2. Unos ángeles anunciaron el nacimiento 3. Apareció una señal en el cielo 4. El tiempo era el exacto 5. Isaías profetizó a un Dios-Hombre 6. Jesús afirmó ser igual a Dios 7. Sus amigos lo adoraron 8. Los enemigos de Jesús lo acusaron de blasfemia 9. Los milagros de Jesús apoyaron sus afirmaciones 10. Su partida fue mayor que su llegada
Una virgen concibió.
Si María dijo la verdad, su bebé no tenía padre humano. María afirmó que un ángel se le había aparecido, le había dicho que concebiría un hijo del Espíritu de Dios, y que ese niño, a quien debía llamar Jesús, sería el Hijo de Dios. Si María mintió, la noche del nacimiento de Jesús no fue una «Nochebuena», y en la quietud de esa noche faltaba la verdad. Pero, ¿cómo podemos saberlo? ¿Cómo podemos tomar en serio la clase de historia que por lo general provoca risa e incredulidad? La respuesta está en lo que vino después. Si no hubiese testigos ni evidencia, podríamos ignorar las afirmaciones de María. Si la vida de su hijo hubiera sido igual a cualquier otra vida, su afirmación de un nacimiento virginal sería la historia más fácil de descartar.
Unos ángeles anunciaron el nacimiento.
En los campos de los pastores en las afueras de Belén, un grupo de testigos dio crédito a la afirmación de María (Lucas 2:8-14). Según el registro del Nuevo Testamento, los aterrorizados pastores judíos recibieron la visita de un ángel que anunció el nacimiento del tan esperado Salvador de Israel. «Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (versículos 10-12). Los pastores contaron que el cielo estaba lleno de ángeles que alababan a Dios y decían: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (versículo 14).
Apareció una señal en el cielo.
Según el Nuevo Testamento, una luz en el cielo contribuyó a la credibilidad de lo que dijo María. Unos magos que procedían del Oriente siguieron «una estrella» hasta la ciudad judía de Belén. Lo que encontraron fue un niño que creyeron era el tan esperado Mesías judío. Durante cientos de años, los profetas del Antiguo Testamento habían estado hablando de «una estrella», y de «un cetro» que saldría de Israel (Números 24:17). El Antiguo Testamento también profetizó un gobernante de Israel que saldría de Belén, un gobernante cuyas «salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad» (Miqueas 5:2).
El tiempo era el exacto.
Se cree que los magos que adoraron a Jesús cuando nació venían de la región de Babilonia. De ser así, podían haber tenido acceso a la profecía de un profeta judío llamado Daniel. Mientras estuvo exiliado en Babilonia 400 años antes, Daniel tuvo una visión que permite calcular la llegada del Mesías judío. Según la visión de Daniel, desde el mandato de reconstruir el templo (458 a.C. ó 444 a.C.), hasta el nacimiento y la muerte del Mesías pasarían 69 «semanas» (Daniel 7:13,14; 9:24-27). Esta profecía predijo el número exacto de días que transcurrieron hasta la entrada triunfal en Jerusalén.
Isaías profetizó a un Dios-Hombre.
En el siglo séptimo antes de Cristo, el profeta Isaías hizo predicciones acerca de un Siervo del Señor que gobernaría la tierra en los últimos días. Describió un día en que toda la tierra estaría en paz y todas las naciones irían a Jerusalén a adorar a Dios (Isaías 2). Isaías anunció: « Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz» (9:6). Isaías también escribió: «Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel» (7:14). Emanuel significa «Dios con nosotros».
Jesús afirmó ser igual a Dios.
Algunos han afirmado que Jesús nunca dijo de Sí mismo lo que sus seguidores decían de Él. No obstante, la conmoción que rodeó Su vida se explica mejor por la repetida afirmación que hizo de ser uno con Dios. Juan, uno de los evangelistas, citó a Jesús cuando dijo: «Antes que Abraham fuese, yo soy» (8:58). Dios usó el nombre «Yo Soy» para identificarse a Moisés (Éxodo 3:14). Juan también citó a Jesús cuando dijo: «Yo y el Padre uno somos» (10:30) y «Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto» (14:7). Según enseñan los Evangelios, Jesús dijo que amarlo o aborrecerlo a Él, y recibirlo o rechazarlo a Él, era lo mismo que amar, aborrecer, recibir o rechazar a su Padre en los cielos.
Sus amigos lo adoraron.
Cuando Tomás, uno de los discípulos de Jesús, vio al Cristo resucitado exclamó: «¡Señor mío, y Dios mío!» (Juan 20:28). Años más tarde, Juan, un amigo cercano de Jesús y seguidor suyo, escribió: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:1-3,14). Pedro, otro de sus amigos, en una de sus cartas a la iglesia primitiva, se dirigió a sus lectores como a «los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra» (2 Pedro 1:1).
Los enemigos de Jesús lo acusaron de blasfemia.
Los amigos de Jesús pueden haber querido creer que Él era más que un hombre, pero sus enemigos no. Los líderes religiosos de Israel se escandalizaban de pensar que el mismo hombre que los acusaba de ser hipócritas, ciegos guías de ciegos, también afirmase que podía perdonar pecados, que se refiriese a Dios como su Padre, y que incluso dijese que era uno con Dios. En más de una ocasión, los líderes de Israel agarraron piedras para matar a Jesús, diciendo: «Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios» (Juan 10:33).
Los milagros de Jesús apoyaron sus afirmaciones.
Los milagros de Jesús registrados en el Nuevo Testamento eran más que maravillas: eran señales. Él los hizo para exhortar a hombres y mujeres a que creyesen en Él para vida eterna. Sanó a un paralítico para afirmar su derecho a perdonar pecados. Alimentó a miles de personas con el almuerzo de un muchacho, preparando así el escenario para afirmar que era el «Pan de vida». Caminó sobre el agua, calmó mares embravecidos, sanó a los enfermos, restauró manos y piernas paralizadas, dio vista a los ciegos y oído a los sordos, y hasta resucitó de los muertos a un hombre embalsamado de nombre Lázaro. Una de las razones por las que Jesús hizo milagros fue para apoyar su afirmación de que era Dios. El apóstol Juan escribió: «Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Juan 20:30,31).
Su partida fue mayor que su llegada.
A lo largo de la historia, muchas personas han afirmado ser dioses. No obstante, sólo un hombre ha estado dispuesto a morir por los pecados de los demás. Sólo uno ha resucitado de los muertos para probar que es el Hijo de Dios. Según la enseñanza del Nuevo Testamento (1 Corintios 15:5-8), después de dar su vida voluntariamente en la cruz de un verdugo, Jesús apareció a sus discípulos más cercanos y a más de 500 otros seguidores durante un período de 40 días. Los testigos oculares estaban tan convencidos de su resurrección, que estuvieron dispuestos a sufrir y a morir por sus afirmaciones. Sus discípulos dijeron que Él les mostró sus manos y sus pies cicatrizados, caminó y conversó con ellos, e incluso comió con ellos. Luego, mientras se encontraban reunidos con Él en el monte de los Olivos, les dijo sus últimas palabras y subió en las nubes. Con una partida más espectacular que su llegada, Jesús nos dejó con una mejor comprensión del anuncio del ángel que dijo: «Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor» (Lucas 2:11).