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Zalamea y Díaz-Granados: Perspectivas urbanas que traspasan el

umbral del tiempo

Luis Eduardo Marulanda*

Resumen

En nuestra cotidianidad, la única experiencia posible es la que proporciona la evidencia de la

vida, la evidencia de la búsqueda y el goce de creer encontrarnos. Un tesoro que muchas veces

queremos encontrar afuera y otras, buscamos adentro, en el santuario donde crecen nuestras

emociones y en el que se anudan las expectativas.

La búsqueda ha sido inherente al ser humano, sobre todo para aquel que percibe el mundo, y

desde una perspectiva particular que se sustrae a la superficie, atraviesa los espacios de la

conciencia y sus conexiones con los muros de las ciudades y de los cuerpos transeúntes,

viajantes permanentes en universos desconocidos para la gran mayoría de los humanos,

contagiados de indiferencia y de alienación, infectados de inanición emocional.

El destierro sufrido desde la conciencia, catapulta las intenciones y empuja hacia las ciudades,

donde se gesta la vida, y la comunión con el otro manifiesta desamparo y soledad.

Eduardo Zalamea y José Luis Díaz-Granados, hacen parte de esa minoría, de aquellos que

buscan todo el tiempo, que buscan fuera y dentro de sí. Aquel asume la ciudad como un punto de

llegada y éste, como un laberinto infernal, pero ambos, como un punto de encuentro con el yo

más íntimo.

*
Estudiante del programa de Español y Literatura, Universidad del Quindío.
Desde los más recónditos rincones del alma humana en los que columbran chispazos de

ilusión y de esperanza, surge el fuego ardiente de la expectativa, de la aventura, de la

emoción temblorosa que acomete al hombre en sus primeros estadios de la vida. Que lo

acomete, lo nutre y lo empuja hacia la búsqueda, hacia el anchuroso mundo hecho de

caminos sin señales ni advertencias. La única advertencia posible es la que proporciona

la experiencia, la evidencia de la vida y de la muerte.

Es esa llama antigua y rigurosa, que arde alimentada por la sangre, por los músculos

tejidos de miedos y de pasiones y por anhelos centenarios de búsqueda y de victorias, la

que incendia el horizonte de un joven de diecisiete años, protagonista de la novela de

Eduardo Zalamea, 4 años a bordo de mí mismo, protagonista y alter ego de su escritor.

Lo incendia tanto como al propio horizonte que le define la piel y los 5 sentidos por los

que se filtra el mundo, bajo los cuales palpitan los sueños y el asombro en un corazón

niño hecho de ansias y de impulsos.

El escritor, quien vio su primer destello de luz en un frío noviembre bogotano de 1907,

elevó su voz, cargada de angustia, de un dolor acumulado durante su travesía a la

Guajira, iniciada después de un intento de suicidio que fracasó cuando su amigo, el

poeta Gregorio Castañeda Aragón, lo llevó a un hospital en Barranquilla. La voz fresca

e intensa de Zalamea se escuchó con todo su ímpetu en 1934, seis años después de su

regreso de las salinas de Manaure, cuando publicó su crónica de viaje a las ciudades de

la Costa Atlántica colombiana. Por desgracia se trató de una voz sin eco, una voz que

exhortaba a la huida de la provincia literaria, una voz innovadora, que no obtuvo más

que la atención de los moralistas que la matizaron con la pornografía y el escándalo

social, una voz ahogada en su época y que no fue reconocida sino hasta que en el
panorama literario de generaciones más nuevas, afloraron necesidades, también nuevas,

de apropiarse de la realidad desde otras perspectivas.

Su particular estilo asumió las novedosas y, por entonces, desconocidas técnicas

narrativas de James Joyce y Marcel Proust. Hasta ese momento de la novelística

colombiana, nadie se había aproximado de este modo a las técnicas contemporáneas de

la escritura: el torrente de la conciencia fluye a través del monólogo interior, la realidad

sufrida es recuperada mediante la sensualidad de la palabra, de la poderosa corriente

narrativa: Zalamea se sumerge en el océano de la palabra, bucea entre una técnica que

le haga posible la confrontación del espíritu con la realidad, va en busca de un lenguaje

de la piel, un lenguaje corporal que pueda expresar el vigor de sus sensaciones, el diario

de sus cinco sentidos.

Así es como descubrimos al protagonista saliendo de su Bogotá natal con “$58. Y unas

cuantas lágrimas” (Zalamea, 2003: 20); esa ciudad de los años veinte a la que

“solamente 2 cosas la hacían amable: las mujeres y los automóviles.” Y donde “Las

mujeres eran unas 100.000 y 1.500 tal vez los automóviles” (Zalamea, 2003: 19). Y lo

vemos dando cuenta del goce que produce la conquista de una vida verdadera, de la

contingencia de los días, del ejercicio de la vida, del amor y de la muerte.

Asaltado por la inercia y la molicie, se va en pos de esa vida verdadera, de un punto

donde fijar el eje de la existencia y nacer a la experiencia, entre borbotones de

cotidianidad, como un surtidor de fuego y erotismo. Y así sube al tren con rumbo a

Barranquilla, donde se embarca en “El Paso”, en un viaje marítimo hacia La Guajira, un

viaje que se traduce en conciencia, en construcción de hombre desde afuera hacia dentro
de sí mismo, en una travesía mayor entre dos extremos de la experiencia: el

pensamiento y el cuerpo.

Una vez en La Guajira, se arroja en busca de experiencias, se abre y se llena de tierra

árida y de sal, de mar y de horizonte, del sexo comprometedor de las indias y de

amistades y de alianzas que lo acercan al amor, al dolor, a la vida y a la muerte

inexorable que se anuda a los sentidos y a la vida, que se agazapa en cada par de ojos,

en cada palabra y en cada corazón:

Sobre mí cae otra vez la muerte, ahora muy cercana y de brazo con el amor. Otra

vez el amor y la muerte. ¡Maldita sea! ¿Por qué ha de ser esto siempre así? Un

hombre besa a una mujer o una mujer se entrega a un hombre, y ese beso, ese

contacto de labios o de sexos abona la muerte, que nace del espasmo, regada con

la sangre de las entrañas, y llena de vibraciones de nervios, como una planta de

hojas cortantes, de acero negro. Con unas hojas que no proyectan sombra.

(Zalamea, 2003: 189).

Pero esta búsqueda refiere a la piedra, a la tierra, al mármol de los templos antiguos, a la

plegaria elevada al dios que habita fuera del corazón humano; ese dios constructor de

sus designios. Refiere a las comunidades, a las ciudades, a la multitud, a la

comunicación con el otro para establecer puentes que conduzcan al interior de sí mismo.

Nuestro protagonista busca y busca sin saber hacia dónde quiere ir, en qué coordenada

terrestre debe escarbar para encontrar el tesoro de saberse con un lugar propio, un lugar
conquistado para sí. Un tesoro que siempre está fuera de él, en los otros, en las ciudades

que encarnan a ese dios milenario que teje los hilos de la vida.

El hombre de todos los tiempos siempre ha buscado, y lo ha hecho guiado por su propio

instinto, un instinto primario que ejerce su voluntad y espina el alma con sus

dubitaciones, con sus asaltos. Es necesario encontrarse, del modo que sea, pero

encontrarse para reconocer un espacio, para abrigar la esperanza de una aurora y la

confianza en el ocaso. Para ello están los otros, para buscarnos en ellos, para llegar a

nosotros mismos a través de sus ojos, de sus pensamientos, de sus propios instintos y,

desde luego, de su sexo inevitable y siempre redentor. El otro se erige como un templo

de sabiduría, como una ciudad de múltiples caminos construida en otra ciudad de

edificios también múltiples.

Esas ciudades, las de los edificios, que esconden en sus bolsillos la vida y sacan a diario

sus manos llenas de muerte, se constituyeron en oráculos, en puntos de llegada luego de

extenuantes y largos días de peregrinación. Ciudades de madera y de cal, de viento y de

mar, de arena y de sal, ciudades que sirven para limitar los espacios y hacer más

pequeño el mundo, para encarnar en ellas la razón de la vida y recorrerlas, como se

recorren los ángulos de la memoria, para encontrar las piezas que hacen falta en el

rompecabezas de la existencia. Ellas ejercen un poder milenario de congregación, de

unificación, que cautiva sin más, que llama desde la distancia con voz de hada buena y

afectuosa.

En la novela de Zalamea, la ciudad es punto de llegada para iniciar el crecimiento, es

punto de encuentro del todo y la parte, del cuerpo y el pensamiento; paso obligado para
nacer a la vida, para ser un hombre de verdad. Y los hombres, puentes, vasos

comunicantes, catalizadores de la duda y el amor que ayudan a su protagonista en la

búsqueda, en la corriente de conciencia, en la interiorización a través del monólogo y de

un lenguaje profuso y poético que expone el cuerpo a la avidez de los sentidos, del goce

de la conquista de una vida propia y real, lograda en aventuras, trabajos y amores en

plena correspondencia del espíritu libertario frente a una realidad cruda y palpable que

podemos vislumbrar en espacios diversos o, más bien, en un espacio ambiguo.

Uno puede vivir dos experiencias, dos mundos, dos torrentes que fluyen paralelos entre

el universo interno y el externo del narrador, nos damos cuenta de que el viaje es una

excusa que no se reduce a la travesía, al desplazamiento de un lugar a otro, sino que se

trata de un acontecimiento cuya importancia radica en que el protagonista está “a bordo

de sí mismo”, él es su propia nave, y desde allí observa un mundo, en el que vive y está

afuera, pero lo introyecta, lo monologiza, crea un espacio interior que se enriquece cada

vez más mientras vive en el otro. El viaje real es el del espíritu, el de la conciencia que

se mueve, que crece y se alimenta con la experiencia, con la desnudez de la vida y

revela las claves de la existencia, el misterio de la vida.

Pero se da cuenta que en esa Guajira remota, aislada, casi sitiada, no está el sentido que

buscaba, y tiene que recobrar los afectos de su ciudad natal, de su incesantemente

rememorada ciudad, en la que intenta redescubrir el orden y la vida:

Ahora recuerdo la ciudad, que he perdido, con cariño. La ciudad de las

prostitutas y los ladrones, de las madres y los humildes. Todo lo mío está allá. Y

allá está todo lo que anhelé por mucho tiempo y no pude lograr. En alguna boca
me espera el amor, tal vez en unas manos está recogida para mí la dulzura, y el

descanso, y el anhelado descanso me busca en los rincones de una casa tranquila,

llena de flores y de nidos (Zalamea, 2003: 81-82).

Y en efecto, a ella se va a continuar buscando, pero se va perseguido por el amor, por la

muerte y la conciencia de que siempre el uno hilará la otra.

Esta búsqueda en la ciudad, esta fe en que allí palpita la vida y crece en cada par de ojos

la personalidad y la experiencia vital para el crecimiento, la creación de un mundo

interno plagado de pensamientos propios, deambula en las páginas de Zalamea, quien

responde a los requerimientos de una época, a sus búsquedas personales y a sus lecturas

del, por aquellos tiempos, apenas conocido Joyce, ese maestro del monólogo interior

que también influyera tanto en la narrativa de nuestro contemporáneo Díaz Granados.

El paso del tiempo, las necesidades propias de la expresión de realidades diversas y

nuevas aunadas a las tendencias postmodernistas, han contribuido para que el samario

Díaz Granados asuma la ciudad no como un punto de llegada, como una portadora de

vida y de conciencia, como un dios mítico cuya finalidad consiste en repartir destinos a

diestra y siniestra, sino como una destructora de conciencias y destinos, un espacio

laberíntico en el que confluyen la diversidad y la invisibilidad. Un espacio en el que el

hombre se mueve sin sentidos definidos y en el que la búsqueda se hace hacia adentro.

José Kristián, su protagonista en Las Puertas del Infierno, se resuelve en un solo

monólogo interior que traduce sus angustias y sus búsquedas. No tiene en cuenta lo

externo para crecer y su punto de llegada radica en lo más íntimo de su ser, en una
época bombardeada por la diversidad y en la que el pensamiento va de un lugar a otro

sin ton ni son, sin identificarse ni arraigarse realmente.

La ciudad deviene puerta que conduce al infierno del anonimato, una puerta que se

cruza estando “a bordo de sí mismo” navegando en el navío del propio cuerpo, en una

travesía hacia lo más recóndito del alma y del cuerpo. Algo así hace el protagonista de

Zalamea, quien también bucea en su interior en busca de respuestas, pero conectado

siempre con un mundo exterior que se las ofrece en un recorrido muy humano y muy

autobiográfico. Otro rasgo que lo aproxima a José Kristián; pero nunca llega a ser como

este, tan consciente de sí mismo, del dolor y de la angustia de ser en un mundo que se le

revela ajeno y distante, en una ciudad de otros, con muros que dispersan y atrapan, una

ciudad que no ofrece más que miseria y confusión, y entonces no tiene más opción que

confinarse en su propio cuerpo, en su pensamiento monomaníaco y en la construcción

de sí mismo a partir de los otros en una convivencia infinita.

Pero uno y otro: protagonista de Zalamea y José Kristián, se reconcilian en la búsqueda,

en la necesidad del encuentro con un algo que les proporcione cierta seguridad, cierto

equilibrio. El buceo interior se traduce en ellos, en una válvula de escape, en un modo

de redimensionar el mundo exterior y de ir más allá, de cruzar las fronteras del hombre,

insalvables sin el pensamiento y la conciencia. Mientras uno busca en su entorno, en las

personas, en los parajes, el otro lo hace en el sexo y en la religión.

De la ciudad del primero surge el conocimiento del hombre, los miedos, las mentiras,

las maquinaciones humanas que hacen posible la convivencia y el martirio de saberse

huérfano entre la multitud, perseguido por una soledad que se hace grande a medida que
conoce. De la del segundo, crece la angustia del ser anodino, del que perece en la

multitud, del que sufre el peso del cemento, de las ciudades dentro de la ciudad y de los

muros de suplicio que separan al hombre, que lo privan del contacto y lo arrojan a las

cloacas de su propio pensamiento.

Y de ambos queda claro que la búsqueda no termina, sino que empieza en cada frase, en

cada mirada, en cada atardecer, en cada par de ojos, y que en una ciudad u otra, el ser

humano siempre será arrastrado por la ventisca de la soledad, por la angustia de saberse

una brizna, un hacedor de nada en una ciudad implacable y letal. Solo entre la multitud,

el hombre va haciéndose un camino propio, pulsando los recodos de la memoria,

amontonando los minutos, y aunque despierte con otro cuerpo a su lado, en medio de

cuatro paredes de cemento o de yotojoro, no tendrá más que sus pensamientos y sus

dudas gravitando en un mundo interior que lo empuja a descubrir en el otro un mapa de

preguntas, cuyas respuestas continuarán siendo tanto una tentación y un misterio como

la certeza absoluta de la soledad y la muerte.

Por ello oímos gritar al aventurero de Zalamea:

Yo que he levantado y derruido figuras, paisajes, olas; yo, que construí playas

azules, sin arenas, playas tranquilas y blandas como las palmas de las manos…

Yo, que hice a mi antojo indias y compañeros, miradas, sonrisas y aventuras,

todo cuanto encierra una vida desconocida, me encuentro ahora solo y perdido,

sin que oprima mis espaldas el peso de una resignación dolorosa. ¡Todo, todo,

todo para siempre perdido…! (Zalamea, 2003: 82)


Bibliografía

DÍAZ GRANADOS, José Luis (1985). Las puertas del infierno. Bogotá: Oveja Negra.

IRIARTE, Alfredo (1983). “Medio siglo después de su publicación: Cuatro años a

bordo de mí mismo”. Bogotá. Magazín Dominical, Nº 63, junio 10 de 1983.

MARULANDA, Luis Eduardo (2005). “Las Puertas del Infierno o los postigos de

mundos marginados”. En: Polilla, Revista Literaria. No. 1. Octubre. Pp. 11-13.

ZALAMEA, Eduardo (2003). Cuatro años a bordo de mí mismo (Diario de los 5

sentidos). Bogotá: El Tiempo.

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