivo, según lo apuntado. Cobra importancia en este sentido la explotación de recursos
como la lana especialmente en Celtiberia y Lusitania, atestiguada por otra parte en noticias como la
alta producción de mantos de lana, los célebres sagos, hasta el punto de que algunas comunidades
meseteñas los utilizan como unidad de tributo a Roma durante la conquista (vid. vol.II, I.2.6.2).
Asimismo, en relación con la rentabilidad de coberturas vegetales, la información arqueozoológica
relaciona la cabaña ovicaprina con latitudes en general más bajas que las correspondientes a la
ganadería bovina, que rige de ecosistemas más húmedos y de mayor masa vegetal.
De estos datos y en concreto del incremento del sector ovicaprino a lo largo de la Edad del Hierro,
parece fácil concluir que las comunidades de la Meseta y Occidente desarrollan patrones de ganadería
extensiva y que debió de ser corriente, por tanto, el pastoreo de rebaños de vacas, caballos y ovejas
con vistas a la explotación de productos secundarios, particularmente la lana. No obstante hay que
reconocer que la actividad pastoril es un opaco histórico pues no deja apenas huellas materiales ni
goza de la atención de los escritores antiguos, debido a los prejuicios culturales ya aludidos y al poco
interés que suscita hablar de lo más cotidiano. Por ello hay que acudir a testimonios indirectos, por
limitados que sean, para considerar la posibilidad de movimientos ganaderos en la Hispania céltica,
algo tan probable como difícil de documentar. Un ejemplo de ello lo tenemos en los grandes canes
tipo mastín identificados en los registros faunísticos de algunos poblados celtibéricos, a los que cabe
imaginar como perros pastores de rebaños paciendo al aire libre. En cualquier caso, en tiempo
prerromano los movimientos ganaderos cubrirían distancias de rango medio entre pastos
complementarios incluidos dentro de una región natural, con recorridos tanto longitudinales (norte-
sur) como transversales (este-oeste), lo propio de un modelo trasterminante. No se trata, pues, de la
trashumancia de larga distancia que luego sigue la Mesta medieval. La trasterminancia de marco
regional es la que representa y se amolda, por ejemplo, al poblamiento nuclear de los vetones
establecido a ambos lados del Sistema Central, con el aprovechamiento sistemático que las gentes
ribereñas del sur del Duero y del Tajo medio realizan de los pastos de verano de las sierras de Gredos,
Gata y Peña de Francia.
Por otra parte, la circulación semoviente tiene gran importancia en las redes de relación e intercambio
de los pueblos del interior. En primer lugar porque junto a los rebaños viajan mercancías que se
distribuyen a su paso: sal, lana y otros productos agropecuarios, artesanías, así como personas e
información oral. Y en segundo lugar porque estos recorridos se sirven de caminos naturales y pasos
estratégicos (vados fluviales, puertos de montaña) que son los ejes que articulan la comunicación y la
territorialidad de los espacios prerromanos. Así, algunas de estas rutas pecuarias dan asiento a
posteriores calzadas y cañadas. Además, la necesidad de proteger las reses y otras riquezas en
movimiento conlleva la aparición desde antiguo de cuadrillas guerreras que se desplazan con los
ganados. Probablemente algunos de los latrones o bandoleros lusitanos que dirigen razias contra
pueblos aliados de Roma en el siglo ii a.C., según el relato de las fuentes, correspondan en realidad a
pastoresguerreros guiando extensos rebaños por los territorios del Occidente peninsular. Por último, al
atravesar la jurisdicción de distintos castros, estos desplazamientos están sujetos a derechos de paso y
a la concesión de explotación de pastos y forrajes, esto es, a una serie de acuerdos y tributaciones
entre distintos poderes políticos. Se hace necesario por tanto el desarrollo de una diplomacia
instrumental, de unas fórmulas de interacción, entre las que los pactos de hospitalidad fueron uno de
los principales vehículos para afianzar lazos de solidaridad intergrupal (vid. vol.II, I.2.7.6). Con ello
se desmiente la supuesta anarquía y el estado de guerra constante entre estos pueblos, que impediría
según un convencionalismo historiográfico aún arraigado el desarrollo de relaciones interregionales
acordadas entre las élites, entre ellas las prácticas trashumantes.
En cualquier caso, en muchas aldeas y castros con suficiencia de pastos lo predominante es una
ganadería estabulada o de pastoreo local, complementada por la caza, la pesca y la apicultura. Estas
actividades desempeñan un destacado papel en la economía de subsistencia de la Edad del Hierro,
sobre todo en las zonas más aisladas y montañosas; mientras que en las regiones del litoral hay que
señalar la importancia del marisqueo, especialmente en las costas gallega y cantábrica. El ciervo, el
conejo, el jabalí y el corzo son las especies cinegéticas representadas en los registros
arqueofaunísticos, en los que también se detectan más minoritariamente el oso, el lobo y diferentes
aves: perdiz, grulla, avutarda, garza y ánades. Amén de su valor como recurso alimenticio, las pieles,
cueros, tendones y cornamentas (estas últimas para la elaboración de útiles y enmangues) de los
animales cazados son materias imprescindibles en la vida cotidiana de las poblaciones antiguas.
Sabemos muy poco sobre la práctica de la caza, que debió realizarse con distintas técnicas: acecho,
por persecución o mediante trampas; en algunos casos constituyó un rito de paso en el adiestramiento
de los jóvenes guerreros, y en otros, un escenario para la exhibición de la destreza y fuerza de los más
poderosos. En contextos fluviales, lacustres y marítimos, la pesca, tanto con trampas de mimbre como
con redes y aparejos con anzuelos de metal o hueso, está comprobada por la identificación en
yacimientos de especies como trucha, salmón, anguila, barbo o cangrejo de río. Y entre los moluscos,
almejas, mejillones, lapas, erizos y caracoles marinos. Los restos de conchas, espinas y caparazones se
acumulan en los célebres depósitos de “concheros”, muchos de los cuales se fechan ahora en la Edad
del Hierro y se relacionan con castros gallegos inmediatos, corrigiéndose anteriores dataciones
prehistóricas. Finalmente, aunque sin constatación arqueológica directa, la apicultura o más
propiamente la recolección de miel silvestre fue otra práctica habitual como se desprende de las
referencias a la abundancia de miel en la Celtiberia (Diod., 5, 34, 2). La miel se utilizaba como
edulcorante natural y para la elaboración de hidromiel (vino fermentado en miel) y otras sustancias.
Pasemos a la agricultura. Los cultivos de secano son los habituales en los paisajes castreños,
fundamentalmente cereales y leguminosas por ser más resistentes al clima frío y a los ásperos suelos
del interior. En valles y llanuras aluviales se practica la horticultura e incluso la explotación de ciertos
frutales (peral, manzano, localmente la vid). Los sistemas de cultivo variaron según regiones y
contextos. Barbecho y rotación debieron ser prácticas extendidas a partir de la introducción del arado.
Y mientras en la mayoría de poblados lo normal fue un policultivo complementario de la ganadería,
los suelos más aptos se reservaron para cultivos intensivos de cereal regenerados con la siembra
periódica de leguminosas. Una intensificación que en los campos vacceos del Duero central alcanzaría
cotas de producción excedentaria (vid. infra). Según revela la dispersión de pólenes y semillas, las
parcelas de cultivo se emplazan en los terrenos inmediatos a los asentamientos. Avanzado el tiempo,
durante el celtibérico final, los sistemas agrícolas alcanzan cierta complejidad en el valle del Ebro y la
Meseta con la puesta en funcionamiento de sistemas de regadío comunitario con usos más o menos
regulados. Es lo que constata epigráficamente el bronce latino de Contrebia Belaisca (Botorrita II),
estudiado por G. Fatás. Fechada en el 87 a.C. esta tabula recoge la sentencia del entonces pretor de la
provincia Citerior, Valerio Flaco, en un litigio entre dos comunidades del valle del Ebro, Salduie
(actual Zaragoza) y Allabona (tal vez Alagón, en la provincia de Zaragoza), sobre unos terrenos que
los alabonenses habían comprado a unos terceros, los sosinestanos, para hacer una acequia (rivom
facere); en el pleito actúan como jueces cinco magistrados de Contrebia Belaisca (actual Botorrita),
ciudad vecina de las anteriores en cuya curia se archivó el documento público. También algunos
enclaves vacceos dispusieron de canales y represas para el riego de cultivos de vega.
Las muestras paleobotánicas de yacimientos protohistóricos confirman la presencia de trigo en
distintas variantes (común, escanda, esprilla), cebada (vestida y desnuda), centeno, mijo y avena;
habas y guisantes entre las legumbres; y verduras y productos de huerta como la borraja, el apio, la
almorta o la zanahoria. Igualmente el cultivo del lino en determinadas zonas de la Meseta sur y
Extremadura, planta que junto a la lana es la principal materia para la producción textil. Los hallazgos
de pepita de uva y residuos de hidromiel (vino edulcorado con miel, a veces perfumado con rosáceas)
atestiguan el cultivo esporádico de la vid en algunos puntos de Celtiberia, como Segeda, y Lusitania.
Pero frente al vino, propio de las élites y destacada mercancía comercial (Diod., 5, 34, 2; Strab., 3, 3,
7), la cerveza era la bebida principal entre las gentes hispanoceltas. Denominada caelia o cerea en las
fuentes clásicas, la elaboración de maltas a partir de la fermentación de cebada o trigo previamente
tostado y molido está atestiguada desde el Calcolítico en algunos recipientes campaniformes. Y en la
Edad del Hierro fue una bebida profundamente asociada alethos guerrero, como indica el hecho de que
celtíberos y lusitanos salieran a combatir fortalecidos por el alcohol.
Por otra parte, la generalización de la metalurgia del hierro en la Meseta y otras zonas del interior
facilita el empleo de nuevas y más eficaces herramientas forjadas en hierro (vid. vol.II, I.2.6.2), lo que
traduce un notable aumento de la rentabilidad agrícola en las postrimerías de la Edad del Hierro y
durante la dominación romana, a la que contribuye también el empleo de abono animal gracias al
pastoreo de ovejas y cabras. Resultado de todo ello será una mejora en las condiciones de trabajo y en
la amortización del esfuerzo, y a la larga un cambio en las relaciones laborales con la “liberación”
progresiva de campesinos que dedican parte de su tiempo a tareas artesanales, al comercio y a la
guerra. Volviendo a las herramientas, entre el variado utillaje de siembra (azadas, picos, legones) y
siega (hoces, guadañas, podaderas, horcas), el arado con reja de hierro tirado por yunta animal se
convierte en el instrumento más operativo. Conjuntos de aperos agrícolas se han hallado en poblados
celtibéricos (Numancia, La Caridad en Caminreal), vacceos (Las Quintanas), cántabros (Monte
Bernorio) y vetones (El Raso, Las Cogotas), y en particular elementos metálicos del arado (rejas,
herrajes y vilortas) en distintos puntos de la Meseta. En las regiones del norte el uso de la reja
metálica parece más tardío y no se documenta hasta bien entrada la época romana. Papel clave en el
campo como fuerza de tiro, arrastre y transporte es el desempeñado por bueyes, caballos y asnos.
Según apuntan las fuentes, estos últimos alcanzaron gran fama en Celtiberia.
En las viviendas se recuperan con asiduidad recipientes para el almacenamiento de granos y líquidos:
ollas sobre alacenas y tinajas situadas en puntos frescos del hogar, particularmente en zaguanes y
bodegas. Además de despensas domésticas, en algunos poblados se han identificado almacenes
colectivos dado su tamaño y características constructivas, así como por la presencia de vasares y
recipientes con grano calcinado y depósitos de semilla. En suelos húmedos de la Hispania atlántica,
algunas de estas estructuras de almacenaje son sobreelevadas y recuerdan los hórreos de las comarcas
gallegas. Otro indicador del trabajo agrícola son los molinos pétreos de rotación, a partir de dos ruedas
circulares: fija la inferior y giratoria la superior, que es movida por un eje de madera. Están presentes
en prácticamente todos los ámbitos domésticos del Hierro II, lo que indica la generalización de una
molienda más avanzada en sustitución de los viejos molinos manuales de moledera y mortero. Se
relaciona ello con una mayor disponibilidad general de grano, frutos y semillas en las unidades
familiares, y con el predominio de una dieta vegetal de la que gachas, tortas y panes –tanto de harina
de cereal como de bellota– fueron consumos habituales. En este sentido, los análisis de residuos
(fitolitos) practicados en ocho molinos de Numancia indican que cinco se dedicaron a la molienda de
bellotas y sólo tres a la de cereal. Y, ciertamente, bellotas calcinadas aparecen en abundancia en los
hábitats de la Iberia céltica. Con cierta exageración propia de una lectura más cultural que rigurosa,
Estrabón se hace eco del destacado papel del fruto de encinas y robles en la alimentación de estas
poblaciones, dado su valor nutritivo:
“los montañeses, durante dos tercios del año, se alimentan de bellotas, dejándolas secar, triturándolas
y luego moliéndolas y fabricando con ellas un pan que se conserva un tiempo”
(Estrabón, 3, 3, 7)
El dominio de la dieta vegetal se infiere también, desde el plano funerario, del estudio de las
cremaciones. En el caso de la necrópolis celtibérica de Numancia, los isótopos óseos de
enterramientos fechados en los siglos iii-ii a.C. denuncian una presencia mayoritaria de componentes
vegetales ricos en magnesio y bario, con un peso importante de los frutos secos y escaso índice de
proteínas cárnicas, lo que contrasta con las referencias de las fuentes a la ingesta de carne por parte de
los numantinos (App., Iber., 54; Diod., 5, 34, 2). A tenor de estos datos cabe concluir que el patrón
alimenticio celtibérico se compone de cereales, legumbres, bellotas, bayas y tubérculos; mientras que
la carne fue un componente más excepcional asociado a los individuos de mayor rango. Así, junto a
bellotas y otros frutos del bosque secos (castañas, piñones, avellanas, nueces) y blandos (guindas,
madroños), es importante la recolección de bayas (frambruesa, grosella, arándano, endrina), hongos y
raíces, la de herbáceas comestibles (helecho, ortiga, berro) o para fines terapeúticos (valeriana,
tomillo, adormidera, muérdago o la famosa herba vettonica), y la de plantas aromáticas para usos
domésticos y rituales. Especies todas ellas que, corroboradas en registros arqueobotánicos de la
Meseta, Extremadura, Galicia y la cornisa cantábrica, hacen de la silvicultura un recurso básico en la
Hispania céltica.
Entre las poblaciones del interior, los vacceos del valle medio del Duero tienen una merecida fama de
pueblo agrícola. Durante la guerra celtibérica suministran trigo a las ciudades arévacas, en especial a
Numancia (App., Iber., 80-81 y 87), lo que explica la frecuencia de campañas romanas contra su
territorio para arrasar las tierras de labor, anular el abastecimiento a los celtíberos y apropiarse de las
cosechas. Es lo que lleva a cabo entre otros el gobernador de la Citerior, Galba, en el 151 a.C. tomando
las ciudades de Cauca, Intercatia y Pallantia tras devastar sus campos (App., Iber., 51-55) (vid. vol.II,
II.2.3.5). Así mismo, el déficit agrícola de cántabros y otros pueblos con territorios de accidentada
topografía justificaría los saqueos al fértil campo vacceo en busca de su grano; en ello insiste la
historiografía clásica que hace de estas acciones de rapiña sobre territorios pacificados y
supuestamente aliados de Roma, el casus belli de la conquista de los belicosos cántabros a finales del
siglo i a.C. (Floro, 2, 33, 46-47) (vid. vol.II, II.5.4.1). Ya antes, hacia el 220 a.C. la expedición de
Aníbal a la Meseta norte, donde somete las ciudades vacceas de Helmantica y Arbucala, pudo
motivarse en la obtención de excedentes agropecuarios con vistas a asegurar el abastecimiento de su
ejército ante la inminente campaña de Italia, al margen de otros pretextos (vid. vol.I, II.4.5.3.1 y
vol.II, II.1.2), como sugirió hace unos años A. Domínguez Monedero.
El potencial cerealístico de los vacceos descansa sobre un suelo muy próspero para las gramíneas
como es el de las comarcas sedimentarias del Duero medio, cuya explotación agrícola está bien
documentada desde la cultura de Soto de Medinilla del Hierro Antiguo. Siglos después, la puesta en
práctica de un modelo económico avanzado permitiría a las ciudades vacceas disponer de importantes
cantidades de cereal merced al desarrollo de lo que las fuentes clásicas describen como sistema
colectivista, y un sector de la historiografía moderna bautizó a inicios del siglo xx, no sin
anacronismos, como “comunismo primitivo vacceo”. La única referencia a este particular régimen
agrario es un conocido pasaje de Diodoro de Sicilia que dice así:
“El más culto de los pueblos vecinos de los celtíberos es el de los vacceos. Cada año se reparten los
campos para cultivarlos y dan a cada uno una parte de los frutos obtenidos en común. A los labradores
que contravienen la regla se les aplica la pena de muerte”.
(Diodoro de Sicilia, 5, 34, 3)
Como apunta M. Salinas, que se ha ocupado a fondo del tema, el texto de Diodoro se sitúa en el
contexto de una serie de utopías estoicas acerca de la ciudad ideal: un rasgo del pensamiento político
helenístico del que se hace eco este autor (vid. vol.I, I.1.4: Una amalgama narrativa: Diodoro Sículo).
No sería por tanto una noticia histórica en sentido estricto; en todo caso una recreación historiográfica
de un particular modelo agropecuario de gran rentabilidad en el territorio vacceo, acaso específico de
momentos críticos como el bellum numantinum, en que se requería incrementar la producción para
abastecer a las ciudades celtibéricas aliadas. Lo que parece claro es que a partir de la cita de Diodoro
no debe asumirse la propiedad comunitaria de todos los bienes, ni una sociedad vaccea igualitaria en
su conjunto, lo que desmiente el registro funerario al alumbrar tumbas con ajuares de muy distinta
categoría, como veremos (vid. vol.II, I.2.7.2).
Resulta harto difícil precisar regímenes de tenencia en la Hispania prerromana, pero es probable que,
dada la complejidad de estas sociedades, coexistieran propiedades particulares o familiares con otras
de titularidad pública a cargo de la comunidad política o ciudad-estado según los casos.
I.2.6.2 Los trabajos extractivos y las artesanías
Empecemos por la minería. Salvo en zonas con grandes veneros susceptibles de una explotación a
gran escala –en realidad pocas y localizadas–, la extracción mineral en época prerromana se limita al
beneficio local de pequeños afloramientos que, según la composición geológica del terreno, deparan
hierro, cobre, plata, plomo, zinc, oro, estaño y cinabrio; siendo habituales las formaciones mixtas de
galenas argentíferas (plata y plomo) y piritas (cobre y plata), y no tanto el mineral nativo. Apenas
contamos con indicadores arqueológicos de estos trabajos extractivos, con la excepción de algunas
herramientas mineras (mazas, percutores) o huellas de trabajo junto a las menas, de imprecisa
datación. El hierro se explotó especialmente en los rebordes del Sistema Ibérico (Moncayo, Sierra de
la Demanda, Sierra Carbonera, Sierra Menera, Sierra de Albarracín), muy ricos en minerales
metálicos con alto contenido férrico, y en puntos de la Cordillera Cantábrica, de los Pirineos, del
Sistema Central, de los Montes de Toledo y de las penillanuras salmantina y extremeña, junto al
cobre, la plata, el zinc y el estaño. Otras minas abiertas desde la Protohistoria se conocen en Logrosán
(Cáceres) –estaño–; Hoyo de los Calzadizos (Ávila) –cobre–; Peña Cabarga (Santander) y Sierra de
Ayllón (Segovia) –hierro–; La Nava de Ricomalillo (Toledo), El Cabaco (Salamanca), Camporredondo
y Compuerto (Palencia) –oro–; y Plasenzuela (Cáceres) o Valdeconejos (Zamora) –plata–. Por otra
parte, los ríos del Occidente y Norte peninsular, de gran potencial aurífero, arrastraban pepitas de oro
beneficiables mediante el bateo o lavado de aluviones fluviales. Esta sencilla técnica, de la que
participaban las mujeres (Strab., 3, 2, 9), está arraigada desde la Prehistoria en tierras de galaicos,
astures y lusitanos hasta el Tajo –el célebre aurifer flumen de los clásicos–, como muestran las
magníficas producciones de la orfebrería castreña. Y desde entonces se ha seguido practicando hasta
inicios del siglo xx en las cuencas de los ríos Sil, Miño y Narcea. Sin embargo no hay pruebas de que
la explotación de los depósitos auríferos en los ricos distritos galaico y astur fuese anterior a la
presencia romana (vid. vol.II, II.8.2.2).
La extracción de piedras para la construcción de murallas y viviendas, y en menor escala para la labra
de ruedas de molinos, esculturas y estelas funeraria, es otra actividad esencial. En las cercanías de los
poblados se explotaron canteras de piedra local, a veces localizadas en el interior de grandes oppida
como en Ulaca, donde son visibles los bloques de piedra a medio extraer. Habida cuenta de la
envergadura de las fortificaciones castreñas (vid. vol.II, I.2.5.3), el trabajo de los canteros y la mano
de obra invertida en las construcciones fueron sin duda importantes. E igualmente lo fue el de los
artesanos que al servicio de las aristocracias locales tallaron las esculturas de verracos y los guerreros
de piedra tan características de vetones y galaicos bracarenses respectivamente, o las fachadas
escultóricas de las saunas rupestres del Noroeste, las llamadas pedras formosas. En relación con estos
trabajos se han identificado herramientas como barrenas de cantero, cuñas, punteros, cinceles y
escoplos.
Otro destacado recurso extractivo es la sal. Este compuesto mineral resulta esencial como conservante
natural, en el procesado de alimentos, en aplicaciones tecnológicas (desde la metalurgia al curtido de
pieles o al tinte de tejidos) y en remedios medicinales. Pero, ante todo, es imprescindible en la
alimentación de personas y ganados: el organismo requiere una cantidad mínima de sodio, que en los
animales domésticos equivale al 2 por ciento del peso de su materia seca. En varios puntos del interior
y de las estribaciones cantábricas se conocen minas de sal gema (Cabezón de la Sal en Santander,
Aranjuez en Madrid) y salinas lacustres terciarias, especialmente en el valle del Ebro, en la Meseta
oriental (Sigüenza) y en la cuenca del Duero (Villafáfila y Oteros de Sariego en Zamora, Medina del
Campo en Valladolid), con señales de explotación en la Edad del Hierro. La localización de
asentamientos celtibéricos junto a manantiales salinos indica un control en la explotación de este
producto, como revelan los trabajos de J. Arenas en el sector meridional del Sistema Ibérico. Mientras
que en el litoral atlántico es probable que salinas marinas como las de la desembocadura del Tajo-
Sado (en particular las de Alcácer do Sal, la antigua Salacia) fueran beneficiadas desde antiguo por
indígenas y fenicios asentados en la costa. La explotación salinera se realizaría probablemente tanto
por evaporización como por cocción de la salmuera en recipientes cerámicos de los que se han
recuperado algunas muestras. La sal es en uno de los más importantes bienes de intercambio dada su
demanda en zonas deficitarias, especialmente para el quehacer ganadero, siendo un producto que
circula en las redes interiores junto a los rebaños y otras riquezas móviles. Eso la convierte en
apreciado botín y objeto de expediciones de asalto de indígenas, cartagineses y romanos, para los que
la sal es indispensable para la conservación de víveres y el sustento de la tropa.
Finalmente hay que mencionar también, dentro de las extracciones forestales, el aprovechamiento de
la madera de bosques y montes. Por un lado es el principal combustible para la alimentación de
hogares, piras funerarias, hornos domésticos y artesanales, y en el carboneo vegetal, trabajo
tradicional consisten en la quema de grandes cantidades de madera bajo túmulos de tierra. Además, la
madera es materia básica en la construcción de viviendas y en la fabricación de muebles, aperos y
armas. Así, encinas, pinos, quejigos y alcornoques en las tierras de la Meseta y Lusitania, robles,
hayas, castaños y abedules en las de Gallaecia y el Cantábrico, amén de una plétora de árboles de
ribera, son las especies más representadas en las muestras antracológicas de la Protohistoria. En no
pocos poblados se han encontrado hachas, sierras y podones para la entresaca y limpieza de los
bosques, y herramientas más específicas como azuelas, gubias o formones para el trabajo de la
madera.
Pasando a las tareas artesanales, la metalurgia –esto es, el proceso de reducción de minerales a
metales– es una actividad eminentemente local que se alimenta de pequeños talleres en un buen
número de poblados, o bien de artesanos itinerantes desplazados en radios comarcales para abastecer
las comunidades del entorno. Fundidores, herreros, plateros y orífices. Mejorando los procesos
tecnológicos de la Edad del Bronce, el trabajo del bronce, la plata y el oro alcanza un importante
desarrollo en la Hispania céltica; especialmente la plata entre celtíberos y vacceos y el oro entre
galaicos, astures y vetones. Restos de crisoles, vasijas-horno, moldes y fundiciones domésticas, así
como ciertas herramientas (buriles, punzones, buterolas) recuperadas en el interior de los hábitat, dan
cuenta del desarrollo de tales actividades. El bronce fundido se emplea en la fabricación de objetos
(calderos, urnas) y un sinfín de adornos personales: fíbulas, colgantes, placas y pectorales, hebillas de
cinturón, báculos, agujas, pinzas, cadenetas…; así como en apliques y determinadas piezas del
armamento e instrumental laboral. Las fíbulas (una suerte de imperdiblesbroche para la sujeción de
prendas de vestir, con distintas formas y decoraciones) son las producciones broncíneas más
abundantes del atuendo personal; desde las más sencillas a las más elaborados y ostentosas, existe una
amplia variedad de fíbulas
[Fig. 47] Fíbulas de bronce de la necrópolis de Villanueva de Teba (Burgos)
(anulares hispánicas, zoomorfas, de torrecilla, de doble resorte, de pie vuelto, estilo La Tène…) cuya
seriación tipológica es, gracias a una dilatada tradición investigadora, un valioso elemento de datación
en las culturas de la Edad del Hierro. Pero, ante todo, fíbulas, broches de cinturón, placas y colgantes
dan cuenta del gusto de las poblaciones hispanoceltas por el ornato y la distinción.
En plata se realizan joyas entre las que las más logradas son los brazaletes (de distinta tipología, como
los espiraliformes, muy característicos de la Meseta), además de torques lisos o sogueados,
pendientes, colgantes, fíbulas, anillos, alfileres, bucles con remates zoomorfos, y piezas de vajilla
suntuaria o ritual que se descubren en conjuntos tan significativos como los hallados en la capital
palentina (Cerro de la Miranda) y Padilla de Duero (Valladolid). Estas manufacturas se decoran con
repujados y troquelados que combinan distintos motivos geométricos (triángulos, círculos, ondas,
espigados) y en ocasiones figuraciones zoomorfas. Sabido es que durante la conquista los
gobernadores romanos sustraen, fundamentalmente de la Citerior pero también de Lusitania, elevadas
cantidades de plata tanto en numerario tributado como en confiscaciones de joyas o lingotes para ser
refundidas. Esta abundante producción de plata consagra la imagen de una argentifera Hispania en las
fuentes grecolatinas (vid. vol.II, II.8.2.1).
Por su parte, la orfebrería áurea es una de las manifestaciones más representativas de la cultura
castreña del Noroeste, aunque también se dan interesantes producciones orfebres en los ámbitos
lusitano, vetón y céltico. Las principales joyas de oro son
[Fig. 51]
Moneda de plata de Sekaisa (Segeda: El Poyo de Mara, Belmonte de Gracián, Zaragoza), ca. 120 a.C.
en el anverso una cabeza masculina barbada o imberbe a veces con algún atributo (torques, diadema),
y en el reverso un jinete que según los lugares puede portar lanza, palma o estandarte, así como
marcas y variantes menores en cada una de las emisiones. Estas imágenes, que suelen interpretarse
como evocaciones de un héroe fundador o de una divinidad protectora, sirven también de propaganda
para las élites, proyectadas simbólicamente en ellas como enseñas y garantes de la comunidad
política. En concreto, el jinete monetal extracta brillantemente los valores de soberanía ciudadana
alcanzada por los enclaves celtibéricos. Al margen de la iconografía sin duda el rasgo más indígena de
las monedas son las leyendas escritas en celtibérico, una variante del signario ibérico levantino (vid.
vol.II, I.2.4.2). Estos letreros son de gran valor documental pues gracias a ellos conocemos cerca de 50
topónimos celtibéricos, en su mayoría nombres de ciudades o etnias, muchos de los cuales no están
constatados en ninguna otra fuente literaria o epigráfica, y permanecen aún sin localizar. La dispersión
de monedas con el nombre de la ceca y el estudio a fondo de sus tipos constituyen, en este sentido, las
principales vías para aproximarnos a su identificación geocultural. Fruto de una incipiente
romanización, desde finales del siglo i a.C. y en la centuria siguiente las leyendas indígenas van
siendo sustituidas por rótulos latinos, primero en emisiones bilingües y luego exclusivamente en latín
en las series cívicas de época imperial.
En el tiempo de emisión propiamente celtibérico (siglos ii-i a.C.), las cecas se concentran en el solar
de la antigua Celtiberia y más periféricamente en los márgenes de los territorios berón, vascón y
cántabro, y carpetano por el sur; un espacio extendido aproximadamente entre el valle del Ebro y el
río Pisuerga y entre las fuentes del Tajo y Navarra. Ninguno de los pueblos y ciudades de la Meseta
occidental, de Lusitania, del Noroeste o de la fachada cantábrica acuñan numerario propio, lo que
convierte a la amonedación en un elemento cultural típicamente celtibérico y urbano, con una difusión
paralela a la de la escritura. Sin embargo existen cecas celtibéricas fuera de los límites anteriormente
señalados. Un caso singular es Tamusia, localizada en Villasviejas de Tamuja (Botija, Cáceres), por
tanto en Lusitania, donde se estableció a principios del siglo i a.C. una comunidad de celtíberos que
durante algún tiempo emite una moneda muy similar a la de Segeda/Sekaisa, según el análisis de C.
Blázquez; en este mismo yacimiento cacereño se han encontrado varias téseras de hospitalidad
celtibéricas con referencia a Tamusia. Es probable que estos movimientos de gente obedezcan a la
puesta en explotación de distritos mineros de la Ulterior, en los que se emplearía mano de obra
desplazada de Celtiberia como piensan F. Burillo y M.P. García-Bellido con distintos argumentos; no
hay que descartar, sin embargo, que se trate del acuartelamiento de tropas romanas nutridas de
contingentes celtibéricos, que serían pagados con su propia moneda. Debe tenerse en cuenta que la
producción monetaria celtibérica no fue constante ni estacionaria, sino que estuvo ligada a coyunturas
determinantes que justificaron la apertura de talleres –muchas veces móviles– en tiempos de conflicto
o de demanda, mientras que en periodos estables no fue necesario acuñar regularmente.
La moneda es un elemento institucional que las ciudades celtibéricas emplean en pagos y ejercicios
fiscales relacionados con la administración romana. Pero junto a ese carácter “oficial”, con el tiempo,
ante la proliferación de cecas y la progresiva mercantilización de la economía, la moneda se
sociabiliza y amplía su radio de acción utilizándose cada vez más como instrumento de cambio en
transacciones cotidianas, especialmente los divisores de bronce. Unido a su valor intrínseco (a
diferencia de la actual, la moneda antigua vale el metal que pesa), esto explica la dispersión de
emisiones fuera de los límites de la ciudad-estado o entidad que acuña, usándose o al menos
atesorándose en territorios que jamás acuñaron. Por ello, porque la moneda amén de instrumento es
una unidad de riqueza fácilmente tesaurizable –en especial la de plata, más valiosa–, son
relativamente frecuentes los hallazgos de tesorillos de monedas y joyas, de los que son buenos
ejemplos los descubiertos en Driebes (Guadalajara), Salvacañete (Cuenca), Padilla de Duero
(Valladolid), Cerro de la Miranda (Palencia), Arrabalde (Zamora), Roa de Duero (Burgos) o El Raso
(Ávila). Forman parte de ellos denarios y ases de distintas cecas hispanas mezclados a veces con
numerario acuñado en Roma; y entre las alhajas, brazaletes, torques, arracadas y piezas fragmentadas
de plata. Tales ocultaciones –en la praxis, riqueza amortizada al quedar fuera de circulación– suelen
coincidir con momentos de inestabilidad y amenaza bélica. Y así, varios tesorillos descubiertos en
lugares de la Meseta (como los vacceos de Padilla de Duero, Palencia, Palenzuela y Salamanca)
corresponden al tiempo de las Guerras Sertorianas, un conflicto de notable impacto en las poblaciones
celtibéricas (vid. vol.II, II.3.3). De hecho, consta que Sertorio se apoyó en talleres locales para cubrir
sus gastos militares y administrativos. Para hacernos una idea de la dispersión de monedas atesoradas
bastará con recordar que el tesorillo de Palenzuela, con más de 2.500 piezas, contenía denarios de
quince cecas diferentes, siendo las de Sekoborikes, Turiasu, Baskunes y Bolskan las más
representadas.
[Fig. 58] Tésera de hospitalidad celtibérica en forma de mano, relacionada con Contrebia Belaisca
(Botorrita, Zaragoza). Se la conoce como “tésera Froehner” y se conserva en la Biblioteca Nacional de
París (Francia)
nombre del coleccionista que la legó–; según la reciente interpretación de F. Beltrán, Contrebia
Belaisca no sería la origo de Lubos sino la ciudad que firmaría el pacto con él, registrándose por tanto
el nombre de las dos partes del acuerdo. El término kar, que aparece con frecuencia en las téseras,
sería la expresión celtibérica de hospitalidad o pacto.
Es probable que algunas téseras tuvieran, además, una función de salvoconducto y sirvieran para
facilitar contactos a larga distancia. Acaso una suerte de permisos de paso, derechos o garantías para
la circulación de viajeros y mercancías por territorio ajeno. En tal sentido ciertos pactos de
hospitalidad podrían cobijar acuerdos económicos o territoriales entre individuos o comunidades de
diverso origen, entre ellos regulaciones ganaderas con vistas al desplazamiento de rebaños y al uso de
pastos de distinta propiedad. Recordemos que el ganado es la principal riqueza móvil y el pastoreo
trasterminante una importante actividad en la estructura económica de la Hispania céltica (vid. vol.II,
I.2.6.1). Para asegurar el tránsito y la alimentación de los ganados a su paso por diferentes
jurisdicciones políticas, o la compra-venta de reses y productos derivados, serían necesarios
instrumentos diplomáticos como el hospitium. Prácticas ganaderas y comerciales, por tanto, debieron
formar parte de un entramado de relaciones jurídicas de alcance interregional. Como defienden M.
Salinas, J. Gómez-Pantoja o E. Sánchez-Moreno en recientes estudios, en estas redes de interacción
las téseras (y otros sistemas de consigna) resultan mecanismos básicos en el establecimiento de lazos
de solidaridad intergrupal. En cualquier caso la naturaleza y el lenguaje de estos pactos fueron sin
duda plurales, dependiendo de las circunstancias de sus protagonistas y del contexto histórico de cada
tiempo y lugar.
Progresivamente, tras la conquista, la hospitalidad indígena se transmuta en variantes jurídicas del ius
hospitii hispano-romano. Es éste un efectivo y dúctil instrumento para la integración de gentes y
territorios en el nuevo paisaje político. Tales acuerdos toman habitualmente la forma de pactos de
patronato que, sujetos a normativa jurídica, se consignan detalladamente en placas de bronce con
formas homogéneas, denominadas tabulae, que desplazan a las antiguas tesserae. A través del
patrocinium individuos y comunidades de la Meseta y del Noroeste se vinculan a magistrados,
gobernadores, civitates o senados municipales. Éstos, convertidos en patrones, reciben su adhesión en
forma de unhospitium que podía renovarse, ampliarse a familiares y hacerse extensible a sucesivas
generaciones. Así, reconduciendo viejos lazos de fidelidad y clientela, las unidades indígenas y en
particular sus grupos dirigentes se van asimilando al nuevo orden. Los bronces latinos de Castromao
(Orense), Monte Murado (Pedroso en Vila Nova de Gaia, Portugal), Montealegre de Campos
(Valladolid) o el pacto de los Lougeiorum (El Laurel en Carbedo, Lugo), son buenos ejemplos de este
tipo de tabulae de hospitalidad y patronato datables en los siglos i-ii d.C. y recientemente catalogadas
por P. Balbín. Pero ya durante la conquista romana las fuentes dan cuenta de vínculos de naturaleza
personal; como la amistad clientelar establecida entre Escipión Africano y el princeps celtibérico
Alucio (Liv., 26, 50, 2-14), o el hospitium acordado entre Quinto Ocio, un legado del general Metelo, y
Pirreso, destacado guerrero celtibérico, después de vencerle en un duelo singular; un compromiso que
fue sancionado con el intercambio de regalos (Val. Max., 3, 2, 21).
El desarrollo del urbanismo y la aparición de la ciudad como espacio político suponen,
particularmente en la Celtiberia, el funcionamiento de instituciones de gobierno y magistraturas
cívicas desde al menos el siglo iii a.C. Al igual que en el mundo ibérico (vid. vol.II, I.1.8.3), los
sectores más influyentes de cada población conforman una aristocracia urbana que monopoliza los
órganos de representación de la comunidad. Por las fuentes de conquista, que aportan detalles
interesantes sobre la organización política y militar de las ciudades de la Meseta, bien estudiadas por
P. Ciprés y E. García Riaza, sabemos que existían dos principales órganos colectivos. Por un lado un
consejo reducido de notables o senado (denominado boulé por los autores griegos, senatus por los
latinos) compuesto por ancianos (maiores) y otros nobiles respetables. De marcado carácter
oligárquico, esta institución se encargaba de dirimir asuntos capitales como las declaraciones de paz o
guerra o la conclusión de alianzas; y dotada de alta competencia, podía asimismo actuar como tribunal
de justicia. Por otro lado, una asamblea popular de ciudadanos varones (ecclesia en los textos latinos,
plethos en los griegos) en la que era especialmente importante la voz de los iuvenes guerreros. No
están claras sus prerrogativas, que variarían según lugares y tiempos, pero es interesante advertir que
las decisiones de la asamblea en ocasiones se oponían a las del consejo de ancianos. Así, en el
transcurso del bellum numantinum, mientras los maiores de algunas comunidades son partidarios de la
negociación con Roma, los iuvenes abogan por la resistencia en armas. Un choque de intereses que
daría lugar a graves conflictos internos, como el incendio de la sede del senado de Belgeda por parte
de ciudadanos descontentos con su política vacilante (App., Iber., 100). Otro elocuente episodio es la
reacción de los ancianos de Lutia que, negando el auxilio a los numantinos solicitado por su jefe
Retógenes, delatan secretamente a Escipión el apoyo que en cambio sí están dispuesto a darles los
iuvenes de su ciudad, a quienes el general romano acaba cortando las manos en señal de castigo (App.,
Iber., 94).
Para el progresivo desenvolvimiento de la comunidad política se hace necesario, además, el concurso
de magistrados y funcionarios al servicio de las autoridades locales. Las fuentes mencionan cargos
unipersonales y colegiados elegidos por los órganos colectivos de la ciudad, habitualmente ocupados
por miembros de familias privilegiadas. Aristoi, nobiles equites y demás integrantes de las élites
urbanas. No sólo mandos militares como los representados por duces y otras jefaturas guerreas, de los
que ya hemos hablado (vid. vol.II, I.2.7.5); también y fundamentalmente magistraturas civiles. Entre
ellas, legados que firman acuerdos representando a su comunidad y embajadores destacados en
misiones políticas. Basten como datos, rastreando las crónicas de la guerra celtibérica, las comitivas
de belos, titos y arévacos recibidas por el Senado de Roma en el 152 a.C. a instancias del gobernador
de la Citerior, Claudio Marcelo (Polib. 35, 2; App., Iber., 49). O sin salir de Celtiberia, el heraldo de
Nertobriga cubierto con una piel de lobo que poco antes se había presentado al mencionado
gobernador para negociar la paz (App., Iber., 48); o los caballeros numantinos que “portando ramas de
suplicantes” solicitan ayuda a las ciudades arévacas (App., Iber., 94). La piel de lobo –como símbolo
de ferocidad o beligerancia–, las ramas de olivo –como señal de paz–, las coronas y guirnaldas –como
manifestación de buena voluntad–… pregonan los mensajes de los emisarios. Éstos se anunciarían
también con estandartes y demás emblemas identitarios para hacer explícita su condición de
delegados diplomáticos y/o de autoridades de la ciudad. Palmas, cetros, armas, clámides… son
algunos de estos atributos. Y no extraña verlos representados en las monedas celtibéricas que
empiezan a acuñarse a inicios del siglo ii a.C., singularizándose con estos atributos los jinetes
grabados en los reversos. Sabido es que la moneda, elemento institucional donde los haya, constituye
uno de los más claros exponentes de la eclosión de entidades cívicas en el mundo celtibérico, como se
ha comentado en otro lugar (vid. vol.II, I.2.6.4).
Igualmente lo es la epigrafía jurídica, un hábito ingénito a la ciudad-estado. Se consignan así por
escrito (primero en celtibérico, luego en latín), sobre láminas de bronce, leyes, acuerdos o arbitrajes
de incumbencia ciudadana que eran sancionados por las autoridades locales y luego expuestos
públicamente. El mejor testimonio de la complejidad alcanzada por las ciudades del valle del Ebro son
los bronces celtibéricos de la antigua Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza). Recuérdese que en uno
de ellos (Botorrita I) se lista una quincena de magistrados –si por tal entendemos el término bintis que
aparece detrás de cada nombre– que actuarían como garantes de las disposiciones (¿una ley sacra?)
redactadas en el anverso de la placa; mientras que el segundo (Botorrita III) recoge un abultado censo
de individuos de distinta extracción social y procedencia, participantes en un acto cuya naturaleza
desconocemos pero suficientemente importante como para merecer su pública exhibición (vid. vol.II,
I.2.4.2). De época ligeramente posterior (87 a.C.) y marcada influencia romana es el bronce latino
(Botorrita II o tabula Contrebiensis). Contiene éste la regulación de “un pleito de aguas” entre tres
comunidades vecinas (Alaun, Sosinesta, Salduie) y el fallo del tribunal compuesto por cinco
magistratus y un praetor de Contrebia Belaisca, a propuesta del mismísimo procónsul de la Citerior,
Valerio Flaco ( vid. vol.II, II.3.2). De carácter público, estos documentos se custodiaban en un archivo
o curia de la acrópolis de El Cabezo de las Minas (Botorrita), donde se han identificado edificios
públicos como el llamado horreum, de época celtíbero-romana.
Fuera de Celtiberia se atestiguan también magistrados, legados o testigos representando a sus
comunidades. Trátese de grupos familiares, entidades urbanas o territoriales, pues variadas son las
estructuras sociopolíticas de la Hispania céltica a finales de la Edad del Hierro. Bien lo prueban las
tabulae de hospitalidad a las que nos hemos referido más arriba, con la reiterada presencia de legati
que actúan como ejecutores o garantes del pacto. Los armisticios establecidos durante la conquista
romana con poblaciones locales o los tratados con gobernadores provinciales, que en Lusitania solían
incluir repartos de tierra a cambio del cese de hostilidades (App., Iber., 58-60), permiten observar
asimismo el avance de la diplomacia indígena y la notoriedad de algunas de sus instituciones. El
bronce de Alcántara es un brillante ejemplo. Firmada en el 104 a.C., esta deditio recoge las cláusulas
de rendición de los Seanos, habitantes del castro de El Castillejo de la Orden (Alcántara, Cáceres), al
gobernador de la Ulterior, Lucio Cesio (vid. vol.II, II.3.2); dichas disposiciones (la devolución de
prisioneros y caballos capturados por los primeros a cambio de recuperar su autonomía bajo tutela
romana) contaron con la aprobación del consejo de los Seanos y fueron ratificadas por al menos dos
legados locales, Creno y Arco. Obsérvese cómo consejeros y magistrados de una pequeña y
prácticamente desconocida población lusitana, capacitados por sus órganos competentes, son
interlocutores directos de la máxima autoridad romana en los confines occidentales del Imperium.
Las estrategias negociadoras, los ejercicios diplomáticos y las alianzas que las gentes indígenas
despliegan frente a Roma traducen, como vemos, un lenguaje político engranado y una alta capacidad
de acción. Especialmente entre celtíberos, vacceos y lusitanos. Ello se ajusta a un horizonte urbano
con sistemas de gobierno, instituciones y mecanismos de representación suficientemente
desarrollados, algo bien alejado de la estampa primitivista que las fuentes pintan de los populi
hispanos.
I.2.7.7 La guerra, del estereotipo al análisis interno. ¿Sociedades guerreras?
La belicosidad es el rasgo distintivo de los celtas de Iberia en el discurso historiográfico antiguo. En
especial de los pueblos más alejados y por ende los últimos en integrarse en el dominio romano, los
del Occidente y Norte. Son frecuentes en las fuentes referencias a la ferocidad, al latrocinio, al
armamento o a los rituales guerreros de vetones, lusitanos, galaicos, astures o cántabros. Y es que,
como es bien sabido y ya hemos comentado (vid. vol.II, I.2.3), el talante guerrero es un estereotipo
manejado por los clásicos para, contraponiendo la “barbarie” indígena a la “civilización” romana,
justificar ideológicamente el tiempo de la conquista. Así lo condensa Estrabón a propósito de los
indómitos pueblos del Norte y la acción benefactora de Augusto, responsable de su pacificación:
“pero su ferocidad y salvajismo no se deben sólo al andar guerreando, sino también a lo apartado de su
situación (…); actualmente padecen en menor medida esto gracias a la paz y la presencia de los
romanos, pero los que gozan menos de esta situación son más duros y brutales. (…) Ahora, como dije,
han dejado todos de luchar: pues con los que aún persistían en los bandidajes, los cántabros y sus
vecinos, terminó Augusto (…). Y Tiberio, sucesor de aquél, apostando un cuerpo de tres legiones en
estos lugares por indicación de Augusto, no sólo los ha pacificado, sino que incluso ha civilizado ya a
algunos de ellos”
(Estrabón, 3, 3, 8)
Ahora bien, ¿qué representa realmente la guerra y qué implicaciones tiene en las sociedades de la
Hispania céltica? Permítasenos en este punto una brevísima retrospectiva historiográfica del tema, que
siquiera como proemio pueda ilustrar al lector.
Desde la Antigüedad y hasta el positivismo decimonónico –pasando por el Humanismo y la
Ilustración–, la belicosidad prerromana se ha entendido en esencia como mal endémico o contra
natura del bárbaro: un comportamiento inherente a las sociedades primitivas o preclásicas, en
comunión directa con las fuentes grecolatinas que extractan tal imagen de barbarie. Esta lectura
moralista se transforma a finales del siglo xix en otra de carácter político que, acorde con las
corrientes de opinión de aquel tiempo, ensalza la hostilidad indígena como reacción al imperialismo y
expresión de libertad e independencia de los hispanos frente a Roma. Este ideario romántico-
nacionalista tiene en A. Schulten su último y principal representante, cuya influencia perdurará en la
investigación española hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xx. Se aboga a partir de entonces
por un diagnóstico socioeconómico de la guerra como respuesta al desequilibrio social y a la pobreza
derivada del territorio; con antecedente en las ideas regeneracionistas de J. Costa, en esta dirección
ahondan en las décadas entre 1950 y 1970 autores de la talla de A. García y Bellido, J. Caro Baroja o J.
Maluquer, y después, con enfoques complementarios, J.M. Blázquez, J.J. Sayas o M. Salinas. Estos
investigadores señalan la descomposición del sistema gentilicio y la fractura social como factores
desencadenantes del belicismo de celtíberos o lusitanos, que se vería acentuado por el expansionismo
romano desde el siglo ii a.C.
Sin desestimar algunas de las interpretaciones anteriores, en los últimos años el énfasis se ha puesto
en el sentido ideológico-ritual de la guerra. Las conductas bélicas funcionarían como una suerte de
iniciación o ritos de tránsito para los más jóvenes, además de como plataforma de poder y prestigio
para los jefes, en consonancia con la ética competitiva y el ideal guerrero propios de las sociedades
indoeuropeas (vid. vol.II, I.2.7.5). En ello insisten, con distintos postulados, M. Almagro Gorbea,
M.V. García Quintela, P. Ciprés, F. Marco o G. Sopeña. Es así como, formando parte de un código
biológico y heroico a un tiempo, habría que entender episodios como el robo de ganados o la
formación de bandas de jóvenes guerreros entre los lusitanos (Diod., 5, 34; Strab., 3, 3, 5), los duelos
de campeones o la exposición fúnebre de caídos en batalla para ser devorados por aves carroñeras (Sil.
Ital., Pun., ., 343; Elian., De Nat. An., 10, 22) (vid. vol.II, I.2.8.3).
En realidad estamos ante un fenómeno complejo del que participan distintos componentes. En lo
antropológico la guerra es una dinámica cultural enmarcada en unas coordenadas medioambientales e
ideológicas inmanentes a las poblaciones preindustriales. ¡En absoluto exclusiva de los celtas u otros
bárbaros de la periferia mediterránea! Tampoco se trata de una conducta marginal o enfermiza, como
a veces se ha pensado, sino de un elemento que articula y define a las sociedades protohistóricas como
se dijo al hablar del mundo ibérico (vid. vol.II, I.1.9), al asumirse como expresión de fuerza colectiva.
Si en lugar de observarla desde la alteridad distorsionada de los clásicos lo hacemos intrínsecamente,
desde dentro, es fácil concluir que la guerra es una actividad perfectamente adaptada a la estructura
social de las gentes de la Edad del Hierro. Y al tiempo un reflejo de su propia complejidad. Señalemos
algunas de sus principales connotaciones.
Por un lado, las acciones militares contribuyen al sostenimiento económico de un grupo al reportar
botines, anexiones territoriales o tributos sobre el vencido en forma de ganados, cosechas, riquezas o
prisioneros. En lo demográfico son un elemento de regulación posibilitando el traslado de gentes a los
nuevos dominios, trátese de aldeas conquistadas o de nuevas fundaciones, y evitando –la propia
mortalidad de guerra– crecimientos de la población que desequilibrarían la relación con el medio.
Además, como se ha apuntado en repetidas ocasiones, la guerra es un importante mecanismo de
afianzamiento sociopolítico en especial para los jefes, al constituir una plataforma de poder y
prestigio fuertemente imbricada de valores aristocráticos (vid. vol.II, I.2.7.5); sin dejar de ser una
fórmula de competitividad y cohesión social.
Finalmente y en comunión con lo anterior, la guerra constituye también un escenario de expresión
ritual. En las culturas prerromanas, muy claramente en la celtibérica y lusitana, los ideales masculinos
están fundamentados en una ética agonística o competitiva que hace de la vida del guerrero un modelo
a seguir; un ciclo que culminaría con la heroización del guerrero (con el alcance de la inmortalidad)
de por medio de gestas que van desde el coraje en la batalla hasta la ostentación del triunfo sobre el
enemigo, y desde el desafío individual a la muerte gloriosa, aquella que se produce combatiendo y
asegura el encuentro con los dioses. Este código heroico, aspiración de todo individuo que se precie,
es el que consagra al joven como guerrero y al jefe como campeón. De ahí que, al socaire de los
dioses, la actividad bélica se conciba como algo profundamente ritualizado (vid. vol.II, I.2.8.3). Así lo
ponen de manifiesto entre otros datos la parafernalia que siguen los guerreros con la entonación de
cánticos y la celebración de sacrificios previos a la batalla, por ejemplo; la inutilización ritualizada de
las armas en las tumbas –que se doblan o destruyen–; o el tratamiento funerario diferenciado que
reciben los caídos en combate, por citar algunos ejemplos (vid. vol.II, I.2.8.3). De igual forma,
también con una simbología heroica o casi religiosa deben entenderse ciertas imágenes de poder de la
plástica prerromana que ya han sido comentadas, caso de la estatuaria en piedra de los guerreros
castreños (vid. vol.II, I.2.7.5) o la efigie del jinete armado representada en estelas, fíbulas y reversos
monetales (vid. vol.II, I.2.6.4).
Con todo lo dicho, hacia un balance de fondo, no debemos considerar a las sociedades de la Iberia
céltica –con la excepción de algún caso extremo– como sociedades endémicamente guerreras si por tal
entendemos las definidas por una belicosidad racial o por castas militares que viven sólo por y para la
guerra, como cabría deducir de una lectura directa de las fuentes. (Adviértase que a ojos de los
observadores clásicos las expresiones guerreras de los hispanos presentan rasgos tan chocantes que
llevan a deformar su imagen). Se trata más bien de reconocer que, en sus múltiples implicaciones, la
guerra es un elemento cultural y una estrategia de interacción de primer orden. Como tal, trasluce el
grado de desarrollo y la capacidad organizativa de las poblaciones antiguas.
En este sentido, las formas de combate entre los pueblos del interior peninsular evolucionan a lo largo
del I milenio a.C., podríamos decir, desde un modelo aristocrático: la pugna entre jefes representando
a sus grupos gentilicios (entre los siglos
[Fig. 59] Detalle del llamado “vaso de los guerreros” de Numancia, con representación de un duelo
singular (Museo Numantino, Soria)
vi -iv a.C.), a un modelo cívico: el del enfrentamiento entre fuerzas integradas por los habitantes de un
castro o un territorio político (entre los siglos iii-i a.C., en contacto ya con el avance de las legiones
romanas). Los ritmos varían según tiempos, circunstancias y lugares, pero ésta sería la evolución de
fondo perceptible en las comunidades de la Meseta, particularmente entre celtíberos, carpetanos,
vacceos y vetones. Con un panorama progresivamente complejo y urbano, su organización militar no
diferiría mucho de lo experimentado por los iberos de Andalucía, Sureste y el Levante (vid. vol.II,
I.1.9.1). En las postrimerías de la Edad del Hierro, un castro de notable tamaño podría reclutar hasta
500 hombres en armas, cantidad que se multiplicaría en siete u ocho veces en el caso de bandas
integradas por las varias poblaciones comprendidas en los límites de una entidad política, o por
séquitos de clientes y aliados de distinta procedencia. De gran magnitud alcanzarían a ser los ejércitos
coaligados que hacen frente a cartagineses y romanos, como el de vacceos, carpetanos y olcades que
sorprende a Aníbal a su paso por el Tajo en el 220 a.C. (Polib., 3, 13, 8-14; Liv., 21, 7-16), o la
confederación de vacceos, vetones y celtíberos que en dos campañas consecutivas, las de 193 y 192
a.C., frenan el avance romano a la altura de Toletum, capital de los carpetanos (Liv., 35, 7, 8 y 35, 22,
8). Por no hablar de las cifras, sin duda exageradas, que los historiadores antiguos dan de los
contingentes celtibéricos; como los 35.000 guerreros reunidos en Contrebia en el 182 a.C., que
derrotados por Fulvio Flaco le entregan hasta 62 enseñas militares (Liv., 40, 30-33); los 20.000
infantes y 5.000 jinetes movilizados en Numancia en el 153 a.C. (App., Iber., 45); o los varios millares
en ciudades como Cauca, Intercatia o Pallantia (App., Iber., 52-54).
En el tránsito hacia ejércitos de ciudades y confederaciones étnicas, de los que nos hablan las fuentes
de conquista en los siglos ii y i a.C., aún permanecen como resabios de la ética heroica de momentos
anteriores los duelos personales entre un indígena y un romano. Las monomaquías eran provocadas
casi siempre por el indígena, como el joven vacceo que reta a Escipión Emiliano a un combate
singular ante las puertas de Intercatia (App., Iber., 53), o Pirreso, combatiente celtíbero “sobresaliente
en nobleza y valor” que hace lo propio con un legado de Metelo (Val. Máx., 3, 2, 21). El desafío en
duelos individuales, una verdadera institución entre los celtíberos, debió utilizarse para dirimir pleitos
y disputas. El conocido “vaso de los guerreros” de Numancia, datado a finales del siglo i a.C., plasma
sobresalientemente una triple escena de combate singular entre dos pugnantes: de la pareja mejor
conservada, el guerrero de la izquierda porta lanza, escudo redondo y casco con remate en forma de
ave, mientras que el de la derecha acecha con la espada al tiempo que sujeta dos lanzas con su mano
izquierda.
Otro destacado instrumento que denota la fuerza creciente de las comunidades prerromanas es la
caballería, esto es, el sector privilegiado de individuos que portan armas y disponen de caballo para la
defensa y sostenimiento de su ciudad. Como señalan M. Almagro Gorbea y otros autores, los equites o
caballeros son las flamantes oligarquías urbanas de finales de la Edad del Hierro. Un cuerpo social que
acaba conformando una unidad de élite –recuérdese que el caballo es un indicador de prestigio y el
jinete un emblema cívico, como anuncian las monedas celtibéricas (vid. vol.II, I.2.6.4)–, y una nueva
forma de lucha derivada de la acción de púnicos y romanos en el interior. Sin embargo, más que de
caballería habría que hablar de infantería montada pues hasta prácticamente el siglo ii a.C. los jinetes
meseteños y lusitanos, aunque hostigaban a sus enemigos y llegaban a caballo al frente de batalla,
luchaban a pie reforzando la infantería, que era la base de todo contingente armado. Concluida la
conquista, las fuerzas de caballería de celtíberos, lusitanos, vetones o cántabros, diestros jinetes según
propagan las fuentes clásicas, acaban integrándose en el ejército romano como cuerpos auxiliares,
prestando sus servicios en los límites del Imperio.
En cualquier caso, en buena parte de las regiones de la Hispania céltica, sobre todo en las más
apartadas y montañosas, las formaciones guerreras están lejos de ser fuerzas regulares y compactas
operando en campo abierto a la manera que lo hacen los ejércitos de las potencias mediterráneas del
momento. El predominio de terrenos accidentados sumado a otras variables culturales (cuadrillas de
pocos pero diestros combatientes adaptados al medio; captura de cosechas y ganado como móvil
habitual; empleo de armamento ligero; cierta indisciplina) determinan que, en la disposición táctica,
lo frecuente fueran las emboscadas, los ataques sorpresa, los movimientos rápidos y las razias. En ello
insisten los historiadores antiguos mostrando el antagonismo entre el guerrear bárbaro y el “western
and civilizated way of war” patentado por Roma, aquel definido por ejércitos homogéneos en frente de
batalla. Responden al combate indígena y anárquico, por ejemplo, las operaciones de Viriato contra
las legiones desplazadas a la Ulterior entre 147-139 a.C. (vid. vol.II, II.2.4), con la célebre estrategia
del concursare (por la que los romanos pasaban rápidamente de perseguidores a perseguidos de los
lusitanos); o, aun más reveladoras por su escenografía montaraz, las escaramuzas a las que recurren
los cántabros en su lucha frente a Roma (29-19 a.C.) (vid. vol.II, II.5.4.1). En suma, una suerte de
“guerra de guerrillas” que no sin anacronismos y cierta idealización se ha catalogado como recurso
táctico típicamente hispano.
Por último, antes de concluir este punto, hay que recordar que el mercenariado es una importante
actividad entre las poblaciones del interior. La prestación de servicios militares en una comunidad
ajena es una práctica habitual en la Edad del Hierro. Brinda la posibilidad de obtener beneficios
económicos, reconocimientos y prestigio tanto a individuos desposeídos y por tanto carentes de
recursos, como a huestes guerreras ávidas de gloria y prestas a desenfundar sus armas, como fuera
apuntado al hablar del mercenariado ibérico (vid. vol.II, I.I.9.2). Desde finales del siglo iii a.C. y en
las centurias siguientes, el reclutamiento en masa de jóvenes en edad de luchar por parte de los
poderes cartaginés y romano hace del mercenariado un verdadero fenómeno social. Se trata ya, la
mayoría de veces, de levas forzosas y expediciones que tienen por objetivo la obtención de
mercenarios y contingentes auxiliares. Por las fuentes sabemos que iberos, celtíberos y carpetanos se
integran pronto y en alto número en las fuerzas de Aníbal, e igualmente en los ejércitos romanos
desplazados a Hispania, donde asimismo concurren gentes del extrarradio como lusitanos y cántabros.
Según P. Ciprés, que analiza a fondo la información aportada por Livio, los mercenarios celtibéricos
no responden tanto al perfil de guerreros que individualmente se ofrecen a otros ejércitos, cuanto al de
grupos organizados de iuvenes en edad de combatir que participan con sus propios jefes, emplean sus
propias armas, vestimentas y tácticas, cuentan con un campamento propio, disponen de sus propios
órganos de decisión y se rigen por un código ético propio.
Finalizada la Segunda Guerra Púnica, el alistamiento de contingente indígena (celtíberos, lusitanos,
vetones, astures, galaicos) siguió siendo un recurso destacado y un factor clave en la progresión
militar de Roma. Para algunos grupos locales, en particular para sus élites, la incorporación al ejército
romano significó en los años siguientes una vía de promoción en el nuevo marco político, lográndose
por ejemplo derechos de ciudadanía por la prestación de servicios militares relevantes. Así ocurre con
los jinetes celtibéricos –en realidad oriundos de diversas comunidades del valle del Ebro– de la
llamada Turma Salluitana, a los que se gratifica con la ciudadanía romana por el brillante papel
desempeñado en la Guerra Social (91-89 a.C.) luchando al lado de Roma, según lo dispuesto en el
bronce latino de Ascoli (vid. vol.II, II.3.2).
I.2.7.8 El armamento de los hispanoceltas
Gracias a algunas descripciones de las fuentes (Strab., 3, 3, 6 y 3, 4, 15; Diod., 5, 34, 4), pero sobre
todo a los hallazgos arqueológicos y a ciertas imágenes en cerámicas, relieves y esculturas que las
representan, podemos tener una idea de las panoplias de las gentes del interior. En líneas generales se
trata de armas ofensivas (lanzas, espadas, puñales) en hierro forjado y de elementos defensivos
(escudos, cascos, grebas) elaborados con pieles y cueros, armazones de madera y planchas bronce.
Como ya se ha dicho, aparecen con relativa frecuencia en los enterramientos meseteños constituyendo
un elemento de identidad y estatus, aunque también simbólico, que acompaña al difunto al Más Allá
(vid. vol.II, I.2.7.1).
Entre las armas ofensivas las más comunes son las de asta: jabalinas y venablos como el denominado
soliferreum, una lanza arrojadiza elaborada enteramente en hierro y muy apreciada por los lusitanos.
Recuérdese que la lanza (en realidad las puntas y regatones, las piezas metálicas que se conservan) es
el arma mejor reconocida arqueológicamente, por tanto la más extendida socialmente. Mayor
diversidad ofrecen las espadas, con variantes regionales que evolucionan en el tiempo. Los celtíberos
emplean en ocasiones una espada de hoja alargada y acanaladuras similar a la de los galos –por eso
denominada de La Tène o tipo céltico–, si bien el modelo más representativo, con mucho, son las
espadas cortas (entre 40 y 50 cm) y con bordes paralelos o ligeramente pistiliformes que por tener una
empuñadura rematada en dos apéndices globulares se han dado en llamar de antenas atrofiadas, pues
dichas esferas no descansan sobre antenas desarrolladas –como las de las espadas celtas– sino sobre
unas muy leves o atrofiadas, cuando no directamente sobre el pomo. Existen variantes de estas
espadas de antenas, bien estudiadas por A. Lorrio, como los modelos de Aguilar de Anguita, Atance,
Arcobriga o Alcácer do Sal, por los lugares donde primero se descubren o más abundan. Difieren estos
tipos en el tamaño y disposición de la hoja, y sobre todo en la decoración de pomos y vainas a base de
nielados de cobre y plata representando motivos geométricos. Su presencia en necrópolis vetonas,
tumorgas y cántabras señala el éxito de las espadas de antenas entre los pueblos de la
[Fig. 60] Espada de antenas atrofiadas y vaina
de la necrópolis de La Osera
(Chamartín, Ávila)
Meseta. Otra espada reconocida en tierras de vetones y celtíberos es la de frontón, de hoja más ancha
que la de antenas y así denominada por el remate en semicírculo de su empuñadura; mientras que en el
valle del Duero y en las estribaciones cantábricas, vacceos, autrigones y berones emplearon espadas
más elaboradas, como las correspondientes a los tipos Monte Bernorio-Miraveche: con espigón y
gavilanes curvos, empuñadura naviforme y ornamentadas vainas de conteras laterales.
Especialmente célebres por su calidad fueron las espadas celtibéricas. Su esmerado proceso
metalúrgico acarreó la fama de sus herreros, al fraguar aceros de una resistencia y flexibilidad fuera
de lo común según reconocen autores como Filón, Diodoro, Justino o Marcial. Este fundamento
tecnológico, junto a su operatividad, explicarían la adaptación que los romanos hicieron de la espada
meseteña, el gladius hispaniense, luego integrado en la panoplia legionaria. Finalmente puñales como
los de frontón, los de hoja triangular, los del tipo Monte Bernorio o los biglobulares –por la doble
esfera del pomo; un modelo típicamente celtibérico–, así como cuchillos curvos o afalcatados (que
solían enfundarse en un cajetín exterior en la vaina de la espada), completan el repertorio de
instrumentos ofensivos.
Pasando a las armas defensivas, existen dos principales modelos de escudo. El más extendido es uno
circular y de pequeño tamaño: la caetra, igualmente empleada por los iberos. Representado en la
plástica galaico-lusitana y en las monedas celtibéricas, siendo el portado por guerreros y jinetes, su
estructura era de madera y cuero, y presentaba umbo central y rebordes metálicos, así como
abrazaderas y correas que permitían llevarlo asido o colgado. Se utilizó también otro modelo de
escudo alargado y rectangular –el scutum–, característico de la Céltica europea. Los cascos son peor
conocidos pues al elaborarse con cuero y otras materias orgánicas no se han conservado, salvo algunos
ejemplares más o menos excepcionales realizados en bronce. A veces incluían penachos, cornamentas
animales y otros vistosos adornos que daban cuenta de la identidad y rango de sus portadores. A falta
de verdaderas armaduras, los cuerpos se protegían con discos de bronce articulados con cadenillas o
cosidos a la vestimenta (como los recuperados en la necrópolis celtibérica de Aguilar de Anguita o en
la vetona de La Osera), así como con cotas de mallas de cuero o lino y tahalíes para la sujeción de las
armas. Por su parte las extremidades se guarnecían con grebas metálicas y pieles.
En sus variantes regionales y étnicas, el armamento hispanocelta se distingue en todo caso por su
carácter ligero y práctico; idóneo por tanto para el tipo de combate practicado por aquellas
poblaciones. En este sentido, aunque acotada a los lusitanos, la descripción que Diodoro de Sicilia
hace de sus armas y hábitos guerreros puede tomarse como referencia para el conjunto de pueblos de
la Hispania indoeuropea:
“Entre los iberos, los más valerosos son los lusitanos; en la guerra llevan unos escudos muy pequeños,
hechos con nervios entrelazados y capaces de proteger el cuerpo de una manera extraordinaria gracias
a su dureza; en las batallas moviendo otros escudos con facilidad a un lado y a otro, desvían
hábilmente de su cuerpo cualquier proyectil lanzado contra ellos. Utilizan asimismo jabalinas con
lengüeta, hechas completamente en hierro, y llevan yelmos y espadas semejantes a las de los
celtiberos. Lanzan las jabalinas con puntería y a larga distancia y, en general, el golpe es violento. Al
ser ágiles e ir con las armas ligeras, tienen facilidad para la huida como para la persecución, pero en la
resistencia ante los peligros durante los combates son muy inferiores a los celtíberos. En tiempos de
paz ejecutan una danza rápida que requiere una gran elasticidad de piernas; y en la guerra, cuando
marchan contra las tropas que tienen enfrente, avanzan con un paso cadencioso y cantan himnos de
guerra”
(Diodoro, 5, 34, 4-5)
En las comunidades de la Meseta, gracias a la valiosa información de sus necrópolis, en particular las
de celtíberos y vetones, es perceptible una evolución en la panoplia guerrera a lo largo de la Edad del
Hierro. Y ello tanto en términos cualitativos (atendiendo al número de armas que la integran) como
cuantitativos (según su reflejo social). Así, las “panoplias aristocráticas” caracterizan los momentos
iniciales, desde finales del siglo vi hasta inicios del siglo iv a.C. Vienen éstas definidas por
Izquierda [Fig. 61] Recreación de un guerrero arévaco y su armamento a partir del ajuar de una
sepultura de la necrópolis de Numancia (Garray, Soria), según A. Rojas
Derecha [Fig. 62] Recreación de un guerrero vetón y su armamento a partir del ajuar de una sepultura
de la necrópolis de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila), según G. Ruiz Zapatero
piezas singulares y pesadas (largas puntas de lanza, espadas de origen meridional o de hoja alargada,
bocados de caballo) y armas de parada (discos-coraza, cascos), que denotan la emergencia de poderes
individuales a quienes corresponde la ostentación de las armas como refrendo de su estatus. En efecto,
como hemos repetido varias veces, las armas son junto al caballo y otros bienes de prestigio
consabidas expresiones de rango (vid. vol.II, I.2.7.1 y I.2.7.5). A partir del siglo iv a.C. y en las dos
centurias siguientes, la panoplia aristocrática da progresivamente paso a una “panoplia cívica”. El
armamento no es tan singular o lujoso como antes, pero sí más numeroso al formar parte del mismo la
lanza, la espada de antenas, el puñal y a veces el escudo. Y lo que es más significativo, está presente
en un mayor número de tumbas. Así por ejemplo, en las necrópolis celtibéricas de La Mercadera y
Osma en torno al 50 por ciento de las tumbas comprenden armas, aunque en otros cementerios la
proporción es muy inferior. Dicho de otra manera, el incremento de sepulturas con armas (en paralelo
al crecimiento de las necrópolis y al desarrollo urbano de estos momentos) reflejaría la ampliación de
los cuerpos ciudadanos, al menos en la Meseta, como sabemos por otros indicadores. Así, la presencia
de armas en una tumba sería el elemento que anunciaría a su propietario como miembro del grupo,
como ciudadano de derecho. Responde ello a la connotación del armamento (en realidad la capacidad
de portar armas por parte de un individuo) como principio de identidad y pertenencia a la comunidad,
al contribuir cada hombre colectivamente en la defensa con sus propias armas. Esto es observable en
distintos escenarios del Mediterráneo antiguo y particularmente en el mundo ibérico, donde la
posesión de un equipo de armas define al campesino como miembro de la comunidad política, si bien
su armamento y función militar variarán según la riqueza y rango del individuo (vid. vol.II, I.1.9.1).
No hay que descartar sin embargo que en determinados contextos funerarios las armas respondan
también a un código biológico, expresando por ejemplo prácticas de iniciación guerrera o la inclusión
de los más jóvenes en la comunidad de los adultos. Igualmente denuncian un carácter simbólico
acorde a la ética agonística o a los ideales heroicos de estas poblaciones (vid. vol.II, I.2.7.7). Esto se
pone de manifiesto en el hecho de que las armas se quemen, doblen o destruyan al introducirse en el
espacio funerario, emulando a través de este ritual la “muerte” de sus propietarios. No en vano en
muchas culturas antiguas las armas, y especialmente la espada, se consideraban una extensión del
brazo del guerrero. Y su entrega suponía de hecho la desposesión y derrota del portador.
I.2.8 Manifestaciones religiosas
El mundo de las creencias y los rituales constituye un campo de constante interés en el estudio de las
culturas prerromanas. En el caso que nos ocupa, el apasionamiento popular y acientífico por “lo celta”
(vid. vol.II, I.2.2) alimenta desde antaño una aureola de misterio y magia que ha contaminado de
soñados valores la religión de aquellas gentes, hasta mitificarla. Leyendas y reelaboraciones aparte,
aproximarse a sus sistemas religiosos abre las puertas del conocimiento de las poblaciones antiguas,
pues en torno a lo ideológico (creencias, valores, ritos) se fundamentan principios básicos de identidad
y organización social.
No faltan sin embargo los obstáculos en este camino, y el primero de ellos de índole documental. La
información religiosa de las sociedades protohistóricas es ciertamente exigua, limitándose en la
Hispania céltica a tres principales tipos de registros:
1) Una serie de indicadores externos o materiales como son objetos y espacios de connotación ritual:
ofrendas, depósitos, altares, santuarios…
2 ) Ciertas noticias de las fuentes: sesgadas y estereotipadas, como corresponde a la descripción de
comportamientos ajenos desde los parámetros de la civilización clásica, primera regla de la
historiografía antigua (vid. vol.I, I.1.2).
3 ) Una relación de teónimos en inscripciones latinas que, aun de raíz indígena, responden a una
reelaboración de los cultos en el proceso de romanización de las provinciae occidentales (vid. vol.II,
II.9.4).
Así pues, contamos con evidencias arqueológicas, textuales y epigráficas casi siempre desconexas
entre sí, que deben ser leídas en sus respectivos lenguajes. Por otra parte, en lo interpretativo, y con la
salvedad de los celtíberos, estamos ante pueblos ágrafos. Y precisamente la falta de textos sacros que
pudieran alumbrarnos cosmogonías, ciclos mitológicos o procedimientos rituales, hace realmente
huero el panorama de sus credos. Paradójicamente es a partir de la presencia romana cuando, con la
progresiva latinización de los hispanos, se empiezan a consignar por escrito elementos de religiosidad,
los aportados en especial por aras votivas y lápidas funerarias (vid. vol.II, I.2.4.1). Pero al verterse en
una lengua y escritura ajenas, y en el tiempo de dominación romana, tales componentes han perdido o
transformado su esencia religiosa originaria. Como veremos, sólo ciertas imágenes de la cultura
material aproximan una simbología propia, por lo demás de difícil desciframiento, aunque es cierto
que el análisis iconográfico brinda en nuestros días interesantes perspectivas como así se viene
observando especialmente en la cultura ibérica.
En otro orden de cosas, la religión de los hispanoceltas se ha planteado habitualmente desde una
dimensión pancéltica, relacionándose o imbuyéndose en la de otros escenarios de la Céltica europea.
Así, a la búsqueda de paralelos explicativos y rituales compartidos, se valoran noticias sustanciosas
como las relativas a la organización religiosa de los galos, por ejemplo; se rastrea en los dioses la
trifuncionalidad indoeuropea descubierta por G. Dumézil; o se acude a las sagas célticas conservadas
en la literatura medieval irlandesa, en lo que insisten autores como M.V. García Quintela, R. Sainero o
M. Alberro. Estas conexiones (indoeuropeas para unos, atlánticas para otros), que tiene de positivo la
ampliación de horizontes informativos y modelos de referencia, en nuestra opinión pueden convertirse
en un procedimiento viciado cuando tal orientación, a veces sobredimensionada, anula dos premisas
básicas: a) la base esencialmente autóctona del poblamiento prerromano peninsular, que en nada
responde a migraciones centroeuropeas importadoras de una religión celta “en estado puro” (vid.
vol.II, I.2.1); y b) la influencia de otros marcos culturales como el ibérico-mediterráneo o
posteriormente el romano, que asimismo modelan –y no poco– las manifestaciones religiosas del
interior hispano.
En cualquier caso, grato es reconocerlo, contamos en el campo de las Religiones prerromanas con una
consolidada trayectoria investigadora en nuestro país, que iniciada por autores como J.M. Blázquez
décadas atrás, tiene hoy en F. Marco o G. Sopeña algunos sus mejores representantes. Tras estos
preliminares hora es ya de entrar en materia religiosa.
I.2.8.1 El paisaje sacro
Empecemos por la escenografía, pues resulta fundamental para aprehender la esencia de las creencias
y cultos en la Hispania céltica. Las poblaciones antiguas se sentían inmersas en la naturaleza, de ahí su
percepción simbólica del paisaje y la fuerza ambiental de los lugares consagrados: los loca sacra
libera. En efecto, en las regiones meseteñas y atlánticas los santuarios responden originariamente a la
idea celta del nemeton: un espacio natural y generalmente al aire libre donde tiene lugar la
comunicación de los hombres con lo sobrenatural y el allende. El caso de algunos claros de bosques y
roquedos, cuevas y cimas de montañas, ríos y confluencias, fuentes y manantiales, cruces de
caminos…, escenarios que denotan la presencia invisible de la divinidad. Y no por otra cosa sino por
tratarse de lugares con una fuerza, con una enjundia especial que propician la manifestación de lo
sobrenatural. La divinidad se revela, así pues, en hitos de la naturaleza articuladores de un paisaje
sacro: los árboles, la vegetación frondosa, las peñas, las aguas, los animales, los astros... Por eso se
habla de una religión de carácter naturalista o animista con expresiones comunes a muchos otros
pueblos de la Antigüedad.
Además de los bosques sagrados (referidos en pasajes de las fuentes y cuya huella se conserva en
algunos topónimos de origen prerromano), los de naturaleza rupestre son los santuarios más
representativos. Cuevas, abrigos y afloramientos rocosos que bien pueden ser moradas de los dioses o
espacios para la práctica ritual. Célebres son las peñas o plataformas con oquedades y labras asumidas
como “altares de sacrificio”, especialmente abundantes en tierras de vetones, lusitanos y célticos. De
las muchas reconocidas en el occidente de Castilla y León, las provincias extremeñas y el centro de
Portugal, las de Ulaca (Solosancho, Ávila) y Panoias (Vila Real, en Trás-osMontes) están entre las
más interesantes. En el primer caso se trata de un recinto rectangular excavado en la roca (de 16 por 8
metros), con una peña ataludada en su extremo que haría las funciones de altar; dispone ésta en su
lado norte de dos escalinatas con nueve y seis peldaños y varias cavidades talladas en la roca y
comunicadas entre sí por un canal, para la realización de sacrificios y libaciones. El hecho de
conformar un área sacra en el centro del gran poblado de Ulaca (en sus inmediaciones se halla otra
estructura ritual, una sauna rupestre relacionada con ritos de iniciación guerrera; vid. infra I.2.8.3) y
de contar con un espacio suficientemente amplio para la reunión de los celebrantes, acusa la categoría
de santuario intraurbano al que acudirían gentes del entorno. A diferencia del de Ulaca, que no se
romaniza, el santuario de Panoias se mantuvo en uso hasta época altoimperial. Así lo indica un
[Fig. 63] Altar de sacrificios del oppidum vetón de Ulaca (Solosancho, Ávila)
[Fig. 64] Recreación de una escena de sacrificio en el altar de Ulaca (Solosancho, Ávila), según I. de
Luis
conjunto de inscripciones latinas grabadas sobre dos grandes bloques pétreos escalonados y
comunicados por una rampa; en su superficie una serie de piletas con canales de desagüe servían para
recoger la sangre de las víctimas (en cubetas denominadas laciculi) y quemar las vísceras (en
depósitos denominados quadrata), siguiendo un proceso ritual detallado en las inscripciones.
Estructuras similares se han localizado en El Cantamento de la Pepina (Fregenal de la Sierra,
Badajoz), Lácarra (Mérida), La Rocha da Mina (Évora), Nogueira (Resende), Las Atalayas (La
Redonda, Salamanca), San Pelayo (Almaraz de Duero, Zamora), San Mamede (Villardiegua de la
Ribera, Zamora) o El Raso (Candeleda, Ávila).
En las estribaciones meridionales de la Celtiberia se halla uno de los santuarios rupestres más
emblemáticos, el de Peñalba de Villastar (Teruel). Se trata de una sucesión de abrigos sobre un
farallón rocoso en la serranía turolense, sobre el alto Turia, consagrados a Lugus, importante divinidad
del ámbito céltico (vid. infra I.2.8.2). Son abundantes las inscripciones rupestres en lengua celtibérica
y escritura latina en el lugar, y entre ellas una de las más importantes y extensas conmemora la
llegada de peregrinos y la realización de festivales en honor del dios, en los que participaría gente de
distinta procedencia al enclavarse el santuario en un punto fronterizo. Sobre la roca se muestran
numerosos grabados y un par de figuraciones humanas o ídolos esquemáticos que podrían representar
a la divinidad, mientras que las cazoletas y canalillos de los alrededores estarían en relación con
prácticas cultuales.
Un sentido demarcatorio desempeñan también los santuarios asociados a ríos y confluencias. Dotados
de fuerza sobrenatural, los cursos fluviales podrían estar consagrados a divinidades o acabar
deificándose, como así revelan algunas inscripciones latinas con teónimos derivados del nombre del
río (vid. infra, I.2.8.2). Como señala F. Marco, la enorme importancia del agua radica en su percepción
como medio de vida y de fertilidad, siendo una de las principales vías de acceso al otro mundo.
Aunque no en exclusiva, santuarios de confluencia se identifican particularmente bien en el territorio
de los vetones, siendo uno de ellos el de Postoloboso (Candelada, Ávila). El lugar corresponde a un
emplazamiento abierto y en llano a los pies de la Sierra de Gredos, en la misma unión de los arroyos
Alardos y Chilla con el río Tiétar, que es hoy, ese mismo punto, la triple divisoria provincial entre
Ávila, Cáceres y Toledo: un soberbio paraje natural en el que se rindió culto al dios Vaélico, como
anuncian las aras a él dedicadas (vid. infra, I.2.8.2).
Si bien la mayoría de estos santuarios son de carácter extraurbano o rural y no contemplan
edificaciones, al menos éstas no se han conservado, en los últimos años se comprueba la existencia de
espacios rituales en el interior de algunos hábitats. No se trata de estructuras arquitectónicas
comparables a los templos de las ciudades ibéricas (vid. vol II, I.1.10.3), lo que marca una diferencia
cultural, sino de altares rupestres o lugares de reunión emplazados en puntos estratégicos o elevados
del poblado, respondiendo a veces a una particular posición topoastronómica. Ya nos hemos referido
al complejo religioso de Ulaca, compuesto por el altar de sacrificios y una sauna ritual rupestres.
Igualmente en el poblado caristio o berón de La Hoya (Laguardia, Álava), en la arévaca Termes
(Montejo de Tiermes, Soria) o en el enclave carpetano de El Cerrón de Illescas (Toledo) se detectan
espacios religiosos. En el caso de Termes, se ha identificado una estructura de planta cuadrangular
sobre una plataforma dominante en la parte alta de la ciudad, amén de otros ámbitos de interpretación
ritual más controvertida (como un graderío rupestre destinado en realidad a reuniones civiles y de
época romana); y en El Cerrón de Illescas, un complejo con pequeñas estancias y bancos corridos de
adobe donde destaca un relieve de influencia mediterránea con probable escena de viaje al allende: en
ella se identifican dos carros con auriga, un personaje enfatizado por su vestimenta y un grifo alado.
En general, el conocimiento de estas estructuras es muy limitado por la falta de excavaciones en el
interior de los hábitat, pero es más que probable que oppida y grandes castros dispusieran de
santuarios o espacios destinados a la realización de prácticas religiosas colectivas, pues éstas actúan
como elemento de cohesión e identidad para la población.
Un elocuente ejemplo lo proporciona el llamado altar-santuario del castro céltico de Capote (Higuera
la Real, Badajoz), excavado por L. Berrocal. En el centro del poblado, en un espacio singularizado
abierto a la calle central y parcialmente techado, constituido por una mensa y tres bancos corridos de
piedra a su alrededor (adosados a los tres muros de la estancia), se llevaron a cabo banquetes rituales
colectivos. En efecto, en ellos hubo una participación masiva a juzgar por los abundantes restos de
fauna, vajilla, pebeteros cerámicos e instrumental de sacrificio recuperados (vid. infra I.2.8.3).
Probablemente se tratara de un ceremonial consagrado a la divinidad tutelar del lugar (ignota y
anicónica dada la ausencia de imágenes) o a los ancestros de los clanes allí reunidos.
Los hábitats asociados a divinidades o con una connotación sacra por su emplazamiento u origen, se
convierten también en lugares de peregrinación. Es lo recientemente revelado en el castro galaico de
Monte Facho (Donón, Pontevedra), sobre un promontorio asomado a la ría de Vigo. A este apartado
lugar acuden a lo largo de varios siglos numerosos devotos que erigen exvotos epigráficos al dios
local Berobreo. En concreto se llevan recuperadas ¡más de 130 aras!, lo que le convierte en el
poblado-santuario con mayor número de dedicaciones a una divinidad pagana de toda la Península
Ibérica. Los exvotos escultóricos, en granito local y tamaño oscilante entre 50 y 180 cm, presentan una
forma de tendencia antropomorfa que consta de cabeza (con pequeño orificio para las libaciones),
cuerpo central para la inscripción y un pie de fijación en el terreno; de la indicación pro salutem de
algunas piezas podría inferirse, según los excavadores, un carácter sanador de la divinidad.
I.2.8.2 El panteón hispano-celta
Una diferencia cualitativa con lo observable en el mundo ibérico, donde como vimos se desconocen
los nombres de las divinidades locales (vid. vol.II, I.1.10.1), es el copioso repertorio de teónimos
revelado epigráficamente en las regiones de la Hispania céltica, especialmente en los márgenes
occidental y noroccidental. Ello pone de manifiesto, en primer lugar, el politeísmo imperante en estas
poblaciones, con un elenco de deidades de distinta categoría y adscripción que, sumado a incontables
númenes o espíritus locales, hace complejísimo, por no decir imposible, sistematizar los diversos
panteones. En segundo lugar, desde un punto de visto metodológico, disponemos de nombres de
dioses, sí, pero prácticamente nada sabemos de su naturaleza, propiedades o formas de devoción. Ello
se debe a que, por una parte, las inscripciones que los citan corresponden como ya se ha dicho a un
momento romanizado: se trata de exvotos de época altoimperial fechados en los siglos i-iii d.C. y
escritos en latín, si bien conectados con cultos de tradición indígena. Y por otra parte, a que dichos
epígrafes nada explicitan más allá del nombre del dios y del de los dedicantes siguiendo consabidas
fórmulas de consagración romana como votum solvit merito libens (“cumplió este voto por voluntad
propia”). Pues, en efecto, entendidos como una llamada a la intercesión de los dioses, los exvotos se
hacían en agradecimiento por una curación o súplica o en cumplimiento de una promesa. El hecho de
que los teónimos (así como la onomástica de buena parte de los dedicantes) tengan raíces
indoeuropeas prelatinas hace suponer que se trata de divinidades ancestrales arraigadas al sustrato
prerromano. Y en este punto, el análisis etimológico de los nombres permitiría atisbar alguna pista
sobre la caracterización del dios a partir de su asociación semántica, como así se ha venido
proponiendo. Aunque ello ha servido para comprobar que, especialmente en las regiones occidentales,
muchos teónimos se relacionan con elementos de la naturaleza como corrientes de agua, bosques o
montañas, el análisis lingüístico por sí mismo es incapaz de desentrañar la esencia de los cultos y su
contexto funcional. Para ello deben tomarse en consideración otros testimonios y aproximaciones.
A la hora de adentrarnos en el abigarrado universo de lo divino, estableceremos tres principales
categorías de divinidades en los territorios de la Hispania céltica: 1) las de carácter pancéltico; 2) las
de ámbito regional; y 3) los cultos locales.
Especialmente en la Celtiberia se registran algunas divinidades pancélticas, comunes por tanto a otros
espacios de la Céltica como Galia o Britania. Entre ellas destacan Lugus, las Matres y Epona. Lugus
es un dios solar y de la soberanía, en realidad con numerosas atribuciones, que al menos en la Galia es
asimilado al Mercurio romano como hace saber Julio César; en Hispania recibió culto en el santuario
de Peñalba de Villastar (Teruel) ( vid. supra I.2.8.1), existiendo en el Noroeste varias inscripciones
dedicadas a los Lugoves (forma plural que conlleva una multiplicación de lo divino) con el epíteto
Arquieni. Por su parte, las Matres o diosas madres, en genérico, son deidades nutricias y
favorecedoras de la fecundidad que en algunos lugares suman propiedades curativas; representadas
generalmente en tríadas (de nuevo, una reiteración que potencia la acción benefactora), en la
Península Ibérica se las identifica con distintos epítetos locales en una quincena de inscripciones
procedentes de la Celtiberia y sus aledaños, entre las que destacan las varias halladas en Clunia
(Coruña del Conde, Burgos). Por último, Epona es una diosa de origen galo asociada a los équidos (por
eso aparece representada entre ellos en relieves y figuras) y valedora de la caballería. En algunos
contextos se la relacionada, además, con la fertilidad, las aguas o el mundo funerario; igualmente
recibió culto en diversos puntos de la Meseta y del ámbito ibérico.
En la mitad occidental de la Península Ibérica, en las antiguas Gallaecia, Asturia, Vetonia y Lusitania,
proliferan cultos de extensión regional al constatarse repetidas veces un conjunto de divinidades.
Como ya se dijo, es frecuente que la etimología de sus nombres remita a elementos del medio acuático
o vegetal, y también lo es que los distintos hallazgos epigráficos se distingan por epítetos o formas
adjetivales correspondientes a lugares, poblados o grupos familiares, representando diferentes
advocaciones o reducciones tópicas de la misma deidad. Una de estas diosas es Nabia, reconocida en
un buen número de inscripciones desde Galicia a Extremadura, a la que se tiene como divinidad de las
aguas y los manantiales boscosos. Algo similar a lo que representan Reva, Cosus, Nemedo o
Bormanico, relacionados de una u otra forma con el elemento acuático. Otra de las divinidades más
interesantes y abundantes es Bandua; mientras algunos autores la consideran una deidad protectora y
tutelar (a partir de la traducción del indoeuropeo *band como “mandar u ordenar”) y otros la hacen
garante de los pactos y los lazos federativos (basándose en la etimología del radical *bendh como
“ligar o atar”), J. Untermann y J. de Hoz creen que en realidad se trata de un nombre común
equivalente a “divinidad” o “genio religioso”, que en cada caso iría precisado por un epíteto
individualizado. Así, los casos de Banduae Araugelensis, Banduae Lanobrigae, Bandua Longobrigu,
Bandua Veigebraegus o Bandua Apolosegus revelados en distintas inscripciones.
Trebaruna, Arentio y su equivalente femenino Arentia, corresponderían también al grupo de
divinidades protectoras de territorios o clanes, aunque en los dos últimos no hay que descartar una
posible asociación a las aguas. Igualmente está bien representado el teónimo Tongo o Togoto, que
aparece con otras variantes e incluso con la forma celtibérica Tokoitos en el bronce de Botorrita I;
emparentándolo con el radical *tong (que en lengua celta significa “juramento”), F. Marco lo
considera una deidad protectora de los pactos. Resulta ilustrativo en este punto el episodio relatado
por Apiano (Iber., 52) en el que los vacceos de Cauca, asediados por Lúculo en el 151 a.C., invocan a
los dioses de los juramentos recriminando la perfidia del general romano que había contravenido su
promesa de paz.
En la zona compartida por lusitanos, vetones y célticos, dos dioses alcanzan un marcado
protagonismo. La primera es Ataecina, diosa agrícola y funeraria a un tiempo; las dos partes de su
nombre, Ate-gena, traducirían en indoeuropeo las ideas ‘nacida de nuevo’ o ‘nacida de la noche’. Su
culto se extiende entre el Tajo medio y el Guadiana. Aunque se le erigen inscripciones en distintos
puntos de las provincias de Cáceres, Badajoz y Toledo, su santuario parece localizarse en las
inmediaciones de la ermita visigoda de Santa Lucía de El Trampal (Alcuéscar, Cáceres), donde han
salido a la luz una quincena de aras latinas que la rememoran como Dea Sancta junto al epíteto
locativo Turobrigensis . Los atributos de Ataecina son el ramo vegetal y la cabra, representada como
ofrenda en figurillas de barro y bronce. Por su parte Endovélico es el principal dios lusitano en
número de inscripciones, con más de ochenta. Su santuario se hallaba en São Miguel da Mota
(Alandroal, alto Alentejo), en origen un espacio natural o nemeton que en época romana se
monumentaliza con la construcción de un templo del que se han recuperado elementos arquitectónicos
y esculturas tanto humanas –algunas representando al dios bajo una iconografía clásica– como de
animales –en particular suidos–, que habrían sido dedicadas por los peregrinos. En lo relativo a su
caracterización, según el erudito portugués J. Leite de Vasconcelos, Endovellicus sería un dios
benefactor o de la medicina que se manifiesta a sus devotos con oráculos transmitidos a través de los
sueños, siguiendo el procedimiento de la incubatio latina; otros autores proponen una significación
ctónica o infernal para un dios cuyos símbolos principales son el jabalí, la palma y la corona de laurel.
Una deidad emparentada con Endovélico es Vaelicus o Vélico, como pone de manifiesto su
homonimia, que quizá se trate de una advocación regional del gran dios lusitano. Como se apuntó
líneas atrás, fue venerado en el santuario de Postoloboso (Cándeleda, Ávila) (vid. supra I.2.8.1), en el
solar de los vetones, y parece tratarse de un divinidad vinculada al mundo subterráneo e infernal; y
acaso también al lobo si es cierta la filiación del teónimo con vailos, que significa lobo en lengua
celta. En el entorno de Postoloboso se han hallado una veintena de aras cuyos dedicantes, por su
onomástica y la reiterada mención a grupos familiares, sugieren un origen indígena a pesar de tratarse
de inscripciones de los siglos i-ii d.C. y de que para entonces el inmediato oppidum de El Raso
(Candelada, Ávila) ya había sido abandonado.
Finalmente, dentro de una escala local, hay que hacer referencia a la inagotable retahíla de dioses
menores, genios y númenes. Esta atomización denota una acusada compartimentación religiosa,
especialmente, una vez más, en el cuadrante noroccidental de la Península. Sin embargo, en Celtiberia,
Carpetania, el país vacceo y los espacios astur-cántabro y vascón hay menor variación y profusión
teonímicas. Así, en cálculos de J. Untermann, al oeste de la línea imaginaria que iría de Oviedo a
Mérida se registran más de 300 teónimos diferentes. A fin de saber siquiera cómo suenan, citemos
algunos de ellos: Acpulsoio, Aerno, Albocelo, Aricona, Berobreo, Bodo, Decanta, Durbedico, Ilurbeda,
Irbi, Iscallis, Neto, Palantico, Selu, Trebopala, Triborunnis, Tritaecio, Vortiaco… y un largo etcétera.
Con las limitaciones ya comentadas, parece que muchas de estas divinidades aglutinan funciones
protectoras y propiciatorias sobre espacios y colectividades de distinta magnitud, desde familias y
clanes hasta castros y territorios políticos, como se desprende del último catálogo de divinidades
elaborado por J.C. Olivares. En algunos dioses es patente una
Izquierda [Fig. 65] Ara latina dedicada al dios Vaelicus procedente del santuario de Postoloboso
(Candeleda, Ávila)
Derecha [Fig. 66] Aras votivas en el santuario de Postoloboso (Candeleda, Ávila)
función soberana o guerrera que parte de la investigación asume como principio de una ideología
indoeuropea extendida por todo el continente europeo. Pero como ya hemos dicho, al menos en la
antigua Lusitania es muy reveladora (desde la etimología teonímica) la asociación de deidades a
elementos del medio natural tales como ríos, humedales, espesuras vegetales y montañas, en lo que
insisten paleolingüistas como F. Villar o B. Prósper.
Esto no debe conducir a confusión pues, más que de una idolatría entendida como culto a las aguas,
peñas, árboles o astros, se trata de la manifestación de fuerza divina en elementos de la naturaleza que
no son dioses en sí sino el medio a través del cual se anuncia el dios o el lugar que lo acoge (vid. supra
I.2.8.1). No extraña por eso que algunas de estas dedicaciones se expresen sobre rocas y abrigos
naturales, como así reflejan, por apuntar uno entre tantos ejemplos, las inscripciones rupestres a la
diosa Laneana en puntos de los confines lusitanos como Torreorgaz (Cáceres) y Sabugal (Guarda,
Portugal). Esta proyección epifánica del dios en el entorno se aplica a un elemento vehicular y
simbólico por excelencia, las corrientes fluviales, algunas de las cuales llegan a divinizarse. Así,
teónimos epigráficos como Durio, Ana, Baraeco, Tameogrigo o Aquae Eleteses, entre otros,
corresponden a fuerzas sacras manifestadas en los cursos de los ríos Duero, Guadiana, Albarregas,
Támega o Yeltes respectivamente. Es en este contexto votivo en el que hay que interpretar el
arrojamiento de calderos, torques o armas a ríos y pantanos, como ofrendas divinas por tanto. Ello se
reconoce en las regiones atlánticas europeas y en particular en Galicia, con hallazgos de armas en
contexto acuático de los que la espada recuperada en el río Ulla es un significado ejemplo.
Con similar lectura, tesorillos meseteños con joyas y monedas como los de Salvacañete y Drieves en
la provincia de Cuenca o San Cabrás en Leria (Soria), han sido considerados depósitos votivos por
parte de algunos autores. A diferencia de lo observado en los santuarios ibéricos, en la Hispania
céltica no parece existir una tipología estandarizada de exvotos en piedra o barro. Al menos éstos no
se han conservado.
Pasando del plano ambiental al zoológico, cualidades significativas de los dioses eran asimismo
asimiladas o representadas en aquellos animales que las poseían o sugerían. Pongamos algunos
ejemplos. En el toro la potencia y fecundidad, en el lobo la oscuridad y ferocidad, en el jabalí la
fortaleza y sagacidad, en el caballo la velocidad y destreza, en la cabra la adaptabilidad y el ser junto
al cerdo una fuente de alimento, en las aves la volatilidad y su capacidad liminal para traspasar
fronteras… Ello hace del animal una hipóstasis o atributo de lo divino. De este modo es como hay que
entender en el espacio de los vetones la función de ciertos verracos (recuérdese, las rudas esculturas
de granito representando bóvidos y suidos): como símbolos de una divinidad protectora de gentes y
paisajes o, según pensara J. Cabré, propiciadora de la fertilidad de los ganados cuya propia imagen
asume (vid. vol.II, I.2.6.1). ¿Significa ello que los toros eran considerados stricto sensu animales
sagrados en Iberia, como apunta Diodoro de Sicilia (4, 18, 2-3)? No, no se trata de una zoolatría
(deducible a ojos de un observador externo) sino de que el animal, como acaba de referirse, es un
icono que traslada valores de la divinidad por la asociación simbólica o funcional recreada entre
ambos. Un segundo ejemplo es el ya apuntado papel psicopompo o vehicular que, emisarios de lo
divino, desempeñan los buitres en la cosmovisión de celtíberos y vacceos, encargándose de descarnar
y trasladar al más allá el cuerpo de los guerreros caídos en combate (vid. infra I.2.8.3). Y una tercera
proyección simbólica de base animal, la del caballo. Éste constituye en unos casos un medio de
heroización guerrera de tipo ecuestre: así lo anuncian con sus soberbios jinetes las estelas discoidales
de Lara de los Infantes o Clunia, las
[Fig. 67] Verraco del castro de Las Cogotas (Cardeñosa, Ávila), en la actualidad en una plaza de Ávila
fíbulas de caballito y estandartes celtibéricos, o los reversos monetales; mientras que en otros
escenarios representa más bien un emblema funerario o étnico-religioso, como entre los vadinienses
de la Cantabria occidental que efigian en sus lápidas el caballo como algo propio.
En fin, dentro de un imaginario semisacro es en el que hay que articular el papel de los lobos, peces,
serpientes cornudas, gallos, batracios, hipocampos y cuadrúpedos representados en la cerámica
celtibérica, especialmente en la numantina, o en la decoración de armas, téseras de hospitalidad y
adornos como fíbulas y broches de cinturón. En coordenadas simbólicas, he ahí los particulares
“bestiarios” de los pueblos meseteños. Iconos mudos de mitos imposibles de restablecer.
A partir del siglo i a.C. el avance de la romanización en el Occidente peninsular depara un fenómeno
ideológico sumamente interesante, como es el sincretismo de divinidades locales con otras del
panteón grecorromano. Es lo que se llevaba produciendo en las costas ibéricas desde siglos antes,
sobre la base de una religión mediterránea nutrida de dioses semitas y grecoitálicos (vid. vol.II,
I.1.10.1), y lo que acabará constituyendo uno de los rasgos más señalados de la religiosidad
hispanorromana (vid. vol.II, II.9.4). Apuntemos algunos casos. Así, mientras en el Norte la divinidad a
la que los cántabros sacrifican chivos, caballos y prisioneros (Strab., 3, 3, 7) es identificada con
Ares/Marte (inscripciones del área galaica también asimilan al nativo Cosus con el dios romano de la
guerra, cuyas múltiples interpretationes hispanas denotan una funcionalidad plural o totalizadora), en
Lusitania hay que mencionar el sincretismo entre Ataecina y Proserpina-Feronia, deidades itálicas
asimismo ctónicas y benefactoras, lo que facilita su interpretatio con la diosa lusitana. O el
establecido entre el local Eaecus y el padre de los dioses, Júpiter, con el calificativo Solutorio,
documentado en más de quince inscripciones cacereñas. También en el Noroeste abundan las
dedicatorias a Júpiter acompañado de diversos epítetos locales, algunos referidos a montañas como el
Iuppiter Candamius documentado en el monte Candaneo, en la Asturias meridional; una variante
oronímica asimismo aplicada al Mars Tilenus o Marte indígena del monte Teleno (en León), según la
inscripción sobre un anillo de plata de la región de La Bañeza que así lo nombra. Finalmente, las
relativamente abundantes dedicaciones a los Lares (tanto de los caminos o viales como de grupos
familiares o lugares, por los apelativos que los individualizan), a diversas Nymphae de las aguas, a
Fortuna o a Salus, esconden bajo denominaciones específicamente latinas advocaciones locales a
númenes de carácter protector y/o curativo.
En este mismo proceso de transformación de lo indígena en lo hispanorromano es donde tiene lugar la
antropomorfización de la divinidad, esto es, su representación humana siguiendo una iconografía de
reminiscencia clásica. Téngase en cuenta que no existen prácticamente imágenes de dioses en la
plástica hispanocelta de la Edad del Hierro. Las excepciones vendrían dadas en ciertas
representaciones antropomorfas tanto en pintura vascular como en relieves celtibéricos, y acaso
también las cabezas de piedra exentas de la cultura castreña, que podrían identificar deidades, seres
protectores o principios divinos.
Para terminar este apartado conviene recordar que la interpretación de los cultos indígenas en la
historiografía clásica presenta una imagen habitualmente deformada. El conocido pasaje estraboniano
sobre el supuesto “ateísmo” de los galaicos es un gráfico exemplum de lo mismo. En palabras del
geógrafo de Amasia:
“Algunos dicen que los calaicos no tienen dioses, y que los celtíberos y sus vecinos del norte hacen
sacrificios a un dios innominado, de noche en los plenilunios, ante las puertas, y que con toda la
familia danzan y velan hasta el amanecer”
(Estrabón, 3, 4, 16)
Antes de asumir avant la lettre tal estampa de animismo y acusado primitivismo teológico, habrá de
advertirse, como han hecho J.C. Bermejo o F. Marco, que estamos ante el dictamen de unas formas de
religiosidad –en su sentido etimológico– alteradas, puesto que, propias de los otros o bárbaros, no
responden a los parámetros del analista grecorromano. De ahí que por desinterés y desconocimiento se
simplifiquen en un cuadro tan sesgado como anecdótico.
Precisamente en el siguiente punto intentaremos analizar en su propio contexto cultural los ritos más
representativos de las poblaciones que nos ocupan.
I.2.8.3 Expresiones rituales
Libaciones, sacrificios animales y banquetes son prácticas habituales con las que honrar a dioses y
difuntos. Su escenificación difiere según tiempos y lugares dependiendo del rango y naturaleza de los
cultos. En consonancia con el desarrollo sociopolítico de las comunidades meseteñas que, como
dijimos, desde el siglo iv a.C. se organizan en poblados y aldeas dentro de territorios controlados por
castros de considerable tamaño (vid. vol.II, I.2.5), la práctica religiosa se hace progresivamente más
compleja implicando a un número creciente de familias y gentes. En este sentido, al igual que en el
mundo ibérico donde se manifiesta con más nitidez (vid. vol.II, I.1.10.2), en la Hispania céltica la
religión es también un principio de cohesión e identidad a distinto nivel, tanto para los miembros del
grupo gentilicio como para el conjunto de ciudadanos integrados en estructuras políticas mayores. Es
así como hay que entender la celebración de sacrificios en los que participa activamente la
comunidad, como nos dan a saber las fuentes en determinadas situaciones: a la hora de sellar pactos y
alianzas, como hacen los lusitanos (Liv., Per., 49), antes de la entrada en combate o al término del
mismo (Polib., 12, 4b, 2-3; Strab., 3, 3, 7), en los funerales de los grandes jefes, caso de los del
legendario Viriato ante cuya pira se inmola un número no precisado de animales (App., Iber., 74;
Diod., 31, 21a); o a una escala más familiar, en las ceremonias nupciales como ocurre en los
esponsales de Viriato (Diod., 33, 7, 2).
En efecto, como en tantos otros escenarios de la Antigüedad pagana, los animales domésticos son
víctimas comúnmente sacrificadas. Cerdos, ovicápridos, bóvidos, caballos…, que al inmolarse liberan
y ofrendan la fuerza vital contenida en su sangre. Resultan elocuentes a este respecto la inscripciones
rupestre de Cabeço das Fráguas (Sabugal, Guarda), que detalla el sacrificio de una oveja (oliam), un
cerdo (porcom) y un toro (taurom) a las divinidades lusitanas Trebopala y Trebaruna, Laebo y Reva
respectivamente; y la de Marecos (Peñafiel, Oporto), con la mención a bóvidos, corderos y una ternera
ofrendados a Nabia, Júpiter y Lida. ¡Una anatomía sacrificial de honda herencia indoeuropea! En
particular la inmolación de caballos se reserva para actos relevantes como las declaraciones de paz o
guerra o la sacralización de los pactos, según cumplen lusitanos y cántabros (Liv., Per., 49; Strab., 3,
3, 7). Éstos últimos, por tenerlos en alta estima e imbuirse de su esencia vivificadora, bebían la sangre
de los équidos sin que ello forzosamente implique la muerte del animal (Sil. Ital., Pun. 3, 361; Hor.,
Od., 3, 4, 34).
Más arriba se ha comentado que las distintas fases del sacrificio y purificación de las víctimas
(degüello, despellejamiento y despiece del animal; libación y recogida de la sangre; separación de las
partes destinadas al consumo de las vísceras para usos rituales; quema de restos expiatorios; cocción o
asado de la carne) se llevan a cabo en estructuras rupestres con cazoletas y canales conocidas
popularmente como “altares de sacrificio”, como las halladas en Ulaca y Panoias (vid. supra I.2.8.1).
Una de las escasas ceremonias sacrificiales reconocidas arqueológicamente es la celebrada en el
castro céltico de Capote (Higuera la Real, Badajoz). Un banquete ritual en el que, según revela el
análisis faunístico, se inmolaron y luego consumieron una veintena de grandes mamíferos (bóvidos,
ásnidos, cérvidos, ovicápridos y suidos); el hallazgo en el mismo depósito de hasta 300 juegos de copa
y cuenco y 30 pebeteros cerámicos confirma la participación de un amplio colectivo en una
comensalidad que al parecer tuvo lugar momentos antes del abandono del castro, quizá ante un ataque
inminente. A no mucha distancia de este lugar, en Garvão (Ourique, en el bajo Alentejo) se ha
documentado otro depósito ritual datado en el siglo iii a.C.; de posible significado fundacional, lo
integraban elementos de vajilla, huesos de bóvido y suido y un cráneo humano con señales de
trepanación, todo ello contenido en una caja.
Fauna doméstica se consumía también en ceremonias funerarias, como ponen de manifiesto los huesos
y residuos cárnicos de vasos ofrendados en algunas tumbas meseteñas. Más en concreto, en escenarios
como la necrópolis vaccea de Las Ruedas y el aledaño poblado de Las Quintanas (Padilla de Duero,
Valladolid) se constatan depósitos faunísticos tanto en sepulturas y espacios secundarios asociados,
como en el propio ámbito doméstico. En distintas combinaciones y con señales de descuartizamiento,
estos depósitos han deparado restos de gallina, liebre, lechón, ovicáprido, gato, perro e incluso
caballo. Sin desestimar su aprovechamiento culinario, el sacrificio de animales en tales contextos
respondería, se piensa, a un afán mágico-propiciatorio relacionado con la reproducción familiar. A la
poste una suerte de rituales ctónicos de fertilidad sobre la creencia de que, por intercesión divina, los
animales nutrirían la tierra que los acoge.
Un tema controvertido es el de los sacrificios humanos, como así demuestran las diversas opiniones
vertidas desde antiguo. Si bien los historiadores grecolatinos lo convierten en topos extremo de la
barbarie céltica, en realidad, como ha observado F. Marco desde un análisis despojado de prejuicios,
se trataría de una práctica más bien excepcional que al menos entre celtíberos y lusitanos se relaciona
con rituales guerreros o adivinatorios. Como en la práctica totalidad de sociedades antiguas, son esas y
otras circunstancias especiales (una amenaza última, una sanción guerrera, la respuesta a una traición,
una expiación colectiva) las que justificarían inmolaciones fundamentalmente de prisioneros. Así
actúan los habitantes de Bletisama (actual Ledesma, en Salamanca) hasta que el pretor de la Ulterior
abole la costumbre en el 94 a.C. (Plut., Quaest. Rom., 83); mientras que el sacrificio de un cautivo, un
caballo y un macho cabrío rige en algunos pueblos del interior como anuncio de hostilidades e
invocación a los dioses de la guerra (Strab., 3, 3, 7; Liv. Per., 49). Tampoco el
[Fig 68] Reconstrucción del altar-santuario del castro de Capote (Higuera la Real, Badajoz), destinado
a banquetes rituales, según L. Berrocal
ritual de cortar y exhibir como trofeo la cabeza del enemigo, que Posidonio, Diodoro y Estrabón
adscriben a los guerreros galos, parece un hábito cotidiano o generalizo en la Península Ibérica;
aunque puedan relacionarse con él –desde un plano más simbólico que real– las cabezas representadas
en las fíbulas de caballito celtibéricas. Sin embargo, en contra de lo pensado por algunos autores, las
testas talladas en piedra de algunos castros occidentales no serían indicadores de ritos decapitatorios
sino más bien símbolos apotropaicos sustentados en la creencia indoeuropea de que la cabeza es “sede
de la vida”, pues en ella habita el alma y los valores supremos de soberanía. Se colige de ello un
carácter heroico en las imágenes cefálicas de la plástica celtibérica: desde las citadas cabecillas que
bajo las bridas o sobre el prótomo del caballo adornan las fíbulas de jinete y los signa equitum
numantinos, o aquellas otras representadas en vasos cerámicos, hasta, en un discurso más oficial, las
efigies varoniles de los anversos monetales. En los últimos casos cabría entender las cabezas como
idealizaciones de dioses o genios protectores.
Volviendo a las prácticas rituales colectivas, y al fuego como medio de purificación, con ello deben
relacionarse elementos ígneos que se reconocen en algunas necrópolis meseteñas: parrillas, asadores,
tenazas o morillos. Igualmente recipientes de bronce (urnas, calderos, timaterios, braserillos)
representativos de cementerios vetones como El Raso (Candeleda, Ávila) o Pajares (Villanueva de la
Vera, Cáceres), y pebeteros cerámicos en la forma de vasos calados para quemar esencias y conseguir
aromas apropiados. Tras su empleo en ceremonias rituales, funerarias o en banquetes de hospitalidad,
tales utensilios se depositan en las tumbas de personajes destacados socialmente, como sugiere su
frecuente asociación a ajuares guerreros y enterramientos tumulares que, como dijimos, son los
propios de las élites (vid. vol.II, I.2.7.2). Es posible que algunas de estas sepulturas correspondan a
sacerdotes. O quizá, más propiamente, a jefes con competencias religiosas encargados de dirigir cultos
domésticos y ceremonias políticas. Precisamente la existencia o no de sacerdotes es otro de los
debates latentes en el estudio de las religiones prerromanas. Dediquémosle unas líneas.
A pesar de la falta de testimonios concluyentes, cada vez son más los autores que, como F. Marco o
M.V. García Quintela, defienden la realidad de un sacerdocio masculino más o menos
institucionalizado a finales de la Edad del Hierro; en especial en el seno de las comunidades de
Celtiberia y Lusitania. Formarían parte de él individuos reconocidos por su prestigio, experiencia y
sabiduría que, como el hieroskopos o arúspice lusitano al que alude Estrabón (3, 3, 6), se encargan de
inmolar las víctimas sacrificiales y de llevar a cabo prácticas adivinatorias sobre cadáveres. De forma
parecida a los druidas celtas, de los que nos informa César en el libro VI de sus comentarii sobre la
guerra de las Galias, las competencias de estos profesionales de lo sacro abarcarían extensos campos
del saber, desde el aprovechamiento botánico para la elaboración de brebajes y medicinas hasta el
manejo de sagas y ciclos mitológicos, incluida la observación astronómica y el control del calendario.
Esto último podría quedar reflejado en la distribución de estelas y túmulos funerarios que, como se ha
sugerido para el cementerio de La Osera (Chamartín de la Sierra, Ávila), plasmarían sobre el terreno
una constelación que serviría para marcar las principales fiestas del calendario. O asimismo en la
particular orientación topoastronómica de santuarios rupestres como el ya referido de Ulaca. Al
respecto, resulta oportuno indicar que la Arqueoastronomía (encargada de estudiar la manera en que
las sociedades del pasado se relacionan con el cosmos o espacio celeste –sin duda algo recurrente–,
sobre datos arqueológicos, geográficos e históricos) es una disciplina de novedosa aplicación al campo
de las religiones antiguas, que empieza a dar interesantes resultados en yacimientos de la Hispania
céltica.
Volvamos al sacerdocio. Además de oficiar los rituales y de ejercer de lo que hoy definiríamos como
médicos, maestros, consejeros y jueces (cometidos que en la Antigüedad más tienen que ver con el
rango y autoridad moral de unos pocos señalados por los dioses, que con categorías profesionales), los
sacerdotes, como los venerables ancianos –cuando no lo mismo–, son los depositarios de la tradición,
los testaferros de la memoria. Y ello precisamente les convierte en nexos de cohesión e identidad para
sus respectivas sociedades. Téngase en cuenta, además, que el grado de desarrollo alcanzado por las
comunidades urbanas prerromanas requiere de un ordenamiento religioso al que son inherentes las
funciones sacerdotales. No hay que
[Fig. 69] Cerámica
celtibérica con representación de guerrero caído y buitre, en posible escena descarnatoria ritual
(Museo Numantino, Soria)
descartar en este sentido que algunos términos transmitidos por la epigrafía celtibérica correspondan a
cargos religiosos con competencias jurídicas, en particular el bronce I de Botorrita si en verdad
contiene una lex sacra (vid. vol.II, I.2.4.2). Asimismo se ha señalado con razón que ciertos
antropomorfos de la plástica celtibérica podrían identificar a sacerdotes o personajes con una
proyección ritual; serían los casos de las figuras que recuerdan a sacrificantes ataviados
ceremonialmente, o de los danzantes y portadores de armazones en forma de caballo o toro pintados
sobre vasos numantinos.
Finalizaremos con unos apuntes acerca de los ritos de carácter guerrero. Como se indicó al hablar de
la guerra y la ética agonística (vid. vol.II, I.2.7.7), en torno al guerrero las sociedades hispanoceltas
proyectan un código de vida heroico. Desde la juventud, pasando por la madurez, hasta el óbito y
tránsito al allende, como han demostrado P. Ciprés y G. Sopeña para el caso de los celtíberos. Así, la
asunción de valores y el cumplimiento de una serie de hitos fuertemente ritualizados sumaban pasos
hacia una plenitud guerrera que tenía su cenit en una muerte gloriosa –la que se produce combatiendo-
y en el encuentro con los dioses, lo que convertía en héroe al guerrero. Ya hemos visto cómo este
particular cursus honorum camufla ideológicamente un proceso de heroización guerrera que resultaba
de lo más operativo para legitimar el poder de las élites aristocráticas (vid. vol.II, I.2.7.5).
Es de esta manera como hay que entender entre los celtíberos ritos como la evocación de las gestas de
los antepasados, la amputación de la diestra del enemigo y en
[Fig. 70] Sauna castreña o pedra fermosa de Sanfins (Paços de Ferreira, Portugal)
ocasiones su decapitación, el amor a las armas, la devotio o entrega suprema al líder, la solemnidad de
los retos personales o, quizá el más significativo de todos, la descarnatio que las aves carroñeras
hacían de los combatientes muertos, cuyos cuerpos se exponían a tal fin en círculos de piedra. A dicha
práctica se refieren Silio Itálico y Eliano en los siguientes términos:
“Los celtíberos consideran un honor morir en el combate, y un crimen quemar el cadáver del guerrero
así muerto; pues creen que su alma se remonta a los dioses del cielo, al devorar el cuerpo yacente el
buitre”
(Silio Itálico, Pun., 3, 340-343)
“Los vacceos [arévacos, según relectura de G. Sopeña], pueblo de Occidente, ultrajan a los cadáveres
de los muertos por enfermedad, y a los que consideran que han muerto de forma cobarde y mujeril, y
los entregan al fuego. En cambio, a los que han perdido la vida en el combate los consideran nobles,
valientes y dotados de valor, y, en consecuencia, los entregan a los buitres porque creen que éstos son
animales sagrados”
(Eliano, De Nat. An., 10, 22)
[Fig. 71] Dibujo de la
diadema áurea de Mones (Piloña, Asturias), según G. López Monteagudo
Escenas de aves rapaces devorando cadáveres o posadas sobre ellos están asimismo representadas en
varias cerámicas numantinas, y en estelas o relieves como los de El Palao (Alcañiz, Teruel), Binéfar
(Huesca) o Zurita (Cantabria).
Entre los lusitanos y otros pueblos del Norte y Occidente, acaso con un enunciado más agreste,
podemos citar prácticas como el robo de ganados y demás razias iniciáticas en pro de un estatus
guerrero, la ingesta de sangre de caballo, el sacrificio adivinatorio, los cánticos, danzas y muestras de
furor guerrero o los baños de vapor en saunas rupestres. Este último ritual, que Estrabón (3, 3, 6)
atribuye a los guerreros del valle del Duero, tiene su constatación arqueológica en estructuras como la
llamada “fragua” de Ulaca (Solosancho, Ávila). En realidad se trata de un rústico balneario en seco
sobre un espacio semihipogeo tallado en la roca de 6,5 m de longitud; está compartimentado en dos
pequeñas estancias a distinto nivel –la segunda de ellas con sendos bancos tallados en la roca– y un
horno de combustión cerrado; M. Almagro Gorbea y J. Álvarez Sanchís lo asimilan funcionalmente
con baños rituales de iniciación guerrera.
Siguiendo a A.C. Ferreira da Silva, como una suerte de saunas o complejos termales cabe interpretar
también las célebres pedras formosas de los castros del Noroeste, caso de las halladas en Sanfins
(Paços de Ferreira), Briteiros (Guimarães), Borneiro (La Coruña) o El Castelón de Coaña (Asturias).
Consisten en construcciones parcialmente subterráneas definidas por un vestíbulo, una o dos
antecámaras y un espacio cubierto a doble vertiente, en cuyo interior se disponen cubetas y
canalizaciones para el agua. Una pieza absidial en el extremo solía destinarse a horno de combustión.
La longitud total de estas estructuras supera en ocasiones los diez metros, siendo la entrada a la
cámara principal la parte más monumental del complejo al erigirse sobre un gran bloque pétreo –la
pedra formosa, con un orificio en la base a modo de puerta– y decorarse con discos solares y otros
motivos grabados.
En contraste con lo observado en la Meseta, donde predominan principios celestiales de tradición
indoeuropea –de ahí la rica iconografía astral de cerámicas y estelas funerarias hispanorromanas-, en
los pueblos de la fachada atlántica la heroización y el tránsito de los guerreros regían
fundamentalmente del medio acuático. Y es que, como ya se ha dicho, el agua es un elemento sacro y
vehicular por naturaleza, uncursus para acceder a los dioses del allende. En tal sentido, uno de los
mejores exponentes de la mitología guerrera astur lo proporciona la diadema áurea de Mones (Piloña,
Asturias), también denominada de Ribadeo o de San Martín de Oscos, fechada con dudas a finales del
siglo ii a.C. Sobre una alargada lámina segmentada en varios y dispersos fragmentos se desarrolla una
excepcional iconografía figurada. Consiste ésta en un horizonte narrativo en el que guerreros a pie y a
caballo (ataviados, algunos, con cornamentas de ciervo o cascos de tres penachos, armamento ligero y
torques), junto a extraños seres de cabeza ornitomorfa portadores de dos calderos, deambulan sobre un
fondo acuático salpicado de peces, aves, un pequeño équido y un batracio o galápago representados en
perspectiva cenital. (Algunos de los motivos recuerdan a los representados en el conocido caldero de
Gundestrup, hallado en Dinamarca). A juicio de F. Marco, tan elaborada simbología conmemoraría
una apoteosis guerrera de por medio de un passage acuático.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Relativo a estudios generales, en los últimos quince años se han publicado buenas síntesis sobre la
Hispania indoeuropea y los pueblos del ámbito céltico, entre las que pueden consultarse: Marco, 1990,
Almagro Gorbea, 1993, Cerdeño, 1999, Salinas, 2006. Formando parte de volúmenes dedicados a la
Protohistoria de la Península Ibérica son recomendables los capítulos firmados por Belén/Chapa, 1997
y Almagro Gorbea, 2001. Dentro del renovado interés por los estudios célticos, dos recientes obras
colectivas ofrecen un actualizado panorama de las poblaciones de la Céltica hispana: el catálogo de la
exitosa exposición Celtas y Vettones habida en Ávila en 2001 (Almagro Gorbea et alii, 2001) y la
publicación electrónica The Celts in the Iberian Peninsula (Alberro/Arnold, 2004-07:
http://www.uwm.edu/ Dept/celtic/ekeltoi/volumes/vol6/index.html). Para contextualizar el
panceltismo europeo desde el que a veces se contempla la Edad del Hierro del interior peninsular, han
de tenerse en cuenta trabajos sobre el mundo celta como Moscati, 1991, Green, 1995, Cunliffe, 1997 o
Kruta, 2001.
Para aclaraciones de términos y consultas temáticas, el completo Diccionario Akal de la Antigüedad
hispana (Roldán, 2006), con más de 8.000 entradas, y en la Red portales como
http://www.celtiberia.net, con aportaciones de desigual calidad, son buenas opciones.
Pasando a cuestiones más específicas y siguiendo el orden de los capítulos, sobre la formación del
sustrato, los Campos de Urnas y el problema de la indoeuropeización, véanse los estudios regionales
contenidos en Almagro Gorbea/Ruiz Zapatero, 1992, y el modelo de M. Almagro Gorbea sobre
protocélticos y célticos (Almagro Gorbea, 1992; 1995a); más recientemente deben consultarse:
Fernández-Posse, 1998 (desde una aguda perspectiva historiográfica), Ruiz-Gálvez, 1998 (valorando
las conexiones atlánticas de la Edad del Bronce), Arenas/Palacios, 1999 (con atención a los orígenes
del mundo celtibérico), Villar, 2000 (desde una aproximación lingüística a los registros indoeuropeos)
y Ruiz Zapatero, 2005 (con un estado de la cuestión sobre los grupos de Campos de Urnas). Aunque
sin ocuparse de la Península Ibérica, el en su día revolucionario libro de C. Renfrew sentó las bases
del autoctonismo indoeuropeo (Renfrew, 1990). Por otra parte, la construcción historiográfica de los
celtas y sus asunciones históricas y pseudocientíficas, desde la Antigüedad a nuestros días, son
convenientemente analizadas en Ruiz Zapatero, 1993, 2001; en la investigación anglosajona vide el
posicionamiento crítico de James, 1999 y Collis, 1999, 2003. Muy reveladora es la puesta al día de
Burillo (2005) sobre los celtas peninsulares y sus diversos debates.
De los prejuicios de los autores clásicos sobre los bárbaros de Iberia y su particular percepción étnica,
lo que afecta –y mucho– a la interpretación histórica, se han ocupado Bermejo, 1982, 1986, Gómez
Espelosín et alii, 1995: esp. 109-157, García Quintela, 1999, Salinas, 1999a y Gómez Fraile, 2001a.
Vide también Cruz/Mora, 2004 para las construcciones identitarias, un tema de renovado interés.
Son abundantes las síntesis sobre los pueblos prerromanos según criterios geográficos o
etnoculturales, por lo que se señalarán sólo las contempladas en la redacción del bloque I.2.3. En
general, sobre las etnias de la Meseta norte, Solana, 1991, y por su renovado planteamiento analítico,
en especial,
Gómez Fraile, 2001b. De la abundante bibliografía sobre los celtíberos y la cultura celtibérica
destacan las monografías de A. Lorrio, 1997, F. Burillo, 1998 y J. Arenas, 1999; los simposios
temáticos celebrados en Daroca (Zaragoza) (Burillo, 1990, 1995a, 1999, 2007); y el volumen colectivo
Celtíberos, tras la estela de Numancia (Jimeno, 2005a), complemento de la exposición celebrada
recientemente en Soria. También el libro de M. Salinas sobre la conquista y romanización de
Celtiberia (Salinas, 1986) y los de A. Capalvo (1996) y J.M. Gómez Fraile (2001b: esp. 33-62), con
exhaustivos análisis de las fuentes literarias. Acerca de los vacceos, además de González-Cobos, 1989
(monografía algo anticuada en su propuesta), deben consultarse Romero et alii, 1993, Delibes et alii,
1995, Romero/Sanz, 1997, Sacristán, 1997, Sanz, 1998 y Sanz/Velasco, 2003, apoyándose todos ellos
en el registro arqueológico del valle central del Duero. Por su parte los vetones cuentan con tres
importantes monografías: las de Álvarez Sanchís, 1999, Sánchez-Moreno, 2000 y Salinas, 2001a; así
como con los catálogos de las muestras Celtas y Vettones (Almagro Gorbea et alii, 2001) y Ecos del
Mediterráneo: el mundo ibérico y la cultura vettona (Barril/Galán, 2007). Dos síntesis divulgativas
sobre los vetones son Álvarez Sanchís, 2003a, 2006; y en la Red puede consultarse el portal dedicado a
los castros y verracos de la provincia de Ávila: http://www.castrosyverracosdeavila.com/cyv/. Sobre
los carpetanos y otros pueblos de la Meseta sur, vide González-Conde, 1992, Urbina, 1998, 2000,
Blasco/Sánchez-Moreno, 1999, y recientemente Carrasco, 2007 y Carrobles, 2007. Sobre la antigua
Lusitania y los lusitanos: Ferreira da Silva, 1986, Ferreira da Silva/Gomes, 1992, Alarcão, 1996 y
Pérez Vilatela, 2000. Acerca de la Beturia y los pueblos célticos del Suroeste: Berrocal, 1992, 1998,
2005, AA.VV., 1995 y Rodríguez Díaz, 1998.
De la copiosa bibliografía sobre la cultura castreña y las gentes del Noroeste, además de a los trabajos
de G. Pereira (1982, 1983, 1998) remitimos al lector a últimas síntesis como Calo, 1993, Brañas, 1995,
García Quintela, 1997, 2004, Parcero/Cobas, 2004, González Ruibal, 2004, 2006 y González García,
2007. En Internet http://www.aaviladonga.es/e-castrexo/index.htm es un útil foro para la divulgación
de la cultura castreña. Mientras que las contribuciones historiográficas de Díaz Santana (2002) y
McKevitt (2005) desmitifican –y aclaran– la construcción del “celtismo gallego” en el siglo XIX. En
cuanto a los pueblos de la cornisa cantábrica, véase en general Rodríguez Neira/Navarro, 1998. Y en
particular, para los astures: Esparza, 1986, Fernández Ochoa, 1995, Santos, 2007; para los cántabros:
Iglesias/Muñiz, 1999, Peralta, 2000, González Echegaray, 2004; y para vascones y otros norteños
(turmogos, autrigones, caristios, várdulos): Solana, 1991, Sayas, 1994, 1998 y Santos, 1998.
En el capítulo lingüístico, concerniente a las hablas indoeuropeas de la Península Ibérica ténganse en
cuenta Untermann, 1987, de Hoz, 1993, Gorrochategui, 1993, 1994 y Villar, 2000, 2001. En concreto,
sobre la lengua y epigrafía celtibéricas: de Hoz, 1986, 1995, 2005, Villar, 1995, Untermann, 1997,
Jordán, 1998, 2007, Wodtko, 2000 y Gorrochategui, 2001. Y en la Red: http://www.geocities.
com/linguaeimperii/Celtic/celtiberian_es.html. Los bronces epigráficos de Botorrita (Zaragoza), tan
importantes para el conocimiento de la escritura e instituciones celtibéricas, han sido editados en
Beltrán et alii, 1982 (Botorrita I), Fatás, 1980 (Botorrita II, la tabula latina), Beltrán Lloris, 1996
(Botorrita III) y Villar et alii, 2001 (Botorrita IV); una valoración conjunta de estos documentos,
mucho más asequible para el lector no especializado, en Beltrán Lloris/Beltrán Lloris, 1996. Además,
la revista Palaeohispanica. Revista de lenguas y culturas de la Hispania antigua. (que edita desde
2001 el CSIC y la Universidad de Zaragoza) y las actas de los Coloquios sobre Lenguas y culturas
prerromanas (celebrados aproximadamente cada dos años, desde el primero en Salamanca, 1974,
hasta el último en Barcelona, 2004: http://www.dpz.es/ifc2/libros/ebook2622.pdf ) recogen trabajos de
referencia y las últimas novedades sobre lingüística y epigrafía prelatinas.
La evolución del poblamiento y la caracterización del hábitat castreño son abordados en Almagro
Gorbea, 1994, 1996, Martín Bravo, 2001 y Álvarez Sanchís, 2005. Como estudios regionales: Romero,
1991, Burillo, 1995a, 1995b y Jimeno, 2005a (para la Celtiberia); Sacristán, 1989, 1994, San Miguel,
1993 y Delibes et alii, 1995a (para el espacio vacceo); Álvarez Sanchís, 1999: esp. 101-168, 2003b y
Sánchez-Moreno, 2000: esp. 41-87 (para la Vetonia); Urbina, 2000 (para la Meseta central); Almagro
Gorbea/Martín Bravo, 1994, Rodríguez Díaz, 1998, Berrocal, 1998, Martín Bravo, 1999 y Rodríguez
Díaz/Ortiz, 2003 (para Extremadura); y Esparza, 1986, Parcero, 1995, Calo, 1996, de Blas/Villa, 2002
y Fanjul, 2004 (para los ámbitos galaico y astur). En particular, sobre las defensas castreñas (y las
rampas de piedras hincadas): Cerdeño, 1997, Romero, 2003, Queiroga, 2003, Esparza, 2003 y de muy
reciente aparición: Berrocal/Moret, 2007.
Para profundizar en las bases económicas desde una perspectiva etnográfica, deben consultarse los dos
volúmenes de K. Torres (2003, 2005), con una completa revisión de los recursos naturales, las
estrategias agropastoriles y la producción artesanal de la Hispania céltica. Panorámicas generales de la
economía protohistórica en: Caro Baroja, 1986, Esparza, 1999, Burillo, 1999, Ruiz-Gálvez, 2001 y
Blasco, 2005. Sectorialmente, sobre la dedicación ganadera y la cuestión trashumante en la Edad del
Hierro: Gómez-Pantoja, 2001, Sánchez-Corriendo, 1997, Sánchez-Moreno, 1998, de la Vega et alii,
1998, Liesau/Blasco, 2001, Gómez-Pantoja/Sánchez-Moreno, 2003 y Liesau, 2005; sobre los verracos
y su relación con el paisaje ganadero: Álvarez Sanchís, 1998, 1999: 215-294. Sobre la agricultura y la
dieta alimenticia: Cubero, 1995, 1999, 2005, Jimeno et alii, 1996, Grau et alii, 1998, Checa et alii,
1999, Ramil-Rego/Fernández, 1999; y a propósito del modelo agrícola vacceo: Salinas, 1990,
SánchezMoreno, 1998-199 y Sanz et alii, 2003a. Sobre minería y actividades metalúrgicas: Gómez
Ramos et alii, 1998, Lorrio et alii, 1999, Arenas/Martínez, 1999, Polo/Villargordo, 2005, Rovira,
2005a, 2005b y Sanz, 2005; sobre el trabajo de la plata y el oro: Delibes/Esparza, 1989, Pérez
Outeiriño, 1982, 1989, Perea/Sánchez Palencia, 1995, Balseiro, 2000 y Delibes, 2001. Sobre la
producción cerámica: Sacristán, 1993, Escudero/Sanz, 1993, Escudero, 1999, García Heras, 1999,
2005 y Romero, 2005. Sobre otras manufacturas artesanales: Romero, 2001, Galán, 2005 y Barril,
2005. Acerca del comercio y demás formas de intercambio: Naveiro, 1991, Cerdeño et alii, 1996,
1999, Sánchez-Moreno, 2002a y Ruiz-Gálvez, 2005. Finalmente, la moneda y la circulación monetaria
en Celtiberia son objeto de atención en Burillo, 1995b, Blázquez Cerrato, 1995, Almagro Gorbea,
1995b, García-Bellido, 1999, 2005 y Domínguez Arranz, 2001, 2005.
Tocante a las estructuras sociales en la Hispania céltica, consúltese lo incluido en obras generales (por
ejemplo, Gómez Fraile, 2001b: 225-295) y en monografías de pueblos citadas más arriba. Una
variable de análisis son las necrópolis y el ritual mortuorio. En lo relativo a las gentes de la Meseta y
sus aledaños, el panorama funerario está bien estudiado en Burillo, 199o, Lorrio, 1997 y
Cerdeño/García Huerta, 2001, 2005 (mundo celtibérico); Sanz, 1998 (mundo vacceo); Álvarez
Sanchís, 1999: 169-213, Sánchez-Moreno, 2000: 87-106 y Baquedano, 2007 (mundo vetón);
Blasco/Barrio, 1992 y Pereira Sieso et alii, 2001 (mundo carpetano); y Ruiz Vélez, 2001
(estribaciones cantábricas). Por destacar tres necrópolis, la arévaca de Numancia (Garray, Soria), la
vaccea de Las Ruedas (Padilla de Duero, Valladolid) y la vetona de La Osera (Chamartín de la Sierra,
Ávila) aportan datos de interés comentados en el bloque I.2.7; al respecto: Jimeno et alii, 1996; 2004
(Numancia), Sanz, 1998 y Sanz et alii, 2003b (Las Ruedas) y Baquedano, 2001 (La Osera).
De la profusa bibliografía sobre relaciones de parentesco y grupos gentilicios en la Hispania
indoeuropea citaremos las contribuciones de González, 1986, 1997, 1998, González/Santos, 1994,
Beltrán Lloris, 1988, 1992, 2005, Rodríguez Álvarez, 1996 y Ramírez, 2003 (que reúnen la
bibliografía previa). Sobre la mujer en la Hispania céltica vide Sopeña, 1995: 50-69, y desde la
perspectiva de las relaciones de género: Garrido, 1997. Para la significación de régulos, aristocracias
guerreras y élites ecuestres: Ciprés, 1993, Pitillas, 1997, Almagro Gorbea/Torres, 1999, Lorrio, 2005 y
SánchezMoreno, 2006. Del más célebre de los caudillos hispanos, el lusitano Viriato, puede leerse en
último lugar la semblanza de M. Pastor, 2004. El caballo (Almagro Gorbea, 2005, Sánchez-Moreno,
2005), los báculos de distinción (Almagro Gorbea, 1998) o las esculturas de guerrero galaico-lusitanas
(Calo, 1994, Schattner, 2003) son notables emblemas de poder en la Edad del Hierro.
Sobre los pactos de hospitalidad y otros mecanismos diplomáticos, vide Dopico, 1989, Salinas, 1999b,
2001b, Sánchez-Moreno, 2001a, 2001b, Beltrán Lloris, 2001, Abascal, 2002, Marco, 2002, Ramírez,
2005 y Balbín, 2006. Las instituciones políticas (senados, asambleas, magistraturas) y la epigrafía
jurídica celtibéricas son analizadas en Fatás, 1987, Muñiz, 1994, Burillo, 1995b, Beltrán Lloris, 1995,
2005 y Beltrán Lloris/Beltrán Lloris, 1996. En particular, sobre la rendición acordada en la tabula
cacereña de Alcántara: López Melero et alii, 1984, y sobre las negociaciones de celtíberos y lusitanos
frente a Roma: García Riaza, 2002.
Pasando a la guerra y su reflejo en las sociedades hispanoceltas, considérese el esencial trabajo de P.
Ciprés, 1993, y además: García y Bellido, 1977, Almagro Gorbea, 1997, Gómez Fraile, 1999, García
Quintela, 1999: 270-295, Sánchez-Moreno, 2001c, 2002b, Moret/Quesada, 2002, Queiroga, 2003 y
Almagro Gorbea/Lorrio, 2004. Los trabajos de G. Sopeña (1995, 2004, 2005) descifran el ideal
guerrero –la ética agonística– imperante en el mundo celtibérico. Por su parte, Cabré
Herreros/Baquedano, 1997, Lorrio, 1993, 1997, 2005, Álvarez Sanchís, 1999: 172-198 y Sanz, 2002,
copilan lo básico sobre el armamento de las gentes del interior. Finalmente, sobre la integración de los
hispanos en el ejército romano, véase Roldán, 1993.
Concluimos el bosquejo bibliográfico con la religión. Los ensayos de F. Marco constituyen excelentes
panorámicas para, asumiendo las inevitables dificultades metodológicas e interpretativas, acercarnos
al paisaje sacro (Marco, 1999a) y a las formas de religiosidad en la Hispania céltica (Marco, 1993,
1994a, 2005a, 2005b). Consúltese también la obra de J.M Blázquez (1991, 2001). Más
particularmente, sobre los dioses reconocidos epigráficamente (sobre todo) en tierras del Occidente
peninsular, vide Untermann, 1985, Prósper, 2002 y Olivares, 2002, 2005 (que recogen toda la
bibliografía anterior). Entre los santuarios rupestres más importantes comentados en estas páginas
están los de Ulaca (Solosancho, Ávila): Álvarez Sanchís, 1999: 147-150 y Almagro Gorbea/Álvarez
Sanchís, 1993; Panoias (Vila Real, Tras-os-Montes): Alföldy, 1997 y Rodríguez Colmenero, 1999; y
Peñalba de Villastar (Teruel): Marco, 1986 y Alfayé, 2005. Sobre el santuario fronterizo de
Postoloboso (Candelada, Ávila), en último lugar: Schattner et alii, 2006a y Sánchez-Moreno, 2007;
sobre el culto a Berobreo en Monte Facho (Donón, Pontevedra), recientemente dado a conocer: Koch,
2005 y Schattener et alii, 2006b; y sobre el altar-santuario de Capote (Higuera la Real, Badajoz):
Berrocal, 1994. Pasando a lo simbólico, acerca del sentido cultual y protector de los verracos vide
López Monteagudo, 1989 y Álvarez Sanchís, 2007. De los ritos sacrificiales y el sacerdocio en la
Hispania céltica se han ocupado especialmente M.V. García Quintela (1992, 1999: 225-260) y F.
Marco (1999b, 2005b: 317-324). Una introducción a la arqueoastronomía en Cerdeño et alii, 2006;
mientras que su constatación en la necrópolis de La Osera es planteada por Baquedano/Martín
Escorza, 1998. Finalmente, sobre los ritos guerreros y la ética agonística, los trabajos ya citados de G.
Sopeña (1995, 2004, 2005), y desde una aproximación duméziliana: García Fernández-Albalat, 1990 y
García Quintela, 1999: 270-295. Con relación a las saunas iniciáticas y las pedras formosas del
Noroeste, vide Ferreira da Silva, 1986, Almagro Gorbea/Álvarez Sanchís, 1993 y Rodríguez
Colmenero, 2000. La heroización guerrera y el tránsito acuático (representados en la diadema astur de
Mones) son diseccionados en Marco, 1994b.
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Parte II Hispania romana: de Escipión a los visigodos
Introducción
Algunos motivos de admiración
La historia de Roma lleva milenios capturando la imaginación de gobernantes, filósofos, militares e
historiadores. Primero fue saber cómo una modesta potencia regional conquistó todo el Orbe en un
plazo relativamente breve; más tarde, la fascinación se nutrió de la espléndida magnificencia de la
Urbe, de la prosperidad imperante en las provincias y, sobre todo, de la extraordinaria longevidad del
Imperio: un sistema político multisecular cuya legitimidad reposaba teóricamente en la cooperación
entre el Senado y el Pueblo de Roma (Senatus Populusque Romanus, de donde vienen las famosas
siglas SPQR), pero cuyo ejercicio cotidiano de Gobierno era más propio de un despotismo militar con
frecuentes desviaciones hacia lo tiránico. La última causa de admiración –y no la menos importante–
es que Roma subyugó una miscelánea de pueblos que habitaban desde las crudas y grises tierras del
Finisterrae atlántico hasta más allá de Mesopotamia; y desde las selvas del Rin, tenebrosas e
inhóspitas, hasta los cálidos y, también, vacíos desiertos del Sahel africano. El asombro viene de cómo
esas gentes –generalmente sometidas tras violentas y traumáticas conquistas, que hablaban una babel
de lenguas, se encontraban en diversos grados de desarrollo socio-político y adoraban a una
multiplicidad de dioses–, fueron leales súbditos de Roma durante muchos siglos.
En la Edad Media admiraron los dilapidados restos de una civilización naufragada, que iban
desapareciendo irremisiblemente con el paso del tiempo; aún así, esos tristes vestigios indicaban la
sólida prosperidad que otorgaba la unidad política y dejaban entrever espléndidos logros imposibles
de emular entonces. La curiosidad y la afición de los primeros europeos favoreció el coleccionismo y
la descripción erudita de las ruinas, cuya copia e imitación caracterizó la etapa histórica que
apropiadamente llamamos Renacimiento. En siglos venideros, la admiración de los ingenieros y
arquitectos por los restos de los caminos y las obras públicas del Imperio, refleja únicamente las
carencias de Europa, que aún no estaba lista para replicar las capacidades administrativas y técnicas
del Roma: las grandes ciudades occidentales no disponían de las redes de abastecimiento de agua y
alcantarillado, bibliotecas, baños y
[Fig. 73] Acueducto romano de Les Ferreres (Tarragona)
termas públicos, que eran habituales en cualquier población romana de mediana importancia. Y hasta
que maduraron las grandes redes ferroviarias, el mundo no conoció nada comparable a la extensa red
de caminos de rodadura que permitía el tránsito veloz de pasajeros y el transporte de las más pesadas
cargas por todas las provincias de Roma.
De este modo, sólo a comienzos del siglo xx, dispuso Occidente de los recursos, el desarrollo
tecnológico y la voluntad social capaz de universalizar y mejorar las comodidades domésticas
habituales en una casa romana de alcurnia: agua corriente, instalaciones sanitarias y calefacción
central. Como hoy día damos por descontadas esa clase de comodidades, quizá minusvaloramos las
razones de nuestros antepasados, pero seguimos considerando a Roma la difusora de muchas prácticas
sociales, ideas políticas e instituciones jurídicas que están en el fundamento de nuestra civilización y
que consideramos, por lo tanto, modélicas para el resto de la Humanidad. Palabras como “Senado”,
“plebiscito” o “provincia” son de uso corriente en nuestro vocabulario político-administrativo y se
emplean con fruición en las constituciones de muchas naciones occidentales; y otras como lex,
edictum, sententia, fideicommissum, apellatio o tutela siguen pronunciándose así o con escasas
variaciones, por cuanto refieren instituciones cuya tipificación debemos a la praxis política y jurídica
romana.
[Fig. 74
Cofradía de los Manayas, caracterizados como legionarios romanos, en las escalinatas de la catedral
de Gerona (Semana Santa 2006); un particular legado de Roma en Hispania
Todo lo anterior es de especial aplicación al caso de la Península Ibérica, porque por su duración y
trascendencia, españoles y portugueses consideramos el periodo romano de nuestra historia como la
época en la que estas tierras se abrieron paulatinamente a las influencias externas hasta acabar
integradas por completo en lo que llamamos la ecúmene mediterránea. En realidad, el ámbito
geográfico de ésta abarcaba mucho más que el Mar Interno y sus costas, pero indudablemente eran
esas aguas las que atraían y redistribuían los productos ultramarinos y de lujo venidos de tierras tan
lejanas como Etiopía, India o China, las estupendas reservas demográficas de los pueblos celtas y los
metales preciosos de Hispania, Dacia y Britania. Junto a estos bienes, el Mediterráneo también
absorbió, mezcló y reexportó otros intangibles como la larga experiencia en organización social de las
gentes de Mesopotamia y el Irán, la teosofía mística de los pueblos levantinos, la curiosidad
racionalista y genial de los griegos, la creencia egipcia en la esencial trascendencia del ser humano, el
modelo de ordenación política helenístico, la capacidad de liderazgo internacional de los romanos y
otras muchas innovaciones tan engranadas en nuestra forma de ser y actuar que ahora nos parecen
connaturales al espíritu europeo. Todos y cada uno de esos elementos interactuaron entre sí de tal
manera que sólo pueden distinguirse recurriendo a la simplificación artificial e irreal de la docencia:
el oro extraído de las regiones remotas de Hispania encontró su camino hasta la India o China, donde
se intercambió por raras especias, animales sorprendentes, perfumes y la escasa y buscada seda; pero
el camino entre Las Médulas y los puertos cingaleses no siempre fue directo y por supuesto, el
resultado final de estos intercambios a larga distancia no repercutió necesariamente en los lugares de
origen de los productos comisionados, del mismo modo que las primeras iglesias cristianas de
Corduba, Emerita Augusta o Tarraco no eran conscientes de las concomitancias entre sus nuevas y
revolucionarias ideas y la creencias inmemoriales de mesopotamicos, egipcios o griegos.
Si hay que poner una fecha al comienzo de esta inédita etapa del desarrollo de Hispania, ésta debe de
ser la jornada otoñal del 218 a.C. en la que una numerosa fuerza militar desembarcó en Emporion (hoy
Ampurias, en Gerona), con la misión de ejecutar el plan estratégico que los romanos habían diseñado
en la eventualidad de una nueva guerra contra Cartago. De este modo, y durante casi una decena de
años, romanos y púnicos combatieron por el control de litoral levantino y de los pasos pirenaicos sin
que, al parecer, Roma pensase en la conquista de las tierras ibéricas, porque sus tropas no eran más
que una fuerza expedicionaria actuando en territorio enemigo. Con el tiempo y la evolución del
conflicto, como veremos, los romanos mudaron sus aspiraciones y, dejando de pensar que la misión de
sus tropas era únicamente el hostigamiento y el bloqueo de las líneas de comunicación púnicas,
consideraron que lo ganado eran los legítimos expolios de la victoria y que ésta sólo podía ser
salvaguardada con las armas. Así, de modo improvisado y azaroso, comenzó la conquista de la
Península Ibérica, una tarea que se demoró casi dos siglos por las razones que se expondrán más
adelante. Al final del proceso estas tierras eran uno de los pilares del Imperio romano, del que
recibimos, además de la lengua, el esquema de ordenación territorial, el emplazamiento de las
principales ciudades y un sentimiento de pertenencia común cuya memoria justificaría y facilitaría
sucesivos intentos de unificación política del territorio peninsular.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Hay muchas y buenas Historias de Hispania romana a las que acudir y lo que sigue a continuación no
pretende ser una lista exhaustiva ni selecta, en el sentido de gradación de calidad; son simplemente los
libros que el autor de estas páginas más conoce o consulta con frecuencia. Entre los relatos
tradicionales y con completo aprovechamiento de las fuentes, sobre todo literarias, hay que situar el
volumen II de la conocida Historia de España Menéndez-Pidal, en este caso correspondiente a la
segunda edición y hace tiempo agotado pero que no es difícil encontrar en cualquier biblioteca pública
o universitaria (Montenegro et alii, 1982 y Mangas/Jover, 1982); luego está el manual universitario de
Blázquez et alii, 1989, completo, desigual de contenido y que no ha sido actualizado.
Mucho más generales y de propósitos y extensión diversos son algunos títulos recientes, a veces
versiones de obras extranjeras: Roldán, 1989; Keay, 1992; Curchin, 1996; Arce et alii, 1997;
Richardson, 1998; Bravo, 2001; Fernández Castro/Richardson, 2005; y Le Roux, 2006. Sobre la
arqueología hispanorromana, un buen estado de la cuestión con amplia bibliografía temática es:
Fernández Ochoa et alii, 2005; desde el plano de la arqueología del paisaje, Ariño et alii, 2004.
Entre el material auxiliar que puede merecer tener a mano, debe contarse con un Atlas y un
diccionario histórico. De los primeros, no conozco ninguno específicamente dedicado a la Historia
antigua de España o, más precisamente, a la Hispania romana; por ello, habrá que contentarse con uno
de Historia Antigua general pero que dedica cierta atención a Hispania, como es el caso del preparado
por F. Beltrán Lloris y F. Marco Simón, 1996 (algunos de los mapas están disponibles en la Red, vid.
http://155.210.60.15/HAnt/atlas/index.html) o, alternativamente, optar por uno de Historia de España
como el F. García de Cortázar, 2006. Para mayor información cartográfica sobre la Hispania romana,
en la bibliografía correspondiente al apartado dedicado a las fuentes literarias (vide vol.II, I.1) nos
referimos a las hojas de la Tabula Imperii Romani (TIR) correspondientes a España y Portugal, y al
excelente Barrington Atlas (Talbert, 2000). Respecto al diccionario, uno recientemente aparecido
debería poder resolver cualquier duda sobre personajes, lugares y cosas (Roldán, 2006).
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Capítulo primero
La Segunda Guerra Púnica en Hispania (218-206 a.C.)
Independientemente de las causas del interés púnico por la Península Ibérica, del modo en que éste se
manifestó y de las actuaciones y planes de los Bárcidas, no cabe duda que su resultado (el control del
valle del Guadalquivir y el Levante peninsular, desde el estrecho de Gibraltar o más allá, hasta el cabo
de la Nao), fue una construcción rápida –apenas transcurren 19 años entre el desembarco de Amílcar
en Gades (237 a.C.) y la partida de Aníbal hacia Italia (218 a.C.)–, y sólida, pues se mantuvo
cohesionada durante los trece años de la guerra contra los romanos. Se ha dicho que el dominio de los
Bárcidas recuerda en su estructura y modo de proceder lo que los sucesores de Alejandro hicieron en
el Oriente helenístico: el control de un recurso apreciado (en este caso, las minas de plata) permitía la
contratación de un ejército mercenario que, a su vez, imponía determinados mecanismos –rehenes,
alianzas matrimoniales, tratados diplomáticos– que garantizaban que las ciudades y gentes del país
contribuyesen con tropas o dinero al mantenimiento de la seguridad común administrada por los
púnicos. Las incidencias en el funcionamiento de este esquema básico entre el 237 y el 218 a.C. han
quedado narradas en otra parte de esta obra (vid. vol.I, II.4.5); ahora, lo que hay que explicar es por
qué Roma acabó considerando ese dominio casus belli y cómo a consecuencia de la larga y cruenta
Segunda Guerra Púnica (218-202 a.C.) –que estalló aquí pero se peleó en escenarios de todo el
Mediterráneo occidental–, los romanos arrebataron a los cartagineses su Imperio ultramarino, esto es,
Hispania, e inauguraron una de las etapas más singulares de la Historia peninsular.
[Fig. 75] Aníbal atraviesa los Alpes, fresco de Jacopo Ripanda en la sala de las Guerras Púnicas del
palacio de los Conservadores de Roma
con el grueso del ejército: los dominios púnicos quedarían bajo la custodia de su hermano Asdrúbal, al
mando de una notable escuadra y fuerzas terrestres organizadas en torno a un núcleo de algo más de
20.000 hombres traídos de África, a los que deberían unirse en caso de necesidad, los habituales
contingentes locales; al tiempo, envió a Cartago y Libia tropas hispanas en sustitución de las que
había desplazado a la Península y con esa permuta, nota Polibio, los cartagineses reforzaban los dos
previsibles teatros de operaciones, convirtiendo sus guarniciones en rehenes y garantes de la lealtad de
sus respectivos pueblos. Por último, durante todo el tiempo que duró el asedio de Saguntum y después,
los embajadores y exploradores púnicos estuvieron en tratos con las tribus galas, reconociendo el
terreno y las rutas entre los Pirineos y los Alpes y sondeando la disposición de los habitantes de esas
comarcas.
Concluidos esos preparativos, Aníbal partió de Cartago Nova y avanzó hacia el río Ebro, con fuerzas
considerables que rápidamente se abrieron camino hacia los Pirineos, asaltando algunas ciudades y
sometiendo las comarcas que atravesaba. Es interesante notar que, por la relación de las gentes
implicadas, los cartagineses eligieron una ruta que buscaba atravesar la cadena pirenaica por los pasos
del interior, en vez de los obvios y fáciles puertos del litoral; la razón de ello es que la zona costera
estaba dominada por las colonias y establecimientos griegos (vid. vol.I, II.3.3.5.1), cuya resistencia
hubiera retrasado inútilmente la marcha de la expedición; sin embargo, dejar focos de resistencia a sus
espaldas era una decisión arriesgada y es posible que Aníbal confiase su reducción a un tal Hanón, a
quien encargó el mando de la región entre el río Ebro y los Pirineos; la actividad de este general es
casi completamente desconocida, pero debió de haber tenido cierto éxito en su misión porque, como
veremos luego, su campamento y el lugar donde la fuerza expedicionaria estableció la base logística,
se encontraba en las cercanías de lo que más tarde fue Tarraco.
Aníbal cruzó los Pirineos a comienzos del verano, abandonando definitivamente la Península Ibérica,
pero sin olvidarse de ella porque la superioridad naval romana le obligaba a depender de los
abastecimientos de dinero, hombres y pertrechos que se le enviasen desde Hispania por vía terrestre,
lo que exigía la seguridad de las comunicaciones en un largo trayecto. Y esa debilidad fue la que, a la
larga, se convirtió en el objetivo estratégico de Roma.
[Fig. 76] Relieve con la representación de un guerrero ibérico (integrado como auxiliar en el Ejército
romano),
perteneciente a un monumento funerario de Osuna, Sevilla
(Museo Arqueológico Nacional, Madrid)
Andújar), Astapa (Estepa) y Gadir o Gades (Cádiz), donde los restos del ejército cartaginés trataron de
montar una defensa hasta el último hombre que fue frustrada por los propios habitantes de la ciudad,
que buscaron en la entrega a los romanos la posibilidad de sobrevivir en los nuevos tiempos. De ese
modo, a fines del 206 a.C., la entrada de las tropas romanas en la vieja ciudad púnica puso fin al
imperio creado en Hispania por una familia y que había permitido que Cartago recuperase la
prosperidad perdida al final de la Primera Guerra Púnica (vid. vol.I, II.4.5). Los romanos, por su parte,
basaron el control de las comarcas recién conquistadas en la presencia de guarniciones propias en las
ciudades antes nombradas y en la fundación de Itálica, un lugar preexistente pero donde Escipión
decidió dejar a los soldados enfermos o heridos que no merecía la pena repatriar a Italia; el nuevo
establecimiento estaba situado a orillas del Guadalquivir y en un punto donde éste desaguaba en un
amplio estuario lacustre; es decir, Itálica, con salida indirecta al mar, se encontraba en la cabecera de
dos rutas terrestres de interés estratégico para los romanos: la terrestre que penetraba hacia el interior
y podía llevar hasta el Cantábrico; y la terrestre y fluvial que ofrecía el río Betis. El estatuto legal de
la nueva población es desconocido, pero posiblemente se trató de algún tipo de colonia, precisamente
porque su misión iba más allá de ser un lugar de residencia. En cualquier caso, fue sin duda el más
antiguo establecimiento romano de la Península y de su importancia venidera se dará cuenta más
adelante.
II.2.4 Viriato
Seguramente se debe al impacto de la masacre que durante dos años no haya noticias de actividad
bélica en la Lusitania. Luego, en el 147 a.C., Apiano registra el desastre en un lugar de situación
desconocida que las fuentes llaman Tribola, del pretor Vetillo, que fue derrotado, hecho prisionero y
muerto por los lusitanos dirigidos por Viriato, un personaje al que los antiguos convirtieron en
exemplum retórico al servicio de diversas causas y, desde entonces, más de una vez ha vuelto a ser
puesto al servicio del patriotismo en los dos países peninsulares. Desgraciadamente, la verdadera
personalidad y las circunstancias del individuo están prácticamente perdidas para la historia, porque
las fuentes disponibles no son muy lúcidas y los detalles que transmiten son fragmentarios y con
frecuencia contradictorios y reelaborados (App., Iber., 60-75; Liv., Periochae 52-54; Diod. 33), a pesar
de que tanto Polibio como Livio debieron tratar ampliamente del personaje. Apiano se supone
derivado de la obra polibiana, mientras que la breve nota de Diodoro se cree un resumen de Posidonio;
además muchas de esas noticias parecen tener un trasfondo propagandístico o moralizante, ya que en
torno al personaje se tejió una red de intereses que es difícil desenmarañar: los romanos le tacharon de
“pastor y bandolero” (pastor et latro, o sea, el arquetipo de la barbarie), pero otros datos hacen de él
un aristócrata local con carisma y aspiraciones monárquicas sobre su pueblo (vid. vol.II, I.2.7.5). Hay
quien sostiene que Viriato fue elegido por los estoicos como ejemplo del perfecto gobernante, y
cualquier retrato del personaje está empañado por otros tópicos modernos que hacen de él el luchador
de las libertades y el inventor de eso que ahora se llama “guerra asimétrica” o guerra de guerrillas.
Fríamente considerados, los datos disponibles no ofrecen una justificación de las causas del conflicto
entre los romanos y los lusitanos, ni explican por qué o cómo Viriato se convirtió en el líder de éstos.
Por ello, la historia del caudillo lusitano no es tanto el relato de sus motivaciones y propósitos, cuanto
el de sus éxitos y fracasos y, como ya estamos bien acostumbrados, vistos siempre desde la óptica de
sus enemigos.
La victoria de Tribola sembró de inquietud amplias comarcas de la Península. Los agentes eran, al
parecer, pequeñas partidas que no buscaban el enfrentamiento en campo abierto, sino que hostigaban
continuamente el territorio bajo dominio directo de Roma o en su zona de influencia, atacando
destacamentos de tropas, asaltando ciudades y pueblos e interrumpiendo el tránsito por caminos y
vías. Debido seguramente a la minúscula escala de la violencia, los romanos consideraron bandoleros
a los integrantes de esas partidas, aunque los gobernadores de las dos provincias fracasaron
sistemáticamente en sus intentos de reducir el descontrol durante los dos años siguientes.
Como la destrucción de Cartago y Corinto había terminado, respectivamente, con los problemas
bélicos en Grecia y África, y los problemas en Hispania se agravaban, el Senado decidió aprovechar la
menor conflictividad en otros lugares para asignar la Ulterior al cónsul del 145 a.C., Q. Fabio
Máximo, con las fuerzas habituales en un mando de su dignidad, es decir, una considerable fuerza
formada por dos legiones, más su complemento de aliados y las tropas ya acuarteladas en la provincia.
En los dos años que duró su encargo, Máximo cosechó algunos éxitos que devolvieron a la Ulterior la
semejanza de paz, posiblemente expulsando a Viriato de ella. No es seguro quién gobernaba
contemporánemente la Citerior, aunque hay dos intrigantes noticias de Apiano (Iber., 63 y 66), en las
que informa, respectivamente, que la primera víctima de Viriato, el ya mencionado Vetillo, alistó a
5.000 soldados de los belos y titos para ayudarle en Lusitania, mientras que algo más tarde, un
innombrado gobernador de la Citerior (quizá C. Lelio, a partir de una poco clara referencia de
Cicerón) expulsó a Viriato de su jurisdicción después de que éste sublevase, precisamente, a los titos y
los belos. Que este hecho no mejoró la situación de la provincia se deduce de que su sucesor fue otro
peso pesado, el cónsul del 143 a.C., Q. Cecilio Metelo Macedónico, recientísimo triunfador en Grecia
contra macedonios y aqueos.
Mientras, en la Ulterior, la estabilidad lograda por Máximo se vio alterada ya que Viriato renovó sus
acciones quizá porque en los años 143-141 a.C. tuvo enfrente a un gobernador a quien Apiano califica
de “cobarde e inexperto” (App., Iber., 66) –sin embargo, cuando el personaje regresó a Roma, fue
elegido cónsul– y a quien afligió más de un sonada derrota. Los lusitanos llevaron a cabo varias
provechosas expediciones contra las comarcas más orientales de la Citerior y afianzaron su dominio
en la región comprendida entre el Guadiana y las sierras de Huelva y Córdoba, donde parecen haber
logrado el apoyo de varias ciudades.
Por este motivo, y ante la gravedad de la situación, la campaña contra Viriato requirió el mando de
uno de los cónsules salientes del 142 a.C., Q. Fabio Maximo Serviliano, lo que convertía la guerra en
Lusitania en un asunto de familia. Como se ha podido observar, la reconstrucción de la historia de este
periodo se enfrenta a la frecuente homonimia de los personajes involucrados; como buenos
aristócratas, los nobles romanos consideraban honroso y útil repetir en los descendientes los nombres
de sus más ilustres antecesores, lo que planteaba serios problemas de identificación incluso entre sus
contemporáneos. De ahí el frecuente recurso a sobrenombres derivados de rasgos individuales de
apariencia o carácter, que unas veces eran meramente descriptivos (Crassus, el Gordo; Barba,
Barbatus e incluso Ahenobarbus, “el Barbaroja”; Quadratus, el Cachas; Pulcher, el Guapo) y otras
peyorativos o cómicos (Verrucosus, el Verrugas; Nasica, el Narices; Lentullus, el Tontito). Si el así
designado se hacía famoso, sus herederos adoptaban el apodo agotando su utilidad, por lo que había
que añadir otros más “individualizados”, como Africanus, Macedonicus o Aemilianus: los dos
primeros recuerdan las hazañas bélicas de sus portadores, mientras el segundo alude a la extendida
práctica romana de la adopción, recordando que la familia de sangre del adoptado era laAemilia. Ésta
era precisamente la situación de los tres cónsules que pelearon contra Viriato: Q. Fabio Maximo
Emiliano (cónsul en el 145 a.C. y promagistrado en la Ulterior entre 145-143 a.C.) era un hijo natural
de L. Emilio Paulo y por lo tanto, hermano de P. Cornelio Escipión Emiliano, el expugnador de
Numancia; mientras éste fue adoptado por la poderosa familia Cornelia, el bastardo lo fue por el
pretor Q. Fabio Máximo, quien también se hizo cargo de un hijo
[Fig. 81] La muerte de Viriato (detalle) de J. de Madrazo (1818). Visión idealizada del jefe lusitano
como héroe neoclásico. Museo del Prado, Madrid.
de Cn. Servilio Cepión, que pasó a llamarse Q. Fabio Maximo Serviliano (cónsul en el 142 a.C. y
comandante en Hispania en 141-139 a.C), que era el personaje aludido antes de este excurso y que
como veremos, fue sucedido en el mismo mando por su hermano de sangre, Cn. Servilio Cepión
(cónsul en el 140 a.C.).
El panorama que encontró Serviliano a su llegada a la Ulterior no era muy halagüeño, pues los
lusitanos parecían haberse apoderado de algunas comarcas de la provincia. Apoyado por el refuerzo de
la caballería númida, el gobernador romano consiguió que Viriato se replegara hasta la Lusitania
propia; pero cuando trataba de redondear sus éxitos antes de entregar el relevo a su sucesor (y como se
ha dicho, también hermano de sangre, Q. Servilio Cepión, que había sido el cónsul del 140 a.C.), en el
asalto de una localidad llamada Erisane (quizá Lucena, en Córdoba, pero sin certeza), Serviliano se
vio envuelto en un auténtico desastre, porque Viriato acorraló sus tropas y le obligó a rendirse. Los
términos de la rendición, sorprendentemente, fueron aceptados y refrendados por el Senado romano:
se reconocía el legítimo dominio del jefe lusitano sobre el territorio que controlaba (quizá la Beturia y
zonas vecinas), asegurándole un tratamiento preferente como aliado y amicus Populi Romani.
No constituye un gran desafío imaginar cuál debió de ser la desesperación del nuevo gobernador,
recién llegado a su provincia, que se topaba con la noticia de que la provechosa campaña que soñaba –
atribuirse la gloria de haber derrotado a Viriato y el considerable botín que traía–, se habían esfumado
por completo porque el enemigo del pasado era, ahora, ¡un buen aliado y amigo del Pueblo romano…!
Consta que Cepión se quejó insistentemente de las condiciones del tratado y parece que, con la
autorización del Senado, actuó contra Viriato, primero en secreto y luego, a partir del 139 a.C.,
abiertamente, atacando y tomando Arsa, una plaza de la Beturia de localización incierta que algunos
sitúan en la vecindad de Zalamea de la Serena (Badajoz). Al parecer, Cepión tendió una emboscada a
los lusitanos, de la que Viriato escapó huyendo hacia Occidente, pero perseguido de cerca por los
romanos. Sin embargo, Viriato no sólo consiguió astutamente desengancharse de sus seguidores sino
que regresó al núcleo de sus dominios, desde donde aguantó con fortuna los repetidos asaltos de su
enemigo mientras intentaba encontrar una salida razonable al conflicto. Primero lo intentó con Popilio
Laenas, cónsul del 139 a.C. y gobernador de la Citerior que, como veremos al tratar de Numancia (vid.
infra), había recibido la provincia en unas condiciones similares a la de Cepión, porque su antecesor,
Q. Pompeyo había sido forzado por los numantinos a firmar otro tratado que, en este caso, el Senado
consideró humillante y se negó a ratificar. Cuando los tratos con Popilio fallaron, Viriato entabló
conversaciones con Cepión y, de algún modo, el romano consiguió atraerse a los representantes
lusitanos convenciéndoles de que el conflicto no tenía otra salida que la eliminación de Viriato. La
conspiración triunfó y el caudillo lusitano entró en la leyenda como consecuencia de su pérfido
asesinato en el 139 a.C. Los conjurados (Audax, Ditalcón y Minuro, naturales de Urso, según Diodoro
de Sicilia) no lograron lo que pretendían con el asesinato de su líder, fuera lo que fuese; y Cepión dejó
Hispania habiendo logrado la casi completa sumisión de los lusitanos, por lo que esperaba,
seguramente, ser premiado con una merecida procesión triunfal a su regreso en Roma. Pero el Senado
le negó tal honor por la forma en que condujo y terminó la guerra.
La desaparición de Viriato no trajo inmediatamente la paz a Lusitania, puesto que las fuentes registran
operaciones militares en la región durante todo el siglo siguiente, pero indudablemente rebajó su
virulencia. El sucesor de Cepión en la Ulterior, Décimo Junio Bruto (cónsul en 138 a.C.), recibió el
encargo de terminar de asentar a los combatientes de la pasada guerra en tierras fértiles,
atribuyéndosele la fundación de Valentia (seguramente la actual Valencia, pero no todo el mundo está
de acuerdo); y de pacificar la zona conquistada, que posiblemente alcanzaba ya la línea del Guadiana
y, quizá, en algunas regiones, la del Tajo. Acabadas esas tareas, Bruto dedicó su segundo año a lo que
un aristócrata romano consideraba más heroico y digno que la organización de un territorio
pacificado. A este fin buscó pelea fuera de los límites de provincia pacata, avanzando hacia el Norte
hasta alcanzar las orillas del Duero; allí asedió Pallantia en una maniobra concertada con el colega de
la Citerior, Emilio Lépido, que fracasó por falta de medios y porque recibieron la orden expresa del
Senado de abandonar la intentona. Bruto, sin embargo, continuó avanzando hacia el norte, hasta las
tierras del Miño, y durante la expedición hizo suficientes méritos para lograr, a su regreso a Roma, los
honores triunfales y el apodo de “Galaico” (137 a.C.). Sin duda, en Roma se pensó que el oro que
Bruto aportaba era suficiente compensación por su atrevimiento y que, además, confirmaba los
rumores existentes sobre ricos yacimientos auríferos en la zona, que merecería explorar más adelante.
II.2.5 El asalto a Numancia
Como ya se ha dicho, en el 143 a.C., las acciones de Viriato parecen haber propiciado que los
celtíberos se levantasen en armas y la gravedad de la amenza probablemente explica que el Senado
reservase la Citerior como provincia para uno de los cónsules de ese año. El elegido fue Cecilio
Metelo, quien dirigió sus esfuerzos contra los habitantes de la parte oriental de la Meseta, logrando
bastantes éxitos en su gobierno bienal, gracias a una estrategia metódica y continuada que le permitió
avanzar desde las bases seguras del litoral hacia el interior de la Meseta. Primero, sometió a los
habitantes de las comarcas más orientales de la Celtiberia (lusones, titos y belos, donde quizá debe
situarse la expulsión de los agentes de Viriato atribuidos por Apiano al misterioso Quintio),
obteniendo una importante victoria junto a Contrebia y la entrada en esta ciudad, que se identifica con
las ruinas de Botorrita, en Zaragoza, pero de forma incierta, porque la escueta noticia antigua pasa por
alto que ese topónimo fuera muy corriente en la Céltica hispana. Luego, Metelo, en vez de avanzar
directamente hacia el corazón de la comarca arévaca, se dirigió hacia sus partes más occidentales, las
límitrofes con los vacceos; es muy posible que este movimiento de tenaza buscase disuadir
potenciales ayudas para su principal objetivo, Numancia y sus alrededores, que alcanzó justo cuando
expiraba su mandato y que no pudo renovar debido al clima de crispación política reinante en Roma,
donde las facciones peleaban vehementemente por cada elección y por cada provincia.
Su relevo correspondió al cónsul del 141 a.C., Q. Pompeyo, un homo novus ambicioso y bisoño a quien
se dotó de notables fuerzas y que inmediatamente centró su interés en Numancia, fracasando
estrepitosamente en el asalto frontal. Y tampoco le resultó favorable el intento sobre la vecina ciudad
de Termes (Montejo de Termes, Soria). Estas dos incursiones parecen haber consumido el primer año
de gobierno de Pompeyo, que a pesar de los pobres resultados, vio renovado su mandato. En su
segunda campaña, Pompeyo se planteó la rendición de Numancia por asedio, pero la dureza y
dificultad de los trabajos de circunvalación, el clima desfavorable y la baja moral de la tropa le
obligaron a entablar negociaciones secretas con los numantinos que le permitieran una salida digna y
que satisfacieran el orgullo romano. Como Pompeyo mintiera a su sucesor y al Senado sobre la
existencia de esos tratos, su descubrimiento desveló el desprecio que la aristocracia romana “de
siempre” sentía por los advenedizos: el procónsul fue procesado por un delito de extorsión durante su
gobierno provincial, cargo del que fue luego exonerado.
El sustituto de Pompeyo fue el cónsul Popilio Laenas, al que ya se ha mencionado en su papel de
mediador en la crisis entre Cepión y Viriato. Popilio tuvo la misma adversa suerte que su predecesor
en el asalto directo a Numancia y ello le llevó posiblemente a sustituir el ataque frontal contra el
enemigo por incursiones de menor entidad contra las ciudades vacceas vecinas de los arévacos,
acusadas de auxiliar a los numantinos. En una de esas razias Popilio recibió ayuda de Cepión, su
colega a cargo de la Ulterior, quien avanzó desde el Guadiana hasta el Duero y abrió,
presumiblemente, el camino a la expedición de Junio Bruto en el 137 a.C.
La incapacidad romana alcanzó su cenit cuando el cónsul del 137 a.C., C. Hostilio Mancino, recibió el
mando de la provincia y no sólo fue incapaz de repetir la rutina de sus predecesores asediando en
tiempo la plaza fuerte arévaca, sino que alarmado ante las noticias de refuerzos enemigos, abandonó
apresuradamente sus campamentos y cayó en una emboscada tan desfavorable que se vio obligado a
capitular. Escamados posiblemente por lo sucedido con Pompeyo, los numantinos obligaron a Hostilio
a refrendar las condiciones de rendición con su imperium. El tratado fue considerado tan humillante
por el Senado que Hostilio fue depuesto de su provincia y sustituido por su colega en el consulado M.
Emilio Lépido (ya mencionado también al hablar de Junio Bruto en la Ulterior); para deshacer el voto
cuasireligioso a que les obligaba el tratado, la escrupulosidad romana requirió que a Mancino se le
arrebatase el imperium y la ciudadanía romana mediante un plebiscito, a la vez que se decretaba su
entrega a los de Numancia a cambio del repudio del tratado. En el 136 a.C., los numantinos debieron
asistir asombrados a la tétrica y muy simbólica ceremonia exigida por el derecho fecial: un cónsul
romano, Furio, ayudado por otros dos excónsules, Metelo Macedónico y Q. Pompeyo, condujeron
desnudo y con las manos atadas a la espalda al depuesto cónsul y lo abandonaron a las puertas del
enemigo. Los numantinos no aceptaron a Mancino, quien regresó a Roma para arrostrar la humillación
de ser expulsado del Senado.
Todo el affaire otorgó a Celtiberia dos o tres años de drôle de guerre, porque el escándalo paralizó la
actividad romana. El Senado debió de estar muy ocupado consultando y discutiendo cómo obviar sin
castigo divino lo acordado por Mancino en el ejercicio de su imperium. Esa perplejidad es
seguramente responsable de que el Senado prohibiera el ataque contra Pallantia emprendido por
Lépido y Bruto en 137 a.C. Una
Capítulo tercero
De Numancia a los Idus de Marzo (133-44 a.C.)
El asalto a Numancia seguramente no puso fin los conflictos en Hispania, pero no es menos cierto que
marca un notable cambio del ritmo histórico de los asuntos penínsulares, no tanto porque aquí no
“pasase nada” (de la clase de cosas que hemos visto que interesaba a autores clásicos romanos), sino
porque la atención de éstos estaba especialmente centrada en sucesos más dramáticos que las batallas
y asedios que ocurrían en territorio bárbaro. Ahora la acción estaba en pleno centro de Roma, en el
Foro y sus aledaños, donde había elecciones amañadas, continuas y violentas peleas entre facciones y
tan grandes desacuerdos de los magistrados que incluso el Senado se vio obligado en ocasiones a
tomar serias medidas para evitar que “sufriera la República”. Todo ello porque, finalmente, ni el
tradicionalismo aristocrático ni la renuencia de los patres a separarse de las costumbres ancestrales
pudieron impedir que se derrumbara con estruendo la ficción de que Roma, dueña de todo el
Mediterráneo, seguía siendo una ciudad-Estado y podía ser gobernada como tal.
II.3.3 Sertorio
Pero el más famoso e interesante refugiado –y la prueba fehaciente de las consecuencias de la
inmigración itálica y latina en la Península–, fue Quinto Sertorio. Su estancia en Hispania ofreció a las
autoridades clásicas la cantidad de violencia, heroísmo y pathos que necesitaban para ocuparse de
nuevo de Iberia, tras medio siglo de negligencia causada por la aburrida rutina de la tranquilidad.
Sertorio (ca. 123-73 a.C.) era un aristócrata romano de ascendencia itálica, que desarrolló su carrera
de acuerdo con lo habitual entre los de su posición y clase: se labró un considerable prestigio militar –
y por lo tanto social y político– luchando como joven oficial del Ejército, primero a las órdenes de
Mario contra los germanos y luego de Tito Didio en Celtiberia, lo que fue su primera experiencia
hispana. Durante la Guerra Social, en cambio, desempeñó una misión de gobierno en Galia, enviando a
Roma pertrechos, víveres y hombres. En el año 88 a.C., Sertorio era uno de los tribunos de la plebe, al
que Sila incluyó por ello mismo en su lista de perseguidos, lo que indudablemente condicionó sus
futuras opciones políticas. Cinco años después, siendo ya pretor y habiéndosele asignado el gobierno
de la Citerior, hubo de retrasar su partida de Italia para hacer frente a la emergencia provocada por el
retorno de Sila, partiendo a su provincia en el 83 a.C., cuando se confirmó la derrota de los suyos y el
dictador se hizo dueño de Roma. Desde Hispania, Sertorio trató de asumir el gobierno que le
correspondía y hacer uso de los recursos a su disposición para resistir al usurpador, iniciando de este
modo una larga guerra que atrapó su figura y sus acciones en la propaganda y las pasiones del
conflicto.
La biografía de Sertorio que ha llegado hasta nosotros refleja, pues, dos tradiciones contrapuestas: una
encomiástica y que se refleja principalmente en la obra de Plutarco; y otra, posiblemente salida de los
círculos pompeyanos, que le presenta como un traidor a Roma y que aflora en algunos pasajes de
Apiano. A medio camino entre ambas deben andar las acciones y propósitos verdaderos de Sertorio en
sus diez años de estancia discontinua en Hispania (83-73 a.C.).
Según los relatos disponibles, el primer gobierno de Sertorio en la provincia fue extraordinariamente
popular por su afable trato con los indígenas, por su moderada exigencia tributaria y porque suprimió
o controló algunas cargas tradicionalmente impuestas a las ciudades por los ejércitos en campañas. Es
de suponer, sin embargo, que una conducta así respondiese más a la debilidad de su posición que a su
natural bondad, y el procedimiento dio resultado, porque le permitió aguantar en su provincia hasta
que sus enemigos fueron capaces de montar una expedición militar que superó el bloqueo impuesto en
los Pirineos y le obligó a huir al norte de África en el 81 a.C. Un año después y al parecer con la
promesa del auxilio de los lusitanos, Sertorio desembarcó en las cercanías de Tarifa y, tras derrotar al
gobernador de la Ulterior, se encaminó a la Lusitania. A pesar de un siglo de guerra y de los
indudables avances territoriales de los romanos, las gentes de la región suponían un considerable
peligro para la Ulterior y esa consideración es la que obligó a Sila a enviar en el 79 a.C. a su colega
consular, C. Cecilio Metelo, con las fuerzas correspondientes a su rango, contra Sertorio. A pesar de
que la superioridad numérica le permitió avanzar considerablemente en territorio enemigo –fundando
a su paso, Metellinum y Castra Caecilia, lo que hoy se conocen como Medellín y Cáceres el Viejo–,
Metelo perdió esa ventaja cuando hubo de enfrentarse directamente con Sertorio, que conocía bien el
terreno, gozaba del apoyo local y era mejor estratega que su enemigo, lo que provocó que, a los dos
años de campaña, el cónsul hubiera de retirarse al corazón de la Ulterior luego que Sertorio
consiguiese terminar con la mitad de sus efectivos. A la vez, Sertorio y los suyos extendían su
influencia en la Citerior y conseguían vencer, separadamente, al gobernador de la Citerior y a los
auxilios enviados desde el norte por su colega de la Galia. Esto, y los refuerzos aportados por un
correligionario, M. Perperna, que se había retirado de Sicilia con sus tropas ante la presión silana,
permitió que Sertorio dominase la Citerior, especialmente cuando la colaboración de las ciudades
celtibéricas le permitió hacerse con el valle del Ebro y acceder a la mayor parte de las ciudades
levantinas.
A este periodo de bonanza y fortuna parecen pertenecer algunas iniciativas de gobierno de Sertorio
que causaron gran impresión en la Antigüedad y que revelan que lejos de la imagen de ser el caudillo
independentista y deseoso de reconstruir una nueva Roma en Hispania con el que le pintan algunos
modernos –particularmente A. Schulten–, Sertorio concebía Hispania como una base para expulsar a
Sila y sus miñones y restablecer una legalidad de la que él se sentía posiblemente su mayor
representante vivo. A este fin, formó un Senado con los romanos de esa condición que se encontraban
huidos en Hispania, restableció la elección de magistrados y organizó la provincia como si fuera
territorio romano; también tomó algunas medidas que causaron gran impacto en la Antigüedad, como
la constitución en Osca (hoy Huesca) de una escuela para los hijos de los notables hispanos, lo que era,
a la vez, un medio para crear una interesante y leal élite local y un excelente modo de disponer de
rehenes que garantizasen la lealtad de sus familiares y amigos.
Desde el punto de vista de Sila, la situación hispana era desesperada, porque era la única parte de
Occidente fuera de su control. Por ese motivo se decidió enviar a Pompeyo a la Citerior para que
actuase concertadamente con Metelo contra Sertorio. Pompeyo partió con una amplia fuerza, porque
en una guerra civil en la que se habían reducido frentes, las tropas quedaban disponibles para otras
misiones o para el licenciamiento. Sertorio respondió a la nueva situación estratégica en la que se
encontraba, en clara inferioridad numérica y flanqueado por sus enemigos, aprovechando su posición
central para crear varios frentes que mantuviesen separados y sin posibilidad de conjunción a
Pompeyo y Metelo. Durante el año 76 a.C., un lugarteniente de Sertorio, Hirtuleyo, fue encargado de
hostigar continuamente a Metelo en la Ulterior, mientras Perperna recibía idéntica misión en la
Citerior frente a Pompeyo; Sertorio, por su parte, ocupó la zona meseteña presto a acudir en auxilio de
cualquiera que lo precisara, como sucedió cuando Pompeyo consiguió atravesar el bloqueo que
mantenía Perperna en la línea del Ebro y avanzó hacia el Sur por la costa, obligando a Sertorio a
detenerle en Valentia (Valencia).
Sin embargo, el plan fracasó en el frente occidental cuando Hirtuleyo fue detenido y derrotado por
Metelo en las proximidades de Itálica. No obstante, la parsimonia del vencedor permitió la retirada de
los sertorianos, que repitieron el mismo despliegue en la siguiente campaña. Sólo que en esta nueva
ocasión, Metelo y Pompeyo consiguieron doblegar a sus respectivos oponentes, conjuntando sus
fuerzas a orillas del Júcar, lo que impidió actuar a Sertorio pues la fuerza que tenía enfrente era
superior a la suya.
El dominio de Sertorio quedó, entonces, reducido a las tierras altas de la Meseta y allí se desarrolló la
última fase de la guerra, con Metelo y Pompeyo atacando concertadamente y desde lugares distintos el
centro peninsular. Fracasada su estrategia inicial, Sertorio sólo podía recurrir ahora a operaciones de
desgaste en la Península y buscar ayuda externa, como fue su curiosa alianza con Mitrídates del Ponto,
al que envió instructores para sus tropas a cambio de que los piratas del Egeo operasen contra el
tráfico marítimo en el Mediterráneo occidental. La efectividad de estas medidas es desconocida:
militarmente no se sabe si los piratas sirvieron o no de mucho, pero en el 72 a.C., Lúculo, cuando
peleaba contra el rey del Ponto para recuperar el control de las provincias orientales, aún se enfrentó a
uno de los oficiales enviados por Sertorio, que seguía sirviendo a las órdenes de Mitrídates.
Políticamente, en cambio, es probable que la alianza restase apoyos a Sertorio, tanto en Roma (donde
consta que algunos miraban con simpatía su causa) como entre sus propias tropas.
Mientras, Pompeyo expugnaba con diverso éxito las ciudades del Duero y Metelo actuaba desde el
Levante contra las ciudades celtibéricas. Ambos ejércitos confluyeron en el 74 a.C. frente a los muros
de Calagurris (Calahorra, La Rioja), cuyo asedio se levantó gracias a la intervención personal de
Sertorio. Al año siguiente, Pompeyo continuó asediando y asaltando las principales ciudades de la
meseta norte y ello redujo la zona controlada por su enemigo a la porción central del valle del Ebro y a
un puñado de ciudades de la costa mediterréanea. Al final, Sertorio, tras haber sufrido un atentado
contra su vida que desencadenó una cruel y frenética represión, aislado en Osca, fue asesinado en una
conjura de sus íntimos (73 a.C.), movidos por la envidia –como sostiene la tradición favorable a él– o
desesperados ante su inoperancia y preocupados porque confiaba más en los hispanos que en los de su
propia raza, según la versión contraria. En cualquier caso, sus asesinos y sucesores carecían de la
grandeza militar y el carisma de Sertorio y fueron presa fácil de Pompeyo, que los derrotó y ejecutó.
Durante su aventura en Hispania, Sertorio había intentado una peculiar amalgama de elementos
dispares, ligados más por su carisma personal que por unas ideas o un proyecto concreto. La necesidad
de fuerzas para pelear contra sus enemigos le hizo contar con la ayuda de los hispanos, una situación
que debió provocarle más de un disgusto con los itálicos y romanos que peleaban en sus filas, quienes
pudieron sentirse relegados en el trato. A su vez, estando el interés primordial de Sertorio centrado en
Roma, los hispanos debieron resentir la férrea disciplina militar que se les imponía, su patente
postergación en la guía de las operaciones militares, el duro esfuerzo de la guerra y, por supuesto, la
cruel conducta de Sertorio en los últimos meses de su vida. No deja de ser interesante notar que el
núcleo duro de la resistencia sertoriana, el que se mantuvo hasta el final, no lo formaron los indígenas,
sino las ciudades de las zonas más romanizadas –el litoral mediterráneo y el valle del Ebro–, donde
debieron refugiarse los exiliados itálicos y romanos enemigos de Sila, que eran quienes más tenían
que perder con la derrota.
Ya hemos visto, sin embargo, cómo el régimen silano fue descomponiéndose poco a poco después de
la muerte de su creador (78 a.C.); en gran medida por debilidad de sus sucesores y también porque
existía en la propia Roma una fuerte oposición interna, en parte debida a la crueldad de las
proscripciones, en parte porque una sociedad tradicionalista no estaba bien dispuesta a los cambios
bruscos. La primera gran victoria de esta facción fue que se aprobase en el 73 a.C. una amnistía
general para los exiliados, lo que seguramente contribuyó a que muchos proscritos se planteasen la
posibilidad de abandonar las armas y regresar a la patria. Otros sertorianos, en cambio, quizá
consideraban que la alianza con los hispanos había ido demasiado lejos y que éstos luchaban
simplemente por su propio interés y contra Roma, sin hacer distingos partidistas, lo que
indudablemente no facilitaba una salida al conflicto. Sertorio, al final, fue asesinado porque estorbaba
a unos y otros, y aunque con él pereció su efímera obra, la misma situación política de Roma
contribuyó a que su figura y su obra entrasen en el mundo de la leyenda y se le considerase como un
ejemplo de la conducción de los asuntos provinciales, por su actitud menos egoísta y explotadora que
la de la aristocracia tradicional, y más abierta a la cooperación y a la integración.
Capítulo cuarto
Aspectos políticos, socioeconómicos y militares de la conquista
romana de Hispania
El relato de la conquista de Hispania recorre necesariamente las etapas marcadas por los autores
antiguos; y haciéndolo, nos obligamos a dar por ciertos e inevitables sus planteamientos mentales. Sin
embargo, la decisión de incorporar la Península Ibérica a los dominios del pueblo romano suponía
embarcarse en una aventura hasta cierto punto inédita debido sobre todo al desconocimiento de la
nueva tierra y a la distancia de la metrópoli, por lo que merece la pena detenerse a explicar, siquiera
brevemente, las razones de porqué lo hicieron, que no son distintas, en definitiva, a las que les
llevaron a conquistar todo el orbe. La exposición de estas razones ayudará, por otra parte, a entender
mejor los detalles de cómo conquistaron Hispania.
II.4.6 DE RE MILITARI
La principal función del gobernador era mantener, y frecuentemente acrecentar, el dominio de Roma
en la Península. Por eso, la mas notable manifestación de esa presencia y poder fue la fuerza armada.
En páginas anteriores se ha resaltado en varias ocasiones la penuria de medios con los que los
romanos se enfrentaron a la conquista peninsular y, aunque, por comparación con otros aspectos del
Gobierno, donde realmente echaron el resto fue en lo militar, un rápido repaso a las cifras disponibles
revela que sus fuerzas parecen ridículas para la tarea encomendada. Las tropas que desembarcaron en
Emporion en 218 a.C. eran dos legiones y su complemento de auxiliares itálicos, es decir, unos 10.800
legionarios más 14.000 itálicos y 1.600 jinetes, a lo que se añadieron durante esa guerra más soldados,
quizá no tanto como refuerzo sino para mantener los mismos niveles de fuerza. Cuando acabó la
guerra, la guarnición romana quedó reducida a sendas legiones provinciales y su complemento, es
decir, unos 12.000 hombres a las órdenes de cada pretor; aproximadamente las mismas fuerzas que
habían traído los Escipiones para controlar la Península. A partir del 187 a.C. y hasta el “arreglo”
gracano, hubo habitualmente cuatro legiones, el equivalente a dos ejércitos consulares, lo que suponía
en torno a los 60.000 hombres armados. Esas cifras acabaron siendo el contingente normal de las dos
provincias, salvo en crisis como la Sertorio, donde las fuerzas subieron hasta las dieciocho o
diecinueve legiones.
En este contexto, no extraña una curiosa y sorprendente referencia de Cicerón a la superioridad
demográfica de los hispanos: “Podemos, senadores, ensalzarnos como queramos, pero lo cierto es que
no superamos en número a los hispanos, en fuerza a los galos, en astucia a los púnicos, en la creación
artística a los griegos, ni el ingenio, que parece connatural a esta tierra, a los itálicos y latinos; es la
piedad y la religión, la conciencia de que todas las cosas son gobernadas por los dioses inmortales, las
que nos hacen mejores que los demás pueblos y gentes” (Cic., De harusp. resp. IX, 18). El pasaje,
como corresponde, es altamente retórico, situando los motivos de la hegemonía romana en la
benevolencia divina, mientras que las ventajas de los oponentes eran comunes y ordinarias: mayor
ingenio, una fuerte demografía, razas más fuertes, mejores conocimientos… La sorpresa es que se
atribuya a los hispanos, precisamente, la virtud del número, cuando otros datos antiguos apuntan el
carácter desértico de gran parte del país. Puesto que palabras similares se encuentran, seiscientos años
después, en el manual militar de Vegecio (vid. vol.I.1), parece lógico concluir que se trata de un tópico
originado en los estadillos militares de la Península. Las múltiples aventuras militares en las que se
vio envuelta Roma en los dos siglos previos al cambio de Era obligaron a que la guarnición hispana
siempre estuviera por debajo del mínimo que dictaba la prudencia militar, sobre todo si se considera
que la agresividad de los comandantes romanos y el deseo de botín de la soldadesca les llevaba a
operar lejos de sus bases, en situación precaria respecto a los abastecimientos y provocando siempre a
una multitud de enemigos a su alrededor.
II.4.6.1 Las tropas que asombraron al mundo
Sin embargo, el Ejército romano había acabado aprendiendo a hacer virtud de la inferioridad
numérica, lo que puede parecer normal ahora pero no lo era tanto en la Antigüedad, pues las tropas
que desembarcaron en Emporion eran el Pueblo romano en armas. Esta expresión, tópica y reiterada
tras dos siglos de servicio militar obligatorio y el abuso propagandístico de un par de guerras
mundiales y un sinfín de “guerras populares”, tenía un carácter y significado distinto en la
Antigüedad, donde más que ejércitos, peleaban milicias campesinas reclutadas anualmente para la
campaña a mano, que eran mandadas por sus magistrados electos, y que, al final de la guerra
regresaban a sus actividades ordinarias hasta que eran nuevamente requeridos a empuñar las armas,
normalmente en la siguiente temporada.
En el libro sexto de sus Historias, Polibio interrumpió la narración de la guerra anibálica (justo
después de la batalla de Cannae), pare recordar a sus lectores griegos cómo era el Ejército romano y
por qué se había apoderado del mundo tan rápidamente. Este relato nos es de gran valor por el doble
motivo de que está entreverado de observaciones personales de quien, como correspondía a un
personaje de su situación social y política, tenía experiencia en combate e incluso había mandado una
unidad de caballería contra los propios romanos. Y luego, porque está escrito en torno a mediados del
siglo ii a.C., es decir, describe la recluta, el entrenamiento y la actuación de un ejército que él vio
vencer en Grecia y luego en Cartago y Numancia, lo que confiere a su testimonio una importancia
especial para la historia antigua de Hispania (vid. vol.I, I.1.4: Polibio, testigo de Roma en Hispania).
Según relata Polibio, en un año sin especiales peligros o urgencias militares, los romanos reclutaban
cuatro legiones (legio, etimológicamente, equivale a leva): dos por cónsul, compuestas cada una de
4.200 hombres aunque su plantilla teórica era de 5.000 soldados, que sólo se completaban en casos de
emergencia o por otras razones especiales. El proceso comenzaba a fines del invierno cuando todos los
ciudadanos (es decir, varones libres) en edad militar y clasificados según sus propiedades (al tratarse
de una milicia, se esperaba que cada uno aportase sus armas, lo que excluía a los destituidos), se
reunían en los lugares acordados para ser seleccionados por los reclutadores. La obligación militar
duraba dieciséis años para un infante y diez para los equites o soldados de caballería; pero la duración
normal a mediados del siglo ii a.C. era de seis años que, dependiendo del destino y la situación
estratégica, algunos cumplían seguidos y otros por etapas más cortas. Acabado ese periodo, el
miliciano quedaba libre de cargas militares y era licenciado definitivamente, aunque siempre podía
presentarse voluntariamente a otro reclutamiento hasta cumplir el máximo de años de servicio. En
realidad no había reglas fijas en cuanto al número de reclutas y tiempo en filas, que se acomodaba a
las necesidades de cada momento. Debe recordarse que el siglo ii a.C. fue el momento de la gran
expansión ultramarina de Roma y la demanda militar se solventó con reclutas (dilectus)
extraordinarios por encima de la cuatro legiones mencionadas y con alargamiento del tiempo de
servicio hasta originar quejas de los propios soldados. Hay constancia de algunas tropas de guarnición
en Hispania que permanecieron por 10 y más años en filas sin rotar o ser licenciadas. Durante ese
tiempo, los soldados recibían una modesta cantidad para su sustento, el mantenimiento de sus armas y
–en el caso de los jinetes– de sus monturas.
Una vez que los reclutas habían sido seleccionados, los soldados con menos medios –y por tanto, los
peor equipados– eran asignados a los velites o infantería ligera, generalmente armados con jabalinas,
espada y un pequeño escudo circular como única defensa. Una categoría especial dentro de los velites
la constituían los honderos, que por su especialización solían ser de las pocas tropas mercenarias
contratadas por Roma. El resto de la legión era infantería pesada, armada con dos venablos (pila), un
escudo oval (scutum) y el gladium o espada corta con doble filo y punta, que servía tanto para apuñalar
como para sajar y que los romanos decían haber copiado de los hispanos (el célebre gladius
hispaiensis), posiblemente las tropas de ese origen al servicio de Aníbal. Como protección, todos
llevaban pequeños pectorales, cascos y espinilleras de bronce. Estos infantes se dividían en tres
grupos: los más jóvenes e inexpertos eran los hastati; los veteranos, los principes, mientras que los
más viejos y experimentados (triarii) se distinguían de sus compañeros por llevar una lanza (hasta) en
vez de las pila. La clasificación anterior tuvo en su origen un fundamento táctico pero, en la época en
que Polibio escribía, el que un individuo estuviera en una u otra división no dependía de la calidad y el
tipo de su armamento (esto es, de su capacidad económica), sino que se basaba en su edad y
experiencia. Aún así, es evidente que se mantenían recuerdos de sistemas de organización anterior,
como el nombre de hastati para soldados que usaban lanzas, la asignación de los reclutas pobres a los
velites –porque no disponían del armamento de sus compañeros de más medios–, y el que la
uniformidad entre los de la infantería pesada variase según las capacidades económicas de cada uno.
Polibio explícitamente menciona el hecho de que los soldados de la primera clase del censo, es decir
los más adinerados, añadían a sus defensas una cota de malla.
Finalmente, el organigrama militar se cerraba agrupando cada una de las divisiones anteriores en 10
manípulos (literalmente, en latín “puñados”) de 120 hombres (60 en el caso los triarios), a los que se
adscribían en proporción los velites, y poniendo al frente de cada uno a dos centuriones, de los que el
más antiguo ejercía el mando. Una legión se componía, pues, de lo siguiente: a) 30 manípulos, más un
corto complemento de 300 jinetes, ligeramente armados, cuya función era el reconocimiento, la
protección de los flancos y la defensa frente a la caballería enemiga; b) un número variable de
artesanos encargados del mantenimiento de armamento y enseres, y c) un cortísimo cuartel general
compuesto por el magistrado electo al mando y los oficiales inferiores o tribunos, que designaba entre
gente de su confianza. Generalmente, una legión tenía al mando un pretor o un individuo con esa
categoría (propretor), mientras que el mando de dos legiones correspondía a un cónsul o a su sustituto
(proconsul).
II.4.6.2 Del buen uso de los amigos
Lo dicho hasta ahora corresponde a las reclutas ciudadanas. Pero no debe olvidarse que Roma era una
ciudad-estado y aunque a mediados del siglo ii a.C. era la más grande polis del Mediterráneo, no
superaba en extensión territorial a la más pequeña nación europea actual y, por supuesto, su potencia
demográfica era claramente inferior. Tales condicionantes constreñían sus posibilidades militares y
limitaban la duración y extensión de la campañas, porque se trataba de sociedades campesinas en su
mayoría en las que las labores agrícolas marcaban el ritmo de la guerras. Otras potencias militares de
la época, singularmente los sucesores de Alejandro (y los púnicos), habían encontrado una solución
recurriendo a los mercenarios. Pero se trataba de un arreglo caro y potencialmente peligroso para el
Estado, porque había sobradas experiencias de la lealtad de esos soldados vendida al mejor postor; y
porque quien mandaba a los mercenarios necesariamente controlaba el dinero con que pagarlos y
ambas cosas acarreaban normalmente una peligrosa primacía política y social.
El medio por el que los romanos escaparon de los estrechos límites militares impuestos a la ciudad
por su reducida demografía, consistió en contar habitualmente con las fuerzas de los socii o aliados,
las milicias de otras ciudades itálicas con las que Roma mantenía relaciones multiseculares, como
sucedió primero con las pequeñas poblaciones del Lacio, la llamada Liga Latina; y luego con la mayor
partes de las civitates y pueblos de Italia y finalmente, con poleis, reinos y naciones extraitálicas. La
colaboración arrancaba del reconocimiento por parte de esos estados de la hegemonía militar romana,
bien como consecuencia de una derrota previa, bien porque iba en beneficio de ambas partes. Y a
cambio de limitaciones en la política externa y de la aportación regular de ayuda militar, los aliados
recibían la protección de Roma frente a sus enemigos, el arbitraje en caso de conflicto con otros
aliados, un intercambio de derechos civiles (como el reconocimiento mutuo de los matrimonios o de
los contratos comerciales) y, sobre todo, la parte correspondiente de los frutos de la victoria militar,
singularmente la participación en el reparto de las tierras arrebatadas al enemigo y la presencia en las
nuevas colonias establecidas en ellas. Este esquema de cooperación había ido perfeccionándose con el
tiempo y a diferencia de los acuerdos coyunturales y ad casum que podían hacerse en otras materias o
con pueblos extraitálicos, se trataba de arreglos permanentes y tan sólidos que aguantaron la invasión
de Aníbal, cuyo objetivo estratégico era, precisamente, hundir la Confederación Itálica. Roma contaba
habitualmente con que sus socii proporcionasen entre la mitad y los dos tercios de las tropas en
combate, de acuerdo con la llamada formula togatorum que reglaba el número de tropas o la
contribución monetaria y en especie, que cada aliado debía proporcionar anualmente.
Las tropas aliadas se reclutaban, armaban y combatían de forma parecida a las romanas bajo el mando
de sus jefes naturales, que se sometían a la disciplina del comandante romano. En un principio, los
socii cubrían los flancos de la legión y de ahí que los antiguos las denominasen “alas” o “auxilios”;
pero luego su empleo táctico debió ser el mismo del de las legiones, aunque, a decir verdad, las
fuentes disponibles no son muy explícitas. Polibio no diferenciaba la actuación de las tropas itálicas
de las propiamente romanas, y el acentuado nacionalismo de Livio no es el más dispuesto a reconocer
otras hazañas militares que las llevadas a cabo por soldados romanos, claro está.
Es razonable suponer que el procedimiento que Roma había empleado con tanto éxito para conseguir
la hegemonía en Italia y en el Mediterráneo occidental, se aplicase también en Hispania. Nuestras
autoridades parecen darlo por supuesto, porque no lo manifiestan más que en las ocasiones
extraordinarias, cuando los aliados indígenas modificaron para bien o para mal el curso de una batalla.
El hallazgo en Roma, a mediados del siglo xix, el bronce de Áscoli (CIL I2, 709), listando los nombres
y procedencia de los 30 integrantes de una tropa de caballería reclutada entre gentes del valle del
Ebro, la turma salluitana, a los que se les concedió colectivamente la ciudadanía romana por su
gallardo comportamiento en combate durante un episodio de la Guerra Social (89 a.C.) (vid. vol.II,
II.3.2.1), puede considerarse el testimonio más convincente y más detallado de la presencia de
contingentes indígenas en las filas romanas. Pero sin duda, no fue el primero. La lectura atenta de los
testimonios disponibles inclina a suponer que inmediatamente después del desembarco en Emporion,
los Escipiones contaron con ayuda local, en unos casos ligada por acuerdos políticos, otros reclutados
por dinero. Igualmente, una gran parte de la actividad de Escipión Africano consistió en atraerse la
buena voluntad de determinados régulos locales, tanto para privar a los púnicos de tropas como para
reforzar sus propias filas (vid. vol.II, II.1.4.1). Y, por otra parte, es patente que los acuerdos que
Sempronio Graco concluyó con los habitantes de la Meseta incluyeron compromisos de cooperación
militar (vid. vol.II, II.2.3.1). Las tropas podían ocuparse en asegurar Iberia (hay varias noticias de
tropas celtíberas, belos a más señas, peleando contra Viriato); o, mejor, en acudir a cualquier otro
conflicto en ultramar en que fueran necesarias, pues una larga experiencia militar demostraba que los
soldados que no estaban ocupados en la defensa de su propio territorio se controlaban más fácilmente
y peleaban mejor lejos de él. De ahí que el buen general supiera que el éxito militar dependía a veces
de pequeños detalles como la justa distribución de las fuerzas. En vísperas de la Segunda Guerra
Púnica, se dice que Aníbal envió a Cartago tropas reclutadas en Hispania, mientras que guarneció la
Península con soldados de África (vid. vol.II, II.1.2). Dada la extensión y variedad de su Imperio,
Roma aún lo tenía más fácil y podía enviar un escuadrón celtíbero a Italia o Grecia, o traer honderos
griegos a luchar en Numancia como demuestra el hallazgo de balas de honda con el nombre de los
etolios en ese lugar.
La conclusión de todo lo anterior es que, con mucha probabilidad, una gran parte de las tropas de
guarnición en Hispania durante la etapa de conquista no fueron estrictamente “romanas”, sino que se
trataba de aliados, itálicos en su mayoría, pero entreverados en diversa proporción con contingentes
indígenas y otros traídos de diversos lugares.
II.4.6.3 Algo más que un ejército popular
En el mejor espíritu miliciano, se suponía que cada individuo reclutado, fuera romano o aliado,
aportaba al Ejército sus armas y la experiencia suficiente para usarlas. No es de extrañar, pues, que
salvo para aumentar su movilidad y enseñarles castramentación, no haya constancia de que se
dedicase tiempo y esfuerzo a la preparación de los soldados. Polibio consideró digno de alabanza que
Escipión Africano diseñase un plan de entrenamiento para las tropas que encontró en Hispania que
consistía en la sucesión de cuatro días, dedicados respectivamente a: 1) ejercicio físico (una carrera de
unos seis kilómetros con todo el equipo); 2) policía de armamento y material; 3) descanso; y 4)
práctica con armamento embotado (Polib., 10, 20). Un siglo después, las fuentes señalan como
destacable novedad que a un cónsul se le ocurriese emplear a los maestros de esgrima de los
gladiadores para entrenar a los legionarios. Por ello, y a la luz de experiencias posteriores, el destino
lógico y esperable de una tropa tan falta de profesionalidad y entrenamiento era quebrarse en el
momento crucial, cuando se percibía el daño que causaba el enemigo, y cada individuo debía decidir
entre su supervivencia personal o la del grupo. En cambio, conquistaron el mundo.
La razón es que el Ejército romano del tiempo de la conquista de Hispania estaba lejos de ser una
agrupación de civiles jugando a la guerra. Para empezar, toda la sociedad estaba organizada en torno a
la certeza de que, año tras año, iba a haber guerras y que marcharían a ellas comandados por sus
magistrados electos. Esa multisecular experiencia bélica –que no siempre les fue bien–, favoreció la
aparición de mecanismos que contrarrestaban la predisposición individualista connatural en cualquier
milicia. Primero estaba el imperium, el poder de vida o muerte, absoluto e incuestionable, que el
cónsul o el comandante ejercía sobre sus tropas una vez que estás salían de la ciudad y entraban en
campaña. Es decir, perdían los derechos y salvaguardas de la ciudadanía. En beneficio de la disciplina
colectiva, un general romano en campaña podía lo mismo diezmar a una unidad acusada de cobardía
(esto es, seleccionar uno de cada diez soldados al azar y permitir que fueran vapuleados por sus
compañeros), castigar a muerte por azotes a quienes hubiera abandonado el puesto de guardia, robado
o mentido, que condecorar y premiar notablemente al soldado especialmente valeroso. Gozando de esa
considerable libertad de acción respecto a sus conciudadanos, no es de extrañar la latitud de
comportamiento respecto a los no romanos y los enemigos, lo que explica en gran medida los
fundamentos legales y prácticos del gobierno provincial y ayuda a entender los acontecimientos de la
conquista de Hispania.
Además, la disciplina y la cohesión del grupo se acrecentaban sometiendo a las tropas a un peculiar
entrenamiento, al que Polibio dedicó gran detalle pues intuía que iba a sorprender a sus lectores tanto
como ha llamado la atención posterior. Me refiero a la costumbre de dedicar la mitad de cualquier
jornada en campaña a levantar un complejo campamento que servía, a la vez, de vivaque nocturno,
refugio y defensa en caso de ataque; y si no se podía continuar el avance al día siguiente, una segura
base de operaciones. Cada uno de estos campamentos levantados a diario era un espacio regular,
modulado para ampliarse a conveniencia y rodeado de varios fosos defensivos, un talud creado con la
tierra extraída de los fosos y recrecido con empalizadas de madera, cuatro entradas y una red de calles
internas precisamente dispuestas para facilitar el rápido despliegue de las tropas en caso de
emergencia; y tenía suficiente amplitud para contener las tiendas de campaña de dos legiones (el
ejemplo descrito por Polibio), el correspondiente contingente de aliados, las tropas especiales, las
monturas de la caballería y el tren de bagaje, además de un espacio para formar las unidades; es decir,
sitio sobrado para alojar entre 20 y 30.000 hombres. Cada manípulo, cada centuria, cada soldado
portaba consigo una parte del material necesario para construir el campamento y todos sabían con
precisión cuál era el espacio donde debía colocar su tienda y equipos y qué sección del talud o del foso
debían excavar o levantar, lo que sólo podía conseguirse con procedimientos simplificados hasta el
máximo por la continua repetición de las rutinas. Los romanos eran capaces de levantarlos incluso
frente al enemigo, con la mitad de los efectivos vigilándole mientras la otra mitad estaba en el tajo
pero con las armas a mano. Y en más de una ocasión, la existencia del campamento ofreció a los
supervivientes de una derrota refugio y una base desde la que organizarse y contraatacar.
Polibio pudo observar cómo se construían campamentos de práctica, en campaña y durante la
expugnación de ciudades y su precisa descripción es responsable de que la posteridad quedase
deslumbrada por esta peculiar castramentación. Sin embargo, nada más se sabía al respecto salvo que
el preciso plano regular de los campamentos había pasado al urbanismo civil y era reconocible en el
trazado de determinadas ciudades. La sorpresa vino con el descubrimiento, a fines del siglo xix, que
las guarniciones permanentes del limes germano, la frontera fortificada que separaba la jurisdicción
imperial del Barbaricum, seguían construyendose en los siglos i y ii d.C. con la misma estructura y
plano descrito por Polibio. Más tarde, la combinación de exploración arqueológica y observaciones
aéreas permitió reconocer en los alrededores de Numancia las trazas de estructuras de esa clase. Su
excavador, el hispanista alemán A. Schulten, los interpretó como pertenecientes a las tropas ocupadas
en la expugnación de la ciudad a mediados del siglo ii a.C. (vid. vol.II, II.2.5), lo que ratificaba de
forma perfecta lo dicho por Polibio y nos revelaba lo que todavía pasan por ser los más antiguos
campamentos romanos explorados. Actualmente, la arqueología cuenta con hallazgos más estupendos
como es el reciente descubrimiento en Andagoste (Cuartango, Alava), de un perímetro fortificado
desde el que una pequeña unidad romana se defendió de un ataque en algún momento de fines del
siglo i a.C.; además de los restos de fosos, taludes y armas que identifican el recinto del campamento,
los proyectiles disparados desde él (balas de honda, venablos, flechas), permiten identificar las
posiciones de los atacantes.
II.4.6.4 La legión en combate
A pesar del detalle con el que trata de otros aspectos de la vida militar, Polibio nada dice de cómo
peleaba la legión, aunque ese vacío puede llenarse en parte con otros relatos que describen diversas
batallas. Aún así, se echa en falta un tratamiento detallado de los usos tácticos y estratégicos, pero
esto era innecesario para los antiguos lectores, que estaban perfectamente familiarizados con ellos.
Es claro que lo descrito por Polibio resultó de una formación en orden cerrado que buscaba obtener la
decisión sobre el enemigo en campo abierto y, a ser posible, en un solo encuentro. Como garantía de
victoria, el principio básico era enfrentarse al contrario en superioridad numérica, bien amasando en el
momento de la batalla las fuerzas suficientes, bien maniobrando de modo que se fraccionara al
ejército enemigo y derrotarlo sucesivamente. En todas y cada una de las ocasiones, el triunfo lo daba
el rompimiento de la línea enemiga, que exponía sus flancos y provocaba la persecución de los
derrotados y una alta mortalidad entre ellos. Para lograr estos fines no se requerían tropas
especialmente entrenadas ni muchas maniobras; bastaba cohesión y que los que iban en primera fila
tuvieran disciplina y coraje para aguantar el choque y no romper su frente.
Sin embargo, diversas experiencias profundamente negativas para los romanos les obligaron a
modificar esta simplona estrategia (llamada “hoplita” o “falangista” por los griegos), y a adaptarse a
esquemas tácticos más versátiles que acabaron dando lo que Polibio consideraba la norma en su
tiempo. Primero fue la constatación de que la falange era ineficaz y rígida frente a enemigos que se
negaban a combatir en las mismas condiciones, como los romanos experimentaron al enfrentarse a la
carga salvaje, masiva y en orden abierto de los galos, que acababa desembocando en infinidad de
combates individuales, de resultado incierto. Y, en segundo lugar, la demostración de que la
superioridad numérica no garantizaba la victoria. En sucesivos encuentros, el último y decisivo en
Cannas en el 216 a.C., Aníbal se enfrentó al doble de fuerzas romanas, a las que no sólo derrotó, sino
que los cartagineses volvieron a su favor lo que el enemigo consideraba su principal ventaja y
contrarrestaron la pequeñez de su tropa con mayor capacidad de maniobra, disciplina suficiente como
para soportar pérdidas sin desintegrarse y un alto grado de confianza en los planes de su comandante.
Justamente fue en Hispania donde Escipión Africano parece haber aprendido a mover sus tropas al
modo púnico, desplazándolas con rapidez a los puntos donde el análisis de la situación mostraba que
el enemigo no esperaba el ataque y era, por lo tanto, más débil; lo demostró la exitosa campaña de
Cartago Nova o, aún mejor, Ilipa (206 a.C.) donde con engaño y maniobrabilidad consiguió una
estupenda victoria (vid. vol.II, II.1.2.2-3). Esta habilidad canalizó adecuadamente la agresividad
natural de la masa armada y permitió que los romanos se enfrentaran con éxito a sus enemigos,
incluso en inferioridad de condiciones.
Sin embargo, prevalecieron en general sobre sus oponentes. Una de las razones de ello se deriva de
que la legión fue variando su disposición y despliegue conforme respondía a nuevos desafíos como los
descritos. La primera gran modificación de la que se tiene noticia es el desarrollo e implantación del
despliegue llamado “manipular”, surgido en fecha incierta, pero en uso probablemente en tiempo de la
Guerra Anibálica. Un manípulo (literalmente, un “puñado”) era un grupo reducido de soldados
(generalmente hasta un centenar), que podían combatir en orden cerrado, pero con cierta libertad de
movimiento respecto de otras divisiones de su unidad. Por su número y cohesión, estas formaciones
tácticas eran adecuadas como destacamentos independientes en operaciones menores y,
convenientemente desplegadas, podían servir de guarnición para el control del territorio insumiso o de
dudosa lealtad. Y cuando llegaba el momento de amasarse con el resto de la legión para operar en
campo abierto o en batallas campales, la movilidad y el tamaño de los manípulos les permitía
mantener la presión sobre el enemigo más allá del choque inicial, que era el corto instante en que se
resolvían los enfrentamientos falangistas. El procedimiento para lograrlo era obvio pero en absoluto
sencillo de ejecutar, porque consistía en renovar el frente con las tropas frescas de retaguardia sin
romper el contacto con el enemigo ni abrir huecos por donde pudiera colarse la embestida contraria.
El sistema manipular evolucionó hasta convertir la cohorte en la principal división legionaria, como
sucede a fines del siglo i a.C., en las guerras gálicas de César, por ejemplo. Sin embargo, los detalles
del proceso son discutidos, aunque generalmente se supone que pudo ser el gran Mario, a comienzos
del siglo i a.C., quien impulsó o incitó el cambio. No obstante algunos autores hacen notar que hay
testimonios anteriores del empleo de cohortes y el mismo Polibio (11, 23, 1), por ejemplo, al tratar de
la batalla de Ilipa, se preocupó de explicar con detalle a sus lectores griegos el significado de cohors.
En cualquier caso, es claro que el tránsito del sistema manipular se desarrolló contemporáneamente a
la fase más dura de la conquista hispana y, aunque carecemos de información al respecto, no cabe
duda de que las características de la lucha aquí cuadraban mejor con la cohorte que con el manípulo.
En esencia, una cohorte la formaban sendos manípulos de hastati, principes y triarii, más su
respectivo acompañamiento de velites; es decir, seis centurias que resumían en una sola formación el
microcrosmos de la vieja legión manipular. La “nueva” legión estaba constituida por 10 cohortes de
480 legionarios. Y se distinguían de los viejos manípulos no sólo en su mayor número, sino también
en la homologación del armamento y equipo de los soldados. La razón era clara: la vieja práctica de
armarse a su costa fue sustituida por la panoplia, defensas y equipos proporcionados por el Estado; en
gran medida debido a que cada vez fue más frecuente que se aceptaran en filas a quienes hasta
entonces habían sido excluidos del reclutamiento por falta de medios. Si los manípulos habían
aumentado la flexibilidad de la legión, ésta se incrementó aún mucho más con las cohortes, porque
permitía modular el esfuerzo humano en función del desafío o la misión encomendada. Ello debió de
ser muy apreciado por los gobernadores provinciales, que no siempre tenían motivos para desplegar la
legión frente a enemigos reducidos y, en cambio, sí que debían dispersar sus fuerzas por un amplio
territorio sin perder eficacia. Conseguir esto requería de los legionarios entrenamiento, muchas horas
de maniobras y sobre todo, veteranía, algo que a primera vista parece incompatible con las legiones
del comienzo de la Guerra Anibálica.
II.4.6.5. El aliciente de la vida militar… ¡A la caza del botín!
Y en realidad algo de eso es lo que sucedió como consecuencia del cambio progresivo de las
necesidades estratégicas romanas tras la Segunda Guerra Púnica (218-202 a.C.). Aunque el
conservadurismo implícito en una sociedad campesina le impidiese reconocerlo y menos aún,
admitirlo, las nuevas circunstancias obligaron a Roma a aceptar algunas transformaciones que
convirtieron la milicia reunida ad hoc en un ejército más versátil, capaz tanto de pelear en campo
abierto como de ocuparse de labores policiales o servir de fuerza de ocupación. En consonancia con
ello, se observa también una paulatina profesionalización de las tropas; no tanto en cuanto al
incremento de eficacia, sino a que muchos conscriptos, tras acabar su periodo en filas, renunciaban a
regresar a las labores agrícolas y preferían convertirse en evocati. Es decir, se presentaban
voluntariamente a los reclutadores o eran requeridos por comandantes que buscaban fortalecer sus
tropas inexpertas con la veteranía de quien conocía de primera mano el combate y sabía que no era un
trago necesariamente fatal. Es posible que muchos de los que pelearon en Hispania tuviesen hojas de
servicio similares a la que el centurión Sp. Ligustino describió de viva voz a los cónsules del 171 a.C.,
cuando buscaba plaza en la fuerza expedicionaria que estaba a punto de embarcar hacia Grecia:
“Me llamo Sp. Ligustino, de la tribu Crustumina y soy oriundo de la Sabinia. Mi padre me dejó en
herencia un iugerum [es decir, una parcela mínima, la que un buey podía arar en un día] y una pequeña
cabaña, en la que nací, crecí y sigo viviendo; cuando tuve la edad adecuada, mi padre me casó con una
prima (…) con la que he tenido seis hijos; las dos hijas ya están casadas y los cuatro varones son
adultos y dos pertenecen al censo de los caballeros. Me alisté por primera vez cuando P. Sulpicio y C.
Aurelio fueron cónsules (200 a.C.) y estuve dos años con el ejército que combatió contra el rey Filipo
de Macedonia; en el tercero y por mi valor, T. Quinctio Flaminino me ascendió a centurión del décimo
manipulo de hastati. Cuando Filipo fue derrotado, regresamos a Italia y fuimos licenciados, pero yo
enseguida me reenganché como voluntario en la fuerza que el cónsul M. Porcio llevó a Hispania (195
a.C.), y este general consideró que tenía méritos para ser nombrado centurión de la primera centuria
de hastati. Por tercera vez, me alisté voluntario en el ejército que iba a partir contra los etolios y el rey
Antíoco (191 a.C.), y M. Acilio me ascendió a centurión de la primera cohorte de principes. Cuando
derrotamos a Antíoco y sometimos a los etolios, regresamos a Italia y en dos ocasiones estuve con las
legiones en destinos de un año. Más tarde, peleé en Hispania dos años, primero a las órdenes de Q.
Fulvio Flaco (181 a.C.), y al año siguiente, a las del pretor Ti. Sempronio Graco; entremedias, Flaco
me eligió entre los que, por su valentía, debían acompañarle en su triunfo y licenciarse, pero Graco me
pidió que me alistase a sus órdenes. En cuatro ocasiones en pocos años, he sido primus pilus [esto es,
el centurión principal de la legión] y he recibido 34 condecoraciones por valor y seis coronas cívicas.
En total, he estado 22 años en el ejército de los más de 50 que ahora tengo” (Livio, 42, 34).
Después de cumplir los seis años de servicio obligatorio en Macedonia, Ligustino se había alistado
una vez tras otra, peleando otros 16 años más en diversas campañas de Grecia, Hispania, Asia y en
otros lugares no mencionados. Su valor y, sobre todo, la experiencia en combate, le habían llenado el
pecho de condecoraciones –entre ellas, seis coronas cívicas, que los romanos consideraban la segunda
más importante distinción militar, concedida a quien hubiera salvado en combate la vida de otro
ciudadano romano–, lo que, sin duda, otorgó a Ligustino, predestinado por familia a ser un campesino
tan pobre como lo había sido su padre, prestigio y respeto social. Viviendo en unos años en los que la
República reclutaba, temporada tras temporada, tropas para ocho o diez generales y cubría las bajas de
expediciones anteriores, la veteranía de Ligustino debía cotizarse muy alta y no es extraño que éste
ligase reenganches con tanta facilidad. Porque los generales que partían hacia las provincias ansiosos
de victorias y deseaban regresar al final de su misión cubiertos de gloria y acompañando largos trenes
cargados de botín, sin duda apreciaban contar con la veteranía y profesionalidad de individuos como
Ligustino, a los que se incentivaba con ascensos, pagas adecuadas al rango y la participación en los
expolios de la victoria.
“Es una ley bien establecida desde siempre y entre todos los hombres que cuando una ciudad es
asaltada, sus habitantes y todos los bienes pasan a ser propiedad del vencedor”. Estas palabras
pertenecen a la Ciropedia (7.5.73), de Jenofonte, un ateniense que vivió a caballo de los siglos v y iv
a. C. y que compatibilizó la familiaridad con Sócrates, Platón y Gorgias, entre otros intelectuales, con
una activa y tormentosa experiencia como mercenario. Quizá porque el propósito de Jenofonte era
didáctico, sus lectores le perdonaron que hubiera escrito tan flagrante obviedad; porque todo el mundo
daba por sentado que la única posible compensación para las penalidades y riesgos de la milicia era el
botín. Aunque los romanos siempre creyeron que sus guerras se peleaba por motivos más elevados que
los económicos, no podían negar que éstas favorecieron la acumulación de fenomenales riquezas
arrancadas a punta de espada. Por eso, la rápida y brutal expansión territorial de Roma también puede
considerarse una gigantesca desamortización de las riquezas acumuladas durante generaciones en
templos y tumbas de todos los rincones del Mediterráneo. Esos capitales viajaron en primera instancia
a Roma e Italia, pero desde allí se repartieron nuevamente por todo el Mediterráneo aunque ahora sus
propietarios fueran otros, porque no debe olvidarse que la única explicación de la longevidad del
Imperio Romano se debe a que sus dirigentes, a veces a regañadientes, tuvieron la perspicacia de hacer
partícipe de su fortuna a un número cada vez mayor de beneficiarios. Esos capitales permitieron la
puesta en desarrollo de regiones inexploradas (Hispania es un caso en punto), y su redistribución
forzada puso las bases del desarrollo experimentado en época imperial (vid. vol.II, II.8).
Precisamente porque el botín era importante para todos, había estrictas reglas para su reparto,
generalmente entre el Pueblo de Roma y las tropas. La habitual llegada de metal precioso y acuñable
al Aerarium o Tesoro Público, más el aumento de las rentas derivadas de la explotación de un ager
Populi Romani en expansión por las conquistas militares, permitió que el Estado financiase
sobradamente sus propios gastos; y que, por lo tanto, cayese en desuso el tributum, la contribución
extraordinaria que se demandaba a los ciudadanos en situaciones de emergencia. También se
consideraba que el general victorioso tenía derecho a parte del botín, para resarcirse de los gastos
incurridos en campaña. Su parte incluía la que por costumbre correspondía a los soldados, más lo que
quisiera darles en agradecimiento, y la que generalmente se repartía al Pueblo de Roma, que se
alegraba tanto del final de los padecimientos de la guerra como de la súbita inyección de dinero y
bienes que aportaba el ejército. Esta demostración dio importancia y pábulo al Triunfo y la Ovación,
la ceremonia de entrada en la ciudad del ejército victorioso, en la que el pueblo aclamaba al general y
sus tropas y contemplaba el desfile de las riquezas arrebatadas al enemigo, haciéndose una idea de la
parte que le iba a corresponder (vid. vol.II, II.4.1).
A pesar de las múltiples declaraciones de nuestras autoridades de que Roma siempre fue a la guerra
por razones justas (el bellum iustum, como demostraba la sanción divina, que castigaba al enemigo
con la derrota), es patente que gran parte de la belicosidad y de la actitud agresiva de los romanos se
debía a que la guerra suponía unas notables ganancias. Las cantidades de metal precioso aportadas por
los gobernadores hispanos al erario público arroja cifras prodigiosas y según la tabulación que R.
Knapp hizo de los datos de Livio correspondientes al primer medio siglo de dominio (206-169 a.C.),
los romanos ingresaron en el tesoro público 46 millones de denarios (vid. vol.II, II.4.4.1). Para hacerse
una idea de la magnitud de la cantidad, debe recordarse que las indemnizaciones de guerra impuestas a
los cartagineses en 201 a.C. fueron 10.000 talentos, unos 60 millones de denarios; pero también que en
Hispania no había nada similar a un reino helenístico o una ciudad estado como Cartago. Finalmente,
hay que tener en cuenta que en las cantidades registradas por Livio no computan los beneficios de otro
tipo de botín como el grano o los esclavos, pues corresponden únicamente a plata y oro ingresados en
el tesoro público y que un monto equiparable debió quedar en manos de los soldados y los
gobernadores. Y, ciertamente, el centurión de nuestro ejemplo fue un hombre rico: podía seguir
viviendo en el tugurio heredado de su padre, pero había casado a sus hijas (es decir, las había dotado),
y dos de sus hijos eran equites, perteneciendo al grupo de ciudadanos que componían la primera clase
del censo de ciudadanos, cuyos miembros era suficientemente ricos para acudir a la recluta con un
caballo de su propiedad (vid. vol.II, II.9.1.3). Entre ellos se elegia los senadores y los magistrados.
Además, lo sucedido con Ligustino apunta una tendencia que se irá haciendo más manifiesta y fuerte
entre los soldados conforme avanzaba el tiempo, y que acabará siendo considerada una de las causas
de la inestabilidad política de la República. A saber, la progresiva transferencia de la lealtad de los
militares del Pueblo y el Senado de Roma a sus propios generales. Inicialmente, este sentimiento
debía notarse sólo entre “los profesionales” como Ligustino, pero fue extendiéndose también a los
soldados rasos conforme el número de conscriptos fue incapaz de cubrir el cupo anual de reclutas. La
ganancia probable de un soldado dependía, en última instancia, del tino del general seleccionando
enemigos ricos, y de su habilidad derrotándoles. Pero también se sabía que el éxito de su campaña
dependía de la moral de los soldados, por lo que no era extraño que antes de cada campaña se
prometiera a las tropas regalos extravagantes en caso de victoria.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Explicar la fenomenal expansión militar y territorial de Roma es, sin duda, una cuestión tan atractiva
hoy como lo fue en época de Polibio: vide Badian, 1976A; Harris, 1984; Roldán, 1991 y Champion,
2004. Mientras que los antiguos se inclinaban por considerarlo una consecuencia de la providencia
divina y de la virtud (tanto en el sentido antiguo como moderno del término) de los romanos, nuestro
punto de vista se inclina más a asentar las causas en fenómenos computables, como pueden ser la
demografía y la economía. El rápido encumbramiento de Roma a potencia mundial sólo pudo llevarse
a cabo apoyándose en su potencialidad demográfica, porque de ella dependía el número de reclutables.
En contra de lo que habitualmente se piensa, censos y estadísticas fueron corrientes en las poleis
antiguas; siquiera porque eran necesarios para situar a cada ciudadano en su respectivo grupo de
recluta y saber cuántos hombres armados estaban disponibles anualmente. Por desgracia, esos
registros eran meramente utilitarios y como tales, difícilmente superaron la prueba del tiempo; de ahí
que deban ser reconstruidos a partir de series incompletas de datos o de vagas estimaciones
transmitidas por nuestras fuentes (vide vol.I, I.1.2). El estudio fundamental sigue siendo el
monumental trabajo de Brunt, 1987, con cifras todo lo precisas posible sobre el volumen de la
población romana y el tamaño de los ejércitos y otras cuestiones conexas como movimientos
migratorios y colonización (en las pp. 661-665 hay un balance de la guarnición de las provincias
hispanas entre 200-90 a.C.). Respecto a los aspectos económicos, antiguos y modernos están de
acuerdo en que las guerras enriquecieron a Roma; pero mientras nuestros antecesores creían que las
riquezas eran un subproducto de las campañas, la visión actual tiende a resaltar más la búsqueda del
botín como causa principal de la belicosidad romana. Sobre ello véase la ya varias veces citada
monografía de Harris, 1989.
Sobre las peculiaridades de la experiencia romana en Hispania y si ésta fue distinta o no a lo sucedido
en otras partes del Mediterráneo, deben consultarse los trabajos de Knapp, 1977; Richardson, 1986; y
Roldán/Wulff, 2001. Entre los beneficios que Roma extrajo de Hispania están, desde luego, los
económicos; una lista de las cantidades de botín que las fuentes clásicas reportan como tomadas de
Hispania puede encontrarse en el capítulo de J.J. van Nostrand en Frank, 1975 (pp. 119-224). Además,
estaba la explotación minera, sobre la cual deben de verse los diversos trabajos de Domergue, 1990
(vide también la bibliografía comentada en el punto II.8 del presente volumen). Por último, para los
tributos e impuestos, véase el concienzudo y contrastado estudio de Ñaco, 2003, sobre la política
tributaria y la economía de guerra durante el cenit de la expansión republicana (igualmente, Ñaco,
2005). Pero también estaban las ventajas derivadas de una fuente casi inagotable de reclutas de
calidad, vide Roldán, 1993.
Sobre el gobierno de las provincias hispanas, Richardson, 1986, y Salinas, 1995, ofrecen un útil
resumen de los datos locales, que evita la consulta del engorroso (pero esencial) tratado de Dahlheim,
1977. Los “publicanos” son un nombre familiar (por lo menos a los de mi generación) gracias a la
Historia Sagrada, pero es menos conocido su origen y función en Roma, vide Badian, 1976b.
Las amonedaciones del centro de Hispania (las llamadas “monedas ibéricas”) han constituido siempre
un objeto de interés anticuario, coleccionista e histórico; los varios trabajos de L. Villaronga ofrecen
un completo catálogo de las piezas conocidas, su cronología y su probable –porque no siempre se
conoce con seguridad– lugar de acuñación (Villaronga, 1977; 1995; 2002); la debatida relación entre
acuñación hispana y fiscalidad romana es objeto de atención y debate en, por ejemplo, Ñaco/Prieto,
1999. Para apreciar la concomitancia de estas monedas con las corrientes en Roma, compárese con
Crawford, 1985.
El Ejército romano, su historia, tácticas, armamento, recluta y despliegue, constituyen uno de los
temas de estudio más populares de la Antigüedad, aunque se conoce más –por mejor documentado– el
ejército imperial que el de la República. Buenas introducciones y estudios sobre el tema en Keppie,
1984; Rodríguez González, 2001; Le Bohec, 2004; y Goldsworthy, 2005; mientras que para las
cuestiones ibéricas debe recurrirse a los numerosos trabajos de J.M. Roldán (así, Roldán, 1989). No
debe olvidarse, finalmente, que los campamentos militares de la Península Ibérica siguen siendo el
paradigma de la castramentación republicana: Morillo, 1991; 2002. En general, para todo lo relativo al
Ejército romano en Hispania, véase la reciente guía arqueológica editada por A. Morillo y J.
Aurrecoechea (Morillo/Aurrecoechea, 2006).
Finalmente, la emigración y la colonización. Al trabajo seminal de Galsterer, 1971 sobre la
urbanización romana en la Península añádanse los de Marín Díaz, 1988, y Roldán et alii, 1998; acerca
de los bronces de Osuna con fragmentos de la ley colonial: Caballos, 2006. Por su parte el tema de la
emigración (su volumen, causas y destinos) sigue siendo discutible y discutido: vide Wilson, 1966, y
Le Roux, 1995, con distintos puntos de vista y conclusiones contradictorias.
B. Referencias
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[Fig. 89]
Agripa (con cabeza velada) y otros miembros de la familia de Augusto representados en el relieve
norte del Ara Pacis (Museo dell’Ara Pacis de Roma)
poderes civiles y militares y escasa supervisión por parte del Senado y de los demás magistrados,
además del mando efectivo de diversas provincias y territorios. Tras la caída en desgracia de Lépido
en el 36 a.C., el orbe romano había quedado efectivamente dividido por razones geográficas entre
Marco Antonio y Octaviano: el primero, el más antiguo y digno, se hizo cargo de las riquísimas y
amenazadas provincias orientales; mientras sobre el segundo recayó la responsabilidad de Italia y las
provincias occidentales, una circunstancia que aprovechó para presentar su pugna con Antonio y
Cleopatra no como un conflicto civil, sino como una guerra de Roma frente a un poderoso enemigo
externo. Octaviano hizo valer por primera vez su control provincial en 32 a.C., cuando invocó ante el
Senado, que se decantaba primordialmente por Antonio y que quería deshacerse de él aprovechando la
caducidad de los poderes extraordinarios, la coniuratio Italiae, el juramento de todas las ciudades de
Italia (a las que inmediatamente se sumaron las provincias galas e hispanas, África, Sicilia y Cerdeña)
de tener “por enemigos a los enemigos de Octaviano y combatirlos por tierra y mar”.
Este juro, unido a la magistratura consular que ejerció de forma ininterrumpida entre los años 31 a 23
a.C. –pero renovada anualmente como demandaba la tradición y teniendo como colega a alguien
seleccionado con cuidado para no dar problemas–, fueron las bases legítimas y legales sobre las que
Octaviano dirigió la guerra contra Antonio y gobernó Roma en los años inmediatamente posteriores.
Esta fase terminó, según sus propias palabras, a lo largo de su sexto y séptimo consulado (años nó,
según sus propias palabras, a lo largo de su sexto y séptimo consulado (años 27 a.C.), cuando
“devolvió el control del Estado al Senado y el Pueblo de Roma”, una circunstancia que sus
contemporáneos (al menos, las fuentes que han sobrevivido) celebraron universalmente como el
momento en que las “provincias fueron devueltas al Pueblo” (Ovidio) o cuando “el Senado recuperó
su autoridad, los magistrados su imperium y la Res publica fue restaurada a la situación de antaño”
(Varrón).
Aunque Octaviano renunció efectivamente a algunos poderes especiales que repugnaban al uso
habitual romano, también es verdad que, a cambio, se le concedió el control de una extensa provincia
que comprendía Siria, Cilicia, Chipre, Galia e Hispania, además de Egipto que no tenía la
consideración de provincia pública y que el príncipe administraba como una propiedad personal. El
motivo aparente de la asignación era el peligro de invasión o de revueltas en esos territorios, por lo
que, consecuentemente, la mayor parte de las legiones quedaron acuarteladas en ellas y, por lo tanto,
bajo el mando directo del príncipe. Octaviano recibió esa inmensa provincia al tiempo que era cónsul
y podría retenerlas como procónsul en el caso de que optara por no renovar su magistratura, como
efectivamente sucedió en el 23 a.C. El mandato era por diez años, aunque con el compromiso de
retornar antes al Senado y el Pueblo romano aquellos territorios que, a su juicio, eran seguros, lo que
hizo en el 22 a.C. en el caso de Chipre, Galia Narbonense y la Bética. Pero en las demás, el imperium
proconsulare fue renovado, a partir del 18 a.C., en periodos de diez y cinco años y acumuló otros
territorios como el Ilírico y las nuevas comarcas conquistadas a orillas del Rin y del Danubio. En
principio, pues, se había producido formalmente un retorno a la legalidad y Octaviano había ejercido
los poderes especiales otorgados por el Pueblo y el Senado sólo por el tiempo asignado. Para las otras
excepciones a los usos constitucionales romanos, podían invocarse ilustres precedentes: en los
tiempos de emergencia provocados por la invasión de los cimbrios y teutones, a fines del siglo ii a.C.,
el gran Mario había sido cónsul ininterrumpidamente durante un lustro, mientras que apenas una
generación antes, Pompeyo había compatibilizado el consulado con el gobierno de una extensa
provincia administrada por legados.
Sin embargo, los escritores posteriores al tiempo de Octaviano (Tácito y Dión Casio), no dudan en
situar precisamente en el 27 a.C. el arranque de la autocracia y la monarquía imperial, la desaparición
de Res publica libera, cuyo final Cicerón había pronosticado que sucedería cuando un individuo
tuviera en sus manos tanto poder como todo el Estado. Aunque es cierto que algunas provincias
públicas (África, Ilíria y Macedonia) contaron también con guarniciones militares, sus efectivos no
eran comparables a los que el príncipe tenía a sus órdenes en las provincias de su competencia y eso le
otorgaba una preeminencia sobre los otros promagistrados, lo que constituía una agradable
formulación jurídica de lo obvio. En caso de tener que elegir entre el Estado y su general, los soldados
probablemente se quedasen con el último. La posibilidad de una discrepancia como esa era, por otra
parte, muy remota, porque el juramento de lealtad de los habitantes de las provincias occidentales –y
que después de Acio, se extendió a otras regiones– convertía a los moradores del Imperio en clientes
del príncipe, y la costumbre romana consideraba tan honrosas las relaciones clientelares que las
anteponía a los deberes de los súbditos con el Estado.
Además, Octaviano, como consecuencia de las guerras civiles, era sin duda alguna el hombre más rico
del mundo y su fortuna y magnanimidad sirvió en muchas ocasiones para librar del hambre y el
desabastecimiento a la ciudad de Roma. Así como para comprar las tierras en Italia y en las
provincias, que debían entregarse como premio de desenganche a los veteranos del Ejército; para
levantar a su costa edificios y amenidades en las ciudades de Italia y las provincias, y para mantener
en la dignidad que les correspondía a muchas familias senatoriales de alcurnia que se habían arruinado
con las guerras y el paso del tiempo.
No debe extrañar, pues, que tanto el Senado como el Pueblo de Roma se rompieran la cabeza
otorgándole honores a cual más extravagante y desusado, entre otras cosas porque no sabían muy bien
cómo definir la nueva situación social y política. Se le llamó Princeps [el Primero], en referencia a su
posición de preeminencia universal. Pero el título que acabó cuajando fue el de “Augusto”, un oscuro,
insólito y ambiguo epíteto que hasta entonces sólo se había predicado de Júpiter, y que traducía a la
perfección el agradecimiento público por su papel de salvador de la patria en la guerra civil y
“restaurador” de la República, sin que, a la vez, fuera necesario precisar cuáles eran exactamente su
poderes y menos todavía, su procedencia ni su legitimidad.
Augusto ejerció de forma continuada el consulado entre el 31 y el 23 a.C., acumulando nueve
iteraciones de la magistratura, en un par de ocasiones in absentia, es decir, sin ni siquiera estar
presente en Roma en el momento de la elección. Aunque no hay certeza de que esa continuidad
respondiese a un plan preconcebido, no es menos cierto que el inmenso prestigio del príncipe ponía
muy difíciles las cosas a quienes quisieran competir contra él por el cargo. Este monopolio de la más
alta magistratura del Estado restaba oportunidades a los demás aristócratas, acostumbrados
tradicionalmente a medir su preeminencia y compararse con los demás según el número de cónsules
que había en su familia. No es de extrañar, pues, que hubiera resentimiento y que éste se manifestase
de forma especialmente insidiosa en el año 23 a.C., con el descubrimiento de una conjura dirigida
seguramente por su propio colega en el consulado. Esas circunstancias, además de una grave
enfermedad, llevaron a Augusto a renunciar inesperadamente al consulado cuando sólo había
cumplido la mitad del año y a anunciar públicamente que nunca optaría por él; promesa que cumplió
salvo por dos excepciones, que todo el mundo entendió y aplaudió. La nueva renuncia de Augusto
también fue presentada como un hito más en el camino hacia la normalización política y dio ocasión
para el segundo arreglo constitucional, que definió aún más los poderes del príncipe.
La cesión del consulado se hizo a cambio de la potestad de los tribunos de la plebe, recibida
“anualmente y en perpetuidad”. Se trataba de una peculiar y antiquísima magistratura nacida cuatro
siglos antes para defender los derechos de la plebe romana frente a la arbitrariedad de otros
magistrados; y, luego, se había significado por su papel “revolucionario” durante la etapa de
inestabilidad de la República. Pero en la época de Augusto era un cargo “de entrada” para quienes
tenían aspiraciones políticas. Lo que interesaba a Augusto y sus consejeros era precisamente la escasa
importancia institucional del cargo, que podía desempeñarse sin suscitar envidias, pero que llevaba
asociados una serie de privilegios y atribuciones muy adecuados para reconocer de forma ambigua y
con las mejores formas de la tradición republicana algunas facetas del poder efectivo del príncipe. De
esta forma se sancionaba legalmente el derecho de Augusto (técnicamente un ciudadano privado) a
proponer leyes ante la Asamblea popular y presentar mociones en el Senado; su potestad para vetar los
decretos de cualquier magistrado o del Senado; el derecho de hacerse obedecer; y finalmente, su
capacidad de auxiliar y ayudar a cualquier ciudadano que se sintiera injustamente tratado por otros
magistrados y que así lo solicitase.
Todas esas funciones estaban engranadas en el uso constitucional romano, donde el paso del tiempo
había desarrollado mecanismos compensatorios y ámbitos de ejercicio. Había ejemplos históricos de
tribunos que vetaron las decisiones de otros magistrados por considerarlas atentatorias contra los
derechos de un individuo, pero una decisión de esa clase podía, a su vez, ser bloqueada por otro
tribuno. En el caso de Augusto y sucesores, el veto equivalía prácticamente a un control negativo
universal y absoluto de cualquier aspecto del Gobierno, pero que fue raramente empleado porque los
magistrados y el Senado rápidamente aprendieron a no proponer medida alguna que supieran contraria
a los gustos o inclinaciones del emperador. Dependiendo del gusto y la perspectiva individual, una
situación así puede definirse como la más abyecta clase de tiranía, la que se ejerce sin que ni siquiera
se note. El príncipe y sus contemporáneos, en cambio, optaron por considerarla como un perfecto
ejercicio de auctoritas, es decir, del poder de convencer y ser obedecido sin coacción, que era el
mayor timbre de gloria del Senado porque, a la postre, constituía la mayor dignidad a la que podía
aspirar cualquier líder político. No es de extrañar que Augusto señalase en su “Testamento” su orgullo
ante su gran auctoritas, que equiparaba su forma de preocuparse por el Estado y por los demás
ciudadanos con el gobierno cariñoso y solícito de un pater familias. Fue algo común que Augusto,
primero, y todos sus sucesores después, se tildasen frecuentemente de “padres de la patria”.
El último privilegio que redondeó la posición constitucional de Augusto puede parecer una minucia
obligada por las circunstancias, pero resulta revelador de las características del nuevo sistema. El uso
tradicional exigía que un procónsul gozara de sus privilegios y salvaguardas legales únicamente en su
provincia, perdiéndolos automáticamente al salir de ella y, mucho más, si entraba en Roma. En
puridad, eso significaba que Augusto debía residir continuamente fuera de Roma e Italia si quería
mantener su estatus legal, lo que era inviable en todo punto. Por eso, se le permitió que mantuviera el
imperium proconsulare incluso residiendo en Roma y además, se declaró que el suyo era maius [el
más grande], es decir, debía prevalecer sobre el de cualquier otro gobernador provincial.
De este modo y en lo que aquí interesa, Augusto y sus sucesores se convirtieron en los garantes de la
limpieza del juego político. En el periodo republicano, la acritud con la que los individuos y grupos
buscaban el poder acabó en un siglo de disensión y guerra civil. César intentó solventar el problema
aboliendo las mismas condiciones que le habían permitido dar el golpe de Estado y sustituyendo el
mos maiorum por otro sistema, quizá una monarquía de tipo helenístico. La habilidad de Augusto
consistió en dejar que la Res publica siguiera funcionando como antes, pero quedándose él fuera de la
lucha política y convirtiéndose en el árbitro que impedía que los oponentes llevasen sus disputas hasta
el extremo de la guerra civil. El precio que Roma y el Imperio tuvieron que pagar por ello es que todo
el poder militar y el gobierno directo de la mayor parte de las provincias recayese sobre un único
personaje, que podía hacer y deshacer a conveniencia.
Dicho así, puede sonar como la sanción universal de la arbitrariedad, pero en la práctica, los más
beneficiados fueron quienes habían conocido de primera mano y por generaciones, la ambición, la
injusticia y el descuido de los promagistrados republicanos, cuyos cargos no tenían otro propósito que
el otorgarles más riqueza y fama; el proceso se repetía incluso anualmente o cada dos años, cada vez
que se renovaban las provincias. El nuevo sistema, en cambio, establecía una jefatura única para las
provincias, que pasaban a ser administradas –no gobernadas– por legados, responsables ante el
príncipe; y una de las primeras lecciones que Augusto pareció comprender es que la estabilidad del
Imperio dependía, en última instancia, de su habilidad para anular las diferencias entre los oponentes
o, al menos, que éstas no causaran disturbios. La nueva actitud del emperador la resume Suetonio, el
gran biógrafo imperial, en una frase atribuida a Tiberio: “el buen pastor debe esquilar las ovejas, no
desollarlas”.
II.5.3 Los sucesores de Augusto
La debilidad del Imperio, sin embargo, residía en su ambigua legitimidad, como corrientemente
ocurre en los regímenes personalistas. Teniendo el precedente de César, Augusto se negó a definir su
poder como monárquico (aunque lo fuera funcionalmente) y ello le privó de utilizar libremente y a las
claras el principio de legitimidad dinástica. En consecuencia, la transición de un monarca a otro fue en
Roma un periodo de incertidumbres, conjuras e inestabilidad. Nadie sabía verdaderamente qué o
quiénes designaban al emperador, aunque formalmente el Senado, el Pueblo, el Ejército y las
provincias manifestasen de un modo u otro su aquiescencia. Lo que tuvieron en común los cuatro
sucesores de Augusto fue, en principio, su vínculo familiar con el fundador del Imperio aunque, en la
práctica, tres alcanzaron el trono por imposición militar o por conjuras cortesanas.
Hagamos un velocísimo repaso de los sucesores de Augusto y de lo esencial de su labor en lo tocante a
Hispania.
II.5.3.1 Tiberio (14-37 d.C)
Este personaje, que toda su vida se sintió menospreciado y rechazado por quien fue, sucesivamente, el
marido de su madre, su suegro y, por último, padre adoptivo, acabó siendo el único posible heredero
que le quedó a Augusto. Sin embargo, su subida al trono –la más delicada por ser la primera prueba
del régimen–, fue respaldada por sus propios méritos, pues tenía prestigio entre la aristocracia y
contaba con el apoyo del ejército.
Tiberio trató de distanciarse de quien tan profundamente había marcado su vida, resaltando en la
medida de lo posible la normalidad de sus poderes y solicitando del Senado la ayuda necesaria para
gobernar. Pero las pretensiones de republicanismo quedaron marradas por la ineficacia y escasa
capacidad de adaptación de unos senadores que sólo seguían considerándose los mismos de un siglo en
lo referido a sus privilegios y que, por el contrario, se plegaban a los designios imperiales cuando se
trataba de ganar preeminencia sobre otros de su clase. Tampoco el ejército era el mismo de la época
de Mario o Pompeyo y, por supuesto, había cambiado totalmente la relación de Roma con sus
provincias. El príncipe quedó frustrado ante la falta de colaboración del Senado y por el peso del
Estado que recaía en sus solas manos.
Aún así, Tiberio consolidó la obra de Augusto, con sus decisiones prudentes y conservadoras. Uno de
los aspectos donde se notó especial mejora fue la clarificación y reforzamiento del régimen financiero
del Estado, pues Augusto había confundido continuamente los recursos públicos con los de su propio
peculio. La austeridad de Tiberio –sobre todo en las gratuidades y regalos al pueblo, en los donativos a
las
[Fig. 90] Senadoconsulto de Cneo Pisón padre, del 20 d.C. (Museo Arqueológico de Sevilla)
ciudades de provincias y al Ejército– fue atribuida a tacañería, y la recaudación de las rentas públicas
dio lugar a ocasionales incidentes, como el del legatus L. Calpurnio Pisón, asesinado en Termes
(Tiermes, Soria) cuando iba a reclamar las deudas de la ciudad con el fisco (27 d.C.), o la persecución
contra quien era considerado el hombre más rico de Hispania, Sexto Mario, que poseía muchas minas
en el Mons Marianus [Sierra Morena]. Tiberio lo acusó de incesto, fue ejecutado y sus propiedades
confiscadas.
Pero lo más notable de las relaciones de Tiberio con Hispania fue la seria crisis constitucional
provocada en el 19 a.C. por Germánico. Era éste un sobrino de Tiberio, general joven y popular,
casado con Agripina la Mayor, una nieta de Augusto, e impuesto a aquél como sucesor. Tiberio le
temía porque eran muchos los que veían en Germánico a un nuevo Augusto: joven, carismático,
popular en el Éjército y con una familia numerosa y simpática. Por eso su muerte en Siria resultó
traumática, ya que se produjo en circunstancias extrañas y con su viuda pregonando a los cuatro
vientos que había sido envenenado por orden del emperador. El Senado y el Pueblo de Roma se
volcaron en extravagantes honores fúnebres, al tiempo que se indagaba la complicidad criminal del
gobernador de Siria, Cn. Pisón, un íntimo de Tiberio, lo que daba pábulo a la creencia de que el crimen
había sido incitado desde palacio o al menos, autorizado. Tres documentos epigráficos hispanos, los
llamados bronces de Siarum e Ilici y el senadoconsulto de Cn. Pisón padre, descubiertos en la última
veintena de años, revelan los entresijos de un escándalo que se conocía primordialmente por la breve
noticia de Tácito. Los dos primeros documentos refieren a los honores fúnebres oficiales decretados
por el Senado al conocerse la muerte de Germánico; mientras que el otro, en cambio, transmite la
sentencia del tribunal senatorial que declaró culpable a Pisón y a sus familiares del crimen,
exonerando a Tiberio. Las varias copias de este documento que se han encontrado en la Bética se
deben a la iniciativa del gobernador provincial, Vibius Serenus, que mandó exponerlas en las ciudades
de su jurisdicción; este personaje parece haber guardado una cierta inquina a Tiberio y aunque no está
probado que la difusión del senadoconsulto fuera una finísima forma de proclamar la culpabilidad del
emperador, Vibio fue acusado por Tiberio de abuso de poder en su provincia y desterrado.
II.5.3.2 Calígula (37-41 d.C.) y Claudio (41-54 d.C.)
Tiberio eligió como sucesor a uno de los pocos parientes varones que le quedaban y que también lo era
de Augusto. La elección recayó en un hijo de Germánico y Agripina la Mayor, Calígula, el único de
los varones del matrimonio que se salvó de la ejecución. Su ascenso al trono estuvo apoyado por
quienes recordaban el prestigio de su padre, se oponían a Tiberio y deseaban recuperar el tiempo
perdido. Ello no obstó para que se requiriera a cada ciudadano romano que jurase lealtad al nuevo
monarca, como atestigua un documento epigráfico lusitano (CIL II, 172), que contiene el juramento
que prestaron los habitantes de la ciudad de Aritium Vetus (Alvega en Abrantes, Santarém, Portugal)
ante el gobernador provincial. Sin embargo, la personalidad trastornada del joven emperador, que
resultó caprichoso, cruel e inicuo, pronto acabó con las esperanzas de sus partidarios. Un discreto
golpe militar en Palacio, apoyado por sus propios íntimos y con la colaboración de los pretorianos,
acabó con él apenas a los cuatro años de subir al trono.
A la desesperada, los soldados impusieron al último pariente vivo de Augusto, Claudio (41-54 d.C.),
con la intención de servirse en su provecho de un gobernante maleable. Como es sabido, el elegido
resultó todo lo contrario de tonto y fue el primer emperador que se dio cuenta del largo camino
recorrido desde Acio, de la imposibilidad de dar marcha atrás en la Historia y de que el papel del
príncipe era el que era. Siendo de natural inteligente, concienzudo y honrado, se propuso adaptar el
Imperio a las nuevas circunstancias, rejuveneciendo la aristocracia tradicional con el talento de
nuevos individuos de las provincias, profesionalizando la Administración y retirando a los senadores
de alguna de sus competencias tradicionales. A él se debe, por ejemplo, haber regularizado y reforzado
las funciones de los procuratores, agentes imperiales reclutados entre la pequeña nobleza romana y
las aristocracias locales, que no dependían de la estructura tradicional de gobierno del Senado, sino
que eran administradores a sueldo del César y se encargaban de las funciones técnicas del Gobierno
central y provincial. Muchos provinciales ascendieron social y políticamente mediante este medio y la
creciente importancia de los procuradores ayudó a formar una clase social inferior en rango y honor a
la de los senadores, pero especialmente vinculada al servicio imperial y en la que Palacio siempre
encontraba personal de confianza. Claudio también reguló la duración del servicio de los miles de
soldados provinciales enrolados en el Ejército, a los que se hizo costumbre conceder la ciudadanía
romana al término del enganche, poniéndoles, de este modo, en el pináculo de los grupos sociales a los
que pertenecían y que generalmente no eran ni los más asimilados a la nueva cultura ni los más
urbanizados. El número de individuos llamados Tib. Claudio es índice de la facilidad con la que este
emperador permitió que muchos provinciales accedieran a la ciudadanía romana, un hecho que causó
cierta conmoción entre sus contemporáneos y que arrancó de Séneca un irónico veredicto: “Claudio
hubiera deseado ver convertidos en ciudadanos y vestidos con toga a todos los griegos, hispanos,
britanos y galos”. Las reformas claudianas también alcanzaron Hispania y de ello se da cuenta más
adelante (vid. vol.II, II.5.6.4).
Sin embargo, poco de lo que hizo Claudio fue apreciado por el Senado y eso, más una serie de
matrimonios desgraciados, propició que casi nadie se opusiera a que su última esposa, Agripina la
Menor, lograse de él, primero, la adopción de su hijastro, Nerón; y luego, su primacía en la línea de
sucesión sobre el propio hijo de Claudio. Cuando el emperador murió en circunstancias poco claras, su
esposa, algunos influyentes senadores y el jefe de los pretorianos apoyaron la subida al trono de Nerón
y aprovecharon su juventud (apenas diecisiete años) para convertirse en los dueños fácticos del
Imperio.
II.5.3.3 Nerón (54-68 d.C.) y el “año de los cuatro emperadores” (69 d.C.)
Durante los primeros años del joven príncipe, su gobierno fue un prodigio de eficacia y equidad,
fundamentalmente porque la tarea recaía en quienes habían promovido su ascenso al trono: un senador
de origen hispano llamado L. Aneo Seneca, y Burro, un galo que comandaba a los pretorianos. La
muerte de éste en el 62 a.C. y la madurez y progresiva emancipación de Nerón, hicieron aparecer los
resabios de crueldad y locura de quién había sido educado en un ambiente de déspotas y, movido por
ellas, Nerón acabó cometiendo el mayor error que podía cometer, enemistar a la vez las cuatro fuerzas
que soportaban de facto el trono: el Senado, el ejército, el Pueblo de Roma y los provinciales. Como
una parte de su caída se fraguó en las provincias occidentales y, singularmente, en Lusitania y la
Citerior, merece la pena contarlo brevemente.
El malestar nació de varias actuaciones desafortunadas del Príncipe. El gran fuego del 64 d.C.
destrozó media Roma pero favoreció la construcción de la nueva residencia imperial, lo que levantó
las sospechas de que Nerón hubiera sido el pirómano. El Senado estaba preocupado por el
incompetente manejo imperial de los asuntos exteriores, pero también por la cruel reacción del
príncipe contra sus críticos. Los comandantes militares estaban asustados porque los más válidos
habían sido eliminados, unas veces por despertar los temores de Nerón, otras por mero capricho. Los
habitantes de las provincias occidentales resentían la fijación del emperador con todo lo griego,
mientras que las legiones, mayoritariamente guarnicionadas en esas provincias, sentían la
despreocupación imperial. Sólo hacía falta una chispa para encender la revuelta y ésta vino del
gobernador de la provincia Lugdunense, Julio Víndex, que trató de convencer al gobernador de la
Citerior, Servio Sulpicio Galba, un viejo aristócrata que había crecido a la sombra de Augusto, que la
encabezase. Galba no aceptó inicialmente las propuestas de Víndex, pero cuando éste fue derrotado
por las tropas germanas (cuyo comandante seguía siendo leal a Nerón) y supo que los sicarios de
Palacio buscaban su asesinato, se pronunció en Clunia, ganando inmediatamente el apoyo de su colega
de la Lusitania, Otón, un viejo amigo de juergas de Nerón al que éste había despachado lo más lejos
posible de Roma después de un disputa por la misma mujer. Para reforzar la corta guarnición
provincial, Galba reclutó inmediatamente una legión (la VII Galbiana, luego conocida como VII
Gemina) y antes de partir en son de guerra contra Nerón, acuñó moneda en grandes cantidades (no en
vano gobernaba una provincia con fama de grandes riquezas mineras) y prometió premios a los
senadores y pretorianos que le apoyasen.
Cuando Nerón pidió ayuda se encontró que su antiguo leal, el gobernador de Germania, se había
puesto a las órdenes del Senado; que éste negociaba con Galba y que incluso los pretorianos
mostraban ahora un insólito respeto por los senadores, a quienes hacía poco tiempo ejecutaban sin
rechistar. Nerón fue declarado enemigo público y, desesperado y solo, se suicidó después de huir de
Roma a comienzos de junio del 68 d.C. Galba, aún de camino hacia Roma (donde entró en otoño)
recibió los parabienes del senado y el reconocimiento imperial. Sin embargo, y por causas distintas,
erró en los mismos asuntos que Nerón, alienándo la simpatía de los pretorianos, del Pueblo de Roma y
de las legiones germanas, que se sublevaron contra él a las órdenes de Vitelio el 1 de enero del 69 d.C.
Pero el mayor error de Galba fue haber pospuesto a Otón, que se había convertido en su más eficaz
colaborador, cuando llegó el momento de designar sucesor. Otón no tuvo dificultad en convencer a los
pretorianos y éstos le proclamaron emperador tras asesinar a Galba el 15 de enero a plena luz del día
en el Foro. A las pocas semanas, sin embargo, Otón fue derrotado por las tropas germanas de Vitelio y
éste asumió el trono, provocando, a comienzos del verano, el pronunciamiento de las legiones de Siria
que luchaban a las órdenes de Vespasiano contra la revuelta judía. El choque entre los dos
contendientes (Vitelio versus Vespasiano) tuvo lugar en Cremona, el mismo lugar en que había sido
derrotado Otón, y la victoria de los de Vespasiano le abrió el camino de Roma, donde una parte de su
familia y sus partidarios se habían sublevado previamente contra Vitelio. A fines de diciembre del 69
d.C., Vitelio fue asesinado en Roma y el Senado proclamó a Vesapasiano emperador, quien entró en la
ciudad en otoño del año siguiente.
II.5.3.4 La dinastía Flavia: Vespasiano (69-79 d.C.)
Cuatro emperadores (y tres de ellos muertos violentamente) en un solo año, considerables
destrucciones en la Urbe y en Italia, y la casi completa pérdida de las provincias galas y germanas
porque Vespasiano, para debilitar a Vitelio, había fomentado la rebelión de bátavos y otros grupos
tribales, fue el precio que hubo que pagar por la guerra civil.
Hispania quedó al margen de los combates, pero no de la guerra, porque agentes de uno y otro
candidato recorrieron el país buscando apoyos y sembrando discordias entre sus enemigos, mientras
los sucesivos incumbentes del trono trataban de ganar (o mantener) la lealtad de los hispanos. Así,
Galba licenció a los veteranos de la legión VI antes de marchar hacia Italia y parece que fundó
colonias en Clunia y en Anticaria, porque ambas ciudades añadieron el apodo Sulpicia a sus nombres
oficiales; Otón reforzó con nuevos contingentes las colonias de Emerita e Hispalis, y Vitelio envió a
Hispania una tercera legión, la I Adiutrix, que levantó los efectivos de la guarnición hispana a los
niveles de la época de Augusto. Al final, las dos mayores consecuencias del conflicto fueron que la
Península se decantó mayoritariamente por Vespasiano y que la tropas de guarnición en Hispania
fueron desplazadas en bloque a Germania, habida cuenta de la crítica situación de esas tierras.
El año de guerra civil había desvelado los arcana Imperii (los secretos del Imperio) y puesto en solfa
las bases del régimen augústeo o mejor, había presentado de forma descarnada cuáles eran sus
verdaderos fundamentos, sin la palabrería y el saber guardar las formas de su fundador. Que los
ejércitos provinciales pudieran poner o quitar emperadores y que éstos no tuvieran que ser miembros
de la familia Julio-Claudia marcaba un precedente que podía repetirse indefinidamente. A la vez, la
guerra civil había mostrado cuán destructivo podía ser el conflicto entre la disparidad de intereses que
era el Imperio. Revalidaba también la solución augústea, porque una sabia y prudente conciliación de
esos intereses iba en beneficio de todos. Es decir, incluso los más acérrimos enemigos de la autocracia
tuvieron que admitir la necesidad de la figura del emperador. Y entre todas las opciones posibles, el
vencedor de la guerra civil, Vespasiano, parecía tener las justas condiciones: contaba con el apoyo del
Ejército, era un personaje íntegro, tenía dos hijos varones que aseguraban la continuidad dinástica y
estaba apoyado por los provinciales.
De este modo y con ciertas concesiones a las formas jurídicas –la famosa lex de Imperio (CIL VI, 930
y 31207), que formulaba la esencia de su poder, subió al trono Vespasiano (69-79 d.C.) y su reinado
fue, en cierto modo, una repetición de lo hecho por Augusto, porque ambos eran conscientes de que el
apoyo del régimen derivaba de dar satisfacción a todos y que, cuando ello no era factible, había que
conciliar los intereses contrapuestos del modo mejor posible. Vespasiano y sus dos hijos fueron los
responsables de la segunda gran reestructuración del Imperio, que afectó al Senado, a la
administración imperial, a la gestión del Ejército y las fronteras y a la afirmación de importancia de
las provincias. En ese esquema, Hispania jugó un papel primordial, porque los Flavios racionalizaron
la explotación de los recursos naturales, reclutaron a muchos hispanos para el ejército y sobre todo, se
sirvieron del talento de la aristocracia provincial para contar con leales generales y administradores.
Todos esos cambios se resumen en la concesión de la ciudadania latina a toda Hispania, un proceso
que se analiza más adelante (vid. vol.II, II.5.6.5). En suma, Vespasiano y sus sucesores reconocieron
oficialmente que la tierra de conquista de un siglo antes se había convertido en parte tan completa del
Imperio que algunos de los más poderosos senadores y colaboradores del César, procedían
precisamente de las provincias hispanas.
[Fig. 94] El Ara Pacis, monumento conmemorativo de la pax augusta levantado en el Campo de Marte
tras las guerras cántabras (Museo dell’Ara Pacis de Roma)
Pero como siempre pasa cuando se buscan efectos inmediatos, la paz tan celebrada apenas duró. En el
24 a.C., cuando Augusto acababa de abandonar Hispania, una sublevación de los vencidos hubo de ser
cruelmente sometida por el gobernador de la Tarraconense, lo que no fue óbice para que los problemas
volvieran a surgir dos años después con una nueva revuelta más amplia que generó todavía más
represión. En años siguientes, la situación debió de ser tan inestable que un documento recientemente
encontrado en los alrededores de Bembibre (León) y que contiene un edicto de Augusto del 15 a.C., el
llamado “bronce de El Bierzo”, sugiere que el territorio de los astures fue desgajado de la jurisdicción
del gobernador de la provincia para crear un distrito militar específico, apropiadamente designado
provincia transduriana, a cuyo frente sabemos que estuvo un personaje de mucho relumbre: L. Sestio
Quirinal.
Ni siquiera esas medidas debieron de ser eficaces porque en el 19 a.C. hubo que despachar al
generalísimo del régimen, a M. Agripa, para que intentara poner punto final a los problemas; lo que
hizo a costa de un alto precio en vidas y sufrimiento por ambas partes, porque la solución vino del
arrasamiento del país y el traslado de la población sobreviviente a lugares más fácilmente
controlables. Por si ello es índice de la dificultad de la guerra o del disgusto de los soldados con la
situación creada, debe notarse que Agripa se negó a aceptar el triunfo que le ofreció Augusto.
Al final, las guerras cántabras constituyen un perfecto ejemplo de la veracidad del dicho de que las
“guerras se sabe cómo empiezan pero nunca cómo terminan”. Augusto inició el conflicto buscando los
réditos de una fácil victoria y el crédito de haber pacificado totalmente un territorio que llevaba 200
años de guerra. Pero la victoria llegó de forma sangrienta y brutal y se demoró diez años después de su
declaración formal. A pesar de los escasos logros efectivos de la campaña, Augusto, un maestro de la
propaganda, quiso que el final del conflicto fuese marcado como un ejemplo de la excelencia de la pax
romana. Así, en algún punto de la costa astur o gallega se levantaron tres altares consagrados a
Augusto que acabaron siendo conocidos vulgarmente por el nombre de su promotor, L. Sestius
Quirinalis, que fue gobernador de la efímera provincia transduriana en algún momento entre el 22 y el
15 a.C. Y en Roma, el Senado decretó, coincidiendo con el regreso de Augusto tras su segunda
estancia en Galia e Hispania, la construcción del Ara Pacis Augustae, un espectacular monumento
cuyos restos reconstruidos en los años 30 del pasado siglo con motivo del Bimilenario de Augusto,
pueden verse en el Luongotevere in Augusta, frente al Mausoleo, en Roma.
II.5.4.2 Un país militarizado
A pesar de la indudable competencia militar de Agripa y de la incomparable habilidad de Augusto
para convertir en éxito sus propias equivocaciones, cántabros y astures siguieron condicionando la
vida de gran parte de la Península durante al menos una generación más.
Para empezar, se había movilizado contra ellos una considerable fuerza que, modernamente, se estima
que llegó hasta seis legiones, aunque otros suben la cifra hasta nueve. El número, sin embargo, es una
conjetura basada en el recuento de las noticias sobre la actividad legionaria por esas fechas y no hay
información antigua sobre las unidades participantes en la guerra ni de cuál fue su despliegue;
tampoco estadillos de fuerzas ni datos sobre rotaciones y relevos. Sólo la legio X Gemina parece
haberse mantenido durante toda la guerra. Siguiendo la costumbre romana de licenciar a los soldados
que habían cumplido la duración de su enganche, los legionarios de las guerras cántabras recibieron un
domicilio y tierras para cultivar en alguna de las varias colonias establecidas en la misma Hispania.
Ya se ha mencionado el caso de Emerita Augusta, en la que se asentaron veteranos de las dos legiones
participantes en el asalto de Lancia y en las operaciones militares del frente occidental. El personal de
las otras unidades se envió a lugares de ambas provincias, en unos casos a establecimientos coloniales
de nueva planta, como fue el caso de Acci (Guadix), Astigi (Écija), Caesaraugusta (hoy Zaragoza) y
Tucci (Martos, Jaén); y en otros a reforzar ciudades en decadencia demográfica o con colonias
anteriores como sucedió en Barcino, Cartago Nova, Corduba, Ilici y Tarraco.
Como hemos visto en un capítulo anterior ( vid. vol.II, II.4.5), la colonización podía obedecer a
propósitos más amplios que el mero premio de licenciamiento. En primer lugar, como Augusto había
aprendido en su propia carne, no era posible establecer nuevas colonias en la metrópoli sin pagar un
alto coste social y de impopularidad. En cambio, en la Península debían abundar las tierras arrebatadas
a los oponentes políticos durante las pasadas discordias o adquiridas como botín en las diversas
guerras; y las quejas de los veteranos por no ser devueltos a sus lugares de origen o, al menos, a Italia,
podían acallarse otorgándoles parcelas más extensas de lo habitual, como sucedió en Emerita Augusta.
O bien con exenciones fiscales, como fue el caso de Caesaraugusta y otros lugares; o dotándolos de
amenidades urbanas (edificios de espectáculos, termas) que todavía faltaban en muchos lugares de
Italia. Además, estas construcciones y otras obras públicas más prácticas (murallas, acueductos,
cloacas) provocaban un auge local de la construcción y daban trabajo a mucha gente. El precio de esta
política era elevado pero sus beneficios merecían la pena. Muchas colonias fueron establecidas con
unidades completas, con sus mandos incluidos y –sobre todo en ciudades que se habían equivocado al
elegir bando en alguno de los conflictos del final de República, como debió suceder en la Bética– su
función era de servir de válido contrapeso a la posible actitud levantisca de sus conciudadanos,
mientras que en lugares donde no se daba esa circunstancia, constituían una útil reserva armada a la
que el gobernador podía recurrir en caso de emergencia provincial y a la espera de la llegada del
ejército de maniobra.
Esto no era especialmente necesario en el caso de Hispania, porque después de que se retirasen las
tropas participantes en las guerras cántabras, aquí permanecieron tres legiones y sus respectivos
auxilia, lo que convertía a la provincia Citerior en una de las más militarizadas del Imperio. Las tres
unidades de guarnición fueron la IV Macedonica, la VI Victrix y la X Gemina, cuyos campamentos en
la etapa postbélica han sido identificados con seguridad en los últimos años: la IV Macedónica estaba
acuartelada en Legio IIII, bajo el actual núcleo urbano de Herrera de Pisuerga (Palencia), custodiando
el principal acceso terrestre hacia el país de los cántabros. La VI Víctrix parece haber tenido dos
bases, Lucus Augusti (Lugo) y León, porque debajo de los cuarteles de la legio VII los arqueólogos
llevan tiempo descubriendo restos de edificios más antiguos y algunos objetos claramente asociados
con los legionarios de la VI. Finalmente, la X Gémina, la mas veterana de las unidades militares,
estuvo acuartelada en Astorga; si ese fue el anónimo campamento que Augusto mandó desmantelar en
fecha indeterminada para facilitar la pacificación de la zona, ello justificaría el desplazamiento de la
legión a Rosinos de Vidriales (Zamora), a unos 40 kilómetros al sur de Astorga, permitiendo que el
primer lugar se convirtiera en Asturica Augusta (Astorga), la capital de los Astures.
A partir del reinado de Claudio y sobre todo en el de Nerón, las crecientes demandas militares del
frente germano fueron cubiertas a costa de las unidades hispanas. Hacia el 39 a.C., la IV Macedónica
fue desplazada al limes danubiano y ya no regresó nunca a sus viejos cuarteles. Más tarde, en el 62 ó
63 d.C., la que partió hacia el campamento panonio de Carnuntum fue la X Gémina, sustituye a las
unidades que habían sido desplazadas a Siria para participar en las campañas orientales de Corbulón.
Con la marcha de la Décima, la guarnición de la Citerior se redujo a la VI Víctrix, dos alae y tres
cohortes, unos 8.000 hombres, por lo que no resulta extraño que cuando Galba se decidió a
pronunciarse contra Nerón e invadir Italia, lo primero que hizo fue reclutar una nueva legión, a la que
numeró VII aunque enseguida fue conocida como Hispana o Galbiana.
En cambio, una de las legiones que acudió a Italia a socorrer a Nerón fue la X Gémina, pero llegó
después de que éste se suicidara. Una vez estabilizada la situación en Roma, Galba envió la Séptima al
cuartel danubiano de la Décima y a ésta la ordenó regresar a Hispania junto con el resto del
contingente leal, que estuvo desplegado en sus antiguos destinos a comienzos del 69 d.C. y que fue
reforzado a medidos de año con la llegada de la I Adiutrix. Sin embargo, la difícil situación causada
en Germania por la revuelta civil, obligó a Vespasiano a enviar todas las legiones hispanas al frente
renano y ninguna de ellas regresó jamás. En su lugar, la VII de Galba, ahora llamada Gémina, se
estableció en el antiguo campamento de la VI Víctrix, en León, y, como es bien sabido, se convirtió en
la tropa de guarnición provincial por el resto del periodo romano.
II.5.4.3 Legiones de constructores
A fines del 16 a.C., Augusto y su íntimo colaborador (y en ese momento, también yerno y sucesor in
pectore), Agripa, abandonaron Roma en una misión que les iba a llevar, durante los tres años
siguientes, a extremos opuestos del Orbe: Augusto a la Galia, desde donde supervisó los asuntos de las
provincias occidentales, mientras su collega imperii realizaba un trabajo similar en las provincias
griegas.
Las decisiones tomadas entonces determinaron la historia posterior de Hispania, porque la nueva
estructura provincial acordada y ejecutada perduró durante tres siglos con apenas retoques y
condicionó una parte importante del desarrollo futuro de los pueblos ibéricos. Más visible aún, y con
consecuencias a cortísimo plazo, fue la actividad sobre el paisaje peninsular, especialmente por la
creación de nuevas ciudades y el desarrollo de las existentes, la medición de grandes regiones de
Hispania, boscosas e improductivas, que fueron luego repartidas para su roturación y puesta en
cultivo; y el trazado y realización de la infraestructura viaria, cuyo diseño fue útil hasta el siglo xviii.
Del proceso urbanizador ya se ha hecho mención de las colonias militares y volveré sobre otros
detalles más adelante, cuando trate del fenómeno urbano (vid. vol.II, II.5.6.1). Los otros dos aspectos,
relacionados directamente con
Capítulo sexto
Esplendor y crisis (siglos II y III d.C.)
El siglo ii de la Era fue el saeculum mirabile de la Historia de Roma, pues se alcanzó el momento de
esplendor del Imperio, con fronteras estables, prosperidad económica y gobernantes firmes y
todopoderosos, pero justos. Fue también el tiempo de los hispanos, ya que la Península no solo
participó del bienestar y tranquilidad general sino que no menos de cuatro de los emperadores de ese
siglo nacieron en Hispania o procedían de familias originarias de la Bética.
En el siglo anterior, que los destinos del Imperio se decidieran en lugares como Clunia, Mogontiacum
o Jerusalem había sido considerado por Tácito como un arcanum Imperi, uno de los secretos del
Imperio, aunque los protagonistas de esas decisivas acciones en la periferia fueron romanos de pura
cepa. Lo inédito del siglo ii d.C. es que el trono acabó siendo ocupado por alguien que ni siquiera
había nacido en Italia, y no por un accidente del destino, sino porque procedían de familias asentadas
en los confines del Imperio por generaciones y por cuyas venas corría probablemente tanta sangre
itálica como hispana. Esto fue el resultado de la lenta progresión de los hispanos en la sociedad
romana, que habían escalado puestos en la escala social empleando las riquezas generadas en su tierra
de origen: aceite, vino, ganados y riquísimas minas de oro y plata.
Luego, en el siglo siguiente, todo pareció venirse abajo y además, de pronto. Guerra civil, cambio de
dinastía, presión externa en aumento y cincuenta años de profunda inestabilidad…, hasta el punto que
un emperador romano fue hecho prisionero por sus enemigos. Aunque Hispania, distante de las
fronteras, no fue el territorio más castigado, las repercusiones no dejaron de sentirse: una fuerte
contracción de la actividad económica, el cese paulatino de algunas costumbres y actuaciones
sociopolíticas características de momentos anteriores y nueva formulación de la vida económica.
II.6.1 La edad de oro de Hispania
Tras un siglo de gobierno imperial, es obvio que Roma había aceptado la bondad de la primacía del
príncipe y de sus poderes extraordinarios. Y que por mucho que la lealtad a su persona se manifestase
de modo cuasi religioso y el protocolo de palacio se empeñase en tratarle como un ser todopoderoso,
estaba lejos de ser un autócrata absoluto y sin limitaciones. La primacía del emperador se
fundamentaba en un tácito y nunca bien formulado acuerdo con sus súbditos para salvaguardar el
bienestar y la seguridad del Pueblo de Roma y la tranquilidad y buen gobierno de las provincias.
Debía, además, contar con la lealtad de las legiones y respetar y acrecentar el honor y la preeminencia
social y política de los senadores. En el ejercicio cotidiano del Gobierno, el príncipe podía
ocasionalmente minusvalorar o relegar uno o varios de esos compromisos, pero darles la espalda de
modo sistemático era fatalmente peligroso, como descubrió Nerón primero y 30 años después,
Domiciano (81-96 d.C.).
Aunque las fuentes antiguas tienden a igualar a ambos en el grado de tiranía, lo cierto es que el último
de los Flavios no fue una nueva reedición de Nerón, aunque compartiese con él la creencia de que su
poder era divino. Mientras Nerón fue un adolescente maleducado en la prepotencia, Domiciano parece
haber sido un eficaz y puntilloso administrador en Roma y en las provincias; también un general
concienzudo pero poco popular. Su punto débil fue el trato con los que en teoría eran sus iguales y
colaboradores, que no estaban dispuestos a aceptar el desarrollo natural de la figura imperial, que cada
vez más distanciaba sus poderes y facultades de los de los demás magistrados y del Senado.
El asesinato fue el trágico final del particular duelo entre el emperador y los senadores. Tras el
alzamiento militar de L. Antonio Saturnino en Germania (89 d.C.), Domiciano se embarcó en una
cruel campaña de persecución de los aristócratas romanos, que se hizo insoportable cuando se
extendió a su propio círculo íntimo. Nada extraño, pues, que en la conjura contra su vida que triunfó
(en septiembre del 96 d.C.) participasen la propia emperatriz, los dos jefes de la guardia imperial,
otros personajes aúlicos y algunos respetados senadores que aún gozaban de la confianza imperial.
Pero lo interesante de este suceso es que el mismo día en que Domiciano fue despachado, el Senado
proclamó emperador a M. Coceyo Nerva, un viejo senador de 70 años, ejemplo de la más rancia
aristocracia y cuya avanzada edad era el mejor tributo a su prudencia y capacidad de adaptación. La
elección de Nerva marca una notable diferencia con lo sucedido treinta años antes, cuando el Senado
se vio en una tesitura similar y necesitando sangre nueva en el trono, eligió a Vespasiano, porque
reunía en su persona tres importantes características: contaba con el apoyo de los militares, no era un
anciano decrépito y tenía dos hijos adultos que aseguraban la sucesión. La elección de Nerva (98 d.C.)
era la antítesis: un viejo sin hijos y sin prestigio entre los militares.
La razón de este cambio es que los asesinos y beneficiados por la muerte de Domiciano soñaban con
aprovechar el magnicidio para restaurar el Imperio como pensaban que había sido en la época de
Augusto: príncipes deferentes y atentos con el Senado, que soldasen la gran fisura entre la curia y el
trono que había provocado Domiciano, evitando la aparición de nuevos monstruos como él, Nerón o
Calígula. En la práctica, sin embargo, los conjurados pecaban de ingenuos porque sobrevaloraban su
capacidad de hacer cambios en un sistema complejo en el que los senadores eran una voz más. Hasta
ese momento, la ambigüedad constitucional del Imperio había establecido que los Césares se eligiesen
entre los miembros de una dinastía (los Julio-Claudios) o entre los hijos de Vespasiano, aunque no
estuviera reconocido el principio hereditario. Los resultados habían sido inicialmente buenos pero el
sistema parecía llevar intrínseco las semillas de su propia degradación. La aspiración de los asesinos
de Domiciano era que el trono fuese ocupado por un senador, elegido colegialmente por sus iguales y
atento y obediente a los deseos e inclinaciones de los Padres. Si las cosas acabaron saliendo así no fue
por la excelencia de su propuesta o por sus esfuerzos, sino por casualidad, porque Nerva y los tres
siguientes emperadores de la dinastía no tuvieron descendencia o ésta fue femenina, lo que obligó a un
cierto grado de compromiso a la hora de designar al sucesor.
La elección imperial de Nerva fue el expediente para ganar el tiempo necesario que permitiera
designar a un sucesor complaciente con los nuevos principios, pero sus promotores eran unos ingenuos
a los que su prejuicios de clase impedían ver la complejidad del Imperio y su difícil gestión. En
octubre del 97 d.C., la guardia imperial, los pretorianos, secuestraron al mismo Nerva en Palacio, para
forzar sus demandas de que se castigase a los asesinos de Domiciano, a lo que el emperador hubo de
acceder en contra de sus intereses y partidarios, simplemente porque carecía de fuerzas que oponer a
los amotinados. A Nerva y a sus próximos se les debió de hacer evidente entonces el más obvio de los
arcana Imperii, el de que el senado hacía mucho tiempo que había dejado de controlar ejércitos y que
éstos estaban en manos y a disposición de sus generales. En consecuencia, la prontísima reacción de
Nerva consistió en admitir lo inevitable y plegarse a ello: a los pocos días del putsch de los
pretorianos, anunció formalmente la adopción y designación como corregente del más prestigioso de
los generales del momento, el gobernador de Germania Superior, M. Ulpio Trajano. De este modo, los
reformadores acabaron transigiendo con una de las realidades del Imperio que rechazaban: la
legitimidad del emperador no procedía de su cooptación por los aristócratas y el Senado, sino de que
los ejércitos le manifestasen o no su lealtad. La medida de Nerva no pudo ser más oportuna, porque
apenas dos meses después de su anuncio, el viejo emperador falleció al cabo de tres semanas de
agonía luego de haber sufrido un infarto o un ataque cerebral.
II.8.2 La Minería
Además del consenso universal de nuestras autoridades sobre la existencia de ricas vetas metalíferas,
otras informaciones confirman la importancia de esa extracción; las varias menciones epigráficas a
notables cantidades de plata que se ofertaron a los dioses y a los emperadores; el número de las cortas
y yacimientos supuestamente explotados en época romana; la profundidad de sus galerías y pozos de
extracción y el volumen de los escoriales que frecuentemente se encuentran a pie de mina. Todo esto
no puede ser una sorpresa considerando que en gran parte de la Península afloran restos de un viejo
escudo primario de gran potencial metalogénico.
Ello debió de ser enseguida aparente a los antiguos. Los depósitos metálicos no son comunes en otras
partes del Mediterráneo occidental, pero en Hispania era fácil encontrar yacimientos cerca del mar y
posiblemente en estado nativo, como el cobre, oro y plata de la franja pirítica del Sudoeste (desde muy
antiguo; vid. vol.I, II.1.6.1 y II.2.5.1) además, del oro del litoral almeriense y la plata de la bahía
cartagenera.
II.8.2.1 Argentifera Hispania
Durante la época republicana, el metal por excelencia fue la plata. Aunque se habla ocasionalmente
del hallazgo de vetas de plata nativa (pustulatum Hispanum), lo normal es que ese metal precioso esté
presente en liga con el plomo (galena argentífera), extraordinariamente abundante en Hispania y
posiblemente la principal mena explotada en época antigua; con el cobre (piritas), explotado
antiguamente en la serranía de Huelva (Aznalcóllar, Río Tinto, Sotiel-Coronado) y el Alemtejo
(Aljustrel); con el mercurio (cinabrio) y con el oro.
Las noticias más antiguas de explotación argentífera provienen de lo que todavía hoy constituye el
mayor afloramiento de galena peninsular, situado en la zona de Linares y La Carolina (Jaén); es decir,
en el distrito de Cástulo, donde Plinio reporta que en su época aún se explotaba una mina que había
dado altísimos rendimientos en tiempos de Aníbal. Indudablemente, Cástulo mantuvo su importancia
en época imperial, y la exploración arqueológica de algunas minas de la zona –el Centenillo, por
ejemplo– han proporcionado instrumental de trabajo de los mineros, restos de sus poblados y algunas
inscripciones que testimonian el atractivo laboral del distrito para gentes venidas de regiones muy
distantes de la Península.
También se laboró la plata al norte de Cástulo, en torno a Sisapo, donde la principal producción era el
cinabrio pero había además grandes depósitos de galena argentífera (minas Diógenes y las existentes
en torno a Almadanejos, Ciudad Real, por ejemplo). Otro importante yacimiento de galenas estuvo en
los alrededores de Cartago Nova, cuyas minas conocieron gran actividad en los dos primeros siglos de
la historia de Hispania pero luego, por agotamiento o falta de competitividad, cedieron el testigo a las
de la porción occidental de Sierra Morena, el antiguo Mons Marianum, una ancha franja metalogénica
con galenas, piritas y otros minerales, y que en época romana produjo plata y plomo (en Almadén de
la Plata, diversas minas en las zona de la Siberia extremeña y Los Pedroches). Finalmente, el cinturón
pirítico del Sudoeste, una zona minera trabajada desde milienios (vid. vol.I, II.1.6.1 y II.2.5.1) que en
época imperial produjo cobre y plata (Aznalcóllar, Río Tinto, SotielCoronado y Aljsutrel). Algo más
al norte, en Plasenzuela (Cáceres) hay un pequeño coto minero con restos aún visibles de los trabajos
de extracción y beneficio de una veta de galena argentífera que debió comenzar a explotarse a
mediados del siglo i a.C. y se trabajó aproximadamente durante un siglo.
II.8.2.2 El Dorado antiguo
Aunque la explotación de la plata hispana no cesó en los primeros siglos de la época imperial, la
explotación estrella del periodo fue el oro. Este metal está presente en las listas de botines de
comienzos del siglo ii a.C., y los romanos debieron aprovecharse de que la Península contaba con
bastantes zonas con potencial aurífero, porque hay muchos ríos que drenan regiones con materiales
geológicos antiguos. Una de estas regiones es la esquina sudoriental de la Península, donde las rañas y
los aluviones fluviales alrededor de Sierra Nevada tienen cierta potencialidad aurífera, circunstancia
que sin duda está relacionada con la temprana presencia fenicio-tartesia en la zona. Del mismo modo,
los continuos enfrentamientos entre los Ilergetes y los Escipiones (vid. vol.II, II.1.3) y sus sucesores
pudieron deberse, precisamente, a los placeres del río Segre (Sicoris), cuya cuenca se estima
actualmente que contiene todavía unas doce toneladas de oro.
Sin embargo, la zona aurífera más importante se encuentra en el Occidente peninsular, de ahí que el
descubrimiento y explotación de los grandes yacimientos de oro se realizara más tarde que la plata.
Uno de los lugares más tempranamente explotados fueron los placeres del río Tajo, situados
aproximadamente en las comarcas a caballo de la raya entre Portugal y España, que le ganaron a ese
río el sobrenombre de aurifer Tagus.
El gran gold rush se produjo en algún momento después de que Augusto hubiera sometido y
pacificado la esquina noroccidental de Hispania (vid. vol.II, II.5.4.1), cuando se descubrieron grandes
cantidades de oro en las comarcas montañosas al norte del Duero. Un coto aurífero estaba en la misma
orilla norte del río, en las fragosidades de la montañosa Tierra de Sanabria y en el Tras-os-Montes
portugués; ahí, las explotaciones más importantes se encontraban en Trêsminas y en el Campo de
Jales (Vila Pouca de Aguiar, Bragança, Portugal). Y el otro y mejor conocido,
[Fig.
112] Panorámica de las explotaciones auríferas de Las Médulas (León)
distrito minero ( metalla) se situaba en el entorno de los Montes de León, extendiéndose por el Bierzo
leonés, la Val de Orras orensana, la Tierra de Trives y la Sierra del Caurel de Lugo, y las cabeceras
asturianas de los ríos Narcea y Navia. El oro procedía de la extensa cobertera sedimentaria depositada
en las tierras altas de El Bierzo y alrededores.
Su explotación se hizo de dos modos. El más simple y antiguo –posiblemente en uso mucho antes de
la llegada de Roma a la zona (vid. vol.II, I.2.6.2)– consistió en el bateo de los aluviones de los ríos que
drenan la zona, fundamentalmente el Sil y sus tributarios; pero también el Navia, el Narcea y en
menor medida los cursos de los afluentes zamoranos del Duero. Aunque gran parte de esta actividad
no requería grandes obras e instalaciones, ocasionalmente puede encontrarse en las cuencas de esos
ríos restos de lavaderos y otros tinglados que se datan en época romana y que sirvieron para beneficiar
estos depósitos auríferos secundarios.
La explotación más llamativa y espectacular corresponde quizá a época de Augusto o, más
probablemente, a sus inmediatos sucesores, y se relaciona con la creciente demanda provocada por el
uso del oro como patrón monetario. La necesidad justificó que se imaginara un grandioso plan para
atacar directamente el oro depositado en las tierras altas de los Montes de León y el Macizo Gallego.
Esos niveles sedimentarios, de hasta 30 metros de potencia, formados por grandes cantos de hasta un
metro de diámetro y arena, pueden llegar a contener cerca de 3 gramos de oro por metro cúbico; pero
se encuentran a profundidades de hasta 100 metros. Afortunadamente, el estrato superior de la capa
aurífera está formada por sedimentos finos con gravas de pequeña dimensión, lo que permitió aplicar
una costosa y difícil técnica de explotación descrita por Plinio con cierto detalle (Plin., N.H., 33, 21,
70-76) y que denomina ruina montium. Consiste ésta, precisamente, en alcanzar los sedimentos
auríferos mediante profundas minas (arrugiae), sacar a la superficie los escombros de la excavación
(incluyendo los grandes peñascos de sílex y cuarzo) y luego, emplear esas inestables galerías para
provocar grandes desmontes (a veces de varios kilómetros de frente) que ponían al descubierto los
estratos auríferos. Los derrumbes se provocaban desapuntalando las galerías o inundándolas, porque al
tiempo que se trabajaba bajo tierra, otras cuadrillas construían en lugares apropiados por su altura y
desnivel depósitos de gran capacidad donde se represaba el agua que iba a conducirse de golpe y a
gran velocidad (“más que fluir, cae”, dice Plino) hacia el frente de mina, para abatir, lavar los
sedimentos y poner al descubierto el oro. La red hidráulica al servicio de la más importante mina
conocida, Las Médulas, consta de ocho canales y dos auxiliares, y su objetivo era captar directamente
las aguas de los ríos Eria y Cabrera, en la red meriodinal, y del Oza, al Norte. Con la máxima
pendiente posible, los canales se cavaban en la roca desnuda o subterráneos para evitar que arrastrasen
lodos que luego podían dificultar la recogida del oro. Una vez en el derrumbe, el agua arrastraba la
tierra a lo largo de desagües escalonados que separaban los aluviones estériles, decantaban los barros
y retenían las partículas áureas mediante filtros vegetales. Plinio dice que estas minas proporcionaban
oro puro en pepitas, a veces de hasta tres kilos de peso, aunque se considera que su rendimiento fue
muy bajo en proporción al volumen de estériles que había que remover.
El resultado de estos colosales trabajos es aún perfectamente visible en diversos lugares de El Bierzo,
porque tanto los desmontes de la potente cobertera sedimentaria del páramo, como su posterior lavado
provocaron importantes cambios en el paisaje. El más característico es, sin duda, el que puede verse
en los alrededores de Las Médulas (León), pero también en la vecina explotación de las Llamas de
Cabrera, donde aún quedan vestigios de represas, canales y diversos complejos subterráneos de minas
y galerías. Según Plinio, los efectos de estas labores se notaban a muchos kilómetros de distancia,
porque los sedimentos arrastrados por los ríos de la región hicieron avanzar perceptiblemente la línea
de la costa atlántica.
II.8.2.3 Otras menas
Minerales de interés económico explotados en la Península fueron también el cinabrio de la zona de
Sisapo, del que se extraía fundamentalmente minio (para uso colorante) y mercurio, empleado en
grandes cantidades para la amalgama del oro cuando éste no aparecía en estado puro. Al parecer, el
gran distrito minero de Sisapo era propiedad del Pueblo romano y su producción estaba tan
estrictamente controlada, que se exportaba el metal en bruto a Roma para su refino. Plinio (que es la
fuente de todas estas noticias, N.H., 33, 118-121) reconoce, no obstante, que el procedimiento daba
ocasión a mucho fraude.
Por su fácil metalurgia y aspecto agradable, el cobre fue muy apreciado en la Antigüedad para la
metalistería de todo tipo, bien en estado puro o ligado con otros metales para formar bronce. Éste, por
su facilidad de fundición, ductilidad en caliente y resistencia, fue el metal industrial por excelencia. El
número de yacimientos cupríferos conocidos en la Península es bastante alto, pero en la Antigüedad
tenía especial fama el cobre de los Montes Marianos, la sierra cordobesa, aunque debieron ser más
importantes por el volumen de explotación los yacimientos de la franja de piritas del Sudoeste (Río
Tinto y Alemtejo), que producían también plata, oro, hierro y plomo. Del laboreo en estas minas hay
pocos datos literarios pero abunda, en cambio, la evidencia epigráfica y arqueológica.
Curiosamente, hay pocas informaciones sobre la ferrería, a pesar de que Hispania es rica en menas de
ese metal y sus habitantes parecen haber desarrollado muy tempranamente excelentes procesos
siderúrgicos. Por testimonios literarios, sabemos de la existencia de un distrito minero en la Celtiberia
oriental, donde el mineral extraído en las cercanías del Mons Caius era famoso por el temple de sus
aceros (Plin., N.H., 34, 41) (vid. vol.II, I.2.6.2). El mismo Plinio se hace eco del descubrimiento en su
propio tiempo de una alta montaña de la región cántabra que resultó estar formada por una rica mena
ferrosa; generalmente se piensa que el hallazgo debe corresponder a alguna parte del coto minero del
Nervión o sus alrededores, que fue explotado hasta su agotamiento en el pasado siglo.
Finalmente, otro producto minero no metálico de alta importancia económica fue el lapis specularis,
un yeso cristalizado exfoliable cuyas placas podían alcanzar hasta los dos metros de largo y que se
utilizaban para cubrir las luminarias; también se descubrió que, machacada o molida, hacía un
espléndido pavimento para los lugares de espectáculos. Lo interesante de este mineral es que, durante
muchos años, sólo se explotaba de los alrededores de la ciudad hispana de Segobriga (Saelices,
Cuenca), donde ahora empiezan a explorarse y conocerse los profundos trabajos necesarios para su
extracción.
II.8.2.4 Propiedad y beneficio de las minas
La mayoría de las minas hispanas estuvieron bajo control directo estatal, aunque no faltan ejemplos de
yacimientos de propiedad particular. Parece muy probable que las grandes aurariae del Noroeste
fueran beneficiadas directamente por el Estado a tenor del valor estratégico de su producción y de las
extraordinarias inversiones que requerían, pero para el resto de las explotaciones lo más corriente es
que se arrendase su beneficio a cambio de un canon; Plinio comentó con admiración que se llegó a
pagar 245.000 y 400.000 sestercios anuales por el canon de sendas minas de galena argentífera de la
Bética.
Sólo las grandes compañías ( societates) eran capaces de levantar el capital necesario para pagar esas
rentas y, además, realizar las grandes inversiones necesarias para la explotación. Esas sociedades
trabajaban en los distritos del cinturón pirítico del Sudoeste, de la Sierra de Córdoba, Cástulo, Sisapo
y Cartago Nova, y su presencia está atestiguada por su sellos comerciales sobre galapagos o lingotes
de metal, por los mojones que limitaban los cotos que explotaban y por las inscripciones votivas y
funerarias de sus factores y agentes.
Pero si Plinio conservó recuerdo de las grandes cantidades que llegaron a pagar era porque éstas eran
extraordinarias y porque ilustraban a la perfección el beneficio que esperaban hacer sus arrendadores.
Las rentas habituales debían de ser mucho más bajas, y cada vez parece más claro que junto a esas
grandes sociedades hubo también pequeñas explotaciones gestionadas por individuos o familias, cuyos
derechos y obligaciones están contemplados en el único reglamento minero conocido, la Lex metalli
vipascensis, de mediados del siglo ii d.C.
La descripción que Plinio hace del trabajo en las minas hispanas, en la explotación subterránea del oro
astur y en las minas de galena del distrito de Cástulo, parece basarse únicamente en la fuerza humana,
que lo mismo picaba con un instrumental rudimentario (picos, cuñas), que recalcaba las galerías,
transportaba al exterior el escombro o achicaba el agua subterránea mediante cadenas que trabajaban
día y noche (Plin., N.H., 33, 31). A pesar de los escasos medios técnicos y lo primitivo de la fuerza
empleada, los datos disponibles demuestran que los mineros antiguos hicieron un buen uso del ingenio
y la experiencia, ocasionalmente hallando soluciones que sólo volvieron a ser empleadas a mediados
del siglo xviii. Por ejemplo, una de las mayores dificultades de los trabajos subterráneos es la
evacuación y drenaje del agua, y los ingenieros romanos imaginaron procedimientos más sofisticados
que las cadenas de baldes. Entre los artefactos encontrados por los mineros del siglo xix que
reabrieron las minas de Río Tinto, hay tornillos de Arquímedes y grandes norias de cangilones
dispuestas en serie para elevar el agua varias decenas de metros; hay también bombas de émbolo,
aunque es probable que
[Fig. 113] Estela funeraria de un niño minero procedente de Baños de la Encina (Jaén) (Museo
Arqueológico Nacional)
éstas se utilizasen menos para achicar agua que para arrojarla a distancia sobre los grandes peñascos
previamente calentados, al estilo del procedimiento descrito por Plinio en las arrugiae auríferas.
En cualquier caso, todo indica que la mano de obra en las minas debía de ser muy numerosa y durante
mucho tiempo se ha considerado que se trataba de poblaciones serviles o penadas; porque el trabajo no
sólo era arriesgado sino extraordinariamente duro. Lo cierto es que no hay datos seguros al respecto y
algunos estudiosos niegan el empleo de esclavos stricto sensu; aunque puede suponerse que las
grandes compañías mineras empleasen más mano de obra servil que las pequeñas explotaciones
individuales o familiares.
II.8.2.5 Algunas inciertas cifras de producción
La producción de las minas hispanas es un tema difícil de decidir por la alergia de los escritores
antiguos a tratar con datos estadísticos. Para ellos, era más eficaz apoyar una aseveración con una
anécdota bien elegida que con una serie de cifras. De este modo, Plinio convenció a sus lectores de la
gran cantidad de plata producida en Hispania mediante la ya mencionada anécdota de la mina Baebelo
(Plin., N.H., 33, 31), que había producido grandes réditos a Aníbal y aún seguía en explotación en su
tiempo; o con la noticia de que el intendente del emperador Claudio en Hispania Citerior (el esclavo
Drusiliano), mandó que le fabricaran una fuente de plata de 500 libras (más de 150 kilos) y otras ocho
de 250 libras cada una (Plin., N.H., 33, 52). Con esa carencia de información es imposible ponerse de
acuerdo sobre las fechas precisas en que fue explotada una mina y menos aún, sobre cómo evolucionó
cronológicamente la producción de un distrito minero o de un metal en particular.
Por eso son ciertamente bienvenidos algunos datos recientes que aseguran que las cantidades de metal
extraídas en época romana no tuvieron parangón hasta fines del siglo xviii y comienzos del xix; es
decir, cuando arrancaba en Europa la Revolución industrial. Los datos provienen de una investigación
inicialmente relacionada con la evolución histórica del clima pero que es también de utilidad para
conocer la producción metalúrgica antigua. Y ello porque los procesos de extracción y refino del
cobre, del mercurio empleado para la amalgama del oro y del plomo procedente de la copelación de la
plata, liberan a la atmósfera gran cantidad de gases que pueden ser identificados en las burbujas de
aire de hace dos mil años atrapadas en el hielo profundo de los glaciares groenlandeses, y en las
turberas europeas. De los resultados de los análisis de los isótopos de plomo procedente de los
glaciares groenlandeses, se estima que la producción anual de ese metal a comienzos del Imperio
rondaba las 80.000 toneladas, mientras su espectrografía permite determinar que, entre el 150 a.C. y el
50 d.C., un 70 por ciento del plomo procesado era originario de las minas hispanas. Las cifras
derivadas de análisis similares en las turberas gallegas arrojan resultados parecidos: en los dos
primeros siglos de la época imperial, el 40 por ciento de la producción mundial de plomo procedía de
Hispania y como la principal razón de la presencia de gases de plomo en la atmósfera era la
copelación de la plata, esas cifras apuntan indirectamente al volumen de la explotación de los
yacimientos argentíferos de la Bética.
Las turberas gallegas aportan también datos sobre el aumento del mercurio en la atmósfera. Como el
principal uso del mercurio en la Antigüedad era la extracción del oro por amalgama, el incremento de
gases arrojados a la atmósfera por el refino del cinabrio debe guardar una proporción directa con las
cantidades extraídas de oro. De lo mismo se deduce que los valores en época republicana se
incrementaron en un 30 por ciento sobre los niveles anteriores, y volvieron a subir un 80 por ciento en
los primeros siglos del Imperio, para descender luego repentinamente. Según Plinio, las minas del
Noroeste Peninsular (Gallaecia y Asturia) proporcionaban unas 60.000 libras de oro anual, es decir,
algo más de 1,8 toneladas. En el caso de Las Médulas, la estimación del aluvión removido (unos 93
millones de metros cúbicos), eleva a unas 4,5 toneladas el oro extraído de la mina durante su vida
operativa; un resultado sorprendentemente exiguo considerando la amplitud de los trabajos.
Finalmente, el tercer metal pesado presente en el aire de hace 2.000 años es el cobre, del que se estima
que la producción metalúrgica en el apogeo del Imperio (en el siglo i d.C.) rondaba las 15.000
toneladas anuales, unos niveles que sólo son comparables a las producciones de comienzos del siglo
xix. Conviene tener en cuenta que los niveles de cobre en la atmósfera durante la época romana
sufrieron variaciones repentinas, lo que se explica bien considerando que uno de los principales usos
de este metal fue la amonedación y ésta, a diferencia de lo que sucede hoy, no era un proceso
continuo, sino que se acuñaba esporádicamente, dependiendo de las necesidades del poder.
Los datos aportados por los análisis de proxies, como la presencia de isótopos y el volumen de
estériles y residuos de fundición en las bocaminas, parece ajustarse a las pocas cifras que nos ha
legado la Antigüedad, pero ello difícilmente suplanta a los datos de producción anuales que, de
disponer de ellos, seguramente nos haría reconsiderar las cosas. Ello es especialmente importante en
lo que se refiere a la relevancia económica de la minería en el Bajo Imperio, sobre la que
prácticamente carecemos de información. El silencio puede interpretarse como una consecuencia de la
caída de la producción por agotamiento de los filones, o porque el costo de los trabajos superaba los
beneficios. Respecto al oro, parece evidente que la producción del gran coto del Noroeste peninsular
disminuyó drásticamente a partir del siglo ii d.C., a pesar de que era precisamente ese momento
cuando el Estado romano requería mayor cantidad de metal precioso. Quizá el agotamiento no fue
completo, y se siguió extrayendo oro en menor medida y sin grandes aspavientos, lo que seguramente
no contribuía a atraer el interés de nuestras fuentes. Sólo una solución de esta clase justifica el
constante interés imperial por la zona, manifestado en iniciativas como su segregación de la Citerior
en época de Caracalla (vid. vol.II, II.6.3.3), o los esfuerzos por mantener expeditas las vías y calzadas
en el siglo siguiente.
Faltándole el carácter espectacular del oro, la extracción de otros metales en el Bajo Imperio es peor
conocida. De nuevo, el balance de los pocos datos disponibles ofrece resultados contradictorios porque
es difícil sostener el cese repentino y total de la explotación de los grandes yacimientos hispanos de
galena, cobre y cinabrio; muchos de los cuales han seguido laborándose hasta hace pocos años y no
por agotamiento, sino porque la competencia exterior no hacía rentable su explotación.
Indudablemente, ese condicionante no existía en la Antigüedad Tardía, donde sabemos que la
demanda de plata, de nuevo patrón monetal, debía ser tan alta que obligó a una continua degradación
de la ley de las monedas, con efectos económicos perversos.
II.8.3 Silvicultura y pesca
Por mucho que la minería fuera capaz de proporcionar inmensos caudales, los antiguos tenían
perfectamente claro que la única fuente de riqueza constante y duradera era la derivada del
aprovechamiento de la superficie de la tierra. De hecho, si alguien se enriquecía con el hallazgo de un
filón metálico o con el comercio, lo habitual es que invirtiera la mayor parte de lo ganado en bienes
rústicos, porque era la riqueza con verdadero refrendo social y que proporcionaba ingresos constantes
y seguros. De ahí que el 90 por ciento de la economía antigua estuviera directamente relacionada con
las labores del campo, la granjería animal o el aprovechamiento de los recursos silvícolas.
Sin embargo, en otra de las curiosas paradojas a las que ya nos tiene acostumbrada la Historia
Antigua, esas actividades, por ser cotidianas y habituales, apenas se han reflejado en la tradición
literaria y sólo ocasionalmente llaman la atención en el registro arqueológico. La consecuencia es que
sólo determinados cultivos o dedicaciones tienen ahora una visibilidad que se corresponde con lo que,
suponemos, debió de ser su volumen de producción o su importancia económica.
Un ejemplo de ello tiene que ver con el volumen y la distribución de la superficie cultivada
peninsular. De acuerdo con las múltiples referencias antiguas, los resultados de los análisis polínicos y
los modelos climáticos, la superficie destinada al cultivo (ager) debió de ser mucho menos extensa
que en otras épocas más cercanas a nosotros, porque una gran parte del territorio hispano correspondía
a bosques y eriales, de los que derivaba uno de los rasgos del paisaje peninsular más resaltado por los
antiguos: el contraste entre amplias comarcas improductivas, tórridas y agrestes, frente a otras de una
grandísima feracidad, como los rendimientos del cien por uno que, según Plinio, recogían los
cultivadores de trigo en la Bética.
Aunque los escritores antiguos seguramente hubieran deseado que los agri ocuparan mayor superficie,
la dicotomía no era necesariamente negativa desde el punto de vista de quienes debían subsistir del
trabajo de la tierra, que era la inmensa mayoría de la población hispana. Efectivamente, lo dominante
(vid. vol.II, I.2.6.1) era la agricultura de subsistencia, ejercida sobre una pequeña parcela, propia o
arrendada, de la que se arrancaba el sostenimiento familiar, complementada con unas pocas cabezas
de ganado y aves de corral para el consumo doméstico. El pequeño superávit disponible atendía las
cargas fiscales y religiosas que les eran requeridas y permitían comprar los productos artesanales que
no podían fabricarse. En este contexto, la existencia de espacios baldíos no era necesariamente una
desventaja, sino todo lo contrario, porque los pastos, eriales y bosques –lo que ahora llamaríamos
silvicultura– han estado siempre perfectamente integrados en el aprovechamiento agrícola tradicional.
El saltus era un recurso económico, explotado por quienes vivían exclusivamente de él y por quienes
complementaban así otras dedicaciones. Los bosques eran la principal y más barata fuente de
combustible, proporcionaban material de construcción edilicio, naval e industrial, eran un importante
recurso energético (carbóneo) y alimenticio en forma de caza, de miel, de frutos y bayas, etc. Y los
eriales servían para el pasto del ganado y, en determinadas regiones, proporcionaban fibras vegetales,
condimentos y remedios medicinales.
El gesto adusto y malcarado con el que muchas de nuestras autoridades recalcan la gran extensión del
saltus en Hispania no tenía tanto que ver con su capacidad económica –ellos eran consumidores
habituales de sus productos–, cuanto con prejuicios culturales derivados del modo de vida de los
silvícolas. El reproche de Estrabón (3, 3, 7) respecto a determinadas poblaciones hispanas cuya dieta,
durante las tres cuarta partes del año, consistía en bellotas y castañas, enriquecida con carne del
ganado y la caza, no era su pobreza o sus hábitos alimentarios, sino que ese modo de vida las hacía
proclives a la guerra y el latrocinio, frente a la existencia pacífica y culta de los agricultores
“civilizados”; es decir, de los habitantes de ciudades (vid. vol.II, I.2.6.1). La consecuencia es que
mientras el sentido común y la lógica obligan a otorgar a los aprovechamientos pastoriles, forestales y
silvícolas un notable contribución de la actividad económica, ésta es total o casi totalmente invisible
en el registro histórico, porque pastores, carboneros, leñadores y cazadores no son, precisamente,
santo de devoción de los escritores clásicos, que sólo se ocupan de ellos para denigrarlos o para
escandalizarse con sus fechorías; y sus instalaciones eran demasiado modestas o estaban tan dispersas
que casi no llaman la atención de los arqueólogos.
Apenas hay referencias al empleo económico de los bosques, a pesar de que proporcionaban un
material imprescindible para la construcción edilicia y naval, para la industria de todas clases y era la
fuente exclusiva de energía. Los bosques hispanos debieron de ser explotados intensamente,
aprovechando sin duda el que los ríos más caudalosos nacían en macizos montañosos arbolados por
especies de porte, cuyos troncos podían fácilmente ser transportados aguas abajo hacia el litoral,
donde se acumulaba una parte de la población. Igualmente, las labores mineras (tanto la extracción
como el refino de los metales) o los grandes alfares, hubieran sido imposibles sin la existencia cercana
de grandes cantidades de madera. Ténganse en cuenta, finalmente, cuáles fueron los requerimientos
madereros de una pequeña ciudad antigua, que dependía del bosque no sólo para su construcción sino
también, y más importante, para satisfacer sus requerimientos energéticos: cocinas, braseros y
calefacciones funcionaban con leña o carbón vegetal, mientras que las termas, las industrias de todo
tipo e, incluso, los usos funerarios demandaban un abastecimiento constante de leña.
Desgraciadamente, estamos ciegos ante esas realidades, porque no sólo no hay datos de la explotación
del bosque, sino que apenas hay referencias a carpinteros de ribera o de otra clase, y ninguna a
carboneros y leñadores.
Los únicos productos silvícolas hispanos que parecen haber llamado la atención son el cardo, las
fibras textiles y los colorantes. Del primero, (N.H., 19, 152) de cuyo consumo se admira Plinio por sus
hojas tan espinosas que ni siquiera pueden con él los herbívoros, se dice que era una delicia
gastronómica, pues en Corduba y Cartago Nova la recolección (o cultivo) de la planta en una pequeña
superficie proporcionaba hasta 6.000 sestercios. Se discute si el cardo pliniano era realmente el cardo
borriquero o, por el contrario, se trataba de la alcachofa o, más probablemente, de un pariente cercano
de ésta cuyas pencas frescas aún se consumen hervidas y siguen llamándose “cardos” en nuestro país.
De las plantas textiles, el esparto, una gramínea adaptada a suelos esteparios salados o muy secos, se
daba tan extraordinariamente bien en las tierras áridas de la esquina sudoriental de la Península, que
los abundantes atochales existentes en los alrededores de Cartago Nova dieron a la zona el nombre de
campus spartarius. El esparto fue la fibra industrial del mundo antiguo y servía tanto para la
confección de cordajes de todas clases, para las labores de cestería y envases, para atochar muebles y
aperos, para impermeabilizar juntas y para el calafateo naval. La otra fibra vegetal de interés
económico fue el lino, que en la Península Ibérica parece haberse recolectado tanto en su variante
vivaz como en la cultivada y en zonas a veces coincidentes con las del esparto aunque el lino requiere
mayor humedad. La corteza de la planta proporciona una fibra vegetal muy fina y de mucho aprecio
por su suavidad, resistencia y elasticidad, y tales propiedades la hacen apta para usos aparentemente
opuestos: tela suave y ligera, especialmente apta para ropa interior y vestidos frescos, pero también
para confeccionar cedazos, tamices y filtros; tejido de gran resistencia y capaz de soportar el desgaste,
como velas y lonas; además, se empleaba también en apósitos, vendas y compresas para uso higiénico
y médico. Diversas referencias a lo largo de varios siglos indican que tanto el esparto como el lino
hispánicos parecen haber gozado de una altísima penetración comercial en todo el Mediterráneo, pero
desconocemos casi todo sobre su producción y comercio.
Otros productos que hicieron famosa Hispania fueron los colorantes. Ya se ha mencionado que las
poblaciones más pobres del Occidente peninsular conseguían pagar una parte sus deudas fiscales
mediante la recogida de la grana roja o quermes (Strab., 3, 2, 6-7; Plin., N.H., 9, 141; 16, 32; y 22, 3).
Otra tintórea importante, esta vez vegetal, era el azafrán, mientras que los sulfatos de cobre y los
minerales ferrosos, muy abundantes en la Península Ibérica, proporcionaban los colores azules y rojos
para diversas aplicaciones como el teñido de cueros, tejidos y pintura.
Sin embargo el tinte estrella de la Península fue la púrpura, obtenida por un complejo proceso a partir
de diversos moluscos marinos gasterópodos de las especies Murex (cañadilla, conchil) y Purpura
(púrpura), que segregan naturalmente un jugo tintoreo muy apreciado en la Antigüedad por su colorido
(rojo-purpúreo) y permanencia. Para la obtención industrial del colorante, se extraía la glándula
secretora punzando la concha de los bichos de mayor tamaño o, simplemente, se machacaba el animal
entero. En ambos casos, la carne se dejaban macerar en sal y se hervía a fuego lento para concentrar el
líquido resultante, filtrando las impurezas y comprobando empíricamente que el jugo resultante era
del color adecuado. Las cantidades de animales necesarios para obtener un litro del tinte eran
altísimas y recientemente se estima que hacían falta unos 8.000 moluscos para conseguir un gramo de
tintura, lo que justifica los enormes concheros, de varios metros de espesor, que se encuentran en las
cercanías de las fábricas de púrpura. Los múrices se dan en prácticamente todo el litoral peninsular,
pero prefieren las aguas cálidas de las costas meridionales que es donde, precisamente, se citan los
más hermosos y grandes ejemplares (Strab., 3, 2, 7). Sin embargo, faltan o no se han encontrado en el
litoral hispano los grandes concheros que delatan la existencia de fábricas de tinte púrpura, a pesar de
que, en el Bajo Imperio, la púrpura de la Baleares tenía un procurador imperial encargado de
supervisar (y se supone, tasar) esa producción.
Puede ser, por lo tanto, que la púrpura no fuera tan explotada en Iberia como lo fue en el Mediterráneo
oriental. Pero los más de 4.000 kilómetros de costa de la Península sí que daban para otra gran
industria extractiva, la pesca, que no se limitaba a la mar abierta sino que también se practicaba en las
aguas interiores y sobre todo, en marismas y esteros, mucho más abundantes en la Antigüedad que
ahora. El golfo de Cádiz y el área del Estrecho, por ser una zona de tránsito, parece haber sido muy
apropiada para la pesca estacional de las especies migratorias, incluida la ballena y los atunes. En
cambio, los esteros y las aguas poco profundas del litoral eran las más adecuadas para conseguir la
materia prima de un condimento enormemente apreciado por los romanos, el garum, liquamen o
muria. Esas salsas líquidas se hacían con pescado azul (escombros, sardinas, boquerón), limpio o con
vísceras, que se maceraba a pleno sol durante seis o siete días mezclado con mucha sal marina y
distintas hierbas aromáticas, y que resultaba en una pasta muy salada, pero no maloliente, que se
removía el tiempo necesario hasta licuarse por completo; una vez logrado esto, se filtraba, envasaba y
comercializaba. La muria era posiblemente sólo una salmuera de pescado mientras que el garum era la
verdadera salsa y, como tal, se pagaba a precios parecidos al del perfume.
Las factorías se identifican fácilmente por encontrarse junto al litoral y por disponer de grandes
piscinas o tanques donde se maceraba al aire libre el pescado, siendo especialmente abundantes en el
litoral meridional de la Península, desde Cartagena hasta el Algarve, que es justamente donde se
elaboraba el más apreciado en la Antigüedad. Diversas referencias literarias –algunas tan tempranas
como el siglo v a.C.– y el hallazgo de los peculiares envases anfóricos en los que se transportaba,
atestiguan el consumo de esa salsa y condimento por todos los rincones del Imperio. Como hemos
visto, el garum o liquamen seguía siendo uno de los productos característicos de Hispania en el Bajo
Imperio, y no es sólo el autor de la Expositio quien manifiesta su aprecio por este condimento sino que
también Ausonio, un aristócrata y escritor galo con muchas relaciones con Iberia (vid. vol.I, I.1.6:
Historiografía cristiana en Hispania: Orosio, Hidacio y Ausonio), declaró en varias ocasiones su
aprecio por el producto de las costas tarraconenses, que era el que él consumía.
[Fig. 114] Ánfora olearia romana (Museo Nacional de Arqueología Marítima de Cartagena)
La fortuna y el ingenio de arqueólogos e historiadores permiten que, en el caso particular del aceite, se
disponga de lo que puede considerarse lo más cercano a la reconstrucción del registro estadístico de
un producto antiguo, más completo, preciso y fácil de estudiar que las emisiones de gases atrapadas en
el hielo polar. El caso en cuestión es el Monte Testaccio [el monte de los tiestos], una elevación
artificial de unos 50 metros de altura por 1.500 metros de perímetro existente junto a la zona de los
almacenes (horrea) del puerto fluvial de Roma. El montículo se formó con las ánforas en las que se
transportaba el aceite, que quedaban inutilizadas para otros usos; cuidadosamente colocadas formando
paredes de contención, que luego se rellenaban con los cascotes de otros envases machacados, se
calcula que el Testaccio contiene los restos de unos 25 millones de ánforas, cada una de casi 70 kilos
de capacidad, lo que resulta en algo más de 174.000 toneladas de aceite. Lo que hace interesante esos
envases para el estudio económico es que cada uno de ellos estaba cuidadosamente sellado y rotulado
con diversas informaciones comerciales y fiscales. Entre otras: los sellos del productor del aceite y del
alfar fabricante del ánfora, y diversas etiquetas pintadas (tituli picti) con el nombre del mercader y la
tara del envase; la calidad y tipo del aceite; el peso de la mercancía; el año de producción y los
nombres de los funcionarios involucrados en el pesaje y el control fiscal. De este modo, se sabe que el
Testaccio contiene envases que van desde fechas cercanas al cambio de Era hasta el reinado de
Valentiniano (ca. 260 d.C.). Luego, no es que dejara de importarse aceite sino que el vertedero cayó en
desuso porque se encontraron otras aplicaciones para los envases.
El interés histórico y económico de este yacimiento es capital. No sólo ofrece un registro cronológico
continuo y bastante completo del transporte y comercio de un importantísimo producto de consumo
para la alimentación y la higiene antigua –y también materia prima industrial y combustible para la
iluminación–, sino que identifica con precisión las áreas de producción de los envases y de los
productos transportados. Por señalar algunas cifras, entre el 95 y el 97 por ciento de los envases del
Testaccio eran olearios y el resto corresponden, en diversa proporción, a contenedores de vinos de
diversa procedencia y de condimento de pescado hispano (garum); de las ánforas olearias, el 80 por
ciento proceden del valle del Guadalquivir, y el resto de las regiones costeras de Argelia y Túnez. Y
sobre todo, los sellos y las etiquetas de los productores y mercaderes de aceite y de los dueños de los
alfares, ofrecen una importante nómina de personajes entre los que no es difícil reconocer a miembros
de las familias dirigentes del Imperio. Es más, mientras que el aceite bético se importó de forma
continua durante todo el periodo de vigencia del Testaccio –y la riqueza que generó está ligada a la
ascensión al trono imperial de personajes de estirpe hispana–, la irrupción creciente a partir de
mediados del siglo ii d.C. del aceite norteafricano justifica la preeminencia de la dinastía Severa.
II.8.4.1 Las transformaciones en la producción agropecuaria
El complejo agro-industrial que colocaba el aceite bético en mercados tan distantes como Roma, los
campamentos de la frontera renana o Britania, no hubiera sido posible sin el desarrollo de nuevas
explotaciones agrícolas que, superando el marco estricto de la supervivencia, buscaban sacar el
máximo provecho de determinados cultivos. Este sistema, denominado villático, se inició en Italia en
el siglo ii a.C., cuando los ejércitos en campaña, las colonias ultramarinas y las florecientes ciudades
comenzaron a demandar determinados productos que eran fácilmente transportables y que podían
proporcionar pingues beneficios en mercados lejanos.
El fin era obtener el máximo rendimiento económico, especializándose en un monocultivo –olivo y
vino solían ser los más corrientes– o combinando una de esas dedicaciones con otra complementaria y
asociándola o no con la ganadería. Tales explotaciones requerían una planificación racional, porque
sus producciones debían guiarse por consideraciones como la situación de la finca respecto a los
mercados potenciales, la condición del suelo y la inversión disponible. El propietario podía o no
explotarla personalmente, pero en todo caso necesitaba ayuda para hacerlo, en forma de mano de obra
asalariada, esclava o mixta. Durante la etapa de la conquista de Hispania y en los dos primeros siglos
de la Era, las guerras aportaron un continuo flujo de cautivos, por lo que la mano de obra esclava
debió de ser barata y abundante, y constituía la mejor solución laboral a pesar de la fama de que los
[Fig. 115] Mosaico de la villa tardorromana de El Hinojal en la dehesa de Las Tiendas (Museo
Nacional de Arte Romano de Mérida)
siervos eran indolentes y poco productivos. Luego, a partir del siglo iii d.C., los propietarios de estos
grandes latifundios parecen haber sustituido la explotación directa mediante mano de obra esclava por
otras soluciones como el arriendo y la aparcería; no tanto por razones de humanidad cuanto
meramente económicas: los tiempos difíciles debieron afectar a la oferta de esclavos, mientras que la
crisis económica favorecía la demanda de trabajo de los hombres libres pero pobres.
Propiamente hablando, una villa era el conjunto de edificios existentes en una explotación
agropecuaria o fundus. Todas las construcciones directamente relacionadas con la explotación
(hangares de aperos, cuadras, almacenes, silos… y por supuesto, los alojamientos de los trabajadores)
formaban la pars rustica; pero si el propietario tenía su propia vivienda, en la que residía
permanentemente o por temporadas, esas dependencia constituían la pars urbana, que son los restos a
los que habitualmente prestan más atención los excavadores y que luego se abren camino en la
imaginación popular gracias a los museos, las fotografías y las reconstrucciones. Su interés y
espectacularidad reside en el hecho de que era habitual que los ricos trasladasen a esas residencias
campestres todas las comodidades de la ciudad: lujosos pavimentos, ricas vajillas y obras de arte,
calefacción, termas, etc.
Las villae conocidas y exploradas en las provincias hispanas son muy numerosas. Las más antiguas
fueron, como es lógico, las de las regiones mediterráneas y el valle del Guadalquivir, pero luego el
modelo se extendió al interior de la Península. De hecho, el conjunto más notable de villas es,
precisamente, el de comarcas como la meseta norte, Lusitania o el valle del Ebro, pues la crisis del
siglo iii d.C. y sus consecuencias favorecieron que los fundi se convirtieran en las unidades
económicas básicas, desarrollando por ello el aspecto más característico de estas instalaciones, a
saber, el lujo y la espectacularidad de las residencias señoriales.
La decadencia económica de las ciudades, provocado por la inflación monetaria, la inseguridad de los
caminos, el declive artesanal y la voracidad fiscal del Estado, favoreció dos tendencias distintas pero
coincidentes. La primera afectó a las aristocracias locales y regionales, que buscaron en el campo un
escape de las crecientes cargas pecuniarias que les infligía el Fisco y la costumbre en las ciudades. La
segunda, causada por el hundimiento de la moneda romana, debió provocar una fenomenal carestía de
la vida, con notables incrementos de precios y dificultad de abastecimiento, ya complicada de por sí
por la desatención a los caminos. Ambos procesos coincidían en favorecer la economía natural sobre
la monetaria: el Estado exigía cada vez más el pago in natura de algunos impuestos, mientras que las
villae permitían que los grandes propietarios organizasen a pequeña escala economías autosuficientes,
productoras de alimentos y recursos, con los artesanos suficientes para ir tirando; a la vez que
gastaban parte de sus beneficios en caros productos de lujo importados desde lugares lejanos.
En este ambiente, no es de extrañar que las clases adineradas del Imperio adquirieran
compulsivamente nuevas tierras, ayudados por el arbitrismo imperial que buscaba el incremento de la
producción permitiendo la ocupación libre de las tierras abandonadas. En la práctica, esos agri deserti
eran normalmente las tierras desocupadas por esos campesinos que no podían sobrevivir a las nuevas
condiciones económicas y sociales impuestas por el declive urbano y la inseguridad. La consecuencia
visible de ello es la paradójica existencia de edificios dignos de una gran ciudad en medio de la nada.
La villa tardoantigua sorprende por el lujo, la extensión y el coste de sus partes urbanae, en contraste
con las débiles y utilitarias construcciones de la pars rustica, que sólo raramente se explora en las
excavaciones arqueológicas.
Una de las dedicaciones más corrientes de estas explotaciones agrarias fue la ganadería. Mientras que
los pequeños campesinos podían disponer de algunas aves de corral y cabezas de ganado para carne,
leche y tiro, los ricos propietarios aprovechaban sus extensas fincas para criar grandes rebaños de
ovejas o caballos, además de los animales de tiro necesarios para las labores ordinarias de la
propiedad. Entre los halagos tópicos que se tributaron a las tierras hispanas en la Antigüedad, nunca
faltan los relacionados con el número y la calidad de las distintas cabañas locales. La que se lleva la
palma de las alabanzas es la equina, de la que se señala, según razas, su austeridad, su fuerza o su
velocidad. Diversos testimonios literarios resaltan el general aprecio que se tenía a estos animales, al
tiempo que atestiguan los esfuerzos de algunos nobles por hacerse con ellos, lo que da la pista de por
qué fueron los caballos tan visibles históricamente. Nada tenía que ver con su número o la importancia
económica de su cría, sino con el prestigio que otorgaba su posesión. La otra cabaña que aparece
mencionada con más frecuencia –y ésta sí por estrictas razones económicas– fue la ovina, de la que se
obtenía, por este orden, lana, queso y carne. La pastoría más corriente fue la extensiva, que se podía
hacer en el propio fundus o terrazgo (pastio villatica) o moviendo el ganado para aprovechar los
diversos pastos estacionales. Se discute si en Hispania esos movimientos eran a corta distancia o, por
el contrario, el periodo conoció una verdadera trashumancia entre distintas y complementarias
regiones peninsulares, quizá desde época prerromana (vid. vol.II, I.2.6.1). En cualquier caso, la
principal razón de esos rebaños era la lana: las fuentes antiguas tenían excelente opinión de los
vellones de algunas cabañas hispanas; así, Columela informa de los experimentos de mejora de raza
de un tío suyo que cruzó sus ovejas con carneros salvajes de África en busca de mejores fibras. Frente
a équidos y ovinos, los ganados porcino y vacuno aparecen menos visiblemente, aunque hay noticias
de su extraordinaria abundancia en lugares como las amplias marismas del Guadalquivir, donde
debieron criarse en semilibertad. La cabaña porcina es señalada sobre todo en las regiones
septentrionales, quizá porque se cocinaba con su manteca en vez de con aceite, y se considera
renombrada la chacina de algunas comarcas montañosas de Cantabria y el Pirineo.
II.8.5 Artesanado
En términos económicos modernos, el sector secundario o artesanal era raquítico, debido a que la
economía doméstica incitaba a la autarquía y pocas tareas se confiaban a mano de obra ajena. De ahí
que la mayor parte de los artesanos trabajasen para satisfacer la demanda local de herreros, tintores,
metalistas, zapateros, panaderos, carpinteros de ribera, etc. En todos los casos, se trataba de talleres
pequeños, familiares y hereditarios. Sólo la fundición o el refino del metal, las fabricaciones masivas
de determinados alfares o los productos de lujo de perfumistas, tejedores y tintores de telas finas,
orfebres, etc., superaban el marco local y podían comercializarse en otras regiones, sin que esta
circunstancia cambiase la dimensión y la estructura de los talleres de donde salían esos productos,
salvo quizá en el caso de los alfares.
Éstos, aunque artesanales en su estructura y funcionamiento, podían ocupar a mucha gente y fabricar
masivamente, si acertaban con la justa combinación de demanda y buen precio. Una de esas
coyunturas se dio en el negocio de la terra sigillata, un tipo de cerámica especializada en la vajilla de
mesa. Se trataba de cerámicas hechas con barros finos, cocidos a una temperatura altísima, que
resultaban en vasos de color rojo vivo y superficie brillante que imitaban las formas y la decoración
de los servicios de mesa metálicos que se empleaban en los triclinia de los ricos. Estas vajillas hechas
a molde (de ahí su nombre, a partir del sello o sigillum que solían llevar impreso) fueron un auténtico
éxito porque acercaban el lujo a mesas más modestas que hasta entonces habían usado vasos y platos
de madera o de arcilla común. Las formas, pastas cerámicas y decoraciones de los servicios de mesa
son tan específicas de cada taller que los arqueólogos pueden determinar, en ocasiones y con bastante
precisión, la procedencia y la fecha de fabricación de los fragmentos de esa cerámica que aparecen en
las excavaciones; lo que, a su vez, permite reconstruir los flujos comerciales de la mercancía. Por eso
sabemos que las vajillas fabricadas en los alfares etruscos y galos se emplearon en todas las
provincias occidentales. Y que esa popularidad suscitó en Hispania, a partir de época flavia, la
aparición de grandes complejos alfareros dedicados en exclusiva a estas cerámicas, como los de Tricio
(La Rioja) y Andújar (Jaén), asentados en áreas con abundante combustible y buenas arcillas. Sus
productos no podían competir ni en calidad técnica ni en belleza decorativa con los procedentes de
Italia o la Galia, pero tenían a su favor el mejor precio; por ello se hicieron con el mercado de las tres
provincias hispanas, e incluso exportaron una pequeña parte de sus cochuras.
Otras producciones artesanales de las que queda un amplio testimonio fueron las relacionadas con
cantería, escultura y otros oficios artísticos demandados por razones decorativas o funerarias, de lo
que hubo una amplia demanda, no exclusivamente limitada a los ricos. En época tardía, se pusieron de
moda los pavimentos musivos y el número de villae debió de favorecer la aparición de muchos
talleres. Se discute si los musivarios (algunos tan prestigiosos que firmaban sus creaciones) eran
hispanos o, por el contrario, procedían de otros lugares; lo que sí parece cierto es que los cartones en
los que inspiraban sus obras eran foráneos, porque los mosaicos de aquí presentan estrechas
concomitancias con los del norte de África, con los de Italia y, en menor medida, con los de las
comarcas orientales del Imperio.
Sabemos, además, que esos artesanos tendían a asociarse en collegia o sodalicia profesionales,
encargados de regular el oficio pero también de proteger sus intereses frente a otros artesanos o a los
magistrados, y de socorrer a los miembros que lo necesitasen. Un estudio de hace unos años sobre los
oficios artesanales documentados epigráficamente en Hispania no llega al centenar de páginas, y lista
apenas una cincuentena de ejemplos. Ello puede considerarse un indicio de la debilidad del sector
productivo en la economía antigua, aunque las artesanías más elaboradas alcanzasen altos precios e
hicieran ricos a sus fabricantes.
La sociedad romana no fue una sociedad maquinista, en el sentido de que la fuerza humana y la
animal, más la madera, eran los recursos energéticos básicos. Estos fueron tan abundantes que no
parece que hubiera ni demanda ni incentivo para buscar el incremento de la producción mediante
recursos mecánicos. Lo que no significa que los artesanos antiguos fueran malos ingenieros: las
ruedas hidráulicas y las bombas de émbolo fueron empleadas en las minas, como demuestran los
diversos restos de esos aparatos encontrados en las minas hispanas. Hay testimonios, además, del
empleo de una rueda y un mástil con cabestrante para la elevación de objetos pesados. Los restos
disponibles de las máquinas de guerra y asedio demuestran un eficaz empleo de las propiedades de
diversos materiales vulgares como la madera, el bronce, la crin, etc. Y las soluciones empleadas por
los ingenieros hidráulicos revelan un perfecto conocimiento, siquiera empírico, de la resistencia de los
materiales y su comportamiento bajo presión.
Paradójicamente, las máquinas más interesantes proceden de la época tardoantigua, quizá porque en
ese momento existió un palpable incentivo por aumentar la productividad. Fue entonces cuando se
generalizó el empleo de la rueda hidráulica como medio de aprovechar la energía fluvial para elevar
agua (a través de norias), o para la molienda del cereal; mientras que determinados artilugios muy
simples obtenían de los animales de tiro usos distintos al tradicional del transporte, como en el caso
del vallus, una rudimentaria segadora empujada por un burro o un mulo que obtenía de su propio
desplazamiento la fuerza suficiente para mover sus cuchillas; o el plostellum, un trillo con rodillos
férreos en vez de pedernales. Desgraciadamente, desconocemos el impacto de estos artilugios en el
balance económico, y ni siquiera estamos en condiciones de determinar hasta qué punto fueron
corrientes. Del vallus apenas quedan unas minúsculas descripciones (Plin., N.H., 18, 72; Pallad., 7, 2,
2), mientras que del uso del agua como fuerza motriz dependemos de una descripción de Vitruvio y de
unos pocos restos arqueológicos seguramente identificados como molinos hidráulicos. Se ha supuesto
que algunos acueductos hispanos (el de Cella, en Teruel, por ejemplo) pudieron estar al servicio de
instalaciones de esa clase.
[Fig. 117] As de
bronce de la ceca de Cesaraugusta (Zaragoza), inicios del siglo i d.C.
bronces eran el dinero de uso cotidiano, mientras que la plata y sobre todo, el oro, se empleaban para
el atesoramiento y el ahorro.
Una de las razones de la crisis del siglo iii d.C. se debió, precisamente, al déficit de metal precioso
necesario para la amonedación. La escasez de oro a fines del siglo ii d.C. (posiblemente en relación
con el agotamiento de los filones hispanos y el difícil control del distrito aurífero de la Dacia), llevó a
que Caracalla decidiese sustituir el patrón oro que había regido el sistema monetario romano desde la
época de Augusto, por la plata, acuñando una nueva moneda, que se conoce modernamente como
“antoniniano” y que inicialmente tuvo un valor doble a del denario, al que acabó sustituyendo.
Emperadores sucesivos, necesitados de solvencia para pagar soldados en tiempos difíciles,
manipularon burdamente esta moneda privándola de plata, hasta que acabó conteniendo tan poco
metal precioso que se acuñó en bronce. La consecuencia de esta degradación fue una desconfianza tan
severa en el antoniniano que una de las primeras medidas de Diocleciano para corregir la desgraciada
situación económica fue su abolición, mientras que algo más tarde, Constantino regresó al patrón oro
y a la estabilidad monetaria. Otra consecuencia fue la inflación galopante que provocó el rebrote de la
economía natural, de lo que se ha hablado ya (vid. vol.II, II.8.4.1). No deja de ser interesante anotar
que otra de las medidas impuestas por Diocleciano fue la tarifa de precios y salarios máximos para
todo el Imperio (el Edictum pretiis; 301 d.C.) (vid. vol.II, II.7.1.4), que se conoce por una serie de
copias broncíneas que debieron estar expuestas en diversos lugares del Imperio. A pesar de que el
edicto incluía un listado de severas penalizaciones para quien contraviniera las disposiciones, la
medida fue un fracaso porque, aplicado a un ámbito tan amplio como todo el Mediterráneo y sin tener
en cuenta las variaciones de precios de un año a otro, simplemente favoreció el desabastecimiento del
mercado.
La actividad comercial se regía por las mismas pautas que el artesanado y, en los niveles básicos,
posiblemente no podía distinguirse a un artesano de un mercader, que vendía sus propias
manufacturas. Las necesidades de capital y el riesgo de estos pequeños mercaderes era muy bajo, pero
la situación cambiaba radicalmente cuando se trataba de afrontar operaciones en las que la ganancia
estuviera, precisamente, en la diferencia de precio entre la zona de origen y la de venta. Por eso
muchos de los grandes comerciantes romanos fueran armadores navales, capaces de aprovechar su
capacidad de carga para hacer negocio.
Estas operaciones exigían una cierta inversión y conllevaban un riesgo. Por ello no fue extraño que en
vez de pedir prestado (un recurso caro, por la escasez de dinero en circulación), se recurriera a las
societates como medio de distribuir riesgos a cambio de la participación en las ganancias.
Normalmente estas sociedades podían dedicarse a negocios muy diversos, pero uno de los más
comunes era el arrendamiento a cambio de un canon de los recursos del Pueblo romano, ya fuese una
mina, un monte o una pesquería. Ejemplos de estas sociedades abundan en la epigrafía hispana pues
sellaban con la “marca comercial” sus productos, fueran lingotes o galápagos de metal, elgarum o las
ánforas de aceite bético que compraban en origen y transportaban hasta uno de los centros de
consumo. Muchas de estas operaciones requerían la existencia de agentes y factores en lugares
diversos, que estuvieran atentos a las perspectivas de negocio local y vigilaran las operaciones que se
llevaban a cabo en su circunscripción. Estas redes de intendentes o delegados se modelaron al estilo de
los grandes latifundios italianos en los que, no pudiendo estar presente su propietario, se delegaba en
unvillicus, un capataz o encargado, el control cotidiano de la explotación. Muchas veces, esos agentes
eran esclavos o libertos del propietario, con los que éste mantenía una relación de especial confianza;
de ahí que la aparición de libertos y de un hombre de sustancia –un senador, un rico comerciante– en
lugares distintos al de su residencia sea indicio de la existencia de intereses comerciales. Éste es el
caso de las grandes familias senatoriales béticas –los Anios, los Elios, los Valerios Vegetos–, cuyos
individuos pueden aparecer dispersos por las comarcas originarias de estos clanes (villici de las fincas
familiares) y en puertos como Gades o Roma (encargados de vigilar el embarque y la venta de los
productos de la familia). Estas redes comerciales, muy densas, servían además como un medio fácil de
mover capitales de un lugar a otro mediante pagarés, cartas de crédito u otros instrumentos bien
tipificados en la legislación romana.
A pesar de que para la inmensa mayoría de la población de Hispania la única economía posible era la
de la subsistencia, la agricultura y las demás actividades económicas fueron capaces de producir un
superávit global acumulado en manos de unos pocos. Como sucede actualmente en muchos países del
Tercer Mundo o en vías de desarrollo, la cuestión no es la pobreza sino el desigual reparto de las
rentas: entre ricos y pobres existe un abismo inconmensurable sin términos intermedios. En líneas
generales, y sin que se puedan precisar cifras, es evidente que el balance de Hispania en el Imperio de
Roma fue excedentario, produciendo más riqueza de la que recibía.
[Fig. 118] Áureo de Adriano con la personificación
de Hispania en el reverso, ca. 134-138 d.C.
[Fig. 119] Denario
de Adriano con la
personificación de Hispania en el reverso, ca. 134-138 d.C.
La mejor prueba de ello es el número de hispanos enrolados en el senado, y que acababan invirtiendo
obligatoriamente parte de sus rentas en Italia y en otras provincias (vid. vol.II, II.6.1). En cambio,
desconocemos cuál fue el impacto de algunas medidas legales, como el ya mencionado edicto de
precios de Diocleciano, el decreto de Domiciano que obligaba a arrancar los viñedos provinciales para
proteger la decadente viticultura italiana, o la de Antonino Pío que obligaba a todos los senadores a
invertir en bienes raíces de Italia una parte de sus rentas.
Bibliografía
A. Guía de lecturas y recursos
Las modas historiográficas de años pasados pusieron de moda la indagación económica de etapas
pretéritas y, lógicamente, ello afectó también a la historia de Hispania. Una colección de artículos del
profesor J.M. Blázquez (1978) trató este tema hace treinta años mientras, que él mismo y el profesor
A. Balil abordaron conjuntamente el periodo romano de la Península en el contexto de una de las
primeras historias económicas globales de nuestro país (Balil, 1975; Blázquez, 1975). El resultado fue
claramente insatisfactorio porque, a diferencia de otros periodos, lo económico se reducía al recuento
de los indicios literarios y arqueológicos disponibles, quizá porque Antigüedad e historia económica
son realidades casi incompatibles, vide Garnsey/Saller, 1990.
En cambio, la descripción de actividades es más fácil y llevadera, porque el método consiste en
comparar los relatos literarios con la abundante bibliografía arqueológica. De este modo, el
conocimiento de las minas antiguas ha mejorado considerablemente en los últimos años, debido por
una parte, a los trabajos de campo de Cl. Domergue (1990), por los trabajos de catalogación (Orejas,
1999) y por la irrupción de los análisis físicos en el panorama de la investigación. Una buena
introducción al método de trabajo minero, a las técnicas de excavación y a los resultados aún visibles
puede encontrarse en el estudio de Matías, 2004; igualmente en Vaquerizo, 1995. En ese sentido, el
yacimiento de Las Médulas, declarado Patrimonio de la Humanidad recientemente, musealizado y con
fácil acceso, ofrece un excelente ejemplo de coto minero antiguo (Sánchez-Palencia/Sastre, 2002),
vide www.fundacionlasmedulas.com <http://www.fundacionlasmedulas.com/>; del mismo modo que
el complejo de Río Tinto fue el primer lugar de la Península donde la explotación moderna permitió
descubrir el alcance de los trabajos antiguos, y alguno de los sorprendentes artefactos de esa época
pueden verse en el museo monográfico vide www.parquemineroderiotinto.com/
<http://www.parquemineroderiotinto.com/> Parque minero de Riotinto, o en el Museo Arqueológico
Nacional en Madrid. Otra explotación poco conocida pero muy interesante, fue Plasenzuela (Cáceres),
vide http://minerals.usgs.gov/east/plasenzuela/background.html <http://minerals.usgs.
gov/east/plasenzuela/background.html>. Para los más aventureros, la exploración de las actividades
mineras antiguas constituye un excitante deporte de riesgo, al tiempo que se realiza una apasionante
actividad científica, como resulta ser el caso de las minas de lapis specularis de los alrededores de
Segobriga (Guisado/Bernárdez, 2002; Bernárdez/Guisado, 2004; vide http://traianus.rediris.es. La
información sobre los efectos de la actividad minera hispana en la atmósfera, primero y luego en el
hielo fósil de Groenlandia o en las turberas de Europa occidental, se ha recopilado en diversas revistas
científicas y el número y la importancia de los datos sigue creciendo, véanse por ejemplo Hong et alii,
1994, y Martínez-Cortizas et alii, 1997; 1999. La minería y demás actividades industriales de la
Hispania romana, con especial atención a tecnologías e infraestructuras, son tratadas a fondo en el
documentado y clarificador trabajo colectivo Artifex. Ingeniería romana en España (González
Tascón, 2002).
Sobre los parcelarios romanos puede verse el temprano ejemplo de Gracurris (Alfaro, La Rioja) vide
http://www.amigosdelahistoria.com/imagenes/Alfaro.pdf <http://www.amigosdelahistoria.com
/imagenes/Alfaro.pdf>, el tratamiento más general de Ariño et alii, 2004, o el monumental catálogo de
todo el mundo mediterráneo: Clavel-Lévêque, 1998. Además, contamos con un excepcional
documento epigráfico relativo a Ilici/Elche, que testimonia el reparto de sus campos centuriados, vide
Mayer/Olestí, 2001. Sobre el Testaccio y la producción aceitera de la Bética hay abundante
información, y la más accesible e interesante está en la Red: vide http:// <http://ceipac.gh.ub.es>
ceipac. gh.ub.es <http://ceipac.gh.ub.es> ceipac.gh.ub.es/mostra. Faltan en cambio, ejemplos
comparables del comercio del vino y del trigo, si bien sobre el vino en la Hispania romana debe
consultarse Celestino, 1999. Es muy poco lo que se sabe de la ganadería, a pesar de que los antiguos
consideraban que se trataba de la más rentable y provechosa dedicación rústica; un intento de abordar,
a partir de los pocos datos disponibles, el apasionante problema de la trashumancia en época romana,
en Gómez-Pantoja/Sánchez Moreno, 2003, o, si se prefiere, vide http://hdl.handle.net/10017/1142
<http://hdl.handle.net/10017/1142> o http://www.svenska-institutet-rom.org/pecus/gomez.pdf
<http://www.svenska-institutet-rom.org/pecus/gomez.pdf>. Los más completos análisis arqueológicos
del paisaje rural antiguo se están llevando a cabo actualmente en el litoral catalán (Carreté et alii,
1995; Casas, 1995) y en el valle del Guadalquivir (Keay, 1998); y en este paisaje, los restos
arquitectónicos y musivarios de las grandes villae hispanas constituyen uno de los más floridos
capítulos de la historia arqueológica de España y Portugal. Dos catálogos de las mismas (necesitados
de cierta actualización) son los de Gorges, 1979, y Fernández Castro, 1982. Aunque ambas obras son
ya buen indicio, la riqueza y espectacularidad de las villae sólo es aparente en toda su gloria cuando se
descubren ruinas mejor conservadas de lo habitual; por ejemplo, las de Carranque (Toledo)
(Fernández Galiano, 2001) [disponible también en Mineria%20de%20interior.pdf; consultada
(Alarcão, 1990).
http:// www.lapisspecularis.org/Art%C3%ADculos/ el 23.09.2008] y São Cucufate (Vidigueira, Beja)
El listado de profesiones artesanales que aparecen mencionados en epígrafes puede encontrarse en
Gimeno, 1988, con la salvedad que la obra requiere actualización. Sobre los grandes alfares
peninsulares, véase Roca/Fernández García, 1999, lo que no obvia la cita a la bibliografía sobre los
talleres de Tricio (Garabito, 1978) o a otros alfares de producciones características, como el riojano de
“La Maja”, en Calahorra (Lechuga et alii, 1999). Pasando a la comunicación y transporte, lo
fundamental sobre la red viaria peninsular fue apuntado en la bibliografía del apartado II.5 de este
volumen (Hispania en el Alto Imperio), remitiendo a su consulta. Por su parte, los estudios
numismáticos tienen una larguísima tradición en nuestro país, aunque priman más los catálogos de
piezas, tesorillos y hallazgos que los análisis económicos y monetarios, mucho más difíciles de llevar
a cabo. Véanse, sin embargo, Alfaro, 1997; Ripollés/Abascal, 2000, y García-Bellido, 2004.
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Capítulo noveno
Gentes, culturas y creencias
“Que a nosotros, que nacimos de celtas y de íberos, no nos cause vergüenza, sino satisfacción
agradecida, hacer sonar en nuestros versos los broncos nombres de la tierra nuestra”. Lo anterior salió
de pluma de M. Valerio Marcial, nacido en Bilbilis (cerca de Calatayud, Zaragoza) en torno al año 40
de la Era y a la que regresó para morir hacia el 104 d.C., tras haber vivido la mayor parte de su vida
adulta en Roma. Aunque Marcial procedía de un lugar en los extremos de la latinidad (su familia era
seguramente de raigambre céltica y debió crecer en un ambiente de costumbres y prácticas mestizas y
quizá incluso, bilingüe), es considerado uno de los maestros del latín, por haber sabido poner por
escrito, con palabras concisas y selectas, las ocurrencias de su mordaz ingenio.
Marcial fue un ejemplo perfecto del fenómeno que suele describirse como “Romanización”, que alude
al proceso mediante el cual los nativos de Hispania prescindieron de sus lenguas, de los modos de vida
y formas de pensamiento a los que estaban acostumbrados, para adoptar los romanos, incluyendo el
latín, las creencias foráneas, la organización social y las formas y figuras jurídicas de sus
conquistadores; todo lo cual, sin duda, les reportó claras ventajas. Por razones de experiencia
contemporánea, la “Romanización” tiende a presentarse como la imposición intencionada de la cultura
y el pensamiento de la parte más fuerte y culta sobre el resto, una visión acentuada por la propaganda
anticolonial de los últimos cincuenta años. El problema con este punto de vista es que no hay prueba
alguna de que Roma, como Estado, intentase imponer la homogeneidad lingüística o cultural, porque
carecía de medios para hacerlo. Y por otra parte los romanos estaban más que acostumbrados a tratar
con gentes de distinta lengua y condición social sin que ello supusiera merma de su Imperio. Es más,
una parte del éxito imperialista de los romanos procedió de su completo desinterés por aquellos
asuntos que no fueran la victoria militar y luego, el pago puntual de los impuestos y las otras
obligaciones de los vencidos.
Desde esta perspectiva, el texto de Marcial revela que quien se consideraba indudablemente romano,
no tenía especial problema en reconocer también sus raíces étnicas y familiares y solicitar que no se
tuviera vergüenza en propagarlo abiertamente. Por eso, la situación del poeta de Bilbilis y su propia
obra constituyen una apta paráfrasis de un aspecto de la realidad de Hispania durante los dos primeros
siglos de la Era: un mundo diverso, heterogéneo y plurilingüe donde, sin embargo, se imponía, poco a
poco y por pura necesidad, la uniformidad del latín y la imitación de lo romano.