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Los que dominan siempre han tenido –y tienen- conciencia de clase. Más allá de
las facciones internas, en lo estructural, operan como un bloque sólido que se lleva por
delante todo lo que se les oponga o estove. Malthus desarrolló una teoría –podríamos
llamarla así, aunque en realidad es una justificación ideológica de la dominación
imperial- para legitimar el genocidio de innumerables pueblos de América Latina,
Africa, Oceanía y Asia. Esta falsa concepción sostiene que el crecimiento demográfico
sigue un ritmo de crecimiento aritmético mientras que los recursos –alimentos, sobre
todo- lo hacen a un ritmo geométrico es uno de los fundamentos de la economía-
política capitalista. Bienes escasos, necesidades infinitas rezan todos los capitalistas
como un dogma. La muerte temprana por hambruna, las epidemias, las guerras son
expresiones de la regulación natural –según la mirada capitalista- de la población. El
territorio de ejecución de la economía-política capitalista es todo el planeta. Siempre
lo fue. La materialización de esta intención fundante se fue concretando a medida que
la tecnología lo fue posibilitando. La mayoría de la humanidad es prescindible para los
grupos económicos trasnacionales. Justificantes ideológicos les sobran. Desde hace
siglos forman cuadros que planifiquen, ejecuten y legitimen la imposición de procesos
sociales cada vez más injustos y desiguales. Desde Smith y Ricardo pasando por
Hobbes hasta Friedman y Hayek el listado de mercenarios es impresionante. En
América Latina Vargas Llosa se ha propuesto para sumarse a esta cohorte de
alcahuetes de los dueños del dinero.
Embarrarse
Una de las cualidades de la realidad que tenemos que asumir desde los sectores
populares es que la cancha está bien embarrada por los grupos concentrados
trasnacionales. A partir de allí, sabemos –existencial y vitalmente- que atravesarla es
una tarea costosa, delicada, artesanal, comunitaria y conciente. Finalmente –por lo
menos en este primer momento- que la tarea no consiste en secar la cancha del
capitalismo, consiste en engendrar una nueva. Este dar a luz no acontece al final del
camino, se manifiesta en nuestros andares comunitarios cotidianos. Este andar no
tiene final, porque es un andar histórico. Tampoco es lineal, no siempre hay que ir para
adelante para crecer. Muchas veces hay que frenar, mirar bien –discernir- el
panorama, quizás retroceder algunos pasos para atrás para elegir otro camino que nos
permita llegar más lejos. Una cosa es importante. En el barro hay que ser concientes
de los pasos que damos, saber dónde ponemos el pie. Este saber mirar y saber elegir
se aprende en el diálogo y en la práctica comunitaria. La tentación del asfalto siempre
está presente. Una de las estrategias preferidas por los personeros de los grupos
concentrados –que muchas veces se presentan como representantes del poder
popular- es dividir a las organizaciones populares ofreciéndoles facilidades, contactos,
bienes, dinero. Caminar por el asfalto nos da la sensación de que podemos llegar más
rápido, pero esto nunca es así. Cuando decidimos salirnos del barro, cuando optamos
por seguir a un líder carismático en lugar de protagonizar construcciones comunitarias
caminamos por el asfalto del capitalismo. Será por calles marginales, pero esas calles
están diseñadas por otros y nunca nos van a llevar al socialismo, siempre desembocan
en más capitalismo. Esta es una discusión que nos debemos al interior de los sectores
populares, porque por más tentación que venga de afuera la decisión de salirse del
barro para caminar por rutas que otros trazaron surge desde nuestros propios
compañeros. La caminata –siempre me pareció muy adecuado que las Comunidades
Eclesiales de Base en Brasil llamaran caminhada a sus andares- por el barro siempre
nos va a exigir protagonismo. Allí los caminos no están trazados de antemano.
Discernir por dónde seguir es una tarea diaria. Conocer el terreno, saber leer las
señales, mirar a los compañeros para saber –existencialmente- cómo estamos, mirar
cerca y lejos a la vez para pisar firme sin perder de vista el horizonte de la utopía
libertaria. Todas esta acciones –y otras más que escapan a mi capacidad de análisis-
son fundamentales para que los andares populares engendren algo verdaderamente
nuevo. Para finalizar, es fundamental reconocer que es una caminata en terreno hostil.
Reconocer la violencia que atraviesa la dinámica histórica nos posibilita ser críticos de
sus múltiples expresiones. Aquellas que son más bestiales es más sencillo repudiarlas,
pero en la profundización de la construcción de nuevos calendarios o geografías más
humanos reconocemos –y nos reconocemos- atravesados por tramas vinculares,
dispositivos institucionales, prácticas comunitarias que reproducen la estructura
violenta propia de la dinámica capitalista de forma más sutil. Por eso, el ejercicio del
discernimiento en el diálogo comunitario debe ser cada vez –en la medida de lo
posible- honesto y profundo para que nuestros andares alumbren verdaderamente
otros mundos. Enfrentar la violencia sin usar los mismos métodos que a ella la
engendran es tarea fundamental. Mantenernos firmes, ejercer con potencia y vigor
nuestras convicciones; mirar de frente y decir claramente quiénes y cómo nos roban,
explotan, asesinan; celebrar nuestras conquistas, encontrarnos para soñar más allá son
posicionamientos que asumimos porque nuestros andares se constituyen en la
conflictividad propia de todo proceso histórico.
Hacernos pueblo