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A.

Prefacio

El objetivo central de Estado, mercado y revoluciones: Centroamérica 1950-1990 consiste en responder a unas pocas interrogantes básicas:
¿Por qué hubo revoluciones en Centroamérica en el último tercio del siglo pasado? ¿Por qué en algunos países y no en otros? ¿Cuáles fueron sus
causas? ¿Qué resultados alcanzaron? ¿Cuál es el legado que nos dejan, si acaso dejan alguno? Fue terminado de escribir a mediados de 1993 y
publicado a principios de 1995 casi simultáneamente en castellano por la Universidad Nacional Autónoma de México y en inglés por Monthly
Review Press de Nueva York. La edición de la UNAM se agotó en poco tiempo y, hasta donde sé, no circuló en Centroamérica, salvo unos pocos
ejemplares.

La presente reedición reproduce el texto original salvo la corrección de algunos errores de digitación que se deslizaron inopinadamente, y la
supresión del capítulo que estaba dedicado al análisis del régimen sandinista en la década de 1980. Este capítulo fue publicado de manera
separada hace algunos años en Nicaragua y muchos de sus temas eran repetitivos de asuntos tratados en el capítulo IV del volumen original.[1]

Mantener sin cambios un texto escrito hace quince años implica, obviamente, que el autor sigue convencido de lo que entonces escribió, y tal es,
efectivamente, mi caso. Sigo creyendo que la respuesta a la pregunta acerca de las causas de los procesos revolucionarios centroamericanos, o a
la ausencia de ellos, debe tomar en consideración una convergencia particular de elementos socioeconómicos y político-ideológicos, de
enmarcamientos objetivos y voluntades colectivas, así como la interacción de fuerzas regionales e internacionales. En el fondo, el libro trata de esa
convergencia en algunos países del istmo, y de su ausencia en otros. Señala en consecuencia la no pertinencia de reducir procesos tan complejos
a alguno de sus ingredientes, cualesquiera éstos sean: la voluntad de una autodesignada vanguardia, una dada configuración de las estructuras
socioeconómicas, la dominación externa, el repudio a la opresión política. En particular, llama la atención sobre la intrascendencia, el anacronismo,
o el craso oportunismo, de practicar un balance de esos procesos a partir de lo que sabemos hoy, y no de lo que se sabía veinticinco o treinta años
atrás, cuando las decisiones que ahora sabemos que resultaron fundamentales, fueron adoptadas.

El libro plantea, en este sentido, que la construcción de un orden político democrático y la configuración de una sociedad más justa --en el sentido
de una mejor adecuación del reparto de ganancias y pérdidas a los esfuerzos hechos por cada grupo social— y con más autonomía externa, no
tuvo otras opciones en Guatemala, El Salvador o Nicaragua, en los años sesentas y setentas, que las que parecía abrir la vía revolucionaria. Esto,
mucho menos por las lecturas teóricas o el voluntarismo de los revolucionarios –sin desconocer el papel que las teorías y las voluntades siempre
juegan en política--, que por el comportamiento de los grupos dominantes y los gobiernos que durante ese lapso se sucedieron en la Casa Blanca.
El despotismo dictatorial y la corrupción dotaron a las revoluciones de un horizonte democrático; la explotación y el empobrecimiento les entregó
banderas de emancipación social; la subordinación a la política exterior de la potencia hegemónica mantuvo viva la aspiración a la soberanía
nacional. Es difícil entender las revoluciones centroamericanas si uno no hace un esfuerzo por comprender en qué escenarios sociales e
institucionales se tomaron las decisiones fundamentales.

De esas tres dimensiones, es la democrática en la que los procesos revolucionarios tuvieron más éxito. Es verdad que la democracia
representativa que hoy existe en Centroamérica difiere mucho de aquella a la que los revolucionarios aspiraban entonces: una democracia de
eficacia social en un sentido de progreso, con efectos en las relaciones de poder económico y en el acceso a recursos básicos, y no solamente
como vigencia efectiva de procedimientos institucionales. Pero es difícil pensar que sin un desafío revolucionario a su dominación, las élites
centroamericanas y los gobiernos estadounidenses hubieran aceptado la apertura democrática. En el diseño de aquéllas y éstos la democracia
representativa, aún con las limitaciones con que fue promovida, fue encarada como una herramienta contrainsurgente mucho más que como una
ampliación de espacios de libertad, y por supuesto sin reverberaciones en materia de reforma social. Las democracias que hoy existen en
Centroamérica son hijas del conflicto entre esta concepción y la que los revolucionarios intentaron realizar.

Considerando los altos registros de violencia política a lo largo de la historia de la región, el resultado no es pequeño. La cuenta de votos
reemplaza el body count de la guerra y los adversarios ya no reclutan soldados sino electores. El desafío radica en la capacidad de convencer a
esos electores, y al conjunto de la sociedad, de la necesidad de introducir transformaciones materiales con el fin de que las reformas
institucionales y los cambios en las formas impliquen modificaciones efectivas en la calidad de vida de la gente y la democracia desarrolle raíces
firmes y proyecciones amplias más allá de lo jurídico formal.

El final de las luchas políticas armadas no ha implicado, empero, la desaparición de la violencia como uno de los ingredientes constitutivos de las
sociedades centroamericanas. Sus manifestaciones más explícitas son bien conocidas: linchamientos y otras formas de “justicia por mano
propia”, maras y otras modalidades del pandillerismo juvenil, prepotencia e impunidad como expresión de la ley del más fuerte… De una u otra
manera, todas ellas están estrechamente ligadas a la conflictividad reciente y son interpretadas por los analistas como parte de la herencia del
conflicto pasado. Ilustran también acerca del largo camino que aún queda por recorrer en la construcción de las democracias centroamericanas.

Buenos Aires, junio 2009


B. Introducción

Entre principios de la década de los sesenta y principios de la de los ochenta Centroamérica experimentó un rápido y masivo proceso de
movilización revolucionaria que conmocionó todas las dimensiones de su estructura social, de sus instituciones políticas y de su inserción en el
sistema internacional, con impactos severos en la vida y los destinos de millones de centroamericanos. Más de 300 mil hombres, mujeres, niños y
ancianos murieron víctimas de la violencia, principalmente ejecutada por el estado o por cuerpos armados paraestatales, o con su anuencia o
protección; aldeas enteras fueron arrasadas. Una región que durante más de medio siglo se había caracterizado por una marcada estabilidad
política y una fuerte dependencia respecto de los Estados Unidos, se transformó en el área más revulsiva del continente.

Procesos revolucionarios de amplia convocatoria popular se desarrollaron con fuerza notable en El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Costa Rica y
Honduras no participaron de experiencias semejantes, pero no pudieron permanecer al margen de su impacto; quedaron aprisionadas en la
polarización creciente de la escena política regional, y a partir de cierto momento empezaron a desempeñar funciones importantes en diversas
estrategias de tipo contrarrevolucionario, o bien de reorientación del conflicto revolucionario por cauces menos radicales. La guerra abierta, con
involucramiento explícito de Estados Unidos, sentó plaza en el istmo. Sociedades que durante más de cincuenta años habían pasado
desapercibidas ante la opinión pública internacional o que no habían recibido más atención que la que suscita el pintoresquismo, se instalaron de
lleno en el debate hemisférico. El embate revolucionario colocó a la región en el centro de lo que, ahora sabemos, fue la fase final del sistema de la
guerra fría.

La etapa revolucionaria que conmocionó tan intensamente la región pertenece hoy al pasado. El sandinismo practica, a su manera, la política
parlamentaria; los revolucionarios salvadoreños avanzan en medio de dificultades hacia su conversión en partido político en un sistema que se
parece mucho más al que combatieron durante más de diez años que al que trataron de crear través de esa lucha; los revolucionarios
guatemaltecos no han podido progresar en las negociaciones de paz por la intransigencia del gobierno y de las fuerzas armadas, no por falta de
voluntad propia. En estas condiciones: ¿qué sentido tiene dedicarle más preocupación la revolución centroamericana?

La pregunta revela, en el mejor de los casos, cierta ingenuidad. Siempre se piensa que la revolución que pasó es la última de todas. Si fue
derrotada, porque se supone que la gente escarmienta y no comete dos veces la misma locura –por lo menos en una misma generación. Si triunfó,
porque y no es necesaria otra —aunque, se ha visto en China, Mao entendió en determinado momento que era necesaria una revolución dentro de
otra.

Pensar que definitivamente ya no habrá más revoluciones sociales es tan trivial como afirmar que siempre están al orden del día. Un grupo de
pensadores radicales, o de activistas, puede estar dispuesto a movilizarse contra un estado opresor, pero esto no significa que su decisión vaya a
echar raíces en la gente, y es imposible hacer revoluciones sin la gente. Inversamente, situaciones revolucionarias colectivas pueden llegar a
configurarse y el clima colectivo estar “maduro” sin que esto sea suficiente para que el estallido revolucionario tenga lugar. Las revoluciones
sociales son fenómenos poco recuentes en la historia humana, pero existe de todos modos una buena cantidad de ellas, en sociedades y
momentos que guardan entre sí una enorme diversidad. Desde que en el siglo XVII los ingleses decidieron resolver de un tajo la cuestión de la
monarquía absoluta, y desde que el mercado asumió un papel determinante en la vida de la gente, cada siglo ha presenciado por lo menos un par
de grandes revoluciones sociales. Nada autoriza a pensar que el próximo vaya a ser, en este sentido, un siglo desviado.

Las revoluciones no son acontecimientos forzosos, aunque tampoco son accidentales. Las condiciones que gestan y finalmente detonan un
proceso revolucionario son siempre particulares a cada situación, pero si el análisis se ubica en el nivel de abstracción adecuado, es posible
reconocer elementos de recurrencia por encima de las especificidades de cada caso, e importantes dosis de organización aún en los fenómenos
más espontáneos. Es posible también por consiguiente operar sobre esas condiciones, tanto para acelerar los procesos, como para prevenirlos o
reorientarlos. Preocuparse hoy por los movimientos revolucionarios recientes en Centroamérica tiene, por lo tanto, algo más que un valor de simple
registro histórico.

Es incuestionable que el ciclo de movilizaciones revolucionarias que se abrió a principios de la década de los sesenta se ha cerrado en las urnas y
en las mesas de negociaciones. Es evidente también que los factores socioeconómicos que detonaron ese ciclo se mantienen presentes, y
muchos de ellos son hoy más opresivos y generalizados que hace 30 años: la tugurización de las ciudades, las profundas desigualdades sociales,
la pobreza masiva. Es corriente por lo tanto, e incluso de buen tono, referirse al fracaso de las revoluciones centroamericanas. Pero las cosas no
son mejores desde el punto de vista de las élites. Las guerrillas no lograron conquistar —o, en Nicaragua, conservar—el poder, pero la
Centroamérica de hoy no es la de los años cincuenta o sesenta, ni el orden político y social tiene mucho que ver con la “pax oligárquica” de
entonces. La revolución no triunfó, pero el orden tradicional no resistió los vientos del cambio. Es comprensible entonces que, ante este fin de
siglo que nadie imaginó, todos tengamos motivos para sentirnos un poco desencantados: los que miramos con esperanzas las promesas de un
futuro mejor, y los que intentaron aferrarse al pasado. Las cosas resultaron distintas, aunque no es la primera vez que la política depara este tipo
de sorpresas. Sin embargo no me parece que, para los que dedicamos algún tipo de energía a los procesos que este libro estudia, desencanto
implique pensar que todo eso fue en vano. Si algo hubo en abundancia en esos años, fue sentido, significado, razones, esperanzas, cosas que
valía la pena y era necesario hacer.

Diez años después de haber publicado una bellísima colección de fotografías de la insurrección sandinista, Susan Meizellas, periodista valiente y
artista de mucho talento, regresó a Nicaragua a tratar de reencontrar aquellos rostros de 1979 tras una década de revolución, contrarrevolución,
crisis y guerra. Algunos seguían ahí, en los mismos lugares en que su cámara los había captado entonces: barrios, comarcas, caminos; otros se
desperdigaron en la diáspora del exilio y el autoexilio; todos aportan sus testimonios en un video conmovedor. [1] Quienes con más convicción
afirmaron que nada de lo que había pasado, y les había pasado, fue en vano, son también los dos únicos que tuvieron un involucramiento directo
en el conflicto. Uno de ellos es un ex teniente de la Guardia Nacional somocista, posteriormente incorporado a la “Resistencia Nicaragüense”: el
famoso “Mike Lima”, quien al frente de fuerzas contrarrevolucionarias asoló a principios de los años ochenta la comarca de Jalapa, en el
departamento de Nueva Segovia, y sembró sangre, terror y muerte entre los campesinos de la reforma agraria; hoy trabaja como vigilante en una
empresa en Estados Unidos. Valió la pena volver a la guerra, dice “Mike Lima”: gracias a eso el comunismo fue derrotado en Nicaragua. El otro es
un zapatero de Masaya: aparece en el libro de fotos junto a dos compañeros, sus rostros cubiertos tras la frialdad impávida de las máscaras de
Monimbó, sus manos dispuestas a lanzar las bombas caseras con que derrotaron a la Guardia Nacional. Hoy, Joaquín sigue remendando zapatos;
está cargado de deudas y ahora, además, de hijos. Él tampoco considera que su lucha y la de sus compañeros fue en vano: se acabaron la
prepotencia del patrón y la brutalidad de la Guardia, y “la contra” fue derrotada.

¿Cómo es posible que habiendo estado en trincheras enfrentadas y habiendo actuado en función de fuerzas opuestas, ambos lleguen, los ojos
cargados de lágrimas, a la misma conclusión? Y si Susan Meizellas volviera a El Salvador: participantes equivalentes —soldados del ejército,
combatientes del FMLN—, tendrían respuestas diferentes a las de los nicaragüenses? Sospecho que la explicación de esta aparente paradoja
tiene que ver con algo muy sencillo, es decir muy profundo: esta realidad que a los observadores externos puede parecer extraña, contradictoria,
ambigua, es hija de ellos, de los Joaquines y de los “Mikes”, de su involucramiento, de sus decisiones, y de las cosas que hicieron: nadie en su
sano juicio vomita sobre sus hijos. Tal vez también por eso no hay retórica de heroísmo o de excepcionalidad en sus palabras: ambos hicieron lo
que tenían que hacer, por más que el contenido ético y las proyecciones sociales de uno y otro fueran tan disímiles y opuestas.

Las revoluciones son, así, procesos siempre traumáticos que conjugan la tozudez de las élites, las razones de los intelectuales y las convicciones
emancipatorias de la gente. El valor que sus participantes les asignan deriva tanto de sus objetivos como de su participación misma.

Este libro apunta a responder unas pocas preguntas básicas sobre tales procesos: ¿Por qué se desencadenaron revoluciones en Centroamérica?
¿Por qué en algunos países, y no en otros? ¿Qué consiguieron? ¿Valieron la pena? ¿Qué buscaba la gente que se sumó, o se opuso, a ellas?
Preguntas de formulación sencilla y de respuestas complejas, nunca definitivas. En particular, respuestas que movilizan algo más que la capacidad
analítica del investigador y que tienen que ver con su filosofía de la historia.

En un penetrante ensayo, Eric Hobsbawm advierte que el estudio de las revoluciones no debe ser separado del estudio de los periodos específicos
en que ellas ocurren, ni del período en que el académico las estudia, incluyendo los sesgos personales del investigador (Hobsbawm 1986). Lo
primero permite ubicar a las revoluciones como parte de procesos de cambio macrohistórico, como momentos de ruptura de sistemas que se
encuentran bajo tensiones crecientes. Lo segundo hace posible identificar los ingredientes del plexo valorativo del investigador que están
presentes en su análisis de un fenómeno tan tensionador como es una revolución.

En lo que refiere a lo primero, las revoluciones centroamericanas se inscriben en la etapa más reciente del proceso de cambio estructural de la
región, cuyos inicios suelen ubicarse a principios de la década de los cincuenta; su gestación abarca por lo tanto las “tres décadas de oro” del
desarrollo económico mundial y su ciclo se extiende lo largo de todo el lapso de la guerra fría. La rápida y amplia transformación de
Centroamérica impulsada por la modernización capitalista alteró las condiciones de vida de amplios sectores de población; les privó de su
inserción social tradicional sin ofrecerles una nueva. La valoración de los logros y las limitaciones de las experiencias revolucionarias debe llevarse
a cabo en un permanente contrapunto con este contexto más amplio y de más prolongado desenvolvimiento.

En lo que toca a mis sesgos personales, éstos consisten básicamente en la convicción de que todos los seres humanos, por el simple hecho de
serlo, tenemos un derecho inalienable a la dignidad y a la felicidad, y a una vida sin sobresaltos; que no hay dignidad ni felicidad sin salud,
educación, y un trabajo y una vivienda decentes, y que tenemos derecho —un derecho natural, se decía antes, un derecho humano, se dice ahora
— a procurarlos; y que el mejor gobierno posible es aquél que se basa en la participación de la gente y se reproduce y se cambia a través de ella.
Estoy convencido de que a su manera y con resultados variados, eso es lo que estuvo y está en juego en las revoluciones centroamericanas y en
sus secuelas.

Este estudio tiene como punto de partida mis trabajos anteriores sobre la región. Primero, porque considero que los análisis y enfoques
practicados en ellos mantienen validez; segundo; porque eso me evita incurrir en reiteraciones; tercero, porque constituyen un parte considerable
de la bibliografía especializada más consultada sobre el tema ( vid por ejemplo Stahler-Sholk et al. 1989; Close 1988; Dunkerley 1988). Esos
trabajos reflejan asimismo el contacto estrecho que mantuve desde la década de los setenta con Centroamérica y en particular con Nicaragua:
estudié la revolución centroamericana y reflexioné sobre ella, pero más que eso, la viví. Esto no me coloca necesariamente en una posición
analítica mejor, pero me da una perspectiva distinta.
La estructura del libro es sencilla. En el primer capítulo se formulan algunas proposiciones conceptuales acerca de los factores económicos,
políticos y culturales que intervienen en la gestación de situaciones revolucionarias en sociedades del tipo de las de Centroamérica. Se afirma que
más que en condiciones económicas determinadas o en sistemas políticos particulares que pueden identificarse a priori o en abstracto, los
procesos revolucionarios tienden a desarrollarse cuando grupos amplios de población asumen comportamientos colectivos anti estatales en
respuesta a situaciones caracterizadas por un aumento brusco de la explotación económica en combinación con regímenes políticos opresivos.
Los procesos macroeconómicos y macropolíticos definen un marco general, donde lo determinante para detonar los comportamientos
antisistémicos son las vivencias microsociales de la gente: la repercusión de los procesos globales en sus pequeñas vidas cotidianas.

El segundo capítulo discute el impacto de la modernización capitalista en la gestación del escenario económico de la movilización revolucionaria: el
empobrecimiento de grandes masas de la población centroamericana, la difícil y traumática reinserción en el nuevo diseño socioeconómico, la
profundización de la polarización social, la falta de alternativas para amplios segmentos de la población, la incapacidad estructural del capitalismo
centroamericano para ofrecer respuestas a las demandas de la gente. En el tercer capítulo se exploran los aspectos políticos principales de la
transformación del estado: la conjugación de explotación económica y opresión política en El Salvador, Guatemala y Nicaragua, y el reformismo
estatal en Costa Rica y Honduras. En estos dos países la movilización social en respuesta a la degradación de las condiciones de vida encontró un
principio de respuesta gubernamental positiva que moderó y reorientó las presiones de los campesinos, trabajadores y grupos medios, mientras
que en los tres primeros dejó pocas alternativas a una opción revolucionaria. El capítulo cuarto ensaya una valoración de una década de
revolución y contrarrevolución en Centroamérica: qué se ganó, quiénes ganaron, y quiénes perdieron qué. El capítulo quinto estudia los aspectos
centrales de la única revolución centroamericana que alcanzó a convertirse en régimen político: la sandinista, y su evolución reciente.
Considerando la atención y las polémicas que la experiencia sandinista suscitó en el pasado reciente, y su gravitación en la problemática
centroamericana, me pareció importante dedicarle un capítulo especial. El capítulo final resume las principales conclusiones conceptuales de la
investigación y plantea algunas hipótesis generales sobre las perspectivas que se abren a la región en el actual escenario posrevolucionario.

Este libro, y una buena parte de la investigación sobre la que se basa, fueron elaborados en mi condición de investigador titular del centro de
Investigaciones Interdisciplinarias en Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ello significa que me beneficié del excelente
clima institucional del Centro, del liderazgo académico de su director, el doctor Pablo Gonzáles Casanova, de un estimulante intercambio
intelectual con mis compañeros de trabajo y de un muy eficiente apoyo documental y administrativo. Consultorías prestadas la Autoridad Sueca
para el Desarrollo Internacional (ASDI), la Land Tenure Center de la Universidad de Wisconsin (Madison) y el Programa de las Naciones Unidas
para el desarrollo (PNUD), me permitieron viajar a la región con cierta frecuencia en los últimos tres años.

Algunos avances de la investigación fueron publicados en la Revista Mexicana de Sociología del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM,
en el Journal of Latin American Studies de la Universidad de Cambridge, en la revista Polémica de la Secretaría General de FLACSO, y
en Desarrollo Económico, del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de Buenos Aires. Durante la primavera de 1993 Columbia
University me concedió la cátedra “Edward Larocque Tinker”, circunstancia que me permitió discutir varios aspectos de mi investigación en el
Institute of Latin American and Iberian Studies y en el Latin American Seminar de esa misma universidad, así como en seminarios y
presentaciones especiales en el Center for Internacional Studies de Duke University y en el Council on Latin American Studies de Yale University.
Los comentarios de los colegas y estudiantes que participaron en esas reuniones me ayudaron a precisar mejor mis ideas. Raúl Benítez Manaus
(CIIH-UNAM) y John Hammond (Hunter Collage, CUNY) leyeron con criterio crítico que mucho agradezco una versión anterior del manuscrito. Las
limitaciones que seguramente subsisten son de mi exclusiva responsabilidad.

México D.F., Ciudad Universitaria, junio 1993


Capítulo I: REVOLUCIONES: ECONOMÍA, CONCIENCIA Y
POLÍTICA

Las situaciones revolucionarias tienden a configurarse cuando cambios bruscos y regresivos en las condiciones de vida agudizan la desigualdad y
fracturan el sistema implícito de reciprocidades en cuya virtud la población legitima el orden social. Por "sistema de reciprocidades" me refiero al
conjunto de intercambios, reales y simbólicos, frecuentemente implícitos, sobre los cuales se construye el orden social. Esos intercambios
permiten a las personas convencerse de que su involucramiento en las relaciones sociales y su aceptación de las instituciones políticas les dan
acceso a contraprestaciones que consideran justas en términos generales. Cuando por motivos que pueden ser muy variados esa noción de
reciprocidad se quiebra y la gente empieza a considerar que lo que entrega --en trabajo, productos, obediencia, servicios personales,
impuestos...-- es más de lo que recibe a cambio --servicios institucionales, seguridad, empleo, reconocimiento...-- comienza a gestarse una
conciencia de injusticia que, potenciada por agentes externos, puede llegar a alterar las conductas colectivas tradicionales, a erosionar el sistema
preexistente de lealtades, y dirigir la insatisfacción y la protesta de los afectados contra quienes aparecen como beneficiarios de la situación de
injusticia: los ricos, los poderosos, el estado.

La acción del estado puede reorientar, aplastar o acelerar las manifestaciones de malestar social; en todos los casos aumenta la politización del
conflicto. El fracaso del estado en el primer aspecto, tanto más en el segundo, además de favorecer la consolidación y ulteriores avances de la
agitación revolucionaria, usualmente provoca fracturas en el bloque de poder; segmentos del mismo lo abandonan e incluso se suman a la
protesta. La reducción de las bases sociales del estado y su ineficiencia en el manejo del conflicto contrastan con la coalición revolucionaria, que
se erige como alternativa de poder y obtiene el reconocimiento de sectores amplios de la sociedad.

Uno de los aspectos centrales en la discusión teórica acerca de las revoluciones sociales se refiere a los factores objetivos (estructuras
socioeconómicas e instituciones políticas) y subjetivos (procesos psicosociales, prácticas y actitudes ideológicas), individuales y colectivos, por
medio de los cuales sectores amplios de población llegan a la conclusión de que no hay alternativas dentro de la institucionalidad establecida y
que para cambiar las cosas hay que integrarse de una manera u otra a la revolución. Es decir, los caminos por los cuales grandes grupos de
población llegan a interpretar como injustas sus condiciones de vida, convierten esa interpretación en conciencia de su opresión política, y asignan
eficacia a su propio involucramiento en la confrontación directa colectiva y extra institucional al poder político establecido. Si se dejan de lado las
teorías conspirativas de la historia, o las versiones más vulgares del foquismo, debe admitirse que se trata de una cuestión compleja, que combina
elementos de espontaneidad y de organización, que tiene que ver con una gama muy amplia de cuestiones particulares, y respecto de la cual no
es mucho lo que se puede decir en términos generales.

Tal complejidad descalifica los intentos de reducir las causas de un proceso revolucionario a un único elemento, ni siquiera como condicionante "de
última instancia". Sea que el reduccionismo apunte hacia la economía, sea que se sesgue hacia lo político, o hacia lo socio-psicológico, ninguna
de estas dimensiones, que están siempre presentes en el desarrollo de los procesos revolucionarios, puede dar cuenta de éstos por sí sola. El
cambio en la conciencia de la gente que detona su involucramiento revolucionario no existe en el aire sino que es respuesta a modificaciones
abruptas en la economía y en el régimen político; pero éstas carecen de eficacia transformadora si por algún motivo aquel cambio de conciencia
no se produce.

La configuración de una situación revolucionaria es así el resultado de la convergencia de tres conjuntos de factores: los que inciden en el cambio
en las condiciones de vida (usualmente, factores económicos o político-militares), los que conducen a una valoración negativa de la nueva
situación (factores psicosociales, o ideológicos), y los factores de tipo institucional que abren o cierran las perspectivas de cambio de las
situaciones adversas dentro del sistema político existente. No basta el cambio adverso si la gente puede justificarlo, ni la conciencia de injusticia es
suficiente para movilizar en contra de las instituciones; la historia moderna ofrece muchos ejemplos de dictaduras prolongadas frente a las cuales
la mayoría de los oprimidos no parece darse por aludida. Las situaciones revolucionarias son el producto combinado de esta pluralidad de
ingredientes.

De lo anterior se desprende que tan importante como identificar los procesos macrosociales económicos y políticos que contribuyen a configurar o
inhibir una situación revolucionaria, es detectar el modo en que esos factores operan en el plano cotidiano, en la vida diaria y menuda de las
personas. El alza o la caída de los precios internacionales, la sustitución de cultivos de consumo por cultivos de exportación, un gobierno
insensible, son factores usualmente identificados en el origen de las situaciones revolucionarias. Pero la configuración de las mismas depende en
último análisis del modo en que esos factores inciden en la vida diaria. Los indicadores globales, macroeconómicos o macropolíticos, informan
sobre el escenario abstracto en que las revoluciones son posibles. Para avanzar desde este umbral y captar el paso de lo posible a lo real, el
análisis debe indagar sobre el modo en que esos factores globales inciden en la vida de los hombres y mujeres que hacen las revoluciones. La
indagación por las microdeterminaciones de los macrofactores permite discernir el modo en que los individuos construyen y viven conceptos
generales como explotación, corrupción, injusticia, orden, felicidad, violencia, bienestar...

La atención que se presta a los microfundamentos de la acción social no descarta el peso de los factores estructurales que delimitan el espacio en
que operan las opciones individuales. Una de las características de los procesos revolucionarios es, precisamente, la coexistencia de dos niveles
de percepción y análisis de los problemas sociales. Los dirigentes y activistas enfatizan las dimensiones macroeconómicas y macropolíticas, y su
gravitación en la construcción de las circunstancias microsociales, mientras que la gente "común" privilegia sus microcoyunturas, y es a través de
ellas que llega a tomar conciencia del mundo que existe más allá de su comarca, su barrio, su fábrica, su comunidad. Esta dualidad de
perspectivas puede contribuir a vigorizar la movilización revolucionaria y la gestión del régimen revolucionario, tanto como a debilitarla. ¿Cuál es la
historia legítima de un proceso revolucionario? ¿La de los grandes procesos y estructuras globales que narran sus dirigentes, o la de la
cotidianeidad concreta que viven los dirigidos? Y si la historia de la revolución es a la vez ambas y ninguna: ¿cómo se construye la síntesis?

1. ECONOMÍA

El rechazo colectivo a las condiciones materiales de vida es un ingrediente necesario de las situaciones revolucionarias, pero no lo es en la
misma medida para todos los participantes, ni es tampoco un ingrediente suficiente. Las condiciones de vida de grandes porciones de la población
centroamericana eran, y son, extremadamente insatisfactorias. No basta sin embargo la pobreza para generar revoluciones. Lo que mueve a la
rebelión, constantes los otros factores antes señalados, es el cambio descendente súbito en las condiciones de vida, cambio que altera sus
percepciones y valoraciones del mundo en que vive. La velocidad del cambio es tan importante como la magnitud del mismo para explicar la
modificación de las perspectivas, porque impide a la gente adaptarse, o generar mecanismos de defensa: se pierde lo que se tiene más rápido de
lo que uno se reubica, y lo que queda es un sentimiento de tremenda inseguridad.

Usualmente los cambios bruscos de la economía están asociados, en las sociedades agrarias, a la expansión de la economía comercial y la
agroexportación. Pueden ser generados por la sustitución de cultivos tradicionales por nuevos rubros con el consiguiente cambio en el uso de los
suelos, por alteraciones en las normas que regulan el acceso de los agricultores a la tierra, por incorporación de nuevas tecnologías, u otros
factores. Otras veces están ligados a acciones del estado en apoyo al capitalismo agroexportador: por ejemplo, obras de infraestructura como
carreteras o represas que destruyen bosques, invaden terrenos y anegan zonas habitadas desde siglos por las comunidades. La expansión del
capitalismo agrícola vincula las economías locales al mercado internacional y las expone a los efectos de las frecuentemente intensas variaciones
de precios, frente a las cuales los campesinos carecen de posibilidades de defensa cuando son negativas, o de posibilidades de beneficiarse
cuando son positivas. Las repercusiones de los cambios se magnifican porque tienen lugar en el curso de unos pocos años, en contraste con el
ritmo de la vida rural tradicional. Wallerstein (1980) y Walton (1984) enfatizan el papel de la articulación al sistema mundial en la generación de
estos cambios en las economías periféricas: modificaciones en la demanda global, nuevos desarrollos tecnológicos, variaciones en los precios
internacionales, entre otros. Esta es también la tesis de Lindenberg (1990): el tamaño reducido y la amplia apertura externa hacen a las economías
centroamericanas extremadamente vulnerables a las alteraciones del mercado mundial, cuyos efectos engendran situaciones de inestabilidad y
malestar social. Los ciclos de la economía mundial alimentan a los ciclos de estabilidad/ inestabilidad, protesta/consentimiento en las sociedades
periféricas.

Los cambios son provocados por el impacto de las transformaciones en el mercado y de la subordinación de las economías locales a él, pero
usualmente la faceta más visible de las transformaciones, en el nivel local, es política. La modificación de los patrones de producción, de empleo y
de vida se produce a través de la intervención de agentes institucionales directa o indirectamente vinculados al estado: funcionarios de la ley,
agencias de agrimensura, empresas de obras públicas, cambios en la legislación, aparatos represivos, deslegitimación institucional de las quejas y
las demandas de los afectados. En síntesis, la intervención de una fuerza "extraeconómica" que pone en condiciones los nuevos espacios para la
expansión del mercado y la acumulación de capital.

Los procesos de desarrollo económico acelerado siempre ocasionan desajustes profundos en la sociedad. Debido a su estabilidad básica, tanto
las sociedades pre-capitalistas como las capitalistas desarrolladas ofrecen pocas oportunidades de movilizaciones revolucionarias masivas. Para
bien o para mal, la gente común tiene asignado un lugar en las relaciones sociales, con sistemas institucionalmente sancionados de recompensas
y castigos, independientemente de la distribución social de los mismos; las relaciones sociales y el comportamiento de los agentes --las "reglas del
juego"-- son previsibles. La probabilidad de desafíos revolucionarios está ligada ante todo a los dislocamientos, rupturas e inestabilidades de la
transición de un tipo de sociedad a otro, del pasaje siempre conflictivo hacia una economía de predominio del mercado, los cultivos comerciales, la
agroindustria y la globalización creciente de los procesos económicos y sociales, y un tipo de autoridad basado en la racionalidad abstracta del
"derecho igual" (Cerroni 1972:69 y sigs.).

Muchas personas, sus familias, los grupos sociales a los que pertenecen, pierden sus modos anteriores de inserción al orden social más rápido de
lo que consiguen otros, y las características técnicas de las nuevas formas de producción incrementan este efecto marginador: la maquinización y
quimización de la agricultura, por ejemplo, reducen la demanda de empleo, y además demandan una mano de obra distinta (con más
entrenamiento y alguna educación formal) que la que ocupaba la agricultura tradicional. Los campesinos se ven privados de tierras, o del modo
tradicional de acceso a ellas (por ejemplo, paso de la renta en trabajo o en especie a renta en dinero; se empieza a exigir la posesión de un título;
deterioro de las formas comunales de uso del suelo); la tenencia resulta amenazada. Aparece la necesidad del trabajo asalariado ante la
incapacidad de la parcela de subvenir a la economía familiar; los nuevos cultivos imponen un trabajo estacional con grandes períodos de "tiempo
muerto"; el empleo se hace itinerante y obliga a la gente a viajar por medio país de cultivo en cultivo; el calendario de la economía de mercado
choca con el calendario de la economía tradicional: celebraciones, rituales, y similares. La sustitución de cultivos de consumo básico por
exportables deteriora los patrones de alimentación de la unidad familiar. Junto con la reducción o la pérdida de la parcela y de los enseres, el nivel
de los ingresos familiares se reduce. La estructura de la familia cambia: los jóvenes salen a trabajar fuera de la unidad familiar y generan sus
propios ingresos; la distancia y la autonomía laboral y económica respecto de sus mayores relaja la obediencia y según los viejos el respeto; se
abren nuevas percepciones y horizontes para las mujeres que lavan o hacen la limpieza en casas de familias acomodadas. El panorama en las
ciudades no es distinto: rigideces en la oferta de empleo, tugurización, inseguridad física, delincuencia, prostitución.

La degradación del acceso a recursos impacta en todas las dimensiones de la vida y pone en crisis los referentes tradicionales. Pero junto con
este deterioro, está la percepción del enriquecimiento y la prosperidad de los otros. No se trata solamente del empobrecimiento de unos, sino de
su vinculación con el éxito ajeno. Unos pierden mientras otros ganan: la desigualdad crece. Esto no significa que el orden tradicional o
precapitalista careciera de injusticias e iniquidades. La gente vivía mal; trabajaba duro y frecuentemente de balde --¿qué otra cosa significan las
múltiples formas de la corvée? Pero había explicaciones que legitimaban el sistema y mecanismos para adaptarse a él. Son esas explicaciones y
mecanismos los que ahora faltan.

Paige (1985, 1987), Williams (1986), Bulmer-Thomas (1987), entre otros, ponen énfasis en las transformaciones del capitalismo agroexportador
para explicar la gestación de condiciones revolucionarias en Centroamérica. De acuerdo con este enfoque, esas revoluciones son producto de la
modernización y de su impacto dislocador de las condiciones de vida de millones de personas, tanto en el campo como en la ciudad. Constantes
otros factores, el deterioro de la sociedad agraria tradicional en el curso de una generación creó condiciones para que amplias masas de la
población centroamericana aceptaran la convocatoria revolucionaria y le otorgaran eficacia cuestionadora. Weeks (1986) en cambio, se apoya en
la hipótesis marxista de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción y enfoca el mismo tema
desde una perspectiva inversa: la rigidez de las estructuras de la sociedad terrateniente frente a las transformaciones capitalistas las demora y
exacerba su costo social para los trabajadores y campesinos. El factor desencadenante de las revoluciones centroamericanas, que movilizaron
tanto a los pobres del campo y la ciudad como a segmentos de las élites modernizantes, no es el avance de la modernización capitalista, sino los
obstáculos a ella derivados de la resistencia de los latifundistas y el capital comercial, protegida por el despotismo reaccionario del estado.

Más interesante que explorar el conflicto entre uno y otro enfoque es advertir el modo en que ambos se complementan para resaltar la situación de
los de abajo. Atrapados entre la pujanza modernizadora del capitalismo y la rigidez de la estructura tradicional, quedaron en el peor de los mundos:
privados de los elementos materiales o simbólicos que le daban al mundo anterior un sentido y una justificación, y sin perspectivas plausibles de
inserción en el mundo nuevo.

Este proceso y sus tensiones capturaron simultáneamente a las cinco repúblicas de Centroamérica. Existieron diferencias que no son irrelevantes,
pero si tomamos como eje separador la existencia o ausencia de procesos revolucionarios, es evidente que las diferencias socioeconómicas no
bastan para dar cuenta de las variaciones de tipo político. ¿Por qué El Salvador, Guatemala y Nicaragua se transformaron desde principios de la
década de 1970 en escenarios de violentas movilizaciones sociales y en terreno propicio para el desarrollo de movimientos revolucionarios,
mientras Costa Rica y Honduras pudieron mantenerse al margen?

Los cuadros I.1 a I.5 permiten advertir la marcada homogeneidad socioeconómica de la región; las diferencias existentes entre las cinco repúblicas
centroamericanas son menos decisivas, en esta época, de lo que a veces se piensa. Se aprecia asimismo que ellas no separan a los países de
manera coincidente con las diferenciaciones políticas implicadas en el desarrollo o ausencia de procesos revolucionarios.

Cuadro I.1. Centroamérica: Tenencia de la tierra en la década de 1960

(En porcentajes)

Tipo de finca

Multifamiliar³

Subfamiliar¹ Familiar² a) media b) grande

N° Sup. N° Sup. N° Sup. N° Sup.

Costa Rica 68 3 20 14 11 41 1 42

El Salvador 91 22 7 21 1.5 20 0.5 37

Guatemala 88 14 9 13 2 31 1 42

Honduras 67 12 26 27 6 33 1 28

Nicaragua 51 4 27 11 20 44 2 41
Centroamérica 79 10 15 16 5.5 36 0.5 38

1. Fincas que generan un ingreso inferior al necesario para la reproducción familiar.


2. Fincas que generan un ingreso suficiente para la reproducción familiar.
3. Fincas que generan ingresos superiores a los necesarios para la reproducción familiar

Fuente: CEPAL et al. (1973). Algunas cifras han sido redondeadas.

Las cifras sobre concentración de la tenencia de la tierra (cuadro I.1) muestran un predominio abrumador de las fincas subfamiliares, con acceso a
una porción relativamente reducida de la tierra, y una fuerte concentración de la superficie en las fincas multifamiliares, junto a variaciones
importantes entre Costa Rica, Honduras y Nicaragua de un lado, y El Salvador y Guatemala del otro, en lo que toca a la importancia de las
explotaciones familiares. A pesar de la insistencia de gran parte de la literatura acerca del impacto, constantes otros factores, la hipótesis se
verificaría en El Salvador y Guatemala, e incluso en Costa Rica, o en Honduras en términos contrafácticos, mucho más que en Nicaragua (cfr.
Cuadro I.2).

Cuadro I.2. Centroamérica: Índice de polarización agraria¹

Centroamérica Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua

Índice %ª Índice %ª Índice %ª Índice %ª Índice %ª Índice %ª

83.72 100 46.44 55.4 90.99 108.7 59.09 70.5 34.7 41.4 23.88 28.5

¹ El índice de polarización agraria se construyó con la sumatoria de la razón simple entre la superficie correspondiente a cada estrato de tenencia y
la cantidad de fincas existentes en ese estrato.

ª Con relación al valor regional.

Fuente: Elaboración propia de cifras de CEPAL et al. (1973)

El cuadro I.3 muestra una cierta homogeneidad en materia de distribución del ingreso entre Nicaragua, Guatemala y El Salvador en lo que toca a
la participación de los estratos inferiores, pero la polarización del ingreso y la acumulación de distancias entre los diferentes grupos de perceptores
(cuadro I.4) es mucho menor en El Salvador, Nicaragua y Guatemala que en Costa Rica y Honduras.

Cuadro II.3 Concentración del ingreso de los hogares en Centroamérica, década

de 1970 (en porcentajes del ingreso total)

Perceptores Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua

5% superior 22.8 15.4 35.0 21.8 28.0

15% debajo 27.9 49.4 23.9 29.5 32.0

30% medio 28.5 22.8 23.8 25.2 25.0

50% inferior 20.8 12.4 17.3 23.5 15.0

Fuente: Vilas (1984)

Cuadro II.4 Centroamérica: Niveles de ingreso por habitante, 1980*

Niveles Centroamérica Costa Rica El Salvador Honduras Nicaragua


Guatemala
20% más pobre 177 46 111 52 62 90

30% bajo la
501 155 203 102 178 228
mediana

30% sobre la
884 341 364 167 356 423
mediana

20% más rico 2165 1535 1134 616 1200 1330

Polarizaciónª 12.2 33.3 10.2 11.8 19.3 14.8

Acumulación
28.6 60.7 25.8 28.3 20.1 32.8
de distancias

* Dólares de 1970 ª 20% más rico/20% más pobre

Fuente: Gallardo y López (1986) y elaboración propia.

El único aspecto donde se registra una dispersión relativamente fuerte es en la densidad poblacional, situación que descalifica cualquier hipótesis
demográfica del conflicto centroamericano (cuadro I.5); consistentemente con lo puesto en evidencia en el cuadro I. 2, la presión sobre la tierra en
Nicaragua era la más baja de Centroamérica.[1]

Resumiendo, puede afirmarse que las hipótesis crudamente estructurales se aplican a Costa Rica mucho más que a Nicaragua.

Cuadro I.5 Centroamérica: Densidad de población, 1960-1980 (habitantes por km²)

Población
Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Centroamérica
(Miles)

1960 1250 2430 3960 1900 1420 9900

1970 1730 3580 5350 2640 1970 13810

1980 1970 4800 7260 2730 18790

Superficie
51 21 109 112 139 355
(miles km²)

Densidad
(habitantes/km²

1960 24.5 115.9 36.3 16.9 10.2 27.9

1970 33.9 170.4 49.0 23.5 14.1 38.9

1980 43.0 228.5 66.6 32.9 19.7 52.9

Fuente: SIECA (1980)

2. CONCIENCIA

El elemento económico, o estructural, es un ingrediente necesario, pero no suficiente. Más exactamente, lo económico incide en la
generación de un sentimiento amplio de inseguridad y de inestabilidad. Hay una modificación fuerte de las expectativas que la gente se hacía
respecto del orden de las cosas. Saben que producen y trabajan más que antes, pero ven que eso no se traduce en el alivio de sus tribulaciones,
sino que hace la vida más dura. Sienten que han perdido, independientemente de que en términos materiales algunos puedan estar un poco mejor
o mantenerse más o menos al margen del deterioro colectivo. La dimensión simbólica de este proceso es tan importante como su dimensión
material; entrega una explicación y una justificación del orden social existente. No se trata de determinar si el orden que retrocede ante los
embates del mercado es mejor o peor que el nuevo; la gente entiende que es mejor porque tiene elementos para evaluarlo de esa manera, y no
sólo porque objetivamente permite vivir de manera menos insatisfactoria. En el antiguo régimen, uno sabía a qué atenerse.

Los elementos simbólicos de la cultura no existen en el aire; si las economías campesinas no permitieran una mínima satisfacción de las
necesidades, es difícil imaginar que las justificaciones simbólicas pudieran tener eficacia durante mucho tiempo. Pero los argumentos que
legitiman un orden social tienden a alcanzar una cierta autonomía respecto de sus bases sustantivas. Esta es una característica de cualquier orden
social y ayuda a explicar la aparentemente inexplicable "tolerancia" o adaptación que la población puede desplegar respecto de un orden opresor o
inicuo.

En las sociedades agrarias este ingrediente de conciencia (o emocional, o subjetivo) se sustenta en el argumento de la costumbre. Los cambios
económicos y sus secuelas convencen a los individuos de que se están violentando las costumbres y el orden normal de las cosas. Y debe
señalarse, nuevamente, que esto es producto sobre todo de la velocidad de esos cambios, que no deja tiempo de reformular las costumbres en
función del nuevo contexto. Las costumbres "se dan" tanto como se construyen. Se componen de prácticas objetivas reiteradas a través del
tiempo, y de las representaciones, ideas y significados que la gente se hace de esas prácticas. Cada generación recrea la costumbre a partir de
sus propias vivencias del entorno y del pasado, vivencias forzosamente contemporáneas.[2] La velocidad del cambio dificulta la
reproducción/actualización de la costumbre y aumenta la sensación de ruptura y pérdida. La incursión de nuevas modalidades de producción y de
acceso a la tierra, la mercantilización de la fuerza de trabajo, el dislocamiento de la familia, todo en el curso de un par de décadas, establecen un
hiato entre las generaciones y atentan contra la transmisión de los valores, las actitudes y las creencias.

Sobre todo, vulneran la capacidad de adaptación y de maniobra del campesinado. Hobsbawm (1973) llamó la atención hacia la capacidad del
campesinado para "hacer funcionar el sistema... con el mínimo perjuicio propio", apuntando a las mil formas de resistencia pasiva, a nivel micro y
cotidiano, a las leyes del mercado, a la arbitrariedad del latifundista o del comerciante, a la prepotencia estatal. Esa resistencia pasiva puede ser
meramente simbólica: las burlas del campesino ante lo que considera ineptitud del citadino, las triquiñuelas para escamotear parte del producto, la
creación de microespacios donde es posible desarrollar un discurso ambiguamente contra-hegemónico --por ejemplo la cantina, o los festejos del
carnaval. Estos recursos, limitados como son, pueden ser interpretados tanto como formas de resistencia como de adaptación, pero dotan a quien
los practica de un sentimiento de eficacia frente a un adversario más poderoso. La ruptura del orden tradicional atenta contra la continuidad de
esas prácticas y deja a los campesinos indefensos frente a las nuevas formas de dominación.[3]

Pero al mismo tiempo la tradición de cualquier pueblo o región también está nutrida por las experiencias de las rebeliones pasadas y la memoria
que se tiene de ellas. Se ha señalado incluso la existencia de áreas "tradicionalmente revoltosas" en las que la respuesta de simpatía hacia las
convocatorias revolucionarias moviliza con facilidad estos ingredientes del pasado (Wolf 1972; Winocur 1980; Cabezas 1982; etc.).

La circunstancia de que el deterioro del modo de vida tradicional provenga ante todo de la irrupción de factores externos a la comunidad local
favorece una cierta idealización de la misma y actúa como catalizador de la acción colectiva; la vigencia simbólica del orden tradicional se
consolida en los momentos en que sus dimensiones objetivas se deterioran. La diferenciación interna de la comunidad cede terreno ante el
conflicto entre ésta y la modernización capitalista que la cuestiona, y esto explica que frecuentemente los dirigentes iniciales de la protesta sean
los miembros mejor dotados de la comunidad --en recursos y/o en prestigio. Esto también acuerda a las primeras expresiones de la protesta social
un aspecto defensivo que Womack, en su estudio sobre la rebelión zapatista, resumió en una frase que se hizo famosa: "Este es un libro acerca de
unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución" (Womack 1969:xi), y que Moore (1978 capítulo 15)
analizó con mayor alcance. En efecto, la gente no quiere cambiar o, más exactamente, se resiste a cambiar de acuerdo con la propuesta de
cambio que el mercado y el estado le imponen. Irónicamente, en su voluntad de resistir al cambio contribuyen a detonar procesos de
transformación que los sumergen en sus torbellinos, alteran al conjunto de la sociedad y, por supuesto, a ellos mismos.

En la medida en que las instituciones políticas avalan la nueva situación y deslegitiman la queja y la protesta, toma fuerza la convicción de que se
están violentando los pactos implícitos sobre los que se basa la relación entre gobernantes y gobernados. Esta es una convicción, por tanto algo
subjetivo, pero se basa en hechos objetivos y tangibles. El avance del capitalismo agrario, el desarrollo de la urbanización, el deterioro de la
comunidad local, erosionan las relaciones de clientelismo y patronazgo y las lealtades recíprocas que derivan de ellas; el compadrazgo pierde
sentido; las fiestas y cofradías pierden significado; las relaciones personales ceden terreno a las relaciones impersonales y abstractas como son
impersonales y abstractos los papeles que hay que firmar en el banco, en la oficina del notario, en el despacho del juez. La red de relaciones
primarias no puede competir con la red del mercado.

Este efecto se experimenta sobre todo en el nivel del poder local, porque es el poder local en sus múltiples manifestaciones el que aparece
nvolucrado en esta red de "lealtades primordiales" (Geertz 1973; Alavi 1973), o "conexiones primarias" (Mazlish 1991). Además, en las etapas
iniciales del proceso el estado nacional es una abstracción más y lo que cuenta es la autoridad local. Es importante destacar esta diferenciación,
porque las características del sistema político y sus instituciones en el plano nacional pueden tener, en este proceso, una gravitación menor que
sus expresiones locales. El sistema político puede ser democrático, amplio y participativo en el plano nacional o urbano, y proyectarse de manera
arbitraria y despótica en sus capilares locales; a la inversa, la concentración del poder autoritario en ciertas áreas o aspectos de la vida nacional, o
en ciertas regiones, puede no afectar, durante cierto tiempo, a otras zonas del país.
La conciencia de injusticia se basa en comparaciones entre lo que es y la imagen de lo que fue y debería ser; la interpretación del pasado con su
contenido mítico mayor o menor según los casos, deviene el criterio de evaluación de la injusticia del presente. Esta actitud es particularmente
fuerte en comunidades indígenas y en sociedades campesinas (Scott 1977; Skocpol 1982; McClintock 1984) pero no debería ser identificada sin
más con el atraso: todos los movimientos revolucionarios legitiman su lucha presente resaltando sus raíces en el pasado. La revolución cubana se
legitima históricamente en Martí del mismo modo que las revoluciones centroamericanas se presentan como continuadoras de las luchas
indígenas del pasado o del enfrentamiento a la marinería de Estados Unidos. Para la comprensión de estos fenómenos no es relevante la
autenticidad de estos linajes históricos así construidos; es importante en cambio la construcción misma, el contenido de veracidad que la población
les adjudica y su capacidad movilizadora de la acción colectiva.

La conciencia de injusticia involucra la convicción de que el poder y los poderosos han violado lo pactado sin que la conducta de los sometidos
haya dado pie a esa violación. Es conciencia de arbitrariedad, y sentimento compartido de inseguridad ante la pérdida de los referentes de la
acción recíproca. La autoridad deja de cumplir sus obligaciones hacia los gobernados; por lo tanto se deslegitima y deja de ser autoridad. Algunas
fuentes enfatizan el crecimiento de la desigualdad como sustento material de estos cambios progresivos en la conciencia de los actores (Russett
1964; Sigelman & Simpson 1977). Se trata de una ruptura de la proporcionalidad en las contraprestaciones sociales materiales y simbólicas o,
como ya se dijo, un quiebre en el sistema de reciprocidades, como síntesis de aquellas contraprestaciones y de las valoraciones que se formulan a
su respecto. Las expectativas de la gente se alteran: ya no se sabe qué esperar, puede pasar cualquier cosa. El sistema se convierte en aleatorio y
deviene caos. Se ingresa en una situación de profunda inseguridad colectiva: hoy se tiene, mañana quién sabe; ahora hay trabajo, el mes próximo
tal vez no; los hijos están quién sabe dónde.

Las consideraciones anteriores apuntan asimismo a otra constante de las movilizaciones revolucionarias: una estrecha articulación de defensa de
los aspectos del orden tradicional sobre los cuales se reproducía la existencia de la gente, con aspiraciones de cambio efectivo por encima de los
límites que aquel orden imponía (Wolf 1972; Paige 1975; Stacey 1980; Rudé 1981; Knight 1984; Friedman 1992; etc.); "el apetito por la innovación
junto con una nostalgia profunda por el pasado" (Smith 1987:174) que tanto desorientó a Lenin (1905) y que se resume en la ya citada frase de
Womack. Las revoluciones sociales ligan los objetivos de cambio radical planteados por las "vanguardias" --o los que genéricamente denomino
"agentes externos" un poco más abajo-- y la defensa de derechos tradicionales, compromisos y obligaciones violentados por las élites, que mueve
a las masas.

Esta conjugación de objetivos y aspiraciones aparentemente antitéticos dentro de un único proyecto de confrontación al poder establecido expresa
la complejidad del perfil sociológico de los movimientos revolucionarios en sociedades que están desplazándose hacia el capitalismo
agroindustrial. Por un lado, masas populares cuya inserción tradicional en la economía está sufriendo los embates del mercado y la creciente
globalización; sus bases materiales y sus referentes culturales ceden terreno pero aún existen, y les sirven de apoyo y retaguardia para su
involucramiento político. La comunidad, el barrio, la aldea, la comarca, son recursos que se movilizan en respaldo del proyecto contestatario (por
ejemplo Cruz Díaz 1982; Smith 1987; Kincaid 1987; Gould 1990; Mossbrucker 1990). [4] Por otro lado, los dirigentes y activistas, donde
predominan los elementos urbanos, de pequeña burguesía o clase media, con mayores niveles de educación formal, que ya han "avanzado" en el
proceso de integración al nuevo orden. En sociedades multiétnicas esta primera generación de activistas proviene mayoritariamente del grupo
étnico dominante, o de elementos "ladinizados" de las poblaciones indígenas que cuentan con mayores probabilidades de acceder a instituciones
educativas --tradicionales focos de la politización radical de los grupos medios--, de ampliar sus perspectivas más allá de las fronteras de la aldea,
la comarca o el barrio (Vilas 1992a). Predominan también los varones: no porque sean más autoritarios y más proclives a comportamientos
violentos que las mujeres,[5] sino por los obstáculos enormes que las mujeres deben vencer para integrarse a organizaciones políticas, irse a la
clandestinidad, subir al monte, convivir con varones sin la tutela tradicional de las viejas y los hermanos: el costo, y el salto, es mucho más grande
para ellas que para los hombres (vid por ejemplo Randall 1980). La complejidad de este perfil sociológico es lo que explica esta fisonomía peculiar
de los movimientos revolucionarios: como Jano, miran con una cara hacia adelante, y con la otra hacia atrás.

Las condiciones de vida de las masas favorecen esta conjugación de enfoques "hacia adelante" y "hacia atrás". Se trata de gente cuya inserción
en el orden tradicional se ha degradado pero no ha desaparecido; están expuestos a las nuevas relaciones y estructuras pero aún cuentan con
una retaguardia: todavía tienen algo que perder, y por lo tanto algo que defender. La idea del "Manifiesto Comunista" de que el proletariado es por
esencia revolucionario porque ya no tiene nada que perder "salvo sus cadenas", es históricamente errada. No son quienes ya han perdido todo,
sino los que aún conservan algo, los que se rebelan. Esta es también la evidencia que arroja la revolución bolchevique (Bonnell 1983; Fitzpatrick
1984).

Ahora bien: cuando se ponen en movimiento, los pueblos no se limitan a la dimensión recuperatoria. Se movilizan para reconquistar aquello de lo
que han sido injustamente despojados --el acceso a recursos, el control del tiempo de trabajo, el reconocimiento social-- pero también para liquidar
las dimensiones opresoras del viejo orden --el tributo, la arbitrariedad, el autoritarismo... Intentando reconstruir el viejo edificio social, terminan de
demolerlo. Las revoluciones sociales ligan así fuerzas progresistas e impulsos arcaicos, esperanza y frustración, rebeldía y reacción.

3. POLITICA

Sin embargo este sentimiento de injusticia es insuficiente para movilizar contra el orden establecido. La capacidad de resignación o de
aguante de condiciones inicuas no es infinita, pero suele ser mucho mayor de lo que los intelectuales pensamos. Contando con la debida
justificación, los seres humanos pueden llegar a adaptarse o resignarse incluso a situaciones límite. La conciencia de la injusticia no involucra,
forzosamente, una disposición a la acción. Para que la gente se rebele activamente la situación no sólo debe ser valorada como negativa, sino que
además debe existir una convicción de la eficacia de la acción colectiva para subsanar la situación.
La insatisfacción con las condiciones de vida no basta para determinar la orientación política de la protesta. Las transformaciones económicas y
sociales y el impacto de una y otras en la mente y en el horizonte de los afectados colocan a éstos en una situación de "disponibilidad" (Deutsch
1961; Germani 1962), es decir en condiciones de desarrollar nuevos comportamientos colectivos y nuevos liderazgos, de conformidad con
propuestas que no son generadas por ellos mismos. El cuestionamiento revolucionario es una forma de respuesta colectiva, pero no la única. Los
cuerpos parapoliciales reclutan a sus integrantes de los mismos grupos sociales a los que dirigen su prédica las organizaciones revolucionarias;
unas y otras aparecen compitiendo por los mismos sectores sociales perjudicados por la modernización capitalista o los cambios políticos.
Revolución y contrarrevolución enfrentan, en términos sociológicos, a los mismos actores. Pueden mencionarse en este sentido la guerra cristera
en México, la insurrección contra la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba, la revolución en El Salvador, como también Nicaragua en los años de
la guerra contrarrevolucionaria (O'Connor 1964; Amaro Victoria 1970; Samaniego 1980a). Lo que unifica a estos desplazamientos colectivos es
que implican, en todos los casos, conductas violentas, tanto contra el estado y los beneficiarios del orden que éste salvaguarda, como contra
quienes se enfrentan a ellos. Pero también se registran comportamientos de evasión: de evasión física por la vía de las migraciones, y de evasión
hacia adentro, por la vía de manifestaciones espirituales --religiosidad fundamentalista, filosofías esotéricas, por ejemplo.

En el salto de la conciencia a la acción, y en la dirección que esta última asume, juegan un papel central los agentes exógenos, que actúan como
catalizadores del descontento social. Durante los años de la “guerra fría” el comunismo fue, de acuerdo al gobierno de los Estados Unidos, el
agente externo por antonomasia en las revoluciones centroamericanas (González et al. 1984; Schoultz 1987; Falcoff 1989); la laxitud con que el
término fue aplicado, sobre todo por los gobernantes y militares del área, le quitó seriedad al asunto. No obstante debe recordarse que una de las
más tempranas formulaciones respecto de la necesidad de un agente externo pertenece a Lenin y su teoría del partido bolchevique como agente
moldeador de la conciencia proletaria revolucionaria en trabajadores que, abandonados a sí mismos, no podrían superar el nivel del "reformismo".

Existe una gran variedad de tales agentes: curas, predicadores, maestros, periodistas, estudiantes, trabajadores sociales, extensionistas agrícolas
y, por supuesto, activistas políticos. Una nueva generación de sacerdotes, muchos de ellos extranjeros, jugó un papel relevante en la activación de
la protesta social en Guatemala y El Salvador. Los estudiantes y algunos profesores de la universidad de San Cristóbal de Huamanga en Perú
parecen haber sido muy importantes en el desarrollo de Sendero Luminoso. En Nicaragua los "delegados de la palabra" y activistas del
movimiento estudiantil cumplieron funciones de concientización y agitación. En Guatemala se ha señalado también el impacto de los voluntarios
del "Cuerpo de Paz", de los extensionistas agrícolas, e incluso de antropólogos norteamericanos, en la movilización del descontento indígena en
un sentido confrontacional a las instituciones políticas.

Estos agentes son externos, ante todo, porque no pertenecen a la comunidad o al medio que movilizan. Pueden no ser totalmente ajenos, como
estudiantes que regresan a su lugar de origen, o periodistas de provincia, pero su formación y sus experiencias tienen mayores alcances que el
local. Al mismo tiempo, se encuentran en posiciones sociales que les otorgan prestigio e incluso cierta autoridad: el caso típico es el de los
sacerdotes, pero lo mismo cabe para los maestros, o los trabajadores de salud; esto permite que se les escuche y se tome en cuenta lo que dicen.
Tienen credibilidad porque ayudan a resolver problemas: salud, enseñanza, los cultivos, la relación con Dios. La "externalidad" raramente es total,
porque el agente aparece en la comunidad, o en el barrio, articulado a alguna expresión preexistente de la vida local: la escuela, la iglesia, el
puesto de salud, u otra similar.

El papel de los agentes externos es amplio: comunican experiencias que permiten vincular lo que pasa en la comarca o la comunidad con lo que
ocurre en otras partes, difunden información y conocimientos, organizan; sobre todo, aportan argumentos que deslegitiman las privaciones de la
gente y brindan razones para el cambio. Al mismo tiempo los agentes externos enseñan nuevas formas de trabajar, de adaptación a las nuevas
condiciones del mercado, y a tratar de salir adelante. Vale decir, tampoco hay nada predeterminado en el sentido de los cambios que estos
agentes contribuyen a desarrollar. En la década de 1960 los extensionistas agrícolas, los religiosos y los voluntarios del Cuerpo de Paz predicaban
el cooperativismo, la educación básica y la higiene: se trataba de mejorar la inserción de las comunidades rurales latinoamericanas en el desarrollo
capitalista e incrementar sus probabilidades de éxito. La frustración de estas experiencias por el autoritarismo estatal y por la propia dinámica
excluyente de la modernización capitalista, condujo a muchos de estos agentes externos a cambiar drásticamente sus perspectivas.

En períodos de crisis y rápido deterioro de las condiciones de vida, la receptividad popular aumenta y el campo de acción de los agentes externos
tiende a incrementarse. La respuesta positiva de la población suele verse favorecida por dos factores adicionales. El primero se refiere a las redes
sociales de parentesco, que proporcionan el marco para la organización del trabajo y la toma de decisiones. Esta estructura contribuye a que la
incorporación a las organizaciones de reivindicación, e incluso revolucionarias, tenga lugar de manera colectiva: el padre y los hijos; un hermano
arrastra a los otros; la familia es una red de apoyo (Warman 1980; Cabezas 1982; Reyes & Wilson 1992). La gravitación de las redes familiares es
tradicionalmente fuerte en las sociedades agrarias, pero también se registra en ámbitos urbanos de reciente implantación (Sader 1988). El
segundo factor es el relativo aislamiento espacial; la fragilidad de los vínculos entre las comarcas campesinas o las comunidades indígenas por un
lado, y el orden nacional por el otro, derivados de la distancia o de la falta de integración física del territorio, favorece la rebelión. De ahí la
volatilidad de las regiones fronterizas, donde la presencia de la autoridad central es menor (Wolf 1972:398; Migdal 1974:235; CIERA 1984): el norte
en la revolución mexicana, la sierra oriental en el inicio de la revolución cubana, la región norte-central en la revolución sandinista.

La acción de los agentes externos no debe ser enfocada como algo conspirativo o simplemente voluntarista; la eficacia de su acción está ligada a
los cambios en curso. La presencia de los agentes en las comarcas y comunidades es un efecto de la expansión del mercado, de la apertura
externa de la economía y la internacionalización de los procesos políticos, de la accesibilidad de regiones remotas, y de la mayor interrelación
entre las ciudades --por donde todos estos agentes han, por lo menos, pasado-- y el mundo rural. Ellos también son, a su manera, un producto que
el capitalismo agroindustrial introduce en el campo y las montañas. Pero sin ellos difícilmente la frustración popular se convierte en una fuerza de
confrontación, o supera el nivel de la protesta local. El campesino, el artesano, el indígena, toman contacto con tal o cual comerciante, con tal o
cual juez de paz, con tal o cual destacamento policial. El agente exterior subsume esta pluralidad de experiencias individuales en un concepto
general: la policía, el estado, el capital. Sólo entonces se hace evidente la relación de los indios y el campesinado
con los patronos, losladinos, los latifundistas. La rebelión debe estar en condiciones de personalizar al explotador, pero también debe estar en
condiciones de meter al explotador (y al explotado) particular en una categoría general. Sólo entonces estamos en presencia de una confrontación
social.

La acción de los agentes externos puede interpretarse como una dimensión de la creciente interconexión del malestar en el campo y la agitación
en las ciudades, de la que mucho depende el éxito de la movilización revolucionaria (Gugler 1982; Walton 1984). Sólo cuando la protesta rural se
articula con la rebelión popular en las ciudades, el régimen político comienza a ser efectivamente amenazado. Esto plantea, antes o después, la
cuestión de la conducción de conjunto del movimiento. Diversos factores tienden a subordinar al movimiento campesino, o rural, al movimiento
urbano: el localismo que de todos modos permanece como un ingrediente fuerte en las percepciones y demandas de los pobres y explotados del
campo, su dispersión espacial, entre otros (Moore 1966:479-482; Córdova 1979; Skocpol 1979:114-115). Sin participación rural las revoluciones no
triunfan, pero la conducción campesina resulta insuficiente para guiarlas a la victoria.

El desarrollo de la activación revolucionaria está ligado asimismo a la capacidad y eficacia del estado en la movilización de recursos: para prevenir
los estallidos sociales, para reorientarlos hacia ámbitos menos confrontativos, o para suprimirlos. A su turno la movilización de recursos por el
estado, y su capacidad, eficacia y oportunidad para hacerlo, dependen tanto de factores técnicos tanto como políticos. Los primeros se refieren a
las reformas administrativas que permiten poner a los aparatos y agencias del estado en condiciones de asumir un papel activo en la regulación de
la dinámica social: por ejemplo, las reformas para elevar la eficacia de las burocracias, o la creación de agencias de planificación. En principio
estas medidas permiten ampliar el margen de acción del gobierno y su capacidad para incidir en el funcionamiento de la sociedad: por ejemplo, la
ejecución de programas de colonización, reformas agrarias, reformas tributarias, intervención en la comercialización interna o externa de ciertos
productos, creación de sistemas de seguridad social, etc. La mayor eficacia técnica permite a las agencias estatales captar mayores porciones de
excedente financiero y asignarlo a determinados fines. Específicamente, orientarlo hacia rubros de fuerte impacto social que pueden reducir la
gravitación negativa del capitalismo agroindustrial en sectores amplios de las clases populares.

Es conocida la reducida capacidad movilizadora de recursos de los estados en sociedades periféricas; las perspectivas de reforma y
modernización han estado ligadas, en este particular, a la intervención de organismos internacionales o de otros estados. Las intervenciones
militares de Estados Unidos en el Caribe y en Centroamérica en las primeras décadas del siglo XX estuvieron acompañadas por intentos de
reformas administrativas y fiscales cuyo objetivo era poner a punto a las agencias estatales de acuerdo a las necesidades de la acumulación de
capital de las empresas norteamericanas y garantizar la gobernabilidad de los países respectivos. En la década de 1960, la óptica modernizante
de la Alianza para el Progreso puso énfasis nuevamente en la necesidad de reformar los estados latinoamericanos para adptarlos a las nuevas
modalidades de la economía internacional y hacer frente más eficazmente a las demandas sociales (Vilas 1979, 1992a).

Los factores políticos son, sin embargo, determinantes; la historia reciente de los países en desarrollo ofrece múltiples experiencias de reformas
administrativas que contaron con generoso apoyo externo y resultaron frustradas por la falta de condiciones políticas. Esas condiciones refieren
fundamentalmente a la articulación de los grupos dominantes con el estado, que es a su turno una dimensión de las relaciones de los grupos
dominantes con las clases populares. El tensionamiento de estas relaciones por efecto de la expansión del mercado y el deterioro de las
condiciones de vida y de trabajo de sectores amplios de la población favorece el recurso de las élites a la intervención de los aparatos del estado
para canalizar el conflicto o directamente para reprimirlo.

En sociedades multiétnicas, la explotación social se articula con la opresión étnica. El estado expresa a un mismo tiempo la dominación de clase y
la discriminación étnica; el sistema político institucionaliza el racismo, y esta conjugación y acumulación de canales de opresión y de discriminación
aumenta el potencial de conflicto y la violencia de sus manifestaciones. El estado institucionaliza asimismo una dominación de género, pero en
Centroamérica la dimensión androcéntrica de la dominación social sería concientizada tardíamente, en el marco de la agitación revolucionaria de
la década de 1980.

La eficacia de la intervención del estado con finalidad preventiva o para a reorientar las tensiones sociales depende ante todo del momento del
desarrollo capitalista y de la protesta popular. Existe un tiempo para la reforma y un tiempo para la represión. Las intervenciones reformistas del
estado, cuando son tardías, suelen resultar contraproducentes. De por sí las reformas sociales son encaradas de manera distinta por las diferentes
clases y grupos. Para las élites, las reformas se legitiman en la medida que neutralizan o previenen la protesta social y no implican una reducción
demasiado significativa del excedente del que se apropian. Para las clases emergentes las reformas se legitiman si son efectivamente tales, vale
decir si resultan eficaces para introducir modificaciones en la estructura de dominación social y en la distribución de los recursos. Se incrementan
en consecuencia las confrontaciones sociales en torno a las políticas del estado y las presiones sobre éste. Dado el carácter cruzado de tales
presiones, es muy difícil alcanzar un mínimo de consenso respecto de la magnitud y proyecciones de la intervención estatal.

El fracaso de las reformas por su carácter tardío o por la oposición de las élites debilita al estado y a quienes las apoyaron, y aumenta el potencial
de conflicto social. La gente se siente engañada y esto usualmente amplía la eficacia de la convocatoria revolucionaria; la protesta se hace masiva.
El estado y sus agencias devienen blanco privilegiado de la protesta social, ya que por su acción represiva, o por su ineficacia reformista, es
identificado con los intereses de las élites.

La frustración de las reformas aumenta la radicalización de la población y de sus formas de expresarla y reduce adicionalmente las bases sociales
del estado. Lo que después llega a ser conocida como "etapa final" de los procesos de movilización revolucionaria tiene usualmente, como
detonante, el violentamiento de la legalidad por el propio estado o los grupos dominantes, y el cierre de las vías institucionales, "reformistas" de
expresión del descontento popular: fraudes electorales, desconocimiento de resultados que favorecen a los candidatos populares, golpes militares
preventivos, etc. Esto contribuye a explicar la vinculación inicial de muchas organizaciones revolucionarias con organizaciones políticas y sociales
legales "reformistas" preexistentes. La posibilidad de recurrir a una alternativa revolucionaria surge generalmente del seno de organizaciones que
hasta ese momento actúan dentro de los márgenes de la legalidad permitida: ya porque son sometidas a represión, o forzadas a la ilegalidad, o
porque fracciones o tendencias internas optan por vías de acción directa ante lo que se estima ineficacia de la instancia institucional. Como
resultado, la primera generación de revolucionarios cuenta usualmente con alguna experiencia política previa (Vilas 1989a:49 ss).

Orientada a prevenir el desafío revolucionario, la actividad estatal puede contribuir a la fragmentación de los grupos dominantes y acelerar el
avance de la confrontación social y política. Algunos segmentos del bloque dominante empiezan a pensar que la continuación del conflicto atenta
contra la economía del país, o radicaliza adicionalmente a los insurrectos. O bien la represión estatal llega a afectar a miembros de las clases
dominantes. La política represiva del somocismo, por ejemplo, alcanzó a hijos de familias tradicionales nicaragüenses, y las incursiones del
dictador y sus allegados en el mundo de los negocios desplazaron a segmentos de las élites; ambos aspectos alienaron a parte de las clases
acomodadas que, a la postre, aceptaron el liderazgo sandinista en la lucha antidictatorial. La división del bloque dominante debilita al estado; al
cercenar sus bases sociales lo reduce a un mero instrumento de coacción; vulnera adicionalmente su legitimidad, ya profundamente fragmentada
por el carácter masivo de la protesta social.

No debe subestimarse la capacidad de la represión para desarticular un movimiento revolucionario. La movilización oportuna de suficientes
recursos coactivos puede desmontar el desafío revolucionario, o por lo menos neutralizarlo. La represión masiva, aunque no derrote a los
revolucionarios, puede debilitar sus bases y sus apoyos, y forzarlos a cambios de estrategia. La masacre de 1932 "limpió" de amenazas
revolucionarias a El Salvador durante cuatro décadas; la contrainsurgencia de 1966-72 liquidó a las organizaciones de la izquierda política en
República Dominicana. En la insurrección sandinista en cambio la combinación de una intensa movilización popular y de sectores medios, con un
respetable potencial de fuego, neutralizaron la capacidad represiva del somocismo.

Pero el recurso a la represión no siempre está disponible en la medida en que los grupos dominantes lo requieren ni depende exclusivamente de la
voluntad de las agencias estatales. Debe existir un consenso en las bases sociales del estado y un clima de opinión favorable en los actores
internacionales que gravitan en el país en cuestión. Además, el recurso a la violencia estatal masiva contribuye a polarizar la situación; el
terrorismo de estado puede suscitar respuestas de abandono y pasividad o bien huidas hacia adelante: la gente decide finalmente incorporarse a
la propuesta revolucionaria porque de lo contrario, de todos modos la matan (Vilas 1984 cap. III).

Ahora bien, represión significa cosas distintas para gente diferente, y distintos grupos sociales son más proclives que otros a sentir los efectos de
formas específicas de represión, y de reaccionar frente a ellas. Por ejemplo, en sociedades agrarias, con altos niveles de analfabetismo, la
intervención gubernamental o militar en las universidades, la represión del movimiento estudiantil, la censura de prensa, afectan a grupos
usualmente muy reducidos de la población. En cambio, los trabajadores rurales y urbanos siempre deben vencer innumerables restricciones y
obstáculos para organizarse o declarar una huelga, aunque uno y otro derecho tengan reconocimiento constitucional. La violencia cotidianamente
ejercida contra el campesinado --la arbitrariedad patronal, o la prepotencia del comandante policial local-- no altera, necesariamente, la vida normal
de las ciudades, ni inhibe el juego político formalmente democrático. En general, para quienes están excluidos del ejercicio efectivo de los
derechos de ciudadanía, como era el caso de las poblaciones rurales centroamericanas hasta hace dos o tres décadas, la represión que afecta la
participación en las instituciones de la vida pública --partidos, sindicatos, parlamentos, universidades, medios de comunicación-- puede no ser
inmediatamente vivida como tal: ocurre en un mundo alejado que tiene poco que ver con sus horizontes cotidianos y con las cosas que les
importan.

En este nivel de masas no organizadas, la represión ejercida contra lo que más arriba denominé "microespacios del discurso contra-hegemónico"
suele tener una repercusión mayor. Estos "microespacios" --las reuniones en la cantina del pueblo o del barrio, la permisividad propia de los
festejos del carnaval, el humor y la burla, entre otros-- permiten el desarrollo de un discurso ambiguamente crítico y cuestionador, o por lo menos
de queja, de las expresiones locales, tangibles, del poder --el cura, el comandante de policía, el patrón, el juez de paz... En principio estas
expresiones no ponen en tela de juicio la reproducción del orden social. Forman parte integral de él en su dimensión local; son ámbitos delimitados
de manifestación de la insatisfacción de los pobres y los sometidos, espacios en los que por un momento dejan de sentirse tales, válvulas de
escape para su frustración. De ahí que su eliminación sea más peligrosa que su funcionamiento, porque si las causas de la frustración y de la
insatisfacción social se mantienen, y se les suma ahora el desmantelamiento de estos espacios, la gente no tiene más remedio que crearse otros,
pero al margen del control informal de las instituciones tradicionales.

4. SITUACIONES REVOLUCIONARIAS Y TRANSFORMACIONES REVOLUCIONARIAS

Se concluye de la exposición precedente que la gestación de una situación revolucionaria es un resultado posible pero no inevitable de una
compleja conjugación de múltiples factores, muchos de los cuales van cobrando cuerpo a lo largo de la historia. La ruptura histórica proviene de la
configuración de la situación revolucionaria más que de la aparición de sus ingredientes constitutivos. Pero a medida que los distintos ingredientes
se hacen presentes, los ritmos se aceleran y las diferentes dimensiones del proceso se potencian recíprocamente. Cuando este momento se ha
alcanzado, cualquier elemento puede actuar como detonante para que la gente se tire a las calles y a los caminos a dar la batalla.

La enorme movilización de energías que implica la generación de situaciones revolucionarias suele crear una impresión de falta de proporción con
los logros de la revolución. La experiencia de la mayoría de los procesos revolucionarios modernos indica que no existe una correspondencia
necesaria, ni una correlación lineal, entre situaciones revolucionarias y transformaciones revolucionarias. Una revolución triunfante puede dar paso
a una sociedad más democrática, con un acceso más equitativo a recursos y una participación social más amplia, pero esto no es inevitable. Los
resultados de un revolución dependen de las fuerzas sociales que movilizan y de quienes las conducen, tanto como de sus estructuras
organizativas y de la reacción del conjunto de los actores sociales y políticos.
Es posible distinguir, en este sentido, dos momentos en todo proceso revolucionario: el de la violencia que se dirige contra el poder estatal y
finalmente lo "conquista" --lo que a veces se denomina "revolución política"--, y el momento de la transformación socioeconómica e institucional. La
diferencia no es tajante; algunos procesos revolucionarios, como por ejemplo el chino, comenzaron la transformación social en las áreas
territoriales que controlaban, antes de alcanzar al estado. Pero en líneas generales puede aceptarse el valor ilustrativo de la distinción. Ahora bien:
mientras la etapa política muestra una aceleración de los tiempos, con la etapa de la transformación no ocurre tal cosa. La producción de normas
legales por las agencias gubernamentales revolucionarias puede ser vertiginosa, pero su eficacia transformadora demanda tiempos más
prolongados, sobre todo cuando de lo que se trata es de los cambios culturales. No es infrecuente que después de más de una década de la "toma
del poder", muchas sociedades en revolución muestren muchos de los rasgos de la sociedad anterior. Esto es algo que se registra inevitablemente
en todas las revoluciones, tanto en las "grandes revoluciones" del siglo XVIII como en las revoluciones del siglo XX; el tiempo de los cambios
institucionales no coincide con el tiempo de los cambios de la sociedad, especialmente cuando éstos son participativos. Por último, los resultados
de una situación revolucionaria dependen tanto de la iniciativa de las fuerzas que la impulsan como de quienes se resisten a ella y de la gravitación
del contexto internacional. Según Harding (1984:1-50) las transformaciones políticas y económicas ejecutadas en la URSS en la década de 1920
deben tanto a los efectos de la guerra civil contrarrevolucionaria, como a los acontecimientos propiamente "revolucionarios" de 1917-19.

En un ensayo polémico Perry Anderson se apega a la teoría de la revolución política; una revolución es un proceso rápido de "derrocamiento
político desde abajo del orden estatal, y su reemplazo por otro" (Anderson 1984). Una revolución implica una aceleración de los tiempos políticos;
es "un proceso puntual, no permanente", comprimido en el tiempo y concentrado en un blanco, que tiene un comienzo determinado --cuando el
antiguo aparato de estado aún está intacto-- y un final nítido: cuando ese aparato es "decisivamente roto" y uno nuevo se erige en su lugar. Según
Anderson, no tiene sentido diluir una revolución en el tiempo (lo cual la haría indiscernible de una reforma) ni extenderla a cada departamento de la
vida social, reduciéndola a una simple metáfora ("revolución cultural", "revolución tecnológica", etc.). La posición de Anderson tiene coherencia
lógica pero hace difícil incluir la dimensión social de la transformación revolucionaria. En su concepto de revolución no hay espacio ni tiempo para
la transformación social, y el estado queda reducido a un cierto número de agencias gubernamentales. Es difícil incluso compatibilizar cualquiera
de las grandes revoluciones sociales de los tiempos modernos --Inglaterra, Francia, Rusia, China, Cuba-- con este enfoque.

En sociedades periféricas o dependientes, los procesos revolucionarios apuntan a tres dimensiones básicas del cambio: transformaciones y
desarrollo de la economía, democratización de las instituciones políticas, y reformulación de las relaciones con el sistema internacional. En
consecuencia, los procesos revolucionarios convocan a un espectro amplio de clases y grupos sociales, que aceptan esa convocatoria por razones
variadas y con alcances desiguales. La confluencia de esta pluralidad de fuerzas para enfrentar al poder establecido deja paso a una diversidad de
opiniones respecto de cómo conducir la transformación, y con qué profundidad o proyecciones. La dirección que determinados grupos consigan
imponer a ese conjunto de actores, determinará el modo en que esas cuestiones básicas se articulan y jerarquizan recíprocamente, la
simultaneidad o secuenciación de su desenvolvimiento. El perfil sociológico de los ejércitos no predica sobre el contenido y los alcances políticos
de la guerra, y lo mismo vale para las revoluciones. Quienes pelearon en las calles del París de 1789 no eran burgueses, pero pelearon por una
revolución que resultó burguesa. Algo similar puede decirse de las revoluciones del siglo XX. La transformación social no es algo unívoco; la
valoración de su magnitud depende del sentido que le adjudican los diferentes actores involucrados en ella.

La incapacidad del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional) y la URNG (Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca) para
derrocar a los regímenes a los que se enfrentaron lleva a algunos autores a afirmar que no puede hablarse con propiedad de revolución en El
Salvador y Guatemala; solamente en Nicaragua el término sería correcto. Booth (1991) sugiere emplear el concepto de "revueltas nacionales", tal
como fue elaborado por Walton (1984), por ser más amplio que el de revolución y abarcar por lo tanto a los tres casos.

Según Walton las revueltas nacionales son "luchas prolongadas, intermitentemente violentas y de alcance más que local" que implican la
movilización en gran escala de clases y grupos de status "que llegan a ser reconocidos como aspirantes a una soberanía alternativa" y que
"involucran al estado en respuestas que transforman el poder social y el del propio estado" (Walton 1984:13). [6] Walton presenta el concepto de
"revuelta nacional" como más amplio que el de revolución, en cuanto atiende a transformaciones impulsadas desde el estado como respuesta a los
desafíos insurgentes, aunque no sean ejecutadas directamente por el poder de los rebeldes. Este autor elaboró el concepto a partir de su estudio
comparativo de la rebelión Huk en Filipinas, "la violencia" en Colombia y la revuelta Mau Mau en Kenya; enfocó las raíces históricas de estos
acontecimientos y el impacto del sistema mundial en las respectivas sociedades; esto explica que, en una perspectiva de historia larga, las
manifestaciones de violencia resulten "intermitentes". Algunos procesos históricos de revueltas nacionales pueden culminar en revoluciones, y
otros no.

El enfoque de Walton es útil porque pone en perspectiva a los procesos de insurgencia, pero al mismo tiempo corre el riesgo de diluir específicas
concentraciones intensificadas de violencia política en el panorama histórico general, y de reducir la significación de estallidos y rupturas
determinadas --como fue, sin duda, la década de 1970 en Centroamérica. Cuando se toma como horizonte un periodo de doscientos o trescientos
años, dos décadas de lucha violenta como en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, pueden parecer "intermitentes". El enfoque es, por lo tanto, de
discutible pertinencia: destaca las continuidades pero al costo de relegar las rupturas.

Booth sin embargo coloca el acento de su caracterización en la cuestión de la conquista del poder estatal por la vía armada --un aspecto al que
Walton no acuerda tanta relevancia. La sandinista es una revolución porque "triunfó": derrocó a la dictadura de Somoza y accedió al poder del
estado; las de El Salvador y Guatemala no lo son. Una "revuelta nacional" no es algo menos que una revolución, sino algo diferente, pero la
caracterización presenta por lo menos dos aspectos cuestionables: reduce el proceso a un método o estrategia de lucha política, y establece una
correlación excesiva entre "toma del poder" y transformaciones socioeconómicas y políticas.
La reducción de la revolución a la estrategia de lucha política es frecuente en las organizaciones revolucionarias y deriva de la estrecha asociación
que se establece entre poder del estado --en este caso, "nuevo" poder del estado-- y transformaciones socioeconómicas y políticas; en la medida
en que éstas dependen del cambio político y de la destrucción del "antiguo régimen" y su estado, lo fundamental es ese cambio y el modo en que
se ejecuta. Además, las revoluciones son usualmente caracterizadas por la aceleración de las transformaciones políticas (Dunn 1972:12; Skocpol
1979:4), y ello sólo es posible cuando se cuenta con el ejercicio del poder estatal. Es interesante señalar el paralelismo de este enfoque con el
enfoque convencional de los regímenes democráticos, que los reducen a un método de escogencia: el sufragio. Desde esta perspectiva revolución
es sinónimo de violencia política condensada y acelerada, del mismo modo que democracia es sinónimo de elecciones. La discusión de las
páginas anteriores indica que, efectivamente, toda situación revolucionaria implica una confrontación violenta con las instituciones establecidas,
pero no toda confrontación violenta es por sí misma producto de una situación revolucionaria. Una revolución es la conjugación de ciertas
modalidades de acción colectiva, y cierto tipo de transformaciones socioeconómicas e institucionales; el enfoque unidimensional en uno de estos
ingredientes en detrimento del otro puede conducir a percepciones desequilibradas y a conclusiones falsas.

La correlación entre "toma del poder" por las armas, y cambios estructurales, es similarmente cuestionable. La experiencia de la socialdemocracia
europea de principios del siglo XX indica la posibilidad de introducir reformas profundas en el sistema político y en las estructuras sociales por los
canales institucionales existentes; lo mismo vale, en sus debidas proporciones, para el populismo latinoamericano de mediados de siglo. Al
contrario, la experiencia de varios procesos revolucionarios muestra la reducida eficacia del poder político para introducir, en el corto plazo,
transformaciones estructurales (Eckstein 1985; Utting 1992). La maduración de los cambios, y en particular de los cambios subjetivos --vale decir,
en la conciencia de la gente y en su vida privada-- es una cuestión de desenvolvimiento prolongado, en buena medida independiente de los
tiempos del poder político; este ritmo se proyecta sobre los cambios en la conducta de la gente: hábitos productivos y de consumo, relaciones
interpersonales, pautas de organización, etc. La promoción de los cambios desde el estado puede ser tanto un insumo para acelerar el desarrollo,
como para frenarlo: que funcione en uno u otro sentido depende ante todo del modo de ejercicio del poder estatal "nuevo" y de su articulación con
la activación social.

Como todo proyecto de revolución social, el centroamericano apuntaba a tomar el poder político para democratizarlo, cambiar las relaciones
socioeconómicas mejorando el acceso de los trabajadores y las comunidades a los recursos --tierra, trabajo, comida, educación, salud--,
consolidar la soberanía nacional. La valoración de tal proyecto no debería reducirse, por lo tanto, a la cuestión del gobierno o del estado, si bien
ésta es una de las dimensiones básicas del cambio revolucionario. La propia movilización revolucionaria, aun cuando no culminó con la toma del
poder político por los revolucionarios guatemaltecos y salvadoreños, abrió el espacio para algunas transformaciones sociales y para el surgimiento
de nuevos actores, que de todos modos han contribuido a modificar varias dimensiones de las sociedades respectivas. De manera inversa,
muchas reversiones del proyecto revolucionario sandinista tuvieron lugar mientras el sandinismo era gobierno.

Revoluciones sociales o revueltas nacionales, las de Nicaragua, El Salvador y Guatemala conmocionaron profundamente a toda la región. Sus
resultados inmediatos --negociaciones en El Salvador y Guatemala; elecciones perdidas y retrocesos en Nicaragua-- no deberían confundir
respecto de las transformaciones que Centroamérica experimentó a lo largo de una etapa terrible de crisis, guerra e intervención foránea, y a la
gravitación de esas transformaciones en los escenarios actuales.

[1]. La información del cuadro I.5 es genérica, ya que las cifras realmente relevantes serían las que relacionan población rural con superficie apta
para uso agrícola. Ruhl (1984) efectúa estos cálculos en su estudio comparativo de Honduras y El Salvador.

[2]Sujo Wilson (1991) y Hale (1992) ofrecen ejemplos de esta recreación y de su fuerza movilizadora contemporánea en la Costa Atlántica de
Nicaragua.

[3]Scott (1976, 1985, 1986, 1990) ha desarrollado en varias obras la dimensión de resistencia sin ruptura de estas prácticas de los subordinados
en sociedades agrarias; vid también Pelzer-White 1986. Su enfoque es unidimensional, en cuanto el énfasis en los elementos de resistencia no le
permiten ver lo que estas prácticas implican de adaptación al sistema, y por lo tanto lo que contribuyen a reproducirlo. Por otro lado, su énfasis en
la "economía moral" le hace difícil reconocer la existencia de una racionalidad económica en el campesinado. Vid en este sentido Popkin (1979),
Cummings (1981), Roeder (1984) y más recientemente Gutmann (1993).

[4]El papel de la comunidad y la economía familiar como retaguardia del involucramiento revolucionario ha sido señalado también por algunos
estudios de la revolución bolchevique: Bonnel (1983); Fitzpatrick (1984); y la sugerente discusión de Katznelson (1979).

[5]Como afirma Wickham-Crowley (1992:23).

[6]. Sobre el concepto de "soberanía competitiva": Tilly (1978:189 ss).


Capítulo II: LA MODERNIZACIÓN DEL CAPITALISMO
CENTROAMERICANO

El amplio y vertiginoso desarrollo agroexportador que tuvo lugar en Centroamérica a partir de la década de 1950 no fue un trueno en un día de sol.
Las cosas no surgen de la nada y aún los cortes y rupturas más profundos tienen lugar a partir de una realidad preexistente que, en algún
momento, da a luz a los nuevos tiempos. La especialización agroexportadora de Centroamérica tiene una historia larga y se remonta a los tiempos
de los colorantes naturales. En las últimas décadas del siglo XIX Centroamérica se rearticuló al mercado internacional a través del café y, poco
después, con el cultivo del banano. La ganadería extensiva y la exportación de ganado en pie también son actividades antiguas en la región, y el
cultivo de algodón se remonta a las décadas previas a la segunda guerra mundial.

No es ocioso iniciar nuestra indagación sobre la modernización agroexportadora centroamericana de las cuatro décadas finales del siglo pasado
con este breve recordatorio. La velocidad y amplitud de las transformaciones de mediados del siglo XX difícilmente hubieran tenido tal ritmo y
magnitud si ya, de alguna manera, las economías del área no hubieran estado involucradas en actividades similares y si sus agentes económicos
no contaran con alguna experiencia. Los estímulos generados desde el exterior por las modificaciones de la economía mundial hallaron
condiciones propicias en las economías y las sociedades del Istmo, que hicieron posible respuestas muy rápidas a los nuevos términos del
proceso de acumulación. La producción algodonera y azucarera y la cría de ganado para la exportación de carnes congeladas, para mencionar
algunos de los rubros de expansión más notoria, se apoyaron en esa experiencia, por más que rápidamente introdujeran en ella tensiones
profundas y modificaciones de vasto alcance.

Algo similar debe señalarse en lo referente a los enormes costos sociales de la modernización capitalista y al empobrecimiento y degradación de
las economías y los estilos de vida del campesinado. La magnitud, profundidad y velocidad con que se deterioraron las condiciones de vida de
millones de hombres y mujeres, las nuevas modalidades de subordinación al capital y a los capitalistas, deben ser analizadas en el contexto más
amplio de sociedades tradicionalmente organizadas sobre la base de procedimientos y estructuras de sometimiento brutal de la fuerza de trabajo
al capital. Las nuevas modalidades de opresión se articularon a una matriz social que ya funcionaba en ese sentido. Es importante efectuar este
señalamiento, ya que algunos estudios del impacto y alcances de la transformación agroexportadora de Centroamérica, al enfatizar en el deterioro
de las condiciones de vida de las masas trabajadoras, tienden a dar la impresión de que el auge capitalista agroexportador provocó la violenta
destrucción de un orden social equilibrado y equitativo. Esta interpretación es inexacta. Los profundos cambios económicos y sociales de las
décadas de 1950 y siguientes pudieron desarrollarse con tal velocidad porque ya existía un "sesgo estructural" que los favorecía. Esto no
minimiza la magnitud de las transformaciones ni su impacto en los diferentes actores sociales y políticos, pero ayuda a precisar su contexto.[1]

Finalmente debe destacarse que el deterioro de las condiciones de vida de amplios sectores de la población centroamericana estuvo acompañado
por transformaciones sociales que habrían de permitirles tomar progresiva conciencia de sus derechos y, a la postre, cuestionar severamente la
organización política de sus sociedades, forzando la introducción de cambios que en muchos casos perduran hasta hoy. Esta respuesta "desde
abajo" no formaba parte de las intenciones y proyectos de quienes impulsaron "desde arriba" la modernización capitalista, pero sin ella difícilmente
Centroamérica habría alcanzado su fisonomía actual.

1. TRANSFORMACIÓN DEL CAPITALISMO EN EL CAMPO

A partir de la década de 1950 se desarrolló una rápida diversificación de la estructura productiva centroamericana (expansión de los
cultivos de algodón, caña de azúcar y tabaco y de la ganadería) en respuesta a factores exógenos: aumento de los precios internacionales del
algodón; desarrollo de las cadenas de comidas rápidas en Estados Unidos en el caso de la ganadería de carne; la clausura de la cuota de
importación de azúcar cubano a los Estados Unidos después del triunfo de la revolución en la isla; la difusión del cultivo de tabaco tipo habano por
la emigración de empresarios cubanos. Todo ello en el marco del prolongado auge de la economía internacional y la demanda externa que se
configuró tras la finalización de la segunda guerra mundial y al conflicto en Corea. A estos factores positivos debe agregarse la drástica caída de
los precios mundiales del café a fines de la década de 1950 y problemas con la producción y comercialización del banano, que plantearon
estímulos adicionales a una diversificación de la agroexportación. También creció en esta época la producción de arroz de riego, con fuertes
inversiones de capital, pero orientada fundamentalmente al consumo doméstico. Este proceso acelerado de diversificación estuvo a cargo sobre
todo de capitales domésticos; los capitales extranjeros que participaron lo hicieron principalmente fuera de la esfera de la producción primaria:
bancos, abastecimiento de insumos, comercialización. El estado desempeñó un papel activo: construcción de infraestructura (caminos, energía
eléctrica, comunicaciones), crédito bancario y subsidios para los nuevos rubros de producción, tipo de cambio favorable, política tributaria de
promoción; impulso a la mecanización y a la investigación tecnológica. Algunos organismos internacionales, como el Banco Internacional de
Reconstrucción y Fomento (BIRF), y agencias del gobierno de Estados Unidos como la AID (Agencia para el Desarrollo Internacional) colaboraron
con los gobiernos centroamericanos en el apoyo y promoción de la modernización capitalista.
El proceso avanzó más en algunos países que en otros. Entre principios de la década de 1950 y finales de la de 1970 la superficie dedicada a
rubros de exportación, incluyendo pasturas naturales para la ganadería, creció mucho más en Nicaragua, Guatemala y Costa Rica que en
Honduras y El Salvador,

En Costa Rica el área de caña de azúcar se duplicó entre 1950 y 1973 y la producción se triplicó; en la década 1970 entre un tercio y la mitad de la
producción se destinaba a la exportación. El área ganadera se duplicó entre 1950 y 1963 (de 630 mil a 1.2 millón de ha), cubriendo este último año
24% del territorio nacional y 34% en 1976 (1.7 millón ha). Desde mediados de la década de 1960 las exportaciones de carne del país
representaron entre 25% y 30% del total regional. Los precios pagados a los productores, considerablemente inferiores que los pagados a
productores en Estados Unidos, constituyeron un estímulo importante para la ganadería. A diferencia de sus vecinos del norte Costa Rica no tuvo
una participación significativa en el auge algodonero (Hall 1984:227; Reuben Soto 1982:205; Barahona Riera 1980:55; Williams 1986:206).

En Guatemala la superficie dedicada al cultivo del algodón creció diez veces entre 1950 y 1963, y la producción aumentó de menos de 10 mil
pacas anuales a principios de los cincuenta a más de 250 mil a principios de los sesenta para ubicarse en más de 650 mil a fines de los setenta.
La superficie dedicada a caña de azúcar creció 12 veces entre 1967 y 1976. El volumen físico de las exportaciones de carne vacuna se multiplicó
por ocho a lo largo de la década de 1960. El volumen físico de producción en la agroexportación se multiplicó por tres entre la década de los
cincuenta y fines de la de los setenta, con una tasa anual de crecimiento de 6.5% durante casi treinta años, mientras la producción de granos
básicos creció sólo 20%, con una tasa media de 2.5% anual, inferior al crecimiento de la población (Villacorta Escobar 1976; Hintermeister 1982;
Vilas 1989a:24).

En Nicaragua la superficie ocupada por el algodón aumentó más de 10 veces entre 1950 y 1973. De menos de 14 mil manzanas en 1950 saltó a
123.5 mil tres años más tarde, subió a 164.7 mil en 1963 y superó las 259 mil manzanas en 1973. De una producción anual de poco más de 20 mil
pacas en el inicio de los 50s se pasó a más de 200 mil al final del decenio, llegando a más de medio millón a mediados de la década de 1970.
Como el algodón no es sólo cultivo de áreas tropicales sino también de clima templado y de países más desarrollados que los centroamericanos,
fue necesario prestar atención al alza del rendimiento, que pasó de 14 quintales por manzana a inicios de los cincuenta a 25qq/mz a fines de la
década y a 41qq/mz en 1964-65, ubicándose entre los más altos del mundo para algodón de secano. A pesar de esto el mayor impulso a la
producción algodonera estuvo en la posibilidad de ampliar el área bajo cultivo; dado que las mejores tierras su ubicaban en zonas relativamente
reducidas de la geografía nicaragüense –los departamentos de Chinandega y León—que se encontraban ocupados por pequeños agricultores
dedicados a la producción para el consumo local, la expansión de la superficie dedicada a algodón involucró un acelerado y amplio
desplazamiento de esos agricultores hacia otra zonas del país.

Hacia fines de la década de 1960 Nicaragua daba cuenta de casi 40% de todas las exportaciones regionales de carne. La superficie para
ganadería se duplicó entre 1960 y 1975 y la participación de la carne en las exportaciones del país se triplicó entre 1960 y 1970; el 90% de ellas
tenía como mercados a Estados Unidos y Puerto Rico. Como en el resto de Centroamérica, la ganadería de exportación tuvo un fuerte carácter
extensivo: a principios de la década de los sesenta la relación res/superficie era de 0.49 cabeza por manzana en promedio para todo el país, pero
en las microfincas (menos de una manzana) la relación era de 8.8 cabezas/mz, mientras en las fincas de más de 500 manzanas era de 0.37. Estas
cifras ilustran la existencia de una estructura de producción en la cual la cría del animal corría por cuenta de pequeñas fincas campesinas a las
que el latifundista entregaba el vientre a punto de dar a cría para el cuidado intensivo inicial del animal recién nacido, reservándose para sí la etapa
extensiva del engorde y la entrega para faenamiento (Vilas 1984:64 y sigs; Williams 1986: 77 y sigs, 197).

En El Salvador la producción algodonera saltó de unas 90 mil pacas a mediados de los años cincuenta a 375 mil una década más tarde,
estabilizándose posteriormente en unas 360 mil al año. Las fincas algodoneras, que sumaban 654 en los cincuenta, habían aumentado a más de
3,200 diez años más tarde (Williams:197, 200).

En Honduras el banano conservó su fuerte gravitación en la producción y las exportaciones hasta los años sesenta. Todavía a principios de ese
decenio daba cuenta de 69% de las exportaciones del país, mientras que el algodón representaba menos de 5%. El menor desarrollo de la
modernización agroexportadora obedeció a varios factores. La fuerte especialización bananera bajo la forma de enclaves extranjeros con una
sólida inserción en el mercado estadounidense, parece haber restado incentivos a la incursión hacia los nuevos rubros. No existió nada parecido
al boom algodonero de Nicaragua y Guatemala, con sus efectos sobre la producción campesina preexistente. Entre principios de la década de
1950 y la de 1970 la superficie dedicada al algodón creció 14 veces en Honduras, casi el doble que en Nicaragua, pero los valores absolutos
involucrados en el aumento relativo fueron mucho más pequeños que en Nicaragua. Solamente la ganadería parece haber tenido un dinamismo
comparable en términos regionales; las exportaciones hondureñas, que en 1966-70 habían sumado algo menos de 32 millones de dólares
subieron a casi 86 millones en el quinquenio siguiente y a más de 208 millones en 1976-80, pero con una participación de menos de 20% en las
exportaciones centroamericanas de carne durante todo el periodo. Hubo también una menor disponibilidad de capitales domésticos para las
nuevas inversiones, y el flujo de capitales extranjeros fue reducido. No existió nada parecido al "boom" algodonero de Nicaragua y Guatemala.
Solamente la ganadería de carne parece tuvo un dinamismo comparable en términos regionales, con una participación de casi 20% de las
exportaciones centroamericanas de carne entre 1966 y 1980 (Slutzky 1979a; Arancibia Córdova 1984:53; Williams 1986:206).

Exportaciones vs mercado interno

En contraste con este crecimiento vertiginoso, y en realidad como un subproducto del mismo, la producción para el consumo interno registró una
marcada desaceleración. La agroexportación se desarrolló de manera extensiva; involucró un proceso drástico de sustitución de cultivos y de
desplazamiento de los rubros de subsistencia hacia zonas marginales, y el inicio de una las importaciones de granos básicos para el consumo
interno. Sin embargo el desarrollo agroexportador no involucró un proceso de suma cero en el que a mayor superficie dedicada a cultivos de
exportación correspondiera menor superficie destinada a rubros de consumo interno. El desplazamiento de algunos cultivos de uso doméstico por
la agricultura de exportación tuvo lugar junto con un crecimiento de las áreas dedicadas a los primeros, aunque se trató de otras áreas, usualmente
tierras de menor calidad y más alejadas de los mercados.

En Nicaragua por ejemplo la producción de arroz creció a un ritmo de 19.5& en la década de 1960, pero el conjunto de la producción de granos
básicos lo hizo con una tasa media anual de 4.4%, sólo marginalmente superior a la del crecimiento de la población. El cuadro II.1 muestra un
parecido desfase en El Salvador entre el acelerado crecimiento de la producción de algodón, y en menor medida de azúcar de caña, ambos
exportables, y la producción de granos básicos para el consumo interno. Debe señalarse que el café siempre mantuvo en El Salvador una clara
primacía en la composición de las exportaciones, representando entre dos quintos y cuatro quintos en todo el periodo 1955-80, frente a alrededor
de un quinto del algodón y entre 5% y 15% del azúcar de caña (Arias Peñate 1988:31).

Cuadro II.1. El Salvador: producción agrícola en la faja costera, 1950 y 1963

Producción¹
Rubro
% de variación
1950 1963

Semilla de algodón 9.3 119.7 + 1223

Fibra de algodón 5.5 71.4 + 1197

Azúcar 39.0 63.1 + 62

Arroz 9.4 11.9 + 26

Maíz 130.3 153.2 + 12

Frijol 16.4 14.4 - 12

¹ Miles de toneladas

Fuente: Browning (1971:125)

El cuadro II.2 indica que también creció la superficie destinada a la producción de alimentos, pero en magnitud menor que la dedicada a cultivos de
exportables. En Nicaragua coincidieron el mayor crecimiento de la superficie dedicada a exportables y la mayor ampliación de la superficie
destinada a alimentos, gracias a la existencia de una amplia frontera agrícola; en Guatemala la fuerte expansión del área destinada a exportables
no impidió que la superficie de cultivos alimentitos siguiera siendo más extensa, situación en la posiblemente tuvo mucho que ver la tradicional
dedicación de las comunidades indígenas a la producción de maíz.[2]

Cuadro II.2. Centroamérica: cambios en el uso de la tierra

(En miles de ha.)

1948-52 1976-78 % de variación

Costa Rica

Alimentos 110 147 23.6

Agroexportación 89 202 126.9

El Salvador

Alimentos 233 314 34.7

Agroexportación 242 413 70.6

Guatemala

Alimentos 644 774 20.2


Agroexportación 219 553 152.5

Honduras

Alimentos 344 523 52.0

Agroexportación 200 302 51.0

Nicaragua

Alimentos 166 319 92.1

Agroexportación 128 408 218.7

Centroamérica

Alimentos 1497 2077 38.7

Agroexportación 878 1878 113.8

Alimentos: Maíz, frijol, arroz

Agroexportación: Algodón, banana, azúcar de caña, café, sorgo*

* por su dedicación exclusiva a la alimentación del ganado destinado a la exportación de carne.

Fuente: Vilas (1989a)

El menor ritmo de expansión de la superficie dedicada a la producción de alimentos determinó la reducción relativa de ésta en el total de área en
cultivo. De 63% para el conjunto de la región a principios de la década de 1950, se contrajo a poco más de 52% en 1976?78; las reducciones más
fuertes tuvieron lugar en Nicaragua (de casi 57% a 44%), Guatemala (de casi 75% a 58%) y Costa Rica (de 55% a 42%) y fue relativamente
reducida en El Salvador; en Honduras no se registraron cambios significativos. A estodeben agregarse el elevado ritmo de crecimiento de la
población y las grandes diferencias en la evolución de los rendimientos, que fueron mucho más altos y más dinámicos en la agroexportación que
en la producción para el consumo interno (Ruiz Granadino 1986:24-35). El resultado de esta combinación de factores fue una menor oferta
doméstica de alimentos y un aumento progresivo de las importaciones de granos básicos. Se observa en el cuadro II.3 que Centroamérica pasó de
ser exportadora neta de granos básicos a principios de la década de 1950, a ser importadora neta durante todo el período posterior.

Cuadro II.3. Centroamérica: importaciones netas de granos básicos desde afuera de

la región(en toneladas métricas).

Periodo Maíz Arroz Frijol Total

1950-54 - 60,630 - 45,568 - 18,649 - 124,847

1955-59 44,003 45,243 - 17,687 61,491

1960-64 53,045 35,567 7,548 96,160

1964-68 101,458 51,409 388 153,259

Fuente: Quirós (1973)

De acuerdo con las teorías neoclásicas del comercio internacional esto puede significar una ventaja. La economía deja de utilizar tierra para
producir alimentos, y pasa a producir en ella exportables que generan ingresos en divisas libremente convertibles varias veces superiores al valor
de la producción desplazada y que permiten suplir con importaciones los bienes que se dejan de producir. Sin embargo los altos niveles de
concentración de los ingresos existentes en Centroamérica atentan contra el funcionamiento de este modelo: el perfil de importaciones de estos
países responde mucho más a la demanda de los grupos de mayores ingresos que a las necesidades alimentarias de la población, y las
estructuras de comercialización interna obstaculizan que los alimentos básicos que se importan lleguen a las áreas rurales. En consecuencia, la
mayoría de los campesinos centroamericanos que dejó de producir maíz para cultivar algodón o caña de azúcar, no pasó a comer maíz importado:
simplemente empezó a comer menos.

Las importaciones de granos básicos se canalizaron mayormente a través de los mecanismos de la PL480 del gobierno norteamericano, que
permitía pagarlas con moneda local. Un mecanismo que contribuye a resolver el tradicional problema de los excedentes de granos de los farmers
del medio oeste de Estados Unidos, y ahorrar divisas y problemas de balanza de pagos a los gobiernos receptores, pero que desarticula los
sistemas domésticos de producción y nutrición. Debe señalarse además que la inflación en los precios de los alimentos fue mayor que el aumento
general de los precios de consumo, con la única excepción de Honduras (IICA/FLACSO 1991, cuadros 3.1. y 3.3). Por consiguiente tampoco se
advierte en este aspecto un impacto significativo del sesgo exportador de la modernización, y de las importaciones de alimentos básicos.[3]

Entre 1948-52 y 1976-78 --las tres décadas de extraordinaria expansión de la agroexportación--, la producción de alimentos por habitante se
redujo 17% para toda Centroamérica. Las importaciones de granos básicos representaban a fines de la década de 1970 el 41% del consumo total
en Costa Rica, 20% en El Salvador, 14% en Guatemala, 19% en Honduras y 24% en Nicaragua (Brockett 1988:78-80). En este último país, que
antes del auge agroexportador se autoabastecía de granos básicos, la producción para el mercado interno declinó en la década de 1950 y la
producción de maíz y frijol por habitante se estancó después de 1960, no obstante aumentos en la superficie cultivada. En la década de 1970 la
disponibilidad de alimentos (producción + existencias + importaciones) representaba 36% del consumo nacional de productos lácteos, 73% en
carne y pescado, 88% frijol, 21% vegetales, 61% huevos (Vilas 1984, capítulo II; Enríquez 1991:46). En El Salvador la expulsión de campesinos
hacia suelos inferiores por la expansión del algodón generó un déficit de granos básicos y una demanda de importaciones; por lo menos desde la
década de 1930 existió en ese país una correlación positiva entre la expansión de la superficie algodonera y el crecimiento de las importaciones de
maíz (Durham 1979:32; Cabarrús 1983:68). El cuadro II.4 pone de relieve la evolución predominantemente negativa del consumo de granos y der
calorías durante el periodo de auge agroexportador. En un panorama regional deprimido, salvo en lo que corresponde al consumo de arroz,
destaca el deterioro sistemático en Nicaragua.

Cuadro II.4. Centroamérica: consumo de granos y de calorías por habitante, 1975-76

(Números índice: 1945-46 = 100)

Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Centroamérica

Maíz 81 111 77 90 77 87

Frijol 60 105 79 84 72 81

Arroz 135 107 108 117 75 108

Calorías 111 107 80 95 76 89

Fuente: SIECA (1977)

La expansión de la ganadería fue acompañada por una fuerte caída del consumo de carne por habitante. En Costa Rica disminuyó a un ritmo
promedio anual de 13% durante toda la década de 1960 y en El Salvador 35% entre 1961-63 y 1971-73. En Nicaragua la disponibilidad diaria de
proteínas por habitante se redujo casi 15% durante la década de 1970 de auge de las exportaciones de carne (Barahona Riera 1980:55;
IICA/FLACSO 1991:157). Estas modificaciones resultan más drásticas cuando se considera la exigüidad del nivel absoluto del consumo de este
alimento: en El Salvador el consumo de carne cayó de 18.6 gramos diarios por habitante a 12 gramos, entre principios de la década de 1960 y la
de 1970.

El resultado de esta tensión entre expansión de la agricultura de exportación y producción de alimentos básicos fue el deterioro de las condiciones
de nutrición, dada la fuerte dependencia de la mayoría de la población centroamericana de los granos básicos; maíz, arroz y frijoles representaban
en conjunto entre dos quintos y dos tercios de la canasta alimentaria del Istmo (PREALC 1983b). La competencia por tierras, insumos, técnicas,
créditos entre exportación y mercado interno se resolvió en beneficio de la primera con un costo humano impresionante. A mediados de la década
de 1970 el 54% de la población de Nicaragua estaba subalimentada y 90% padecía de parasitismo. En la misma época la malnutrición infantil
registraba índices de 57.4% en Costa Rica, 74.5% en El Salvador, 81.4% en Guatemala, 72.5% en Honduras, 56.8% en Nicaragua. Con excepción
de Costa Rica, donde se redujo 10%, entre 1965 y 1975 ese índice aumentó 46% en El Salvador, 18% en Guatemala, 29% en Honduras y un
asombroso 51% en Nicaragua (Brockett 1988:84).

Desequilibrios internos

El crecimiento de los nuevos rubros de agroexportación presionó sobre el sector externo de las economías; el impacto provocado por la
generación de nuevos ingresos de exportación se vio moderado en términos relativos por la fuerte gravitación de los insumos importados en los
nuevos rubros: agroquímicos, maquinaria y equipo, combustibles, entre otros.[4] Esto significa que el impacto neto de la agroexportación en las
cuentas externas fue menor que el que resulta del cálculo de las rentas de exportación.
El crecimiento agroexportador se limitó a pocos cultivos y a un número reducido de agricultores. El crecimiento desigual de la productividad agravó
la heterogeneidad estructural del agro; la mayoría de los pequeños productores quedó al margen de la modernización. No todos los suelos eran
aptos a los nuevos cultivos; las fórmulas tecnológicas aplicadas tenían elevados coeficientes de importación y resultaban caras o complicadas para
muchos productores. Se generó de esta manera una fuerte diferenciación/especialización entre agroexportación y agricultura de uso doméstico,
tanto en términos de áreas geográficas como de unidades de producción, mercados de trabajo y acceso a recursos.

En Guatemala la Costa Sur concentró el auge agroexportador; con sólo 13% de la superficie nacional, generaba a fines de la década de 1970 40%
del producto agrícola del país. La producción de granos básicos se concentraba en cambio en el Altiplano Occidental, en el que predomina el
minifundio: 50% del área de esa región correspondía a fincas de menos de 10 mz, mientras que a nivel nacional esas fincas representaban sólo
19% (Hintermeister 1982:18). En Nicaragua el "corazón" de la agroexportación absorbía a fines de los 1970s menos de 500 mil manzanas, casi
7% de la superficie nacional en fincas: principalmente 130 mil manzanas de café, 250 mil de algodón, 60 mil de caña de azúcar. El cultivo de
algodón y de caña de azúcar se concentró en la región del Pacífico y desplazó hacia la frontera agrícola, vale decir la montaña y el bosque tropical
húmedo, a la producción campesina de granos básicos (departamentos de Nueva Segovia, Zelaya, zonas de Boaco, Chontales y Río San Juan) de
las que a su turno serían expulsados por la ganadería de carne para exportación.

Tuvo lugar de esta manera un corte marcado entre el sector exportador de alta productividad y el sector que produce alimentos para el mercado
interno. El primero tendió a concentrarse en las fincas medianas y grandes mientras el segundo se mantuvo a cargo de las fincas campesinas
pequeñas y muy pequeñas. En la década de 1970 69% de la producción centroamericana de maíz, 78% de la de frijol y 96% de la de trigo, estaba
a cargo de fincas de menos de 10 manzanas, y sólo el arroz de riego, por sus requerimientos de capital y tecnología, era producido en
proporciones significativas en fincas más grandes. Al contrario, 98% de la producción centroamericana de algodón, 85% de la de caña de azúcar,
68% de la de café y 100% de la de banano, se generaba en fincas medianas y grandes (PREALC 1986:155; Hall 1984:217; Martínez et al 1987).

El desarrollo desigual y excluyente de la modernización configuró una estructura productiva y social heterogénea, de acuerdo a la
conceptualización del economista chileno Anibal Pinto (Pinto 1973, esp. págs.104-140). La modernización no alcanzó a todas las regiones ni a
todos los sectores y presentó oscilaciones fuertes en los niveles y ritmos de capitalización. El desarrollo de algunas actividades de importancia
para el proceso general de acumulación y para la inserción internacional de la economía se apoyaba no sólo en la innovación tecnológica sino
también en la explotación de la fuerza de trabajo familiar por debajo de niveles de subsistencia y la explotación rentista del suelo.

La agroexportación tuvo un impacto severo sobre la ecología regional. Entre 1948 y 1978 la superficie de bosque tropical se redujo 50% en
Nicaragua, principalmente por la ampliación de la superficie para ganadería. En el sur de Honduras el bosque de pinos retrocedió 44% entre 1950
y 1970, y las tierras de descanso se redujeron en 55%, mientras las tierras de pasto se extendieron 53% (Stonich 1992). Entre 1963 y 1984 el área
dedicada a pastos casi se duplicó en Costa Rica, cubriendo más de la mitad del territorio nacional, a costa de la destrucción de los bosques y del
lavado de los suelos a medida que se ocupaban suelos más frágiles. Las copiosas y crecientes aplicaciones de agroquímicos (fertilizantes,
herbicidas, plaguicidas) sobre todo en el algodón crearon problemas de contaminación en las áreas de cultivo, y de desertificación de suelos
(Carriére 1990; Faber 1992). El consumo centroamericano de fertilizantes se quintuplicó entre principios de los años sesenta y mediados de los
setenta. En el conjunto de la región creció a una tasa media anual de 9-12%, pero en Nicaragua aumentó anualmente un 26% promedio durante
todo el periodo. En El Salvador la importación de plaguicidas creció más de 100% durante la primera mitad de los setenta (Ruiz Granadino 1979,
1986).

La incorporación de agroquímicos fue parte de una rápida apertura de la agricultura centroamericana a las tecnologías difundidas por el mundo
desarrollado. La fumigación en gran escala fue facilitada por el desarrollo de las técnicas de aplicación aérea que a su turno requirieron personal
técnico y favorecieron el surgimiento de cierto número de pequeñas empresas especializadas. La maquinización de la agricultura creció
rápidamente. Entre 1965 y 1975 la relación superficie cultivable/tractor se redujo en toda Centroamérica de un promedio de 2197 ha/tractor a 457
ha/tractor (Ruiz Granadino 1986:22). Puesto que tractores, camiones y aviones se mueven con petróleo, esta incorporación de nuevas técnicas
incrementó el coeficiente de importaciones del sector exportador, redujo su capacidad de generación neta de divisas, e incidió pesadamente sobre
las cuentas externas de las economías centroamericanas, sobre todo a partir del choque petrolero de 1973.

Las formas de organización de la producción variaron, dentro de ciertos límites, de país a país. En Guatemala y El Salvador el desarrollo de la
agroexportación tuvo como protagonista muy dinámico a la gran hacienda, que ingresó en un proceso de rápida modernización. Entre 1957-58 y
1965-66 el tamaño medio de todas las fincas algodoneras de Guatemala aumentó de 285 a 399 manzanas, pero el tamaño medio de las fincas de
más de 100 mz creció de 299 a 423 manzanas; estas fincas de más de 100 mz representaban 87.5% del total de fincas algodoneras en 1957-58 y
93% en 1965-66 (Adams 1970:366). El número total de cultivadores era muy reducido: 161 a principios de los 1970s (Baumeister 1985). En El
Salvador en cambio se combinó una amplia base productiva con un fuerte peso de los productores grandes a través del control de la Cooperativa
Algodonera Salvadoreña (COPAL), institución corporativa creada a fines de la década de 1940 encargada de autorizar las siembras. La COPAL fue
creada para fomentar el cultivo y centralizar el comercio; tempranamente se convirtió en propietaria de plantas desmotadoras y llegó a controlar el
crédito y la comercialización externa, estableciendo una integración vertical de la actividad algodonera que consolidó la gravitación de los grandes
productores (Thielen 1989). La base productiva del algodón (1634 cultivadores en 1971) era 10 veces mayor que en Guatemala. En 1972-73
solamente 19 familias salvadoreñas controlaban una cuarta parte de la producción algodonera del país, la mayoría de ellas también con
inversiones en café, caña de azúcar, industria textil, insumos agrícolas (Colindres 1977, cuadro 67).

En Honduras las "empresas asociativas" autogestionarias creadas en el marco de la reforma agraria en las décadas de 1960 y 1970
desempeñaron un papel dinámico, articulado a las redes de comercialización de empresas transnacionales (Slutzky 1979b; Slutzky y Alonso 1980).
La producción directa quedó a cargo de las empresas asociativas, mientras que el capital trasnacional se reservó el procesamiento preindustrial y
la comercialización. En Nicaragua destaca el fuerte peso de la producción de dimensiones medias, correspondiente a una especie de burguesía
agraria ubicada arriba de la masa de campesinos, pero subordinada a los grandes terratenientes y al capital comercial, bancario e industrial.

En Nicaragua destacaba el fuerte peso de la producción de dimensiones medianas, correspondiente a una especie de burguesía agraria ubicada
arriba de la masa campesina pero subordinada a los grandes terratenientes y al capital comercial, bancario e industrial. Asimismo, la sólida
integración vertical que desde el inicio de la modernización se advierte en El Salvador, y en menor medida en Guatemala, fue prácticamente
inexistente en Nicaragua. En este país, al contrario, se desenvolvió una clara separación entre los productores agrícolas de exportación y el
capital financiero, comercial e industrial, al cual debían someterse en mayor o menor medida. Antes de 1979 casi 3000 productores de algodón se
relacionaban con sólo 28 desmotadoras, 11 firmas exportadoras, y tres bancos, actividades en las que el capital somocista tenía un fuerte control.
La alianza relativamente estrecha entre el estado y estas fracciones urbanas del capital, creó condiciones para el desplazamiento de muchos
productores agrarios hacia la oposición a la dictadura a partir de sus propias demandas: precios y condiciones de comercialización, acceso a
crédito, y otras.

Un examen de las pautas de tenencia de la tierra muestra un nivel de concentración significativamente más alto en los dos departamentos más
importantes para el cultivo del algodón (León y Chinandega) que en los dos departamentos típicamente cafetaleros (Matagalpa y Jinetota). Aunque
el peso porcentual de microfincas y fincas subfamiliares era mayor en León (48%) y Chinandega (54%) que en Matagalpa (44%) y Jinotega (36%)
esas fincas cubrían aproximadamente la misma proporción de superficie cultivada en ambas regiones. En el otro extremo las explotaciones
multifamiliares ocupaban más área en los departamentos algodoneros (León 48%, Chinandega 58%) que en los especializados en el café
(Matagalpa 32%, Jinotega 22%). Así, la tendencia hacia fincas campesinas más pequeñas en la región algodonera del Pacífico estaba
acompañada por la tendencia de las fincas más grandes a ocupar más tierra (Enríquez 1991:39-40).

La titulación estaba más difundida en los departamentos algodoneros (86% de la tierra cultivada) que en los cafetaleros (54% en Matagalpa y 58%
en Jinotega). La legalización de la propiedad es una de las características de la expansión algodonera, requerida por la alta proporción de
cultivadores arrendatarios –muy a la manera del desarrollo “clásico” del capitalismo en el campo. En 1964-65 el 43% de la superficie algodonera
era arrendada, en 1971-73 el 56% y en 1976-77 el 39% (Baumeister 1985; Núñez Soto 1987:52). Junto a la ampliación del arrendamiento como
relación jurídica predominante entre productores y dueños de la tierra, se registró una rápida reducción de modalidades arcaicas de tenencia y
explotación como mediería y aparcería. Ya a principios de la década de 1960 el pago en dinero figuraba en 85% de los contratos de arrendamiento
en León y en 77% en Chinandega, mientras que al contrario tenía una difusión restringida en los departamentos típicamente cafetaleros (Enríquez
1991:40).

Cuadro II.5. Centroamérica: fincas algodoneras (desde la década de 1960 a la de

1970) en cantidad de fincas y superficie media (en manzanas)

Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Centroamérica

Fines de la década de 1950

Nº 27 654 101 57 2015 2857

Sup. media 708 487 1410 926 227 348

Mediados de la década de 1960

Nº 56 3223 367 417 4780 8843

Sup. media 455 243 2242 276 237 328

Fines de la década de 1970

Nº 52 3275 286 548 5929 10089

Sup. media 452 244 3530 260 286 364

Fuente: Adaptado de Williams 1986:200


El cuadro II.5 muestra el aumento del número de fincas dedicadas al cultivo de algodón a lo largo de dos décadas. Como lo frecuente es que un
mismo cultivador tenga en cultivo más de una finca, las cifras no informan sobre el número efectivo de productores ni sobre la concentración de la
superficie cultivada o de la producción. Con estas reservas, el cuadro pone en evidencia diferentes patrones de cultivo. Tanto en El Salvador como
en Honduras y Costa Rica el aumento de la cantidad de fincas dedicadas al algodón acarreó una reducción del área media de las fincas. En
Guatemala, al contrario, la incorporación de nuevas fincas se produjo junto a un fuerte aumento de su superficie media. En Nicaragua, país que en
todo el periodo representó entre el 70% y la mitad de las fincas algodoneras de Centroamérica, también se registró un aumento del tamaño medio,
pero de magnitud menor que en Guatemala e involucrando valores absolutos mucho más reducidos: el tamaño medio osciló en este periodo entre
1/6 y 1/12 de las fincas algodoneras de Guatemala.

Puede inferirse de esto que el avance algodonero estimulado por los buenos precios internacionales no sólo impulsó a los cultivadores existentes a
ampliar sus superficies sino que también incorporó a productores nuevos: agricultores medios, comerciantes, profesionales y otros elementos de
clases medias urbanas que se aventuraron a la producción por la vía del arrendamiento. Una “fiebre del algodón” que tuvo lugar sobre todo en la
década inicial para dar paso luego a una cierta estabilización. Esto no ocurrió en Guatemala, donde predominó, ya se dijo, la gran hacienda
algodonera. En consecuencia los costos de entrada para nuevos cultivadores fueron muy altos: no tanto por las características técnicas del cultivo
como por la organización social de la producción y, ante todo, por el control latifundista de la tierra.

Cuadro II.6. Centroamérica: fuerza de trabajo en la agricultura, 1950 a 1980

(En % del total)

1950 1960 1970 1980

Costa Rica 58 52 43 30

El Salvador 68 63 58 52

Guatemala 69 64 60 57

Honduras 81 71 64 57

Nicaragua 69 62 52 42

Centroamérica 69 62 55 48

Fuente: PREALC (1986 cuadro 14) y elaboración propia.

Uno de los efectos más visibles de este conjunto de factores fue la reducción de la participación de la agricultura en el conjunto de la población
activa de la región (cuadro II.6), junto con un incremento no despreciable en la productividad del trabajo (cuadro II.7). Sin perjuicio del ya señalado
carácter predominantemente extensivo de los cultivos de exportación, ese incremento es imputable a los grandes cambios en las técnicas
productivas apuntados en los párrafos precedentes: incorporación de agroquímicos y de maquinaria compleja, y similares. De todas maneras se
advierte que la productividad del empleo agrícola se mantuvo muy por debajo de la productividad industrial durante el mismo periodo.

Cuadro II.7. Centroamérica: productividad por hombre ocupado en la agricultura,

1950-1980

1950 1960 1970 1980

Dólares ¹ 457 520 696 825

Variación porcentual + 13.8 + 33.8 + 18.5

Relación productividad . .
.466
agricultura/industrial 515 482

¹ Dólares de 1970

Fuente: PREALC (1970 cuadro 18) y elaboración propia


Intervención del estado

Las políticas gubernamentales desempeñaron un papel importante en estos cambios. Las condiciones de demanda creadas por el mercado
internacional pudieron ser aprovechadas gracias a la capacidad de los estados centroamericanos para adaptarse al nuevo contexto, favoreciendo
la reorientación de los mercados locales hacia las nuevas oportunidades de acumulación. Hubo, en este sentido, una eficaz articulación de
iniciativas empresariales y promoción gubernamental.

El gasto público se orientó hacia las nuevas actividades y las áreas en que ellas se emplazaban. En Guatemala la inversión pública por habitante
en los departamentos donde predominan las empresas agroexportadoras fue 55% más alto que el promedio nacional, y casi 350% mayor que la
inversión pública por habitante en los departamentos típicamente campesinos del Altiplano occidental, en los que predominan los cultivos para el
consumo interno (Hintermeister 1982). En Honduras, el gasto público por habitante en la región norte, de predominio bananero, fue casi el doble
que el promedio nacional (Membreño Cedillo 1985). La política tributaria de El Salvador tuvo un sesgo similar (Lazo 1987).

De manera coincidente el crédito bancario promovió el desarrollo agroexportador y discriminó a la producción de granos básicos. En El Salvador la
agroexportación recibió 96% del crédito bancario en 1960-61, 68% en 1969-70, 64% en 1974-75 y 81% en 1979, mientras se destinaba a la
producción de granos básicos un máximo de 10% (Cabarrús 1983:68). A mediados de los años setenta las explotaciones multifamiliares recibían
86% del crédito agrícola de la banca comercial, 48% del financiamiento del Banco de Fomento Agropecuario y 68% del financiamiento del sistema
de Cajas de Crédito Rural (Ruiz Granadino 1979). En Guatemala los cultivos de café, algodón y azúcar recibieron en conjunto 68.5% de todo el
crédito en 1966-70, y 87% del crédito destinado a la agricultura. En 1971-75 recibieron 60.6% y 76.3% respectivamente, y en 1976-80 el 61.7% y
75.6% (Hintermeister 1982, cuadro 7). En Nicaragua la agroexportación recibió más de 90% del crédito bancario durante la primera mitad de la
década de 1960 pese a representar menos de la mitad de las tierras agrícolas; el ínfimo resto se destinó a la agricultura para el mercado interno,
cuya principal fuente de financiamiento estaba constituida por prestamistas privados: comerciantes, acopiadores, y similares, en condiciones
usualmente muy onerosas para los cultivadores. Los créditos al algodón crecieron casi 10 veces entre 1950-51 y 1955-56; a mediados de esa
década cubrían 90% de los costos de producción para estabilizarse posteriormente en alrededor de 70%. En esa misma década el crédito bancario
a la producción algodonera representó 54% del crédito bancario agrícola total, y más de 75% a mediados de los años sesenta pese a que la
superficie sembrada de algodón era menos de un tercio de la superficie total en cultivo (Enríquez y Spalding 1989).

Esta modernización agroexportadora, epitomizada por los cambios técnicos, económico-financieros, organizativos y jurídicos en la producción
algodonera, marginó a los agricultores pequeños que, por su escasa dotación de recursos, ante todo por el insuficiente acceso a la tierra,
ingresaron en un proceso acelerado de mayor empobrecimiento y desposesión. El paso de la renta en trabajo o en especie a la renta en dinero y
los requerimientos técnicos y financieros de los nuevos cultivos crearon condiciones para el deterioro de las economías campesinas, agravadas
por la presión de los terratenientes, los intermediarios y las agencias gubernamentales. Los sesgos del mercado –con las limitaciones y
ambigüedades que debe ser manejado este concepto en los escenarios que se están analizando—se vieron reforzados por la discriminación
efectiva de las políticas gubernamentales; en conjunto unos y otra provocaron un rápido deterioro de la producción campesina incluso en los
rubros en que era tradicionalmente fuerte: los granos básicos. Al quedar marginada del crédito bancario y del acceso a tecnificación, los
rendimientos en las fincas pequeñas y en las microfincas resultaron crecientemente rezagados respecto de los que se obtenían en las unidades
medianas y grandes. A mediados de 1975, por ejemplo, las fincas salvadoreñas de más de 50 ha. obtenían un rendimiento promedio de 2.6
toneladas de maíz por ha. y de 12 toneladas de frijol por ha., mientras en las fincas de menos de 10 ha. los rendimientos eran, respectivamente,
1.7 tonelada/ha. y 0.9 tonelada/ha. (Ruiz Granadino 1979).

Desposesión y transformación del campesinado

El carácter extensivo de los nuevos cultivos --sobre todo del algodón y la caña de azúcar-- y de la ganadería de exportación, la consiguiente
competencia por tierras, y el ya mencionado sesgo de los estímulos y las políticas gubernamentales, desplazaron a la agricultura para consumo
nacional hacia tierras de peor calidad o marginales. Dada la fuerte asociación entre la producción para el consumo nacional y las unidades
campesinas, esto se expresó en términos de una fuerte competencia entre empresas capitalistas de agroexportación, y fincas campesinas. La
desposesión de los pequeños agricultores, sumada al crecimiento demográfico, modificó negativamente la relación tierra/hombre del campesinado;
el número de pequeños agricultores con insuficiente dotación de tierra aumentó de manera impresionante. El efecto combinado fue un
ahondamiento de la de por sí profunda polarización.

En el cuadro II.8 se muestra la variación de los ingresos de las familias rurales en El Salvador y en particular el deterioro de los ingresos de las
familias minifundistas y las sin tierra. Efectos parecidos se registraban en Nicaragua, donde los patronos rurales percibían un ingreso medio casi
28 veces más alto que el de los trabajadores por cuenta propia y se necesitaba sumar los ingresos de 123 asalariados rurales para alcanzar el de
uno de sus empleadores (cuadro II.9).

Cuadro II.8. El Salvador: variación del ingreso familiar rural, 1961 y 1975.

(Ingreso medio anual en colones de 1975)

Variación
Categoría
Absoluta Porcentual
de familia 1961 1975

Sin tierra 940 792 - 148 - 15.7

Menos de 1 ha. 1252 1003 - 249 - 19.9

1 a 9.9 ha. 1752 2287 + 535 + 30.5

10 a 50 ha. 6010 6342 + 332 + 5.5

Fuente: Samaniego (1980) y elaboración propia

Cuadro II.9. Nicaragua: distribución del ingreso agropecuario, 1971

Categoría ocupacional % de la PEA % del ingreso Nivel de ingreso¹

Patronos 3.5 63.1 14,736

Trabajadores por cuenta


45.5 29.4 533
propia

Asalariados 51.0 7.5 120

¹ Ingreso medio anual, en dólares de 1971

Fuente: Núñez Soto (1980) y elaboración propia

En Honduras en cambio el impulso estatal a un proceso de reforma agraria permitió que la situación de ingresos mejorara en un sentido de mayor
equidad (cuadro II.10). El grupo de más altos ingresos redujo su captación en un 30%; el coeficiente de Gini de concentración del ingreso rural se
redujo 16% en una década de reparto agrario. En estos resultados parece haber incidido también la alta proporción de agricultores con relativa
seguridad respecto de sus tierras en contraste con la situación existente en los países vecinos. En 1974 se calculaba que un tercio de la superficie
agrícola de Honduras correspondía a ejidos, y otro tercio a tierra detentada en propiedad (Ruhl 1984).

Cuadro II.10. Honduras: distribución del ingreso familiar rural (en %)

Grupo de ingreso familiar 1967/68 1978/79

30% inferior 8.1 13.1

40% medio 26.2 31.9

30% superior 65.7 55.0

10% más alto 40.2 27.4

Fuente: República de Honduras (1976) y PREALC (1983a:84-85).

Puesto que el término "campesino" engloba situaciones diferentes (fincas familiares, subfamiliares, microfincas, trabajadores sin tierra) y se refiere
no sólo a una insuficiente disponibilidad de tierra, sino a la relación de ésta con los otros factores de producción (en primer lugar la fuerza de
trabajo), el impacto de la agroexportación se sintió de manera diferente en los distintos estratos del conjunto. En general se redujo el número de
fincas familiares y su dotación de tierra, mientras que aumentó muy rápidamente la cantidad de campesinos sin tierra o con acceso insuficiente a la
misma tanto por las condiciones de acceso como por el área disponible. Parte de la fuerza de trabajo familiar se convirtió en redundante, debiendo
buscar alternativas de empleo en fincas más grandes, o fuera del mundo rural. Debe señalarse, una vez más, que no fue éste un proceso
detonado por el auge agroexportador posterior a la década de 1950, sino más bien la dramática aceleración de fuerzas y tendencias preexistentes
que posiblemente tienen su antecedente más notorio en la brutal desposesión de las comunidades indígenas como resultado de las reformas
liberales de la segunda mitad del siglo XIX (Feder 1971).

El campesinado guatemalteco creció de 300 mil fincas a más de medio millón entre 1950 y 1980; sobre todo aumentó el número de microfincas
(menos de 1 ha): en 1979 eran 240% más que en 1950. El aumento tuvo lugar sobre todo en 1964-79, el período de mayor crecimiento de la
agricultura, y significó un sensible deterioro de la base de la economía campesina: la tierra (Hintermeister 1982:20, 24, 35). La alta concentración
de agricultores indígenas en el Altiplano occidental determinó que la reducción de la dotación de tierra en esa zona tuviera efectos drásticos en las
bases materiales de sus identidades étnicas. En la década de 1950 los productores agrícolas indígenas representaban el 69% de los titulares de
microfincas, 67% de las fincas subfamiliares y 50% de las familiares. El 94% del total de microfincas y fincas subfamiliares se ubicaba en los
departamentos de Sololá y Totonicapán, en los Altos de Quetzaltenango, en Huehuetenango y Quiché (CIDA/EFCE 1971:173-175). En 1964 el
área minifundista representaba 67% de las fincas en Totonicapán, 58% en Sololá, casi 44% en Sacatepéquez y más de 30% en el Petén, San
Marcos y Huehuetenango. De acuerdo a cálculos de Carlos Figueroa Ibarra, los altos niveles de desocupación provocados por la falta de tierra
suficiente sólo permitían en estas fincas un promedio de un mes/persona de trabajo al año (Figueroa Ibarra 1980:290, 314-315). La pérdida de
tierras por el avance del latifundio ganadero deterioró la economía de las aldeas indígenas y, en especial, la producción de artesanías. En especial
esto afectó al tejido, cuyos productos llegaban a mercados departamentales e incluso a la ciudad de Guatemala. Además, el deterioro de la
economía campesina obligó a muchos de los afectados a reducir o suprimir sus contribuciones a los rituales tradicionales; a su turno esto condujo
a su progresiva exclusión de las celebraciones y de los mecanismos tradicionales de solidaridad.[5]

En Nicaragua, país con amplia frontera agrícola y baja densidad de población, el índice Gini de concentración de la tierra creció de .74 en 1950 (el
más bajo de Centroamérica) a .81 en 1963 (Vilas 1984 cap. II). En ese mismo lapso el número de fincas consideradas subfamiliares creció de 35%
a 50% del total de fincas, mientras que las fincas familiares disminuyeron de 37% a 28%. Esto significa que una proporción alta de unidades de
tamaño familiar se redujo a fincas subfamiliares, perdiendo capacidad para sostener la reproducción del núcleo familiar. También aquí el
incremento de la población rural sin tierra suficiente estuvo estrechamente asociado al crecimiento del área en poder de las grandes fincas
capitalistas. El área cultivada total creció 162% entre principios de la década de 1950 y finales de la de 1970, pero el número de fincas sólo
aumentó 62%. La tierra en poder de las fincas de 10 a 99.9 manzanas (7 a 70 ha) se redujo 14%, y la de las fincas de menos de 10 manzanas
disminuyó en casi 50% (Barraclough 1982:52).

La insuficiente dotación de tierra obliga al campesino minifundista a intensificar la explotación del suelo por encima de los niveles de sostenimiento
de su potencialidad productiva; el progresivo agotamiento de la tierra genera rendimientos decrecientes, forzándolo a intensificar más la actividad.
Esta situación es agravada por la circunstancia de que una proporción relativamente alta de los pequeños agricultores no es propietaria de la tierra
en que produce y se encuentra vinculada a ella de manera relativamente inestable --frecuentemente, derecho a trabajar la tierra por una sola
cosecha. A mediados de la década de 1970 solamente una cuarta parte de las microfincas de Honduras era trabajada por sus propietarios; la crece
a medida que aumenta la extensión de la unidad: 40% en las fincas de más de 1 y menos de 2 ha., 50% en las de 2 a 3 ha. (Durand 1989). A fines
de la década se observaba un panorama similar en El Salvador: sólo 37% de las microfincas eran trabajadas por sus dueños y dos tercios de las
de más de 1 y menos de 10 ha. (Arias peñate 1980). En general, a menor tamaño de la finca, menor difusión de relaciones de propiedad. En estas
condiciones de precariedad e inestabilidad, los micro o minifundistas no tienen preocupaciones por la conservación del suelo; en su situación
“explotación racional” es la que puede extraer el máximo de producto en el mínimo de tiempo.

Al contrario, el gran propietario lleva a cabo una explotación extensiva con bajos rendimientos por unidad de superficie, ya que la mayor dotación
de tierra le permite obtener un muy alto rendimiento global. Esta situación se ilustra en el cuadro II.11 referido a El Salvador, pero se reitera en toda
la región.[6] Cuando se enfoca la relación producto/superficie, el rendimiento es más de dos veces más alto en las microfincas que en los grandes
latifundios, pero resulta ser 190 veces menor (o poco más de 0.5%) cuando se atiende al rendimiento global de la finca. Se advierte en todos los
casos que la degradación del suelo en las pequeñas parcelas, que expresa la contradicción entre la racionalidad económica del minifundismo y la
preservación del equilibrio ecológico, puede ser interpretada como resultado de la estructura lati-minifundista de tenencia y producción. Al
subutilizar la tierra controlada por las grandes fincas esa estructura fuerza a los minifundistas a sobreutilizar las suyas como estrategia de
sobrevivencia. Esta estrategia funciona en el corto plazo, pero se autoderrota en el mediano.[7]

Cuadro II.11. El Salvador: rendimientos de distintos tipos de fincas

(Valor de la producción por ha., en colones, 1961)

Valor Indice¹ Total²

Microfincas 584 207.8 578.2

Subfamiliares 373 132.7 3,726.7

Familiares 281 100.0 14,047.2


Multifamiliares medianas 328 116.7 65,596.7

Multifamiliares grandes 244 86.8 109,800.0

¹ Valor de la producción por ha. En fincas familiares = 100.

² Estimación a partir de una extensión por finca igual al límite superior de cada categoría, salvo

para las multifamiliares grandes, para las que se conjetura una superficie media de 450 ha.

Fuente: Cálculos propios sobre la base de Alonso y Slutzky (1971:264).

El cuadro II. 12, tomado del estudio de John Weeks, muestra la distribución porcentual de las familias rurales centroamericanas en 1970 de
acuerdo con su dotación de tierra. El porcentaje de familias sin tierra era tan alto en Honduras como en nicaragua, y si a las familias sin tierra se le
suman las que tienen acceso a menos de una hectárea, Costa Rica figura muy por encima del promedio centroamericano. La proporción de
familias con menos tierra que la necesaria para su preproducción aumentó durante todo el auge agroexportador. En Guatemala las familias con
menos de una hectárea aumentaron de 21.3% en 1850 a 41.1% en 1979, y en El Salvador de 74.2% en 1961 a 48.9% en 1971 (Durnham
1979:50-51; Weeks 1985:111 y sigs.). En Honduras, donde el boom agreoexportador fue menos acentuado, pasaron de 9.9% en 1952 a 17.3% en
1974. De acuerdo a un estudio de la AID 85% de las fincas hondureñas de menos de 20 ha. y 67% de las de 20 a 35 ha. se encontraban bajo la
línea de pobreza (PREALC 1983a:38).

Cuadro II.12. Centroamérica: distribución de las familias rurales, 1970 (en %)

Superficie en
Centroamérica
manzanas Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua

Sin tierra 26.3 26.1 26.6 31.4 38.7 28.1

Menos de 1 32.2 24.4 15.0 10.3 1.5 16.8

1a5 13.1 36.2 42.3 24.1 24.2 32.6

5 a menos de
10 4.8 6.2 6.9 11.9 7.9 7.4

10 a menos
de 50 14.6 4.9 7.4 18.1 18.1 10.7

50 a menos
2.0 1.4 3.9
de 500 8.3 13.5 4.0

Más de 500 0.7 0.2 0.4 0.3 1.0 0.4

TOTAL 100.0 100.0 100.0 100.0 100.0 100.0

Sin tierra y
con tierra
71.6 86.7 83.9 65.8 59.5 77.5
insuficiente

Fuente; Weeks (1985:112)

Nicaragua y Honduras presentan la fisonomía de economías rurales con fuerte peso de trabajadores sin tierra, mientras Costa Rica, El Salvador y
Guatemala aparecen como economías de campesinos empobrecidos. En estos tres países los trabajadores sin tierra son una proporción alta, pero
la mayoría de las familias se ubica en la categoría de minifundistas: 60% en El Salvador, 57% en Guatemala y algo más de 45% en Costa Rica.
Destaca en Guatemala y El Salvador el poco peso del campesinado medio, es decir en condiciones de autosuficiencia, y su reducida magnitud en
Costa Rica, en contraste con Nicaragua y Honduras, donde las familias para reproducirse con su dotación de tierra representan casi la quinta parte
de las familias rurales. Si la situación de Guatemala y El Salvador parece avalar las hipótesis que vinculan de manera directa la estructura de
tenencia de la tierra con el potencial de violencia política, no puede decirse lo mismo de Nicaragua, cuyo perfil es casi similar al de Honduras.
Costa Rica, por su lado, presenta una estructura mucho más próxima a las de Guatemala y Honduras. Se vuelve sobre este punto más adelante,
pero entre tanto se advierte la inexistencia de una correlación consistente entre estructura de tenencia de la tierra y potencial de violencia.[8]

La precariedad de la situación del campesinado no se refiere únicamente a la falta de tierra suficiente y a la inseguridad de la tenencia; éstas a su
turno deterioran la capacidad de negociación del pequeño agricultor frente a las redes de acopio y comercialización, y reduce adicionalmente sus
ingresos. Puesto que la red de comercialización funciona en los dos sentidos --comprando el excedente comercializable de granos básicos,
vendiendo productos industriales e insumos para la producción--, la manipulación de los precios mantiene al campesino en un permanente
endeudamiento frente al capital comercial.

El proceso de proletarización --entendido como pérdida progresiva del acceso a tierra-- tuvo un desarrollo desigual. Fue más acelerado en El
Salvador y en Costa Rica. Debido a la mayor presión demográfica sobre la tierra, el proceso venía desenvolviéndose con cierta fuerza en El
Salvador desde antes del auge agroexportador; en Costa Rica parece haber influido la fuerte presencia regional, en la Costa Atlántica, del enclave
bananero. En este país se observa un contraste marcado entre los altos niveles de proletarización laboral en el enclave, y los índices mucho más
bajos en la producción cafetalera en la meseta central. En cambio la existencia de una amplia frontera agrícola en Honduras y en Nicaragua se
tradujo en disponibilidad de tierras incluso para los agricultores despojados de sus parcelas por los nuevos cultivos. En Honduras coadyuvaron a
esto asimismo la persistencia del sistema de "ejido" que, ya se señaló, representaba hasta la década de 1970 casi 30% de la tierra cultivable, y la
expulsión de los campesinos salvadoreños después de la guerra de 1969.

Hablar de proletarización de la fuerza de trabajo no significa, en las condiciones del capitalismo centroamericano, desplazamiento de los
campesinos progresivamente privados de sus tierras hacia el trabajo asalariado. El aumento de la desposesión campesina no involucró un
equivalente incremento de la salarización de la mano de obra rural. Al contrario, entre 1950 y 1980 se registró una disminución del porcentaje de
asalariados en la PEA agrícola de Costa Rica, El Salvador y Nicaragua, mientras que aumentó muy poco en Guatemala y Honduras (Dierckxsens
1990). Crecieron en consecuencia los índices de subutilización de la mano de obra rural, sin que la economía urbana pudiera compensar la
situación. La proletarización de la fuerza de trabajo contempló la generación de un vasto semiproletariado de trabajadores sin tierra, asalariados
estacionales y obreros itinerantes cuya filiación de clase siempre ha sido controversial. Aunque amplio en los cinco países, el peso de esta fracción
era particularmente fuerte en Nicaragua y Guatemala, posiblemente a causa del mayor desarrollo del cultivo de algodón, que demanda anualmente
gruesos contingentes de empleo estacional. Durante la década de 1950 Guatemala y Nicaragua representaron en conjunto más de 62% de los
empleos estacionales en la cosecha de algodón; en la década de 1960 el 70%, y en la década de 1970 el 76% (Vilas 1989a:27).

El mecanismo del empleo estacional permite al sector capitalista trasladar la mayor parte del desempleo temporal al sector campesino, donde la
escasez de recursos determina, según se vio, estrechos márgenes de actividad productiva. A principios de la década de 1960 existía en El
Salvador una desocupación de 56.5% de la fuerza de trabajo agropecuaria, fundamentalmente concentrada en las áreas de minifundio (Alonso y
Slutzky 1971:254); en Nicaragua se estimaba que a mediados de la década de 1970 menos de 20% de los trabajadores agropecuarios contaba
con un salario permanente (Enríquez 1991:47).

Las condiciones laborales y de vida de estos trabajadores eran insatisfactorias, para decir lo menos: salarios bajos, alojamiento precario,
alimentación insuficiente y de mala calidad. A fines de la década de 1970 el salario mínimo en la agricultura de Guatemala era 60% más bajo, en
valores reales, que al comienzo del decenio, 24% más bajo en Honduras, y 17% más bajo en Nicaragua, mientras se mantuvo estable en El
Salvador y creció a más del doble en Costa Rica (IICA/FLACSO1991:133; López 1986; Pérez 1986; Ruiz Granadino 1986:40-42). La fijación de los
salarios en niveles que con frecuencia se ubicaban debajo del costo de reproducción de la fuerza de trabajo, fue posible no sólo por la existencia
de una demanda de empleo proveniente del amplio sector minifundista, sino asimismo por el recurso a procedimientos legales y fácticos
orientados a tal fin. La inexistencia de sindicatos rurales reducía adicionalmente la capacidad negociadora de los trabajadores. A mediados de la
década de 1960, por ejemplo, en 81% de las fincas de agroexportación de Guatemala el ingreso total de los asalariados no alcanzaba a cubrir sus
necesidades de alimentación (Figueroa Ibarra 1980:187, 233 y ss.; CEPAL et al. 1973:112 y ss), y las peores condiciones de alojamiento se
encontraban en las haciendas algodoneras (Adams 1970:370).

Sin perder completamente el acceso a tierra, el campesino empobrecido pasó a depender progresivamente del ingreso que podía obtener fuera de
su parcela --siendo esta dependencia mayor cuanto menor era la dotación de tierras propias-- o de tierra ajena cedida en alquiler temporario. [9] La
precariedad de las condiciones de vida fue agravada por la naturaleza estacional del empleo asalariado, y por las condiciones leoninas impuestas
por los terratenientes en el alquiler de parcelas. Se desarrolló así un proceso de proletarización en el cual los trabajadores no perdían vinculación
directa con la tierra, pero la precariedad del acceso a ésta los forzaba a salarizarse durante ciertas temporadas determinadas por los picos de
demanda de mano de obra en la agroexportación. Se generó en consecuencia una estructura en la que el minifundio absorbe el desempleo
cuando termina la prestación de trabajo asalariado, y fija las condiciones de reproducción de la mano de obra. La magnitud de este proletariado
sólo estacionalmente asalariado, que mantenía una retaguardia en el minifundio, varió de país en país pero en todos alcanzó proporciones altas de
la PEA rural.[10]

La precariedad de las condiciones de vida de esta amplia fracción de la fuerza de trabajo rural se vio agravada por la naturaleza estacional del
empleo asalariado y por las estipulaciones leoninas impuestas por los terratenientes en el alquiler de parcelas. Aunque no es posible subestimar la
magnitud del asalariado permanente, sobre todo en la ganadería, es incuestionable que la capacidad del campesinado empobrecido de encontrar
un trabajo fuera de la finca propia estaba ligada al ciclo de las tareas agrícolas, caracterizado por una fuerte estacionalidad. Se desarrolló de esta
manera un proceso de proletarización en el cual los trabajadores no perdían vinculación directa con la tierra, pero la precariedad del acceso a ésta
los forzaba a salarizarse durante ciertas épocas determinadas por los picos de demanda de mano de obra en la agroexportación. En consecuencia
el minifundio absorbe el desempleo cuando termina la prestación de trabajo asalariado y fija las condiciones de reproducción de la mano de obra.
La magnitud de este proletariado sólo estacionalmente asalariado que mantenía una retaguardia en el minifundio, varió de país en país, pero en
todos los casos significó proporciones altas de la PEA rural. En Nicaragua, por ejemplo, representaba más de 38% de la fuerza de trabajo en el
campo en vísperas de la revolución (Vilas 1984:87).

La economía familiar deviene, en estas condiciones, parte esencial de la reproducción del sistema de producción y en un factor importante en la
reducción de los costos de las empresas capitalistas. El mantenimiento de las economías campesinas en bajos niveles de productividad y en
condiciones de precariedad tendió a estancar la producción de granos básicos para el consumo nacional y limitó el desarrollo de un mercado
interno, pero éste no era un problema para los terratenientes, ya que su producción se colocaba en los mercados internacionales y su excedente
financiero se realizaba fundamentalmente por la vía de importaciones.

La inestabilidad de esta masa de asalariados estacionales que rotan desde la parcela propia al trabajo en las plantaciones, es paralela a la
precariedad de los trabajadores sin tierra, vale decir, agricultores que subsisten alquilando pequeñas parcelas por períodos muy cortos, para la
producción de granos básicos para el autoconsumo. La figura del trabajador sin tierra alcanzó mayor peso en El Salvador. El arrendamiento en
fincas de menos de una hectárea (microfincas) tuvo gran incremento entre 1950 y 1971; la superficie así trabajada aumentó 220% entre ambos
años. En 1971 91% de la tierra cultivada en arrendamiento correspondía a parcelas de menos de una hectárea (Colindres 1977:43 y sigs). La
precariedad de estos agricultores derivaba no sólo de su obligación de devolver la tierra una vez terminada la cosecha, sino también de las
condiciones usualmente leoninas del arrendamiento. Una situación que, ya se señaló, contrastaba con la de la vecina Honduras donde dos tercios
de los agricultores tenían un acceso relativamente seguro, o por lo menos estable, a la tierra.

La estacionalidad del trabajo asalariado, que afectó tanto a los campesinos empobrecidos que aún conservaban una pequeña parcela –
usualmente denominados “semiproletariado”—como a quienes ya la habían perdido, llevó a algunos autores a cuestionar que este proceso fuera,
realmente, de proletarización, en cuanto durante la mayor parte del año la fuerza de trabajo quedaba fuera de las relaciones salariales de empleo.
Sería, a lo sumo, un “subproletariado”, pero no un proletariado propiamente tal (por ejemplo Deere y Marchetti 1981).

La interpretación es errónea. El concepto de proletarización de la fuerza de trabajo refiere al modo en que el productor directo se relaciona con los
medios de producción y, específicamente, con el capital: una relación de desposesión y de oposición. Su condición de asalariado es una derivación
de esa relación, pero no es una derivación automática, puesto que está mediada por la posibilidad de cada proletario de encontrar un empleo
remunerado –es decir, por las condiciones del mercado de trabajo. Que lo encuentro o no, no altera su condición de proletario. La estacionalidad
de tal o cual actividad determina la estacionalidad de la ocupación y consiguientemente de sus modalidades de remuneración, pero no proyecta
dicha estacionalidad a la situación de clase de la fuerza de trabajo. Estacional es el empleo, no la clase o grupo que ocupa ese empleo. La fuerza
de trabajo no deja de estar proletarizada por el hecho de concluir su relación laboral con un empresario dado o con un grupo de ellos; sigue siendo
proletaria respecto del capital en general.[11]

Agroexportación y migraciones

Las transformaciones en las estructuras de tenencia de la tierra, de producción y de ingresos, tuvieron repercusiones en las pautas de
asentamiento poblacional, impulsando procesos migratorios masivos estacionales y permanentes. Los agricultores desplazados por los nuevos
cultivos y por los cambios en los mercados de trabajo protagonizaron migraciones hacia la frontera agrícola cuando ésta permanecía abierta (como
en Nicaragua y Honduras), y hacia las ciudades; otros fueron afectados por proyectos gubernamentales de reasentamiento, y otros más
alimentaron el desplazamiento estacional de mano de obra hacia las áreas de agroexportación. Los nuevos cultivos actuaron a un mismo tiempo
como áreas de expulsión y de atracción de población. Los agricultores que durante generaciones habían vivido en ellas dedicados a cultivos para
el consumo local y nacional, fueron progresivamente empujados hacia otras tierras o hacia las ciudades, al mismo tiempo que se generó una
masiva corriente de migración estacional de mano de obra desde las zonas de agricultura de consumo, y de las periferias urbanas, hacia las áreas
de exportación. Tales los casos de Usulután en El Salvador, Chinandega en Nicaragua, y Escuintla, Retalhuleu y Suchitepéquez en Guatemala.

En El Salvador las migraciones desplazaron población de campesinos pobres desde los departamentos cafetaleros de Ahuachapán, Sonsonate y
Santa Ana y la región algodonera sureña de La Paz, hacia las áreas más pobres al norte y el este. En Nicaragua la expansión del algodón en el
Pacífico expulsó campesinos hacia Jinotega, Nueva Segovia, Río San Juan, Zelaya y Managua. En Costa Rica la expansión ganadera en
Guanacaste y el consiguiente cambio de uso del suelo de agricultura a ganado, con menor demanda de mano de obra, creó desempleo y forzó a la
gente a migrar hacia la meseta central y a San José. En Guatemala todos los departamentos típicamente indígenas perdieron población, mientras
que la aumentaron los departamentos capitalistas de la costa sur, el de Guatemala y las áreas de frontera como Izabal y el Petén.

Entre 1945-50 y 1964 los migrantes estacionales en Guatemala crecieron de más de 120 mil a alrededor de 580 mil cada año (CSUCA 1978a:32-
37; CEPAL et al 1973:117-118). La principal fuente de esta migración eran los departamentos de Huehuetenango, Quiché y San Marcos: áreas que
en las décadas siguientes se verían intensamente agitadas por la actividad insurgente. En la década de 1970 entre 200 mil y 300 mil indígenas
bajaban anualmente del altiplano a las fincas de agroexportación en el Pacífico. Entre 1961 y 1971 los migrantes estacionales sumaban en El
Salvador unos 250 mil. En 1975 se calculaba que 30% de la PEA rural tenía menos de dos meses de empleo al año, y otro 19% entre dos y seis
meses --es decir, casi la mitad de la fuerza de trabajo rural se encontraba fuertemente subempleada, y además era una fuerza de trabajo itinerante
(CSUCA 1978a y b). En Nicaragua las migraciones temporales movilizaban anualmente unos 100-120 mil trabajadores a principios de la década
de 1960, multiplicándose a mediados de la década siguiente (CEPAL et al. 1973:118). En 1975 se estimaba que unos 200 mil trabajadores (un
tercio de la PEA rural), estaba empleada como máximo tres meses al año.
Las migraciones internas también fueron estimuladas por obras de infraestructura ejecutadas por programas gubernamentales y por algunos
programas de colonización. Muchos de los salvadoreños que tuvieron que huir de territorio hondureño después de la guerra de 1969 y se
instalaron en el departamento de Chalatenango, fueron afectados poco después por los desplazamientos masivos forzados por la construcción de
la represa “Cerrón Grande”. Algo similar pasó con los pobladores del área de Suchitoto.

Las corrientes migratorias internacionales aumentaron, particularmente desde el densamente poblado El Salvador, hacia Honduras, Nicaragua y
Guatemala. Por lo menos desde la década de 1920 numerosos salvadoreños empezaron a trasladarse hacia Honduras: entre 25 mil y 30 mil en la
década de 1930, llegando a 100 mil en 1949 y a unos 350 mil en la década de 1960, en su enorme mayoría indocumentados, equivalentes a algo
más de 12% de la población total de Honduras, casi 20% de su PEA agrícola y alrededor de 15% del total de familias rurales. Entre 60 y 70% eran
campesinos pobres, la mayor parte de ellos llegada después de iniciado el auge agroexportador en su país, y originaria sobre todo de los
empobrecidos departamentos de Chalatenango y Cabañas. En 1969, cuando estalló la guerra entre El Salvador y Honduras, se estimaba que los
agricultores salvadoreños ocupaban unas 293 mil manzanas de tierra en Honduras (Alonso y Slutzky 1971:294). Con la guerra de 1969 entre 100
mil y 130 mil salvadoreños regresaron a El Salvador.[12]

Si la migración de campesinos salvadoreños empobrecidos a Honduras tuvo carácter permanente y obedeció a la demanda de tierra, la migración
hacia Nicaragua tuvo carácter estacional, incentivada por los salarios comparativamente más altos que se pagaban en las fincas algodoneras y en
las plantaciones de caña de azúcar en los departamentos de Chinandega y León. Lo mismo debe decirse de la migración de mano de obra a las
empresas agrícolas capitalistas de la costa sur de Guatemala (CSUCA 1978b).

Crecimiento rápido de la urbanización

Los altos niveles de desempleo y subempleo en el campo, y las migraciones hacia las ciudades, alteraron en pocos años la distribución rural-
urbana de la población. La urbanización demográfica y la metropolización crecieron aceleradamente, sobre todo en Honduras y Nicaragua
(cuadros II.13 y II.14).

Cuadro II.13. Crecimiento de la urbanización

(Porcentaje de la población total)

1950 1960 1970 1980

Costa Rica 34 37 40 43

El Salvador 36 38 39 41

Guatemala 30 33 36 39

Hondura 18 23 29 36

Nicaragua 36 41 47 53

Fuente: United Nations (1980) cuadro 50

Cuadro II.14. Población en las capitales, 1950 y 1980

(en miles y en % de la población total)

Incremento
1950 1980
1980/1950

Miles % Miles % %

San José 146 18 508 22 248

San Salvador 213 11 858 18 303

Guatemala 337 11 1143 21 324


Tegucigalpa 72 5 406 11 464

Managua 109 10 662 25 507

Fuente: BID (1987) cuadro 5.

Las sociedades se urbanizaron pero la reducida capacidad de las economías urbanas para generar empleo para las nuevas camadas de fuerza de
trabajo dio paso a fenómenos extendidos de tugurización, pobreza extrema, marginalidad, especialmente en las capitales. Surgió el fenómeno,
relativamente nuevo para Centroamérica, de las barriadas periféricas de viviendas precarias. La proporción de población urbana con acceso a
servicios de agua potable y a redes de alcantarillado se redujo durante todos los 1970s; el deterioro fue especialmente dramático en El Salvador:
entre 1969 y 1979 la población con disponibilidad de agua potable disminuyó de casi 80% a 67%, y de 74% a 47% la que contaba con
alcantarillado (IICA/FLACSO 1991:179-180).

Las ciudades centroamericanas eran el producto de una configuración diferente de la estructura socioeconómica, con otros patrones de
distribución espacial de la población. El surgimiento de grandes concentraciones poblacionales sin empleo ni fuentes de ingreso estables crearon
problemas de control institucional. Los sistemas políticos existentes en la década de 1950 obedecían a un diseño en el que las masas, privadas de
hecho del ejercicio de los derechos de ciudadanía, vivían en el campo, y los titulares efectivos de tales derechos habitaban en las ciudades. Ahora,
la masificación de las ciudades ponía a los nuevos citadinos en contacto casi físico con las agencias estatales y con los actores que competían por
su control. El contraste entre los que ganaron y los que perdieron, o dejaron de ganar, fue mucho más marcado y frontal en las ciudades, donde el
acelerado crecimiento poblacional redujo la distancia física entre las clases y grupos sociales a los que la economía polarizaba de manera
creciente.

2. INDUSTRIALIZACIÓN Y CAMBIOS EN LA ECONOMÍA URBANA

En la década de 1960 la producción industrial creció, en el marco del recién creado Mercado Común Centroamericano (MCCA). De un
valor total de u$s 254 millones en 1950, pasó en términos reales a u$s 432 millones en 1960, u$s 992 millones en 1970, y u$s 1305 millones en
1975, duplicando su peso relativo de inicios del periodo (cuadro II.15).

Cuadro II.15. Participación de la industria manufacturera en el PIB

(Millones de dólares de 1970 y como porcentaje del PIB)

Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua

Valor % Valor % Valor % Valor % Valor %

1950 34.3 11.5 66.0 12.9 98.0 11.1 29.9 9.1 25.8 10.8

1960 65.8 11.1 112.2 13.9 150.0 11.7 55.4 11.4 50.1 12.6

1970 172.0 15.1 245.9 17.6 320.6 14.6 104.0 14.1 149.2 19.2

1980 262.8 17.2 326.3 17.9 403.5 14.0 114.7 13.9 198.5 19.5

Fuente: Pérez Brignoli y Baires Martínez (1983, cuadros 4 y 5).

Aunque el impacto efectivo del MCCA sobre el crecimiento industrial centroamericano ha sido objeto de debate (Weeks 1985; Bulmer-Thomas
1987; Guerra-Borges 1988) es indudable que el mayor crecimiento industrial de los años sesenta está asociado al esquema de integración. Se
advierte empero que el crecimiento se asentó sobre una estructura agraria en la cual no pudo, o no quiso, introducir modificaciones de
importancia ??como fue el caso del proceso histórico de industrialización capitalista y, en menor medida, de la industrialización sustitutiva de
importaciones en México y América del Sur. La preservación de las estructuras tradicionales de poder por la debilidad de los sectores que
impulsaban el crecimiento industrial, o porque éste fue auspiciado desde dentro mismo de la sociedad tradicional, determinó que desde el inicio la
industrialización reposara fuertemente en inversiones y financiamiento externo. Los grupos empresarios ligados a la nueva industrialización no
consiguieron que el estado reorientara parte del excedente financiero generado en el comercio exterior hacia la producción manufacturera, y la
política tributaria y crediticia continuó favoreciendo a los grupos agroexportadores.

El crecimiento industrial tendió a concentrarse en Guatemala y El Salvador; en tal sentido la industrialización y el MCCA no significaron una
modificación del patrón de asentamiento regional de los recursos productivos que ya existía desde antes del esquema de integración. En 1950 el
producto industrial conjunto de ambos países representaba casi 65% del valor de la producción industrial centroamericana; en 1960 era el 62%, y
a mediados de la década de 1970 algo más de 65%.

La producción, la inversión y las exportaciones industriales entre las economías del istmo florecieron en la década de 1960 con el MCCA, pero en
el decenio siguiente se estancaron y posteriormente declinaron. La combinación de desarrollo agroexportador y crecimiento industrial estableció un
contraste dentro del sector exportador: crecimiento de las exportaciones industriales entre los países de la región, junto con mantenimiento del
perfil tradicional de exportaciones agrarias hacia el resto del mundo. Alimentos, bebidas y tabaco, y en segundo lugar textiles, fueron las ramas que
dieron cuenta de la mayor parte del producto industrial --entre la mitad y dos tercios, según el país.

El alto componente importado de la producción industrial influyó para que el proceso tuviera poco impacto en una mayor integración de la
estructura productiva de la región, y que presionara pesadamente sobre sus cuentas externas. El caso textil es particularmente gráfico: siendo
gran productora de algodón, Centroamérica desarrolló una industria textil con fuerte componente de fibras sintéticas importadas, mientras la fibra
natural continuaba exportándose en pacas.

Por tratarse de una industria con predominio de bienes de consumo y uso final, existió una fuerte dependencia de materias primas y bienes de
capital importados desde fuera de Centroamérica: alrededor de 75% de las materias primas importadas, y la casi totalidad de los bienes de capital,
provenían de compras extra regionales. El valor de estas importaciones llegó a representar entre 55% y 74% del valor de las exportaciones
extrarregionales del Istmo. La dependencia de insumos importados determinó un impacto débil en materia de procesamiento de bienes primarios
regionales y presiones adicionales sobre la balanza comercial extra regional. El mantenimiento de altos niveles de capacidad ociosa, y la
incorporación de tecnologías obsoletas generaron necesidad de proteccionismo, situación que dificultó adicionalmente la capacidad para exportar
bienes manufacturados fuera de la región. La estructura de protección favoreció a la producción de bienes de consumo sobre las otras ramas, y los
incentivos fiscales promovieron la importación de bienes de capital sobredimensionados respecto de las necesidades de la producción regional,
contribuyendo más a generar una gran capacidad ociosa y a elevar los costos de producción. A principios de la década de 1970 la capacidad
ociosa de la industria centroamericana se estimó en 50%; una proporción importante de los productos industriales se vendía en Centroamérica a
precios más altos que los de las importaciones extra regionales competitivas (Bulmer-Thomas 1987:183?184, 192?193).

En estas condiciones el acceso a mercados extrarregionales resultaba más que problemático. La mayor proporción de la producción industrial de
cada país no se destinó al MCCA sino hacia los reducidos mercados nacionales: una negación evidente de la lógica y el discurso de la integración.
En 1970, tras una década de experiencia integracionista, se exportaba poco más de 20% del valor del producto industrial centroamericano --11.6%
al MCCA y 9.7% al resto del mundo--, y menos del 25% a fines de la década de 1970. Esto significa que casi cuatro quintas partes del producto
industrial de la región se realizaban dentro de las mismas economías que lo generaban (Guerra Borge 1988:55). El Salvador y Guatemala, las dos
economías con mayor peso en el producto manufacturero centroamericano, eran también las de más clara orientación exportadora. La relación
comercial tradicional (exportaciones agropecuarias/importaciones industriales) debía financiar ahora, además, al nuevo sector industrial orientado
hacia la región; el mecanismo funcionó mientras los precios internacionales para las exportaciones centroamericanas fueron favorables, y mientras
los costos de producción domésticos en el sector de exportación pudieron mantenerse a muy bajo nivel: salarios obreros e ingresos campesinos a
nivel de subsistencia. Esto pone en evidencia el corto alcance de la industrialización así intentada, en la medida que salarios bajos y fuerte
concentración de la propiedad y los ingresos reducen las perspectivas de desarrollo de una industria en la que predomina la producción de bienes
de consumo y uso final destinadas al mercado doméstico.

La industrialización estimuló el crecimiento de la inversión extranjera en la región, que casi se duplicó entre fines de la década de 1950 y fines de
la de 1960. El incremento acelerado de los capitales extrarregionales fue uno de los efectos más tempranos del desarrollo centroamericano. El
capital industrial extranjero era prácticamente inexistente en Centroamérica antes del MCCA, con la única excepción de Nicaragua. Diez años
después representaba un tercio de las inversiones extranjeras en la región, y bastante más que eso en Guatemala y Nicaragua (Membreño Cedillo
1985). Las empresas de Estados Unidos tomaron la delantera. A mediados de los años setentas representaban entre dos tercios y cuatro quintas
partes de todas las firmas extranjeras, con la única excepción de El Salvador, donde eran menos de la tercera parte (cuadro II.16).

Cuadro II.16. Centroamérica: empresas de capital estadounidense

Empresas
% de empresas de EEUU
extranjeras Año

Costa Rica 103 1969 84.5

El Salvador 146 1974 29.5

Guatemala 202 1969 62.0

Honduras 70 1969 83.0

Nicaragua 78 1969 86.0


Fuente: Poitevin (1977:275)

En la década de 1970 la orientación exportadora de la industria centroamericana se acentuó, fundamentalmente por el dinamismo de las firmas
extranjeras. El perfil agroexportador de la región siguió siendo predominante, pero la articulación externa se diversificó, sobre todo en El Salvador y
Costa Rica (cuadro II.17).

Cuadro II.17. Centroamérica: Cambios en la composición de las exportaciones, 1960

y 1980 (Exportaciones industriales como porcentaje de las exportaciones

totales)

1960 1980

Costa Rica 5 34

El Salvador 6 36

Guatemala 3 24

Honduras 2 12

Nicaragua 2 14

Fuente: Gwynne (1985:4)

Fuertemente dependiente de insumos importados y orientada hacia mercados estrechos, la industrialización tuvo poca capacidad de generación
de empleos. La fuerza de trabajo industrial centroamericana creció, pero lo hizo a un ritmo apenas superior al del aumento del conjunto de la
población activa. Entre principios de los 1960s y mediados de la siguiente el empleo industrial creció a un ritmo medio anual de menos de 5% con
un crecimiento promedio de menos de 17 mil puestos de trabajo por año, mientras que el conjunto de la PEA lo hizo con una tasa media de 4%
anual. Como resultado la participación de la fuerza de trabajo industrial en la PEA se mantuvo en torno al 10% durante todo el período. Durante los
1960s, de veloz crecimiento del producto, se creó un promedio de solo 3,000 empleos nuevos al año en el sector formal en toda la región.

El rápido crecimiento de la fuerza de trabajo urbana fue absorbido por el sector informal. Se estima que en el período 1950-1980 el sector informal
urbano centroamericano se incrementó en 900 mil personas (PREALC 1986:106). A inicios de 1970s 40% de la fuerza de trabajo no agropecuaria
de El Salvador estaba en el sector informal, y había 10% de desempleo abierto. El proceso de terciarización e informalización fue particularmente
vertiginoso en Nicaragua, el país de Centroamérica cuyas tasas de urbanización y metropolización más crecieron en este período; se estima que a
fines de los 1970s casi la mitad de la PEA urbana del país pertenecía al llamado sector informal.

La baja capacidad de generación de empleos modernos y el predominio de ramas de producción como alimentos, bebidas, calzado e indumentaria
crearon condiciones para que la producción artesanal mantuviera una presencia importante en toda la región. La progresiva sustitución de
actividades artesanales y en general de los pequeños talleres familiares independientes siempre es un proceso que opera en el largo plazo y muy
raramente llega a ser total, y en Centroamérica los factores apuntados incidieron para que este proceso haya sido particularmente pausado. Al
concentrarse en ramas en las que la actividad artesanal estaba firmemente arraigada, la industria definió una fuerte competencia. Pero las cifras
disponibles sugieren que la capacidad de adaptación de los establecimientos tradicionales al nuevo contexto no debe ser subestimada.

En el cuadro II.18 se advierte la fuerte caída del empleo artesanal como proporción del empleo industrial total, particularmente fuerte en El
Salvador, Honduras y Nicaragua. En Costa Rica el artesanado pudo resistir mejor la competencia, aspecto en el que posiblemente incidieron las
políticas de apoyo y promoción hasta el punto que los talleres estuvieron en condiciones de reducir la distancia de su productividad respecto de la
industrial. Pero en países como Honduras, Nicaragua y Guatemala el rezago artesanal resultó imparable.

Cuadro II.18. Empleo y productividad industrial y artesanal

% del empleo artesanal en el empleo Relación de productividad entre el


industrial empleo industrial y el artesanal

1962 1975 1962 1975


Costa Rica 46 46 7.4 5.7

El Salvador 56 44 2.9 3.1

Guatemala 75 68 5.0 7.7

Honduras 66 53 2.9 6.0

Nicaragua 59 46 1.9 4.8

Fuente: Elaboración de cifras de PREALC (1986:109-111)

3. GANANCIAS Y PÉRDIDAS EN UNA ECONOMÍA EN AUGE

Es importante destacar que estos profundos cambios tuvieron lugar durante un sostenido período de auge económico (cuadro II.19). En
ese mismo lapso la población total de Centroamérica creció de 8 millones de habitantes en 1950 a más de 20 millones en 1980; la tasa conjunta de
urbanización pasó de 31% en 1950 a 37% en 1970 y 43% en 1980.

Cuadro II.19. Centroamérica: crecimiento de la economía, 1950-1979

(Tasas medias anuales de crecimiento del PIB)

1950-60 1960-70 1970-79

Costa Rica 7.2 6.2 6.4

El Salvador 4.7 5.5 6.4

Guatemala 3.8 5.5 5.8

Honduras 3.4 5.6 5.4

Nicaragua 5.4 7.3 5.3¹

Centroamérica 4.6 6.5 5.9¹

¹ Periodo 1970-78. Fuente: CEPAL (1982)

La diferenciación de la sociedad y, sobre todo, el empobrecimento de amplias masas de campesinos y de asalariados no tuvieron lugar en una
coyuntura recesiva, donde de alguna manera todos perdieron algo sin perjuicio de una distribución desigual de los frutos amargos. Al contrario: el
deterioro de las condiciones de trabajo y de vida de la mayoría de la población rural de El Salvador, Guatemala y Nicaragua, y el crecimiento de la
pobreza urbana, fueron parte de un rápido proceso de crecimiento económico y modernización, que hizo más notorias las diferencias objetivas
entre los que ganaron y los que perdieron.

La diversificación de la producción y de las exportaciones agropecuarias se desarrolló en el marco del acelerado dinamismo de las economías
centroamericanas, y contribuyó a alimentarlo. Entre 1950 y 1980 el PIB centroamericano creció a una tasa media anual de 4.9%, y de 6.5%
promedio anual durante la década de 1960. En 1980 el producto centroamericano por habitante era casi 67% más alto, en valores reales, que el de
1950, pese a que entre 1960 y 1980 la población de la región se duplicó. El crecimiento del producto industrial (7.9% en la década de 1960 y 6.1%
en la de 1970), mayor que el del producto global, coadyuvó con la diferenciación agroexportadora para modificar el perfil tradicional de la
articulación externa de las economías. Las exportaciones centroamericanas crecieron a un ritmo medio anual de más de 8% en la década de 1960
y de más de 5% en la siguiente. Entre 1960 y 1980 el valor de las exportaciones de Costa Rica, Guatemala y Nicaragua se triplicó, el de las
exportaciones salvadoreñas más que se triplicó, y el de las exportaciones de Honduras más que se cuadruplicó. Las exportaciones conjuntas de
los cinco países, que sumaban $ 250 millones en 1950, habían crecido a casi $ 5 mil millones a fines de la década de 1970.
La modernización no se limitó a la dimensión estrictamente económica. La diferenciación productiva impulsó un proceso similarmente rápido de
diferenciación social. Aparecieron, ligadas a los nuevos sectores de actividad, nuevas fracciones de la burguesía. En primer lugar, por ampliación
de las inversiones de los grupos tradicionales de terratenientes y capitalistas agrarios, pero también por el acceso de algunos grupos de las clases
medias urbanas ??profesionales, funcionarios públicos-- a los nuevos ámbitos de dinamismo económico. Se desarrollaron también nuevas
capacidades empresariales, y nuevos grupos urbanos emergieron, o se ampliaron, en torno a los nuevos ejes de expansión. En segundo lugar, la
ampliación de las funciones estatales creó condiciones para la ampliación del empleo público y para el crecimiento de los asalariados de pequeña
burguesía. Además, la demanda de nuevas calificaciones laborales condujo a los gobiernos a implementar algunas reformas de los sistemas
educativos que ampliaron las posibilidades y las expectativas de empleo y ascenso social de los sectores medios urbanos. Maestros, empleados
públicos y estudiantes universitarios y de secundaria se convirtieron en los actores sociales más dinámicos de esos años y en protagonistas de
importantes movilizaciones políticas.

El desarrollo capitalista y la modernización de la agroexportación pusieron en crisis el modelo tradicional de relaciones sociales. Las relaciones de
reciprocidad patrono-cliente se erosionaron al pasarse del sistema de renta en trabajo o en especie a renta en dinero, y de ahí al desalojo de los
campesinos que no podían adaptarse a estos cambios. El impulso a la proletarización de la fuerza de trabajo desarticuló las estructuras familiares
campesinas. Los mecanismos tradicionales de dominación agraria, que combinaban explotación con paternalismo, y el sistema tradicional de
derechos adquiridos, desaparecieron frente al avance desigual pero progresivo del mercado. El crecimiento de la población asalariada creó
condiciones para una ampliación de la organización sindical y del activismo obrero. El hacinamiento en los barrios populares fomentó la formación
de experiencias organizativas de reivindicación de servicios básicos, condiciones de vivienda, y similares. En conjunto, estos nuevos elementos
estimularon, en adición a otros factores, el desarrollo de agencias y capacidades estatales de intervención y gestión, y el avance de nuevos
criterios de racionalidad.

La CEPAL acuñó el término desarrollo aditivo para referirse a este proceso (CEPAL 1983, 1986). Con él se significa la yuxtaposición de nuevos
estratos económicos y sociales a los ya existentes, en un proceso de cambio y modernización que no amenazó la estructura socioeconómica
anterior. La modernización agroexportadora se superpuso al sector exportador tradicional; el desarrollo industrial dentro del esquema de
integración se asentó sobre una estructura agraria en la que no pudo, o no quiso, introducir modificaciones de importancia.

Este estilo de desarrollo testimonia la concertación de un compromiso entre los grupos dominantes de la sociedad agroexportadora tradicional, y
los grupos emergentes de la nueva burguesía surgida de su seno, pero con intereses y demandas diferenciadas en materia de acceso a recursos y
a condiciones sociales de producción (financiamiento, precios, tipo de cambio, manejo de fuerza de trabajo, calificaciones laborales, etc.). El
cuestionamiento del orden tradicional involucrado en la expansión de los nuevos rubros del dinamismo económico se transó por negociación
interna y reformulación de la articulación externa, antes que por desplazamiento de los viejos grupos dominantes. El estilo desarrollista asumido
por los estados de la región durante las décadas de 1950 y 1960 --que se analiza en el capítulo siguiente--, la definición de políticas reguladoras y
promotoras de la actividad privada, la ampliación de la esfera de intervención del sector público, las reformas educativas y administrativas, y la
cooperación activa de agencias del gobierno de Estados Unidos en estos aspectos, expresan los términos y las dimensiones operativas de los
acuerdos alcanzados entre las nuevas y las viejas fracciones de las élites centroamericanas, y su interconexión con las nuevas modalidades de
expansión externa de Estados Unidos en la región.

Al mismo tiempo, la permanencia del sector exportador como eje dinámico de la economía, y la dependencia del esquema de integración, de la
exportaciones tradicionales hacia fuera de la región --por lo tanto, la primacía final de los grupos sociales que las controlan-- redujeron las
posibilidades de reformulación de la matriz de relaciones sociales en términos de un "derrame" de los efectos dinamizadores de la nueva alianza
hacia la fuerza de trabajo y, en términos más amplios, las clases y grupos subordinados. En Sudamérica y en México la recomposición de las
alianzas entre la burguesía industrial y los sectores exportadores tradicionales (recomposición sobre la que se desenvolvió el proceso de
sustitución de importaciones), involucró un avance reivindicativo de los trabajadores --mejoramiento de las condiciones de empleo, salarios reales,
organización sindical, acceso a servicios sociales, niveles de consumo, etc. (Vilas 1988c). En Centroamérica en cambio, la modernización
capitalista y la reformulación de las relaciones entre las diferentes fracciones dominantes se asentó en la reproducción del modo tradicional de
relación con las clases subordinadas: intensa explotación de la fuerza de trabajo y represión de sus intentos de organización.

Fue, en consecuencia, un desarrollo socialmente excluyente. A principios de la década de 1970 la tasa de desempleo se estimaba entre 10 y 12%
en Honduras, alrededor de 13% en Guatemala y El Salvador, y casi 19% en Nicaragua. Pero hacia 1980 la subutilización total (excedente relativo)
de fuerza de trabajo representaba más de 42% de la PEA en Honduras y en El Salvador, más de un tercio en Guatemala, y más de un quinto en
Nicaragua (PREALC 1986:62). En 1980, 61% de la población centroamericana vivía debajo de la línea de pobreza, y el 42% se encontraba en
situación de pobreza extrema. En el campo, las cifras eran, respectivamente, 69% y 56% (cuadro II.20). Uno de los procesos de crecimiento
capitalista más sostenidos de toda la posguerra, generó una de las situaciones más generalizadas y más agudas de empobrecimiento. No fue por
lo tanto el fracaso del desarrollo capitalista, sino su éxito, el ingrediente económico de los procesos revolucionarios.

Cuadro II.20. Centroamérica: población en situación de pobreza, 1980

(Porcentaje de la población total)

Total Urbano Rural

Costa Rica 25 14 34
El Salvador 68 58 76

Guatemala 63 58 66

Honduras 68 44 80

Nicaragua 62 46 80

Centroamérica 61 48 69

Fuente: CEPAL (1992a)

La distribución del ingreso entre grandes agregados de población, permaneció sin cambios significativos, conservando una fuerte polarización
entre la gran proporción del ingreso captada por los grupos más ricos, y la exigua participación de los más pobres (cuadro II.21). El Salvador
constituye, fuera de dudas, el caso más extremo. En una década en que el producto bruto creció a un ritmo medio anual de más de 6%, el 20%
superior aumentó la gran porción del ingreso que percibía diez años antes, mientras a todos los demás grupos se les reducían las suyas,
incluyendo la pequeña porción captada por el 50% inferior. Sólo en Honduras se experimentó un progreso en la distribución: el grupo tope redujo
su captación, mientras que el 50% inferior de la pirámide la mejoró ligeramente; en el capítulo siguiente se discute el impacto de la activación del
movimiento campesino y la reforma agraria en estas modificaciones. En los demás países de la región el crecimiento económico de la década no
tuvo gravitación significativa en la distribución del ingreso.

Cuadro II.21. Centroamérica: distribución del ingreso nacional, 1970 y

1980 (En % del ingreso total captado por cada estrato)

1970 1980

20% más30% bajo30% sobre20% más20% más30% bajo30% sobre20% más


pobre la mediana la mediana rico pobre la mediana la mediana rico

Costa Rica 5.4 15.5 28.5 50.6 4.0 17.0 30.0 49.0

El Salvador 3.7 14.9 30.6 50.8 2.0 10.0 22.0 66.0

Guatemala 4.9 12.5 23.8 58.8 5.3 14.5 26.1 54.1

Honduras 3.0 7.7 21.6 67.7 4.3 12.7 23.7 59.3

Nicaragua 3.0 12.0 25.0 60.0 3.0 13.0 26.0 58.0

Centroamérica 3.4 13.1 25.9 57.6 3.7 13.4 25.6 57.3

Fuente: 1970: CEPAL (1982); 1980: IICA/FLACSO (1991)

La distribución del ingreso urbano experimentó menos cambios aún que la del ingreso nacional (cuadro II.22). Esto vale también para Honduras, y
sugiere que las transformaciones registradas por el cuadro II.5 expresan ante todo los cambios sociales y económicos que se escenificaron en el
campo, y que, en este asunto, no tuvieron repercusiones en las ciudades. Las cifras indican sin embargo la existencia de modificaciones en la
participación relativa de los dos segmentos superiores que, razonablemente, pueden equipararse con diferentes fracciones de los grupos
dominantes, y que salvo en Guatemala, habrían beneficiado a los tramos medios de la pirámide de ingresos.

Cuadro II.22. Centroamérica: distribución del ingreso urbano, 1970 y 1980.

(En % del ingreso captado por cada estrato)

1970 1980
20% más30% bajo la30% sobre20% más20% más30% bajo la30% sobre20% más
pobre mediana la mediana rico pobre mediana la mediana rico

Costa Rica 5.0 15.4 28.5 51.1 4.2 17.5 30.6 47.7

El Salvador 2.0 9.6 22.0 66.0 s/i s/i s/i s/i

Guatemala 5.8 16.1 29.6 48.5 4.5 13.3 26.2 56.0

Honduras 4.0 13.4 27.8 54.8 4.0 15.0 28.0 53.0

Nicaragua s/i s/i s/i s/i 3.9 14.2 27.4 54.5

Fuente: IICA/FLACSO (1991)

La persistencia de una fuerte captación relativa de ingresos en los grupos superiores es llamativa y justifica la afirmación de algunos actores
políticos de que la industrialización y los demás cambios que se desarrollaron en la economía centroamericana durante estas décadas, agravaron
las desigualdades sociales, en vez de contribuir a moderarlas. Hubo así un proceso de producción de pobreza tanto como de producción de
riqueza, y la modernización de la economía capitalista --incorporación de nuevas técnicas de producción, nuevas modalidades de organización de
los factores, desarrollo de infraestructura, ampliación de las relaciones de mercado, desarrollo de la intermediación financiera...-- no modificó, sino
que profundizó la desigualdad.

Debe señalarse empero que la situación centroamericana, sin perjuicio de su dramatismo, no es cualitativamente diferente del panorama que
predominaba en la mayor parte del hemisferio.[13] Lo distintivo de Centroamérica es que las desigualdades en la percepción de ingresos se
acumulaban, más notoriamente que en el resto del continente, con desigualdades en el acceso a recursos básicos, generando condiciones de vida
comparativamente mucho más precarias. Por ejemplo: la esperanza de vida al nacer era de 59 años en Centroamérica a mediados de la década
de 1970, y de 65 años en América Latina; la tasa de alfabetización alcanzaba respectivamente a 57% y a 80% de la población adulta; la matrícula
en educación secundaria cubría a 18% y 42%, respectivamente, de las poblaciones respectivas (Vega Carballo 1984; Weeks 1985:46). Esta
transparencia perversa de las curvas de concentración del ingreso puede interpretarse como el resultado de la ausencia de mecanismos
institucionales moderadores y, en general, de una intervención estatal compensatoria.

A nivel agregado, las sociedades centroamericanas experimentaron algunas modificaciones importantes en sus condiciones sociales. Los registros
centroamericanos en los indicadores convencionales de desarrollo social eran insatisfactorios a fines de la década de 1970, pero debe
reconocerse que habían registrado cierto progreso, particularmente en el terreno de la educación básica y la salud. La esperanza de vida al nacer
aumentó diez años entre 1960 y 1975; la tasa de analfabetismo se redujo entre ambos años de 61% a 59%; entre 1965-70 y 1975-80 la tasa de
mortalidad infantil bajó de 104.8 por mil nacidos vivos a 77.8; la disponibilidad de personal médico aumentó, lo mismo que los servicios
hospitalarios y, en menor medida, la cobertura del seguro social. La matrícula escolar primaria creció 50% en la década de 1970, y aumentó el
acceso a medios masivos de comunicación. Algunos bienes de uso durable alcanzaron cierta difusión, sobre todo en las ciudades (IICA/FLACSO
1991:155 y sigs.; Carcanholo 1981:279-281).

Aunque no se dispone de información sobre la efectiva apropiación social de estos avances, las cifras sobre distribución de los ingresos permiten
pensar que, si no de manera uniforme, ellos beneficiaron más a algunos grupos que a otros. Los cuadros II.5 y II.6 avalan la hipótesis de una
consolidación de los grupos medios en Costa Rica y Honduras, mientras que experimentaron un retroceso en El Salvador y Guatemala. El
comportamiento de los grupos medios fue en general ambivalente: si por un lado se agraviaban de la competencia desigual que debían enfrentar
en el acceso a recursos frente a los sectores tradicionalmente dominantes, por el otro participaron dinámicamente en la acumulación a expensas
de los sectores de ingresos menores.[14] Pero los progresos en este campo también alcanzaron en cierta medida a los trabajadores articulados al
polo moderno de la economía, en la medida en que los modestos avances en el desarrollo social estuvieron ligados a la ampliación de la acción de
agencias gubernamentales y al crecimiento de la inversión pública, que en general reprodujeron los desequilibrios territoriales de la estructura
productiva, dando preferencia a las áreas de mayor desarrollo empresarial.[15]

En resumen, el desarrollo agroexportador y la industrialización transformaron muchas dimensiones de las sociedades centroamericanas al mismo
tiempo que consolidaron otras. Durante tres décadas la región experimentó tasas muy altas de crecimiento ??aunque con tendencias decrecientes
hacia finales del período. El producto real por habitante creció a un ritmo promedio superior al 3% anual durante más de 25 años, con valores
sostenidos más altos que el promedio regional en Costa Rica y Nicaragua. La estructura productiva se diferenció; café y banano dejaron de ser
sinónimos de la economía regional. La población casi se triplicó. El dinamismo y la modernización sin embargo se tradujeron en una distribución
desigual de beneficios y perjuicios entre clases sociales. Los grupos medios, apoyados en la insatisfacción de las masas, consiguieron mejorar su
posición en la estructura de ingresos en Costa Rica y Honduras, mientras que los trabajadores urbanos y rurales, y el campesinado,
experimentaron un agudo deterioro de sus condiciones de vida y del acceso a recursos, como también los grupos medios de Guatemala, El
Salvador y Nicaragua.

Debe destacarse que los procesos revolucionarios centroamericanos se desarrollaron precisamente en los tres países donde los grupos medios
debilitaron su posición económica en el marco del acelerado crecimiento capitalista. La fuerte gravitación de elementos surgidos de estos grupos
medios en la dirección de los procesos revolucionarios, señalada en varios estudios (Vilas 1984, 1988a; Wickham-Crowley 1992) puede
interpretarse como un efecto del deterioro relativo de su dotación de recursos y de la competencia exitosa de los sectores tradicionales y los recién
llegados apoyados por las instituciones gubernamentales. La propia fragilidad de estos grupos medios, su exposición a algunos agentes exógenos,
y la cultura política difundida desde las universidades, crearon condiciones para que su capacidad de enfrentamiento al estado y las élites
tradicionales se vinculara a su habilidad para establecer un liderazgo sobre las masas en similar proceso de transformación.

Permanencia y cambio de una oligarquía

Es realmente sorprendente la capacidad de las economías centroamericanas para generar niveles tan altos y excluyentes de concentración de los
frutos de la modernización, y de la modernización misma, y de hecho para hacer de la modernización capitalista un factor de mayor concentración.
Desde el punto de vista del paradigma marxista esto no es un tema de discusión: por su propia dinámica el capitalismo conduce, de acuerdo con
esta interpretación, a niveles crecientes de concentración y centralización del capital, y a la desposesión y empobrecimiento de los trabajadores.
Es incuestionable sin embargo que, aún desde esta perspectiva, existen diferentes modalidades de desarrollo del capitalismo en el campo, y que
la situación centroamericana contrasta marcadamente, en este punto, incluso con otras experiencias de modernización capitalista del agro
latinoamericano.

Los frutos de desigualdad profundizada que ofrecen tres décadas de desarrollo capitalista en Centroamérica, y los propios límites del mismo,
tienen que ver con el sentido "de arriba hacia abajo" de las transformaciones socioeconómicas que tuvieron lugar. La modernización capitalista en
Centroamérica fue mucho más el resultado de la adaptación de los grupos tradicionalmente dominantes a las nuevas condiciones del mercado
internacional, que el fruto de un impulso "desde abajo" de grupos emergentes.[16] Estos grupos emergentes existieron y tuvieron un
comportamiento dinámico, pero se desarrollaron a la sombra de la estructura tradicional del poder, beneficiándose de muchas de las condiciones
de producción enmarcadas en esa estructura. Su capacidad para modificar el estilo de desarrollo y las reglas del juego fue reducida, y
posiblemente también lo fue su interés. La diversificación de los cultivos, la incorporación de nuevas técnicas, la apertura al financiamiento
bancario, el crecimiento acelerado de las ciudades, y otras transformaciones semejantes, no alteraron la estructura profunda de las economías
centroamericanas que era, al mismo tiempo, la base estratégica del poder de los grupos terratenientes: la estrecha y dinámica articulación
latifundio/minifundio y la matriz de relaciones sociales y políticas entre terratenientes y campesinos empobrecidos (trabajadores sin tierra,
semiproletarios). La sociedad y las clases se urbanizaron, pero el punto de equilibrio de la matriz social y del poder político se mantuvo en la
configuración de la estructura agraria. La oligarquía terrateniente centroamericana fue así quien inició la inserción de la región en los nuevos
términos de la economía mundial, y quien definió las modalidades y los alcances, por lo tanto los límites, de dicha inserción.

Esto puede verse como una prueba del atraso de las élites terratenientes centroamericanas; también como una muestra de adaptación a las
nuevas condiciones de la economía, o como una evidencia de su habilidad para mantener el control de la sociedad en medio de las sacudidas del
cambio. Posiblemente hubo un poco de todo. Debe admitirse, en cualquier caso, que la sociedad terrateniente estuvo en condiciones de aceptar
los nuevos desafíos y al mismo tiempo administrar su impacto, gracias a la capacidad de los grupos dominantes tradicionales para preservar su
gravitación decisiva sobre el estado. Particularmente en El Salvador, Guatemala y Nicaragua, la modernización capitalista no involucró
transformaciones significativas en las relaciones de poder entre las clases sociales; el cuestionamiento de la dominación tradicional oligárquica por
parte de los nuevos segmentos de los grupos empresariales fue tenue y de poca eficacia.

Uno de los aspectos más llamativos del rápido crecimiento económico centroamericano es esta solidez de sus grupos dominantes más
tradicionales. El Salvador presenta el caso más notorio. Además de los elevados niveles de concentración de la propiedad y del poder económico
en manos de sus grupos dominantes, lo que destaca en ese país es la ubicuidad de tales grupos. Un pequeño número de poderosas familias
cafetaleras llegó a controlar tanto los nuevos rubros de agroexportación, como su procesamiento preindustrial (beneficios de café y desmotadoras
de algodón) y su comercialización, y las principales industrias manufactureras, el comercio y las finanzas (Colindres 1977, especialmente cuadro
67). El cuadro II.23 muestra la concentración de la propiedad y de los excedentes alcanzados en El Salvador a fines de los 1970s.

Cuadro II.23: El Salvador: concentración económica, 1978-79

% del excedente apropiado por empresas que representan el:

Rubros Coeficiente de Gini


50%
Nº total de empresas
1% más grande más pequeño

Manufactura .91 71.95 3.72 9,874

Comercio .70 54.48 14.20 39,491


Ingenios azucareros .52 23.83* 10.36 12

Beneficios de café .46 3.60* 15.20 73

Despulpe o trillado de
.60 11.78
café 12.86* 102

Transporte .40 11.61 23.90 304

Servicios .43 36.70 27.86 10,262

Construcción .64 9.20* 12.59 76

Electricidad .65 75.22 8.97 9

Agrícolas 272,343

Café .87 34.88 1.25

Algodón .70 10.05 8.41

Granos básicos .60 25.94 11.78

Ganadería .93 50.83 0.20

* Una sola empresa.

Fuente: Sevilla (1985)

Similar fue, aunque tal vez con menor amplitud, el caso de Guatemala. En Nicaragua en cambio, los grupos oligárquicos debieron convivir con
nuevos segmentos empresariales reunidos en torno al somocismo en una compleja matriz de alianzas, competencias y tensiones. En los tres
países la sociedad se modernizó sin cuestionar significativamente la dominación oligárquica y, ante todo, la dominación terrateniente.

En Honduras y Costa Rica la situación fue algo distinta. La oligarquía hondureña careció de inserción internacional sólida y dinámica como la de
sus pares de El Salvador y Guatemala: tuvo poca capacidad para participar de la expansión cafetalera, y el carácter de enclave de la economía
bananera la condenó a una relación de vasallaje respecto de las compañías norteamericanas.[17] Con la progresiva decadencia de la minería, el
comercio interno y la captación de unos exiguos derechos de aduana constituyeron las bases materiales de la frágil burguesía hondureña.
Además, el dinamismo irradiado por las bananeras en la Costa Norte facilitó la progresiva transformación de grupos de comerciantes inmigrados
del Medio Oriente en núcleo de una pujante burguesía industrial y financiera, convirtiendo a San Pedro Sula en capital económica del país
(Euraque 1990, 1991b; Molina Chocano 1980; Murga Frasinetti 1985). Los terratenientes tradicionales, extensivos y sin diversificación económica
significativa, pudieron resistir mal al reformismo militar de la década de 1970 y al activismo reivindicativo de los movimientos campesinos y
sindicales. En Costa Rica en cambio la modernización capitalista involucró importantes transformaciones políticas y económicas de los grupos
terratenientes y de los exportadores tradicionales, que serán discutidas en el capítulo siguiente.

La existencia de un complejo sistema de redes de parentesco dotó a los grupos tradicionalmente dominantes de solidez al mismo tiempo que de
flexibilidad para adaptarse a los intentos de cambio social e incluso para reorientarlos. A la comunidad de intereses materiales y de proyectos
políticos --es decir, a la conciencia de una identidad de clase-- se sumó un sentido de casta que contribuyó a hacer más excluyente el ejercicio de
la dominación. Sobre todo en Guatemala, Costa Rica y Nicaragua, los mismos apellidos del linaje criollo de origen peninsular se reiteran, a través
de los siglos, en el control del poder político y de la economía (Casaus Arzú 1992b). En Costa Rica 33 de los 44 presidentes de la república entre
1821 y 1970 fueron descendientes de tres pobladores originales, y 350 de los 1300 diputados en la Asamblea Legislativa (Congreso) durante el
mismo lapso, descendían de cuatro colonos originales (Stone 1975). En Guatemala, un puñado de familias notables recorre la historia política del
país desde tiempos de la colonia en un ejercicio prácticamente ininterrumpido del poder político y del control oligopólico de los sectores más
dinámicos de la economía; en la década de 1980 un grupo de 18 familias de la alta sociedad guatemalteca estaba unido por 155 interrelaciones de
parentesco (Casaus Arzú 1992a:191 y sigs). En Nicaragua, las redes en que se asientan los grupos oligárquicos les permitieron conservar
capacidad de decisión política por encima de los virajes de la política y de las alzas y bajas de la economía (Vilas 1992c).
El término oligarquía mantiene su pertinencia para conceptuar a estos grupos tradicionales pero de gran dinamismo económico, en cuanto sintetiza
el amplio arco de dimensiones que dan identidad a la clase: la economía sin dudas --y ante todo la propiedad terrateniente--, pero también la
política, la ideología, la educación, los estilos de vida, la continuidad histórica; la articulación de identidades de clase con prácticas de patronazgo y
fomento de clientelismos; la organización empresarial montada sobre redes de parentesco. Este conjunto de factores materiales y culturales ayuda
a explicar la solidez y al mismo tiempo la maleabilidad de los grupos dominantes centroamericanos, y su particular concepción de la política y el
estado. Se trata, en la concepción oligárquica, de la vigencia de una superioridad que no es sólo económica y política sino, ante todo, histórica,
cultural y racial; el ejercicio del poder político se deriva de esa superioridad y resulta legitimado por ella.

Rigidez de la estructura

El control de los recursos productivos y sobre todo del más importante de ellos --la tierra--, sobre la base de una estructura productiva basada en la
existencia de una masa de campesinos semiproletarizados y de trabajadores sin tierra, inhibió el desarrollo del mercado interno, redujo los
alcances de la modernización tecnológica y las potencialidades de la industrialización. La realización del excedente tiene lugar en los mercados
externos o a través de importaciones provenientes de esos mercados. Se hizo más profundo el corte, y más fuertes las tensiones, entre un sector
exportador de rendimientos relativamente altos, y una producción doméstica atrasada sobre cuya reproducción aquél se expandía. La preservación
del perfil primario exportador de la región, el tamaño reducido de las economías centroamericanas y su marginalidad respecto del mercado
mundial, mantuvieron el carácter de tomador de precios de Centroamérica y la muy reducida matriz de opciones que se derivan de tal condición.

En efecto: sin perjuicio de las transformaciones económicas y de la diversificación productiva a lo largo de tres décadas, Centroamérica mantuvo
con pocas modificaciones su perfil exportador tradicional. A fines de la década de 1970 cinco productos de origen agropecuario daban cuenta de
dos tercios de las ventas externas centroamericanas (cuadro II.24)

Cuadro II.24: Participación de los cinco principales productos primarios en el valor

total de las exportaciones centroamericanas, en % del total¹

1960-64 1975-79

Centroamérica 77 62

Costa Rica 83 63

El Salvador 79 64

Guatemala 84 56

Honduras 66 61

Nicaragua 68 66

¹ Café, algodón, bananas, azúcar, carne de res

Fuente: SIECA (1980, 1981)

Además de muy reducida, la participación de Centroamérica en las exportaciones mundiales se ha reducido en el largo plazo, lo mismo que
respecto de las exportaciones de las economías subdesarrolladas (cuadro II.25).

Cuadro II.25: Centroamérica: participación de las exportaciones en el mercado

mundial (En u$s millones)

1970 1975 1980

1. Exportaciones mundiales 313,651 875,113 1’992,507

2. Economías en desarrollo 56,832 213,530 564,012


3. Centroamérica 1,165 2,309 4,875

4. 3:1 en % 0.35 0.26 0.24

5. 3:2 en % 1.9 1.1 0.86

Fuente: United Nations 1986.

La participación marginal en el mercado internacional determina que estas economías actúen como tomadoras de precios de los productos que
exportan --es decir, no están en condiciones de incidir en la fijación de los precios mundiales de sus exportaciones--, condición que restringe sus
márgenes de acción. Por su propia naturaleza una economía tomadora de precios tiene muy escaso margen de maniobra respecto del
crecimiento de los ingresos de exportación o de la reducción de los gastos de importación; la capacidad para reducir costos de producción es
también reducida, debido a que una proporción alta de los insumos productivos, combustibles y materias primas destinados a la producción de
exportables proviene del exterior. En consecuencia sólo se puede actuar respecto de los costos locales de producción, que se reducen
fundamentalmente a uno: fuerza de trabajo. La competitividad internacional de la economía y la reproducción del sistema exportador dependen de
una compresión intensa de las condiciones de empleo y de vida de los productores directos: salarios bajos para los obreros, precios bajos para los
campesinos.

En la medida en que en casi todas las economías de estas características se registra una oferta amplia y barata de fuerza de trabajo, y que
algunos de los rubros centroamericanos de exportación también son producidos por economías más desarrolladas con niveles salariales más
altos, la ventaja comparativa de los costos laborales tiene un límite, lo cual obliga a las economías centroamericanas a incorporar progreso técnico
que eleve los rendimientos en la producción de exportables. Esto a su turno eleva los costos de producción y conduce a ejercer mayor presión
sobre la fuerza de trabajo. El resultado es que ésta no es remunerada de acuerdo con su productividad marginal sino según su costo de
reproducción (fijado fundamentalmente por la producción de granos básicos en las condiciones ya descriptas) y, en casos límite, debajo de éste.

La realización del excedente del sector exportador por la vía de importaciones, y de hecho la propia dependencia del funcionamiento del sector
exportador, de un flujo estable de importaciones, resta atractivos al desarrollo del mercado interno e inhibe una mayor integración agroindustrial del
aparato productivo. En la medida en que el producto no se dirige al mercado interno, o no procesa insumos nacionales, la fuerza de trabajo es
enfocada por los empresarios como un gasto que hay que reducir, más que como una inversión de capital que contribuye a la generación del
excedente.

Una estructura productiva de este tipo se inclina, por sus propias características, a generar regímenes políticos autoritarios y gobiernos represivos:
por ejemplo, privación de derechos de ciudadanía a amplios segmentos de las clases trabajadoras, sobre todo en el campo; prohibición de
sindicatos y otras organizaciones reivindicativas; compulsión extraeconómica de la fuerza de trabajo, y otras. En tales condiciones, cualquier
cambio institucional que apunte a una democratización política amenazará con provocar cambios en las condiciones sociales de producción que
afectarán negativamente el proceso de acumulación, la rentabilidad externa de las economías y los términos de la dominación política de las
oligarquías. Se comprende por tanto que todas las propuestas de reforma política, desde las más tímidas hasta las más radicales, implicaran un
cuestionamiento de la estructura económica y social. Recíprocamente, una modificación más o menos profunda de los rasgos centrales de tal
estructura productiva repercutirá en las relaciones de poder y en la configuración del estado, y por lo tanto deberá enfrentarse a la resistencia de
los titulares de la dominación política. El propio diseño estructural de las sociedades centroamericanas, mucho más que la ideología de los
sectores contestatarios, habría de dotar a las propuestas de cambio que surgieron en las décadas de 1960 y 1970, de una tremenda conflictividad.

[1] Vid por ejemplo McCreery (1990) sobre Guatemala.

[2] Una situación de signo opuesto se registraba en materia de valor agregado, cuya distribución entre agroexportación y consumo interno se
mantuvo ligeramente por encima del 50% para la primera durante toda la década de 1960. Vid Banco de Guatemala, 1980.

[3] Garst y Barry (1990) es el estudio más amplio y detallado de las características de la ayuda alimentaria y la política agrícola del gobierno de
Estados Unidos hacia Centroamérica. Vid también Garst (1992) sobre Guatemala en particular. Se señala en estos estudios que las principales
beneficiarias de la ayuda alimentaria eran las agroindustrias importadoras y las clases medias urbanas, al par que se ahondaba la dependencia
alimentaria de importaciones desde afuera de la región.

[4].A fines de la década de 1970 ellos representaban 40% de los insumos del algodón y 63% de los del azúcar en El Salvador. En Guatemala a
mediados de los 1960s 91% de los insumos para el cultivo de algodón era importado, reduciéndose a 78% años más tarde; en Nicaragua
representaban alrededor de 50% Cfr Arias Peñate 1988:33; Baumeister et al. 1983; Thielen 1991. Sobre Guatemala, elaboración propia de cifras
de la Dirección General de Estadística.

[5] Annis (1987, cap. 4) desarrolla un modelo económico sencillo de interrelación entre lógicas económicas e identidad étnica. Vid también Sexton
(1978); Smith (1987).
[6] Smith (1983:72 y sigs.) estudia las estrategias de producción y sobrevivencia de los campesinos guatemaltecos; vid también Boyer (1984)
sobre Honduras.

[7] Ello incluso sin tomar en consideración la contribución del latifundio ganadero al deterioro ambiental como efecto de la tala de bosques.

[8] Vid en el mismo sentido Ruhl (1984) y Midlarsky y Roberts (1985).

[9]En Honduras el ingreso monetario proveniente de fuera de la finca representaba, a mediados de la década de 1970, 52% del ingreso total en las
fincas de menos de 2 ha, 41% del ingreso total en fincas de 2 a 3 ha, 37% en fincas de 3 a 5 ha, y 26-27% del ingreso total en las fincas de menos
de 7 ha. En El Salvador, hacia la misma época, entre 30% y 50% del ingreso de los que poseían menos de 1 ha y de los campesinos sin tierra,
provenía del salario (PREALC 1983a; Durand 1989).

[10]En Nicaragua, por ejemplo, representaba a fines de la década de 1970 más de 38% de la fuerza de trabajo en el campo (Vilas 1984, capítulo
II).

[11] El debate sobre la caracterización de este amplio sector de la fuerza de trabajo rural tuvo gravitación en el enfoque y desarrollo de la reforma
agraria del gobierno sandinista en Nicaragua en la década de 1980. Vid Vilas (1984:80-86).

[12]Alonso y Slutzky (1971) es el primer estudio serio de las causas socioeconómicas de la guerra entre El Salvador y Honduras que cuestiona la
argumentación demográfica de ambos gobiernos. Analizando cuidadosamente ambas economías y sus regímenes políticos, estos autores apuntan
a la estructura latifundista de alta concentración de la tierra en El Salvador que expulsaba campesinos empobrecidos a Honduras, y a la expansión
de los terratenientes hondureños a expensas de los migrantes salvadoreños. Posteriormente Durham (1979) desarrolló más este enfoque,
confirmando las hipótesis de Slutzky y Alonso.

[13]Hacia principios de la década de 1970 el 20% superior de los hogares captaba 61% del ingreso familiar en Perú, 66.6% en Brasil, 57.7% en
México, 50.3% en Argentina; por su parte, el 20% inferior percibía solamente 1.9% del ingreso en Perú, 2% en Brasil, 2.9% en México y 4.4% en
Argentina (World Bank 1988:272-273).

[14]Por ejemplo el activo papel de numerosos abogados guatemaltecos en los despojos de tierras campesinas en beneficio propio después del
derrocamiento del gobierno de Arbenz (Adams 1970:497 y sigs), y el papel de las cooperativas de profesionales en la apropiación de tierras en El
Petén durante el gobierno de Méndez Montenegro (Solórzano Martínez 1984:18).

[15]Hintermeister (1982) muestra que varios índices básicos como esperanza de vida al nacer, tasas de mortalidad, y otros, eran
considerablemente menos insatisfactorios en las áreas de agroexportación que en los departamentos del altiplano. Estos datos matizan la relación
unilateral que Williams (1986) traza entre el impacto del desarrollo agroexportador y la inestabilidad social.

[16]Esta situación lleva a algunos autores a hablar de un desarrollo capitalista agrario tipo junker en Centroamérica. Vid una discusión teórica en
Baumeister 1983.

[17]Euraque (1991a) cuestionó con éxito la afirmación de Stone (1990:138-140) de que la oligarquía es un actor ausente de la historia de
Honduras por la gravitación del enclave bananero.
Capítulo III: REGÍMENES POLÍTICOS, ESTADO Y ACTIVACIÓN
SOCIAL

Las transformaciones económicas que se desarrollaron a partir de la década de 1950 capturaron a los cinco países de Centroamérica, aunque con
desigual intensidad. En la medida en que las dislocaciones provocadas por la modernización capitalista son consideradas el factor explicativo
fundamental de las tensiones revolucionarias, debe reconocerse que ese factor estuvo presente en toda Centroamérica. Sin embargo solamente
en algunos de ellos se gestaron procesos revolucionarios. Esto sugiere que los desajustes provocados por la modernización capitalista no bastan
para explicar la existencia de cuestionamientos políticos radicales. Es necesario complementar el análisis con la consideración de las condiciones
políticas e institucionales que enmarcaron las transformaciones de la estructura y su impacto negativo en determinados grupos y clases. La
modernización capitalista se desenvolvió en el marco de situaciones políticas diferenciadas: estados represivos en Guatemala, El Salvador y
Nicaragua, y sistemas políticos más abiertos a las presiones populares y a las reformas sociales en Honduras y Costa Rica. Mientras el
reformismo logró abrirse paso en estos dos países, moderando las tensiones sociales y dándoles canales institucionales de expresión, en El
Salvador y Guatemala el centro político fue rápidamente eliminado por las resistencias oligárquicas y militares a las reformas, y en Nicaragua
nunca hubo intentos reales de apertura política.

Durante el decenio de 1960 los cinco gobiernos centroamericanos fueron destinatarios de recomendaciones de reforma económica y social
provenientes de programas y agencias externas: la Alianza para el Progreso, USAID, algunos organismos multilaterales como el Banco
Interamericano de Desarrollo. Estas recomendaciones guardaron poca correspondencia con las relaciones de poder dominantes en la región;
encontraron mejor respuesta en algunas burocracias estatales que en las élites económicas. En general las propuestas de reforma no fueron
vistas como una dimensión integral del desarrollo; fueron encaradas ante todo como una concesión política: a los sectores medios, a las
burocracias, al ejército; por lo tanto, como un factor externo o adicional a las estrategias de crecimiento. Solamente en Costa Rica, y hasta cierto
punto y durante un breve período en Honduras, formaron parte constitutiva del estado y de su relación con la sociedad.

1. MODERNIZACIÓN ECONÓMICA Y REGÍMENES DICTATORIALES


En El Salvador, Guatemala y Nicaragua las transformaciones socioeconómicas estuvieron enmarcadas y encontraron estímulo en
regímenes autoritarios. La circunstancia de que en algunas ocasiones hayan existido convocatorias electorales no cambia el carácter de los
regímenes. Los procedimientos arbitrarios, la falta de vigencia efectiva de los principios constitucionales, el margen reducido de opciones, la
proscripción de alternativas a la dominación política de los grupos tradicionales, el fraude y la anulación de los resultados electorales adversos,
fueron moneda cotidiana en los sistemas políticos de estos tres países y son interpretados como elementos estratégicos para el avance del cambio
económico (Wheelock 1976; McClintock 1985; Figueroa Ibarra 1991). Las instituciones políticas actuaron como instrumentos de los grupos que
impulsaban la modernización capitalista y ratificaron a través de las proscripciones, la represión y la violencia, el sentido de las transformaciones
sustantivas.

Ello no impidió que en ocasiones los estados intentaran algunas reformas en las dimensiones más críticas de la desigualdad y la explotación
social. Sin embargo, diseñadas para prevenir el estallido de las tensiones sociales, y obedeciendo a una racionalidad que no era la de las propias
clases dominantes, tuvieron que enfrentarse a la frustración de las expectativas sociales que esas mismas reformas estimularon, y a la oposición
inamovible de las élites, nada dispuestas a efectuar concesiones. El reformismo estatal llegó poco, tarde, y mal; mucho más que prevenir la
protesta social, contribuyó a alimentarla.

El Salvador

Desde el sangriento aplastamiento de la insurrección campesina e indígena de 1932 dirigida por el Partido Comunista, El Salvador permaneció
bajo gobierno militar; conjurado el peligro, los grupos oligárquicos se concentraron en el manejo de sus intereses económicos y delegaron en el
ejército la gestión gubernamental.[1] Hasta 1979 todos los presidentes del país fueron altos oficiales del ejército. Se llevaban a cabo elecciones
invariablemente ganadas por el candidato militar, quien ya convertido en presidente administraba los asuntos públicos de conformidad con la óptica
de la clase terrateniente. Sobre la base de la derrota popular, se configuró una fórmula política que relevaba a la élite económica de un
involucramiento directo en los poco rentables negocios públicos, al mismo tiempo que garantizaba la marginación institucional de los grupos
medios y, sobre todo, de los campesinos y los trabajadores. El ejército fue a un mismo tiempo partido político y policía política de la oligarquía.

Los nuevos aires de la política interamericana insuflados por la Alianza para el Progreso y la diferenciación de la sociedad derivada del crecimiento
económico introdujeron elementos de tensión en esa fórmula política. Después de la revolución cubana el gobierno de los Estados Unidos decidió
promover algunas reformas sociales con el fin de reducir el potencial de conflicto y prevenir situaciones similares a las registradas en la isla. Por su
lado, el desarrollo de la urbanización y la modernización capitalista aceleraron el crecimiento de sectores medios urbanos que no se sentían
representados por el régimen político. Finalmente, las propias filas del ejército resultaron receptivas a la necesidad de adaptar el sistema
institucional a los nuevos términos del desarrollo. La década de 1960 se caracterizó en consecuencia por una sucesión de tensiones entre algunas
iniciativas gubernamentales de reforma económica --por ejemplo, regulaciones estatales e intervención en diferentes aspectos del crédito y la
producción-- y de moderada apertura política, y las rigideces de la estructura económica y de los grupos oligárquicos.

Después que en 1963 se aprobó el sistema de representación proporcional para las elecciones parlamentarias, los partidos políticos contaron con
una actitud más tolerante del gobierno. Las elecciones municipales y legislativas de 1964 dieron un resonante triunfo al Partido Demócrata
Cristiano (PDC), apoyado sobre todo por el voto de los sectores emergentes urbanos de clases medias; la oposición ganó 24 de las 52 bancas
legislativas. En las elecciones de 1968 el PDC obtuvo la misma cantidad de bancas y en las de 1971 solamente 21, pero ganó la alcaldía de San
Salvador. El voto por el PDC era eminentemente urbano; los cuerpos de seguridad dificultaban enormemente a la oposición el reclutamiento de
simpatizantes en el campo. El carácter limitado de las reformas y la resistencia que de todas maneras suscitaban en algunos sectores del ejército y
en la oligarquía por un lado, y por el otro lo que ante los ojos de muchos activistas era renuencia de las dirigencias opositoras a presionar por
mayores márgenes de acción, confluyeron para favorecer una progresiva radicalización de algunos sectores de la oposición. La resistencia del
gobierno a reconocer a las organizaciones campesinas que se estaban formando de todos modos, la represión a los activistas, y la demanda de
reformas políticas y económicas efectivas, provocaron en 1970 rupturas en el PDC y en el Partido Comunista, de jóvenes militantes que criticaban
el compromiso de sus partidos con el régimen, y que ingresarían posteriormente a las organizaciones guerrilleras que comenzaron a operar en esa
década.

También se activó la protesta sindical. Los sindicatos de maestros y de empleados públicos fueron particularmente activos. La primera expresión
de una nueva actitud de los trabajadores urbanos fue la huelga de maestros en 1968; el movimiento recibió el apoyo de otras organizaciones
laborales y de la población en general, y culminó con demostraciones masivas en San Salvador protagonizadas por sectores de clases medias,
estudiantes y pobres urbanos; situación que se reiteraría con la huelga de maestros de julio-agosto de 1971. Especialmente importante para el
tensionamiento del escenario político fueron la impresionante movilización de la población marginal urbana, que crecía con las migraciones, y la
activación social en el campo. Las nuevas organizaciones que empezaron a crecer en las barriadas pobres salvadoreñas en las décadas de 1960
y 1970, como las que comenzaban a hacerse sentir en el campo, caían en gran medida fuera de los alcances de los sindicatos y los partidos
tradicionales. Las nuevas prácticas de pastoral de la iglesia católica estimularon el surgimiento de los sindicatos campesinos; sin embargo, dada la
prohibición legal, las nuevas organizaciones sólo podían tener existencia como asociaciones de intereses mutuos, y no como sindicatos orientados
hacia la negociación colectiva u otras actividades relacionadas con el trabajo.

El cuadro III.1 muestra el crecimiento del movimiento sindical tanto en lo que toca a organizaciones y afiliados como en el tamaño medio de las
organizaciones. Entre principios de los años sesenta y mediados de los setenta el número de sindicatos creció 50% y el de afiliados 150%, y el
tamaño medio de las organizaciones aumentó 60%. El deterioro de las condiciones de vida de los asalariados después de la guerra con Honduras
(1969), combinado con el crecimiento del empleo industrial impulsado por el aumento de la inversión nacional y extranjera, creó una coyuntura
favorecida además por las tensiones entre los grupos dominantes tradicionales y las orientaciones tibiamente reformistas de algunos elementos de
las fuerzas armadas.
Cuadro III.1: El Salvador: crecimiento del movimiento sindical, 1962-1976

Año Sindicatos Afiliados Tamaño medio

1962 78 25,917 332

1963 87 27,734 319

1964 70 20,922 299

1965 68 24,475 360

1966 80 24,146 301

1967 124 31,214 252

1968 104 34,573 332

1969 104 40.717 391

1970 113 44,150 391

1971 121 47,020 388

1972 124 49,886 402

1973 117 54,387 465

1974 122 62,999 516

1975 127 64,186 505

1976 127 64,968 511

Fuentes: 1962-75: North (1985:55). 1976: Menjivar (1985:119).

Las elecciones presidenciales del 20 de febrero 1972 marcaron el fin de una década de experimentos militares de cautelosa apertura del sistema
político. Contra los pronósticos oficiales una alianza electoral muy amplia entre el PDC, el socialdemócrata Movimiento Nacionalista Revolucionario
(MNR) y la Unión Democrática Nacionalista (UDN, frente electoral del Partido Comunista) ganó las elecciones, que fueron desconocidas por el
régimen militar. La represión a los manifestantes que protestaron contra el fraude ocasionó ese mismo día más de 300 víctimas entre heridos y
muertos. El malestar se hizo sentir también dentro del ejército, donde abortó un golpe militar de jóvenes oficiales que trató de instalar en el
gobierno a los candidatos efectivamente ganadores.[2] A partir de entonces comenzó una etapa de terrorismo de estado encaminada a arrasar con
la oposición. La represión selectiva se convirtió en masiva; las matanzas de trabajadores rurales y campesinos, de activistas sindicales y barriales
se hicieron cotidianas durante toda la década de 1970. Los grupos parapoliciales de represión y aniquilamiento (ORDEN, FALANGE), que habían
tenido una primera intervención durante la huelga de maestros de 1968, se incorporaron abiertamente al funcionamiento del sistema político. En
1975 una manifestación de estudiantes fue brutalmente reprimida con un alto saldo de víctimas.

La radicalización represiva del estado encontró respuesta en las clases populares. En 1972, después del fraude electoral, comenzó a actuar la
primera organización guerrillera: las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), formada un año antes por disidentes del Partido Comunista. Poco
después se fundó el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP); en 1975 una disidencia dentro del ERP dio nacimiento a las Fuerzas Armadas de la
Resistencia Nacional (FARN), y en 1976 se creó el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC), como organización
político-militar. Las organizaciones de masas también se consolidaron y aumentaron sus niveles de acción. En 1974 se creó el Frente de Acción
Popular Unificada (FAPU); posteriormente surgieron el Bloque Popular Revolucionario (BPR), la Unión de Pobladores de Tugurios (UPT), y otros.

A mediados de 1976, durante la presidencia del coronel Arturo Armando Molina --surgida del fraude electoral de 1972-- se trató de ejecutar un tibio
proyecto de transformación agraria encaminado a eliminar algunas situaciones particularmente primitivas y a reducir los niveles de tensión social
en el campo; para entonces los trabajadores sin tierra y el campesinado pobre mostraban niveles crecientes de organización, y presionaban por un
reparto agrario y mejores condiciones de producción. A pesar de sus alcances limitados --unas 150 mil ha debían distribuirse entre unas 12 mil
familias-- el proyecto y sus propulsores fueron enfrentados por una intensa movilización empresarial conducida por la Asociación Nacional de la
Empresa Privada (ANEP); las acusaciones de comunismo llovieron sobre los principales responsables del proyecto. Finalmente la oposición
terrateniente consiguió introducir reformas en el proyecto que desvirtuaron su sentido. El triunfo de la oligarquía en esta confrontación enardeció la
agresividad de los terratenientes y de los servicios de seguridad contra los activistas rurales y los sacerdotes reformistas. Aumentaron los ataques
a sacerdotes, a los que los terratenientes responsabilizaban de la agitación campesina, y a edificios parroquiales, lo que a su turno tuvo como
respuesta el aumento de las protestas y movilizaciones populares.

En las elecciones presidenciales del 28 de febrero 1977 el triunfo fue adjudicado al candidato oficialista, general Carlos Humberto Romero. Los
reclamos opositores de fraude fueron reprimidos con gran violencia; varios dirigentes fueron obligados a dejar el país, y comenzó una verdadera
caza de opositores: secuestros, torturas, asesinatos. Con los partidos políticos ya no más vistos como una alternativa al régimen, los sindicatos
urbanos y las organizaciones de campesinos pusieron de relieve una nueva militancia y canalizaron sus energías políticas a través de los frentes
populares de masas. Desde el inicio del gobierno del general Romero aumentaron la represión con procedimientos más brutales y la frecuencia y
masividad de las movilizaciones, huelgas, invasiones de tierras, manifestaciones de protesta en el campo y en las ciudades. Después del fraude
electoral y de la masacre del 28 de febrero el Partido Comunista modificó su orientación; en 1979 creó las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) y
se sumó a la lucha guerrillera. Ese mismo año se formaron las Ligas Populares 28 de Febrero (LP-28), como un nuevo frente de masas. Se estima
que para esta fecha los frentes de masas movilizaban a unas 100 mil personas (McClintock 1985 I:187). El cuadro III.2 presenta las relaciones
entre organizaciones político-militares, frentes de masas y organizaciones militares, hacia 1979.

Cuadro III.2. El Salvador: Organizaciones revolucionarias, 1979

Organización político-militar Frente de masas Organización guerrillera

Fuerzas Populares de Liberación, Bloque Popular Revolucionario, Fuerzas Populares de Liberación,


FPL BPR FPL

Resistencia Frente de Acción Popular Fuerzas Armadas de la Resistencia


Nacional, RN Unificada, FAPU Nacional, FARN

Partido de la Revolución Ligas Populares 28 de Febrero, LP- Ejército Revolucionario del Pueblo,
Salvadoreña, PRS 28 ERP

Partido Comunista de El Salvador, Fuerzas Armadas de Liberación,


Unión Democrática Nacional, UDN
PCES FAL

Partido Revolucionario de los Partido Revolucionario de los


Movimiento de Liberación Popular,
Trabajadores Centroamericanos, Trabajadores Centroamericanos,
MLP
PRTC PRTC

Al margen de éstas y con una orientación menos radicalizada se encontraba la Unión Comunal Salvadoreña (UCS), que desde sus orígenes a
fines de los 1960s mantenía buenas relaciones con el Instituto Estadounidense para el Desarrollo del Sindicalismo Libre ( American Institute for
Free Labor Development, AIFLD). Hacia 1980 la UCS era la mayor organización campesina de El Salvador, con una membresía estimada en unos
sesenta mil afiliados (Prosterman & Riedinger 1987:148).[3]

Las movilizaciones populares registraron una participación creciente de las mujeres, sobre todo a partir de 1975-76. El involucramiento de las
mujeres creció inicialmente en el movimiento de maestros y en las organizaciones de barriadas pobres. Una proporción muy alta de la militancia y
de la dirigencia de ANDES, el sindicato de maestros, estaba constituida por mujeres, lo mismo que la membresía y dirigencia de la Unión de
Pobladores de Tugurios (UPT). A mediados de la década se creó la Asociación de Mujeres Progresistas de El Salvador (AMPES) que inicialmente
centró su actividad en el terreno de los derechos laborales, extendiéndola posteriormente a terrenos más directamente ligados a la movilización
política. En 1977 se fundó COMADRES (Comité de Madres y Familiares de Presos, Desaparecidos y Asesinados Políticos de El Salvador), de
notable militancia en materia de derechos humanos; al año siguiente surgió AMES (Asociación de Mujeres de El Salvador), vinculada al BPR. En
1979 se creó la Asociación de Trabajadores y Usuarios de Mercados de El Salvador (ASUTRAMES), en la que las mujeres llegaron a representar
75% de la membresía (García y Gomáriz 1989 II:207-208); dejó de funcionar hacia 1982-83 por la represión gubernamental y el incremento de la
violencia política.

La incapacidad de los grupos dominantes de introducir cambios en los términos brutales de la explotación social y de aceptar aperturas del sistema
político hacia los actores medios que podrían haber actuado como factores de moderación del conflicto, y el fracaso de los intentos reformistas
dentro del ejército por sus propias limitaciones y por la intransigencia de la oligarquía, arrojaron a El Salvador a una espiral de violencia que se
extendería por más de una década.

El deterioro económico producto del clima de violencia generalizada, la evidente ingobernabilidad del sistema político, y el deterioro de la imagen
internacional por la repercusión de las violaciones a los derechos humanos, introdujeron divisiones dentro de las fuerzas armadas. Después de
fracasar algunos intentos de conseguir la renuncia del general Humberto Romero, el 15 de octubre 1979 un grupo de jóvenes oficiales dio un golpe
de estado y lo destituyó. Los militares contaban con apoyo de segmentos del empresariado modernizante, y de profesionales del PDC y el MNR
vinculados a la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (jesuita), y aparentemente con la anuencia de la embajada de Estados Unidos.
El objetivo político del golpe era doble: por un lado, frenar el baño de sangre en que el país se encontraba sumergido en los últimos años; por el
otro, impulsar reformas económicas y sociales que fueran una alternativa de cambio pacífico a la convocatoria revolucionaria de las guerrillas.

El golpe de octubre tensionó al ejército y explicitó sus divisiones internas, y tomó de sorpresa tanto a las guerrillas como a los sectores de la
extrema derecha. Sin embargo la falta de arraigo social del golpe y las divisiones internas del propio gobierno militar conspiraron contra la
realización de sus intenciones reformistas. Después de una primera crisis en enero 1980 el PDC ingresó formalmente al gobierno, en virtud de un
"Pacto PDC-Fuerza Armada" promovido por funcionarios de la embajada de Estados Unidos que pretendía excluir de la Junta de Gobierno a los
elementos civiles y militares más progresistas. Sin embargo el incremento de la violencia contra los dirigentes populares, incluidos dirigentes de las
organizaciones que integraban el gobierno, agotó rápidamente sus posibilidades. Cuerpos paramilitares apoyados por los sectores más
recalcitrantes del ejército asesinaron al dirigente del PDC Mario Zamora (febrero 1980) y al mes siguiente al arzobispo de San Salvador, Oscar
Arnulfo Romero, mientras oficiaba misa. La impunidad del terror detonó una segunda crisis en el gobierno con la renuncia de varios de sus
miembros, y se proyectó al propio PDC. Un número importante de dirigentes de primera línea rompió con el partido, para formar el Movimiento
Popular Socialcristiano (MPSC), aunque muchos debieron salir al exilio para salvar sus vidas.

El terrorismo de estado en sus manifestaciones más brutales, que había aumentado en 1979, entró en un período de desenfreno que alcanzaría
en 1981 sus niveles más espeluznantes, incluso para un país con la tradición de represión salvaje como es El Salvador. En 1980 se contabilizaron
más de 8,000 ejecuciones extrajudiciales de civiles no combatientes por causas políticas, y en 1981 más de 13,000. De éstas casi 61% fueron
cometidas por cuerpos combinados militares y de seguridad, y 35% por grupos paramilitares; el 14% restante fue responsabilidad de "escuadrones
de la muerte" (Benitez Manaut 1989a:342). En el trienio 1980-82 el 91% de las víctimas consistió de campesinos (71%), trabajadores (10%) y
estudiantes (10%) (White 1984:44).

La importancia de la reunificación interna en la victoria del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua y el desafío planteado
por el golpe militar, impulsaron a las organizaciones revolucionarias salvadoreñas a buscar la unidad. En enero de 1980 se formó la Coordinadora
Revolucionaria de Masas (CRM), que agrupó a los cinco frentes de masas, y en marzo del mismo año se creó la Dirección Revolucionaria
Unificada (DRU) de las cinco organizaciones político-militares. En abril se constituyó el Frente Democrático, una coalición de pequeños partidos y
organizaciones sociales que incluía al MPSC, el MNR, el MIPTES (Movimiento Independiente de Profesionales y Técnicos), y organismos
estudiantiles y de pequeños y medianos empresarios. De la unión del Frente Democrático con la CRM surgió el Frente Democrático Revolucionario
(FDR); su primer presidente fue Enrique Alvarez Córdoba, quien como ministro de Agricultura había impulsado el frustrado intento de
transformación agraria en 1976. La "Plataforma del Gobierno Democrático Revolucionario" planteaba, entre otros puntos, el desarrollo
independiente y la liberación popular, y la creación de las bases económicas para desarrollar el socialismo (CDR 1980). En octubre de 1980 las
cinco organizaciones guerrilleras se integraron en el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, aunque conservando una marcada
autonomía operativa. El fracaso del reformismo "desde arriba", el techo alcanzado por las movilizaciones de masas, y la exacerbación del
terrorismo de estado, reorientaron la lucha política al terreno de la guerra. En noviembre 1980 Alvarez Córdoba y otros dirigentes del FDR fueron
asesinados por un "escuadrón de la muerte".

Guatemala

La contrarrevolución de 1954 y una sucesión de regímenes abiertamente represivos constituyeron el marco político de las transformaciones
capitalistas. El derrocamiento del gobierno reformista, popularmente electo, del coronel Jacobo Arbenz, por una invasión militar auspiciada por el
gobierno de EEUU abrió las puertas a una intensa y prolongada represión política, y a una serie de gobiernos militares o controlados por las
fuerzas armadas, que se sucedían a través de golpes militares y de elecciones fraudulentas.

El coronel Carlos Castillo Armas, impuesto en la presidencia tras la invasión de 1954, murió asesinado por uno de sus guardaepaldas en 1957;
después de un breve interinato militar se convocó a elecciones. Éstas fueron anuladas por decisión militar, y fue impuesto como presidente el
general Miguel Idígoras Fuentes. Idígoras gobernó desde 1958 hasta 1963, cuando fue derrocado por un golpe militar detonado por el temor a que
el ex presidente progresista Juan José Arévalo se presentara, con probabilidades de triunfo, en las siguientes elecciones presidenciales. Idígoras
fue sustituido por el general Enrique Peralta Azurdia, quien gobernó hasta 1966. En las elecciones presidenciales de ese año triunfó una coalición
opositora, reformista, encabezada por Julio César Méndez montenegro, un civil. Las fuerzas armadas condicionaron la entrega del gobierno a una
sustancial moderación del de todos cauteloso programa de Méndez montenegro y a la celebración de un pacto, en el que la embajada de Estados
Unidos actuó como mediadora, por el cual el nuevo presidente reconocía la autonomía de las fuerzas armadas respecto del poder civil,
especialmente en materia de seguridad interna y en los operativos de contrainsurgencia (Poitevin 1977:155 y sigs.; Torres Rivas 1986).

Gracias a estas concesiones Méndez Montenegro pudo completar su mandato legal. En elecciones que la mayoría de los analistas considera
manipuladas, celebradas en 1970, la presidencia regresó a los militares, en la persona del general Carlos Arana Osorio. En 1974, tras unas
elecciones que también se juzgan fraudulentas, asumió la presidencia el general Kjell Laugerud García. Lo novedoso del fraude consistió en que el
candidato opositor víctima del mismo fue otro militar, el general Efraín Ríos Montt, a quien acompañaba como candidato a vicepresidente el
empresario Mario Sandoval Alarcón, jefe del ultraderechista Movimiento de Liberación Nacional (MLN) y ligado a las familias más tradicionales de
la oligarquía guatemalteca. Cumplido su mandato, el general Laugerud García entregó la presidencia a otro militar, el general Romeo Lucas
García, quien no pudo concluir su periodo. En las postrimerías de éste fue derrocado por un golpe militar encabezado por el general Ríos Montt.

Tras el derrocamiento de Jacobo Arbenz se desenvolvió un proceso de contrarreforma agraria presidido por una ideología aguerridamente
anticomunista. Los beneficiarios de la reforma agraria fueron despojados de sus tierras; las organizaciones campesinas y los sindicatos agrícolas
que habían tenido un fuerte protagonismo en el gobierno anterior fueron disueltos; se persiguió, encarceló o asesinó a sus dirigentes y activistas
(CIDA/ESFE 1971:103 y sigs; Figueroa Ibarra 1980:98ss; 126ss; Solórzano Martínez 1984). Lo mismo ocurrió con el movimiento sindical urbano.
De unos 100 mil afiliados (alrededor de 10% de la PEA) en vísperas del derrocamiento de Arbenz cayó a poco más de 27 mil en 1975, menos de
2% de la PEA.

En el marco de una amplia corrupción administrativa, el régimen de Castillo Armas llevó a cabo una limitada distribución de tierras que los
especialistas coinciden en atribuir a la intención de introducir divisiones en el campesinado y conseguir apoyo para el gobierno. [4] Los sindicatos
agrícolas, que habían crecido en número y membresía en el periodo 1947-53 –de sólo 3 a 344 organizaciones—fueron reprimidos cruelmente y
desmantelados. Sólo pudieron reorganizarse siete sindicatos de trabajadores de finca entre 1955 y 1961 (Adams 1970:450; Serna 1976).

El reparto agrario marginal y con cuentagotas siguió en ejecución durante todo el periodo posterior a 1958. Durante las presidencias de Julio César
Méndez Montenegro y del general Carlos Arana Osorio se ejecutó un programa de colonización para asentar campesinos indígenas en El Petén.
La idea de reubicar agricultores indígenas en otras zonas del país no era nueva; apareció por primera vez en un documento del Banco Mundial a
principios de la década de 1950 con recomendaciones para la reactivación económica de Guatemala. Su destinatario, el gobierno de Jacobo
Arbenz, dejó de lado las sugerencias del banco y prefirió impulsar la reforma agraria. El documento recomendaba reasentar a los agricultores
indígenas en zonas más propicias a una agricultura más moderna donde pudieran mejorar sus niveles de producción e ingresos, sus condiciones
de vida, y encontrar nuevas ocupaciones agrícolas e industriales más productivas "que el actual cultivo ineficiente de maíz de alturas” (IBRD
1951:28). Al concluir la presidencia de Méndez Montenegro en 1970 el programa había reasentado a algo más de 300 familias, en 16
cooperativas. El general Osorio Arana prosiguió por esta línea, sobre todo en la denominada Franja Transversal del Norte. La política de
reasentamiento combinó verticalismo y violencia. Las decisiones sobre comunidades afectadas y lugares de destino eran tomadas por el estado
sin consulta con los afectados, en función de consideraciones ajenas a ellos, y vinculadas a los intereses de especulación con tierras de los
propios funcionarios militares y civiles. No es sorpresa que muchos campesinos acabaran peor que antes y que muchos grandes ganaderos
encontraran en estos programas sustanciales beneficios (vid Maloney 1981).

Sin embargo, y al margen de la intención de los gobiernos, estos programas crearon cierto espacio para la acción organizativa rural de elementos
jóvenes de la iglesia católica. A partir de la década de 1960 algunos sacerdotes impulsaron el desarrollo de cooperativas en los departamentos de
Huehuetenango y Quiché, sobre todo en las zonas de reciente poblamiento por indígenas del altiplano trasladados por los programas de
reasentamiento. Estas cooperativas, relativamente prósperas, generaron experiencias de desarrollo comunitario (puestos de salud, escuelas,
clubes de amas de casa, talleres de capacitación y alfabetización, radios rurales, etc.), y fueron importantes para el desarrollo de redes de
mercadeo y para el surgimiento de instancias de autoridad local independientes de las élites y los caudillos locales. Esta dimensión del trabajo
pastoral también fue importante para la apertura de nuevos horizontes en las mujeres.

El impulso organizativo y sus éxitos económicos iniciales encontraron eco en algunas agencias extranjeras, como la AID, que a principios de la
década de 1970 financió algunos programas de apoyo, con la anuencia de las instituciones gubernamentales. En 1967 había 145 cooperativas
registradas; en 1975 eran 510 con más de 130 miembros (Black et al. 1984:132). Más de la mitad de esas cooperativas se encontraba Quiché,
Huehuetenango, Sololá, San Marcos. Se estima que hacia mediados de los años setenta 20% de los habitantes del altiplano estaba organizado en
algún tipo de cooperativa (Handy 1989). En la misma época la combinación de actividades de la Acción Católica y el aumento de la alfabetización
entre los indígenas, la independencia económica ofrecida por las cooperativas y la acción proselitista del Partido Demócrata Cristiano (PDC),
estimularon cambios significativos en las comunidades indígenas. En muchas aldeas persistía la autoridad religiosa indígena tradicional y un
sistema de gobierno dual (estructura indígena de gobierno local subordinada a la estructura ladina oficial). En casi todas las comunidades
surgieron grupos que se oponían a la jerarquía tradicional o que la habían forzado a unirse a ellos en la lucha por la independencia política y
económica a través de las cooperativas y los partidos políticos localmente controlados por indígenas. Los más jóvenes abandonaron la sumisión a
la autoridad local ladina e incluso hacia el gobierno nacional. La mayor independencia política y económica local favoreció un redescubrimiento de
las identidades étnicas y un espíritu de diferenciación y oposición respecto de la cultura y las estructuras ladinas que subordinaban a los indígenas.
El trabajo de antropólogos estadounidenses en varias de estas comunidades fue también factor importante en esta nueva actitud (Nash 1970;
Colby y Van der Berghe 1977).

Pese a que la Acción Católica y la jerarquía eclesiástica trataron que las cooperativas y otras formas de organización no conmocionaran
demasiado el status quo, el conflicto con las políticas del gobierno fue inevitable. Al principio del gobierno del general Lucas García (1978-82) se
canceló el registro de más de 250 cooperativas acusadas de marxismo y comunismo; el Instituto Nacional Cooperativo siguió funcionando pero
con creciente asfixia financiera. Entre 1976 y 1978 fueron asesinados 168 dirigentes de cooperativas y de aldeas. Pese a ello a fines de la década
de 1970 existían 510 cooperativas en todo el país, 57% de ellas en el altiplano (Brockett 1988:110-112).

En la década de 1960 habían surgido algunas organizaciones guerrilleras en respuesta a la creciente insatisfacción por el carácter antipopular y
represivo de los gobiernos militares, la poca eficacia de las instituciones políticas para cambiar las cosas, y el influjo de la revolución cubana. Sin
embargo las divisiones internas, la falta de arraigo en el campo y, sobretodo, en el campesinado indígena condenaron a estas organizaciones al
aislamiento y, a la postre, a la derrota militar. Su área principal de acción había sido la costa del Pacífico, donde estaban ubicadas muchas de las
más importantes empresas agrícolas capitalistas y donde se registraban las mayores concentraciones de trabajadores asalariados. Estos
trabajadores, ya se vio en el capítulo anterior, se reclutaban fundamentalmente en el altiplano indígena y migraban estacionalmente a las
plantaciones de la costa. En el enfoque predominante en las organizaciones guerrilleras de la década de los sesenta se trataba de proletarios
vinculados al capital, más que de agricultores indígenas empobrecidos.

En enero 1972 una nueva organización guerrillera, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) apareció en el altiplano occidental, donde halló un
clima favorable alimentado por un profundo y generalizado descontento social: contra la codicia de los terratenientes que monopolizaban la tierra y
pagaban salarios miserables, contra los caudillos ladinos locales que ejercían una autoridad arbitraria sobre los indígenas; contra los jefes militares
y policiales de los pueblos y pequeñas ciudades que abusaban de la gente, reprimían y asesinaban. Una década de trabajo pastoral de sacerdotes
jóvenes estadounidenses y españoles, de acción comunitaria por los Cuerpos de Paz y la USAID, y de labor de varios grupos de antropólogos
estadounidenses, había reavivado o recreado la conciencia étnica de los agricultores de las tierras altas. Los guerrilleros tuvieron que adaptarse,
no sin problemas ni tensiones, a las nuevas condiciones. Cuando lo hicieron, consiguieron un apoyo sin precedentes, marcando un contraste
profundo con la experiencia guerrillera del decenio anterior.

Tras las primeras acciones del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) contra algunos terratenientes del Quiché, el ejército desató una campaña
contrainsurgente brutal en el área Ixil. Más que a los guerrilleros, afectó ante todo a las organizaciones campesinas e indígenas que, carentes de
medios de defensa, fueron blanco fácil de la represión. En 1975 el ejército mató a 37 cooperativistas en Ixcan, y en 1976 empezó la ocupación
militar de poblados y ciudades (Nebaj, Chajul, San Juan Corzal, entre otros); a principios de 1977 más de 100 dirigentes locales habían sido
asesinados (Aguilera 1980; Torres Rivas 1980a; Davis & Hodson 1983). El 29 de mayo de 1978 tuvo lugar en Panzós, departamento de Alta
Verapaz, la masacre de más de 100 hombres, mujeres y niños Kekchí en respuesta a la protesta pacífica por el despojo de sus tierras. Con esta
acción, ejecutada a la luz del día por efectivos uniformados del ejército en connivencia con los terratenientes del lugar, fue evidente para los
indígenas Kekchí e Ixil de la Franja Transversal del Norte, que no había recurso institucional para proteger sus aldeas contra los militares y los
latifundistas. Según Handy (1989) gran parte del apoyo activo recibido por el EGP en Alta Verapaz y partes del Quiché fue una respuesta defensiva
a esta masacre.

La matanza de 39 dirigentes campesinos que protestaban por el secuestro de dirigentes y la usurpación de tierras, en el asalto militar a la
embajada de España en la ciudad de Guatemala (enero 1980), ofreció más evidencia de la instrumentalización del poder del estado para apoyar a
los terratenientes aun a costa de la extinción de la población indígena. Algunos de los ocupantes de la embajada venían de Nebaj. Después de la
masacre el ejército ocupó esta ciudad Ixil, matando a hombres, mujeres y niños. En reacción, comunidades enteras ixiles decidieron sumarse a las
guerrillas. En julio 1981 efectivos militares secuestraron a Emeterio Toj Medrano, dirigente del Comité de Unidad Campesina (CUC). Fundado en
1978, el CUC es considerado la primera organización sindical dirigida por aborígenes y la primera también en juntar a los campesinos indígenas
del altiplano con los ladinos pobres que trabajaban en las fincas del Pacífico. El dirigente fue torturado de manera brutal para que acusara al CUC
de connivencia con las guerrillas. En un operativo espectacular el EGP atacó el cuartel donde Toj Medrano estaba prisionero y lo liberó. A partir de
esta acción los campesinos indígenas se sumaron a la guerrilla en cantidades sin precedentes, sobre todo al EGP, y a medida que más
comandantes guerrilleros eran indígenas, más fuerte era la incorporación. Algo similar ocurriría con otra organización guerrillera, la ORPA
(Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas), creada en setiembre 1979. Después de iniciar sus actividades en la costa sur, ORPA se
desplazó hacia el altiplano (Chimaltenango, Sololá); según un autor, a principios de los años ochenta 90% de los rebeldes en ORPA eran
indígenas (Handy 1989).

Hasta mediados de la década de 1970 la mayor violencia estatal se concentró en los departamentos donde la expansión capitalista tenía mayor
impacto, pero a partir de entonces se extendió a todo el país, como respuesta a un sostenido crecimiento de la movilización social y laboral:
huelgas de maestros, de trabajadores industriales y de la minería, protestas y manifestaciones de estudiantes. [5] En mayo de 1976 se creó el
Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS), primera experiencia de acción unitaria, y tras el terremoto de 1976 surgió el Movimiento Nacional de
Pobladores. Después del reflujo de la segunda mitad de los años cincuenta y la década siguiente, el movimiento sindical industrial experimentó
alguna recuperación. Aumentó el número de paros y huelgas y el involucramiento de los trabajadores en esas acciones (Castañeda Sandoval
1993).

El apoyo popular a las luchas sindicales creció. En junio 1977 más de 15 mil personas asistieron al funeral de Mario López Larrave, un abogado
sindical asesinado por un grupo de ultraderecha. En noviembre del mismo año setenta mineros de Huehuetenango iniciaron una marcha hacia
Ciudad de Guatemala en demanda de derechos laborales violados por la empresa; el impacto popular de esta caminata de más de 300 kilómetros
fue tal que los mineros siguieron su marcha aún después que el gobierno satisfizo sus reclamos. Cuando llegaron a la capital fueron aclamados
por una multitud estimada en más de 100 mil personas. A pesar de la violencia represiva, la activación social se proyectaba hacia sectores amplios
de la población, combinando las demandas sociales con los reclamos de democratización.

Cuadro III.3. Guatemala: Huelgas y paros en el sector industrial, 1966-1978

Huelguistas/trabajadores
Periodo Huelgas y paros Participantes Días no trabajados
(%)

1966-70
51 41,589 441,200 11.7
(Méndez M.)
1970-74
74 71,605 887,500 67.7
(Arana O.)

1974-78
119 102,364 1,213,600 80.8
(Lagerud G.)

Fuente: Figueroa Ibarra (1991)

A finales del periodo de Lagerud García las convocatorias a huelga encontraban una adhesión masiva (cuadro III.3). Esto fue favorecido por la
eficacia reivindicativa de algunas convocatorias; por ejemplo, el gobierno debió ceder a las protestas populares de octubre 1978 en repudio a un
sustancial aumento en las tarifas de autobuses; la huelga de trabajadores de las plantaciones bananeras en marzo 1980 obtuvo el aumento de
salarios reclamado.

La represión escaló brutalmente durante la presidencia del general Romeo Lucas García (1978-82), y se adoptó una política de sistemática mano
dura contra el movimiento sindical. A las ya señaladas matanzas de Panzós y la embajada de España, deben agregarse las 60 personas
asesinadas por tropas militares en el Quiché (agosto 1980); se estima que en enero-febrero de 1981 la intensificación de la represión militar en
Chimaltenango cobró alrededor de 1,500 vidas de campesinos indígenas; en agosto un operativo militar en Huehuetenango dejó un saldo de 200
campesinos muertos; alrededor de otros mil murieron en la masacre de San Sebastián Lemoa (Quiché) un año más tarde, y unos 700 más en
operativos militares en Alta Verapaz en setiembre 1981 (Figueroa Ibarra 1991:121-165; Dunkerley 1987:476-477; Falla 1992). En junio de 1980
fueron asesinados 27 dirigentes de la Central Nacional de Trabajadores (CNT), y otros 17 en agosto del mismo año: el gobierno y la patronal
pusieron fin de este modo a los conflictos sindicales en la planta embotelladora de Coca Cola (Frundt 1987).

En enero de 1979 un grupo paramilitar asesinó a Alberto Fuentes Mohr, dirigente del opositor Partido Socialdemócrata (PSD); en abril del mismo
año fue asesinado Manuel Colom Argueta, ex alcalde la capital y dirigente del también opositor Frente Unido de la Revolución (FUR). La
eliminación física de ambos dirigentes golpeó severamente a sus pequeñas organizaciones que pugnaban por abrir un espacio de centro en la
convulsionada política guatemalteca, a través de alianzas con el Partido Demócrata Cristiano. Tras el asesinato de Fuentes Mohr se creó el Frente
Democrático Contra la Represión (FDCR), una coalición amplia de organizaciones sociales y partidos políticos que demandaba el cese del terror y
la violencia; la respuesta del sistema fue el ya señalado asesinato de Colom Argueta. Las organizaciones guerrilleras que habían reiniciado
operaciones a principios de los setenta y las que se formaron con posterioridad comenzaron a coordinar sus acciones en octubre de 1980, y
formaron en febrero 1982 la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG): EGP, Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), ORPA y
Partido Guatemalteco del Trabajo/Núcleo de Dirección (PGT/ND).

Nicaragua

Instaurado en las postrimerías de la década de 1930 como resultado de la intervención militar de Estados Unidos, el somocismo rigió los destinos
de Nicaragua durante 45 años a través de una conjugación de elecciones fraudulentas, pactos, reformas constitucionales, peculado y represión,
que permitieron mantener el poder político en manos de la familia Somoza y trasmitirlo de padres a hijos.

Hablar del somocismo como un régimen dinástico no es apelar a una metáfora sino describir exactamente su naturaleza típica. Tras la muerte de
Anastasio Somoza García (“Tacho”), fundador de régimen, en 1956, el poder que había monopolizado se desdobló en sus dos hijos: el mayor, Luis
Somoza Debayle, asumió la presidencia, y la jefatura de la Guardia Nacional pasó al hijo menor, Anastasio Somoza Debayle (“Tachito”). En 1971
Anastasio hijo asumió la presidencia reteniendo la jefatura de la Guardia; no es exagerado suponer que, de no haber ocurrido el triunfo sandinista
en 1979, su propio hijo Anastasio Somoza Portocarrero (“Chigüín”) habría sucedido a su padre en los oficios de su abuelo.

Cuando “Tacho” Somoza García murió víctima de un atentado en 1956 sus hijos intentaron una relajación formal de los controles políticos, en el
marco de la bonanza económica y de los nuevos aires de la Alianza para el Progreso. Luis Somoza asumió la presidencia por decisión del
Congreso Nacional pese a no existir ninguna disposición constitucional o legal que permitiera tal cosa; fue ratificado por medio d elecciones de
resultado convenientemente asegurado. La presidencia "constitucional" de Luis Somoza (1957-63) fue sucedida en elecciones igualmente
aseguradas por el candidato del oficialista partido Liberal Nacional, René Schick. El Partido Conservador decidió no participar de esas elecciones
ante la negativa del gobierno de no permitir la llegada de una misión observadora de la OEA. Schick murió en 1966 sin terminar su mandato. Lo
había ejercido bajo la estrecha vigilancia de la familia Somoza, favorecido por el auge económico que ampliaba la mesa de negociación con los
grupos tradicionales. Pero las elecciones convocadas para 1967 probaron que los Somoza no estaban dispuestos a continuar la apertura política.
La oposición formó una coalición amplia, uniendo al Partido Conservador cuyo presidente Fernando Agüero era el candidato a presidente, al
Partido Liberal Independiente (PLI) y al Partido Social Cristiano (PSC). Una movilización convocada por los opositores el 22 de enero 1967 fue
brutalmente reprimida por la Guardia Nacional al costo de 500-600 víctimas entre muertos y heridos (Gutiérrez Mayorga 1985; Dunkerley
1987:233); muchos de los manifestantes habían sido "acarreados" desde el interior del país, sin explicárseles que participarían de una actividad
política. Anastasio Somoza Jr ganó las elecciones con un alegado 70% de los votos.

Al finalizar su mandato en 1971 Somoza celebró un nuevo pacto con los conservadores, que les aseguró 40% de las bancas del congreso,
convocaría a una asamblea constituyente, y formaba un triunvirato integrado por el propio Agüero y dos somocistas que gobernaría hasta que
nuevas elecciones fueran convocadas en 1974; Somoza conservaría su cargo de Jefe de la Guardia Nacional. Con este acuerdo el Partido
Conservador evidenció su vocación por una participación minoritaria y subordinada, propinando un severo golpe a la oposición legal: ni PLI ni PSC
tenían suficiente fuerza para ocupar el espacio dejado vacante. En las elecciones de 1974 Somoza declaró haber obtenido casi 90% de los votos,
y los conservadores ocuparon la cuota de bancas parlamentarias establecida en el pacto de 1971. La abstención fue alta: 40%.

Lo mismo que los regímenes de El Salvador y Guatemala, el somocismo intentó un tímido reformismo a instancias de organismos internacionales y
de agencias del gobierno de EEUU, con alcances similarmente reducidos. En 1952 una delegación del Banco Internacional de Reconstrucción y
Fomento visitó Nicaragua; recomendó la promoción de la agroexportación y en particular de la ganadería, y la adopción de medidas que habrían
de estimular la llegada de capitales extranjeros (IBRD 1953). Por recomendación del IBRD se creó en 1953 el Instituto de Fomento Nacional
(INFONAC), una agencia de desarrollo encargada de diseñar y financiar proyectos de inversiones en los sectores agropecuario, forestal y de
infraestructura. En 1963 se creó el Instituto Agrario Nicaragüense (IAN) encargado de promover proyectos de reforma agraria por la vía de la
colonización de la frontera agrícola (bosque tropical húmedo), que permitió crear una enorme reserva de fuerza de trabajo y de tierras para la
agroexportación. En conjunto estas medidas no pudieron revertir el impacto negativo sobre el campesinado del avance del capitalismo
agroexportador ni estaban diseñadas para ese fin; en general, se las interpreta al contrario como mecanismos que permitieron abrir la frontera
agrícola a la expansión ganadera orientada a la exportación en beneficio de los grupos más próximos al somocismo (Taylor 1970; Núñez Soto
1980).

Con el fin de mejorar su imagen externa Somoza decidió aproximarse formalmente al partido Conservador, donde siempre había material
dispuesto a ello. Al finalizar en 1971 su manbdato celebró un pacto con Fernando Agüero, a la sazón dirigente máximo de los conservadores, por
el cual se garantizaba a éstos 40% de las bancas en el Congreso, se acordaba convocar a una asamblea constituyente y la formación de un
triunvirato integrado por el propio Agüero y dos somocistas, que gobernaría hasta que nuevas elecciones fueran convocadas en 1974; Somoza
mantendría su posición de jefe de la Guardia Nacional. Con este acuerdo el partido Conservador puso de manifiesto su vocación a una
participación minoritaria y subordinada, propinando un severo golpe a la oposición legal, ya que ni el PLI ni el PSC tenían fuerza suficiente por sí
solos o conjuntamente como para ocupar el espacio opositor dejado vacante. En las elecciones de 1974 Somoza declaró haber obtenido casi 90%
de los votos; los conservadores ocuparon la cuota de asientos parlamentarios que les acordaba el pacto de 1971. La abstención ciudadana fue
alta: 40 por ciento.

Lo mismo que los regímenes dictatoriales de El Salvador y Guatemala, el somocismo intentó un tímido reformismo a instancias de organismos
internacionales y de agencias del gobierno de Estados Unidos, con alcances similarmente reducidos. En 1952 una delegación del Banco
Internacional de Reconstrucción y Fomento visitó Nicaragua; reconoció que en el futuro la economía del país seguiría dependiendo fuertemente de
la agricultura y que el desarrollo industrial debería subordinarse al desarrollo agropecuario. En consecuencia recomendó encarar la promoción de
la agroexportación y en particular de la ganadería de carne, autorizar la libre importación de bienes de capital, exoneraciones impositivas,
garantizar la libre convertibilidad de las utilidades, y medidas similares que en conjunto permitirían atraer capitales extranjeros (IBRD 1983). En
1953, tambi{en por recomendación del BIRF, se creo el instituto de Fomento Nacional (INFONAC), una especie de banco de desarrollo, encargado
de diseñar y financiar proyectos de inversiones en los sectores agropecuario, forestal y de infraestructura.

En 1963 se creó el Instituto Agrario Nicaragüense (IAN), encargado de promover proyectos de colonización de la frontera agrícola (bosque tropical
húmedo), que permitieron la creación de una enorme reserva de fuerza de trabajo y de tierras para la agroexportación (Taylor 1970; Vilas
1992a:140 y sigs.). En 1975 se creó el Instituto de Bienestar Campesino (INVIERNO), dirigido a los campesinos pobres de las zonas cafetaleras
de los departamentos de Carazo y Matagalpa, caracterizados por una extrema división de la tierra en pequeñísimas parcelas. El programa
consistía en estimular la producción de granos básicos a través del crédito, complementaria de la producción de café. Hacia 1977 algo más de
cinco mil campesinos recibían crédito de INVIERNO, pero el endeudamiento ocasionado por los bajos rendimientos debido a la mala calidad de los
suelos llevó a muchos de ellos a perder su tierra. De acuerdo con todas las interpretaciones, la verdadera finalidad del programa era garantizar, a
través del endeudamiento campesino, un fondo de mano de obra barata para las fincas cafetaleras medianas y grandes (Enríquez 1991:1-52;
Nuñez Soto 1987:48 y sigs.; Serra 1990). La reforma somocista, más que introducir cambios en la estructura agraria buscó reducir el potencial de
tensiones sociales resultante de las profundas desigualdades sociales y fortalecer la acumulación de capital en los segmentos medios y superiores
de tenencia y producción.

El régimen político somocista se asentó sobre tres pilares principales: 1) sus excelentes relaciones con el gobierno de Estados Unidos; 2) el control
absoluto de la Guardia Nacional; 3) el mantenimiento de canales de negociación política con el partido Conservador.

1) Las buenas relaciones con el gobierno de Estados Unidos permitieron al primer Somoza alcanzar la jefatura de la Guardia Nacional, cuerpo
constabulario creado por las tropas estadounidenses de ocupación en la década de 1920; esa posición sería la plataforma de lanzamiento para su
prolongada carrera política. En 1939 Somoza García visitó Estados Unidos, cuyo presidente Franklin D. Roosevelt le ofreció “la recepción militar
más ampulosa en la historia de la ciudad de Washington” (Diederich 1981:21). [6] Los lazos con Estados Unidos se estrecharon más durante la
segunda guerra mundial, cuando las fuerzas armadas estadounidenses construyeron una base naval en el puerto de Corinto, en el Pacífico, y
bases aéreas en Managua y en Puerto Cabezas, en la Costa Atlántica. Los dos hijos varones de “Tacho”, Luis y Anastasio, habían sido enviados a
estudiar a la Academia Militar Lassalle, en Nueva York; posteriormente Anastasio hijo ingresó en West Point, donde se graduó; Luis estudió
ingeniería en la Louisiana State University. Somoza García confirmó su lealtad a los Estados unidos declarando la guerra a los países del “Eje”,
decisión que le permitió beneficiarse personalmente de la confiscación de las propiedades de los súbditos alemanes e italianos radicados en
Nicaragua. En 1954 autorizó que Estados Unidos utilizara el aeropuerto de Managua en los vuelos de apoyo al coronel Castillo Armas en el
derrocamiento del gobierno del presidente Arbenz en Guatemala. En 1961 parte de la invasión a Cuba, auspiciada y apoyada por el gobierno de
Estados Unidos, se entrenó en territorio nicaragüense. Las tropas que zarparon de Puerto Cabezas fueron despedidas personalmente por
“Tachito”, sucesor de su difunto padre en la jefatura de la Guardia Nacional, con la recomendación de que le enviaran de recuerdo “un pelo de la
barba de Fidel Castro”. En 1965 el gobierno nicaragüense contribuyó a integrar la “Fuerza Interamericana de Paz” con la que el gobierno
estadounidense trató de enmascarar la invasión a República Dominicana.

El somocismo fue así, durante casi medio siglo, el aliado más firme y consecuente de Estados Unidos en Centroamérica. Tras el derrocamiento de
las dictaduras en Guatemala, El Salvador y Honduras, y los sucesos de 1948 en Costa Rica, el régimen somocista se convirtió en un importante
factor de estabilización en una región que anticipaba un escenario de tensiones y conflictos en ascenso entre los grupos dominantes tradicionales,
los sectores medios emergentes y las fuerzas armadas. La inestabilidad regional se agravó con el triunfo de la revolución cubana y el entusiasmo
que suscitó en un amplio arco de organizaciones políticas y grupos sociales. En tales circunstancias, el régimen somocista aparecía ante los ojos
de Washington como una pieza valiosa en la proyección hemisférica de su política de seguridad nacional en el marco anticomunista de la guerra
fría.

2) La Guardia Nacional fue instrumento de importancia fundamental durante todo el somocismo, pero según un estudioso del tema, el modo en
que los Somoza ejercieron control sobre este cuerpo armado, creado a principios de la década de los treinta por la fuerza de invasión de Estados
Unidos, impediría hablar del somocismo como un caso de régimen militar (Guzmán 1992). Los Somoza padre e hijo ejercieron control absoluto
sobre la Guardia. Decidían con voluntad personal y excluyente los ascensos, honores y pases a retiro; la lealtad a la persona de Somoza, más que
los méritos castrenses, era la llave que abría las puertas de la promoción militar. Las atribuciones de los Somoza incluían la facultad de saltar
rangos del escalafón cuando el caso lo ameritaba: Anastasio Somoza Portocarrero, nieto del fundador, debutó como oficial de la Guardia con el
grado de coronel. Ninguna de estas medidas suscitó quejas o reclamos.[7]

Somoza García y después su hijo, aseguró su control sobre la Guardia Nacional aislándola de la sociedad, y este estilo fue continuado por su hijo.
Los oficiales y suboficiales vivían en sus propias urbanizaciones; carecían de vinculaciones sociales significativas con el mundo civil y sus
contactos con el sistema político se reducían a Somoza (Booth 1982). La lealtad al jefe era recompensada con un sistema generoso de prebendas:
exenciones impositivas, libre importación de bienes, tiendas de abastecimiento a bajo precio, y gratificaciones similares presentaban a la Guardia
Nacional como una vía apropiada para que elementos provenientes de los sectores medios o del campesinado se abrieran paso en una sociedad
donde la dominación de clase se combinaba con las redes tradicionales de linaje y con la discriminación racial.

Hasta que el desafío revolucionario sandinista se identificó, la mayoría de los elementos de la Guardia Nacional estaban asignados a una variedad
amplia de funciones que no son estrictamente militares (policía, guardafronteras) o de carácter propiamente burocrático (administración de
aduanas, migración y extranjería, dirección de algunas corporaciones estatales, administración del régimen carcelario;[8] actividades todas en las
que campeaba un clima de generalizada corrupción. Solamente pequeños grupos convencionalmente considerados “de élite” recibían
entrenamiento estrictamente militar. La falta de un espíritu de cuerpo relativamente independiente de la personalización de la jefatura, la carencia
de autoridad de los mandos medios, la subordinación total a la familia gobernante, se evidenciaron en las postrimerías del régimen: en cuanto se
tuvo noticia que el 17 de julio 1979 Somoza Debayle y su hijo habían abandonado el país, la Guardia Nacional dejó de combatir contra los
sandinistas y se desbandó.

3) La alianza con el Partido Conservador y la disposición de éste a aceptar un papel subordinado en el sistema, dotó al régimen de una base de
legitimidad más amplia que la de las típicas dictaduras personales. Esto no excluyó la existencia de algunos conflictos e incluso temporales
rupturas, pero los Somoza siempre pudieron recurrir, en momentos de tensión, a acuerdos con esta fuerza política tradicional. El somocismo,
expresado en términos partidarios en el Partido Liberal Nacional, y el Partido Conservador, bautizaron a este sistema de alianzas con el nombre de
“paralelas históricas”, asentado sobre un número de coincidencias básicas: lealtad al liderazgo hemisférico de Estados Unidos, exclusión de
terceras fuerzas que pudieran llegar a constituirse en amenaza al sistema, marginación popular combinada con mediaciones clientelísticas y, a
partir de la década de 1950, un agresivo anticomunismo a tono con el sistema de guerra fría.

El único momento en que el somocismo se inclinó hacia el otro lado del espectro político fue a fines de los años cuarenta. Anastasio Somoza
García salió indemne de la ola de movilizaciones estudiantiles y de clases medias que en esa década cruzó toda Centroamérica y acabó con las
dictaduras de Jorge Ubico en Guatemala, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, y Tiburcio Carías Andino en Honduras. Para enfrentar a
la intensa movilización social que demandaba modernización política y democratización la dictadura adoptó algunas medidas que consiguieron
cierto apoyo en las incipientes organizaciones sindicales y en el Partido Socialista (PSN): aprobó un código del trabajo técnicamente progresista, y
posteriormente un sistema de seguridad social. Más por el rechazo que estas medidas suscitaron en la oposición conservadora que por sus
propias características, el somocismo apareció dotado coyunturalmente de cierto tinte progresista --que no excluyó la represión del activismo
obrero cuando fue necesario (Gould 1990:79ss). Pasado el peligro, el pacto celebrado en abril 1950 con el general Emiliano Chamorro, jefe
máximo del Partido Conservador, volvió a poner las cosas en su lugar.[9]

Sin embargo para una nueva generación de conservadores los compromisos de su partido con la dictadura resultaron inaceptables. Desde la
década de 1950 jóvenes de encumbradas familias conservadoras comenzaron a involucrarse en una oposición activa al somocismo y a buscar
vías de superación del tradicional bipartidismo liberal/conservador. En los años setenta Pedro Joaquín Chamorro Cardenal impulsó la creación de
la Unión Democrática para la Liberación (UDEL), una reunión de varias denominaciones políticas que tuvo poco éxito, sobre todo por la
desconfianza del Partido Conservador hacia una alianza con grupos liberales que planteaban un programa reformista.

La subordinación política de los grupos dominantes al somocismo fue tal que recién en 1978 –es decir cuando el acenso del desafío revolucionario
sandinista ya parecía incontenible—se creó el que puede ser considerado primer partido político de la burguesía nicaragüense como clase: el
Movimiento Democrático Nicaragüense (MDN). La situación no fue distinta en el terreno corporativo. La primera reunión empresarial para discutir
la orientaciones económicas gubernamentales se celebró en marzo 1974; a pesar de que el auge algodonero data de principios de los años
cincuenta, fue recién en 1978, casi treinta años después, que se constituyeron las primeras asociaciones gremiales de empresarios algodoneros.
La Unión de productores Agropecuarios de Nicaragua (UPANIC) se creó en 1979, lo mismo que la Confederación de Asociaciones profesionales
(CONAPRO). Se trataba en consecuencia de una burguesía débil en lo corporativo organizativo y en lo político.

Durante la década de 1970 la incorporación al sandinismo de algunos jóvenes de familias conservadoras encumbradas introdujo la represión
somocista en el seno de los grupos tradicionales. El efecto se sintió mucho más en la “sociedad” conservadora que en el Partido Conservador, y
acumuló elementos de conflicto a una relación que se había deteriorado sensiblemente después del terremoto de Managua (diciembre 1972). El
Partido Conservador, en efecto, mantuvo la alianza con el somocismo hasta el final de la dictadura, hasta el punto que Fernando Agüero abandonó
el país inmediatamente después del triunfo revolucionario y se mantuvo en el exilio durante toda la década sandinista. Pero la marginación de
parte importante de las familias conservadoras más tradicionales respecto de la bonanza económica derivada del auge agroexportador erosionó la
aceptación del somocismo n este sector social. Los conflictos se explicitaron cuando el régimen monopolizó los fondos externos para la
reconstrucción de Managua después del terremoto e incursionó en rubros tradicionalmente controlados por la burguesía conservadora
(especulación inmobiliaria y construcciones, sobre todo) y se exacerbaron en algunos casos cuando la represión alcanzó a algunos de sus hijos
que habían ingresado al FSLN o colaboraban con él.

El somocismo fue, en resumen, un sistema dinástico asentado en un instrumento de coacción y control (la Guardia Nacional) y un sistema de
alianzas políticas con la principal fuerza de oposición formal, con el reaseguro del apoyo de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos. La alianza
con el Partido Conservador y la disposición de éste a aceptar un papel subordinado en el sistema dotaron a éste de una base de legitimidad más
amplia que la de las típicas dictaduras personales (como fue, por ejemplo, el caso de Rafael leónidas Trujillo en la República Dominicana). A su
turno estas alianzas se edificaban a partir de la coincidencia de somocismo y conservadorismo respecto del tipo de país que debía construirse en
Nicaragua, de su acatamiento al liderazgo estadounidense, y del estilo clientelista de subordinación de las masas populares, sobre todo rurales,
que permitía movilizarlas como séquitos electorales y de confrontación en los momentos necesarios. Este sistema de alianzas dejaba sin
oportunidades efectivas de gravitación política a las otras organizaciones opositoras, que por su carácter minoritario también dependían de
alianzas con el partido Conservador a partir del común denominador del antisomocismo.

La reducida presencia de estas organizaciones (PLI, PSN PSC y otras) en el campo, a causa del funcionamiento del clientelismo y de la represión,
redujo su influencia sobre todo al ámbito urbano, o a los centros de concentración de fuerza de trabajo asalariada (por ejemplo, los ingenios
azucareros en el occidente del país. Los intentos del PSN en la década de 1960 de organizar los primeros sindicatos campesinos en la zona de
Matagalpa chocaron con una inmediata represión, lo mismo que las movilizaciones de trabajadores rurales y los esfuerzos de organización
campesina en occidente (Santos de Morais 1970; Gould 1990:85 y sigs.) La actividad sindical fue más notoria en las ciudades, sobre todo con la
reactivación de la industria de la construcción posterior al terremoto de Managua, pero en general la capacidad reivindicativa fue reducida.
Además, la estrecha vinculación de las organizaciones sindicales a los pequeños partidos de oposición o a organizaciones internacionales que
competían entre sí acentuaba las divisiones y favorecía la eficacia de eficacia de la represión.[10]

Estas limitaciones y la tradición política del país mantuvieron como una alternativa siempre abierta el recurso a la violencia para conseguir cambios
políticos. Fue, en verdad, una alternativa considerada y practicada por un espectro amplio de actores ante el nuevo panorama que se abrió tras la
muerte de Somoza García. En el segundo semestre d3 1958 un pequeño grupo armado de estudiantes universitarios de filiación liberal
independiente, dirigidos por el viejo general sandinista Ramón Raudales, ingresó desde Honduras con la intención de derrocar al régimen;
rápidamente fue detectado y derrotado por la Guardia Nacional. En 1959 exiliados conservadores organizaron desde territorio de Costa Rica una
nueva incursión, vagamente inspirada en el reciente triunfo revolucionario en Cuba; corrió la misma suerte que la anterior. Meses después una
tentativa similar, de orientación más liberal y socialista que incluía a algunos veteranos de la guerrilla de Raudales, y aparentemente con más
vinculación al régimen cubano, fue neutralizada en territorio hondureño cuando intentaba ingresar en Nicaragua. [11] Por lo tanto la creación de la
guerrilla del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) a principios de la década de 1960 no fue algo que ocurriera en el vacío; algunos de
sus integrantes originales habían participado en los intentos previos, sobre todo en el de “El Chaparral”, y en la formación de organizaciones
próximas al PSN que intentaron infructuosamente radicalizarlo.

Estas primeras manifestaciones de lucha armada pusieron en evidencia la inconformidad de segmentos radicalizados de las clases medias con el
sistema somocista y con lo que consideraban complicidad de los partidos políticos. La participación estudiantil fue decisiva, y la táctica “foquista”
inicial expresó tanto la vigencia de una particular interpretación de la experiencia guerrillera cubana, como la falta de inserción entre los
trabajadores urbanos y rurales y en el campesinado.[12] Después de algunos fuertes reveses, el FSLN logró ampliar su inserción sen sectores del
campesinado y los barrios pobres de las principales ciudades, al mismo tiempo que atraía las simpatías de jóvenes elementos de las familias
tradicionales. Desde mediados de los años setenta el FSLN aumentó su actividad en áreas de concentración de asalariados rurales promoviendo
ocupaciones de tierras y la organización sindical.

El enmarcamiento institucional de las profundas transformaciones sociales producto del crecimienti0 capitalista por un sistema político cerrado a
las demandas de los grupos negativamente afectados por ellas creó condiciones para el mantenimiento de la convocatoria revolucionaria no
obstante las alzas y bajas del accionar guerrillero. Los rasgos estructurales de la economía nicaragüense incidieron para que la propuesta de
sustitución revolucionaria del régimen calara en sectores sociales más amplios y de perfil clasista menos definidos que en El Salvador. Por un lado,
la existencia de una amplia frontera agrícola y el mayor peso de las fracciones medias del campesinado redujeron el peso del campesinado sin
tierra en la estructura agraria a fenómenos circunscriptos espacialmente, y diferenciaron las causas y expresiones del malestar rural (una
circunstancia que habría de ser fuente de numerosas tensiones para la reforma agraria sandinista) y orientaron la protesta más hacia el estado y
sus aparatos represivos que hacia los terratenientes. Las políticas gubernamentales que impulsaban las transformaciones analizadas en el
capítulo anterior crearon condiciones para que una amplia capa agricultores medianos y campesinos acomodados, muchos de ellos vinculados por
tradición al conservadorismo, prestara apoyo al FSLN.
El terremoto de Managua alteró drásticamente el escenario urbano. El impacto directo de la destrucción en las condiciones de vida de la gente fue
agravado por el pillaje de la Guardia Nacional y el acaparamiento y desvío de los fondos de ayuda y reconstrucción por el somocismo (Vilas
1984:135 y sigs.). La reactivación económica posterior incrementó la oferta de empleos sobre todo en la construcción y favoreció una recuperación
de la actividad sindical, aunque con la misma escasa eficacia reivindicativa de los años anteriores. Por su lado, la incursión del somocismo en
actividades en la que hasta entonces habían operado casi exclusivamente los grupos tradicionales generó fricciones y tensiones dentro del bloque
dominante: la llamada “competencia desleal”.[13] Todavía estos sectores no cuestionaban al somocismo como sistema político; se limitaban a
criticar la desprolijidad y el favoritismo en el manejo de los fondos públicos y a reclamar la delimitación de la acción del estado a la creación y
mantenimiento de las condiciones generales de acumulación. De hecho, la subordinación de los grupos económicos dominantes al somocismo fue
tal que recién en 1978 --vale decir cuando el ascenso del desafío revolucionario sandinista parecía ya indetenible—habría de crearse el que puede
ser considerado primer partido político de la burguesía nicaragüense como clase: el Movimiento Democrático Nicaragüense (MDN). La situación en
el terreno corporativo no fue distinta. A pesar que el auge algodonero data de principios de la década de 1950, fue casi treinta años después, en
1978, cuando se formaron las primeras asociaciones gremiales de empresarios algodoneros, mientras que la Unión de Productores Agropecuarios
de Nicaragua (UPANIC) se creó en 1979.[14]

El estado de sitio decretado a fines de 1974 como reacción a un operativo sandinista ahondó las fisuras entre el régimen y el conjunto de la
sociedad. La exacerbación de la represión contra todo lo que se aproximara, a juicio de los Somoza, al sandinismo, alcanzó todos los ámbitos del
tejido social, aunque ensañándose con los barrios populares y el campesinado medio y pobre. La represión golpeó también a algunas familias
emblemáticas de la sociedad tradicional, cuyos hijos se habían incorporado al FSLN a través de la inserción de éste en el movimiento estudiantil y
en sectores de la juventud cristiana. Por otro lado el estado de sitió fue aprovechado por el somocismo para profundizar su involucramiento en los
negocios y en el manejo prebendario de los recursos públicos.

Las presiones internacionales forzaron a Somoza a levantar el estado de sitio en 1977. La llegada de James Carter a la presidencia de Estados
Unidos implicó un cambio profundo en la política de Washington hacia América Latina; el respeto a los derechos humanos ocupó un lugar mucho
más importante en las relaciones con los gobiernos latinoamericanos que en las administraciones anteriores. A su turno el cambio en el enfoque
estadounidense favoreció presiones sobre el somocismo de varios gobiernos de la región: Panamá, Costa Rica, México y Venezuela sobre todo. El
FSLN, que desde 1976 se había fragmentado en tres tendencias, incrementó la actividad guerrillera e impulsó la creación de frentes de masas de
amplio reclutamiento popular urbano, iniciando asimismo una aproximación a los grupos tradicionales progresivamente distanciados del
somocismo.[15] El asesinato de Pedro Joaquín Chamorro en enero 1978 incrementó el distanciamiento del somocismo respecto de los grupos
dominantes tradicionales. Empero, el fracaso de la huelga patronal para conseguir la renuncia de Somoza marcó los límites de la capacidad de la
oposición tradicional para cambiar las cosas.

Tras el fracaso de esa huelga patronal los grupos empresariales opositores crearon el ya mencionado MDN; en mayo 1978 nació el Frente Amplio
Opositor (FAO) que agrupaba, además del MDN y UDEL, al PLI, PSN, PSC y otros partidos más pequeños. También se sumó al FAO el grupo de
“Los Doce”, un núcleo de profesionales y empresarios reunidos por la tendencia “tercerista” (también conocida como “insurreccional”) del FSLN
para aproximarse a la oposición tradicional, que ya en octubre 1977 había planteado la creación de un frente amplio similar al FAO. Pero la
propuesta de “Los Doce” incluía al FSLN, lo que no fue aceptado por el resto. El Programa Democrático de Gobierno del FAO contemplaba la
reorganización del ejército nacional, separación del ejército y la policía, prohibición del enjuiciamiento de civiles por tribunales militares,
erradicación de la corrupción gubernamental, derogación de la legislación represiva, libre organización sindical y popular, reforma agraria, reforma
fiscal, elecciones libres. No se hacía mención alguna a la lucha sandinista, en una coyuntura en que la actividad del FSLN se extendía por todo el
país. Meses más tarde “Los Doce” se retiraron del FAO.

En julio 1978 se creó el Movimiento Pueblo Unidos (MUP), una amplia alianza de organizaciones sociales vinculadas sobre todo a la tendencia
“proletaria” del FSLN y al Partido Comunista de Nicaragua (PC de N). El programa del MPU planteaba abolir la Guardia Nacional y la creación de
un “Ejército de Defensa de la Soberanía Nacional” a partir de los combatientes revolucionarios y los soldados y oficiales de la Guardia Nacional no
involucrados en abusos o represión; confiscación y nacionalización de las propiedades del somocismo, nacionalización de los recursos naturales y
de las empresas que los explotaban, libre organización sindical, reforma agraria, entre otras. El clima de agitación antisomocista involucró a las
mujeres. El FSLN impulsó la creación de la Asociación de Mujeres ante la Problemática Nacional (AMPRONAC), un organismo de amplia
convocatoria en sectores medios urbanos que acompañó la radicalización de la lucha política y habría de desempeñar actividades de apoyo al
sandinismo en la insurrección de 1979.

En un clima de creciente movilización popular el FSLN lanzó una insurrección en varias ciudades del país a principios de septiembre 1978
aprovechando el impacto de un operativo anterior contra el palacio Nacional, cuando el FSLN retuvo varios días en ese recinto a legisladores
somocistas y conservadores hasta que obtuvo la liberación de los dirigentes sandinistas prisioneros desde años atrás. El hecho, difundido por las
cadenas internacionales de medios, dio al FSLN una notoriedad mundial.

A fines de septiembre abortó un movimiento golpista dentro de la Guardia Nacional. La huelga patronal convocada ese mismo mes fue superada
por el activismo de masas, que cambió su carácter de demostración cívica a movilización sandinista. La debilidad de la burguesía no le permitió
conseguir la salida negociada de Somoza García, por lo que renovó sus apelaciones de ayuda al gobierno de Estados Unidos, gobierno que al
mismo tiempo era presionado por Somoza para continuar en el poder. En febrero 1979 se creó, a instancias del FSLN, el Frente Patriótico
Nacional (FPN); además del MPY u “Los Doce” lo integraron el PLI y la Central de Trabajadores de Nicaragua (CTN) de orientación socialcristiana
(que a tal efecto abandonaron el FAO), el Partido popular Socialcristiano (PPSC), el Frente Obrero (marxista leninista) y el Sindicato de
Radioperiodistas. El FPN significó la ampliación de las alianzas sandinistas por derecha y por izquierda y la coexistencia de dos “frentes” alineados
con dos tendencias internas del sandinismo. Un mes después el FSLN alcanzó la reunificación.
La acumulación de tensiones y conflictos generó una doble ruptura del bloque dominante: por un lado, el quiebre de la alianza de la sociedad
tradicional con el somocismo en lo que ésta puede ser caracterizada como una alianza entre diferentes fracciones de la burguesía nicaragüense.
Por el otro, la rupturas de la “sociedad conservadora”, es decir las familias tradicionales y sus grupos empresarios, con el partido Conservador, que
insistía en mantener su alianza subordinada con el régimen somocista. El ascenso de la lucha sandinista, las presiones internacionales y la
fractura del bloque dominante aislaron al somocismo del conjunto de la sociedad. Este efecto de aislamiento fue favorecido por la estrategia
sandinista que, al enfocar sus ataques contra Somoza y la Guardia Nacional, diluyó las repercusiones de clase de la lucha en aras de una
convocatoria democrática y nacional dirigida hacia un conjunto amplios de actores. A diferencia de lo que ocurría en los mismos años en El
Salvador y Guatemala, donde el estado mantenía una base en los grupos tradicionales de la sociedad y el enfrentamiento político adquirió una
clara identidad clasista o por lo menos social, en Nicaragua se llegó a un enfrentamiento del “estado contra la sociedad” (Torres Rivas 1980b), bien
entendido que se trataba de una sociedad unificada por el embate sandinista tanto como por la agresión dictatorial, y en pie de lucha. El
enfrentamiento final tuvo un carácter democrático por su sentido, popular por su activismo y nacional por sus alcances, más que de clase en
sentido estricto.[16]

Estados Unidos y los aparatos represivos

Desde inicios de la década de 1960, y como una reacción frente a lo que estimaba como una amenaza de la revolución cubana, el gobierno de
EEUU inició una política de apoyo militar y seguridad a los regímenes dictatoriales o fraudulentos de Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Antes
incluso que surgieran amenazas insurgentes reales, varias agencias gubernamentales estadounidenses decidieron tomar partido por la
preservación de esos regímenes, consolidando por lo tanto el poder de los grupos sociales a los que las dictaduras servían o expresaban. En el
curso de pocos años se pasó de la evolución pacífica predicada por la Alianza para el Progreso, a la contrarrevolución preventiva y a una temprana
militarización de los estados. La democracia dejó de ser una alternativa al comunismo, para ser considerada un instrumento que favorecía la
penetración de éste.

La preocupación por la seguridad de estos regímenes parece haber sido el resultado de la convicción de los analistas de Washington respecto de
la vulnerabilidad de los mismos, tras la amarga experiencia de la dictadura de Batista en Cuba, a la que el gobierno de EEUU apoyó hasta el final.
El viejo régimen en Centroamérica formaba parte de un sistema interamericano de seguridad que descansaba en dos pilares: la hegemonía de
EEUU en los asuntos políticos y militares y en las relaciones exteriores de los estados centroamericanos, y (con la excepción parcial de Costa
Rica) la dominación de esas sociedades por élites tradicionales u oligarquías firmemente alineadas con EEUU. Debido a los vínculos históricos
entre los sistemas de dominación internos y el orden internacional, un desafío a las clases dominantes locales implicaba casi inevitablemente un
desafío a EEUU. El equipamiento y entrenamiento de los cuerpos militares y de seguridad y la creación de nuevos servicios de inteligencia, todos
orientados a la preservación del orden político y social, fueron objetivos prioritarios de la asistencia de Estados Unidos a los regímenes de la
región. Ya en 1963 el entonces Secretario de Defensa Robert MacNamara enunció la doctrina según la cual la tarea fundamental de los oficiales
latinoamericanos entrenados en las academias especiales en la Zona del Canal y en territorio de Estados Unidos era la seguridad interna de sus
estados. El resultado de esto fue la creación de lo que, posteriormente, algunos observadores llamarían "estado contrainsurgente" (Jonas
1991:116-123), pero un estado contrainsurgente que nació antes que el enemigo al que combatía hubiera dado muestras de actividad significativa.
[17]

Desde 1961 el gobierno de El Salvador contó con asistencia de EEUU para desarrollar el sistema de inteligencia militar. Se modernizaron los
equipos y se organizó una vasta red de irregulares paramilitares que alimentaba con información al aparato de inteligencia y proveía de mano de
obra para el trabajo sucio de contrainsurgencia, sirviendo como auxiliares del ejército. Tal era el papel desempeñado por ORDEN (Organización
Democrática Nacionalista), cuyos miembros eran reclutados de la reserva militar, y que operaba bajo el mando del ejército (McClintock 1985 I:201
y ss). Este destacamento estaba plenamente establecido hacia 1964, bajo el mando del coronel (después general) José Alberto Medrano,
posteriormente héroe de la guerra con Honduras; hacia 1974 movilizaba entre 100 mil y 150 mil hombres. En esos mismo años se creó la Agencia
Nacional de Seguridad de El Salvador (ANSESAL), dirigida por el mayor Roberto D'Abuisson; un informe de 1983 indica que uno de cada
cincuenta salvadoreños era informante de ANSESAL (McClintock 1985 I:207-208 y 219; Torres Rivas 1986).[18]

En Guatemala el objetivo del US Military Assistance Program durante la presidencia del coronel Enrique Peralta Azurdia (1963-66) era asistir en el
establecimiento y mantenimiento de capacidad militar para garantizar la seguridad interna contra la violencia interna y las incursiones castristas. La
asistencia consistió en creación de cuerpos especiales parapoliciales encargados de ejecutar secuestros, desapariciones, torturas y asesinatos. La
cooperación estadounidense para seguridad interna se intensificó en el período 1966-74. En 1966 se organizó una estructura similar a la
ANSESAL, con el nombre de Centro Regional de Comunicaciones, que posteriormente cambiaría varias veces de nombre. El Centro era un
sistema moderno y complejo de comunicaciones entre todos los cuerpos de policía, los cuarteles y comandos locales del ejército, con sede en la
Casa Presidencial.[19] Entre 1950 y 1977 la asistencia militar de Estados Unidos sumó 40.5 millones de dólares, con más de 3,000 cadetes
entrenados en bases de Estados Unidos (Black et al 1984:20).

La Guardia nacional nicaragüense recibió asistencia de Estados Unidos a lo largo de toda su existencia. En particular la Escuela de Entrenamiento
Básico de Infantería (EEBI), instituto donde se formaba la tropa de élite propiamente militar, contaba con entrenadores y asesores
estadounidenses. En la década de 1970 la ayuda militar de Estados unidos a Nicaragua se estimaba en algo más de 30 millones de dólares frente
a una ayuda económica directa de algo más de 158 millones (Bendaña y Butler 1978:49).

A fines de 1963 funcionarios del gobierno estadounidense ayudaron a establecer el Consejo de Defensa Centroamericano (CONDECA). Su
objetivo explícito era la seguridad colectiva de la región, aunque en los hechos dedicó su atención a velar por la seguridad interna de los países
miembro. Solamente Costa Rica se mantuvo fuera. En la década de 1960 el CONDECA prestó cierta atención a los programas de "acción cívica",
considerados un eficaz medio para combatir los "planes expansionistas del comunismo" (LaFeber 1984:152); a través del involucramiento de
elementos del ejército en actividades comunales, se trataba de mejorar la imagen de los cuerpos armados. Tras la guerra entre El Salvador y
Honduras (1969) CONDECA entró en crisis a pesar de intentos del Comando Sur del ejército de EEUU por revitalizarlo.

2. EL REFORMISMO CENTROAMERICANO

La combinación de modernización capitalista y autoritarismo político que se gesto en El Salvador, Guatemala y Nicaragua contrasta
marcadamente con las situaciones que se configuraron en Costa Rica y, hasta cierto punto, en Honduras. En Costa rica la disolución del ejército
tras los acontecimientos de 1948 privó a la oligarquía de su instrumento político tradicional. En el periodo 1974-78, por ejemplo, se registró un
aumento de la movilización campesina y de las ocupaciones de tierra; mientras en la vecina Nicaragua la dictadura somocista, ante hechos
similares, respondía con represión, el gobierno costarricense impulsó un proceso de expropiación con compensación a los propietarios afectados y
de titulación en beneficio de los ocupantes. En Honduras, el reformismo militar de la década de 1970 fue alimentado por el impacto de la guerra de
1969 con El Salvador, en la que Honduras llevó la peor parte, y encontró fuerte inspiración en el régimen peruano del general juan Velasco
Alvarado. El ejército arbitró en las tensiones sociales e impulsó una reforma agraria que, aunque parcial, contribuyó a contener las demandas
agrarias y a dotar de cierta estabilidad al régimen político. Mientras el reformismo logró abrirse paso en ambos países, moderando tensiones
sociales y brindándoles canales institucionales de expresión, en El Salvador y Guatemala el centro político fue rápidamente eliminado por las
resistencias oligárquicas y militares, y en nicaragua nunca hubo intentos reales de apertura política.

Costa Rica

El establecimiento de la variante costarricense de democracia social está ligado al modo en que, después de 1948, el estado alcanzó una amplia y
duradera autonomía tanto respecto de la oligarquía cafetalera como de las clases populares que en ese entonces conformaban la base social del
Partido Vanguardia popular (PVP, comunista), con el que el gobierno reformista de rafael Calderón Guardia (1944-44) había alcanzado algunos
consensos. La disolución del ejército privó a la oligarquía cafetalera de una herramienta política; el control sobre los sindicatos redujo la capacidad
de presión corporativa de los trabajadores y la proscripción del PVP los dejó sin representación política; la adopción de un programa reformista y
modernizante por el Partido Liberación Nacional (PLN) y el estado convirtió al sistema político en la arena de transacción de los intereses sociales.

El movimiento armado de 1948 dirigido por José Figueres y el Partido Social Demócrata (a partir de 1951, Partido Liberación Nacional) proscribió
al PVP al mismo tiempo que se apropió de algunos aspectos importantes de su programa de reformas económicas y sociales, y a través del
manejo de instrumentos de política el estado que se configuró consiguientemente arrebató a la oligarquía cafetalera el manejo de una porción
sustancial del excedente financiero de la economía del café. La utilización de ese excedente permitió a Figueres ganarse el apoyo político de
buena parte de los pequeños caficultores y competir exitosamente con la izquierda proscripta por el apoyo de los asalariados. El éxito de la
estrategia debió mucho a la existencia de un programa de acción política y transformación social que grupos intelectuales venían discutiendo y
bosquejando desde años atrás en torno al Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales fundado en 1940, y al periódicoSurco.[20] La Junta
de Gobierno establecida en 1948 decretó la nacionalización de la banca y de la generación y comercialización de energía eléctrica; estableció un
impuesto de 10% sobre el capital; reformó con sentido progresista la legislación sobre la mujer (que consiguió el derecho al voto en 1949) y
respetó los avances en materia de legislación laboral de la administración de rafael Calderón Guardia.

La nacionalización de la banca permitió asignar los recursos crediticios a los objetivos de política establecidos por los grupos que se expresaban a
través del estado: una amplia capa de pequeños y medianos productores rurales ligados a la exportación, y de profesionales vinculados a ellos. La
creación en 1949 del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) promovió el desarrollo de infraestructura y de programas de irrigación que
mejoraron las condiciones de producción en el campo. Estas y otras medidas favorecieron el desarrollo de procesos de inversión fuera del sector
agroexportador tradicional. Una reforma tributaria sencilla permitió la apropiación pública de parte del excedente que antes quedaba en manos de
la oligarquía cafetalera; los fondos obtenidos permitieron desarrollar programas de infraestructura rural que incluían electrificación, drenajes y
caminos.

La política de transformación agraria mejoró la distribución de la tierra; el índice Gini de concentración se redujo 10% entre 1950 y 1973, y 16% en
las tierras dedicadas a café (Reuben Soto 1982:209-210). A pesar de esto la estructura de tenencia siguió mostrando una fuerte polarización lati-
minifundista, mitigada en parte por la alta proporción de tierra ocupada por sus dueños. [21] En 1973 aún quedaba más de un millón de hectáreas
incultas dentro de las fincas, de las que casi dos tercios en latifundios y un tercio en fincas medianas. En parte debido a la fuerte concentración de
la tierra subutilizada en fincas grandes, tres cuartos de los que trabajaban en la agricultura a principios de los años sesenta carecía totalmente de
tierra o la tenían insuficiente para sostener a sus familias; casi 60% eran peones y otro 15% minifundistas (Hall 1984:274).

Hasta 1961 la colonización espontánea de tierras baldías fue la principal válvula de escape para los trabajadores sin tierra, pero ese año la Ley de
Tierras y Colonización prohibió las ocupaciones. En 1962 se estableció el Instituto de Tierras y Colonización (ITCO) para hacerse cargo del
problema agrario en respuesta a las presiones que emanaban del crecimiento poblacional, al agotamiento de la frontera agrícola, la poca
generación de empleos industriales en las ciudades, y el temor de que se generara un efecto de demostración a partir de la revolución cubana. El
ITCO fue creado bajo la influencia del enfoque reformista de la Alianza para el Progreso; su modelo, y el de la ley agraria, fue el de la reforma
agraria venezolana impulsada en esos años por Acción Democrática, de similar orientación socialdemócrata que el PLN. Inicialmente dedicado a
programas de colonización en tierras vírgenes con indemnización a los antiguos dueños, en la década de 1970 el ITCO también promovió
asentamientos colectivos y cooperativas en tierras compradas a propietarios privados, con intermediación financiera estatal (Rivera 1986:41-45,
53; Barahona Riera 1980:275-276, 278). Aunque estuvo sometido a limitaciones financieras –situación frecuente en este tipo de reformas— los
programas se aceleraron a partir de 1975.
Sin perjuicio de su alcance reducido, la reforma agraria implicó una transformación en la relación entre el estado y las clases subalternas rurales.
Durante la primera mitad de la década de 1960 el clima social del campo fu alterado por las tomas de tierras y por las ocupaciones violentas y
masivas de fincas privadas en el Valle Central. Entre 1962 y 1971 el ITCO intervino en 272 conflictos originados por la toma de 372 fincas; el 45%
de las tomas se realizó entre 1970 y 1971. Este año se estimó que las tierras ocupadas sumaban casi 120 mil hectáreas (Rivera 1986:88-89. La
capacidad del estado para dar respuesta a la demanda de tierras, y el enfoque particularista del problema, permitieron prevenir la formación de
organizaciones campesinas fuertes, como fue en cambio el caso de Honduras.[22]

La autonomía relativa del estado respecto de los actores sociales fundamentales –oligarquía cafetalera, asalariados, pequeños productores rurales
—otorgó un amplio margen de maniobra al grupo político de José Figueres y Liberación Nacional. Al alcanzar un margen estable de autonomía
política respecto de la clase tradicionalmente dominante, y al capturar para el estado una porción importante de la riqueza generada por el café,
Figueres y el PLN pudieron mantener un equilibrio entre el imperativo de redistribuir la riqueza para adquirir consenso de masas, y la necesidad de
estimular la productividad y racionalizar la más importante actividad económica nacional. Las medidas para modernizar la producción cafetalera
incluyeron a lo largo de las décadas de los cincuenta y los sesenta la renovación de las plantaciones, promoción del uso de fertilizantes, políticas
de crédito, producción de semillas de alto rendimiento, desarrollo de nuevas técnicas de manejo de cultivos, etcétera, todo impulsado directamente
por agencias estatales.

Una parte considerable del excedente cafetalero volvió a la agricultura en forma de proyectos de desarrollo y no sólo en programas de bienestar
social. Así, mientras los programas iniciales para reestructurar la economía tuvieron que ser impuestos a una clase terrateniente opuesta a tales
cambios, en el largo plazo sus elementos más poderosos resultaron fortalecidos por la modernización del sector cafetalero. Esta situación marca
un contraste con otras experiencias de expropiación del excedente agropecuario en América Latina, en las cuales tuvo lugar una transferencia del
mismo hacia el capital industrial para impulsar procesos de sustitución de importaciones, en un enfrentamiento político con los grupos
terratenientes y exportadores que dejó poco espacio para el acuerdo y la negociación.[23]

El crecimiento de la productividad fue mayor en los grandes cafetaleros que en los pequeños debido a que aquéllos se apropiaron mejor de los
beneficios del progreso técnico y de la modernización promovida desde el estado; algo similar ocurrió en materia de aumento de los volúmenes de
producción, y también crecieron la concentración y la centralización de la producción (Winston 1989). El resultado de todo esto fue que los
grandes cafetaleros salieron fortalecidos aunque en una forma reconstituida, y en el marco de una mayor diferenciación de los grupos capitalistas.

La eficacia reformista del estado conducido por Liberación Nacional se asentó asimismo en su capacidad para neutralizar la oposición de los
trabajadores y los pequeños agricultores, a través de políticas de bienestar social, distribución de tierras, y la legitimación institucional de las
organizaciones laborales. Los trabajadores que simpatizaban con el Partido Vanguardia Popular (PVP, comunista) sufrieron la proscripción de su
organización; a cambio se les ofreció seguridad social, cooperativas y sindicatos. La debilidad de esas organizaciones frente al estado convirtió a
éste en una especie de complemento de las organizaciones corporativas de la clase.

El sindicalismo se desarrolló más en el sector público que en el privado; en 1973 la tasa general de sindicalización (rural y urbana) era la más alta
de Centroamérica: 43.4% de los ocupados en el sector público, y sólo 5.5% en el sector privado (Barahona Riera 1980:36 y 143-144; Sojo
1984:55-56). De 310 sindicatos activos en 1977 pertenecían a la actividad agrícola 40 (31%), con casi 14 mil afiliados en un total de más de 72 mil
(20%).[24] El sindicalismo agrario tuvo cierto desarrollo gracias a las condiciones institucionales relativamente permisivas. En 1960 se creó la
Federación de trabajadores Agrícolas, en 1965 se formó la Federación Unitaria de Trabajadores Agrícolas y Campesinos (FUNTAC) y en 1967
surgieron el Congreso Nacional de Campesinos, la Federación Nacional de Juntas Progresistas y la Federación Campesina Cristiana
Costarricense. Estas organizaciones protagonizaron ocupaciones de tierras que en general recibieron un tratamiento negociador por parte del
gobierno.

La intervención del estado en los procesos de reproducción de las clases subalternas (educación, vivienda, salud, seguridad social) generó una
red de instituciones que se convirtieron en canales de expresión legítima de las tensiones sociales y de la organización del consenso. Existió una
congruencia básica entre el desarrollo económico estimulado por el sector público y el reformismo institucional: se apuntaba a la valorización del
capital al mismo tiempo que el estado redistributivo atendía las necesidades de los grupos y clases subordinadas y definía el marco institucional de
procesamiento legítimo de las tensiones sociales.

La intervención estatal se incrementó progresivamente, en particular durante la presidencia de Daniel Odúber (1974-78). La nacionalización de las
compañías de refinación de petróleo y comercialización de sus derivados había dado lugar a la creación en 1963 de RECOPE (Refinadora
Costarricense de Petróleo) con 15% de participación estatal, que creció a 63% en 1973 al 100% el año siguiente. Por su parte la creación de la
Corporación Costarricense de desarrollo (CODESA) permitió efectuar grandes inversiones en empresas privadas que no pudiesen encararlas por
sí mismas. El empleo público se quintuplicó en el curso de 25 años; de 16 mil ocupados en 1949 se llegó a casi 87 mil en 1973, en gran medida
como efecto de la ampliación de la presencia estatal en la regulación de los mercados, la fijación de precios de productos y servicios básicos, y
similares. Se gestó lo que Sojo denominó “capitalismo de estado transitivo” (Sojo 1984:43) en cuanto las condiciones generales de la producción
eran puestas a disposiciones de los capitales individuales. Vale decir, un modo de intervención que no desplazaba, sino que consolidaba, al sector
capitalista.

El reformismo estatal mejoró el perfil social del país. Entre 1961 y 1971 el ingreso captado por el 20% superior de la población cayó de 60% a
50.6%, al mismo tiempo que el PIB crecía a una tasa anual de 6.5%. La tasa de mortalidad infantil bajó de 83.2 por mil a 43.1 por mil y la
expectativa de vida creció de 63.3 años a 68.3. La fuerte inversión pública en bienestar social fue posible, entre otros factores, por el peso reducido
de la inversión en seguridad. En 1960 el gasto en educación pública representó 18% del presupuesto del gobierno central, subió a 22% en 1970, y
a 30% en 1976, mientras el gasto en seguridad se mantuvo en alrededor del 5% en todo el período (Céspedes 1979; Denton y Acuña 1984). A
fines de la década de 1970 el gasto en defensa representaba menos de 3% del gasto público total, mientras que en Guatemala, El Salvador y
Honduras era entre tres y cuatro veces mayor; en cambio el gasto en educación, salud y seguridad era más del doble del de Guatemala, y más de
40% mayor que los de El Salvador y Honduras. El desarrollo del movimiento cooperativo y de asociaciones urbanas de solidaridad creó canales
para un involucramiento pausado pero creciente de mujeres en actividades de capacitación, favorecido asimismo por la ampliación del mercado
laboral. Las políticas reformistas del estado tuvieron como efecto una reorientación de la movilización hacia el sistema de partidos y las
confrontaciones electorales: una conversión de la movilización social en movilización electoral. Debe señalarse, en todo caso, que esta
reorientación no fue simplemente un juego de prestidigitación política: la inserción de las masas en el sistema político tuvo como contrapartida
mejoras significativas en sus condiciones de vida, en un marcado contraste con el resto del istmo.

Además de su impacto en las cuentas fiscales, la abolición del ejército privó a la burguesía cafetalera y al conjunto de los grupos dominantes del
que en la política latinoamericana es su instrumento fundamental de poder; a cambio de esto se les ofrecieron políticas de acumulación y
modernización. Asimismo la disolución del ejército dotó de mayor estabilidad al sistema político reformista y al régimen de partidos; como señala
Vega Carballo (1989), éstos no tuvieron que competir con los militares, como en Honduras, y pudieron controlar el ritmo y la orientación del cambio
social. Al mismo tiempo, la debilidad de las organizaciones corporativas –cámaras empresariales, sindicatos—para actuar más allá de sus
espacios sectoriales, fortaleció la eficacia de los partidos como instancias de articulación de los intereses sociales. Finalmente, el reformismo dotó
al estado de una clientela amplia que expresaba su lealtad al sistema en la aceptación de los canales institucionales de transacción de intereses y,
ante todo, en el sistema electoral.

La proscripción del PVP durante más de dos décadas actuó como reaseguro para que las presiones sociales se canalizaran por los partidos del
régimen. Se conjugó de esta manera un sistema reformista eficaz, con una amplia base de legitimidad, a salvo de amenazas por la derecha --por
la eliminación del ejército-- y por la izquierda --por la proscripción del comunismo. El régimen político articuló un sistema bipartidista hegemónico
de alternancia en el poder ejecutivo, con una mayoría estable del PLN en el Congreso hasta entrada la década de 1980. Esto permitió combinar el
principio democrático de la rotación con la estabilidad política derivada del control legislativo.

Varios estudios (por ejemplo Palma 1980; Rojas Bolaños 1980; Sojo 1984) pusieron énfasis en el efecto desmovilizador de las políticas sociales,
sugiriendo que éste y no otro fue su objetivo central. Es difícil argumentar al respecto, como siempre que se discute en torno a la intencionalidad
de determinadas políticas públicas. Haya sido éste o no el designio de los gobiernos o del PLN, es incuestionable el impacto de las reformas en la
consolidación de la legitimidad del sistema político. Más que una desmovilización de las clases populares, las políticas reformistas tuvieron como
efecto una reorientación de la movilización popular hacia el sistema de partidos y las confrontaciones electorales: una conversión de la agitación
social en movilización electoral. Debe señalarse, en todo caso, que esa reorientación no fue simplemente el resultado de un juego de
prestidigitación política: la inserción de las masas en el sistema político tuvo como contrapartida mejoramientos significativos en sus condiciones
de vida, en un notable contraste con el resto del istmo.

Honduras

La conjugación de reforma social y apertura política que hemos visto en Costa Rica se manifestó de manera matizada en Honduras. Un proceso
de reforma agraria permitió moderar las tensiones sociales en el campo y alimentar expectativas sobre la eficacia del estado para resolver
conflictos y atender demandas, en el marco de regímenes militares de carácter tibiamente reformista y cierta sensibilidad social. La debilidad de los
partidos políticos tradicionales (Nacional y Liberal) para articular el dinamismo de las fuerzas sociales que se fueron perfilando como efecto de las
transformaciones del capitalismo agroexportador contribuyó a la vulnerabilidad del sistema político representativo y a la reorientación de las
presiones sociales por la vía corporativa.

El diseño democratizante insinuado a través del Partido Liberal en la década de 1950 chocó contra las rigideces de un sistema político modelado
por los grupos más tradicionales y las empresas transnacionales del banano, a través del Partido Nacional (conservador) y de las fuerzas
armadas. En estas condiciones las presiones en torno a la democratización se expresaron de manera separada en el terreno socioeconómico y en
el terreno político, sin una necesaria correspondencia entre ambos: el énfasis en la democratización política no se proyectó a las relaciones
sociales y al acceso a recursos, y los avances en el terreno socioeconómico no fueron antagónicos con regímenes políticos autoritarios. El
predominio de la óptica corporativa limitó las proyecciones políticas de los intereses sociales y creó condiciones para que fuera el estado, y en
particular el ejército, quien en nombre de la sociedad en su conjunto ejerciera una marcada autonomía respecto de las clases en pugna. Por las
características estructurales del país, los alcances y limitaciones de este esquema fueron particularmente notorios en el sector agropecuario, sobre
todo en torno al problema de la tierra.

Con el apoyo de organismos multilaterales y de agencias gubernamentales estadounidenses, el estado hondureño, prácticamente reducido hasta
entonces al control militar de la población y al poco eficiente cobro de las rentas de aduana, fue transformado en un ente con amplias facultades de
intervención en la vida económica. A través del crédito agropecuario e industrial, y del desarrollo de la infraestructura vial y energética, el estado
apoyó y promovió la diversificación económica y la integración de Honduras a la modernización capitalista de la posguerra, contribuyendo a la
formación de nuevos grupos empresariales en la producción ganadera y algodonera, y posteriormente en la producción azucarera; por lo tanto,
con percepciones e intereses distintos de los de los grupos tradicionales ligados al enclave bananero. [25] La reforma constitucional de 1957,
auspiciada por el interregno militar (1956-57) que sucedió a la caída del gobierno reformista del presidente Julio Lozano Díaz, sancionó la
intervención estatal amplia en la economía. El estado fue incluso autorizado a reservarse áreas de competencia exclusiva por razones de interés
nacional y seguridad, para encauzar, estimular y suplir a la iniciativa privada. La institución que permitió ejecutar este amplio intervencionismo fue
el Banco Nacional de Fomento (BANAFOM), de características muy parecidas al INFONAC nicaragüense.
En 1962 el gobierno liberal de Ramón Villeda Morales promulgó la primera ley de reforma agraria en respuesta a las movilizaciones rurales y las
huelgas agrícolas que desde 1954 agitaban algunas zonas del país y en particular a las ocupaciones de tierras por los trabajadores cesantes de la
empresa bananera estadounidense Tela Railroad Co. El gobierno de Villeda Morales (1959-63) expresaba una alianza política amplia de grupos
modernizantes (la incipiente burguesía industrial, las capas medias urbanas) y sectores populares, que se expresó en medidas como el Código del
Trabajo, el fomento a la educación y la reforma agraria. En 1961 creó el Instituto Nacional Agrario (INA) para encauzar las tomas de tierra y
encargarse del problema agrario. Poco después algunos grupos campesinos crearon el Comité Central de Unificación Campesina, que en agosto
de 1962 se transformó en Federación Nacional de Campesinos de Honduras (FENACH). La FENACH movilizaba sobre todo a los arrendatarios y
ocupantes precarios de tierras de la Tela Railroad Co, muchos de los cuales habían sido obreros de las plantaciones de la bananera y en tal
condición habían acumulado experiencia de acción sindical.[26] Un mes después de la creación de FENACH y como reacción a ella se formó la
Asociación Nacional de Campesinos de Honduras (ANACH) con asesoría AFL-CIO y ORIT. Apoyada por el gobierno, rápidamente obtuvo
personería jurídica. Las tomas de tierras encontraron respuestas favorables en el INA, acelerándose la recuperación de tierras nacionales y
ejidales ilegalmente poseídas por los terratenientes. Las tierras se adjudicaban a los ocupantes, con apoyo financiero estatal, para la producción
asociativa.

La activación agraria alarmó a los terratenientes que encontraron eco en sectores del ejército. El golpe militar de 1963 frenó la reforma agraria.
Entre ese año y 1967 el INA sólo impulsó algunos pequeños proyectos de colonización en la frontera agrícola. La tónica del gobierno militar fue
antipopular y represiva. En la masacre campesina de El Jute (departamento de Yoro, el 30 de abril 1965), ejecutada por el ejército, uno de los
muertos fue el dirigente Lorenzo Zelaya. La represión también abarcó a la ANACH pese a sus relaciones con organizaciones sindicales de Estados
Unidos. En 1969 aumentaron los desalojos de campesinos y finqueros salvadoreños sobre todo en los departamentos fronterizos; otros optaron
por abandonar Honduras por temor a represalias. Las acciones militares, apoyadas por el INA, eran estimuladas por los terratenientes, que
esperaban beneficiarse de las expulsiones. La existencia de campesinos salvadoreños instalados en Honduras desde décadas atrás sirvió a los
terratenientes para presentar como un conflicto de tipo nacional lo que en realidad era un conflicto entre dos clases sociales.[27]

Después de un breve interregno civil un segundo golpe militar, también encabezado por el general Oswaldo López Arellano, dio nuevo impulso a la
reforma agraria, en franco contraste con el conservatismo de su anterior gestión. En 1973 se creó la Federación de Cooperativas de la Reforma
Agraria de Honduras (FECORAH), en la que el gobierno, a través del INA, llegaría a tener fuerte gravitación; en 1982 FECORAH llegó a contar con
10,000 socios. En noviembre 1979 se creó el Frente Unido Nacional Campesino de Honduras (FUNACAMH), un intento de unidad de todas las
organizaciones campesinas ante la virtual paralización de la reforma agraria.

La reforma agraria se orientó fundamentalmente hacia las tierras de propiedad estatal; 73% de la superficie afectada en 1973-74 correspondió a
tierras fiscales, 19% a tierras privadas y 8.5% a tierras ejidales. Entre 1973 y 1982 los gobiernos militares afectaron algo más de 240 mil ha.,
beneficiando a casi 39,500 familias campesinas. Fue por lo tanto una reforma agraria de alcances reducidos. Más de 125 mil familias minifundistas
quedaron fuera del programa, o casi 75% del total (PREALC 1983a:29). Durante su primera década la reforma agraria afectó a 8% de la tierra en
beneficio de 13% de las familias rurales (Ruhl 1984). A pesar de estas cifras reducidas ninguna otra reforma agraria en América Latina tuvo tanto
alcance antes de la reforma agraria sandinista en Nicaragua. Además, el tipo de reforma, en el que el detonante para la asignación de tierras eran
las ocupaciones, tuvo un impacto fuerte en la organización campesina. Las luchas agrarias tuvieron como resultado el desarrollo de la
organización más que una amplia asignación de tierras. Según un autor al comienzo de los años ochenta unas 142 mil familias pertenecían a
alguna de las organizaciones campesinas (Salgado 1981, 1982).

Las luchas campesinas tuvieron un carácter incremental; desde mediados de la década de los setenta las tomas de tierra se hicieron en forma
masiva y sincronizada como verdaderos “operativos campesinos”, al decir de un especialista (Posas 1979, 1981a, 1981b). Sin desconocer sus
alcances limitados, es incuestionable que fue la lucha de esas organizaciones el factor que permitió impulsar la reforma agraria. El periodo 1973-
77 fue el de mayor dinamismo de la reforma: se entregaron casi 170 mil manzanas (72%) a algo más de 24 mil familias (62% del total). En 1976 el
INA empezó a afectar no sólo tierras fiscales sino también tierras privadas ociosas, pero la oposición de las empresas bananeras consiguió la
renuncia del director del INA y una moderación del proceso (Posas y Del Cid 1981:205 y sigs.; LAC 1984:cap. 4; Brockett 1988).

A pesar de estas limitaciones el reparto agrario alimentó una intensa movilización rural y el desarrollo de la organización campesina sin paralelo en
el resto de Centroamérica. Su relación con el estado fue dinámica; los intentos estatales de controlarlas encontraron una desigual capacidad de
respuesta y resistencia. El INA se convirtió en la instancia privilegiada de negociación entre el poder político y las organizaciones agrarias. Los
avances en materia de reparto fortalecieron a las organizaciones y su sentido de eficacia categorial, al mismo tiempo que dotaron al estado de una
base relativamente sólida de legitimidad. La estrategia de la reforma agraria, con énfasis en la organización cooperativa y asociativa fortaleció
adicionalmente la organización campesina y convirtió a la capacitación en un ingrediente importante de las políticas agrarias y de la actividad de
las organizaciones.

Debe señalarse empero que el movimiento campesino hondureño nunca pudo constituirse como una fuerza independiente de los partidos políticos;
las principales organizaciones mantuvieron vinculaciones bastante estrechas con éstos, y la relativa autonomía operativa con que contaron no fue
suficiente para introducir en los programas de los partidos la demanda de reforma agraria. Más aún, el campesinado hondureño se mantuvo,
durante todo el proceso de reforma, dividido por sus lealtades políticas tradicionales --liberales y nacionales (conservadores) sobre todo-- situación
que debilitó a las organizaciones del sector y favoreció, en cambio, a la capacidad instrumentalizadora del estado. Las organizaciones, por lo
demás, mostraron dificultades para movilizar de manera amplia a las masas rurales como forma de expandir sus bases de sustentación en la lucha
reivindicativa. Tendieron más bien a concentrar sus esfuerzos en la consolidación empresarial de las cooperativas y empresas asociativas, y en su
desarrollo productivo.
De todos modos la dinámica introducida por las luchas agrarias y por la respuesta reformista del estado tuvo repercusiones amplias en el contexto
de la modernización capitalista global. El movimiento sindical urbano creció durante las décadas de 1960 y 1970, pero salvo momentos
particulares no pudo articularse a la activación campesina.[28]

La rigidez de la estructura tradicional generó enfoques reformistas en los nuevos segmentos de la burguesía industrial y amplió el espacio para el
activismo sindical. En la medida en que el reformismo era parte constitutiva del estado, la intervención de éste fue en general favorable a los
sectores más innovadores de la sociedad, bien que manteniendo los parámetros de un régimen capitalista. El carácter de enclave extranjero del
sector más dinámico de la economía nacional (el banano), la debilidad de la burguesía, y las limitaciones de la organización popular, contribuyeron
a dotar al estado, y particularmente a las fuerzas armadas, de una amplia autonomía respecto de la sociedad.

Estados Unidos y el reformismo centroamericano

Los intentos reformistas contaron con el estímulo y la cooperación del gobierno de Estados Unidos y de organismos multilaterales de crédito y
desarrollo. Las misiones del Banco Mundial en la década de 1950, ya mencionadas, fueron complementadas en la década de 1960 por la AID; en
el nivel operativo de terreno, proyectos como el Cuerpo de Paz, y algunas misiones religiosas, fueron importantes para fomentar nuevas actitudes
de la población hacia sus condiciones de vida. En los años cincuenta el objetivo del reformismo fue en poner “a punto” a las economías y a los
estados de Centroamérica para incorporarse a la dinamización de la economía mundial detonada tras el fin de la guerra y protagonizada por las
nuevas formas de organización capitalista: las empresas transnacionales. En los sesenta los objetivos de estabilidad política y seguridad
hemisférica se sumaron al anterior, aconsejando algunos cambios en las políticas sociales y en materia agraria. Pero a medida que los cambios
introducidos contribuían a activar las tensiones sociales, el énfasis en la modernización económica y social fue perdiendo peso frente al objetivo de
seguridad hemisférica, a su turno integrado plenamente a la impronta de la guerra fría.

En lo relativo a la economía el enfoque promovido por las agencias gubernamentales estadounidenses y por los organismos multilaterales puso
énfasis en el desarrollo de la infraestructura –especialmente transportes y comunicaciones--, promoción de la agroexportación y en la creación de
facilidades para la inversión extranjera que debería dinamizar y modernizar el aparato productivo (IBRD 1951, 1952; Wynia 1972). Se recomendó
asimismo el desarrollo de la educación básica y técnica, en especial la educación agrícola encargada de la formación de especialistas en ese
campo (agrónomos, zootécnicos, administradores) y la creación de centros de investigación y experimentación de variedades genéticas adaptadas
al sistema ecológico centroamericano. Se recomendó la introducción de reformas tributarias –incluyendo en algunos casos la creación de algunos
impuestos básicos, como el impuesto a la renta—y la agilización de los procedimientos administrativos. En la década de los sesenta se agregaron
recomendaciones de reforma agraria, se insistió en la reforma tributaria y en la necesidad de dar atención al desarrollo de la infraestructura social
–especialmente educación y salud: escuelas, hospitales y clínicas, y similares.

Las recomendaciones de reforma incluyeron la necesidad de modernizar y fortalecer los aparatos estatales de los cinco países. Muy a tono con el
clima intelectual y político de la época, se consideraba que el estado estaba llamado a desempeñar una activa función de estímulo al mercado,
apoyando el surgimiento de nuevos grupos económicos que pudieran actuar como contrapartes locales de los inversionistas externos, y
contribuyendo a la modernización de los grupos tradicionales. En estos años surgieron en los cinco países bancos e instituciones estatales de
fomento a la producción, encargados de canalizar el crédito externo destinado al desarrollo de nuevas actividades y el financiamiento de
tecnologías modernas. Se instalaron escuelas de agricultura y centros de investigación y experimentación como parte de los sistemas de
educación superior o como dependencias directas del gobierno central.

También se crearon oficinas de planificación: en Guatemala, Honduras y Nicaragua a principios/mediados de la década de 1950 bajo los auspicios
del "punto IV" del presidente Harry Truman; en El Salvador (1962) y Costa Rica (1963) en el marco de las recomendaciones de la Alianza para el
Progreso (Wynia 1972). Su creación respondió sobre todo a los requisitos de las agencias internacionales para la concesión de financiamiento
para el desarrollo, y en buena medida su creación obedeció también a los requisitos de las agencias internacionales para la autorización del
desembolso de los fondos. La eficacia de estos organismos fue reducida. Sus recomendaciones encontraron poca receptividad en el poder
ejecutivo, pero de todos modos contribuyeron a mejorar la capacidad de información y análisis de los gobiernos. En la década de 1960 el apoyo a
la transformación agraria condujo a la creación de institutos y agencias de reforma agraria en todos los países de la región, a los que ya se hizo
referencia. Estas instituciones se convirtieron en el punto de articulación de una gama amplia de organismos estatales encargados de ampliar los
alcances de las políticas públicas y los ámbitos de gestión gubernamental en los asuntos económicos y sociales, fortaleciendo asimismo sus bases
de legitimación.

El involucramiento del gobierno de Estados Unidos tuvo también manifestaciones más directas. Rosenberg (1987) señala la gravitación de
agencias gubernamentales estadounidenses en el diseño de los programas económicos de cada país centroamericano. "El presupuesto de la
embajada de EEUU puede ser el único presupuesto de esos países que crece", dice, y esto amplió las posibilidades de que fuera el gobierno de
EEUU quien definiera la agenda económica y social de esos países. La influencia estadounidense se vio magnificada por la debilidad de la
mayoría de las instituciones (estructuras, presupuestos, programas, personal) del país sede.

Las tensiones fiscales del reformismo

Los límites políticos del reformismo centroamericano se expresaron también en las cuentas fiscales. La resistencia de los grupos dominantes a
pagar impuestos en proporción a sus ingresos y a sus capitales, dotó a los estados centroamericanos de una exigua base tributaria, que habría de
hacer crisis a medida que el sector público extendía sus funciones de promoción económica y social.
El cuadro III.4.ilustra la fragilidad de la base tributaria de los estados centroamericanos durante todo el periodo de expansión agroexportadora y de
crecimiento industrial. Las cifras revelan una muy escasa capacidad para movilizar recursos financieros internos que los llevaría ante los crecientes
compromisos de gasto, a apoyarse de manera creciente en el endeudamiento externo.

Cuadro III.4. Centroamérica: Coeficiente de tributación (% del PIB)

1955 1965 1975 1980

Costa Rica 10.1 11.8 12.7 11.5

El Salvador 10.8 9.9 12.0 11.1

Guatemala 8.5 7.6 9.5 8.6

Honduras 7.3 9.7 12.1 14.0

Nicaragua 10.8 10.2 10.6 10.6ª

ª 1979. Fuente: Vilas (1990a:123)

Las estrecheces fiscales obedecían a diversos factores. El crecimiento del comercio regional a partir de los años sesenta, libre de derechos de
aduana, desplazó progresivamente al comercio de Centroamérica con el resto del mundo, que sí estaba gravado. Además, la adopción de un
arancel externo común que discriminaba contra las exportaciones extra regionales de bienes de consumo (altas tarifas) y en cambio reducía los
impuestos de importación de bienes intermedios y de capital, tuvo como efecto reducir adicionalmente los ingresos fiscales de las importaciones: el
comercio regional se orientó hacia los bienes de consumo que de haber sido importados desde afuera de la región habrían debido pagar tarifas
altas, mientras que el comercio extra regional tendió a especializarse en bienes desgravados. La caída de los derechos de importación significó un
golpe severo a las rentas fiscales; en los años iniciales del Mercado Común Centroamericano (MCCA) esos derechos representaban, por ejemplo,
32% de los ingresos del gobierno en Guatemala y 54% en Costa Rica (Bulmer-Thomas 1987:181-185).

En segundo lugar, los incentivos a las nuevas actividades productivas contemplaron exenciones de los impuestos a las importaciones y a las
ganancias. Además, las políticas tributarias estuvieron fuertemente sesgadas hacia los impuestos al consumo y la producción. A mediados de la
década de 1970 los impuestos directos representaban en toda Centroamérica sólo 21% de los ingresos totales de los gobiernos, mientras llegaban
al 32% en toda América Latina. Esta situación beneficiaba a los grupos de más altos ingresos, que además podían evadir con facilidad tasas de
imposición de todos modos ridículamente bajas. Según Best (1976) si la tasa de imposición sobre el 20% más alto de perceptores de ingreso se
hubiera incrementado a un 20% (una tasa mucho más baja que en los países industrializados) esta única fuente de ingresos habría sido mayor
que los ingresos de impuestos de todos los países centroamericanos, excepto Costa Rica. Este autor concluía su estudio señalando que la
estructura tributaria de Centroamérica sólo era buena para un reducido grupo económico: los terratenientes. Los impuestos a las exportaciones
representaban proporciones absurdamente bajas de los ingresos totales. Entre principios de la década de 1960 y la siguiente sed redujeron de 3%
a 1% de los ingresos del gobierno de nicaragua; de 5% a menos de 4% de los ingresos del gobierno de Honduras; de 5% a 1% en Costa Rica, de
11% a menos de 6% en Guatemala. Solamente en El Salvador se mantuvieron arriba del 15% durante todo el periodo (Bulmer-Thomas 1987:182).

En tercer lugar, el gasto público creció velozmente durante todo el periodo, particularmente en los años setenta, generando una brecha creciente
entre ingresos y egresos fiscales. Aquéllos crecieron con una tasa anual promedio de 6% durante el decenio, mientras el gasto lo hizo al 90%; el
coeficiente del gasto público casi se duplicó en ese lapso: de 12.5% en 1970 a 21% en 1980 (IICA/FLACSO 1991:106 y sigs.). La creación, ya
comentada, de un número importante de agencias estatales de promoción del desarrollo protagonizado por empresas privadas y el
involucramiento directo del estado en la construcción de infraestructura económica y social y en el financiamiento de grandes proyectos contribuyó
a la generación de los desbalances. Durante la segunda mitad de la década de 1970 la inversión pública creció con un ritmo anual promedio
superior al 20% (Molina Chocano 1981).

Salvo en Costa Rica el crecimiento del gasto público se orientó hacia las demandas de acumulación y consumo de los grupos medios y altos,
dejando de lado al resto de la población. Puesto que son los grupos de menores ingresos los que constituyen las clientelas más numerosas de los
hospitales y las escuelas públicas y de las campañas de alfabetización, vacunación, potabilización de agua, y similares, es claro que, con la
excepción costarricense, estos servicios eran meramente simbólicos para la mayoría de la población (cuadro III.5). Al finalizar la década de 1970
los gobiernos centroamericanos gastaban un promedio anual de cinco dólares con centavos en la salud de cada centroamericano, y menos de
quince dólares en su educación. Pero si se excluye a Costa Rica del promedio, los valores anuales eran $4.55 en salud y $ 9.22 en educación.

Cuadro III.5. Centroamérica: Gasto público en salud y educación, por habitante (en dólares de 1970)

Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Centroamérica

S E S E S E S E S E S E

1970 2.2 20.6 4.3 8.3 3.6 5.8 3.9 8.6 5.9 9.2 5.9 10.5

1975 5.7 26.6 4.7 9.3 3.5 5.6 5.4 9.3 4.4 10.1 7.7 12.2

1979 8.1 35.1 4.2 9.6 4.3 7.0 6.4 10.1 3.3 10.2 5.3 14.4

S: Salud E: Educación Fuente: SIECA (1981) y elaboración propia

La combinación de gasto público en aumento y una estructura tributaria deficiente generó un crecimiento rápido del déficit fiscal (cuadro III.6).

Cuadro III.6: Centroamérica: Déficit fiscal, 1970-80

Crecimiento del
Déficit fiscal¹ Déficit/gasto²
déficit³

1970 1975 1980 1970 1975 1980 1970-75 1975-80

Costa Rica 21 38 339 6.8 8.7 42.4 12.7 54.9

El Salvador 22 42 195 7.2 8.9 32.3 13.5 36.1

Guatemala 56 20 365 12.5 3.4 33.0 - 18.8 79.1

Honduras 48 43 199 21.8 12.1 34.3 - 2.2 35.8

Nicaragua 24 146 135 11.4 32.1 23.2 42.9 - 1.4

Centroamérica 172 288 1233 12.0 13.0 33.0 9.6 40.9

¹: Millones de dólares de 1980.

²: Déficit fiscal como porcentaje del gasto del gobierno central.

³: Tasas anuales.

Fuente: IICA/FLACSO 1991:111-113.

Una adecuada reforma tributaria habría podido prevenir estos efectos, pero habría implicado confrontaciones con los grupos tradicionalmente
dominantes. Las reformas encaradas (por ejemplo en Nicaragua en 1962, y en Guatemala en el período presidencial de Méndez Montenegro)
fueron tímidas e insuficientes. El cuadro III.7 muestra la escasa relevancia de los ingresos corrientes de los gobiernos durante la década de 1960.
Solamente en Honduras registraron algún incremento.
Cuadro III.7. Ingresos corrientes del gobierno central (Como % del PIB)

Costa Rica El Salvador Guatenala Honduras Nicaragua

1960 13.3 s.i s.i 10.8 9.5

1965 13.3 11.2 8.9 º0.5 10.3

1970 13.3 11.5 9.0 º2.4 9.3

Fuente: SIECA/INTAL (1973, vol. 10:117 y sigs.)

La brecha creciente entre ingresos ordinarios y gastos fue cubierta por el endeudamiento externo, que lo mismo que en el resto del hemisferio se
incrementó durante la década de 1970 gracias a las condiciones de liquidez internacional. El saldo de la deuda pública externa de Centroamérica
se multiplicó por cuatro entre 1960 y 1970, volvió a hacerlo entre 1970 y 19765, y creció dos y media veces entre 1976 y 1980 (cuadro III.8).

Cuadro III.8. Centroamérica: Saldo total de la deuda pública externa contratada, 1960-1980 (Millones de pesos centroamericanos)

1960 1966 1970 1976 1979 1980

Costa Rica 55 141 227 933 2,233 3,183

El Salvador 33 82 126 462 939 1,176

Guatemala 51 97 176 551 934 1,053

Honduras 23 77 144 581 1,180 1,510

Nicaragua 41 113 206 936 1,136ª 1,588ª

Centroamérica 203 510 879 3,463 6,422 8,510

ªIncluye la deuda privada garantizada por el estado.

Fuente: 1960-76: BID (1965, 1980); 1979 y 1980: IICA/FLACSO (1991:92).

En la segunda mitad de la década el ascenso de la violencia política condujo al aumento de los gastos militares en nicaragua y El Salvador, a los
que se destinaron porciones crecientes del endeudamiento. En Costa Rica parece haber gravitado, fundamentalmente, la decisión gubernamental
de mantener los niveles del gasto a pesar de la desaceleración del crecimiento.

Salvo Costa Rica, donde el gasto social tuvo un comportamiento dinámico, en el resto de Centroamérica el endeudamiento público alimentó sobre
todo los subsidios estatales a la empresa privada local y extranjera, y a los grupos sociales perceptores de ingresos medios y altos: reducida carga
tributaria, importaciones baratas, gastos de seguridad y defensa contra las protestas sociales. Los precios internos, que en décadas anteriores se
habían mantenido bajo relativo control, crecieron rápidamente como efecto del alza de los precios externos, sobre todo en los rubros alimenticios,
que gravitan proporcionalmente más en los sectores de ingresos menores (IICA/FLACSO 1991:99-100). El alto coeficiente de importaciones del
sector agroexportador y de la industrialización gravitó pesadamente sobre las cuentas fiscales. Los grupos de poder centroamericanos no tienen
responsabilidad en el choque petrolero, pero el estilo de desarrollo escogido incrementó la vulnerabilidad de las economías frente a los cambios en
la economía mundial.

En economías abiertas como las centroamericanas el crecimiento de la demanda por encima de la oferta –el “exceso” de demanda—se compensa
con el crecimiento de las importaciones. Si la tasa de cambio se mantiene constante, como en la década de 1960, y el crecimiento de los ingresos
de exportación acompaña al crecimiento de las erogaciones requeridas por las importaciones, el nivel interno de precios no experimenta
alteraciones. Pero si los ingresos de exportación se rezagan (por caída de los volúmenes exportables o de los precios internacionales) se genera
déficit en la balanza comercial. En tal situación los gobiernos pueden echar mano a dos recursos de política: 1) reducción del ritmo de crecimiento
y por lo tanto disminución de la demanda de importaciones; 2) establecer restricciones a las importaciones. Este segundo caso implica establecer
controles al exceso de demanda, lo cual alimenta presiones inflacionarias. Los gobiernos autoritarios pueden manejar durante algún tiempo esas
presiones comprimiendo la demanda de los trabajadores. En Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras los ingresos de los campesinos y los
salarios de los obreros y empleados marcharon rezagados respecto del crecimiento del ingreso por habitante. La represión de las demandas de
consumo que podrían haber presionado sobre los desequilibrios externos fue el factor de ajuste de las economías. En Costa Rica las políticas
sociales crearon alternativas no salariales a las demandas de los grupos de menores ingresos, pero el cambio de la situación internacional tras el
primer shockpetrolero modificó profundamente el panorama. Los precios internos iniciaron un incremento vertiginoso, la capacidad de importar se
deterioró y el crecimiento se desaceleró, presionando de manera fuerte sobre las cuentas externas.[29]

El cuadro III.9 muestra la rápida evolución desde la estabilidad de precios en la década de 1960 a tasas relativamente altas de inflación, para los
criterios de entonces, en la siguiente.

Cuadro III.9. Centroamérica: Tasas medias anuales de inflación, décadas de 1960 y 1970 (Precios al consumidor)

1960-72 1972-77

Costa Rica 2.4 13.4

El Salvador 0.5 12.8

Guatemala 0.7 13.8

Honduras 2.6 9.1

Nicaragua 1.8 12.6

Centroamérica 1.4 12.8

Fuente: SIECA (1981)

Los altos niveles de endeudamiento y el desencadenamiento de las presiones inflacionarias marcaron los límites del reformismo centroamericano;
las tensiones fiscales explicitaron las rigideces políticas del modelo e incrementaron los niveles y las manifestaciones de la insatisfacción social.

3. LA NUEVA IGLESIA

Las transformaciones políticas y sociales experimentadas por América Latina en los años sesenta –la revolución cubana, la instalación de
varios gobiernos desarrollistas, el golpe militar de 1964 en Brasil, el desigual efecto de las políticas recomendadas por la Alianza para el progreso,
entre otras-- gravitaron en las iglesias del continente y en particular en la iglesia católica. En ésta, además, las encíclicas "Mater et Magistra" del
papa Juan XXIII y "Pacem in Terris" de su sucesor Pablo VI, y la constitución apostólica "Gaudium et spes" del Concilio Vaticano II introdujeron
modificaciones amplias en la acción pastoral y en el enfoque de los problemas sociales, redujeron las prevenciones hacia las organizaciones
izquierdistas al deslindar el terreno de lo estrictamente religioso del campo de lo político y social, y legitimaron el involucramiento en una acción
social de orientación reformista y de confrontación a las expresiones más descarnadas del capitalismo. Importante en la crítica al capitalismo fue
un cierto retorno a la doctrina de la Patrística, que enfatizaba el carácter colectivo con que los bienes terrenales fueron creados, y la
estigmatización de la economía de lucro. La renovación doctrinaria también abrió las puertas a la cooperación entre cristianos y marxistas en el
terreno político y social --una cuestión que venía discutiéndose desde la posguerra europea--, al deslindar los juicios de fe y las materias
teológicas, de las doctrinas políticas y sociales. La constitución "Gaudium et Spes" declaró asimismo la independencia de los juicios políticos y los
juicios teológicos: ningún cristiano podría legitimar sus opciones políticas en "verdades de la fe". Una concepción que habría de minar
severamente la autoridad de las jerarquías religiosas conservadoras.

Es un fenómeno recurrente en sociedades agrarias, con fuertes componentes de población indígena y poca experiencia organizativa de la
población por encima del nivel local, que lo religioso actúe como un ámbito de protesta de la gente (vid por ejemplo Houtart 1989; Clemeña Ileto
1979). Lo nuevo de la situación centroamericana a partir de la década de 1970 fue que la religiosidad dejó de ser caja de resonancia y válvula de
escape de agravios locales o particulares, para impulsar un cuestionamiento global y estructural del orden establecido. Éste fue el papel
extraordinariamente innovador de las comunidades cristianas de base y de la Teología de la Liberación.

La renovación de la pastoral católica puso especial énfasis en el contacto directo del "pueblo de Dios" con los evangelios; la difusión de la lectura y
el comentario de la Biblia alcanzaron niveles sin precedentes, y se apoyó en la difusión de la alfabetización a cargo de los religiosos. La
recomendación del Vaticano de que la misa fuera celebrada en el idioma de cada país acortó más la distancia entre la gente y la iglesia; en las
misas era frecuente que el tradicional sermón fuera remplazado por el diálogo entre el celebrante y los feligreses. La conferencia de obispos
latinoamericanos en Medellín (1968) adaptó los lineamientos vaticanos a las características del continente y sistematizó las experiencias recogidas
en los años precedentes; para los sectores más sensibilizados socialmente de la iglesia centroamericana, constituyó una "luz verde" para un más
amplio involucramiento en una pastoral de transformación social.

En esta reorientación influyó también la constatación de la creciente influencia que algunas denominaciones evangélicas estaban alcanzando en
algunos países, sobre todo Guatemala. A diferencia de la pastoral católica tradicional, que definió un enfrentamiento con la religiosidad original de
comunidades indígenas, las denominaciones protestantes dedicaron más energía a competir con la iglesia católica, evitando conflictos con las
expresiones tradicionales de la religiosidad en las aldeas. Esto facilitó su penetración, o por lo menos evitó algunas de las confrontaciones iniciales
que protagonizaron los religiosos católicos.[30] La competencia pastoral entre católicos y protestantes no constituye una explicación del sesgo
reformista de la labor pastoral, pero posiblemente jugó un papel en la adopción de estilos de organización y de desarrollo de la pastoral rural
católica que facilitarían sus proyecciones sociales y, más tarde, una progresiva radicalización.

En la valoración de la gravitación de esta nueva pastoral en la gestación y desenvolvimiento de la crisis revolucionaria centroamericana, es
necesario distinguir dos niveles. El primero se refiere a su contribución a una más amplia concientización de las masas, sobre todo rurales, y en
particular al rechazo colectivo a condiciones de vida que, por esa misma acción pastoral, comenzaron a ser juzgadas como inicuas e inaceptables.
La acción de las comunidades de base, que vinculaban el desarrollo comunitario a interpretaciones sociales derivadas de lecturas renovadas del
evangelio, contribuyó significativamente a la ruptura del orden social rural El segundo nivel se refiere a la incorporación de un importante número
de feligreses y de religiosos a la lucha revolucionaria, a causa de este nuevo tipo de acción pastoral. La actitud de las jerarquías eclesiásticas
hacia uno y otro nivel varió radicalmente, y esto gravitó en los alcances y la eficacia de la acción pastoral. En general hubo una actitud de apoyo
hacia el primer nivel, mientras que la actitud hacia el segundo nivel osciló entre la ambigüedad y la condena, con muy pocas excepciones.

El impacto del nuevo mensaje eclesiástico en grandes segmentos de la población centroamericana difícilmente podría ser minimizado. El papel
tradicional conformista y legitimador de la iglesia fue sustituido en muchos lugares por un papel cuestionador y dinamizador del potencial de
conflicto existente en la sociedad. El desarrollo de nuevos conceptos teológicos ??por ejemplo la noción de "pecado de estructuras" para
denunciar la creación por el capitalismo de situaciones objetivas de injusticia--; el énfasis de muchos teólogos y clérigos en que el compromiso del
cristiano supone un compromiso revolucionario; la difusión y exaltación de la experiencia personal del sacerdote Camilo Torres en la guerrilla
colombiana y la interpretación de su muerte como un martirologio, contribuyeron a que para sectores importantes del campesinado y la pequeña
burguesía urbana, la nueva pastoral fuera el puente que les permitió rechazar el orden de cosas existente e incorporarse a prácticas colectivas de
confrontación al poder establecido. Según un autor, “el clero, no los cubanos, fue decisivo a fines de la década de 1960 en las organizaciones de
autoayuda de los campesinos, las predecesoras de las organizaciones de masas de la década de 1970” (McClintock 1985, vol. I:150). [31] La
nueva pastoral rompió con la tradición católica en Centroamérica de sumisión al poder político establecido --es decir a la oligarquía y a los
militares-- y legitimó la protesta social y la insurrección.

La eficacia política de la nueva pastoral dependió en gran medida de su capacidad de inserción institucional en la estructura eclesiástica, y de que
obtuvieran protección de la jerarquía local. La ilustración más evidente de esto la ofrece El Salvador. El apoyo del arzobispo de San Salvador,
monseñor Arnulfo Romero ??y su antecesor, monseñor Chávez??, a la nueva generación de sacerdotes y laicos que actuaban en su diócesis tiene
mucha importancia para entender el amplio espacio que la nueva pastoral llegó a ocupar en determinadas regiones y su creciente enfrentamiento
al poder político. El conservatismo de la jerarquía eclesiástica en los departamentos occidentales del país (Ahuachapán, Santa Ana, Sonsonate),
donde más fuerte había prendido la rebelión de 1932, puede ayudar a explicar la ausencia de manifestaciones de la renovación pastoral en esas
zonas. Similarmente, la falta de apoyo de la jerarquía eclesiástica de Guatemala y la consiguiente deslegitimación institucional, forzaron a los
sacerdotes de la diócesis del Quiché ??obispo incluido?? a emigrar, ante la desprotección a que fueron abandonados frente a la represión
gubernamental.

La necesidad de contar con el apoyo de la jerarquía fue una de las limitaciones de la nueva pastoral. La oposición del obispo forzó a suspender las
experiencias en la diócesis, so pena de que los sacerdotes, religiosas y laicos fueran excluidos de la comunidad eclesial. Las características
particulares de la institución religiosa diferencian a ésta de otras organizaciones sociales, como partidos y sindicatos. En éstos la disidencia interna
puede culminar en la formación de una nueva organización. Esto no es imposible en una iglesia, pero la formación de una "nueva iglesia", incluso
de una nueva parroquia, es mucho más complicada que la creación de un nuevo partido o un nuevo sindicato. Por este motivo mantenerse dentro
de la organización es mucho más importante para un dirigente religioso que para un dirigente sindical o partidario, y las escisiones tuvieron
siempre carácter individual. Sin embargo, la circunstancia de que muchos de los sacerdotes y religiosas vinculados a la nueva pastoral fueran
extranjeros pertenecientes al "clero regular" --jesuitas y hermanos del Sagrado Corazón españoles, capuchinos, benedictinos y Maryknolls
estadounidenses, entre otros-- contribuyó a reducir la autoridad de los obispos que se oponían a ella o la veían con desconfianza.

La proyección de la nueva pastoral fue desigual en la región. Relativamente fuerte en algunas zonas de El Salvador, Guatemala y Honduras, más
débil en Nicaragua y poco relevante en Costa Rica. En los departamentos de Chalatenango, San Salvador y Morazán, de El Salvador, fue
importante la participación de sacerdotes y laicos cristianos en la gestación de las organizaciones revolucionarias o en la ampliación de sus bases
populares. En Guatemala las organizaciones revolucionarias que operaron en el Quiché tuvieron significativa vinculación con varios religiosos. En
Honduras algunas organizaciones campesinas particularmente activas en tomas de tierra y en el impulso a la reforma agraria encontraron apoyo
en sectores de la iglesia. En Nicaragua el involucramiento de cristianos en la guerrilla sandinista debió más a la iniciativa del FSLN que a la
dinámica de la nueva pastoral, cuyos alcances fueron en general limitados; la integración a la lucha revolucionaria se desenvolvió en la mayoría de
los casos en detrimento de la afiliación a las prácticas del cristianismo.

Guatemala
En Guatemala la Acción Católica (AC) tuvo presencia desde fines de la década de 1940. Al principio AC combatía la religiosidad indígena,
aumentando en las aldeas la inestabilidad generada por el éxito de los misioneros protestantes y por las actividades de algunos partidos políticos.
Aunque el efecto de AC varió de aldea a aldea, su resultado más evidente fue el debilitamiento de la jerarquía religiosa indígena tradicional, que
era vista como una influencia negativa. Durante los gobiernos populares de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz se suscitaron algunas tensiones
con la jerarquía católica, pero después de la invasión de 1954 y la caída de Arbenz la relación de la jerarquía con el gobierno mejoró. El número de
sacerdotes creció rápidamente: de 195 en 1954 a 242 en 1955 y a 423 en 1965; entre 1950 y 1965 el número de monjas pasó de 96 a 354 (Sierra
Pop 1982; Berryman 1984:183). El aumento se debió a la llegada de gran cantidad de sacerdotes y monjas del extranjero. A fines de los 1960s
sólo 15% de los sacerdotes era guatemalteco. El crecimiento del número de sacerdotes y su menor dependencia de la jerarquía condujeron a una
progresiva descentralización de la labor eclesiástica. En 1968 existían 160 escuelas católicas en todo el país, con alrededor de 41 mil estudiantes.
Algo más de la mitad estaba en ciudad de Guatemala, pero el resto se distribuía en todo el altiplano, y contribuyó a alterar la vida tradicional de las
aldeas.

Con menos vínculos a la jerarquía y la cultura guatemalteca, los curas extranjeros promovieron organizaciones comunales y locales a la par de
Acción Católica; además de llevar a la práctica la "opción preferencial por los pobres" del Concilio Vaticano II, la reorientación pastoral expresaba
la necesidad de competir con los misioneros protestantes, muy activos en las comunidades del altiplano. A principios de la década de 1960
empezó a ponerse énfasis en la organización de cooperativas y en programas de mejoramiento social; los "cursillos de capacitación social", que
comenzaron en 1962, se habían difundido a toda Centroamérica hacia 1965. También se fue forjando una amplia red de grupos de alfabetización y
de escuelas radiales, en idiomas nativos. El trabajo eclesiástico fue reforzado por la labor de los trabajadores sociales y por la presencia creciente
de los partidos políticos opositores, especialmente la democracia cristiana, y por el trabajo de revivalismo étnico de algunos antropólogos
estadounidenses (Carmack 1991:38, 70-71).[32]

Estos nuevos ingredientes de la dinámica rural contribuyeron al desarrollo de las aspiraciones indígenas, a la conciencia de su identidad, y a su
confrontación con el gobierno. Hacia 1978 se registraban en el Quiché fuertes conflictos entre las autoridades y los sacerdotes; algunos de éstos
entraron en contacto con organizaciones guerrilleras, e incluso se unieron a ellas. La agresividad gubernamental, unida a la de los terratenientes, y
la poca disposición de la más alta jerarquía eclesiástica de la ciudad de Guatemala para salir en defensa del obispo y los sacerdotes del Quiché,
forzaron a éstos y al obispo a abandonar la diócesis para salvar sus vidas, en julio 1980. En 20 meses (enero de 1980 a agosto de 1981) 91
sacerdotes y 64 religiosas debieron abandonar Guatemala a causa de la represión gubernamental y la falta de respaldo de la jerarquía católica;
seis emisoras de radio católicas quedaron destruidas o fueron silenciadas, diez colegios católicos dejaron de funcionar, y lo mismo aconteció con
42 centros de formación religiosa (Sierra y Siebers 1990).

El Salvador

El proceso que condujo a la formación de las organizaciones populares salvadoreñas estuvo estrechamente ligado al trabajo pastoral: inicialmente
con el Partido Demócrata Cristiano y el involucramiento de la iglesia católica en la organización de cooperativas en la década de 1950. Los clubes
de Cáritas funcionaban desde 1965, con actividades para amas de casa y para jóvenes, y enseñanza de algunos oficios, ligadas a cursos de
evangelización; el PDC organizaba cursos de entrenamiento, con algún apoyo de la iglesia y de la AID. A fines de los 1960s el PDC comenzó a
organizar a los jornaleros agrícolas y a los campesinos pobres sobre todo. El apoyo de la iglesia fue vital para estas primeras experiencias: dadas
las restricciones que el sistema político imponía a la actividad de los partidos opositores en el campo, los sacerdotes y las religiosas se convirtieron
en activistas y organizadores. A principios de 1968 aparecieron las primeras "Uniones comunales", que rápidamente se multiplicaron: a mediados
de ese mismo año había unas 20 con unos 4,000 pequeños agricultores (no asalariados) que se fusionaron en la Unión Comunal Salvadoreña
(UCS).

El influjo de la reunión de Medellín y los efectos de la guerra con Honduras impulsaron a la jerarquía católica salvadoreña a adoptar en 1969 una
posición sin precedentes de defensa del campesinado y efectuar una moderada apelación a una reforma agraria. En una carta pastoral los obispos
de la Conferencia Episcopal Salvadoreña llamaron a los terratenientes a apoyar una distribución más justa de la tierra; los instaron a que vendieran
algo de sus tierras a los campesinos que trabajaban en ellas, y a que se desprendieran de las tierras ociosas. Asimismo declararon que la diócesis
de San Vicente había donado tierra a un proyecto privado de reforma agraria. La declaración impresionó a la opinión pública y alarmó a los
latifundistas.

Sin embargo el mayor impacto estuvo a cargo de las comunidades cristianas de base que desde finales de sesentas empezaron a organizarse en
Suchitoto, San Salvador, Cuscatlán, Chalatenango y San Vicente. Estas comunidades, caracterizadas por un fuerte profetismo, habrían de tener
amplia gravitación en el campesinado. El cuestionamiento de las estructuras tradicionales a través de las nuevas prácticas de pastoral, de las
comunidades de base y de las nuevas interpretaciones de los textos bíblicos, ligaron fuertemente la identidad cristiano-campesina al activismo
social.

La creación de la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) en 1969 marcó un punto de inflexión en este proceso. FECCAS
se formó como una federación de ligas campesinas que habían nacido afiliadas a la Unión de Obreros Cristianos (UNOC), creada en 1960 con el
apoyo de la Central Latinoamericana de Sindicatos Cristianos (CLASC). Problemas de corrupción y la intervención del gobierno llevaron a la
disolución de UNOC, lo que dejó sin representación a las ligas. En 1974 FECCAS y otras organizaciones confluyeron para crear, en 1974, el
Frente de Acción Popular Unificada (FAPU), del que posteriormente se retiraría para crear el BPR. La presencia de sacerdotes en la formación de
organizaciones sociales y en su aproximación a las organizaciones revolucionarias fue amplia y no se redujo al BPR. También en las
organizaciones de masas ligadas a las FARN hubo importante participación cristiana y por lo menos dos ministros bautistas formaron parte de sus
integrantes iniciales. El ERP por su lado fue formado por elementos de la Juventud Comunista y por jóvenes salidos de la democracia cristiana. La
Universidad Centroamericana, de la Compañía de Jesús, desempeñó un papel importante en la radicalización de las jóvenes generaciones de
cristianos. Apoyó activamente el frustrado proyecto de transformación agraria de 1976, y formó grupos de apoyo a las iniciativas de cambio en el
campo y a las experiencias de nueva pastoral. El gobierno respondió con el arresto y deportación de varios sacerdotes notoriamente involucrados
en estas experiencias.

Monseñor Chávez, arzobispo de San Salvador y cabeza de la iglesia católica en el país, había cobijado con simpatía las nuevas manifestaciones
de pastoral y el compromiso de curas y monjas. La designación de monseñor Oscar Arnulfo Romero como su sucesor marcó el punto de inflección
en el involucramiento de la iglesia en la activación social y política del país. El nombramiento de Romero coincidió con una escalada de violencia y
represión contra los sacerdotes. Entre febrero y mayo de 1977 diez curas habían sido asesinados, otros tantos habían sido expulsados del país
--varios de ellos previa tortura--, y varios más habían sido sometidos a arresto. Monseñor Romero asumió un papel muy dinámico en la defensa de
los sacerdotes y monjas perseguidos por las autoridades y víctimas de la represión, y legitimó la participación cristiana en la lucha por
transformaciones sociales. Condenó con valor el primitivismo de los grupos dominantes y la instrumentalización del gobierno y las fuerzas armadas
en defensa de sus privilegios y de la explotación social. En marzo de 1980, cuando aún no tenía tres años al frente del arzobispado, fue asesinado
por un "escuadrón de la muerte" mientras oficiaba misa en una capilla, ante decenas de feligreses. Investigaciones emprendidas años después por
organismos ligados a la ONU, comprobarían que el operativo fue directamente ordenado por el mayor Roberto D'Abuisson (Comisión de la Verdad
1993:142).

Nicaragua

La gravitación de este cristianismo renovado fue menor en Nicaragua; el apoyo de la jerarquía eclesiástica al somocismo se extendió hasta 1970.
El movimiento de comunidades de base se desarrolló con menos vigor y con proyecciones territoriales desiguales. Los delegados de la palabra
aparecieron en la década de 1960 en algunas áreas del centro-norte y de la zona de frontera agrícola, impulsados sobre todo por sacerdotes
capuchinos (CIERA 1981; Cáceres et al 1983:83 y ss). Combinaban la prédica religiosa con la alfabetización, la difusión de técnicas para mejorar
las condiciones de salud del campesinado y sus prácticas de cultivo. El movimiento tuvo gran difusión entre 1972 y 1977; se estima que
solamente en el departamento de Zelaya, en el oriente de Nicaragua, había en 1975 unos 900 delegados de la palabra (Samandú y Jansen 1982;
Berryman 1984:70).

En 1969 se creó el Centro de Educación y Promoción Agraria (CEPA) que habría de desarrollar una intensa actividad de pastoral rural a través de
cursillos de capacitación, prédica de la palabra y concientización. A mediados de 1970 muchos integrantes del CEPA participaban del trabajo
organizativo del FSLN entre el campesinado pobre y los asalariados del campo, apoyaron las tomas de tierras y tomaron parte en la organización
de la Asociación de Trabajadores del Campo (ATC) en las postrimerías de la lucha antisomocista.

La designación de monseñor Miguel Obando y Bravo como arzobispo de Managua y cabeza de la iglesia católica en Nicaragua (1970) cambió un
poco las cosas en la jerarquía. Proveniente de una familia de origen rural, y perteneciente a la orden salesiana, Obando y Bravo tomó distancia del
gobierno y aceptó las nuevas experiencias pastorales que comenzaron a desarrollarse en su diócesis. En 1972 ya funcionaban comunidades de
base en unas cincuenta parroquias de Managua, número que aumentaría después del terremoto. El comportamiento de Obando fue sin embargo
muy cauto. Su objetivo era preservar ante todo la independencia de la iglesia respecto del poder temporal, y ello valía tanto en relación con el
estado como respecto de las organizaciones políticas y sociales opositoras.[33]

El apoyo de la jerarquía católica al somocismo hasta la década de 1970, y la actitud ambigua posterior, limitaron el alcance de las experiencias de
nueva pastoral al privarlas de apoyo institucional. Si en Guatemala y en El Salvador, la confluencia de cristianos y revolucionarios fue el resultado
de la radicalización de la pastoral, en Nicaragua se dio una situación diferente. La aproximación de una joven generación de cristianos al FSLN fue
resultado de una confluencia de iniciativas recíprocas, que fructificaron después del terremoto de Managua en diciembre 1972, en torno a la
Universidad Centroamericana (jesuita) y a algunas comunidades de base en parroquias de Managua. En conjunto estas experiencias ofrecieron a
muchos jóvenes cristianos de clase media la posibilidad de participar en tareas de acción comunitaria y de reflexionar sobre los problemas de su
país --de los que estaban alejados por su posición de clase. Muchos de ellos se desencantaron con las opciones ofrecidas por los partidos
políticos existentes, a los que consideraban ineficientes o cómplices del régimen; comenzaron a mostrarse interesados en las actividades del
FSLN y trataron de entrar en contacto con sus militantes. El FSLN vio con interés estos esfuerzos y definió una estrategia de aproximación a ellos
que resultó exitosa. En pocos años la mayoría de los dirigentes del movimiento estudiantil cristiano estaba involucrada, de una manera u otra, en la
lucha sandinista (Molina 1981; Serra 1985; Carrión 1986). La experiencia del padre Ernesto Cardenal en las islas de Solentiname, al sur del Lago
de Nicaragua, fue importante para la integración de muchos de los jóvenes que participaron de su experiencia pastoral al "frente sur" de la
tendencia "tercerista" del FSLN (Cardenal 1979).[34]

Después del terremoto de 1972 también las iglesias evangélicas comenzaron a involucrarse en acción social, aunque con menos proyecciones
políticas. Creado poco después del terremoto, el CEPAD (Comité Evangélico para la Ayuda al Desarrollo) fue operativo en la reorientación de las
iglesias evangélicas hacia un mayor compromiso con las necesidades temporales de sus feligreses, y en superar la competencia y rivalidades que
separaban a las diferentes y numerosas denominaciones --muchas de ellas muy reducidas. Con un perfil político más bajo que el de las
comunidades católicas, la acción social del CEPAD contribuyó al desarrollo de proyectos de desarrollo comunitario --cooperativas, servicios
sociales, entre otras-- que contribuyeron a consolidar la organización social.

De todos modos el contraste con los otros dos procesos revolucionarios es marcado. En Nicaragua algunos segmentos del movimiento cristiano se
sumaron al movimiento revolucionario, que era preexistente, mientras que en Guatemala y El Salvador fueron parte constitutiva de él.

Honduras
En Honduras la iglesia llevó a cabo ante todo un enjuiciamiento ético de la realidad social. El reformismo agrario promovido con énfasis desigual
por las administraciones militares amplió el espacio de la pastoral rural, aunque la tolerancia del gobierno no pudo impedir la resistencia de los
terratenientes ni la represión ejecutada por los jefes militares locales. Los "delegados de la palabra" comenzaron a actuar en la década de 1960 y
ampliaron sus alcances en la siguiente. Lo mismo que en Nicaragua, combinaban la prédica del evangelio con reflexiones sobre las condiciones de
vida en el campo; la persuasión de su mensaje se veía fortalecida por tratarse de elementos originarios de las mismas áreas donde
desempeñaban su función. La creación de clubes de amas de casa permitió sacar a las mujeres del marco estrecho del hogar e introducirlas en la
reflexión sobre los problemas sociales. Inicialmente promovidos por Cáritas, en 1975 el movimiento Clubes de Amas de Casa (CAC) rompió con
esta organización; en 1978 algunas de sus integrantes participaron de la fundación de la Federación Hondureña de Mujeres Campesinas
(FEHMUC), que desempeñó actividades de capacitación con mujeres de la UNC. Desde 1974 existía la Asociación Nacional de Mujeres
Campesinas (ANAMUC) vinculada a la ANACH, pero de poca actividad (García y Gomáriz 1989 II:208).

Con una combinación de profetismo y desarrollismo, la acción eclesiástica favoreció una vinculación progresiva con algunas organizaciones
campesinas, particularmente la Unión Nacional Campesina (UNC), de orientación socialcristiana. Grupos cristianos tuvieron activa participación en
ocupaciones de tierras, que contribuían al clima de agitación social. Los terratenientes se sentían amenazados por las demandas campesinas de
tierra y responsabilizaron a algunos sacerdotes del crecimiento del activismo rural; las acusaciones de comunistas y guerrilleros eran dirigidas a
diario a los sacerdotes, religiosas y laicos involucrados en la pastoral campesina. En la región ganadera de Olancho algunos terratenientes y
políticos locales pusieron precio a la cabeza del obispo y de algunos sacerdotes; en junio 1975 varios de éstos y algunos trabajadores de pastoral
laicos fueron asesinados en un operativo dirigido por un terrateniente de la región (Blanco y Valverde 1987).

El mayor aporte de la nueva pastoral de la iglesia hondureña se dio en términos de organización campesina y desarrollo comunal. Las
organizaciones campesinas no fueron producto de la acción pastoral, pero es incuestionable que la fuerza y eficacia que algunas de ellas
alcanzaron debe mucho a la radicalización social promovida por las nuevas prácticas de evangelización y a la legitimación que éstas brindaron a la
resistencia campesina. La "teología de la liberación" tuvo poca difusión, posiblemente por el involucramiento de la jerarquía eclesiástica en las
nuevas prácticas de pastoral; las dimensiones doctrinarias de algunos aspectos de la "teología de la liberación" nunca contaron con el apoyo de la
jerarquía católica dependiente del Vaticano. La propia práctica de la nueva pastoral creó tensiones con la jerarquía, aprisionada entre la lealtad a
los miembros de la iglesia perseguidos por los terratenientes y las autoridades militares, y el deseo de mantener relaciones fluidas con el gobierno.

El mayor auge de las experiencias de nueva pastoral se registró entre 1972 y 1975, coincidiendo con la etapa de mayor dinamismo de la reforma
agraria. Las limitaciones de este proceso y los techos con que se enfrentaba la pastoral campesina, y la represión del movimiento popular desde
principios de los 1980s, llevaron a algunos religiosos a involucrarse activamente en la acción política y en algunos frustrados intentos de iniciar la
lucha guerrillera.[35]

Costa Rica

La iglesia católica costarricense desplegó un bajo perfil en materia social que contrastó con el activismo reformador del PLN. Aliada del gobierno
de Calderón Guardia (derrocado en 1948), tuvo que redefinir su posición ante las nuevas autoridades y el sistema político que se empezó a
configurar. El control vertical firme de la jerarquía inhibió un involucramiento directo en la "cuestión social" --de todos modos menos aguda que en
los vecinos del norte. Después de una desorientación inicial, la iglesia colaboró activamente con el reformismo del estado: en el diseño de algunas
políticas sociales, en la capacitación de funcionarios, etc., optando por una intervención mediada por las agencias gubernamentales en vez de una
acción directa (Opazo Bernales 1987). Sin embargo la debilidad del movimiento eclesial de base redujo los alcances del involucramiento y diluyó la
posibilidad de una acción autónoma respecto del poder del estado. En la década de 1980 algunas denominaciones evangélicas habrían de sacar
ventaja de esta ambigüedad.

[1] De acuerdo con la expresión de Sara Gordon hubo “delegación del gobierno, no del poder” (Gordon 1989:61). Anderson (1982) es hasta ahora
el mejor recuento de la frustrada insurrección comunista de 1932.

[2]. Según LaFeber (1984:244) la intervención del CONDECA (Consejo de Defensa Centroamericano) a instancias de Estados Unidos, fue decisiva
para que el movimiento militar abortara.

[3]. El Secretario General de la UCS, José Rodolfo Viera, sería nombrado en 1980 director del Instituto Superior de Transformación Agraria y como
tal encargado de ejecutar la reforma agraria del régimen cívico militar. Fue asesinado por un comando paramilitar de extrema derecha en enero
1981.

[4] Entre 1954 y 1957 se entregaron 6367 parcelas y microparcelas; la fanfarria oficialista no pudo impedir un contraste marcado con el proceso de
reforma agraria del gobierno derrocado. En solamente 18 meses (enero 1953-junio 1954) el decreto 900 de Jacobo Arbenz afectó 1002 fincas con
más de un millón de hectáreas; 55% de esa superficie se expropió con indemnización (CIDA/ESFE 1971:98-99). Entre julio de 1954 y diciembre de
1962 los programas militares de distribución de tierra se ejecutaron a un ritmo de 19 mil ha. /año, mientras la reforma agraria había avanzado a
una velocidad de 33,500 ha. /mes (ibid 103 y sigs.). De acuerdo a un estudio efectuado por la AID para el gobierno de Ríos Montt, entre 1955 y
1982 se distribuyeron 602 mil hectáreas a poco más de 50 mil familias, mientras la reforma agraria de 1953-54 distribuyó 602 mil hectáreas a más
de 76 mil familias en menos de dos años (Figueroa Ibarra 1991:105; Solórzano Martínez 1983a).

[5] Debe señalarse que la represión se dirigió no sólo a opositores políticos o activistas sociales sino también a quienes objetaban proyectos
económicos en los que estaban interesados miembros del gobierno o las fuerzas armadas. Tal por ejemplo el caso de varios críticos al proyecto
EXMIBAL (Empresa de Exploraciones y Explotaciones Mineras de Izabal) en 1970 y 1971 que fueron asesinados o debieron salir del país.
[6] Aparentemente fue en esta ocasión que Roosevelt hizo el famoso comentario: “será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta” (Close
1988:23).

[7]El libro de Millett (1979) es sin dudas el mejor estudio de la Guardia Nacional.

[8] Esto lleva a Dunkerley a considerar erróneamente a la Guardia Nacional como un cuerpo paramilitar (Dunkerley 1988:232).

[9]El pacto, llamado "de los generales", comenzaba denunciando la "amenaza comunista" que a juicio de los firmantes se cernía sobre Nicaragua.
Concedía al Partido Conservador una representación minoritaria en el Congreso, que sería ampliada por un nuevo pacto en 1971.

[10] Vid Villagra (1980). Después del triunfo sandinista se reveló que varias de estas organizaciones estaban profundamente infiltradas por los
organismos de seguridad del somocismo.

[11] El intento conservador, protagonizado por jóvenes de varias prominentes familias de la sociedad tradicional, es conocido como “Olama y
Mollejones” por los sitios donde los guerrilleros llegaron desde Costa Rica por vía aérea; la experiencia de junio 1959 es conocida como “El
Chaparral”, lugar donde fue sorprendida por el ejército de Honduras. Vid Blandón (1980); Camacho Navarro (1971:79 y sigs.).

[12] El dirigente guerrillero Omar Cabezas ofrece un testimonio apasionante de las tribulaciones iniciales de la guerrilla sandinista, de claro
predominio estudiantil, para abrirse un espacio en los trabajadores urbanos y en el campesinado pobre de la región norte-central (Cabezas (1982).

[13] Se hacía alusión con esta expresión a la incursión del somocismo en el mundo de los negocios valiéndose de los recursos del estado.

[14]Pero la debilidad orgánica también se registró en las clases populares. El movimiento campesino fue reducido, circunscrito fundamentalmente
al departamento de Matagalpa; el movimiento obrero, en una sociedad con un proletariado pequeño y con altos niveles de empleo estacional,
también era débil. Varias de las más importantes organizaciones populares surgieron directamente como parte del proyecto revolucionario del
FSLN, en las que resultarían ser las postrimerías de la lucha antisomocista: la Asociación de Trabajadores del Campo, los Comités de Defensa
Civil (posteriormente Comités de Defensa Sandinista), la asociación de mujeres, y otras; la primera organización nacional de campesinos y
medianos productores rurales ??aparte de la efímera Confederación Nacional Campesina fundada por el Partido Socialista de Nicaragua a
mediados de la década de 1960, reprimida sin mayor dificultad por el régimen somocista-- es posterior al triunfo sandinista.

[15] Sobre la división interna sandinista vid López et al (1979); Gilbert (1988).

[16] Esta etapa de la confrontación revolucionaria en Nicaragua presenta varios elementos en común con la estrategia de alianzas amplias de la
fase final de la lucha revolucionaria en Cuba: vid O’Connor (1964; Winocur 1980). Sobre la articulación clase/nación en este momento de la
revolución sandinista, vid Vilas (1982).

[17]. Según LaFeber (1984:176) el entonces embajador norteamericano en El Salvador se quejó ante el Departamento de Estado de que en 1963 y
1964 había más oficiales de la fuerza aérea de EEUU asignados a la misión militar de la embajada, que aviadores en toda la fuerza aérea
salvadoreña. Moreno & Lardas (1979) discuten el papel desempeñado por Cuba en los movimientos revolucionarios de Centro y Sur América en
las décadas de 1960 y 1970.

[18]. Vid Nairn (1984) sobre la participación de militares de Estados Unidos en la formación de "escuadrones de la muerte"; también infra, capítulo
4. El mayor D'Abuisson fue fundador del partido ARENA y durante muchos años su presidente.

[19]. Según Torres Rivas (1986) la elección ese mismo año de Julio César Méndez Montenegro, un candidato civil, obligó al urgente traslado del
Centro al Ministerio de la Defensa, donde pasó a denominarse Servicio de Seguridad Nacional.

[20] Particularmente influyente fue el pensamiento de Rodrigo Facio. Vid una recopilación de trabajos de aquella época en Facio (1978:I)
especialmente “Estudio sobre economía costarricense”, “Ventajas sociales y económicas de las cooperativas” y “Un programa costarricense de
rectificaciones económicas”.

[21] En 1973 el 85.4% de las fincas que representaba 90.8% de la superficie estaba en poder de sus dueños (Hall 1984:199). Moretzohn de
Andrade (1979) y Fernández (1983) señalan sin embargo la progresiva decadencia de la pequeña propiedad familiar.

[22] Se ha señalado sin embargo que aunque el nivel de tensión social se redujo el procedimiento casuista del ITCO favoreció el establecimiento
de relaciones de clientelismo político entre los funcionarios y los demandantes de tierra; con alguna frecuencia los comerciantes y terratenientes se
aprovechaban del procedimiento legal haciéndose comprar sus tierras por el ITCO con avalúos excesivos (Rivera 1986:100-101).

[23]. Esta interpretación se opone a la de Stone (1975), para quien las reformas deterioraron la posición económica de los grandes cafetaleros.
Winson (1989) demuestra que este grupo, junto a otros empresarios rurales no cafetaleros, ha sido más exitoso en la apropiación de los fondos
estatales dirigidos hacia la revitalización rural, que el rápidamente creciente número de productores pequeños y marginales.

[24] Las cifras de la época sobre sindicalización varían enormemente según las fuentes. De acuerdo a Ana Sojo en 1975 el estado, con 18.8% del
empleo total, tenía sindicalizada a casi 62% de su fuerza laboral, mientras que la empresa privada, con 81.2% del empleo sólo tenía sindicalizada
al 38% (Sojo 1984:55-56).

[25]. Vid sobre esto el excelente estudio de Euraque 1990; también Murga Frasinetti 1985.

[26] El liderazgo de la FENACH estaba compuesto por algunos líderes obreros como por ejemplo Lorenzo Zelaya (comunista), que formaban parte
de las legiones de trabajadores despedidos por la bananera a partir de 1954. Posas y Del Cid (1981) presentan un documentado estudio de este
asunto.

[27] La patronal Federación Nacional de Agricultores y Ganaderos de Honduras (FENACH) demandó a través de varios documentos y
declaraciones la expulsión de los agricultores salvadoreños: vid Carías (1971:128-134) y Alonso y Slutzky (1971:288 y sigs; especialmente 292-
294).

[28] Acerca del movimiento obrero hondureño, vid Meza (1980); Posas (1981c).

[29] Weeks (1985:68-69) desarrolla extensamente este argumento.


[30] Annis (1987); Sanchiz Ochoa (1993). Es llamativa la insistencia de Sanchiz Ochoa en referirse a las denominaciones protestantes como
“sectas”.

[31] Berryman (1984) constituye todavía la fuente más completa para un estudio comparativo centroamericano del impacto de la nueva pastoral en
el cuestionamiento revolucionario. Vid una síntesis de los principales ingredientes doctrinarios de la Teología de la Liberación en Gutiérrez (1971);
también Berryman (1987).

[32].Una ilustración de este revivalismo es el crecimiento de la población que se identifica como indígena: 20% entre 1973 y 1980 (Lovell 1988;
Adams 1991). Como no existen explicaciones demográficas suficientes para dar cuenta de este crecimiento, es válida la hipótesis que lo explica
como un resultado de la activación indígena, en cuya virtud muchos indígenas que antes no se reconocían como tales (por temor, asimilación u
otras razones) comenzaron a hacerlo ahora.

[33]Kirk (1992) brinda una imagen de Obando y Bravo como decidido opositor a Somoza que va más allá de la que el prelado da de sí mismo: vid
Obando y Braco (1990). Faroohar (1989) y Dodson & Nuzzi (1990) ofrecen perspectivas más balanceadas.

[34]La oposición al sandinismo habría de presentar la radicalización de esta juventud cristiana como un producto de la manipulación y el engaño
del FSLN, que explotó las buenas intenciones y la sensibilidad social de estos muchachos y muchachas con fines espurios. Chow (1992:127 ss)
presenta la cuestión como una conspiración sandinista; cfr también Kirk 1992:74.

[35]. Carney (1987 especialmente partes IV y V), ofrece un vívido testimonio de la nueva pastoral social y de sus alcances y limitaciones.
Sacerdote estadounidense establecido en Honduras, él mismo se radicalizó en ejercicio de su misión en el campo. Tras salir del país por razones
de seguridad personal, en julio de 1983 reingresó a Honduras formando parte de un grupo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores
Centroamericanos dirigido por José María Reyes Mata, uno de los sobrevivientes de la guerrilla boliviana de Che Guevara. A principios de
setiembre de 1983 fue capturado, junto con Reyes Mata y otros integrantes del grupo, por efectivos del ejército hondureño, sin que hasta ahora se
conozcan los detalles de sus muertes. Su libro fue publicado de manera póstuma.

Capítulo IV: ¿UNA DÉCADA PERDIDA?

La conjugación de factores analizados en los capítulos anteriores orientó la dinámica política de El Salvador, Guatemala y Nicaragua por senderos
de revolución y contrarrevolución que rápidamente conducirían a un escenario de guerra. La frustración de las reformas de los años setenta, el
tratamiento represivo a los grupos que las propusieron o apoyaron, las restricciones institucionales a los partidos políticos y la ineficacia de la
política electoral, convencieron a muchos que no había otra vía para cambiar las cosas que la revolucionaria.

Revolución y contrarrevolución, guerra e intervención militar extrarregional tuvieron lugar en el marco de la crisis económica que apuntaba desde
fines de los años setenta y que capturó a las cinco repúblicas con independencia de las ideologías de sus gobiernos. A principios de la década de
1980 la crisis internacional hizo sentir sus efectos sobre Centroamérica. No obstante que los detonantes de dicha crisis y sus aspectos principales
fueron independientes de las convulsiones políticas y sociales del área, éstas contribuyeron a agravar sus efectos por su impacto en la población,
en la infraestructura y en los sistemas productivos. En toda América Latina y el Caribe la de los ochentas fue la “década perdida del desarrollo”,
como fue de uso decir, pero la especificidad centroamericana consistió en que fue, también, la década del climax de la dialéctica
revolución/contrarrevolución.

Ni en El Salvador ni en Guatemala las opciones revolucionarias alcanzaron el poder del estado por la vía de las armas. En Guatemala la
confrontación armada se mantuvo latente hasta mediados de los años noventa por la resistencia de las fuerzas armadas al proceso de paz. En El
Salvador, una prolongada y difícil negociación con participación de la ONU y la comunidad internacional proporcionó garantías para la
incorporación del FMLN al sistema político institucional tras la finalización del conflicto –garantías que no recibieron del gobierno salvadoreño un
escrupuloso respeto. En Nicaragua el FSLN consiguió el derrocamiento de la dictadura somocista y a lo largo de la década inició un proceso de
profundas reformas económicas y sociales, promovió una amplia participación popular y venció en la guerra contrarrevolucionaria apoyada por el
gobierno de los Estados Unidos; las elecciones de febrero 1990 pusieron fin al gobierno sandinista, y el desenvolvimiento ulterior de los
acontecimientos posteriores revirtió muchas de aquellas transformaciones sociales, en particular la reforma agraria.

El desenlace peculiar de los procesos revolucionarios abre por lo tanto varias interrogantes: ¿Qué saldo arrojan? ¿Quiénes ganaron y quiénes
perdieron? ¿Qué queda de ellos?

1. CRISIS ECONÓMICA

La crisis de las economías centroamericanas es anterior al estallido de la crisis internacional de 1982. Desde 1977-78 el crecimiento
económico se desaceleró y en 1979 comenzaron a registrarse síntomas de estancamiento; en 1980-81 tuvo lugar una contracción generalizada y
se agudizaron los desequilibrios financieros, lo que se reflejó en el agravamiento del déficit fiscal y de cuenta corriente, la expansión de la masa
monetaria, la sobrevaluación de los tipos de cambio y el incremento de los precios internos. El ingreso real por habitante de 1983 equivalía en
Costa Rica, Guatemala y Honduras al de 1972, y al de principios de los años sesenta en El Salvador y Nicaragua. La inestabilidad política de la
región agregó tensiones a la economía, sobre todo en el sector privado, alimentando una importante fuga de capitales (Glower 1987; Timossi
1989).
La crisis internacional de 1982 se acopló a las fuentes endógenas de la crisis y potenció sus efectos. Durante la década de 1980 el PIB
centroamericano por habitante disminuyó el doble que el de América Latina y el Caribe en su conjunto. En los tres países asolados por el conflicto
militar se redujo más que el promedio del istmo, y en Nicaragua más del doble que en el conjunto centroamericano (cuadro IV.1).

Cuadro IV.1. Centroamérica: evolución de algunos indicadores económicos entre 1980 y 1990 (Variación anual acumulada, en %)

Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua Centroamérica

PIB por
- 5.0 -15.3 -18.0 -14.2 -40.8 -17.2
habitante

Exportaciones
35.6 -50.4 -19.5 2.7 -14.3 -9.4
fob

Importaciones
41.7 29.0 13.9 -3.4 -25.0 10.5
cif

Saldo
acumulado del
balance - 942 - 3,058 - 2,918 - 1,066 - 4,592 - 12,576
comercial, u$s
millones

Fuente: CEPAL (1990c, 1992)

El valor del comercio exterior centroamericano permaneció prácticamente estancado durante todo el decenio, pero si se deja de lado a Costa Rica,
que tuvo el intercambio más dinámico, el resultado es una reducción de casi 9% entre principio y fin de la década (cuadro IV.2) El valor de las
exportaciones se deterioró por la reducción de los volúmenes físicos y el comportamiento negativo de los precios internacionales. En cambio el
valor de las importaciones aumentó, salvo en Nicaragua. A fines de la década el valor del comercio regional era casi la mitad del de inicios,
después que en los 1970s casi se triplicó; de 23% del intercambio total centroamericano se redujo a poco más de 12%. El comercio intrarregional
quedó prácticamente a cargo de El Salvador, Guatemala y Costa Rica que concentraron casi 75% del valor de las transacciones a principios de los
ochentas y casi 84% en 1990 (cuadro IV.3).

Cuadro IV.2.Comercio exterior de Centroamérica a

Millones de dólares Distribución (en %)

1981 1985 1990 1981 1985 1990

Centroamérica 9,734 8,419 10,150 100 100 100

Costa Rica 2,093 1,940 3,199 21.0 23.0 31.5

El Salvador 1,696 1,574 1,692 17.4 18.7 16.7

Guatemala 2,831 2,137 2,639 29.1 25.4 26.0

Honduras 1,683 1,669 1,718 17.8 19.8 16.9

Nicaragua 1,431 1,099 902 14.7 13.1 8.9

ª Exportaciones fob + Importaciones cif

Fuente: CEPAL (1990, 1992)


Cuadro IV.3. Centroamérica: valor del intercambio regionalª

Millones de pesos centroamericanos Distribución (en %)

1980 1985 1990 1980 1985 1990

Total 2228.4 1028.2 1274.8 100 100 100

Costa Rica 490.0 235.5 268.6 22.0 22.9 21.1

El Salvador 616.1 312.4 367.7 27.6 30.4 28.8

Guatemala 559.0 304.5 431.2 25.1 29.6 33.8

Honduras 187.4 95.0 119.6 8.4 9.2 9.4

Nicaragua 375.9 80.8 87.7 16.9 7.9 6.9

ª Exportaciones fob + Importaciones cif

Fuente: CEPAL (1991a)

La deuda externa más que se duplicó en la década y casi se cuadruplicó en Nicaragua, país que absorbió 61% del crecimiento de la deuda
conjunta regional y casi la mitad de toda la deuda de 1990 (cuadro IV.4).

Cuadro IV.4. Centroamérica: saldo de la deuda externa total

Millones de dólares Distribución (en %)

1981 1985 1990 1981 1095 1990

Costa Rica 2687 4140 3874 28.4 24.9 17.1

El Salvador 1471 1980 2226 15.5 11.9 9.8

Guatemalaª 1148 2536 2386 12.2 15.2 10.5

Honduras 1588 3034 3526 16.8 18.2 15.6

Nicaraguaª 2566 4936 10616 27.1 29.8 46.0

Centroamérica 9460 16626 22628 100.0 100.0 100.0

ª Deuda externa pública

Fuente: CEPAL (1990c, 1992b)

La economía nicaragüense fue la que se contrajo más. Además del impacto de la guerra, las cifras de Nicaragua expresan la pérdida de acceso al
financiamiento de los organismos multilaterales, el peso de los intentos de transformación productiva y los costos de la rearticulación comercial
como efecto del embargo estadounidense. La guerra afectó también a El Salvador y Guatemala, pero sus economías no enfrentaron esas
dimensiones del conflicto. Al contrario, recibieron del gobierno estadounidense un tratamiento que contrastó con la agresividad bélica y económico-
financiera que Washington deparó al régimen sandinista desde la inauguración presidencial de Ronald Reagan en enero 1981. El costo total de la
guerra se estima en casi u$s 18 mil millones para un país cuyo PIB sumaba, a fines de la década de 1980, entre 1,200 y 1,400 millones de dólares
(INEC 1989 cuadro V.2), mientras en El Salvador fue estimado en alrededor de u$s 6,000 millones (Karl 1992).

La capacidad del sector público para movilizar recursos no mejoró respecto de las décadas anteriores, salvo en el caso de Nicaragua; en este país
sin embargo el extraordinario incremento del gasto público respecto de los ingresos fiscales --por la expansión del sector público y el impacto fiscal
de los programas de inversiones y del conflicto bélico, y por la caída de los ingresos del comercio exterior estatizado-- determinó un rápido
crecimiento del déficit fiscal (cuadro IV.5). En Guatemala fracasó el intento del gobierno civil del presidente Vinicio Cerezo de introducir una
moderada reforma tributaria por la oposición beligerante de las organizaciones empresariales y la falta de apoyo del ejército.

Cuadro IV.5.Ingresos tributarios y déficit fiscal

Ingresos tributariosª Déficit fiscalª

1981-83 1985-87 1988-90 1981-83 1985-87 1988-90

Costa Rica 13.4 14.4 14.2 3.5 2.4 3.7

El Salvador 10.9 11.9 8.4 7.5 3.5 3.6

Guatemala 7.0 7.1 7.8 4.6 1.8 2.8

Honduras 12.3 13.4 13.4 9.8 7.4 6.9

Nicaragua 21.6 26.9 19.5 17.2 19.2 19.9

ª Como % del PIB

Fuente: CEPAL (1990c, 1992b)

Lo mismo que en el conjunto latinoamericano, la década de 1980 significó en Centroamérica una explosión de presiones inflacionarias,
particularmente en Nicaragua; a partir de mediados de la década el esfuerzo de guerra, conjugado con el crecimiento de la inversión pública en
grandes proyectos productivos, detonó una situación de hiperinflación (cuadro IV.6). En Costa Rica la inflación de principios de la década fue
colocada bajo control por políticas de ajuste ejecutadas tempranamente. En todos los países los salarios reales experimentaron pérdidas, pero en
Nicaragua sufrieron un verdadero desplome que no pudo ser compensado por el incremento de los años finales del decenio --el crecimiento más
alto de la región en un trienio.

Cuadro IV.6.Centroamérica: precios y salarios (en %)

Precios¹ Salarios²

1981-83 1985-87 1988-90 1981-83 1985-87 1988-90

Costa Rica 53.3 14.5 18.8 - 5.5 1.9 - 0.7

El Salvador 13.2 26.4 20.5 - 11.6 - 8.1 - 8.3

Guatemala 5.4 22.6 21.2 8.3 - 8.4 - 2.5

Honduras 8.9 3.4 12.5 2.6 - 3.3 2.2

Nicaragua 26.5 604.3 8836.9 - 11.3 - 41.8 28.3

¹ Variación media anual de los precios al consumidor

² Variación media anual de los salarios nominales deflactados por el índice de precios al consumidor.

Fuente: CEPAL (1990c, 1992b)

El desempleo abierto en el mercado de trabajo formal creció en Guatemala de alrededor de 3% de la PEA a casi 13% entre principios y fines de la
década; en El Salvador de 16% a más de 25%; en Nicaragua de 18% a casi 30% (IICA/FLACSO 1991:213 y 153).
Crisis y ajuste macroeconómico

Entre 1979 y 1982 todos los países apelaron a programas de estabilización, la mayoría como parte de acuerdos con el Fondo Monetario
Internacional: acuerdos de derechos especiales de giro, de financiamiento compensatorio, y otros. Fueron esfuerzos tardíos e incompletos,
basados en la concepción errónea de que se trataba de una crisis coyuntural que podría superarse en el corto plazo. Las políticas ejecutadas
generaron pocos resultados desde la perspectiva de los objetivos perseguidos pero tuvieron graves consecuencias sociales al contribuir a provocar
una profunda recesión y deteriorar más aún las de por sí precarias condiciones de vida de grandes grupos de población. Ante la prolongación y
agravamiento de la crisis, y en coincidencia con casi todos los gobiernos latinoamericanos, a mediados de la década los ochenta los de
Centroamérica comenzaron a ejecutar programas de ajuste estructural, en algunos casos (Costa Rica y Honduras) con acuerdos y respaldo
financiero del Banco Mundial.[1] Los programas presentaban varios puntos en común: liberalización financiera, reducción y reestructuración del
sector público, desregulación amplia, eliminación de las distorsiones de precios internos y entre éstos y los externos, supresión de restricciones a
la inversión privada y al ingreso de capitales externos. El ajuste buscó eliminar los que se consideraban sesgos antiexportadores de las
economías; para ello buscó ajustar el tipo de cambio a una paridad que reflejara las relaciones de precios internacionales, reducir la protección
arancelaria, eliminar restricciones a las importaciones y modificar el sistema de impuestos y subsidios con el fin de estimular la producción de
exportables: lo que, algunos años después, sería presentado y difundido baso el rótulo de “Consenso de Washington”.

La AID del gobierno estadounidense desempeñó un papel importante en la decisión de los gobiernos de encarar medidas de ajuste y de
homogenizar sus políticas económicas, a través del sistema de condicionalidades. En febrero 1982 por ejemplo, después de efectuar un primer
desembolso del Fondo de Apoyo Económico (ESF) al gobierno de Costa Rica, la AID condicionó ulteriores desembolsos a la aprobación de
reformas legislativas que permitieran la repatriación de fondos externos y el financiamiento de la empresa privada sin intervención del sistema
bancario nacionalizado. En agosto 1983 Washington demoró la entrega de fondos ya aprobados ante las resistencias del Congreso de Costa Rica
a reformar la ley de bancos; en junio la AID suspendió la entrega de un crédito ya aprobado de u$s 20 millones, coincidiendo con un atraso del FMI
en la liberación de u$s 609 millones, hasta que el gobierno de Costa Rica accedió a reformar la legislación tributaria en el sentido presionado por
ambas agencias. En marzo 1984 la AID condicionó la entrega de u$s 140 millones del ESF para impedir la aprobación de una ley que daría
prioridad a las cooperativas en la adquisición de algunas empresas públicas que estaban siendo privatizadas.

Similares presiones se ejercieron sobre Honduras. En 1989 la AID congeló la entrega de u$s 70 millones al gobierno de ese país, condicionándola
a la firma de un acuerdo de éste con el FMI pendiente desde 1984, que incluía una fuerte devaluación del lempira, incrementos en los ingresos
fiscales mediante alzas en los impuestos, drásticos recortes del gasto gubernamental y en el empleo público, y mayor desregulación de la actividad
económica. En El Salvador en cambio las presiones a favor del ajuste fueron menores; en un escenario de guerra contrainsurgente, parece
haberse pensado que el impacto social del ajuste podría debilitar la base social del gobierno y dotar de más argumentos al FMLN.

A pesar de las expectativas suscitadas por estos programas, sus resultados fueron desiguales; varios de sus éxitos obedecieron a factores o
mecanismos distintos de los programados o bien involucraron costos sociales y políticos más altos que los estimados inicialmente. Tuvieron
impacto en el crecimiento de las exportaciones no tradicionales dirigidas a mercados extra regionales. Entre 1983 y 1989 las exportaciones no
tradicionales de Costa Rica crecieron de 39% de sus exportaciones totales a 52%, y las no tradicionales orientadas hacia fuera de Centroamérica
pasaron de 15% a 43%. En Guatemala el salto fue de 21% a 41% para las no tradicionales totales, y de 9% a 21% para las encaminadas fuera del
istmo; en El Salvador crecieron de 6% a 15% las destinadas fuera de Centroamérica, y en Honduras de 20% a 28%. Las exportaciones no
tradicionales de Costa Rica consistían principalmente de productos agrícolas: piñas, melones, plantas tropicales, flores frescas; pescado y
camarones; maquila de ropa. En Guatemala, maquila de ropa, artesanías, flores frescas, vegetales, frutas frescas, congeladas y en lata. Vale decir,
productos con muy bajo valor agregado, salvo posiblemente las artesanías (Timossi 1993; Arancibia 1993).

Estos resultados estuvieron relacionados más con las devaluaciones cambiarias, los estímulos específicos preferenciales y las facilidades
especiales de financiamiento externo, que con la desprotección arancelaria y las reformas estructurales promovidas por los programas de ajuste.
En Costa Rica hacia 1989 los estímulos tributarios a los exportadores no tradicionales (subsidios) significaron un sacrificio fiscal de 8% de los
ingresos tributarios del gobierno (Caballeros 1993). De acuerdo al estudio de Ian Walker el éxito exportador de Costa Rica fue el resultado de una
devaluación significativa y sostenida de la tasa de cambio real, de la reducción de los subsidios agrícolas a la producción campesina dirigida al
mercado interno, de la creación de grandes subsidios para las exportaciones no tradicionales y de un apoyo muy significativo de los organismos
multilaterales de crédito. En cambio las medidas típicamente neoliberales, como la reducción de aranceles de importación sobre manufacturas,
desregulación financiera y privatizaciones aparentemente fueren mucho menos importantes (Walker 1991).

El éxito de Costa Rica, que no fue repetido por ninguno de sus vecinos en el istmo, estuvo estrechamente ligado asimismo al extraordinario
aumento de la ayuda económica que el país recibió en este período, particularmente de Estados Unidos. Vunderink (1990-91) sostiene incluso que
niveles tan altos de ayuda previnieron el colapso de la economía costarricense. Costa Rica se convirtió en el segundo receptor mundial de ayuda
de EEUU por habitante, solamente después de Israel, una vez que aceptó la condicionalidad impuesta por las agencias financieras multilaterales y
la AID. Sin descartar la existencia de elementos no ortodoxos en los programas de ajuste costarricenses y un "sesgo anti ortodoxo" en la estructura
institucional del país (Fürst 1989) que enfatizaba la necesidad de la concertación social, es razonable concluir que la inmediata recuperación de la
economía se debió al ingreso masivo de fondos frescos en condiciones relativamente blandas, más que a la diversificación y reorientación de las
exportaciones.

Los programas de ajuste permitieron una reducción del déficit fiscal y cierto control de las presiones inflacionarias ligadas a los desequilibrios de
las cuentas fiscales. Pero el enfoque predominante implicó un relegamiento de los mecanismos de integración regional y del papel que su
reactivación y reestructuración podría haber desempeñado en la superación de la crisis y en la reformulación del patrón de desarrollo. Las
preocupaciones por la recomposición de una estrategia de integración fueron enfocadas como una parte del problema que había que superar a
través del ajuste, e incluso como co-responsables de la crisis, por su énfasis en los mercados nacionales y en el mercado regional.
Por último, y lo mismo que en el resto de América Latina, los programas de ajuste estructural se desentendieron olímpicamente del impacto
distributivo, en particular del reparto de costos y ganancias. Hay coincidencia en atribuir a la ejecución de esos programas gran parte de la
responsabilidad por el incremento acelerado del desempleo y el subempleo, el crecimiento de la economía informal, el aumento acelerado de la
pobreza y el deterioro generalizado de las condiciones de vida de los centroamericanos. O, por lo menos, de haber agravado el impacto de la
guerra en los países que se vieron envueltos en el conflicto bélico. En este sentido, la situación de guerra y el interés político de Estados Unidos en
la derrota militar del FMLN en El Salvador moderó las presiones en favor de la ejecución de políticas de ajuste en ese país, en el entendimiento
que sus efectos sociales fortalecerían el apoyo a los revolucionarios y debilitarían el "frente interno" del gobierno demócrata cristiano primero, y de
la derechista ARENA posteriormente.

Marginado de los organismos financieros multilaterales y por supuesto de los programas de la AID, el gobierno sandinista trató de echar mano en
1988 y 1989, cuando el descalabro fiscal-financiero y el derrumbe económico alcanzaron magnitudes exponenciales, a políticas de ajuste
macroeconómico. La falta de apoyo financiero externo no impidió alcanzar un relativo éxito en el control de las principales variables
macroeconómicas. Su enorme costo social, sin embargo, se sumó a los efectos nocivos de la guerra y resulta fuera de discusión que contribuyó a
movilizar el voto antisandinista en las elecciones de febrero de 1990 (Taylor et al 1989; 1990c).

2. LA GUERRA SUCIA

Estados Unidos no pudo impedir el estallido revolucionario de las tensiones sociales y políticas, pero su involucramiento directo, abierto y
amplio consiguió contener el proceso insurgente en El Salvador y frenar las transformaciones revolucionarias del régimen sandinista en Nicaragua.
El objetivo central de la política de Washington hacia Centroamérica durante las presidencias de Ronald Reagan (1981-89) y George Bush (1989-
93) consistió en bloquear el avance revolucionario que, en la óptica de ambos presidentes, no tenía otro fin que crear en el área "otra Cuba" e,
incluso, "otro Vietnam".

Obsesionado por el miedo al comunismo en Centroamérica (el gobierno de Ronald Reagan) privatizó gran parte de la política exterior
estadounidense, la depositó en una pandilla de aventureros que operaba tras bambalinas y en flagrante violación de la Constitución. El
resultado fue el asunto Irán-Contras, la incontrolable Agencia Central de Inteligencia al mando de William Casey, los sistemáticos engaños
al Congreso por parte de la Administración y un tumulto de iniciativas idiotas, quimeras y mentiras que, tiempo después, Reagan afirmaba haber
olvidado (Schlesinger Jr. 1992).

La estrategia para alcanzar el objetivo contrarrevolucionario fue la llamada "guerra de baja intensidad", consistente en un reducido involucramiento
directo de efectivos de combate y una amplia movilización de recursos logísticos y financieros.[2] La estrategia entroncaba bien con la experiencia
previa de entrenamiento de las fuerzas armadas y de seguridad de Centroamérica, al mismo tiempo que se hacía cargo del rechazo de la opinión
pública estadounidense a un involucramiento amplio de tropas propias.

La asistencia militar de Estados Unidos a Centroamérica pasó de u$s 10 millones en 1980 a 283.2 en 1984 y estuvo destinada a tres países: El
Salvador (69%), Honduras (27%) y Costa Rica (4%). Las violaciones a los derechos humanos por los gobiernos militares de Guatemala, que
habían motivado condenas durante la presidencia de presidente James Carter, marginaron a ese país de esos fondos hasta que en 1985 asumió el
gobierno civil, surgido de elecciones, del demócrata cristiano Vinicio Cerezo.[3] Nicaragua fue excluida por obvias razones políticas. En la
segunda mitad de la década la ayuda militar estadounidense sumó 852 millones de dólares, de los cuales dos tercios se encaminaron a El
Salvador (IICA/FLACSO 1991:207). Además de la entrega de fondos, equipos y pertrechos, entre 500 y 800 oficiales centroamericanos recibieron
entrenamiento cada año de la década de 1980 en instalaciones militares de Estados Unidos. En Honduras la construcción de bases militares y la
presencia de un número importante de tropas estadounidenses y el control de la política militar hondureña por la misión militar de Estados Unidos
transformaron rápidamente al país en la plataforma principal de la estrategia contrarrevolucionaria de Washington en la región. La embajada
estadounidense en Tegucigalpa adquirió una prominencia en la conducción de los asuntos del país que se mantuvo hasta entrados los años
noventa.

El entrenamiento de cuerpos parapoliciales y paramilitares, iniciado en la década anterior, se incrementó en los ochenta. La creación de las
"patrullas de autodefensa campesina" (PAC) en Guatemala, siguiendo el ejemplo de la guerra contra Vietnam, llevó el número de efectivos
paramilitares de alrededor de 3,000 en 1980 a más de 900 mil en 1985; las patrullas se mantuvieron activas hasta poco antes de la firma de los
acuerdos de paz en 1996. La actividad de estos cuerpos fue causa permanente de zozobra para la población civil, y la forzó a tomar partido en el
conflicto. Formalmente voluntarias, las PAC funcionaron como mecanismos de control de la población indígena sospechada de simpatizar con la
insurgencia y como instrumento para saldar cuentas personales o comerciales que nada tenían que ver con la política. Las PAC fueron
responsabilizadas de una larga y cruenta serie de violaciones a los derechos humanos --secuestros y asesinatos, violaciones, torturas (Paul &
Demarest 1991; Handy 1992; Jay et al 1993). En El Salvador los elementos paramilitares aumentaron de 5,000 a 8,300 entre ambos años, y de
3,000 a 4,500 en Honduras. En 1985 la contrarrevolución nicaragüense contaba con alrededor de 15,000 efectivos armados, entrenados y
financiados por agencias del gobierno estadounidense (Aguilera 1989). Solamente en materia de "ayuda humanitaria" el gobierno de Estados
Unidos entregó a la "resistencia nicaragüense" (“la contra”) hasta mediados de 1989 el equivalente de u$s 27.1 millones (US General Accounting
Office 1990:14). Los campamentos de la "contra" nicaragüense en el sur de Honduras crearon un profundo malestar en las poblaciones
campesinas aledañas, engendraron inseguridad y desarticularon las actividades productivas y la vida cotidiana de la gente (Boyer 1993).

La decisión del presidente William Clinton de abrir los archivos del gobierno de Estados Unidos para verificar las denuncias sobre el
involucramiento directo o indirecto de agencias de ese país en la comisión de atrocidades, permitió comprobar la veracidad de las denuncias de
participación o complicidad, directa o indirecta, de agencias y funcionarios del gobierno de EEUU en graves violaciones a los derechos humanos, y
participación de altos funcionarios del gobierno del presidente Alfredo Cristiani y su partido ARENA en la ejecución o encubrimiento de atrocidades
contra poblaciones civiles.[4] Se estableció que 75% de los oficiales del ejército de El Salvador a quienes la Comisión de la Verdad de la ONU
señaló como implicados en ocho masacres de civiles se eran graduados de la Escuela de las Américas en Fort Benning (Georgia). Entre ellos
figuraban 19 de los 27 involucrados en el asesinato de seis sacerdotes jesuitas a fines de 1989 (entre ellos el mayor Roberto D'Abuisson, uno de
los iniciadores de los "escuadrones de la muerte" en El Salvador). Asimismo cuatro de los cinco altos oficiales del ejército de Honduras a quienes
Americas Watch acusó en 1987 de organizar el "escuadrón de la muerte" conocido como "Batallón 316" también habían sido adiestrados en esa
Escuela (Comisión de la Verdad 1993; Waller 1993). Este batallón, creado y dirigido inicialmente por el general Luis Alonso Discua –posteriormente
jefe de las Fuerzas Armadas de Honduras--, es responsable de la desaparición comprobada de al menos 184 personas por motivos políticos,
durante los años ochentas.[5]

El sadismo que caracterizó el desempeño de los cuerpos represivos militares y paramilitares excede los alcances de la más perversa de las
imaginaciones. Decenas de miles de centroamericanos fueron sometidos a torturas salvajes y a una muerte atroz. La crónica de Ricardo Falla
sobre las masacres en el Ixcán (Falla 1992), o el informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador (Comisión de la Verdad, 1993) quedarán
como testimonios espeluznantes de los recursos a que apelaron las clases dominantes centroamericanas y sus ejércitos, y el gobierno de Estados
Unidos, para sofocar las ansias populares de justicia y progreso.

La investigación efectuada en El Salvador por la "Comisión de la Verdad" de las Naciones Unidas desvirtuó las alegaciones del gobierno de ese
país y de agencias del gobierno de Estados Unidos de que ambos bandos cometieron violaciones a los derechos humanos por igual: casi 97% de
las violaciones fueron ejecutadas por fuerzas gubernamentales (cuadro IV.7). En el caso concreto de los homicidios, se responsabiliza a esas
mismas fuerzas de más de 90% de ellos.

Cuadro IV.7.El Salvador: Responsabilidad de distintas fuerzas en la comisión de violaciones a los derechos humanos, 1980-1991¹

Hechos²
Fuerza responsable
Nº %

Fuerzas Armadas 11,972 49.4

Fuerzas de seguridad 5,276 21.8

Paramilitares 4,273 17.7

Escuadrones de la muerte 1,844 7.6

FMLN 858 3.5

TOTAL 24,227 100.0

¹Incluye denuncias de fuentes directas e indirectas

²Incluye homicidios, desapariciones, secuestros, torturas, violaciones y lesiones

Fuente: Comisión de la Verdad (1993).

El cuadro IV.8 da una idea de la brutalidad de los hechos colectivos de terror: solamente un año cada hecho produjo un promedio de víctimas de
menos de 10 personas; en conjunto el promedio de víctimas por hecho fue de casi 30 personas.

Cuadro IV.8.El Salvador: Magnitud de los hechos colectivos de violación a los derechos humanos, 1980-1990

Promedio estimado de víctimas por


Año Nº de hechos colectivos
hecho

1980 138 19
1981 65 64

1982 62 45

1983 32 42

1984 16 21

1985 3 9

1986 7 22

1987 4 13

1988 2 33

1989 11 22

1990 2 20

Fuente: Comisión de la Verdad (1993)

La justificación pública de Estados Unidos para su involucramiento consistió en presentarlo como respuesta a la injerencia cubano-soviética: en la
argumentación de Washington, las revoluciones centroamericanas eran el producto de la intervención comunista, canalizada a través del régimen
sandinista.[6] El Ejército Popular Sandinista, en efecto, recibió importante apoyo logístico soviético, cubano, de la República Democrática Alemana
y de la República Democrática de Corea, y el gobierno sandinista nunca ocultó sus simpatías por los procesos revolucionarios de El Salvador y
Guatemala. Sin embargo los argumentos estadounidenses respecto del involucramiento sandinista en dichos procesos jamás fueron sustentados
con evidencia (Schoultz 1987; LeoGrande 1986; Blasier 1986).

La estrategia militar se complementó con una estrategia política: el relevo de los regímenes militares de Honduras, El Salvador y Guatemala por
gobiernos surgidos de convocatorias electorales, y la promoción de ciertas reformas sociales. Estos aspectos de la estrategia contrarrevolucionaria
estuvieron dirigidos ante todo a mejorar la imagen de la intervención estadounidense ante la comunidad internacional y a ganarse el apoyo de los
sectores medios centroamericanos. Desde mediados de los años setenta la revolución centroamericana contó con un clima de opinión favorable
en la comunidad internacional, que veía en ella la respuesta a condiciones ominosas de vida derivadas del subdesarrollo, la pobreza, la opresión
política y el fraude electoral sistemático. Al aparecer apoyando procesos electorales, Estados Unidos se sumó, a su manera, a las presiones
internacionales en favor de la democratización del área, al mismo tiempo que podía enfatizar el carácter militar del gobierno sandinista.
[7] Simultáneamente, importantes segmentos de las clases medias en El Salvador, Guatemala y Honduras vieron reabrirse las posibilidades de
incidencia política a través del juego electoral. Los partidos políticos a través de los cuales se expresaban –sobre todo la Democracia Cristiana en
El Salvador y Guatemala y el Partido Liberal en Honduras—reasumieron un activismo del que habían sido privados por el protagonismo político de
las fuerzas armadas, sin por ello cuestionar la preservación de un importante poder decisorio por parte de éstas.

La estrategia de Washington se amoldó a las condiciones existentes en cada una de las cinco repúblicas. En Nicaragua promovió las fuerzas
militares de la contrarrevolución, financió directa e indirectamente a grupos opositores y buscó la desestabilización del gobierno sandinista. En El
Salvador combinó contrainsurgencia y reformas limitadas y presionó para el reemplazo del régimen militar por un gobierno civil amistoso. Auspició
la diplomacia antisandinista de Costa Rica. En Guatemala presionó a los gobiernos militares para que convocaran a elecciones, y en Honduras
consiguió además la instalación de bases de la contrarrevolución nicaragüense y la normalización de las relaciones diplomáticas con El Salvador
interrumpidas por la guerra de 1969.

La estrategia contrainsurgente de Estados Unidos incluyó el recurso al narcotráfico. De acuerdo con algunos especialistas, las drogas han jugado
un papel importante en la política exterior de Estados Unidos desde principios del siglo veinte (Scott & Marshall 1991), papel que se amplió
tremendamente durante la década de 1980. El informe del subcomité sobre terrorismo, narcóticos y operaciones internacionales del Comité de
Relaciones Internacionales del Senado de Estados Unidos (conocido como “Informe Kerry” en referencia al senador John Kerry quien presidió el
subcomité) probó el involucramiento directo en operaciones de narcotráfico, de agencias gubernamentales estadounidenses durante las dos
presidencias de Ronald Reagan, de oficiales de las fuerzas armadas de varios países centroamericanos, y de la "contra" nicaragüense, como parte
de la política contrarrevolucionaria de Washington (US Senate Committee on Foreign Relations 1989).[8] Apoyándose sobre todo en las fuerzas
armadas de Honduras, la diplomacia estadounidense reforzó sus vinculaciones con las redes del narcotráfico internacional y las involucró en el
apoyo a las contrarrevolucionarios antisandinistas que operaban desde territorio de Honduras y de Costa Rica. El “Informe Kerry” puso al
descubierto asimismo la vinculación de los principales dirigentes de la “contra” nicaragüense con las estructuras internacionales del narcotráfico, el
auspicio y protección que recibieron de agencias de inteligencia y seguridad del gobierno estadounidense y el papel estratégico desempeñado por
los militares hondureños.
3. UN BALANCE PRELIMINAR

¿Triunfó o fracasó la revolución en Centroamérica? La pregunta parece retórica: la revolución no pudo alcanzar el gobierno en El Salvador
ni en Guatemala, y en Nicaragua tardó menos en perderlo que en conquistarlo. En El Salvador y en Nicaragua las fuerzas guerrilleras pudieron
reciclarse en los sistemas políticos post-revolucionarios y sumarse a los procesos democrático representativos, aunque al precio de dejar de lado
sus propuestas de cambio social radical. En Guatemala en cambio la URNG prácticamente desapareció del escenario político. ¿Valía la pena tanto
esfuerzo, tanto dolor, para recoger estos frutos?

La respuesta no es sencilla, porque resulta difícil discernir qué efectos y resultados fueron generados por la acción de las fuerzas revolucionarias y
no por otros factores. Lo mismo que en otros escenarios de fuertes confrontaciones políticas, se advierte en Centroamérica una compleja
causación recíproca de elementos y protagonistas, de acciones y reacciones. La valoración de los resultados de la movilización revolucionaria
debe tomar en cuenta esa reciprocidad. La presencia de una opción de cambio revolucionario fue importante por sí misma, pero también por las
reacciones y contraestrategias que motivó en los grupos beneficiarios del statu quo–un statu quo que, por eso mismo, empezó a dejar de serlo.

El costo humano

Se estima que las víctimas de la guerra sumaron en El Salvador 75,000 personas; en Nicaragua se calculan casi 58,000; en Guatemala tres
décadas de violencia arrojan un saldo de más de 150 mil muertos, de los cuales alrededor de 50 mil en el período 1980-85 (Karl 1992; INEC 1989;
COPPAL 1992). Es difícil cuantificar la cifra de mutilados de guerra; solamente en El Salvador se estiman unos 20 mil entre combatientes de
ambos bandos y civiles (Rivas y Mejía 1993). También es difícil dimensionar el impacto de la violencia en la infancia centroamericana: él se refiere
tanto a los efectos directos de las acciones bélicas --bombardeos, emboscadas, muerte de familiares y de otros niños, heridas y mutilaciones--
como a los desplazamientos forzados, a la internalización del miedo y de la racionalidad de las conductas violentas, etc. (Moreno Martín 1991).[9]

Centenares de miles de personas fueron desplazadas de los lugares en que vivían y gran parte de ellas buscó refugio en otros países: entre 11 y
13% de la población total de Centroamérica estaba a fines de los ochentas en condiciones de refugiada o desplazada: unas 1,800,000 personas
(IICA/ FLACSO 1991:204; Sarti 1991; ONG 1991). El Salvador, Guatemala y Nicaragua se convirtieron en exportadores netos de población, y
Costa Rica y Honduras en importadores netos. A principios de los noventa se estimaba que 43% de la población de Belice estaba formada por
guatemaltecos, la mayoría radicada durante la década de 1980. La vida en los campamentos de refugiados y en los reasentamientos fue precaria,
para decir lo menos: carencias materiales, amenazas de represión, abusos de las autoridades. Cuando el conflicto militar cesó, las condiciones
para el retorno a sus lugares de origen fueron difíciles por la falta de interés de los gobiernos de sus países y la persistencia de situaciones de
inseguridad --como fue notoriamente el caso de Guatemala--y dependieron fundamentalmente de la cooperación internacional.

La violencia y el terror se centraron ante todo en la población civil: el objetivo consistió en separar a las organizaciones guerrilleras de sus bases y
privarlas de retaguardia y apoyo logístico. Las masacres del río Sumpul (mayo 1980), de Mozote (diciembre 1981), o de la finca San Francisco
(julio 1982) han quedado grabadas como testimonio de la ejecución masiva de personas indefensas (niños, mujeres, viejos, refugiados), por
efectivos militares y como ilustraciones de una política de aniquilamiento, reconocida por sus propios ejecutores:

A pesar de lo que se afirma, el ejército no está matando guerrilleros comunistas… sino a los civiles que los apoyan (…). Al aterrorizar a los civiles
el ejército aplasta la rebelión sin necesidad de enfrentar directamente a la guerrilla (…). La cuestión de los derechos humanos oscurece el asunto.
Los asesinatos no son un aspecto periférico que debe ser aclarado mientras continúa la guerra sino, más bien, la estrategia esencial.[10]

A la vista de estos resultados la opción revolucionaria resulta catastrófica. Pero para descalificar esta conclusión no basta con señalar que, en
verdadera realidad, éstos fueron los resultados de la contrarrevolución, de la intransigencia y el primitivismo de las clases dominantes, y del
empecinamiento de los gobiernos de Estados Unidos durante ese periodo. El balance de una década de revolución, contrarrevolución y guerra es
ciertamente terrible en este aspecto; no es posible empero aventurar cuál habría sido el balance de una década más de somocismo en Nicaragua
y de militarismo en El Salvador o Guatemala. Cuando un proceso revolucionario triunfa políticamente cualquier costo se compensa; la evidencia
del éxito alcanzado justifica, en el imaginario popular y en el discurso oficial, los sacrificios realizados. Pero frente al fracaso o a la derrota los
juicios son implacables y la posibilidad de un análisis equilibrado retrocede. La contundencia del resultado negativo descalifica cualquier
argumento a favor de las intenciones originales. ¿Seríamos tan benevolentes con José Figueres y la revolución de 1948 en Costa Rica, si no
hubieran triunfado? El cambio de valoraciones acerca de la revolución sandinista antes y después de la derrota electoral de 1980, cambio que en
más de un caso fue elocuentemente protagonizado por varios funcionarios y dirigentes del régimen caído, así como por no pocos intelectuales que
rápidamente pasaron del aplauso a la censura, es ilustrativo de la liviandad de algunos juicios.

Por otro lado, discutir si la decisión por la vía revolucionaria fue correcta o incorrecta desde la perspectiva ex post del body count implica suponer
que existieron alternativas, que en algún momento fue posible un curso diferente de acción que fue descartado, por imprudencia o por sectarismo,
por los revolucionarios. El análisis conducido en el capítulo anterior señala, por el contrario, que tales alternativas fueron cerradas por los grupos
dominantes mismos y que en consecuencia para una gran porción de la población fue, más que una elección libre, una decisión sin opción.

La movilización de los "nuevos sujetos"


El auge revolucionario fue el resultado de una intensa movilización social y política protagonizada por un amplio arco de actores. Destacan en ella
grupos que carecían hasta entonces de identidad propia, o se expresaban de manera subordinada a otros protagonistas de la acción colectiva:
mujeres, indígenas, pobladores de barrios precarios, grupos de referencia religiosa. Un amplio conjunto de actores a quienes la bibliografía tendió
a presentar como “nuevos sujetos” sociales. Lo novedoso en realidad no eran los sujetos, muchos de los cuales, como los indígenas y las mujeres,
siempre habían estado presentes al menos como realidad demográfica, sino su capacidad para expresarse de manera tendencialmente autónoma
y para imprimir sus propias perspectivas y demandas en los procesos globales. Las décadas de 1970 y 1980 presenciaron así el decidido avance
de las organizaciones y movimientos de mujeres, de las reivindicaciones étnicas, de las comunidades religiosas de base, de los movimientos de
pobladores, de las organizaciones de defensa y promoción de los derechos humanos. Fue una gigantesca activación de una sociedad civil que se
había caracterizado por la fragmentación y una aparente pasividad. El desarrollo de la literatura de testimonio, de la poesía popular, de la nueva
narrativa, dio resonancia universal a este florecimiento, traumático y convulsivo, de la sociedad centroamericana. [11] El clima insurreccional alentó
esas nuevas efervescencias, y éstas echaron más leña al fuego de la revolución.

La relación de estas expresiones nuevas de la inconformidad social con las organizaciones revolucionarias abarca desde la subordinación hasta la
confrontación, pasando por diversos grados de autonomía y coordinación. En Nicaragua las nuevas organizaciones sociales y sindicales tendieron
a aceptar la subordinación al FSLN y al estado, mientras que los grupos étnicos de la Costa Atlántica entraron en rápido y violento antagonismo
con el régimen revolucionario. En Guatemala y El Salvador, en cambio, la autonomía relativa entre organizaciones sociales y organizaciones
político-militares parece haber tenido mayor espacio, sobre todo en la segunda mitad de la década.

Con eficacia desigual, este variado arco de actores amplió la agenda de los proyectos de transformación social y democratización, desde una
perspectiva inicial predominante de clase a una de mayor pluralismo y de explícita incorporación de las problemáticas del género, de la etnicidad,
de la cultura. La lucha para dotar de legitimidad a esas demandas dentro del proyecto revolucionario no fue sencilla, y el cierre del ciclo de luchas
insurreccionales en la década de 1990 no significó que ella hubiera concluido. Aunque la activación de los "nuevos sujetos" estuvo estrechamente
ligada a la ofensiva revolucionaria, el reflujo revolucionario no involucró un retroceso equivalente de dichos sujetos, a pesar de que la articulación
inicial de muchas de estas organizaciones a la estrategia revolucionaria las expuso a los efectos de la represión. . Sus enfoques de la
problemática socioeconómica y política, y sus propias demandas, forman parte de la agenda actual de la democratización y el cambio social en
Centroamérica, independientemente de las alzas y bajas de los proyectos revolucionarios que les sirvieron de trampolín inicial.

La verdadera invasión de organismos no gubernamentales europeos y de América del Norte, que la región vivió durante los años setentas y
ochentas fue importante en la apertura del debate en las organizaciones revolucionarias a los temas planteados por los “nuevos sujetos”. En
algunos casos la dotación de recursos materiales y financieros con que las nuevas perspectivas venían acompañadas contribuyó a la aceptación
de las mismas tanto como su valor intrínseco. En otros, los sesgos derivados de un trasplante directo desde el norte desarrollado, industrial y
genéricamente socialdemócrata, a las sociedades agrarias empobrecidas y distorsionadas de Centroamérica actuó para que algunas temáticas,
como las referidas a las identidades étnicas o a la subordinación de género de las mujeres, suscitaran tensiones y conflictos que demoraron su
efectivo arraigo en las masas –escollos similares a los que, décadas atrás, experimentaron los primeros intentos de aplicar un análisis de clases a
sociedades con un capitalismo muy incipiente.[12]

a. Los grupos religiosos

El involucramiento de las jerarquías eclesiásticas católicas de Guatemala y El Salvador en los procesos respectivos de diálogo y paz y en la
defensa de los derechos humanos permitió a las comunidades cristianas de base mantener cierta actividad a pesar de la represión que se ejerció
sobre ellas. El cambio ha sido particularmente notorio en Guatemala, donde la jerarquía católica había mantenido una actitud severa hacia la
nueva pastoral en los años setenta y principios de los ochenta. Debe reconocerse empero que el bajo perfil de hoy de los grupos cristianos de
base contrasta con el activismo intenso del pasado. En Nicaragua en cambio el enfrentamiento de la jerarquía católica con el gobierno sandinista,
sus públicas simpatías por la política antisandinista de Washington y su respaldo al gobierno surgido de las elecciones de 1990 colocaron a la
"iglesia popular" en situación difícil. Durante la década de 1980 muchas de las comunidades católicas de base aceptaron en los hechos una
subordinación política respecto del gobierno sandinista y abdicaron autonomía; una estrategia que en los años iniciales de la década siguiente
habría de colocarlas en situación incómoda frente al comportamiento político ambiguo del FSLN respecto de la jerarquía eclesiástica una vez
perdido el gobierno, sin que ello disminuyera la agresividad de la jerarquía hacia ellas. El efecto combinado de estos factores fue la notoria
reducción en el nivel de su actividad, en sus proyecciones y en su membrecía (Aragón y Löschke 1991).

La situación de los grupos protestantes fue distinta. En Guatemala la política de contrainsurgencia de principios de los ochentas se articuló con la
acción de algunas denominaciones evangélicas (Samandú 1991; Stoll 1991). En El Salvador el gobierno de ARENA estimuló su acción entre la
población pobre de San Salvador y la que llegaba huyendo de la violencia rural (Montes 1988). Stoll (1990) sugiere que el desarrollo de las
denominaciones evangélicas en Nicaragua durante la década de 1980 fue parte de la estrategia antisandinista de la CIA --tesis que, durante
algunos años, también fue asumida por el sandinismo.

La represión a las comunidades de base, el auspicio gubernamental y las maniobras de la CIA resultan insuficientes para explicar el rápido
crecimiento de las iglesias evangélicas en Centroamérica. Se estima que a mediados de los ochentas un tercio de la población guatemalteca
pertenecía a alguna denominación evangélica, y en algunas regiones considerablemente más.[13] Las denominaciones evangélicas crecieron en
toda la región y no solamente en los países directamente expuestos al conflicto. En Costa Rica las iglesias pentecostales aumentaron
vertiginosamente en pocos años: de 215 en 1974 a 738 en 1982 y a 1088 en 1985 (Valverde 1987). Es incuestionable que los argumentos que
ligan el crecimiento de las denominaciones a la política contrainsurgente de Washington no sirven para explicar este caso.[14]
Sin desconocer su instrumentación por los regímenes contrainsurgentes y por agencias del gobierno estadounidense, y el consiguiente estímulo
--y protección-- oficial, los grupos evangélicos ofrecieron un tipo de religiosidad espiritualista que apelaba a la conversión individual, a actitudes
intimistas y pasivas y a una ética de abstinencia personal, en fuerte contraste con las apelaciones al compromiso activo, a veces radical, siempre
colectivo, de las comunidades católicas de base y la teología de la liberación. Si los grupos radicalizados del catolicismo social movilizaban a sus
fieles contra el "pecado de estructuras" --es decir, la injusticia social, causa alegada de la maldad entre los seres humanos-- el evangelismo volvió
a colocar el pecado dentro de cada individuo, absolviendo a la sociedad y a quienes la dirigen, pero también dotando de mayor seguridad personal
a las prácticas religiosas en la medida en que eliminaba, o restringía, sus proyecciones hacia el cuestionamiento colectivo del orden social.

Además, los desplazamientos motivados directa o indirectamente por la contrainsurgencia y la guerra, y el clima de represión política, fracturaron
los vínculos tradicionales de organización y unidad de las poblaciones de las aldeas y los suburbios de las ciudades; para muchos migrantes y
desplazados esto creó situaciones de tensionamiento emocional y fuertes sentimientos de pérdida. Las denominaciones protestantes, con su
profetismo y sus manifestaciones exaltadas de arrepentimiento y conversión, alcanzaron a compensar siquiera parcialmente el desarraigo creando
formas alternativas de pertenencia y de integración espiritual al nuevo entorno. En Nicaragua las iglesias evangélicas se presentaron como una
alternativa a la politización que se apoderaba de la iglesia católica --politización pro sandinista en las comunidades de base, y antisandinista en la
jerarquía-- aunque en determinados momentos su vinculación con las sedes de esas denominaciones en Estados Unidos las expuso a la
agresividad ideológica del sandinismo, que las presentaba –no sin justificación de acuerdo al estudio de Stoll (1990)-- como intentos de
penetración imperialista. Sin embargo hacia fines de los ochentas el gobierno sandinista cambió de óptica; a través del CEPAD, un centro de
coordinación de la pastoral evangélica, se aproximó a algunas de esas iglesias, posiblemente tratando de compensar el conflicto con la jerarquía
católica y pensando en las próximas elecciones.[15]

La difusión del evangelismo impactó en la diferenciación social de las comunidades. La coincidencia del paradigma evangélico del buen cristiano y
del paradigma capitalista del buen trabajador (no beben, no apuestan, no engañan a su patrón, no engañan a la esposa o al marido, trabajan duro,
ahorran) repercutió en las condiciones de vida de los conversos; con frecuencia los adherentes a la nueva fe –y a la nueva ética social--
rápidamente llegaron a ser los trabajadores de confianza de las empresas. No es extraño entonces que muchos atribuyeran su mejoría económica
a su conversión (Goldin 1992; Sexton 1978). Pero la asociación entre religiosidad y diferenciación económica es más compleja que lo que podría
sugerir esta especie de weberianismo elemental. En Guatemala la investigación de Annis encontró la mayor proclividad a convertirse al
evangelismo en los individuos que presentaban vínculos más relajados con sus comunidades, en las que la religiosidad oficial era el catolicismo.
Por un lado, los que por su empobrecimiento ya no podían honrar los compromisos que emanaban de los rituales y por lo tanto veían deteriorarse
las manifestaciones tangibles de la solidaridad de la comunidad, así como individuos que debían salir a buscar trabajo fuera de la milpa y
frecuentemente fuera de la comunidad. Por otro lado, individuos exitosos en sus actividades económicas, que ya no necesitaban de la solidaridad
de la aldea, que incursionaban en actividades empresariales y exploraban conexiones comerciales, laborales o de otra índole fuera de la
comunidad (Annis 1987). Vale decir, la proclividad a modificar la identidad religiosa se encontraba condicionada por el grado y la solidez de la
vinculación a la comunidad. A su turno, la conversión al evangelismo tendió a generar una mayor diferenciación socioeconómica. Por ejemplo, en
varias comunidades del altiplano se encontró que tanto las familias que continuaron católicas como las conversas al evangelismo seguían
dedicadas al negocio del tejido, pero con una diferencia fundamental: las que se mantenían católicas permanecían como tejedoras, mientras que
en las conversas al evangelismo se registraba un creciente involucramiento en la comercialización de los tejidos fuera de las aldeas.

Debe señalarse que la conversión hacia las denominaciones evangélicas no fue actitud exclusiva de las clases populares o de los grupos de
menores ingresos, mayor vulnerabilidad socioeconómica o, al contrario, menor dependencia de las aldeas. La “ofensiva protestante” también
reclutó acólitos en las filas de los sectores medios urbanos y las clases dominantes, incluso en sus familias más tradicionales. En su investigación
de las familias notables de Guatemala, Marta Elena Casaus Arzú registró numerosas conversiones de miembros de esas familias a varias
denominaciones evangélicas, en particular la Iglesia del Verbo, cuyos más conocidos líderes era, en los años ochentas y noventas, el general y ex
presidente Efraín Ríos Montt y el posteriormente electo, y destituido, presidente Jorge Serrano Elías (Casaus Arzú 1992a).

En El Salvador actúa, por lo menos desde los años ochentas, la “Fraternidad de Hombres de Negocios del Evangelio Completo”, una
denominación de tipo carismático que recluta a sus asociados en los círculos empresariales. La estrategia de la Fraternidad consiste en
incrementar su injerencia en los asuntos públicos a través de la conversión de dirigentes políticos y empresariales y en general de personas con
influencia social (Recio Adrados 1992). La actividad del evangelismo incluye la política partidaria: en las elecciones generales de marzo 1994
participaron dos partidos políticos de definición evangélica: el Movimiento de Solidaridad Nacional, y el Partido de Unidad.

b. Mujeres

Los movimientos de mujeres también experimentaron las alzas y bajas de cada situación nacional. Su avance se apoyó, en medida importante, en
los cambios que tuvieron lugar en el mercado de trabajo. Durante la década de 1980 la PEA femenina creció más que la masculina en toda
Centroamérica, especialmente en las ciudades. La expansión del sector informal dio cuenta de la mayor parte de ese crecimiento (Pérez Sáinz y
Menjívar 1991; Pérez Sáinz y Castellanos 1991). La participación de las mujeres en la PEA registró mayores niveles en El Salvador y Nicaragua
(cuadro IV.9). Sin embargo la agudización de la crisis económica y la desmovilización del ejército y las fuerzas de seguridad por el fin de la guerra
en Nicaragua presionaron sobre el empleo femenino. Las mujeres fueron desplazadas de sus puestos de trabajo por la recesión y por los hombres
que regresaron a la vida civil; la subutilización de la fuerza de trabajo femenina (desempleo abierto más subempleo) alcanzó niveles más altos que
la de la fuerza de trabajo masculina (García y Gomáriz 1989 I:37-38; Fernández Poncela 1992a).

Cuadro IV.9. Centroamérica: participación de la PEA femenina en la PEA total (en %)


1980 1985 1990

Total Urbana Total Urbana Total Urbana

Costa Rica 20.5 31.8 21.4 32.0 22.2 32.1

El Salvador 22.9 34.6 23.9 35.4 24.9 36.0

Guatemala 14.7 28.7 15.4 29.7 16.2 30.7

Honduras 16.3 30.4 17.7 30.5 19.0 30.6

Nicaragua 22.8 34.0 23.7 34.0 24.5 33.9

Centroamérica 19.4 31.9 20.4 32.3 21.4 32.7

Fuente: IICA/FLACSO (1991:141)

Se registró un notable involucramiento de mujeres en las organizaciones revolucionarias y de apoyo. En El Salvador se estima que a mediados de
los años ochentas una cuarta parte de los efectivos del FMLN eran mujeres, y algo más en algunas de sus organizaciones miembro (García y
Gomáriz 1989 I:196-197). En la insurrección sandinista las mujeres desempeñaron un papel importante en tareas de apoyo, pero su
involucramiento en actividades guerrilleras fue reducido (Vilas 1984:cap. III).

La perspectiva de género se desenvolvió estrechamente articulada, y con frecuencia subordinada, al cuestionamiento revolucionario del sistema
político y la estructura económica. La identificación de una problemática específica de las mujeres en el contexto de las luchas políticas y sociales
surgió a partir del involucramiento de las mujeres en organizaciones políticas, político-militares, vecinales, laborales, más que a partir de
reflexiones teóricas. De un momento inicial que podría caracterizarse como "feminismo revolucionario" (García y Gomáriz 1989 II:213), que afirma
que sólo en el marco de las luchas revolucionarias y de la confrontación de clases se solucionaría la cuestión de la subordinación de género de las
mujeres, se evolucionó a un enfoque de mayor autonomía que se vería favorecido con la consolidación del escenario post bélico.

La continuación de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos en Guatemala después que el conflicto armado perdió intensidad y a
pesar del inicio del proceso de diálogo para la paz, mantuvo la relevancia de la problemática de las desapariciones forzadas de personas y formas
relacionadas de represión, en la que organizaciones como el GAM (Grupo de Ayuda Mutua) y CONAVIGUA (Comisión Nacional de Viudas de
Guatemala) adquirieron justa notoriedad. En El Salvador las mujeres desarrollaron intensa actividad frente a la represión, en los campamentos de
refugiados y en los movimientos de reasentamiento y repatriación (Thomson 1990). La problemática de la subordinación de género y de las
múltiples expresiones del sexismo ocupó un espacio creciente, aunque movilizando sobre todo a mujeres urbanas y profesionales. Sin embargo el
involucramiento predominante de las mujeres en las organizaciones de denuncia de la represión y defensa de los derechos humanos tuvo impacto
en el desarrollo de una conciencia de género. Así, se ha señalado que aunque ni la CONAVIGUA de Guatemala ni COMADRES en El Salvador
plantearon explícitamente cuestiones de género, su involucramiento en movilizaciones y en la confrontación con los gobiernos y las fuerzas
armadas, y la necesidad de dialogar y negociar con otras organizaciones sociales, permitieron a las mujeres ganar confianza en sí mismas y
romper con el estereotipo tradicional de mujer = hogar = sumisión. Perdieron miedo e inseguridad, aprendieron a moverse en la dimensión de lo
"público", asumieron roles activos tradicionalmente atribuidos a los varones, se politizaron y progresivamente fueron conectando sus propias
experiencias y sus análisis de la violencia política (desapariciones, torturas, asesinatos) con la violencia personal que tradicionalmente se ejerce
contra las mujeres: violaciones, golpizas, burlas, marginación (Rodríguez 1990; Schirmer 1993).

Después de la derrota electoral del sandinismo en 1980 el movimiento de mujeres ingresó en un proceso de múltiples divisiones y dispersión, en
una marco de debilitamiento de sus vínculos con las mujeres de sectores populares. El nuevo escenario político aceleró y profundizó las
disidencias dentro de AMNLAE (Asociación de Mujeres Nicaragüenses “Luisa Amanda Espinosa”, de fuerte identificación política sandinista) y dio
paso al surgimiento de varias nuevas pequeñas organizaciones y centros independientes del FSLN, al mismo tiempo que favoreció el avance de
enfoques más próximos a mujeres urbanas, profesionales y de sectores medios, que anteriormente habían tenido dificultad para expresarse. El fin
de la guerra, la agudización de la crisis económica, y algunas políticas del nuevo gobierno, crearon condiciones para una reversión del proceso de
feminización de la fuerza de trabajo, sobre todo rural, que avanzó durante la segunda mitad de la década de 1980, reubicando forzosamente a las
mujeres de las clases populares en su ámbito doméstico tradicional (Olivera et al 1990; Fernández Poncela 1992a). Pero incluso en estos casos
en que los resultados pueden parecer amargos, o exiguos, es indudable que la problemática de la discriminación de género figura inscrita, con
derecho propio, en la agenda del debate social, en un claro contraste con la situación de una década atrás.

Existen pocos elementos para valorar el impacto de las transformaciones de la década de 1980 en las mujeres indígenas. Son escasos y parciales
los estudios que prestaron atención a la dimensión de género en este contexto, o a la dimensión étnica en el análisis de la problemática de género.
Ellos sugieren sin embargo que las migraciones internas y regionales que incrementaron la exposición a los fenómenos urbanos; las
modificaciones en las relaciones laborales y en los mercados de trabajo; la creciente gravitación de las iglesias evangélicas; la feminización
progresiva de un conjunto amplio de actividades por la falta de hombres a causa de la guerra, la represión, la búsqueda de nuevas oportunidades
de subsistencia, el contacto con programas de salud materno-infantil, contribuyeron a generar cambios en la percepción de las mujeres indígenas
de sí mismas y de su papel en la sociedad (Carrillo 1991; Fuentes 1991; Pérez Sáinz et al. 1992). En general estos cambios están asociados a un
cierto relajamiento de la vinculación de las mujeres a las comunidades y aldeas, donde el predominio social y político de los varones mayores
sigue siendo fuerte.

c. Comunidades indígenas

La década pasada arroja como saldo el fortalecimiento de las identidades étnicas. La etnicidad, como problemática específica y como criterio de
identidad y organización de sectores amplios de la población centroamericana, forma parte de la agenda política de la región, aunque es evidente
que los actuales gobiernos y las fuerzas en las que se apoyan no tienen mucho entusiasmo en el tema. El enfrentamiento al estado, la represión
sesgada por el racismo, las experiencias de los campamentos de refugiados, han reforzado la diferenciación cultural y están dotando a los pueblos
indios y otros grupos étnicos subordinados de nuevas perspectivas de acción colectiva autónoma. También han influido en esto las experiencias de
la guerra revolucionaria conducida por organizaciones mestizas o ladinas. Cuando para ponerse a salvo de la ofensiva contrainsurgente esas
organizaciones se retiraron de las áreas en las que se habían hecho fuertes, las aldeas quedaron a merced del enemigo. Todavía muchos grupos
indígenas recriminan a los guerrilleros haberlos abandonado.

La activación de la cuestión étnica suscitó reacciones brutales por parte del estado. Se estima que más de un millón de indígenas guatemaltecos
fueron víctimas de la contrainsurgencia lanzada por los gobiernos militares desde inicios de los años ochentas hasta 1986, continuando la
represión de manera menos brutal con posterioridad a esa fecha. Más de 400 aldeas indígenas fueron destruidas, las poblaciones masacradas o
forzadas a huir, como efecto de una política explícitamente diseñada para el etnocidio. El desarraigo, la crisis económica, la urbanización forzada,
la desarticulación de las economías locales, están introduciendo transformaciones profundas en la identidad étnica de los afectados, que han sido
comparadas, por su magnitud, con las que la conquista española impuso en el siglo XVI.

La creación de "aldeas modelo" o "aldeas de desarrollo", adaptadas de la experiencia estadounidense en la guerra de Vietnam buscó incrementar
el control militar sobre la población en zonas de acción guerrillera y aislar a las organizaciones de una población que simpatizaba con ellas; al
restringir la salida de la gente al campo, deterioró las economías locales y desarticuló los mercados de productos y de fuerza de trabajo, afectando
negativamente las bases materiales de la etnicidad. Posteriormente la creación de las "patrullas de autodefensa civil", de reclutamiento
formalmente voluntario pero en los hechos forzado por las amenazas de coacción a los remisos, y bajo mando militar, llegó a movilizar a más de
900 mil elementos, en su enorme mayoría indígenas. Las PAC actuaron como cuerpos paramilitares en funciones de represión y vigilancia,
enfrentando a unos indígenas contra otros (vid IGE: 45 y sigs.; Jay et al. 1993). La literatura ha puesto mucho y acertado énfasis en la
victimización de las comunidades indígenas, sin destacar suficientemente que fueron también indígenas muchos de los victimarios.

El temprano enfrentamiento de los grupos étnicos de la zona del Atlántico nicaragüense con el régimen sandinista condujo a un período de violenta
confrontación. Como parte del conflicto, los grupos afectados fueron reasentados de manera compulsiva, o huyeron hacia Honduras y Costa Rica.
El cambio de enfoque en el sandinismo permitió el restablecimiento del diálogo a partir de 1985 y la disminución de los niveles del conflicto,
culminando con la aprobación de un estatuto de autonomía y la creación de instituciones de autogobierno. La movilización revolucionaria, la guerra
y la crisis han provocado, o acelerado, transformaciones marcadas en varias dimensiones de las identidades de las poblaciones costeñas:
cuestionamiento de las dirigencias tradicionales, diferenciación política interna, nuevas actitudes hacia las componentes simbólicas de la identidad
(Matamoros 1992; Vilas 1992a:167ss; García 1993). El cambio de gobierno en 1990 provocó retrocesos en todas las dimensiones de este proceso,
por el etnocentrismo de las nuevas autoridades nacionales, las divisiones en el movimiento étnico, y el impacto de las políticas de ajuste
económico y de privatización. Los programas de educación bilingüe-bicultural entraron en crisis, privados de recursos y del interés de las nuevas
autoridades educativas.[16]

El movimiento indígena se mantiene aletargado en El Salvador, donde la cuestión indígena no existe oficialmente.[17] En Honduras, donde se
registra una situación semejante, tuvieron lugar en años recientes algunas movilizaciones indígenas para la recuperación de tierras ancestrales y
enfrentamientos con terratenientes y con campesinos "ladinos".

d. Trabajadores, campesinos y reforma agraria

El énfasis en estos nuevos protagonistas de la insatisfacción social no debería minimizar la importancia de la participación de los actores populares
"tradicionales": campesinado y asalariados urbanos y rurales. En Guatemala y El Salvador el movimiento sindical urbano alcanzó niveles altos de
activismo en los años setentas hasta que el deterioro institucional y la represión cerraron el espacio a las movilizaciones reivindicativas. La tensión
entre éstas y las luchas políticas se resolvió en favor de las segundas en la medida en que las demandas gremiales recibían como respuesta la
represión; los movimientos de trabajadores quedaron envueltos en la primacía de la lucha político-militar. Por razones distintas, la prioridad de lo
político sobre lo reivindicativo fue muy marcada en Nicaragua: la estrategia policlasista de "unidad nacional" del sandinismo, y posteriormente la
crisis económica, reforzaron las tendencias a convertir al movimiento sindical en un aparato del estado revolucionario, más activo en la ejecución
de políticas globales que en la promoción de los intereses inmediatos de sus afiliados (CINAS 1985; Figueroa Ibarra 1991:128ss; Vilas 1989a
cap.IV).

La activación del campesinado y del semiproletariado rural fue uno de los aspectos visibles de la década de 1980. La agitación rural abonó el
terreno para las organizaciones revolucionarias, y éstas impulsaron la protesta agraria. En Nicaragua y El Salvador reformas agrarias de distinto
tipo y que obedecieron a motivaciones disímiles, introdujeron modificaciones profundas en el acceso de los productores directos a la tierra. En
Nicaragua, como una dimensión fundamental del proyecto sandinista. En El Salvador, como un capítulo del golpe militar reformista y
posteriormente como parte de la estrategia de cambio preventivo del Partido Demócrata Cristiano, orientada a reducir el apoyo rural a la guerrilla.

La reforma agraria sandinista abarcó casi la mitad de la superficie agrícola, beneficiando a dos tercios de las familias campesinas del país; la
superficie de los grandes terratenientes disminuyó un 80%. Hacia 1988 el sector reformado abarcaba casi 49% de la tierra apta para cultivo. Las
empresas estatales de la reforma agraria representaban menos de la cuarta parte; casi tres cuartas partes correspondían a diversos tipos de
cooperativas, y algo menos de 5% a comunidades indígenas de la Costa Atlántica. Simultáneamente, la disminución de los precios de la tierra,
como efecto de la reforma agraria y, posteriormente, del descalabro de la economía, creó condiciones para que quienes fueran suficientemente
arriesgados como para invertir, pudieran convertirse por relativamente poca plata en agricultores pequeños o medianos.[18]

Se estima asimismo que las cooperativas de la reforma agraria salvadoreña recibieron más de un tercio de la tierra afectada por efecto de los
cambios de propiedad. En general, la reforma agraria habría beneficiado a más de un tercio de la PEA agraria salvadoreña (Baumeister 1991a, b;
Ellacuría 1987).[19] Por su lado, el FMLN alentó la ocupación de tierras en las áreas que controlaba, equivalentes a 30% de la superficie del país.
Finalmente, la agilización del mercado de tierras involucró a proporciones importantes del fondo de tierras; 59% de la tierra que cambió de manos
correspondía a fincas de menos de 100 manzanas cada una (Goitia 1991: 167-193). Después que los latifundistas lograron bloquear la reforma
agraria, la crisis y la guerra estimularon la venta de tierras de las grandes fincas en beneficio de medianos propietarios, que aprovecharon la caída
de los precios provocada por las amenazas guerrilleras a terratenientes, por la inestabilidad general, y por algunas políticas estatales. El resultado
de todo esto es, a fines de la década de 1980, un perfil agrario diferente al de inicios del decenio.

Las modificaciones en los patrones de tenencia, en los niveles de organización rural, en la capacidad de reivindicación de los asalariados y los
agricultores, golpearon el principio tradicional de autoridad terrateniente, cuestionaron el derecho latifundista a la desposesión campesina, y
obligaron al sistema político a aceptar la legitimidad de la protesta rural. Después de la derrota electoral del sandinismo el mantenimiento o la
reversión del reparto agrario, la distribución de tierras a los ex contras, la privatización o devolución de fincas de la reforma agraria, se colocaron
en el centro de las tensiones políticas y sociales de Nicaragua.

El Acuerdo de Chapultepec, firmado el 16 de enero de 1992 por el gobierno de El Salvador y el FMLN, contempló explícitamente la cuestión de las
tierras en poder de los campesinos dentro de las "zonas conflictivas" --es decir, áreas bajo control revolucionario-- y estableció algunos criterios
para dar solución al problema agrario, incluyendo la afectación a la reforma agraria de las fincas que excedieran el límite constitucional de 245
hectáreas y la entrega de tierras a ex combatientes. Éste fue sin embargo uno de los aspectos de más lento e incompleto cumplimiento de los
acuerdos de paz, básicamente por la renuencia del gobierno de ARENA.

Más allá de sus logros inmediatos, la lucha política y la protesta social fortalecieron el sentimiento de eficacia política de la gente y aumentaron su
confianza en la organización popular al dar visibilidad a las ventajas que se derivan de trabajar juntos y de presionar juntos. Pusieron de relieve
también la importancia de articular sus demandas específicas en proyectos globales, y la necesidad de defender dentro de esos proyectos
globales, la especificidad y autonomía de sus reivindicaciones particulares. El cierre del ciclo de luchas armadas creó posibilidades, con la
recomposición de los sistemas políticos, para que las organizaciones sociales y laborales puedan hacer progresivamente efectivas sus
aspiraciones a la eficacia reivindicativa y a la autonomía política, y negociar con los actores tradicionales del sistema político --partidos, sindicatos,
burocracias-- proyectos de país que se hagan cargo de sus propias perspectivas. Al evaluar el saldo de estas décadas de revolución,
contrarrevolución, represión y crisis, hay que tomar en consideración estos factores de conciencia, eficacia e identidad, y no sólo los logros
materiales específicos.

e. Diferenciación social

La estructura social centroamericana experimentó cambios marcados. Se consolidó la importancia social del campesinado, al mismo tiempo que
las comunidades indígenas se vieron expuestas a profundas alteraciones de signos divergentes; el asalariado urbano y rural redujo la participación
en la PEA y los niveles y la eficacia de su organización gremial. El sector informal urbano aumentó su peso económico y demográfico,
especialmente en sus expresiones más tradicionales, y la masiva migración de centroamericanos hacia los Estados Unidos generó una importante
corriente de remesas de dinero. En el marco de una profunda polarización social, la burguesía centroamericana vivió un importante proceso de
diferenciación interna económica y política.

El campesinado

Ante todo, debe destacarse la consolidación social del campesinado en Nicaragua y El Salvador, como resultado de los cambios en el acceso a la
tierra durante la década de 1980. En Nicaragua la reforma agraria sandinista dotó de tierra a unas 138,000 familias campesinas, algo más de 2/3
del total (CIERA 1989 IX:41). Junto a este mejor acceso a la tierra, aparecieron o se consolidaron modalidades asociativas de producción. Casi
30% de la superficie afectada por la reforma agraria sandinista fue asignada a diversas formas de organización cooperativa. El clima institucional
permisivo alentó la organización gremial de los pequeños y medianos productores. La Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos (UNAG) se
convirtió en la más activa organización social de Nicaragua, una sociedad que hasta bien entrada la década de 1970 se caracterizaba por el
bajísimo nivel de organización campesina. La autonomía operativa que UNAG preservó frente al régimen sandinista, sin perjuicio de su notoria
afinidad con el FSLN, le permitió mantener su eficacia reivindicativa tras el cambio gubernamental de 1990 e incluso asumir las demandas de los
campesinos que, en el período anterior, se sumaron a la contrarrevolución o colaboraron con ella. En El Salvador las cooperativas de la reforma
agraria recibieron 37% de la superficie afectada. El mejor acceso al recurso tierra generó efectos políticos: en particular, el mayor arraigo del
Partido Demócrata Cristiano en amplios sectores de la población rural, sobre todo en la primera mitad de la década de los ochentas.
El proceso de privatizaciones y de devolución de propiedades afectadas por la reforma agraria introdujo fuertes tensiones en el campesinado de
Nicaragua. Se estima que casi 70% de las privatizaciones y devoluciones ejecutadas por el gobierno de Violeta Barrios de Chamorro tuvieron
como objeto activos vinculados a la reforma agraria sandinista (Vilas 1992b). Sumado al énfasis en las relaciones de mercado, las restricciones
crediticias, la eliminación de subsidios, la política de tipo de cambio que premia a las importaciones, el revanchismo de los antiguos propietarios, la
reorientación política planteó complejas interrogantes al campesinado, tensionó sus organizaciones y alimentó la inestabilidad social,
especialmente durante los primeros años de la década de los noventa –que fueron también los años iniciales del post-sandinismo.

El fortalecimiento del campesinado en Nicaragua y El Salvador en los ochentas contrasta con la reversión del proceso de reforma agraria y de
organización campesina en Honduras. Subordinados a la política antisandinista de Washington, los gobiernos hondureños de la década
desaceleraron primero y revirtieron hacia el final del decenio el reparto agrario, y reprimieron la protesta social. Desde mediados de la década la
política gubernamental promovió el desmantelamiento de las empresas asociativas de la reforma agraria y la privatización de los servicios a los
productores (Melmed-Sanjak 1992). Entre 1982-84 y 1988-89 el número de nuevos grupos campesinos se redujo de 377 a 154 y en 1990 hubo
solamente 85; el número de asociados cayó de 6,958 en el 1982-84 a 3,817 en 1988-89 y a 1,337 en 1990. Las políticas macroeconómicas de
orientación neoliberal, la contracción del crédito y las presiones de terratenientes y de oficiales de las fuerzas armadas interesados en sumarse al
negocio de la agroexportación alimentaron la crisis del sector reformado (Díaz Arravillaga 1992; Murillo 1992). A principios de los años noventas
existían unas 370 mil familias campesinas sin tierra o con tierra insuficiente (Salgado 1992).

Las perspectivas del campesinado costarricense no fueron mejores. Las políticas de ajuste estructural golpearon duro las condiciones de vida y
producción de los pequeños agricultores que producen para el mercado doméstico, y que enfrentan problemas para reorientar su actividad hacia
las exportaciones agrícolas no tradicionales. Débilmente organizados antes de la década de 1980, los campesinos de Costa Rica han resultado
incapaces de modificar las líneas dominantes de la política económica o de desempeñar un papel significativo en el debate en torno al ajuste
estructural. A los firmes compromisos de los gobiernos costarricenses recientes con las agencias financieras internacionales debe agregarse la
propia vulnerabilidad de las organizaciones campesinas: diversidad de enfoques, débil coordinación, débil vinculación con el movimiento sindical y
con otras organizaciones sociales (Vunderink 1990-91; Edelman 1993).

La política económica y de tierras de los gobiernos y la estrategia contrainsurgente, causaron estragos en los agricultores maya de Guatemala.
Hacia fines de la década de 1980 el cambio de posición de la jerarquía católica respecto del movimiento social y su apoyo al diálogo con las
fuerzas insurgentes creó espacios para una cierta reactivación de la protesta campesina. En marzo de 1988 la Conferencia Episcopal de
Guatemala difundió la carta pastoral "El clamor por la tierra", en el cual se hacía una tibia defensa de algún tipo de transformación agraria que
mejorara el acceso de los pequeños agricultores a tierra y condiciones de producción. El documento no tuvo repercusiones prácticas, pero mostró
el relativo distanciamiento de la iglesia respecto del gobierno demócrata cristiano y de la estrategia contrainsurgente de las fuerzas armadas.

Más que en otros países de Centroamérica, hablar en Guatemala de "campesinos" implica una opción conceptual, pues se trata de pequeños
agricultores maya --a su turno con múltiples diferenciaciones recíprocas. )Estamos refiriéndonos por lo tanto a campesinos o a indígenas? La
pregunta no es retórica, porque los que aparecen como rasgos de debilidad del campesinado guatemalteco --su fragmentación en comunidades
locales, la falta de expresiones organizativas de alcance nacional-- también pueden ser vistos como características propias de la población maya e
indicadores de la vitalidad de su identidad étnica. La consolidación de la organización en la aldea, las delimitaciones culturales y territoriales con
otros grupos étnicos, son al mismo tiempo indicadores de una fuerte identidad étnica y de los obstáculos para estructurar una organización de
clase. En el pasado reciente la expansión capitalista y la estrategia contrainsurgente golpearon severamente a los pequeños agricultores de
Guatemala independientemente de cómo los conceptualicemos: perdieron como indígenas y como campesinos. Pero la discusión de las
perspectivas que se abren para ellos en el futuro depende mucho del modo como las políticas públicas los enfoquen, sobre todo, del modo en que
ellos mismos desenvuelvan el proceso de construcción de su propia identidad.

El movimiento sindical

La represión política, el impacto de la crisis regional, los desplazamientos de población, las políticas salariales, contribuyeron a un
redimensionamiento regresivo de la clase obrera y del movimiento sindical. En Guatemala y El Salvador la intensa represión legal y extralegal, y el
manejo gubernamental de los instrumentos de política económica gravitaron negativamente sobre el movimiento sindical durante la primera mitad
de los ochentas. La ilegalización de organizaciones sindicales, la suspensión del derecho a la huelga, la prohibición de manifestaciones públicas
de protesta colectiva, etc., se combinaron con el secuestro, la desaparición, el encarcelamiento y el asesinato de dirigentes y activistas sindicales.
La pública vinculación de algunas organizaciones sindicales salvadoreñas y guatemaltecas con organizaciones revolucionarias, las convirtió en
blanco fácil de la represión.

El repliegue del movimiento sindical y de masas salvadoreño entre 1980 y 1983 comenzó a revertirse tras la elección de José Napoleón Duarte
como presidente en 1984. Entre 1983 y 1985 aparecieron las primeras iniciativas de unidad, que culminarían en febrero de 1986 con la creación de
la Unión Nacional de Trabajadores Salvadoreños (UNTS). En Guatemala la elección de Vinicio Cerezo en 1985 ayudó a una relativa mejoría del
clima institucional y permitió mayor espacio de acción a los sindicatos. Un decreto presidencial reconoció en diciembre de 1986 el derecho de los
empleados públicos a organizarse en sindicatos. Sin embargo todavía en 1988 solamente 5% de los trabajadores estaba sindicalizado. En años
posteriores el movimiento sindical ha desarrollado una cierta coordinación con un arco amplio de organizaciones populares.

Los gobiernos apelaron a la creación de sindicatos paralelos con apoyo de agencias del gobierno de Estados Unidos o del movimiento sindical de
ese país. En Guatemala el gobierno del general Efraín Ríos Montt auspició la creación de la Confederación de Unidad Sindical de Guatemala
(CUSG). En El Salvador el gobierno del presidente Duarte recibió apoyo de la AFL-CIO de EEUU para la creación en marzo 1986 de la Unión
Nacional de Obreros y Campesinos (UNOC) como repuesta a la fundación, un mes antes, de la combativa UNTS (Spalding 1992-93; Castañeda
Sandoval 1993).

En Costa Rica y Honduras, donde el movimiento sindical no planteó confrontaciones radicales, los gobiernos apoyaron las
iniciativas solidaristas difundidas por agencias estadounidenses. El solidarismo sindical aboga por la conciliación de intereses, se opone a las
modalidades clasistas de organización obrera, y enfatiza la importancia de la capacitación, los estímulos individuales y el pragmatismo para
mejorar las condiciones de vida de los trabajadores; fomenta la formación de pequeñas asociaciones para financiamiento del consumo. Algunos
aspectos de la prédica solidarista coinciden con las orientaciones sociales de las denominaciones evangélicas; en particular, en sus críticas al
sindicalismo y en las recomendaciones a los trabajadores para que se mantengan al margen de los sindicatos (Fernández 1991; Valverde 1987).

Se vio en el capítulo anterior que el involucramiento del sindicalismo estadounidense en la política centroamericana data de la década de 1960 y
estuvo siempre ligada a los enfoques de Washington hacia la región. La radicalización de los conflictos en los años ochenta incrementó ese
involucramiento, sobre todo en El Salvador. La AIFLD financió trabajos técnicos vinculados con la ley de reforma agraria; apoyó al gobierno del
presidente Duarte y financió a varias de las organizaciones que apoyaron su campaña electoral. Fue un participante activo en la dinámica sindical
de esos años, creando fisuras y divisiones en el sindicalismo combativo y apoyando a las tendencias más proclives al diálogo con el gobierno y las
empresas (Spalding 1992-93).

El nuevo clima institucional no eliminó la represión contra el movimiento obrero, como lo demuestra el asesinato masivo de la dirigencia de la
UNTS en octubre 1989 en El Salvador, o el deterioro del clima político en Guatemala durante la presidencia de Jorge Serrano Elías. Además, el
movimiento sindical que sobrevivió a los años de la represión salvaje llegaba a la nueva etapa con poca eficacia reivindicativa, disminución de las
tasas de afiliación y una actitud defensiva. El crecimiento del desempleo en el sector formal y la transferencia de fuerza de trabajo hacia el sector
informal donde la presencia sindical es inexistente; las políticas económicas ejecutadas durante la segunda mitad de la década; la contracción del
gasto público, figuran entre los factores que dificultaron la recomposición del movimiento obrero organizado.

El triunfo revolucionario y la reactivación económica inmediatamente posterior favorecieron en Nicaragua el crecimiento del empleo asalariado,
mejoramiento de las condiciones de trabajo, crecimiento de la tasa de sindicalización, mayor número de convenios colectivos de trabajo, aumento
del número de sindicatos y una amplia activación de la lucha de clases (Vilas 1984). Después de un periodo inicial de intensas tensiones, las
organizaciones sindicales sandinistas consolidaron su dependencia respecto del FSLN y del gobierno revolucionario, subordinando su eficacia
reivindicativa y su participación en la gestión de la economía a la conducción política de la estrategia de unidad nacional con la burguesía
nicaragüense. El ascenso de la guerra contrarrevolucionaria a partir de 1983-84 y el rápido deterioro de la economía desde 1984-85 llevaron al
movimiento sindical, para entonces claramente hegemonizado por el sandinismo, a privilegiar el apoyo a las políticas definidas desde el estado en
detrimento de las acciones reivindicativas. La abdicación de demandas laborales específicas redujo el arraigo de los sindicatos sandinistas en la
clase obrera. La reactivación del sindicalismo sandinista después de las elecciones de febrero1990, y su búsqueda de autonomía respecto del
FSLN, contrastan así marcadamente con el panorama anterior.

Informalización urbana

El crecimiento del sector informal urbano (SIU) durante los 1980s obedeció a varios factores: tendencias estructurales que dificultan la absorción
de fuerza de trabajo en el sector formal, desplazamientos de población rural hacia las ciudades; impacto de las políticas económicas y financieras.
En 1982 un tercio del empleo metropolitano centroamericano estaba en el SIU, y 40% 1988-89 (Pérez Sainz y Menjívar 1991). Este crecimiento
sugiere que un sector informal amplio constituye un rasgo estructural de las economías centroamericanas y no un fenómeno pasajero producto de
una determinada coyuntura. La expansión reciente del SIU tuvo lugar sobre todo en sus expresiones más tradicionales, como autoempleo, que
representaba a fines de la década entre la mitad y dos tercios del sector. La inclinación de algunos organismos financieros internacionales a
enfocar al autoempleo informal en términos de "microempresas" (por ejemplo Barrera et al 1992), resultó inadecuada, dada la evidente precariedad
de una alta proporción de tales "empresas": ventas callejeras, vendedores ambulantes, comercialización vecinal de excedentes de producción para
autoconsumo, entre otras.

Transformaciones en la clase empresaria

La confrontación revolucionaria enmarcó un proceso de diferenciación interna en las clases dominantes. Las transformaciones en sus bases
económicas, la modernización de las nuevas generaciones, la incorporación de elementos provenientes de las fuerzas armadas y del narcotráfico
han cambiado la fisonomía de las clases dominantes centroamericanas. Estos cambios deterioran asimismo la gravitación de la estructura
tradicional de redes de parentesco que sustentaba y articulaba recíprocamente a las élites centroamericanas. El ciclo de revolución y
contrarrevolución que asoló a la región, y la penetración de los recién llegados, han convertido a las "catorce familias" salvadoreñas en poco más
que una referencia del pasado, del mismo modo que están erosionando el toque aristocrático de la "calle Atravesada" en Nicaragua, y
resquebrajan el círculo cerrado de la vieja oligarquía guatemalteca.

El crecimiento industrial de la década anterior, la expansión de nuevos rubros de agroindustria, la introducción de algunas innovaciones técnicas, la
ampliación de las relaciones comerciales y financieras con el exterior, estimularon una diferenciación en el seno de las clases propietarias. La
imagen de los grupos dominantes del istmo como una oligarquía terrateniente semifeudal, que ya había sido erosionada parcialmente por el
acelerado crecimiento y las transformaciones económicas de las décadas anteriores, experimentó modificaciones (Tapia 1989, 1993). Una nueva
generación de empresarios, muchos de ellos con formación académica en universidades de Estados Unidos y Europa comenzó a tener ideas
propias sobre cómo manejar la economía, los negocios y la política en sus países.

El involucramiento directo de estos empresarios modernos en la política contrasta con el modo tradicional de manejo de las élites económicas
centroamericanas, que por lo menos desde la década de 1930 habían delegado en las fuerzas armadas el control cotidiano del estado y la política.
[20] Las propuestas de esta nueva generación de dirigentes combinan el énfasis en la eficiencia económica con una amplia apertura externa y la
promoción de una modernización política que a un mismo tiempo erradique el prebendalismo y las corruptelas tradicionales, y bloquee las
aspiraciones de la izquierda. Colocados en una posición de defensa de intereses de clase, los nuevos empresarios expresaron desacuerdos con
varios aspectos de la estrategia contrainsurgente de Washington. En El Salvador, por ejemplo, se opusieron a la reforma agraria y a las
nacionalizaciones ejecutadas por las juntas cívico-militares y el gobierno de José Napoleón Duarte, y protagonizaron eficaces movimientos de
protesta. En Guatemala bloquearon el programa de reformas del también demócrata cristiano presidente Vinicio Cerezo.

En 1982, como parte de su amplio involucramiento en la formulación de estrategias para enfrentar a la revolución en El Salvador, la AID auspició la
creación de FUSADES (Fundación Salvadoreña de Desarrollo) y canalizó cuantiosos fondos a través de ella; se estima que entre 1984 y 1992 AID
operó proyectos con FUSADES por un monto cercano a u$s 196 millones (Rosa 1992, cuadros 3 y 4). FUSADES nucleó a empresarios dispuestos
a cooperar con la estrategia de la administración de Ronald Reagan para Centroamérica. Puso atención especial en la formulación de propuestas
de dinamización de la economía salvadoreña a través de la promoción de nuevas líneas de agroexportación, adopción de políticas de ajuste
orientadas a cerrar los desequilibrios globales, y fuertes críticas al esquema anterior de sustitución de importaciones. También criticó las
estrategias de acción cívico-militar auspiciadas por la democracia cristiana e incluso la estrategia estadounidense de guerra de baja intensidad,
que a juicio de FUSADES no ponían fin al accionar militar del FMLN y en cambio alimentaba la corrupción en el estado y en las fuerzas armadas a
través de un flujo incesante de fondos que en su mayoría no se destinaban a la guerra.

En Guatemala la AID impulsó en 1985 la creación de la Cámara Empresarial, un ente dedicado al análisis y la recomendación de políticas, que
también acentúa la necesidad de modernizar la agroexportación aprovechando las ventajas comparativas que brinda la existencia de una oferta
abundante de mano de obra barata (Escoto y Marroquín 1992). Utilizando fondos de la "Iniciativa para la Cuenca del Caribe" del gobierno de
Ronald Reagan, AID contribuyó en Costa Rica a la creación de la Coalición de Iniciativas para el Desarrollo (CINDE). A través de esta institución la
Washington canalizó recursos para la promoción de la agroexportación diversificada e inversiones vinculadas con el comercio exterior; CINDE se
ha caracterizado asimismo por sus presiones sobre el gobierno costarricense en favor de la privatización de las corporaciones públicas y la
definición de políticas de mayor estímulo a la apertura externa (Güendal y Rivera 1987; Gutiérrez Haces 1993).

La modernización de los sectores empresariales fue mucho más lenta en Nicaragua. Influyeron en esto varios factores: 1) la dictadura somocista,
que concentró en sus miembros y allegados gran parte de los frutos de la expansión económica y de la modernización. La "competencia desleal"
en detrimento de los otros grupos de comerciantes, terratenientes e incipientes industriales, los enfrentó a la dictadura, aunque desde una
perspectiva diferente a la del sandinismo; 2) Así como la clase se dividió con relación al somocismo, se dividió con relación al sandinismo. Los
empresarios que aceptaron hacer negocios con el gobierno cortaron vínculos con las cámaras que quedaron de más en más en manos de los
sectores más antisandinistas. Estos sectores recibieron extraordinaria promoción internacional y fueron sistemáticamente presentados por las
agencias informativas del gobierno de Estados Unidos como la expresión auténtica, de hecho única, de la iniciativa privada nicaragüense; 3) El
deterioro de las relaciones políticas con Nicaragua quitó espacio para la acción de la AID que, acaba de verse, tuvo un rol protagónico en la
creación de las instituciones a través de las cuales se expresaban las nuevas tendencias del empresariado en los otros países de la región.

Negocios de uniforme

En el marco del conflicto armado las fuerzas armadas de la región devinieron importantes factores de poder económico. La diferenciación interna
de los grupos económicos dominantes se vio complementada por el involucramiento de altos oficiales de las fuerzas armadas de Guatemala,
Honduras y El Salvador en la vida empresarial por lo menos desde la década de 1970. Aprovechando las políticas de expulsión de campesinos, el
acceso privilegiado a información, la manipulación del crédito público y del financiamiento de proyectos de desarrollo, altos oficiales guatemaltecos
y hondureños se convirtieron en grandes empresarios, terratenientes e inversionistas. En Guatemala la participación personal de los jefes se
combinó con la participación institucional del ejército en el mundo de los negocios: bancos, fondos de pensión, líneas aéreas, proyectos
inmobiliarios, entre otros.[21] En El Salvador, el Instituto de Previsión Social de las Fuerzas Armadas canalizó fondos millonarios hacia inversiones
inmobiliarias y comerciales, beneficiado por el ingreso de la ayuda militar estadounidense y el incremento del presupuesto de defensa. Estos
mecanismos de acumulación no desplazaron a los estilos tradicionales de patrimonialismo, prebendalismo y corrupción, sino que se articularon a
ellos. Los abundantes fondos de guerra y para el desarrollo volcados durante la década por las agencias del gobierno de Estados Unidos
ampliaron el tamaño del pastel (Millman 1990; Ross 1992). El ejército de Nicaragua parece haberse incorporado a esta tendencia empresarial en el
marco de las privatizaciones de activos estatales promovidas por los gobiernos post-sandinistas.[22]

Narconegocios

La incorporación de Centroamérica a la red del tráfico internacional de estupefacientes tiene que ver también con esta rápida conversión de
muchos militares centroamericanos en fuerzas económicas de primer orden. Por lo menos desde los años setentas Centroamérica devino un
eslabón estratégico en las rutas de comercialización de la droga producida en Sudamérica hacia el mercado expansivo y solvente de Estados
Unidos. La militarización de las relaciones de Estados Unidos con la región y el carácter encubierto de muchas operaciones de contrainsurgencia y
de apoyo a la contrarrevolución nicaragüense favorecieron el auge del negocio. Washington apeló a las redes de narcotráfico y fomentó su
expansión en el marco de su apoyo a los efectivos militares contrarrevolucionarios. Por su propia naturaleza clandestina el tráfico de drogas
requiere el control de los espacios aéreos, aduanas, puertos y aeropuertos, rutas marítimas y costas. Es decir, actividades que en todos los países
del mundo son desempeñadas por las fuerzas armadas o por cuerpos subordinados a ellas. De acuerdo con varios estudios el gobierno
estadounidense apeló a las redes establecidas de narcotráfico y fomentó su expansión en el marco de su apoyo a los efectivos
contrarrevolucionarios nicaragüenses. Transportes militares que apertrechaban de armas y vituallas a las tropas de la "Resistencia Nicaragüense"
eran utilizados también para el transporte de drogas, y el dinero del narcotráfico y el de la asistencia financiera a los "contras" circuló
frecuentemente por los mismos canales.[23] Washington no reparó en medios con tal de derrocar al gobierno sandinista --un objetivo que, a la
postre, fue alcanzado por el voto de los ciudadanos, no por el estímulo al narcotráfico...

En años más recientes Centroamérica ingresó directamente en la narcoagricultura. Hacia 1987 Guatemala se había convertido en uno de los diez
mayores productores de mariguana e iba camino de otro tanto en la producción de amapola. Vastas extensiones en los departamentos de San
Marcos y Huehuetenango estaban dedicadas al cultivo de amapola, y de mariguana en el Petén. La rápida inserción de Nicaragua en esta red
después de la derrota electoral del sandinismo en enero 1990 fue reconocida incluso por las autoridades. [24] Las dificultades en el envío de la
droga desde Sudamérica a Estados Unidos y los operativos del gobierno mexicano en su propio territorio, más la extraordinaria rentabilidad del
negocio, definieron estímulos para el desplazamiento del cultivo hacia el Istmo. Las características técnicas de los cultivos (facilidad de manejo,
resistencia a las plagas, etc.) crearon ventajas comparativas para el cambio en el uso del suelo en un contexto de políticas agrícolas neoliberales
que reducían la rentabilidad de la producción tradicional de granos básicos.[25]

El auge de la producción y comercialización de narcóticos estimuló el surgimiento de grupos sociales diferenciados con enorme capacidad para
competir con los sectores dominantes tradicionales en materia de propiedad de tierras, capitales, dinero y gravitación institucional.
Simultáneamente la expansión de la narcoagricultura alteró las bases sociales de las organizaciones populares que actuaban en las áreas rurales
afectadas por los nuevos usos de los suelos.

Dependencia de subsidios externos

Hacia fines de los 1980s más de 1.3 millón de nicaragüenses, guatemaltecos y salvadoreños había migrado, legal e ilegalmente, hacia Estados
Unidos. El desplazamiento de población centroamericana dio origen a una corriente de remesas que, a nivel agregado, excedió los ingresos
provenientes de los principales rubros de exportación. A nivel microeconómico ayudó a subsistir a los familiares que quedaron atrás, definiendo
una estrategia de sobrevivencia que contó con la obvia anuencia de las autoridades de EEUU. En 1980-89 ingresaron a El Salvador u$s 3,366.7
millones como remesas familiares; a Guatemala u$s 1704.9 millones, y a Nicaragua u$s 294 millones. Solamente en 1989 575.2 mil migrantes
salvadoreños remesaron desde Estados Unidos u$s 759.4 millones; 500 mil migrantes guatemaltecos remesaron u$s 248.1 millones, y 255 mil
nicaragüenses, u$s 59.8 millones. Esas sumas equivalen, para El Salvador, a 15% de su PIB o 96.7% de los ingresos de exportación; en
Guatemala a 2.9% y 16.4% respectivamente, y en Nicaragua a 2.4% y 17.4% (CEPAL 1991).

El fenómeno de las remesas es una dimensión de la creciente dependencia de las sociedades centroamericanas más expuestas al conflicto
político y militar, de la asistencia financiera internacional. Nicaragua recibió 42% de la ayuda al desarrollo dirigida hacia Centroamérica durante los
ochentas, equivalente a un promedio de u$s 667 millones de dólares por año, cifra que no incluye la asistencia militar (Vuskovic Céspedes 1991).
Estados Unidos proporcionó a Guatemala u$s 574.9 millones en asistencia económica y militar entre 1980 y 1988. Entre 1980 y 1990 El Salvador
recibió solamente de Estados Unidos, en concepto de ayuda para el desarrollo y asistencia militar, u$s 3,919.3 millones de dólares, o un promedio
de u$s 357 millones al año (Cuenca 1992:27-30). La dependencia de asistencia externa fue fuerte también en Costa Rica y Honduras, dos países
que adquirieron particular importancia en la estrategia contrainsurgente de Estados Unidos en la región. En el período 1980-88 Costa Rica recibió
de Estados Unidos u$s 1,099.6 millones de asistencia económica y de defensa, y Honduras u$s 1,446.1 millones (Benítez Manaut 1989b).

El caso de El Salvador es ilustrativo de la extrema dependencia de fondos externos para el funcionamiento de las sociedades centroamericanas.
Durante los ochentas este país recibió en concepto de ayuda oficial proveniente de Estados unidos y de remesas de familiares casi u$s 7,300
millones, más casi u$s 315 millones en concepto ayuda oficial para el desarrollo proveniente de Europa, Canadá y Japón y de inversión extranjera
directa (Vuskovic Céspedes 1991). En conjunto, más que el valor generado por las exportaciones salvadoreñas durante el mismo período (poco
más de u$s 7,500 millones).

En 1984 la Comisión Kissinger estimó en 24 mil millones de dólares la necesidad de asistencia multilateral entre 1984 y 1990 para que el PIB
centroamericano alcanzara un crecimiento del 6% y la población regresara en 1990 a los niveles de vida de 1979. En vísperas de la firma del
acuerdo de paz con el FMLN (enero 1992), el presidente Alfredo Cristiani estimó en dos mil millones de dólares la contribución que habría que
esperar de la comunidad internacional para una recuperación de la economía salvadoreña. Por su parte el vicepresidente de Nicaragua afirmó en
1992 que desde el inicio del gobierno surgido de las elecciones de 1990 la Casa Blanca brindó al país una ayuda equivalente a dos millones de
dólares diarios.[26] Estas cifras dan una idea del nivel de involucramiento de los agentes externos en el conflicto centroamericano y en los
procesos institucionales posteriores, y generan una imagen de países subsidiados en los receptores. En todo caso, vuelven a plantear la cuestión
compleja, y para muchos antipática, de la viabilidad como estados nacionales individuales de estos países. Durante toda la década de 1980 la AID
asumió un papel de primera magnitud en el diseño de las políticas económicas de los gobiernos de Costa Rica y El Salvador (Sojo 1991; Cuenca
1992; Rosa 1993) y en su financiamiento; tras el cambio de gobierno en febrero 1990 comenzó a desempeñar un papel similar en Nicaragua
(Saldomando 1992).

Pobreza y desigualdad social

El resultado de la conjugación de crisis y guerra fue un crecimiento severo de la pobreza (52%) en toda la región, con la única excepción de Costa
Rica (cuadro IV.10). En los tres países que escenificaron el conflicto armado la pobreza se incrementó, pero no hay diferencias significativas entre
ellos y en Honduras. Tampoco las hay entre Nicaragua por un lado, y El Salvador y Guatemala por el otro, pero en El Salvador y Nicaragua la
población en condiciones de pobreza aumentó más en el campo que en las ciudades, mientras que la situación inversa se registró en Guatemala,
situación en la que tuvieron incidencia los desplazamientos forzados de población rural. Tampoco hay cambios significativos en la distribución
regional de la pobreza entre 1980 y 1990. Debe señalarse sin embargo el aumento de la participación de Nicaragua en la población regional en
condiciones de pobreza; este aumento expresa el deterioro de las condiciones de vida de la población rural, ya que la participación de Nicaragua
en la pobreza urbana del istmo se redujo más que en cualquiera de los otros cuatro países.[27]

Cuadro IV.10. Centroamérica: Estimación de la magnitud de la pobreza, 1980 y

1990

Centroamérica Costa Rica El Salvador Guatemala Honduras Nicaragua

1980 1990 1980 1990 1980 1990 1980 1990 1980 1990 1980 1990

Millones de habitantes

Población
20.8 27.6 2.2 2.9 4.7 6.5 7.4 9.2 3.7 5.1 2.7 3.9
total

Urbana 8.4 12.2 1.0 1.6 2.1 2.9 2.5 3.9 1.2 2.2 1.5 1.6

Rural 12.4 15.4 1.2 1.3 2.6 3.6 4.8 5.3 2.5 2.9 1.3 2.3

Pobreza
12.6 19.2 0.5 0.6 3.3 4.9 4.6 6.9 2.5 3.9 1.7 2.9
total

Urbana 4.0 6.9 0.1 0.2 1.2 1.8 1.4 2.4 0.5 1.6 0.7 0.9

Rural 8.6 12.3 0.4 0.4 2.0 3.1 3.2 4.5 2.0 2.3 1.0 2.0

Porcentajes

Pobreza
61.0 69.5 25 20 68 71 63 75 68 76 62 75
total

Urbana 48.0 56.5 14 11 58 62 58 62 44 73 46 60

Rural 69.0 79.9 34 31 76 85 66 85 80 79 80 85

Distribución en la región (%)

Pobreza
100 100 3.9 3.1 26.2 25.5 36.5 35.9 19.8 20.3 13.5 15.2
total

Urbana 100 100 2.5 2.9 30.0 26.1 35.0 34.8 12.5 23.2 20.0 13.0

Rural 100 100 4.6 3.2 23.2 25.2 37.2 36.6 23.2 18.7 11.8 16.3

Fuente: CEPAL (1992a)

La pobreza centroamericana tendió a urbanizarse. Aunque la proporción de pobres es mayor en el campo que en las ciudades, éstas dieron cuenta
de 60% del crecimiento de la población en condiciones de pobreza durante la década; la población en condiciones de pobreza creció casi 73% a lo
largo de la década, frente a 43% de crecimiento de los pobres en el campo. Estas cifras revelan el impacto de las migraciones y desplazamientos
de población huyendo de las zonas de guerra y de la represión, y del deterioro de las condiciones de vida y de trabajo en amplias áreas rurales. La
gente buscó refugio en las ciudades, agravando la presión sobre los servicios sociales y el mercado de trabajo y los problemas de tugurización.[28]

Aunque se carece de información sistemática, la que está disponible sugiere que el crecimiento de la población en condiciones de pobreza no fue
acompañado en todos los países por un aumento equivalente en la desigualdad social. En El Salvador y Nicaragua las políticas de reforma y
promoción social ejecutadas por los gobiernos demócrata cristiano y sandinista en la primera mitad de la década de los ochenta resultaron
eficaces para reducir el impacto de los conflictos político-militares y de la crisis económica en las condiciones de vida de las clases populares. En
El Salvador las reformas impulsadas por las juntas cívico-militares en 1979-80 y por el gobierno demócrata cristiano que les sucedió parecen haber
favorecido una redistribución de los ingresos a favor de los grupos medios. Entre 1974 y 1985 el 20% más rico de las familias salvadoreñas redujo
su participación en el ingreso nacional de 64.8% a 53.6% por efecto de la ejecución de la reforma agraria y la nacionalización de la banca y del
comercio exterior; el 40% inferior de los perceptores de ingreso mejoró su posición relativa en el mismo lapso de 8% a 11% (Rosenthal 1982; Lazo
1990). Esfuerzos parcialmente exitosos por reducir la inequidad social fueron efectuados por el tibio reformismo de la democracia cristiana de José
Napoleón Duarte. Debe reconocerse empero que su ejecución fue parte de una estrategia de prevención, en el sentido que la reforma agraria y las
medidas que intentaron cercenar el poder de los grupos dominantes tradicionales fueron encaradas ante todo como medios de remover los
aspectos más inicuos de una realidad social que, en la interpretación demócrata cristiana, alimentaban la insatisfacción popular y abonaban el
terreno para la insurgencia.

No existen estimaciones equivalentes de distribución del ingreso en Nicaragua, pero algunas aproximaciones indirectas avalan la hipótesis de que,
por lo menos en el periodo 1980-84, la conjugación de reforma agraria, expansión de la cobertura de los servicios sociales y de los subsidios al
consumo básico favorecieron una mejoría relativa de la posición de ingresos de los sectores populares, tendencia que se revirtió a partir de 1985
con la reorientación de la política económica y, sobre todo, por el deterioro amplio de la situación provocada por la intensificación de la guerra
(Vilas 1989a:100 y sigs.). En estos vaivenes los grupos medios urbanos que se articularon a las agencias del sector público parecen haber estado
en condiciones de mejorar más que cualesquiera otros su acceso a recursos y su captación de ingreso. En la primera mitad de la década el
régimen sandinista ejecutó políticas que mejoraron las condiciones de vida de las masas y golpearon a los segmentos más retardatarios de las
clases dominantes; durante la segunda mitad las políticas gubernamentales hicieron poco por sostener esos avances y, en opinión de muchos,
contribuyeron activamente a su reversión.

En Guatemala y Costa Rica la situación parece haber evolucionado de manera inversa. En 1980 el 63% de los guatemaltecos vivía en condiciones
de pobreza y la mitad de ellos (32%) en pobreza extrema, mientras que en 1989 las cifras habían aumentado a 75% y 55% respectivamente. Entre
1980 y 1989 el 10% más pobre de la población de Guatemala redujo su participación del 2.4% del ingreso nacional a 0.5% (UNICEF/SEGEPLAN
1991).[29] Lo mismo debe decirse de Costa Rica, país que estuvo a salvo del conflicto militar pero cuyas políticas económicas, en este periodo,
tuvieron fuerte impacto negativo en los grupos de menor ingreso. En 1980 el 20% superior de perceptores captaba una porción de ingreso 12.2
veces mayor que la del 20% inferior (49% y 4% respectivamente: cuadro II.21), mientras que en 1986 había aumentado a 16.6 veces (54.5% y
3.3% respectivamente).[30] La polarización de los ingresos se incrementó en más de un tercio entre ambos años, y posteriormente habría tendido
a reducirse ligeramente. En Honduras el 20% más alto de perceptores capturaba en 1989 un 63.5% del ingreso nacional frente a 2.1% captado por
el 20% inferior, constituyéndose en el país de mayor polarización social en América Latina después de Brasil (Banco Mundial 1993:cuadro 30).

4. ELECCIONES Y DEMOCRATIZACIÓN INSTITUCIONAL

El impulso dado por Estados Unidos a los procesos electorales en la década de 1980 tuvo que ver con una estrategia contrainsurgente
que buscaba deslegitimar la propuesta revolucionaria y restarle apoyo social. Tienen razón en este sentido quienes analizan los procesos
electorales de la época en Guatemala y El Salvador como un capítulo de una estrategia contrarrevolucionaria (por ejemplo Jonas 1988); de
acuerdo con un alto oficial del ejército guatemalteco, las elecciones permitieron hacer de la política "la continuación de la guerra por otros medios".
[31] Los observadores fuimos pródigos en adjetivaciones descalificatorias de los regímenes surgidos de esas elecciones: "democracias bajo
tutela" (Vilas 1990a); "democracias de seguridad nacional" (Timossi 1993); "democracias de baja intensidad" (Torres Rivas 1993), enfatizando la
subordinación de las convocatorias electorales a la vigilancia de las fuerzas armadas que se mantenían a salvo del control de las instituciones
civiles, y a la continuidad de la política contrainsurgente de Estados Unidos. Las "democracias de fachada" (Solórzano Martínez 1983) de los
sesenta y los setenta devinieron estos fenómenos ambiguos de los ochentas.

La estrategia de Washington fue exitosa porque de alguna manera recogía las preferencias de segmentos relativamente amplios de población que
habían aceptado, o visto con simpatía, la convocatoria revolucionaria porque consideraron que el carácter dictatorial de los gobiernos y el fraude
electoral cerraban cualquier otro camino. En una franja amplia de la población centroamericana la revolución echó raíces agitando la bandera de la
democratización política, más que la del cambio social radical. El "informe Kissinger" vio esto con claridad, aunque en el fondo no hizo más que dar
expresión conceptual a lo que ya estaba ocurriendo en El Salvador.[32] Las contrapartes locales de esta estrategia fueron, tanto en Guatemala
como en El Salvador, los partidos demócrata cristianos. En ambos casos esos partidos ofrecían una perspectiva tibiamente reformista, un arraigo
de masas y un probado anticomunismo. Eran, fuera de dudas, lo más parecido al aliado ideal. En Honduras, donde la democracia cristiana tenía
poca relevancia electoral, este papel lo desempeñó el Partido Liberal a través de sus fracciones más derechistas.

La estrategia fue exitosa no sólo porque se convocó a elecciones que fueron ganadas por los candidatos con los que Estados Unidos simpatizaba,
sino porque las organizaciones revolucionarias quedaron descolocadas. Por tradición doctrinaria y por la evidencia histórica reciente, estas
organizaciones suponían que la forma política propia de la dominación burguesa en sus países, es la dictadura, el fraude, la represión abierta. )
Qué otra conclusión era posible extraer de la historia política? La ruptura con la inercia y la tradición las tomó por sorpresa.

Por su lado, los revolucionarios pueden alegar que también ellos son responsables del establecimiento de convocatorias electorales honestas en lo
que toca al cómputo de los votos: fue necesario un desafío revolucionario para que tal cosa ocurriera. Es ante todo el argumento del FSLN, y tiene
razón: las elecciones del 25 de febrero 1990 marcan la primera vez en la historia de Nicaragua en que el voto sirve para cambiar gobiernos,
aunque la primicia haya tenido lugar a expensas de los sandinistas. Pero también es cierto que no es éste el tipo de democracia en que los
revolucionarios pensaban hace dos décadas. Era aquélla una democracia que no se reducía a elecciones sino que involucraba cambios en la
estructura socioeconómica y ante todo una ampliación del acceso de los trabajadores a los recursos básicos: alimentación, educación, salud,
empleo, tierra y al control del proceso de trabajo. La transformación estructural de la sociedad era considerada la condición de existencia de un
sistema político en el que los económicamente poderosos no pudieran imponer su voluntad a los económicamente débiles. Se trataba, incluso, de
una democracia en la que no existieran los económicamente poderosos (vid FSLN 1980; CDR 1980).

Las cosas no resultaron así. La revolución, como estrategia de toma del poder político y transformación profunda de la sociedad, no triunfó --en el
caso de Nicaragua, no pudo consolidarse. La meta de las transformaciones sociales profundas desapareció de las propuestas de las
organizaciones que plantearon la convocatoria revolucionaria, o fue relegada a un momento posterior, tras la consolidación de una democracia
institucional con muy moderadas resonancias sociales (FMLN 1990).[33] Pero las sociedades cambiaron y el sistema político se abrió, es más
competitivo y mucho menos violento que hace dos décadas, por más que en ambos aspectos es aún largo el camino por andar.

La recomposición de los sistemas políticos centroamericanos en torno a las convocatorias electorales de los años ochenta presentó algunos
rasgos recurrentes:

1) Todas las elecciones que se llevaron a cabo en la década de 1980 fueron ganadas por opciones políticas afines a los grupos de derecha o de
centro-derecha, con la única excepción de las elecciones nicaragüenses de 1984. Con la derrota del sandinismo en las elecciones de 1990, el voto
ciudadano conformó una región con gobiernos abiertamente simpatizantes de los Estados Unidos.

2) El recurso a elecciones para dirimir los conflictos políticos y definir la conducción de la sociedad a través del estado puso de relieve la debilidad
del sistema de partidos como agentes de mediación y como instancias de representación de intereses. La fragilidad orgánica afectó ante todo a las
organizaciones que se ubican a la izquierda del espectro político: sus partidos fueron perseguidos, reprimidos, obligados a actuar en la
clandestinidad; la participación electoral les estaba vedada, aún a los que no proponían opciones revolucionarias; el asesinato de dirigentes
políticos incluso de la izquierda moderada fue moneda corriente hasta muy recientemente; los grupos paramilitares y escuadrones de la muerte
siguieron activos en Guatemala y El Salvador. De acuerdo al FMLN, 36 de sus militantes y dirigentes fueron asesinados desde la firma de los
acuerdos de paz en enero 1992.[34]

También los partidos de la derecha mostraron signos de debilidad. Se trata de grupos clientelares, con estructuras frágiles, que funcionaban sobre
todo como agencias de movilización de sufragios en poblaciones cautivas --peonaje, campesinado pobre, subproletariado urbano. La activación
revolucionaria acabó con la sumisión de la gente, y ahora los partidos que quieren captar votos deben efectuar propuestas concretas. En general
puede afirmarse que la modernización de la derecha centroamericana ha avanzado mucho más en el terreno empresarial que en el partidario. Este
desfase contribuye a explicar el creciente involucramiento directo de jóvenes dirigentes empresariales en la política electoral. Si en la
Centroamérica tradicional los políticos aspiraban a convertirse en millonarios, hoy son los millonarios los que se lanzan a la arena de la política
representativa.

3) La falta de congruencia entre las inercias del sistema político y el dinamismo de la sociedad civil se advierte de múltiples maneras. Posiblemente
la más notoria es el abstencionismo electoral relativamente alto. Puede pensarse que el sistema representativo, tal como funciona en esos países,
no convoca a una parte grande y creciente del electorado potencial. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que las opciones reformistas tuvieron
que enfrentar a lo largo de los ochentas serias dificultades para actuar institucionalmente. Expresar públicamente simpatías por partidos que
plantearan la introducción de cambios sociales se convirtió en algo extremadamente peligroso en algunos países del área. Además, la persistencia
en el fraude electoral restó eficacia a lo poco de política institucional que se toleraba y contribuyó a debilitar la confianza colectiva en el sufragio.

Es posible que también hayan actuado algunos factores socioeconómicos discutidos más arriba. Por ejemplo, el crecimiento del SIU no involucra
únicamente la expansión del empleo y de la economía informal. Existe una vasta dimensión de la informalidad que se refiere a prácticas sociales
de tipo político, a la formación y reconocimiento de estructuras de autoridad, jerarquías sociales, prestigios y pautas culturales, que guardan poca
similitud con la dimensión formal de la sociedad, por más que se articulen a ella. Es posible que el abstencionismo electoral relativamente alto que
se observaba en Guatemala y El Salvador expresara más que un repudio o desinterés por la política, la desafección hacia el tipo de política, de
discurso, de convocatorias, que predominan en la política institucional "oficial" y que no dan cauce a las expectativas ni los reclamos de la
creciente masa de población empujada a vivir, y no sólo trabajar o comprar y vender, fuera de las prácticas y las instituciones de la sociedad
formal.

4) La inexistencia, pérdida o relajamiento de referentes institucionales de integración al sistema político se vio acentuada por el crecimiento de la
pobreza masiva, agravada a su vez por los sesgos predominantes en las políticas económicas y sociales gubernamentales. Los sistemas políticos
se basan en un sistema de reciprocidades; la legitimidad, aunque consista en una aquiescencia pasiva, es resultado de una compleja matriz de
transacciones cotidianas implícitas en cuya virtud los gobernados consideran que reciben una contraprestación justa a cambio de su
consentimiento: acceso a recursos, seguridad, recompensas simbólicas (sentido de pertenencia, de dignidad, etc.). Cabe preguntarse qué sentido
real de pertenencia al sistema político, es decir qué sentido de ciudadanía, pueden tener los más de 19 millones de centroamericanos que viven
bajo la línea de pobreza. Pueden estar presentes asimismo factores de tipo sociocultural. La política institucional es cuestión de mestizos, o
ladinos, en sociedades con un fuerte perfil indígena; es también política de citadinos en países que conservan una amplia población rural. Es
posible pensar, en consecuencia, que esta política de mestizos, ladinos y citadinos que hablan un idioma ajeno, no convoque a quienes no lo son. )
Qué sentido efectivo de ciudadanía --en los términos en que ésta es definida por las constituciones y enmarcada por las políticas estatales-- existe
en los alrededor de 12 millones de centroamericanos forzados a expresarse políticamente en una lengua que no es la suya y a través de
instituciones que tienen poco que ver con sus patrones culturales y sus propias normas de autoridad?
La desmilitarización

Diez años de guerra revolucionaria y contrarrevolucionaria alimentaron un proceso de amplia militarización difícil de desmontar. En una región
tradicionalmente vulnerable al fenómeno del militarismo, la relevancia de la función militar en la defensa del orden establecido y las estrechas
vinculaciones entre los aparatos militares centroamericanos y el gobierno de Estados Unidos abonaron el terreno para la primacía política de las
fuerzas armadas.

Paradójicamente, la militarización creciente del conflicto se desenvolvió al mismo tiempo que los esfuerzos regionales por volver a poner la política
en el centro de la agenda regional. Militarización y desmilitarización constituyeron las dos caras del drama centroamericano. Desde Contadora en
1983 hasta Esquipulas II en 1987, los gobiernos centroamericanos desarrollaron iniciativas tendientes a desmontar los conflictos bélicos --la
guerra contrarrevolucionaria en Nicaragua, la guerra revolucionaria en El Salvador y en Guatemala-- y a alcanzar soluciones pacíficas. El apoyo
interno a estas iniciativas fue amplio e incluyó a grupos empresariales que veían en el fin de la guerra la condición para reactivar las economías y
recomponer los mercados regionales. Los gobiernos centroamericanos contaron asimismo con el apoyo de México, Panamá y Venezuela
inicialmente, posteriormente de un grupo amplio de países latinoamericanos, finalmente de la ONU y de prácticamente toda la comunidad
internacional, con la única excepción de Estados Unidos.[35]

Washington pudo maniobrar para llevar a la crisis el proceso de Contadora, pero no pudo impedir la culminación de Esquipulas. El acuerdo,
titulado "Procedimiento para establecer la paz firme y duradera en Centroamérica" y firmado por los cinco presidentes centroamericanos contempló
la reconciliación nacional con base en el diálogo político y amplias amnistías; exhortó al cese de hostilidades; se comprometió a impulsar una
democratización pluralista y participativa que implicara el respeto a los derechos humanos, la promoción de la justicia social, la libre determinación
nacional sin injerencias externas, y elecciones libres; cese de ayuda extrarregional a las fuerzas irregulares (los "contras" nicaragüenses) o
movimientos insurreccionales (FMLN y URNG) y no uso del territorio de unos estados para agredir a otros. El documento, firmado el 7 de agosto
de 1987, estableció asimismo un procedimiento de verificación y seguimiento internacional.

La elección de George Bush como presidente de Estados Unidos significó un relativo retroceso del crudo ideologismo que había orientado la
política centroamericana de Ronald Reagan. Por su parte la crisis que la URSS atravesaba llevó a su diplomacia a ensayar una aproximación a
Washington para, conjuntamente, tratar de reducir el involucramiento respectivo en el conflicto centroamericano y apoyar los esfuerzos regionales
de paz. La convocatoria a elecciones en Nicaragua y el triunfo de la oposición favorecieron el cambio de enfoque de Washington, que finalmente
se sumó a aquellos esfuerzos.

En sentido estrecho --es decir, en el redimensionamiento de las fuerzas armadas de acuerdo con un escenario postbélico-- hasta ahora solamente
Nicaragua ha avanzado significativamente por este sendero, tanto en lo que toca al Ejército Popular Sandinista (EPS) como al desarme y
desmovilización de la "contra". La reducción y depuración de las fuerzas armadas salvadoreñas se ejecutó mucho más lentamente que la
desmovilización del FMLN. En Guatemala y Honduras ni siquiera se plantea formalmente la cuestión. Las resistencias se deben tanto a
ingredientes ideológicos y políticos como a razones económicas. La desmilitarización afectará los intereses de quienes se beneficiaron con los
abultados presupuestos militares de la década pasada, y con el manejo de la ayuda norteamericana. El tráfico de abastecimientos, el negocio del
contrabando, la administración de los salarios de los subordinados, etc., generaron fuentes de grandes beneficios para muchos oficiales, que se
resistirán a aceptar una subordinación efectiva al poder civil y, sobre todo, la terminación de esas actividades.

La magnitud del involucramiento de las fuerzas armadas centroamericanas en la conducción política de sus países respectivos señala que la
desmilitarización es mucho más que simplemente reducir el tamaño de los ejércitos o poner bajo control sus finanzas. Implica un rediseño de las
relaciones de las fuerzas armadas con el estado y con la sociedad civil y, en consecuencia, un replanteamiento de la función militar. Debe
reconocerse que, sin perjuicio de las dificultades y resistencias recién señaladas, se ha avanzado por este camino considerablemente más en
Nicaragua, e incluso en El Salvador, que en Guatemala y Honduras. La impunidad que tradicionalmente rodeó la actuación de las fuerzas armadas
y de seguridad en estos países sigue siendo, sin embargo, una cuestión sin resolver.

[1]Costa Rica firmó el acuerdo en 1985, y Honduras uno en 1988 y otro en 1990. Costa Rica también aceptó el principio de condicionalidad
cruzada entre Banco Mundial, FMI y USAID, e ingresó en el GATT en 1989.

[2] Un análisis de la dimensión militar del involucramiento de Estados Unidos en Centroamérica excede los alcances de este libro. La “guerra de
baja intensidad” cuenta con varios estudios de excelente calidad: vid sobre todo Bermúdez (1987), Vergara Meneses et al. (1987), y Benítez
Manaus (1989a) y Gordon (1989) para el caso específico de El Salvador.

[3] Sin embargo la ayuda militar directa a través del Military Asístanse Program (MAP) no fue afectada, ni tampoco las ventas comerciales; el
programa Foreign Military Sales (FMS) siguió concediendo créditos para la compra de armamentos. También Israel fue un importante proveedor de
armamento y asistencia militar en estos años.

[4]La Jornada (México), 12 y 13 de junio 1993; 4 y 29 noviembre 1993; 14 y 16 diciembre 1993; Excélsior, 10 de noviembre 1993.

[5]Excélsior30 diciembre 1993; La Jornada 8 enero 1994. También existió asesoramiento de militares de Argentina: vid Cardoso 1987; Sklar
1988.

[6]US Department of State/Department of Defense (1984a, 1984b); González et al (1984); McCormick et al (1988); del Aguila (1985).
[7] Chomsky (1991:215 y sigs.) analiza este aspecto de la política centroamericana de Washington, vinculándola a un enfoque
contrarrevolucionario global.

[8]Scott (1991) y Scott & Marshall (1991) constituyen los más completos análisis de este aspecto de la política centroamericana de Estados
Unidos, y señalan varias limitaciones y omisiones del informe Kerry. Vid también Benítez Manaut (1988).

[9] COPPPAL (1992) estima, solamente en Guatemala, 200 mil huérfanos y 100 mil viudas.

[10] Declaraciones de Lawrence Bailey, ex marine contratado como mercenario en El Salvador,apud McClintock (1985: I, pág. 305; la traducción es
mía: CMV). “Desde enero pasado un buen número de salvadoreños, en su mayoría niños, mujeres y ancianos, buscan refugio en nuestro país
(Honduras: CMV). En su éxodo son hostigados sistemáticamente por la Guardia Nacional Salvadoreña (sic). El ejemplo más evidente de este
hostigamiento y crueldad sucedió el 14 de mayo recién pasado (1980: CMV). Un día antes llegaron a Guarita varios camiones y vehículos del
ejército hondureño abarrotados de soldados. Éstos, sin detenerse en el pueblo, descendieron 14 kilómetros hasta las proximidades del río Sumpul,
línea fronteriza entre Honduras y El Salvador., acordonando su margen izquierda en las inmediaciones de las aldeas hondureñas de Santa Lucía y
San José. Los megáfonos dirigidos hacia territorio hondureño prohibían a gritos cruzar la frontera. En el lado opuesto, como a las siete de la
mañana, en la aldea salvadoreña de La Arada y sus alrededores, se inició la masacre. Un mínimo de dos helicópteros, la Guardia Nacional
Salvadoreña, soldados y la organización paramilitar ORDEN, disparaban contra la gente indefensa. Mujeres torturadas antes del tiro de gracia,
niños de pecho lanzados al aire para hacer blanco, fueron algunas escenas de la matanza criminal. Los salvadoreños que pasaban el río eran
devueltos por los soldados hondureños a la zona de la masacre. A media tarde cesó el genocidio dejando un saldo mínimo de 600 cadáveres. Días
antes, según la prensa hondureña, en la ciudad de Ocotepeque, fronteriza con Guatemala y El Salvador, tuvo lugar una reunión secreta de altos
mandos militares de los tres países. La noticia fue desmentida oficialmente poco después. Un mínimo de 500 cadáveres sin enterrar fue presa de
perros y zopilotes durante varios días. Otros se perdieron en las aguas del río. Un pescador hondureño encontró cinco cuerpecitos de niños en su
tapesco (trampa de pescar: CMV). El río Santa Lucía quedó contaminado desde la aldea de Santa Lucía. (…)”. Comunicado del Presbiterio de la
Diócesis de Copán (Honduras) sobre los acontecimientos en la frontera de El Salvador, 19 de junio 1980 (apud Cabarrús 1983:17-18). “Los
soldados sacaron a nuestras esposas de la iglesia en grupos de diez o veinte. Después doce o trece soldados fueron a nuestras casas a violar a
nuestras esposas. Cuando terminaron las mataron, y quemaron las casas. Los niños habían quedado encerrados en la iglesia. Lloraban, nuestros
pobres niños estaban gritando. Nos llamaban, y algunos de los más grandes se daban cuenta que estaban matando a sus mamás, y gritaban y
nos llamaban a nosotros… (Los soldados) sacaron a los niños, y los mataron con las bayonetas. Nosotros pudimos verlo. Los agarraban del pelo y
les abrían el vientre y les sacaban las vísceras, y los niños todavía gritaban. Cuando terminaban con unos los tiraban dentro de las casas e iban
por más (…). Después siguieron con los viejos (…) los subieron a una tarima y los mataron a machetazos (…). Después siguieron con los
adultos…”. Testimonio de un sobreviviente de la masacre de la Finca San Francisco (departamento de Huehuetenango, Guatemala) el 17 de junio
1982 (Anthropology Resource Center 1983:36-37. La traducción es mía: CMV).

[11]Vid por ejemplo Beverley & Zimmerman 1990.

[12] Vid por ejemplo Reuben Soto (1989) y Sollis (1992). Kruijt (1992) presenta una perspectiva extremadamente crítica de las actividades de estos
organismos no gubernamentales.

[13] Goldin (1992) encontró 48% de protestantes en el departamento de Quezaltenango.

[14]Es posible pensar que el énfasis en señalar la participación de agencias del gobierno de Estados Unidos en el crecimiento de las iglesias
evangélicas debe mucho a la influencia cultural del catolicismo en el inconsciente de algunos investigadores. Miradas las cosas en perspectiva
histórica: ¿Qué diferencia existe entre el modo en que el evangelismo penetra hoy en Centroamérica, y el modo en que el catolicismo llegó a
América en el siglo XVI?

[15]Debe señalarse que las denominaciones protestantes de más antigua implantación en Nicaragua --como las iglesias Morava, Episcopal, y
otras-- trataron de diferenciarse de las vinculadas al pentecostalismo estadounidense, instaladas muy posteriormente.

[16]Algunas culturas se encontrarían incluso en peligro de desaparición: Otis (1993).

[17]Diskin (1993) narra una anécdota cruelmente reveladora de la marginalidad de los pueblos originarios en El Salvador. En un encuentro entre
Adrián Esquino Liso, dirigente de la Asociación Nacional de Indígenas Salvadoreños (ANIS) y Roberto D'Abuisson, dirigente de la derechista
Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), Esquino le manifestó a D'Abuisson "Para nosotros el 12 de octubre es un día de desgracia", y
prosiguió diciendo que él y otros indios son "comunistas reales". D'Abuisson replicó: "Adrián es un tipo folklórico". Comenta Diskin: "El reputado
líder de los escuadrones de la muerte, para quien *comunista+es el epíteto más grave y condenatorio, no puede tomar en serio lo que un indio
*folklórico+le dice".

[18]Spalding (1991). Según la autora en 1984 el precio de la tierra en algunas zonas llegó a ser 10% de su valor antes de la revolución.

[19] Vid sin embargo estimaciones más conservadoras en Prosternan y Riedinger (1987:170). En un trabajo posterior al citado en el texto
Baumeister reduce considerablemente sus estimaciones (Baumeister 1992).

[20]Entre 1932 y 1980 todos los presidentes salvadoreños fueron oficiales del ejército, y todos los ministros de agricultura y de economía fueron,
hasta principios de los setentas representantes de la burguesía cafetalera (Gordon 1990). En Guatemala desde el golpe militar de 1963 los
ministros de economía de ése y de los sucesivos gobiernos eran designados directamente por el CACIF (Comité Coordinador de Asociaciones
Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras) (Black 1984:49).

[21]Según Dunkerley (1987:461 ss), hacia 1983 el 60% de la superficie del departamento de Alta Verapaz era propiedad de militares; cuatro
oficiales del ejército que habían integrado los gobiernos militares de Kjell Laugeraud y de Romeo Lucas García eran dueños de 285,000 hectáreas
en la Franja Transversal del Norte, en el departamento del Petén. Sobre el involucramiento corporativo del ejército, vid Painter 1987:47-51.

[22]De acuerdo a fuentes periodísticas, alrededor de 50 oficiales del Ejército Popular Sandinista asistieron en 1992 a un curso especial de
administración de empresas en la sede Managua de la Universidad Centroamericana (jesuita) para asumir responsabilidades de dirección en el
programado Instituto de Previsión Militar, que configurará un holding de empresas destinadas a generar ingresos que ayuden a sostener el
menguado presupuesto de las fuerzas armadas nicaragüenses (Reyes Alba 1993). Sobre la cuestión de las empresas del EPS en el marco del
futuro institucional de las relaciones ejército-gobierno civil, véase Guzmán 1992.
[23]Además de Scott & Marshall (1991) y Scott (1991) vid Dickey 1985; Marshall et al., 1987; Sklar 1988; República de Costa Rica 1989a, 1989b;
Aguilera Peralta 1991.

[24] Barricada Internacional 344 (diciembre 1991:11).

[25] Estimaciones de funcionarios guatemaltecos al autor calcularon, por ejemplo, que una cuerda (alrededor de 450 m²) de amapola generaba en
1988 al agricultor unos 20,000 quetzales (aproximadamente unos 4,500 dólares), o sea muchas veces más que la producción de maíz o de frijoles.

[26]Excélsior (México) 17 de abril 1992:2.

[27]Sin descartar el impacto de la guerra contrarrevolucionaria, el crecimiento de la pobreza rural en Nicaragua señala las dificultades de la
reforma agraria para encarar en el corto plazo este problema.

[28]Entre 1981 y 1983 alrededor de 500 mil personas migraron a la ciudad de San Salvador huyendo de los operativos contrainsurgentes. En
Nicaragua las ciudades de Puerto Cabezas y Bluefields, en la Costa Atlántica, más que duplicaron el número de sus habitantes como resultado de
los movimientos de población que buscaba refugio de la guerra.

[29] De acuerdo con este estudio 26.4% de los patronos y 29.7% de los profesionales se encontraban en pobreza extrema (pág. 13). De acuerdo a
la misma fuente en 1989 el 80% de la población guatemalteca se ubicaba debajo de la línea de pobreza, una cifra mayor que la que consigna el
informe de CEPAL sobre el que se basa el cuadro IV.10.

[30] Banco Mundial (1992:cuadro 30).

[31]General Héctor Gramajo, ministro de Defensa de Guatemala durante la presidencia de Vinicio Cerezo (apud Timossi 1993:23).

[32]Vid Report of the National Bipartisan Commission on Central America. Washington D.C.: Government Printing Office, 1984.

[33]Vid Béjar (1991) para una discusión de las reorientaciones doctrinarias recientes del FMLN, y Vilas (1991b) para similar proceso en el FSLN.

[34]La Jornada, 11 enero 1994.

[35]La documentación de este proceso está recopilada en Córdova Macías y Benítez Manaut (1989).
Capítulo V: NICARAGUA: REVOLUCIÓN, CRISIS Y GUERRA

La década de los ochenta comenzó en Nicaragua alentada por las esperanzas de cambio social, democratización amplia y consolidación nacional
que constituían los elementos centrales del proyecto revolucionario sandinista; se desenvolvió en medio de las tensiones desgarradoras de la
guerra contrarrevolucionaria, la agresión externa y la peor crisis económica de su historia que además reflejaban el impacto de la crisis regional
centroamericana; concluyó con un episodio electoral cuyo resultado no entraba en los cálculos de casi nadie y cuyos alcances recién años
después pudieron dimensionarse en toda su proyección. La valoración de una década tal, en la que hubo prácticamente de todo, no es sencilla.

Nicaragua compartió muchas de las peripecias del decenio con el resto de las sociedades del istmo, y presentó particularidades no menos
importantes. La más notoria de éstas fue, obviamente, la revolución. En la década de los ochenta Nicaragua fue un país en revolución y, más
exactamente, una sociedad con un régimen revolucionario gobernante. Esto no sólo tiñe con tonalidades específicas la década y diferencia a
Nicaragua del resto de Centroamérica, sino que afecta la perspectiva de los observadores y analistas. Sea que se esté a favor o en contra, que se
le observe con entusiasmo o con reprobación, siempre se espera mucho más de un régimen revolucionario que de un régimen “normal”. Las
exigencias y expectativas son mayores. En los hechos significa perder la perspectiva histórica, aceptando como criterio de análisis los términos
imperativos y las urgencias de los actores. Se limita de esta manera la capacidad analítica del investigador y se reduce la utilidad del análisis para
los propios actores.

La coincidencia temporal de la derrota lectoral del sandinismo con el colapso del socialismo de estado en Europa del este y la crisis soviética
permitió presentar los sucesos de Nicaragua como pertenecientes al mismo conjunto de significados, o por lo menos como parte de un mismo
proceso universal hacia la democratización (Castañeda 1990) –apoyado esto último por el discurso autocomplaciente de algunos dirigentes
sandinistas. No obstante, cualquier observador que haya podido mantenerse salvo de la oleada de frivolidad que campea en los análisis más
socorridos de la problemática contemporánea podrá advertir que estamos en presencia de situaciones totalmente diferentes. Salvo los intentos de
entablar amplias relaciones diplomáticas, comerciales y culturales con los países del CAME (Consejo de Ayuda Mutua Económica), nada hay en el
presente y en el pasado reciente de Nicaragua – en su estructura socioeconómica, en sus procesos políticos, en la configuración de sus clases
sociales, en la cultura popular- que tenga algo que ver con el “socialismo real”. Y en lo que toca a la orientación del proceso nicaragüense, la
existencia de una “transición al socialismo” siempre fue, desde mi punto de vista, una hipótesis de verificación cuestionable en Nicaragua (Vilas
1984:373 y sigs.; 1987).

1. REACTIVACIÓN, TRANSFORMACIÓN Y CRISIS DE LA ECONOMÍA[1]

Durante la década de los ochenta el comportamiento de la economía nicaragüense fue negativo. El país reprodujo el patrón regional de
recesión y crisis, pero con registros mucho más agudos, en la medida que a los factores estrictamente económicos se sumó la incidencia de los
que derivaron del conflicto político y militar. El cuadro V.1 compara la situación de Nicaragua con la de Centroamérica y pone de relieve la situación
particularmente crítica del país.

Cuadro V.1.Nicaragua y Centroamérica: dimensiones de la crisis económica, 1981-1990

Nicaragua Centroamérica

PIB¹

PIB por habitante¹

Exportaciones de bienes²

Importaciones de bienes²

¹ Variación porcentual anual acumulada

² 1990, en números índice. 1980 = 100

Fuente: CEPAL (1990a)


Las cifras de la década expresan la gravitación de la segunda mitad del decenio; se advierte en el cuadro V.2 el contraste entre la reactivación de
los años iniciales con el periodo de profundo y generalizado desajuste de los años finales del decenio. El periodo 1980-1983 muestra una modesta
pero efectiva reactivación de la economía, basada ante todo en el ingreso de fondos y en el uso extensivo de los factores: crecimiento del empleo
de las fuerza de trabajo, elevación del nivel de ocupación de l capacidad instada, recuperación de las superficies sembradas. El quiebre de 1982
anuncia el inicio de una nueva etapa, signada por el deterioro de la situación económica internacional y regional, y la crisis de endeudamiento
externo. Sin perjuicio de sus limitaciones, la reactivación del periodo inicial del régimen sandinista contrasta con el descalabro de los años finales.
En éstos la caída del producto se sumó a un acelerado deterioro de las cuentas externas, al desborde de las presiones inflacionarias y a una
ingobernabilidad generalizada de la economía. Entre 1987 y 1989 el PIB por habitante acumuló un deterioro del 24%; entre 1985 y 1989 el balance
comercial acumuló un saldo negativo de u$s 2,478.1 millones, y un saldo negativo en la balanza de l cuenta corriente de u$s 3,668.5 millones.

La deuda externa total desembolsada sumó en 1989 u$s 2,600 por habitante, una de las relaciones deuda/población más altas del hemisferio.
Nicaragua efectuó hacia finales de la década pequeños pagos que le permitieron mantener un relación abierta con algunos acreedores, pero el
monto de los atrasos y la presión de Estados Unidos la mantuvo privada del financiamiento de los organismos multilaterales. La vulnerabilidad de
Nicaragua en lo que toca su endeudamiento externo se revelaba en que la cotización de su deuda en el mercado secundario era en 1989
solamente 1% del valor nominal (CEPAL 1990b: cuadro 20).

Cuadro V.2. Nicaragua: tasa de crecimiento del PIB por habitante (en %)

1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988 1989 1990

1.5 2.0 -4.1 1.2 -4.9 -7.4 -4.3 -4.0 -13.9 -6.1 -8.8

Fuente: CEPAL (1990a)

Factores diversos, referidos tanto a las condiciones económicas y extraeconómicas internas como al escenario internacional, redujeron el acceso
de Nicaragua a divisas de libre convertibilidad y lo rodaron de condiciones onerosas; los fondos usualmente disponibles de organismos
multilaterales quedaron bloqueados como resultado del enfrentamiento del gobierno de Estados Unidos y de demoras en los reembolsos. Entre
1985 y 1987 la disponibilidad d reservas internacionales brutas del Banco Central bajó de u$s 126.2 millones a 51.9 millones.

Esta situación contrasta con el acceso amplio recursos externos de inicio de la década. En el bienio 1980-81 ingresaron u$s 1,500 millones en
concepto de financiamiento y cooperación externos en condiciones blandas; esto permitió emprender políticas expansivas que debieron ser
reformuladas partir de fines de 1982, cuando la captación de recursos externos comenzó a deteriorarse. Desde 1984-85 se recurrió de manera
creciente a endeudamiento bilateral y a un mayor énfasis en fuentes del hoy desaparecido CAME, esto último en detrimento de la disponibilidad de
divisas de libre convertibilidad. El monto de la cooperación externa total recibida por Nicaragua entre 1980 y 1987 ha sido estimado entre u$s
4,500 millones y u$s 5,500 millones (Vilas 1989a:119-120), aunque la transferencia neta de recursos fue considerablemente menor: u$s 2,381.4
millones (periodo 1980-86) a causa de la fuerte incidencia del financiamiento de exportaciones y otras modalidades de créditos atados (Arana, et
al. 1987: cuadro 12). De la suma global, u$s 2,000 millones corresponden a la cooperación proveniente de la URSS (excluyendo ayuda militar), y
posiblemente otro tanto al resto del CAME – Cuba, República Democrática Alemana y Bulgaria, sobre todo.

La eficacia del uso de esta cooperación no se considera óptima por varios motivos: proyectos de formulación técnica, priorización y viabilidad
cuestionables; cuellos de botella en los mecanismos administrativos de asignación de los recursos; reducida adaptabilidad de algunas
componentes a las características locales; demoras e ineficiencias en los trámites del sistema financiero y en los puertos. El alto componente de
créditos bilaterales para financiamiento de importaciones del país concedente incrementó los déficit de balanza comercial y el endeudamiento
externo de Nicaragua, reduciendo el impacto de la cooperación sobre la integración de la estructura productiva local y su efecto multiplicador sobre
el empleo y la producción domésticos, cerrando el paso a alternativas más eficientes. Sin negar su contribución a la superación de varios
problemas agudos, en muchos casos la cooperación externa operó como un mecanismo de importación subsidiada de maquinaria y equipo, con
impacto reducido en el desarrollo de capacidades locales.

Estructura de la producción

La economía de nicaragua mantuvo una fuerte vocación agropecuaria en la producción, el empleo y las exportaciones. El predominio del sector
agropecuario se acentuó en la década de los ochenta como resultado combinado de la estrategia de desarrollo del gobierno sandinista y del
impacto de los desajustes internos y la crisis externa sobre el sector manufacturero – en particular la escasez de divisas y la desarticulación del
mercado centroamericano. El coeficiente de inversiones se mantuvo encima del 209% del PIB, superior al del resto de las economías de la región.
Las inversiones privilegiaron al sector agropecuario; la tasa de inversión fija del sector fue 31.6% en el período 1980-1985, frente a 8.5% en 1970-
1978. Pero el alto nivel de inversión de capital no parece haber impactado significativamente, a nivel agregado, en los niveles del producto
agropecuario o de las exportaciones, que permanecieron en registros inferiores a los de la década anterior.

El mantenimiento de una alta tasa de inversiones fue posible gracias al acceso a la cooperación externa, con énfasis en la importación de
materias primas, bienes intermedios y de capital; este sesgo reforzó tendencias históricas de la economía a una fuerte dependencia de las
importaciones y presionó sobre la lanza de pagos y el endeudamiento externo; un modelo económico exportador es al mismo tiempo un modelo
importador. El coeficiente de importación directa de insumos para la producción se mantuvo alto tanto en la producción de exportables como en la
de consumo doméstico.[2]

Las transformaciones políticas acaecidas desde 1979 afectaron la distribución de la producción y el empleo por área de propiedad. En 1984 el
sector estatal (Área de Propiedad del Pueblo, APP) representaba casi 49% del PIB, la producción privada grande y mediana 26% y la pequeña
producción privada y el sector cooperativo, 25%. El área estatal en el sector agropecuario abarcaba 24.4% de la producción y 17% de la superficie,
la propiedad privada grande y mediana 46% y 45%, respectivamente, y la propiedad pequeña y cooperativa 29.6% y 39%, respectivamente. Con
posterioridad a 1985 la reorientación de la estrategia de desarrollo agropecuario modificó estas relaciones a expensas del APP y de la gran
producción privada; en 1988 la superficie en poder de grandes empresas capitalistas (fincas de más de 500 manzanas) se había reducido a 6% del
total y a 12% de tierra ocupada por fincas estatales (vid infra cuadro V.3).

Los cambios en el régimen jurídico de la propiedad fueron amplios, pero no alcanzaron a generar transformaciones de magnitud equivalente en el
plano productivo. A pesar del énfasis de las políticas de desarrollo agrario en la agroexpotación, el balance entre la superficie destinada a la
producción de granos básicos (maíz, frijol y arroz) dirigida al consumo interno, y la destinada a la agroexportación (algodón, café ycaña de azúcar)
se mantuvo relativamente estable, ytendió a favorecer más a la producción para el mercado interno hacia finales de la década.

La situación macroeconómica en perspectiva

La década de los ochenta se recorta, en sus continuidades y en sus rupturas, en movimiento de largo plazo de la economía nicaragüense. El
choque petrolero de 1973 afectó las economías centroamericanas incrementando los costos de producción y desacelerando los ritmos de
crecimiento del producto. Nicaragua no fue ajena a esta situación, pero el impacto fue amortiguado por el terremoto de Managua; las actividades
de reconstrucción y el ingreso de fondos externos con fin crearon condiciones para una cierta reactivación de la economía, particularmenteen la
construcción y actividades conexas. El sesgo socialmente discriminadordel crecimiento y el carácter dictatorial del régimen político crearon
condiciones para el éxito del FSLN en derrocar al gobierno de Anastasio Somoza. La lucha revolucionaria tuvo un impacto fuerte en la economía.
El PIB por habitante cayó 10.2% en 1978 y 27.9% en 1979, para alcanzar un valor de u$s 777 en dólares corrientes; la actividad económica se
desarticuló. Las pérdidas materiales sumaron unos u$s 480 millones, más u$s 1,500 millones fugados al exterior— enconjunto,casi el PIB de un
año (CEPAL 1981).

Los esfuerzos por recuperar los niveles precedentes de actividad económica fueron infructuosos, aunque durante el bienio 1980-1981 el PIB por
habitante creció moderadamentey se ejecutaron acciones orientadas a mejorar la calidad de vida de los grupos de ingresos más bajos.

Múltiples factores incidieron en la reversión de las tendencias reactivas de la economía a partir de 1984-1985. Entre los factores externos cabe
señal caída de más de 50% del poder de compra de las exportaciones y el impacto de la crisis política regional y del deterioro de las relaciones
con Estados Unidos sobre el sector externo y la matriz de producción. Una estimación gruesa del impacto económico del conflicto lo cifra en algo
más de u$s 17,000 millones sin contar los efectos de la asignación de casi 25 % de la PEA y de más de 40% del presupuesto de gastos a la
defensa, y el tensionamiento general del ritmo y nivel de actividad: reorientación del intercambio comercial hacia el CAME, cambios en los
paquetes tecnológicos, reasentamiento de masas importantes de población, etcétera. Entre los factores internos destacan: 1) el desfase temporal
entre la puesta en funcionamiento de los nuevos esquemas y relaciones de producción y el rápido deterioro de los preexistentes; 2) el
desenvolvimiento de una políticacontrapartida adecuada en los niveles de producción y el incremento d productividad; 3) la subestimación de la
vulnerabilidad de la estrategia de desarrollo de largo plazo y fuertes inversiones en el sector estatal ante la agudización del conflicto, la relativa
rigidez de la oferta local de recursos y las dificultades crecientes de acceso a financiamiento externo. La aplicación de un programa de ajuste
desde junio 1988, sin acceso a fondos externos de corto plazo, reforzó los factores recesivos y contribuyó a una creciente sobrevaluación del tipo
de cambio con impacto adicionalmente negativo en la capacidad exportadora y en el nivel general de actividad, forzando a una política de grandes
devaluaciones que, dada la fuerte dependencia de importaciones, incrementaron los costos internos de producción, presionaron sobre el ritmo
inflacionario y deterioraron aún más el nivel de la oferta.

Políticas Económicas

Pueden identificarse cuatro etapas en su desenvolvimiento:

1. 1979-1981: Fue éste un periodo expansivo; la política seencaminó a re-construir y reactivar la economía, sustentándose. en
abundante financiamiento externo y en la expansióndel crédito interno y del gasto público. Crecieron el producto, las exportaciones y el empleo,
aunque a ritmos inferiores a lo esperado, y el empleo más en el sector público que en el privado, y más en actividades no productivas que en las
productivas. Los reajustes salariales, la reducción de , los alquileres urbanos y de la renta agraria, el establecimiento de controles de precios al
consumidor y los subsidios al consumo, junto con una ampliación de la cobertura de los servicios de salud y de educación, posibilitaron el
crecimiento del consumo y el mejoramiento de los ingresos reales y de las condiciones de vida de sectoresamplios de población.. El déficit fiscal
creció moderadamente como resultado de los subsidios y la ampliación del . gasto, a pesar que la presión tributaria se incrementó y representó en
1980, 18.4% del PIB; la recaudación de impuestos directos casi se triplicó en valores reales en 1980 respecto de 1979. El financiamiento del déficit
por la vía del crédito interno generó presiones hacia la sobremonetización, y el coeficiente de liquidez alcanzó a 35.5% en 1980 y 36.8% en 1981.
La reactivación de las importaciones contribuyó a contener las presiones inflacionarias pero el déficit comercial se amplió. La política económica
fue ante todo una respuesta a las presiones sociales y a las expectativas redistributivas de la población que se movilizó para derrocar al gobierno
somocista. Orientada a producir efectos en el. corto plazo, su impacto fue mayor en el ámbito urbano que en el rural.

2)1982-1984: Los desequilibrios acumulados en el periodo anterior en el sector externo y en las cuentas fiscales, y la lenta reactivación del
producto y las exportaciones, condujeron a la adopción de reajustes de corto plazo: reducción real del consumo, la inversión, el crédito al sector
privado, y de las importaciones. El coeficiente de tributación pasó de 20.7 % en 1982 a 35.2% del PIB en 1984, pero los impuestos indirectos
crecieron más que los directos e incrementaron su ya predominante participación en los ingresos tributarios.[3] Se dispusieron aumentos de los
precios de garantía a los productores de exportables para estimular el dinamismo del sector, y se adoptó un sistema de tipos de cambio múltiples.
La pluralidad de enfoques de política dentro del gobierno se hizo evidente; al mismo tiempo que se intentó un enfoque más cauteloso en materia
de inversiones y gasto público, comenzó a ejecutarse un ambicioso programa de inversiones pú blicas, de maduración en el mediano y largo plazo
y fuerte sesgo importador (solamente el proyecto azucarero "Timal" demandaba una inversión total superior a u$s 350 millones). La importación de
bienes de capital destinados a la industria y a la agroindustria, que representaba 7% del total de importaciones en 1980, llegóa 18% del total en
1984, mientras la participación de bienes de consumose redujo de 24% a 13 por ciento.[4]

Las dificultades en el acceso a financiamiento externo condujeron a unacreciente dependencia del crédito interno que, en un escenario de
desaceleración del crecimiento del producto-ycaída en1982-, reforzó las tendencias inflacionarias. El interés del gobierno en consolidar la
organización campesina y competir en este terreno con los grupos opositores condujo a la reestructuración y condonación parcial de la deuda de
los pequeños y medianos productores rurales y de las cooperativas. El déficit fiscal llegó en 1984 a 24.5% del PIB,el coeficiente de liquidez a casi
67% y el incremento de precios al consumidor a algo más de 50por ciento.

El conflicto militar, que inició una fuerte escalada a fines de 1983, agregódificultades y tensiones al manejo de la economía. La política de
contención salarialgeneró una caída fuerte de las remuneraciones reales y contribuyó a desplazar fuerza de trabajo hacia el autoempleo y el sector
informal; la tasa de desocupación fue de 21.1% de la PEA en 1984. Los controles de los precios de productos alimenticios y de sus mecanismos
de comercialización, diseñados para sostener elingreso y el consumo de los habitantes de las ciudades; generaron como respuestaun incremento
en el autoconsumo de los productores rurales y presiones sobre elabastecimiento urbano: el racionamiento físico de productos básicos se inició en
1982 y durante todo el periodo se amplió para abarcar un espectro creciente rubros.

3)1985-1987: La ampliación de las actividades militares a todo el territorio nacional coincidió con un giro en la política económica para corregir las
tensiones señaladas, garantizar la defensa, estimular la producción y neutralizar las distorsiones en los precios relativos. Empero el incremento
del conflicto armado y las rigideces en el acceso a recursos financieros externos neutralizaron los intentos de ajuste y aceleraron la
autonomización de la esfera de la circulación y la aparente ingobernabilidad de la economía. En febrero de 1985 se dispuso el abandono parcial
de la política de subsidio cambiario; el tipo oficial pasó de 10 córdobas por dólar en que se había mantenido desde 1979, a 28:1, y a 70:1 el año
siguiente. Se autorizó un tipo paralelo regulado por el Banco Central, para operaciones comerciales, más alto que el oficial. Sin embargo, la
escasez de divisas para el público continuó alimentando las presiones sobre el mercado negro, cuyas cotizaciones superaron en varias veces a
las del paralelo y, hasta mediados de 1985, al alza índice general de precios.

Se fijaron incentivos en dólares para la producción ganadera, de café y de algodón, que no generaron respuestas significativas en los volúmenes
de producción. Se recortó el gasto social, se congelaron las plazas en el sector público y se diseñó un nuevo y complejo paquete tributario para
incorporar a grupos hasta entonces no contribuyentes (profesionales, autoempleados, asalariados del comercio). La política crediticia se hizo más
restrictiva, se redujeron los subsidios al consumo y se mejoraron los precios para los productores de granos básicos, revir tiéndose la relación
precios industriales/precios agropecuarios en beneficio de los segundos. Se efectuaron recortes importantes en el programa de inversiones
públicas, pero de todos modos la demanda generada por dicho programa, en , un escenario de retracción productiva, contribuyó a incrementar el
desabastecimiento y el alza de precios. La necesidad de asignar recursos crecientes a la defensa, y la consideración de que un mayor deterioro de
las condiciones de vida de los grupos que formaban las bases sociales del régimen sandinista podría entorpecer el esfuerzo de guerra, condujeron
a una política de paños tibios que, sin constituir un programa típico de ajuste, generó muchos de sus efectos sociales, en un contexto de niveles
decrecientes de actividad, expansión de las actividades especulativas, sobremonetización e hiperliquidez.

La guerra desarticuló los mercados de trabajo y. el desarrollo de las labores agrícolas. Se estimó que a mediados de 1986 la población movilizada
por el ejército representaba 20% de la PEA;a esto debe agregarse una cantidad grande de desplazados de guerra. El embargo comercial
decretado en 1985 por el gobierno de Estados Unidos aceleró la reorientación de la economía nicaragüense hacia una más estrecha articulación
con las economías del CAME —intercambio comercial, abastecimiento de insumos, asistencia técnica, capacitación de recursos humanos.

4)1988-1989: En junio de 1988 se apeló a un programa de ajuste que retomó algunas de las medidas adoptadas en 1985, en respuesta a la
acumulación de tensiones hacía principios de ese año, y al nuevo escenario político que se consti tuyó tras los acuerdos de cese al fuego entre el
gobierno y la Resistencia Nicaragüense ("contras") en Sapoá (marzo 1988). Un nuevo córdoba, con unanueva paridad cambiaría, sustituyó al
anterior. El gasto público se comprimió de manera sustancial: en 1989 fue 50% menor que en 1988; se eliminarono redujeron drásticamente los
subsidios, se elevaron las tasas de interés hasta convertirse en positivas a través de un mecanismo de indización con la paridad cambiarla. El
empleo público se redujo; aproximadamente 35 mil personas fueron cesanteadas en el gobierno central. Se liberaron los precios para vincularlos
más eficazmente a los costos de producción, pero los salarios se mantuvieron rezagados. Entre junio y septiembre de 1989 se consiguió una cierta
estabilidad de precios al costo de una fuerte y generalizada iliquidez; la falta de fondos frescos de corto plazo con los que "aceitar" el programa de
ajuste hizo muy difícil pasar a una etapa de progresiva reactivación, y mantuvo vigentes los factores de desequilibrio. La masa salarial se redujo
como efecto de la política de reducción del empleo público, pero se registró un ligero crecimiento del salario real con respecto del bajísimo ni vel de
1988.
Al mismo tiempo la profundización de la crisis económica y el programa de
ajuste obligaron, a nivel micro, a una utilización más racional y eficiente de los recursos escasos y más caros, en contraste con el enfoque más
bien festivo de los años iniciales. Surgió asimismo una preocupación mayor por criterios de rentabilidad, desarrollo de tecnologías apropiadas con
menos dependientes de importación y más intensivas en el factor trabajo, fuentes alternativas de energía, etc. La reorientación de los paquetes
tecnológicos fue mayor en los sectores campesino, de pequeños ymedianos productores privados y cooperativo, dramáticamente golpeados por el
deterioro económico y el ajuste, que en las empresas estatales y los grandes productores privados, y más entre los productores de granos básicos
que en los rubros de exportación.

El gobierno sandinista trató de paliar la falta de acceso a los organismos que tradicionalmente financian estos programas con el recurso a la
comunidad internacional. Se elaboró un informe y un programa de ajuste equivalente a la carta de intención quese dirige alFMI,en el que el
gobierno de Nicaragua asumió de manera unilateralcompromisos de disciplina monetaria y financiera relativamente ortodoxa y la definición de
estímulos a la exportación. El documento fue presentado en mayo 1989 ante una "Conferencia de donantes" auspiciada por el gobierno de Suecia
obteniendo un eco reducido en términos de apoyo al plan de ajuste (u$s 50 millones, de los que menos de 40% en divisas de libre convertibilidad).
A fines 1989, en vísperas de las elecciones presidenciales en las que el FSLN buscó la reelección de Daniel Ortega y Sergio Ramírez, la falta de
recursos líquidos de convertibilidad era dramática. Más de 70% de las importaciones tenía la forma de mercaderías ligadas a créditos y con
destinos específicos; durante 1989 se había comprometido más de la mitad de las exportaciones del año para garantizar el pago de préstamos
para importaciones de consumo y bienes intermedios, con cargas sustanciales en los intereses.

Las políticas de ajuste tuvieron marcado éxito en términos macroeconómicos. El déficit fiscal se redujo en 1989 a 5% del PIB frente a 25% en
1988, y el índice de precios creció 1,690% frente a más de 33 600% en 1988; el valor de exportaciones creció casi 23%. Sin embargo se registró
una fuerte caída del PIB (-6.1 % en términos por habitante), crecieron el desempleo yel subempleo y cayóel consumo. La recaudación tributaria
reforzó el sesgo de toda la década, con un marcado incremento de la participación de los impuestos indirectos en la recaudación total. [5] Los
ingresos de los sectores más desfavorecidos de la población que al mismo tiempo componían la porción más numerosa de las bases sociales del
sandinismo, se deterioraron adicionalmente por el descalabro de los servicios sociales básicos y la crisis de la situación alimentaria.[6]

A lo largo de toda la década el gobierno sandinista experimentó serias dificultades en el manejo de los instrumentos convencionales de política
económica: fiscales, monetarios, crediticios. En esto incidieron la falta de experiencia previa y el carácter rudimentario de las agencias y recursos
estatales heredados del somocismo, y algunos preconceptos de tipo ideológico. Sobre todo en los años iniciales de la década era frecuente
encontrar en los más altos niveles de la conducción económica una profunda desconfianza hacia los mecanismos e instrumentos de política
financiera convencionales, a los que se consideraba como intrínsecamente "reformistas" o "fondomonetaristas", al par que se expresaba una clara
preferencia por los enfoques de los grandes balances materiales inspirados en las técnicas de planificación de algunas economías del Este (Vilas
1986b). Está actitud fue dejada de lado posteriormente y los años finales de la década destacan, al contrario, una preocupación casi exclusiva en
el manejo de los instrumentos de política financiera, consecuente con el enfoque de ajuste que presidióla política económica de esos años.

La política tributaria, en particular, nunca fue encarada como un instrumento de redistribución de ingresos y de orientación de los excedentes hacia
las áreas de inversión priorizadas. La estructura de tributación no fue modificada y, de hecho, se agravaron sus sesgos de la época somocista, que
presionaban muchomás sobre los grupos medíos y de menores ingresos, que sobre los sectores acomodados. Durante el régimen sandinista los
impuestos indirectos llegaron a representar más de 70% de la recaudación total; mientras los impuestos sobre la propiedad representaban, hacia
finales de la década, alrededor de 1 por ciento.

Del ajuste económico al ajuste político

¿Era posible una política económica diferente para hacerle frente a la crisis? ¿Podía haberse apelado a una estrategia menos gravosa para las
masas y a acciones más eficaces para encarar los objetivos económicos? La discusión sobre este punto se planteó sobre todo a mediados de
1988, luego del intento de ajuste de junio de ese año. La falta de consenso al respecto obedeció ante todo al planteamiento incorrecto de la
cuestión. El debate en torno al ajuste monetario y a la existencia de alternativas se dio sobre todo en términos del ajuste mismo, y no de la
posibilidad de apelar a diferentes tipos de ajuste. Vale decir: la cuestión sobre las diferentes posibilidades de ajuste nunca fue encarada, sinoque,
al aceptarsecomo único ajuste posible el que se puso en práctica, los términos del debate económico se plantearon en torno de la dicotomía ajuste
o caos. De esta manera, la posibilidad de enfrentar la crisis por la vía de políticas de ajuste que no presionaran, o no presionaran tanto sobre las
ya castigadas espaldas y bolsillos populares, nunca fue seriamente considerada, y se aceptó como inevitable que fueran las masas populares
quienes tuvieran que cargar con el costo del ajuste, del mismo modo que tuvieron que cargar con el costo de la guerra (CIERA 1989b; Martínez
Cuenca 1990).

Colocar la cuestión en términos de si hay alternativas o no al ajuste es colocarla mal. Por un lado, las alternativas no existen en abstracto o en el
vacío: el margen de maniobra para las alternativas presentes es definido por las decisiones que se tomaron en el pasado. Por el otro, la cuestión
específicaes si hay alternativas o no a un ajuste que cargue los sacrificios sobre los más pobres —si se quierela cuestión de clase en el diseño y
direccionalidad de las políticas económicas. Enestos términos la cuestión cambia y resulta evidente que no existen requisitos técnicos ni
recomendaciones teóricas que presenten como insoslayable un ajuste antipopular. La decisión por uno u otros tipos de ajuste es ante todo política:
se presiona sobre los más pobres porque ellos son los menos organizados, los que tienen menor capacidad de oposición y respuesta, y porque no
se quiere, o no se puede, presionar a quienes están mejor organizados, tienen más recursos y pueden ofrecer mayor resistencia. Sale más zumo
de una naranja fresca que de una ya exprimida, pero hace falta más energía y esfuerzo para exprimir una naranja fresca.
Las medidas económicas adoptadas desde 1988 habían tenido precedentes en 1983 (vid Gobierno de Reconstrucción Nacional 1983), y las
reformas financieras de febrero de 1985 constituyeron, según ya se señaló, un antecedente claro. Las consideraciones extraeconómicas que
impidieron ejecutar el ajuste en 1983 —la proximidad de las elecciones— y en 1985 —la situación bélica— no existieron en junio 1988: las
elecciones debían convocarse a fines de 1990 y la guerra había disminuido considerablemente. Después de varios años de prometer el
mejoramiento de las condiciones de vida de la gente cuando la guerra terminara, la política de ajuste de tiempos de (casi) paz aportó más
penurias. El deterioro de la situación política del sandinismo que caracterizó a los meses finales de l989 y principios de 1990 y que culminó con los
resultados de las elecciones del 25 febrero, pueden ser interpretados como un ajuste político detonado por el ajuste económico. Sobre esto se
volverá más adelante.

2. REFORMA AGRARIA Y DESARROLLO RURAL

La dimensión central de la estrategia sandinista de transformación y desarrollo


fue la reforma agraria, en el sentido amplio de transformación de las relaciones
de tenencia de la tierra y de las condiciones de producción y, de vida de los
productores directos, con el objetivo de alcanzar una mayor integración de la estructura productiva, incrementar los niveles de producción y de
productividad,
diversificar la producción y las importaciones, y elevar los niveles de bienestar.

En el cuadro V.3 se observan las transformaciones experimentadas en el


régimen de tenencia de la tierra. La reforma agraria atacó el latifundio improductivo
y el ausentismo; fue antioligárquica y antisomocista mucho más que antiburguesa o anticapitalista. Amplió el acceso de los productores pequeños
a la tierra,
impulsó la cooperativización y creó un área de propiedad estatal (APP). El énfasis
inicial en el APP y en la cooperativización influyó para que el reparto agrario se desenvolviera con lentitud. En 1984 casi 75% de familias
campesinas beneficiarias potenciales de la reforma agraria aún carecía de tierra; el reparto se aceleró desde 1985-1986.

El acceso del campesinado al crédito mejoró sustancialmente. Los pequeños productores pasaron de representar 10% del crédito bancario en
1977 a 31% en 1985; unas 83 mil familias recibieron crédito entre 1980 y 1983, frente a 28 mil antes de 1979, con tasas preferenciales de interés.
Pero la utilización del crédito estuvo debajo del nivel óptimo, por inexperiencia de los usuarios y un seguimiento deficiente del sistema financiero.
Los usuarios resultaron fuertemente endeudados, por lo que se decidió la condonación parcial de la deuda, que tuvo impacto inflacionario.
Posteriormente la política crediticia hacia el sector fue más cautelosa. A partir de 1988, y en el marco de los mayores controles fiscal-financieros,
las tasas de interés se ajustaron para convertirlas en positivas, y fueron indizadas hasta el segundo cuatrimestre de 1989 a la evolución del tipo de
cambio.

Cuadro V.3. Nicaragua: estructura de tenencia de la tierra agropecuaria

1978 1988
Sector
Superficie¹ % Superficie¹ %

Privado 8,073.0 100.0 3,708.5 45.9

Más de 500mz 2,920 36.2 514.6 6.4

201 a 500mz 1,311 16.2 725.5 9.0

51 a 200 mz 2,431 30.1 1,401.6 17.4

10 a 50 mz 1,241 15.4 929.3 11.5

Menos de 10 mz 170 2.1 137.4 1.7

Sector reformado 3,904.8 48.4

Empresas de reforma 948.2 11.7


agraria
Cooperativas² 1,115.7 13.8

CAS 921.5 11.4

CCS 133.6 1.6

CT 23.5 0.3

CSM 37.0 0.5

Asignación a individuales
209.9 2.6

Titulación especial 344.5 4.3

Titulación a comunidades
170.9 5.7
indígenas

Área en abandono³ 459.7 5.7

TOTAL 8,073.0 100.0 8,073.0 100.0

¹ Miles de manzanas. 1 manzana: 0.7 hectárea

² Incluye únicamente la superficie entregada por la reforma agraria

³ Comprende área de diferentes sectores de propiedad

Siglas: CAS: Cooperativas agrarias sandinistas CCS: Cooperativas de crédito y servicios

CT:Colectivos de trabajo CSM: Cooperativas de surco muerto

Fuente: Dirección General de Fomento Campesino y Reforma Agraria, MIDINRA

Se impulsó el desarrollo de formas asociativas de producción y acceso a recursos, casi inexistentes antes de 1979: cooperativas de producción
(CAS), de crédito y servicios (CCS), colectivos de trabajo (CT) y otras. En 1988 el sector cooperativo constaba de 3,151 unidades de diverso tipo,
con 76,715 socios y un área total de 1.5 millón de manzanas. Las CAS, con altos niveles de colectivización, representaban 37% de las
cooperativas, 30% de los socios y 43.3% de la tierra; las CCS, donde la tierra era trabajada individualmente, constituían 48% de las cooperativas,
59% de los socios y 51% de la tierra. Aunque la incorporación era voluntaria, el ingreso a las cooperativas, especialmente a CAS, fue presentado
por los funcionarios del MIDINRA (Ministerio de Desarrollo Agropecuario y Reforma Agraria), en los años iniciales, como una condición para el
acceso a la tierra. Las unidades fueron dotadas de crédito, equipamiento y otros recursos, muchas veces por encima de la capacidad de gestión
de los socios, en una política verticalista que algunos observadores tildaron de paternalista y otros de autoritaria. Estos factores, inspirados en el
objetivo político de estimular el ingreso a las cooperativas, contribuyeron a un desenvolvimiento problemático de muchas cooperativas, a la
deserción de socios, y al desarrollo de procesos de individualización productiva dentro de las tierras colectivas (Vilas et al. 1989).[7]

Los salarios rurales y las condiciones de trabajo y abastecimiento se dete rioraron después de una mejora inicial, pese a los esfuerzos de política,
contribuyendo a una retracción de la oferta laboral que no pudo ser compensada con el recurso a la formación de contingentes voluntarios
temporales de empleados públicos y estudiantes. La fuga de mano de obra fue también una respuesta a la situación de guerra, tanto por los
ataques de los grupos contrarrevolucionarios como por el reclutamiento del servicio militar. La reducción de la intensidad del conflicto bélico desde
1988, junto con el mejoramiento del abastecimiento en los centros de trabajo y la vinculación de los salarios a la productividad contribuyeron en
1989 a una progresiva recomposición del mercado de trabajo agropecuario y a una oferta laboral más fluida.

Los niveles de producción declinaron desde 1983-84 tanto en valor como en volumen, aunque la evolución real no fue lineal y el deterioro fue
mayor rubros exportables que en los de consumo local. Las variaciones se debieron antetodo a cambios en el área destinada a cultivo, ya que los
rendimientos experimentaron, con algunas excepciones como maíz y sorgo, poco cambio; se mantuvo en consecuencia el estilo de crecimiento
extensivo de la etapa prerrevolucionaria. Lasuperficie destinada a exportables creció casi 70% entre 1979 y 1983 y se redujo 37% entre ese año y
1988; las causas de la reducción son varias: abandono de tierras por la inseguridad creada por la guerra en el caso del café, caída precios
internacionales e incrementos de los costos en el caso del algodón. E1área de consumo local en cambio casi se triplicó entre 1979 y 1988.

El énfasis enlas empresas estatales y en las cooperativas se combinó con un sesgo inversionista en proyectos agroindustriales de larga
maduración, intensivosen capital, empleo de mano de obra asalariada y tecnologías complejas poco conocidas en el país. Varias perspectivas se
conjugaron para sustentar esta opción: por un lado, la concepción marxista convencional del "desarrollo de las fuerzas productivas materiales"; por
el otro, un enfoque tipo "revolución verde" sustentado por varios de los más altos funcionarios del sector. La política de tipo de cambio
complementó este sesgo, abaratando las importaciones demandadas a costa de una menor integración con proyectos industriales que estaban
siendo promovidos simultáneamente por otras agencias gubernamentales (por ejemplo, producción de implementos agrícolas y de envases) y de
una presión fuerte sobre las cuentas externas. Existió desprecio porlas tecnologías adaptadas, a las que unmuy alto funcionario deMIDINRA
consideró una "institucionalización del subdesarrollo", que hacía juego con una equivalente desconfianza, en similaresniveles de decisión, respecto
dela viabilidad económica de las unidades campesinas y supapel en una estrategia de desarrollo (Vilas 1986c). [8] Se mantuvo la elevada
quimización de la agricultura que caracterizó al desarrollo anterior a 1979, con fuertes componentes de importación, impacto nocivo sobre el
ambiente, y sobre todo por la escasez de divisas y la contracción de las importaciones, se aceptó prestar más atención a tecnologías mejor
adaptadas a la dotación de recursos (manejo integrado de suelos, fuentes alternativas de energía, etc.). La acción de algunos organismos no
gubernamentales europeos fue instrumental en este cambio de óptica.

Después de 1979 se fijaron precios de garantía para los productores de granos básicos. Los objetivos fueron corregir los mecanismos que
colocaban al campesino en dependencia de los comerciantes, reducir las fluctuaciones del mercado perjudiciales a los pequeños productores ya
los consumidores, ymejorar el acceso de los grupos de menores ingresos a alimentos por la vía de precios bajos. Pa ra esto último se establecieron
subsidios al consumo (granos, leche, frijoles, azúcar y otros). En 1983 la empresa estatal de acopios ENABAS llegó a captar casi 80% de la
producción comercializable o 50% de la producción total; en 1984 casi la mitad de la producción comercializable y 27 % de la total. La evolución de
los precios relativos agro/industria en detrimento de los productores rurales pequeños y medianos y el deterioro de las condiciones de
abastecimiento en el camp, redujeron la capacidad de captación de ENABAS (sobre todo en frijoles) y las entregas de leche a las plantas estatales
de procesamiento, y agudizaron el desabastecimiento en las ciudades. Después de intentos fallidos pero políticamente costosos de forzar las
entregas a los entes estatales mediante diversas vías de coacción policial se optó a partir de 1985-86 por una progresiva liberaliza ción de los
mecanismos de comercialización y un incremento de los precios a productor.

Los reasentamientos masivos de población rural que tuvieron lugar desde 1983-1984como respuesta al desenvolvimiento del conflicto armado
tuvieronfuerte impacto enla política de desarrollo agropecuario y enla fisonomía del escenario rural. A fines de 1988 la población desplazada
ascendía a 354.4 mil personas, de las que 78 mil se ubicaban en asentamientos campesinos y el resto se trasladó hacia la periferia de las
ciudades o se reubicó en otras áreas rurales. La migración produjo el abandono de tierras productivas estimadas en 415mil .mz en 1986 (38 mil mz
de café entre ellas), pérdida de casi 290 mil cabezas de ganado, y deterioro de la infraestructura productiva: pastos naturales, cercas, galerones,
beneficios, viviendas, etcétera (Gobierno de Nicaragua 1989). Al mismo tiempo los reasentamientos fueron el escenario y los sujetos de una
estrategia de desarrollo rural integrado a través de la cual se intentó asentar de manera perma nente a los desplazados y retomar la actividad
productiva. Se puso énfasis en la organización cooperativa, y una política activa de subsidios, abastecimientos téc nicos y materiales y aportación
de servicios sociales buscó alcanzar un efectivo afincamiento de la gente y su involucramiento en la producción y la defensa territorial. El resultado
de estos programas fue desigual; mientras algunos reasentamientos lograron consolidarse y estabilizarse, en otros la disminución o desaparición
de las amenazas a la seguridad de los campesinos motivó a muchos a regresar a sus lugares de origen.

A partir de 1984-1985 tuvo lugar una clara reorientación de la política de desarrollo agropecuario. El reparto agrario se aceleró y prestó más
atención a las
demandas de acceso a tierras a título individual; los precios a productores y los
salarios rurales fueron mejorados y se revirtió parcialmente la relación de precios agro/industria; el abastecimiento rural mejoró; se liberalizaron los
mecanismos de comercialización —primero en las zonas de guerra, después en general.
La guerra fue el detonante de estos cambios. Se estimó que parte de la facilidad
de maniobra de los grupos contrarrevolucionarios en el interior del país se debía al efecto negativo, en amplios sectores de la población rural, de la
orientación estatista prevaleciente en las políticas agropecuarias y a la lentitud en el repartoagrario. En este sentido puede afirmarse que el
impacto de la guerra sobre la economía nicaragüense tuvo una dimensión no siempre explicitada en los análisis: además de sus efectos conocidos
costo humano y en materia de destrucción de activos, tensionamiento general de los recursos, y otros, el conflicto armado condujo a las agencias
del gobierno a modificar sus enfoques y estrategias iniciales en un sentido más descentralizado y participativo.

La reorientación de las políticas en función de los relieves efectivos del mapa social antes que de las preferencias de los funcionarios, fue así más
una dimensión de una estrategia de defensa militar que el resultado de una evaluación de la estrategia de desarrollo y transformación inicialmente
impulsada, aunque también estuvo presente en el giro gubernamental la acción de la Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos (UNAG). De ahí
que la progresiva consolidación de un escenario de paz desde 1988 volvió a abrir el espacio para una insistencia en los enfoques estatistas
iniciales[9],y al resurgimiento de tensiones entre las agencias gubernamentales y las organizaciones de los productores.

En este contexto resulta difícil hablar de un modelo priorizado de desarrollo agropecuario (sea éste de tipo APP, CAS, CCS, de producción
individual, u otro). Por lo menos en los años finales del decenio parece haber prevalecido un enfoque que buscó la complementación de las
empresas estatales con el sector cooperativo, las unidades campesinas y los productores privados, prestando atención a las especificidades
locales y regionales y a los diferentes rubros de producción. Pero la dimensión de la reforma agraria vinculada a la distribución de tierras se detuvo
desde principios de 1988 en algunas regiones, y en otras se desaceleró de manera evidente, pese a que aún existía algo más de 20% de familias
campesinas sin dotación adecuada de tierra. En un escenario signado por el clima preelectoral y el interés del gobierno de mejorar sus relaciones
con los medianos y grandes propietarios, el fondo de tierras para el reparto difícilmente podía nutrirse de los grandes propietarios, y la
disponibilidad de tierra de empresas estatales parecía haber llegado a un nivel por debajo del cual la viabilidad de , las mismas estaría en cuestión.
Además, los pronunciamientos públicos desde los más altos niveles de decisión política inducían a pensar en una reversión parcial de las
afectaciones de tierra de las que ya existían algunos ejemplos.[10]El desarrollo de la reforma agraria había llegado a un punto, hacia finales de la
década, en que tanto su ulterior ampliación como su conclusión implicaban tensiones sociales y políticas muy fuertes.
Estructura social rural, movilización política y reforma agraria

El cuadroV.4presenta una estimación de la estructura social en el campo a mediados de la década de los ochenta.

Cuadro V.4. Nicaragua: estructura de clases en el campo, 1984

(% de la PEA agropecuaria)

Burguesía agraria 2

Campesinado medio y rico 24

Cooperativas 13

Campesinos pobres y trabajadores estacionales 43

Asalariados permanentes 18

Fuente: Utting (1988)

Los cambios más notables respecto de estimaciones similares referidas a años anteriores tienen relación con el desarrollo del movimiento
cooperativo —que recluta principalmente a antiguos campesinos sin tierra, campesinos pobres y asalariados estacionales— y la reducción de los
asalariados permanentes.[11]La orientación antilatifundista de la reforma agraria no parece —de acuerdo con las cifras— haber reducido
significativamente la gravitación sociodemográfica de la burguesía agraria.

Las políticas del gobierno incidieron, junto a otros factores, en estos cambios: en algunos casos para reforzar tendencias de la estructura, en otros
para reorientarlas, e incluso para tratar de revertirlas. Así, el agudo deterioro de los salarios reales en el campo, como en el resto de la economía,
agregado al deterioro del abastecimiento, al reclutamiento a las milicias primero y al servicio militar posteriormente, provocaron una retracción de la
mano de obra en las cosechas de exportación; los mercados rurales de fuerza de trabajo fueron desarticulados por la eliminación de los
contratistas, por la guerra y por los reasentamientos, etcétera.

La feminización amplia de la fuerza de trabajo rural fue uno de los efectos más remarcables de esos factores. Este proceso, que se venía
incrementando como resultado de la migración de mano de obra masculina hacia actividades urbanas mejor remuneradas, se aceleró por efecto
de la guerra y del reclutamiento de los hombres. Estudios de la Asociación de Trabajadores del Campo (ATC) señalan que hacia 1987-88 las
mujeres representaban más de 70% de la mano de obra en la cosecha de tabaco, más de 80% en la de café, 60% en la de algodón. Se definió
asimismo una tendencia a mayor permanencia de las mujeres en el empleo rural, sobre todo en las zonas de guerra; más de la mitad permanecía
más de seis meses al año como obrera agrícola.

La participación laboral de las mujeres fue mayor en el APP que en el sector privado y abarcó labores que antes eran exclusivamente masculinas.
En la zona de Managua y en los departamentos vecinos (Carazo, Masaya, Granada) la feminización se hallaba menos desarrollada que en los
departamentos de León y Chinandega, y en la región norte-central (departamentos de Matagalpa, Jinotega, Nueva Segovia, Madriz); las
actividades comerciales tradicionales seguían atrayendo de manera predominante a las mujeres. Los estudios sobre este punto indican que las
mujeres no entran a la producción en las mismas condiciones que los hombres, y que existen elementos de discriminación: doble jornada,
normación inadecuada, marginación de los programas de capacitación, acceso restringido a cargos de dirección, chovinismo masculino, entre
otros (Criquillón 1985; CIERA et al 1987; AMNLAE et al. 1989; Pérez Alemán 1990). La participación de mujeres en los cuerpos directivos de las
cooperativas fue reducida —la condición de socio correspondía en la abrumadora mayoría de los casos a los hombres—, pero amplia en el
desarrollo de las labores productivas. Curiosamente, siendo las CAS la forma “más avanzada" de la producción rural —de acuerdo con la óptica
oficial sandinista—, reprodujeron las modalidades más tradicionales de la división de género del trabajo.

La feminización de la fuerza de trabajo fue un efecto de la guerra. La disminución de la intensidad del conflicto primero, y después del cambio de
gobierno en 1990 y la eliminación delservicio militar permitieron el regreso de los hombres a sus hogares y la "recuperación" de "sus" puestos de
trabajo, desplazando nuevamente a las mujeres a tareas tradicionales. Esta situación se agravó con la prolongación de la crisis económica y las
políticasde cesantía laboral, que plantearon una fuerte competencia de la demanda de empleo de los hombres sobre actividades desempeñadas
mujeres.

Las movilizaciones rurales, especialmente tomas de tierras, que precedieron en algunas regiones al triunfo revolucionario, el desenvolvimiento del
proceso de transformación agraria, y posteriormente el conflicto militar, alteraron profundamente el ambiente político en el campo y, en particular,
deterioraron los elementos de estabilidad.

El sandinismo fue el referente político de las dos principales organizaciones laborales/sociales en el campo: la UNAG, que llegó a nuclear a
aproximadamente 50% de los productores —con predominio numérico de los pequeños y medianos— y la Asociación de Trabajadores del Campo
(ATC), organización sindical de los asalariados, con una afiliación estimada en 1988 en alrededor de 48 mil trabajadores —en su mayoría
asalariados permanentes. La actividad de otras organizaciones, de orientación no sandinista o antisandinista, fue reducida; a principios de la
década de los ochenta la Central de Unidad Sindical (CUS) tuvo cierta presencia en algunas zonas del norte y el centro del país a través de sus
sindicatos de oficios varios. Asimismo la Unión de Productores Agropecuarios de Nicaragua (UPANIC), afiliada al Consejo Superior de la Empresa
Privada (COSEP), mantuvo cierta gravitación en áreas cafetaleras de Matagalpa y Jinotega. En la región II (departamentos de León y Chinandega)
la incorporación a la UNAG de una parte de los miembros de la Asociación de Algodoneros de León (ADAL) debilitó considerablemente a esa
organización. A principios de 1990 se creó la Federación Nacional de Cooperativas (FENACOOP) que nuclea al conjunto de cooperativas
(CAS y CCS) de la reforma agraria y actúa con independencia formal de UNAG, pero en estrecha coordinación operativa.

3. EL PROCESO DÉ DEMOCRATIZACIÓN

El FSLN asumió tempranamente una concepción amplia de la democracia:

Para el Frente Sandinista la democracia no se mide únicamente en el terre no político y no se reduce solamente a la participación del
pueblo en las elecciones. Democracia (…) significa participación del pueblo en los asuntos políticos, económicos, sociales y
culturales. Mientras más toma parte el pueblo en esa materia será más democrático. (…) La democracia. se inicia en el orden
económico, cuando las desigualdades principian a debilitarse, cuando los trabajadores, los campesinos, mejoran sus niveles de vida
(…). Una vez logrados esos objetivos, de inmediato se extiende a otros terrenos: se amplía al campo del gobierno; cuando el pueblo
influye sobre su gobierno, cuando el pueblo determina a su gobierno, le guste. a quien le guste. (…) en una fase más avanzada
democracia significa participación de los trabajadores en la dirección de las fabricas, haciendas, cooperativas y centros culturales. En
síntesis; democracia es intervención ' de las masas en todos los aspectos de la vida social (FSLN 1980).

El ingrediente central de esta concepción es la participación popular, pero en un esquema conceptual de secuencia de niveles y etapas: primero lo
socioeconómico y el desarrollode transformaciones estructurales, lo político después. Esta concepción orientó los esfuerzos democratizadores del
sandinismo a lo largo de toda la década, aunque en sus postrimerías y sobre todo después de las elecciones de 1990 el discurso sandinista
enfatice mucho más la democratización político-institucional que la socioeconómica.

El sandinismo adoptó este enfoque en respuesta a las condiciones políticas concretas derivadas del escenario en que la lucha guerrillera se
desarrolló y triunfó sobre la dictadura somocista, más que como resultado de reflexiones teóricas.

En primer lugar, la lucha contra la dictadura de Anastasio Somoza. De acuerdo a la interpretación del FSLN, el somocismo fue un régimen
dictatorial asentado en la explotación social y la subordinación al gobierno de los Estados Unidos y la expresión históricamente determinada
asumida por la dominación política y social de la burguesía nicaragüense. Se señaló en el capítulo III que a lo largo de su vigencia de casi medio
siglo los Somoza adornaron su régimen mediante la realización de elecciones fraudulentas y la celebración de pactos electorales con el Partido
Conservador. Estos procedimientos permitieron la incorporación subordinada de elementos de la oposición burguesa a los aparatos del estado, el
desenvolvimiento de la economía en condiciones inicuas de trabajo y de vida para las masas, y la ilegalización y represión de las demandas
populares.

La desconfianza inicial hacia las elecciones y la democracia electoral obedeció a estos datos de la historia nicaragüense. Fue asimismo una
expresión de los esfuerzos del FSLN por consolidar su posición en el estado y en la sociedad en momentos en que arreciaban los embates de los
grupos empresariales, la jerarquía de la iglesia católica, los partidos políticos tradicionales y el gobierno de Estados Unidos, enarbolando la
bandera de elecciones inmediatas como forma de acotar el avance sandinista y la movilización popular en la que aquél se apoyaba. Meterse de
inmediatoen procedimientos electorales implicaba para el sandinismo internarse en un terreno desconocido e inseguro, en el que, al contrario, el
factor experiencia jugaba a favor de sus opositores. Pero la desconfianza hacia las elecciones no era menor en los elementos de la burguesía
antisomocista incorporada al gobierno sandinista, en la medida que su articulación al poder distaba aún de ser sólida y sus cuentas con los otros
grupos y fracciones de la comunidad empresarial todavía no estaban saldadas.

Este rechazo inicial a las prácticas electorales, que en el fondo era el rechazo a los partidos tradicionales y a sus entendimientos y complicidades
con el somocismo, no fue sin embargo una actitud exclusiva del FSLN —en esa época todavía una organización relativamente pequeña y de
estructuración débil— o de sus dirigentes y sus aliados de la comunidad de negocios. En aquellos días de euforia contagiosa y de esperanzas
generalizadas tal actitud existía asimismo en sectores amplios de la población. Para éstos, la adhesión a la revolución involucraba el repudio a
todo lo que oliera a somocismo, incluyendo la política tradicional. La consigna sandinista "El pueblo ya hizo su elección", referida a la participación
insurreccional masiva, expresaba el estado de ánimo de las masas en aquella coyuntura.

Por otro lado, la estrategia sandinista de alianzas pluriclasistas (la "unidad nacional") creaba condiciones políticas para, y al mismo tiempo
exigencias de, separación del gobierno/estado respecto de las clases en la sociedad. La fragmentación propia de las sociedades de tipo
campesino, sumada a la incompleta y muy débil integración territorial de Nicaragua aún a fines de la década de los setenta demandaba el recurso
a mecanismos de centralización y control para contrabalancear las tendencias centrífugas a la dispersión, la desarticulación y el conflicto.El
enfoque político del sandinismo reforzó el énfasis en la relativa separación del estado respecto de los pliegues efectivos del tejido social, para
desempeñar con mayor eficacia las funciones de unificación, control y conducción.

Para administrar las tensiones entre los grupos sociales que constituían su base, muchos de ellos con intereses y demandas contradictorias, el
gobierno sandinista debía mantenerse relativamente separado de ellos. Un estilo de ejercicio del poder político que se encontraba reforzado por la
masiva presencia de elementos de las clases medias y la pequeña burguesía en los aparatos del nuevo estado; elementos siempre proclives a
identificarse con "el pueblo" y al mismo tiempo a visualizarse al margen y por encima de las clases fundamentales. El én fasis en el control sobre la
sociedad —incluidas las organizaciones sociales sandinistas y las expresiones de la movilización popular— y el verticalismo reflejado en la
expresión coloquial "bajar línea" --vale decir el enclaustramiento de las decisiones más importantes en los ámbitos del poder institucional--
obedecieron a factores que existen ante todo en los relieves objetivos del tejido social de un país como Nicaragua.

La separación del estado respecto de las fuerzas sociales en las que se apoyaba implicóasimismo un intento de despolitizar las prácticas
colectivas de los actores sociales que aspiraran a una autonomía respecto del poder. La política tendió a ser considerada un atributo del estado,
mientras los actores sociales legitimaban su existencia por su dedicación a sus funciones económicas y sociales específicas: los obreros a
trabajar, los campesinos y losburgueses a producir, los vecinosa limpiar y a vigilar sus barrios. Un enfoque que revelaba la existencia, por lo menos
implícita, de una concepción corporativa de la política; una vez más, un enfoque queexpresaba menos una opción teórica que la : realidad de la
eficacia de las organizaciones sociales (de trabajadores, de vecinos, decampesinos, de jóvenes, de mujeres…) frente a la fragilidad de los partidos
políticos y su real o imputada complicidad con el antiguo régimen.

La masividad inicial del involucramiento popular en las tareas de reconstrucción y el discurso movilizador del FSLN testimoniaban el entusiasmo de
la gente y la voluntad política del sandinismo de hacer de la participación de masas una componente sustancial del nuevo régimen. Pero al mismo
tiempo las renuencias a modificar el código del trabajo heredado del somocismo y a legalizar la gestiónobrera en las empresas,la progresiva
conversión de las organizaciones de masas en aparatos del estado—es decir en instancias de ejecución de políticas en cuya decisión no
participan—, la subordinaciónde las reivindicaciones categoriales a la estrategiaglobal del estado, expresan el rápido desarrollo de tendencias
verticalistas centralizadoras de lo político (Vilas 1986a; Ortega 1985). La justificación discursiva de estas limitaciones era formalmente sencilla: el
pueblo no podía, auténticamente, poner en cuestionamiento al estado popular. Y en la medida en que se trataba de un estado popular, era
imposible que surgieran tensiones políticas entre éste y sus representados. La prueba de que esa representatividad existía era el involucramiento
masivo en las organizaciones sociales, la asistencia a los actos conmemorativos, el "cumplimiento de las tareas".

En lo que toca a la burguesía, se trataba de que aceptara los programas económicos del gobierno, 'y que se dedicara a la producción sin hacer
política, es decir haciendo oídos sordos a los partidos opositores y posteriormente a la contrarrevolución:

Aquí lo que hay que plantearse teóricamente es si existe la posibilidad deque la burguesía produzca sola, que pueda limitarse como clase a
un pape:productivo, es decir que se limitea explotar sus medios para vivir, no comeinstrumento de poder, de imposición (Wheelock 1983:
35).[12]

La idea de una burguesía reducida a propietaria de medios de producción sin capacidad para intervenir en política y, más aún, la fantasía de una
burguesía que produce después de ser privada del control del estado, era ingenua y estaba condenada a enfrentarse con una realidad amarga. A
lo largo de toda la experiencia sandinista la burguesía nicaragüense rechazó "limitarse como clase a un papel productivo": ya recurriendo a
prácticas de descapitalización, fuga de capitales y oposición a las políticas gubernamentales, ya ingeniándoselas para mantener capacidad de
decisión en la formulación o la implementación de esas políticas.

A todo lo anterior debe agregarse el carácter reciente dela reunificación sandinista(sólo en noviembre de 1979 la Dirección Nacional Conjunta de
las tres tendencias se convirtióen Dirección Nacional y las tendencias internas se fusionaron formalmente), el proceso forzosamente lento de la
institucionalización del nuevo poder, la falta de recursos humanos dentro del FSLN, la debilidad de la presencia sandinista en algunos ámbitos de
la sociedad, la comprensible falta de definiciones sobre una enorme cantidad de cosas. Todos estos factores confluyeron enla configuración de un
panorama inicial de extrema fluidez que reforzó las tendencias hacia la centralización, el verticalismo y el control.

El enfoque secuenciado de la concepción democrática del sandinismo --ahora la economía, la política después— respondía, por lo tanto, ala
necesidad del Frente Sandinista y el gobierno de administrar las tensiones que emergían en la sociedad e incluso dentro del estado y del propio
FSLN. Esta secuenciación rápidamente adquirió carácter estratégico para postergar o amortiguar el enfrentamiento social –o, si se prefiere,
clasista: primero la reconstrucción y el desarrollo, el socialismo después (MIPLAN 1980, 1981). A medida queel entusiasmo, el triunfalismo yla
amplia movilizaciónde masas que enmarcaronla victoria sobrela dictadura y los meses inmediatamenteposteriores ingresaron en un relativo reflujo,
ylas preocupaciones por el orden ylas actividades cotidianas se hicieron más urgentes, la diferenciación entre loque se debía hacer primero, y lo
que se postergaba para más adelante, se hizo más marcada.

La atención central de la concepción sandinista de la democracia estuvo puesta en los factores socioeconómicos y ante todo desde una
perspectiva que privilegia a la dinámica de las clases como fuerza motriz de la transformación social.Sin embargo no toda marginación,
desigualdad o subordinación social tienen carácter de clase, ni la transformación de las relaciones de clase repercute auto máticamente en ellas.
Es, claramente, el caso de la subordinación de las mujeres y de la opresión de ciertos grupos étnicos. El reduccionismo economicista creó di -
ficultades para extender la democratización a los grupos étnicamente subordinados y al terreno de los géneros; fue ante todo un proceso
protagonizado por hombres y por mestizos, y su apertura hacia las relaciones de género y las identi dades étnicas implicó considerables esfuerzos
y conflictos.
Por otro lado la diferenciación social en el acceso al poder político y a las instituciones, suele dar lugar a, o reforzar, una paralela diferenciación en
el acceso a recursos, muy frecuente en este tipo de sociedades. La idea de que el poder implica atributos y beneficios particulares para quien lo
ejerce u "ocupa" está profundamente arraigada en la política centroamericana tradicional, para cuya comprensión Max Weber, con sus análisis de
la dominación patrimonial y el prebendalismo como método para asegurar lealtades, suele ser de mayor pertinencia que Karl Marx. El sandinismo
no inventó estos estilos pero rápidamente quedó envuelto en su maraña y, a la postre, contribuyó a reproducirlos. El poder reemplazó al mercado
en la gestación y captura de oportunidades de progreso en la vida, de acceso a medios de enriquecimiento e incluso de acumulación, marcando un
contraste muy fuerte e irritativo entre los de arriba y los de abajo, tanto más cuanto que los estilos de vida dispendiosos de muchos dirigentes
contrastaban con las penurias de la mayoría de los militantes y, sobre todo, de la enorme mayoría de la población. Una situación que señalaba al
mismo tiempo la inmunidad de ciertos estilos en el ejercicio del poder estatal a los cambios políticos.

El.Impacto de la guerra

Vino la guerra a partir de 1983 y complicó más las .cosas, al reforzar estas tendencias. En primer lugar, la guerra generó exigencias y creó
condiciones para el fortalecimiento del control, la centralización y el verticalismo; acentuó el funcionamientodelas organizaciones de masas corno
aparatos del estado, subordinó a sucontribución a la movilización para la defensa todo otro objetivo específico de las mismas, y mediatizó más la
participación popular. Eficacia, celeridad y disciplina fueron las consignas de la nueva etapa, mucho más que participación y autonomía.

En segundo lugar, se adoptócorno doctrina oficial —salvo un breve lapsoentre 1985 y 1987— que la contrarrevolución no tenía otro origen ni
expresaba otros intereses que los de la política antisandinista del gobierno de Estados Unidos: era un enemigo eminentemente externo, que
obedecía a causas e intereses exógenos. El argumento fue eficaz para mantener en alto una amplia solidaridad internacional aún en los momentos
de más salvaje agresión contra Nicaragua, y neutralizar los esfuerzos de la administración de Ronald Reagan para aislar internacionalmente al
régimen sandinista. Empero, este enfoque hizo muy difícil aceptar la existencia de otros factores, más directamente relacionados con el
desenvolvimiento efectivo del proceso sandinista y respecto de los cuales la capacidad de acción y de rectificación del régimen era potencialmente
mayor: enfoquesde política que chocaban contra las expectativas de determinados grupos sociales,abusos cometidos por funcionarios, prejuicios,
etc. Por ejemplo:

En la región VI (departamentos de Matagalpa y Jinotega: CMV) la geografía es más variada y en su mayoría el campesinado
participó en la lucha sandinista. Allí están Pancasán, Bocay, Zinica. Después del triunfo, sin embargo, fueron enviados allí muchos
cuadros del Pacífico que no supieron entender este campesinado. Los llamaron "burgueses", los acusaron de
"contrarrevolucionarios",se les comenzó a fustigar y se llegó a extremos,como en Pantasma, Yalí, Río Blanco. Por eso la
contrarrevolución pudo desarrollarsu trabajoallí.[13]

Por último, la guerra contrarrevolucionaria fue presentada en el discurso oficial del régimen sandinista como un obstáculo para las
transformaciones revolucionarias: primero la defensa de la soberanía nacional y popular, después la profundización de la revolución.[14]

Tan decisivo como la guerra para explicar las dificultades crecientes del sandinismo, fue la manera como el sandinismo encaró la guerra: como un
obstáculo al avance del proceso de transformación, y no como el escenario definido por el gobierno de Estados Unidos para dicho proceso. En
estas condiciones era inevitableque el argumento de la guerra y de la prioridad de la defensa se esgrimiera, en muchos ámbitos del estado y del
FSLN, para bloquear las críticas, postergar las demandas de participación, y reproducir —ahondándola— la separación entre dirigentes y dirigidos,
que usualmente refleja la diferenciación entre los que conducen la guerra y los que pelean en ella, o son sus víctimas. El "sandinismo de guerra"
descargó el peso del conflicto ante todo sobre las clases populares; éstas fueron las que contribuyeron con sus hijos al reclutamiento del servicio
militar y las que soportaron el impacto de la economía de guerra.[15]

Los factores exógenos y la convocatoria a elecciones

El ascenso de la agresividad del gobierno de Estados Unidos y sus esfuerzos diplomáticos por aislar internacionalmente a Nicaragua llevaron al
sandinismo a reforzar una estrategia de amplias alianzas externas y, en este marco, a modificar su manera de encarar el tema electoral. Era
evidente que para un grupo grande de gobiernos y organismos no gubernamentales que no compartían el enfoque estadounidense, la legitimidad
insurreccional reclamada por el FSLN era indiscutible pero insuficiente, y sólo la convocatoria a elecciones convertiría al revolucionario en un
gobierno aceptado internacionalmente.

Las elecciones de 1984 permitieron ratificar la legitimidad del liderazgo sandinista y dimensionar la magnitud de su arraigo en la población (cuadro
V.5). La campaña electoral se desenvolvió en el marco de una escalada de presiones del gobierno de Estados Unidos y de una ampliación de la
guerra contrarrevolucionaria, que había obligado al gobierno sandinista a establecer, en 1983, el servicio militar obligatorio ante la insuficiencia de
las milicias voluntarias para hacer frente a las fuerzas de la “contra” que contaban con masivo apoyo logístico y financiero de Estados Unidos.

Cuadro V.5. Nicaragua: elección general, 4 de diciembre 1984


Asientos en la Asamblea
Partido Cantidad de votos¹ % de votos²
Nacional

FSLN 735,967 67.0 61

OCD 154,327 14.0 14

PLI 105,560 9.6 9

PPSC 61,199 5.6 6

PCdeN 16,034 1.5 2

PSN 14,494 1.3 2

MAP-ML 11,352 1.0 2

Nulos 71,209 - -

TOTAL 1,170,142 100.0 96

¹ Elección de presidente y vicepresidente

² Votos válidos

Siglas: FSLN Frente Sandinista de Liberación Nacional

PCD: Partido Conservador Demócrata

PLI: Partido Liberal Independiente

PPSC: Partido Popular Social Cristiano

PCdeN: Partido Comunista de Nicaragua

PSN: Partido Socialista de Nicaragua

MAP-ML: Movimiento de Acción Popular Marxista Leninista

Fuente: LASA (1984)

Las elecciones generales de noviembre de 1984 y la victoria sandinista dificultaron la estrategia desestabilizadora de la Casa Blanca, que a partir
de ellas se vio obligada a incrementar aún más el apoyo a la guerra contrarrevolucionaria aunque con crecientes dificultades dentro del Congreso.
La meta de sumar el apoyo europeo y latinoamericano a la agresión y el aislamiento de Nicaragua fracasó, pero las alegaciones de Washington
acerca de la falta de competitividad de la convocatoria electoral y el cuestionamiento de sus resultados llevaron a los gobiernos europeos y
latinoamericanos a adoptar una posición poco entusiasmada respecto del comicio: algunos por convicción, otros para no perjudicar sus propias
relaciones con la Casa Blanca. Esto a su turno se tradujo en una reducción de varias líneas de cooperación económica y financiera, y habría de
expresarse posteriormente en el plano diplomático en la crisis del grupo de Contadora.

Las elecciones de febrero de 1990 fueron convocadas y efectuadas en elmarco del proceso negociador de Esquipulas; por lo tanto, fueron parte de
una intensa y compleja red de negociaciones entre el gobierno sandinista, la oposición interna, el gobierno y otros actores del sistema político de
Estados Unidos, y lacomunidadfinanciera internacional. En último análisis las modalidades efectivamente asumidas por la convocatoria —sobre
todo la anticipación de la fecha del comicio y la ampliación del espacio institucional de la oposición interna— y el escenario de agudo deterioro
económico enque esa convocatoria se llevó a cabo, estuvieron inscritas en la imperiosa necesidad del gobierno sandinista de poner fin a la guerra
contrarrevolucionaria y, sobre todo, revitalizar el acceso a cooperación externa para la reactivación de la economía (cuadro V.6).

Cuadro V.6. Nicaragua: elección general, 25 de febrero de 1990

Partidos y alianzas electorales Elección presidencial


Representantes en la Asamblea
Votos %
Nacional

UNO¹ 777,752 54.7 51

FSLN 579,886 40.8 39

Otros 63,106 4.5 2

TOTAL 1,420,544 100.0 92

¹ Unión Nacional Opositora

Fuente: República de nicaragua, Consejo Supremo Electoral

Las elecciones de 1990 fueron así parte constitutiva deun proceso que, en suconfiguración específica, tuvo su primer hito en la declaración de
Esquipulas II (agosto 1987), y continuó con la suspensión parcial del financiamiento del gobier no de Estados Unidos a los contras, con la firma del
acuerdo de cese al fuego entre el gobierno de Nicaragua y la Resistencia Nicaragüense (RN) en Sapoá (marzo 1988 ), la ampliación del espacio
institucional de la oposición interna a través de la modificación de varias normas legales (agosto 1989), la exigencia de los presidentes
centroamericanos del desarme de la RN (Tela, agosto 1989), ratificado algunos meses después en vista de su incumplimiento (San Isidro
Coronado, diciembre 1989),y el repudio del gobierno sandinista ala ofensiva militar delFMLN salvadoreño de noviembre de 1989. Estos desarrollos
estuvieron enmarcados asimismo por la reformulación de las relaciones entre los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Soviética, que se tradujo
en una sensible reducción de la ayuda soviética a Nicaragua y en un cambio parcial del enfoque de Moscú sobre la crisis centroamericana.[16]

La democracia participativa

Casi todo lo que se escribió sobre la democracia sandinista tuvo como referente de .contraste la etapa somocista y como marco de interpretación
la guerra. El balance no pudo ser más-favorable, y justamente favorable, al proceso revolu cionario. Sin perjuicio de las limitaciones y
ambigüedades que acaban de señalarse, Nicaragua avanzó con el sandinismo por el camino de la democratización real, con un nítido signo
popular y un énfasis incuestionable en la participación social.

El desarrollo de las organizaciones sociales, la experiencia de la gente en trabajar juntos y discutir juntos los problemas que les aquejan, marcan
un corte profundo en la historia del país. El pueblo recuperó su voz para hacer. oír sus problemas, para expresarlos por sí mismo, y retomó y
potenció su capacidad de acción colectiva en la experiencia, renovada a diario, de la eficacia de su propia participación. Por primera vez en mucho
tiempo —para muchos, por primera vez en la vida— la gente se sintió parte de una comunidad nacional, de un todo compartido. Los grandes
logros sociales de la revolución —la alfabetización, la medicina preventiva, la educación de adultos, entre otros— fueron posibles por el
involucramiento masivo, voluntario, solidario y esperanzado de una multitud de hombres y mujeres, mayoritariamente pertenecientes a las clases
populares. Una muchedumbre en la que se hizo carne una convicción profunda, amplia y activa de dignidad, de que finalmente, por el esfuerzo de
todos, se había ganado un horizonte, y un lugar bajo el sol.

La combinación del principio de la representación política (a través de los partidos) con el de representación funcional (a través de las
organizaciones representativas de sectores específicos de actividad e interés) en el Consejo de Estado permitió potenciar la actividad de las
organizaciones sociales sandinistas. Entre 1980 y 1984, periodo de existencia del Consejo, las representaciones de esas organizaciones,
diferentes y formalmente independientes de la bancada partidaria del FSLN, tuvieron oportunidades institucionales de expresar sus propias
perspectivas a partir de sus intereses diferenciados, sobre todos los temas sometidos a discusión. Sus opiniones no siempre, más bien raramente,
lograron imponerse cuando iban en contra de las posiciones asumidas y "bajadas" por el FSLN, pero la simple existencia de diferentes
perspectivas contribuyó a consolidar a las organizaciones, a activar las discusiones internas, a entrenar a muchos de sus dirigentes y cuadros en
la política parlamentaria.

Los análisis políticos y las reflexiones sociológicas de la época se centraronen lo que IIeana Rodríguez llamó "la lucha por los porcentajes"
(Rodríguez 1990); es decir, el interés casi obsesivo en señalar la magnitud cuantitativa de la incorporación de la gente a las organizaciones
respectivas: cuántos obreros pertenecían la CST o a la ATC, cuantos maestros estaban afiliados a ANDEN, a cuántas mujer involucraba AMNLAE,
cuántos campesinos pertenecían a cooperativas, y así en los demás casos. Tomando en cuenta el bajísimo nivel de organización popular
prerrevolucionario, el crecimiento fue, en casi todos los casos, exponencial.[17]

Las relaciones de estas organizaciones con el estado y con el FSLN fueron tratadas muy esporádicamente, como también recibió muy reducida
atención el desenvolvimiento de prácticas democráticas dentro de estas organizaciones y sus campos de acción. Por ejemplo, la cuestión de
laelección de los dirigentes —nacionales, regionales, departamentales, locales—por las bases de estas organizaciones se planteó de manera
tardía y no en todas; en la mayoría de ellas no hubo procedimientos electivos internos,o bien las elecciones consistieron en ratificarlos candidatos
o candidatas "bajados" desde las cumbres del FSLN
Dentro de esta constante, la relación del FSLN y el estado con las organizaciones populares sandinistas pasó por tres etapas. En los años iniciales
(1979-82) el FSLN alentó el activismo de masas, tanto por necesidades de reactivación de la economía y la reconstrucción —solamente con el
concurso de las organizaciones populares podía volver a ponerse en funcionamiento el país—, como para consolidar a esas mismas
organizaciones en momentos en que su carácter reciente y la falta de experiencia de muchos de sus cuadros y dirigentes las ponía en posiciones
de debilidad frente a los sindicatos y otras organizaciones socialistas, comunistas, socialcristianas, etc., con mayor experiencia en luchas
reivindicativas.[18] . Fue éstaasimismo una época de gran eficacia reivindicativa para las organizaciones sandinistas: generalización del sistema de
convenios colectivos de trabajo, participación obrera en la gestión de empresas estatales, etcétera.

A partirde 1982-83 el estallido de la crisis económicay el desenvolvimientode la guerra contrarrevolucionaria crearon condiciones para la
consolidación dela centralización y el verticalismo, que se fortalecerían con los cambios institu cionales posteriores a las elecciones de 1984 y que
habrían de mantenersehasta finales de la década (Vilas 1986d; Serra 1989). La evidencia de que la práctica deautonomía de las organizaciones, y
su eficacia reivindicativa en retroceso, se traducían en menores niveles de adhesión, condujo a fomentarprocesos de de mocratización interna en
algunas de ellas. El caso más notorio fue el de losCDS; en 1986se inició un proceso de consulta interna y de elección de dirigentes locales, y de
conversión de la organización sandinista en una organización amplia debase comunal, sin identidad partidaria explícita. El éxito del viraje fue
parcial, enparte por el agotamiento de este tipo de organización en la medida en que muchas de las demandas en que se apoyaba —mejoramiento
barrial, extensión de servicios públicos, etc.— ya estaba satisfecha o era de satisfacción imposiblepor la crisis, y en parte porque las iniciativas de
descentralización y democratización llegaronen momentos en que ya la crisis y la guerra absorbían de lleno losesfuerzos y la atención de la gente.

En los años finales de la década las iniciativas de descentralización se incrementaron y fueron alentadas desde elFSLN enla medida en que la
exigüidad delos recursos públicos hacía imposible mantener una estructura centralista, y como respuesta a la dinamización del clima político
producto del cese al fuego y dela proximidad de las elecciones. En estos años se registró así un contraste fuerte entre el movimiento campesino y
en menor medida el movimiento comunal, que alcanzaron una notoria reactivación y una marcada autonomía y capacidad crítica respecto del
estado, y el movimiento obrero sandinista, que siguió enmarcado en un rígido verticalismo que repercutió en su capacidad de convocatoria. El
deterioro de la situación económica alimentó algunas expresiones de protesta obrera a principios de 1988, pero fue una protesta canalizadapor las
organizaciones sindicales opositoras, frente a la cual el estado y el FSLN respondieron con una moderada represión. Protesta y represión que
contribuyeron a descolocar aún más a los sindicatos sandinistas frente a sus propias bases.

En resumen, y sin perjuicio de las oscilaciones mencionadas, el FSLN y el gobierno sandinista desplegaron las organizaciones de masa como un
general despliega y moviliza sus divisiones. La estrategia del despliegue y la movilización dependían de un control centralizado en cuya virtud la
conducción de las organizaciones recibía la línea que se le bajaba desde el partido, el gobierno o el estado.

Como siempre ocurre, los intentos de autonomía se debieron mucho más a la insistencia de las organizaciones que a la iniciativa del estado, el
gobierno o el partido. En los conflictos que se suscitaron entre sindicatos y administradores de las empresas estatales por ejemplo, el sandinismo
tendió a adoptar el punto de vista de los gerentes y administradores, más que el de los trabajadores; en las contradicciones en torno a la cuestión
de la mujer, tendió a reforzarse un enfoque masculino de los problemas; las demandas sindicales de sanción a los empresarios que incurrían en
maniobras de descapitalización o de colaboración con la contrarrevolución fueron amortiguadas desde el estado para no ahondar el inevitable
deterioro de la estrategia de alianzas amplias. La desconfianza hacia reivindicaciones étnicas o los intentos de meterlas por la fuerza en un
enfoque sandinista mestizo hicieron adicionalmente difícil una comprensión de la problemática de las comunidades del Atlántico.

Esta matriz de relaciones entre el estado y el FSLN por unlado y las organizaciones de masas por el otro fue facilitada por la autoridad moral de
aquéllos —expresada en la consigna "¡Dirección Nacional ordene! " — pero también por el origen reciente y la reducida experiencia política de
muchas de las organizaciones y de sus dirigentes intermedios. Salvo en el ámbito de los asalariados urbanos, donde los sindicatos sandinistas
tuvieron que competir con los de otras tendencias políticas (vidVillagra 1980), las organizaciones populares nicaragüenses son de origen reciente,
muchas de ellas directamente creadas por el FSLN en el marco de la lucha contra el somocismo —como en los casos de los asalariados rurales y
las mujeres— y otras incluso después del triunfo— como la UNAGy la confederación de asociaciones de profesionales (COMAPRO). Esta
situación explica la disposición de las directivas de las organizaciones a aceptar las orientaciones emanadas desde el estado, el gobierno y el
FSLN, sus limitaciones para hacer valer perspectivas propias, y las dificultades de las organizaciones para proyectar hacia la sociedad una imagen
de relativa autonomía respecto de las instituciones estatales, que ampliara su capacidad de convocatoria hacia sectores de población no
sandinistas pero no necesariamente opositores.

De la participación al control

La democracia participativafue el signo distintivo de la revolución sandinistadurante la primera mitad de la década de los ochenta. La crisis
económica de la que se tomó conciencia a fines de1982, el ascenso de la guerra contrarrevolucionariadesde mediados de1983, las elecciones
generalesde 1984y los cambios institucionales subsiguientes, señalaron el inicio de una nueva etapa en la revolución y por consiguiente ensu
enfoque de la participación popular y de la democracia engeneral. La nueva constitución política, que entró en vigencia en 1987, dio fuerza jurídica
y convirtió en normas fundamentales a los principios de la revolución y sus más importantes conquistas: la economía mixta, la reforma agraria, el
anttiimperialismo, los derechos individuales ysociales, en una versión actualizada yadaptada a las condiciones de la Centroamérica de fines del
siglo XX,de lo que fueron el constitucionalismo social mexicano y europeo de la primera. postguerra.

Es importante destacar el proceso de discusión del proyecto del nuevo texto constitucional a lo largo de 1986, en numerosos "cabildos abiertos"
sectoriales (de mujeres, trabajadores, estudiantes, profesionales, etc.) y territoriales. Estas asambleas no sólo permitieron a la gente informarse de
qué se trataba, sino sugerir modificaciones al anteproyecto, o por lo menos dejar sentadas posiciones públicas sobre cuestiones específicas. Pero
en las condiciones reales de la sociedad nicaragüense, enmarcadas ante todo por el creciente deterioro de la economía y por el ascenso de la
guerra contrarrevolucionaria, el viraje hacia una mayor atención a las dimensiones institucionales de la democratización no significó ahondamiento
o consolidación de ella. La participación popular se había desarrollado sin leyes, decretos o disposiciones constitucionales, y las nuevas normas
constitucionales poco pudieron para prevenir, o evitar, el progresivo cercenamiento de su espacio y de sus alcances.

El reemplazo del Consejo de Estado por una Asamblea Nacional con los partidos políticos como agentes exclusivos de representación de la
sociedad redujo lagravitación institucional de las organizaciones populares y acentuó su subordina ción jurídica, ya no sólo política, al FSLN. En
adelante la posibilidad de las organizaciones de ubicar representantes en el parlamento dependería de la mediación de algún partido político. En
el caso de la CST, ATC y AMNLAE, de explícita filiación sandinista, el problema no existía.Peropara otras comoUNAG o los CDS, con vinculaciones
más laxas al sandinismo, en todo caso menos orgánicas, el problema era serio, y la pérdida de autonomía fue real. Con la mediación de los
partidos, el comportamiento .parlamentario quedó subordinado a la disciplina partidaria, y en el caso del FSLN a las iniciativas emanadas del poder
ejecutivo. La "aplanadora sandinista", expresión entre resentida y despectiva con que los partidos de oposición hacían referencia al manejo
sandinista de sus dos tercios de asientos en la Asamblea Nacional como resultado de las elecciones de 1984, tuvo vigencia no sólo enel estrecho
sentido a que aludía la expresión —neutralizar a labancada de la oposición—sino asimismo en relación con las diferencias de perspectiva e incluso
de intereses específicos, entre los diputados sandinistas que integraban la bancada delFSLN en la cuota asignada a las organizaciones sociales,
ylos que ostentaban una militancia estrictamente partidaria.

El nuevo panorama institucional, el agravamiento de las restricciones económicas, y la intensificación de la guerra contrarrevolucionaria crearon un
escenario de tensionamiento creciente para las organizaciones sociales y la participaciónpopular. Por un lado, se esperaba de las organizaciones
que maximizaran los esfuerzos de movilización y propaganda en función de dos objetivos priorita rios: la incorporación de la población a la defensa,
ante todo la incorporación de los jóvenes al servicio militar, y el cumplimiento de las directivas económicas delgobierno. Por el otro, se insistía
desde el gobierno y el FSLN que las organizaciones debían mantenerse al frente de las reivindicaciones de sus representados, pero al mismo
tiempo haciendo ver a éstos la precedencia de los objetivos anteriores. En otras palabras: las organizaciones debían convencer a la gente que
había que trabajar duro, integrarse a las movilizaciones militares, bajar el tono de las reivindicaciones específicas, y al mismo tiempo impulsar
algunas demandas mínimas en un contexto de recursos económicos exiguos, para competir con las organizaciones sindicales de la oposición.
Todo ello en un ambiente político en el que el discurso sandinista oficial anatemizaba las demandas socioeconómicas, sobre todo de los
trabajadores, imputándoles hacerle el juego a la oposición, cuando no a la "contra".[19]

En los hechos esto permitió al sandinismo postergar el tratamiento de las demandas particulares e inmediatas de la gente suscitadas por sus
problemas concretos, reales y cotidianos, apelando a un discurso cuyo eje central eran las referencias a la agresión bélica de los Estados Unidos.
Como al mismo tiempo la política económica cargaba su costo sobre los hombros de los grupos de menores ingresos, el resultado fue una mayor
desmovilización de la población y la reducción de la eficacia de la convocatoria de las organizaciones sociales. En algunas de ellas, como los CDS
(para entonces rebautizados " Movimiento Comunal ¨) y AMNLAE, el efecto negativo fue particularmente notorio, como también lo fue en amplios
sectores del campesinado vinculados a la UNAG.

La gravitación absoluta del sandinismo en la Asamblea Nacional no se expresó en el aprovechamiento del espacio institucional así controlado
para expresar legislativamente su proyecto democrático, ni para dotar de fuerza legal a los avances populares. En materia laboral, por ejemplo, no
se modificó el código de trabajo, que databa de la época del primer Somoza; tampoco se dio fuerza jurídica a las experiencias de gestión obrera en
las empresas del estado. El Movimiento Comunal no consiguió la aprobación de una ley de inquilinato que estabilizara la situación habitacional de
decenas de miles de familias pobres. El movimiento estudiantil y las universidades no consiguieron la sanción de la leyde autonomía universitaria.
El tratamiento de éstas y otras cuestiones igualmente caras a diferentes sectores de población que constituían la base social del sandinismo quedó
relegado al ámbito de la negociación particularista, a la política de influencias, conversaciones y gestiones personales, en una clara continuidad
con los estilos tradicionales.

También carecieron de tratamiento parlamentario las cuestiones priorizadas en la gestión estatal. La negociación conducente al cese de
hostilidades, o la misma política económica que tan seriamente dañaba las condiciones de vida de las bases sociales del sandinismo sin por ello
mejorar las relaciones con la comunidad de negocios, se manejaron al margen de la Asamblea. La disposición constitucional que entregaba al
poder ejecutivo la iniciativa presupuestaria fue interpretada en el sentido que la Asamblea Nacional aprobaba el proyecto de presupuesto
"bajado" por el ejecutivo, sin que el contenido del mismo circulara entre los representantes que debían votar al respecto.

El parlamento, por lo tanto, no existió como arena institucional donde se dirimen los conflictos de intereses de la sociedad, sino como ámbito de
ratificación y formalización de decisiones políticas adoptadas en otros ámbitos. El caso más ilustrativo es posiblemente el de la negociación entre
el gobierno y los partidos opositores en vísperas de la reunión de presidentes centroamericanos en Tela (Honduras, agosto 1989). Necesitado de
llevar a Tela un documento que demostrara la unidad nacional en la demanda de que las fuerzas contrarrevolu cionarias y el gobierno de Estados
Unidos acataran las resoluciones del proceso de Esquipulas, el gobierno sandinista convocó a los partidos opositores a una reunión como
resultado de la cual éstos firmaron un documentoen tal sentido, previo compromiso sandinista de aceptar varias iniciativas de reformas para dar
mayor competitividad y transparencia al proceso electoral. La reunión se efectuó entre el poder ejecutivo y la dirección política del FSLN por un
lado, y los partidos opositores por la otra, al margen de la Asamblea Nacional. Posteriormente la Asamblea, la misma que había aprobado los
textos legislativos sometidos a crítica, y que en aquellas oportunidades había desechado esas mismas críticas, aprobó las reformas legislativas
pertinentes.
El deterioro del proceso revolucionario por los efectos de la crisis económica y el conflicto militar, pero también por sus propias tensiones,
ambigüedades y contradicciones, convirtió a la política internacional en el eje dinámico de la estrategia sandinista, subordinando a ella los demás
aspectos de la actividad gubernamental, y en particular de la relación estado/FSLN/masas. Paz y recursos financieros externos se convirtieron
comprensiblemente en las metas priorizadas de los esfuerzos políticos y diplomáticos del sandinismo. Las decisiones atinentes a ambas se
concentraron en las más altas cúpulas del gobierno y del estado, que se identificaban con las del FSLN. En la medida que las decisiones de
política doméstica se subordinaban a aquéllas, la participación popular vio aún más reducido su espacio, se limitó a cuestiones meramente
operativas, y en definitiva se convirtió en sinónimo de capacidad de aguante y fe en que, en el futuro, las cosas habrían de mejorar.

El acceso a recursos

Los avances en la dimensión socioeconómica del proceso de democratización fueron incuestionables, especialmente en los años iniciales del
régimen sandinista. Los progresos en materia de salud y educación básica fueron notorios, aunque muchos de ellos resultaron revertidos porla
guerra y la crisis económica y, a partir de 1988, por las políticas de ajuste del propio gobierno. Sin perjuicio de sus ya señaladas limitaciones, la
reforma agraria posibilitó el acceso a la tierra a dos tercios de las familias campesinas que antes carecían de ella, o que la tenían insuficiente o sin
título de propiedad. Se impulsó laorganización cooperativa, con resultadosdesiguales pero en general positivos. Se ha visto empero que los
cambios en la estructura de tenencia de la tierra no involucraron transformaciones equivalentes en el estilo y la estrategia de
desarrolloagropecuario. A través de las políticas de crédito, asistenciatécnica, precios y otras, el estado decidía qué producir, con qué técnicas,
etc., dejando escaso margen de decisión a los campesinos y a las cooperativas. Detodos modos el revanchismo de los terratenientes y de sus
voceros en el gobierno surgido de las elecciones de 1990 se encargó de relegar al olvidolas limitaciones y cuellos debotella de la reforma agraria
sandinista.

Enuna sociedad en la que los grupos de pequeña burguesía son cuantitativamente predominantes, debe destacarse el avance socioeconómico y
político pequeña burguesía y en general de los grupos mediosa lo largo de toda la década.La redistribución de los recursos económicos; el
accesoa la educación superior; el impulso a procesos de diferenciación social, enriquecimiento y acumulación,encontraron en estos grupos
actores dinámicos y entusiastas. El régimen sandinista significó para ellos la apertura de perspectivas de progreso social que les habían estado
vedadas por el somocismo y la sociedad tradicional. La moralina que usualmente tiñe el tratamiento de este tema con el rótulo de corrupción
impide apreciar la magnitud y las proyecciones de esta dimensión, tal vez poco convencional, pero en modo alguno infrecuente, de ampliación del
acceso a recursos económicos y de podera nuevos actores sociales. El estado y la política desempeñaron para estos grupos el papel que el
mercado desempeña para los actores ya instalados y consolidados.

La organización popularse desarrolló en todos los ámbitos de la vida colectiva. Los comentarios anteriores en cuanto a las limitaciones derivadas
de su subordinación al estado y al FSLN no desvirtúan ni opacan el contraste impactante con el periodo pre sandinista. Existió una fuerte
convicción en amplios sectores de los trabajadores, el campesinado, los pobladores de barrios pobres, las mujeres, la juventud, etc., de la
organización como derecho y como recurso para potenciar las demandas y la movilización popular. Las grandes conquistas de la revolución se
apoyaron en esa organización: la conciencia de la eficacia política de la participación, la reconstrucción de la economía, el desarrollo social de los
años iniciales, la defensa campesina ante la contrarrevolución, la superación de las dificultades creadas por la falta de repuestos y el
desabastecimiento, el antiimperialismo militante. La beligerancia con que la gente se enfrenta, por ejemplo, a los intentos de revertir la reforma
agraria por el gobierno nicaragüense actual, contrasta extraordinariamente con la inconformidad pasiva frente a los procesos de desposesión
campesina durante el somocismo.

Una democratización desigual

El proceso de democratización impulsado por el sandinismo tuvo como objetivo,en gran medida alcanzado, la integración de las masas populares
en la comunidad política.Fue en tal sentido un proceso de construcción de un estado nacional popular y por lo tanto de una soberanía nacional
asentada en la movilización y enla organización popular. Un proceso particularmente complejo y vulnerable en unaépoca en que en el resto de
América Latina el estado nacional popular había hecho crisis hacíamás de una década y en la que el marco internacional de la revolución atentaba
contra tal empresa. El todo fue, como ocurre generalmente, mayor que la suma de las partes. El proceso de constitución del estado
nacionalpopular tuvo un desenvolvimiento desigual, y la democratización avanzó en proyeccióny profundidad más en determinados ámbitos que en
otros.

La democratización estuvo enmarcada por la concepción sandinista de las clases como agentes fundamentales de la dinámica social y del pueblo
como el referente fundamental de adscripción política de los sujetos sociales. No en el senti do de una estrategia clasista de dicho proceso, ya que
el régimen revolucionario enarboló desde el inicio la bandera multiclasista de la unidad nacional y la econo mía mixta, sino en el sentido de enfocar
al conjunto de los actores sociales desde la óptica priorizada, y a menudo reduccionista, de las clases, y de su identidad colectiva de pueblo. Por lo
tanto, subordinando a la dinámica de éstas los intereses y demandas de los actores cuyas identidades y problemáticas se distorsionan al ser
reducidas a dicho esquema, o forzando su adscripción a determinada clase.

Ante todo, hubo mucho más énfasis en la democratización en el ámbito público que en el privado; más exactamente, el proceso de
democratización reprodujo la separación tradicional entre lo público y lo privado y se desarrolló más en aquel que en éste. Las movilizaciones
masivas, la organización popular, el cuestionamiento de la organización política y de las relaciones de producción, el rediseño de la articulación en
el sistema internacional, la resistencia a las presiones externas, la defensa ante la contrarrevolución, la reactivación de la producción, etc.,
constituyeron los ámbitos privilegiados de la participación y la reconfiguración de las relaciones sociales. El estado, la nación, el barrio, la escuela,
el partido, el sindicato, la cooperativa, los mercados, la universidad, fueron las plataformas de lanzamiento, los escenarios y los horizontes de la
democratización; unos más que otros, pero todos en conjunto. Al contrario, el ámbito convencionalmente considerado como "privado"—las
relaciones entre mujer y hombre, el espacio doméstico, las relaciones y estructuras familiares, las relaciones entre hijos y padres, entre otras—
recibieron el influjo del cambio de manera más diluida y contradictoria. Hubo en este sentido un forcejeo entre la separación tradicional entre lo
público y lo privado, y una concepción amplia de la democratización que trató de derribar ese muro y de abrir todas las dimensiones de la vida
humana al cuestionamiento y la transformación.

Democratización y relaciones de género

La problemática de la discriminación de género contra las mujeres ofrece un ejemplo ilustrativo de los alcances y las limitaciones de la proyección
de la democratización por encima de los límites convencionalmente asumidos de lo público y de la clase.

En la década sandinista el tema de la discriminación contra la mujer entró de lleno en el debate político e ideológico, y varias viejas barreras que
marginaban a la mujer en el terreno económico y en el de la política fueron derribadas. La mujer avanzó más como trabajadora y como ciudadana
que como género, si cabe la distinción: incorporación a las relaciones laborales, involucramiento en movilizaciones políticas y sociales, activismo
partidario. La discusión pública de temas tradicionalmente considerados tabú, como el derecho al aborto, el sinceramiento de las relaciones
afectivas, el derecho de la mujer a la sexualidad, el divorcio, se desarrolló de manera más pausada, en la medida en que implicaba choques más
violentos contra el orbe ideológico de la sociedad nicaragüense, incluyendo al propio sandinismo, y el cuestionamiento de la influencia cultural de
la iglesia católica y su jerarquía.

Pero el ingreso de la mujer a nuevos ámbitos de la vida pública usualmente involucró la reproducción de la tradicional subordinación de género por
la vía de la discriminación objetiva en los puestos de trabajo, la desconfianza o el desprecio hacia sus aptitudes y capacidades, el mantenimiento
de formas de organización que ignoran y por lo tanto perpetúan las desigualdades en las relaciones entre hombres y mujeres, el chantaje sexual,
el maltrato. Las dificultades, el desinterés y el miedo, compartidos por hombres y por muchas mujeres, de cuestionar la subordinación de género
desde su núcleo en la unidad doméstica —la carga exclusiva de las labores de la reproducción familiar, el abandono y la violencia masculina, el
cuidado de los niños, entre otras— hicieron que la incorporación de la mujer a la esfera pública significara recargarla de tareas, esfuerzos y
tensiones adicionales, y condenara a muchas iniciativas de promoción, al fracaso. Es posible que estos factores de reproducción de la
subordinación de género expliquen el bajo nivel de participación de las mujeres en general, y sobre todo en las organizaciones sociales, que se
encontró en algunas investigaciones efectuadas e postrimerías del régimen sandinista.[20]

La interrogante formuladaa mediados de la década de los ochenta por Maxine Molyneux: ¿Movilizaciónsin emancipación?,o la tensión discutida
mas recientemente por Ileana Rodríguez entrela "mujer/clase/pueblo/nación" y "mujer-género", expresan acertadamente la complejidad de la
cuestión (Molyneux 1986; Rodríguez 1990). El proceso de democratización resulta limitado por las relaciones de opresión y subordinación de
género. La separación entre lo público y lo privado y entre lo político y lo doméstico y la exclusión objetiva de las mujeres de unaparticipación plena
e igualitaria en la vida social por ser mujeres reproducen la desigualdad de la relación hombres/mujeres y obstaculizan y sesgan la
democratización.

Democratización y etnicidad

La llamada Costa Atlántica de Nicaragua abarca la mitad del territorio del país y, hacia 1980, solamente ocho por ciento de su población. La mitad
de ésta estaba constituida por campesinos mestizos que emigraron de otras zonas del país expulsados por el auge de la agroexportación después
de la segunda guerra mundial; la otra mitad consistía de grupos indígenas (mískito, sumo, rama) y de descendien tes de los esclavos africanos
traídos en los siglosXVII y XVIII por los plantadores ycomerciantes ingleses (creoles y garífonas).

La actitud inicial de la revolución hacia estos grupos y la región que habitan fue de un marcado reduccionismo economicista y etnocéntrico. El
sandinismo enfocó la problemática costeña a través de la óptica parcial del subdesarrollo y el atraso ytrató de llevar a la Costa las instituciones, las
políticas ylas modalidades de organización y de movilización popular que habían resultado exitosas para derrocar a ladictadura en las regiones
pobladas por campesinos y asalariados mestizos. Los indígenas fueronvistos como campesinos pobres o como asalariados estacionales, y los
creoles, más urbanizados, como grupos de pequeña burguesía y pequeños empresarios, sin percibirse que la subordinación étnica introducía
factores importantes de diferenciación con sus homólogos de clase mestizos; las prácticas de reciprocidad y de cooperación simple fueron
interpretadas como indicios de supervivencia de un comunismo primitivo. En consecuencia el desarrollo económico y la expansión del estado
habrían de arrancar a los costeños del atraso. El choque entre las expectativas de éstos y el modo en quela revolución se hizo presente en la
región dio lugar a variosaños de conflicto militar intenso. La incapacidad inicial del sandinismo —una organización predominantemente mestiza-—
de incorporar a su diseño revolucionario las demandas y aspiraciones de las poblaciones costeñas étnicamente diferenciadas permitió al gobierno
de Estados Unidos y a los grupos contrarrevolucionarios manipular esas reivindicaciones que, aparentemente, carecían de legitimidad enel
proyecto sandinista.

El conflicto fue intenso y sangriento, pero la repercusión internacional que alcanzó se debe ante todo a la manipulación publicitaria de la Casa
Blanca, que encontró en la inicial incapacidad sandinista de comprender la especificidad de la problemática étnica una veta particularmente rica
para desacreditar al régimen revolucionario. Debe reconocerse, sin embargo, que la intensidad y la violencia del conflicto nunca alcanzaron los
niveles y proyecciones registradas por las luchas interétnicas en Sri Lanka, Nigeria, el Kurdistán o, en los días presentes, los Balcanes.

La respuesta inicial del régimen sandinista a estos conflictos fue eminentemente militar y estuvo orientada a asegurar el control efectivo del estado
nicaragüense sobreel territorio. Pero esta presencia masiva del ejército permitió al mismo tiempoque el sandinismo y su gobierno adquirieran
progresivamente un mejor conocimiento de la problemática costeñay de sus especificidades étnico?regionales: la gravitación de las comunidades
y sus formas particulares de autogobierno, el arraigo de las estructuras propias de autoridad y prestigio social, las modalidades específicas de
acceso a los recursos naturales, el reconocimiento de los idiomas locales en pie de igualdad con el castellano, etc. A través de un proceso
doloroso y de desarrollo lento al principio, el sandinismo pudo convencerse de que en principio nada había en las reivindicaciones costeñas
opuesto al proyecto revolucionario y que, al contrario, la democratización de Nicaragua no podría ser plena sin aceptar como legítimas las
demandas costeñas al reconocimiento de sus propias estructuras organizativas y modos de vida.

El régimen revolucionario comenzó a reconocer explícitamente, desde fines de 1984, la justicia de muchas de las demandas de los costeños,
independientemente de la forma en que esas demandas se formularan. Esto permitió diferenciar el tratamiento que debería asignárseles, y a los
grupos que las planteaban, respecto de los grupos mestizos sumados a la contrarrevolución en otras regiones del país. El tono y el contenido del
discurso revolucionario cambiaron; de la imperatividad se pasó al diálogo. Se reconoció la legitimidad de las estructuras locales de autoridad
anteriores a la llegada del sandinismo a la Costa —pastores, ancianos, notables del lugar-- y se llevaron a cabo aproximaciones a ellas como
mediadoras y dinamizadoras del diálogo sobre la paz, el desalzamiento y la repatriación de los que se habían marchado a Honduras. La
culminación de este proceso fue la institucionalización de un régimen de autonomía étnico-regional que implicó el reconocimiento explícito del
carácter multiétnico del estado y la sociedad nicaragüense.

La institucionalización de este cambio de perspectiva con la sanción de un estatuto de autonomía y el inicio de una efectiva descentralización,
avanzaron mucho más en términos formales que en los sustantivos. La crisis económica conspiró contra la asignación de recursos hacia las
recientemente creadas regiones autónomas. Pero más importante que ella fue la persistencia de una óptica etnocéntrica en muchos funcionarios
mestizos que, por incomprensión, prejuicio o inercia dificultaron un mayor avance de la ejecución del proyecto de autonomía. La idea de que un
régimen de autonomía implicaba el desmembramiento de la unidad territorial de Nicaragua, o de que la población costeña “no merece la
autonomía” porque no hubo un movimiento insurreccional antisomocista en la Costa, o de que la población costeña carece de madurez para
hacerse cargo de su propio gobierno, estaban presentes en las mentes de varios miembros del gabinete sandinista incluso después de aprobado
el estatuto de autonomía en septiembre de 1987. En estos casos la autonomía se aceptó por disciplina partidaria mucho más que por convicción
ycareció por lo tanto de vigencia yde proyecciones efectivas. A su vez las múltiples limitaciones del régimen de autonomía, que expresaban las
dudas subsistentes en muchos ámbitos de la conducción sandinista, abonaban la actitud ambigua de los costeños; para muchos dirigentes
indígenas y creoles, y para amplios sectores de sus bases, la autonomía expresaba ante todo la necesidad del sandinismo de poner fin a la guerra
y la convicción de que ello no sería posible simplemente por la vía de la superioridad militar.

4. ALCANCES Y LIMITACIONES DE LA EXPERIENCIA SANDINISTA

La exposición precedente indica que hacia mediados de la década de los ochenta la revolución sandinista ingresó en una etapa de
progresivo empantanamiento estrechamenterelacionado con la guerra y la crisis económica regional, pero también con el modo en que una y otra
fueron encaradas por la conducción sandinista, que privilegió el fortalecimiento de las alianzas con los grupos empresariales y terratenientes a
costa de la autonomía organizativa y las condiciones de vida de las masas trabajadoras, obreras y campesinas (Vilas 1985, 1989b). El esfuerzo de
guerrarecayó ante todo en estos sectores tanto en lo que toca .a la participación,física en el conflicto, como en el costo socioeconómico; no hubo
una distribuciónequitativa del esfuerzo en el conjunto de la sociedad—una situación que fue reconocida por la propia dirigencia sandinista.

La guerra y el enfrentamiento del gobierno de Estados Unidos quedaron despojados del referente político-social que habíasido explicito en los
años iniciales del proceso revolucionario, en la medida en queel enfoque sandinista relegaba a segundo plano las transformaciones sociales y el
protagonismo de las masas. En tales condiciones fue haciéndose difícil . para la gente visualizar el contenido popular del proyecto político que
estaba siendo agredido por la contrarrevolución. Más aún, la atención preferencial que el gobiernoasignó a la concertación con los grupos
empresarios y la comunidad internacional y la distribución desigual de beneficios y sacrificios entre las élites y las masas, contribuyeron a diluir
muchas de las dimensiones del proyecto democrático popular que había orientado los pasos iniciales del régimen revolucionario. La reforma
agraria prácticamente se paralizó desde principios de 1989 pese a que aun permanecía casi un tercio de familias campesinas sin tierra o con tierra
insuficiente. Más aún, durante la campaña electoral de 1989-90 el presidente Daniel Ortega, buscando su reelección, aseguró a los terratenientes
de la Región IV afectados por la reforma agraria que “serían compensados con la devolución de sus propiedades, maquinarías y otros bienes”[21] .
En 1984 el FSLN ganó las elecciones pese a una guerra contrarrevolucionaria de alta intensidad, porque había una revolución de alta intensidad
que no dejaba lugar a dudas sobre qué cosas estaban en juego. En 1990 las elecciones se perdieron a pesar de que el conflicto había disminuido,
pero también la revolución había disminuido su intensidad de años anteriores.

Al opacarse el contenido social del enfrentamiento con Estados Unidos, al reducirse éste a un conflicto entre gobiernos sustentado por el sacrificio
de las masas —muertos, mutilados, poblaciones reasentadas, desarticulación de las familias… — se crearon condiciones para que las críticas
populares a aspectos concretos de las políticas gubernamentales y del comportamiento de los funcionarios, y las demandas de poner fin ala
guerra, se aproximaran al discurso político de la oposición de derecha y se transformaran, a la postre, en votosantisandinistas. En un contexto de
creciente desmovilización de las masas, el desfase entre laretórica de los más altos niveles del gobierno sandinista que mantenía un sonoro
decibelaje antinorteamericano y afirmaba la orientación socialista de la revolución, y los contenidos y alcances efectivos de las estrategias y las
políticas del gobierno, se hizo abismal.[22].En la medida en quela retórica trascendía haciael exterior e impactaba en el escenario internacional,
pero los rasgos reales de las políticas producían sus efectos hacia adentro, ese desfase contribuye a explicar elalto nivel de solidaridad externa
que el gobierno sandinista conservó hasta el final, mientras que parte importante de su apoyo interno de masas se erosionaba. La sorpresa de
muchos de los actores y observadores externos ante la derrota electoral del 25 de febrero de 1990 obedece en buena medida a este divorcio entre
hechos y percepciones.

Liberación nacional, democracia y transformación social

El proceso sandinista testimonia las enormes dificultades que experimentan las revoluciones democráticas y de liberación nacional en sociedades
periféricas, empobrecidas y atrasadas, para pasar de una etapa antidictatorial de alianzas amplias a una etapa de transformaciones sociales y
políticas profundas y deredefinición clasista y popular de la conducción del proceso revolucionario. Unatransición que mejore la compatibilidad
entre el esfuerzo popular que es decisivo parael triunfo político y el sostenimiento de la revolución, y el contenido y alcances delas políticas
promovidas por el régimen revolucionario. Estas dificultades tienen que ver ante todo con las características estructurales de tales sociedades,
pero también con el modo en que ellas son encaradas por las organizaciones políticas que impulsan el proceso de cambio.

El principal de estos factores es la particular estructura de clases generada por el capitalismo subdesarrollado en Centroamérica. Yaseha visto
(capítulo II) que la polarización burguesía/proletariado típicadel capitalismo desarrollado eradébil en las sociedades agrarias de Centroamérica y el
perfil de la estructura social aparecía dominado por una vasta y diferenciada masa de campesinos, comunidades indígenas, asalariados
estacionales, pequeña burguesía urbana. La contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la estructura de lasrelaciones de
producción, en la que Marx fincó la generación de las condiciones para el desenvolvimiento de las revoluciones sociales era poco relevante en la
mayoría de las sociedades centroamericanas o en todo caso su virtualidad revolucionaria no apuntaba a una superación del capitalismo sino más
bien a diferentes modalidades de desarrollo y modernización del mismo. Además la mencionada contradicción se articulaba con otras que no
surgen necesariamente de la esfera de la producción: la cuestión de la liberación nacional, las luchas por la constitución de un orden democrático.

En estas sociedades la clase obrera es de dimensiones reducidas, posee poca experiencia organizativa, se encuentra aún en proceso de
desarrollo y mantiene fuertes lazos con el campesinado y el artesanado; su capacidad para conducir el proceso de transformaciones sociales a
través de sus organizaciones es problemática, para decir lo menos. La revolución es el ámbito de progresiva maduración política de la clase
obrera, pero esta maduración se da en el marco de alianzas y conflictos con otros grupos y fracciones que disputan la conducción del proceso a
partir de parecidas condiciones de fragilidad. El carácter inicialmente policlasista de estos procesos revolucionarios en función de la convocatoria
democrática y de liberación nacional, y la estrecha articulación de las luchas democráticas con los proyectos de transformación estructural y
rearticulación externa, convierten al campo de la revolución en un escenario de tensiones y confrontaciones internas entre los grupos sociales que
participaron de la lucha contra la dictadura.

En tales condiciones, la extensión de la democratización al ámbito de las relaciones socioeconómicos y del acceso a los recursos involucra
tensiones fuertes agravadas por las vulnerabilidades que emergen del atraso y subdesarrollo de la estructura. La debilidad recíproca de los grupos
sociales en pugna tiende a generar un estilo de conducción política relativamente separado de los actores socialesdirectos; la "vanguardia” se
presenta como administradora de los intereses de las clases populares hasta tanto éstas maduren, pero en los hechos sustituye al prota gonismo
político de los actores fundamentales. Del liderazgo por representación se pasa al liderazgo por sustitución. Usualmente son segmentos de la
pequeña burguesía urbana quienes asumen este papel, pero en sociedades muy atrasadas como las de la América Central de los años sesentas y
setentas no era infrecuente encontrarse con elementos de la burguesía fuertemente insertados en las organizaciones que postulan la transfor-
mación social y que tratan de imponer sus perspectivas y concepciones desde dentro del campo revolucionario y del estado.

Pasar de un enfoque del proceso revolucionario que lo circunscribe al reemplazo de los titulares del gobierno por vías no institucionales, a un
enfoque que apunta a transformaciones en las relaciones de poder político y económico, involucra proyectar la dimensión democratizadora del
proceso revolucionario hacia la configuración estructural de la sociedad y hacia sus dimensiones culturales, y supone conflictos muy intensos entre
los diferentes grupos y sectores incorporados a la revolución. Las alianzas que hacen posible el triunfo revolucionario conspiran posteriormente
contra el avance hacia etapas ulteriores de cambio político y económico. Este conjunto de factores impone al proceso revolu cionario un
desenvolvimiento en general pausado y prolongado en el tiempo.

Por otro lado el atraso global de la sociedad, los niveles tecnológicos muy bajos, la inexperiencia organizativa de obreros y campesinos, el
monopolio del saber científico y técnico en segmentos muy reducidos de las clases dominantes, problematiza adicionalmente la viabilidad de
estrategias alternativas de desarrollo asentadas en la participación popular amplia. Se aprende a participar participando, pero éste es un proceso
que demanda esfuerzos adicionales, horas extra de trabajo, noches de poco sueño. El aprendizaje de la participación es un proceso de
desenvolvimiento lento; requiere por lo tanto de una disponibilidad de tiempo que usualmente no existe, por las urgencias planteadas por el
tensionamiento del escenario internacional y, ante todo, por la guerra contrarrevolucionaria. A su turno esto lleva con frecuencia a una acelerada
centralización de las decisiones y a una separación marcada entre los niveles de conducción —donde la presencia de elementos de pequeña
burguesía y de burguesía puede ser muy fuerte— y las masas, reproduciéndose en el seno del campo revolucionario la jerarquización entre los
que deciden y los que ejecutan.[23]

El segundo factor se refiere a los cambios en el escenario internacional de la revolución sandinista. El triunfo del FSLN en 1979 estuvo enmarcado
por un escenario externo favorable, quebrindó al régimen revolucionario una amplia y flexible cooperación económica y financiera y simpatías
internacionales. Cuando las presiones del gobierno de Estados Unidos arreciaron, Nicaragua encontró en la ayuda de la URSS, Cuba y los otros
países del CAME un apoyo estratégico para sus programas de transformación económica y social La asistencia militar soviética dotó a ejército
sandinista de un abastecimiento material que contribuyó significativamente a la victoria sobre la contrarrevolución. Cuando Venezuela y México
dejaron de abastecer de petróleo a Nicaragua, la URSS cubrió el vacío.

La situación cambió a partir de 1987-1988. Las dificultades económicas en los países del Este y las negociaciones URSS-EEUU redujeron el nivel
y la fluidez de los abastecimientos, incluyendo la ayuda militar y el abastecimiento de hidrocarburos. Finalmente la URSS decidió sumarse a la
estrategia norteamericana de búsqueda de una solución a lacrisis regional que implicaba, entre otras cosas, la reinserción de la RN en el escenario
político nicaragüense y el cese de las operaciones militares de la guerrilla salvadoreña. En su visita a Nicaragua en octubre de 1989 el canciller
soviético señaló el interés de la URSS en llevar a cabo un "monitoreo bilateral" de la crisis centroamericana con el gobierno de Estados Unidos.
[24] A fines de la década de los ochenta el espacio internacional para procesosde transformación política y económica radical estaba cerrándose
en Centroamérica; en tales condiciones era muy difícil que el sandinismo pudiera recuperar el ímpetu revolucionario de una década atrás.
Alianzas, políticas y tensiones

El FSLN enfocó la lucha contra la dictadura somocista como un proceso que debía conducira profundas transformaciones en las relaciones de
propiedad y de poder,y en la articulación con el sistema internacional. Una concepción de este tipo in volucraba, entre otros aspectos, la
modificación de las alianzas sociales y políticasen que se había apoyado la etapa estrictamente antidictatorial del proceso revolu cionario. Es claro
que no todoslos grupos y sectores quese sumaron al mismo ensu etapa antisomocista estaban dispuestos a pasar del enfrentamiento al somocis -
mo al enfrentamiento de los terratenientes, industriales y comerciantes en que el somocismose apoyó, ni participaban del enfoque delFSLN de las
relaciones conEstados Unidos, con la URSS y Europa del Este, y con Cuba.

La temprana suspensión de la aplicación de los decretos revolucionarios que disponían la nacionalización de las propiedades del somocismopuso
de relieve elrápido agotamiento de la etapa estrictamente antidictatorial de la revolución y lasdificultades para pasar de un enfoque meramente
institucional de la dictadura a un enfoque sociopolítico, y el involucramiento de muchos elementos de la burguesía —incluso muchos de los que se
sumaron a la oposición antisomocista con la dictadura que las masas acababan de derrocar. Una situación que dotó de un costo político muy
elevado a un enfoque clasista del tema, en la medida en que la ampliación de la confrontación con el somocismo amenazaba con romper alianzas
sociales en que se habían apoyado los que resultaron ser tramos finales de la lucha insurreccional sandinista.

A partir de 1984 el incremento en los niveles de agresión económica y militar fue encarado por el régimen sandinista apelando a la ampliación de
las alianzas sociales en que se apoyaba, para incluir en ellas a los elementos de la burguesía agraria, industrial y comercial que permanecían en el
país, y que se oponían a muchas de las políticas revolucionarias orientadas a la transformación socioeconómica. Debe reconocerse el éxito
relativo de esta estrategia en lo que toca a la capacidad del régimen sandinista para mantener un sistema amplio de relaciones internacionales que
le permitió resistir los embates de Estados Unidos. No solo Nicaragua no pudo ser aislada del hemisferio occidental —comoen su momento lo fue
Cuba— sino que, al contrario, la diplomacia sandinista consiguió aislar a Estados Unidos en su política de agresión a Nicaragua.

Sin embargo el financiamiento de las alianzas internas amplias a través de políticas específicas debilitó el contenido popular del proyecto
sandinista y llevó a mucha gente a reducir progresivamente su involucramiento en el proceso revolucionario y en la defensa.[25]La unidad nacional
con la burguesía fue alimentada por un lento desenvolvimiento de la reforma agraria, por la distribución desigual de estímulos e incentivos, y por
un fuerte sesgo de los sacrificios hacia el campesinado y los asalariados. En un contexto de retracción creciente de la economía, la definición de
incentivos en beneficio delos grupos medios y la comunidad empresarial se llevó a expensas del deterioro de los ingresos y las condiciones de
trabajo y de vida de las masas, mayor centralización administrativa y controles burocráticos sobre las organizaciones populares. Al mismo tiempo
el mantenimiento una red de alianzas internacionales amplias consecuente con el principio de no alineamiento, pero que se apoyaba en esta
recomposición del frente interno, forzó al régimen sandinista sobre todo a partir de 1987 a un conjunto de concesiones políticas hacia la derecha
local — porejemplo la amnistía amplia a los miembros del ejército somocista y de la contrarrevolución condenados por actos de terrorismo y
violacióna los derechoshumanos— que contribuyeron a lareducción del nivel del conflicto militar, pero que desorientaron e incluso antagonizaron a
buena parte de sus bases populares que habían sufrido el accionar de los ahora amnistiados.

A su turno las restricciones provenientes de la crisis y de las políticas gubernamentales diseñadas para enfrentarla, y las concesiones hacia la
derecha, crearon situaciones difíciles para las organizaciones de masas del sandinismo y en particular para el movimiento obrero y campesino.
Las transformaciones revolucionarias se congelaron o desaceleraron, el margen para las reivindicaciones se redujo severamente, la centralización
y las limitaciones a la participación popular se incrementaron. La capacidad de reclutamiento de las organizaciones opositoras aumentó, no sólo
por disponibilidad de recursos financieros del exterior —como denunciaban los medios sandinistas— sino por la incapacidad de las or ganizaciones
del FSLN para definir un perfil relativamente autónomo de la conducción política del estado, ypor el escaso eco de sus reclamos y críticas en las
dirigencias políticas del sandinismo.

Las reorientaciones en los enfoques y. en las políticas sandinistas fueron facilitadas por el carácter socialmente heterogéneo del FSLN. La
sandinista fue una revolución de obreros, campesinos, semiproletarios, jóvenes de pequeña burguesía, pobres del campo y la ciudad, pero fue
también una revolución en la que elementos importantes de la vieja burguesía agraria y comercial conservado ra y antisomocista se integraron
poco antes de 1979 por causas que he discutido en otros lugares (Vilas 1984: cap. II, 1989a: cap. III, 1992c). La relación FSLN/burguesía no es
por lo tanto exclusivamente una relación de externalidad, en la medida en que segmentos de la burguesía nicaragüense forman parte del FSLN
desde antes de la caída de la dictadura. La gravitación de estos elementos se consolidó a partir de su desempeño en los aparatos del estado
revolucionario, fue particularmente marcada en el diseño y ejecución de las políticas agropecuarias y financieras y en el modo de articulación de
las organizaciones de masas a las agencias del gobierno, y se incrementó de manera notoria a partir de 1987-88 en casi todos los ámbitos de la
gestión estatal y en el discurso gubernamental.

Al mismo tiempo fue haciéndose de más en más visible el desarrollo de una especie de nueva burguesía sandinista, integrada por funcionarios y
dirigentes que merced al prolongado ejercicio de la función pública y a la ausencia de controles institucionales pudieron desarrollar acelerados
procesos de enriquecimiento y acumulación. Se señaló más arriba que el tema fue encarado ante todo desde una perspectiva moral que
contribuyó a dificultar la comprensión del fenómeno. Debe reconocerse que, sin perjuicio de sus connotaciones éticas, se trata de una modalidad
de formación de grupos de burguesía ampliamente difundidos en América Latina y, de hecho, en todo el orbe capitalista en determinados nive les
de desarrollo, adecuadamente analizado por Max Weber en su discusión de la dominación de tipo patrimonial (Scott 1972; Morris 1991: 1-20). El
acceso a información y a recursos, la vigencia de estilos prebendarios de ejercicio del poder, la idea de que el poder tiene por definición atributos
remunerativos en beneficio de quienes desempeñan sus funciones —elementos todos que el sandinismo no inventó pero, que contribuyó a
reproducir— dieron paso a la formación de capitales y de empresas y a una movilidad social vertiginosa que contrastaba con la austeridad y la
probidad de muchos otros activistas, dirigentes y funcionarios, y con la vida dura de las masas.
La necesidad de desarrollar una estrategia política acorde con el esfuerzo militar condujo a mediados de 1985 a la ya señalada reorientación de
varias de las políticas gubernamentales para adaptarlas mejor a los relieves del mapa social nicaragüense y a las demandas de las masas rurales.
El viraje en las concepciones yestrategias de desarrollo ydefensa dio frutos. La derrota de la contrarrevolución en los frentes de batalla fue un
resultado tanto del esfuerzo militar como de la reorientación de las políticas gubernamentales. Fue, sin embargo, un viraje táctico, que se
abandonó tan pronto como la guerra llegó a su fin tras los acuerdos de cese al fuego (marzo de 1988). Pocos meses después el gobierno
sandinista decidió enfrentar la crisis económica apelando a un crudo enfoque de ajuste monetarista que lanzó sus efectos usuales —desempleo,
reducción de consumos básicos, recesión, deterioro de los indicadores de bienestar, etc.— sobre las espaldas del mismo pueblo que durante toda
la década había contribuido con sus sacrificios al esfuerzo de guerra. El sandinismo apostó a acuerdos con los empresarios buscando la
reactivación de la inversión privada y sensibilizar a la comunidad económica internacional. A través de la concesión de incentivos, precios, créditos,
abastecimientos y subsidios, el sandinismo aspiraba a granjearse la buena voluntad de los grupos capitalistas y, con las elecciones presidenciales
a la vista, a competir con los partidos de oposición por el voto de esos grupos. La alianza del FSLNcon el campesinado ylos asalariados rurales,
ycon las masas urbanas, que había tratado de recomponerse con las medidas adoptadas desde mediados de 1985, experimentó una fuerte
erosión.[26].

En cierta manera el sandinismo trataba de recomponer la alianza amplia antisomocista de diez años atrás. Pero las condiciones eran totalmente
diferentes, y los recursos dramáticamente limitados. La versión original de la alianza se había edificado sobre un clima de intensa y muy amplia
movilización popular, de apoyo abierto de la comunidad internacional, y de reactivación económica nutrida por una amplia cooperación externa.
Ahora la desmovilización popular se había hecho notoria, la comunidad internacional presionaba hacia la derecha, la falta de financiamiento
externo agravaba la prolongada recesión de la economía, y 1as masas se encontraban a la defensiva.

La burguesía entendió que el intento era una prueba de debilidad del régimen, desesperadamente necesitado de inversiones y divisas de libre
convertibilidad y de un respiro internacional. En consecuencia aceptó los incentivos de la política económica pero mantuvo el comportamiento a la
baja y no alteró sus afinidades políticas opositoras —cuando no abiertamente contrarrevolucionarias. Las masas populares por su lado, duramente
golpeadas por las políticas de ajuste redujeron adicionalmente sus niveles de movilización y participación, desorientadas por un gobierno
sandinista que trataba de revivir el clima de movilización de los años de guerra, cuando era evidente para todos que la guerra pertenecía ya al
pasado y el propio gobierno ponía en libertad a los ex guardias somocistas y amnistiaba a los contrarrevolucionarios.

Decidido a mejorar su imagen externa, el sandinismo adoptó giros importantes también en su política internacional. El más resonante de éstos
tuvo lugar en la cumbre presidencial centroamericana de San Isidro Coronado (Costa Rica) el 12 de diciembre de 1989. Allí Daniel Ortega adhirió
al respaldo de sus colegas al presidente salvadoreño Alfredo Cristiani y a la condena al FMLN y a su reciente ofensiva militar; como contrapartida
obtuvo de los demás presidentes el reclamo de que los "contras " concluyeran el proceso de desmovilización a más tardar el 5 de febrero de 1990
— vale decir, tres semanas antes de las elecciones. Es sabido que este reclamo no obtuvo eco ni de los contrarrevolucionarios ni del gobierno de
Estados Unidos, pero el repudio al FMLN alineó a Nicaragua en las posiciones más conservadoras respecto de la cuestión salvadoreña. La firma
de Ortega en el documento de San Isidro desconcertó a amplios sectores de la población nicaragüense. La solidaridad con el proceso
revolucionario salvadoreño había consti&s hy;tuido una de las líneas más conocidas de la diplomacia sandinista y uno de los puntos de conflicto
con el gobierno de Estados Unidos. El FMLN rechazó "con indignación"' el documento y la URNG guatemalteca expresó su "insatisfacción,
preocupación y sorpresa"; la URSS en cambio, se declaró satisfecha[27].

El fracaso de la recomposición de alianzas que pertenecían a otras etapas del proceso revolucionario se agregó a las tensiones y contradicciones
entre el calendario del viraje hacia la derecha en economía y el calendario del viraje hacia la derecha en política. El gobierno sandinista lanzó su
primer programa de ajuste — después del intento fallido de febrero de 1985— en junio de 1988. La falta de apoyo financiero externo de corto plazo
hizo que su impacto sobre las masas fuera de un salvajismo extremo. Pero el sandinismo confiaba en que tras este golpe los efectos beneficiosos
se harían sentir y comenzaría hacía principios de 1989 una etapa de reactivación que consolidaría las perspectivas electorales para los comicios
presidenciales originalmente programados para noviembre de 1990.

El huracán Joan (octubre de 1988), de efectos catastróficos en amplias zonas del país, obligó al gobierno a alterar sus metas financieras y a aflojar
los controles sobre la economía. A fines de enero de 1989 se insistió en el programa de ajuste; todavía se contaba con casi dos años antes de las
elecciones para sanear, reactivar y restañar los efectos nocivos del ajuste en las masas. Pero en febrero de ese mis mo año la diplomacia
sandinista cedió a las presiones internacionales y decidió anticipar la fecha de las elecciones a febrero de 1990, acortando el espacio de maniobra
de los economistas. El FSLN llegó así a los comicios en medió de la peor situación económica de la historia del país, que terminó de revertir
muchas de las conquistas de los años iniciales que habían significado mejorías sensibles en con diciones de vida de las masas: el sistema
educativo al borde del colapso, una profunda crisis en la salud pública, casi 30% de desempleo y subempleo, un salario real casi inexistente,
aguda retracción productiva. Ya se vio que el programa de ajuste tuvo un notorio éshy;mo axito técnico: la hiperinflación seredujo, disminuyó drásti-
camente el déficit fiscal, las exportaciones crecieron ligeramente. Pero el costo social para las masas fue enorme.[28]

Desde esta perspectiva el error táctico fundamental del sandinismo consistió en haberse embarcado en una política de ajuste de este tipo en las
postrimerías del periodo presidencial. No por azar este tipo de políticas es ejecutado en toda América Latina en los inicios del periodo de gobierno,
apostando a que tras el impacto inicial la situación mejorará y el partido en el gobierno podrá aspirar a la reelección. El sandinismo en cambio
apeló al ajuste recesivo prácticamente en vísperas de los comicios, aspirando además a la reelección no ya del FSLN, sino de exactamente la
misma fórmula presidencial —Daniel Ortega - Sergio Ramírez— que había conducido las políticas antipopulares de los dos años anteriores.

Estos desaciertos se inscriben en la problemática más amplia de una revolución que se empantana en sus propias tensiones y contradicciones en
un contexto externo de creciente conflictividad. Los desaciertos técnicos expresaban virajes estratégicos. El proyecto de liberación nacional y la
lucha antiimperialista quedaron reducidos a un enfrentamiento militar y a una lucha defensiva sin un correlato en las políticas económicas y
sociales. La estrategia de unidad nacional y alianzas amplias fue financiada por los sacrificios de las masas sin conseguir la adhesión activa de la
burguesía ni de gran parte de los grupos medios. En estas condiciones las limitaciones del régimen y las desprolijidades de muchos de sus
funcionarios se hicieron mucho más notorias ante los ojos de las masas crecientemente empobrecidas y desorientadas. La democratización
electoral de Nicaragua, que efectivamente se aceleró en 1988 y 1989, y en particular el reconocimiento de garantías a la acción política de la
oposición, contrastaba de esta manera con la crítica situación económica ylaboral de las clases populares ycon el desgaste político del gobierno.

La insistencia en un tipo de alianzas parael cual ya no había espacio impidióque el proceso revolucionario avanzara en su proyecto de
transformaciones socioeconómicas y políticas, y vulneró lo que ya se había alcanzado. Hacia principios de 1990 para una parte grande de la
población nicaragüense que en años anteriores había apoyado o mirado con simpatíasal sandinismo, no era mucho loque quedaba de revolución.

La incapacidad de la revolución sandinista de avanzar por encima de los límites de su etapa inicial de alianza amplia de grupos y clases sociales a
pesar de la evidente defección de los elementos de la burguesía y de una porción grande de las clases medias dio mayor visibilidad a sus
limitaciones ulteriores, a los compromisos celebrados hacia la derecha y con la comunidad internacional, al fortalecimiento de los estilos políticos
tradicionales prebendarios y burocráticos, yal peso creciente en las decisiones del gobierno y del FSLN de sus elementos ligados a los grupos
medios y empresariales; factores todos que desmovilizaban a las bases sin obtener la lealtad de las élites ni la benevolencia del gobierno de
Estados Unidos. Más aún: las debilidades del régimen revolucionario fortalecían, por contraste, la eficacia de la estrategia de acoso y
desestabilización de la Casa Blanca.

Para los que alguna vez soñaron con un octubre rojo en Masaya o Estelí, se trataba de una reacción termidoriana; para otros, era simplemente
una prueba más del pragmatismo sandinista. Según unos, los sandinistas estaban deshaciendo lo que hicieron al principio de la revolución; según
otros, estaban recomponiendo tardíamente lo que destruyeron. Estas idas y vueltas desde afuera y desde arriba de las masas, que eran las
perdedoras netas del juego sandinista, alimentaron el voto opositor del 25 de febrero. En las elecciones de 1984 los nicaragüenses eligieron entre
la revolución y la contrarrevolución. En las elecciones de 1990 eligieron entre la continuidad de un régimen enredado en sus propias indecisiones y
cuyas resonancias revolucionarias pertenecían casi enteramente al pasado, y las promesas de paz y de bonanza de los aliados de la Casa Blanca.

El conjunto de contradicciones internas y de presiones externas, y su recíproca articulación, que abonaron el terreno para la derrota electoral del
sandinismo, llama la atención sobre las dificultades específicas que enfrentan en 1a etapa actual de los acontecimientos mundiales las
revoluciones antiimperialistas y de liberación nacional en sociedades pequeñas, subdesarrolladas y ubicadas en zonas de influencia directa política
y militar de Estados Unidos. Por razones que he señalado en otro lugar (Vilas 1984: cap. I), y que tienen que ver con el modo de configuración del
capitalismo periférico y de su estructura de clase, más que con interpretaciones ideológicas, el antiimperialismo y la liberación nacional son
ingredientes constitutivos de las revoluciones sociales en este tipo de sociedades.

La experiencia de las revoluciones del sigloXX — con las únicas excepcionesde la rusa y la china— es que estas revoluciones pudieron
consolidarse graciasa la cooperación que recibieron del bloque socialista. Ahora bien: el bloque socialista ya no existe y la cooperación se terminó.
Los acontecimientos en Europa del Este y el entendimiento creciente entre la entonces URSS y Estados Unidos para el manejo de la crisis
centroamericana tomaron al sandinismo en un momento en que el deterioro del proceso revolucionario era ya muy fuerte, pero es evidente que
reducción de la asistencia económica desde principios de 1989 y el viraje e la diplomacia soviética restaron margen de maniobra alFSLN o, por lo
menos, fortalecieron los argumentos de los que, dentro del FSLN, abogaban por una estrategia de menos revolución y más negociación.

El ingrediente de liberación nacional de la revolución sandinista se redujo más que nunca a una retórica sin correlatos efectivos ni en las políticas
internas ni en la internacional. El discurso de la guerra, que sobrevivió a los acuerdos de cese al fuego y mantuvo su nivel pese a la reducción
visible de la intensidad del conflicto armado, perdió credibilidad entre las masas y de hecho tendió a dar verosimilitud a las acusaciones
antisandinistas que tildaban al FSLN de belicista. No sólo la guerra había sido despojada de contenido social, sino que la disminución del conflicto
diluyó los referentes del discurso de la defensa militar al que en definitiva el gobierno había reducido el proyecto antiimperialista y de
transformación social de los años iniciales.

[1] Salvo aclaración especial las cifras tienen como fuente la Secretaría de Planificación y Presupuestos (SPP) y el Instituto Nicaragüense de
Estadísticas y Censos (INEC), de la República de Nicaragua.

[2] La producción de algodón demandaba a fines de la década entre u$s 40 y u$s5C insumos directos importados por quintal limpio ("quinta oro"), y
el café entre u$s 2u$s 30. En frijol la demanda directa de importaciones fluctúa entre 22% y 35% según niveles de tecnificación; en maíz
entre 23% y 41%; en arroz entre 15% y 31%; en so entre 35% y 40%. Cifras del (ex) Ministerio de Desarrollo Agropecuario y Reforma Agria
(MIDINRA) correspondiente al ciclo agrícola 1989-1990.

[3]En 1980-81 los impuestos indirectos representaron 62.4% de la recaudación tributaria mientras que en 1982 representaron 64.5%, en 1983
67.4% y en 1984 el 69%: BID (1990, cuadro C-11)

[4] Argüello,et al. (1988) presenta la discusiónmás detallada de la política de inversionesque caracterizó a este periodo

[5] En 1988 los impuestos indirectos representaron 73.6% de la recaudación total, y1989 el 70.6%.En ambos añoslos gravámenes sobre la
propiedad representaron0.8% y 1.2% de la recaudación total: BID 1990: cuadro C-11 y C-10, respectivamente.
[6]Vid APEN 1988; Tayloret al. 1989; Stahler-Sholk1990; Biondi-Morra1990, para análisis más detenidos del impacto de esta reorientación de la
política económica sandinista.

[7]Aestos factores deben agregarse los ataques de los grupos contrarrevolucionarios,. que convirtieron a las cooperativas de producción en uno de
sus blancos favoritos, y el impacto del reclutamiento delservicio militar sobre la disponibilidad de fuerza de trabajo; en algunos momentos de la
guerra algunas cooperativas tuvieron movilizada más de la mitad de la fuerza laboral masculina.

[8] Se llegó incluso a conceptuar al campesinado como parte del sector informal: vid Fitzgerald 1987.

[9] Vid, por ejemplo, Barricada, diciembre 28, 1989

[10] Vid El Nuevo Diario, marzo 1, 1989; Barricada, diciembre 14, 1989.

[11] Vilas 1984: 87 y Núñez Soto 1987: 116-117. Sin embargo, los criterios de ambos autores noson homogéneos y la comparación no conduce
másque a la formulación de hipótesis.

[12] Véase también, en el mismo sentido, Ramírez 1980

[13] Entrevista con Daniel Núñez, presidente de UNAG, en Pensamiento Propio 30 (Enero-Febrero 1986). 31-36. Véase también Serra 1990.

[14] VidTirado López (1985), y Vilas (1988b) para una discusión de este enfoque.

[15] La situación fue reconocida, aunque sin efectos prácticos, por la conducción sandinista. Vid Daniel Ortega Saavedra, discurso pronunciado el
30 de enero 1989 ante la Asamblea Nacional: Barricada, enero 31, enero 1989.

[16] Vid la declaración oficial del ministro soviético de Relaciones Exteriores Eduard Shevardnadze con motivo de su visita a
Nicaragua: BarricadaOctubre 5, 1989, relegada por la redacción de este periódico (órgano oficial del FSLN) a una modesta página 4.

[17] CST: Central Sandinista de Trabajadores; ATC: Asociación de Trabajadores del Campo; ANDEN: Asociación Nacional de Educadores de
Nicaragua; AMNLAE: Asociación de Mujeres Nicaragüenses ¨Luisa Amanda Espinosa¨. Posiblemente el estudio que mejor representa este enfoque
es CIERA (1984b); también, en la misma línea Ruchwarger (1987).

[18] El documento sandinista más representativo de esta etapa es el discurso del Comandante de la Revolución Carlos Núñez Téllez sobre el
papel de las organizaciones de masas: Núñez Téllez (1980), donde se reivindica la necesaria autonomía de las organizaciones respecto del estado
y del FSLN.

[19] Vid, por ejemplo, las declaraciones del entonces presidente Daniel Ortega, miembro de la Dirección Nacional del FSLN, en Barricada, junio 18
y 19, 1988; también Vilas (1990c, 1991a).

[20]Vid, por ejemplo Oliveray Fernández Poncela(1993). Esta investigación encontróque sólo 14% de las mujeresentrevistadas participaba en
algún tipo de organización; lamitad de lasque participaban, lohacían enorganizaciones de tipo religioso. Lainvestigaciónse llevó acabo entreunas
mil mujeres desectores populares dela regióndel Pacifico.

[21] Barricada,diciembre 14, 1989. En realidad la devolución de algunas tierras ya había comenzado. Uno de los casos más sonados fue el de la
cooperativa ganadera “Juan José Urbina” en la Región III, cuyas tierras fueron devueltas por el MIDINRA a su anterior propietario Mario Hanon,
posiblemente el mayor productor de arroz de Nicaragua, quien a fines de 1980 había estado involucrado en las primeras actividades
contrarrevolucionarias. Vid. El Nuevo Diario, abril 1, 1989; yBarricada, abril 15, 1989.

[22] Vid, por ejemplo, los discursos de Daniel Ortega publicados en Barricada, junio 15 y julio 20, 1988 y febrero 1, 1989.

[23] Lo peor de todo esto es que se trata de tendencias que muchas veces se desarrollan espontáneamente,y en todos los niveles. Considérese el
casosiguiente: a mediados de 1982, cuando las tensiones de la economía comenzaban a presionar sobre las condiciones de abastecimiento
básico de la población, el FSLN convocó a reuniones de los CDS para que del debate popular surgieran criterios democráticos de racionamiento y
distribución.En la sección de mi barrio (MonseñorLezcano, en Managua), que contaba conmás de 450 activistas de CDS para una población de 5
000-6 000 personas, llegamos a la asamblea escasos 200. Decidimos que, puesto que se trataba de tener una discusión amplia y tomar las
decisiones de la manera más democrática posible, correspondía convocar a una segunda asamblea y garantizar la efectiva participación del mayor
número posible. A esta segunda reunión, que fue convocada casa por casa, llegamos menos de 100 activistas. Y como no podíamos seguir
postergando la elaboración del plan de abastecimiento, en esa se reunión menos de 100 personas tomarnos decisiones en nombre de casi 500,
que afectaron las dietas de 6000.

[24] Barricada,octubre 5, 1989; Vid también Kramer 1990.

[25] De acuerdo con una encuesta efectuada por el Instituto Nicaragüense de Opinión Pública (INOP) en barrios populares de Managua en octubre
de 1989, 60% de los entrevistados no participaba en ninguna organización social o barrial, ni tomaba parte en tareas de mejoramiento comunal o
similares.

[26] Anticipé muchos de los efectos de esta política en la entrevista que me hizo Alexander Cockburn a fines de 1988: vid Z Magazine, diciembre
1988: 21-25

[27] Vid, respectivamente Crónica (Managua) 57 (diciembre 14-20, 1989); El Nuevo Diario, diciembre 30, 1989; y Barricada diciembre 15, 1989.

[28] Véase Neira Cuadra y Acevedo (1992) para un análisis riguroso de las políticas económicas del periodo final del gobierno sandinista.

diciembre 28, 1989


Capítulo VI: CONSIDERACIONES FINALES: REVOLUCIÓN Y
REFORMA

Específicas conjugaciones de factores políticos y culturales incidieron para que la modernización capitalista centroamericana generara condiciones
para la movilización revolucionaria en algunas repúblicas, y para estrategias de reforma en otras. En las páginas que siguen se enfoca de manera
conceptual la discusión de los capítulos precedentes, retomando las proposiciones generales con que se inició la exposición.

1. EL CONTRAPUNTO ENTRE REVOLUCIÓN Y REFORMA

La configuración de situaciones revolucionarias en Centroamérica obedeció a una conjugación de factores económicos, políticos y
culturales que fue madurando a lo largo de décadas: tuvieron lugar en aquellos países en que las transformaciones de la economía
(agroexportación , industrialización vía MCCA) y las tensiones que generaron (migraciones, desposesiones, proletarización, empobrecimiento)
estuvieron enmarcadas por situaciones represivas o de exclusión política que llevaron a importantes sectores de población a adherir a formas
alternativas de acción colectiva.

En Guatemala la contrarrevolución de 1954 precedió a la modernización capitalista; ésta tuvo como marco un estado represor. En El Salvador los
cambios socioeconómicos se desenvolvieron dentro de la continuidad del estado oligárquico y militar hasta 1979 y de la incapacidad de los actores
sociales emergentes para encontrar una fórmula política ampliada que incorporara institucionalmente al movimiento obrero y al campesinado; el
regreso de decenas de miles de pequeños agricultores desde Honduras después de la guerra de 1969 agravó la presión sobre la tierra en
departamentos como Chalatenango, Morazán, Usulután, San Salvador y puso en evidencia la incapacidad estructural del sistema político para
procesar de manera no conflictiva las demandas populares. En Nicaragua la dictadura somocista auspició y reorientó en beneficio propio la
modernización capitalista, antagonizando al mismo tiempo, aunque con desigual proyección, a las clases populares y las fracciones de la
burguesía marginadas del control del estado; los partidos tradicionales mantuvieron el monopolio de las actividades políticas legales reducidas a la
celebración de elecciones manipuladas. En los tres casos, las limitaciones de los mecanismos políticos que deberían permitir la articulación en la
institucionalidad del régimen de las demandas de los sectores afectados negativamente por las transformaciones en la economía y la sociedad,
abrió el espacio a niveles desiguales de eficacia para la convocatoria a alternativas revolucionarias.

En los tres países se desenvolvió una estrecha y acumulativa interrelación de factores rurales y urbanos, que varios autores señalan como uno de
los aspectos característicos de las revoluciones en sociedades agrarias en proceso de rápida transformación (Gugler 1982; Dix 1983; Walton
1984). Los cambios y rupturas en el espacio rural – desposesión campesina y proletarización, monetarización de las relaciones sociales, nuevos
ritmos de producción y trabajo, ausentismo de los nuevos dueños de la tierra y el capital, impersonalidad en las relaciones laborales, incremento
del coeficiente de violencia y represión en las relaciones con la autoridad, migraciones y desarraigos-- se combinaron y potenciaron con las
transformaciones en el ámbito urbano: hacinamiento, desempleo, inestabilidad, tugurización, y de hecho contribuyeron decisivamente a generarlas,
al desplazar hacia las ciudades a números crecientes de individuos. Se conjugaron asimismo diferentes espacios y modalidades de movilización y
ruptura política. Esto fue particularmente notorio en Nicaragua, donde la lucha antisomocista tuvo en las ciudades el teatro de operaciones más
espectacular y decisivo, y donde el campo y la montaña actuaron fundamentalmente como retaguardia. Pero también es evidente en Guatemala y
El Salvador, donde los frentes de masas urbanos, el movimiento obrero y las movilizaciones estudiantiles jugaron un papel importante en la
estrategia de las organizaciones revolucionarias.
En Guatemala y El Salvador el estado desempeñó una función eminentemente instrumental respecto del bloque dominante. Éste consiguió
mantener una notable cohesión, sin perjuicio de las contradicciones y tensiones internas, en particular cada vez que las fuerzas armadas trataron
de desarrollar espacios de autonomía que pudieron llegar a confrontar a las clases dominantes tradicionales – sea porque las fuerzas armadas
trataban de promover intereses de grupos no representados en el bloque dominante, sea porque se trataba de promover objetivos categoriales
específicos de la institución militar que entraban en competencia con los de las élites. Esto permitió resistir mejor los embates revolucionarios, al
mismo tiempo que dotó a todos los actores políticos de un perfil clasista relativamente marcado: de un lado, los obreros y campesinos, los pobres y
los desposeídos; del otro, los sectores dominantes tradicionales y modernizantes, los ricos, los poderosos, y el estado autoritario como fórmula
política de la clase. En Nicaragua en cambio la dictadura familiar de los Somoza brindó al estado y a su aparato militar una marcada autonomía
respecto de las clases dominantes tradicionales. La naturaleza excluyente y el aislamiento creciente del somocismo y las condiciones estructurales
particulares a las que se hizo referencia más arriba, además de una estrategia explícita del FSLN, crearon las condiciones para el fraccionamiento
del bloque dominante en nombre de la lucha democrática y antidictatorial y para el ingreso de elementos de las clases tradicionales a la alianza
revolucionaria.

El surgimiento de organizaciones que apelan a la vía armada como forma de acceder al poder político y desenvolver desde ahí transformaciones
socioeconómicas profundas de carácter antisistémico no plantea necesariamente, o inmediatamente, una amenaza al régimen político ni a sus
clases dominantes, aunque sí a la aspiración de todo estado moderno al monopolio directo o indirecto del poder armado. Solamente cuando esas
organizaciones consiguen reclutar cantidades significativas de población, organizarlas, orientar y conducir una movilización, y neutralizar la
capacidad represiva del régimen, éste se encuentra efectivamente amenazado. Miradas las cosas desde este punto de vista, la cuestión del apoyo
externo a las organizaciones revolucionarias, que constituyó un argumento central de las agencias del gobierno de Estados Unidos y de las
derechas centroamericanas, asume una importancia secundaria. Es innegable que el gobierno cubano vio con simpatía el surgimiento de
organizaciones revolucionarias que trataban de derrocar a gobiernos que apoyaban las políticas anticubanas de Washington; está fuera de toda
duda también la retaguardia que para muchas de esas organizaciones representó la revolución cubana – pero no sólo la revolución cubana;
piénsese en el apoyo de los gobiernos de Costa Rica y Panamá a la lucha sandinista contra la dictadura de Somoza. Sin embargo resulta excesivo
adjudicar la capacidad de interpelación masiva de estas organizaciones y su amplia inserción en las masas populares, al apoyo material que
pueden haber recibido desde el exterior. Al contrario, el acceso a ese apoyo parece haber estado ligado a la propia eficacia de su inserción en las
masas y de su desafío al poder establecido.

Atrapados por la expansión del capitalismo agroexportador, sin alternativas significativas de empleo en las ciudades, sin posibilidades de articular
eficazmente sus demandas en el sistema político, frustradas las expectativas creadas por el reformismo, víctimas de una represión preventiva que
no discriminaba mucho, con un discurso religioso que justificaba la rebelión, no es difícil entender que sectores amplios de las clases populares en
Nicaragua, Guatemala y El Salvador aceptaran, de un manera o de otra, las alternativas planteadas por las organizaciones revolucionarias.
Algunos, por opción ideológica; otros, simplemente por falta de alternativas. Unos, mirando hacia delante, pensando en lo que podrían ganar.
Otros, como un mecanismo de defensa para no perderlo todo.

En Honduras y Costa Rica los conflictos y las tensiones no estuvieron ausentes del desenvolvimiento de las relaciones políticas entre las clases.
En la medida en que muchas de las demandas del movimiento obrero y sobre todo del campesinado tenían un carácter de confrontación a los
avances de la modernización capitalista agroexportadora e industrial, la capacidad del régimen político para procesarlas fue objetivamente
reducida, ya que esa modernización formaba parte de la naturaleza misma del régimen. Pero existieron condiciones políticas para que en ambos
casos esas demandas pudieran ser articuladas en función de una dinámica interna al régimen político, antes que como un enfrentamiento a él.

Las dificultades experimentadas por la modernización económica en Honduras junto con la estrategia reformista del estado –los varios gobiernos
militares ante todo- abonaron la legitimidad del sistema y restaron espacio al planteamiento de alternativas revolucionarias. La fuerza del enclave
extranjero, la fragmentación regional de la clase dominante y su menor solidez económica, dotaron de una autonomía relativamente amplia al
estado y en particular al ejército, que durante dos décadas se convirtió en el árbitro de las tensiones sociales y en impulsor de reformas. El sistema
político institucional fue aceptado por todos los actores como la instancia legítima para la transacción de sus contradicciones. Es cierto que
existieron en Honduras posibilidades objetivas por esto: por ejemplo, la mayor disponibilidad de tierras hizo que la tímida reforma agraria resultara
menos conflictiva que, por ejemplo, en El Salvador. Pero la relación hombre/tierra, y la existencia de una frontera agrícola aún abierta, no fueron
muy distintas en Nicaragua. En este caso sin embargo el régimen político apeló a la represión de las nacientes organizaciones campesinas y a la
sofocación violenta de las presiones por tierra y por mejores condiciones de vida; los programas de reasentamiento y colonización del somocismo
afectaron una proporción muy reducida de agricultores y funcionaron básicamente como un instrumento para poner en producción tierras
marginales de las que los iniciales beneficiarios fueron rápidamente desposeídos por terratenientes adictos al gobierno. En cambio, los militares
hondureños buscaron más bien soluciones de compromiso y se convirtieron en un elemento de cohesión social en una etapa de cambios y
tensiones.

En los años sesenta y setenta el elemento distintivo central de Honduras fue la reforma agraria, sobre todo en comparación con Nicaragua y, más
aún, con El Salvador, y tanto en lo referente al acceso la tierra, como al fortalecimiento de las organizaciones campesinas. La expulsión de
campesinos salvadoreños como resultado de la guerra de 1969 mejoró la dotación de tierras disponibles para el inicio de cierto reparto agrario sin
riesgo de colisión con los intereses terratenientes, al mismo tiempo que creó expectativas positivas – no obstante los magros resultados- sobre la
receptividad del estado a las demandas campesinas. El tipo de reforma agraria que se impulsó fortaleció la organización campesina y su sentido
de eficacia política: fue una reforma agraria de ocupaciones de tierras, de negociación permanente entre campesinos, funcionarios y
terratenientes. No hubo una definición institucional a priori de las tierras que serían afectadas, sino que fue la “afectación” de facto, es decir la
ocupación de las tierras por los campesinos mismos el detonante de la intervención estatal a posteriori. Naturalmente, eran los campesinos más
activos y los más organizados los que más éxito tenían. La masividad y dinamismo de la organización campesina en Honduras, sólo comparable
en América Latina con el caso de Bolivia, contrasta con la debilidad del movimiento sindical urbano y del sistema de partidos, y esto limitó las
proyecciones de la movilización rural. Carente de aliados urbanos significativos, el movimiento campesino hondureño presionó por la apertura del
sistema y su incorporación a él, mucho más que por sustituirlo. La relativa disponibilidad de los regímenes militares a las demandas sectoriales del
campesinado y la existencia de condiciones materiales que permitían satisfacer parcialmente esas demandas sin tensionar significativamente las
relaciones con los terratenientes, ayuda a explicar la aparente contradicción entre un sociedad signada por los niveles más amplios y apabullantes
de pobreza y atraso en la región con la ausencia de movilizaciones revolucionarias significativas.

También parece haber desempeñado un papel en la estabilidad política de Honduras el carácter predominantemente inmigrante de la burguesía
industrial modernizante, compuesta principalmente por familias de origen palestino, libanés y judío, con reducida inserción en la sociedad
tradicional y menor prestigio social. La fuerte integración agroindustrial y financiera que tenía lugar por ejemplo en El Salvador y en menor medida
en Guatemala no existió en Honduras; el corte intersectorial era aquí un corte también social, con un sector industrial interesado en tener acceso,
vía instituciones crediticias y políticas estatales, a parte del excedente generado en el sector exportador.

La legitimidad del sistema político era mayor en Costa Rica, donde la modernización política fue anterior a la modernización económica. Nuevas
instituciones y funciones estatales en el campo de la seguridad social, el reconocimiento legal de las organizaciones sociales, la articulación de las
demandas políticas y sociales de las clases subalternas través del sistema institucional, la eliminación de las fuerzas armadas, un sistema
electoral decente, permitieron que campesinos y obreros pudieran reducir de alguna manera el impacto de los aspectos más disruptivos de la
modernización económica. Sin perjuicio del efecto de la crisis económica de los ochentas sobre las clases populares y el progresivo
endurecimiento del tratamiento de la “cuestión social” por el estado, no puede negarse la eficacia del sistema político costarricense para procesar
las demandas populares más urgentes. Ni en Costa Rica ni en Honduras hubo ausencia de violencia o represión, pero éstas fueron sobre todo
instrumento de sectores privados, o de representantes locales del estado, antes que un recurso de políticas del estado como institución nacional.
Dicho muy simplemente: en ambos países la gente podía quejarse ante el estado por las tropelías de los poderosos, mientras que en los otros tres
países era el estado el principal efector de violencia. En tales circunstancias, no había alternativa que acudir a los revolucionarios…

Tanto en Guatemala como en El Salvador y Nicaragua la formación de estructuras y organismos represivos tuvo un carácter preventivo, es decir,
fue anterior al surgimiento efectivo de organizaciones revolucionarias armadas. La construcción de estados contrainsurgentes preventivos puede
ser interpretada básicamente como una reacción ante el triunfo de la revolución cubana en 1959 y su rápido acercamiento a la URSS, y fue llevada
a cabo con el poyo abierto y decisivo de agencias del gobierno de los Estados Unidos. Represión, fraudes políticos, proscripciones, golpes de
estado, constituyen en estos tres países el enmarcamiento institucional de la modernización capitalista. Los tímidos intentos reformistas en los
años sesenta en El Salvador y Guatemala terminaron rápidamente liquidados por golpes militares, cancelación preventiva de elecciones por la vía
militar, o anulación de sus resultados cuando éstos favorecieron a las fuerzas emergentes. El acotamiento del sistema político en función de las
élites tradicionales afectó al conjunto de la sociedad pero fue sentido con particular intensidad por los grupos medios urbanos --la pequeña
burguesía de técnicos y profesionales con más educación que empelo y clientes; empleados públicos de magros salarios; estudiantes; periodistas,
y otros-- y por el reducido proletariado industrial y de servicios, con el cual con frecuencia se superponían. La proscripción de los partidos políticos
modernizantes, la represión de las organizaciones sindicales y el fraude electoral, los privaron de canales de reivindicación y avance, o
disminuyeron su eficacia. La radicalización de estos sectores fue una respuesta al cierre de esas oportunidades institucionales. Privados de los
recursos de la participación institucional, se voltearon hacia la activación de las masas populares, articulando sus propias reivindicaciones al
malestar agrario y popular. Las demandas de democratización se fusionaron con las de justicia social.

La constitución preventiva de estados contrainsurgentes partir del triunfo de la revolución Cubana también contrasta abiertamente con los casos
de Costa Rica y Honduras. En Costa Rica la modernización política procedió a la modernización económica. La revolución de 1948 y su impacto
en la sociedad y el estado permitieron la constitución de un sistema político constitucional, democrático y reformista, sobre la base de un sistema
de alianzas relativamente amplio, hasta el punto de abolirse el ejército. Posiblemente sería excesivo afirmar que hoy Costa Rica es un estado
absolutamente desmilitarizado, pero es innegable que la eliminación del ejército en los prolegómenos de la modernización capitalista significó dejar
a las clases dominantes tradicionales sin su principal herramienta política. Existieron sin dudas respuestas violentas a las movilizaciones
populares, pero éstas provinieron fundamentalmente de la represión lanzada directamente por los terratenientes, ante la cual en general el estado
se mostró receptivo a las reclamaciones de los afectados. El movimiento sindical creció dentro de un espacio de legitimidad institucional; a
principios de la década de los setenta el 11% de la fuerza de trabajo del país estaba afiliado a sindicatos, frente a sólo 2% en Nicaragua y 5% en El
Salvador. Con limitaciones que afectaron principalmente al Partido Vanguardia Popular (comunista) existió un juego político legal con cierta
pluralidad de opciones; el sistema de seguridad social tuvo una vigencia predominantemente urbana, pero efectiva. Parece claro que el mejor
desempeño de Costa Rica en materia de indicadores sociales tiene mucho que ver con la mayor apertura de las instituciones políticas a las
demandas, iniciativas y movilizaciones de las organizaciones populares y con el reformismo social adoptado como ideología explícita de las
principales fuerzas políticas.

El control doméstico del sector agroexportador tradicional (café) estaba política y socialmente consolidado en Costa Rica ya antes de la crisis de
1929, y sin amenazas significativas desde la izquierda o desde abajo. Para afrontar la crisis, se apeló a políticas regulatorias impuestas desde el
estado, incluso por encima de los intereses inmediatos de la burguesía agroexportadora –el estado actuando como una especie de “capitalista
colectivo”. Se dio de alguna manera una situación parecida a la que en la misma época se presentó en Argentina, sólo que sin ruptura institucional
--como fue en el caso argentino. En Costa Rica la expansión de las funciones de regulación económica del estado tuvo lugar en el marco de una
notable continuidad institucional porque ya antes de la crisis los exportadores eran el grupo gobernante. Se experimentó en consecuencia un
amplio desarrollo de aparatos de intervención directa e indirecta dentro del sistema agroexportador tradicional. La cuestión de los alcances del
intervencionismo estatal, que en el resto de la región se definió como un cuestión de clase –con las clases medias y la burguesía industrial
emergente abogando por una intervención más amplia, y los grupos tradicionales en contra de ella- se planteó en Costa Rica como una cuestión
interna a los grupos tradicionales y a su sistema de dominación, y quedó inscrita como una función normal del estado. Cuando, al calor de las
movilizaciones y desajustes de la segunda postguerra, los sectores medios, el movimiento obrero, los pequeños agricultores, avanzaron sus
propias propuestas de reforma social, ya había un aparato estatal desarrollado en condiciones técnicas, y en condiciones políticas a partir de la
constitución del régimen político post-1948, de canalizar y dar expresión institucional a buena parte de las demandas de los grupos emergentes.
En El Salvador, Guatemala y Nicaragua, el estado capitalista surgió explícitamente en la historia reciente, como un aparato abierto y sistemático de
represión popular a partir de “la matanza” (como fue de uso referirse a la represión masiva de la revolución de 1932 en El Salvador, la
contrarrevolución de 1954 en Guatemala, y la represión de las guerrillas del general Sandino en la década de los treinta. La legitimidad del estado
era interna a las clases dominantes, y en lo que toca a Nicaragua ni siquiera a toda la clase dominante. En Costa Rica en cambio el estado
emergió de los compromisos con los que se transó la revolución de 1948, que contemplaron un espacio para las presiones y las demandas de las
clases y grupos subordinados. En Honduras el reformismo militar erigió al estado en una especie de árbitro que sin perjuicio de una orientación
definitiva de clase, contempló siempre, como una de sus dimensiones constitutivas, la permeabilidad a algunas de las demandas del movimiento
popular, especialmente campesino.

El cierre del sistema institucional dejó los perjudicados por la modernización capitalista sin posibilidad legal de articulación de sus demandas,
quejas y reivindicaciones. Esto afectó de manera principal, por supuesto, a obreros y campesinos, y a las comunidades indígenas. Pero también
golpeó los sectores medios urbanos e incluso a elementos de la burguesía marginados por políticas específicas en beneficio de los grupos que lo
controlaban directamente (la “competencia desleal” de la dictadura somocista o de los gobiernos militares guatemaltecos). Los fraudes electorales
fueron importantes en el proceso de desplazamiento de los partidos centristas, o de importantes fracciones de ellos, hacia formas de oposición
radicalizada. Por un lado, el cierre de posibilidades institucionales de expresión creó condiciones para que en muchos de los sectores
empobrecidos y desplazados por la modernización capitalista pudieran echar raíces estrategias políticas de tipo revolucionario. Por el otro, el
hermetismo del régimen político a toda iniciativa de reforma y a una participación política ampliada, y posteriormente niveles muy altos y
generalizados de represión y de corrupción definieron posibilidades para la constitución de alternativas políticas –revolucionarias o reformistas-
que enarbolaron la bandera de la democracia, con variados niveles de radicalidad y diferentes alcances en materia de transformación
socioeconómica, como identificación fundamental. Incluso en el marco de estrategias revolucionarias, esta configuración particular del sistema
político obligó –o permitió, según cómo se miren las cosas-- a la mayoría de las organizaciones a plantear fórmulas políticas que contemplaban la
cuestión democrática, y la formulación de convocatorias nacionales multiclasistas, con diferentes grados de centralidad y eficacia. De la misma
manera, la mayor o menor vinculación del poder político con las orientaciones de la Casa Blanca, y su mayor o menor dependencia directa y
aparente respecto de agencias del gobierno norteamericano, habrían de determinar el mayor o menor espacio, dentro de las alternativas
revolucionarias, para convocatorias antiimperilistas o de liberación nacional.

Un punto de diferenciación entre Guatemala y El Salvador por un lado, y Nicaragua por el otro, es la articulación entre el estado y los grupos
dominantes. Durante todo el período que estamos considerando la dominación de clase fue mucho más explícita en los dos primeros casos que el
último. En Nicaragua el estado bajo la dinastía de los Somoza fue a un mismo tiempo el estado de la clase y el estado de la familia; una tensión
entre una dominación impersonal y relativamente abstracta, típicamente capitalista, y un dominación de tipo patrimonial en el sentido weberiano;
tensión que dotó al estado de una autonomía amplia respecto de los grupos dominantes. En Guatemala y El Salvador no hay dudas que el estado
fue instrumentalmente el estado de una clase, y que la gestión gubernativa de los militares tuvo ese sentido básico, incluso cuando en la década
de los setenta el ejército guatemalteco incursionó, como institución, en proyectos particulares de acumulación. Correlativamente, esto contribuyó a
dar a las organizaciones revolucionarias salvadoreñas y guatemaltecas un perfil de clase también mucho más marcado que en Nicaragua y limitar
su capacidad de interpelación a los grupos de clase media. En Nicaragua la oposición de algunos segmentos de la burguesía agraria tradicional
ligados al Partido Conservador a la “competencia desleal” de los Somoza en el terreno de la economía –especialmente después del terremoto de
Managua de diciembre de 1972-, habría de crear condiciones para su aproximación al FSLN e incluso para el ingreso posterior de varios
elementos de la clase al gobierno revolucionario.

Otro aspecto que distingue claramente al desenvolvimiento de los procesos revolucionarios en Guatemala y El Salvador, frente a Nicaragua, es el
desigual desarrollo de los movimientos de masas. En los dos primeros casos destaca el ascenso de las luchas sociales- sindicales, barriales,
campesinas, estudiantiles, indígenas- a lo largo de la década de los sesenta; este movimiento de masas habría de servir de base a las
organizaciones revolucionarias, a través de alianzas y negociaciones, y de la constitución de frentes --y por lo tanto el reconocimiento de
diferencias de perspectivas y enfoques, e incluso la existencia de contradicciones. Las organizaciones guerrilleras de Guatemala y El Salvador
trataron de imponer sus orientaciones y estrategias a las organizaciones sociales y los frentes de masas con desigual éxito para unos y otros y
para la movilización revolucionaria en su conjunto. Se desenvolvió una matriz de tensiones y negociaciones que no existió en Nicaragua. Aquí, al
contrario, destaca la debilidad del movimiento sindical y popular frente al estado dictatorial de la familia Somoza. El movimiento campesino fue
reducido, circunscrito fundamentalmente al departamento de Matagalpa; el movimiento obrero, en una sociedad con un proletariado pequeño y con
altos niveles de empleo estacional, también era débil. De hecho, varias de las más importantes organizaciones populares surgieron directamente
como parte del proyecto revolucionario del FSLN, en las que resultarían ser las postrimerías de la lucha antisomocista: la Asociación de
Trabajadores del Campo, los comités de Defensa Civil (posteriormente Comités de Defensa Sandinista), la asociación de mujeres, y otras; la
primera organización nacional de campesinos y medianos productores rurales data de 1981 --aparte de la efímera Confederación Nacional
Campesina, fundada por el Partido Socialista de Nicaragua a mediados de la década de los sesenta, reprimida sin mayor dificultad por el régimen
somocista[1]. Entre otras cosas. Esta situación puede contribuir a explicar la fuerte dependencia y reducida autonomía de las organizaciones de
masas frente al estado después de 1979.

2. CLASE, NACIÓN Y PUEBLO EN LAS REVOLUCIONES CENTROAMERICANAS

El tipo de capitalismo agroindustrial que se desarrolló en Centroamérica modeló un estructura social en la cual el perfil clasista de los
actores se articulaba con otros criterios de diferenciación: regionalismo y etnicidad entre otros. A su vez, la confrontación a sistemas políticos
dictatoriales y represivos protegidos en manera diversa por agencias del gobierno de Estados Unidos hizo de la democracia y la soberanía
nacional elementos tan importantes como la identidad social para favorecer la incorporación de ciertos grupos a la convocatoria revolucionaria. Es
sabido sin embargo que diferentes grupos sociales, y en particular, diferentes clases sociales, enfocan la democratización y la afirmación de la
soberanía nacional con alcances y proyecciones distintas.
En lo que toca la estructura social, la descomposición de las economías campesinas, los procesos migratorios y el impacto reducido del proceso
de industrialización en la generación de empleo contribuyeron a la formación de un vasto semiproletariado rural y urbano. La dependencia
creciente del trabajo estacional en el campo y el tamaño reducido de la clase obrera industrial en las ciudades redujeron la diferenciación social del
subempleo y el pequeño negocio y los oficios personales, generalizando la experiencia de trabajo asalariado parcial o estacional de tal modo que
en todo el período analizado ella se hizo mucho más común que un campesinado o un proletariado “puros”. El medio urbano tendió a ampliar estos
rasgos de una economía popular que unifica a los pobres y desposeídos de la ciudad y del campo, constituyendo una masa plebeya con una
interacción fluida entre, de un lado, una estrategia de negociación y defensa incremental cautelosa, y movilizaciones y confrontaciones con las
agencias gubernamentales. Se trata de sectores empobrecidos que aún no lo han perdido todo, pero a los que ya no les queda mucho que
defender.

El caso del departamento de Chlatenango en El Salvador, que habría de convertirse en un ámbito de intensa actividad guerrillera, es ilustrativo. A
fines de la década de los sesenta la mayor parte de la fuerza de trabajo del departamento era no calificada, y se empleaba estacionalmente en las
fincas de café, algodón y caña de azúcar en los departamentos del centro y sur del país, o migraba a San Salvador y a Honduras. Existían
relativamente pocos latifundistas debido al casi nulo desarrollo de la agroexportación por al pobreza de los suelos, siendo la ganadería extensiva la
actividad principal. Se disponía de poca infraestructura y casi no había mercados locales. La provisión de servicios sociales era muy limitada; una
muy alta proporción de los habitantes vivía en condiciones de pobreza extrema, especialmente en el campo, donde se concentraba 73% de la
población del departamento. Chalatenango registraba la menor densidad de población del país: 81hab/km² en 1971, y al mismo tiempo uno de los
niveles más altos de concentración de la tenencia de la tierra: 10% de las fincas acaparaba 75% de la tierra, y el 90% restante (fincas de menos de
10 mz) el 25%. En 1975 el desempleo abierto se calculaba en 40% de la fuerza de trabajo, debido a la poca generación de empleo de la actividad
económica principal (Pearce 1986: 46 y ss.). Chalatenango no era, en modo alguno, uno de los polos dinámicos de l modernización capitalista, ni
un punto de concentración del proletariado rural. Era, al contrario, un fondo de reproducción de una mano de obra semiproletarizada que migraba
estacionalmente hacia los centros expansivos del capitalismo agroexportador.

Algo similar cabe para el caso de Guatemala. Varias de las áreas de mayor actividad insurgente en la década de los setenta fueron las
correspondientes a departamentos empobrecidos que en las décadas anteriores había estado funcionando como abastecedores de migrantes
estacionales a las fincas capitalistas de la costa sur: Quiché, Huehuetenango, San Marcos, sobre todo. Mientras que departamentos que no
participaron de estos movimientos de población ni de la inestabilidad consiguiente, como Totonicapán, estuvieron relativamente al margen de la
actividad guerrillera y de los operativos de contrainsurgencia (Paige 1983; Smith 1991; Wickham-Crowley 1992: 231 y ss.).

En ambos casos, más que el desplazamiento de los cultivos tradicionales por los de agroexportación, o que la sustitución de la parcela por un
salario –como sugiere la tesis unidimensional de Williams (1986)-, esta combinación de acotamiento de las bases tradicionales de vida pero que
aún no desaparecen del todo y es posible por lo tanto defenderlas, y unas alternativas que carecen de estabilidad, fue la que, conjugada con otros
factores como los que han analizado en este mismo capítulo, movilizó a amplios segmentos de las poblaciones rurales (y urbanas) de algunos
países de Centroamérica hacia la propuesta revolucionaria. Es ésta una situación que fue señalada por Wolf como particularmente conducente a la
generación de situaciones revolucionarias en sociedades agrarias que están experimentando los embates del capitalismo agroindustrial (Wolf
1972: 397). Más que el crecimiento de una clase obrera industrial o agroindustrial en sí mismo, lo que favorece la actividad revolucionaria es la
aparición de una mano de obra asalariada que todavía está estrechamente relacionada con la vida en las comunidades. La exposición al
capitalismo simultánea con la preservación de cierta retaguardia en las aldeas y comarcas permite a estos trabajadores expresar un descontento
potenciado por la pervivencia de las lealtades y las redes tradicionales.

El panorama urbano fue distinto. La insurrección sandinista muestra un perfil social con un claro predominio de estos segmentos que todavía no
han sido proletarizados, y que posiblemente nunca lleguen a serlo del todo, pero que son empujados crecientemente hacia franjas marginales del
mercado por la expansión del capitalismo industrial y comercial: asalariados ocasionales, “gentes de oficio”, pequeños comerciantes y buhoneros:
una especie de pobresía urbanay semiurbana --en la medida que muchos de los residentes en las barriadas pobres también se incorporaban con
su familia a las cohortes de trabajadores estacionales en las diferentes cosechas (Vilas 1984: cap. III, 1988a). Estos factores contribuyeron a dotar
a las revoluciones centroamericanas de un perfil más popular que proletario, aunque también en esto se registraron diferencias, ya señaladas,
entre Nicaragua por un lado, y El Salvador y Guatemala por el otro. Más que la hegemonía de una clase determinada, las revoluciones
centroamericanas abrieron la perspectiva de la constitución de “la hegemonía del pueblo” (González Casanova 1984)

Este semiproletariado rural y su equivalente de la pobresía urbana constituyen siempre, en términos generales, los sectores políticamente más
volátiles en sociedades agrarias sometidas a un rápido proceso de transformación capitalista (Dierckxsens 1981; De Janvry 1981). El deterioro de
las bases de su inserción social y el clima de inseguridad consiguiente son particularmente fuertes en estos segmentos de la estructura social. Sus
formas y canales anteriores de articulación social desparecen mucho antes de que surja medianamente clara una alternativa. Pierden acceso a la
tierra pero no dejan de ser campesinos; se proletarizan pero no tienen un trabajo estable asalariado; la familia se resquebraja; deambulan de un
lugar a otro. No tienen un lugar bajo el sol.

Las razones estructurales que operan en este sentido no son suficientes, sin embargo, para determinar la orientación y el contenido de las
opciones políticas de estos sectores de población. La evidencia indica, al contrario, que el semiproletariado centroamericano ha contribuido a
formar el sustento de opciones políticas de contenido muy diverso, aunque todas signadas por la acción colectiva violenta: en El Salvador, por
ejemplo, en la constitución de las bases sociales de las organizaciones revolucionarias y de organizaciones paramilitares contrarrevolucionarias
como ORDEN; en Guatemala, en el apoyo a las organizaciones guerrilleras y a las patrullas de autodefensa; en Nicaragua, de estos sectores
surgieron los colaboradores del FSLN y los reclutas de la Guardia Nacional somocista –y posteriormente la base social de los “contras”.[2]

La crisis de las oligarquías centroamericanas tuvo lugar como resultado de los embates de un espectro amplio de fuerzas sociales: los sectores
medios emergentes depauperados y algunos segmentos de la incipiente burguesía industrial, y las clases populares. A diferencia de las
revoluciones burguesas de Europa, en las que el ataque al orden tradicional fue conducido por la burguesía apoyada en una amplia movilización
de masas que carecían de expresiones propias de organización política, en Centroamérica el orden tradicional fue cuestionado ante todo por
organizaciones que de una u otra manera expresaban la insatisfacción radicalizada de las masas, por más que la conducción de tales
organizaciones estuviera a cargo de elementos salidos de las clases medias. Hubo, como señaló agudamente Torres Rivas, una acumulación de
crisis oligárquica y crisis burguesa (Torres Rivas 1982: 39-69).

La autonomía con que contaban o a la que aspiraban las masas trabajadoras rurales y urbanas, y las reverberaciones anticapitalistas y socialistas
de sus orientaciones y pronunciamientos, restaron vigor al cuestionamiento del orden oligárquico por las clases medias, ante el temor de verse
superadas por aquéllas; la radicalización de los grupos disidentes del PDC salvadoreño no tuvo paralelo en Guatemala ni en Nicaragua. La
acumulación de crisis produjo en consecuencia resultados ambiguos. Por un lado, forzó a las oligarquías a aceptar algunas transformaciones en el
orden tradicional; la debilidad de los sectores medios se vio compensada por la activación de las masas populares y las élites tradicionales no
tuvieron más remedio que admitir algunas de las transformaciones demandadas por los grupos medios emergentes. Por el otro, obligó a las
organizaciones que se apoyaban en las masas trabajadoras a moderar sus planteamientos clasistas a fin de no espantar a los grupos medios
movilizados por demandas de democratización política más que por contradicciones con la estructura económica.

La convergencia de los sectores medios y las masas populares fue posible por su rechazo compartido del orden oligárquico; la convergencia de los
grupos medios y las élites tradicionales se basó en su defensa compartida del orden capitalista. Naturalmente el alcance de la transformación del
orden oligárquico era conceptualizado de manera diferente por las organizaciones que representaban a los grupos medios y las que representaban
a las clases populares; del mismo modo que oligarquía y sectores medios divergían en cuanto al tipo de capitalismo que debía ser resguardado de
los embates revolucionarios. Estas son divergencias teóricas pero que se plantearon de manera práctica y que tienen impactos concretos en las
estrategias y políticas del estado tanto como en las acciones de quienes lo enfrentan. La revolución y la contrarrevolución centroamericanas
implicaron, por lo tanto, conflictos en torno a qué tanto de capitalismo estaba en cuestión y qué tanto de capitalismo había que defender a muerte,
más que un cuestionamiento global, o una defensa a ultranza, del mismo.

3. DEMOCRATIZACIÓN Y CAMBIO SOCIAL

Quince años de confrontación armada no permitieron el triunfo político de las demandas populares de transformación económica y justicia
social, pero la orgía represiva y su generoso financiamiento externo no consiguieron acallar esas de mandas, ni impedir que finalmente ellas
puedan expresarse legítimamente en un sistema político más abierto. La gente ha perdido el miedo y ha ganado la experiencia de la organización.
Lo que consiguieron, poco o mucho, lo consiguieron gracias a la participación directa. El propio cambio en el discurso de los grupos dominantes
expresa el reconocimiento de transformaciones profundas en la conciencia social. El socialismo no sustituyó al capitalismo y en vez de “Patria
libre” se advierte una consolidación de la hegemonía de Estados Unidos. Pero los embates revolucionarios contra el orden oligárquico generaron,
por acción o por reacción, la redefinición de los regímenes políticos y de las relaciones sociales, y el gobierno de Estados Unidos tuvo que
sumarse a los esfuerzos en favor de la paz y alterar viejas alianzas. No pudieron eliminar el analfabetismo o la pobreza, la discriminación de
género o la opresión étnica, la falta de trabajo o la desposesión agraria, pero terminaron con la resignación frente a ellas. Los centroamericanos
saben, hoy, que es posible otra cosa, y la experiencia de la eficacia de la participación colectiva no ha caído en saco roto.

Las sociedades de Centroamérica emergen de este periodo traumático de su historia con un conjunto amplio de transformaciones: muchas de
ellas no figuraban en la agenda revolucionaria, y algunas son, incluso, de signo distinto. Pero unas y otras difícilmente hubieran tenido lugar sin un
desafío revolucionario al sistema de poder. Los movimientos revolucionarios centroamericanos fracasaron en su intento de cambiar de raíz los
sistemas existentes, pero fueron factores vitales para las reformas políticas y sociales que de todos modos han tenido lugar en los años recientes,
y de las que sin dudas habrán de sucederse en el futuro. Paradójicamente, la reforma social y política, que hace veinte o veinticinco años era vista
con desprecio por los revolucionarios, ha resultado ser el fruto más consistente de sus luchas. Es posible que a los románticos este resultado
parezca demasiado pequeño frente a la magnitud del esfuerzo popular y sus tremendos costos. Para este autor en cambio, los frutos recogidos
tras esas décadas terribles señalan el primitivismo y la capacidad que aún caracteriza a algunas minorías dominantes en Centroamérica, que sólo
aceptan la reforma cuando ésta es impuesta por un esfuerzo revolucionario.

La paz involucra, como mínimo, el cambio consensual del escenario y de los métodos en el procesamiento de los conflictos sociales y los
proyectos políticos. Pero los conflictos siguen allí, y el cierre del ciclo de lucha armada no ha significado la solución de los problemas ni la
superación de las contradicciones que lo detonaron. Para que la paz signifique algo más que la administración hipócrita de un orden inicuo en el
que vencedores y vencidos cohabitan mascullando su frustración recíproca, las organizaciones políticas y sociales deberán mantener el
compromiso con las aspiraciones y las demandas populares de una vida más digna, aunque los métodos ahora deban ser otros.

“Es más fácil alcanzar un régimen político democrático que una sociedad que también lo sea”, escribió hace algunos años Torres-Rivas (1988), y el
panorama actual de la región lo confirma. Corresponde preguntarse por consiguiente, qué perspectivas se presentan para la democratización
amplia de las sociedades centroamericanas que están saliendo de los fragores de la revolución y la guerra, y qué posibilidades existen para que
las organizaciones revolucionarias lleven adelante sus propuestas de transformación social en el nuevo escenario político.

Durante más de tres décadas la propuesta política de cambios sociales profundos socialistas, de liberación nacional, o democrático-populares
estuvo asociada en Centroamérica a una estrategia de lucha determinada: la lucha armada. Ya se ha explicado que esta asociación puede ser
interpretada como resultado de varios factores que han sido señalados en páginas anteriores: prolongados regímenes dictatoriales en la mayoría
de los países, represión que obligó a los militantes de las organizaciones populares a refugiarse en la clandestinidad, fraude electoral sistemático.
Las propuestas de democratización y de cambio social, es decir, de reforma política y socioeconómica, fueron excluidas de la política oficial, y
expusieron a sus partidarios a la persecución, la cárcel, la tortura, el exilio, o la muerte. Con excepción de Costa Rica, los gobiernos hicieron que la
democracia participativa, la justicia social, el acceso de la gente a recursos básicos y la satisfacción de sus necesidades más elementales se
convirtieran en sinónimos de lucha armada, y erigieron a la lucha armada en sinónimo de cambio radical. Más aún, se tendió a considerar a la
radicalización una función de la estrategia de lucha política, más que una cuestión referida a la profundidad, los alcances y la orientación del
cambio político, socioeconómico y cultural.

Tras varias décadas de esta asociación, no debe sorprender que algunas organizaciones revolucionarias –ante todo las que surgieron y crecieron
en este ambiente de violencia y represión– hayan tenido más éxito actuando en escenarios dictatoriales que en escenarios institucionalmente
democráticos con convocatorias electorales, y se hayan sentido más cómodas manejando las dimensiones socioeconómicas de la
democratización que sus ingredientes políticos y culturales. Los cambios de estilo en la dominación política de la década pasada colocaron a estas
organizaciones semi políticas y semi militares bajo intensa presión.

El retroceso de los regímenes militares es un resultado combinado de las luchas populares, de las que esas organizaciones fueron activos
participantes, y de las élites modernizantes que ven en el sistema de partidos y elecciones una vía para reducir el espacio en que aquellas se
mueven. La transición de la dictadura (oligárquica) a la democracia (electoral) tomó de sorpresa a las organizaciones revolucionarias. En general,
su reacción inicial consistió en rechazar los cambios “desde arriba” y descalificarlos por estar encaminados a engañar a las masas, o bien
integrarse de lleno en el nuevo escenario dejando de lado, o posponiendo idefinidamente, las propuestas de transformación profunda.

La asociación de una estrategia particular de lucha política con una estrategia de cambio político, socioeconómico y cultural, tiene su equivalente
de derecha en la reducción de un régimen político --la democracia-- a un método de consulta ciudadana –las elecciones- y guarda poca relación
con la historia del socialismo y de la política popular. Las guerrillas y otras formas de lucha armada en América Latina se remontan a la década de
los cincuenta pero los esfuerzos colectivos para el cambio social existen desde mucho antes. No obstante se registran casos recientes de
abandono del compromiso con la transformación social a medida que el ciclo de luchas armadas que se abrió hace treinta años parece cerrarse.
Esta es, en opinión de algunos observadores, la situación del sandinismo en Nicaragua (Vilas 1991b; Fernández Poncela 1992b), y también la que
atraviesan algunas de las corrientes internas del FMLN en El Salvador, antes incluso de la firma de los acuerdos de Chapultepec (Béjar 1991;
Miles y Ostertag 1989). Para algunos, estas mutaciones ideológicas deben interpretarse como prueba de madurez política; para otros se trata de
vulgar oportunismo. En ambos casos, ilustran uno de los resultados efectivos de reducir el diseño global del cambio socioeconómico, político y
cultural, a una estrategia particular de conquista del poder del estado.

4. ¿A DÓNDE VA CENTROAMÉRICA?

Tres grandes desafíos se abren hoy a Centroamérica: democratización efectiva, desarrollo sostenido, equidad social. No son nuevos
desafíos; es la vieja agenda de siempre, cuyo fracaso en ser cumplida –por la resistencia de los grupos dominantes y de los gobiernos de Estados
Unidos, por el fracaso de las iniciativas reformistas, por las rigideces de la estructura- abrieron la puerta al ciclo revolucionario que hoy parece
haber quedado atrás. ¿Hasta cuándo? La respuesta depende en buena medida de la capacidad de Centroamérica para hacer frente a esas tres
cuestiones básicas.

La generalización de las prácticas electorales como mecanismo de competencia política a lo largo de la década de los ochenta inspiró un discurso
triunfalista que anunció el retorno de la democracia a Centroamérica. Más allá del candor o el cinismo del anuncio: ¿qué significa este retorno de la
democracia? ¿Significa regresar a las prácticas formales y fraudulentas del pasado, que contribuyeron a forjar la crisis revolucionaria, o un avance
hacia procesos más plenos y más eficaces de participación política? El modo en que se transó el conflicto regional permite que ambas
concepciones coexistan en la misma agenda de la democratización. Sin embargo, si ésta se pretende efectiva, lo peor que podría ocurrir es un
retroceso a los estilos políticos del pasado.

Para que este retroceso ya no sea posible, la democratización de Centroamérica involucra sin dudas elecciones limpias, transparentes y
competitivas –y ya se ha visto que no es poco lo que ha avanzado por este camino-, pero también más que eso. La democratización demanda un
proceso amplio de construcción institucional que incluye tribunales honestos e independientes, vigencia efectiva de las garantías constitucionales y
los derechos humanos, una efectiva subordinación de las fuerzas armadas y de seguridad a las autoridades civiles. Implica, en este particular,
poner fin al sistema de prácticas y valores que implícita o explícitamente colocó a las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad en un plano de
superioridad ética e institucional respecto del conjunto de la ciudadanía y que condujo a la tolerancia de la prepotencia policíaca, la brutalidad de
los cuerpos de seguridad, la impunidad que rodea al maltrato a la población civil. La democratización implica en consecuencia la eliminación del
concepto de que la función de seguridad se refiere al estado, y su reemplazo por una concepción de seguridad ciudadana.

El avance de la democratización en Centroamérica demanda un fortalecimiento del sistema de partidos políticos, y ello en varios sentidos. El
primero y más evidente se refiere a la democratización de los partidos mismos, todavía fuertemente capturados por prácticas clientelísticas o
caudillescas. La práctica de elecciones internas, del debate y la crítica, está todavía poco desarrollada en la mayoría de los partidos de la región.
En segundo lugar, se encuentra en tela de juicio la capacidad de los partidos para articular las demandas y perspectivas que emergen de los
sectores más movilizados durante los años recientes –los campesinos, las mujeres, las comunidades indias, la pobresía de las ciudades- y que
ponen a los partidos al borde de una crisis de representatividad. Esta crisis se expresa de múltiples maneras, pero quizás la más notoria sean los
elevados niveles de abstencionismo electoral en países como El Salvador y Guatemala, y con menor magnitud en Honduras. ¿Quién va a articular
las demandas de estos sectores que, aparentemente, no se sienten convocados por el tipo de política electoral que hoy se practica en la región?
Si los partidos –viejos, nuevos o renovados- no lo hacen, la política electoral devendrá, una vez más, el juego sofisticado de grupos minoritarios:
una democracia para las élites, ampliadas ahora a los sectores medios urbanos, con recursos de tipo corporativo para mediar entre las agencias
gubernamentales y las masas urbanas y rurales –una fórmula que siempre ha probado ser transitoria. En tercer lugar, la democracia electoral
exige un esfuerzo por jerarquizar y consolidar la acción parlamentaria. La tradición del presidencialismo fuerte, unida al clientelismo de los partidos
y a su falta de estructuras permanentes, puso trabas a una función legislativa efectivamente independiente del poder ejecutivo. Más en general, la
dinámica perversa del todo o nada que todavía campea en la política centroamericana hace que la relación ejecutivo/legislativo sea
particularmente escabrosa. Salvo –tal vez- en Costa Rica, los parlamentos centroamericanos se debaten entre la inoperancia y la subordinación al
ejecutivo.

La democratización efectiva de Centroamérica requiere, asimismo, el desarrollo de mecanismos de integración social. La palabra integración
horroriza a los antropólogos cuando se le pronuncia en sociedades multiétnicas, porque implica meter si es necesario por la fuerza a la
multiplicidad de identidades y culturas en el molde del grupo étnico dominante. No es esto a lo que me refiero. La integración puede funcionar en el
sentido de someter y negar la diversidad cultural –en cuyo caso nada tiene que ver con la democratización- o bien potenciar esa diversidad para
que la patria, el país o como se le quiera llamar, funcione para todos, o por lo menos suscite en todos un sentido de común pertenencia. Es a este
tipo de integración al que me refiero. La educación, los servicios de salud, la seguridad social, el empleo, la organización social, son canales y
recursos convencionalmente orientados a promover la integración de la gente en el sistema político y social, a dotar a la ciudadanía de una
dimensión social. Es bien sabido que ésta fue una de las mayores fuentes de vulnerabilidad para los sistemas políticos centroamericanos en el
pasado y, al contrario, una de las razones de la notable estabilidad política de Costa Rica. Para avanzar en la democratización, la democracia
política tiene que proyectarse como democracia social en su sentido más amplio.

Un proceso de democratización así concebido necesita apoyarse en una estrategia de desarrollo. ¿De dónde saldrán sino los recursos para
financiar la integración de la gente a las instituciones y los procesos políticos y sociales? Pero no toda estrategia de desarrollo es compatible con
una democratización efectiva. Además, las experiencias de Centroamérica en materia de desarrollo fueron poco compatibles con la
democratización –salvo, nuevamente, el caso de Costa Rica.

Toda la evidencia disponible apunta a la muy reducida funcionalidad de las estrategias económicas predominantes en la región –genéricamente
clasificables como neoliberales- para promover la democratización. Ante todo, porque el énfasis en la desregulación, la apertura externa y el
impulso agroexportador ofrecen como horizonte de modernidad el viejo conocido estilo de desarrollo contra cuyos efectos los campesinos y
trabajadores se rebelaron hace veinte años, detonando el ciclo revolucionario que hoy dificultosamente se cierra. Pero también porque ese
esquema probó su agotamiento incluso antes de que la crisis internacional de inicios de los años ochenta estallara. En tercer lugar, porque está
fuera de dudas el impacto de las recetas neoliberales para agravar los efectos marginadores del mercado. Finalmente, porque la propia dinámica
de esas recetas tiene claras repercusiones autoritarias: enfrentamiento al derecho a la organización sindical, desmantelamiento de derechos
laborales, extensión del tiempo de trabajo no remunerado (sobre todo en las mujeres), deterioro de servicios sociales básicos, entre otras.

Las incipientes democracias centroamericanas demandan por lo tanto una estrategia de desarrollo que sea compatible con las necesidades y las
inquietudes de las mayorías populares. Esto no significa una estrategia cerrada a los mercados externos, pero sí un estilo de desarrollo que ponga
en el centro de las preocupaciones esas necesidades y las constituya en el punto de partida para un esquema de acumulación más equilibrado. Si
las enormes disparidades que hoy fracturan a las sociedades centroamericanas no son reducidas, las probabilidades de la consolidación
democrática seguirán estando en juego y la amenaza del retorno de la violencia se mantendrá latente, sin que se avance por ello por la senda del
desarrollo.

El autoritarismo se inscribe en Centroamérica en la estructura de la sociedad y no simplemente en sus instituciones y prácticas políticas, pero
éstas lo refuerzan. Las perspectivas de una democratización estable en la región dependen de la capacidad de esas sociedades de introducir
transformaciones en sus estructuras y en los criterios de asignación social de beneficios y pérdidas, o por lo menos de aceptar la legitimidad del
debate sobre la necesidad de esas reformas en el marco de un sistema político competitivo. Sin embargo muchas de esas reformas entran en
conflicto con la intransigencia de las clases dominantes, tradicionalmente poco preocupadas por los procedimientos y los valores de la democracia.
Al contrario, la reproducción de los rasgos estructurales presentes profundiza la insatisfacción de amplios sectores de población con sus
condiciones de vida y con el sistema político, si éste resulta ineficaz para mejorar las cosas. La democracia, para ser creíble, debe probar que es
mejor que la dictadura. Y la prueba de que es mejor consiste en que los ciudadanos puedan plantear sus problemas con probabilidades de ser
escuchados y eventualmente satisfechos.

La prueba de fuego de la democratización de Centroamérica deben darla las élites dominantes en la región. La crisis revolucionaria de fines de
década de los sesenta fue abierta por su rapiña económica tanto como por su autoritarismo político: el saqueo de los recursos naturales y el
empobrecimiento de las masas sumados al fraude electoral, al militarismo y a la violación sistemática de los derechos humanos. ¿Están
dispuestos hoy esos grupos a aceptar la hipótesis de una derrota electoral? Los hechos recientes en El Salvador – la negativa del gobierno de
Alfredo Cristiani de honrar las recomendaciones de la “Comisión de la Verdad” (como se había acordado en los Acuerdos de Chapultepec firmados
con el FMLN) y la amnistía a los culpables de asesinatos y otras violaciones a los derechos humanos y la reaparición impune de los “escuadrones
de la muerte”– sugieren que es bien poco lo que los grupos dominantes han aprendido. El revanchismo de los viejos grupos del privilegio amenaza
a diario en Nicaragua con volver a abrir las compuertas de la confrontación violenta. Pero al mismo tiempo acontecimientos como los escenificados
en mayo/junio de 1993 en Guatemala por el conjunto de las organizaciones sociales en oposición al quiebre institucional y el golpe militar, o la
resistencia de los campesinos y los trabajadores nicaragüenses a la reversión de sus conquistas, señalan un avance en conciencia, organización y
movilización de las mayorías populares.

El reconocimiento de la dignidad de lo popular y la evidencia de su eficacia, son posiblemente los frutos más notorios de estas décadas
traumáticas, y los que se recortan con más nitidez contra el trasfondo de la vieja historia centroamericana diseñada a la medida de las élites.
Gracias a esa eficacia de lo popular es posible hoy levantar públicamente banderas de participación política y de cambio social sin arriesgar por
ello a perder la vida. Eso no es poco. Constituye la condición elemental pero insoslayable para una convivencia civilizada. Representa también la
esperanza por la que una generación de centroamericanos pagó un precio terrible a lo largo de tres décadas de revolución y contrarrevolución, de
heroísmos y pequeñeces, de fulgores y de sombras.
[1] Es sintomática la escasez de registro o análisis de las luchas sociales en Nicaragua anteriores a l década de los setenta. Hasta la aparición de
la investigación de Gould (1990) el único estudio disponible era el de Clodomir Santos de Morais (Santos de Morais 1976: 76-82)

[2] Véanse, respectivamente, Samaniego (1980), Paul y Demarest (1991), Vilas (1988a) y Bendaña (1991). Sin embargo, Cabarrús (1983: 183-
184) encuentra algunas diferencias: mientras más de la mitad de los organizados por FECCAS eran semiproletarios (52%), la participación de
éstos en ORDEN era más reducida (31%), con cierto predominio de los jornaleros (38%). Éste parece ser un fenómeno recurrente y en modo
alguno exclusivo de Centroamérica. Algunos estudios sobre la rebelión de los cristeros en México en la década de los veinte señalan la identidad
de las bases sociales de los dos bandos en lucha (cristeros y agraristas): Meyer (1987 vol. 2: 5 y ss).; Bartra (1985: cap.IV).

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