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De métricas y glosarios: dos caras de una angustia

Juan P. Vargas
Una de las primeras encrucijadas de todo escritor es saberse frente a la hoja en
blanco, un primer contacto con el vacío, ya sea para llenarlo en barroco modo, o para
abismarse a él de forma romántica. El llenado del vacío es la primera angustia del poeta:
tener la destreza suficiente con el lenguaje, para poder estructurarlo de modo que sea
capaz de llenar el blanco de la hoja. Para este cometido, se valen los escritores de diversas
fórmulas, formas y artilugios, dado que el vacío parece ser el verdadero motor creador
del poeta. En la cruzada por llenar el vacío, el poeta vive otro entrecruce: el que se da con
su lenguaje propio. Y es allí donde se generan las más diversas formas de escritura de las
que el poeta se vale para su cometido.
Ahora, ¿qué sucede cuando el lenguaje, con el que se intenta llenar el vacío, es
impuesto por un invasor? No un lenguaje propio, nacido de la tierra, sino uno venido de
afuera, llegado con la espada y con la cruz. Octavio Campero Echazú, entonces, al
enfrentarse con su lenguaje, lo hace desde la angustia de escribir en moldes españoles.
Dos caras de su poesía nos revelan esta angustia con el lenguaje: la métrica y los glosarios.

La métrica
Bolivia nace como República independiente en 1825; sin embargo, dado que las
imposiciones virreinales de España en nuestro territorio fueron, además de políticas,
lingüísticas, ¿hasta qué punto se prolongaron dentro del continente americano? El apego
a tradiciones métricas europeas, en el caso de la poesía, ¿no será acaso una prolongación
de la conciencia colonial? ¿El escribir desde las medidas, los metros españoles, no
reproducirá una angustia proveniente desde la época virreinal?
En Arias sentimentales (escrito por un Campero de diecisiete años y publicado en
1918), asistimos a una métrica apegadísima a los moldes españoles: en el libro hallamos
desde sonetos endecasílabos hasta madrigales hexasílabos, perfectos en cuanto a cómputo
silábico. La métrica es tan apegada a los moldes españoles, que José Espada Aguirre
(temprano lector y comentarista de Campero), afirma de Arias: “En cuanto a la estructura
que los distingue, el poeta conoce todas las formas de versificación”, (1918: IV),
entendiendo por formas, claro está, a los diversos tipos de metro, cuyo conocimiento y
buen uso, para Espada, es digno de elogio. Lo cual muestra, también, cómo Campero se
apega no solo al molde español, sino al culto gusto del lector de su época. En Al borde de
la sombra (publicado en 1963, siete años antes de su muerte), en cambio, asistimos a un
Campero maduro1, que trabaja en verso libre y desapegado del molde métrico español.
Deben pasar cuarenta y cinco años para cumplir el proceso de desapego métrico en su
poética.
De la diversidad de metros en que Campero escribe2, pero de entre todos, aparece
uno que parece seducirlo con mayor facilidad: el octosílabo de la copla, que sería aquel
que nutre y oxigena su poesía. Este metro, aparentemente tan popular y tarijeño, proviene
también de España, junto con el soneto, las sirenas, Pizarro, el Dios de los brazos abiertos
(a decir de Jaimes Freyre) y los gigantes. Mientras metros como el endecasílabo eran
usados para cantar cosas elevadas: Dios, la amada (en el más medieval sentido del
término3), héroes, etc. La copla aparece como el verso popular, con rima asonante en los
versos pares, con respeto por el octosílabo necesario para su musicalidad; el verso que
utiliza palabras regionales, contrapuestas al lenguaje elevado de la poesía culta; verso
hecho para ser cantado, un verso sujeto y dependiente de su oralidad.
Para entender la producción de la copla, cabría citar a Rafael Cansinos, para quien
“[m]ás que un origen exclusivamente popular de la copla habría que admitir una continua
transfusión de inspiraciones entre la musa docta y la musa plebeya”4, (2011: 21). Cabe
preguntarse, entonces, cómo Campero actúa en este contrapunto entre lo culto y lo
popular. Más aún, cómo este contrapunto mide la poesía de Campero, no solo desde el
cómputo silábico, sino aún más desde su modo de escribir poesía, pensando claro que
para la RAE, la métrica “trata de la medida o estructura de los versos, de sus clases y de
las distintas combinaciones que con ellos pueden formarse”. La angustia de escribir desde
los moldes españoles se muestra mucho en la poesía culta, en los endecasílabos y los
alejandrinos. Campero muestra el otro lado de la angustia: lo popular como algo también
impuesto.5

1
Al respecto de la condición chapaca, de Campero, construida a partir de su biografía y de su obra, remito
al ensayo “Todas las coplas son del viento”, de Bernardo Paz, incluido en este mismo libro.
2
A lo largo de la producción poética de Campero Echazú vemos más de veinte coplas octosílabas, tipo de
metro preferido de este poeta; hay también un buen número de silvas que combinan el heptasílabo y el
endecasílabo (más de diez); poemas meramente hexasílabos y heptasilábicos hay menos de cinco en cada
caso, y lo mismo sucede con poemas que combinan el hexasílabo y el eneasílabo, y el octosílabo y el
tetrasílabo. Y están, por último, los ya mencionados poemas en verso libre de Al borde de la sombra.
3
El amor cortés del medioevo buscaba no una realización física del amor, sino la idealización de la amada
en la poesía.
4
Cabe señalar que Cansinos trabaja su análisis sobre la copla andaluza, por lo tanto me parece interesante
leer la poesía de Campero desde esta teoría, dado que Tarija se considera a sí misma la parte más andaluza
de Bolivia.
5
Mónica Velásquez, en “Poesía y cultura popular”, publicado en este mismo volumen, afirma que la de
Campero remite a los inicios mismos del surgimiento del género, donde un trovador cantaba de pueblo
en pueblo. Remito a dicho ensayo para ahondar más en la cuestión de lo popular de esta poesía.
En la copla estarían pues las voces andaluzas y flamencas que relucen desde su
España natal, pero también la voz del tarijeño que canta de amores y desamores. Se lee
este contrapunto verbal, por ejemplo, en los siguientes versos: “¡Agora ya nada / me
queda en la vida!... / Y como p´al pobre / las penas no llegan solitas […]”, (1942: 112).
La palabra agora con que se abre el verso, es una forma antigua del castellano, que
pareciese estar escrita así por necesidad métrica: si fuese ahora, el verso podría ser
pentasílabo, rompiendo la métrica total del poema. Llama la atención, por lo mismo, leer
luego una contracción coloquial como p´al, que se da también por la misma necesidad
métrica del hexasílabo: si fuese Y como para el pobre, el verso se convertiría en
heptasílabo. Es así como Campero, poco a poco, mide su poesía desde este contrapunto:
de lo culto a lo plebeyo y viceversa.
De entre los temas que Campero poetiza, hay uno por el cual se deja seducir con
mayor facilidad: la natividad de Cristo. Este tema se abre a ser poetizado tanto desde el
lado culto de la poesía, como desde el lado popular. Por ejemplo: “¡Velay la guagua
morena! / ¡Velay la guagua moruna!” (Ibíd.: 74), es la canción de cuna que la voz poética
dedica al Cristo recién nacido; en el verso, lo divino aparece en palabras coloquiales y
aparece con piel morena o moruna, saliendo de lo ceremonial para entrar en lo festivo. En
el velay, puesto en lugar de he aquí o ahí está, puede leerse además de la coloquialidad,
un afán métrico que busca el octosílabo coplero.
Tal como lo hace en esa canción de cuna coloquial, Campero poetiza el mismo
hecho desde una forma mucho más solemne de referir el mismo suceso:

Ya los gallos campaneros


dan las doce; y es la tierra,
bajo el viento de los astros,
cuna que se balancea…

¡El Niño Dios ha nacido!


―mies de luz sobre la vega.― (1950: 10 – 11).

Mientras, en la anterior copla, lo coloquial era la forma de referir el suceso y se


convertía en cuna para el niño Dios; aquí, Campero parece más bien adecuarse a lo
políticamente correcto para referir la Natividad: la hora del nacimiento, la tierra como la
cuna del Dios encarnado, el recién nacido que llega a alumbrar la tierra, etc. Todo referido
con un lenguaje correctamente poético, nada coloquial; incluso la frase hecha ¡El Niño
Dios ha nacido!, que tanto se escucha en las misas de gallo y celebraciones litúrgicas
navideñas, viene ya con el octosílabo hecho, pareciese una frase lista para ser añadida a
una copla. La angustia de escribir en moldes españoles desde los dos lados: lo popular, lo
culto.
En las coplas de Campero, entonces, se lee un contrapunto entre lo popular y lo
docto, entre lo atrevidamente coloquial y lo correctamente poético. Para un poeta como
Campero, tan angustiado por los moldes españoles, andaluces, hacer intentos en el
lenguaje coloquial no deja de ser un atrevimiento: arrojarse a introducir ese mundo tan
tarijeño, ese que solo adquiere sentido con las palabras propias, en medio de lo culto
español, lo poético correcto. Admito con pena que las coplas coloquiales de Campero son
muy pocas en comparación a las que usan el lenguaje estrictamente poético. Pareciese
que al poeta le habría faltado un poco de ahínco y atrevimiento en una coloquialidad muy
propositiva, pero parcamente perfeccionada6.
Ahora bien, por otro lado, para Antonio Quilis, la métrica es más bien “la parte de
la ciencia literaria que se ocupa de la especial conformación rítmica de un contexto
lingüístico estructurado en forma de poema” (2004: 15); es así que este autor al hablar de
métrica hace sobresalir, además de la medida de la poesía, lo rítmico, lo sonoro que la
métrica le otorga al poema. Una figura que parece seducir en gran medida a Campero
Echazú es la concatenación: letras, palabras que le sirven para unir versos y dar ritmo al
poema. Aparece pues, el sustantivo acompañado del diminutivo: “¡Ay, zagala, zagalilla,
/ risa y rosa de los campos!” (1942: 44). La sonoridad emotiva del diminutivo, le sirve a
Campero para la intención del poema: la voz poética inicia apelando a la pastora para que
asista a la fiesta del Rosario, pero se lamenta, finalmente, por su ausencia. Este sentido
del lamento no solo se crea por el tema poetizado, sino sobre todo por cómo suena el
poema, por cómo se canta y, por lo tanto, por cómo lo escucha un público oyente. La voz
poética, más que explicar su tristeza por la ausencia de la zagala, la demuestra mediante
la concatenación del sustantivo zagala y su diminutivo zagalilla, precedidos de la
interjección ¡ay! que termina de adquirir sentido gracias al ritmo del poema.
La concatenación continúa, la zagala no ha acudido y la voz poética dice: “Pero
no vienes… Y el río, / ríe al ver mi desengaño”, (Ibíd.: 36). Esta risa es presentada como

6
Susane Centellas, en este mismo libro, habla del instante poético en Campero Echazú, donde el instante,
definido desde Bachelard, se refiere a ciertos momentos de verticalidad que exponen la dimensión
metafísica del tiempo. Retomo la idea para decir también que los momentos de coloquialidad pura en
esta poesía pueden ser vistos como instantes, momentos donde se escapa de lo físico y lineal del lenguaje
culto y se llega a lo vertical, metafísico y propositivo del lenguaje popular.
una burla a la soledad del hablante, una forma de ahondar la desgracia. Si se sigue la
isotopía de la risa en el poema, previamente esta había sido más bien lo contrario: marca
de alegría por la fiesta del Rosario y por la presencia de la zagala. Las campanas son risa
y rezo, la zagala es risa y rosa. Si bien la palabra risa se construye con los sentidos de la
alegría por la fiesta y la picardía o burla del río ante la soledad del hablante, también la
palabra responde, y en mayor medida, a un afán rítmico. La risa se construye desde la
alegría y la picardía, pero también funciona para transmitir el mismo sentido a la
sonoridad del poema: fondo y forma en funcionamiento conjunto.
La voz poética camperiana suele incitar al sonido en diversas situaciones: “¡Tocad
a gloria este día, / que Cristo ha resucitado!” (Ibíd.: 37), dice a las campanas en la Pascua;
“¡Ven, zagala, y rogaremos / por tus huertos y sembrados (…)!”, dice rogando a la pastora
que acuda a la fiesta del Rosario. Es la misma imagen de la zagala a quien la voz poética
insta a que vista de fiesta y acuda a festejar a la Virgen del Rosario, y dice: “Repicad, que
hoy es la fiesta / de la Virgen del Rosario; / y que venga la zagala, / risa y rosa de los
campos”, (Ibíd.: 32). La fiesta está precedida por las campanas; la zagala es risa del
campo; es decir, el apego a la oralidad no está solo en el ritmo del poema, sino también
en cómo se presentan los sucesos y personajes que acontecen en él, lo cual crea cierta
tensión en el poema. La voz habla a las campanas (como se habla a un posible
interlocutor), las exhorta a repicar de alegría; sin embargo, como lectores, jamás las
vemos/oímos repicar. Entonces, si bien la voz poética nos habla de sonidos, los incita y
los pone en boca de sus personajes (la zagala como risa del campo), es un sonido que
queda trunco en el poema, dado que no llega a realizarse. El lugar donde la sonoridad se
realiza por completo, es el ritmo mismo del poema; es decir, Campero pareciese responder
más a los afanes orales y rítmicos de la poesía, que a los que la complejizan desde el
contenido.
Al sumergirse en la lectura de Campero, uno se imagina la puesta en escena: el
poeta, el cantor, frente a un público; y se pregunta: ¿la exhortación a las campanas y a las
zagalas a que resuenen junto con el poema (es decir, la imagen de la voz poética frente a
posibles interlocutores), no será también la imagen del poeta frente a un público, a un
mundo más real que ficcional? Es decir, al poeta pareciese seducirlo mucho más el trabajo
en este mundo sonoro y real objetivo, el de las letras que pueden usarse en canciones de
la cultura popular y que un público recuerda aún muchos años después; que aquella
creación de un mundo poético complejo, crítico y recordado en los anales de las letras
bolivianas.
Este apego por lo sonoro, por la cualidad de canción que tiene el poema no es una
cosa gratuita en esta obra poética, al contrario, aparece como una declaración de
principios en el Campero Echazú más temprano. En Arias sentimentales, encontramos un
soneto sobre la creación poética. El primer cuarteto dice:

Yo tengo aquí en la mente muchos cantos


sin palabras, sin voces, sin sonidos;
cantos rojos, ardientes y encendidos,
que aún ignoran el mundo y sus quebrantos.

Y aún ignoran el mundo, porque ocultos


aquí dentro, en el alma, en los sentidos,
son como aves cautivas en sus nidos,
como ensueños perdidos y sepultos. (1918: 6).

El canto como la idea que habita la mente del poeta, previa escritura, el canto
como el antecedente mental del poema, funda de inicio la obra de Campero. Estos cantos
mentales no tienen palabra, voz ni sonido, están como sepultas en la mente. Bajo esta
premisa, se alude a que cuando salgan de la mente, cuando se conviertan en poema,
tendrán todo lo que no tienen en la mente: sonoridad, voz; puesto que en el hoy, su
vivencia cautiva dentro de la mente, son rojos, ardientes y encendidos, es decir, en un
estado de latencia, en espera por salir a volar (cual el ave de su nido). Es así como, el
Campero más temprano declara al canto como el inicio mental de la poesía, en un soneto
con rima y métrica perfectas, además (como, tal vez, una manera de hacer latente en la
forma del poema, su contenido).
Esta métrica tan rítmica supo imponerse en la obra de Campero por sobre
cualquier intento de complejidad poética. La métrica ingresa en su poesía cual dama
opulenta que se presume por el ritmo de su andar entre la gente plebeya; supo, en su afán
cortesano, hacer a un lado a los ahijuna y misca, a la chica y al crío (de entre otros
términos coloquiales usados por Campero en su poesía), para relegarlos a mera definición
de glosario. El temprano lector José Espada Aguirre, afirma sobre Arias sentimentales:
“El ritmo es terso; su entonación fluye como un canto, que cautiva por su melodía. / La
rima es descuidada; aparece en pocas estrofas, pero con rica consonancia.” (Ibíd.: IV).
Nuevamente resalto el apego de Campero al gusto culto del lector de la época: la melodía,
el canto cautivante, la consonancia de los versos. Elementos poéticos logrados desde su
apego rítmico a la métrica y alabados por los lectores de la época.
La métrica supo conquistar al poeta, al punto de cautivarlo en el ritmo tarijeño y
en las ganas de sentir cantados a sus poemas, en verlos en la boca de la gente, desde el
sencillo canto de amor o desamor, no desde ese otro lugar complejo de la creación que
los poetas instauradores privilegian. Campero optó, en gran parte de su obra poética, por
el poema musicalizado, más que por el poema leído; optó por la métrica rítmica, más que
por esa forma de medir la poesía y de medirnos a nosotros mismos en nuestras letras.

Los glosarios
Llama la atención, en la obra de Campero, la presencia de glosarios explicativos
de las palabras regionales al final del libro. Si bien los glosarios sirven en primera
instancia para el lector, para ubicarlo en el lenguaje que lee, también revelan mucho de
las intenciones del autor con su propio lenguaje y con el lector que se propone.
Mediante los glosarios, en primera instancia, el poeta delimita su propio público
lector: aquel que no conoce la jerga tarijeña presente en sus poemas. Aparece así, desde
otro lado, la angustia de Campero por mostrarse como un poeta culto, poeta seguidor de
moldes españoles: él mismo demuestra su afán por ser leído no por los tarijeños que
conocen las palabras coloquiales, sino por la élite académica que habla el castellano
correcto y requiere de glosarios para comprender los poemas. El lector culto no regional
al que el poeta aspira, ve un ejemplo en Espada Aguirre, lector contemporáneo de
Campero, que alaba el apego total a la métrica española en su primer libro: no lo tarijeño,
ni lo latinoamericano, sino la inclinación a lo español (de ahí que lo alabe, al compararlo
con la poesía de Bécker).
Ángel Rama, al hablar de los procesos de transculturación en la narrativa
latinoamericana, reflexiona sobre el hecho de la renuncia a vocabularios y glosarios en
las novelas regionalistas. Esto se debería, según Rama, a que el autor no muestra ya ese
universo lingüístico como ajeno a él, sino que él se reintegra al lenguaje propio y puede,
desde adentro, reconstruirlo literariamente. No procura imitar un habla regional desde
afuera, sino reelaborarla desde adentro con finalidades literarias. Es así, que el autor
puede llegar a construir una lengua específicamente literaria y artística. Rama, en su afán
por hablar de la desaparición de los glosarios, sugiere una pequeña lectura suya de ellos
(pero no por pequeña, menos útil), donde el glosario aparece como un catálogo definitorio
de palabras desconocidas, que restringe el uso del léxico localista y llama la atención por
las formas sintácticas peculiares y las modulaciones suprasegmentales, que aparecen
como opuestas, por el glosario, a la lengua del escritor7, (1971: 20).
Si bien los glosarios son usados, por un lado, para ubicar a un lector delimitado,
también demuestran cierta distancia del autor respecto al lenguaje que usa. Cabe,
entonces, preguntarse, ¿por qué Campero, siendo tarijeño, muy posiblemente conocedor
de toda la lengua popular que poetizaba, se restringe en su uso y se aleja de ella con los
glosarios? ¿Considerará como ajena esta lengua popular? Campero, claro está, es distinto
de estos autores que escriben novelas regionalistas sobre Latinoamérica desde Europa; el
tarijeño está inmerso en el mundo que poetiza, pero muestra un deseo de mostrarse ajeno
a él. Es poco probable que este lenguaje popular, biográficamente, haya sido un otro para
Campero; el autor, sin embargo, desea mostrarlo como un otro8. La inclusión del glosario
no es una mera explicación de términos, es una acción consciente de mostrarse lejano y
admirado por esas peculiaridades regionales del lenguaje, y al hacerlo, resaltarlas de entre
los otros vocablos que utiliza. El glosario sería, pues, una forma de iniciar la inclusión de
estos lenguajes regionales en nuestra literatura, pero desde una distancia: la necesaria para
mantener ese lenguaje correctamente poético.
Reparo nuevamente en la concepción que Cansinos tenía de la copla: entre la musa
popular y la musa culta. Lo plebeyo del lenguaje está resaltado conscientemente con el
marcador permanente del glosario. Lo culto se muestra en esta lejanía ficticia que
Campero realiza: al distanciarse de un lenguaje popular mediante el glosario, se muestra
a sí mismo (como poeta, ante el mundo), como el culto, el letrado que es digno de escribir
poesía.
Cuán distinto nos suena el verso: “¡Velay la guagua morena! / ¡Velay la guagua
moruna!” (1942: 73), de la definición de “Guagua: criatura de pecho” (Ibíd.: 133). En el
verso, la palabra aparece festiva, emotiva y llena de sonoridad; en el glosario, desprovista
de cualquier fiesta y sonoridad, reducida por la frivolidad de las definiciones
antropológicas. Tamara Videa, en este mismo libro, estudia a la fiesta que aparece en la
poesía de Campero, como una fiesta dionisíaca; en este sentido, las palabras coloquiales
serían en esta poesía una prolongación y una muestra más de esta fiesta que, a decir de

7
Rama llama transculturación narrativa al proceso que se daría en la literatura latinoamericana, donde se
redescubren elementos culturales que son propios (desde las culturas nativas que eran otredades para los
conquistadores, hasta el lenguaje coloquial) y se incorporan elementos de la cultura invasora (desde la
lengua misma en que está escrita).
8
Es la misma encrucijada que plantea Bernardo Paz en este mismo libro, quien desde una genealogía y
biografía de Campero Echazú muestra cómo su aproximación a la tierra tiene que ver con la adopción de
un lenguaje de tradición oral, otro lenguaje escrito y un contexto específico.
Videa, es un paralelo cristiano de la fiesta de Dionisio; pero el glosario sería la huida de
la fiesta, el volver a lo correcto y dejar de lado lo carnavalesco.
Otro ejemplo de uso coloquial del lenguaje: “¡Malhaya el marido / que me dio mi
magre!” (1942: 101), donde la palabra coloquial aparece usada sin miedo, presta para
expresar la execración de la voz poética. Mientras que en el glosario está la definición:
“Malhaya: expresión de desprecio, maldición” (Ibíd.: 133), donde la palabra aparece
desprovista de su sonoridad imprecatoria, con la distancia objetiva del diccionario.
Al usar el artificio del glosario, Campero intenta mostrar a este lenguaje popular
como un otro: palabras distantes que no le serían propias al poeta culto. Es un otro, sin
embargo, en el que el poeta pareciese verse reflejado; los momentos en que usa palabras
coloquiales en los versos, su lenguaje y su voz poética adquieren sonoridad y fuerza, cosas
de las que se aleja intencionalmente en la inclusión del glosario. Me gusta la idea de leer
a Campero en esta tensión (la misma que marcaba Cansinos para la copla): entre lo culto
y lo plebeyo. El tarijeño se anima a entrar en lo coloquial y darle fuerza a su poesía; pero
en su afán de mostrarse poeta, muestra una distancia ficticia de ese lenguaje plebeyo para
mostrarse culto, letrado, tarijeño de herencia andaluza.
En esta tensión entre el lenguaje estrictamente literario y el lenguaje popular, el
afán por poner glosarios al final del libro marca una lejanía de ese universo lingüístico,
tanto del autor, como del lector. El autor conoce las palabras regionales, tal vez las habla
a diario, pero no puede, sin culpa, ponerlas dentro de su poesía. Campero escribe coplas,
versos para ser cantados, canciones propias de la tierra madre y, al ser tales, deben llevar
palabras regionales; sin embargo, el autor desea que sus coplas lleven el augusto nombre
de poesía: no deben quedarse en la oralidad, deben llegar al fuerte estatus de la letra
escrita. En ese trance, la única forma que halla para justificar la inclusión del lenguaje
popular es el glosario. No digo que esto sea una falla dentro de su obra, es más bien una
marca de época, común en varios autores latinoamericanos. Estamos a principios del siglo
XX, la herida de la conquista aún no ha cicatrizado por completo, y los autores aún no
han llegado al estatuto que Rama llamaría transculturación.
Es un lenguaje angustiado por moldes españoles el de Campero. En los dos casos
que he revisado (la métrica, los glosarios), se lee aún la angustia de escribir desde lo
español, de mostrarse como un poeta correcto, de ser el tarijeño de herencia andaluza. En
el caso de la métrica no es una angustia desde lo culto, sino desde lo popular; en el caso
de los glosarios, la angustia se traduce en la culpa de la inclusión de palabras coloquiales
en la poesía y en la delimitación de un público lector.
Bibliografía.-
CAMPERO ECHAZÚ, Octavio (1942): Amancayas. Universidad de San Francisco Xavier,
Sucre.
__ __ (1918): Arias sentimentales (poesías).
__ __ (1971): Aroma de otro tiempo. Biblioteca Universitaria “Juan Misael Saracho”,
Tarija.
__ __ (1958): Poemas. Biblioteca Paceña, Cuadernos quincenales de poesía Nº7, La Paz.
__ __ (1950): Voces. Poesías. Biblioteca Universidad Juan Misael Saracho, Tarija.
CANSINOS ASSENS, Rafael (2011): “De la copla en general y su irradiación en el teatro
quinteriano”. En La copla andaluza. Arca Ediciones, Sevilla.
QUILIS, Antonio (2004): Métrica española. Editorial Ariel, Barcelona.
RAMA, Ángel (1971): Los procesos de transculturación en la narrativa latinoamericana.
Caracas, Universidad Central de Venezuela.

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