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victor goldgel carballo

Imitación periférica: Larra y Alberdi

Fígaro y Figarillo

En 1837, pocos meses después del suicidio de Mariano José de


Larra, Juan Bautista Alberdi empieza a firmar artículos de costumbres
como “Figarillo”. En la revista La Moda (1837–38) de Buenos Aires
y en el periódico El Iniciador (1838–39) de Montevideo, Figarillo
despliega un costumbrismo satírico cargado de referencias a Larra. Su
observación de “lo que pasa entre nosotros”—en la frase de José Clavijo
y Fajardo de 1763, con la que se ha definido alguna vez el género cos-
tumbrista (Escobar Literatura, 199)—resulta desde un primer momento
inseparable de su interés por los movimientos culturales europeos. En el
prospecto que escribe para La Moda, Alberdi insiste en esta duplicidad:
las noticias que contendrá el gacetín se referirán a lo que acontece “en
Europa y entre nosotros”, y sus comentarios abarcarán toda producción
cultural de valor, “ya sea indígena o importada” (313)1. A partir de esta
difícil amalgama entre lo extranjero y lo local, el argentino indaga en
el problema de la imitación y la importación cultural de un modo que
había sido también propio de Larra, su modelo español. La imitación
periférica—la incorporación de materiales extranjeros en regiones
alejadas de los centros mundiales de producción cultural—fue una
práctica que ambos compartieron y sobre la que ambos reflexionaron
de manera constante.
Según indica Alberdi en La Moda, su seudónimo debía ser
entendido en tanto que “imitación” de un “genio inimitable” (7).
El problema de la importación cultural en la literatura hispanoa-
mericana de la época queda expresado así en toda su dificultad. La
imitación de lo inimitable parecía destinada a ser, por definición,
una copia mala. El problema, sin embargo, no podía solucionarse
con un rechazo de toda imitación, porque Alberdi, como lector de
Larra, estaba al tanto de que el arte de copiar había contribuido
de manera decisiva a la constitución de este “genio” español (7), y

Revista de Estudios Hispánicos 42 (2008)


 Victor Goldgel Carballo

que la importación cultural era propia tanto de las naciones ameri-


canas como de España y el resto de Europa. Al preguntarse por el
tipo de relación que Figarillo guarda con Fígaro, Alberdi esboza,
de hecho, una reflexión sobre las vinculaciones culturales existentes
entre las ex colonias, España y las naciones europeas hegemónicas2.
Sucesor de Fígaro, Figarillo se presenta como “un resultado
suyo, una imitación suya” (8). En tanto que “resultado”, el escritor
parece abdicar de su capacidad de agencia; “yo soy”, dice, “la obra
póstuma de Larra” (8). Una afirmación, esta última, que debe en
realidad ser entendida como una hábil maniobra de apropiación.
Porque en un medio intelectual anclado en tradiciones castizas—y,
desde esa perspectiva, aún colonizado—Alberdi se hace español para
criticar lo hispánico. Por esos años, los usos de Larra en el Río de la
Plata y en Chile tienen en común esta operación por la cual se hace
que España se ataque a sí misma para dejar mal parados a los ameri-
canos que todavía la defienden. Alberdi lo sintetiza así: “¡Nosotros,
queriendo ser más castellanos que los mismos castellanos!” (200).
Figarillo se presenta entonces como resultado “suyo” e imitación
“suya”; pero, ¿de quién? ¿Quién es el poseedor de estos pronombres
posesivos? ¿Se trata de una imitación que Alberdi hace de Larra, o de
un “resultado”, una mímesis—en el sentido de representación—que
Larra mismo produce (Figarillo como obra de Larra, la cultura latinoa-
mericana como subproducto de la europea)? El original y la copia se
confunden porque, además de cubrir a Alberdi, la máscara “Figarillo”
parece cubrir el concepto mismo de imitación: imitar—hacerse el
Fígaro—no es ya aparentar sino ser. El argentino imita con tal ímpetu
que se transforma en parte de lo imitado, y deja de pertenecerse. En
alguna medida, se trata de un peligro previsto ya por otro teórico de
la república, Platón; el peligro de que la imitación se transforme en
hábito y en segunda naturaleza (202). Con el uso del diminutivo el
argentino alude a este peligro. Alberdi no es sucesor de Larra, porque
en realidad es menos. Uno, leemos, es un “coloso”, el otro un “pigmeo”
(8). Su modestia confluye así con la captatio benevolentiae dirigida
tanto al régimen político que autoriza la publicación de La Moda
como a su público, que tenía que costearla. Claro que, como escritor
satírico, Alberdi se valía a la vez de su diminutivo para ridiculizar a
ambos: “Si no me llamase Figarillo, por otra parte, es decir, si no me
llamase como se ha llamado otro ya, si no fuese lo que ha sido ya otro,
Imitación periférica: Larra y Alberdi 

si no fuese una repetición, una continuación, una rutina de otro, en


una palabra, en esta rutinera capital no conseguiría yo ser leído” (9).
También Fígaro hace gala de humildad al darse a conocer en
1833 con “Variedades teatrales”. En ese artículo—rebautizado “Mi
nombre y mis propósitos” en la recopilación que publica en 1835—
Fígaro afirma haber demorado su entrada en la escena de la crítica
teatral por miedo a carecer de la “habilidad” necesaria (7). Pero esta
modestia es del mismo modo acompañada por un ataque a su público:
el escritor también se había demorado en debutar como crítico por
dudar “de que tuviésemos teatro” (7)3. Y, como Alberdi, Larra enmas-
cara su máscara, al sostener haberse bautizado Fígaro por ser “charlatán,
enredador y curioso” (8), y no por la carga antiaristocrática que llevaba
consigo el nombre. A pesar de que el español se hiciera el Figarillo,
dicha carga social era imposible de ignorar. Napoleón, sin ir más lejos,
había afirmado: “Le Mariage de Figaro, c’est déjà la révolution en ac-
tion” (Žižek 40).
El personaje de Beaumarchais—o quizás sobre todo el de la
ópera de Mozart—suscita una miríada de publicaciones periódicas a
lo largo del siglo XIX. Desde París (en 1826) y Londres (en 1831),
hasta San Francisco (en 1865) y Santiago de Chile (en 1890), pasando
por Buenos Aires (en 1833), Fígaro reaparece una y otra vez como
nombre de periódico. Por eso, cuando en 1837 Figarillo sostiene que
su nombre goza del “caro privilegio de ser español de origen” (9),
está en realidad postulando la escasa pureza de la españolidad. Como
Larra, Alberdi conoce la circulación internacional del seudónimo.
De hecho, toma de su par español los tres adjetivos que lo asemejan,
también a él, al Fígaro de Beaumarchais—“charlatán, enredador y
curioso” (11)—e insiste en la intertextualidad hasta convertirla en
diálogo. Si Larra se había proclamado Fígaro “aunque ni soy barbero,
ni de Sevilla” (8), Alberdi se bautiza Figarillo “aun cuando yo tam-
poco soy barbero, que lo deseara en vez de lo que soy, ni de Sevilla,
que eso sí no deseara” (10). Sevilla, en realidad, como perciben Fi-
garillo y Fígaro, no podía postularse como el origen del seudónimo.
Mesonero Romanos, quien recrea en sus Memorias de un setentón la
charla de café en la que alguien sugirió a Larra su seudónimo, afirma
haber expresado en esa ocasión “las razones por las cuales no opinaba
favorablemente hacia un nombre de invención extranjera” (II: 92).
“Fígaro”, entonces, es tan sevillano como francés, madrileño y
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rioplatense. ¿Cómo había llegado el nombre a Buenos Aires? En 1837,


dos años después que la edición española, se publicaba en Montevideo
y en Santiago de Chile Fígaro: colección de artículos dramáticos, liter-
arios, políticos y de costumbres. . . (Cano 60); los periódicos del Río de
la Plata, sin embargo, habían incluido artículos sueltos del Fígaro de
Larra por lo menos desde 1834 (Verdevoye 447). Se ha querido ver en
el periódico El Fígaro, publicado en Buenos Aires en octubre de 1833,
el primer rastro de la presencia del español en el Río de la Plata (Oría
9). Pero es fácil demostrar que el nombre “Fígaro” tenía una existencia
independiente y previa a la fama de Larra. Hacia 1831, por ejemplo,
se había abierto en Montevideo la suscripción para un inminente
Fígaro Ministerial (Cervantes Martin 235). Y en 1828 el editor del
periódico porteño El diablo rosado podía comentar del siguiente modo
su interpelación a un “aristarco” en un café: “me acerqué a él y llena
mi memoria de mi Beaumarchais, le hice este razonamiento de Fígaro
(. . .): ¿Porque se os juzga un gran señor os creéis todo permitido?”
(El diablo rosado. Diario mercantil, político y literario, 23-4-28, 2).
Estos ejemplos, por otra parte, ilustran la precariedad de la
prensa local de entonces y de los archivos encargados de conservarla. El
investigador del período—embarcado en una empresa doblemente per-
iférica (el siglo diecinueve, Latinoamérica) y trabajando en repositorios
abandonados a su suerte—no puede sino incorporar dicha precariedad a
su trabajo. El periódico porteño Fígaro, por ejemplo, vio sólo un núme-
ro; el montevideano no llegó a salir. El crítico Paul Verdevoye señala la
imposibilidad de encontrar en los archivos aquel Fígaro porteño men-
cionado algunos años antes por un colega: “nos quedamos en ayunas”
(85), se lamenta. La reacción de Verdevoye ante dicha imposibilidad es
sintomática de la situación cultural latinoamericana. El investigador,
sacando fuerzas de flaqueza, indica que a partir de 1826 se publicó en
París, con éxito considerable, Le Figaro. No le resulta posible rastrear
un vínculo directo entre tal diario y el Río de la Plata, pero afirma: “Ya
que no sabemos nada de este Fígaro de Buenos Aires, no tenemos más
remedio que limitarnos a constatar la existencia, en Argentina, de un
periódico nacido después de un diario francés del mismo título y muy
conocido en París” (85). Del diario argentino no se sabe nada, entonces,
excepto que vio la luz después de uno francés. Esta condición absoluta-
mente derivativa, insisto, avanza junto con la historia. Dado que los
archivos franceses todavía conservan sus periódicos de 1830, hoy aún
Imitación periférica: Larra y Alberdi 

más que entonces El Fígaro tiene como condición de posibilidad Le


Figaro.

Modernidad y tradición

Larra mismo proyectó un periódico llamado Fígaro, que tam-


poco llegó a imprimirse. Lo anuncia en “Un periódico nuevo”, una
detallada reflexión sobre las limitaciones de la prensa en Madrid. Estas
limitaciones iban desde la censura hasta la escasa predisposición de las
imprentas—“Aquí no queremos periódicos; hay que trabajar de noche;
Dios ha hecho la noche para dormir” (297). Pero además de referirse
a las dificultades a las que debía enfrentarse una nueva publicación,
Larra exhibe en el texto el modo en que se construía a sí mismo como
escritor y en que concebía su vínculo con la tradición. Empieza con un
epígrafe en francés: “Noble Espagne, où la littérature est réduite à la
liberté du monologue de Figaro” (292). Fígaro no comenta el epígrafe,
lo que suscita una ambigüedad que avanza junto con el texto: ¿se trata
del monólogo del personaje de Beaumarchais o del de Larra? ¿Pertenece
este monólogo al pasado, o se trata del “monólogo desesperante y triste”
con que Larra va a caracterizar al escritor español en “Horas de invier-
no” (602)? El epígrafe, en todo caso, pone en movimiento un artículo
que se escribe sin mirar hacia atrás. Fígaro lo explica así:

La prisa, la rapidez, diré mejor, es el alma de nuestra existencia, y lo


que no se hace de prisa en el siglo XIX, no se hace de ninguna manera;
razón por la cual es muy de sospechar que no hagamos nunca nada
en España [. . .]. En el día es preciso hablar y correr a un tiempo, y de
aquí la necesidad de hablar de corrido, que todos desgraciadamente no
poseen. Un libro es, pues, a un periódico, lo que un carromato a una
diligencia. (293)

“Razón por la cual”, “de aquí”, “pues”, “diré mejor”: la escritura moder-
na se ve arrastrada hacia adelante y, como el progreso, para corregirse no
se le ocurre otra cosa más que seguir avanzando (de tal modo se acelera
el texto que Fígaro llega a su casa antes de haber llegado: “Diciendo
esto llego a mi casa” [298], cuenta, sin prestar atención a que ya tres
líneas antes se ha encerrado allí). Es una escritura posibilitada—pero
también, entonces, condicionada—por la “rapidez de la publicación”
 Victor Goldgel Carballo

característica del periódico moderno, como puede leerse en “‘Panorama


Matritense’” (541). Por esos mismos años, en el Río de la Plata, Alberdi
juzgaba el fenómeno de la rapidez con tal entusiasmo que hacía extensi-
vas algunas de sus virtudes a los libros mismos. Desde su perspectiva, el
hecho de que los libros hayan empezado a ser insectos que nacen y mue-
ren en un día no puede traer consecuencias demasiado graves. Como
señala en el “Prefacio del fragmento preliminar al estudio del derecho”,
los libros—como los periódicos de que habla Fígaro—pueden hacerse
“en un momento, y se publican sobre la marcha” (Terán 83).
Es indudable que gran parte de los textos de costumbres de
Larra se alzan contra una sociedad signada por el tradicionalismo y la
inmovilidad. En el Correo de las damas, por ejemplo, el escritor comen-
ta la invención en Londres de “una máquina para acelerar la marcha
de los que andan a pie”, y lo hace para lamentarse de que “nunca se
hayan de inventar las cosas donde hacen falta” (Seco Serrano 13). Un
artículo como “Un periódico nuevo”, sin embargo, no vuelve la vista
hacia la morosidad de las costumbres locales sino que se escribe al más
apresurado ritmo de los tiempos. Factores tales como la voracidad del
mercado periodístico, la acelerada transformación de Madrid anotada
por Mesonero Romanos en su Manual e incluso, paradójicamente, las
restricciones a la libertad de prensa, fomentan la escritura rápida de
Larra. En “Ya soy redactor” Fígaro enumera las varias formas que el
periodista tiene de llenar sus columnas. Entre ellas, la crítica teatral, la
crítica literaria y la divulgación científica, pero también la reescritura de
textos recientes: “Traduciré noticias” (62). Aun con esta variedad de re-
cursos, el tempo de la prensa puede abrumar al flamante redactor. Fígaro
se queja de las escasas horas con que cuenta para escribir, y el empresa-
rio que lo ha contratado le advierte: “Si usted es hombre que se cansa
alguna vez, no sirve usted para periódicos. . .” (62). A la hiperquinesis
que exige su tarea—“Voy allá”, “Precipítome”, “Manos a la obra”, “¡oh
cielos! El editor me llama” (61–63)—se le suman las trabas impuestas
por la censura, que obligan a improvisar continuamente artículos para
reemplazar a los prohibidos.
Lo interesante, creo, es que esa rapidez constitutiva de la escri-
tura y del medio trastoca la mímesis en performance, haciendo que la
narración se convierta en narración de sí misma. En tanto que perfor-
mance, el lenguaje de Larra no se limita a describir o constatar, sino que
al decir, realiza (Austin 6). A la vez, como escritura de lo inmediato, el
Imitación periférica: Larra y Alberdi 

artículo de costumbres hace que el referente llegue a superponerse con


el signo. “Dicho y hecho”, dice Fígaro, “concibamos el plan” (295).
Ahí mismo lo concibe: “El periódico se titulará Fígaro”; “el periódico
tratará. . .de todo”(295); “he aquí el periódico de Fígaro” (297). Lo
performativo se intensifica en el final del texto. Fígaro se desdobla y
ordena a su “escribiente”, quien le acaba de leer una traducción de
Beaumarchais en la que estaba trabajando: “eso se ha escrito para mí;
cópielo usted aquí al pie de este artículo” (299). Una vez más, Fígaro
ha llegado antes de llegar; el escribiente ya ha incluido en el artículo—
al leérselo a su patrón—el texto que éste le pide ahora que copie. Y Larra
logra todavía una hazaña final: que su artículo se firme solo:

-[. . .] ponga usted la fecha en que eso se escribió. . .


-1784.
-Bien. Ahora la fecha de hoy.
-22 de enero de 1835.
-Y debajo: Fígaro4

Fígaro firma adentro del texto, como parte de un diálogo, con la voz o la
pluma de su escribiente. ¿Puede considerarse eso una firma? Del mismo
modo, se podría preguntar si aquel epígrafe se limita a custodiar la en-
trada del artículo (como cabe esperar de un epígrafe) o si, dada su am-
bigüedad y el hecho de que éste es un texto de “Fígaro”, más bien baja,
se pone a correr y se confunde con él. Al comienzo del texto el epígrafe
tal vez se refiriera todavía a Le mariage de Figaro, pero cuando la obra de
Beaumarchais es traducida e incorporada al final del mismo, la referen-
cia se reorienta. La rapidez que según Fígaro signa los tiempos—y que
signa también “Un periódico nuevo”—hace que la autoridad que trae
consigo el epígrafe, en principio previa al texto, sea pronto incorporada
al momento mismo de la enunciación: al final, con sus malabares de
citas y traducciones, Fígaro se autoriza a sí mismo. La firma ya no viene
después del texto, la tradición ya no se ubica antes.
Cuando se estructura a partir de este elemento metaliterario y
performativo, la prosa de Fígaro no se ajusta del todo al concepto de
mímesis costumbrista propuesto por José Escobar para pensar el género.
Según Escobar, esta forma moderna de imitación, surgida en el siglo
XVIII, se basa en rasgos locales, circunstanciales e históricos asociados
a la vida de una naciente clase media, y se opone así a la estética clásica,
centrada en la representación de una Naturaleza abstracta y universal
 Victor Goldgel Carballo

(“La mímesis” 262). También según Larra el artículo de costumbres,


género “moderno” de representación de la vida social, se centra “más
que en el fondo de las cosas en las formas que revisten, y en los matices
que el punto de vista les presta” (540). La “verdad” a ser representada es
ahora pasajera. José Escobar entiende que esta mímesis se produce “me-
diante la observación minuciosa de rasgos y detalles de ambiente y de
comportamiento colectivo diferenciadores de una fisonomía social par-
ticularizada” (“La mímesis” 262)5. Algunos de los textos costumbristas
de Larra, sin embargo, obligan a expandir el concepto, puesto que no
sólo tienen como objeto de su mímesis una vida social cambiante sino
que además enfatizan la inestabilidad y el movimiento que caracterizan
a la posición misma del escritor. No estoy pensando en un yo romántico
que sufre “a profound rupture in its relations with the ‘external’ world”
(Kirkpatrick 452). Me refiero más bien a textos como “Un periódico
nuevo” o “Ya soy redactor”, en los cuales el autor se autorrepresenta y
reflexiona sobre las condiciones de posibilidad de su escritura; textos
propios de la reflexión moderna6. Fígaro, sometido a los avatares polí-
ticos, a los cambios urbanos y a las disposiciones del mercado, deja en
claro que su punto de vista está condenado a no ser nunca fijo, que su
lugar y condiciones de enunciación son necesariamente móviles y que,
más que un conjunto determinado de rasgos locales y sociales, es esta
inestabilidad lo que constituye el foco de su representación.
Desde esta perspectiva tal vez pueda sugerirse una posible
relación entre, por un lado, mímesis en tanto que representación de
la naturaleza y, por el otro, imitación en tanto que reelaboración de
textos previos (un concepto de imitación, este último, que recién surge
en el Renacimiento). Puesto que si el punto de vista que implica toda
mímesis no sólo habla del objeto representado sino también de quien lo
representa, otro tanto puede decirse de la imitación. La modernidad de
una prosa como la de Larra no reside, como es evidente, en un rechazo
del acervo literario español y europeo. Acaso resida, más bien, en la res-
ponsabilidad que el escritor asume al hacer un uso libre de los materiales
culturales disponibles, incluidos, por qué no, aquellos que en un sentido
tradicional constituyen “la” tradición. Si en “Horas de invierno” Larra
describe esta tradición como puro polvo y ruinas, en “Literatura. Rá-
pida ojeada. . .” propone “echar los cimientos de una literatura nueva”
guiada por el principio de la libertad, indiferente a cualquier “magisterio
literario” y enriquecida con obras de cualquier tiempo y lugar (433). La
Imitación periférica: Larra y Alberdi 

mímesis/imitación moderna, en este sentido, no sólo exige al escritor


atender a la realidad que lo rodea y al punto de vista desde el cual la re-
presenta sino que, al mismo tiempo, subversivamente, lo obliga a pasear
la vista por el panorama cultural de su época y decidir a través de qué
otras tradiciones escapar del peso de “la” tradición.

El español, lengua de imitación

La rapidez que sacude a Fígaro no es ajena a Figarillo. En par-


ticular, los términos revolucionarios en que el problema del estilo y de
la lengua es entendido en el Río de la Plata guardan un fuerte paren-
tesco con la postura de Larra. Como escribe Alberdi en El Iniciador, es
el “pueblo” quien controla la lengua, y a la larga de nada servirán las
resistencias de los “puristas”. Resulta por lo tanto necesario someter
la lengua al mandato de aquél, abandonar su “estructura española” y
abrirle paso a una “forma americana” (225). En apoyo de esta posición
Alberdi cita a un español. Como conciencia crítica que logra erguirse en
el centro mismo de su nación Larra aparece a los ojos del letrado riopla-
tense como una manifestación del espíritu del siglo, según la expresión
corriente en la época.
El valor de este escritor residía, a su juicio, en su capacidad para
sumarse a un movimiento universal de la cultura que también afectaba
a las lenguas. Si el mundo avanzaba rápidamente en pos de la “unidad
del espíritu europeo y humano” (227), toda lengua que se quisiera de
su tiempo debía precipitarse en esa misma dirección. En la práctica,
esto significaba predicar el librecambio lingüístico. Derrumbados los
proteccionismos nacionalistas, las nuevas ideas—vehiculizadas por
palabras extranjeras—atravesarían todas las fronteras del planeta. Como
es evidente, las ideas más nuevas, más útiles y más poderosas—las que
vinieran expresadas en francés, en inglés o en alemán—gozarían de una
circulación más impetuosa. La imitación, la incorporación de modelos
extranjeros, desde esta perspectiva, sería un fenómeno pasivo: a menos
que se empecinaran en encerrarse detrás de “murallas feudales” (227),
los territorios atrasados se verían hablados y escritos por las palabras de
avanzada. La universalidad que así se postula disuelve las nacionalida-
des y hasta las lenguas: “Lo que llamamos diversas lenguas no son sino
diversos dialectos de una sola lengua filosófica. Hay, pues, un progreso
10 Victor Goldgel Carballo

gramatical filosófico que es común a todas las lenguas”, señala Alberdi


(229).
Dentro de este progreso común, el francés es el idioma que
más se ha acercado a la perfección. Alberdi aclara que si lo prefiere al
español, no es debido a un prurito de elegancia o de estética; lo prefiere
porque el “pensamiento” de las naciones americanas es “más simpá-
tico mil veces con el movimiento rápido y directo del pensamiento
francés, que no con los eternos contorneos del pensamiento español”
(Terán 81). Y dado que el pensamiento más avanzado del siglo pudo
ser vehiculizado por ella, resulta imperativo imitar la lengua francesa.
Pero, ¿cómo imitarla bien? Alberdi responde: imitando lo que tiene de
perfecto, no lo que tiene de francés. El argentino traza en este punto
una distinción entre imitaciones buenas y malas que en gran medida
caracteriza la posición de los letrados de su generación. La perfección
del francés consiste en su claridad, exactitud, concisión y elegancia, pero
sobre todo en su capacidad de modificación rápida. Esta rapidez, sin
embargo, no puede valer por sí misma. Alberdi aclara, en ese sentido,
que si el francés cambia “cada día”, lo hace de acuerdo con los últimos
avances científicos y filosóficos. Cuando se imitan formas francesas
“por motivo de capricho, por afectación” (229), dichas virtudes pueden
perderse de vista. La imitación, en este sentido, debe serlo siempre de
una verdad universal, propia de esa “lengua filosófica” que comprende
a la humanidad (228-9), y no de una región determinada del planeta.
En un segundo sentido, entonces, la imitación es voluntaria y activa: la
lengua americana tiene que esforzarse por distinguir en otras lenguas las
formas más universales y progresivas. Así parece resolverse la paradoja
según la cual las naciones periféricas debían lanzarse a la búsqueda de
las formas culturales del progreso que de todas maneras, lo quisieran o
no, habrían de imponerse en ellas.
En todo caso, el peligro que implicaba no saber llevar a cabo el
necesario proceso de selección y asimilación de lo extranjero era tan-
gible. Si hasta el momento “nuestra sociedad no tiene boca”, y por lo
tanto “debe hablar la España por ella”, muy bien podría suceder que los
autores americanos se conviertan en “trompetas serviles de los nuevos
escritores franceses” (Oría 107). La preocupación es propiamente peri-
férica, y Larra la comparte: “[e]scribir en Madrid es llorar, es buscar voz
sin encontrarla” (602). Incluso podía darse el caso de que las editoriales
de París y Londres fueran las que llevaran la voz cantante en un país
Imitación periférica: Larra y Alberdi 11

pobre como España (Martí-López 33). Larra percibía nítidamente la


lucha de fuerzas—políticas, militares, económicas, culturales—en que
estaban embarcadas las potencias europeas. Esa lucha era gobernada por
una “Ley implacable de la naturaleza: o devorar, o ser devorado” (601).
El escritor español se refiere con insistencia a los daños que el enemigo
interno—caracterizado por posiciones culturales y políticas aristocrati-
zantes—causaba a la sociedad española, pero también era conciente de
la hegemonía cultural y de la violencia ejercida sobre España por sus
vecinos gigantes7.
El estilo literario ideal que Alberdi deduce de sus consideracio-
nes acerca de lo local y lo extranjero se opone al español castizo no por
ser francés sino por ser “claro, profundo, fuerte, simpático, magnético”
(230). Se trata de un estilo necesariamente local, americano, pero a la
vez capaz de hacer que sus palabras resuenen a partir de las vibraciones
que el progreso va produciendo en las naciones más adelantadas. Es un
estilo, por lo tanto, cambiante; varía junto con el siglo y de acuerdo con
las realidades locales8. Larra era, en ese sentido, un modelo ideal. Como
el pintor de costumbres que Baudelaire celebraría algunas décadas más
tarde, el español había basado su representación en los aspectos “varia-
bles” y “pasajeros” de una realidad cada vez más veloz (540).

Imitación como reescritura

En Larra, a la vez, la imitación parece aproximarse por mo-


mentos a la tradición de la retórica: emulación y reescritura de textos
previos. Los clásicos ahora pueden también ser dieciochescos o contem-
poráneos; entre los costumbristas, Jouy quizás sea el más recurrente. La
imitación textual es palpable aun en los títulos. El caso más notorio qui-
zás sea “¿Quién es el público y dónde se lo encuentra?”, que indica en su
subtítulo: “Artículo mutilado, o sea refundido. Hermite de la Chaussée
d’Antin” (ediciones posteriores, como la de Montaner y Simón de 1886,
mutilan a su vez el subtítulo, que pasa a ser “Artículo robado”)9. No
puede sorprender que la reflexión de Larra sobre la creación literaria,
la lengua y el estilo haya atraído a los jóvenes letrados de Buenos Aires
y Montevideo. Al explicar la literatura española del siglo XVIII como
producto de la importación del gusto francés, la del XVI a partir de la
incorporación de formas italianas, o la del siglo XIX como “una posdata
12 Victor Goldgel Carballo

rezagada de la clásica literatura francesa del siglo pasado” (432), Larra


plantea que la historia cultural de su país no ha sido construida más que
por “imitadores” (430). Ningún argumento podía ser más valioso para
quienes, como Alberdi, se enfrentaban al conservadurismo cultural his-
panizante con la convicción de que en América no había casi nada para
conservar y con la fe puesta en la “originalidad de la importación cultu-
ral” (Altamirano y Sarlo 27). La posición de Larra, tal como muestran
artículos como “Literatura. Rápida ojeada. . .” u “Horas de invierno”,
también era contraria a todo nacionalismo cultural que se centrara en
la quimera de la pureza. Los españoles, “forzados a imitar” a naciones
europeas más pujantes (432), debían según Larra aprender de ellas a ser
permeables a las formas lingüísticas extranjeras. El escritor supo observar
que, guiándose por la utilidad y no por el patriotismo, dichas naciones
habían incorporado a sus lenguas “voces de todas partes” (432). Algo de
su fe liberal se trasluce cuando Larra afirma la necesidad de privilegiar
la utilidad de las palabras por sobre su linaje: “nunca preguntaron a las
palabras que quisieron aceptar: ‘¿De dónde vienes?’, sino: ‘¿Para qué
sirves?’”(432). Dicha utilidad no era definida por una corte de expertos
sino por el público: “desde el momento en que por mutuo acuerdo una
palabra se entiende, ya es buena” (“El álbum” 363). La reivindicación
del poder del pueblo en relación con los usos de la lengua es articulada,
de esta manera, con un vocabulario que le debe mucho a la revolución
burguesa.
Al mismo tiempo, los términos en que Larra desarrolla su re-
flexión sobre la lengua también parecen aludir a la expansión imperial
europea. La mejor lengua, afirma, será “aquella cuya elasticidad le per-
mita dar entrada a mayor número de palabras exóticas” (363). Con esta
máxima Larra quiere guiar las transformaciones del español. En un sen-
tido, puede tratarse apenas de una ensoñación de independencia dentro
de la cual se pretende invertir la desigualdad de fuerzas que caracteriza al
campo cultural de la época. Sin duda, era apropiado hablar en términos
de exotismo en referencia a las palabras recientemente introducidas en
las lenguas de Inglaterra o Francia; conviene no olvidar, sin embargo,
que el proceso por el cual dichas metrópolis daban “entrada” a las
nuevas palabras era uno de conquista, dado que lo exótico no viaja
solo, sino que es producido e importado por quienes van a buscarlo.
El francés, según se lee en el Correo de las damas, había incorporado a
su vocabulario “piments” y “tomates”; el mismo número de la revista
Imitación periférica: Larra y Alberdi 13

incluye una noticia que a pesar de su brevedad explica acabadamente


las circunstancias que acompañan a dicha incorporación: “Han llegado
a París cuatro indios salvajes de la tribu de los charrúas” (Correo de las
damas N. 2, 10/7/33:12)10.
En el caso de una lengua periférica como la española las voces
“exóticas” eran en realidad las de las naciones que controlaban la dis-
tribución cultural europea11. Toda lengua debía, según Larra, ser capaz
de mantenerse en movimiento a partir de formas extranjeras: “cuando
no las tenga por sí, las traerá de fuera” (363). La economía del impe-
rio cultural, como la de los imperios reales, funcionaba, sin embargo,
otorgando un mayor valor agregado a los productos importados por las
colonias que a los importados por las metrópolis. Podía hasta darse el
caso de que “lo español” fuera importado por Francia o Alemania como
materia prima para ser luego exportado a España como manufactura.
Pero a Larra no se le escapa nada de esto. Por eso, su exigencia de elas-
ticidad para las lenguas debe entenderse como parte de su lucha contra
los “puristas” (363). El Correo de las damas contiene, en su segundo nú-
mero, un diálogo en el que uno de estos puristas se deshace en protestas
contra la “jerga transpirenaica”. Su interlocutor—¿Larra?—le contesta
que la invasión lingüística se valida a partir de un supuesto “derecho de
conquista”12. El “uso” es tan fuerte como la “espada”, y los pataleos de
los nacionalistas en nada cambian esta situación (Correo de las damas
10/7/33, 12). Este uso puede entenderse tanto desde una perspectiva
liberal y democrática—es la libre práctica del pueblo la que moldea
la lengua—como desde un punto de vista imperial y colonial—el de
quienes conquistan o son conquistados. Ambas perspectivas, sin em-
bargo, responden a una convicción de la época también compartida
por Napoleón: la de que a la larga la espada es siempre vencida por el
espíritu.
Así como existe el peligro, antes indicado, de operar una
inversión ilusoria de los términos del intercambio entre centro y
periferia—pensando que se va a buscar lo que en realidad viene a
imponerse—, existe también la posibilidad de operar una inversión
real, incorporando los productos exportados por las metrópolis pero
dándoles nuevos usos y sentidos. Alberdi, conciente de esto, destaca
la necesidad de un “estilo” y de una “forma americana” (231, 225).
Incluso las creaciones europeas, si han de hacer pie en América, deben
pasar por una instancia local de “modificación artística” (142). De
14 Victor Goldgel Carballo

esa manera, cuando percibe que alguna práctica o algún producto se


adoptan sin atravesar dicha instancia, Alberdi se apresura a denunciar
que en su sociedad “se lee como el loro” y “no se sabe más que imitar,
plagiar, copiar” (65). También Larra satiriza con frecuencia esta adop-
ción mecánica de lo extranjero. La hermana y el sobrino del narrador
en “El casarse pronto y mal”, por ejemplo, abrazan “las ideas del siglo”
(léase, francesas) y tienen un final trágico (22). Fígaro describe allí dos
principios diferentes de imitación que en realidad responden a princi-
pios similares: la rutina y la novedad. El problema, en ambos casos, es lo
irreflexivo del comportamiento; tanto las formas de existencia tradicio-
nales—basadas “en la rutina y en la opresión doméstica” (21)—como las
novedosas—incorporadas de manera ciega para estar al día—llevan a la
ruina a los individuos. Del mismo modo que los tradicionalistas, quie-
nes se dejan seducir por las novedades no hacen sino repetir mecánica-
mente. Una palabra nueva, sostiene Fígaro, “pasa de boca en boca, y con
la rapidez del golpe eléctrico un crecido número de máquinas vivientes
la repite y la consagra, las más veces sin entenderla” (“En este país” 72).
La imitación que no se quiere es, en ambos casos, la que se lleva a cabo
de manera irreflexiva y con independencia de los contenidos.
El robo resulta en ese sentido una opción atractiva, en la medida
en que enfatiza el carácter conciente y premeditado de la incorporación.
En “Dos palabras” Larra hace explícita esta actitud: “cuando no se le
ocurra a nuestra pobre imaginación nada que nos parezca suficiente o
satisfactorio, declaramos francamente que robaremos donde podamos
nuestros materiales, publicándolos íntegros o mutilados, traducidos,
arreglados o refundidos, citando la fuente, o apropiándonoslos desca-
radamente, porque, como pobres habladores, hablamos lo nuestro y lo
ajeno”(Almagro San Martín 803–4). El robo se justifica como conse-
cuencia de la pobreza pero, como todo robo, no puede reducirse a eso.
Siempre existe la opción de respetar la ley y morirse de hambre (y, como
Larra sugiere en “Las palabras”, se trata de una alternativa bastante
popular). Hay por lo menos cierto aire desafiante en la apropiación de
textos ajenos. Como se sabe, No más mostrador, la comedia con la que
Larra debuta en los escenarios madrileños, estaba basada en un texto
de Eugène Scribe (Pérez Vidal xxxviii). Acusado (exageradamente) de
presentar como obra suya lo que en realidad era una traducción, Larra
se defendió públicamente en un artículo titulado “Vindicación”. Lo
que allí vindica es, en particular, aquel derecho del escritor a hacerse de
Imitación periférica: Larra y Alberdi 15

textos ajenos denominado “derecho de conquista” (Almagro San Martín


561). La originalidad de un texto, sostiene Larra con irreverencia, no
queda anulada por dicha práctica: “tendré mi comedia por mía y por
original, a pesar de las escenas que he creído deber y poder robar a Scri-
be” (Almagro San Martín 562). Dilucidar si este robo implica soberanía
cultural o dependencia es una tarea inseparable de la de decidir si son
o no unas pocas naciones las propietarias exclusivas de la Ilustración y
el progreso.
Como imitador de Fígaro, Figarillo ve resurgir en su propia
práctica de escritor periférico los problemas de importación cultural
acerca de los cuales había meditado el español. “La mitad de Larra nos
es útil, porque la mitad de nuestra sociedad es española” (34). Alberdi
gustaba de pensar en mitades: “La mitad de Chesterfield puede sernos
útil”, escribe en otra ocasión (125). La dificultad residía en saber armar
esa mitad apropiada; o sea, en delinear el perfil de una república y de
una identidad nacional que apenas estaban naciendo. Los riesgos de no
imitar eran claros: la perpetuación del atraso y el aislamiento. También
lo eran los riesgos de imitar mal: la proliferación de “hombres ridículos,
mozos afectados” (125). Por eso, la sátira de Alberdi, como la de Larra,
no va dirigida a quienes imitan sino a quienes imitan mal y a quienes no
imitan. Ambos escritores han sido catalogados como románticos por la
historia literaria. En todo caso, si el romanticismo es la era del “genio”
estos genios periféricos parecen gozar de una ventaja sobre sus pares
franceses, alemanes e ingleses: la de entender tempranamente que no
existe originalidad sin imitación y, por lo tanto, sin dependencia13.
Immanuel Kant observó en la Ilustración un funcionamiento
doble y aparentemente paradójico que es también propio de la pro-
ducción de Larra y Alberdi. Según Michel Foucault, Kant caracteriza
la Ilustración como “a phenomenon, an ongoing process; but he also
presents it as a task and an obligation” (35). En los textos de Alberdi,
este carácter doble de la Ilustración o el “progreso” se manifiesta en la
simultaneidad de descripción y prescripción, de constatación y orden
de mando; la crítica articulada por Larra, de modo similar, superpone
a la representación del atraso español la exigencia de combatirlo. Para
ellos, como para Kant, “Men are at once elements and agents of a sin-
gle process” (Foucault 35). Los lectores que Larra y Alberdi tenían en
mente debían privilegiar esta segunda naturaleza. Su responsabilidad
como ciudadanos racionales y libres pasaba por evitar que la imitación
16 Victor Goldgel Carballo

cultural—como también, en términos más generales, la tradición y la


historia—se impusiera sobre sujetos pasivos e inconcientes. La imitación
debía hacerse, no padecerse; de ahí el carácter autorreferencial del cos-
tumbrismo de ambos escritores. En naciones periféricas, sin embargo,
aun la imitación reflexiva resultaba problemática. En particular, resta
indagar en más profundidad acerca de las formas en que estas naciones
eran capaces de reelaborar los flujos de importación cultural que a la
vez sufrían y propiciaban.

university of california, berkeley

Notas

* Agradezco al Profesor Michael Iarocci por las conversaciones que dieron origen a
este trabajo.

1 Las citas de Alberdi/Figarillo consignadas entre paréntesis proceden de Oría, José


A., ed. Juan Bautista Alberdi (Figarillo). Escritos satíricos y de crítica literaria. Buenos
Aires: Estrada, 1945.

2 En este sentido, por cuestiones de espacio, dejo de lado en este artículo la relación que
Figarillo/Alberdi guarda con sus pares rioplatenses. Para un análisis de su posición en el
contexto cultural de la época y de la generación del ’37 en particular, véanse los trabajos
de Tulio Halperin Donghi, Francine Masiello, Jorge Myers y Félix Weinberg.

3 Las citas de Fígaro consignadas entre paréntesis proceden de Pérez Vidal, Alejandro
(ed.). Mariano José de Larra. Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos
y de costumbres. Barcelona: Crítica, 1997.

4 De este modo—como parlamento del escribiente—se publica en la Revista Española


la última palabra del texto, “Fígaro”. Ediciones posteriores presentan variantes.

5 Si bien es cierto que Escobar denomina el de Larra un “anticostumbrismo”, esto


no se debe a los factores recién mencionados sino al carácter no nacionalista de su
producción, que así se diferencia de la de costumbristas como Mesonero Romanos
(Escobar, “El sombrero” 162).

6 “[. . .] a self-relating, knowing subject, which bends back upon itself as object, in
order to grasp itself as in a mirror image”, según el comentario que Jürgen Habermas
hace de la reflexión de Hegel sobre la subjetividad moderna (18).
Imitación periférica: Larra y Alberdi 17

7 En ese sentido, Michael Iarocci señala en relación con “Horas de invierno”:


Whereas the dominant nineteenth-century historical narrative had en-
visioned History, Civilization, and Progress as the symbolic goods that
modern Europe was destined to distribute to the rest of the world, in
Larra’s essay such ideals have been displaced by a far less appealing ar-
ray of European exports. In this account, it is violence, destruction, the
naked exercise of power, and, ultimately, death that radiate into Spain
from a mythical north. A fascinating paradox thus begins to emerge in
“Horas de invierno,” for if the essay has been widely acknowledged as
the quintessential canonical lament over Spain’s distance from modern
Europe, it is at the same time a powerful demystification of modern
Europe’s tale of enlightened progress. (160)

8 Esteban Echeverría, adoptado como guía intelectual por sus compañeros de la gen-
eración del ’37, escribe por esos mismos años una frase recurrente en la crítica literaria
argentina: “‘tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de las naciones y el otro
en las entrañas de nuestra sociedad’” (citado en Altamirano y Sarlo 61).

9 La refundición, como demuestra en particular la escena teatral, era una práctica


común en la época, y hasta podía confundirse con lo nuevo. En el Correo de las damas,
Larra comenta en alguna ocasión que la única “novedad” teatral de la semana ha sido
una “refundición de La venganza sin castigo, comedia antigua de Moreto . . .” (Seco
Serrano 12).

10 Incluso España podía ser conducida a esta condición barbárica. En Un hiver a Ma-
jorque, de 1841, George Sand compara a los españoles con los salvajes de la Polinesia
(Martí-López 46).

11 Como indica Elisa Martí-López, “For the first time, European literary processes
were subjected to a ruthless centralization which effectively established the artistic
dominance of Paris and London. These two cities dictated the succession of literary
movements and, specifically, the mode of the novel, while their powerful publishing
houses actively exported them to foreign cultural markets” (33).

12 No he podido comprobar la autoría de este artículo, pero no es aventurado afirmar


que se trata de uno de los textos más larrianos del período.

13 Me refiero a una dependencia de un orden sin duda distinto a la económica y


política. Como señala Roberto Schwarz, la negación teórica de la creación ex nihilo
—o, dicho de otra manera, de la superioridad del original por sobre la copia—puede
a primera vista reubicar a las naciones periféricas (tradicionalmente entendidas como
las que copian) en el nivel de las dominantes (tradicionalmente entendidas como las
que crean), pero esta vindicación en el plano de la teoría no puede extenderse al plano
de las relaciones históricas de dominación (6).
18 Victor Goldgel Carballo

Obras citadas
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Larra en el Río de la Plata. Ed. José A. Oría. Buenos Aires: Coni, 1936.
———. Juan Bautista Alberdi (Figarillo). Escritos Satíricos y de Crítica Literaria. Ed.
José A. Oría. Buenos Aires: Estrada, 1945.
Altamirano, Carlos y Beatriz Sarlo. “Esteban Echeverría, el poeta pensador”. Ensayos
argentinos. De Sarmiento a la vanguardia. Buenos Aires: Ariel, 1997.
17–81.
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