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Dirección Editorial
Jaime Labastida, Sergio Arlandis, José María Castro, Carlos Díaz y Adolfo Castañón
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Edición y realización
Anthropos Editorial, Nariño S.L. Características técnicas
Lepant, 241-243, local 2 08013 Barcelona (España) ISSN: 2385-5150 Impresión
Tel.: (34) 93 697 22 96 Formato: 17 x 24 cm Lavel Industria Gráfica, S.A. Madrid
comercial@anthropos-editorial.com www.anthropos-editorial.com Páginas: 208 Depósito legal: B. 15.318-1981
Roland Barthes o El placer del texto, por Raúl Dorra .......................................................... 133
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DAVID PUJANTE
UNIVERSIDAD DE VALLADOLID
1. Dice exactamente Lewis, de este nuevo amor cortesano, en su libro La alegoría del amor: «Verdaderos cambios
en los sentimientos humanos son muy raros —tal vez se puedan señalar tres o cuatro—, aunque, creo, ocurren.
Y éste es uno de ellos. No estoy seguro de que tengan “causas”, si por causa se entiende algo que da cuenta cabal
del nuevo estado de los asuntos, explicando así en qué consiste su novedad».
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libro2 esboza los distintos momentos de la subjetividad del amor a través de dife-
rentes episodios del lenguaje en los que éste se despliega.
¿Enamorado de la muerte? Es demasiado decir de una mitad: half in love with ease-
ful death (Keats): la muerte liberada del morir. Tengo entonces una fantasía: una
2. Con posterioridad a su muerte, a lo largo de los años de 1980, todavía aparecerán libros con cursos, ensayos
sueltos o entrevistas: El grano de la voz, Lo obvio y lo obtuso, La aventura semiológica, El susurro del lenguaje; y
además una serie de escritos personales.
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hemorragia suave que no mana de ningún punto de mi cuerpo, una consunción casi
inmediata, calculada para que no tenga yo tiempo de desufrir sin haber todavía des-
aparecido [Barthes, 1997, 27].
Como celoso sufro cuatro veces: porque estoy celoso, porque me reprocho el estarlo,
porque temo que mis celos hieran al otro, porque me dejo someter a una nadería:
sufro por ser excluido, por ser agresivo, por ser loco y por ser ordinario [Barthes,
1997, 72].
También destructivo resulta el dolerse del otro, cuando el amante siente des-
dichado o amenazado su objeto amoroso; produciéndose en su interior la compa-
sión de la que habla Schopenhauer, y un exacerbado deseo de padecer lo mismo.
Pero a la vez lee en esa desdicha del otro «que se ha producido sin mí, y que,
siendo desgraciado por sí mismo, el otro me abandona» (Barthes, 1997, 81).
La angustia está permanentemente en el discurso del amor, pues el amante se
plantea constantemente «problemas, con mucha frecuencia fútiles, de conducta:
ante tal alternativa, ¿qué hacer?, ¿cómo actuar?» (Barthes, 1997, 86). Y todo este
desbarajuste interior está permanentemente azuzado por las contingencias:
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Así que la vida de los enamorados es como «la superficie de una solfatara»,
una serie de grandes burbujas estallando alternativamente, y las burbujas son la
desesperación, los celos, las incompatibilidades, los deseos, los comportamientos
inciertos, el miedo a perder la dignidad (Barthes, 1997, 114).
El amante aparece también como «el desollado» (Barthes, 1997, 119), una masa
de sustancia irritable, con una sensibilidad especial a la que todo vulnera, que
cualquier pequeño roce afectivo despelleja. El antídoto sería la broma, pero el
amante no es juguetón, todo se lo toma a pecho, y dice: «todo aquello con lo que
el mundo se entretiene me parece siniestro» (Barthes, 1997, 120). No se presta al
juego del lenguaje tampoco:
(El sujeto que está bajo la influencia del Imaginario «no da» en el juego del signifi-
cante: sueña poco, no practica el retruécano. Si escribe, su escritura es llana como
una Imagen, quiere siempre restaurar una superficie legible de las palabras: anacró-
nica, en suma, en relación con el texto moderno, que se definiría, a contrario, por la
abolición del Imaginario: basta de novela, basta de Imagen simulada: puesto que la
Imitación, la Representación, la Analogía son formas de la coalescencia: pasadas de
moda) [Barthes, 1997, 120-121].
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como si nada hubiera pasado. Esto lo lleva al dolor de nuevo y de otra manera. Se ve
a la vez absolutamente dependiente del ser amado y, por el contrario, prescindible
para él y para todos. Y de nuevo Barthes recurre al paradigmático Werther:
[...] nadie tiene verdaderamente necesidad de mí. [...] Me veo comido de dientes
afuera por la palabra de los otros, disuelto en el éter de las habladurías. Y las habla-
durías continuarán sin que yo sea ya, desde hace tiempo, el objeto: una energía lin-
gual, fútil e incansable, podrá más que mi recuerdo mismo [Barthes, 1997, 133].
[...] yo, que me creía puro sujeto [...], me veo convertido en una cosa obtusa, que
anda a ciegas, que aplasta todo bajo su discurso; yo, que amo, soy indeseable, alinea-
do en las filas de los fastidiosos: los que son pesados, molestan, se inmiscuyen, com-
plican, reclaman, intimidan [Barthes, 1997, 233].
Y, sobre todo, el deseo del suicidio. «En el campo amoroso, el deseo de suicidio
es frecuente; una pequeñez lo provoca» (Barthes, 1997, 299). Creando así una
sutil relación entre el éxtasis amoroso y la destrucción personal. Pero esta tenden-
cia al suicidio, más que llevar a la consumación (como en el caso de Werther y de
tantos otros personajes y autores románticos), se convierte en una interminable
lista de deseos y sublimaciones que mantiene al enamorado en un desequilibrio
emocional irritante.
Gran parte de esta ficción de Barthes —aunque no pretende salir del discurso
amoroso, de una amplia ficción creativa de todos sus registros a lo largo de la
tradición occidental que lo ha fraguado—, en muchas ocasiones cae en un intento
de prefiguración tipológica de los distintos géneros de la expresión amorosa en
literatura. Y a ellos vamos a dedicar un espacio a continuación.
El lenguaje sirve de larga mano del deseo para rozarse con el ser amado, en-
volverlo, acariciarlo. Un contacto informativo, porque sirve para decirle al objeto
amado: «yo te amo»; pero también un contacto que es una relación amorosa sin
culminación: una conversación en la que envuelve al objeto del deseo, lo acaricia,
lo mima, con un discurso interminable, que nunca cansa, porque es un coitus sin
orgasmo (Barthes, 1997, 102-104).
Esta inicial pulsión al comentario, sobre el amor que se siente por una persona,
hecho a la propia persona, e incluso a confidentes o a rivales, puede desplazarse
del ámbito de la lengua estándar al lenguaje literario o filosófico. Así consegui-
mos elaboraciones ajenas a las expresiones primarias del sentimiento amoroso.
Puede suceder que las elaboraciones literarias, en un efecto bumerang, vuel-
van al ámbito de la lengua estándar: el galanteo; o simplemente que seamos cons-
cientes de que el lenguaje estándar queda corto para ciertas expresiones del senti-
miento humano. En el galanteo el enamorado suele utilizar poemas de autores
conocidos o patrones de expresión amatoria que aparecen en libros ad hoc.
Según el potencial de cada enamorado, éste será capaz de crear o no una verda-
dera obra de arte al dirigirle su personal discurso amoroso a su objeto deseado.
Algunos amantes harán cartas de amor cursis, en las que el lenguaje amoroso-poé-
tico resulte una caricatura, aunque el sentimiento que en él se manifieste sea puro y
profundo. (Recordemos la reflexión poética de Pessoa sobre las cartas de amor.)
Otros enamorados, los menos sin duda, serán capaces de convertir su experiencia
amorosa en cumbres del arte literario o musical. Pensemos en Los maestros cantores
de Núremberg de Wagner. En la escena de la pradera del acto III, cuando Walther
inicia su canción en el certamen, el pueblo comenta, dirigiéndose a Eva:
El pueblo identifica la canción del certamen (por tanto una obra literaria, líri-
ca en concreto, sometida al juicio de los maestros cantores de la ciudad, conoce-
dores de la tabulatura, de la métrica) con un acto de galanteo a la dama; y con
razón, dado que su padre la ha ofrecido en casamiento como premio para el gana-
dor del concurso del día de San Juan.
Una obra como Los maestros cantores de Núremberg, situada temporalmente
en los inicios de la expresión lírica occidental de la pasión amorosa, muestra a las
claras cómo los trovadores y los Meistersinger (es decir tanto en las cortes como
en los ámbitos gremiales) establecían una clara relación entre arte y vida. Ciertas
manifestaciones expresivas de la vida requerían unos modos lingüísticos especia-
les, eran los modos del arte. Por tanto no todos los momentos del vivir podían ser
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[...] sea filosófico, gnómico, lírico o novelesco, hay siempre, en el discurso sobre el
amor, alguien a quien nos dirigimos. Este alguien pasó al estado de fantasma o de
criatura venidera. Nadie tiene deseos de hablar del amor si no es por alguien [Bar-
thes, 1997, 104].
[...] por más que escriba tu nombre sobre mi obra, ésta ha sido escrita para «ellos»
(los otros, los lectores). Es pues por una fatalidad de la escritura misma que no se
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puede decir de un texto que es amoroso, sino solamente, como máximo, que ha sido
hecho «amorosamente», como un pastel o una pantufla bordada.
E incluso: ¡menos aún que una pantufla! Puesto que la pantufla ha sido hecha
para tu pie (tu medida y tu placer); el pastel ha sido hecho o elegido para tu gusto:
hay una cierta adecuación entre los hechos y tu persona. Pero la escritura no dispo-
ne de esta complacencia. La escritura es seca, obtusa; es una especie de apisonadora;
sigue su curso, indiferente, sin delicadeza; mataría «padre, madre, amante», antes
que desviarse de su finalidad (por lo demás enigmática) [Barthes, 1997, 110].
El receptor primario de toda escritura amorosa es el objeto real del amor que ha
impulsado esa obra, sea literaria o no: sea una simple carta, sea una expansión de
diario personal, sea una poesía intuitiva sin otra pretensión que expresar dicho
sentimiento (como hemos dicho, todos los enamorados se vuelven momentánea-
mente poetas).
Muchas veces el enamorado necesita participar a terceros su enamoramiento,
necesita pregonarlo, como Medoro cuando se enamora de Angélica necesita es-
cribir en las cortezas de los árboles, en las rocas, el amor por ella. Entonces se hace
plural la recepción. Pero siempre está clara la primera persona receptora, la que
debe siempre saber todas las manifestaciones de ese amor, la que debe estar im-
plicada en el texto del amor (no olvidemos que Medoro pone el nombre de Angé-
lica junto al suyo). Hay en el enamorado-creador una pulsión a la dedicatoria.
Como comenta Barthes:
Lo que hace [el enamorado], quiere inmediatamente, incluso por anticipado, rega-
larlo a quien ama, a aquel por quien ha trabajado, o trabajará. El encabezado del
nombre dirá el regalo [Barthes, 1997, 109].
Pulsión que tampoco siempre puede ser satisfecha, o quizás sólo puede serlo
en un ínfimo número de casos, pues el amor-pasión de nuestra moderna literatu-
ra europea es un amor prohibido, imposible. Sabemos del amor de Garcilaso por
Isabel Freire, pero no por sus dedicatorias en las églogas. Sabemos de la persona a
la que se dirige La voz a ti debida de Pedro Salinas, pero a posteriori, muertas las
personas implicadas. Sólo la imprudencia de algunos críticos ha puesto nombre a
las iniciales D.K. de los poemas amorosos de Francisco Brines.
Cuando la creación trasciende su razón primera, que es la necesidad de co-
municar el amor a la persona amada y por extensión propalarlo al mundo entero,
es decir, cuando la creación del enamorado se convierte en obra literaria o en
discurso abstracto sobre el amor (filosofía, psicología, sociología), entonces varía
el carácter de los receptores, que alcanzan el rango de receptores literarios.
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[...] por más que escriba tu nombre sobre mi obra, ésta ha sido escrita para «ellos» (los
otros, los lectores). [...] Cuando escribo, debo rendirme a esta evidencia (que, según mi
Imaginario, me desgarra): no hay ninguna benevolencia en la escritura sino más bien
un terror: sofoca al otro, que, lejos de percibir en ella la donación, lee una afirmación
de dominio, de poder, de goce, de soledad. De ahí la cruel paradoja de la dedicatoria:
quiero regalarte a cualquier precio lo que te asfixia [Barthes, 1997, 110].
Si el autor, sujeto amoroso, regala la obra al objeto de su amor, la obra que por su
amor ha escrito, lo que tiene ante sus manos el ser amado no es un testimonio de
la pasión de su enamorado sino un texto ferozmente independiente, cuya presen-
cia es manifestación de un dominio, el dominio de su existencia, de una nueva
materialidad que ocupa su propio lugar, se refiere a sí misma, un objeto interpre-
table, lleno de posibles sentidos, que desborda con mucho la intencionalidad pri-
mera del autor.
Así pues, el ser amado, ante el don de la escritura realizada por su amante, no
obtiene un simple don, sino un ser ferozmente independiente, que afirma constan-
temente su dominio, su presencia, su ser propio, abierto a todas las lecturas posibles,
a todos los goces estéticos, en las más distintas soledades. Ese ser amado que ha
recibido el regalo se encuentra con una fisicidad autoafirmada, una verdadera opo-
nente, que desatiende a la persona regalada porque nada tiene que ver con ella en
concreto si no es el prestarse a su propia interpretación y salir indemne después de
su lectura para ampliarse a lecturas infinitas de infinitos nuevos lectores.
Si el ser amado quiere verse reflejado —él, y sólo su caso— en esa escritura, en
realidad con lo que se encuentra es con un dominio independiente, ajeno, que sin
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En todo texto sobre el amor la dedicatoria va antes del texto, no forma parte del
mismo. Habitualmente lo que sigue a la dedicatoria, la obra misma, tiene poca
relación con la dedicatoria. Sólo en los himnos se «confunde el envío y el texto
mismo» (Barthes, 1997, 109).
Ciertamente en el himno el sujeto del envío es el motivo de la obra misma.
Pensemos en los himnos homéricos, el más grande de los ejemplos clásicos. Los
himnos van dedicados a Deméter, a Apolo, a Hermes, a Afrodita y a tantos otros
dioses; y ellos mismos, sus alabanzas, las peticiones a su magnanimidad, el relato
de sus orígenes y de sus hechos son la base compositiva del propio himno.
En nuestra tradición cristiana, los himnos a la divinidad son habituales. Pen-
semos en San Ambrosio o en San Gregorio Magno, que cantan a Dios, a María y a
los santos. Una vez más objeto de la dedicatoria y texto mismo coinciden.
Con el Renacimiento el himno alcanza a personajes no religiosos, el himno se
humaniza. En la literatura española Hurtado de Mendoza dedica un himno al Car-
denal Espinosa.
Podemos decir, en conclusión (aunque requeriría el desarrollo de muchas más
páginas), que el himno más bien se ocupa de dioses, de seres destacados por razo-
nes heroicas y también de alabar a la naturaleza o al cosmos en general; pero poco
del objeto amoroso. Poco hace, pues, a la historia de la literatura amorosa esta
confusión entre envío y texto al que alude Barthes, y deja aún más en el vacío y
desasistido ese deseo de unión entre razón primera de la escritura amorosa y
texto amoroso.
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posibilidad de Occidente, hoy por hoy, de salir del esquema que configuró el me-
dievo como amor-pasión. Es necesario considerar el papel de la ironía en la ob-
servación de unos esquemas que se ven como manidos pero insuperables. Re-
cordemos, para terminar esta reflexión, las palabras de Eco sobre el enamorado
posmoderno:
[...] sabe que no puede decirle [a la mujer que ama] «te amo desesperadamente»,
porque sabe que ella sabe (y que ella sabe que él sabe) que esas frases ya las ha escrito
Liala [la Corín Tellado italiana]. Podrá decir: «Como diría Liala, te amo desespera-
damente.» [...] ambos jugarían a conciencia y con placer el juego de la ironía... Pero
ambos habrían logrado una vez más hablar de amor [Eco, 1984, 74-75].
Bibliografía
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