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Resumen
vida, la evidencia de la búsqueda y el goce de creer encontrarnos. Un tesoro que muchas veces
queremos encontrar afuera y otras, buscamos adentro, en el santuario donde crecen nuestras
La búsqueda ha sido inherente al ser humano, sobre todo para aquel que percibe el mundo, y
desde una perspectiva particular que se sustrae a la superficie, atraviesa los espacios de la
conciencia y sus conexiones con los muros de las ciudades y de los cuerpos transeúntes,
El destierro sufrido desde la conciencia, catapulta las intenciones y empuja hacia las ciudades,
Eduardo Zalamea y José Luis Díaz-Granados, hacen parte de esa minoría, de aquellos que
buscan todo el tiempo, que buscan fuera y dentro de sí. Aquel asume la ciudad como un punto de
llegada y éste, como un laberinto infernal, pero ambos, como un punto de encuentro con el yo
más íntimo.
*
Estudiante del programa de Español y Literatura, Universidad del Quindío.
Desde los más recónditos rincones del alma humana en los que columbran chispazos de
emoción temblorosa que acomete al hombre en sus primeros estadios de la vida. Que lo
Es esa llama antigua y rigurosa, que arde alimentada por la sangre, por los músculos
Lo incendia tanto como al propio horizonte que le define la piel y los 5 sentidos por los
que se filtra el mundo, bajo los cuales palpitan los sueños y el asombro en un corazón
El escritor, quien vio su primer destello de luz en un frío noviembre bogotano de 1907,
e intensa de Zalamea se escuchó con todo su ímpetu en 1934, seis años después de su
regreso de las salinas de Manaure, cuando publicó su crónica de viaje a las ciudades de
la Costa Atlántica colombiana. Por desgracia se trató de una voz sin eco, una voz que
exhortaba a la huida de la provincia literaria, una voz innovadora, que no obtuvo más
social, una voz ahogada en su época y que no fue reconocida sino hasta que en el
panorama literario de generaciones más nuevas, afloraron necesidades, también nuevas,
narrativa: Zalamea se sumerge en el océano de la palabra, bucea entre una técnica que
de la piel, un lenguaje corporal que pueda expresar el vigor de sus sensaciones, el diario
Así es como descubrimos al protagonista saliendo de su Bogotá natal con “$58. Y unas
cuantas lágrimas” (Zalamea, 2003: 20); esa ciudad de los años veinte a la que
“solamente 2 cosas la hacían amable: las mujeres y los automóviles.” Y donde “Las
mujeres eran unas 100.000 y 1.500 tal vez los automóviles” (Zalamea, 2003: 19). Y lo
vemos dando cuenta del goce que produce la conquista de una vida verdadera, de la
cotidianidad, como un surtidor de fuego y erotismo. Y así sube al tren con rumbo a
viaje que se traduce en conciencia, en construcción de hombre desde afuera hacia dentro
de sí mismo, en una travesía mayor entre dos extremos de la experiencia: el
pensamiento y el cuerpo.
inexorable que se anuda a los sentidos y a la vida, que se agazapa en cada par de ojos,
Sobre mí cae otra vez la muerte, ahora muy cercana y de brazo con el amor. Otra
vez el amor y la muerte. ¡Maldita sea! ¿Por qué ha de ser esto siempre así? Un
hombre besa a una mujer o una mujer se entrega a un hombre, y ese beso, ese
contacto de labios o de sexos abona la muerte, que nace del espasmo, regada con
hojas cortantes, de acero negro. Con unas hojas que no proyectan sombra.
Pero esta búsqueda refiere a la piedra, a la tierra, al mármol de los templos antiguos, a la
plegaria elevada al dios que habita fuera del corazón humano; ese dios constructor de
comunicación con el otro para establecer puentes que conduzcan al interior de sí mismo.
Nuestro protagonista busca y busca sin saber hacia dónde quiere ir, en qué coordenada
terrestre debe escarbar para encontrar el tesoro de saberse con un lugar propio, un lugar
conquistado para sí. Un tesoro que siempre está fuera de él, en los otros, en las ciudades
que encarnan a ese dios milenario que teje los hilos de la vida.
El hombre de todos los tiempos siempre ha buscado, y lo ha hecho guiado por su propio
instinto, un instinto primario que ejerce su voluntad y espina el alma con sus
dubitaciones, con sus asaltos. Es necesario encontrarse, del modo que sea, pero
confianza en el ocaso. Para ello están los otros, para buscarnos en ellos, para llegar a
nosotros mismos a través de sus ojos, de sus pensamientos, de sus propios instintos y,
desde luego, de su sexo inevitable y siempre redentor. El otro se erige como un templo
Esas ciudades, las de los edificios, que esconden en sus bolsillos la vida y sacan a diario
mar, de arena y de sal, ciudades que sirven para limitar los espacios y hacer más
recorren los ángulos de la memoria, para encontrar las piezas que hacen falta en el
unificación, que cautiva sin más, que llama desde la distancia con voz de hada buena y
afectuosa.
punto de encuentro del todo y la parte, del cuerpo y el pensamiento; paso obligado para
nacer a la vida, para ser un hombre de verdad. Y los hombres, puentes, vasos
un lenguaje profuso y poético que expone el cuerpo a la avidez de los sentidos, del goce
plena correspondencia del espíritu libertario frente a una realidad cruda y palpable que
Uno puede vivir dos experiencias, dos mundos, dos torrentes que fluyen paralelos entre
el universo interno y el externo del narrador, nos damos cuenta de que el viaje es una
de sí mismo”, él es su propia nave, y desde allí observa un mundo, en el que vive y está
afuera, pero lo introyecta, lo monologiza, crea un espacio interior que se enriquece cada
vez más mientras vive en el otro. El viaje real es el del espíritu, el de la conciencia que
Pero se da cuenta que en esa Guajira remota, aislada, casi sitiada, no está el sentido que
prostitutas y los ladrones, de las madres y los humildes. Todo lo mío está allá. Y
allá está todo lo que anhelé por mucho tiempo y no pude lograr. En alguna boca
me espera el amor, tal vez en unas manos está recogida para mí la dulzura, y el
Esta búsqueda en la ciudad, esta fe en que allí palpita la vida y crece en cada par de ojos
responde a los requerimientos de una época, a sus búsquedas personales y a sus lecturas
del, por aquellos tiempos, apenas conocido Joyce, ese maestro del monólogo interior
nuevas aunadas a las tendencias postmodernistas, han contribuido para que el samario
Díaz Granados asuma la ciudad no como un punto de llegada, como una portadora de
vida y de conciencia, como un dios mítico cuya finalidad consiste en repartir destinos a
hombre se mueve sin sentidos definidos y en el que la búsqueda se hace hacia adentro.
monólogo interior que traduce sus angustias y sus búsquedas. No tiene en cuenta lo
externo para crecer y su punto de llegada radica en lo más íntimo de su ser, en una
época bombardeada por la diversidad y en la que el pensamiento va de un lugar a otro
La ciudad deviene puerta que conduce al infierno del anonimato, una puerta que se
cruza estando “a bordo de sí mismo” navegando en el navío del propio cuerpo, en una
travesía hacia lo más recóndito del alma y del cuerpo. Algo así hace el protagonista de
siempre con un mundo exterior que se las ofrece en un recorrido muy humano y muy
autobiográfico. Otro rasgo que lo aproxima a José Kristián; pero nunca llega a ser como
este, tan consciente de sí mismo, del dolor y de la angustia de ser en un mundo que se le
revela ajeno y distante, en una ciudad de otros, con muros que dispersan y atrapan, una
ciudad que no ofrece más que miseria y confusión, y entonces no tiene más opción que
en la necesidad del encuentro con un algo que les proporcione cierta seguridad, cierto
de redimensionar el mundo exterior y de ir más allá, de cruzar las fronteras del hombre,
De la ciudad del primero surge el conocimiento del hombre, los miedos, las mentiras,
huérfano entre la multitud, perseguido por una soledad que se hace grande a medida que
conoce. De la del segundo, crece la angustia del ser anodino, del que perece en la
multitud, del que sufre el peso del cemento, de las ciudades dentro de la ciudad y de los
muros de suplicio que separan al hombre, que lo privan del contacto y lo arrojan a las
Y de ambos queda claro que la búsqueda no termina, sino que empieza en cada frase, en
cada mirada, en cada atardecer, en cada par de ojos, y que en una ciudad u otra, el ser
humano siempre será arrastrado por la ventisca de la soledad, por la angustia de saberse
una brizna, un hacedor de nada en una ciudad implacable y letal. Solo entre la multitud,
amontonando los minutos, y aunque despierte con otro cuerpo a su lado, en medio de
cuatro paredes de cemento o de yotojoro, no tendrá más que sus pensamientos y sus
preguntas, cuyas respuestas continuarán siendo tanto una tentación y un misterio como
Yo que he levantado y derruido figuras, paisajes, olas; yo, que construí playas
azules, sin arenas, playas tranquilas y blandas como las palmas de las manos…
todo cuanto encierra una vida desconocida, me encuentro ahora solo y perdido,
sin que oprima mis espaldas el peso de una resignación dolorosa. ¡Todo, todo,
DÍAZ GRANADOS, José Luis (1985). Las puertas del infierno. Bogotá: Oveja Negra.
MARULANDA, Luis Eduardo (2005). “Las Puertas del Infierno o los postigos de
mundos marginados”. En: Polilla, Revista Literaria. No. 1. Octubre. Pp. 11-13.