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Capitalismo y Revolución Industrial en Gran Bretaña


(1780-1850)

Alejandra Giuliani

1. Introducción

La Revolución Industrial británica (RI) fue el primer proceso de industrializa-


ción de una sociedad que, a través de él, consolidaba relaciones capitalistas y
las imponía en otras latitudes con mercancías e inversiones, con la difusión de
las ideas liberales y el aparato militar imperial. Aquel “despegue fabril” de In-
glaterra de fines del siglo XVIII constituyó un momento clave en la formación
de la sociedad capitalista, de modo que su análisis sólo cobra pleno sentido
enlazado a la gestación de las relaciones salariales, a las formas de acumulación
originaria de capital, a la expansión colonial británica, al despliegue del capital
hacia amplias regiones del mundo.
La RI suele considerarse ajena a nuestra sociedad y a nuestro tiempo. Sin em-
bargo, su estudio posibilita la comprensión de los inicios del régimen
socioeconómico bajo el cual aún vivimos, así como sus primeras modalidades
de penetración en América Latina. Su abordaje permite historizarla, reflexio-
nar sobre su carácter no “natural”. Porque durante las décadas de la RI muchí-
simas personas debieron dejar de procurarse el sustento como lo hacían tradi-
cionalmente y emplearse como trabajadores asalariados. Muchos de ellos ha-
bían sido expulsados de las tierras y privados del uso de los recursos naturales;
sus formas de vida se transformaron: debieron comenzar a vender su trabajo,
recibir a cambio dinero para intentar obtener lo necesario para vivir, tal como
se ven obligados a hacerlo los trabajadores de hoy en día
Por otro lado, la actualidad de la RI también se torna evidente en sociedades
como la nuestra, porque precisamente aquí la industrialización es una cuestión
pendiente. De hecho, a lo largo de nuestra historia, la industria ha sido primero
desdeñada, luego impulsada parcialmente y finalmente destruida y desechada
por los proyectos dominantes. En parte por ello, las formas de producción y
de apropiación de bienes han venido generando fuertes desigualdades, exclu-
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sión social y relaciones de dependencia con sociedades que sí profundizaron


su industrialización.
Además, la conquista en todos los continentes y el sometimiento de nume-
rosos pueblos fueron inherentes al despliegue industrial de las potencias eu-
ropeas: mientras crecían barrios proletarios londinenses, marinos británicos
intentaban la conquista del Río de la Plata. Y mientras en Gran Bretaña las
máquinas de vapor revolucionaban la producción, América Latina rompía
lazos coloniales con España y Portugal, en buena parte debido a la previa
afirmación de los intereses británicos aliados a prósperas burguesías comer-
ciales criollas. Así, el estudio de la RI permite visualizar los inicios de la
configuración del mundo dividido en centro y periferia, en la que las perife-
rias lo son al adecuarse a las lógicas, las ideas y los intereses del capitalismo
central. En aquel entonces Gran Bretaña montó un escenario en el cual a
América Latina le fue asignado un lugar. Aceptarlo implicó en nuestros paí-
ses, por mucho tiempo, la desvalorización y la derrota de proyectos benefi-
ciosos para la mayoría de los latinoamericanos.
La RI implicó una clara ruptura con el pasado. Pero a la vez fue una etapa
(1780-1850) del largo proceso de industrialización iniciado siglos antes y que
continúa hasta hoy. También constituyó un momento muy peculiar en el desa-
rrollo de las relaciones capitalistas ya existentes. El capitalismo, basado en la
propiedad privada de los medios de producción, en el trabajo asalariado, en la
mercantilización extendida de productos y servicios, y en la acumulación y
concentración de capital, se desarrolló y comenzó a consolidarse con el despe-
gue de la industrialización británica, a fines del siglo XVIII. Sin embargo, su
origen es anterior, no como orden dominante de las relaciones socioeconómicas,
sino en el sentido de existencia de relaciones de subordinación de productores
a capitalistas. Como afirma Maurice Dobb, la fase inicial de la historia del capi-
talismo se sitúa en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVI y los inicios del
XVII, “cuando el capital comenzó a impregnar la producción en considerable
escala, ya bajo la forma de una relación evolucionada entre capitalistas y obre-
ros asalariados, o bien bajo la forma menos desarrollada de la subordinación
de artesanos domésticos –que trabajaban en sus hogares– por parte de un
capitalista, propia del así llamado sistema de encargos o putting out system” (Dobb,
1971: 33).

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2. Las condiciones internas de desarrollo del capitalismo inglés

2.1 La propiedad privada y el trabajo asalariado

La expansión del capitalismo requirió que la tierra y el trabajo humano se vol-


viesen mercancías, lo que implicó profundos y violentos procesos de imposi-
ción de nuevas relaciones sociales, porque las existentes distaban de dirigirse
naturalmente hacia el comercio.
Hasta el siglo XIV en la sociedad británica primaba el orden feudal. También
denominada “sociedad tradicional”, en la Gran Bretaña medieval el 90% de la
población era campesina, la agricultura de subsistencia constituía la principal
actividad económica y, en consecuencia, la industria, el comercio y el uso del
dinero eran muy restringidos. Era un espacio predominantemente rural, salpi-
cado por aldeas y ciudades de mercaderes, artesanos e intelectuales.
El feudalismo se caracterizaba por la difusión de relaciones serviles entre pro-
ductores directos –campesinos siervos poseedores de parcelas de labranza– y
señores de las tierras. La servidumbre consistía en la obligación de los campe-
sinos de cumplir con exigencias económicas de un señor, impuestas militar o
legalmente. Los siervos, además de producir con instrumentos de labranza
propios para su consumo, lo hacían para tributar a señores feudales. Este gru-
po minoritario se apropiaba del excedente de la producción campesina a través
de tributos (bajo la forma de servicios a prestar o de obligaciones a pagar en
especie o en dinero), de modo que el control de las tierras constituía la princi-
pal fuente de riqueza. El excedente circulaba hacia los enclaves urbanos a los
cuales también afluían productos exóticos de zonas lejanas.
Queremos resaltar que en las sociedades tradicionales el desarrollo de la indus-
tria –entendida como actividad económica dirigida a un mercado– era suma-
mente limitado y acotado a las dispersas ciudades. Y ello era así, principalmen-
te, porque la inmensa mayoría de la población vivía sujeta a la tierra y con su
trabajo excedente elaboraba muchos de los productos que usaba cotidianamente.
En consecuencia, la división del trabajo era reducida, la necesidad de cambio
tecnológico, escasa y el comercio, ocasional.
A partir del siglo XI Europa occidental comenzó una expansión feudal
hacia el Este del continente. El resurgimiento del comercio trajo consigo
una creciente influencia de mercaderes en el espacio rural, si bien aún no
quebraban las relaciones serviles: lo que no era consumido por los campe-
sinos o por los señores tomadores de tributos podía ser llevado al mercado
de otro lugar y cambiado por productos excedentes. Esto les permitía a los
comerciantes quedarse con las diferencias de precio obtenidas en la opera-
ción. Las ganancias mercantiles solían ser cuantiosas, a costa de los pro-
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ductores de sociedades lejanas, privados de acceder al conocimiento de las


condiciones de venta.
El orden feudal se fue debilitando con una profunda crisis en el siglo XIV y
desde comienzos del siglo XVI en Gran Bretaña se inició un largo proceso
mediante el cual los propietarios rurales fueron cercando las tierras comunales,
que venían siendo cultivadas por campesinos desde el feudalismo y durante el
siglo XVIII obtuvieron la aprobación estatal con las Leyes de Cercamientos.
Como afirma Mori, los cercamientos eran un “conjunto de operaciones me-
diante las cuales un determinado espacio de una comunidad hasta entonces
subdividido en numerosas y a menudo numerosísimas parcelas de terreno que
pertenecían, con distintos títulos, a cultivadores o arrendatarios, pero que jurí-
dicamente eran propiedad de uno o más propietarios de tierras –y frecuente-
mente entre ellas se encontraban partes de common lands o de tierras incultivadas–,
se unía en una sola entidad y era rodeada con setos para ser posteriormente
cultivada: con frecuencia, según criterios radicalmente distintos, tanto desde el
punto de vista técnico-productivo, como desde el punto de vista contractual,
respecto del período anterior. El cercamiento era el signo, incluso físico, de
este cambio” (Mori, 1987: 91).
En ese proceso gran parte de los campesinos perdió la posesión de las tierras y
debió comenzar a vender su fuerza de trabajo para subsistir. Según el historia-
dor Trevelyan, citado por Mori, “el campesino, a quien no miraban con simpa-
tía esos sectores que estaban haciendo las leyes de cercamiento, era incapaz de
exponer sus razones con eficacia. Si había perdido su parcela en campo abierto
(...) recibía como compensación algunas guineas (...) aun cuando con mucha
suerte el comisario parlamentario le asignaba una minúscula y distante parcela
a cambio de sus derechos sobre las tierras comunales, ¿dónde encontraría los
medios para cercarla y secarla? Lo único que podía hacer era venderla a bajo
precio a los ‘grandes’ interesados en redondear sus posesiones (...) Sólo ellos
eran capaces de roturarlas y ponerlas en condiciones de cultivo a su costa (...)
Desde entonces, para cultivar el suelo inglés, haría falta, o bien tener capitales
propios o disponer de capitales ajenos” (Mori, 1987: 92-93).
El largo y traumático proceso de cercamientos llevó a una paulatina diferencia-
ción al interior del campesinado. Un grupo minoritario logró la propiedad de
la tierra y conformó el sector de pequeños y medianos propietarios. Sin em-
bargo, la mayoría fue perdiendo los medios de producción y su condición de
miembros de una comunidad. Una parte de éstos permaneció en las campiñas
en carácter de arrendatarios, los más contaron exclusivamente con su fuerza
de trabajo y la necesidad de venderla para subsistir, transformándose en asala-
riados rurales, aunque tuvieron serias dificultades para insertarse en el merca-
do de trabajo rural resultante. Los progresos técnicos en la agricultura au-
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mentaron la productividad del trabajo y la producción para el mercado se rea-


lizaba siguiendo nuevas lógicas de racionalidad que no incluían las necesidades
de las familias campesinas. De modo que muchos no conseguían trabajo, situa-
ción que se agravó durante el siglo XVIII, cuando el proceso de apropiación se
intensificó con los “cercamientos parlamentarios”. En ese siglo, el éxodo hacia
las ciudades se tornó casi la única posibilidad para amplios sectores de trabaja-
dores rurales, lo que generaba en los campesinos fuertes resistencias por su
apego al suelo, a sus formas tradicionales de vida. Reflejo de ello es la abun-
dancia de documentos que muestran la existencia de un gran número de cam-
pesinos pobrísimos (small cottagers), aferrados todavía a la tierra de la que ya no
podían extraer el sustento, así como la proliferación de vagabundos y de cam-
pesinos desesperados que se lanzaban por los caminos.
La población rural “excedente” debía migrar a las ciudades. El proceso de urba-
nización se aceleró durante el siglo de la RI. Si bien más adelante analizaremos la
situación de los migrantes rurales en las ciudades al momento de la industrializa-
ción, debe tenerse en cuenta que hasta entrado el siglo XIX no hubo sincronicidad
entre la expulsión de trabajadores del campo y la demanda de obreros industria-
les en las ciudades, de modo que también en éstas la mendicidad fue en aumento.
En cuanto a la situación de la propiedad rural, en el siglo XVIII la mayor parte
de la tierra cultivable pertenecía a propietarios capitalistas y había una tenden-
cia clara a la concentración de la propiedad. La alta nobleza, la monarquía y la
iglesia oficial poseían alrededor del 20% de toda la superficie agraria de Ingla-
terra y Gales. La media y baja nobleza, los comerciantes ricos, los hombres de
leyes y los antiguos militares –sectores agrupados bajo el nombre de gentry–
alrededor del 50%; el 30% restante pertenecía a los freeholders (campesinos pro-
pietarios libres). Gran parte de las tierras de la nobleza y de la gentry se alquilaba
a arrendatarios –farmers–, varios de los cuales eran capitalistas, que pagaban un
canon de alquiler y contrataban mano de obra asalariada. El proceso de arren-
damientos se fue intensificando a medida que se concentraba la propiedad. Se
estima que para la década de 1780 casi el 90% de la tierra era cultivada por
arrendatarios (Mori, 1987: 23 y 90). Destacamos que el modelo de propiedad
latifundista y de arrendamientos se implantó un siglo más tarde en países de
Latinoamérica, como Argentina, al calor de la expansión de un tipo de capita-
lismo agrario subsidiario del capitalismo industrial británico. En Argentina, el
proceso equivalente al de cercamientos fue el despojo de tierras que el Estado
nacional impuso a los pueblos aborígenes mediante campañas militares.
En el campo británico, como consecuencia de las transformaciones en las rela-
ciones de trabajo y en la propiedad, aumentaron la producción y la productivi-
dad agrícolas. Los terratenientes y campesinos propietarios produjeron lo que
algunos historiadores han llamado “revolución agrícola” implementando nue-
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vas técnicas de producción, como la rotación continua de cultivos en desme-


dro del barbecho, y el uso de herramientas más eficaces. Una novedad signifi-
cativa fue la difusión de la agricultura basada en la alternancia en un mismo
terreno de pastos y de cultivos que requerían arado.
Inglaterra, que era ya exportadora de granos, duplicó sus ventas al exterior
entre 1700 y 1766. Se desecaron áreas pantanosas poniendo en cultivo nuevas
tierras, precisamente cuando aumentaba el empleo de fertilizantes. Estos cam-
bios permitieron incrementar el pastoreo y de este modo la ganadería ovina.
La “revolución agrícola” se articuló de diversas formas con las actividades
industriales previas a la RI. El aumento del volumen de la producción agrícola
estimuló a las industrias que utilizaban materias primas de ese origen: molinos,
cervecerías, destilerías, fábricas de velas. Los cercamientos incentivaron las in-
versiones en herramientas, cercas y caminos, así como el crecimiento de pe-
queñas industrias metalúrgicas de hierro. La exportación de granos desarrolló
las construcciones navales, el trabajo en los puertos y la excavación de canales.
Para comprender las condiciones que posibilitaron la RI hemos llevado la mi-
rada hacia el mundo rural, pues para que el capitalismo industrial surgiera fue
necesario que primero cambiara la sociedad feudal en varios sentidos. La pro-
piedad de la tierra había sido transformada en propiedad privada y así la mayo-
ría de los campesinos perdió sus posesiones debiendo trabajar como asalaria-
dos. La consecuente monetarización del mundo rural creó un potencial merca-
do de consumo de productos industrializados. Las nuevas lógicas de acumular
riqueza y las nuevas técnicas aumentaron la productividad del trabajo campesi-
no y la producción agraria. Como consecuencia descendió el porcentaje de
población que producía su propio alimento. Tales cambios desplazaron traba-
jadores del agro proporcionando potencial mano de obra para nuevas activida-
des económicas. Además, la expansión de las relaciones salariales en el campo
abrió definitivamente el camino hacia la transformación del trabajo humano
en mercancía, hacia una sociedad que por primera vez en la historia naturalizó
el hecho de vender y comprar trabajo humano.
Como afirma Eric Hobsbawm, hacia el siglo XVIII “la agricultura estaba pre-
parada (...) para cumplir sus tres funciones fundamentales en una era de indus-
trialización: aumentar la producción y la productividad para alimentar a una
población no agraria en rápido y creciente aumento; proporcionar un vasto y
ascendente cupo de potenciales reclutas para las ciudades y las industrias, y
suministrar un mecanismo para la acumulación de capital utilizable por los
sectores más modernos de la economía” (Hobsbawm, 1997: 38).
La tercera de las funciones que menciona Hobsbawm remite a un problema
central, tanto del origen de la RI como del sistema capitalista mismo: el de la
acumulación originaria de capital.
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¿Qué significa que la agricultura proporcionó mecanismos para la acumulación


de capital y cómo se relacionan esos mecanismos con los capitales invertidos
en la industrialización de fábrica? En el capitalismo acumular capital implica
acrecentar la propiedad de medios para producir. Pero en aquella época de
formación del capitalismo fue necesario iniciar el proceso de concentración de
la propiedad de los medios de producción existentes. Es decir, obtener la pro-
piedad privada, por ejemplo de la tierra cultivable, privándosela a otros; o de los
telares, vedándoselos a los artesanos. De modo que para comprender el proce-
so de acumulación originaria debemos centrar la mirada en los cercamientos y
las leyes que los legitimaron. Dicho proceso provocó, como vimos, una diso-
ciación entre los productores y sus medios de producción. Ello redundó en la
transferencia de tierras, de patrimonio y de derechos de pequeños poseedores-
propietarios hacia una burguesía agraria en formación y en ascenso. En pala-
bras de Maurice Dobb: “Este hecho, tan comúnmente ignorado, es la justifica-
ción del interés que mostró Marx por fenómenos como los cercamientos, en
tanto (...) acumulación primitiva: interés que se le ha reprochado muchas veces
con el argumento de que ésta era sólo una entre numerosas fuentes de enri-
quecimiento burgués. Empero, no basta con el solo enriquecimiento: debía ser
tal que implicara la desposesión de un número de personas varias veces mayor
del que se enriquecía”. (Dobb, 1971: 223-224).
Tal mecanismo de acumulación de capital agrario es el que menciona Eric
Hobsbawm como uno de los aportes fundamentales que la agricultura hizo a
la Revolución Industrial. Y el tiempo en el que se fue desplegando fue muy
largo, durante los trescientos años previos a ella.
A la vez que se hacían nuevos cercamientos y consecuentemente se difundía la
propiedad capitalista en el campo, la burguesía agraria aumentaba sus benefi-
cios tanto a través de la expansión del trabajo asalariado como de la consolida-
ción de un mercado de tierras, mercado signado por una creciente valorización
y concentración de esas tierras. Sectores de la burguesía rural se capitalizaban
ya sea vendiéndolas después de haberlas cercado, o a un precio más alto que el
que habían pagado al comprarlas.
Ahora bien, ¿hasta qué punto la burguesía agraria dirigió parte de esos capita-
les a las inversiones para la puesta en marcha de la industria de fábrica, a finales
del siglo XVIII? Los historiadores coinciden en que las necesidades de inver-
sión de esas primeras iniciativas industriales fueron más bien modestas. De
modo que, en todo caso, los latifundistas promovieron indirectamente el inicio
de la RI, financiándolo a través del sistema bancario y crediticio, al depositar
allí parte de sus beneficios. Y los empresarios que invirtieron capital directa-
mente, protagonizando el comienzo de la industrialización mecanizada, fue-
ron los yeomen, integrantes de la mediana y pequeña burguesía rural.
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Como contraparte de aquel proceso de acumulación originaria de capital, se


producía en el continente americano el saqueo masivo de metales preciosos a
los pueblos aborígenes por parte de las potencias imperiales europeas durante
el largo período de conquista y colonización. La etapa de extracción de metales
por parte de España también funcionó como acumulación originaria al esti-
mular que el oro y la plata fluyeran hacia los centros comerciales y bancarios
europeos.
Considerar otras formas de acumulación originaria de capital nos lleva al aná-
lisis de las transformaciones de dos actividades complementarias de la econo-
mía británica, la industria y el comercio, y de las múltiples relaciones entre sus
protagonistas, los productores artesanales y los mercaderes.
Cuando se habla de “industria” durante el feudalismo debe entenderse, en
primer lugar, la producción textil. Había otros sectores, sin duda, pero de me-
nor importancia, ya que en una sociedad con alto grado de autoabastecimiento,
gran parte del tiempo de trabajo sobrante de los campesinos, luego de cubrir
su alimentación y las exigencias señoriales, era empleado en satisfacer otra de
sus necesidades básicas: la vestimenta. Eran ellos mismos quienes tejían las
telas que necesitaban: en el Medioevo los campesinos eran tejedores. Lo mis-
mo sucedía con amplios sectores de la población de las ciudades. La principal
fuente de provisión de textiles, tanto del campesinado como de las mayorías
urbanas se hallaba en la producción doméstica artesanal de subsistencia, fuera
del circuito comercial.
Existía, además, producción en talleres urbanos de propietarios-artesanos. Y
también en las áreas rurales, bajo relaciones de producción que serían muy
importantes en la futura transición hacia el capitalismo industrial: los mercade-
res-empresarios de las ciudades utilizaban el trabajo de campesinos, quienes
producían en sus domicilios.
Desde el siglo XI se habían creado nuevas ciudades y ampliado otras
preexistentes. Fue un proceso relacionado con la expansión del comercio de
larga distancia pero, fundamentalmente, producto del crecimiento de la pobla-
ción rural y de la productividad de la agricultura. El mundo rural comenzó a
necesitar de las ciudades para vender su excedente; también como centros de
redistribución, consumo y producción artesanal, de modo que se ahondó la
división del trabajo entre las ciudades y el campo.
Si bien dentro de la economía campesina se siguieron elaborando objetos de
uso esenciales, básicamente vestimentas y herramientas agrarias, las ciudades
se especializaron en la producción artesanal. El maestro artesano trabajaba en
su taller domiciliario junto a oficiales y aprendices sobre los que ejercía un
poder patriarcal y a quienes alojaba y alimentaba, y no buscaba la acumulación
de un excedente tal como para ampliar la escala productiva. El producto pasa-
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ba por las manos de un solo artesano hasta su terminación; las herramientas


eran simples y adecuadas al oficio que había ido adquiriendo el trabajador, lo
que redundaba en una sólida unión entre él y sus medios de producción. Sí se
observaba una amplia división de oficios, organizados cada uno de éstos en
gremios de asociación obligatoria. Estas corporaciones reglamentaban el tra-
bajo de los artesanos, controlaban severamente el ingreso de nuevos integran-
tes a los oficios y pautaban los salarios. Afirma Peter Kriedte: “Los gremios
fijaban la capacidad de producción y la cantidad de la oferta, limitaban la com-
petencia de precios y calidad entre sus miembros, obstruían la introducción de
nuevos productos y procesos productivos, restringían el acceso al mercado y
trataban de aparecer como monopolios tanto en los mercados de suministro
como en los de venta” (Kriedte, 1986: 19). Una de las consecuencias relevan-
tes fue que los comerciantes permanecieron alejados de la mayoría de las deci-
siones acerca de las formas de producción artesanal urbana.
Más bien los mercaderes medievales coordinaban y organizaban la economía
resultante de la nueva división del trabajo entre el campo y la ciudad. Interme-
diarios entre productores y consumidores, obtenían beneficios vendiendo más
caro de lo que habían comprado. Su enriquecimiento provenía de que el cam-
bio se realizaba entre no equivalentes, de la imposibilidad de los productores
de intercambiar sus productos en una escala más amplia que la local, de la
separación de la materia prima respecto del artesano y de los derechos de
monopolio otorgados por las coronas. De modo que en el feudalismo el capi-
tal mercantil fue más funcional al sistema socioeconómico que disolvente de
las relaciones sociales.
Esta realidad comenzó a cambiar a partir del siglo XVI, cuando Europa inició
un amplio proceso de expansión mediante la colonización, la conquista y el
exterminio de pueblos lejanos. Como desarrollaremos más adelante, con la
expansión ultramarina, Europa logró la formación de una periferia internacio-
nal funcional a los intereses de su capitalismo. Ello implicó el paulatino incre-
mento de las riquezas y del número de miembros de la burguesía comercial.
Guiados por nuevas lógicas de intercambio desigual, los comerciantes empe-
zaron a transformar su rol tradicional en el mundo rural, introduciéndose de
otras maneras en las relaciones laborales y desplegando estrategias mediante
las cuales los productores y los señores de las tierras se tornaron dependientes
de ellos.
Desde el siglo XVII en adelante, la competencia cada vez mayor entre los
capitalistas para extraer recursos naturales y otras riquezas de las colonias im-
pulsó al capital comercial a romper las estructuras corporativas de la produc-
ción artesanal de las ciudades, trasladando la producción al campo y desarro-
llándola allí en gran escala. Muchos más productos textiles comenzaron a ser
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elaborados por los campesinos en sus domicilios, pero ya no serían de su pro-


piedad, sino de los mercaderes.
Hacia el siglo XVIII, entonces, la sociedad británica iba dejando atrás su
pasado feudal en la mayor parte de las relaciones sociales establecidas alrede-
dor de la agricultura –todavía principal actividad económica–, y atravesaba
transformaciones clave en los procesos de trabajo de las actividades artesanales
e industriales.
Transcurría en estas últimas una transición basada en el vuelco del capital co-
mercial a un control cada vez más íntimo de la producción. Por aquel entonces
la actividad artesanal más difundida en Inglaterra seguía siendo la textil, espe-
cialmente la elaboración de lana, materia prima local. Anclándose en las for-
mas tradicionales de producción de tejidos, la creciente presencia del capital
mercantil intensificó el desarrollo de talleres, muchos en las propias viviendas
de los campesinos tejedores o hiladores, que debían hacer este trabajo para
compensar la caída de sus ingresos provocada por la pérdida de parte de sus
tierras causada por los cercamientos.
Según las relaciones entre empresarios-mercaderes y trabajadores, la produc-
ción se organizaba de tres modos, de mayor a menor grado de difusión: el
putting out system, la industria doméstica y la manufactura.
El putting out system consistía en que los campesinos recibían lana bruta o hilo
de un mercader-empresario, elaboraban el producto –hilo o tejido– en sus
domicilios con sus propios instrumentos de trabajo, entregándolo luego al
comerciante a cambio de dinero. Para los campesinos era un complemento
de sus trabajos agrícolas. La situación cambiará con la introducción del algo-
dón en la campiña inglesa. La industria doméstica era practicada por campesi-
nos propietarios o arrendatarios de tierras: comprando o produciendo lana,
instalaban un taller en el que trabajaban los miembros de la familia y obreros
asalariados, para luego vender los tejidos en mercados urbanos. Finalmente,
la manufactura consistía en la producción en talleres urbanos, dotados de tela-
res manuales, cuyos propietarios eran a menudo mercaderes que ocupaban
trabajadores asalariados.
Estamos aquí ante otra vía de acumulación originaria de capital basada en la
separación de los productores artesanales de sus medios de producción. El
trabajo a domicilio, en sus diferentes modalidades, preparó una mano de obra
apta, destinada a constituir, junto con la proveniente de la manufactura, el
primer proletariado de la industria capitalista. Alejó a los campesinos de su
total dependencia de la tierra y comenzó a separarlos de sus medios de pro-
ducción. Los acostumbró a manejar dinero, a trabajar a destajo, los aisló del
proceso de producción global y los endeudó con el mercader. A esa vía se le
sumó, como veremos, un proceso externo a la sociedad británica: la acumula-
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ción de capital mercantil derivada de los altísimos beneficios del gran comercio
ligado al dominio colonial ultramarino que comenzó a desarrollarse a partir del
siglo XVI.

2. 2 Los trabajadores como consumidores

En principio, tengamos presente que en una sociedad plenamente capitalista –que


el discurso neoliberal llama “economía de mercado”–, los productos deben ser
destinados a la circulación comercial, porque es en el momento de la venta
cuando el capitalista obtiene la ganancia. De modo que los primeros capitalis-
tas necesitaron que se extendiera el universo de compradores, es decir, consu-
midores que dispusiesen de dinero para comprar productos. Este proceso hoy
en día aparece como natural; sin embargo, implicó traumáticos cambios en los
que la enorme mayoría de los trabajadores debió dejar de producir para el
autoconsumo y vender su trabajo por un salario, a fin de transformarse en
consumidores, y que, además, los propios sectores capitalistas derivasen parte
de sus ingresos al consumo. A este entrelazado de procesos suele llamárselo
“conformación del mercado interno”.
¿Cuál era la situación de la sociedad británica del siglo XVIII? Gran Bretaña,
justamente, consolidó su sistema capitalista como consecuencia de la RI. Sin em-
bargo, existía ya un cierto desarrollo de las relaciones capitalistas en el mundo
rural, de monetarización de la burguesía mercantil y de otras capas urbanas, y
del desarrollo manufacturero de las ciudades.
En cuanto a los productos que se elaboraban para ser vendidos a amplias ca-
pas de la población, citemos, en primer lugar, los textiles. A la tradicional acti-
vidad lanera se le sumaron la elaboración del lino, la seda, y el hilado del algo-
dón. La organización de la producción incluía el putting out system, el trabajo
artesanal, la manufactura y la “protoindustria”. En todas ellas la producción se
destinaba al mercado, los productores obtenían dinero y la figura del empresa-
rio-comerciante tenía una posición de predominio. Sin embargo, divergían las
relaciones que éste establecía con los productores, el ámbito de producción y
el grado de desarrollo del trabajo asalariado. La “protoindustria” era industria
urbana a domicilio, centrada en la economía y en el trabajo familiar –en general
tejedores–, y que escapaba ya al control de los gremios. El objetivo de la fami-
lia no era expandir su “empresa” sino cubrir su subsistencia, y lo hacía a través
del dinero que obtenía de vender su producción al comerciante-empresario. La
manufactura, en cambio, se caracterizaba por la difusión de establecimientos
centralizados –grandes talleres no mecanizados– y empleaba asalariados. En
ellos se concentraban los procesos que requerían mayor capital fijo, como los
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preparatorios y de acabado de la industria textil (por ejemplo prensado, carda-


do, tintura y estampado). Estas manufacturas del siglo XVIII estaban dirigidas
más al consumo interno que a la exportación.
A los productos textiles les seguían en importancia los mineros –el carbón de
piedra, la sal y los derivados de la extracción de hierro, plomo y cobre– y las
industrias de la alimentación. En ellas predominaba el trabajador precapitalista
y el trabajo domiciliario. Sólo se desarrolló el trabajo asalariado en las manufac-
turas que tenían gran concentración de capital fijo, como las cervecerías, la
elaboración del papel y del vidrio, las refinerías de sal y de azúcar.
Un síntoma de la expansión del consumo interno fue el abrupto crecimiento
en la primera mitad del siglo XVIII de la extracción de carbón para el abasteci-
miento de energía. El carbón desplazó a la leña para usos domésticos y la
población de Londres era la principal consumidora. También crecía la indus-
tria del hierro y se reflejaba en la demanda urbana de enseres domésticos. Más
allá del consumo urbano, Hobsbawm muestra la importancia del desarrollo
del capitalismo agrario a la vez que los límites de la industrialización cuando
afirma que “el mayor mercado civil para el hierro era quizá todavía el agrícola
–arados y otras herramientas, herraduras, coronas de ruedas, etc.– que aumen-
taba sustancialmente, pero que apenas era lo bastante grande como para poner
en marcha una transformación industrial. De hecho (...) la auténtica revolución
industrial en el hierro y el carbón tenía que esperar a la época en que el ferro-
carril proporcionara un mercado de masas no sólo para bienes de consumo,
sino para las industrias de base” (Hobsbawm, 1988: 46).
Otros autores se inclinan por presentar al “mercado interno” británico con un
alto grado de evolución en las décadas previas a la RI. Tal el caso de Louis
Bergerón, quien asevera: “No sólo la alimentación del conjunto de la pobla-
ción aumentó en cantidad y en variedad –justificando así la imagen, tradicional
por aquella época, del inglés harto de pan blanco, de roastbeef, y de cerveza–,
sino que además los hogares británicos comenzaron a disfrutar de una varie-
dad creciente de artículos de utilidad doméstica: muebles, vajilla, tejidos, relo-
jes (...) Los cambios en cuanto a la distribución responden a esta intensifica-
ción del consumo: las ferias, donde se efectuaban periódicamente las compras,
principalmente después de la recolección, decaen muy pronto, en beneficio del
mercado semanal y de la tienda; las compras, antes marginales e intermitentes,
se vuelven continuas, indicio de disponibilidades monetarias acrecentadas”
(Bergerón, 1986: 13).
De modo que el origen de los consumidores se encuentra en el largo proceso
de paulatina desaparición del campesinado y del artesanado tradicional, que al
ir siendo desposeídos de sus medios de producción fueron estableciendo rela-
ciones de trabajo mercantilizadas. En cuanto a la parte decisiva de la pobla-
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CAPITALISMO Y REVOLUCIÓN INDUSTRIAL EN GRAN BRETAÑA (1780-1850) | 55

ción, la que vivía en el campo, su condición de asalariados, arrendatarios o


pequeños propietarios capitalistas los llevaba a estar en el mercado como con-
sumidores, incluso los integrantes de la “clase pobre” eran obligados a reducir
su autoconsumo debido a las remuneraciones monetarias que recibían como
braceros, obreros de la industria doméstica o minera. La urbanización y el
crecimiento demográfico ahondaron el proceso.
Por otro lado, las necesidades de los intereses comerciales ligados tanto al
mercado externo y colonial como al interno, llevaron a la burguesía mercantil y
al propio Parlamento a dirigir inversiones hacia empresas de infraestructura.
Mejoraron los transportes fluviales, construyeron canales, puertos, caminos y
puentes. Hacia 1780 existían vías terrestres y de navegación que conectaban
los centros urbanos más importantes conformando una red amplia, fortaleci-
da por la ausencia de fronteras aduaneras internas y de antiguas cargas feuda-
les, como lo habían sido antaño los pagos de permisos de paso a los señores de
las tierras.
A este importante grado de expansión de las vías de comunicación se sumó el
desarrollo alcanzado en las técnicas, leyes e instituciones financieras y comer-
ciales. El dominio de la burguesía mercantil en las políticas estatales a partir de
la Revolución Gloriosa se vio reflejado también en la creación del Banco de
Inglaterra en 1694. A través de esta institución el Estado tomó la delantera
ante los particulares imponiendo un nuevo orden monetario al emitir billetes y
al transformarse en el primer organismo oficial de crédito.
De modo que en el análisis de los factores que motivaron la RI debe subrayarse
el hecho de que en Gran Bretaña las relaciones serviles ya se habían diluido
hacia fines del siglo XVIII, dando lugar a la existencia de un número conside-
rable de asalariados, potenciales compradores de productos industrializados.
Además, la economía mercantilizada de Inglaterra se traslucía en un firme pro-
ceso de urbanización, en cambios sustanciales en los transportes y en una de-
sarrollada producción de carbón, que también conformaron el piso necesario
para la economía industrial.

3. Las condiciones externas del desarrollo del capitalismo inglés:


expansión colonial y origen de la dualidad centro-periferia

Desde el siglo XVI Europa formó una amplia periferia, proveedora funda-
mentalmente de recursos naturales y subordinada a las lógicas de sus coronas,
mercaderes y nobles. La expansión ultramarina europea y la conquista de ex-
tensas regiones del mundo constituyen procesos centrales de la transición de la
sociedad feudal a la capitalista. Fueron los inicios de un régimen internacional
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56 | ALEJANDRA GIULIANI

que redundó en la diferenciación de países centrales y periféricos, dualidad sin


la cual el capitalismo no podía –ni puede– desarrollarse.
Desde mucho antes del año 1500, mercaderes europeos comerciaban pro-
ductos de lujo en amplios territorios. Eran especialistas en obtener provecho
mediante intercambios entre productores que, aislados y lejanos entre sí, se
encontraban en franca desventaja para negociar precios y reglas de mercado.
El comercio de larga distancia fue un fenómeno frecuente en la Europa feu-
dal, que les permitió acumular fortunas a los sectores mercantiles. Sin em-
bargo, ese circuito no trastocó la economía feudal sino hasta el siglo XVI. El
dominio de los mares y la conquista de América y de amplias regiones de los
otros continentes formaron un mercado asimétrico basado en el saqueo –la
“fiebre” de los metales preciosos es claro ejemplo de ello– y en la explota-
ción abierta del trabajo de los nativos en las haciendas, las minas y las planta-
ciones coloniales. Así, el llamado mercado mundial que resultó de ningún modo
puede ser entendido como un espacio económico equitativo ni acordado en
el que se ofrecía y demandaba libremente y en condiciones de ecuanimidad,
sino como un sistema mercantil reflejo de relaciones de dominación entre
metrópolis y colonias.
En los inicios de la expansión, Inglaterra tuvo una posición secundaria con
respecto a España y Portugal, que lideraron el proceso durante los siglos XV y
XVI. En el siglo XVII logró un lugar central en el control y el provecho de la
comercialización en las posesiones americanas, especialmente las españolas y
portuguesas. También fue el siglo de la conquista y colonización inglesa de
América del Norte.
El gobierno británico había adoptado el mercantilismo, una política sistemáti-
ca de expansión económica basada en el comercio monopólico y en la regula-
ción estatal a través de la guerra y el dominio colonial, concentrando esfuerzos
en asegurarse privilegios comerciales y en proteger a sus mercaderes y
armadores. Al mismo tiempo, Gran Bretaña desarrolló una marina mercante
agresiva, y las instituciones financieras necesarias para mantenerla.
A través de estrategias políticas controlaba destinos de exportación de otros
países y destruía la competencia interior en sus dominios coloniales a través de
condiciones monopólicas. El Reino Unido encontró en sus colonias america-
nas un primer espacio de relaciones mercantiles ventajosas, ligado a las econo-
mías fundadas en la esclavitud. Las economías de Europa Oriental, basadas en
la servidumbre, se constituyeron en un segundo espacio.
Las compañías comerciales británicas, junto a las holandesas, reestructuraron
el comercio intercontinental con el intercambio de bienes masivos, especial-
mente textiles. El Estado trató de controlar el comercio de ultramar dándole
una organización monopólica. Otorgaba la exclusividad de determinadas ra-
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mas del comercio exterior a sociedades a las que les concedía, además, dere-
chos de soberanía en las colonias. Estas compañías sumaron, a la
comercialización, la explotación de plantaciones y factorías en las colonias.
De modo que las políticas estatales de dominio colonial posibilitaron la expan-
sión del capital mercantil británico. Lo mismo ocurría en las otras potencias
imperiales europeas. Lo que distingue al caso inglés es que justamente en esa
época produjo un cambio profundo en su orden político, lo que acarreó con-
secuencias muy importantes tanto en cuanto a su posición en el comercio in-
ternacional como en las relaciones de fuerza entre diferentes sectores al inte-
rior de su sociedad. Hasta mediados del siglo XVII, Inglaterra, al igual que el
resto de los países europeos, era gobernada por una monarquía absolutista.
Ello implicaba que la burguesía mercantil, en ascenso económico, veía traba-
das sus aspiraciones políticas por la nobleza terrateniente, sector dominante
ligado a la tierra que, aliado a la monarquía, controlaba el Estado. Entre 1642 y
1649 se produjo una guerra civil en la que se ejecutó al rey y a muchos nobles
y se tomaron medidas precapitalistas, tales como la abolición de la esclavitud.
Posteriormente, en el año 1688, tras siglos de poder político exclusivo de los
nobles, los británicos depusieron al rey Jacobo II durante la Revolución Glo-
riosa. A partir de ese momento el Estado abandonó la monarquía absoluta y
adoptó un sistema de gobierno novedoso para la época: la monarquía parla-
mentaria. El nuevo rey fue obligado a aceptar la Declaración de Derechos, que
subordinaba el Poder Ejecutivo al Poder Legislativo. El Parlamento estaba con-
formado por dos cámaras, la de los Lores y la de los Comunes. La burguesía
mercantil afirmó su poder en la Cámara de los Comunes, logrando allí el dere-
cho a legislar en materia de políticas económicas.
Los cambios políticos crearon espacios estatales de negociación entre la noble-
za relacionada con los tradicionales intereses agrarios internos y la burguesía
mercantil, que miraba hacia el mercado externo. Además, subordinaron políti-
cas económicas estatales a la voluntad de los dueños del dinero y proporciona-
ron plena protección jurídica a las nuevas formas de propiedad y de
mercantilización. De ese modo, el régimen político creó condiciones para la
construcción del capitalismo industrial.
Durante el siglo XVIII, Inglaterra logró la hegemonía en el mercado interna-
cional. Si bien otras potencias europeas consolidaron imperios coloniales, su
explotación pasó cada vez más a manos del capital comercial inglés que impor-
taba productos de colonias ajenas y los reexportaba. Gran Bretaña controlaba
un “comercio triangular”, en el que África proporcionaba esclavos, Europa
productos manufacturados y América metales preciosos y recursos naturales y
agrarios. En Asia, Gran Bretaña conquistó India, forzando así su integración a
las reglas capitalistas. Paralelamente incrementó el comercio directo con Amé-
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rica del Norte, que pasó a ser su principal destino de exportación y, en la se-
gunda mitad de la centuria, abastecedor de algodón para la industria británica.
El mercado colonial británico desempeñó un rol central en la RI. Las colonias
británicas en Asia, América y África eran centros de venta de productos ingle-
ses y de abastecimiento de algodón y de otros bienes primarios como té y
tabaco. Hobsbawm sostiene que para revolucionar la industria había sido ne-
cesaria una demanda creciente del mercado externo inglés. Y que de hecho, las
exportaciones fueron el principal destino de las telas de algodón, primeras en
industrializarse y el más claro aliciente para la inversión de capitales en ese
sector productivo. Giorgio Mori, por su parte, considera que la demanda ex-
terna de productos británicos no fue decisiva para la puesta en marcha del
sistema de fábrica, pero que una vez iniciado lo garantizó y consolidó.
Podemos afirmar que la conformación y consolidación del mundo colonial, en
el que Gran Bretaña fue asumiendo una posición cada vez más dominante, fue
clave en el desarrollo y afianzamiento del capitalismo inglés y mundial, porque
la acumulación de capital requiere tanto del valor generado por el trabajo asa-
lariado como de la apropiación de cada vez más recursos naturales. Es en este
punto que el sistema británico de colonias y dominios, denominado “mercado
externo británico”, fue el escenario adecuado para las posteriores necesidades
de exportaciones e importaciones de la industria. Y por otro lado, consolidó a
una clase mercantil poderosa, que si bien no protagonizó los inicios de la RI
con inversiones en la producción fabril, actuó disolviendo las relaciones socia-
les precapitalistas y a la vez brindando un sólido marco crediticio y financiero.
Como resume Peter Kriedte: “Había sido precisamente el capital comercial
quien, obedeciendo a las leyes de su acumulación, había creado en el mundo
subdesarrollado y colonial los mercados cuya demanda contribuyó a poner en
marcha en Inglaterra el proceso de industrialización” (Kriedte, 1986: 171).
En plena RI, hacia principios del siglo XIX, América Latina inició el proceso
para independizarse de España y Portugal. El gobierno británico había realizado
distintos avances desde inicios del siglo XVIII contra el imperio español y el
portugués para romper el monopolio e imponer su predominio en estas regio-
nes. Fomentar la independencia fue una modalidad de esos avances. El momen-
to culminante de la creciente presión británica fue 1806: luego de acordar en
Gran Bretaña, desembarcaron Miranda en el Caribe y Popham en el Río de la
Plata. El primero con planes políticos para independizar las colonias y el marino
con claros fines de conquista (Beyhaut, 1986: 11). El proceso independentista se
extendió, según las regiones, durante la primera mitad del siglo XIX. Las clases
altas criollas pretendían una alianza profunda con el capital británico, como modo
de acrecentar sus riquezas, hasta ese entonces restringidas por España. De allí
que se apresuraron a adoptar el librecambio, con la esperanza de atraer inversiones
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CAPITALISMO Y REVOLUCIÓN INDUSTRIAL EN GRAN BRETAÑA (1780-1850) | 59

del viejo continente. Sin embargo, durante ese período los británicos veían a
Latinoamérica principalmente como espacio de colocación del excedente de
mercancías. Ello no quita que se opusieran vehementemente a los planes de
unidad latinoamericana de Simón Bolívar y fomentaran la fragmentación políti-
ca. Así, fueron las burguesías comerciales criollas, en detrimento de los produc-
tores, las que lideraron el proceso político en el período.

4. La Revolución Industrial

Entre las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX se produjeron
cambios que impactaron a los contemporáneos. Las importaciones de algodón
bruto de Gran Bretaña desde sus colonias aumentaron de 6 millones de libras
en 1775 a 132 millones en 1810. Su elaboración se realizaba en novedosos
establecimientos, las fábricas, que oscurecían las ciudades con el humo de las
flamantes máquinas a vapor. La producción del carbón que utilizaban se dupli-
có entre 1760 y 1790. En una sociedad tradicionalmente campesina, hacia 1801
la agricultura sólo ocupaba al 35% de los trabajadores, mientras que manufac-
turas y fábricas absorbían ya el 30%. Las relaciones de trabajo también habían
cambiado: hacia 1833 la industria algodonera empleaba cerca de un millón y
medio de obreros (hombres, mujeres y niños). La población total del país au-
mentó de 6 millones de habitantes en 1750 a 28 millones en 1850. En este
último año, surcaban el territorio unos 10.000 kilómetros de rieles de ferroca-
rril, el invento que más impresionó en la época y que había hecho triplicar la
extracción de hierro en sólo dos décadas.
Del análisis de los datos estadísticos sobresalen dos rasgos característicos del
período 1780-1850. Uno, el ritmo del cambio económico. Su aceleración fue
absolutamente anormal si se la compara con la de los siglos anteriores en la
estructura de la industria, el volumen de la producción y la expansión del co-
mercio. El segundo: ese escenario económico traslucía el desarrollo de una
sociedad capitalista. Período de profundos cambios técnicos, durante el cual
aumentaron rápidamente el número de asalariados y la productividad del tra-
bajo; se ampliaron los espacios de venta, de inversión y de acumulación de
capital en una escala sin precedentes. Tales cambios transformaron profunda-
mente las percepciones que la mayoría de los hombres tenía acerca de su lugar
en la sociedad y de la sociedad misma. De una imagen estática apegada a la
tradición como lo deseable y natural, al cambio incesante como norma de vida.
De la idea de que generación tras generación cada uno estaba destinado a
permanecer en el rol que se le había asignado con su nacimiento, a una noción
de progreso como innovación y perfeccionamiento continuos.
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¿En qué se diferenció la industrialización de ese período de la de épocas pre-


vias? ¿Por qué se la considera una revolución? El factor revolucionario consis-
tió en la transformación del proceso de trabajo industrial, con la utilización de
máquinas impulsadas por energía inanimada que exigió que los obreros se con-
centraran en la fábrica como único lugar de trabajo. Esto determinó que el
proceso de producción fuera colectivo, como actividad de un “equipo” en
parte humano y en parte mecánico, en el cual los trabajadores debían adecuarse
al ritmo y a los movimientos de las máquinas. La ruptura con respecto a las
formas de trabajo anteriores fue profunda ya que, como explica Giorgio Mori
siguiendo a Marx, “en la manufactura y en el artesanado el obrero se sirve del
instrumento mientras que en la fábrica es el obrero el que sirve a la máquina”
(Mori, p. 19).
De modo que la producción de fábrica implicó el paso de una fase aún inmadura
del capitalismo a otra plenamente capitalista. Sobre la base del cambio técnico,
ese específico proceso de producción en gran escala provocó la separación
total entre el productor y la propiedad de sus instrumentos, estableciéndose así
relaciones directas entre capitalistas y obreros asalariados. En consecuencia,
mientras que la división del trabajo en la manufactura y en el artesanado tendía a
mantenerse, en la gran industria se profundiza constantemente, ya que el tipo
de beneficio buscado por el capitalista lleva a revolucionar la técnica del proceso
de trabajo de manera continua.

4.1 La primera fase de la Revolución Industrial: el algodón

La fábrica se constituyó entonces en símbolo de la RI. Y junto a ella, las telas


de algodón y las máquinas a vapor. En la primera mitad del siglo XVIII, Gran
Bretaña expandió su dominio colonial y adquirió preeminencia en la disputa
por el comercio con otras potencias europeas, lo que proporcionó a las com-
pañías mercantiles la oportunidad de vender cada vez más textiles de algodón.
Ello a su vez actuó como incentivo para aumentar la productividad en la indus-
tria textil. Desde mediados del siglo XVIII el tejido de algodón había logrado
mayor productividad que el hilado al aplicar a los telares un instrumento más
ágil, la lanzadera volante. El hilo se tornó escaso para las nuevas necesidades
de los tejedores, aumentó su importación y con ello su precio, así como el
descontento de los tejedores y la búsqueda de soluciones al desequilibrio. Fue
entonces la necesidad de adecuar la oferta de hilos a lo requerido por los teje-
dores lo que llevó a que la primera industria que adoptó el sistema de fábrica
haya sido la del hilado del algodón. Como resume Hobsbawm: “Tres invencio-
nes conocidas equilibraron la balanza: la spinning-jenny de la década de 1760,
que permitía a un hilador ‘a manos’ hilar a la vez varias mechas; la water-frame de
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1768 que utilizó la idea original de la spinning con una combinación de rodillos
y husos; y la fusión de las dos anteriores, la mule de 1780, a la que se aplicó en
seguida el vapor” (Hobsbawm, 1988: 55).
Inicialmente estas máquinas tenían dimensiones reducidas y fueron empleadas
dentro de la organización del trabajo existente, principalmente en la industria
doméstica o protoindustria. Su difusión fue rápida: hacia 1788 había más de
20.000 jennies en Inglaterra y Escocia. Sin embargo, la afirmación del sistema
de fábrica se produjo cuando se combinaron dos hechos de importancia. Por
un lado, en 1774 el Parlamento abolió la prohibición de elaborar en Inglaterra
telas totalmente de algodón (es decir, sin mezclar con hilos de lino, seda u
otros materiales). Lo novedoso fue que con esta medida el Estado comenzaba
a responder a los intereses de los primeros inventores-empresarios en detri-
mento de los de la tradicional Compañía de Indias Orientales, importadora de
telas de algodón hindúes (los calicós), empresa monopólica del comercio colo-
nial con India y símbolo del poderío del capital mercantil. De modo que el
camino quedaba despejado para la producción interna de un tipo de telas muy
del gusto del consumidor local. Pero ahora serían más baratas y permitirían la
acumulación de capital a otro sector social; como contrapartida implicaría la
decadencia tanto del artesanado británico como de los tejedores hindúes. En
segundo lugar, para aumentar la productividad y para lograr la finura de los
hilos hindúes se inventó la mule. Capacitada para superar la calidad de los calicós,
pero de dimensiones y complejidad tales que era imposible su utilización en
los talleres ya instalados, se hizo necesario la construcción de las primeras fá-
bricas. El proceso de producción fabril se completó con el acople de la máqui-
na a vapor a las máquinas hiladoras. En 1781 James Watt patentó su invento y
entre 1785 y 1790 fueron instalados quince de sus enormes aparatos para pro-
veer de energía a los mecanismos de las hilanderías. Así se revirtió la relación
entre hilado y tejido, ya que el aumento de la oferta de hilo generado por estas
primeras fábricas fue tal que llevó a transformar el tejido artesanal en fabril. Si
bien los telares mecánicos se difundieron después de 1815, ya en 1787
Cartwrigth inventó el primero de ellos y en 1803 estaban funcionando 2.400
en Inglaterra.
De modo que la primera fase de la RI –que se extendió hasta la década de
1820– consistió fundamentalmente en la instalación del proceso de produc-
ción fabril en la industria algodonera. Y dicho proceso, en términos de desa-
rrollo del capitalismo, equivale, no sólo a fábricas con máquinas, sino también
a trabajadores asalariados y a capitalistas. Sin embargo, en la abundante
historiografía de la RI, muchos son los ejemplos de especialistas que han pues-
to el énfasis en las innovaciones tecnológicas como esencia de las transforma-
ciones y la han definido como una “revolución técnica”. Es decir que han visto
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al cambio tecnológico como “variable independiente” causante de transfor-


maciones sociales y producto de inventos geniales y fortuitos. Sin embargo, las
invenciones son productos sociales, responden a necesidades sociales y econó-
micas de una época. Y en el caso que nos ocupa, acordamos con los historia-
dores que relativizan el significado de la innovación tecnológica en aquella
primera fase de la RI. Porque los primeros inventos técnicos –como la jenny o
la máquina a vapor– fueron sumamente modestos y no necesitaron nuevos
avances científicos, más allá de los producidos durante el siglo XVIII. La inno-
vación consistió, más bien, en trasladar recursos y saberes a nuevas actividades
productivas cuando éstas lo requirieron, y tal requerimiento provino de la ex-
pansión de la propiedad privada de los medios de producción. No obstante,
entre necesidad social (capitalista) y cambio tecnológico se fueron tejiendo
relaciones complejas de mutua influencia. Durante la RI, poco después de su
inicio, la aplicación de la fuerza de vapor dotó de mayor complejidad a las
máquinas y les permitió nuevas operaciones. Cada adelanto en la maquinaria
provocaba mayor especialización del trabajo humano. Y la mayor división del
trabajo simplificó los movimientos individuales por obrero, lo que a su vez
posibilitó que fueran imitados por una nueva máquina. Uno de los resultados
sociales fue el inicio de la concentración del capital industrial.
Centrémonos ahora en los protagonistas sociales de la Revolución Industrial,
es decir, en los empresarios que dirigieron la transformación del proceso de
trabajo industrial y se beneficiaron con ella, y en sus trabajadores, el nuevo
proletariado de las fábricas.
Mucho se ha escrito acerca del origen social de la primera generación de la
burguesía industrial. Una visión difundida lo remite linealmente a los sectores
“ricos” de la época. Según este enfoque, habrían sido los terratenientes y los
grandes mercaderes de la burguesía mercantil los propietarios de las primeras
fábricas hiladoras de algodón. La imagen que se desprende de tal interpreta-
ción es la de poderosos que habían “acumulado” metales preciosos, objetos de
arte y otros bienes lujosos –como mansiones y castillos– y que habrían vendi-
do buena parte de éstos para luego comprar las maquinarias y las instalaciones
fabriles. Sin embargo, no se registran fluctuaciones en el mercado de tales
bienes en la época previa a 1780. Y, fundamentalmente, no tuvo por qué existir
una identificación entre los sectores beneficiarios de la acumulación originaria
de capital y quienes primero invirtieron en el sistema de fábrica. Si entende-
mos el proceso de acumulación originaria no como una “acumulación” de
metales preciosos sino como la concentración de derechos sobre la propiedad
de los medios de producción existentes, vemos que mercaderes y terratenien-
tes jugaron otros roles en los inicios de la RI. Como ya señalamos, ellos crea-
ron las condiciones sociales necesarias que posibilitaron la posterior existencia
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de las fábricas. Además, ellos financiaron –con créditos comerciales o banca-


rios– los emprendimientos de los pioneros de la industria fabril. Y, finalmente,
formaron parte de las generaciones posteriores de empresarios industriales
una vez que se consolidaron y expandieron las posibilidades de beneficios.
La primera generación de propietarios de fábricas tuvo orígenes sociales más
modestos. Muchos de sus hombres provenían de la mediana y pequeña bur-
guesía rural, los yeomen, acostumbrados a desarrollar actividades vinculadas al
sector textil y con tierras que pudieron hipotecar para obtener fondos adicio-
nales. Tal fue la condición de los industriales más representativos de la indus-
tria algodonera como Peel, Strutt y Ashton. Asimismo, las nuevas técnicas en
los telares comenzaron a ser aplicadas por antiguos patronos de la industria
doméstica, en especial tejedores que pudieron generar ahorros beneficiándose
con la alta demanda de trabajo cuando las máquinas se aplicaron al hilado.
Otros habían sido arrendatarios rurales que como actividad secundaria se de-
dicaron al hilado o al tejido, e incluso hubo maestros relojeros, sombrereros y
zapateros entre los primeros industriales fabriles.
Hacia principios del siglo XIX esta burguesía industrial se estaba consolidando
como clase y lograba un alto margen de beneficios. Ello se debía a muy diver-
sas razones. Algunas de orden externo al proceso de producción, como la
amplitud del mercado disponible, el hecho de estar libres de impuestos a la
producción, y el bajo riesgo inicial, dada la modestia del capital monetario
necesario para montar la empresa. A éstas se sumaban las inherentes al tipo de
producción fabril inicial. La mecanización implicó una creciente productividad
del trabajo y, dado el bajo costo de la mano de obra, un consecuente aumento
del valor del trabajo que quedaba en propiedad del empresario, que a su vez
redundaba en una renovada acumulación de capital. Cuando el sistema de fá-
brica empezó a expandirse, la competencia y la siempre renovada mecaniza-
ción dejaron a muchos empresarios en el camino y comenzó la concentración
del capital industrial. Mientras tanto, no parece haber sido escaso el “espíritu
de iniciativa” de los primeros industriales como factor que los llevó a la pros-
peridad. Muchos lograron adaptarse al nuevo rol de empresario que la fábrica
requería. Ya no era el trabajador, sino él quien organizaba y planificaba el pro-
ceso de producción, coordinando y controlando las operaciones
interrelacionadas entre obreros y maquinarias. En relación a ello es que cobran
sentido cualidades que usualmente se les asignan, como “voluntad de triunfo”
o “impulsos entusiastas”.
A la vez se conformaba el proletariado. Hacia 1801 en Inglaterra había alrede-
dor de 1.700.000 empleados en agricultura, bosques y pesca y 1.400.000 en
fábricas, minas y construcción. ¿Por qué había crecido tanto el número de
proletarios industriales en los veinte años transcurridos desde la apertura de
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las primeras fábricas? Una explicación tradicional encuentra la respuesta en los


cambios demográficos de la segunda mitad del siglo XVIII. Si bien a partir de
1750 hubo un claro aumento de la población, asociado a una disminución de la
mortalidad, no parece haber sido éste el factor principal de reclutamiento de la
mano de obra fabril. Teniendo en cuenta que en los inicios de la RI la demanda
de trabajo asalariado fabril era mayor que la cantidad de personas dispuestas a
vender su fuerza de trabajo, las fuentes de origen de la primera generación de
proletarios fueron la emigración rural y el reclutamiento forzoso en los ba-
rrios-prisiones de las ciudades. Hobsbawm considera que la emigración rural
fue la principal vía de incorporación de mano de obra a las fábricas. El historia-
dor afirma que los pequeños productores y los campesinos pobres “debieron
de verse atraídos hacia las nuevas ocupaciones o, si –como es lo más probable–
se mantuvieron en un principio inmunes a esa atracción y poco propicios a
abandonar sus tradicionales medios de vida, obligados a aceptarlas”
(Hobsbawm, 1997: 57). Así, muchos de los primeros obreros que trabajaron
en conjunto con las jennies provinieron de la industria domiciliaria rural y del
trabajo domiciliario urbano. Como la atracción del trabajo en la fábrica era
muy débil, los empresarios recurrieron a la oferta de salarios más altos que los
ingresos que obtenían en el trabajo a domicilio, y también se solía ofrecer vi-
vienda. Otra fuente de reclutamiento de mano de obra fueron los hospedajes
de los barrios-prisiones subvencionados por el Estado. Denominados workhouses,
asilaban a vagabundos y a menores de edad pobres o huérfanos. Según Mori,
“la masa de mano de obra esencial y decisiva, es decir, la que dio un carácter
propio al factory system, estuvo representada por grupos de mujeres y de mucha-
chos reclutados de las workhouses... Eran ‘dóciles’, como entonces se decía, de-
bido a sus características físicas y a su dura experiencia anterior, y eran adqui-
ridos (...) en base a una transacción que los obligaba, lo quisieran o no, a per-
manecer, en general, durante siete años en la fábrica con horarios cuyo límite
en la práctica estaba marcado por la resistencia física al cansancio, pues cierta-
mente alcanzaba las 14, 16 e incluso más horas diarias, y con salarios
reducidísimos” (Mori, 1987: 111).
Sin duda, a la variedad de orígenes sociales de los obreros se sumaba la caren-
cia de mano de obra en esos tiempos iniciales. Mientras se desarrollaban las
primeras fábricas, los beneficios del trabajo a domicilio disminuían debido a la
fuerte competencia que encontraban sus productos por la aparición de los que
se elaboraban en las fábricas. No obstante, durante la RI el trabajo a domicilio
coexistió con las fábricas, pero terminó siendo desplazado al aumentar la me-
canización. Por otro lado, se calcula que en la década de 1830, en las fábricas
de tejido una cuarta parte de los trabajadores eran varones adultos, más de la
mitad mujeres y el resto varones menores de 18 años.
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Son numerosas las crónicas que muestran las serias dificultades de los obre-
ros para adaptarse al ritmo de trabajo de las fábricas, signado por la sirena
y el reloj, muy diferente al marcado por la naturaleza en las tareas rurales, o
al del trabajo a domicilio. Por otro lado, cambió radicalmente la relación
obrero-producto. Una división del trabajo mucho más profunda hacía que
cada obrero aportara sólo “algo” al acabado de la pieza, de modo que na-
die podía reconocerse como el autor del producto. Ello implicaba un cam-
bio revolucionario para la mentalidad y las costumbres de la época. Asi-
mismo las crónicas dan cuenta de los padecimientos por las transforma-
ciones radicales en sus modos de vida fuera de la fábrica. A la difícil adap-
tación que implicaba vivir de un salario se sumaban las condiciones de
extremo hacinamiento en los barrios obreros. El contraste con la vida an-
terior era muy fuerte. El trabajador domiciliario se imponía su propio or-
den de trabajo y gozaba de cierta libertad de movimientos. Su huerta le
permitía una producción básica de legumbres para subsistir en períodos de
escaso trabajo textil. Ese margen de seguridad desapareció cuando sus horas
fueron absorbidas por la fábrica y tuvo que radicarse en barrios cercanos a
la misma.
De modo tal que para lograr ductilidad de la mano de obra los empresarios
impusieron una férrea disciplina sobre los obreros, a la que sumaron acciones
coercitivas –respaldados por los códigos laborales– y salarios pobrísimos que
obligaban a los trabajadores a cumplir jornadas muchas veces de más de 15
horas de lunes a sábados inclusive. En las fábricas de algodón de Manchester
–ambientes totalmente cerrados y con más de 30° para favorecer el trata-
miento de la tela– estaba prohibido usar agua para beber o refrescarse fuera
de la media hora de descanso diario.
Los obreros pronto comenzaron a tomar conciencia de su nueva situación y a
actuar en consecuencia. Los primeros movimientos, a fines del siglo XVIII,
fueron de resistencia. Por entonces se producían episodios de repudio en los
que se destruían jennies, a las que consideraban máquinas “ladronas de traba-
jo”. Además, comenzaban las primeras luchas reivindicativas; por ejemplo, en
1795, braceros del condado de Norfolk se unieron con el objetivo de llevar a
cabo una acción en defensa del salario. Un grado mayor de organización deno-
taba el nacimiento de las primeras asociaciones de obreros de algunas hilanderías
en la década de 1790, en general de ayuda mutua y en defensa del salario. La
respuesta patronal no se hizo esperar. En 1799 y 1800 el Parlamento dictó
leyes –las Combinations Acts (Leyes de Asociaciones)– que prohibían toda
forma de asociación obrera a la vez que impulsaban la consolidación de asocia-
ciones de tipo mutualista, las Friendly Societies ya existentes, como manera de
encauzar y diluir la lucha obrera.
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De las actitudes mutualistas muchos obreros pasaron a la ofensiva. Hacia 1811-


1812 se produjo el momento culminante de los movimientos luddistas. Los
trabajadores destruían máquinas de manera más organizada y sistemática que
en los primeros episodios; era clara la intención de afectar las propiedades y los
beneficios del empresario, y no sólo dañar el instrumento de trabajo. Estas
protestas fueron duramente reprimidas por el Estado mediante el uso del ejér-
cito regular.
La huelga fue otra de las formas que adoptaron las protestas. La primera gran
huelga de obreros fabriles fue en Manchester en 1810, en la que varios miles de
hiladores de algodón se distribuyeron el fondo de huelga. Otro momento sig-
nificativo en las luchas por las reivindicaciones obreras fue en 1819, con la
llamada “masacre de Peterloo”, cuando en Manchester se congregó una mani-
festación de más de 100.000 personas que también sufrieron la represión de
las fuerzas estatales.
Leyes, represión y coerción empresarial no pudieron, sin embargo, eliminar
la fuerte presión de los trabajadores ingleses. Las Leyes de Asociaciones los
llevaron a crear sociedades secretas, como las que dieron origen a las accio-
nes de los luddistas. El movimiento luddista se prolongó por varios años
para luego dejar lugar a otro tipo de resistencia obrera que respondía a la
necesidad de una organización social propia. Ello se concretó con la apari-
ción de los primeros sindicatos (las trade-unions). Comenzó entonces a de-
sarrollarse el sindicalismo y su lucha por la abolición de las Leyes de Asocia-
ciones. Lo lograron en 1825, conquistando los derechos de asociación, de
reunión y de huelga, pero en la práctica no se aplicaron hasta la segunda
mitad del siglo XIX.
Sobre la base de las trade-unions, en la década de 1830 comenzó a organizarse
el movimiento cartista, el primer movimiento político de la clase obrera, con
alcance nacional e independiente de la burguesía. Tomó su nombre de la “Car-
ta del Pueblo”, documento que sintetizaba su programa, y que incluía la lucha
por el sufragio universal, el voto secreto y otros derechos políticos. Fue en sus
inicios un movimiento de reforma de carácter moderado que se radicalizó en
la década de 1840, concentrando sus esfuerzos en las reivindicaciones políti-
cas. Muchas de las conquistas laborales de esa época se debieron a la agitación
cartista. Las condiciones de vida del proletariado habían mejorado en algo por
la sanción de una serie de leyes “protectoras” del trabajo, una en 1844 que
limitaba el trabajo de los mineros a seis horas diarias; otra, de 1847, impuso la
jornada de diez horas en las fábricas hiladoras de algodón. Por otro lado, los
inicios del librecambio determinaron una cierta baja en el precio del pan y de
otros alimentos. Era ya el momento en que Marx y Engels redactan el Mani-
fiesto Comunista.
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Si volvemos ahora la mirada hacia la estructura industrial británica veremos


que a comienzos del siglo XIX la industria algodonera sobresalía entre las
restantes. Entre 1784 y 1813 el valor de la producción de las telas de algodón
pasó de 5 a 28 millones de libras esterlinas y hacia el final del período los
productos de algodón constituían casi la mitad del valor de las exportaciones
de mercancías de Gran Bretaña. En ese lapso, la media de las importaciones de
algodón en bruto subió de 7.200 a 29.250 toneladas, lo que representaba un
20% de las importaciones.
La industria del algodón creció, entonces, más rápidamente que otras, trans-
formándose en el sector dinámico de la economía británica. Es el momento de
preguntarnos por qué motivos esa y no otra rama industrial se revolucionó
primero y se transformó en sector dinámico. En primer término cubría una
necesidad básica: la del vestido. Por otro lado, el traslado de sus productos era
factible con los medios técnicos de la época, ya que aún no se había aplicado el
vapor a los medios de transporte. Asimismo se favorecía con un contexto
internacional en el que, como también dijimos, Gran Bretaña tenía una presen-
cia central. Los calicós que la compañía monopólica británica importaba de la
India se reexportaban al gran mercado europeo, por lo que ya existía una red
comercial que pudo ser utilizada para sustituirlos por la venta de géneros de
algodón producidos en la metrópolis.
La materia prima que elaboraban las hilanderías fluía a Gran Bretaña en condi-
ciones sumamente ventajosas, tanto por el desigual comercio con las colonias
como por la explotación de mano de obra esclava. El cultivo del algodón se
realizaba en plantaciones esclavistas de las Indias Occidentales, Brasil y en los
Estados del sur de Estados Unidos. De modo que la base de la abundancia y el
bajo precio del algodón de la RI era la explotación abierta de los trabajadores
en el “nuevo mundo”.
Finalmente, y en relación con lo anterior, Inglaterra contaba con aceitados
mecanismos de llegada y de control en los mercados coloniales propios y aje-
nos, y en ellos encontró la industria del algodón espacios que le permitieron
una expansión sin precedentes. Valga como ejemplo uno significativo: “Los
esclavos, comprados en parte a cambio de telas de algodón en las costas africa-
nas, y vestidos con telas de algodón compradas por los plantadores en las islas
en las que fueron desembarcados, determinaron la fortuna de una industria
algodonera que había comenzado por constituirse en el mercado metropolita-
no” (Bergerón, 1986: 15).
Las oportunidades para los fabricantes algodoneros se tornaron más ventajo-
sas aun cuando Gran Bretaña entró en guerra contra Francia en 1793, situa-
ción que se prolongó hasta 1815. La penetración de los textiles ingleses se
acentuó tanto en las desprotegidas colonias francesas como en las de su aliada
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España. En este contexto cobran sentido las invasiones inglesas de 1806 y


1807 al Río de la Plata. La primera expedición tuvo como objetivo inmediato la
captura de un cargamento de oro y plata concentrado en Buenos Aires para su
traslado a España. Aunque ello no excluyó la implantación del comercio libre
con Gran Bretaña mientras duró la ocupación de la capital del Virreinato. La
segunda invasión comenzó por la toma de Montevideo, a la que los ingleses
atiborraron de telas de algodón. Durante los ocho meses en los que se prolon-
gó la conquista, la ciudad fue transformada en base de una penetración mer-
cantil hacia el Virreinato. Cuando finalmente terminó la ocupación y la flota se
marchó vencida, dejaba llenos de productos británicos los depósitos de los
comerciantes montevideanos.
El desarrollo del proceso fabril en el algodón producía un efecto desencadenante
sobre otras industrias. Estimulaba la elaboración mecanizada de otros produc-
tos, como la lana, el carbón y el hierro.
La tradicional manufactura de la lana se vio presionada por la calidad y los
precios competitivos de los nuevos hilos y telas de algodón. Con un retraso
significativo y un ritmo menor, las maquinarias se fueron incorporando tam-
bién en este sector. Hacia 1800 existían unas veinte fábricas de hilos de lana en
Inglaterra que convivían con las formas de producción habituales. De todos
modos, los productos de lana perdían en la competencia con las telas de algo-
dón, más baratas y manuables para su uso cotidiano, y especialmente aptas
para los climas cálidos y templados de las colonias.
Más importantes fueron las transformaciones y el crecimiento de la industria
minera, debido al aumento de la demanda de carbón requerido por las fábricas
algodoneras. Cambiaron las técnicas de extracción y de transporte del material.
La máquina a vapor de Watt se comenzó a aplicar a fines del siglo XVIII. A
principios del XIX era notable el incremento de las inversiones y de las dimen-
siones de las empresas mineras. Un proceso similar atravesaba la metalurgia
del hierro. En 1783 se creó el procedimiento del pudelado, que permitía con-
vertir el hierro en bruto en hierro maleable. La demanda creció en el área civil
para la construcción de máquinas textiles y a vapor, y de máquinas para fabri-
car las máquinas, lo cual constituyó el inicio de la industria pesada. No obstan-
te, las relaciones sociales de producción en estas industrias aún distaban de ser
claramente capitalistas.
Al observar el conjunto de la economía británica durante la primera fase de la RI
debemos relativizar el impacto de la mecanización. El boom del algodón no ocul-
taba que hacia 1820 el nuevo sistema de fábrica estaba limitado a una estrecha
franja del sector industrial. Tengamos presente que la mayoría de los productos
–alimentos elaborados, enseres domésticos, calzado, construcción– se siguieron
produciendo de modo tradicional hasta la segunda mitad del siglo XIX.
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Hacia la década de 1820 la presión que ejercía la valorización del capital llevó a
sortear la barrera del transporte: expandió la RI a límites no previstos con la
aplicación de la máquina de vapor. Nos encontramos ante la invención del
ferrocarril.

4.2 La segunda fase de la Revolución Industrial: el ferrocarril

Las fábricas de tejidos de algodón demandaban una creciente producción de


carbón. Ello había provocado ya la difusión de máquinas a vapor en el proceso
de extracción, al interior de las minas. Hacia la década de 1820 la industria
carbonífera necesitaba un medio de transporte ágil y potente para llevar el
carbón desde las minas hasta los puntos de embarque. Se originó así la tracción
por rieles, que luego de años de perfeccionamiento derivó en la locomotora de
George Stephenson. La primera línea férrea, de 1825, unió una zona minera
(Durham) con la costa. A partir de ese momento, el novedoso transporte se
expandió rápidamente provocando un verdadero furor. Durante las décadas
de 1830 y 1840 se extendieron numerosas líneas cortas de carácter local que
conformaron hacia mediados de siglo una red nacional de más de 8.000 kiló-
metros.
La difusión del ferrocarril tuvo una importancia estratégica en la economía de
la época. Profundizó el desarrollo capitalista en diversos sentidos. Absorbió
capitales en enormes proporciones, convirtiéndose en la principal fuente de las
inversiones. Impulsó la extensión del sistema de fábrica a la industria pesada y
consecuentemente generalizó el trabajo asalariado. A la vez, provocó cambios
radicales en las formas de comunicación existentes. Ello llevó a una significati-
va transformación del mercado externo británico y, poco después, del merca-
do mundial. La “era del ferrocarril” generó un clima entusiasta en quienes
confiaron en un progreso que les pareció ilimitado y eterno. No sólo en el
plano económico. El tren conmovía, trastocaba las percepciones del espacio y
del tiempo al reducir las distancias y abrir nuevos rumbos, y fortalecía la con-
fianza en las potencialidades humanas frente a la naturaleza. Sus límites se
percibieron recién en la Gran Depresión de 1873.
¿Cuáles fueron las causas de su desarrollo? Hacia 1830 las primeras generacio-
nes de la burguesía industrial algodonera habían acumulado capitales en tales
proporciones que excedían toda posibilidad de reinversión rentable en las acti-
vidades textiles. Además, el fin de las guerras napoleónicas redujo los márge-
nes de inversión en la industria bélica y en el Estado. En un principio, parte de
ese capital fue derivado al sistema financiero con préstamos a gobiernos sud-
americanos que en general terminaron en fracaso para los inversionistas. Fue
en ese momento que el Río de la Plata, luego de una visita de Bernardino
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Rivadavia a Londres en 1824, tomó un préstamo de Baring Brothers, la casa de


banca mercantil británica, por un millón de libras.
De modo que, ante una primera crisis de rentabilidad capitalista, el ferrocarril
se presentó como una oportunidad en la que, como dice Hobsbawm, “su cos-
to era su principal ventaja”. A la instalación de las propias compañías ferrovia-
rias se sumaba la posibilidad de inversión en acciones de bolsa que pronto
generaron un boom especulativo financiero. Además, la demanda de maquina-
ria y de hierro que se generó, orientó inversiones hacia la instalación del siste-
ma de fábrica en las industrias minera, metalúrgica y mecánica.
El mercado de trabajo sufrió fuertes cambios. La construcción de ferrocarriles
absorbió buena parte de la emigración rural. Hacia 1847 empleaba ya el 4% de
la población activa masculina. El efecto multiplicador que produjo en otras
industrias profundizó la urbanización y la población urbana pasó a ser enton-
ces tres veces más grande que la campesina.
El ferrocarril aumentaba la velocidad y la capacidad de transporte de mercan-
cías, a la vez que abría caminos hacia zonas no mercantilizadas hasta ese enton-
ces. Ello influyó en otros medios de comunicación, que para competir debie-
ron modernizarse, como las empresas que explotaban la navegación de los
canales. Así, los buques de vapor acompañaron el proceso de expansión de los
mercados que se iniciaba.
Esta segunda fase de la RI fortaleció aun más la posición de Gran Bretaña en
el mercado mundial. El ferrocarril estimuló la exportación de bienes de capital,
pues los países del continente europeo, a partir de la década de 1840, acudie-
ron a la siderurgia británica para la construcción de sus propios rieles y trenes.
La expansión ferroviaria pronto continuó en Estados Unidos, Canadá, Améri-
ca Latina, India y Australia. Por otro lado, los altos beneficios que obtenían las
compañías ferroviarias británicas derivaron en la ampliación del mercado de
capitales en forma de créditos al extranjero.
En conclusión, la diseminación del ferrocarril por el mundo fue producto de
las presiones del capital por valorizarse y redundó en un espacio de inversión y
de rentabilidad de enorme magnitud. A la vez les proporcionó a los capitalistas
industriales y financieros europeos excepcionales formas de valorización en el
“nuevo mundo” porque a través de las locomotoras se exportó capitalismo.
Para Latinoamérica su llegada significó un antes y un después: el ferrocarril no
se instaló siguiendo la distribución de la población tradicional ni de acuerdo a
los sistemas económicos vigentes, sino que obedeció a los fines de rentabilidad
de las empresas británicas y de los sectores mercantiles dominantes locales. La
expansión vigorosa del sistema ferroviario de los países latinoamericanos co-
rrió a la par de las economías de exportación primaria y de su integración con
diversos tipos de inversión de los capitalistas británicos y de otras regiones
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europeas. De modo que significó la ruina de numerosas economías regionales


y el empobrecimiento de amplios sectores de las sociedades tradicionales. La
contracara fue el avance de burguesías locales que se tornaron dominantes al
establecer alianzas con quienes traían el ferrocarril.
Y si la ocupación militar había sido instrumento político y el ferrocarril instru-
mento técnico de los británicos para adueñarse de nuevos mercados, el triunfo
del librecambio fue su instrumento ideológico. Para llegar a ese punto la bur-
guesía industrial tuvo primero que imponerse en sus conflictos con los terrate-
nientes británicos. Éstos habían logrado mantener las Leyes de Granos (Corn-
Laws) que gravaban la importación de cereales como protección de la produc-
ción agrícola local. Desde la perspectiva de los industriales –que pretendían
aumentar sus ganancias bajando costos a través de una reducción de los sala-
rios– estas leyes encarecían el precio de los cereales y con ello el de la mano de
obra, que no podía descender más allá del límite de la subsistencia. De modo
que la burguesía industrial manifestaba su liberalismo presionando por la de-
rogación de las Leyes de Granos. Pero no contaba con representantes propios
en un Parlamento dominado aún por la burguesía agraria y mercantil, y las
leyes citadas se mantenían. La situación se prolongó hasta 1832, cuando los
industriales lograron legisladores propios mediante una reforma electoral. A
partir de ese momento la presión anti Corn-Law se intensificó pero ya con más
argumentos: las leyes no sólo encarecían el precio de los cereales sino que
también impedían el aumento de las exportaciones inglesas. Los industriales
sostenían que era necesario que el mundo no industrializado pudiera vender
sus productos agrícolas a Gran Bretaña para poder, a su vez, comprar los pro-
ductos industrializados británicos. Finalmente, durante la década de 1840 lo-
graron imponerse en alianza coyuntural con el movimiento cartista. Las leyes
fueron derogadas y con ellas los aranceles, no sólo sobre la importación de
cereales sino también de otros productos alimenticios y de materias primas y
manufacturas. De este modo, el librecambio le permitía a la burguesía indus-
trial británica procurarse materias primas a precios ventajosos mientras que su
desarrollo fabril la protegía de cualquier competencia en los productos
industrializados.
Con el librecambio, Gran Bretaña estableció una división internacional del tra-
bajo a la medida de su RI. Abrió puertos y demandó alimentos y materias
primas a los países no industrializados, aumentando, a su vez, la posibilidad de
venderles sus nuevos productos. La expansión del capitalismo significó, en-
tonces, la expansión de un sistema económico que dominó a otros modos de
producción. Transformó la lógica de acumular riquezas, de producir y de inter-
cambiar productos no sólo en Inglaterra sino en el mundo. Las economías
exportadoras de materias primas, al adherir al librecambio, no iniciaron su de-
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sarrollo industrial. Confiaron en el progreso que la inserción en la división


internacional del trabajo parecía proponerles.
Esto significó, para buena parte de América Latina, la entrada abrupta a un
capitalismo que le asignaba el rol de productora primaria exportadora –agríco-
la, ganadera o minera, según los recursos de cada región– y de consumidora de
bienes industrializados importados. Las burguesías locales nacientes lo
prohijaron y lograron consolidarlo como identidad nacional. En las sociedades
latinoamericanas el comercio exterior pasó a ser el eje de la vida económica,
generalmente basado en relaciones bilaterales con Gran Bretaña. De allí llega-
ban, además, empréstitos para los Estados de América Latina, que poco des-
pués, a fines del siglo XIX, pasaron a formar parte del nuevo Imperio Británi-
co, como “colonias informales”. Eran los inicios de una lógica de enriqueci-
miento propia de las burguesías latinoamericanas que, aun habiendo variado
los centros capitalistas, se consolidó y todavía perdura.

5. Consideraciones finales

La RI ha sido y es tema continuo de estudio. Contamos con múltiples interpre-


taciones que responden a muy diversas motivaciones ideológicas y
metodológicas. Es importante destacar que cada enfoque construye su propio
objeto de estudio; es decir, que difieren los sentidos otorgados a la RI. Algu-
nos encuentran su “esencia” en la aplicación de nuevas tecnologías a la indus-
tria. Otros en la apertura y expansión de la denominada economía de mercado. Y
otros destacamos la RI como momento esencial en la consolidación del capita-
lismo. Según la perspectiva adoptada, varían la naturaleza y la profundidad de
los cambios percibidos. Inclusive hay visiones que descartan que la categoría
“revolución” sea apropiada para comprender aquello que aconteció en Gran
Bretaña hacia fines del siglo XVIII.
En consecuencia, cada interpretación privilegia una dimensión de análisis, es-
tablece relaciones y las jerarquiza. Así, los primeros historiadores liberales usual-
mente se limitaban a relacionar la serie de “progresos” tecnológicos que per-
mitieron un aumento autosostenido de la producción. Hacia el siglo XX, nu-
merosos investigadores han puesto especial énfasis en analizar los factores que
impulsaron el “despegue” de las sociedades industriales. Es decir, en conside-
rar detenidamente las causas que motivaron la expansión continuada de la in-
dustria. Su interés no ha sido exclusivamente una cuestión teórica, en él ha
influido el intento de encontrar y promocionar la vía más rápida de desarrollo
capitalista para que los países no industrializados –o subdesarrollados– deja-
ran de serlo. De modo que, frecuentemente, los diversos argumentos de esos
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historiadores y economistas pretenden ser contribuciones para los problemas


de “atraso” económico de sociedades que aún hoy no se han industrializado.
Muchas veces esas miradas desarrollistas han visto en el proceso inglés un
modelo. Un modelo que se destaca por el protagonismo de la iniciativa empre-
sarial como gestora e impulsora de las transformaciones socioeconómicas, y
por un Estado que actúa como su instrumento. Lectura e interpretación de los
hechos que de modo alguno expresa el espíritu de nuestro trabajo.

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