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carácter militar. Entre Colón y los Reyes Católicos se acordaron las Capitulaciones
de Santafé para establecer su mutua relación. El descubridor recibía los cargos de
almirante, virrey y gobernador. Más tarde, además, el de capital general de la
Armada. Las gentes que lo acompañaban tenían el carácter de soldados, lo que
siguió configurando una constante en los procesos de descubrimiento y conquista.
Del asiento entre capitán y soldado nacía una relación no exclusivamente militar,
como tampoco lo era la hueste que se organizaba, pero sí era este su acento
preponderante. Tenía un carácter aleatorio: el soldado se comprometía a
contribuír con su vida y su servicio militar al logro de la empresa incierta. Si esta
fracasaba, no obtenía beneficio alguno. Si triunfaba, eran posibles la gloria, la
riqueza, la prestancia representada en oficios, encomiendas, tierras, participación
en el botín o repartimientos de indios. Esto último explica las protestas que
surgieron cuando la Corona prohibió esta institución o la privó de su contenido
provechoso y carácter hereditario.
El que un togado manejara las materias militares entró en crisis a principios del
siglo XVII, cuando, tras el fallecimiento del presidente Francisco de Sande, el rey
Felipe III determinó que fuera remplazado por un "caballero de capa y espada". La
decisión del monarca implicó un fuerte enfrentamiento con el Consejo de Indias,
que era partidario de que continuara al frente de los destinos del Nuevo Reino un
abogado, tal vez por no considerar el alarmante incremento de ataques de
corsarios y filibusteros en el Caribe, la guerra que libraban los indígenas del
mismo nombre, los obstáculos que Carares y Yariguíes colocaban a la
navegación, las luchas de los Panches, Paeces y muy especialmente los Pijaos,
que causaban una interferencia con la Audiencia de Quito.
En 1604, Felipe III decidió adjudicar los títulos de presidente, gobernador y capitán
general a don Juan de Borja, señalando en el primero de ellos que, hasta nueva
orden, se concederían estos oficios a caballeros de capa y espada que reunieran
las condiciones requeridas. Así fue a todo lo largo del siglo XVII, en que el
territorio de la Nueva Granada (con la única excepción de Dionisio Pérez
Manrique, que a pesar de ser aragonés llegó a la presidencia del Nuevo Reino en
virtud de complicadas maniobras en las Cortes de Aragón, en las que Felipe IV
tuvo que ceder a la presión de sus vasallos de esta zona) fue gobernado por
militares.
Todos los reyes del siglo XVIII se preocuparon por la creación y perfeccionamiento
de un ejército de tipo defensivo: se suponía que la amenaza para España vendría
siempre por el mar y en contra de Cartagena. Sin embargo, los sucesos de la
rebelión de los Comuneros, debida en parte al intento de aplicación de una nueva
política de organización administrativa y fiscal, demostró a España que las
circunstancias habían cambiado y que se hacía necesario implementar en la
capital del virreinato, así como en Quito, Guayaquil y Panamá, una estructura
militar que hasta entonces no se había concebido como necesaria. Esta tarea
correspondió al único virrey no militar de la serie iniciada con Sebastián de Eslava,
al arzobispo Caballero y Góngora, quien la describió de la siguiente manera: "En el
pasado, cuando la guarda de las provincias del interior, la administración de
justicia y la autoridad de los ministros del Rey descansaba en la fidelidad del
pueblo, las fuerzas militares se concentraron en las provincias marítimas. Pero
una vez la inestimable inocencia original se perdió, el gobierno necesitó y los
vasallos leales desearon el establecimiento de cuerpos militares para perpetuar el
orden y la tranquilidad." Evidentemente, las cosas habían cambiado, y muchos de
quienes iban a ser más tarde los creadores de un orden nuevo, militaron
inicialmente en los ejércitos que España hubo de crear para tratar de defender sus
enormes territorios americanos.