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CONTENIDO

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BREVES NOTAS A UNA LARGA TRAYECTORIA
NOTAS PARA LA LECTURA DE ESTE LIBRO
I. EL ENVÉS DE LOS ENIGMAS
II. ANTOLOGÍA PERSONAL SOBRE BORGES
III. SOBRE LA NARRATIVA DE BORGES
IV. BORGES: INSTANTE Y ETERNIDAD
V. EN RESUMEN…
VI. EPÍLOGO: LAS TRAMPAS DE LA LECTURA

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Formas de leer a Borges
© del texto: Juan Carlos Rodríguez
© de la edición electrónica: Editorial Universidad de Almería, 2013
publicac@ual.es
www.ual.es/editorial
Telf/Fax: 950 015182


ISBN: 978–84–15487–68–5
Depósito legal: Al 307–2013
Diseño y maquetación: Jesús C. Cassinello


Esta editorial es miembro de la UNE, lo que garantiza la difusión y
comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional
FORMAS DE LEER A BORGES


Breves notas a una larga trayectoria
Juan Carlos Rodríguez es a la vez un profesor muy real y casi un personaje literario
en la universidad de Granada. Docente desde los 24 años, su reflexión teórica sobre
la literatura comenzó, si podemos decirlo así, con el descubrimiento de las obras de
Althusser, Pour Marx y Para leer El capital. Esta lectura le llevó a cuestionarse el
origen mismo de la literatura y, desde luego, todos los planteamientos sobre su
estudio a lo largo de la historia... cuestionamientos y tesis que planteó en un libro
mítico: Teoría e Historia de la producción ideológica (1975), que supondría una
revolución en los estudios teóricos y que marcaría a más de una generación, creando
Escuela, como tan raramente sucede.
La lectura de esta obra impulsó al propio Althusser a llamarlo para trabajar con él
en sus Seminarios de la Escuela Normal de la Sorbona, en París, donde entraría en
contacto con la escuela de Lacan, participaría en debates sobre Foucault, etcétera.
Mientras tanto en España siguió con la docencia en la Universidad de Granada,
compaginándola con clases en múltiples universidades españolas, europeas y
americanas.
Sucesivas generaciones de estudiantes han acudido a sus clases con grandes
expectativas, generadas por toda una leyenda sobre su brillantez intelectual y la
maestría de sus planteamientos, asentados en un discurso distinto al establecido, un
discurso que analiza los textos literarios desde su “radical historicidad”. Marxista
hasta la médula, pero también freudiano, abre así mismo, en ese sentido, a sus
alumnos otras vías de conocimiento en su cuestionamiento sobre el yo, más aún,
sobre el yo soy o sobre el qué yo soy, descubriendo la literatura como un medio para
construirnos.
En estas clases, como en sus libros, Juan Carlos Rodríguez utiliza recursos que en
ocasiones recuerdan a la novela negra, género del que se reconoce lector
apasionado. Va dejando pistas que sólo los más avispados saben detectar y analizar,
pistas que al final de una clase, un artículo o un libro van saliendo a la luz e,
imbricándose unas con otras, muestran la tesis drásticamente novedosa pero
absolutamente creíble.
Más allá de aquellas aulas y de los exalumnos, de su prestigio internacional,
etcétera, Juan Carlos Rodríguez tiene una estrecha vinculación con la Universidad de
Almería ya que, en cierta manera, participó en el origen de la misma. Desde el
principio contribuyó (junto con el difunto Pascual González) formando parte de la
comisión que seleccionaba el profesorado con el que se fundaría la facultad de
Humanidades. Y desde ese momento su presencia aquí ha sido constante:
conferencias, participación en cursos de verano, dirección de tesis doctorales,
participación en diversas publicaciones y revistas... Siempre ha mostrado un
profundo interés por nuestra institución. Para la universidad de Almería, puesto que,
Juan Carlos Rodríguez es también el Maestro, pues la mayoría de los docentes con
formación filológica de esta universidad han pasado por sus clases de la universidad
granadina. Traer por tanto a nuestra colección “Ordo Academicus” un texto suyo es
un privilegio y un reconocimiento explícito.
Después de Teoría e Historia de la producción ideológica (reeditado en varias
ocasiones), publicó La norma literaria en la que se muestra su vastísimo
conocimiento de las principales teorías literarias, para seguidamente mostrar su
forma de leer radicalmente distinta en La literatura del pobre o en El escritor que
compró su propio libro. Para leer el Quijote, donde consigue dar la vuelta a los
numerosísimos estudios sobre el ingenioso hidalgo y ofrecer una visión
completamente diferente sobre el caballero y su autor. Y no olvidemos su atención a
la literatura hispanoamericana de la que es profundo conocedor y experimentado
lector. Su Introducción al estudio de la literatura hispanoamericana (junto a Álvaro
Salvador) ha marcado los estudios de la literatura del otro lado del Atlántico desde
su publicación en 1987. Inició a muchos en la pasión por aquellas literaturas que
llegaron para quedarse en nuestros departamentos de literatura española.
Y Borges, por supuesto. Juan Carlos Rodríguez lo ha estudiado de forma continua
a lo largo de toda su carrera, lo ha compartido con sus alumnos en sus clases de
doctorado y con todos los borgianos interesados en sus artículos. El inimitable
Borges (incluso en sus miserias) es un magnífico lector y escritor “prejuicioso” —lo
dice él, lo comparte Juan Carlos Rodríguez— que conviene abordar con ciertos
“resguardos”. Formas de leer a Borges es lo que Juan Carlos Rodríguez ha estado
enseñando siempre, para reconocer desde las eruditas citas falsas de Borges hasta
los hallazgos magníficos de la obra toda, del autor.

MAR CAMPOS F. FÍGARES

Notas para la lectura de este libro
¿Por qué un libro sobre Borges, o mejor dicho, sobre las formas de leer a Borges?
Quizá la respuesta nos la da el propio Borges a través de una aseveración
magnífica que suele repetir una y otra vez: “Todos somos lectores prejuiciosos”.
Y así ocurre en efecto: somos lectores prejuiciosos ante los libros y la pantalla del
ordenador, ante la vida y ante nuestra propia vida. Siempre hay un inconsciente que
nos habita y desde el cual leemos el mundo. En particular prefiero dos breves
ejemplificaciones que el propio Borges nos ofrece:

1º) Hay que tener en cuenta que en literatura existen equívocos prejuiciosos que
pueden resultar válidos por su fuerza de imágenes. Y así Borges nos recuerda que
Shakespeare interpretó literalmente el nombre de “pesadilla” en inglés, o sea,
nightmare. Y puesto que mare es yegua, Shakespeare escribió: “Me encontré con la
yegua de la noche” (I met the night mare); e incluso, más densamente aún,
Shakespeare nos habla en otro poema de una pesadilla horrible como “la yegua de la
noche y sus nueve potrillos” (the nightmare and her nine foals). Podríamos añadir
por nuestro lado que en un mundo como el de Shakespeare, en el que los caballos
estaban por todas partes, la imagen de la “yegua de la noche” resultaba fascinante.
Hoy sin embargo, en un mundo sin caballos, quizá nos impresiona más la –al
parecer– auténtica etimología del término: pues la raíz podría ser niht maere, o sea,
el demonio de la noche, lo cual acercaría más la imagen a las vivencias freudianas
actuales y al análisis de los sueños. “Ficción de la noche” llama también Borges a la
pesadilla, aproximando el término inglés al alemán Märchen. En cualquier caso se
trataría de tres matices históricos distintos y no podemos olvidar la historia, pues –
sin ella– hoy, en efecto, no se entendería lo que quiso decir Shakesperare con “la
yegua de la noche y sus nueve potrillos” ni por qué estructuró así su verso. Y
Borges, muy a menudo, ignora la historia, aunque no tanto en este rastreo.

2º) Tampoco lo hace en el segundo ejemplo que propongo (aunque no lo explica
hasta la raíz). En este caso Borges se pregunta: ¿Por qué Nietzsche, en El
crepúsculo de los dioses (1888), habría lanzado aquel duro aforismo contra el Dante
de La Divina Comedia llamándole “la hiena que versifica entre los sepulcros”? En
realidad, añade Borges, Nietzsche no hace más que enfatizar un prejuicio común,
formular con desconsideración y violencia un juicio muy extendido. Y concluye:
“Indagar la razón de ese juicio es la mejor manera de refutarlo”. Ciertamente: pero
sólo desde un punto de vista histórico, que Borges no especifica.
Pues en efecto: lo mismo que Nietzsche (a fines del XIX) asumía un prejuicio
científico/ positivista contra el Dante “teólogo/ poeta” (que es la explicación de fondo
del aforismo), hoy podría decirse que desde los años ochenta y noventa del s. XX
hasta la primera década del 2000, Borges ha sido acusado de todo y a la vez
ensalzado hasta la glorificación en el Parnaso (si todavía el Parnaso existiera y no la
mercadotecnia que nos envuelve).

Pero dado que nada se juega en blanco y negro sino en un entrevero de colores,
es evidente que existen muchas formas de leer a Borges. Y dado a la vez que en la
Universidad de Almería se edita la revista Álabe, en la que se aglutinan los diversos
planteamientos de la Red de Universidades Lectoras, acepté con plena satisfacción
la propuesta editorial que esta universidad me hizo a través de los directores de la
propia revista Álabe: los profesores Mar Campos F. Fígares y Gabriel Núñez Ruiz.

De modo que únicamente me queda dar las gracias a los citados profesores, a la
vez que a los viejos y los nuevos tiempos que he compartido –y comparto– con el
Vicerrector José Guerrero Villalba y con el Rector Pedro Molina, desde el comienzo
de nuestra vida universitaria hasta hoy.

Con un solo aviso para los plausibles lectores/as de este libro. Que se recuerde
siempre la aludida frase de Borges: “Indagar la razón de cualquier juicio (o prejuicio)
es la mejor manera de refutarlo”. También de refutarnos y rehacernos a nosotros
mismos. Para eso –acaso– sirve la lectura y el leer(nos)1.
Juan Carlos Rodríguez
[1] Durante varios años dicté un curso de doctorado que en realidad se titulaba: Borges y… Condensé el resultado
de tales cursos en cuatro versiones sobre Borges que publiqué en mi libro De qué hablamos cuando hablamos de
literatura, ed. Comares, Granada, 2002. Durante mucho tiempo varios amigos y amigas, incluso en diversas
críticas, me aconsejaron sacar aparte tales lecturas sobre Borges que se diluían entre las casi setecientas páginas
del libro. Ahora lo he hecho (y agradezco a la editorial Comares las facilidades que me ha otorgado) y dichas
lecturas reaparecen aquí corregidas y revisadas. Más aún lo está el último capítulo que pertenece a mi libro Pensar/
leer históricamente, Icile, 2005, un capítulo que se ha rehecho profundamente. Suele ocurrir cuando uno
independiza ciertas páginas del contexto para el que estaban pensadas.

I. El envés de los enigmas
1. Si yo tuviera que hacer una antología personal sobre Borges me limitaría a
escoger casi todos sus poemas y dos relatos básicos: por un lado Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius y por otro Hombre de la esquina rosada2. Así cumpliría con los
pertinaces ritos de la crítica, puesto que la crítica es pertinaz como la sequía. Es
decir, así podría cumplir con el rito de que Borges no es sólo un prosista sino un
extraordinario poeta y cumpliría con el rito de que Borges es un narrador de relatos
fantásticos y a la vez un narrador realista. Por supuesto, tampoco me olvidaría de
incluir las cuatro conferencias que dio en la Universidad de Belgrano en 1979 y que
se recogieron con el título de Borges oral. Así cumpliría con otro rito crítico, es decir,
el de la relación entre la oralidad y la escritura, algo con lo que nos ha machacado no
sólo la crítica borgiana sino sobre todo la crítica de–constructiva desde Derrida a
Paul de Man.
Claro que los problemas surgirían enseguida porque en todos estos ritos críticos
se da por supuesto precisamente lo que se trata de demostrar. Se da por
presupuesto, por ejemplo, lo que es la literatura fantástica y lo que es la literatura
realista. Y a partir de ahí yo ya tendría que empezar a pelearme muy seriamente con
mi antología personal. Como se sabe Tlön fue el primer relato que Borges escribió
después del accidente con la ventana de una escalera, que le provocó una
septicemia y que casi lo lleva a la muerte. Pero lo curioso es que Borges siempre
nos dice que se divirtió muchísimo escribiendo Tlön. Y evidentemente hay rasgos de
humor ya desde el inicio. La Angloamerican Ciclopedia, nos dice, es una
reproducción de la Enciclopedia Británica, para añadir que “es una reproducción
literal pero también morosa”. Yo no sé si la alegría de Tlön es también un producto
de la alegría de poder volver a escribir, del mismo modo que nos cuenta Borges la
alegría que sintió al poder entender un relato que le leía su madre en la
convalecencia. O acaso Borges tuviera ese extraño sentido del humor con que Kafka
nos cuenta que escribió la Metamorfosis. Yo a la Metamorfosis de Kafka no le veo la
gracia por ninguna parte, pero al parecer Kafka se reía muchísimo leyéndola. Quizás
se comprendería si lo entendemos como una especie de “humor siniestro”, en el
sentido que el propio Borges anota en su ensayo sobre W. Beckford. Dice Borges:
“Hay un intraducible epíteto inglés, el epíteto ‘uncanny’ para denotar el horror
sobrenatural; ese epíteto (unheimlich, en alemán) es aplicable a ciertas páginas de
Vathek; que yo recuerde, a ningún otro sitio anterior”.
Hombre de la esquina rosada, por su parte, que se incorpora, tras haber
aparecido primero con el seudónimo de Francisco Bustos, a la edición de Historia
universal de la infamia, parece condensar toda la literatura realista de Borges,
donde la crítica también suele incluir la no menos pertinaz dicotomía entre
cosmopolitismo y nacionalismo en la escritura borgiana. Uno no elige su tiempo y
Borges se vió asediado por toda esa serie de categorías críticas: el realismo y lo
fantástico, lo racional y lo irracional, lo cosmopolita y lo nacionalista... Todo esto hoy
nos parece rancio y añejo, fuera de lugar, pero Borges estaba zambullido en esa
época. Por eso dice descreer de Hombre de la esquina rosada, pero lo incluye en
casi todas sus selecciones de textos porque creo que creía mucho en ese relato. Un
relato que por otra parte es de estructura entre policial y fantástica, porque sólo al
final nos enteramos de que el asesino es un cuchillo limpito de sangre y que Borges
es el único testigo oral del crimen. Evidentemente, Borges no creía demasiado en
ninguna de estas categorías de lo que venimos llamando la crítica pertinaz. Sólo
sabía dos cosas: que la literatura debía servir para dar la felicidad, y que si no, no
servía para nada. Pero, a la vez, que la felicidad humana está entretejida de ese algo
que Borges ha llamado intraducible y que es lo que Freud llamaría lo siniestro. Mi
antología personal no se limitaría, pues, a estos textos, que pongo simplemente
como síntomas del mundo literario que rodeó a Borges, sino que trataría de abarcar
a todo Borges como un mapa o un atlas imposible, pues tendría que recoger todas
sus cordilleras y sus mesetas, y el mapa se arruinaría entre mis manos.
Ahora bien, planteado todo esto, está claro que leer a Borges no significa “destejer
el arco iris”. El propio Borges lo señaló refiriéndose a una frase de Keats sobre
Coleridge: Quien fuera capaz de analizar el sueño de Coleridge sería capaz de
destejer el arco iris. Imagino que a Borges le gustó la frase, pero se hubiera reído
mucho de quien hubiera intentado mitologizar hasta ese extremo la propia escritura
borgiana. Es verdad que él mismo dice, en la segunda edición de Ficciones, que el
cuento titulado El Sur, que deriva directamente del accidente y la estancia en el
hospital, se puede leer como un simple relato novelesco pero también de otro modo,
de un modo alucinatorio. Pero es que este modo alucinatorio de lectura carece de
excesivas complicaciones. Es así por ejemplo, de modo alucinatorio, como el propio
Borges lee a Hawthorne. No tanto La letra escarlata, como la historia de Wakefield,
es decir, el hombre que se marchó de su casa, para vivir en la esquina de al lado, y
regresar finalmente al cabo de veinte años. Esa alucinación vital y apenas sin sentido
es la que fascina a Borges. Pero Borges es un escritor muy consciente y explica que
Hawthorne sabía crear situaciones pero no caracteres (y añade con sorna: “de
alguna manera tendremos que llamarlos”) y que las situaciones son buenas para los
cuentos pero los caracteres son imprescindibles para las novelas. No sé si ahí se
estaba defendiendo contra la acusación, siempre estúpidamente latente, de por qué
él no había escrito nunca una novela, pero lo cierto es que su teoría de la novela
existe. Por ejemplo en el prólogo a La invención de Morel, de su amigo Bioy
Casares, donde Borges se opone directamente a la teoría de la novela de Ortega, y
curiosamente ahora enfrentándose a la noción de caracteres. Donde Ortega pedía
novelas psicológicas, porque ya ninguna aventura nos sorprende, Borges defiende la
peripecia y la aventura, tanto en el caso de Bioy como en caso de Wells, predecesor
de Bioy en La isla del doctor Moreau. La psicología para Borges era precisamente
una aventura, una peripecia fragmentada y alucinatoria como los sueños (de ahí que
la considere como la única ciencia válida para el mundo de Tlön) y no el simplismo un
poco burdo con que Ortega utilizaba el término “psicología”. Para Borges la aventura
intelectual era el eje de cualquier aventura vital, y por eso él crea un mundo que es
primero una región, luego una enciclopedia y luego un planeta, es decir, Tlön. Por
eso él defiende la invención de Wells o de Bioy, aunque Borges no quiera escribir
novelas, y por ello quizás escribe también ese magnífico texto que se titula De las
alegorías a las novelas. No se puede prescindir de la alegoría en literatura, como
pretendía Croce, porque, como ocurre en el Dante, Beatriz no es sólo la alegoría de
la fe sino que es a la vez Beatriz y la fe. La alegoría impregna a los cuentos e
impregna a cualquier novela. Pero es verdad, para Borges, que las alegorías, como
el cuádruple sentido de la escritura, pertenecen más bien al mundo teológico feudal
que al literalismo de nuestro mundo moderno y laico. Por eso pone un ejemplo
magnífico. Cuando Chaucer trata de traducir a Bocaccio realiza la siguiente
operación. Bocaccio había escrito: “Y con hierros ocultas las traiciones”. Chaucer
traduce: “El que sonríe con el cuchillo bajo la capa”. Ese paso de las traiciones
ocultas a la individualización del enemigo traidor significaría el paso de la alegoría a
la novela, en cierto modo el comienzo de la literatura moderna. Lo que no nos explica
es por qué Borges no escribió novelas. Quizás porque no sabía crear caracteres sino
situaciones (aunque esto tampoco es plausible puesto que creó personajes
inolvidables como Emma Zunz). Lo único que Borges considera prohibido a la
literatura no es, pues, el intentar encasillarse en cualquiera de los planteamientos
anteriores. Lo único que para Borges está prohibido en la literatura es la moraleja, el
intentar aplicar la moralidad a los textos, como hace Hawthorne: un hombre habría
tenido una serpiente en el estómago durante más de quince años. La imagen es
formidable, dice Borges, pero añade que Hawthorne la estropea porque
inmediatamente la moraliza indicando que esa serpiente podría ser el símbolo de la
envidia o de otra pasión maligna.

2. Podemos leer a Borges, en fin, a través de sus diversas etapas, de sus
recurrentes temas y obsesiones siempre que nos demos cuenta de que (como el
propio Borges nos avisa) no podemos dejar de ser lectores prejuiciosos. De un modo
u otro existe el mito Borges, como existe el mito de la literatura, y nosotros tendemos
a leer a través de esos prejuicios. Y sin embargo la lectura de Borges provoca, como
en pocos escritores, una tendencia a la impunidad. Cualquiera puede entrar
impunemente en la obra de Borges y apropiársela. Quizá porque la escritura de
Borges permanece inmune ante esas lecturas que resbalan sobre ella. En realidad a
mí me ocurre algo similar. Cada vez que lo releo me parece nuevo. Quizá este es el
primer gran enigma de Borges: esa dicotomía entre impunidad e inmunidad, entre
lectores impunes y escritura inmune, sobre la que resbalan las lecturas. Algo que
sólo puede tener una explicación plausible: la extraña fascinación que Borges ejerce
de inmediato. Una fascinación que a su vez se explicaría porque los textos de Borges
aparecen supuestamente límpidos, casi en una transparencia de cristal. “¿Dónde
está el cuadro?”, decía Ortega ante las Meninas de Velázquez. ¿Dónde está el
texto?, decimos nosotros ante la obra de Borges. Y sintomáticamente en ambos
casos: nada más denso y más presente que la textura pictórica de Velázquez; nada
más denso y más presente que la textura literaria de Borges. Ya sé que comparar a
Borges con Velázquez parecerá impropio (excepto para el Foucault de Las palabras
y las cosas: un exotismo), sin duda, porque nos falta una tercera textura: el polvo
que deposita el tiempo y que hace imperecederas las obras. Pero ya el propio
Borges, frente a Eliot y Sainte Beuve, nos había puesto también sobre aviso en torno
al término “clásico”, temiendo quizá serlo demasiado pronto. Pero no me refiero en
absoluto a eso ahora, sino al fenómeno de la transparencia que nos fascina de
entrada. Ese espejo donde nos reflejamos, o donde creemos reflejarnos con nitidez.
A eso Borges sí le tenía miedo: temía la doblez de la escritura, que la escritura
pudiera semejar un espejo que no sólo lo reflejara a él sino que indujera al lector a
reflejarse en ella. Borges no hizo una teoría de la distancia, como Brecht, pero
practicó la distancia hasta el extremo: una cosa es Borges y otra la escritura de
Borges. Este es un lugar común que todo lector borgiano conoce, pero quizá
convenga recordar que para construir esa vida propia de la escritura Borges se
amparaba nada menos que en Hume y en Spinoza. “Sólo soy filósofo cuando
escribo”, decía Hume. Y Borges se aferrará a esa frase como a un clavo y utilizará
continuamente a Hume, citándolo o no. Del mismo modo que se aferrará a la lógica
de los sueños (o de la escritura/sueño) desde Homero hasta Berkeley o Jung; o a la
fuerza autónoma de la escritura en la potencia spinozista, lo que hoy se suele llamar
algo así como que el “discurso discurre”, cobra vida en sí mismo: esa vida del
discurso, esa inmanencia del texto que Borges pretendió alcanzar siempre. Pero
precisamente esa escritura viva es la que nos parece más cercana, la que nos
permite considerarla como un espejo que se puede atravesar limpiamente, ese saltar
al otro lado del espejo que Borges consideraba imposible y que (para él) quizás sólo
Lewis Carroll había podido conseguir. Puesto que no olvidemos que los espejos,
como la cópula son abominables (como diría el heresiarca de Tlön por boca de Bioy
Casares) ya que multiplican el número de los hombres. Los multiplican
reduplicándolos, es decir, haciéndoles perder su identidad, creándoles un otro o un
doble que sin embargo simula ser sí mismo. De ahí la obsesión de Borges por el
doblaje (incluso en el cine) y la obsesión por la otredad. En cuanto nos identificamos
con un espejo o con una escritura nos perdemos en ellos, nos diluimos. El principal
enigma de Borges es, pues, el de la escritura de Borges precisamente en torno a la
no transparencia, es decir a través del problema de la individuación, el problema de
no poder decir “yo soy” más que a partir del reflejo del otro, del doble o del enemigo.
La escritura se inventa para decir “yo soy Borges”, pero la escritura se convierte en
un doble siniestro y en un enemigo: en un doble que vive otra vida. Borges tiene miles
de líneas sobre esto, pero sobre todo es significativo un texto magistral a partir del
cual he titulado esta lectura. Por supuesto me refiero a El espejo de los enigmas. Se
trata, obviamente, de un relato del “ver en el no ver”, un relato sobre la ilusión del ver,
es decir, sobre la ilusión del yo, del conocimiento y de la verdad. El enunciado del
famoso postulado de la Epístola a los Corintios de San Pablo, “Ahora vemos como
en un espejo, luego veremos de verdad”, lo traslada Borges al enigma de la verdad
del ver y del ser. ¿Cuándo y cómo veremos de verdad? ¿Qué es lo que vemos en el
espejo de ahora? ¿Y qué veremos cuando veamos “de veras”? Quizá la verdad
estriba precisamente en el no–ver y quizá de ahí, como digo, una de las razones
últimas del terror a los espejos que nos provocan la ilusión de que nos reproducimos
en algo, de la certidumbre absurda que nos hace creernos “yo”. Puede existir la
voluntad de ser yo o la voluntad de escritura, pero no puede existir la escritura como
espejo, porque el espejo del mundo, la escritura del mundo, se ha perdido hace
siglos o desde siempre. De ahí, obviamente, la pasión de Borges por Schopenhauer
y muy en especial por El mundo como voluntad y representación. Lo sintomático de
este texto, El espejo de los enigmas, es que Borges lo despliega a partir de las
obras de Leon Bloy y ¿quién se acuerda hoy de Leon Bloy, muerto en 1917, aquel
católico francés conservador y de prosa desaforada que maldecía al mundo
positivista y sin valores del capitalismo de entresiglos? Pero la elección de los textos
de Leon Bloy no es gratuita por parte de Borges. Incide exactamente en todo lo que
venimos diciendo en torno a los espejos y a la individuación. Por eso Borges escribe:
“Ningún hombre sabe quién es, afirma Leon Bloy”; y enseguida Borges añade la
contradicción: “Se creía un católico riguroso y fue continuador de los cabalistas
judíos, un hermano secreto de Swedenborg y de Blake: heresiarcas”.

3. Si nos fijamos, el verdadero sentido de este texto de Borges radica precisamente
en el hecho de no tenerlo, de no tener sentido, y de ahí la relación entre enigmas y
espejos: o sea, el multiplicar los sentidos de la escritura y el mundo hasta casi
anularlos. Hablar (a partir de este texto y de tantos otros paralelos) acerca del
escepticismo y/o del nihilismo de Borges me parece una banalidad o una falta de
rigor. En realidad nihilismo no suena a categoría teórica muy seria, puesto que, como
es obvio, ser nihilista significa ya creer: creer en la nada o no creer en nada, que
viene a ser lo mismo. Hablar de escepticismo supone más una actitud vital que una
cuestión teórica. Y en la línea de su escritura Borges sólo es escéptico dentro de
una problemática muy estricta. Este horizonte de escritura, siempre dual y que
siempre tiende a unirse, incluso en sentido teológico: o bien el panteísmo frente al
individualismo (que es un horizonte pagano que se traslada a la escolástica
medieval); o bien la dicotomía aparente entre el “realismo” medieval (o sea, la
creencia en las ideas abstractas, en el Dios abstracto) y el “nominalismo” medieval (o
sea, la creencia en las cosas concretas y en un Dios tan concreto que casi no
existe). Obviamente esquematizo al máximo la diferencia feudal clásica entre el
realismo de Santo Tomás y el nominalismo anglosajón de Erígena (que sí que habla
de nihil), Duns Scoto o Guillermo de Occam. Una problemática nominalista que
curiosamente se trasladará hasta el empirismo anglosajón del XVIII, con Berkeley y
Hume, como apuntamos, pero que tendrá su anverso en otro lugar común de
escritura bien conocido por los borgianos: los lugares que pueden nombrarse como
De Quincey o Chesterton por un lado y Bergson y muy especialmente Schopenhauer
por otro. Claro que al hablar así ya estamos adentrándonos en otro de los enigmas
claves de la escritura de Borges, otro lugar común: tras plantear el hecho de la
escritura como espejo (o del enigma de los espejos), enseguida, como vemos, nos
aparece la cuestión de la filosofía de Borges. ¿Fue Borges un filósofo?
Evidentemente si entendemos por filosofía una epistemología sistemática, Borges no
fue un filósofo en absoluto. Sin embargo si entendemos la filosofía como un género
literario más, las cosas ya empiezan a convertirse en más filosas, como la cuestión
de la novela en Borges: ¿Podríamos hablar de sus textos como de novelas o relatos
filosóficos al estilo de Voltaire, Kipling o Chesterton?

4. En la Antología personal publicada por la editorial Sur en Buenos Aires y cuyo
prólogo Borges fecha el 16 de agosto de 1961 (es decir, cuando Borges aún no es
Borges en el mundo) nos encontramos, no sin sorpresa, con una auténtica novela
autobiográfica (de autobiografía intelectual, se entiende) una especie de relato sin
fin, de flujo continuo, donde se mezclan todos los géneros en torno a una serie de
temas y obsesiones recurrentes (las variaciones que le van a acompañar siempre),
correlacionadas sin embargo a través de un orden riguroso y milimétrico. Lo que
parece un caos antológico de prosas, relatos y poemas encuentra sin embargo por
debajo un orden cuidadísimo y vivo por sí mismo. Cada tema se distribuye en
géneros diversos hasta agotarse. Cada tema tiene su bloque como el capítulo de una
novela o como el orden del discurso de Hume. Un orden del discurso al que podría
denominarse imaginación razonada. No es extraño, en consecuencia, que la
colección comience con el texto titulado La muerte y la brújula, un texto policial cuyo
protagonista es una especie de detective (al modo del Dupin de Allan Poe) que tiene
que desentrañar tres asesinatos. Tres asesinatos cuya localización posee la forma
de un triángulo en el mapa. Es, pues, una estructura “more geométrico” al más puro
estilo spinozista. Todo parece un triángulo equilátero, pero el detective razona que
tiene que haber un cuarto asesinato ¿Sabe o no sabe que va a ser el suyo? Calcula
el lugar y en efecto allí le está esperando el asesino. El detective, antes de morir, le
pide al asesino que la próxima vez lo mate en línea recta, según el espacio de
Aquiles y la tortuga o del Laberinto griego, quizá porque a su razonamiento le ha
fallado el toque oriental que posee el asesino. El asesino promete hacerlo así la
próxima vez que lo mate, y en efecto dispara y lo mata. Pero no lo olvidemos: ha
prometido que la próxima vez lo matará según otra geometría. La escritura “more
geométrico” tiene su inverso: el otro lado del espejo. No lo irracional sino, como
decimos, algo así como la imaginación razonada de los empiristas, o sea, el
subsuelo de lo que Borges llamará lo fantástico (un término ambiguo donde los haya
pero que Borges identifica mucho más con lo que decimos que los empiristas llaman
imaginación productora, en vez de la mera imaginación reproductiva, de la que
hablará Hegel, por ejemplo). Lo fantástico, en suma, concebido como lo invisible, lo
incesante, de nuevo el otro lado del espejo o el enigma de los espejos: el misterio del
“otro lado”.
Pero a partir de aquí hay algo en el prólogo de esta Antología personal que llama
de inmediato la atención. Me refiero nada menos que al rechazo que hace Borges de
la noción de expresión y a su división entre mens y espíritu. Creo que haberme dado
cuenta de esto es lo mejor que puede ofrecer este trabajo. La división borgiana entre
Mens y Espíritu. Quiero decir (o dice Borges) ¿Se escribe con la mens, o sea, con la
inteligencia corporal, o por el contrario se escribe con el espíritu, con las musas, con
la expresión? Borges es taxativo al respecto: “Alguna vez yo también busqué la
expresión; ahora sé que mis dioses no me conceden más que la alusión o
mención”. La falsa modestia de Borges es absolutamente significativa. Pues la
cuestión está clara: la imagen de la expresión implicaría el chorro del espíritu,
implicaría negar el trabajo objetivo de la escritura. Borges escribe: “Croce juzgó que
el arte es expresión; a esta exigencia, o a una deformación de esta exigencia,
debemos la peor literatura de nuestro tiempo”. O sea, la literatura del yo expresivo
que se cree poseedor de sí mismo y de su escritura. Desde este punto de vista es
imprescindible otro magistral texto de Borges que se repetirá ya para siempre y que
se refiere a la muerte del poeta barroco italiano Marino. Una mujer ha puesto una
rosa amarilla en una copa. Marino, a punto de morir, un tanto hastiado de sí mismo y
de sus versos, recuerda dos de ellos, dos versos dedicados a la rosa: “Púrpura del
jardín, pompa del prado,/ gema de primavera, ojo de abril...”. De pronto Marino se
da cuenta de que esas rosas y su escritura no eran, en la penumbra de oro de la
sala, añade Borges: “como su vanidad soñó, un espejo del mundo, sino una cosa
más agregada al mundo”. Así definirá luego siempre Borges a la literatura: “Una
cosa más agregada al mundo”. Pero hay algo más en este prólogo de su primera
antología personal. Borges quiere ser juzgado por este libro, no por el color local de
otras antologías que no son personales, e indica que por eso ha preferido no el
orden cronológico sino, como apuntábamos, el orden de los bloques temáticos, lo
que él llama el orden de “simpatías y diferencias”. Simetrías y variaciones,
podríamos añadir nosotros, que constituyen el verdadero sustrato de este libro. A la
realidad le gustan las simetrías, nos dirá continuamente Borges, pero en tanto que
simetrías o simpatías diferenciales. Y he aquí una obsesión temática central. Central
en sus dos variantes: la abolición del tiempo o la presencia del tiempo. Heráclito se
convierte así en la obsesión de Borges (incluso deduzco de ahí su pasión por
Quevedo y por el libro de Quevedo El Heráclito cristiano). No por nada decía Borges
que Quevedo no era un escritor sino una literatura. Escribió Quevedo: “Soy un fue,
un será y un es cansado”. El “es cansado” significa a la vez la presencia y la
abolición del tiempo. El poema titulado “Arte poética” de Borges no hace más que
reincidir en la misma variación. ¿Dónde el presente si todo es ya, en el momento de
escribir o de hablar, un trozo de pasado y un trozo de porvenir? Si el presente no
existe, sólo pueden susbsistir tiempos sucesivos; si el presente (el cuando) no existe,
tampoco puede existir el espacio (o sea, el dónde). Y sin embargo la escritura
reincide en su permanencia para retener el presente (o para convertirlo todo en el
presente) y para construir un espacio. La fuerza misma de la escritura trata de
detener así el presente del cuándo y la espacialidad del dónde. Eso es lo que más
nos sorprende en Borges: esa voluntad de escribir, esa voluntad de vivir, de producir
una escritura ética (por supuesto sin “moraleja”), pese a que el mundo sea sólo
espejo de un simulacro y mera representación. De ahí, como indicábamos, la pasión
por Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación. No es extraño así el
agradecimiento a Schopenhauer en el “Otro poema de los dones”: Gracias [...] por
Schopenhauer/ que acaso descifró el universo. La cifra del universo. Quizás de ahí
también la necesidad de refutar el tiempo, que sin embargo es imposible de refutar,
ya que nos invade en sus instantes sucesivos. Por eso, por esa imagen del tiempo
como río, aparece el tema de la memoria y el olvido, otro de los grandes enigmas de
Borges. No sólo porque el río nunca será el mismo, sino porque alguien que se bañe
en el río nunca podrá ser el mismo del instante anterior. Memoria y olvido: alterar el
tiempo o refutarlo parece imposible. Cuando aparece la memoria del tiempo o la
presencia de lo inolvidable o eso nos mata o hay que matarlo. Es el tema de Funes
el memorioso, donde Funes para recordar un día necesita recordar un día completo,
puesto que el perro de las tres catorce (visto de perfil) ya no es el mismo perro de
las tres y cuarto (visto de frente). O la terrible imposibilidad de olvidar: el Zahir,
sabemos, esa moneda inolvidable de veinte centavos que puede ser muchas cosas
más, es un ejemplo inevitable en Borges, pero también lo es El Aleph, una especie
de autoparodia de El zahir. La intrusa es otra presencia inolvidable, la presencia del
cuerpo de la mujer entre los dos hermanos, y por eso hay que matar a la chica. No
basta con venderla a un burdel. “A trabajar, hermano... Hoy la maté... ya no hará
más perjuicios...” Y Borges continúa: “Ahora los ataba otro vínculo: la mujer
tristemente sacrificada y la obligación de olvidar”.
Olvido y memoria, otros dos lugares comunes de la crítica que sin embargo
convendría complicar aún más. Si la escritura es el espacio, si el espacio es finito
(incluso de ahí la importancia del Fin en el relato policial), la lectura puede ser infinita,
puede llevar al delirio. Por eso llega un momento en que incluso hay que matar a la
lectura. Así, por ejemplo (y el ejemplo es excelso) las infinitas lecturas del Martín
Fierro tienen que acabarse alguna vez. Es lo que sucede en el relato titulado El fin,
donde Recabarren, el héroe pasivo, quizás el símbolo argentino, es testigo de cómo
el hermano del negro (al que mató Martín Fierro) sabe que Fierro vendrá a buscarle
alguna vez y él, el negro, matará a Fierro y acabará con la infinitud de lecturas sobre
Fierro, de historias y variaciones sobre Fierro. Se le ha solido reprochar a Borges
(por ejemplo Juan José Sebreli) que esta versión sucesiva del tiempo provenga de un
cuasi metafísico como Bergson y de su idea del “élan vital”, del impulso vital, donde
Borges habría encontrado sustento para sus mitologías del cuchillo y del coraje.
Creo más bien que la ausencia de espacio es lo que obsesiona a Borges, ya desde
el principio de Evaristo Carriego en cuyo prólogo nos dice cómo soñaba el mundo
que existía (o que debería haber existido) al otro lado de las verjas del jardín. Pero la
visión del tiempo sucesivo, esa anulación del presente y del espacio tiene,
obviamente, otra dimensión básica en Borges. Me refiero a la cuestión de la
eternidad o la inmortalidad. La historia de la eternidad, como la historia de la
inmortalidad de Homero – el mito de El inmortal – nos sugiere el horror de un
presente perpetuo, de un espacio que sólo se alimentaría de ruinas, la quietud de la
“flecha de Zenon” que en realidad no volaría, sino que estaría quieta en cada
instante. Hay otra manera de confabular el tiempo y el espacio: a través de la
escritura del cuerpo, como hemos esbozado antes. L. Althusser señaló con una
perspicacia absoluta cómo en Spinoza, aquel judío materialista, cada acción de la
mens, de la inteligencia, proviene de una afección corporal. O de otro modo: el
conatus (el impulso o la fuerza) de la escritura es el conatus (la fuerza) que el cuerpo
otorga a la mente a través de la debilísima lámina que los separa. Más una ósmosis
que una lámina. Creo que esta imagen del conatus es más adecuada a Borges que
la del élan vital. Es algo similar a lo que Freud llamaría el aparato psíquico y algo
similar a la imagen de los sueños que Borges toma de Jung (mientras que llama a
Freud repugnante. Adivinanza: ¿Por qué Freud sería repugnante para Borges?). De
cualquier modo con la lógica fragmentada de los sueños, similar a la lógica
fragmentada del orden literario, volvemos a una versión material de la escritura que
ya no se basa en Spinoza (todas las cosas tienden a perpetuarse en su ser, repite
continuamente Borges, siguiendo a Spinoza: es decir, existe un orden en el caos del
universo, igual que en la novela policial), sino que volvemos al empirismo idealista de
Berkeley y al empirismo literal de Hume. Volvemos como siempre con Borges a
Berkeley porque si (según aquel extraño obispo que lo mezclaba todo) sólo somos
sueños de un sueño, de alguien que nos sueña, aquí surge una sorpresa inesperada:
nuestras ideas, que sólo son ficciones, pueden ponerse a actuar como tales ficciones
(y no es extraño así que Borges titule Ficciones a su primer libro de cuentos).
Nuestras ideas, a fuerza de ser sueños reales o materiales, se pueden convertir en
acciones, en la acción misma de la escritura, en la escritura como materialidad. Es
curioso así como Borges, a partir del idealismo de Berkeley, puede hallar un
subsuelo sólido para el materialismo de su escritura. Esto no tiene nada que ver con
los actos del habla de Austin o Searle. Esto tiene mucho más que ver con la potencia
de la escritura de Spinoza. Lo mismo que Spinoza hablaba de un Dios que era la
materialidad de la naturaleza (Deus sive Natura), del mismo modo, Borges, a partir
de la imagen de las ideas como ficciones, pone a las ideas a trabajar como
realidades materiales. No nos puede extrañar así su pasión por los Cabalistas
judaicos, que no hacían más que trabajar con las letras y los números del Libro. Si el
Libro Sagrado puede crearnos como ficción o como sueño a través de la escritura,
también la escritura puede crear la ficción o el sueño de un hombre real: por ejemplo
el lastimoso Golem creado por el rabino de Praga. La combinación de la escritura y
de los números (que en realidad constituye esa ficción o representación que
llamamos mundo según Schopenhauer), también puede crear esa ficción o
representación que llamamos hombre, y que somos cada uno de nosotros reflejados
en el espejo de la escritura, en el espejo del otro o del doble, incluso del enemigo
que puede ser la escritura misma, como un cuchillo o un puñal (según la famosa
imagen de Borges). He aquí lo asombroso de la materialidad de la escritura en
Borges, creada a partir de un idealismo tan límpido como el de Berkeley.

5. O de otro modo, la ficción de una escritura que se convierte en verdad a través de
cada una de sus líneas. Volvemos así a Hume, o sea al empirismo literal, porque esa
verdad/ficción jamás podrá ser concebida como la verdad científica. El relato de la
escritura filosófica o de la filosofía literaria se establece, según Borges, a través de
la relación entre efecto y efecto, o, mejor dicho, la causa se diluye en el efecto y el
enunciado en la enunciación. En la supuesta verdad científica, por el contrario, la
relación causa/efecto parece indestructible. Hume borra toda esta serie de
problemáticas en sus textos. Como es sabido, Hume borra la posibilidad de que del
ser se pueda deducir el deber ser y por eso Borges recuerda que Hume despertó a
Kant de su sueño dogmático, del sueño kantiano de la creencia en un deber ser
normativo, el que establecería la norma de la moral universal. Pero Hume también
destruye la imagen de la relación causa/efecto como clave de la discursividad
científica. Y curiosamente, al modo de Borges, establece la aleatoriedad de los
signos sucesivos en el tiempo, de lo que se llamaría la arbitraria asociación de ideas.
Borges esto lo aprovecha de maravilla. Así en Tlön Borges utiliza exactamente el
mismo ejemplo de Hume: una colilla a medio apagar, el humo de un incendio y un
bosque calcinado no tendrían nada que ver entre sí, serían meras sucesiones de
imágenes que crearían un espacio más o menos ficticio que a la vez sería una mera
acumulación de tiempos sucesivos. No hay ninguna razón para pensar que la colilla
quemó el bosque, que el bosque engendró humo y llamas y que tras las llamas el
bosque quedó calcinado. Borges, como Hume, es absolutamente nominalista en esto:
es imposible verificar la relación causa/efecto en el discurso cientifista, y tampoco en
cualquier otro tipo de discurso. Pero como esto nos llevaría al absurdo, Borges, al
modo de Hume, cree literalmente en la creencia, o sea, en lo que Hume llamó el
Belief. Si no es posible garantizar nada a través de la escritura sólo la creencia
común (desde la mitología gauchesca a la “creencia” en Dios o el Diablo) nos
garantiza el no desbordarnos en el absurdo. O de otro modo, sólo la escritura nos
garantiza que existe un orden en el universo, aunque seamos el sueño de un sueño,
un puro relato soñado.
Es así como Borges también establece la famosa metáfora de La esfera de
Pascal y de sus variaciones y entonaciones. Otra vez la historia de la eternidad. Dios
sería una circunferencia que estaría en todas las partes y carecería de centro. O a
la inversa: un centro que carecería de bordes pero que sería una circunferencia
infinita. Así la definición del universo como el otro nombre de Dios. O el hecho de que
la teología o la metafísica sean necesarias pero sólo como ramas de la literatura
fantástica. Y aquí la nueva sorpresa, lo nuevamente increíble: sólo la creencia, sólo
el Belief, puede ser la brecha que nos abra el camino hacia lo fantástico. Por
supuesto que lo fantástico sigue siendo una imaginación razonada pero la creencia o
el Belief es la puerta que se nos abre hacia el otro lado. Así Borges llegó a ser
Borges, y no sólo por esta estructura de sus textos fechados hasta el 61, sino
cuando “vino” (como los tangos o como los niños) en el pico de la cigüeña desde
París, a través de La Croix du Sud de Caillois, del premio Formentor que compartió
con Samuel Beckett o de la famosa entrevista que se le hizo a Robbe–Grillet en
Barcelona: –“¿Ha leído usted El Quijote? –“Sí”, respondió Robbe–Grillet, “pero ¿ha
leído usted El jardín de senderos que se bifurcan?”

6. De modo que en la Nueva antología personal, publicada por Emecé y fechada en
Buenos Aires en 1968, Borges ya es Borges. El 68 europeo y americano, y en
especial el telquelismo parisino (y el prólogo de Foucault) podemos decir que crean a
Borges como eje de la literatura occidental. En esta nueva antología Borges da un
giro de 180º. Ahora prefiere ser un amanuense del espíritu de las musas, con una
ironía perfecta, porque todo el mundo ha reconocido por fin el orden de su
inteligencia, de su imaginación creadora, el orden de su escritura. Pero no por eso
deja de reirse de Croce (que no creía en los géneros) o de Valéry que creía que la
literatura era la evolución del espíritu humano consumiendo y segregando literatura,
sin necesidad de utilizar ningún nombre. Borges cree tanto en la escritura (en la
escritura de este Borges que ya es Borges) que ahora su verdadero enigma ha
estallado para siempre. Será el enigma (que habíamos indicado) en torno al
problema de la individuación, el enigma de Borges y yo con que casi había terminado
su antología anterior. Ahora concibe la nueva antología no como un río que fluye sin
más en torno a bloques temáticos, sino como una espacialidad de géneros: Poesía,
Prosas, Relatos, Ensayos. La aparición del ensayo es fundamental porque implica
(desde Montaigne) el problema mismo de la individualidad del “yo” que se objetiva,
puesto que se toma a sí mismo como materia. ¿Y qué es el yo objetivado, ahí
afuera sino una nueva versión del otro, del doble, a través de la sucesión objetiva de
tiempos, o sea, de lo que llamamos destino? Así, a través del destino podemos leer
otra vez El zahir, La intrusa, El Sur, Enma Zunz, incluso El jardín de senderos que
se bifurcan. Pues, en efecto, cuando en los años 40 Borges escribe El jardín de
senderos que se bifurcan se supone que alguien elige libremente no su libertad sino
su destino. Por eso los senderos se bifurcan. No sólo porque un libro pueda ser un
jardín o un laberinto, sino porque hay algo que sucede, que ocurre. Y ese algo que
sucede o que ocurre es la asunción del propio destino de muerte. En el fondo la
bifurcación de senderos es una trampa. Sólo se puede elegir un destino, el propio, o
sea, la propia muerte desdoblada, un nuevo doblaje: el espía condenado a muerte,
un chino al servicio de los alemanes en Inglaterra, nos cuenta cómo, pese al
desprecio de los alemanes por su raza, se ha visto obligado a espiar para ellos.
Cuando los ingleses lo descubren, sabe que no tiene más elección que matar. Matar
a alguien de su propia sangre y de sus propios orígenes. El jardín de senderos es su
propio yo, su propia génesis, su infancia y su mundo. El sinólogo que lo recibe se
llama Albert. La ciudad que hay que bombardear se llama Albert. Sólo matando a
Albert los alemanes sabrán el nombre de la ciudad. Sólo matando su propia
genealogía el espía podrá cumplir con su destino.
Curiosa deriva esta donde desde las lecturas y la escritura del mundo y su sentido
hemos pasado al yo que escribe y al yo que lee para matar y para matarse, para
cumplir su destino, que también carece de sentido. Como el mundo y como nosotros:
tanto al escribir como al verse en el espejo de la escritura. De ahí, de nuevo, el terror
a los espejos y al doble, que se reduplica en el relato sobre la escritura del dios: El
prisionero azteca, encerrado en el fondo de un pozo por los españoles, sabe que su
dios volverá, que la escritura de su dios está en alguna parte. En la celda de al lado
hay un jaguar. Poco a poco el prisionero va comprendiendo que la escritura del dios
está compuesta por las manchas del cuerpo del tigre: “Y entendiéndolo todo alcancé
a entender también la escritura del tigre... cuarenta sílabas, catorce palabras y yo”.
Si pronunciara la fórmula secreta, la que acaba de descubrir, todo volvería a ser
como antes. Pero ¿algo volvería a ser como antes? Imposible: ese yo ahora es
nadie. Al entenderlo todo ha cambiado, se ha olvidado del “él” que fue. Ahora ese yo
es nadie: “Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días
acostado en la oscuridad”. Comprender la escritura del mundo significa borrarse a sí
mismo, bien si la escritura tiene sentido, como en el caso del tigre, bien si la escritura
carece de sentido, como en el espejo de los enigmas. El idioma analítico de John
Wilkins posee más ambigüedad aún: si ningún lenguaje es expresivo, sino puramente
arbitrario, es posible concebir un lenguaje que sea, sin embargo, significativo, que de
algún modo represente al mundo, lo signifique. Este lenguaje analítico que clasifica,
ordena y categoriza las diversas estructuras mundanales quizá ya lo había imaginado
Descartes, pero es Borges quien realmente lo crea bajo la fabulosa figura de Wilkins:
categorías, géneros, especies, consonantes y vocales se combinan y se subdividen
para que cada una de las letras sea significativa: “Por ejemplo: de quiere decir
elemento; deb el primero de los elementos, el fuego; deba, una porción del
elemento del fuego, una llama”. Así se crea también la imagen de la Biblioteca como
mundo (infinito y periódico). Sólo que la deriva es aquí idéntica a la de los dos
planteamientos anteriores. No se trata sólo de que el lenguaje sea significativo del
mundo, sino, sobre todo, averiguar si es posible que el lenguaje sea significativo para
el yo. Por eso recurriendo a su admirado Chesterton, Borges anuncia de nuevo su
incertidumbre: el hombre jamás podrá expresarse a través de un mecanismo
arbitrario de gruñidos y de chillidos. Esta continua puesta en cuestión culmina
lógicamente en el texto Borges y yo: “No sé cual de los dos escribe esta página”.

Claro está que en el prólogo a El informe de Brodie ese Borges, que ya es
Borges, prefiere desencadenar de nuevo la contradicción: toda mi escritura es
realista y todo el sentido me lo ha dictado el Espíritu. Así parece borrar cualquier
contradicción, en especial aquella originaria entre mens y espíritu. Con todo, yo
prefiero seguir leyendo El sueño de Coleridge y La flor de Coleridge. Todo el mundo
borgiano conoce aquella frase inolvidable que Borges recoge de Coleridge: “Si un
hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que
había estado allí, y se despertara y encontrara esa flor en su mano... ¿entonces
qué?”
Ese “entonces qué” ha sido para mí siempre el espejo opaco que condensa los
enigmas de la escritura de Borges. Como las traslúcidas manos del judío Spinoza a
quien Borges dedica uno de sus mejores poemas. Dice Borges en la página 37 de la
Nueva antología personal:

SPINOZA

Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)
Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.
No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas.
Libre de la metáfora y del mito
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquél que es todas Sus estrellas.

7. A partir de lo cual podríamos llegar a las siguientes conclusiones en torno a los
enigmas de la escritura borgiana:

• El agnosticismo es necesario porque el universo carece de centro: tal necesidad
se mezcla con la necesidad del azar.
• El ateismo literario es, en cambio, imposible: lo particular de cada línea resulta
imprescindible. Así cobra su verdadero sentido el aserto de Hume utilizado por
Borges. Es decir: “Sólo soy filósofo cuando escribo”.
• La escritura de Borges nos revela, pues, una especie de materialismo ontológico.
Reivindicar la Kábala (o la irreligiosidad desde el infierno, como hace por ejemplo
con Swedenborg), supone limpiamente reivindicar el poder de la Escritura, no del
Espíritu o sus secretarios o amanuenses.
• Reivindicar el falso Basílides (o sea, al mal en general) supone conjeturar la
existencia de un mal, de un mapa de nosotros, tan alejado de cualquier Dios que
sólo podríamos ser su caricatura, como lo es el Golem respecto del Rabino que
lo inventó. La escritura de Borges no sólo es metafísica en tanto que fantástica,
sino que pretende ser seriamente Teológica para estar a la altura de la invención
de cualquier Dios (que también puede ser una caricatura, y de ahí el sarcasmo
de Borges).
• Luchar contra esa serie de caricaturas es, pues, el destino de la escritura de
Borges: darle sentido al universo que, por ser evanescente, carece de sentido.
• Para eso es necesario el espacio de la escritura y no el tiempo: Refutar o hurtar
el tiempo es la clave de lo que Borges llama lo fantástico. Su posibilidad o
imposibilidad máxima se establece en el juego entre olvido y memoria: De ahí el
caso ejemplar de Funes el memorioso.
• Ahora bien: como el tiempo es irrefutable, el destino se impone. Y con él el
momento o el instante. De ahí otros dos casos ejemplares: El Sur o Enma Zunz.
¿A quién mata Enma Zunz? ¿Al hombre que obligó a suicidarse a su padre o al
hombre que es la sombra del padre, el padre que a la vez hizo a su madre los
horrores que el marinero le ha hecho a ella?

No lo sabremos nunca y eso es lo inolvidable. Otra línea para el “Otro poema de
los dones”: Gracias por Borges.
[2] Todos los textos de Borges se citan por la edición de sus Obras Completas, en EMECÉ, Barcelona, 1989–1996
II. Antología personal sobre Borges
«Releo lo anterior y compruebo con una suerte de agridulce melancolía que todas
las cosas del mundo me llevan a una cita o a un libro».
(J. L. B)

I

Indudablemente propongo un tema tautológico ya desde el principio: cualquier texto
es desde siempre una antología. El texto no existiría sin la pérdida: es decir, sin las
huellas que quedaron en blanco, sin las imágenes que se agostaron, sin las
metáforas retiradas, sin la poda de signos y la criba de ideas. En cierto modo un
texto es lo que queda, la escritura de la ceniza o del puñado de polvo que se
disemina en el papel. Es, en efecto, una alegoría de lo alcanzado. Así cada cuento,
cada poema, cada libro o la obra completa de Borges. El saber de una pérdida y
también la terrible inquietud de la palabra fin. El temblor en la mano al pensar si esas
palabras elegidas son las que verdaderamente debieran quedar, las que merecerían
conservarse, las que se han ganado el derecho a estar ahí. E igual ocurre, por
supuesto, respecto a la lectura y la memoria (que no por nada son dos temas
obsesivos en Borges): cuando leemos “antologizamos” siempre, pero al releer es
quizá cuando más palpable se nos hace la imagen de la pérdida. Al releer,
plausiblemente, podemos detectar lo que nos habíamos perdido y tachar lo anterior
de nuestra memoria para rellenarla con nuevas imágenes, nuevos espacios, nuevos
instantes de palabra. De ahí el placer de releer. Es un don ofrecido a la lectura y casi
imposible para la escritura. Esta no puede volver a reescribirse o a modificarse
(salvo en leves retazos o añadidos que pueden seguir siendo ineptos). O salvo para
reconstruir algo nuevo. Mientras que la lectura es – o puede ser – rehecha siempre,
siempre podemos no sólo deconstruir (digámoslo así) sino reconstruir el texto. Para
la lectura la palabra fin carece de sentido: incluso en las novelas policiacas, donde el
fin – la supuesta resolución del enigma – con su poder absoluto simboliza mejor que
nada ese carácter contingente y aleatorio de la escritura literaria (incluyendo, por
supuesto, a la filosofía como género literario). Así frente a la maldición del fin en la
escritura, nos encontramos con el don de la lectura como acontecimiento que puede
repetirse una y otra vez para crear una diferencia, una nueva imagen del texto, para
salvar lo que habíamos perdido e incluso para reconstruirlo.
Ahora bien, no sin otra maldición por debajo, que fácilmente se deja entrever: la
lectura puede no tener fin y, por ello, puede convertirse en delirio, en locura
interpretativa, como ocurre en los cabalistas judíos (que tanto fascinaban a Borges)
o a nuestros monjes y escolásticos medievales, glosadores hasta el infinito de la
palabra de los evangelistas o de los signos de Dios. De ahí la maldición de la infinitud
de la lectura: la lectura se convierte en delirio, en efecto, sobre todo cuando se
supone que el texto posee una verdad oculta (ese es el trasfondo básico de cualquier
hermenéutica), una especie de tesoro que hay que arrancar (como en la Kábala)
para poseerlo, para apropiarse de esa verdad, para guardarla en secreto o para
propagarla. Así nacen las sectas, las herejías o los delirios filológicos, ya no en torno
a la verdad sagrada, sino en torno a las verdades con minúscula de Platón o
Aristóteles, de Cervantes o Shakespeare, de Kafka, Faulkner, Joyce, y, por
supuesto, otros casos extremos: nuestro lorquismo más o menos grotesco y nuestro
borgismo más o menos extasiado.
Así ocurre en efecto: la escritura, aunque se suponga que tiene un telos global, una
intencionalidad trascendental (cosa absolutamente dudosa) afortunadamente se ve
obligado a reducirse a su propia contingencia, a la propia inmanencia de la grafía,
tiene que aceptar la palabra fin. Un texto sólo es cuando acaba. La infinitud, por
contra, de la lectura, su capacidad inaudita de desdoblamiento, de despliegue, de
recomenzar siempre el relleno de huecos y vacíos, la convierte, como decimos, en
una imagen siempre al borde del delirio, el doble mismo de la locura, el espejo que
también tiene un nombre: la inmortalidad. Borges, decíamos, nos ofrece un cuento
inolvidable sobre el tema. El cuento se titula El inmortal y su trama es conocida. Es
la imagen de Homero convertido en inmortal por nuestra lectura infinita que, en un
sarcasmo también sin fin, Borges consigue transformar en algo imprevisible: Homero,
el inmortal por la lectura, se convierte realmente en un ser inmortal, es decir, una
grafía de la escritura, alguien, un viajero, que ha perdido por ello su tiempo y su
espacio, alguien que no sabe quien es o que realmente no es, porque fuera de tu
tiempo y de tu espacio, tú no eres nada, eres nadie.
Sucede en el delirio de la lectura: sin duda Homero no existió, sin duda
Shakespeare pudo no existir y apenas sabemos cosas válidas sobre Cervantes. Pero
nuestra lectura los ha convertido en inmortales. Más: el delirio llega a lo absoluto
cuando, en realidad, leemos escrituras de escrituras, lecturas de lecturas,
metateorías amontonándose sobre aquella pequeña capa de ceniza que se salvó del
fuego en el principio y a la que venimos llamando la escritura o la antología que es
cada texto.

II

Imagino que no resulta difícil comprender que si he propuesto esta temática de la
finitud de la escritura y de la infinitud de la lectura como comienzo de mi antología
personal sobre Borges, es porque considero, en efecto, que éste es el hilo rojo
determinante que atraviesa su obra de parte a parte. Todo el mundo sabe que esta
cuestión de la lectura y la escritura es una obsesión borgiana. Lo que quizá se haya
percibido menos veces es el hecho de que bajo tal obsesión late una determinación
decisiva: no la lectura o la escritura en abstracto, sino la relación que las convierte en
finita e infinita respectivamente. Así la lectura no puede ser el doble de la escritura,
sino sólo, acaso, el signo de su caminar en el tiempo. Cada tiempo, cada lectura,
convierte a la escritura en otra cosa, confirma su errar de un lado para otro. Pero
igualmente la escritura jamás puede ser el espejo de otras escrituras o de otras
lecturas porque se detiene en sí misma, se fija en su inmanencia, no viaja sino a
través de los límites de su tiempo y de su espacio, se agota en sus propias leyes. El
Quijote está escrito en el tiempo del Quijpte, (¡lo señaló exactamente el hoy olvidado
Pierre Vilar!) y cualquier intento de reescribirlo – incluso de releerlo desde hoy-, se
transforma literalmente en parodia: obviamente es lo que indica Borges en su
increíble texto Pierre Ménard, autor del Quijote. Se trata, sin embargo, de un tiempo
y un espacio raros, tan raros como la noche de que nos habla Borges en Hombre de
la esquina rosada. Un tiempo y un espacio raros porque, si bien la contingencia del
texto no sólo se fija a sí misma sino que detiene el delirio de la lectura (tú no puedes
decir sobre el texto más que lo que el texto dice de sí mismo, aún sin decirlo), sin
embargo esa contingencia fijada no puede evitar que el tiempo la atraviese y la haga
viajar en contra de sí misma. Con lo que la fijación de la lectura queda libre de
cualquier barra, de cualquier limitación, y siempre puede comenzar a reiniciarse. Así
este doble juego del tiempo que fija el espacio de la escritura (y supuestamente
también el de la lectura) pero que, por ser tiempo, no puede estarse quieto, disemina
la grafía y sus huellas hacia otros espacios y otros lugares, y así la labor de la
lectura puede reivindicarse. Lo hace Borge desde Averroes a Schopenhauer: “El
color de los pájaros – dijo Averroes – parece facilitar el portento. Además, los frutos
y los pájaros pertenecen al mundo natural, pero la escritura es un arte. Pasar de
hojas a pájaros es más fácil que de hojas a letras. Otro huésped negó con
indignación que la escritura fuese un arte, ya que el original del Qurán – la madre
del libro – es anterior a la Creación y se guarda en el cielo”. He aquí un nuevo
desdoblamiento: la lectura puede volver a empezar siempre porque quizás su texto
no esté en ningún sitio, porque quizás su grafía no sea más que una máscara. Es lo
que Borges insinúa a propósito de la segunda parte del Quijote o a propósito de
Hamlet: D. Quijote lector de D. Quijote y Hamlet espectador y protagonista de la
propia acción de Hamlet. En el mismo sentido hablará finalmente Borges a propósito
de Dante e incluso en sus famosos ensayos sobre Shakespeare.
Pero esto es algo bien sabido. Sólo que me sirve al menos para proponer la
segunda temática clave de esta antología, de esta experimentación personal sobre
Borges. Quizá que la subjetividad no existe (en el sentido de la subjetividad burguesa
habitual) es otra obsesión borgiana. El temor a la pérdida de la identidad del propio
texto (Shakespeare no es Shakespeare, Dante no es Dante, Borges no es Borges)
culmina el círculo del temblor ante la pérdida, en este caso de la propia identidad
subjetiva: ¿Borges es Borges? Nos responde en el texto titulado Borges y yo:

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya
mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y
veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los
mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte
esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor...
No sé cual de los dos escribe esta página.

De cualquier modo baste una simple anotación. No fue por la vejez ni por la
ceguera, sino que cuando Borges se creyó Borges sin miedo, dejó de serlo, de ser el
escritor que él soñaba ser y se convirtió en una paráfrasis de sí mismo. ¿A partir de
cuándo? Quizás desde el momento en que tuvo que volver a repetir, en un texto
posterior, el relato sobre el enemigo (que ya había aparecido antes en El oro de los
tigres), quizás sólo para recordarnos que el enemigo siempre es uno mismo. Pero
esto no importa ahora: si hay “decadencia” en Borges se debe precisamente a que él
cambió lo que alababa en Kypling. Que a un escritor le es dado el inventar una fábula
pero no, como indicábamos, la moralidad de esa fábula. Y eso empezó a ocurrirle a
Borges quizás a partir de El libro de arena. Pero volvamos al enemigo, de nuevo otra
obsesión de Borges: el horror al doble y al espejo. Y sin embargo la necesidad de
recurrir a ellos para autoidentificarse. Así Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Sabemos que
escribe Borges: “Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el
descubrimiento de Uqbar”. El espejo y la enciclopedia son, sin duda, símbolos
máximos de la ficción borgiana. El espejo como el otro, la enciclopedia como el
mundo. No falta el sarcasmo, por supuesto (como al señalar que la enciclopedia era
“una reimpresión literal pero también morosa”), ni tampoco el temblor ante la
escritura, es decir, hasta qué punto un relato en primera persona puede engañar al
lector omitiendo o desfigurando los hechos (ocurre en este mismo texto de Borges,
pero ocurre, sobre todo, en El jardín de senderos que se bifurcan) y, por supuesto,
no ya el temblor sino el terror ante los espejos: “Desde el fondo remoto del corredor,
el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es
inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó
que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula
son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. Es retórica sin
duda, pero es más: es el horror al doble y a la multiplicación de uno mismo, incluso la
capacidad de la escritura para crear un mundo que no existe más que por la misma
escritura. ¿No es esto horroroso, la capacidad de imitar a Dios? Y sin embargo,
¿existiría la escritura sin ello, sin esa capacidad infinita de crear lo finito? De ahí qu
el doble, el espejo, la enciclopedia no signifiquen sólo rechazo sino, a la vez, la
ineludible necesidad de recurrir a ellos para autoidentificarse: no sólo en Tlön sino en
el continuo juego de libros inventados, de geografías imaginarias, de metáforas
imposibles. Incluso la necesidad de un doble real, como Bioy Casares, para escribir
sus novelas policíacas o la figura de Isidro Parodi. Novelas policíacas: ya las
habíamos anunciado antes. Borges y Bioy no sólo escriben sus cuentos policiales a
dos manos (¿dónde la identidad del autor?), sino que crean una colección de relatos
policiales traducidos (y aquí el problema de la traducción, afortunadamente abusiva,
aunque en casa de Borges era habitual que se hablara en inglés) sino lo que es más
importante: imaginar a Parodi resolviendo los enigmas desde el interior de una
cárcel. ¿No es, de nuevo, el problema del enclaustramiento de la escritura, lo que
Borges llamará también el “Espejo de los enigmas”? Es el símbolo del cuarto
cerrado, pero fácilmente podemos inducir desde ahí una sombra de todo lo que
habíamos dicho sobre lectura y escritura, la escritura encerrada, la importancia del
fin en la novela policiaca y, sin embargo, la libertad infinita de la lectura: Parodi lee
los problemas desde su celda pero su lectura los resuelve hacia el exterior, es como
si la escritura fuera libre a pesar de su necesaria contingencia. Es en este sentido
como podemos entender mejor, acaso, el prólogo que Borges colocó en 1967 al
frente de su Nueva antología personal. Resulta claramente un síntoma de que todo
libro es antología. En cierto modo, igual ocurrió con la Segunda antolojía de J.R.J.
En el Prólogo a la Antología personal (1961) Borges escribe unas frases a las que
ya habíamos aludido:

Mis preferencias han dictado este libro. Quiero ser juzgado por él, justificado o reprobado por él, no por
determinados ejercicios de excesivo y apócrifo color local que andan por las antologías y que no puedo
recordar sin rubor. Al orden cronológico he preferido el de “simpatías y diferencias” ...
Croce juzgó que el arte es expresión; a esta exigencia, o a una deformación de esta exigencia, debemos la
peor literatura de nuestro tiempo...
Alguna vez yo también busqué la expresión; ahora sé que mis dioses no me conceden más que la alusión o
mención.

Pero en la Nueva antología personal (1967) Borges nos dice por el contrario:

Sospecho que un autor debe intervenir lo menos posible en la elaboración de su obra. Debe tratar de ser un
amanuense del Espíritu o de la Musa (ambas palabras son sinónimas), no de sus opiniones, que son lo más
superficial que hay en él...
Ojalá las páginas que he elegido prosigan su intrincado destino en la conciencia del lector. Mis temas
habituales están en ellas: la perplejidad metafísica, los muertos que perduran en mí, la germanística, el
lenguaje, la patria, la paradójica suerte de los poetas.

Ahora bien, ¿con qué Borges nos quedamos? Evidentemente, cada uno de los
prólogos corresponde no a una “metafísica abstracta” de Borges, sino a dos
coyunturas distintas de esa ficcionalidad metafísica en que trata de inscribirse
Borges. Decíamos: en el primer caso Borges aún no es Borges. En el segundo caso
Borges sí es Borges. Volveremos sobre el tema, pero eso nos indica, una vez más,
la radical historicidad de la literatura. Pienso, con Mallarmé, que la verdadera libertad
de la escritura está en su contingencia y que con ello, con su continuo e inútil desafío
al azar, es mucho más libre, en su aleatoriedad, que la supuesta libertad de la lectura
infinita, que, pese a todo, siempre está anclada por el texto o por su corpus. Y, sin
embargo, podría hacerse la proposición a la inversa: si hemos hablado de una
escritura finita y de una lectura infinita ¿no podríamos plantearnos la otra posibilidad,
la posibilidad aterradora de una escritura infinita que no cesara nunca de surgir, de
bullir, de soltar enunciados y grafías, una fuente inacabable de sentidos, es decir, una
escritura “loca”? En realidad ese lenguaje existe: es el lenguaje de la esquizofrenia tal
como lo vieron Deleuze y Guattari en el Antiedipo. Pero es lenguaje, no grafía. La
grafía fija (aunque, por supuesto, la letra no mate). Sólo que ese lenguaje de la
esquizofrenia existe realmente y está muy fijado (incluso a través de la grafía) en
otro lugar básico de nuestro tiempo: lo que llamamos el lenguaje de los media. Y
digo nuestro tiempo (por eso el Antiedipo se subtitula Capitalismo y esquizofrenia)
porque sólo hoy ese lenguaje se ha disparado, se ha vuelto delirante. Un lenguaje
que multiplica el tiempo en instantes y convierte el espacio en simulacro de sí mismo.
Es decir, el lenguaje infinito y sin barreras, la realidad monstruosa de la fuente que
mana y corre, como escribió San Juan de la Cruz. De ahí, quizás, lo que en el fondo
se plantea cuando se habla de la muerte de la literatura y de su aplastamiento por
los media y por la informática. Si aplicamos un programa determinado de escritura
¿la máquina lo respetará? ¿O se volverá loca y lo leerá en delirio y escribirá una y
otra vez la misma frase hasta volvernos locos a nosotros mismos? Eso es
exactamente la esquizofrenia: dos lenguajes paralelos que jamás se interfieren pero
donde el uno (sólo referido a sí mismo) está siempre ensombreciendo al otro,
desquiciándolo, apartándolo de cualquier verdad (excepto la que el otro le impone).
Heidegger también habló de estas dos líneas paralelas respecto a la metafísica y
la retirada del ser y luego se ha definido ese momento de la retirada como el lugar
previo a la separación entre la luz y la sombra. Falsa metáfora porque siempre
hemos creído en la luz y en la palabra y siempre hemos dejado en la sombra a la
grafía y su fijación: en el principio era el verbo. Y, sin embargo, se ha supuesto que la
grafía es el verdadero “significante del significante”, no la masa neutra desde donde
reverberaría el sonido, la palabra. No sería la sombra de la luz. La grafía generaría
el sentido en su propio despliegue, precisamente porque lo fija, le da límite. Desde
otro punto de vista también escribí en mi libro sobre Lorca que el sentido es el límite.
No existe una verdad propia del lenguaje que luego se adornaría con metáforas. La
metáfora en sentido fuerte es la verdad misma del despliegue de la escritura. Y de
ahí también la famosa afirmación de Borges sobre las metáforas en La esfera de
Pascal. Son dos afirmaciones: 1) Quizá la historia universal es la historia de unas
cuantas metáforas. A partir de aquí, como se sabe, Borges despliega las diversas
variaciones de la famosa definición del mundo como esfera que concluye, finalmente,
en Pascal: “Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna”. 2) De las variaciones de esta imagen que concluye en
Pascal, extrae Borges su segunda afirmación sobre las metáforas, con un matiz
decisivo respecto a la primera: “Quizá la historia universal es la historia de la
diversa entonación de algunas metáforas”. No se trata, pues, de la historia de unas
metáforas sino la historia de su diversidad, de sus diferencias, de sus entonaciones.
Los diversos tonos de la metáfora nos ayudan a comprender la materialidad de la
escritura.
Podríamos señalar sólo algunos ejemplos borgianos en los que la metáfora sí
parece fijar la verdad de la escritura cifrándola (Cfr. el libro de poemas titulado La
cifra), impidiendo que se convierta en un lenguaje paralelo sin más referencia que su
propio delirio, su propia deriva, el lenguaje infinito de la esquizofrenia. (Es curioso que
Jakobson y Spitzer identificaran a la poética con esta escritura casi de esquizo: el
primero refiriéndola a sí misma, el segundo hablando de desvío). Sin embargo, que
el lenguaje contingente de la escritura es fundamental lo entrevé Borges en toda su
obra. La escritura, al encerrarnos en su cuerpo, nos libera. De ahí algunos de sus
relatos claves, como los aludidos La escritura del dios o El espejo de los enigmas,
y, por supuesto, El idioma analítico de John Wilkins. En El espejo de los enigmas,
decíamos, Borges trata de nuevo sobre las diversas entonaciones de una metáfora,
la famosa de San Pablo a los Corintios en torno a la imagen de “ahora vemos como
en un espejo... mas entonces conoceré como soy conocido”. Esa imagen del enigma
y del espejo nos lleva directamente al sentido del mundo como escritura, como
espejo de Dios, y el enigma que encierra esa escritura, la necesidad de interpretarla.
Pero Borges deriva desde ahí (y, curiosamente, como señalábamos, a partir de un
espiritualista absoluto como Leon Bloy) hacia un escepticismo y un nominalismo
radicales: “Es dudoso que el mundo tenga sentido; yo entiendo que así es...” Pero si
el mundo no tiene sentido, tampoco “ningún hombre sabe quién es”. De ahí, de
nuevo, el terror a los espejos y al doble, que se reduplica en la escritura del dios.
Otro ejemplo apuntado: “Y entendiéndolo todo alcancé a entender también la
escritura del tigre... cuarenta sílabas, catorce palabras y yo”. Pero ese yo ahora es
nadie. Comprender la escritura del mundo significa borrarse a sí mismo, bien si la
escritura tiene sentido, como en el caso del tigre, bien si la escritura carece de
sentido, como en el espejo de los enigmas. Esta continua puesta en cuestión culmina
lógicamente en el texto Borges y yo: “No sé cual de los dos escribe esta página”.

III

A partir de aquí podríamos enunciar evidentemente la tercera temática que quiero
proponer: esto es, el problema de la universalidad y de la singularidad en el interior
de la red de la escritura. Una red, un tejido curioso sin duda en este caso, puesto
que, como se sabe, más de la mitad de la obra de Borges está dictada, es oral
(quizá por eso eligió una literatura oral como la germánica o la escandinava, para
iniciarse plenamente en su ceguera)3. La oralidad de la escritura – o la escritura de lo
oral – en su simultaneidad de transfondo, engloban, obviamente, los dos temas
anotados con anterioridad: 1º) Tanto la finitud de la escritura y la infinitud de la lectura
(que de algún modo es siempre oral) como 2º) de igual modo la relación entre
necesidad y libertad, la otra cuestión que derivábamos del principio. Pues, de hecho,
no resultaría difícil conjeturar – tras todo lo establecido – la posibilidad de que el
mundo sea un libro, o mejor el conjunto de signos de una escritura. Signos en donde
nuestras palabras y nuestros gestos y nuestro mismo rostro estarían inscritos, serían
su inscripción; una biblioteca invisible, en suma, que estaría más allá o por debajo de
cualquier división entre el cuerpo y el alma, el lenguaje hablado y la grafía, lo sensible
y lo inteligible... Que esta es la clave escéptica de todos los planteamientos de
Borges apenas puede dudarse, excepto que él siempre actúa a través de una línea
decisiva: la línea del “como si...”. Primero actúa “como si” creyera en esa imagen y
luego acaba destruyéndola, incluso destruyéndose a sí mismo. Ahora bien, Borges
nos sirve como síntoma decisivo para la cuestión última que aquí se plantea, o sea,
la relación entre la literatura y la informática, porque, de hecho, nuestra ideología
actual funciona de modo paralelo a los planteamientos de Borges, salvo que sin la
ironía última del “como si”. Quiero decir, ya desde el XVIII el orden burgués de la
Ilustración reordenó el mundo a través de una escritura, un lenguaje universal, un
diccionario que se llamó una enciclopedia y que eligió el orden del alfabeto para
reescribir el mundo. Algo que se prolonga hoy, en la llamada posmodernidad de esa
misma ideología burguesa, donde se utiliza el pensamiento único para reordenar el
mundo a través de un lenguaje único que es grafía pero que no se ve ni se palpa: la
llamada realidad virtual o la realidad de las ondas invisibles. Algo que desconcierta y
que invade, como Lord Greystoke queda desconcertado e invadido, en su papel de
Tarzán civilizado, al tratar de atrapar la música con las manos. Pues, en efecto, la
idea del mundo como lenguaje no es sólo bíblica. Borges lo supo muy bien y por eso
jugó siempre en las dos caras, la sagrada y la escéptica. Evidentemente esa imagen
del mundo como lenguaje está, como decimos, en el fondo de toda la tradición del
pensamiento clásico burgués desde el XVI hasta hoy. Tanto en la línea tracendental
(de Kant a Hegel) como en la línea empirista (de Locke, Berkeley o Hume). A estos
dos últimos es a los que más utiliza Borges para contraponerlos entre sí para ver qué
sale, qué estalla ahí (Cfr. su maravillosa Nueva refutación del tiempo). Pero no por
nada Carnap o Quine intentaron establecer un lenguaje unificado y universal de la
ciencia, y el segundo Wittgenstein y la filosofía angloamericana actual se sumergen
hasta los tuétanos en el análisis del lenguaje común como única realidad plausible.
Como diría Foucault en su peculiar mezcla neokantiana y neopositivista: “La realidad
no existe, tan sólo existe el lenguaje”. Quizá por todo este entramado R. Rorty se
felicitaba en 1967 por el famoso “giro lingüístico”, es decir, por el hecho de que toda
la filosofía americana se hubiera volcado sobre el análisis lingüístico (aunque Veinte
años después, como él mismo escribe, se arrepintiera de ello). O como lo señala
directamente Thomas Mc Carthy en su famoso libro Ideales e ilusiones: “En 1967
Richard Rorty felicitó a los filósofos angloamericanos por haber realizado el giro
lingüístico en todas las direcciones; quince años después nos apremia para que nos
subamos en el “tiovivo literario–histórico–antropológico–político que después se
puso en movimiento”. Pero en este tiovivo de que nos habla Mc Carthy hay que
tener cuidado con el lenguaje porque según él mismo nos dice se trata de defender
“la democracia realmente existente” (o sea, la americana) y por eso analiza, por un
lado, a los críticos de lo realmente existente (como Foucault y el primer Derrida) o a
los negativistas (como Nietzsche y Heidegger, sobre todo) pero los analiza,
precisamente, para recuperarlos, para “reconstruirlos”; a la vez que analiza también,
aunque ensalzándolo, el programa de Habermas en tanto que crítico positivo, o sea,
positivamente comunicativo. La noción de comunicación vuelve a ser clave: supone la
imagen de un mundo o de una sociedad supuestamente inteligible y actuante sólo
desde el punto de vista de la comunicación en tanto que valor universal: de donde se
desprenderían también las imágenes no menos neokantianas de la poesía como
comunicación, la literatura como lectura o como recepción/percepción (según Jauss o
según Merleau–Ponty: o sea, fenomenología pura). Pero aunque la nueva
fenomenología nos abra más espacios (los icónicos sobre todo, la pintura, la
televisión, el cine) no por ello deja de ser tan tenazmente idealista como el empirismo
anglosajón que hoy nos subyace a todos. Esto es, la realidad no existe, tan sólo
existen el lenguaje o los lenguajes. Hemos visto como mucho más sutilmente Borges
no sólo utiliza el “como si” para crear y destruir a la vez su propia escritura, sino que
cuando nos habla del lenguaje, nos habla del lenguaje como interpretación del mundo
o como escritura del mundo en tanto que inscrita en su propia materialidad. Pero,
sobre todo, nos habla del lenguaje más allá de cualquier “situación comunicativa”
(ese aserto imbatible que ya se insinuaba en Talcott Parsons), como una escritura
material, digo, realmente fijada en los signos de la piel: así la escritura de las
manchas del jaguar que acabamos de ver. Algo que no se puede desprender de la
piel del cuerpo, porque es un cuerpo. Nos lo dice de nuevo en un texto – dictado –
sobre Las Kenningar: “Un ejemplo final tomado del Beowulf. Es la palabra ban–hus
(bone house, casa de los huesos), cuyo sentido es cuerpo. La lógica la justifica ya
que el esqueleto mora en el cuerpo; la imaginación la rechaza ya que la sangre
que camina y la carne sensible son más vivas que el hueso”.
Así pues, para Borges no se trata de que la única realidad sea el lenguaje, sino de
la materialidad misma del lenguaje, de la grafía, del libro. Porque el lenguaje está
hecho de la misma materia del mundo puede considerarse como escritura. Pero a
diferencia de los libros sagrados (o del pensamiento único actual) jamás como un
libro ordenado, jerárquico, sino múltiple en su diferenciación, en su desorden. De ahí
que no baste con la imagen del libro como mundo o del mundo como libro, sino que
haya que añadirle la biblioteca. Con una pregunta insidiosa: ¿Por qué el libro y no el
pergamino, etcétera? Evitando cualquier anacronismo (aunque Borges considere que
los anacronismos no están inscritos en el código penal) la imagen del mundo/libro
supone, de nuevo, la imagen del tiempo y del límite: se pasa hoja a hoja, como pasan
los días, y tiene su fin al estar encuadernado, tachado en su extensión como
nosotros mismos (Cfr. otro maravilloso texto, el titulado El culto de los libros). Pero
dado que el orden del mundo, como el de los libros, es multiplicidad, la biblioteca se
vuelve necesaria, como lo fue la imaginaria biblioteca de Babel. O como La muralla y
los libros, el texto que abre Otras inquisiciones (sí existieron otras anteriores). La
biblioteca es a la vez una muralla y un orden. Guarda la memoria que es lo que
intenta borrar el emperador al quemar los libros anteriores a él. Pero guardar la
memoria es, en el fondo, igual que quemarla: son operaciones simétricas. Tratan de
abolir el tiempo, bien inmovilizándolo en la memoria o bien quemándolo en el fuego
(¿no habíamos quedado al principio en que toda escritura es un rastro de cenizas?)
Abolir el tiempo es la trama de cuentos magistrales de Borges como Funes el
memorioso; realizar el tiempo, cumplir el destino, es el entramado de El Sur; guardar
la memoria, o su espacio, trazar la frontera ante la invasión, es el tema de La
intrusa. Saber que el presente cambia el pasado es la inigualable movilidad que se
manifiesta en el cuerpo de Emma Zunz al ser violada voluntariamente. En todos
estos cuentos no hay diferencia entre lo particular y lo universal, porque se trata no
sólo de un matiz de entonación o de grafía, como apuntábamos, sino sobre todo de
la corporalidad de la escritura, como señala Borges en el Epílogo a sus obras
completas: “La historia universal es un texto que estamos obligados a leer y a
escribir incesantemente y en el cual también nos escriben”.
Pero no sólo en el tiempo. Igualmente en el espacio: he aquí la clave de La
biblioteca de Babel. Esta frase: “No hay, en la vasta biblioteca, dos libros
idénticos”. Un hecho que todos los viajeros habían confirmado. Por eso la biblioteca
es total y sólo con combinar los veintitantos símbolos ortográficos puede abarcarse
todo. Así fue cundiendo la búsqueda y la desesperanza, y las herejías y los suicidios
y los asesinatos, con una pregunta que nos retrotrae, de nuevo, al comienzo: si la
biblioteca es todo ¿la biblioteca es limitada o infinita? Borges responde: “La
biblioteca es ilimitada y periódica”. Lo cual no deja de ser un sarcasmo más, puesto
que enseguida añade, para concluir, que cualquier viajero en cualquier tiempo
comprobaría que el desorden de la biblioteca es su verdadero orden. Y Borges
termina:”Mi soledad se alegra con esa agradable esperanza”.
O con otras palabras, que tampoco este tercer y último planteamiento (que he
propuesto), el de la universalidad y la singularidad, tiene solución en Borges. Repito
que él crea sus temas para corroerlos a la vez que los lee o los escribe. Por eso las
preguntas que nos deberían seguir inquietando no son exactamente las que versan
en torno al porvenir de la literatura sino aquellas mismas inscritas en el doble juego
corrosivo de la literatura borgiana. Borges, el hombre que refutó el tiempo sin
refutarlo, que refutó el mundo inscribiéndose en él, que negó el poder de la escritura
confirmándolo como el verdadero poder de la materia viva, de su espacio; Borges,
quizá el otro, quizá el mismo, que escribió, sin embargo: “El mundo es
desgraciadamente real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.

[3] También el Manual de zoología fantástica, o múltiples conferencias y cursos dictados, como el ahora recogido
con el título de Arte Poética, una traducción al castellano de las seis conferencias en inglés dictadas en Harvard en
1967.
III. Sobre la narrativa de Borges
1. ¿Quién era Jorge Luis Borges? Alguien “al margen”, en medio de la literatura
hispanoamericana, incluso al margen de todas las literaturas. Su soledad como
escritor proviene de su contexto más que de él mismo. Fue un desconocido en
España y en el mundo hasta los años 60, cuando ya había escrito lo mejor de su
obra y estaba ciego. A pesar suyo, el mito de Borges es el resultado de un gran
equívoco que surgió en la cultura occidental en esos años 60, es un resultado de la
política de la guerra fría y de la mercadotecnia editorial y el ámbito cultural de la
época.
Esquematizo al máximo: cuando Frantz Fanon escribe Los condenados de la tierra,
que es saludado por Sartre como el anuncio de la aparición de un nuevo mundo, este
nuevo mundo es el tercermundismo, basado en la relación centro–periferia, tanto
fuera como dentro del sistema.
En realidad, el tercermundismo era una falacia porque la relación centro–periferia
también lo era. Se pensó que el centro estaba formado por los dos bloques,
oriental/occidental, y la periferia era el resto de los países latinoamericanos,
asiáticos, etcétera, que acababan de independizarse y de aparecer en el concierto
internacional, países como Cuba, Vietnam, Argelia.... Eso, insisto, era una falacia. No
había dos mundos sino uno, lo que Wallernstein llamó “mercado mundo”, del que
formaba parte incluso la U.R.S.S., que también era un eje en ese mercado, sólo que
subdesarrollado. El error no fue sólo nuestro sino de todos, incluso de los teóricos
del Pentágono. A los pueblos se les domina económicamente, no se lucha contra
ellos. Esa fue la lección de Vietnam: la gran victoria del mercado mundial y la
desaparición de las utopías tercermundistas.
Más tarde, se le intentó llamar “relación Norte–Sur”, otra falacia basada en un
concepto nodal falso: si el sistema era tan fuerte, era imposible escapar salvo quizá
en los márgenes. Así apareció la teoría de la marginalidad, que dio lugar a que
explotaran, pero dentro de unas reglas, situaciones que estaban en colisión dentro
del sistema: derechos civiles de los negros, de las mujeres, de los homosexuales,
etcétera. Eran cuestiones que estaban latiendo pero por las propias necesidades del
mercado; necesidad de nueva mano de obra, nuevos trabajos, necesidad de explotar
trabajo cualificado y de mantener una horda de parados en reserva para lo cual era
imprescindible que las zonas marginales se incorporaran al sistema, que las mujeres
se incorporaran a la informática y al ejército. El nuevo tipo de explotación, la
explotación de la plusvalía relativa, del saber cualificado, provocó esa serie de
medidas y, por su parte, el sistema fagocitó todas esas nuevas necesidades,
aprovechando el nuevo insconciente social creado por la nueva realidad. Durante los
años 60, se produjo el “boom” del tercermundismo y apareció, además, la noción de
marginalidad en el interior del sistema, los “nuevos sujetos históricos”, que ya no eran
las culturas marginales al sistema sino la marginalidad en los “centros” del sistema.
Así que Sartre se equivocó pero el “boom” estaba ahí. Cualquier cosa que viniera
de la marginalidad se convertía en un “boom”. Un caso sintomático fue el famoso
“Mayo del 68” bajo el cual, subrepticiamente, apareció el “boom” cultural y de
mercado: la literatura feminista, negra, etcétera. se vendió como rosquillas.
La literatura, sobre todo en Europa, había llegado a un callejón sin salida tras
agotarse, en los años 50–60, la única polémica que había sobrevivido a la muerte de
las vanguardias, la polémica entre pureza y compromiso. Algo que resucitaba, en
gran parte, una terminología anterior a la segunda guerra mundial pero que se
adaptaba a la guerra fría. Es decir, si Ortega había hablado de una
“deshumanización del arte”, en los 50 el mundo se congeló porque la realidad del
objeto arte se había puesto tan en duda que las vanguardias habían tenido que
desaparecer. El arte ya no podía ser vanguardia de la sociedad sino “compañero de
viaje”, una u otra actitud mental, de ahí la polémica entre el purismo y el realismo,
más tarde el neorrealismo, el objetivismo, el existencialismo, etcétera. Ya no había
una norma literaria establecida, las obras de arte eran lo que el mercado de obras
de arte quería que fuesen. En estas circustancias y, calcando un poco del
behaviourismo americano, nació el “Nouveau Roman”, con M. Duras, Robbe–Grillet,
Butor, etcétera,que intentaron acabar con la novela sicologista, existencialista o
metafísica, a cambio de su “escuela de la mirada”, la descripción escueta de los
hechos y los sujetos, que fue un poco lo que intentó el cine francés con la revista
“Cahiers du Cinema”, con un estilo a la manera de Jean–Luc Godard, Truffaut,
etcétera.
El Nouveau Roman fue sin duda el intento de superar la novela sicologista, pero,
ante todo, el esfuerzo comercial por relanzar la novela europea partiendo de la base
de que el neorrealismo italiano estaba agotado y la literatura alemana no se había
recuperado aún de la guerra.
Robbe–Grillet se convierte en el verdadero paradigma del Nouveau Roman. Había
publicado ya La Jalousie y Le Voyeur, que se habían vendido mejor que a M. Duras
y a M. Butor con El empleo del tiempo, pero el nuevo movimiento empezaba a crujir,
se vendía poco, así que se intentó que no crujiera y se le fundió con el cine, de
donde salió À bout de souffle de Godard o El año pasado en Marienband, una
película de Resnais con guión de Robbe–Grillet.
Quien sí sacudió un poco el movimiento cultural europeo fue el movimiento “beat”,
la segunda gran irrupción de Estados Unidos en Europa, lógicamente, porque esta
vez habían venido a quedarse, porque tanto económica como política y militarmente,
Europa ya no era más que un satélite. La primera vez que los americanos llegaron
fue en los años veinte, tras la primera guerra mundial, pero aún no eran tan fuertes y
los que se quedaron, Scott Fitzgerald o Hemingway, más que influir en Europa, se
europeizaron. Esta europeización fue tan grande que, cuando Hemingway escribe su
casi única gran novela, The sun also rises (Fiesta), un título sacado del Eclesiastés,
el final de la obra es el final de Humillados y ofendidos de Dostoievski.
Pero ahora venían a quedarse. Ese dominio político y económico absoluto que
tenían lo habían conseguido, entre otras cosas, trasformando las industrias de
guerra en lo que se suele llamar “industrias de carretera”. Las industrias de guerra
habían creado tanta riqueza que tuvieron que reconvertirlas de modo que acabaron
con calles y ciudades y crearon carreteras y monopolios del petróleo. Eso provocó la
aparición de la “literatura de carretera” que surgió en el movimiento beat, con el libro
de Jack Kerouac On the road. Mientras la literatura oficial estaba en New York, todo
el movimiento beat se trasladó a San Francisco y allí se fundó la librería de
Ferlinghetti, donde se vendían libros de Kerouac o el Howl de Ginsberg, símbolos del
hippysmo: es una historia que conoce todo el mundo, puesto que comenzó con el
“cebo” de Pearl Harbor.
El movimiento beat no entró en Europa hasta la guerra de Vietnam. Y Borges llegó
a Europa por París, como las cigüeñas traen a los niños.

2. Lo curioso es que Borges se había iniciado como escritor en España, en los años
20. Él estaba estudiando en Ginebra y tenía que volver a Argentina pero, debido a la
guerra, debía salir de Suiza hacia otro país neutral como España. Aquí se inició
como escritor con unos gloriosos poemas sobre la revolución rusa y la toma del
Palacio de Invierno (los Salmos rojos que escribió en Mallorca).
La segunda entrada de Borges se produjo, pues, a través de la influencia francesa
pero, además, en un contexto determinado, el boom latinoamericano, que tuvo mucho
que ver con la relación centro–periferia pero también con esa operación comercial
básicamente dirigida por la editorial Seix Barral en España, Einaudi en Italia y
Gallimard en Francia, y esta operación comercial tuvo la suerte de que, frente al
Nouveau Roman, trajo de verdad un aire fresco, casi épico, sobre todo en sus tres
representantes fundamentales:
—Vargas Llosa, con La ciudad y los perros, premio Seix Barral,
—Cortázar con Rayuela,
—García Márquez con Cien años de soledad.
En medio de este boom, Borges, curiosamente, fue doblemente marginal y
solitario. Tenía sesenta años, había escrito lo más importante de su obra y no había
manera de encasillarlo, ni en el primer Vargas Llosa, con ese realismo duro y fuerte,
ni con esa confusión de tiempo de reloj y tiempo del mito que era Cien años de
soledad, ni en el mero juego literario que aparentaba ser Rayuela, aunque Cortázar
era el que más había recibido su influencia puesto que era argentino y el de mayor
edad (su primer cuento se lo publicó Borges); pero en Cortázar no se encuentra la
metafísica de Borges aunque sí esa magia que se mezcla con el terror y la ironía,
sobre todo al principio de Rayuela. Pienso que Rayuela es aún un desafío no bien
interpretado del todo.
Claro que aunque Borges fuera un producto de la relación centro–periferia y un
producto del boom, fue doblemente solitario. Borges, prácticamente, como él decía
de Quevedo, no era un escritor sino una literatura.

3. Ahora bien, toda literatura tiene sus raíces y sus caminos y las raíces de Borges,
curiosamente, empiezan en dos lugares inesperados y aparentemente opuestos.
Borges empieza a escribir poesía en torno a lo que se llamó “poesía ultraísta” y
empieza a escribir seriamente prosa publicando relatos más o menos de tinte
amarillo, de folletín criminal, en el suplemento del periódico “Crítica” de Buenos Aires,
un suplemento llamado “Revista multicolor de los sábados” (porque el suplemento del
periódico “La Nación” salía los domingos). En la prensa argentina no había tradición
de publicar un suplemento porque los sábados se seguía trabajando pero, en los
años 30, “La Nación” y “Crítica” deciden imitar a los periódicos norteamericanos y
publican los cómics de Tarzán, Popeye, las páginas de moda, crucigramas y también
relatos, algunos aconsejados por el propio Borges. Además, él se encarga de una
serie de relatos que imita, a su vez, de una serie de “La Nación” que publicaba el
folletín “La historia de los crímenes”. Se trataba de crímenes reales y Borges, a
partir de hechos verdaderos, se inventaba una serie de vidas e historias de
personajes a partir de unas líneas de vida real, basándose en las historias narradas
por Mark Twain o en la historia de Billy el Niño. Publica así su primera obra de ficción
en prosa, Historia universal de la infamia, en 1935.
Como poeta, sin embargo, comenzó por el lado más culto, en el Ultraísmo, un
movimiento que deriva del Creacionismo, a raíz de aquella conferencia que Vicente
Huidobro dio en Chile glosando el lema “Non serviam” (“no serviré”, como dijo el
ángel Satán), es decir: “no serviré ni a la realidad ni a la literatura ni a nada más que
a mi propio lenguaje, tengo que crearlo todo de nuevo con mi propio lenguaje, crear
árboles que sean totalmente distintos a los de la realidad”, y Huidobro termina
diciendo que el poeta es un pequeño dios que se convierte en un creador absoluto,
de ahí el término “creacionismo”. Pero, ¿hubo –ismos autóctonos en latinoamérica?
El creacionismo era autóctono, lo que ocurre es que Huidobro se trasladó a España
en los años 20 y, junto con Gerardo Diego y, sobre todo, con el supuesto judío
sevillano Cansinos Assens, aquello se trasformó en el ultraísmo, con la revista “Ultra”
como difusora.
Como la familia de Borges era amiga de la de C. Assens, Borges se trasladó a
Sevilla y tomó contacto con el ultraísmo. A partir de su relación con el grupo ultraísta,
en la formación del joven Borges hubo un hecho decisivo: su hermana Norah Borges
se casó con Guillermo de Torre –con el que Borges siempre se llevó mal–, el
historiador y teórico más importante de las vanguardias españolas y americanas,
autor del libro La aventura y el orden, título no gratuitamente tomado de Valéry.
También ocurrió que su amigo Bioy Casares se casó con Silvina Ocampo. Silvina y
Victoria Ocampo eran, seguramente, de las mujeres más ricas de América. Victoria
Ocampo dedicó su dinero a la revista “Sur” que era un poco un plagio de la “Revista
de Occidente” sólo que, mientras que la Revista de Occidente intentó tener un
público más amplio, Sur se dedicó solamente a una élite y fue entonces cuando se
creó el mito de Boedo y Florida; los escritores argentinos se dividían supuestamente
en dos tipos según los barrios: Florida, el de los ricos y cultos, alejados de la
realidad del país y Boedo, el más popular, tradicional, propio de los escritores más
realistas como Mújica Laínez, etcétera.

4. En una primera etapa del XIX, toda la literatura sudamericana estuvo basada en la
relación cultura/naturaleza, que supone la relación civilización–barbarie, puesto que la
burguesía criolla, que estaba creando las nuevas naciones, consideraba a la barbarie
como algo con lo que había que convivir o dominar, era la búsqueda de la propia
identidad. Bolívar, en uno de sus últimos congresos para unificar Latinoamérica
pregunta: “¿qué somos?” Americanos no, porque americanos son los indios, tampoco
españoles porque nos acabamos de independizar, tampoco somos europeos porque
Europa no nos conoce... En el siglo XX, esta relación confusa se convirtió en la lucha
nacionalismo/cosmopolitismo, es decir, “ahora que tenemos identidad nacional, ¿qué
somos?, ¿nacionalistas o cosmopolitas?”, una lucha que había intentado superarse
con el modernismo, con el símbolo de Rubén Darío porque fue la primera vez que la
literatura hispanoamericana influyó en Europa y superó esa falsa dialéctica. Sin
embargo, más tarde, con el posmodernismo hispánico y las vanguardias, este
planteamiento continuó y, desde luego, Borges quedó encasillado en el grupo de
Boedo. Lo que ocurrió es que su primer libro de poemas después del ultraísmo
sorprendió a todo el mundo porque se tituló Fervor de Buenos Aires; y su segundo
libro, de 1925, se tituló Luna de enfrente, (con el primer poema “Calle con almacén
rosado”). Su tercer libro, de 1929, se llamó Cuaderno San Martín, y su primer
poema “Fundación mítica de Buenos Aires”.
En prosa, el primer libro que publicó, en 1930, fue Evaristo Carriego. Carriego,
autor de Flores del suburbio, fue el descubridor del “lunfardo” de los suburbios de
Buenos Aires. Melodramático y tanguero, Carriego iba bastante a casa de los
Borges y escribía versos tales como: “pa cantarle a una flor le canto a un cardo” o
“la costurerita que dio aquel mal paso / y, lo peor de todo, sin necesidad”. Todo el
mundo se quedó desconcertado porque, si los tres primeros libros estaban
dedicados a Buenos Aires y a la literatura argentina; si el primer libro en prosa
admiraba al poeta más popular y de suburbio; si en su segundo libro en prosa
Discusión, de 1932 (aunque ya incluía otros temas), el primer capítulo era “La
poesía gauchesca” y el último “El escritor argentino y la tradición”, o bien “La
idiosincrasia de los argentinos”, ¿cómo se podía decir que Borges era un autor
alejado de la realidad nacional? Evidentemente, lo que hacía distinto a Borges no
eran los temas sino la forma de tratarlos, la estructura, como se nota en la
reelaboración de sus viejos artículos de periódico al recogerlos y publicarlos en la
Historia universal de la infamia, donde comienza a observarse el asentamiento de
ese estilo inimitable (pero tan imitado luego, hasta el extremo).

5. 1936 es el año en que se cierra el primer Borges (si no contamos con el español
primero), cuando va a alcanzar ese tono filosófico y esa ironía contradictoria, ya en
el título de Historia de la eternidad. Más contradicción imposible. La segunda etapa
de Borges empieza entre 1941 y 1944, el Borges que ha conseguido todo su “cuerpo
de escritura”, que se convierte en lo que es, un gran fabulador, un inventor de
fábulas. En 1944 publica Ficciones con sus dos partes, “El jardín de senderos que se
bifurcan” (cuentos de 1941) y “Artificios”. Se trata del primer punto de quiebra donde
aparece el gran Borges prosista.
Después de El Aleph (1949) y de Ficciones, publica en 1952 quizá su otro gran
libro, Otras inquisiciones, llamado así porque en los años 20 había escrito
Inquisiciones, publicado y rechazado por él mismo. Resulta sintomático que vuelva al
libro perdido como si no lo hubiera querido perder del todo, incluyendo por eso el
término “otras”. Otras inquisiciones supone un paso adelante en la trayectoria de
Borges porque lo habíamos visto casi únicamente como poeta y fabulista. Este libro
marca una nueva etapa en la crítica literaria contemporánea, lo que ocurre es que las
inquisiciones de Borges no son propiamente crítica literaria, son una mezcla. Si su
poesía rompe con las vanguardias precisamente por tener un estilo en apariencia
prosaico, claro y trasparente, no cabe duda de que sus relatos suponen una mezcla
de narración y poema en prosa, y estas dos mezclas se juntan de nuevo en Otras
inquisiciones que, en realidad, son ensayos donde se funden la prosa poética y el
sentido metafísico que Borges siempre pretende dar a su obra. En realidad, sería
fácil decir las palabras de Borges: “a mi vida y a mi muerte le ha faltado mucha vida,
estoy podrido de literatura”. Si hiciéramos caso, tendríamos que reconocer que ni
siquiera estas palabras son suyas sino un plagio de Macedonio Fernández. Es falso
porque sí hubo mucha vida, aunque hasta los años 60 todo le salió mal. De cualquier
modo, lo que Borges da aquí es ya una auténtica definición de la literatura. Lo que
quiere decir en el fondo es que la literatura es una forma de vivir, una vida cualquiera
aunque de forma no orgánica, y aunque sea podrida. La literatura como una cosa
más entre las cosas del mundo, como una “forma de vida”.
No se trata, pues, de crítica literaria en Otras Inquisiciones, sino, exactamente, de
ensayos en su sentido más fuerte. La recepción masiva de Borges hoy día quizá se
debe a que toda la literatura que escribió pertenece al ensayo. Para él, novelas y
poemas son ensayos en el sentido en que se puede hablar del ensayo como
reflexiones subjetivas, inquisición sobre algo cuando no se tiene un sentido objetivo
de la realidad y, por tanto, de la literatura. Quizá por ello podríamos decir que
Borges es de los primeros en darse cuenta (como Kafka) de la pérdida de sentido de
la sociedad actual en tanto que sociedad que ignora la contradicción de sus
condiciones objetivas, y que por eso nos lleva al enunciado cero.
Podríamos plantear así el siguiente esquema:

• La pérdida de la contradicción (significa) la pérdida del sentido
• La pérdida del sentido (significa) la pérdida del enunciado.

Entonces ocurre lo siguiente. Ya que no tiene sentido (en nuestro mundo) la
búsqueda del sentido, habrá que retroceder al menos hacia la búsqueda de la
subjetividad. En este caso, el enunciado no es cero pero sí es el fragmento y la
dispersión, porque la subjetividad (objetivamente hablando), y aunque el sujeto no lo
sepa, es siempre fragmentaria. En este aspecto se puede decir que todo es ensayo
o todo es investigación de un sinsentido por medio de una fragmentación. Partiendo
siempre de la base de que el planteamiento fragmentario (el fragmento) puede tener
tres líneas o mil páginas, como en el caso del Ulises de Joyce. Ahora bien: ¿qué es
el ensayo y cuál el ensayismo de Borges?

6. El secreto de Montaigne, al bautizar por primera vez la palabra “ensayo” y escribir
por primera vez textos aparentemente fragmentarios, es, sin embargo, la búsqueda
de un sujeto no fragmentado, la búsqueda de la objetividad del sujeto. O, de otro
modo, la creación del “yo” respecto a la objetividad. Es decir: detrás de cada objeto
que yo construyo en el ensayo, está la búsqueda de una objetividad de sentido. Por
ejemplo, Montaigne, en una parte de su obra, entra a saco en torno a un tema
central, la propuesta luterana de la no encarnación de Cristo en la hostia y, por tanto,
la no encarnación de Cristo en la Iglesia. De ahí se pasa a la no necesidad de la
Iglesia. Era un tema difícil de tratar porque era un tema teológico “mortífero”.
Montaigne no fue prohibido hasta un siglo después, en el XVII, y nadie se dio cuenta
de la astucia con que Montaigne escribió sobre el tema de la encarnación. Aquí es
donde radica la astucia del ensayo: parece que los temas son inconexos pero la
astucia consiste en comenzar por el tema aparentemente más lejano: el
descubrimiento de América y los caníbales, primer fragmento. Segundo fragmento: la
necesidad humana de comer carne. Tercer fragmento: La virtud de la temperanza y
la abstinencia de la carne. Cuarto fragmento: la comunión. Es un hecho real que
cuenta Bartolomé de las Casas, que intenta suprimir el canibalismo, es un hecho
aparentemente lejano pero que se continúa con el tema de la abstinencia. A través
del fragmento, no sólo se crea el yo y su objeto (los caníbales, la abstinencia...) sino
que se crea toda la objetividad de sentido. Sin decirlo, Montaigne está apoyando la
postura luterana.
En el prólogo de los ensayos, Montaigne escribe una frase clave: “La materia de
este libro soy yo mismo”, (en el XVI, todavía se seguía considerando a los libros
como materias graves, materias dignas o de burlas, etcétera.). Al decir “la materia
de este libro soy yo”, Montaigne no sólo está legitimando la objetividad como la
materia del libro, no sólo la legitimidad de esa figura que acaba de nacer, el sujeto
libre, sino que legitima la propia objetividad de ese sujeto, la propia objetividad de los
objetos y los sentidos que ese sujeto construye. No es extraño, por esto, que el
término “ensayo” pase al empirismo inglés de Locke y Hume y que estos legitimen, a
su vez, no sólo la objetividad del yo sino de la naturaleza humana y de ahí se pase a
cómo el yo puede legitimar no sólo la objetividad de la naturaleza humana sino
también de la naturaleza en general. El empirismo inglés, el racionalismo francés de
Voltaire y Diderot, al crear el término “naturaleza humana”, entienden al ensayo como
legitimador del yo objetivado, puesto que la noción de “naturaleza humana” está
sustituyendo a la noción de alma o de “criatura divina”. La naturaleza humana (para
esta burguesía laica) es una realidad objetiva a través de la propia objetividad del yo
legitimado por el ensayo. Así, no sólo se legitima la naturaleza humana sino también
la vida humana en general y el contrato social, que da vida al sistema social y a los
discursos que legitiman ese sistema, sobre todo los llamados discursos sistemáticos.
Por supuesto que el planteamiento sistemático de Kant, Hegel, etcétera, no es
menos fragmentario que el ensayo ni el ensayo es menos sistemático que el sistema,
lo único que los diferencia es la astucia del ensayo, los fragmentos desde el yo
objetivado; mientras que la astucia del sistema es la ocultación del yo, que simula
dejar de existir.
Todo arranca de la legitimación del yo objetivo que establece Montaigne. En cuanto
se declara al yo materia de una obra, se legitima y objetiva y, por tanto, puede
aparecer el fragmento. Es el procedimiento que utiliza Borges en Otras
Inquisiciones: el yo fragmentario de los textos que implica, sin embargo, una
objetividad sistemática.
Una cuestión básica para analizar el por qué de Otras inquisiciones es la ruptura
del modelo que, quizá en su última vuelta de tuerca, fue Picasso quien mejor lo
representó en su serie El artista y su modelo. La clave del fragmento, del yo
objetivado del ensayo, empieza por ser una pregunta. El yo se objetiva preguntando
por sí mismo o por lo que le rodea. Quizá todo el secreto del estilo de Borges pueda
condensarse en tres líneas del ensayo del segundo texto de Otras Inquisiciones, “La
flor de Coleridge”. Retomando el texto de Coleridge como objetividad y asumiendo el
papel de sujeto objetivo que lee y que identifica su escritura con esa escritura,
Borges escribe, copiando literalmente, el texto ya citado de Coleridge sobre el
hombre que pasea por el paraíso y al que le dan una flor. Si al despertar del sueño el
hombre encuentra esa flor en su mano, ¿entonces qué? Esa pregunta sin solución,
decíamos, va a ser la clave de la literatura borgiana.

7. En las vanguardias, al modelo y al expresivismo los sustituye una tercera
categoría: la declaración de independencia del lenguaje artístico. En realidad, esta
declaración referida al lenguaje en sí mismo supone una cuestión teórica y social, la
pérdida de importancia del artista. En la segunda revolución industrial, con dos
elementos básicos, el taylorismo y el fordismo, el proceso de producción en cadena,
la noción de autor ha desparecido. La muerte del autor es lo que provoca la reacción
de los escritores para dejar de ser artesanos y ser cada vez más artistas.
Esta necesidad del artista de convertirse cada vez más en artista pero,
curiosamente, en movimientos, imitando a los grupos del XVIII, es lo que produce los
diversos movimientos de vanguardia donde lo importante es esa independencia del
en sí del lenguaje artístico. En el fondo, era el reconocimiento de una cuestión obvia:
el arte es una objetividad legitimada no por el sujeto objetivo sino por su propia
realidad estética. Pero en los 30, con la guerra de España, la 2.ª guerra mundial y
luego la guerra fría, las vanguardias mueren y con ellas ese sentimiento de
independencia del arte que se basaba en un en sí del arte. Hoy, ese en sí se ha
puesto en duda y es por eso por lo que decimos que, en realidad lo que se ha puesto
en duda es que el arte pueda poseer algún sentido (dado que la sociedad no lo
posee). Al no admitir la contradicción ideológica, social, etc, el enunciado pasa a ser
cero y, por eso, el retorno hacia la subjetividad objetivada (ya que no existe ningún
sentido objetivo en la realidad, ninguna independencia, ni en sí ni en la realidad
objetiva del arte). Sólo quedaría el blanco sobre el blanco: ¿esto es arte? Es por eso
por lo que se retorna, ante la carencia de realidad objetivada, a la subjetividad pero
ya sin el recurso al modelo, al expresivismo, sino como la conciencia de la propia
quiebra del sujeto.
De todos modos, el propio Montaigne había puesto en duda la propia objetividad
del yo que estaba inventando y su escritura advierte, en una frase magistral y
decisiva, que escribe “desde la sílaba del no”, de nuevo el ¿entonces qué? La
negatividad, la sílaba del no está hirviendo siempre debajo de la escritura de
Montaigne, es la sílaba de la inquisición, de la interrogación. En el XVI, Montaigne
estaba convencido de que admitir esa contradicción entre el sí y el no era lo que
daba sentido, no solo a su yo sino a su propio texto: por eso, al no existir
contradicción hoy, decimos que el enunciado es cero.
No sólo la pregunta, sino también la contradicción da sentido al ensayo, así que sin
esa contradicción tampoco el ensayo existiría. Hacer confluir todos los géneros en el
ensayo es inútil si no se comprende que la contradicción real comienza por el propio
sujeto, por la propia realidad subjetiva.
Luckács, en su Ensayo sobre el ensayo, se limita a decir que el ensayo es una
opinión subjetiva opuesta al sistema puesto que tomando a un “objeto” como pretexto
se pueden abordar todas las líneas del sistema, aunque el “objeto” originario acabe
por diluirse. Pero insisto en que ni el ensayo es tan fragmentario como se dice, ni el
sistema tan sistematizado como se dice, sino que lo importante es el punto de
partida, el yo objetivado del ensayo. ¿Qué ha sucedido en nuestro siglo con esto?
Por ejemplo, en Ortega, Unamuno o Juan Ramón Jiménez no hay un yo objetivado
sino un yo subjetivado que asume su propia condición como tal.
Y sin embargo, lo asombroso es esto: Borges se enclava en la objetivación del yo
y es así como los textos de Borges cobran una plena modernidad y, repito, quizá de
ahí su éxito abrumador. Al asumir la contradicción, los textos de Borges comienzan a
cobrar sentido y por eso es por lo que nos fascinan: aunque Borges sea plenamente
consciente de que el sujeto objetivado es cada vez más fragmentario lo que no
impide que por eso su texto sea cada vez más sistematizado.
Pero siempre queda el problema de la disolución del yo. De ahí el miedo de Borges
al doble, al espejo, al otro, al juego del yo y el otro, a su pregunta continua, ¿existe
Borges o es un invento mío o de los demás? El sujeto objetivado admite la
contradicción que da sentido al texto pero intenta que no por ello se borre el sujeto,
que el texto no se convierta en un espejo del otro y en un borrarse de sí mismo.

8. Es todo eso lo que se nos muestra en el texto titulado El Zahir. Si hay un ejemplo
claro del arte de Borges es El Zahir. Es un cuento, una reflexión sobre la palabra
inolvidable, donde Borges habla siempre en serio y en broma. Borges nos dice:
pensé en algo inolvidable y que fuera común. Una moneda ya desaparecida. Y la
asocié a lo que se piensa como la clave de lo inolvidable: o sea al amor y a la muerte
de la mujer amada. Todo el mundo considera a esta mujer como un poco ridícula y no
muy bella, pero para el protagonista (Borges) es única. Tras su velatorio, Borges
recibe el Zahir en forma de moneda rayada, y el problema se invierte: no es a la
mujer a la que no podrá olvidar, no podrá olvidar a la moneda. Los síntomas son
estos: por un lado está la historia horizontal, la trama, la historia de la moneda, la
narrativa que empieza con una muerte y acaba casi con la locura: “No sabré quién
fue Borges”. Por otro lado está la línea vertical, la cuestión de lo sucedido, de lo
inolvidable: lo inolvidable no es el amor, ni siquiera la muerte de la amada. Lo
inolvidable es la moneda, pero tampoco lo es, porque el Zahir puede ser muchas
cosas. Lo inolvidable es la propia vida y su destino.
En cualquier relato normal, éste es el eje del texto: siempre hay una línea horizontal
que es la trama y luego lo sucedido, lo inesperado como una raya vertical que corta
el relato en espacios. En el relato de Borges, todo lo que sucede es fantástico. Lo
primero que pone en marcha el relato es el destino. ¿Por qué el destino? Porque no
hay un motivo concreto que provoque el desarrollo de la acción, porque la única
acción que existe en el texto es la acción de olvidar. El destino es abstracto (qué es
el Zahir o la vida) y está relacionado con la muerte, que es muy concreta, la muerte
de la mujer amada. Así la moneda se mezcla con el destino y lo fantástico se
convierte en algo muy común: la moneda es el sentido de nuestra propia vida.
¿Por qué dice Borges continuamente que Borges no existe y su literatura es
fantástica? Si no nos atenemos a la base de Borges, no entenderemos nada. La
base de estos síntomas radica en la fenomenología kantiana y en las últimas huellas
del romanticismo que se prolongan en las vanguardias.
En la Crítica del juicio, entre los juicios del gusto (que pueden ser trascendentales
o empíricos), Kant sitúa una categoría inesperada: lo sublime, que es inefable, o sea,
un juicio que no es posible expresar, solamente sentir: por ejemplo lo que se siente
ante una tormenta o un paisaje. Cuando lo sublime, lo que no tiene sentido aparente
porque no se puede expresar en términos racionales, se mezcla con lo empírico (por
ejemplo, la aparición de una moneda mágica en una mano: la raya), entonces
aparece lo fantástico que sí es, porque es empírico, expresable en el lenguaje: es la
moneda, el zahir en la mano de Borges. Lo fantástico en Borges nos recuerda
inevitablemente a lo siniestro en Freud: las pesadillas de los sueños o lo inesperado
en nuestra vida familiar. Digamos que una intrusa irrumpe en la vida de dos
hermanos. Al final hay que matar a “La Intrusa”, como nos dice literalmente el propio
Borges: lo fantástico no es sólo la aparición del destino en la vida familiar, sino la
aparición del azar en cada vida cotidiana. Ahora bien: el azar es otra categoría
kantiana y romántica que ha llegado hasta hoy. Lo expresaron mejor que nadie
Nietzsche y Dostoievsky, sobre todo en Los hermanos Karamazov. ¿A qué nos
remite el azar? A lo que no tiene sentido. Si Dios ha muerto, nada tiene sentido. Yo lo
pienso al contrario. Si Dios no existe, el Estado se encarga de que nada esté
permitido. De cualquier manera, es el extremo a que se llega en ese sinsentido total
que resultó ser el mundo de las vanguardias de los años 30, en el que se mueve el
Borges de estos cuentos. Mallarmé, el poeta “necesario” (en “Un golpe de dados
jamás abolirá el azar”) se decide a acabar con la libertad del poeta. El escritor,
creyendo que es libre, ejerce su libertad lanzando un golpe de dados pero, al final,
ese golpe de dados depende del azar, que está por encima de él. El escritor está
obligado a lanzar el golpe de dados, no como una libertad sino como una necesidad.
Quien domina la situación es el azar, que es imprevisible y pertenece al nivel
trascendental. Cuando el azar incide en el nivel empírico, por ejemplo en un velatorio,
en una moneda, entonces se llama “destino”. Al salir del velatorio de aquella mujer un
tanto ridícula de la que está enamorado el protagonista de El Zahir (que se llama
Borges, que es y no es Borges), este protagonista, decíamos, entra en un almacén,
en una taberna para tomarse una copa. Es entonces cuando sucede lo inolvidable: en
el cambio le dan esa moneda rayada de 20 centavos. Es el Zahir. Es el destino
(repito que el Zahir puede ser muchas cosas) que se convertirá en obsesión total,
hasta la posible destrucción por la locura.
La tradición romántica aparece aquí de forma indudable, esa tradición romántica
que casi empieza a anunciarse en España con Don Álvaro o la fuerza del sino
(aunque ese texto se convierta en romántico por excelencia a partir de La fuerza del
destino de Verdi, como El trovador, de García Gutiérrez). Desde el Werther de
Goethe y su suicidio, aparece la imágen del héroe trágico, el que se enfrenta sólo
con su destino, imagen que continúa en las vanguardias y, sobre todo, en el Sartre
de La náusea y en el Camus de El extranjero, con un pequeño matiz: el heroe trágico
es sin duda circular porque su destino está fijado en algún sitio antes de que nazca,
es una visión laica del cristianismo, la muerte es volver al principio. Si nos fijamos, la
mayoría de los héroes de Borges son héroes trágico–románticos (a veces
tragicómicos), enfrentados a su destino y que saben que nunca podrán vencerlo. De
ahí la continua obsesión de Borges por el hecho de que la trama no se rompa nunca;
esto es lo auténticamente fundamental, su verdadero hallazgo: si la trama empírica,
la descripción del velorio, los viajes en ómnibus etcétera, se rompiera, El Zahir sería
un relato sublime, es decir, imposible de verificar. Para que el texto funcione, tiene
que darse esa oscilación continua entre lo trascendente y lo empírico.
El segundo elemento importante es la aparición de los tres niveles de relato del yo:
el yo que narra lo empírico, el yo objetivado que reflexiona sobre los hechos,
(“parcialmente soy Borges, o no seré Borges”), y el nivel de la retórica literaria donde
Borges procura no hacernos olvidar que es sólo en la literatura donde lo fantástico es
verosímil (y esto no es Aristóteles, sino una vez más neokantismo). De ahí las partes
eruditas, la invención de textos literarios que hacen verosímil lo que él escribe. En
esta retórica literaria (que interpola el relato sobre los nibelungos y los textos que
hacen alusión al Zahir) hay dos modelos de enciclopedia: la del círculo y la del
centro, que también nos remiten al sentido. La enciclopedia del círculo es la francesa
del XVIII, que intenta darle un sentido al mundo según una lógica racional y
expresable. El sentido del mundo es la razón y la expresión empírica de la razón es
el entendimiento, o sea, el lenguaje, o sea, el alfabeto, como único mapa. La idea es
trazar el mapa del sentido del mundo, de su circunferencia. Los británicos, por el
contrario, no buscan la circunferencia sino el centro, no el todo sino los hechos: de
ahí la conjetura, pues en el empirismo anglosajón no hay cosas, hay acumulación de
hechos que se conjeturan o se refutan. De ahí también la alusión a la rosa y al velo
en El Zahir, pero con un matiz: si una flor nos explicara todas las flores y si la
rasgadura del velo nos descubriera la verdad, entonces el centro mismo sería la
circunferencia, no habría por qué escribir. Al menos como lo hace Borges al final de
El Zahir:

En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un
banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que
el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta noticia: Para perderse
en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada
quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de
repensarlo; quizá detrás de la moneda esté Dios.

Sabemos de sobra que existe otro nombre básico que influye en toda la obra de
Borges: Schopenhauer. En uno de sus poemas Borges llega a decir: “gracias por
Schopenhauer”. ¿Qué significa “El mundo como voluntad y representación” de
Schopenhauer? A fin de cuentas, una vuelta al destino. ¿Qué es la voluntad? Aquello
que se puede representar con palabras: de ahí la voluntad de acción del protagonista
de El Zahir, “Pensar y pensar hasta desgastarlo” (hasta desgastar la moneda).
¿Qué es la representación? Para Schopenhauer, una oposición a Hegel. Hegel decía:
la verdad no se puede representar, la verdad se presenta desnuda. Shopenhauer
dice: sólo la voluntad puede romper el velo de la verdad. ¿Cuál es la representación
de la verdad? Evidentemente es múltiple: el fondo de un pozo, un ciego, un
astrolabio, un zahir. ¿Cómo rasgar esa verdad, ese velo? Sólo a través de la acción
de pensar y repensar el zahir. Pero ¿por qué la necesidad de romper el velo?
Sencillamente porque lo empírico no basta; hay que ir a lo trascendental que se hace
empírico, que es acción del pensamiento pero que representa la voluntad de querer
vivir, de “desgastar el Zahir”. El zahir es lo absoluto vital, el zahir es la vida que
impide la vida, pero ¿podrá la voluntad de acción romper el velo de ese destino,
podrá el pensamiento vivirse a sí mismo como acción?
El caso de Borges es bastante curioso: siempre se ha hablado de su “idealismo”
(el propio Borges lo repite una y otra vez), pero lo lleva a tal extremo que lo convierte
en ontología materialista absoluta: si la voluntad de acción del pensamiento consigue
derribar el velo de la verdad, consigue destruir el zahir, ¿entonces qué?

9. Ya que el zahir es lo absoluto, la voluntad de vencer a lo inolvidable necesita
rasgar el velo del zahir. Ya que en la cosa más mínima se esconde la verdad, surge
la obsesión de Borges por las representaciones: el encarcelado del aludido cuento
titulado La escritura del dios, ¿qué busca en las manchas del jaguar sino la voluntad
práctica de acción del pensamiento, de acción de la escritura como cuerpo? La
voluntad material de acción de la escritura (del pensamiento no escrito) resulta ser
como las rayas del tigre. El tigre “son” las líneas de la escritura. El poder de la grafía
es lo que le lleva a Borges incluso a titular como El Aleph, (la primera letra del
alfabeto judío) a su segundo libro de relatos. Rasgar el velo de la verdad es el poder
de la escritura: de ahí que Borges se base también en el poder de las analogías
porque la analogía implica que, aunque el mundo carezca de sentido, hay un hilo que
une a todas las cosas del mundo, porque una flor puede ser todas las flores, un zahir
puede ser un ciego, etcétera. Y entonces la escritura puede ser verdad, puede
alcanzar la verdad en cada cosa mínima, en cada rasgo de lo escrito. La verdad
mínima lleva a la verdad absoluta, como la hormiga o la flor pueden llevar al sentido
absoluto del mundo. Deus sive Natura, dijo Spinoza y Borges lo recuerda
continuamente. La escritura puede vencer al Destino.
La búsqueda de lo absoluto en Borges es la clave de su juego con el espacio y el
tiempo, a través de ese pensamiento en acción, de esa práctica de la escritura. Y
para representarlo, tiene que escanciar el tiempo y el espacio, siempre partiendo de
que la trama no se le vaya de las manos. Los malos cuentos de Borges empiezan a
partir de El libro de Arena, un libro que tiene que dictar completamente porque ya no
veía. Parece como si la trama se le fuera deshilvanando
Veámoslo en ese cuento único que tituló Emma Zunz. En los años cuarenta,
Borges produce unos textos que, finalmente, van a componer ese “cuerpo de
escritura” tan especial que irá desarrollando desde Ficciones (de 1941, que,
decíamos, recoge también Artificios en 1944) y, finalmente, El Aleph en 1949. Es
ese extraño tipo de escritura que nunca había existido en español y en ninguna
lengua literaria. Hasta las vanguardias se le quedan cortas: borraron las fronteras
entre los géneros para difuminarlos, mientras que Borges borra los géneros para
crear un género, una literatura nueva. En Otras inquisiciones, señala: “no soy filósofo
ni metafísico. Lo que he hecho es explotar o explorar, que es la palabra más noble,
las posibilidades literarias de la filosofía, creo que eso es lícito”; y añade: “Hume,
que fue el que despertó a Kant de su sueño dogmático, decía: soy filósofo cuando
escribo”. La cita de Hume nos viene al pelo porque se puede revertir, y cimentar con
ello lo que el propio Borges dice: “escribir y ser filósofo es lo mismo”. O de otro
modo: el pensamiento en acción de la escritura puede rasgar el velo de cualquier
verdad, puede nacer al azar en cualquier sentido.
El Zahir trataba de la palabra inolvidable, pero hay otros cuentos que tratan
igualmente de la imposibilidad del olvido o lo que es lo mismo, de la memoria. ¿Tiene
memoria el lenguaje?, ¿cómo expresar el recuerdo?, ¿por qué no podemos olvidar?
Este cuento, Emma Zunz trata del rencor, es decir, de la venganza. Borges,
misógino hasta el extremo (quizá por su tremendo Edipo materno: de ahí también su
antiperonismo, ya que Perón encarceló a su madre), decía que el rencor es una
virtud sólo femenina porque implica debilidad ya que, cuando tienes rencor a algo es
porque estás sujeto a ese algo. En realidad, está estableciendo otra máscara
porque, si eso fuera cierto, la mayoría de sus cuentos serían rencorosos en el
sentido de que el rencor implica un odio: de cualquier modo quizá su relato máximo
sobre el rencor lleva como protagonista a una mujer. Evidentemente, Emma Zunz
posee la objetividad de una crónica policial, de hecho, es la historia de un crimen que
es la historia de un rencor, de una venganza, de una mujer.
Como se sabe, el cuento se incluye en El Aleph, el único libro de Borges que no
tiene prólogo. El Aleph, repito, es la primera letra del llamado alfabeto judío, y
Borges se enlaza así con toda la escritura mítica: el alfabeto es el mundo. La historia
de Emma Zunz, brevemente, es ésta: Borges comienza por fecharnos el relato, por
situarnos en un tiempo empírico: el día 14 de enero de 1922. También es empírico el
espacio, el regreso de Emma a su casa tras salir de la fábrica de Loewenthal. El
signo básico que desencadena todo es una carta, una carta que la chica recibe
desde Brasil y en donde se le comunica que su padre se ha suicidado. Los recursos
claves de la narrativa de Borges aparecen aquí en su plenitud, en su literalidad. No
sólo funde el tiempo y el espacio en esa carta, sino que literalmente se cita a sí
mismo y (como en Hombre de la esquina rosada) simplemente nos dice: “Ella quiso
estar ya en el día siguiente”. Como el pasado y el presente se funden, nos
enteramos de que su padre había sido expulsado de la fábrica por desfalco, había
sido encarcelado, y que su madre había muerto por ello. Finalmente todo el mundo
de Emma se viene abajo a través de la carta que le comunica desde Brasil el suicidio
del padre. En realidad quien había cometido el desfalco había sido Loewenthal.
Borges añade. “Loewenthal no sabía que ella sabía”. Como si no sucediera nada,
Emma prepara su sábado por la tarde con las amigas y su salida con ellas. No le
atraen los hombres, no le gustan los hombres y por eso no habla de novios. Pero
prepara algo más: la muerte de Loewenthal. Lo llama y le dice que va a delatar a los
cabecillas de la huelga que se está planteando en la fábrica. Loewenthal la recibirá el
sábado por la noche. Borges nos introduce en el cuento una noticia al parecer sin
importancia. En el puerto de Buenos Aires acaba de atracar el barco Nodstjärnan,
procedente de Malmö. Emma atraviesa las calles de Buenos Aires hasta llegar al
puerto. Encuentra a los marineros. Elige a uno curtido y grosero. Dice Borges: “para
que la pureza del horror no fuera mitigada”. Obviamente Emma Zunz jamás se había
acostado con un hombre. Es exactamente el descenso a los infiernos, o como
escribe Borges: “ese atributo de lo infernal que es la irrealidad”. Y añade:

El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y
después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y
después a un pasillo y después a una puerta que se cerró.

La puerta que se cierra es efectivamente la puerta del infierno. Es la puerta que al


cerrarse abre el espacio del horror, de la violación de Emma. Estos hechos, añade
Borges, “están fuera del tiempo”. Por eso no hay necesidad de narrar lo que sucedió
ahí dentro. No hay sucesión de hechos, no hay relación entre pasado y presente.
Sólo esa irrealidad infernal. En “aquel tiempo fuera del tiempo”, dentro de aquella
puerta cerrada, ¿qué sensación tuvo Emma?, ¿qué pensó Emma? Dice Borges:

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó
Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que
en este momento peligró su desesperado propósito. Pensó, no pudo no pensar, que su padre le había hecho
a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían.

Pero es un vértigo que enseguida desaparece. Cuando el hombre se va, Emma


rompe el dinero que el marino le había dejado, igual que había roto la carta. Viaja en
un tranvía hacia la fábrica. Elige el asiento delantero –y esto es fundamental– para
que las cosas la vivificaran, para que el tiempo volviera, para que el espacio se
hiciera real. Todo el mundo sabía que Loewenthal guardaba un revólver en la mesa
de su despacho. Loewenthal espera y ha hecho atar a su perro en el patio. Es de
noche y Emma entra en la fábrica. Pero las cosas no suceden como había previsto.
Emma había previsto matar a Loewenthal acusándolo de haber abusado de ella. Es
por eso por lo que se ha entregado al marinero. Pide de pronto un vaso de agua.
Cuando Emma empieza a dar los nombres de los huelguistas, Loewenthal va a
buscar el agua y ella coge el revólver. Pero todo ha cambiado en Emma. Dice
Borges que más que la necesidad de vengar a su padre, siente la necesidad de
vengar el ultraje que acababa de sufrir. Emma pensaba matar a Loewenthal después
de hablarle. Después de decirle algo así como “te mato porque tú has hecho que mi
padre se suicide”. Emma mata a Loewenthal, pero no por el suicidio de su padre,
sino precisamente por ser el doble de su padre (el otro doble, podríamos decir,
puesto que la propia Emma, incluso desde su propio nombre era una imagen en
neblina de la figura de su padre: Ema(nuel) Zunz), por ese fantasma inolvidable de
nuevo: lo que su padre le había hecho a su madre es lo mismo que el marinero le
había hecho a ella. Emma no mata a Lowenthal, sino que asesina la imagen del
padre. Cuando llega la policía les dice: “Abusó de mí, por eso lo maté”. ¿A quién
asesina Emma? Borges termina:

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era
el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había
padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

La purificación por el horror. El horror es un atributo de lo infernal. Si esto hubiera


sido sólo una venganza, un rencor, Emma Zunz no habría tenido nada que hacer,
pero Emma se sacrifica al autoinmolarse. Al principio parece un cuento sobre lo
inolvidable pero el recuerdo del suicidio del padre es sólo aparentemente importante.
Lo que importa es el instante que está fuera del tiempo, el momento de la violación,
del sacrificio.
Por eso hay un curioso tono dantesco en este relato, como si Beatriz hubiera
tenido que pasar por el infierno para llegar al cielo. Es curiosa la obsesión dantesca
de Borges que le llevó a publicar una serie de ensayos sobre Dante. El recorrido que
hace Emma con el marino es lo único detallado en el relato porque es como un
descenso a los infiernos. Al cerrarse la puerta, decíamos, se detiene el tiempo. Es
por eso por lo que, en ese momento, fuera del tiempo, Emma puede pensar, según
Borges, en renunciar a la venganza (es quizá cuando renuncia a la venganza por la
muerte de su padre). Quizá pensó en su madre y se olvidó de lo demás. Un poco
antes no se fue con un marinero joven para que no le inspirara ternura y la pureza del
horror no fuera mitigada. Es posible que este cuento de judíos tenga ese sentido
teológico oculto de que sólo en el horror del autosacrificio se pueda alcanzar la
pureza. Es posible también la reminiscencia dantesca de Beatriz como si ésta
hubiera pasado por el infierno.
Pero la ingravidez de lo infernal es (precisamente por esa ausencia del tiempo, por
ese instante entre paréntesis) lo que hace que la imagen varíe por completo. Ella
había imaginado matar al otro diciendo “te maté por mi padre”, pero la venganza no
es así, para matar hay que haber muerto antes, para cometer el horror hay que ser
puro y hay que haber vivido el horror. Por eso hay dos finales: Uno, el que ella había
imaginado durante años, en esa vida cotidiana, en esa precisión de lo empírico que,
decíamos, siempre es clave en los relatos de Borges: los nombres de los lugares,
los actos cotidianos, el que las amigas hablaran de novios pero Emma no.... Esa
precisión del tiempo y del espacio es lo que va a permitir a Borges establecer un
tiempo y un espacio absolutos. En realidad, el hecho clave, el instante clave se da en
un tiempo y en un lugar que no existe, que está hueco, que no se describe. Al
cerrarse la puerta, se cierran también el tiempo y el espacio y, por eso, cambia de
nuevo la imagen de la representación, la imagen de la voluntad. La voluntad de
venganza es ya otra voluntad, la representación del enemigo es ya otra
representación. Los detalles siguen siendo absolutamente precisos: tranvía, asiento,
descripción del enemigo como judío, el hecho de sentirse Emma instrumento de la
justicia de Dios y no querer ser retenida por la justicia. Toda esa voluntad de
venganza continúa pero ha cambiado (como el final) por ese hueco, por el instante
que es el hueco del tiempo, la fusión entre lo trascendental y lo empírico, entre el ser
y la existencia. Emma se descubre a sí misma en ese instante. Quizá descubre que
no quería vengar a su padre sino vengarse de su padre por haber nacido, por haber
hecho a su madre lo que le hizo, por eso quizá esté matando a su padre al matar a
Loewenthal, por eso la representación cambia, por eso no dice “te maté porque
mataste a mi padre” sino que lo mata porque esa puerta cerrada le ha descubierto a
Emma su verdad: que es una mujer, que ha tenido que sacrificarse para ser pura,
matarse para ser ella misma. Por eso dice que la historia era increíble pero
sustancialmente cierta, “verdadero era el ultraje que había padecido”. Ese momento
era la verdad, todos los demás datos pueden ser falsos, lo cotidiano es falso,
circunstancias, hora, nombres... Lo verdadero es sólo el hueco, de modo que, a
través de una coartada precisa, eso resulta ser lo falso: las circunstancias, el
espacio y el tiempo empírico. Sólo es verdadero el hecho de que Emma, después de
ese descubrimiento del horror, mata a su padre, algo que, quizá, es lo que querría
haber hecho siempre. Es posible que Borges disimule todo eso, pero nos intenta dar
pistas por el hecho de que los personajes sean judíos. Sólo la autoinmolación, que
está latiendo en la Kábala, puede purificar, sólo el horror purifica pero, ¿quién tiene la
culpa del horror de estar vivos, de este infierno que es la vida sino el propio padre?
Podríamos decir que es un relato psicoanalista, que es un relato judío de escritura
judía, pero no: es la escritura de Borges.

10. Por cierto, que en 1938, cuando Borges tenía 39 años, ocurrió un hecho
transcendental en su vida. La muerte de su padre lo deja, más si cabe, en manos de
su madre Doña Leonor. Borges se pone a trabajar en la biblioteca, se le diagnostica
una ceguera casi total, con insomnio casi continuo. En la Navidad de ese año, sufre
un accidente al no ver una ventana abierta, un golpe en la cabeza que le provocó
varias semanas de delirio y una operación, despues de la cual escribe su relato más
simbólicamente borgiano, el que rompe con toda su etapa anterior, Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius, que coloca al inicio de Ficciones y comienza diciendo: “Debo a la
conjunción de un espejo y una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”.
Borges refleja este accidente en dos cuentos. Todos los cuentos de Borges son
biográficos pero sobre todo en el sentido de biografía intelectual, de su lectura de
libros. Las dos únicas veces que nos habla en su prosa sobre la época de fiebre a
raíz del accidente es en Funes el memorioso y en El Sur del que Borges dice que es
su mejor cuento.
El Sur es exactamente la manifestación más estricta de lo que venimos llamando la
presencia del destino como ausencia que late en la vida, el destino como presente–
ausente. De hecho Borges nos cuenta una historia muy parecida a la que él vivió en
realidad. La historia de Juan Dahlmann, que es un nieto de un alemán que
desembarca en Buenos Aires en 1871. Tiene que elegir entre dos raíces: la alemana
y la criolla. Es lo que le ocurre a Borges: inglés y criollo. Se nos dice que Dahlmann
eligió la raíz criolla por un abuelo materno que habría muerto en una guerra
romántica (como le sucedió a un abuelo del propio Borges) dejándose matar por el
enemigo. De nuevo vuelven a aparecer las Mil y Una Noches. Dahlman ha recibido el
libro y tiene tal prisa en leerlo que sube a oscuras la escalera y se abre esa herida
en la cabeza que está a punto de matarlo. Es exactamente lo que le había sucedido
a Borges. Cuando Dahlmann sale del sanatorio decide ir al sur, la tierra de la raíz
elegida, la tierra de los gauchos, en la que Dahlmann tiene una estancia que no
conoce pero que sigue manteniendo. El tren atraviesa todo el país. Él ni siquiera
puede leer las Mil y Una Noches embargado por la emoción. El sur lo espera. El
ferroviario le explica que la estación ya no está en el sitio donde él quiere ir. Mientras
está cenando en el almacén de la estación inesperada ve a un viejo gaucho, el
símbolo del sur. Un absurdo desafío, con migas de pan que le arrojan unos jóvenes
borrachos, desata el desenlace de la historia. Uno de los jóvenes borrachos lo invita
a salir fuera, a luchar a muerte. El viejo gaucho le lanza un cuchillo. El dueño del bar
lo llama por su nombre: Juan Dahlmann. El protagonista sabe que tiene que salir.
Coge el cuchillo y se dispone a cumplir con su destino. El cuento termina ahí. El
futuro, lo que pase después, no importa. Lo importante es el presente: el asumir un
destino.
El Sur, pues, sólo trata de dos cosas: el destino como eje de la vida y , por tanto,
el héroe trágico que se enfrenta al destino y a la muerte ¿creada por el propio héroe,
buscada, impuesta por él? ¿La había soñado ya en el hospital, o más, es el mismo
sueño lo que se nos narra, incluso el sueño de un muerto? ¿Sería esa la lectura
alucinatoria que nos indicaba Borges?
De cualquier modo, la primera clave para desentrañar el cuento está en el
momento del nombre, cuando el dueño del almacén lo llama por su nombre. El
nombre propio es la auténtica identidad donde él se reconoce. Hasta entonces, hay
dos personajes, el que ha salido del hospital y el que sueña con el Sur. El Sur es un
sueño, el Sur aparece simbolizado en el viejo gaucho, que es el que le da el cuchillo.
Dahlmann es el héroe trágico/romántico, que había elegido su nombre por un
antepasado de muerte romántica. Al principio, el sur es una casa pero en seguida
aparece el destino. Con una broma macabra sobre sí mismo, Borges no dice “el
destino es ciego” sino “ciego el destino a las culpas...”. Borges no cogió el ascensor
porque subió las escaleras para coger el libro: el mito, Las Mil y Una Noches, la
mentira/verdad de la literatura casi lo mata.
Dahlmann se enfrenta a su destino echándose a llorar en ese infierno que es la
estancia en el hospital pero la magia sigue porque espera el día prometido, y “el día
prometido llegó”. “A la realidad le gustan las simetrías”, dice Borges, y el cuento es
simétrico. En la primera parte, Dahlmann se echa a llorar pero más adelante dice:
“La segunda vez que se enfrenta al destino es para agradecerle la frescura”. Durante
el viaje en tren, apenas lee, se deja vivir, goza de la plenitud del ser. El Sur no sólo
es un símbolo sino también un lugar, la casa.
El primer síntoma del infierno es la imagen del gato, que es casi un signo del
destino porque vive en la actualidad del instante, no en el tiempo. Vivir en la
actualidad del instante es así como actúa el destino, pero Dahlmann todavía lo
ignora. El primer placer es sentirse vivo, el dulzor del azúcar en el café de la estación
de Buenos Aires, donde aparece el gato. Es entonces cuando empieza el viaje con el
libro mítico y se siente liberado de la muerte: él ha vencido al destino, de ahí su
ilusión: “mañana me despertaré en la estancia”. Sin embargo, ha cambiado tanto el
Sur que incluso ha cambiado el vagón del tren.
Segundo síntoma del infierno: ¿por qué el tren no se para en el lugar de siempre?
Es algo que hay que reconocer: este hombre, que ha vencido al destino, ya no va a
ver la casa. Todavía no se da cuenta de nada y disfruta de estar en el Sur, por eso
se fija en el gaucho, que ya no queda más que en el Sur. Era exactamente allí donde
lo estaba esperando la muerte. Todo el resto del relato nos decía que él había
vencido al destino hasta que se para en una estación que no era la prevista y ahí
está sentado el Sur, que no es su casa sino el viejo que le va a dar el cuchillo.
No habría pasado nada si no hubiera sonado su nombre: ¿cómo puede saber su
nombre el dueño del almacén?, es la muerte quien lo llama. El destino no era el
infierno, era el Sur, por eso la importancia de que el Sur le dé el cuchillo y por ello
también (en el momento en que se oye su nombre) Dahlmann se convierte en un
héroe trágico que tiene que enfrentarse a su destino, a ese final no previsto, como el
tren que se detiene en una estación anterior.
Dahlmann consigue, en ese momento, el estado de mayor lucidez: había ido al sur
a morir, no a vivir. Entonces crea, busca la muerte, porque sueña la muerte como una
liberación. La muerte no lo vence porque él se enfrenta a ella. El héroe siempre se
enfrenta con su destino. Por eso Borges cambia el tiempo verbal, que se hace
presente, porque es la lección de la presencia viva del héroe: en cierto modo se
cumple el sueño. En el hospital, fueron otros los que le enfrentaron a la muerte, pero
ahora es él, con nombre propio, quien se enfrenta a “su” muerte. Por eso es tan
importante el final, donde sólo queda el gesto de recoger el cuchillo y salir afuera.
Lógicamente el protagonista sabe que “no sabe” luchar con el cuchillo y que va a
morir. Pero ¿y si vence? Por eso Borges, decimos, cambia el tono del verbo:

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Este Borges sí que es inolvidable.

IV. Borges: instante y eternidad
1. Lo señaló Heiddeger en su texto: La tesis de Kant sobre el Ser. Y la herencia se
ha transmitido a todo el pensamiento occidental posterior. (Señalaré entre los
españoles a Martínez Marzoa y, tras él, a Carlos Fernández Liria). Heidegger
establece el señuelo de una dicotomía básica en Kant. No sólo ¿cómo son posibles
los juicios sintéticos a priori?, sino más bien ¿cómo los juicios sintéticos son a priori
posibles? Es decir, ¿cómo son posibles los juicios del mundo antes de conocerlo?
Borges representa la lectura pre–juiciosa. Todos, al leer, tenemos unos juicios
sintéticos a priori, unos juicios anteriores a cualquier lectura (pre–juicio). Dos
ejemplos: La Biblia y la obra de Shakespeare. Los libros que Harold Bloom se
llevaría a una isla desierta. En el primero Dios, que escribe el mundo, tiene una
experiencia de él “antes”. En La Biblia sí es posible que Dios tenga juicios sintéticos
a priori, porque escribe el mundo antes de tener experiencia de mundo. Con
Shakespeare la pregunta sería: ¿se puede escribir el mundo sin haberlo
“experienciado”? Sí y no. Borges juega en este segundo espacio, el de Shakespeare,
pero no olvida nunca el primero, el bíblico.
La mayoría de los escritores románticos, y por supuesto los escritores actuales,
creen que su escritura es producto de su expresión personal y, así, la figura del
escritor se equipara con la de un dios. Recordemos que B. Croce pensaba que toda
la literatura era un producto de la expresión, y que añadía Borges: de esa imagen de
Croce proviene la peor literatura de nuestro siglo. Y, sin embargo, nosotros
afirmamos que hay momentos en que Borges se cree un dios, cree en la literatura
como expresión. Todas las teologías que él se inventa son y no son juegos. Por eso
cree Borges que es posible tener juicios sintéticos a priori, es decir, conocer la vida
antes de experienciarla.
Por otro lado, el maestro literario de Borges es Shakespeare. Pero ¿quién es
Shakespeare? Si analizamos Macbeth, nos damos cuenta inmediatamente: Macbeth
es una lucha de poder, es una obra política. Pero hay un juicio sintético a priori: ¿se
puede matar al rey para hacerse con su poder? Se trata de un problema a priori:
matar al rey es como matar a Dios y, por eso, Macbeth tiembla y Lady Macbeth lo
acusa de falta de valor y virilidad. Pero ¿por qué después de matar al rey es Lady
Macbeth la que tiembla? ¿Es que después de la experiencia del crimen el juicio a
priori se ha convertido en verdadero? ¿Por qué es Macbeth el fuerte o viril después
del asesinato? ¿Porque el crimen ha demostrado que se puede matar a un rey o
porque el juicio a priori se ha derrumbado a través de la experiencia del crimen?
Para el dios Borges, los juicios sintéticos sobre el mundo a priori son válidos. Para
el criminal Borges, los juicios a priori sobre el mundo son y no son válidos: sí se
puede escribir el mundo a priori; pero una vez que se ha escrito el mundo o uno
tiembla, o uno tiene las manos manchadas de sangre o uno solo tiene el poder.
Lo que habría que preguntar a H. Bloom es qué haría La Biblia en una isla
desierta. La Biblia supone que el mundo tiene sentido. Pero lo que dice Macbeth es
que el mundo está escrito por un idiota con mucho ruido y con mucha furia, pero sin
ningún sentido.
Son textos intraducibles tanto La Biblia como la obra de Shakespeare. ¿Es
intraducible Borges para nosotros? Sí y no. Pues deberíamos retomar nuestro primer
planteamiento inexcusable. Quiero decir: inconscientemente, cuando leemos, la
lectura pre–juiciosa cobra el sentido literal de las preguntas que la crítica nos
impone. Pero ¿cómo nos han enseñado a leer? O bien, ¿quién educa a los
educadores? ¿Por qué los educadores están obligados a educar con premisas
falsas? Lo que incluye una cuestión básica que, al ser tan evidente, suele obviarse:
no es la “educación” (literaria en este caso) quien “hace” a las relaciones sociales,
sino que son las relaciones sociales quienes fabrican el tipo de educación (o de
literatura) que necesitan.
Podríamos comenzar con el conjunto de entrevistas publicadas con el título de
Borges oral, para terminar con la crítica. Porque la crítica no se ha desligado nunca
del planteamiento “¿qué fue primero: lo hablado o lo escrito?”
Hasta hace poco, la cuestión era clara: “En el principio era el verbo”. Cuando Hegel
recupera a los griegos, apunta una cuestión básica: los griegos añadieron algo al
conocimiento, añadieron algo a las cosas, pero ese añadir significaba no añadir
nada, era simplemente nombrar las cosas. Era el logos helénico.
Pero el problema del logos no es una cuestión del cristianismo o de la falsa Grecia
reinventada por Hegel, sino que ha llegado intacta hasta nuestros días, sobre todo en
el psicoanálisis. Lacan repite impertérrito: “en el principio era el verbo”. Y es lógico,
porque en el psicoanálisis se trata de escuchar la palabra del otro, del neurótico o
del loco (paranoia, esquizofrenia, etcétera.); por eso, para Lacan, el psicoanálisis
significa no saber la palabra del otro, escucharla. La clave del psicoanálisis,
siguiendo a Freud, es la transferencia: si la palabra del otro llega a ti, puedes
empezar a saber lo que no sabes, empiezas a saber tu no–saber.
Si fuera tan fácil la cuestión, Freud no hubiera puesto en juego otro término: la
contra–transferencia, es decir, defenderse de la palabra (de la neurosis) del otro.
Ese escuchar con defensas es la contra–transferencia, en el fondo es lo mismo que
dice Borges: todos somos lectores prejuiciosos, “escuchadores prejuiciosos”.
En cuanto a los semióticos y los lingüistas teóricos, pasaron años antes de que
alguien admitiera que la dicotomía emisor / receptor sin más es una estupidez,
puesto que el mensaje está manchado, siempre aparece una luz oscura o un “ruido”
que no se espera. La imagen del discurso puro entre emisor y receptor es absurda,
porque todos están “manchados” o llenos de nuestros queridos prejuicios. En
especial la cuestión de los orígenes, que Borges utilizó en sus Literaturas
germánicas, pero también en su rastreo sobre la nacionalidad literaria argentina; es
decir, sus análisis sobre el Martín Fierro y la Poesía Gauchesca, sobre el Facundo
de Sarmiento, etcétera.
Los orígenes implican a los nacionalismos y los nacionalismos inducen a la
diferencia. En principio todos éramos iguales: en el principio era el verbo (una lengua
para todos, unificadora). Luego vino la cascada de Babel: Aribau y Dámaso Alonso lo
dijeron cuando se referían a los vagidos del lemosín/catalán o de la lengua
castellana. Esta ideología del origen está por supuesto en Menéndez Pelayo (Los
orígenes de la novela) y en Menéndez Pidal (Los orígenes del español).
Por otro lado, el problema de que el origen de la palabra había que buscarlo en
algo escrito es algo que lo tenían clarísimo los judíos: si jugabas con los números y
las letras de la Kábala, si eras capaz de comentar las escrituras de Yahvé, del Dios
sin nombre y sin rostro, si sabías manejar la escritura como el Rabino de Praga,
entonces eras capaz de hacer como Dios, crear un ser con la palabra, con la letra,
con la escritura. Así aparece el golem, el primer ser creado por el hombre.
Pero, obviamente, también está La Biblia cristiana, a saber: en el principio era el
verbo. Y sus consecuencias: a principios del siglo XIX, cuando aparece la plena
ideología de la ciencia, Mary Shelley es capaz de crear al hombre: cosiendo trozos
de carne. No es anormal que Frankenstein pida a su creador una compañera; o que
el golem pida más alma. Supone simplemente volver a La Biblia a través de la
palabra de Dios o de la escritura de Yahvé. Sólo que para Mary Shelley ese volver
significa una “vuelta” laica. Y esta va a ser exactamente la clave de la “teología” de
Borges.
Los herederos posmodernos de Heidegger cambiaron la cuestión del origen entre
los años sesenta y setenta a través de un hecho básico: la diferencia entre ser/ente.
Hasta ahora el pensamiento occidental habría pensado al individuo a través del ente,
a través del yo. Desde Descartes –Cogito, ergo sum–, se piensa desde el yo. El yo
piensa sobre las cosas, sobre el ser de las cosas. Esta era la clave de la metafísica
occidental a partir de Descartes.
Nietzsche habría tachado todo esto en el lugar de la moral: toda moral es una
máscara del poder. En Ecce Homo Nietzsche, tres meses antes de caer en la locura,
había triturado el yo; por eso, Heidegger retoma el planteamiento para decir que la
carta sobre el humanismo que le envió el francés Jean Beauffret (y a la que él
contestó con ese título) estaba equivocada porque estaba equivocado el saber y sólo
quedaba pensar el ser, es decir, que pensar el ser significa zambullirse en el agua.
Del mismo modo que el hombre está arrojado en el mundo, el pensar debe arrojarse
en el ser o en el surgir del ser.
Al pensar la diferencia entre el ser y el ente, Heidegger introduce la escritura de los
presocráticos: la escritura como tal escritura. El yo (ente) es la diferencia; el ser (o la
sustancia) es lo global.
Derrida (buen discípulo de los estructuralistas y de Heidegger) estableció la
cuestión de la diferencia y la diferancia: cada escritura del yo es diferente, pero la
escritura en general, como el ser, es una diferancia, una grafía que abre caminos
(Grammatología) para el ser de la escritura.
Por eso, sin renegar de la herencia del logos oral (de los griegos), Derrida (en
tanto que judío francés/argelino) retoma la importancia de la escritura según los
judíos (curiosamente gracias a Heidegger, un nazi).
Paul de Man y Jonathan Culler invitaron a Derrida a Yale. Se sabe: así apareció el
deconstruccionismo. Se trataba de de–construir la retórica de los textos para re–
construirla luego como un mecano o un puzzle. Esto parecía funcionar en filosofía,
pero ¿y en los textos literarios? En literatura fue un fracaso, pero no se esperaban P.
de Man y J. Culler que la cuestión del feminismo cobrara tanta importancia que casi
llegara a salvarlos.
Pues en efecto: si Derrida había acusado a la tradición occidental de ser
logocentrista (igual que Heidegger), el feminismo se puso a hablar del logo–
falocentrismo y los de–constructores se subieron inmediatamente al carro. Como el
logos siempre habría sido falocéntrico, se necesitaba producir una escritura corporal
del feminismo. Puesto que la mujer es más cuerpo que el hombre, la teoría del
cuerpo se convirtió en el cuerpo de la escritura “feminista” (junto con el “no–todo”
fálica).
El problema respecto a Borges era clarísimo: ¿qué hacer con los textos orales de
Borges? ¿Qué hacer con Las primeras literaturas germánicas? Borges jamás
renunció a que su escritura fuera una escritura (pese a estar ciego, etcétera) Habría
que leer las reflexiones de Borges sobre la oralidad y la escritura.
Hay algo que define muy bien la textualidad de Borges: las palabras intraducibles.
Recordemos: la literatura debe servir para la felicidad de los hombres, y no debe
tener moraleja. Pero para esta felicidad hay que contar con dos palabras
intraducibles:
Umheimlich: Freud
Uncanny: W. Beckford en su Vathek
Ambas vienen a significar lo desconocido, lo no–familiar, pero también la herida.
Conclusión con Borges:
—Sí y no.
—La felicidad y lo siniestro.
—¿Qué es la herida del yo o la herida de la escritura?
Los problemas surgen en seguida en torno a Borges porque en todos los ritos
críticos se da por supuesto lo que se quiere demostrar: poesía/prosa,
realismo/fantástico, oral/escrito o la cuestión básica de la que partimos: ¿cómo los
juicios sintéticos a priori son posibles? o de entrada: ¿son posibles los juicios
sintéticos a priori?
Borges no juega con estas “posibles” preguntas sólo porque leyera a Kant. Borges
aprendió inglés (el primer idioma que aprendió a leer); pero también aprendió
alemán, estudió en Ginebra y pesa mucho en él la educación del kantismo alemán.
Salvo que quizá más que esa educación concreta que pudo tener, nosotros debemos
considerar otro planteamiento: tenía un inconsciente ideológico pequeño–burgués y
Kant es la tematización básica de esa ideología pequeño burguesa. Por ejemplo, la
ideología del deber: si no existen reglas o mandamientos para cumplir con el deber,
se necesita una moral práctica que sea meramente humana. Pero ¿cómo se legitima
el deber? Ese es el inconsciente que sistematiza Kant.
Esto lo vemos en un hecho básico: en la cuestión misma de la literatura fantástica.
Si existen los juicios sintéticos a priori, es decir, sin necesidad de vivenciar el mundo,
sin recurrir a la experiencia, es porque esos juicios tienen un fundamento al que se
supone que podemos llamar fantasía: tú puedes inventar un mundo gracias a la
fantasía. Y ahí aparecería una de las primeras claves de la literatura fantástica. La
literatura fantástica sólo es posible si a través de tu fantasía, te inventas un mundo
en el que son posibles los juicios sintéticos a priori. Estos juicios, decíamos, sólo
pueden existir en La Biblia (o en el Corán, etcétera) Pero, según Borges, la teología
es una parte de la literatura fantástica y, por eso, se inventa teologías
continuamente.
De hecho, se supone que la literatura realista es la que se basa en los juicios
experienciales a posteriori, juicios compartidos por todos. Pero ¿la cuestión funciona
de esta manera? Aunque parezca mentira, la literatura realista parte de la pregunta:
¿son posibles los juicios sintéticos a priori?, y como la respuesta es “no”, se trataría
de crear un mundo no a partir de la fantasía, sino de la imaginación productora, la
compartible o “conversacional”, como señalaba Hume.
En este caso, los seguidores ingleses de Cervantes, Fielding o Sterne, son un
ejemplo. Este último calca la figura del caballo o de Don Quijote. Sin embargo, no
piensan que estén haciendo literatura realista sino que están pensando en crear un
mundo. Y ello significa hacer posibles los juicios sintéticos a priori pero a posteriori,
esto es, como experiencias comunes que todos pueden experimentar (o que
plausiblemente cualquiera puede vivenciar a partir de la escritura de un yo que trata
de trasladarse a cualquiera para convertirlo en lo que hemos llamado el
“concentrado de lo real”).
Pero examinemos algunos ejemplos en los que el “realismo” sí hace posibles, de
algún modo, esos juicios sintéticos a priori. Digamos, la ideología del junto a:
—Así en el Ulysses de Joyce, Leopold Bloom, este Ulises sin Ítaca, en las
veinticuatro horas que dedica a recorrer Dublín, no está inventando un viaje nuevo,
sino un nuevo Dublín, el que se narra junto a los juicios sintéticos a priori inscritos en
la misma narración (la concepción del mundo de Joyce).
—La imagen del sur derrotado en Faulkner no es el que todos conocen, es el que
Faulkner se inventa como su mundo. Ese mundo, que, aunque todos hayan
experimentado, sólo lo experiencia (experimenta) él, acompañado de juicios
sintéticos a priori (la concepción del mundo de Faulkner).
—El París de Proust es la habitación en la que él escribió su libro. No es una
creación de la fantasía en el sentido de partir de los juicios sintéticos a priori en
general, sino sólo de los suyos. (Claro que el sarcasmo de Proust también parece
resultar inevitable: el tiempo perdido puede ser a la vez el tiempo “que se pierde” –en
cualquier sentido– al escribirlo). Pero claro que esa habitación está repleta de
«magdalenas», de juicios sintéticos a priori redivivos.
—Kafka crea un mundo que es el nuestro, el mundo de la ley, ya sea la ley de la
escritura judaica, la ley de las burocracias actuales, la ley de la vida y la muerte o la
alegorizada en El castillo; puede ser la ley que te aniquila como a Joseph K. en El
proceso o la ley que rompe todas las leyes, es decir, Gregorio Samsa convertido en
coleóptero. Si al final la sirvienta barre al coleóptero porque molesta a la familia, ¿no
es una crítica a la ley de la familia? Quizá sí, pero lo importante es que Kafka crea
una ley que vivimos todos, salvo que es sólo suya, y así hace posible los juicios
sintéticos a priori, no parte de ellos sino que, junto a ellos, sencillamente crea un
mundo.
—Cuando García Márquez crea Macondo, lo hace a partir de experiencias
comunes del Caribe. Pero la historia de los Buendía nos dice cómo el niño descubre
el mundo a través de que el hielo quema. Esto es una experiencia vivenciable (vivible)
por todos (agua–hielo–quema). Sólo que en verdad está creando un mundo: es otra
manera de hacer posibles los juicios sintéticos a priori, pero también una manera de
acompañarlos. Sólo la narración los despliega.
—Juan Carlos Onetti al contar toda la amargura del cono sur latinoamericano (su
Santa María) crea un mundo a partir de la no existencia del ser, de la no existencia
de la vida en el ser, crea un mundo que no existe a partir de un mundo que existe.
Pero ese no–ser necesita de un ser primario: los juicios sintéticos a priori que
convierten la existencia en no–existencia.
—Juan Rulfo: el desierto infinito de El llano en llamas es el desierto típico
mexicano pero está creando un desierto suyo para demostrar lo invisible de ese
desierto; en Pedro Páramo quienes cuentan la historia –si es que hay historia– son
los muertos. Es increíble: una historia muerta, a posteriori, contada sin embargo
desde antes: desde la convicción previa de la muerte, el juicio sintético a priori
decisivo: la revolución concebida desde antes, desde siempre, como un juicio
sintético a priori: «morirá porque nace muerta».
Si entendemos así las cosas, quizá podíamos delimitar algo entre ambos géneros:
realismo / fantasía. Pero ¿quién pone fronteras en literatura? ¿Hay fronteras en los
géneros? Parece que acabamos de establecer algo válido. En realidad, en la
dicotomía realismo / fantástico habría que eliminar esa separación tajante, porque
siempre el límite es borroso. Los juicios sintéticos a priori generan el reino de la
fantasía (desde La Biblia a los cuentos de hadas), sólo que también resulta evidente
que la literatura “realista” (al menos en el sentido amplio que hemos esquematizado)
sólo es posible en tanto que –y sólo en tanto que– ese mismo “realismo” hace
posible a su vez la realización práctica de los juicios sintéticos a priori. Desde Dublín
a Pedro Páramo.

2. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, decíamos, es el primer relato que Borges escribe
después de aquella larga enfermedad que lo tuvo al borde de la muerte. Sólo que
Tlön es una enciclopedia, una región (terrestre, casi un continente), un planeta, una
conspiración. Borges ha creado un mundo igual que Joyce, Faulkner, Proust, etcétera
y poco a poco ese mundo se va haciendo real y tiene su sistema de gobierno.
¿Dónde empieza el realismo? ¿Dónde termina lo fantástico?
¿Cómo Borges se encuentra con Tlön? En la sobremesa de una cena con
comensales auténticos: Borges y Bioy Casares. Algo más real imposible. En esa
cena, Bioy Casares pronuncia la frase de uno de los heresiarcas de Tlön, es decir,
allí incluso hay herejías. Ante esa frase, Borges quiere conocer a Tlön y a esos
heresiarcas. ¿Se trata de experienciar un mundo antes de la experiencia de ese
mundo y, luego, de crearlo a la vez que va descubriendo ese mundo?
El Sur es otro buen ejemplo, es la historia de Borges en el hospital. Cuando se
recuperó, sintió alegría por escuchar a su madre contarle cuentos y de nuevo la
alegría por escribir. Borges afirma que “Tlön” es el trabajo más divertido que había
escrito nunca. Al describirnos que la Anglo–American Cyclopaedia recogía un
artículo sobre Tlön y que esta enciclopedia era una reproducción “literal, pero
también morosa” de la Enciclopedia Británica, nos encontramos con un juego de
ingenio –al modo de Quevedo–, pero que nos advierte de que Borges puede estar
riéndose de nosotros y, claro es, de que nosotros debemos reírnos de vez en cuando
de nosotros mismos: un ejercicio de lectura.
Ahora bien: ¿Valen así las categorías críticas establecidas? Por ejemplo y, sobre
todo: ¿Tlön es un cuento fantástico o realista? ¿Es verdad que el ser humano es lo
más despreciable de la tierra? ¿Son los espejos y la cópula abominables? ¿ O es
que eso constituye una herejía? ¿Y qué es entonces una herejía? ¿Qué es una
enciclopedia? ¿Qué es el mundo sino una enciclopedia? ¿Por qué los enciclopedistas
franceses ordenaron el mundo de acuerdo con el alfabeto? ¿El orden del alfabeto es
el orden del mundo?
Otro ejemplo. En su Historia Universal de la Infamia (qué título tan significativo, en
los años 20 y 30 se hacían “historias universales” de todo; y qué retoricismo
provocativo el término infamia) aparece ese extraño texto titulado Hombre de la
esquina rosada que nos introduce en otro de los problemas pertinaces de la crítica,
un problema que atañe a la clave de la literatura hispanoamericana: quiero decir, la
cuestión de la dicotomía entre nacionalismo y cosmopolitismo.
Hay que tener en cuenta un hecho: cuando en el siglo XIX y después de la batalla
de Junin (ganada por el general Sucre) en 1825, o sea, cuando toda Hispanoamérica
se hace independiente (menos Cuba y Puerto Rico), suceden dos cosas. Por un lado,
España deja de ser un imperio. Por otra parte, Argentina se había independizado,
sobre todo gracias al capital inglés. Bolívar quería dignificar el territorio denominado
Nueva Granada. Pero ni Inglaterra ni Francia estaban dispuestas y así pagaron a
sus generales. Eso ocurrió con Páez en Venezuela, con Santander en Colombia,
incluso en las disputas con San Martín respecto al Perú... El general Sucre se
enamoró en Quito y le puso un país a su enamorada: Bolivia (desgajada de Perú).
Bolívar reunió a los líderes independientes: ¿qué somos? ya lo hemos dicho: no eran
americanos, porque eso lo eran los indios; no eran españoles, porque se habían
separado de España; ni tampoco eran Europeos... Y de nuevo la pregunta obsesiva
que, inesperadamente, une a Bolívar con Borges: entonces ¿qué?
El problema de la identidad hispanoamericana es el gran tema de la literatura
“allá”. Y por aquí es por donde se nos cuela la dicotomía nacionalismo /
cosmopolitismo, en especial respecto a la literatura argentina. El debate sobre el
nacionalismo / cosmopolitismo de Borges ha sido atroz, puesto que conjuga las dos
actitudes. Pero además entramos en lo que nunca quiso ser Borges: un escritor
hispanoamericano. Escritor argentino sí, sólo que jamás se habría “unificado” con un
escritor boliviano o peruano y, en absoluto, con Juan Rulfo, el otro maestro. Y eso
que, como señalábamos también, su “descubrimiento” en Europa se llevó a cabo a
partir de dos signos paralelos: el auge del “tercermundismo exótico latinoamericano”,
por un lado, y, por otro lado, el auge de la “literariedad de la literatura”, concebida
como reflexión del lenguaje sobre sí mismo. Esta opción era la que le gustaba a
Borges (digamos la del “Telquelismo”). Pero es obvio el hecho de que cierta izquierda
literaria francesa (e italiana) jugaba todas sus cartas en contra del “realismo torpe” y
a favor de una “literatura literaria”. La historia suele ser a veces tan dulce como el
chocolate agrio, pero la necesidad de luchar contra el estalinismo y de estar “à la
page” resultaba ineludible. Si la derecha tradicional también estaba de acuerdo, la
cuestión resultaba obvia: así, decíamos, se empezó a conocer a Borges en Europa y
así se convirtió en el mito que hoy es.

3. ¿Qué significa Hombre de la esquina rosada dentro de la supuesta «literatura
literaria»? Evidentemente, Cortázar llevaba razón. Es «el» cuento, puesto que los
juicios sintéticos a priori (digamos: el barrio) se despliegan, se acompañan, desde
los juicios «a posteriori». Y su entrevero resulta inexcusable ya desde el término
rosada. El adjetivo es de un populismo bonaerense absoluto: la casa presidencial es
rosada, como lo es el atardecer en las afueras de Buenos Aires, en los “almacenes”
sobre todo. Por otro lado, una esquina es un cruce de calles, un cruce de caminos en
la vida, y el cuento habla precisamente de un hombre en una encrucijada de su vida,
en la esquina de un atardecer en los barrios bajos de Buenos Aires. El título no podía
ser mejor, era ya el texto de un maestro.
Resaltemos sobre todo tres elementos:

1. Un símbolo: el cuchillo
2. Una alegoría: el barrio
3. La lucha. En el libro titulado Para las seis cuerdas (milongas), leemos:

Siempre son dos los que tallan,
un propio y un forastero.

Las características del símbolo concreto son definitivas en el sentido de que nos
trasladan a la alegoría. En otra milonga de Borges se afirma que no vale ser el más
diestro ni el más fuerte: “Siempre el que muere es aquel / que vino a buscar la
muerte”. ¿Qué texto de Borges no está dedicado a la muerte o a su símbolo?
La mezcla entre símbolo y alegoría es básica, por ejemplo en El puñal. Hay un
problema básico en este poema en prosa de Borges: el sentido, el teleologismo o la
finalidad. Si el puñal no mata, no cumple su fin, pierde su sentido y se convierte en
algo inútil que duerme en esa cárcel–cajón. El problema del sentido nos plantea otras
preguntas: ¿Tiene la estética una finalidad sin fin? ¿O cada juicio estético es la
finalidad que uno elige para dar a las cosas?
El juego puñal/ cuchillo y muerte, que parece una cuestión empírica, es en realidad
una cuestión trascendental para Borges. O de otro modo: ¿tienen las cosas el
sentido que nosotros les damos? ¿El puñal solo se anima cuando una mano lo toma
porque espera que esa mano sea homicida? ¿El puñal vive por el sentido que
nosotros le damos? ¿Las cosas viven por el sentido que nosotros proyectamos en
las cosas?
En Los conjurados hay un poema impresionante porque se pasa de lo empírico a lo
trascendental y, una vez más, se trata de la muerte, la muerte de un soldado
anónimo, desconocido, es decir, alguien puede ser cualquiera. Sólo que la muerte le
dio un bocado en forma de bala. Evaristo Carriego y Borges desprecian el revólver,
porque se le supone una forma cobarde de matar; aunque, sintomáticamente, esta
cobardía convierte al soldado en un valiente. Él, así, sabe vencer su miedo a la
muerte. “Su muerte fue una secreta victoria. / Nadie se asombre/ de que me dé
envidia y pena / el destino de aquel hombre”. Este paso de lo empírico a lo
trascendental en los juicios sintéticos nos hace ver una cuestión decisiva: ¿La
escritura es verdad o es la condición de validez de la verdad? Para la posmodernidad
la escritura es verdad porque no hay nada que decir. Si la escritura es verdad, no
hay contradicción posible. La escritura reproduce lo que el inconsciente o el sistema
te ha dicho que es verdad. Así, la contradicción se anula y no hay manera de escribir.
Sin embargo, sabemos que Kant se plantea una cuestión teórica que es bien
práctica, la dicotomía entre:

–quid ius: moral (trascendental)
–quid iuris: derecho (empírico)

Esto es, ¿es posible legitimar una moral terrestre, humana?
Según Kant, una cosa es el quid ius (o qué es lo justo, lo moral), y otra cosa es el
quid iuris, es decir, la norma, el código. Con una contradicción: de lo trascendental
no se puede deducir cualquier cuestión o verdad práctica, porque la moral es una
cuestión trascendental, como la estética. Entonces, el Estado o el Derecho sólo
pueden coaccionar, es una cuestión empírica. Hay un abismo entre quid ius y quid
iuris (eso fue lo que Kant aprendió de Hume). Y no es extraño que al final de su vida,
cuando le recordaran a Borges que se había afiliado a un partido conservador,
Borges dijera que ya no había nada que conservar, sólo quizá un club de ajedrez (y
era un mal ajedrecista).
Si algo se basa en lo particular y no en lo universal, no es válido para la supuesta
naturaleza humana. Conclusión: ningún Estado de derecho es posible; el enemigo es
el Estado porque coacciona o impone una moral imposible. Desde esta perspectiva
es quizá comprehensible que Borges (siempre un liberal conservador en el sentido
histórico) despreciara al peronismo y, sin embargo, en su vejez, se dejara engañar
por Pinochet y los “milicos”. El orden jerárquico debía imponerse frente al llamado
desorden rojo. Es despreciable, pero es normal. Y prefiero no hablar de ello.

4. De hecho, el problema de Borges, como el de Kant, es el paso de la moral
trascendental a la moral empírica. Y ahora entendemos mejor el poema en prosa del
puñal: el puñal está hecho trascendentalmente para matar y, si no mata, su vida
empírica es una muerte para él.
¿Quién es el asesino en Hombre de la esquina rosada? ¿Dónde está el crimen si
se trata de que “siempre son dos los que tallan” o “siempre el que muere es aquel /
que vino a buscar la muerte”? Es ese sí y no el de Kant y de Borges que
apuntábamos al principio: ¿es posible crear un mundo a partir de una experiencia
empírica que sólo se ha imaginado (no se ha vivido)?
El tango para Borges “crea un turbio pasado irreal que de algún modo es cierto”.
¿Qué significa la relación irreal / cierto? ¿Es posible que exista un Estado de
derecho? Si el Estado es coacción, ¿cómo se puede crear un Estado de derecho?
¿Cómo salvar el abismo trascendental/ particular?
¿Cuál es la relación entre lo irreal y lo cierto? Lo irreal parece ser lo trascendental,
mientras que lo empírico sería lo cierto. El pasado épico que Borges se inventa para
Buenos Aires es irreal, no existió, pero queda latiendo el deseo de que fuera real.
Ciudad irreal llamó Eliot a Londres en La Tierra Baldía. Ciudad irreal / real es el
Buenos Aires que amó Borges, el de los barrios de afuera y de las milongas y los
tangos.En el poema del tango dice: “El recuerdo imposible de haber muerto/
peleando en una esquina del suburbio”. El recuerdo existe, pero ese recuerdo jamás
se ha realizado, no porque Borges no lo viviera (que no lo vivió), sino porque la épica
trascendental con la que sueña Borges jamás se ha realizado en lo empírico: nunca
ha habido peleas o muertes puras, ya que son impuras porque han sido dirigidas
desde lo más cruel de lo empírico: todos los “valientes” no eran de hecho más que
matones a sueldo de los verdaderos ricos del barrio, de los dueños del barrio. Y, sin
embargo, esa bajeza debería tener algún subsuelo de algún modo épico. Las
muertes debieron haber sido limpias (si es que la muerte puede ser así). Pero lo que
creó esas muertes fue una realidad sucia, impura, donde únicamente se salva el
perfil de la esquina del suburbio.
Por eso, Borges escribe un poema que intenta ser una mezcla de salvación entre lo
trascendental y lo empírico: “Los compadritos muertos”. Aquí no hay nombres
propios, porque se supone en la alegoría de la muerte, en lo trascendental de esta
historia, lo universal, lo que debió ser. Esta alegoría trascendental está llena de
símbolos concretos. Por ejemplo: “Esos compadritos perduran en apócrifas
historias”, es decir, probablemente las historias son falsas, pero han creado un mito y
eso es lo importante: que el mito de Buenos Aires perdure. Pero aparece el nivel
empírico, los símbolos concretos: “En un modo de andar, en el rasguido / de una
cuerda, en un rostro, en un silbido”. Y termina: “En pobres cosas y en oscuras
glorias”. Inesperadamente Borges ha hecho lo increíble: convertir lo empírico en lo
trascendental, pero en un trascendental cotidiano. De modo que el mito de Buenos
Aires es un mito pobre y oscuro.
Por eso insisto en que debe haber un valor más allá, el mito no puede quedarse
entre las pobres cosas y en las oscuras glorias. En “La milonga de Jacinto Chiclana”:
“Entre las cosas hay una / de la que no se arrepiente / nadie en la vida. Esa cosa /
es haber sido valiente”. De pronto, la épica mítica de Buenos Aires, del desafío, la
mítica del cuchillo cobra un sentido mucho más trascendental. Aquí no es la muerte,
sino el sentido de la vida la verdadera clave; pues el sentido de la vida ya no es lo
empírico ni lo trascendental, sino una mezcla fantásticamente real: el haber sido
valiente. Una mezcla que se desdobla una y otra vez en la imagen del cuchillo. Por
ejemplo en “La milonga de Alejo Albornoz” o en “La milonga de Manuel Flores” (ahora
sí hay nombres propios). Aquí se sube de lo empírico a lo trascendental y esto no
ocurría antes: “Un acero entró en el pecho [...] / Alejo Albornoz murió / como si no le
importara”; “Manuel Flores va a morir / eso es moneda corriente. / Morir es una
costumbre / que suele tener la gente”. Como siempre, la misoginia de Borges
aparece y en “La milonga de Calandria” es la chica la que entrega a su amante a los
enemigos. Borges compara a la mujer con la muerte de una manera que trata de
salvar el abismo de la moral trascendental y lo empírico particular: “Se cuenta que
una mujer / Fue y lo entregó a la partida. / A todos, tarde o temprano, / nos va
entregando la vida”.

5. Pero volvemos así a Hombre de la esquina rosada. Borges decía que ese cuento
no le gustaba. Cortázar decía que a un “cuentista” sólo se le conocía por sus cuentos
y que Borges tenía el mejor. Precisamente Hombre de la esquina rosada. Y de
nuevo nos encontramos con la “doblez” entre lo trascendental y lo empírico. Aunque
aquí, en “la esquina”, la narración se impregna de algo especialmente básico: el
doble registro que el narrador expone a través de lo que dice y de lo que se calla (de
“lo dicho” y de “lo oculto” en el relato: siendo este apartado el sustrato fundamental
sin embargo del texto), llegando incluso la “doblez” al juego de espejos entre el
Borges que escribe, la voz del narrador y el Borges que aparece al final del cuento
como “testigo de cargo” del relato (como aquél al que un día el relato se le hubiese
contado de hecho y luego él hubiera decidido contárnoslo a nosotros).
Aunque mucha gente conozca el texto, no importará repetirlo. Lo que el viejo le
cuenta a Borges –y lo que Borges dice que nos cuenta luego, “doblándose” a su vez
en la narrativa del viejo– no es apenas otra cosa que un suceso trivial de una “noche
rarísima”. Sólo que todos los elementos de la épica del barrio se agolpan aquí: un
barrio, un baile, milongas y tangos, y el tópico enfrentamiento “malevo” entre los dos
“guapos” representativamente simbólicos de dos barrios distintos. La “hombría”, la
navaja, la mujer y el tango se convierten así en inseparables: el elemento de una
misma cadena sólidamente engastada (esa mitología de puñales): quien mejor
maneje la navaja se llevará a la mejor mujer –tras bailar con ella un tango–, etcétera.
El choque se produce, aparentemente al menos, entre Francisco Real el Corralero,
venido del Norte, y Rosendo Sánchez, el símbolo representativo del propio barrio.
Borges lo cuenta así:

Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he
consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan
por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero y de malo, y
que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo para que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre
de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija
lo había traído en la manga.


Sólo que no es Rosendo, sino la propia voz del narrador la que se pone a temblar,
a dudar, la que se convierte en el símbolo auténtico del “honor” del propio barrio.
Dice así la voz:

¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisoteando a ese balaquero? Seguía callado,
sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas
palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió Francisco
Real a desafiarle y él a negarse... Me dio coraje de sentir que no éramos naide. Un manotón a mi clavel de
atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más
nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche.
La Lujanera, la mujer de Rosendo, abraza al forastero y se va con él bailando.
Rosendo se va también y es como si el barrio se deshiciera. La “voz” sale finalmente
a la calle, deshecha ella misma. Dice:

Me quedé mirando esas cosas de toda la vida –cielo, hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí
abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos– y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas
orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros,
gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto
más aporriao, más obligación de ser guapo.


El texto no explica más. Todo es sorpresa a partir de ahí. La voz retorna al baile
(no dice cuanto tiempo ha pasado: como en Le voyeur, de Robbe Grillet, ése es el
secreto magistral del relato de Borges: el escamoteo del tiempo) y encuentra a los
acompañantes del forastero bailando sin más –tangos y milongas– al lado de los del
propio barrio. Un signo más: el signo del propio derrumbe, de la plena destrucción del
barrio como valor real, autónomo, una vez que Rosendo, su símbolo, ha cedido. Se
supone que el forastero y la Lujanera deben andar ya abrazados en alguna cuneta.
De pronto nuevas voces –de mujer esta vez– interrumpen el baile: traen al forastero
agonizante, sangrando. Alguien lo ha acuchillado, en efecto, desafiándolo cuando
estaba haciendo el amor con “la” mujer del barrio. La voz dice entonces:

El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre,
sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta
redonda y volvió a mi mano antes de que falleciera. “Tápenme la cara”, dijo despacio, cuando no pudo más.
Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso
encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el
pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era
de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, desde la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe
muerto y sin habla le perdí el odio.

Sólo al final nos enteramos: es precisamente la voz (el narrador, ese “don naides”)
quien se ha atrevido a desafiar al forastero y quien lo ha acuchillado. No propiamente
la voz de un hombre, sino algo mucho más esencial: la voz del barrio. Es por eso por
lo que la Lujanera no sólo no lo denuncia, sino que se va a vivir con él (lógico de
nuevo: la mujer del barrio se va a vivir con la voz del barrio; y esto se nos dice de
nuevo de manera sorda, opaca: “Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas
tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que
me apuré a llegar, cuando me di cuenta”). Pero sólo, repito, en la última frase, nos
enteramos plenamente de toda la complejidad –de toda la doblez– de la narración.
Sólo entonces: el doble juego de la voz que narra aparentemente una derrota del
barrio, mientras que se calla –o sólo deja latente, por debajo– esa misma voz
anónima que ha sido ella (el narrador) quien ha vengado al barrio; que la aparente
derrota es por el contrario una victoria, que él –la voz– ha restablecido así la verdad
del barrio y recuperado sus símbolos (incluida la mujer). Y “doblez” máxima, porque
es entonces precisamente, en esta frase final, cuando aparece el propio nombre de
Borges, convirtiendo así al autor no sólo en un testigo verificador de la verdad del
relato, sino a la vez y por ello mismo, en un sustituto del narrador. Doble juego: la voz
de Borges narra, años después, lo que la voz del barrio le narró un día, etcétera.
Sólo que además ese trozo final del relato es fascinante por su propia estructura
sígnica, material. Tres imágenes sobre todo: la imagen del cuchillo, la de su posición
dentro del traje de “la voz” y, finalmente, la del gesto mismo –de la voz– al revisar el
cuchillo y encontrarlo limpio de sangre, comunicándonos así, por medio de la
“ausencia” de sangre, y precisamente en la última línea del relato, que él había sido
el autor de la muerte, que él era la “presencia” misma de la venganza. O como dice
literalmente el texto:

Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al
sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un
rastrito de sangre.


Con un poco más Borges hubiera escrito un melodrama barato. Con un poco
menos Borges ha escrito una obra maestra.
Incluso arriesgándose (¡en su primer cuento!) a darnos todas las pistas “policiacas”
desde el principio. He señalado ya la importancia que Borges otorga al relato policial,
pero ese influjo se detecta aquí como en ninguna parte. No sólo por el cuchillo “filoso
y sin sangre” del final, sino que la ausencia de tiempo (el tiempo que se nos oculta) y
la ausencia de sangre en el cuchillo nos indican oblicuamente la presencia de la
muerte. Más aún: el “matador” (el que narra) nos recuerda respecto a la víctima que
“arriba de tres veces no lo traté”. Eso es algo que puede pasar ante los ojos sin que
nos demos cuenta. Pero ya he mostrado otras veces la habilidad inusual de Borges
en esta cuestión de las “pistas policiales”. Y venimos hablando de la cuestión de “lo
dicho” y los “huecos” en el relato. Está claro: si en el cuento sólo vemos dos veces al
narrador “tratando”, conociendo, a la víctima (al entrar vivo en el baile, al entrar
agonizante en el mismo corral) resulta obvio que la tercera vez que el narrador “lo
trató” tuvo que ser en aquella cuneta en que él había matado al otro. Como no
menos sintomático resulta el hecho de que el cuerpo de “El Corralero” se tire al río
por la misma ventana por la que Rosendo Juárez había tirado su cuchillo, el símbolo
del barrio. En el ensayo “Murciélagos, Borges y espejos”4 traté de analizar todo esto,
incluyendo la cuestión del doble (de esa “doblez” de la que venimos hablando). Por
ejemplo la necesidad de Borges de recurrir a “la historia” (en “Pierre Menard, autor
del Quijote”: y pongo en cursiva autor porque en efecto se trataría en su “hoy” de
otro Quijote), sólo que con ello pretendía únicamente que nos sumergiéramos de
nuevo en la radical historicidad de la literatura.

6. Pues aquí (en Hombre de la esquina rosada o en Pierre Menard) volvemos a
encontrarnos con la cuestión básica que venimos intentando desentrañar desde el
principio. Esto es: ¿la escritura es verdad en sí misma o es sólo la condición de
posibilidad de la validez de la escritura? Se trata del problema de la finitud y de la
infinitud que hemos apuntado al principio de estas lecturas. La escritura es finita, se
acaba en el cuadrado de la página (o cuando decimos la palabra fin). Pero ¿una
escritura trascendental puede ser finita? Sería una contradicción en la lógica
kantiana. Y a la inversa: esa escritura infinita ¿no sería el delirio? Kant se dio cuenta
de esto y llamó a su razón una razón finita. De nuevo el puente entre lo universal y lo
empírico.
Se puede pensar que Hombre de la esquina rosada es una escritura finita
(estructura circular), pero es que, además, uno se preguntará siempre por qué
Rosendo Juárez, el guapo del barrio, no quiso pelear. Porque Borges no nos lo
explica. Borges advirtió esto y escribió Historia de Rosendo Juárez, que es la
continuación de Hombre de la esquina rosada. Cerró la historia, pretendió que la
escritura fuera finita, pero con ello rompió sus propios planteamientos. Decíamos que
Borges señalaba siempre que la literatura debe servir para la felicidad, pero que
debería contar con lo siniestro. Lo acostumbrado es que los dos hombres peleen, se
acuchillen; lo inesperado, lo siniestro es la cobardía de Rosendo Juárez que no quiso
pelear y tiró el cuchillo. Ante esta posibilidad de delirio, Borges cierra la historia con
un cuento horrible: Historia de Rosendo Juárez. Horrible con una salvedad: el doble,
el espejo. Tanto Rosendo como el “Corralero” son hombres de don Nicolás Paredes,
un cacique. Y aquí Borges parece cometer de nuevo el error de explicarnos una
moral. Pero el error aparente se compensa con el acierto de que Borges explique su
moraleja a través de su imagen básica: el doble/ espejo. Rosendo Juárez no quiere
pelear porque ha visto en el otro su propio espejo y no ha querido seguir viviendo
como vivía. Moraleja: no quiero ser mi doble. Este es el tema continuo de Borges y la
muerte, de Borges y el otro, de Borges y la escritura.

7. En un momento determinado, junto a estos planteamientos kantianos que están en
Borges, aparece Hume, es decir, el empirismo inglés. La cultura anglosajona tenía
que haber influido en Borges y, sobre todo, el escepticismo básico de Hume. En
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius Hume está presente de forma continua.
Pero decíamos también que Borges empezó a ser Borges cuando Europa era
todavía Europa y París era París, Gallimard, la revista L’Herne, luego Tel Quel,
etcétera. En un número especial de L’Herne, Michel Foucault publicó un artículo
fundamental sobre la división borgiana de los animales chinos (Foucault lo puso como
prólogo de Las palabras y las cosas), un texto según el cual los animales se dividen
en pertenecientes al emperador, embalsamados, etcétera. Empezar Las palabras y
las cosas con una cita de un escritor tercermundista como Borges deslumbró a los
franceses. ¿Tenía “su” lógica ese texto?
La clasificación que Borges hace de los animales, y que tanto llamó la atención de
Foucault, se supone que había aparecido en una cierta enciclopedia china, y en
absoluto es tan ilógica como parece, puesto que todo depende del principio de la
clasificación, es decir, “pertenecientes al emperador”. Como todo pertenecía al
emperador, como la escritura ha sido siempre un signo de poder y en China mucho
más, nos damos cuenta de que el resto de la lógica tiene su sentido en el aspecto de
que deriva de un tronco común: el poder. Así que, dentro del toque orientalista que
Borges quiere darle a esta invención, en realidad nos encontramos con que el resto
de los animales se derivan de una misma genealogía: de la mirada del poder, del
emperador, de la proximidad al poder. Por eso, los siguientes animales son los
embalsamados y los amaestrados (al servicio del emperador); incluso los que el
emperador se come o lechones (animales tiernos); o los que al emperador le cuentan
en las narraciones, es decir, sirenas y fabulosos. Como los chinos se comen a los
perros, hay perros en los jardines del emperador. Hay algunos animales que no se
sabe qué son (H: incluidos en esta clasificación); también innumerables, los que se
agitan como locos; los que adornan el mundo del emperador (pintados con un pincel
finísimo de camello). Luego vienen los etcétera, los que acaban de romper el jarrón y
los que están tan lejos que parecen moscas.
En esta clasificación, sin duda llena de ingenio, el tronco común es pues la mirada
del emperador o la pertenencia al emperador. De un modo u otro, los animales se
ordenan de acuerdo con criterios de dependencia, utilidad o lejanía.
Ahora bien, si nos preguntamos quién acababa de utilizar la escritura genealógica,
nos encontramos con Nietzsche y su Genealogía de la moral. Hay otra
intertextualidad en la escritura de Borges. Habíamos señalado que Borges plantea el
problema de la verdad en la verdad de la escritura, la contingencia o
trascendentalidad de la escritura, la escritura fantástica, etcétera. Pero planteaba
también que el problema de la verdad (Kant) era de hecho el problema de la moral:
¿Cómo legitimar una moral basada en la naturaleza humana, una moral sin Dios?
Este planteamiento que estaba latiendo en Kant y en Hegel es roto por Nietzsche, un
heredero del kantismo, pero, sin duda, el pensamiento que más cuestionó la idea de
un código moral en cualquier sentido. Para Nietzsche, no existe el bien y el mal, sino
el más allá del bien y del mal.
Y es que había un problema evidente: la moral burguesa, la moral laica, nace de un
crimen que es la palabra libertad, es decir, de una mentira. La libertad no es más
que la libertad de explotación, y no ya la explotación de los trabajadores, sino de la
naturaleza, del matrimonio, etcétera. Como esta mentira se tiene que callar porque
aparentemente todos somos libres (y esa libertad es mentira), Nietzsche llega a la
conclusión de que la moral no es más que una máscara del poder. Ahí nuestra
tragedia, la tragedia moderna. Y, por eso, Nietzsche busca nuestra tragedia moderna
en sus supuestos orígenes, en los griegos. Por eso, titula su primer libro El
nacimiento de la tragedia; aunque trata de aplicar categorías griegas como lo
apolíneo y lo dionisíaco a nuestro mundo, obviamente lo que Nietzsche busca es
mostrar que la moral se basa en una máscara.
¿A quién le roba Nietzsche la escritura genealógica? Obviamente a los nobles (un
tronco con ramas). ¿Quién más utiliza en castellano la escritura genealógica además
de Borges? García Márquez en Cien años de soledad o Juan Rulfo en Pedro
Páramo. Pero quizá el verdadero comienzo se halle en Valle–Inclán, en las Sonatas,
donde muestra la genealogía de los amores –siempre incestuosos– del Marqués de
Bradomín. Ortega hablaba de los incestos inútiles del Marqués; pero Ortega estaba
pensando en la familia, como buen pequeño burgués; Valle, en cambio, está
pensando en el linaje, en la aristocracia, y ahí lo lógico es precisamente el incesto,
porque sólo así se mantiene la sangre azul. Valle toma esta escritura de Nietzsche y
éste de la aristocracia, porque le interesa buscar un tronco común y sus ramas. Y
Nietzsche dice: “Dios ha muerto”. Ahora ¿queda un tronco? ¿Nuestro mundo, en qué
moral se basa? En ninguna, en la máscara del poder.
Lo que parece ilógico y absurdo en Borges en esta clasificación de animales (en
Otras inquisiciones) no tiene nada de absurdo: el tronco común es que todo
pertenece al poder; y de ese tronco común surgen las ramas. Es una clasificación,
insisto, tan arbitraria como otra cualquiera, pero con una lógica clara. Así, nos
enteramos de que la verdad o la moral, como los animales, pertenece al poder.
Borges no lo dice, sino que lo muestra en esa clasificación.

8. Pero hay además otro rasgo básico en esta irónica y aparentemente arbitraria
clasificación borgiana: obviamente su carácter de “artículo de enciclopedia”, un
modelo al que recurrirá con frecuencia y abiertamente. Ya es sintomático de tal estilo
enciclopedista de Borges que escribiera una Historia universal de la infamia.
Recordemos que Borges tenía como lectura básica la Enciclopedia Británica de
1910, una enciclopedia de monografías5. El rasgo vanguardista se esconde en el
término “infamia”, en vez de hablar del bien o del mal. Y habíamos dicho que este es
el primer libro de relatos que publica, tras haber editado en prosa Evaristo Carriego
y Discusión (cuyo primer capítulo se titula “La poesía gauchesca” y el último “El
escritor argentino y la tradición”: es decir, hay también una “verdad genealógica”, la
del nacionalismo populista que de forma manifiesta trata de “fundamentar” Borges
aquí). Y hay dos libros “populistas” más: Inquisiciones y El tamaño de mi
esperanza, que fueron retirados por Borges, aunque su viuda, María Kodama, acaba
de publicarlos de nuevo.
La sorpresa viene en 1931 cuando publica Historia de la eternidad. ¿Cómo puede
tener la eternidad una historia? Es lo que se llamaba una contradictio in abjecto o un
oxímoron. Lo que Borges hace aquí es inventar una historia: el «paso» de la verdad
de los juicios sintéticos a priori a la escritura. Esos juicios a priori sí tienen una
verdad histórica, la eternidad sí tiene una historia porque es un invento y, por eso,
Borges cuenta las historias que han escrito la eternidad. Es el primer Borges
fantástico, aunque el “nacionalismo” también fuera una mítica escrita (u oral), otro
juicio sintético a priori cuya verdad, sin embargo, se basaba tan sólo en fragmentos
aparentemente “reales”. La Historia de la eternidad es tan verdaderamente falaz
como la Historia universal de la infamia o Discusión.
Ahora bien: la eternidad puede no existir, pero “sus” libros sí existen y pretenden
ser verdaderos. Así Borges no sólo nos habla del libro judaico, sino de sus palabras:
¿cómo la palabra luz no va a iluminar por sí misma, si la dijo Yahvé? ¿Cómo no va a
ennegrecer por sí misma la palabra noche? En Historia de la eternidad aparece la
magia de las palabras. Si en el principio era el verbo, ¿cómo la palabra no va a ser
verdad? Pero Borges llega al extremo: admira las tres religiones del Libro por haber
creado a Dios, por haber inventado a Dios. Por eso, dice que la teología es la rama
más difícil de la literatura fantástica. Inventarse un mito es fácil, por ejemplo La Ilíada
o el “nacionalismo populista”, pero no lo es en absoluto inventarse a Dios.
Hasta ahora, en el mundo pequeño burgués laico el problema era cómo bajar de la
razón pura a lo empírico, a lo cotidiano. Lo que ahora plantea Borges es distinto:
¿Cómo es posible que la razón finita se inventara lo absoluto: Dios y la eternidad?
Por eso, en El acercamiento a Almotásim se dice que la escritura es falsa. Frente
a la luz con que empieza el libro judaico, frente al verbo con que empieza el libro
cristiano, la escritura del Corán no es una escritura sino mucho más: es un atributo
del propio Dios. Por eso la escritura “tiene que ser” falsa. Y también por eso Borges
añade que los beduinos no pusieron en el Corán camellos ni desiertos, porque
estaban acostumbrados a ellos, no se podían entretener en lo cotidiano porque
tenían que inventarse lo trascendental. Esa ausencia de camellos y desiertos es el
esfuerzo por inventarse lo trascendental, por inventarse las diversas historias de los
máximos juicios sintéticos a priori: Dios y la eternidad antes del instante del mundo.
Y este Borges ya es Borges, aunque tardara casi treinta años en que se le
reconociera como tal. En Estados Unidos dijo que allí era un hombre visible, pero
que en su país era todavía un hombre invisible.

9. El problema básico que nos planteábamos era: ¿la escritura es verdad o señala
simplemente la cuestión de la validez de la verdad? Validez y verdad significan dos
ramas del árbol genealógico del que hablábamos. Cuando una escritura se considera
verdad, estamos ante una escritura realista.
Y en este aspecto, Historia de la eternidad es la inflexión absoluta de la escritura
de Borges. ¿Qué significa “historia” si la eternidad no tiene historia? En realidad,
decíamos, son historias de la eternidad, desde Platón hasta los autores judaicos y
cristianos. Supongamos, sin embargo, que eternidad tiene otro sentido. Borges cree,
como Hegel, que su escritura es verdadera, pero se basa siempre en la ficción. Aquí
empieza Borges, no porque los relatos sean magníficos, sino por una encrucijada
fundamental: no es sólo que la escritura sea verdad, es la otra lectura que
planteábamos a partir de Kant, es decir, ¿es válido lo que consideramos válido?
La literatura burguesa, la literatura moderna no tiene épica. Es cierto que Borges
tradujo las Metamorfosis de Kafka al español en la Revista de Occidente; que hizo
una antología de literatura fantástica; y que el problema del fin llevó a Borges y a
Bioy Casares a organizar una antología de la novela policiaca, etcétera. Pero hay
algo mucho más básico: Borges tiró de un hilo, ese hilo que estaba patente en Kant,
esto es, ¿es válido lo válido? Este es el problema de Freud y de Marx. Freud fue
mucho más kantiano que Kant: si es válido lo válido, ¿desde qué punto de vista? El
punto de vista no puede ser subjetivo.
La pregunta sería ¿quién sabe leer? ¿O quién se lee a sí mismo? Borges señala
continuamente que es más un lector que un escritor. La lectura es un acto mucho
más civilizado (más global) que la escritura. Pero hasta cierto punto: re–leer. ¿Qué
libros releemos cuando releemos a Borges? Según Borges, somos lectores
prejuiciosos siempre, es decir, los juicios sintéticos a priori. Leemos a partir de algo,
la lectura ingenua no existe. Y si la lectura ingenua no existe, es preciso hacer una
inquisición, una reflexión, sobre nuestros propios pre–juicios, sobre nuestra
banalidad vital. Lo que de algún modo supone, y pese a todo, una “moral implícita” en
Borges: vale la pena vivir, el hecho de creer en la vida es la base para cualquier
escritura.

10. Borges plantea en Historia de la eternidad: ¿es posible que cada instante sea
una realización de la existencia? ¿Es posible que la división entre lo trascendental y
lo empírico se una aquí? La Historia de la eternidad es el gozne que permite la
existencia de Borges, permite que Borges cambie y, por eso, no es extraño que
dejara a un lado textos como Inquisiciones o El tamaño de mi esperanza, porque su
mundo ya era otro.
Pero retomemos la pregunta: ¿es posible que cada instante en la vida se pueda
convertir en eterno? Se trata de una cuestión hasta entonces casi inefable. Borges
en este caso está al borde de lo magistral. Es casi absolutamente inconcebible que
en los años treinta, cuando todo desembocaba en desastres, Borges escriba algo
tan contradictorio en los términos como Historia de la eternidad. ¿Qué significa este
libro? Lo imposible: detener el tiempo. ¿Cómo fundir en cada instante esencia y
existencia? Ya que la eternidad no puede tener historia, ya que Borges no cree en la
eternidad, pero sí cree en la escritura del dios, ¿es posible hacer a cada instante
eterno?
Borges, al modo de la filosofía alemana “trascendental” (de Schelling y Fichte a
Feuerbach), pone como ejemplo la cópula sexual, la fusión del uno en el otro, como
en el cuento Ulrica, el más sexual –si no el único, quizá junto con La intrusa– que
Borges escribió nunca. Pero Ulrica pertenece ya a la etapa oral, en la que el cuerpo
/ sexo aparece con mayor frecuencia. Claro que el cuerpo / escritura es una
constante siempre en Borges, y quizás lo hemos señalado ya al hablar del relato
titulado La escritura del Dios. Un texto al que hemos “machacado”, puesto que la
cuestión es radical: no sólo la escritura de Dios, sino también la del dios es clave. La
escritura del dios es en cierto modo una alegoría de la historia de la grafía, la
historia de la verdad de la escritura: el viejo sacerdote azteca que lleva años
encerrado en la celda practica la misma imagen cabalística de los judíos: ¿dónde
está el dios? Este hombre intenta descifrar una escritura como si la escritura fuera
autónoma del cuerpo, como si no tuviera cuerpo. Este viejo sacerdote azteca de
pronto descubre la verdad: las letras, las sílabas, la escritura son las manchas de la
piel del jaguar que está en la celda de al lado. De pronto, él lo descubre: la escritura
es un cuerpo. No es ni siquiera una combinación de letras y de símbolos o números,
son las manchas del cuerpo, la configuración. Evidentemente, lo que Borges plantea
con la escritura del cuerpo es que la escritura no es que sea sólo algo material, sino
que es el cuerpo (y de ahí el haz y el envés: la escritura / cuerpo o el cuerpo de la
escritura).
Supongamos que existe algo como la escritura del dios, ¿qué hacer?
¿Interrogarnos, al modo en que la escritura que se pregunta sobre sí misma y sobre
el cuerpo en el que vive? ¿ Es quizá la única escritura válida de hoy?
El problema del jaguar resulta fundamental porque aquí empieza un
cuestionamiento del que Borges solo oblicuamente es consciente: ¿qué significa decir
yo? No se trata ya sólo del doble o del espejo, sino de otra pregunta más insidiosa:
¿quién o qué nos garantiza el yo? Es decir, ¿nuestra vida está construida por
nosotros o nos la construyen? Si nuestro yo está construido y legitimado de
antemano, si nuestro dispositivo social del deseo está construido antes que nosotros,
entonces ¿cómo decir yo? Y, sin embargo, ¿quién no dice yo?
Esta es la clave de Historia de la eternidad. Por eso, constituye un gozne básico
en la obra de Borges. Es el primer libro de literatura que, sin ser marxista, ni
freudiano, se plantea la construcción del yo. ¿Cómo ignorar esos instantes sucesivos
del tiempo que han sido reales? ¿Y cómo narrar en lo sucesivo del lenguaje la
quietud del instante, según nos señala el propio Borges en Funes, el memorioso?
¿Cómo convertir cada instante en una historia eterna? ¿Cómo convertir cada instante
en el placer de una vida eternizada en un instante?
Spinoza decía que deberíamos pasar de las pasiones tristes a las pasiones
alegres. Borges, que admiraba a Spinoza, sigue esta guía moral: luchar siempre por
ese paso de las pasiones tristes a las pasiones alegres. Vivamos en la pasión del
placer, cada instante así se puede convertir en un instante eterno.

11. Señalábamos cómo se ha comparado muchas veces el escepticismo de Borges
con el de los empiristas al modo de Hume y Berkeley, cada uno escéptico a su
manera; pero no sólo con el empirismo anglosajón derivado de Hume; sino incluso
con el cine de Hitchcock, es decir, con el manido problema de si en teoría (¡otra vez!)
existe la realidad o sólo el lenguaje que describe esa realidad.
El problema del escepticismo, como señalábamos al principio, empiezan a
plantearlo los nominalistas anglosajones del siglo XIV: Duns Scoto, Guillermo de
Occam o Erigena, los grandes primeros escépticos de la crisis del feudalismo y
comienzos del capitalismo. Escépticos en un sentido específico: el caso. El
nominalismo supone el primer antirrealismo. Para la escolástica de Santo Tomás (que
tanto le gusta a Borges), la realidad es el ordo digito Dei. Pero estos nominalistas
utilizan la “navaja” de Occam, que significaba cortar la realidad a trozos. No es que
negaran el orden de Dios, es que ese orden para tales nominalistas tenía que verse
caso a caso. La “Navaja de Occam” significa cortar el queso en trozos: hay que
averiguar en cada caso la presencia de Dios en las cosas, la presencia de Dios en
cada nombre. De ahí, que se hable de nominalismo.[No es extraño que el
protagonista de El nombre de la rosa de Umberto Eco se llamara Guillermo de
Baskerville, el nombre de Occam y del famoso caso de Sherlock Holmes.]
Pero donde realmente se ve la herencia del empirismo anglosajón es en el lenguaje
jurídico. Mientras que en nuestro mundo “continental” europeo siempre existe el
código (esto es, el código es anterior a los casos), por el contrario, en el empirismo
anglosajón, por herencia del nominalismo, hay un hecho básico también en el lenguaje
jurídico (y en el literario): no existen códigos, no existe un lenguaje previo de Dios o
de la Norma Social en abstracto, sino que existe el nominalismo, cada caso crea
jurisprudencia. Esta tradición procede de dos puntos: los países anglosajones
desarrollaron primero el capitalismo, tanto en su versión agraria como en la industrial;
pero también procede de su historia política: los británicos fueron los primeros que
mataron a un rey, en 1647 decapitaron al rey con Cromwell en el Parlamento. Los
nobles podían ser decapitados porque ellos eran la cabeza, aunque el rey mandara.
Por eso en La Celestina Calixto se extraña no de que mueran Pármeno y Sempronio,
sino de que siendo “criados” los decapitaran (la verdad era que casi no tenían
cabeza: al haberse caído se les rompió la crisma, salieron los sesos y no podían
ahorcarlos: los tuvieron que decapitar). Pero no se podía decapitar a un rey, porque
era el código de Dios, era el símbolo “cabeza” (caput), el signo que lo “regía” todo,
la imagen del Señor en la tierra, su Norma de Palabra. Y con Cromwell se quiebra
esto. Por eso hay que estudiar los casos, y el caso de la decapitación del rey sienta
jurisprudencia. Es la diferencia que hay entre la pena de muerte (todavía válida en
gran parte de Estados Unidos) y la democrática guillotina francesa, que abolió la
diferencia de cabezas (todas guillotinadas) y hoy, sin embargo, también ha abolido la
pena de muerte.
¿Fue Borges un escéptico, heredero del escepticismo y el nominalismo
anglosajones? Hay un síntoma fundamental que quizá nos explique por qué Borges
nunca escribió novelas –Borges dice que por holgazanería–, y ello implica quizás un
rasgo empirista: una novela es un código, una norma sobre el mundo; en cambio, un
cuento, un poema, un ensayo, son acumulaciones de casos. Borges no escribía
códigos, no sabía hacerlo, por eso no escribe novelas. La influencia británica se nota
tanto en Argentina que no hay grandes novelistas, a no ser que entendamos por
novela el poema épico, como Martín Fierro. En México sí hay grandes novelas, como
en Perú y otros países hispanoamericanos. ¿Y Mallea, Marechal o Roberto Arlt en
Argentina? Los siete locos de Arlt es una novela plagiada directamente de El hombre
que fue jueves de G. K. Chesterton. La acumulación de casos llega a la alegoría en
Adán BuenosAyres de Leopoldo Marechal. Todo verdor perecerá de Eduardo Mallea
no es exactamente una novela, es una novela deshumanizada, sin historia, sin intriga,
sin código, es una novela de estilo.
Sí escriben novela Ernesto Sábato y Mújica Laínez, pero sus novelas no se
entienden sin una cuestión básica: la alegoría del nacionalismo populista argentino.
Sábato escribió una historia del tango; El túnel es un “ensayo sobre la ceguera”.
De modo que la escritura de Borges que se basaba en los dos principios kantianos
aludidos tendría un primer nivel: ¿son posibles los juicios sintéticos a priori? Sí en la
literatura fantástica: la teología es la escritura del dios. Un segundo nivel: ¿cómo es
posible que los juicios sintéticos a priori sean posibles? Respuesta (sin duda
inconsciente a este nivel): Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Un tercer nivel: ¿se puede
establecer una norma para la verdad en el mundo? Por ejemplo, ¿se puede escribir
un tratado de filosofía o una novela? No, porque ser nominalista significa que sólo
cada caso crea jurisprudencia, sólo cada nombre es individual, sólo cada singularidad
vale. Por eso, Borges no escribió novelas ni ningún texto sistemático de teoría,
filosofía, etcétera. Borges escribió casos. Por eso, afirma que no cree en sus libros
ni en sus obras completas, porque constituyen la acumulación de casos, sólo se
encuadernan fragmentos. Y, por eso, le apasiona la novela policiaca. Decíamos que
escribió historias policiales con Bioy Casares, una antología del relato fantástico, otro
de los relatos policiacos; también con Delia Ingenieros escribió la aludida reflexión
sobre la épica...
Y aquí viene el problema: ¿se puede ser escéptico teóricamente? Hume dice que
sólo se puede creer en el belief, en la creencia. Pero si se puede creer sólo en la
creencia, ¿por qué no creer en Dios? E insistimos: sin reticencia alguna Borges dice
que Dios es el fabuloso invento de los hombres; de ahí, como corolario obvio, que la
teología sea la parte más oscura de la literatura fantástica. Y de nuevo la escritura
de la serpiente que se vuelve sobre sí misma: los teólogos protestantes alemanes
románticos, como Hamann (el “Mago del Norte”) y Herder ( el padre de los
nacionalismos), se escriben y Hamann dice: “He atrapado a Hume por la cola”.
Cuando Beckett escribió Waiting for God(n)ot (que es quizás como debería
interpretarse el texto) apreciamos una analogía con el texto de Hume titulado The
standard of [the] taste. Es decir, no la norma del gusto, sino “de gusto”. Y esos
paréntesis son tremendos, porque la norma de gusto es la norma que establecen las
personas cultivadas, de la clase alta, de buen gusto. Esto es, se trata de la creación
de una estética del XVIII de los ricos, que son los que marcan la norma del buen
gusto.
Es imposible ser escéptico a nivel teórico por dos cuestiones obvias:
—O bien porque admites la norma del gusto dominante (de la clase dominante),
—O bien porque rechazas las normas del gusto de esas clases dominantes.
Pero si rechazas el gusto dominante tienes que decir la palabra maldita, y fue
Erigena quien “metió la pata” al establecer esa oración maldita: credus nihil. Occam
y Scotto se habían guardado mucho de pronunciar el término terrible: nihil. Porque el
que no cree en nada siempre cree en algo. A ningún escéptico se le hubiera ocurrido
poner la palabra nihil. Hölderlin escribe una carta sobre su amigo el filósofo alemán
Jacobi diciéndo que Spinoza es el único filósofo que existía. Hölderlin afirma: Spinoza
pone “algo” a partir de nada. El escepticismo teórico es imposible: decir “No creo en
nada” ya es creer en algo. ¿Qué hace Borges? Proponer un algo a partir de la nada.
Por eso, Borges también vivió obsesionado por Spinoza. Borges parte de una nada
sustancial, pero esa nada vive de simetrías y diferencias. Simetrías y diferencias es
rozar con la mesa, se roza con la vida siempre por influencias, es decir, siempre el
caso. Por eso, Borges repitió que lo que le gustaba de Chesterton eran los casos
“confesionales” del Padre Brown, que se convertían en casos judiciales o policiales.
De nuevo la fusión entre lo supuestamente trascendental y lo empírico. Por eso, los
textos de Borges son en verdad casos policiales, que presentan un interrogante, una
indagación sobre sí mismos, pues los casos sientan jurisprudencia. Por ejemplo, la
identidad argentina o porteña Borges la busca a través de tres casos, los tres
primeros libros de poemas: Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno
de San Martín. Todos sus textos son casos, fragmentos que presentan casos. Y de
ahí la analogía mencionada con el «caso» de Alfred Hitchcock. Es algo significativo:
en la película Con la muerte en los talones, Cary Grant es perseguido por una
avioneta durante varios minutos, aparentemente por gratuidad; pero ese ornato, tan
típico igualmente en Borges, sirve para que la gente no se aburra con el caso único,
sino que se disperse a través de digresiones, etcétera.6 El problema de trabajar con
un caso o con un cuento es que sólo se trabaja con una idea, aunque haya ideas
colaterales. La historia que late por debajo es clara: la refutación del tiempo. ¿Es
posible huir del tiempo? ¿Es posible convertir cada instante en eterno o que nuestra
vida sea una sucesión de instantes pese a todo? ¿Es posible ser feliz a pesar de lo
siniestro?
Pero ¿qué es lo siniestro? Lo siniestro, casi intraducible, está situado por Borges
entre la voluntad y el azar. Cuando el azar se presenta inesperadamente y está a
punto de destruirnos. Un coup de dés de Mallarmé es el naufragio de la escritura, es
la puesta a prueba máxima de la libertad del escritor. El azar es tan importante en la
escritura que niega el estatuto de artista semi–divino. El artista cree que es él el que
tira los dados (el azar con minúsculas). Pero ¿y el azar con mayúsculas? Un golpe
de dados jamás abolirá el azar, y, así, la vida te sale o no te sale.
Borges lo escribió mejor que nadie en la mayoría de los “casos”.
[4] Cfr. La Norma Literaria, Diputación Provincial de Granada, 1994, pp. 375–412.
[5] Borges se lamentará siempre de que las Enciclopedias actuales hubieran perdido aquel sentido de relatos
monográficos, reduciéndose a acumulación de datos.
[6] Se me dirá que Cervantes también hace esto en el primer Quijote y luego lo suprime en el segundo. Pero la
cuestión cervantina implica otro tipo de complejidad.
V. En resumen…
1. Obviamente una “tirada de dados” es siempre azarosa, sólo que en la vida real los
dados suelen estar cargados, esconden su evidencia tramposa. De modo que la
compejidad de la historia (individual o colectiva) es mucho mayor que una mera
acumulación de azares. Pero de cualquier manera Borges vivió obsesionado por tres
azares (o dos y medio):
—La fatalidad de ser argentino/ elegir ser cosmopolita
—La ceguera: en 1955 Borges dirige la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Los
dos directores anteriores eran ciegos. En esa fecha Borges sólo distingue el amarillo:
la luz de todos los libros y la ceguera. Quedarse ciego cuando le queda la mitad de
la obra por escribir y tanto por leer...
—La madre: Leonor, madre de Borges. Su misoginia, entre otras cosas,
obviamente procede de su relación con la madre. El odio a los peronistas proviene no
sólo de su cultura (“¡Alpargatas sí, libros no!” era el lema de los peronistas). Los
peronistas amenazaron a la madre de Borges, pero, sobre todo, la tuvieron en la
cárcel. Y esto creó una postura radical en Borges respecto al nacionalismo, lo
convirtió en ese momento en un “anarquista conservador”.
Además, hay un problema: entre 1936 y 1939 Borges publica Historia universal de
la infamia, Historia de la eternidad... Entre 1941 y 1944 y después en 1949, en
pleno auge del peronismo, salen esos dos libros básicos que hemos dicho que
inmortalizarían a Borges: Ficciones, con dos partes: El jardín de los senderos que
se bifurcan (cuentos de 1941) y Artificios (cuentos de 1944); y finalmente El Aleph
(1949), el primer signo del alfabeto del dios judío.
¿Por qué Ficciones? El título está sacado de una máxima de Berkeley: “Las ideas
que actúan como ideas aunque sean ficciones”, es decir, algo falso. El Zahir es sólo
una moneda que no existía en Buenos Aires cuando Borges escribió este cuento,
pero el Zahir es lo inolvidable. Si uno no olvida algo y se centra en eso, se vuelve
loco. La manera de salvar la locura es gastar y desgastar esas ideas. Las ideas
puestas a trabajar son capaces de borrar o desgastar las cosas.

El claro azar o las secretas leyes
que rigen este sueño, mi destino.
(Oda compuesta en 1960)


Estos dos versos de Borges remiten de nuevo a la Historia de la eternidad. Es el
problema del cuarto hombre. Junto a Borges, Kant y Hume, aparece un personaje
nuevo: la filosofía de Schopenhauer, sobre todo El mundo como voluntad y
representación. ¿Por qué esta fascinación de Borges por Schopenhauer? El
escepticismo no tiene sentido o no se legitima teóricamente, pero ese escepticismo
es una cuestión de actitud vital. En cuanto aparecen las palabras fatales como nihil y
belief desaparece el escepticismo teórico. La “escritura escéptica” es una
contradicción en los términos: si existiera no se escribiría.
Los términos “azar” y “leyes” de esos dos versos de Borges parecen
contradecirse: si existe uno no pueden existir las otras y viceversa. Y, sin embargo,
esto ocurre en la escritura de Borges: existe el azar y existen las leyes, pero
secretas. Igual ocurre en el segundo verso: si nuestra vida es un “sueño”, no puede
haber “destino”, porque el sueño es lo azaroso, mientras que el “destino” está sujeto
a leyes. En apariencia estos términos se corresponden y a la vez se contradicen:
azar–sueño / leyes–destino. De la correlación y conjura de estos cuatro términos
surge toda la escritura de Borges.
En el final de Otras Inquisiciones se vuelve a utilizar el lema de Hume, es decir, que
la vida está definida por simetrías y diferencias: las simetrías serían “azar–sueño” y
“leyes–destino”; las diferencias, “azar / leyes” y “sueño / destino”.
En 1976, cuando Borges era todavía “joven”, había estado suspirando por el
Premio Nobel y estaban a punto de dárselo, pero le perdió su Historia de la
eternidad, perdió el Nobel por no saber ser “histórico” y por saber demasiado mal la
“eternidad” (quiero decir: por apoyar el orden de Pinochet y los “milicos”). A punto de
recibir el Nobel, comete el mayor error histórico de su vida: acepta un doctorado
Honoris Causa en una universidad chilena en plena sangría de Pinochet y habla de
que Pinochet es la metáfora de Chile: “la espada justiciera”. Ya en España y Europa
se había entronizado la palabra terrible: desaparecido. Hasta en Estados Unidos,
que había apoyado a Pinochet al máximo, se asustaron y “missing” se convirtió en
símbolo tétrico. Fue el mismo año en que Borges dijo despreciar a Cortázar porque
éste era un comunista que apoyaba las protestas por las causas de los
“desaparecidos”. Este es el Borges que quedó larvado. Y sin duda Borges tenía este
sentido del orden del poder, se impusiera como se impusiera. ¿No se dio cuenta de
que su Libro de arena ya estaba también desapareciendo?
Quizá todo el planteamiento final de Borges radica posiblemente en este hecho de
que el poder tiene que establecer el orden y la espada ha de cumplir su función. El
problema es que cuando estos planteamientos abstractos se convierten en concretos
resultan terribles: desaparecidos implica no sólo morir, torturar, etcétera, sino un
signo aún peor: nos muestra que siempre estamos desaparecidos en vida, porque
hay un algo que nos posee. ¿Y no es eso lo verdaderamente siniestro de los «juicios
sintéticos a priori», por ejemplo, de la imagen de El puñal? ¿Qué diferencia hay
entre el trascendentalismo de El puñal y la Espada justiciera representada por
Pinochet o los «milicos» argentinos?
Borges quiso entrevistarse en 1981, cuando fue a Alemania, con Jünger, un nazi
convencido toda su vida (murió en el año 2000), un “higienista” de la guerra y de la
purificación del orden. Los Diarios de Jünger y sus Tormentas de acero plantean la
guerra según el mismo horizonte ideológico de Borges en los años veinte y treinta, es
decir, la guerra se presenta como higiene social, para que sobrevivan los más
fuertes. La guerra como higiene social nos lleva a una mistificación absoluta, porque
Jünger en sus Diarios parece que nos ofrece siempre el duelo entre dos soldados,
como si fueran dos soldados medievales o dos cuchilleros de Borges, es decir, se
olvida de que ya no hay campos de batalla y sí radar, guerra bacteriológica y
financiera, etcétera. La guerra de hoy (ya desde la primera mitad del siglo XX) es la
extensión definitiva del capitalismo, es la competencia capitalista de todos los días
llevada al extremo, estar siempre al borde de la guerra. De idealizar esto y creer en
efecto que la guerra es el enfrentamiento de dos soldados, aparece el símbolo:
coraje, héroe... Pero si se lleva a la realidad, el soldado no es más que miserable
“carne de cañón”. El último campo de batalla en Europa fue Waterloo. Decíamos que
Stendhal hace que su protagonista, Fabrizio del Dongo, atraviese Waterloo sin
enterarse apenas de que existía una guerra, una batalla decisiva en el último “campo
de guerra”. ¿Nos enteramos hoy nosotros de esa “guerra cotidiana”?

2. Pese a Borges existe la escritura de Borges, pero las actitudes de Borges se
parecen al fascista que todos llevamos dentro: el orden y el poder desde arriba es lo
que legitima a los de abajo, lo que nos hace “superiores”. En la Primera Guerra
Mundial (1914–1918), los grandes monopolios–países se repartieron la tierra. Los
Estados Unidos aún no eran los Estados Unidos y Argentina apoyó mucho a Gran
Bretaña para convertirse en una potencia mundial. En la guerra la logística es
fundamental y Argentina alimentó a todo el ejército británico con el trigo y las carnes
de sus inmensas pampas, por ejemplo, porque se había inventado la cámara
frigorífica en los barcos. Hasta entonces sólo había podido exportar la piel, el
“cuero”. Pero los monopolios decidieron unificarse (aunque compitiendo siempre) en
y tras la Segunda Guerra Mundial. Argentina pareció crecer con el peronismo y la
falsa neutralidad, pero al final de la Segunda Guerra y con el comienzo de la Guerra
Fría descubrió lo que era: un país más del Tercer Mundo. Y lógicamente tras este
doble descubrimiento, el peronismo y el tercermundismo, también Borges se sintió
hundido en la miseria. Tenía que conseguir ser un “modelo universal” por encima de
cualquier cosa, una especie de “instante” decisivo en la “eternidad global”.
En los años veinte se llegó a plantear una cuestión básica: la Argentina granja o la
Argentina imperio. Hubo un momento en que Buenos Aires se consideró Nueva York,
Argentina intentó ser el imperio de la América latina. Tenía el apoyo de Gran
Bretaña, pero tenía en Brasil a su rival, apoyado por Estados Unidos. Un momento
clave: “1929–31” o la gran quiebra del capitalismo. Estados Unidos quiebra. Lo que
hizo Gran Bretaña fue dejar sola a Argentina: fueron el tratado de Ottawa de
Inglaterra y su Commonwealth y el tratado de comercio único en el que no entraba
Argentina. Era la época en que parecía que la revolución bolchevique se iba a
extender por toda Europa; por eso, aparecen los nazis y, por eso, apareció el
fascismo en Argentina. Pero sobre todo esa cosa extraña que en Argentina supone
básicamente Perón y el peronismo. Perón había estado en Italia, aprovechó que
Buenos Aires era una ciudad de inmigrantes y que lo importante era arraigarse,
reconocerse como ciudadanos. Por eso, nunca ha habido izquierda marxista (o muy
poca) ni en Estados Unidos ni en Argentina. A cambio hubo un populismo
individualista en Estados Unidos y un populismo colectivista en Argentina.
Además en Argentina el ejército era casi autónomo, autofinanciado. En el momento
del primer peronismo, entre los años 40–55, Borges era bibliotecario de una
biblioteca de segunda fila; al ser Borges funcionario, no podían echarlo y le dieron un
perfecto cargo de funcionario de ayuntamiento, inspector de pollos (“sexuador”) en el
mercado; lógicamente Borges dimitió y se fue a Estados Unidos y dio conferencias
(por ejemplo sobre Hawthorne) en inglés. Pero esta primera visita a Estados Unidos
no le sirvió para ser considerado el gran escritor mundial que luego sería. Intenta
convertir a los primeros escritores norteamericanos en clásicos, cosa que no les
importaba ni siquiera a los propios norteamericanos (en los años 60–70 la cuestión
era ya muy distinta: todo era magnífico, desde El último Mohicano).

3. En 1955, ciego, Borges vuelve a Buenos Aires porque el peronismo había caído,
(aunque siguiera latiendo bajo Menem y hasta hoy). Pero entonces el mundo de los
emigrantes era aún dificilísimo de ordenar. Cuando Borges regresa se da cuenta de
esa ironía trágica del azar, ese ciego del destino que comentábamos en torno a la
Biblioteca Nacional. También los dos directores anteriores de la Biblioteca habían
sido “ciegos”. ¿Cómo imaginar ahora ese mundo total, al alcance de los ojos, de
otros ojos que no iban a ser los suyos? Siempre había estado obsesionado por la
biblioteca y la lectura. Decíamos: la lectura es más civilizada que la escritura, porque
ésta tiene fin, mientras que leer es infinito. Y eso después del otro quiebro básico
que ya habíamos señalado en Borges: la aparición (en 1952) de Otras Inquisiciones,
donde acaso se nos muestra la única verdad de toda la literatura: toda la literatura
es un ensayo, una experimentación. No se trataba, insisto, de borrar los géneros
como en los vanguardistas, se trataba de explorar el discurso, lo que a partir de
entonces se llamará literatura interrogativa, la única que hoy consideramos con cierta
validez.
Y además este quiebro se desdoblaba en algo que también nos ha importado
resaltar: la imagen del ensayo como el yo objetivado. En cuanto objetivas el yo, lo
pierdes. Por eso, Borges estaba tan obsesionado por el psicoanálisis, pero,
decíamos, no habla nunca de Freud excepto para llamarlo “repugnante”. En cambio,
habla de Jung, decíamos asimismo, para no hablar de Freud. Plausiblemente (esa
era la “adivinanza” originaria) porque Freud habla del sexo y el sexo para Borges es
repugnante. Entonces publica Antología personal, el primer libro del “auténtico
Borges”. Pero volvamos a sus lecturas / conferencias sobre Hawthorne: no sobre La
letra escarlata, sino sobre la “honda trivialidad” de Wakefield.
Wakefield: sale de su casa para un momento y pasa unos quince años fuera, pero
alquila una casa en la esquina. Borges admira a Hawthorne por los esquemas de
argumentos que éste dejó en una libreta de notas: es el ejemplo máximo del
fragmento, el caso y no el código. Uno de los esquemas, indicábamos, era
magnífico. Aquel hombre que tenía una serpiente en el estómago durante muchos
años y que no sabía el motivo de su dolor. Esto habría sido un buen argumento para
un cuento según Hawthorne. Y Borges añadía que sería un cuento “fantástico” (en
cualquier sentido), pero que Hawthorne lo estropeaba al decir que la serpiente
supondría el símbolo del mal, etcétera. Por eso, Borges admira a E. A. Poe, sobre
todo sus cuentos, como el titulado No apuestes la cabeza con el diablo, dirigido
contra los críticos que acusaban a Poe de no incluir moral en sus escritos. Y Borges,
que rechazaba radicalmente la moral en la literatura, sin embargo cuando escribe el
primer gran cuento de su última etapa, ya ciego, el titulado Ulrica (incluido en El libro
de Arena), sí que introduce la moral más inesperada: la realización de la
corporalidad sexual. Antes había precisado otro quiebro básico, que ya también
habíamos enunciado: en esta etapa aprende, ciego, el viejo anglosajón y busca la
épica en las sagas islandesas (o germánicas). Y, así, a partir de 1955, inicia una
nueva búsqueda de la épica. Como la épica anterior del populismo y del “malevaje”
se la había quitado el peronismo, busca ahora una épica anterior: Las primeras
literaturas germánicas, que enlaza directamente con la ideología alemana y
germánica sobre la guerra. Pero también publica, con Marina Guerrero, en 1957, su
Manual de Literatura Fantástica (en 1967, la segunda edición ampliada se tituló El
libro de los seres imaginarios). Ahí nos habla, al principio, del zoológico “real” al que
acuden los niños, mucho más infinito que cualquier invención humana. Nos habla de
cuando los espejos invadieron el mundo y de que un día despertarán de su letargo y
dominarán el mundo; nos habla del Ave Fénix como eterno espejo del mundo; y nos
habla –cómo no– de Schopenhauer, Kafka y Chesterton: estos dos últimos soñaron
con casi el mismo animal, mezclado con lo vegetal. Kafka lo llamó Iborametz y
Chesterton recordó al árbol que devoró a “sus” pájaros, y en primavera dio plumas
en vez de hojas... Es curioso, porque el estricto –e irónico– lenguaje cientifista
convierte al texto sin duda en una pequeña joya del género llamado “ciencia–ficción”,
al modo en que Las literaturas germánicas se enmarcaban en una épica soñada,
pero escrita con precisión histórica casi al detalle. Como buscando una “Edad Media”
legendaria que Borges no había tenido, en el mismo sentido que John Steinbeck trató
de crear otro mundo medieval del que “carecía” al escribir Los hechos del Rey
Arturo. Steinbeck lo escribió entre 1958–59 y no lo terminó. Pero Steinbeck rehace la
redacción de Thomas Malory en el siglo XV inglés con una prosa deslumbrante. Y,
desde luego, con una fascinación total –y también documentada– casi como Borges
en su pasión por las sagas escandinava y germánica. No son relatos históricos al
uso, sino verdaderos intentos de recrear la atmósfera de un mundo. Claro que
Steinbeck anota, por ejemplo, que para los nobles medievales los plebeyos eran
como las vacas, un “pequeño detalle” que Borges no hubiera percibido nunca y que,
lógicamente, no aparece nunca en sus relatos “épicos”.

4. Pero retornemos de nuevo a ese 1952 en que ve la luz Otras Inquisiciones: las
titula así, indicábamos, porque en los años veinte había escrito Inquisiciones, aquel
texto que luego rechazó. Evidentemente aquí hay un juego (de humor negro) muy
tipificador de la escritura de Borges: el hecho de jugar con la palabra inquisición,
palabra siniestra porque perseguía y quemaba los libros. Pero también significa
interrogarse sobre algo. Y en efecto, de algún modo, en Otras Inquisiciones Borges
nos señala que quizá la cifra secreta, el enigma de toda literatura radique en eso, en
interrogar, en ensayar. Si la literatura no es interrogación ni ensayo, no es nada. De
ahí que en estos textos se mezclen tanto la prosa como la poesía, el sentido crítico y
el metafísico, es decir, todos los elementos que Borges trató de incorporar a su
literatura.
Algo que nos engarza con las cuestiones de fondo de nuestro mundo actual. La
literatura desde el siglo XVI ha significado la búsqueda de unas formas de la
construcción del yo. Si no hay problemas, no hay contradicciones; si no hay
contradicciones, no hay enunciados, es decir, no hay de qué hablar y, por tanto, no
hay qué leer ni qué escribir. Podríamos considerar que la literatura es un ensayo
sobre el yo, una forma de lo que le falta al yo para construirse, para decir yo soy. Es
en este sentido en el que los ensayos de Borges son fascinantes, porque sigue al
padre del ensayo, al creador del término: cuando Montaigne en el prólogo de sus
Ensayos afirma que el tema de su libro “soy yo”, está haciendo algo increíble, está
mostrando el yo objetivado. Si el yo está “afuera”, no puede decir “yo poseo la
escritura” o “yo soy su propietario”.
Así, nos encontramos con un problema clave. Si Borges sigue a Montaigne en sus
ensayos, en el yo objetivado, nos podemos explicar algunas de sus bases: el yo
objetivado, anotábamos, corre siempre el peligro de ser el doble, el otro, de ser el
enemigo, de ser el espejo... porque estos elementos muestran que el doble es uno
mismo o que uno mismo no es nada, no es más que reflejos de reflejos.
Por eso, es inevitable la pregunta: ¿existe Borges o es un invento?
El riesgo estriba en que la escritura nos muestre que el yo, nuestro yo, tiene los
pies de barro, está siempre partido por la mitad o en fragmentos. De ahí la afición de
Borges al fragmento, no a la norma sino al caso. ¿Sabemos lo que escribimos?
¿Sabemos lo que leemos? ¿Sabemos qué es el yo? Esa es la interrogación o
inquisición de Borges. Todos los problemas sobre la verdad de la escritura y la
escritura de la verdad nos conducen siempre a una interrogación: ¿entonces qué? Si
no somos nada, ¿entonces qué somos?
Otra variante: se supone –y Borges lo recoge– que Coleridge escribió el poema
“Kublai Khan” al despertarse de un sueño, pero que llega una visita y cuando
Coleridge regresa a la mesa de trabajo ya no se acuerda del sueño. ¿Fue el sueño
verdad? ¿O es simplemente un ensayo que Borges hace sobre el ensayo que hizo
Coleridge para hacernos creer que había escrito un sueño?
Lawrence Sterne con Tristham Shandy construyó la mayor burla sobre la literatura,
la vida y el lector. El protagonista nos cuenta su vida desde el interior del vientre de
su madre, es decir, no la ha vivido pero sabe lo que va a ocurrir, lo que está
ocurriendo “fuera”. Esto tiene un sentido trascendental (a la vez que un sarcasmo
atroz), el mismo que la obra de Borges: ¿es la escritura verdad o es sólo un ensayo?
Decíamos que El zahir representa lo inolvidable. Estamos al borde de la locura y
en esos momentos Borges se entera de que la hermana de la chica de la que se
había enamorado se halla recluida en un manicomio por culpa del zahir. Es decir,
también el personaje (Borges) está a punto de volverse loco, con sólo una manera de
evitarlo: pensar y repensar la moneda hasta poder desgastarla, hasta dividirla,
hacerla desaparecer. Esto es, Borges se convierte en un materialista ontológico: las
ideas son materiales y, si puedes materializarlas a fuerza de pensarlas, puedes
conseguir salvarte de la locura. Por eso, hay que convertir las ideas en acciones, en
lucha material. Por eso, para Borges la literatura, como las ideas, es una forma de
vida.
Pero ¿pueden las ideas matar?
El tema de lo inolvidable es clave en determinados cuentos perfectos de Borges,
por eso el zahir puede ser muchas cosas. Por ejemplo, inolvidable puede ser El
Aleph (donde se mezclan la sátira de la literatura argentina de la época y ese sentido
trágico de lo inolvidable); inolvidable es la clave de Funes el memorioso, el niño que
tras sufrir un accidente necesita un día entero para recordar un día. Cuando Borges
le regala un diccionario de latín, después de tres días el niño se lo sabe de
memoria... El terror está amenazando a cada instante: ¿es posible imaginar un
mundo donde nada se olvidara?
El problema básico de Las mil y una noches es que nunca acaba; Borges sentía
fascinación por este libro, es el símbolo de la escritura y también de la lectura.
Sherezade cuenta historias hasta el delirio para evitar su muerte. Y que la literatura
es una forma de vida se muestra en la última noche, cuando Sherezade le muestra al
sultán el niño que ha tenido. Esto supone mantener viva la memoria del sultán. Es la
posibilidad infinita de reproducir lo finito. Esta es la clave de los cuentos y ensayos
de Borges.

5. Sólo hay dos veces en que el fin aparece como fin de las lecturas. Las habíamos
señalado: ¿cuándo se van a acabar las lecturas de Don Quijote? Evidentemente
nunca, pero Borges ensaya ese fin en Pierre Menard, autor del Quijote. Igual ocurre
con las lecturas de Martín Fierro. Había matado a un negro en un baile: “Vaca...
yendo gente al baile”, dice Fierro refiriéndose a la acompañante del negro. “Más
vaca será tu madre”, le contesta el negro a Martín Fierro y por eso Fierro lo mata.
Borges retoma este tema: ahora es el hermano del negro el que mata a Fierro. Así
se acaba con la memoria de Martín Fierro; hay cosas que resulta necesario olvidar:
Fierro en la memoria de los argentinos. Hay cosas que hay que pagar: una muerte
estúpida, un remordimiento callado.
Pero ¿qué ocurre si lo inolvidable es una mujer, en cualquier sentido? De ahí,
decíamos también, La intrusa o Emma Zunz: o hay que matar a la chica o sólo si la
chica vive el horror se purifica. Sólo matando a otro hombre Emma Zunz salva el
horror que el padre le hizo a la madre, es decir, ella misma. Lo inolvidable es: ¿se
puede refutar el tiempo? ¿O al menos escamotearlo? Por eso, el famoso final de
Emma Zunz es muy significativo: todo el discurso del horror se funde con el discurso
empírico, es decir, la banalidad de buscarse una coartada.
Ese final nos lleva de nuevo al problema del nombre que ya hemos analizado a
través de El espejo de los enigmas, El Sur, John Wilkins y La escritura del dios. La
cuestión del nombre es obviamente decisiva en El Sur, ese cuento que se ha leído de
mil maneras (olvidando quizá que es literatura), pero al que quizás falta enmarcar
dentro de un cierto fracaso literario de Borges. Para explicar esto habría que
remontarse a los gérmenes del peronismo en los años veinte en Argentina y, sobre
todo, en Buenos Aires. Tres nombres son fundamentales. Desde el año 1925 a 1936
existe una guerra literaria que hoy nos resulta casi insignificante. Sin embargo,
cuando vemos lo que se está jugando por debajo, observamos que hay un problema
de identidad, la identidad argentina. Es la continua pregunta ¿quiénes somos? o
¿quiénes queremos ser? Entonces la polémica literaria es sólo la punta de un
iceberg. Lugones se había convertido en un nacionalista absoluto y con un valor
cultural básico: nosotros los criollos vs. los emigrantes. Es verdad que desde 1853
en la Constitución argentina se había promovido la emigración para poblar la pampa.
Se establecen las leyes de Residencia y la llamada “ley Mordaza” para sujetar a los
emigrantes, es decir, el emigrante que proteste se va a la calle (y había unos cuatro
millones de emigrantes). Además, había una segmentación clarísima, no tanto los de
Florida y los de Boedo (éstos querían integrar a los emigrantes mientras que
Lugones y compañía los consideraban ciudadanos de segunda clase). La revista
donde se plantearon estos problemas a nivel literario era Martín Fierro, una revista
de vanguardia o, según Federico de Onís, una especie de citramodernismo
(conservadores) vs. el más abierto ultramodernismo. Lugones era un citra–
modernista, que no se esperaba el agosto de 1926, fecha clave para esta cuestión
en Borges. Éste había escrito en la segunda etapa de la revista Proa una serie de
artículos terribles contra Lugones, pero también había aparecido el tercer nombre:
Güiraldes.
Por supuesto, Güiraldes era un chico alto, guapo, con mucho dinero, se había
educado en París, etcétera. Llega de París a Buenos Aires casi al mismo tiempo que
Borges desde Madrid, se hacen muy amigos, Borges visitaba mucho su casa. Ambos
emprenden una tarea que nos explica muchas cosas: la tarea del criollismo universal
frente al criollismo “paleto”. Prevalecen por una parte el gaucho pampero,
básicamente Don Segundo Sombra, lo más famoso de Güiraldes, y “el compadrito”,
el “arrabal”, etcétera. En agosto de 1926 se publican dos libros: Don Segundo
Sombra (sobre un gaucho que existió) y el libro que Borges luego intentó quitar para
siempre de en medio, El tamaño de mi esperanza.
Lugones hizo una jugada genial: se dio cuenta de que Borges y Güiraldes iban
contra él y no renegaban del criollismo, sino de la retórica citra–modernista. Divide y
vencerás: en la revista Martín Fierro, Lugones escribe lo mismo que Borges en El
tamaño de mi esperanza, es decir, Don Segundo Sombra es el criollismo necesario
(y se incluye a sí mismo). Lugones apostó en serio por quien más poder tenía: hizo
una crítica laudatoria de Güiraldes y no de Borges. Resultado: antes de ponerse en
venta, el texto de Güiraldes había vendido veinticinco mil ejemplares, fue un éxito
absoluto, Don Segundo Sombra se convirtió en el símbolo nacional, mientras que
Borges vendió unos quinientos ejemplares de El tamaño de mi esperanza.
En 1936, cuando Borges sufrió el golpe en la cabeza, al recuperarse decíamos,
escribió Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y El Sur, un cuento sobre la pampa, que es quizá
el resultado de aquel fracaso literario que supuso El tamaño de mi esperanza. De
ese tremendo fracaso de Borges, que lo dejó mudo, surgió el otro Borges. El Sur es
el resultado de una venganza contra su propia escritura. Quizá con Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius encontró su escritura y, por eso, decidió vengarse7. Quizá por eso no
publicó El Sur en la segunda antología: la antología es el género literario por
excelencia, sin antologías no existiría la literatura, existiría la expresión. Y es que El
Sur era ya su propia antología, condensando toda la recurrencia de los temas
borgeanos:

6. Decíamos que en Tlön... Borges elige el mismo ejemplo que expone Hume: el
ejemplo de la cerilla, esto es, causa–efecto o cerillas–llamas–humo del bosque–
cenizas. Borges utiliza este ejemplo como clave en el pensamiento literario de Tlön.
Según Hume, cualquier conocimiento, cualquier manifestación artística depende de
simetrías y diferencias, de lo particular y de lo universal. Es el problema del tiempo:
¿el tiempo es uno o instantes sucesivos?
Señalábamos que Juan Dahlmann es el protagonista de El Sur. Y por ser
germánico– romántico prefirió ser argentino. La mitad del cuento es pura
autobiografía. Juan Dahlmann sufre ese famoso accidente (golpe con la ventana y
consecuente septicemia). Si añadíamos que Ulrica o La intrusa eran los únicos
relatos eróticos de Borges, El Sur es el más sensual: en la primera parte porque no
hay vida: iba a recoger su ejemplar de Las mil y una noches cuando sufre el
accidente y, a partir de aquí, el sufrimiento corporal, las imposibilidades producidas
por el accidente se convierten en el primer infierno, descrito de forma exhaustiva.
Ahora sólo nos importa recalcar esto: El Sur, insisto, es el texto más sensorial de
Borges. Cuando se recupera, se dirige a la estación y va reconociendo olores,
colores, dibujos... Al llegar a la estación toma un café y le echa azúcar y por primera
vez vuelve a sentir el sabor del café y del azúcar. Cada sensación mínima se percibe,
hasta acariciar a un gato negro en el café, que es un signo como el zahir. Hasta aquí
la primera parte del relato.
En la segunda parte (dejarse vivir), sube al tren y saca Las mil y una noches para
poder leer, como una venganza contra su infierno anterior. Pero el paisaje lo conduce
a ese “dejarse vivir” del que hablaba Borges. Aquí estamos viendo el cuerpo de la
escritura. El no leer, el vagón que se transforma, la estación de destino que no
existe; la cena: sardinas y carne asada que traga con vino tinto; las migas de pan
que provocan el desafío de los jóvenes borrachos; el viejo sur vestido de viejo
gaucho: la sensorialidad se hace completa en Borges. Y en ese momento aparece el
nombre, puesto que el tabernero dice inesperadamente: “Juan Dahlmann, te están
desafiando”. En ese momento él se da cuenta: si hubiese sido cualquiera, se habría
marchado. ¿Cómo es posible que conozcan su nombre? No lo sabe, pero sí sabe
que ya no se puede ir. El tabernero añade: “Va desarmado”. Y el viejo gaucho le
lanza aquel cuchillo que recoge Juan Dahlmann. Lógicamente nos acordamos: Juan
Dahlmann eligió ser argentino, eligió el sur cuando salió del infierno, ha elegido su
destino, sólo que elige la muerte: “...las secretas leyes/ que rigen este sueño, mi
destino”. Juan Dahlmann no sabe cómo se mata, pero ¿y si no lo matan? Qué más
da: ha elegido su destino y tiene que cumplirlo.
También hemos indicado cómo en La escritura del dios el sacerdote azteca ya no
podía ser el mismo. Juan Dahlmann, al oír su nombre, se da cuenta de que es parte
del sur. Como el sacerdote también forma parte de un mundo que se ha hundido. En
La escritura del dios o en El Sur vemos el cuerpo de la escritura. ¿Se puede inventar
una escritura o un lenguaje que no sea directamente sensorial, que no sea una
escritura del cuerpo o el cuerpo de una escritura?
Quizá es lo que imaginó Hume, o Descartes, o acaso John Wilkins: un lenguaje que
estuviera al margen del mundo pero en el que cada signo fuese significativo de ese
mundo. Pero ¿es posible un lenguaje separado del mundo, un lenguaje que no sea
corporal? Quizás Borges (y por supuesto sin saberlo) se estaba colocando en el
intersticio de los dos Wittgenstein: el lenguaje como límite de “su” mundo, o bien, al
contrario, el mundo como sustentador de “los juegos de lenguaje” del lenguaje
ordinario, cotidiano. Sólo que esos “juegos de lenguaje” en Borges se suelen volver
atroces porque el mundo es atroz. Quizá sea esto lo que se plantee en El espejo de
los enigmas. ¿Qué significaría ver de verdad? Todos los enigmas de Borges están
aquí concentrados. Si el espejo es abominable porque nos reproduce, porque duplica
un yo que no somos nosotros, entonces ¿qué habría detrás del espejo? ¿La
escritura del dios, el jaguar? ¿Seríamos nosotros mismos? Pero ¿qué significa ser
nosotros mismos?
En suma: la escritura de Borges intenta tener sentido en sí misma, puesto que el
universo no tiene sentido. Pero no pasa del como si. Escribir como si el tiempo fuera
refutable. Ya que no lo es, conviene actuar como si lo fuera: es decir, transformar el
tiempo en espacio. Pero ¿se puede imaginar un presente continuo? Borges habla del
horror de La flecha de Zenón. ¿Podríamos soportar un mundo de flechas continuas,
de presentes continuos donde la flecha no se moviera? Solo que la flecha se mueve
y, por eso, no sabremos nunca si Borges se ha convertido ya para nosotros en un
pre–juicio inevitable e incluso si Borges se merece el fervor que le otorgamos. ¿O
simplemente ese fervor proviene sólo del “divertimento” de descubrirle las trampas,
los trucos obvios, quizás como al Hitchcock de Vértigo o de Con la muerte en los
talones?
Claro que el desafío de Borges es en cualquier caso obvio. Nos dice: yo creo que
sé de qué hablo cuando hablo de literatura, ¿lo sabes tú? Insisto en que ese desafío
es muy similar al de Hitchcock, sólo que la pérdida del fervor nos puede llevar a una
literalidad mucho más sencilla: ¿sabemos de qué hablamos cuando hablamos de
literatura o de cine? O algo más horrible aún: ¿en verdad lo sabían esos sabios a los
que hemos llamado Borges o Hitchcock? ¿O únicamente eran pura mecánica técnica
en determinados momentos?
Lo sospeché al ver por enésima vez alguna de las películas de Hitchcock, pero
desgraciadamente lo he sospechado mucho más al leer Ulrica de Borges, esa
imagen sexual que inútilmente el viejo Borges final trataba de re–convertir en su
mejor cuento. Triste esfuerzo, repito, cicatriz visible: Ulrica es un mal cuento y el no
menos malo afán de Borges por reivindicarlo (esa cicatriz) quizás me recuerda al
menos aquel verso magistral de Evaristo Carriego: “Caprichos de hembra que tuvo la
daga”.
Caprichos –no gratuitos– del último Borges y de una escritura encontrada y
perdida, perdida y encontrada, hasta el derrumbe o la gloria, como en los versos de
Eliot.
¿O se trata, simplemente, de las trampas de la lectura?
[7] Finalmente Borges se reconcilió con Lugones. Pero no fue su único fracaso público ni su única venganza.
Cuando en los años 4o se le otorgó el Premio Nacional de Literatura en Argentina a Eduardo Mallea en vez de a
Ficciones, se le pidió a Borges su opinión sobre Mallea. Se limitó a responder: “Ah, sí... Eduardito, nos conocemos
desde muy jóvenes. ¡Qué bellos títulos tiene! La bahía del silencio, Todo verdor perecerá... Pero ¿por qué luego su
manía de añadirles un texto?” Ese era el Borges inimitable, claro.
VI. Epílogo: las trampas de la lectura
(o un escritor anotado por su editor)

He tratado en suma de mostrar que la lectura es tramposa y que, en efecto, esconde
sorpresas y sospechas en cada esquina. Y pondré otro ejemplo ahora ya mucho
menos distanciado pero quizá mucho más arduo: el relato Deutsches Requiem de
Borges, cuyo último párrafo comienza diciendo: “Miro mi cara en el espejo para
saber quién soy”. Y este sí que es un signo del mito de la lectura, a la que Borges,
como ya hemos recordado de sobra, consideraba algo mucho más civilizado que la
escritura8.

1. ¿Por qué proponer este cuento (ensayo/relato) como un desafío para la lectura?
Sencillamente: a) quizá porque implica un ritual casi nietzscheano que comienza con
un nombre propio y termina con ese “yo, no”, mirándose, decimos, en el espejo. En
suma, un “yo lector–de–sí–mismo” que es en el fondo la clave de nuestra
investigación. Carlos Fuentes, en otro contexto, ha resaltado un planteamiento que a
veces parece obvio y que se repite sin cesar, pero que puede deshilacharse
fácilmente: “Cada libro es un ente inagotable y cambiante (...) porque,
constantemente es leído. El libro es un espejo que refleja el rostro del lector”. Una
vez más vemos como esta imagen del libro/espejo parece recoger todos los lugares
comunes a propósito de la lectura, y que, sin embargo, con una sagacidad no
inesperada Borges sabe hacer añicos. En principio, porque en Deutsches Requiem
Borges nos propone la lectura de un texto ya “leído” previamente y en cierto modo
distorsionado por las cuatro notas a pie de página que coloca su supuesto editor. Se
me podrá decir que son pocas notas, pero es que el relato/ensayo Deutsches
Requiem apenas tiene más de cinco páginas. Y b) porque como casi siempre (o al
menos hasta El libro de arena) Borges nos plantea aquí nada menos que la
distorsión básica de cualquier lectura. Esta distorsión: cómo funciona la verdad “del”
texto y como funciona la verdad “en” el texto. Y todo ello a propósito –nada menos–
que del problema del Nazismo y el Holocausto.
Deutsches Requiem admite varias lecturas, pero comencemos esbozando su
trama para poder rumiarlo desde cualquier prisma. Se trata de un texto escrito por
un nazi, subdirector de un campo de concentración, la noche antes de ser ejecutado
al final de la segunda guerra mundial. Digamos que frente al Lukács de La
Destrucción (o el asalto) a la Razón –un libro magnífico por otra parte– Borges trata
de comprender la racionalidad nazi. Y en efecto nada más racionalizado y más
estructurado que la lógica política, militar y aniquiladora del nazismo. Incluso en el
sentido de identificación global con la mayoría del pueblo alemán: Hitler consolidó
definitivamente su poder con el casi 80% de los votos. De ahí el título alegórico de la
obra de Borges: no requiem nazi sino requiem alemán. Pero todo eso tiene que
“individualizarse” en el texto y por ello la genealogía personal que Borges nos
presenta a través del narrador que va a morir. En el fondo un símbolo de cómo los
valores alemanes tradicionales “cuajaron” en el nazismo y, muy en especial, cómo
cuajó a la vez el odio al judío hasta la solución final, es decir, el asesinato colectivo.
El relato es pues una especie de autobiografía vital/ intelectual donde el personaje
escribe no para que “lo perdonemos” sino para que lo comprendamos. El tribunal lo
había juzgado por torturador y asesino y –según nos dice– el tribunal actuó con
rectitud (es genial esta alusión a propósito del respeto pequeñoburgués sobre la
legalidad: un latido neokantiano que Borges sabe captar perfectamente). El
personaje se limitó a declararse culpable y a no hablar más durante el juicio. Ahora
sin embargo nos lo cuenta todo: quiere que lo veamos como un símbolo de Alemania
y del futuro del mundo, “un símbolo de las generaciones del porvenir”. Su ejecución
será de hecho un triunfo, al igual que la aparente derrota del nazismo. ¿Por qué?

2. Esta es la urdimbre del relato que hay que observar paso a paso. Como en
cualquier autobiografía, el autor comienza por darnos su nombre: Otto Dietrich zur
Linde. La imagen de los Tilos (Linde) nos envuelve ya en la mezcla de atmósferas
rural y urbana en que se forjó el nazismo. Los tilos no nos remiten únicamente al
bosque rural, a las raíces de la tierra natal, sino igualmente a la famosa Avenida o
Boulevard berlinés (Unter den Linden), el lugar donde los nazis solían realizar sus
concentraciones más gloriosas. Pero el nombre no está aislado: a parte del Dietrich
(sobre el que volveremos), se nos arrastra toda una cadena de antepasados, una
genealogía de héroes militares alemanes. El nombre del asesino no está pues solo
sino engastado en todo ese collar genealógico, las verdaderas sombras que le
acompañan –a él y a Alemania–. Es sabido que trazar la propia autobiografía
mezclándola con la leyenda de los antepasados implica un procedimiento que Borges
utiliza a menudo, (sobre todo en su poesía, pero también en su prosa: desde
Evaristo Carriego a El Sur por ejemplo); pero en este relato lo importante son las
omisiones y los huecos simbólicos. Y resulta sintomático que la primera omisión
aparezca ya en este registro genealógico y en la primera nota a pie de página del
anónimo editor del texto. La nota de lectura del editor (que se supone ayuda a
completar el texto para mejor comprehensión del lector) dice así: “Es significativa la
omisión del antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta Johannes
Forkel (1799–1846) que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología...” Creo que la
nota borgiana es fundamental, puesto que Borges va a hacer lo mismo en el resto del
texto, aplicar la dialéctica hegeliana (pero también la negatividad de Nietzsche: una
oposición a vida o muerte sin posible síntesis, en este caso entre los judíos y los
alemanes) y es así como hace funcionar a la voz del narrador9. Si esa voz ha omitido
a alguien de su línea materna es obviamente porque no encajaba en esa cadena
engastada de héroes militares en la que él mismo se incluye. Pero tras tal obviedad,
quizá haya algo que se oculta más sutilmente. Creo (pero es sólo una suposición)
que quizá Borges está volviendo aquí al primer “teólogo y hebraista”, el primer
discípulo de Hegel que utilizó en efecto el Hegelianismo para aplicarlo a la cristología.
Me refiero a David F. Strauss y a su Vida de Jesús publicada en 1835. Esa Vida de
Jesús provocó una conmoción tremenda tanto en los ámbitos luteranos como en los
católicos, y fue la primera lectura de los Evangelios como conjunto de símbolos,
mitos y alegorías, una lectura volcada hacia la interpretación hermenéutica (Strauss
fue también discípulo del padre de la hermenéutica “moderna”, Schleiermacher), en
suma, volcada hacia la Fe más que hacia el biografismo historicista. A esta posición
empezaría a llamársele Modernismo (que en efecto fue en principio un término
religioso), condenado por el Syllabus de Pío IX, y sobre todo algo asimilado,
decimos, y destrozado (en otro sentido claro está) por Nietzsche en sus
Consideraciones intempestivas y en la Genealogía de la moral. Marx y Engels en La
ideología alemana señalaron que con la lectura de Strauss (pues no se olvide que
estamos hablando de lectura), comenzó la corrupción del hegelianismo y todo se
convirtió en religión o abstracción absoluta; una descomposición del sistema
hegeliano que luego continuaría con Stirner, etcétera. No es plausible pensar que
Borges hubiera leído este comienzo de la Ideología alemana, pero sí es obvio que
estaba empapado de Nietzsche y Schopenhauer –como el propio protagonista del
relato, por otra parte– en ese 1946 en que publicó por primera vez el texto en la
revista argentina Sur, o sea, apenas un año despues de terminada la Segunda
guerra mundial (en 1949 Borges lo incorporaría a su primera versión de El Aleph).

3. Pero continuemos con la historia: el protagonista nos cuenta que la música y la
metafísica fueron las únicas pasiones que le permitieron afrontar una adolescencia
infausta (no se nos explica el por qué: otra omisión); en especial Brahms y
Schopenhauer, curiosamente dos pasiones de Borges. Para inmediatamente
señalársenos que también se refugió en la pasión de la poesía, sobre todo en
Shakespeare, al que el protagonista incluye en el vasto ámbito germánico (y esto sí
que es pura retórica nazi). Así pues Shakespeare, Schopenhauer y Brahms le
habrían apartado para siempre de la teología, pero está claro: el protagonista nos
indica lo que quiere que se sepa, él se maravilló con esas obras del mismo modo que
cualquiera que se haya maravillado con ellas. No es pues un anormal, sino muy al
contrario, alguien normal, inteligente y sensible. Y concluye: yo el abominable.
La trama da un giro a partir de aquí: hacia 1927 (el protagonista había nacido en
1908) entraron en su vida Nietzsche y Spengler. También en la de Borges, que nos
está contando la vida de un muchacho prácticamente de su edad. En principio la voz
se resiste a Spengler, pero sólo en matices, sólo para ser él mismo y no sentirse
influenciado por un contemporáneo. Es una manera de superar la inmadurez juvenil y
por eso se traslada a los clásicos: según el protagonista ese hombre fáustico de que
hablaba Spengler (simbolizándolo luego en Goethe) correspondería más bien al De
rerum natura de Lucrecio. Veremos que el detalle no carece de importancia. Pero la
fuerza de Spengler marca definitivamente al protagonista: ese sincero espíritu
spengleriano “alemán y militar”. Por ello, dos años después, en 1929, nuestro
personaje ingresa en el partido nazi... un buen momento por cierto, los comienzos del
triunfo del nazismo. Y también los comienzos de un “tiempo nuevo “y de los “hombres
nuevos”. Es curioso que nos diga que tiene valor pero no vocación de violencia (la
palabra va a ser clave) y que odiaba a sus camaradas individualmente. Pero que,
como en el inicio del Islam o el Cristianismo, lo que importaba era el bloque de la fe y
no los individuos. Por eso anheló la guerra, por eso temió que la cobardía de
Inglaterra o Rusia “negaran” la guerra, por eso quiso ser un guerrero como sus
antepasados. En un ataque callejero nazi contra la sinagoga de Tilsit recibió unos
disparos que obligaron a amputarle las piernas. La tercera nota del editor (la
segunda la veremos después) es decisiva en este aspecto: “se murmura que las
consecuencias de esa herida fueron muy graves”. Es decir, que quedó castrado10.
Obviamente el miedo a la castración y el miedo a la pérdida del Nombre del padre
son algo similar en términos freudianos (o psicoanalíticos en general) y quizá ahora
comprendemos mejor el porqué del aferramiento del protagonista a los nombres de
su linaje. Aunque con un matiz clave: esas balas judías de la Sinagoga le van a
impedir ser el soldado que soñó, pero no le van a impedir ser mejor incluso que su
propio linaje militar. Pocos días después de que su destino cambiara, las tropas
hitlerianas invadían Bohemia. Era marzo de 1939, de hecho uno de los comienzos de
la Segunda guerra mundial. El personaje no está en el ejército sino en el hospital,
tratando de olvidarse de sí mismo a través de la lectura de Schopenhauer (como se
ve, el relato es una continua alusión a la lectura). Si en El Sur Borges utiliza a un gato
negro como símbolo del destino de muerte, aquí utiliza a otro gato como símbolo de
la castración y de todas las fisuras que el destino ha introducido en la vida de Otto:
“Símbolo de mi vano destino, dormía en el borde de la ventana un gato enorme y
fofo”. Evidentemente sólo los gatos castrados pierden su propia agresividad para
convertirse en un ovillo fofo, en un eunuco.

4. Inesperadamente leer a Schopenhauer (Parerga und Paralipomena) no se
convierte en un refugio consolador sino en una revelación. Es clara la influencia
nietzscheana en un Borges que siempre admiró a Schopenhauer: aquí resalta esa
capacidad de fascinar, e incluso la fascinación de la multiplicidad de lecturas.
Schopenhauer, como Nietzsche, pueden ser leídos de mil maneras, fascinar por
supuesto a un nazi pero, mucho ojo, dentro de la tradición alemana11. Esa lectura en
el hospital se transforma así para el personaje en una especie de caída del caballo:
por eso cita inmediatamente a San Pablo y a la tradición cristiana. Esto por un lado:
como si Schopenhauer le hubiera revelado que de hecho fue él mismo (Otto Dietrich)
quien buscó su propio destino, quien forjó la aparente ignominia de sus heridas y su
mutilación, la ignominia pues de no poder ser soldado (la castración en la cadena
familiar, etcétera.). Pero ahí radica la clave: ser soldado es ser sólo un mártir más
(lo habían sido sus antepasados). A él le correspondía un destino más frondoso y
por eso se lo buscó: morir en la gloria de la batalla es fácil; lo difícil es vivir a cada
hora una religión y extender definitivamente sus bases. Evidentemente aquí hay
trampas aunque sean válidas para el relato. San Pablo es el símbolo ecuménico y
global del cristianismo, el que acabó con su estricta judeización (¿el que quizá hizo
triunfar al pueblo de Israel, como nos había dicho Nietzsche?)12. Pero no importa:
para nuestro protagonista el cristianismo es un hecho troncalmente judío y –además–
esa pretendida religión cristiana del amor tiene que ser “superada” por la religión de
la espada y de la violencia que es el espíritu del nuevo mundo y del nuevo orden del
hombre nuevo. El “nuevo orden” será orbicular y perfecto. Orbicular no es por
supuesto el mejor adjetivo que se le podría haber ocurrido a Borges, pero en cierto
modo encaja en la retórica de un nazi que nos dice que a fin de cuentas Hitler luchó –
sin saberlo– no sólo por Alemania sino por toda la civilización global posterior. La
derrota hitleriana (y de Alemania) se habría transformado o encarnado de hecho en
una resurrección, en un triunfo: el triunfo de los aliados, el mundo del futuro, el más
violento que jamás podría imaginarse. Hay más inflexiones previas: Mientras se
envolvía en su nueva piel, nuestro personaje había sido nombrado subdirector del
campo de concentración de Tarnowitz (como siempre, Borges lo precisa todo: el 7
de febrero de 1941). Allí tiene que luchar contra el peor enemigo, contra la “piedad
insidiosa”13. Sobre todo ante otro símbolo: el poeta judío David Jerusalem,
encerrado en el campo de concentración. Resulta sintomático hasta que punto
Borges se identifica –inevitablemente– con este escritor que es casi un espejo, a su
vez, del torturador. Fijémonos en algunos detalles: Jerusalem no era alguien como
Withman, cantor del universo en abstracto, sino que Jerusalem: “se alegra de cada
cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones ni catálogos”. Y si esto
es “puro Borges”, no menos lo es la afirmación siguiente. Nuestro nazi se sabe de
memoria los exámetros del poema de David Jerusalem titulado Tse Yang, pintor de
tigres. Y añade Borges: “que está como rayado de tigres, que está como cargado
de tigres trasversales y silenciosos”. Si pensamos que los tigres (o los jaguares) son,
como su variante los “gatos”, un eje clave de la peculiar zoología literaria de Borges
(así como su mundo chino: Tse Yang), no nos puede caber duda de que Borges se
desdobla en el espejo de ese poeta judío condenado –como en cierto modo nos
había dejado atisbar el esbozo del desdoblamiento de sus propias imágenes
adolescentes similares a las del nazi–. Es obvio que Borges estructura este relato a
través de una ambigüedad brutal. Puesto que si Nietzsche, Schopenhauer, etcétera.
fueron una continua pasión suya (desde su juvenil educación en Ginebra) no menos
obvio es que siempre amó la cultura judeo–laica. Y ello por una cuestión magnífica
que es la que venimos deletreando. Es decir, su pasión de lector. En este sentido su
envoltura hebraica en la pasión cabalística por la lectura (y la escritura), por descifrar
las letras hasta el punto de llegar a crear con ellas un hombre, el Golem. Al principio
de la nota cuarta y última del editor se nos indica que acaso David Jerusalem no
existió, que quizás fue un símbolo de tantos “intelectuales judíos” que fueron
torturados en Tarnowitz por orden de Otto; pero al final de la nota se nos añade que
David Jerusalem murió el primero de marzo de 1943 y que el primero de marzo de
1939 fue el día en el que el narrador resultó herido en el ataque a la Sinagoga.

5. Sin duda algo nuevamente muy borgiano: esa simetría entre los dos primeros de
marzo posee un sentido alegórico indudable: “A la realidad le gustan las simetrías”,
solía decir continuamente el Borges más audaz de los años 40–50. Solo que a partir
de aquí el problema de la lectura que venimos rastreando se nos convierte en
diabólico. ¿En qué sentido? En múltiples: Borges nos insinúa continuamente la
multiplicidad de lecturas. Borges, en su adolescencia similar a la del nazi, ha leído
prácticamente los mismos autores fascinantes que han fascinado al nazi. En su
primera madurez plena, a la hora de redactar este relato, Borges lee –y construye–
al poeta judío como un desdoblamiento de sí mismo. La solución es nada, o
simplemente la inevitable aniquilación. Me explico en seguida: si Borges nos había
hablado de la dialéctica hegeliana como una posibilidad de síntesis, es decir, superar
conservando lo superado, negar al pueblo judío para que el pueblo alemán se
superase conservando sin embargo su derrota e incluso la capacidad de lectura
judaica, si esto era así en la revelación del destino del nazi, ahora, por el contrario
cualquier “Aufhebung” es imposible. Ese sería el auténtico sentido de los campos de
aniquilación, la inevitable solución final. Curiosamente una solución nietzscheana,
puesto que en Nietzsche, repito, la síntesis es imposible. No puede haber síntesis
entre lo uno y lo otro: en consecuencia para nuestro nazi no puede haber síntesis
entre lo alemán y lo judío. O el uno mata al otro o no hay solución posible. Situado en
esta increíble niebla de ambigüedad, es quizá desde donde Borges escribe este no
menos increíble Deutsches Requiem. Aunque inevitablemente tenga que enfrentarse
al horror de la lectura, inclinándose hacia una de ellas. Que la lectura sea un horror
(por ejemplo la lectura de los nazis sobre los judíos) parece una contradicción
respecto al Borges que denominaba a la lectura como lo más civilizatorio. Pero ahora
no tiene más remedio que elegir y tiene que elegir la lectura otra, “la lectura del judío”
que sólo se fija en la verdad de las cosas, en el enigma de las letras y de su
combinación con los números. Si como sabemos, El Aleph es la primera letra del
llamado alfabeto hebraico, no podemos olvidarnos de que en Emma Zunz (ese otro
extraordinario cuento judaico de Borges), Emma al final mata psíquicamente a su
padre que se había llamado exactamente igual que ella Emma(nuel) Zunz. En nuestro
relato el personaje lucha contra la piedad y la comprehensión intelectual que le
provoca David Jerusalem. No quiere que se convierta en su Zahir, en una locura
obsesiva respecto a él. Es una cuestión horrible para tratar de evitar la fusión de
lecturas, para tratar de evitar la síntesis. La lectura no es siempre buena, puede ser
una amenaza: si un nazi comprende la lectura de un judío, si ambos se identifican en
la gran literatura o en la música, entonces podría surgir la síntesis y cualquier
identificación “amenazaría”. Es inevitable, pues, evitar la síntesis: el alemán no puede
ser judío y el judío no puede ser alemán. Por eso se comenzó quemando los libros
judíos, poniendo la estrella de David en los trajes, creando los campos y –para evitar
el contagio sintético– la solución final de los hornos crematorios. Es la síntesis de
lecturas lo que aterra al nazi. Y por eso somete al poeta judío al régimen disciplinario
“de nuestra casa” (la imagen es inefable, porque la casa es el Campo) para luego
añadir simplemente: “y...” Los plásticos puntos suspensivos nos remiten a la tercera
nota del editor: “Ha sido inevitable, aquí, omitir algunas líneas” o sea, omitir las
torturas a las que David Jerusalem fue sometido, hasta que (y de nuevo las
precisiones de Borges) Jerusalem perdió la razón a fines de 1942 y consiguió
matarse en marzo de 1943.
El protagonista del relato nos dice que de hecho él murió con David Jerusalem, y
que si lo destruyó fue porque él quería destruir la parte oscura de su propia alma, su
parte “piadosa” o algo semejante a su flaqueza intelectual de lector: la lectura como
posibilidad de síntesis. Y así la última inflexión del relato nos retrotrae a la segunda
nota del editor, la que habíamos dejado en vilo. El propio editor (quizá parafraseando
al narrador) nos indica que si las otras naciones han vivido (“en sí y para sí” o sea,
hegelianismo puro), de forma tan material como los minerales o los meteoros, por el
contrario Alemania habría sido la conciencia del mundo, el espejo que reasume todo,
etcétera. Y así llegamos al final del relato. Dice el protagonista: “Se cierne ahora
sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya
somos sus víctimas. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el
yunque?”.

6. Obviamente una serie de síntomas se nos abren a partir de aquí: a) Es curioso
que Borges (o su personaje) no citen en este final ni a los USA ni a la URSS, los
verdaderos vencedores de la guerra, sino sólo a Inglaterra que era ya un “mundo
antiguo” fuera de cualquier orden nuevo; b) Es curioso de nuevo que Borges sin
embargo, sí acierte al hablar del nuevo mundo de la violencia: tanto a través del
capitalismo global de los USA como de la extraña estructura de estado de la
URSS14. c) Resulta no menos sintomático que Borges analice perfectamente la
retórica nazi, pero que otorgue ese sesgo tajantemente decisivo al final de su relato:
no ignora en absoluto (y objetivamente es lógico: el narrador tampoco lo ignora) la
nueva dialéctica de lecturas. Y me explico de la manera más fácil posible: de manera
asombrosa Borges intuye que la auténtica violencia es la del capitalismo, y que bajo
la superestructura de la retórica nazi reverberan los intereses reales que estaban
latiendo en el nazismo. Id. est, el nazismo como otra forma de capitalismo. Inglaterra
y Alemania podían haber sido dos enemigos mortales, pero sólo porque Inglaterra
había llegado antes a la revolución burguesa y Alemania había llegado después. Y he
aquí lo asombroso: si la lectura nazi y la lectura judía no pueden concluir en una
síntesis, la derrota de Alemania y la victoria de Inglaterra sí que concluyen en una
lectura sintética. El nazismo y el fascismo (o el franquismo en España) no sólo fueron
un estado de excepción del capitalismo liberal para hacer frente a su terror ante los
bolcheviques y la revolución mundial de los trabajadores, frente a la irracionalidad de
las ciudades y frente a la intelectualidad crítica marxista y socialista en general. Y de
ahí sin duda las mímesis en el espejo: la mímesis del nombre “nacional–socialista”
frente al internacionalismo socialista o proletario; la mímesis de los colores: el pardo
nazi, el negro fascista o el azul falangista frente al rojo internacional; la mímesis de
los gestos: el brazo extendido frente al puño cerrado. La imagen del espejo es pues
básica: el otro es mi enemigo, como señaló tajantemente un jurista tan básico para
el nazismo como Carl Schmitt. En su ambiguo pero sugerente libro Los espectros de
Marx, Derrida ha señalado cómo el propio Marx se vio obligado a enfrentarse a los
fantasmas de sus viejos amigos hegelianos, pero Derrida se olvida de que, en
nombre de Marx, el estatalismo stalinista forjó –con su socialismo en un solo país–
un doble espejo no menos terrorífico: por un lado acabar con el fantasma que era su
verdadero enemigo, es decir, el propio partido bolchevique y las propias masas que
habían hecho la revolución. Y en segundo lugar mirarse en el espejo capitalista para
impulsar el desarrollo ruso de “las fuerzas de producción” explotando a los propios
trabajadores pero sin dejarles un remanente para el consumo, sólo otorgándoselo
todo al estado en nombre del pueblo (ya que imaginariamente Estado y Pueblo
serían lo mismo y se habrían fundido en una fantástica síntesis a la vez hegeliana y
nietzscheana). Y sin embargo el espejo en que se movía Marx desde 1848 era muy
distinto. Como señala certeramente Francis Wheen: “El ámbito mundial en que se
mueve la McDonald´s o la Coca–Cola no le habría sorprendido lo más mínimo. El
traslado del poder financiero del Atlántico al Pacífico –gracias a la economía del
tigre asiático y al boom de la informática en la costa oeste de Estados Unidos– lo
había predicho Marx más de un siglo antes de que naciera Bill Gates.”15 d)
Respecto al holocausto está claro que no se entiende, como habíamos esbozado,
sin el nacionalismo –y no sólo alemán– organicista y positivista de la bisagra del XIX–
XX (sin dejar de lado toda la tradición católica de persecución al judío ya desde la
edad media). Decíamos así en esquema que en cualquier sistema democrático se
supone que el “yo–soy” te lo das tú mismo, que uno elige su libertad, su afiliación
sexual o política, etcétera. Es el sentido de la ciudadanía libre de que habló Renan
(aunque luego Renan se convirtiera en otra cosa). Pero en frente estaba el horizonte
de Herder: es decir, la clave de cualquier nacionalismo organicista (la clave del
pueblo sustancial), donde el “yo–soy” te lo da tu pertenencia a una sangre, un suelo,
una lengua, una etnia en suma que es la que te incluye o excluye. Por eso la pasión
del protagonista de nuestro relato borgiano intentando resaltarnos su inclusión en la
tradición alemana donde incluye al nacionalismo militar y excluye al teólogo hegeliano.
e) Es pues evidente que Borges juega así con esa dialéctica hegeliana que habría
usado el antepasado omitido por nuestro nazi según la primera nota del editor. Aquel
teólogo hebraísta y cristológico, etcétera. Lecturas, lecturas, lecturas... El poder de
la letra en el inconsciente ideológico y libidinal. El poder de la palabra como vida y de
la vida como palabra. Puesto que indicamos hasta que punto el relato borgiano
parece estructurarse según una dialéctica hegeliana bastante esquemática: en primer
lugar la identidad de los opuestos (digamos Alemania e Inglaterra; los nazis y los
judíos; Otto y Jerusalem); eso como tesis básica; luego la inevitable antítesis u
oposición entre ellos: la guerra y la aniquilación. Y por fin el triunfo definitivo del
nazismo al sintetizarse con la violencia aliada, una especie de Aufhebung, es decir,
una superación transformativa pero conservando lo superado. De modo que tanto
Otto como Hitler o Alemania habrían sido superados (vencidos), pero esa superación
conservará para siempre la larva de lo superado, el gusano de la violencia global que
será el germen del nuevo orden del mundo. Y es desde aquí desde donde quizá
surge la omisión más clara de todo el texto (y de casi toda la historiografía posterior
respecto al nazismo y los fascismos). Digamos la omisión del ¿quién paga?, del
¿quién pagó?
7. Es curioso que nuestros historiadores (literarios o no) hayan ignorado siempre ese
¿quién pagó?, quiero decir, la unión entre nazismo y capitalismo. Quién pagó las
divisiones de Hitler, quién pagó los veinte años mussolinianos en Italia, quién pagó los
cuarenta años de franquismo en España. He ahí precisamente la pregunta última
que, insisto, casi ningún historiador (casi ninguna lectura, puesto que de lectura
hablamos) ha llegado a analizar hasta el fondo. Y en este sentido habría que recurrir
de nuevo a la dialéctica entre evidencia visible y realidad invisible. Claro que en la
superestructura existió la retórica y el intelectualismo ideológico nazi y fascista, pero
quién sostenía la infraestructura última de ese sistema es algo que suele dejarse en
hueco, un entre paréntesis decisivo. Este: el nazismo y los fascismos no fueron un
sistema económico–social por sí mismos. Fueron exactamente, repetimos, unas
formaciones sociales capitalistas con una tipología superestructural que a nivel
político e ideológico no tenían nada que ver con la otra superestructura burguesa, la
del capitalismo democrático liberal. Sólo que esto obligaría a decir que el capitalismo
(nazi) pagó de hecho a los ejecutores del Holocausto, y eso no se podía decir. De
modo que se prefirió hablar de Totalitarismo. Es así como desde Hanna Arendt a
Tzvetan Todorov, todo el mundo analiza el nazismo y el stalinismo ruso como si
fueran la misma cosa. Está claro que a nivel superestructural pueden tener
determinadas semejanzas, sobre todo a propósito de la concepción del partido, del
jefe carismático, del Gulag, etcétera. Pero no menos claro resulta el hecho de que a
nivel infraestructural se trata de realidades completamente distintas, algo que el amor
de Hanna Arendt por Heidegger intentó encubrir bajo el aludido término global de
totalitarismo. Resulta claro que el comunismo jamás ha existido en tanto que
desaparición de la explotación de las clases y del Estado; resulta claro que se puede
discutir hasta el fondo sobre si el sistema ruso fue o no un capitalismo de estado
(aunque sin duda fue un horror y explotara a sus trabajadores a destajo), pero lo que
sí resulta inevitablemente cierto es que el nazismo y los fascismos fueron sistemas
capitalistas descarados y precisamente para salvar a esos capitalismos. De nuevo
deberíamos retrotraernos a la pregunta básica e inicial que habíamos esbozado,
pues la respuesta es obvia. Si se trata de preguntar quién pagó la superestructura
nazi y fascista, la respuesta no puede ser más que una: obviamente en Alemania las
grandes industrias y el capital financiero, todos aterrados por la presión obrera y por
la crisis capitalista del 29–30 (y la crisis de la república de Weimar). Y, por supuesto,
el mismo capital que iba a pagar todas las violencias cotidianas y todas las guerras
calientes o congeladas durante la época de la guerra fría, desde los años 50 hasta
los 80 del siglo XX (por no hablar de la prolongación bélica global en el siglo XXI y
sus posguerras: desde Yugoslavia a Irak o Afganistán).

Por eso el final del relato de Borges Deutsches Requiem (“Mi carne puede tener
miedo; yo, no) nos resulta imprescindible puesto que enlaza directamente con la
situación actual. Y quisiera esquematizarlo de una manera drástica. La situación
actual de nuestro mundo del capital no supone exactamente ese “yo, no” que
explicita el protagonista nazi de Borges. Sino una determinación mucho más extrema
y llevada hasta el límite: lo que hoy actuaría sería más bien el vacío del no saber
decir “yo–soy” 16, pues hemos “subjetivado” tanto el capitalismo (que antes era un
sistema histórico) que lo hemos convertido en nuestra “vida natural”: de modo que
estamos sumergidos en una vida sin historia y esas contradicciones nos anulan17.
Pero la violencia de que hablaba el protagonista de Borges no se refería ya a la
normalidad de la guerra sino a una cuestión ominosa mucho más directa: la
explotación de la vida diaria, incluso dentro del Imperio. Sacralizar a Auschwitz (como
hizo Adorno: ya no se podrá escribir igual después de Auschwitz) se ha convertido en
una banalidad. Apenas sin haberse dado cuenta de ello, el relato de Borges resulta
mucho más duro. Si el protagonista reivindica el triunfo del nuevo orden a través de la
violencia, resulta obligado señalar que el mercado–mundo actual es lo más
violentamente brutal que haya sucedido nunca. Parece como si Borges –su
protagonista– utilizara efectivamente la peor dialéctica hegeliana en el sentido de la
Aufhebung. Como si, según acabamos de señalar, el texto nos dijera “hemos
superado a los nazis pero conservando lo superado”. Por eso insisto en que esta
violencia de la imagen del “no–yo” (o no saber decir “yo–soy”) quizá debería ser la
clave de cualquier tipo de lectura de hoy. Y vamos a comprobarlo en seguida.

8. Pues, en efecto, nos habíamos dejado olvidado un pequeño detalle en el texto de
Borges a propósito del nombre del protagonista: Otto Dietrich Zur Linde. ¿Qué
significa Dietrich? En el prólogo a Historia universal de la infamia, en 1935, Borges
señalaba que sus primeros modelos narrativos venían del cine de Sternberg. Sin
duda el sistema de “cortar y pegar”, de “mostrar y omitir” es la clave del montaje
cinematográfico y, por supuesto, de ese expresionismo narrativo, esa luz íntima y
oblicua, clave en efecto en los relatos de Borges y en Sternberg. Cuando el director
eligió a una corista de segunda categoría, Magdalena (Marlene desde los 11 años)
Von Losch, como la imagen de “Lola–Lola”, la mujer destructiva de El ángel azul
(1930), la transformación fue completa y cobró importancia el apellido Dietrich. Así
surgió el mito de Marlene Dietrich desde Alemania a Hollywood. Cuando Borges elige
el término Dietrich para designar a su protagonista “infame” sin duda está haciendo
también un doble juego: obviamente Dietrich significa ganzúa en alemán. Pero a la
vez tiene otro significado cotidiano y doblado. No hace falta ser “experto” en esa
cotidianidad alemana. En la cuarta entrada del término “ganzúa”, el DRAE lo aclara
todo explícitamente: ganzúa si bien proviene del euskera (gantzua), en su sentido
germánico significa “ejecutor de la pena de muerte”18.

No creo que haya que darle más vueltas al nombre –o al símbolo– de Otto Dietrich
Zur Linde del Deutsches Requiem de Borges. Ni siquiera al de “Lola –Lola” de El
ángel azul. En ambos casos se trataría de una relación de espejos entre víctimas y
verdugos (y los textos seguirían apareciendo como espejos del rostro del lector).
Pero en Deutsches Requiem se nos ha dicho algo más: Otto Dietrich no deja espacio
para el otro porque él se supone –indicábamos– como un símbolo de las
generaciones del porvenir, de la violencia en el texto y en el resto del mundo. Todavía
el protagonista nazi de Borges (estábamos en 1946) creía en el yo. El problema es
que a partir del mercadomundo de la globalización actual lo único que vale es el “yo
sin–yo soy”. Pues los signos de la individuación personal se han desquiciado al
extremo, parecen “vacíos” al vivirse cada día en la soledad de la explotación del uno
a uno o del una a una, sin un mañana previsible más que para las condiciones del
mercado. Y ese vacío del yo resulta un hecho decisivo para la lectura. Lo veremos
en otra parte, pero ahora acotemos sólo algunas notas previas –y necesarias– sobre
la cuestión del “leer”, una vez “rumiadas” las líneas anteriores. Pues resulta
sintomático finalizar nuestra lectura del Deutsches Requiem con este planteamiento
que se nos estrella en el rostro: Borges aún creía en el yo–no; nosotros estamos
hundidos en el no saber decir yo–soy y esa es la clave –señalamos– de nuestras
lecturas actuales. Pero como también hemos indicado que la lectura es tramposa y
esconde sorpresas y sospechas en cada esquina, debemos volver a distanciarnos
históricamente. Quizá solo para volver a introducirnos en los comienzos de la
literatura de hoy. Pues Borges sigue siendo uno de los asombrosos fantasmas que lo
recorren todo en nuestra estructura literaria: en sus formas de escritura y en sus
formas de lectura.
Y aquí retorna el desafío: las imposibles formas de leer a Borges. O quizá ya la
imposibilidad de leer cualquier cosa. Nuestra vida, digamos, por poner un ejemplo.

[8] Cfr. J.L.B: Deutsches Requiem en Obras Completas, Vol. I, Emecé, Barcelona, 1989, pp. 576–581.
[9] Creo que pocos libros se ofrecen tan en espejo para el lector como los últimos de Nietzsche desde La
genealogía de la moral a Ecce Homo. En el prólogo de la Genealogía se nos presenta incluso un arte de
interpretación o de lectura. Y no sólo para “descifrar” sus aforismos sino para la lectura en general. En una frase
célebre Nietzsche propone recuperar algo que se habría olvidado a la hora de leer: rumiar, como hacen las vacas.
Pero también añade, como otra clave para la lectura: “no ser moderno”, que significa más bien no ser un filólogo
historicista y positivista al estilo de la época, sino remontarse al origen para saltar más allá. Claro esta que
Nietzsche también se llama “psicólogo” y que reconoce que también a él le han enseñado a leer. Por eso nos
remite a dos nombres espejos suyos: no tanto los psicólogos ingleses sino su antiguo amigo Rée y el recuperado
Schopenhauer. El pesimismo de ambos le ha despertado. La voluntad quiere vivir y de ahí uno de los aforismos
finales y básicos de la Genealogía: “El hombre prefiere querer incluso la nada a no querer”. Sin duda aquí se basó el
segundo Heidegger para suavizar su última versión sobre Nietzsche, pero no resultaría extraño que (dada su
pasión por Schopenhauer) el propio Borges hubiera utilizado esos fragmentos clave de Nietzsche para escribir este
relato. Por ejemplo, si según Nietzsche el Pueblo de Israel habría triunfado gracias a su aparente autodestrucción al
matar a Jesús, del mismo modo –nos dice el protagonista de Borges– al destruir a los judíos el pueblo alemán
habría triunfado pese a su aparente destrucción en la segunda guerra mundial. De cualquier modo creo que los dos
libros “en espejo” más claves de la segunda mitad del siglo XX han sido En la carretera de Kerouac (en la versión
final de 1957) y El guardián entre el centeno (1951) de J.D. Salinger, espejos no sólo generacionales sino síntomas
del dominio y el desequilibrio de USA sobre el resto de Occidente. Lo sintomático es que ambos autores no cesan
de recordarnos que –a parte de vivir, que eso es lo americano– también ellos han aprendido a escribir “leyendo”. El
adolescente protagonista de Salinger lo dice claramente: “no tengo ganas de contar... al estilo de David
Copperfield”, etcétera. Vuelvo a insistir en que nadie lee o escribe desde el vacío.
[10] La mejor novela de castración (aunque se trate de una castración temporal, no absoluta) es sin duda The sun
also rises de Hemingway, la famosa Fiesta que transformó en símbolo a los Sanfermines de Pamplona. El final de
esta novela está en cierto modo y curiosamente tomado de Dostoyevsky.
[11] Es claro que Nietzsche empezó a odiar muy pronto esa tradición alemana y que se inventó su propia
¡genealogía polaca! Pero no es menos claro que nuestro protagonista se rebela ahora contra el pesimismo de
Schopenhauer y adquiere otra pasión vital: exactamente igual que nos cuenta Nietzsche.
[12] Lo curioso es que algo similar se haya establecido desde un punto de vista materialista y rompedor en los
tiempos de hoy. Así Alain Badiou y Zizek han vuelto a hablar del “Paulismo” universalista como una curiosa
alternativa a la globalización del capital. Este planteamiento peliagudo lo desmenuza Zizek en uno de sus
sorprendentes textos, y de nuevo a partir del psicoanálisis lacaniano. Cfr. El frágil absoluto, Pre–textos, Valencia,
2002.
[13] Como señala bien Rüdiger Safranski el ataque de Nietzsche a la moral cristiana sería necesario para la
superación de una debilidad, a saber, la tendencia a la compasión. Como se sabe la locura de Nietzsche se
desbordó al abrazar a un caballo que estaba siendo azotado por su cochero en Turin. Por mi parte pienso que el
ataque de Nietzsche al cristianismo tiene una raíz ideológica clara: la pervivencia, en Alemania, de la dialéctica
feudalizante señor/siervo. De ahí, como es obvio todo el odio de Nietzsche hacia el servilismo o plebeyismo moral.
En el fondo casi un intento de “dèpopulariser” al pueblo de su superstición, como ya lo habían intentado Diderot,
Voltaire y otros ilustrados. Esto no lo ve Safranski. Pero su libro Nietzsche, biografía de su pensamiento (ed.
Tusquets, Barcelona, 2001) es espléndido. La frase sobre la “tendencia a la compasión” se halla en la página 331
de esta traducción.
[14] Quizá haya dos planos que reseñar en este planteamiento. Recordemos que el protagonista del relato nos
había dicho que no tenía vocación de violencia. Borges tampoco la tuvo nunca, y sin embargo la violencia épica o
mítica siempre actuó en él (y quizá sea esta la imagen que se desdobla en el espejo de su imagen envolviendo al
adolescente nazi). Para Borges la violencia es todavía algo bello, una especie de “cuerpo a cuerpo” como en la
épica que él se inventa: las nostalgias del arrabal, del tango, del sur, de los gauchos, etcétera. Como ya se ha
señalado las borgianas alabanzas finales a dictadores asesinos como Pinochet y los milicos argentinos (así como
su entrevista también final con otro violento para–nazi como Jünger), resultan indudablemente un destello del
pequeñoburgués amante del “orden” que Borges siempre llevó dentro. La nostalgia de la violencia épica que él no
pudo vivir, y que nunca existió (salvo quizá en su extraordinario libro Las primeras literaturas germánicas, es decir,
en la épica violencia de la mítica medieval) todo esto no revela sino que el Borges de la vejez estaba
desgraciadamente derruido y creyendo en la violencia de la globalización tal y como la entendemos hoy. Lo
asombrosamente sintomático es que Borges intuyera ya esa violencia en el año 46, el momento de redactar este
cuento.
[15] Cfr. Francis Wheen: Karl Marx, ed. Debate, Madrid, 2000. Sobre el carácter del stalinismo como “Hegelianismo
de Estado” vid. el libro de Carlos E. del Árbol y Carlos Torregrosa: El proletariado que existió, Universidad de
Granada, 2002.
[16] Y quizá podríamos apreciar esa presencia del no saber decir “yo soy” a través de las dos versiones más claras
del inconsciente ideológico y hegemónico norteamericano: tanto en la cultura pop como en la cultura de guerra.
Veremos en otra ocasión la cuestión de la cultura “pop”, pero resulta claro que la vertiente bélica y patriótica del
“yo–soy” americano comenzó realmente a machacarse en la inesperada derrota de la guerra del Vietnam (y se
despertó tras el 11–S de 2001). Pero aquella derrota supuso también el triunfo pleno de las formas de vida
“privatizadoras” (en cualquier sentido) de la Escuela de Chicago: primero con la experiencia sangrienta del Cono
Sur en Latinoamérica y progresivamente hasta desembocar en la insaciable privatización de las formas de vida del
occidente europeo. En el ámbito literario, dejando al margen el cine y la televisión, es obvio que la cuestión de
Vietnam se planteó descarnadamente a través de diversos escritores como Michael Herr, Tim O´Brien o Tobías
Wolf (pero también toda la escuela del yo cotidiano triturado a partir de los relatos de Cheever y sobre todo de
Raymond Carver). El no–yo es pues la clave de la escritura/lectura actual.
[17] Como el asunto es muy complejo lo he desarrollado más ampliamente en mi libro de próxima aparición: Freud,
la literatura y la pesadilla del yo.
[18] Sin duda, tras la versión de Stenberg, Marlene Dietrich acabará en Hollywood alcanzando una versión más
suave: la mujer “con gancho”, o “the happy hooker”, el anzuelo feliz o hábil o engañoso (incluso ambiguo, con la
sexualidad atrapadora de la Dietrich). Como se sabe, la película El ángel azul se basaba en la novela de H. Mann:
Profesor Umrath, a quien sus alumnos acabaron llamando “Umrat” (basura), otro obvio juego de palabras.

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