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Dialéctica, deconstrucción, plasticidad

(Entrevista a Catherine Malabou por Cristóbal Durán)

Catherine Malabou (1959) actualmente enseña en el Departamento de Filosofía de


la Universidad París-X Nanterre y en el Departamento de Literatura Comparada en la
State University of New York, en Buffalo, donde es profesora visitante. Hace casi una
veintena de años viene desarrollando desde un trabajo abocado explícitamente al estable-
cimiento de un concepto de plasticidad. Recorriendo tramos heterogéneos de su emer-
gencia, no sólo ha intentado advertir los límites o itinerarios de su aplicabilidad o de su
rendimiento a diversos campos de pensamiento, sino que ha intentado reconocer en la
plasticidad lo que ella ha denominado un “esquema motor de nuestro tiempo”. Dicha
plasticidad lograría conjugar el surgimiento y la explosión de toda forma, sin posibilidad
de saturar completamente una de dichas dimensiones sobre la otra. Ella excede, pero no
evita, un concepto estético o artístico de la plasticidad; no desconoce su lugar de naci-
miento específico: es así como la lectura plástica ha supuesto una confrontación con la
dialéctica de Hegel, y luego con la destrucción de la historia de la metafísica de Heidegger
y con la desconstrucción de la metafísica de la presencia formulada explícitamente por
Derrida.
Sin necesariamente reducir su trabajo a una vía de lectura surgida a partir del trabajo
de la deconstrucción, ha sido precisamente un intento polémico de explicarse con ella y a
partir de ella lo que la ha llevado también a buscar una nueva manera de relacionarse con
la tradición filosófica. Desde su primer libro, L’Avenir de Hegel: Plasticité, temporalité,
dialectique (París, Vrin, 1996), ha intentado puntualizar dicho modo de relación, ponien-
do a prueba la noción de plasticidad en varios contextos: Hegel, Heidegger, Derrida,
Deleuze, entre otros filósofos, y particularmente también en el contacto con otros territo-
rios como el psicoanálisis, las neurociencias y las teorías feministas y de género. Fruto de
dicha elaboración conceptual, Malabou ha publicado más de una docena de libros, entre
los cuales se pueden mencionar: Voyager avec Jacques Derrida – La Contre-allée, escrito
junto a Jacques Derrida (París, La quinzaine littéraire, 1999), Que faire de notre cerveau?
(París, Bayard, 2004), La plasticité au soir de l’écriture (París, Léo Scheer, 2004), Les
nouveaux blessés: de Freud à la Neurologie: penser les traumatismes contemporaines (París,
Bayard, 2007), Changer de différence: le féminin et la question philosophique (París, Gali-
lée, 2009) y Sois mon corps, escrito junto a Judith Butler (París, Bayard, 2010). Actual-

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mente prepara un libro junto a Adrian Johnston, Auto-affection and Emotional Life,
otro junto a Judith Butler, On Spinoza’s Concept of Life, y un trabajo que intenta discu-
tir el sentido político de la vida en Agamben y Foucault a partir de algunos de los
descubrimientos y alcance de la biología contemporánea. Al castellano han sido tradu-
cidos dos de sus libros: ¿Qué hacer con nuestro cerebro? (Madrid, Arena Libros, 2007),
y La plasticidad en el atardecer de la escritura (Castellón, Ellago Ediciones, 2008).
Recientemente Editorial Palinodia publicó una colección de algunos de sus ensayos,
bajo el título de La plasticidad en espera.

CRISTÓBAL DURÁN: La influencia de la lectura de Hegel sobre tu propio trabajo ha sido


decisiva. Slavoj Zizek ha llamado a tu primer libro, L’avenir de Hegel, un “libro
pionero (path-breaking) sobre Hegel”, y Jacques Derrida le consagró al mismo
trabajo una extensa y comprometida reseña crítica, llegando a decir que inventas
un lenguaje al leer a Hegel. Con ello quedaba claro que se ponía en juego una
aproximación muy singular a Hegel. ¿Por qué empezar por Hegel? O más bien,
¿por qué dedicarse hoy tan detenidamente al filósofo que precisamente cerró de
cierta manera el porvenir de la filosofía? Nunca has dejado de volver, una y otra
vez, a Hegel y a la dialéctica, y a los trabajos de varios de sus lectores (Kojève,
Heidegger, Bataille, o el mismo Derrida). ¿Qué es entonces lo que nos hace ver,
o lo que impide que cierto ver venir se cierre a la pura estructura de pre-visión?
CATHERINE MALABOU: Para empezar debo confesar que cierta obstinación me ha impe-
dido —y que siempre me impide— ver a Hegel como un pensador sin porvenir,
o, como tú dices, como “un pensador que cerró de cierta manera el porvenir de
la filosofía”. Por el contrario, para mí Hegel es quien abrió la filosofía. Si me
remonto a mis años de estudio, puedo decir justamente que la filosofía se había
mantenido cerrada, seductora pero cerrada, hasta el momento en que, a la mane-
ra de un desgarro repentino, el lenguaje tan particular del pensamiento de Hegel,
de una poesía que sólo iguala a su densidad conceptual, la fuerza del desplaza-
miento, de catástrofe y de inversión, desbloquearon por primera vez un espacio
claro, promisorio, un cielo, pero también un suelo que aparecieron ante mí
como los únicos posibles, los únicos habitables. Este espacio era el espacio del
espíritu. Nunca he podido entender que mis contemporáneos tengan tanta re-
pulsión por el “espíritu”. ¿Cómo se puede ser filósofo y considerar que una filo-
sofía del espíritu pueda cerrar el porvenir?
Desde luego, puedo entender e identificar ese rechazo de la dialéctica, esta pre-
mura por cerrar sus posibilidades de porvenir. Este rechazo tiene dos fuentes. Por
una parte, se trata de un rechazo de tipo metafísico; por otra, hay un rechazo
ético y político. Ambos coinciden evidentemente en muchos puntos, pero con-
viene separarlos provisoriamente por necesidad de análisis.

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El primero de los rechazos fue formulado magistralmente por Heidegger: Hegel
no tiene porvenir porque no pensó el tiempo. Se mantuvo tributario de la concep-
ción “vulgar”, metafísica y clásica del tiempo desarrollada por Aristóteles en Física
IV. Según esta concepción, el tiempo se compone de instantes, de ‘ahoras’ que se
suceden. Es imposible pensar o captar dicho tiempo sin una referencia a Dios o a la
eternidad de una sustancia, de la que el tiempo fugitivo no es más que una copia.
Hegel no habría hecho más que “parafrasear” esta concepción, según el término
utilizado por Heidegger en el penúltimo parágrafo de Ser y tiempo. Para Hegel,
además, el tiempo sólo es un “adiós al tiempo”, un movimiento hacia lo eterno
como saber absoluto.
Dicho adiós al tiempo tiene consecuencias filosóficas muy graves para Heidegger.
No significa otra cosa que la impotencia y la inefectividad histórica de la dialéctica.
Decir que Hegel no piensa el tiempo es decir que no hay porvenir, que la dialéctica
no tiene ningún futuro, y que sólo conduce a la inmovilidad de la presencia eterna.
Hegel habría permanecido extraño al origen ontológico de la dialéctica, que no es la
negatividad, sino la donación del ser como finitud. Pensar el tiempo dialécticamen-
te, es decir, como movimiento de la negatividad, es afirmar que el tiempo es lineal
y que está compuesto de instantes que se destruyen entre sí. La dialéctica, producto
de esta concepción lógica y no ontológica de la temporalidad, se cierra a la diferen-
cia que hace del tiempo un movimiento extático, orientado siempre hacia el futu-
ro, y que nunca puede terminarse en el círculo de un sistema inmóvil. El tiempo
auténtico no tiene telos. Al no haber presentido esto, la filosofía de Hegel se man-
tiene como la última gran figura de la tradición metafísica, tradición que no puede
superar y que no hace más que rematar.
El segundo rechazo es más directamente político y se arraiga en la constatación del
fracaso de la filosofía de la historia. Hegel, como es sabido, es el gran pensador del
fin de la historia. La historia coincide con el desarrollo a la vez geográfico y tempo-
ral de la Idea absoluta, que no es otra que la idea de la libertad. La “jornada del
espíritu”, tal como afirma la introducción a las Lecciones sobre la filosofía de la histo-
ria, comienza en el este y termina en el oeste, exactamente como la trayectoria del
sol. Ella termina cuando la libertad se ha realizado y se vuelve efectiva (wirklich).
Esta libertad se cumple en occidente, cuando ocurren dos acontecimientos funda-
dores, que precipitan el fin de la historia: la Reforma en Alemania, que cumple la
libertad interior del sujeto (libertad de pensamiento), y la Revolución francesa, que
cumple la libertad política y exterior (libertad en la Ciudad) del sujeto, como demo-
cracia, diríamos hoy. Ciertamente habría otros acontecimientos, otras cosas suce-
dieron, pero estos dos son los que pusieron al día una significación infranqueable
de la libertad, y nada podrá cambiar su contenido definitivo de progreso.
Muchos lectores han denunciado el carácter etnocentrista de dicha concepción te-

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leológica de la historia, que ha hecho de Occidente el lugar del sentido y del
cumplimiento de la libertad, y que ha dejado a tantos pueblos y culturas al
costado del camino. Los filósofos del siglo XX han insistido igualmente en el
carácter altamente discutible de este pretendido acabamiento. ¿Los totalitaris-
mos, y en particular el nazismo y el estalinismo, acaso no lo han arruinado? En
La condición posmoderna, Jean-François Lyotard declara que lo posmoderno se
caracteriza por “la incredulidad frente a los metarrelatos”, es decir, frente a todos
los discursos filosóficos de emancipación, en particular el de Hegel. Pensemos
también en Ricoeur y en Lévinas, quienes insisten, aunque de manera diferente,
en el carácter violento de la filosofía dialéctica, que sacrifica la alteridad del otro
en beneficio de la contradicción y del motor de la historia.
En mi libro L’Avenir de Hegel: plasticité, temporalité, dialectique, evidentemen-
te no pretendí responder a todas estas cuestiones. Sin embargo, intenté orientar
de otro modo la lectura de Hegel utilizando todavía los recursos de la dialéctica,
intentando volver los argumentos anti-hegelianos en contra de sí mismos. De
este modo, imaginé que Hegel le preguntaba a Heidegger de dónde provenía su
concepto de transformación (Wandlung) de la metafísica y del pensamiento del
tiempo. En lo que respecta al segundo tipo de adversarios, imaginé que Hegel
interrogaba su concepción mesiánica del porvenir. ¿No es dicha visión, en el
fondo, tan peligrosa como la visión dialéctica, por la dimensión religiosa que
necesariamente acarrea? Ciertamente la espera sin fin del acontecimiento no me
parece una respuesta satisfactoria a la pregunta por la orientación de la historia.
La teleología no puede ser evacuada de manera tan fácil.
C. D.: Siguiendo un poco con la pregunta anterior, una serie de trabajos recientes (por
ejemplo, el volumen Hegel and the Infinite, editado por Zizek, Crockett y Da-
vis, o los libros recientes de F. Jameson, Valences of the Dialectic y The Hegel
Variations) nos permiten pensar en una creciente actualidad de Hegel. ¿Qué
relación ves entre Hegel y esa actualidad, pensar una actualidad? ¿No indicará
también un retorno de una forma más poderosa del greifen del Begriff?
C. M.: La actualidad consiste en la captura de lo que crea el movimiento en el seno de
una totalidad. Hoy por hoy esa totalidad es la de un mundo globalizado. El
saber absoluto es la prefiguración de la globalización. A partir de eso, hay que
preguntarse cómo puede haber tiempo, libertad, circulación, espacio y emanci-
pación en la clausura. Hegel es un pensador de la clausura, no del cierre, cosa que
es muy diferente. El mundo es un sistema. En la medida en que está auto-
organizado y autorregulado, no puede extraer su energía de ningún afuera. El
concepto (Begriff ), que significa “captura de conjunto” (del verbo begreifen, to-
mar conjuntamente), define la aproximación sistemática al sistema, que consis-
te en ver y producir la dinámica inmanente a dicho sistema. En efecto, para ser

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circular, el sistema no puede estar paralizado. En la manera en que las cosas, los
seres, están conectados (tú sabes la importancia que tiene el concepto de conexión,
Zusammenhang, para Hegel), se puede señalar el movimiento infinito de las dife-
rencias, que son como los códigos secretos, las aperturas oscuras, que dan al sistema
su propia movilidad. Ciertamente, y a diferencia de lo que se afirma con demasiada
frecuencia, Hegel no sacrificó lo individual o lo singular en beneficio de lo univer-
sal; él mostró cómo el sentido habita el detalle de las cosas como una tendencia
ontológica que las pone en movimiento.
Puede haber error o imprecisión en esta comprensión, cosa que Zizek denomina
“la visión de paralaje”. Los verdaderos hegelianos entienden que la visión sistemáti-
ca no es incompatible con la finitud, la ilusión, el flotamiento o lo oblicuo del
paralaje, es decir, con la ilusión óptica.
Los filósofos que mencionas defienden una aproximación global y finita del mun-
do: Zizek y Jameson lo hacen respecto a la política, en nombre de un marxismo
renovado. Crockett lo hace con la religión, en nombre de una radicalización de las
aporías ligadas a la muerte de Dios. En todos esos casos, se trata de tomar en cuenta
cómo los sujetos, los cuerpos y los conceptos se mueven pese a una ausencia de
afuera.
¿Cuáles son entonces las cuestiones de actualidad que una estructura dialéctica del
movimiento en la clausura permiten despejar y tratar? Si uno se mantiene en la
obra de Zizek, yo diría que principalmente dos: la alternativa al capitalismo me-
diante una aproximación renovada del materialismo hegeliano-marxista, un mate-
rialismo que no es totalmente incompatible con la diferencia, el corte y la distan-
cia, tal como lo explica en un libro reciente, The Monstrosity of Christ (MIT Press,
2009); en segundo lugar, la puesta al día más psicoanalítica de las relaciones entre el
sujeto, el deseo y el goce (de ahí la referencia a Lacan): ¿Qué desea un sujeto en un
mundo cerrado? ¿Existen modos de deseo que no estén ligados al consumo?
En otras palabras, se trata de volver a interrogar la afirmación central de Hegel,
retomada y transformada por Marx, según la cual el individualismo y el liberalis-
mo no son las bases estructurales de la comunidad política.
C.D.: El intento de escapar de Hegel no es únicamente escapar de una firma o de un
corpus autoral, es también hacerse la pregunta por la capacidad de escapar. La filoso-
fía ha inventado muchas veces una relación con la trascendencia, y ésta ha sido el
recurso para abrirse cada vez. Tu dices, en el prefacio para La plasticidad en espera,
que “La plasticidad designa el movimiento de constitución de una salida ahí mis-
mo donde ninguna salida es posible”. ¿Cómo entender esto cuando la mayor parte
de la filosofía contemporánea ha tenido que pensar una trascendencia? ¿Cómo
pensar un porvenir sin la forma de la trascendencia?
C. M.: Tu pregunta remite claramente al pensamiento del tiempo. En L’Avenir de Hegel,

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yo también me hice partícipe de esta pregunta. Quise mostrar, tal como dices,
que la plasticidad representaba un modo de la temporalidad que permitía pensar
el porvenir sin trascendencia, es decir, el porvenir en la clausura. Discutí la con-
cepción heideggeriana del tiempo y su redefinición de los momentos pasado-
presente-futuro en términos de “éxtasis”, que en el § 65 de Ser y tiempo signifi-
can aperturas. Mostré que cierta comprensión de esta concepción extática del
tiempo dio lugar, en particular en Jacques Derrida, a una concepción mesiánica
del tiempo. Incluso si el mesianismo de Derrida es una “mesianicidad sin mesia-
nismo”, incluso si no hay que entenderla de manera dogmática, eso no impide
que sea una teoría de la apertura pura a lo que viene, a la sorpresa, al arribante
absoluto, lo que priva al hombre de todo poder de anticipación. Para Derrida,
no se puede ver venir nada. Como acabo de recordarlo, no me satisfacía una
concepción así de la pasividad absoluta, una comprensión del tiempo como
espera sin horizonte de espera.
Pero por ahora debo volver a la reelaboración de la temporalidad plástica en
alguna obra futura. Mi diálogo con Hegel no se ha terminado. Si tengo el valor
y la fuerza para ello haré un último libro sobre Hegel y la cuestión del tiempo.
C. D.: Desde tu primer libro empezó a nacer la exigencia de desarrollar y de encarar
directamente la cuestión de la plasticidad. ¿Cómo se fue gestando la idea de
plasticidad, en término más bien generales, para que pudieras llegar a designarla
cómo el “esquema motor de nuestra época”? ¿Qué relación tendría la plasticidad
con una época definida como un intento de escapar de Hegel, como lo dijo
Foucault hace ya muchos años?
C. M.: Tal como lo dice Derrida al final de su conferencia “La différance”, en Márgenes
de la filosofía, el movimiento mismo de la diferancia —que consiste en el diferi-
miento constante de la huella, su temporalización y su desplazamiento— es un
movimiento finito. Si no fuese así, agrega Derrida, ella sería divina. Este movi-
miento ha sido pensado como movimiento de la escritura. Decir que es finito es
admitir que puede tomar nuevas formas y responder, transformándose, a las
necesidades teóricas de una época histórica dada.
Me parece que hoy asistimos precisamente a un momento de transformación de
la diferancia: a la transformación de su tipo de movilidad, de su estructura, de su
“esquema motor”.
¿Qué es lo que entiendo por esquema motor, concepto que efectivamente desa-
rrollé en La plasticidad en el atardecer de la escritura? Yo diría que esta fórmula
es una mezcla entre el concepto kantiano de esquema y la determinación de la
idea en Bergson. El esquema es un mecanismo que permite sensibilizar un con-
cepto, es decir, hacerlo accesible a la intuición, volverlo visible por ejemplo. En
Bergson, esta sensibilización está ligada al movimiento. Hacer ver una idea es

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darle un movimiento, una dinámica. Así, por ejemplo, el concepto de duración es
accesible cuando le damos traducciones materiales en los movimientos: la azúcar
que se disuelve, el brazo que se extiende o que se repliega, el impulso, el poema que
se recita de memoria, etc.
Toda época tiene necesidad de un esquema motor, y ofrecérselo es el rol de la
filosofía. Si prefieren, un esquema motor es una imagen-movimiento, para reto-
mar el término de Deleuze, que tiene la ventaja de unir las dimensiones kantianas y
bergsonianas del esquema. Mediante dicha imagen, pensemos justamente en el ri-
zoma de Deleuze, pero también en la diferancia como escritura en Derrida, se trata
de hacer ver el espíritu de una época, de reunir en un signo visual el estilo de un
tiempo dado. De ese modo, la escritura en Derrida es pertinente para describir los
movimientos teóricos de conjunto de los años 60-70: la definición de lo viviente
como programa y escritura del ADN, la aparición de pictogramas, la cibernética y
la escritura informática, etc. Les remito al pasaje de De la gramatología donde De-
rrida dice que “la escritura está en la atmósfera de la época”.
¡Nos encontramos precisamente con que la escritura ya no está hoy en la atmósfera
de la época! El momento de transformar la diferancia ha llegado, y de inventar un
nuevo esquema motor susceptible de reunir en su eficacia dinámica y en su forma
(su visibilidad) las fuerzas teóricas e ideológicas de nuestra época, los desplazamien-
tos, los nuevos problemas, las nuevas maneras de comprender lo real.
La plasticidad, que está en el corazón de muchos campos —el arte (definiciones de
los artistas como “plásticos”), la educación (plasticidad del niño), la psicoterapia
(plasticidad del psiquismo), la física de los materiales (diferencia de la plasticidad,
de la elasticidad y de la resiliencia), y finalmente la neurología— vale para mí como
un nuevo esquema motor de nuestra época.
Se trata precisamente de comprender cómo una dinámica de transformación tiene
lugar en un sistema cerrado, como es el caso de lo que ocurre en el sistema nervioso.
Ya no se trata del movimiento de la huella; hoy nos importa el movimiento de la
forma y de la transformación.
C. D.: Volvamos a tu concepto de plasticidad. Él se relaciona positiva y negativamente con
una serie de otros términos o conceptos. Elasticidad, transformación, metamorfosis,
polimorfismo, e incluso flexibilidad. Lo primero que uno recoge con dichas nocio-
nes es un imperativo de modificación que parece ser también parte del consenso del
mundo actual. ¿Pero de qué cambio se trata cuando precisamente la llamada flexibi-
lidad laboral no deja de ser una cierta manera de organizar la vida de una forma
homogénea e insuficiente? ¿De qué tipo de cambios estaríamos hablando cuando
hablamos de plasticidad?
C. M.: Como expliqué en ¿Qué hacer con nuestro cerebro?, y para continuar desde mi
anterior respuesta, hoy la globalización fija por todos lados umbrales de transfor-

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mación. En un sistema cerrado, como hemos visto, la transformación in situ es
la única posibilidad dinámica. Este hecho justifica la más grande de las explota-
ciones y alienaciones. En efecto, es muy fácil considerar que los sujetos son
materias blandas susceptibles de ser plegadas en cualquier sentido y tantas veces
como sea necesario. Un poco como juguetes de niños, desde muñecos de trapo
hasta los robots transformers. Importa entonces estar muy atentos a las modali-
dades precisas de la transformación y a introducir diferencias finas entre dichas
modalidades. Flexible, elástico y plástico no designan lo mismo. Es flexible una
materia que puede ser plegada en todos los sentidos, como la plastilina. Es elás-
tica una materia que recupera su forma luego de su deformación y vuelve a esa
forma a partir de una tendencia interna. En ambos casos, los materiales no guar-
dan la impronta de las deformaciones que han sufrido. Como mucho, ellos son
usados, deteriorados o distendidos en el caso del elástico. La explotación capita-
lista de los sujetos consiste precisamente en tratar a los sujetos como bolas de
plastilina o elásticos, en restringir el sentido de la transformación a la deforma-
ción constante que llega hasta la usura.
“Plástico” designa un tipo de transformación muy diferente. Un material plásti-
co es susceptible de recibir la impronta, como la arcilla o el mármol, pero que,
una vez configurado, no puede recuperar su fuerza inicial. Da testimonio enton-
ces de una resistencia a la deformación. Hoy en día se trata de saber ser plástico
y no flexible. La noción de resistencia es evidentemente muy problemática en
nuestro mundo. Pero aquí se la puede entender como la necesidad, para cada
uno de nosotros, de crear un contexto, abierto como el mundo, que funcione
como un código secreto, que permanece invisible e inexpugnable. Hay que cam-
biarlo desde que se lo identifica. Esta creación es siempre una invención de tipo
artístico, incluso cuando se trata a priori de cosas que no lo son. La plasticidad es
una transformación que siempre es poética.
C.D.: En la lectura que hace de L’Avenir de Hegel, Derrida pone énfasis en cierto riesgo
que advierte de reconducir la plasticidad a la forma de una presencia. La plastici-
dad podría mostrarse también como un poder absoluto de cicatrización y recu-
peración. Ello nos podría sugerir que quizá en cierta medida la plasticidad es una
presencia cambiante y modificadora que sin embargo arrastra consigo toda la
herencia que hemos asignado a esa palabra “presencia”. Me parece que Derrida se
veía concernido por tu lectura de Hegel en la medida en que alcanzabas a adver-
tir que desordenaba las relaciones que la deconstrucción advertía entre presencia
y porvenir, por ejemplo. Con ello se ponía en jaque el porvenir mismo de la
deconstrucción. ¿Cómo pensar entonces una regeneración que no sea pura y
simplemente una reconstitución de la presencia, y que por lo menos lleve siem-
pre a la presencia más allá de sí?

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C.M.: Esta pregunta, muy interesante e importante, pone directamente en cuestión el
estatuto de la deconstrucción. En efecto, mi posición consiste en afirmar que el
riesgo de reconducción de la presencia (como tú dices: el riesgo de reconducir la
plasticidad a la forma de una presencia) no existe, o ya no existe. La deconstrucción
de la presencia tuvo lugar. Con Heidegger primero, y Derrida enseguida, asistimos
a todas las vueltas y rodeos de dicha deconstrucción. A nadie se le ocurriría cons-
truir una nueva filosofía de la presencia. Por eso mismo la deconstrucción de la
presencia ya no tiene sentido hoy por hoy. En la medida en que tuvo lugar y se
cumplió, esta operación ya no tiene fuerza subversiva. Ella ya no trastoca nada pues
ya no tiene objeto. Todos los grandes autores de la tradición filosófica: Platón,
Aristóteles, Descartes, Hegel, Husserl e incluso Nietzsche, han sido sometidos a la
lectura deconstructiva. Todos los conceptos filosóficos también lo han sido: ser,
tiempo, presente, eternidad, infinitud… Desde entonces, hoy sólo se puede hacer
filosofía partiendo de ese real (a la vez teórico y material) ya deconstruido. Yo no
veo ningún peligro de retorno metafísico de la presencia, eso es algo que no tiene
sentido.
La pregunta que se plantea entonces y que es una cuestión de proporciones, es saber
si la deconstrucción misma puede todavía tener una significación y ser operativa
como método crítico más allá de la deconstrucción de la presencia. ¿Qué queda por
deconstruir fuera de la presencia? A mi entender, esta interrogación fundamental
causó un movimiento de retroceso en Derrida. A partir de los años 1990, más
precisamente a partir de Espectros de Marx, llegó a plantear el concepto de lo “inde-
construible”. La justicia, la democracia, el respeto por el otro son valores indecons-
truibles. A partir de eso, es necesario entender que lo indeconstruible es lo que se
mantiene, lo que resiste a la deconstrucción sin ser presente. Dado que no es posible
comprender esta resistencia como un modo de ser, es decir, como una instancia
ontológica (para Derrida la ontología siempre es asimilable a la metafísica, incluso
en la forma heideggeriana de la cuestión del ser como diferencia), sólo queda abor-
darla según una serie de aproximaciones aporéticas: la decisión indecidible, el por-
venir sin horizonte de anticipación, o, como ya lo he mencionado, la mesianicidad
sin mesianismo.
No pienso que esta constante movilidad de la aporía pueda ser la única manera de
filosofar hoy, con el pretexto de que ella sea el único sustituto posible de la presen-
cia. Además de que la afirmación de lo indeconstruible constituye para mí no sólo
una contradicción sino también un retroceso inaceptable de la deconstrucción, las
constantes contorsiones del “sin”, del “si acaso la hay” no me parecen convincentes.
Aventuré la idea de una regeneración del sentido que, sin dar crédito a la presencia,
tampoco es aporética… ¡y tampoco es indeconstruible! Ese es el valor que doy al
concepto de plasticidad.

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C.D.: Desde el principio de tu trabajo has intentado no sólo establecer una línea de
contacto entre el pensamiento hegeliano y la deconstrucción, sino que has mos-
trado que en muchos sentidos los textos de Hegel quedan aún abiertos a posibi-
lidades que no son estrictamente las abiertas por la vía de la lectura derrideana.
Por ejemplo, en tu reciente trabajo publicado con Judith Butler, Sois mon corps,
Hegel y Derrida aparecen emparentados: al denunciar la imposibilidad de la
auto-afección, Hegel cumple por anticipado un gesto deconstructivo. ¿Qué for-
ma hay hoy de dejar venir la herencia derrideana? ¿Cómo abrirlo al compromiso
con su posteridad?
C.M.: Permíteme recordar el argumento que desarrollo en Sois mon corps, ya que no es
familiar para los lectores sudamericanos. A los pensadores que afirman que He-
gel no trató la cuestión del cuerpo (véase mi respuesta a la última pregunta), les
respondo que, en efecto, Hegel pensó por anticipado lo que Derrida llama “la
hetero-afección” del sujeto, y que designa la imposibilidad para el sujeto de
coincidir consigo mismo, de tocarse a sí mismo, como dirá Derrida. Por el
contrario, la auto-afección caracteriza el contacto fundador de la presencia del
sujeto consigo mismo.
En efecto, la separación entre conciencia y cuerpo que parece estructurar la Feno-
menología del espíritu quizá es menos la expresión de la actitud filosófica clásica,
de inspiración platónica, que consiste en desvalorizar el cuerpo, que un gesto
deconstructivo por anticipado, que denuncia la imposibilidad de la auto-afec-
ción. Al contrario de Kant, Hegel no concibe al sujeto individual como una
unidad diferenciada entre sus formas empírica y trascendental. La conciencia no
es para él el lugar de la permanencia de la identidad consigo, de su constancia a
través del flujo cambiante de las vivencias. Ella no coincide con la ipseidad. La
ipseidad y la auto-afección no son para Hegel los datos necesarios de la subjeti-
vidad. En principio, la forma empírica y la forma trascendental del “Yo” son
extrañas entre sí, y en cierto sentido el cuerpo es el lugar de esa discordancia. El
cuerpo no tiene estatuto, ya que el “sí” de la conciencia, originariamente clivado,
no puede afectarse ni tocarse a sí mismo. De este modo, el cuerpo está desde el
principio por fuera, es el afuera mismo del sujeto, “fuera de sí mismo”: estructu-
ra de la hetero-afección.
Esta estructura hetero-afectada de la subjetividad, en el seno de la cual el Yo es
constantemente otro para sí mismo, y donde el cuerpo tiene en cierta medida
dos amos, uno empírico y otro trascendental, sin tener ninguno de ambos, es lo
que en Hegel se denomina “plasticidad”. Porque la conciencia es desde el princi-
pio extranjera a sí misma y a su cuerpo; ella debe formarse a sí misma, formarse
en tanto conciencia y en tanto cuerpo. La plasticidad designa justamente la do-
ble operación de donación y recepción de forma, doble operación que compor-

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ta también un riesgo de explosión (voladura, plasticage) de la forma. El cuerpo es
ciertamente un dato natural, pero también, y sobre todo, lo que se hace de él, la
manera en la que se lo esculpe, se lo maquina, se lo trabaja, con la cuota indisoluble
de alienación y libertad que dichas iniciativas suponen.
Cuando, en el Prefacio de la Fenomenología del espíritu, Hegel dice que el sujeto es
“plástico”, designa con ello la doble capacidad del sujeto para darse y recibir así su
propia forma. El individuo forma su cuerpo y la conciencia de su cuerpo, y ese es el
sentido de la sujeción. Sin embargo, esta forma “conciencia-cuerpo”, aunque sea
suya, se le aparece en un principio como venida desde el exterior, como si ella fuese
separable, extranjera, siempre susceptible de encarnarse en otro cuerpo. Todo cuer-
po, como dice Judith con mucha razón, está siempre ligado a otros cuerpos, a
todos los otros cuerpos. Es por eso que la formación de sí comprende una dimen-
sión de alienación irreductible; ella aparece siempre como una obra extraña, el pro-
ducto de otro, una amenaza de destrucción y explosión de la identidad que ella sin
embargo contribuye precisamente a formar. Modo, imitación, mutilación a veces,
la plasticidad expresa así la naturaleza contradictoria de la hetero-afección. ¡Soy
otro para mí mismo, lo que al mismo tiempo me deja toda libertad para ser quien
quiera ser!
Las perspectivas abiertas por la consideración de un Hegel deconstructivo por anti-
cipado permiten relativizar, como decía hace un instante, la insistencia en el con-
cepto de presencia que supuestamente gobernaba a la tradición metafísica, y permi-
te entablar la discusión con los filósofos en otro terreno.
C.D.: A partir de tus estudios sobre Freud y las neurociencias, se hizo necesario pensar en
un proceso de formación por destrucción. Por ejemplo, en Les nouveaux blessés,
hablas de una “supervivencia del psiquismo a su propia aniquilación”, que dejaría al
descubierto la necesidad de ampliar la idea de plasticidad. En Freud y Lacan habría
un horizonte indestructible de la destrucción, que haría imposible pensar en una
transformación radical de las formas. A partir de esto elaboras una noción de plas-
ticidad destructiva. ¿Qué exceso hay del porvenir sobre el porvenir cuando se nos
hace urgente pensar la destrucción? ¿En qué medida dicha plasticidad sería una
“figura” de lo no-dialectizable?
C. M.: Estas preguntas equivalen a otra, más directamente filosófica: ¿Qué sería una
identidad formada por destrucción? Me parece que en ese punto se debe iniciar hoy
un diálogo entre psicoanálisis y neurología. En qué sentido podemos hablar de una
plasticidad patológica, que no es la plasticidad reparadora, la plasticidad compensa-
toria, la plasticidad cicatrizante o tranquilizante que restaura, restablece, reequili-
bra, sino que por el contrario aparece como una plasticidad sin memoria, suscepti-
ble de formar una nueva identidad, sin relación con la precedente, hasta el punto en
que se puede decir de alguien que es irreconocible, que ya no se lo reconoce. “Antes

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de examinar aquello que mantiene unido al Sí-mismo, escribe el neurobiólogo
Joseph LeDoux, consideremos cuán frágil es el trabajo de ensamblaje. En el
fondo, el mensaje es simple: las funciones dependen de conexiones, rompan
estas y perderán las funciones. Eso es verdadero en el caso de la función de un
solo sistema (…) y en las interacciones entre sistemas (…).”[Joseph LeDoux, Le
cerbeau des emotions, Paris, Odile Jacob, 2005, p. 375]. Al leer estas declaracio-
nes es claro que toda ruptura de conexión es considerada como una ruptura de
plasticidad. Como un escalpelo que interrumpe la plasticidad de las conexiones
sinápticas. Ahora bien, yo precisamente no quisiera interrogar la ruptura de la
plasticidad sino la plasticidad de la ruptura. La formación de una identidad del
sobreviviente, el nacimiento de una forma de vida inédita, irreconocible, de una
metamorfosis por destrucción. Efectivamente, aun cuando me parece que los
trabajos recientes sobre el cerebro ponen al día y hacen evidente la necesidad de
pensar una nueva relación del sistema nervioso con la destrucción, con la negati-
vidad, con la pérdida y la muerte, no por ello radicalizan dicho pensamiento, no
lo formulan explícitamente ni miden sus consecuencias.
¿Hay, y en qué, una fenomenología de la herida, algo que se muestre pro-
ducto del daño y a lo cual la normalidad, es decir, la plasticidad normal,
creadora, no daría acceso? Antonio Damasio insiste en el hecho de que todo
traumatismo cerebral implica un deterioro de los afectos o de lo que tam-
bién denomina el cerebro emocional. “Producto de una lesión neurológica
en ciertos sitios bien específicos de su cerebro, escribe, los enfermos pierden
cierta categoría de emociones, y, de manera paralela y totalmente considera-
ble, han pierden su capacidad de tomar decisiones racionales” (Antonio R.
Damasio, La sensación de lo que ocurre: cuerpo y emoción en la construcción de
la conciencia, Editorial Debate, 2001). Todos los casos analizados por Da-
masio manifiestan lo mismo: los pacientes se han vuelto fríos, indiferentes,
ausentes. En cierto sentido han desertado, se han ausentado sin dar explíci-
tamente su permiso. Su libido, pero además el conjunto de sus afectos, han
desertado de su psiquismo.
Ahora bien, ¿cuál es este poder de transformación, este poder plástico que con-
duce a una persona a volverse extraña para sí misma? ¿Cómo caracterizar ese
poder de cambio sin redención, sin teleología, sin otra significación que la extra-
ñeza? Todas las nuevas identidades de los pacientes neurológicos tienen un pun-
to en común: todas están afectadas, en diversos grados, por padecimientos en
los sitios inductores de emoción; todas ellas dan testimonio de esa desafección o
frialdad. Una ausencia frecuentemente insondable. A partir de esto, ¿cómo pen-
sar la deserción de la subjetividad, el alejamiento del sujeto que no se vuelve
extraño en algo, que no se vuelve el otro de alguien, el otro para alguien, sino

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que se vuelve ese apátrida ontológico intransitivo, sin correlato, sin genitivo, sin
patria metafísica de partida?
Estas preguntas me permiten entablar una confrontación fecunda entre la neuro-
biología y el psicoanálisis. Y para terminar: ¡esta forma de destrucción no es no-
dialectizable, pues la ha pensado precisamente a partir de la dialéctica!
C.D.: En algunos de tus últimos trabajos surge una inquietud que me parece cada vez más
pujante. La cuestión de la forma y de la plasticidad acogen de manera muy clara la
definición de cierta materialidad o de cierto materialismo. Por ejemplo, en Chan-
ger de différence, libro donde enfrentas el problema del esencialismo en el feminis-
mo, contrapones a un anti-esencialismo a la hora de considerar lo femenino y la
mujer, una “esencia explosiva [plastiqueuse]”. Ello impediría fijar la idea de esencia
y también su opuesto. ¿En qué medida una noción como ésta haría imposible
mantenerse en la distancia entre forma y materia? Y entonces, ¿de qué materialismo
se trata, para que no sea opuesto a un formalismo?
C. M.: Si me lo permites seré breve sobre este punto. Este materialismo es un materialis-
mo franco, un naturalismo que no intenta disimularse bajo la etiqueta de “materia-
lismo trascendental”.
C.D.: En tu libro más reciente, Sois mon corps, desarrollas junto a Judith Butler una
lectura de la dialéctica hegeliana de la dominación y la servidumbre, alrededor
de los motivos del apego y el desapego. Por una parte, el Amo se desata de su
vida corporal, pero al mismo tiempo depende del Esclavo, por no poder des-
truir enteramente la vida corporal. Tú encuentras la oportunidad de escapar de
un reduccionismo en la dialéctica hegeliana al recurrir a la noción de cuerpo en
Butler. Pero el resultado sería la imposibilidad de pensar el desapego absoluto.
¿No sería eso pensar sólo en dos tipos de apego? ¿Cómo hacer el reparto o
incluso la separación entre apego y desapego cuando se hace la prueba de cierto
posible imposible? ¿Es lo mismo afirmar un no-desapego absoluto que afirmar
la imposibilidad de un desapego absoluto, quizá de un “relevo liberado de algún
tipo de atadura”?
C. M.: En la Fenomenología del espíritu, los sustantivos “dominación” y “servidumbre”
son los nombres conceptuales que Hegel da al “apego” y al “desapego”*. Para probar
que ella es una conciencia —y no una cosa o un objeto— para otra conciencia, la
conciencia deberá “mostrarse como pura negación de su manera de ser objetiva,
(…) que ella no está atada a ningún ser-ahí determinado, como tampoco a la singu-
laridad del ser-ahí en general, y mostrar que ella no está atada a la vida.” El Amo es
la instancia que se muestra capaz de romper esta atadura. Él prueba que no está

* Por razones de estilo y comprensión, en lo que sigue hemos decidido por traducir los términos franceses “attachment” y
“détachement”, indistintamente por apego/atadura y desapego/desatadura, dependiendo en cada caso del contexto. [Nota de
Traducción] .

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“atado a la vida”; en cambio, el Esclavo es primero esclavo de su indefectible lazo
con la vida, es decir, con su cuerpo.
En el comienzo de la segunda gran sección de Fenomenología del espíritu, titula-
da “Autoconciencia”, las conciencias todavía no se han encontrado verdadera-
mente. Ellas están únicamente preocupadas por sí mismas, atadas a su propia
conservación, “clavadas en el ser de la vida”, dice Hegel. El término alemán que
Jean Hyppolite traduce por “clavadas” es más elegante, se trata de “geknüpft”
que significa “anudado”. Las conciencias, antes de encontrarse, están “anudadas”
a la vida y no levantan la cabeza. El encuentro va a tener lugar, súbitamente, casi
brutalmente, como Judith lo subraya después: “Un individuo surge cara a cara
con otro individuo”.
Para reconocerse mutuamente como conciencias y no como simples cosas “cla-
vadas” a la vida, anudadas a la existencia, las conciencias deberán probarse su ser
la una a la otra en la lucha por la vida y la muerte. Deberán mostrar que precisa-
mente pueden desatarse de la vida.
La pregunta es la siguiente: pese a los decires de Hegel, ¿puede la dialéctica real-
mente admitir y producir a la vez la posibilidad de un desapego absoluto de la
vida y del cuerpo, o el apego (servil) siempre aparece a fin de cuentas en Hegel
como la verdad de todo desapego?
En un sentido, la respuesta de Hegel a esta pregunta es ambigua. Sí y no, dice.
Sí, porque el Amo no tiene miedo de poner su vida en juego. No, porque al
final, como todos saben, la posición del Amo es dialécticamente insostenible y
se ve sobrepasada o superada por la del Esclavo.
¿Se puede, para mayor claridad, transformar ese “sí y no” en “sí o no”? La respuesta
es difícil y todavía forma parte, obstinadamente, del sí y no. El desapego es bastan-
te posible ya que el cuerpo, según Hegel, está siempre “fuera de sí” (ausser sich). Lo
que significa que el cuerpo es desde el principio evacuado, expulsado y vivido en
otra parte que en sí mismo. El desapego del cuerpo siempre ha tenido lugar. Por
esta misma razón, en la lucha por la vida y la muerte, dicho desapego es la vez
posible (ya tuvo lugar, es el lazo estructural de la conciencia con su cuerpo) e
imposible (en tanto estructura preexistente, ya no puede tener lugar, ya no puede
producirse de nuevo). Entonces deberá transformarse, ser trabajado, labrado.
A pesar de todo, se advierte que Hegel nunca emplea la palabra “cuerpo” en la
sección “Dominación y servidumbre”. Muchos lectores han intentado condu-
cirlo a dar su explicación sobre este punto y para este propósito se pueden confron-
tar tres grandes intentos de explicación, tres maneras de hacer hablar a Hegel,
tres tipos de ventriloquía. La ventriloquía —presencia de una voz “propia” en
otro cuerpo, conquista de sí mismo en el robo de la identidad de otro— es
precisamente lo que está en juego en esta sección.

146
Estas tres lecturas son respectivamente las de Kojève en su Introducción a la lectura
de Hegel, la de Derrida en “De la economía general a la economía restringida” y la
de Judith Butler en Mecanismos psíquicos del poder. A decir verdad, hay que agregar
una cuarta voz. Veremos en efecto cómo Judith Butler, en su ventriloquía de He-
gel, ¡viene finalmente a hacer hablar también a Foucault!
Cada una de estas lecturas, como acabo de mencionar, conduce a Hegel a dar su
explicación, a precisar lo que entiende por “apego” y “desapego”, y sobre todo a
decir lo que hace con el cuerpo. Todas ellas, sin necesariamente decirlo, presupo-
nen que Hegel entiende el apego y el desapego como operaciones de delegación y
desdoblamiento del cuerpo. En efecto, el gesto que consiste en desatarse de la
vida sólo tiene sentido para otro. Siempre y necesariamente implica que la otra
conciencia, testigo de ese desapego, refuerce por su parte y por consiguiente su
atadura a su propia vida y a su propio cuerpo, que ella se ate excesivamente a su
vida y a su cuerpo para la conciencia desatada, en su sitio.
Según Kojève, este doble movimiento de apego y desapego provoca una escisión
en el seno de la autoconciencia. El apego a la vida aparece como el aspecto animal
de la conciencia, el desapego como su dimensión propiamente humana. Mostrar
que no se está atado a la vida viene entonces a liberar a lo humano de su caparazón
animal. Esta liberación conduce a la conciencia a usar su voz, a servir de ventrílo-
cuo de su carne, por así decir, a hablar a la vez en ella y por ella, a espiritualizar su
cuerpo en una palabra. Para Kojève, las conciencias comprometidas en la lucha
por la vida y la muerte son necesariamente conciencias parlantes. Una lucha silen-
ciosa por el reconocimiento es inimaginable. La libertad es la voz misma de la
vida, que por este hecho desplaza, desata la vida del dominio de lo empírico y la
conduce al concepto. La conciencia se libera y se desata de la vida dándole la
palabra, transformando la vida en vida del lenguaje, y así desata a la vida de sí
misma. A través del lenguaje, la vida y el deseo se vuelven conceptos, es decir,
instancias “no biológicas”. De este modo, la vida y el deseo son dobles: animales
(atados) y humanos (desatados).
Sin embargo, como veremos, el auténtico desapego simbólico es comprobado por
el trabajo del Esclavo. El trabajo aparece finalmente como el cumplimiento de una
atadura que, ciertamente, se recorta de la vida pero al mismo tiempo la preserva. La
atadura tiene entonces la última palabra.
Derrida se entrega a una doble operación de ventriloquía en su interpretación de
“Dominación y servidumbre”. En primer lugar, lee a Hegel a través de Bataille.
Segundo, utiliza a Bataille como un sustituto con el fin de hacer hablar a Hegel
contra sí mismo. La noción hegeliana de “señorío” es doblada por la noción batai-
lleana de “soberanía”. Según Bataille leído por Derrida, la soberanía sería la actitud
de desapego auténtico, mientras que el señorío no sería más que otro nombre para

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el apego servil a la vida, ¡cosa que Hegel habría reconocido si hubiese hablado
más del cuerpo!
Tanto para Kojève como para Derrida, aunque por razones muy diferentes, siem-
pre es el apego, en tanto regulación necesaria, es lo que termina por ejercer su
señorío sobre el desapego, el goce, el gasto y la pérdida. El esclavo es quien
aparece finalmente como esa figura del poder que da a la fluidez y a la potencia
anónima de la vida la forma de la subjetividad. En otros términos, para Hegel,
el desapego absoluto no sería en absoluto posible, ya que el desapego y la liber-
tad misma están garantizados en última instancia, conservadas por el esclavo que
trabaja en la subsistencia del Amo, produciendo así, en un proceso altamente
contradictorio, la sustancia del desapego.
Como anunciaba, esta conclusión común no tiene siempre el mismo sentido
para Kojève y Derrida. Para el primero, el cumplimiento final de la espiritualiza-
ción del cuerpo por parte de la servidumbre no es un aminoramiento de la
figura del Amo sino que es el medio de su conservación. Sin el trabajo, sin el
apego, la dimensión humana que representa el gesto del Amo desaparecería, se
desvanecería. La producción de sustancia, creadora de una corporeidad resisten-
te, capaz de perpetrar, es necesaria en su obstinación animal para dar a la signifi-
cación su materialidad, su soporte, su tenor de cosa. Por el contrario, para Derri-
da y para Bataille la victoria dialéctica del Esclavo aparece en realidad como una
derrota, como una jugada que Hegel hace jugar al Amo. El cuerpo servil no es
ciertamente un cuerpo soberano sino un cuerpo encadenado, medido, inhibido,
adiestrado. El desapego del Amo produce menos un desapego del cuerpo que
un cuerpo desatado y, en cuanto tal, un cuerpo de goce. Es este cuerpo el que el
trabajo del esclavo destruye al asignarlo a una residencia, encadenándolo por
medio de la labor y la disciplina. La verdad dialéctica es siempre servil, ella
amortigua su propio poder, lo encadena y lo asesina queriendo preservarlo.
En lo que se refiere a Butler, ella considera que cuestiones como la delegación, el
redoblamiento, el apego y el desapego convergen todas, en la secciones “Domi-
nación y servidumbre” y en la “Conciencia desgraciada”, en un único y mismo
problema: el de la sustitución de los cuerpos. La carne animal muda que debe ser
sacrificada (esa de la que la conciencia debe “desatarse” para reatarse mejor según
Kojève), el cuerpo soberano que se encuentra dialécticamente esclavizado (según
Derrida), no remiten para Butler sino a esta urgencia: ¿cómo delegar su cuerpo?
Butler hace de ventrílocuo de Hegel al darle la palabra al Amo: “la exigencia que
se le impone al Esclavo se puede formular del siguiente modo: ‘sé tú mi cuerpo
para mí, pero no dejes que me entere de que el cuerpo que eres es mi propio
cuerpo’”.
La sustitución de los cuerpos implica a la vez el desapego y el apego: el desapego,

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ya que, al delegar su cuerpo al esclavo, el Amo se desata de su propia carne. El
cuerpo del Amo está entonces totalmente fuera de sí mismo, en otro ser, en otra
conciencia. El cuerpo parece ser para Hegel la instancia recortable o desplazable por
excelencia.
El apego, en cuanto desapego absoluto, en la forma de una sustitución corporal
completa (sé mi cuerpo, para mí, en mi sitio), es evidentemente imposible. El
cuerpo del Amo, sostenido por aquel del Esclavo, el cuerpo de labor, no es total-
mente evacuado ni delegado. Se puede perfectamente desear delegar totalmente su
cuerpo, desatarse completamente de él, pero se sabe al mismo tiempo que esta
delegación y este desapego sólo pueden ser realizados parcialmente. El desapego
implica entonces siempre algún apego. Y, de hecho, el acto mismo de reivindicar el
desapego absoluto mediante un imperativo (“sé mi cuerpo”) revela un apego a ese
acto. ¿Si no, por qué sería necesario reivindicarlo?
Butler afirma entonces la imposibilidad del desapego absoluto en Hegel. ¿Por qué
razones el desapego, la delegación y la sustitución de los cuerpos sólo son parcial-
mente posibles? Primero, porque la sustitución de los cuerpos es negada por el
Amo. El Amo pretende estar dispuesto a desatarse de su propio cuerpo pero niega,
por esta declaración, que delegue su cuerpo propio al Esclavo. Le pide al esclavo ser
su cuerpo en su sitio negando esta misma demanda: “Negar el propio cuerpo, con-
vertirlo en ‘Otro’ y después establecer al ‘Otro’ como efecto de autonomía, supone
producir el propio cuerpo de manera tal que se niegue la actividad de su producción
—y su relación esencial con el Amo. Esta artimaña conlleva una doble negación y
una exigencia de que el ‘Otro’ se vuelva cómplice de ella. Para que el Amo pueda no
ser el cuerpo que presumiblemente y para que el Esclavo pueda actuar como si el
cuerpo que es le pertenece —en lugar de ser una proyección instrumentada por el
Amo— debe haber algún tipo de intercambio, un pacto o trato, que instituya y
tramite la artimaña”. (Mecanismos psíquicos del poder, Madrid, Cátedra, 1994).
En segundo lugar, el desapego absoluto es imposible en la medida en que el Esclavo
pone su cuerpo al servicio del Amo, lo transforma en cuerpo del Amo, pero tam-
bién le niega esa operación, volviéndose así, efectivamente, cómplice de la denega-
ción del Amo. El “contrato” implícito con el cual el Esclavo se sustituye al Amo es
inmediatamente “recubierto y olvidado”. Es en este sentido que la sustitución de
los cuerpos vuelve indiscernibles el apego y el desapego, sin conceder posibilidad
plena y entera ni a uno ni a otro…

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