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CRISTIANISMO Y FILOSOFÍA*

El Cristianismo no es una filosofía, sino una religión. Sin embargo, como fue el hecho central
en la historia de los hombres y de él surgió un mundo nuevo y una nueva mentalidad, no pudo por
menos de tener una inmensa influencia en el desarrollo de la investigación filosófica. Él da lugar a
una segunda época de la filosofía, que, si continuadora de la especulación anterior y de sus primeros
y eternos problemas, lo será en una forma y bajo unos criterios absolutamente peculiares. Cristo se
encarna en un momento histórico providencial, «en la plenitud de los tiempos», y esto puede decirse
también con pleno sentido desde el ángulo de la evolución filosófica; el hecho se produce cuando el
espíritu grecolatino estaba agotado en sus fuentes creadoras y vivía del recuerdo de las escuelas de la
decadencia griega. El final estaba anunciado por su propia disolución interna. Pero en el momento
elegido no se había producido la ruina política del
Imperio romano, que, antes bien, vivía todavía momentos de plenitud. De este modo, aquel mundo
relativamente homogéneo, civilizado y pacífico fue el mejor vehículo para la difusión rápida de la
nueva fe, y el Cristianismo alcanza así a guiar y proteger al mundo antiguo en la caída del Imperio
romano salvando cuanto de la cultura clásica podía salvarse, para sacar de aquella universal tragedia
una nueva civilización: la civilización cristiana.
El Cristianismo es, en primer lugar, un conjunto de verdades reveladas para que el hombre
conozca de su situación en el mundo lo necesario para salvarse, y, en segundo, una ley cuyo
cumplimiento condiciona su salvación. Pero esta estructura general religiosa hallábase ya contenida
para el pueblo judío en la antigua Ley y en los profetas. El Cristianismo es propiamente una buena
nueva, un hecho feliz y gratuito que viene a cambiar —dentro de la misma verdad religiosa del
pueblo judío— la situación del hombre en el mundo al darle la posibilidad y el medio de una efectiva
salvación eterna. Secundariamente, el Cristianismo es un nuevo espíritu, un espíritu de amor
sobrenatural que, desbordando el móvil divino de la redención, debe penetrar las relaciones de los
hombres entre sí y con el mismo Dios, encarnado en la persona de Cristo.
La existencia de una filosofía cristiana es un hecho histórico del que no se puede dudar
porque, claramente diferenciada, llena toda una edad de la historia. Por ello es preciso preguntarse en
qué relación se halla la filosofía con la religión para el cristiano que filosofa. Vimos cómo una
corriente del mundo antiguo pretendió subsumir el Cristianismo en la filosofía clásica, presentándolo
como una «versión popularizada del saber filosófico». Pero esta teoría, que se llamó gnosticismo, fue
rechazada como herética por la Iglesia, que siempre defendió la sustantividad, la concreción real y
viva del hecho religioso e, incluso, la interpretación lo más literal posible de los textos sagrados.
En una posición antitética a esta de la identificación hállase la teoría de la ininfluencia o
absoluta independencia de religión y filosofía. En la Edad Media se llamó a esta posición «teoría de
las dos verdades», y tuvo muy pocos defensores dentro del Cristianismo, al paso que fue muy
frecuente en el mundo islámico por la dificultad de conciliación racional que presentaba este credo
religioso. Según tal teoría, hay una verdad religiosa y otra filosófica que pueden aparecer no solo
como diferentes, sino como contradictorias, y ser ambas admitidas a un mismo tiempo, porque
pertenecen a órdenes diferentes. Esta concepción fue modernamente renovada por determinados
filósofos que han supuesto que la fe pertenece al sentimiento y no puede tener una fundamentación
racional. Unos y otros —medievales y modernos— fueron también condenados por la Iglesia, que no
admite, como es lógico, que, procediendo de Dios tanto el contenido de la fe como la razón, puedan
oponerse entre sí.
Una tercera opinión a la que ya hemos aludido, bastante extendida entre los filósofos de los
dos últimos siglos, afirma la incompatibilidad entre filosofía y religión, esto es, la imposibilidad de
una filosofía cristiana. El cristiano —dicen sus defensores— posee de antemano la certeza de una
concepción del Universo que le depara la fe, y su filosofía tiene que terminar en eso necesariamente.
El cristiano solo puede hacer apologética, nunca verdadera filosofía, esto es, libre y sincera búsqueda
racional de la estructura y sentido del Universo. El filósofo aparece en el hombre en tanto que
desaparece su fe. Esta teoría pugna con la experiencia histórica de la Edad Media cristiana, en la que,
como vamos a ver, se construyen profundos y diversos sistemas filosóficos que aún perviven, y hoy
mismo orientan el pensamiento de parte de los filósofos, incluso entre los no cristianos.
Frente a las tesis de la identidad, de la ininfluencia y de la incompatibilidad, el cristiano ha
defendido siempre la tesis de la influencia parcial de la religión sobre la filosofía. El dogma cristiano
no es una filosofía, ni es algo irracional, ni tampoco impone al pensador unas soluciones filosóficas
determinadas. Son objeto del dogma aquellas verdades reveladas o inspiradas cuyo conocimiento
conviene a nuestra salvación, casi todas las cuales son de carácter suprarracional. Este orden superior
conocido por la fe, puesto que pertenece al mismo mundo que el que es objeto de la investigación
racional, influye, naturalmente, en la filosofía cristiana, pero con una influencia parcial,
estableciendo solo unos hitos muy generales, dentro de los cuales cabe una ilimitada posibilidad de
soluciones filosóficas.
Cabe todavía interpretar de diverso modo esta parcial influencia del contenido de la fe sobre
la filosofía, y ello es cuestión discutible y discutida entre los autores cristianos. Según unos, se trata
de una influencia indirecta, meramente negativa; la fe advierte al filósofo creyente cuándo ha errado
en sus conclusiones, indicándole únicamente lo que no debe sostener, nunca lo que debe afirmar.
Según otros, esta influencia parcial tiene también un cierto carácter positivo. La fe orienta, aunque en
un sentido muy general, a la razón, deparándole unas directrices fundamentales que marcan una
dirección al pensamiento. Esto tampoco prejuzga el sistema filosófico en sí, porque si a un peregrino
que quiera arribar, por ejemplo, a Jerusalén se le dice que debe caminar hacia Oriente, no se le
exime, ciertamente, del trabajo de buscar su camino. Según otros, en fin, la fe depara a la filosofía
incluso algunos contenidos que, aunque racionales, no hubieran sido hallados —o no lo fueron, al
menos— sin la ayuda de la revelación. Tal, por ejemplo, la definición de Dios como el ser cuya
esencia es existir, que dio Jehová de sí mismo en el monte Sinaí (Ego sum qui sum), y que ha servido
de base a la teología racional del Cristianismo.
Pero en cualquiera de estas interpretaciones la influencia de la fe sobre la filosofía —negativa
o positiva— es solamente parcial e indirecta, dejando ancho campo a la libre especulación filosófica.
Recordemos nuestro ejemplo del lago profundo, en el que el conocimiento por fe de lo que hay en su
fondo no exime, sino que más bien estimula, el esfuerzo por penetrar con la vista en las oscuras
aguas, más allá de donde alcanzan los rayos solares.
De hecho, el impulso filosófico, lejos de adormecerse durante los siglos cristianos, reverdeció
en ellos, dando lugar a una profunda especulación que se destaca sobre todas por su sinceridad y
continuidad.
La filosofía cristiana comprende dos períodos claramente diferenciados. Uno corresponde a
las postrimerías del Imperio romano (siglos I a IV). En él los llamados Padres de la Iglesia
sistematizan el dogma y realizan los rimeros ensayos de una armonización racional entre la fe
cristiana y la filosofía. Estos esfuerzos culminan con la obra ingente —aislada en su magnitud— de
san Agustín.
Consumada después la división y ruina del Imperio romano, el Occidente europeo conoce
siglos de invasión y de incultura, siglos que, desde el punto de vista de la filosofía, se han llamado
«siglos en blanco». La Iglesia recoge durante ellos en sus cenobios y monasterios los restos de la
cultura grecolatina y los transmite a la posteridad, haciendo así posible que, a través de una larga
gestación, renazca una segunda época de la filosofía cristiana en la cultura medieval que abarca del
siglo IX al XV. El primero de estos períodos suele llamarse patrística, y el segundo, escolástica,
debido a su origen en las escuelas eclesiásticas de la alta Edad Media.
*
Gambra, R., Historia Sencilla de la Filosofía, Ed. Rialp, Madrid, 1994.

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