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Oficio: cronista

De manera sistemática, Carlos Monsiváis ha excluido la primera persona de sus textos. En


lo que constituye un acontecimiento inédito desde que a fines de los años 60 se le pidió
escribir su autobiografía, el cronista por excelencia entrega a Confabulario un retrato de sí
mismo: una revisión que lo ubica dentro de la ciudad cronicada, y que explora al Monsiváis
ubicuo y deambulatorio como un pretexto para reflexionar en los derroteros de la crónica
durante el último medio siglo.
POR CARLOS MONSIVÁIS

Estampas. 2 de julio de 1954. Frida Kahlo se manifiesta


Al contemplarla, sentí el pasmo más tarde clasificado como uno de los “trances místicos”
del laicismo. Nunca antes encontré una figura tan martirizada y altiva. No me la esperaba
así, no con el rostro lívido donde parecía extinguirse un rito cristiano, no con ese
distanciamiento ante el dolor ofrecido como hastío sublime. La escena era teatral al afectar
a símbolos, y a símbolos muy conscientes de serlo, tanto por su rol de celebridades en la
ciudad relativamente pequeña (“Si lo reconozco ya sé que debe ser muy importante”) como
por su condición de emblema de la diferencia en medios de la intolerancia. A su alrededor,
las miradas los jerarquizaban, y con el aire del habituado a extraer de su fama la autoridad
que va necesitando, Diego Rivera dirigía las maniobras: bajen la silla del auto, háganse a un
lado, acomoden a Frida, Juan O'Gorman y yo la llevaremos, vamos a la cabeza de la
manifestación. A su lado, unas mujeres repartían volantes y vociferaban contra el golpe de
Estado de la CIA en Guatemala, el militarote Carlos Castillo Armas contra el gobierno
legítimo de Jacobo Arbenz.
Seguí a Frida y Diego (imposible llamarlos de otro modo) a lo largo de la manifestación, no
muy nutrida en los términos actuales. De la marcha sólo recuerdo a la pareja. ¿Cómo
apartar los ojos del coloso y de la Dolorosa que él conducía? Desde mi culto adolescente
por los héroes —del que me aparté críticamente debido a mi culto adolescente por los
iconos perdurables— la pareja me alucinó. Frida, el retablo actuado; Diego, la síntesis
progresista de la fuerza de la Naturaleza. Entonces aún no los cortejaban las biografías, los
precios cósmicos de sus obras, los acercamientos fílmicos y teatrales, las retrospectivas, el
aura que en cada época envuelve a las luminarias y tiende a olvidar el sentido específico de
sus acciones. Apenas sabía de ellos (noticias vagas, escándalos, círculos de la admiración),
pero ya entonces, de verbalizar mi pasmo, me habría declarado en presencia de lo
irrepetible.
Esa noche, deslumbrado por la experiencia única, escribí una reseña de la marcha,
publicada en un periódico sorpresivamente llamado El Preparatoriano, de donde espero que
jamás resucite. Así ingresé a la crónica, oh dioses.

“Dichosa Revolución,
tú sí fuiste a las batallas”
Por un tiempo prolongado, hice numerosas crónicas que yo suponía de “agitación política”
(a lo mejor lo hubiesen sido de disponer de lectores). En la década de 1950 era tan
desmedido el control de la prensa, llamado Cuarto Poder por puro amor a la mitomanía, que
si uno quería enterarse de la realidad leía entre líneas, una técnica también engañosa. Del
espacio de encuentro entre la literatura y el testimonio, me entusiasmaban Diez días que
conmovieron al mundo, de John Reed, El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, y
los textos militantes de Mario Gill, relatos del heroísmo de los huelguistas mineros de
Nueva Rosita y Cloete (1952-1953), que me asomaban a los modos operativos del
capitalismo.
En la prensa nacional (así se llamaba en México a la frecuentada por los lectores cautivos
de la capital), el reportero solía ser, según yo creía, el tipo prepotente y obsequioso, que al
burlarse en privado de sus escritos le confiaba al cinismo la absolución de su conciencia.
(No era así, más bien el cinismo era el instrumento de la preservación de la salud mental).
Esto me imaginaba, el reportero irrumpe en la oficina del funcionario, le pide un whisky, se
sienta muy confianzudo o se queda de pie, y —si se sentó— perpetra un monólogo
desbordante en agudezas y peticiones de dinero (no así, no con esa vulgaridad; sí así, si con
esa desfachatez). Al no gustarme el whisky, decidí no ser reportero.
El universo cronicable por excelencia, la Revolución Mexicana, ya quedaba lejos, con su
repertorio de personajes que lanzaban frases ante los paredones, y a los que sólo
empequeñecía la ingratitud. Felices John Reed y Martín Luis Guzmán, relatores de los
estados de ánimo de caudillos, oficiales y tropa, y de las anécdotas que reverberaban al sol
como guiones de película: el soldado que en México Insurgente quiere matar al gringo Jack
y fraterniza con él en la borrachera; el lugarteniente de Villa Rodolfo Fierro, que asesina a
trescientos prisioneros sin que esa noche se perturbe la placidez de su sueño, y también en
El águila y la serpiente, el militar pundonoroso tan disciplinado que ni ante la vista del
pelotón de ejecución derrama la ceniza de su puro.
En la década de 1950 la crónica periodística servía a tres causas: la nostalgia
(costumbrista), la nota de color y el sistema político, es decir, el México destruido y
reinventado por el Progreso; el país del orgullo por lo poco que se tiene y lo mucho que se
idealiza; la nación impulsada por la voluntad unipersonal que salva a la sociedad. El
cronista de la entrega
a los poderosos presentada como orgullo Carlos Denegri de Excélsior, actuaba tan
convencido del candor ante la letra impresa que usaba sus columnas como patíbulo o
pedestal. En sus colaboraciones, muy abundantes, Denegri convertía los actos políticos que
reseñaba en incursiones ultraterrenas, y consignaba la sonrisa alelada, como de pastorcillos
de Lourdes, de los afortunados al estrechar la mano del Primer Mandatario. En el clima
narrativo de los cronistas a lo Denegri, el séquito presidencial va de prisa y de pronto se
pasma ante el ingenio superior (“¿Qué no me va a regalar unos tacos, don Eufemio?”, dijo
el Señor Presidente ante la risa espontánea del Gabinete y del taquero, orgullosísimo"). En
cada crónica, el milagro: la nueva presa, la gira donde las adhesiones florecen, las
dotaciones de tierras inexistentes o ya repartida cinco veces, la multiplicación de las
cervezas y las tortillas en la fiesta que el pueblo le ofrece a su gobernante.
Por las obligaciones del contraste, la crónica de la nostalgia certificaba el avance nacional.
Así fuimos, así nos vestíamos, así nos enamorábamos, y lástima que se desvanezcan tan
hermosas tradiciones, pero el confort y la modernidad exigen pagos en especie sentimental,
y además, hay que aceptarlo: si nuestros ancestros no vivieron totalmente en vano, sí se
vieron lentos en merecer el recuerdo.
Además, unos cuantos escritores mantenían la razón de ser del género de la crónica.

Estampas: 1957. Fue en un cabaret


Son las doce de la noche, y ningún joven que se respete, o que quiera darse a respetar, está
en su casa. El miedo urbano entonces es una sensación porfiriana, y lo propio de la edad es
andar en cabarets y prostíbulos, en cantinas y amaneceres brumosos. La variedad era
notable, o eso me parecía, mientras reflexionaba lo obvio: no asistía a la fiesta de la
decadencia, sino al adiós de la dictadura del pecado. Poco tiempo después, el pecado, ese
aliciente nocturno indispensable de las parrandas, perdía su centralidad. Al ganar la batalla
el ateísmo funcional ya casi nadie creía estar en falta a los ojos de Dios. El hedonismo
vencía a las sombras teológicas, que se desplazaban a las Agencias del Ministerio Público.
Y la variedad era infinita. Yo frecuentaba sitios con vanidad de coleccionista y me
fascinaban varios: Cero en conducta, por ejemplo, un cabaret a modo de escuelita, con
pupitres en lugar de mesas, y en donde se le exigía a los parroquianos arremangarnos los
pantalones para fingir niñez. Al fondo del antro había un pizarrón, y allí una cómica vieja
repartía gises e invitaba a un duelo de albures, a la riña verbal. El parroquiano escribía una
frase, la cómica le contestaba recrudeciendo la procacidad, y el combate seguía hasta la
rendición del parroquiano.
Otro sitio que me encandilaba: Las Tecatas, en un segundo piso de la avenida Santa María
la Redonda. A Las Tecatas le decían también La Pila Bautismal, porque entre sus clientes
frecuentísimos se hallaban un grupo de sacerdotes en día de asueto, cuyo santo y seña
(nunca mejor usada la expresión) era decirle a los objetos de su afecto efímero: Ego te
absolvo. En El Gusano, en la Colonia Obrera, me tocó una escena digna del más estricto
cine de horror, con imitaciones logradas de Peter Lorre y Boris Karloff. A las dos de la
mañana, el grupo con el que iba, todos estudiantes de Leyes, a iniciativa del que sería un
notable líder campesino, decidió refrendar su compromiso con la Patria. Y uno tras otro se
treparon sobre una mesa, y dijeron cuánto les importaba el rumbo firme de la Revolución
Mexicana. Al principio los otros clientes los oyeron con morbo y chiflidos, y siguieron
apretadísimos a las ficheras. Luego, un orador, furioso por los danzones, gritó: “¡Calla
gleba! Escucha el verbo de la Revolución!” Ignoro qué entendieron los caballeros allí
presentes, pero el defensor de las trincheras de la Patria acabó en el hospital, desde donde
se declaró víctima de las fuerzas oscuras de la reacción.
Como sea, la apertura de criterio se instalaba en la ciudad entre las dos y las seis de la
mañana.

“Cómpreme este billete de lotería, para que yo me gane la vida, y usted adquiera su
mansión en San Ángel”
Sin que a nadie se le ocurra, entre 1940 y 1968 se vive uno de esos períodos de “fin de la
historia”. El orden está garantizado, y prevalece el sonido del Progreso: los obreros en los
rascacielos, los cláxones que exaltan el carácter evolucionista del ruido, las orquestas de
mambo que revelan lo estético de las trepidaciones urbanas, las máquinas que derrumban
edificios viejos como si fueran polvorones (el que no se me ocurra otra metáfora es para
revelar mi edad). Vuelve al centro del escenario la sociedad conservadora a la que
vencieron los liberales sólo para adaptarse a sus hábitos. (Del siglo XIX mi crónica
predilecta era y sigue siendo Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto). Quedan atrás
la violencia y el estrépito de los años revolucionarios, y a los caudillos los sustituyen los
caciques con títulos de abogados, los políticos de personalidad calumniada por sus virtudes
y enaltecida por la religión del presidencialismo (“Si el Presidente de la República es un
genio, yo no puedo ser un idiota”). En la ciudad que se extiende, el relajo parece sustituir al
rencor social, y los lectores acechan el inside story de la burguesía, con su bonanza reciente
que el mal gusto
de los muebles exalta, sus casas de campo en terrenos ejidales, sus modales recién impresos
y ya, como aseguran sus secretarios, con quince generaciones de antigüedad certificada. La
moda de árboles genealógicos es la ilusión de disponer de algo que no hayan talado los
presuntos propietarios.
La reticencia y la hipocresía le ponen sitio a la crónica de la sociedad supuestamente
ahistórica, dócil, entusiasta, ingeniosa y pletórica de celebridades a manera de signos
de reconocimiento y autocelebración. En el país de una sola ciudad, en el medio a mi
disposición sólo escapaban del triunfalismo los guetos de la izquierda comunista y los
ilusionados en las utopías del arte. Supongo, porque astutamente no me he releído, que mis
crónicas de esta etapa combinan mi adhesión al desarrollo nacional (involuntario) y mi
esperanza en la insurrección de la clase obrera (voluntarista). Y, ahora lo sé, ni siquiera la
feroz represión anti-obrera y anti-magisterial en el gobierno de Adolfo López Mateos,
disminuyó mi fe íntima en la modernidad. Sí, el gobierno era abominable y obedecía a los
intereses más mezquinos; sí, la Buena Sociedad era la Selección Nacional de fortunas mal
habidas; sí, por desarrollo se entendía el libre flujo de complicidades y autocomplacencias.
Pero —y esto explica en buena medida el arraigo de 71 años del Sistema político— la
movilidad social y la movilidad cultural nos resultaban más reales que la sordidez burguesa
y la indefensión proletaria, eran tan evidentes como la pertenencia al planeta, como el rock,
la pintura abstracta, los happenings, la americanización, el disfrute del cine europeo, los
viajes y la convicción secreta y pública: ¿dónde vas que más valgas?
En la década de 1960 la crónica no dispone, en las jerarquías literarias, de valor alguno. Es
el hecho que conforma obras excéntricas (la del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo,
desde el París de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la de Salvador Novo), es el
afianzamiento social del idioma modernista (Nervo, Julián Del Casal); es el dato secundario
en la bibliografía de los ilustres (Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, César Vallejo,
Alfonso Reyes); es la práctica periodística amable y circunstancial. No se le reconoce a la
crónica la experimentación idiomática, su contribución al idioma modernista y el
contemporáneo, el abordaje de temas desatendidos por la ficción. El desdén por el
periodismo (justo e injusto) obstruye la evaluación crítica, y estos en detrimento de la
historia literaria y del goce mismo de muchas páginas admirables.

Estampas: enero de 1964. La celebración de lo celebrable


Saludo al Maese Salvador Novo y espero las agudezas que brotarán de manera indefectible.
Allí están las celebridades que se entusiasman consigo mismas. En el restaurante La Capilla
se congregan Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer, Agustín Yáñez, Rosario Castellanos, José
Gorostiza, Rafael F. Muñoz, Elías Nandino, Martín Luis Guzmán, Pablo González
Casanova, Jaime García Terrés... Es la comida de los intelectuales para el presidente Adolfo
López Mateos, o más bien, como allí me entero, es la comida que el Presidente de la
República patrocina para que los intelectuales se la ofrezcan, en ese eterno convivio de la
legitimidad, donde unos elogian y otro, con su sola presencia, garantiza sitios en la Rotonda
de los Hombres Ilustres.
Así fue. El vigor de la élite (la Buena Sociedad en cualquiera de sus niveles) cristaliza lo
valioso que el dinero da y al dinero vuelve; y la fe en que la ciudad de México, aún no
masificada, es el todo armónico donde se acomodan, cada quien su sitio, proletarios y
burgueses, canchas de futbol y cabarets, boxeadores y poetas, dueños de bancos y
prostitutas de fama desprendida de la atención simultánea a varios clientes, el amanecer de
la vida nocturna y el anochecer de las tradiciones criollas (esta visión unitaria y eléctrica de
la capital la asume Carlos Fuentes en La región más transparente).

Estampas 1959. La militancia: “Si el compañero no retira su moción, la Revolución podría


aplazarse una semana”
¿Qué testimonios le corresponden a la izquierda política del período anterior a 1968? Al
respecto, mi memoria es circular, una reunión de célula es una reunión de célula es una…
En sus novelas José Revueltas recrea el universo febril de la militancia, la mirada
incandescente de los profesionales del Partido (Comunista), el sectarismo como el orgasmo
inaccesible y si la metáfora me salió sexual es porque la frustración de no tomar el poder es
el mayor homenaje al coitus interruptus. A los personajes de la hoz y el martillo los
recuerdo ígneos, sacrificiales, víctimas y victimarios (del oído), carentes de las aristas del
sentido del humor. A lo mejor así fueron los de la etapa bolchevique, los que conocí eran
muy distintos: la población flotante en torno a la burocracia del discurso que devora su
significado por falta de significante.
¿Qué recuerdo ahora? La compañera que en vísperas de mítines y marchas va a Ciudad
Universitaria con un reloj enorme al que hace sonar mientras grita: “¡Que despierte la
conciencia popular!”; una reunión de fines de 1960 donde la carencia de tocadiscos se
compensa con un baile tribal animado por la consigna: “Libertad a los presos políticos”; un
camarada al que se le atribuye una mala suerte infalible y al que manipula para que ingrese
al Partido Acción Nacional; un compañero especializado en historias de las crujías
revolucionarias en la década de 1930, que siempre concluye sus relatos: “Y allí estuvimos
presos unos meses sin percibir que ya amanecía la Revolución”...
De mis reuniones de célula, además de los bloques verbales que se derrumbaban sobre los
cráneos, evoco al compañero que no terminaba jamás sus intervenciones (“Me aterran los
finales”, decía), y que desatendía a tal punto las órdenes o las súplicas en pos de su silencio,
que a un compañero se le encargaba extraerlo de la reunión con cualquier pretexto y
llevarlo a dar vueltas a la manzana hasta que el cansancio lo enmudecía. ¡Ah, la militancia!

De la modernidad anunciada con volantes


El sueño de la Sociedad Feliz y Silenciosa se extendía cuando llega el 68, con sus
manifestaciones, tomas multitudinarias de conciencia, rigidez y represión del gobierno,
alucinaciones sectarias y el acto genocida del 2 de octubre. En 68 me persuadí: el problema
no es sólo el autoritarismo que dispara sobre una multitud desarmada, sino el dogma
afianzado por la red de complicidades: tu libertad de movimientos, amigo, depende de que
estés profundamente convencido de la falta de alternativas. Sólo a los muy al tanto de que
no tienen otra, se les conceden algunas libertades. A esto puede llamár-
sele también la conquista del determinismo.
Si sabes que no hay otro sitio a donde puedes ir, tienes derecho
a quedarte.

Estampas 1968. Pepe Revueltas


en Ciudad Universitaria
Llegó a principios de agosto a la Facultad de Filosofía sin que se le esperara, agitado, con
un portafolio lleno de documentos, de textos que requerían su discusión urgente, de
memorias de otras luchas que sólo tenían sentido porque la historia es incesante, y la
dialéctica solicita de la continuidad del esfuerzo. De inmediato, incorporado al movimiento
estudiantil, el novelista José Revueltas, (el autor de Los muros de agua, Los días terrenales,
El luto humano, Dios en la tierra, Los errores), traslada domicilio y obsesiones militantes a
Ciudad Universitaria. En la primera reunión de la Alianza de Intelectuales y Artistas en
Apoyo del Movimiento Estudiantil, Revueltas es nombrado miembro de la comisión
ejecutiva (con Juan Rulfo, Sergio Mondragón, Manuel Felguérez, Jaime Augusto Shelley y
C.M.), y desde el primer instante es muy sincero: “No me interesa participar con ustedes.
Los intelectuales me aburren con sus vacilaciones. Me interesa la praxis. Quiero ser
delegado de la Alianza al Consejo Nacional de Huelga”. Nada de lo que le decimos le
convence. Según él, los compañeros intelectuales han dado todo lo que pueden dar, y es con
los estudiantes donde está su sitio y el porvenir revolucionario. Los jóvenes no han
petrificado sus intereses, y como sea, resultan más vitales que un gremio tan acomodaticio.
Nuestros argumentos no lo tocan, de hecho no los oye.
Revueltas en Ciudad Universitaria: la producción de volantes, manifiestos, tesis sobre la
autogestión, visiones de conjunto, llamadas radicales a la movilización. Pronto, él integra
su nueva familia, se preocupa por lo que les pasa, apoya a un sector en el CNH y desoye las
llamadas de sus amigos en el gobierno, deseosos de salvarlo del castigo y enojados ante sus
“provocaciones”. El 18 de septiembre, Revueltas habla en la Facultad de Ciencias sobre la
autogestión, y apenas sale a tiempo, dos horas antes de la entrada del Ejército a Ciudad
Universitaria.
En la clandestinidad (de la que todo el mundo está al tanto) Revueltas sigue escribiendo,
preocupado por la suerte de los detenidos, muy afectado por la matanza del 2 de octubre. Su
suerte individual no le atañe. Lo invitan a dar una conferencia en el Auditorio de
Humanidades y acepta, a sabiendas de que será detenido. Antes de salir a C.U. escribe una
carta dirigida al jefe de la policía, que leí entonces y cuyo sentido retengo en la memoria:

Muy Señor Mío:


Sé que se me busca acusándome de subversión. Como están las cosas, mi vida, en peligro,
no vale nada y bien puedo considerarme un sentenciado a muerte. En tal condición, y como
reza la costumbre, tengo derecho a un último favor, que no se le niega a nadie y ahora lo
ejerzo. Señor jefe de la policía: este condenado a muerte le pide, en uso de las prerrogativas
de su inminente desaparición, y con la certeza de que su deseo será complacido, que vaya
usted y muy respetuosamente chingue a su madre.
Atentamente
José Revueltas

“No queremos Olimpiada/Queremos Revolución"


Luego del 68, la crónica se convirtió para mí, aunque no con ese término, en espacio de
resistencia, no única ni fundamentalmente político. En 1971, publico Días de guardar, mi
primer volumen de crónicas, y leo con entusiasmo La noche de Tlatelolco de Elena
Poniatowska. Algunos radicales de ese tiempo, que luego hallan fácil acomodo en el partido
de Estado o en algún college norteamericano, criticaron a Poniatowska (nunca por escrito)
por el “tono” de La noche de Tlatelolco, tan “ligado al sentimentalismo”. Ciertamente, La
noche... es un libro emotivo pero esto era inevitable. Una versión fragmentaria y múltiple
—un montaje— de un movimiento y de las reacciones a la matanza que lo aniquila,
necesitó partir de la subjetividad, del sentimiento y el resentimiento de los involucrados. Y
el registro de la dimensión personal es la base de La noche de Tlatelolco.
El desarrollo de la sociedad pulveriza la idea de una sola versión de los hechos o de un solo
tono narrativo. Esto le permite a los novelistas introducir la crónica en sus libros sin darle
crédito, y a los cronistas atender a la vez la vida frívola y los movimientos sociales, los
personajes del Establish-
ment y la vida popular. La prensa nacional requiere de cambios, y de un mínimo de
credibilidad que retenga y amplíe a sus lectores. Por eso, se admiten puntos de vista
disidentes y versiones más libres y objetivas de los hechos (por lo menos, de aquellos que
es forzoso consignar).
Espero en vano la cauda de crónicas, de literatura testimonial del 68. Por una razón u otra
apenas se dejan oír las voces de los marginados y reprimidos. O sí surgen esos testimonios,
pero en la narrativa, que dispone de espacio de credibilidad para las tragedias. Es muy
escaso el registro en la crónica de fenómenos ex traordinarios: el auge y el exterminio de la
guerrilla, la emergencia y la petrificación de movimientos contraculturales, los métodos
feministas para recomponer la vida cotidiana y las relaciones domésticas, los intentos
(aplastados) de insurgencia obrera, el surgimiento de nuevas formas de vida, el desarrollo
de los fenómenos urbanos.

Estampas: 1972. El hoyo fonqui


El personaje tiene dos horas queriendo entrar al Salón Chicago, hoyo fonqui. Los
encargados lo rechazan con rudeza y él vuelve a la carga, indiferente a insultos y
empellones y ávido de explicarse. “Miren cabrones, yo bauticé estos pinches lugares. Yo les
puse hoyos fonquis, para dar idea del agujero a que nos han reducido y lo grasoso, lo fonqui
de esta mierda. Yo escribí sobre los hoyos y los puse de moda. Soy Parménides García
Saldaña, cabrones, el mismísimo Parme, una leyenda en vida”. Los encargados no se
inmutan ante el vitae legendario, y lo hacen a un lado de nuevo. En un descuido de los
guardianes el Parme sube corriendo las escaleras. Lo atrapan y lo devuelven en vilo a la
entrada. Allí se repone lentamente, se sienta en cuclillas y como en un rezo hipnótico
improvisa poemas, maldice a los políticos del PRI, recuerda letras de rolas clásicas, habla a
la distancia mental con algún amigo suyo que escapó del nacionalismo tocando con un
grupo anglo en Denver, se propone recitar Howl de Allen Ginsberg pero le falla la memoria
y no se acuerda qué chingado les pasó a las mejores mentes de su generación y, de pronto,
canta “El Rey”, una canción que si bien se oye parece un blues de B. B. King, nomás que a
otra
velocidad.
Los chavos lo observan de pasada, y se meten al hoyo fonqui.

Darle voz a los que no la tienen,


inventarle la voz a quienes ya la poseen
¿Qué elementos intervienen en la formación de los nuevos cronistas? Entre otros: la
vigorosa tradición nacional, la fascinación por el New Journalism de Estados Unidos, la
relativa abundancia de publicaciones, el derrumbe de la mayoría de los prejuicios
moralistas, y la explosión demográfica de la carrera de Ciencias de la Comunicación, que
resulta de la fe, explicable o inexplicable, de decenas de miles de jóvenes en la
comunicología, ciencia o técnica a la cual se atribuyen los rasgos de la modernidad
desafiante, de la posmodernidad que aguarda y del empleo que lo deposita a uno en la
pantalla pequeña, en el instante de hechizar a millones.
Las jerarquías temáticas se disipan y los nuevos cronistas buscan documentar (e inventar
radicalmente) otros métodos de aproximarse a la sociedad que suelen detestar y a las
ciudades de las que más bien se envanecen. Estos cronistas han leído a Capote, Mailer, Tom
Wolfe, John Reed, Novo y Elena Poniatowska; les interesa la historia narrativa, y eligen sus
temas sin jerarquía alguna. A los mejores los distingue su desenfado, su lenguaje libérrimo
y su recurrencia al yo que anuncia una relación más democrática con el lector, bajo una
premisa: “Soy en todo igual a ti, nomás que estoy en el uso de la palabra”.
A disposición de estos cronistas, las ciudades (México, Monterrey, Guadalajara, Tijuana,
Neza), cuyo desorden a la intemperie prodiga personajes inesperados, situaciones
inconcebibles, cadáveres, prófugos de la justicia, o de la sobremesa respetable. La ciudad
capital es el protagonista de la mayoría de las novelas y las crónicas, que mezclan el
optimismo literario y el pesimismo urbano. En el caos se perfilan y se dibujan las tragedias
colectivas, las marchas que colman el Zócalo y apenas se advierten en la ciudad, los oficios
urdidos por la crisis económica, el habla “obscena” que absorbe y retrata la violencia
urbana, las pequeñas transas que no dejan ver el bosque de la corrupción.
La moraleja implícita o explícita del común de los personajes de estas crónicas, condenados
a vivir en la distopía o utopía negativa, en el tránsito de la Ciudad de los Palacios o la
provincia ideal al mundo del cyberespacio, es elemental y compleja: en la vida diaria valgo
madre, y descubro de paso que éste es un método de evaluación como cualquier otro,
porque valer madre, carecer de la mayoría de los derechos elementales, entre ellos el de un
porvenir y el de un pasado, no impide que me divierta. ¡Carajo! Que ni me lloren porque
esto encarece el entierro.
¿Quién lee una publicación, ya no digamos un libro, y quienes atienden a un programa
televisivo? A esta pregunta la gran mayoría de los escritores latinoamericanos responde al
tanto del auge y la caída de los lectores mientras la sociedad se desintegra para mejor
integrarse los ritmos de la sobrevivencia. El cronista quiere escribir lo que no ha leído y el
público posible y real lo desatiende, devorado por la política, ávido de la crítica a las
instituciones, y a la búsqueda de las creencias que comentará con sus compañeros de
oficina (el esoterismo, complemento directo del catolicismo). El espacio típico es el de los
vagones del Metro (“Se me pegó tanto esa chava, que le metí mano a la señora a tres
cuerpos de distancia”); el hallazgo inevitable de las sensaciones de lo contemporáneo, lo da
la música; el relativismo de la moral se advierte por ejemplo en la programación de Cable,
el territorio relativamente libre de la censura.

Estampas. 1991. El presidente Carlos Salinas se dirige a Chalco


El concierto en el Palacio de Bellas Artes fue o debió ser maravilloso, aunque por los
políticos y los empresarios allí reunidos no atendieron al repertorio. La música de
vanguardia española debe estar bien, pero cada cosa en su lugar, y las experimentaciones
auditivas no van con una ceremonia solemne agraciada con la presencia del rey Juan Carlos
y el presidente Carlos Salinas de Gortari. Los “¡Viva el rey!” se repiten y todos sonríen con
parsimonia, suponiendo que si está el Rey, las fotos de la concurrencia se imprimirán en el
Walhalla de la realeza, la
revista Hola.
Mientras busco salir o entrar (¿quién se entera de sus propósitos personales atrapado en la
multitud?), se me informa: dentro de un rato Salinas acudirá a Chalco, en el Estado de
México, uno de los municipios más pobres, a inaugurar el servicio de luz eléctrica. Los
comentarios son efusivos: el Presidente se da tiempo de promover el capitalismo, privatizar
al Estado y atender a los sin recursos. “Es un monstruo de energía y lucidez”, comentan, no
en balde Newsweek lo llama The Giant Killer, y en Europa se le aclama como ejemplo de
triunfo del neoliberalismo sobre el populismo. Los intelectuales salinistas usan su cuerpo
como ariete y dejan atrás a los baldados, los lentos, los pobres de espíritu, los ausentes de
los récords olímpicos, los paralíticos de la voluntad.
Algunos se angustian al ver que la cerrazón de las masas impide la entrada al reino de los
autobuses, y hacen de su desesperación el instrumento de penetración. O eso o se les va la
Historia. “Vente con nosotros, cabrón, a ver el Gran Salinas. Lo de Chalco será histórico,
aquí comienza algo distinto”. Los siglos de los encarcelados por la multitud transcurren
como si fueran un minuto (o al revés), y Chalco es la tierra de Oz. Los comentarios se dejan
oír como rezos: “El Presidente, comenta un historiador, se ha dado cuenta de la gran
necesidad del pueblo, algo que los políticos anteriores no habían percibido. ¿Sabes qué? El
pueblo quiere ser tomado en cuenta pero de una manera moderna”.
¡Seguro!, reflexiono a pedido. ¿Cómo no se me había ocurrido? El pueblo, sin que lo sepa,
pero intuyéndolo en cada control remoto, ya no quiere ser calificado de pueblo sino de
celebridad anónima. Si no firma autógrafos, ni revisa las cláusulas de los contratos, ni sabe
cuál es su mejor ángulo, sí percibe las nuevas reglas del juego: sólo si se le trata como a
celebridad, abandona el Tercer Mundo. Allí va, en búsqueda del pueblo, la tribu con
cámaras y micrófonos, y los reflectores desvanecen las sombras donde se escondía la
nación de la pobreza.
Al día siguiente, una llamada me informa de lo ocurrido en Chalco. “Fue emocionante. Sí,
ya veo venir el sarcasmo, pero fue un shock extraordinario oír al Secretario decirle: Ahora o
siempre, Señor ‘Presidenté’”, instándolo a poner en marcha el servicio eléctrico. No sabes.
Las señoras lloraban a gritos, los hombres nos abrazaban, los niños gritaban. ¡Salinas,
Salinas! Los mismos tipos encargados de la seguridad se veían radiantes. Y Salinas dijo
Hágase la luz, y se hizo mi hermano, como en la Biblia o en donde se haya hecho antes”.

¿A quién le interesa leer algo que requirió tanto tiempo en escribirse?


¿Qué pasa y qué se espera que pase? ¡Ya nos globalizaron, no nos volverán a globalizar! En
unos cuantos años se hace trizas el localismo y se obstruye la internacionalización genuina;
se pasa de una sociedad cerrada a una sociedad parcial y jubilosamente abierta; se corroe la
idea y la práctica del Centro y se proscribe la obsesión del compromiso literario... Son
demasiadas las contradicciones.
La siempre renovada Ciudad de México produce sin cesar nuevos escenarios y personajes.
Los cronistas se enfrentan al todo inabarcable de la capital, pero a cambio del panorama
integral que ya no será de nadie, cuentan con los estímulos de una sociedad, viva, en crisis
permanente y con una vitalidad que niega sus declaraciones de angustia. A la crónica le
esperan los temas, los impulsos y, si la preocupación es autocrítica, los lectores.

Monsiváis. Escritor. Autor de Salvador Novo: Lo marginal en el centro. (Era, 2000).

Autorretrato con gato en Portales


Entrevista con Carlos Monsiváis

En 1989 Armando Ayala Anguiano envió a uno de sus reporteros a hacer una semblanza de
Carlos Monsiváis para publicarla en la sección “Señoras y Señores” de la revista
Contenido. Puesto que esa sección prescindía del formato pregunta-respuesta (Ayala
aspiraba a que sus colaboradores hicieran retratos capoteanos), el enviado consideró
innecesario llevar una grabadora a la cita.
Monsiváis, que es todo frases, reparó de inmediato en la ausencia de este instrumento;
debió advertir que el reportero era demasiado torpe, estaba demasiado nervioso, y en vez de
resignarse a perder la tarde dictando, argüyó con amabilidad que por el momento se hallaba
“un poco lento” y pidió que se le entregaran las preguntas por escrito.
El reportero tampoco había llevado preguntas: sólo un conjunto de temas sobre los que
esperaba conversar. Sintiéndose miserable, desprendió de la libreta una hoja llena de
tachaduras, y después de entregársela al Maestro (que acariciaba a un gato gordo que se le
había subido a las piernas), salió a la calle y caminó por Portales (con vergüenza, cólera,
impotencia, toda la furia de sus ¿veinticinco? años).
Al día siguiente, a las dos de la tarde, Monsiváis entregó, en la puerta de su casa, las
respuestas. Como se trataba de hacer una “semblanza”, el cuestionario que contenía sus
declaraciones nunca se publicó. Es un autorretrato de Monsiváis: la imagen que hizo de sí
mismo ese año en que el socialismo caía y él cruzaba la frontera de los cincuenta.
confabulario incluye aquí una parte de éste, como una pincelada más en el retrato del
cronista al que están dedicadas estas páginas. (Héctor de Mauleón)

1. Los años verdes. Niñez, adolescencia.


R: Pregunta insinuada, respuesta telegráfica: niñez libresca, desarrollo de sentimientos de
marginalidad (motivo: religión protestante), escuelas públicas con maestros cardenistas y
comunistas, ingreso en la Juventud Comunista (incomprensión del marxismo que persiste
hasta la fecha), lecturas obligadamente caóticas, incomprensión de toda realidad ajena a los
libros, radicalización sentimental, preparatoria en el barrio de San Ildefonso, precoz
descubrimiento del sexo en el estudio de México a través de los siglos. Convicción
prematura de que origen religioso no permitirá arribar a Primera Magistratura, convicciones
ideológicas nutridas en la audición mística del Hit Parade, posposición hasta la edad
madura de enamoramientos adolescentes.

2. El “Joven Sabio”. Lecturas, experiencias.


R: Ignoro si ese “Joven Sabio” existió alguna vez. De lo que puedo dar fe es de mis
atmósferas predilectas: las bibliotecas semivacías de las escuelas; las librerías de viejo; el
cine Estrella con sus programas dobles de la MGM que me permitieron entender la
grandeza de la comedia musical; el cine-club del IFAL donde aprendí el aburrimiento
estoico contemplando ciclos del cine francés “poético”; el teatro Margo, donde el mambo
me electrizó y me recordó que en materia de bailes yo era paralítico; Santa María la
Redonda a partir de las once de la noche; la literatura anglosajona (de Wilde a Isherwood
pasando por George Eliot); la militancia política, que básicamente consistía en reuniones
eternas donde nos preparábamos con valentía para otras reuniones eternas; el aprendizaje de
la cultura priísta por contagio; la lectura de la historia, que seguía como fanático de serie de
episodios.

3. Coordenadas ideológicas.
R: Fui y creo seguir siendo liberal radical, o demócrata liberal. Nunca he sido marxista
deliberadamente aunque, como todos en México, soy culturalmente una mezcla de
marxismo, agnosticismo (hasta semanas antes de la muerte), cristianismo (hasta una
semana después de la muerte), fe individualista y certezas socialistas. Como nunca fui
marxista —le tuve miedo a tanta doctrina— nunca me resultó convincente mi dogmatismo,
y si de algo tengo que arrepentirme, es de no tener demasiado de qué arrepentirme, en lo
que a convicciones se refiere. Sostengo ahora, con los matices y reacomodos
indispensables, lo mismo que sostenía hace treinta años. No creo en los regímenes de
fuerza, ni en el autoritarismo, ni en que una persona decida por todas, ni en la impunidad de
la clase gobernante, ni en la pobreza como hecho natural, ni en la aristocracia mexicana
(pulquera o presupuestera), ni en el sacrificio de las generaciones en medio del glorioso
bien de quienes le imponen a los demás los sacrificios. Y soy más optimista ahora que hace
treinta años, porque ahora sé que los malvados, los explotadores, los represores, sólo tienen
éxito y felicidad mientras viven (antes creía que en el cielo también reprimían las
manifestaciones de protesta).
4. La vocación del periodismo.
R: Me inicié en el periodismo cultural en Medio Siglo, revista estudiantil que dirigían
Porfirio Muñoz Ledo y Fernando Zertuche, en Estaciones, que dirigía el doctor Elías
Nandino, y en el suplemento México en la cultura de Novedades, que dirigía Fernando
Benítez, de quien he sido y seré colaborador permanente. Gracias a las revistas conocí el
medio intelectual, a los 400 cultos de la época, un medio homogéneo y con altísima vida
social. Y gracias a Fernando Benítez aprendí (digo, es un decir) el significado del
periodismo cultural, que en los años cincuenta todavía era novedad a escala nacional, y que
Benítez concebía como un periodismo polémico, muy al día, partidario del star system. (¡El
escritor, el pintor, el músico, como estrellas de la pantalla!). En el periodismo cultural uno
aprende echando a perder las expectativas que tienen los lectores de hallar materiales
gratos, y los lectores aprenden echando a perder los sueños de reconocimiento que uno
tiene, experiencia que a lo mejor me fue útil (si las experiencias sirven para algo fuera del
currículum íntimo) en los 25 años que pasé en el suplemento La cultura en México, quince
de ellos fueron haciendo las veces de coordinador.

5. Monsiváis en el 68.
R: El 26 de julio en la tarde fui testigo (aterrado) de la represión que inició el movimiento
estudiantil, y del placer de los agentes al administrar golpizas como lecciones de civismo. A
partir de ese momento, decidí apoyar al Movimiento, y lo hice como pude a lo largo de esas
semanas y meses donde se iba con tanta facilidad del sentimiento épico a la histeria, de la
convicción al rumor, de la alarma al compromiso moral refrendado. Participé en la
coordinación de la Asamblea de Intelectuales y Artistas en apoyo al Movimiento
Estudiantil, coordiné esos meses el suplemento La cultura en México que apoyó número a
número a los estudiantes; fui a cientos de reuniones, reuní firmas para decenas de
manifiestos, intenté hablar (sin conseguirlo) en una asamblea, produje en Radio
Universidad el programa oficial del Movimiento Estudiantil (duró poco), y escribí guiones
para una serie paródica, El cine y la crítica. La actividad frenética, el vivir leyendo
periódicos y convirtiendo a cada uno de tus interlocutores en periódico, me radicalizó al
punto de que luego de la matanza de Tlatelolco, al ver la perfecta indignidad del Sistema
(todos incluidos), y el aplauso de las Fuerzas Vivas a Díaz Ordaz, caí en el desencanto más
severo que recuerdo, que me duró por lo menos dos años. Resentí agudamente el mensaje
jactancioso del Sistema: impunidad absoluta a mediano plazo, y el juicio histórico se lo
regalo a mis descendientes. Después, advertí las numerosas consecuencias positivas del 68,
pero no me fue fácil (no me es fácil) asimilar las imágenes de ese año.
6. ¿Por qué la crónica?
R: Es un género literario y periodístico que se presta a todo: a la objetividad y a la
subjetividad; al minitratado y al desmadre; a la denuncia y a la frivolidad; a la descripción
de las tediosas volteretas del PRI y de la confiable renovación del Maromero Páez; a la
política y al jogging, a la “pereztroika” de un solo hombre en la cúpula y a la “pereztroika”
de millones de personas en las plazas y en las urnas. El género es muy fértil, y lo demás va
por cuenta de uno.

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Confabulario — título que rinde homenaje a Juan José Arreola

Héctor de Mauleón, Director / Laura Emilia Pacheco y Juan Gómez,Editores. Correo


electrónico: confabulario@eluniversal.com.mx

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