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Escribo estas líneas sin un ápice de gozo. Fui pentecostal “a la chilena”, miembro en
plena comunión por quince años de una iglesia fundada en 1966 en la comuna de
Puente Alto (la Iglesia Pentecostal Naciente), que venía del tronco de una de las
iglesias más tradicionales de ese mundo, la Iglesia Evangélica Pentecostal; y, a pesar
de mi alejamiento de dicha comunidad en el año 2009, mantengo mi aprecio y
admiración por tantos hermanos y hermanas que han “peleado la buena batalla de la
fe” y de quienes aprendí tanto desde la Palabra y la acción. Siendo hoy presbiteriano,
he seguido teniendo la posibilidad de colaborar con algunas iglesias pentecostales
en la predicación y la enseñanza, y he mantenido como uno de mis temas de estudio
en la investigación y docencia en el área de la historia eclesiástica al pentecostalismo
endógeno, cruzando tanto la mirada historiográfica y crítica con la deuda de amor a
quienes sigo viendo como hermanos. Enuncio esto al comienzo de mi reflexión para
que se sepa desde un comienzo que no estoy hablando desde una posición de
superioridad teológica y/o moral.
Frente a esto, más allá que hoy el obispo Durán esté sentado en el tribunal del “juicio
social” frente a una “tan grande nube de testigos” (Hebreos 12:1), se hace pertinente
que ese no sea nuestro punto focal principal. Porque nada, o muy poco, se soluciona
con la salida del pastor de marras, si no se realizan tareas que lleven a que la iglesia
supere históricamente el desafío de reformarse sin dividirse. Aquí, con toda claridad,
el problema es tanto Durán como el sistema eclesiástico hecho a su imagen y
semejanza a manera de un ídolo con pies de barro. Y como dice un himno clásico de
avivamiento entonado tantas veces en la liturgia pentecostal, debemos orar y estar
expectantes en la tarea que hace el Espíritu Santo cuando “Destruye el egoísmo, sí, / y
quema todo mal / Ven vivificanos aquí / con fuego celestial”. Y como ocurre a lo largo
de la Escritura, la oración que mira al Dios soberano es la que diseña nuestra agenda
de trabajo, por lo que, hay mucho que hacer. Y este difícil momento exige acciones
concretas para convertir esta tragedia en oportunidad. Propongo los siguientes
elementos a tener en cuenta:
Cuando apareció en la escena pública el caso Karadima, hubo un intento inútil por
pensar que esto era una excepción a la regla, inclusive, cuando había muchos
“susurros” del terror y el ejercicio abusivo del poder con implicancias que caminan de
lo sicológico a lo sexual. ¿Alguien imaginaba, con la salvedad de las víctimas, que
Cristián Precht, reconocido por su defensa de los derechos humanos al alero de la
Vicaría de la Solidaridad, y Renato Poblete, el sacerdote que tomó la posta de Alberto
Hurtado en el Hogar de Cristo, estarían involucrados en este tipo de prácticas
abusivas? Pero los periodistas siguieron investigando, y los tribunales civiles y la
justicia eclesial hicieron su trabajo, y lo siguen realizando (no entraré, por ahora, en
juicios de valor frente a lo ejecutado en algunas de estas instancias).
Nada peor que creerse curado de espanto con las acciones dolosas del obispo
Durán, porque el ojo periodístico y el de los organismos fiscalizadores y de justicia ya
penden sobre nosotros. Y acá no sacamos nada con realizar el ejercicio pedagógico
de decir, “no somos de los mismos”, si eso no va acompañado de una ética
preocupada por el testimonio. No vivimos para satisfacer el que dirán, porque Cristo
es nuestro juez, pero al amar la gloria de Jesucristo sigamos sus palabras cuando nos
pide a todos los creyentes “que la luz de ustedes alumbre delante de todos, para que
todos vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre, que está en los cielos” (Mateo
5:16). Si no nos hemos preocupado de salir de la oscuridad, procuremos
arrepentirnos desde ya. Es lo primero que debemos hacer: acercarnos a Dios a
sabiendas de nuestra vulnerabilidad y profunda necesidad de la gracia.
No deben existir más pastores que aparezcan diciendo al mundo y a viva voz
“que quien me nombró acá como obispo a cargo de la congregación no fueron los
hombres sino que fue Dios Todopoderoso”, cuando lo que merecen por sus acciones
es la disciplina de la iglesia que confronta, sanciona y restaura. A su vez, cuando esos
actos están reñidos con la legalidad, amerita que el organismo estatal competente
aplique la sanción pertinente en justicia. Pero para que esas palabras vergonzosas y
temerarias, porque culpan a Dios de algo que es propio de nuestros ejercicios
responsables de la voluntad, no ocurran, debemos cambiar la percepción del
liderazgo eclesiástico.
Los ministros (¡palabra que significa SIERVOS!) del evangelio no son prohombres ni
héroes ni “grandes hombres de Dios” ni menos parte de un clero (¡sacerdocio
universal de los creyentes!), sino más bien miembros de la iglesia llamados a un
oficio particular por Dios y su congregación, que son santos-pecadores que necesitan
de la gracia de Dios y que su rol exige un alto compromiso y responsabilidad más
que beneficios y suntuosidad. La congregación, por lo mismo, debe entender que los
pastores no son “papitos” ni “generales de Dios” ni tampoco “modelos terminados”
de los que se presupone su impecabilidad. Esa pastorlatría mata la iglesia y pervierte
el pastorado y facilita prácticas autoritarias coercitivas o cooptativas, al modo del
“palo y bizcocho” del sistema portaliano. Es esa pastorlatría junto con las heridas
causadas a hermanos en la fe la que ha generado más migración de iglesias que la
rebeldía a la autoridad, la lucha de poder, las convicciones teológicas o el ascenso
del capital cultural de las bases de la pentecostalidad.
Y en la práctica eso debe conllevar que los pastores deben ser entendidos como
trabajadores de la iglesia, que deben desarrollar su labor de acompañamiento en
visitas, conversaciones y consejerías; en la mentoría y capacitación de líderes y, por
supuesto, en la elaboración de sermones, estudios bíblicos y materiales educativos
para su comunidad, y que por ende debe rendir cuentas de dicho trabajo y ser
evaluado por los mismos. Además, cuando sus actos ofenden y dañan al cuerpo de
Cristo deben ser disciplinados según lo realizado: ¡no deben existir los intocables en
la iglesia!
c. Se necesita entender que el problema no radica ni en el sistema de gobierno ni
en los diezmos, sino en la manera en que se desarrolla la tarea financiera de la
iglesia.
Este problema no tiene que ver con el episcopalismo de la Primera Iglesia Metodista
Pentecostal, puesto que cualquier sistema de gobierno eclesiástico puede ser
conservado y ejercido en pureza espiritual, o corrompido y pervertido por nuestra
pecaminosidad. Por tanto, urge que las iglesias cuenten con tesorerías
descentralizadas (¡los diezmos de la iglesia no pueden ser manejados por una sola
persona a su arbitrio, sea pastor o laico!), con regulación interna, información
transparente, revisiones de cuenta y ejercicios de auditoría cuando surgen dudas
respecto de su manejo. Todo esto requiere de la introducción de nuevos líderes y
personas con habilidades y herramientas para una iglesia re-configurada.
Sin negar la importancia del testimonio, y que cuando lo oculto sale a la luz produce
reacciones de rechazo y enojo, debemos decir que la corrupción de ciertos líderes
no debe obstaculizar nuestra lectura bíblica de los diezmos y/o de las ofrendas,
porque los hechos no pueden confundirse con los principios. Por eso urge la
transparencia y el ejercicio de la frugalidad en el liderazgo evangélico.
Y como planteé en otro lugar, los papeles pueden decir mucho, pero acá el problema
no sólo tiene que ver con la legalidad, cosa que a los creyentes nos debe importar,
pero unido siempre a nociones éticas e inclusive estéticas: es ofensivo y grosero que
en Chile un ministro del evangelio tenga ingresos millonarios, sobre todo cuando
parte importante de su congregación trabaja esforzadamente para ganar poco más
del mínimo y sostener durante un mes los avatares del presupuesto familiar. El pastor
debe contar con un sueldo justo, que compense el trabajo y esfuerzo realizado, y que
tenga nociones de generosidad y amor cristianos, ajustándose a la realidad
socioeconómica de su iglesia, evitando así la ofensa a los pobres y que él mismo sea
cooptado por líderes que cuenten con más recursos económicos.
La política, como muchas cosas en la vida es sin llorar. Y aquí algunas élites
evangélicas han tenido, por medio de la configuración de algunas redes con actores
de la clase política civil, la ilusión de que acceden al poder político, “conquistando
espacios de influencia”, sin ser parte de aquello que el historiador liberal Alberto
Edwards denominó “la fronda aristocrática”, lo que se releva en que sus hijos no
estudian en los mismos colegios, no participan en los mismos clubes, no vacacionan
en los mismos balnearios, no tienen la misma estabilidad laboral, no influyen ni en la
política con mayúscula ni en la economía ni en la academia ni en la cultura. Todo eso
es parte de un globo que debe ser pinchado: el de la fiestita politiquera de un
cosmos que aparece inasible.
Por ello, es que los pastores debieran dejar de aspirar a ser representantes de “la”
iglesia evangélica, una entelequia que no sólo algunos periodistas precisan derruir,
sino que algunos líderes anhelan para tener un boato que no les pertenece, y
dedicarse al trabajo al que Dios les llamó (si es que eso en verdad ocurrió) y cumplir
su rol de capacitar a la comunidad para su tarea misional en la iglesia y el mundo.
Además, el amplio mundo evangélico requiere entender que su mirada no debe
totalizar una parcela de la vida, sea esta la de la moral sexual o la de la justicia social,
sino que debe trabajar para que, desde una teología bíblica, se aprehenda y
solidifique la cosmovisión cristiana que permite entender y dar sentido a la vida
desde una perspectiva que vive bajo la soberanía de Dios.