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JUAN A. ESTRADA
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Desde esta perspectiva cuando hablamos de si la iglesia es institución o carisma, nos planteamos
el dilema de si la Iglesia es esencialmente un grupo de personas dotadas de distintos dones del
Espíritu; por tanto una colectividad donde normas, leyes, organizaciones y estructuras juegan
un papel secundario y subordinado. O si por el contrario las instituciones constituyen una parte
esencial de la Iglesia.
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La Iglesia en cuanto institución ha sido siempre un tema polémico y la mayoría de las herejías y
cismas generados por el cristianismo en su historia se han caracterizado por la puesta en
cuestión de la iglesia oficial y sus instituciones.
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Rudolf Sohm dice que el catolicismo deprava la esencia carismática del cristianismo, en el que
el mismo Espíritu se encarga de regular los carismas y de dirigir a la comunidad, y deja paso al
legalismo y formalización de la Iglesia con la consiguiente pérdida de la libertar para el Espíritu
Santo. El derecho institucionaliza y fija las tradiciones del pasado, y encadena al Espíritu así como
oprime la libertad del cristianismo. (esta tesis opone radicalmente institución y carisma)
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Para Harnack el catolicismo produce una desviación, pues lo secundario (institucional) pasa a
primer plano sustituyendo a lo esencial (carismático). La tradición se impone como una ley, que
sustituye al Espíritu: donde está la tradición allí está la iglesia de Cristo.
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De ahí se sigue la crítica frontal a la Iglesia: ninguna institución eclesial puede presentarse como
de derecho divino, como irreformable, o como vicaria de Cristo. Esto sería un atentado a la
soberanía absoluta de Cristo, mezclando lo humano y lo divino. Así, Barth acusa a la Iglesia de
haberse puesto ella misma en el lugar de Cristo.
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Buscando la raíz de esta depravación no se llega ya al siglo III con Tertuliano o Cipriano, sino al
mismo NT con una dicotomía entre la teología carismática de Pablo y la teología institucional de
las cartas pastorales y de los escritos lucanos. Es evidente que existe una gran diferencia entre
ambas eclesiologías. La teología protestante se centra en el corpus paulino como lo central y ve
los escritos lucanos y pastorales como “catolizantes” y por tanto reflejo de una desviación ya
dentro del canon del Nuevo Testamento, en el paso del siglo I al siglo II.
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Käsemann ve que el paso para esta valoración tan fuerte de la institución se da con el cambio
de una visión de una escatología inminente, al momento en que las comunidades comienzan a
tomar conciencia de que la venida de Jesús va a tardar mucho y que la Iglesia tiene que
prepararse para una larga espera. Ahí empieza un proceso de transformación de Pablo y de las
mismas comunidades. Poco a poco la eclesiología va desplazando la cristología y a la
antorpología… el mundo se va eclesializando y la iglesia aparece como el reino de Dios sobre la
tierra.
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No se puede decir que todos los autores (del NT) piensen lo mismo, y que el concepto de Cristo
y de la Iglesia sea idéntico… esto implica que la posible unidad del NT está basada en la
diversidad y no en la uniformidad.
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En el mismo Pablo hay rasgos que se presentan a una evolución “católica”, que es la evolución
posterior
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La única posibilidad que tenemos es ver el proceso como un todo, aceptando su complejidad y
su pluralidad y sin querer ver la eclesiología sólo desde un grupo de escritos (fruto de nuestra
selección a priori). Dado que el proceso indica una pluralidad no exenta de tensiones, hay que
respetar el hecho de que el NT no sólo legitima un modelo de iglesia sino que admite diversas
eclesiologías dentro de la única unidad que es la iglesia.
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Antes de hablar de una perversión de lo inicial habría que demostrar que las modificaciones que
se hacen suponen una negación o contradicción con el mensaje inicial y por tanto que no es una
evolución legítima a partir de elementos explícitos o implícitos contenidos en los orígenes.
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La Iglesia sin Espíritu es una Iglesia donde prevalece la ley, y el temor, y las obligaciones. Es una
Iglesia donde “ser cristiano” equivale a una serie de normas y mandamientos que agobian más
todavía al hombre, que le hacen añadirse una pesada carga, y en la que la relación con Dios está
impregnada de las palabras del hombre de la ley: sumisión, obediencia, pecado.
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Tanto el bautismo (Rom 6,1-11) como la eucaristía (1 Cor 10-11) remiten a la existencia cristiana:
hay que examinar si lo que se expresa en el bautismo y en la eucaristía se vive realmente en la
vida.
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Con esta vinculación está relacionada también la idea de “iglesia”, término que utiliza la
traducción griega de los LXX para designar a la asamblea de Israel reunida para tomar decisiones
importantes que conciernen a la guerra, al derecho o al culto divino… La Iglesia de Cristo (Rom
16,16) no puede entenderse como una unidad uniforme sino como una unidad de diversidades
en la que cada iglesia local tiene sus propias tradiciones, disciplinas, etc., como muestran las
tensiones entre las comunidades paulinas y la comunidad judeocristiana de Jerusalén. Es un
término que en la historia del cristianismo pasará de la comunidad al edificio en el que ésta se
reúne con la denominación de la comunidad como “casa y templo de Dios” (1 Cor 3,9.16-17;
6,16).
La iglesia como “cuerpo de Cristo”, como “iglesia”, como “templo y casa de Dios” es el resultado
de la secularización del culto tanto en Jesús de Nazaret como en Pablo, que traslada de lo sacral
a lo profano y de lo cultual a lo existencial la experiencia de Dios y de su Espíritu… La experiencia
es lo determinante, y la comunidad cristiana es el lugar en donde tiene lugar la donación del
Espíritu. La eclesiología de Pablo conecta íntimamente con su teología de los carismas, como
formas de la gracia.
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Los carismas no son algo extraordinario sino que constituyen la esencia misma de la comunidad,
y reflejan su ser. Si faltan es señal de que el Espíritu está ausente y entonces no hay iglesias…
por eso no resulta adecuado hablar de una “estructura carismática de la Iglesia”. En realidad
Pablo no se interesa directamente por la estructura de la Iglesia (como por ejemplo ocurre en
las cartas deuteropaulinas), sino por la forma de vivir los cristianos. Es la vida de la iglesia la que
describe, y la vida no es nunca una estructura… Su misma conciencia escatológica le impide
preocuparse demasiado de cómo organizar la iglesia.
¿Se sigue de aquí que Pablo propugnara una iglesia no-institucional? No cabe duda que Pablo
alaba la riqueza en dones de la comunidad. Pero con ello está resaltando la plenitud de vida
comunitaria. Las manifestaciones del Espíritu son el signo de la presencia de Cristo resucitado
en medio de ella. Pero con esto todavía no ha dicho una palabra sobre su organización,
instituciones y formas de estructurarse. En realidad en las cartas paulinas sólo tenemos algunos
indicios acerca de esta problemática, lo que indica que no era ésta una temática que preocupara
a Pablo demasiado. En este sentido lo primero que hay que afirmar es que Pablo sí reconoce
algunos ministerios ya existentes en sus comunidades. Así en 1 Tes 5,12-13 amonesta a la
comunidad a que respete a los que trabajan por ella, les presiden (proistamenoi) y las dirigen.
También en Corinto encontramos trazas de algunos ministros (1 Cor 16,10-12). El mismo
ministerio apostólico recibe denominaciones (“apóstoles, oikonomia, kopos, diakonia, to
ergon”: 1 Cor 3,13-15; 9,1) que luego aparecen con claras resonancias ministeriales en otros
escritos neotestamentarios.
Pablo se sabe con una autoridad que viene de Cristo, y que no es mera delegación de la
comunidad sino a la que ésta tiene que someterse. Defiende su autoridad y su propia
interpretación del mensaje de Jesús, como algo pre-dado a la comunidad y de lo que ésta no
puede disponer a su antojo. El entusiasmo del Espíritu no permite hacer tabla rasa con la
tradición apostólica, sino que la iglesia se sabe vinculada a ella y el mismo Pablo se afana por
mostrar su comunión con los otros apóstoles y las otras iglesias. La tradición obliga, porque es
ella la que pone en contacto con el mensaje de Jesús, y esto vincula a la comunidad a un
contenido doctrinal. Cómo conservar, preservar y desarrollar esa tradición aplicándola a las
circunstancias nuevas de la historia, será la gran tarea de la iglesia a la muerte de los apóstoles,
y la causa del desarrollo de instituciones que se encarguen de salvaguardar ese depósito.
Lo primero que hay que decir es que en la iglesia de Cristo lo más esencial es la experiencia del
Espíritu. El Espíritu no está monopolizado por ninguna institución eclesiástica, ni tampoco por
ningún grupo de cristianos. Respecto al Espíritu santo somos todos “carismáticos”, ya que todos
recibimos un don del Espíritu y según este don tenemos funciones a desarrollar en la comunidad.
La institucionalización de la iglesia no puede atentar nunca a su carácter pneumático. Una iglesia
sin carismas es una iglesia muerta, que se identifica sin más con su estructura institucional; es
una iglesia estéril en la que la propia dinámica burocratizante y racionalista acaba ahogándola.
De la misma forma, para Pablo sería inconcebible que hubiera un dualismo de cristianos: los
unos pneumáticos, y los otros no. De la misma manera que la iglesia es mucho más que su
estructura institucional, así también los cristianos son todos espirituales y no hay posibilidad de
que un estamento se presente como el que “aspira a la perfección”, el que posee los carismas
del Espíritu, el grupo de los más “perfectos” y llenos del Espíritu. Todos somos iguales en cuanto
miembros, y todos debemos aspirar a los carismas más percectos, el amor y lo más útil para la
construcción de la comunidad. Este “utilitarismo comunitario” de los carismas es lo que
relativiza cualquier carisma considerado en sí mismo.
Lo segundo que habría que decir es que cualquier institución o autoridad que surja en la
comunidad cristiana tiene que respetar el dato fundamental: los cristianos estamos libres de la
ley. Pablo entabla un diálogo con su comunidad y busca persuadirles de las razones que avalan
su autoridad y su propia actuación. No se refugia en la autoridad de su cargo, en su autoridad
formal… incluso cuando interviene autoritativamente en la iglesia busca convencer y no
imponerse, los argumentos sustituyen la imposición.
Por último hay que indicar que toda autoridad, ministerio o institución es aceptable para Pablo
con tal que esté al servicio de la comunidad: son siempre diaconías.
Lucas
La teología de Lucas representa un claro desarrollo respecto a las cartas paulinas. Nos
encontramos ya en una fase tardía del primer siglo en la que se da una conciencia clara del
desarrollo de la iglesia. Ante la paulatina desaparición de los cristianos de la iglesia primitiva
cobra importancia el problema de la tradición. Lucas tiene conciencia de que el fin de los tiempos
no está tan cercano como creía, por ejemplo, Pablo, y se preocupa de establecer el plan salvífico
de Dios que abarca la misión de la Iglesia. La separación y contraposición entre iglesia e Israel
(que Mateo cuida) es ya un hecho consumado. Lucas se preocupa de favorecer el desarrollo de
la iglesia en la diáspora del imperio romano. Por eso se nota una clara tendencia a favorecer a
los romanos, especialmente en la forma de tratar la pasión. Lucas es un apologista del
cristianismo ante las autoridades romanas y quiere mostrarles que no tienen por qué
preocuparse políticamente por la expansión del cristianismo.
Cuanto más se alejan los cristianos de los orígenes más tienden a idealizar a la primera
generación, que se presenta como el modelo de la iglesia, y a marcar sus contrastes con Israel
que es el antimodelo negativo.
Evidentemente la teología lucana del libro de los Hechos representa una fase nueva de
desarrollo respecto a la teología del evangelio. El interés se centra ahora en la eclesiología, antes
en la cristología, y esto mismo es ya un índice de cómo se va desplazando el interés teológico.
Lucas no se contenta con presentar un modelo de la comunidad cristiana en el discipulado del
Jesús terreno sino que extiende su interés a la primera y segunda generación de cristianos. La
vida de la iglesia se enmarca dentro del plan salvífico de Dios.
Lucas pone gran interés en “los doce apóstoles”. En Lc 6,12-16 presenta la elección de los doce,
a los que el mismo Jesús llama apóstoles, y ahora al comienzo del libro de los Hechos vuelve a
repetirse esta legitimación cristológica: Cristo exaltado les envía (hch 1,72) y les da su Espíritu
(Hch 2,33). La misión mundial de la iglesia es el sustitutivo de la espera inminente del reinado
de Dios. Lucas establece la teología de la misión de la iglesia en continuación estricta con la de
Jesús. La teología lucana presenta a la iglesia como la entidad que continúa la misión de Jesús, y
en el curso de esta misión se produce paulatinamente la separación entre Israel y la iglesia, que
inicialmente aparece como una secta judía, como un “camino” dentro del judaísmo; es la “secta
de los nazarenos” (Hch 24,5; 28,22). En los primeros capítulos se ve cómo la comunidad
judeocristiana vivía pacíficamente en Jerusalén después de la muerte de Jesús y cómo los
apóstoles intentan de nuevo convertir a Israel. El rompimiento se produce a partir de la
comunidad pagano-cristiana residente en Jerusalén. Ya en el cap. Seis se nos habla de las
tensiones entre la rama judeocristiana y paganocristiana de Jerusalén. La misión a los gentiles
es legitimada por los apóstoles. Poco a poco la iglesia jerosolimitana pasa a un segundo plano y
se habla de las nuevas iglesias que entran en el plan de Dios (Hch 16,6-9). No cabe duda que el
mensaje y actividad de Jesús encuentra su prolongación en los apóstoles, y luego en Pablo y sus
colaboradores. La iglesia entra dentro del plan salvífico, y por tanto ocupa el centro de interés
de su teología. Lucas subraya la importancia del colegio apostólico desde el comienzo del libro
de los Hch. Pero también desde los primeros capítulos se empieza a impregnar de un vocabulario
de tipo ministerial: cleros, topos (1,17.21.25), apóstol (1,26), diaconía (1,17.25), episcopé (1,20).
¿Qué es lo distintivo de los “doce apóstoles”? Lucas no establece una diferenciación estricta
entre la actividad de los primeros apóstoles y de los otros personajes de la iglesia. Todos trabajan
activamente en beneficio de la expansión del cristianismo. Sin embargo, los apóstoles son los
“testigos” por excelencia, los que han sido testigos tanto de la vida terrena de Jesús como de su
resurrección, y éste es el criterio para pertenecer al círculo estricto de los doce (Hch 1,21-22.25-
26). Esta caracterización de los apóstoles como testigos del Jesús terreno y del Cristo de la fe
conecta claramente con la teología establecida en el evangelio. Al mismo tiempo refleja el
interés por legitimar apostólicamente la doctrina de la iglesia. Al encontrarse la iglesia
enfrentada con herejías que amenazan con desvirtuar el cristianismo, hay que asegurar la
doctrina “auténtica” respecto a las posibles desviaciones. Lucas lo hace dando la prioridad a la
doctrina de los primeros testigos del Jesús terreno, cuya autoridad es superior a la de cualquiera
de los “apóstoles” o “misioneros” de las iglesias.
Pablo no puede ser testigo pleno del resucitado, sino que lo es del Cristo exaltado, del Cristo que
se aparece a Pablo después de su ascensión (luego ya no pertenece al número estricto de los
testigos del resucitado, en contra de 1 Cor 15,5-8; Gal 1,16). Esteban y Pablo no pueden ser
testigos del resucitado en sentido estricto; esto es de la exclusiva competencia de los doce. Lucas
quiere asegurar la tradición apostólica, que ya en su tiempo estaba siendo puesta en peligro por
las herejías que surgían en la iglesia. Esto lo logra reduciendo a los doce la “doctrina apostólica”,
sin que nadie pueda añadir nada más en virtud de visiones posteriores. Para evitar ese peligro,
Lucas construye su “historia de la Iglesia” separando teológicamente la actividad de los primeros
apóstoles, y la de los grandes misioneros y testigos de las iglesias, entre los cuales tiene un
puesto especial Pablo. De la misma forma Lucas integra a Pablo en la estructura jerárquica de la
iglesia, que arranca en su teología de los primeros apóstoles (Hch 9,26-30…), Bernabé es el
eslabón que le pone en contacto con el círculo apostólico (Hch 9,26-30). Y es Bernabé el que
tiene la voz cantante hasta que sea el mismo Espíritu Santo el que escoja a los dos para ser
enviados (Hch 13,3), hablando el texto incluso de que se les “imponen las manos” (Hch 13,3), lo
que podría interpretarse como una legitimación de ambos. De esta forma Lucas logra integrar
la tradición que presenta a Pablo como uno de los grandes apóstoles dentro de su esquema
teológico. A su vez, Pablo es un eslabón con las generaciones posteriores, que a través de él son
legitimadas e integradas en la estructura apostólica de la iglesia.
En Lucas los ministerios de la iglesia surgen como fruto de las nuevas necesidades eclesiales y
por iniciativa del círculo más estrecho de los apóstoles, y en el curso de la vida de la iglesia se
van acoplando sus necesidades como nos muestra la actividad del Pablo lucano (Hch 20,25-32)
y la referencia al Espíritu que les ha designado para ese oficio (Hch 20,28). Es evidente que Lucas
concede una gran importancia a la estructuración de la iglesia, y que en su libro se refleja el
influjo de tradiciones y estructuras de la comunidad judeocrsitiana. El sanedrín y los presbíteros
o senadores judíos son la estructura que inspira a la comunidad de Jerusalén (Hch 11,30; 15,2-
6). Es de nuevo y de forma significativa una estructura “profana” y no religiosa.
¿Podemos afirmar que este modelo es incompatible con el de Pablo?
Desde el principio subraya Lucas la importancia del Espíritu como la fuerza generadora de la
comunidad cristiana (Hch 2,1-13). El Espíritu sustituye a la ley, y por eso Lucas explica la
progresiva toma de conciencia por parte de la comunidad de las implicaciones del mensaje de
Jesús, tanto en lo concerniente a la misión de los paganos, como en lo referente a la
relativización radical del templo, del culto y la ley judía. El proceso que pablo describe
dramáticamente, dejando en sus cartas vestigios de la polémica existente entre los mismo
cristianos y de las fuertes tensiones que surgieron en la comunidad, se describe aquí como una
toma progresiva de conciencia en la que la iglesia decide de forma armónica bajo la inspiración
del Espíritu y llavada por Pedro (Hch 10.11; 15,7-11). El discurso apostólico de Pedro que
interpreta y explica lo que ha sucedido en pentecostés está supeditado al suceso del Espíritu,
pero al mismo tiempo marca lo característico de la teología lucana: Lucas resalta la importancia
de la actividad humana en la construcción de la Iglesia. La iglesia es ante todo evento
pneumático, pero es el mismo Espíritu el que suscita la actividad del hombre que se pone al
servicio de los planes de Dios. Para Lucas no se puede hablar en absoluto de una
incompatibilidad entre acción divina y humana, aunque siempre tiene el Espíritu la primacía.
La importancia de la pneumatología en los Hch se revela en el hecho de que Lucas triplica el uso
que hace el evangelista Mc del concepto penuma. Además, es el autor que más frecuentemente
utiliza la fórmula “Espíritu de Dios”, que en el AT sólo aparece tres veces, mientras que por el
contrario no habla de “carismas” sino de dones de Dios, ya que el concepto de carisma es de uso
preferentemente paulino, y quizás incluso invención suya.
Es evidente que en la teología lucana las manifestaciones del Espíritu no bastan para el
desarrollo de la comunidad, y que la actividad de los apóstoles y responsables se pone en primer
plano. Pero siempre están subordinados al Espíritu que actúa sin sujetarse en lo más mínimo a
los dirigentes cristianos. Son los responsables lo que tienen que atender a las inspiraciones del
Espíritu.
La teología del libro de los Hch no sólo no deja de entrever ninguna antítesis entre carismas e
instituciones eclesiales sino que por el contrario establece una fuerte vinculación entre la
actividad del Espíritu y el nacimiento de esas estructuras institucionales. Así surgen los “doce
apóstoles”, los siete diáconos, se integra Pablo en la iglesia apostólica, y se establecen
responsables en las iglesias. Es evidente el interés lucano de resaltar lo institucional, y de calificar
a los primeros testigos de Jesús como los personajes decisivos de la Iglesia. Ante las herejías y la
muerte de los apóstoles, Lucas institucionaliza la Iglesia. Para él es la única salida a la crisis de la
Iglesia, y no ve en ello ninguna traición al Espíritu sino, que, por el contrario, es la obediencia al
Espíritu que inspira a la Iglesia a lo largo de su desarrollo histórico según sus necesidades. Es
verdad que Lucas no favorece precisamente los carismas más entusiastas (aunque sí presenta la
glosolalia como característico de toda la comunidad), sino los proféticos y misioneros. Pero ¿no
es esto coherente con la teología paulina?
La escuela paulina
Ya no se trata de elaborar una teología que reflexiona sobre el misterio de Cristo y lo aplica a la
comunidad, sino más bien de dar instrucciones a las iglesias acerca de cómo deben organizarse
y comportarse para defenderse de las herejías. Se busca salvaguardar la doctrina “apostólica”,
que se presupone como algo conocido más que como algo que hay que enseñar. Sobre el
fundamento de la autoridad de Pablo se dan instrucciones a dos de sus discípulos y
colaboradores para que resuelvan la difícil situación eclesial.
Todo está en función de la ortodoxia de la enseñanza, y por eso el oficio de “maestro” que en
las cartas paulinas recaía sobre los carismáticos, recae ahora en Timoteo y Tito que son con
Pablo los custodios de la “sana doctrina” (1 Tim 6,20; 2 Tim 1,12.14).
Podría parecer a primera vista que en las cartas encontramos ya la clásica triada de la “teología
católica”, pero observando detenidamente vemos que el problema es mucho más complicado.
Por un lado, constatamos que en 1 Tim 3,1-7; Tit 1,7-9 se habla de episcopos, en singular, y se
indican las cualidades que son necesarias para el que quiera ocupar este ministerio (episcopé).
La lista de condiciones y virtudes que se requieren, tiene amplios paralelos en el helenismo. Es
decir, aquí se habla ya de un “oficio” al que todo cristiano puede aspirar.
Por otra parte encontramos en las cartas una alusión a los presbíteros, que no encontramos en
ninguna carta paulina, y se habla del presbiterio (1 Tim 4,14), que probablemente era ya una
institución establecida en la iglesia. Es interesante constatar que en la primera carta a Tim
cuando se habla del obispo no se nombra a los presbíteros (1 Tim 3) y, viceversa (1 Tim 5),
mientras que en Tit 1,5-9 tenemos una mezcla de ambos títulos. Además se esperan de los
presbíteros (Tit 1,6) las mismas cualidades objetivas que del obispo (Tit 1,7-9). Esto ha dado pie
a la hipótesis de que aquí se recogen dos tradiciones distintas: una de origen palestinense que
ve a los presbíteros como los encargados de la comunidad, y la tradición de las comunidades
paulinas y helenistas que pone al frente de la comunidad a los obispos (en plural) y a los
diáconos.
Indudablemente hay un esquema implícito de sucesión apostólica que nos recuerda el esquema
teológico de Hechos. Sin embargo, no podemos establecer aquí un esquema jurídico, como el
posterior de la historia de la iglesia. Lo que se busca en primera línea no es transmitir una
autoridad ministerial, sino transmitir la tradición (el depósito y la enseñanza, parazéké-
didaskalía). Dios da a Pablo el evangelio (1 Tim 1,11) y éste lo da a sus discípulos, Timoteo y Tito,
como depósito (1 Tim 6,20; 2 Tim 1,13s), y éstos a su vez lo transmiten a otros (2 Tim 2,2). El
ministerio tiene que ser el instrumento de que se vale Dios para guardar la sana doctrina, pero
con eso no se quiere canonizar una concreción determinada de ministerio institucional. Aquí no
interesa determinar una estructura inalterable para la Iglesia, por “derecho apostólico”, sino
establecer que tiene que haber unos ministros que transmitan fielmente la tradición y que se
comporten con las virtudes éticas que se exigen para el oficio.
Juánicos
El evangelio de Juan supone ya una madura reflexión teológica sobre la persona, el significado y
la obra de Jesús. Aquí se nos presenta una visión de Jesús que está condicionada y determinada
por una larga tradición que mezcla recuerdos y testimonios históricos con la reflexión teológica
de los decenios posteriores a la muerte de Jesús en la comunidad en la que se han conservado
y desarrollado las tradiciones y teología que recoge el cuarto evangelio. Y lo más importante
para nosotros es que esas tradiciones del evangelio nos permiten tener un acceso indirecto a la
comunidad y al contexto situacional en la que se han elaborado. El autor (o autores) está
condicionado por los acontecimientos acaecidos en su comunidad y en otros grupos cristianos
desde la muerte de Jesús hasta finales del siglo I.
Sin embargo, los argumentos de silencio, es decir, los temas sobre los que no se pronuncia el
evangelio no se pueden valorar sin más como un rechazo o condena sólo comprensible desde
un apriorismo valorativo. De la misma manera se podrían valorar como tema que se presuponen
precisamente porque son conocidos y de los que quizás sólo se quiera dar otra perspectiva, o
subrayar otro aspecto de ellos. De hecho, no hay la menor huella de un rechazo de los
ministerios ni de las instituciones eclesiales. Es verdad que la tradición juánica contrapone al
discípulo amado a Pedro, y que se decanta claramente en favor de ese discípulo que nunca
traiciona a Jesús, pero jamás se pone en cuestión (ni siquiera indirectamente) la primacía
petrina, su carácter de portavoz de los discípulos y su protagonismo signular en los sucesos de
la pascua.
Juan también advierte de un peligro: el de las sectas, que aportan un mensaje crítico y
frecuentemente legítimo para el conjunto de la iglesia, pero que acaba marginándose de ella y
absolutizando la propia perspectiva… el peligro de individualismo eclesial, de gnosticismo que
intelectualiza el mensaje cristiano…
Las cartas juánicas reflejan las tensiones intracomunitarias que se han producido. También la
comunidad juánica se tiene que enfrentar a la problemática de la tradición y de cómo conservar
la recta doctrina defendiéndola contra las herejías (1 Jn 2,26; 3,7; 2 Jn 7.9-11). Para resolver este
problema las cartas primero que todo subrayan la primacía del Espíritu, que es el verdadero
maestro e intérprete de la doctrina cristiana, y que se comunica a los discípulos dándoles un
conocimiento adecuado de las enseñanzas de Jesús. Ante la diversidad de interpretaciones y el
peligro que suponen lo que quieren extraviar a la comunidad (1 Jn 2,18-19; 2,26; 3,7) se apela al
discernimiento de espíritus (1 Jn 4,1-4). Sin embargo, esta apelación al Espíritu y al
discernimiento espiritual no basta. De hecho los grupos contra los que lucha el autor también
están anclados en esa misma tradición y obviamente se presentan como auténticos profetas
que poseen la correcta interpretación. El mero recurso a la discreción de espíritus se revela
insuficiente por su subjetivismo e inviable para resolver la crisis de la comunidad. Por eso el
autor introduce un criterio doctrinal con consecuencias éticas: el que niega que Jesús es Cristo
es un embustero (1 Jn 2,22; 4,2; 5,5-6).
De ahí la insistencia en que hay que conservar la tradición inicial, la tradición a la que se remonta
el autor de la carta como testigo desde los orígenes. Hay que conservarse fieles al mensaje que
se oyó desde el comienzo (1 Jn 2,24; 3,11) y el autor de la primera carta se engloba en esa
tradición que remonta al discípulo amado y de la que él se considera testigo cualificado e
integrante (1 Jn 1,1-4; 4,6). Esta insistencia en la recta doctrina, que es la propia interpretación
defendida contra los que quieren extraviar a la comunidad, es coherente con lo que
encontramos en los otros escritos tardíos del NT. Esto prueba que la tradición juánica es
receptiva ante la evolución que se ha dado en las iglesias apostólicas. Sin embargo, la primera
carta resalta la importancia de la tradición, pero sin dar el paso de unir tradición y ministerio
como ya ocurre en las cartas pastorales.