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El libro que nos ocupa, y nos ocupará, los “Fragmentos…” de Bats (término de
Luísa que yo propongo a la asamblea como sustituto cariñoso de Barthes) es justo lo
que personas como nosotros andaban buscando. No es que yo me refiera a una
revelación ni nada por el estilo, este libro, por su sencillez y su humildad, es más que
eso; en mi caso, y me aventuro a decir que en el de vosotras también compañeras, es
el libro que da cuentas ahora mismo de mi búsqueda y de la circunstancias que la
arropan: el amor, el análisis, la teoría académica, los amigos y amigas implicados…,
y, por encima de todo, la experiencia personal, en nombre de la cual habla Bats.
Escribir sobre esta obra es sencillo pues su estilo causa tanto placer que uno se ve
arrastrado a contar, en cierta medida, del mismo modo que aquello que está
leyendo, su experiencia de leerlo. Evidentemente no digo que se consiga, claro, pero
la seducción y el goce de probar cosas como esta es tal que es de una gran tentación
ver si a uno se le puede pegar algo. Han sido dos meses de lectura, pausada y
analítica, no obstante no he pretendido que la misma fuera algo riguroso, creo que
aquí esto es imposible, más bien he querido seguir el hilo conductor de este
diccionario de los afectos en relación al amor, decir mi opinión al respecto pero con
la clara sensación de que lo escrito ha sido, sin lugar a dudas, un “dejarse llevar”.
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UNA REACCIÓN (ENTRE TANTAS) A LA LECTURA DEL LIBRO
“FRAGMENTOS DE UN DISCURSO AMOROSO” DE ROLAND
BARTHES.
ENAMORARSE
“De ahí, tal vez, la dulzura del abismo: no tengo ninguna responsabilidad,
el acto (de morir) no me incumbe: me confío, me transfiero (¿a quien?; a Dios, a la
Naturaleza, a todo, salvo al otro)” p.22
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Y cuando esto se produce…
Barthes define a la perfección la escisión del enamorado. Realmente hay dos (esto es
pura y duramente la “lógica de la locura”). Madre y Padre aterrizan y conviven de
nuevo armoniosamente en uno, se vuelve a vivir la infancia, de ahí esa alegría, esa
emoción, recordamos sensitivamente algo que parecía perdido: la emoción del niño.
Concluyamos entonces y demos un paso más:
Este “control” tácito sobre la aniquilación amorosa, que oficia de juez (garante del
buen curso de esta reducción al absurdo), empieza proponiendo sus condiciones.
Una de ellas (horror, horror) es la estupidez mental. La misma es una vía para
normalizar las cosas, harto desvarajustadas. La imbecilidad habla, a modo de juglar,
con su modo propio, con sus palabras ad hoc. Una: “adorable”.
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El amor es el supremo fin, pero, saboreada la estupidez, y probado (como se prueba
por primera vez la heroína) el límite deleitante del lenguaje (“te amo porque te amo”,
“te amo”, (¡…¡)) surge esa pregunta, que viene de vivir un vértigo, ante el horizonte
que presagia la calma (“el amor… esa palabra”; Rayuela; Cortazar):
“esta mañana debo escribir con mucha urgencia una “carta importante” -
de la que depende el éxito de cierto negocio -; pero yo escribo en su lugar una
carta de amor que no envío”, p31.
Nietzsche comenzó su filosofía con el control como tarea. La tragedia griega es ese
espacio en donde la energía infinita y brutal de Dionisio puede ser avistada,
experimentada, gracias a Apolo, el primer artífice de la poética.
¿Amar es controlar? La propia pregunta parece una impertinencia. Pero conviene no
llamarse a engaño, no se habla aquí de un gobierno sobre el otro (malentendimiento
eterno de la voluntad de poderío), sino de un gobierno de sí. Hasta la misma
explosión del yo nitzscheana pide perdurar, a cambio, claro está, de vivir de sus
grandes destellos. Es así que aparece la calma que sigue a la tempestad (y que
Nietzsche buscaba desesperadamente como forma de poder vivir dignamente su
locura).
Paradoja de las paradojas, antes del orden estuvo el caos: el caos del enamoramiento
funda el orden humano del amor. En semejante locura, y resolución suya, basa la
cultura su edificio.
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La normalidad puede acoplarse (de hecho cada vez pasa más esto) a un eje
cartesiano en donde todo elemento tiene ubicuidad y tiempo. Todo de nuestro amado
aparece, pues, como si hubiera estado ahí siempre, normal… hasta un “grano en la
nariz”, pues el eje cotidiano nos lo señala en un punto concreto. Barthes se explaya
en la enumeración de expresiones que revelan un atisbo de decepción por el otro,
fruto de la calma que el amor nos dispensa para ver bien. Microfisuras, defectos no
reparados,… realidad, que informa al imaginario de la verdad (amar algo es hacer
frente a su verdad), también algún desagrado, aunque cien veces soportable.
El caso es que este desagrado conduce sigilosamente a un temor, una vez que el
perdurar ha reunido al imaginario y lo real de una persona (que es amada), así:
Por eso hasta un minúsculo grano en la nariz puede ser motivo de angustia, pues ya
evoca una pérdida, la pérdida del enamoramiento. El enamoramiento aparece para
desaparecer en el amor (más tarde Barthes hablará de esto). El enamoramiento, esa
ilusión increíble en donde no se sabe cómo llegamos a ser dos, y no cualesquiera,
somos el padre y la madre, la más potente de las imágenes que nos habitan, el
emafrodita del que se habla es el Uno que nuestros padres suponen ser para nosotros
en el origen de nuestra existencia; es la renovación en sus términos literales, y bien,
toda esa potencia se pierde ineluctablemente, por amor, y para amar.
Pero esto, ¿no se anticipaba ya en el enamorado? ¿no estaba éste loco, pero de
forma controlada?
Descubrir esto conduce a la culpa. Hay que tener mucho cuidado al hablar de ella
porque, a pesar de todo, aparecer culpable ante el otro es también una forma de
amarlo, aunque no, ciertamente, la más aconsejable (pero visto por el lado adecuado,
la culpa nos lleva a una realidad: somos inevitablemente narcisistas. Asumir este
hecho y no culpabilizarnos por ello, es también una delas tareas de vivir con
normalidad).
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Viviendo en tal estado, en el duelo, solo en el hotel aséptico Barhes se pregunta: “¿y
si, para que algo pase, hiciera ya una promesa?”. Parafraseemos sin interrogación:
para que algo pase es preciso hacer ya una promesa. La promesa es para otro, ese
otro que (¡válganos el cielo¡) es el gran ausente. Cuando descubro que soy un
narcisista entiendo que el otro existe. Más aún, entendamos el narcisismo como un
valor positivo, si somos capaces de asumirlo, asumiremos también a los demás por
él.
AMAR
“La mayor parte de las heridas vienen del estereotipo: estoy obligado a
hacerme el enamorado, como todo el mundo: a estar celoso, abandonado,
frustrado, como todo el mundo. Pero cuando la relación es original, el estereotipo
es conmovido, rebasado, eliminado, y los celos, por ejemplo, no tienen ya espacio,
en esta relación sin lugar, sin topos, sin plano, sin discurso”. pp43-44.
De esta manera podemos contraponer una dicotomía entre vacío y ausencia, y decir
que el vacío es al enamoramiento lo que la ausencia es al amor. El amor, de forma
“normal”, nos ha puesto en el lugar del otro, y, por eso, si el enamoramiento nos
lleva a una suerte de deseo sin freno, y de él al vació, el amor, que se materializa en
la promesa, lleva al sentimiento de ausencia (que no de soledad) cuando el amado no
esta. Tal es uno de los efectos de sentir verdaderamente la otredad. Uno más: un
hombre incluso puede sentir como una mujer, Barthes lo dice con toda la hermosura
de su pensamiento: “Un hombre no está feminizado porque sea un invertido, sino
por estar enamorado”p46. Corolario:
Volviendo a esa compañera del amor que es la ausencia, el autor hace una parada en
el Edipo (que lo consumió hasta su muerte, provocada por un atropello, acontecido
pocas semanas después de la muerte de su madre, cuya gravedad no explicó, según
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los médicos, el deceso de Barthes). En relación a la primera se nos habla de la
pérdida suprema (para el varón): el amor de la madre. Presencia - ausencia, así, por
un lado, la ausencia de algo que es quizá más que amor (madre e hijo fueron
físicamente “uno” durante nueve meses ), por otro, la presencia de la castración (“el
Edipo empuja al niño a ser y no ser como el padre, no ser como él pues prohibe
poseer a la madre, a ser como él pues el niño habrá de comportarse de la misma
manera que su padre con la mujer que hará su esposa”, Freud, La interpretación de
los sueños ). El deseo, entonces, se forma en una suerte de memoria y proyección al
futuro: en el recuerdo del abrazo materno, y en la ilusión de poder recuperarlo
gracias a guardar el ejemplo paterno:
Hay una forma de sobreponerse a la Ausencia que causa dolor: la carta de amor. Este
manuscrito singular descubre al otro. Una carta de amor, un texto que,
esencialmente, está vacío de contenido, en el que, sin embargo, prima la llamada del
ser querido: escribir una carta de amor, o un correo amoroso, es reclamar al otro a
nuestra presencia, de alguna manera es hacérnoslo presente, negar la distancia
(“Madre de todas las penas”, poeta andalusí anónimo).
Aquí ya no hay deseo de lo que el otro es para nuestro imaginario, aquí, queremos
que el otro nos hable; la protesta del que ama, la no correspondencia a nuestro amor,
siempre será de recibir la callada por respuesta.
A propósito de esta queja ante el silencio del que amamos se nos da un consejo
estratégico, digno de un elevado arte amatorio:
Frente a tal consejo nos asalta una duda: ¿Madre, no hay mas que una?
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Pero, y si la ausencia se prolonga, y si la catástrofe llega, y si el otro no…pues uno
se desmorona (lentamente, o con celeridad). Barthes compara la situación con un
campo de concentración: El sujeto tiene pánico. El dios Pan, el único dios verdadero
para Nietzsche, habitaba plácidamente escondido en la maraña de los bosques de
Tracia, cuando un paseante despistado lo pisaba éste daba un agudo grito que
causaba a su infractor un estado de pánico, es decir, un espasmo producido por la
fuerte impresión de que “todo” era sentido. El pánico nos hace derivar, de un estado
en el que sólo tenemos ojos para una persona, a otro, en el que, desaparecida
aquella, todo sobreviene, la realidad “pesa”, pues toda ella viene a ocupar un lugar
esencial de nuestra percepción ya adjudicado.
El camino erótico que traza Barthes nos lleva de un origen en lo imaginario hasta
una reparación en la existencia del otro. La presencia de este último es ya tan
efectiva (buena nueva que el amor nos anuncia, pues parecía que toda realidad
subjetiva era imaginaria) que, más que otro, tenemos que hablar a estas alturas del
Otro. Y es que el ser amado es también, puede ser por qué no, objeto de deseo o de
filtreo o coqueteo para otros. Los celos consisten en reparar en este hecho. Los celos
suponen entonces una estructura ternaria, en donde manda lo que “extraños” a una
pareja pueden disponer. Como niños supimos de esto, aunque, como adultos que
somos ya se torna inaceptable. Los celos son la continuidad del amor, otra de sus
formas ( y recordemos que estamos tocando el estadio de la dinámica social, de la
reproducción de la especie, del Otro y su economía tendente a la normalización), los
mismos vienen a renovar la energía del enamoramiento, nos devuelven, también, a su
estupidez, al narcisimo que reclama sus derechos. El amor propio nos hiere, si cabe,
un poco más: nos hace resistir a sentir celos, con lo que la aspereza de su vivencia se
duplica.
NORMALIDAD
Quizá sea por eso que, curiosamente, la siguiente palabra sea alegría, “laetitia”. La
alegría se da en la tranquilidad, también, en la estabilidad emocional, a eso han
contribuido los celos, que refuerzan, aunque de un modo un pelín humillante, el
amor. Así el objeto de amar es vivir con alegría la cotidianidad (decir esto no es
cursi, antes al contrario, como proclamará Barthes más adelante, es de lo más
provocador en nuestros días). Pero existen inconvenientes a esto, sin ir mas lejos los
del imaginario y sus maravillosos estados de locura, su infantilidad, siempre motivo
de conflicto. Ante todos estos inconvenientes de la alegría de amar, y, por qué no
decirlo, de vivir con normalidad en el amor, es preciso tomar partido, ser
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consecuentes con lo hecho (pues, para que algo pasara, había que hacer ya una
promesa):
Nadie dijo que no se ama sin sufrir, cualquier amor supone un dolor, el dolor de
poner en segundo plano el imaginario personal que nos constituyó, y en cuyo hueco
entrará ni más ni menos que una persona real.
Aquí es el momento de una palabra inadvertida por Barthes: Valor. Para amar es
preciso ser valeroso, encarar el dolor y el escozor (J.G. Requena). Jung lo dice bien:
(Deseo narcisista de muchos intelectuales cuya vida pasa lista a todos los tópicos de
la normalidad estructural - aire acondicionado incluido - pese a hablar de cosas
transgresoras, como la sexualidad pre - edípica, o la sociedad sin clases, además de
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estimar y exigir - “muy sencillamente”- de sus acólitos que lo consideren un
“rebelde”.)
Refinamiento de la vanidad, muy humana por otro lado, de modo que, si a alguien
debemos de entender es sin duda al vanidoso (que somos todos). Pero lo que en el
amor interesa es el otro, que, además de dicha, nos da también dolor (“ me duele el
otro”). Una cuestión surge a este respecto fundamental: ¿ es accesible el dolor
ajeno?
“sufriré por lo tanto con el otro, pero sin exagerar, sin perderme”p65.
Esto ¿supone algo mediocre?, ¿nos alejaría de esa heroicidad tan necesaria para
amar? En absoluto. Heidegger recoge una máxima del Conde de York que pasa por
ser una de las verdades más densas de su pensamiento:
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lo que habla en un “objeto”? ¿el amor, para que viva entre dos, no necesita de un
higiénico espacio de “no entendimiento”?
José Gaos decía: “ El amante ideal es una persona libre y fiel, contradicción en los
términos”. Yo quiero comprender, y al mismo tiempo preservar un misterio, esto es
un “grito”:
“El corazón es el órgano del deseo (el corazón puede henchirse, desfallecer,
etc, como el sexo)”pag78.
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cierta del tiempo hasta que no aparecieron, allá por el siglo XVI, los primeros
autómatas que medían con exactitud. De la misma manera no hay conciencia cierta
del amor hasta que el cuerpo del otro amado no nos pertenece; su olor, su calidez, su
humedad, su sólida constitución…son desposeídos de su realidad para ser de nuestro
imaginario:
“Si, por ejemplo, veo al otro pensar, mi deseo cesa de ser perverso, vuelve a
hacerse imaginario, y regreso a una Imagen, a un todo: una vez más, amo”.
La “causa de mi deseo”, esos detalles fascinantes del cuerpo del otro amado.
Pero si nunca como cuando amamos podemos hablar de “nuestra vida”, de “mí”,
sólo únicamente cuando se habla por amor (=diciendo necedades ), vaciando nuestro
lenguaje de contenido, amando las formas únicamente, digo realmente algo al que
amo. No hay un acto de entrega mayor que estar dispuesto a decir una sarta
inacabada de tonterías, de la misma manera que el otro hace lo propio al
escucharlas. Ese Uno que la caricia de la conversación busca, de la misma forma
que buscan las caricias físicas el clímax, es fruto de una parada en el deseo de
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hacernos comprender, de una excelente relajación; la sensación de soledad que
conduce a un prurito explicativo ya no se da, ciertamente no nos importa qué decir,
ni si vendrá o no a colación: no he leído una definición más exacta de la felicidad.
San Juan de la Cruz llama lindamente a este estado de absurdo en el diálogo entre
amantes “la oscuridad sonora”.
El decir ilimitado y sin sentido del que habla por amor tiene un momento de parada,
que no es el silencio sino el regalo, esa pequeña “creación” de nuestro deseo para el
otro.
No coincido con Barthes (Dios me diante) cuando afirma que no se puede “regalar
lenguaje”. El obsequio “toca con nuestro falo” al otro. Ciertamente hay que “saber
regalar palabras”. En el análisis, por ejemplo, aparece un inaudito regalo verbal
(logodoros): el que nos dispensa el Otro. El sufrimiento del neurótico proviene de un
exceso de Absoluto, de normas fantasmas (y reales) en cuya obsevación nos
desvivimos (a esto Cicerón lo llamaba supersttitio ). El Otro, motivo siempre de
duelo en la neurosis por el hecho de que nunca estaremos suficientemente a la altura
de sus exigencias, de repente aparece “amable”, conmovido en su “ley de hierro”
(“no es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre”). Tal es la labor del
analista…presentarnos una ley posible, humana. Esta palabra que viene de este
“tipo” de Otro (del relato propio elaborado entre paciente y analista) que, esta vez, y
de forma inaudita, “nos quiere”. En esto consiste el “gran regalo” de la palabra:
recibir parabienes de la ley.
Qué mayor regalo puede hacérsele a los que aman que darles una palabra que
exorcice a sus demonios (de entre los que destaca, en su multitud, uno: “el miedo a
perder la dignidad”). O, dicho de otra forma, qué mejor regalo puede haber para
aquel que tiende a la absurdidad del amor, que somos todos, que una palabra que
baje el nivel del drama de la inseguridad de amar:
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La letra “d” de este vocabulario del amor parece ser la destinada al capítulo de
confesiones (aquí se nos habla del otro amado: se llamaba Couloche): el intelectual
enamorado.
Citas:
“Para identificar mis puntos débiles existe un instrumento que semeja un clavo: es
la broma: yo la soporto mal”pag94
“Es el goce narrativo, lo que a la vez colma y retarda el saber, en una palabra, lo
que reenvida”pag109.
Propongo esta palabra, “reenvidar”, como una de las grandes sensaciones de hablar
con el otro amándolo (“En el encuentro amoroso me reanimo incesantemente, soy
ligero”).
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* * *
Se monta una escena cuando nos sentimos inseguros (además de cuando hemos
vencido al demonio del miedo a perder la dignidad), cuando no se percibe
reciprocidad. La disputa amorosa pretende retomar la vieja intensidad: la primera
discusión de una pareja (siempre esperada tácitamente) viene a afirmar una relación
que empieza a perder enteros. Las parejas que discuten todo el rato dan buena
cuenta de su pánico a la ruptura.
* * *
La espera, se dijo arriba, es algo femenino. Así, se pregunta con belleza Barthes:
“¿Estoy eneamorado? - Sí, porque espero”. “En la trasferencia se espera siempre.
(…); de modo que se puede decir que, en donde quiera que haya espera, hay
transferencia”.
“Te esperaré”. Esta frase se repite en muchas preguntas, es el gran gesto de amor de
Penélope a Ulises. “Velar es amar” (Vicente Alexandre),… esperar a que despierte,
tener la cena preparada para su llegada, retrasar la entrada en el cine hasta el último
segundo cuando el otro se retrasa. Pruebas de amor. De manera contraria hacer
esperar es probar hasta qué punto se quiere. Existen no obstante dos tipos de seres
humanos: los que esperan y los que hacen esperar.
Saagún, 18 - 8 -06
* * *
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nos lo hacen funcionar, lo desatan y nos hacen arder. En el ser humano, su energía
libidinal se conduce a través de imágenes: Werther captado por la imagen de Carlota,
Dante por la de Beatriz, Dorian grey entregado a la suya. En la cura se dice al
analizado que tal encantamiento puede desviarnos de la realidad, sobre todo puede
hacernos desconocer al otro, no saber nada de él, y, por añadidura, no llegar a saber
nunca nada verdadero de nosotros mismos. De ahí que, el caballo de batalla del
análisis sea hacer traspasar el umbral de un estado de enamoramiento de sí a otro de
amor propio, o amor de sí. Del enamoramiento, o locura en donde todo “hace
signo”, al amor a uno mismo (ese es el principio de todo amor en general) que confía
en la benevolencia y cariño del Otro para con él (“Dios es amor”).
Pero Barthes entiende que la cura (que pone en paralelo siempre con el amor) está
terminada cuando paciente y analista renuncian a su trasferencia. De la misma
manera, dos, renuncian a su enamoramiento por amor. Así esta secesión erótica es
entendida como fatal por Barthes: por ella se pierde el delirio del enamoramiento,
ese deleite, para no saber en qué entrar:
Se entra en el amor.
León, 19 - 8- 06.
* * *
Ninguna falta puede ser mayor que aquella que se comete en el amor: faltarle al ser
querido ¿cual es esa falta por lo general? Lograr con él la normalidad. Barthes no
para de subrayar este hecho, y la anécdota que cuenta de un viaje en tren así lo
atestigua. Que el tren salga a su hora con el amado dentro, y en el lugar que le
corresponde. Todo el montante del enamoramiento emplazado en un vagón.
Tal es la mayor falta contra eros: normalizarlo. Contra eso lucha Barthes, que, a
estas alturas del libro, ya nos ha dicho suficientemente claro que prefiere estar
enamorado a amar, estar enfermo de amor, a vivir su salud. La “normalidad”; es
probable que hablemos de ella con un tácito desprecio. Pero nada hay en la vida más
misterioso que lo “normal”, escritores como Borges o Cortazar, entre otros, nos lo
reiteran a gritos, y, ya lo reconoce Barthes, la normalidad es el mayor enigma, mayor
aún que el delirio de eros.
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Palas del rey, 24 - 8 - 06
* * *
Santiago de Compostela, 23 - 8 - 06
* * *
* * *
Todo el que ama se sitúa en el lugar del necio. La energía erótica me lleva a hablar
sin medida, con una gozosa locuacidad. El que ama lo hace porque sí, y esto,
además de colmar también puede asfixiar.
* * *
“Lo pesado es el saber silencioso: “yo sé que tu sabes que yo sé”: tal es la
fórmula general de la mortificación, pudor inocente, helado, que toma por insignia
la insignificancia (las palabras pronunciadas). Paradoja: lo no dicho como
síntoma…del consciente” pag181
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Lo verdaderamente pavoroso de este “saber silencioso” es que sea el sostén de la
continuidad de muchas parejas.
* * *
Antonio Machado decía que “el filósofo es un poeta que se cree sus metáforas”
( Juan de Mairena). Todo intelectual debería asumir el absurdo de su discurso,
debería tener el valor de reconocer sus necedades, y tener muy poco pudor. Esto es
el valor.
* * *
“Puedo hacerlo todo con mi lenguaje, pero no con mi cuerpo. Lo que oculto
mediante mi lenguaje lo dice mi cuerpo. Puedo modelar mi lenguaje a mi gusto,
pero no mi voz. En mi voz, diga lo que diga. En mi voz, diga lo que diga, el otro
reconocerá que “tengo algo”. Pag199
* * *
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El NQA el no querer asir) es la vuelta de roles en la relación. Si el amor quiere
querer asir al otro (abrazarlo indefinidamente) la renuncia a amar nos destituye del
poder del amor, aunque, también, nos vuelve fuertes frente al otro que, entonces, nos
dirigirá su mirada extrañada. Ser amado con entrega también es, para ciertas
personas, una manera de vivir el amor.
* * *
* * *
“Informe del sabio al amo: Tú puedes todo sobre mí pero yo lo sé todo sobre
tí”pag249
* * *
Uno de los tesoros más grandes que el análisis reporta es el reencuentro con la
infancia. El verdadero impás del analizado, su parada extática, se da cuando este
retorna a su niñez, lugar en donde brotan los sentimientos, ahí puros. Una línea de la
cura es observar, en la madurez, parte de aquella pureza, aprender a su
conservación, también, a defender al infans, en definitiva, a ver al niño cara a cara a
luz del adulto.
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Dicho en términos analíticos, esto supone no perder nunca de vista el imaginario, los
sentimientos, los afectos que proceden de él. Rechazarlo es la cura mortificante, de
nada sirve una tal salida de la neurosis
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