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El hormiguero

En un pálido llano cientos de hormigas se pasean sin rumbo. Unas van como mareadas, otras aturdidas;
otras no se dan cuenta de la situación y siguen un rumbo indefinido. Así van, una contra otra en un
desfile caótico, chocando constantemente entre sí y tirando al suelo sus pesadas cargas.

Ninguna hormiga lleva alimento sobre su espalda, ni una hoja de roble, ni un pesado tornillo, cada una
lleva en su espalda un verbo, un adjetivo, un sustantivo. Algunas, las más débiles, apenas cargan un
artículo, una coma o un acento, diéresis, un punto y coma o una mayúscula. Pero hay otras, cuya fuerza
subestiman los hombres de pocas letras, que llevan los pesados admirativos de la intemperancia, el
interrogativo abierto de la duda o los puntos suspensivos del misterio... Y como sería natural pensar, en
aquella vorágine todas las hormigas están perdidas, fuera del lugar que les corresponde. Cada hormiga
es para la otra un muro infranqueable de un laberinto multiforme. Van, andan, corren de frente, en
círculos, en zigzag, tambaleantes. Luego se quedan inmóviles, embotadas en su propia confusión. Y
quedan, por azar, mayúsculas después de un punto y coma, artículos franqueados por interrogativos o
preposiciones que anteceden verbos infinitivos.

Y así, ante la marabunta legionaria del logos que entra y muerde bajo mis párpados, busco con presteza
aquella hormiga que lleva sobre su espalda la más pesada de las cargas: la justificación de la
mayúscula, el epílogo simbólico de la idea. Pero antes de que pueda encontrar a la hormiga que carga el
punto final, me aturde el disturbio insondable, y las hormigas colman el raso páramo de la hoja, crecen,
se multiplican hasta formar una gran sombra homogénea, una mancha espesa que induce el sopor;
entonces dejo caer la cabeza sobre el libro, porque me ha vencido el implacable sueño.

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