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Ha habido un esfuerzo considerable por identificar tipos de agresores, pero aun hoy
todavía se carece de datos empíricos sólidos para establecer una tipología. La falta
de un perfil bien fundamentado, los maltratadores pueden ser: a) personas
machistas; b) sujetos inestables emocionalmente y dependientes, que se vuelven
peligrosos si la mujer corta la relación; c) personas adictas al alcohol o las drogas,
en donde la adicción actúa como un desinhibidor; y d) hombres con un trastorno de
personalidad que disfrutan pegando o que, al menos, no tienen inhibiciones para
hacerlo. Así, los trastornos de personalidad más frecuentemente encontrados han
sido el antisocial, el límite y el narcisista.
Son numerosas las investigaciones que han demostrado el impacto de los factores
sociales en la aparición de los comportamientos violentos. Los resultados indican
incuestionablemente que la exposición a situaciones agresivas, la carencia de
afecto de los padres, el maltrato físico, etc., determinan en gran medida la aparición
de estas conductas. Sin embargo, aludir exclusivamente a los factores
socioculturales a la hora de explicar la violencia sería tener una visión incompleta
de este fenómeno. En cierto sentido, con una postura únicamente social, vicaria,
estaríamos negando la concepción bio-psico-social, que encamina el estudio del ser
humano en el mundo contemporáneo.
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En su relación con otros animales y con sus congéneres, la agresividad se convertía
en una valiosa herramienta. Gracias a ella se establecían los límites sociales dentro
de las primitivas comunidades humanas y además garantizaba su permanencia
cuando se enfrentaban a animales que constituían sus depredadores naturales. A
este tipo de conducta usualmente se le denomina “violencia instrumental”, pues a
través de ella se cumple una función adaptativa que garantiza la supervivencia de
la especie.
El interés por el estudio del funcionamiento cognitivo, tuvieron como base etiológica
el estudio de la corteza prefrontal la cual se inició con un curioso caso reportado por
primera vez en 1868. En él se describía a un hombre al que una barra de acero le
había destruido la corteza prefrontal izquierda. El accidentado, nombrado Phineas
Gage, sobrevivió milagrosamente, aunque su comportamiento posterior se vio
afectado de manera significativa. Anterior al trauma, Phineas era descrito como un
hombre amable, cordial, respetuoso y persistente en el logro de sus metas
personales. Posterior a la tragedia su comportamiento se tornó impulsivo, se irritaba
con mucha facilidad, su lenguaje se tornó obsceno y mostraba interés por aquellas
actividades que le brindaban satisfacción inmediata, evitando situaciones que
requerían esfuerzo y representaran beneficios a largo plazo. En sentido general su
conducta mostró indicios de inadaptabilidad social.
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los impulsos y la anticipación de consecuencias negativas; todas estas
características se asocian cotidianamente con la conducta antisocial. Cuando las
funciones ejecutivas no han alcanzado su completa maduración suelen aparecer
comportamientos que carecen de una adecuada planeación de acuerdo a las
exigencias del contexto social, además se afectan el uso de eficientes estrategias
de solución de problemas. Por esta razón cuando estas áreas de la corteza se
encuentran todavía poco desarrolladas o presentan alteraciones a causa de
accidentes u otras lesiones, suelen observarse conductas inmaduras, la presencia
de comportamientos impulsivos, agresividad, conductas riesgosas y dificultad en la
previsión de consecuencias negativas.
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Hoy se reconoce que a la hora de tomar decisiones nuestros estados afectivos son
claves para optar por una u otra opción. De esta forma, si nos encontramos
optimistas y de buen estado de humor podemos disponer de mayor cantidad de
alternativas ante una situación de decisión, por el contrario, si estamos tristes,
deprimidos o ansiosos, nuestras decisiones se verán afectadas de varias formas.
Gracias al actuar conjunto de la neurología y la neuropsicología se han determinado
áreas cerebrales y funciones cognitivas relacionadas con la toma de decisiones, los
comportamientos violentos y la influencia de las emociones en estos procesos.
Numerosos estudios han señalado que la región orbitofrontal (también se le conoce
como corteza ventromedial) del cerebro guarda una relación estrecha con el
proceso de toma de decisiones. Investigadores norteamericanos han realizado
estudios con personas que han sufrido alteraciones de esta estructura,
determinando que cuando se daña esta área la persona presenta problemas para
formarse evaluaciones sobre los resultados de sus selecciones, su repercusión y
consecuencias futuras de sus acciones. Al mismo tiempo se han realizado
experimentos donde las decisiones a tomar implican riesgos, tanto a corto como a
largo plazo y también ganancias relacionadas. Algunos de estos estudios se han
realizados con personas que muestran elevados índices de violencia e impulsividad
en su comportamiento. Los resultados han arrojado que las tendencias en las
personas impulsivas y agresivas se concentran en la búsqueda de elevadas
ganancias a corto plazo sin importar las consecuencias que implican este tipo de
conducta. Este comportamiento no variaba con el aprendizaje durante la prueba,
esto significa que, aun cuando tenían conciencia de que su selección era
desventajosa no podían “inhibir” su impulso por ganar más. Estas personas se
compararon con individuos que no presentaban conductas violentas, observándose
que, en el caso de estos últimos, la conducta inicial se orientaba de la misma forma
que el grupo de personas violentas. La diferencia fundamental radicaba en que,
durante la prueba se movían de la estrategia desventajosa (ganar mucho en poco
tiempo y perder mucho a largo plazo) hacia el patrón ventajoso (ganar poco a corto
plazo y mucho a largo plazo). Esto ocurría, entre otras cosas, porque durante el
experimento las personas no violentas “aprendían” de la situación, modificando su
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comportamiento en función de las demandas del ambiente, haciendo su conducta
adaptable. Los anteriores descubrimientos nos ayudan a comprender el papel de
los procesos neuropsicológicos en la aparición y desarrollo de comportamientos
violentos. Por esta razón actualmente se dedica un gran esfuerzo a encontrar
“marcadores cognitivos” que permitan la detección temprana de personas con
riesgo a presentar conductas violentas y, al mismo tiempo, desarrollar programas
que permitan estimular comportamientos socialmente adaptativos y favorezcan una
adecuada inserción social de estos individuos.