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ASÍ QUE, SOMOS EMBAJADORES DE CRISTO,

COMO SI DIOS OFRECIERA SU LLAMADO


POR MEDIO NUESTRO. OS ROGAMOS EN
NOMBRE DE CRISTO: ¡RECONCILIAOS CON
DIOS!) Ὑπὲρ Χριστοῦ οὖν πρεσβεύομεν («Así que,
somos embajadores de Cristo»). Pablo ya está listo
para llegar a una conclusión del contexto anterior
(versículos 18-19: “Y todo proviene de Dios, que nos
reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo
estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no
tomando en cuenta las transgresiones de los hombres,
sino poniendo en nosotros la palabra de la
reconciliación”). En vista de lo que Dios ha hecho por
los pecadores, por medio de Cristo, Pablo toma muy
en serio el encargo divino de predicar y enseñar las
buenas nuevas de la reconciliación. Se considera a sí
mismo y a sus colaboradores, como embajadores de
Cristo, porque Dios los comisionó para ser sus
representantes. Dios les encargó que fueran fieles
predicadores del mensaje de amor divino de redención.
Pablo, intencionadamente, elige un vocablo cargado de
significado: embajador, que en griego es un verbo
πρεσβεύω («ser embajador», siendo el mayor, el que
tiene prioridad). Esta palabra implica que una persona
mayor, o la mayor de todas, dentro de un grupo, era
nombrada como portavoz representante del rey, de un
gobernante o de una comunidad. En los círculos
judíos, esta persona recibía el nombre de ‫שליש‬
(shalísh), o el que debía decir con fidelidad el mensaje
del que lo envió. De modo semejante, en la actualidad
un embajador representa a su gobierno y sirve de canal
de comunicación entre éste y el del país que recibe
como huésped, al que transmite los mensajes del
presidente o del primer ministro que lo han nombrado.
Tan pronto como un embajador expone sus propias
ideas y se expresa de forma contraria al propósito de
su gobierno, es relevado del puesto. Una tremenda
responsabilidad, pues, recae sobre cada ministro de la
Palabra de Dios. El embajador ha sido comisionado
por Dios para representar al Rey de reyes y Señor de
señores, ante la gente a quien ha sido enviado. Debe
hablar solamente las palabras que Dios le ha revelado;
no debe decir nada que entre en conflicto con el
mensaje del que lo envió. Debe limitarse a decir y
nunca deberá desnaturalizar su misión ni negar a quien
lo envió. Si dejara de cumplir su misión, tendría que
enfrentarse a su Señor y explicarle su conducta. Pablo
escribe que él y sus compañeros son embajadores de
Cristo. Ellos son sus representantes, de tal modo que
los corintios y los creyentes de otros lugares, deben
ver, oír y reconocer a Jesucristo en el apóstol y sus
colaboradores. b. ὡς τοῦ Θεοῦ παρακαλοῦντος δι’
ἡμῶν («Como si Dios ofreciera su llamado por medio
nuestro»). La primera palabra clarifica la primera
cláusula del versículo: «Somos embajadores de
Cristo». Este término expresa certidumbre y significa
«de hecho, Dios os habla por medio nuestro». El
tiempo presente del participio griego exhortar disipa la
idea de que la Palabra de Dios se ha quedado
congelada a lo largo de la historia. Su Palabra es viva y
dinámica, dice el autor de Hebreos, y más aguda que
toda espada de dos filos (4,12: “Ciertamente, es viva
la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que
espada alguna de dos filos. Penetra hasta las
fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas
y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos
del corazón”). Por medio de sus siervos, Dios
comunica a la gente el mensaje de reconciliación y le
suplica que acepten su palabra por la fe. Y esta
llamada se repite día tras día, pero especialmente en el
domingo, Día del Señor, cuando se proclama la
Palabra de Dios. Δεόμεθα ὑπὲρ Χριστοῦ («Os
rogamos en nombre de Cristo»). Parece que Pablo dice
que, aunque él y sus colaboradores son portavoces
fieles, Dios mismo es quien les suplica que los
obedezcan. Y este llamamiento divino es para todo el
mundo, pues Dios no quiere «que ninguno perezca,
sino que todos se arrepientan» (2 Pedro 3,9: “No se
retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa,
como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia
con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino
que todos lleguen a la conversión.”). Una vez más
Pablo escribe que su súplica la hace en nombre de
Cristo. Sobre la base de la obra redentora de Cristo,
Dios ruega a todos y en todo lugar que oigan
obedientemente su palabra de paz. Y éste es el mensaje
de reconciliación: καταλλάγητε τῷ Θεῷ
(«¡Reconciliaos con Dios!»). Esto es lo que Dios
quiere decirle a todo el género humano sin excepción.
Su demanda es válida para gente de toda condición,
edad o lugar; y siempre es aplicable, en cualquier
época. Pero si Dios ha reconciliado al mundo consigo
mismo (versículos 18-19: “Y todo proviene de Dios,
que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo
estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no
tomando en cuenta las transgresiones de los hombres,
sino poniendo en nosotros la palabra de la
reconciliación”), y si él es quien efectúa la conversión
y el arrepentimiento [Véase Salmo 85,4: “¡Haznos
volver, Dios de nuestra salvación, cesa en tu irritación
contra nosotros!”; Jeremías 31,18: “Bien he oído a
Efraím lamentarse: «Me corregiste y corregido fui,
cual becerro no domado. Hazme volver y volveré,
pues tú, Yahveh, eres mi Dios”; Lamentaciones 5,21:
“¡Haznos volver a ti, Yahveh, y volveremos! Renueva
nuestros días como antaño”; Hechos 11,18: “Al oír
esto se tranquilizaron y glorificaron a Dios diciendo:
«Así pues, también a los gentiles les ha dado Dios la
conversión que lleva a la vida»”; 2 Timoteo 2,25: “y
que corrija con mansedumbre a los adversarios, por si
Dios les otorga la conversión que les haga conocer
plenamente la verdad”], ¿entonces por qué llama a los
seres humanos y les encarece que se reconcilien? Dios
realizó el primer movimiento y a nosotros nos toca
hacer el segundo. Dios nos llama, pero él espera que
respondamos. Dios provee la reconciliación, pero
quiere que seamos nosotros quienes la aceptemos. La
Escritura enseña que el ser humano juega un papel
activo en su conversión y arrepentimiento (véase Isaías
55,7: “Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus
pensamientos, y vuélvase a Yahveh, que tendrá
compasión de él, a nuestro Dios, que será grande en
perdonar”; Jeremías 18,11: “Ahora, pues, di a la
gente de Judá y a los habitantes de Jerusalén: Así dice
Yahveh: «Mirad que estoy ideando contra vosotros
cosa mala y pensando algo contra vosotros. Ea, pues;
volveos cada cual de su mal camino y mejorad vuestra
conducta y acciones»”; Ezequiel 18,23: “¿Acaso me
complazco yo en la muerte del malvado - oráculo del
Señor Yahveh - y no más bien en que se convierta de
su conducta y viva?”; 18,32: “Yo no me complazco en
la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor
Yahveh. Convertíos y vivid”; 33,11: “Diles: «Por mi
vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo no me
complazco en la muerte del malvado, sino en que el
malvado se convierta de su conducta y viva.
Convertíos, convertíos de vuestra mala conducta.
¿Por qué habéis de morir, casa de Israel?»”; Lucas
24,47: “y se predicara en su nombre la conversión
para perdón de los pecados a todas las naciones,
empezando desde Jerusalén”; Hechos 2,38: “Pedro
les contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros
se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para
remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del
Espíritu Santo»”; 17,30: “Dios, pues, pasando por
alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los
hombres que todos y en todas partes deben
convertirse”; Tito 2,11-12: “Porque se ha manifestado
la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que
nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las
pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y
piedad en el siglo presente”) [El Antiguo Testamento
menciona setenta y cuatro veces la conversión como
un hecho humano, y quince como un hecho divino. El
Nuevo Testamento la registra veintiséis veces con
referencia al hombre, y dos o tres veces con alusión a
Dios]. El ruego que Dios hace, a través de Pablo, su
portavoz oficial, es «¡reconciliaos con Dios!». Este
verbo es un mandato que nos dice que hagamos algo
de una vez para siempre; está en voz pasiva, pero no se
especifica quién es el agente que debe responder a este
mandato. Pablo ha usado el verbo reconciliar dos
veces en voz activa, con Dios como sujeto de la
oración (versículos 18-19: “Y todo proviene de Dios,
que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo
estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no
tomando en cuenta las transgresiones de los hombres,
sino poniendo en nosotros la palabra de la
reconciliación”). Así pues, Dios es quien inicia este
proceso y, con respecto a la voz pasiva, él es su agente.
Sin embargo, existe una analogía en la instrucción que
Pablo da a la esposa que, separada de su marido, debe
reconciliarse con éste (1 Corintios 7,11: “mas en el
caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se
reconcilie con su marido, y que el marido no despida
a su mujer”). «Si consideramos a esta mujer en un
papel puramente pasivo, no habría razón para la
exhortación de Pablo» [Margaret E. Thrall]. De la
misma manera, Dios es quien ha iniciado la
reconciliación, por medio de Jesucristo, y ahora espera
que el hombre responda. Pablo quiere que sus lectores
acepten y reconozcan, de una vez por todas, que Dios
tiene la mano de la reconciliación extendida. Pero
también que, cada vez que cometan pecado y busquen
el perdón, deben volverse a él y comprobar que su
mano sigue extendida. ¿Se dirige Pablo sólo a los
miembros de la iglesia de Corinto o está pensando en
todos los seres humanos de este mundo? La respuesta
a esta pregunta la encontramos en los versículos
precedentes, donde Pablo primero dice que Dios nos
reconcilia con él (versículo 18: “Y todo proviene de
Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos
confió el ministerio de la reconciliación”), y luego que
Dios reconcilia al mundo consigo mismo (versículo
19: “Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al
mundo consigo, no tomando en cuenta las
transgresiones de los hombres, sino poniendo en
nosotros la palabra de la reconciliación”). El
imperativo reconciliaos está dirigido tanto a corintios
como al resto de la humanidad) AL QUE NO
CONOCIÓ PECADO, DIOS LO HIZO PECADO
POR NOSOTROS, PARA QUE NOSOTROS
FUÉRAMOS HECHOS JUSTICIA DE DIOS EN
ÉL (Éste es uno de los más notables versículos de la
epístola, que resume las buenas nuevas de Dios para el
pecador. Revela el significado de la palabra
reconciliación, palabra que, hasta ahora, Pablo no
había explicado plenamente. En su discusión, la
cuestión que siempre queda abierta es por qué Dios
quiso vencer su enojo contra el pecado y hacernos
objeto de su amor y de su paz. Ahora el apóstol explica
que Dios tomó a su Hijo, el cual no conoció pecado, y
lo hizo cargar con los nuestros y ocupar nuestro lugar.
Dios hizo que su Hijo pagara la pena de muerte que
nuestros pecados merecían, para que nosotros
pudiéramos ser libres y declarados justos a sus ojos.
Cristo nos redimió tomando sobre sí la maldición de la
que nosotros éramos merecedores (Gálatas 3,13:
“Cristo nos rescató de la maldición de la ley,
haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues
dice la Escritura: Maldito todo el que está colgado de
un madero”). a. Contraste. Una lectura somera de este
versículo pone de manifiesto que Pablo escribe una
serie de elementos opuestos. Las diferencias entre
Cristo y nosotros son obvias: sin pecado y lleno de
pecado (implícito), pecado y justicia, sustitución y su
origen. Habiendo creado perfectos a los seres
humanos, Dios estableció una relación especial con
Adán y Eva. Cuando cayeron en pecado, ofendieron a
su creador Dios y causaron alejamiento. En calidad de
juez de ellos, Dios los llamó para que explicaran su
desobediencia y los sentenció (Génesis 3,8-19:
“Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahveh Dios
que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el
hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahveh
Dios por entre los árboles del jardín. Yahveh Dios
llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?» Este
contestó: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo,
porque estoy desnudo; por eso me escondí.» Él
replicó: «¿Quién te ha hecho ver que estabas
desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te
prohibí comer?» Dijo el hombre: «La mujer que me
diste por compañera, me dio del árbol y comí.» Dijo,
pues, Yahveh Dios a la mujer: «¿Por qué lo has
hecho?» Y contestó la mujer: «La serpiente me sedujo,
y comí.» Entonces Yahveh Dios dijo a la serpiente:
«Por haber hecho esto, maldita seas entre todas las
bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu
vientre caminarás, y polvo comerás todos los días de
tu vida. Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre
tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras
acechas tú su calcañar.» A la mujer le dijo: «Tantas
haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con
dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu
apetencia, y él te dominará. Al hombre le dijo: «Por
haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol
del que yo te había prohibido comer, maldito sea el
suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el
alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos
te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el
sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas
al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y
al polvo tornarás»”). Un juez terrenal no abriga
ninguna animosidad personal contra el acusado, que ha
resultado culpable y ha sido condenado. Tampoco
establece el juez ningún tipo de amistad con el
acusado. No ocurre lo mismo entre Dios y el pecador,
porque en los albores de la historia humana, Dios
estableció una relación personal con los seres
humanos. Es cierto que Adán y Eva, y sus
descendientes, ofendieron a Dios con sus pecados;
pero Dios mantuvo su relación con ellos al librarlos de
la maldición del pecado por medio de su Hijo
Jesucristo. Por su medio, Dios imputó a su pueblo la
justicia, les dio su amistad e instituyó la paz entre
ambas partes. b. Importancia. τὸν μὴ γνόντα ἁμαρτίαν
ὑπὲρ ἡμῶν ἁμαρτίαν ἐποίησεν («Al que no conoció
pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros»). Pablo
designa a Cristo como «el que no cometió pecado».
Aunque la ausencia de pecado en Jesús es implícita en
todo el Nuevo Testamento, sólo en muy pocos lugares
los escritores se refieren específicamente a su pureza.
Por ejemplo, cuando discutía con la clase religiosa
dominante en su tiempo, Jesús retó a los judíos a que
probaran que era culpable de pecado (Juan 8,46:
“¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?
Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?”; véase
7,18: “El que habla por su cuenta, busca su propia
gloria; pero el que busca la gloria del que le ha
enviado, ese es veraz; y no hay impostura en él”). El
autor de Hebreos dice que Jesús era igual que
nosotros, pero sin pecado (4,15: “Pues no tenemos un
Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que
nosotros, excepto en el pecado”; véase 7,26: “Así es el
Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente,
incontaminado, apartado de los pecadores,
encumbrado por encima de los cielos”; 9,14: “¡cuánto
más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se
ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las
obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a
Dios vivo!”). Pedro, citando a Isaías, escribe: «No
cometió pecado, ni hubo engaño en su boca» (1 Pedro
2,22: “El que no cometió pecado, y en cuya boca no
se halló engaño”; véase 3,18: “Pues también Cristo,
para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los
pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne,
vivificado en el espíritu”). Y Juan confiesa que Jesús
«apareció para quitar nuestros pecados; y no hay
pecado en él» (1 Juan 3,5: “Y sabéis que él se
manifestó para quitar los pecados y en él no hay
pecado”). «[Jesús] no conoció pecado», escribió
Pablo. No obstante, debió haber sido gravemente
ofendido y profundamente afligido cuando vio y
continuamente experimentó, en sí mismo, los efectos
del pecado humano. Él era «varón de dolores,
experimentado en el sufrimiento» (Isaías 53,3:
“Despreciable y desecho de hombres, varón de
dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien
se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en
cuenta”). Durante su ministerio terrenal, se vio
frecuentemente confrontado por Satanás y su cohorte
de diablos, aunque nunca sucumbió al pecado. Aunque
apareció «en semejanza de hombre pecador»
(Romanos 8,3: “Pues lo que era imposible a la ley,
reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo
enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la
del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado
en la carne”), se guardó libre de pecado por su
demostración constante de amor a Dios y a la
humanidad. Aunque Jesús fue tentado por Satanás, no
por eso se convirtió en pecador. Cuando Dios lo hizo
pecado por imputación de los nuestros, lo consideró
como portador de pecado, pero no como pecador. Es
cierto que, como Cordero de Dios, Cristo quitó el
pecado del mundo con su ofrenda sacrificial en la cruz
(Juan 1,29: “Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él
y dice: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo»”; 3,14-15: “Y como Moisés
levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser
levantado el Hijo del hombre, para que todo el que
crea tenga por él vida eterna”); pero, en el caso que
nos ocupa, Pablo no está describiendo una ofrenda de
este tipo, sino más bien la escena de una sala de
justicia en la que un juez puede declarar al acusado
tanto culpable como inocente. Por la imputación de
pecado a Jesucristo, Dios imputa la justicia a su
pueblo. Cristo ocupó nuestro lugar como cabeza de la
humanidad redimida; él es nuestro representante, que
arguye ante Dios en nuestra defensa (1 Juan 2,1:
“Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis.
Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante
el Padre: a Jesucristo, el Justo”). Asimismo, Cristo se
convirtió en nuestro sustituto al ocupar nuestro lugar
ante Dios, para recibir el castigo que nosotros
merecíamos. Su permanencia ante la presencia de
Dios, fue el más pesado castigo que jamás tuvo que
soportar. Pagó por el pecado cuando se vio separado
de Dios y murió físicamente en la cruz (Mateo 27,46-
50: “Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con
fuerte voz: «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?», esto es:
«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has
abandonado?» Al oírlo algunos de los que estaban allí
decían: «A Elías llama éste.» Y enseguida uno de ellos
fue corriendo a tomar una esponja, la empapó en
vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber.
Pero los otros dijeron: «Deja, vamos a ver si viene
Elías a salvarle.» Pero Jesús, dando de nuevo un
fuerte grito, exhaló el espíritu”). Jesús cargó con
nuestros pecados y, por su expiación, nos convirtió en
beneficiarios de la justicia divina. c. Efecto. ἵνα ἡμεῖς
γενώμεθα δικαιοσύνη Θεοῦ ἐν αὐτῷ («Para que
nosotros fuéramos hechos justicia de Dios en él»). Las
buenas nuevas de la muerte de Cristo consisten en que
nuestro pecado, que nos apartó de Dios, ha sido
quitado; él nos acepta como si nunca hubiéramos
pecado. Porque, por la muerte de Cristo, nos declara
inocentes. Nos absuelve, anula todos los cargos contra
nosotros y nos concede el don de la justicia. El teólogo
alemán del siglo XVI, Zacharius Ursinus, expone esta
verdad con las siguientes y escuetas palabras: Dios me
concede y anota en mi haber la perfecta satisfacción, la
justicia, y la santidad de Cristo, como si yo jamás
hubiera pecado ni sido pecador, como si hubiera sido
perfectamente obediente como Cristo fue obediente en
mi favor. Comentemos, brevemente, la frase justicia de
Dios. ¿Se refiere a la justicia que es de Dios (genitivo
subjetivo)? ¿Es la justicia que él recibe de nosotros
(genitivo objetivo)? ¿O es la justicia que se inicia en
Dios y que luego se nos concede (genitivo de origen)?
La segunda de estas tres preguntas describe una
circunstancia improbable, si no imposible. Y la tercera
pregunta esperaría la respuesta de que hemos recibido
la justicia completa; pero sólo podemos decir que
nuestra justicia está en Cristo. Su justicia nos es
imputada en la justificación, que es un acto declarativo
de Dios. Haremos bien en contestar a la primera
pregunta diciendo que la justicia, que es semejante a la
santidad, es una característica inherente que pertenece
a Dios. Él manifiesta este atributo al juzgar el pecado
como una violación de su santidad. La justicia que
Dios posee debe entenderse en términos de juicio,
justicia y gracia. Mediante Cristo Jesús, Dios nos ha
colocado en el contexto de la justicia y nos ha
reconciliado consigo mismo. Por eso, la reconciliación
y la justicia son las proverbiales dos caras de una
misma moneda. Los dos primeros versículos del
capítulo 6 están estrechamente relacionados con el
último párrafo del capítulo 5. Por eso, algunas
traducciones incluyen estos versículos en la parte final
del capítulo 5. Pero la alternativa de tratar los
versículos 1-2 (“Y como cooperadores suyos que
somos, os exhortamos a que no recibáis en vano la
gracia de Dios. Pues dice él: En el tiempo favorable te
escuché y en el día de salvación te ayudé. Mirad
ahora el momento favorable; mirad ahora el día de
salvación”) como una sección separada del que nos
ocupa, o de convertirlos en introducción del resto del
capítulo, es igualmente válida. Pablo ha vuelto a su
discusión anterior sobre la obra que Dios le ha
encargado a él y a sus colaboradores (5,11: “Por
tanto, conociendo el temor del Señor, tratamos de
persuadir a los hombres, pues ante Dios estamos al
descubierto, como espero que ante vuestras
conciencias también estemos al descubierto”). Y esta
obra los coloca en posiciones en las que deben
comprometerse en esta contienda espiritual conforme
se enfrentan a situaciones peligrosas no deseadas)
ENTONCES, COLABORANDO TODOS CON ÉL,
OS EXHORTAMOS A NO RECIBIR EN VANO
LA GRACIA DE DIOS (Συνεργοῦντες δὲ
(«Entonces, colaborando todos con él»). La mayoría
de las traducciones amplían esta cláusula añadiéndole
la frase «con Dios» o «con él». Los últimos pocos
versículos del capítulo anterior no hablan de una
relación de trabajo entre Pablo y los corintios o entre
Pablo y sus colaboradores. En aquel momento, no era
ése el tema que Pablo quería resaltar. En su lugar,
enfatiza el hecho de que él y sus colaboradores son
embajadores de Cristo, que hablan en su nombre
(5,20-21: “Somos, pues, embajadores de Cristo, como
si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre
de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A
quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros,
para que viniésemos a ser justicia de Dios en él”).
También escribe Pablo que, por su mediación y la de
sus colaboradores, Dios está llamando a la gente. A lo
largo de todas sus epístolas, Pablo no llega a distinguir
claramente entre Dios y Cristo. Por eso afirmamos que
los trabajadores apostólicos servían a Cristo como
embajadores y portavoces de Dios. Quizás sea mejor
considerar que Dios es el sujeto del último versículo
del capítulo 5, y que las palabras con él, en este
versículo, se refieren a Dios. La traducción
colaborando todos con él es aceptable siempre que la
interpretemos en el sentido de que Dios usa a sus
siervos como instrumento (1 Corintios 3,9: “ya que
somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de
Dios, edificación de Dios”; 1 Tesalonicenses 3,2: “y
os enviamos a Timoteo, hermano nuestro y
colaborador de Dios en el Evangelio de Cristo, para
afianzaros y daros ánimos en vuestra fe”). Además,
los mensajeros nunca pueden estar al mismo nivel que
quien los envió (véase Juan 13,16: “En verdad, en
verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el
enviado más que el que le envía”; 15,20: “Acordaos
de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que
su señor. Si a mí me han perseguido, también os
perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra,
también la vuestra guardarán”). Καὶ παρακαλοῦμεν
μὴ εἰς κενὸν τὴν χάριν τοῦ Θεοῦ δέξασθαι ὑμᾶς («Os
exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios»).
La obra que Dios ha confiado a sus siervos es que
apremien a la gente a reconciliarse con él (5,20:
“Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios
exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo
os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!”). Cuando
Pablo dice: «como si Dios ofreciera su llamado por
medio nuestro» (5,20: “Somos, pues, embajadores de
Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros.
En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con
Dios!”), indica que Dios obra a través de sus siervos
para dar a conocer el mensaje de la reconciliación a los
hombres. Ahora Pablo y sus colaboradores exhortan a
los lectores de Corinto a que presten atención al ruego
de Dios. (Incidentalmente, el verbo griego παρακαλέω
(llamar cerca, es decir, invitar, invocar, por
imploración, exhortación o consolación: orar,
presentar, rogar, alentar, amonestar, animar, confortar,
consolar, exhortar, exigir) se traduce por «rogar» en
5,20: “Somos, pues, embajadores de Cristo, como si
Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de
Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!”, y
«exhortar» en 6,1: “Y como cooperadores suyos que
somos, os exhortamos a que no recibáis en vano la
gracia de Dios”). La exhortación va dirigida a los
lectores y a los oyentes de Corinto. Pablo desea
enfatizar el pronombre vosotros, colocándolo al final
del texto griego. Por así decirlo, apunta directamente a
los corintios y les dice que Dios les da el mensaje de
su gracia, un mensaje que ellos aceptan y aprueban.
Las buenas nuevas de la gracia de Dios incluyen la
muerte y resurrección de Jesús. La reconciliación de
Dios con la humanidad, la paz con Dios y el perdón de
pecados, vienen por la obra expiatoria de Cristo y el
insondable amor de Dios hacia su pueblo. Este amor se
demostró en el encargo de que el mensaje de
reconciliación se proclamara a toda criatura (5,20:
“Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios
exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo
os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!”). Los
traductores deben decidir entre traducir el infinitivo
griego δέξασθαι como pasado («recibisteis») o como
presente («recibís»). ¿Decidieron los corintios aceptar
el evangelio para luego echarlo a un lado, cuando
Pablo lo predicó durante su primera visita? ¿Es ésta la
razón de que el apóstol los exhorte ahora a no permitir
que la gracia de Dios sea improductiva? Esta
conclusión es poco posible dados los signos de
crecimiento espiritual que mostraban (véase, p.
ejemplo, 1,11; 3,2-3; 3,18; 4,15; 7,12-16; 9,2; 10,15).
Y Pablo escribe que «es Dios el que nos confirma con
vosotros en Cristo» (1,21). Verdaderamente Dios
nunca le falla a su pueblo; pero sus hijos e hijas
espirituales deben ejercer la responsabilidad humana al
aceptar y obedecer el mensaje de salvación. Este
mensaje no fue dado una vez y nada más; fue
proclamado, escuchado y repetidamente leído en
Corinto. Después de que Pablo se marchara, sus
colaboradores (Timoteo, Silas, Apolos e incluso
Pedro), continuaron predicando el evangelio allí. El
infinitivo griego δέξασθαι (recibir) no debe traducirse
como un tiempo pasado, que se refiere a un evento
singular, sino como tiempo presente, que muestra que
su acción abarca toda la extensión y duración de la
predicación y recepción del mensaje divino de gracia.
¿Cuál es la importancia de la frase en vano? En todo el
capítulo anterior, Pablo se enfrentó a sus adversarios,
que trataban de influenciar en los corintios ambiciones
egoístas en lugar de la causa de Cristo. Por eso
exhortaba a aquellos creyentes a que no vivieran para
ellos mismos, sino para Cristo, que murió por ellos y
resucitó de la muerte (5,15). Esta exhortación la tuvo
que repetir varias veces, pues el corazón humano es
muy proclive a regalarse a sí mismo en vez de servir a
Cristo. Una respuesta poco dinámica a la palabra de
Dios no vale la pena y sirve de poco) PORQUE ÉL
DICE: «EN EL MOMENTO PROPICIO TE
ESCUCHÉ, Y EN EL DÍA DE SALVACIÓN TE
AYUDÉ» ¡MIRAD, AHORA ES EL TIEMPO MÁS
PROPICIO!, ¡MIRAD, AHORA ES EL DÍA DE
SALVACIÓN! (Una cita. Cuando Dios ofrece su
llamado por medio de sus mensajeros, y éstos son
colaboradores suyos, entonces se deduce que el mismo
Dios habla a través de las palabras de la profecía
mesiánica veterotestamentaria de Isaías 49,8. Pablo
cita el pasaje de Isaías, al pie de la letra, de la
Septuaginta y lo introduce con la fórmula: «Porque él
dice». Isaías posee también una fórmula introductoria:
«Esto es lo que el Señor dice». Estas fórmulas revelan
que Dios habla con autoridad divina, tanto por boca
del profeta Isaías como por medio del apóstol Pablo,
cuando se dirige al pueblo de Israel y a los corintios.
La profecía del Antiguo Testamento puede que
estuviera en la mente de Pablo cuando empleó el
infinitivo griego δέξασθαι (aceptar, recibir; versículo
1), y pensó, asimismo, en el adjetivo dektos
(aceptable, favorable; versículo 2), de Isaías 49:8.8 El
contexto de esta profecía es el de la humillación y
exaltación del Siervo del Señor, el Mesías (49:7). Por
medio del Mesías, Dios restaura políticamente al
pueblo de Israel, al liberarlos de la cautividad en el
exilio; y lo hace espiritualmente, enviándoles el
Mesías. La era mesiánica comenzó con la venida de
Jesucristo, que inauguró la nueva era. Las cosas viejas
pasaron y, por medio de él, todas son hechas nuevas
(5:17). Dios reconcilió al mundo consigo mismo en el
tiempo aceptable y en el día de salvación. Sin
embargo, de la misma manera que él envió a su Siervo
a su propio pueblo, y no lo recibieron (Juan 1:11), así
ahora envía a Pablo a los corintios con el mensaje de
reconciliación. Como Jesús, durante su ministerio
terrenal, constantemente oraba a Dios el Padre, así
Pablo y sus colaboradores piden ayuda. Y la respuesta
afirmativa de Dios es: «En tiempo favorable te oí y en
el día de la salvación te ayudé». b. Afirmación. Pablo
aplica la profecía del Antiguo Testamento a los
corintios. Hace notar que su cumplimiento ya ha
llegado, cuando les dice a sus [p 235] lectores:
«¡Mirad, ahora es el tiempo más propicio!, ¡mirad,
ahora es el día de salvación!». En una sola oración,
ofrece un comentario de la profecía de Isaías y dice
dos veces «¡mirad!». Sus lectores pueden entender que
el Mesías fue ciertamente humillado por el
sufrimiento, la muerte y el sepulcro. Pero, después de
resucitar de entre los muertos y subir a los cielos,
consumió su obra mediadora y ocupó el lugar de honor
a la diestra de Dios. Por lo tanto, debían ver que, para
ellos, había llegado el tiempo de la reconciliación; que
el año agradable del Señor había venido (véase Lucas
4:19, 21; Isaías 61:2). Y esta era continuará hasta que
ocurra la consumación de todas las cosas. Pablo no se
refiere al tiempo cronológico, sino a una nueva era en
la que Dios se muestra favorable hacia su pueblo. Y
describe esta era como «un tiempo de recibimiento
especial» (MLB). El término griego que Pablo usa,
euprosdektos, es la forma compuesta del vocablo
dektos (aceptable). Aunque se traduce habitualmente
como sinónimo de esta palabra,9 no obstante transmite
la idea de bienvenida.10 Su paralelo es la frase día de
salvación, que se refiere a la nueva era. El don de la
salvación que Dios pone a disposición de la
humanidad, es la restauración de la paz con él. Ahora
es el día de salvación, dice Pablo, y de ahí se deduce
que «no hay que dejar que pase sin aprovecharlo». Si
los creyentes del Nuevo Testamento reciben el don de
la salvación en esta era, ¿qué pasó con los santos del
Antiguo Testamento, que vivieron en una época en que
Dios todavía no había reconciliado al mundo consigo
mismo? Estas personas recibieron la adopción como
8 Charles Hodge, An Exposition of the Second Epistle
to the Corinthians (1891; Edimburgo: Banner of Truth,
1959), p. 155. MLB Biblia del Lenguaje Moderno 9
Véase 8:12; Romanos 15:16, 31. 10 Jean Héring nota
que esto es «un matiz que la traducción no debe
perderse», The Second Epistle of Saint Paul to the
Corinthians, trad. A. W. Heathcote y Pedro J. Allcock
(Londres: Epworth, 1967), p. 46.
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hijos e hijas, la gloria divina, los pactos, la ley y las
promesas divinas (Romanos 9:4). Por la fe, estas
personas anhelaron el hogar celestial y Dios «no se
avergonzó de ser llamado su Dios» (Heb. 11:6). Junto
con los creyentes de la era neotestamentaria y siglos
siguientes, son hechos perfectos en Jesucristo.
Consideraciones prácticas en 6:2 Los versículos
finales del capítulo 5 y los dos primeros de éste,
muestran un carácter de urgencia. Pablo ruega a sus
lectores que se reconcilien con Dios, y los exhorta a
que acepten el mensaje de salvación divino ahora.
Pablo les hace la misma súplica que les hizo a los
filósofos atenienses, cuando dijo: «En el pasado, Dios
pasó por alto aquella ignorancia, pero ahora manda a
todos, en todas partes, que se arrepientan» (Hechos
17:30). La urgencia de estas palabras se debe a que
para el arrepentimiento Dios había establecido un
tiempo límite. Para nosotros, ese tiempo comienza en
el momento en que escuchamos las buenas nuevas de
salvación, y acaba cuando morimos. Conocemos el
momento en que oímos por primera vez el evangelio;
pero desconocemos cuándo abandonaremos la escena
terrenal. Dios ha establecido la fecha de nuestra
partida, porque «el hombre está destinado a morir una
sola vez, y después enfrentar el juicio» (Heb. 9:27). La
llamada al arrepentimiento permanece, pero dentro de
los límites que Dios nos ha marcado. Más allá de la
muerte, ya no hay salvación. [p 236] El breve
comentario de Pablo sobre el tiempo del favor divino,
alerta a los lectores de su inmediatez. Presten atención
—dice dos veces—ahora es el momento de aceptar el
amor de Dios en Cristo Jesús. Por implicación,
advierte que mañana puede ser demasiado tarde. Sólo
una vida, que pronto pasará; Sólo lo hecho por causa
de Cristo permanecerá. Palabras, frases y
construcciones griegas en 6:1–2 δέξασθαι—este
aoristo infinitivo (deponente) no denota,
necesariamente, una acción sola. Puede ser más amplio
en alcance e incluir todos los casos de aceptación del
mensaje de salvación de Dios. Aquí debe traducirse en
presente: «recibir». λέγει—el sujeto debe extraerse del
contexto, a saber, Dios, que habla por sus siervos
(5,20: “Somos, pues, embajadores de Cristo, como si
Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de
Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!”).
Omisiones similares se dan en otros pasajes (Romanos
9:15; Heb. 1:5, 6, 7, 13), y en dichos casos los
traductores deben suplir un nombre («Dios») como
sujeto. ἰδού—«mirad». Aparte de la cita del Antiguo
Testamento (Romanos 9:33; Isaías 28:16), Pablo usa
esta partícula demostrativa sólo ocho veces, seis de las
cuales se hallan en esta epístola (1 Corintios 15:51; 2
Corintios 5:17; 6:2 [dos veces], 9; 7:11; 12:14; Gálatas
1:20).

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