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Quizá cunado nos acercamos al absolutismo como movimiento dentro de la Iglesia lo primero
que viene a la mente es la figura de un rey (nivel político) que concentra en sus manos todos los
poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Y, por otra parte, su influencia para nombrar obispos
y abades, el de vetar la candidatura de un cardenal para ser Papa, el de confiscar las rentas de los
clérigos que no son fieles a la monarquía. El siglo XIV y buena parte del siglo XV fueron escenario de
innumerables conflictos: depresión económica, fractura cultural y resquebrajamiento político en un
escenario de guerras que marcaron el tránsito hacia el siglo XVI.
“El orden europeo de los siglos XVI y XVII no se pudo establecer a través de las divisiones
confesionales y de las guerras de religión, sino mediante la afirmación de un estricto principio:
Cujus regio, ejus religlio: a cada uno la religión de su país. Encontramos una de las primeras
encarnaciones del absolutismo en la personalidad enigmática de Felipe II (1598), rey de España
desde 1556. Este representa la defensa del catolicismo, al que quiso hacer triunfar en Inglaterra,
primero mediante su matrimonio con María Tudor y después mediante la fuerza de las armas.
Solo en España pudo erigir un gobierno eficaz, decidido a salvaguardar la fe católica”. (Bedouelle,
1993, pág. 124)
Es importante entender que dentro del movimiento absolutista hay varias perspectivas que nos
pueden dar una mirada general el movimiento: a nivel político se entiende como la concentración
del poder en una persona, por herencia o por usurpación, sin ningún juez exterior; a nivel social el
absolutismo es un sistema de privilegios, la cual se traduce en ley privada, cualquier privilegio es
una injusticia social. La ley, hizo un sistema eclesial y civil casi similares, el estado tenía experiencia
confesional de acuerdo a la religión del rey; a nivel económico se entiende como la exclusividad
estatal, esto dio origen al comunismo y socialismo económico.