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La primera expedición colombina se organizó a costa de la Corona, con indudable

carácter militar. Entre Colón y los Reyes Católicos se acordaron las Capitulaciones
de Santafé para establecer su mutua relación. El descubridor recibía los cargos de
almirante, virrey y gobernador. Más tarde, además, el de capital general de la
Armada. Las gentes que lo acompañaban tenían el carácter de soldados, lo que
siguió configurando una constante en los procesos de descubrimiento y conquista.

La ocupación del espacio americano quedó desde sus inicios sometida a la


dirección del Estado, pero la realización, que por lo general implicaba el empleo de
la fuerza armada, se confiaba a particulares que actuaban a nombre de los reyes
y, más tarde, bajo su dirección. Sobre estas bases se organizó durante el siglo XVI
la conquista indiana. Felipe II regularizaría el sistema por medio de
sus Ordenanzas Reales para Nuevos Descubrimientos, Poblaciones y
Pacificaciones, de 1573.

Durante todo el siglo XVI se llevaron a cabo numerosas capitulaciones entre la


Corona y particulares, en las que se concedían a estos determinados poderes,
variables para cada caso, convirtiéndose el capitulante en funcionario, por lo
general con carácter civil y militar: gobernador, adelantado y capitán general. Esta
investidura estaba condicionada, sin embargo, a la realización de la empresa o,
cuando menos, a su iniciación en el Nuevo Mundo. Dentro de este perfil militar la
capitulación determinaba la región donde debía de actuarse, muchas veces con la
imprecisión propia del desconocimiento geográfico del lugar de referencia, las
facultades que se concedían al caudillo y el número de personas que había de
llevar consigo y que él se comprometía a reunir.

Del asiento entre capitán y soldado nacía una relación no exclusivamente militar,
como tampoco lo era la hueste que se organizaba, pero sí era este su acento
preponderante. Tenía un carácter aleatorio: el soldado se comprometía a
contribuír con su vida y su servicio militar al logro de la empresa incierta. Si esta
fracasaba, no obtenía beneficio alguno. Si triunfaba, eran posibles la gloria, la
riqueza, la prestancia representada en oficios, encomiendas, tierras, participación
en el botín o repartimientos de indios. Esto último explica las protestas que
surgieron cuando la Corona prohibió esta institución o la privó de su contenido
provechoso y carácter hereditario.

Se deduce, pues, que la capitulación tenía ciertos rasgos medievales, ya


superados o en vía de superación en la Península, lo que produjo en breve el
choque por sus características de privilegio y particularismo, entre las
prerrogativas de la Corona y las aspiraciones del estado llano de los
colonizadores.

Resulta visible que los ejércitos surgidos de las capitulaciones produjeran el


dominio de las Indias. No obstante, terminada en cada caso la empresa, los
improvisados guerreros se transformaban en propietarios, agricultores o
encomenderos, para gozar del fruto de sus esfuerzos y asentarse en las
fundaciones de villas y ciudades que iban apareciendo en toda América. Esta
metamorfosis se logró merced a la nueva institución de la encomienda.

Al establecerse la Real Audiencia en el Nuevo Reino de Granada, subsistió el


sistema militar basado en las responsabilidades castrenses de los encomenderos,
entregándose el manejo de las materias militares al conjunto de los oidores, lo que
produjo una serie de dificultades que sólo fueron superadas cuando se concedió al
primer Presidente efectivo, Andrés Díaz Venero de Leiva, la facultad de gobernar
el Nuevo Reino de Granada sin intervención de los oidores, lo que constituía el
otorgamiento de la plenitud de las responsabilidades tanto gubernativas como
militares.

El que un togado manejara las materias militares entró en crisis a principios del
siglo XVII, cuando, tras el fallecimiento del presidente Francisco de Sande, el rey
Felipe III determinó que fuera remplazado por un "caballero de capa y espada". La
decisión del monarca implicó un fuerte enfrentamiento con el Consejo de Indias,
que era partidario de que continuara al frente de los destinos del Nuevo Reino un
abogado, tal vez por no considerar el alarmante incremento de ataques de
corsarios y filibusteros en el Caribe, la guerra que libraban los indígenas del
mismo nombre, los obstáculos que Carares y Yariguíes colocaban a la
navegación, las luchas de los Panches, Paeces y muy especialmente los Pijaos,
que causaban una interferencia con la Audiencia de Quito.

En 1604, Felipe III decidió adjudicar los títulos de presidente, gobernador y capitán
general a don Juan de Borja, señalando en el primero de ellos que, hasta nueva
orden, se concederían estos oficios a caballeros de capa y espada que reunieran
las condiciones requeridas. Así fue a todo lo largo del siglo XVII, en que el
territorio de la Nueva Granada (con la única excepción de Dionisio Pérez
Manrique, que a pesar de ser aragonés llegó a la presidencia del Nuevo Reino en
virtud de complicadas maniobras en las Cortes de Aragón, en las que Felipe IV
tuvo que ceder a la presión de sus vasallos de esta zona) fue gobernado por
militares.

El siglo XVIII vio el nacimiento de una gran potencia naval, Inglaterra, y la


necesidad de España de continuar la estrategia defensiva de siglos anteriores. Era
la poseedora del territorio y debía defenderlo. Lo primero que perdió España
fueron las Antillas Menores, tras lo cual caerían las Guayanas en manos de
ingleses, franceses y holandeses, reduciendo el espacio caribeño español. Para
contrarrestar todas estas amenazas, la Corona optó por un sistema de puertos
fortificados que mantuviesen un polígono protector y un conjunto de bases para
sus naves de guerra y de transporte.

Dentro de ese polígono, Cartagena de Indias vino a convertirse en el baluarte más


poderoso del sistema defensivo español. Contribuían a ello las defensables
características de su bahía, clausurada en Bocagrande y custodiada por castillos
fuertemente artillados en Bocachica, aparte de la gruesa cadena de hierro con que
se cerraba la estrecha abertura de ingreso hacia el puerto amurallado, cuyo
sistema de bastiones y castillos, perfeccionado con los siglos, se tornó
prácticamente invulnerable, como vino a demostrarlo la defensa ante la poderosa
escuadra del almirante Sir Edward Vernon.

Los cambios introducidos por el advenimiento de los Borbones beneficiaron al


Nuevo Reino de Granada, que fue elevado a la jerarquía de virreinato por diversas
razones, entre las cuales las de orden militar tuvieron especial importancia, en
particular el victorioso asalto del barón de Pointis, en 1697, que probó la
vulnerabilidad de Cartagena. A este primer virreinato, que duró apenas seis años
(1718–1724), siguió uno segundo a partir de 1739, cuando se sabía que Inglaterra
intentaría tomar de nuevo la principal plaza fuerte de España en el Caribe: Vernon
fue derrotado en una lucha que tuvo como su héroe más afamado a Blas de Lezo,
que en ese momento contaba con nuevas disposiciones legales (Reglamento para
la guarnición de la Plaza de Cartagena de Indias, Castillos y Fuertes de su
jurisdicción, y las Ordenanzas sobre deserción, de aplicación en todos los reinos
de América) y fuerzas terrestres en número de 6.600 hombres a las que había que
sumar la artillería y las naves de guerra ubicadas en la bahía.

Todos los reyes del siglo XVIII se preocuparon por la creación y perfeccionamiento
de un ejército de tipo defensivo: se suponía que la amenaza para España vendría
siempre por el mar y en contra de Cartagena. Sin embargo, los sucesos de la
rebelión de los Comuneros, debida en parte al intento de aplicación de una nueva
política de organización administrativa y fiscal, demostró a España que las
circunstancias habían cambiado y que se hacía necesario implementar en la
capital del virreinato, así como en Quito, Guayaquil y Panamá, una estructura
militar que hasta entonces no se había concebido como necesaria. Esta tarea
correspondió al único virrey no militar de la serie iniciada con Sebastián de Eslava,
al arzobispo Caballero y Góngora, quien la describió de la siguiente manera: "En el
pasado, cuando la guarda de las provincias del interior, la administración de
justicia y la autoridad de los ministros del Rey descansaba en la fidelidad del
pueblo, las fuerzas militares se concentraron en las provincias marítimas. Pero
una vez la inestimable inocencia original se perdió, el gobierno necesitó y los
vasallos leales desearon el establecimiento de cuerpos militares para perpetuar el
orden y la tranquilidad." Evidentemente, las cosas habían cambiado, y muchos de
quienes iban a ser más tarde los creadores de un orden nuevo, militaron
inicialmente en los ejércitos que España hubo de crear para tratar de defender sus
enormes territorios americanos.

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