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Garretón, 1993: 223-225.
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Efectivamente, con estas contribuciones Vargas Llosa se propone discutir los
supuestos sustentados por las prácticas gubernamentales y sociales predominantes en
América Latina, desde una perspectiva que no es ni institucional ni economicista, sino
cultural ideológica. La libertad de comercio internacional y la denominada sociedad de
la información son los asuntos que defiende de modo recurrente aunque con nociones
tomadas de viejas dicotomías del debate cultural latinoamericano: baste recordar la
célebre propuesta sarmientina de civilización o barbarie, y otras del estilo: modernidad
versus tradición, indigenismo versus europeísmo, colectivismo versus iniciativa
individual, planificación estatal versus libertad de mercado, etc. En otras palabras, odres
viejos para vinos nuevos, viejos emblemas para una polémica matizada por la defensa
de principios y el ataque a figuras prototípicas o caricaturescas de la realidad del
subcontinente.
Tal vez parezca abusivo señalar que a partir de dichas dicotomías el pensamiento
político cultural latinoamericano se ha vertebrado a lo largo de un eje cuyos puntos
terminales son el populismo y el elitismo. Es obvio que ambos marcan tendencias
opuestas, pero en la historia de nuestras sociedades ha sido por lo general el discurso
academicista de uno y otro (y no las acciones específicas de cada signo) lo que ha
alentado imaginarios dispares e inconciliables. Durante décadas, los gobiernos
latinoamericanos han oscilado entre medidas excluyentes en lo económico y estrategias
populistas en lo cultural y viceversa. Independientemente de la preponderancia de
alguno de esos dos extremos, las desigualdades socioeconómicas de la región tendieron
a profundizarse fundamentalmente en los últimos treinta años. La herencia hispánica
más persistente fue la impronta de instituciones estatales cuya correspondencia con los
intereses de las elites generó las ostensibles disparidades en la propiedad de la tierra que
hasta hoy todavía no fueron corregidas. Durante el siglo XX la sucesión de gobiernos o
dictaduras de signo conservador, demagógico, desarrollista o neoliberal no ahuyentó
del poder a las oligarquías, que en alianza con inversionistas y corporaciones
multinacionales, retuvieron el control y la orientación de los programas
gubernamentales. Aunque con énfasis diferentes, es cierto que no pocas
administraciones asumieron medidas igualadoras en diversos ámbitos (educación, salud,
vivienda, derechos políticos, etcétera), pero por lo general carecieron de la fuerza o la
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eficacia para contrarrestar las acciones o las normas que favorecían manifiestamente a
los sectores privilegiados y minoritarios de la población.
En los hechos, el polo elitista ofreció albergue para que liberales como Vargas
Llosa, defensores de la racionalidad europea y de la modernización al modo
norteamericano, exhibieran sus contradicciones más conspicuas. Las ideas liberales
inspiraron ya desde mediados del siglo XIX la concepción doctrinaria en que se
respalda el orden jurídico de los Estados latinoamericanos y por ello la libertad
individual, la separación de poderes y otros principios quedaron plasmados en la
sección dogmática de las respectivas cartas constitucionales. Por supuesto, en nuestras
repúblicas no se conservan más que rastros borrosos de estos dignos ideales, que sin
embargo poco tienen que ver con las tradiciones nativas. Aparte, la inequidad en la
distribución de la riqueza y en el acceso desigual a los bienes simbólicos y materiales
hace tiempo que sepultó la posibilidad de una sociedad latinoamericana como la
soñaron Alberdi, Sarmiento y tantos otros que enarbolaron la idea de que las
nacionalidades latinoamericanas deberían ser integradas fundamentalmente por
inmigrantes europeos.
El populismo, por su parte, fue la puerta de escape para los nacionalistas y
algunos desarrollistas que, huérfanos de consenso entre las clases medias y altas, se
precipitaron con algo de demagogia hacia los campesinos, los indígenas y los mestizos.
Según una interpretación compartida por algunos autores2, el sesgo elitista de la mayoría
de los gobiernos de la región fue el principal obstáculo para la consolidación de la
democracia y fue el factor de inestabilidad política que determinó la ola de alzamientos
y regímenes militares que durante décadas suspendieron las garantías constitucionales y
encarcelaron a opositores y disidentes. Estos, por su parte, expresaban de alguna forma
el descontento de los sectores desfavorecidos de la población, pero no representaron ni
los intereses históricos de las clases subalternas ni vertebraron de modo consistente un
programa de reformas incluyentes, que equilibraran la distribución de cargas y
beneficios. La misma interpretación sindica al elitismo como la provocación para que se
registraran las respuestas populistas, que sólo trataban de remediar la exclusión, la
pobreza y la desigualdad, mediante programas de redistribución de recursos con escaso
soporte fiscal y económico. Los programas populistas, aunque tuvieron un éxito relativo
para algunos sectores postergados, sin lograr revertir la concentración e incremento de
los privilegios de las minorías, fracasaron en la mayoría de los casos porque se toparon
2
Galafassi, 2002; Azpiazu et al. 1994.
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con la oposición de las elites y con restricciones financieras, que provocaron nuevas
reacciones conservadoras.
Otros análisis3 atribuyen a la citada continuidad de oscilaciones elitistas y
populistas un énfasis opuesto. No es que la elite gobierne en procura de sus intereses
particulares, sino que la distribución legítima de las riquezas requiere de un largo
proceso de acumulación que precisamente las políticas populistas interrumpen con
persistencia dañina e inicua. Conocida como “la teoría del derrame”, esta explicación de
entrecasa adjudica la responsabilidad de interrumpir las políticas “correctas” a la
demagógica práctica de caudillos que manipulan inescrupulosamente a las masas.
En el contexto de los vaivenes políticos por los que atravesaron los países
latinoamericanos diversas expresiones liberales suelen adjudicar las injusticias sociales
y el desorden institucional a las prácticas populistas, demagógicas, autocráticas y
dictatoriales de los diversos regímenes “excepcionales” de nuestra historia. En la serie
de intelectuales latinoamericanos que alguna vez pensaron soluciones a estos
recurrentes trastornos de nuestras sociedades, Mario Vargas Llosa destaca como uno de
los más activos ideólogos liberales de la segunda mitad del siglo XX, particularmente a
partir de la década de los ochenta4.
Por esos años, se experimentaron en casi toda la región unas reformas
económicas que desactivarían los intentos de las políticas desarrollistas acometidos en
América Latina desde un par de décadas antes. La inspiración de tales reformas procede
de los denominados reaganomics, neologismo con el que se celebra el reflujo liberal
aportado por el presidente norteamericano que alguna vez fue actor de reparto en el cine
de Hollywood.
En procura de hacer aceptables las reformas mencionadas, el discurso neoliberal
optó por actualizar las por mucho tiempo inaplicadas doctrinas que dieron aliento a
nuestras instituciones democráticas. Así, volvieron a flamear las banderas de un
liberalismo decimonónico que más allá de las intenciones manipuladoras ofrece cierta
justificación al optimismo mesiánico de la salvación individual mediante el mágico
remedio de la irrestricta libertad de comercio, el abandono del intervencionismo estatal
y el respecto por la iniciativa y la propiedad privadas.
Con un entusiasmo asimilable al fervor juvenil, en sus escritos de carácter
ensayístico acerca de la coyuntura mundial Vargas Llosa expone sus convicciones sin
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Lechner, 2000.
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Cfr. Ballón Vargas ,José Carlos (s.f.)
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medir conveniencias oportunistas ni correcciones políticas. Sus ideas no tienen ambages
ni admiten interpretaciones creativas, pues expresan resueltamente la admiración por un
modelo social acaso soñado con fervor hace casi dos siglos, pero que en los escenarios
actuales ya a casi nadie deslumbra, acaso porque sus principios son muy vagos o
porque sus objetivos son inviables.
Como formador de opinión, Vargas Llosa viene dejando testimonio de estas
convicciones en artículos ensayísticos que se publican con regularidad semanal en
periódicos españoles y latinoamericanos. También es invitado a charlas y conferencias
ante audiencias influyentes de empresarios y aprendices de conducción estratégica. A la
vez, mantiene un acceso frecuente a programas de televisión y de radio. La defensa
intransigente que Vargas Llosa ejecuta a favor de la economía de mercado, de la
superación de los nacionalismos, de la libertad de prensa, su crítica al intervencionismo
estatal, a la planificación centralizada a las burocracias públicas, y por sobre todo al
indigenismo lo ha colocado en la cúspide del elitismo cultural latinoamericano, que
desde siempre brega por el rechazo absoluto de las tradiciones nativas y por la
adaptación de los modelos exitosos experimentados en los países desarrollados.
Por otra parte, hacia los noventa y sin convicciones precisas, en vista de las
brechas que fragmentan nuestras sociedades, las políticas culturales populistas y elitistas
terminaron coexistiendo bajo el amparo de muchos gobiernos caracterizados por la
combinación de políticas de mercado y liderazgos pseudo carismáticos que recordaron
en más de un caso a los emblemáticos Cárdenas, Vargas o Perón. Debido a esta inédita
coexistencia de principios incompatibles de las políticas culturales, fueron desatendidos
los sistemas educativos del continente, que terminaron languideciendo conforme las
nuevas tecnologías mediáticas ingresaban a los hogares como fuente de entretenimiento
e información5. La televisión por satélite, la Internet y la telefonía celular comenzaron
siendo rasgos inequívocos de distinción y de estilo. Conforme estos dispositivos se
abarataban, los sectores populares pudieron apropiarse de ellos, aunque con cierta
demora y quizás absorbiendo con estas tecnologías un trago más de su transculturación
y disolución identitaria6.
Esta última circunstancia histórica ha derribado el intento de mantener las
dicotomías maniqueas, y por ello ha sido caratulada como neopopulismo de mercado.
Lo cierto es que gracias a la confluencia de varios factores, algunas ideas del viejo
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Brunner, 1998.
6
García Canclini, 1987 Barbero, 1985.
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elitismo latinoamericano volvieron a despertar entusiasmo y confianza entre muchos
sectores de clase media. Entre esos factores hay que mencionar el fracaso atribuido a las
concepciones socialistas y populistas y la proliferación de la indigencia y el desempleo
como ingredientes esenciales para comprender el reflujo del elitismo de la mano de
convicciones liberales. En este contexto, los aportes de Vargas Llosa se dejan leer como
la expresión de una visión del mundo que trata de convencernos de que es la única
doctrina para remediar la injusticia social y el sufrimiento, dado que otras patologías
sociales o bien son consideradas incurables o bien permanecen en la oscuridad que
deparan los relatos del mesianismo liberal.
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entrever el hilo conductor de las argumentaciones. En casi todos los casos, dos
operaciones retóricas cubren el fondo argumentativo de los textos: el panegírico y la
diatriba. La primera de estas operaciones se manifiesta en la veneración acrítica de la
sociedad capitalista y de los principios genéricos de la libertad sin igualdad ni justicia,
con lo que se obstaculiza el desarrollo más profundo de los planteos. Por otro lado, la
diatriba se emplea a como dé lugar en la rápida y nunca fundamentada adjudicación de
culpabilidades por el deterioro institucional y económico de nuestras sociedades Tal vez
por estas razones la ideología se manifiesta con tanta claridad que algunos ensayos
parecen procedentes de una pluma por momentos candorosa y por momentos
despreocupadamente cínica. Ciertamente, dicho candor oficia como la piel del cordero
con que se disfraza el lobo: es clara la intencionalidad de ofrecer para los conflictos que
agitan a la sociedad planetaria una interpretación lineal según la cual,
sorprendentemente, todos los males se remediarían con más “libertad” y menos
“burocracia”, con más realismo pragmático que con más utopías y ensoñaciones
revolucionarias.
Así, por ejemplo, coherente con el principio spenceriano de que el Estado no
debe intervenir en ninguna esfera de la vida social, proclama que no intervengan las
agencias gubernamentales en la asignación de subvenciones, pues la sola intervención
del Estado tiñe a las obras de arte de un indeseable conformismo para con los
poderosos. Por supuesto, en ese mundo de dicotomías simples, la obsecuencia respecto
de la burocracia resulta digna y favorable si se redirecciona a la iniciativa de los
adinerados sectores privados:
(…) estoy convencido de que el creador debe defender (…) su independencia frente al poder y
ser un estricto servidor de sus demonios: sus convicciones y obsesiones personales. Y, si le hace
falta, buscar apoyo en todos los recovecos de la sociedad, como lo hizo Buñuel, quien pidió
ayuda económica a las condesas, pero no a los gobiernos. Algo anda mal en la cultura de un país
si sus artistas, (…), se empeñan en alcanzar protección y subsidios del gobierno. [Es] preferible
que el Estado (…) transfiera lo principal de esa tarea a la sociedad civil, mediante políticas […]
que estimulan el mecenazgo y las iniciativas culturales de los particulares. (14 de agosto de
2004).
Otro ejemplo del aparente candor de los ensayos puede verse en el siguiente
comentario sobre la fortaleza de la democracia en el Reino Unido.
Hace algunos años escribí un artículo en el que sostenía la tesis de que el cimiento más sólido
de la democracia en el Reino Unido eran las viejitas, esas señoras con sombreritos llenos de
pájaros y flores -algunas de ellas, muy ancianas- que escriben cartas a los diarios, y a ministros
y diputados, para protestar o alabar lo que ocurre, y que van a manifestarse con sus carteles ante
las embajadas o la casa del primer ministro, y que llevan sobre sus hombros el peso de las
campañas electorales, sin cobrar un centavo. (Viernes 29/12/ 2000)
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Esa democracia sostenida por nobles ancianas ha decidido la invasión a Irak a
fin de colaborar con los procesos de institucionalización imprescindibles; Vargas Llosa
expone estas ideas que pretende hace pasar por concienzuda reflexión crítica:
Soy optimista por una razón muy simple: peor que Saddam Hussein no puede haber nada.
Después de esa experiencia atroz, sólo podemos ir para mejor. ¿Cómo después de un pasado
donde se perpetraron horrores tan vertiginosos, no mostrarse esperanzados con el futuro, pese a
los apagones, a la falta de agua, a la anarquía y la inseguridad?(…) Bastará que los aliados
anuncien la creación del Comité del Gobierno Iraquí para que la confianza de la población
renazca, -además- se impondrá el orden ciudadano, se restablecerán los servicios e irán
desapareciendo la incertidumbre y la inseguridad que reina ahora” (El País, 7 de agosto de
2003)
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desarrollo a instrumentar políticas que llevaron al colapso a sus economías. En ese
sentido, tampoco aparecen referencias a los maltratos ilegales perpetrados por el ejército
norteamericano a los prisioneros iraquíes, ni a los “efectos colaterales” de los
bombardeos angloamericanos o de la OTAN sobre la población civilen Oriente Medio,
Irak,y los Balcanes, etc.
Adviértase, a modo de ejemplo, cómo es presentado el problema de los
inmigrantes ilegales. En varios artículos hay referencias puntuales a maltratos y
hostigamientos producidos contra extranjeros en Francia o Alemania. Como no hay
referencias a esta cuestión en los Estados Unidos o Gran Bretaña, se da a entender que
allí los inmigrantes serían bienvenidos. En lo que parece un texto irónico, así describe
Vargas Llosa la condición de los inmigrantes ilegales en ciudades industriales como San
Pablo:
(…) trabajar en los lóbregos socavones de las minas, a media luz y envenenándose los pulmones
de miasmas es un excelente entrenamiento para el régimen de trabajo que impera en esos
talleres, cuevas y sótanos donde apenas circula el aire y donde las ventanas, cuando las hay,
permanecen tapiadas para evitar que la policía descubra y arrase esas fábricas precarias. Sin
horarios, sin seguridad social, sometidos a condiciones de trabajo leoninas, y, a veces, estafados,
estas decenas de miles de trabajadores clandestinos ¿por qué siguen allí? Por una razón
sencillísima: porque, pese a la enormidad del sacrificio que les significa vivir así, allí les va
mejor que en sus países de origen, pues, al menos, no se mueren de hambre. Y, sobre todo,
tienen la esperanza de mejorar. (20 de Marzo de 2001)
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Al referirse a la colapso de la economía argentina, intenta un análisis poco
menos que hilarante. Ni la corrupción estructural del sistema financiero (responsable de
la insolvencia que aceleró la crisis), ni las felicitaciones del Fondo Monetario
Internacional por la buena aplicación de sus doctrinas forman parte de la crisis. Más
bien, el factor preponderante se encuentra en un atributo de la literatura fantástica:
La verdadera razón está detrás de todo eso, es una motivación recóndita, difusa y tiene que ver
más con una cierta predisposición anímica y psicológica que con doctrinas económicas (…)La
Argentina es "borgista" y he allí la clave de sus misterios y de sus males, porque este país, como
el desaparecido escritor, manifiesta una notoria preferencia por la irrealidad y un rechazo
despectivo por las sordideces y mezquindades del mundo real. (8 de Enero de 2002).
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http://textosdefrederikugarte.blogspot.com/
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Siendo tan férreas sus convicciones, los argumentos que esgrime parecen
rutinarios y de segunda mano. Los análisis de Vargas Llosa se fundan en un repertorio
de ideologemas que aunque desusado e impreciso confiere a los escritos ese aire de
pensamiento tranquilizador que con tanta fruición se consume en la prensa
conservadora. ¿Quién no suscribiría que la libertad individual es un derecho sagrado e
inalienable? ¿Cómo o para qué podríamos oponernos seriamente a la modernidad, al
progreso o a la investigación científica? ¿Por qué habríamos de elegir la pobreza y la
enfermedad, si disponemos de salud y de recursos económicos? Ciertamente, las
opciones ofrecidas parecen a priori insustituibles. El discurso liberal suele presentarnos
tales opciones en una vitrina generalmente banal donde la historia humana se dibuja
como un itinerario jalonado por decisiones oportunas y por el esfuerzo abnegado de los
hombres de bien que supieron abrirse camino alumbrados por el fuego perenne del ideal
libertario.
Claro que en el universo epistémico en que se sostiene ese discurso la libertad, el
bien y la justicia aparecen como términos no definidos, casi virtuales o fantasmagóricos.
A lo sumo, se hace referencia a quienes encarnan de un modo diabólico las antinomias
perversas de estos valores. Así, suelen configurar los remates de las encendidas
argumentaciones villanos de la talla de un Fidel Castro, un Fujimori (también aparece el
monstruo bicéfalo Fujimontesinos), un Milosevich, etc. En forma un poco más
desdibujada, también suelen recibir la diatribas por “antimodernas” las ideologías
nacionalistas, indigenistas y socialistas antimercado que todavía recorren la región
como envejecidos duendecillos que nos apartaron de la senda que siguieron, entre
otros, los suizos y más recientemente los españoles liderados por Aznar. Lo que resulta
muy difícil de encubrir, sin embargo, es el hecho de que bajo la dictadura de Pinochet
haya sido Chile el único país de Latinoamérica donde las reformas liberales pudieron
introducirse gracias al terrorífico sistema de censura que sostenía el régimen. ¿Si los
liberales son ante todo devotos de la libertad cívica y de la legalidad, cómo han
aceptado colaborar con un régimen autoritario, en manos de un sátrapa? Por otra parte,
si lo esencial de la democracia es el respeto por la voluntad de los ciudadanos, ¿cómo
explicar que las reformas liberales debieron ser impuestas en un régimen en el que la
libertad de expresión y otros derechos elementales estaban interdictos?
De esta manera, contrastando con la enérgica y muy profesional maestría
expresiva del novelista, la subyacente apología del capitalismo finisecular de los
ensayos periodísticos adquiere un carácter de cruzada, que para autores como Günther
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Grass, por ejemplo, sólo correspondería atribuir a un converso en su etapa de
convicción fundamentalista11. En realidad, la apología mediante argumentos ad-
hominem y otras falacias no menos simpáticas no parece muy eficaz para probar la
creencia en el debate como dispositivo fundamental de la democracia, ni muy coherente
con el objetivo de defender los principios del liberalismo racionalista.
Tales principios reconocen como fundamento teórico las reflexiones de, entre
otros de Karl Popper y de Isaiah Berlin, influyentes pensadores liberales desde el
segundo tercio del siglo XX. .De acuerdo con Popper, Vargas Llosa rechaza el
historicismo pero adopta una posición evolucionista según la cual el destino universal se
caracteriza por un proceso constante de apertura, liberalidad y racionalidad. Según esta
sugestiva hipótesis, las sociedades menos evolucionadas se agrupan en comunidades
cerradas caracterizadas por un espíritu gregario y colectivista, que no dota a los
individuos más que de un sentido fuerte de acatamiento a los dictámenes de las
autoridades, generalmente vinculadas con la divinidad o con entidades metasociales. Es
por eso que en esas comunidades cerradas imperan los mitos, los actos de fe y la magia.
Sin detenerse a considerar las previsibles variantes particularísimas que se suscitarían
entre tales comunidades cerradas, Vargas Llosa reitera un viejo argumento eurocéntrico
según el cual sólo los griegos lograron traspasar esta fase del desarrollo humano al
inaugurar un modo de civilización donde ninguna verdad, por religiosa que fuera puede
ya escapar "al escalpelo del análisis racional y al cotejo con la experiencia práctica"12.
De acuerdo con esta creencia, que sin embargo, se expone con el mismo desparpajo
atribuido a las afirmaciones míticas que entorpecieron el progreso de las sociedades
“cerradas”, estas se caracterizan fundamentalmente por su conservadurismo radical y su
horror al cambio. Previsiblemente, la sociedad abierta despliega una serie de incentivos
a fin de que los individuos se animen a valérselas por sí mismos y asumir los riesgos y
la responsabilidad de sus acciones y decisiones.
Semejante interpretación de la existencia social sólo podría desembocar en el
llamado a una contienda sin fin entre el recto sentido y la perversión bárbara, un
conflicto provocado por la intransigencia y el dogmatismo que los racionalistas
adjudican a los otros y que ellos dicen combatir. Encarnan la primera de las posturas la
racionalidad, las verdades científicas, y el espíritu crítico que sólo manifiestan los
amigos de la sociedad abierta. El sitial de la barbarie corresponde a quienes gobernados
11
Citado en Ballón Vargas, s.f.
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(1992:25)
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por los terrores al cambio, a lo desconocido y a apartarse del "llamado de la tribu", se
refugian en la seguridad entregada por los dogmas de la religión, la nación, una doctrina
o un caudillo13. De esta forma, el elitismo no sólo actualiza su vocación autoritaria,
etnocéntrica y excluyente: paradójicamente también convoca, seguro de sí mismo e
irreverente para con el otro, al genocidio y al exterminio como única posibilidad para
defender los valores del universalismo y la libertad.
Bibliografía
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(1992: 26.)
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