Daniel Guzmán: "Hijo de tu puta madre (ya sé quién eres, te he
estado observando)". 3 de mayo al 15 de junio del 2001. Alfonso Reyes 194 (esquina con Saltillo), Colonia Condesa. Visitas sólo con previa cita: Galería Kurimanzutto. Tel 55-53-06-65, tel/fax 52- 56-24-08. E-mail: info@kurimanzutto.com
A la entrada del pequeño local comercial de la Colonia Condesa,
Daniel Guzmán (México, DF, 1964) apiló varias decenas de casetes para formar una especie de túmulo funerario. Se trata de un pequeño monumento al radicalismo instantáneo del rocanrol y el punk, donde se mezclan, sin orden ni jerarquías, grabaciones clásicas de The Clash, Bauhaus, Public Enemy, The Cramps, los Sex Pistols, etcétera. Por un lado, la obra funcionaba como una arqueología personal: una muestra de las pasiones de un erudito en la contracultura que contempla los despojos de la explosión de la cultura juvenil del Siglo 20. Pero la pieza era también una decidida defensa de la caducidad de la cultura radical. El artista invitaba al espectador a contemplar los despojos de los gestos de provocación de la música popular admitiendo de entrada que la obsolescencia del estilo de cada una de esas rebeliones es constitutiva de su energía política y espiritual. Al tope de esa tumba simbólica, Guzmán colocó una cruz donde escribió un epitafio: "Sólo lo falso permanece."
El eslogan (tomado de un documental sobre los Sex Pistols) define
con toda precisión el principio paradójico de la obra de Guzmán. Por un lado, este artista se ha empeñado en reactivar el poder de incitación y seducción de la cultura desechable de nuestros días: los diálogos entrecortados de los cómics y fotonovelas, las frases certeras de los escritores beat, los poetas malditos y los teóricos situacionistas, lo mismo que el tono patético de las exclamaciones de las revistas pornográficas o los manuales de autoayuda, la poesía, los anuncios callejeros y la verborrea de la prensa amarillista. Pero su trabajo no es una mera mezcla de citas explosivas, sino un diagnóstico del consumo de la radicalidad y un aprovechamiento de la "falsedad" del residuo contracultural. Guzmán toma esas fuentes y construye con ellas "instalaciones dibujísticas": composiciones hechas con fragmentos de carteles, recortes de prensa y dibujos que el artista cuelga con tachuelas en la pared de modo parecido a como un adolescente decora su cuarto con verdaderos altares a sus "'ídolos" culturales. El resultado es un verdadero montaje de extremismo y patetismo, audacia y ansiedad, ilusión y debilidad psicológica, todo ello procesado por el placer de la multitud de lecturas que nos ofrece la ironía.
Uno se topa con una foto de una vedette a la que Guzmán ha
añadido frases como "Siempre hay algo que te destruye" o "¡¡¡Amor, ámame por favor!!!", lado a lado con un texto de Passolini sobre la estética del odio, un dibujo azul de Kalimán con la frase "Frecuentemente tengo la impresión de que estoy muerto", o un recorte de periódico que proclama "Nunca habías visto tanto por tan poco". Cada una de esas intervenciones nos cuchichea un doble entendido: el diagnóstico del terror paranoico que hay detrás de toda ilusión de amor, la meditación sobre el contraste entre nuestra miseria interna y los "superpoderes" de nuestros héroes culturales, e incluso un comentario sarcástico acerca de nuestra propia expectativa sobre la profundidad de la obra de arte contemporánea.
Como en la gráfica punk o los libelos situacionistas, los símbolos y
mensajes que Guzmán utiliza son desviados de su sentido original: entrenan al espectador en el arte de torcer los códigos culturales para adivinar en ellos la "verdad" tras el comercialismo y la ideología. Sin embargo, la pretensión de Guzmán no es desmantelar el aparato de control social ejercido por las imágenes. Si Guzmán navega entre extremos tan opuestos como William Borroughs, el grupo Kiss, el "Esto" y Jorge Luis Borges es para describir el carácter desamparado de la subjetividad contemporánea. Se trata de una obra que, para citar al artista, "habla del fracaso, de esperas inútiles, de decisiones de vida postergadas, de deseos frustrados, de abandonos amorosos, en resumen de la pérdida de la fe y la confianza en mí mismo". Sus expediciones por la cultura marginal (lo mismo que por las frases huecas de la industria cultural) se nos ofrecen como el itinerario de una autognosis. Un autorretrato que entiende a la subjetividad como una mezcla de sinceridad y ridículo, donde cada resbalón en la grandilocuencia y la cursilería es también un acceso a la trascendencia. En un video con un título por demás sardónico, Momentos irrepetibles (2000), Guzmán se retrata cantando rolas que escucha en un aparato de sonido. A veces visiblemente emocionado, otras veces distante, el artista adopta la misma posición que usualmente tomamos cuando tarareamos la música que nos llega por el radio o el televisor. Este es el modo en que la mayoría de nosotros hemos vivido la cultura del rock: como una apropiación derivativa de contextos creativos con los que nos identificamos sin siquiera entender las letras que cantamos. Daniel Guzmán nos ofrece una elaboración secundaria acerca de la imperfección de los momentos de exaltación del consumo cultural. A diferencia de los muchos artistas que dialogan con la cultura comercial, la obra de Daniel Guzmán no pretende seducirnos con una imagen de "frescura", "inocencia" o "simplicidad" que equivocadamente suele atribuirse a la herencia del pop art. No es ésta la expresión de una cultura naif urbana, sino la elaboración de una metacultura crítica donde consumo y creatividad son dos aspectos estéticos intercambiables