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Alejandra Giuliani
1. Introducción
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ción de capital mercantil derivada de los altísimos beneficios del gran comercio
ligado al dominio colonial ultramarino que comenzó a desarrollarse a partir del
siglo XVI.
Desde el siglo XVI Europa formó una amplia periferia, proveedora funda-
mentalmente de recursos naturales y subordinada a las lógicas de sus coronas,
mercaderes y nobles. La expansión ultramarina europea y la conquista de ex-
tensas regiones del mundo constituyen procesos centrales de la transición de la
sociedad feudal a la capitalista. Fueron los inicios de un régimen internacional
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mas del comercio exterior a sociedades a las que les concedía, además, dere-
chos de soberanía en las colonias. Estas compañías sumaron, a la
comercialización, la explotación de plantaciones y factorías en las colonias.
De modo que las políticas estatales de dominio colonial posibilitaron la expan-
sión del capital mercantil británico. Lo mismo ocurría en las otras potencias
imperiales europeas. Lo que distingue al caso inglés es que justamente en esa
época produjo un cambio profundo en su orden político, lo que acarreó con-
secuencias muy importantes tanto en cuanto a su posición en el comercio in-
ternacional como en las relaciones de fuerza entre diferentes sectores al inte-
rior de su sociedad. Hasta mediados del siglo XVII, Inglaterra, al igual que el
resto de los países europeos, era gobernada por una monarquía absolutista.
Ello implicaba que la burguesía mercantil, en ascenso económico, veía traba-
das sus aspiraciones políticas por la nobleza terrateniente, sector dominante
ligado a la tierra que, aliado a la monarquía, controlaba el Estado. Entre 1642 y
1649 se produjo una guerra civil en la que se ejecutó al rey y a muchos nobles
y se tomaron medidas precapitalistas, tales como la abolición de la esclavitud.
Posteriormente, en el año 1688, tras siglos de poder político exclusivo de los
nobles, los británicos depusieron al rey Jacobo II durante la Revolución Glo-
riosa. A partir de ese momento el Estado abandonó la monarquía absoluta y
adoptó un sistema de gobierno novedoso para la época: la monarquía parla-
mentaria. El nuevo rey fue obligado a aceptar la Declaración de Derechos, que
subordinaba el Poder Ejecutivo al Poder Legislativo. El Parlamento estaba con-
formado por dos cámaras, la de los Lores y la de los Comunes. La burguesía
mercantil afirmó su poder en la Cámara de los Comunes, logrando allí el dere-
cho a legislar en materia de políticas económicas.
Los cambios políticos crearon espacios estatales de negociación entre la noble-
za relacionada con los tradicionales intereses agrarios internos y la burguesía
mercantil, que miraba hacia el mercado externo. Además, subordinaron políti-
cas económicas estatales a la voluntad de los dueños del dinero y proporciona-
ron plena protección jurídica a las nuevas formas de propiedad y de
mercantilización. De ese modo, el régimen político creó condiciones para la
construcción del capitalismo industrial.
Durante el siglo XVIII, Inglaterra logró la hegemonía en el mercado interna-
cional. Si bien otras potencias europeas consolidaron imperios coloniales, su
explotación pasó cada vez más a manos del capital comercial inglés que impor-
taba productos de colonias ajenas y los reexportaba. Gran Bretaña controlaba
un “comercio triangular”, en el que África proporcionaba esclavos, Europa
productos manufacturados y América metales preciosos y recursos naturales y
agrarios. En Asia, Gran Bretaña conquistó India, forzando así su integración a
las reglas capitalistas. Paralelamente incrementó el comercio directo con Amé-
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rica del Norte, que pasó a ser su principal destino de exportación y, en la se-
gunda mitad de la centuria, abastecedor de algodón para la industria británica.
El mercado colonial británico desempeñó un rol central en la RI. Las colonias
británicas en Asia, América y África eran centros de venta de productos ingle-
ses y de abastecimiento de algodón y de otros bienes primarios como té y
tabaco. Hobsbawm sostiene que para revolucionar la industria había sido ne-
cesaria una demanda creciente del mercado externo inglés. Y que de hecho, las
exportaciones fueron el principal destino de las telas de algodón, primeras en
industrializarse y el más claro aliciente para la inversión de capitales en ese
sector productivo. Giorgio Mori, por su parte, considera que la demanda ex-
terna de productos británicos no fue decisiva para la puesta en marcha del
sistema de fábrica, pero que una vez iniciado lo garantizó y consolidó.
Podemos afirmar que la conformación y consolidación del mundo colonial, en
el que Gran Bretaña fue asumiendo una posición cada vez más dominante, fue
clave en el desarrollo y afianzamiento del capitalismo inglés y mundial, porque
la acumulación de capital requiere tanto del valor generado por el trabajo asa-
lariado como de la apropiación de cada vez más recursos naturales. Es en este
punto que el sistema británico de colonias y dominios, denominado “mercado
externo británico”, fue el escenario adecuado para las posteriores necesidades
de exportaciones e importaciones de la industria. Y por otro lado, consolidó a
una clase mercantil poderosa, que si bien no protagonizó los inicios de la RI
con inversiones en la producción fabril, actuó disolviendo las relaciones socia-
les precapitalistas y a la vez brindando un sólido marco crediticio y financiero.
Como resume Peter Kriedte: “Había sido precisamente el capital comercial
quien, obedeciendo a las leyes de su acumulación, había creado en el mundo
subdesarrollado y colonial los mercados cuya demanda contribuyó a poner en
marcha en Inglaterra el proceso de industrialización” (Kriedte, 1986: 171).
En plena RI, hacia principios del siglo XIX, América Latina inició el proceso
para independizarse de España y Portugal. El gobierno británico había realizado
distintos avances desde inicios del siglo XVIII contra el imperio español y el
portugués para romper el monopolio e imponer su predominio en estas regio-
nes. Fomentar la independencia fue una modalidad de esos avances. El momen-
to culminante de la creciente presión británica fue 1806: luego de acordar en
Gran Bretaña, desembarcaron Miranda en el Caribe y Popham en el Río de la
Plata. El primero con planes políticos para independizar las colonias y el marino
con claros fines de conquista (Beyhaut, 1986: 11). El proceso independentista se
extendió, según las regiones, durante la primera mitad del siglo XIX. Las clases
altas criollas pretendían una alianza profunda con el capital británico, como modo
de acrecentar sus riquezas, hasta ese entonces restringidas por España. De allí
que se apresuraron a adoptar el librecambio, con la esperanza de atraer inversiones
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del viejo continente. Sin embargo, durante ese período los británicos veían a
Latinoamérica principalmente como espacio de colocación del excedente de
mercancías. Ello no quita que se opusieran vehementemente a los planes de
unidad latinoamericana de Simón Bolívar y fomentaran la fragmentación políti-
ca. Así, fueron las burguesías comerciales criollas, en detrimento de los produc-
tores, las que lideraron el proceso político en el período.
4. La Revolución Industrial
Entre las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX se produjeron
cambios que impactaron a los contemporáneos. Las importaciones de algodón
bruto de Gran Bretaña desde sus colonias aumentaron de 6 millones de libras
en 1775 a 132 millones en 1810. Su elaboración se realizaba en novedosos
establecimientos, las fábricas, que oscurecían las ciudades con el humo de las
flamantes máquinas a vapor. La producción del carbón que utilizaban se dupli-
có entre 1760 y 1790. En una sociedad tradicionalmente campesina, hacia 1801
la agricultura sólo ocupaba al 35% de los trabajadores, mientras que manufac-
turas y fábricas absorbían ya el 30%. Las relaciones de trabajo también habían
cambiado: hacia 1833 la industria algodonera empleaba cerca de un millón y
medio de obreros (hombres, mujeres y niños). La población total del país au-
mentó de 6 millones de habitantes en 1750 a 28 millones en 1850. En este
último año, surcaban el territorio unos 10.000 kilómetros de rieles de ferroca-
rril, el invento que más impresionó en la época y que había hecho triplicar la
extracción de hierro en sólo dos décadas.
Del análisis de los datos estadísticos sobresalen dos rasgos característicos del
período 1780-1850. Uno, el ritmo del cambio económico. Su aceleración fue
absolutamente anormal si se la compara con la de los siglos anteriores en la
estructura de la industria, el volumen de la producción y la expansión del co-
mercio. El segundo: ese escenario económico traslucía el desarrollo de una
sociedad capitalista. Período de profundos cambios técnicos, durante el cual
aumentaron rápidamente el número de asalariados y la productividad del tra-
bajo; se ampliaron los espacios de venta, de inversión y de acumulación de
capital en una escala sin precedentes. Tales cambios transformaron profunda-
mente las percepciones que la mayoría de los hombres tenía acerca de su lugar
en la sociedad y de la sociedad misma. De una imagen estática apegada a la
tradición como lo deseable y natural, al cambio incesante como norma de vida.
De la idea de que generación tras generación cada uno estaba destinado a
permanecer en el rol que se le había asignado con su nacimiento, a una noción
de progreso como innovación y perfeccionamiento continuos.
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1768 que utilizó la idea original de la spinning con una combinación de rodillos
y husos; y la fusión de las dos anteriores, la mule de 1780, a la que se aplicó en
seguida el vapor” (Hobsbawm, 1988: 55).
Inicialmente estas máquinas tenían dimensiones reducidas y fueron empleadas
dentro de la organización del trabajo existente, principalmente en la industria
doméstica o protoindustria. Su difusión fue rápida: hacia 1788 había más de
20.000 jennies en Inglaterra y Escocia. Sin embargo, la afirmación del sistema
de fábrica se produjo cuando se combinaron dos hechos de importancia. Por
un lado, en 1774 el Parlamento abolió la prohibición de elaborar en Inglaterra
telas totalmente de algodón (es decir, sin mezclar con hilos de lino, seda u
otros materiales). Lo novedoso fue que con esta medida el Estado comenzaba
a responder a los intereses de los primeros inventores-empresarios en detri-
mento de los de la tradicional Compañía de Indias Orientales, importadora de
telas de algodón hindúes (los calicós), empresa monopólica del comercio colo-
nial con India y símbolo del poderío del capital mercantil. De modo que el
camino quedaba despejado para la producción interna de un tipo de telas muy
del gusto del consumidor local. Pero ahora serían más baratas y permitirían la
acumulación de capital a otro sector social; como contrapartida implicaría la
decadencia tanto del artesanado británico como de los tejedores hindúes. En
segundo lugar, para aumentar la productividad y para lograr la finura de los
hilos hindúes se inventó la mule. Capacitada para superar la calidad de los calicós,
pero de dimensiones y complejidad tales que era imposible su utilización en
los talleres ya instalados, se hizo necesario la construcción de las primeras fá-
bricas. El proceso de producción fabril se completó con el acople de la máqui-
na a vapor a las máquinas hiladoras. En 1781 James Watt patentó su invento y
entre 1785 y 1790 fueron instalados quince de sus enormes aparatos para pro-
veer de energía a los mecanismos de las hilanderías. Así se revirtió la relación
entre hilado y tejido, ya que el aumento de la oferta de hilo generado por estas
primeras fábricas fue tal que llevó a transformar el tejido artesanal en fabril. Si
bien los telares mecánicos se difundieron después de 1815, ya en 1787
Cartwrigth inventó el primero de ellos y en 1803 estaban funcionando 2.400
en Inglaterra.
De modo que la primera fase de la RI –que se extendió hasta la década de
1820– consistió fundamentalmente en la instalación del proceso de produc-
ción fabril en la industria algodonera. Y dicho proceso, en términos de desa-
rrollo del capitalismo, equivale, no sólo a fábricas con máquinas, sino también
a trabajadores asalariados y a capitalistas. Sin embargo, en la abundante
historiografía de la RI, muchos son los ejemplos de especialistas que han pues-
to el énfasis en las innovaciones tecnológicas como esencia de las transforma-
ciones y la han definido como una “revolución técnica”. Es decir que han visto
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Son numerosas las crónicas que muestran las serias dificultades de los obre-
ros para adaptarse al ritmo de trabajo de las fábricas, signado por la sirena
y el reloj, muy diferente al marcado por la naturaleza en las tareas rurales, o
al del trabajo a domicilio. Por otro lado, cambió radicalmente la relación
obrero-producto. Una división del trabajo mucho más profunda hacía que
cada obrero aportara sólo “algo” al acabado de la pieza, de modo que na-
die podía reconocerse como el autor del producto. Ello implicaba un cam-
bio revolucionario para la mentalidad y las costumbres de la época. Asi-
mismo las crónicas dan cuenta de los padecimientos por las transforma-
ciones radicales en sus modos de vida fuera de la fábrica. A la difícil adap-
tación que implicaba vivir de un salario se sumaban las condiciones de
extremo hacinamiento en los barrios obreros. El contraste con la vida an-
terior era muy fuerte. El trabajador domiciliario se imponía su propio or-
den de trabajo y gozaba de cierta libertad de movimientos. Su huerta le
permitía una producción básica de legumbres para subsistir en períodos de
escaso trabajo textil. Ese margen de seguridad desapareció cuando sus horas
fueron absorbidas por la fábrica y tuvo que radicarse en barrios cercanos a
la misma.
De modo tal que para lograr ductilidad de la mano de obra los empresarios
impusieron una férrea disciplina sobre los obreros, a la que sumaron acciones
coercitivas –respaldados por los códigos laborales– y salarios pobrísimos que
obligaban a los trabajadores a cumplir jornadas muchas veces de más de 15
horas de lunes a sábados inclusive. En las fábricas de algodón de Manchester
–ambientes totalmente cerrados y con más de 30° para favorecer el trata-
miento de la tela– estaba prohibido usar agua para beber o refrescarse fuera
de la media hora de descanso diario.
Los obreros pronto comenzaron a tomar conciencia de su nueva situación y a
actuar en consecuencia. Los primeros movimientos, a fines del siglo XVIII,
fueron de resistencia. Por entonces se producían episodios de repudio en los
que se destruían jennies, a las que consideraban máquinas “ladronas de traba-
jo”. Además, comenzaban las primeras luchas reivindicativas; por ejemplo, en
1795, braceros del condado de Norfolk se unieron con el objetivo de llevar a
cabo una acción en defensa del salario. Un grado mayor de organización deno-
taba el nacimiento de las primeras asociaciones de obreros de algunas hilanderías
en la década de 1790, en general de ayuda mutua y en defensa del salario. La
respuesta patronal no se hizo esperar. En 1799 y 1800 el Parlamento dictó
leyes –las Combinations Acts (Leyes de Asociaciones)– que prohibían toda
forma de asociación obrera a la vez que impulsaban la consolidación de asocia-
ciones de tipo mutualista, las Friendly Societies ya existentes, como manera de
encauzar y diluir la lucha obrera.
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Hacia la década de 1820 la presión que ejercía la valorización del capital llevó a
sortear la barrera del transporte: expandió la RI a límites no previstos con la
aplicación de la máquina de vapor. Nos encontramos ante la invención del
ferrocarril.
5. Consideraciones finales
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