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Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII
LIBROS 1, 2, 3

tomo 1

LAS ESTRUCTURAS
DE LO COTIDIANO:
LO POSIBLE
Y LO IMPOSIBLE
Versión española de Isabel Pérez-Villanueva Tovar
Presentación de Felipe Ruiz Martín

Alianza
Editorial
ALIANZA EDITORIAL
Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo 1

LAS ESTRUCTURAS
DE LO COTIDIANO:
LO POSIBLE
Y LO IMPOSIBLE
Versión española de Isabel Pérez-Villanueva Tovar
Presentación de Felipe Ruiz Martín

Alianza
Editorial
Título original:

Civilisation matérielle, économie et capitalisme, XV"-XVI//" siecle


Tome 1.-Les structures du quotidien: le possible et /'imposible

© Librairie Armand Colin, Paris, 1979


© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1984
Calle Milán, 3.8;9 200 00 45
ISBN: 84-206-9997-7 (Obra Completa)
ISBN: 84-206-9024-4 (forno 1)
Depósito legal: M. 39.583-1984
Fotocomposición: EFCA
Impreso en Hijos de E. Minuesa, S. L.
Ronda de Toledo, 24. 28005 Madrid
Printed in Spail!
A Paule Braudel,
a quien también debo este libro
INDICE GENERAL
Presentación a la edición castellana ................................................................ .

INTRODUCCIÓN.............................................................................................. 1

PRÓLOGO........................................................................................................ 5

CAPÍTULO 1: EL PESO DEL NÚMERO............................................................... 8

La población del mundo: cifras que hay que inventar.............................. 10


Flujo y reflujo: el sistema de mareas, 10.-Pocas cifras, 11.-¿Cómo
realizar estos cálculos?, 15.-La igualdad entre China y Europa,
16~-La población general del mundo, 17.-Cifras discutibles,
18~~Relaciones entre los siglos, 22.-lnsuficiencia de las explicacio-
nes tradicionales, 23.-Los ritmos del clima, 24.

Una escala de referencia........................................................................... 28


Ciudades, ejércitos y flotas, 30.-Una Francia prematuramente super-
poblada, 30.-Densidades de poblamiento y niveles de civilización,
32.-0tras sugerencias del mapa de Gordon W. Hewes, 37.-El libro
de los hombres y de los animales salvajes, 39.

Fin de un antiguo régimen biológico en el siglo XVIII.............................. 46


El eterno restablecimiento del equilibrio, 46.-Las hambres, 49.-Las
epidemias, 54.-La peste, 57.-Historia cíclica de las enfermedades,
61.-1400-1800: un Antiguo Régimen biológico de larga duración, 63.

Las masas contra los débiles..................................................................... 66


Contra los bárbaros, 66.-La desaparición de los grandes pueblos nó-
madas antes del siglo XVII, 68.-Conquistas de espacios, 70.-Resis-
tencia de las culturas, 72.-Civilizaciones contra civilizaciones, 74.

CAPÍTULO 2: EL PAN DE CADA DÍA................................................................ 75

El trigo..................................................................................................... 79
El trigo y los cereales secundarios, 80.-Trigo y rotaciones de cultivos,
84.-Bajos rendimientos, compensaciones y catástrofes, 90.-Aumen-
to de los rendimientos y de las superficies sembradas, 92.-Comercio
local y c?mercio. intern_acional ~el t~i.~o, 93.-Tri?o y calorías,
98.-Preczo del trigo y nzvel de vida, {qJ;-Pan de _ncqs, pan y ga-
chas de los l!,_<!bres, 104.-Dos posibilidades: comprar dfabricar el pan,
106.-La primacía del trigo, 112.

543
Indice general

El arroz.................................................................................................... 113
Arroz de secano y arroz de arrozal, 113.-El milagro de los arroza-
les, 116.-Las responsabilidades del arroz, 121.

El maíz..................................................................................................... 125
Clarificación de sus orígenes, 125.-Maíz y civilizaciones americanas,
126.

Las revoluciones alimentarias del siglo XVIII .. .... . . ....... .... . ..... . ....... ... .. .... .. 130
El maíz fuera de América, 130.-lmportancia aún mayor de la pata-
ta, 133.-La dificultad de comer el pan ajeno, 137.

El resto del mundo................................................................................... 139


Los hombres de azada, 139.-Los primitivos, 143.

CAPÍTIJLO 3: LO SUPERFLUO Y LO NECESARIO: COMIDAS Y BEBIDAS............ 147

La comida: lujo y consumo de masas................................. ..................... 151


Un lujo tardío, 151.-La Europa de los carnívoros, 153.-La ración
de carne disminuye a partir de 1550, 158.-La privilegiada Europa,
162.-Comer demasiado bien o las extravagancias de la mesa,
164.-Poner la mesa, 165.-Los usos sociales se imponen lentamente,
168.-La mesa de Cristo, 169.-Alimentos cotidianos: la sal,
171.-Alimentos cotidianos: productos lácteos, materias grasas y hue-
vos, 172.-Alimentos cotidianos: los productos del mar, 174.-La pes-
ca del bacalao, 177.-Pérdida de importancia de la pimienta después
de 1650, 181.-El azúcar conquista el mundo, 184.

Bebidas y excitantes.................................................................................. 188


El agua, 188.-El vino, 192.-La cerveza, 197.-La sidra, 200.-El
éxito tardío del alcohol en Europa, 200.-El alcoholismo fuera de Eu-
ropa, 206.-Chocolate, té y café, 207.-Los estimulantes: el triunfo
del tabaco, 217.

CAPÍTULO 4: LO SUPERFLUO Y LO NECESARIO: EL HÁBITAT, EL VESTIDO Y


LA MODA.................................................................................. 222

Las casas del mundo entero...................................................................... 223


Los. materiales ricos de construcción: la piedra y el ladrillo, 223.-Los
demás materiales de construcción: madera, barro, telas, 227.-El há-
bitat rural de Europa, 230.-Casas y viviendas urbanas, 233.-Los
campos urbanizados, 236.

Los interiores........................................................................................... 238


Los pobres sin mobiliario, 238.-Las civilizaciones tradicionales o los
interiores sin cambios, 240.-El doble mobiliario chino, 242.-En

544
Indice general

Africa negra, 247.-0ccidente y sus múltiples mobiliarios, 248.-Pa-


vimentos, paredes, techumbres, puertas y ventanas, 248.-La chime-
nea, 248.-Hornos y estufas, 255.-De los artesanos del mueble a las
vanidades de los compradores, 256.-Tan sólo cuentan los conjuntos,
259.-Lujo y confort, 263.
Los trajes y la moda................................................................................. 265
Si la sociedad no se moviese, 265.-Si no hubiese más que pobres,
267.-Europa o la locura de la moda, 269.-¿Frivolidad de la moda?,
275.-Unas palabras sobre la geografía de los textiles, 278.-Modas
en sentido amplio y oscilaciones de larga duración, 280.-Conclusión,
284.

CAPÍTIJLO 5: LA DIFUSIÓN DE LAS TÉCNICAS: FUENTES DE ENERGÍA Y


METALURGIA .••.•......•.....•..•.....••......... .•.....•.............•. .......•....... 286

El problema clave: las fuentes de energía................................................. 289


El motor humano, 289.-La fuerza animal, 293.-Motores hidráuli-
cos; motores eólicos, 303.-La vela: el caso de las flotas europeas,
311.-La madera, fuente cotidiana de energía, 312.-El carbón mi-
neral; 311."-Conclusión, 320.

El hierro: un pariente pobre..................................................................... 322


Metalurgias elementales en sus comienzos, salvo en China, 323.-Los
progresos del siglo XI al XV: en Estiria y en el De/finado, 326.-Las
preconcentraciones, 328.-Algunas cifras, 330.-Los otros metales,
331.

CAPÍl l.JLO 6: REVOLUCIONES Y RETRASOS TÉCNICOS.................................... 333

Tres grandes innovaciones técnicas........................................................... 334


Los orígenes de la pólvora de cañón, 334.-La artillería se hace mó-
vil, 335.-La artillería a bordo de los navíos, 337.-Arcabuces, mos-
quetes y fusiles, 340.-Producción y presupuesto, 340.-La artillería
a escala mundial, 343.-Del papel a la imprenta, 344.-El descubri-
miento de los caracteres móviles, 345.-Imprenta y gran historia,
348.-La hazaña de Occidente: la navegación de altura, 349.-Las
marinas del Viejo Mundo, 349.-Las rutas mundiales de navegación,
353.-El sencillo problema del Atlántico, 355.

La lentitud de los transportes................................................................... 361


Estabilidad de los itinerarios, 361.-La excesiva trascendencia conce-
dida a los acontecimientos de la historia viaria, 364.-La naveg~ción
fluvial, 365.-Arcaísmo de los medios de transporte: inmovilismo, re-
traso, 366.-En Europa, 367.-Velocidades y transportes irrisorios,
368.-Transportistas y transportes, 369.-El transporte, un límite de
la economía, 3 72.
545
Indice general

Los altibajos de la historia de la técnica................................................... 375


Técnica y agricultura, 375.-La técnica en sí, 376.

CAPÍTULO 7: LA MONEDA.............................................................................. 380

Economías y monedas imperfectas . ...... ..... ........ .... .. ..... ...... ..... ...... ..... ..... . 385
Las monedas primitivas, 385.-El trueque dentro de las economías
monetarias, 388.

Fuera de Europa: economías y monedas metálicas incipientes................. 391


En Japón y en el Imperio turco, 391.-La India, 392.-China, 394.

Algunas reglas del juego monetario.......................................................... 399


La disputa de los metales preciosos, 399.-Fuga, ahorro y atesoramien-
to, 403.-Las monedas de cuenta, 405.-Stocks metálicos y velocidad
de circulación monetaria, 408.-Fuera de la economía de mercado,
409.

Moneda de papel e instrumentos de crédito .... ...... . .... .. ..... ..... ...... ..... ....... 411
Se trata de viejas prácticas, 412.-Monedas y crédito, 414.-Siguien-
do a Schumpeter: todo es moneda, todo es crédito, 415.-Moneda y
crédito son un lenguaje, 416.

CAPÍTULO 8: LAS CIUDADES........................................................................... 418

La ciudad en sí misma ........................... '................................................... 420


Del peso mínimo al peso global de las ciudades, 420.-Una división
del trabajo en continuo movimiento,, 423.-La ciudad y sus recién lle-
gados, sobre todo gente miserable,,428,-Las peculiaridades de las ciu-
dades, 430.-Las ciudades, la artillería y los vehículos de Occidente,
435.-Geografia y relaciones urbanas, 437.-Las jerarquías urbanas,
441.-Ciuda~es y civilizaciones: el caso del Islam, 443.

La originalidad de las ciudades de Occidente .... ...... ..... . ..... . ...... ..... ..... ..... 446
Mundos libres, 446.-Modernidad de las ciudades, 448.-¿Es posible
aplicar un «modelo» a las formas urbanas de Occidente?, 450.-Evo-
luciones diversas, 456.

Las grandes ciudades................................................................................ 461


La responsabilidad de los Estados, 461.-¿Para qué sirven esas capi-
tales?, 463.-Universos desequilibrados, 463.-Nápoles, del Palacio
Real al Mercato, 465.-San Petersburgo en 1790, 469.-Penúltimo
viaje: Pekín, 474.-Londres, de Isabel a Jorge///, 481.-La urbani-
zación, anuncio de un mundo nuevo, 488.

A modo de conclusión ...... ..... . ...... ........ .... ..... . ....... .... . . . .... ...... . ...... ..... .... .. ...... 490

546
Indice general

Notas.............................................................................................................. 494

Indice de nombres........................................................................................... 520

Indice de mapas y gráficos.............................................................................. 537

Indice de ilustraciones..................................................................................... 538


Presentación a la edición castellana

sucumbir. La lanza que rompe Fernand Braudel en defensa de una causa compro-
metida ha tenido fuerte impacto. Sobre Civilización material hay; ya, en el corto tér-
mino transcurrido desde que salió a luz, una profusa literatura de comentarios. Ese
eco excepcional es reflejo de la importancia de la lid, no simplemente una percepción
del mundo entre 1450 y 1800 -que lo es, reposada y original, distinta-, sino lama-
nera de mirar y de ver, y de comparar que propugnaran y propugnan los Annales.
Poner en castellano -en inglés y en italiano lo ha sido con esmero-- esta grandiosa
elaboración era urgente y no sencillo, pues a su complejidad de fondo se agrega en
la forma una prosa depurada. Braudel es un estilista. Los traductores no habrán re-
gateado desvelos para conservar la elegancia y claridad de un francés plagado de su-
tilezas. Monosílabos, interrogaciones, modismos populares, frases hechas de ayer o de
hoy, toques irónicos, aseveraciones roturzdas, dudas apuntadas... , más que jalones son
procedimientos de comunicar, tal cual, lo que se pretende expresar: un susurro, una
insinuación, un lamento, a veces. La nitidez requiere estos acordes. Conseguirlo, es
todo un arte,

Madrid, junio 1984


Felipe RUIZ MARTIN
INTRODUCCION

Cuando Lucien Febvre, en 1952, me confió la redacción de esta obra para la colec-
ción Destins du Monde que acababa de fundar, no me imaginé, desde luego, en qué
interminable aventura me embarcaba. Se.trataba, en principio, de la simple puesta a
punto de los trabajos dedicados a la historia económica de la Europa preindustrial.
Pero, además de haber sentido a menudo la necesidad de volver a las fuentes, confieso
que me ha desconcertado, a lo largo de las investigaciones, la observación directa de
las realidades denominadas económicas, entre. los siglos XV y XVIII. Por el mero hecho
de que encajan mal, o incluso nada, con los esquemas tradicionales y clásicos, tanto el
de Werner Sombart (1902), acompañado de una considerable suma de pruebas, como
el de Josef Kulischer (1928); o los de los propios economistas que ven la economía
como una realidad homogénea a la que es posible sacar de su contexto y a la que se
puede, se debe medir, en sí misma, pues nada es inteligible fuera del número. El de-
sarrollo de la Europa preindustrial (considerada sin tener en cuenta el resto del mundo,
como si éste no existiese) sería su entrada progresiva en las racionalidades del mercado,
de la empresa, de la inversión. capitalista hasta la llegada de una Revolución industrial
que ha partido en dos la historia de los hombres.
Introducción

Oc hecho, la realidad observable, antes del siglo XIX, ha sido mucho más compli-
cada. Puede seguirse, claro está, una evolución, o mejor una serie de evoluciones que
se enfrentan, se apoyan, se contradicen también. Lo que equivale a reconocer que no
hay una, sino vanas economías. La que se describe preferentemente es la economía lla-
mada de mercado, es decir, los mecanismos de la producción y del intercambio ligados
a las actividades rurales, a los tenderetes al aire libre, a los talleres, a las tiendas, a las
Bolsas, a los bancos, a las ferias y, naturalmente, a los mercados. El discurso constitu-
tivo de la ciencia económica ha comenzado ocupándose de estas realidades claras, «trans-
parentes» incluso, y de los procesos, fáciles de captar, que las animan. Se ha encerrado
así, desde el principio, en un dominio privilegiado, prescindiendo de los demás.
Pero una zona de sombra, con frecuencia difícil de observar por la falta de docu-
mentación histórica suficiente, se extiende por debajo del mercado; es la actividad ele-
mental básica que se encuentra en todas partes y que adquiere una envergadura sen-
cillamente fantástica. A esta zona densa, a ras de suelo, la he denominado, por no en-
contrar nada mejor, la vida matenal o la 'civilización materi41. La ambigüedad de la
expresión es evidente. Pero supongo que, si mi enfoque es compartido respecto al pa-
sado como parecen hacerlo ciertos economistas para el presente, se encontrará, un día
u otro, una etiqueta más adecuada para designar esta infraeconomía, esta otra mitad
informal de la actividad económica, la de· 1a autosuficiencia, del trueque de los pro-
ductos y de los servidos en un ámbito muy reducido.
Por otra parte, por encima y ya no por debajo de la amplia superficie de fos mer-
cados, se han levantado activas jerarquías sociales: falsean el intercambio a su favor, tras-
tocan el orden establecido; queriéndolo e incluso sin quererlo expresamente, crean ano-
malías, «turbulencias», y dirigen sus negocios por caminos muy particulares. En este ele-
vado escalón, algunos grandes comerciantes de Amsterdam, en el siglo XVIII, o de Gé-
nova, en el siglo XVI, pueden alterar, desde lejos, sectores enteros de la economía eu-
ropea, y hasta mundial. Grupos de actores privilegiados se han introducido así en cir-
cuitos y cálculos que el común de los mortales ignora. El cambio, por ejemplo, ligado
a los comercios lejanos y a los complicados juegos del crédito, es un arte sofisticado,
abierto, como mucho, a unos cuantos privilegiados. Esta segunda zona de sombra que,
por encima de la claridad de la economía de mercado, constituye en cierta forma su
límite superior, representa en mi opinión, como se verá, el dominio por excelencia del
capitalismo. Sin ella, éste es impensable; en ella se instala y prospera.
Este esquema, una tripartición que se ha ido esbozando poco a poco ante mí a me-
dida que los elementos observados se clasificaban casi por sí mismos, es probablemente
lo que mis lectores encontrarán inás discutible en esta obra. Porque puede parecer que
lleva a distinguir demasiado tajantemente o incluso a oponer decididamente economía
de mercado y capitalismo. Ni siquiera yo mismo he aceptado en un principio, sin duda~.
este punto de vista. Pero he terminado pot admitir que Ja economía de mercado había
s.ido, entre los siglos XV y XVIII, e incluso mucho anees, un orden coactivo, que, como
todo orden coactivo (social, político o cultural), había desarrollado oposiciones, con-
trapoderes, tanto hacia arriba como hacia abajo.
Lo que realmente me ha alentado a mántener mi enfoque ha sido percibir bastante
deprisa y eón bastante claridad, mediante este mismo esquema, las articulaciones de
las sóciedades actuales. La economía de mercado dirige siempre en ellas la masa de los
intertarnbfos que regirttan nuestras estadístic4s. Pero la competencia, qúe es su signo
distintivo, está lejos de dominar -¿quién podría negarlo?- toda la economía actual.
Existe, hoy como ayer, un universo aparte donde se instala un capitalismo de excep-
ción, en mi opinión el auténtico capitalismo, siempre multinacional, pariente del de
las grandes Compañías de las Indias y de los monopolios de cualquier tamaño, de de-
recho y de hecho, que existían antaño, análogos en su fundamento a los monopolios
2
Introducción

actuales. Cabe sostener que las empresas de los Fugger y de los Welser eran transna-
cionales, como se diría hoy, puesto que operaban en coda Europa y tenían a la vez re-
presentantes en la India y en la América española. Los negocios de Jacques Coeur tu-
vieron, en el siglo anterior, dimensiones análogas, desde los Países Bajos al Levante.
Pero las coincidencias llegan más lejos, pues, en la estela de la depresión económica
consecutiva a la crisis de 1973-1974, ha comenzado a proliferar una forma, moderna
en este caso, de economía al margen del mercado: el trueque apenas disimulado, los
servicios directamente intercambiados, el denominado «trabajo clandestino», más las
numerosas formas del trabajo doméstico y del «bricolage». Esta capa de actividades,
por debajo o al margen del mercado, ha aumentado lo suficiente como para llamar la
atención de algunos economistas: representa, por lo menos, entre el 30 y el 40% del
producto nacional, que escapa así a todas las estadísticas, incluso en los países
industrializados.
De esta manera, un esquema tripartito se ha convertido en el marco de referencia
de una obra que había concebido deliberadamente al margen de la teoría, de todas las
teorías, bajo el exclusivo signo de la observación concreta y de la historia comparada.
Comparada a través del tiempo, de acuerdo con el lenguaje, que nunca me ha decep-
cionado, de la larga duración y de la dialéctica presente-pasado; comparada a través del
más amplío espacio posible, puesto que mi estudio, en la medida en que resultaba fac-
tible, se ha extendido al mundo entero, se ha «mundializado». De todas formas, la ob-
servación concreta sigue en primer plano. Mi intención, en todo momento, ha sido ver,
hacer ver sin quitar a los espectáculos observados su densidad, su complejidad, su he-
terogeneidad, que son el signo de la propia vida. Si se pudiese cortar por lo sano y
aislar los tres niveles (que, en mi opinión, configuran una clasificación útil); la historia
seña una ciencia objetivá, lo que desde luego no es cierto.
los tres volúmenes que ~omponen esta obra se titulan: Las estructuras de lo coti-
diano: lo posible y Jo imposible; Los juegos del intercambio; El Tiempo de/ mundo.
El último es un estudio cronológico de las formas y preponderancias sucesivas de la eco-
nomía internacional. En una palabra, es una historia. Los dos primeros volúmenes,
mucho menos sencillos, se dedican fundamentalmente a una investigación tipológica.
El primero (publicado ya en 1967) es una especie de «ponderación del mundo», como
ha dicho Pierre Chaunu, el reconocimiento de los límites de lo posible en el mundo
preindustrial. Uno de esos límites es el lugar ocupado, enorme entonces, por la «vida
material». El segundo volumen, Los juegos del intercambio, confronta la economía y
la actividad superior del capitalismo. Había que distinguir estas dos capas altas, expJi-
car cada una a través de la obra, tanto por sus convergencias como por sus oposiciones.,
¿Habré convencido a todo el mundo? Seguramente no. Pero al menos he encon:.'
uado, en este juego dialéctico, una ventaja incomparable: atravesar y evitar, gracias a
una vía nueva y en cierta forma sosegada, las disputas demasiado apasionadas que le-
vanta la siempre explosiva palabra capitalismo. Por lo demás, el tercer volumen se ha
beneficiado de las explicaciones y discusiones que lo preceden: no contrariará a nadie.
Así, en vez de un libro, he escrito, sin lugar a dudas, tres. Y mi decisión de «rnun-
dializar» esta obra me ha llevado a tareas para las que, como historiador de Occidente,
estaba, por lo menos, mal preparado. Estancias y aprendizajes prolongados en países
islámicos (diez años en Argel) y en América (cuatro años en Brasil) me han sido muy
útiles. Pero he visto Japón a través de las explicaciones y de la enseñanza particular de
Serge Elisseeff; China, gracias a la colaboración de Etienne Balazs, de Jacques Gernet,
de Denys Lombard ... Daniel Thomer, que hubiera sido capaz de hacer de todo hombre
de buena voluntad un indianista principiante, se ocupó de mí con su vivacidad y su
irresistible generosidad. Aparecía en mi casa por la mañana con el pan y los croissants
del desayuno y los libros que debía leer. Situó su nombre en cabeza de la larga lista
3
Introducción

de mis agradecimientos, una lista que, si fuera completa', resultaría interminable.


Todos, oyentes, alumnos, colegas, amigos, me han apoyado. No puedo olvidar la ayuda
filial, una vez más, de Alberto y de Branislava Tenenti; la colaboración de Michael
Keul y de Jean-Jacques Hémardinquer. Marie-Thérese Labignette me ha ayudado en
las investigaciones de archivos y en la búsqueda de referencias bibliográficas, Annie Du-
chesne en el interminable trabajo de las notas. Josiane Ochoa ha mecanografiado pa-
cientemente más de diez veces mis sucesivas redacciones. Roselyne de Ayala, de Armand
Colin, se ha ocupado con eficacia y puntualidad de los problemas de edición y pagi-
nación. Que estas colaboradoras más cercanas encuentren aquí la expresión de mi
amistad más que agradecida. Finalmente, sin Paule Braudel, que se ha sumado diaria-
mente a mi investigación, me hubiesen faltado ánimos para rehacer el primer volumen
de esta obra y acabar los dos interminables volúmenes siguientes, para comprobar la
lógica y la claridad necesarias de las explicaciones y de las puestas a punto. Una vez
más, hemos trabajado juntos largamente.
16 de marzo de 1979
PROLOGO

Heme aquí al comienzo del primer libro, el más complicado de los tres tomos de
esta obra. No es que cada uno de los capítulos en sí no pueda resultar sencillo para el
lector, sino que la complicación procede insidiosamente de la multiplicidad de las fi-
nalidades propuestas, del difícil descubrimiento de temas infrecuentes, que había que
incorporar, en su totalidad, a una historia coherente; en realidad, de la trabajosa en-
sambladura de discursos parahistóricos -la demografía, la alimentación, el vestido, la
vivienda, las técnicas, la moneda, las ciudades- habitualmente aislados unos de otros
y tratados al margen de las narraciones tradicionales. Pero., ¿por qué reunirlos?
Fundamentalmente para delimitar el campo de acción de las economías preindus-
triales y captarlo en todo su espesor. ¿No hay un límite.• un umbral que delimita toda
la vida de los hombres, la rodea como una frontera más o menos ancha, siempre difícil
de alcanzar y aún más de traspasar? Es el límite que se establece en cada época, incluso
en la nuestra, entre lo pmible y lo imposible, entre lo que puede alcanzarse, no sin
esfuerzo, y lo que continúa negado a los hombres, ayer porque su alimentación era in-
suficiente, su número demasiado débil o demasiado elevado (para sus recursos), su tra-
bajo insuficientemente productivo, el dominio de la naturaleza apenas esbozado. Esos
lrmites casi no cambiaron desde el siglo XV hasta finales del XVIII. Y los hombres ni
siquiera llegaron al final de sus posibilidades.
Prólogo

Insistamos en esta lentítud, en esta inercia. Los transportes terrestres, por ejemplo,
disponen muy pronto de los elementos que habrían permitido su perfeccionamiento.
En algunos lúgares, además, la velocidad aumenta gracias a la construcción de moder-
nos caminos, al perfeccionamiento de los coches que transportan mercancías y viajero.s,
a la iristafacióri de las postas. Y, sin embargo, estos progresos no se generalizarán hasta
los alredédores de 1830, es decir, en vísperas de la revolución de los ferrocarriles. Sólo
entonces se multiplican los transportes terrestres, se regularizan, se aceleran y, por úl-
timo, se democratizan -sólo entonces se alcanza el límite de lo posible. Y éste no es
el único terreno en que se produce ese retraso. Finalmente, no habrá ruptura, innova-
ción, revolución en la amplia franja de lo posible y de lo imposible hasta el siglo XIX
y la conmoción total del mundo.
Todo ello proporciona a nuestro libro una cierta unidad: es un largo viaje más allá
de las facilidades y de las costumbres que nos prodiga la vida actual. Nos conduce, de
hecho, a otro planeta, a otro universo de los hombres. Podríamos ir, por supuesto, a
Ferney, a casa de Voltaire -nada cuesta una ficción- y mantener sin grandes sorpre-
sas una larga conversación con él. En el plano de las ideas, los hombres del siglo XVIII
son nuestros contemporáneos; su mente, sus pasiones permanecen suficientemente cer-
canas a nosotros como para que no nos sintamos demasiado desorientados. Pero si el
maestro de Ferney nos retuviera unos días en su casa, todos los detalles de la vida co-
tidiana, incluso su forma de cuidarse, nos sorprenderían grandemente. Surgirían in-
mensas distancias entre él y nosotros: la iluminación nocturna, la calefacción, los trans-
portes, las comidas, las enfermedades, las medicaciones ... Es necesario, pÓr tanto, des-
prenderse de una vez por todas de nuestras realidades ambientales, para hacer, de forma
adecuada, ese viaje a contracorriente de los siglos, para encontrar las reglas que han
encerrado al mundo, durante demasiado tiempo, en una estabilidad bastante inexpli-
cable, si se piensa en 1a fantástica mutación que iba a producirse.
Al elaborar este inventario de lo posible, nos hemos encontrado frecuentemente
con lo que he llamado en la introducción «civilización material». Porque lo posible no
sólo está limitado por arriba; también inferiormente aparece limitado poc fa masa de
esa «otra mitad» de la producción que se niega a entrar de lleno en el movimiento de
los intercambios. Omnipresente, invasora, repetitiva, esa vida material se encuencra
bajo el signo de la rutina: se siembra el trigo como siempre se ha sembrado; se planta
el maíz como siempre se ha plantado; se allana el suelo del arrozal como siempre se
ha allanado; se navega en el mar Rojo como siempre se ha navegado ... Un pasado obs-
tinadamente presente, voraz, engulle de forma monótona el tiempo frágil de i'?s
hombres'. Y esta capa de historia estancada es enorme: a ella pertenece en su inmensa
mayorfa la vida rural, es decir, entre el 80 y el 90% de la población del globo. Sería
muy difícil, por supuesto, precisar donde termina aquella y donde comienza la fina y
ágil economía de mercado. Desde luego, no se separa de la economía como el agua
del aceite, Además, no siempre es posible decidir, de forma tajante, si determinado
actor, determinado agente, determinada acción bien observada se encuentran a un lado
o a otro de la barrera. Y la civilización material debe presentarse, y así lo haré, al
mismo tiempo que la úvilización económica (si es posible denominarla así) que se codea
con ella, la perturba y, al contradecirla, la explica. Pero, desde luego, es indudable
que la barrera existe, con: enormes consecuencias. .
. El doble registro (económico y material) procede de hecho de una evolución mul-
tisecular. la vida material, entre fos siglos XV y XVlll, es la prolongaci6n de una socie-
dad y de una economía antiguas, transformadas de forma muy lenta, imperceptible, y
que poco a poco han creado por encima de ellas, con los éxitos y las deficiendas que
se pueden suponer, una sociedad superior cuyo peso soportan forzosamente. Y siempre
ha habido coexistencia de lo alto y de lo bajo, variación ininterrumpida de sus respec-
6
l'rólo.IJ,o

tivos volúmenes. ¿No ganó la vida material, en el siglo XVII, en Europa, con el retro-
ceso de la economía? Gana con toda certeza, ante nuestros ojos, con la regresión ini-
ciada en 1973-1974. Así, a un lado u otro de una frontera indecisa por naturaleza,
coexisten el nivel inferior y el superior, adelantado éste y retrasado aquél. Un pueblo
que he conocido muy bien vivía, todavía en 1929, casi al mismo ritmo que en el si-
glo XVII o XVIII. Semejantes retrasos son involuntarios o voluntarios. La economía de
mercado, antes del siglo XVlll, no tuvo fuerza para captar y modelar a su gusto la masa
de la infraeconomía, protegida a menudo por la distancia y por el aislamiento. Hoy,
por el contrario, si existe un amplio sector fuera de mercado, fuera de «economía», es
más bien por rechazo en la base, no por negligencia o imperfección del intercambio
organizado por el Estado o la sociedad. Sin embargo, el resultado tiene que ser, por
diversas razones, análogo.
En todo caso, la coexistencia de lo bajo y de lo alto impone a todo historiador una
clarificadora dialéctica. ¿Cómo comprender las ciudades sin el campo, la moneda sin
el trueque, la miseria múltiple sin el lujo múltiple, el pan blanco de los ricos sin el
pan moreno de los pobres ... ?
Queda por justificar una última decisión: ni más ni menos que la introducción de
la vida cotidiana en el terreno de la historia. ¿Era útil? ¿Necesario? Lo cotidiano está
formado por pequeños hechos que apenas quedan marcados en el tiempo y en el es-
pacio. Cuanto más se acorta el espacio de la observación, más posibilidades existen de
encontrarse en el propio entorno de la vida material: los grandes círculos corresponden
normalmente a la gran historia, al comercio de largo alcance, a las redes de las econo-
mías nacionales o urbanas. Cuando se acorta el tiempo observado, aparece el aconteci-
miento o el suceso; el acontecimiento quiere ser, se cree, único; el suceso se repite y,
al repetirse, se convierte eri generalidad o, mejor aún, en estructura. Invade todos los
niveles de la sociedad, caracteriza maneras de ser y de actuar continuamente perpetua-
das. A veces bastan algunas anécdotas para que se ilumine el panorama, para señalar
modos de vida. Un dibujo muestra a Maximiliano de Austria sentado a la mesa, hacia
1513: tiene su mano metida en una fuente; dos siglos más tarde, la Palatina cuenta
que Luis XIV, al aceptar a sus hijos en su mesa por vez primera, les prohíbe comer de
forma distinta a Ja suya y utilizar un tenedor, como les había enseñado un preceptor
demasiado diligente. ¿Cuándo inventó pues Europa las buenas formas en la mesa? Veo
un traje japonés del siglo XV, y vuelvo a encontrarlo semejante en el siglo XVIII; un es-
pañol cúenta su conversación con un dignatario nipón, extrañado e incluso escandali-
zado de ver aparecer a los europeos, en un corto intervalo de tiempo, con vestimentas
muy diferentes. La locura de la moda es estrictamente europea. ¿Carece este hecho de
importancia? Persiguiendo pequeños incidentes, notas de viajes, se descubre una so-
ciedad'. En sus diversos niveles, Ja forma de comer, de vestir, de alojarse es siempre im-
portante. Y estas instantáneas afirman también contrastes entre una sociedad y otra,
disparidades que no sori siempre superficiales. Es un juego entretenido, y no creo que
sea inútil, recomponer ese panorama.

Así he avanzado en varías direcciones: lo posible y lo imposible; lo inferior y lo su-


perior; las imágenes de la vida cotidiana. Lo que complicaba de antemano la elabora-
ción de este libro. Demasiadas cosas que decir, en suma. Entonces, ¿cómo decirlas? 1 •

La.~ notas del texto se encuentran agrupadas al final del volumen, entre las páginas 494 y 519.

7
Capítulo 1

EL PESO DEL NUMERO

.La vida material soil los hombres y las cosas, las cosas y los hombres. EStudiar las
cosas -alimentación, vivienda, vestido, lujo, herramientas, instrumentos monetarios,
pueblos y ciudades-, en suma todo aquello que el hombre utiliza, ilo es la única ma-
nera de valorar su existencia cotidiana. El número de Jos que se reparten las riquezas
de la tierra tiene también su significado. La manifestación más clara de las diferencias
existentes entre el universo de hoy y la humanidad anterior a.1800 es indudablemente
el reciente y extraordinario aumento del número de hombres, muy abundantes en 1979.
A fo largo de fos cuarto siglos que estudia este libro, la población del globo sin duda
se duplicó; ahora bien, en la época en que vivimos, se duplica cada treinta o cuarenta
años, A causa: del progreso material, desde luego. Pero en este progreso el número de
hombtes es a la ve~ causa y consecuencia. .
En todo taso, resulta ser un excelente cindicador»: establece el balance de éxitos y
frata5os; esboza poi sl sofo una geografía diferencial del globo, aquí los continentes
apenas poblac:fos, allá las tegfones ya demasiado densas, aquí las civilizaciones, allá cul-
turas todavfa primitivas; señala las relaciones decisivas entre las diferentes poblaciones.
Y, curiosamente, esta geograffa diferencial es, a menudo, ló que menos ha cambiado
de ayer a hoy~ . · . .
Lo que ha cambiado totalmente, por el contrario, es el propio ritmo del crecimien-
El peso del número

to demográfico. Actualmente, un auge continuo, más o menos pronunciado según las


sociedades y las economías, pero continuo. Ayer, alzas seguidas de regresiones, como
mareas sucesivas. Este movimiento alterno, estos flujos y reflujos de la demografía son
el símbolo de la vida de antaño, sucesión de retrocesos y de auges, obstinándose los
primeros en anular casi por completo -pero no del todo- a los segundos. Con rela-
ción a estas realidades básicas, todo, o casi todo, parecerá secundario. Desde luego, hay
que partir de los hombres. Ya hablaremos después de las cosas.

Varsovia en 1795. Distribución de sopa a los pobres junto a la columna del rey Segismundo 111.
(Fotografía Alexandra Skarzynska.)

9
El peso del número

LA POBLACION DEL MUNDO:


CIFRAS QUE HAY QUE INVENTAR

El problema radica en que si, todavía hoy, no conocemos la población del mundo
más que con un margen de aproximación del 10%, tenemos, sobre la del mundo de
antaño, conocimientos muy imperfectos. Y, sin embargo, tanto a corto como a largo
plazo, tanto en el campo de las realidades locales como en la inmensa escala de las rea-
lidades mundiales, todo se halla vinculado al número, a las oscilaciones de la
humanidad.

Flujo y reflujo:
el sistema de mareas

Entte fos siglos XV y XVIII, basta que la población aumente o disminuya para que
todo cainbie. Si los hombres crecen numéricamente, hay aumento de la producción y
de fos intercambios; progreso de los cultivos hasta los lindes de las tierras baldías, ar-
boladas, pantanosas o montañosas; progreso de las manufacturas; crecimiento de fos
núcleos rurales y más frecuentemente de los urbanos; incremento de las poblaciones
en movimiento; se producen también más reacciones constructivas ante la presión im-
periosa qúe ejerce el crecimiento del número de hombres, Por supuesto, aumentan a
la vez las guerras y querellas, las incursiones y fos bandolerismos; los ejércitos o laS
bartdaS ahrtadas se agrandan;. las sociedades engendran, más que de costumbre; riuevós
tiCos o nuevos ptivilegíados; los EStados prospetari, plaga y bendidón a la vez; la fron-
tera de fo posible se akanza con mayor facilidad de lo habitual. Esi:os son los signos
más frecuentes; No obstante, no debe hacerse un panegírico iricondicional de los au-
mentos demográficos. Han sido unas veces benéficos y otras perjudiciales. Uria pobla-
ción ascendente ve modificarse sus relaciones con el espacio que ocupa, eón las riquezas
de que dispone; franquea, en su recorrido, «umbrales críticos» 1 , y en cada ocasión se
replantea toda su estructura. En resumen, el mecanismo nunca es sencillo, unívoco:
una sobrecarga creciente de hombres termina a menudo, terminaba siempre antaño,
por rebasar las posibilidades alimentariaS de las sociedades; esta v~rdad, banal antes
del siglo xvlil, todavía es válida hoy para algunos países atrasados; Un cierto límite en
el bienestar tesulta entonces infranqueable;. Porque fos impulsos demográficos, si son
excesivos; provocan un deterioro del nivel de vida, incrementan el número siempre im-
presionante de fos subaliméntad6s, de los miserables y de los desarraigados. Las epide-
mias. y fas hambres (precediendo o acompañando éstas a aquéllas) restablecen el equi-
librio enúe laS bocas qué hay qUe alimentar y los aprovisionamientos escasos, entre.fa
mano deobta y el empleo, y estos ajllstes de gran brutalidad constituyen el rasgo ca~ ·
tacteristkó de los. sigl¡js del Antiguo Régimen. •. ·
·... Si hubiera que ap()itar alguna5 precisiones a la cronología de Occidente. yo señala-
ría u.11 credmient() l~füó de)a población desde 1 iOO hasta.1350~ otro desdé 1450 hasta
1650, y Uri térc~ro~ p~rt~r del750, sin que este último comportara. ya regresión. Te-
nemos asíttés ~füp1(9~. pefü>4os de expansión biológica, cofup:¡fabld ehrre sí, y los dos
primeros, centrales' ~frriúé~tto estudiO, aparecen seguidos de reflujos, cori una extre-
mada brutalidad, en([~ 135<)y 1450; con atenuado rigor entre 1650 y 1750 (más bien
deceleración que teflUjó ). Hoy; todo crecimiento en los países atrasados conlleva des-
censo del nivel de vida, y no ya afortunadamente esas crueles deflaciones de hombres
(por lo menos desde 1945).

10
El peso del nú1

Cada reflujo resuelve cierto número de problemas, suprime tensiones, privilegia a


los supervivientes; es ilri remedio desmesurado, peto remedio al fin y al cabo. Tras la
peste negra de mediados del siglo XV y tras las epidemias que la siguieron y agravaron
sus efectos, las herencias se concentraron en algunas manos. Sólo se siguieron cultivan-
do las tierras buenas (menos esfuerzo y mejores rendimientos), el nivel de vida y los
salarios reales de los supervivientes subieron. En Languedoc comenzó así un siglo, de
1350 a 1450, en el que el campesino, con su familia patriarcal, era el dueño de una
región vacía; los árboles y los animales salvajes habían invadido los prósperos campos
de antaño 2 • Pero el hombre aumenta pronto su número, reconquista lo que los ani-
males y las plantas salvajes le han robado, limpia de piedras los campos, arranca árbo-
les y arbustos, y"su propio progreso pesará sobre sus hombros, reengendrará su miseria.
A partir de 1560 o de 1580, en Francia y en España, en Italia y probablemente en todo
Occidente, el hombre vuelve a ser demasiado numeroso 1 La monótona historia vuelve
a empezar, se da la vuelta al reloj de arena. El hombre sólo es, pues, feliz durante
breves intervalos, y sólo se da clienta de ello cuando es demasiado tarde.
Ahora bien, estas largas fluctuaciones son perceptibles fuera de Europa, y aproxi-
madamente en los mismos momeni:os. Chfoa y la India progresaron o retrocedieron a
uri misino ritmo que Occidente, corrió sí la humanidad entera fuera prisionera de un
destino cósmieo prirrtordfal con relación al cual el testo de su historia no sería más que
verdad secundaria. Ifrnst Wagemartn, economista y demógrafo, siempre lo ha pensado.
El sincronisrrid es evidente en el sigfo XVIII, más que probable en el XVI; puede supo-
nerse en el xüi, y esto desde la Francia de San Luis hasta la lejana China de los mon-
goles; Este hecho desplazaría los problema5 y los simplifo:aría de un solo golpe. El de-
sarrollo de la población, concluye Ernst Wagerriann, debe ser atribuido a causas muy
diferentes de las que constituyen el progreso económico, técnico y médico 4 •
En todo caso, esta5 fluctuaciones, más o menos sincrónicas de un extremo a otro de
las tierras emergidas, ayudan a Írriagillar, a comprender que las diferentes poblaciones
tengan, entre sí, relaciones numéricas relativamente fijas a través de los siglos: ésta igual
a aquélla, o dobk de aquella otra. Conociendo una, se puede calcular el peso de la
otra y así sucesivamente, reconstruyendo, con los errores inherentes a semejante cálcu-
lo, el número total de habitantes. Es evidente el interés de esta cifra global: por muy
imprecisa y forzosamente inexacta que sea, ayuda a trazar la evolución biológica de la
humanidad considerada como un único conjunto, un único stock en términos
estadísticos.

Pocas
cifras

Nadie conoce la población total dd mundo entre los siglos XV y XVIII. Los estadís-
ticos no han podido llegar a un acuerdo partiendo de las cifras divergentes, poco nu-
merosas y frágiles que les ofrecen los historiadores. Nada puede construirse, a primera
vista, sobre estos inciertos puntos de apoyo. Pero vale la pena intentarlo.
Pocas cifras y no muy seguras: se refieren tan sólo a Europa y, desde la aparición
de unos pocos trabajos dignos de crédito, también a China. En estos casos contamos
con censos y estimaciones casi válidas. Aunque no pisemos terreno muy firme, pode-
mos aventurarnos sin demasiado peligro.
Pero ¿y en lo que se refiere al resto del mundo? Nada o casi nada se sabe de la
India que, si apenas se ha preocupado de su historia en general, tampoco lo ha hecho
de las cifras que la esclarecerían. Nada, de hecho, se sabe del Asia no china, excep·
1l
la Peste de los filisteos, por Nicolas Poussin. Hasta tiempos recientes, los estragos de las epide-
mias y de lizs hambres produjeron interrupciones y reflujos regulares en los ascensos demográfi-
cos~ (Cliché Giraudon.)

tuando d caso de Jap6ri. Nada muy seguro se conoce sobre la Oceanía, con la que
apenas entraron en contacto los viajeros europeos de los siglos XVII y XVIII: Tasman lleg6
a Nueva Zelanda en mayo de 1642; a Ta5nianfa, la isla a la que legó su nombre, en
diciembre del mismo año; Cook desembarc6 en Australia un siglo más tarde, en 1769
y 1783; Bougairiville en Tahití, la nueva Citerea, no descubierta por él, en abril de
1768. Y además, ¿es necesario tener en cuenta poblaciones tan poco densas? Los esta-
d1sticos calculan sin más en sus notas dos millones de hombres para toda Oceania, cual-
quiera que sea el momento considerado. Para el Africa negra, al sur del Sáhara, tam-
poco hay nada seguro si exceptuamos la5 cifras divergentes sobre la ttata de negros a
partir dd siglo XVI, cifra!; que, además, aunque fueran seguraS, rto permitirían dedu-
cirlo todo. Por último, nada.cierto se sabe sobre América, o, por lo menos, en lo que
a ella se refiere existen dos cálcufos contradictorios. ·
Para Angel Rosenblat; no hay más que un método, el regresivo): partiendo de cifras

12
El peso del número

actuales, calcular las anteriores. Lo que Je lleva a fijar, para el conjunto de las Améri-
cas, inmediatamente después de la conquista, una cifra extremadamente baja: de 10 a
15 millones de seres, y esta escasa población se habría reducido hasta Hegar a 8 míUo-
nes en el siglo XVII. Sólo progresará de nuevo y lentamente a partir del siglo XVIII. Sin

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l. EN MEXICO: EL HOMBRE CEDE EL SITIO A LOS REBAÑOS

(Seg.in P. Ch11un11, ~L'Aménque latine•, en: HistoirC: Universdle, J, Encyclopédie t/e /11 P/éíat/e.)

embargo, historiadores americanos de la Universidad de Berkeley (Cook, Simpson,


Borah 6 ) -se dice abusivamente, para abreviar, «la Escuela de Berkeley»- han realiza-
do una serie de cálculos y de interpolaciones a partir de cifras parciales de la época,
conocidas para algunas regiones de México, inmediatamente después de la conquista
europea. Los resultados proporcionan cifras muy abultadas: 11 millones en 1519 (esti-
mación propuesta en 1948), pero todos los demás datos añadidos al estudio o revisados
más de cerca en 1960 aumentan este número, ya fabuloso en sí, hasta 25 millones de
habitantes, tan sólo en México. Más tarde la población decrecerá continua y rápida-
mente: 1532, 16.800.000; 1548, 6.300.000; 1568, 2.650.000; 1580, 1.900.000; 1595,
1.375.000; 1605, 1.000.000; una lenta subida se inicia a partir de 1650, haciéndose
más acusada a partir de 1700.
Estas cifras fabulosas nos incitarían a otorgar a América entera la cantidad de 80 a
100 millones de seres hacia 1500. Nadie puede creerlo ciegamente, a pesar del testi-
monio de los arqueólogos y de tantos cronistas de la Conquista, entre Jos que se cuenta
el P. Bartolomé de Las Casas. Lo que es absolutamente seguro es que América fue ob-
jeto, con motivo de la conquista europea, de un colosal hundimiento biológico, que
quizá no llegue a la proporción de 10 a 1, pero que con toda seguridad fue enorme y
sin parangón con la peste negra y las catástrofes que Ja acompañaron en la Europa del
siniestro siglo XIV. La dureza de una guerra despiadada, así como las de un trabajo co-
lonial de un rigor sin igual, tuvieron su parte de responsabilidad. Pero la población
india se presentaba, a finales del siglo XV, bajo el signo de una demografía débil, en

13
Imagen ideal de la Conquista: los habitantes de Florida acogen, en 1564, al explorador francés
Ró de úmdonniere. Grabado de Théodore de Bry según pintura de]. Lemoyne de Morgues. (Fo-
tografía Bulloz.)

particular a causa de la atisericfa de toda leche animal de sustitución, lo que obligaba


a la madre a amamantar al hijo hasta la edad de tres o cuatro años y, por tanto, al
suprimir «la fertilidad» femenina durante tan larga lactancia, convertía eA precaria cual-
quier recuperación demográfica 1 Ahora bien, esta masa ameríndía en equilibrio ines-
table fue sorprendida pot tiria serie de espantosos ataques microbianos, análogos a los
que desencadenará la presencia de los blancos en el Pacífico, también de manera dra-
mática, en fos siglos XVIII y sobre todo XIX. .
Las enfermedades -"-es decir; los virus, bacterias y parásitos importados de Europa
o de Africa'-'-'" fueron más rápidos en propagarse que los animales, las. plantas y los
hombres procedentes también de la otra orilla del Atlántico. Las pobladones amerin-
dias, que no estaban adaptadas más que a sus propios agentes patógenos, quedaron
inermes ante esfos rii:ievos peligros. En cuanto los europeos desembarcaron en el Nuevo
Mundo; la viruela hizo sti aparición: en Santo Domingo ya en 1493, en 1519 en la si-
tiada ciúdad de México; i!1cltis0 antes de la entrada de Cortés, y en Perú a partir de
1530, precediendo a fa. llegada de los soldados españoles. Akanzó después Brasil en
1560 y Canadá en 1635 8 Y esta enfermedad, contra la que Europa se encontraba casi

14
El peso del número

inmunizada, produjo tremendos estragos entre la población indígena. Lo mismo ocurrió


con el sarampión, la gripe, la disentería, la lepra, la peste (las primeras ratas llegaron
a América hacia 1544-1546), las enfermedades venéreas (importante problema sobre el
que volveremos), las fiebres tifoideas, la elefantiasis, enfermedades transmitidas por los
blancos o por los negros, pero que, todas ellas, adquirieron nueva virulencia. Desde
luego quedan dudas sobre la naturaleza real de ciertas enfermedades, pero la invasión
microbiana virulenta no deja lugar a dudas: la población mexicana se derrumbó bajo
los efectos de colosales epidemias, en 1521 de viruela, en 1546 de una «peste» mal de-
finida {tifus o gripe) cuya segunda y terrible aparición, en 1576-1577, habría causado
2 millones de muertes'1 Algunas islas de las Antillas se despoblaron totalmente. Desde
luego cuesta trabajo renunciar a considerar la fiebre amarilla como autóctona en Amé-
rica tropical. Probablemente es de origen africano. En todo caso, es conocida tardía-
mente, en Cuba hacia 1648, en Brasil en 1685; desde aquí se extenderá a toda la zona
tropical del Nuevo Mundo; en el siglo XIX, se propagará de Buenos Aires a la costa
este de América del Norte y alcanzará incluso los puertos de la Europa mediterránea 10 •
Resulta imposible evocar Río de Janeiro en el siglo XIX sin esta mortal compañía. Hay
que señalar un detalle: mientras que las epidemias masivas habían diezmado hasta en-
tonces las poblaciones indígenas, esta vez son los recién llegados, los blancos, las víc-
timas favoritas de uh mal que se ha hecho endémico. En Porco Belo, hacia 1780, las
tripulaciones de los galeones sucumben bajo la enfermedad y los grandes barcos se ven
obligados a invernar en el puerto 11 El Nuevo Mundo sufre pues terribles plagas. Vol-
verán a. resurgir cuando el europeo se instale en las islas del Pacífico, otro mundo bio-
lógicamente aparte. La malaria, por ejemplo, llega tarde a Indonesia y a Oceanía, sor-
prende a Batavía para arrasarla en 1732 12 ,
De esta formá, pueden reconciliarse los cálculos de A. Rosenblat y los de los histo-
riadores de Berkeley, la prudencia del primero y el romanticismo de los segundos: las
cifras pueden ser verdaderas, o al menos verosímiles en uno y otro caso, dependiendo
de que nos situemos antes o después de la Conquista. Prescindamos pues de las opi-
niones de Woytinski y de Embree. Este último afirmaba no hace mucho que ~nunca
hubo más de 10 millones de seres vivos entre Alaska y el cabo de Hornos, en ninguna
época anterior a Colóm> 1i. Hoy podemos dudar de ello.

¿Cómo realizar
estos cálculos?

El ejemplo de América prueba con qué sencillez de métodos (excesiva a veces) se


puede partir de ciertas cifras relativamente sólidas, para calcular e imaginar las demás.
Estos caminos precarios inquietan con razón al historiador, habituado a no contentarse
más que con lo que prueban documentos irrefutables. El estadístico no tiene ni estas
preocupaciones, ni estas pusilanimidades. «Se nos podrá reprochar el no actuar con es-
pfritu de tendero, escribe con humor un estadístico sociólogo, Paul A. Ladame; res-
ponderemos que los detalles carecen de importancia: sólo interesa el orden de magni-
tud» 1'1. El orden de magnitud, los probables umbrales superiores o inferiores, el nivel
máximo y mínimo.
En este debate, en el que cada uno tiene su parte de error y su parte de razón, pon-
gámonos del lado de los estadísticos. Parten del principio de que las diversas poblacio-
nes del globo guardan entre sí proporciones, si no fijas, por lo menos de modificación
muy lenta. Esta era la opinión de Maurice Halbwachs 1 ~ En otros términos, la pobla-
ción del conjunto del mundo tendría sus eJtructuraJ frecuentemente poco variables: las

15
El peso del número

relaciones numéricas de los diferentes grupos humanos entre sí se mantendrían grosso


modo. La Escuela de Berkeley deduce una cifra global americana de una cifra parcial,
mexicana. De la misma manera, Karl Lamprecht y, más tarde, KarlJulius Beloch, par-
tiendo del conocimiento aproximado de la población de la región de Tréveris, hacia el
año 800, han calculado una cifra válida para toda Germanía 16 • El problema siempre es
el mismo: aceptando la existencia de proporciones probables, partir de cifras conocidas
para pasar a cifras de orden superior, verosímiles y susceptibles de establecer un orden
de magnitud. Este orden nunca carece de valor, a condición, desde luego, de emplear-
lo con cautela. Mejor sería tener datos reales. Pero carecemos de ellos.

La igualdad entre
China y Europa

LOs razonamientos, fos cálculos, las cifras para Europa de K. Julius Beloch
(18~4~1929), el gran precursor de la demografía histórica; de Paul Mombert, deJ. G.
Russell y de la última edición del libro de Marce! Reinhardt 17 son discutibles. Estas
cifras armonizan entre sí, ya que i.Jnas están tornadas escrupulosamente a partir de otr:.iS;
Poi: mi patte, he escogido o imaginado los niveles más altos; ampliando siempre Eu-
ropa hasta fosUrales, incorporando así la «Europa salvaje~ del Est:e. Las cifras propues-
tas para la península de los Bakartes, pata Polonia, Moscovia y fos paíSes escandinavos
son muy arriesgadas, apenas mas verosímiles que las propuestas por los estadístícos para
Oceanía o Africa. Esta ampliación me ha parecido necesaria: proporciona a Europa, es~
cogida como unidad de medida, las mismas dimensiones espaciales, cualquiera que sea
la época considerada; y además esta ampliación hasta los Urales equilibra mejor los dos
platillos de fa bafanza, Europa extendida de un lado; China del otro, verificándose esta
igualdad en el siglo Xix; cuando disponemos de cifras, si no seguras, por lo menos
aceptables. . . . . .
En China, las cifras, basadas en censos oficiales, no adquieren por ello un valor in-
discutible. Son cifras fiscales, y quien dice fisco dice fraude, o ilusión, o ambas cosas
a la vez. A. P. Usher 18 acierta al pensar que, por lo general, son cifras demasiado bajas,
y las ha incrementado, con los riesgos que comporta toda operación de este tipo. Lo
mismo ha hecho el último historiador 19 que se ha aventurado por estas imperfectas con-
tabilidades ... Las cifras brutas puestas una tras otra señalan además imposibilidades fla-
grantes, descensos o subidas de una amplitud anormal incluso para la población china.
Sin duda miden a menudo «tanto el orden y la autoridad en el Imperio como el nivel
de la población>. Así, en 1674, la cifra global desciende 7 millones respecto al año an-
terior, con ocasión de:: una amplia revuelta de feudatarios, la de Wou San-Kouei. Los
que faltan rio han muerto, se han sustraído a la autoridad central. Cuando se someten,
las estadísticas muestran avances que no son comparables con el crecimiento natural,
incluso máximo, de la población.
Añadamos que los censos no tienen siempre la misma base. Antes de 1735, son los
jen-ting, los contribuyentes, los hombres de dieciséis a sesenta años los que están in-
cluidos; por consiguiente hay que multiplicar su número, aceptar que constituyen el
28 % de la población total. A partir de 1741, por el contrario, el censo se refiere al
número tealde personas y la población queda establecida en 143 millones, mientras
que el cálculo según el número de jen-ting daba, en 1734, 97 millones. P~ede hacerse
un ajuste, porque el cálculo permite muchas interpretaciones, pero ¿a quién satisfa-
ría?20 No obstante, los especialistas coinciden en pensar que estas cifras conservan, a
latgo plazo, su valor, y también que las más antiguas, las de la China de los Mings
(1368-1644), están lejos de ser las ·más sospechosas,

16
El peso del número

::=, 4 1' wet1 lo pob/~;.6,. Je C'1iu

- 1600
_-_- 1
_ 4 J J -eees '4t /N)~ió" tk E11roµ

600

- ....

l200 1400 1600 1800

2. l.A POBLACION MUNDIAL (SIGLOS XIII-XX)

Ya vemos, en resumen, ron qué material vamos a tener que trabajar. Al represen-
tar gráficamente estas cifras, sólo se define aproximadamente la igualdad entre una Eu-
ropa ampliada hasta los Urales y una China limitada al territorio fundamental de sus
provincias. Por lo demás, hoy la balanza se inclina cada vez más del lado de China, en
función de la superioridad de sus tasas de natalidad. Pero sea cual sea su margen de
error, esta burda igualdad puede ser una de las estructuras más claras de la historia del
globo, para los cinco o seis últimos siglos, y de ella podemos partir para efectuar un
cálculo aproximado de la población del mundo.

La población general
del mundo

A partir del siglo XIX, cuando disponemos de estadísticas verosímiles (primer censo
verdadero, el de 1801, para Inglaterra solamente), China o Europa representan, cada
una por su lado, grosso modo, la cuarta parte del total de la humanidad. Evidente-
mente, la validez de semejante proporción, referida al pasado, no está garantizada de
antemano. Europa y China han sido, de ayer a hoy, los mayores acumuladores de po·
blación del mundo. Teniendo en cuenta que han avanzado más rápidamente que los
demás, quizá convendría, para el período anterior al siglo XVIII, retener una propor-
ción de 1 a 5 mejor que de 1 a 4, para cada una de estas poblaciones comparada con
el resto del mundo. Esta precaución no c;s, en definitiva, más que el exponente de
nuestra incertidumbre.
Ponderaremos pues con el coeficiente 4 ó 5 las dos curvas de China y de Europa
para obtener cuatro curvas probables de la población del mundo, correspondiendo res-
pectivamente a cuatro o cinco Europas, a cuatro o cinco Chinas. Es decir, en el gráfico
de recapitulación, una curva compleja que, de las cifras más bajas a las cifras más altas,
delimita una amplia zona de posibilidades (y de errores). Entre estos límites, en sus

17
El peso del número

proximidades, imaginemos la línea que representaría, entre los siglos XIV y XVIll, lapo-
blación global del mundo en su evolución.
A grandes rasgos, desde 1300 hasta 1800, esta población, obtenida mediante dicho
cálculo, evolucionó a largo plazo en sentido progresivo, dejando a un lado, evidente-
mente, las regresiones violentas y momentáneas de las que ya hemos hablado. Si en
1300-1350, punto de partida, se escoge la estimación más baja (250 millones), toman-
do, en el punto de llegada, la estimación más alta (1.380 millones en 1780), el au-
mento sería entonces de más del 400%. Nadie está obligado a creerlo. Fijando el punto
de partida en el máximo, 350, la llegada en 836 (la cifra más baja, de Wikoxi. 1), el
aumento se establecería en este caso en un 138 % . En medio milenio, correspondería
a un crecimiento medio regular (regularidad que es, claro está, una simple apreciación)
del 1, 73 % , es decir, a un movimiento apenas perceptible a lo largo del tiempo, en el
caso de que hubiera sido constante. Lo que no impide que, durante este inmenso lapso
. de tiempo, la población del mundo se haya sin duda duplicado. Ni las crisis económi-
\ cas, ni las catástrofes, ni las mortalidades masivas pudieron con este movimiento pro-
1 gresivo. No cabe duda de que en él reside el hecho fundamental de la historia mundial

! de los siglos XV a XVIII, y no sólo en el plano de la vida material: todo se ha visto obli-
1 gado a adaptarse a esta presión de conjunto. .
[ Este hecho no sorprenderá en absoluto a los historiadores de Occidente: conocen
todos ellos los numerosos signos indirectos (ocupación de tierras nuevas, emigraciones,
roturaciones, mejoras, urbanizaciones ... ) que corroboran nuestros datos cuantitativos.
Por el contrario, las conclusiones y las explicaciones que han obtenido de aquellos con-
tinúan siendo discutibles, ya que han creído que el fenómeno se limitaba a Europa,
cuándo en realidad es uri hecho -y el más importante, el más inquietante de todos
aquellos que debamos consíderar en este libro~ que el hombre ha vencido los múlti-
ples obstáculos que se oponían a su progresión numérica en el conjunto de las tierras
que ocupaba. Si este empuje de los hombres no es sólo europeo, sino mundial, habrá
que revisar muchas perspectivas y muchas explicaciones.
Peto antes de sacar conclusiones, es necesario revisar ciertos cálculos.

Cifras
discutibles

Hemos adoptado el método estadístico utilizando las cifras mejor conocidas, las que
se refieren a Europa y a China, para deducir .una estimación de la población del globo.
No podrá objetarse nada a este procedimiento ... Pero frente al mismo problema, los
propios estadísticos hanprocedido de otra manera. Han fragmentado la operación y cal-
culado sucesivamente la población decada una de las cinco «partes» del mundo. ¡Cu-
riosótespeto por las divisiones escolares! Pero ¿cuáles son sus resultados?
Recordemos que han atribuido de una vez por todas a Oceanía 2 millones de ha-
bitantes, lo que importa poco, puesto que este peso minúsculo se pierde de antemano
en el marg~n de nuestros errores; y a Africa, también en su totalidad, 100 millones,
lo que merece set discutid(), ya que esta permanencia atribuida a la población de Africa
es, a nuestro modo de ver, poco probable y la evaluación forzada tiene una evidente
:repercusión sobre)a estimación del conjunto.
Hemos resumido en un cuadro fas estimaciones de los espedalistas. Hay que cons-
tatar que todos sus cálculos comienzan tardíamente, en 1650, y que por lo general son
optimistas, indmda la reciente investigación efectuada por los servicios de las Naciones
Unidas. A grandes rasgos, estas estimaciones me parecen demasiado elevadas, por lo
menos en lo que se refiere en primer lugar a Africa, y luego a Asia.

18
El peso del número

Es temerario atribuir en el punto de partida, en 1650, la misma cifra (100 millo-


ne~) a una Europa dinámica y a Africa, entonces atrasada (excepto, y quizá ni eso, su
franja mediterránea). Tampoco es razonable conceder a Asia, en 1650, ni las cifras más
bajas de estos cuadros (250 ó 257 millones) ni la tan elevada de 330, ¡¡ceptada algo pre-
cipitadamente por Carr Saunders.

POBLACJON DEL MUNDO EN MILLONES DE HABJTANTES


(1650-1950)

1650 1750 1800 1850 1900 1950

Oceanía 2 2 2 2 6 13*

Africa 100 100 100 100 120 199**

275* 437 656* 857* l.272*


Asía 330** 479** 602** 749** 937**
250*** 406*** 522*** 671*** 859***

8* 11* 59 144 338*


América 13** 12,4** 24,6** 59 144
13*** 12,4*** 24,6*** 59 144

103* 144* 274* 423* 594*


Europa (incluida 100** 140** 187** 266** 401**
Rusia europea) 100*** 140*** 187*** 266*** 401***

1 470 694 1.091 1.550 2.416


Totales 2 545 733,4 915,6 1.176 1.608
3 465 660,4 835,6 1.098 1.530

FUENTES:* B11//e1in des M11101JJ Ch11cs, dicíemhrc 1951.-** Carr St\UNDERS.-*•• KUCZYNSKI.
La.."i: cífra.s sin a~teriscos son iguales en las tres fuenu."s,
La• cifras de Carr Saundrrs para Afrírn han sido redondeadas a 100.

Africa, a mediados del siglo XVJI, tenía seguramente poblaciones dinámicas. Sopor-
taron, a partir de mediados del siglo XVI, las sustracciones crecientes de la trata de
negros hacia América, que vinieron a añadirse a las tradicionales sustracciones hacia los
países del Islam, abocadas éstas a durar hasta el siglo XX. Sólo cierta salud biológica
podía soportar semejante situación. Otra prueba de esta salud es la resistencia de estas
mismas poblaciones a la penetración europea: en el siglo XVI, el continente negro, a
pesar de algunos intentos, no se abrió a los portugueses sin defenderse, como había
sucedido en Brasil. Tenemos también someros conocimientos de la existencia de una
vida cámpesina bastante densa, con bellas aldeas armoniosas, que habría de deterio-
rarse con el empuje europeo del siglo XIX 22 •
No obstante, el hecho de que el europeo no insistiese en apoderarse de los países
del Africa negra obedece a que se vio detenido, en el mismo litoral, por enfermedades

19
El peso del número

«perniciosas»: fiebres intermitentes o continuas, «disentería, tisis, hidropesía,,, sin olvi-


dar los n\lmerosos parásitos, enfermedades todas ellas por las que paga el europeo un
tributo muy alto 23; fueron ellas, tanto como el valor de las tribus guerreras, las que
constituyeron un obstáculo. Había que contar además con la existencia de rápidos y
bajíos cortando el curso de los ríos: ¿quién remontaría las salvajes aguas del Congo?
Por otra parte, la aventura americana y el comercio de Extremo Oriente movilizaron
todas las actividades disponibles de Europa, cuyos intereses se encontraban en otra parte.
El continente negro entregaba por sí mismo y a bajo precio el polvo de oro, el marfil
y los hombres. ¿Qué más se le podía pedir? En cuanto a la trata de negros, no supuso
la cantidad de hombres que se suele creer. Fue limitada incluso hacia América, aunque
sólo fuese por la capacidad de los transportes. A título comparativo, toda la inmigra-
ción irlandesa, entre 1769 y 1774, no supuso más que 44.000 embarques, es decir,
menos de 8.000 al año 24 • De la misma manera, en el siglo XVI, partieron de Sevilla
1!acia América 2\ por término medio, uno o dos millares de españoles al año. Ahora
bien, incluso aceptando para la trata la cifra totalmente impensable de 50.000 negros
al año (esta cifra sólo será alcanzada, y quizá ni eso, en el siglo XIX, coincidiendo con
los últimos años de la trata), se acomodaría, en último extremo, a una población afri-
cana de sólo 25 millones. En resumen, la cantidad de 100 millones de seres atribuida
a Africa no se basa en ningún dato seguro. Recoge sin duda la primera evaluación
global, muy aleatoria, suministrada en 1696 por Gregory King (95 millones). Se han
contentado con repetir la cifra. Pero ¿de dónde la había sacado él?
Ahora bien, disponemos de algunas evaluaciones: por ejemplo, J. C. Russel1 26 es-
tima que la población de Africa·del Norte en el siglo XVI era de 3.500.000 (yo perso-
nalmente la había calculado, sin argumentos firmes, en 2 millones). Para el Egipto del
siglo XVI, nos siguen faltando datos. Quizá se pueda hablar de 2 ó 3 millones,. tenien-
do en cuenta que las primeras estimaciones sólidas, en 1798, atribuyen a Egipto
2.400.000 habitantes, y que las proporciones actuales establecen una equivalencia entre
el norte de Africa y Egipto. Cada una de estas poblaciones representa hoy, por sí solas,
una décima parte de la humanidad africalia. Se aceptásemos esta misma proporción
para el siglo XVI, la población africana podría situarse entre 24 y 35 millones, según
adoptemos una u otra de las tres cifras precedentes, refiriéndose la última al final del
siglo XVIII, las otras dos al XVI. Ninguna de estas aproximaciones se acerca ni de lejos
a la cifra de 100 millones. Indudablemente nada queda demostrado. La duda sigue en
pie a la hora de establecer una cifra, pero se puede desechar, casi de forma categórica,
la de 100 millones.
Son excesivas también las cifras propuestas para Asia, pero la discusión no reviste
en este caso la misma gravedad. Carr Saunders 27 cree que Wilcox cometió un error al
fijar la población de China, hacia 1650, seis años después de la toma de Pekín por los
manchúes, en 70 millones; y la duplica (150 millones) de forma atrevida. En este pe-
ríodo clave de la historia china, todo puede ser discutido y replanteado (así, por
ejemplo; los jen-ting podrían ser sencillamente nuestros fuegos, simples unidades fis-
cales)~ Wilcox, por su parte, se ha basado en el Toung Hwa Louh (traducción Cheng
Hen Chen). Supongamos que su cifra sea baja: no obstante, hay que tener en cuenta
las terribles talas de la invasión manchú; más tarde, en 1575, la cifra reconstruida por
A. P. Usher 28 es de 75 millones, y de 101 en 1661; en 1680, la cifra oficial es de 61,
la cifra reconstruida de 98 según un autor, de 120 según otro, pero esto en 1680, es
decir, cuando se ha establecido por fin el orden manchú; hacia 1639, un viajero habla
de unos 60 millones de habitantes, y aun así cuenta 10 personas por fuego, coeficiente
anormal incluso para China.
La asombrosa progresión demográfica china, como un largo maremoto, no comen-
zó antes. de 1680, o mejor dicho antes de la reocupación de Formosa en 1683. China

20
El peso del número

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o 500 1000 km

3. MIGRACIONES INTERNAS EN CHINA EN EL SIGLO XVIII


EJ intenso auge demográfico del siglo XVJIJ multiplicó en China la1 migracione1 interprovinciales, cuyo esquema de con-
junto eJbozfl este mflpa (tomfldo de L. Dermigny, Le Commerce i Canton au xvm• si<:cle ).

21
El peso del número

se encontraba protegida, al amparo de la amplia expansión continental que condujo a


los chinos a Siberia, a Mongolia, al Turquestán, al Tibet. En sus propios límites, China
estaba entonces dedicada a una colonización de gran intensidad. Todas las tierras bajas,
las colinas regables fueron entonces explotadas, y más tarde las zonas montañosas en
las que se multiplicaron los pioneros roturadores del bosque. Nuevos cultivos, intro-
ducidos por los portugueses a partir del siglo XVI, conocieron entonces una expansión
evidente, como por ejemplo el cacahuete, la batata, sobre todo el maíz, en espera to-
davía de que llegase de Europa la patata que no cobraría importancia hasta el siglo XIX.
Esta colonización continuó sin demasiados tropiezos aproximadamente hasta 1740; a
partir de entonces, la parcela reservada a cada uno fue reduciéndose progresivamente,
al crecer la población más deprisa desde luego que el espacio cultivable 29 •
Estas profundas transformaciones ayudan a situar una «revolución agrícola» china pa-
ralela a una poderosa revolución demográfica que la desbordaba. Las cifras probables
son las siguientes: 1680, 120 millones; 1700, 130; 1720, 144; 1740, 165; 1750, 186;
1760, 214; 1770, 246; 1790, 300; 1850, 430 30 ••• Cuando George Staunton, secretario
del embajador inglés, preguntó a los chinos, en 1793, cuál era la población del Impe-
rio, contestaron con orgullo, aunque quizá no con entera franqueza: 353 millones 31 ••.
Pero volvamos a la población de Asia. Por lo general, es estimada como dos o tres
veces la de China. Más bien dos que tres, ya que la India no parece compatable con
la población china. Una estimación (30 millones) de los habitantes del Dekán en: 1522,
a partir de documentos discutibles, daría para toda la India una cifra de 100 millones
de personas 32 , nivel superior a la cifra «oficial» china contemporánea, lo que no es obli-
gatoriO aceptar. Además, la India tuvo que soportar, a lo lai:go del sigfo, graves penu-
rias que asolaron las provincias del norte 33 • Pero !Os estudios recientes de los historia-
dores indios señalan la prosperidad y el fuerte ascenso demográfico de la India en el
siglo XVIl3 4 Sin embargo, una estimación francesa inédita de 1797 35 no atribuye a la
India más que 155 millones de seres, mientras que, ya en 1780, China anunciaba ofi-
cialmente 275. Esta inferioridad de la India no queda explicada en las proezas estadis-
ticas de Kingsley Davis 36 , que por otra parte no pueden aceptarse a ciegas.
En todo caso, un Asia considerada como dos o tres veces China tendría 240 o 360
millones, en 1680; 600 ó 900, en 1790. Insisto en que nos inclinamos preferentemen-
te, sobre todo hacia mediados del siglo XVII, por las cifras más bajas. La población del
mundo sería el resultado, hacia 1680, de la siguiente suma: Africa 35 ó 50, Asia 240
ó 360, Europa 100, América 10, Oceanía 2; volvemos a los órdenes de magnitud de
nuestro primer cálculo, con los mismos márgenes de incertidumbre.

Relaciones entre
los siglos

Las verificaciones realizadas de acuerdo con los marcos espaciales, continente tras
continente, no deben excluir las verificaciones más difíciles siguiendo el curso del
tiempo, siglo tras siglo. Paul Mombert·i: ofreció un primer modelo para el caso de Eu-
ropa y pata el período de 1650-1850. Dos observaciones le guiaron: primera, que las
últimas cifras son las menos discutibles de todas; segunda, que si retrocede de los ni-
veles más recientes a los más antiguos, hay que suponer entre ellos pendientes de m:-
cimiento plausihlú. Lo que equivale a admitir, para Europa, en 1850, la cifra de 266
millones y a dedúcfr -siendo evidentemente las pendientes menos pronunciadas de
lo que acepta por ejemplo W F. Wilcox- la cifra de 211 para 1800; de 173 para 1750
y, para 1650 y 1600, respec:tivamente, las de 136 y 100. Es decir, un aumento del si-

22
El peso del número

glo XVIII con relación a las estimaciones corrientes; una parte de las ganancias atribui-
das por lo general al siglo XIX ha sido devuelta al siglo anterior. (Estas cifras se dan
desde luego con todas las reservas.)
Nos encontramos así en presencia de tasas anuales de crecimiento razonables, con-
firmadas a grandes rasgos por algunos sondeos: de 1600 a 1650, 6,2%o; de 1650 a 1750,
2,4; de 1750 a 1800, 4; de 1800 a 1850, 4,6. Para el año 1600, volvemos a la cifra de
K. Julius Beloch (aproximadamente 100 millones de habitantes para toda Europa). Pero
no tenemos indicio serio alguno para continuar esta marcha a contracorriente de 1600
a 1300, período agitado en el que sabemos que tuvo lugar un amplio reflujo de 1350
a 1450 y una acusada subida de 1450 a 1650.
Podemos, sin duda, asumiendo los riesgos, reconsiderar el fácil razonamiento de
Paul Mombert. La cifra menos comprometida para 1600, la de 100 millones de euro-
peos, es la cumbre de una larga alza para la que cabe dudar entre tres pendientes, una
de 6,2%o como indica la progresión de 1600 a 1650, otra de 2,4%o de 1650 a 1750, y
la última de 4%o de 1750 a 1800. Lógicamente, hay que llegar por lo menos hasta este
último porcentaje para tener en cuenta la vivacidad presentida, aunque no establecida,
del alza entre. 1450 y 1600. Resultado: en 1450, Europa contaría aproximadamente con
55 millones de habitantes. Si se acepta de acuerdo con todos los historiadores que la
J>esta negra y sus secuelas supusieron para Europa una pérdida de una quinta parte por
lo menos de su población, la cifra para 1300-1350 sería de 69 millones. No creo que
esta cifra sea inverosímil. Las devastaciones y miserias precoces del Este europeo, el asom-
broso número de pueblos que desaparecieron en toda Europa con la crisis de 1350-1450,
proporcionan motivo soberano para creer en la posibilidad de tan alto nivel, próximo
a la estimación raionable de Julius Beloch (66 millones).
Algunos historiadores ven en la intensa reactivación del largo siglo XVI (1451-1650)
una «recuperación» tras los retrocesos anteriores 38 Habría habido, de aceptarse nuestras
cifras, compensación y más tarde superación. Todo ello es desde luego muy discutible.

Insuficiencia de las
explicaciones tradicionales

Sigue en pie .el problema señalado en un principio: el alza general de la población


del mundo. La de China, en todo caso, tan acusada e indiscutible como la de Europa,
obliga a revisar las explicaciones tradicionales. Ahí tropiezan los historiadores que se
obstinan en explicar los progresos demográficos de Occidente por el descenso de las mor-
talidades urbanas (que, por lo demás, siguen siendo muy elevadas~9 ), por el avance de
la higiene y de la medicina, por el retroceso de la viruela, por las múltiples conduc-
ciones de agua potable, por el decisivo descenso de la mortalidad infantil, además de
una baja general de la tasa de mortalidad y de una mayor precocidad media en la edad
de contraer matrimonio, argumentos todos ellos de mucho peso.
Pero convendría que, de una u otra forma, encontráramos explicaciones análogas o
de igual importancia para fuera de Occidente. Sin embargo, en China, donde los ma-
trimonios han sido siempre «precoces y fecundos», no cabe invocar un descenso en la
edad media de contraer matrimonio, ni un incremento de la tasa de natalidad. En
cuanto a la higiene de las ciudades, la enorme Pekín de 1793 contaba, según un via-
jero inglés, con 3 millones de seres 10 , y tenía sin duda una extensión menor que Londres
que no alcanzaba, ni de lejos, esta cifra fantástica. En las casas bajas, el hacinamiento
de las familias era increíble. La higiene no podía mejorar en esas condiciones.
De la misma manera, sin salir de Europa, ¿cómo explicar el rápido incremento de

23
El peso del número

la población en Rusia (se duplicó entre 1722 y 1795: de 14 a 29 millones) teniendo en


cuenta que faltaban médicos y cirujanos 41 y que las ciudades carecían de roda higiene?
Y fuera de Europa, ¿cómo explicar en el siglo XVIII el alza de la población anglo-
sajona o hispanoportuguesa, en América, donde no había ni médicos ni higiene par-
ticularmente notable, y ciertamente así sucedía en Río de Janeiro, capital del Brasil
desde 1763, invadida con regularidad por la fiebre amarilla, y donde la viruela, como
en toda la América española, persistía en estado endémico, pudriendo a los enfermos
«hasta los huesos> 42 ? Es decir, cada población podría haber tenido -su forma peculiar
de crecer. Pero, ¿por qué todos los crecimientos se produjeron poco más o menos t:n
el mismo momento?
Hubo sin duda por todas partes, y en especial con motivo de la recuperación eco-
nómica general del siglo XVIII -aunque el proceso comienza con anterioridad-, mul-
tiplicación de los espacios disponibles para los hombres. Todos los países del mundo
se colonizaron entonces a sí mismos, poblando sus tierras vacías o semivacías. Europa
se benefició de un exceso de espacio vital y de alimentos, gracias a ultramar y también
al Este europeo~ que salió de su «barbarie> como decía el abate de Mably; tanto en el
sur de Rusiá como, por ejemplo, en la Hungría forestal y hasta pantanosa e inhumana,
allí donde se había mantenido durante tanto tiempo la frontera bélica del Imperio
turco, ampliamente desplazada hacia el sur a partir de entonces. Lo anterior es cierto
también para América, sin que sea necesario insistir en ello. Y también para la India,
donde empezó la colonización de las tierras negras de regur, en las cercanías de
Bombay 43 ~ Más aún para una China ocupada, en el siglo XVII, en llenar tanto5 vados
y tantos desiertos; bien en su propio territorio, bien en las zonas limítrofes. «Por pa-
radójico que parezca, escribía René Grousset, si hubiera que comparar la historia de
China con la de cualquier otra gran colectividad humana, habría que pensar en la his-
toria de Canadá o de Estados Unidos. En ambos casos, se trata fundamentalmente, y
más allá de las vicisitudes políticas, de la conquista de inmensos territorios vírgenes por
un pueblo de labradores que tan sólo encontraron ante ellos pobres poblaciones semi-
nómadas> 44. Y esta expansión continúa, o mejor dicho se reanuda, en el siglo XVIII.
En todo caso, si hay expansión renovada, general, a través del mundo, se debe a
que el número de hombres ha aumentado. Más que de una causa se trata de una con-
secuencia. De hecho, siempre ha habido espacio conquistable al alcance de la mano,
cada vez que los hombres lo han querido o lo han necesitado. Aún hoy, en un mundo
sin embargo «finito», como afirma Paul Valéry utilizando un término tomado de las
matemáticas, y en el que, subraya un economista razonable, «la humanidad ya no dis-
pone ni de un segundo valle del Mississippi ni de una segunda Argentina> 45 , el espacio
vacío no falta; aún quedan por conquistar los bosques ecuatoriales, las estepas, incluso
las regiones árticas y los verdaderos desiertos, donde las técnicas modernas pueden re-
§crvar muchas sorpresas 4-
En el fondo, el problema no radica aht El verdadero problema continúa siendo
éste: ¿por qué entra en juego en el mismo momento la «coyuntura geográfica>, si la
disponibilidad de espacio ha sido de hecho permanente? Es el sincronismo lo que
plantea el problema. La economía internacional, eficaz, pero todavía tan frágil, no
puede considerarse responsable, por sí sola, de un movimiento tan general y tan fuerte.
Es, ellá fainbiéil, causa y consecuencia al mismo tiempo_

Los ntmos
del clima
A esta sincronía, más o menos perfecta, sólo se puede dat una respuesta general.
Hoy; ya no provocará la sonrisa de los doctos: los cambios de clima. Las últimas y ri-
El peso del número

El hielo de IOJ ríos y lagos eJ un valioso indicador de las vicisitudes climáticas. En 1814 (como
en 1683, ver infra, 11), el Támesis, helado «from London Bridge to Black Friar Bridge>,
se transformó en un gran te"eno ferial. (Fotografía Snark.}

gurosas investigaciones de historiadores y meteorólogos han puesto de manifiesto la exis-


tencia de fluctuaciones ininterrumpidas, tanto de la temperatura corno de los sistemas
de presión o de pluviosidad. Estas variaciones afectan tanto a los árboles como a los
ríos, glaciares y niveles del mar, tanto al crecimiento del arroz corno al del trigo, al de
los olivos como al de la vid, al de los animales como al de los hombres.
Ahora bien, entre los siglos XV y XVIII el mundo no es aún más.que una inmensa
colectividad, donde del 80 al 90% de los hombres viven de la tierra y sólo de ella. El
ritmo, la calidad, la insuficiencia de las cosechas determinan toda la vida material.
Como consecuencia, las alteraciones climáticas inciden bruscamente tanto en la albura
de los árboles como en la carne de los hombres. Y algunos de estos cambios se presen-
tan en todas partes al mismo tiempo, aunque todavía no se hayan explicado más que
mediante hipótesis sucesivamente abandonadas, como ocurrió con la de las variaciones
de velocidad del jet stream. Hubo así en el siglo XIV un enfriamiento general del he-
misferio Norte, una progresión de los glaciares, de los bancos de hielo, un recrudeci-
miento de los inviernos. La ruta de los vikingos hacia América se vio, desde entonces,
cortada por peligrosos hielos: «ahora, ha llegado el hielo [ ... ] nadie puede navegar por
el antiguo itinerario sin arriesgarse a perder la vida», escribe un sacerdote noruego a
mediados del siglo XIV. Este drama climático interrumpiría las colonias normandas de

25
El peso del número

Groenlandia; el patético testimonio 47 de ello lo suministrn.rfan los cuerpos de los últi-


mos supervivientes encontrados en el suelo helado.
La época de Luis XIV es también la «pequeña edad glaciar», según la expresión de
D.). Shove 48 , es decir, nos encontramos con un director de orquesta mucho más im-
perioso que el Rey Sol y cuya voluntad se extiende tanto sobre la Europa cerealista co-
mo sobre el Asia de los arrozales o de las estepas, tanto sobre los olivares de Provenza
como sobre esos países escandinavos donde la nieve y el hielo, tan lentos en desapare-
cer y de tan pronta reaparición, no dejan ya tiempo al trigo para madurar: esto fue lo
que ocurrió durante los terribles años de 1690, los más fríos en siete siglos 49 También
en China, a mediados del siglo XVII, los accidentes naturales se multiplicaron -cala-
mitosas sequías, plagas de langosta- y en las provincias interiores, al igual que en la
Francia de Luis XIII, se sucedieron las insurrecciones campesinas, Todo ello confiere a
las fluctuaciones de la vida material un sentido suplementario y explica quizá su simul-
taneidad; esta posibilidad de una coherencia física del mundo y de la generalización
de cierta historia biológica hasta las dimensiones de la humanidad, daría ar globo su
primera unidad, mucho antes de los grandes descubrimientos; antes de la Revolución
industrial y de fa articulación de las economías;
Aunque creo que esta explicación climática tiene una parte de verdad, hay que
evitar siniplific:arla eri exceso. Todo clima es un sistema muy complejo, y sus iriciden-
cias sobre la. vida de las plantas, de los animales y de los hombres no pueden. realizarse
más que por caminos sinuosos; diversos según los lugares; los cultivos y las estadones.
En la: Europa occidental templada, existe de esta forma «una correlación negativa entre
el volumeri de precipitaciones desde el 10 de junio al 20 de julío» y «una correlación
positiva entted porcentaje [de dfas soleados] en el período conipi:endido entte el 20
de niarzo y el 10 de mayo y el número de granos [de las espigas] de trigo»iº. Y si se
quieren atribuir serias consecuencias a un deterioro climático, es necesario probarlo en
los países de esta zona templada, los más poblados y, antaño, «los más importantes
para la alimentación de la: Europa occidental»j 1• Es evidente. Ahora bien, los ejemplos
de influencias directas del clima sobre las cosechas que han presentado los historiadores
se refieren demasiado frecuentemente a regiones y cultivos marginales, como el trigo
en Suecia. En el estado actual de una investigación todavía puntual, es imposible ge-
neralizar. Pero no prejuzguemos demasiado las respuestas futuras. Y tengamos en
cuenta la fragilidad congénita de los hombres frente a las fuerzas colosales de la natu-
raleza. Favorable o desfavorable, el «calendario» es el dueño de los hombres. Lógica-
rtiente; los hístoriadores de la economía del Antiguo Régimen piensan que ésta sigue
el ritmo marcado poi: Ja sucesión de buenas, menos buenas y malas cosechas. Estos
cambios constantes producen enormes fluctuaciones de los precios de los que depen-
den muchas cosas. Es evidente que esta insistente música de fondo depende en parte
de la cambiante historia del clima. Todavía hoy es notable la importancia crucial del
monzón: un. simple tetraso produce en la India daños irreparables. Si el fenómeno se
repite dos o. tres años consecutivos, aparece el hambre. Aqui el hombre no se ha libe-
rado de esas terribles coacciones. Pero no olvidemos los estragos de la sequía de 1976
en Fi:arida y en la Europa occidental, o el cambio anormal del régimen de los vientos
que, en 1964 y 1965, provocó en Estados Unidos, al este de las Montañas Rocosas, una
sequfa catasttóficaj2
. Nos puede hacer sonreír el pensar que esta explicación climática, este echar la culpa
al cielo, no se les ocurriera a los hombres de antaño, demasiado predispuestos precisa-
mente a explicar pot medio de los asrros el desarrollo de todas las cosas terrestres, de
los destinos individuales o colectivos, de las enfermedades ... Un matemático ocultista
por vocación, Ótonce Finé; diagnosticaba, en 1551, en nombre de la astrolo~ía: «Si el

26.
El peso del número

Sol, Venus y la Luna entran en conjunción en el signo de Géminis, el año no será fa-
vorable a los escribanos y los servidores se rebelarán contra sus dueños y señores. Pero
habrá gran abundancia de trigo en la tierra y los caminos serán peligrosos por el gran
número de ladrones~ 5 3
El peso del número

UNA ESCALA
DE REFERENCIA

La población actual del globo (conocida con un 10% de aproximación) es hoy, en


1979, de unos 4.000 millones de hombres. Si nos referimos a las cifras muy aproxima-
das que hemos dado, esta cantidad representa, según nos situemos en 1300 o en 1800,
de 5 a 12 veces esa lejana humanidad~4 • Estos coeficientes de l a 12, de 1 a ), y sus
valores intermedios no son números áureos que todo lo explican. Tanto más cuanto
que ponen en juego realidades que nunca son de la misma naturaleza: la humanidad
de hoy no es, en realidad, 12 veces la humanidad de 1300 ó 1350, ni siquiera desde
el punto de vista biológico, pues las pirámides de edades están muy lejos de ser idén-
ticas. Sin embargo, la comparación de las cifras en bruto abre, por sí sola, algunas
perspectivas.

Ciudades, ejércitos
y flotas

Así, según nuestros modelos, las ciudades y ejércitos que encontramos los historia-
dores en nuestros viajes retrospectivos antes del siglo XIX son pequeños: caben unas y
otros en la palma de la mano.
Colonia, en el siglo XV la mayor ciudad de Alemania 55 , en el cruce de los dos sis-
temas de transportes fluviales del Rin, aguas arriba y aguas abajo, y de las grandes rutas
terrestres, no tiene más que 20.000 habitantes en una época en que, en Alemania, po-
blación rural y población urbana se encuentran en una relación de 10 a 1 y en la que
la tensión urbana es ya sensible, por muy baja que nos pueda parecer a nosotros. Acep-
temos, pues, que un grupo de 20.000 habitantes constituye una importante concen-
tración de hombres, de fuerzas, de talentos, de bocas que alimentar, mucho más, guar-
dando las proporciones, que una aglomeración de 100.000 a 200.000 personas hoy.
Piénsese en lo que pudo significar en el siglo XV la cultura original y dinámica de Co-
lonia:. De la misma manera, refiriéndonos al Estambul del siglo XVI, ciudad a la que
hay que atribuir 400.000 habitantes por lo menos, y, seguramente, 700.000 56 , tene-
mos derecho a decir que se trataba de un monstruo urbano, comparable, proporcio-
nalmente, a las mayores aglomeraciones actuales. Necesitaba para vivir todos los reba-
ños de ovejas disponibles de los Balcanes, el arroz, las habas, el trigo de Egipto; el
trigo, la madera del mar Negro; los bueyes, los camellos, los caballos de Asia Menor,
y, para renovar su población, todos los hombres ~isponibles del Imperio y además los
esclavos traídos de Rusia por las incursiones tártaras, y de las orillas del Mediterráneo
por las escuadras turcas; hombres y mercancías eran puestos a la venta en el monumen-
tal mercado del Besistán en el corazón de la enorme capital.
Digamos también, claro está, que los ejércitos de mercenarios que se disputaban
Italia a principfos del siglo XVI eran de tamaño muy reducido, 10.000 ó 20.000
hombres; 10 ó 20 piezas de artillería. Estos soldados imperiales con sus prestigiosos
jefes, tales corno Pescara o el condestable de Borbón, o de Lannoy, o Filiberto de
Chalon, que en nuestros manuales escolares vencen con facilidad a los otros ejércitos
de mercenarios capitaneados por Francisco l. 0 , o Bonnivet, o Lautrec, estaban consti-
tuidos, en lo fundamental, por 10.000 hombres de viejas tropas entre lansquenetes ale-
manes y arcabuceros españoles; 10.000 hombres de élite, pero que se desgastaban con

28
El peso del número

fl·~·
.

' 3
PARQUE

4. LA BATALLA DE PAVIA
1. 'Mirabel/o. - 2. Casa de levrieri. - J. M11ros de ladrillo alrede-
dor del Pflrque. 4. A1rin<heramienfos de los fran<eses. - J.
P11enle de San Antonio destruido al iniáarse el asedio. - 6. Puente ,..,...........
de madera destruido durante la bat11//a por el d11que de Alenfon. 1Km
(Según R. Thom.)

tanta rapidez, como más tarde el ejército napoleónico, entre el campamento de Bolo-
nia y la guerra de España (1803-1808). Ocupan el primer plano en La Bicoque (1522),
en la derrota de Lautrec en Nápoles (1528); Pavía representó su cumbre (1525)l7 Ahora
bien, esos 10.000 hombres ágiles, encarnizados, despiadados (son los tristes héroes del
saqueo de Roma), suponían mucho más que 50.000 o 100.000 hombres de hoy. De
haber sido más numerosos, hubiera sido imposible, en esas épocas antiguas, moverlos
o abastecerlos, salvo en países extraordinariamente feraces. De esta forma, la victoria
de Pavía representa el triunfo de los arcabuceros y más aún de las tropas hambrientas.
El ejército de Francisco l. 0 se encontraba demasiado bien alimentado en las trincheras
que le protegían de la artillería enemiga, entre las murallas de la ciudad de Pavía y el
parque ducal, reserva de caza rodeada de muros (es decir, en un espacio muy reduci-
do), en donde se desarrollará inopinadamente la batalla, el 24 de febrero de 1525.
De igual forma, la terrible y decisiva batalla de Long Marston Moor (2 de julio de
1644), primera derrota de la armada real en el drama de la guerra civil inglesa, nomo-
vilizó más que fuerzas limitadas: 15.000 realistas, 27.000 parlamentarios. Toda la ar-
mada .del Parlamento hubiera podido «caber en los buques Queen Mary y Queen Eli-
zabeth», observa Peter Laslett, y concluye diciendo que .,e} volumen minúsculo de las
comunidades humanas es [ ... ] un hecho característico de ese mundo que hemos
perdido»s 8 •
Una vez aclarado esto, ciertas proezas recuperan su valor, más allá de las cifras que
nos las hacían menospreciar de antemano. Porque reiteradas proezas son, en efecto, las
de la intendencia española, capaz, desde las grandes «estaciones reguladoras» de Sevi-
lla, Cádiz (más tarde Lisboa), Málaga. Barcelona, de desplazar galeras, flotas y tercios
a través de los mares y de las tierras de Europa; proeza también la de Lepanto (7 de
octubre de 1571) donde se enfrentaron el Islam y la Cristiandad, en total unos 100.000
hombres por lo menos entre ambas flotas, tanto en las elegantes galeras, como en los

29
El peso del número

grandes barcos redondos que las acompañabanl 9 ¡Cien mil hombres! Pensemos en una
flota actual que transportara 500.000 o un millón de hombres. Medio siglo más tarde,
hacia 1630, el hecho de que Wallenstein pudiera reunir 100.000 soldados bajo sus ór-
denes60 constituye una proeza mucho mayor aún, ya que supone una organización ex-
cepcional de los servicios de intendencia, un récord. El ejército de Villars que había de
triunfar en Denain ( 1712) contaba con un total de 70. 000 hombres 61 , pero era el ejér-
cito de la desesperación y de la última oportunidad. Más tarde, como por ejemplo en
1744 según dice Dupré d'Aulnay, comisario del ejército, la cifra de 100.000 soldados
parece haberse convertido en habitual, por lo menos a título de ejemplo teórico. Cada
cuatro días, explica, habrá que prever, para este número de hombres, una distribución
a partir de la reserva de víveres, es decir, a razón de 120.000 raciones diarias (puesto
que hay raciones dobles), una distribución masiva de 480.000 raciones; a 800 por carro
«no harán falta, concluye, más que 600 carros y 2.400 caballos, enganchados de cuatro
en cuatro» 62 • Para simplificarlo todo, existen incluso hornos de hierro sobre ruedas para
cocer el pan. Pero a principios del siglo XVI!, un tratado de artillería, al exponer las
diversas necesidades de un. ejército provisto de cañones, daba la cifra de 20.000
hombres 63 •
Estos ejemplos ilustran una argumentación fácil de repetir a propósito de innume-
rables casos. El total de las pérdidas ocasionadas a España por la expulsión de los mo-
riscos (1609-1614) (como minimo 300.000 personas, según cálculos bastante seguros 64 );
a Francia por la revocación del Edicto de Nantes 65 ; al Africa negra por la trata de negros
hacia el Nuevo Mundo 66 ; una vez más a España por el poblamiento de este Nuevo
Mundo con hombres blancos (en el siglo XVI, quizá un millar de partidas al año,
100.000 en total) -la mediocridad relativa de todas estas cifras plantea un problema
de conjunto-. Y es que Europa, en razón de su distribución política en compartimen·
tos estancos, de la falta de flexibilidad de su economía, no podía privar~e de más
hombres. Sin Africa, no habría podido explotar el Nuevo Mundo, por mil razones, cli-
máticas especialmente, pero también porque no podía prescindir de demasiados ele-
mentos de su mano de obra. Los contemporáneos exageran probablemente con facili-
dad, pero no cabe duda de que la vida sevillana se resentía de la emigración al decir
Andrea Navagero, en 1526: «Tantos hombres han partido hacia las Indias que la ciudad
[Sevilla] está poco poblada, y casi en poder de las mujeres»M.
K. J. Beloch tuvo ideas análogas, cuando trató de sopesar la Europa del siglo XVII
dividida entre las tres grandes potencias que se la disputaban: el imperio otomano, el
imperio hispánico, la Francia de Luis XIII y de Richelieu. Al calcular las masas huma-
nas de las que cada una de ellas disponía en el Viejo Mundo -aproximadamente 17
millones-, llegaba a la conclusión de que en esta cifra residía el nivel por encima del
cual se podía aspirar al papel de gran potencia''ª. Muy lejos estamos hoy de ello ...

Una Francia
prematuramente superpoblada

En nuestro recorrido, cabe hacer otras comparaciones que sugerirían explicaciones


de tanta importancia como ésta. Supongamos que la población del mundo fuera, hacia
1600, la octava parte de la actual y que la población de Francia (considerada en su es-
pacio político actual) fuera de 20 millones, cosa probable, aunque no totalmente se-
gura. Inglaterra tenía entonces un máximo de 5 millones 69 Si ambos países hubieran
incrementado sus poblaciones al ritmo medio del mundo, Inglaterra poseería hoy 40
millones de habitantes, Francia 160; dicho en pocas palabras, Francia (o Italia o incluso

30
El peso del número

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5. REGÍONES SUPERPOBLADAS Y ZONAS DE EM!GRACION


EN LA FRANCIA DE 1745

Mapa de F. de Dainvdle, in: Populacion, 1952. n. J. Ver w711enlarios. infra. Jll, pp. 289-290.

la Alemania del siglo XVI), era ya un país probablemente superpoblado; Francia, en


relación con las capacidades de que disponía entonces, estaba sobrecargada de hombres,
de indigentes, de bocas inútiles, de indeseables. Brantome decía ya entonces que «es-
taba llena como un hlleVO» 70 Las emigraciones, a falta de una política dirigida desde
arriba, se organizaban como buenamente podían: en los siglos XVI y XVII, con cierta
amplitud, hacia España, más tarde hacia las «islas» de América, o al azar de los exilios
religiosos, con motivo de «esa larga sangría de Francia que comienza en 1)40 con las
primeras persecuciones sistemáticas [contra los protestantes] y no termina hasta
17 52-17 53, con el último gran movimiento de emigración a raíz de las sangrientas re-
presiones del Languedoc» 71 •
La investigación histórica muestra la amplitud, hasta ahora desconocida, de la emi-
gración francesa hacia los países ibéricos 72 • La atestiguan tanto las estimaciones estadís-
ticas como las reiteradas observaciones de los viajerosi3, En 1654, el cardenal de Retz
se declaraba muy sorprendido de oír hablar a todo el mundo en su idioma en Zarago-
za, donde había infinidad de artesanos francesesH Diez años después, Antoine de
Brunei se asombraba del prodigioso número de gabachos (mote peyorativo que se da
a los franceses) que se encontraban en Madrid, estimándolos en 40.000, que «se dis-
frazan de españoles o se hacen pasar por valones, o del Franco Condado, o de Lorena,
para ocultar que son franceses y así evitar el ser apaleados como tales»n.

31
El peso del número

Fueron ellos los que abastecieron a la capital española de artesanos, de trabajadores


dedicados a los oficios viles, de revendedores, atraídos por los altos salarios y por los
beneficios que se podían obtener. Fueron especialmeme numerosos los que trabajaron
como albañiles y obreros de la construcción. Pero también hubo una invasión de los
campos: sin los campesinos venidos de Francia, las tierras españolas hubieran perma-
necido a menudo sin cultivar. Estos detalles indican una emigración abundante, per-
manente, socialmente diversa. Es un síntoma evidente de la superpoblación francesa.
Jean Hérauld, señor. de Gourville, dice en sus Memorias 76 , que existen en España ( 1669)
200.000 franceses, cifra enorme, pero no inverosímil.
La restricción voluntaria de nacimientos apareció, o mejor dicho, se afirmó en el
siglo XVIU, en este país víctima desde hacía siglos del azote del número de habitantes,
«evitando los propios maridos, como escribe Sébastien Mercier (1771), traer un hijo a
casa en sus relaciones amorosas» 77 Después de 1789, durante los años cruciales de la
Revolución, un descenso marcado de la tasa de natalidad muestra con toda claridad la
extensión de las prácticas anticonceptivas 78 • Esta reacción, más precoz en Francia que
en otros lugares, debe, desde luego, relacionarse con ese largo pasado de evidente
superpoblación.

Densidades de poblamiento y
niveles de civilización

Teniendo en cuenta que la superficie de las tierras emergidas es de 150 millones


de km 2 , la densidad media actual del globo, con sus 4.000 millones de hombres, es
de 26,7 habitantes por km 2 • El mismo cálculo, entre 1300 y 1800, daría la cifra míni-
ma de 2,3 habitantes por km 2 , y la máxima de 6,6. Supongamos que calculamos
después la superficie actual, en 1979, de las zonas más pobladas (200 habitantes y más
por km 2 ): obtendríamos así la superficie fundamental de las civilizaciones densas de
hoy, es decir -el cálculo se ha hecho y rehecho muchas veces- 11 millones de km 2 •
En esta estrecha banda se concentra el 70% de los seres vivos (casi 3.000 millones de
hombres); Saint-Exupéry lo dijo a su manera, el universo de los manantiales y de las
casas no es más que una estrecha franja en la superficie del globo; bastó un primer
error para que su avión se perdiera en medio de la selva paraguaya; bastó otro para
que se viera obligado a aterrizar en los desiertos saharianos._. 79 • Insistamos en estas imá-
genes, eri la asimetría, en lo absurdo del mundo habitado, el ecúmene. El hombre
deja vacías las nueve décimas panes del globo, a menudo a la fuerza, por negligencia
también y porque la historía, interminable cadena de esfuerzos, así lo ha decidido. «Los
hombres -escribía Vida! de La Blache- no se han extendido sobre la tierra como una
maricha de aceite, se han agrupado primitivamente como los corales, es decir, super-
poniéndose en "capas sucesivas" sobre "ciertos puntos de los bancos de poblaciones
humanas'' »8 º. En su primer momento se tendería a pensar, por la gran debilidad de
las densidades de antaño, que no existieron en parte alguna, entre 1400 y 1800, esas
humanidades verdaderamente densas que crean civilizaciones. Cuando de hecho la
misma separación; la misma asimetría divide al mundo entre zonas muy pobladas y
zonas amplias y vacías, ton pocos hombres. Una vez más se impone interpretar las cifras
a si.r escala. .·
Hacia 1500; eri vísperas del impacto sobre América de la conquista europea, cono-
cemos el empfazamiento aproximadamente exacto de las civilizaciones, de las culturas
evolucionadas, de las culturas primitivas en todo el mundo. Los documentos de la época,
los relatos posteriores, fas investigaciones de los etnógrafos, ayer y hoy, nos suministran
32
El peso del número

un mapa válido, ya que los límites culturales, como es sabido, varían bastante poco a
lo largo de los siglos. El hombre vive preferentemente en el marco de sus propias exi-
gencias, víctima, durante generaciones, de sus éxitos pasados. El hombre, es decir la
colectividad a la que pertenece: algunos individuos la abandonan, otros se incorporan,
pero la colectividad sigue vinculada a un espacio dado, a unos terruños familiares. Ha
arraigado.
El mapa del universo elaborado, hacia 1500, por un etnógrafo, Gordon W Hewes 81 ,
y que reproducimos, es elocuente. Distingue 76 civilizaciones y culturas, es decir 76
pequeñas casíllas de formas y de superficies diversas, que se reparten los 150 millones
de km 2 de tierras emergidas. Como este mapa tiene mucha importancia y tendremos
que referirnos a él a menudo, estudiémoslo con atención desde un principio. Estas 76
piezas del puzzle esbozan una clasificación desde la casilla número 1, la de Tasmania,
hasta la número 76 y última, la de Japón. La clasificación se lee sin dificultad de abajo
a arriba: l.º) del número 1 al número 27 están ordenados los pueblos primitivos, re-
colectores, pescadores; 2. º) del número 28 al número 44, los nómadas y ganaderos;
3. º) del número 45 al número 63, los pueblos de agricultura todavía deficiente, ante
todo los campesinos de azada, curiosamente repartidos como un cinturón aproximada-
mente continuo alrededor del mundo; 4. º) por último, del número 64 al número 76,
las civilizaciones; poblaciones relativamente densas, en posesión de múltiples medios y
ventajas: animales domésticos, arados, la tracción sobre ruedas, y sobre todo las ciuda-
des ... Es inútil insistir en que son precisamente estas 13 últimas casillas del puzzle ex-
plicativo las que forman los países «desarrollados)), el universo denso en hombres.
la clasificación, en estas casillas preferentes, es por otra parte discutible en uno o
dos puntos. ¿Había que colocar con pleno derecho, en este lugar, los números 61 y
62, es decir, la civilización azteca o mexicana, y la civilización inca o peruana? Es evi-
dente que sí, si se trata de su calidad, de su brillantez, de sus artes, de sus mentalida-
des originales; la respuesta también será afirmativa si se consideran las maravillas de
cálculo de los antiguos mayas; sí de nuevo, si se piensa en su longevidad: sobrevivieron
al espantoso choque de la conquista de los blancos. Habría que contestar, por el con-
trario, que no, si se constata que no utilizaban más que la azada y el bastón cavador;
que no conocían (salvo la llama, la alpaca y la vicuña) ningún animal doméstico grande;
que ignoraban la rueda, la bóveda, el carro, la metalurgia del hierro, esta última co-
nocida desde hacía siglos, e incluso milenios, por las culturas, sin embargo, modestas
del Africa negra. En suma, es evidente que la respuesta es negativa, de acuerdo con
nuestros criterios de la vida material. Surgen la misma vacilación y la misma reticencia
en lo que se refiere a la casilla 63, es decir al grupo finlandés, que apenas comienza
entonces a dejarse influir por las civilizaciones vecinas.
Pero, superada esta discusión, las 13 civilizaciones restantes forman, a escala
mundial, una larga y estrecha franja en el conjunto del Viejo Mundo, es decir una re-
ducida zona de manantiales, de labranzas, de densos poblamientos, de espacios poseí-
dos por el hombre tan sólidamente como entonces le era posible poseerlos. Además,
puesto que hemos dejado de lado el aberrante caso americano, digamos que allí donde
el hombre civilizado se encontraba en 1500, se encontraba ya en 1400, y se encontrará
en 1800 y aún hoy. Se hace el balance rápidamente: Japón, Corea, China, Indochina,
Insulindia, la India, el Islam filiforme, las cuatro diferentes Europas (la latinidad me-
diterránea, la más rica; la griega, la más desgraciada, asfixiada por la conquista turca;
la nórdica, la más dinámica; la rusolapona, la más tosca). Aparecen además dos casos
curiosos: con el número 64, las robustas civilizaciones del Cáucaso; con el número 65
la civilización indesarraigable de los labradores abisinios ...
Con esto tenemos, en total, unos 10 millones de km 2 , casi 20 veces el' territorio de
la Francia actual, un espacio mínimo, un huso de altas densidades individualizado lo

33
El peso del número

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6c CIViLIZAC10NES, cCUL'IURAS• Y PUEBLOS PRIMITIVOS HACIA 1~00

l. 1aimt111101. - 2; P1gineo1 de/Congo. - 3. Veá,,, (Ceilán). - 4. Andamanes. - 5. St1kt1fr y .remt1ngr. - 6. Kubu1.


-'"" 7. Pilnan1 (Borneo)~- -,'- tl: Negri101 de Filipinas. ~ 9. S1boney (Antilla.r), - 10. Ge-bo1oc1ulo1: .._. 11. Indios del Gran
Chaco. +:c- 12. Rosquim/11ios... - /J. Au!lrufianos. - 14. Gran C11c11ct1 (Eltt1dos Unidos). - 15. Baja Califomit1. - 16.
1'ejt1s y noráesle ríe México; - 17. Patago11i11. - 18. Indios de las couas n1eridion11/es de China. - 19. Atabascw y al·
gonquinos (norte de Cilnarláj; - .. 20. Y11caghires. - 2 I. Esq11imt1les riel centro y del es/e. - 22. Erqmmales del oesle. -
23. Kamchadt1les, koriacos, chukches. - 24. Aínos, gilíacos, golds. .. _ 25. Indios rle la <asta noroeste (Estados Unidos y
Canadá). - 26. Mese/a de Colu111bit1. - 27. California cenlral. - 28. P11eblos cn'adores de renos. - 29. lslas Cananas.
- 30. Nómadils del Sáliilra. -.~ 31. Nón1ad11s de Arabia. - 32. Par/ores de las montañas del Próximo Oriente. - 33. Pas-
tores del Pamir y del Hind11-K11sh. - 34. Kazakokirg11ises. - 35. Mongoles. - 36. Pastores tibe/anos. - 37. Tibetano;

34
El peso del número

sedemarios. - 38. S11daneses del oes/e. - 39. S11daneses del este. - 40. SomalíeJ y galla del 11oráesle de A/rica. - 41.
P11eblos m'lólkos. 42. Parlores del eJ/e de A/rica. - 43. Ba11Jííes del oeste. - 44. 1-/otcnfofeJ. - 45. Papííer melanesios.
- 46. Micronesios. - 47. Polinesios. - 48. Indio.< de A111éric11 (este de Ertados Unido.r). - 49. Indios de Améni·a (oeste
de E!Jados Unido1). - JO. lndim de Br111il. - 51. /11dim de Chile, - 52. Ptieb/OJ del Congo. - 53. Pueblo> de los lagos
del ute de A/rica. - 54. Costas de Guinea. - 55. Tn'b11s de las altas regiones de Assam y Hirmania. - 56. Tribus de las
ak1s regiones de JndoncJia. - 57. P11eblos de laJ altas regioner de l11dochina y del suroe.rfe de China. - 58. Tribus de las
n•o11ta•ias y de los bosqucr de la India ce111ral. - 59. Malgachu. - 60. Caribes. - 61. ,Mexicanos. 1nayas. - 62. Peruanos
y andinoJ. -· 63. Fineses. - 64. Cr111casia11os. 65. AbísínÍOJ. - 66. Mus11/mr111es reden/arior. - 67 S11rocste de fa1ropa.
- 68. Este '11editemineo. 69. Estt! de Europa. 70. Noroeste de E11ropa. 71. India (el mapa no diferencia m11s1d
1na11es e himlííes). - 72. Res:ioneJ ba_ia.r del JllrCJ'/< asiá/ico. - 73. Regiones baj11s indonesinr. - 74. Chinos. - 75. Co-
reanm. - 76. japoneses. (Según G. 11 Hewer.)
7

35
Un Pueblo de Bohemia, entre sus tie"as labradas, el bosque y tres lagos dedicados a lapisticul-
tura, camino de Praga: solamente una decena de casas hacia ·1675. Este es aproximadamenie el
tamaño de los restantes pueblos representados en la misma serie de planos. Archivos centrales
de mapas, Orlik, A 14. (Cliché de los Archivm.)

más netamente posible, reconocible, mutatis mutandi, en la geografía actual del mundo
(donde sobre un total de 11 millones de km 2 , vive, repitámoslo, el 70 % de los
hombres). Si aceptáramos esta proporción actual de la masa humana de las civilizacio-
nes con relación al conjunto (70% del total), la densidad kilométrica de estas zonas
privilegiadas ascendería, entre 1300 y 1800, teniendo en cuenta nuestros puntos de re-
ferencia extremos, de 24,5 (mínimo) a 63,6 (máximo} 82 En 1600, si nos detenemos en
este punto estudiado por K. J. Beloch, nuestra medida se situaría entre 28 y 35 % . Es
decir un umbral importante: si el poderfo de Europa exige entonces por lo menos 17
millones de habitantes, en el mundo, el umbral de concentración por encima del cual
vive y prospora una civilización, es de unos treinta habitantes por km 2 •
En 1600, la populosa Italia tenía 44 habitantes por km 2 ; los Países Bajos, 40; Francia,
34; Alemania, 28; la Península Ibérica, 17; Polonia y Prusia, 14; Suecia, Noruega y
Finlandia, alrededor de 1, 5 (pero víctimas de una Edad Media primitiva y prolongada,
se encontraban marginadas respecto a Europa, y no participaban en la vida de ésta más
que a través de exiguas regiones de su territorio 8 ~). En cuanto a China, la China de las
17 provincias (la 18 . .i, el Kansu, pertenecía entonces al Turquestán chino), tenía una
densidad apena.5 superior a 20 ( 15 78) 84 •
Ahora bien, estos niveles, que nos parecen tan bajos, indican ya superpoblaciones
evidentes. A principios del siglo XVI, el Württemberg, la región más poblada de Ale-
mania, (44 por km 2 ) 8 ~ era, por excelencia, la zona de reclutamiento de los lansquene-

36
El peso del número

tes; Francia era una gran región de emigración, con 34 habitantes por km 2 ; España
tenía sólo 17. Italia y los Países Bajos, ricos y ya «industrializados», soportaban, no obs-
tante, una carg:i de hombres más pesada y que más o menos conservaban en su inte-
rior. Porque la superpoblación depende al mismo tiempo del número de hombres y
de los recursos de que éstos disponen.
A. P. Usher distingue, en demografía histórica, tres niveles de poblamiento. En lo
más bajo de la escala, el poblamiento de zona pionera (al que él llama, pensando en
los Estados Unidos, poblamiento «de frontera»), es decir un poblamiento en sus prin-
cipios, en un espacio no trabajado, o poco trabajado por el hombre. El poblamiento
en su segundo estadio (China, la India antes del siglo XVIII, Europa antes del XII o
del XIII) se sitúa entre 15 ó 20 habitantes por km 2 • En un tercer nivel, estaría el po-
blamiento «denso», por encima de 20. Esta última cifra es quizá demasiado modesta.
Pero es evidente que, de acuerdo con las normas tradicionales, las densidades que hemos
señalado, en 1600, para Italia, los Países Bajos y Francia (44, 40, 34) corresponden ya
a una presión demográfica. Observemos que, según los cálculos de Jean Fourastié para
la Francia del Antiguo Régimen, se netesitaba, teniendo en cuenta la rotación de cul-
tivos, 1,5 hectáreas de tierra cultivable para asegurar el abastecimiento de un hombre 86 •
Lo cual coincide más o menos con lo que aseguraba Daniel Defoe en 1709: 3 acres de
tierra buena o 4 de tierra mediana (es decir de 1,2 a 1,6 hectáreas) 87 Toda presión de-
mográfica implica, como veremos, elegir entre alimentos (en particular entre carne y
pan), o transformar la agricultura o recurrir a una amplia emigración.
Estas observaciones nos conducen tan sólo al umbral de los problemas esenciales de
una historia de la población. Nos haría falta saber también, entre otras cosas, la rela-
ción de la población urbana con la población rural (siendo quizá esta relación el indi-
cador fundamental de una historia antigua del crecimiento), así como también la propia
distribución, según las normas de la geografía humana, de la población rural. Cerca
de San Petersburgo, a finales del siglo XVIII, se dispersaban sobre grandes extensiones
las sórdidas granjas de los campesinos finlandeses; las casas de los colonos alemanes,
por el contrario, se agrupaban; los pueblos rusos suponían, en comparación, importan-
tes concentraciones 88 • Los pueblos de Europa central, al norte de los Alpes, contaban
con muy pocos habitantes. Habiendo tenido ocasión de ver numerosos planos rurales
en Bohemia, en los antiguos dominios de los Rosenberg, más tarde de los Schwarzen-
berg, cerca de la frontera austriaca, en la zona de los lagos artificiales poblados de
carpas, de lucios y de percas -al igual que en los archivos centrales de Varsovia-, me
llamó la atención el tamaño extremadamente pequeño de multitud de pueblos de la
Europa central en los siglos XVII y XVIII: muy frecuentemente no sobrepasaban la de-
cena de casas ... Las diferencias son grandes en los pueblos-ciudades de Italia o los
grandes burgos del Rin, el Mosa y la Cuenca de París. Ahora bien, esta exigüidad de
las aldeas, en tantos países de Europa central y oriental, constituye seguramente uno
de los motivos fundamentales del destino de su campesinado. Frente a los señores, se
encontró tanto más desarmado cuanto que le faltaba la densidad de las grandes
comunidades 89 •

Otras sugerencias del mapa


de Gordon W Hewes

Por lo menos hay que hacer tres observaciones más:


l. La gran estabilidad del asentamiento de las «culturas» (primeros éxitos) y de las
«civilizaciones» (segundos éxitos de los hombres), puesto que estos asentamientos han

37
El peso del número

sido reconstituidos a partir del tiempo presente por un simple mérodo regresivo. Sus
límites se han mantenido. Su ensamblaje es pues un rasgo geográfü:o tan füerte como
los Alpes, el Gulf Stream o el trazado del Rin.
2. El mapa pone también de relieve que, antes del triunfo de Europa, e! mundo
entero había sido reconocido, aprehendido por el hombre desde hacía siglos o mile-
nios. La humanidad sólo se decuvo ante los obstáculos mayores: las inmensidades ma-
rinas, las montañas poco penetrables, las masas forestales {las de Amazonia, de Amé-
rica del Norte, de Siberia), los inmensos desiertos. Y aún así, si se observa más de cerca,
se ve que no ha habido extensión marítima que no haya tentado, muy pronto, al es-
píritu de aventura de los hombres y que no les haya desvelado sus secretos (los mon-
zones del océano Indico se conocen desde la Antigüedad griega); que no ha habido

7. LAS BANDEIRAS BRASILEÑAS (SIGLOS XVI-XVIII)

ÚIJ b:indeiras ¡jartiáon Iobr~ ioJo de la ci11di!1d de Sao P1111/o (S.P. e" el mi!lpa). Lo1 p.111/istas recom'eron todo el i
de Bm1I. (Según A d'Escragnolle-Taunay.)

38
El peso del núme1·0

masa montañosa que no haya dado a conocer sus accesos y sus atajos; que no ha habido
bosques en los que el hombre no se haya adentrado ni desiertos que no haya atravesa-
do. En lo que al espacio «habitable y navegable»90 del mundo se refiere, no cabe duda
alguna: la menor parcela tiene ya, desde antes de 1500 (y desde antes de 1400 ó 1300),
su propietario o sus usufructuarios. Incluso los áridos desiertos del Vieío Mundo alber-
gan, en las casillas 30 a 36, las humanidades batalladoras de los grandes nómadas de
los que tendremos que volver a hablar en este capítulo. En resumen, el Universo
«nuestro viejo domicilio» 91 , fue «descubierto» hace mucho tiempo, con anterioridad a
los grandes descubrimientos. El propio inventario de las riquezas vegetales se hizo con
tanta exactitud «desde los comienzos de la historia escrita que ni una sola planta ali-
menticia de utilidad general ha sido añadida a la lista de las conocidas anteriormente,
pues había sido atenta y exhaustiva la exploración a la que los pueblos primitivos habían
sometido el mundo vegetal9 2».
No es, pues, Europa la que va a descubrir América o Africa, ni la que va a violar
los continentes misteriosos. Los descubridores del Africa central en el siglo XIX, tan ala-
bados ert ün pasado reciente; viajaron a hombros de portadores negros y su gran error,
el de la Europa de entonces; füe creer que descubrfan una especie de Nuevo Mundo ...
De la misma maneta, los descubridores del Continente suramericano, incluso aquellos
bandeirantes paulistas (cuyo punto de partida fue la ciudad de Sao Paulo, fundada en
1554) y cuya epopeya fue admirable, a lo largo de los siglos XVI, XVII y xvm, no hi-
cieron más que redescubrir las viejas pistas y ríos; que se recorrían con piraguas, utili-
zados por los indios, y por lo general fueron los mestizos (de portugueses y de indios),
los mamelucos, quienes les guiaron 93 . Lo mismo ocurrió, en beneficio de los franceses,
en los siglos XVII y xvm, gracias a los mestizos canadienses, a los «Bois Brulés», de los
Grandes Lagos al Mississippi. Europa ha redescubierto el mundo, muy a menudo con
los ojos, las piernas y la inteligencia de los demás.
En lo que Europa ha triunfado por sí misma es en el dominio del Atlántico, en el
dominio de sus difíciles espacios, de sus corrientes, de sus vientos. Esta tardía victoria
le abrió las puertas y los caminos de los Siete Mares del Mundo. Puso desde entonces
al servicio del hombre blanco la unidad marítima del universo. La Europa gloriosa la
constituyen las flotas, barcos y más barcos, estelas en el agua de los mares; son pueblos
de marinos, de puertos, de astilleros. En su primer viaje a Occidente (1697), Pedro el
Grande no se equivoca: va a trabajar a Holanda, a los astilleros Saardam, cerca de
Amsterdam.
3. Ultima observación: las estrechas zonas de población densa no siempre son ho-
mogéneas. Al lado de regiones sólidamente ocupadas (Europa occidental, Japón, Corea,
China), lnsulindia e Indochina no son en realidad más que un semillero de Únas cuantas
regiones pobladas; la misma India no está plenamente ocupada por sus diversas civili-
zaciones; el Islam está formado por una serie de orillas, de sahels en los márgenes de
los espacios vacíos, al borde de los desiertos, de los ríos, de los mares, junto a los flancos
de Africa negra, en la costa de los Esclavos (Zanzíbar) y también en el recodo del Níger
donde edifica y reedifica sus belicosos imperios. Incluso Europa, por el este, más allá
de unas zonas salvajes, desemboca en el vacío.

El libro de los hombres


y de lo.r animales salvajes

Es grande la tentación de no ver más que las civilizaciones, ya que constituyen lo


fundamental. Además han derrochado habilidad para recuperar sus antiguos rostros,
sus herramientas, sus erajes, sus casas, sus costumbres, sus prácticas e incluso sus can-

39
El peso del número

dones tradicionales. Sus museos nos esperan. Todas sus «casillas» tienen, por tanto, sus
propios colores. A menudo, todo es original: el molino de viento de China es de aspas
horizontales; en Estambul, las hojas de las tijeras tienen anchas concavidades interio-
res, las cucharas de lujo son de madera de pimentero; el yunque japonés, al igual que
el chino, no se parece al nuestro; los barcos del mar Rojo y los del golfo Pérsico no
llevan ni un solo clavo ... Y cada «casilla» tiene sus plantas, sus animales domésticos,
en todo caso su manera de tratarlos, sus viviendas preferidas, sus alimentos exclusivos ...
Un simple olor de cocina puede evocar toda una civilización.
No obstante, las civilizaciones no constituyen ni toda la belleza, ni toda la sal de
la tierra de los hombres. Fuera de ellas, a veces atravesando su propia masa o ciñendo
sus contornos, se insinúa la vida primitiva y amplias extensiones suenan a hueco. Es
ahí donde debe ser imaginado el libro de los hombres y de los animales salvajes, o el
libro de oro de las viejas agriculturas de azada, paraíso desde el punto de vista de los
civilizados, puesto que éstos se liberan en él de buena gana de sus obligaciones, en
cuanto se les presenta la ocasión.
Extremo Oriente puede mostrar las imágenes más numerosas de estas humanidades
salvajes, en Insulindia, en las montañas de China, al norte de la isla japonesa de Yeso,
en Formosa o en el corazón, lleno de contrastes, de la India. Europa no cuenta en su
seno con esos lugares «salvajes», con esas tribus que queman, que se «comen» el bosque
alto para cultivar el arroz en el terreno seco de sus calveros94 • Ha domesticado muy
pronto a sus hombres de montaña, los ha amansado, no tratándolos como parias. En
Extremo Oriente, por el contrario, no se dan ni estos vínculos, ni estas posibilidades.
Los innumerables choques son de una brutalidad sin piedad. Los chinos no han dejado
de luchar contra sus montañeses salvajes, dedicados a la ganadería, habitantes de casas
hediondas. Los mismos conflictos se producen en la India. En 1565, en la península
del Dekán, en el campo de batalla de Talikota, el reino hindú de Vijayanagar es he-
rido de muerte por la caballería y la artillería de los sultanes musulmanes del Norte.
La enorme capital no es inmediatamente ocupada por el vencedor, pero permanece sin
defensa, privada de carros y de animales de tiro, dado que el ejército se los había lle-
vado todos. Los pueblos salvajes de las malezas y junglas circundantes, brinjaris, lam-
badis, kurubas 9 ~, caen entonces sobre ella, saqueándola totalmente.
Pero estos salvajes se encuentran como aprisionados, como rodeados ya por altivas
civilizaciones. Los verdaderos salvajes están en otra parte, en plena libertad, aunque en
horribles territorios y en los límites de las zonas pobladas; son los Randvolker de Frie-
drich Ratzel. los pueblos marginales, los pueblos geschichtlos, sin historia (si es que
esto es posible) de los geógrafos y de lo~ historiadores alemanes. Antaño, en el Gran
Norte siberiano, «12.000 chuktes vivían en 800.000 kml; un millar de samoyedos ocu-
paban los 150.000 km 2 de la helada península de Yamal» 96 • Porque «son en general
los grupos más indigentes los que requieren más espacio» 97 , a menos que haya que in-
vertir esta afirmación: sólo una vida elemental puede mantenerse, desenterrando las ra-
íces y los tubérculos, o poniendo trampas a los animales salvajes, en espacios inmensos,
pero hostiles.
En todo caso, a medida que el hombre va desapareciendo, incluso si el espacio pa-
rece mediocre o inutilizable, van aumentando los animales salvajes. Alejarse del
hombre, equivale a encontrarlos. Cuando se leen relatos de viajes, todos los animales
de la tierra le salen a uno al paso. He aquí los tigres de Asia, rondando en torno a
aldeas y ciudades, nadando para sorprender, en el delta del Ganges, a los pescadores
dormidos en sus barcas, según cuenta un viajero del siglo XVII; en Extremo Oriente,
todavía hoy, se desbrozan los alrededores de las aldeas de montaña para alejar al te-
mible devorador de hombres 98 • Cuando llega la noche, nadie se siente seguro, ni si-
quiera en el interior de las casas. En una pequeña ciudad, cerca de Cantón, donde
40
Caza de focas: este exvoto de 1618 narra la aventura de unos cazadores suecos, vagando a la de-
riva sobre un pedazo de hielo flotante, con su presa; no encontraron tierra firme hasta dos se-
manas después. Estocolmo, Nationalmuseum. (Fototeca A. Colin.)

vivían recluidos el padre jesuita de Las Cortes y sus compañeros de misería (1626), un
hombre osó aventurarse foera de su choza: un tigre lo devor6 99 • Una pintura china del
siglo XIV representa a un tigre inmenso, con manchas rosas en !a piel, entre las ramas
floridas de los árboles frutales, como si se tratara de un monstruo familiar'ºº. En rea-
lidad, lo era y"mucho en todo el Extremo Oriente.
Así, por ejemplo, Siam es un valle, el del Menam: sobre sus aguas se suceden filas
de casas sobre pilotes, bazares, familias amontonadas en barcas; en sus orillas se en-
cuentran dos o tres ciudades, entre ellas la capital, arrozales; y amplios bosques por
donde discurre el agua sobre inmensas extensiones. Las escasas parcelas de suelo fores-
tal no invadido por las aguas alberga tigres y elefantes salvajes, e incluso camellos, como
pretende Kampfer 101 • Otros monstruos: los leones que reinan en Etiopía, en el norte
de Africa, en Persia cerca de Basora, y también en la ruta del Noroeste de la India,
h~cia Afganistán. Los cocodrilos abundan en los ríos filipinos 102 , los jabalíes son dueños
de las llanuras litorales de Sumatra, de la India, de las mesetas de Persia; se cazan y
se capturan caballos salvajes al norte de Pekín 10 i Perros salvajes aullan en las montañas
de Trebizonda y no dejan dormir a Gemelli Careri 104 También son salvajes, en Guinea,
las vacas de pequeño tamaño contra las que luchan los cazadores, mientras que todo
el mundo huye, por el contrario, ante esas bandas de elefantes y de hipopótamos, de
«caballos marinos» (sic) que en estas mismas regiones arrasan los campos «de arroz, de
mijo, y de legumbres» ... ·; «a veces se han llegado a ver manadas de trescientos o cua-
trocientos a la vez» 10:; En la enorme Africa austral, vacía, inhumana mucho más allá
de los alrededores del cabo de Buena Esperanza, se encuentran, junco a muy escasos

41
Caza de jabalíes en Baviera: lanza.r y arma de fuego (1531). Bayen'sches Nationalmuse11m,
Mrmich. (Fotografía del Museo.) -

hombres «cuya forma de vivir tiene mucho más que ver con !a de los animales que con
la de fos hombres», animales «feroces», muchos leones y elefantes con fama de ser los
de mayor tamaño del mundo 106 Buena ocasión para recordar, a través de los siglos, y
al otro exu-emo del continente, los elefantes del norte de Africa en tiempos de Carrago
y de Aníbal. Y para recordar también, de nuevo al norte, pero ahora en el corazón del
Africa negra, las aucénticas cazas de elefantes que han proporcionado, desde el si-
glo xvf, cantidades eriotmes de marfil a los europeos 101
Los lobos, por su parte, dominan toda Europa desde los Urales hasta el estrecho de
Gibraltar, y los osos todas sus montañas. La ubicuidad de los lobos, el interés que sus-
citan; córivierte la caza del lobo en un indicador de la salud de los campos e incluso
de las ciudades, de la calidad de los años que pasan. Basta un momento de descuido,
un retrotesó económico, un invierno duro, para que se multipliquen. En 1420, pene-
traton bandas de lobos en París, por las brechas de las murallas o por las puertas mal
guardada5; eh septiembre de 1438, atacaron a la gente, esta vez fuera de la ciudad,
entre Montmártre y la puerta Saint-Antoine"'8 En 1640, unos lobos entraban en Be-
san~ori, franqúeando el Doubs, cerca de los molinos de la ciudad y «se comían a los
niños erilas talles» 1o<' Creados hacia 1520 por Francisco l. 0 , los loberos mayores reali-
zaban amplias batidas¡ para las cuales se requería la presencia de señores y campesinos;
así, por ejempfo; todavía en 1765, en el Gévaudan, «los estragos de los lobos hicieron

42
El peso del número

creer en la existencia de un animal monstruoso» 110 «Parece, escribe un francés en 1779,


que se quiere aniquilar la especie en Francia, como se hizo hace más de seiscientos años
en Inglaterra, pero no es fácil rodearlos en un pafs tan amplio y tan al descubierto por
todas partes como el nuestro, aunque esto haya resultado posible en una isla como
Gran Bretafta» 111 Pero, en 1783, los Diputados del comercio discutían una proposición
hecha unos años antes: ¡«introducir en Inglaterra una cantidad de lobos suficiente para
destruir a la mayor parte de la población» 112 ! Incluso en lo que se refiere a los lobos,
Francia, soldada a las tierras del continente. a los lejanos bosques de Alemania y de
Polonia, no se libraba de su posición geográfica de encrucijada. En 1851, el Vercors
estaba todavía infectado de lobos 113
Las gangas, los faisanes, las liebres blancas, las perdices blancas de los Alpes, las
perdices rojas que espantaron, cerca de Málaga, los caballos de Tomás Münzer 114 , mé-
dico de Nuremberg que viajaba con sus amigos por la región montañosa de Valencia,
en 1494, constituyen un espectáculo más grato. Como también, a principios del si-
glo XVI, la abundancia de animales salvajes en Ja Rauhe Alb wurtemburguesa; a los cam-
pesinos les está no obstante prohibido utilizar contra ellos perros grandes; sólo los guar-
dabosques tienen derecho a ello 115 • En Persia pululan, jumo a los jabalíes, ciervos,
garrios; gacelas, leones, tigres, osos; liebres e ingentes cantidades de palomas, de ocas
salvajes, de patos, de tórtolas, de cuervos, de garzas y dos especies de perdices 11 G•••
Como es natural, cuaotci más amplia es la tierra vacía, más abundante es la vida
animal. El P~ Verbiest (1682) asiste en Manchuria, por donde viaja con el enorme sé-
quito del emperador de China {100.000 caballos), a fantásticas cacerías que presencia
refunfüñando, molido de cansancio: en uri solo día, son abatidos 1.000 ciervos y 60
tigres•ii En fa isla Mauricio, todavía sín hombres, en 1639, las tórtolas y las liebres son
tari numerosas, están tan poco asustadas, que se las coge con la mano 118 • En Florida,
en 1690, las palomas salvajes, los lotos y otros pájaros son tan abundantes «que a me-
nudo los barcos parten llenos de pájaros y de huevos» 119
En el Nuevo Mundo, claro está, todo era exagerado; abundaban las zonas desérticas
(los despoblados) y en ellas, a inmensas distancias, algunas ciudades minúsculas. De
Córdoba a Mendoza, en lo que sería Argentina, se tardaba unos veinte días, a la velo-
cidad de 12 grandes carros de madera tirados por 30 pares de bueyes, que acompaña-
ban en 1600 al obispo de Santiago de Chile, Lizarraga •io La fauna autóctona es pobre,
a excepción de las avestruces, llamas y focas, hacia el Sur 1i 1 Por el contrario, la zona
desértica había sido ocupada por los animales (caballos, bovinos) traídos de Europa,
que se multiplicaron abundantemente. Inmensas hordas de bueyes salvajes trazaron
vías regulares de «trashumancia» a través de la llanura y se perpetuaron en libertad
hasta el siglo XIX. Las manadas de caballos salvajes, amontonadas unas junto a otras,
dibujan a veces en el horizonte difusos montículos. Se trata quizá de una anécdota que
Lizarraga se tomó al pie de la letra sobre las equivocaciones de los recién llegados a Amé-
rica, los chapetones, objeto siempre de chanza, como es lógico, para el veterano, el ba-
quiano: en esta Pampa, en la que no existe el menor pedazo de madera, ni siquiera
del «grosor del dedo meñique», un chapetón cree distinguir a lo lejos un ligero mon-
tículo, un monte. «Vamos deprisa a cortar madera», dice regocijado ... •ii
Podríamos terminar con esta anécdota. Pero en esta búsqueda de imágenes, las hay
mejores todavía: así, Sibería se abría a los rusos al mismo tiempo que América a los
europeos del Oeste. En la primavera de 1776, unos oficiales rusos abandonaban, de-
masiado pronto, Omsk y continuaban su viaje hacia Tomsk, una vez comenzado el des-
hielo en los ríos. Se vieron obligados a descender el Oh a bordo de una improvisada
barca (troncos de árboles vaciados y unidos). La peligrosa navegación, según el médico
militar (de origen suizo) que escribe, resulta sin embargo entretenida ... : «Conté por lo
menos cincuenta islas en las que el número de zorros, liebres y castores era tan grande

43
El peso del número

Una cacería en Pem'a en el siglo XVII: halcón, lanza, sable, arma de fuego, caza abundan/e.
Fragmento de una miniatura, Museo Guimet. (Fotografía ]ean-Abel Lavaud.)

que se les veía llegar hasta el agua y [ ... ] nos satisfizo ver a una osa con cuatro crías
paseándose pot el río ... ». A esto hay que añadir «una cantidad espantosa de cisnes,
grulla5; pelíi::anos. ocas salvajes, [ ... ] diversas clases de patos salvajes (especialmente
rojos). [ ... ]Las zonas pantanosas están llenas de alcaravanes, de becadas, y los bosques
de gallinas, de urogallos y demás pájaros. [ ... ] Tras la puesta del sol, estos ejércitos de
criaturas aladas hacían i.Jn ruido tan terrible con sus gritos que no podíamos oírnos los
unos a los otros» lil. En el extremo de Siberia, Kamchatka 124 , península inmensa, casi

44
El peso del número

vacía, fue animándose poco a poco a principios del siglo xvm. Los animales de pieles
atrajeron a cazadores y comerciantes; estos llevaban las pieles hasta Irkutsk desde donde
eran transportadas hacia China por la vecina feria de Kiakhta, o hacia Moscú y de ahí
a Occidente. La moda de la nutria marina aparece en esta misma época. Hasta enton-
ces sólo había servido para vestir a cazadores e indígenas. Al subir bruscamente los
precios, la caza adquirió una amplitud repentina, gigantesca. Hacia 1770, se había con-
vertido en una organización enorme. Los barcos, construidos y pertrechados en Okotsk,
tenían una tripulación numerosa, pues los indígenas, maltratados muchas veces, tenían
una actitud hostil; a veces asesinaban, quemaban un barco. Además, había que llevar
víveres para cuatro años, importar de lejos el pan y la harina. Los gastos de avitualla-
miento eran, por tanto, enormes por lo que sólo los comerciantes de la lejana lrkutsk
podían org·anizar la operación: compartían gastos y beneficios por un sistema de accio-
nes. El viaje llegaba hasta las islas Aleutianas y podía durar cuatro o cinco años. Se ca-
zaba tn la desembocadura de los ríos, donde las nutrias eran muy abundantes. Había
dos técnicas: el «trampero», el promyschlennik, seguía en canoa a los animales obliga-
dos a salir a la superficie para respirar, o bien esperaba la formación del primer banco
de hielo: cazadores y perros atrapaban entonces fácilmente a las nutrias tan torpes fuera
del agua, las golpeaban, corriendo de una a otra, y las remataban más tarde. A veces
se separaban fragmentos de bancos de hielo, llevándose a la deriva cazadores, perros y
cadáveres de nutrias. A veces el barco, bloqueado en los mares del Norte, se quedaba
sin leña y sin víveres. La tripulación tenía entonces que alimentarse de pescado crudo.
Escas dificultades no mermaron la afluencia de cazadores 125 Hacia 1786 aparecieron en
los mares del Pacífico Norte barcos ingleses y americanos. Kamchatka quedó rápida-
mente despoblada de sus hermosos animales; los cazadores tuvieron que ir más lejos,
hasta la costa americana, incluso hasta la altura de Sah Francisco, donde se enfrentaron
rusos y españoles a principios del siglo XIX, sin que la historia, en general, se haya preo-
cupado demasiado por ello.
Una especie de vida animal primitiva del mundo se encuentra en enormes espacios,
incluso a finales del siglo XVIII; el hombre que surge en medio de estos paraísos resulta
ser una trágica innovación. Sólo la locura de las pieles explica que, el 1 de febrero de
1793, el velero Le Lion que transportaba hacia China al embajador Macanney descubra
en el océano Indico, cerca de los 40° de latitud Sur, a cinco habitantes {tres franceses
y dos ingleses) en la isla de Amscerdam, todos ellos terriblemente harapientos. Barcos
de Boston dedicados a la venta en Cantón tanto de pieles de castor de América como
de pieles de focas sacadas de la misma isla, habían desembarcado a los cinco hombres
en un viaje anterior. Estos organizaron gigantescas matanzas {25.000 animales durante
un verano). Las focas no constituyen la única fauna de la isla, sino que también hay
pingüinos, ballenas, tiburones, lijas, además de innumerables peces. «Algunas cañas
con anzuelos consiguieron pescado suficiente para alimentar a toda la tripulación de
Le Lion durante toda una semana.» Donde desembocan las aguas dulces, abundan las
tencas, las percas, y más aún las quisquillas: .. .los marineros tiraban al agua cestos en
los que habían puesto cebos de carne de tiburón, y al cabo de algunos minutos, reti-
raban los cestos llenos de quisquillas... También son maravillosos los pájaros, alba-
tros de pico amarillo, grandes petreles negros, pájaros llamados de plata, petreles azules,
pájaros nocturnos, estos últimos acechados por las aves de presa y por los cazadores de
focas que los atraen mediante la luz de las antorchas de forma que «matan multitud
de ellos[ ... ]: se trata incluso de su principal alimento, y sostienen que su carne es ex-
celente. El petrel azul es aproximadamente del tamaño de una paloma ... » 126
En realidad, antes del siglo XVIII, el libro de la jungla puede abrirse por donde se·
quiera. Es prudente cerrarlo antes de extraviarse en él. Pero no sin constatar que es un
buen t<"stimonio de las d-:bilidades de la ocupación humana.

45
El peso del número

FIN DE UN ANTIGUO REGIMEN


BIOLOGICO EN EL SIGLO XVIII

En el siglo XVIII, tanto en China como en Europa, se quebró un antiguo régimen


biológico, un conjunto de limitaciones, de obstáculos, de estructuras, de relaciones, de
juegos numéricos que hasta entonces habían sido la norma.

El eterno restablecimiento
del equilibrio

Los movimientos de nacimientos y defunciones están continuamente articulados. A


grandes rasgos, durante el Antiguo Régimen, siempre se restableció el equilibrio,
Ambos coeficientes, natalidad y mortalidad, están próximos entre sí: 40%o. Lo que la
vida aporta, la muerte se lo lleva. Si, en 1609, en el pequeño municipio de La Cha"
pelle-Fougerecsm comprendido hoy en Rennes, hubo, según los registros partoqufa-
les, 50 bautizos, se puede anticipar contando 40 nacimientos por cada 1. 000 habitan-
tes, y muldpticando el número de bautizos por 25, que la población: de ese gran pueblo
era de unos 1.250 habitantes, En suAritméticapolítica (1690), Willíam Petty, el eco-
riomistainglés, reconstitufa la población a partir de las defunciones, multiplicando éstas
por 30 (subestimando, por tanto, en cierta medida la muerte 128).
A corto plazo; activo y pasivo van parejos: si uno de los adversarios gana, el otro
reaiciOria. En 1451, la peste privó a Colonia de 21.000 personas, según se n<_>s dice; en

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46
El peso del número

excedente de muertes
sobre nacimientos

escala.
logflFÍ1mic11

1690 1700 10 20 30 40 50 60 70 80 90

exceden/e de muertes
sobre nacimientos

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1o~dJJ_~~~~~~~~~_1·~I
1700 JO 20 30 40 50 60 70 80 90

8. DEMOGRAFIA ANTIGUA: BAUTIZOS Y ENTIERROS


Tres eje11Jp/os: A. Una ci11tlad jla111enca.
B. Una ci11dad de 111 Baja Provenza.
C. Una ciudad del Buuvaisis.
i.JloJ ejemplo.<, enlre o/ros m11chos, mue.mwn las relaciones enlre nwrlalíelad y natalidad. fos picm en negro '°"esponden
a los períodos en los que do111ina la m11erte. Di111ún11ye.n en el siglo XVT/l, salvo exupc1ones, cotno en el caso de Eynzg11cs
(gráfico B). Ver lot1tbién (gráfico 9, p. 48) los a11mento.r de l11111or1ali4ad e11 Francia en 1779 .Y en 1783. /S•g1í>1 M. Mnn·-
n•a11 y A. de Vos (AJ, R. Baehrel (8), P. Go11berl (C).f

47
El peso del número

los años siguientes, se celebraron 4.000 matrimonios 119 ; incluso si estas cifras, como
todo parece indicar, son exageradas, el movimiento compensatorio es evidente. En Sal-
zewedel, pequeña localidad de la vieja Marca brandeburguesa, en 1581, murieron 790
personas, es decir, diez veces más que en tiempo normal. El número de matrimonios
descendió de 30 a 10, pero, al año siguiente, a pesar de la disminución de la pobla-
ción, se celebraron 30 matrimonios, seguidos de numerosos nacimientos compensado-
res 130, En 1637, en Verona, inmediatamente después de una peste que, según se cuenta,

(miles)

998

950

900
850

800

750

70 o......-4-'.u.+.u..J.f-U..i..¡...>..LI,LJ.....,.,...........+'-'-"+"'-........................'+'-".....,.....................
1770 71 72 73 74 75 76 77 78 79 80 81 82 113 84

9. MOVIMIENTO DE LA POBLACION FRANCESA ANTES DE LA REVOLUCION


(To111tido de M. ReinhlZTd y A. Armeng411d. Histoirc généralc de la populacion mondialc.)

aniquiló a la mitad de la población (pero los cronistas exageran muy a menudo), los
soldados de la guarnición, casi todos franceses y respetados por la epidemia en gran
número, se casaron con las viudas y la vida recuperó sus derechosH•. Profundamente
afectada por los desastres de la guerra de los Treinta Años, toda Alemania experimen-
tó, al salir de la tormenta, una recuperación demográfica. Es el fenómeno compensa-
dor que favorece a un país destruido, en un 25 6 50%, por los horrores de la guerra.
Un viajero italiano que visitaba Alemania poco después de 1648, en una época en la
que la población de Europa estaba estancada o disminuía, observaba «que había pocos
hombres en edad militar, pero un número anormalmente elevado de niños» 132 •
Si el equilibrio no se restablecía suficientemente deprisa, las autoridades interve·
nían: en Venecia, por lo general tan celosamente cerrada a los extranjeros, el decreto
liberal del 30 de octubre de 1348 concedía, poco después de la terrible peste negra, la
ciudadanía completa (de intus et de extra) a toda persona que fuese a establecerse en
la ciudad en el plazo de un año con su familia y sus bienes. Además, las ciudades sólo
vivían, por regla general, a costa de estas aportaciones exteriores. Pero, generalmente,
estas últimas se organizaban por sí mismas.
A corto plazo, pues, subidas y retrocesos alternan, se compensan con regularidad,
como ló muestra de manera continua la doble curva en forma de dientes de sierra (hasta
el siglo XVIII) de las defunciones y nacimientos, donde quiera que se trace en Occiden-
te, tanto eri Venecia como en Beauvais. Las epidemias se encargarán en seguida de su-
primfr, si es necesario, a los niños de corta edad, siempre en peligro, y a todos aquellos
a quienes amenaza la precariedad de sus recursos. Los pobres son siempre las primeras
víctimas. Estos siglos se encuentran caracterizados por innumerables «masacres socia-
les». E.ci 1483; eri Ctépy, cerca de Senlis, «la tercera parte de esta ciudad mendiga por
el país y los viejos mueren, todos los dfas, sobre el estiércoh~ 13

48
El peso del número

En el siglo XVIII empieza a triunfar la vida sobre la muerte, adelantándose, a partir


de entonces, con bastante regularidad, a su adversario. Pero continuaron siendo posi-
bles ciertos retrocesos ofensivos, en la propia Francia en 1772-1773, o con motivo de
esa crisis profunda que se produjo entre 1779 y 1784 (gráfico 4). Estas graves alertas
son el testimonio del carácter precario de una mejoría tardía y discutible, a merced de
un equilibrio siempre peligroso entre las necesidades alimentarias y las posibilidades
de la producción.

Las hamhres

Durante siglos, las hambres se repiten con tanta insistencia que acaban incorporán-
dose al régimen biológico de los hombres, constituyendo una estructura de la vida co-
tidiana. Carestías y penurias son, de hecho, continuas, habituales incluso en Europa,
pese a ser privilegiada. Algunos ricos demasiado bien alimentados son la excepción que
confirma la regla. No podía ser de otra manera dada la mediocridad de 'Jos rendimien-
tos cerealísticos. Bastan dos malas cosechas seguidas para provocar una catástrofe. En el
mundo occidental, quizá gracias al clima, estas catástrofes son con frecuencia menos
graves. También en China, donde las técnicas agrícolas tempranamente desarrolladas,
la construcción de diques y de una red de canales de riego y de transporte a un tiempo,
y, posteriormente, la minuciosa organización de los arrozales del sur, con sus dobles
cosechas, permitieron durante mucho tiempo un cierto eqmlibrio, incluso tras el gran
incremento demográfico del siglo XVIII. No ocurre así en Moscovia, donde el clima es
rudo, incierto; ni en la India donde las inundaciones y las sequías adquieren propor-
ciones de desastres apocalípticos.
En Europa, sin embargo, los cultivos milagrosos (el maíz, la patata, de los que vol-
veremos a hablar) y los métodos de la agricultura intensiva moderna se impusieron tar-
díamente. Por estas y otras razones, el hambre asolaba constantemente el continente,
dando lugar a espacios vacíos. No hay espectáculo más triste, precursor de las catástro-
fes de mediados del siglo (la peste negra), que los estragos producidos por las graves
penurias que se sucedieron entre 1309 y 1318: aparecieron en el norte, centro y este
de Alemania y se extendieron a toda Europa -Inglaterra, Países Bajos, Francia, sur de
Alemania, Renania-, llegando incluso a las costas de Livonia u4 •
Todos los balances nacionales son muy negativos. Francia, país muy privilegiado,
sufrió 10 hambres generales en el siglo X; 26 en el XI; 4 en el XIV; 7 en el XV; 13 en
el XVI; 11 en el XVII; 16 en el xvmm Desde luego ofrecemos esta relación, elaborada
en el siglo XVIII, con todas las reservas posibles: quizá sea demasiado optimista, puesto
que no tiene en cuenta cientos y cientos de hambres locales, que no siempre coinciden
con las plagas de conjunto; así, por ejemplo, en el Maine, en 1739, 1752, 1770, 1785 B 6 ;
y en el suroeste: 1628, 1631, 1643, 1662, 1694, 1698, 1709, 1713 137
Se podría decir lo mismo de cualquier país de Europa. En Alemania, el hambre
aparece constantemente en las ciudades y en los campos. Incluso tras Jos adelantos y
mejoras de los siglos xvm y XIX, continúan las catástrofes: penurias de 1730 en Silesia,
de 1771-1772 en Sajonia y en Alemania meridional 13ti; hambre en 1816-1817 en Ba-
viera y aún más allá de sus límites estrictos: el 5 de agosto de 1817, la ciudad de Ulm
festejaba, con acciones de gracias, la vuelta a la normalidad con la nueva cosecha.
Otra estadística: Florencia, en una zona que no es particularmente pobre, tuvo,
entre 1371 y 1791, 111 años de penuria frente a tan sólo 16 cosechas muy buenas 139
Bien es verdad que Toscana es montuosa, que está dedicada a la vid, al olivo y que
pudo contar, desde antes del siglo XIII, gracias a sus comerciantes, con el grano sicilia-
no sin el que no hubiera podido vivir.

49
El peso del número

«Dar de comer a los hambrientos»: uno de los paneles de zm friso en barro cocido esmaltado de
Giovanni della Robbia, que representa las diversas obras de misericordia (.riglo XVI}. Pisto1a. Hos-
pital de Ceppo. (Fototeca A. Colin.}

Sin embargó, no hay que pensar que las ciudades, habituadas a quejarse, fueron
las únicas expuestas a estos infortunios. Tenían sus almacenes, sus reservas; sus «Servi-
cios de trigo», compraban en el extranjero, realizaoan pues una pol1tica de hormigas
previsoras. Aunque parezca paradójico, los campos resultaban a veces mucho más per-
judicados que ellas. El campesino, que vivía bajo la dependencia de los señores, de las
ciudades, de los mercaderes, no disponía en absoluto de reservas. En caso de penuria,
no tenía más remedio que replegarse sobre la ciudad, hacinarse allí como podía, men-
digar por las calles, a menudo morir en ellas o en las plazas públicas, como en Venecia
o Amiens 140 aún en e1 siglo XVI.
Muy pronto las ciudades tuvieron que defende.rse contra estas invasiones periódicas,
que no sólo eran de mendigos de los alrededores, sino que movilizaban a verdaderos
ejércitos de pobres, a veces de muy lejana procedencia. En 15 73, la ciudad de Troyes
veía surgir en sus campós y en sus calles mendigos «extranjeros», hambrientos, cubier-
tos de harapos y de piojos. Sólo se les autorizó a permanecer allí veinticuatro horas.
Pero los burgueses pronto temieron una «sedición> de los miserables de la propia ciudad
y del campo cercano: «para deshacerse de ellos, se reunieron en asamblea los ricoshom-
btes y gobernantes de la dicha ciudad de Troyes, con ánimo de encontrar una solución
al problema. La resolución de este consejo fue que había que echar a los pobres de la
dudad( ... }. Para ello mandaron cocer pan en gtall cantidad para distribuirlo entre los
dichos pobres, a los que se reuniría en una de las puertas de la ciudad sin ponerles al
corriente de lo que se tramaba, y distribuyendo a cada uno la parte correspondiente
de pan y una moneda de plata; se les haría salir de la ciudad por la dicha puerta, la
cual sería cerrada inmediatamente después de qlie pasara el último pobre, y por enci-
ma de las murallas se les diría que se fueran con Dios a vivir a otra parte, y que no
volvieran a fa dicha ciudad de Troyes, antes de la próxima cosecha. Y así se hizo. los
que se mostraron muy espantados después del reparto de pan fueron los pobres expul-
sados de fa dudad de Troyes ... » 1" 1•
Esta ferocidad se acentuará mucho a finales del siglo XVI y más aún en el XVII. El
problema cónsistía en evitar que los pobres ocasionaran molestias. En París, los enfer-
mos e inválidos fueron desde siempre llevados a los hospitales, mientras que los sanos
eran empleados en el duro y fastidioso trabajo de la interminable limpieza de los fosos
de la ciudad, encadenados de dos en dos. En Inglaterra, desde finales del reíno de
Isabel, aparecieron fas poor latos, que eran en definitiva leyes contra los pobres. Poco
a poco, se fueron multiplicando, a través de todo Occidente, las casas para pobres e

50
El peso del número

indeseables, donde el internado era condenado a trabajos forzados, en las workhouses,


en las Zuchthaüser, o en las «maisons de force» como, por ejemplo, el conjunto de se-
micárceles que reunió bajo su administración el Gran Hospital de París, fundado en
1656. Este «gran encierro» de los pobres, de los locos, de los delincuentes, de los hijos
de familia a quienes sus padres colocaban de esta forma bajo vigilancia, es uno de los
aspectos psicológicos de la sociedad razonable, implacable también en su razón, del si-
glo XVII. Pero es quizá también, en este siglo difícil, una reacción casi inevitable ante
el aumento de la miseria. Dato significativo, en Dijon, las autoridades de la ciudad
llegan a prohibir a los ciudadanos, en 1656, la caridad privada y albergar a los pobres.
«En el siglo XVI, se cuida y se da de comer al mendigo foráneo antes de expulsarle. A
comienzos del XVII se le afeita. Más tarde, se le azota; y a finales del siglo, la última
modalidad represiva le convierte en un condenado a trabajos forzados» 141 •
Estos son los espectáculos europeos. Los hay mucho peores, en Asia, en China, en
la India: allí las hambres adquieren carácteres apocalípticos. En China, todo depende
del arroz de las provincias del sur, en la India todo depende del arroz providencial de
Bengala; del trigo y dd mijo de las provincias del norte, pero. para que lleguen a su
destino hay que recorrer enormes distancias. Toda alteración tiene grandes repercusio-
nes~ El hambre de 1472, que afectó muy duramente al Dekán, dio origen a una amplia
emigración de Jos. que habían escapado de la plaga hacia las regiones de Gujarat y
Malwa 143 En 1555 y 1596, una violenta hambre; que se extendió por todo el noreste
de la India, dio lugar a escenas de canibalismo, según los cronistas de la época 144 •
Así ocurrió también en la terrible penuria, casi general, que afectó a la India en
1630-1631. Contamos, para su conocimiento, con la atroz descripción de un comer-

Soldudos españolu h,1ro1pientw y humbrientos. durante el sitio de Aire-sur-la-Lys. En segundo


plano, las fortificaciones de la ciudad. Detalle de un cuadro de P. Snayers, 1641. (Fotografía
Oronoz.)

51
El peso del número

ciante holandés: «Las gentes, escribe, tras abandonar su ciudad o su pueblo, andan va-
gando de un lado a otro, carentes de toda ayuda. Son perfectamente identificables por
su estado: los ojos profundamente hundidos, los labios lívidos cubiertos de espuma,
los huesos sobresalen por la piel seca, su vientre cuelga como un saco vacío; algunos
lloran y aúllan de hambre; otros yacen en el suelo, agonizando». A lo que vienen a
sumarse los dramas habituales: abandonos de mujeres y niños, niños vendidos por sus
padres o que se venden a sí mismos para sobrevivir, suicidios colectivos ... Entonces los
hambrientos abren los vientres de los muertos o de los moribundos y «comen sus en-
trañas». «Cientos y cientos de miles de personas morían -dice también nuestro comer-
ciante- hasta el punto de que el país se encontraba enteramente cubierto de cadáveres
que quedaban sin enterrar, y que desprendían un hedor tan pestilente que todo el aire
se encontraba impregnado y apestado. [ ... ] En un pueblo, se vendía carne humana en
el mercado» 14 l
Incluso cuando los documentos no suministran semejantes precisiones, basta un de-
talle para evocar el horror de estas catástrofes. En 1670, un embajador persa llegado
para saludar al Gran Mogol, Aureng Zeb, volvió a su país acompañado de «innumera-
bles esclavos», que le fueron quitados en la misma frontera, y «que había obtenido por
casi nada a causa del hambre'l> 1 ~ 6
Al volver a la privilegiada Europa, uno se ha endurecido en cierto modo, consolado
o resignado, como de vuelta de un viaje al final de la noche. Aquí semejantes horrores
sólo se encuentran en realidad en los primeros siglos oscuros de la Edad Media occi-
dental, o en todo caso en sus confines orientales, mucho más atrasados. Si se quieren
juzgar «las catástrofes de la historia proporcionalmente al número de víctimas que pro-
vocan, escribe un historiador, el hambre de 1696-1697, en Finlandia, debe ser consi-
derada como el más terrible acontecimiento de la historia europea»: desaparece enton-
ces la cuarta. o la tercera parte de su población 147 El este es el lado malo de Europa.
Allí las hambres hacen estragos incluso mucho después del siglo XVIII, a pesar deJ re-
curso desesperado a los «alimentos del hambre», hierbas o frutos silvestres, antiguas
plantas cultivadas que se pueden encontrar entre la maleza de los campos, de los
huertos; de los prados o en las lindes de los bosques. .
No obstante, esta situación vuelve a aparecer a veces en Europa occidental, sobre
todo eil el siglo XVII, con la «pequeña edad glaciar». En el Blésois, en 1662, «no se ha
visto desde hate quinientos años semejante miseria», dice un tes~igo. Los pobres se ali-
mentan «de troncos de coles con ~lvadó remojado en agua de bacalao» 148 . Ese mismo año
los Elegidos de Borgoña, en sUs amonestaciones al rey; relatan que «el hambre de este
año ha: llevado a la muerte a más de diecisiete mil familias de vuestra provincia e in-
cluso obligado al tercio de los habitantes de las buenas ciudades a: comer hierbas» 149
Un cronista añade: «Algunos comieron carne humaná» 11º. Diez. arios antes, en 1652,
otro crofüsta, el cura: Macheret; señalaba: que «los pueblos de foreria y otras zonas co-
lindantes se han visto reducidos a una tan grande extremidad que comen hierba en los
prados t:omó fos animales, y en partkularlos de Póuilly y Parnot, en .Bassigily... , y
están negros y delgados como esqueletos151 • En. 1693, observa un borgoñón, «la carestía
de los granos ha: sido tan grande para todo el reino que la gente se moría de hambre»;
eri 1694, cerca de Meulan, se segó el trigo antes de que madurase, «gran número de
personas vivieron de hierba como los animales»; en 1709, el horrible invierno lanzó
sobre todos los caminos de Francia a innumerables vagabundos 152 •
Tódas estas tétricas imágenes no se producían, desde luego, de manera continua.
¡No seamos, sin embargo, demasiado optimistas! Las carencias alimentarias y las enfer-
medades a que dan lugar, el escorbuto (que, como es sabido, iba a tener un brillante
porvenir en lós grandes viajes marítimos), la pelagra especialmente en el siglo XVIII
como consecuencia del consumo excesivo de maíz, el beriberi en Asia son signos, todos

52
El peso del número

San Diego da de comer a los pobres, a un grupo de niños, a unos anr:ianos. Un mendigo acerca
su escudzlla. (1645) Cuadro de Munllo. (Cliché Anderson-Giraudon.)

ellos, inequívocos de estas carencias. Así como la persistencia de las gachas, de las sopas
en la alimentación popular, o el pan en el que se mezclan harinas de inferior calidad,
cocido únicamente a largos intervalos (uno o dos meses). Casi siempre estaba enmohe-
cido y duro. En algunas ~egiones, .. se corcaba con hacha. En el Tiro!, un pan integral

53
El peso del número

de trigo majado, de muy larga conservación, se cocía dos o tres veces al año 1n El Dic-
ttonnaire de Trévoux {1771) afirma sin más reparos: «Los campesinos son por lo general
bastante estúpidos, puesto que sólo se alimentan con productos bastos>.

Las epidemias

Una mala cosecha podía, en definitiva, soportarse. Pero bastaba que hubiera dos
seguidas para que los precios se disparasen, para que el hambre hiciese acto de presen-
cia, y nunca sola: un poco antes o un poco después, abría las puertas a las epidemias 114
que, claro está, tenían también sus propios ritmos. La: peste, «hidra: de mil cabezas»,
«extraño camaleón» de formas tan diversas que los contemporáneos la confundían, sin
matizar demasiado, con otras enfermedades, era el grande, el horrible personaje. Florón
de danzas macabras, constituye tina constante, una estructura de la: vida: de los hombres.
No era, en definitiva:, más que uila enfermedad entre otras muchas, que dependía
de los viajes y de los frecuentes coiJ.tag.ÍOs de éstas, en virtud de las promiscuidades so-
ciales, de lo~ amplios receptáculos humanos donde quedaba en reserva la enférmedad,
dormida, para uri buen día estallar de nuevo. Cabría escribir un libro entetd sobre CÍ'-
vilizadones densas, epidemias y endemias; y sobre los ritmos que hacert desa:pai:ecer y
retornar a estas encarniZadas viajeras. Por no citar m3.s que la viruela, un libro de me~
dicina de 1775; época en que se empieza a hablar de iD.ocula:ciones, la considera como
«la más general de todas las enfermedades»: de cada 100 personas, 95 la: padecen; una
de cada: siete muere por su causa 11 1. ..
Pero el médieo de hoy se pierde; en una: primera aproximación, en medi.6 de estas
enfermedades camufladas bajo hombres de antaño y bajo la descripción a veces
aberrante de sus sfotomas. Además no es seguro que sean siempre comparables a las
que conocemos hoy, ya: que estas enfermedades se transforman, tíerieri su propia his•
toria, que depende de una evolueión posible de microbiOs y virus, y de la del terreno
humano en el que viven 1) 6 ; Gaston Roupnel, ayudado por un amigo para:sitólogo, des-
cubrió casualmente en 1922 el tifus exantemático {transmitido por los piojos); tonod~
do ba:jo el nombre de fiebres pútpura:s o purpúreas, en Dijon y en otros lugares, en el
siglo xvui~r Es esta misma «fiebre purpúrea» la que, en 1780, «diezmaba a los pobres
parísienses del arrabal Saint-Marce!. .. hasta el agotamiento de los sepulttireros» 118 , Pero
el problema de la: «púrpma» no está totalmente resuelto. . · . .
¿Qué pensará el facultativo de hoy de la «peste> de 1348; descrita: por Guy de
Chau:liac, cuya Grande Chirurgié akanzó las sesenta y nueve ediciones, en.tre 1478 y
1895, tonstis dos períodos característicos: primer período, bastante largo (deis meses),
fiebres y esputos sa:nguillolentos: segundo período; abscesos y problemas pulmonares?
O también de la epidemia de 1427, bautizada en París con el nombre poco compren•
si ble de «ladendo» y descrita como enfermedad inédita: «Comenzaba en los riñones,
como si se tuviesen cálculos, y después aparecían los escalofríos y pasaban ocho o diez
días sin que se pudiese ni beber, ni comer, ni dormir». Luego se presentaba «una tos
tan intensa que cuando se estaba en el sermón, no se podía oir lo que decía el predi-
cador; por el gran ruido que armaban los que tosían» ll 9 • Sin duda, se trataba de una
gripe debida a un virus particular, semejante a la gripe llamada «española» de después
de la primera guerra mundial, o a la «gripe asiática» que invadió Europa hacia
1956-1958 ... O también de la enfermedad que nos describe l'Estoile: «A principios de
abril [1595], el rey [Enrique IV] se encontró muy enfermo, con un catarro que le des-
figuraba el rostro. Semejantes catarros reinaban en París, a causa del gran frío que hacía,
impropio de la: estación: como consecuencia se _orod.ujeron v:i.rias muertes extrañas y sú-

54
El peso del número

bitas, con aquella peste [el subrayado es nuestro] que se extendió por diversos lugares
de la ciudad; todos ellos eran azotes divinos, para los que, grandes o pequeños, no se
veía sin embargo remedio» 11'º. Por el contrario, la fiebre sudara/ inglesa que asoló In-
glaterra, entre 1486 y 1551, es una enfermedad hoy desaparecida. Afectaba al corazón
y a los pulmones, producía reumatismo, y, los enfermos, con temblor y sudoración
abundantes, morían a menudo en unas horas. Cinco grandes epidemias -1486, 1507,
1518, 1529, 1551- produjeron innumerables víctimas. Curiosamente, a pesar de co-
menzar casi siempre en Londres, no se extendió por las Islas Británicas, ni por el país
de Gales, ni por Escocia. Y sólo la epidemia de 1529, particularmente violenta, pasó
al continente y, sin afectar a Francia, atacó a los Países Bajos, a Holanda, Alemania y
hasta a los Cantones suizos 161 •
Otra enfermedad difícil de reconocer es la epidemia que apareció en Madrid, en
agosto de 1597, «no contagiosa», según se nos dice, y que provocaba tumoraciones en
las ingles, en las axilas y en la garganta. Una vez declarada la fiebre, los enfermos se
curaban al cabo de cinco o seis días y se iban reponiendo lentamente, o por el contra-
rio, morían sin dilación, Los que morían, además, eran gentes pobres que habitaban
casas húmedas y dormían en el suelo 162 •
Otra dificultad: las enfermedades se agrupan, «no tienen nada en común más que
la infección, como la difteria; la colerina, la fiebre tifoidea, la viruela, la varicela, la
fiebre purpúrea; la «bosse>; el «dendo>, el «tac» o charion>, el «trousse galant o mal
chaud» o también la tos ferina, la escarlatina, las gripes, la influenza ... »163 • Esta lista
se refiere a Francia pero cabe encontrarla, cori variantes, en otros lugares. En Inglaterra
las enfermedades corrientes son las fiebres intermitentes, la fiebre sudoral inglesa, la
clorosis o «enfermedaq verde», la ictericia, la consunción, los «ataques» o epilepsia, el
vértigo, el reúma, las arenillas y los cálculos 164 •
Frente a estos ataques masivos, pensemos en la débil resistencia opuesta por pobla-
ciones mal nutridas, de escasas reservas. Confieso que el proverbio toscano: «El mejor
remedio contra la malaria es una olla bien llena», que he citado muy a menudo, me
convencía tan sólo a medias. Pues bien, el hambre de 1921-1923, en Rusia 16l, según
el testimonio de un observador irrecusable, desencadenó en todo el país la malaria, con
los mismos síntomas que en las regiones tropicales, incluso cerca ya del cfrculo polar
ártico. la subalimentación ha constituido, con toda seguridad, un «multiplicador» de
las enfermedades.
Otra regla que no admite excepción: las epidemias pasan de un grupo a otro de
hombres. Alonso Moncecuccoli, enviado por el gran duque de Toscana a Inglaterra, pa-
sará por Boulogne, según escribe (2 de septiembre de 1603) y no por Calais, donde
acaba de «infiltrarse» 166 , de acuerdo con la lógica de los tráficos, la peste inglesa. Es
este un ejemplo de poca trascendencia en comparación con esos poderosos movimien-
tos que, desde China y la India, con las escalas siempre activas de Constantinopla y de
Egipto, propagaban la peste bacia Occidente. También la tuberculosis es una vieja ene-
miga de Europa: Francisco 11 (meningitis tuberculosa), Carlos IX {tuberculosis pulmo-
nar), Luis XIII (tuberculosis intestinal) son el testimonio de ello (1560, 1574, 1643).
Pero, con el siglo XVIll, procedente probablemente de la India, aparece una tubercu-
losis que había de ser más virulenta que la que se había manifestado hasta entonces.
Será, en todo caso, la enfermedad de fondo de la Europa romántica y de todo el
siglo XIX. También procedente de la India, el cólera que existía ya en estado endémico
(se debe al bacilo vibrión) se generalizó en la península en 1817, pero pronto desbordó
sus límites alcanzando la categoría de una violenta y temible pandemia, que se exten-
dió pronto por Europa.
Otro visitante, y en este caso durante los siglos objeto de nuestro estudio, fue la
sífilis. Se remonta, de hecho, hasta la prehistoria y los esqueletos primitivos ya llevan

55
El peso del número

----------
Rect¡te •n 'Pilult1 ppur gutri'I' le
mal de Naplrsfan1f11irefoer,

D :R. o G V 11 s.
S Miel blanr •ou 4, Narho11n1 ,
Pre· 2 a-on&11,
~
Roflsroi.g11flr;'h11 pul'lltriff11,
neL, J,011Cll.
Precipitl rouge, drmy orz,r,

p 11. E l' A 11. A T I O N.

Me)ez to11t cela cnfcmhle 8' incorA


por~s le bien: Eníuite formc!s en de Pi·
]oles de la grolfcur d'un Pois commun,
pour l'vfage foivant,
Donnés 4. ou S· de ces Pilules aux
plus foibles,pcndant J· matins de fuitc:
Si le malade ne foe pas alfes , vous au ..
gmentercz. la dofe,& i1 ne bougera J>a.s
dulit jufqu'a ce que le flux foit paire.
El tratamiento de la sífilis por cauteriza- «Receta para curar el mal de Nápoles sin
úón, según un grabado de madera de fi- hacer sudar.» Tratamiento con mercuno
nales del siglo XV B.N., Grabados. de 1676.

sus huellas. Se conocen casos clínicos antes de 1492. Pero la sífilis se recrudeció a partir
del descubrimiento de la América precolombina: es el regalo, la venganza como se ha
dicho, de los vencidos. De las cuatro o cinco teorías sostenidas hoy por los médicos, la
más probable es quizá aquella que considera la enfermedad como una creación, o mejor
dicho una recreación surgida de las relaciones sexuales entre las dos razas (influencia
del treponema pertenue sobre el treponema pallidum 161 ). En cualquier caso, la enfer-
medad resulta terrorífica ya en las fiestas dadas en Barcelona con motivo del regreso de
Colón (1493), para después propagarse al galope; es un mal epidémico, rápido, mortal.
En cuatro o cinco años habrá dado la vuelta a Europa, pasando de un país a otro con
nombres ilusorios: mal napolitano, mal francés, the french disease o lo mal franáoso;
Francia, por el hecho mismo de su posición geográfica, gana esta batalla de denomi-
naciones. A partir de 1503, los barberos cirujanos del Hotel-Dieu afirmarán pretendo··
samente curar el mal mediante cauterizaciones con hierro candente. La sífilis llegó a
China, bajo esta forma virulenta, a partir de 1506-1507 168 • Después, gracias al mercu-
rio, tomará en Europa su forma clásica, atenuada, de lenta evolución, con sus reme-
dios, sus hospitales especializados (el cSpittle» de Londres 169 ), habiendo atacado sin
duda desde finales del siglo XVI, a todo el conjunto de la población, desde «truhanes»
y «truhanas» hasta señores y príncipes. Malherbe, a quien se llamaba «Padre Lujuria»,
«se enorgullecía de haber padecido tres veces la sífilis» 17º. Al habitual diagnóstico que
emitieron lbs médicos de antaño sobre Felipe Il, Gregorio Marañón 171 , célebre histo-
riador y médico, añadía un fondo de heredosífilis, que se puede atribuir retrospecti-
vamente, sin riesgo de error, a todos los príncipes del pasado. Lo que todo el mundo
pensaba, en Londres, lo expresa un personaje del teatro de Thomas Dekker (1572-1632):
cTan segura está una muchedumbre de albergar rateros, como una ramera de encontrar
clientes durante las fiestas de San Miguel y contraer después la sífilís» 172 •

56
El peso del número

Chino enfermo de sífilis. Ilustración procedente de Figures de différcntes especes de petite vé-
role, pintura .robre seda, siglo XVIII, Sección de Grabados. (Cliché B.N.}

La peste

El enorme expediente de la peste no cesa de incrementarse y las explicaciones se


van amontonando unas sobre otras. En primer lugar, la enfermedad es, por lo menos,
doble: la peste pulmonar por un lado, nueva forma de la enfermedad, que estalla un
buen día con la pandemia de 1348, en Europa; la peste bubónica, poi el otro, más
antigua (los bubones se forman en las ingles y se gangrenan). Son las marcas de Dios,
los God's tokens o mas vulgarmente tokens, en francés los tacs, semejantes a las fichas
de metal o de cuero que ponen en circulación los comerciantes. «Uno solo puede ser
fatal...». La peste negra (pulmonar) se debe al virus que transmiten las pulgas del Mus
Rattus. Ahora bien, esta especie, según se creía en el pasado, habría invadido Europa
y sus graneros inmediatamente después de las Cruzadas. Habría sido así el encargado
de vengar a Oriente, de la misma manera que, en 1492, el treponema pallidum vengó
a la América recién descubierta.
Se impone, sin duda, renunciar a esta explicación demasiado simplista y moralizan-
te. La presencia del Mus Rattus, la rata negra, se conoce en Europa ya en el siglo Vlll,
es decir en la época de los Carolingios; lo mismo sucede con la rata gris (Mus Decu-
manus) que se supone eliminó al Mus Rattus, expulsando, por el hecho de no ser por-
tadora de gérmenes pestosos, a la responsable de las epidemias; por último, la peste
negra propiamente dicha no llega a Europa central en el siglo XIII, como se creía, sino
en el XI como muy tarde. Ademas, la rata gris se instala en los sótanos y bodegas de
las casas, dado que las ratas y ratones domésticos habitan preferentemente los graneros,

57
El peso del número

Procesión contra la peste, encabezada por el papa. En plena procesión, un fratfe se desploma.
Tres Riches Heurcs du duc de Berry, /º 71 vº. Museo Candé en Chant1Jly. (Cliché Giraudon.)

cercanos a las reservas de las que se alimentan. Sus invasiones se superponen antes de
excluirse.
Todo esto no quiere decir que las ratas y las pulgas de rata no influyeran en el tema;
ello queda, por el contrario, demostrado en un estudio muy riguroso (30.000 docu-
mentos consultados) sobre los brotes de peste en Uelzen (1560-1610), Baja Sajonia 173 •
Si hubiera que explicar por causas exteriores (exógenas, como dirían los economistas)
la regresión de la enfermedad en el siglo XVIII, habría que citar en primer lugar la sus-
titución de las casas de manera por las casas de piedra después de los grandes incendios
urbanos de los siglos XVI, XVII y xvm, el aumento de la higiene personal y del hogar,
y la expulsión de las viviendas de los ·pequeños animales domésticos, medidas todas
ellas que evitan la proliferación de pulgas. Pero en este terreno en el que prosigue la
investigación médica, incluso después de que Yersin descubriera, en 1894, el bacilo es-
pecífico de la peste, continúan siendo posibles las sorpresas, así como que nuestras ex-
plicaciones queden desplazadas. El propio bacilo perduraría en el suelo de ciertas re-
giones de Irán, donde se contaminarían los roedores. ¿Habría que pensar entonces que,
hacia el siglo XVIII, quedaron excluidas estas peligrosas regiones de los circuitos hacía
Europa? No me atrevo a formular esta pregunta, ni a afirmar que la India y China,
tantas veces puestas en tela de juicio por los historiadores, merezcan circunstancias
atenuantes.
Cualesquiera que sean la o las causas, el hecho es que la epidemia se atenuó en
Occidente en el siglo xvm. Su última aparición espectacular sería la célebre peste de
Marsella, en 1720. Pero seguía siendo temible en el este de Europa: también Moscú

58
El peso del número

fue víctima, en 1770, de una peste mortífera. El abate de Mably escribía (hacia 1775):
«La guerra, la peste o Pugachev se han llevado tantos hombres como los que ha su-
puesto el reparto de Polonia» 17'1• Cherson en 1783, Odessa en 1814 fueron también víc-
timas de la terrible visita. En lo que al espacio europeo se refiere, los últimos grandes
ataques se sitúan, que nosotros sepamos, no en Rusia sino en los Balcanes, en 1828-1829
y 1841. Se trata de la peste negra, una vez más favorecida por las casas de madera.
En cuanto a la peste bubónica, permanece en estado endémico en las regiones cá-
lidas y húmedas, sur de China, la India, y en las mismas puertas de Europa, en el
norte de Africa. La peste de Oran (la que describió Albert Camus) es de 1942.
El resumen precedente es terriblemente incompleto. Pero la documentación, de-
masiado considerable, desafía por su cantidad la buena voluntad de un historiador ais-
lado. Sería necesario un trabajo previo de erudición- para construir los mapas anuales
de localización del mal. Pondrían de relieve su profundidad, su extensión, su monó-
tona vehemencia: entre 1439 y 1640, Besan~on foe víctima cuarenta veces de la peste;
Dole la padeció eri i565, 1586, 1629, 1632; 1637; Saboya en 1530, 1545, 1551,
1564-65, 1570, 15SO, 1587; en el siglo XVI, todo el Limousin la sufrió diez veces, Or-
léans veintidos;eri Sevilla, dónde late el corazón del mundo, el mal hirió repetidas
veces eri i507-1508, 1571, 1582, 1595-1599~ 1616-1648-1649 ... 175 • En todos los casos
fos balances son. tremendos; aunque no alcartceri fas fabulosas cifras de las crónicas,
aunque haya pestes «pequeñas» y a veces falsas alarmas.
Entre 1621 y 163 5, unOs cálculos precisos dan, en Bavicra, cifras impresionantes:
por cada 100 muertos en año normal, hay, en Munich, 155, en año anormal; en Augs-
burgo, 195; en Bayreuth, 487; en Landsbetg, 556; en Strauling, 702. Y siempre, los
afectados son sobre todo los niños menores de un año, con bastante frecuencia las mu-
jeres más que los hombres.
Todas estas cifras deben ser reconsideradas, comparadas unas con otras, de la misma
manera que es necesario comparar descripciones e imágenes, puesto que suministran
con frecuencia idéntico espectáculo, enumeran las mismas medidas más o menos efi-
caces (cuarentenas, guardias, vigilancias, vapores aromáticos, desinfecciones, bloqueos
de los caminos, clausuras, notas y boletines de sanidad, Gesundheitspiüse en Alema-
nia, cartas de salud en España), idénticas sospechas demenciales, idéntico esquema
social.
Desde el mismo momento en que se anunciaba la enfermedad, los ricos se preci-
pitaban, en cuanto podían, a sus casas de campo, huyendo a toda prisa; nadie piensa
más que en sí mismo: «Esta enfermedad nos vuelve más crueles que si fuéramos perros»,
escribía Samuel Pepys, en septiembre de 1665 L76 Y Montaigne cuenta cómo, al ser afec-
tada su tierra por la epidemia, «sirvió miserablemente durante seis meses de guía» a su
familia que vagaba de un lado a otro en busca de un techo, «una familia perdida, que
aterrorizaba a sus amigos y a sí misma, y causaba horror allí donde trataba de instalar-
se»177 En cuanto a los pobres, se quedaban solos, prisioneros de la ciudad contaminada
donde el Estado los alimentaba, los aislaba, los bloqueaba, los vigilaba. El Decamerón
de Bocaccio es una sucesión de conversaciones y de relatos en una villa cerca de Floren-
cia, en tiempos de la peste negra. En agosto de 1523, el abogado del Parlamento de
París, Nicolas Versoris, abandonó su domicilio, pero en la «Grange Bateliere», entonces
foera de París, donde se refugió en la casa de campo de sus pupilos, su mujer murió
víctima de la peste en tres días, excepción que confirma el valor de la precaución ha-
bitual. En ese verano de 1523, la peste se ensañó en París, una vez más, con los pobres.
Como escribe el propio Versois en su Livre de Raison, cla muerte se había dirigido prin-
cipalmente contra los pobres, hasta tal punto que de los mozos de cuerda y gentes
pobres de París que, antes de esta plaga, abundaban en la ciudad, no quedaron más
que unos cuantos. . . El barrio de los Petiz Champs quedó totalmente privado de sus
59
El peso del .número

Peste 11acuna en i74J. Grabado ho/jndés por ]. Erssen. (Roiterdam, Atlas ilt1n Stolk.)

míseros habitantes que antes eran muy numerosos» 178 Un burgués de Toulouse escri-
bía tranquilamente en 1561: «Este mal contagioso sólo afecta a la gente pobre [ ... ];
que Dios en su gracia se quiera contentar con ello.[ ... ] Los ricos se protegen» 17 ~ J. P.
Sartre acierta al escribir: «La peste sólo actúa como una exageración de las relaciones
de clase: hiere a la miseria, perdona a los ricos>. En Saboya, una vez terminada la epi-
demia y antes de volver a sus casas debidamente desinfectadas, los ricos intalaban en
ellas, durante unas semanas, a una mendiga, «la probadora», encargada de comprobar,
con su vida, que había pasado el peligro 180 •
La peste multiplicaba también lo que llamaríamos los abandonos de puestos: con-
cejales, oficiales y prelados olvidaban sus deberes: en Francia, emigraban Parlamentos
enteros (Grenoble, 1467, 1589, 1596; Burdeos, 1471, 1585; Besarn;;on, 1519; Rennes,
1563, 1564). En 1580, el cardenal de Armagnac abandonó con toda naturalidad su
ciudad, Avignon, victima de la peste, para refugiarse en Bédarrides, y más tarde en
Sorgues; sólo volvió tras diez meses de ausencia, una vez desaparecido todo peligro.
«Puede decir, observa un burgués de Avignon, en su Diario, lo contrario del Evange-
lio, Ego sum pastor et non cognovi oves meas» 181 • Pero no juzgemos demasiado seve-
ramente a Montaigne, alcalde de Burdeos, que al declararse la epidemia de 1585 de-
sertó de su puesto, o a ese rico aviñonés de origen italiano, Fran~ois Dragonee de Fo-
gasses, que en los arrendamientos que concedía había previsto, en caso de verse obli-
gado a abandonar fa ciudad (lo que puso en práctica en 1588, con motivo de una nueva
peste), alojarse en casa de sus colonos: «En caso de contagio, Dios no lo quiera, ellos
me alquilarán un cuarto de la casa[ ... ] y mis caballos podrán estar en el establo, yendo
y viniendo, y me alquilarán una cama para mí» 182 • En Londres, al declararse la peste
en 1664, la Corte abandonó la ciudad y se instaló en Oxford, apresurándose los más
ricos a hacer lo mismo con sus familias, sus criados y sus equipajes preparados a toda
60
El peso del número

prisa. En la capital, no hubo ni un pleito, «los letrados se encontraban todos en el


campo», 10.000 casas estaban abandonadas, algunas de ellas con tablas de pino clava-
das en puertas y ventanas, y las casas condenadas habían sido señaladas con cruces di-
bujadas con tiza roja 183 • Hay que advertir una vez más hasta qué punto el relato que
Daniel Defoe hace retrospectivamente (1720) de la última peste de Londres se ajusta
al esquema habitual, repetido millares de veces con los mismos gestos monótonos
(muertos arrojados «la mayoría, como simple estiércol, en una carreta»l 84 ), las mismas
precauciones, las mismas desesperaciones y las mismas discriminaciones sociales iH 5
Ninguna enfermedad actual, cualesquiera que sean sus estragos efectivos, conlleva
semejantes locuras y dramas colectivos.
Vayamos, por ejemplo, a Florencia, eri compañía de un memorialista preciso en sus
descripciones, que escapó a la peste de 1637, en realidad la gran aventura de su vida.
Al leerle, nos hallamos de nuevo ante las casas cerradas, las calles prohibidas donde
tan sólo circula el servicio de abastecimiento, por donde pasa algún que otro cura, y,
la mayoría de las veces, una patrulla despiadada, o en todo caso, a título excepcional,
la carroza de un privilegiado a quien se ha permitido .romper por un instante la clau-
sura del interior de su casa. Florencia está muerta: no hay negocios, ni oficio~ religio-
sos. Salvo quizá alguna misa que el oficiante celebra en la esquina de una calle y a la
que asisten los enclaustrados escondidos tras sus ventanas 186 •
El Capucin charitable del P Maurice de Tolon 1H7 , enumera, a propósito de la peste
de Génova del mismo año, las precauciones que había que tomar: no hablar con ningún
ciudadano sospechoso cuando el viento sopla de frente; quemar plantas aromáticas para
desinfectar; lavar o, mejor dicho, quemar los objetos y las ropas de los sospechosos;
sobre todo rezar, y por último reforzar la policía. Como telón de fondo de estas ob-
servaciones, imaginemos la riquísima ciudad de Génova sometida al pillaje clandesti-
no, ya que los ricos palacios habían sido abandonados. Los muertos, sin embargo, se
amontonaban en las calles; no había más remedio para librar a la ciudad de estas
carroñas que cargarlas en barcas que se lanzaban al mar, para incendiarlas aguas adentro.
Confieso que, aunque especialista en el siglo XVI, me ha asombrado hace tiempo y me
asombra aún el espectáculo de las ciudades apestadas del siglo siguiente y sus siniestros
balances. Indudablemente, la situación se agravó de un siglo a otro. Entre 1622 y 1628
hubo peste en Amsterdam todos los años (balance: 35.000 muertos). En París, la hubo
en 1612, 1619, 1631, 1638, 1662, 1668 (la última) 188 ; hay que señalar que, en París,
«se sacaba a la fuerza a los enfermos de sus casas y se les trasladaba al Hospital Saint-
Louis y al sanatorio del arrabal Saint-Marce!» IH? En Londres, se produjeron cinco epi-
demias de peste, entre 1593 y 1664-1665, con un total de víctimas, según se nos dice,
de 156.463.
En el siglo XVIIJ, todo había de mejorar. No obstante, la peste de 1720 fue de una
extremada virulencia en Toulon y Marsella. Según dice un historiador, casi la mitad
de la población marsellesa sucumbió 19u. Las calles estaban repletas de «cuerpos medio
podridos y comidos por los perros» 191 •

Historia cíclica
de las enfermedades

Las enfermedades aparecen, se afirman o se atenúan alternativamente, y a veces se


eclipsan. Este fue el caso de la lepra, quizás vencida en nuestro continente por las dra-
conianas medidas de aislamiento, a partir de los siglos XIV y XV (hoy, sin embargo, cu-

61
El peso del número

riosamente, los leprosos en libertad no contagian la enfermedad); lo mismo ocurrió con


el cólera, que desapareció en Europa en el siglo XIX; con la viruela que parece defini-
tivamente extipguida, a escala mundial, desde hace algunos años; con la tuberculosis
o la sífilis, bloqueadas recientemente por el milagro de los antibióticos, sin que se
pueda, sin embargo, predecir su futuro, puesto que, según se dice, la sífilis está rea-
pareciendo en la actualidad con cierta virulencia; lo mismo se puede decir de la peste
que, tras remitir entre los siglos VIII y XIV, se desencadenó brutalmente con la peste
negra, inaugurando un nuevo ciclo que no desaparecerá hasta el siglo XVIII 192
Cabe preguntarse si estas virulencias y estas latencias provienen en realidad del hecho
de que la humanidad haya vivido durante largo tiempo atrincherada, como repartida
en planetas diferentes, hasta tal punto que de uno a otro los intercambios de los gér-
menes contagiosos han provocado sorpresas catastróficas, en la medida en que cada
grupo humano tenía, frente a los agentes patógenos, sus propias costumbres, sus resis-
tencias y sus debilidades particulares. El reciente libro de William H. Mac NeiJm lo
demuestra con sorprendente claridad. Desde que el hombre se ha liberado de su ani-
malidad original, desde que domina a los demás seres vivos; practica con ellos un ma-
croparasitismó depredador. Pero, al mismo tiempo, al sufrir los ataques, los envites
de organismos infinitamente pequeños, microbios, bacilos y virus, es víctima, a su vez,
de un microparasitismo. Quizá esta lucha gigantesca constituye, en profundidad; la his-
toria esencial de los hombres. Se desarrolla mediante cadenas vivas: el elemento pató-
geno que, en ciertas condiciones, puede subsistir por sí mismo, pasa generalmente de
un organismo vivo a otro. El hombre, blanco, aunque no blanco único, de ese bom-
bardeo continuo, se adapta, segrega anticuerpos, llega a un equilibrio soportable con
los extraños que le abordan. Pero esta adaptación salvadora requiere mucho tiempo.
Cuando el germen patógeno sale de su «nicho biológico» y ataca a una población in-
demne hasta entonces, y por tanto sin defensas, se produce la explosión, la catástrofe
de las grandes epidemias. Mac Neil piensa, y muy bien puede tener razón, que la pan-
demia de 1346, la peste negra que fulminó a casi toda Europa, se produjo como con-
secuencia de la expansión de los mongoles que reanimó las rutas de la seda y facilitó
el movimiento de los elementos patógenos por el continente asiático. De la misma
forma, cuando los europeos unificaron, a finales del siglo XV, el tráfico mundial, Amé-
rica fue, a su vez, asesinada por c:nfermedades desconocidas para ella, procedentes de
Europa; como contrapartida, una sífilis transformada atacó a Europa; llegó incluso a
China en un tiempo récord, ya en los primeros años del siglo XVI, mientras que el maíz
y la batata, también «americanos», no llegaron hasta los últimos años del mismo síglo 1'14 •
Más cerca de nosotros, en 1832, se produce el mismo drama biológico con la llegada a
Europa del cólera procedente de la India.
Pero en estas idas y venidas de las enfermedades, no sólo influye el hombre con su
mayor o menor vulnerabilidad, con su mayor o menor inmunidad adquirida. Los mé-
dicos historiadores afirman rotundamente -y creo que tienen mucha razón- que cada
agente patógeno tiene su propia historia, paralela a la de sus víctimas, y que la evolu-
ción de las enfermedades depende en gran medida de los cambios, a veces de las mu-
taciones de los propios agentes. Esto explicaría las alteraciones, las complicadas idas y
venidas, las sorpresas, las epidemias explosivas que se producen a veces, asi como las
latencias prolongadas, incluso definitivas. Como ejemplo de estas mutaciones micro-
bianas o vídca:s se puede citar el caso, muy conocido actualmente, d!! la gripe.
La palabra gripe, en el sentido de una enfermedad que se apodera de alguien, que
apresa, no es quizá anterior a la primavera de 174Y9 ). Pero la gripe existió en Europa,
o al menos eso se cree, ya desde el siglo XII. Formará parte de las enfermedades que,
desconocidas en América, diezmarán a los indios. Cuando en 1588 la gripe encama
(pero no abate) a toda la población de Venecia hasta vaciar al Gran Consejo -lo que
62
El peso del número

no ocurría nunca en tiempos de peste- la ola va más allá, llega a Milán, a Francia, a
Cataluña, y por último a América 196 La gripe era ya, como hoy, una epidemia itine-
rante, fácilmente universal. Voltaire escribe, el 10 de enero de 1768: «La gripe al dar
la vuelta al mundo, ha pasado por nuestra Siberia (se refiere a Ferney, donde él reside,
cerca de Ginebra) y se ha apoderado en cierta forma de mi vieja y endeble persona».
Pero con ese nombre de gripe ¡cuántos síntomas diferentes! Por no hablar más que de
las grandes epidemias, la gripe española de 1918, más mortífera que la primera guerra
mundial, no se parece a la gripe asiática de 1957 De hecho existen varias clases dis-
tintas de virus, y si las vacunas siguen siendo hoy aleatorias es porque el inestable virus
de la gripe sufre una rápida y perpetua mutación. Las vacunas llegan casi siempre con
retraso, después del contagio. Hasta el punto de que ciertos laboratorios han intenta-
do, para adelantarse, provocar múltiples mutaciones in vitra del virus de la gripe y
reunir en una sola vacuna los mutantes que podrían corresponder a las gripes futuras.
El virus de la gripe es, desde luego, particularmente inestablé, pero también se podría
pensar que muchos otros agentes patógenos se transforman también, a lo largo del
tiempo. Así se explicarían quizá los avatares de la tuberculosis, unas veces discreta y
otras virulenta. O el aletargamiento del cólera procedente de Bengala, reemplazado
hoy, a lo que parece, por el cólera procedente de las Célebes. O la aparición de enfer-
medades nuevas y relativamente efímeras, como la fiebre sudara/ inglesa del siglo XVI.

1400-1800: un Antiguo Régimen biológico


de larga duración

Así, la vida de los hombres prosigue su incesante lucha al menos en dos frentes.
Contra la modicidad y la insuficiencia de alimentos -su «macroparasitismo»- y contra
la enfermedad insidiosa y múltiple que le acosa. En este doble plano, el hombre del
Antiguo Régimen se encontraba constantemente en situación precaria. Antes del
siglo XIX, donde quiera que estuviera, el hombre sólo podía contar con una muy breve
esperanza de vida, con algunos años suplementarios para los ricos: «A pesar de las en-
fermedades que les ocasionan la comida demasiado buena y abundante, la carencia de
actividad y los vicios, viven -dice un viajero inglés refiriéndose a Europa (1793)- diez
años más que los hombres de clase inferior, porque estos están gastados antes de tiempo
por el trabajo, por el cansancio, y su pobreza les impide precurarse lo que es necesario
para su subsistencia»i91
Esta demografía específica de los ricos, récord modesto, no puede compararse a los
índices actuales. En el Beauvais, en el siglo xvm, moría entre el 25 y el 33% de los
recién nacidos antes de cumplir un año; sólo el 50% llegaba a los veinte años 198 • Pre-
cariedad, brevedad de la vida: mil detalles lo testimonian a lo largo de estos lejanos
años. «Nadie se extraña de ver al joven delfín Carlos (el futuro Carlos V) gobernar
Francia a los diecisiete años, en 1356, y desaparecer, en 1380, a los cuarenta y dos, con
reputación de viejo sabio y prudente» 199 Anne de Montmorency, condestable que
muere a caballo en la batalla de la Puerta Saint-Denis (1567) a los setenta y cuatro
años constituye una excepción. A los cincuenta y cinco, Carlos V, al abdicar en Gante,
era ya viejo (1555). Felipe JI, su hijo, que murió a los setenta y un años (1598), había
provocado, durante veinte años, en sus contemporáneos, y a cada alarma de su vaci-
lante salud, tanto las mayores esperanzas como los más vivos temores. Por último,· nin-
guna de las familias reales escapó a la terrible mortalidad de esta época. Una «guía» de
París de 1722 2ºº enumera los nombres de los príncipes y princesas cuyos corazones re-

63
El peso del número

posan, desde 1622, en Valde-Gráce, fundado por Ana de Austria: la mayoría eran
niños, de unos días, de unos meses, de unos años.
En lo que se refiere a los pobres, imaginemos un destino mucho más duro aún. En
1754, un autor «inglés» hace la siguiente observación: «Lejos de vivir con bienestar, los
campesinos de Francia ni siquiera disponen de la subsistencia necesaria; constituyen
una especie de hombres que comienza a marchitarse antes de los cuarenta años, a falta
de contrapartidas proporcionadas a sus esfuerzos: la humanidad sufre comparándolos
con otros hombres y sobre todo con nuestros campesinos ingleses. El aspecto exterior
de los labradores franceses denuncia su deterioro físico ... »2º1
Y qué decir de los europeos que viven fuera de su continente, no siempre sabiendo
«plegarse a las costumbres y al régimen de los países a los que han llegado y obstinán-
dose en proseguir con sus fantasías y con sus pasiones [ ... ] por lo que acaban en la
tumba»w1 • Esta reflexión del español Coreal, sobre Porto Belo, coincide con las del
francés Chardin o del alemán Niebuhr que, al hablar de la fuerte mortalidad de los
ingleses en las Indias, la atribuye ante todo a sus errores, a sus excesos comiendo carne,
a los «Violemos vinos portugueses» que beben a las horas más cálidas del día, a su ropa
demasiado apretada, hecha para Europa, distinta de la ropa indígena «amplia y flotan-
te»2º3. Pero si Bombay es el «cementerio de los ingleses», se debe en parte al clima: es
tan mortífero que un proverbio dice: «dos monzones en Bombay miden la edad de un
hombre» 2<14 • En Goa, ciudad de las delicias, donde los portugueses viven de forma es-
pléndida, en Batavia, otra ciudad de las delicias para el europeo, el reverso de estas
existencias galantes y dispendiosas es una horrible mortalidad 201 • La ruda América colo-
nial no es más compasiva. Al morir el padre de George Washington, Austin, a los cua-
renta y nueve años, observa un historiador: «Pero moría demasiado pronto. Para triunfar
en Virginia, había que sobrevivir a los rivales, a los vecinos, a las mujeres» 1º6
Lo mismo les ocurría a los no europeos: a finales del siglo XVII, un viajero observa,
a propósito de los siameses: «A pesar de la sobriedad que reina entre los siameses ... no
parece que vivan más tiempo» que en Europa 207 De los turcos escribe un francés en
1766: «Aunque los turcos no tengan los conocimientos que las Facultades de medicina
y cirugía pretenden haber adquirido desde hace un siglo, envejecen como nosotros
cuando consiguen escapar a la terrible plaga de la peste que asola continuamente este
Imperio .. . »w8 El intérprete turco Osman Aga (aprendió alemán durante un largo cau-
tiverio, 1688-1699). que nos ha contado su vida en Cristiandad de forma muy viva, a
veces picaresca, se casa dos veces: de su primer matrimonio, nacen tres hijas y cinco
hijos, tan sólo dos sobreviven; de su segundo matrimonio, tres niños, de los cuales so-
breviven dos 2119
Este es el conjunto de los hechos -en pocas palabras, un equilibrio entre muerte
y vida, una muy alta morcalidad infantil, hambres, subalimentación crónica, devasta-
dorás epidemias- que constituyen ese Antiguo Régimen biológico del que hablába-
mos. Apenas atenúa sus imperativos con motivo de los grandes impulsos del siglo XVIII
y, claro está, ton diferente intensidad según los lugares. Sólo una parte de Europa, ni
siquiera toda la Europa occidental, comienza a liberarse.
Todo este progreso es lento. Respecto a él. los historiadores corremos el riesgo de
precipitarnos~ El siglo XVIII es todavía objeto de recrudecimientos de la mortalidad; así,
por ejemplo, en la propia Francia (como ya hemos señalado); tambien son visibles en
las medias decenales de Bremen (impera la muerte entre 1710 y 1729 de forma inin-
terrumpida); en Konigsberg, en Prusia, las defunciones alcanzan, entre 1782 y 1802,
una media de 32,8%0, pero llegan a 46,5 en 1772, 45 en 1775, 46 en 1776 210 Pense-
mos en los repetidos duelos de la familia de Juan Sebastián Bach ... J. P Süssmilch, el
fundador de la estadística social, lo repite en 1765: «En Alemania[ ... ] el campesino y
el pobre mueren sin haber utilizado jamás el menor remedio. Nadie se acuerda del mé-
64
El peso del número

Escenas callejeras en Goa; a finales del siglo XVI. B.N., Secc/ón de Grabados. (Cliché Giraudon.)

dico, en parte porque está demasiado lejos, en parte [ ... ] porque es demasiado
caro ... »rn. Lo mismo ocurre y en la misma época en Borgoña: «Los cirujanos viven en
la ciudad y no salen gratis de ella», en Cassey-le-Vitteaux, la visita de un méd.ico y los
medicamentos cuestan unas cuarenta libras, por lo que «los desgraciados habitantes pre-
fieren en la actualidad la muerte a llamar en su auxilio a los cirujanos» 111
Por otra parte, las mujeres eran terriblemente vulnerables a causa de los frecuentes
partos. Aunque los niños eran al nacer más numerosos que las niñas {todavía hoy 102
frente a 100), de todas las cifras que tenemos, desde el siglo XVI, se deduce que las
mujeres sobrepasaban a los hombres de esperanza de vida, tanto en las ciudades como
en el campo (con algunas excepciones, como por ejemplo, durante un cierto tiempo,
Venecia, y más tarde San Petcrsburgo). los pueblos donde se realizaron encuestas en
1575 y 1576, poseían todos ellos un excedente de viudas 213
Si hubiera que resumir los caracteres primordiales de este antiguo régimen, lo im-
portante sería, sin duda, poner de relieve sus posibilidades de recuperación a corto
plazo, tan poderosas aunque no tan rápidas como los golpes bruscos asestados a la po-
blación. A largo plazo, las compensaciones se producen de manera insensible, pero al
final siempre tienen la última palabra. El reflujo nunca se lleva íntegramente lo que
la marea precedente ha traído. Este crecimiento a largo plazo, difícil y asombroso, su-
pone el triunfo del número, del que tantas cosas han dependido.

65
El peso del número

LOS NUMEROSOS
CONTRA LOS DEBILES

El número divide, organiza el mundo, confiere a cada masa viva su peso específico,
prácticamente fija su nivel de cultura y de eficacia, sus ritmos biológicos (e incluso eco-
nómicos) de crecimiento, y hasta su destino patológico: las densas poblaciones de China,
de la India, de Europa son enormes reservas de enfermedades, activas o latentes, dis-
puestas a propagarse.
Pero el número pesa también en las relaciones de las masas vivas entre sí, relaciom:s
que no sólo perfilan la historia pacífica de los hombres -intercambios, trueques, co-
mercio~ sino también su interminable historia bélica. Un libro dedicado a la vida ma-
terial no puede ignorar semejantes espectáculos. La guerra es una actividad multifor-
me, siempre presente; incluso en el plano cero de la historia. Ahora bien, el número
bosqueja de antematió sus alineamientos, sus líneas de fuerza, sus repeticiones y tipo-
logías evidentes. Lo mismo para: la lucha que para: la: vida cotidiana, la:s oportunidades
no son iguales para todos~ El número divide fos grupos práctícarrietite sin error en se-
ñores y súbditos; hi proletarios y privilegiados; frente a las posibilidades, a las opor-
tunidades notmales del mo!Ticrito.
Siti duda, en este terreno, al igual que en otros, el número no es el único que de-
sempeña una función. La técnica; tanto en la guerra coinQ en la paz, también tiene
gran impoitatida. Peto fa técnica:, aunque no beneficie por igual a todos los agrupa-
mientos densos, es siempre hija del número. A un hombre del siglo XX, estas afirma-
ciones le parecen evidentes. Para él, el número es la civfüzación, el poder y el porvenir.
Pero ¿cabría decir lo mismo en el pasado? Nos vienen a la menee numerosos ejemplos
que sugieren una respuesta negativa. Por paradójico que parezca a veces, y así se lo pa-
recía también a Fuste! de Coulangesm cuando examinaba el doble destino de Roma y
de Germanía en vísperas de las invasiones bárbaras, el más primitivo y el menos nu-
meroso gana a veces, o parece ganar, como demostró Hans Delbrück 21 ~ al calcular el
reducido número, ridículo en sí~ de los bárbaros vencedores de Roma.

Contra
los hárbaros

Cuando las civilizaciones son derrotadas, o parecen ser derrotadas, el vencedor es


siempre un cbárbaro». Es una manera de hablar. Para un griego, es bárbaro todo aquel
que no es griego; para: un chino, todo aquel que no es chino; y llevar la ~civilización»
a los bárbaros y a los primitivos fue, en el pasado, la gran excusa de la colonización
europea. Claro está que son los civilizados los que han atribuido al bárbaro una repu-
tación que no merece, o que, en todo caso, sólo merece a medias. Nadie, sin embargo,
nos puede obligar a invertir los términos y a creer al pie de la letra el elegato del his-
toriador Rechid Saffet Atabinen en favor de Atila 216 • Pero lo que hay que revisar, con
toda segtiridad es el mito de la fuerza bárbara. Siempre que triunfan los bárbaros es
porque estári ya medio civilizados. En todos los casos, la espera ha sido larga y la in-
vasión ha necesitado más de un intento. El bárbaro se ha impregnado de la civilización
vecma.
Esto se comprueba en el caso clásico de los germanos frente al Imperio romano en
el siglo V, pero también en la historia de los árabes, de los turcos, de los mongoles, de

66
El peso del número

jinetes mongoles cazando (siglo XV). Mu.reo Topkapi, Estambul. (Clich.! Roland Michaud-
Rapho.)

los manchúes, de los tártaros, monótonas repeticiones. Turcos y turcomanos han sido,
por excelencia, los portadores, los caravaneros de las rutas de Asia central al Caspio y
al Irán. Frecuentaron las civilizaciones vecinas y a menudo se perdieron en ellas con
armas y bagajes. Los mongoles de Gengis Kan y de Kubilay, apenas superado (y es
mucho decir) su chamanismo, no dan la impresión de bárbaros toscos, y pronto son
captados, hacia el este, por la civilización china, y hacia el oeste por los espejismos del
Islam, viéndose desmembrados y apartados de su propio destino. Los manchúes que
conquistaron Pekín en 1644, y después el resto de China, eran un pueblo diverso. Los
elementos mongoles abundaban entre ellos, pero muy pronto avanzaron hacia Man-
churia campesinos chinos, más allá de la Muralla China, Cabe decir en rigor que eran
bárbaros, pero entrados con antelación en la órbita de influencia china, llevados a su
conquista por las conmociones económicas y sociales de la inmensa China, movidos a
distancia por estas conmociones.
Y, sobre todo, el bárbaro sólo triunfa a corto plazo. En seguida es absorbido por
la civilización sometida. Los germanos «barbarizaron,, el Imperio, para después ahogar-
se en los países del vino 217 ; los turcos se convirtieron, a partir del siglo XII, en abande-
rados del Islam; mongoles y más tarde manchúes se perdieron entre la población china.
Una vez dentro, la civilización se cierra tras el bárbaro.

67
El peso del número

Caravana camino del dmerlo. Ilustración de a/.!JtlaqJrnat, de al Hririri, ms. ar. 5847, /º 31.
(Cliclé B.N.)

La desaparición de los grandes pueblos


nómadas antes del siglo XVII

Hay que insistir en que los «bárbaros» verdaderamente peligrosos para las civiliza-
ciones pertenecen prácticamente a un solo grupo humano: los nómadas de los desiertos
y de las estepas en el corazón del Viejo Mundo, y sólo el Viejo Mundo conoció este
tipo extraordinario de colectividades humanas. Desde el Atlántico a los mares limítro-
fes del Pacífico, la cadena de estos países áridos y pobres fue un interminable reguero
de pólvora. Una chispa bastaba para incendiarlo y hacerlo arder en toda su longitud.
Para que estos jinetes de caballos y camellos, tan duros consigo mismos como con los
demás, invadieran los pastos ajenos era suficiente que una sequía, otros bárbaros o un
aumento demográfico les expulsara de los suyos. Durante años, este movimiento re-
percutía en miles de kilómetros.
En una época en que todo era lentitud, representaron la pura rapidez y la pura sor-
presa. En la frontera de Polonia, 1a alerta que desencadenaba con frecuencia todavía
en el siglo xvnla amenaza de la caballería tártara determinaba, casi inmediatamente,
un levantamiento masivo. Había que armar las fronteras, llenar los almacenes, abaste-
cer, si todavía quedaba tiempo, las piezas de artillería, movilizar la caballería, cortar
el paso de un lugar a o"cro. Si triunfaba la incursión, como tantas veces ocurrió -así,
por ejemplo, por las montañas y los múltiples espacios vacíos de Transilvania-, se
abatía sobre los campos y ciudades como una plaga a la que ni siquiera los turcos eran

68
El peso del número

comparables. Estos, por lo menos, tenían la costumbre de replegar sus tropas al llegar
el invierno, después del día de San Jorge. Los tártaros permanecían en el lugar ocupa-
do, pasaban allí el invierno con sus familias, devoraban el país hasta la raíz 218
Y a pesar de todo, estos espectáculos, cuyo horror nos transmiten las gacetas occi-
dentales de la época, no se podían comparar con las grandes conquistas nómadas que
triunfaron en China y en la India. Europa tuvo la suerte de librarse de ellas exceptuan-
do unos cuantos episodios que quedaron grabados en el recuerdo (los hunos, los ávaros,
los húngaros, los mongoles); Europa contó con la protección de la barrera de los pueblos
del Este: sus desgracias preservaron 1a quietud de aquélla.
La fuerza de Ios nómadas reside también en el descuido y en la debilidad relativa
de los hombres que protegen las puertas de acceso a las civilizaciones. El norte de China
poco poblado hasta el siglo XVlll es un espacio vacío por el que penetra quien quiere.
En la India, los musulmanes pronto se hacen con el Penjab, en el siglo X, y la puerta,
frente al Irán y al paso de Khaiber, no se cerrará desde entonces. En el este y suroeste
de Europa, la solidez de las defensas varía según los siglos. El universo de los nómadas
se agita entre estos descuidos, estas debilidades y estas vigilancias a veces ineficaces:
una ley física les conduce unas veces hacia el Oeste, oti'as hacia el Este, según que su
vida explosiva estalle con más facilidad hacia Europa, el Islam, la India o China. El
libro clásico de Eduard Fueter 219 señala, en 1494, una zona ciclónica sobre la Italia frag-
mentada de los príncipes y de las repúblicas urbanas; toda Europa fue atraída por esa
baja presión, creadora de tempestades. De la misma manera los pueblos de la estepa
se dejaron arrastrar por el viento de los huracanes que les llevó obstinadamente hacia
el Este o hacia el Oeste según la línea de menor resistencia.
Veamos el caso de la China de los Ming: había expulsado, en 1368, a los mongoles
e incendiado su gran c~ntro de Karakorum en el desierto de Gobi 220 Pero a esta vic-
toria sucede una larga inercia que determina una poderosa vuelta de los nómadas hacia
el Este, ya que el vacío creado por el avance de las primeras oleadas invasoras tendió a
atraer a otras nuevas en un movimiento que repercutió cada vez más lejos hacia el
Oeste, uno, dos, diez, veinte años después. Los nogais franquearon el Volga de Oeste
a Este, hacia 1400, y con ellos comenzó en Europa una lenta inversión: los pueblos que
iban pasando desde hacía más de dos siglos hacia el Oeste y la frágil Europa, empiezan
a partir de entonces, por espacio de dos o tres siglos, a extenderse hacia el Este, atraídos
por la debilidad de la lejana China. El mapa que presentamos resume esta inversión
cuyos episodios decisivos fueron la aberrante conquista del norte de la India por Baber
(1526) y la toma de Pekín, en 1644, por los manchúes. Una vez más, el huracán azotó
China y la India.
Por tanto, hacia el Oeste, Europa respiraba mejor. No fue sólo gracias a la pólvora
y los arcabuces como los rusos se apoderaron de Kazán y de Astrakán, en 1551 y 1556;
se produjo una disminución de las presiones de los nómadas en el sur de Rusia, lo que
facilitó el avance ruso hacia las tierras negras del Volga, del Don y del Dniester. La an-
tigua Moscovia perdió en este proceso una parre de sus campesinos, que huyeron de la
rígida autoridad de los señores y a aquellas tierras abandonadas llegaron a la vez los
campesinos de los Países bálticos y de Polonia, llenándose los vacíos producidos por
estos últimos con los campesinos llegados de Brandeburgo y de Escocia. En suma, una
carrera de relevos: así consideran Alexandre y Eugene Kulischer, dos admirables histo-
riadores, esta historia silenciosa, este deslizamiento desde Alemania hasta China con
sus corrientes subterráneas, como si estuvieran disimuladas bajo la epidermis de la
historia.
Más tarde la conquista de China por los manchúcs culminó en un orden nuevo
hacia los años 1680. El norte de China, ocupado y protegido, se repobló entonces al
amparo de avances protectores: Manchuria, de donde venían los vencedores, después
69
El peso del número

Mongolia, Turquestán y el Tíbet. Los rusos que se habían apoderado, sin encontrar opo·
sición, de Siberia, tropezaron con la resistencia china a lo largo del valle del Amur y
se vieron obligados a ceder en e1 tratado de Nerchinsk (7 de septiembre de 1689). A
partir de entonces, los chinos se extendieron desde la Gran Muralla hasta cerca del mar
Caspio. Con anterioridad a este éxito, el múltiple mundo de los pastores había retro-
cedido hacia el Oeste, atravesando en sentído ínverso la estrecha puerta de Zungaría,
clásico cuello de botella de las migraciones entre Mongolia y Turquestán. Pero en este
caso concreto, su huida no encontró ya libre el camino. Tropezó hacia el Oeste con una
Rusia nueva, la de Pedro el Grande, con las fortalezas, fortines y ciudades de Siberia
y del bajo Volga. Toda la literatura rusa del siglo siguiente se nutre del relato de estos
reiterados combates.
Enconces terminó, de hecho, el gran destino de los nómadas. La pólvora de cañón
triunfó sobre la rapidez de éscos y antes de acabar el siglo XVII, las civilizaciones habían
vencido, tanto en Pekín como en Moscú, tanto en Delhi como en Teherán {tras el grave
peligro afgano). Los nómadas, condenados a permanecer en su lugar de origen, apare-
cieron a partir de entonces cómo lo que son, pobres comunidades humanas colocadas
de nuevo en su sitio y conscientes de su inferioridad. Se trata en definitiva de un caso
excepcional, el de un largo parasitismo, pero que se terminó irremediablemente, un
caso casi aberrante a pesar de su enorme resonancia.

Conquistas
de espacios

Es regla general que las civilizaciones compitan y venzan. Las civilizaciones triun-
faron sobre las «culturas»; triunfaron sobre los pueblos primitivos; vencieron también
en el espacio vacío. En este último caso, más favorable para ellas, tuvieron que cons-
truirlo todo, pero en ello residió precisamente la gran oportunidad de los europeos en
las tres cuart:l.S partes del territorio americano, de los rusos en Siberia, de los ingleses
en Australia y en Nueva Zelanda. ¡Qué inmensa suerte para los blancos si en Africa
austral, ante los boers y los ingleses, no hubiera surgido la resistencia de los negros!
En Brasil, al aparecer los portugueses, los indios primitivos se replegaron: les cedie-
ron el sitio. Las bandeiras paulistas se dispersaron casi en el vacío. En menos de un
siglo, los aventureros de Sao Paulo, en busca de esclavos, de piedras preciosas y de oro,
recorrieron, sin apoderarse de él, la mitad del continente suramericano, desde el Río
de la Plata hasta el Amazonas y los Andes. No encontraron ninguna resistencia ante
ellos antes de que los jesuitas constituyeran las reservas indias, saqueadas por los pau-
liStas sin escrúpulos.
El proceso es el mismo ante los franceses o los ingleses en América septentrional,
antes los españoles en el desértico norte de México frente a los escasos y rudos indios
chichimecas. Se llevó a cabo contra ellos, todavía en el siglo XVII, una sistemática caza
del hombre; a partir de noviembre, todos los años, se les acosaba como «animales sal-
vajes». En Argentina y sobre todo en Chile, las cosas resultaron más difíciles, ya que
los indios tomaron a los vencedores por lo menos el caballo, y los araucanos se mos-
traron como duros adversarios hasta principios del siglo XX 221 • En realidad, de lo que
se trataba era de una conquista no de hombres (pues serían aniquilados), sino de un
espacio. Es la distancia la que hay que vencer. Los instrumentos de esta silenciosa con-
quista que culmina cada vez en un frente de colonización, en una zona pionera, nuevo
punto de partida, fueron, en el siglo XVI, las lentas y pequeñas carretas de la Pampa

70
El peso del número

10. MIGRACIONES EURASIATICAS (SIGLOS XIV-XVIII)


lu co11/rgt/icción •'1/re los do1 mflPllJ es ••ide11u: en el l.•, 1111 migracion•t lerre1tres se realizan de oeste a este; en el 2. •.
de este a oeile. Obséroese en el 1. 0 /g expgnsión marítima china, lan imporlilnle 11 principioi del siglo XV. y 111 con•ergencia
de /01 mo•imientos terreitru en dirección a la India y a Chin11. En el 2. •, el reitablecimiento del orden por /01 manchííe1
'"el siglo XVII (conquiJta de Pel.fn, 1644) d11lugara1111111JmPli4 expanJión conlinenJa/ china y a la delención de 101 rusos.
Los nómadas son rechazados hacia el oesle y la R.usia europea. (Según A. y E. K11/ischer.)

71
El peso del número

argentina, tiradas por pares de bueyes, las caravanas de mulas de la América ibérica o
los carromatos del éxodo hacia el Oeste en los Estados Unidos del sigfo XIX, célebres
hoy gracias a los westerns. La vida de los colonos, en estas lejanas márgenes, parte nue-
vamente de cero; los hombres eran demasiado poco numerosos para que la vida social
se impusiera; allí cada uno era dueño de sí mismo. Esta atractiva anarquía duró cierto
tiempo hasta que se restableció el orden. Mientras tanto la frontera se había ido des-
lizando un poco más hacia el interior, transportando allí los mismos rasgos anárquicos
y provisionales. Se trataba de la moving frontier, en la que el romanticismo de F.].
Turner veía hace poco (1921) la propia génesis de América y sus más originales
características 221 •
Conquista del espacio vacío, o casi vacío, la expansión rusa contó también, en el
siglo XVI, con estas facilidades, cuando los comerciantes de sal, los cazadores de pieles
y los cosacos, al galope de sus caballos, lograron apoderarse de Siberia. Se enfrentaron
a grandes resistencias, pero las rompieron violentamente. Crecieron ciudades, fortale-
zas, albergues de camino, puentes, relevos para carruajes, caballos y trineos (Tobolsk
en 1587, Okotsk en 1648, Irkurtsk cerca del lago Baikal en 1652). Según un médico
del ejército ruso 223 , suizo de origen, Siberia, todavía en 1776, era sólo una serie de
etapas, agotadoras jornadas a caballo, al término de las cuales era conveniente buscar
ampa.ro en un fortín o en una ciudad; en invierno, el comerciante en trineo que no
lograba encontrar su h.igar de destino corría el riesgo de ser sepultado para. siempre bajo
la nieve con sus gentes, sus animales y sus mercancías. Se fue instalando lentamente
un sistema de carreteras y ciudades. Se llegó a la cuenca del Amuren 1643, se exploró
la inmensa península de Kamchatka en 1696, Jlegando los descubridores rusos en el
siglo siguiente a Alaska, donde se instalaron colonos en 1799. Se trataba de rápidas,
pero frágiles tomas de posesión, y- por eso mismo más admirables. En 1726, Behring,
que para sus viajes de descubrimiento se instaló en Okotsk, sólo encontró en la ciuda-
dela algunas familias rusas. En 1719, John Bell viajó a través de Siberia por una carre-
tera principal y «por espacio de seis días no vio ni casas, ni habitantes»m

Cuando las cultums


se resisten

Todo se complica y la historia es muy distinta cuando el avance no se realiza en el


vacío. No hay confusión posible, a pesar del empeño de los partidarios de la compa-
ración, entre la célebre «colonización germánica» en los países del Este, el Ostsiedlung,
y la gesta de la frontera americana. Entre los siglos XII y xm, e incluso en el XIV, los
colonos procedentes de Germania entendida en el sentido amplio (con frecuencia de
Lacena o de los Países Bajos) se instalaron al este del Elba, gracias a entendimientos
polítkos o sociales, y también a violencias. Los recién llegados instalaron sus pueblos
en medio de amplias roturaciones forestales, alinearon sus casas a lo largo de los cami-
nos, introdujeron probablemente pesados arados de reja de hierro, crearon ciudades,
les dieron al igual que a las ciudades eslavas el derecho germánico, el de la continental
Magdeburgo o el de la marítima Lübeck. Se trataba, pues, de un inmenso movimien-
to. Pero esta colonización se realizó en el seno de un poblamiento eslavo ya arraigado,
con una red más o menos densa, destinada a resistir a los recién llegados, y de ser ne-
cesario a cerrarse sobre ellos. Germania tuvo la mala suerte de haberse formado tarde
y de haber comenzado su marcha hacia el Este después de la instalación de los pueblos
eslavos, apegados a la tierra, apoyados en sus ciudades (las excavaciones así lo testimo-
nian) con más solidez de lo que se pensaba hasta hace pocom
72
El pe5o del número

Lo mismo se ha dicho de la expansión rusa no ya hacia Siberia casi vacía, sino, en


el mismo siglo XVI, hacia los ríos meridionales 226 , el Volga, el Don, el Dniester, ex-
pansión caracterizada también por una colonización campesina poco organizada. Entre
el Volga y el mar Negro la estepa no fue ocupada de manera densa, sino que sirvió de
recorrido a pueblos nómadas, los nogais y los tártaros de Crimea. Estos, que eran te-
mibles jinetes, constituyeron la vanguardia del Islam y del amplio Imperio turco que
los sostuvo y que, cuando le convino, los lanzó hacia adelante, e incluso les salvó de
los rusos suministrándoles las armas de fuego que habían faltado a los defensores de
los kanatos de Kazán y Astrakán m No eran pues adversarios despreciables. Una serie
de incursiones condujeron a los tártaros hacia los países próximos: Transilvania,
Hungría, Polonia, Moscovia, devastándolos cruelmente. En 1572, en una de sus incur-
siones, conquistaron Moscú. Prisioneros eslavos (rusos y polacos) fueron vendidos como
e_sclavos por los tártaros en el mercado de Esrambul. Es sabido que, en 1696, Pedro el
Grande fracasaba en su intento de abrir una «ventana» al mar Negro, y este fracaso sólo
fue reparado cien años más tarde por Catalina 11. No por ello fueron eliminados los
tártaros; permanecieron donde estaban hasta la segunda guerra mundial.
Además, la colonización de los campesinos rusos sería impensable sin plazas fuertes
y «marcas» militares y sin la ayuda de esos fuera de la ley que eran los cosacos. Como
jinetes, eran capaces de enfrentarse a un adversario de una extremada movilidad; como
navegantes fluviales, se trasladaban río abajo y río arriba, llevaban sus naves de un
canal fluvial a otro; los vemos en número de 800, procedentes de Tanais (hacia 1690)
lanzando sus botes al Volga en persecución de los «tártaros kalmukos ... »; como mari-
nos, sus barcos sobrecargados de velas pirateaban en el mar Negro, desde finales del
siglo XVI 228 • Por este lado la Rusia moderna no se construyó pues sobre una tabla rasa,
de la misma manera que tampoco avanzó sin esfuerzo o sorpresa en el Cáucaso o en
el Turquestán, en el siglo XIX, una vez más frente al Islam.
Otros ejemplos podrían sostener nuestra ~rgumentación, aunque sólo fuera la tardía
y efímera colonización dd Africa negra por las potencias europeas en el siglo XIX, o la
conquista de México y de Perú por los españoles: aquellas frágiles civilizaciones, cul-
turas en realidad, se derrumbaron ante tan sólo unos cuantos hombres. Pero en la ac-
tualidad estos países vudven a ser de nuevo indios o africanos.
Una cultura es una civilización que todavía no ha alcanzado su madurez, su ópti-
mo, ni asegurado su crecimiento. Mientras tanto, y la espera puede ser larga, las civi-
lizaciones vecinas la explotan de mil maneras, hecho natural aunque no justo. Piense
el lector en el comercio de las costas del golfo de Guinea, que nos es familiar a partir
del siglo XVI. Es el ejemplo típico de esas explotaciones económicas de las que está
llena la historia. En las orillas del océano Indico, los cafres de Mozambique sostienen
que si los monos «no hablan es por temor a que se les haga trabajar» 229 Pero por lo
que a ellos se refiere, cometen el error de hablar, de comprar coto nadas, de vender
polvo de oro ... El artificio de que se valen los fuertes es siempre el mismo, muy simple.
Los fenicios y los griegos no procedían de otra manera en sus factorías o colonias; ni
los comerciantes árabes en la costa de Zanzíbar a partir del siglo XI; ni los venecianos
y genoveses en Caffa y en la Tana en el siglo XIII; ni los chinos en lnsulindia, que su-
puso para ellos el mercado del polvo de oro, de las especias, de la pimienta, de los
esclavos, de las maderas exóticas y de los nidos de golondrina, desde antes del siglo XIII.
Duranre el espacio cronológico de este libro, una caterva de transportistas, de comer-
ciantes, de usureros, de buhoneros y revendedores chinos explotaron estos mercados «co-
loniales» y, como sostendré más adelante, en la medida precisamente en que esta ex-
plotación fue amplia y fácil, China tuvo, a pesar de su inteligencia y de sus hallazgos
(como el papel moneda, por ejemplo), tan poca capacidad de invención, como poco
modernismo en el plano capitalista. Contó con bazas demasiado fáciles ...
73
El peso del número

Del mercado a la colonia no hay más que un paso, y basta con que el explotado
utilice sus artimañas o se rebele para que la conquista no se haga esperar. Pero queda
demostrado que las culturas, que las civilizaciones a medias (es la expresión que con-
vendría incluso para los tártaros de Crimea) no son adversarios despreciables. Se les
aparta, pero reaparecen, se empeñan en sobrevivir. El porvenir no puede serles arreba-
tado para siempre.

Civilizaciones
contra civHizaciones

Cuando las civilizaciones chocan entre sí, se producen dramas que todavía perdu-
ran en el mundo actual. Una civilización puede triunfar sobre otra: la tragedia de la
India, después de la victoria inglesa de Plassey ( 17 57), fue el principio de una nueva
era para Inglaterra y el mundo encero. No se trata de que Plassey, o mejor dicho Palassy,
cerca de la actual Calcuta, haya sido una victoria excepcional. Digamos, sin presun-
ción, que Dupleix o Bussy lo habían hecho igual de bien. Pero Plassey tuvo inmensas
consecuencias; los grandes acontecimientos se reconocen precisamente por el hecho de
tener repercusiones. De la misma manera, la absurda guerra del Opio (1840-1842) se·
ñaló el principio de un siglo de «desigualdad» para China, colonizada sin estarlo pero
colonizada al fin y al cabo. En cuanto al Islam, naufragó en su totalidad en el sigfo XIX,
excepto Turquía, y quizá ni eso. Pero China, la India y el Islam (en sus diferentes
partes} recuperaron su independencia con las descolonizaciones en cadena a partir de
1945.
Frente a estos hechos, y retrospectivamente, a los ojos de los hombres de hoy, las
subordinaciones tumultuosas de unas civilizaciones a otras cobran el aspecto de episo-
dios, cualquiera que sea su duración. Tardan más o menos en instalarse, pero, un buen
día, se derrumban como decorados de teatro.
Todo este destino simplificado, desde esta perspectiva, no lo condiciona únicamen-
te el número, simple juego de fuerzas, de diferencias de voltaje, o de pesos brutos.
Pero el número tuvo mucha importancia durante siglos. No lo olvidemos. La vida ma-
terial encuentra en él una de sus más habituales explicaciones, dicho más exactamente
tina de sus constricciones y una.de sus constantes. Si se deja la guerra al margen, todo
un paisaje social, político, cultural (religioso) se borra inmediatamente. Y los mismos
intercambios pierden su sentido, ya que son a menudo intercambios desiguales. Euro-
pa resulta incomprensible sin sus esclavos y sus economías subordinadas. Lo mismo pasa
con China, si no se evocan en ella las culturas salvajés que la contradicen, y a lo lejos
los países que viven, subyugados, en su órbita. Todo ello tiene un peso en la balanza
de la vida material.
En conclusión, digamos que nos hemos servido del número para una primera apre-
ciación del destino diferenciado del mundo, entre los siglos XIV y XVIII. Los hombres
están divididos dentro de él en grandes masas que, frente a su vida cotidiana, se en-
cuentran tari desigualmente armadas como los diferentes grupos en el interior de una
sociedad dada. Así hemos presentado, en las dimensiones del globo, los personajes co-
lectivos que volveremos a encontrar en las páginas siguientes; que volveremos a encon-
trar mejor en el segundo volumen, dedicado a las excelencias de la vida económica y
al capitalismo, los cuales, sin duda de forma más violenta que la vida material, dividen
el mundo en regiones desarrolladas y atrasadas, de acuerdo con una clasificación que
nos resulta familíar gracias a la dramática realidad del mundo actual.

74
Capítulo 2

EL PAN DE CADA DIA

Entre los siglos XV y XVIII, la alimentación de los hombres fue fundamentalmente


vegetal. Se trata de una realidad evidente en lo que a la América precolombina y Africa
negra se refiere; es igualmente manifiesta para las civilizaciones asiáticas del arroz, en
el pasado y en la actualidad todavía; tan sólo la modicidad de los alimentos cárnicos
permitió la instalación precoz, y con posterioridad la espectacular progresión de las
masas de Extremo Oriente. Por razones niuy simples: la agricultura, a igual superficie,
desde el momento en que una economía se decide de acuerdo únicamente con la arit-
mética de las calorías, triunfa ampliamente sobre la ganadería; bien o mal, alimenta a
diez, veinte veces más hombres que su rival. Ya lo dijo Montesquieu refiriéndose a los
países del arroz: «La tierra que en otra parte se emplea para alimento de los animales,
sirve aqui directamente para la subsistencia de los hombres ... »1 •
Pero toda progresión demográfica implica simpre, y no solamente desde el siglo xv
al XVJII, por encima de cierto nivel, recurrir ampliamente a los alimentos vegetales.
Que predominen los cereales o la carne depende del número de hombres. Esta priori-
dad es uno de los grandes criterios de la vida material: «Dime qué comes y te diré
quien eres». El proverbio alemán, que resulta un juego de palabras, lo afirma a su ma-
nera: Der Mensch iJt was er ÍJst (El hombre es lo que come 2 ). Su tipo de alimentación
atestigua su rango social, la civilización o la cultura que le rodea.
Para los viajeros, pasar de una cultura a una civilización, de una baja densidad de
población a una densidad relativamente alta (o a la inversa) comporta cambios signifi-

75
Brueghel el ]011en¡ la comida de los segadores, Bru.rela.r, colección particular. (Fotografia
Giraudon.)

76
El pan de cada día

cativos de alimentación. Jenkinson, el primer comerciante de la Moscovie Companie,


llegado en 1558 a Moscú, procedente de la lejana Arkangel, desciende el Volga. Antes
de llegar a Asrrakán ve, al otro lado del río, un «enorme campamento de tártaros
nogais». Pastores nómadas que no tienen «ni ciudades ni casas», que roban, que asesi-
nan, que no conocen más arte que la guerra, no saben trabajar la tierra ni sembrar y
que se ríen de los rusos contra los que combaten. ¿Cómo pueden ser auténticos hombres
esos cristianos que comen y beben trigo (la cerveza y el vodka se fabrican a partir del
grano)? Los nogais beben leche, comen carne, cosa muy diferente. Al proseguir su ca-
mino, Jenkinson atraviesa los desiertos del Turquestán, está a punto de morir de hambre
y de sed y, cuando por fin llega al valle del Amu-Daria, vuelve a encontrar agua dulce,
leche de yegua, carne de caballo salvaje, pero no pan i. Escas diferencias y estas chanzas
entre ganaderns y campesinos, se dan también en el propio corazón de Occidente, entre
gentes de la región de Bray y cerealicultores del Beauvaisis"', entre castellanos y gana-
deros del Béarn, esos «vaqueros,, de quienes se burlan tan de buena gana los meridio-
nales, y recíprocamente. Más espectacular aún, y particularmente visible en Pek!n, es
la oposición entre las costumbres alimenticias de los mongoles -más tarde mam:húes-
comedores de carne en trozos grandes, a la europea, y de los chinos, para quienes la
cocfoa; arte casi ritual, debe comportar, junto a los cereales de base -elfan-, un acom-
pañamiento ~el tsai'-"- que incluye sabiamente verduras, salsas~ condimentos y un poco
de carne o de pescado, obligatoriamente cortados en trozos pequeño_s 5•
Europa, por el corittario, es en conjunto carnívora: «el vientre de Europa ha conta-
do con carnicerías desde hace más de mil años» 6 ~ A lo largo de siglos, en la Edad Media,
dispuso de mesas sobrecargadas de carnes que se consumían hasta el límite de lo po-
sible, dignas de la Argentina del siglo XIX. Esto obedece al hecho de que continuó
siendo durante mucho tiempo, más allá de sus orillas mediterráneas, un país medio
vacío, con amplios terrenos de pasto para los animales, y a que, posteriormente, su agri-
cultura concedió amplias posibilidades a la ganadería. Pero este privilegio decrece
después del siglo XVII, como si la regla general de las necesidades vegetales se tomara
la revancha en virtud del aumento de hombres en Europa, por lo menos hasta media-
dos del siglo XIX 7; entonces, y sólo entonces, una ganadería científica, así como la lle-
gada masiva de carnes americanas, saladas primero, y más tarde congeladas, la libera-
ron de este ayuno.
Además, el europeo, fiel a este antiguo privilegio, siempre deseable, lo exigió con-
tinuamente en Ultramar, ya en sus primeros contactos: allí los colonizadores se alimen-
taban con carne. En el Nuevo Mundo, tomaron carne hasta la saciedad; en Extremo
Oriente, su apetito de carnívoros provoca el oprobio y el asombro: «Hay que ser un
gran señor en Sumatra, dice un viajero del siglo XVII, para conseguir una gallina cocida
o asada y que además tiene que servir para todo el día. Por eso dicen que si hubiera
dos mil cristianos [entiéndase occidentales] en su isla, se agotarían en seguida las exis-
tencias de bueyes y aves» 8 •
Estas preferencias alimentarias y el debate que implican son el resultado de proce-
sos muy lejanos. Maurizio llega incluso a escribir: «En la historia de los alimentos pasan
miles de años sin apenas cambios» 9 De hecho, dos antiguas revoluciones señalan, te-
ledirigen, a grandes rasgos, el destino alimentario de los hombres: a fines del Paleolí-
tico, esos «omnívoros» se dedican a la caza de grandes animales, naciendo así el «gran
carnivorismo» cuya afición ya no desaparecerá, «esa necesidad de carne, de sangre, ese
"hambre de nitrógeno" o, si se prefiere, de proteínas animales»rn.
La segunda revolución, en el séptimo o sexto milenio antes de la era cristiana, es
la de la agricultura neolítica; asiste al advenimiento de los cereales cultivados. Los
c~mpos de cultivo ganarán en extensión a expensas de los terrenos de caza y de gana-

77
El pan de cada día

1
! La recolección en la India; co.rta de Malabar, siglo XVI. (Foiograjla F. Quilici.)
:- .
·I•

dería extensiva. Pasan fos siglos, y los hombres cada vez más numerosos van siendo em-
pujados hacia los alimentos vegetales, crudos o cocidos, a menudo insípidos, siempre
monótonos, estén o no fermentados: gachas, sopas o panes. Dos humanidades se
oponen a partir de entonces a lo largo de Ja historia: los escasos consumidores de carne
y los innumerables consumidores de pan, de gachas, de rakes, de tubérculos cocidos.
En China, en el segundo milenio, «los administradores de las grandes provincias son
descritos como, .. comedores de carne:i. 11 • En la Grecia antigua, se nos dice: «los que
comen gachas de cebada no tienen ningún deseo de ir a la guerta» 12 • Siglos y sigfos
más tarde (1776), un inglés afirma: «Se encuentra más valor en los hombres que se
nutren de carne que en aquellos que se contentari con alimentos más ligeros» IJ.
Una vez dicho esto, ent:te los siglos xv y xvrn. nos fijaremos, en primer lugar, en
los alimentos mayoritarios, por tanto en aquellos que suministra la agricultura, la más
antigua de codas las industrias. Ahora bien, en todos los casos, la agricultura ha opta-
do, se ha visto obligada a optar, desde un principio, por una determinada planta, y
con posterioridad se ha visto obligada a estructurarse en función de esa antigua elección
prioritaria, de la que todo, o casi todo había de depender. Tres plantas han gozado de
un éxito importante: el trigo, el arroz y el maíz; aún hoy siguen disputándose las tierras
de labot del mundo entero. Se trata de «plantas de civilización» 14 que han organizado
la vida material y a veces psíquica de los hombres de forma muy profunda, hasta el
punto de convertirse en estructuras prácticamente irreversibles. Su historia, «el deter-
minismo de civilización» 1 ~ que imponen al campesinado y a la vida general de los
hombres, es el objeto principal del presente capítulo. Pasar de uno a otro de estos ce-
reales equivaldrá a dar la vuelta al mundo.

78
El pan de cada día

EL TRIGO
El trigo simboliza ante todo a Occidente, pero no sólo a Occidente. Mucho antes
del siglo XV, acompaña en las llanuras del norte de China al mijo y al sorgo. Está «plan-
tado en agujeros» y no es segado, sino «arrancado con su tallo», con la azada. Se ex-
porta por el Yun leang Ho, «el río que lleva los granos», hasta Pekín. Se encuentra
incluso, de manera episódica, en Japón y en la China meridional, donde, según cuenta
el P. de las Cortes (1626), el campesino logra a veces obtener una cosecha de trigo
entre dos cosechas de arroz 1r•. Simple complemento, puesto que los chinos «no conocen
ni la manera de amasar el pan ni la de asar la carne», como todo producto accesorio,
«el trigo [en China] es siempre muy barato». A veces se hace con él una especie de pan
cocido al vapor encima de un caldero, mezclado con «cebollas muy picadas», en resu-
men, según un viajero de Occidente, «una pasta muy pesada que cae en el estómago
como una piedra» 17 En Cantón, en el siglo XVI, se fabrica una torta, pero se exporta
a Macao y a Filipinas; el trigo proporciona también al consumo chino fideos, gachas,
pasteles de manteca de cerdo, pero no pan 18 •
También se encuentra un «excelente» trigo en las secas llanuras del Indo y del alto
Ganges, y a través de toda la India inmensas caravanas de bueyes de carga realizan in-
tercambios entre arroz y trigo. En Irán, un pan elemental, simple torta sin levadura,
se vende comunmente a bajo precio, fruto a menudo de un prodigioso trabajo cam-
pesino. Cerca de Ispahán, por ejemplo, «las tierras de trigo son duras, y se necesitan
cuatro y hasta seis bueyes para labrarlas. Se coloca a un niño sobre el yugo de los pri-
meros, para hacerlos avanzar con un bastóm> 19 • Añadamos lo que todo el mundo ya
sabe: el trigo está presente alrededor de todo el Mediterráneo, incluso en los oasis sa-
harianos, sobre todo en Egipto, donde los cultivos, dado que las crecidas del Nilo tienen
lugar en verano, se realizan forzosamente en invierno, sobre las tierras inmediatamente
descubiertas tras la inundación y con un clima que, en esa estación, apenas favorece a
las plantas tropicales, pero que conviene al trigo. Lo mismo ocurre en Etiopía.
Tomando a Europa como punto de partida, el trigo realizó numerosas y lejanas con-
quistas. La colonización rusa le llevó hacia el Este, a Siberia, más allá de Tomsk y de
lrkutsk; desde el siglo XVI, el campesino ruso lo impuso con éxito en las tierras negras
de Ucrania, donde las tardías conquistas de Catalina 11 terminaron en 1793. Con mucha
antelación había triunfado allí el trigo, incluso de manera intempestiva. <(Actualmente
todavía -dice una relación de 1771- hay en Podolia y en Volinia tanto trigo pudrién-
dose, en J110ntones tan grandes como casas, como el que se necesitaría para alimentar
a toda Europa» 2º. La misma situación catastrófica de superabundancia aparece en 1784.
Un agente francés 21 observó que el trigo se cotizaba «a tan bajo precio en Ucrania que
muchos propietarios renunciaron a su cultivo. No obstante, la abundancia de este grano
es ya tan grande que no solamente abastece a una gran parte de Turquía, sino que in-
cluso suministra exportaciones para España y Portugal», e igualmente para Francia, a
través del puerto de Marsella, cuyos barcos cargan trigo del mar Negro, tanto desde las
islas del Egeo como de Crimea, en Gozlev, por ejemplo, futura Eupatoria, realizándo-
se el paso a través de los estrechos turcos con las complicidades fáciles de suponer.
De hecho, el verdadero auge del trigo «CUSO» es posterior. En Italia, en 1803, la lle-
gada de los barcos cargados de trigo ucraniano pareció una catástrofe a los terratenien-
tes. Su peligro era denunciado, un poco más tarde, en Francia, en la Cámara de los
Diputados, en 1818 22 •
Desde Europa, mucho antes de estos acontecimientos, el trigo había atravesado el
Atlántico. Tuvo que luchar en la América ibérica contra las traiciones de climas dema-
siado calurosos, de insectos devoradores, de cultivos rivales (el maíz, la mandioca). El

79
El pan de cada día

trigo sólo conseguirá tardíamente sus éxitos americanos, en Chile, en las orillas del San
Lorenzo, en México, más aún en las colonias inglesas de América, en los siglos XVII
y XVIII. los veleros bostonianos transportaron entonces harinas y trigos hasta las Anti-
llas azucareras, y después hasta Europa y el Mediterráneo. A partir de 1739, los barcos
americanos desembarcaron trigo y harina en Marsella 2 i En el siglo XIX, el trigo triunfó
en Argentina, en Africa austral, en Australia, en las «praderas» del Canadá y del Middle
West, afirmando por doquier, gracias a su presencia, la expansión de Europa.

El trigo y los cereales


secundanos

Pero volvamos a Europa. En una primera aproximación, el trigo aparece ya como


lo que es, un personaje complejo. Más valdría decir, los trigos, lor panes, como repiten
tantos textos españoles. Hay en primer lugar trigos de diferentes calidades; el mejor es
llamado frecuentemente en Francía: «la tete du blé»; junto a: éste, se venden el trigo
mediano, el trigo inferiOt o comuña, mezcla de ttigo con oi:ro cereal, con frecuencia
centeno; Además el trigo candeal nunca se cultiva solo; sino junto a cultivos aún más
antiguos~ La espelta, trigo de «grano vestido», todavía existía en fa Italia del siglo XIV;
hacia 1700, en Alsacia, en el Pafatinado, Suabia y la meseta suiza, como cereal pani-
ficable; a fines del siglo XVIII, en la Gueldre y en el condado de Naniilr (donde se uti-
lizaba, sobre todo, como la cebada, para alimentar a los cerdos y fabricar cerveza);
hasta comienzos del siglo XIX en el valle del Ródano 2•1• El mijo ocupaba aún más am-
plios espacios 2). Si Venecia, sitiada por los genoveses, logró salvarse en 1372, fue gracias
al mijo de sus almacenes. Todavía en el siglo XVI, la Señoría no dudó en almacenar
este cereal de larga conservación'(a veces unos veinte años) en las ciudadelas de su terri-
torio de Tierra Firme, y mandó este cereal con preferencia al trigo hacia los presidios
de Dalmacia o las islas de Levante en época de escasez de víveresz<,. En el siglo XVllI,
aún no se cultivaba el mijo en Gascuña, en Italia y en Europa: central. Pero se trata de
un alimento muy vulgar, si hacemos caso al comentario de un jesuita de finales del
siglo que, admirando el partido que los chinos saben sacar de sus variedades de mijo,
exclama: «A pesar de todos nuestros progresos en las ciencias de curiosidad, de vanidad
y de inutilidad, nuestros campesinos de Gascuña y de las landas de Burdeos están tan
poco avanzados como hace tres siglos en la manera de wnseguir con su mijo un ali-
mento menos salvaje y menos malsano» 27 •
El trigo candeal se asocia con otros cultivos más importantes: por ejemplo, la ceba-
da, alimento de caballos en países del Sur. Si hay una mala cosecha de cebada no hay
guerra, cabía decir en el siglo XVI y con posterioridad, en la larga frontera de Hungría
en donde los combates entre turcos y cristianos eran impensables sin caballería 28 • Hacia
el Norte, el trigo duro es reemplazado por los trigos tiernos, la cebada por la avena y
más aún por el centeno, tardío en las tierras del Norte donde no parece anterior a las
grandes invasiones del siglo V: seguramente se implantó y desarrolló con posterioridad,
al mismo tiempo que la rotación trienaP 9 Los barcos del Báltico, pronto atraídos, y
cada vez de máS lejos, por el hambre de Europa, estaban cargados tanto de trigo como
de centeno: llegaban hasta el mar del Norte y hasta la Mancha, más tarde hasta los
puertos ibérkos del Cantábrico y del Atlántico y, por último, de manera masiva, en el
momento de la gran crisis de 1590, hasta el Mediterráneo 10 Todos estos cereales servían
para hacer pan, todavía en el siglo XVIII, allí donde faltaba el trigo. «El pan decente-
. no, escribe en 1702 un médico, louis Lemery, no alimenta tanto como el de trigo y
afloja un poco el vientre»; el pan de cebada, añade, «es refrescante, pero alimenta

80
El pan de cada día

menos que el de trigo y el de centeno>; sólo las gentes del Norte hacen pan de avena
«con el que se arreglan bien» 31 Pero es sorprendente el hecho de que, en Francia, du-
rante todo el siglo XVlll, un 50% de las tierras sembradas de cereales estuviesen dedi-
cadas al «bled» (es decir, cereales panificables, trigo candeal y centeno) y el otro 50 %
a «menus grains» (cebada, avena, alforfón, mijo) y que, por otra parte, el centeno,
quizá igualado al trigo hacia 1715, superase a éste, en 1792, en una proporción de 2
a ¡i2_
Otro recurso era el arroz importado del océano Indico desde la Antigüedad clásica,
y que el comercio de la Edad Media vuelve a encontrar en las Escalas de Levante, in-
cluso en España donde los árabes introdujeron muy pronto su cultivo: en el siglo XIV,
se vendía arroz de Mallorca en las ferias de Champaña; el de Valencia se exportaba
hasta los Países Bajosll A partir del siglo XV, se cultivaba en Italia y se vendía a bajo
precio en el mercado de Ferrara. En aquella época se decía del que tenía la risa fácil,
que había comido sopa de arroz, en virtud de un juego de palabras no muy ingenioso:
«Che avt3va mangtato la minestra di n'so».
El arroz va a extenderse además por el resto de la península, beneficiando, con pos-
terforidad, a amplias propiedades en Lombardía, en el Piamonte, incluso en Venecia,
en Romagna, en Toscana, Napoles, en Sicilia. Cuando constituye un éxito, estos arro-
zales, bajo el signo del capitalismo, proletarizan fa mano de obra campesina ... Es ya
il n'so amaro, el arroz amargo, que tantas fatigas y esfuerzos cuesta a los hombres. El
arroz ocupa asimismo un importante lugar en los Balcanes turcos"4 • Llega también a
América, donde el estado de Carolina, a finales del siglo XVII, se convierte, con Ingla-
terra como puente, en un gran exportador 3l
En realidad, en lo que a Occidente se refiere, se trata de un alimento auxiliar, que
no tienta en absoluto 4 los ricos, a pesar de un cierto uso del arroz con leche. Barcos
cargados de arroz en la Alejandría de Egipto, en 1694 y en 1709, representaron para
Francia «un recurso para la alimentación de los pobres> 36 • En Venecia, a partir del si-
glo XVI, se mezclaba, en caso de escasez, la harina de arroz con otras para la fabrica-
ción del pan popular.11 En Francia, se consumía en los hospitales, en los cuarteles y en
los barcos. En París, aparecía a menudo en los repartos populares de las iglesias, mez-
clado con nabos, calabazas o zanahorias aplastadas, un «arroz económico>, cocido en
ollas que no se lavaban nunca para conservar así los restos y el «poso» 38 Mezclado con
mijo, el arroz permitía, según los entendidos, fabricar un pan barato, siempre desti-
nado a los pobres <i:para que estos se saciaran de una comida a otra». Es en cierta ma-
nera el equivalente, salvando las distancias, de lo que China ofrece a sus pobres «que
no pueden comprar té»: agua caliente en la que se habían cocido habas y legumbres,
más pasteles de «habas machacadas y hechas una pasta», sirviendo estas habas cocidas
«como salsa donde mojar los manjares» ... ¿Es soja? En todo caso un producto inferior,
destinado como el arroz o el mijo en Occidente a mitigar el hambre de los pobres 39
Por doquier, una evidente «correlación> aproxima el trigo a los cereales supletorios.
Así lo muestran ya las curvas que pueden trazarse, desde el siglo XIII, a partir de los
precios ingleses 40 ; estos precios son solidarios en la baja; en el alza, la unanimidad de-
saparece en parte, ya que el centeno, alimento de los pobres, llrga, en período de ca-
restía, a máximos muy acusados y sobrepasa a veces al mismo trigo. La avena, por el
contrario, queda rezagada. «El precio del trigo aumenta siempre mucho mas que el de
la avena, dice Dupré de Saint-Maur (1746), por la costumbre que tenemos de vivir de
pan de trigo [por lo menos los ricos, somos nosotros los que añadimos la puntualiza-
ción] mientras que se recurre a los pastos naturales, para los caballos, en cuanto sube
el precio de la avena» 41 • Trigo y avena, es lo mismo que decir hombres y caballos. Para
Dupré de Saim-Maur, la relación normal (él dice «natural», como los economistas an-
tiguos que pretendían a toda costa que hubiera una relación natural, de 1 a 12, entre
81
El pan de cada día

Líbr111. liblW
tome1111 tomesas
40 40

35 35

30 30

25 l 25
11

20 20

15 15

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1630-31 1640-41 1650-51 1660-61 1670-71 1680-81 1690-91 1697-98

11. PRECIOS DEL TRIGO Y DE LA AVENA SEGUN LA MERCURIAL DE PARIS


Lz linea diicon1im1a representa fa c11rva que debería reguir el precio de la avena, de acuerdo con la relación que D11pré de
Saint-Maur conJideraba e natura/, (213 del precio del trigo).

oro y plata), esta relación normal es de 3 a 2. «Siempre que, en un espacio de tiempo


determinado, el sextario de avena [... ] se ha vendido aproximadamente a un tercio
menos que el sextario de trigo, las cosas se han encontrado en su relación natural».
Cuando esta relación se rompe, es síntoma de hambre, tanto más grave cuanto más
aumenta la distancia. «En 13 51, el sextario de avena se cotizó al cuarto del sextario de
trigo, en 1709 al quinto, en 1740 al tercio. Por lo tanto la carestía fue mayor en 1709
que eri 1351, y en 1351 que en 1740 ... ».
Este razonamiento se puede probablemente aplicar a las realidades que el autor
tenía a la vista. Conferirle fuerza de ley, entre 1400 y 1800, es asunto muy distinto.
Así, por ejemplo, entre 1596 y 1635, y con toda probabilidad durante la mayor parte
del siglo XVI, la avena habría valido, grosso modo, la mitad que el trigo, en Francia 4 l.
Sólo en 1635 se esboza la relación «natural» de 3 a 2. Sería demasiado simple deducir
en consecuencia, de acuerdo con el pensamiento de Dupré de Saint-Maur, que existió
una carestía latente en el siglo XVI, y echar la culpa a las perturbaciones de la época,
produciéndose la normalización hacia 1635 con la vuelta a una paz· interna relativa.
También cabría pensar que en 1635 la Francia de Richelieu entraba en Jo que nuestros
manuales llaman la guerra de los Treinta Años; entonces el precio de la avena -sin
la que no habría ni caballos, ni caballería, ni carros de artillería- sube. .
El conjunto de fos cereales panificables nunca crea la abundancia: el hombre de Oc-
cidente tiene que adaptarse a penurias crónicas. Obtiene una primera compensación
en el habitual consumo de legumbres, o de pseudoharinas, a partir de las castañas o
del alforfón que se siembra en Normandía y Bretaña desde el siglo xvr, después de la
siega del trigo, y que madura antes del invierno 43 • El alforfón, señalémoslo de paso,

82
El pan de cada día

Recogida de castañas en el siglo XIV. Ilustración delTacuinum sanitatis in medicina. (Fotografía


B.N.)

no es una gramínea, sino una poligonácea. ¡Poco importa! Para la gente, es el «trigo
negro». Las castañas dan una harina, un tipo de torta, lo que en las Cévennes y en Cór-
cega se llama, con feliz denominación, «pan de árbol». En Aquitania (donde se las lla-
maba «ballotes») y en otros lugares, desempeñaban a menudo la función que había de
ser la de la patata en el siglo xrx. 44 • Este recurso, en los países meridionales, era más
importante de lo que por lo general se admite. En Jarandilla, cerca de Yuste, en Ex-
tremadura, el mayordomo de Carlos V afirmaba (1556): «Lo bueno aquí son las casta-
ñas, no el trigo, y el que se encuentra es terriblemente caro» 41
Muy raro es, por el contrario, el consumo en el Delfinado, durante el invierno de
1672 a 1673, «de bdlotas y de raíces»: es un síntoma de terrible hambre. En 1702,
Lemery refiere, sin considerarlo verosímil: «que todavía hay lugares donde las bellotas
son empleadas para el mismo US0)> 46 .
Las legumbres secas, verdaderos cereales de sustitución, lentejas, habas, guisantes
negros, blancos y morenos, garbanzos, constituyen también una fuente barata de pro-
teínas. Son los menudi o minuti, como dicen los documentos venecianos, los víveres
pequeños. Cuando un pueblo de Tierra Firme pierde sus menudi -caso frecuente-
como consecuencia de un huracán de verano, la desgracia es inmediatamente comuni-
cada y provoca la intervención de las autoridades venecianas. Pero estos pequeños ví-

83
El pan de cada día

veres son considerados como «cereales», lo cual queda demostrado en muchos docu-
mentos en los que aparecen incluso colocados en pie de igualdad con el propio trigo.
En Alejandría de Egipto, aparecen barcos, de Venecia o de Ragusa, para cargar trigo
o habas. Difícilmente se encontrarán, escribe el capitán general de Granada, garbanzos
y habas en cantidad suficiente para la flota; en cuanto al precio, «es el del trigo» (2 de
diciembre de 1539 47 ). Una correspondencia española de un presidio de Africa asegura,
hacia 15 70, que los soldados preferían los garbanzos al trigo y a la galleta 18 • Los Bi'ave,
el Servicio del trigo veneciano, tiene siempre en cuenta, en sus previsiones y estima-
ciones de cosechas, el conjunto de cereales y legumbres. Buena cosecha de trigo, reco-
noce por ejemplo en 1739, pero mediocre de minuti, granos menudos, que incluyen
en esa época judías y mijo 49 En Bohemia, las excavaciones realizadas en los pueblos
de comienzos de la Edad Media ponen de manifiesto una alimentación antigua a base
de garbanzos, mucho más que de trigo. En Btemen, en 1758, el Preiscourant da suce-
sivamente el precio de los cereales y de las legumbres (Getreide y Hülsenfrüchte).
También las mercuriales de Namur y de Luxemburgo, en los siglos XVII y XVIII,
muestran la presencia en el metcadó dd centeno, del alforfón, de la cebada, de la
avena, de la espelta y de fos guisantes; junto al trigoiº.

Trigo y rotaciones
de cultivos

En una misma: tierra; el trigo nó puede cultivarse dos añós consecutivos sin gran
perjuicio. Debe desplazarse, alternarse. Por ello, uh occidetüal se maravilla en China
al ver cómo el arroz crece sin fin «en uria misma tierra, escribe el P. de Las Corees
(1626), a la que nunca dejan reposar, ningún año, como ocurre en nuestra España»i 1
¿Es esto posible, verosímil? En Europa, y en todas partes donde se cultiva, el trigo se
desplaza de un año a otro. Necesita disponer de un espacio doble o triple de la super-
ficie que ocupa, según pueda volverse a sembrar en las mismas «hojas» un año de cada
dos, o de cada tres. Se encuentra englobado entonces en un sistema de dos o tres
tiempos.
Muy a grandes rasgos, salvo algunas pequeñas zonas de cultivos muy avanzados,
prácticamente sin barbechos, dos sistemas se reparten Europa. En el Sur, el trigo o los
demás granos panificables ocupan sucesivamente la mitad del terreno cultivable, per-
maneciendo la otra mitad en barbecho. En el Norte, el terreno está dividido en tres
hojas, cereal de invierno, cereal de primavera sembrado en primavera (en Francia se
dice también mars, marsage, carémes, trémis, trémois ... ), por último barbecho. En un
pasado reciente, en Lorena, en torno a un pueblo situado en el centro de sus campos
de labor, las tres hojas se repartían la tierra como sectores de un círculo burdamente
dibujado hasta los bosques cercanos: trigo, avena y barbechos a los que se llama ver-
saines. Sucesivamente el trigo ocupa el lugar de los barbechos, la avena crece allí donde
el trigo estaba instalado y los barbechos sustituyen a la avena. Este es el sistema de la
rotación trienal: al tercer año se vuelve a la situación de partida. Por tanto dos siste-
mas: en el primero se concede más reposo a la tierra; en el segundo, ocupa cada año,
guardando las proporciones, una superficie cada vez mayor, a condición de estar ente-
ramente sembrada de trigo, lo que prácticamente no ocurre nunca. En el Sur el grano
es más rico en gluten, en el Norte es de más altos rendimientos, interviniendo por aña-
didura la calidad del suelo y el clima.
Semejante esquema sólo es válido a grandes rasgos: existen en el Sur cultivos «al
tercio» (con barbechos bienales), de la misma manera que en el Norte se dan, con in-

84
El pan de cada día

La labranza. Miniatura de las Hcurcs de la Bicnhcureusc Vierge Marie, siglo XIV (Fotografia
Bulloz.)

sistencia, casos de rotación bienal (así en el norte de Alsacia, de Estrasburgo a Wíssem-


bourg52). Una rotación trienal de más tardío desarrollo sucedió a una rotación bienal
que subsistió en espacios bastante amplios, al igual que una escritura anterior puede
reaparecer en un palimpsesto.
Como es natural, en los límites de los dos grandes sistemas europeos, se producen
todo tipo de mezclas. Un sondeo referente a las Limagnes en el siglo XVI 53 pone de re-
lieve la alternancia de rotaciones bienal y trienal, según los suelos, la mano de obra,
el nivel de la población campesina ... Incluso en el extremo sur de la zona «bienal»,
alrededor de Sevilla, en 17)), hay una pequeña región de rotación trienal que parece
análoga a las rotaciones nórdicas.
Pero prescindamos de estas variaciones. En principio existe siempre, tanto en la ro-
tación bienal como en la trienal, un tiempo muerto, un descanso en el cultivo de los
granos. Este tiempo muerto permite al suelo en barbecho reconstituir su riqueza en

85
El pan de cada día

Lft siembra. British Mureum, Msr 900B9; siglo XIII. (Cliché del mimo)

sales ni.mhivas. Tanto más cuanto que éste se abona con estiércol y después se ára; una:
labranza repetida permite airear la tierra, limpiarla de malas hierbas, y preparar cose-
chas abundantes. Jethro Tull (1674-1741), uno de los apóstoles de la revolución agrí-
cola inglesa, freomienda aradas reiteradas; al igual que abonó con estiércol y rotación
de cultivos 54 ~ Hay documentos que hablan incluso de siete aradas, incluidas las que pre-
ceden a fas siembras. En el siglo :XIV; se habla ya de tres atadas en Inglaterra, al igual
que en Normandía (en primavera; en otono y eri invierno). En Artois (1328), la tierra
reservada al trigo «se labra: cuatro veces, una eri invierno y tres en verano» 15 • En Bohec
mia, en los dominios de la Czernin, lo habitual era, en 1648, arar tres o cuatro veces,
según que la tierra estuviera destinada a trigo o a centeno. Recordemos esta frase de
un propietario de Sabaya (1771): «En ciertos lugares nos agotamos en la labranza y
aramos hasta cuatro o cinco veces para conseguir tan sólo una cosecha de trigo, y que
a menudo es paupérrima» 56 •
El cultivo del trigo exige, por otra parte, una abono cuidadoso nunca concedido a
la avena ni a otros cultivos de primavera, de manera que el rendimiento de la avena,
sembrada más apretada que el trigo, es por lo común, contrariamente a los resultados
actuales; igual a la mitad del triguero. El estiércol destinado al trigo tiene tanta im-
portancia que el mismo propietario lo vigila de cerca. Una escritura de arrendamiento
de 1325, concedida por los cartujos, en Picardía, prevé sobre este punto, en caso de
desavenencia, el arbitraje de los prohombres; en Bohemia, en los amplios (demasiado
amplios sin duda) señoríos, hay un registro de los estercoleros, un Düngerregister; in-
cluso alrededor de San Petesburgo, «se abona con estiércol mezclado con paja; para
todos los cereales se labra dos veces, para los Winterroggen [los centenos de invierno,
es un testigo alemán el que habla] tres veces» 17 ; en los siglos XV!J y XVJIJ, en la baja
Provenza, se cuentan y se recuentan continuamente las cargas de estiércol necesarias,
las que han sido echadas, aquellas también que el mége no ha suministrado; cierta es-
critura de arrendamiento prevé incluso que los estiércoles serán comprobados por quien

86
El pan de cada día

tiene derecho a ello antes de ser extendidos, o que se vigilará su fabricación 58 •


El hecho de que haya estiércol de sustitución, abonos verdes, cenizas, hojas podri-
das en el patio del campesino o en la calle de la aldea, no impide que la fuente prin-
cipal de abono sea el ganado, no el hombre de los campos o de las ciudades como en
Extremo Oriente (las basuras urbanas, en Occidente, sólo son utilizadas alrededor de
ciertas ciudades, como por ejemplo, en Flandes, o en torno a Valencia, en España o
incluso en torno a París 59).
En resumen, trigo y ganadería se exigen mutuamente, asociados entre sí, sobre todo
si se considera que hay que recurrir al tiro animal: no cabe pensar que un hombre que
puede cavar todo lo más una hectárea al año 60 (en la jerarquía de los instrumentos se
encuentra simado muy por debajo del caballo y del buey) se encargue por sí solo de
preparar la vasta cierra baldía. Los tiros de animales son necesarios, de caballos en los
países del Norte, de bueyes y mulas (y cada vez más de mulas) en los países del Sur.
Así se organizó en Europa, con las variaciones regionales que pueden suponerse, a
partir del trigo y de los demás granos, «Un complicado sistema de relaciones y de cos-
nimbres hasta tal punto bien cimentado que no se producen fisuras, es imposible»,
como dec1a Ferdinand Lot 61 • Todo tiene su lugar, plantas, animales y hombres. Nada
es imaginable, en efecto, sin los campesinos, los tiros de animales y sin la mano de
obra estacional de las cosechas y de las tri!las, ya que cosechas y trillas se hacen a mano.
las tierras fértiles de llanura se abren a la mano de obra de las zonas pobres, a menudo
abruptas tierras de montaña, asociación señalada por innumerables ejemplos (Jura me-
ridional y Dom bes, Macizo Central y languedoc ... ) corno una poderosa regla de vida.
Tenemos muchas ocasiones de ver estas irrupciones. En la Maremma toscana, tan ple-
tórica, una inmensa multitud de segadores llegaba todos los veranos, en busca de altos
salarios (hasta cinco paoli diarios en 1796). También eran innumerables cíclicamente
las víctimas de la maiaria. los enfermos eran entonces abandonados sin cuidados, en
cabañas junto a los animales, con un poco de paja, agua estancada y pan moreno, una
cebolla o una cabeza de ajos. «Muchos mueren sin médico y sin sacerdote» 62 •
Sin embargo, es cierto que la tierra de trigo, bien ordenada, con sus campos abiertos
(openfteld), sus rotaciones regulares y en definitiva precipitadas, la resistencia de los
campesinos a mermar demasiado Ja superficie dedicada al grano, permanece dentro de
un círculo vicioso: sería necesario, para aumentar su productividad, aumentar los
abonos, por tanto el ganado mayor, caballos y bovinos, extender en consecuencia los
pastos, forzosamente a expensas del trigo. La 14. ª máxima de Quesnay recomienda
«que se favorezca la multiplicación de los animales, pues son ellos los que proporcio-
nan a las tierras los abonos que producen ricas cosechas». la rotación trienal de culti-
vos, que, durante un año, deja reposar la tierra que se sembrará de trigo, sin permitir
demasiados cultivos secundarios sobre el barbecho, y que da absolutamente primacía
a los cultivos cerealista, no consigue en general más que rendimientos bastante débiles.
los terrazgos dedicados al trigo no son, desde luego, como los arrozales de los mundos
clausurados, cerrados sobre sr mismos. Para el ganado que necesitan alimentar, están
los bosques, los baldíos, los prados de siega, las hierbas del camino. Pero estos recursos
no son suficientes. Sin embargo, hay una solución descubierta y aplicada desde hace
mucho tiempo, aunque sólo en algunos territorios: en Artois, en el norte de Italia y
en Flandes desde el siglo XIV, en ciertos terrazgos alemanes en el XVI, y en Holanda e
Inglaterra con posterioridad. Consiste en alternar cereales y forrajes, con rotaciones
largas, que suprimen o reducen considerablemente el barbecho, con la doble ventaja
de proporcionar alimento al ganado mayor y de aumentar los rendimientos de cereales
reconstituyendo al tiempo la riqueza mineral del suelo 63 Pero, a pesar de los consejos
de los agrónomos, cada vez más numerosos, «la revolución agrícola» que comienza a
extenderse después de 1750, tardará un siglo entero en llevarse a cabo en un país como
87
El pan de cada día

Francia, donde, como se sabe, abundan las tierras de cereal, sobre todo al norte del
Loira. Y es que el cultivo con predominio cerealista es una atadura, una estructura de
Ja que es difícil liberarse. En la Beauce, con un cultivo cerealista ejemplar, durante
mucho tiempo los contratos de arrendamiento imponían el respeto de las tres hojas o
«añojales». En este caso, la agricultura «moderna» no creó escuela inmediatamente.
De ahí el juicio pesimista de los agrónomos del siglo XVIII, que veían en la supre-
sión del barbecho y la :;i_dopción de las praderas artificiales la condición primordial, por
no decir única, dd progreso de la agricultura. De acuerdo con este criterio, invariable-
mente, valoraban el nivel alcanzado por Ja modernización rural. En 1777, el autor de
un Dictionnaire topographique du Maine señalaba: «Cerca de Mayenne, tierras negras
y difíciles de cultivar; aún Jo son más cerca de La val donde [ ... ] los mejores labradores
con seis bueyes y cuatro caballos no pueden labrar anualmente más que 15 ó 16 ar-
pendes. Por eso se deja descansar Ja tierra durante 8, 10, 12 años seguidos» 64 . El mismo
desastre se produce en el Finisterre bretón, donde los barbechos «pueden durar 25 años
en las malas tierras y entre 3 y 6 en las buenas». Anhur Young cree, al recorrer Bre-
taña, que se encuentra nada menos que entre los hurones 6).
Peto se ti:ata de un fantástico error de apreciación, de un error de perspectiva illls-
trado por un reciente artículo de Jacques Mulliez con abundantísimos ejemplos y
pruebas. Hay, en efecto, en Francia, como en otros lugares de Europa, numerosas y
amplias regiones donde la hierba es más importante que el trigo, donde el ganado es
la riqueza dominante, el «excedente» comercial que permite vivir. Así sucede en los ma-
cizos cristalinos, las montañas medias, las zonas húmedas o pantanosas, los boscages,
las franjas marítimas (en Francia, Ja larga fachada de Dunkerquc a Bayona). Ahora
bien, cualquiera que sea su localización, este universo de la hierba es otra cara del Oc-
cidente rural ignorada por los agrónomos del siglo XVIII y de comienzos del XIX, ob-
nubilados por su deseo de aumentar a toda costa los rendimientos cerealistas y respon-
der así a las demandas de una población creciente. Naturalmente Jos historiadores les
han seguido. Sin embargo, es evidente que, en estas regiones, el barbecho, si lo hay,
es el elemento motor y no un tiempo o un peso muerto 1'6 • La hierba alimenta a los
rebaños, permitiendo conseguir carne, productos lácteos, ganado de cría o animales de
tiro, yeguas, caballos, terneros, vacas, bueyes, asnos, mulas. Además, ¿cómo se alimen-
taría París sin esta otra Francia? ¿Cómo se abastecerían los potentes mercados de gana-
do de Sceaux y de Poissy? ¿Dónde se encontrarían los innumerables animales de tiro
necesarios para el ejército y los transportes?
El error consiste en confundir barbecho de país cerealista y barbecho de país gana-
dero. El término resulta impropio fuera de las cierras de trigo de rotaciones regulares.
Cerca de Mayenne o de Lava!, como en otros lugares (incluso cerca de Roma), la la-
branza espaciada de los pastos y la siembra durante un año o dos de cereales, no es
más que una forma de restaurar las praderas: procedimiento que, por lo demás, se uti-
liza hoy todavía. El supuesto barbecho, en este caso, está lejos de ser un «barbecho
muerto», sin cultivar, como frecuentemente el de Ja rotación trienal. Proporciona pastos
naturales, reconstituidos de vez en cuando por Ja labranza, y también pastos cultiva-
dos. En Finisterre, por ejemplo, siempre se ha sembrado una variedad de aulaga, lla-
mada: jan allí; que es desde Juego, aunque no lo parezca, una planta forrajera. Arthur
Young lo ignoraba: y confundió con baldíos escandalosamente abandonados estas au-
ténticas praderas artificiales. En Vendée o en la Gátine del Poitou, Ja retama ha jugado
el mismo papel 67 Se trata aquí también de la utilización, sin duda muy antigua, de
plantas autóctonas. Pero no es de extrañar que, en estas regiones «atrasadas», el maíz,
planta forrajera y alimento humano a un tiempo, haya sido ampliamente adoptado y
que se hayan extendido relativamente pronto, durante Ja segunda mitad del siglo xvm,

88
El pan de cada día

El segador de V van Gogh


(Nuenen, 1885), am'ba, (Fun-
dación Van Gogh, Amster-
dam), y el de la.r Hcures de No-
cre-Dame, llamadas de Hen-
nessy (siglo XVI), abajo, utili-
zan, del mismo modo y con
más de dos siglos de distancia
(pero en la misma región) dos
instrumentos idénticos (píck en
hak). (Clichés Gemeentemusea
v<1n Amsterdam y Bibliotbeque
roya/e de Bruselas.)

89
El pan de cada día

diversas variedades de nabos, berzas, «turneps», en resumen, las plantas forrajeras mo-
dernas de la «revolución agrícola» 68 .
Por tanto, en Francia, y sin duda en Europa, las regiones ricas en ganado y pobres
en trigo contrastan con las regiones ricas en trigo y pobres en ganado. Hay contraste y
complementariedad, al exigir los cultivos cerealistas animales de tiro y abonos orgáni-
cos, y al carecer de grano las tierras ganaderas. El «determinismo» vegetal de la civili-
zación occidental no procede sólo del trigo, sino del trigo y de la hierba. Finalmente,
la entrada en la vida de los hombres del ganado, reserva de carne y de energía, es la
viva originalidad de Occidente. La China del arroz ha podido ignorar e incluso recha-
zar esta necesaria y lograda incorporación de los animales, renunciando al mismo tiempo
a poblar y explotar sus montañas. En todo caso, para Europa, cambiemos nuestro en-
foque habitual. Los países ganaderos considerados por los agrónomos de ayer como
países de agricultura atrasada, condenados a explotar «malas tierras», aparecen, tras el
artículo de J. Mulliez, más aptos para permitir vivir bien a los campesinos -mucho
menos numerosos, es cierto- que las «buenas tierras» cerealist:¡.s 69 • Si tuviéramos que
elegir retrospectivamente nuestro lugar personal de existencia, preferirfamos sin duda
el país de Bray al de Beauvaisis, el norte de las Ardenas, forestal y herbícola, a las be-
llas llanuras del sur, y quizá incluso, a pesar de los fríos del invierno, las regiones cer-
canas a Riga o Reval a los descubiertos campos y campiñas de la Cuenca parisina.

Bajos rendimientos,
compensaciones y castástrofes

El trigo tiene el imperdonable inconveniente de sus bajos rendimientos; no basta


para alimentar a sus consumidores. Todos los estudios recientes así lo establecen con
abundancia de detalles y de cifras. Entre los siglos XV y XVI, donde quiera que se lleven
a cabo los sondeos, los resultados son decepcionantes. Por cada grano sembrado; la co-
secha es a menudo de 5, a veces de mucho menos. Como hay que reservar el grano de
la siguiente siembra, tan sólo cuatro granos pot cada uno sembrado son destinados al
consumo. ¿Qué representa este rendimiento en nuestra escala habitual de rendimien-
tos calculados en quintales y por hectáreas? Antes de abordar estos sencillos cálculos,
pongamos en guardia al lector sobre su sencillez._No basta la verosimilitud en seme-
jante materia y además todo varfa con la calidad de las tierras, fos procedimientos de
cultivo y el cambiante clima de los años. La productividad, relación entre lo que se pro-
duce y el conjunto de los esfuerzos realizados con este fin (no siendo el trabajo el único
factor considerado), es un valor difícil de calcular, sin duda una variable.
Una vez hecha esta advertencia, supongamos que se siembra entre 1 y 2. hl de trigo
por hectárea, al igual que hoy (sin tener en cuenta el pequeño tamaño de las ahtiguas
variedades, y por tanto el mayor número de granos por hectólitro), y partamos de una
media de siembra de 1, 5 hl. De acuerdo con la relación de 5 a 1, se obtendrfan 7, 5
hl, ó lo que es lo. mismo aproximadamente 6 quintales. Son cifras muy bajas. Ahora
bien; como dice Olivier de Serres: «El explotador puede darse por satisfecho cuando
consigue que sir explotación rinda, por término medio, cinco o seis granos por cada
grano sembrado ... »7º. Lo mismo dice Quesnay ( 175 7) respecto al «pequeño· cultivo» de
su tiempo, sistema predominante (con gran diferencia) todaví¡i: en Francia: «Cada ar-
pende produce, poi: término medio, cuatro por uno[ ... ] una vez reser\iada la semilla
y descontado el die:i:mo» 71 . En el siglo XVIII, en Borgoña, según un historiador actual,
c:el rendimiento riormal de un suelo de calidad media, una vez reducida la semilla, es
generalmente de cinco a seis quintales por hectárea» 72 Estas cantidades son rrtuy vero-

90
El pan de cada día

símiles. Francia, hacia 1775, tenía quizá 25 millones de habitantes. En términos gene-
rales, se puede decir que vivía del trigo que producía, equivaliendo lo que importaba
a lo que exportaba, y compensándose los años buenos con los malos. Si se acepta un
consumo de cereales panificables de 4 hl por habitante y por año, necesitaba producir
100 millones de hl, u 80 millones de nuestros quintales. En realidad, la producción,
que suministraba, además, el grano de siembra y los cereales destinados al alimento
de los animales, debía rebasar ampliamente esta cifra. Era, de acuerdo con la elevada
estimación de]. C. Toutain, del orden de 100 millones de quintales 73 • Si se admite
una superficie sembrada de trigo de 15 millones de hectáreas, volvemos a una cifra de
producción de 6 quintales. Seguimos pues en los límites de nuestra primera estima-
ción, cerca de 5 ó 6 quintales (cifras pesimistas que no se pueden poner en duda).
Pero esta respuesta, que parece bastante justificada, está muy lejos de poner de ma-
nifiesto toda la compleja realidad del problema. Encontramos, al azar de contabilida-
des seguras, cifras muy superiores o muy inferiores a esta media aproximativa de 5 ó 6
quintales por hectárea.
Los imponentes cálculos de Hans-Helmut Wachter, en lo que respecta a los Vor-
werk-Domiinen, grandes dominios poseídos por la Orden Teutónica, y más tarde por
el Duque de Prusia, que se refiere a casi 3.000 cifras (de 1550 a 1695), dan las siguien-
tes medias de rendimientos (quintales por hectárea): trigo 8,7 (pero se trata de un cul-
tivo minúsculo); centeno 7 ,6 (dada la latitud, el cultivo del centeno tiende a conver-
tirse en prioritario); cebada 7; avena 3,7 tan sólo. Un estudio sobre el Brunswick da
cifras más elevadas, aunque débiles aún (esta vez para los siglos XVII y XVIII): trigo 8,5;
centeno 8,2; cebada 7,5; avena 574 • Récords tardíos, cabe pensar. Pues bien, desde prin-
cipios del siglo XIV, un propietario de Artois, Thierry d'Híre~on 7 5, atento a la buena
administración de sus .dominios, cosechaba en una de sus tierras en Roquestor (para 7
años conocidos, entre 1319 y 1327), por cada grano sembrado, 7,5; 9,7; 11,6; 8; 8,7;
7; 8, l, es decir aproximadamente entre 12 y 17 quintales por hectárea. De la misma
manera, Quesnay indica para el «gran cultivo» por el que aboga, rendimientos de 16
quintales o más por hectárea, récord que corresponde ya a una agricultura moderna,
capitalista, sobre la que volveremos más adelante 76 •
Pero, frente a estos récord que no son medias, tenemos sobreabundancia de datos
desconsoladores. El estudio de L. Zytkowicz 77 señala el bajo nivel de los rendimientos
en Polonia. Entre 1550 y 1650, el 60% de las cosechas de centeno dan, como media,
entre 2 y 4 granos por cada uno sembrado (el 10%, menos de 2); durante el siglo si-
guiente, estas cifras bajan más, y no se produce una clara mejoría hasta finales del si-
glo XVlll, representando entonces las cosechas que proporcionan entre 4 y 7 granos por
1, el 50% del total. En el caso del trigo y de 1a cebada, los rendimientos son algo su-
periores, pero la evolución sigue siendo parecida. En Bohemia se observa, por el con-
trario, un claro aumento de los rendimientos ya en la segunda mitad del siglo XVII.
Pero Hungría y Eslovaquia presentaban situaciones parecidas a la de Polonia 78 • Bien es
verdad que Hungría no se convierte en un gran productor de trigo hasta el siglo .XIX.
Pero no debe creerse que el rendimiento en los viejos terrazgos de Occidente fue siempre
mejor. En Languedoc 7'J, entre los siglos XVI y XVIII, el sembrador, trabajando duro, con-
seguía a menudo 2 y hasta 3 hl por hectárea. Avena, cebada, centeno o trigo crecían
demasiado apretados, se ahogaban, como todavía observaba, a lo largo de toda Euro-
pa, Alejandro de Humboldt 80 . Estas siembras masivas no producían en el Languedoc
del siglo XVI más que rendimientos miserables: menos de 3 por 1hacia1580-1585; 4
ó 5 por 1 como media en pleno siglo XVI!, hacia 1660-1670; después se produce una
nueva caída y una lenta recuperación a partir de 1730, hasta alcanzar una media de 6
por 1, después de 1750~ 1 •

91
El pan de r:ada día

Aumento de los rendimientos


y de las superji'cies sembradas
Estas reducidas medias no excluyen pues un lento pero continuo progreso, como lo
prueba la amplia investigación de B. H. Slicher van Bath (1963) 82 • Su valor consiste
en haber agrupado todas las cifras conocidas de rendimientos cerealistas que, aisladas,
no tenían prácticamente ningún sentido. Al ser relacionadas entre sf, definen un pro-
greso a largo plazo. En esta lenta competición hay que distinguir grupos de competi-
dores que van al mismo ritmo: en cabeza (1), Inglaterra, Irlanda y los Países Bajos; en
segunda posición (II), Francia, España e Italia; en tercer lugar (III), Alemania, los can-
tones suizos, Dinamarca, Noruega y Suecia; finalmente (IV), Bohemia entendida en
el más amplio sentido, Polonia, los países bálticos y Rusia.
Si se calcula un único rendimiento para los cuatro cereales principales (trigo, cen-
teno, cebada, avena), tantos granos cosechados por cada grano sembrado, es posible
distinguir, según los grupos y -los rendimientos alcanzados, cuatro fases: A, B, C, D.

RENDIMIENTOS CEREALISTAS EN EUROPA (1200-1820)

A. Hasta 1200-1249. Rendimiento de 3 a 3, 7 por 1


l. Inglaterra 1200-1249 3,7
U. Francia antes de 1200 3
B. 1250-1820. Rendimiento de 4, 1 a 4, 7
l. Inglaterra 1250-1499 4,7
II. Francia 1300-1499 4,3
III. Alemania, países escandinavos 1500-1699 4,2
IV. Europa del Este 1550-1820 4, 1
C. 1500-1820. Rendimiento de 6,3 a 7
I. Inglaterra, Países Bajos 1500-1700 7
11. Francia, España, Italia 1500-1820 6,3
Ill. Alemania, países escandinavos 1700-1820 6,4

D. 1750-1820. Rendimiento s11pen'or a JO


l. Inglaterra, Irlanda, Países Bajos 1750-1820 10,6

FUENTE: B. H. Slichcr Van Bath.

Es decir, una serie de lentos, modestos progresos de A a B, de B a C, de C a D.


No excluyen retrocesos de duración bastante amplia, como, por ejemplo, entre 1300 y
1350, entre 1400 y 1500 y entre 1600 y 1700, fechas aproximadas. Tampoco excluyen
variaciones a veces fuertes de un año a otro. Pero lo fundamental es subrayar una pro-
gresión a largo plazo, de 60 a 65 % . Se observará también que los progresos realizados
en la última fase, 1750-1820, coinciden con el auge de países poblados, Inglaterra, Ir-
landa y Países Bajos. Existe desde luego correlación entre el aumento de los rendimien-
tos y el alza de la población. Ultima observación: los progresos iniciales fueron relati-
vamente los más fuertes, el progreso de A a B es proporcionalmente mayor que el de
B a C. El paso de 3 por 1 a 4 por 1 representó un paso decisivo, el lanzamiento (a
grandes rasgos) de las primeras ciudades de Europa, o un rclanzamiemo de aquéllas
que no habían desaparecido durante la alta Edad Media. Pues las ciudades dependie-
ron desde luego de un excedente de producción cerealista.

92
El pan de cada día

LOS RETROCESOS CEREALISTAS {1250-1750)

Rendimient05
por Disminuciones
1 grano sembrado (%)

Inglaterra 1250-1299 4,7


1300-1349 4, l 16
1350-1399 5,2
1400-1449 4,6 14
Inglaterra 1550-1)99 7,3
Paí.rerBajos 1600-1649 6,5 13
Alemania 1550-1599 4,4
Escandinavia 1700-1749 3,8 18
Europa on'ental 1550-1599 4,5
1650-1699 3.9 17
FUENTE: B, H. Slichcr Van Iiach

No es nada extraño que las tierras de pan llevar foeran ampliadas a menudo, en
particular con motivo de cada empuje demográfico. La Italia del siglo XVI fue objeto
de intensas mejoras en las que los capitalistaS genoveses y venecianos invirtieron in-
mensas sumas de dinero. Conseguir tierras de labor desecando ríos, lagunas y tierras
pantanosas, tafando bosques y acondicionando landas fue un trabajo lento que no cesó
de atormentar a Europa, de condenarla a esfüerzos sobrehumanos, esfuerzos que, con
mucha frecuencia, se realizaron a expensas de la vida campesina. El campesino era víc-
tima de una doble servidumbre, la de los señores y la del mismo trigo.
Se ha dicho muchas veces que la agricultura era la mayor industria de la Europa
preindustrial. Pero era una industria en continuas dificultades. Incluso en los grandes
países cerealistas del Norte, las tierras nuevamente cultivadas no eran más que un mal
menor, «Un lanzamiento económico», a la larga sin eficacia. Extender el cultivo del
trigo (lo hemos visto de pasada en el caso de Polonia, y un gráfico de Heinrich Wachter
lo demuestra para Prusia de manera formal 8l; lo mismo podría decirse de Sicilia), su-
pone condenarse a rendimientos decrecientes. Por el contrario, apostando por los cul-
tivos forrajeros y la ganadería, la Inglaterra del siglo XVIII consiguió aumentar, de forma
revolucionaria, sus rendimientos cerealistas.

Comercio local
y comercio internacional del trigo

Al vivir el campo de sus cosechas y las ciudades de los excedentes, lo prudente para
una· ciudad consistía en abastecerse con productos al alcance de su mano, «en sus propias
posesiones», como aconsejaba ya una deliberación de Bolonia en 1305 8'1• Este abasteci-
miento en un pequeño círculo de 20 a 30 km evitaba transportes onerosos y el recurso,
siempre aleatorio, al extranjero; funcionaba muy bien porque las ciudades tenían con-
trolados, casi en todas partes, los campos de su entorno. En Francia, hasta Turgot y
hasta la «guerra de las harinas», incluso hasta la Revolución, el campesino se veía obli-

93
El pan de cada día

Transporte de trigo a lomo de mulos en Italia. Pinacoteca de Siena. (Fotografía Sea/a.)

gado a vender el tngo en la plaza del mercado de la ciudad cercana. Durante las re-
vueltas que acompañaron la penuria del verano de 1789, los amotinados se apoderaron
de los comerciantes de granos con fama de acaparadores: todos les conocían ya de an-
temano. Esto es verdad, sin duda, para toda Europa. En el siglo xvm, en Alemania,
se encuentran por todas partes medidas contra los «usureros», acaparadores de granos,
los Getreidewucher.
Esta vida de intercambios locales dista mucho de discurrir sin tropiezos. Toda mala
cosecha obliga a las ciudades a recurrir a graneros privilegiados. Desde el siglo XIV sin
duda, llegaron los trigos o los centenos del Norte al Mediterráneo 85 • Con anterioridad
a esta época, Italia recibía trigo bizantino, y más tarde turco. Sicilia ha sido siempre
una gran despensa, como Canadá, Argentina y Ucrania en la actualidad.
Al ser ventajosos los transportes por vía marítima o fluvial para este tipo de mer-
candas tan pesadas, convenía que estos graneros, providenciales para las grandes ciu-
dades, tuvieran un acceso fácil, al borde del mar o de ríos navegables. Hasta finales
del siglo XV, Picardía y Vermandois exportaron granos, los años de buena cosecha, hacia
Flandes por el Escalda, y hacia París por el Oise; Champaña y Barrois abastecían a París
en el siglo XVI, a partir de Vitry-le-Fran~ois, mediante la navegación a veces peligrosa
por el Marne 86 • En la misma época, el trigo descendía de Borgoña, en toneles, por el

94
Comercio internacional del trigo: las barcas cargadas de grano polaco, siguiendo el Vístula, llegan
a Gdansk. Detalle del cuadro, infra, III, p. 31.

Saeme y el Ródano, y Arles era, gracias a estas navegaciones río arriba, un centro ce-
realista. Cuando la ciudad de Marsella temía que hubiera escasez, se dirigía a sus fíeles
amigos, los Cónsules de Arles 87 • Más tarde, se convirtió a su vez, sobre todo en el si-
glo XVlll, en un gran puerto del «trigo de mar». Toda Provenza recurría a ella en las
horas difíciles. Pero prefería, para su propio consumo, el buen trigo local al que im-
portaba, más o menos deteriorado por el transporte marítimo 88 • También Génova comía
el trigo caro procedente de Romagna y reexportaba el trigo barato que compraba en
Levante 89 •
A partir del siglo XVI, los trigos nórdicos van ocupando un lugar cada vez más im-
portante en el comercio internacional de los cereales, a expensas, con frecuencia, del
propio exportador. Si se piensa en la gran cantidad de grano que Polonia exporta cada
año, explica un diccionario de comercio ( 1797)'1º, se creerá que este país es uno de los
más fértiles de Europa, pero quien lo conozca bien, a él y a sus habitantes, pensará de
muy diferente manera, ya que, aunque cuenta con regiones fértiles y bien cultivadas,
existen otras mucho más fértiles y mejor cultivadas todavía y que, no obstante, no ex-
portan granos. «La verdad es que los nobles son los únicos propietarios y que los cam-
pesinos son esclavos, aquéllos, para mantenerse, confiscan, en beneficio propio, el sudor

95
El pan de cada día

y los productos de éstos, que constituyen por fo menos siete octavos de la población y •.
sin embargo, se ven obligados a alimentarse de pan de cebada y de avena. Mientras
que los demás pueblos de Europa consumen la mayor parte de sus mejores granos, los
polacos sólo se quedan con una muy escasa parte de su trigo y de su centeno, hasta el
punto de que se podría pensar que sólo cosechan para el extranjero. Los propios nobles
y burgueses avariciosos comen tan sólo pan de centeno, reservándose el pan de trigo
únicamente para la mesa de los grandes señores. No es exagerado afirmar que una sola
ciudad de los demás Estados de Europa consume más trigo que todo el reino de
Polonia.»
Europa encuentra casi siempre en sus fronteras, nórdicas u orientales (el Imperio
turco), e incluso meridionales (los países bereberes, Cerdeña, Sicilia), los países mal po-
blados o poco evolucionados capaces de suministrarle el grano que le falta. Es un fe-
nómeno marginal obj¿t:o de frecuentes revisiones. Un granero se cierra, otro se abre:
en la primera mitad del siglo XVII, Suecia91 (Livonia; EStonia, Escania); más tarde,
después de 1697 y hasta 1760 aproximadamente, con el impulso de primas concedidas
a la exportación que favorecieron los enclosurei, Inglaterra:; en el siglo xvm, las cofo-
nia5 inglesas de América92 •.

Eri todos fos casos; el iriceritivó es el pago al contado, Ya que en el comercio de los
trigos, el rieo paga siempre al eontado --"""el pobre cae en la tentación::-'-'-, y; como es
lógieo, para mayor. beneficio dé fo~ intermediarios; así, pot ejemplo, esos tometciantes
usureros que compran el trigo "verde>, por adelantado, en el reino de Nápoles y en
otros higates. Vénecia; en 1227; pagaba: ya su trigo en Apulia eón lingotes de oto 93 .
De fa misma maneta, las minúsrnlas bateas bretonas traían; en los siglos xvi y xVu, el
trigo del que catecfa Sevilla y sobre todo Lisboa; pero se llevaban la contrapartida eri
pfata, o en "oto rojo» de Portugal, cosa prohibida para cualquier otro coIIiercio94 • En
el sigfo xVil, las exportaciones de trigo desde Ai'nsterdam hacia Fraricia y España sepa-
gaban también ert metálico. «En los últimos años, escribe en 1754 un pseudo-inglés,
la abundancia de nuestros trigos y su exportación ha sostenido nuestro cambio>95 En
1795, Francia estaba al borde del hambre. Los emisarios enviados a Italia no encontra-
ron, para obtener trigo, más sistema que mandar de Marsella a Livorno cajas con ob-
jetos de plata «que se han vendido al peso, sin tener en cuenta su hechura, que valía
tanto como la materia» 96
En todo caso, este comercio fundamental jamás afectaba a cantidades tan impor-
tantes como podría pensarse a priori. En el Mediterráneo del siglo XVI, había aproxi-
madamente 60 millones de personas. A razón de 3 hl por cabeza, el consumo global
sería de 180 millones de hectólitros, es decir, 145 millones de quintales. Ahora bien,
un cálculo muy a grandes rasgos indica que el comercio marítimo afectaba a uno o dos
millones de quintales, es decir, aproximadamente un 1 % del consumo total. El por-
centaje sería aún menor si se calculara un consumo de 4 hl por habitante.
La situación no se modificó en el siglo XVII. Danzig, el principal puerto cerealista,
exportaba: 1.382.000 quintales en 1618, 1.200.000 en 1649 (cifras redondeadas) 97 Si
suponernos que en el Norte, considerado globalmente, había tres o cuatro Danzigs en
total, la cantidad se sitúa entre 3 y 5 millones de quintales aproximadamente. Es decir,
a grandes rasgos, si añadimos un millón de quintales qu17 podía proporcionar el Medi-
terráneo; 6 millones como máximo para el comercio europeo del trigo. Cifra enorme
pero irrisoria; comparada con los 240 millones de quinta1es que consumían los euro-
peos (100 millones de habitantes a razón de 3 hl por persona). Además estas exporta-
ciones récords no se mantendrán: así, por ejemplo, en 1753-1754, Danzig ya no ex-
portaba más que 52.000 /asts (624.000 quintales) 98 • Turgot situaba el comercio inter-
nacional de granos, en esta época, entre 4 y 5 millones de quintales, cifra que Sombart
considera excesiva 99 No olvidemos, por último, que estas cantidade,s supletorias de ce-

96
El pan de cada día

reales circulaban casi exclusivamente por mar, de forma que sólo las potencias maríti-
mas conseguían conjurar las hambres recurrentes• 00 •
Teniendo en cuenta los medios de la época, estos comercios a larga distancia cau-
sarán siempre asombro; asombrará que, en 1336, los Bardi de Florencia al servicio del
Papa Benedicto XII consigan expedir trigo de Apulia a Armenia 101 ; que los mercaderes
de Florencia logren, desde el siglo XIV, manipular cada año quizá 5.000 ó 10.000 to-
neladas de trigo sicilianorn2 ; que los grandes duques de Toscana, Venecia y Génova
logren, mediante los comerciantes internacionales y las letras de cambio en Nuremberg
y Amberes, hacer circular varias decenas de miles de toneladas de cereal, del Báltico y
del mar del Norte, para colmar el déficit de los calamitosos años 1590 en el Mediterrá-
neo103; que la rica y todavía tosca Moldavia envíe a Estambul, como media anual,
350.000 hl, en el siglo XVl, o que al final del siglo XVIII, un barco bostoniano llegue
a Estambul cargado de harina y de granos americanos ... rn4 •
También cabe extasiarse ante los «docks» y depósitos instalados en los puntos de par-
tida, en los caricatori 10) de Sicilia, en Danzig, Amberes (importante a partir de 1544),
Lübeck o Amsterdam; en los puntos de llegada, en Génova, Venecia (en esta última
había 44 almacenes en 1602); o ante las comodidades de este comercio del trigo, faci-
litado por la circulación de los billetes, de las cédulas de grano de los can'catori
sicilianos 106 •
No obstante, este comercio siguió siendo episódico, marginal, más «vigilado que
materia de Inquisición». Hubo que esperar al siglo XVIII, y aun así, para que se crearan
algunos grandes sistemas de compra, de almacenamiento, de redistribución, a falta de
los cuales era imposible que la mercancía, muy pesada y perecedera, pudiera ser objeto
de un comercio regular a larga distancia. En el siglo XVI, no existían todavía, ni en Ve-
necia, ni en Génova, ni en Florencia (salvo quizá los Bardi Corsi), grandes comercian-
tes independientes y especializados, ni siquiera parcialmente, en el comercio de granos.
Cuando surgía la ocasión, con motivo de alguna crisis violenta, se ocupaban de ello.
Las grandes casas portuguesas, como la de los Jiménez, que financiaron, durante la
greve crisis de 1590, el importante tráfico de trigos nórdicos hacia el Mediterráneo, ga-
naron sin duda en la operación, según dice un experto, del 300% al 400% 107 ••• Pero
se trata de una excepción. Por lo general, los grandes comerciantes no mostraban ex-
cesivo interés por este comercio aleatorio, coercitivo. En realidad, no hubo concentra-
ción de estos negocios antes del siglo XVIII. El comercio de los «trigos» en Marsella,
cuando la escasez de 177 3, estaba casi monopolizado por un número de comerciantes
que imponían su ley'°ª·
De los grandes negocios de trigo que conocemos -las «brillantes» compras de trigo
de Gustavo Adolfo en Rusia; las compras de Luis XIV en la plaza de Amsterdam, en
vísperas de la invasión de Holanda, en 1672; o bien la orden dada por Federico 11, el
27 de octubre de 1740, al día siguiente de haberse enterado de la muerte del empera-
dor Carlos VI, de comprar de inmediato entre 150.000 y 200.000 boisseaux de centeno
en Polonia, Mecklemburgo, Silesia, Danzig y otros lugares extranjeros (lo que había
de provocar posteriormente dificultades en Rusia)-, de esos grandes negocios, muchos
están relacionados con el juego militar de los Estados. Y el ejemplo de Federico 11 lo
demuestra: hay que dirigirse, si es urgente, a todos los graneros a la vez, ya que los
mercados carecen de profundidad. Además los obstáculos a un libre comercio se en-
cuentran como multiplicados sin motivo, agravan una circulación ya difícil en sí misma.
Así lo demuestra el ejemplo de Francia durante los últimos años del Antiguo Régimen.
La administración monárquica, deseosa de hacer las cosas bien, crea, rechazando ini-
ciativas privadas demasiado libres, un monopolio del comercio del trigo en su propio
beneficio, o mejor dicho en beneficio de los comerciantes a su servicio y de sus agentes,
operación realizad~ por encero a sus propias expensas y para su mayor perjuicio. Pero

97
El pan de cada día

el antiguo sistema, incapaz de asegurar el abastecimiento de las ciudades cuyos efecti-


vos habían aumentado, originó monstruosas prevaricaciones y reiteradas conclusiones,
susceptibles de crear la leyenda del Pacto de Hambre 109 Digamos en este caso que no
hay humo sin fuego.
Todo esto era muy grave. El trigo representaba la vida entera de Francia al igual
que la de todo el Occidente. Bien conocida es la «guerra de las harinas»'rn consecutiva
a las medidas intempestivas de Turgot sobre la libre circulación de los granos. «Tras
haber saqueado mercados y panaderías, dice un contemporáneo, puede temerse que
nuestras casas sean saqueadas y nosotros degollados.» Y añade: «Si las granjas empie-
zan a ser saqueadas, ¿por qué no han de serlo los castillos?» 111

Trigo
y calorías

Actualmente un hombre está acostumbrado a 3. 500 o 4.000 calorías diarias, si per-


tenece a un país rico y a una clase privilegiada. Estos niveles no eran desconocidos antes
del siglo XVIII. Pero estaban aún más lejos que hoy de ser la norma. En todo caso, como
nuestros cálculos exigen un punto de referencia, adoptemos esta cifra de 3. 500 calorías.
Es, además, el nivel alcanzado por un cálculo de Earl J. Hamilton 112 sobre el valor nu-
tritivo de la comida habitual, reservada, hacia 1560, a las tripulaciones de la flota es-
pañola de Indias, buen récord sin duda si se aceptan, a ojos cerrados, a pesar de la au-
toridad y de la prudencia de Courteline, las cifras de Intendencia, para quien la sopa
que sirve siempre es buena ...
Recordemos que tenemos noticias de raciones aún más altas, en mesas principescas
o privilegiadas (así por ejemplo, en Pavía, a principios del siglo XVIII, en el Colegio
Borromeo). A decir verdad, estos récords aislados no deben confundirnos. Cuando se
consideran valores medios, como por ejemplo en el caso de las grandes masas urbanas,
el nivel se sitúa a menudo alrededor de las 2.000 calorías. Este es el caso de París, en
vísperas de la Revolución. Claro que las cifras en nuestro poder, poco numerosas toda-
vía, nunca resuelven con precisión los problemas que nos preocupan. Tanto más cuanto
que se discute incluso el propio criterio de las calorías para considerar sana una alimen-
tación que exige un equilibrio entre glúcidos, prótidos y lípidos. Además ¿deben in-
cluirse en la ración de calorías el vino y el alcohol? Se acostumbra a no atribuirles nunca
más del 10% de la ración de calorías; lo que se bebe por encima de este porcentaje no
se tiene en cuenta en los cálculos, lo que no quiere decir que este excedente no haya
significado nada para la salud o el gasto de los bebedores.
En todo caso, se perfilan ciertas reglas. Así, por ejemplo, la proporción de los di-
ferentes tipos de alimentos pone de relieve la diversidad o, con más frecuencia, la mo-
notonía de los menús. La monotonía es evidente siempre que la parte de los glúcidos
(digamos para mayor sencillez hidratos de carbono e incluso, con un pequeño margen
de error, cereales) rebasa ampliamente el 60% de la ración expresada en calorías. En
este caso, la parte correspondiente a la carne, al pescado, a los productos lácteos es bas-
tante restringida, y predomina la monotonía. Comer equivale a consumir pan, y más
pan; o bien gachas, durante toda la vida.
Una vez precisados estos criterios, parece indudable que el norte de Europa se ca-
racteriza por un mayor consumo de carne, mientras que en el sur la parte correspon-
diente a los hidratos de carbono sería mayor, salvo desde luego en el caso de los con-
voyes militares en donde los toneles de carne salada y de atún mejoraban la ración
habitual.

98
0
RACION DIARIA DE CALORIAS
7500
5 000
2 500

ORIGEN DE LAS CALORIAS


k-~i Cereales
- C11me, pese11Jo
CJ BebifÍll (limit11fÍ111Z 10%)
W] Productos licteo1, 11&eile

I!xpedición e1p11iio/11
(mar) 1578

12. REGIMENES ALIMENTARIOS DE ANTAÑO (EVALUADOS EN CALORIAS)


Mapa elaborado con los dalos do algunos sondeos, y que represen/a menús rela1i11a'1tente pn"11ilegiados. Para realizar un
mapa ni/ido para toda &ropa. ha!Jña que encontrar •nile1 de ejemplos, relati1ms a todos los niveles sociales y a diferenle.1
épocas. (Tomado de F. Spooner, 1Régime1 alime'1taires d'autrefois>.)
El pan de cada día

PRESUPUESTO DE UNA FAMIUA DE ALBAÑIL


(5 personas) en Berlín hacia 1800
en porcentaje de renta

vestido y 11t111"os
luz,
CllÍefflCúón
11.t if.
ll/ojt1miento'
13. PRESUPUESTO DE UNA
FAMILIA DE ALBAÑIL EN
BERLIN HACIA 1800

prori11ctos 1 ~ Se i111pone la comparación con las cifra<


calc11ladas para el gasto alimenlario
de on'gen '9 medio riel parisino, en 1788 y 18J4 (p.
t1nimlll 101). El pan representa aq11í mucho mii
11, 5 otros productos riel JO% del gasto alimentario de la fa-
bebidas de origen vegelll/ m11ia. proporción enorme si se tiene en
cuenta el precio relativo de los cereales.
Tenemos en este caso, pues, un ejemplo
concreto de lo que puede ser un régi-
fllimentadón 72 ,7 men alimentan'o monótono y difici1.
(Según W. Abe/.)

Tampoco es de extrañar que la mesa de los ricos sea más variada que la de los
pobres, siendo la calidad más que la cantidad un signo distintivo 113 • En Génova, hacia
1614-1615, en la lujosa mesa de los Spínola, los cereales representaban el 53 % tan sólo
de las calorías, mientras que, en la misma fecha, su,ponían el 81 % del consumo de los
pobres, en el hospital de los Incurables (señalemos que un kilo de trigo equivale a
3.000 calorías, mientras que un kilo de pan equivale a 2.500). Si se comparan los demás
capítulos del régimen alimenticio, los Spínola no consumen más carne ni más pescado,
pero sí dos veces más cantidad de productos lácteos y de materias grasas que los enfer-
mos del hospital, y su alimentación, infinitamente más variada, incluye muchas frutas,
legumbres y azúcar (3% de los gastos). De la misma manera, podemos estar seguros
de que los residentes del Colegio Borromeo (1609-1618), a pesar de sus fuertes raciones
alimenticias (casi increíbles: entre ) .100 y 7 .000 calorías diarias), aunque están sobrea-
limentados, no lo están con productos muy variados: los cereales representan hasta el
73% del total. Sus alimentos no son, no pueden ser muy delicados.
Más tarde o más temprano, se encuentra una alimentación urbana más variada, por
lo menos más variada que en los campos, siempre que son posibles las investigaciones.
En París, donde el consumo se establece, hacia 1780, como queda dicho, en unas 2.000
calorías aproximadamente, los cereales no suponen más que el 58% del total, es decir
más o menos una libra diaria de pan 114 • lo que corresponde además a cifras (anteriores
y posteriores) que indican, como ración media de pan de los habitantes de París: en
1637, 540 g; en 1728-1730, 556; en 1770, 462; en 1788, 587; en 1810, 463; en 1820,
500; en 1854, 493 11 ). Estas medidas no están, desde luego, garantizadas, como tam·
poco lo está la cifra de 180 kg por persona que parece ser la que corresponde a prin-
cipios del siglo XVII al consumo anual de Venecia 116 , según un cálculo discutible, pero
otras indicaciones hacen pensar en la existencia, en Venecia, de una clase obrera exi.

100
El pan de cada día

gente, bien pagada, y, entre las clases acomodadas, en la existencia de costumbres dis-
pendiosas propias de personas cuya ciudadanía databa de muy antiguo.
En conjunto, no existe Ja menor duda de que el pan se consume masivamente
mucho más en el campo que en la ciudad, así como en lo más bajo de la escala obrera.
Según Le Grand d' Aussy, en 1782 un peón o un labrador llegaban a consumir en
Francia dos o tres libras de pan al día, «pero todo aquel que tiene alguna otra cosa que
comer no consume esta cantidad». No obstante, todavía hoy, en la Italia meridional,
se pueden ver en las obras a algunos trabajadores cuya única comida consiste en una
enorme hogaza, acompañada, como si se tratara de un condimento, de unos tomates
y unas cebollas, lo cual se llama significativamente el companatico: lo que va con el pan.
Este triunfo del pan se debe, desde luego, al hecho de que a igualdad de poder en
calorías, el trigo -junto con el alcohol de granos, añade un historiador polaco 117 , que
rehabilita así de paso la propensión a beber, y no sólo a comer trigo, de los campesinos
de su país- es, relativamente, el alimento menos caro: hacia 1780, vale once veces
menos que la carne, sesenta y cinco veces menos que el pescado fresco (de mar), nueve
veces menos que el pescado de río, tres veces menos que el pescado salado, seis veces
menos que los huevos y tres veces menos que la mantequilla y que el aceite ... En los
presupuestos calculados para el parisino medio, en 1788 y en 1854, el trigo, primer
suministrador de energía, sólo ocupa el tercer puesto de los gastos, después de la carne
y el vino (17% tan sólo, en ambos casos, del gasto total) 118 •
Esto viene a rehabilitar a ese trigo, del que tan mal hemos hablado, porque era ne-
cesario hacerlo. Es el maná de los pobres y «SU escasez[ ... ] ha sido el barómetro de los
demás alimentos». «Estamos en 1770, escribe Sébastíen Mercier, en el tercer invierno
consecutivo con escasez de pan. Ya el año pasado, la mitad de los campesinos necesitó
acudir a la caridad pública y este invierno será el colmo, porque todos aquellos que
han vivido hasta ahora gracias a la venta de sus bienes ya no tienen actualmente nada
que vender» 119 • Para los pobres, si falta el trigo, falta todo. No olvidemos este aspecto
patético del problema, esta esclavitud a la que el trigo tiene sometidos a productores,
intermediarios, transportistas y consumidores. Se producen movilizaciones, alertas cons-
tantes. «El trigo que alimenta al hombre ha sido al mismo tiempo su verdugo», dice,
o mejor dicho repite, Sébastien Mercier.

Precio del trigo


y nivel de vida

La frase de S. Mercier apenas es excesiva. En Europa, el trigo representa la mitad


de la vida cotidiana de los hombres. El precio del trigo varía sin cesar, a merced de los
stocks, de los transportes, de las inclemencias que presagian y determinan las cosechas,
a merced de las propias cosechas, y, por último, el momento del año, inscribiéndose
en nuestros gráficos retrospectivos como las oscilaciones de un sismógrafo. Estas varia-
ciones afectan tanto más a la vida de los pobres cuanto que éstos rara vez pueden es-
capar a las subidas estacionales adquiriendo masivas provisiones en el momento opor-
tuno. ¿Cabe considerarlas como una especie de barómetro del nivel de vida de las
masas, a corto y a largo plazo?
Para aclarar el problema se presentan pocas soluciones y siempre imperfectas: com-
parar precio del trigo y salarios, pero muchos salarios son en especie, o parte en especie
y parte en dinero; calcular los salarios en trigo o en centeno (tal es el proceder de W
Abel en el gráfico que reproducimos); fijar el precio medio de una «cesta de la compra»
tipo (según las soluciones de Phelps Brown y Sheila Hopkins 12º); por último, tomar

101
El pan de cada día

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SALARIOS

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l4tl0 ISOO J6[l0 r700 1800 '
14. SALARIOS Y PRECIOS DEL CENTENO EN GOTINGA (SIGLOS XV-XIX)
El precio del eenleno e.<ltÍ caleulado en rcichmark de plala y el salario (que e1 el de un leñador q11e trabaja a destajo) e.<ltÍ
expresado en kilogramos de centeno. l.a correlación e11trt la subida de lot precio¡ del centeno y la dismm11ción del .ralarin
real es e•idente, y lo m1imo sucede a la invena. (Según 117 Abe/-)

como unidad el salario-hora de los obreros más desfavorecidos, por •o general los peones
de albañ.il o los amasadores de yeso. Este último método, el de Jean Fourastié y sus
discípulos, especialmente R. Grandamy, tiene sus ventajas. En definitiva ¿qué ponen
de manifiesto estos precios «reales»? Seguramente que el quintal (nos ha parecido per-
tinente efectuar esta reducción a partir de las antiguas medidas) de trigo se mantiene,
hasta aproximadamente 1543, por debajo de 100 horas de trabajo, para permanecer
después por encima de esta línea crítica, hasta 1883 aproximadamente. Con esto queda
casi perfilada la situación francesa e, incluso, grosso modo, la situación de Occidente,
que es parecida. Un trabajador cumple aproximadamente 3.000 horas de trabajo al
afio, su familia (4 personas) consume aproximadamente 12 quintales al año ... Superar
la línea de las 100 horas para un quintal siempre es grave; la de 200 señala la cota de
alerta; la de 300 significa el hambre. René Graodamy piensa que la línea de las 100
se atraviesa siempre verticalmente, o por una subida en flecha, como ocurrió hacia me-
diados del siglo XVI, o por un descenso brusco, como en 1883, realizándose siempre el
movimiento a mucha velocidad una vez pasada la línea en un sentido o en otro. Du-
rante los siglos que estudia este libro, los precios reales han oscilado en una dirección
desfavorable. El único período beneficioso fue el posterior a la peste negra, lo que nos
obliga a una revisión sistemática de los antiguos puntos de vista.
Conclusión: miseria de los asalariados urbanos; miseria también de las gentes del
campo, donde los salarios en especie siguieron aproximadamente los mismos ritmos.
Por tanto, la norma, en lo que se refiere a los pobres, está bastante clara: se ven obli-
gados a volcarse hacia los cereales secundarios, «sobre los productos menos caros pero
que suministran no obstante un número suficiente de calorías, a abandonar los alimen-
tos ricos en proteínas para consumir un alimento basado en las fécula». En vísperas de
la Revolución francesa, en Borgoña, «exceptuando al labrador con gran cantidad de
tierras, el campesino come poco trigo. Este cereal de lujo está reservado a la venta, a
los niños pequeños, a contados festejos. Se le utiliza más para obtener dinero que para
la propia alimentación ... Los cereales secundarios representan la parte esencial del ali-
mento campesino: conceau o comuña, centeno en los hogares más ricos, centeno y
avena en los más pobres, maíz en Bresse y en el valle del Saóne, centeno y alforfón en

102
El pan de cada día

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15. DOS EJEMPLOS DE PRECIOS REALES DEL TRIGO


Eite gráficn pretende subrayar el significado del movit1tiento de lo,· salarios reales (expresados en trigo). Las medidas anti-
g11as están red11&1'das a q11intales actuales y los precios del tn'go •akularlos en decenas de hor11s de trab11jo de un peón. La
línea JO (100 horas de 1rab11jo) repreJenla el 11mbral crítico por encit1Z11 del c11al comienza una uida dificil para los trabaja-
dores; Je vuelve cat11strófic11 cuando 11/c11nza las 200 boraJ, y la eJCttJez es la nom1a por encima de 141 300 (cifia mixi11111
al&11nZ11d11 en 1709: miJ de J 00).
El i11teréi del gnificn Je centr11 en el cruce de a1!lbas c11T11as: en IJ40-1JJO, se rebasa la línea de /aJ 100 horas y no se volueni
a ese bajo nivel hllJla 1880-1890, despuéJ de un m11y l11rgo período de carestía. El paJo de 111 línea de las 100 hoTtJJ se hace
Jiempre rápidamenle, tanto al ascender como al descender, produciéndose en ambos casos '"' rnouimiento de b11scul11ción
de toda la economía.
Eite gráfico es un nueuo testimonio de una relatiua 11b11ndancia popular en el siglo XV. a pesar de algunos momenlos de
inlensa 11/11rma, co"espondientes, como eJ lógico, a l11s malas cosech11s. (fomado de R. Grandamy, in: J. Fourastié, Priic de
vente et p1ix de =icor, 14. •serie.)

103
El pan de cada día

el Morvan~ 121 • Hacia 1750, en Piamonte, el consumo medio (en hl) es como sigue: trigo
0,94; centeno 0,91; otros granos 0,41; castañas 0,45 122 , es decir un total de 2,71 hl al
año. En esta ración más bien insuficiente, el trigo representa una parte modesta.

Pan de ricos,
pan y gachas de los pobres

De la misma manera que hay trigo y trigo, hay pan y pan. En Poitiers, en diciem-
bre de 1362, «cuando el precio del sextario de crigo alcanza los 24 sueldos, hay cuatro
variedades de pan; el pan choyne, sin sal, el pan choyne salado, el pan de saf!eur y el
pan rebottlet». El pan choyne, salado o no, era el pan blanco de calidad superior, fa-
bricado con harina tamizada. El pan de saf!eur (término utilizado todavía en nuestros
días) se hacía con harina sin tamizar. En cuanto al reboulet, estaba fabricado con 90%
de harina tamizada y contenía un salvado menudo «llamado todavía riboulet en el
patois del Poitou:t. Estas cuatro categorías correspondían a períodos estables del precio
medio dd trigo. Cuando los precios eran bajos, o mejor dicho razonables, tan sólo es-
taban autorizadas tres categorías, pero si subían podían fabricarse hasta siete calidades
diferentes: se utilizaba entonces toda la gama de panes de mala calidad m. No hay
mejor prueba (el ejemplo del Poitou está tomado entre otros muchos) de que la desi-
gualdad era la norma. El pan a veces no tiene de pan más que el nombre. Con fre-
cuencia, ni eso.
Europa, fiel a una vieja tradición, continuó alimentándose, hasta el siglo XVIIII, de
sopas bastas, de gachas. Estas son más antiguas que la propia Europa. La puls de los
etruscos y de los antiguos romanos estaba hecha a base de mijo, la alica era otra sopa
a base de fécula, incluso de pan; se habla de una alica púnica, plato de lujo compuesto
de queso, miel y huevos 124 • La polenta (antes de hacerse con maíz) era una especie de
puré de granos de cebada tostados, y después molidos, a menudo mezclados con mijo.
Ert Artois, en el siglo XIV, probablemente antes, pero con seguridad más tarde, la avena
servía «para preparar el grumel, gachas muy utilizadas por las poblaciones rurales m».
En el siglo XVI y hasta el siglo XVIII, en Sologne, en Champaña, en Gascuña, eran
corrientes las gachas de mijo. En Bretaña, se hacían además unas sopas espesas de al-
forfón, con agua o leche, llamadas grou 1'G. En Francia, a principios del siglo XVIII, los
médicos recomendaban el gruau siempre y cuando estuviera «hecho con avena bien
granada».
No todas estas prácticas antiguas han desaparecido en la actualidad. El porridge es-
cocés e inglés no es más que una pasta de avena; en Polonia y en Rusia, la kacha, de
centeno molido y tostado, se cuece como el arroz. Sin darse cuenta, con sus medios
improvisados, un granadero inglés, durante la campaña de España de 1809, volvía él
también a una vieja tradición: «Preparábamos ese trigo, cuenta, haciéndolo cocer como
arroz, o también, si nos resultaba más cómodo, molíamos el grano entre dos piedras
lisas y lo poníamos entonces a cocer para conseguir una especie de pasta espesa 1' 7». Un
joven sipahi turco capturado por los alemanes cerca de Temesvar en 1688, Osman Aga,
se las ingeniaba aún mejor ante el asombro de sus guardianes. Habiéndose agotado el
Kommissbrot, el pan reglamentario, la intendencia había distribuido a los soldados ra-
ciones de hariria (llevaban dos días sin avituallamiento alguno). Sólo Osman Aga supo
amasada con un poco de agua y cocerla en el rescoldo, habiéndose encontrado ya, según
dijo, en circunstancias análogas 128 • Porque lo que se come con frecuencia en Turquía
y en Persia es una especie de pan, pan sin levadura, amasado y cocido en el rescoldo.
El pan blanco es pues una excepción, un lujo. «No hay, escribe Dupré de

104
El pan de cada día

Familia de campesinos holandeses comiendo gachas (1653). La única escudilla está colocada sobre
un taburete. A la derech·a, la chimenea. A la izquierda, una escalera de mano sirve para acceder
al piso superior. Grabado de A. Van Ostade, B.N., Grabados. (Cliché B.N.)

Saint-Maur, en todas las casas francesas, españolas e inglesas, más de dos millones de
hombres que coman pan de trigo candeal m». Si se toma esta frase al pie de la letra,
el número de consumidores de pan blanco no superaría, en Europa, el 4% de la po-
blación. Todavía a principios del siglo XVIII, algo más de la mitad de las poblaciones
rurales se alimentaba de cereales no panificables y de centeno, y las moliendas de los
pobres conservaban mucho salvado. El pan de trigo y el pan blanco, el pan choyne (se-
guramente el pan de los canónigos, el pan del cabildo), constituyeron durante largo
tiempo un lujo. El antiguo proverbio aconseja: «Déjese el pan choyne para el final 13º».
Cualquiera que sea el nombre de ese pan blanco, existe desde muy antiguo, pero para
uso exclusivo de los rieos. En 1581, unos jóvenes venecianos que, camino de Compos-
tela, en España, cerca del Duero, penetraron en una casa aislada, para calmar el hambre,

105
El pan de cada día

no encontraron «ni verdadero pan, ni vino, sólo cinco huevos y un gran pan de centeno
y otras mixturas con muy mal aspecto, y de las que algunos pudieron comer uno o dos
bocados 131 ».
En París, el «mollete», pan tierno amasado con flor de harina a la que se añade le-
vadura de cerveza (en vez de «auténtica» levadura), pronto empieza a ser más preciado
incluso que el pan blanco. Si se le añade leche, se obtiene el pan «al estilo de la reina»
que le encantaba a María de Médicis ... 132 • En 1668, la Facultad de Medicina condena
en vano el uso de la levadura, pues se sigue utilizando para «los panecillos», y todas
las mañanas las mujeres la llevan a los panaderos en celemines llenos «que ponen sobre
sus cabezas como lo hacen las que transportan leche». El mollete sigue siendo, desde
luego, un lujo: como dice un parisino (1788), «parece insultar, con su corteza prieta y
dorada, a la hogaza del Limousin ... parece un noble entre plebeyos 133 ». Estos lujos
además exigen abundancia. La «carestía» obligaba a tomar medidas, como por ejemplo
en París, en septiembre de 1740, «al prohibir inmediatamente dos sentencias del Par-
lamento hacer otro tipo de pan que no sea el pan moreno», quedando también pro-
hibidos los molletes y los panecillos, de la misma manera que el uso de los «polvos
para empolvar., fabricados con harina, muy utilizados para las pelucas de la época 134 •
La verdadera revolución del pan blanco se sitúa entre 1750 y 1850; es entonces
cuando el trigo candeal sustituye a los ottos cereales (así ocurrió en Inglaterra); después,
el pan se va fabricando cada vez más con harinas de las que se ha suprimido una gran
parte de salvado. Al mismo tiempo se extiende la opinión de que sólo el pan, alimento
fermentado, es conveniente para la salud de los consumidores. Para Diderot, toda gacha
es indigesta «por no haber fermentado aún 13 ~». En Francia, donde pronto dio comien-
zo la revolución del pan blanco, se fundó en 1780 un!!- Escuela Nacional de Panade-
ría 136 ; y el soldado nápoleónico propagaría, un poco mas tarde, por Europa «el pan
blanco, ese bien preciado». En todo caso, a escala del continente, esta revolución fue
asombrosamente lenta, y no acabó, repi~o. antes de 1850. Con mucha antelación a su
pleno éxito, en razón de las antiguas exigencias de los ricos y de las nuevas de los
pobres, sus imperativos repercutieron en la propia distribución de los cultivos. Desde
principios del siglo XVII, el trigo predominó en los alrededores de París, en el Multien
o el Vexin, aunque no se implantó hasta finales de siglo en el Valois, la Brie y el Beau-
vaisis. El oeste de Francia siguió dedicado al centeno.
No olvidemos este adelanto francés en lo que al pan blanco se refiere. Además
¿dónde había de comerse buen pan, de no ser en París?, dice Sébastien Mercier; «Me
gusta el pan de buena calidad, lo conozco, lo distingo con sólo mirarlo 137».

Dos posibzlidades:
comprar o fabricar el pan

El pan no variaba de precio: variaba de peso. En términos generales, la norma del


peso variable es válida para el conjunto del mundo occidental. En Venecia, el peso
medio del pan vendido en las tahonas de la plaza de San Marcos o del Rialto, variaba
en razón inversa al precio del trigo, como muestra el gráfico que incluimos, elaborado
para el último cuarto del siglo XVI. las ordenanzas publicadas en Cracovia en 1561,
1589 y 1592 señalan prácticas idénticas: precio invariable, peso variable. Lo que fijan
estas ordenanzas son las equivalencias en pan -de calidad y peso variables- de la
pieza de un grosz, es decir, en 1592, 6 libras de pan de centeno o 2 libras de pan de
trigon 8 •
Hay excepciones, como la de París. La ordenanza de julio de 1372 distinguía en

106
El pan de cada día

LIRES

PRECIO DEL TRIGO


(en /iraJ)
ONZAS
10
9
a

o·.

1575 l!SSO. 1585 1590 1595 1600

16. PESO DEL PAN Y PRECIO DEL TRIGO EN VENECIA A FINALES DEL SIGLO XVI
(Segiín· l': Braudel; «la viia cconomii:a di Venezia ne/ ucolo XVI•, La Civilta veneziana del Rinascimcmo.)

París tres tipos de pan: -pan de Chailli, pan olivado o burgués, pan brode (este último
era un pan moreno). A idéntico precio, los pesos son respectivamente los siguientes:
1, 2 y 4 onzas. En esta época, nos encontramos pues normalmente con precio constante
y peso variable. Pero a partir de 1439 139 , el peso respectivo de los tres panes se fija de-
finitivamente en media libra, una libra y dos libras. «Desde ese momento, es el precio
del pan el que cambia de acuerdo con el del trigo». Todo ello debido, sin duda, a la
autorización concedida muy pronto a los panaderos de los alrededores de la capital
-los de Gonesse, Pontoise, Argenteuil, Charenton, Corbeil, etc.- para venir a vender
al peso el «pan cocido». Más que en tahonas, el pan se compra en París, al igual que
en Londres, en uno de los 10 ó 15 mercados de la ciudad 140 •
Aunque los panaderos eran entonces grandes personajes en todo el ámbito europeo
y más importantes que los propios molineros, por comprar directamente el trigo y jugar
por ello un papel en el mundo comercial, su producción no estaba destinada más que
a una parte de los consumidores. Hay que tener en cuenta, incluso en las ciudades, los
hornos domésticos, la fabrkación y la venta al público del pan casero. En Colonia en
el siglo XV, en Castilla en el XVI, y aún hoy, hay labradores que, al amanecer, se di-
rigen desde el campo cercano a las ciudades para vender pan. En Venecia, abastecerse
de pan campesino de los alrededores constituía un privilegio para los embajadores: este
pan tenía fama de ser superior al de los panaderos venecianos. Y eran numerosas las
casas ricas que, en Venecia, en: Génova y en otras ciudades, tenían su propio granero
de trigo y su horno. La gente más modesta también hacía frecuentemente su propio
pan, a juzgar por el espectáculo de un mercado urbano de Augsburgo, reproducido en
un lienzo del siglo XVI: las medidas que se utilizaban para vender el grano eran de ta-
maño reducido (y se conservan también en el museo de la ciudad). En Venecia, en
1606, según un cálculo oficial digno de todo crédito, el trigo que elaboraban los pa-
naderos no superaba los 182.000 stara sobre un consumo total de 483.600; los merca-
dos absorbían 109.500 stara, «las casas que se abastecen a sí mismas» 141 144.000; el

107
El mercado di Perlachj>latz en Augsburgo (siglo XVI). Diversas escenas según los meses: a la iz-
quierda, en ociubre; venta de la caza; noviembre, madera, heno y el cerdo .1acnficado in situ;
diciembre: tngo, vendido al por menor. A la derecha, saliendo del Ayuntamiento, numerosos

108
burgueses 11eJt1dos con pieles. Rn segundo plano, el campo ... (Stiidtische Kunstsammlungen,
Augsburgo.)

109
El pan de cada día

El horno de pan; Cracovia, siglo XV. Códice de Balthasar Behem, Biblioteca ]agiellonska; Cra-
covia. (Fotografta Marek Rostworowski.)

resto servía para fabricar las galletas que necesitaba la flota. Así, a grandes rasgos, el
pan de los panaderos apenas superaba al pan cocido en los hornos caseros 142 • ¡Y esto
ocurría en Venecia!
En Géllova se produjo una gran conmoción al plantearse, en 1673, la posibilidad
de prohibir los hornos domésticos: «El pueblo murmura, explica el cónsul francés,[ ... ]
parece que (los señores de la ciudad] quieren obligar a todo el mundo a comprar el
pan de las plazas y se dice que hay gentilhombres [entiéndase los grandes hombres de
negocios de la ciudad] que ofrecen ciento ochenta mil escudos al año por poseer el pri-
vilegio de fabricar el pan, ya que [ ... ] la costumbre es que cada cual amase el pan en
su propia casa y si este privilegio se concede, nadie podría ya hacerlo, lo que supondría
un gasto muy grande, ya que el que se vende en las plazas ... se vende a razón de cua-
renta libras la mine siendo asíque no vale más que aproximadamente dieciocho, además
de que el dicho pan que se vende sólo está bueno recién hecho, pues al día siguiente
se agria y rio se puede comer. Este asunto está haciendo mucho ruido y ayer por lama"
ñana se encontró un cartel en la plaza de San Siro, que es donde se teúne la antigua
nobleza, eti el que se protestaba contra el gobierno y se amenazaba con sustraerse a su
tiranía 143 ». Según Parmentier, la p1áctica del pan familiar no desaparecerá «en la mayor
parte de las grandes ciudades» de Francia 144 hasta los años 1770-1780. Jean Meyer se-
ñala el abandono total de la cocción individual en Nantes en 1771 y relaciona este fe-
nómeno con la adopción del pan blanco de trigo 145.

110
El pan de cada día

Cabe preguntarse dónde se molía el grano comprado para los hornos familiares. De
hecho, todas las ciudades disponían de molinos puesto que, aunque el trigo se conser-
va relativamente bien (incluso se almacenaba frecuentemente sin separar el grano de la
paja, vareándolo en los graneros varías veces al año), la harina prácticamente no se con-
serva. Por tanto había que moler casi diariamente, durante todo el año, en los molinos
que se encontraban entonces en los alrededores de todos los pueblos y ciudades, a veces
incluso en su interior, en algún riachuelo. Cualquier detención de los molinos -por

La densidad de los molinos. Este mapa de 1782 (mal orientado: norte abajo, sur amoa, Adria-
tico a la izquierda, Apeninos a la derecha) representa 5 grandes pueblos (Vaccarile se considera
unido a Montalboddo) entre cuatro rios, en Ja región de las Marcas, al suroeste de Ancona. La
población (lota/: 15.971 habitantes), repartida en un territorio de unos 450 km 2 , dispone de 18
molinos, es decir, un molino por cada 880 habitantes, mientras que la media en Francia es del
orden de 400 (cf infra, p. 306). Pero todo depende de la potencia de esos molinos, del número
de sus ruedas y de sus muelas; cosa que ignoramos. (Fotografia Sergio Anselmi.)

111
El pan de cafia día

ejemplo en París, al helarse o desbordarse el Sena- provocaba dificultades inmediatas


de abastecimiento. No es pues de extrañar que, en las fortificaciones de París, se ins-
talaran molinos de viento y que subsistieran molinos manuales, que tenían incluso sus
defensores.

La primacía
del trigo

La trilogía: trigo, harina y pan lleva la historia de Europa. Es la mayor preocupa-


ción de los Estados, de los comerciantes, de los hombres para los que vivir «es morder
su pan». El pan ha sido el personaje dominante, principal, en las correspondencias de
la época. En cuanto se producía una «crecida» de su precio, todo comenzaba a agitarse
y amenazaba la tormenta. En todas partes, tanto en Londres como en París o en Ná-
poles. Necker decía con razón: «el pueblo no se avendrá a razones sobre la carestía del
~~
Siempre que se producía una alerta, los consumidores populares, los que sufrían,
.
no dudaban en recurrir a la violencia. En Nápoles, en 1585, unas grandes exportacio-
nes de grano hacía España provocaron hambre. Pronto hubo que comer pan «di cas-
tagne e legumi», hecho con castañas y legumbres. El comerciante acaparador Gio. Vi-
cenzo Storaci respondió violentamente a los que gritaban a su alrededor que no querían
comer ese pan: «Mangiate pietre». El pueblo napolitano se abalanzó sobre él, lo asesi-
nó, arrastró por la ciudad su cuerpo mutilado y, finalmente, cortó en pedazos el ca-
dáver. El virrey mandó colgar y descuartizar a 37 hombres, envió 100 a galeras 147. En
París, en diciembre de 1692, fueron saqueadas las tahonas de la plaza Maubert. La re-
presión fue inmediata, brutal: dos amotinados fueron colgados y los demás condena-
dos a galeras, a la picota o a ser azotados 148 , y todo se apaciguó o pareció apaciguarse.
Pero se produjeron miles de motines semejantes entre los siglos XV y XVlll. Así comen-
zó, por lo demás, la Revolución francesa.
Por el contrario, se recibía una cosecha muy buena como una bendición del cielo.
En Roma, el 11 de agosto de 1649. se celebra una misa solemne para dar gracias a Dios
por la buena cosecha que acababa de recogerse. El prefecto responsable de los víveres,
Pallavicini, adquiere visos de héroe: «¡ha aumentado el pan en su mitad 149 !». El lector
comprenderá sin dificultad esta frase nada sibilina: el precio del pan en Roma no varía,
sólo cambia el peso, como ocurría en casi todas partes. Pallavicini aumentó de golpe,
desde luego muy provisionalmente, el poder adquisitivo de los más pobres, los que no
comían más que pan, en un cincuenta por ciento.

112
El pan de cada día

EL ARROZ

Al igual que el trigo, más aún que él, el arroz es una planta dominante, tiránica.
Muchos lectores de una historia de China, escrita hace unos años por un gran his-
toriador150, habrán sonreído con las constantes comparaciones del autor: así compara a
un emperador chino con Hugo Capeto, a otro con Luis XI o Luis XIV, o con Napo-
león. Todo occidental, en Extremo Oriente, se ve obligado, para iluminar su camino,
a recurrir a sus propios valores. Mencionaremos, pues, el trigo al hablar del arroz.
Además, ambas plantas son gramíneas, originarias de países secos. Posteriormente, el
arroz ha sido transformado en una planta semiacuática, lo que ha asegurado sus altos
rendimientos y su éxito. Pero aún hay otro rasgo que revela su origen: sus raíces «tu-
pidas», al igual que las del trigo, necesitan una gran cantidad de oxígeno, del que les
privaría el agua estancada: en consecuencia, no existe ningún arrozal en el que el agua,
inmóvil en apariencia, no esté, en ciertos momentos, en movimiento, para que esta oxi-
genación sea posible. La técnica hidráulica debe pues detener y crear alternativamente
el movimiento.
Comparado con el trigo, el arroz es una planta más y menos dominante a la vez.
Más dominante puesto que el arroz no alimenta a sus consumidores en un 50 ó 70%
corno el trigo, sino en un 80 ó 90%, o incluso más. Sin descascarillar, se conserva mejor
que el trigo. Por el contrario, a escala mundial, el trigo es más importante. Ocupaba,
en 1977, 232 millones de hectáreas, el arroz 142; produce menos por hectárea que el
arroz (16,6 quintales frente a 26, como media) y, en los totales, ambas producciones
se equilibran casi: 366 millones de toneladas de arroz frente a 386 de trigo (y 349 de
maíz) 151 . Pero las cifras-que se refieren al arroz son discutibles, se aplican al grano en
bruto, que, descascarillado, pierde entre un 20 y un 25 % de su peso. Estas cifras des-
cienden entonces a menos de 290 millones de toneladas, muy por debajo de las del
trígo e incluso del maíz, de envoltura ligera. Otro inconveniente del arroz: es el que
requiere más trabajo humano.
Añadamos que el arroz, a pesar de sus prolongaciones en Europa, Africa y Améri-
ca, continúa, en su mayor parte, encerrado en Extremo Oriente, donde se sitúa en la
actualidad el 95 o/o de su producción; por último, se consume generalmente in situ, de
manera que no·existe un comercio del arroz comparable al comercio del trigo. Antes
del siglo XVIII, sólo existía un tráfico importante del sur al norte de China, a través del
Canal Imperial, y en beneficio de la corte de Pekín; o también a partir de Tonkín, de
la actual Cochinchina o de Siam, esta vez preferentemente en dirección a la India, que
siempre ha sido víctima de una insuficiem# alimentaria. En la India, tan sólo existía
un mercado exportador importante, el de Bengala.

ATToz de secano
y aTToz de arrozal

El arroz y el trigo son originarios de los valles secos de Asia central, al igual que
tantas otras plantas cultivadas. Pero el éxito del trigo fue muy anterior al del arroz, da-
tando aproximadamente el de éste del año 2.000 a. de C., y el de aquél por lo menos
del año 5 .000. Existe pues, a favor del trigo, un adelanto de varias decenas de siglos.
En el conjunto de las plantas secas, el arroz representó, durante mucho tiempo, un
papel muy pobre, ignorándole la primera civilización china que se desarrolló en el norte
de China, en este inmenso «campo» desnudo, basándose en tres gramíneas, clásicas to-

113
El pan de cada día

davía hoy: el sorgo con sus cañas de 4 a 5 metros de altura, el trigo y el mijo. Este,
según un viajero inglés (1793), es «el mijo de las Barbados que los chinos llaman Kow
leang, es decir el gran trigo. En todas las provincias del norte de China, este grano es
más barato que el arroz; y es probablemente el primero que se ha cultivado aquí; ya
que se ve en los antiguos libros chinos que la capacidad de las medidas estaba deter-
minada por el número de granos de esta especie que estas medidas podían contener.
Así, por ejemplo, cien granos llenaban un chao ... m». En el norte de China, unos via-
jeros europeos que llegaron muertos de cansancio cerca de Pekín, en 1794, no encon-
traron en la posada más que «azúcar muy mala y un plato de mijo a medio cocerm».
Todavía hoy se suelen comer gachas de trigo, de mijo y de sorgo, junto a la soja y las
batatas u4 •
Frente a esta precocidad, el sur de China, tropical, forestal y pantanoso, fue du-
rante largo tiempo una región de bajos rendimientos. El hombre vivía, como todavía
hoy en las islas del Pacífico, de ñame -lianas que producen tubérculos con los que se
fabrica una fécula alimenticia- o de taros (colocasias), plantas parecidas a la remola-
cha y cuyas hojas son características de las pequeñas elevaciones del terreno, todavía
hoy, en China. Ello prueba que el taro desempeñó antaño un importante papel. Al
ñame y a la colocasia no se añadían ni la batata, ni la mandioca, ni la patata ni el
maíz, plantas americanas que no se importaron hasta el descubrimiento europeo del
Nuevo Mundo. La civilización del arroz, después firmemente arraigada, se resistió: la
mandioca sólo arraigó en la región de Travancur, en el Dekán, y la batata en China
en el siglo XVIII, en Ceilán y en las lejanas islas Sandwich, perdidas en medio del Pa-
cífico. Hoy los tubérculos juegan un papel bastante secundario en Extremo Oriente.
la primacía corresponde a los cereales, y en primer lugar al arroz: 220 millones de to-
neladas, para el conjunto del Asia monzónica en 1966, frente a 140 millones de tone-
ladas de granos diversos, trigo, mijo, maíz, cebada •5 l.
El arroz acuático se cultivó primero en la India, después, por vía terrestre o marí-
tima, alcanzó la China meridional, quizá hacia el año 2000 ó 2150 a. de C. Se impuso
lentamente, con la forma clásica que conocemos. A medida que se extiende el arroz,
se invierte el enorme reloj de arena de la vida china: el nuevo Sur sustituye al antiguo
Norte, puesto que el Norte que linda, para desgracia suya, con los desiertos y las rutas
de Asia central, va a ser objeto de invasiones y devastaciones. Desde China (y desde la
India), el cultivo del arroz se extendió hacia el Tibet, Indonesia yJapón. Para los países
que lo acogen «constituye una forma de conseguir su título de civilizados 1; 6». En Japón,
su instalación, que comenzó hacia el siglo primero de nuestra era cristiana, fue singu-
larmente lenta, ya que el arroz no consiguió ocupar el primer puesto en la alimenta-
ción japonesa antes del siglo XVII 117
Los arrozales ocupan en Extremo Oriente, todavía en la actualidad, espacios muy
reducidos (sin duda más del 95 % de la superficie mundial reservada al arroz acuático,
pero en total sólo 100 millones de hectáreas en 1966m). Fuera de estas zonas privile-
giadas, el artoz se ha extendido, aunque con dificultad, por enormes espacios en cul-
tivo de secano. Este arroz pobre es el elemento base de la vida de los pueblos poco
evolucionados. Imaginémonos un rincón de bosque desbrozado, incendiado, en Suma-
tra, en Ceilán, o en la Cordillera Anamítica. En el suelo desmontado, sin ninguna pre-
paración (los tocones no se han quitado y no se practica ninguna labranza, sirviendo
las cenizas de abono}, el grano se tira a voleo. Cinco meses y medio más tarde, madu-
ra. Tras él, cabrá la posibilidad de intentar algunos cultivos, tubérculos, berenjenas,
diversas legumbres. Con este sistema, el suelo no muy rico queda totalmente agotado.
Al año siguiente, será necesario limpiar otra parcela de bosque. Con la rotación dece-
na/, este tipo de cultivo exige teóricamente 1 km 2 por cada 50 habitantes, en la prác-
tica por cada 25 aproximadamente, al no poderse utilizar la mitad de los suelos mon-

114
El pan de cada día

Semillero de ª"ºz en China en el siglo XIX. (Cliché B.N.)

tañosos. Sí la rotación susceptible de repoblar el bosque es no ya de diez, sino de vein-


ticinco años (caso más frecuente), la densidad será de 10 por km 2•
El «bosque barbecho» proporciona siempre una tierra fácil de trabajar, delgada,
capaz de ser labrada con los utensilios más primitivos. Se logra un equilibrio a condi-
ción, desde luego, de que la población no aumente demasiado, a condición de que el
bosque destruido se repueble por si mismo tras las sucesivas quemas. Estos sistemas de
cultivo tienen nombres locales, ladang en Malasia e Indonesia, ray o rai en las monta-
ñas del Vietnam, djung en la India, tavy en Madagascar adonde la navegación árabe
llevó el arroz hacia el siglo x, regímenes todos dios de vida sencilla con el suplemento
de «la médula harinosa de las palmeras sagú», o los dones del árbol del pan. Nos en-
contramos lejos de la producción «metódica» de los arrozales, muy lejos también de su
agotadora labor.

115
El pan de cada día

El milagro
de los arrozales
Disponemos de tantas descripciones, testimonios y explicaciones sobre los arrozales
que haría falta muy mala voluntad para no entender bien todo su funcionamiento. Los
dibujos de una obra china de 1210, e1 Keng Che Tu, muestran ya las retículas de los
arrozales, las casillas de unas cuantas áreas cada una, las bombas de irrigación de pe-
dales, las operaciones de trasplante, la cosecha de arroz y el mismo arado que en la
actualidad, uncido a un solo búfaloll 9 Cualquiera que sea su fecha e incluso en nuestros
días, las imágenes son las mismas, Nada parece haber cambiado.
Lo que llama la atención, en principio, es la extraordinaria ocupación de este suelo
privilegiado: «Todas las llanuras están cultivadas, escribe el padre jesuita del Halde
(1735) 160 • No se ven ni setos, ni zanjas, ni casi árboles, por el temor que tienen a des-
perdiciar una pulgada de terreno». Lo mismo decía ya un siglo antes (1626), en térmi-
nos idénticos; ese otro admirable jesuita, el P. de Las Cortes: «que no había una pul-
gada de suelo.,~, ni el mínimo rincón que no estuviese cultivado 161». Cada comparti-
mento del arrozal tenía unos cincuenta metros de lado, entre dique y dique. El agua
entraba y salía; un agua cenagosa, verdadera bendición, puesto que el agua cenagosa
renueva 1a fertilidad del suelo y no es medio propicio para los anofeles, portadores de
los gérmenes de la malaria. Estos se multiplican, en cambio, en las aguas elatas de las
colinas y laS montañas; las zonas de ladang o de ray son regiones de malaria endémica,
y en consecuencia de un crecimiento demográfico limitado. En el siglo XV, Angkor Vat
era una capital espléndida, con sus arrozales de aguas fangosas; los ataques siameses
no fueron suficientes para destruirla, pero conmovieron los fundamentos de su vida y
de su trabajo; se aclaró el agua de los canales, por lo que reapareció la malaria, y con
ella el bosque invasor 16i. Se adivinan dramas análogos en la Bengala del siglo XVII.
Basta que el arrozal sea demasiado exiguo, que se vea sumergido por las aguas claras
vecinas, para que se desencadenen los destructores brotes de malaria. Entre el Hima-
laya y las colinas Sivalik, en esa depresión donde surgen tantos claros manantiales, la
malaria está siempre presente 163.
Ciertamente el agua es el gran problema. Puede sumergir las plantas: en Siam y
en Camboya fue necesario valerse de la increíble adaptabilidad del arroz flotante, capaz
de hacer crecer tallos de 9 a 10 metros de longitud, para resistir las grandes variaciones
del nivel del agua. La cosecha se hace en barco, cortando las espigas y abandonando
la paja que a veces tiene una altura increíble 164 • Otra dificultad: traer y evacuar el agua.
Traerla mediante canales de bambúes que la van a buscar a los altos manantiales; o
bien sacarla, como ocurre en la llanura del Ganges y con frecuencia en China, de los
pozos; o hacerla venir, como en Ceilán, de las grandes reservas, los tanques, aunque
estos depósitos colectores de agua se encuentran casi siempre a un nivel muy bajo, a
veces excavado a gran profundidad en el suelo. En los dos últimos casos es necesario
traer el agua hasta el arrozal situado a un nivel superior, y de ahí esas rudimentarias
norias o esas bombas de pedales que todavía pueden verse en la actualidad. Sustituirlas
por una bomba de vapor o eléctrica equivaldría a prescindir de un trabajo humano ba-
rato, El P~ de Las Cortes las vio funcionar: «A veces extraen agua con una pequeña y
cómoda máquina, una especie de noria que no necesita caballos. Basta una persona
para hacer girar el aparato con los pies, durante codo el día, sin mayores dificultades
fes, dató está, su opinión]» 16 ~. Es necesario también hacer circular el agua de un campo
a otro a través de compuertas. El sistema escogido depende, claro está, de las condi-
ciones locales. Cuando no es posible ningún modo de irrigación, el dique de tierra del
arrozal sirve en el Asia monzónica para retener el agua de lluvia en cantidad suficiente
para sustentar una gran parte de los cultivos de llanura.

116
El pan de cada día

En definitiva, una enorme concentración de trabajo, de capital humano, una cui-


dadosa adaptación. Hay que tener en cuenta, además, que nada funcionaría si los
grandes rasgos de este sistema de irrigación no estuvieran sólidamente vinculados y vi-
gilados desde arriba. Lo que implica una sociedad sólida, la autoridad de un Estado,
y continuos trabajos de gran envergadura. El Canal Imperial del río Azul en Pekín es
también un gran sistema de regadío 166 • El sobreequipamiento de los arrozales implica
un sobrccquipamiento estatal. Implica también la distribución regular de las aldeas,
debido tanto a las exigencias colectivas del riego como a la inseguridad tan frecuente
en los campos chinos.
Por tanto, los arrozales dieron origen a un fuerte poblamiento de las zonas donde
prosperaron y a rígidas disciplinas sociales. El arroz fue el responsable de que, hacia
1100, China basculara hacia el Sur. Hacia 1380, la relación entre el sur y el norte de
China es de 2,5 a 1, teniendo el norte 1) millones de habitantes y el sur 38, según
indican los datos oficiales 167 La verdadera proeza de los arrozales no consiste en utilizar
continuamente la misma superficie cultivable, en salvaguardar los rendimientos gracias
a una técnica hidráulica precavida, sino en lograr todos los años una cosecha doble y a
veces triple.
Se puede comprobar este hecho en el calendario actual del bajo Tonkín: el año agrí-
cola comienza con los trasplantes de enero; cinco meses después se cosecha, estamos
en junio: es «la cosecha del 5. 0 mes». Para conseguir otra, cinco meses más tarde, la
del 10. 0 mes, hay que apresurarse. Después de transportar a toda prisa la cosecha a los
graneros, los arrozales son nuevamente labrados, nivelados, abonados e inundados. No
puede pensarse en sembrar el grano a voleo, ya que su germinación tardaría demasiado
tiempo. Los plantones de arroz son sacados de un semillero en donde crecen enorme-
mente apretados, en una tierra a la que no le ha sido regateado el abono; son entonces
trasplantados a 10 ó 12 centimetros unos de otros. El semillero, abundantemente abo-
nado con los excrementos humanos o las basuras de las ciudades, desempeña un papel
decisivo; economiza tiempo, confiere más fuerza a los jóvenes plantones. la cosecha
del 10. 0 mes -la más importante- madura en noviembre. Inmediatamente se rea-
nuda la labranza, con vistas a los trasplantes de enero 168 •
Un calendario agrícola riguroso fija, en todas partes, la sucesión de estos trabajos
apresurados. En Camboya 169 , tras las lluvias que han dejado charcos, la primera labran-
za «despierta al arrozal»; se debe hacer una vez desde la periferia al centro, la vez si-
guiente del centro a la periferia; el campesino que va caminando al lado del búfalo
para no dejar tras él huecos que se llenarían de agua, traza, partiendo de los surcos,
una o varias regueras en diagonal para drenar los excesos de agua ... Tiene además que
quitar las hierbas, dejarlas pudrir, eliminar los cangrejos que infectan las aguas insufi-
cientemente profundas ... Tomar la precaución de arrancar las plantas con la mano de-
recha, golpearlas contra el pie izquierdo «para separar la tierra de las raíces, a las que
se debe limpiar aún más agitándolas en el agua ... ».
Los proverbios, las imágenes habituales relatan estas tareas sucesivas. En Camboya,
anegar los campos de plantones significa «ahogar pájaros y tórtolas»; al aparecer las pri-
meras panículas, se dice que «la planta está encinta»; entonces el arrozal adquiere un
tono dorado «color de ala de loro». Unas semanas más tarde, durante la cosecha, cuando
el grano «en el cual se había fijado la leche se vuelve más pesado», es casi un juego
amontonar las gavillas en forma de «colchón», o de «dintel», o de «pelícano empren-
diendo el vuelo», o de «cola de perro», o «de pie de elefante» ... Una vez terminada la
trilla, se aventa el grano para quitar «la palabra del paddy», «es decir las cáscaras vacías
que se lleva el viento».
Para un occidental, el caballero Chardin, que vio cultivar el arroz en Persia, lo
esencial es la rapidez del crecimiento: «El grano nace a los tres meses, aunque se trans-

117
El pan de cada día

porta cuando está ya un poco alto; pues [ ... ] se trasplanta espiga a espiga a una tierra
impregnada de agua y cenagosa. [ ... ] Ocho días después de haberse secado, madu-
ra17º». la rapidez es el secreto de las dos cosechas, ambas de arroz, o más al norte, una
de arroz, otra de trigo, de centeno o de mijo. Incluso es posible obtener tres cosechas,
dos de arroz y una intermedia, bien de trigo, cebada, o alforfón, bien de legumbres
(nabos, zanahorias, habas, coles de Nankín). El arrozal es pues una fábrica. Una hec-
tárea de tierra de trigo producía en Francia, en tiempos de lavoisier, 5 quintales de
media; una hectárea de arrozal proporcionaba a menudo 30 quintales de arroz no des-
cascarillado. Descascarillado, representa 21 quintales de arroz consumible, a razón de
3. 500 calorías por kg, es decir la suma colosal de 7. 350. 000 calorías por hectárea, frente
a l. 500.000 para el trigo y 340.000 calorías animales tan sólo, si esta hectárea dedicada
a la ganadería, produjera 150 kg de carnei 71 • Estas cifras ponen en evidencia la enorme
superioridad del arrozal y del alimento vegetal. Desde luego no es por idealismo por
lo que las civilizaciones de Extremo Oriente han preferido la explotación vegetal.
El arroz, apenas cocido, es el alimento cotidiano, como el pan de los occidentales.
Nos viene a la memoria el pane e companatico italiano al ver el escasísimo acompaña-
miento que se añade a la ración de arroz de un campesino bien alt'mentado del delta
del Tonkín, en nuestros días (1938): «5 gramos de grasa de cerdo, 10 gramos de nuoc
mam [salsa de pescado), 20 gramos de sal y una pequeña cantidad de verdura sin valor
calórico», por cada 1.000 g de arroz blanco (este último representa 3. 500 calorías sobre
un total de 3. 565 172 ). la ración cotidiana media de un indio consumidor de arroz, en
1940, era más variada, pero no menos vegetal: «560 g de arroz, 30 g de guisantes y de
judías, 125 'g de verdura, 9 g de aceite y grasas vegetales, 14 g de pescado, carne y
huevos y una cantidad insignificante de leche 173 ». Régimen también poco rico en carne
el de los obreros de Pekín, en 1928, cuyos gastos alimenticios se distribuyen de la si-
guiente manera: 80% para los cereales, 15,8% para las legumbres y condimentos, 3,2%
para la carne 174 .
Estas realidades actuales enlazan con las de antaño. En Ceilán, en el siglo XVII, un
viajero se extrañaba de que «el arroz hervido en agua y sal, con algo de verdura y el
zumo de un limón se considerase una buena comida». Incluso los ricos comen muy
poca carne y muy poco pescadom El P. del Halde, en 1735, observaba que el chino
que había trabajado incesantemente durante todo el día, «frecuentemente con el agua
hasta las rodillas ... se sentirá feliz de encontrar su arroz, con algo de verdura cocida y
un poco de té. Hay que señalar que en China, el arroz se hierve en agua y es, para los
chinos, como el pan para los europeos, que no llega a hastiar nunca 176». la ración,
según el P. de las Cortes, consistía en «una pequeña escudilla de arroz cocido, sin sal,
que constituye el pan habitual de estas regiones», en realidad cuatro o cinco de esos
tazones «que se acercan a la boca con la mano izquierda, mientras con la derecha se
sostienen y accionan los palillos, enviando el arroz a toda prisa al estómago, como si
se tirara a un saco, tras haberlo soplado». Resulta inútil hablar a esos chinos de pan o
de galletas. Cuando tienen trigo, lo comen en tortas amasadas con grasa de cerdo y
cocidas al vapor 177
Esos «panecillos» chinos entusiasmaron, en 1794, a Guignes y a sus compañeros.
los mejoraban con o:un poco de mantequilla» y con ello «conseguimos restablecernos
bastante bien, dice, de los ayunos forzosos que los mandarines nos habían obligado a
hacer 178». Quizá se puede hablar aquí de una opción de civilización, de un gusto do-
minante, y hasta de una pasión alimentaria, que es el resultado de una preferencia cons-
ciente, como el sentimiento de una excelencia. Abandonar el cultivo del arroz equival-
dría a la decadencia. «los hombres, en el Asia monzónica, dice Pierre Gourou, prefie-
ren el arroz a los tubén;ulos y a los cereales con los que se pueden hacer gachas», o
pan. En la actualidad, los campesinos japoneses cultivan cebada, trigo, avena, mijo,

118
El pan de rada día

Vareo del ª"ºza mano. Dibujo de Hanabusa ltcho (1652-1724). Galerfa}anelte Ostier, París.
(Fotografia Nelly De/ay.)

pero sólo entre las cosechas de arroz o cuando sólo es posible el cultivo de secano. Tan
sólo la necesidad les hace consumir estos cereales «que consideran tristes». Lo que ex-
plica que el arroz se extienda, actualmente, hasta un límite máximo en el Norte asiá-
tico, hasta los 49°N, en regiones en las que otros cultivos estarían sin duda más
indicados 179 •
Todo el Extremo Oriente, incluidos los europeos residentes en Goa, tienen un ré-
gimen alimenticio basado en el arroz y sus derivados. Las portuguesas de la ciudad,
constata Mandelslo en 1639, prefieren el arroz al trigo «desde que se han acostumbra-
do»180. Con el arroz se fabrica, también en China, un vino que «emborracha tanto como
el mejor vino de España», «Un vino con cierto color de ámbar». Quizá por imitación o
por el bajo precio del arroz en Occidente, se fabrica con él en algunos lugares de Eu-
ropa, durante el siglo XVIII, «Un aguardiente muy fuerte, pero está prohibido en Francia
al igual que los aguardientes de granos y de melaza» 181 •
Mucho arroz, pues, y poca carne, o incluso nada de carne. Es fácil imaginar, en
estas condiciones, la excepcional tiranía del arroz; las variaciones de su precio en China
afectaban a todo, incluido el sueldo diario de los soldados, que subía o bajaba al mismo
ritmo como si se tratara de una escala móvil' 82 . Enjapón, se llegaba aún más allá: el
arroz era la propia moneda, antes de las reformas y mutaciones decisivas del siglo XVII.
El precio del arroz en el mcr;:ado japonés, con las devaluaciones monetarias, se decu-
plicará entre 1642-1643 y 1713-1715 183 •

119
El pan de cada día

Esta importancia del arroz se debe a la segunda cosecha. Ahora bien, cabe pregun-
tarse cuándo comenzó. Varios siglos antes de que el P. de Las Cortes admirase, en
1626, las múltiples cosechas en la zona de Cantón. En una misma tierra, escribe, «ob-
tienen en un año tres cosechas consecutivas, dos de arroz y una de trigo, en la propor-
ción de 40 y 50 granos por uno sembrado, gracias al calor moderado, a las condiciones
atmosféricas, al excelente suelo, mucho mejor y más fértil que cualquier suelo de Es-
paña o de México» 184 • Conviene ser escépticos respecto a la proporción de 40 ó 50 por
cada grano sembrado, y quizá incluso respecto a la tercera cosecha de trigo, pero re-
tengamos la sensación de superabundancia. En cuanto a la fecha exacta de esta revo·
lución decisiva, las variedades de arroz precoz (que madura en Íi1vierno y permite la
doble cosecha anual) se importaron de Champa (centro y sur de Annam) a comienzos
del siglo XI. Poco a poco la novedad fue llegando a las provincias cálidas, unas tras
otrasm. El sistema regía ya en el siglo XIII. Entonces comenzó el gran ascenso demo-
gráfico del sur de China.

Vareo del ª"ºz con mayal en japón. Galería janette Ostier. (Fotografía Nelly Delay.)

120
El pan de cada día

Las responsabilidades
del arroz

El éxito y la elección preferencial del arroz plantea una serie de problemas como,
por lo demás, plantea el trigo, planta dominante en Europa. Tanto el arroz hervido
en agua como el pan cocido en el horno en Europa son «alimentos básicos», es decir
que toda Ja alimentación de una amplia población se fundamenta en la monótona uti-
lización de este alimento. La cocina es el arte de completar, de conseguir que resulte
atractivo el alimento básico. Se trata, por tanto, de situaciones análogas. Con la dife-
rencia de que carecemos muy a menudo, en Asia, de esclarecimiento histórico.
El éxito del arroz conlleva responsabilidades amplias, numerosas, evidentes. Los
arrozales ocupan espacios muy pequeños y éste es un primer punto importante. En se-
gundo lugar, su elevadísima productividad les permite alimentar poblaciones numero-
sas, de alta densidad de poblamiento. Según un historiador quizá demasiado optimis-
ta, cada chino ha dispuesto anualmente, desde hace seis o siete siglos, de 300 kg de
arroz o de otros cereales y de 2.000 calorías diarias 186 • Aunque estas cifras son proba-
blemente demasiado elevadas y, en cualquier caso, la continuidad de este bienestar ha
quedado desmentida pot síntomas inequívocos de miseria y de sublevaciones campesi-
nas 187 , el arroz proporcionó cierta seguridad alimentaria a sus consumidores. ¿Cómo hu-
bieran sobrevivido si no siendo tan numerosos?
Sin embargo, la concentración de los arrozales y de la mano de obra en las zonas
bajas produce, lógicamente, ciertas «desviaciones», como diría Pierre Gourou. Así por
ejemplo, en China, donde, al revés que en Java y Filipinas, el arroz de montaña siguió
siendo una excepción, al menos hasta el siglo xvm, un viajero, todavía en 1734, atra-
vesó entre Ning-Po y Pekín unas tierras altas casi desiercas 188 • Lo que Europa ha encon-
trado en sus montañas, ese capital activo de hombres, de ganados, de vida poderosa
que ha sabido explotar y aprovechar, el Extremo Oriente lo ha desdeñado, y hasta re-
chazado. ¡Qué enorme pérdida! Pero ¿cómo iban los chinos a utilizar la montaña, si
no tienen ningún sentido de la explotación forestal o de la ganadería, si no consumen
ni leche, ni queso y muy poca carne, si no han intentado, más bien todo lo contrario,
asociarse a las poblaciones montañesas cuando se han encontrado con ellas? Parafra-
seando a Pierre Gourou, imaginemos un Jura o una Saboya sin rebaños, con los árboles
talados de forma anárquica, donde la población activa se concentra en las llanuras, al
borde del ríos y lagos. El extenso cultivo del arroz y las costumbres alimenticias que ha
impuesto en la población china son, en parte, responsables de ello.
La explicación debe buscarse en una larga historia mal esclarecida todavía. Aunque
el riego no es tan antiguo como dice la tradición china, se llevó a cabo a gran escala
en los siglos IV y III antes de nuestra era, al mismo tiempo que una política gubernativa
de intensas roturaciones y una agronomía más sabia 189 • Fue entondes cuando China, al
interesarse por la hidráulica y la producción intensiva de cereales, construyó, en la época
de los Hans, el paisaje clásico de su historia. Es pues un paisaje creado, como muy
pronto, durante el siglo de Pericles, por volver a la cronología de Occidente, no de-
sarrollado plenamente antes del éxito de los precoces arrozales meridionales, lo que nos
lleva a los siglos XI y XII, a la época de nuestras Cruzadas. Según el ritmo terriblemen-
te lento de las civilizaciones, la China clásica comenzó prácticamente ayer, emergió de
una larga revolución agrícola que quebró y renovó sus estructuras y que constituye, sin
duda, el hecho capital de la historia de los hombres en Extremo Oriente.
No se puede comparar con Europa donde, con mucha antelación a los relatos ho-
méricos, está en auge la civilización agraria de Jos países mediterráneos, trigo, cultivo,
vid y ganadería, donde la vida pastoril irrumpe de un nivel a otro de 13.l> montañas y
121
El pan de cada día

Dos aspectos del cultivo del arroz. 1. Lahranza con húfalo «Para hacer penetrar el agua y empa-
par la tierra».

hasta las llanuras. Telémaco recuerda haber vivido con los mugrientos montañeses del
Peloponeso que se alimentaban de bellotas 190 • La vida rural de Europa ha seguido apo-
yándose en la agricultura y la ganadería a la vez, en cda labranza y el pasto», propor-
cionando este último, junto al estiércol indispensable para el trigo, una energía animal
muy utilizada y una parte substancial de la alimentación. Como contrapartida, una hec-
tárea de tierra cultivable, en Europa, con sus rotaciones de cultivos, alimenta a muchos
menos hombres que en China.
En el sur arrocero que sólo se preocupa por sí mismo, no es que el chino fracasara
en la conquista de las montañas, sino que no la emprendió. Habiendo expulsado casi
totalmente a los animales domésticos, y cerrado sus puertas a los miserables montañe-
ses del arroz de secano, los chinos del sur prosperan, pero deben realizar todas las tareas,
tirar del arado cuando se tercia, halar los barcos, o levantarlos para pasarlos de un canal
a otro, acarrear árboles, correr por los caminos para llevar noticias y misivas. Los búfa-
los del arrozal; reducidos a la cantidad indispensable, apenas trabajan, sólo hay caba-
llos, mulas o camellos en el norte, pero esté norte ya no forma parte de la China del
arroz. Esta representa, en definitiva, el triunfo de un campesinado cerrado sobre sí
mismo. El cultivo del arroz se orienta en primer lugar, no hacia el exterior, hacia la
tierra nueva, sino hacia las ciudades, tempranamente desarrolladas. Son las basuras, los
excrementos humanos de la ciudad, el fango de las calles, los que fertilizan los arro-
zales. De ahí esas constantes idas y venidas de los campesinos, que vienen a la ciudad
para buscar los abonos insustituibles «que pagan con hierbas, aceite o plata~ 191 • De ahí
esos olores insoportables que flotan sobre las ciudades y los campos cercanos a los

122
El pan de cada día

2. La inundación del arrozal. Grabados según pinturas del Keng Tche Tou. Sección de grabados.
(Cliché B.N.)

pueblos. Esta simbiosis del campo y la ciudad es más fuerte aún que en Occidente. De
todo ello no es responsable el arroz por sí mismo, sino más bien su éxito.
Fue necesario el fuerte crecimiento demográfico del siglo XVIII para que comenza-
sen a cultivarse las colinas y ciertas laderas montañosas, con la difusión revolucionaria
del maíz y de la batata, importados de América dos siglos antes. Pues el arroz, aun
siendo muy importante, no excluye a los demás cultivos, tanto en China, como en
Japón y en la India.
El Japón de los Tokugawa (1600-1868) tuvo en el siglo XVII, estando cerrado o casi
cerrado al comercio exterior (desde 1638), un desarrollo espectacular de su economía y
de su población: 30 millones de habitantes, de los cuales un millón se agrupaba en la
capital, Edo (Tokio) hacia 1700. Un aumento tan importante s61o fue posible gracias
a un incremento constante de la producción agrícola, que mantuvo a estos 30 millones
de hombres en un área pequeña que «en Europa no hubiera permitido vivir más que
a cinco o diez millones de habitantesJ> 191 • Se produjo, en primer lugar, una lenta pro-
gresión de la producción de arroz como consecuencia de la mejora de las simientes, de
las redes de riego y drenaje, de los aperos de los campesinos (en particular el invento
del senbakoki, enorme peine de madera para desgranar el arroz) 193 , y aún más en razón
de la utilización de abonos más ricos y más abundantes que los excrementos humanos
o animales: como, por ejemplo, sardinas secas, restos de colza, de soja o de algodón.
Estos abonos representaban a menudo entre el 30 y 50 % de los gastos de explotación 194 •
Por otra parte, la creciente comercialización de los productos agrícolas permitió el de-
sarrollo de un amplio comercio del arroz, con sus comerciantes acaparadores, así como

123
El pan de cada día

el aumento de los cultivos complementarios, algodón, coiza, cáñamo, tabaco, legumi-


nosas, moreras, caña de azúcar, sésamo, trigo ... El algodón y la colza eran los más im-
portantes: la colza asociada al cultivo del arroz, el algodón al del trigo. Estos cultivos
aumentaron las rentas brutas de la agricultura, y exigían además el doble o el triple de
los abonos del arrozal y el doble de mano de obra. Fuera del arrozal, en los «Campos»,
un régimen de tres cultivos asociaba cebada, alforfón y nabos. Mientras que el arroz
continuaba siendo objeto de censos en especie muy gravosos (entre el 50 y 60 % de la
cosecha debía entregarse al señor), estos nuevos cultivos daban lugar a censos en dine-
ro, vinculaban el mundo rural a una economía moderna, y explican la aparición de cam-
pesinos, si no ricos, al menos acomodados, en propiedades que continúan siendo mi-
núsculas195. Si fuera necesario, este hecho bastaría para demostrar que el arroz es
también un personaje complejo, cuyas características sólo ahora empezamos a entrever
Jos historiadores de Occidente.
Hay dos Indias, como hay dos Chinas: el arroz abarca la India peninsular, llega al
bajo Indo, cubre el amplio delta y el valle inferior del Ganges, pero deja un inmenso
espacio al trigo, y mucho inás aún al mijo, capaz éste de arraigar en tierras poco fér-
tiles. Según los recientes trabajos de los historiadores de la India, el inmenso avance
de la agricultura, que se produjo desde el imperio de Delhi, multiplicó los trabajos de
roturación y de riego, diversificó la producción, apoyó los cultivos industriales como el
añil, la caña de azúcar; el algodón, las moreras para el gusano de seda 196 • Las ciudades
sufrieron, en el siglo XVII, tin gran aumento demográfico. Como eri el caso del japón,
la producción aumentó y se organizaron los intercambios, especialmente de arroz y
trigo, por vía terrestre, marítima y fluvial, hasta tierras muy lejanas. Pero, contraria-
mente a lo que ocurrió en Japón, no se realizaron, según parece, progresos en las téc-
nicas agrícolas. Los animales, bueyes y búfalos, desempeñaron un papel considerable
como animales de tiro y de carga, pero sus excrementos, una vez secos, servían de com-
bustible y no de abono. Por razones religiosas, los excrementos humanos no se usaban
como abono, contrariamente al ejemplo chino, y, sobre todo, el ganado mayor no se
utilizaba, como es sabido, para la alimentación, si se exceptúa la leche y la mantequilla
derretida, producidas por lo demás en pequeña cantidad, dado el mal estado en que
se encontraba este ganado que, por lo general, no tenía cobijo ni prácticamente
alimento.
Por último, el arroz y otros cereales aseguraban de manera muy deficiente la vida
del enorme subcontinente. Como en Japón 197 , la sobrecarga demográfica del siglo XVIII
producirá, en la India, hambres dramáticas. El arroz no es el único responsable de todo
ello, desde luego, pues no es el único artífice, en la India y en otros lugares, de las
superpoblaciones. Sólo las permite.

124
El pan de cada día

EL MAIZ

Terminaremos el estudio de las plantas dominantes con el de un personaje apasio-


nante, ya que, tras mucho pensarlo, no hemos querido incluir entre ellas la mandioca,
que sólo sirvió de base, en América, a culturas primitivas y generalmente mediocres.
El maíz, por el contrario, ha sostenido firmemente el esplendor de las civilizaciones o
semicivilizaciones incaica, maya y azteca, que son auténticas creaciones suyas. Poste-
riormente logró, a escala mundial, un éxito considerable.

Clarificación de
sus orígenes

En el caso del maíz todo es sencillo, incluso el problema de sus orígenes. Los eru-
ditos del siglo XVIiI, tras lecturas e interpretaciones discutibles creyeron que el maíz
llegó a la vez de Extremo Oriente -,....también en este caso- y de América, donde los
europeos lo habrían descubierto ya en el primer viaje de Colón 198 • No hay duda de que
la primera explicación no es válida; desde América llegó el maíz a Asia y Africa donde
ciertos vestigios, e incluso ciertas esculturas yoruba, podrían todavía inducirnos a error.
En este terreno, la arqueología tenía que tener y ha tenido la última palabra. Aunque
la mazorca de maíz no se conserva en los niveles antiguos, no ocurre lo mismo con su
polen, que puede fosilizarse. Se ha encontrado, en efecto, polen fosilizado en los al-
rededores de México, donde se han realizado sondeos profundos. La ciudad se encon-
traba antaño en la orilla de una laguna que ha sido desecada, por lo que se han pro-
ducido importantes acumulaciones y superposiciones de suelos. Se han multiplicado las
prospecciones en los antiguos suelos pantanosos de la ciudad, y se han encontrado granos
de polen de maíz a 50 y 60 m de profundidad, es decir de hace miles de años. Este
polen es a veces el de maíces cultivados en la actualidad, o el de maíces silvestres, por
lo menos de dos especies.
Pero el problema acaba de ser esclarecido por las recientes excavaciones del valle del
Tehuacán, a 200 km al sur de México. En esta zona árida, transformada todos los in-
viernos en un inmenso desierto, se han conservado, gracias a la sequía, granos de maíz
antiguos, mazorcas (reducidas estas últimas a sus carozos), y hojas machacadas. Plantas,
hombres, desechos humanos se encuentran junto a los manantiales de agua subterrá-
neos. Los investigadores han encontrado en cavernas un material considerable y, al
mismo tiempo, toda la historia retrospectiva del maíz.
«En los niveles más antiguos, van desapareciendo sucesivamente todos los tipos de
maíz modernos. [ ... ]En el más antiguo, de hace siete u ocho mil años, sólo se encuen-
tra un maíz primitivo y todo parece indicar que no era todavía cultivado. Este maíz
salvaje es una planta pequeña. [ ... ] La mazorca madura no mide más que 2 ó 3 cen-
tímetros, con tan sólo unos cincuenta granos, colocados en el nacimiento de las brácteas
blandas. La mazorca tiene un carozo muy frágil y las hojas que la rodean no forman
una vaina consistente, de manera que los granos podían diseminarse fácilmente» 199, El
maíz salvaje podía así asegurar su supervivencia, a diferencia del maíz cultivado cuyos
granos quedan prisioneros de las hojas que no se abren al madurar. Para ello es nece-
saria la intervención del hombre.
El problema, desde luego, no está totalmente resuelto. ¿Por qué ha desaparecido
este maíz silvestre? Se puede achacar a los rebaños introducidos por los europeos, con-
cretamente a las cabras. En segundo lugar, ¿cuál es la patria de origen de este maíz

125
El pan de cada día

Mujer moliendo maíz. Arte mexicano, Museo antropológico de Guadalajara. (Cliché Giraudon.)

silvestre? Está aceptado que es americano, pero es necesario discutir, investigar para
fijar en el Nuevo Mundo la patria exacta de la planta maravillosamente transformada
por el hombre. Hasta hace poco, se pensaba en Paraguay, Perú, Guatemala. México
acaba de desbancar a todos los demás países. Pero también la arqueología tiene sus sor-
presas y sus suspenses. Y como si estos problemas apasionantes tuvieran que permane-
cer sin solución definitiva, hay especialistas que hablan todavía, que sueñan por lo
menos con otro posible centro de difusión primitiva del maíz, a partir de las altipla-
nicies de Asia, cuna de casi todos los cereales del mundo, o de Birmania.

Maíz y civilizaciones
americanas

En todo caso, ya en el siglo XV, al culminar la implantación de las civilizaciones


azteca e inca, el maíz llevaba mucho tiempo presente en el espacio americano, asocia-
do a la mandioca, como en el este de América del Sur; o solo y sometido a un régimen

126
El pan de cada día

de cultivo de secano; o solo en las terrazas regadas de Perú y las orillas de los Jagos
mexicanos. Para el cultivo de secano, lo que herrios dicho del ladang o del ray, al hablar
del arroz, nos permite ser breves. Basta haber visto en la meseta mexicana, el Anáhuac,
los grandes incendios de maleza, masas enormes de humo en las que los aviones (vuelan
a 600 o a 1.000 m de altitud por encima de estas altas tierras) sufren impresionantes
caídas verticales a causa de los baches de aire caliente, para imaginarse las rotaciones
del cultivo del maíz en secano, sembrándose una zona de bosque o de matorral cada
año. Es el régimen de la milpa. Gemelli Careri lo vio, en 1697, en las montañas, cerca
de Cuernavaca, junto a la ciudad de México: «no había, apunta, más que hierba tan
seca que los campesinos la quemaron para abonar la tierra ... »200 •
El cultivo intensivo del maíz se encuentra en las orillas de los lagos mexicanos, y,
más espectacular aún, en los cultivos en terrazas de Perú. Los incas, procedentes de las
alturas del lago Titicaca, tuvieron, al descender por los valles de los Andes, que en-
contrar tierras para su creciente población. La montaña fue entonces cortada en gradas,
unidas entre sí por escaleras, y, sobre todo, regadas por una serie de canales. Los do-
cumentos iconográficos que se refieren a este cultivo son, por sí solos, muy reveladores:
representan a los campesinos armados de bastones cavadores y a las mujeres echando
los granos; en ellos aparece también el grano que ha madurado deprisa y al que hay
que defendet de los numerosos pájaros y de un animal, sin duda una llama, que se
está comiendo una mazorca. Otra ilustración muestra la cosecha ... Se arrancan enton-
ces mazorca y caña (siendo esta última, rica en azúcar, un alimento apreciado). Resulta
decisivo comparar estos ingenuos dibujos de Poma de Ayala con las fotografías toma-
das en el alto Perú, eri 1959. En ellas vuelve a aparecer el mismo campesino, hundien-
do con un gesto vigoroso el enorme bastón cavador, levantando grandes terrenos,
mientras que la campesina, como antaño, echa el grano. En el siglo XVII, Corea! había
visto, en Florida, a los indígenas realizar las quemas y, dos veces al año, en marzo y
en julio, utilizar «trozos de madera puntiagudos» para enterrar los granos 2º1•
El· maíz es verdaderamente una planta milagrosa; crece deprisa y sus granos, incluso
antes de madurar, son de hecho ya comescibles 2º2 • iP'oc cada grano sembrado, la cose-
cha, en la zona árida del México colonial, es de 70 it"!m; en Michoacán, un rendimien-
to del orden de 150 por 1 se considera bajo. Cerca de Querétaro, se consiguen, en las
tierras mejores, récords de 800 por 1, apenas verosímiles. Se llega incluso, en tierra cá-
lida o templada, también en México, a obtener dos cosechas, una de riego, otra de tem-
poral (que depende de las precipitaciones) 2º3• Imaginemos, en la época colonial, ren-
dimientos análogos a los que hay en las pequeñas propiedades, entre 5 y 6 quintales
por hectárea. Conseguidos con facilidad, pues el cultivo del maíz nunca ha exigido
grandes esfuerzos. Un arqueólogo atento a estas realidades, Fernando Márquez Miran-
da, ha puesto de relieve en un pasado reciente, mejor que nadie, las ventajas de los
campesinos del maíz: éste no exige más que cincuenta jornadas de crabajo al año, un
día de cada: siete u ocho según las estaciones 204 • De ahí que tengan tiempo libre, de-
masiado tiempo libre. El maíz de las terrazas regadas de los Andes o de las márgenes
lacuscrcs de las mesetas mexicanas conduce (¿de quién es la culpa, del maíz, del rega-
dfo o de las sociedades densas, opresivas por su propio número?) en todo caso a Esta-
dos teocráticos, extraordinariamente tiránicos, y todos los ocios campesinos eran utili-
zados en inmensos trabajos colectivos al modo egipcio. Sin el maíz, no hubieran sido
posibles ni las pirámides gigantes de los mayas o de los aztecas, ni las murallas cicló-
peas de Cuzco, ni las impresionantes maravillas de Machupicchu. Todo ello ha podido
ser realizado porque el maíz crece, en definitiva, prácticamente solo.
El problema es el siguiente: maravillas por un lado, miseria humana por el otro,
y, como siempre, hay que preguntarse de quién es la culpa. De los hombres, claro está,
pero también del maíz.

127
El pan de cada día

Plantación india de maíz: el campamento indio de Secota en Virginia. junto al bosque, con sus
chozas, sus cazadores, sus fiestas, sus campos de tabaco (E) y sus cultivos de maíz (H y G}, en
hileras espaciadas, explica de Bry, por el tamaño de la planta «de anchas hojas, parecidas a las
de las grandes cañas». Théodore de Bry, Admiranda Narratio ... , 1590, pi. XX. (Cliché
Giraudon.)

128
El pan de r:ada día

Tanta fatiga para obtener, por toda recompensa, la torta de maíz, ese pan cotidia·
no de mala calidad, esos pasteles cocidos a fuego lento en platos de barro, o bien los
granos reventados al fuego; ambos son insuficientes como base alimenticia. Sería ne-
cesario un complemento de carne del que se carece por completo. El campesino del
maíz continúa siendo en las zonas indígenas todavía hoy, con excesiva frecuencia, mi-
serable, particularmente en los Andes. Su alimentación está siempre constituida por
maíz y más maíz junto a patatas secas (es sabido que nuestra patata es de origen pe-
ruano). Se cocina al aire libre en un hogar de piedras; en la única habitación de la ca-
baña de techo bajo conviven animales y personas; su único traje está tejido con la lana
de las llamas en telares rudimentarios. El único recurso: masticar hoja de coca para mi-
tigar el hambre, la sed, el frío y el cansancio. La evasión: beber cerveza de maíz fer-
mentado, la chicha, que los españoles encontraron en las Antillas y cuyo nombre al
menos propagaron por toda la América indígena; o más aún, la fuerte cerveza del Perú,
la sora. Es decir bebidas peligrosas, prohibidas en vano por las autoridades. Enajenan
a esas poblaciones tristes, frágiles, en escenas goyescas de borrachera 205
Un grave defecto del maíz consiste en que no se encuentra siempre al alcance de
la mano. En los Andes, se detiene a media vertiente por el frío. En otros lugares ocupa
regiones muy pequeñas. Es pues necesario, a toda costa, que el cereal circule. Todavía
hoy, la dramática trashumancia de los indios yucas, al sur de Potosí, los precipita hacia
las zonas del maíz, desde sus alturas inhumanas a 4.000 m de altitud. Las salinas pro-
videnciales, que explotan como si se tratara de canteras, les suministran la moneda de
intercambio. Todos los años, en marzo, en un viaje de ida y vuelta que por lo menos
dura tres meses, hombres, mujeres y niños, todos ellos a pie, parten en busca del maíz,
coca y alcohol, y los sacos de sal, depositados cerca de sus campamentos, parecen mu-
rallas. Este es un pequc;no, mediocre ejemplo de una circulación de maíz, o de harina
de maíz que siempre ha existido 2º6 •
En el siglo XIX, Alejandro de Humboldt 207 , en Nueva España, Auguste de Saint-
Hilaire208 en Brasil, observaron esta circulación de mulas, con sus paradas, ranchos, es-
taciones e itinerarios obligados. Todo depende de ella, incluso las minas, desde que
empezaron a excavarse. Además, ¿quién sale ganando, los mineros en busca de la plata,
los buscadores de pepitas de oro o los comerciantes de víveres? Basta que algo detenga
esta circulación para que las consecuencias alcancen a la gran historia que se está fra-
guando. Buen testimonio de ello es lo que narra, a comienzos del siglo XVII, Rodrigo
Vivero, capitán general del puerto de Panamá, adonde llega, procedente de Arica, pa-
sando por Callao, la plata de las minas del Potosí. Después, las valiosas cargas atravie-
san el istmo y llegan a Porto Belo, al mar de las Antillas, a lomo de mulas y más tarde
en las barcas del río Chagres. Pero muleros y barqueros tienen que ser alimentados:
sin lo cual, no hay transporte. Ahora bien, Panamá sólo vive del maíz importado de
Nicaragua o de Caldera (Chile). En 1626, en un año estéril, sólo el envío desde Perú
de un barco cargado de 2.000 ó 3.000 fanegas de maíz (es decir de 100 a 150 tonela-
das) salvó la situación y permitió el paso del metal blanco por el istmo 209

129
El pan de cada día

LAS REVOLUCIONES ALIMENTARIAS


DEL SIGLO XVIII

Las planeas cultivadas no cesan de viajar y de trastocar la vida de los hombres. Pero
sus movimientos, cuando se generan por sí mismos, duran siglos, a veces milenios. Sin
embargo, después dd descubrimiento de América, estos movimientos se multiplican,
se aceleran. Las plantas del Viejo Mundo llegan al Nuevo y, a la inversa, las del Nuevo
Mundo llegan al Viejo: por un lado, el arroz, el trigo, la caña de azúcar, el cafeto ... ;
por otro, el maíz, la patata, la judía, el tomate 21 º, la mandioca, el tabaco .. .
Estos intrusos chocan en todas partes con los cultivos y las alimentaciones anterio-
res: en Europa se considera que la patata es un alimento pesado e indigesto; el maíz
se desprecia incluso actualmente en el sureste chino, fiel al arroz. Ahora bien, a pesar
de estos rechazos alimenticios y de la lentitud de las experiencias nuevas, todas escas
plantas acaban por proliferar y por imponerse. En Europa y fuera de Europa, son los
pobres quienes empiezan a consumirlas; el crecimiento demográfico las convierte, más
tarde, en necesidades imperiosas. En realidad, el hecho de que la población del mundo
aumente, pueda aumentar; se debe en parte al incremento de la producción de ali-
mentos qtie permiten los nuevos cultivos.

El maíZ
fuera ele América

A pesar de los argumentos que se han esgrimido, es poco probable que el maíz se
escape de su prisión americana antes del viaje de Colón, que trajo semillas suyas ya en
su primer regreso; en 1493. Es poco probable también que sea de origen africano. Apo-
yarse, para estas discusfones sobre su origen, en las múltiples denominaciones que se
le han dado por el mundo, no es nada coilvincente, pues se le han adjudicado todos
los nombres posibles e imaginales, según las regiones y las épocas. En Lorena, es el
trigo de Rodas,· en los Pirineos, trigo de España; en Bayona, tngo de India; en Tosca-
na, 'la doimt de Siria; en otros lugares de Italia, se le da el nombre de grano turco; en
Alemania y en Holanda, tngo turco; en Rusia, kukum, empleando así la propia pala-
bra turca; pero en Ti.lrqufa, se le llama también trigo de los mmíes (de los cristianos);
en el Franco Condado, turky. En el valle del Garona y Lauraguais, se le conoce con un
nombre todavía más sorprendente. Aparece, en efecto, en los mercados de Castelnau-
daty en 1637, y de Toulouse; en 1639, con el nombre de mijo de España, adoptando
entoricd el mijo, muy extendido en la zona, el nombre de mijo de Francia, según
consta en las mercuriales; después se les adjudica, a los dos cereales, el hombre de mijo
gordo ymijofino, hasta que el maíz, tras eliminar el cultivo del mijo, se apodere de
su nombre y se convierta, hacia 165 5, en el «mijo}) a secas. Esta denominación se man-
tendrá durante mas de un siglo, hasta la Revolución; entonces la palabra maíz entrará
por fin en las mercuriales 211 •
Después del descubrimiento de América, se puede seguir a grandes rasgos el avance
del mafa tanto en Europa como fuera de Europa. Será una carrera muy lenta, pues los
éxitos importantes no los conseguirá hasta el siglo XVIII.
Los herbarios de los grandes botánicos habían comenzado, sin embargo, a describir
Ja planta en 1536 Oean Ruel) y el de Leonhart Fuchs (1542) reproducía ya su dibujo
exacto, especificando que se encontraba entonces en todos los huertos 2 t 2 • Pero lo que

130
El pan de cada día

17. LAS DENOMINACIONES DEL MAIZ EN LOS BALCANES


De Traian Sto1imovitdJ, in: Annales E.S.C., 1966, p. 1031.

nos interesa es el momento en que salió de los huertos -terrenos experimentales- y


conquistó Jos campos y los mercados. Los campesinos tuvieron que acostumbrarse a la
nueva planta, tuvieron que aprender a utilizarla y, más aún, a alimentarse de ella. El
maíz se asoció a menudo, en esta conquista, con la judía, también procedente de Amé-
rica, y que permite la reconstitución de los suelos: fogioli y grano turco invadirán Italia
al mismo tiempo. En su Vivarais, Olivier de Serres, hacia 1590, constata su doble lle-
gada213. Pero todo esto necesitará tiempo, mucho tiempo. Todavía en 1700, un agró-
nomo se extraña de que se cultive tan poco maíz en Francia 214 • En los Balcanes, el maíz
se instala también con una decena (por lo menos) de nombres diferentes, pero, para
escapar al fisco y al canon señorial, se parapeta en los huertos y en las tierras alejadas
de las vías concurridas. No se extenderá por grandes espacios hasta el siglo XVIII, es

131
El pan de cada día

decir doscientos años después del descubrimiento de América m. Por lo demás, en líneas
generales, tampoco conseguirá triunfar plenamente en Europa hasta el siglo XVIII.
De hecho, se trata de un retraso sorprendente puesto que hubo excepciones, pre-
cocidades y resultados espectaculares. Desde Andalucía donde se encontraba ya en 1500,
desde Cataluña, desde Portugal adonde llegó hacia 1520, desde Galicia que lo incor-
poró más o menos en la misma época, pasó, por una parte, a Italia y, por otra, al su-
roeste de Francia.
Su éxito en Véneto fue espectacular. Introducido, según se cree, hacia 1539, el cul-
tivo del maíz se generalizó entre finales de siglo y comienzos del siguiente, en toda la
Tierra Firme. Se había desarrollado incluso antes en Polesine, pequeña región, cercana
a Venecia, donde se habían invertido grandes capitales en el siglo XVI y donde se ex-
perimentaban los cereales nuevos en amplios campos: es natural que allí se extendiera
rápidamente el grano turco, en 1554 216 •
En el suroeste de Francia, el maíz llegó en primer lugar a Bearn. En 1523 en la
región de Bayona, hacia 1563 en el campo de Navarrenx 217 , se utilizaba como forraje
verde; tardará más en introducirse en la alimentación popular. Sin duda se vio favore-
cido, en la región de Toulouse, por la decadencia del cultivo del glasto 218 •
Tanto en el valle del Garona como en Véneto y, en general, en todas las regiones
donde se implantó, fueron, como es natural, los pobres, campesinos o ciudadanos, los
que abandonaron a desgana el pan por la torta de maíz. Un escrito sobre Bearn dice
en 1698: «El miltoc (léase el maíz) es una especie de trigo procedente de las Indias y
del que se alimenta el pueblo> 219 • «Constituye el principal alimento del pueblo bajo
de Portugal>, según el cónsul ruso en Lisboa220 • En Borgoña, «las poleadas, harina de
maíz cocida al horno, son el alimento principal de los campesinos y se exportan hacia
Dijon» 221 • Pero el maíz no se introdujo en las clases acomodadas, que reaccionaron ante
él como ese viajero del siglo XX, en Montenegro, ante «esos pesados panes de maíz que
se ven en todas partes [ ... ] y cuya miga, de un bonito tono dorado, deleita la vista pero
asquea al estómago:.> 222 •
El maíz tiene a su favor uri argumento perentorfo: su productividad. A pesar de
sus peligros (una alimentación demasiado rica en ma1z provoca la pel:i:g~a), puso fin,
en Véneto, a las hambres hasta entonces recurrentes. La millasse dd sur dC: Francia, la
polenta italiana, la mamaliga rumana entraron así en la alimentación de las masas que
conocían por experiencia, no lo olvidemos, alimentos de hambre mucho más repulsi-
vos. Ningún tabú alimentario se mantiene ante el hambre. Más aún, al ser no sólo ali-
mento de los hombres sino también de los animales, el maíz se instaló en el barbecho
y originó una «revolución» comparable al éxito, también en el barbecho, de las plantas
forrajeras. Finalmente, la cantidad creciente de este grano, que produce cosechas ge-
nerosas, aumentó la producción de trigo comerci11lizable. El campesino comía maíz;
vendía su trigo, que valía aproximadamente el doble. Es un hecho que en el Véneto,
en el siglo XVIII, gracias al maíz, la exportación de trigo representaba de un 15 a un
20 % de la producción de cereales, es decir cantidades comparables a las de Inglaterra
en los años 1745-1755 22 3. Francia en esta época consumía más o menos todo el grano
que producía, excepto un 1 ó 2 % aproximadamente. Pero también en el Lauraguais,
«en el siglo XVII y sobre todo en el XVIII, el maíz, al asegurar la base de la alimentación
campesina, permitió que el trigo se convirtiera en un cultivo destinado al gran
comercio» 224
De la misma forma, en el Congo, el maíz, importado de América por los portu-
gueses y que se conocía con el nombre de Masa ma Mputa, mazorca de Portugal, tam-
poco se adoptó de buena gana. En 1597, Pigafetta indica que era menos estimado que
el resto de los cereales, que se alimentaba con él no a los hombres, sino a los cerdosm.
Estas son las primeras reacciones. Poco a poco, al norte del Congo, en el Benin, en país

132
El pan de cada día

yoruba, el maíz ha ido ocupando el primer lugar entre las plantas útiles. Y en la ac-
tualidad, tras haber triunfado plenamente, aparece incluso en las leyendas, lo que de-
muestra, por añadidura, que comer no es sólo una realidad de la vida materíal2 26 •
Entrar en Europa, entrar en Africa era relativamente fácil. El maíz realizó una ha-
zaña mucho mayor al penetrar en la India, en Birmania, en Japón y en China. A China
llegó pronto, en la primera mitad del siglo XVI, a la vez por vía continental y la fron-
tera de Birmania -se instaló entonces en el Yunnan- y por vía marítima, en Fukien
cuyos puertos tenían relaciones constantes con Insulíndia. También por estos mismos
puertos (y por mediac:ión de los portugueses, o de los mercaderes chinos que comer-
ciaban con las Molucas) llegaron el cacahuete, a comienzos del siglo XVI, y, más tarde,
la batata. Sin embargo, hasta 1762, el cultivo del maíz fue poco importante y quedó
confinado en el Yunnan, en algunos distritos de Sichuan y del Fukien. De hecho, no
se impondrá hasta que el rápido crecimiento de la población, en el siglo xvm, obligue
a roturar colinas y montañas, fuera de las llanuras reservadas a los arrozales. También
en este caso, una parte de la población china renunciará a su alimentación favorita no
por gusto, sino por necesidad. El maíz se impuso entonces en todo el Norte y aún más
allá, hacia Corea. Se añadió al mijo y al sorgo, cultivos tradicionales del Norte, y esta
extensión volvió a equilibrar demográficamente la China septentrional y la China me-
ridional, mucho más poblada que aquéllam También el Japón acogerá el maíz y toda
una serie de plantas nuevas que le llegan, en parte, a través de China.

Importancia aún
mayor de la patata

La patata se cultivaba ya en la América andina en el segundo milenio antes de


Cristo, en las altitudes que no permitían prosperar al maíz. Era el recurso salvador, y
habitualmente se dejaba secar para que se conservase durante más tiempo 228 •
Su difusión en el Viejo Mundo no se parecerá del todo a la del maíz: lenta como
ella, o más aún que ella, no fue universal: China, Japón, la India, los países musul-
manes no la acogieron. Su éxito fue plenamente americano -se extendió, en efecto,
por todo el Nuevo Mundo- y más aún europeo. El nuevo cultivo colonizó toda Eu-
ropa y adquirió la importancia de una revolución. Un economista, Wilhelm Roscher 229
(1817-1894), sostuvo incluso, un poco apresuradamente, que la patata había sido la
causa del crecimiento de la población europea. Digamos, con mucho, que fue una de
las causas y maticemos. El aumento demográfico de Europa comienza antes de que se
dejaran sentir los efectos producidos por el nuevo cultivo: en 1764, decía un consejero
del rey de Polonia: «Quiero introducir en nuestro país el cultivo de las patatas que es
casi desconocido~ 23º; en 1790, en los alrededores de San Petesburgo, sólo la cultivan
los colonos alemanes 231 • Ahora bien, la población crece en Rusia, en Polonia y en otros
lugares antes de estas fechas tardías.
La difusión del nuevo cultivo fue muy lenta, como ocurre siempre. Los españoles
lo conocieron en 1539, en Perú; hubo incluso comerciantes españoles que suministra-
ron patatas secas a los indios de las minas del Potosí, pero la nueva planta atravesó la
península ibérica sin originar consecuencias inmediatas. En Italia, quizá más atenta a
ello que España, por estar más poblada, interesó mucho antes, suscitó experiencias y
encontró uno de sus primeros nombres: tartuffoli, entre otros muchos; turma de tierra,
papa, patata en España; batata, batateira en Portugal; patata, tartulfo, tartuffola en
Italia; cartoujle, truffe, patate, pomme de terre en Francia; potato of Amen'ca en In-
glaterra; in'sh Potato en Estados Unidos; Kartoffel en Alemania; Erdtapfel cerca de

133
El pan de cada día

TPAVAXO.

Los incas plantan y cosechan patatas. Sus aperos: un palo para cavar y

Viena, por no mencionar las denominaciones eslavas, húngaras, chinas, japonesas ... m.
En 1600, Olivier de Serres señala su presencia y describe su cultivo con precisión. En
1601, Carolus Clusius realiza su primera descripción botánica, en un momento en que,
según su propio testimonio, ha invadido la mayor parte de los huertos de Alemania.
Según la tradición, un poco antes, hacia 1588, gracias a Walter Raleigh, la patata pe-
netró en Inglaterra, el mismo año de la Armada Invencible. ¡Estamos seguros de que
este prosaico acontecimiento tuvo mayores consecuencias que el encuentro de las flotas
enemigas en aguas de la Mancha y del mar del Norte!
En general, la patata no triunfó plenamente en Europa hasta finales del siglo XVIII,
o incluso hasta el siglo XIX. Pero, como el maíz, tuvo, aquí o allá, éxitos más precoces.
En Francia, particularmente atrasada a este respecto, no se introdujo pronto más que
en el Delfina.do; en Alsacia, donde la patata invadió los campos en 166om; y después
en Lorena, donde se instaló hacia 1680, y a pesar de criticarse y censurarse en 1760, se
convirtió, en 1787, en el «alimento principal y sano» de los habitantes del campo 234 •
Aún más pronto, en la primera mitad del siglo XVII, llegaba a Irlanda donde, con un

134
El pan de cada día

la azada. Códi<:e peruano del siglo XVI. (Fototeca A. Colin.)

poco de leche, se convirtió, en el siglo XVIII, en Ja alimentación casi exclusiva de los


campesinos, con el éxito y posterior fracaso que conocemosm. En Inglaterra fue pro-
gresando también, pero, durante mucho tiempo, se cultivó más para la exportación 236
que para el consumo interno. Adam Smith lamentaba este desprecio de los ingleses
por un producto que, aparentemente, había demostrado su valor dietético en Irlanda 237
El éxito del nuevo cultivo es más claro en Suiza, en Suecia, en Alemania. Fue en
Prusia donde Parmentier (1737-1813), prisionero de la guerra de los Siete Años, «des-
cubrió» la patata 238 • Sin embargo, no había en los países del Elba, en 1781, un solo
criado, un solo sirviente que aceptase comer tartoffeln. «Lzeber gehn sie ausser Dienst»,
prefieren cambiar de amo ... 239 •
De hecho, allí donde se extiende el cultivo y el tubérculo aparece como rival del
pan, surgen resistencias. Se llegará a decir que su consumo propaga la lepra. Se dirá
que produce flato, como admite la Enciclopedia en 1765, añadiendo: «¡Pero esos gases
no son nada para los vigorosos órganos de los campesinos y de los trabajadores!». No
es, pues, sorprendente que en los países que conquistó rápida y ampliamente, se im-

135
El pan de cada día

pusiera aprovechando dificultades más o menos dramáticas ... La amenaza del hambre,
como en Irlanda, puesto que el mismo rodal que proporcionaba la cantidad de trigo
suficiente para alimentar a una persona, permitía mantener sobradamente a dos si se
sembraba de patatas 24 º. Y más aún, la amenaza de las guerras, que asolaban los campos
de cereales. Los labradores prefieren la patata, explica un documento, refiriéndose a
Alsacia, «porque nunca corre el riesgo [ ... ] de ser destruida en la guerra»; un ejército
puede acampar un verano sobre un campo sin destruir la cosecha del otoño 241 • De
hecho, toda guerra parece estimular el cultivo de la patata: en Alsacia, durante la se-
gunda mitad del siglo XVII; en Flandes, durante la guerra de la Liga de Augsburgo
(1688-1697), la guerra de Sucesión de España, y, finalmente, la guerra de Sucesión de
Austria, que coincide con la crisis cerealista de 1740; en Alemania, durante la guerra
de los Siete Años y, sobre todo, la guerra de Sucesión bávara (1778-1779). que se ha
llamado «guerra de la patata» 242 • Ultima ventaja: las nuevas cosechas, en algunas re-
giones, se libraban del diezmo y, justamente gracias a los procesos que entablaban los
propietarios, se ha podido seguir con mucha precisión la difusión precoz de la patata,
en los Países Bajos meridionales y en las Provincias Unidas a partir de 17 30
aproximadamente.
En estas mismas regiones flamencas, C. Vandenbroeke ha calculado el aumento re-
volucionario del consumo de patatas, indirectamente, gracias a la disminución del con-
sumo de cereales que ocasiona. Este pasa de 0,816 kg por persona y día, en 1693. a

La patata, alimento popular. Se socorre a los pobres de Sevilla, en 1645, con un caldero de pa-
tatas. Detalle del cuadro reproducido en la p. 53. (Cliché Giraudon.)

136
El pan de cada día

0,758, en 1710; 0,680, en 1740; 0,476, en 1781; 0,475, en 1791. Este descenso del
consumo significa que la patata ha subsistido al 40% del consumo de cereales en
Flandes. Y esto queda corroborado por el hecho de que, en Francia, hostil en conjunto
a la patata, la ración frumentaria aumentó en vez de descender, a lo largo del si-
glo XVIl1 24 ~. En este caso, la revolución de la patata no comenzó, como en muchos otros
lugares de Europa, hasta el siglo XIX.
En realidad, forma parte de una revolución más amplia que sacó de los huertos a
los campos una gran variedad de legumbres y de leguminosas, y que, al ser precoz en
Inglaterra, no le pasó desapercibida a Adam Smith, que escribía en 1776: «Las patatas
[ ... ], los nabos, las zanahorias, las coles, hortalizas que antes sólo se cultivaban con
laya, se cultivan ahora con arado. Toda clase de productos hortícolas han bajado también
de precio» 244 • Treinta años después, un francés señalaba, en Londres, la abundancia de
verduras del terruño que «se nos sirven con toda su sencillez natural, como el heno a
los caballos ... » 24 ).

La dificultad de
comer el pan ajeno

Basta para convencerse de que Europa logró, en el siglo XVIII, una auténtica revo-
lución alimentaria (aunque tardó unos dos sigfos en llevarla a cabo), ver los fuertes con-
flictos que pueden producirse siempre que chocan dos alimentaciones opuestas, siempre
que, en definitiva, un individuo se encuentra fuera de su tierra, de sus costumbres, de
su alimentación cotidiana y en manos ajenas. En este sentido, los europeos nos sumi-
nistran los mejores ejemplos, monótonos, insistentes, pero siempre reveladores de esas
fronteras alimentarias, difíciles de franquear. Era de prever que en los países que se
abrían a su curiosidad o a su explotación no iban a renunciar jamás a sus costumbres:
el vino, el alcohol, la carne, el jamón que; procedente de Europa e incluso comido por
los gusanos, se vendía en las Indias a precio de oro ... En lo que al pan se refiere, se
hacía todo lo posible para seguir teniéndolo al alcance de la mano. ¡Fidelidad obliga!
Gemelli Careri, en China, se procuraba trigo, con el que mandaba hacer galletas y pas-
teles «cuando carecía de pan-, porque el arroz estofado en seco, como se sirve en este
país, y sin ningún aderezo, no le convenía en absoluto a mi estómago ... »m. En el
istmo de Pana.má, en donde no crecía el trigo, se llevaba la harina desde Europa, «lo
que impedía que fuera barata» y el pan era, por consiguiente, un lujo. «Sólo se en-
cuentra entre los europeos establecidos en las ciudades y entre los criollos ricos y, así y
todo, sólo lo consumen cuando toman chocolate o confituras acarameladas». En todas
las demás comidas, tornaban la torta de maíz, especie de polenta, y hasta el pan de
yuca «condimentado con miel... » 247.
Naturalmente, cuando el infatigable viajero Gemelli Careri llegó a Acapulco, pro-
cedente de Filipinas, en febrero de 1697, no encontró pan de trigo. Tan feliz sorpresa
le estaba reservada para más tarde, camino de México, en el trapiche de Massatlán,
donde «encontramos [ ... ] pan de buena calidad, cosa no muy frecuente en estas mon-
tañas, donde todos los habitantes sólo comen torta de maíz ... »248 • Recordemos que
existía en Nueva España un importante cultivo de trigo, en tierras de regadío o de se-
cano, destinado a la exportación a las ciudades. Pero el relato siguiente satisface nuestra
curiosidad de historiadores: el martes 12 de marzo de 1697, en México, Careri es tes-
tigo de un tumulto popular: «Ese día, hubo una especie de motín; el populacho iba a
pedir pan bajo las ventanas del Virrey ... ». Se tomaron inmediatamente medidas para
impedir que el pueblo quemara el palacio, «Como había hecho en tiempos del conde

137
El pan de cada día

El trigo llevado a Aménca por los españoles. Los indios lo cultivan con /os mismos aperos que
los campesinos europeos. (Fotografía Mas.)

de Galoe, en 1692 ... 249 ~ ¿Estaba este «populacho» integrado, como suponemos, por
blancos? Aceptémoslo así, para concluir un poco precipitadamente: pan blanco, hombre
blanco. En América, se entiende. Si se tratase, por el contrario, de mestizos, de indios
y de esclavos negros de la dudad, entonces podríamos asegurar que lo que reclamaban,
con el nombre siempre ambiguo de «pan», no podía ser más que maíz ...

138
El pan de cada día

EL RESTO
DEL MUNDO

Por muy importantes que sean, las plantas dominantes no ocupan, en conjunto,
más que un pequeño espacio del mundo, exactamente el de los poblamientos densos,
el de las civilizaciones plenamente maduras o que están a punto de llegar a serlo. Por
lo demás, la expresión «plantas dominantes» no debe inducirnos a error: aunque, al
ser adoptadas por los grupos humanos, se incorporaron a su modo de vida hasta el
punto de configurarlo y de encerrarlo en una opción a veces irreversible, también se
pueden invertir los términos: son las civilizaciones dominantes las que establecen y per-
miten su éxito. Los cultivos del arroz, del trigo, del maíz, de Ja patata se transforman
según quien los utilice. En la América precolombina existían cinco o seis variedades de
patatas; las agriculturas científicas han conseguido un millar. No existe ninguna rela-
ción entre el maíz de las culturas primitivas y el del corn belt de los Estados Unidos
en la actualidad.
En resumen, lo que consideramos como riqueza vegetal es también, en gran parte,
riqueza cultural. Ha sido necesario, para que un éxito de este tipo se consolidara, que
interviniesen «las técnicas de encuadramiento» de la sociedad afectada. Si se puede
negar a la mandioca el dtulo de planta dominante, no es porque el cazabe (harina que
se obtiene de su raíz, cortándola, lavándola, secándola y callándola) sea un alimento
inferior. Por el contrario, en la actualidad es, en muchos países africanos, la defensa
contra el hambre. Pero al adoptarla las culturas primitivas, no ha podido ya salirse de
ellas; ha sido, tanto en América como en Africa, el alimento de los autóctonos y no
ha gozado de la promoción social del maíz o de la patata. Incluso en sus tierras de
origen, ha tenido que competir con los cereales importados de Europa. Las plantas, al
igual que los hombres, sólo triunfan con la complicidad de las circunstancias. La culpa,
en este caso, la tiene la historia. La mandioca y los tubérculos de los países tropicales,
el maíz -un cierto cultivo de maíz- y los providenciales árboles frutales: bananeros,
árboles del pan, cocoteros, palmeras aceiteras, han estado al servicio de grupos huma-
nos menos privilegiados que los hombres del arroz o del trigo, pero que ocupan con
perseverancia espacios muy amplios -los hombres de azada, diremos para abreviar.

Los hombres
de azada

Todavía hoy asombra la gran cantidad de campos en los que predomina el trabajo
realizado con bastón cavador (especie de azada primitiva), es decir, cori azada. Estas
tierras se extienden por todo el mundo, formando un anillo, un «cinturón» como dicen
los geógrafos alemanes, que comprende Oceanía, América precolombina, Africa negra,
una gran parte del sur y del sureste asiático (donde, por lo demás, su hábitat bordea
el de los labradores y a veces atraviesa su espacio). En el sureste en particular (Indochi-
na en un sentido amplio), se mezclan ambas formas de agricultura.
Debe quedar bien claro: l.º que este rasgo actual del globo es extremadamente an-
tiguo y es válido para todo el período cronológico de este libro; 2. 0 que se trata de
una humanidad considerablemente homogénea, por encima de sus inevitables varia-
ciones locales; 3. 0 pero que se encuentra cada vez menos protegida, como es natural,
a medida que pasan los sigJos, contra las contaminaciones exteriores.

139
El pan de cada día

18. El cCINTURON» DE LOS CutTIVOS DE AZADA


Obsérvese la singular amplüml de la zona en el con/mente americano y e" las islrJS del Pacífico. (Según E. Werth.) Segú11
Huberl Deschamps (carta del 7i111970), Werth se equivoca al incluir Madagascar en la zo11a de /a azada. Se utiliza e11 la
isla 1'n!J laya muy larga, de origen probableme1'1e iwdowesio, denominada angady.

l. Un rasgo antiguo.-De creer, en efecto, a prehistoriadores y etnólogos que con-


tinúan discutiendo sobre este tema, el cultivo de azada proviene de una revolución
muy antigua, anterior a la que, hacia el IV milenio a. de C., dio origen a la agricul-
tura de tipo animal. Quizá se remonte al V milenio, perdiéndose en la noche que pre-
cede a la historia, y al igual que la otra revolución provendría de la antigua Mesopo-
tamia. En todo caso, de una experiencia procedente de las primeras edades y que se
mantiene gracias a una repetición monótona de las lecciones aprendidas.
Poco importa, desde nuestro punto de vista, que la distinción entre agricultura con
o sin arado sea discutible, porque privilegia de manera exclusiva un determinismo de
los aperos. En un libro original (1966) 2 ~º, Ester Boserup explica que en el sistema de
tipo ladang que hemos descrito anteriormente, todo incremento de las bocas que hay
que alimentar, si tropieza con un territorio demasiado limitado, provoca una disminu-
ción del tiempo del barbecho dedicado a la repoblación del bosque. Y es este cambio
de ritmo el que impone, a su vez, el paso de un instrumento a otro. La herramienta,
en esta explicación, ya no es causa, sino consecuencia. Basta el bastón cavador, y a veces
ni siquiera es necesario, cuando se trata de sembrar a voleo, de enterrar el grano, o de
plantar un esqueje en medio de las cenizas y de los árboles calcinados (no se quitan
los tocones, repitámoslo). Pero si el bosque-barbecho no se regenera en vista de la ra-
pidez con que vuelven los cultivos, crece la hierba; quemarla no basta, ya que el fuego
no destruye sus raíces. Para quitar esta hierba se impone entonces la azada: esto se ve

140
El pan de cada día

muy bien en el Africa negra, donde el cultivo se lleva a cabo al mismo tiempo sobre
rozas de bosque y de sabana. Por último, intervienen la laya y el arado cuando, sobre
amplios espacios descubiertos y liberados de todo tipo de formación arbórea, se acelera
cada vez más el ritmo de las cosechas, a costa de una constante preparación de la tierra.
Lo que equivale a decir que los campesinos de azada están retrasados, que su presión
demográfica todavía ligera no les obliga a las hazañas y a las labores opresivas de los
que utilizan animales. El P. Juan Francisco de Roma (1648) acierta cuando, al contem-
plar el espectáculo de las labores agrícolas de los campesinos del Congo durante la es-
tación de las lluvias, escribe: «Su manera de cultivar la tierra exige poco trabajo por la
gran fertilidad del suelo [no aceptemos esta interpretación, por razones obvias]; ni aran
ni cavan, sino que con una pequeña azada rascan un poco la tierra para cubrir la si-
miente. Mediante este pequeño esfuerzo realizan abundantes cosechas, a condición de
que no falten las lluvias» 2) 1 Cabe decir, en conclusión, que el trabajo de los campesi-
nos de azada es más productivo (en proporción al tiempo y al trabajo invertidos) que
el de los labradores de Europa o los cultivadores de arroz de Asia, pero prohíbe las so-
ciedades densas. No son el sudo ni el clima quienes privilegian este trabajo primitivo,
sino la inmensidad del barbecho disponible (debido precisamente a la debilidad del
poblamiento), y las formas de sociedad que constituyen una red de costumbres difícil
de romper -es lo que Pierre Gourou llama «técnicas de encuadramiento».
2. Un conjunto homogéneo.-La humanidad de los hombres de azada correspon-
de, y es el detalle más impresionante que se puede observar en su caso, a un conjunto
bastante homogéneo de bienes, de plantas, de animales, de herramientas, y de cos-
tumbres. Homogéneo, hasta el punto de que podemos decir de antemano, práctica-
mente sin correr el riesgo de equivocarnos, que la casa del campesino de azada, donde
quiera que esté simada, es rectangular y de un solo piso; que sabe fabricar una alfare-
ría tosca; que utiliza un telar manual y muy elemental; que prepara y consume bebi-
das fermentadas (pero no alcohol); que posee una ganadería de pequeños animales do-
mésticos, cabras, corderos, cerdos, perros, gallinas, a veces abejas (pero ningún ganado
mayor). Su alimento proviene del mundo vegetal familiar que le rodea: bananos, ár-
boles del pan, palmeras aceiteras, calabazas, colocasias y ñame. En Tahití, en 1824, un
marinero al servicio del zar descubre árboles del pan, cocoteros, plantaciones de bana-
nos y «pequeños campos cercados de ñames y de batatas» 252 •
Naturalmente, se manifiestan ciertas variantes entre las grandes zonas de estos cul-
tivos de azada. Así, por ejemplo, la presencia de ganado mayor, de búfalos y de bueyes,
en las estepas y sabanas africanas parece deberse a una antigua difusión, a través de los
labradores abisinios. O también el banano, cultivado desde siempre {el hecho de que
no pueda reproducirse por semiUa, sino por esqueje, testimonia la antigüedad de su
cultivo) y característico de las zonas de azada, no existe, no obstante, en las regiones
marginales, como, por ejemplo, en el norte del Níger, en la región del Sudán, o en
Nueva Zelanda, cuyo clima, demasiado duro para ellos, sorprendió a los polinesios (los
maoríes) lanzados sobre sus costas tempestuosas por la admirable aventura de las pira-
guas de balando, entre los siglos IX y XIV después de C.
Pero América precolombina constituye la excepción fundamental. Los campesinos
de azada, responsables de las tardías y frágiles civilizaciones de los Andes y de las me-
setas mexicanas, procedían de poblaciones de origen asiático, llegadas tempranamente
a América por el estrecho de Bering, en sucesivas oleadas. Las huellas humanas más
antiguas encontradas hasta ahora se remontarían a 48.000 ó 46.000 a. de C ... Pero las
excavaciones arqueológicas continúan y estas fechas pueden ponerse en tela de juicio
cualquier día. Lo que parece estar fuera de discusión es la antigüedad del hombre ame-
ricano, su carácter mongoloide, y la sorprendente densidad del pasado que precedió a
los éxitos amerindios. La caza y la pesca determinaron los desplazamientos, increíbles

141
El pan de cada día

para nosotros, de esos pequefios grupos de la prehistoria. Tras recorrer todo el conti·
nente de norte a sur, debieron llegar a la Tierra de Fuego hacia el VI milenio antes de
Cristo. No deja de ser curioso que todavía existiesen en este «Finisterre> caballos, que
habían desaparecido siglos antes de las demás regiones del Nuevo Mundo, por haber
sido objeto de c~za constantem
Los hombres procedentes del norte (a los que se añadieron, probablemente los ocu-
pantes de algu·nos barcos procedentes de las costas chinas, japonesas o polinesias, em-
pujados por las tormentas a través del Pacífico) se dispersaron en grupos por el gigan-
tesco espacio del continente americano, singularizándose en su aislamiento para fabri-
car sus propias culturas y lenguas sin comunicación entre sí. Lo sorprendente es que,
geográficamente, algunas de estas lenguas se distribuyen formando islotes por otros es-
pacios lingüísticos diferentesm. La debilidad de los efectivos originales procedentes de
Asia ayuda a comprender que (salvo algunos rasgos culturales que evocan un parentes-
co lejano) todo se construyó in situ. Los recién llegados utilizaron y desarrollaron los
recursos de la tierra a lo largo de procesos muy dilatados. La agricultura tardó mucho
ti~mpo en organizarse, a partir de la m~,pdioca, de la batata, de la patata, y sobre todo

-
d'el maíz, originario sin duda de México~' que permitió esa anormal extensión de la
,
azada hacia zonas templadas, al norte ral sur del continente, mucho más allá de las
tierras tropicales o cálidas de la zona de la mandioca.
3; Mezclas recientes.-Sin embargo, incluso en el primitivo mundo de la azada,
con los intercambios que pronto facilita la unidad maéltima del mundo, se produjeron
nuevas mezclas y las contaminaciones se hícieron cada vez más numerosas. Así, por
ejemplo, en el caso del Congo, he señalado ya la llegada de la mandioca, de la batata,
del cacahuete, del maíz: fueron aportaciones positivas de las navegaciones y del comer-
cio portugueses. Pero los recién llegados crecieron como pudieron entre los cultivos tra-
dicionales: el maíz y la mandioca junto a los mijos de diferentes colores, blancos o
rojos, que servían para fabricar, diluidos en agua, una especie de polenta. Esta, una
vez seca, se conservaba dos o tres días. «Se usa como pan, y no es en absoluto nociva
para la salud»m. De la misma manera, los productos hortícolas, importados también
por los portugueses -coles, calabazas, lechuga, perejil, escarola, ajo-, no tienen en
general mucho éxito frente a las legumbres autóctonas, guisantes y habas, pero no
desaparecen.
El conjunto de cultivos más original sigue siendo el que ofrecen los árboles alimen-
tarios africanos: los árboles de cola, los bananos, más aún las palmeras, muy diferentes
unas de otras y que suministran aceite, vino, vinagre, fibras textiles, palmas ... «Los pro-
ductos de la palmera se encuentran en todas partes: en las cercas y techumbres de las
casas, en las trampas de caza y en las nasas de los pescadores, en el Tesoro público
[trozos de tela sirven en el Congo como monedas], al igual que en el vestir, en la cos-
mética, la terapéutica, la alimentación». «Simbólicamente, [las palmeras] son árboles
machos y, en cierto sentido, nobles» 2 %.
En resumen, no subestimemos esas poblaciones y esas sociedades, basadas· en una
agricultura elemental pero dinámica. Pensemos, por ejemplo, en la hazaña que supuso
la expansión de los polinesios que ocupan a partir del siglo XIII un enorme triángulo
marítimo, desde las islas Hawai a la isla de Pascua y a Nueva Zelanda. Pero el hombre
civilizado las ha relegado a un segundo plano, muy por debajo de él. Ha borrado, ha
desvalorizado sus éxitos.

142
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19. MIGRACIONES MELANESIAS Y POLINESIAS ANTES DEL SIGLO XIV


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Los primtlzvos

Los hombres de azada no ocupan el último lugar de nuestras categorías. Sus plantas,
sus herramientas, sus culturas, sus casas, sus navegaciones, sus ganados, sus éxitos, se-
ñalan un nivel cultural nada desdeñable. El último lugar lo ocupan las humanidades
que no tienen agricultura, que viven de la recolección, de la pesca, de la caza. Estos
«depredadores» ocupan amplias casillas, del número 1 al 27, en el mapa de W. Gordon
Hewes. Los bosques, las zonas pantanosas, los rios de curso cambiante, los animales sal-
vajes, millares de pájaros, los hielos, las inclemencias del tiempo les disputan la utili-
zación de los inmensos espacios en los que viven. No dominan la naturaleza que les
rodea; consiguen, como mucho, sortear sus obstáculos y sus coacciones. Estos hombres
se encuentran en el punto cero de la historia, e incluso se ha dicho que no tienen his-
toria, lo cual no es exacto.

143
El pan de cada día

Conviene, sin embargo, tenerlos en cuenta en una visión «sincrónica» del mundo
entre los siglos XV y XVIII. Si no, quedaría incompleto y carecería de sentido nuestro
abanico de categorías y de explicaciones. De todas formas, ¡qué difícil es verlos histó-
ricamente, de la misma forma que vemos, por ejemplo, a los campesinos franceses o a
los colonos rusos de Siberia! Faltan todos los datos, salvo aquellos que pueden propor-
cionar los etnógrafos de tiempos pasados y los observadores que, habiéndoles visto vivir,
han intentado comprender los mecanismos de su existencia. Pero estos descubridores y
viajeros de antaño, procedentes todos ellos de Europa, cazadores de imágenes inéditas
o curiosas, proyectan demasiado a menudo sobre los demás sus propias experiencias y
puntos de vista. Juzgan por comparación y por contraste. Además, esas imágenes dis-
cutibles son incompletas y muy escasas. Y no siempre resulta fácil, al seguirlas, saber
si se trata de auténticos primitivos que viven casi en la edad de piedra, o de estos
hombres de azada de los que acabarnos de hablar, que están tan lejos de los «salvajes»
corno de los «civilizados» de las sociedades densas. los indios chichimecas del México
septentrional, que dieron tanta guerra a los españoles, eran, ya antes de la llegada de
Cortés, enemigos de los sedentarios aztecas 2 ~ 7
Leer los diarios de los viajes célebres, realizados alrededor del mundo, los de Ma-
gallanes, Tasman, BougainvilJe y Cook, significa perderse en los desiertos monótonos
y sin límites del mar, sobre todo del mar del sur que representa, por sí solo, la mitad
de la superficie de nuestro planeta. Significa escuchar a los marinos que hablan de sus
preocupaciones, de las latitudes, de los víveres, del agua a bordo, del estado de la5
velas, del timón, de las enfermedades y de los cambios de humor de la tripulación...
las tierras encontradas, entrevistas al azar de las escalas, se pierden a veces inmediata-
mente después de descubrirse o de reconocerse. Su descripción no es muy precisa.
Este no es el caso de la isla de Tahití, paraíso en el corazón del Pacífico, descubierta
en 1605 por los portugueses y redescubierta por el inglés Sarnuel Wallis en 1767. Bou-
gainville desembarca en ella al año siguiente, el 6 de abril de 1768; James Cook un
año después, casi el mismo día, el 13 de abril de 1769, y con ellos se establece la fama
de la isla, comenzando así el «mito del Pacífico>. Pero los salvajes que describen están
muy lejos de ser primitivos. «Más de cien piraguas de diferentes tamaños, y todas de
balancín, rodearon los dos barcos [de Bougainville, un días antes de atracar ante la
isla]. Estaban cargadas de cocos, de plátanos y de otras frutas del país. El intercambio
de estas frutas, deliciosas para nosotros, por todo tipo de bagatelas se hizo de buena
fei. 2 , 8 • Se repiten las mismas escenas al llegar Cook a bordo del Endeavour: «Apenas
acabábamos de echar el ancla, relata el diario de a bordo, cuando los indígenas vinie-
ron en masa hacia nuestro barco con canoas cargadas de cocos y de otras frutas>2l 9 •
Subían corno monos a bordo con demasiada facilidad, sisaban lo que podían, pero acep-
taban los intercambios pacíficos. Estos recibimientos de buen augurio, estos trueques,
estos comercios que se llevaban a cabo espontáneamente son ya una prueba de que
existía una cultura, una disciplina social. los habitantes de Tahití, en efecto, no son
«primitivos>: a pesar de la relativa abundancia de frutas y de plantas salvajes, cultivan
calabazas y batatas (importadas seguramente por los portugueses), ñames, cañas de
azúcar, que consumen crudas; crían cerdos y gallinas en cantidad 260 •
El Endeavour encontrará más tarde a los auténticos primitivos, al hacer escala a lo
largo del estrecho de Magallanes o de la ruta del cabo de Hornos, quizá también va-
gando por las costas de la isla meridional de Nueva Zelanda, con toda seguridad al de-
tenerse junto al litoral australiano para renovar sus provisiones de agua y de leña, o
para carenar su casco. En definitiva, siempre que salió del cinturón que dibujan las ci-
vilizaciones de azada en el mapa del globo.
Cook y sus hombres vieron, en efecto, en el estrecho de le Maire, en la punta sur
de América, un puñado de salvajes miserables, desprovistos de todo, con los que pu-

144
El pan de cada día


'JI\

En Nueva Zelanda, un marinero inglés <:ambia un pañuelo por una langosta. Dibujo pro<:edente
de un Diario de un miembro de la tnpula<:ión de Cook, 1769. (Fotografta British Library.)

dieron establecer verdadero contacto. Vestidos con pieles de foca, sin más herramientas
que arpones, arcos y flechas, viviendo en cabañas mal protegidas contra el frío, son
«quizá, en una palabra, las criaturas más miserables que existen hoy sobre la tierra.» 261 ,
Dos años antes, en 1767, Samuel Wallis había encontrado a estos mismos salvajes des-
provistos de todo. «Uno [de nuestros marineros] que pescaba con una caña dio a uno
de estos americanos un pez vivo que acababa de coger, y que era un poco más grande
que un arenque; el americano lo cogió con la avidez de un perro al que se da un hueso;
mató primero al pez dándole una dentellada cerca de las agallas y se puso a comerlo,
empezando por la cabeza y yendo hacia la cola sin escupir las espinas, las aletas, las
escamas ni las tripas» 26 2 •
También eran salvajes esos primitivos australianos que Cook y sus compañeros pu-
dieron observar con detenimiento. Les ven carentes de todo, viviendo un poco de la
caza, y más de la pesca en los fondos cenagosos que descubre la marea baja. «No hemos
visto nunca ni un solo palmo de tierra cultivada en su país~.
Podríamos, desde luego, descubrir casos más numerosos y no menos representativos
en el interior del hemisferio Norte. Siberia, de la que volveremos a hablar, ha sido un
incomparable museo etnográfico hasta la actualidad.
Pero el campo privilegiado para la observación es, de nuevo, la densa América del
Norte contra la cual se ensaña, destructora y brillante, la colonización europea. En este
sentido, no conozco nada más sugestivo, para una primera visión de conjunto, que las
.«Observaciones generales sobre América» del abate Prévost 263 • Pues, en la medida en
que resume desordenadamente la obra del padre Charlevoix, las observaciones de

145
El pan de cada día

Champlain, de Lescarbot, de La Hontan y de Potherie, el abate Prévost traza un cuadro


demasiado amplio en el que, en un espacio desmesurado que va de Luisiana a la bahía
de Hudson, los indios se clasifican en grupos diferentes. Hay entre ellos «diferencias
absolutas», que traducen las fiestas, las creencias, las costumbres infinitamente variadas
de estas «naciones salvajes». La diferencia primordial que a nosotros nos interesa no es
que sean o no sean antropófagos, sino que cultiven o no cultiven la tierra. En aquellos
lugares donde se nos habla de indios que cultivan el maíz u otras plantas (por lo demás,
dejan estas tareas a las mujeres), siempre que aparece la azada, o un simple bastón, o
una larga laya que puede considerarse autóctona, siempre que se nos describen las dis-
tintas maneras indígenas de adaptar el maíz, o la adopción del cultivo de la patata en
Luisiana, o incluso, hacia el oeste, esos indios que cultivan la «avena loca», nos encon-
tramos ante campesinos, sedentarios o semisedentarios, por muy atrasados que estén.
Y estos campesinos, desde nuestro punto de vista, no tienen nada que ver con los indios
cazadores o pescadores. Pescadores cada vez menos además, pues la intrusión europea,
un tanto involuntariamente, les echó sistemáticamente de las orillas, ricas en peces, del
Atlántico y de los ríos del Este, antes de molestarles en sus terrenos de caza. Los vascos,
abandonando su primer oficio de arponeros de ballenas, se orientaron bastante pronto
hacia el comercio de pieles que «sin exigir tantos gastos y fatigas daba entonces más
beneficios» 264 • Sin embargo, en esa época las ballenas todavía remontaban el San Lo-
renzo, «a veces en cantidad muy elevada». Los cazadores indios fueron pues persegui-
dos por los revendedores de pides, manipulados desde los fuertes de la bahía de Hudson
o desde los campamentos del San Lorenzo; fueron desplazando sus pobres aldeas de
nómadas para sorprender a los animales «que se cogen en la nieve», con trampas y
lazos: corzos, gatos cervales, garduñas, ardillas, armiños, nutrias, castores, liebres y co-
nejos. El capitalismo europeo se apoderó así de la enorme masa de pieles de América,
que hicieron pronto la competencia a las de los cazadores del lejano bosque siberiano.
Podríamos multiplicar los ejemplos para convencernos, una vez más, de que la aven-
tura humana, con sus repeticiones a lo largo de milenios y sus estancamientos, es una,
que sincronía y diacronía se juntan. La «revolución agrícola» no se realizó sólo en al-
gunos hogares privilegiados, como el Próximo Oriente del VII o del VIII milenio antes
de Cristo. Tuvo que extenderse y su marcha hacia adelante no se llevó a cabo de una
sola vez. Las experiencias se sitúan en el mismo itinerario interminable, pero con muchos
siglos de diferencia. El mundo de hoy no ha suprimido todavía a todos los hombres de
azada. Y algunos primitivos viven todavía, aquí y allá, protegidos por las tierras inhós-
pitas que les sirven de refugio.

146
Capítulo 3

LO SUPERFLUO Y LO
NECESARIO: COMIDAS Y
BEBIDAS

El trigo, el atroz, el maíz, alimentos esenciales para la mayoría de los hombres, no


plantean más que problemas relativamente sencillos. Pero todo se complica cuando se
trata de alimentos menos habituales (la misma carne), y de necesidades diversificadas,
como el vestido o el alojamiento. Y es que, en estos terrenos, lo necesario y lo super-
fluo se codean y se oponen constantemente.
Quizá el problema resulte más claro si, desde el principio, se definen, separada-
mente, las soluciones mayoritarias -el alimento de todos, la vivienda de todos, el ves-
tido de todos- y las soluciones minoritarias, patrimonio de los privilegiados, bajo el
signo del lujo. Conceder a cada una su parte, a la media y a la excepción, equivale a
adoptar una dialéctica necesaria, pero desde luego difícil, lo que significa idas y veni-
das, negro-blanco, blanco-negro, y así sucesivamente, ya que la clasificación nunca es
perfecta: el lujo, cambiante por naturaleza, huidizo, múltiple, contradictorio no puede
identificarse de una vez por todas.
Así, antes del siglo XVI, el azúcar era un lujo; también la pimienta antes de finales
del siglo XVII; el alcohol y los primeros «aperitivos>, en tiempos de Catalina de Médicis;
las camas de «pluma de cisne» o las copas de plata de los boyardos rusos ya ames de
Pedro el Grande; también suponían un lujo, en el siglo XVI, los primeros platos lla-
nos que Francisco I encargó a un orfebre de Amberes en 1538; los primeros platos
hondos, llamados italianos, descritos en el inventario de bienes del cardenal Mazarino,
en 1653; eran asimismo un lujo, en los siglos XVI y XVII, el tenedor (digo bien: el te-

147
Fernand Braudel

Civtlización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo I

LAS ESTRUCTURAS
DE LO COTIDIANO:
LO POSIBLE
Y LO IMPOSIBLE
Versión española de Isabel Pérez-Villanueva Tovar
Presentación de Felipe Ruiz Martín

Alianza
Editorial
El pan de cada día

Champlain, de Lescarboc, de La Hontan y de Potherie, el abate Prévost traza un cuadro


demasiado amplio en el que, en un espacio desmesurado que va de Luisiana a la bahía
de Hudson, los indios se clasifican en grupos diferentes. Hay entre ellos «diferencias
absolutas», que traducen las fiestas, las creencias, las costumbres infinitamente variadas
de estas «naciones salvajes». La diferencia primordial que a nosotros nos interesa no es
que sean o no sean antropófagos, sino que cultiven o no cultiven la tierra. En aquellos
lugares donde se nos habla de indios que cultivan el maíz u otras plantas (por lo demás,
dejan estas tareas a las mujeres), siempre que aparece la azada, o un simple bastón, o
una larga laya que puede considerarse autóctona, siempre que se nos describen las dis-
tintas maneras indígenas de adaptar el maíz, o la adopción del cultivo de la patata en
Luisiana, o incluso, hacia el oeste, esos indios que cultivan la «avena loca», nos encon-
tramos ante campesinos, sedentarios o semisedentarios, por muy atrasados que estén.
Y estos campesinos, desde nuestro punto de vista, no tienen nada que ver con los indios
cazadores o pescadores. Pescadores cada vez menos además, pues la intrusión europea,
un tanto involuntariamente, les echó sistemáticamente de las orillas, ricas en peces, del
Atlántico y de los ríos del Este, antes de molestarles en sus terrenos de caza. Los vascos,
abandonando su primer oficio de arponeros de ballenas, se orientaron bastante pronto
hacia el comercio de pieles que «sin exigir tantos gastos y fatigas daba entonces más
beneficios» 264 • Sin embargo, en esa época las ballenas todavía remontaban el San Lo-
renzo, «a veces en cantidad muy elevada». Los cazadores indios fueron pues persegui-
dos por los revendedores de pieles, manipulados desde los fuertes de la bahía de Hudson
o desde los campamentos del San Lorenzo; fueron desplazando sus pobres aldeas de
nómadas para sorprender a los anímales «que se cogen en la nieve», con trampas y
lazos: corzos, gatos cervales, garduñas, ardillas, armiños, nutrias, castores, liebres y co-
nejos. El capitalismo europeo se apoderó así de la enorme masa de pieles de América,
que hicieron pronto la competencia a las de los cazadores del lejano bosque siberiano.
Podríamos multiplicar los ejemplos para convencernos, una vez más, de que la aven-
tura humana, con sus repeticiones a lo largo de milenios y sus estancamientos, es una,
que sincronía y diacronía se juntan. La «revolución agrícola» no se realizó sólo en al-
gunos hogares privilegiados, como el Próximo Oriente del VII o del VIII milenio antes
de Cristo. Tuvo que extenderse y su marcha hacia adelante no ~e llevó a cabo de una
sola vez. Las experiencias se sitúan en el mismo itinerario interminable, pero con muchos
siglos de diferencia. El mundo de hoy no ha suprimido todavía a todos los hombres de
azada. Y algunos primitivos viven todavía, aquí y allá, protegidos por las tierras inhós-
pitas que les sirven de refugio.

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Capítulo 3

LO SUPERFLUO Y LO
NECESARIO: COMIDAS Y
BEBIDAS

El trigo, el atroz, el maíz, alimentos esenciales para la mayoría de los hombres, no


plantean más que problemas relativamente sencillos. Pero todo se complica cuando se
trata de alimentos menos habituales (la misma carne), y de necesidades diversificadas,
como el vestido o el alojamiento. Y es que, en estos terrenos, lo necesario y lo super-
fluo se codean y se oponen constantemente.
Quizá el problema resulte más claro si, desde el principio, se definen, separada-
mente, las soluciones mayoritarias -el alimento de todos, la vivienda de todos, el ves-
tido de todos- y las soluciones minoritarias, patrimonio de los privilegiados, bajo el
signo del lujo. Conceder a cada una su parte, a la media y a la excepción, equivale a
adoptar una dialéctica necesaria, pero desde luego difícil, lo que significa idas y veni-
das, negro-blanco, blanco-negro, y así sucesivamente, ya que la clasificación nunca es
perfecta: el lujo, cambiante por naturaleza, huidizo, múltiple, contradictorio no puede
identificarse de una vez por todas.
Así, antes del siglo XVI, el azúcar era un lujo; también la pimienta antes de finales
del siglo XVII; el alcohol y los primeros «aperitivos», en tiempos de Catalina de Médicis;
las camas de «pluma de cisne» o las copas de plata de los boyardos rusos ya antes de
Pedro el Grande; también suponían un lujo, en el siglo XVI, los primeros platos lla-
nos que Francisco 1 encargó a un orfebre de Amberes en 1538; los primeros platos
hondos, llamados italianos, descritos en el inventario de bienes del cardenal Mazarino,
en 1653; eran asimismo un lujo, en los siglos XVI y XVII, el tenedor (digo bien: el te-

147
Comidas y bebidas

nedor), o el vulgar vaso de vidrio, ambos procedentes de Venecia. Pero la fabricación


del vidrio -que ya no se obtiene desde el siglo XV a partir de la potasa, sino de la
sosa, que da un material de mayor transparencia, fácil de laminar- se extendió en In-
glaterra durante el siglo siguiente gracias al horno de carbón, por lo que un historiador
actual, con cierta fantasía, supone que el tenedor de Venecia fue al encuentro del cristal
inglés, a través de Francia 1 • Otra sorpresa, la silla, lujo insólito, rareza en el Islam o la
India incluso hoy. las tropas indias acantonadas durante la segunda guerra mundial
en el sur de Italia se extasían ante su riqueza; háganse cargo: ¡hay sillas en todas las
casas! También el pañuelo era un lujo; así lo explica Erasmo en su Civilitate: «Sonarse
con el gorro o con la manga es cosa de rústicos; sonarse en el brazo o con el codo es
cosa de pasteleros; y sonarse con la mano y limpiarse inmediatamente después en la
ropa, no es de más educación. Pero recibir las secreciones de la nariz en un pañuelo,
volviéndose un poco, es cosa honesta» 2 • También eran un lujo las naranjas en Ingla-
terra, todavía en tiempos de los Estuardos: aparecían hacia Navidad y se las conserva-
ba, como bienes preciosos, hasta abril y mayo. ¡Por no hablar del vestido, capítulo
inagotable!
·· Por tanto, el lujo cambia de aspecto según las épocas, los países o las civilizaciones
/
, consideradas. Por et contrario, lo que no cambia es la comedia social, que no tiene ni
./ principio ni fin, de la que el lujo es objeto y tema a la vez, espectáculo atrayente para
sociólogos, psicoanalistas, economistas e historiadores. Es necesario, claro está, que entre
los privilegiados y los espectadores, es decir, en la masa que los contempla, surja cierta
connivencia. El lujo no es sólo rareza, vanidad, es éxito, fascinación social, el sueño
que un buen día alcanzan los pobres, haciéndole perder entonces su antiguo esplen-
dor. Un médico historiador escribía últimamente: «Cuando las masas acceden por fin
a un alimento poco frecuente y deseado, se produce un brusco aumento del consumo.
Se diría que es la explosión de un apetito reprimido durante mucho tiempo. Una vez
vulgarizado (en el doble sentido de la palabra: «pérdida de prestigio» y «difusión»),
este alimento perderá rápidamente su atractivo ¡... ] y se iniciará su saturación» 3 • los
ricos se encuentran, pues, abocados a preparar la vida futura de los pobres. Después
de todo, es su justificación: prueban los placeres de los que la masa se apoderará más
tarde o más temprano.
En este juego, abundan las futilidades, las pretensiones, los caprichos. «Se encuen-
tran, en los autores ingleses del siglo XVIII, extravagantes elogios de la sopa de tortuga:
es deliciosa y magnífica contra la consunción y la debilidad, abre el apetito. No hay
cena de gala (como el banquete del Lord Mayor de la ciudad de Londres) sin sopa de
toi:tuga» 4 • Sin abandonar Londres, saboreemos, restrospectivamente, un roast mutton
stuffed with oysters. Extravagancia económica: España paga con moneda de plata las
pelucas que fabrican para ella los diabólicos países del Norte. «¿Pero qué podemos
hacer?:., constata Ustariz, en 1717 5 • Los españoles, en la misma época, compran la fi-
delidad de algunos jeques del norte de Africa con tabaco negro del Brasil. Y si creemos
las palabras de Laffemas, consejero de Enrique IV, muchos franceses, en esto compa-
rables a los salvajes, «reciben fruslerías y extrañas mercancías a cambio de sus tesoros» 6 •
De la misma manera, Indochina e Insulindia cambian polvo de oro, especias, ma-
deras preciosas de sándalo y palo de rosa, esclavos o arroz por fruslerías chinas: peines,
cajas de laca, monedas de cobre aleado con plomo ... Pero tranquilicémonos: China co-
mete, a.su vez, locuras semejantes para conseguir los nidos de golondrina de Tonkín,
de Cochinchfoa y de Java, o las «patas de oso y de diversos animales salvajes que vienen
saladas de Siam, de Camboya o de Tartaria» 7 Finalmente, volviendo a Europa: «¡Qué
miserable lujo el de las porcelanas!, exclama, en 1771, Sébastien Mercier. Un gato
puede provocar con la pata un destrozo peor que la devastación de veinte arpendes de
tierra» 8 • No obstante, a partir de esa fecha, bajaron los precios de la porcelana china,

148
Comidas y bebidas

El lujo de un banquete veneciano: detalle de las Bodas de Caná por el Veroné.i, 1563. (Fotogra-
fía Giraudon.)

149
Comidas y bebidas

y; muy pronto, sólo sirvió de lastre vulgar para los barcos que volvían a Europa. Mo-
raleja: todo lujo envejece, se pasa de moda. Pero el lujo renace de sus cenizas, de sus
propios fracasos. Süpótie-;--en realidad; el reflejo de un desnivel social nunca colmado,
recreado continuamente por cualquier movimiento. Una sempiterna «lucha de clases».
Clases, pero también civilizaciones. Estas se ponen de acuerdo, representan sin cesar
y recíprocamente la misma comedia del lujo que los ricos frente a los pobres. Como,
en este caso, todas participan en el juego, se crean corrientes, aparecen intercambios
acelerados, a corta y a larga distancia. En resumen, «no es en la producción, escribía
Marce! Mauss, donde la sociedad ha encontrado su impulso: el lujo es el gran promo-
tor». Para Gaston Bachelard, «la conquista de lo superfluo provoca una excitación es-
piritual mayor que la conquista de lo necesario. El hombre es una criatura del deseo y
no una criatura de la necesidad». El economista]acques Rueff llega incluso a decir que
«la producción es hija del deseo». Nadie negará, sin duda, estos impulsos y estas ne-
cesidades, incluS<> en nuestras sociedades actuales y ante el lujo generalizado que se apo-
dera de ellas, De hecho, no hay sociedad que no tenga diversos niveles. Ahora bien,
todo relieve social comporta lujo, tanto ayer corno hoy.
Pero cabe preguntarse si el lujo inaugurado por las cortes principescas de Occidente
(y cuyo prototipo fue la corte pontificia.de Avignon), fue el artífice del primer capita-
lismo modero.o; eomo defendió con vehemencia Werner Sombart hace unos años 9 •
Antes del siglo XIX y de sus innovaciones, el lujo multiforme fue; más que un elemen-
to de crecimiento, el signo de un motor que giraba sin sentido, el signo de una eco-
ll.ómfa focapaz de utilizar eficazmente sus capitales acumulados. Por eso, se puede ade-
lantar que cierto lµjó ha sido, no ha podido ser más que una verdad, o una enferme-
dad del Antiguo Régimen; que, antes de la: Revolución industrial, ha sido, y sigue a
veces siendo, la utilización injusta:, malsana:; brillante, antieconómica de los «exceden-
tes» producidos en una sociedad inexorablemente limitada en su crecimiento~ A los de-
fensores incondicionales del lujo y de sus capacidades creadoras, un biólogo americano,
Th. Dobzhansky, responde: «Por mi parte, la desaparición de organizaciones sociales
que utilizaban a las masas como una tierra bien abonada donde hacer crecer las escasas
y graciosas flores de una cultura delicada y sutil, no me aflige lo más míriimo:i; 10 •

150
Comidas y bebidas

LA COMIDA:
LUJO Y CONSUMO DE MASAS

En lo que a la comida se refiere, basta una primera aproximación para discernir fá-
cilmente sus dos extremos: lujo y miseria, abundancia y penuria. Una vez dicho esto,
analicemos el lujo. Constituye el espectáculo más vistoso, descrito con más profusión
de detalles, y también el más atractivo para un espectador de hoy. El otro extremo re-
sulta, por el contrario, entristecedor, por muy refractario que se quiera ser al romanti-
cismo tipo Michelet, en esta ocasión, sin embargo, tan natural.

Un lujo
tardío

Todo es cuestión de apreciación, pero, sin embargo, podemos decir que no ha ha-
bido en Europa verdadero lujo en la comida, o si se quiere refinamiento en la mesa,
antes de los siglos XV o XVI. Occidente, en este punto, se encuentra retrasado respecto
a las demás civilizaciones del Viejo Mundo.
La cocina china, que ha conquistado hoy tantos restaurantes de Occidente, es una
tradición muy antigua con reglas, ritos, sabias recetas, que permanecen casi inaltera-
bles desde hace más de un milenio, prestando una atención constante, sensual y lite-
raria, a la gama de sabores y sus combinaciones y con un respeto por el arte de comer
quizá sólo compartido, aunque en otro estilo, por los franceses. Un buen libro recien-
te11 insiste, aportando muchos ejemplos, en las desconocidas riquezas de la dieta china,
en su variedad y en su equilibrio. Creo, sin embargo, que la entusiasta aportación de
F. W Mote debe matizarse con las de K. C. Chang y J. Spencer. Sí, la cocina china
es sana, sabrosa, variada, creativa, sabe utilizar de forma admirable todo lo que tiene
a su alcance y es equilibrada porque las verduras frescas y las proteínas de la soja com-
pensan la escasez de carne, y porque domina el arte de las conse-rvas de todo tipo. Pero
también podríamos alabar las tradiciones culinarias de las distintas provincias francesas
y hablar, para los cuatro o cinco últimos siglos, de invención culinaria, de gusto, de
ingeniosidad a la hora de utilizar los variados recursos de la tierra: carnes, aves de corral
y caza, cereales, vinos, quesos, productos hortícolas, por no hablar de los distintos sa-
bores de la mantequilla, de la manteca de cerdo, de la grasa de oca, de los aceites de
oliva y de nuez, por no hablar de los probados métodos de las conservas familiares.
Pero el problema radica en saber si esta alimentación era la de la mayoría de los
hombres. En Francia, desde luego, no. El campesino vendía a menudo más que sus
«excedentes> y, sobre todo, no comía lo mejor de su producción: se alimentaba de mijo
o de maíz, y vendía su trigo; una vez a la semana comía cerdo salado y llevaba al mer-
cado sus aves de corral, sus huevos, sus cabritos, sus terneros, y sus corderos ... Como
en China, las comilonas de los días de fiesta rompían la monotonía e insuficiencias co-
tidianas y mantenían seguramente un arte popular de la cocina. Pero la comida de los
campesinos, es decir de la inmensa mayoría de la población, no tenía nada que ver con
la de los libros de cocina, para uso exclusivo de los privilegiados. Ni con la lista de los
recursos gastronómicos de Francía que elabora un «gourmet», en 1788: los pavos tru-
fados del Périgord, los patés de foie gras de Toulouse, las tenines de perdices rojas de
Nérac, los patés de atún fresco de Toulon, las alondras de Pézenas, las cabezas de ja-
balíes cocidas de Troyes, las becadas de Dombes, los capones del país de Caux, los ja-

151
Comidas y bebidas

mones de Bayona, las lenguas cocidas de Vierzon, e incluso la choucroute de Estras-


burgo ... 12 • En China ocurría lo mismo. El refinamiento, la variedad e incluso, simple-
mente, la saciedad eran para los ricos. De los dichos populares se puede deducir que
carne y vino equivalían a riqueza, que tener de qué vivir, significaba, para un pobre,
tener «arroz que masticar». Y Chang y Spencer están de acuerdo en que John Barrow
no se equivocaba al afirmar, en 1805, que, en materia culinaria, la distancia entre ricos
y pobres era mayor en China que en cualquier otro lugar del mundo. Spencer cita,
para apoyar su afirmación, este episodio de una célebre novela del siglo XVIII, Le Songe
du pa11illon rouge: el protagonista, joven y rico, visita por casualidad la pobre casa de
una de sus sirvientas. Esta, en el momento de presentar la bandeja en la que había
colocado con esmero lo mejor que tenía, tortas, frutos secos, nueces, se da cuenta con
tristeza de «que no se podía pensar que hubiera allí algo que sirviera de alimento a su
amo» 13 •
Al hablar de alta cocina, en el mundo de antaño, nos referimos, pues, a un lujo.
Esta cocina rebuscada, que conoce toda civilización adulta, como la china ya en el
siglo V o la musulmana hacia los siglos VI-VII, no aparece en Occidente hasta el siglo XV,
en las ricas ciudades italianas, donde se convierte en un arte costoso, con sus preceptos
y su ceremonial. Muy pronto, en Venecia, el Senado protestó contra los festines dis-
pendiosos de los jóvenes nobles y, en 146t>, prohibió los banquetes que costasen más
de medio ducado por persona. Los banchet#, claro está, continuaron celebrándose. Y
Marin Sanudo anotó en sus Diarii los menús y los precios de algunas de estas comidas
principescas en los festivos días del Carnaval. Aparecen reiteradamente, como por ca-
sualidad, los manjares prohibidos por la Señoría, perdices, faisanes, pavos reales ... Un
poco más tarde, Ortensio Landi, en su Commentario del/e piu notabili e mostruose
cose d'Italia, que se imprimió y se reimprimió en Venecia entre 1550 y 1559, tenía
mucho donde escoger, al enumerar todo lo susceptible, en las ciudades italianas, de
halagar el paladar de los gastrónomos: salchichones y salchichas de Bolonia, zampone
(especie de jamón de cerdo relleno) de Modena, tortas de Ferrara, cotognata (dulce de
membrillo) de Reggio, queso y gnocchi de ajo de Piacenza, mazapanes de Siena, caci
marzolini (quesos de marzo) de Florencia, luganica sotttle (salchicha fina) y tomare/le
(picadillo) de Monza, fogiani (faisane~) y castañas de Chiavenna, pescados y ostras de
Venecia, incluso, el pan eccellentissimo (lujo por sí solo) de Padua, sin olvidar los vinos
cuya reputación va a ir en aumento 14 •
Pero ya en esta época, Francia se había convertido en la patria del buen comer,
donde se inventarán y se recogerán también las rebuscadas recetas procedentes de todos
los rincones de Europa y donde se perfeccionarán la presentación, el ceremonial de esas
fiestas profanas de la gastronomía y del buen tono. La abundancia, la variedad de los
recursos franceses son capaces de sorprender incluso a un veneciano. Girolamo Lippo-
mano, embajador en París en 1557, se extasía ante una opulencia omnipresente: «Hay
taberneros que sirven comidas a todos los precios: por un testón, por dos, por un es-
cudo, por cuatro, por diez, incluso por veinte por persona, si así se desea. Pero por
veinticinco escudos, se os dará el maná en sopa o el fénix asado: en fin, todo lo más
exquisito que hay en la tierra• 15 • Sin embargo, la gran cocina francesa quizá sólo se
afirma con posterioridad, tras el desarme de «la artillería del tragar» conseguido por la
Regencia y por el buen paladar del Regente. O incluso más tarde todavía, en 1746,
cuando «apareció por fin la Cuisiniere bourgeoise de Menon, libro muy apreciado que,
con razón o sin ella, ha sido sin duda objeto de más ediciones que las Provinciales de
Pascal:. 16 • Oesde entonces, en Francia, o más bien en París, va a ponerse de moda la
cocina. «Sólo se sabe comer con delicadeza, escribe un parisino en 17 82, desde hace
medio sigloi. 17 • Pero, otro sostiene, en 1827, que «el arte culinario ha progresado más
en los últimos treinta años que en los cien precedentes» 18 • Tenía ante sí, desde luego,

152
Comidas y bebidas

el suntuoso espectáculo de algunos grandes «restaurantes» de París (no hacía mucho


tiempo que los «figoneros» se habían convertido en «restauradores»). En realidad, la
moda rige la cocina al igual que rige la vestimenta. las salsas célebres se desacreditan
un buen día, y sólo se evocan, a parcir de entonces, con sonrisas condescendientes. «la
nueva cocina, dice socarrón el autor del Dir:tionnaire Sentenúeux (1768), está entera-
mente dedicada a los jugos y salsas». Y, ¡nada de potajes, como los de antaño! <t.Sopa.
Potaje [dice el mismo diccionario] que todo el mundo comía antaño y que hoy se re-
chaza, como manjar demasiado burgués y demasiado antiguo, so pretexto de que el
caldo distiende las fibras del estómago». ¡Nada de «hortalizas» tampoco, las verduras
que la «delicadeza del siglo ha descerrado como si se tratara de un alimento plebeyo! ...
Pero las coles son sanas, excelentes», y todos los campesinos las comen durante toda su
vida 19
Otros pequeños cambios se efectúan por sí mismos. Así, por ejemplo, el pavo fue
traído de América en el siglo XVI. Un pintor holandés, Joaquín Buedkalaer (1530-1573),
es uno de los primeros en representarlo en una de sus naturalezas muertas, hoy en el
Rijksmuseum de Amsterdam. ¡Pavas y pavos proliferaron en Francia, según se dice,
con la restauración de la paz interior en tiempos de Enrique IV! No sé qué pensar de
esta nueva versión de «la gallina en la olla» del gran rey, pero, en todo caso, a finales
del siglo XVIII, rio cabe duda: «Son los pavos, escribe un francés en 1779, los que en
cierta manera han hecho desaparecer las ocas de nuestras comidas, en las que ocupaban
antaño el lugar principal» 20 • Quizá las gruesas ocas de tiempos de Rabelais pertenecían
a una edad ya caduca de la glotonería europea.
Cabría también seguir la moda a través de la historia reveladora de esos términos
que se han perpetuado, pero cambiando varias veces de sentido: entradas, entremeses,
ragús, etc. Y ¡cabría también comentar las «buenas» y «malas» formas de asar las carnes!
Pero sería un camino sin fin.

! La Europa
de los carnívoros

Dijimos que no hubo cocina refinada, en Europa, antes de finales del siglo XV. El
lector no debe dejarse deslumbrar retrospectivamente por banquetes del tipo de los de
la fastuosa corte de los Valois de Borgoña: ríos de vino, representaciones teatrales, niños
disfrazados de ángeles que descendían del cielo sujetos por cables ... la cantidad domi-
na sobre la calidad. En el mejor de los casos, se trataba de un lujo para tragones. E!
rasgo dominante, característico durante mucho tiempo de la mesa de los ricos, era el
derroche de carne.
La carne se servía de todos los modos posibles, cocida y asada, junto con legumbres
e incluso con pescados, mezclada, «en pirámide», en inmensos platos denominados en
Francia mets. «Así, todos los asados superpuestos constituían un único mets, cuyas muy
variadas salsas eran servidas aparee. Se llegaba incluso a acumular toda la comida en
un único recipiente, y este plato, horrible mezcolanza, recibía también el nombre de
mets» 21 • Se habla asimismo, en los años 1361 y 1391, en los que disponemos ya de
libros de cocina franceses, de assiettes: una comida de seis assiettes o mets es una co-
mida de seis platos. Todos ellos copiosos, a menudo inesperados para nosotros. He aquí
uno de los cuatro platos que presenta consecutivamente el Ménagier de Pans {1393):
pastel de buey, empanadillas, lamprea, dos caldos con carne, salsa blanca de pescado,
y además una arboulastre, salsa de mantequilla, de crema, de azúcar y de zumo de
frutas ... 22 • En todos los casos se da la receta, que un cocinero actual se cuidaría mucho
Comidas y bebidas

de seguir al pie de la letra. Todas las experiencias en este sentido han terminado mal.
No parece que este consumo de carne fuera, en los siglos XV y XVI, un lujo exclu-·1
sivamente reservado a las gentes extremadamente ricas. En las posadas de la Alta Ale-
mania, Montaigne encontró, todavía en 1580, portaplatos de varios compartimentos
que permitían a los servidores presentar por lo menos dos platos de carne a la vez, y
renovarlos fácilmente hasta llegar a los siete que contó un día 23 Abundaban la carne
de matadero y la de corral: bueyes, ovejas, cerdos, aves de corral, palomas, cabritos,
corderos ... En cuanto a la caza, un tratado de cocina, quizás de 1306, enumera, para
Francia, una lista bastante larga; el jabalí en el siglo XV era tan común en Sicilia que
valía menos que la carne de matadero; Rabelais presenta una enumeración intermina-
ble de las aves de caza: garzas, martinetes, cisnes salvajes, alcaravanes, grullas, perdi-
gones, alondras, flamencos, francolines, codornices, palomas torcaces, tórtolas, faisa·
nes, mirlos, fojas, somormujos ... 24 • Según la larga mercurial del mercado de Orléans
(de 1391a1560), salvo las grandes piezas (jabalíes, ciervos, corzos), la caza abunda por
lo general: liebres, conejos, garzas, perdices, becadas, alondras, chorlitos, cercetas ... 25
La descripción de los mercados de Venecia en el siglo XVI es igualmente rica, lo que
resulta lógico en un Occidente medio vacío de hombres. En la Gazette de France ·se
puede leer esta noticia procedente de Berlín, el 9 de mayo de 1763: «Al ser los anima-
les tan escasos aquí», el rey ha ordenado que se traigan a la ciudad «cien ciervos y veinte
jabalíes por semana para el consumo de los habitantes» 26 •
Por tanto, no tomemos demasiado al pie de la letra las quejas, a menudo literarias,
sobre la alimentación de los pobres campesinos a quienes los ricos «roban el vino, el
trigo, la avena, los bueyes, las ovejas y las terneras, dejándoles únicamente el pan de
centeno». Tenemos la prueba de lo contrario.
En los Países Bajos en el siglo XV, «la carne era un producto de uso tan corriente
que una crisis de hambre apenas disminuía su demanda» y su consumo no hizo sino
aumentar en la primera mitad del siglo XVI (por ejemplo, en la enfermería del begui-
nage de Lierre) 27 En Alemania, según una ordenanza de los duques de Sajonia., en
1482, «que todo el mundo sepa que los artesanos deben recibir en su comida de me-·
diodía. y de la noche cuatro platos en total; si se trata de un día con carne: una sopa,
dos carnes, una legumbre; si se trata de un viernes o de un día. sin carne: una sopa,
un pescado fresco o sala.do, dos legumbres. Si se debe prolongar el ayuno, cinco platos:
una sopa, dos tipos de pescado, dos guarniciones ~e legumbres. A lo que ha.y que
añadir, tanto por la mañana como por la tarde, pan:.>. A lo que hay que añadir también
el kofent, la cerve·za ligera. Se nos puede objetar que se trata de un menú de artesanos,
por tanto de ciudadanos. Pero en 1429, en Oberhergheim, en Alsacia, si el campesino
requerido para la prestación personal no quería comer con los demás en la granja del
intendente, el Maier, éste tenía la obligación de enviarle «a su propia casa dos pedazos
de carne de buey, dos de carne asada, una medida de vino y pan por dos Pfennige» 28 •
Tenemos otros testimonios sobre este mismo tema. En París, en 15 57, «el cerdo, dice
un observador extranjero, es el alimento habitual de los pobres, de aquellos que son
verdaderamente pobres. Pero todo artesano, todo comerciante, los días de carnaval, pre-
tende comer, por humilde que sea. su negocio, corzo y perdiz al igual que los ricos» 29
Claro está que los ricos, testigos parciales, reprochan a Jos pobres el menor lujo que se
conceden y, como si codo estuviera relacionado: «no hay peón, escribe Thoinot Arbeau
(1588), que no aspire a tener en su boda oboes y sacquebute!» (especie de trompetas
de cu~tro tubos)lº.
Mesas cubiertas de carne suponen abastecimientos regulares, desde los campos o
desde las montañas más próximas (los cantones suizos); más aún, en Alemania y en el
norte de Italia, desde las regiones del Este, Polonia, Hungría, países balcánicos, que
expiden hacia el Oeste, todavía en el siglo XVI, ganado vivo, medio salvaje. En

154
Comidas y bebidas

Banquete dado en París por el duque de Alba con ocasión del nacimiento del príncipe de As-
turias, 1707. Grabado de G. l. B. Scotin Ainé según Desmaret:z. (Fotografia Roger-Viollet.)

155
-2
•.•••••• : •. 3

BORGOIYA

20. EL COMERCIO DEL GANADO MAYOR EN EL NORTE Y EL ESTE DE EUROPA HACIA 1600

i. Zona· ganadera. - ;¡, Itinerario le"eslre. - J. /Jineran~ mañtimo. Bakar es la antigua B1'e<ari. Hacia 1600, por vía
te"estrt1 y mañlima, el rnmerr:io de ganado mayor hacia los mataderos del centro y del oeste de E11rop11 es impre.rionante
(400.000 cabezas). Pero, en los merc11dos¡ de P11ñs, en 1707'(ver infra /T,), !se/venden /an1111lmenle/casi i70.000!c11bezas/de
l11acuno. Prueba de que a este comerr:io con l11g11res lejanos se añaden los tníftcos,localei y regionale1 que areguran lalp11rle
fundamental del consumo de carne en Europa. (Wo/fgang van Stromer, •Wildwesl in Europa., in: Kultur und Technik,!n. • 2,
1979, p. 42, según 01hmar Pickl.)

Buttstedt, cerca de W cimar. la mayor feria de ganado de Alemania, a nadie le extraña


ver llegar «extraordinarios rebaños de 16.000 y hasta 20.000 bueyes»31 ~ En Venecia, los
rebañOs del Este llegan pot tierra o a través de las escalas marítimas de Dalmacía; des-
cansan en la isla del Lido, que se utiliza también para los ejercidos de tiro de la arti-
llerfa y para las cuarentenas de los barcos sospechosos. Los despojos; en particular las
tripas, constituyen uno de los alimentos cotidianos de los pobres de la ciudad de San .
Marcos~ Eri 1498; los carniceros marselJeses compraban ovejas hasta en Saint-Flour, en ~
Auvetnia. De estas lejanas regiones, se importaban no solamente animales sino también
carniceros: ert el síglO XVIII, en Venecia, los carniceros eran a menudo montañeses de
los Grisones; dispuestos a sisar en el precio de venta de los despojos: en los Balcanes,
albaneses, y más tarde epirotas, emigraban lejos, hasta la época actual, como carniceros
o triperos 32 •
Europa conoció, sin duda, entre 13)0 y 1))0, un período de vida individual feliz.~
Después de las catástrofes de la peste negra, al ser escasa la mano de obra, las condi- I

156
Comidas y b~bidas

Campesinos preparando su comida. Esta ilustración del Decamerón de Bocaccio (manuscrito del
siglo XV,J puede seroir para mostmr el bienestar popular en una época de recesión económica.
(Cliché B.N.)

ciones de vida fueron forzosamente buenas para todo aquel que trabajaba. Los salarios J
reales nunca fueron tan altos como entonces. En 1388, unos canónigos de Normandía
se quejaban de no encontrar, para cultivar la tierra, «persona alguna que no preten-
diera ganar más de lo que ganaban seis servidores al comenzar el siglo» 33 • Hay que in-
sistir en esta paradoja, al prevalecer a menudo la idea simplista de que, cuanto más se
retrocede hacia la Edad Media, más se hunde uno en la desgracia. De hecho, si se habla
del nivel de vida popular, es decir, de la mayoría de los hombres, la verdad se encuen-
tra precisamente en el polo opuesto. Un detalle que no nos engaña: antes de 1520-1540,
en el Languedoc todavía poco poblado, campesinos y artesanos comían pan blanco3 4 •
El empeoramiento se acentúa a medida que nos alejamos del «otoño» de la Edad Media !
y se mantiene incluso hasta mediados del siglo XIX, continuando la regresión, en ciertas
regiones del Este europeo, sobre todo en los Bakanes, hacia el siglo XX.

157
Comid4s y bebidas

Conlranamente a lo que ocurre en el grabado anten'or, esta comida campesina de la segunda


mitad del siglo XVII no consta más que de un plato sin carne. Y lo que es peor: también en
Holanda se seguían consumiendo gachas (1653: cf supra, p. 105). Cuadro de Egbert van
Heemskerck. (Fotografia A. Dingjan.)

La ración de tame
disminuye a partir de 1550

En Occidente, aparecieron restricciones a partir de mediados del siglo XVI. Heinrich \


Müller escribía en 1550 que en Suabia, «en casa del campesino, se comía de manera
muy diferente a la de la actualidad. Antes se disponía, a diario, de carne y otros ali-
mentos en gran cantidad; en las fiestas y en los banquetes, las mesas se hundían de
puro cargadas. Hoy, todo ha cambiado. ¡Hace ya años que los tiempos son calamitosos
y que reina la carestía! Y la comida de los campesinos acomodados es casi peor que la
de los jornaleros y criados de antaño» 35 En definitiva, los historiadores han hecho mal

158
Comidas y bebidas

al no retener estos continuos testimonios, viendo en ellos con demasiada frecuencia la


necesidad que experimentan los hombres de elogiar épocas pasadas. «¿Qué fue de
aquellos tiempos, compadres, exclamaba un viejo campesino bretón en 1548, en los
que era difícil ver pasar una sola fiesta sin que alguien invitase a todo el pueblo a cenar,
a comer su gallina, su ganso, su jamón, sus corderos lechales y su cerdo?» 36 «En tiempos
de mi padre, escribía en 1560, un gentilhombre normando, había carne a diario, los
manjares eran abundantes, se bebía vino como si fuera agua»3 7 Antes de las guerras de
Religión, cuema otro testigo, «las gentes de los pueblos [en Francia) eran tan ricas y
estaban tan colmadas de todo tipo de bienes, tenían tantos muebles en sus casas, tenían
tal cantidad de ganado y de aves de corral, que parecían nobles» 38 • Las cosas han cam-
biado mucho. Hacia 1600, los obreros de las minas de cobre de Mansfeld, en la Alta
Sajonia, tienen que contentarse, por el salario que ganan, con pan, gachas y legum-
bres. Y los obreros tejedores de Nuremberg, muy privilegiados, se quejan, en 1601,
de no recibir más que tres veces por semana la carne que se les debe, reglamentaria-
mente, todos los días. A lo que responden los amos que con 6 kreutzers de pensión
no pueden llenar de carne la panza de los obreros todos los días 39
Desde entonces, en los mercados ocupan el primer puesto los cereales. Sus precios 1
suben y no hay dinero para lo superfluo. El consumo de carne va a disminuir a largo r,I
plazo hasta, repetimos, 1850. ¡Extraña regresión! Fue sin duda objeto de pausas y ex- ·
cepciones: así, por ejemplo, inmediatamente después de la guerra de los Treinta años,
en Alemania, al reconstituirse con rapidez la cabaña en un país con frecuencia escaso
en hombres; también, entre 1770 y 1780, mientras que el precio de la carne no cesa
de subir y el del trigo de bajar, en el país de Auge y en el Bessin, importantes terrazgos
de Normandfa, la ganadería va ganando terreno al cultivo de cereales, por lo menos
hasta la gran crisis forr:ajera de 1785: consecuencia bastante lógica, se produce entonces
paro, mendicidad, vagabundeo de una masa bastante importante de pequeños campe-
sinos, coincidiendo cori un auge demográfico de graves consecuencias ... 40 • Pero estos
momentos de tregua duran poco y las excepciones no hacen más que confirmar la regla.
la locura, la obsesión de las labranzas y del trigo conservan sus derechos. En Montpe-
zat, pequeña ciildad del Bajo Quercy, el número de carniceros disminuye sin cesar: 18
en 1550, 10 en 1556, 6 en 1641, 2 en 1660, 1 en 1763 ... Aunque el número de ha-
bitantes decrece durante este período, la disminución global no es de 18 a 141 •
Las cifras de que disponemos para París indican, entre 1751 y 1854, un consumo 1
anual de 51 a 65 kg de carne de matadero por habitante, pero Paris es París. Y Lavoi- f
sier, que le atribuye el alto consumo de 72,6 kg a comienzos de la Revolución, estima
que el consumo medio de Francia, en el mismo momento, es de 48,5 libras (cada libra
tiene 488 g), es decir 23,5 kg. Cifra que todos los comentaristas encuentran todavía op-
timista42. En el siglo XVIII, en Hamburgo (que está muy cerca de Dinamarca, provee-
dora de carne), el consumo anual llega a 60 kg por persona (de los cuales, es cierto,
sólo 20 kg son de carne fresca), pero para el conjunto de Alemania, a comienzos del
siglo XIX, es inferior a 20 kg por persona y año (frente a los 100 de finales de la Edad
Media) 4l El hecho esencial sigue siendo la desigualdad entre las distintas ciudades
(París, por ejemplo, goza de un privilegio evidente todavía en 1851) y entre ciuda-
des y campos. En 1829, un observador dice sin rodeos: «En nueve décimas partes de
Francia, el indigente y el pequeño labrador no comen carne más que una vez a la se-
mana, y siempre salada» 44 •
Con los siglos de la edad moderna, por tanto, el privilegio de la Europa carnívora
disminuyó y los verdaderos remedios no surgieron antes de mediados del siglo XIX,
gracias a la generalización entonces de los prados artificiales, al desarrollo científico de
la ganadería y también a la explotación de lejanas ganaderías en el Nuevo Mundo. Du-
~an_!_c:_ mucho tiempo tuvo Europa un consumo deficiente de carne ... En la BriC:-en

159
Comidas y bebidas

1717, en el territorio de la Elección de Melun, que mide 18.800 hectáreas, había 14.400
de tierras cultivables, frente a 814 destinadas a prados, o sea prácticamente nada.
Además, «los granjeros no conservan, para las necesidades de su explotación, más que
lo estrictamente indispensable», vendiendo el forraje en París, y a buen precio (para
las numerosas caballerías de la capital). Es cierto que en las tierras sembradas de trigo,
cuando la cosecha era buena, se llegaban a conseguir de 12 a 17 quintales por hectárea.
Resultaba imposible resistir esta competencia y esta tentación 45
Decíamos que, en esta regresión, hubo grados. Fue más sensible en los países me-
diterráneos que en las regiones nórdicas de buenos pastos. Parece que -~º§_fl_Qla,c;_o_s,_ los 1
alemanes_, los húngaros-y los ingleses sufrieron menos- escase-z~que:{i-úos. En Inglaterra 1
llegó incluso a producirse, en el siglo XVII, dentro de la revolución agrícola, una ver-
dadera revolución de la carne. En el gran mercado londinense de Leaden Hall (1778),
según un embajador español al que se adjudican estas palabras, «Se vendía en un mes
más carne de la que consume toda España en un año». Sin embargo, incluso en un
país como Holanda, donde las raciones «oficiales» eran grandes 46 (aunque no exactas),
la alimentación, antes de las mejotas de finales del siglo XVIII, era desequilibrada:
alubias, lin poco de carne salada, pan (de cebada o de centeno), pescado, algo de to-
cino, ocasionalmente caza ... Pero la caza, por lo general, era para el campesino o para
el señor. El pobre de las ciudades no la probaba: «a él le corresponden los nabos, las

Venta de carne salada. Tacuinum sanüacis in med1nna (principios del siglo XV). (Cliché B.N.)

160
Comidas y bebidas

cebollas fritas, el pan duro, cuando no enmohecido», o el pegajoso pan de centeno, y


la «caña de cerveza» (el «doble» es para los ricos o para los borrachos). Incluso el burgués
holandés vivía sobriamente. Bien es verdad que el hutsepot, plato nacional, llevaba
carne de vaca o de cordero, pero picada muy fina y utilizada siempre parcamente. La
cena no consistía a menudo más que en unas sopas de restos de pan, mojados en leche 47 •
Los médicos empiezan a discutir, por lo demás, si es bueno o malo consumir carne. «A
mi modo de ver, escribe prudentemente Louis Lemery (1702), sin entrar en todas estas
discusiones, que me parecen bastante inútiles, creo que cabe decir que el consumo de
la carne de los animales puede ser conveniente, siempre que sea moderado ... 48».
Se produce un aumento sensible del consumo de carne ahumada o salada, simul- 1/
táneo a la disminución de la ración de carne fresca. Werner Sombart ha hablado, nol 1
sin razón, de una revolución de las salazones, a partir del final del siglo XV, para la
alimentación de las tripulaciones de los barcos. En el Mediterráneo, el pescado salado
y más aún la tradicional gatleta constituyen, entonces y siempre, el menú fundamental
de los marineros embarcados. En Cádíz comienza, con el inmenso Atlántico, el domi-
nio casi exclusivo de la carne de vaca salada, suministrada por la intendencia española
desde el siglo XVI. La carne de vaca salada proviene sobre todo del Norte, en particular
de Irlanda, exportadora también de mantequilla salada. Pero no sólo se trata de la in-
tendencia. A medida que la carne se va convirtiendo en un lujo, las salazones se con- ~r
vierten en el alimento común de los pobres (incluidos muy pronto los esclavos negros l.\
de América). Pasado el verano, en Inglaterra, a falta de alimentos frescos, el «saltbeef
was the standard winter dish». En Borgoña, en el siglo XVIII, «el cerdo suministra la¡·,
mayor parte de la carne que consume el campesino. Hay pocos inventarios que nomen-
cionen algunos trozos de tocino en el saladero, La carne fresca es un lujo reservado a¡
los convalecientes, y además es tan cara que no siempre se les puede dar» 4? En Italia'
y en Alemania, los comerciantes ambulantes de salchichas (Wursthiindler) forman parte
del paisaje urbano. Vaca y más aún cerdo salados proporcionan a los pobres de Europa
su exigua ración de carne, de Nápoles a Hamburgo, de Francia hasta las cercanías de
San Petesburgo.
Desde luego, también en este caso hay excepciones. La principal y muy importan-
te: los ingleses que «sólo se alimentan de carne, escribe P.). Grosley en 1770. La can-
tidad de pan que come un francés diariamente puede ser suficiente para cuatro ingle-
ses»5º. En este sentido, la isla es el único país «desarrollado» de Europa. Pero comparte
este privilegio con otras muchas regiones, relativamente atrasadas. En 1658, Mademoi-
selle de Montpensier, hablando de sus campesinos de Dombes, nos dice «que están
bien vestidos ... , [que nunca han] pechado»; y añade: «Comen carne cuatro veces al
día» 51 , cosa que habría que comprobar pero que está dentro de lo posible, puesto que
Dombes era, todavía en el siglo XVII, un país salvaje, malsano. Ahora bien, es preci-¡•
samente en las regiones mal explotadas por el hombre donde más abundan los anima-
les domésticos y salvajes. Además es probable que a nosotros, hombres del siglo XX, ·
la alimentación habitual nos hubiera parecido más satisfactoria en Riga en tiempos de
Pedro el Grande, o en Belgrado en tiempos de Tavernier (allí todo era «excelente», el
pan, el vino, la carne y los enormes lucios y carpas que se pescaban en el Danubio y
en el Sava, a pesar de su «bajo precio»)l 2 que en Berlín, en Viena y hasta en París.
Muchos países desheredados no son humanamente más pobres que los países ricos. El j'l.
nivel de vida sigue siendo una relación entre el número de los hombres y la masa de 1
recursos a su disposición.

161
Comidas y bebidas

La privilegiada
Europa

A _p~sar. de haber dism_i~uido, el privit;gi? ?~ fa~ropa seguía si~ndo •. sin embargo, \


un pnvileg10 en comparac1on con las demas c1v1hzac1ones. «En Japon, dice un español
(1609). sólo comen la carne de la caza que matan•B. En la India, la población, afor-
tunadamente, detestaba la carne. los soldados del Gran Mogol, Aureng Zeb, según
un médico francés, eran, por lo general, poco exigentes: «Se contentan con su ktcheris,
mezcla de arroz y legumbres condimentada con manteca ... J>. Concretamente esta mezcla
estaba hecha de «arroz, habas y lentejas cocidas, todo ello trituradol>5 4 •
En China, la carne es escasa. No había casi animales de matadero: el cerdo domés-
tico, criado en las casas con los restos de la comida y a veces con un poco de arroz, las
aves de corral, la caza, incluso algunos perros expuestos en carnicerías especiales o de-
lante de las puertas, «desollados y no muy frescos>, o transportados en jaulas como los
cochinillos o los cabritos en España, dice el P. de Las Cortes, no podrían satisfacer, al
ser poco numerosos, el apetito de una población que fuera resueltamente amante de
la carne. La carne, salvo en las poblaciones mogoles que consumen habitualmente cor-
dero cocido, no es nunca un plato autónomo. Cortada en trocitos muy pequeños, in-
cluso a veces picada, forma parte del tsai, esos innumerables platitos que mezclan la
carne o el pescado con legumbres, salsas y condimentos y que acompañan tradicional-
mente al arroz. De hecho por muy refinada y equilibrada que sea, esta cocina sorpren-
de a los europeos para quienes resulta pobre. Hasta los ricos mandarines, observa el P.
de Las Cortes, «prueban, como para abrirse el apetito, unos bocados de cerdo, o de
pollo, o de cualquier otro tipo de carne. [ ... ] Por ritos o grandes que sean, consumen
siempre una cantidad ínfima de carne, y si comieran la cantidad que comemos los eu-
ropeos, todas las carnes que poseen no serían de forma alguna suficientes [ ... ] los re-
cursos de China no lo resistirían»ll Un napolitano, Gemelli Careri, que atraviesa China
en 1696, de Cantón a Pekín y viceversa, monta en cólera ante los alimentos vegetales,
a su modo de ver mal cocidos, que encuentra en las posadas, y compra gallinas, huevos,
1
faisanes, liebres, jamón, perdices, según los mercados y los lugares por donde pasa ... 56 •
Hacia 1735, un observador europeo concluye: «~os chin~~Q!!$_1.l:!Jl!O.: __rp~y poca carne . '::.:::y;
de ganad() mayofl> y añade: «Necesitan pues menospas~l:l!'i pªrn,_alimema...r~:iiJoüinima-l •,

!~=. Un misionero de Pekfo, unos cuarenta años .ni~-i:arde, explica con más precisión:
«El ·exceso de población, cuyos inconvenientes y consecuencias no han sospechado los
filósofos modernos», obliga a los chinos «a prescindir de la ayuda de los bueyes y de
los rebaños porque la tierra que proporcionaría su subsistencia es necesaria para Ja de
los hombres». Por eso falta «abono para las tierras, carne para las mesas, caballos para
la guerra» y se necesita «más trabajo y más hombres para conseguir la misma cantidad
de granos que en otras partes». Y concluye: «proporcionalmente, existen por lo menos
diez bueyes en Francia por uno en China».
La literatura china aporta más testimonios en el mismo sentido. En tiempos de los
Tsing, un suegro orgulloso perora: «El otro día vino mi yerno y me trajo las dos libras
de carne de ciervo seca que se pueden ver en esta fuente». A un carnicero le colmaba
de asombro Uri alto personaje «que posee más dinero que el propio emperador> y en
cuya casa vivían por lo menos varias docenas de parientes y de criados. Prueba irrefu-
table: «todos los años compra entre 4.000 y 5 .000 libras de carne», ¡aún cuando no
haya ceremonias! Un menú para un banquete comprendía en total: «nidos de golon-
drina, pollo, pato, sepias, pepinos amargos de Kuangtung ... » ¡y eran muchas las exi-
gencias alimentarias de una viuda joven y caprichosa! Todos los días, ocho jen de me-
dicamentos, un día pato, al día siguiente pescado, o verduras, sopa de brotes de bambú,

162
Comidas y bebidas

o también naranjas, galletas, nenúfares, gorriones fritos, cangrejos salados y natural-


mente vino, «vino de cien flores ... »l8 • Todo esto no excluye, desde luego, el refina-
miento, e incluso un exquisito y costoso refinamiento. Pero los europeos no entendie-r
ron el lujo de la cocina china porque, para ellos, la carne era sinónimo de lujo. No se
habla de abundancia de carne más que en Pekín, ante el palacio del emperador y en
ciertos lugares de la ciudad, aunque se trata de abundante caza procedente de Tartaria
que el frío invernal conservaba durante dos o tres meses y que se vendía a tan «bajo
precio que un corzo o un jabalí se podían adquirir por una moneda de a ocho>l9 •
La misma sobriedad, la misma moderación se encuentran en Turquía, donde la
carne: de vaca curada, el pa1termé, no cqnstituía únicamente el alimento de los solda-
dos en campaña. En Estambul, entre los siglos XVI y XVIII, aparte de los enormes con-
sumos de cordero del Gran Serrallo, la media para la ciudad se establecía en un cor-
dero o un tercio de cordero por persona y año; y eso que Estambul era Estambul, una
ciudad privilegiada ... 60 . En Egipto, granero muy rico a primera vista, la «manera de

El refinamiento de la cocina china. Pintura sobre seda. (Fotografía Roger-Viollet.)

163
Comidas y bebidas

vivir de los turcos, dice un viajero en 1693, es una auténtica penitencia. Sus comidas,
incluso las de los más ricos, se componen de pan de mala calidad, de ajo, de cebolla
y de queso agrio; si le añaden cordero cocido, consideran que es una extraordinaria co-
mida. Jamás comen pollos ni otras aves, aunque en aquel país no son caros» 61
Aunque el privilegio de los europeos disminuía progresivamente en su propio con-
tinente, se restablece para algunos de ellos, con la abundancia de una verdadera y nueva
edad media, tanto en el Este europeo -así, por ejemplo, en Hungría- como en la
América colonial, en México, en Brasil (en el valle de Sao Francisco invadido por re-
baños salvajes y donde se establece, en favor de los blancos y de los mestizos, una vi-
gorosa civilización de la carne), más aún hacia el Sur, alrededor de Montevideo o de
Buenos Aires, donde los jinetes abaten un animal salvaje para cada una de sus comi-
das ... Estas matanzas no lograron terminar, en Argentina, con la increíble abundancia.<
de la ganadería libre, pero, en cambio, arruinaron muy pronto esta provisión de víve-(
res en el norte de Chile; alrededor de Coquimbo, a finales del siglo XVI, tan sólo que-·'
daban perros en estado salvaje.
La carne secada al sol (la carne do JO/ de Brasil) se convierte muy pronto en un re-
curso para las ciudades del litoral y para los esclavos negros de las plantaciones. El
charque, carne deshuesada y secada, fabricada en los saladeros de Argentina (destinada
también a los esclavos y a la Europa de los pobres) es prácticamente un invento de prin-
cipios del siglo XIX. No obstante, nos encontramos en un galeón que va de Manila a
Acapulco, cuando se están terminando los siete u ocho meses del interminable viaje
(1696), a un viajero delicado, condenado, «los días de carne», a comer "filetes de vaca
y de búfalo secados al sol..., y que están tan duros que es imposible masticarlos sin
golpearlos previamente durante un rato largo con un pedazo de .madera, de la que no
difieren mucho, ni digerirlos sin una fuerte purga». Para mayor repugnancia, pulula-
ban los gusanos en estos horribles alimentos 62 , La necesidad de carne, evidentemente,
no tiene leyes. Así, a pesar de ciertos reparos, los filibusteros de las Antillas, al igual
que los negros de Africa, matan y comen monos, jóvenes de preferencia, y, en Roma,
los miserables y los pobres judíos compran carne de búfalo, despachada en carnicerías
especiales y que produce horror al común de la gente; de la misma manera,' en Aix-
en-Provence, tan sólo se empezaron a matar y a comer vacas en 1690, por haber esta
«tosca carne», durante mucho tiempo, fama de ser indigesta 63 • Mientras que en Dina-
marca, "la carne de caballo se vende en los mercados», cuenta con repugnancia un via-
jero ffancés 64 •

Comer demasiado bien


o las extravagancias de la mesa

Después de los siglos XV y XVI, el gran lujo de la mesa, en Europa, afectó todo lo
más a algunos privilegiados. Lleno de extravagancias, consistía en manjares escogidos
que se consumían en gran cantidad. También los comían los criados, y los restos, in-
cluso estropeados, eran revendidos a los detallistas. Extravagancias: hacer llevar a París
una tortuga de Londres, que «es un plato que viene a costar [1782} unos mil escudos,
con el que se atiborran de siete a ocho personas de buen comeD. En comparación, un
jabalí¡¡ la crapaudine parecía un plato muy vulgar. «Si, nos dice el mismo testigo, lo
he visto con mis propios ojos, encima de la parrilla; la de San Lorenzo no era mayor.
Se rodea de brasas candentes, se rellena de foie gras, se flamea con grasas finas, se rocía
con gran cantidad de vinos sabrosos, y se sirve entero, con cabeza y todo ... 6 ~». Después
los comensales apenas probaban las diferentes partes del animal. .. Se trataba de capri-
164
Comidas y bebidas

chos principescos. Para el rey y las casas encopetadas, los proveedores llenaban sus cestas
con lo mejor que había en los mercados: carne, caza y pescado. Para el populacho que-
daban las peores piezas y a precios más altos que los que pagaban los ricos; para colmo,
esta mercancía estaba, por lo general, estropeada. «Los carniceros de París, en vísperas
de la Revolución, proveen a las grandes casas de las mejores partes de la vaca; venden·"'
al pueblo lo peor y añaden además huesos, a los que se llama irónicamente regocijos.»
Los pedazos de muy baja calidad, los menudillos, recortes o restos que comían los,
pobres se vendían fuera de las camicerías 66 •
Otros ejemplos de manjares poco habituales: gangas u hortelanos, de los que se con-
sumieron un total de 16.000 libras en la boda de la princesa de Conti (1680) 67 Este
pájaro, frecuente en zona de viñedos, abundaba en Chipre (que lo exportaba en el si-
glo XVI a Venecia, conservado en vinagre), y se encontraba también en Italia, en Pro-
venza y en el Languedoc 68 • O las ostras verdes. O las ostras nuevas de Dieppe o de Can-
cale que se comían en octubre; o las fresas; o las piñas de invernadero de la región pa-
risina. Para los ricos se condimentaban también salsas refinadas, a veces demasiado, en
las que se mezclaban todos los ingredientes imaginables: pimienta, especias, almen-
dras, ámbar; almiz~le; agua de _rosas ... Y no olvidemos los ir:comparabl~s cocineros del~
languedoc, los me1ores de Pans, que se contrataban a precio de oro. S1 el pobre pre-
tendía participar en estos banquetes, tenía que entenderse con los criados, o irse a la
«reventa» de Versalks; allí se vendían los restos de los festines reales y la cuarta parte
de la ciudad no tenía reparos en alimentarse con ellos: «Hay quien entra con autoridad
y adquiere un rodaballo o una cabeza de salmón, pieza muy exquisita y escasa» 69 Quizá
sería más prudente y más tentador dirigirse a una casa de asados de la calle de la Hu-
chette en el Barrio Latino, o al Quai de la Vallée (muelle donde se vendían las aves de
corral y la caza), donde podía permitirse el lujo de comprar un capón sacado de la «olla
perpetua», colgada de unas anchas llares, donde se guisaban todos los capones. ¡Qué
placer comerlo en casa bien caliente «O a cuatro pasos de allí, rociándolo con un buen
vino de Borgoña! ... »7º. Pero éstas son ya costumbres burguesas ...

Poner
la mesa

El lujo es también la mesa, la vajilla, la plata, el mantel, las servilletas, la luz de


las velas, el conjunto del comedor. Existía la costumbre, en el París del siglo XVI, de
alquilar hermosas casas, o mejor dicho, de introducirse en ellas gracias a la complicidad
comprada de los guardianes, y de recibir allí a los amigos, dado que los mesoneros
servían la comida a domicilio. A veces el huésped provisional se quedaba hasta ser de-
salojado por el verdadero propietario. «Monseñor Salviati, nuncio del Papa, se vio for-
zado en mí época, cuenta un embajador (1557), a cambiar de casa tres veces en dos
meses» 71
De la misma manera que había casas suntuosas, había también posadas suntuosas.
En Chalons (sur-Mame), «nos alojamos en La Couronne, relata Momaigne (1580), que
es una hermosa casa en la que se sirve con vajilla de plata» 72 •
Pero planteemos el problema en sí: ¿cómo poner una mesa para, por ejemplo, «un
grupo de treinta personas de alta condición a las que se quiere tratar suntuosamente>?
La respuesta la proporciona un libro de cocina, de título inesperado, Les Dé/ices de la
campagne de Nicolas de Bonnefons, publicado en 1654. Respuesta: colocar catorce cu-
biertos de un lado, catorce de otro, y como la mesa es rectangular, una persona en «la
cabecera principal», más «una o dos en la secundaria». Los invitados se encontrarán «se-

165
Comidas y bebidas

Mesa dispuesta para las Bodas de Caná. Pintura de}. Bosch. Museum Boymans-Van Beuningen,
en Rotterdam.

166
Comidas y bebidas

parados uno de otro por 1a distancia de una silla». Es imprescindible «que el mantel
cuelgue hasta el suelo por todos los lados. Que haya varios saleros con soporte y salva-
manteles en el medio para poner los platos sueltos». La comida ha de constar de ocho
platos, estando el octavo y último compuesto, a título de ejemplo, de jaleas <(secas o
líquidas», «dulces helados», «pastíllas almizcleñas», peladillas de Verdún, azúcar «per-
fumado con ámbar y almizcle ... ». El jefe de camareros, con autoridad, dará orden de
que se cambie el servicio de mesa «para, por lo menos, cada plato, y las servilletas cada
dos». Pero esta cuidadosa descripción, que precisa incluso la manera en que se han de
«alternar» los platos en la mesa, al cambiar de manjar, omite decir cómo se coloca el
«cubierto» de cada comensal. En esta época, éste comprende con toda seguridad un
plato, una cuchara y un cuchillo, quizá un tenedor individual, pero se puede afirmar
que no incluye ni vaso ni botella. Las reglas de 1a buena educación no son todavía muy
concretas, puesto que el autor recomienda, como signo de elegancia, un plato hondo
para la sopa, a fin de que los comensales puedan servirse de una sola vez, «sin coger
cucharada a cucharada en la fuente común, por la repugnancia que pueden causar unos
a otros».
La manera actual de poner la mesa y el modo de comportarse en ella son detalles
que se han ido imponiendo con el tiempo, lentamente, uno por uno, y de manera di-
versa según las regiones. Cuchara y cuchillo son costumbres bastante antiguas. No obs-
tante, el uso de la cuchara no se generalizó hasta el siglo XVI, al igual que la costumbre
de poner cuchillos: con anterioridad a esta fecha, los invitados llevaban los suyos
propios. Lo mismo ocurría con el vaso. La cortesía antigua exigía que cada uno vaciara
el vaso antes de pasarlo al vecino, que obraba de igual forma. O bien el criado llevaba
de la antecocina o del aparador cercano a la mesa la bebida solicitada: vino o agua. En
el sur de Alemania, qu.e Montaigne atraviesa en 1580, <(cada cual, explica, tiene su
cuenco o su taza de plata ante sí, y el que sirve se ocupa de llenar este cuenco cuando
está vacío, sin moverlo de su sitio, y sirviendo el vino desde arriba con una jarra de
estaño o de madera que tiene una boca alargada» 73 • Solución elegante y que reduce el
esfuerzo del servicio, pero que hace imprescindible que cada comensal tenga ante sí
un cuenco personal. En esta misma Alemania, en la época de Montaigne, cada invita-
do tenía también su propio plato de estaño o de madera, a veces una escudilla de ma-
dera debajo y un plato de estaño encima. Los platos de madera, tenemos pruebas de
ello, se mantienen en el campo alemán, y sin duda en otros lugares, hasta el siglo XIX.
Pero con anterioridad a estos perfeccionamientos más o menos tardíos y refinados,
los comensales se habían contentado durante largo tiempo con una pequeña plancha
de madera o «tajadero», o con una rebanada de pan sobre la que se colocaba la carne 74 •
Entonces una sola fuente grande bastaba para todo y para todos: cada uno cogía con
los dedos los pedazos que quería. Montaig11e observa, a propósito de los suizos: «Uti-
lizan tantas cucharas de madera con mango de plata como hombres hay [entiéndase:
a cada comensal su cuchara] y nunca hay suizo sin cuchillo con el que coger las cosas;
y nunca meten los dedos en la fuente» 75 Los museos conservan cucharas de madera,
de mango metálico, no forzosamente de plata, y cuchillos de formas diversas. Son ins-
trumentos antiguos.
No ocurre lo mismo con el tenedor. Sin duda es antiguo el inmenso tenedor de
dos dientes que servía para presentar las carnes a los invitados, para moverlas en el
horno o en la cocina; pero no así el tenedor individual, a pesar de algunas excepciones.
El tenedor data, aproximadamente, del siglo Xi\/!, y se extiende desde Venecia, desde
Italia en general, pero de forma lenta. Un predicador alemán condena este lujo dia-
bólico: Dios no nos habría dado dedos si hubiera querido que utilizáramos ese instru-
mento. Montaigne lo ignora, puesto que confiesa comer tan deprisa que «me muerdo
a veces los dedos con la precipitación». Admite además que «utiliza poco la cuchara y

167
Comid4s y bebidas

el tenedor:. 76 • y. en 1609. el señor de vmamont, al describir muy detalladamente la


cocina y las costumbres alimentarias de los turcos, añade; «no usan tenedor, como hacen
los lombardos y los venecianos» (no cita, con toda razón, a los franceses). En la misma
época, un viajero inglés, Thomas Coryate, lo descubre en Italia, se asombra primero,
y después lo adopta, para diversión de sus amigos que le bautizan con el nombre de
ferctferus, porta-tenedor o, mejor aún, porta-horca 77 ¿Fue acaso el uso de gorgueras
lo que obligó a los invitados ricos a utilizar el tenedor? Cabe dudarlo. En Inglaterra,
por ejemplo, no aparecen registrados tenedores en los inventarios antes de 1660. Su
uso no se generalizó hasta 1750 aproximadamente. Ana de Austria conservó durante
toda su vida la costumbre de meter los dedos en los platos de carne 78 • En la Corte de
Viena sucedió lo mismo hasta 1651 por lo menos. Pero en la Corte de Luis XIV, ¿quién
utilizaba el tenedor? El duque de Montausier, que según Saint-Simon era «de una lim-
pieza temible». Desde luego el rey no, y el mismo Saint-Simon alaba su habilidad para
comer un ragú de gallina con los dedos. Cuando el duque de Borgoña y sus hermanos
fueron admitidos a la mesa del rey y cogieron los tenedores que les habían enseñado
a usar, el rey les prohibió que los utilizasen. La anécdota la cuenta con satisfacción la
Palatina que, por su parte, declara haberse «servido siempre para comer de su cuchillo
y de sus dedos ... »79 • De ahí, en el siglo XVII, la abundancia de servmetas de que dis-
ponían los invitados, cuyo uso sin embargo no se había extendido en casas particulares
hasta la época de Montaigne, según dice él mismo 80 • De ahí también la costumbre de
lavarse las manos, utilizando un aguamanil y una palangana, operación que se repetía
varias veces a lo largo de una comida.

Los usos sociales


se imponen lentamente

Estas transformaciones que suponen un arte nuevo de comportarse se fueron impo-


niendo poco a poco. Incluso el lujo de reservar una habitación especial para las comi-
das no se generalizó en Francia hasta el siglo XVI, y sólo en casa de los ricos. Con an-
terioridad el señor comía en su amplia cocina.
Todo el ceremonial de las comidas exige criados, multiplica su número en la cocina
y en torno a los comensales, y no sólo en Versalles, en donde se afanaban el Grand
Commun y el Petit Commun para la comida, o, como se decía entonces, «las viandas
del rey>. Todo este nuevo lujo no llegó a la totalidad de Francia o de Inglaterra hasta
el siglo XVIII. «Si las personas muertas hace sesenta años volvieran, escribe Duelos hacia
1765, no reconocerían París en lo que a la mesa, la vestimenta y las costumbres se re-
fiere:.8i, Esto es sin duda válido para toda Europa, objeto de un lujo omnipresente, y
para sus colonias, donde en todo tiempo ha tratado de reproducir sus costumbres. Por
eso los viajeros de Occidente juzgaron cada vez peor, y con mayor desprecio y altivez,
la.S costumbres del resto del mundo. Gemelli Careri se asombra de las actitudes de su
anfitrión, uh persa de alta alcurnia, que lo sienta en su mesa (1694), «sirviendo el arroz
en el pfato [de sus invitados] con su propia mano en lugar de con una cuchara» 82 •
Leamos también lo que dice el P. Labat (1728) de los árabes del Senegal: «Entre ellos
se ignora lo que es comer en una mesa ... »83 • Ante jueces tan exigentes, sólo quedan
absueltos los refinados chinos, sentados a sus mesas, con sus tazones esmaltados y lle-
vando colgados de la cintura el cuchillo y los palillos (estos en un estuche) que utilizan
para comer. En Estambul, hacia 1760, el barón de Tott describe con humor una re-
cepción en la casa de campo de «la primera trujamana», entre esa clase de ricos griegos
al servicio del Gran Turco que han adoptado muchas costumbres locales, pero quieren

168
Comidas y bebidas

Cubiertos con n/üngo de 111111/il. úglo XVII. Bayerisches Nation.1/11111Ji:11m, 1W11mch.

que se les considere diferentes. «Mesa redonda, con sillas alrededor, cucharas y tene-
dores, no faltaba más que la costumbre de utilizarlos. No querían descuidar ninguno
de nuestros ufos; que los griegos empezaban· a apreciar tanto como nosotros aprecia-
mos los de los ingleses, y he visto a una mujer, durante nuestra cena, coger aceitunas
con los dedos y pincha~las después con su tenedor para comerlas a la francesa~H-1.
Sin embargo, todavía eh 1624, una pragmática austriaca para el landgraviato de Al-
sacia precisaba, para uso de los jóvenes oficiales, las reglas que se debían observar si
eran invitados a la mesa del archiduque: presentarse bien limpios, no llegar medio
borrachos, no beber después de cada bocado, limpiarse antes de beber el bigote y la
boca, no chuparse los dedos, no escupir en el plato, no sonarse en el mantel, no beber
demasiado ... Estas instrucciones dan que pensar al lector sobre el refinamiento de las
costumbres en la Europa de Richelieu 85.

esa
7.'sto

En este viaje al pasado, nada más instructivo que los cuadros anteriores a estos
tardíos refinamientos. Ahora bien, estos cuadros, con sus escenas de comidas antiguas,
son innumerables. Y sobre todo la Ultima Cena de Cristo, representada miles de veces
desde que ha habido pintores en Occidente; o la comida en casa de Simón, o las bodas
de Caná, o también la mesa de los peregrinos de Emmaús ... Si consigue uno liberarse,
durante unos instantes, de los patéticos personajes para no ver más que la mesa, los
manteles bordados, los asientos (escabeles, sillas, bancos) y sobre todo los platos, las
fuentes, los cuchillos, se constatará que antes de 1600 no figura ningún tenedor, y prác-
ticamente ninguna cuchara; a modo de platos, se ven rebanadas de pan, pequeñas
planchas de madera redondas u ovaladas, discos de estaño algo cóncavos y cuyas manchas
azules destacan en la mayoría de los cuadros de Alemania meridional. El tajadero o
tajo de pan duro se coloca con frecuencia sobre una plancha de madera o de metal; su
misión: embeber el jugo de los trozos de carne cortada. Después se distribuía a los

169
Comidas y bebidas

La Cena. Fragmento de un tapiz, siglo XV. Bayen'sches Nationalmuseum, Munich.

170
Comidas y bebidas

pobres este pan que desempeñaba el papel de plato. Aparece siempre al menos un cu-
chillo, a veces de gran tamaño cuando es el único y tiene que servir para todos los co-
mensales; a veces también se ven pequeños cuchillos individuales. Claro está que, en
esta cita mística, se encuentran el vino, el pan y el cordero. Desde luego no se trata
de una comida ni copiosa ni lujosa, sino que el relato va más allá de los alimentos terre-
nales y apenas se detiene en ellos. No obstante, Cristo y sus apóstoles comen como los
burgueses de Ulm o de Augsburgo, puesto que el espectáculo es casi el mismo cuando
se trata de representar las bodas de Caná, el banquete de Herodes o la comida de cual-
quier burgués de Basilea rodeado de su familia y de sus servidores atentos, o de un
médico de Nuremberg inaugurando su casa con unos amigos, en 1593. Que yo sepa,
uno de los primeros tenedores que figura en una Cena fue dibujado por )acopo Bas-
sano (1599).

Alimentos cotidianos:
la sal

Ha llegado el momento de dejar el lujo y abordar el tema de los alimentos cotidia-


nos. Cgmencemos. Rºr .!?-.~al,_ ya q.ue ...este..condimento tan. generalizado fue. objeto de :'
un comercio universal y obligatorio; es una necesidad indispensable para los hombres, !
para los animales, para las salazones de carnes y pescados, y cuya importancia es tal l
que intervienen los gobiernos. Constituye una importante fuente de riqueza para Es-~
tados y comerciantes, tanto en Europa como en China; volveremos sobre este punto ..
Al ser indispensable, salva todos los obstáculos, aprovecha todas las comodidades. Así, 11
y puesto que se trata de una mercancía pesada, utiliza las vías fluviales (remontando
el Ródano) y los servicios marítimos del Atlántico. No hay mina de sal gema que no
sea explotada. Las salinas se encuentran, tanto en el Mediterráneo como en el Atlán-
tico, únicamente en los países soleados, todas ellas en países católicos, de forma que
los pescadores del Norte, protestantes, tenían que recurrir a la sal de Brouage, de Se-
túbal o de Sanlúcar de Barrameda. Ahora bien, el tráfico se llevaba siempre a cabo, a
pesar de las guerras, y para mayor beneficio de amplios consorcios de comerciantes. De
la misma manera, los bloques de sal del Sáhara llegaban al Africa negra a pesar del
desierto, transportados por caravanas de camellos, con el fin de ser canjeados, bien es
verdad, por oro en polvo, marfil de colmillos de elefante o esclavos negros. Nada podría
expresar mejor las exigencias incontenibles de semejante tráfico.
También es significativo, en lo que a economía y distancias se refiere, el caso del
pequeño cantón del Valais. En los países que rodean el valle del alto Ródano, existe
un equilibrio perfecto entre recursos y población, salvo en lo referente a hierro y a sal.
Sobre todo en el caso de esta última, puesto que los habitantes la necesitan imperio-~?')
samente para la ganadería, los quesos y las salazones. Ahora bien, la sal llega a este-~·
cantón de los Alpes desde muy lejos: de Peccais (LanguedocJ, a 870 km de distancia,
por Lyon; desde Barletta, a 1.300 km, por Venecia; desde Trapani, a 2.300 km, también
a través de Venecia 86 •
La sal, fundamental, irremplazable, es un alimento sagrado («tanto en el antiguo !
hebreo como en la lengua malgache actual, alimento salado es sinónimo de alimento i¡ ¡
sano»). En la Europa de los consumidores de insípidas gachas harinosas da lugar a un '
gran consumo (20 gramos por día y por persona, el doble del consumo actual). Un mé-
dico historiador llega incluso a sugerir como causa de los levantamientos campesinos
del oeste francés en el siglo XVI contra la gabela, la necesidad de sal, contrariada por
el fisco 87 Existen además innumerables detalles que nos dan a conocer, por primera

171
vez o de nuevo, de manera fortuita, los numerosos usos de la sal, en los que no se
piensa de forma inmediata: la sal se utilizaba, por ejemplo, para la fabricación de la
mojama provenzal, o en la realización familiar de conservas, que se extiende en el si-
glo XVIII: espárragos, guisantes, champiñones, mojardones, morillas y alcachofas.

Alimentos cotidianos:
productos lácteos, materias grasas y huevos

La alimentación a base de quesos, de huevos, de leche y de mantequilla no cons-,,·


tituía tampoco ningún lujo. En París, los quesos llegaban de Brie, de Normandía (los!
ange/ots del país de Bray, los livarots, los pont-l'éveque ... ), de Auvernia, de Touraine,
de Picardía, y se compraban en los puestos de los detallistas, comerciantes al poi menor,
directamente relacionados con los conventos y los campos cercanos: el queso de Mon-
treuil y de Vincennes se vendía «recién cuajado en pequeños cestos trenzados con
mimbre o junco», las llamadas jonchées 88 • En el Mediterráneo, los quesos sardos, cacio
cava/10 89 o salso, llegaban a todas partes, tanto a Nápoles, como a Roma, Livorno, Mar-
sella y Barcelona; se exportaban en barco desde Cagliari, y se vendían a precios más
altos incluso que los quesos de Holanda que, en el siglo XVIII, acababan de invadir los
mercados de Europa y del mundo ,e?tero. ~esde 15 72, mil~s de ques~s holandeses en- -t \
traban de contrabando en la Amenca espanola. En Venecia se vend1a:n los quesos de<...J
Dalmacia y las enormes ruedas de quesos de Candia. En Marsella, en 1543, se consu-
mían, entre otros, los quesos de Auvernia 90 • Su abundancia era tal en esta última proc
vincia que constituían la base principal de la alimentación en el siglo XVI. En el siglo
anterior, el queso de la Gran Cartuja, en el Delfinado, se consideraba excelente y se
comían tostadas de queso fundido y al horno. El «auténtico gruyere», el suizo, se con-
sumía en gran cantidad en Francia desde antes del siglo XVIII. Hacia 1750, Francia im-
portaba 30.000 quintales al año. «Se imita [ ... ] en el Franco Condado, en Lotena, en
Saboya y en el Delfinado» y, aunque estas imitaciones no tenían la fama y el precio
del original estaban muy extendidas. Sin embargo, los intentos de imitar el queso par-
mesano, por ejemplo en Normandía, fracasaron 91 ,
El queso, protefoa barat~, era un? .de los más im~ortantes al_iment?s.l?opulares de:; I',
Europa y todo europeo, obligado a v1vtr en otros commentes y sm pos1b1hdad de pro- \ t
curárselo, lo echaba de menos. Los campesinos franceses, hacia 1698, ganaban verda-
deras fortunas con el suministro de quesos a los ejércitos que combatían en Italia y en
Alemania. En todo caso, y concretamente en Francia, el queso tardó en conseguir su
gran reputación, su «nobleza». Los libros de cocina le conceden una importancia ínfi-
ma, no señalan ni sus cualidades, ni sus nombres particulares. El queso de cabra se des-
preciaba, se consideraba inferior al de oveja y vaca. Todavía en 1702, según un médi-
co, Lemery, sólo había tres grandes quesos: «el roquefort, el parmesano y los que pro-
vienen de Sassenage en el Delfinado, [ ... ]servidos en las mejores mesas» 92 • Se vendían
entonces más de 6.000 quintales al año de roquefort. El sassenage es una mezcla de
leches de vaca, de cabra y de oveja, sometidas a cocción. El parmesano (al igual que
el «marsolino» de Florencia, que más tarde se pasó de moda) había sido una adquisi-
ción de las guerras de Italia, desde el regreso de Carlos VIII. Sin embargo, a pesar de
lo que dice'Lemery, cuando en 1718, el cardenal Dubois, embajador de Londres, e~­
cribe a su sobrino, le pide que le mande de París tres docenas de quesos de Pont-l'E-
veque, otros tantos maro/les y bries y una peluca93 • Los distintos tipos de queso tienen)
ya sus fieles y sus adeptos. '

172
Comidas y bebidas

Señalemos el importante lugar que ocupan, en el Islam y hasta en las Indias, estos ,
alimentos humildes pero ricos desde el punto de vista dietético: leche, mantequilla y ¡/
queso. Sí, observa un viajero en 1694, los persas no gastan mucho, «se contentan con··
un poco de queso y de leche agria en la que mojan una rebanada tan delgada como
una oblea de pan del país, que no sabe a nada y es muy moreno; añaden por la ma-
ñana arroz (o pilaf) cocido a veces sólo con agua» 94 • Y aun así, el pilaf, por lo general
una especie de ragú con arroz, era alimento de gentes acomodadas. Lo mismo ocurría
en Turquía, donde los productos lácteos simples suponían casi el único alimento de los
pobres: leche agria (yogur) acompañada, según la estación, de pepinos o de melón, de
una cebolla, de un puerro, o de unas gachas de frutos secos. Junto al yogur, no deben
olvidarse el kaymak, crema cocida ligeramente salada, ni los quesos conservados en pe-
llejos (tulum), en forma de rueda (tekerlek) o de bola, como el famoso cascaval de los
montañeses válacos, exportando a Estambul e incluso a Italia, queso de oveja sometido
a sucesivas cocciones, como el cacio cava/lo de Cerdeña y de Italia.
Pero recordemos, hacia el Este, la amplia y persistente excepción de China: ignora
sistemáticamente leche, queso y mantequilla; se crían vacas, cabras y ovejas únicamen-
te por su carne. ¿Qué era, entonces, esa «mantequilla• que creía comer M. de Guignes 9 l?
Sólo se utiliza, en China, para elaborar algunos dulces. En este aspecto, Japón com-
parte la repugnancia china: incluso en los pueblos en los que bueyes y vacas sirven para
el laboreo de la tierra, el campesino japonés, todavía en la actualidad, no consume pro-
ductos lácteos; que considera «sucios»; extrae de la soja las pequeñas cantidades de
aceite que necesita.
La leche, por el contrario, se consumía en cantidades tan importantes en las ciuda- t'
des de Occidente que pronto se plantearon problemas de abastecimiento. En Londres,
el consumo de leche aumentaba en invierno, cuando todas las familias ricas residían
en la capital; disminuía en verano por la razón contraria, pero tanto en verano como
en invierno se originaban gigantescos fraudes. Los revendedores, aunque también los/
ganaderos, aguaban la leche. «Un gran propietario de Surrey [1801] tiene, según se
cuenta, una bomba [en su lechería] que se conoce con el nombre de la famosa vaca
negra, ya que está pintada de este color, y se asegura que da más leche que todas las
vacas juntas» 96 • Es más llamativo, un siglo antes, en Valladolid, el espectáculo cotidia-'
no de las calles congesÍ:ionadas por más de 400 burros que traían la leche de la campiña.
y que abastecían a la ciudad de requesón, mantequilla y crema, cuya calidad y bajo;
precio elogiaba un viajero portugués. Tierra de Jauja parecía esta capital que, no obs-
tante, Felipe III iba a abandonar muy pronto por Madrid y que rebosaba abundancia:
en el mercado avícola se vendían todos los días más de 7 .000 animales, el cordero era
el mejor del mundo, el pan excelente, el vino perfecto, la profusión de productos
lácteos un lujo particularmente infrecuente en España 97
La mantequilla, salvo las inmensas zonas de mantequilla rancia desde el norte de J
Africa a Alejandría de Egipto y aún más allá, queda restringida al norte de Europa. El
resto del estrecho continente constituye el dominio de la manteca de cerdo, del tocino,
del aceite de oliva. Francia resume en sí misma esta geografía dividida por tales ele-
mentos culinarios. Por los países del loira discurre un verdadero río de mantequilla;
en París, y más allá de París, su uso se convierte en norma: «Prácticamente no se hace
casi ninguna salsa en Francia de la que no forme parte la mantequilla, dice Louis lemery
{1702). Los holandeses y los pueblos del Norte la utilizan todavía con más frecuencia
que nosotros, y pretenden que es lo que contribuye a la lozanía de su tez> 98 • En rea-l
lidad, el consumo de mantequilla, incluso en Francia, no se extendió realmente hasta¡
el siglo XVIII. Caracteriza la cocina de los ricos. las gentes mediterráneas, obligadas a ·
vivir o a pasar por esos países extranjeros, lamentaban este uso, considerando que la
mantequilla era susceptible de multiplicar el número de leprosos. Esta es la razón por

173
Comidas y bebidas

la que el rico cardenal de Aragón, que viajó a los Países Bajos en 1516, tomó la pre-
caución de hacerse acompañar por su cocinero y llevó en su equipaje una cantidad su-
ficiente de aceite de oliva 99
El París del siglo XVIII, muy bien organizado, dispone de un amplio abastecimien-
to de mantequilla fresca, salada (de Irlanda y de Bretaña), incluso derretida según la
costumbre de Lorena. Una parte considerable de la mantequilla fresca le llega de
Gournay, pequeña ciudad cercana a Dieppe, donde los comerciantes reciben la man-
tequilla en bruto, volviéndola después a amasar para eliminar todo el suero que toda-
vía pudiese contener. «Hacen entonces con ella grandes bloques, de cuarenta a sesenta
libras, y la envían a París» 1ºº· Al no perder el esnobismo sus derechos en ninguna parte,
«no hay, según el Dictionnaire Sentencieux (1768), más que dos tipos de mantequilla
que se atreva a citar el gran mundo: la mantequilla de Vanvre (Vanves) y la mantequi-
lla de la Frévalais» 101 , en los alrededores de París.
los huevos son de consumo muy frecuente. los médicos repiten los viejos preceptos \
de la Escuela de Salema: no cocerlos demasiado y consumirlos frescos.«Si .rumas ovum,
molle sit atque n.ovum11. Y abundan las recetas para conservar los huevos frescos. En\
todo caso, .su precio en el mercado tien: un gran valor histórico; al ser una mercancía 1
popular, sigue exactamente las fluctuaciones de la coyuntura. le ha bastado a un es- ·
tadístico 1º2 seguir el rastro de los huevos vendidos en Florencia para poder reconstruir
las fluctuaciones del coste de la vida en el siglo XVI. Su precio puede, en efecto, ser'¡
considerado, por sí solo, como un testimonio válido del nivel de vida o del valor del f
dinero en una ciudad o un país determinados. En Egipto, en el siglo XVII, hubo unJ
momento en que «se podía escoger, por un sueldo, entre treinta huevos, dos palomas
o un capón»; en el camino de Magnesia a Bursa (1694), «los víveres no son caros: se
pueden conseguir siete huevos por un para (:o= un sueldo), una gallina por diez, un
buen melón de invierno por dos, y tanto pan como se puede comer en un día por el
mismo precio»; en febrero de 1697, observa el mismo viajero, cerca de Acapulco, en
Nueva España, «el hostelero me hizo pagar una pieza de a ocho (32 sueldos) por una
gaHina y los huevos a sueldo la pieza» 1º3 Así, los huevos forman parte de la alimenta-\
ción habitual de los europeos. El asombro de Montaigne en las posadas alemanas está,
pues, justificado: <9amás se sirven huevos, escribe, a no ser duros, cortados en cuatro
en las ensaladas:. 104 • Montesquieu, al dejar Nápoles para volver a Roma (1729), se ex-
traña de que «en este antiguo lacio, el viajero no encuentre ni un pollo, ni un pichón,
ni con frecuencia un hJevo>m).
Pero estos casos en Europa son la excepción y no la regla como en el Extremo Oriente
vegetariano, donde ni China, nijapón, ni la India disponen de tan rica y común apor-
tación alimentaría. los huevos son extremadamente escasos y no forman parte de la ali-\
mentación popular. Los célebres huevos chinos de pata, conservados durante unos
treinta días en salmuera, eran una golosina de ricos.

Alimentos cotidianos:
los productos del mar

Aun siendo enorme, la importancia del mar pqdría haber sido todavía mayor.
Existen, en efecto, amplias regiones que ignoran totalmente, o casi, sus alimentos, a
pesar de tenerlos al alcance de la mano.
Este es prácticamente el caso del Nuevo Mundo, a pesar de las pesquerías de las
Antillas y de sus bancos de peces, donde los barcos, camino de Veracruz, realizan a
veces, en tiempo de calma, pescas milagrosas; o a pesar también de la fabulosa riqueza

174
Comidas y bebidas

«Vieja fiiendo huevos», cuadro de Velázquez de 1618, antes de marchar.re de Sevtfla, su ciudad
natal. (National Gal/enes o/ Scotland, The Cooper Bn"dgeman Library, Ziolo.)

de las costas y bancos de Terranova que sirven para la alimentación casi exclusiva, y en
todo caso prioritaria, de Europa (aunque en el siglo XVIII se enviaban toneles de baca-
lao a las colonias inglesas y a las plantaciones americanas del Sur); o a pesar de los sal-
mones que remontan las frías aguas de los ríos de Canadá y de Alaska; o a pesar de
los recursos del «pequeño Mediterráneo" de Bahía, donde la subida de las aguas frías,
procedentes del Sur, explica la activa captura de ballenas así como la presencia, ya en
el siglo XVII, de arponeros vascos ... En Asia, tan sólo practican la pesca Japón y la China
meridional, desde la desembocadura del Yangsekiang a la isla de Hainan. En otros lu-
gares, se trata tan sólo, parece ser, de algunas barcas, como por ejemplo en Malasia o
alrededor de Ceilán. O de curiosidades, como los pescadores de perlas del golfo Pérsi-
co, cerca de Bandar-Abbas (1694), que «prefieren las sardinas [secadas al sol y que cons-
tituyen su alimento cotidiano J a las perlas compradas por los comerciantes, como algo
más seguro y más fácil de pescar» 1º6 •

175
Comidas y bebidas

En China, donde la pesca en agua dulce y la piscicultura producen mucho (se cogen
esturiones en los lagos del Yangsekiang y en el Peiho), el pescado se conserva a me-
nudo en forma de salsa obtenida por fermentación espontánea, como en Tonkín; pero
su consumo, todavía hoy, es insignificante (0,6 kg por persona y año); el mar no logra
penetrar en la masa continental china. Tan sólo Japón es amplia~ente ictiófago. Su
privilegio se ha mantenido y hoy (40 kg por año y por persona, pnmera flota de pesca
del mundo después de la peruana) su consumo de pescado equivale al consumo de
carne en Europa. Esta abundancia obedece a las riquezas de su mar Interior más aún
que al hecho de tener al alcance de la mano las pesquerías de Yeso y de Sajalin, en la
confluencia de las enormes corrientes frías del Oya-Shivo y de las calientes del Kuro-
Shivo, al igual que en el Atlántico Norte, en Terranova, la confluencia del Gulf Stream
y la corriente del Labrador. La unión del plancton de aguas calientes y frías favorece
la sobreabundancia de peces.
Sin estar tan bien dotada, Europa contaba con abastecimientos múltiples, a corta
y a larga distancia. El pescado era en ella tanto más importante cuanto que las pres-
cripciones religiosas multiplicaban los días de abstinencia (166 dfas al año, entre los
que destacan los de cuaresma, de extremada severidad hasta el reinado de Luis XIV).
Durante estos cuarenta días¡ sólo se podía vender carne, huevos o aves a los enfermos,
siendo necesario un doble certificado del médko y del sacerdote, Para facilitar el ton trol,
eri París tan sófo el «carnicero de cuaresma> estaba autorizado a vender fos alimentos
prohibidos, y ademas dentro del recinto del Hotel-Dieu rn1 . Por ello, había una enorme
necesidad de pescado, fresco, ahumado o salado.
Sin embargo, el pescado no siempre abundaba cerca de las costas europeas. El Me~
diterráneo, tan alabado, cuenta, salvo excepciones, con recursos limitados: el atún del
Bósforo, el caviar de los ríos rusos, alimenros selectos para las abstinencias de los crii;,
tianos hasta en Abisinia, los calamares y los pulpos secados, providencia desde siempte
del archipiélago griego, las sardinas y las anchoas de Provenza ... El atún se pescaba
también en las almadrabas del norte de Africa, de Sicilia, de Provenza, de Andalucía,
del Algarve portugués: Lagos envíaba barcos llenos de toneles de atún salado hacia el
Mediterráneo o hacia el Norte.
Como contrapunto, hay que citar los enormes recursos de los estrechos mediterrá-
neos del Norte, la Mancha, el mar del Norte, el Báltico y, más aún, el Atlántico. las
costas europeas de este último fueron escenario de activas pesquerías (salmones, caba-
llas, bacalaos) en la Edad Media. El Báltico y el mar del Norte poseen, desde el siglo XI,
grandes pesquerías de arenques; fueron éstas la base de la fortuna de la Hansa y, con
posterioridad, de Ja de los pescadores de Holanda y Zelanda. Hacia 1350, un holandés,
William Beukelszoon, parece que encontró el procedimiento rápido de limpiar el
arenque y de salarlo en la misma barca de los pescadores, que lo envasaban en un barril
en el acto 108 • Pero entre los siglos XIV y XV, el arenque abandonó el Báltico• 09 Desde
entonces, las barcas holandesas y zelandesas irán a pescarlo a las arenas apenas sumer-
gidas del Dogger Bank, frente a las costas inglesas y escocesas, hasta las islas Oreadas.
Otros barcos llegaron también a estos lugares privilegiados, y en el transcurso de las
luchas entre los Valois y los Habsburgo, en el siglo XVI, las treguas arenqueras que se
establecieron y que fueron más o menos respetadas permitieron a Europa no verse pri-
vada de este alimento providencial.
El arenque se exportaba hacia el oeste y el sur de Europa, por vía marítima y fluvial,
en carretas o animales de carga. Hasta Venecia llegaban tres tipos de arenques: los
blancos, es decir salados; los ahumados, y los ahumados y salados a la vez ... A menu-
do, los arrieros de pescado, pobres diablos que conducían un penco cargado de pesca-
do y de ostras, acudían presurosos a las grandes ciudades como París «¡Arenques frescos
de la noche!», se oye decir todavía en Les cn'r de Pans del músico ]anequín. En Londres,

176
Comidas y bebidas

La pesca de la ballena. Plato de


De/ft del .riglo XVlll. Museo Car-
navalet. (Cliché Marine N(/tiona-
le.)

comer un barril de ostras con la mujer y los amigos es un pequeño lujo que puede ofre-
cerse el joven y ahorrativo Samuel Peppys.
Pero no debe pensarse que el pescado de mar era capaz de saciar el hambre de Eu-
ropa. A medida que nos alejamos de las orillas marítimas para adentrarnos en los países
continentales del centro o del este, la necesidad de recurrir al pescado de agua dulce
se impone cada vez más. No hay río, grande o pequeño, y hasta el Sena en París, que
no tenga sus propios pescadores. El lejano Volga constituye una reserva colosal. El Loira
es célebre por sus salmones y por sus carpas. El Rin por sus percas. En Valladolid, un
viajero portugués, durante los primeros años del siglo XVII, encuentra más bien defi-
ciente el abastecimiento y la calidad del pescado de mar en la ciudad, dada la lentitud
de los transportes. A lo largo de todo el año, hay lenguados, escabeches de sardinas y
de ostras, a veces merluza; y llegan a Santander, durante la cuaresma, excelentes do-
radas. Pero el mismo viajero se asombra anee !a cantidad increíble de magníficas truchas
que se venden diariamente en los mercados, procedentes de Burgos o de Medina de
Rioseco, a veces capaz de alimentar a la mitad de la ciudad, entonces capital de Espa-
ña 110 • En Bohemia, hemos señalado ya los estanques artificiales y la piscicultura de los
ricos dominios del sur. En Alemania, la carpa es de consumo habitual.

La pesca
del bacalao

La explotación a gran escala, desde finales del siglo XV, del bacalao de los bancos
de Terranova constituyó una verdadera revolución. Dio origen a una rivalidad entre
vascos, franceses, holandeses e ingleses, con el triunfo de los más poderosos. Los vascos

177
Comidas y bebidas

españoles fueron así eliminados, quedando reservado el acceso a las pesquerías a las po-
tencias poseedoras de importantes flotas, como Inglaterra, Holanda y Francia.
El gran problema consistía en la conserva y transporte del pescado. El bacalao era
preparado y salado a bordo del barco en Terranova, o secado en tierra. El bacalao sa-
lado, denominado morue verte, es el «que acaba de ser salado y está todavía húmedo».
Los barcos especialistas en este bacalao eran de menor tonelaje, con una tripulación de
diez a doce pescadores, más los marineros encargados de cortar, preparar y salar el pes-
cado en la sala, llena a menudo hasta los topes. Tenían la costumbre de dejarse ir a la
deriva, después de «embarcar» (de llegar a los bancos de Terranova). Por el contrario,
el bacalao seco se pescaba en veleros bastante grandes. Estos anclaban, en cuanto lle-
gaban a las costas de Terranova, practicándose entonces la pesca en barcas más peque-
ñas. El pescado era secado en tierra, según procedimientos complejos que Savary des-
cribe en su totalidad 111 •
Todo velero debía «avituallarse» en el punto de partida, embarcar sal, víveres, ha-
rina, vino, alcohol, sedal y anzuelos. Todavía a principios del siglo XVII, había pesca-
dores de Noruega y de Dinamarca que iban a buscar su sal a Sanlúcar de Barrameda,
cerca de Sevilla. Naturalmente, los comerciantes se la proporcionaban por adelantado
y cobraban en pescado, a la v'uelta de América de los pescadores 112 •
Esto era fo que ocurría eri La Rochelle, durante su época de prosperidad, en los si-
glos XVI y XVII. En primavera, numerosos veleros, con frecuencia de un centenar de to-
neladas por necesitarse calas bastante amplias, arribaban a este puerto: «El bacalao ocupa
más que pesa». A bordo iban entre 20 y 25 hombres, lo que indica la importancia de
la mano de obra en este ingrato trabajo. El «burgués-avituallador'> anticipaba al patrón
harina, aparejos, bebidas y sal, de acuerdo con los términos de las «cartas de fletamen-
to» establecidas ante notario. Cerca de La Rochelle, el pequeño puerto de Olonne ar-
maba por sí solo hasta un centenar de veleros y lanzaba, todos los años, hacía la otra
orilla del océano, a varios millares de hombres. Como la ciudad tenía tan sólo 3.000
habitantes, era necesario que los patronos contrataran a su tripulación en otros lugares,
e· incluso en España. En todo caso, al irse los barcos, el dinero de los burgueses, anti-
cipado «a la gruesa» o «a la aventura», quedaba al azar de la pesca y de los viajes ma-
rítimos. No había reembolso hasta la vuelta, a partir de junio. Por lo demás, se reser-
vaba una prima fantástica para los primeros barcos que arribaban. El patrón vencedor
era asaltado en su posada por los burgueses, entre discusiones, riñas y peleas ... Victoria
particularmente remuneradora. Todo el mundo estaba a la espera del pescado nuevo:
c¿No es excelente fresco?». En vencedor vendía incluso la pequeña centena de bacalaos
(110 por 100 según la costumbre) hasta a 60 libras, mientras que días más tarde el
millar no se vendía más que a treinta libras. Por lo. general, era uno de los barcos de
Olonne el que ganaba la carrera, pues tenían costumbre de hacer dos viajes al año, dos
«temporadas», la «temprana» y la «tardía». Corrían el riesgo de tener que «desembar-
car» precipitadamente, por el mal tiempo 113 •
Pesca inagotable: en el gran banco de Terranova, inmensa meseta submarina apenas
sumergida, los bacalaos «se reúnen [ ... ] ; allí pasan la mayor parte de su tiempo y hay
tal cantidad que los pescadores que vienen de todas las naciones están ocupados de la
mañana a la noche en echar la caña, retirarla, limpiar el bacalao capturado, y en poner
sus entrañas en el anzuelo para pescar otro. Un solo hombre coge a veces hasta 300 ó
400 kilos al día. Cuando la comida que les atrae a este lugar se acaba, los bacalaos se
dispersan y persiguen a las pescadillas, que les gustan mucho. Estas huyen ante ellos y
a esas persecuciones debemos los frecuentes regresos de las pescadillas a nuestras cosas
[de Europa]» 114 •
«Dios nos da el bacalao en Terranova», escribe un marsellés en 17 39. Y con idén-
tico entusiasmo, un viajero francés, un siglo antes, afirma que «el mejor tráfico de Eu-

178
Comidas y bebidas

ropa consiste en ir a pescar bacalao, puesto que no cuesta nada (entiéndase en dinero,
lo que al mismo tiempo es verdadero y falso), salvo el esfuerzo de la pesca y de la
venta; se obtienen grandes sumas de dinero de España y un millón de hombres viven
de ello en Francia,, m
Esta última cifra es desde luego pura fantasía. Una relación de finales del siglo XVIIJ
proporciona algunas cifras sueltas sobre la pesca del bacalao en Francia, en Inglate-
rra y en Estados Unidos. En 1773, movilizó 264 buques franceses (25.000 toneles y
una tripulación de 10.000 hombres); en 1775, 400 navíos ingleses (36.000 toneles
y una tripulación de 20.000 hombres) y 665 buques «americanos» (25.000 toneles y
4.400 hombres). Es decir un total de 1.329 barcos, 86.000 toneles y una tripulación
de 55.000 hombres, cuya pesca se sitúa en torno a 80.000 toneladas de pescado. In-
cluyendo a los holandeses y a los demás pescadores europeos, se llegaría quizá a una
cifra de l. 500 navíos y 90.000 toneladas de bacalao, podo menos 116
La correspondencia de un comerciante de Honfleur 117 , contemporáneo de Colbert,
nos familiarizará con la necesaria distinción de calidades: «gaffe», bacalao de dimen-
siones excepcionales, la «marchande» y los «lingues» y «raguets», pequeños bacalaos sa-
lados, preferibles no obstante al desecho, a la enorme masa de los «viciados», dema-
siado o insuficientemente salados, o estropeados por las pisadas de los apiladores. Dado
que los bacalaos salados se compraban por piezas y no al peso (como el bacalao seco),
había que recurrir a los servicios de los «seleccionadores» que, de un solo vistazo, dis-
tinguían la mercancía «atractiva" de la mercancía «mala» y aforaban el género. Uno de
los problemas que tenían planteados estos comerciantes vendedores de bacalao, era el
de impedir la llegada al mercado de Honfleur de arenques de Holanda (gravados con
«grandes derechos,,), y t0davía más de los arenques que pescaban, en época de veda,
sobre todo después de Navidad, algunos pobres pescadores normandos, en un momen-
to en que el pescado no era de buena calidad y, al cogerse en gran cantidad, se vendía
a muy bajos precios: «En cuanto hay arenque, no se vende ni una cola de bacalao,,. De
ahí la prohibici6n real que todos los auténticos bacaladeros aprobaban.
Cada puerto se especializó en un tipo de pesca, según las preferencias de la zona
cuyo abastecimiento aseguraba. Dieppe, Le Havre, Honfleur abastecían París, cuya de-
manda era sobre todo de bacalao salado. Nantes abastecía las regiones de gustos diver-
sos que se encontraban en la zona de influencia del Loica y de las rutas que de él de-
penden. Marsella absorbía, tanto en los afios buenos como en los años malos, la mitad
de la pesca francesa de bacalao seco, dedicando, por lo demás, una buena parte a la
reexportación a Italia. Pero eran numerosos los barcos de Saint-Malo que, desde el si-
glo XVII, se dirigían directamente a los puertos de Italia y especialmente a Génova.
Conocemos miles de detalles sobre el abastecimiento de París de bacalao salado (o
blanca, como todavía se le llama). Las primeras campañas (salida en enero, regreso en
julio), y más tarde las segundas (salida en marzo, regreso en noviembre y diciembre)
determinaban dos abastecimientos, el primero escaso, el segundo más abundante, pero
agotado desde abril aproximadamente. Se producía entonces penuria (en toda Francia),
durante tres meses, abril, mayo y junio, y «no obstante, es una estaci6n en la cual to-
davía escasean las verduras, son caros los huevos y se come poco pescado de agua dulce».
Este hecho determinaba el brusco valor y alza del precio del bacalao salado pescado por
los ingleses en sus propias costas y que redistribuía hacia París el puerto de Dieppe, en
este caso simple intermediario 118 •
Casi todos los barcos interrumpían sus campañas de pesca con motivo de las grandes
querellas marítimas por el dominio del mundo: guerras de Sucesión de España, de
Austria, de los Siete Años, de la Independencia americana ... Tan sólo el país vence-
dor, y a veces ni él, continuaba consumiendo bacalao.
Se observa, sin qrn· sea posible valorarla, una progresi6n de la pesca y probable-

179
Comidas y bebidas

mente un aumento de la media de t0nelaje, aunque la duración del viaje (de un mes
a seis semanas para la ida y otro tanto para la vuelta) no varía. El milagro de Terranova
radica en que la provisión se repone constantemente y es siempre muy abundante. Los
bancos de bacalaos se alimentan de plancton, de peces y de pescadillas a las que son
muy aficionados. Expulsan regularmente a estas últimas de las aguas de Terranova hacia
las costas de Europa, donde las capturan los pescadores. Parece incluso que, en la Edad
Media, los bacalaos fueron numerosos en las costas de Europa. Con posterioridad, hu-
yeron hacia el Oeste.
Europa se lanzó sobre este maná. En marzo de 1791, llegaron a Lisboa 54 barcos
ingleses, cargados, se nos dice, con 48.110 quintales de bacalao. «¡Qué enorme bene-
ficio para los ingleses con este solo producto!> 119 En España, el gasto anual, hacia 1717,
por el consumo del bacalao, superaba las 2.400.000 piasuas 12º. Ahora bien, como todo
el pescado destinado al consumo, el bacalao se estropea con el transporte y se convierte
entonces en algo infame. Incluso el agua utilizada para quitar la sal al pescado despide
un olor tan hediondo que sólo se puede tirar a las cloacas durante la noche 121 • Se com-
prenden así las palabras vengadoras que se atribuyen a una sitvienta {1636): «¡Me gustan
mucho más los días en que se puede comer carne que la Cuaresma [ ... ); me gusta
mucho más ver un buen embutido en mi olla con cuatro jamones que un mal trozo
de bacalao!> 122 •
De hecho, el bacalao era el recurso inevitable en cuaresma o el alimento de los
pobres, «un alimento que se deja para los peones», dice un autor del siglo XVI. Al igual
que lo habían sido la carne y la grasa de ballena, mucho más bastas (exceptuando la

La pesca de/bacalao. Las distintas operaciones del secado del bacalao en tierra (siglo XVIll).
(Biarritz, Musée de la Mer.)

180
Comidas y bebidas

lengua, deliciosa según Ambroise Paré) y que fueron no obstante consumidas por los
pobres durante la cuaresma 12 ·1 , hasta el día en que la grasa, transformada en aceite, se
empezó a utilizar en gran medida para el alumbramiento, la fabricación de jabón y
diversas manufacturas. La carne de ballena desapareció entonces de los mercados. Ya
no la consumieron más que «los cafres que viven cerca del cabo de Buena Esperanza,
gentes medio salvajes», dice un tratado de 1619 que señala, no obstante, el uso en
Italia de la grasa de ballena salada, llamada «tocino de cuaresma» 124 • Las necesidades
industriales bastan, en todo caso, para mantener una caza cada vez más activa: así, de
1675 a 1721, los holandeses mandaron 6.995 embarcaciones a los alrededores de
Spitzberg y arponearon 32.908 ballenas, despoblando los mares adyacentes 125 Barcos
de Hamburgo, en busca del aceite de ballena, frecuentaron con regularidad los mares
de Groenlandia 126

Pérdida de importancia
tfé la pimienta después de 1650

La pimienta ocupa, en la historia de la alimentación, un lugar singular. En la ac-


tualidad se trata de Liri simple condimento que está muy lejos de considerarse indis-
pensable, y, sin embargo, ha sido durante siglos, junto con las especias, el objeto fun-
damental del comercio de Oriente. Todo ha dependido de él, incluso los sueños de los
descubridores del siglo XV. Es la época en la que dice el proverbio: «caro como la
pimienta» 127
Y es que Europa, durante mucho tiempo, sintió una gran inclinación por la pi-
mienta y las especias, canela, clavo, nuez moscada, jengibre. No nos apr~suremos a
hablar de manía. El Islam, China y la India comparten esta afición, pero además toda
sociedad tiene sus caprichos alimentarios, variables, siempre intensos y necesarios. Es
la necesidad de romper con la monotonía de los manjares; dice un escritor hindú:
«Cuando el paladar se rebela ante la insipidez del arroz cocido sin ningún ingrediente,
se sueña con grasa, con sal y con especias»us
Es un hecho que en la actualidad las mesas más pobres y las más monótonas de los
países subdesarrollados son las que recurren con más facilidad a las especias. Entende-
mos por especias todos los tipos de condimentos que se usan en nuestros días (inclui-
dos los pimientos traídos de América con múltiples nombres), y no solamente las glo-
riosas especias de Oriente. En la Edad Media, la mesa del pobre, en Europa, tenía sus
especias: el tomillo, la mejorana, el laurel, la ajedrea, el anís, el coriandro y sobre todo
el ajo, que Arnau de Vilanova, célebre médico del siglo XIII, llamada la triaca de los
campesinos. Tan sólo el azafrán, entre estas especias locales, era un producto de lujo.
El mundo romano, desde Plauto y Catón el Viejo, se había apasionado por el
si/phium de Libia, planta misteriosa que desaparece en el siglo I del Imperio. Cuando
César vacía el Tesoro público en el año 49, encuentra 1.500 libras, es decir, más de
490 kg de stlphium. Con posterioridad, aparece la moda de una especia persa, la asa
foetida, a la que «su olor fétido valió el nombre de stercus diaboli, estiércol del diablo».
Se emplea todavía hoy en la cocina persa. Tanto la pimienta como las especias llegan
tarde a Roma, mo antes de Varrón y de Horacio, y Plinio se asombra del éxito conse-
guido por la pimienta». Su uso se extiende, permaneciendo los precios relativamente
bajos. Según Plinio, las especias finas eran incluso menos caras que la pimienta, cosa
que no ocurría más tarde. Esta última acabará por tener en Roma sus propios graneros,
horrea piperataria, y cuando Al arico ocupa la ciudad, en 410, se apodera de 5. 000
libras de pimienta 12 9

181
Comidas y bebidas

Occidente heredó de Roma las especias y la pimienta. Es probable que careciera de


todas ellas en tiempos de Carlomagno y mientras permaneció casi cerrado el Mediterrá-
neo a la cristiandad. Pero la revancha no se hizo esperar. En el siglo XII, la locura de
las especias era ya muy clara. Para conseguirlas, Occidente no vaciló en sacrificar sus
metales preciosos y en introducirse en el difícil comercio de Oriente, que obligaba a
recorrer medio mundo. Esta pasión llegó a tales extremos que se aceptaba, junto a la
auténtica pimienta, negra o blanca, según conserve o no su corteza oscura, el pimiento
de cornetilla que procedía también de la India y que era un producto sustitutivo, como
lo fue. a partir del siglo XV. la falsa pimienta o malagueta de la costa de Guinea 130
Fernando el Católico intenta sin éxito oponerse a las importaciones de canela y de pi-
mienta portuguesas (que exigen salidas de dinero), arguyendo que «buena especia es
el ajo» 131 •
El testimonio de los libros de cocina demuestra que todo se vio afectado por esta
manía de las especias, tanto las carnes como los pescados, las mermeladas, las sopas,
los brebajes de lujo. ¿Quién se atrevería a guisar la caza sin recurrir a la «pimienta pi-
cante>, como aconseja ya Douet d' Arcy a principios del siglo XIV? Le Ménagier de Pans
(1393) aconsejaba, por su parte, «poner las especias cuanto más tarde mejor>, y he aquí
sus prescripciones para la morcilla: «cójase jengibre, clavo y un poco de pimienta y tri-
túrese todo junto». En cuanto a la oille, «plato importado de España», mezcla de carne
de vaca, pato, perdiz, paloma, codorniz, capón (sin lugar a dudas la popular olla po-
dn'da de hoy), se condimenta también en este libro con una mezcla de especias, de
«drogas aromáticas», procedentes de Oriente y de la propia Europa, como nuez mos-
cada, pimienta, tomillo, jengibre, albahaca ... Las especias se consumían también en
forma de frutas confitadas y de polvos curativos que respondían a todos los casos que
preveía la medicina. Bien es verdad que todas ellas tenían fama de hacer «expulsar los
aires> y de «favorecer la fertilidad> 132 • En las Indias occidentales la guindilla (o chile)
reemplazaba a la pimienta, cubriendo tan generosamente las carnes que el recién lle-
gado no conseguía probar bocado 133 •
En resumen, no hay comparación posible entre este abuso y el consumo tardío y
mesurado que había practicado el mundo romano. El Occidente medieval, por el con-
trario, gozaba del privilegio de ser carnívoro. Es lógico pensar entonces que una carne
no siempre tierna y que se conserve mal exige condimentos, gran cantidad de pimienta
y salsas con especias. El uso de las especias habría sido una forma de disimular la mala
calidad de la carne. Además, entran quizá en juego los curiosos psiquismos olfativos
de los que hablan los médicos actuales. Parece como si se diera una especie de contra-
posición entre la afición a los condimentos «de olor fuerte y un poco fisiológico, como
el ajo y la cebolla ... y la afición a los condimentos más finos, de olores aromáticos y
suaves, que recuerdan el perfume de las flores» 134 • Son estos últimos Jos que predomi-
nan en la Edad Media.
Pero las cosas no son tan sencillas. En todo caso, en el siglo XVI, tras el brutal au-
mento de la llegada de especias consecutivo al periplo de Vasco de Gama, aumenta el
consumo -gran lujo hasta entonces- sobre todo en el Norte, cuyas compras de espe-
cias superan ampliamente a las del Mediterráneo. No es, pues, tan sólo el juego del
comercio y de la navegación el que hace pasar el mercado redistribuidor de las especias
de Venecia y de su Fondaco dei TedeJi,hi a Amberes, relevo de Lisboa, y después a Ams-
terdam. Lutero, exagerando desde luego, pretende que hay en Alemania más especias
que trigo. En todo caso, los grandes consumidores se encontraban en el Norte y en el
Este. En 1697, en Holanda, se considera que después de las monedas, la mejor mer-
cancía «para los países fríos> son las especias, consumidas «en cantidad prodigiosa» en
Rusia y en Polonia •3 i. Quizá es que la pimienta y las especias son más deseadas allí
donde llegan más tarde, donde son todavía un lujo reciente. Al abate Mably, al llegar

182
Comidas y bebidas

El transporte de la.r especías por los indígenas. Cosmografía universal por G. Le Testu, /" 32 vº,
siglo XVI. Parfs, Biblioteca del Musée de la Guerre. (Cliché Giraudon.)

a Cracovia, se le sirve, junto con vino de Hungría, «Una comida muy abundante y que
quizá hubiera estado muy bien si los rusos y los confederados hubieran exterminado
todas esas hierbas aromáticas que aquí se prodigan, al igual que en Alemania la canela
y la nuez moscada con las que se envenena a los viajeros» 136 • Parece, por tanto, que en
estas fechas la afición a los condimentos fuertes y a las especias era todavía «medieval»
en el Este, mientras que en el Oeste las antiguas costumbres culinarias se habían per-
dido un poco. Pero se trata de impresiones y no de certidumbres.
En cualquier caso, cuando las especias, al bajar de precio, comenzaron a aparecer
en todas las mesas y su empleo dejó de ser un signo de lujo y de riqueza, se produjo
una disminución de su consumo, al mismo tiempo que descendía su prestigio. Esto se
pone de manifiesto' en un libro de cocina de 1651 (de Fram;ois-Pierre de La Varenne),
o en una sátira de Boileau (1665) que ridiculiza el abuso de especias 137
En cuanto llegaron al océano.Indico y la Insulindia, los holandeses se esforzaron en
reconstituir, y más tarde en mantener en su beneficio, el monopolio de la pimienta y
de las especias, contra el comercio portugués al que fueron eliminando lentamente y,
muy pronto, contra la competencia inglesa y, posteriormente, francesa y danesa. Se es-
forzaron también en controlar el comercio de China, de Japón, de Bengala, de Persia,
y llegaron a compensar la disminución de las ganancias en Europa con el auge de su
tráfico hacia Asia. Es probable que las cantidades de pimienta recibidas en Europa por
Amsterdam (y fuera de su mercado) aumentaran, por lo menos hasta mediados del si-
glo XVII, y después se mantuvieran en un nivel alto. Antes del éxito holandés, las lle-

183
Comidas y bebidas

gadas anuales hacia 1600 son del orden de 20.000 quintales (actuales), por tanto, para
100 millones de europeos una parte alícuota anual de 20 gramos por habitante. Se
puede quizá aventurar que, en 1680, el consumo era del orden de 50.000 quintales,
es decir, más de dos veces superior al que se había producido en tiempos del mono-
polio portugués. Parece que se había llegado al límite, como sugieren las ventas de la
Oost Indische Companie de 1715 a 1732. Lo que está fuera de toda duda es que la
pimienta dejó de ser la mercancía predominante del pasado, arrastrando con ella a las
especias, como en tiempos de Priuli o de Sanudo, en el momento de las glorias indis-
cutibles de Venecia. La pimienta pasa desde el primer puesto que ocupa todavía en
1648-1650 en el tráfico de la Compañía en Amsterdam (33 % del total) al cuarto puesto
en 1778-1780 (11 % ), después de los textiles (seda y algodón, 32,68% ), las especias
«finas» (24,43 % ), el té y el café (22,92 % ) 138 • ¿Se trata del caso típico del final del con-
sumo de lujo y del principio de un consumo corriente? ¿O de la decadencia de un uso
excesivo?
Es lícito acusar de este retroceso al éxito que empezaron a tener nuevos lujos, como
el café, el chocolate, el alcohol y el tabaco; y hasta a la multiplicación de las nuevas
verduras que van poco a poco diversificando la comida de Occidente (espárragos, espi-
nacas, lechugas, alcachofas, guisantes, judías, coliflores; tomates, pimientos y melo-
nes). Todas escas hortalizas proceden la mayor parte de las veces de las huertas de Eu-
ropa, sobre todo de Italia (de donde Carlos VIII trajo el melón); a veces de Armenia
corno el cantalupo o de América, como el tomate, la judía y la paiata.
Queda una última explicación, bien es verdad que endeble. A partir de 1600, in-
cluso antes, se produce una disminución general del consumo de carne, lo que supone
una ruptura con la alimentación tradicional. Al mismo tiempo se instaura, entre los
ricos, una cocina más sencilla, por lo menos en Francia. Quizá las cocinas alemana y
polaca fueron objeto de un cierto retraso y de mejores abastecimientos de carne, y, por
consiguiente, de una mayor necesidad de pimienta y especias. Pero la explicación no
pasa de ser verosímil, y lo dicho anteriormente puede bastar hasta tener una más amplia
información.
Prueba de que existe cierta saturación del mercado europeo es que los holandeses
llegan incluso, según un economista alemán (1722) y según un testigo «inglés» (1754),
a «quemar a veces o a tirar al mar grandes cantidades de pimienta, y de nuez mosca-
da ... para mantener los precios» 139 • Excepto en Java, los europeos no controlan, además,
ningún campo de pimenteros y los intentos de Pierre Poivre, en las islas de Francia y
de Borbón de las que fue gobernador (1767), no parecen haber revestido más que un
interés episódico; lo mismo cabe decir de análogos intentos en la Guayana francesa.
Como nada es sencillo, en el siglo·XVII, cuando Francia rompe ya con las especias,
se apasiona por los perfumes. Estos invaden los ragús, los pasteles, los licores, las salsas:
ámbar; iris, agua de rosas y de azahar, mejorana, almizcle ... ¡Baste pensar que se con-
dimentaban los huevos con «aguas perfumadas»!

El azúcar conquista
el mundo

La caña de azúcar es originaria de la costa de Bengala, entre el delta del Ganges y


el Assam. La planta salvaje pasó más tarde a las huertas, donde fue durante largo
tiempo cultivada para extraer de ellas agua de azúcar, y más tarde azúcar, considerado

184
Comidas y bebidas

entonces como un medicamento: figura en las prescripciones de los médicos de la Persia


sasánida. De la misma manera, en Bizancio, el azúcar medicinal hacía la competencia
a la miel de las recetas tradicionales. En el siglo X, figura en la farmacopea de la Es-
cuela de Salerno. Con anterioridad a esta fecha, comenzó su uso alimentario en la India
y en China, donde la caña se había importado hacia el siglo VIII d. de C., aclimatán-
dose pronto en la accidentada zona de Kuantung, cerca de Cantón. Nada más natural.
Cantón es ya el mayor puerto de la China antigua; su zona de influencia interior es
forestal; ahora bien, la fabricación del azúcar exige mucho combustible. Durante siglos,
el Kuangtung representa lo fundamental de la producción china y, en el siglo XVII, la
Oost Indúche organizó sin dificultad una exportación con destino a Europa del azúcar
de China y de Taiwan 14 º. A finales del siglo siguiente, la propia China importa azúcar
de Cochinchina, a un precio particularmente bajo, a pesar de que el norte de China
parece ignorar todavía este lujo 141
En el siglo X, se encuentra caña de azúcar en Egipto y se fabrica ya en este país el
azúcar de manera ingeniosa. Los cruzados lo encuentran en Siria. Tras la caída de San
Juan de Acre y la pérdida de Siria (1291), el azúcar entra en los equipajes de los cris-
tianos, y conoce un rápido desarrollo en Chipre. La bella Catalina Cornaro, esposa del
último de los Lusignan y última reina de la isla (los venecianos se apoderaron de Chipre
en 1479), era descendiente de los Cornaro, patricios de Venecia, en su época «reyes del
azúcar».

En el siglo XV, panes de azúcar y fabricación de almíbar. Módena, Biblioteca Estense.

185
Comidas y bebidas

Ya con anterioridad a este éxito chipriota, el azúcar, transportado por los árabes,
había prosperado en Sicilia, y, más tarde, en Valencia. A finales del siglo XV, se en-
contraba en el Sous marroquí, llegaba a Madeica, y posteriormente a las Azores, a las
Canarias, a la isla de Sáo Tomé y a la isla del Príncipe en el golfo de Guinea. Hacia
1520, llegaba a Brasil, afirmándose su prosperidad con la segunda mitad del siglo XVI.
A partir de entonces, la historia del azúcar da un giro importante. «Antes el azúcar
sólo se encontraba en las tiendas de los boticarios que lo guardaban solamente para los
enfermos», escribe Ortelius en el Teatro del Universo (1572), hoy «se devora por glo-
tonería. [... ] Lo que antes servía de medicina nos sirve ahora de alimento» 142 •
Desde Brasil, a causa de los holandeses expulsados de Recife en 1654 y de las per-
secuciones del Santo Oficio contra los marranos portugueses 143 , la caña y los «ingenios»
de azúcar pasaron a la Martinica, Guadalupe, el Curac;ao holandés, Jamaica y Santo Do-
mingo, cuya prosperidad se inicia hacia 1680. La producción crece desde entonces sin
interrupción. Si no me equivoco, el azúcar de Chipre, en el siglo XV, se cuenta por
centenas, por millares como mucho de quintales «ligeros» ( = 50 kg)"'4 • Ahora bien,
sólo Santo Domingo, en el momento de su apogeo, en el siglo XVIII, producirá 70.000
toneladas. En 1800, Inglaterra consumía 150.000 toneladas de azúcar al año, aproxi-
madamente quince veces más que en 1700, y lord Sheffield acertaba al observar en
1783: «El consumo de azúcar puede aumentar considerablemente. Apenas es conocido
en la mitad de Europa» 1'15 • En París, en vísperas de la Revolución, el consumo era de
5 kg por persona y año (a condición de no atribuir más que 600.000 habitantes a la
capital, cifra que ponemos en duda): en 1846 (y este dato es más seguro), el consumo
es sólo de 3,62 kg. Una estimación para el conjunto de Francia da un consumo medio,
teórico, de 1 kg en 1788 146 • Podemos estar seguros de que, a pesar del favor con el que
cuenta entre el público y de la baja relativa de su precio, el azúcar continúa siendo un
articulo de lujo. En muchas casas campesinas, en Francia, el pan de azúcar estaba col-
gado encima de la mesa. Modo de empleo: acercar el vaso para que se derritiera un
poco de azúcar y cayese en él. De hecho, si se elaborase un mapa del consumo de
azúcar, sería muy irregular. En Egipto, por ejemplo, en el siglo XVI, hay una auténtica
pequeña industria de la confitura y de las frutas confitadas y un desarrollo tan impor-
tante del cultivo azucarero que la paja de las cañas se utiliza para la fundición del
oro 147 • Dos siglos después, todavía la ignoraban zonas enteras de Europa.
La modicidad de la producción obedece también a la tardía implantación de la re·
molacha azucarera, conocida no obstante desde el año 1575, y cuyo azúcar en forma
sólida había aislado el químico alemán Marggaff en 1747. Su papel empieza con el
Bloqueo Continental, pero será necesario que pase todavía un siglo más para que ad-
quiera wda su importancia.
Ahora bien, la extensión de la caña de azúcar se limita a los climas cálidos, razón
por la cual, en China, no franquea el Yangsekiang hacia el Norte. Es también objeto
de unas determinada5 exigencias comerciales e industriales. El azúcar necesita abun-
dante mano de obra (en América, la de los esclavos negros) y costosas instalaciones, los
yngenios de Cuba, de Nueva España, de Perú, equivalentes a los engenhos de assucar
de Br.asil, a los engins o molinos de azúcar de las islas francesas, a los engines ingleses.
La caña debe ser triturada con rodillos, dispuestos de diferentes maneras, movidos por
animales, por energía hidráulica o eólica, o por tracción humana, como en China, o
incluso sin rodillos, retorcida a mano, como en Japón. El jugo de la planta exige tra-
tamientos, preparaciones y precauciones, y se calienta largo tiempo en cubas de cobre.
Cristalizado en tinajas de barro, se obtenía el azúcar bruto o mascabado. O bien a
través de filtros de porcelana, el azúcar moreno o cogucho. Se podían conseguir con
posterioridad diez productos diferentes, además de alcohol de caña. Muy a menudo el
azúcar bruto se refinaba en Europa, en Amberes, Venecia, Amsterdam, Londres, Paris,

186
Comidas y bebidas

Burdeos, Nantes, Dresde, etc.; la operación rendfa casi tanto como la producción de
la materia bruta. De ahí los conflictos entre refinadores y productores de azúcar, los
colonos de las islas que soñaban con fabricarlo todo in sit11, o, como se decía entonces,
soñaban con «establecerse en blanco» (en azúcar blanco). Cultivo y fabricación exigían,
pues, capitales y cadenas de intermediarios. Allí donde las cadenas no estaban instala-
das, las ventas no sobrepasaban el mercado local: así, en Perú, en Nueva España, en
Cuba hasta el siglo XIX. El hecho de que llegaran a prosperar las islas del azúcar y la
costa de Brasil obedeció a que estaban situadas al alcance de la mano, a distancias ra-
zonables de Europa, teniendo en cuenta la rapidez y la capacidad de los barcos de
entonces.
Otro obstáculo era que «para alimentar una colonia en América, como explica el
abate Raynal, hay que cultivar una provincia en Europa» 148 , ya que las colonias azuca-
reras no pueden alimentarse por sí solas, dado el poco espacio que deja la caña a los
bancales de cultivos alimenticios. Es el drama del monocultivo azucarero, en el noroes-
te brasileño, las Antillas, el Sous marroquí (donde la arqueología ha puesto de mani-
fiesto las amplias instalaciones de antaño). En 1783, Inglaterra expide hacia sus propias
Indias Occidentales (ante todo Jamaica) 16.526 toneladas de carne salada, de vaca y de
cerdo, 5.188 capas de tocino, 2.559 toneladas de callos en conserva 149 En Brasil, la ali-
mentación de los esclavos quedaba asegurada por los toneles de bacalao de Terranova,
la carne do sol del interior (del sertiio), y pronto el charque que los barcos traían de
Rio Grande do Sul. Resultaba providencial, en las Antillas, la vaca salada y la harina
de las colonias inglesas de América; a cambio, éstas obtenían azúcar y ron, que, por
lo demás, pronto pudieron fabricar ellas mismas.
En resumen, no nos apresuremos a hablar de una revolución del azúcar. Se esta-
blece precozmente, bien es verdad, pero progresa con extremada lentitud. Todavía no
ha alcanzado toda su extensión en el umbral del siglo XIX. En lo relativo al azúcar, no
podemos decir, en conclusión, que la utilizara todo el mundo. Apenas enunciada esta
afirmación, se piensa, sin embargo, en las agitaciones provocadas en el París revolucio-
nario por la carestfa del azúcar, en tiempos del maximum.
Comidas y bebidas

BEBIDAS
Y EXCITANTES

Para hacer una historia de las bebidas, aunque sea breve, hay que referirse a las an-
tiguas y a las nuevas, a las populares y a las refinadas, con las modificaciones que se
fueron introduciendo al pasar el tiempo. Las bebidas no son sólo alimentos. Desem-
peñan, desde siempre, un papel de estimulantes, de instrumentos de evasión; a veces,
como ocurre entre ciertas tribus indias, la embriaguez llega incluso a ser un medio de
comunicación con lo sobrenatural. Sea como fuere, el alcoholismo no dejó de aumen-
tar en Europa durante los siglos que nos ocupan. Posteriormente se le añadieron exci-
tantes exóticos: té, café, y ese estimulante inclasificable, ni alimento ni bebida, que es
el tabaco en todas sus formas.

El agua

Paradójicamente, hay que empezar por el agua. No siempre se dispone de todo el


agua que se necesita, y a pesar de los consejos concretos de los médicos que pretenden
que determinada agua es preferible a otra según las enfermedades, hay que contentar-
se con la que se tiene al alcance de la mano: agua de lluvia, de rfo, de fuente, de cis-
terna, de pozo, de barril o del recipiente de cobre donde la previsión exige conservarla
en toda casa prudente. Casos extremos: el agua de mar que se destila en los presidios
españoles del norte de Afrirn, en el siglo XVI, con alambiques; si no, habría que lle-
varla de España o de Italia. Caso desesperado el de esos viajeros, en el Congo de 1648,
hambrientos, rendidos de cansancio, que duermen en el mismo suelo y que se ven obli-
gados a «beber un agua [que] parecía orina de caballo:om. Otro tormento: el agua dulce
en los barcos. Mantenerla potable es un problema sin solución, a pesar de tantas rece-
tas y secretos celosamente conservados.
Por lo demás, hay ciudades enteras que, aunque extremadamente ricas, se encuen-
tran mal abastecidas de agua; tal es el caso de Venecia, cuyos pozos, tanto en las plazas
públicas como en los patios de los palacios, no profundizan como podría creerse hasta
la capa freática del subsuelo de la laguna, sino que se trata de cisternas llenas hasta la
mitad de arena fina a través de la cual se filtra y se decanta el agua de lluvia, que más
tarde brota en un pozo excavado en su centro. Si deja de llover varias semanas, como
ocurrió durante la estancia de Stendhal, se secan los aljibes. Si hay temporal, se llenan
de agua salada. Resultan insuficientes en tiempo normal para la enorme poblaci.ón de
la ciudad. Hay que llevar, y así se hace, el agua dulce de fuera, no mediante acueduc-
tos, sino en barcos que se llenan en el Brenta y que llegan diariamente a los canales
de Venecia. Estos acquaroli del río forman incluso un gremio autónomo en Venecia.
La situación es igualmente desfavorable para codas las ciudades de Holanda, reducidas
al uso de cisternas, de pozos sin profundidad suficiente, y del agua dudosa de los
canales 1n.
En conjunto, hay pocos acueductos en funcionamiento, siendo justificadamente cé-
lebres los de Estambul; el de Segovia, la puente (reparada en 1841), de época romana,
que maravilla a los visitantes. En Portugal, funcionan en el siglo XVII, lo que consti-
tuye casi un récord, los acueductos de Coimbra, de Tomar, de Vila do Conde, de Elvas.
En Lisboa, el nuevo acueducto de las Aguas Vivas, construido de 1729 a 17 48, trans-
porta el agua a la plaza excéntrica del Rato. Todo el mundo se disputa el agua de esta

188
Comidas y bebidas

fuente, a la que los portadores venían a llenar sus tinajas rojas con asas de hierro que
transportaban sobre la nucam. Lógicamente, la primera decisión de Mardn V al reo-
cupar el Vaticano después del Gran Cisma, fue restaurar uno de los acueductos des-
truidos de Roma. Más tarde, a finales del siglo XVI, fue necesario, para abastecer a la
gran .ciudad, construir dos nuevos acueductos, el aqua Fe/ice y el aqua Paola. En Gé-
nova, las Fuentes se alimentan, en su mayor parte, con el acueducto de la Scuffara,
cuyo agua hace girar las ruedas de los molinos del interior de la ciudad y se reparte
después entre los diversos barrios de la población. Manantiales y cisternas alimentan la
parte oestem. En París, el acueducto de Belleville fue reparado en 1457; junto con el
de Pré-Saint-Gervais, abasteció a la ciudad hasta el siglo XVII; el de Arcueil, recons-
truido por María de Médicis, llevaba el agua de Rungis hasta el Luxemburgo 1 l4. A veces,
grandes ruedas hidráulicas elevaban el agua de los ríos para el abastecimiento de las
ciudades (Toledo, 1526; Augsburgo, 1548) y, con este fin, impulsaban poderosas
bombas aspirantes e impelentes. La bomba de la Samaritaine, construida de 1603 a
1608, suministraba 700 m 3 de agua del Sena que redistribuía al Louvre y a las Tulle-
rías; en 1670, las bombas del puente Norte-Dame suministraban 2.000 m 3 del mismo

21. UN POZO CISTERNA EN VENECIA: CORTE Y ALZADO


l. Pozo central. - 2. Depósitos colectores del agua de llu•io. - 3. Arenas de fi'ltrodo. - 4. Re11eS1imiento de arcilla. -
5. Onficim de los depó!ito.r •oleclores, 1111lgormente llamados pilele (literalmente, pilas de agua bendita). El og11a que se
filtra ret1parece en el pozo cenlrrJI. Venecia poJee actualmente conalizocioneJ de aguo, pero los pozos venecianos subsisten
loda11í11 en l(IJ plazas públicas o en 1tl it11en'or de los casos. (SeglÍn E. R. Tríncanolo.)

189
Comidas y bebidas

origen. El agua de los acueductos y de las bombas se redistribuía más tarde a través de
las canalizaciones de barro (como en tiempos de Roma), o de madera (troncos de ár-
boles vaciados y ajustados unos con otros; así se hizo en el norte de Italia desde el
siglo XIV; en Breslau desde 1471), o incluso de plomo, pero la cañería de plomo, que
ya se señala en Inglaterra en 1236, tuvo un uso muy limitado. En 1770, el agua del
Támesis, «que no es nada buena», llega a todas las casas londinenses por canalizaciones
de madera subterránea, pero de una forma que no coincide con la idea que nosotros
tenemos del agua corriente: «Se distribuye regularmente tres veces por semana, a
prorrata del consumo de cada casa [ ... ] se coge y se conserva en grandes barricas enar-
cadas con hierro» 155
En París, d gran proveedor continúa siendo el propio Sena. A su agua, vendida
por los aguadores, se le atribuyen todas las cualidades: la de facilitar la navegación,
aunque esta no interesa a los bebedores, al ser fangosa y por consiguiente pesada (ca-
racterística observada por un enviado portugués, en 1641); la de ser excelente para la
salud, cualidad que se puede poner en duda con toda legitimidad. «En el brazo del
río que baña el quai Pelletier y entre los dos puentes, dice un testigo (1771), numero-
sos tintoreros vierten sus tintas tres veces a la semana. [ ... ] El arco que compone el quai
de Gevres es un lugar pestilente. Toda esta parte de la ciudad bebe un agua infec-
ta»m. Sin embargo, pronto se puso remedio a esta situación. Y con todo, más valía el
agua del Sena que la de los pozos de la orilla izquierda, que no estaban protegidos
contra peligrosas infiltraciones y con la que los panaderos hacían el pan. Este agua del
río, de naturaleza laxante, resultaba sirl duda «incómoda para los extranjeros,,, pero
podían añadirle unas gotas de vinagre, comprar agua filtrada y «mejorada», como el
agua llamada del Rey, o también ese agua, mejor que todas las demás, llamada de
Bristol, «que es mucho más cara todavía». Se ignoraron todos estos refinamientos hasta
cerca de 1760: «Se bebía el agua [del Sena] sin excesivos remilgos» 157
Este abastecimiento de agua, en París, permitía malvivir a 20.000 aguadores que
transportaban todos los días una treintena de votes (es decir, dos cubos a la vez) hasta
los pisos más altos (a dos sueldos la voie). Constituyó pues una verdadera revolución
la instalación en Chailloi:, hacia 1782, por los hermanos Perrier, de dos bombas, «má-
quinas muy curiosas" que elevaban el agua «por el simple efecto del vapor de agua en
ebullición» a 110 pies desde el nivel más bajo del Sena. Se imitaba así a Londres, que
desde hacía muchos años tenía nueve bombas de este tipo. El barrio de Saint-Honoré,
el más rico, por tanto el más capaz de pagar este progreso, será el primero en utilizar
este adelanto. Pero cunde la inquietud: si se multiplican estas máquinas, ¿qué va a ser
de los 20.000 aguadores? Y además la empresa acabó pronto en escándalo financiero
(1788). ¡Poco importa! En el siglo XVIII el problema de las conducciones de agua po-
table se plamea claramente, se entrevén las soluciones, a veces se llevan a la práctica.
Y no sólo en las capitales. El proyecto para la ciudad de Ulm (1713) prueba lo contrario.
A pesar de todo, el proyecto es tardío. Hasta entonces, en todas las ciudades del
mundo se imponían los servicios del aguador. En Valladolid, el viajero portugués del
que ya hemos hablado, alaba, en tiempos de Felipe III, el excelente agua que se vende
en bellas vasijas o en cántaros de barro, de todas las formas y de todos los colores 158 •
En China, el aguador utiliza, al igual que en París, dos cubos cuyo peso se equilibra,
colgados de los dos extremos de una pértiga. Pero un dibujo de 1800 pone de mani-
fiesto la existencia, también en Pekín, de un gran tonel sobre ruedas, con una piquera
en la parte de atrás. Hacia la misma época, un grabado explica «la forma que tienen
las mujeres de llevar el agua en Egipto», en dos jarras que recuerdan las antiguas án-
foras: una grande encima de la cabeza que sostienen con la mano izquierda, y una pe-
queña apoyada: en la palma de la mano derecha, con el codo flexionado en un gesto
elegante. En Estambul, la obligación religiosa de numerosas abluciones diarias con agua

190
Comidas y bebidas

El confort del siglo XVII. El pozo está en la propia cocina. Cuadro de Velázquez. (Cliché
Giraudon.)

com'ente multiplicó en todas partes el número de fuentes. En esta ciudad se bebía sin
duda agua más pura que en otras partes. Quizá sea ésta la razón por la que todavía
hoy los turcos tienen a gala saber reconocer el sabor de los diferentes manantiales, al
igual que un francés se enorgullece de distinguir las diferentes cosechas de vino.
Los chinos, por su parte, no sólo atribuyen al agua virtudes diferentes según su
origen: agua de lluvia corriente, agua de lluvia de tormenta (peligrosa), agua de lluvia
caída a comienzos de la primavera (benéfica), agua procedente del deshielo del granizo
o de la escarcha invernal, agua recogida en las cavernas con estalagtitas (suprema me-
dicina), agua de río, de manantial, sino que hablan de los peligros de la polución y
de la utilidad de hervir todo agua sospechosa 119 • En China, además, no se beben más
que bebidas calientes y esta costumbre (hay incluso vendedores de agua hirviendo en
las calles) 16º ha contribuido considerablemente a mantener la salud de las poblaciones
chinas.
En Estambul, por el contrario, se vende agua de nieve muy barata por las calles,
en verano. El portugués Bartolomé Pinheiro da Veiga se maravilla de que en Vallado-
lid, a principios del siglo XVII, se puede uno también deleitar por un precio módico,

191
Comidas y bebidas

durante los meses de calor, con «agua fría y fruta helada» 161 Pero la mayor parte de
las veces, el agua de nieve es un gran lujo, reservado a los muy ricos. Este es, por
ejemplo, el caso de Francia, que sólo se aficionó a ella después de una bufonada de
Enrique III. Y en las riberas del Mediterráneo, donde los barcos cargados de nieve rea-
lizan a veces viajes bastante largos. Los caballeros de Malta, por ejemplo, se hacen abas-
tecer desde Nápoles, y en una de sus solicitudes, en 1754, afirman que morirían de no
tener, para cortar sus fiebres, «este soberano remedio ... » 162 •

El vino

Al hablar de vino, hay que referirse a toda Europa, si se trata de quien lo bebe, y
a una parte de Europa tan sólo si se trata de quien lo produce. Aunque la vid (rió el
vino) tuvo éxito en Asia, en Africa, y más aún en el Nuevo Mundo, en el que se. im-
puso apasionadamente el ejempfo obsesivo de Europa:, tan sólo cuenta este último y
exiguo continente. . ·
la Europa productora de vino está formada por el conjunto de los países rhediterrá•
neos, máS una zona que consiguió incorporar la perseverancia de fos viticultores hacia
el Norte, Como dice Bodino, «más allá, la vid nó puede crecer allende los 49 grados
por el frío» 163 • Una: línea.trazada desde la desembocadura del Loica, sobre el Atlántico;
hasta Crimea y más allá hasta Georgia y Transcaucasia, señala el límite norte de' cul-
tivo comercial de la vid, es decfr, una: de las grandes articulaciones de la vida etonó"
mica de Europa y de· sus prolongaciones hacia el Este~ A la altura de Crimea, el espesor
de esta Europa vinícola se reduce a una estrecha franja, que además no recuperará
fuerza y vigor.hasta el siglo Xix 164 Se trata; no obstante, de una implantación muy
vieja. Durante la Antigüedad, en estas latitudes se enterraban las cepas; eri vísperas del
invierno, para protegerlas de los vientos fríos de Ucrania,
Fuera de Europa, el vino ha seguido a los europeos. Se realizaron verdaderas haza-
ñas para aclimatar la vid en México, en Perú, en Chile en 1541, en Argentina a partir
de la segunda fundación de Buenos Aires, en 1580. En Perú, a causa de la proximidad
de lima, ciudad riquísima, la vid prospera pronto en los valles próximos, cálidos y mal-
sanos. Se desarrolla todavía mejor en Chile, donde se encuentra favorecida por la tierra
y el clima: la vid brota ya entre las «cuadras», las primeras manzanas de casas de la na-
ciente ciudad de Santiago. En 1578, en las costas de Valparaíso, Drake se apoderó de
un barco cargado de vino chileno M. Ese mismo vino llegó a lomo de mulas o de llamas
a lo alto del Potosí. En California, hubo que esperar al final del siglo XVJI y, en el si-
glo XVIll, al último avance hacia el Norte del Imperio español.
Pero los éxitos más impresionantes tuvieron lugar en pleno Atlántico, entre el Viejo
y el Nuevo Mundo, en las islas (a la vez nuevas Europas y Pre-Américas) a la cabeza
de las cuales se sitúa Madeira, donde el vino tinto va sustituyendo progresivamente al
azúcar; después en las Azores, donde el comercio internacional encontraba a mitad de
viaje vinos de un alto grado alcohólico y que sustituyeron ventajosamente, al intervenir
la política (el tratado de lord Methuen con Portugal es de 1704), a los vinos franceses
de La Rochelle y de Burdeos; en Canarias, por último, concretamente en Tenerife,
desde donde se exportó en grandes cantidades vino blanco hacia la América anglosa-
jona o ibériea, e incluso a Inglaterra.
Hacia el sur y el este de Europa, la vid tropieza con el pertinaz obstáculo del Islam.
Bien es verdad que en los espacios que éste controla persistió el cultivo de la vid y el
vino demostró ser un infatigable viajero clandestino. En Estambul, cerca del Arsenal,
los taberneros lo servían diariamente a los marineros griegos, y Selim, el hijo de Solí-

192
Comidas y bebidas

«Beber para emborracharse•. Sillería del coro de la iglesia de Montréal-.rur-Serein por los herma-
nos Rigoley (.riglo XVI). (Cliché Giraudon.)

mán el Magnífico, apreció en exceso el vino generoso de Chipre. En Persia (donde los
capuchinos tenían parras cuyos vinos no se dedicaban exclusivamente a la misa), eran
afamados y contaban con dientes fieles los vinos de Chiraz y de Ispahán. Llegaban
hasta las Indias en enormes garrafas de cristal, cubiertas de mimbre y fabricadas en el
propio Ispahán 166 • Fue una pena que los grandes Mogoles, sucesores a partir de 15 26
de los sultanes de Delhi, no se contentaran con estos vinos fuertes de Pcrsia, y se en-
tregaran al alcohol de arroz, al arak.
Europa resume, pues, por sí sola los rasgos esenciales del problema del vino, y con-
viene volver al límite norte de la vid, a esa larga articulación del Loira a Crimea. Por
un lado, campesinos productores y consumidores habituados al vino local, a sus trai-
ciones y a sus ventajas; por otro, grandes dientes, bebedores no siempre experimenta-
dos pero exigentes, que preferían por lo general vinos de muchos grados: así por
ejemplo, los ingleses dieron fama, muy pronto, a las malvasías, vinos dulces de Candia
y de las islas griegas 167 Pusieron de moda después los vinos de Oporto, de Málaga, de
Madeira, de Jere:z: y Marsala, vinos célebres, con muchos grados. Los holandeses asegu-
raron el éxito de todo tipo de aguardientes a partir del siglo XVII. Había, pues, pala-
dares y gustos particulares. El Sur contempla con socarronería a estos bebedores del

193
Comidas y bebidas

Norte que, desde su punto de vista, no saben beber y vacían el vaso de un solo trago.
Jean d' Auton, cronista de Luis XII, asiste a la escena efe los soldados alemanes ponién-
dose bruscamente a beber (tn'nken) en el saqueo del castillo de Forli 168 • Y todo el
mundo pudo verlos desfondando toneles de vino, completamente borrachos poco
después, durante el terrible saqueo de Roma, en 1527. En los grabados alemanes de
los siglos XVI y XVII que representan fiestas campesinas, casi nunca falta el espectáculo
de uno de los comensales vuelto de espaldas, para vomitar el exceso de sus libaciones.
Félix Platter, ciudadano de Basilea que residía en Montpellier en 1556, reconoce que
«todos los borrachos de la ciudad» son alemanes. Se les encuentra roncando bajo los
toneles, víctimas de reiteradas bromas 169,
El fuerte consumo del Norte determinó un gran comercio procedente del Sur: por
mar, desde Sevilla, y desde toda Andalucía, a Inglaterra y Flandes; o lo largo del Dor-
doña y del Garona hacia Burdeos y la Gironde; a partir de La Rochelle o del estuario
del Loira; a lo largo del Yonne, de Borgoña hacia París y, más allá, hasta Rouen; a lo
largo del Rín; a través de los Alpes (después de cada vendimia, los grandes carruajes
alemanes; los ca"etom~ como dicen los italianos, iban a buscat fos vinos nuevos del
Tiro!, de Brescia, de Vicenza, de Friul y de Istria); de Moravia y de Hungría hacia Po-
fonia 170; luego, por los caminos del Báltico, desde Portugal, España y Francia ·hasta San
Petersburgo, para saciar la sed violenta, pero inexperta, de los rusos, Claro está que no

La comida en e/monasterio: el menú es frugal, pero incluye vino, que en el Mediterráneo forma
parte de lo cotidiano. Fresco de Signo1'ellz; siglo XV, Siena, Abadía de Monte Olive/o. (Fotogra-
fia Sea/a.)

194
Comidas y bebidas

es toda 1a población del Norte europeo quien bebe vino, sino los ricos. Un burgués o
un religioso prebendado de Flandes desde el siglo XIII; un noble de Polonia, en el si-
glo XVI, que tendría la sensación de rebajarse si se contentara, como sus campesinos,
con la cerveza destilada en sus dominios. Cuando Bayard, prisionero en los Países Bajos
en 1513, tuvo mesa franca, el vino era tan caro que «Un día gastó veinte escudos en
vino» 171
Así viajaba, por tanto, el vino nuevo, esperado con ansia, saludado por doquier
con alegría. Ya que de un año para otro el vino se conservaba mal, se picaba, y las
técnicas de trasiego, de embotellado, así como el uso regular de tapones de corcho no
se conocían aún en el siglo XVI ni quizá incluso en el XVII 172 • Tan es así que, hacia
1500, un tonel de viejo burdeos no valía más que 6 libras mientras que un tonel de
buen vino nuevo valía 5om En el siglo XVIII, por el contrario, se había avanzado mucho
en este sentido, y, en Londres, la recogida de viejas botellas vacías, para entregárselas
a los comerciantes de vino, era una de las actividades lucrativas del hampa de la ciudad.
No obstante, hacía ya mucho tiempo que el vino se transportaba en toneles de madera
(de duelas juntas y enarcadas), y no ya en ánforas como antaño, en tiempos de Roma
(aunque seguía habiendo, en algunos lugares, supervivencias arraigadas). Estos toneles
(inventados en la Galia romana) no siempre conservaban bien el vino. No hay que
comprar, aconseja el duque de Mondéjar a Carlos V, el 2 de diciembre de 1539, grandes
cantidades de vino para la flota. Si «han de transformarse por sí mismos en vinagre,
más vale que se queden con ellos sus propietarios y no Vuestra Majestad» 174 • Todavía
en el siglo XVIII, un diccionario de comercio se asombra de que en tiempos de los ro-
manos se valorara ,,Ja calidad de los vinos» por su «antigüedad», mientras que «en Francia
se considera que los vinos se pasan (incluso los de Dijon, de Nuits y de Orléans, los
más apropiados para ser-conservados) cuando llegan a la 5. ª ó 6. ª hoja» (es decir, año).
La Enciclopedia dice claramente: «Los vinos de cuatro y cinco hojas que algunas perso-
nas alaban tanto son vinos pasados» 17 l Sin embargo, cuando Gui Patio, para celebrar
su decanato, reúne a treinta y seis colegas, «Nunca vi reír y beber tanto a gente seria,
cuenta. [ ... ] Era el mejor vino viejo de Borgoña que había reservado para este
banquete» 176 •
Hasta el siglo XVIII, la fama de los grandes vinos tarda en afirmarse. El hecho d~
que algunos sean más conocidos se debe no tanto a sus propias cualidades como a Ja
comodidad de su transporte y, sobre todo, a la proximidad de las vías fluviales o ma-
rítimas (tanto el pequeño viñedo de Fontignan en la costa del Languedoc como los
grandes viñedos de Andalucía, de Portugal, de Burdeos, o de La Rochelle); o a la proxi-
midad de una gran ciudad: París, por sí sola, absorbe los 100.000 toneles (1698) que
producen las cepas de Orléans; los vinos del reino de Nápoles, greco, latino, mangia-
guerra, lacryma christi, cuentan en sus cercanías con 1a enorme clientela de esta ciudad
y hasta con la de Roma. En cuanto al champaña, la fama del vino blanco espumoso
que comienza a fabricarse durante la primera mitad del siglo XVIII tardó mucho tiempo
en borrarla de las antiguas cosechas de tinto, clarete y blanco. Pero a mediados del si-
glo XVIII lo había conseguido: todas las grandes reservas conocidas en la actualidad es-
taban ya perfectamente definidas. «Probad, escribe Sébastien Mercier en 1788, los vinos
de la Romanée, de Saint-Vivant, de Clteaux, de Grave, tanto el tinto como el blanco
[ ... ]e insistid en el Tokai si lo encontráis, porque se trata, a mi modo de ver, del mejor
vino del mundo, y tan sólo los grandes de la tierra tienen el privilegio de beberlo» 177
El Dictionnaire de commerce de Savary, al enumerar, en 1762, todos los vinos de
Francia, coloca en la cima los de Champaña y Borgoña. Y cita: «Chablis ... Pomar,
Chambertin, Beaune, le Cios de Vougeau, Volleney, la Romanée, Nuits, Mursault 178 ».
Es evidente que el vino, con la diversidad creciente de los caldos, se desarrolla cada vez
más como un producto de lujo. En esta misma época (1768), según el Dictt'onnaire sen-

195
Comidas y bebidas

tencieux aparece la expresión: «sabler le 11in de champagne, expresión de moda entre


las personas de categoría para decir apurar precipitadamente» 179
Pero nos interesa aquí, más que estos refinamientos cuya historia nos arrastraría con
facilidad demasiado lejos, los bebedores corrientes cuyo número no ha cesado de crecer.
Con el siglo XVI, el alcoholismo aumentó por doquier: así por ejemplo en Valladolid,
donde el consumo, a mediados de siglo, llegó a 100 litros por persona y año 18º; en Ve·
necia, donde la Señoría se vio obligada, en 1598, a castigar de nuevo con rigor el al·
coholismo público; en Francia, donde Laffemas, a principios del siglo XVII, se mostra·
ba terminante sobre este punto. Ahora bien, esta extendida embriaguez de las ciuda-
des nunca exige vino de calidad; en los viñedos abastecedores se incrementó el cultivo
de cepas vulgares de gran rendimiento. En el siglo XVIII, el movimiento se extendió
incluso al campo (donde las tabernas arruinaban a los campesinos) y se acentuó en las
ciudades. El consumo masivo se generalizó. Es el momento en que aparecen triunfal-
mente las guinguettes a las puertas de París, fuera del recinto de la ciudad, allí donde
el vino no pagaba las ayudas, impuesto de «cuatro sueldos de entrada por una botella
que intrínsecamente sólo vale tres ... » 181 •
Pequeños burgueses, artesanos y mozas,
Salid todos de París y corred a las guinguettes
Donde conseguiréis cuatro pintas al precio de dos
Sobre mesas de madera y sin mantel ni servilletas,
Tanto beberéis en estas báquicas quintas
Que el vino se os saldrá por las orejas.
Este prospecto para pobres, al pie de un grabado de la época, no es falaz. De ahí
el éxito de las ventas de los arrabales, entre las que figuraba la célebre Courtille, cerca
de la «barrera• de Belleville, fundada por un tal Ramponeau, «cuyo nombre es mil
veces más conocido por fa multitud que los de Voltaire o Buffon», según dice un: con-
temporáneo. O el «famoso salón del populacho», en Vaugirard, donde hombres y mu·
jeres bailan descalzos, entre el polvo y el ruido. «Cuando Vaugirard está lleno, [la]
gente [los domingos] afluje hacia el Petit Gentilly, los Porcherons y la Courtille: al día
siguiente se ven, en los comercios de vino, docenas de toneles vacíos. Esta gente bebe
para ocho días» 182 • También en Madrid, «fuera de la ciudad, se bebe buen vino a bajo
precio, al no pagarse los derechos que suben más que el precio del vino:.) 183 •
¿Embriaguez, lujo del vino? Aleguemos circunstancias atenuantes. El consumo en
París, en vísperas de la Revolución, es del orden de 120 litros por persona y año, can-
tidad que no es, en sí misma, escandalosa 184 • En realidad, el vino se convirtió en una
mercancía barata, en particular el vino de baja calidad. Su precio bajaba incluso, rela-
tivamente, cada vez que el trigo se encarecía en exceso. ¿Quiere esto decir, como sos-
tiene un historiador optimista, Witold Kula, que el vino ha podido ser una compen-
sación (como el alcohol), es decir, calorías a bajo precio, siempre que faltaba el pan?
¿O tan sólo que, al vaciarse los bolsillos por los "altos precios en época de hambre, el
vino, menos solicitado, bajaba forzosamente de precio? En cualquier caso, no se debe
juzgat el nivel de vida por estos aparentes derroches. Y debe pensarse que el vino, in-
dependientemente de las calorías, supone a menudo una forma de evadirse, lo que
una campesina castellana llama, todavía hoy, «el quitapenas». Es el vino tinto de los
dos personajes de Velázquez (Museo de Budapest), o el de color dorado, que parece
aún más valioso en las altas copas y los magníficos vasos, panzudos y glaucos, de la pin-
tura holandesa: allí se asocian, para mayor alegría del bebedor, vino, tabaco, mujeres
fáciles y la música de aquellos violinistas populares que el siglo XVII puso de moda.

196
Comidas y bebidas

La más célebre guinguette pan'sina f11era de la ci11dad: la Courttlle, siglo XVJII. (Fotografia
Bulloz.)

.a cerveza

Al referirnos a la cerveza, si no nos remontamos demasiado a los lejanos orígenes


de tan antiguo brevaje, estamos nuevamente obligados a hablar de Europa, con la ex-
cepción de alguna cerveza de maíz de la que ya hemos tratado incidentalmente al
hablar de América, y de la cerveza de mijo que, entre los negros de Africa, desempeña
la función ritual del pan y del vino entre los occidentales. La cerveza, en efecto, se co-
noce, desde siempre, tanto en la antigua Babilonia como en Egipto. Aparece ya en
China a finales del segundo milenio, en la época de los Changs 18 ~ El Imperio romano,
que fue poco aficionado a ella, Ja encontró sobre todo lejos del Mediterráneo, como
por ejemplo en Numancia, sitiada por Escipión en 133 a. de C., y en las Galias. El
emperador Juliano el Apóstata (361-36~) sólo la bebió una vez y se burló de ella. Pero
en Tréveris, en el siglo IV, hay ya barriles de cerveza 186 , que se ha convenido en la be-
bida de los pobres y de los bárbaros. Está presente en todo el vasto Imperio de Carlo-
magno y en sus propios palacios, donde los cerveceros se encargaban de fabricar buena
cerveza, cervi.ram bonam ... /acere debeant 187

197
Comidas y bebidas

Se puede fabricar tanto a partir del trigo como de la avena, del centeno, del mijo,
de la cebada o incluso de la espelta. Nunca se utiliza un solo cereal; hoy, los cerveceros
añaden a la cebada germinada (malta), lúpulo y arroz. Pero las recetas de antaño eran
muy variadas e incluían amapolas, champiñones, plantas aromáticas, miel, azúcar, hojas
de laurel. .. Los chinos echaban también a sus «vinos» de mijo o de arroz ingredientes
aromáticos o incluso medicinales. La utilización del lúpulo, hoy generalizada en Occi-
dente (transmite a la cerveza su sabor amargo y asegura su conservación), parece pro-
ceder de los monasterios de los siglos VIII o IX (se menciona por primera vez en el 822);
se señala en Alemania en el siglo XII 188 ; en los Países Bajos a comienzos del XIV 189 ; llega
tardíamente a Inglaterra a comienzos del XV, y, como dice un refrán que exagera un
poco (el lúpulo estuvo prohibido hasta 1556):
Hops, Reformation, bays and beer
Carne into England all in one year t9o.
Instalada fuera de los dominios de la vid, la cerveza predomina sobre todo en la
amplia 'zona de los paíSes del Norte, desde Inglaterra hasta los Países Bajos, Alemania,
Bohemia, Polonia y Moscovia. Se fabrica en las ciudades y en los dominios señoriales
de Europa central, donde «los cerveceros se muestran por lo general propensos a enga-
ñar a su señor>. En los señoríos polacos, el campesino llega a consumir diariamente
hasta tres litros de cerveza. Como es natural, el reino de la cerveza no tiene, hacia el
oeste o el mediodía, límites precisos. Progresa incluso con bastante rapidez hacia el sur,
sobre todo en el siglo xvn, con la expansión holandesa. En Burdeos, reino del vino
donde se combate con fuerza la implantación de cervecerías 191 , la cerveza importada
corre a chorros en las tabernas del barrio de Chartrons, colonizado por los holandeses
y otros extranjeros 192 • Más aún, Sevilla, otra capital del vino y también del comercio
internacional, cuenta ya con una cervecería en 1542. Hacia el oeste se extiende una
zona fronteriza amplia e indecisa, en la que la instalación de cervecerías nunca revistió
caracteres revolucionarios. Así en Lorena, donde las vides son mediocres y de produc-
ción insegura. Y hasta en París. Para Le Grand d' Aussy (La vie privée deJ FranfaÍJ,
1782), al ser la cerveza bebida de pobres, su consumo aumentaba en las épocas difíci-
les; a la inversa, la prosperidad económica transformaba a los bebedores de cerveza en
bebedores de vino. Siguen algunos ejemplos tomados del pasado, y añade: «Nosotros
mismos hemos visto cómo los desastres de la guerra de los Siete Años (1756-1763) pro-
ducían efectos semejantes. Ciudades donde hasta entonces sólo se bebía vino, empe-
zaron a consumir cerveza, y yo mismo sé de casos semejantes en Champaña, donde en
un solo año se instalaron cuatro cervecerías en una misma ciudad» 19 3.
No obstante, entre 1750 y 1780 (la contradicción sólo es aparente, ya que a largo
plazo este período es económicamente próspero), la cerveza va a ser objeto en París de
una larga crisis. El número de cerveceros pasa de 75 a 23, la producción de 75.000
muids (un muid= 286 litros) a 26.000. Los cerveceros se veían pues forzados, todos los
años, a interesarse por la cosecha de manzanas para intentar compensar con la sidra lo
que perdían con la cerveza 194. Desde este punto de vista, la situación no había mejo-
rado en vísperas de la Revolución; el vino continuaba siendo el gran vencedor: de 1781
a 1786, su consumo se elevó en París a 730.000 hl, cifra anual redondeada, frente a
54.000 de cerveza (es decir, una relación de 1a13,5). Pero el dato siguiente confirma
la tesis de Le Grand d' Aussy: de 1820 a 1840, en período de dificultades económicas
evidentes, la relación, también en París, pasó a ser de 1 a 6,9. Se produjo un progreso
relativo de la cerveza 19 1 •
Pero la cerveza no es sólo característica de la pobreza, como la small beer inglesa
de fermentaci6n casera que acompañaba a la cold meat y al oat cake cotidianos. Junto
a una cerveza popular muy barata, los Países Bajos conocen desde el siglo XVI una cer-

198
Comidas y bebidas

veza de lujo, importada de Leipzig para los ricos. En 1687, el embajador francés en
Londres envía regularmente al marqués de Seignelay ale inglesa, de «la llamada Lambet
ale», y no de «la fuerte [cuyo] sabor no gusta nada en Francia, [que] emborracha como
el vino y cuesta igual de cara» 196 De Brunschwig y de Bremen, a finales del siglo XVII,
se exporta una cerveza de excelente calidad a las Indias orientales 197 En toda Alema-
nia, en Bohemia, en Polonia, un fuerte auge de la cervecería urbana, que adquiere fre-
cuentemente proporciones industriales, relega a un segundo plano la cerveza ligera, a
menudo sin lúpulo, señorial y campesina. Poseemos a este respecto una literatura in-
gente. La cerveza es, en efecto, objeto de legislación 198 , así como los .establecimientos
donde se consume. Las ciudadés vigilan su confección: en Nuremberg sólo está permi-
tido fabricarla desde el día de San Miguel hasta el domingo de Ramos. Y se imprimen
libros para elogiar las cualidades de las cervezas famosas, cuyo número aumenta de año
en año. Un libro de Hdnrich Knaust 199 , aparecido en 1575, establece la lista de los
nombres y apodos de las cervezas célebres y especifica las virtudes medicinales que éstas
tienen para los bebedores. Pero todas las famas están abocadas a cambiar. En Mosco-
via, donde todo va con retraso, todavía en 1655 el consumidor se procura la cerveza y
el aguardiente en «la cantina pública», al mismo tiempo que compra, para llenar una
vez más las arcas de un Estado comerciante y monopolista, el pescado salado, el caviar
o las pieles teñidas de negro de los corderos importados de Astrakán y de Persia 200

La Cervecería «De Drye Lelyem en Haarlem, 1627, por J. A. Matham. Museo Franz Hals en
Haarlem. (Cliché del Museo.)

199
Comidas y bebidas

Así hay en todo el mundo millones de bebedores de cerveza. Pero los bebedores
de vino de los países vinícolas se burlan de esta bebida del Norte. Un soldado español,
que asiste a la batalla de Nordlingen, la desprecia y ni la toca «pues me parece la orina
de un rocín que tuviera fiebres». Sin embargo, cinco años después, se arriesga a pro-
barla. Desgraciadamente, lo que bebió durante toda la velada fueron «Potes de
purga» 2º1• La pasión por la cerveza, a la que no renunció ni en su retiro de Yuste a
pesar de los consejos de su médico italiano, demuestra que Carlos V era flamenco 2º2 •

La sidra

Digamos únicamente unas palabras sobre Ia sidra. Es originaria de Vizcaya, de donde


proceden los manzanos de sidra. Estos aparecen en el Cotentin y en la campiña de Caen
y el país de Auge hacia los siglos XI o XII. Se habla ya de sidra durante el siglo siguien-
te en estas regiones donde, no lo olvidemos está presente la viña, aunque al norte de
su límite «comercial». Pero la introducción de la sidra no perjudicó al vino; hizo la com-
petencia a la cerveza, y con éxito, ya que ésta procede de los cereales, y beberla supone
a veces privarse de pan 2º3.
Por este motivo, los manzanos y la sidra ganaron terreno. Llegaron a Normandía
oriental (bajo Sena y País de Caux) a finales del siglo XV y principios del XVI. En 1484,
en los Estados Generales, un representante de la provincia podía decir todavía que la
gran diferencia entre la baja y la alta Normandía (la del este), estribaba en que aquélla
poseía los manzanos de los que ésta carecía_ Por lo demás, en esta alta Normandía la
cerveza y sobre todo el vino (como el de los viñedos de los meandros resguardados del
Sena) se defendieron bastante bien. La sidra sólo triunfó hacia 1550, y, como eta de
suponer, para consumo de los pobres 204 • Sus éxitos fueron: máS evidentes en el bajo
Maine, puesto que se convirtió a partir del siglo XV, por lo menos en el suroeste de la
provincia, en. bebida de ricos, quedando la cerveza como bebida de pobres. En: Lava!,
sin embargo, los ricos resistieron hasta el siglo XVII; antes de ceder, prefirieron durante
largo tiempo el vino malo a la sidra, que dejaron para albañiles, mayordomos y don-
cellas2º). Quizá la regresión del siglo XVII provocó este pequeño cambio. Naturalmen-
te, Normandfa está demasiado cerca de ParíS como para que este éxito de la sidra nó
afectara a fa capital. Pero no exageremos:. se calcula que los parisinos consumían entre
1781y1786, 121,76 litros de vino, 8,96 de cerveza y 2,73 de sidra por cabeza 2º6 ESta
ocupaba, pues; el último lugar, a mucha distancia de los demás_ Tropieza tarrtbié•1,
por ejempló en Alemania, con la competencia de la sidra de manzanas silvestres, bre-
bajede escasa calidad.

El éxito tardío .
del alcohol en Europa

En Europa (seguimos aún dentro de sus límites) la gran novedad, la revolución es


la aparición del aguardiente y de Jos alcoholes de cereales, es decir: del alcohol. Puede
decirse que el siglo XVI asistió a su nacimiento, el XVII a su desarrollo, y el xvnt a su
divulgaciéri.
El aguardiente se obtiene por destilación, la «quema» del vino. La operación exige
un aparato, el alambique (al, artículo árabe, y ambicos, del griego, recipiente de cuello
muy largo donde es posible destilar un licor), del que griegos y romanos no tuvieron

200
Comidas y bebidas

La cerveza, el vino y el tabaco. Nat11ralez11 m11erta por J. jansz. van de Ve/de (1660). La Haya,
Maun'tsh11i.r. (Fotografía A. Dingjan.)

más que el esbozo. Un solo hecho está fuera de duda: existen alambiques en Occiden-
te antes del siglo Xll, y, por tanto, existe la posibilidad de destilar todo tipo de licores
alcohólicos. Pero durante mucho tiempo sólo practicaron la destilación del vino los bo-
ticarios. El aguardiente, resultado de la primera destilación, y más tarde el alcohol etí-
lico, resultado de la segunda, y en principio «exento de roda humedad», se utilizaron
como medicamentos. El alcohol quizá se descubrió de esta forma hacia el año 1100,
en la Italia meridional, «donde la Escuela de medicina de Salerno fue el más impor-
tante centro de investigaciones químicas» de la época 201 Desde luego no se puede
atribuir Ja primera destilación a Raimundo Lulio, muerto en 1315, ni a ese curioso mé-
dico itinerante, Arnau de Vilanova, que enseñó en Montpellier y en París, y murió en
1313 durante un viaje entre Sicilia y Provenza. Dejó una obra de hermoso título: Con-
servación de la juventud. Según él, el aguardiente, aqua vitae, realiza este milagro, di-
sipa los humores superfluos, reanima el corazón, cura el cólico, la hidropesía, la pará-
lisis, la cuartana; calma los dolores de muelas; preserva de la peste. Este milagroso me-
dicamento le valió no obstante a Carlos el Malo, de triste memoria, una muerte terrible
(1387): los médicos le habían envuelto en una sábana empapada en aguardiente que,
para que hiciera más efecto, había sido cosida a grandes puntadas, aprisionando al pa-

201
Comidas y bebidas

ciente. Al querer romper uno de los hilos, un criado aproximó demasíado una vela;
sábana y enfermo ardieron 2º8 ••.
Durante mucho tiempo, el aguardiente se siguió utilizando como medicamento,
en particular contra la peste, la gota y la afonía. Todavía eu 1735, un Tratado de quí-
mica afirmaba que «el alcohol etílico empleado oportunamente es una especie de pa-
nacea»209 No obstante, hacía ya mucho tiempo que se empleaba también para la fa-
bricación de licores. Sin embargo, incluso en el siglo XV, los licores fabricados en Ale-
mania por decocción de especias continuaron siendo productos farmacéuticos. El cambio
no se hizo notar hasta los últimos años del siglo y los primeros del siguiente. En Nu-
remberg, en 1496, el aguardiente tuvo otra clientela además de los enfermos, puesto
que la ciudad se vio obligada a prohibir la libre venta de alcohol en los días de fiesta.
Un médico de la ciudad llegó incluso a escribir, hacia 1493: «Puesto que actualmente
todo el mundo se ha acostumbrado a beber aqua vitae, se impone recordar la cantidad
que se puede ingerir y que cada cual aprenda a beberla según sus capacidades, si se
quiere comportar como un caballero>. Por tanto; no cabe duda: eri esta fecha había
nacido ya el geprant Weín, el vino quemado, el vt'num ardens, o, como dicen también
los textos, el vinum sublimattün. 21º
Pero el aguardiente fue saliendo poco a poco de la esfera de médices y boticarios.
En 1514, Luís Xll concedía a la corporación de los vinagreros el privilegio de destilarlo.
Esta medida equivalía a secularizar el medicamento. En 1) 37, Francisco l distribuyó el
privilegio entre vinagreros y taberneros, provocando disputas que prueban que lo que
estaba en juego valía ya la pena. En Colmar, el movimiento fue más precoz, la ciudad
controló a los destiladores y comerciantes de aguardiente desde 1506 y el producto fi-
guró desde entonces en sus relaciones fiscales y aduaneras. El aguardiente pronto ad-
quiere caracteres de industria nacional, confiada en uri principio a los toneleros, pode-
roso gremio en un país de prósperos viñedos. Pero como los. toneleros realizaban ne-
gocios demasiado pingües, a partir de 1511, los comerciantes trataron de apoderarse
de esta industria. Sólo lo lograrían cincuenta años más tarde. Continuó la querella
puesto que, en 1650, los toneleros obtenían nuevamente el derecho a destilar, a con-
dición, bien es verdad, de entregar la producción a los comerciantes. Todo ello nos per-
mite observar que entre los comerciantes de aguardiente figuraban todos los nombres
importantes del patriciado de Colmar y que este comercio ocupaba ya un lugar
importante 211 •
Por desgracia, poseemos pocas investigaciones de este tipo para esbozar una geo-
grafía y una cronología de la primera industria del aguardiente. Algunos datos relati-
vos a la región de Burdeos hacen pensar que existió precozmente una destilería en
Gaillac, en el siglo XVI, y que se enviaba aguardiente a Amberes a partir de 1521 212 •
Pero el hecho no es muy seguro. En Venecia, el acquavite no aparece, al menos en las
tarifas aduaneras, hasta 1596m. En Barcelona, no se conoce antes del siglo XVII. Pero
aparte de estos indicios, parece claro que los países septentrionales, Alemania, Países
Bajos; Francia al norte del Loira, fueron, en este terreno, más precoces que los países
del Mediterráneo. El papel de inventores, o por lo menos de promotores, correspondió
a los comerciantes y marineros de Holanda, que generalizaron en el siglo XVII, en la
fachada atlántica de Europa, la destilación de vinos. Al ocuparse del comercio de vinos
de mayor volumen de la época, tenían que enfrentarse con los múltiples problemas
que planteaban el transporte, la conservación y el azucarado; se añadía aguardiente
para dar cuerpo a los vinos más flojos. El aguardiente, de más valor que el vino a igual
volumen, exige menos gastos de transporte (a lo que hay que añadir el gusto de la
época ... ).
Al aumentar la demanda, y ya que el problema del transporte reviste menos im-
portancia para el aguardiente que para el vino, la destilación de los vinos se va intro-

202
Comidas y bebidas

<luciendo cada vez más tierra adentro, en los viñedos del Loira, del Poitou, del alto
Bordelais, del Périgord y del Béarn (el vino de Juran!;on es una mezcla de vino y de
aguardiente). Así nacieron en el siglo XVII, en respuesta a una demanda exterior, los
excelentes coñac y armañac. Muchos factores contribuyeron a este éxito: las cepas (como,
por ejemplo, el Enrageant o la Folle Blanche en las Charentes), los recursos madereros,
la proximidad de las vías de navegación. Desde 1728, cerca de 27 .000 barricas de aguar-
diente procedentes de la Elección de Cognac se expedían por el puerto de Tonnay-Cha-
rente214. Se destilaba incluso el vino de mala calidad de las orillas del Mosa, en Lorena,
a partir de 1690 (quizá antes), así como los orujos de uva, y todos estos productos eran
exportados por vía fluvial a los Países Bajosm. Pronto empezó a fabricarse aguardiente
allí donde había materia prima. Surgió forzosamente en los países vinícolas del Medio-
día: la comarca de Jerez, Cataluña, Languedoc.
La producción aumentó deprisa. Sete, en 1698, exportaba sólo 2.250 hl de aguar-
diente; en 1725, 37.500 hl (es decir la destilación de 168.750 hl de vino); en 1755,
65.926 hl (es decir 296.667 hl de vino), cifra récord en vísperas de la guerra de los
Siete Años, catastrófica para la exportación. Al mismo tiempo bajaron los precios: 25
libras la verge (=7,6 litros) en 1595; 12 en 1698; 7 en 1701; 5 en 1725; posteriormen-
te hubo Una lenta subida, a partir de 1731, que colocó nuevamente los precios en 1S
fibras, eri 1758 216 •
Desde luego, habría que tener en cuenta las diferentes calidades 217 por encima del
bajo límite que fija «la prueba de Holanda»: durante la destilación se tomaba una
muestra en un frasco medio lleno. Se tapaba éste con el pulgar, se daba la vuelta y se
agitaba: si el aire que penetraba formaba burbujas, burbujas de una forma determi-
nada, el aguardiente tenía la graduación que le daba calidad·comercial, es decir entre
47 y 50 grados. Si no cumplía este requisito, había que tirar lo destilado, o someterlo
a nueva destilación. La calidad media se conocía con el nombre de tres-cinco, de 79 a
80 grados alcohólicos; la calidad superior, el tres-ocho es «el puro espíritu» de 92 ó 93
grados.
La fabricación seguía siendo difícil, artesanal; hasta los alambiques de Wigert
(1773), que hicieron posible el enfriamiento continuo con doble corriente 218 , el alam-
bique sólo fue objeto de modificaciones empíricas e insuficientes. Pero hubo que es-
perar todavía las transformaciones decisivas que permitieron destilar el vino con una
sola operación, así como las innovaciones aportadas por un inventor poco conocido, na-
cido en 1768, Edouard Adam: dichas innovaciones rebajaron el precio de coste y con-
tribuyeron a la enorme difusión del alcohol en el siglo xrx 219 •
Sin embargo, el consumo crecía a un ritmo muy acelerado. Pronto se adoptó la cos-
tumbre de dar alcohol a los soldados antes de la batalla, lo que, según un médico de
1702, no producía «mal efecto» 22 º. Es decir, que el soldado Se convierte en un bebedor
habitual y la fabricación del aguardiente, con este motivo, pasa a ser una industria de
guerra. Un médico militar inglés llega incluso a asegurar (1763) que el vino y los lico-
res alcohólicos tienden a suprimir las «enfermedades pútridas» y son, por tanto, indis-
pensables para la buena salud de 1a tropa 221 • También los cargadores de las Halles,
hombres y mujeres, se habitúan a beber aguardiente rebajado con agua, pero reforza-
do con pimienta larga, procedimiento para combatir el impuesto sobre el vino instau-
rado a la entrada de París; de la misma manera proceden los clientes de los «fumade-
ros>, tabernas populares frecuentadas con asiduidad por los obreros fumadores y, según
se dice, perezosos 222 •
Otra fuente de consumo la constituyen los alcoholes aromatizados, las ratafias, que
hoy llamaríamos más bien licores. «Los espíritus inflamables, escribe el doctor Louis
Lemery, en su Traité des a!i:nents, tienen un sabor un poco agrio y empirreumático.
[ ... ] Para quitarles este sabor tan desagradable se han inventado varios compuestos, a

203
Comidas y bebidas

•El vendedor de kwas» ruso. El kwas es en Rusia el alcohol del pobre. Se obtiene por fermenta-
ción de la cebada e incluso a veces por la de restos de pan o de frutas ácidas. Grabado de ].-B.
Le Prince. (Documento del autor.)

los que se dio el nombre de ratafía, y que no son más que aguardiente o espíritu de
vino al que se han mezclado diferentes ingredientes» 2ii. En el siglo XVII se pusieron de
moda estos licores. Gui Patio, siempre dispuesto a burlarse de los caprichos de sus con-
temporáneos, no olvida señalar el célebre rosoli, procedente de Italia: ciEste ros so/is
[en latín, rocío del sol] nihil habet solare sed igneum~. escribe 224 • Para los alcoholes
suaves habían entrado definitivamente en las costumbres y desde finales de siglo, los
buenos manuales burgueses, como La Maison réglée, consideraban que era su deber des-
cribir «el verdadero método para hacer toda clase de licores [ ... J a la moda italiana» 225
En el siglo XVIII se venden en París innumerables mezcolanzas alcoholizadas: aguar-
diente de Sete, el de anís, el de franchipán, el aguardiente clarete (fabricado este úl-

204
Comidas y bebidas

timo como el vino clarete, es decir, reforzado con especias maceradas), ratafías de frutas,
el aguardiente de las Barbados, de azúcar y de ron, el aguardiente de apio, el de hi-
nojo, el de mil flores, el de clavel, el aguardiente divino, el de café ... El gran centro
de fabricación de estos licores es Montpellier, cerca de los aguardientes del Languedoc.
El gran cliente es, naturalmente, París. En la calle de la Huchette, los comerciantes de
Montpellier organizaron un amplio almacén donde los taberneros se abastecían casi al
por mayor 226 • Lo que era un lujo en el siglo XVI, se había convertido en un artículo de
uso corriente.
El aguardiente no fue el único en recorrer Europa y el mundo. En primer lugar, el
azúcar de las Antillas dio lugar al ron, que tuvo gran éxito en Inglaterra, en Holanda
y en las colonias inglesas de América, más aún que en el resto de Europa. Hay que
admitir que se trataba de un adversario muy digno de respeto. En Europa, el aguar-
diente de vino se tuvo que enfrentar con los aguardientes de sidra (que dieron desde
el siglo XVII el incomparable calvados) 227 , de pera, de ciruela, de cereza; el kirsch, pro-
cedente de Alsacia, de lorena y del Franco-Condado, se utilizaba en París, hacia 1760,
como medicamento; el marrasquino de Zara, célebre hacia 1740, era un monopolio de
Venecia celosamente conservado. También resultaron adversarios temibles, aunque de
menor calidad, el aguar~iente de orujo y los alcoholes de grano: se decía entonces aguar-
diente de grano. Hacia 1690 comenzó la destilación del orujo de uva en Lorena. A di·
ferencia de la del aguardiente, que exige un fuego lento, ésta exige fuego fuerte y, por
tanto, grandes cantidades de madera. De ahí que desempeñara un importante papel
la abundante madera de Lorena. Pero esta destilación se irá extendiendo poco a poco,
siendo pronto el más reputado de todos el orujo de Borgoña, y teniendo todos los vi-
ñedos de Italia su grappa.
Los grandes competidores (un poco como la cerveza frente al vino) fueron los alco-
holes de grano: Kornbrand, vodka, whisky, ginebra y gin, que aparecen al norte del
límite «comercial» de la vid, sin que tengamos noticia exacta de su difusión 228 • Su ven-
taja: un precio moderado. A comienzos del siglo XVIII, toda la sociedad londinense,
de lo más alto a lo más bajo, se emborracha concienzudamente con gin.
Como es natural, a lo largo del límite norte de la vid se escalonan países de gustos
mezclados: Inglaterra está abierta tanto al aguardiente del Continente como al ron de
América (empieza el éxito del punch), al mismo tiempo que bebe su whisky y su gin;
el caso de Holanda es aún más complejo, pues se encuentra en la confluencia exacta
de todos los aguardientes de vino y de los alcoholes de grano del mundo, sin exceptuar
el ron de Curai;ao y de Guayana. Todos estos alcoholes se cotizan en la Bolsa de Ams-
terdam: en cabeza el ron; después el aguardiente; muy distanciados de ellos, los alco-
holes de granos. En Alemania, entre el Rin y el Elba existía también un doble consu-
mo: en 1760, Hamburgo recibía de Francia 4.000 barricas de aguardiente de 500 litros
cada una, es decir, unos 20.000 hl. Los países que consumían casi exclusivamente al-
coholes de grano, sólo empiezan realmente más allá del Elba y alrededor del Báltico.
En el año 1760, Lübeck no importaba más que 400 barricas de aguardiente francés,
Konigsberg 100, Estocolmo 100, Lübeck «muy poco aunque no es[ ... ] más que para
Prusia». Puesto que Polonia y Suecia, explica Savary, a pesar de no ser más «comedidas
que las demás con esta ardiente bebida [ ... ] prefieren los aguardientes de granos a los
aguardientes de vino»m
Europa, en todo caso, hizo su revolución del alcohol. Encontró en él uno de sus
excitantes cotidianos, calorías a bajo precio, un lujo de fácil acceso, de brutales conse-
cuencias. Y pronto el Estado, al acecho, sacará provecho de él.

205
Comidas y bebidas

El alcoholismo
fuera de Europa

De hecho, todas las civilizaciones encontraron JU o JUJ soluciones al problema de


la bebida, en particular al de las bebidas alcohólicas. Toda fermentación de un pro-
ducto vegetal produce alcohol. Los indios del Canadá lo consiguen con el extracto de
arce; los mexicanos, antes y después de Cortés, con el pulque de las pitas que «em-
borracha como e1 vino»; los indios más miserables de las Antillas o de América del Sur
obtienen alcohol a partir del maíz o de la mandioca. Incluso los ingenuos tupinambas
de la bahía de Río de Janeiro que conoció Jean de Léry en 1556, tenían para sus fiestas
un brebaje fabricado con mandioca masticada, y después fermentada 230 • En otros lu-
gares, el vino de palma no es sino una savia fermentada. El norte de Europa contó con
savias de abedul, con cervezas de cereales, la Europa nórdica utilizó hasta el siglo XV
el hidromiel (agua de miel fermentada); el Extremo Oriente poseyó pronto. vino de
arroz, obtenido preferentemente a partir del arroz glutinoso. ·
¿La posesión del alambique supuso una superioridad para Europa, al poder fabricar
distintos tipos de licores superakohólicos: ron, whisky, Kombrand, vodka, cal\'adós;
orujo, aguardiente, ginebra, ya que todos ellos pasan por el serpentín refrigerado del
alambique? Para saberlo, habría que verificar el origen del aguardiente de arroz Q de
mijo de Extremo Oriente, averiguar si éste existió antes o después de la aparición del
alambique de Occidente, que tuvo lugar aproximadamente en los siglos Xl¿XII.
Los viajeros europeos no nos dan la respuesta. Constatan la presencia del arac, el
arrequi; a principios del siglo XVII, en el Argel de los corsarios 231 • En Gujarat, el año
1638, un viajero, Mandelso, pretende que «el tem· que extraen de las palmas ... [es]
un licor suave y muy agradable de beber>, y añade: o:Sacan del arroz, del azúcar y de
los dátiles, el arac, que es una especie de aguardiente, mucho más fuerte y más agra-
dable que el que se hace en Europa>m. Para un médico experto como Kampfer, el
sacki que bebió en Japón (1690) es una especie de cerveza de arroz, «tan fuerte como
el vino español»; por el contrario, el lau que probó en Siam consistía en una especie
de vino añejo, de Branntwein, junto al cual los viajeros señalan el araka 233 • El vino
chino era una «verdadera cerveza», fabricada a partir de «mijo gordo» o de arroz, dice
una correspondencia de los jesuitas. A menudo se le añadían frutas «verdes, o confita-
das, o secadas al sol»: de ahí proceden los nombres de «vinos de membrillo, de cerezas,
de uvas>. Pero los chinos bebían también un aguardiente «que ha pasado más de una
vez por el alambique y que es tan fuerte que quema casi tanto como el espíritu del
vino» 234 • Un poco más tarde, en 1793, Gcorge Staunton bebía en China «una especie
de vino dorado», el vino de arroz, «así como aguardiente. Este último parecía de mejor
fabricación que el vino, que era por lo general turbio, insulso y rápido en avinagrarse.
El aguardiente era fuerte, transparente, y rara vez tenía un sabor empirreumático». Era
«a veces tan fuerte que su grado alcohólico superaba al del C5píritu del vino>m. Final-
mente, Gmelin, un alemán explorador de Siberia, nos da, aunque no antes de 1738,
una descripción del alambique utilizado por los chinos 236 •
Pero el problema radica en saber cuándo comenzó la destilación. Es casi seguro que
la Persia sasánida conoció el alambique. Al Kindi, en el siglo IX, habla no sólo de la
destilación de los perfumes sino que describe los aparatos utilizados a este efecto. Cita
el alcanfor obtenido, como se sabe, a partir de la destilación de la madera de alcanfo-
rero237. Ahora bien, pronto se fabrica el alcanfor en China. Por lo demás, nada impide
pensar que ya se conociese el aguardiente en China hacia el siglo IX, como se podría
deducir de dos poemas de la época de los Tangs que hablan del famoso shao chiu (vino
quemado) de Sichuan en el siglo IX. Pero el problema no está totalmente resuelto

206
Comidas y bebidas

puesto que, en la misma obra colectiva (1977) en que E. H. Schafer presenta esta pri-
mera aparición, M. Freeman sitúa a comienzos del siglo XII el desarrollo inicial de las
técnicas de destilación, y F. W Mote las señala como una novedad de los siglos XII
0 xm23s
Sería pues difícil establecer, en este tema, la prioridad de Occidente o de China.
Quizá haya que atribuirle un origen persa, teniendo en cuenta que una de las palabras
chinas para designar al aguardiente está calcada del árabe araq.
No se puede negar, por el contrario, que el aguardiente, el ron y el alcohol de caña
fueron los regalos envenenados de Europa a las civilizaciones de América. Con toda pro-
babilidad, lo mismo pasa con el mezcal, que proviene de la destilación de la pulpa de
pita y que contiene un grado mayor de alcohol que el pulque, sacado de la misma
planta. Los p_ueblos indios fueron altamente perjudicados por este alcoholismo al que
se les inició{ I?arece claro que una civilización como la de la meseta de México, al perder
sus antigua'S''(ostumbres y prohibiciones, se entregó sin reservas a una tentación que,
desde 1600, había hecho estragos en ella. Baste pensar que el pulque llegó a produ!;h
al Estado, en Nueva España, la mitad de lo que le proporcionaban las minas de platá 239 )
Se trata además de una política consciente de los nuevos señores. En 17 86. el virrey de
México, Bernardo de Gálvez, elogia sus efectos y, observando la afición de los indios
a la bebida, recomienda propaganda entre los apaches, al norte de México, que todavía
la ignoraban. Además de los beneficios que se pueden obtener, no hay mejor manera
de t:i:earfrs «uria hueva necesidad que les obligue a reconocer su dependencia forzosa
de nosotros» 2'1º Así habían procedido ya ingleses y franceses en América del Norte, pro-
pagando éstos, a pesar de todas las prohibiciones reales, el aguardiente, y aquéllos el
ron.

Chocolate,
téy café

Europa, en el centro de las innovaciones del mundo, descubría prácticamente al


mismo tiempo que el alcohol tres nuevas bebidas excitantes y tónicas: el café, el té y
el chocolate. Las tres habían sido importadas de ultramar: el café es árabe (después de
haber sido etíope), el té, chino y el chocolate, mexicano.
El chocolate llegó a España desde México, desde Nueva España, hacia 1520, en
forma de barras y de tabletas. No debe extrañar el encontrarlo en los Países Bajos es-
pañoles un poco antes (1606) que en Francia, y la anécdota que representa a María Te-
resa de Austria (su matrimonio con Luis XIV se llevó a cabo en 1659) tomando cho-
colate en secreto, costumbre española a la que nunca pudo renunciar, parece verosí-
mil241, El verdadero introductor del chocolate en París parece haber sido, algunos años
antes, el cardenal de Richelieu (hermano del ministro, arzobispo de Lyon, muerto en
1653). Es posible, pero el chocolate era considerado entonces a la vez como medica-
mento y como alimento: «He oído decir a uno de sus criados, relata más tarde un tes-
tigo, que [el cardenal] lo utilizaba para moderar los vapores del bazo, y que había ob-
tenido este secreto de unas religiosas españolas que lo trajeron a Francia» 242 . Desde
Francia, el chocolate llegó a Inglaterra hacia 165 7,
Estas primeras apariciones fueron discretas, efímeras. Las cartas de Mme de Sévig-
né243 cuentan que, según los días o las habladurías, el chocolate tan pronto hacía furor
como caía en desgracia en la Coree. A ella misma le preocupaban los peligros del nuevo
brebaje, que solía como muchos otros mezclar con leche. De hecho, habrá que esperar
a la Regencia para que el chocolate se imponga. El regente hizo posible su éxito. Por

207
Comidas y bebidas

El chocolate en España ... : Bodegón de Zurbarán (1568-1664). MuJeo de BeJan;on. (Fotografia


Bulloz.)

aquella época, «ir a tomar el chocolateI> era asistir al despertar del príncipe, gozar de
su favor 244 • En todo caso, no debe exagerarse este éxito. En París, en 1768, se nos dice
que «los grandes lo toman algunas veces, los viejos a menudo, el pueblo jamás». El
único pais donde triunfó fue, en definitiva, España: los extranjeros se burlan del cho-
colate espeso, perfumado con canela, que tanto gustaba a los madrileños. Un comer-
ciante judío, Aron Colace, cuya correspondencia se ha conservado, tenía pues buenas
razones para instalarse en Bayona hacia 1727 Relacionado con Amsterdarn y el mer-
cado de los productos coloniales (concretamente el cacao de Caracas, que daba a me-
nudo este sorprendente rodeo), controlaba, desde su ciudad, el mercado de la
Peníns0Ja 24 1
En dieiembre de 1693. en Esmirna, Gemelli Careri ofrecía amablemente chocolate
a un Aga turco: le pareció muy mal; «bien porque le hubier~ emborrachado [cosa que
dudamos], o porque el humo del tabaco hubiera producido ese efecto, pero en todo
casó se enfureció contra mí diciendo que le había hecho beber un licor para turbarle y
sacarle de sus cabales .. ,,. 24 6
El té vino de la lejana China, donde su uso se había extendido diez o doce siglos
antes, por medio de los portugueses, de los holandeses y de los ingleses. El traslado
fue largo y difícil: hubo que importar no sólo las hojas, las teteras y las taias de por-
celana, sino también la afición por esta exótica bebida que los europeos conocieron en
primer lugar en la India, donde su uso estaba muy extendido. El primer cargamento
de té debió llegar a Amsterdam hacia 1610, por iniciativa de la Oost Indische
Companie 247 ~

208
Comidas y bebidas

El té -que se denomina, en los siglos XVII y XVIII, théier aunque esta palabra no
llega a cuajar- procede de un arbusto cuyas hoías recoge el campesino chino. Las pri-
meras, pequefi.as y tiernas, dan el té imperial, tanto más estimado cuanto más peque-
fias sean; posteriormente se las pone a secar, al calor del fuego (té verde), o al calor
del sol: el té fermenta entonces y se ennegrece, resultando el té negro. Ambos son tra-
tados a mano y reexpedidos en grandes caías forradas de plomo o de estaño.
En Francia no aparece la nueva bebida hasta 1635 ó 1636, según Delamare, pero
estaba todavía lejos de adquirir derecho de ciudadanía. Así se le hizo ver a un docto-
rando médico que, en 1648, presentó una tesis sobre el té: «Algunos de nuestros doc-
tores la han quemado, escribe Gui Patin, y se le ha reprochado al decano el haberla
aceptado. Si la vieran, se reirían». Sin embargo, diez años después (1657), otra tesis,
patrocinada por el canciller Séguier (también ferviente adepto al té), consagraba las vir-
tudes de la nueva bebida 148 •
En Inglaterra, el té llegó a través de Holanda y de los cafeteros de Londres que lo
pusieron de moda hacia 1657. Samuel Pepys lo bebió por primera vez el 25 de sep-
tiembre de 1660 24 ~ Pero la Compañía de las Indias orientales no comenzó a importarlo
de Asia hasta 1669 2) 0 • De hecho, el consumo de té sólo adquirió notoriedad, en Euro-
pa, en los afios 1720-17 30. Empieza entonces un tráfico directo entre Europa y China.
Hasta entonces, la mayor parte de ese comercio se había llevado a cabo a través de Ba-
tavia:, fundada por los holandeses en 1619; los juncos chinos transportaban allí sus car-
gamentos habituales y un poco de té de mala calidad, que era el único que podía con-
servarse, y, por tanto, soportar el largo viaíe. Durante un breve intervalo de tiempo,
los holandeses consiguieron no pagar en dinero el té de Fukien, sino canjearlo por
fardos de salvia, siendo esta última utilizada también en Europa para preparar una in-
fusión cuyos méritos medicinales eran elogiados. Pero no sedujo a los chinos; el té tuvo
más éxito en Europa l ) 1 •

. . .y en Italia: La cioccolata por Longhi ( 1702-1785). (Fotografía Anderson-Giraudon.)

209
Comidas y bebidas

Muy pronto, los ingleses superaron a los holandeses. Las exportaciones; desde
Cantón, en 1766, son las siguientes: en barcos ingleses, 6 millones de libras (peso); en
barcos holandeses, 4, 5; en barcos suecos, 2,4; en barcos franceses, 2, 1; es decir, un
total de 15 millones de libras, lo que equivale a unas 7.000 toneladas. Poco a poco se
van organizando verdaderas flotas de té; cantidades cada vez mayores de hojas secas de-
sembarcan en todos los puertos que poseían «muelles de Indias»: Lisboa, Lorient,
Londres, Ostende, Amsterdam, Güteborg, a veces Génova y livorno. El aumento de
las importaciones es enorme: de 1730 a 1740 salen de Cantón 28.000 «pies» por año
(un picu/=aproximadamente 60 kg), de 1760 a 1770, 115.000; de 1770 a 1785,
172.000 252 • E incluso si se sitúa, como hace George Staunton, el punto de partida en
1693, se podrá llegar a la conclusión de que un siglo más tarde se ha producido «Un
aumento de 1 a 400». En esa época, incluso los ingleses más pobres debían consumir
5 ó 6 libras de té al añom. Otro dato termina de configurar este extravagante comer-
cio: tan sólo una parte exigua de Europa oriental, Holanda e Inglaterra, acogfa fa nueva
bebida. Francia consumía como mucho la décima parte de sus propios cargamentos.
Alemania prefería el café. España era aún menos aficionada.
Cabe preguntarse si es verdad que en Inglaterra la nueva bebida relevó a: la girtebra
(cuya producción había desgravado el gobierno a fin de luchar contra las invasoras im-
porracfones del Continente), Y también si es verdad que constituyó un remedio contra
fa innegable embriaguez de la sociedad londinense en tiempos de Jorge IL Quizá la
brusca imposición de un gravamen sobre la ginebra en 1751 254 , junto a fa subida ge-
neral del precio de los granos, favorecieron al recién llegado, que contaba además con
la reputación de ser excelente para curar los catarros, el escorbuto y las fiebres. Esto
habría representado el fin de la «calle de la ginebra» de Hogarth. En cualquier caso,
triunfó el té, y el Estado lo sometió a unas severas medidas fiscales (al igual que en las
colonias de América, lo que supone más tarde un pretexto para la sublevación). Sin
embargo, empezó a realizarse un increíble contrabando que afectaba a 6 ó 7 millones
de libras que, todos los años, eran introducidas en el Continente por el mar del Norte,
la Mancha o el mar de Irlanda. Todos Jos puertos participaban en este contrabando,
así como todas las compañías de Indias, además de las altas finanzas de Amsterdam y
de otros lugares. Todo el mundo estaba involucrado, incluso el consumidor inglés 211

El té: detalle de un cuadro chino del Jtglo XVIII. M1ueo Guimet. (fotografía Gi1'1tudon.)

210
Comidas y bebidas

Holandeses y chinos sentados a la mera, bebiendo té, en Derhima (riglo XVIII). Sección de Gra-
bados (Cliché B.N.)

En este panorama, que se refiere tan sólo al noroeste de Europa, falta un impor-
tante diente: Rusia. En Rusia se conoció el té quizá desde 1567, aunque su uso no se
generalizó hasta el tratado de Nertchinsk {1689), y sobre todo hasta la aparición de la
feria de Kiatka, al sur de Irkutsk, mucho más tarde (1763). Leemos en un documento
de finales de siglo (redactado en francés), en los archivos de Leningrado: «[Las mercan-
cías] que los chinos traen[ ... ] son unas cuantas telas de seda, algunos esmaltes, pocas
porcelanas, una gran cantidad de esas telas de Cantón que llamamos nankins y que los
rusos llaman chitri, y considerables cantidades de té verde. Es infinitamente superior
al que Europa recibe a través de los mares inmensos, por lo que los rusos se ven obli-
gados a pagarlo hasta a veinte francos la libra, aunque rara vez lo revenden a más de
quince o dieciséis. Para resarcirse de esta pérdida, suben siempre los precios de sus
pieles que constituyen casi la única mercancía que suministran a los chinos, pero esta
artimaña les produce menos beneficios a ellos que al gobierno ruso, que percibe un
impuesto de veinticinco por ciento sobre todo lo que se vende y sobre todo lo que se
compra» 2 ~ 6 • En todo caso, a finales del siglo XVIII, Rusia no llegaba a importar 500 to-
neladas de té. Estamos lejos de las 7 .000 toneladas que consumía Occidente.
Para cerrar este capítulo sobre el té en Occidente, observemos que Europa tardó
mucho en aprender a aclimatar la planta. Los primeros árboles de té no se plantaron
en Java hasta 1827, y en Ceilán hasta 1877, precisamente con motivo de los estragos
que destruyeron casi en su totalidad los cafetales de la isla.
Este éxito del té en Europa, incluso limitado a Rusia, a los Países Bajos y a Ingla-
terra, constituye una inmensa innovación, pero pierde parte de su importancia si se con-

211
Comidas y bebidas

sidera a escala mundial. La hegemonía del té se sitúa aún hoy en China, el mayor pro-
ductor y consumidor de té. El té desempeña la función de una planta de alta civiliza-
ción, como la vid a orillas del Mediterráneo. Ambos, vid y té, tienen su propia área
geográfica, donde su cultivo, muy antiguo, ha ido transformándose y perfeccionándose
poco a poco. Son necesarios, en efecto, minuciosos y reiterados cuidados para satisfacer
las exigencias de generaciones de expertos consumidores. El té, conocido en Sichuan
antes de nuestra era, conquistó el conjunto de China en el siglo VIII'~' y los chinos, nos
dice Pierre Gourou, «han refinado su paladar hasta el punto de saber distinguir entre
las diferentes cosechas de té y establecer una sutil jerarquía. [ ... ) Todo ello recuerda
curiosamente la viticultura del otro extremo del Viejo Mundo, resultado también de
progresos milenarios realizados por una civilización de campesinos sedentarios»m.
Toda planta de civilización da origen a rigurosas servidumbres. Preparar el suelo de
las plantaciones de té, sembrar los granos, talar los árboles para mantener su forma de
arbustos, en lugar de que crezcan como árboles, «lo que son en estado salvaje»; reco-
lectar delicadamente las hojas; someterlas a tratamiento el mismo día; secarlas de forma
natural o con calot artificial; enrollarlas, volverlas a secar ... En Japón, estas dos últimas
operaciones pueden repetirse seis o siete veces. Entonces, ciertas calidades de té (la
mayor o menor finura del producto depende de la.S variedades, del suelo, aún más de
la estación en que se hayan recolectado, al ser mucho más perfumadas las jóvenes hojas
primaverales que las demás, y, por último del tratamiento que diferencia los tés verdes
de los tés negros) pueden venderse a precio de oro. Para conseguir ese té en polvo que
se disuelve en agua hirviendo (en vez de una simple infusión), según el antiguo mé-
todo chino olvidado en la propia China, y que se reserva para la célebre ceremonia del
té, el Cha-no-yu, los japoneses utilizan los mejores tés verdes. La ceremonia aludida es
tan complicada, dice un memorial del siglo XVIII, que para aprender bien su arte «Se
necesita en ese país un maestro, al igual que se necesita en Europa para aprender a
bailar con perfección, a hacer la reverencia, etc.» 25 9
Porque el té, claro está, tiene sus ritos, al igual que el vino, como toda planta de
civilización que se precie. Incluso en las casas pobres de China y Japón, siempre hay
agua hirviendo lista para el té, a cualquier hora del día 260 • Es impensable recibir a un
huésped sin una taza de té, y en las casas chinas acomodadas «hay para ello, se nos
informa en 1762, instrumentos muy cómodos, como una mesa adornada [la mesa baja
tradicional], un hornillo al lado, cofres con cajones, tazones, tazas, platos, cucharillas,
azúcar cande en terrones del tamaño de avellanas que se mantienen en la boca mientras
se bebe el té, procedimiento que altera poco el sabor de éste y permite consumir menos
azúcar. Todo ello va acompañado de diferentes confituras, tanto secas como líquidas,
dándose mucha más maña los chinos para hacerlas delicadas y sabrosas» 261 que los con-
fiteros de Europa. Añadamos no obstante que, según los viajeros del siglo XIX, en el
norte de China, donde el té crece mal, «las gentes de baja da.Se social lo consideran un
lujo y sorben el agua caliente cort el mismo placer con el que las personas acomodadas
toman su infusión de té verde: se contentan con darle el nombre de té» 262 • Quizá es
Ja costumbre social del té la que propaga el extraño sucedáneo del agua caliente. A lo
mejor se trata tan sólo de la norma, existente en China y Japón, de beber todo calien-
te: d té, el sakí, el alcohol de arroz o de mijo, e incluso el agua. El P. de Las Cortes,
al beber una taza de agua fría, deja estupefactos a los chinos que le rodean y que in-
tentan disuadirle de una práctica tan peligrosa 263 • «Si los españoles, tan aficionados a
tomar en todas las estaciones bebidas helada.S; dice un libro rriuy razonable (1762), hi-
cieran como los chinos, no verían reinar tantas enfermedades entre ellos, ni tanta rigi-
dez y sequedad en su temperamento» 264 •
El té; bebida universal de China y de Japón, se extendió, aunque de una manera
menos general, al resto de Extremo Oriente. Para largos viajes, se le preparaba en pe-

212
Comidas y bebidas

queños bloques compactos que caravanas de yacs transportaban al Tíbet, desde tiempos
muy antiguos, a partir del Yangsekiang, por el camino más horrible que pueda haber
en el -mundo. Hasta la instalación del ferrocarril, eran caravanas de camellos las que
transportaban las tabletas de té a Rusia, y éstas son todavía hoy de consumo habitual
en ciertas regiones de la URSS.
También tuvo mucho éxito el té en el Islam. En Marruecos, el té con menta muy
azucarado se ha convertido en la bebida nacional, pero no llegó hasta el siglo XVIII,
introducido por los ingleses. No se generalizó hasta el siglo siguiente. En el resto del
Islam, conocemos mal sus itinerarios. Hay que señalar que los éxitos del té se han re-
gistrado todos ellos en p::ií~es que ignoran la vid: el norte de Europa, Rusia y el Islam.
Quizá haya que concluir que estas plantas de civilización se excluyen una a otra. Así
lo creía Ustáriz al declarar, en 1724, que no temía la extensión del té en España puesto
que el Norte sólo lo utilizaba «para suplir la escasez de vino» 26 $ Y a la inversa, ya que
los vinos y alcoholes de Europa tampoco conquistaron el Extremo Oriente.
La historia del café puede inducirnos a error. Lo anecdótico, lo pintoresco, lo inse-
guro, ocupan en ella un lugar enorme.
Se decía en el pasado que el cafeto 266 era quizá originario de Persia, y más proba-
blemente de Etiopía; en todo caso, cafeto y café no se encuentran antes de 1450. En

Interior de un café turco en Estambul. Sección de Grabados. (Cliché: B.N.)


Comidas y bebidas

esta fecha, se bebía café en Aden. Llega a La Meca ames de finales de siglo, pero en
1511 se prohíbe su consumo, así como, una vez más, en 15 24. En 1510, se señala su
presencia en El Caico. Lo encontramos en Estambul en 1555; desde entonces, a inter-
valos regulares, será tan pronto prohibido como autorizado. Mientras tamo se va ex-
tendiendo por todo el Imperio turco, llega a Damasco, a Alepo y a Argel. Antes de
acabar el siglo, el café está muy arraigado en casi todo el mundo musulmán. Pero, en
la India islámica es todavía muy poco frecuente en tiempos de Tavernier 267
Los viajeros occidentales hallaron el café, y a veces el cafeto, en los países del Islam.
Tal es el caso de un médico italiano, Prospero Alpini 268 , que vivió en Egipto hacia
1590, y de un viajero fanfarrón, Pietro della Valle, en Constantinopla, en 1615: «Los
turcos, escribe este último, tienen también un brebaje de color negro que durante el
verano resulta muy refrescante, mientras que en invierno calienta mucho, sin cambiar
no obstante de naturaleza y bebiéndose en ambos casos caliente.[ ... ] Se bebe a grandes
tragos, no durante la comida, sino después, como una especie de golosina, y también
a pequeños sorbos, para conversar a gusto en compañía de los amigos. Siempre que se
reúnen lo toman. Con este fin se mantiene encendido un gran fuego al lado del cual
están preparadas unas tacitas de porcelana, llenas de este líquido, y cuando está bas-
tante caliente hay hombres dedicados exclusivamente a servirlo, lo más caliente posi-
ble, a todos los presentes, dando a cada cual también unas pepitas de melón para que
se entretenga en masticarlas. Y con las pepitas y este brebaje al que llaman Cahué, se
distraen conversando [ ... ] a veces por espacio de siete u ocho horas» 26~
El café llegó a Venecia hacia 1615. En 1644, un comerciante de Marsella, La Roque,
trajo los primeros granos a su ciudad, junto a valiosas tazas y cafeteras 27 º. En 1643, la
nueva droga aparecía en París"', y quizá en 1561 en Londresm. Pero todas estas fechas
no se refieren más que a una primera llegada furtiva, y no a los comienzos de la no-
toriedad o de un consumo público.
De hecho, fue en París donde se le deparó la acogida que hizo posible su éxito. En
1669, un embajador turco, arrogante pero hombre de mundo, Solimán Mustafá Raca,
celebró muchas recepciones en las que ofrecía café a sus visitantes parisinos: la emba-
jada fracasó, pero el café triunfó 273 • Al igual que el té, tenía fama de ser un medica-
mento maravilloso. Un tratado sobre L 'Usage du caphé, du thé et du chocolate que
apareció en Lyon, en 1671, sin nombre de autor, obra quizá de Jacob Spon, especifi-
caba todas las cualidades que se atribuían al nuevo brebaje, «que deseca todo humor
frfo y húmedo, expulsa los vientos, fortifica el hígado, alivia a los hidrópicos por su
naturaleza purificadora; resulta también excelente contra la sarna y la corrupción de la
sangre; refresca el corazón y el latido vital de éste, alivia a los que tienen dolores de
estómago y a los que han perdido el apetito; es igualmente bueno para las indisposi-
ciones de cerebro frías, húmedas y penosas. El humo que desprende es bueno contra
los flujos· oculares y los zumbidos de oídos; resulta excelente también para el ahogo,
Jos catarros que atacan al pulmón, los dolores de riñón y las lombrices, es un alivio ex-
traordinario después de haber bebido o comido en exceso. No hay nada mejor para fos
que fornen mucha fruta» 274 No obstante, otros médicos y la opinión pública preten-
dían que el café era un anafrodisiaco, que era una «bebida de castrados» 27 f.
Gracias a esta propaganda y a pesar de las acusaciones, el uso del café se generaliza
en Par1s 276 butante los últimos años del siglo XVU aparecen los comerciantes ambu-
lantes; armenios vestidos a la turca y con turbantes, llevando ante sí la cesta con la ca-
fetera, el infiernillo encendido y las tazas. Hatariun, un armenio conocido con el
nombre de Pascal, abría en 1672 el primer establecimiento en el que se vendió café,
en uno de los puestos de la feria de Saint-Germain, que se instalaba desde hacía siglos
cerca de la abadía de la que dependía, en el emplazamiento de las actuales calles del
Four y de Saint-Sulpice. los negocios de Pascal no marcharon bien, y se trasladó a la

214
Comidas y bebidas

orilla derecha, al Quai de l'Ecole du Louvre, donde durante cierto tiempo contó con
la clientela de algunos levantinos y caballeros de Malta. Se trasladó más tarde a Ingla-
terra. A pesar de su fracaso, se abrieron otros cafés. Como por ejemplo, también por
iniciativa de un armenio, el de Maliban, primero en la calle de Buci, más tarde tras-
ladado a la calle Férou. El más célebre, de concepción ya moderna, fue el de Francesco
Procopio Coltelli, antiguo mozo de Pascal, nacido en Sicilia en 1650 y que más tarde
se hizo llamar Procope Couteau. Se había instalado primero en la feria de Saínt-Ger-
maín, después en la calle de Tournon, y por último pa~, en 1686, a la calle Fossés-
Saint-Germain. Este tercer café, el Procope -todavía existe hoy-, se encontraba cerca
del centro elegante y dinámico de la ciudad, que entonces era la glorieta de Buci, o
mejor aún el Pont-Neuf (antes de que lo fuera, en el siglo XVIII, el Palais-Royal). Apenas
abierto, tuvo la suerte de que la Comédie Fran~aise viniera a instalarse frente a él en
1688. La habilidad del siciliano acabó de coronar su éxito. Tiró los tabiques de dos
casas contiguas, puso en las paredes tapices, espejos, en el techo arañas, y sirvió no sólo
café, sino también frutas confitadas y licores. Su establecimiento se convirtió en el lugar
de cita de los desocupados, de los charlatanes, de los buenos conversadores, de los
hombres ingeniosos (Charles Duflos, futuro secretario de la Academia francesa fue uno
de los pilares de la casa), de las mujeres elegantes: el teatro estaba cerca y Procope tenía
un palco en el que hacía servir refrescos.
El café moderno no podía ser únicamente privilegio de un barrio o de una calle.
Además el movimiento de la ciudad va quitando importancia poco a poco a la orilla
izquierda en beneficio de la orilla derecha, más dinámica, como demuestra un escueto
mapa de los cafés parisinos en el siglo XVIII, er. total entre 700 y 800 establecimien-
tos277 Se confirma entonces el éxito del Café de la Régence, fundado en 1681 en la
plaza del Palais-Royal (al agrandarse ésta, se trasladó hasta su actual emplazamiento
en la calle de Saint-Honoré). Poco a poco, las tabernas fueron siendo desplazadas por
el éxito de los cafés. La misma moda imperaba en Alemania, en Italia y en Portugal.
En lisboa, el café, que procedía de Brasil, era barato, así como el azúcar molido que
se utilizaba en tales cantidades que, según cuenta un inglés, las cucharas se sostenían
de pie en las tazas 2's.
Además el café, brebaje de moda, no iba a mantenerse como bebida tan sólo de
los elegantes. Mientras todos los precios subían, la producción sobreabundante de las
islas mantenía más o menos estable el coste de la taza de café. En 1782, Le Grand
d' Aussy explica que «el consumo se ha triplicado en Francia; no hay casa burguesa,
añade, en la que tio se sirva café; no hay aprendiza, cocinera ni doncella que no de-
sayune, por la mañana, café con leche. En los mercados públicos, en ciertas calles y
pasajes de la capital, se instalan mujeres que venden al populacho lo que llaman café
con leche, es decir, leche de mala calidad coloreada con posos de café que han com-
prado a los servidores de las casas ricas o en los almacenes de café. llevan este licor en
un recipiente de hojalata, provisto de un grifo para servirlo y de un hornillo pata ca-
lentado. Cerca del puesto había, por lo general, un banco de madera. De repente se
ve llegar, con sorpresa, a una mujer de las Halles o a un mozo de cuerda que piden
café. Se les sirve en una de esas grandes tazas de loza a las que llaman génieux. Estos
dignos personajes toman el café de pie, con su fardo a la espalda a menos que, por un
refinamiento de voluptuosidad, decidan depositar su carga en el banco y sentarse. Desde
mi ventana que da al hermoso Quai [el Quai del Louvre, cerca de Pont Neuf], veo a
menudo este espectáculo en una de las barracas de madera construidas desde el Pont
Neuf hasta cerca del louvre. Y a veces he visto escenas que me han hecho lamentar el
no ser Teniers o Callot» 279.
Digamos, para enmendar este cuadro pintado por un horrible burgués de París,
que el espectáculo más pintoresco o, mejor dicho, el más conmovedor, es quizá el que

215
Comidas y bebidas

ofrecen las vendedoras ambulantes, en las esquinas, cuando los obreros se dirigen al
despuntar el día hacia su trabajo: llevan cargado a la espalda el recipiente de hojalata
y sirven el café con leche «en cuencos de barro por dos sueldos. No abunda el azúcar ...
El éxito es, sin embargo, enorme; los obreros «han encontrado más económico, con
más recursos y más sabor, este alimento que cualquier otro. En consecuencia, lo beben
en cantidades prodigiosas y dicen que les suele ayudar a mantenerse en pie hasta la
noche. Por tanto, no realizan ya más que dos comidas, la más importante a mediodía,
y la de la noche ... »28 º que consiste en unas lonchas de carne fría aderezadas con aceite,
vinagre y peregil.
El hecho de que, desde mediados del siglo XVIII, aumentara tanto el consumo de
café, y no sólo en París y en Francia, se debe a que Europa organizó desde entonces,
por sí misma, su producción. Mientras el mercado mundial dependió tan sólo de los
cafetales de Moka, en Arabia, las importaciones europeas habían sido forzosamente li-
mitadas. Ahora bien, en 1712 ya se habían plantado cafetos en Java; en 1716, en la

El café Procope, lugar de cita elegante, con los retratos de sus cliente.r ilustres: 811.ffon, Gilbert,
Diderot; D'Alembert, Marmontel, Le Kain, ].-B. Rotmeau, Voltaire, Piran, D'Holbach. (Foto-
grafla B.N.)

216
Comidas y bebidas

isla de Borbón (la Reunión); en 1722, en la isla de Cayena (atravesó, pues, el Atlán-
tico); en 1723-1730 en la Martinica; en 1730 enJamaica; en 1731 en Santo Domingo.
Estas fechas no son las de producción. Las importaciones de café de las islas a Francia
comienzan en 1730 281 • Fue necesario que los cafetales crecieran y se multiplicaran. En
17 31, e1 P. Char!evoix lo explica: «Nos enorgullece ver el café enriquecer nuestra isla
[Santo Domingo]. El árbol que lo produce está ya tan hermoso[ ... ] como si fuera na-
tural del pafs, pero hay que darle tiempo para aclimatarse» 282 El café de Santo Do-
mingo, último en llegar a Jos mercados, fue también el menos cotizado y el más abun-
dante de todos: unos sesenta millones de libras de producción en 1789, mientras que
el consumo de Europa, cincuenta años ames, era quizá de 4 millones de libras. El moka
sigue en cabeza en lo que a calidad y precios se refiere, después los cafés de Java y de
la isla de Barbón (la buena calidad: «grano pequeño y azulado como el de Java»), luego
los productos de la Martinica, de Guadalupe y, por último, de Santo Domingo 283
Hay que tomar, no obstante, ciertas precauciones para no aumentar las cifras de con-
sumo: así nos invita a hacerlo cualquier control relativamente preciso 284 • En 1787,
Francia importaba unas 38.000 toneladas de café, reexportaba 36.000 y París conserva-
ba, para su propio uso, un millar de toneladas 28' . Algunas ciudades de provincia no
habían adoptado todavía la nueva bebida. En Limoges, los burgueses no bebían café
más que «como medicamento». Tan sólo ciertas categorías sociales -como los jefes de
posi:as del norte'- seguían la moda.
Se impone, pues, indagar las posibles clientelas. A través de Marsella, el café de la
Martinica conquista Levante después de 1730, a expensas del café de Arabia 286 • La Com-
pañía holandesa de las Indias, que abastece de café a Persia y a la India musulmana,
que habían permanecido fieles al moka, hubiera querido colocar allí sus excedentes de
Java. Si se añaden a los 150 millones de europeos los 150 millones de musulmanes,
hay, no obstante, en el siglo XVIII, un mercado virtual de 300 millones de personas,
la tercera parte quizá de la población mundial, que beben café, o son susceptibles de
beberlo. Como es lógico, el café, al igual que el té, se ha convertido en una «mercancía
real!>, en un medio de enriquecerse. Un activo sector del capitalismo está interesado en
su producción, su difusión y su éxito. De ahí que produjera un importante impacto
en la vida social y cultural de París. El café (establecimiento en el que se sirve la nueva
bebida) se convierte en el lugar de cita de los elegantes, de los ociosos y también en
el refugio de los pobres. «Hay personas, escribe Sébastien Mercier (1782), que llegan
al café hacia las diez de la mañana para no salir hasta las once de la noche [es la hora
obligatoria de cierre que controla la policía]; cenan una taza de café con leche, y toman
a última hora una bavaroise»2s7
Una anécdota muestra la lentitud del progreso popular del café. Momentos antes
de la ejecución de Cartouche (29 de noviembre de 1721), el procurador, que estaba
bebiendo café con leche, ofreció al reo una taza: «Respondió que no le gustaba esa be-
bida y que prefería un vaso de vino, con un poco de pan» 288 •

Los estimulantes:
el triunfo del tabaco

Numerosas fueron las diatribas contra las nuevas bebidas. Hubo quien escribió que
a Inglaterra fa arruinarían sus posesiones de Indias, en definitiva por «el estúpido lujo
del té» 289 • Sébastien Mercier, en el paseo moral -¡y tan moral!- que realiza por el
París del año 1440, es guiado por un «sabio» que le dice con firmeza: «Hemos recha-

217
Comidas y bebidas

zado tres venenos que usabais continuamente: tabaco, café y té. Aspirabais un desa-
gradable polvo que os privaba de la memoria, a vosotros franceses que teníais tan poca.
Os quemabais el estómago con licores que lo destruyen, acelerando su acción. Las en-
fermedades nerviosas, que padecíais de forma tan habitual, se debían a esos aguachir-
les que acababan con el jugo nutricío de la vida animal» 29 º...
En realidad, toda civilización necesita unos lujos alimentarios y una serie de esti-
mulantes, de excitantes. En los siglos Xll y Xlll surgió la locura de las especias y de la
pimienta; en el siglo XVI, el primer alcohol; después, el té, el café, sin contar el taba-
co. Los siglos XIX y XX tendrán también sus nuevos lujos, sus drogas beneficiosas o ne-
fastas. En cualquier caso, nos gusta ese texto fiscal veneciano que a principios del si-
glo XVIII, de manera razonable y no carente de humor, precisa que la tasa sobre las
acque ge/ate, el café, el chocolate, el «herba té» y demás «bevande» se extiende a todas
las cosas semejantes, «inventate, o da inventarsi», inventadas o por inventar 291 Claro
está que Michelet exagera al ver en el café, ya durante la Regencia, la bebida de la Re-
volución m, pero los historiadores prudentes exageran también cuando hablan del Gran
Siglo y del siglo XVIII olvidando la crisis de la carne, la revolución del alcohol y, siempre
con una erre minúscula, la revolución del café.
¿Se trata, por nuestra parte, de un error de perspectiva? Creemos que con el agra-
vamiento -o por lo menos con el mantenimiento- de dificultades alimentarias muy
serias, la humanidad necesitó compensaciones, de acuerdo con una regla constante de
su vida.
El tabaco es una de esas compensaciones. Pero, ¿cómo clasificarlo? Louis Lemery,
«doctor regente en la Facultad de Medicina de París, de la Real Academia de CienciaS»,
no vacila en hablar de él en su Traité des Aliments (1702), precisando que la planta
puede «aspirarse, fumarse o masticarse». Habla también de las hojas de coca, parecidas
a las del mirto, que «aplacan el hambre y el dolor y confieren fuerzas», pero no habla
de la quina, aunque alude al opio, consumido más aún entre los tuteos que en Occi-
dente, droga de «uso peligroso» 293 • Lo que se le escapa es la inmensa aventura del opio
de la India a Insulindia, en una de las líneas fundamentales de la expansión del Islam,
incluso hasta China. En este terreno, el gran viraje se iniciará después de 1765, tras la
conquista de Bengala, con el monopolio establecido entonces en beneficio de la East
India Company sobre los campos de adormideras, antigua fuente de ingresos del Gran
Mogol. Realidades que, como es natural, Louis Lemery ignora en esos primeros años
del siglo. Tampoco conoce el cáñamo indio. Ya sean estupefacientes, alimentos o me-
dicamentos, se trata de grandes personajes, destinados a transformar y a trastocar la
vida cotidiana de los hombres.
Hablemos tan sólo dd tabaco. Entre los siglos XVI y XVII, va a apoderarse del mundo
entero, siendo su éxito todavía mayor que el del téo el del café, lo que no es poco decir.
El tabaco es una planta originaria del Nuevo Mundo: ;iJ !legar a Cuba, el 2 de no-
viembre de 1492, Colón observa que hay indígenas que fuman unas hojas enrolladas
de tabaco. La planta había de pasar a Europa con su nombre (o caribe, o brasileño),
constituyendo durante largo tiempo tan sólo una curiosidad de los jardines botánicos,
o siendo conocida por las virtudes medicinales que se le adjudican. Jean Nicot, emba-
jador del cristianísimo rey de Francia en Lisboa (1560), envía a Catalina de Médicis
polvo de tabaco para aliviar la jaqueca, siguiendo en esto costumbres portuguesas.
André Thevet, otro introductor en Francia de la planta, asegura que los indígenas del
Brasil la utilizan pata eliminar los «humores superfluos del cerebro»z94 • Como era de
esperar, eri París un tal Jacques Gohory (tl576) le atribuyó, durante un corto espacio
de tiempo, las virtudes de un remedio universal m
La planta, cultivada en España desde 1558, se difundió pronto en Francia, en In-

218
Comidas y bebidas

«The so/id enjo:yment o/ bottle and friend». Grabado inglés de 1774. El tabaco y el aporto han
acabado con la conversación. (Fotografía Snark.)

219
Comidas y bebidas

glaterra (hacia 1565 ), en Italia, en los Balean es y en Rusia. Se encontraba en 15 75 en


Filipinas, habiendo llegado con el «galeón de Manila»; en 1588 en Virginia, donde su
cultivo no conoció su primer auge hasta 1612; en Japón hacia 1590; en Macao desde
1600; en Java en 1601; en la India y en Ceilán hacia 1605-161Ql96 Esta difusión es
tanto más notable cuanto que el tabaco, en sus orígenes, carecía de un mercado pro-
ductor, entiéndase de una civilización, como la pimienta en sus lejanos principios (la
India), como el té (China), como el café (el Islam), incluso como el cacao, que contó
con el apoyo, en Nueva España, de un «cultivo» de alta calidad. El tabaco procedía de
los «salvajes» de América; fue, pues, necesario asegurar la producción de la planta antes
de gozar de sus beneficios. Pero, ventaja incomparable, tenía una gran capacidad de
adaptación a los diferentes climas y a los diversos suelos, y una pequeña parcela de
tierra producía una sustanciosa cosecha. En Inglaterra se difundió particularmente de-
prisa entre los pequeños campesinosi97
la historia del tabaco comercializado no se esboza antes de los primeros años del
siglo XVII en lisboa, Sevilla y sobre todo en Amsterdam, aunque el éxito del rapé co-
nienzaia por lo menos en 1558 en lisboa. Pero de las tres maneras de utilizar el tabaco
(aspirar, fumar y mascar), las dos primeras fueron las más importantes. El «tabaco en
polvo» pronto fue objeto de diferentes manufacturas, según los ingredientes que se le
añadían: almizcle, ámbar; bergamota, azahar. Hubo tabaco «al estilo de España»; «ton
perfume de Malta», «con perfume de Roma'I>, «las damas ilustres tomaban tanto tapé
como fos grandes señores». No obstante; aumentaba el éxito del «tabaco de fumar»:
durante mucho tiempo se utilizó la pipa; después aparecieron los puros (las hojas en-
rolladas «de la longitud de una vela 298» fumadas por los indígenas de la América his-
pánica no fueron inmediatamente imitados en Europa, salvo en Espana, donde Savary
señala la presencia poco corriente de esas hojas de tabaco cubano «que se fornan sin
pipas, enrollándolas en forma de cucurucho»i99 ); y finalmente los cigarrillos. Estos úl-
timos aparecieron sin duda en el Nuevo Mundo puesto que una memoria francesa de
1708 señala «la cantidad infinita de papel» importada de Europa pata «los pequeños
rollos donde envuelven el tabaco picado para fumarlo»'ºº· El cigarrillo se difundió desde
España durante las guerras napoleónicas: entonces se extendió la costumbre de enrollar
el tabaco en un papel de pequeño formato, un papelito. Posteriormente, el papelito
llega a Francia, donde cuenta con el apoyo de la juventud. Mientras tanto el papel se
había ido aligerando y el cigarrillo se utilizó ya de forma habitual en la época de los
románticos. George Sand, refiriéndose al médico que trató a Musset en Venecia, excla-
ma: «Todas sus pipas valen menos que uno de mis cigarrillos» 3º1• .
Conocemos los primeros usos del tabaco por las severas prohibiciones de los gobier-
nos (antes de que se percataran de las grandes posibilidades de entradas fiscales que el
tabaco ofrecía: la recaudación de impuestos sobre el tabaco se organiza en Francia en
1674). Estas prohibiciones dieron la vuelta al mundo: Inglaterra 1604,Japón 1607-1609,
Imperio otomano 1611, Imperio mongol 1617, Suecia y Dinamarca 1632, Rusia 1634,
Nápoles 1637, Sicilia 1640, China 1642, Estados de la Santa Sede 1642, Electorado de
Colonia 1649, Wurtemberg 1651 302 • Resultaron, desde luego, letra muerta, en parti-
cular en China, donde fueron renovadas hasta 1776. Desde 1640, en el Cheli, el uso
del tabaco se había generalizado. En el Fukien (1644), «todo el mundo lleva una larga
pipa en la boca, la enciende, aspira y exhala el humo» 3º3 • Se plantó tabaco en grandes
regiones y se exportó desde China a Siberia y Rusia. Al terminarse el siglo XVIII, todo
el mundo fumaba en China, tanto los hombres como las mujeres, tanto los mandari-
nes como los miserables, y «hasta los chiquillos de dos palmos. ¡Qué deprisa cambian
las costumbres!», exclama un erudito del Chekiang 304 • lo mismo ocurría en Corea desde
1668, habiéndose importado el cultivo deJ tabaco de Japón hacia 1620!0$ Pero en
lisboa, en el siglo XVIII, también los niños tomaban rapé 306 • Todos los tabacos, todas
220
Comidas y bebidas

las maneras de utilizarlos, eran conocidos y aceptados en China, incluido, desde el si-
glo XVII, a partir de Insulindia y de Formosa y por mediación de la OoJt lndi.rche Com-
panie, el consumo de un tabaco mezclado con opio. «La mejor mercancía que se puede
transportar a las Indias orientales, repite un aviso de 1727, es el tabaco en polvo, tanto
el de Sevilla como el de Brasil». En todo caso, el tabaco no cayó en desgracia ni en
China ni en la India, como ocurrió en Europa (exceptuando el rapé) durante un corto
período de tiempo sobre el que tenemos poca información, en el siglo XVIII. Esta caída
en desgracia, obviamente, fue relativa: las gentes acomodadas de San Petersburgo y
todos los campesinos de Borgoña fumaban en esa épocal 07 Ya en 1723. el tabaco de
Virginia y de Maryland que Inglaterra importaba, para reexportar por lo menos dos ter-
ceras partes a Holanda, Alemania, Suecia y Dinamarca, ascendía a 30.000 barricas al
año y movilizaba 200 buquesl08
En todo caso, se fue acrecentando la costumbre de fumar en Africa y el éxito que
allí tuvieron las grandes cuerdas de tabaco negro, de tercera calidad, pero recubiertas
de melaza, animó hasta el siglo XIX un tráfico dinámico entre Bahía y el golfo de Benin,
donde se mantuvo una trata negrera clandestina hasta aproximadamente 1850 309

El alegre bebedor, de]. Leyster (1629), con lo.r avíos del perfecto fumador: pipa, tabaco, largas
cerillas y brasero. Rijksm11seum. (Fotografía del muuo.)

221
Capítulo 4

LO SUPERFLUO Y LO
NECESARIO: EL HABITAT, EL
VESTIDO Y LA MODA

En los párrafos del capítulo anterior -del consumo de fa carne al del tabaco-
hemos tratado de delimitar lo que corresponde a lo superfluo y lo que corresponde a
lo necesario. Para terminar el recorrido, tenemos que estudiar la vivienda y el vestido,
lo que nos permitirá establecer, nuevamente, un paralelismo entre pobres y ricos. Es,
en efecto, en la casa, en el mobiliario y en el vestir donde mejor puede manifestarse
el lujo. Se muestra avasallador. Parece como si tuviera derecho a rodo. Y tendremos
también ocasión de considerar las oposiciones entre civilizaciones: ninguna ha utilizado
las mismas soluciones.

222
El hábitat, el vestido y la moda

LAS CASAS
DEL MUNDO ENTERO

Entre Jos siglos XV y XVIII, no podemos destacar más que algunos rasgos de conjun-
to, indiscutibles, pero nada sorprendentes, sobre las casas. No es posible observarlos,
percibirlos todos.
Menos mal que, salvo en uno de cada cien casos, nos encontramos con permanen-
cias, o por lo menos con lentas evoluciones. Numerosas casas, conservadas o restaura-
das, nos transportan tanto al siglo XVIII como al XVI o XV, e incluso más allá: así suce-
de en la calle de Oro del Hradschin de Praga, o en la maravillosa ciudad de Santillana,
cerca de Santander. Refiriéndose a Beauvais, un observador declara, en 1842, que nin-
guna ciudad ha conservado tantas casas antiguas, y nos describe <<Unas cuarenta casas
de madera que se remontan a los siglos XVI y XVIll• 1.
Además, toda casa se construye o se reconstruye siguiendo modelos tradicionales.
En este terreno es más notoria: que en otros la fuerza del precedente. Cuando se re-
construyeron en Valladolid las casas de los ricos, después del terrible incendio de 1564,
se. recurrió a unos albañiles que representaban, inconscientemente por lo demás, los an-
tiguos oficios musulmanes 2 • De ahí el arcaísmo de las nuevas y. hermosas casas. Pero
en todas partes entran en juego las c:ostumbres y las tradiciones: son viejas herencias
de fas que nadie se libera. Así, por ejemplo, la: manera que tienen las casas del Islam
de cerrarse sobre sí mismas. Un viajero constata con razón, en la Persia de 1694, que
todas fas casas acomodadas «son de la misma arquitectura. Se ern;uencra por lo general
en medio del edificio una sala de unos 30 pies en cuadrado, cuyo cenero lo constituye
un hueco lleno de agua, en forma de pequeño estanque rodeado de alfornbras» 3 • Esta
permanencia es aún más notoria entre los campesinos del mundo entero. Ver construir,
a partir de una endeble armadura de madera, una casa de campesino muy pobre, de
caboclo, en la región de Vitoria, al norte de Río de Janeiro, en 193 74. significa dispo-
ner de un documento sin edad, válido para muchos siglos anteriores. Lo mismo se
puede decir de las sencillas tiendas de los nómadas: perduran durante siglos sin modi-
ficarse, tejidas frecuentemente en el mismo telar primitivo de antaño.
En resumen, una «casa», dondequiera que se encuentre, dura y expresa las lentitu-(;: (
des de las civilizaciones, de las culturas, obstinadas en conservar, en mantener, en-J
repetir.

1..os materiales ricos de construcción:


la piedra y el ladrillo

Esta repetición resulta natural teniendo en cuenta que los materiales de construc-
ción varían poco y que imponen en cada región ciertos condicionantes. Lo que no quiere
decir, desde luego, que las civilizaciones estén enteramente dominadas por el sillar, el
ladrillo, la madera o el barro. Sin embargo son, frecuentemente, condicionantes de
larga duración. «A falta de piedra, observa un viajero (añadamos: a falta de madera].
se ven obligados [en Persia] a construir murallas y casas de barro». De hecho, estaban
construidas con ladrillos, a veces cocidos, generalmente secados al sol. «Las personas
ricas embellecen estas murallas exteriores con una mezcla de cal, de verde de Moscovia
y de goma que les da un tono plateado»¡ Sin embargo, eran muros de arcilla y la geo-

223
Una calle en Delft, hacia 1659. Casas de ladnllo, postigos de madera, cnstales fijos. Amsterdam,
Rijksmu~euin. (Fotografia del Museo.)
El hábitat, el vestido y la moda

grafía lo explica, aunque no totalmente. Los hombres tienen también su parte de


responsabilidad.
Cuando la piedra resulta ser un lujo, hay que pagar su precio, a no ser que se
recurra a soluciones intermedias: mezclar el ladrillo con la piedra, como ya hacían los
albañiles romanos, bizantinos y también habitualmente los albañiles turcos o chinos;
utilizar madera y piedra, o reservar la piedra tan sólo para palacios y templos. En el
Cuzco de los incas, la piedra triunfa en exclusiva, pero entre los mayas sólo los obser-
vatorios, los templos y los estadios poseen este privilegio. Junto a estos monumentos,
el viajero puede imaginar las chozas de ramaje y de adobe de la vida cotidiana, tal y
como se pueden ver todavía hoy alrededor de las ruinas de Chichén Itzá o de Palen-
que, en el Yucatán. También en el Dekán, la prestigiosa arquitectura de piedra de las
ciudades rectangulares asciende hacia el norte, hasta las tierras blandas de la llanura
indogangética.
En Occidente y en el Mediterráneo, una civilización de la piedra necesitó varios si-
glos para instalarse. Hubo que explotar canteras, escoger piedras fáciles de trabajar y
que se endurecieran después al aire libre. Hubo que hacer inversiones durante siglos.
Alrededor de París, hay innumerables canteras de areniscas, de arenas, de caliza.
tosca, de yeso ... La ciudad socavó previamente su propio emplazamiento. París se ha
construido sobre enormes excavaciones «del lado de Chaillot, de Passy, y del antiguo
camino de Orléansl), bajo «todo el faux-bourg Saint-Jacques, la calle de la Harpe e in-
cluso fa calle de Tourrion» ... 6 , Hasta la primera guerra mundial se utilizó mucho la ca-
liza tosca, que se cortaba eri grandes bloques en las estaciones de los alrededores de la
ciudad y luego se transportaba a París en grandes carromatos. En todo caso no nos de-
jemos engañar por estas imágenes: París no siempre ha sido una ciudad de piedra. Para
ello, hubo que realizar', a partir del siglo XV, un trabajo enorme, llevado a cabo por
multitud de carpinteros procedentes de Normandía, techadores, herreros, albañiles del
Llmousin (habituados al trabajo rudo), tapiceros especialistas en labores delicadas, e in-
numerables yeseros. Todas las tardes, en la época de Sébastien Mcrcicr, unas huellas
blancas marcaban el camino seguido por los yeseros para volver a sus casas 7 • Y todavía
se construyeron en aquella época muchas casas que sólo tenían el basamento de piedra,
mientras que los pisos superiores seguían siendo de madera. Durante el incendio del
Petit Pont, el 27 de abril de 1718, las casas de madera ardieron sin remisión, como un
«gran horno de cal [donde J se veían caer vigas enteras». Las pocas casas de piedra que
había hicieron de diques protectores que no pudo sobrepasar el fuego. «El Petit Cha-
telet, que está muy bien construido, observa un testigo, ha salvado la calle de la Hu-
chette y un lado de la calle Galande» 8
Por consiguiente, París ha sido durante largo tiempo una ciudad de madera seme-
jante a muchas otras: a Troyes, que ardió completamente en el gran incendio de 1547;
a Dijon, que todavía tenía casas de madera con techumbre de bálago en el siglo XVII;
tan sólo entonces se impuso la piedra, y con ella las tejas, en particular las doradas que
surgieron entonces 9 En Lorena, Jas casas de ciudades y pueblos estaban cubiertas de
tablillas de madera, adoptándose tardíamente la teja redonda, a pesar de que una tra-
dición persistente, pero falsa, la considere una supervivencia de la época romana 10 • En
ciertas aldeas del Wetterau, cerca del Main, hubo que prohibir, en el siglo XVII, cubrir
las casas con paja o incluso con tablillas irregulares. Seguramente por el peligro de in-
cendios. Estos eran tan frecuentes en Saboya, que la administración del rey de Cerdeña
propuso, en 1772, no socorrer a los damnificados, «en las ciudades, villas y grandes
pueblos», más que si las nuevas techumbres eran de teja o de pizarra 11 • En resumen,
en todas partes, la aparición de la piedra y de la teja se hizo por coacción e incluso por
concesión de primas. La cubierta de tejas seguía siendo el «símbolo del bienestar» en
la llanura del Saone, en el siglo xvm 12 , y, todavía en 1815, constituía una excepción
225
Un pueblo grande, cerca de Nuremberg, en 1600~· ilnai cincuenta casas de las que aproximada·
mente cuarenta tienen techo de paja (las más oscuras), y unas diez de teja (las más claras); dos
molinos (uno de ellos con dos ruedas}, prados, campos labrados. Alrededor del pueblo, una em·
palizada. (Hauptamt fiir Hochbauwesen Nümberg.)

eri el hábitat rural de Francia ü. En el museo de Nuremberg, un dibujo que enumera


con precisión las casas de tin pueblo, muestra en color rojo las techumbres de teja y en
coloi: gris las techumbres de paja: podemos estar seguros de saber así, de antemano,
cuáles son los campesinos pobres y cuáles son los acomodados.
Tampoco triunfó el ladrillo, de Inglaterra a Polonia, en un principio; sustituyó por
lo general a una arquitectura de madera. En Alemania su éxito comienza precozmente,
aunque a pasos lentos, a partir del siglo XII.
Mientras París se convierte en una ciudad de piedra, Londres adopta, desde la época
de fa reina ISabel, el ladrillo. La transformación se llevó a cabo tras el incendio de 1666
qtie consumió las tres cuartas partes de la dudad, más de 12.000 casaS, gracias a una
i:econstrucdóri masiva y desordenada, pero que hubiera sido imposible ordenar.
También en Amsterdam, en e1 siglo XVII, se utilizó el ladrillo para todas las nuevas cons·
trucciones, un ladrillo oscurecido por revestimientos protectores de alquitrán, que con·
crasta con la piedra blanca de los frontones y cornisas. En Moscú, en 1662, las casas
eran normalmente de madera, pero desde unos años antes, «por vanidad, o por mayor
seguridad contra los incendios [ ... ] que eran muy frecuentes», se construían casas de
ladrillo en cnúmdo bastante elevado» 14 •

226
El hábitat, el vestido y la moda

Así los materiales se van sucediendo en el tiempo, y esta sucesión marca la línea de
los progresos y de las mejoras. Pero los materiales coexisten también, casi en todas
partes. En China, por ejemplo, junto a la madera -muy utilizada- y el adobe, el
ladrillo ocupa un lugar considerable en la arquitectura doméstica de las ciudades y de
algunas zonas rurales privilegiadas. Las murallas de las ciudades son habitualmente de
ladrillo, los puentes se construyen a menudo con piedra y ciertos caminos están empe-
drados. En Cantón, las casas bajas y de un solo piso, como es habitual en China, cons-
truidas de forma muy poco sólida, casi sin cimientos, son de ladrillo crudo o cocido,
recubierto de una argamasa de paja y de cal1~ Ni piedra ni mármol, que constituyen
un lujo principesco. En el enorme recinto donde se sitúan los palacios de Pekín, se su-
ceden hasta el infinito las terrazas, escaleras y balaustradas de mármol blanco y «todos
los edificios están construidos sobre zócalos de mármol gris rojizo», de la altura de un
hombre 16 • Los tejados de bordes levantados, cubiertos con las célebres tejas de cerámica
vidriada, se apoyan en columnas de madera y en «un bosque de vigas, de travesaños y
de listones de madera, revestidos de barniz verde, con figuras doradas» 17 En la arqui-
tectura china, rto se señala esta mezcla: del mármol y de. la madera más que en el caso
del palado imperial, que era por sí solo una ciudad excepcional. Al describir Chau-
king-fo, ciudad del Chekiang, «Situada en una de las llanuras más hermosas del mundo
y que se parece mucho a Venecia», con sus canales cubiertos de puentes y sus calles
«pavimentadas con piedra blanca», un viajero añade: «Una parte de las casas está cons-
truida con sillares de piedra de una blancura extraordinaria, lo que no tiene parangón
en las demás ciudades de China> 18 •

Los demás materiales de construcción:


madera, barro, telas

La madera, asociada o no a la arcilla o al adobe, domina allí donde la geografía y


la tradición favorecieron su uso: en Picardía, en Champaña, en los países escandinavos
y moscovitas, en las regiones renanas, y allí donde cierto retraso ayudó a su manteni-
miento. Los pintores de la Escuela de Colonia muestran habitualmente, en el siglo XV,
casas de adobe y de entramado de madera. En Moscú, las casas de madera prefabrica-
das podían ser montadas en unas horas, o desplazadas allí donde quisiera su compra-
dor1'1 El bosque omnipresente, dueño del espacio y del paisaje, impone y ofrece sus
servicios. No era necesario recurrir a otro material. En Polonia, donde el denso bosque
cubre grandes superficies, así como en Moscovia, el campesino, para construir su casa,
«tala pinos, corta por la mitad los troncos en sentido longitudinal, los coloca sobre
cuatro grandes piedras situadas en los cuatro ángulos de un cuadrado para servir de
base, procurando poner hacia dentro el lado plano; realiza unas incisiones en sus ex-
tremidades para poder cruzarlos en los ángulos sin dejar demasiado hueco; levanta de
esta forma un recinto de seis pies de airo por doce de ancho, en el que deja dos aber-
turas, una de un pie aproximadamente para la luz, y otra de cuatro o cinco para los
hombres; dos o tres cristales o un papel aceitado cierran la ventana. En uno de los án-
gulos de la base se elevan cuatro varas que forman las aristas de una pirámide trunca-
da, entretejidas con ramas y arcillas, para servir de tubo conductor al humo de un horno
construido en el interior». Todo este trabajo se hacía con un «Único instrumento»: el
hacha 20 Este modelo no sólo se utilizó en la Europa del Este; aparece también en los
Alpes franceses o italianos y la casa del «pionero» en América del Norte no se diferen-
ciaba mucho de él.

227
El hábitat, el vestido y la moda

En París, en 1620, el puente de madera de la Tournelle. Dibujo de Mathan. (Cliché del autor.)

Allí donde la madera escaseaba -convirtiéndose por tanto en un lujo-, sólo se


podía recurrir a la arcilJa y a la paja. Cerca de Goa, en tiempos de los portugueses, en
1639, las casas «son todas ellas de paja y de pequeñas dimensiones, y no tienen más
hueco que una estrecha puerta baja. No tienen más muebles que unas esteras de junco,
sobre las que se tienden para dormir o comer. [ ... ] Revocan sus casas con excrementos
de vaca, porque creen que éstos espantan las pulgas»~ 1 • Estas imágenes continúan siendo
válidas, todavía hoy, en numerosos distritos de la India: la casa sigue siendo dramáti-
camente angosta, sin hoga:r, sin ventana; las callejuelas de los pueblos están atestadas
de animales que carecen de establo.
La mayor parte de las casas rurales del norte de China, tal como las describieron
Macartney o Guignes, «están hechas simplemente de bloques de barro imperfectamen-
te cocidos al sol y moldeados entre tablas. [ ... J A veces los muros son sólo de mimbre,
con un enfoscado de arcilla. Las techumbres son, por lo general, de bálago, a veces de
hierba. Las habitaciones están separadas por celosías y tapizadas con papel sobre el que
se ven figuras de divinidades o columnas con sentencias morales. Cada casa tiene, a su
alrededor; un espacio vacío rodeado de cañizo o de tallos de kow lean [sorgo]i. 22 • El
modelo de caSá actual recuerda estas antiguas descripciones. En su simplicidad, está
constituida por un pequeño rectángulo, o todo lo más por dos o tres rectángulos, dis-
puestos, en este caso, en torno a un patio que cierra un muro. Las puertas y, cuando
existen, las ventanas, dan a este patio. Por lo general, el material utilizado es el ladrillo
y la teja en el sur (signo de riqueza, o tradición), el adobe y la paja (de sorgo o de
trigo) en el norte.

228
El hábitat, el vestido y la moda

C11.ra japonesa. La antigua casa china seguía este modelo. (Galería janette Ostier.)

Sin embargo, la casa, ya sea de ladrillo o de barro, se apoya casi siempre en una
armadur.a de madera. Toda construcción, en China, recibe (hasta nuestros días) el tí-
tulo de «empresa de tierra y de madera». Ahora bien, la madera escasea, sobre todo en
el norte chino, tan pelado, y a poco importante que sea la construcción, el abasteci-
miento en madera representa unos «gastos locos», tanto en dinero como en hombres.
Un funcionario del siglo XVI recuerda un refrán popular de Sichuan: «De cada mil per-
sonas que se adentran en las montañas en busca de madera, sólo vuelven quinientas».
El mismo testigo nos relata que, en el Hupei y el Sichuan, en cuanto se anunciaba una
demanda de madera para las construcciones imperiales, los campesinos «sollozaban de
desesperación hasta ahogarse~ .. » 2 i.
En líneas generales, China -y las regiones próximas que se encuentran en su zona
de influencia cultural- construyen en el suelo, «con materiales resistentes»: todo es re-
lativo. Por el contrario, en el Sureste de Asia (Laos, Camboya o Siam, excepto las re-
giones vietnamitas influidas por China) se han utilizado, la mayor parte del tiempo,
casas y graneros sobre pilotes, es decir una construcción forzosamente ligera de madera
y bambú, con una armazón de madera y adobe y una techumbre de paja, equivalente
a nuestro tejado de bálago 24 • Esta solidez relativa del equipamiento chino es quizá una
prueba de la solidez de su economía rural, de su vida profunda.
También el Islam construye con materiales resistentes. Y el caballero Chardin, con
una minuciosidad que a veces cautiva y otras veces cansa, lo muestra en el caso de
Persia, país al que observó como nadie, por el amor y el entusiasmo que puso en la
empresa. Aunque la piedra no falt;a en Persia, domina el ladrillo; colocado de canto o
plano, sirve, en efecto, para todo, máxime teniendo en cuenta que las bóvedas que
coronan las casas son también de fábrica. Sólo los grandes edificios tienen a veces techos
apoyados en columnas y pilastras de madera. Pero estos ladrillos que podían estar co-
cidos, rojos y duros (valían entonces un escudo la centena) o sólo secados al sol (y no

229
El hábitat, el vestido y la moda

valían en ese caso más que dos o tres sueldos) son un material frágil. Por eso las casas,
«muy alejadas del hermoso aspecto que tienen las nuestras», se deterioraban rápida-
mente, e incluso los palacios si no se cuidaban. Y pobres o ricos, si heredaban una
casa, preferían generalmente demolerla para reconstruir la suya 11 Vemos, pues, que se
establece en el mundo una jerarquía de los materiales, que da lugar a una clasificación
de codas las arquitecturas.
La más frágil de las moradas continúa siendo la tienda de los nómadas. Varían la
materia (fieltro, tejido de pelo de cabra o de camello), la forma y las proporciones.
Pero este frágil objeto ha perdurado a través de los siglos. Quizá por necesidad, porque
no había otra solución. Bastan un cambio de coyuntura o una determinada ocasión
para que el nómada se convierta en sedentario y cambie su tipo de alojamiento; así
ocurrió sin duda, en cierta medida, a finales del Imperio romano; así ocurrió también,
con más seguridad todavía, tras las conquistas turcas y las autoritarias sedentarizaciones
que las acompañaron en los Balcanes; asi ocurrió también en la Argelia colonial hace
unos años y así ocurre en la actualidad en todos los países del Islam.

El háhitat rural
de Europa

Conocemos de antemano las dos grandes categorías de casas que hay en el mundo:
las rurales y las urbanas. Aquéllas son, desde luego, más numerosas, aunque se trata
de refugios más que de casas, destinados a las necesidades elementales de los hombres
y de los animales domésticos. Es muy difícil para un occidental representarse, en su
realidad cotidiana de antaño, los hábitats rurales del Islam o de Asia. En éste como en
otros terrenos, el único continente privilegiado desde el punto de vista del conocimien-
to histórico es Europa, aunque es un privilegio muy moderado.

Casas campesinas de Alemania (siglo XVI) con techoJ de paja; en prúner plano, un arado y 11n
pozo. Grabado en madera procedente de la Cosmografía de Sebastian Münster, 1543. Germa-
nisches Nationalmuseum, Nuremberg. (Cliché del mu.reo.)

230
El hábitat, el vestido y la mod,1

La casa campesina de Europa prácticamente no aparece eri los documentos litera-


rios. La clásica descripción de Noel du Fail no es más que el rápido croquis de una casa
bretona, hacia mediados del siglo XVI 26 • El mismo carácter tiene la descripción de una
granja finlandesa cerca de San Petersburgo (1790), a pesar de su inusitada precisión:
Ja componen un grupo de chozas de madera, la mayoría en ruinas, la vivienda, tan
sólo una habitación ahumada, dos pequeños establos, un baño (sauna) y un horno para
secar el trigo y el centeno. No hay más mobiliario que una mesa, un banco, una mar-
mita de hierro, un caldero, una cuba, un cubo, toneles, barreños, platos de madera o
de barro, un hacha, una pala, un cuchillo para cortar las coles 27 •
Por lo general, los dibujos o los cuadros de los pintores nos dan más detalles, tanto
en lo que a la fisionomía de los pueblos se refiere, como en lo que respecta al interior
de las amplias casas donde conviven animales y personas. Obtenemos todavía más in-
formación si prestamos atención a las reglamentaciones consuetudinarias de las cons-
trucciones rurales.
Eri un pueblo, en efecto, una casa necesitaba para su construcción o su reparación
la autorización de la comunidad o de la autoridad señorial que controlaba el acceso a
las canteras de donde se extraían la piedra o la arcilla y a los bosques de donde proce-
día la madera «para hacer casas». En Alsacia, en el siglo XV, había que derribar seis
grandes árboles para construir una casa, y otros tantos para hacer una granja 28 • Estas
reglamentaciones nos informan también sobre la manera en que estaban trenzados los
juncos, las cañas o la paja, en el remate de las techumbres; sobre las piedras que se
colocaban sobre las tablillas (tejas de madera) en zona montañosa para que el viento
no se las llevara; sobre el peligro de incendio relativamente escaso que suponía la cu-
bierta de paja expuesta mucho tiempo a la intemperie; sobre el excelente abono que
suministraba, por lo demás, cualquier vieja techumbre de paja que se reemplazara;
sobre el alimento que podía suponer para el ganado, en un momento de apuro (como,
por ejemplo, en la Saboya del siglo XVIII) 29; sobre la manera de mezclar madera y ar-
cilla o de disponer las tablas en la habitación principal; sobre la costumbre de señalar
la posada con un distintivo, un arco de tonel o una corona, como en Alemania. La
plaza de la aldea, la muralla que con frecuencia rodeaba el conjunto de las casas, la
fortaleza que a menudo constituía la iglesia, el abastecimiento de agua (ríos, fuentes,
pozos), la distribución de la casa campesina que englobaba el alojamiento de los
hombres, de los animales y el granero, son detalles que conocemos y que además se
mantuvieron hasta el siglo XIX, e incluso más tiempo. En Varzy (Nievre), pequeña
ciudad de Borgoña de aspecto aldeano, las casas de los ricos paredan campesinas, y los
inventarios que las describen, en el siglo XVII, no mencionan más que una única gran
habitación habitable, cocina, dormitorio y estancia al mismo tiempo 30
Desde hace aproximadamente veinte años, las excavaciones emprendidas en los em-
plazamientos de pueblos abandonados, en la URSS, en Polonia, en Hungría, en Ale-
mania, en Dinamarca, en Holanda, en Inglaterra y recientemente en Francia, van col-
mando poco a poco esta carencia, hasta entonces crónica, de datos. Antiguas casas cam-
pesinas, halladas en el subsuelo de la puzta húngara o en otros lugares, dan a conocer
formas y detalles (como el horno de ladrillo) de larga vida. Las primeras excavaciones
francesas (1964 y 1965) se han llevado a cabo en tres pueblos abandonados: Montaigut
(Aveyron), Saint-Jean-le-Froid (Taro), Dracy (Cóte-d'Or); el primero de ellos es bas-
tante amplio, el tercero ha proporcionado muchos objetos diversos y el segundo, al
haber sido suficientemente excavado, permite reconocer sus murallas, el foso, el cami-
no de acceso, las calles pavimentadas y dotadas de alcantarillado y uno de sus barrios
residenciales, dos, y seguramente tres, iglesias superpuestas, de dimensiones más im-
portantes que la última capilla todavía visible, el cementerio ... i 1 •
La lección que dan estas excavaciones es la de la relativa movilidad de pueblos y
231
Dracy, pueblo de la zona 11itícola de Borgoña, abandonado entre 1400 y 1420: las excavaciones
han descubierto unas 25 viviendas. En esta fotografta, se obseroan dos ca.ras; la del primer plano,
que es típica, comprende una bodega (con un granero encima), más una gran sala de estar con
suelo de tierra batida; pequeñas 11entanas muy abocinadas, nicho excavado en la pared. (Foto-
grafta del Grupo de Arqueología medieval de la E.P.H.E.S.S.)

aldeas; se crean, crecen, decrecen, y cambian también de emplazamiento. A veces son


«deserciones» definitivas, esos WüJtungen señalados por los historiadores y los geógra-
fos alemanes. Más frecuente es que, en el interior de un terrazgo dado, se produzca
un simple desplazamiento del centro de gravedad; y desde el pueblo abandonado,
muebles, personas, animales y piedras, se trasladan unos kilómetros más allá. En el
transcurso de estas vicisitudes puede cambiar la propia forma del pueblo. El tipo de
pueblo grande y denso de Lorena data, parece ser, del siglo XVII ii. El bocage en la Ga-
tine de Vendée nace en la misma época, con la aparición de grandes caseríos, aislados
linos. de otros, que configuraron un nuevo paisajen.
Pero muchos pueblos o casas han llegado, aunque alterados, hasta nuestros días.
Basta mirarlos. Junto a ciudades-museo, hay pueblos-museo, a partir de fos cuales cabe
retrocedd hasta un pasado lejano, resultando problemático datar las etapas con preci-
sión, Ahora bien, amplias investigaciones -cuyos resultados ya se han publícado en el
casó de Italia 1 ~ y que están por publicar en el caso de Francia (en total 1759 monogra-
fías inédítas)3>- trazan las líneas para una posible reconstrucción. Allí donde la vida
no ha precipitado demasiado su curso, como por ejemplo en Cerdeña, se encuentran
a menudo intactas las casas campesinas, diferentemente adaptadas a sus fines y para la
comodidad de sus ocupantes, según las diversas regiones de la isl.a 36 •
Además, cualquier turista o viajero las encontrará por sí mismo, sin necesidad de
investigación erudita, como, por ejemplo, en ciertos interiores de casas de montaña con-
servados en el museo de lnnsbruck, o en las casas de Saboya que se mantienen en pie

232
El hábitat, el vestido y la moda

a pesar de los que allí pasan sus vacaciones, con su chimenea de madera, la borne,
donde se ahuman jamones y salchichas. Se pueden encontrar también en Lombardía
grandes casas campesinas del siglo XVII, en Cataluña magníficas ma.rías del siglo XV,
con sus bóvedas y sus arcos de hermosa sillería 37 En ambos casos, se trata seguramente
de casas de campesinos acomodados. Desde luego, casos excepcionales.

Casas y viviendas
urbanas

Más fácil aún resulta visitar las casas de los antiguos ricos de las ciudades, en Euro-
pa se entiende, ya que fuera de ella, exceptuando los palacios de los príncipes, no se
ha conservado casi nada de las casas viejas, traicionadas por sus materiales. Y carecemos
de ejemplares significativos. No nos queda por tanto más remedio que limitarnos a
nuestro reducido continente.
En París, el Museo de Cluny (palacete de los abates de Cluny), frente a la Sorbona,
fue terminado en 1498 (en menos de trece años) por Jacque d' Amboise, hermano de
aquel cardenal que fue durante mucho tiempo ministro de Luis XII. Amparó durante
una corta temporada, en 1515, a la muy joven viuda de Luis XII, María de Inglaterra.
En la residencia de los Guisa, edificada entre 1553 y 1697, en el Marais, se ha instalado
el actual Archivo Nacional; y Mazarino vivió, entre 1643 y 1649, en lo que hoy es la
Biblioteca Nacional. La casa del hijo de Samuel Bernard (el comerciante más rico de
Europa en la época de Luis XIV), Jacques-Samuel, conde de Coubert, en el n. 0 46 de
la calle del Bac, a unos cuantos metros del Boulevard Saint-Germain, fue construida
entre 1741 y 1744. Nueve años después, en 1753, su propietario cayó en bancarrota,
perjudicando incluso a Voltaire ... 38 Pero si en lugar de fijarnos en París, estudiásemos
una ciudad admirablemente conservada como Cracovia, podríamos entonces visitar
tanto al príncipe Czartoryski como a un comerciante riquísimo del siglo XIV, Wierzynek,
cuya casa está situada en la plaza del Mercado (el Rynek) y donde se puede almorzar
todavía hoy. En Praga, es posible visitar, corriendo el riesgo de perderse, el inmenso y
excesivamente ostentoso palacio de Wallenstein, a orillas del Moldau. En Toledo, el
museo de los duques de Lerma es sin duda más auténtico que la casa del Greco ...
Más modestas son las viviendas parisinas del siglo XVI, cuyos planos podemos re-
construir, gracias al minutario de los Archivos notariales, con la precisión que requiere
una clientela de posibles compradores. Los planos son muy elocuentes, pero no todo
el mundo podía ocupar estos alojamientos 39 Porque incluso cuando se multiplicaron
las construcciones, desmesuradas a ojos de los parisinos de los siglos XVII y XVIII, los
pobres siguieron alojados de forma miserable, peor que en la actualidad, que ya es
mucho decir.
Los cuartos amueblados de París, regidos por lo general por taberneros o peluque-
ros y que se encontraban en un lamentable estado de suciedad, llenos de pulgas y de
chinches, servían de refugio a las mujeres públicas, a los delincuentes, a los extranje-
ros, a los jóvenes sin recursos recién llegados de su provincia. La policía realizaba allí
pesquisas sin miramientos. Las personas un poco más acomodadas habitaban los nuevos
entresuelos, construidos soterradamente por los arquitectos, «como bodcgal>, o bien los
últimos pisos de las casas. Por lo general, la condición social del arrendatario descendía
al aumentar la altura. La miseria había elegido su domicilio en los pisos sexto o sépti-
mo, en las buhardillas y en los desvanes. Algunos conseguían salir de ellos, pero eran
los menos; Greuze, Fragonard y Vernet vivieron allí y «no se sonrojan por ello». En el

233
l. CASA CON DOS CUERPOS DE EDIFICIO
Y GALERIA DEL HOSTELERO }EAN Al.AIRE
(Arch. Nac.; Min. Cenlr. XIX-269. 9 de julio de 1540)

Hab.
ffrtah/01 Habitación
peq.

Palio ·~ Patio
~
\:>

ij ¿Cocina? H11hitt1ción
~
Ci

Sala Habi1fJCión

Plaza Maubert

2. CASA CON DOS CUERPOS DE EDIFICIO DE NICOLAS BRAHIER,


PROCURADOR DEL CHATELET
(Arch. N11e.; Min. Centr. LIV-2. 28 de mayo de 1528)

Habitaú6rt

Patio

---
. V'~I~
)ti

Coci1111
Jala ,Si
"'~
.,,.
,41
Calle de la conáe1a áe Artoú

3. CASA CON UN SOLO CUERPO DE EDIFICIO DEL BOTICARIO


GEORGES DESQUELOT
(Arch. Nac.; Min. Cenlr. CXXll-56. 4 de agosto de_ 1541)

Palio PtJJio PtaJio

Guardarropa Ha/n'Jt1eió11 para


/(. '>.. Coeina 1 dt11il11r agsl(iU
'ii'
Obraáor " Sa/4 Habitación Hah. peq"'"" Habitación

Calle Saint-Honoré

Planta baja Pn·merpúo Seg1111áopiJo

1t41R LP.H.I.

22. CASAS DE PARIS EN EL SIGLO XVI

234
El hábitat, el vestido y la moda

«fauxbourg Saint-Marcel», el peor de todos, en 1782, «una familia ocupa (a menudo]


una sola habitación ... donde los camastros no tienen cortinas y las bacinillas están mez-
cladas con los pucheros». Al vencer los alquileres trimestrales, se multiplican los tras-
lados apresurados, vergonzantes, siendo el de Navidad, con el frío del invierno, el más
siniestro de codos «Un mozo de cuerda basta para cargar todos los bienes de un indi-
viduo pobre: cama, jergón, sillas, mesa, armario, utensilios de cocina; baja todos los
enseres de un quinto piso y los sube a un sexto (... ]. Tan es así que en una sola casa
delfauxbourg Saine-Honoré [hacia 1782] hay tanto dinero como en todo el barrio de
Saint-Marcel...». Y el barrio se encontraba además expuesto periódicamente a las inun-
daciones del Bievre, «el río de los Gobelinos»4º. La miseria reinaba también en las casas
apiñadas de las pequeñas ciudades como Beauvais, construidas con un mal entramado,
«dos habitaciones abajo, dos habitaciones arriba, y una familia por habitación» 41 O
como en Dijon, donde las casas eran de adobe y de madera, con remates puntiagudos
como «gorros de bufones», y construidas «en profundidad [ya que] sólo una pequeña
fachada da a la calle»4 2 •
La situación es la misma donde quiera que vayamos. En las ciudades de Holanda
y en el mismo Amsterdam, los pobres se alojaban en casas bajas, o en sótanos. Esta
casa pobre -que era la norma antes del bienestar general del siglo XVII- constaba de
dos cuartos: «el cuarto de delante y el cuarto de atrás». Al crecer, las casas ya «burgue-
sas», de fachada todavía estrecha, pero en las que no se hospedaba ya por lo general
más que una sola familia, se extendieron como pudieron, en altura y en profundidad,
en sótanos, en pisos, en «habitaciones suspendidas», llenas de recovecos y de añadidos;
las habitaciones estaban unidas entre sí por escalones o por escaleras muy estrechas 43 •
En la casa de Rembrandt, detrás del recibidor se encontraba la alcoba y la cama donde
Saskia, enferma, reposaba.
El lujo decisivo, en el siglo XVIII, supuso ante todo una ruptura en el hábitat de
los ricos. Los pobres habían de sufrir las consecuencias, pero eso es otro problema_ Por
un lado, el alojamiento, lugar donde se come, donde se duerme, donde se educa a los
hijos, donde la mujer sólo ejerce su función de ama de casa y donde, con la sobrea-
bundancia de mano de obra, se amontona la servidumbre que trabaja, o hace como si
trabajara, charlatana y bastante pérfida, aunque también aterrorizada: basta una pala-
bra, una sospecha o un robo para ir a la cárcel, y hasta al patíbulo ... Por otro lado, el
lugar de trabajo, la tienda o el despacho, donde se pasa gran parte de la vida 44 • Hasta
entonces, había prevalecido un régimen de unidad: el dueño tenía en su propia casa
la tienda o el taller; alojaba allí a sus obreros y aprendices. De ahí la forma caracterís-
tica de las casas de comerciantes y artesanos de París, estrechas (dado el precio del suelo)
y altas: en el bajo la tienda, encima la vivienda del dueño, más arriba las habitaciones
de los obreros. De la misma manera, los panaderos de Londres, en 1619, acogían bajo
su techo a sus hijos, sus criados y sus aprendices, constituyendo todo el grupo «the
family», regida por el maestro panadero 4). Incluso los secretarios del rey, en tiempos
de Luis XIV, tenían a veces el despacho ministerial en su propia casa.
En el siglo XVIII todo cambia. Es de suponer que por una exigencia lógica de la
gran ciudad, puesto que, curiosamente, ocurre lo mismo en Cantón (al igual que en
París o en Londres): en el siglo XVIII, los comerciantes chinos relacionados con los eu-
ropeos tenían su tienda por un lado y su casa por otro. Ta~bién en Pekín, donde l?s
comerciantes acomodados abandonaban todas las tardes su tienda para volver al hamo
en el que residían con sus mujeres y sus hijos 46 . .
Es lamentable que no podamos tener una justa apreciación del mundo, por no dis-
poner más que de imágenes europeas. Los esquemas y representaciones que se ofrecen
habitualmente de las casas del Islam, de China y de la India pueden parecer -de hecho

235
El hábitat, el vestido y la moda

son-'- intemporales. Incluso las ciudades -remitimos al lector a lo que diremos en este
mismo libro sobre Pekín- nos ocultan su verdadero rostro. Sobre todo porque los via-
jeros que nos informan no tienen la meticulosa curiosidad de Montaigne: se fijan en
los grandes espectáculos cuya descripción esperan sus posibles lectores, no en las casas
de El Cairo, sino en las pirámides; no describen las calles ni las tiendas, ni siquiera las
viviendas de las personas influyentes de Pekín o de Delhi, sino la ciudad imperial pro-
hibida y sus murallas amarillas, o el palacio del Gran Mogol...

Los campos
urbanizados

No obstante es evidente, a escala mundial, que la división entre casa urbana y casa
campesina es demasiado categórica. Ambas coinciden si son ricas, ya que, salvo algunas
transformaciones como las que renuevan de forma espectacular el conjunto de los
pueblos ingleses en los siglos XVI y XVII 47 , las mutaciones en los campos son el reflejo,
la consecuencia del lujo mismo de la ciudad. En cuanto ésta acumula capitales en ex-
ceso, los coloca, los invierte en los campos vecinos. Este mecanismo actuaría aunque
los ricos no se sintieran atraídos por la tierra que ennoblece, por las rentas agrarias, si
no ventajosas por lo menos seguras, por las jurisdicciones rurales, por las comodidades
de las residencias señoriales.

La villa Médicís de Trebbio, en el Val di Sieve, afluente del Arno, con su ca/ni/a, sus jardines,
sus construtcionei rura/e.r. La casa fortaleza de estilo medieval, refugio eventual, perteneció a
juan de las Bandas negras, muerto en 1528, padre de Cosme, primer gran duque de Toscana.
(Fotografía Sea/a.)

236
El hábitat, el vestido y la moda

Esta vuelta al campo es un rasgo dominante de Occidente. En el siglo XVII, al


cambiar de rumbo la coyuntura, se convierte en Jocura invasora. Alrededor de las ciu-
dades, la propiedad noble y burguesa se extiende como una mancha de aceite. Tan
sólo permanecen campesinas y arcaicas las regiones marginales, fuera del alcance de
estos feroces apetitos. Ya que el propietario urbano vigila sus rentas, sus bienes, sus
derechos; de sus bienes saca trigo, vino, aves de corral; ocasionalmente reside en sus
dominios campesinos y a menudo reconstruye, para su uso, una parte de los edificios,
agrupando parcelas, cercando campos 48
De esca forma se explica la existencia de tantas granjas y de tantas moradas seño-
riales, de tantas «casas de campo» en los alrededores de París. Lo mismo se puede decir
de las quintas de la campiña provenzal. O de esas residencias florentinas que dieron
origen, desde el siglo XVI, fuera de la ciudad, a otra Florencia tan rica como la verda-
dera. O de las residencias venecianas del valle del Brema, que toman de la vieja ciudad
su misma esencia. En el siglo XVIII priman las villas sobre los palacios urbanos. En todo
este proceso influye el interés, tanto en los alrededores de Lisboa, como de Ragusa, de
Dijon, de Marsella, de Burdeos, de Milán, de Nuremberg, de Colonia, de Hamburgo,
de La Haya o de Londres. En toda la campiña inglesa se construyen, en el siglo XVIII,
costosas residencias. Una recopilación de 1779 49 da la descripción, con reproducciones,
de 84 de esos <tcascillos» y en particular de aquél que perteneció al duque de Orford,
en Houghton, en Norfolk, comenzado por Walpole en 1722 y terminado en 17 3 5, con
sus inmensas salas, sus mármoles y sus galerías. No obstante, uno de los más bellos
viajes que se puede realizar todavía hoy (antes de que sea demasiado tarde) debería
llevarnos a la búsqueda de fas villas neoclásicas del siglo XVIII en los alrededores de Ná-
poles, hasta la Torre del Greco; de Barra a S. Giorgio; de Cremano a Portici en las in-
mediaciones del Palació Real; de Resina a Torre Annunziata. Casas de campo todas
ellas suntuosas, maravillosas residencias veraniegas entre las laderas del Vesubio y el mar.
Esta colonización urbana del campo, evidente en Occidente, surgió en todas partes.
Por ejemplo, en el caso de las residencias que los ricos de Estambul construyeron en
las dos orillas del Bósforo 10 , o los rais de Argel en las colinas del Sahel, donde los jar-
dines son «los más hermosos del mundo» 51 • En Extremo Oriente, el hecho de que el
fenómeno no haya sido tan patente obedece a la inseguridad de los campos, y todavía
más a la insuficiencia de nuestra documentación. Bernardino de Escalante habla en su
libro (1577) (recogiendo la opinión de otros viajeros) de las «Casas de recreo» de los
chinos· ricos, «con sus jardines; sus bosquecillos de árboles, sus pajareras, sus estan-
ques»i2. En noviembre de 1693, el embajador moscovita, al llegar cerca de Pekín, ad-
mira «un gran número de casas de recreo, o castillos magníficos que pertenecen a los
mandarines y a los habitantes de la capital [ ... ] con un gran canal delante de cada casa
y un pequeño puente para atravcsarlo» 53 • Se trata de una antigua tradición. Desde el
siglo XI por lo menos, la literatura china celebra los encantos y los placeres de estas
casas en medio de aguas vivaces, cerca siempre de un estanque antificial con las flores
«púrpuras y escarlatas» de los nenúfares. Reunir ahí una biblioteca; ver los cisnes o <tlas
cigüeñas persiguiendo a los peces»; o espiar «traicioneramente a los conejos que salen»
de sus madrigueras y atravesarlos con flechas <ta la entrada de sus agujeros»: no caben
mayores placeres en esta tierra 14 •

237
El hábitat, el vestido y la moda

LOS INTERIORES

Las casas vistas desde el exterior dan una primera imagen; vistas desde el interior,
una segunda. Esta no tiene que ser más simple que aquélla. De hecho, todos los pro-
blemas de clasificación, de explicación, de visión global a escala mundial, se vuelven
a plantear. Una vez más, desentrañar las permanencias y las lentas modificaciones su-
pone esbozar los grandes rasgos del paisaje. Ahora bien, los interiores apenas cambian
cuando se trata de gente pobre, esté donde esté, o de civilizaciones privadas de movi-
miento, cerradas sobre sí mismas: en suma, de civilizaciones pobres o empobrecidas.
Tan sólo Occidente se caracteriza por un cambio ininterrumpido. Es el privilegio de
las civilizaciones dominantes.

Los pobres
sin mobiliario

La primera regla, la de Ja indigencia popular, salta a la vista. Es suficiente estable-


cerla para la civilización más rica y de mayor movilidad, la europea, pata que sea a for-
tion" válida para todas las demás. Ahora bien, tanto los pobres de la ciudad como los
del campo vivían, en Occidente, en una penuria casi total. Apenas tenían mobiliario,
por lo menos hasta el siglo XVIII, en el que un lujo elemental comenzó a difundirse
(las sillas, ya que antes se utilizaban bancosll, los colchones de lana, los lechos de
pluma), en el que se extendieron, en ciertas regiones, algunos pomposos muebles cam-
pesinos, pintados o pacientemente esculpidos. Pero eran una excepción. Los inventa-
rios por defunción, documentos que expresan la realidad, lo demuestran hasta la sa-
ciedad. En Borgoña, todavía en el siglo XVlll, exceptuando a los campesinos acaudala-
dos, tan escasos, el mobiliario del jornalero y el del modesto labrador eran idénticos
en su pobreza: «las llares, la marmita en el hogar, las sartenes, la amasadora [para el
pan] ... , el cofre que cierra con llave, la cama de madera de cuatro columnas con al-
mohada de plumas y el edredón, los almohadones, a veces la manta de la cama; los
calzones de droguete, la chaqueta, las polainas; algunas herramientas [palas, azado-
nes] ... >. Peto antes del siglo XVIII, esos mismos inventarios se reducen a unos cuantos
harapos, un escabel, una mesa, un banco, las tablas de una cama, sacos llenos de paja ...
En Borgoña, entre los siglos XVI y XVIII, las actas están llenas «de menciones de perso-
nas [que duermen] sobre la paja[ ... ] sin cama y sin muebles:., separados sólo por «una
cerca de los cerdos»i6 • Y lo podemos comprobar con nuestros propios ojos. En un cuadro
de Adrien Bróuwer (1605-1638), cuatro campesinos cantan a coro en una habitación
miserablemente amueblada: unos taburetes, un banco, un tonel que sirve de mesa,
sobre el que se ha colocado, junto a un trapo, una hogaza de pan y un cántaro. No es
casualidad. Los viejos toneles, cortados en dos, recortados incluso para poder servir de
sillón con respaldo, se utilizaban para todo en esas tabernas aldeanas a las que tan afi-
cionada ha sido la pintura holandesa del siglo XVII. Y en un cuadro de J. Steen, una
tabla colocada sobre un tonel se ha convertido en el pupitre que utiliza un joven cam-
pesino para la lección de ortografía que le da su madre de pie, a su lado. Y eso que
no debía ser de los más pobres, pues que en su familia se sabía leer y escribir. Unas
cuantas frases de un viejo texto del siglo XIII constituyen, por sí solas, un verdadero
cuadro: en Gascuña, no obstante «rica en pan blanco y en excelente vino tinto», los
campesinos «Sentados alrededor del fuego, acostumbran a comer sin mesa y a beber
todos en el mismo vaso», 7

238
El hábitat, el vestido y la moda

Todo esto paÍece bastante lógico: la miseria estaba en todas partes. Resulta signifi-
cativa la ordenanza de 1669, en Francia, que prescribe el derribo de «las casas cons-
truidas sobre estacas por vagabundos e inútiles», en las proximidades de los bosques 18 •
Estas chozas recuerdan a las que edificaron algunos ingleses, que se libraron de la peste
de Londres, en 1664, refugiándose en los bosquesl 9 En las ciudades, el espectáculo era
también triste: así, en París, en los arrabales de Saint-Marcel y Saint-Antoine, sólo al-
gunos carpinteros estaban bien instalados; en Le Mans o en Beauvais, los obreros teje-
dores vivían en la más absoluta indigencia. Y en Pescara, pequeña ciudad del Adriá-
tico, con un millar de habitantes, un estudio señala en 1564 que las tres cuartas partes
de las familias procedentes de las montañas vecinas o de los Balcanes, carecían prácti-
camente de alojamiento, y vivían en cuchitriles (fenómeno ya de chabolismo), mientras
que, sin embargo, Ja ciudad, aunque pequeña, tenía su fortaleza, su guarnición, sus

•Cena rusa•: en esta isba del siglo XVJJ, ausencia casi total de muebles; cuna colgada. Grabado
de Le Prince. Sección de Grabados. (Cliché B.N.)

239
El hábitat, el vestido y la moda

ferias, su puerto, sus salinas, y estaba situada en esa Italia de la s~gunda mitad del si-_
glo XVI, asociada a la grandeza atlántica y metálica de España 60 ( En la riquísima Gé---1
nova, todos los inviernos había pobres sin alojamiento que se veñfüan como remeros ·
voluntarios en las galeras 61 • En Venecia grupos de miserables se alojaban con sus fami-
lias en barcas ruinosas, cerca de los muelles (los fondamenta) o bajo los puentes de los
canales, asemejándose a esos artesanos chinos que viven sobre juncos o sampanes en
los ríos de las ciudades, navegando continuamente aguas arriba o aguas abajo en busca
de trabajo con sus familias, sus animales domésticos y sus aves de corr~!.)

Las civilizaciones tradicionales


o los interiores sz'n cambios

Segunda regla: las civilizaciones tradicionales permanecen fieles a su decoración ha-


bitual. Dejando al margen ciertas variaciones -porcelana, pinturas, bronces-, un in-
terior chino puede ser igualmente del siglo xv que del XVIII; la tradicional casa japo-
nesa -salvo las estampas en color, elemento decorativo a pattir del siglo XVIII- es se-
mejante, en el siglo XVI o en el xv'u, a la que podemos ver todavía hoy. Lo mismo pasa
en la India. Y es fácil imaginar un interiot musulmán de antaño a través de las repre-
sentaciones más recientes.
Las civiliZaciones no europeas, salvo fa china, cuentan, por fo demás, con poco mo-
biliario. Práctícamerite no hay en la India ni mesas ni sillas: en tamul, fa palabta mecei
procede del portugués (mesa). Tampoco existen sillas en Africa negta, donde los artis-
tas de Benin se contentaron con imitar las sillas europeas. Lo mismo ocurre en el Islam,
también sin sillas ni mesas altas, y en los países donde se dejó sentir su influencia. En
España, entre las invectivas de Pérez de Chinchón contra los moriscos, en su Antia/co-
rán (1532), figura esta extraña prueba de superioridad: «Nosotros los cristianos; nos sen-
tamos a una altura conveniente, y no en el suelo, como los animales» 62 • En la actual
Yugoslavia musulmana, por ejemplo en Mostar, la mesa baja en torno a la que se
sientan, sobre cojines, los comensales era todavía habitual hace unos veinte años; aún
se mantiene en algunas familias apegadas a la tradición y en numerosos pueblos 6l En
1699, se recomendaba a los comerciantes holandeses que llevaran a Moscovia papel muy
fuerte, ya que al haber pocas mesas en Rusia y tener que escribir la mayoría de fas veces
sobre las rodillas, era necesario un papel resistente 64 ,
Occidente, claro está, no es superior en todo a los demás universos. EStos adopta-
ron para la vivienda y el mobiliario soluciones ingeniosas, frecuentemente menos cos-
tosas que las occidentales. Cuentan en su haber con algunas ventajas: el Islam; con los
baños públicos, heredados sin embargo de Roma; el Japón, con la elegancia, la lim-
pieza de los interiores más modestos y Ja ingeniosidad en la distribución de espacios.
Al encontrarse Osman Aga camino de su difícil liberaciiln (había sido hecho prisio-
nero, o mejor dicho esclavo, por los alemanes diez años antes con motivo de la toma
de Lipova), pasa por Buda (reconquistada por los cristianos en 1686) y se alegra, en
esa primavera del año 1699, de poder ir «a los magníficos baños de la cíudad» 65 • Se
trata, claro esta, de los baños turcos instalados a orillas del Danubio, en fa parte baja
de la ciudad, y en los que se entraba gratuitamente desde la dominaciori otomana.
Según Rodrigo Vivero 66 , que las vio en 1609, las casas japonesas carecían exterior-
mente de la hermosura de las casas españolas, pero las superaban en belleza interior.
En la más modesta de las casas japonesas todo esta guardado desde por la mañana,
como sustraído a las miradas indiscretas: por ejemplo, los almohadones de las camas;

240
El hábitat, el vestido y la moda

por todas partes hay esteras de paja, mamparas entre habitaciones luminosas, todo está
en orden.
No obstante, ¡cuántas inferioridades! No hay calefacción. Al igual que en toda Eu-
ropa mediterránea, sólo se cuenta con el sol para calentar las casas, lo que a veces re-
sulta insuficiente. En todo el Islam turco ni siquiera hay chimeneas (salvo alguna que
otra, monumental, en el serrallo de Estambul). La única solución posible es el brasero,
cuando se dispone de carbón vegetal o de brasas para mantenerlo. En la Yugoslavia
actual las casas musulmanas siguen sin tener chimenea. Sin embargo, éstas existen en
Persia y en todas las habitaciones de los ricos, pero son estrechas, «porque los persas,
para evitar el humo y ahorrar madera, que es muy cara, la queman en vertical 67 ». Por
el contrario, tampoco hay chimeneas en la India, ni en Insulindia (por lo demás, en
estas latitudes no siempre serían necesarias), ni en Japón, donde el frío es, sin embar-
go, intenso: el humo del hogar de la cocina «no tiene más salida que una abertura prac-
ticada en el tejado»; los braseros calientan con gran dificultad las habitaciones mal
cerradas, y los baños de agua caliente, en el recipiente calentado con leña que hay en
todas las casas, sirven tanto para calentarse como para lavarse.
En el norte de China, por el contrario, tan frío como Siberia, se calienta la sala
común encendiendo «Un horno pequeño que se encuentra en la entrada de la tarima
colocada al fondo de la habitación y sobre la cual se duerme. En las casas ricas, en
Pekín, los hornos soµ más grandes: pasan por debajo de las habitaciones y se encien-
den desde fuera». En realidad, es una especie de calefacción central. Pero en las casas
pobres; no hay a menudo más que un brasero elemental: «Una estufa de brasas» 69 • Lo
mismo ocurre en Persfa, donde el frío es muchas veces intenso 70 •
Por tanto, salvo algunas excepciones, casi no hay calefacción. Y casi no hay mobi-
liario. En el Islam se utilizan algunos cofres de cedro muy valiosos, donde se guardan
los trajes, los paños y, en general, los objetos de valor de la casa; todo lo más, se em-
plean mesas bajas, a veces grandes platos de cobre colocados sobre un bastidor de ma-
dera. En las casas turcas y persas, los nichos abiertos en las paredes de los cuartos sirven
de armarios. Pero no tienen «camas ni sillas como las nuestras; ni espejos, ni mesas, ni
veladores, ni bargueños, ni cuadros». Sólo colchones que se extienden de noche y se
guardan de dfa, multitud de cojines y admirables alfombras de lana de colores vivos·,
amontonadas a veces unas encima de otras 71 , que entusiasmaron desde siempre a la cris-
tiandad. Es un mobiliario propio de nómadas.
Las riquezas admiradas en los museos de Estambul son telas preciosas frecuente-
mente bordadas con motivos de tulipanes estilizados, vasos con espirales (llamados ojos
de ruiseñor), magnificas cucharas de cristal de roca, de marfil, de madera de pimente-
ro, incrustadas con cobre, con plata, con nácar o coral; porcelanas de Chipre o mejor
aún de China, joyas suntuosas, y dos o tres extraordinarios tronos totalmente incrusta-
dos con rub1es, esmeraldas, turquesas, perlas. La misma impresión causa también el mi-
nucioso inventario de los tesoros de un príncipe kurdo de los que se apodera el ejército
turco, en julio de 1655, y que ofrece en pública subasta: baúles de marfil, de ébano y
de madera de ciprés, cofres incrustados con magníficas piedras preciosas, brillantes y
valiosos frascos de agua de rosas, perfumadores, libros impresos en Occidente, corales
enriquecidos con pedrería, obras de calígrafos a veces célebres, candelabros de plata,
porcelanas chinas, copas de ágata, tazones y platos de Iznik, armas dignas de las Mil y
una noches, sables con prestigiosas hojas de acero y vainas de orfebrería, cantidades de
plata, sillas de montar bordadas con oro y, finalmente, centenares de pieles de tigre e
innumerables alfombras ... 72

241
El hábitat, el vestido y la moda

Cuenco chino de principios del siglo XVIII: sentado en una stlta, un personaje lee en un pabe-
llón. Escena seguramente inspirada en una novela. Museo Guimet. (Fotografía M. Cabaud.)

El doble mobiliario
chino

No hubo cambios importantes en China durante los siglos que estamos estudiando,
pero sí una complicación latente que la distingue de todos los demás países no euro-
peos~ Constituyó, en efecto, una excepción, con su mobiliario abundante, rebuscado,
sus maderas preciosas, con frecuencia importadas de muy lejos, sus lacas, sus armarios,
sus estanterías hábilmente dispuestas, sus mesas altas y bajas, sus sillas, sus bancos y
taburetes, sus camas, por lo general con cortinas, algo parecidas a las occidentales de
antaño. Su mayor originalidad (ya que implica un modo de vida) era seguramente el
uso de la mesa, con sillas, taburetes o bancos. H\ly que señalar, sin embargo, que esto
no ocurría en la China primitiva. Cuando Japón incorporó la totalidad del material de
la civilizaciones de los Taogs (618-907), imitándola meticulosamente, no encontró ni
sillas ni mesas altas. El actual mobiliario japonés corresponde exactamente, de hecho,
al mobiliario arcaico de China: mesas bajas, recodaderos para apoyar los brazos cuando
se está en cuclillas, esteras (los tatami japoneses) sobre tarimas más o menos altas,
mue bles bajos para guardar objetos (estanterías y cofres en serie), cojines: todo está pre-
parado para una vida a ras de suelo.

242
El hábitat, el vestido y la moda

La silla llegó probablemente a China en los siglos no md. de C., pero tardó mucho
en convertirse en un mueble habitual (aparece representada por primera vez en 535- 540,
en una estela esculpida del museo de Kansas City, Estados Unidos). Su origen es pro-
bablemente europeo, cualquiera que sea el rodeo que tuviera que dar para llegar hasta
China (a través de Persia, la India o el norte de China); además, su primitivo nombre
chino, utilizado todavía hoy, quiere decir «lecho bárbaro». Es probable que sirviera en
un primer momento como asiento de honor, laico o religioso. E incluso, en el pasado,
en China, se reservaba la silla a los huéspedes de honor, a las personas de edad, siendo
el taburete de uso más frecuente, como en la Europa medieval.
Pero lo importante es la posición sedente que tanto la silla como el taburete im-
plican, y por tanto un modo de vida, una serie de gestos contrapuestos a los de la
China antigua, distintos también a los de los demás países de Asia, y, por lo demás,
a los de todos los países no europeos; ya que, si la silla llegó a través .p.e Persia y la
India, no tuvo ningún éxito a su paso por estos países. Ahora bien, desde el siglo xm
se pueden ver, tanto en las posadas rústicas como en las tiendas ciudadanas, mesas
altas, con bancos y asientos de diferentes tipos, como indica, por ejemplo, un rollo
chino que nos conduce por un camino campestre y, después, a través de una ciudad
china.
En el caso de China, esta adquisición correspondió a un nuevo arte de vivir, tanto
más original cuanto que no va a excluir los antiguos modos de existencia. De manera
que China había de poseer dos tipos de mobiliarfo, el bajo y el alto. la gran habita-
ción común, tan característica en todo el norte de China, tiene por lo demás un uso

Las dos formas de sentarse. 1. El miniatunJta, copia persa de un retrato de un personaje turco
atribuido a Gentile Be/lini (1424-1507). Colección J. Doucet. (Cliché Giraudon.)

243
El hábitat, el vestido y la moda

.. .y 2, el escn'tor por Chardin (siglo XVIII). Sección de Grabados. (Cliché B.N.)

doble: en el nivel interior, la silla, el escabel y el banco están acompañados por la mesa
alta, el armario alto (a menudo con cajones), ya que China sólo conoció la cómoda con
cajones tardía y aisladamente, como imitación de la Europa del siglo XIX; el mobiliario
de tipo antiguo, o japonés, se sitúa en el nivel superior, sobre el ancho estrado cons-
truido con ladrillos a la altura de un banco, más alto qiie el resto de la habitación; es
el kang, calentado por tuberías interiores, recubierto de esteras o de fieltro, con cojines
y alfombras de colores vivos; con una mesa baja, armarios y cofres, también muy bajos.
Allí se duerme en invierno, resguardados del frfo, y ahí se recibe también, sentados en
el suelo y bebiendo té; ahí cosen las mujeres, o tejen sus alfombras. Antes de subir al
kang, el chino se descalza, y sólo conserva sus botas de tela azul, con suela de guata
blanca, que han de estar siempre impecablemente limpias. En el sur de China, aunque
ya no se necesita calefacción, existen no obstante los dos tipos de muebles. El P. de
Las Cortes, al describir el espectáculo al que asiste, en la región de Cantón, a principios
del siglo XVII, muestra a los chinos sentados en sillas, comiendo en mesas cuadradas.
Y cuando nos presenta una silla de manos, a pesar de las diferencias debidas a su cons-
trucción con maderas ligeras, está concebida sobre el mismo principio que la silla de
manos europea.
El rápido resumen precedente plantea, sin resolverlos, los problemas de esta mu-
tación que, por otra parte, es impresionante. No debe verse en ella tan sólo los avatares
por los que pasó la silla y las numerosas consecuencias que su introducción supuso: esta

244
El hábitat, el vestido y la moda

interpretación es una de las explicaciones simplistas de las que están llenas las historias
de las técnicas de antaño. La realidad (volveremos sobre ello, de manera general, en el
capítulo siguiente) es siempre mucho más compleja. De hecho se produjo en China (a
grandes rasgos, antes del siglo XIII) un gran avance y se estableció una división entre
vida sentada y vida en cuclillas, a ras del suelo; ésta, vida familiar, aquélla, vida ofidal:
el trono del soberano, el asiento del mandarín, los bancos y las sillas de las escuelas ...
Todo ello requeriría explicaciones e investigaciones que están fuera de nuestro alcance.
Es, sin embargo, significativo constatar que existen, en el mundo, dos compartimentos
diferentes en lo que a la vida cotidiana se refiere: posición sedente y posición en cu-
clillas, omnipresente esta última, salvo en Occidente, y tan sólo en China yuxtapuestas
ambas. Buscar los or1genes de este comportamiento, en Europa, nos conduciría hasta
la Antigüedad y hasta las mismas raíces de la civilización occidental.
He aquí, a modo de resumen, algunas imágenes. En el carro de bueyes japonés, el
viajero no tiene asiento, como corresponde. En una miniatura persa, un príncipe ins-
talado sobre un gran trono está sentado con las piernas cruzadas. Hasta hace poco, en
los coches de alquiler de El Cafro, el cochero egipcio, que llevaba delante de su asiento
un moritóri de paja, replegaba las piernas, cuando en realidad hubiera podido estirar-
las. En definitiva, se trata de una diferencia casi biológica 73 : descansar arrodillándose
a la japonesa sobre los talones, o sentado ctuiarido las piernas como en el Islam y en
Turquía, o en cuclillas como tan a menudo lo hacen los indios, les resulta imposible,
o al menos difícil, a los europeos, cuya manera de sentarse sorprende tanto a los japo-
neses que la suelen designar con una divertida expresión: «colgar las piernas ...
Cuando, durante el invierno de 1693, el viajero Gemelli Careri iba en «carroza:. turca
o mejor dicho búlgara, de Gallipoli a Adrianópolis, se encontró con que no había
asiento en el coche: «Como no estaba acostumbrado, escribe, a estar sentado en el suelo
con las piernas cruzadas a la manera turca, me encontraba muy incómodo en esta carroza

«Mujeres del Indostám almorzando, miniatura que ilustra la Historia dt; la India de Manucci.
Sección de Grabados. (Cliché B.N.)

245
Una cacerfa de gamos en Aranjuez, en 1665: las damas de la Corte asisten a ella sentadas a la
mu.su/mana sobre cojines. Bajo fa tribuna en la que Je encuentran, serán descuartizados los ani-
males abatidos por los cazadores. Detalle del cuadro de Martínez del Mazo, La cacería del cabla-
di!lo en Aranjuez, M11seo del Prado. (Fotografía Ma.r.)

sin asiento y hecha de tal manera que no hay europeo que no se hubiera sentido igual-
mente incómodo>">. En el palanquín de las Indias, el mismo viajero, dos años más tarde,
«Se ve obligado a permanecer tumbado como si estuviera en una cama» 74 • ¡Obligación,
esta última, que nos parecerá menos penosa! Pero también en Pekín, los coches care-
cían a menudo de asientos y John Barrow afirmaba refunfuñando, como Gemelli Ca-
reri, «que son para los europeos el tipo de coche má~ detestable que se pueda
imaginar» 71 •
Sólo los chinos están acostumbrados a las dos posturas indistintamente (aunque los
chinos de origen tártaro adoptan poco la silla y la mesa; en Pekín hay incluso, desde
este punto de vista, una diferencia de estilo de vida entre ciudad tártara y ciudad china).
Un francés, recibido en Pekín, en 1795 como miembro de una embajada holandesa,
cuenta: «Los mandarines habían pensado sentarnos con las piernas cruzadas. Pero,
viendo que estábamos muy incómodos en esta postura, nos llevaron a un gran pabe-
llón [ ... ] provisto de mesas y de sillas», amueblado más lujosamente; «el estrado tenía
una gruesa alfombra y debajo habían encendido fuegm> 76 • En Occidente, la superposi-
ción de las culturas ibérica e islámica provocó, durante un breve período de tiempo,

246
El hábitat, el vestido y la moda

una situación análoga. La reflexión de Pérez de Chinchón que hemos citado, sobre los
musulmanes que «se sientan en el suelo como los animales», es repetida por él mismo
con otra forma, incomprensible a primera vista: ... en el suelo como las mujeres». Y
es que, en efecto, las mujeres españolas siguieron durante mucho tiempo (hasta el si-
glo XVII) sentándose sobre cojines como los árabes. De ahí la expresión «tomar la al-
mohadilla» para significar que una dama de la Corte obtenía el derecho a sentarse de-
lante de la reina. En la época de Carlos V, en las salas de recepción, se reservaba un
estrado provisto de cojines y muebles bajos para las mujeres 77 Parece que estamos ha-
blando de China.

En A/rica
negra

Pobreza de los hombres o pobreza de las civilizaciones, el resultado es el mismo.


En el caso de las «culturas» 78 , hay en suma acumulación -doble pobreza- y la indi-
gencia se mantiene a lo largo de siglos. En Africa negra, éste es el espectáculo habitual,
sobre el que me voy a detener un instante, aunque sólo sea a título de rápida
confirmación.
En las orillas del golfo de Guinea, donde se instala y penetra el tráfico europeo, no
hay ciudades densas, al modo occidental o chino. En los primeros pueblos que nos pre-
sentan los relatos de Jos viajeros, aparecen ya colectividades de campesinos, si no des-
graciadas (palabra que no tiene ningún sentido por sí misma), sí carentes de todo.
No poseen, en realidad, una verdadera vivienda: chozas de barro construidas con
ramas, con cañas, «redondas como palomares», pocas veces encaladas, sin muebles (salvo
recipientes de barro y cestas), sin ventanas, cuidadosamente ahumadas todas las noches
para espantar los mosquitos, cuyas picaduras son dolorosas. «No todo el mundo está
acostumbrado como ellos [los negros]. escribe el P Labat (1728), a estar ahumado como
un jamón, y a impregnarse de un olor a humo que revuelve el estómago a todo aquel
que establece trato con ellos» 79 • Dejemos estas náuseas, sin atribuirles demasiada im-
portancia. Historiadores y sociólogos de Brasil aseguran (pero nadie, después de todo,
está obligado a creerles) que los negros fugitivos, establecidos en el sertiio, en repúbli-
cas independientes, y hasta los negros de las ciudades en sus cuchitriles urbanos (los
mucambos) viven de manera más sana, en el siglo XIX, que sus dueños de las planta-
ciones o de las ciudadesªº.
Si nos fijamos más, nos encontramos en Africa, junto a las cabañas usuales, con al-
gunas chozas blancas encaladas, lo que supone un lujo, aunque pequeño, en compa-
ración con lo que es habitual. Todavía destacan más, aunque son muy escasas, las vi-
viendas «de estilo portugués», de aéuerdo con un modelo llevado por los antiguos ven-
cedores cuya lengua hablan todavía «los príncipes»: casas con «vestíbulos abiertos», en
las que llega a haber incluso (para que los visitantes puedan sentarse) «pequeñas sillas
de madera muy limpias», y hasta mesas, así como seguramente, vino de palma para
los invitados importantes. En semejantes casas viven bellas mulatas, dueñas de los co-
razones de los reyes del país o, lo que viene a ser lo mismo, de ricos comerciantes in-
gleses. La cortesana que reina sobre «el rey» de Barra va vestida «con un pequeño cor-
selete de raso a la portuguesa» y lleva «a modo de falda, una [sic] de esos hermosos
paños que proceden de la isla de Sao Tiago, una de las del Cabo Verde,[ ... ] paño sig-
nificativo, ya que sólo las personas distinguidas lo usan; son, en efecto, muy hermosos
y muy finos» 81 • Divertida y fugitiva imagen que demuestra que incluso en el amplio

247
El hábitat, el vestido y la moda

bloque de las tierras de Africa se enfrentan los dos extremos habituales: los lados agra-
dable y desagradable de la vida, la penuria y el lujo.

Occidente
y sus múltiples mobtlian'os

En relación a la propia China y al resto del mundo, la originalidad de Occidente


en lo referente al mobiliario y la decoración de interiores consiste sin duda en su afición
por el cambio, en una relativa rapidez evolutiva que China no conoció jamás. Todo
varía en Occidente. Claro está que no de un día para otro. Pero nada escapa a una evo-
lución multiforme. Basta un paso más en un museo, entrar en una nueva sala, para
que el espectáculo cambie; cambiaría de muy diferente manera si nos encontráramos
en otra región de Europa. Tan sólo son comunes las grandes transformaciones, por en-
cima de desfases importantes, de imitaciones, de contaminaciones más o menos
conscientes.
La vida común de Europa mezcla así matices obstinadamente diferentes: el Norte
no es el Mediodía, el Occidente europeo no es el Mundo Nuevo, la vieja Europa no
es la nueva, la que crece hacia el Este hasta la salvaje Siberia. Los muebles son los tes-
tigos de estas oposiciones, la confirmación de esas minúsculas patrias en las que se di-
vide el mundo occidental. Más aún, pero quizá no hace falta repetirlo, la sociedad, con-
tinuamente puesta en tela de juicio, tiene su parte de responsabilidad. Finalmente, el
mobiliario, o mejor dicho, el conjunto de la decoración de la casa, atestigua el amplio
movimiento económico y cultural que lleva a Europa hacia lo que ella misma ha bau-
tizado con el nombre de las Luces, el progreso.

Pavimentos, paredes, techumbres,


puertas y ventanas

La decoración actual en la que nos movemos resulta ser patrimonio heredado de an-
tiguos logros: la mesa sobre la que escribo, el armario en el que se guarda la ropa, el
papel que tapiza las paredes, los asient9s, el pavimento de madera, el techo de esca-
yola, la disposición de las habitaciones, la chimenea, la escalera, la presencia de objetos
de adorno, de grabados, o de cuadros. A partir de un sencillo interior actual puedo
imaginar, reconstruir, la evolución de cada uno de los objetos, dar marcha atrás a la
película que conducirá al espectador desde lo usual de hoy a lo lujoso de ayer, que,
sin embargo, tardó mucho en manifestarse. Equivale a fijar puntos de referencia, a des-
cribir los rasgos elementales de una historia del mueble. Nada más; pero hay que em-
pezar por el principio.
Una habitación ha tenido siempre sus cuatro paredes, su pavimento, su techo, una
o varias ventanas, una o varias puertas.
Durante mucho tiempo, el suelo en la planta baja fue de tierra apisonada, más
tarde embaldosado o enlosado. Y en las miniaturas antiguas, el embaldosado es fre-
cuentemente suntuoso: es un lujo fácil de dibujar. Las baldosas incrustadas se usaron
desde el siglo XIV, mientras que las baldosas «plomizas» (cubiertas de un esmalte a base
de grafito) aparecen en el siglo XVI; en el XVII, hay embaldosados de cerámica por todas
partes, incluso en las viviendas modestas. Sin embargo, el mosaico no aparece, al menos

248
El hábitat, el vestido y la moda

en Francia, antes de finales del siglo XVII. En cuanto al entarimado, en sentido mo-
derno, llamado «de ensambladura», aparece en el siglo XIV, pero no se pone totalmen-
te de moda hasta el XVIJI, con múltiples variantes, en «mosaico», en punto de
Hungría ... 82 • Aumenta la necesidad de madera. Voltaire llega a escribir: «Antaño, los
robles se pudrían en los bosques; hoy se les transforma en entarimados».
Durante mucho tiempo, al techo se le llamó «suelo»: no era, en efecto, más que
el pavimento del granero o del piso superior, con su soporte de vigas y viguetas al aire,
sin desbastar en las casas corrientes, cepilladas, decoradas o disimuladas con colgaduras
en la viviendas ricas. A coillienzos del siglo XVII surge la moda, procedente de Italia,
del artesonado de madera tallada, dorada, o adornada con pinturas mitológicas para
tapar las vigas. Tan sólo en el siglo XVIII empiezan a aparecer los techos claros. Yesos
y estucos ocultan la estructura de madera, y bajo sus múltiples capas aún es posible
hoy, en ciertas casas antiguas, encontrar las vigas y viguetas pintadas, hace tres siglos,
con motivos florales y con tarjetas 83 •
La costumbre antigua más curiosa, hasta el siglo XVI (e incluso después), consiste
en cubrir los pisos de los bajos y de los cuartos con paja durante el invierno, y con
hierba y flores en verano: «La calle del Fouarre, cuna de nuestras facultades de Letras

Interior burgués, en el Jur de Alemania, siglo XV, por un maestro anónimo. Basilea, Kunstmu-
.reum. (Fotografía Oeffent!iche Kunstsammlung Base/.)

249
El hábitat, el vestido y la moda

y de Ciencias, recibió su nombre de la paja con la que se cubría el suelo de las aulas» 84 •
Se procedía de la misma manera en los alojamientos reales. En junio de 1549, en el
banquete ofrecido por la ciudad de París a Catalina de Médicis, se tomó la precaución
de «sembrar la sala de hierbas aromáticas»ª~ En el baile de la noche de bodas del duque
deJoyeuse, un cuadro anónimo (1581-1582) muestra un suelo sembrado de flores. Esta
práctica obligaba a renovar las flores, las hiertas y las cañas. Lo que no siempre se lle-
vaba a cabo en Inglaterra, por lo menos según cuenta Erasmo, hasta el punto de que
la suciedad y la basura se iban acumulando en el suelo. A pesar de estos inconvenien-
tes, un médico recomienda, en 1613, el uso de estas capas de hierbas, «en una hermosa
habitación con buenas esterillas que la cubran entera, o tapizada y después recubierta
de romero, de poleo, de orégano, de mejorana, de espliego, de salvia y de otras hierbas
semejantes»ij6 • Paja, hierba, más tarde juncos o gladíolos, se disponían a lo largo de las
paredes; esta decoración campestre va siendo sustituida por esteras de paja trenzada co-
nocidas desde siempre y que pronto se fabrican de diferentes colores, con arabescos, y
después por las alfombras. Estas aparecen muy pronto; gruesas, de colores vivos, cubren
el suelo, las mesas cuyos pies a veces no se ven, los cofres y hasta la parte de arriba de
Jos armarios.
Sobre las paredes de las habitaciones, pintadas al óleo o al temple, las flores, los
ramos y Jos juncos ceden su lugar a Jos tapices, que pueden «fabricarse con todo tipo
de telas: terciopelo, damasco, brocado, brocatel, raso de Brujas, jerguilla»; pero quizá
habría que reservar esta denominación, aconseja Savary (1762), a clos bérgamos, los
cueros dorados [los guadamecíes españoles, conocidos desde hacía siglos], los tapices de
tundas de lana que se hacen en París y en Remen y los otros tapices de reciente inven-
ción, que se fabrican con dril, sobre el que con diferentes colores se imitan bastante
bien los personajes y los motivos vegetales del alto lizo» 87 • Estos tapices de altó lizo, en
los que se representaban personajes y cuya moda se remonta al siglo XV y se inscribe
en el activo de los artesanos de Flandes, llegaron más tarde a su perfección técnica
gracias a la fábrica de los Gobelinos. Peto tienen el inconveniente de su precio elevado;
además, el mobiliario, al multiplicarse en el siglo XVIII, va a limitar su uso: si se coloca
ante ellos una cómoda o un aparador, explica Sébastien Mercier, los hermosos perso-
najes quedan cortados en dos.
El papel pintado, llamado entonces «domino», al resultar más barato, realiza deci-
sivos progresos. Se imprime siguiendo el mismo procedimiento que se utiliza para la
fabricación de los naipes. «Esta especie de tapiz de papel [ ... ] sólo había servido du-
rante mucho tiempo a las gentes del campo y a la gente modesta de París; para adornar,
y por decirlo de alguna manera tapizar, ciertas partes de sus cabañas y de stis tiendas
y habitaciones; pero [ ... ] a finales del siglo XVII, ~e alcanzó tal grado de perfección y
de atractivo que, además de los cuantiosos envíos que se hacen a los países extranjeros
y a las principales ciudades del reino, no hay casa en París, por magnífica que sea, que
no tenga algún lugar, ya 'sea el guardarropas, ya otrós sitios todavía más ocultos, tapi-
zado con papel pintado y adornado con bastante encanto}) 88 (1760). En las buhardillas
se utiliza siempre el papel pintado, a veces muy sencillo, tan sólo con un dibujo de
bandas negras y blancas. Porque hay muchos tipos de papel pintado: no todos son
como esa valiosa muestra de estilo chino (1770) que se encuentra en el National Museum
de Munich.
A veces' también se forran de madera las paredes. Ya en el siglo XIV, los carpinteros
ingleses fabricaban paneles de roble de Dinamarca para revestir paredes, que consti-
tuían también una manera de luchar contra el frío 89 • Estos revestimientos se encuen-
tran tanto en el pequeño gabinete de estudio de una casa de los Fugger en Alemania
(siglo XVI), siendo entonces sencillos y lisos, como en los salones del siglo XVIII francés,
formando grandes paneles suntuosamente tallados, pintados y dorados, y constituyen-
250
El hábitat, el vestido y la moda

do una decoración que había de servir de modelo a toda Europa, incluida Rusia.
Pero ha llegado el momento de abrir puertas y ventanas. Hasta el siglo XVII, las
puertas eran estrechas, se abrían desde dentro, y no permitían pasar más que a una
sola persona a la vez. Las grandes puertas dobles son más tardías. Las ventanas, hasta
tiempos relativamente recientes {e, incluso, si se trata de casas campesinas, hasta bien
entrado d siglo XVIII), no eran más que un simple postigo de madera maciza; cuando
la vidriera, privilegio de Ja iglesia, pasó a las casas particulares, el cristal irregular en-
garzado con plomo resultó demasiado pesado, demasiado valioso también, como para
permitir que la hoja fuera practicable. Una de la soluciones dadas, de origen alemán,
consistía en que, en una ventaja fija, se abriera tan sólo un batiente; la solución ho-
landesa consistía en alternar paneles de cristal fijos y paneles de madera practicables.
En Francia, los bastidores de cristal eran con frecuencia fijos, puesto que Montaigne
señala que «lo que hace brillar tanto los cristales [en Alemania] es que no tienen ven-
tanas fijas como las nuestras»; por lo que pueden «limpiarlas muy a menudo» 9º. Existían
también ventanas practicables de pergamino, de tela recubierta de trementina, de papel
aceitado, de finas láminas de espejuelo. El cristal transparente no apareció realmente
hasta: el sigfo xvr: a partir de entonces se fue propagando de forma irregular. Rápida-
mente en Inglaterra donde, desde los años 1560, se difunde en las casas campesinas,
con el gran aumento de la riqueza: agrícola inglesa: y el desarrollo de la industria del
cristal 91 . Pero, hacia la misma época (1556), Carlos V, camino de Extremadura (viene
de Flandes), tomó la precaución de comprar cristales antes de llegar al término de su
viaje 92 • Montaigne, caminó de Alemania, anota desde Epinal: «Por muy pequeñas que
sean las casas de los pueblos, todas tienen cristales»93 • El ciudadano de Estrasburgo, Brac-
kenhoffer94, hace la misma observación en Bourges y Nevers, sesenta años después.
Pero dos viajeros que sálieron de los Países Bajos camino de España, en 1633, obser-
varon que, hacia el sur, los cristales desaparecían de las ventanas de las casas inmedia-
tamente después de atravesar el Loira en Saumur95 • Sin embargo, hacia el este, en Gi-
nebra, en la misma época, las casas más distinguidas se contentaban con papel96 y, to-
davía en 1779, mientras que en París las habitaciones de los obreros más modestos se
iluminaban con cristales, en Lyon, al igual que en ciertas provincias, añade nuestro in-
formador, se había conservado el uso del papel aceitado, en particular para los obreros
de la seda, ya que la luz que deja pasar es «más suave•97 En Servía, no aparecen cris-
tales en las ventanas de manera generalizada hasta el siglo XIX: todavía eran muy poco
frecuentes en Belgrado, en 1808 98 •
Otra evolución lenta: los bastidores de las ventanas llevan numerosos travesaños de
madera, según Ias dimensiones de los cristales y la resistencia del marco. Hay que es-
perar al siglo XVIII para que se adopten los ventanales y su uso se generalice, por lo
menos en las casas ricas.
Los testimonios de los pintores sobre esta tardía modernización son múltiples, di-
versos, como era de esperar. No se generaliza de un extremo a otro de Europa, en un
momento dado, una ventana típica a la holandesa con sus cristales fijos {parte alta) y
sus paneles de madera practicables (parte baja). En una Anunciación de Schongauer
vemos una ventana que se adapta a este modelo, pero hay otras ventanas de otros
cuadros de la misma época que no tienen más que un estrecho panel de cristal practi-
cable, y otras que tienen una contraventana de madera exterior que se cierra sobre la
ventana fija; según los casos, la hoja de madera será doble, o sencilla, etc. En unos
sitios aparecen cortinas interiores, en otros no. En resumen, se da toda una serie de
soluciones a un problema que consiste en airear e iluminar las casas, pero también en
la posibilidad de defenderse del frío y de la luz que puede despertar al que duerme.
Todo depende del clima, y también de las costumbres. Montaigne desaprueba que en

251
El hábitat, el vestido y la moda

El brasero español. El nacimiento de San Eloy, de P. Nunyes (detalle). Museo de Arte de Cata-
luña, Barcelona. (Fotografia Mas.)

Alemania no exista «ninguna defensa contra el relente y el viento de no ser .el simple
cristal, que no está protegido por la madera», por tanto sin contraventanas exteriores
ni postigos, y eso que las camas de las posadas alemanas no tienen cortinas ... ~9

La chimenea

No hubo chimeneas adosadas a la pared antes del siglo XII aproximadamente. Hasta
entonces, el hogar redondo, central, se encontraba en la cocina. La gente se calentaba
con braseros o con «estufillas» ioo Pero muy pronto, desde Venecia, cuyas altas chime-
neas exteriores fueron a menudo representadas por sus pintores, hasta el mar del Norte,
desde los confines de Moscovia hasta el Atlántico, apareció también la chimenea en la
habitación principal donde todos buscaban refugio contra el frío.
El hogar se cubrió inicialmente con un enladrillado, y más tarde, a partir del si-
glo XVII, con una placa de metal; los morillos sostenían la leña. Una planta vertical de
hierro, a menudo decorada (las hay muy bellas) y que se llama trashoguero, cubría la
pared del fondo del hogar. En el cañón de la chimenea, las llares suspendidas de una

252
El hábitat, el vestido y la moda

argolla, y con muescas para poder variar la altura, permitían colgar sobre el fuego una
marmita, casi siempre un caldero, donde el agua estaba siempre caliente. Se cocinaba
en el hogar, delante del fuego, aprovechando la proximidad de la llama, o mejor de
las brasas que se podían colocar sobre la tapadera de las marmitas de hierro. Sartenes
de mango largo permitían utilizar cómodamente la intensidad del calor.
En las casas ricas, la chimenea se convirtió naturalmente en el elemento decorativo
fundamental de la sala en la que estaba instalada: se adornaba el manto con bajorre-
lieves, la campana con frescos, los pies con molduras, rematados con ménsulas o con
capiteles tallados. La campana de una chimenea de Brujas, a finales del siglo XV, es-
taba adornada con una Anunciación de la escuela de Gérard David 101 •
Pero estas hermosas chimeneas siguieron siendo durante mucho tiempo técnicamen-
te rudimentarias, análogas en este aspecto a las de las casas campesinas de comienzos
del siglo XX: un conducto vertical demasiado ancho que permitía el paso, en caso de
necesidad, a dos deshollinadores a la vez, provocaba tal corriente de aire que, cerca del
fuego, se corría el riesgo de abrasarse por un lado y de helarse por el otro. Por eso se
tendió a aumentar cada vez más las proporciones de la chimenea, para poder instalar
bajo la campana, a cada lado del hogar, unos bancos de piedra 102 Allí podía uno sen-
tarse cuando el fuego quedaba reducido a brasas, allí se charlaba «bajo el manto» de
la chimenea.
Semejante sistema, aceptable (con reparos) para la cocina, resultaba un deplorable
sistema de calefacción. En una casa helada, al llegar el invierno, tan sólo la proximidad
inmediata de la chimenea representaba un refügio. Las dos chimeneas que se encuen-
tran en los extremos de la Galería de los Espejos de Versalles no lograban calentar su
enorme espacio. Más valía recurrir a pieles protectoras. Pero, ¿bastaban? El 3 de febre-
ro de 1695, la Palatina·escribía: «Durante la comida real, el vino y el agua se helaron
en los vasos». Baste este detalle, como ejemplo de otros muchos, para evocar la falta
de confort de una casa del siglo XVII. En esta época, el frío podía llegar a ser una ca-
lamidad pública, porque helaba los ríos, detenía las aspas de los molinos, lanzaba por
todo el país peligrosas jaurías de lobos, multiplicaba las epidemias. Si se acentúa su
rigor, como ocurrió en 1709 en París, «la gente del pueblo muere de frío como moscas»
(2 de marzo). Desde enero, a falta de calefacción (sigue diciendo la Palatina) «han ce-
sado todos los espectáculos al igual que los procesos» 10 l
Sin embargo, todo cambia en los alrededores de 1720: «Desde la Regencia se pre-
tende, en efecto, mantenerse al calor durante el invierno». Y esto se consiguió gracias
a los progresos de la «caminología», debidos a deshollinadores y fumistas. Se descubrie-
ron los sc:;cretos del «tiro». Se redujeron las dimensiones del hogar de la chimenea al
mismo tiempo que aumentaba su profundidad, descendía el manto, se inclinaba el
cañón, ventaja indiscutible puesto que el cañón recto era muy propicio de ahumar 101 •
(Cabe pregu-ntarse incluso, retrospectivamente, cómo el gran Rafael, encargado de im-
pedir que ahumasen las chimeneas del duque de Este, pudo conseguirlo.) Por lo demás,
estos progresos son más eficaces porque se trata de calentar habitaciones de dimensio-
nes razonables, como las de los hoteles de Gabriel, en vez de las de los palacios de
Mansard. Chimeneas de hogares múltiples (por lo menos dobles, llamadas «ii la Pope-
/iniere») permitieron incluso calentar los cuartos de las criadas. De esta forma se llevó
a cabo, aunque tardíamente, una revolución de las técnicas de calefacción.
Pero no debe creerse que estas modificaciones se tradujeron en una economía de
combustible, como soñaba un libro, L 'Epargne-bois, aparecido un siglo antes, en 1619,
puesto que las chimeneas, al ser mas eficaces, se multiplicaron como por encanto. Por
lo demás, antes de empezar el invierno, todas las ciudades cobraban nueva vida con el
transporte y el corte de leña. En París, todavía en vísperas de la Revolución, desde me-
diados de octubre, «hay un ,e;ran bullicio en todos los barrios de la ciudad. Millares de
253
El hábitat, el vestido y la moda

carretas de ruedas divergentes, cargadas de leña, entorpecen el tráfico en las calles, y


durante el tiempo que se tarda en tirar la leña, en serrarla, en transportarla, ponen a
los transeúntes en peligro de ser aplastados, derribados, o de que les rompan las piernas.
Los ajetreados descargadores tiran con brusquedad y precipitación la leña desde lo alto
de la carreta. El pavimento retumba; están ciegos y sordos y no quieren sino descargar
rápidamente la leña, aun con riesgo de dar en la cabeza a los que pasan. Después viene
el aserrador, maneja la sierra con rapidez y tira la leña a su alrededor, sin preocuparse
de los que pueden estar cerca» 1º5
El espectáculo era el mismo en todas las ciudades. Roma tenía sus vendedores de
madera que se ofrecían para llevar la mercancía a domicilio con sus borricos. En Nu-
remberg, ~unque se encuentra situada entre amplios y cercanos bosques, se dio orden,
el 24 de octubre de 1702, a los campesinos de la jurisdicción de vender en los mercados
de la ciudad la mitad de sus reservas de madera 106 Y los leñadores recorrían las calles
de Bolonia esperando que se les contratase.

Mujer delante de una estufa, aguafuerte de Rcmbrandt, Holanda, siglo XVII. Sección de Gra-
bados. (Cliché B.N.)

254
El hábitat, el vestido y la moda

Hornos
y estufas
Montaigne se precipitó al decir que no había en Alemania «ninguna chimenea». Pre-
cisemos que se refería a que no había chimeneas en los dormitorios y en las salas co-
munes de las posadas. En la cocina, siempre había chimenea. Pero, ante todo, en Ale-
mania «está muy mal considerado entrar en las cocinas». Los viajeros han de calentarse
en la amplia sala común donde se come y donde se encuentra la estufa de loza, el Ka-
chelhofen rn; Además, la chimenea «no es como las nuestras»: «Levantan hogares en
medio o en una esquina de la cocina y emplean casi todo el ancho de esta cocina para
el cañón de la chimenea, que es un gran agujero de la anchura de siete u ocho pasos
en cuadrado que llega hasta lo alto del alojamiento; esta anchura les permite colocar
en algún lugar una gran vela que entre nosotros ocuparía tanto espacio en nuestros ca-
ñones que impediría el paso del humo» 1º8 • Lo que Montaigne llama «vela» son las alas
de molino que permiten la subida del humo y del aire caliente y que hacen girar el
espetón ... Pero con echar un vistazo al grabado de la página 256, se entenderá, sin ne-
cesidad de dar más explicaciones, si no el mecanismo, al menos cómo era el espetón,
el hogar elevado y la posibilidad que existía de guisar sin agacharse como en Francia o
en Ginebra 109, o en los Pa1ses Bajos. .
Se encuentran estufas mucho más allá de .ttlemania, en Hungría, en Polonia, en
Rusia, y pronto eil Sibeda. Se trata de hornos corrientes construidos de piedra, de la-
drillos y a veces de arcilla. En Alemania, desde el siglo XIV, el horno se construye de
manera más ligera, con la arcilla de los alfareros (Topferthon). Los azulejos que lo re-
cubren están a menudo decorados. Delante se coloca un banco, para sentarse a dormir.
Erasmo explica (1527):·«En la estufa, es decir, en la habitación calentada por la estufa,
se puede uno quitar las botas, ponerse los zapatos, cambiar de camisa, si se desea; se
cuelga cerca de la estufa la ropa mojada por la lluvia y se acerca uno a ella para~ecar­
se»11º. «Por lo menos, como dice Montaigne, no nos quemamos ni la cara ni las botas,
y nos libramos del humo que hay en Francia» 111 • En las casas polacas que, al no haber
posadas, acogían a todos los viajeros, Francisco de Pavía duerme, con todos los miembros
de su familia y los huéspedes de paso, en los anchos bancos cubiertos de almohadas y
de pieles que rodea la habitación donde se encuentra la estufa. De esto se aprovecha
el italiano Octavian que, silenciosamente, sin despertar a nadie, buscaba un sitio junto
a las mujeres de la casa, «por las que a veces era bien recibido y otras salía lleno de
arañazos» 112 •
Las estufas de barro barnizado no aparecieron en Francia hasta 1520 aproximada-
mente, cinco años después de la batalla de Marignano; pero su éxito se inició en el si-
glo XVJI, para afirmarse en el siglo siguiente. Además, todavía en 15 71, las propias chi-
meneas eran escasas en París 113 A menudo había que calentarse con braseros. En el si-
glo XVIII, los pobres de Par1s continuaban utilizando braseros de carbón mineral, siendo
frecuentes las intoxicaciones 114 En todo caso, en Francia la chimenea desempeñó en de-
finitiva un papel más importante que las estufas, reservadas sobre todo a los países fríos
del este y del norte. Sébastien Mercier observaba en 1788: «¡Qué diferencia entre es-
tufa y chimenea! Ante una estufa me quedo sin imaginación» 115
Observemos que en España no hay estufas ni chimeneas «en ninguna vivienda;
... sólo se utilizan braseros». La condesa de Aulnoy sigue diciendo: «Es una suerte que
un país como éste, con escasez de madera, no la necesite» 116 •
Inglaterra ocupa, en la historia de la chimenea, un lugar aparte puesto que, a partir
del siglo XVI, la escasez de madera introdujo cada vez más el carbón mineral como com-
bustible. De ahí una serie de transformaciones del hogar, entre las que destaca la de
Rumford, a finales del siglo ·xvrn, estudiada para reflejar el calor en la habitación 117
255
El hábitat, el vestido y la moda

Cocinar sin agacharse: la chimenea alemana con fogón alto (1663). Tomado de loJ Mendelsche
Brüderbücher, Stadtbibliothek Niirnberg, Nuremberg. (Cliché Armin Schmidt.)

De los artesanos del mueble


a las vanidades de los compradores

Por muy aficionados que sean los ricos al cambio, los interiores y los muebles nunca
se modifican demasiado deprisa. la moda varía, pero muy lentamente. Por muchas ra-
zones: los gastos de renovación son enormes; más aún, las posibilidades de producción
siguen siendo limitadas. Así, hasta 1250 por lo menos, no hay sierra mecánica movida
por agua 118 ; hasta el siglo XVI el único material es, en general, el roble; empieza en-
tonces la moda del nogal y de las maderas exóticas en Amberes. Por último, los cambios
han dependido siempre de los oficios. Ahora bien, estos evolucionan lentamente. Entre
Jos siglos XV y XVI, de las filas de Jos que trabajan la madera para la construcción de
edificios salen los carpinteros dedicados al trabajo de taller y a la fabricación de muebles;
después, en el siglo XVII, se separan de estos últimos los ebanistas, llamados durante
mucho tiempo «carpinteros de chapado y marquetería» 119

256
El hábitat, el vestido y la moda

Durante siglos, los carpinteros fabricaron muebles y casas; De ahí las grandes di-
mensiones, la solidez, cierta tosquedad de los muebles «góticos»: pesados armarios col-
gados de las paredes, enormes y estrechas mesas, bancos más frecuentes que los esca-
beles o las «cátedras», cofres de anchas tablas mal encuadradas «ajustadas unas con otras
y mantenidas por bandas de hierro claveteadas», con fuertes cerraduras 120 Las tablas
eran desbastadas con hacha; el cepillo de carpintero, antigua herramienta conocida
tanto en Egipto como en Grecia y Roma, sólo volvió a desempeñar un papel en el norte
de Europa en el siglo XIII. Las tablas se ensamblan con clavos de hierro; más tarde irán
lentamente apareciendo las ensambladuras con muescas, de espiga y de cola de mila-
no, y después los clavos de madera, las clavijas, perfeccionamiento tardío; por último,
los tornillos de hierro, conocidos desde siempre, pero no utilizados,,plenamente antes
del siido XVIII.
Las herramientas -hachas, hachuelas, tijeras, mazos, marrillos, tornos de ballesta
(para grandes piezas: tornear, por ejemplo, la pata de una mesa), tornos de manivela
o de pedal (para pequeños trabajos)-, conocidas desde siempre, constituyen una he-
rencia que procede de tiempos antiguos, del mundo romano 121 • Por otra parte, herra-
mientas y técnicas antiguas se habían conservado en Italia, donde se encuentran los
únicos muebles anteriores a 1400 que han llegado hasta nosotros. También en este
terreno Italia ha sido el país más avanzado y el que más superioridad ha mosrrado; ha
difundido muebles, modelos de muebles y formas de construirlos. Para convencerse,
basta ver en el National Museum de Munich, por ejemplo, arcones italianos del si-
glo XVI, tan diferentes de los del resto de Europa, en la misma época, por sus compli-
cadas estructuras, sus zócalos, sus maderas pulimentadas y sus formas rebuscadas. Los
cajones, que aparecen tardíamente al norte de los Alpes, llegaron allí, procedentes del
sur, por el valle del Rin. No se conocían, en Inglaterra, hasta el siglo XV.
Lo habitual hasta el siglo XVI, e incluso hasta el XVII, es pintar muebles, techos y
paredes. Deben imagiriarse los muebles antiguos con sus relieves pintados de oro, plata,
rojo y verde, tanto los de los palacios, como los de las casas y los de las iglesias. Esta
costumbre de pintar los muebles demuestra una gran afición por la luz, por los colores
vivos, en interiores oscuros poco abiertos al exterior. A veces los muebles, antes de ser
pintados, se envolvían en una tela fina enyesada a fin de conseguir que el color no hi-,
ciera resaltar ninguno de los defectos de la madera. A finales del siglo XVI, se empieza
a encerar o a barnizar los muebles.
Pero, ¿cómo seguir la complicada biografía de cada uno de estos muebles? Apare-
cen, se modifican, pero nunca desaparecen totalmente. Se encuentran continuamente
sometidos a las tiranías del estilo arquitectónico y de la distribución interna de las casas.
Es probable que el banco colocado delante de 1a chimenea impusiera la mesa rec-
tangular estrecha; los comensales, sentados .a un solo lado, están de espaldas al fuego
y de cara a la mesa. Según la leyenda del rey Arturo, la mesa redonda suprimió el pro-
blema de los sitios de honor y de preferencia. Pero esta mesa redonda sólo pudo pros-
perar acompañada de la silla, que adquirió tardíamente sus derechos, su fórma y el pri-
vilegio del número. La «cátedra~ primitiva era una silla monumental, única, reservada
al señor medieval; los demás se tenían que contentar con el banco, los escabeles, los
taburetes y, mucho más tarde, las sillas 122 •
La sociedad, es decir, muchas veces la vanidad, juega el papel de árbitro entre este
conjunto de muebles. Así, el aparador es un mueble nacido en la cocina, a menudo
tan sólo una sencilla mesa en la que se ponen las «comidas» y la numerosa vajilla ne-
cesaria para servirlas. En las casas señoriales, se instala un segundo aparador en la sala
de banquetes: allí se expone la vajilla de oro, de plata o de vermeil, las fuentes, las
jarras, las copas. Tenía .más o menos estantes y entrepaños, pues la etiqueta fijaba su
número según las importancia del dueño de la casa; este número era de dos para un

257
El hábitat, el ve5tido y la moda

El aparador y su vajilla de oro en el siglo XV Historia del gran Alejandro,/" 88. París, Musée
du Petit-Palais. (Cliché Bulloz.)

barón y crecía de acuerdo con la escala de los títulos 123 • En un cuadro que representa
el banquete de Herodes, aparece un aparador de ocho ostantes que señala la incom-
parable dignidad real, en lo más alto de la escala. Por último, además, el aparador se
instalaba en la misma calle, el día de Corpus Christi, «delante de los tapices que se
colgaban en las casas». Un viajero inglés, Thomas Coryate, se maravillaba al ver en
1608, en las calles de París, tantos aparadores atestados de objetos de plata 124 •
A título de ejemplo, cabría esbozar la historia del arman'o, desde los pesados ar-
marios antiguos reforzados con pernios, hasta los del siglo XVII, que «Se habían abur-
guesado», según un historiador nada aficionado a los «frontones, entablamentos, co-
lumnas y pilastras» del estilo Luis XIII 125 El armario puede alcanzar entonces conside-

258
El hábitat, el vestido y la moda

rabies proporciones, a veces tan enormes que se opta por cortarlo en dos, lo que da
lugar a un nuevo mueble que tuvo poco éxito, el «bajo armario». El armario se con-
vierte así en un mueble lujoso, a veces ricamente tallado y decorado. En el siglo xvm,
había de perder esta condición, al menos en las casas lujosas, y, relegado al papel de
guardarropas, no volvería a aparecer en los salonesm Pero durante siglos, continuó
siendo el orgullo de las casas campesinas y de los alojamientos de la gente humilde.
Gloria y eclipse, todo es cuestión de moda. Veamos el ejemplo del cabinet, mueble
de cajones o compartimentos, donde se guardaban los objetos de tocador, los de escri-
torio, los juegos de cartas y las joyas. El arte gótico lo conoce. El siglo XVI asiste a su
primer éxito. Los cabinets Renaissance, adornados con piedras duras, o los de estilo
alemán, estuvieron de moda en Francia. Con Luis XIV, algunos de estos muebles ad-
quirieron un tamaño muy grande. En el siglo XVIII, siguiendo este estilo, triunfó el
secrétaire.
Pero es preferible seguir, por un momento, la evolución de la cómoda, que pronto
va a adjudicarse el primer puesto; consigue incluso destronar al armario. Nace en
Francia, en los primeros años del siglo XVIII. Y así como se puede pensar, a partir de
determinado mueble de Bretaña o de ciertos muebles milaneses, que los primeros ar-
marios no eran más que cofres puestos «de pie», la idea de;:la cómoda procede simple-
mente de una superposición de pequeños cofres. Pero se trata de una idea y de una
realización tardías.
La cómoda, lanzada por una nueva moda en un siglo de rebuscada elegancia, se
convertirá inmediatamente en un mueble lujoso, de líneas estudiadas, cuyas formas rec-
tilíneas o sinuosas, rectas o convexas, macizas o esbeltas, cuyas marqueterías, maderas
preciosas; bronces y lacas siguieron rigurosamente las leyes de una moda voluble, in-
cluida la del «estilo chine:»~. con las conocidas diferencias del estilo Luis XIV al Luis XV
o Luis XVL Las cómodas, muebles básicos, de ricos, no se generalizaron hasta el
siglo XIX . .
Sin embargo, la historia múltiple de estos muebles, considerados uno tras otro, no
constituyen la historia del mobiliario.

Tan sólo cuentan


los conjuntos

Por muy característico que sea un mueble, no basta para crear ni para revelar un
conjunto. Ahora bien, sólo importa el conjunto 127 Los museos, por lo general, con sus
objetos aislados no nos enseñan más que los fundamentos de una compleja historia.
Lo esencial, por encima de los propios muebles, es una disposición, libre o no, y una
atmósfera, un arte de vivir, tanto en la habitación donde se encuentran como fuera de
ella, en la casa de la que forman parte. ¿Cómo se vivía, cómo se dormía, cómo se comía
en este universo aparte, universo lujoso por supuesto?
los primeros testimonios precisos se refieren al gótico tardío, a través, sobre todo,
de los cuadros holandeses o alemanes en los que muebles y objetos están pintados con
el mismo detenimiento que los personajes, como una serie de naturalezas muertas in-
sertas en el lienzo. El Nacimiento de San juan de Jan Van Eyck, o cualquiera de las
anunciaciones de Van der Weyden, suministran una idea concreta de la atmósfera de
la habitación común del siglo XV, y basta que se abra una puerta para que, al estar las
demás habitaciones dispuestas en hilera, se adivine la cocina o el ajetreo de los criados.
Bien es verdad que el tema se presta a ello: anunciaciones y nacimientos de la Virgen,

259
El hábitat, el vestido y la moda

ya sean de Carpaccio, de Holbeín el Viejo o de Schongauer, con sus camas, sus arco-
nes, una hermosa ventana abierta, un banco delante de la chimenea, el barreño de ma-
dera donde se lava al recién nacido, el tazón de caldo que se sirve a la madre tras el
parto, resultan tan evocadoras del ambiente de la casa como el tema de la Cena de los
ritos de las comidas.
A pesar de la robusta rusticidad de los muebles, de su pequeño número, estas vi-
viendas del gótico tardío, al menos en los países del Norte, poseen la cálida intimidad
de las habitaciones bien cerradas, recubiercas por los pliegues de lujosos paños de vivos
y tornasolados colores. Su único lujo verdadero: cortinas y colchas en las camas, colga-
duras en las paredes y sedosos cojines. Los tapices del siglo XV, de gran colorido, con
fondos luminosos sembrados de flores y de animales, son también testimonio de esa
afición, de esa necesidad de color, como si la casa de la época fuera una réplica del
mundo exterior, y, al igual que «el claustro, el castillo, la ciudad amurallada, el jardín
rodeado de muros», una defensa contra las dificultades, oscuramente sentidas, de la
vida material.
Sin embargo, ya en esta época, al crear la Italia del Renacimiento, tan adelantada
económicamente, los nuevos boatos de las cortes principescas y ostentosas, aparece en
la península un marco muy diferente, solemne y más acompasado, en el que arquitec-
tura y muebles -que repiten en frontones, cornisas, medallones y esculturas los mismos

Un interior burgués en Holanda, siglo XVII: claridad, mbriedad, gran sala común donde, frente
a la cama con colgaduras, se encuentra un clavecín; habitaciones en hilera. Museo Boysmans van
Beuningen, Rotterdam. (Fotografía A. Frequin.)

260
El hábitat, el vestido y la moda

Interior flamenco del siglo XV//: todo u encuentra en la inmensa sala de ret-cpción, lujosamente
decorada: gran chimenea, lecho con baldaquino, mesa alrededor de la cual se celebra el ban-
quete. París, Musée des Arts décoratifs. (Fotografía del museo.)

motivos y las mismas líneas monumentales- aspiran a la suntuosidad, a la grandiosi-


dad, a la escenificación social. Los interiores del siglo XV italiano, con sus columnatas,
sus inmensos lechos esculpidos con baldaquinos y sus monumentales escaleras, prefi-
guran ya curiosamente el Gran Siglo, esa vida de Corte que es una especie de ostenta-
ción, de espectáculo teatral. Es evidente que el lujo se conviene en un instrumento de
gobierno.
Saltemos doscientos años. En el siglo XVII -con excepciones, claro está, como las
de una Holanda y u.na Alemania más sencillas- la decoración de la casa, tanto en
Francia como en Inglaterra y hasta en los Países Bajos católicos, se somete a lo mun-
dano, a la significación social. La sala de recepción se vuelve inmensa, muy alta de
techo, más abierta al exterior, fácilmente solemne, sobrecargada de adornos, de escul-
turas, de muebles ostentosos (credencias, aparadores pesadamente tallados) en los que
se coloca la plata, también ostentosa. Aparecen platos, fuentes y cuadros en las pare-·
des, paredes pintadas con complicados motivos (como en el salón de Rubens, con su
decoración de grutescos), y los tapices, que seguían gozando de una gran considera-
ción, han cambiado de estilo, evolucionando asimismo hacia cierta grandilocuencia y
una complicación, costosa y a veces insípida, de infinitos matices_

261
El hábitat, el vestido y la moda

Pero esta gran sala de gala es una habitación común: en este solemne decorado,
que es el de tantos cuadros flamencos, de Van de Bassen a Abraham Bosse y Hierony-
mus Janssen, la cama, situada generalmente junto a la chimenea, disimulada con
grandes cortinas, se encuentra en la misma sala en la que aparecen los comensales reu-
nidos para un suntuoso banquete. Por otra parte, el lujo del siglo XV!l ignora nume-
rosas comodidades, empezando por la de la calefacción. Ignora además la intimidad.
El propio Luis XIV, en Versalles, se veía obligado a pasar por la habitación de Mlle de
La Valliere, su anterior favorita, para ir a visitar a Mme de Montespan 128 De la misma
manera, en un palacete parisino del siglo XVII, en el primer piso, el piso noble, reser-
vado a los dueños de la casa, todas las habit~ciones, antesalas, salones, galerías, dor-
mitorios, a veces mal diferenciados, están en hilera. Todos deben atravesarlos, inclui-
dos los criados en sus trabajos habituales, para llegar a la escalera.
El siglo XVIII cambiará las cosas. No es que Europa renunciara entonces al boato
mundano, sino que, pór el contrario, rendiría más tributó que nunca a la v:ida do so-
ciedad,. petó el individuo comienza entonces a proteger su vida privada. La vivienda
cambfa; cambia el mobiliario, porque así lo quieren los individuos, porque eso es lo
que desean y; también, porque la gran ciudad se alfa con ellos. Basta cori dejarse llevar
por fa corriente. Eri Londres, en Parrs, en San Petersburgo, en esas Ciudades que crecen
deprisa y por sí mismas, todo cuesta cada vez más caro; el lujo emprende una carrera
desenfrenada; falta sitio: el arquitecto debe utilizar al máximo los espacios limitados;
comprados a precio de oro 12') Se imponen entonces el palacete y la vivienda modernos,
concebidos para una vida merios grandiosa, pero más agradable. Durante el reinado
de Luis XV, u.ti anuncio ofrece en París una vivienda de alquiler «de diez habitaciones,
distribuida en antesala, comedor; sala de visitas, una segunda sala de visitas acondicio-
nada para el invierno [cori calefacción, pot tanto). Uria pequeña biblioteca, otto pe-
queño saloricito y dormitorios con guardatropas» 130 ~ ·Un anuncio así hubiera sido im-
pensable en tiempos de Luís XIV.
Como explica un autor de la época, una casa se dividía desde entonces en tres partes:
Ja de respeto o de sociedad, para recibir cómodamente a los amigos; la de gala o de
magnificencia; finalmente, la privada o de comodidad, la de la intimidad familiar 131
A partir de entonces, gracias a esta distribución de la vivienda, cada cual vivirá en cierta
manera a su modo. El office se separa de la cocina, el comedor del salón, la alcoba se
convierte en un reino aparte. ¡Lewis Munford piensa.que el amor, actividad de verano,
se extiende a todas las estaciones 132 ! Nadie está obligado a creerlo (las fechas de los na-
cimientos en los registros del estado civil prueban incluso lo contrario), pero es cieno
que, hacia 1725, se dibuja una «distribución interior de las viviendas> que no habían
conocido ni Roma, ni la Toscana de los Médicis, ni Ja Francia de Luis XIV Esta nueva
distribución; «que separa con tanto arte un conjunto de habitaciones y lo hace tan có-
modo para el dueño como para el criado> 1H, no es únicamente cuestión de moda. En
estas «pequeñas viviendas con más cuerpos [es decir, cuartos] ... se tienen muchas cosas
en poco espacio» 114 • «Nuestras pequeñas viviendas, escribirá más tarde Sébastien
Mercier, están ordenadas y distribuidas como conchas redondas y pulidas y se vive con
claridad y comodidad en espacios anteriormente desaprovechados y francamente oscu-
ros»u~ Además, añade un hombre prudente, «la manera antigua [las casas inmensas]
resultaría demasiado cara; no se es bastante rico hoy»ll 6 •
Por el contrario, todo el deseo de lujo se vuelca en los muebles, en infinidad de
mueblecitos magníficamente construidos, que ocupan menos sitio que los de tiempos
anteriores, adaptados a las nuevas dimensiones de los gabinetes, saloncitos y habitacio-
nes, .pero extremadamente especializados para responder a las nuevas necesidades de
confort y de intimidad. Aparecen mesitas multiformes, consolas, mesas de juego, me-

262
El hábitat, el vestido y la moda

silla(de noche, mesas de despacho, mesas auxiliares, veladores, etc., aparece también
la cómoda a comienzos del siglo y toda una serie de sillones confortables.
Se inventan nombres para todas estas novedades: poltrona, marquesa, canapé, «tur-
quesa)), lamparilla de noche, piloto luminoso, «ateniense)), mecedora y tumbona ... 137
También aumenta el refinamiento en la decoración: revestimientos tallados y pintados
en paredes y techos, objetos de plata suntuosos y frecuentemente sobrecargados, bronces
y lacas de estilo Luis XV, maderas exóticas y valiosas, espejos, apliques y candelabros,
tremós, colgaduras de seda, porcelanas chinas y de Sajonia. Es la época del rococó fran-
co-alemán que, bajo diversas formas, había de ejercer gran influencia en Europa; la
época, en Inglaterra, de los grandes coleccionistas, de los arabescos de estuco de Roben
Adam y del auge conjunto del «estilo chino)) y de la ornamentación llamada gótica,
«en una feliz combinación de ambos estilos», según un artículo del World ~'1 1774¡ 38
En resumen, la nueva sencillez de la arquitectura no conlleva en absoluto la sobriedad
de la decoración. Lo grandioso ha desaparecido; ha sido sustin,¡ido por el ama-
neramiento.

Lujo
y confort

Este lujo no va siempre acompañado de lo que llamaríamos «verdader0>> confort.


La calefacción es todavía deficiente, la ventilación ridícula, se sigue guisando a la ma-
nera campesina, a veces_ sobre infiernillos portátiles de carbón vegetal, «en ladrillos ro-
deados de aros de madera». Las viviendas no siempre tenían un retrete a la inglesa, in-
ventado sin embargo por sir John Harington en 1596, e incluso cuando lo había, que-
daban aún por perfeccionar, para librar a las casas de olores pestilentes, la válvula o el
sifón, o por lo menos la chimenea de ventilación 1w. La imperfecta limpieza de los pozos
negros de París, en 1788, planteaba problemas de los que se preocupó hasta la misma
Academia de Ciencias. Y se continuaba vaciando las bacinillas, como siempre, por las
ventanas; las calles eran verdaderas cloacas. Durante mucho tiempo, los parisinos, en
las Tullerías, «aliviaban bajo una hilera de tejos sus necesidades»; expulsados de este
lugar por los guardias suizos, se trasladaron hacia las orillas del Sena, que «asquean
tanto la vista como el olfato» i.¡o. La imagen es del reinado de Luis XVI. Y en todas las
ciudades ocurría aproximadamente lo mismo, en las grandes y en las pequeñas, en Lieja
y en Cádiz, en Madrid y en las pequeñas ciudades de la alta Auvemia atravesadas ge-
neralmente por un canal o un torrente, llamado «merdereÍ», que «recibía todo lo que
se le quería echabl4 1
En las ciudades de los siglos XVII y XVIII, un cuarto de baño era un lujo muy poco
frecuente. Las pulgas, los piojos y las chinches conquistaron -Londres y París, tanto los
interiores ricos como los pobres. En cuanto al alumbrado de las casas, candelas y lám-
paras de aceite duraron hasta que apareció, a principios del siglo XIX, la llama azul del
gas del alumbrado. Pero las mil formas ingeniosas del alumbrado primitivo, de la an-
torcha al farol, al aplique, a la palmatoria o a la araña, tal como nos las muestran los
antiguos cuadros, son también lujos tardíos. Un estudio establece que en Toulouse no
se propagaron verdaderamente hasta 1527 aproximadamente 1n. Hasta entonces, casi
no existían. Y esta «victoria sobre la noche» objeto de orgullo y.hasta de ostentación,
resultó cara. Hubo que recurrir a la cera, al sebo, al aceite de oliva (o mejor dicho, a
un subproducto que se saca de él. llamado «aceite de infierno»), y, en el siglo XVIII,
cada vez más al aceite. de ballena, origen de la fortuna de los pescadores de Holanda

263
El hábitat, el vestido y la moda

y Hamburgo, y más tarde de esos puertos de Estados Unidos de los que ha hablado
Melville, en el siglo XIX.
Por tanto, si entráramos como visitantes intempestivos en los interiores de antaño,
pronto nos sentiríamos incómodos. Todo lo superfluo que hay en ellos, por muy her-
moso que sea -y es a menudo admirable-, no nos podría bastar.
El hábitat, el vestido y la moda

LOS TRAJES
YLA MODA

La historia de los trajes es menos anecdótica de lo que parece. Plantea todo tipo de
problemas: de materias primas, de procedimientos de fabricación, de costos, de fija-
ciones culturales, de modas, de jerarquías sociales. El traje, tan variado, señala por do-
quier con insistencia las oposiciones sociales. Las leyes suntuarias responden,. pues, a la
sabiduría de los gobiernos, pero más aún a esa irritación de las altas clases sociales
cuando se ven imitadas por los nuevos ricos. Ni Enrique IV ni su nobleza pudieron to-
lerar que las mujeres y las jóvenes de la burguesía parisina se vistieran de seda. Pero
nunca ha conseguido nadie oponerse a esa pasión de medrar o al deseo de llevar ves-
tidos que son, en Occidente, el signo de toda promoción social. Tampoco los gobier-
nos han impedido nunca el lujo ostentoso de los grandes señores, los extraordinarios
alardes de las parturientas en Venecia o las exhibiciones a que dan lugar, en Nápoles,
los entíerr()s.
Lo mismo ocurre en ambientes más modestos. En Rumegies, pueblo de Flandes,
cerca de Valenciennes, en 1696, según cuenta el cura del lugar en su diario, los cam-
pesinos ricos lo supeditan todo al lujo en el vestir, «los jóvenes llevan sombreros ribe-
teados de oro y plata y el resto de la ropa a tono; las muchachas usan tocados de un
pie de altura y otras vestimentas a juego... Los presenta «frecuentando con increíble
insolencia todos los domingos las tabernas... Pero los días pasan y el mismo cura nos
dice: «Si se exceptúan los domingos que van a la iglesia y a la taberna, van [ricos y
pobres) en tal estado de suciedad, que las mujeres se convienen en un remedio para
la concupiscencia de IÓs hombres y los hombres para la concupiscencia de las muje-
res ... »1'13 • Esto parece más acorde con la realidad, más en consonancia con su marco ha-
bimal y cotidiano. Mme de Sévigné, entre admirativa e indignada, recibe en junio de
1680 a una «hermosa campesina del Bodégat [Bretaña] con su traje de paño de Holan-
da, recortado sobre tabí y con mangas acuchilladas ... », y que, desgraciadamente, le
debe 8.000 libras 1'11 • Se trata de una excepción, al igual que las campesinas con gor-
guera que aparecen en una representación- de la fiesta patronal de un pueblo alemán,
en 1680. Por lo general, todo el mundo, o casi, va descalzo, e incluso en los mercados
de las ciudades basta una mirada para distinguir a los burgueses de las gentes del
pueblo.

Si la sociedad
no se moviese ...

Todo cambiaría menos si la sociedad permaneciera prácticamente estable. Y lama~


yoría de las veces, esto es lo que ocurre basca en lo más alto de la escala social. En
China, y mucho ames del siglo XV, el traje de los mandarines es el mismo desde las
proximidades de Pekín, la nueva capital (1421}, hasta las provincias pioneras del Si-
chuan y del Yunnan. Y ese traje de seda con bordados de oro que dibuja el P. de Las
Cortes en 1626 es el mismo que aparece todavía en tantos grabados del siglo XVIII, con
fas mismas «botas de seda de diferentes colores». En sus casas, los mandarines se visten
con sencillos trajes de algodón. Tan sólo en el desempeño de sus funciones revisten esa
brillante indumentaria, máscara social, autentificación de su personalidad. Durante si-
glos, la máscara apenas cambiará en una sociedad casi inmóvil. Incluso la conmoción

265
El hábitat, el vestido y la moda

Mandarín chino, siglo XVIII. Sección de Grabados. (Cliché B.N.)

de la conquista tártara, a partir de 1644, apenas rompe el antiguo equilibrio. Los nuevos
amos impusieron a sus súbditos el caballo rapado (salvo un mechón) y modificaron el
gran traje de antaño. Eso fue todo: casi nada, en suma. «En China, observa un viajero
en 1793, la forma de los trajes rara vez cambia por moda o por capricho. La indumen-
taria que conviene al estado de un hombre y a la estación del año en que la lleva,
siempre está hecha de la misma manera. Incluso las mujeres no siguen nuevas modas,
de no ser en el aderezo de las flores y de otros adornos que se ponen en la cabeza» •H.
También Japón es conservador, quizá a pesar suyo, de la dura reacción de Hideyoshi.
Durante siglos, va a permanecer fiel al kimono, vestido de interior muy parecido al ki-
mono actual, y al «Ji'nbaori, traje de cuero pintado en la parte de atrás», que se suele
llevar en la calle 146
En este tipo de sociedades, por regla general, no hay cambios más que con motivo
de conmociones políticas que afectan a todo el orden social. En la India, prácticamente
conquistada por los musulmanes, la indumentaria de los vencedores, mogoles, se con-
vierte en reglamentaria, al menos para los ricos {ptjizma y chapk.an). «Todos los retratos
de los príncipes Rajputos los representan [salvo escasas excepciones] en traje de corte,
prueba indiscutible de que la alta nobleza hindú había aceptado, en general, las cos-
tumbres y los hábitos de los soberanos mogoles» 1·i7 Otro tanto se puede constatar en

266
El hábitat, el vestido y la moda

el Imperio turco. Allí donde se hizo sentir la fuerza y la influencia de los sultanes os-
manlíes, su indumentaria se impuso a las altas clases, tanto en la lejana Argel como en
la Polonia cristiana, donde la moda turca sólo fue desplazada tardíamente y no del
todo por la moda francesa del siglo xvm. Todas estas imitaciones no variaron en ab-
soluto, durante siglos; el modelo perman<¡-.ió inalterable. Murakj de Ohsson, en el Ta-
bleau général de l'Empire ottoman, aparécido en 1741, constata que: «las modas que
tiranizan a las mujeres europeas, no afectan en absoluto a este sexo en Oriente: allí se
lleva casi siempre el mismo peinado, el mismo corte de traje, el mismo tipo de tela» 14 ~
En todo caso, en Argel, turco desde 1516, y que había de seguir siéndolo hasta 1830,
la moda femenina varió muy poco durante estos tres siglos. La detallada descripción
de un cautivo, el P. Haedo, hacia 1580, «podría servir con muy pocas correcciones para
comentar los grabados de 1830» 1 ~ 9

Si no hubiese
más que pobres ...

Entonces, el problema ni siqui<:ra se plantearía. Todo permanecería inmóvil. Sin


riqueza, no hay libertad de movimiento, ni posibilidad de transformaciones. Los pobres,
sean de donde sean, sólo pueden ignorar la moda. Sus trajes, por muy hermosos o por
muy toscos que sean, no cambian. Hermoso es el traje de fiesta, a menudo transmitido
de padres a hijos, y que, a pesar de las infinitas variedades de trajes populares nacio-
nales y provinciales, pe~manecerá a lo largo de siglos igual a sí mismo. Tosco es el traje
cotidiano de trabajo, que utiliza los recursos locales menos dispendiosos y cambia to-
davía menos que el otro.
La larga túnica de algodón, más tarde de lana, a veces bordada, de las mujeres
indias de Nueva España en tiempos de Cortés, es idéntica a la del siglo xvm. Por el
se
contrario, la indumentaria.masculina transformó, pero tan sólo en la medida en que
los misioneros y el vencedor exigieron una vestimenta decente, que tapara las desnu-
deces de antaño. En Perú, los indígenas se visten aún de la misma manera que en el
siglo XVIII: el poncho no es más que un rectángulo de lana de llama tejido en casa,
con un agujero en el centro para sacar la cabeza. Inmovilismo también en la India, y
desde siempre: el hindú sigue vistiéndose con el dhoti, hoy como ayer, como antaño.
En China, «los campesmos y las gentes pobres» siempre se han vestido «con trajes de
algodón [ ... ] de diferentes colores» 11 º; se trata, en realidad, de una camisa larga, atada
en la cintura. Los campesinos japoneses, en 1609, y sin duda siglos antes, se vestían ya
con kimonos forrados de algodón 111 Volney, en su Voyage d'Egypte (1783), se asombra
ante la indumentaria de los egipcios, «ese trozo de tela plegado alrededor de la cabeza
rapada; ese largo traje que cae del cuello a los talones, [que] más que vestir, oculta el
cuerpo» 1 ' 2 • Es un traje más antiguo todavía que el de los ricos mamelucos, que perma-
neció invariable desde el siglo x11:)H traje de los musulmanes pobres, que describe el
P Labat en Africa negra, no podía'evolucionar porque, prácticamente, no existía. «No
llevan camisa, se enrollan al cuerpo, por encima de los calzones, un pedazo de tela que
se atan en la cintura; la mayoría va con la cabeza descu bíerta y descalzos» l ll.
Los pobres de Europa van un poco más abrigados, pero tampoco demuestran gran
fantasía en el vesni'Jjean-Baptiste Say escribe, en 1828: «ÜS confieso que no me atraen
en absoluto las m{)"das estáticas de los turcos y de los demás pueblos de Oriente. Parece
como si confirieran duración a su estj'.ípido despotismo [ J Nuescros campesinos, en
lo que a las modas respecta, son como los turcos; son esclavos de la rutina y se pueden

267
El hábitat, el vestido y la moda

ver viejos lienzos de las guerras de luis XIV, en los que las indumentarias de los cam-
pesinos y las campesinas difieren muy poco de las que llevan hoy» 1H Cabe hacer la
misma reflexión para un período anterior. Si se comparan, por ejemplo, en la Pinaco-
teca de Munich, un cuadro de Pieter Acrtsen (1508-1575) y dos lienzos dejan Brueghel
{1568-1625), representando los tres la muchedumbre en el mercado, es bastante curio-
so constatar, en primer lugar, que en todos los casos basta una mirada para rernnocer
a los humildes vendedores o pescadores y a los grupos de burgueses, clientes y pasean-
tes: la vestimenta les diferencia inmediatamente. La segunda constatación, más signi-
ficativa, es que durante el medio siglo aproximadamente que separa a los dos pintores,
la indumentaria burguesa ha cambiado mucho: los cuellos altos a la española ribetea-
dos con un simple encañonado de Aertsen, han sido reemplazados por una verdadera
gorguera, llevada por hombres y mujeres, en Brueghel; sin embargo, el traje popular
de las mujeres (cuello abierto y vuelto, corpiño, delantal sobre falda fruncida) sigue
siendo idéntico, salvo una pequeña diferencia en el tocado, de origen sin duda regio-
nal. En un pueblo del alto Jura, en 1631, una viuda había de recibir, según el testa-
mento de su marido, «un par de zapatos y una camisa cada dos años, y un traje de
paño grueso cada tres años» 155 •
Hay que reconocer que, aunque semejante en apariencia, la indumentaria campe-
sina se modificó, no obstante, en ciertos detalles importantes. Así por ejemplo, hacia
el siglo XIII se generalizó en Francia y fuera de Francia la ropa interior. En el siglo XVIII,
(en Cerdeña''.era habitual conservar, en señal de luto, la misma camisa durante todo un
"'·año; lo·qüe-'quiere decir, por lo menos, qqc el campesino usaba camisa y que suponía
un sacrificio no cambiársela. Ahora bien,(sabemos que an~:i,ño, en el siglo XV, según
numerosos cuadros célebres, ricos y .pobres 'dormían desnudos::-
Hubo incluso un demógrafo en el siglo XVIII que afirmaba que «la sarna, la tiña,
todas las enfermedades de la piel y algunas otras cuyo origen es la falta de limpieza,
estaban antaño tan generalizadas debido a la falta de ropa interior» 156 • Los libros de
medicina y de cirugía prueban, de hecho, que aunque estas enfermedades no habían
desaparecido totalmente en el siglo xvm, se encontraban en franca regresión. El mismo
observador del XVIII insiste también en la generalización, en su época, de toscos trajes
de lana entre los campesinos. «El campesino francés, escribe, va mal vestido, y los an-
drajos que cubren su desnudez apenas le protegen contra el rigor de las estaciones; no
obstante, parece que su estado, en lo que al vestido respecta, es menos deplorable de
lo que era antaño, no siendo la ropa para el pobre un objeto de lujo, sino una defensa
necesaria contra el frío: el lienzo con el que viseen muchos campesinos no les protege
suficientemente [ ... ] pero desde hace algunos años [ ... ] hay un número mucho mayor
de campesinos que llevan trajes de- lana: es fácil probarlo, ya que es verdad que desde
hace cieno tiempo se fabrica en el reino una mayor cantidad de paños de lana; y como
no se exportan, se emplean necesariamente en vestir a un mayor número de
franceses» 117
Se trata de mejoras tardías y limitadas. La transformación de la indumentaria de
los campesinos franceses fue posterior a la de los campesinos ingleses. No debemos pre-
cipitarnos en pensar, no obstante, que esta transformación fue general. Todavía en vís-
peras de la Revolución, en el Chalonnais y en la Bresse, los campesinos sólo van «ves-
tidos de tela teñida de negro» con corteza de roble, y «este uso está tan extendido que
los bósqües están mu y deteriorados». Además, «el traje en Borgoña no es [entonces]
un articulo importante del presupuesto [campesino]» 158 • Lo mismo se puede decir de
Alemania, donde, a principios del siglo XIX, el campesino continúa vestido con lienzo.
En el Tiro!, en 1750, unos pastores representados como personajes de un nacimiento
llevan una blusa de lienzo que les llega hasta las rodillas, pero tienen las piernas des-
nudas y los pies descalzos o calzados con una simple suela sujetada con correas de cuero
268
El hábitat, el vestido y la moda

Campesinos conversando; Flandes, riglo XVI. Atribuido a Brueghel el Viejo. Mu.reo de Besan-
fon. (Fotografía Giraudon.)

enrolladas alrededor de las piernas. En Toscana, país que se consideraba rico, el cam-
pesino se vestfa aún, en el siglo XVII, con telas de confección casera, es decir, con telas
de cáñamo, y telas de cáñamo y lana mezclados (mezzelane)1 5'1•

Europa
o la locura de la moda

Podemos ahora iniciar el estudio de la Europa de los ricos y de las modas volubles,
sin correr el riesgo de perdernos en medio de tantos caprichos. En primer lugar, sabe-
mos que esos caprichos no afectan más que a un número muy pequeño de personas,
que meten mucho ruido y fanfarronean demasiado, quizá porque los demás, incluso
los más miserables, les contemplan y les alientan hasta en sus extravagancias.
Sabemos también que esta desenfrenada- afición al cambio, año tras año, tardó en
imponerse totalmente. Pero ya en la Corte de Enrique IV, un embajador veneciano es-
cribe: «Un hombre [ ... ] sólo es considerado rico si tiene de veinticinco a trcima vestí-

269
El hábitat, el vestido y la moda

mentas de diferentes formas y debe cambiarse a diario& 160 Pero la moda no sólo es abun-
dancia, cantidad y profusión. También consiste en llevar la indumentaria adecuada para
cada ocasión. Es un problema de estaciones, de días y de horas. Ahora bien, de hecho,
el imperio riguroso de la moda no se impu.so prácticamente hasta 1700, en el momen-
to en que el vocablo moda, objeto de una segunda juventud, recorre el mundo con su
nuevo sentido: seguir la actualidad. En ese momento, todo adopta el ritmo de la moda
en el sentido actual. Hasta entonces las cosas no habían ido tan deprisa.
Además, si nos remontamos hasta un pasado lejano, se acaban por encontrar anti-
guas situaciones análogas a las de la India, a las de China o del Islam, tal como las
hemos descrito. Regía totalmente la norma del inmovilismo, puesto que, hasta princi-
pios del siglo XII, el traje en Europa había permanecido tal y como era en tiempos ga-
lorromanos: largas túnicas que les llegaban a las mujeres hasta los pies, y a los hombres
hasta las rodillas. En resumen, siglos y siglos de inmovilismo. Cuando se produce un
cambio, como el alargamiento de los trajes de los hombres en el siglo XII, se crítica enér-
gicamente. Orderic Vital {1075-1142) deplora estas locuras en la vestimenta de su
tiempo, a su juicio totalmente superfluas: «Las viejas costumbres han sido casi entera-
mente trastocadas por estos nuevos inventos» 161 • Se trata de una afirmación muy exa-
gerada. Incluso la influencia de las cruzadas fue menos importante de lo que se pen-
saba: introdujo la seda, el lujo de las pieles, sin cambiar fundamentalmente las formas
del traje, en los siglos XII y XIIL
El gran cambio se produjo hacia 1350 al acortarse de golpe la vestimenta masculi-
na, de forma escandalosa en opinión de hombres prudentes, de personas de edad y de
defensores de la tradición. «Hacia esta fecha, escribe un continuador de Guillaume de
Nangis, los hombres, y particularmente los nobles, los escuderos y su séquito, algunos
burgueses y sus servidores adoptaron trajes tan cortos y tan estrechos que dejaban ver
lo que el pudor manda ocultar. Fue una cosa sorprendente para el pueblo> 16i. Este traje
ajustado al cuerpo va a durar y los hombres no volverán a usar túnicas largas. Las blusas
de las mujeres se ajustan también, esbozan la silueta y se escotan ampliamente, siendo
objeto de nuevas críticas.
En cierta forma, en estos años se produce la primera manifestación de la moda.
Pues a partir de entonces se va a imponer, en Europa, la norma del cambio en la ves·
timenta. Por otra parte, mientras el traje tradicional era más o menos uniforme en todo
el continente, la propagación del traje corto se realizará de forma desigual, no sin re-
sistencias y adaptaciones, y finalmen~e se formarán modas nacionaler, que influirán
unas en otras de forma desigual: un traje francés, un traje borgoñón, un traje italiano,
un traje inglés, etc.; la Europa del Este, tras el desmembramiento de Bizancio, sufrirá
la influencia creciente de las modas turcas 163 Desde entonces, Europa será multicolor,
por lo menos hasta el siglo XIX, aunque dispuesta, con bastante frecuencia, a aceptar
el leadership de una región privilegiada.
- Así, en el siglo XVI, se impone, para las clases altas, el traje de paño negro inspi-
rado en los españoles. Es una de las manifestaciones de la preponderancia política del
Imperio «mundial» del Rey Católico. La sobriedad española, con sus paños oscuros,
jubón ajustado, calzas amplias, capa corta, cuello muy alto rematado con una pequeña
gorguera sucede al suntuoso traje italiano del Renacimiento cuyos grandes escotes cua-
drados, anchas mangas, redecillas y bordados de oro y plata, brocados dorados, rasos
y tercfopelos de color carmesí se habían impuesto en parte de Europa. En el siglo XVII,
por el contrario, el traje llamado francés, con sus sedas de colores vivos, su aire más
libre, va a triunfar poco a poco. España, por supuesto, tardará más en dejarse seducir
por él. Felipe IV {1621-1665), hostil al lujo del Barroco, impone a su aristocracia la
moda austera heredada de la época de Felipe II. Durante mucho tiempo, no se aceptó

270
El hábitat, el vestido y la moda

Traje negro a la española, llevado por Lord Darn/ey y su hermano pequeño (1563), retrato por
Hans Eworth, Windsor Cast/e.

271
El hábitat, el vestido y la moda

en la Corte el vestido de color; el extranjero sólo era recibido debidamente «vestido de


negro». Un enviado del Príncipe de Condé, entonces aliado de los españoles, sólo pudo
obtener audiencia tras haber cambiado su traje por la óscura indumentaria de rigor.
Después de morir Felipe IV, hacía 1670, la moda excranjera penetrará en España, en
el propio Madrid, donde el hijo bastardo de Felipe IV, el segundo Donjuan de Austria,
había de imponerla 164 . Pero ya Cataluña, en 1630, había sido conquistada por las nove-
dades íOaurrientarias, diez años antes de sublevarse contra Madrid~ En esa misma fecha,
en Holanda, la Corte del estatúder también se deja invadir por el mismo capricho,
aunque no escasearon los recalcitrantes, como el burgomaestre de Amsterdam, Bicker,
que aparece en un retrato de 1642, hoy en el Rijksmuseum, con un traje tradicional a
la española. Se trata también seguramente de un problema generacional, ya que, en
un cuadro de D. van Santvoort que representa al burgomaestre Dirk Bas Jacobsz, con
su familia, en 1635, los esposos llevan gorguera, a la antigua usanza, mientras que sus
hijos van vestidos a la nueva moda (ver infra, p. 284). El conflicto entre las dos modas
se produce también en Milán, pero con otro significado: Milán era entonces una pose-
sión: espaííola y, eh liria caricatura de mediados de siglo, Uh español, vestido de forma
tradicional, parece increpar a un milanés que ha optado por la moda francesa. La di-
fusión de esta moda por Europa da quizá la medida de la decadencia de España.
EStas sucesivas preponderancias sugieren la misma explicación que anticipábamos
para la expansión del traje mogol en la India o del traje de los osmalíes en el Imperio
turco: Europa es una única y misma familia, a pesar o precisamente a causa de sus dis-
putas. La ley la dicta el más admirado, que no es forzosamente el más fuerte, ni, corno
creen los franceses, el más querido o el más refinado. Es evidente que estas preponde-
rancias políticas que afectan al cuerpo entero de Europa, como si éste modificara un
buen día su marcha o su centro de gravedad, no afectan inmediatamente a la totalidad
del reino de las modas, Se producen desfases, aberraciones, lagunas, lentitudes. La
moda francesa, preponderante desde el siglo xVII, no afirma realmente su soberanía
hasta el xvm. En 1716, incluso en Perú, donde el lujo de los españoles era entonces
inaudito, los hombres se visten «a la francesa, generalmente wn ttaje de seda [ impor-
tada de Europa], logrando una extraña mezcla de colores vivos» 16). La moda se lanza
desde París a todos los rincones de la Europa de las Luces a través de muñecas mani-
quíes, aparecidas muy pronto, y que iban a reinar de forma absoluta desde entonces.
En Venecia, antigua capital de la moda y del buen gusto eri los siglos XV y XVI, una
de las tiendas más antiguas se llamaba y se llama todavía La Muñeca de Francia, la Pia-
vola de Franza. Ya en 1642, la reina de Polonia (que era hermana del emperador)
pedía a un correo español que le trajese, si iba a los Países Bajos, «una muñeca vestida
a la francesa para que su sastre copiase el modelo», porque no le gustaba Ja moda
pofaca 166 .
ES evidente que este sometimiento a una moda dominante nunca se lleva a cabo
sin reticencias. Al margen queda, como ya se ha dicho, la inmensa inercia de los pobres.
También aparecen, fuera de la tónica general, resistencias locales, compartimentos es-
tancos regionales. La desesperación de los historiadores del vestido procede, sin duda,
de las disidencias, de las aberraciones respecto a los movimientos de conjunto. La Corte
de los Valois de Borgoña está demasiado cerca de Alemania y, al mismo tiempo, es
demasiado original para seguir la moda de la Corte de Francia. Es posible que en el
siglo XVI se diera una generalización del verdugado, o más aún, que existiera durante
siglos una ubicuidad de las pieles, pero cada cual las llevaba a su manera. También
pudo haber variaciones en la gorguera, desde un prudente encañonado hasta la enorme
gorguera de encaje que lleva Isabel Brandt en el retrato en el que Rubens la representa
a su lado; o la mujer de Cornelis de Vos en el cuadro del museo de Bruselas, donde
el pintor aparece con ella y sus dos hijas. ·
272
El hábitat, el vestida y la moda

Loi zocoli, especie de minúsculos zancos, que las mujeres utilizaban para protegerse de los charcos
en las calles venecianas, y cuya moda se extendió brevemente fuera de Venecia en el siglo XVI.
(Bayerisches Nationalmuseum, Munich.)

Pero escuchemos en Zaragoza, al caer la tarde de un día de mayo de 1581, doppo


disnar, a tres jóvenes viajeros venecianos, nobles, apuestos, con ganas de vivir, exqui-
sitos, inteligentes, satisfechos de sí mismos. Pasa una procesión con el Santísimo Sacra-
mento, seguido de una muchedumbre de hombres y mujeres. «las mujeres eran
horribles, dice con maldad el narrador, llevaban el rostro pintarrajeado de todos los co-
lores hasta el punto de que resultaba muy chocante, calzaban zagatos muy altos, o
mejor dicho, zocolz' 167 a la moda veneciana, y mantillas como las que se llevan en toda
España». La curiosidad mueve a nuestros viajeros a presenciar el espectáculo. Pero quien
desea fisgar a los demás, es fisgado a su vez, observado, señalado con el dedo. Hombres
y mujeres, al pasar ante ellos, se echan a reír, les increpan. «Ello se debía tan sólo, es-
cribe uno de ellos, Francesco Contarini, a que llevábamos nimphe (gorgueras de enca-
je) de mayores dimensiones que las que se usan en España. Unos decían: "Toda Ho-
landa ha venido a parar a nuestra ciudad'' [se referían seguramente al lienzo de Ho-
landa, o a algún juego de palabras sobre o/anda, tela con la que se fabricaban las sá-
banas y la ropa interior]; y otros: "¡Vaya escarolas!" Lo que nos divirtió en alto
grado» 168 • Menos seguro de sí mismo, el abate Locatelli, al llegar a Lyon procedente de
Italia en 1664, no pudo resistir mucho tie~po a los «niños que corrían detrás de él»
por la calle. «Tuve que abandonar el pan de azúcar (sombrero de copa con alas anchas],
.. .las medias de color y vestirme completamente a la francesa», con «Un sombrero de
Zani», de alas estrechas, «Un gran cuello, más propio de médico que de cura, una so-
tana que me llegaba por media pierna, medias negras, zapatos estrechos [ ... ] con he-
billas de plata en vez de cordones. Con este traje [ ... ] me parecía que ya no era cura» 169 •

273
El hábitat, el vestido y la moda

La duquesa Magdalena de Baviera, por Pieter de Witte, llamado Candid (1548-1628). Traje sun-
tuoso: seda, oro, pedrería, punt11/as y bordados valiosos. Pinacoteca de Munich. (Fotografía Ba-
yensches Staatsgemiildesammlungen.)

274
El hábitat, el vestido y la moda

¿Frivolidad
de la moda?

En apariencia, la moda es libre de sus actos, de sus caprichos. De hecho, su camino


está trazado de antemano y el abanico de sus posibilidades es, después de todo,
limitado.
Por sus mecanismos, depende de las transferencias culturales o, por lo menos, de
las reglas de su difusión. Y toda difusión de este tipo es lenta por naturaleza, al estar
vinculada a mecanismos y coacciones. Thomas Dekker {1572-1632), el dramaturgo
inglés, se entretiene en sugerir todos los elementos que sus compatriotas habían imi-
tado de la vestimenta de las demás naciones: «La bragueta es de origen danés, el cuello
y la parte de arriba del jubón son franceses, las "alas" y la manga estrecha italianas;
los enormes gregüescos, de España; las botas, de Poloniai> 170 • Estos certificados de origen
no son forzosamente exactos, pero sin duda la diversidad de procedencia de las prendas
sí lo es, y fue necesario mucho tiempo para acomodarlas a todos los gustos.
En el siglo XVlll todo se precipita, y por tanto todo adquiere dinamismo, pero no
por ello la frivolidad se convierte en la norma de ese reino sin fronteras del que hablan
de buena gana testigos y autores. Escuchemos, pero sin creerlo a pies juntillas, a Sé-
bastíen Mercier, buen observadot, periodista de talento, aunque ciertamente no dema-
siado ingenioso: «Temo, escribe·en 1771, la llegada del invierno, a causa del rigor de
la estación. [... ] Es entonces cuando tienen lugar las ruidosas e insípidas reuniones
donde todas las pasiones fútiles ejercen su ridículo imperio. El afán de frivolidad con-
diciona los dictámenes de la moda. Todos los hombres se transforman en esclavos afe-
minados, subordinados al capricho de las mujeres». De nuevo surge «ese torrente de
modas, de fantasías, de diversiones, efímeras todas ellas». «Si me diera por escribir,
sigue diciendo, un tratado sobre el arte del rizado, provocarla el asombro de los lecto-
res demostrando que existen de trescientas a cuatrocientas maneras de cortar el pelo a
un gentilhombre.» Esta cita da el tono general del autor, que no duda en moralizar,
peto que siempre intenta distraer. Por eso, se siente uno inclinado a tomarlo más en
serio cuando aprecia la evolución de la moda femenina de su época. Los verdugados,
las telas recargadas de <<nuestras madreS», escribe «los tontillos, la multitud de falsos
lunares que se ponían las mujeres hasta el punto de parecer emplastos, todo ha desa-
parecido, salvo la altura desmesurada de sus peinados; el ridículo no ha podido corregir
esta última costumbre, pero este defecto queda mitigado por el gusto y la gracia que
dominan la estructura de la elegante construcción. Las mujeres van ahora mejor vesti-
das que nunca y su indumentaria reúne ligereza, decencia, frescos y gracia. Los vestidos
de tela ligera [las indianas} se renuevan con más frecuencia que los antiguos trajes en
los que resplandecían el oro y la plata; estos vestidos modernos siguen, por decirlo así,
los matices de las flores de las distintas estaciones ... » 171
He aquí un hermoso testimonio: la moda liquida e innova, trabajo doble y, por
consiguiente, doble dificultad. La innovación en cuestión la introdujeron las indianas
estampadas, telas de algodón relativamente poco costosas. Pero tampoco ellas conquis-
taron Europa en un solo día. Y la historia de los textiles demuestra que todo está re-
lacionado en este baile de la moda donde los invitados gozan de menos libertad de lo
que a primera vista parece.
En definitiva, ¿es realmente la moda tan fútil como aparenta? A nuestro modo de
ver, por el contrario, la moda es un signo que permite percibir elementos profundos
de una sociedad, una economía y una civilización dadas, con sus impulsos, sus posibi-
lidades, sus reivindicaciones, su alegría de vivir. En 1609, Rodrigo Vivero, procedente
de Manila donde ocupaba interinamente el cargo de capitán general, naufragaba en
275
El hábitat, el vestido y la moda

Jas costas de Japón, a bordo de un gran barco (2.000 toneladas) que le llevaba hacia
Acapuko, en Nueva España. Casi en el acto, el náufrago se transformó en el huésped
festejado de estas islas, cuyos habitantes manifestaron una gran curiosidad por el ex-
tranjero, y posteriormente en una especie de embajador extraordinario, que intentó,
por lo demás inútilmente, cerrar las islas al comercio holandés, y que concibió la idea,
inútilmente también, de llevar allí mineros de Nueva España para poder explotar mejor
las minas de plata y de cobre del archipiélago. Añadamos que este simpático personaje
era además inteligente y muy observador. Un día mientras charlaba con él, el secretario
del Shogún, en Yedo, reprochó a los españoles su orgullo, su manera de ser reservada,
y después puso en tela de juicio su manera de vestirse, «la variedad de sus trajes, terreno
en el que son tan poco constantes que cada dos años están vestidos de manera diferen-
te». ¿Cómo no achacar estos cambios a su ligereza y a la de los gobernantes que per-
miten semejantes abusos? En cambio, él podría demostrar «por el testimonio de lastra-
diciones y de los documentos antiguos que hace más de mil años que su país no ha
cambiado de indumentaria» 172 •
Habiendo vivido diez años en Persia, Chardin (1686) es también categóríco: «He
visto trajes de Tamerlán que se conservan en: el tesoro de Ispaháti; escribe; tíenen la
misma hechura que los de hoy, sin ninguna diferencia:i>. Pues «la indumentaria de los
orientales no depende de la moda; siempre se hace de la misma manera; y [ ... ] los
persas [ ... ] tampoco cambian de color, de matiz ni de clase de tela:i> 173 •
-No creo que estas observaciones sean fútiles. De hecho, el porvenir petteneda, y
no parece una simple coincidencia, a las sociedades suficientemente fútiles como para
cambiar los colores; la materia, Jas formas de la vestimenta, así corrio el orden de las
categorías sociales y el mapa del mundo, es decir, a las sociedades capaces de romper
con sus tradiciones. Todo está relacionado. Chardin dice que los persas «no están ávidos
de nuevas invenciones ni de descubrimientos» que «creen poseer todo lo necesario para
las comodidades de la vida y se limitan a eso» 174 • La tradición tiene su lado bueno y
su lado malo ... Para abrir la puerta a la innovación, instrumento de todo progreso,
quizá haga falta una cierta inquietud que afecta también a la indumentaria, a la forma
de los zapatos y al peinado. Quizá haga falta también cierto desahogo para alimentar
cualquier movimiento innovador.
Pero la moda tiene también otros significados. Siempre he pensado que procede
en gran parte del deseo de los privilegiados de distinguirse a toda costa del pelotón
que les sigue, de alzar una barrera, «no habiendo nada, como dice un siciliano de paso
por París; en 1714, que haga a los nobles desprecfat tanto los trajes dorados como el
verlos usados por personas de baja condición» 175 Se impone entonces inventar nuevos
«trajes dorados» o nuevos signos distintivos, cualesquiera que sean, lamentándose al
constatar que «todo ha cambiado y [que] las nuevas modas burguesas tanto para
hombres como para mujeres, se confunden con las que adoptan las personas de cali-
dad»176 (1779). Es evidente que la presión de seguidores e imitadores estimula conti-
nuamente el cambio. Pero el que esto ocurra se debe a que la prosperidad privilegiada
empuja hacia adelante a cierto número de nuevos ricos. Hay promoción social, afirma-
ción de cierto bienestar. Hay progreso material: sin él, nada cambiaría tan deprisa.
Por lo demás, la moda es conscientemente utilizada por el mundo mercantil. En
1690, Nicholas Barbon cantaba sus alabanzas: «Fashion or alteration of Dress ... is the
spirit and lzfe o/ Trade»,· gracias a ella «gran parte del comercio sigue en movimiento'>
y el hombre vive en una perpetua primavera, sin «Ver nunca el otoño de sus trajes» 177
Los fabricantes de seda de Lyon, en el siglo XVIII, explotaron la tiranía de la moda fran-
cesa para imponer sus productos en el extranjero y alejar a la competencia. Sus tejidos
de seda son magníficos, pero los artesanos italianos los copian sin dificultad, sobre todo

276
El hábitat, el vestido y la moda

Estos turcos, dihujados por Bellini en el siglo xv; podrían encontrarse prácticamente sin camhios
en los cuadro.r del siglo XIX. Musée du Louvre, colección Roth.rchtld. (Fotografta Roger-Viollet.)

al extenderse la práctica de los envíos de muestras. Los fabricantes de Lyon encuentran


la respuesta: mantienen unos dibujantes, los «ilustradores de la seda», que, todos los
años, renueva'n completamente los modelos. Cuando las copias llegan al mercado, ya
están pasadas de moda. Cario Poni ha publicado una correspondencia que no deja nin-
guna duda sobre la astucia táctica de los lioneses en este sentido 178 •
La moda es también la búsqueda de un nuevo lenguaje para desbancar al antiguo,
una manera que tiene cada generación de renegar y de distinguirse de la precedente
«al menos si se trata de una sociedad en la que existe un conflicto generacionah. «A
los sastres, dice un texto de 1714, les cuesta más inventar que coser» 179 • Pero el pro-
blema, en Europa, radica precisamente en inventar, en atropellar los lenguajes cadu-
cos. Los valores seguros, como la Iglesia y la monarquía, se esfuerzan, por tanto, en
conservar el mismo aspecto o al menos, la misma apariencia: las religiosas llevan el traje
de las mujeres de la Edad Media; benedictinos, dominicos y franciscanos son fieles a
sus antiquisimos hábitos. El ceremonial de la monarquía inglesa se remonta por lo
menos a la guerra de las Dos Rosas. Es un deseo consciente de ir a contracorriente.
Bien claro lo vio Sébastien Mercier al escribir (1782): «Cuando veo a los pertigueros,
me digo: asi iba vestido todo el mundo durante el reinado de Carlos VI. .. »18º.

277
El hábitat, el vestido y la moda

Unas palabras sobre


la geografia de los texttles

Antes de concluir, esta historia de los vestidos debe conducirnos a la de los textiles
y tejidos, a una geografía de la producción y de los intercambios, al lento trabajo de
los tejedores, a las crisis regulares que provoca la penuria de materias primas. A Europa
Je falta lana, algodón y seda; a China algodón; a la India y al Islam lana ligera; el
Africa negra compra telas extranjeras en las orillas del Atlántico o del océano Indico,
a precio de oro o de esclavos. ¡Así pagaban entonces los pueblos pobres sus compras
de lujo!
Las zonas de producción, como es lógico, permanecen constantes. Así por ejemplo
se perfila una zona, un área de la lana, bastante poco móvil entre los siglos XV y XVIII,
sin considerar la experiencia propia de América y de sus lanas (muy finas) de vicuña y
(ordinarias) de llama. Abarca el Mediterráneo, Europa, Irán, la India septentrional, el
frfo norte de China. •
China tiene pue5 corderos «y bastante lana que, además; es batata». Pero «no saben
hacer paños como los europeos» y admiran mucho los ingleses aunque rio los compran
porque, en China, «cuestan mucho más catos que las hermosas telas de seda». Sus
gruesos tejidos de lana son bastos, como una especie de sayal 181 • Sin embargo, fabrican
algunas sargas «muy finas y muy apreciadas [ ... ] con las que, en general, se visten los
ancianos y las personas de consideración durante el invierno» 182 • Y es que los chinos
tienen mucho donde elegir. Poseen seda, algodón, más dos o tres fibras vegetales fá-
ciles de trabajar. Llegado el invierno, en el norte, los mandarines y los señores se cubren
con cibelinas, e incluso los pobres se visten con pieles de cordero 18 3.
Al igual que los más humildes bienes culturales, los textiles consiguen desplazarse,
implantarse en nuevas regiones. La lana había de encontrar en Australia un gran campo
de expansión en el siglo XIX. la seda llega al mundo europeo sin duda en la época de
Trajano (52-117); el algodón parte de la India e invade China a partir del siglo XII;
con anterioridad había llegado al Mediterráneo, a través del mundo árabe, hacia el
siglo x.
los viajes más brillantes de todos fueron los de la seda que, celosamente guardada,
tardó siglos en llegar desde China hasta el Mediterráneo. En un principio, los chinos
no mostraron ninguna buena voluntad en esta transferencia, así como tampoco los
persas sasánidas que separaban a China de Bizancio y mantenían una estrecha vigilan-
cia en ambas direcciones. Justiniano (527-565) no fue sólo el constructor de Santa Sofía
y el autor del Código que lleva su nombre, sino también el emperador de la seda, que
logró, después de diversas aventuras, introducir en Bizancio el gusano de seda, la mo-
rera blanca, el procedimiento de devanar los capullos y de tejer el preciado hilo. La
introducción de estas técnicas supuso para Bizancio una fortuna de la que, durante si-
glos, se mostró celosa guardiana.
Cuando comienza este libro, en el siglo XV, la seda lleva ya, sin embargo, cerca de
cuatrocientos años en Sicilia y en Andalucía. Se extiende en el siglo XVI -junto con
la morera- por Toscana, el Veneto, Lombardía, el bajo Piamonte, y a lo largo del
valle del Ródano. El último eslabón de su éxito fue la llegada a Sabaya en el siglo XVIII.
Sin este silencioso avance de las moreras y de los criaderos de gusanos de seda, la in-
dustria de la seda no habría conseguido, en Italia y fuera de ella, el singular éxito que
obtuvo a partir del siglo XVI.
los viajes del algodonero y del algodón no revisten menos espectacularidad. Europa
conoció muy pronto el preciado textil, a partir del siglo XIII sobre todo," época en la
que, a consecuencia de la disminución de la ganadería lanar, la lana escaseaba. Se ex-

278.
El hábitat, el vestido y la moda

La Inglaterra lanera: plancha de latón grabada, procedente de Northleach (Gloucester.rhire), que


representa al comerciante W11/iam Midwinter (muerto en 1501), con los pies sobre un cordero y
sobre un fardo de lana con su marca. (Fototeca A. Colín.)

tendió entonces un sucedáneo, los fustanes, tejidos con una urdimbre de lino y una
trama de algodón. Se pusieron muy de moda en Italia, y más aún al norte de los Alpes,
donde empezó a triunfar el Barchent, en Ulm y en Augsburgo, en esa zona más allá
de los Alpes dominada y animada desde lejos por Venecia. Esta gran ciudad era, en
efecto, el puerto de importación del algodón, hilado o en balas de algodón en bruto.
Dos veces al año partían de Venecia grandes barcos hacia Siria en busca de algodón.
Claro está que el algodón también se trabajaba en su lugar de origen, como en Alepo
y sus alrededores, exportándose después a Europa. En el siglo XVII, las gruesas telas
azules de algodón, análogas a los tejidos de nuestros tradicionales delantales de cocina,
eran utilizadas para la vestimenta popular del sur de Francia. Más tarde, en el si-
glo XVIII, llegaban a los mercados de Europa las coronadas de las Indias, telas finas,
estampadas, esas «indianas)) que pronto entusiasmaron a la clientela femenina hasta el
día en que la Revolución industrial permitió a los ingleses fabricarlas con la misma per-
fección que la de los hábiles tejedores de las Indias, motivo por el que éstos fueron
más tarde a la ruina.
El lino y el cáñamo permanecieron más o menos en sus lugares de origen, desli-
zándose en dirección este hacia Polonia, los países bálticos y Rusia, pero sin salir de
Europa. (No obstante, hay cáñamo en China). Estas plantas textiles no han tenido éxito
fuera de los países occidentales (incluida América), y, sin embargo, han prestado
grandes servicios: las sábanas, la ropa de mesa, la ropa interior, los sacos, las blusas,

279
El hábitat, el vestido y la moda

los pantalones campesinos, las telas de las velas, las jarcias: todo ello se fabricó con una
de las dos plantas textiles o con ambas. En otros continentes, en Asia, e incluso en Amé-
rica, el algodón los reemplazó por completo, incluso en los mástiles de los barcos,
aunque los juntos chinos y japoneses prefirieron los listones de bambú, cuyos méritos
no cesan de elogiar los especialistas en arte náutico.
Si abordásemos ahora la historia de la fabricación de los tejidos y, posteriormente,
l~s características de las diferentes e innumerables telas, serían necesarias páginas y pá-
gmas, además de un grueso diccionario de los términos empleados, ya que muchos de
los que han llegado hasta nosotros no siempre designan los mismos productos, o de-
signan a veces productos que no tenemos la certeza de conocer.
Pero volveremos forzosamente, en el segundo volumen de esta obra, sobre el im-
portante capítulo de las industrias textiles. Cada cosa a su tiempo.

Modas en sentido amplt'o


y oscilaciones de larga duración

La moda no sólo rige el vestido. El Dictionnaire Sentencieux define así la palabra:


«Maneras de vestirse, de escribir y de obrar a las que los franceses dan miles y miles de
vueltas para conseguir más gracia y lindeza y a menudo más ridículo». Esta moda que
a todo afecta consiste en la orientación adquirida por cada civilización. Se refiere tanto
al pensamiento como al vestido, a la expresión en boga como a la última práctica ga-
lante, a la manera de recibir, a la forma de lacrar las cartas. Es la manera de hablar:
así se dirá (1768) que «los burgueses tienen criados, los nobles lacayos, y los curas sir-
vientes». Y también la forma de comer: la hora de las comidas en Europa varía según
los lugares y las clases sociales, pero también según la moda. Cenar, en el siglo XVIII,
es lo que nosotros llamaríamos comer: «Los artesanos comen a las nueve (de la maña-
na), los provincianos a las doce, los parisinos a las dos, los hombres de negocios a las
dos y media, los señores a las tres». La cena «se sirve a las siete en las pequeñas ciuda-
des, a las ocho en las grandes, a las nueve en París y a las diez en la Corte. Los señores
y los financieros [es decir, la flor y nata] suelen cenar, la gente de toga nunca lo hace,
los estafadores cenan cuando pueden». De ahí la expresión casi proverbial: «La Toga
come y la Finanza cena» 184 •
También obedece a la moda la manera de andar, e igualmente la de saludar.
¿Cuándo hay que descubrirse? Parece que la costumbre de descubrirse delante de los
reyes, en Francia, procedía de los nobles napolitanos cuya reverencia llamó la atención
de Cados VII y se tomó como ejemplo.
También obedecen a la moda los cuidados concedidos al cuerpo, al rostro, al pei-
nado. Nos detendremos un poco en estos tres últimos aspectos ya que su evolución es
más fácil de seguir que la de los demás; se observa, en primer lugar, que también en
su caso se producen oscilaciones muy lentas de la moda, análogas a las tendencias, a
los trends que ponen de manifiesto los economistas, por encima del movimiento coti-
diano precipitado y un poco incoherente de los precios. Estas idas y venidas, más o
menos lentas, constituyen también uno de los aspectos, una de las realidades del lujo
y de la moda europea entre los siglos XV y xvm.
La higiene corporal deja mucho que desear en todas las épocas y entre todos los
hombres. Los privilegiados señalan en seguida la suciedad repulsiva de los pobres. Un
inglés ( 1776) se asombra de la «increíble suciedad» de los pobres de Francia, de España
y de Italia: «les hace parecer menos sanos y más desfigurados de lo que están en In-
glaterta» 185. Hay que añadir que, prácticamente en todas partes, el campesino se oculta

280
El hábitat, el vestido y la moda

tras su miseria, Ja exhibe, Ja utiliza como protección contra el señor o e1 agente del
fisco. Pero, en definitiva, y por no hablar más que de Europa, ¿acaso son tan limpios
Jos mismos privilegiados?
Tan s61o en la segunda mitad del siglo XVIII se extiende entre los hombres Jacos-
tumbre de Hevar, en lugar de un simple calzón forrado, «calzoncillos de muda diaria
y que mantienen la pulcritud». Por otra parte, salvo en las grandes ciudades, como ya
hemos señalado, no se generalizan las bañeras. Desde el punto de vista de los baños
corporales y de la higiene, Occidente sufrió, entre los siglos XV y XVI, una regresión
enorme. Los baños., vieja herencia romana, eran muy frecuentes en toda la Europa me-
dieval. Había, en efecto, muchos baños privados y también públicos, con sus sudade-
ros, sus bañeras y sus tumbonas, o sus grandes piscinas donde reinaba la promiscuidad
de cuerpos desnudos, al estar juncos hombres y mujeres. Allí se reunía la gente con
tanta naturalidad como en la Iglesia, y estos establecimientos eran utilizados por todas
las clases sociales, hasta el punto de que estaban sometidos a derechos señoriales, como
los molinos, las forjas y la venta de bebidas 186 • Las casas acomodadas tenían todas sus
«baños» en el sótano, compuestos por un sudadero y unas cubas, generalmente de ma-
dera, enarcadas como toneles. Carlos el Temerario poseía, lujo poco frecuente, una ba-
ñera de plata que le seguía a los campos de batalla: apareció en su campamento después
del desastre de Granson (1476) 187
A partir del siglo XVI, los baños públicos se vuelven más escasos, desaparecen casi,
debido a los contagios, según se dice, y a la terrible sífilis. Sin duda también a causa

El baño del siglo XV, o la estratagema mediante la cual Liziart, conde de Forest, pudo espiar,
gracias a un agujero practicado en la pared por 11na sirvienta traidora, a la bella Euryant bañán-
dose. Roman de la Violette, París, B.N. (Cliclé Giraudon.)

281
El hábitat, el 1mtido y la moda

de los predicadores, católicos o calvinistas, empeñados en denunciar su peligro moral


y su ignominia. Sin embargo, los baños se mantendrán durante bastante tiempo en las
casas paniculares, pero se convetirán poco a poco en una medicación, y no se utilizarán
ya como medida de higiene. En la Corte de Luis XIV, sólo se recurrirá a ellos excep-
cionalmente, en caso de enfermedad 188 • Por lo demás, en París, los baños públicos que
quedaban, acabaron, en el siglo XVII, por ser regentados por barberos-cirujanos. Sólo
en el Este de Europa se mantuvo, hasta en los pueblos, la práctica de los baños públi-
cos, con una especie de inocencia medieval. En Occidente, se convirtieron en recintos
cerrados para uso exclusivo de clientes ricos.
A partir de 1760, se ponen de moda los baños en el Sena, organizados a bordo de
barcos especialmente construidos para ello. Los Baños chinos, que se encontraban cerca
de la isla de Saint-Louis, gozaron de mucha fama durante largo tiempo. Estos estable-
cimientos tenían, sin embargo, mala reputación y la higiene no hizo progresos decisi-
vos 189 • Según Retif de La Bretonne, casi nadie se baña en París «Y los que se bañan no
lo hacen más que una o dos veces en verano, es decir al año» (1788) 19°. En Londres,
en 1800, no había un solo baño público y, mucho más tarde, una gran dama inglesa,
muy hermosa, Lady Mary Montagu, cuenta que respondió un día a alguien que le se-
ñalara la poca limpieza de sus manos: «¿A esto le llama usted sucio? ¡Qué diría enton-
ces si viera mis pies!» 19 1 •
En estas condiciones, no cabe extrañarse de lo poco abundante que es la produc-
ción de jabón, cuyo origen se remonta no obstante a las Galías romanas. Su escasez
constituye un verdadero problema, y es quizá una de las razones de la fuerte mortali-
dad infantil 192 Los jabones duros de sosa del Mediterráneo sirven para el aseo personal,
incluyendo esas pastillas de jabón que han de ser «jaspeadas y perfumadas para tener
el privilegio de deslizarse por las mejillas de nuestros elegantes» 193 Los jabones líqui-
dos de potasa (en el Norte) se destinan al lavado de los paños y demás telas. Balance
pobre en suma, y, sin embargo, Europa es por antonomasia el continente del jabón
que, al igual que la ropa interior, no existe en China. . .
Para que se empiece a prestat atención al cuidado de la belleza femenina, hay que
esperar al siglo XVIII y a los descubrimientos que entonces vinieron a añadirse a las an-
tiguas herencias. La mujer coqueta fácilmente invierte entre cinco y seis horas en su
arreglo, confiado a sus doncellas, y más aún a su peluquero, mientras charla con su
confesor o con su «amante» .• El gran problema lo constituyen los cabellos, que se dis-
ponen formando un peinado tan alto que, de resultas de elfo, parece como si los ojos
de las damas se encontraran situados eri. medio del cuerpo~ Maquillarse el rostro resulta
un trabajo más sencillo, tanto más cuanto que polvos y aceites se administran con ge-
nerosidad. Tan sólo el colorete de colot rojo muy vivo; exigido en Versalles, plantea
problemas de elección: «Muéstrame el colorete que llevas, y te diré quien eres». Los
perfumes son múltiples: esencias de violeta, de rosa, de jazmín, de narciso, de berga-
mota, de lirio, de muguete; y hace mucho que España ha impuesto la afición a los per-
fumes intensos, de almizcle y de ámbar 194 «Toda francesa, observa un inglés (1779),
se considera, en su arreglo personal, el no va más del buen gustó y de la elegancia en
todas sus facetas, y se imagina que no hay adornos que se puedan inventar para em-
bellecer una figura humana que no le pertenezcan por derecho exclusivo» 19 ~ El Dic-
tionnaire Sentencteux pone de relieve lo avaniado de esta sofisticación, al dar como de-
finición de toilette: «El conjunto de todos los polvos, de todos los perfumes, de todos
los aceites susceptibles de desnaturalizar a una persona y de convertir la vejez y la
fealdad en juventud y hermosura. Gracias a ella se reparan los defectos de la silueta,
se da forma a las cejas, se renuevan los dientes, se acicala uno el rostro, se cambia, en
definitiva, de figura y de piel» 196

282
El hábitat, el vestido y la moda

Pero el tema más frívolo es, no obstante, el de las modas de peinados, incluso en
lo que a los hombres se refiere 197 ¿Deben éstos llevar el pelo largo o corto? ¿Deben
dejarse barba y bigote? Resulta verdaderamente sorprendente ver que en este terreno
tan panicular se han tenido siempre a raya los caprichos individuales.
Al principio de las guerras de Italia, Carlos VIII y Luis XII llevaban el pelo largo y
no tenían barba. la nueva moda, barba y bigote, pero con el pelo corto, vino de Italia,
por iniciativa, según se nos dice, del pontífice Julio II, dato discutible, moda imitada
más tarde por Francisco 1 (1521) y Carlos V {1524), aunque estas fechas no son muy
seguras. Lo cierto es que esta moda afectó al conjunto de Europa. «Cuando en 1536
Fran\:ois Olivier, que después fue canciller, se presentó en el Parlamento para ser nom-
brado Relator, su barba asustó a las Cámaras reunidas y dio lugar a una protesta. Olivier
sólo fue admitido a condición de renunciar a la barba». Pero la Iglesia se rebeló todavía
más que los Parlamentos contra la costumbre de «alimentar el pelo del rostro». Fueron
necesarias, incluso hasta 1559, cartas reales de yusión para que algunos capítulos recal-
citrantes y que invocaban a su favor la tradición y la antigua moda quisieran admitir
a obispos o arzobispos barbudos.
Claro está que no triunfaron. Pero los mismos vencedores se hastiaron de su éxito.
Semejantes modas, en efecto, apenas duran un siglo. A principios del reinado de
Luis XIII, se vuelve a imponer el pelo largo, al tiempo que se reducen barbas y higo-

Modas y generaciones. En este retrato de familia de 1635, por D. van Sanvoort, el burgomaestre
Dirk Bas jacobsz y su mujer van todavía vestidos a la española: trajes oscuros, gorgueras, larga
barba y espesos bigotes; pero sus hijos siguen ya la nueva moda franco-holandesa: estrechos cal-
zones de color, grandes cuellos blancos de encaje. El mayor lleva, naturalmente, un bigotito y
una barba escasa. Amsterdam, Rijkmuseum. (Fotografía Roger-Viollet.)

283
El hábitat, el vestido y la moda

tes. Una vez más, quedan marginados los recalcitrantes. La lucha ha cambiado de ob-
jeto, pero no de sentido. Muy pronto, los portadores de largas barbas «Se convierten
en cierta manera en extranjeros en su propio país. Al verles, se sentía uno tentado a
creer que venían de una lejana región. Sully dio esta impresión[ ... ]. Venido a la Corte
por expreso deseo de Luis XIII, que quería consultarle sobre un importante asunto, los
jóvenes cortesanos no pudieron evitar reírse al ver al héroe con su larga barba, un traje
pasado de moda, con una compostura y unos ademanes propios de la antigua Corte».
Como es lógico, la barba, ya discutida, no deja de recortarse hasta que por fin «Luis XIV
suprimió enteramente la barba. Los cartujos fueron los únicos que no la abandonaron»
(1773). Ya que la Iglesia, como siempre y de acuerdo con su misma naturaleza, se re-
siste a los cambios; una vez aceptadas unas normas las mantiene a ultranza, siguiendo
una lógica no menos evidente. Cuando en 1629 se inició la moda de las «cabelleras ar-
tificiales», que conduciría al uso de las pelucas, y después al de las pelucas empolvadas,
la Iglesia la censuró. ¿Puede o no el sacerdote oficiar con una peluca que le tape la
tonsura? Este hecho motivó una dura controversia. No por eso dejaron de llevarse las
pelucas, y a principios del siglo XVIII, Constantinopla exportaba a Europa «pelo de
cabra preparado para pelucas».
Lo fundamental, en estos fútiles capfrulos, es la duración de esas modas sucesivas,
un siglo aproximadamente. La barba, que desaparece con Luis XIV, no vuelve a estar
de moda hasta el Romanticismo, y después desaparece con la primera guerra mundial,
hacia 1920. ¿Va a durar esta moda un siglo? No, puesto que desde 1968, han vuelto
a proliferar cabellos largos, barbas y bigotes. La importancia de todo esto no debe su-
pervalorarse ni infravalorarse. En una Inglaterra que no contaba con 10 millones de ha-
bitantes, había hacia 1800, de ser verosímiles los datos del fisco, 150.000 personas que
llevaban peluca. Y para relacionar este pequeño ejempló con fa notma de nuestras ob-
servaciones, señalemos este texto de 1779, sin duda exacto por lo menos en el caso de
Francia: «Los campesinos y las gentes def pueblo [., .] siempre se han afeitado lo mejor
que han podido la barba, y han llevado el pelo bastante corto y muy descuidado» 198 •
Sin tomar esta declaración al pie de la letra, cabe apostar que hay muchas probabili-
dades, una vez más, de que el inmovilismo se encuentre de mi lado, el de la mayoría,
y el movimiento del otro, el del lujo.

Conclusión

Todas estas realidades de la vida material -'-alimentos, bebidas, viviendas, vesti-


menta y moda~ no guardan entte sí estrechas tefaciones, correlaciones que bastaría se,
ñal:i.r de uria vez pot todas. Dístiriguir lujo y miseria sólo supone hacer una primera
cfas1ficación, monótona y no suficientemente precisa por sí sola. Verdaderamente, todas
estasirealidades son únicamente el fruto de necesidades imperiosas: el hombre se ali-
menta, se a!Oja, se viste porque no tiene más remedio, pero una vez dicho esto, podría
alimentarse, alojarse y vestirse de diferente manera a como lo hace. Las vueltas que da
la moda lo demuestran de manera «diacrónica», y las oposiciones del mundo, en cada
instante del pasado y del presente, de manera «sincrónica:.>. De hecho, en este terreno,
no nos encontramos tan sólo en el campo de las cosas, sino en el de «las cosas y las
palabras», entendiendo este último término en un sentido amplio. Se trata de lengua-
jes, con todo lo que el hombre les aporta, insinúa en ellos, convirtiéndose inconscien-
temente en su prisíonero, ante su escudilla de arroz y su rebanada de pan cotidiano.
Lo que importa, para seguir el camino de libros innovadores como el de Mario

284
El hábitat, el vestido y la moda

Praz 199 , es pensar en primer lugar que estos bienes, estos lenguajes, deben ser consi-
derados en un contexto. En el marco de las economías en sentido amplio, sí, indiscu-
tiblemente; en el de las sociedades, sí, sin duda. Si el lujo no es un buen medio de
sostener o de promover una economía, sí es un medio de mamen~r. de fascinar a una
sociedad. Por último hay que tener en cuenta el papel desempeñado por las civiliza-
ciones, extrañas compañías de bienes, de símbolos, de ilusiones, de fantasmas, de es-
quemas intelectuales ... En resumen, se establece, hasta lo más profundo de la vida ma-
terial, un orden enormemente complejo, en el que intervienen los sobreentendidos, las
tendencias, las presiones inconscientes de las economías, de las sociedades y de las
civilizaciones.
Fernand Braudel

Civilizaczon material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo I

LAS ESTRUCTURAS
DE LO COTIDIANO:
LO POSIBLE
Y LO IMPOSIBLE
Versión española de Isabel Pérez-Villanueva Tovar
Presentación de Felipe Ruiz Martín

Alianza
Editorial
Capítulo 5

LA DIFUSION DE LAS
TECNICAS: FUENTES DE
ENERGIA Y METALURGIA

Todo es técnica: el esfuerzo violento, pero también el esfuerzo paciente y monóto-


no de los hombres sobre el mundo exterior; esas fuerces mutaciones que nos apresura-
mos a llamar revoluciones (la pólvora de cañón, la navegación de altura, la imprenta,
los molinos de agua y de viento, el primer maquinismo), pero también las lentas me-
joras introducidas en los procedimientos y en las herramientas y esos innumerables
gestos, desprovistos sin embargo de importancia innovadora: el marinero que tiende
las jarcias, el minero que caba su galería, el campesino detrás de su arado, el herrero
en su yunque ... Todos esos gestos que son fruto de un saber acumulado. «Llamo téc-
nica, decía Marce! Mauss, a un acto tradicional eficaz» 1 ; en suma, un acto que implica
trabajo del hombre sobre el hombre, un aprendizaje emprendido, perpetuado desde
el principio de los tiempos.
La técnica tiene en definitiva la propia amplitud de la historia y forzosamente su
lentitud, sus ambigüedades; se explica a través de la historia y la explica a su vez, sin
que esta correlación, en un sentido o en otro, satisfaga plenamente. En este campo am-
pliado hasta los mismos límites de la historia, no hay una acción, sino acciones y re-
trocesos múltiples, y múltiples «engranajes». Desde luego, no una historia lineal. El Co-
mandante Lefebvre des Noettes, cuyos trabajos siguen siendo admirables, cometió el
error de caer en un materialismo simplista. No son los arreos sujetos al cuello los que,

286
Fuente5 de energía y metalurgia

En los Países Bajos, la siega con guadaña era todavía una excepción a finales del siglo XVI.
Cuadro de Brueghel el joven (hacia 1565-1637). (Cliché Giraudon.)

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Fuentes de energía y metalurgia

al sustituir a los arreos sujetos al pecho a principios del siglo IX y aumentar el poder
de tracción de los caballos, suprimieron progresivamente la esclavitud de los hombres
(Marc Bloch considera falsa esta afirmación) 2 ; tampoco es el timón de codaste el que,
difundido desde los mares del Norte, prepara, a partir del siglo XII, y posteriormente
asegura la prodigiosa aventura de los descubrimientos marítimos~. De igual modo, debe
considerarse como una broma lo que L. White sostiene en el caso de los lentes, que al
generalizarse en el siglo XV, y multiplicar el número de lectores, contribuyeron al auge
intelectual del Renacimiento 4 • En realidad, hay que considerar muchos otros factores.
Aunque sólo sea la imprenta, y, para seguir bromeando, el alumbrado interior de las
casas, que se generalizó entonces: ¡este progreso representa una gran cantidad de horas
ganadas para la lectura y la escritura! Pero, sobre todo, habría que preguntarse por los
motivos de esta nueva pasión por leer y por conocer, que los economistas denomina-
rían «deseada demanda» de conocimientos: con mucha anterioridad a la generalización
de los lentes, hubo, en efecto, desde la época de Petrarca, una búsqueda desenfrenada
de manuscritos antiguos.
En resumen, la historia general, o, si se quiere, la sociedad entendida en sentido
amplio, tiene su parte de responsabilidad en un debate en el que la técnica nunca apa-
rece aislada. La sociedad, es decir, una historia lenta, sorda, compleja; una memoria
que repite obstinadamente soluciones ya conocidas y adquiridas, que evita la dificultad
y ef peligro de soñar con nuevas aspiraciones. Toda invención que intenta introducirse
debe esperar años o incluso siglos para incorporarse a la vida real. Existe la inventio, y
mucho más tarde la: aplicación (usurpatt"o), de alcanzar la sociedad el grado necesario
de receptividad. Así sucedió con la guadaña. En el siglo XIV, como consecuencia de las
epidemias que diezmaron a Occidente, la Schnitter Tod, la muerte armada de una gua-
daña, se convierte en una imagen obsesiva. Pero esta guadaña servía entonces exclusi-
vamente para cortar la hierba de los prados, pocas veces era utilizada por el segador.
Las espigas se cortaban a mayor o menor altura con la hoz, quedando los rastrojos para
alimentación de los ganados, que usaban como lecho las hojas y las ramas del bosque.
A pesar del enorme empuje urbano, a pesar de la disminución de las tierras de trigo
en Europa (la Vergetreidung de los historiadores alemanes), la guadaña, acusada de des-
granar el trigo, no se generalizará antes de principios del siglo XIX 5 • Tan sólo entonces,
la necesidad de ir más deprisa, así como la posibilidad de cierto despilfarro de grano,
aseguran la difusión prioritaria de esta veloz herramienta.
Numerosos ejemplos nos demostrarían lo mismo. Así, la máquina de vapor inven-
tada mucho antes de impulsar la-Revolución industrial (¿o de ser impulsada por ella?).
Reducida a sus propias dimensiones, la historia concreta de las invenciones no es más
que un espejismo, y una frase magnífica de Henri Pirenne resume con bastante exac-
titud la discusión: «América [a la que habían llegado los vikingos] se perdió apenas des-
cubierta porque Europa todavía no la necesitaba» 6 •
Lo que quiere decir que la técnica es unas veces esa posibilidad que los hombres,
por razones sobre todo económicas y sociales, pero también psicológicas, son incapaces
de alcanzar y de utilizar a fondo, y otras ese techo contra el que tropiezan material y
«técnicamente» sus esfuerzos. En este último caso, basta que el techo se rompa un buen
día para que esa ruptura se convierta en el punto de partida de una fuerte aceleración.
En todo caso, el movimiento que derriba el obstáculo nunca es tan sólo el simple de-
sarrollo interior de la técnica y de la ciencia en sí mismas, al menos con anterioridad
al siglo XIX.

288
Fuentes de energía y metalurgia

EL PROBLEMA CLAVE:
LAS FUENTES DE ENERGIA

Entre los siglos XV y XVIII, el hombre dispone de su propia fuerza; de la de los ani-
males domésticos; del viento; del agua; de la madera; del carbón vegetal; del carbón
mineral. En resumidas cuentas, de diversas fuentes, todavía módicas, de energía. Sa-
bemos, a la luz de los acontecimientos posteriores, que el progreso consistió en un
mayor empleo del carbón mineral, utilizado en Europa desde los siglos XI y XII, y en
China, como sugieren los textos, desde el IV milenio antes de la era cristiana; sobre
todo en su empleo sistemático, bajo forma de coque, en la metalurgia del hierro. Pero
los hombres tardarán mucho en ver en el carbón algo más que un combustible de com-
plemento. El propio descubrimiento del coque no supuso su uso inmediato 7

El motor
humano

El hombre, con sus músculos, es un motor limitado. Su fuerza, calculada en caba-


llos de vapor (75 kg a un metro de altura, en un segundo), es irrisoria: entre 3 y 4 cen-
tésimas de caballo de vapor frente a las 27 a 57 centésimas de un caballo de tiro 8 • En
1739, Forest de Belidor sostenía que se necesitaban siete hombres para realizar el tra-
bajo de un caballo 9 • O~ras medidas: en 1800, un hombre puede diariamente «labrar
entre 0,3 y 0,4 ha, aventar el heno de 0,4 ha de prado, segar 0,2 ha con la hoz, varear
alrededor de 100 litros de trigo», es decir, tiene un bajo rendimiento 10 •
Sin embargo, durante el reinado de Luis XIII, la jornada de trabajo del hombre no
se pagaba siete veces menos, sino a mitad de precio que la del caballo (8 y 16 sueldos) 11 ;
esta tarifa sobrestima con razón el trabajo humano. En efecto, ese motor insignificante
tiene una gran flexibilidad; el hombre dispone de muchas herramientas, algunas de
ellas desde tiempos muy remotos: martillo, hacha, sierra, tenazas, pala, y de motores
elementales, impulsados por su propia fuerza: taladro, cabrestante, polea, grúa, gato,
palanca, pedal, manivela. Para estos tres últimos instrumentos, llegados antaño a Oc-
cidente procedentes de la India o de Chin:a, G. Haudricourt propone la acertada de-
nominación de «motores humanos». Motor humano, el más complejo de todos, es
también el telar, en el que todo se ha reducido a movimientos simples: ambos pies
mueven sucesivament~ los pedales, levantan alternativamente las dos mitades de los
hilos de la urdimbre, mientras que la mano pasa la lanzadera, portadora del hilo de
la trama.
El hombre tiene, pues, una serie de posibilidades por sí solo. Habilidad, agilidad:
un mozo de cuerda en París (el texto es de 1782) lleva a hombros «cargas capaces de
matar a un caballo» 12 • P. G. Poinsot, en L'Ami des cultivateurs (1806), da este consejo
asombroso por lo tardío de la fecha: «Sería de desear que se pudieran labrar todas las
tierras con laya. Este trabajo sería, desde luego, mucho más ventajoso que el del arado
y esta herramienta se prefiere en varios cantones de Francia donde la costumbre de ma-
nejarla abrevia mucho la operación, puesto que un solo hombre puede remover 487
metros [cuadrados] de terreno a 65 centímetros de profundidad en quince días, y esta
labor basta mientras que la del arado debe repetirse cuatro veces en las tierras duras
antes de poder sembrar; además, la tierra nunca está mejor removida ni desmenuzada
que con la laya. [ ... ] Se verá que no resulta económico labrar con arado cuando el

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Fuentes de energía y metalurgia

campo no tiene unas proporciones suficientes y éste es el motivo fundamental por el


que se arruinan los pequeños colonos. [... ]Por otra parte, está demostrado que lasco-
sechas de las tierras así cultivadas son triples que las demás. La laya que se utiliza para
cultivar las tierras debe ser por lo menos el doble de larga y de fuerte que la que se
emplea para los jardines; ésta [ ... ] sería incapaz de resistir el esfuerzo que se ha de
hacer para levantar una tierra compacta y removerla de manera suficiente»ll.
No pensemos que esta opinión es una suposición aventurada. A menudo, en el
campo, los colonos cultivan sus parcelas, si no con laya, con pico. Se trata, como se
dice en el siglo XVIII, de «cultivar a brazo» o de una explotación «a mano» 14 • El pro-
blema sería calcular lo que habría pasado si este sistema de explotación absurdo, «al
estilo chino», hubiese sido la regla, en vez de la excepción. En estas condiciones, las
ciudades occidentales no habrían podido subsistir, e incluso no habrían podido nacer.
Ni habría existido el ganado.
Ese hombre solo, cuyo trabajo es enteramente manual, es el que se encuentra de
manera monótona en la China de los tiempos modernos. Un viajero señala (1793): allí
no sólo es «el trabajo humano el más barato, sino que no se escatima siempre que se
tiene la seguridad de no hacer un mal uso de él», restricción en la que nadie está obli-
gado a creer. El hombre cava, tira del arado en lugar del búfalo, distribuye el agua,
mueve las «bombas de cadena», utiliza casi exclusivamente molinos manuales para tri-
turar el grano («es la ocupación de infinidad de habitantes»), transporta a los viajeros,
levanta enormes cargas, traslada pesos equilibrados sobre una palanca de madera que
reposa en su hombro, da vueltas a la piedra de los molinos de papel, tira de las barcas
mientras que «en otros muchos paises se emplean para ello caballos» 15 En el gran Canal
que va del Yangsekiang a Pekín, la esclusa más alta, llamada «Tien Fi Cha, es decir,

En el camino de sirga, hacen falta seis chinos para arrastrar cada una de las embarcaciones car·
gadas de piedras preciosas. Pintura china del.riglo XVIII. Sección de Grabados. (Fotografía B.N.)

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Fuentes de energía y metalurgia

Detalle de la mina de plata de Kutna Hora, hacia 1490. Los cestos de mineral so.n subidos con
un tomo accionado por dos hombres. Esta mina poseía también grandes tornos movidos por ca-
ballos. Pero se trata todavía de medios rudimentarios. Sin embargo, cincuenta años más tarde,
en tiempos de Agrícola, el mineral era sacado a la superficie mediante enormes ruedas hidráu-
licas. (Viena, Aus dem Bildarchiv d. Ost. Nationalbibliothek.)

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Fuentes de energía y metalurgia

Reina y Dueña del Cielo» no se abre y cierra mediante puertas. Las barcas son izadas
de un tramo a otro con cabrestantes y «muchos cables y cordajes de los que tiran a un
lado y otro 400 ó 500 hombres, o incluso un número mayor, según el peso y el volu-
men de la barca». Cabe preguntarse si el P. de Magaillans, que subraya la dificultad
de la operación y sus peligros, hace bien en poner como ejemplo la costumbre china
de realizar «todo tipo de labores mecánicas con muchos menos instrumentos y con más
facilidad que nosotros» 16 • Gemelli Careri, unos diez años después (1697), se sorprende
también de la velocidad de los portadores de sillas que, siempre al trote, van tan de
prisa como los «pequeños caballos tártaros» 17 • Un padre jesuita fabrica en Pekin, en
1657, una bomba contra incendios capaz de lanzar «agua a cien palmos de altura», a
fuerza de hombres y de viento 18 • Ahora bien, incluso en la India, las norias y los mo-
linos de azúcar y de aceite giran movidos por animales 19 En todo caso -ejemplo ex-
tremo- en el Japón del siglo XIX, una imagen de Hokusai presenta un espectáculo
casi increíble: la caña de azúcar molida únicamente a brazo.
Todavfa en 1777 explican los padres jesuitas: «El problema de la utílidad de las má-
quinas y de los animales de trabajo no es tan fácil de decidir, por lo menos en uh país
donde la tierra apenas basta para alimentar a sus habitantes, ¿Para qué servirían las má"
quinas y los animales de trabajo? Para convertir a una parte de los habitantes eri filo-
sofistas [sic], es decir, en hombres que no harían absolutamente nada para la sociedad,
cargandose el peso de sus necesidades, de su bienestar y, lo que es peor aún, de sus
ideas ridíi:ulas y burlescas. Nuestros campesinos [eran jesuitas chinos los que asi argu-
mentaban] al encontrarse excedentes u ociosos en algunos cantones, optan por irse a
trabajar a la gran Tartaria, en los países recientemente conquistados en los que nuestra
agricultura realiza progresos ... »20 Esto parece razonable. Se produce entonces, en
efecto, una fuerte colonización interna y externa en la agricultura china. Pero podemos
observar también que el progreso agrkola es incapaz entonces de seguir el ritmo y más
aún de anticiparse al progreso demográfico.
No es necesario extenderse sobre el trabajo de los hombres en el Mrica negra o en
las Indias. En el viaje de Aureng Zeb hacia Cachemira, al llegar a las primeras pen-
dientes acusadas del Himalaya, resulta imprescindible descargar los camellos; toman en-
tonces el relevo de 15.000 a 20.000 porteadores, algunos por obligación, otros «atraídos
por el cebo de los 10 escudos por cada 100 libras de peso» 21 • Derroche, dirán unos.
Economía, ahorro, pensarán otros. En el hospital de Bicetre ( 1788), extraían el agua
del pozo doce caballos, «pero por una sabia medida de ahorro, que resultaba muy ven-
tajosa, se utilizaron después para este trabajo prisioneros fuertes y vigorosos»n. ¡Y
pensar que es Sébastien Mercier, que se precia de mora,lista, el que habla de esta forma!
De la misma manera, se puede asistir, todavía más tarde, en las ciudades de Brasil, al
espectáculo que ofrecen los esclavos negros que sustituyen ocasionalmente a los caba-
llos; tirando directamente de carros muy cargados,
fa condición del progreso reside, sin duda, en un equilibrio razonable entre el tra-
bajo omnipresente del hombre y las otras fuentes energéticas de sustitución. A la larga,
no. es beneficioso que el hombre les haga una competencia desmedida, como ocurre
eri el mundo antiguo o en China, donde en definitiva el maquinismo fue bloqueado
por el trabajo a bajo .precio de los hombres: esclavos de Grecia y de Roma, coolis de-
masiado eficaces y demasiado numerosos de China. En realidad, no hay progreso sin
cierta valoración del hombre. Cuando es una fuente de energía con un precio de coste
considerable, se impone ayudarle, o mejor aún reemplazarle.

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Fuentes de energía y metalurgia

Una caravana de llamas, en Perií. Théodore de Bry. Sección dr. Grabados. (Cliché Gira11don.)

La fuerza
animal

Los animales domésticos -lujo muy mal repartido, por lo demás, entre las distin-
tas partes del mundo- reemplazaron muy pronto a los hombres. La historia de estos
«motores» ganará en claridad si se distingue, desde un principio, el Viejo del Nuevo
Mundo.
En América, todo parece bastante sencillo. La única herencia importante de los ame-
rindios ha sido Ja llama, «el carnero de los Andes», bastante mala para la carga, pero
la única capaz de adaptarse a la atmósfera enrarecida de la alta Cordillera. Los demás
animales (salvo la vicuña y el pavo) llegaron de Europa: bueyes; ovejas, cabras, caba-
llos, perros, aves de corral. Los más importantes para la vida económica fueron las mulas
y los mulos, convertidos progresivamente en la base del transporte de mercancías, salvo
en América del Norte y en ciertas regiones del Brasil colonial, y aún más en la pampa
argentina, donde las carretas de madera de altas ruedas, arrastradas por bueyes de tiro,
son las más utilizadas hasta el siglo XX.
Las caravanas de mulas imponen, en grandes espacios, sus ruidosas campanillas,
como en Nueva España, donde Alejandro de Humboldt subraya, en 1808, su impor-
tancia para el transporte de mercancías y de harina de maíz 2l, sin la que ninguna ciudad,
y en particular el riquísito México, podría vivir; en Brasil también, como nos cuenta
detalladamente, diez años más tarde, Auguste de Saint-Hilaire. Con sus escalas e iti-
nerarios obligados, esta circulación dio lugar a «estaciones» de mulas, como por ejemplo

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Fuentes de energía y metalurgia

Porto da Estrella 24 , al pie de la Serrado Mar, a la entrada de Río deJaneiro. Los dueños
de los convoyes, los tropeiros brasileños, financiaron la producción de algodón, y luego
la de café. Fueron los pioneros de un capitalismo precoz.
En el amplio reino del Perú, en 1776, se emplean 500.000 mulas en los tráficos de
la costa o de los Andes, o para los tiros de carrozas en Lima. El inmenso reino importa
quizá 50.000 mulas al año, del sur, de la pampa argentina. Allí, vigiladas desde lejos,
crecen en estado salvaje, para más tarde ser empujadas hacia el norte por peones a ca-
ballo, en enormes rebaños de varios millares de cabezas, hasta Tucumán y Salta, donde
se empieza a adiestrarlas con ferocidad; finalmente, son trasladadas a Perú, o a Brasil,
y sobre todo a la enorme feria de Sorocaba, en la provincia de Sao Paulo 15 Esta pro-
ducción y este comercio evocan, para Marce! Bataillon, la actual industria automovilís-
tica «Y su mercado interior en un continente abierto a la motorización» 1 ".
Este comercio es una forma, para la primitiva Argentina, de asociarse a la plata de
Perú o al oro del Brasil: 500.000 mulas en Perú, otras tantas quizá en Brasil, las de
Nueva España, a las que hay que añadir los contingentes que se utilizan en otros lu-
gares, en la capitanfa de Caracas o de Santa Fé de Bogotá, o en América Central, to-
talizan seguramente uno o dos millones de animales de carga o de montar (pocas veces
de tiro); venía a ser un animal por cada 5 ó 10 habitantes, es decir, un enorme esfuer-
zo de «niótorizació1i» al servicio, según los casos, de los metales preciosos, del azúcar
o del mafa. No habfa eh el mundo hada comparable, salvo en Europa. ¡Y quizá ni
eso! La España de 1797, tenía, para 10 millones de habitantes (es decir, aproximada-
mente el total de la población de Iberoamérica) tan sólo 250.000 mulas 27 Incluso en
el caso de que investigaciones más precisas vengan a modificar las cifras de América,
la desproporción continuará siendo muy importante.
Los demás animales domésticos de Europa proliferaron también en el Nuevo
Mundo, sobre todo los bueyes y los caballos. Los bueyes, uncidos al yugo, arrastran tras
sí el pesado carro de la pampa, y en el Brasil colonial el característico car1'0 de boí, de
ruedas macizas, cuyo eje de madera chirría al rodar; también forman rebaños salvajes.
Así ocurre en el valle del río Sao Francisco, en Brasil, donde una «civilización del cuero»
evoca espectáculos análogos a los de la pampa argentina y del Río Grande do Sul con
sus excesos de carne a la parrilla, consumida casi cruda.
En cuanto al caballo, a pesar de su abundancia, representa aquí, al igual que en
todo el mundo, una especie de aristocracia violenta y viril, la de los amos y la de los
peones que conducen los rebaños de animales. Desde finales del siglo XVIII corren en
la pampa Jos más sorprendentes jinetes del mundo, los gauchos. ¿Qué vale entonces
un caballo? Dos reales; todo el mundo puede tener caballo, es muy fácil de conseguir.
Un buey ni siquiera tiene precio de mercado, pertenece a quien se apodera de él, con
lazo o con bolas. Sin embargo, una mula llega a costar 9 pesos en Salta 28 • Como un
esclavo negro vale frecuentemente en Buenos Aires 200 pesos, el Nuevo Mundo, con
estas tarifas, valoriza al hombre, a disposición del cual pone, además, todo un mundo
de animales.
En el Viejo Mundo se había empezado mucho antes, produciéndose situaciones muy
antiguas y complejas.
Nada más racional, no obstante, pero a posteriori, que la expansión de camellos y
dromedarios por toda la parte vada del Viejo Mundo, interminable cadena de desiertos
cálidos y frfos que, sin interrupción, van del Sáhara atlántico al desierto de Gobi. Los
desiertos cálidos constituyen el dominio del dromedario, animal muy sensible al frío,
al que tampoco convienen los países montañosos; los desiertos fríos y las montañas cons-
tituyen el dominio del camello, estableciéndose la frontera entre ellos a ambos lados
de Anatolia e Irán. Como dice un viajero (1694), «la Providencia ha creado dos tipos
de camellos, uno para los países cálidos y otro para los fríos» 29

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Fuentes de energía y metalurgia

Pero para lograr tan sabia distribución, fue necesario un proceso muy largo. El dro-
medario no llegó al Sáhara hasta cerca de la era cristiana 30 , y no se afirmó en él hasta
la conquista árabe de los siglos VII y VIII, y posteriormente con la llegada de los «grandes
nómadas», a lo largo de los siglos XI y XII. La conquista camellera se llevó a cabo hacia
el oeste entre los siglos XI y XVI, siguiendo los avances turcos en Asia Menor y en los
Balcanes. Claro está que canco los camellos como los dromedarios desbordan sus res-
pectivas áreas 31 , los dromedarios atraviesan Irán, llegan a la India, donde se venden a
precios muy altos, al igual que los caballos; penetran hacia el sur del Sáhara, hasta el
límite con el mundo negro donde les sustituyen piraguas y porteadores. Durante un
corto lapso de tiempo, llegaron, por el norte, hasta las Galias merovingias, mientras
que, hacia el este, los camellos no llegaron a conquistar los países balcánicos, si bien
los atravesaron hasta el siglo XIX. En 1529, abastecen al ejército turco bajo las murallas
de Viena. En el otro extremo del Viejo Mundo, también el norte de China es alcanza-
do por la invasión camellera. Cerca de Pekín, un viajero (1775) observa la presencia,
junto a las carretillas, de un camello «que llevaba ovejas [sobre su lomo]»H.
El Islam tuvo prácticamente el monopolio de un animal poderoso para los trans-
portes locales, la labranza, las norias (a pesar de que el borrico ofrece, desde tiempos
muy remotos, sus servicios en las regiones del Mediterráneo), por último para los en-
laces de caravanas a larga distancia del Sáhara, del Próximo Oriente, de Asia central,
enlaces todos ellos que deben ser incluidos en el activo de un viejo y ágil capitalismoll.
Los dromedarios y los camellos transportan carga.'i bastante considerables, 700 libras los
animales menos fuertes, 800 con relativa frecuencia (así por ejemplo en torno a Erze-
rurn), 1.000 a 1.500 entre Tabriz y Estambul, según un documento de 1708 34 • Se trata
evidentemente de libras ligeramente inferiores a 500 gramos; la carga media puede es-
tablecerse, grosso modo, en 4 ó 5 quintales como los nuestros. Una caravana con 6.000
camellos puede, pues, transportar entre 2.400 y 3.000 toneladas, lo que equivale, para
la época, a la carga de 4 a 6 veleros de considerable capacidad. El Islam, dueño (du-
rante mucho tiempo) de todas las comunicaciones internas del Viejo Mundo, encontró
en este instrumento el elemento decisivo de su primacía mercantil.
El buey se difundió (junto con el búfalo y el cebú) por todo el Viejo Mundo, de-
tenido únicamente en el Norte por el bosque siberiano donde domina el reno (salvaje
o doméstico), y al Sur por la selva tropical, concretamente en Africa, donde le corta el
paso la mosca tsé-tsé.
En la India, donde el buey a veces lleva una vida de rentista, se le ve no obstante
uncido al arado, tirando de un carruaje dorado, haciendo girar un molino, sirviendo
de montura a un soldado, e incluso a un señor. Enormes convoyes de hasta 10.000 ani-
males transportan incluso el trigo o el arroz, dirigidos por conductores de caravanas de
la curiosa casta de lós muris. En caso de ataque, hombres y mujeres se defienden a fle-
chazos. Pero cuando dos caravanas se cruzan en las estrechas rutas del norte de la India,
bordeadas de árboles y de muros, hay que dejar discurrir estas dos corrientes una tras
otra, sin mezclarse; en cuanto a los demás viajeros, se quedan bloqueados por espacio
de dos o tres días, sin poder avanzar ni retroceder en medio de los animales 31 Estos
bueyes indios están mal alimentados y viven siempre al aire libre. El búfalo de China,
mucho menos frecuente, trabaja poco, come menos, y tiene que valerse por sí mismo;
medio salvaje, se espanta con facilidad ante los viajeros.
Espectáculo habitual, sobre todo en Europa: un par de bueyes uncidos al yugo, arras-
trando tras ellos, todavía en la actualidad (por ejemplo en Galicia), la carreta de ruedas
macizas. El buey también puede ser enganchado como un caballo: así lo hacen los ja-
poneses y los chinos (arneses sujetos al pecho, «no a los cuernos») y a veces los europeos
del norte (collera). Como animal de tiro, el buey tiene inmensas posibilidades. Alonso
de Herrera 36 , agrónomo español, cuyo libro aparece en 1513, es el abogado de los tiros

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Fuentes de energía y metalurgia

La nona egipcia en los últimos años del siglo XVIII. Tomado de la Description de l'Egypte. Etat
moderne, compendio de los documentos redactados por el equipo de sabios que acompañó a
Bonaparte en su expedición a Egipto j publicados por el gobierno imperial en 1812. (Cliché B.N.)

de bueyes, el adversario de las mulas: éstas van más deprisa, pero aquéllos aran con
más profundidad, con más economía. Por el contrario, en Francia, Charles Estienne y
Jean Liébaut cantan las alabanzas del caballo: «No hacen tanto tres de los mejores
bueyes del Bourbonnais o del Forez como un buen caballo de Francia [entiéndase Ile-
de-France] o de la Beauce», escriben en 1564 37 Fram;ois Quesnay reanuda, en 1758,
la vieja discusión: en su época, una agricultura capitalista con caballos rechaza una agri-
cultura tradicional que utiliza sobre todo bueyes 38 • Según cálculos actuales, el caballo
posee una potencia de tiro igual a la del buey. Pero pensándolo bien (el caballo es más
rápido, su jornada de trabajo es mayor, pero come más y se deprecia mucho más,
cuando es viejo, que el buey, cuya carne se destina al matadero), a igualdad de traba-
jo, el buey resulta un 30% más caro que su rival. En Polonia, en el siglo XVII, una
unidad utilizada para medir la tierra correspondía a la superficie que podía trabajar un
caballo o un par de bueyes.
El caballo es un viejo actor de la historia. Se encuentra en Francia antes del Neo-
lítico, como lo prueba la gran cantidad de huesos de caballo encontrada en Solutré,
cerca de Macon, y que se extiende sobre más de una hectárea; se encuentra en Egipto
desde el ,siglo XVIII a. de J.C. y atraviesa el Sáhara en la época romana. Es quizá origi-
nario de las regiones que rodean la puerta de Zungaria, en el mismo corazón de Asia.
En todo caso, se encuentra tan extendido por el espacio europeo que, en los siglos XVI
y XVII de nuestra era, viven cabalJos salvajes, o mejor dicho, caballos cimarrones, en

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Fuentes de energía y metalurgia

los bosques y matorrales del noroeste de Alemania, en las montañas suizas, en Alsacia,
en los Vosgos. En 1576, un cartógrafo, Daniel Spekle, habla de esos caballos salvajes
«en los bosques de los Vosgos, reproduciéndose, alimentándose por sí mismos en todas
las estaciones. En invierno, buscan abrigo bajo las rocas. [ ... ]Extremadamente feroces,
se mueven con gran seguridad sobre las rocas estrechas y resbaladizas» 39
Por tanto, el caballo es un viejo europeo. Esta familiaridad multisecular permitió
la puesta a punto progresiva de sus arreos (collera en el siglo IX en Occidente y, más
tarde o más temprano, silla, estribos, bocado, riendas, arneses, tiro alineado, herrajes).
En la época romana, al estar mal enganchado (la sujeción peccoral ahogaba al animal),
no podía tirar más que de una carga relativamente pequeña y su trabajo no valía más
que el de 4 esclavos. En el siglo XII, sus posibilidades mejoraron como las de un motor
cuya potencia aumentara de cuatro a cinco veces, gracias a la collera. Empleado hasta
entonces como animal de guerra, desempeña desde ese momento un importante papel
en el rastrillaje, en la labranza y en los transportes. Esta importante transformación se
inserta en toda una serie de mutaciones: crecimiento demográfico, difusión del arado
pesado, propagación en las zonas del Norte de la rotación trienal, aumento de los ren-
dimientos, auge evidente de la Europa septentrional.
No obstante, la distribución geográfica del caballo continúa siendo muy desigual.
En China, hay relativamente pocos caballos: «Apenas hemos visto caballos, dice el P
de Las Cortes (1626), en el reino de Chanchinfú, y se trata de pequeños animales de
paso corto, no los hierran y no usan espuelas. Las sillas, el bocado no se parecen del
todo a los nuestros. [Todavía en el siglo XVIII, se usan sillas de madera y las riendas
son simples sogas.] Vimos algunos más en los «reinos» de Fuchinsú y de Cantón, pero
nunca en gran cantidad. Me han contado que, en las montañas, hay muchos caballos
que han vuelto a la vida salvaje y que existe la costumbre de capturarlos y de domar-
los»4º. Las mulas son escasas y notablemente pequeñas, relata otro viajero, aunque se
venden más caras que los caballos porque son más fáciles de alimentar y más resistentes
al cansancio 41 • Si alguien deseaba viajar a caballo en China, debía escoger en el lugar
de partida un buen animal, ya que era imposible reemplazarlo a lo largo del camino
por estar las postas reservadas únicamente para uso del emperador. Lo prudente seguía
siendo utilizar la silla portátil, ligera, rápida, confortable, con 8 hombres que se iban
relevando. Además, para el transporte de equipajes y mercandas, admirablemente or-
ganizado por oficinas en las que bastaba con depositarlos (se recogían a la llegada en
la oficina correspondiente), se utilizaban a menudo porteadores o carretas de una sola
rueda empujadas por uno o dos hombres, y a veces mulas y burros con albardas 42 • Sin
duda se puede decir que «el Emperador de China es el príncipe más poderoso del
mundo en lo que se refiere a la caballería» y Magaillans, en 1668, da cifras aparente-
mente precisas: 389.000 caballos para el ejército, 175.000 para las postas 4 l reservadas
.al soberano en todo el Imperio. A pesar de lo cual, en 1690, al llevarse a cabo la ex-
pedición contra el kan de los eluts, se requisaron para el ejército todos los caballos que
los particulares, incluidos los mandarines, tenían en Pekín 44 • Cabe preguntarse, sin em-
bargo, si los súbditos del emperador tenían, entre todos, muchos más que el empera-
dor. En efecto, salvo alguna excepción (como por ejemplo, Jos pequeños caballos de
Sichuan), China había de adquirir los caballos en el exterior, en ferias especiales orga-
nizadas en las fronteras de Mongolia y de Manchuria: ferias de Ka-Yuan o de
Kuang-Min, o, a partir de 1467, en los alrededores de Fu-Shun 4 l Ahora bien, según
una información de principios del siglo XVIII, las compras del emperador en estas ferias
eran de 7.000 al año, las «de los señores, mandarines civiles y militares» y las del resto
de la población no suponían más que «el doble o el triple de esta cantidad». Es decir,
28.000 caballos como mucho al año, comprados en el Norte. Es una cifra pequeña.
Todavía escaseaban más los caballos en la India o en el Mrica negra. Los caballos

297
Fuentes de energía y metalurgia

marroquíes, verdaderos objetos de lujo, se trocaban en el Sudán por polvo de oro,


marfil y esclavos: 12 esclavos por un caballo a principios del siglo XVI, y 5 en épocas
posteriores 46 • Desde Ormuz salían, camino de las Indias, las flotas cargadas de caballos
comprados en Persia. En Goa, un caballo costaba hasta 500 pardoes, es decir, 1.000
rupias del Gran Mogol, mientras que en el mismo momento un joven esclavo valía
entre 20 y 30 pardoes 47 •
¿Cómo asegurar el sustento de estos caballos comprados a tan alto precio sin cebada
ni avena? «Se alimenta a los caballos . escribe Tavernier en 1664, con una especie de
guisantes gruesos y picudos que se aplastan entre dos pequeñas muelas, y se dejan
después en remojo, ya que si están duros hacen la digestión pesada. Se les da este tipo
de guisantes a los caballos por la mañana y por la tarde; se le hace tragar dos libras de
grueso azúcar negro, amasado con otro tanto de harina, y una libra de manteca en pe-
queñas bolas que se les mete a la fuerza en el gaznate; después se les lava cuidadosa-
mente la boca, ya que sienten repulsión por este tipo de alimento. Durante el día no
se les da más que ciertas hierbas del campo arrancadas con la raíz y a las que se toma
la precaución de lavar a fin de que no quede tierra o arena» 48 • En Japón, donde se uti-
lizaban bueyes como animales de tiro, el caballo era sobre todo la montura de los nobles.
En los países musulmanes, el caballo representaba la aristocracia animal. Era la
fuerza de choque del Islam casi desde sus orígenes y más aún desde sus primeros grandes
éxitos. Hacia 1590, Giovanni Botero teconoce la super~oridad de las caballerías valacas,
húngaras, polacas y turcas: «Si te han vencido, no puedes escapar huyendo, y si se dis-
persan ante tu ataque, no podrás perseguidas, pues como halcones, se lanzan sobre tí,
o se esfuman en el acto» 49 • Además, abundan los caballos en el Islam: un viajero (1694)
vio eri Persia caravanas de 1.000 caballos 50 • El Imperio otomano, en 1585, desde un
punto de vista militar, estaba formado por 40.000 caballos en Asía y 100.000 en Eu·
ropa; la hostil Persia tenía, según un embajador, 80.000~ 1 Por tanto, impresionantes
«parques». De hecho, Asia tenía la primacía en esta fabricación del caballo de guerra,
como lo demuestra por sí solo el espectáculo de Escutari de Asia, donde se reunían
grandes convoyes de caballos; después eran transportados en barco hasta Estambul ll.
Todavía en el siglo XIX, Théophile Gautier se extasía al ver en Estambul tanto pura
sangre de Nedjed, del Hedjaz, del Kurdistán. Sin embargo, frente al desembarcadero
(frente a Escutari), estaban estacionados una «especie de coches de alquiler turcos», los
arabas, «coches dorados y pintados» cubiertos por «una tela ajustada sobre cercos», pero
a los que se habían enganchado «búfalos negros o bueyes de un gris plateado»l3 En
realidad, el caballo, en el siglo XIX, se reservaba todavía para el soldado, para el rico,
para los usos nobles. Los caballos que impulsaban los molinos de Estambul, o los pe-
queños caballos que aseguraban los transportes al oeste de los Balcanes, con las patas
herradas mediante suelas enteras de hierro, no eran de buena raza. No eran estos ca-
ballos fos que valían, según un viajero que estuvo en Marruecos y en Mazagán en 1881,
entre 40 y 50 ducados, mientras que un esclavo negro de 18 años costaba 16 ducados
y uri niño 7H. Sólo después de la primera guerra mundial, hacia 1920, el caballo sus-
tituyó por fin en Asia Menor al buey y al camello en la labranza.
Fterite a este universo de jinetes, Europa tardó en desarrollar sus propios recursos,
en perjuicio suyo. Después de la batalla de Poitiers (732), tuvo que multiplicar caba-
llos y caballeros para protegerse y sobrevivir: el corcel que el caballero armado monta
durante el combate, el palafrén utilizado en tiempo de paz, además del vulgar rocín
de su criado. Tanto por parte del Islam como de la Cristiandad, se trata de un esfuerzo
de guerra, con sus tensiones y, a veces, sus pausas. La victoria de los suizos sobre la
caballería de Carlos el Temerarfo supuso en Occidente una vuelta a la infantería, a los
piqueros, pronto a los arcabuceros. El tercio español, en el siglo XVI, representó el
triunfo del soldado de infantería. Paralelamente, del lado turco, el jenízaro inauguró
298
Fuentes de energía y metalurgia

el reino del soldado no montado. Junto a él, sin embargo, mantuvo su importancia la
caballería turca de los espahís, durante mucho tiempo incomparablemente superior a
las caballerías de Occidente.
En Europa, los buenos caballos se venden a precio de oro. Cuando Cosme de Mé-
dicis, reinstalado en Florencia en 1531, crea una guardia de 2.000 jinetes, se arruina
en esta ostentosa magnificencia. En 1580, la caballería española lleva a cabo a buen
ritmo la fácil conquista de Portugal, pero inmediatamente después el duque de Alba
se queja de la falta de caballos y de carros. En el siglo siguiente se observa la misma
penuria, por ejemplo durante la guerra de Cataluña (1640 a 1659) y durante todo el
reinado de Luis XIV, a lo largo del cual el ejército francés dependió de los 20.000 ó
30.000 caballos que se podían comprar por término medio, al año, en el extranjero.
La organización de las remontas francesas por Luis XIV, con sus compras sistemáticas
de sementales en Frisia, en Holanda, en Dinamarca, en Berbeda 55 , no suprimió la ne-
cesidad de recurrir a los caballos extranjeros a lo largo de todo el siglo XVIII 56 •
Los caballos de raza se criaban en Nápoles y en Andalucía. Pero nadie podía pro-
curárselos, ni siquiera a precio de oro, sin el consentimiento del rey de Nápoles o del
rey de España. Se hacía, desde luego, mucho contrabando en ambos lugares; en la fron-
tera catalana, el passador de cava/Is se arriesgaba incluso a las iras de la Inquisición, a
la que había sido confiada esta insólita vigilancia. En todo caso, se necesitaba ser muy

Manchuria, siglo XVIII: los caballos salvajes son capturados a lazo, como en la pampa argentina.
Allí se abastecía la caballería del emperador. Prácticamente no había cría de caballos en China.
Mu.reo Guimet. (Cliché del museo.)

299
Fuentes de energía y metalurgia

rico, como el marqués de Mantua, para poder tener agentes propios dedicados a la pros-
pección de los mercados, en Castilla y hasta en Turquía y en Africa del Norte, para
comprar buenos caballos, perros de raza y halcones 57 A menudo, el gran duque de Tos-
cana, cuyas galeras (las de la orden de San Esteban fundada en 1562) pirateaban en el
Mediterráneo, ayudaba a los corsarios berberiscos a cambio de regalos de caballos de
raza) 8 • En el siglo XVII, al facilitarse las relaciones con el norte de Africa, se venden ya
normalmente en 'las ferias de Beaucaire caballos bereberes norteafricanos desembarca-
dos en Marsella. Pronto, Inglaterra, desde el reinado de Enrique VIII, luego Francia,
a partir de Luis XIV, y Alemania, donde se multiplican las remontas en el siglo XVIII,
intentan la cría de puras sangres a partir de caballos árabes importadosj 9 «De ellos [los
caballos árabes], explica Buffon, se obtienen, sea directa o indirectamente, los mejores
caballos del mundo». Se logró así mejorar progresivamente las razas en Occidente. Y
aumentó el número de caballos. A principios del siglo XVIII, la caballería austríaca, que
permitió las victorias espectaculares del príncipe Eugenio contra los turcos, nació, en
parte, de estos progresos. .
Paralelamente a este avance en Occidente de la cría de caballos de montar para la
caballería, se desarrolla el uso del caballo de tiro, indispensable para el abastecimiento
del ejército y para el transporte de piezas de artillería. En 1580, el ejército del duque
de Alba que invade Portugal avanza rápidamente, gracias a la requisa de numerosos
carros 60 • Ya en septiembre de 1494, el ejército de Carlos VII asombra al pueblo italia-
no por su artillería de campaña cuyas piezas desfilaban a paso rápido, arrastradas, no
por bueyes, sino por fuertes caballos «esquilados a la francesa, sin cola y sin orejas» 61 •
Un manual del tiempo de Luis XIII 62 enumera todo lo necesario para el desplazamien-
to de una tropa de 20.000 hombres, provista de artillería. Entre otras cosas, figura un
número enornie de caballos: para los utensilios de cocina, los equipajes y pertenencias
de los distintos oficiales, los instrumentos del herrero de campaña, los del carpintero,
los cofres del cirujano, pero, sobre todo, para las piezas de artillería y sus municiones.
Las mayores, las de batería, necesitan un mínimo de i5 caballos para llevar la pieza en.
sí, más una docena, por lo menos, para la pólvora y las balas,
Era éste el tipo de trabajo apropiado para los grandes caballos del Norte que van a
exportarse, cada vez más, hacia el Sur. Milán, desde principios del siglo XVI, los compra
a los mercaderes alemanes: Francia a los revendedores judíos de Metz; en el Languedoc
son muy cotizados; las zonas de cría se van precisando en Francia: Bretaña, Normandía
(feria de Guibray), Limousin, Jura...
No se sabe si el precio de los caballos bajó relativamente en el siglo XVIII. Lo cierto
es que Europa quedó sobradamente provista de ellos. En Inglaterra, los cuatreros for-
maron a principios del siglo XIX una verdadera categoría social. En Francia, en vísperas
de la Revolucíón, Lavoisier cuenta 3 millones de bueyes y l. 780.000 caballos, de los
cuales 1.560.000 estaban destinados a la agricultura (algo más de 960.000 a las regio-
nes donde sólo se empleaban caballos y 600.000 allí donde el trabajo se realizaba
también con bueyes) 6 l. Esto para una Francia de 25 millones de habitantes. Mante-
niendo la proporción, Europa tendría 14 millones de caballos y 24 millones de bueyes,
lo que indica un cierto poderío.
Ert Europa, el mulo desempeña también un papel importante en la agricultura es-
pañola; en el Languedoc, y en otros lugares. Quiqueran de Beaujeu habla, para Pro-
venza, de mulos «cuyo precio excede a menudo al de los caballos»64 y, conociendo el
número de mulos y muleros y el movimiento de sus negocios, un historiador ha podi-
do deducir el ritmo de la vida económica de Provenza durante el siglo xvn 65 • Final-
mente, al no poder circular los carruajes más que por algunas rutas privilegiadas de los
Alpes, como el paso del Brennero, los otros caminos eran el dominio exclusivo del trans-
porte con mulas; en Suse y en otras estaciones muieras de los Alpes se llegó a decir de
300
Fuentes de energía y metalurgia

Capacidad de la medida de avena en el lugar


citado (en boisseaux de París)

~ Región de cría caballar


• Feri o
Región de labranza con caballo • Feria importante

o
o 3
5
Región de labranza con caballo y buey
o 7

23. LA GANADERIA CABALLAR EN FRANCIA EN EL SIGLO XVIII


Oh.réf!lesc: J. la1 regioneJ de cría cah11//11r; 2. • lo.r límites aproximados del nordes/e, regiones de ca111po.r abierto!, de ro·
0

tación Jriena/, de grt1nde> mercadm de avena y donde .re emplea predrmtinantemmle el caballo de labor. /.as dm zonas
e!lán claramenJe definidas. pero aparecen zonas de 10/apamienJo (Nor111andía, }11ra, l\/Jacia. etc.). F11era del nordeslc de
Francia, predomina la l11brrmza co11 h11eyes. Excepcio11es a /11vor de l11s 11111/as: Provenza, 11na parle del I.ang11edoc y del
De/finado.

301
Fuentes de energía y metalurgia

estos animales que eran «grandes carruajes1>. Citaremos el Poitou francés entre las im-
portantes regiones de cría de asnos y mulas.
No había una ciudad que no dependiera de los caballos para su abastecimiento
diario, sus enlaces internos, sus carrozas, sus coches de alquiler. Hacia 1789, París tenía
unos 21.000 caballos66 • Era una- cantidad que había que renovar constantemente. Lle-
gaban convoyes constantemente, «Coches de caballos» como se les llamaba, es decir,
filas de 10 ó 12 animales, atados por la cola unos a otros, con una manta sobre el lomo
y, a cada lado, un varal. Se les reunía en el barrio de San Víctor o sobre el monte de
Santa Genoveva y, durante mucho tiempo, hubo un mercado de caballos en la calle
Saint-Honoré.
Menos los domingos, día en que los barcos (galeotas y barcazas}, no siempre segu-
ros, conducían a los desocupados hasta Sevres o Saint-Cloud, el Sena no se usaba para
los transportes públicos, por lo demás casi inexistentes. El gran recurso para los que
tenían prisa era el coche de alquiler. A finales de siglo, dos mil viejos simones corre-
teaban por la ciudad, tirados por caballos renqueantes, conducidos por cocheros mal-
hablados que, todos los días, tenían que desembolsar 20 sueldos «para tener derecho
a rodar por la calzada». En esta época son famosos los «atascos de París» y tenemos de
ellos mil imágenes concretas. «Cuando los coches de alquiler están en ayunas, dice un
parisino, son bastante dóciles; al mediodía se van poniendo más difíciles, y, por la
tarde, son ya intratables». Son imposibles de encontrar a las horas punta, por ejemplo,
hacia las dos de la tarde, hora de cenar (digo bien, cenar). «Abre uno Ja puerta de un
coche, otra persona hace lo mismo por el otro lado y se sube, uno se sube también.
Se acaba yendo al comisario [de policía] para que decida quién se lo queda». A esas
horas puede verse una carroza dorada bloqueada por un simón que renquea delante
de ella, a trancas y barrancas, «hecho trizas, cubierto por un cuero chamuscado y con
tablas de madera en vez de cristales» 67
El verdadero responsable de estos embotellamientos es el viejo París, laberinto de
callejuelas estrechas, con frecuencia flanqueadas de casuchas sórdidas donde se amon-
tona la población, sobre todo desde que Luis XIV se opuso a la expansión de la ciudad
(por el decreto de 1672). Ese París continúa igual al de la época de Luis XI. Quizá hu-
biera hecho falta un cataclismo para arrasar la vieja ciudad, como el incendio de Londres
en 1666, o el terremoto de Lisboa en 1755. La idea se le pasa por la cabeza a Sébastien
Mercier cuando, al evocar la destrucción «inevitable», un día u otro, de París, habla de
Lisboa, poblachón grande y feo donde bastaron tres minutos para destruir «lo que la
mano del hombre hubiera tardado mucho tiempo en tirar. [ ... ] La ciudad se recons-
truyó pomposa y magnífica» 68 •
Por el camino de ida y vuelta de París a Versalles circulan, con más holgura, coches
tirados por caballos escuálidos y hostigados sin piedad, «chorreando sudor». Son los
«energúmenos». Además, «Versalles es el país de los caballos1>. Hay entre ellos «las
mismas diferencias que entre los habitantes de la ciudad: éstos gordos, bien nutridos,
bien domados [ ... ]; aquéllos [ ... ] de triste figura, no llevan más que a lacayos o
provincianos... »69
El espectáculo sería el mismo en San Petersburgo o en Londres. Bastaría seguir allí
los constantes paseos y recorridos de Samuel Pepys en coche de alquiler, en tiempos de
Carlos ll. Más tarde se permitió el lujo de un coche propio.
Es difícil imaginar lo que significaban estos problemas del transporte de mercancías
y de personas. Sin embargo, todas las ciudades estaban llenas de cuadras. Había
herrerías en casi todas las calles: eran un poco como los garajes de hoy. No hay que
olvidar tampoco el problema del abastecimiento de avena, cebada, p~ja y heno. Sé-
bastien Merder escribe en París, en 1788: «quien no siente el placer del olor del heno
recién cortado, no conoce el más agradable de los perfumes; a quien le guste este olor,
302
Fuenws de energía y metalurgia

que vaya dos veces por semana hacia la Puerta del lnherno [todavía existe hoy al sur
de la plaza Denferc-Rochereau]. Allí hay largas filas de carretas cargadas de heno que
[ .. ~] espera~ a los con:ipradores. [ ... ] Los proveedores de las casas con cuadra propia van
alh y examinan la ~a!Jdad del vegetal; de pronto cogen un puñado de heno, lo palpan,
lo huelen, lo masttcan: son los catadores de los caballos de la Señora Marquesa»1o Pero
la g~an v~a de a?astecimiemo es el Sena. Fue un barco cargado de heno, donde se de-
claro un mcendio'. el que'. atascándose en los arcos del «Petit Pont», propagó el fuego
a las ,casas consm11das encima de él y a las que se encontraban cerca, el 28 de abril de
1718' 1 _En Londres, el heno se compraba en el mercado, justo al otro lado de la «barrera»
de_ Whnechapel. Y en ~ugsburgo, en el mercado de Perlachplatz, durante el siglo XVI,
a Juzgar por un gran lienzo que representa las cuatro estaciones: en octubre, junto a
la caza y las pro~isiones de leña para el invierno, aparecen los montones de paja que
traen los campesmos. Y un grabado de Nuremberg nos muestra a un mercader ambu-
lante que ofrece, sobre una carretilla, la paja necesaria para las cuadras de la ciudad.

Motores hidráulicos,
motores eólicos

En los siglos XI, XII y XIII, Occidente conoce su primera revolución mecánica. ¿Re-
volución? En realidad, se trata de un conjunto de Ü:ansformaciones producidas por la
multiplicación de molinos de agua y de viento. Estos «motores primarios» son sin duda
de una potencia moderada, de 2 a 5 HP para una rueda de agua 71 , a veces de 5 y como
mucho de 10 en el caso ~e las aspas de un molino de viento. Pero, para una economía
mal dotada en fuentes de energía, representan un aumento de potencia considerable.
Desempeñaron un papel importante en el primer crecimiento de Europa.
Aunque más antiguo, la importancia del molino de agua es muy superior a la del
molino eólico. No depende de las irregularidades del viento, sino del agua, en con-
junto menos caprichosas. Está más ampliamente difundido gracias a su antigüedad, a
la abundancia de los ríos, de los embalses, de las derivaciones, de los acueductos que
pueden hacer girar una rueda de paletas o de álabes. No olvidemos la utilización di-
recta de la corriente en los molinos-barcos, en París en el Sena, en Toulouse en el Ga-
rona, etc. No olvidemos tampoco la fuerza de las mareas, utilizada con frecuencia en
el Islam y en Occidente, aun allí donde son insignificantes. En la laguna de Venecia,
un viajero francés se extasía (1533) ante el único molino hidráulico visible en la isla de
Murano, movido «por el agua del mar canalizada cuando el mar crece o decrece» 73
El primer molino de agua fue horizontal, una especie de turbina elemental: se le
llama a veces molino griego (pues apareció en la Grecia antigua) o escandinavo (pues
se mantuvo durante mucho tiempo en Escandinavia). También se le podría llamar
chino, o corso, o brasileño, o japonés, o de las islas Feroe, o del Asia central, ya que
la rueda hidráulica giró en estos lugares, según los casos, hasta el siglo xvm o XIX, ho-
rizontalmente, desarrollando así una fuerza elemencal suficiente para mover lentamen-
te una muela. No es extraño encontrar estas ruedas primitivas en Bohemia todavía en
el siglo XV, o en Rumania hacia 1850. Cerca de Berchtesgaden, han funcionado moli-
nos de paletas de este tipo hasta 1920.
La operación «genial» fue ei enderezamiento vertical de la rueda que realizaron los
ingenieros romanos en el siglo I antes de nuestra era. El movimiento transmitido por
engranajes se volverá después horizontal al llegar a la muela, que girará además cinco
veces más deprisa que la rueda motriz; se produce un fenómeno de desmultiplicación.
Estos primeros motores no son siempre rudimentarios. Cerca de Arles, en Barbegal, los

303
Fuentes de energía y metalurgia

arqueólogos han descubierto unas admirables instalaciones romanas, un acueducto de


más de 10 km, «con conducción forzada» y, al final, 18 ruedas sucesivas, verdaderos
motores en serie.
Sin embargo, este dispositivo romano tardío sólo se utilizó en algunos puntos del
Imperio, y sirvió únicamente para moler el trigo. Ahora bien, la revolución de los si-

Curiosa representación, en fecha relativamente tardía (1430), de un molino con rueda honzon-
tal. Pero se trata de un molino de Bohemia, donde el sistema horizontal se mantuvo durante
mucho tiempo (comparar con la ilustración de la Biblia francesa, reproducida infra, lll, c. 5,
donde la rueda es ya vertical). (Documento del autor.)

304
Fuentes de energía y metalurgia

Mecanismo del molino de agua (1607): perfecta representación de la transformación del movi-
miento vertical de la rueda en movimiento honzontal de la muela (descubrimiento que en esta
época tenía ya varios siglos). Procedente de V Zonca, Novo teatro di machine. (Cliché B.N.)

glos XII y XIII no sólo multiplicó las ruedas hidráulicas; las extendió a otros usos diver-
sos. Los cistercienses las propagaron, al mismo tiempo que sus fraguas, por Francia, In-
glaterra y Dinamarca. Pasan los siglos: no hay ya pueblo en Europa, del Atlántico a
Moscovia, que no posea su molinero y su rueda girando por el impulso de la corriente
o, a veces, por una canalización que forma un salto de agua.
Los usos de la rueda hidráulica se han multiplícado; la rueda mueve los mazos que
machacan los minerales, los pesados martillos que golpean el hierro en las fraguas, las
enormes palas de los batanes de las fábricas de paños, los fuelles de las fraguas. Y
también las bombas, las piedras de afilar cuchillos, los molinos de los talleres de cur-
tidos y, por último, los molinos del papel. Hay que añadir las sierras mecánicas, que
aparecen desde el siglo XIII, como lo prueba un grabado, hacia 1235, de aquel curioso
«ingeniero» que fue Villard de Honnecourt. Con el extraordinario desarrollo minero
del siglo XV, los mejores molinos trabajan para las minas: torno para subir las cestas

305
Fuente5 de ene1·gia y metalurgia

de mineral (y con movimiento inverso), potentes máquinas para la ventilación de las


galerías y para la extracción de agua con norias, con cadenas de cangilones y hasta con
sistemas de bombas aspirantes e impelentes, puestos de mando donde, por medio de
palancas, son impulsados mecanismos ya bastante complejos que se conservarán, casi
sin modificaciones, hasta el siglo XVIII por lo menos. Estos admirables mecanismos apa-
recen en las bellas ilustraciones de De re meta/lica, de Georg Agricola (Basilea, 1556),
que resume y actualiza las obras anteriores.
En el caso de las sierras, de los mazos de los batanes, de los martinetes y de los
fuelles de las forjas, el problema había consistido en transformar un movimiento cir-
cular en un movimiento alternativo para poder utilizar los árboles de levas .. Sobre los
engranajes necesarios, se puede escribir -y se ha escrito- un libro entero. Pero resulta
sorprendente que la madera haya permitido soluciones tan complejas. Estas obras
maestras mecánicas estuvieron lejos de set un espectáculo familiar para los contempo-
ráneos que, al verlas, se sorprendían y las admiraban, incluso en fechas muy tardías.
Cuando Barthélémy Joly, en 1603, atraviesa el Jura camino de Ginebra, observa en la
desembocadura del lago Silan, en el valle de Neyrolles, esos molinos que trabajan «la
madera de pino y de abeto que se lanza de arriba abajo por las abruptas montañas,
artificio ingenioso que origina, con una sola rueda que hace girar el agua, varios mo-
vimientos de abajo arriba y al revés [son los que hace la sierra}. avanzando la madera
por debajo de ésta a medida que trabaja, [ ... J silcediéndole después otro árbol con
tanto orden como si se hiciera con mano de hombrei> 74 • Es evidente que el espectáculo
es poco cordente, digno de un relato de viaje.
Sin embargo, el molino se ha convertido en un instrumento universal, de forma
que, utilizada o no a pleno rendimiento, la fuerza de los ríos se impone en todas partes
imperativamente. Las ciudades «industriales» (y en aquella época todas lo son) se
adaptan al curso de los ríos, se acercan a ellos, los dominan, y adquieren un aire muy
veneciano, por lo merios en tres o cuatfo calles características. Troyes es un caso típico;
Bar-le-Duc posee aún su calle de Curtidores, con un brazo del río desviado; Chalons,
famosa por sus paños, hizo lo mismo con el Mame (sobre el cual hay un puente lla-
mado de los Cinco Molinos) y Reíros con el Vesle; Colmar con el lll; Toulouse con el
Garona, donde, desde muy pronto y durante mucho tiempo, hubo una flotilla de «mo-
lino~ navales», es decir, de barcas con ruedas, siguiendo la corriente; Praga se situó
sobre varios meandros del Moldau. Nuremberg, gracias al Pegnitz, hace girar sus nu-
merosas ruedas dentro de su recinto y en la campiña cercana ( 180 giraban todavía en
1900). En París y en los alrededores de París, trabajan unos veinte molinos de viento,
pero aun suponiendo que las condiciones atmosféricas no los parasen ni un solo día
del año, no proporcionarían entre todos más que la veintena parte de la harina que
consumen los panaderos parisinos. Hay además 1.200 molinos hidráulicos (reservados,
Ja mayor parte, a la molinería) a lo largo del Sena, del Oise, del Mame y de pequeños
ríos como el Yvette y el Bievre (donde, en 1667, se estableció la manufactura real de
los Gobelinos). Los pequeños ríos de corriente rápida tienen, en efecto, la ventaja de
no helarse casi nunca en invierno.
Cabe preguntarse si esta instalación de los molinos en las ciudades representa una
segunda etapa. En su tesis todavía inédita, Roben Philippe muestra la fase precedente,
la primera difusión de los molinos que se instalan, de acuerdo con las reglas impuestas
por el agua utilizada, en el campo, cerca de los pueblos que producen, durante siglos,
la energía. El molino, prioritariamente destinado a aplastar el grano, fue entonces el
instrumento esencial de la economía domina/. El señor, en efecto, decide su construc-
ción, compra las muelas, aporta la madera, la piedra; los campesinos ponen su trabajo.
La economía dominal constituye una serie de unidades básicas, capaces de bastarse a
sí mismas. Pero la economía de cambio, al concentrar y redistribuir las mercancías, tra-
306
Fuentes de energía y metalurgia

baja para las ciudades y conduce a las ciudades; conseguirá implantar su sistema sobre
el anterior y creará una nueva densidad de molinos, que responde a sus múltiples
exigencias n
Finalmente, el molino es una especie de medida standard del equipamiento ener-
gético de la Europa preindustrial. Podemos así comprender la observación de un mé-
dico vjajero, el westfaliano Kampfer, que habiendo hecho escala en 1690 en una pe-
queña isla del golfo de Siam, para dar una idea del caudal de su río, dice: bastante
abundante para impulsar tres molinos 76 • A finales del siglo XVIII, en la Galitzia por en-
tonces austriaca, una estadística daba, para 2.000 leguas cuadradas y 2 millones de ha:-
bitantes, 5.243 molinos de agua (y sólo 12 de viento). Cifra prodigiosa a primera vista,
pero el Domesday Book, en 1086, señalaba ya la existencia de 5.624 molinos para tan
sólo 3.000 comunidades, al sur del Sevem y Trentn, y basta fijarse en las innumerables
ruedas visibles en tantos cuadros, dibujos y planos de ciudades, para darse cuenta de

Un molino de viento. Sillería de coro en madera, siglo XIV M11seo Cluny. (Fotografia jean
Roubier.)

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Fuentes de energía y metalurgia

hasta qué punto se generalizaron. En todo caso, si la proporción entre molinos de agua
y número de habitantes hubiera sido, para otros países, la misma que la señalada para
Polonia, habría que calcular 60. 000 en Francia 78 , y entre SOO. 000 y 600. 000 en Euro-
pa, en vísperas de la revolución industrial.
En un artículo meticuloso y tan brillante, en mi opinión, como el artículo clásico
de Marc Bloch sobre el molino de agua, Lazlo Makkai confirma aproximadamente estas
cifras: «de 500.000 a 600.000 molinos, equivalentes a un millón y medio, o a tres mi-
llones de HP». Realiza sus cálculos a parcir de los arrendamientos; de las dimensiones
de las ruedas (de 2 a 3 centímetros de diámetro) y del número de paletas y de álabes
que tienen (20 como media); de la cantidad de harina obtenida por hora (del orden
de 20 kg por muela); el número de ruedas que posee cada molino (1,2 o más); de la
comparación entre molinos del Este o del Oeste de Europa, análogos en lím:as genera-
les, al menos en lo que se refiere a los molinos de trigo; de la proporción casi constante
entre molinos de agua y número de habitantes ( 1 a 29, como media, en casos concre-
tos). Al crecer el número de molinos o el tamaño de las ruedas motrices al ritmo de la
población, se duplicó, a grandes rasgos, el equipamiento motor entre los siglos XII
y XVIII. Todos los pueblos, en principio, tienen su molino. Allí donde, a falta de viento
y de corrientes de agua suficientes, como en la llanura húngara, no puede funcionar
el molino hidráulico, se instalan molinos movidos por caballos e incluso manualmente 79
El molino de viento aparece mucho más tarde que la rueda hidráulica. Antaño se
creía que era oriundo de China; hoy parece más verosímil que su origen es iraní o
tibetano.
En Irári, los molinos funcionaban probablemente ya en el siglo VII d. de C., y con
toda seguridad en el siglo IX, movidos por velas verticales colocadas sobre una rueda
con movimiento horizontal. El movimiento de esta rueda, transmitido a un eje central,
porte en marcha una muela de moler trigo. El sistema es muy sencillo: no hay necesi-
dad de orientar el molino, que se encuentra siempre en la dirección del viento. Otra
ventaja: la conexión entre el movimiento de la rueda eólica y el de la muela no precisa
ningún engranaje de transmisión. El problema, en efecto; eri el caso de los molinos de
grano consiste siempre en cómo impulsar una muela que gira horizontalmente, la mola
versatilir, y que apla5ta el grano sobre una muela inmóvil (o fija), situada debajo de
ella. Se cree que los musulmanes difundieron estos molinos hacia China y el Medi-
terráneo. Tarragona, en el límite notte de la España musulmana, poseyó molinos de
viento desde el siglo X8º. Pero rio sabemos cómo giraban.
Pues fa: gran aventura de Occidente, al contrario de lo que ocurrió en China, donde
el molino giraría durante siglos horizontalmente, fue la transformación de la rueda eó-
lica en una rueda elevada en sentido vertical, como había ocurrido en el caso de los
molinos de agua. Los ingenieros dicen que la transformación fue genial, y la potencia
se vio considerablemerite aumentada. Este nuevo modelo de molino, auténtica creación.
es el que se generafü:ó entre la cristiandad. .
Los estatutos de Arles señalan su aparición en el siglo XII. Por esta época se le en-
cuentra también en Inglaterra y en Flandes. En el siglo XIII se difundió por toda Francia.
En el XIV se le halla en Polonia y en Moscovia, transmitido a través de Alemania. Un
pequefio detalle: los cruzados no descubrieron el molino de viento en Siria, como se
ha dkho; sirio que fueron ellos los que lo llevaron allí 81 • Las irregularidades en la fecha
de aparidón son numerosas, pero en general fue más precoz el Norte que el Sur de
Europa·. Así, parece que el molino de viento llegó tardíamente a ciertas regiones espa-
ñolas; por ejemplo a La Mancha, y esto, según un historiador, explicaría el terror de
Don Quijote al ver aquellos gigantescos monstruos desconocidos para él. No sucede lo
mismo en Italia: en 1319, en el Infierno de Dante, Satanás abre unos brazos inmensos
«come un molin che il vento girai> 82 •
308
Fuentes de energía y metalurgia

Máquinas y engranajes de madera: esta enorme rueda de torno era movida desde su interior por
tres hombrn (Lichtbildstelle, Deutsches Museum, Munich.)

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Fuentes de energía y metalurgia

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Molino de viento con aspas muy particulares, que giran alrededor de un eje vertical, y a las que
por tanto no es necesano onentar. La transformación del movimiento es aquí inversa a la del
molino de agua: horizontal al principio, mueve después la rueda vertical con cangz1ones que sube
el flgua (son aparatos de drenage, elaborados, en 1652, por los Fens 1"nglese1). En los molinos
holandeses, se da una doble transformación del movimiento: vertical (a partir del movimiento
de las aspas}, honzontal para el movimiento transmitido por el eje central, y vertical nuevamen-
te para la rueda de drenage. (Dibujo de W Blith, Thc English Improver improved, Londres
J652l (Fototeca A. Colin.)

El molí.no de viento, más caro de mantener que su congénere, resulta más oneroso
pata un mismo rendimiento, sobre todo en el caso de la molinerfa. Pero tiene otros
usos. En los Países Bajos de los Wipmolen se utilizaba fundamentalmente, desde el si-
glO Xv (y más aún desde el año 1600), para impulsar las cadenas de cangilones que
extráian el agua del suelo para devolverla a los canales 83 • Se convirtió así en uno de los
instrumentos de la paciente reconquista del suelo en los Países Bajos, tras los diques
que contienen el mar y a orillas de los lagos que se formaron en las antiguas turberas
excesivamente explotadas en tiempos pasados. Hay otra razón para que Holanda sea la
patria de los molinos de viento: su situación en el centro de la gran zona de vientos
permanentes del oeste, desde el Atlántico al Báltico.

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Fuentes de energía y metalurgia

Primirivamente 8·i, la totalidad del molino giraba sobre sí mismo para orientar sus
aspas en el sentido del viento, como los molinos de Bretaña llamados «chandeliers»,
nombre característico. Todo el molino va montado sobre un mástil central, y una barra
de orientación permite el movimiento del molino sobre sí mismo. Como es convenien-
te que las aspas se sitúen lo más alt0 posible para alcanzar el viento más fuerte, el me-
canismo de los engranajes y de las muelas se aloja en la parte más elevada de la cons-
trucción (de ahí la necesidad de un montacargas). Deralle curioso: el eje de las aspas
no era nunca totalmente horizontal, sino con una inclinación regulada por la experien-
cia. Los esquemas (como los de Ramelli, 1588) y los molinos que aún subsisten permi-
ten comprender estos sencillos mecanismos: transmisión del movimiento, sistemas de
freno, posibilidad de sustituir por dos pares de muelas laterales el pat central único ...
Sería casi tan sencillo explicar el funcionamiento de un Wipmolen que toma su
fuerza motriz en lo más alto del molino y la transmite a su base, allí donde funciona
la cadena de cangilones que sirve de bomba aspirante. El movimiento se transmite por
un «árbol» a través del eje central hueco. De ahí algunas dificultades, desde luego no
insuperables, cuando el Wipmolen se utiliza, si llega el caso, para moler grano.
Muy pronto, seguramente en el siglo XVI, gracias a los ingenieros holandeses, se va
extendiendo un nuevo tipo de molino giratorio: la parte alta de la construcción es la
única móvil y sirve para desplazar las aspas. A estos molinos se les llamó a veces mo-
linos «con blusa» porque evocaban dé lejos la imagen de un campesino vestido con su
blusón. El problema, en este tipo de molinos, es facilitar el movimiento de la parte
giratoria sobre la superficie fija del molino mediante zaparas de madera o rodamientos
de diversas formas. En el interior los problemas que se plantean siguen siendo los
mismos: dirigir y detener el movimiento de las aspas, maniobrar las palas, organizar,
a partir de la tolva, el lénto descenso del trigo que pasa por el ojo de la muela superior
móvil, y, problema básico, invenir por medio de engranajes el movimiento que debe
pasar del plano vertical de las aspas al plano horizontal de las muelas.
De modo más general, el gran progreso fue descubrir que un solo motor, una sola
rueda -en el caso del molino de agua o en el del molino de viento- podía transmitir
su movimiento a varios instrumentos: no sólo a una muela, sino a varias; no sólo a una
sierra, sino a una sierra y a un martinete; no sólo a un mazo, sino a toda una serie,
como en el curioso modelo (en el Tiro!) que «machaca» el trigo, en vez de molerloH~
(en este caso, el grano queda toscamente triturado y sirve para hacer una especie de
pan integral, torta más que pan).

La vela:
el caso de las flotas europeas

No vamos a tratar aquí todo el problema del velamen de los barcos, sino a imagi-
nar la energía que la vela puso a disposición del hombre, ya que fue uno de los más
potentes motores que pudo utilizar. El ejemplo europeo lo demuestra claramente. Hacia
1600, Europa dispone de 600.000 a 700.000 toneles de barcos mercantes, cifra dada
con las habituales reservas, siendo como mucho un orden de magnitud. Ahora bien,
según una estadística rigurosa establecida en Francia, probablemente entre 1786 y 1787,
esta flota europea, en vísperas de la Revolución, alcanza los 3.372.029 toneles 86 : su vo-
lumen se había quizá quintuplicado en dos siglos. Con una media de tres viajes al año,
esto representa un tráfico de 10.000.000 de toneles, es decir, el de un gran puerto
actual.

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Fuentes de energía y metalurgia

No podemos deducir de estas cifras la potencia de los motores eólicos que despla-
zan estos volúmenes con la seguridad relativa que tendríamos si se tratara de una flota
de cargueros de vapor. Pero lo cierto es que, hacia 1840, en un momento en que
coexisten navíos de vela y de vapor, se calcula que para un mismo tonelaje el rendi-
miento del barco de vapor equivale al de 5 veleros. La flota europea tiene, pues, entre
600.000 y 700.000 toneladas de barcos de vapor, o al menos su equivalente, y pode-
mos arriesgar, hacía 1840, una cantidad (no garantizada) situada entre 150.000 y
233.000 HP, según consideremos que la potencia necesaria para la propulsión de una
tonelada marina es un tercio o un cuarto de caballo de vapor. Habría que aumentar
mucho estas cifras si se toman en consideración las flotas de guerra 87

La madera,
fuente cotidiana de energía

Actualmente, fos cálculos relativos a la energía excluyen el trabajo de los animales


y, en cierto modo, el trabajo manual del hombre; con frecuencia también quedan fuera
la madera y sus derivados. Pues bien, antes del siglo XVIII, la madera, primero de los
materiales corrientes, era una importante fuente de energía. Las civilizaciones anterio-
res al siglo XVIII son civilizaciones de la madera y del carbón vegetal, como las del si-
glo XIX lo serán del carbón mineral.
Todo lo demuestra en las costumbres de la Europa de entonces. La madera juega
un importante papel en la construcción, incluso en la que utiliza la piedra; todo se fa-
brica con madera: los medios de transporte terrestres y marítimos, las máquinas y herra-
mientas, ya que sus partes metálicas son muy ligeras; de madera son los telares y las
ruecas, los lagares y las bombas, así como la mayoría de los aperos de labranza; el arado
más antiguo es totalmente de madera, un modelo posterior suele llevar ya en el borde
de la reja una fina lámina de hierro. A nosotros nos resulta sorprendente contemplar
aquellos complicados engranajes en los que todas las piezas de madera van perfecta-
mente imbricadas y que actualmente pueden contemplarse aún, por ejemplo, en el
Deutsches Museum, el museo de la técnica en Munich; allí pueden verse incluso varios
relojes del siglo XVIII, fabricados en la Selva Negra, en los que todas las ruedas son de
madera y, lo que es aún más curioso, un reloj de bolsillo que tampoco contiene ningún
otro material.
La omnipresencia de la madera tuvo antaño una enorme importancia. La riqueza
forestal de Europa es una de las razones de su poderío. Por el contrario, el Islam re-
sultó, a la larga, muy perjudicado por la escasez de sus recursos forestales y su progre-
sivo agotamientoªª.
Sin embargo, lo que más nos interesa ahora es, sin duda, la madera que, al arder,
se transforma directamente en energía para la calefacción de las casas, las industrias en
las que se utiliza el fuego, las fundiciones, las fábricas de cerveza, refinerías, fábricas
.de vidrio, tejerías, carboneras y, además, las salinas en las que se utiliza a veces el calor.
Pero aparte de que la disponibilidad de leña está limitada por los otros usos de la ma-
dera, estos usos se imponen claramente en la fabricación de todos los instrumentos pro-
ductores de energía.
El bosque sirve indistintamente al hombre para calentarse, construir su casa, sus
muebles, sus herramientas, sus vehículos y sus barcos.
En cada caso se necesita una calidad de madera determinada. Para las casas, el roble;
para las galeras, el abeto, el roble, el nogal y hasta diez especies distintas 89 ; para las cu-

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Fuentes de energía y metalurgia

ceñas de los cañones, el olmo. Esto causó inmensos destrozos. Ningún transporte pa-
recía demasiado caro o demasiado costoso para los arsenales: todos los bosques fueron
alcanzados. Planchas y tablones embarcados en el mar Báltico y en Holanda llegaban
a Lisboa o a Sevilla en el siglo XVI, y hasta barcos totalmente construidos, un poco pe-
sados, pero baratos, que los españoles enviaban a América sin el propósito de repatriar-
los, dejándolos luego terminar su carrera en el mar de las Antillas, condenándolos, a
veces nada más llegar, al desguace: son los barcos perdidos, loJ navíos al través.
En todos los países se destrozaban de este modo enormes extensiones forestales para
la construcción de flotas. En tiempos de Colbert, las construcciones navales regularon
la tala de las reservas forestales de todo el territorio francés, y se utilizaban en el trans-
porte maderero todas las vías navegables, hasta las más exiguas, como el Adour o el
Charente. Así, por ejemplo, los abetos de los Vosgos descendían flotando el Meurthe,
se hacían rodar después hasta Bar-le-Duc, donde se unían formando armadías en el río
Ornain; desde allí seguían por el Saulx y el Marne y finalmente por el Sena90 • Para los
mástiles de los navíos de guerra, piezas decisivas, Francia se encuentra excluida delco-
mercio báltico que, por Riga y, pronto por San Petersburgo, abastece a toda Inglaterra;
no se le ocurrió explotar los bosques del Nuevo Mundo, y en especial los de Canadá
(como harían más tarde los ingleses).
La marina francesa se encuentra, pues, obligada a utilizar los mástiles ensamblados,
pero estos mástiles artificiales hechos con piezas de madera unidas y luego reforzadas

Leñadores trabajando. Papel blanco recortado. Probablemente Baja Bretaña hacia 1800. Musée
des Arts et Traditions populaires, París. (Fototeca A. Colin.)

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Fuentes de energía y metalurgia

con aros de hierro, son demasiado rígidos y se rompen si se suelta excesiva vela. Los
navíos franceses fueron siempre menos veloces que los ingleses. El hecho resulta más
fácil de apreciar al invertirse, por un instante, la situación durante la guerra de la In-
dependencia de las colonias inglesas en América: la Liga de países neutrales sustrajo el
mar Báltico a los ingleses y éstos tuvieron que recurrir a los mástiles ensamblados, to-
mando entonces la delantera sus adversarios9 1 •
Estos abusos en la tala forestal no son los únicos, ni, a la larga, los más peligrosos.
Los campesinos, sobre todo en Europa, arrancan continuamente los árboles, desmon-
tan para extender sus cultivos. El mayor enemigo de los bosques es su «utilidad». El
bosque de Orléans medía, en tiempos de Francisco I, 140.000 arpendes y sólo 70.000,
según parece, un siglo después. Estas cifras no son seguras, pero lo cierto es que, desde
el final de la guerra de los Cien Años (que había facilitado la progresiva invasión de
los campos por los bosques) hasta el reinado de Luis XIV, se llevaron a cabo grandes
trabajos de desmonte que redujeron las extensiones de bosque a límites más reducidos,
aproximadamente los actuales 92 • Cualquier ocasión es buena: en 1519, un huracán «al
que se le atribuyó demasiado» tiró 50.000 ó 60.000 árboles en el bosque de Bleu que
unía, en la Edad Media, los macizos de Lyons a los bosques de Gisors: por la brecha
abierta penetraron los cultivos y la unión no volvió a restablecerse93. Todavía hoy, al
sobrevolar la zona entre Cracovia y Varsovia, se puede ver cómo los campos de forma
alargada penetran claramente en las manchas forestales. Los bosques franceses se esta-
bilizaron en los siglos XVI y XVII quizá gracias a una legislación previsora (como el gran
decreto de 1573 o las medidas de Colberc) o por haberse llegado, de manera natural,
a un equilibrio, al resultar demasiado pobres y no merecer la pena las tierras que aún
se podían ganar.
Algunos comentaristas han podido decir, refiriéndose principalmente al Nuevo
Mundo, que los incendios forestales y la instalación de zonas cultivadas en sustitución
de los bosques fueron un error, ya que se destruyó una riqueza cierta a cambio de una
riqueza potencial, cuyo valor rto tenía forzosamente por qué ser superior al anterior.
Este razonamiento es evidenteineilte falaz: no hay más riqueza forestal que la incorpo-
rada a la economía por la presencia de multitud de intermediarios: pastores con sus
rebaños (y no sólo cerdos comiendo bellotas), leñadores, carboneros, arrieros, todo un
pueblo salvaje y libre cuyo oficio es explotar, utilizar, destruir. El bosque no tiene valor
más que cuando se le utiliza.
Antes del siglo XIX, inmensas extensiones forestales estaban todavía fuera del al-
cance de la civilización: los bosques escandinavos; el bosque casi ininterrumpido entre
Moseú y Arkángel, atravesado por un estrecho haz de carreteras; el bosque canadiense;
el bosque siberiano que los tramperos relacionaron con los mercados de China o de Eu-
ropa; los bosques tropicales del Nuevo Mundo, de Africa o de Insulindia, donde, a
falta de pieles, se perseguían las maderas preciosas: palo campeche en la actual Hon-
duras¡ pau brasil (madera que da un colorante rojo y que se encuentra en las costas
btasileñas del noroeste), madera de teca en el Dekán y sándalo o palo de rosa en otros
!Ugares ...
Junto a todos estos usos, la madera sirve también para la cocina, para la calefacción
de fas casas, para todas las industrias que utilizan el fuego cuya demanda aumenta a
una velocidad inquietante ya antes del siglo XVI. Ejemplo sorprendente: cerca de Dijon,
ert 1315-1317, para alimentar seis hornos que fabrican baldosas de terracota, trabajan
en el bosque de lesayes 423 leñadores y transportan la madera 334 boyeros 94 • En con-
junto, demasiados sectores dependen de esta solicitadísima riqueza cuya abundancia es
sólo aparente. Un bosque no representa una concentración de combustible compara-
ble, ni siquiera en esta época, a una mina de carbón por modesta que sea. Hay que
esperar de veinte a treinta años para que, una vez talado, se repueble. Durante la guerra
314
Fuentes de energía y metalurgia

de los Treinta Años, los suecos, para obtener dinero, talan inmensas masas forestales
en Pomerania, quedando después amplias regiones invadidas por la arena 9 ~ En Francia,
al agravarse la situación en el siglo XVIII, se considera que una sola fragua consume
tanta madera como Ch:ilons-sur-Marne. Los campesinos, furiosos, se quejan de que las
forjas y las fundiciones devoran los bosques y ni siquiera dejan combustible pata los
hornos de los panaderos 96 • En Wielicza (Polonia), a partir de 1724, hubo que renun-
ciar a tratar con fuego las salinas de su enorme mina y contentarse con la explotación
de los bloques de sal gema, por el desmonte de los bosques circundantes 97
La leña, por ser un material que abulta mucho, tenía que estar al alcance de la
mano. Resultaba ruinoso trasladarla a más de 30 km, a no ser que el transporte se rea-
lizara por sí mismo, por vía fluvial o marítima. En el siglo XVII, los troncos de árbol
navegaban por el río Doubs hasta Marsella. A París llegaban barcos enteros de leña
<<nueva» y, a partir de 1549, se inicia el transporte flotante de la madera, primero desde
el Morvan, por el Cure y el Yonne; unos doce años después llegaban también de Lo·
rena y Barrois, flotando por el Mame y sus afluentes. La destreza con que estas «arma-
días» de hasta 250 pies de largo pasaban bajo los arcos de los puentes causaba la ad-
miración de los curiosos parisinos. El carbón vegetal llegó a la capital en el siglo XVI
desde Sens y el bosque de Othe; en el siglo XVIII, procedente de todos los bosques ac-
cesibles, a veces transportado en carros y animales de carga, y más frecuentemente por
los ríos Yonne, Sena,.Marne, Loira, en barcos «cargados hasta los topes, con varias vallas
altas para sostener el carbón por encima de la borda» 98 •
Desde el siglo XIV, inmensas balsas de madera bajaban por los ríos polacos hasta el
Báltico 99 • El espectáculo era el mismo, pero aún más grandioso, en la lejana China,
donde las armadías de madera del Sichuan, cuyos troncos estaban atados con cuerdas
de mimbre, se transportaban hasta Pekín: su tamaño depende de «la riqueza del co-
merciante, pero las más largas tienen más de media legua de longitud» 100 •
Para distancias más largas, el transporte maderero se realiza por vía marítima: los
«veleros negros• llevaban el carbón vegetal desde el cabo Corse a Génova. Las barcas
de Istria y de Quarnero depositaban en Venecia la leña que se utilizaba allí durante el
invierno. Asia Menor abastecía a Chipre y a Egipto y los barcos remolcaban a veces los
gruesos troncos que flotaban tras ellos. Hasta las frágiles galeras transportaban leña a
Egipto, donde la penuria de combustible era dramática'º'
Sin embargo, estos abastecimientos eran limitados y la mayoría de las ciudades
tenían que contentarse con lo que encontraban en sus proximidades. El ciudadano de
Basilea Th. Platter, que terminó sus estudios de medicina en Montpellier en 1595, ob-
serva la ausencia de bosques alrededor de la ciudad, «el más cercano es el de las fábri-
cas de vidrio de Saint-Paul, a más de tres millas, camino de Celleneuve. De allí se trae
a la ciudad la leña para venderla al peso; uno se pregunta de dónde sacarían la leña
los habitantes de Montpellier de prolongarse el invierno, puesto que consumen en sus
hogares una enorme cantidad sin por ello conseguir entrar en calor. En la región no se
conocen las estufas; los panaderos cargan sus hornos con romero, carrasco y otras zarzas
a falta de madera, al contrario de lo que sucede en mi tierra, donde ésta es muy abun·
dante»rni. Cuanto más se avanza hacia el sur, mayor es la escasez. El humanista español
Antonio de Guevara tiene razón al decir que el combustible en Medina del Campo cos-
taba más caro que el contenido del pucherorn 3 • En Egipto, a falta de otra cosa, se que-
maba la paja de la caña de azúcar; en Corfú, el orujo, con el que se hacían pequeños
bloques que se ponían inmediatamente a secar.
Este enorme abastecimiento supone una extensa organización de los transportes, el
cuidado y conservación de las vías fluviales por las que flotaban los troncos, una red
mercante más amplia, una vigilancia de las reservas forestales en favor de las cuales los

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Fuentes de energía y metalurgia

Lyon tiene todavía en el siglo XVII puentes de madera. Dibujo de ]ohannes Lingelhach. Alher-
tina, Viena. (Fotografia de la biblioteca.)

gobiernos multiplicaron las reglamentaciones y prohibiciones. Sin embargo, incluso en


los países mejor dotados, la madera era cada vez más escasa. Hubiera hecho falta uti-
lizarla más racionalmente ..Pero ni las fábricas de vidrio ni las fraguas parecen intentar
economizar combustible. Cuando las necesidades de abastecimiento de una de estas fá-
bricas aumentan demasiado y crecen los gastos, el recurso más frecuente es cambiar su
emplazamiento o reducir su actividad. Un alto horno, «construido en 1717 en Dolgyne,
en el País de Gales», no se inauguró hasta cuatro años más tarde, cuando se hubo «acu-
mulado carbón suficiente para un trabajo de treinta y seis semanas y media». Por tér-
mino medio no funcionaba más de quince semanas al año, siempre por falta de com-
bustible. Normalmente, por la constante falta de elasticidad en el suministro de carbón,
~dos altos hornos no funcionan más que un año de cada dos o eres, o a veces un año
de cada cinco, siete o diez» 104 • Según cálculos de un experto, en la época anterior al
siglo XVIII, una fragua de tipo medio cuyo horno funcionaba cada dos años absorbía,
por sí sola, la producción de 2.000 ha de bosque. De ahí las tensiones que no cesan
de agravarse con el auge del siglo XVIII. «El comercio maderero se ha convertido en los
Vosgos eli el comercio de todos los habitantes: todo el mundo se dedica a talar árboles
y los bosques quedarán totalmente destruidos en poco tiempo» 1º)· De esta crisis, laten-
te en Inglaterra desde el siglo XVI, surgió, a la larga, la revolución del carbón mineral.
Y, por supuesto, hubo también tensión en los precios. Sully, en sus Oeconomies
royales llega incluso a decir «que todos los productos de necesidad vital aumentarán
constantemente de precio y la causa radicará en la escasez progresiva de la lefia» 106 • A
partir de 17i5, se acelera el alza, «sube vertiginosamente en los veinte últimos años
del Antiguo Régimen». En Borgoña, «no se encuentra ya ni siquiera madera para edi-
ficar» y «los pobres prescinden del fuego» 1º7.
El cálculo, incluso aproximado, en este tipo de cuestiones es muy complicado. Dis-
ponemos, sin embargo, de estimaciones poco precisas. En 1942, Francia, obligada a

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Fuentes de energía y metalurgia

recurrir a la calefacción de leña, utilizó 18 millones de toneladas de madera; la mitad


de esta cantidad era leña. En 1840, el consumo francés alcanzaba los diez millones de
toneladas, entre leña y carbón vegetal (incluyendo la madera de construcción) 108 • Hacia
1789, era del orden de 20 millones de toneladas. Sólo en París, el carbón vegetal y la
leña representaban entonces más de 2 millones de toneladas w9 , es decir más de dos to-
neladas por habitante. Esta cifra es particularmente elevada, pero en esa época las lle-
gadas de carbón mineral a París son insignificantes: 140 veces menos que las de madera
(la diferencia entre 1789 y 1840 se explica, claro está, por la importancia creciente del
carbón mineral). Si establecemos una proporción de 1 a 10 entre Francia y Europa, ésta
quema, hacia 1789, 200 millones de toneladas de leña y 100 millones hacia 1840.
Sobre esta cifra de 200 millones de toneladas vamos a intentar hacer el arriesgado
cálculo del valor en caballos de vapor (HP) que supone la madera como fuente de
energía. Dos toneladas de leña equivalen a una tonelada de carbón mineral. Admita-
mos la hipótesis de que un HP/hora representa la combustión de dos kilos de carbón.
Admitamos también la hipótesis de una utilización de esta energía al ritmo de unas
3.000 horas al año. La potencia disponible sería del orden de 16 millones de HP Estos
cálculos, que han sido sometidos a especialistas, no dan más que una idea muy aproxi-
mada, y la reducción a HP es a la vez anticuada y aleatoria. Además, hay que suponer
un rendimiento bastante bajo, del 30% como mucho, de la energía empleada, es decir
entre 4 y 5 millones de HP Esta cantidad es relativamente elevada, de acuerdo con la
escala energética preindustrial, pero no es aberrante: tengamos en cuenta que, según
unos cálculos más serios que los nuestros, el carbón mineral no superó a la leña en la
economía de los Estados Unidos hasta el año 1887.

El carbón
mineral

El carbón mineral se conocía en China y en Europa. En China, se utilizaba en Pekín


para las calefacciones domésticas (desde hacía 4000 años, afirma el P de Magaillans),
para la cocina en las casas de los ricos y de los mandarines, y también por «los herreros,
panaderos, tintoreros y otros semejantes» i w. En Europa se extraía desde los siglos XI
y XII, por ejemplo, en las cuencas superficiales de Inglaterra, de Lieja, en Sarre, en las
pequeñas cuencas hulleras del Lyonnais, de Forez, de Anjou, tanto para los hornos de
cal como para la calefacción de las casas y ciertos trabajos de fragua (no para todos ellos,
salvo cuando se trataba de antracita o coque, aunque éste se empezó a utilizar .tarde,
a finales del siglo XVIII). Pero el carbón mineral ocupa mucho antes de esta fecha los
puestos secundarios que le cede el carbón vegetal en las calderas, en los talleres donde
se corta el hierro y donde se fabrican alambres. El carbón mineral es transportado a
considerables distancias.
La aduana de Marsella señala, en 1543, la llegada de «brocz» de carbón por el Ró-
dano, seguramente desde Ales 111 En la misma época, una explotación campesina lle-
vaba a La Machine, cerca de Decize, roneles («carretadas» se decía entonces) de carbón,
conducidos hasta el puertecito de La Loge, sobre el Loira. Desde allí eran enviados por
barco hasta Moulins, Orléans y Tours 112 • Estos son en realidad ejemplos más bien
pobres. Puede también citarse el uso del carbón para la explotación de las salinas de
Saulnot, cerca de Montbéliard, en el siglo XVI. En el otoño de 1714, en un momento
en que faltaba leña en París, Galabin y Cía., comerciantes importadores, hicieron una
demostración pública, en el ayuntamiento, de un carbón escocés, consiguiendo el pri-
vilegio de su importación 113 Incluso en el Ruhr, el carbón no adquirió verdadera im-

317
Fuentes de energía y metalurgia

cir
-A-~JC
.
,
.... ·.-;!r:=

En Thün'ngen, fundición de cobre, posesión de la familia Pfinzing, on'unda de Nuremberg. En


1588, se utiliza como combustible el carbón vegetal. Los leños están apilados en grandes mon-
tones. (Staatsarchiv, Nuremberg.) (Cliché de los Archivos.)

portancia hasta principios del siglo XVIII. También fue por estas fechas cuando el carbón
de Anzin se empezó a exportar más allá de Dunkerque hasta Brest y La Rochelle; el
carbón de las minas del Boulonnais comenzó también entonces a utilizarse en Anois
y en Flandes, para la calefacción de las salas de guardia de los cuarteles, para las fábri-
cas de ladrillos y de cerveza, los hornos de sal y las fraguas de los herradores; el carbón
de las minas del Lyonnais llegó más fácilmente hasta Lyon, gracias a la construcción
del canal de Givors, después de 1750. El obstáculo primordial sigue siendo, en efecto,
el transporte en carretas y con animales de carga 114 •
A escala europea, no hay más que dos logros precoces de cierta importancia: la
cuenca de Lieja y la cuenca de Newcastle, en Inglaterra. Desde el siglo XV, Lieja es un
«arsenal», una ciudad metalúrgica, y el carbón se utiliza en el acabado de sus produc-
tos. La producción se triplica o se cuadruplica en la primera mitad del siglo XVI. Más

318
Fuentes de energía y metalurgia

tarde, su neutralidad (Lieja depende de un obispo) favoreció su actividad a lo largo de


las sucesivas guerras. El carbón, extraído de galerías ya bastante profundas, se exporta
por el Mosa hacia el mar del Norte y el canal de la Mancha llj La importancia de New-
castle es todavía mayor, al estar ligada a esa revolución del carbón que modernizó In-
glaterra a partir de 1600, permitiendo la utilización del combustible en una serie de
industrias de gran volumen de producción: fabricación de sal a partir del agua de mar
que se evapora por el calentamiento, fábricas de planchas de vidrio, los ladrillos, las
tejas; refinerías de azúcar; utilización del alumbre, que se importaba antes del Medi-
terráneo y que empezó a explotarse en las costas de Yorkshire a partir de entonces, y
habría que añadir los hornos de los panaderos, la fabricación de cerveza y la enorme
calefacción doméstica que viciaba la atmósfera de Londres desde hacía siglos y conti-
nuaría viciándola en el futuro. La producción de Newcastle, estimulada por el creci-
miento del consumo, aumenta sin cesar: 30.000 toneladas anuales en 1563-1564;
500.000 en 1658-1659. La producción, hacia 1800, se sitúa seguramente cerca de los
2.000.000 de toneladas. El estuario de Tyne está siempre abarrotado de barcos carbo-
neros que hacen principalmente el trayecto de Newcastle a Londres; su arqueo alcanza
348.000 toneles en 1786-1787, con 6 viajes de ida y vuelta al año. Una parte de este
carbón se exportaba: el «sea coal» o «carbón de mar» llegaba muy lejos, al menos hasta
Malta, a partir del siglo xv1 116
Muy pronto se pensó que era necesario refinil'r el carbón para utilizarlo en la fabri-
cación del hierro, como se venía haciendo con la madera en hornos primitivos cubiertos
de tierra donde su combustión producía el carbón vegetal. Desde 1627 se conoce en
Inglaterra la fabricación del coque e incluso es objeto de un privilegio. La primera com-
bustión del carbón mineral en el Derbyshire data de 1642-1648. Casi en seguida, en
vez de paja o carbón corriente, los cerveceros de la región utilizan coque para secar y
calentar la malta; este nuevo combustible dará a la cerveza de Derby «la transparencia
y la ligereza que la hicieron famosa 117», librándola del desagradable olor del carbón
corriente. Se convirtió así en la mejor cerveza inglesa.
Pero el coque no se impuso tan deprisa en la industria metalúrgica. Dice un eco-
nomista en 1754: «gracias al fuego se puede purificar [el carbón] del alquitrán y el
azufre que contiene; de modo que, perdiendo dos tercios de su peso y muy poco vo-
lumen, sigue siendo una sustancia combustible, pero liberada de aquella parte que ex-
halan el desagradable humo que se le reprocha ... 118». Sin embargo, esa «brasa de
carbóm no alcanzó su primer éxito metalúrgico hasta alrededor de 1780. Insistiremos
sobre este retraso, aparentemente poco comprensible 119 Es un buen ejemplo de la
inercia existente frente a cualquier novedad.
Desde este punto de vista, el caso de China es aún más significativo. Hemos dicho
que el carbón se utilizaba para la calefacción de las casas, quizá desde varios milenios
antes de Cristo, y en la metalurgia del hierro desde el siglo V antes de nuestra era. Efec-
tivamente, la combustión del carbón mineral permitió muy pronto la producción y la
utilización de la fundición de hierro. Esta enorme precocidad no condujo al empleo
sistemático del coque durante el gran auge chino del siglo XIII, aunque probablemente
fuera ya conocido 120 • Es probable, pero no seguro. Si así fuera, constituiría un argu-
mento de peso para nuestra tesis: ¡la poderosa China del siglo Xlll hubiera tenido a su
alcance los medios necesarios para llevar a cabo la Revolución industrial y no lo hizo!
Habría cedido este privilegio a la Inglaterra de fines del siglo XVIII, que, también en
este caso, tardó en utilizar lo que tenía tan a mano. ¡La técnica es sólo un instrumento
que el hombre no siempre sabe utilizar!

319
Fuentes de energía y metalurgia

Conclusión

Volvamos a la Europa de finales del siglo XVIII para formular dos observaciones re-
lacionadas entre sí: la primera sobre sus recursos energéticos considerados en conjunto;
la segunda sobre el maquinismo puesto al servicio de éstos.
1. Podemos, sin riesgo de equivocarnos, clasificar según su importancia decreciente
las fuentes de energía disponibles: en primer lugar, la tracción animal, 14 millones de
caballos, 24 millones de bueyes, representando cada animal un cuarto de caballo de
vapor, es decir unos 10 millones de HP; después la madera, que equivaldría quizá a 4
ó 5 millones de HP; después, las ruedas hidráulicas, entre 1 millón y medio y 3 mi-
llones de HP; luego los hombres mismos (50 millones de trabajadores), o sea 900.000
HP; por último la vela, 233.000 HP como mucho, sin contar la flota de guerra. Nos
hallamos muy lejos de los balances energéticos actuales, cosa que ya sabíamos de an-
temano y en la que no reside el interés de estos cálculos imperfectos (no hemos inclui-
do ni los molinos de viento, ni la navegación fluvial, ni el carbón vegetal, ni siquiera
el carbón mineral). Lo importante, en efecto, es ver que se sitúan en los primeros lu-
gares los animales de tiro y la madera (los motores eólicos, menos numerosos que las
ruedas hidráulicas, no pueden representar más que la tercera o la cuarta parte de la
potencia de las aguas disciplinadas). La solución del molino no se extendió más en
parte por razones técnicas (el gran uso de la madera y no del hierro), pero sobre todo
porque, en el emplazamiento de los molinos, no se podía utilizar una fuerza superior
y porque la energía, en esa época, no se transportaba. La falta de energía fue la mayor
dificultad para las economías del Antiguo Régimen. El rendimiento del molino de agua
era cinco veces superior al del molino manual, movido por dos hombres; supuso una
revolución; pero el primer molino de vapor tendrá un rendimiento cinco veces mayor
que el del molino de agua 121 •
2. Sin embargo, antes de la Revolución industrial, hubo una fase previa. Las yuntas,
los fuegos de leña, más aquellos elementales motores supeditados al curso de los ríos
y a la fuerza y dirección de los vientos, más una multiplicación de los trabajadores, pro-
dujeron todos juntos, entre los siglos XV y XVIII, un cierto crecimiento europeo, un
lento incremento de la fuerza, de la potencia, de la inteligencia práctica. Sobre este
impulso antiguo se fundamenta, a partir de 17 30-1740, un progreso cada vez más rá-
pido. Se produjo así, imperceptible muchas veces o desconocida, una prerrevolución
industrial, es decir, una acumulación de descubrimientos, de progresos técnicos, algu-
nos espectaculares, otros que hay que buscar con lupa: los distintos engranajes, el gato,
las cadenas de transmisión articuladas, el «genial sistema biela-manivela», el volante
que crea la regularidad de todo movimiento, las laminadoras, la maquinaria cada vez
más compleja de las minas. Y otras muchas innovaciones: telares para tejer, telares para
hacer cintas (llamados telares de barra), procedimientos químicos ... «Durante la segun-
da mitad del siglo XVIII se llevaron a cabo los primeros intentos para adaptar a usos
industriales los tornos, las taladradoras, las mandriladoras», instrumentos todos ellos co-
nocidos con mucha antelación. También entonces aparece la automatización de los mo-
vimientos de tejedores e hilanderos que fue decisiva para el despegue de la economía
inglesa ii2 • De todas formas, para que estas máquinas imaginadas o ya realizadas pu-
dieran emplearse a pleno rendimiento lo que faltaba era un aumento de energía y que
ésta resultara fácilmente movilizable, es decir, que pudiera transportarse a voluntad.
Pero las herramientas existían y se perfeccionaban continuamente. Resulta revelador ver
cómo todos los viajeros europeos se sorprenden de los instrumentos tan rudimentarios
de la Indía y de China, que contrastan con la calidad y la delicadeza de su producción.
«Sorprende la sencillez de los instrumentos que sirven para fabricar las más bellas sedas
320
Fuentes de energía y metalurgia

chinas», dice uno de ellos w Reflexión que vuelve a aparecer en otro autor, casi en los
mismos términos, a propósito de las célebres muselinas de algodón de la India 12'¡
Con la utilización industrial del vapor, todo se aceleró como por milagro. Pero este
milagro es explicable: fue preparado y posibilitado con antelación. Parafraseando a un
historiador (Pierre león), hubo evolución (es decir, aumento lento) y, posteriormente,
revolución, es decir, aceleración. Dos movimientos estrechamente relacionados entre sí.

Mina francesa hacia 1600, (placa de chimenea). «Po11r parvenir, il faut endurer.• Lichtbildstelle
Deutsches Museum, Munich.

321
Fuentes de energía y metalurgia

EL HIERRO:
UN PARIENTE POBRE

Estamos seguros de que atribuir el calificativo de pariente pobre al hierro, no les


hubiera parecido ni serio ni verídico a los hombres de todo el mundo ya en el siglo XV,
y mucho menos en el XVIII. ¿Qué hubier4 dicho Buffon, propietario de las ferrerías de
Montbard? De hecho, sólo a nosotros, hombres del siglo XX, nos parece sorprendente
y algo mezquina, desde ese punto de vista, aquella época próxima y lejana a la vez.
La metalurgia del hierro utilizaba ya básicamente los mismos p.rocedimientos que·
en nuestros días, altos hornos y martillos pilones, pero la gran diferencia es cuantita-
tiva. Mientras un alto horno actual «puede consumir en veinticuatro horas la capacidad
de tres trenes llenos de coque y de mineral», en el siglo XVIII, el más perfeccionado de
estos instrumentos, no funcionaba, en primer lugar, más que intermitentemente;
además, provisto de un sistema de afino de dos fuegos, por ejemplo, no producía más
que de 100 a 150 toneladas de hierro al año. En nuestros días la producción se cuenta
por miles de toneladas; hace doscientos años se hablaba de «cien pesantes», es decir de
quintales de 50 kg actuales. La diferencia de escala es, pues, enorme. Separa dos civi-
lizaciones. Como escribía Morgan en 1877: «Cuando el hierro llegó a ser la materia
más importante de la producción, configuró el mayor acontecimiento en la evolución
de la humanidad» 12 i Un economista polaco, Stefan Kurowski, llega a sostener que
todas las pulsaciones de la vida económica se comprenden a través del caso privilegiado
de la industria metalúrgica: esta lo resume y lo anuncia todo 12G.
Pero hasta principios del siglo XIX, «el gran acontecimiento» no se había producido
todavía. En 1800, la producción mundial de hierro, bajo sus diversas formas (fundi-
ción, hierro forjado, aceto), no sobrepasaba los 2 millciries de toneladasm y esta cifra,
más o menos fundada, nos parece a nosotros exagerada. La civilización económica es-
taba entonces mucho más dominada por la industria textil que por la metalúrgica (a
fin de cuentas, fue el algodón el que dío su impulso a la revolución inglesa).
De hecho, la metalurgia se mantiene en sus formas tradicionales; arcaicas, en equi-
librio precario. Depende de la naturaleza, sus recursos, del mineral que, por suerte, es
abundante, del bosque siempre insuficiente, de la fuerza variable de los ríos: en el si-
glo XVI, en Suecia, los campesinos fabrican hierro, pero sólo en el momento de las cre-
cidas primaver~es; todo descenso del nivel del río, allí donde se encuentra el horno,
acarrea paro. Finalmente, no había casi obreros especializados; ccih demasiada frecuen-
cia eran simples campesinos, tanto en Alsacia como en Inglaterra y en el Ural. Tam-
poco había empresarios en el sentido moderno de la palabra. ¡Cuántos propietarios de
ferrerías habría en Europa que eran ante todo terratenientes y confiaban la dirección
de sus fábrkas a intendentes o arrendatarios! Por último, la demanda es temporal, li-
gada a las guerras que estallan y después, terminan.
Los contemporáneos, por supuesto, veían las cosas de otro modo. Proclamaban gus-
tosos que el hierro era el metal más importante y todos habían tenido ocasión de ver
una fragua (por lo menos la de un pueblo o la de un herrador), un alto horno, una
caldera, una refinería. Efectivamente, lo habitual sigue siendo la producción local dis-
persa q el suministro a corta distancia. Amiens, en el siglo XVJI, hace venir sus hierros
de la región de Thiérache, a menos de 100 km de sus mercados, y los revende en SO
ó 100 ktn a la redonda 128 En cuanto al siglo anterior, poseemos el diario de un comer-
ciante de la pequeña ciudad austriaca de Judenburg, en O bersteiermark 12 9, que teúne
el hierro, el acero y los productos metalúrgicos de las ferrerías vecinas o del activo centro
de Leoben, para revenderlos luego. Podemos seguir día a día y detalladamente sus

322
Fuentes de energía y metalurgia

compras, ventas, transportes, precios, medidas y perdernos en la enumeración de sus


diversas clases, desde el hierro bruto y el hierro en barras, hasta los distintos aceros y
el alambre («alemán», el grueso; welsh, el fino), sin contar las agujas, clavos, tijeras,
sartenes y utensilios de hojalata. Y nada de todo esto iba muy lejos: ni siquiera el
acero, a pesar de su precio elevado, atraviesa los Alpes hacia Venecia. Los productos
metalúrgicos no son viajeros comparables a los tejidos, salvo algunos objetos de 'lujo,
como las espadas de Toledo, las armas de Brescia y, volviendo a nuestro comerciante
de Judenburg, las ballestas de caza que le encargaban en Amberes. Los grandes inter-
cambios de productos metalúrgicos {en el siglo XVI, desde la región cantábrica; en
el XVII, desde Suecia; en el XVIII, desde Rusia) aprovechan las rutas fluviales y maríti-
mas y, como veremos, representan cantidades modestas.
En resumen, hasta el siglo XVlll o incluso hasta el XIX, en Europa (y, naturalmen-
te, aún más fuera de Europa), el hierro no consigue, por su producción y el empleo
que genera, centrar en él toda la civilización material. Nos hallamos antes de la pri-
mera fusión del acero, antes del descubrimiento de la pudelación, ames de la genera-
lización de la fundición con coque, antes de la larga serie de nombres y procedimientos
célebres: Bessemer, Siemens, Martin, Thomas ... Estamos aún en otro planeta.

Metalurgias elementales en
sus comienzos, salvo en China

La metalurgia del hierro, descubierta en el Viejo Mundo, se extendió pronto, sin


duda a partir del Cáucaso, desde el siglo XV antes de nuestra era. Todas las civilizacio-
nes del Viejo Mundo aprendieron este sencillo oficio, más o menos tarde, peor o mejor.

~:
i~~t
¡~·

P01ja japoneJa en el siglo XVII. (Cliché R. N.)

323
Fuentes de energía y metalurgia

Fabricación de sables en Japón. Forja y bruñido (siglo XVJII). (Fotografía N. Bouvier.)

Sólo hubo dos progresos espectaculares: precoz, el de China, que se nos muestra como
una maravilla doblemente enigmática (por su precocidad primero, y su estancamiento
luego, a partir del siglo XIII); tardío, pero decisivo, el de Europa.
China tuvo el indiscutible privilegio de la precocidad: conoció la fundición del hierro
hacia el siglo V a. de J.C.; utilizó precozmente el carbón mineral, y quizá, en el si-
glo XJII de nuestra era, la fundición del mineral con coque, aunque este último punto
es muy problemático. Ahora bien, Europa no conseguirá obtener hierro en estado lí-
quido hasta el siglo XIV y la fundidón con coque, intuida en el siglo XVII, no se ge-
neraliza hasta después de 1780.
Esta precocidad china plantea un problema. El uso del carbón mineral permitió sin
duda alcanzar temperaturas elevadas; los minerales utilizados, al tener una gran pro-
porción de fósforo, se fundían, por lo demás, a temperaturas relativamente bajas;
además, los fuelles de pistón, impulsados por hombres o por ruedas de álabes, permi-
tían una inyección continua de aire y conseguían altas temperaturas en el interior de
los hornos. Unos hornos que no tienen nada que ver con los nuestros: eran, en reali-
dad, «fosas rectangulares de ladrillos refractarios», con una serie de crisoles que conte-
nían el mineral y entre los cuales se colocaba el carbón. El mineral no estaba, por tanto,
en contacto directo con el combustible v se podía añadir, si s~ quería, alguna sustancia,

324
Fuentes de energía y metalurgia

como por ejemplo carbón vegetal. Sucesivas fundiciones en el crisol permitían obtener
o hierro maleable, casi enteramente desprovisto de su carbono, o un hierro carburado
en diversos grados, es decir, un acero más o menos dulce. Después de dos fundiciones
sucesivas en el crisol, el producto obtenido permitía a los chinos fundir rejas de arado
o marmitas en serie, arte que Occidente no conocería hasta 18 o 20 siglos después. De
ahí la hipótesis de A. G. Haudricourt, apoyada en datos filosóficos, que afirma que el
Flussofen productor de hierro fundido, que sucede en el siglo XIV al Stückofen, el alto
horno de Estiria y de Austria, no es más que la etapa final de una transferencia de téc-
nica china que había afectado primeramente a Asia central, después a Siberia, al mundo
turco y a Rusia uo.
La fundición asiática con crisol consiguió otra hazaña: la fabricación -que unos
creen de origen indio, y otros chino- de un acero especial, «Un acero al carbono de
alta calidad», similar a los mejores aceros hipereutéticos actuales. Su naturaleza y su fa-
bricación permanecieron ocultas para los europeos hasta el siglo XIX. Conocido con el
nombre de acero de Damasco en Europa, de pu/ad jauherder (es decir, «acero vetea-
do») en Persia, de bulat en Rusia, bautizado posteriormente wootz por los ingleses,
este acero servía ante todo para la fabricación de hojas de sables extraordinariamente
cortantes. Se fabricaba en la India, en el reino de Gokonda, cuando los europeos lle-
garon, y se vendía en lingotes que Tavernier ha descrito, del grosor de un panecillo, y
con un peso de 6 a 700 gramos. Se exportaban ampliamente hacia el propio Extremo
Oriente, a Japón, a Arabia, a Siria, a Rusia y a Persia. Con este metal indio, explica
Chardin hacia 1690, los persas, que aprecian su propio acero «menos que aquel y el
nuestro menos que el suyo» 131 , fabrican sus mejores hojas de sable. Su característica:
un veteado, un dibujo «ondulado» que se produce cuando el enfriamiento en el crisol
cristaliza en la masa del metal vetas blancas de cementita, un carburo de hierro de gran
dureza. La fama de este acero de muy alto precio era tal que los portugueses, en 1591,
se apoderaron de un cargamento en las costas indias, pero ningún herrero de Lisboa o
de España consiguió forjarlo. Lo mismo le sucedió a Réaumur (1683-1757), que hizo
traer una muestra del Caico y la confió a artesanos parisinos. Calentado al rojo, en
efecto, el wootz se rompe bajo el martillo y su veteado desaparece. No puede forjarse
más que a baja temperatura o refundido en el crisol y colado. En los primeros decenios
del siglo XIX, numerosos sabios de Occidente y metalúrgicos rusos estudiaron apasio-
nadamente los secretos del wootz y sus investigaciones se situarían incluso en el origen
de la metalograffa 132
Todos estos hechos explican que se haya atribuido a la India, sin discusión, la pa-
ternidad del acero de Damasco. Pero, en un artículo brillantísimo, basado en fuentes
árabes y persas de los siglos IX y XI y en fuentes chinas más antiguas, Alí Mazaheri pro-
pone la hipótesis del origen chino del acero indio (fabricado con crisol, tengámoslo en
cuenta, como la fundición china) y, asimilando el sable al acero asiático fundido en el
crisol, la espada al acero forjado y templado de Occidente, reconstruye la historia fan-
tástica del sable de Damasco extendiéndose por Asia, llegando al Turquestán y, gracias
a la conquista escita, a la India, después a Persia, los países musulmanes e incluso a
Moscovia. Las espectaculares victorias de los persas sasánidas sobre las legiones romanas
provistas de una corta espada de hierro burdo se deberían, ante todo, a que los jinetes
utilizaban sables de Damasco, con una calidad muy superior a la de las armas occiden-
tales. Y, finalmente, sería «al sable -y a China- al que habría que imputar la supe-
rioridad de las hordas asiáticas que afluyeron [ ... ] hacia el mundo romano y la Europa
medieval» 133
Lo sorprendente es, después de una precocidad así, el estancamiento chino poste-
rior al siglo Xlll. Nada progresa ya, las proezas de los fundidores y herreros chinos sólo
son repeticiones. La fundición con coque, si se conoce, no se desarrolla. Todo esto es
325
Fuentes de energía y metalurgia

Puñal indio con empuiiadura en forma de cabeza de caballo (siglo XVII). Acero damasquinado
y jade gris. Louvre, Departamento de Antigüedades on'entales. (Cliché de los Museos nacionales.)

difícil de captar, de explicar. Pero el destino de China, en conjunto, plantea el mismo


problema, confuso, todavía mal resuelto.

Los progresos del siglo XI al XV:


en Estiria y en el De/finado

Otro problema: el éxito tardío de Europa. Los comienzos de la metalurgia medieval


se observan bastante bien en el valle del Sieg o en el del Sarre, o entre el Sena y el
Yonne. El mineral de hierro se encuentra casi en todas partes; pero es poco frecuente
el hierro casi puro, meteórico, explotado en Europa desde el período de La Tene. Tri-
turado, lavado, tostado a veces, el mineral se colocaba en capas sucesivas, alternando
con capas de carbón vegetal, en el interior del horno, cuya forma era muy variable.
Así, en el bosque de Othe, entre el Sena y el Yonne, excavaciones en las laderas de
las colinas constituían hornos primitivos, sin muros, «hornos al viento». Una vez en-
cendidos, se obtenía en dos o tres días una pequeña cantidad de hierro esponjoso, con
numerosas escorias, que había que trabajar después manualmente en las fraguas, ca-
lentar (sometiéndolo a sucesivos calentamientos) y martillear por fin sobre el yunque 134 •
Pronto aparecieron hornos más complicados, con muros, pero aún abiertos, y que
no se conformaban ya con una ventilación natural (como la de una simple chimenea).
Por ejemplo, el horno de Landenthal, en el Sarre, descubierto en unas excavaciones,
que funcionó entre los años 1000 y 1100, con sus paredes de arcilla cocida moldeadas
sobre tablas de madera, medía 1,5 m de altura y 0,65 de diámetro máximo (su forma
era cónica) y tenía dos fuellesrn Este esquema, con algunas variantes, vale para una
serie de hornos corsos, catalanes, normandos (éstos para el tratamiento del mineral
sueco, el ossmurd). Todos estaban rodeados de muros, pero sin cerrar por arriba, avi-
vaqos con fuelles mediocres, y, en conjunto, su rendimiento era escaso. Las cifras si-
n
guientes nos dan una idea aproximada: un mineral con % de hierro daría una masa
metálica del orden del 15%. En realidad, esta situación es válida también, pasado el
siglo XI, para las metalurgias primitivas, las europeas de tipo campesino (tan activas)
y para las de los pueblos poco evolucionados del Viejo Mundo 136 •
A partir de los siglos XI y XII, la rueda hidráulica introduce en Europa progresos de-
cisivos, muy lentos, pero que poco a poco se instalarían en todas las grandes regiones
productoras. Las fraguas próximas a los bosques son sustituidas por otras al borde de
los ríos. El movimiento del agua impulsa enormes fuelles, mazos que rompen el mi-

326
Fuentes de energía y metalurgia

Forja mecanizada en el Tiro/: fuelle y martinete movidos por una rueda hidráulica, árbol de levas
en primer plano (siglo XVI). Btldarchiv der oesteneichúchen Nationalbibliothek, Viena.

neral, martillos que moldean el hierro después de sus diversos calentamientos. Estos
progresos permitieron la puesta en funcionamiento de los altos hornos a finales del ~i­
glo XIV. Estos aparecieron en Alemania (o quizá en los Países Bajos), llegaron pronto
al este de Francia, por ejemplo al alto valle del Mame, mientras que en Poitou, el bajo
Maine y todo el oeste de Francia, las fraguas manuales se mantuvieron en los .bosques
hasta el siglo xv1 1n
Estiria es un buen ejemplo de los nuevos progresos: en el siglo XIII, aparece el
Rennfeuer, horno totalmente rodeado de muros, con fuelles manuales; en el XIV, el
Stückofen (horno de lupa), más alto que el anterior y con fuelles hidráulicos; a fines
del mismo siglo, los altos hornos, similares a los Stückhofen, pero aún más altos, con
crisol, agrupados en la Blahhaus (su nombre aparece en un documento de 1389). Lo
importante, gracias a la instalación en los altos hornos de enormes fuelles de cuero, mo-
vidos hidráulicamente, y de grandes recipientes, es que se llegó por vez primera a la
fusión; es decir, que la fundición del hierro fue «descubierta» en el siglo XIV. Desde
entonces, a partir del principio común de la fundición, se pudo obtener indistintamen-

327
Fuentes de energía y metalurgia

te hierro, por decarburación muy elevada, por decarburación incompleta. Estiria se de-
dicará fundamentalmente a la producción de acero ns. Pero generalmente, la metalurgia
antigua no conseguía verdadero acero, sino «hierro acerado», hasta las innovaciones de
finales del siglo XVIII.
Mientras tanto, al alejarse del alto horno, las fraguas se habían desplazado aguas
abajo, pues si la fábrica conservaba su unidad resultaba un consumidor demasiado im-
portante, de difícil abastecimiento. Un croquis de 1613 muestra una Bliihhaus aislada,
separada de sli fragua, que, más abajo, funciona en contacto con ella. Esta fragua dis-
ponía de un gran martillo movido hidráulicamente, el «martillo alemán» o martinete;
su mango consistía en una gran viga de roble, la cabeza era una masa de hierro cuyo
peso alcanzaba las 500 ó 600 libras, siendo levantada por una rueda de zapatas que la
dejaba luego caer sobre el yunque. Hacía falta esta enorme fuerza para poder trabajar
el metal bruto, que, desde entonces, empezó a producirse ya en grandes cantidades.
Sin embargo, como era necesario golpear continuamente el hierro, existían también
martillos más pequeños, llamados italianos, que golpeaban rápidamente, y cuyo pro-
totipo vino probablemente de Brescia, antigua capital del hierro, por intermedio de
los obreros de Fríul1~9.
Otro ejempfo que ilustra estos progresos nos conduce a la parte oeste de los Alpes:
nos permite comprobar el importante papel que jugaron los cartujos en este primer de-
sarrollo de fa metalurgia. En efec~o, éstos se instalaron en los Alpes, Estiria, Lombar-
día, Carintia y Piamonte en el siglo XII, y estuvieron «íntimamente ligados al propio
invento de la siderurgia» (pre)moderna. En el Delfinado, en Allevard, fueron los in-
ventores de la fundición ya en el siglo XII (en cualquier caso, antes que en Estiria o en
otros lugares), gracias a la utilización precoz de una intensa ventilación mediante
enormes trompas de agua, capaces de captar, ellas solas, la totalidad de un torrente
alpino. Con la llegada de obreros tiroleses (desde 1172), un nuevo método de afina-
ción de la fundición, con fuego de carbón vegetal y adición de chatarra, permitió la
fabricación del acero llamado natural. De todas formas, toda esta cronología es poco
segura 140 •
De hecho, cada centro tuvo sus etapas particulares, sus métodos, especialmente para
la afinación, sus secretos, sus clientes, sus preferencias por determinados productos. Sin
embargo, las técnicas, vinieran de donde vinieran, tendían a generalizarse, aunque sólo
fuera por los movimientos de artesanos que se desplazaban rápidamente. Citemos hacia
1450 el minúsculo ejemplo de dos obreros «nativos de Lieja», que recibieron el encargo
de «construir un salto de agua y edificar una fundición o ferrería» en Avelon, cerca de
Senlis 141 .
Todos los altos hornos se transformaron, antes o después, en el tipo de fuego con-
tinuo; después de cada colada, el horno se cargaba inmediatamente de carbón. Las in-
terrupciones, para reparaciones o abastecimiento, eran cada vez más espaciadas.
Además, los altos hornos aumentaron de tamaño: entre 1500 y 1700 doblan su capa-
cidad, llegando a 4,5 m 3 , y producen diariamente 2 toneladas de fundición en estado
líquido 142 • Se generaliza también la costumbre de sumergir el hierro en la fundición
hirviendo para aumentar su tasa de carbono.

Las preconcentraciones

En tiempos de guerra, se multiplica la demanda de hierro para las corazas, las es-
padas, las picas, los arcabuces, los cafiones, las balas de hierro ... Pero esta demanda
imperiosa es sólo ocasional. Las reconversiones siguen resultando difíciles, pero el hierro

328
Fuentes de energía y metalurgia

Una posada del siglo XV Lo.s hombres sentados a la mesa han colgado sus armas detrás de ellos.
Fresco del castillo de Issogne. (Fotografía Sea/a.)

o la fundición sirven para hacer utensilios de cocina, calderos, marmitas, rejas, cade-
nas, placas de chimenea y rejas de arado. Estas numerosas demandas van tomando con-
sistencia y ocasionan concentraciones, o mejor, preconcentraciones, un poco inestables
aún, ya que los transportes, el combustible, la fuerza motriz movilizable en un lugar
determinado, el suministro de víveres y el ritmo irregular de las actividades no permi-
ten concentraciones demasiado importantes.
A finales del siglo XV, Brescia tenía quizá 200 fábricas de armas, es decir, botteghe
o talleres, con un maestro y 3 ó 4 obreros. Un texto evalúa en 60.000 las personas que
trabajaban el hierro, cifra exagerada, aunque entren en este cálculo los obreros de los
hornos (fornz), de las fraguas (fucine), de las ruedas hidráulicas (mole), los mineros y
cavadores que extraían el mineral, los carreteros que lo transportaban, es decir, multi-
tud de personas dispersas en un círculo de 20 ó 30 km alrededor de la ciudad, hasta
el alejado valle de Camonica M 3
La situación es la misma, en el siglo XVI, en Lyon, que recoge en un área de más
de 100 km de radio los productos de numerosos pequeños centros metalúrgicos. En
Saint-Etienne, éstos son, por orden de importancia: la quincalla, los arcabuces, las ala-
bardas y en menor cantidad las guarniciones para espadas y dagas; en Saint-Chamond,
la quincalla, los arcabuces, los garfios, las anillas, las espuelas, la limadura de hierro y
los utensilios necesarios para la molinería o el teñido de las sedas: recipientes de cobre,

329
Fuentes de energía y metalurgia

«husos de molino» ... Los centros menos importantes se dedican a Ja fabricación de


clavos, como Saint-Paul-en-Jarez, Saint-Martin, Saint-Romain, Saint-Didier; en Terre
Noire se fabrica quincal1a; en Saint-Symphorien cacharros de hierro; en Saint-André,
aperos de labranza: picos, piezas de hierro para arados. Un poco apartado, Viverols pro-
duce «campanil1as para mulas» (quizá procedían de allí las campanillas que los grandes
comerciantes italianos de Lyon exportaban fuera del reino); Saint-Bonnet-le-Chateau
adquirió fama en la fabricación de tijeras de esquilar (corderos) 144 •
Los artesanos, los fabricantes de clavos, por ejemplo, llevaban ellos mismos sus mer-
cancías a la gran ciudad, completando con un poco de carbón la carga de sus bestias.
Lo que demuestra que esta industria utilizaba el carbón mineral, que Lyon conocía su
uso para la calefacción doméstica (y hasta para los hornos de cal del barrio de Vaise),
y que los productos metalúrgicos acabados circulaban mejor, o menos mal, que el pro-
ducto bruto.
Si se examinan las múltiples actividades de la quincallería en Nuremberg y sus al-
rededores y las de la metalurgia sueca en el siglo XVII, el impulso industrial del Ural
en el XVIII, las modalidades de la industria en Vizcaya o en la región de Lieja, surgen
las mismas constataciones sobre la modicidad de las unidades de producción, su rela-
tiva dispersión y la dificultad de los transportes. Las concentraciones sólo aparecen allí
donde se cuenta con una vía fluvial o marítima: el Rin, el Báltico, el Mosa, el golfo
de Vizcaya., el Ural. La presencia, en Vizcaya, del mar y de cadenas montañosas con
sus rápidos ríos, sus bosques de hayas y sus ricos yacimientos, explica la. aparición tem-
prana de una metalurgia importante. Hasta principios del siglo XVIII, España vendía
aún hierro a Inglaterra y fue español el hierro con el que los ingleses equiparon fos
barcos que lucharon en el mar contra las flotas hispánicas 14 ).

Algunas
cifras

Hemos dicho que la cifra de 2 millones de toneladas de producción mundial, pro-


puesta para 1800, es seguramente excesiva. Suponiendo que antes de la Revolución in-
dustrial la producción mundial fuese dos o tres veces Ja de Europa, ésta no habría so-
brepasado, en los alrededores de 1525 {según John Nef), las 100.000 toneladas; hacia
1540 {según Stefan Kurowski 146 , de quien tomamos también las cifras que siguen), las
150.000 toneladas; hacia 1700, las 180.000 toneladas (de las que 12.000 corresponden
a Inglaterra y 50.000 a Suecia); hacia 1750, las 250.000 {de las que 22.000 correspon-
den a Inglaterra, 25.000 a Rusia); hacia 1790, las 600.000 {de las que 80.000 corres-
ponden a Inglaterra, 125.000 a Francia, 90.000 a Suecia, 120.000 a Rusia). En 1810,
la producción europea no es todavía más que 1.100.000; en 1840, 2.800.000, corres-
pondiendo aproximadamente la mitad a Inglaterra. Pero entonces la primera Revolu-
ción industrial está ya en marcha.
En los años 1970, Europa lato sensu producía 720 millones de toneladas de acero.
Lo que es tanto como decir que la edad del hierro apenas había comenzado a confi-
gurarse durante todo el período cronológico cubierto por este libro. Cruzar retrocedien-
do el gran umbral de la Revolución industrial y continuar la marcha atrás en el tiempo,
es ver disminuir el papel del hierro, es devolverle la modestia que nos parece genera-
lizada en el Antiguo Régimen. Por último, es encontrar al final del recorrido la época
homérica en la que la coraza de un guerrero «valía tres pares de bueyes, una espada

330
Fuentes de energía y metalurgi<1

En los Vosgos, las mina.1· de plata de la Croix-de-Lorraine, primera nútad del siglo XVI: pozos,
escaleras, tornos, carretrllas para el transporte del mineral. Estas minas del pueblo de La Croix
se explotaron hasta 1670. Sección de Grab.1dos. (Fotografía B.N.)

siete, el bocado del caballo más que el propio animal» 117 «Nuestra» época, la tratada
en este libro, está todavía, y del principio al fin, bajo el dominio de la madera
omnipresente.

Los otros
metales

Los historiadores tenemos la costumbre de dar mayor importancia a las produccio-


nes y a los comercios masivos: no a las especias, sino al azúcar, o mejor aún al trigo;
no a los metales escasos o preciosos, sino al hierro, base de la vida diaria, aun en
aquellos siglos todavía poco ávidos de sus servicios. Este punto de vista está justificado
cuando se trata de metales poco frecuentes y de escasa utilización: el antimonio, el es-
taño, el plomo y el cinc que no se utilizaron hasta finales del siglo XVIII. Pero la dis-
cusión no está ni mucho menos zanjada en el caso de los metales preciosos: el oro y la
plata. Estos dieron lugar a especulaciones, a empresas que no mereció el proletario
hierro. Para conseguir plata se gastaron tesoros de ingenio, como los revelados en los
bellO!i esquemas del libro de Agrícola o en ciertos cortes impresionantes de los pozos y
galerías de Saime-Marie-aux-Mines en los Vosgos. Para beneficiar la plata, se equipa-

331
Fuentes de energía y metalurgia

ron y acondicionaron Jos magníficos yacimientos de mercurio de Almadén, en España


(el método de la amalgama convirtió la plata, durante el siglo XV y sobre todo a partir
del siglo XVI, en un metal de producción industrial); buscando plata se realizaron los
mayores progresos mineros (galerías, desecación de aguas, ventilación).
Podría incluso sostenerse que en aquella época el cobre tenía tanta o quizá más im-
portancia que el hierro. Las piezas de bronce constituían la aristocracia de las piezas de
artillería. La traca de cobre se generalizó en ·los cascos de los navíos en el siglo XVIII.
La doble fusión del cobre con el procedimiento d~I plomo liberó la plata mezclada al
mineral, desde el siglo XV. El cobre era además el tercer metal monetario, junto al oro
y la plata. Se vio asimismo favorecido por la relativa sencillez de su metalurgia (un
horno de reverbero podía producir diariamente 30 toneladas de cobre) y también por
el primer capitalismo, lo que explicaría el rápido auge de las minas de cobre de
Mansfeld, en Sajonia, en el siglo XVI, más tarde, en el siglo XVII, el bo~m del cobre
sueco, y, por último, la gran especulación que representaba, en aquel mismo momen-
to, el cobre japonés, monopolizado por la Oost Indische Companie. Jacques Coeur, y
más todavía los Fugger, fueron los reyes del cobre. Incluso en los siglos siguientes el
cobre seguía estando sumamente cotizado en la Bolsa de Amsterdam.
Capítulo 6

REVOLUCIONES
Y RETRASOS TECNICOS

Los fundamentos de la técnica se ven afectados por una gran inercia que las inno-
vaciones vencen con dificultad y lentitud. La artillería, la imprenta y la navegación de
altura son las mayores revoluciones técnicas entre los siglos XV y XVIII. Pero esto no
puede tomarse al pie de la letra. Ninguna de ellas se realizó rápidamente. Y sólo la
última acabó por crear un desequilibrio, una «asimetría» del mundo. Generalmente, a
la larga, todo acaba difundiéndose: los números arábigos, la pólvora de cañón, la brú-
jula, el papel, el gusano de seda, la imprenta ... Ninguna innovación se mantiene al
servicio de un grupo, de un Estado o de una civilización; para que así fuera, hacía falta
que los demás no la necesitasen. En su lugar de origen, las nuevas técnicas se imponen
tan lentamente que el vecino tiene tiempo de asombrarse y de informarse. En Occi-
dente, la artillería aparece más o menos en Crécy, o mejor aún, delante de Calais, en
1347, aunque no se convertiría en un elemento fundamental de las gl!-erras europeas
hasta la expedición de Carlos VIII a Italia, en septiembre de 1494, es decir, después
de un siglo y medio de gestaciones, de experiencias, de habladurías.
Algunos sectores permanecen estacionarios: en el campo de los transportes -aunque
el mundo conoció su primera unidad marítima con Magallanes-, en el campo de la
agricultura, cuyos revolucionarios progresos no afectaron más que a pequeños sectores
y se pierden en el conjunto de las rutinas, seguimos encontrando la lentitud, las im-
posibilidades desesperantes de un Antiguo Régimen quebrantado, pero no abolido.

333
Revolución y retrasos técnicos

TRES GRANDES INNOVACIONES


TECNICAS

Los orígenes
de la pólvora de cañón

Un nacionalismo «occidental» lleva a los historiadores de las ciencias y de las técni-


cas a negar o minimizar la deuda de Europa con China. A pesar de lo que sostiene
Aldo Mieli 1 , por lo demás excelente especialista de la historia de las ciencias, el descu-
brimiento de la pólvora por los chinos no es «una leyenda*-· Desde el siglo IX de nuestra
era, la fabricaban con salitre, azufre y carbón vegetal pulverizado. También son chinas
las primeras armas de fuego, que datan del siglo XI, aunque el primer cañón chino,
fechado, es ya de 13 56 2 •
¿Se produjo en Occidente un descubrimiento concomitante? La invención de la pól-
vora se atribuyó, sin pruebas, al propio Bacon (1214-1293). El cañón apareció con toda
seguridad hacia 1314 ó 1319 en Flandes; en Metz en 1324; en Florencia en 1326; en
Inglaterra en 1327~; en 1331 en el asedio de Cividale, en Friul'1; quizá en el campo de
batalla de Crécy (1346) donde, según Froissart, los «bombardeos» de los ingleses no hi-
cieron sino «asombrar» a los franceses de Felipe VI de Valois. Eduardo IlI lo empleó
sin duda el año siguiente, frente a Calais 5 Pero la nueva arma no interviene decisiva-
mente hasta el siglo siguiente, durante la dramática guerra husita, en el corazón de
Europa: los rebeldes poseían carros con piezas de artillería ligera desde 1427 Por últi-
mo, la artillería desempeña un papel fundamental al final de las guerras de Carlos VII
contra los ingleses, esta vez a favor de los vencidos de antaño, un siglo largo después
de Calais. Esta nueva importancia va unida al descubrimiento de la pólvora en granos,
hacia 14206 , que da una combustión instantánea y segura, cosa que no garantizaban las
antiguas mezclas cuya materia compacta no permitía ninguna penetración de aire.

La pn·mera artillería bombardea las murallas de la.1 ciudades a quema1T0pa. Vigiles de Charles
VII por Martial de París, llamado d'Auvergne, 1484, B.N. (Cliché B.N.)

334
Revolución y retrasos técnicos

Sin embargo, la pólvora no estuvo presente en todas partes. Sabemos vagamente


que la artillería desempeñó un papel en España y en el norte de Africa desde el si-
glo XIV Pero vamos a situarnos hipotéticamente en 1457, en el interior de las murallas
de Ceuta, en la costa marroquí, ciudad clave ocupada por los portugueses desde 1415
y nuevamente atacada por los moros. Escuchemos a un soldado aventurero venido aquí
para luchar contra los infieles: «Les lanzamos piedras con nuestras máquinas con bas-
tante fortuna ... Por su parte, los moros tenían a sus arqueros armados con flechas y
hondas ... Tiraron también con algunas catapultas durante todo el día» 7 Sin embargo,
cuatro años antes, frente a las murallas de Constantinopla, en 1453, los turcos utiliza-
ron un cañón enorme en el ataque a la ciudad. . . Pero en la propia España se usaban
todavía en 1475-1476, durante el sitio de Burgos, los trabucos. Puede añadirse a estos
detalles que el salitre se conocía en Egipto hacia 1248 con el nombre de «nieve china»,
que los cañones se utilizaban indudablemente en El Caico desde 1366 y en Alejandría
desde 1376, y que eran habituales en Egipto y Siria en 1389. Esta cronología: Calais
1347, China 1356, etc., no basca para establecer una prioridad en la invención del
cañón a favor de China o de Europa. Cario Cipolla piensa, no obstante, que a comien-
zos del siglo XV el cañón chino equivalía, o incluso superaba, al europeo. Pero a finales
de siglo la artillería europea era ya muy superior a la oriental. De ahí el terror y la sor-
presa que provoca la aparición de los cañones europeos en Extremo Oriente, en el si-.
glo XVI 8 • En definitiva, la artillería china no supo o no pudo evolucionar, adaptarse a
las exigencias de la guerra. Hacia 1630, un viajero observa que, en los arrabales de las
ciudades chinas, «se funden cañones, pero no se tiene ni experiencia, ni maña para
manejarlos» 9

La artillería
se hace móvil

Al principio las piezas de artillería eran armas ligeras, cortas, parcamente provistas
de pólvora (ésta era aún escasa y cara). Y no se sabe siempre con precisión a qué aludían
las distintas denominaciones. Así, el ribadoquín parece ser que designaba un conjunto
de cañones (análogos a los cañones de arcabuz) unidos entre sí, lo que ha inducido a
compararlo con una metralleta.
Después, las piezas van aumentando de tamaño, de 136 a 272 kg por término
medio, durante el reinado de Ricardo 11 (1376-1400), según los ejemplares conservados
en la Torre de Londres. En el siglo XV, son a veces enormes bombardas, como las Don-
nerbüchsen alemanas, enormes tubos de bronce apoyados en armazones de madera y
cuyo desplazamiento planteaba problemas casi insolubles. El cañón milagroso -der
StrauJS, el avestruz- que la ciudad de Estrasburgo presta al emperador Maximiliano,
en 1499, para someter a los cantones suizos, era tan lento en sus movimientos que es-
tuvo a punto de caer en poder del enemigo. Incidente aún más banal fue el ocurrido
en marzo de 1500, cuando Ludovico el Moro hizo llevar de Alemania a Milán seis ca-
ñones de artillería: dos se rompieron por el camino 10
Ya antes de esta época había nacido una artillería de gran calibre, relativamente
mó~il, apta para seguir los desplazamientos de tropas: la artillería, por ejemplo, de los
hermanos Bureau, instrumento de las victorias de Carlos VII en Formigny (1450) y en
Castillon (1453). Existía en Italia una artillería móvil arrastrada por bueyes: se la vio
en el mediocre encuentro de Molinacela, en 146 7 11 • Pero el cañón montado sobre la
cureña, con sus tiros de vigorosos caballos, apareció en Italia, para espanto de los pru-
dentes, con Carlos VIII, en septiembre de 1494. No lanzaba ya balas de piedra, sino

335
Revolución y retrasos técnicos

La arttllería se hace móvil. LOs ca;fones de campatJa de Carlos VIII, montadiJJ" Jobre cureñas, acom-
pañan al ejército en sus desplazamientos por los caminos de Italia. (lbid., cliché B.N.)

de hierro, cuyo empleo se generalizó pronto, y sus proyectiles no apuntaban sólo a las
casas de las ciudades sitiadas, sino a las murallas. Las ciudades fortificadas, que se li-
mitaban hasta entonces a defender o a rendir sus puertas, no podían ya resistir estos
bombardeos certeros. Efectivamente, las piezas de artillería se llevaban hasta el pie
mismo de las murallas, en el borde externo del foso, y se ponían inmediatamente a
cubierto, «bajo protección», como dice Jean d' Auton, cronista de Luis XII.
Estas violencias supusieron durante más de treinta años la debilidad crónica de las
ciudades fortificadas: sus murallas se derrumbaban como decorados de teatro. Pero,
poco a poco, se organizó la réplica: las frágiles murallas de piedra fueron sustituidas
por gruesos muros de tierra, muy poco elevados, donde las balas se hundían sin alcan-
zar su objetivo, y la artillería defensiva se situó sobre las plataformas más altas. Mer-

336
Revolución y retrasos técnicos

curio Gattinara 12 , canciller de Carlos V, afirmaba hacia 1530 que bastaban 50 piezas
de artillería para defender la preeminencia del emperador en Italia contra los ataques
franceses 13 El año 1525, en efecto, la plaza de Pavía había conseguido inmovilizar al
ejército de Francisco I, sorprendido por los imperiales el 24 de febrero. Marsella resistió
de la misma forma frente a Carlos V, en 1524 y 1536; Viena, frente a los turcos en
1529; más tarde Metz, en 1552-1553, frente a las tropas imperiales. No quiere esto
decir que algunas ciudades no pudieran aún ser tomadas por sorpresa: Düren en 1544;
Calais en 1558; Amiens en 1596. Sin embargo, se presienten ya la revancha de las for-
talezas, la aparición de las ingeniosas guerras de sitio y de defensa de las que se evadirá
brutalmente, pero mucho más tarde, Ia estrategia de Federico II, o de Napoleón, in-
teresada ya, no en tomar ciudades, sino en destruir las fuerzas vivas del enemigo.
Mientras tanto, la artillería se perfecciona poco a poco. Se racionaliza, reducida por
Carlos V, en 1544, a 7 calibres, y por Enrigue II a 6 calibres; las piezas más pesadas,
utilizadas en los sitios o en las defensas de las ciudades, disparan a 900 pasos; las demás,
la artillería llamada de campaña, a 400 solamente 14 • Después, la evolución será lenta:
en Francia, por ejempló, el sistema del gene~al de Valliere, de la época de Luis XV,
durará hasta la reforma de Gribeauval (1776), cuyos hermosos cañones se utilizarán en
las guerras de la Revolución y del Imperio.

La artillería
a bordo de los navíos

El cañón se instaló muy pronto en los barcos, pero también allí de forma fantástica
y desconcertante. Ya en 1338, es decir, antes de Crécy, se encontraba a bordo del navío
inglés Mary o/Tower; pero unos treinta años después, en 1372, «40 grandes naves» cas-
tellanas, en aguas de La Rochelle, destruyeron con sus cañones unos navíos ingleses,
desprovistos de artillería e incapaces de defenderse 15 • ¡Y eso que, según algunos especia-
listas, la artillería se había generalizado en los navíos ingleses hacia 1373! En Venecia,
nada prueba que hubiera artillería naval a bordo de las galeras de la Señoría durante
las inexpiables guerras contra Génova {1378). Pero en 1440, quizá antes, era ya cosa
hecha, y sin duda también a bordo de los navíos turcos. En cualquier caso, en 1498,
cerca de la isla de Mitilene, un schierazo turco de más de 300 botte (150 toneladas)
que se enfrentaba a cuatro galeras venecianas, les atacó con bombardas y, más eficaz,
consiguió alcanzarlas en tres ocasiones con balas de piedra, una de las cuales llegó a
pesar 85 libras 16 •
Naturalmente, esta instalación no se hizo ni en un día, ni sin dificultades. Hasta
el año 1550 aproximadamente no habrá c;n el mar cañones de tubo largo, de tiro recto
y capaces de buena puntería; las troneras redondas en los flancos de los navíos no se
generalizan hasta el siglo XVI. Sea cual fuere el peligro, coexisten en el mar barcos ar-
mados y sin armar. He citado la derrota de los ingleses frente a La Roche lle, en 13 72.
Pero en el Atlántico, mientras que el corso francés, hacia 1520, poseía artillería, los
barcos mercantes portugueses estaban desprovistos de ella. ¡En 1520, nada menos!
Sin embargo, el aumento del corso en el siglo XVI, va a obligar pronto a los demás
barcos a llevar cañones y artilleros especializados para utilizarlos. Los barcos de guerra
y los mercantes apenas se diferencian: todos van armados. De ahí que en el siglo XVII
surgieran extrañas querellas de etiquetas. Pues los navíos de guerra, en la época de
Luis XIV, tenían derecho a saludos especiales a la entrada de los puertos a condición
de no llevar mercancías (cuestión discutida); y, de hecho, todos las llevaban.

337
Revolución y retrasos técnicos

La artillería a bordo de los navíos: nave con el escudo del almirante Louis Malet, señor de Gra-
ville (muerto en 1516). Oli11ier de la Marche, Le Chevalier délibéré, Museo Con.dé en Chantilly,
ms, n. 0 507. (Cliché Giraudon.)

Este armamento naval, que se generaliza, obedece pronto a reglas más o menos
fijas: tantos hombres, tantos cañones por tonel de capacidad. En los siglos XVI y XVII,
una pieza por cada 10 toneles. De esta proporción cabe deducir que un navío inglés
andado en abril de 1638 en Bandar-Abbas, en la ardiente costa de Persia, estaba de-
ficientemente armado: para 300 toneles llevaba solamente 24 piezas. Pero esta regla es
sólo bastante aproximada: existían numerosos tipos de barcos y de cañones, y muchos
otros factores influían en el armamento, como por ejemplo el número de hombres. En

338
Revolución y retrasos técnicos

el Mediterráneo y pronto en las interminables rutas de las Indias, los navíos ingleses,
desde finales del siglo XVI, estaban en general extraordinariamente bien armados, lle-
vando más hombres y cañones que los demás; sus crujías, desembarazadas de mercan-
cías, permitían una defensa más ágil. En ello escriban algunas de las razones de su
éxito 17
Pero también hay otras. Los navíos grandes habían dominado durante mucho
tiempo los mares, por ser más seguros y estar mejor defendidos, provistos de cañones
más numerosos y de mayor calibre. Pero desde finales del siglo XVI, los navíos peque-
ños tuvieron un asombroso éxito mercante"/ porque cargaban deprisa y no necesitaban
hacer noche en los puertos; y guerrero porque conseguían armarse mejor. Es lo que ex-
plicaba a Richelieu, el 26 de noviembre de 1626, el caballero de Razilly: «Lo que ha
hecho temibles hasta ahora a los grandes navíos, es que llevaban grandes cañones,
mientras que los medianos no podían llevar más que cañones pequeños, incapaces de
alcanzar la cubierta de un barco grande. Pero ahora, este nuevo invento es la quintae-
sencia del mar, de modo que un barco de doscientos toneles lleva cañones tan grandes.
como un barco de ochocientos» 18 • En un enfrentamiento, el grande corre el riesgo de
tener la peor parte: el pequeño, más fácilmente manejable, más rápido, puede atacar
cuanto quiera sus ángulos muertos. En los siete mares del mundo, la ventaja de los ho-
landeses y de los ingleses se debió a los barcos de pequeño y mediano tonelaje.

•De Zeven Provincien», el duque insignia de De Ruyter (1607-1676), plagado de cañones. Ams-
terdam, Rijksmuseum. (Fotografía del museo.)

339
Revolución y retrasos técnicos

Arcabuces,
mosquetes y fuszles

Es imposible decir exactamente cuándo hizo su aparición el arcabuz. Hacia finales


del siglo XV, sin duda; prácticamente con los primeros años del XVI. En 1512, en el
sitio de Brescia, según el loyal Serviteur, los defensores «iniciaron un tiroteo de arti-
llería y de arcabuces [sic] tupido como enjambre de moscas» 19 Fueron los arcabuces, y
no las bombardas y culebrinas, los que vencieron a los caballeros de antaño. La arti-
llería hizo peligrar las fortalezas, y, durante un tiempo, las ciudade$. El noble caballe-
ro Bayard murió de un tiro de arcabuz en 1524. «¡Pluguiera a Dios que este desgra-
ciado instrumento no hubiera sido inventado nunca!», escribiría más tarde Monluc,
que dice haber reclutado en 1527, para el señor de Lautrec y su expedición, que tan
mal había de terminar en Nápoles, de 700 a 800 hombres en Gascuña, «lo que hice
en pocos días[ ... ] y entre los que había cuatrocientos o quinientos arcabuceros, núme-
ro superior al que entonces poseía toda Francia» 2º.
Estas y otras observaciones dan la impresión de que los ejércitos al servicio de Francia
sufrieron, al principio de este proceso, un retraso respecto a las tropas alemanas, ita-
lianas, y, sobre todo españolas. La palabra francesa se calca al principio sobre la palabra
alemana: hackenbüchse; es la forma haquebute. luego, sobre la palabra italiana archi-
bugio, que dio arquebuse. Estas vacilaciones son probablemente características. Muchas
razones pueden explicar el desastre francés eri Pavía, en 1525, entre ellas las pesadas
balas de los arcabuceros españoles. Más tarde, fos franceses multiplicaron los arcabuce-
ros (uno por cada dos piqueros). El duque de Alba iría más lejos al dividir su infante-
ría, en los Países Bajos, en dos grupos iguales: tantos arcabuceros como piqueros. En
Alemania, en 1576, la relación era de 5 piqueros pór cada 3 arcabuceros.
En realidad, era imposible hacer desaparecer la pica, «reina de las armas», como se
decía todavía en el siglo XVII, ya que los arcabuces, que había que apoyar en horcas,
cargar y descargar, y cuya mecha había que prender, eran de un manejo muy lento.
Incluso cuando el mosquete sustituy6.al arcabuz, Gustavo Adolfo mantuvo un piquero
por cada dos mosqueteros. El cambio sólo será posible con la introducción del fusil,
mosquete perfeccionado, inventado en 1630 y adoptado por el ejército francés en 1703;
con el uso del cartucho de papel, que el ejército del Gran Elector utiliza en 1670, y el
francés sólo a partir de 1690; y, finalmente, con la adopción de la bayoneta, que su-
primió la dualidad fundamental de la infantería. Toda la infantería de Europa dispo-
nía, a finales del siglo XVII, de fusil y bayoneta, pero el proceso había necesitado dos
siglos 21 •
En Turquía, la evolución fue aún más lenta. En la batalla de Lepanto (1571), las
galeras turcas llevaban muchos más arqueros que arcabuceros. Y todavía hacia el año
1603, una nave portuguesa atacada por galeras turcas a la altura de Negroponto quedó
«cubierta de flechas hasta la cofa» 22 •

Producción
y presup11esto

La artillería y las armas de fuego suponen una inmensa transformación de la guerra


de los Estados, de la vida económica y de la organización capitalista de la producción
de armas.

340
Revolución y retrasos técnicos

Poco a poco se esboza cierta concentración industrial, sin afirmarse totalmente, peto
la industria de guerra continúa siendo múltiple: los fabricantes de pólvora no fabrican
los cañones de los arcabuces, o las armas blancas, o las grandes piezas de artillería;
además, la energía no se concentra a voluntad en un purito dado, hay que buscarla
siguiendo ríos o a través de los bosques.
Sólo los Estados muy ricos son capaces de sostener los fabulosos gastos de la nueva
guerra e irán eliminando a las grandes ciudades independientes que se mantuvieron
largo tiempo, sin embargo, a la altura de su cometido. A su paso por Augsburgo, en
1580, todavía llaman la atención de Montaigne los almacenes de armas 23 • En Venecia,
hubiera podido admirar el Arsenal, enorme manufactura que, en aquella época, con-
taba con 3.000 obreros, convocados al trabajo diariamente por la gran campana de San
Marcos. Todos los Estados, naturalmente, tenían sus arsenales (Francisco I fundó 11 y
Francia tenía 13 al final de su reinado); todos poseían grandes depósitos de armas: los
principales en Inglaterra, en la época de Enrique VIII, eran los de la Torre de Londres,
Westminster y Greenwich. En España, la política de los Reyes Católicos se apoyó en
los arsenales de Medina del Campo y Málaga 24 • El Sultán tenía los suyos en Gala ta y
en Top Hane.
Pero los arsenales europeos, hasta la revolución industrial, seguirán siendo general-
mente simples yuxtaposiciones de depósitos, de unidades artesanales, más que manu-
facturas con una racionalización de las tareas. Con frecuencia, los artesanos trabajan
para el arsenal en su domicilio, a distancias más o menos grandes. ¿No es más pruden-
te mantener lejos de las ciudades los molinos donde se fabrica la pólvora? Estos se es-
tablecen normalmente en zonas montañosas, o poco pobladas, como Calabria, o cerca
de Colonia, en el Eifel; en la región de Berg; en Malmédy en 1576, poco antes de la
sublevación contra los 'españoles, acababan de construirse doce molinos de pólvora.
Todos, hasta los que, en el siglo XVIII, se establecen a lo largo del río Wupper, afluente
del Rin, fabrican su carbón vegetal a partir del arraclán, el Faulbaum, cuya madera se
prefiere a las demás para este uso. Es preciso triturar el carbón con el azufre y el salitre
y luego tamizarlo, obteniéndose así dos tipos de pólvora, la gruesa y la fina.
Venecia, siempre preocupada por su economía, se obstinó en usar la pólvora gruesa,
más barata que la otra. Sin embargo, explica en 1588 el superintendente de sus forta-
lezas, sería mejor «emplear sólo la fina como hacen los ingleses, los franceses, los es-
pañoles y los turcos, que sólo necesitan así una misma pólvora para sus arcabuces y
para sus cañones». La Señoría tenía entonces un depósito de 6 millones de libras de
pólvora gruesa, lo que equivalía a 300 disparos por cada una de las 400 piezas de sus
fortalezas. En caso de querer abastecerlas para 400 disparos, harían falta otros 2 millo-
nes de libras de pólvora gruesa, o sea un desembolso suplementario de 600.000 duca-
dos. Tamizar esta pólvora para transformarla en fina supondría un gasto adicional de
una cuarta parte de esta cantidad, es decir, 150.000 ducados, pero, como la carga de
pólvora fina es un tercio menor que la de la gruesa, aún se saldría ganando con el
cambio de pólvora 2 i .

El lector nos perdonará el haberle hecho seguir esta contabilidad anticuada. Habrá
calculado de paso que la seguridad de Venecia suponía, contando por lo bajo, 1.800.000
ducados de pólvora, es decir, más del equivalente a los ingresos anuales del presupues-
to propiamente veneciano. Esto nos da una idea de la enormidad de los gastos de
guerra, aun en tiempos de paz. Y las cifras aumentan con los años: la Armada Inven-
cible, en 1588, llevaba hacía el norte 2.431 cañones, 7.000 arcabuces, 1.000 mosque-
tes, 123. 790 balas de cañón, es decir, 50 por pieza, más la pólvora necesaria. Pero en
1683 Francia tenía, a bordo de sus flotas, 5.619 cañones de hierro fundido, e Inglaterra
8.396 26 •

341
Revolución y retrasos técnicos

Los arcabuceros, detalle de un,¡ representación fantástica de la batalla de Pavía (}52.5), por Ru-
precht He/fer, pintor que trabajaba en Alemania hacia 1.529. Nationalmuseum, Estocolmo. {Fo-
tografía del museo.)

342
Revolución y retrasos técnicos

Surgieron industrias metalúrgicas de guerra en Brescia, en territorio veneciano,


desde el siglo XV; muy pronto en Estiria, alrededor de Graz; alrededor de Colonia; de
Ratisbona; de Nordlingen; de Nuremberg; de Suhl (el arsenal de Alemania era el centro
más importante de Europa hasta su destrucción por Tilly, en 1634) 27 ; en Saint-Etienne
que, en 1605, tenía más de 700 obreros en el «importante arsenal del cojo marido de
Venus»; sin contar los altos hornos suecos construidos en el siglo XVII con capitales ho-
landeses o ingleses y donde las empresas de Gcer eran capaces de suministrar, casi de
una vez, las 400 piezas de artillería que permitieron a las Provincias Unidas bloquear
el avance de los españoles, al sur del delta del Rin, en 1627 28 •
El auge de las armas de fuego estimuló las industrias del cobre, por lo menos
mientras se fabricaron cañones de bronce fundidos con los mismos procedimientos que
las campanas de las iglesias (la mejor aleación, distinta de la de las campanas, y cono-
cida ya en el siglo XV, constaba de 8 partes de estaño y 92 de cobre). Sin embargo,
desde el siglo XVI, aparecieron los primeros cañones de hierro, en realidad de hierro
colado. De los 2.431 cañones de la Armada Invencible, 934 eran de hierro. Estos ca-
ñones, más baratos, sustituyeron a las costosas piezas de bronce y se fabricaron en mayor
cantidad. Existe una relación entre el desarrollo de la artillería y el de los altos hornos
(como los creados por Colbert en el Delfinado).
Pero la artillería no sólo es cara por su construcción y su abastecimiento, sino también
por su conservación y sus desplazamientos. El gasto mensual de mantenimiento de las
50 piezas que los españoles tenían en los Países Bajos, en 1554, entre cañones, medios
cañones, culebrinas y serpemin4s, era de más de 40.000 ducados. Y es que para poner
en movimiento aquella masa hacía falta un «pequeño tren» de 473 caballos sólo para
la caballería, más un «gran tren» para la artillería de 1014 caballos, más 575 carros (de
4 caballos cada uno), es decir, un total de 4. 777 caballo~, lo que equivale casi a 90
caballos por pieza 2" Observemos que, en la misma época, el mantenimiento de una
galera no costaba más que 500 ducados al mesl 0

La artillería
a escala mundial

A escala mundial cuenta la técnica en sí, pero también la manera de utilizarla. Los
turcos, tan hábiles zapadores, sin rival en los sitios para cavar minas, tan buenos arti-
lleros, no consiguen en cambio, hacia 15 50, adoptar las pesadas pistolas de caballería
manejadas con una sola mano 11 ; más aún, según un testigo que les vio en el sitio de
Malta en 1565, «no recargan sus arcabuces tan rápidamente como nosotros». Rodrigo
Vivero observa que los japoneses, a los que admira mucho, no saben utilizar su arti-
llería y añade que su salitre es excelente, pero su pólvora mediocre. Lo mismo decía de
los chinos el P de Las Corres (1626): no lanzaban sus balas de arcabuz con carga su-
ficiente de pólvorai 2 y ésta era, dirá más tarde otro testigo, de mala calidad, gruesa,
buena todo lo más para salvas. En d Sur de China (1695), el comercio con los europeos
introduce los «fusiles de siete palmos de largo que llevan una bala muy pequeña, pero
que son más para entretenimiento que para usarlos en serio»·1¡
Hay que prestar atención, por tanto, a la importancia, en Occidente, de las escue-
las de artillería, frecuentes en las ciudades (sobre todo en las que se saben amenaza-
das), con sus aprendices de artilleros que, todos los domingos, van y vuelven del campo
de tiro, con la banda de música en cabeza. A pesar de la gran demanda, Europa no
careció nunca de artilleros, ni de arcabuceros, ni de maestros fundidores. Algunos re-

343
Revolución y retrasos técnicos

corrieron el mundo, yendo a Turquía, al norte de Africa, a Persia, a las Indias, a Siam,
a Insulindia, a Moscovia. En la India, los artilleros del Gran Mogol, hasta la muerte de
Aureng Zeb (1707), fueron europeos mercenarios. Entonces fueron sustituidos, bastan·
te mal por cierto, por musulmanes.
Gracias a estos intercambios, la técnica acaba prestando sus servicios a unos y a otros.
Esta afirmación es válida en el caso de Europa, donde las victorias se compensan entre
sí. Si Rocroi, en 1643, señala el triunfo de la artillería francesa (cosa de la que no es·
tamos muy seguros), ha de entenderse como un simple toma y daca (recordemos los
arcabuces de Pavía). La artillería no creó, desde luego, un desequilibrio de poder per-
manente en favor de tal o cual príncipe. Pero contribuyó a aumentar el precio de la
guerra, por consiguiente la eficacia del Estado, y sin duda los beneficios de los empre-
sarios. A escala mundial, favoreció a Europa: en sus fronteras marítimas con Extremo
Oriente; en América el cañón intervino poco, pero donde la pólvora de arcabuz de-
sempeñó un cierto papel.
Sin embargo, en el caso del Islam, los triunfos estuvieron repartidos. La toma de
Granada (1492), la ocupación española de los presidios norteafricanos (1497, 1505,
1509-1510) se debieron a la artillería. Igualmente la conquista al Islam de Kazan (1551)
y Astrakán (1556) por Iván el Terrible. Pero hubo también réplicas turcas: la toma de
Ccinstantinopla en 1453, de Belgrado en 1521, la victoria de Mohacs en 1526. La guerra
turca se nutrió de artillería cristiana (5.000 piezas capturadas en Hungría, de 1521 a
1541); utilizó su potencia de fuego de modo aterrador para la época: en Mohacs, la
artillería turca concentrada en el centro del campo de batalla cortó en dos la línea hún-
gara; en Malta (1565), se lanzaron 60.000 balas de cañón sobre los defensores, 118.000
en Famagusta ( 15 71-15 72). La artillería dio, además, a los turcos una superioridad aplas-
tante sobre el resto del mundo islámico (Siria 1516, Egipto 1517) y en sus luchas contra
Persia: en 1548, la gran ciudad persa de Tabriz sucumbió tras un bombardeo de ocho
días. Hay que añadir a los éxitos de la artillería la campaña de Baber, que aniquiló la
India de los sultanes de Delhi gracias a sus cañones y a sus arcabuces, en el campo de
batalla de Panipat, en 1526. Y esta pequeña aventura, en 1636: fueron 3 cañones por-
tugueses, llevados hasta la muralla de China, los que hicieron huir al ejército manchú,
asegurando así unos diez años de supervivencia a la China de los Mings.
El balance no es completo, pero podemos concluir. La artillería no trastornó, te·
niendo en cuenta los avances y retrocesos, las fronteras de los grandes conjuntos cultu-
rales: el Islam siguió estando donde estuvo, Extremo Oriente no se alteró en profun-
didad. La batalla de Plassey no tuvo lugar hasta 175 7 Lo importante es que la artillería
se difundió por sí misma, poco a poco, por todas partes, hasta en los barcos piratas
japoneses a partir de 1554; y en el siglo XVIJI, no había un pirata malayo que no tu-
viera cañones a bordo.

De/papel
a la imprenta

El papeP 4 venía de muy lejos, de China también, transmitido hacia el oeste a través
de los países islámicos. Los primeros molinos de papel funcionaron en España en el si-
glo XII. Es sin embargo en Italia, a principios dél siglo XIV, donde nace la industria
európea del papel. Cerca de Fabriano, ya en el siglo XIV, una rueda hidráulica accio-
naba las cpalasl), enormes mazos o martillos de madera, provistos de cuchillas y clavos,
que desgarraban los trapos 35.

344
Revolución y rctra50s técnicos

El agua servía al mismo tiempo de fuerza motriz y de ingrediente. Como la fabri-


cación del papel exigía enormes cantidades de agua clara, se situaba cerca de los ríos
rápidos, más arriba de las ciudades que podían ensuciar sus aguas. El papel veneciano
se fabricaba cerca del lago de Garda; los Vosgos tuvieron muy pronto sus papeleras;
también la región de Champaña con el gran centro de Troyes, y el Delfinado 36 • En el
momento de esta expansión, los obreros y capitalistas italianos desempeñaron un im-
portante papel. Para la materia prima no había problema, pues abundaban los trapos
viejos, ya que el cultivo del lino y del cáñamo se había incrementado en Europa a partir
del siglo XIII y la ropa interior de lienzo había sustituido a la antigua ropa de lana;
además podían utilizarse (como en Génova) las cuerdas viejas 17 Sin embargo, la nueva
'industria prospera de tal forma que surgen crisis de abastecimiento; se entablan pleitos
entre papeleros y traperos, atraídos éstos en sus itinerarios por las grandes ciudades o
la fama de los trapos de tal o cual región, como Borgoña, por ejemplo.
Al no tener ni la resistencia ni la belleza del pergamino, la única ventaja del papel
era su precio. Un manuscrito de 150 páginas sobre pergamino consumía la piel de una
docena de ovejas~ 8 , «es decir que la copia en sí era el gasto menos importante de la
operación~. Pero es evidente que la flexibilidad, la superficie lisa y uniforme del nuevo
material lo designaban de entrada como la única solución para el problema de la im-
prenta. En cuanto a ésta, todo preparaba de antemano su éxito. Desde el siglo XII, el
número de lectores había aumentado de forma considerable, en las universidades de
Occidente e incluso fuera de ellas. Una clientela ávida había provocado el auge de los
talleres de copistas, multiplicado las copias correctas hasta el punto de estimular la bús-
queda de procedimientos rápidos como, por ejemplo, la reproducción por calco de las
ilustraciones o, al menos, del fondo de los dibujos. Gracias a estos medios, habían visto
la luz verdaderas «edicioÍ'ies•. Del Viaje de Mandeville, terminado en 1356, nos han
llegado 250 copias (73 en alemán y holandés, 37 en francés, 50 en latín) 19 •

El descubrimiento
de los caracteres móviles

Poco importa saber quién fue, en Occidente y hacia mediados del siglo XV, el in-
ventor de los caracteres móviles; continúa siendo probable que fuera Gutenberg, de Ma-
guncia, y sus colaboradores, o Procope Waldfogel, de Praga, instalado en Avignon, o
Coster de Haarlem, suponiendo que haya existido, o quizá algún desconocido. El pro-
blema está en saber si este invento fue o no un resurgimiento, una imitación, un
redescubrimiento.
En realidad China conocía la imprenta desde el siglo IX y Japón imprimía libros bu-
distas en el siglo XI. Pero esta primera impresión sobre planchas de madera grabadas,
correspondiendo cada una de ellas a la composición de una página, era infinitamente
lenta. Entre 1040 y 1050, Pi Cheng tuvo la idea revolucionaria de los caracteres móvi-
les. Estos tipos, que eran de cerámica, se pegaban con cera a un molde de metal. No
tuvieron ninguna difusión; tampoco los tipos de estaño fundido que se hicieron después
y que se deterioraban muy fácilmente. Pero a comienzos del siglo XIV, se había gene-
ralizado el uso de los tipos móviles de madera, que llegó incluso hasta el Turquestán.
Finalmente, durante la primera mitad del siglo XV, el tipo metálico se perfecciona, en
China o en Corea, y se propaga mucho durante el medio siglo que precede al «inven-
to» de Gutenberg 40 • ¿Hubo transferencia hacia Occidente? Esto es lo que sugiere Loys
le Roy, aunque en 1576, es decir, muy tardíamente. Los portugueses «que han nave·

345
·1Ú\i?•···········••t·•··

Primer folio del tomo l de la Biblia, llamada Biblia de las 36 líneas, decorada con pinturas.
Bamberg, Gutenberg hacia 14J8-14J9. (Cliché B.N.)

346
Revolución y retrasos técnicos

gado por todo el mundo», dice, han traído de China «libros impresos en la escritura
del país, que dicen que hace mucho tiempo que se utilizan allí. Lo que ha llevado a
algunos a creer que este invento se ha traído por Tartaria y Moscovia a Alemania y,
luego, comunicado al resto de la Cristiandad» 41 • La filiación no está probada. Pero hubo
suficientes viajeros, y viajeros cultos, que hicieron la travesía de ida y vuelta a China,
para que el invento europeo sea, en principio, de lo más d,udoso.
En cualquier caso, copia o reinvención, la imprenta europea se estableció hacia
1440-1450, no sin dificultades, tras sucesivos ajustes, pues los tipos móviles deben fa-
bricarse con una aleación exactamente dosificada de plomo, de estaño y de antimonio
(y las minas de antimonio parece que no se descubrieron hasta el siglo XVI), bastante
resistente sin ser demasiado dura. Se imponen tres operaciones: fabricar troqueles de
acero muy duro que llevan la letra en relieve; realizar la letra en hueco sobre una matriz
de cobre o, a veces, de plomo; obtener, finalmente, el tipo que se utilizar:i con la
aleación adecuada. Luego habrá que «componer», ajustar las líneas y las interlíneas,
prensarlas sobre la hoja de papel. La prensa de barra hizo su aparición hacia mediados
del siglo XVI y no se modificó hasta el siglo XVIII. La principal dificultad estriba en que
los tipos se desgastan muy deprisa y, para sustituirlos, hay que volver a los troqueles,
que a su vez se desgastan también, con lo que hay que empezar de nuevo. Era un au-
téntico oficio de orfebres'12 Por eso no es de extrañar que el nuevo invento se originara
en su ambiente, y no, como se ha sostenido, en el de los fabricantes de xilografías, pá-
ginas impresas a partir de una plancha de madera esculpida y luego entintada. Por el
contrario, aquellos vendedores de imágenes populares lucharon, cierto tiempo, contra
el nuevo invento. Hacia 1461, Albrecht Pfister, impresor en Bamberg, incorporó por
primera vez al libro impreso el grabado sobre madera. Desde entonces se hizo impo-
sible la competencia43
El oficio de impresor tardó en perfeccionarse, y en el siglo XVIII continuaba siendo
casi como en sus principios. «Pues la manera de imprimir en 1787, en la época en que
Fransois l Ambroise-Didot imaginó la prensa que permitía imprimir la hoja con una
sola vuelta de tornillo, era tal que si Gutenberg hubiese resucitado y entrado en
una imprenta en la época en que Luis XVI empezaba a reinar en Francia, se hubiera
encontrado como en su casa, salvo algunos detalles insignificantes» 44 •
El invento recorrió el mundo. Como los artilleros en busca de empleo, los oficiales
impresores con un mat.erial improvisado viajaban sin rumbo fijo, se establecían en oca-
siones y volvían a partir solicitados por un nuevo mecenas. En París, el primer libro se
imprimió en 1470, en Lyon en 1473, en Poitiers en 1479, en Venecia en 1470, en Ná-
poles en 1471, en Lovaina en 1473, en Cracovia en 1474. Más de 110 ciudades euro-
peas eran conocidas, en 1480, por las prensas de sus impresores. Entre 1480 y 1500, el
procedimiento llega a España, prolifera en Alemania y en Italia; se extiende a los países
escandinavos. En 1500, 236 ciudades europeas tenían sus propios talleres 4)
Para los libros llamados incunables -anteriores a 1500- puede calcularse una ti-
rada global de 20 millones de ejemplares. Europa tenía entonces unos 70 millones de
habitantes. En el siglo XVI, el movimiento se acelera: 25.000 ediciones en París, 13.000
en Lyon, 45.000 en Alemania, 15.000 en Venecia, 10.000 en Inglaterra, cerca de 8.000
en los Países Bajos. Para cada edición hay que calcular una tirada media de 1.000 ejem-
plares, es decir, que a una cifra de 140.000 a 200.000 ediciones le corresponden entre
140 y 200 millones de libros. Y Europa, a finales de siglo, incluidos sus confine~ mos-
covitas, no tenía más de 100 millones de habitantes 46 . - --
Los libros y prensas europeos se exportan a Africa, a América, a los Balcanes, donde
se introducen, desde Venecia, los impresores ambulantes de Montenegro, a Constan-
tinopla, donde los refugiados judíos llevaron las prensas de Occidente. Gracias a las na-

347
Revolución y retrasos técnicos

vegaciones portuguesas, las prensas y los tipos móviles llegaron a la India, y, natural-
mente, a su capital Goa (1557), luego a Macao (1589), cerca de Cantón, y a Nagasaki,
en 159047 Si el invento provino primitivamente de China, el círculo se cierra realmen-
te entonces.

Imprenta
y gran historia

Al ser un objeto de lujo, el libro se vio sometido, desde el principio, a las leyes
rigurosas del beneficio, de la oferta y la demanda. El material de un impresor se re-
nueva con frecuencia, la mano de obra resulta cara, el papel representa más del doble
de los demás gastos, las entradas de fondos son lentas. Todo esto hace que la imprenta
quede sometida a los prestamistas, que pronto fueron dueños de las redes de distribu-
ción. Desde el siglo XV, el mundo de los editores tuvo, a escala reducida, sus «Fugger»:
en Lyon, un tal Barthéleniy Buyet (tI483J, en París, un tal Antainé Vérard que, dueño
de un taller de caligrafía e ilustración de manuscritos, adoptó el nuevo sistema y se es-
pecfaJizó en libros ih.Jstrados en Francia e Inglaterra; la dinastía de fos Giunta, oriundos
de Fforencfa; Anton Koberget que, en Nuremberg, de 1473 a 1513; publicó por lo
menos 236 obras, siendo quizá el mayor editor de su época; o Aldo Manuzio en Ve-
necia (tl515); o, para poner un último ejemplo, Plantin, nacido en Touraine en 1514
y que se instaló, con mucho éxito, en Amberes en 1549 48 ,
Como mercancía, el libro estaba ligado a las rutas, a los tráficos, a las ferias: en el
siglo XVI, las de Lyon y Francfort; en el XVII, las de Leipzig. En conjunto, el libro ha
sido un instrumento de poder al servicio de Occidente. Todo pensamiento vive de con-
tactos, de intercambios. El libro precipitó y ensanchó las corrientes abiertas por el an-
tiguo manuscrito. De ahí, algunos rápidos avances a pesar de potentes frenazos. En el
siglo XV, en la época de los incunables, domina el latín y, con el latín, la literatura
religiosa y devota. Unicamente las ediciones en latín y griego de la literatura servirían
a la causa combativa del humanismo, a comienzos del siglo XVI. Un poco más tarde,
Ja Reforma y la Contrarreforma pondrían el libro a su servicio.
En resumen, no sabríamos decir a quién benefició verdaderamente la imprenta. Lo
agrandó y lo revitalizó todo. Hay, sin embargo, un punto del cual puede extraerse una
conclusión. El gran hallazgo que pondrá en marcha la revolución matemática del si-
glo XVII es el descubrimiento, recogiendo la expresión de Oswald Spengler, de la
función, y=f{x), como se dice en nuestro lenguaje actual. No hay función si no entran
eri juego fas nociones de infinitamente pequeño y de límite, nociones éstas que esta-
ban ya en el pensamiento de Arquímedes. Pero ¿quién conocía a Arquímedes? Muy
pocos privilef,-iados. Una o dos veces Leonardo de Vinci intentó conseguir uno de sus
manuscritos, del que le habían hablado. A pesar de su interés tardfo por las obras cien-
tíficas, fa imprenta toma poco a poco esta tarea a su cargo, restituye progresivamente
las matemáticas griegas, y, además de las obras de Euclides y de Apolonio de Pérgamo
(sobre fas cónicas), pone al alcance de todos el victorioso pensamiento de Arquímedes.
Eltefativo retraso de las ediciones de estas obras es probablemente el responsable
de la leri.titud en la evolución de la matemática moderna, entre finales del siglo XVI y
principios del XVII. Pero, sin estas ediciones tardías, el progreso se habría retrasado aún
más.

348
Revolución y retrasos técnicos

La hazaña de Occidente:
la navegación de altura

La conquista de alta mar confirió a Europa su supremacía universal que duraría


siglos. En esta ocasión, la técnica -la navegación de altura- creó una «asimetríal> a
escala mundial, un privilegio. La expansión de Europa por todos los mares del mundo
plantea, de hecho, un gran problema: ¿por qué, una vez demostrada la posibilidad de
la navegación de altura, no participaron en ella todas las civilizaciones marítimas del
mundo? Todas, en principio, podían tomar parte en la competición. Pero sólo Europa
persistió en el empeño.

Las marinas
del Viejo Mundo

El hecho es muy sorprendente ya que las civilizaciones marítimas se conocen desde


siempre y, todas juntas, attaviesari el Viejo Mundo con una línea continua desde el At-
lántico europeo hasta el océano Indico, Insulindia: y los mares próximos a las costas del
océano Pacífico. SegúnJean Poujade, el Meditetrárieo y el océano Indico forman parte
de un mismo conjunto marítimo, al que llama, con frase aforcunada, «la ruta de las
Indiasl>~ 9 • De hecho, desCle siempre la «ruta de las Indias,,, el eje navegable del Viejo
Mundo, comienza en el Báltico y en el canal de la Mancha y llega hasta el Pacífico.
El istmo de Suez no lo divide en dos. Además, durante siglos, un brazo del Nilo
llegaba al mar Rojo (uniendo así éste ton el Mediterráneo), era el canal llamado de
Necao, un «Canal de Suez,, que funcionaba todavía en la época de san Luis y que se
cegó poco después. A principios del siglo XVI, Venecia y los egipcios pensaron en vol-
verlo a abrir. Ademas, hombres, animales y barcos desarmados en piezas atravesaban
el istmo. Así, las flotas que fos turcos botaron en el mar Rojo, en 1538; en 1539, en
1588, habían sido llevadas hasta allí a lomo de camello, por piezas que fueron mon-
tadas en su lugar de destino 10 • El periplo de Vasco de Gama (1498) no anuló este an-
tiguo contacto entre Europa y el océano Indico, le añadió sólo una nueva vía.
La cercanía no implica forzosamente la mezcla. No hay nadie más apegado a sus
prácticas personales que d marino, esté donde esté. Los juncos chinos, a pesar de sus
muchas ventajas (sus velas, su timón, su casco con compartimentos estancos, la brújula
desde el siglo XI, la enormidad de sus cuerpos flotantes desde el siglo XIV), llegan a
Japón, pero hacia el sur no sobrepasan el golfo de Tonkín; desde la altura de Tourane
hasta las lejanas costas de Africa, aparecen ya los imperfectos barcos indonesios, indios
o árabes, con sus velas triangulares. Y es que, aunque parezca increíble, las fronteras
marítimas de las civilizaciones son tan fijas como las fronteras continentales. Toda ci-
vilización desea sentirse dentro de sus dominios, tanto por tierra como por mar. Sin
embargo, existen relaciones de vecindad: el barco de vela y el junco chinos aparecen
en el golfo de Tonkín porque Tonkín esmvo, de hecho, bajo el dominio chino. Si el
istmo de Suez no constituyó una frontera a pesar de parecerlo y de tener posibilidades
de serlo, es porque las civilizaciones lo han atravesado con regularidad. Así el Islam,
instalándose en una gran parte del Mediterráneo, introdujo en él la vela llamada lati-
na, o, también áurica, que es india, originaria del mar de Omán, donde la encontró
el Islam. Hizo falta esta transgresión histórica para que la vela triangular se instalase
en el mar Interior, en cuyo símbolo se convirtió para todos nosotros~ 1

349
Revolución y retrasos técnicos

Representación fantástica de Venecia (finales del siglo XV), en la que, no obstante, pueden re-
conocerse la Piazzetta y sus dos columnas, el Campanile, el Palacio del dux. A lo lejos, entre
islas imaginanas y lo que parece representar la entrada de la laguna, barcos con velas cuadradas.
Museo Candé en Chantilly. (Fotografía Giraudon.)

350
Revolución y retrasos técnicos

Barco con velas triangulares pintado en un plato bizantino. Museo de Corinto. (Fotografía
Roger-Viollet.)

Y, sin embargo, tuvo mucha aceptación y sustituyó a la vela cuadrada que habían
utilizado todos los pueblos del mar Interior, desde los fenicios hasta los griegos, los car-
tagineses y los romanos. Por Jo demás, tuvo que vencer algunas resistencias, especial-
mente en las costas del Languedoc; más aún en la zona ~riega, mientras Bizancio do-
minó allí por la fuerza de sus escuadras y las eficaces sorpresas del fuego griego. No es
nada extraño, en todo caso, que esta vela triangular llegara a Portugal, fuertemente so-
metido a la influencia islámica.
Por el contrario, en el norte de Europa, donde se produjo ya antes del siglo XIII un
potente renacimiento marítimo, se sigue utilizando Ja vela cuadrada; el casco, particu-'
larmente sólido, se construye con tablas que montan unas sobre otras como las tejas de
un tejado (tablazones de solapa); finalmente la maravilla de las maravillas del Norte
es el timón axial, manejado desde el interior del navío y que, por el nombre de la
flexura trasera del casco, se denomina, entre los especialistas, timón de codaste.
En resumen, dos marinas europeas distintas, la mediterránea y la nórdica, van a
afrontar, primero por separado y luego unidas, una serie de conquistas económicas -no
políticas-. En efecto, a partir de 1297, con el primer viaje comercial directo a Brujas,
las naves genovesasi 2 -los grandes navíos del Mediterráneo- se anexionan lo mejor
de los tráficos del Norte. Se produce captura, dominio, enseñanza. El auge de Lisboa
en el siglo XIII se debe a su condición de escala, que, poco a poco, asimila las lecciones

351
Revolución y retrasos técnicos

A comienzos del siglo XVII, navíó comercia/ armado con canones, camino de las Indias. Lluvia
de peces voladores. Procedente de Théodore de Bry, Admiranda Narrario, Francfort, 1590, «Na-
11igatio in Braszliam Americae». (Cliché B.N.)

de una economfa activa, marmma, periférica y capitalista. En estas condiciones, los


largos navíos del Mediterráneo sirvieron de modelo a las marinas del norte y les pro-
pusieron las valiosas velas latinas. Por el contrario, mediante una serie de intermedia-
rios entre los que figuran los vascos, la construcción de tablazones de solapa de los
barcos del norte y, sobre todo, el timón de codaste, que permite remontar el viento
mejor, se aclimatan poco a poco en los astilleros del Mediterráneo. Se produjeron in-
tercambios y confusiones y éstos expresan por sí solos una nueva unidad de civilización
que se está afirmando: Europa.
La carabela portuguesa, que nace hacia 1430, es producto de estas uniones; peque-
ño velero, con tablazones de solapa, lleva un timón de codaste, tres mástiles; dos velas
cuadradas y una vela latina; ésta se dispone en el sentido longitudinal del navío, de-
sequilibrada con respecto al mástil que la sujeta (la verga es más larga y alta de un lado
que del otro), hace girar fácilmente el navío y lo orienta; las otras velas, las cuadradas,
utilizadas en el sentido de la anchura del barco, sirven para recibir el viento de popa.
Una vez terminado su aprendizaje atlántico, las caravelas y demás navíos europeos, al
llegar a las Canarias, abandonan sus velas triangulares para izar las velas cuadradas, im-
pulsadas ya sin cesar por los vientos alisios hasta el mar de las Antillas.

352
Revolución y rf:'traws técnicos

Las rutas mundiales


de navegación

En definitiva, lo que estaba en juego era la conquista de las rutas mundiales de na-
vegación. Nada indicaba que uno de los numerosos pueblos marineros del mundo tu-
viera más posibilidades que los demás de ganar la carrera tantas veces iniciada. Los fe-
nicios, por encargo del faraón de Egipto, realizaron, sin embargo, el periplo de Africa
más de 2.000 años antes de Vasco de Gama. Los marinos irlandeses descubrieron las
islas Feroe siglos antes de Colón, hacia el año 690, y unos frailes irlandeses llegaron
hacia 795 a Islandia, ames de que los vikingos la redescubrieran hacia el 860; en el año
981 ó 982, Eric el Rojo desembarcó en Groenlandia, donde se mantuvo la presencia
normanda hasta los siglos XV y XVI. Se acaba de descubrir un asombroso mapa de 1440
que muestra, más allá de Groenlandia (el «Vinland» ), la costa del continente america-
no. Los hermanos Vivaldi, en 1291, cruzaron con dos galeras el estrecho de Gibraltar
camino de las Indias, y se perdieron luego, más allá del cabo Ju by Si hubiesen conse-
guido dar la vuelta a Africa, hubieran desencadenado, con dos siglos de adelanto, el
proceso de los grandes descubrimientos 53 •
. Todo esto fue europeo. Pero desde el siglo XI, los chinos, favorecidos por el uso de
la brújula, disponiendo a partir del siglo XIV de «grandes juncos con cuatro puentes,
divididos en compartimentos estancos, aparejados con cuatro o seis mástiles, capaces
de llevar doce grandes velas y un millar de hombres a bordo», aparecen retrospectiva-
mente como competidores sin rival. En tiempos de los Songs del Sur (1127-1279), apar-
taron a las flotas árabes del tráfico en el mar de China, barriéndolas en sus mismas
puertas. En el siglo xv:las escuadras chinas realizaron viajes asombrosos, mandadas por
el gran eunuco Tscheng Hwo, un musulmán nativo de Yunnan. Una primera expedi-
ción les condujo con 62 grandes juncos a Insulindia (1405-1407); una segunda (27.000
hombres, 48 navíos, 1408-1411) terminó con la conquista de Ceilán; una tercera
(1413-1417), con la conquista de Sumatra; una cuarta (1417-1419) y una quinta
(1421-1422), pacíficas, culminaron con intercambio de regalos y de embajadores, una
en la India, la otra en Arabia y la costa abisinia; una sexta, rápida, llevó una carta im-
perial al dueño y señor de Palembang en Sumatra; la séptima y última, quizá la más
sensacional, salió del puerto de Long Wan el 19 de enero de 1431; el resto del año la
flota fondeó en los puertos más meridionales del Chekiang y del Fukien; en 1432, el
viaje continuó por Java, Palembarg, la península de Malaca, Ceilán, Calicut, y, en fin,
Ormuz, destino del viaje, donde, el 17 de enero de 1433, qesembarcó un embajador
chino de origen musulmán, que llegó quizá hasta La Meca. Esta expedición estaba de
vuelta en Nankín el 22 de julio de 1433 54 •
A partir de entonces, terminan totalmente, que nosotros sepamos, los viajes de este
tipo. Indudablemente, la China de los Mings tuvo que hacer frente de nuevo al peli-
gro de los nómadas del norte. Con el traslado de la capital de Nankín a Pekín en 1421,
se abre una nueva etapa en la historia de China. Sin embargo, cabe imaginarse lo que
hubiera significado una eventual expansión de los juncos chinos hacia el cabo de Buena
Esperanza, o hacia el cabo de las Agujas, puerta meridional entre el océano Indico y
el Atlántico.
Otra oportunidad fallida: desde hacía siglos, los geógrafos árabes (en contra de lo
que opinaba Ptolomeo) hablaban (el primero Masudi, en el siglo X, que conocía las
ciudades árabes de la costa de Zanzíbar) de la posibilidad de circunvalar por mar el
continente africano. Coincidían, pues, con la inmutable opinión de la Iglesia cristiana
que afirmaba, según la Biblia, la unidad de la masa líquida de los mares. En todo

353
Revolución y retrasos técnicos

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24. DESCENDER Y REMONTAR EL ATIANTICO: LOS GRANDES


DESCUBRIMIENTOS
Este 1'i11p11 nmphjü:ado mJ1e1/ra, e11 veraflo, la po.ric16n del alisio norl• y del alirio 111r. Es sabido que 111 doble 111asa u
desplaza co11 las es/.1cirJ1u!s. Los itincmriru· hacia las Indias o de re/orno de 1111 Indias sig11e11 reglas bastante utmllas. Hacia
1111 Tndias, hay q11e tlejar1e llc>ar por el .1liJio 11urle .l' llegar hasf,i l.1.r m.<t'1S de Brasil gracia.r al imp11l10 del alisio s11r. A la
vuella, hay qtJe 111ilizar el 11lirio ''" e11 línea recia y cortar el alisio 11orte muta lm •ie111os de las lalitudes medias, Desde
es/e pu11lo do· VIIlll, /,1 línell de p1111ta.< de la vuelta de Guiuea (u. como dicen lo.< portuxuesu, de l<1 vuelta da Mina) m11esfra
la necesidad rle .<ef'dr.tt!t de In costa africana al >o/ver hüci'a Europa. Rartolo111eo Dia1, cuyo viaje precedió al de Vasco de
Ga11111, comelió el error, al di1igiru h,1ci11 el 111r. de co1/car A/nea. La.r dificulladc1 de las primeras na•egacione1 de al11m1.
que descuhneron pa11l'1t1na111ente estas regÍllS. /i1cro11 a/Ín mayores de lo que normalmente Je pie111a. Hay q11e tener ademá1
e11 c11enl11, para complelar el ¡11111ur11111a, el pn/1el de lt11 corrie111e,· mann111, también 111uy i111porlllnte y creador a su vez de
comodidades y de obsláct1los.

354
Revolución y retrasos técnicos

caso, las informaciones de los viajeros o de los marinos árabes se habían filtrado hasta
la Cristiandad. Alejandro de Humboldt piensa que fue real aquel extraño viaje que,
al parecer, efectuó, hacia 1420, un navío árabe y que aparece señalado en el mapa de
Fra Mauro (1457), <<geographus incomparabi/is,, de Venecia. El navío habría recorrido,
entre cielo y agua, 2.000 millas en «el mar de las Tinieblas», como llamaban los árabes
al océano Atlántico, durante 40 días, tardando 70 en regresarn
Y, sin embargo, el mérito de aclarar el problema del Atlámico, que resolvería todos
los demás, le corresponderá a Europa.

El sencillo problema
del Atlántico

El Atlántico consta de tres grandes circuitos eólicos y marinos, representados en el


mapa por tres amplias «elipses». No hay más que seguir el sentido de los vientos y de
las corrientes para navegar con facilidad, para ir y venir de una orilla a otra. Así se es-
tableció el circuito de los vikingos por el Atlántico Norte, así se realizó el viaje de
Colón: sus tres navíos fueron impulsados hasta las Canarias, luego hasta las Antillas, y
los vientos de las latitudes medias los traen de vuelta en la primavera de 1493 por las
Azores, después de haberles conducido hasta las cercanías de Terranova. Hacia el sur,
un gran circuito lleva hasta las costas de América y, luego, hasta la altura del cabo de
Buena ESpetanza, en la punta sur de Africa. Estos circuitos exigen una sola condición:
buscar el viento favorable y, una vez hallado, no perderlo nunca. Cosa que, general-
mente, se consigue en alta mar.
Nada más sencillo si la navegación de altura hubiera sido algo natural para los ma-
rinos. Ahora bien, las precoces hazañas de los irlandeses y de los vikingos se habían
perdido en la noche de los tiempos. Para que Europa las renovase, fue necesario que
despertara a una vida material más activa, que mezclara las técnicas del norte y del sur,
que conociera la brújula y los portulanos, y, sobre todo, que venciera sus temores ins-
tintivos. Los descubridores portugueses llegan a Madeira en 1422, a las Azores en 1427;
van siguiendo la línea de las costas africanas. Alcanzar el cabo Bojador resulta relati-
vamente fácil, pero la vuelta es más complicada, cara al viento, en contra del alisio
norte. También es fácil Uegar a Guinea, con sus mercados de esclavos, su polvo de oro,
su falsa pimienta; pero a la vuelta hay que cortar el alisio y buscar de nuevo los vientos
que soplan de oeste a este y que no se encuentran hasta llegar al mar de los Sargazos,
tras un mes de navegación en alta mar. Del mismo modo, el regreso de La Mina (Sao
Jorge da Mina se fundó en 1487) obliga a cortar durante varios días el viento contrario
hasta las Azores.
En realidad, la mayor dificultad consiste en aceptar el riesgo de la aventura, en «en-
golfarse», según la poética expresión de la época. Hazaña inhabitual cuya temeridad se
ha olvidado, como nuestros nietos ignorarán mañana sin duda la de los cosmonautas
de hoy: «Sabemos bien, escribirá Bodino, que los Reyes de Portugal, habiendo nave-
gado en alta mar desde hace cien años», se han apoderado de «las mayores riquezas de
las Indias y [han] llenado Europa de los tesoros de Oriente> 56 • Esto es consecuencia de
aquello,
Los barcos, incluso en el siglo XVII, solían alejarse lo menos posible de las costas.
Tomé Cano, cuyo libro se publicó en Sevilla en 1611, decía de los italianos: «No son
marineros de alta mar»" Y es cierto que para los pueblos mediterráneos que iban ge-
neralmente de puerto en puerto, engolfarse era, todo lo más, ir de Rodas a Alejandría;

355
Revolución y retrasos técnicos

si todo iba bien, cuatro días en alta mar, en el desierto de agua; o de Marsella a Bar-
celona, tomando la cuerda de ese peligroso arco de círculo que es el golfo de León; o
ir en línea recta desde las Baleares a Italia por Cerdeña y, a veces, llegar hasta Sicilia;
pero el proyecto más largo, en los espacios marítimos de Europa, durante este antiguo
régimen de los navíos y de la navegación, era el viaje de la península Ibérica al canal
de la Mancha y viceversa. Implicaba las dramáticas sorpresas del tempestuoso golfo de
Vizcaya y las fuertes marejadas del Atlántico. Cuando Fernando se separó de su her-
mano Carlos V en 1518, la flota en la que embarcó en Laredo se perdió a la entrada
del canal de la Mancha y apareció en Irlanda $e. En 15 22, la travesía de Inglaterra a Es-
paña fue para Dantiscus, embajador del rey de Polonia, la más dramática de su vidal 9
Atravesar el golfo de Vizcaya supuso indudablemente, durante siglos, un aprendizaje
para la dura navegación en alta mar. Pero este y otros aprendizajes fueron quizá la con-
dición para la conquista del mundo.
Pero los observadores y los marinos de los siglos XVI al XVIII se preguntan ya los mo-
tivos del exclusivismo de Europa en este campo, al tomar conciencia de la existencia

Barcos chinos en un rfo. Seccz6n de Grabados. (Cliché B.N.)

356
Revolución y retrasos técnicos

de otras marinas diferentes, como la de China o la de Japón. El P. Mendoza en 1577


zanja la cuestión rápidamente: los chinos son «cobardes ante el mar ya que no están
acostumbrados a engolfarse» 6º. Y es que también en Extremo Oriente se navegaba bus-
cando los refugios de la costa. Rodrigo Vivero, que viajó por las aguas interiores del
Japón entre Osaka y Nagasaki, es decir, 12 ó 15 días, declara que «navegando, se duerme
en cierra casi todas las nochcs» 61 • El P de Halde (1693) dice de los chinos: «Buenos
pilotos costeros, pero bastante mediocres en alta mar» 62 • «Bordean la costa siempre que
pueden, escribe Barrow en 1805, y no pierden de vista la costa más que cuando se ven
absolutamente obligados a ello» 61
George Scaunton, a finales del siglo XVIll, reflexionó con mayor profundidad, al
tener ocasión de examinar largamente, más allá del mar Amarillo, en el golfo de Tché-li,
los juncos chinos: «Constituía un contraste curioso ver los altos mástiles, y el compli-
cado cordaje de los dos barcos ingleses [El León y el]ackall, que transportaban al em-
bajador Macarmey y a su séquito] en medio de los juncos chinos, bajos, simples, rús-
ticamente construidos, pero fuertes y espaciosos. Cada uno de ellos tenía una capaci-
dad aproximada de 200 toneles>'>. Observa los comportamientos del casco, el anormal
grosor de los dos mástiles, «hechos con un solo árbol o de una sola pieza de madera»,
cada uno con «una gran vela cuadrada, generalmente de tiras de bambú, o de esterillas
de paja o de cañas. Los juncos son casi igual de planos por sus dos extremos, en uno
de los cuales va un timón can ancho como el de las gabarras de Londres y atado con
cuerdas que pasan de un lado a otro del junco». Eljackall, más pequeño que el barco
de línea El León, tiene sólo 100 toneles de arqueo. Helo aquí en el golfo de Tché-li
en competición con los juncos y éstos le superan: «La verdad es que aquel bricbarca,
explica Staunton, estaba construido para navegar con los vientos variables y, con fre-
cuencia, adversos que soplan en los mares de Europa y, por lo canto, desalojaba doble
cantidad de agua, es decir, que se hundía en el mar dos veces más que los juncos chinos
de arqueo igual al suyo. El inconveniente de no poder aprovechar la fuerza del vien·co
cuando venía de lado, inconveniente al que estaban expuestos los barcos europeos con
un fondo demasiado plano, casi no se notaba en los mares de China, donde, en gene-
ral, los barcos sólo navegaban con monzón favorable [es decir, con viento de popa].
Además, las velas de los juncos chinos estaban preparadas para girar fácilmente alre-
dedor de los mástiles y formaban un ángulo tan agudo con los lados del barco que en-
caraban perfectamente el viento, a pesar de lo poco que se hundía el junco en el agua».
Conclusión: «Los chinos tienen la misma ventaja que los griegos. Sus mares se ase-
mejan al Mediterráneo por lo reducido de sus límites y por las numerosas islas que se
ven por todas partes. Hay que observar también que el perfeccionamiento de la nave-
gación, entre los europeos, coincide precisamente con la época en que sus pasiones y
sus necesidades les obligaron a emprender largos viajes por el inmenso océano>'>M.
Es evidente que estas observaciones se quedan cortas. Estamos otra vez en el punto
de partida, sin haber avanzado nada. la navegación de altura es la llave de los Siete
Mares del Mundo. Pero nadie nos demuestra que los chinos o los japoneses fueran in-
capaces de tomar esta llave y utilizarla, técnicamente hablando.
En realidad, historiadores y contemporáneos están mediatizados por la búsqueda
de una solución «técnica» que pretenden encontrar a toda costa. Pero quizá la solución
no es primordialmente técnica. Un piloto portugués que aseguraba al rey Juan II que
se podía volver de la costa de la Mina «con cualquier barco en buen estado», fue re-
ducido al silencio por el soberano bajo la amenaza de ser encarcelado si hablaba. Ci-
taremos otro ejemplo de 153 5 no menos significativo: Diego Botelho volvió de las Indias
en una simple fusta que el rey de Portugal hizo quemar inmediatamente 61 •
Más concluyente que estos ejemplos es la aventura de aquel junco japonés que, en
1610, fue por sus propios medios desde Japón a Acapulco, en México. Traía a bordo
357
Revolución y retrasos técnicos

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25. VIAJE DEL SAINT-ANTOINE


Viaje del Saint-Anroinc, mandadu por Momie11r de
M JJASOND Frondad, durante )) 111eu1. Segrlir este viaje de explora-
ción e.r 11n11 manera de mostror /(1 ir11nen.ridnd del 1111ivt•r-
;o, tod1wía en el ligio XVIII. Como lodos lo•· nt1vío.r de
B. DEDMMANT enumces. el Sainr-Antoinc pasó 1nát Jie11Jpo en lo.< p11e11os
q11e en el mar. (Seg fin 11n documento de la B.N.)

358
Revol11ción y retrasos técnicos

a Rodrigo Vivero y a sus compañeros de naufragio, a quienes los japoneses habían re-
galado la nave; su tripulación era, desde luego, europea. Pero otros dos juncos, con
tripulación japonesa en ambos casos, realizaron después el mismo viaje 66 • Estas expe-
riencias demuestran que el jurico, técnicamente, no era incapaz de navegar en alta mar.
En ·resumen, las explicaciones puramente técnicas no nos parecen suficientes.
Los historiadores Ilegan incluso a pensar hoy que la carabela debe su éxito no tanto
a sus velas y a su timón como a un pequeño calado, que le «permitía explorar costas y
estuarios», y aún más al hecho de que, por ser «Un navío de pequeñas dimensiones, SU
tripulación era relativamente barata» 67 Estas opiniones rebajan indudablemente la im-
portancia de la carabela.
No es más sencilla de explicar la carencia de navíos musulmanes. Sus viajes en línea
recta por el océano Indico, fáciles sin duda, con la alternancia de los monzones, im-
plican, sin embargo, grandes conocimientos, la utilización del astrolabio o del bastón
de Jacob; además eran barcos de buena calidad. La historia del piloto árabe de Vasco
de Gama, que se hizo cargo de la pequeña flota portuguesa en Melinde y la condujo
directamente a Calicut, es un detalle revelador. ¿Cómo es posible que, en estas con-
diciones, las aventuras de Simbad el Marino y de sus sucesores no condujeran a 'un do-
minio árabe del mundo? ¿Por qué razón, parafraseando a Vida! de La Blache, la na-
vegación árabe, al sur de Zanzíbar y de Madagascar, se detuvo prácticamente en la «te-
mida corriente de Mozambique que arrastra violentamente hacia el Sur» y hacia las
puertas del mat de las Tinieblas 68 ? Contestaremos, en primer lugar, que las antiguas
navegaciones árabes condujeron al Islam al dominio del Viejo Mundo hasta el siglo XV,
como hemos explicado en otia ocasión, y el resultado no fue despreciable; en segundo
lugar, disponiendo de un canal de Suez (siglos VII-XIII), ¿para qué iban a buscar la ruta
de El Cabo? ¿Y para encontrar qué? El oro, el marfil, los esclavos, los obtenían ya las
ciudades y mercaderes del Islam en la costa de Zanzíbar y, a través del Sáhara, en el
recodo de Níger. Hubiera sido preciso «necesitar» el Africa occidental. Así pues, el mé-
rito de Occidente, bloqueado en su pequeño «cabo de Asia», ¿fue, en realidad, haber
necesitado el mundo, haber necesitado salir de sí mismo? Nada hubiera sido posible,
repite un especialista de historia china, sin el empuje de las ciudades capitalistas de
Occidente ... 69 Fueron el motor sin el cual la técnica hubiera resultado estéril.
Lo .cual no quiere decir que haya sido el dinero, el capital, el que hizo posible la
navegación de altura. Al contrario: China y el Islam eran, en aquella época, sociedad!'!s
opulentas, dotadas de lo que hoy llamaríamos colonias. A su lado, Occidente era aún
un «proletario». Pero fo importante es, a partir del siglo XIII, la tensión de larga dura-
ción que conmovió su vida material y transformó toda la psicología del mundo occi-
dental. Lo que los historiadores han llamado una sed de oro, o una sed de mundo, o
una sed de espeeias, se vio acompañada, en el campo de la técnica, por una búsqueda
constante de novedadej y de aplicaciones utilitarias, es decir, al servicio del hombre,
para aliviar su esfuerzo y conferirle una mayor eficacia. La acumulación de descubri-
mientos prácticos y reveladores de una voluntad consciente de dominar el mundo, el
gran interés por todo lo que pudiera ser fuente de energía, dan a Europa, mucho antes
de su triunfo, su auténtica imagen y la promesa de su preeminencia.

359
Revolución y retrasos técnicos

Un camino del siglo XVII: trazado muy poco definido. (Molinos de viento, por Brueghe/ de
Ve/ours, fragmento.) (Cliché Giraudon.)

360
Revolución y retrasos técnir:os

LA LENTITUD
DE LOS TRANSPORTES

Inmenso éxito, inmensa innovación: la victoria de la navegación de altura da lugar


a un sistema universal de comunicaciones. Pero sin cambiar para nada la lentitud y las
imperfecciones de los propios transportes, que siguen siendo una de las permanentes
limitaciones de la economía del Antiguo Régimen. Hasta el siglo XVIIJ, los viajes ma-
rítimos son interminables y los transportes terrestres·están casi paralizados. Por mucho
que se nos diga que, a partir del siglo XIII, Europa organizó una enorme red de rutas
activas, basta con mirar, por ejemplo, en la Pinacoteca de Munich, la serie de cuadritos
de Jan Breughel para darnos cuenta de que aún en el siglo XVII un camino no era, ni
siquiera en terreno llano, una «cinta» continua donde el tráfico pudiera circular fácil-
mente. En general, el trazado apenas se advierte. Seguramente no se podría distinguir
a primera vista a no ser por el movimiento de los usuarios. Y éstos son, muy frecuen-
temente, campesinos a pie, una carreta que lleva al mercado a una granjera y sus cestos;
un peatón que conduce uh animal del ronzal. .. A veces, naturalmente, se observan fla-
mantes jinetes ó un carruaje con ttes caballos que parece transportar alegremente a toda
una familia de burgueses, Pero, en el siguiente cuadro, los baches están inundados,
los jinetes chapotean, con sus caballos inetidos en el agua hasta las corvas; los carros
avanzan dificultosamente, con las ruedas hundidas en el barro. Los peatones, los pas-
tores, los cerdos se han subido prudentemente a los taludes, más seguros, que bordean
la carretera. El espectáculo es idéntico, o quizá aún peor, en el norte de China. Si el
camino «se halla en malas condiciones», o si «tiene un recodo muy fuerte», carretas,
caballos y peatones «atráviesan las tierras labradas para acortar y mejorar su itinerario,
importándoles muy poco si el grano está brotando o está ya crecidm> 7º. Esto corrige las
imágenes de otros importantes caminos chinos, admirablemente conservados, enarena-
dos, a veces pavimentados, de los que hablan con admiración los viajeros europcos 71
Nada o muy poco había cambiado en este aspecto desde la época de la China de
los Songs o del Imperio romano hasta la de Richelieu o Carlos V Y todo esto condi-
ciona, entorpece los intercambios comerciales e incluso las propias relaciones humanas.
La correspondencia de la época tardaba semanas o meses en llegar a sus destinatarios.
No se conseguirá la «derrota del espacio», como dice Ernst Wagemann, hasta 1857, con
la instalación del primer cable marítimo intercontinental. El ferrocarril, el barco o el
vapor, el telégrafo, el teléfono inaugurarán, muy tardíamente, las verdaderas comuni-
caciones de masas a escala mundial.

Estabilidad
de los itinerarios

Observemos cualquier vía de comunicación, en una época cualquiera. Vemos vehí-


culos, animales de tiro, algunos jinetes, posadas, una fragua, un pueblo, una ciudad.
No hay que pensar que se traca de una línea sin importancia, por poco marcada que
parezca, ni siquiera en la pampa argentina o en la Siberia del siglo XVIII. Transportis-
tas y viajeros se ven reducidos a un limitado haz de posibilidades; preferirán, quizá,
este a aquel itinerario para evitar un peaje o un puesto aduanero, aun a riesgo de tener
que dar marcha atrás en caso de dificultades; seguirán tal ruta en invierno y tal otra
en primavera, según las heladas o los baches encharcados. Pero nunca pueden renun-

361
Revolución y retrasos técnicos

ciar a los itinerarios organizados de antemano. Viajar significa recurrir a los servicios
a¡enos.
En 1776, el médico suizo Jacob Fries, mayor del ejército ruso, hizo en 178 horas el
largo recorrido entre Omsk y Tomsk (890 km), a una velocidad media de 5 km por
hora, cambiando regularmente de caballos en cada relevo para estar seguro de llegar al
siguiente sin problemas 72 • En invierno, saltarse alguno significa morir enterrado bajo
la nieve. En el interior de Argentina, todavía en el siglo XVIII, tanto si se viajaba en
las pesadas carretas de bueyes que llegaban cargadas de trigo o de cueros a Buenos Aires
y volvían a parcir, vacías, hacía Mendoza, Santiago de Chile o Jujuy, en dirección a
1;1erú, como si se prefería viajar a lomo de mula o de caballo, lo importante era siempre
ajustar la marcha para atravesar en el momento previsto los despobladof, los desiertos,
y llegar en la fecha indicada a las casas, pueblos, abastecimientos de agua, vendedores
de huevos y de carne fresca. Si el viajero se cansaba de la estrecha cabina de su carro-
mato podía montar a caballo, cargar sobre otro animal lo necesario para dormir y po-
nerse a galopar delante del convoy, preferentemente entre las 2 y las 10 de la mañana
para evitar el calor. «Los caballos están tan acostumbrados a hacer estas tra11esías en
poco tiempo que, sin necesidad de hostigarlos, galopan. espontáneamente a rienda
suelta.» La recompensa consistía en llegar rápidamente a «las casas de postas, que eran
los mejores refugios donde el viajero podía descansar a sus anchas» 73 Allí se comía y
se dormía. Estos detalles nos ayudan a comprender las palabras de un autor del si-
glo XVIII sobre el primer tramo del trayecto, desde la salida de Buenos Aires hasta Car-
caranal: «Durante estos tres días y medio de camino, salvo en dos tra11esías, se encuen-
tran vacas, corderos o pollos en abundancia y a bajo precio» 74 •
. Estas imágenes tardías de los paises «nuevos» (Siberia, Nuevo Mundo) describen con
bastante exactitud los viajes de los siglos anteriores en los «viejos» países civilizados.
Para llegar a Estambul a través de los Bakanes, «habrá que caminar, aconseja Pierre
Lescalopier (1574), de la mañana a la noche, si algún riachuelo o pradera no brinda la
ocasión de echar pie a tierra y sacar del morral alguna comida fría, y de un caballo o
del fuste de la silla una botella de víno para alimentarse frugalmente hacia el medio-
día, mientras los caballos, sin bridas y sujetos por una pata, pacen o comen lo que se
les de». Al anochecer, hay que llegar al caravasar más próximo donde se hallan víveres
y bebidas. Son «hospitales» (en el sentido de hospicios u hospederías), «construidos
como hitos de cada jornada. [ ... ] Ricos y pobres se hospedan en ellos a falta de algo
mejor, son una especie de granjas muy grandes; la luz entra por troneras ya que no
hay ventanas». La gente se aloja en «relieves», situados alrededor de un vestibulo, a los
que se atan también los animales. «Así cada uno ve a su caballo y le pone su comida
sobre el estrado, y para dar a estos anímales la avena o la cebada, [los turcos] utilizan
unos sacos de cuero donde come el caballo y que están sujetos por unos tirantes detrás
de las orejas del animal»n. En 1693, un viajero napolitano describe con más sencillez
estas pósadas: «No son más que ... grandes cuadras, donde los caballos ocupan el centro;
los amos se instalan a los lados» 76.
En China, un Itineran·o público impreso en el siglo XVII, indicaba los caminos que
salían de Pekín, con sus trazados y sus lugares de descanso y abastecimiento, donde los
mandarines en misión eran recibidos por cuenta del emperador, hospedados, alimen-
tados, provistos de cabalgaduras, de barcas y de porteadores. Estos altos en el camino,
a: una jornada de distancia unos de otros, eran grandes ciudades o ciudades de segundo
orden; o castillos, o aquellosyéo chin, lugares de «hospedaje y centinela», «antaño cons-
truidos en lugares en los que no había ciudades... A menudo las ciudades crecieron
con posterioridad sobre estos emplazamientos 77
En definitiva, viajar sólo era agradable en aquellas regiones donde ciudades y
pueblos no estaban muy alejados entre sí. La especie de «Guía azul» de la época que
362
Revolución y retrasos técnicos

The roadsidc: inn, estación y lugar de encuentro y de intercambios (acuarela de Thomas Row-
landson, 1824). En los siglos XVI y XVII, la /Josada desempeñó un papel muy importante en
InglateTTa en el desarrollo de un nurcado lrbre, al margen de las reglamentaciones ciudadanas
(Whitworth Art Gallery, Manchester.)

fue El Ulises francés (1643) indicaba las buenas posadas, el Halcón real en Marsella, la
hospedería.del Cardenal en Amiens, y aconsejaba (¿por prudencia o por venganza?)
no alojarse en la posada del Ciervo en Péronne. Amenidad y rapidez son privilegios de
las zonas bien pobladas y firmemente controladas, como China, Japón, Europa y el
Islam. En Persia «pueden encontrarse buenos caravasares de cuatro en cuatro leguas» y
se viaja «con poco gasto». Pero al año siguiente (1695), el mismo viajero, que ya había
abandonado Persia, se queja del Indostán: no hay posadas, no hay caravasares, no hay
anímales de alquiler para los carruajes, no hay víveres fuera «de los grandes burgos de
las tierras del Mogol1t; «Se duerme al raso o bajo algún árbol» 7 ~
Es aún más sorprendente que los itinerarios marítimos estén fijados de antemano.
Y, sin embargo, los navíos están sujetos a los vientos, a las mareas, a las escalas. El
cabotaje se impone en los mares costeros de China y en el Mediterráneo. La costa oriental
atrae la hilera de barcos de cabotaje. La navegación en alta mar tiene sus propias reglas
dictadas por la experiencia. La ruta de ida y vuelta encre España y las «Indias de Cas-

363
Revolución y retrasos técnicos

tilla» fue fijada desde el principio por Cristóbal Colón, y apenas la mejoraría Alami-
nos 79 en 1519, no volviéndose a modificar hasta el siglo XIX. A la vuelta, se aproxima-
ba mucho por el norte al paralelo 33, por lo que los viajeros se encontraban brusca-
mente con los rigores septentrionales: «El frío empezaba a hacerse sentir con todo su
rigor, comenta uno de ellos (1697), y algunos caballeros vestidos de seda y sin ropa de
abrigo lo soportaban muy penosamente»Ro En 1565, Urdaneta descubrió y fijó también
de una vez para siempre la ruta de Acapuko a Manila y la ruta de ida y vuelta entre
España y Filipinas, fácil la primera (3 meses), difícil e interminable la segunda (de 6
a 8 meses), y por la cual el pasajero pagaba (1696) hasta '.)00 monedas de a ocho 81 •
Si todo va bien, se siguen los itinerarios establecidos y se hacen las paradas de rigor.
En las escalas convenidas, se renuevan el agua y los víveres; si es necesario se puede
carenar, reparar, reemplazar un mástil, y permanecer mucho tiempo en el segundo re-
cinto del puerto. Todo está previsto. En aguas de Guinea, donde sólo los barcos de
pequeño tonelaje pueden llegar hasta las costas bajas, si una ráfaga de viento sorpren-
de a la nave antes de que se haya recogido la vela, el mástil puede romperse; entonces
habrá qúe ir, si es posible, a la isla portuguesa del Príncipe -a ilha do Principe- a
buscar un mástil de repuesto; azúcar y esclavos. En las proximidades del estrechó de
Sonda, la prudencia aconseja seguir lo· máS cerca posible el litoral de Surri.atra y alcan-
zar luego la península de Malaca; la costa montañosa de esta gran isla protege de las
teIIipestadeS' y las aguas no son muy profundas. Cuando se desencadena un huracán,
cómo le ocurrió al barco que llevaba a Kampfer a Siam, en 1690. es necesario echar
anclas y, siguiendo el ejemplo de los barcos que se ven en los alrededores, agarrarse
fuertemente al cercano fondo del mar y esperar asi que la borrasca se aleje.

La excesiva trascendencia concedida


a los acontecimientos de la historia viaria

Sobre todo, no hay que desorbitar los acontecimientos de la historia viaria. Apare-
cen, se contradicen y, con frecuencia, se anulan. Si hiciéramos mucho caso de ellos,
acabarían por explicarlo todo. Sin embargo, es indudable que las limitaciones que las
autoridades francesas, y especialmente Luis X el Obstinado (1314-1316), impusieron
en las rutas que conducfan a Champaña, no bastan pata explicar la decadencia de sus
ferias. Tampoco se puede achacar e:sta decadencia a la instauración, a partir de 1297,
de enlaces marítimos directos y regulares entre el Mediterráneo y Brujas, efectuados
por los grandes navíos genoveses. A comienzos del siglo XIV, la estructura del gran co-
mercio se transforma, disminuye el número de mercaderes ambulantes, las mercancfas
viajan por sí solas, sus movimientos son regulados desde lejos por correspondencia es-
crita, entre Italia y los Paises Bajos, los dos «polos» de la economía europea, sin que
sea ya necesario verse o discutir juntos a mitad de camino. Por eso la escala de Cham-
paña perdió en parte su razón de ser. Las ferias de Ginebra, otro lugar de cita del ba-
lance de cuentas, no cobraron importancia hasta el siglo XV 82 •
Del mismo modo, no debe recurrirse a explicaciones de pequeña envergadura para
comprender la ruptura de la ruta mogol, hacia 13 50. En el siglo Xlll, la conquista mogol
había establecido un contacto directo, por tierra, entre China, la India y Occidente.
Se evitaba así el Islam. Y los Polo, padre y tío de Marco, y después el propio Marco,
no fueron los únicos que llegaron a la lejana China, o a la India, por rutas intermina-
bles pero extraordinariamente seguras. La ruptura hay que achacarla a la enorme rece-
sión de mediados del siglo XIV. Pues de pronto todo experimentó una regresión, tanto

364
Revolución y retrasos técnicos

El mecanismo de la esclusa, dibujado en


1607 por V. Zonca. El descubrimiento de
la esclusa, tan importante, según T. S.
Wzllan, como el del vapor, significa, en
cualquier caso, un considerable avance
técnico de Occidente. (Cliché B.N.)

Occidente como la China de los mongoles. No hay que pensar campoco que el descu-
brimiento del Nuevo Mundo transformó inmediatamente las circulaciones prioricarias
del globo. El Mediterráneo, un siglo después de Colón y de Vasco de Gama, seguía
siendo un animado centro de la vida internacional; la regresión llegaría más tarde.
En cuanto a la crónica de las vías de comunicación entre cortas distancias, la co-
yuntura, según su flujo y su reflujo, ha distribuido éxitos y fracasos anticipadamente.
Ponemos en duda que Ja «polícica de libre cambio» de los condes de Brabante haya
sido tan determinante como se ha dicho; fue aparentemente eficaz en el siglo XIII, en
un momento de gran prosperidad para las ferias de Champaña. También tuvieron
mucho éxito los acuerdos de Milán con Rodolfo de Habsburgo (1273-1291) para reser-
varse una vía libre de peajes entre Basilea y Brabante. En escas condiciones, el éxito
estaba asegurado. Pero posteriormente, tanto una serie de tratados, entre 1350 y 1460,
que concedían privilegios aduaneros a esta misma calzada, como la reparación a expen-
sas de la ciudad de Gante, en 1332, a la altura de Senlis, del camino que llevaba a las
ferias de Champaña 83 , son medidas encaminadas a buscar una salida a la mediocre co-
yuntura del momento. Por el contrario, hacia 1530. en una época más favorable, el
obispo de Salzburgo consiguió hacer transitable el camino de mulas de los Tauern, sin
suplantar por ello al San Gotardo o al Brennero tras los cuales se encuentran Milán y
Venecia 8'1• En aquella época, en efecto, había tráfico suficiente para todos los caminos.

La navegación fluvial
Basta un poco de agua para que el interior de las tierras se anime. Esta antigua vida
puede imaginarse fácilmente por doquier. En Gray, viendo el espacioso y vacío Saone,

365
Revolución y retr4sos técnicos

casi nos parece sentir la activa navegación de antaño, transportando aguas arriba «lamer-
cancía de Lyon» y el vino, y aguas abajo el trigo, la avena y el heno .. Sin el Sena, el
Oise, el Mame y el Yonne, París no hubiera podido comer, ni beber, ni calentarse de-
bidamente. Sin el Rin, Colonia no hubiera sido, desde antes del siglo XV, la mayor
ciudad de Alemania.
Un geógrafo del siglo XVI, al describir Venecia, habla enseguida del mar y de los
grandes ríos que convergen hacia sus lagunas, el Brenta, el Po y el Adigio. Por estas
vías y por los canales, las barcas y los transbordadores impulsados con pértigas llegan
continuamente a la gran ciudad. Pero en todas partes se utilizan hasta las vías de agua
más insignificantes. En los barcos planos que descienden por el Ebro, «de Tudela a Tor-
tosa y hasta el mar» se transportan, todavía a principios del siglo XVlll, pólvora, balas,
granadas y otras municiones que se fabrican en Navarra, a pesar de numerosas dificul-
tades y especialmente «el Salto de Flix, donde hay que desembarcar las mercancías para
embarcarlas luego nuevamente» 8 j.
. En Europa, la región clásica donde la navegación fluvial se desarrolló activamente
desde la: Edad Media es, más aún que Alemania, pasado el Oder, Polonia y Lituania.
En esta zona, la navegación fluvial se efectuaba con la ayuda de inmensas balsas de
troncos; sobi:e cada una de eJlas se tonsfruía una cabaña para los marineros. Este im-
portantísimo tráfico creó estaciones fluviales, Torún (Thorn), Kovno, Brest-Litovsk, y
suscitó interminables disputas 86 ~
Sin embargo; a escala mundial, nada iguala a la China meridional, desde el río
Azul hasta los confines del Yunnan. «El gran comercio [interior] de China, observa un
testigo hacia 1733, sin igual en el mundo, depende de esta circulación ... Se ve por
todas pattes un continuo movimiento de navíos, barcas, balsas (se ven balsas de media
legua de longitud que se curvan ingeniosamente adaptándose a los recodos de los ríos),
y forman, en cualquier sitio, otras tantas ciudades flotantes. Los conductores de estas
barcas tienén en ellas su domicilio permanente y llevan con ellos. a sus mujeres y a sus
hijos, de forma que, según cuentan la mayoría de los viajeros, podemos estar perfec-
tamente seguros de que hay casi tanta gente sobre las aguas como en las ciudades y
campos de aquel país» 87 «No hay país en el mundo, decía ya el P de Magaillans, que
pueda igualarse a China en cuanto a navegación [entiéndase fluvial]» ... donde «hay
dos Imperios, uno en el agua y otro en la tierra, y tantas Venecias como ciudades» 88 •
He aquí el juicio de un testigo que, en 1656, había remontado durante cuatro meses
el Yangsekiang, «al que llaman Hijo del mar», hasta el Sichuan: «el Kiang, que como
el mar no tiene orillas, tampoco tiene fondo». Unos años más tarde (1695), un viajero
afirma con seguridad que «a los chinos les gusta vivir en el agua como a los patos ...
Durante horas, durante medias jornadas enteras, explica, se navega «entre trenes de ma-
dera»; hay que atravesar con una lentitud desesperante los canales y los ríos de las ciu-
dades «entre numerosas embarcaciones»8'J

Arcaísmo de los medios de transporte:


inmovilismo; retraso ...

Si hubiéramos reunido una serie de imágenes relativas a los transportes del mundo
entero entre los siglos XV y XVIII, y si hubiéramos presentado al lector esas imágenes
sin textos aclaratorios, cuidadosamente mezcladas, éste hubiera conseguido clasificarlas
espacialmente sin errores: todos reconoceríamos la silla de manos china, la carretilla
china provista de una vela, el buey de carga o el elefante de combate de la India, el
araba turco de los Bakanes (o incluso de Túnez), las caravanas de camellos del Islam,

366
Revolución y retrasos técnicos

las filas de porteadores de Africa, los carruajes europeos con dos o cuatro ruedas y con
sus bueyes o sus caballos.
Pero si hubiera que fechar estas imágenes, la dificultad sería insuperable: los medios
de transporte apenas evolucionan. El P de Las Cortes ve, en 1626, en la región de
Cantón, correr a los porteadores chinos «levantando la silla del viajero sobre largos
bambúes». George Staunton, en 1793, describe a estos mismos culis flacos «con sus ha-
rapos, sus sombreros de paja y sus sandalias». En el camino hacia Pekín, al tener que
cambiar su barca de canal, es izada a fuerza de brazos y de cabrestantes, «y de esta
forma ... se sube más deprisa que con esclusas; es cierto que es necesario emplear más
hombres: pero, en China, son una fuerza siempre disponible, poco costosa y preferible
a todas las demás» 9º. Del mismo modo, podríamos intercambiar, para describir una ca-
ravana de j<frica o de Asia, las descripciones de Ibn Batura (1326), las de un anónimo
viajero irilés del siglo XVJ, las de René Caillé (1799-1838), o las del explorador alemán
Georg Schweinfurth (1836-1925). El espectáculo es siempre el mismo, al margen del
tiempo. Todavía hemos visto, en noviembre de 1957, en las carreteras de la Polonia
cracoviana, caravanas de estrechos carros campesinos de cuatro ruedas camino de la
ciudad, cargados de gente y de ramas de pino, arrastrando sus agujas tras ellos como
cabelleras en el polvo del camino. Este espectáculo, que indudablemente estaba vivien-
do sus últimos días, fue también una realidad del siglo XV.
Lo mismo ocurre con los transportes marítimos: los juncos chinos o japoneses, las
piraguas con balancín de los malayos y de los polinesios, los barcos árabes del mar Rojo
o del océano Indico, apenas cambian. Ernst Sachau, especialista en historia de Babilo-
nia (1897-1898), describe igual que Belon du Mans (1550) o que Gemelli Careri (1695)
aquellos barcos árabes cuyas tablas iban atadas con fibras de palmera, sin ayuda de un
solo clavo de hierro. Gemelli comenta a propósito del barco que ve construir en Daman
{en la India): <(Los clavos eran de madera, y los calafates de algodón» 91 Estos veleros
seguirán siendo muy numerosos hasta la introducción'del barco de vapor inglés, y to-
davía hoy prestan, aquí o allá, los mismos servicios que en tiempos de Simbad el Marino.

En Europa

En Europa se puede establecer, desde luego, una cronología más precisa. Sabemos
que los carruajes con parte delantera móvil, procedentes de los carros de artillería, no
se usaron realmente hasta los años próximos a 1470; que las carrozas no aparecieron,
rudimentarias, hasta la segunda mitad o finales del siglo XVl (no tuvieron cristales hasta
el XVII); que las diligencias son del XVII, que los coches de posta para viajeros y los vet-
turini italianos no se generalizaron hasta la época romántica; que las primeras esclusas
datan del siglo XIV. Pero estas innovaciones no consiguieron evitar, en el sustrato de la
vida diaria, gran número de permanencias. Igualmente, en el cambiante terreno de los
navíos, existen límites superiores infranqueables, los del tonelaje y la velocidad; cons-
tituyen una permanencia, un «techo».
En el siglo XV, las carracas genovesas tienen una capacidad de l. 500 toneladas; los
navíos venecianos de 1.000 toneladas cargan las voluminosas balas de algodón de Siria;
en el siglo XVI, veleros de carga de Ragusa, de 900 a 1.000 toneladas, se especializan
en el tráfico de sal, lanas, trigo, cajas de azúcar y grandes balas de cueros 92 En el si-
glo XVI, los gigantes de los mares, las carracas portuguesas, transportan hasta 2.000 to-
neladas, y llevan a bordo, entre marineros y pasajeros, más de 800 personas 93 • Se pro-
ducían enormes desastres materiales si se habían construido con madera no suficiente-
mente seca, si se abrfa una vía de agua en uno de sus costados, si una tormenta los

367
Revolución y retrasos técnicos

encallaba en las aguas poco profundas de la costa de Mozambique, si buques corsarios


más ligeros rodeaban al mastodonte, lo abordaban y le prendían fuego. El Madre de
Deus, capturado por los ingleses en 1592, no pudo remontar el Támesis por su enorme
tonelaje. Sobrepasaba los 1.800 toneles y sir John Burrough, el lugarteniente de Ra-
leigh que se apoderó de él, lo describe como un monstruo 94 •
En líneas generales, más de un siglo antes de la Armada Invencible de 1588, el arte
de los astilleros navales alcanzó cotas muy elevadas. Unicamente tráficos muy pesados,
o de larga distancia, garantizados por monopolios de hecho o de derecho, podían per-
mitirse el lujo de utilizar estos barcos de gran tonelaje. Los majestuosos indiamen, a
finales del siglo XVIII (a pesar de su nombre, especializados en el comercio con China),
no tenían un calado superior a las 1.900 toneladas. Era éste un límite impuesto por los
materiales de construcción, el velamen y los cañones instalados a bordo.
Pero un límite alto es lo contrario de un promedio. Hasta los últimos tiempos de
la navegación a vela, los navíos muy pequeños, de 30, 40, 50 toneladas, surcan los
mares. Sólo hacia 1840, el empleo del hierro permitirá la construcción de cascos ma-
yores. Hasta entonces, el casco de 200 toneladas era la regla, el de 500 la excepción,
el de 1.000 a 2.000 una cosa extraordinaria.

Velocidades
y transportes irrisorios

A malas carreteras, pequeñas velocidades. Así razona el hombre de hoy, y este punto
de vista tiene su valor. Puede uno darse cuenta del enorme hándicap de toda vida ac-
tiva de antaño mejor que los contemporáneos para los que era la realidad cotidiana.
Ya decía Paul Valéry: «Napoleón va tan despacio como Julio César». Esto lo demues-
tran tres croquis (véase pp. 370-3 71) que permiten medir el tiempo que cardaban en
llegar las noticias a Venecia: de 1497 a 1537, según los Dian'i de Marino Sanudo, pa-
tricio veneciano que anotó día a día la fecha de llegada de las cartas recibidas por la
Señoría y sus fechas de expedición; luego, de 1686 a 1701yde1733a1735, según
gacetas manuscritas editadas en Venecia, verdaderas «gacetillas», como se decía en París.
Otros cálculos repetirán la misma conclusión, a saber, que con caballos, carruajes, barcos
y mensajeros a pie se pueden hacer como mucho 100 km en 24 h. Y esto constituye
ya un récord, sobrepasado el cual, las proezas, poco frecuentes, suponen un lujo. En
Nuremberg, a comienzos del siglo XVI, se puede, pagando su precio, hacer llegar una
orden a Venecia en cuatro días. Si las grandes ciudades consiguen atraer hacia ellas las
noticias rápidas, es porque pagan su prisa y porque siempre ha habido medios de forzar
despacio. Uno de estos medios fue, naturalmente, la construcción de caminos empe-
drados o adoquinados, que, sin embargo, serán una excepción durante mucho tiempo.
La carretera de París a Orléans, totalmente adoquinada, estableció, a pesar de los
bandidos de los bosques de Torfou, todavía temidos en el siglo XVII, un enlace rápido
con Orléans, estación fluvial fundamental de Francia, casi de tanta importancia como
París. El Loira es, por lo demás, el río más fácilmente navegable del reino, «el de lecho
más ancho, el de curso más largo ... y en el que se pueden recorrer navegando más de
ciento sesenta leguas del reino, lo que no es posible en ningún otro río de Francia».
ESta carretera de París a Orléans se llamó «el camino real>, y era una gran vía de co-
municaciones abierta al tráfico rodado, «strada di carri», decía ya un italiano en 1581.
De igual modo el Estambulyol, la carretera de Estambul a Belgrado por Sofía, tuvo,
desde el síglo XVI, tráfico de carruajes; y, en el siglo XVIII, la recorrían los arabas de
lujo 9 ~.

368
Revolución y retrasos tér:nicos

El progreso del siglo XVIII supone, por ejemplo, la extensión de las grandes carre-
teras bien acondicionadas. El arrendamiento del correo francés asciende desde 1. 220. 000
libras en 1676 hasta 8.800.000 en 1776; el presupuesto de las vías de comunicación
era de 700.000 libras en el reinado de Luis XIV y de 7 millones en vísperas de la Re-
volución96 Ahora bien, este presupuesto no tiene a su cargo más que los trabajos de
díseño, de creación de nuevas carreteras; la conservación de las antiguas se hace gracias
a una prestación especial impuesta para los grandes caminos, creada por vía adminis-
trativa hacia 1730, suprimida por Turgot en 1776, restablecida ese mismo año y que
no desaparecerá hasta 1787 Francia tenía entonces unas 12.000 leguas (es decir 53.000
km) de calzadas construidas y otras 12.000 en construcción')'
Las diligencias pueden llegar puntualmente, y, entre ellas, las célebres «turgotinas».
Los contemporáneos las encontraban demoníacas y peligrosas. Su «caja es estrecha, dice
uno de ellos, y se viaja tan apretado que hay que pedir al vecino que le devuelva a
uno la pierna o el brazo, a la hora de bajarse. [ ... J Si, por desgracia, aparece un viajero
de vientre abultado o de anchas espaldas, [ ... ] hay que gemit o deserrar» 9R Su veloci-
dad era disparatada, los accidentes numerosos, y nadie indemnizaba a las víctimas.
Además, en las grandes calzadas sólo estaba pavimentada una estrecha banda central;
dos carruajes no podían cruzarse sin que una rueda se hundiera en la cuneta embarrada.
Algunos comentarios, de asombrosa necedad, anuncian ya los que más tarde salu-
darán la llegada de lo; primeros ferrocarrilles. Cuando, en 1669, una diligencia recorrió
en un día el camino de Manchester a Londres, se levantaron toda clase de protestas:
eso significaba el fin del noble arte de la equitación, la ruina de los fabricantes de sillas
de montar y de espuelas, la desaparición de los bateleros del Támesis 99
El movimiento continuó a pesar de todo. Entre 1745 y 1760, se esboza una primera
revolución de los transportes; los precios bajan, e incluso «un grupo de pequeños ca-
pitalistas especuladores» saca provecho de ello. Se anuncia un cambio de época.
De todas formas, estos modestos récords no atañen más que a los grandes caminos.
En Francia, fuera de las rutas «postales» que tanto sorprendieron a Young 111º, era casi
siempre imposible hacer circular cómodamente los carruajes pesados e incluso, añade
Adam Smith, «Viajar a caballo; el único medio de salvar la piel era utilizar las mulas» 101
Las zonas a las que no llegaban las carreteras seguían condenadas a una semiasfixia.

Transportistas
y transportes

Transportar constituía, después de realizadas las faenas de la siega o de la vendi-


mia, o durante los meses de invierno, el segundo oficio de millones de campesinos en
Occidente, que conseguían así pequeñas remuneraciones. El ritmo de su tiempo libre
marcaba los altibajos de las actividades de los transportes. Organizados o no, éstos
están, en todas partes a cargo de colectividades pobres, o por lo menos muy modestas.
Las tripulaciones de los barcos se reclutaban también entre los sectores más miserables
de Europa y del mundo. Los navíos holandeses, victoriosos en todos los mares en el
siglo XVII, no son una excepción a esta regla. Ni tampoco los asombrosos marinos ame-
ricanos, «ingleses de segunda clase» como decían los chinos, que partieron a la conquis-
ta de los mares, a finales del siglo XVIII, con sus minúsculos navíos, a veces de 50 a
100 toneladas, que iban de Filadelfia o de Nueva York a China, emborrachándose, pa-
rece ser, siempre que hallaban ocasión 102 •
Hay que añadir que los empresarios de transportes no son generalmente grandes
capitalistas: sus beneficios son exiguos. Volveremos sobre el tema 1º3

369
370
Revolución y retrams técnicos

26. NOTICIAS CAMINO DE VENECIA


l.aJ líneas isocrmu1J, Je1Ju1noles, indic,1n il gr1111de1 ra1.r!o1 lu.s tiempos neccJarioJ para el vi"aje de Íil! ,;arltl! q11e, en los tre1
m,1paJ, se dirign1 "h11c1"a Veneci(l.
El primer m11pa ha sido el.tbomdri co11 los /res tr.1bajos de P, Sarddla, 1500, 1niís exactamente 1496-034. El segundo y el
tercero. de acuerdo con 14.r gacdaJ 1>enet1J1/flJ 111a11u.rcn/a¡ wnsem1da1 en d Record Offiee de LondreJ·. lo.- da/01 me han
1ido jilcilitado1 por F. C. Spoo11er.
l.oJ radios grises a11rnt:11/an Jll gro¡or '' medido que l.t velocid11d media es ·nUl)'OI'.
Las d1ferenÚaI de un t1Jap11 11 otro p11ede11 j>are<er, Jegíí11 el eje que Je co11sidere, muy iTJtporlantes. Se deben a la m11/ti-
plicidad de /01 correo.r, .reglÍn la1 11rgenciru de la llc/1111/idad. A gmndeJ rasgo1, /Js lcnlitude1 del último 11u1pa !e aproximan
a lar del primero, 1111e11/rt1I q111: /oJ plazos JOJI a l'ece.r c111ramenle menare! en el scg11ndo mapa. Lo de1n0Jfr,1ción no e.r con·
d11ye11le. En pnncipio, la compar<Ició11 de lo.r ''"l"citlaeleJ deberí11 haccru 11 par/ir de lus J·uperjicies limitada.r par laI rnr1>111
iJocro11a1 de igual 11úmero de orden. Pero cs111 111pcrfi<ic1 110 est.111 delim1i'1d111 con 111/icicnte precisiún. No obrtanlc, si se
intenta super/mnerlttI parecen, en línem muy ge11emleJ, de igual extensión, compem.í11dose 101 entrantes y los salientes. fü
obl'io que d paw de /aJ 111perjicin en km 2 a la1 1•elocidade1 di11rias ;e hace con las debida1 preca11cio11ct.

Ahora bien, a pesar de la modicidad de los costes y de las ganancias, !os transportes
en sí mismos son onerosos: 10% por término medio ad valorem, según un historiador,
en la Alemania medieval io 4 • Pero esta media variaba según el país y la época. En 1320
y 1321, conocemos el precio de los paños comprados en los Países Bajos y enviados a
Florencia. Los gastos de transporte (en 6 cuentas conocidas) se escalonan ad valorem,
entre 11, 70 % , tasa más baja, y 20, 34 % , tasa más elevada 105 • Esto en el caso de mer-
cancías poco pesadas y de precio muy alto. Las otras no se transportaban tan lejos. En
el siglo XVII, había que «pagar de 100 a 120 libras para hacer llevar de Beaune a París
un tonel de vino que no solía valer más de cuarenta libras» L06

371
Revolución y retrasos técnicos

Estos gastos son generalmente mayores por tierra que por mar. De ahí cierta atonía
del tráfico terrestre entre grandes distancias, rota, desde luego, en provecho de las vías
fluviales, pero señores y ciudades multiplicaban en este caso los peajes. En consecuen-
cia, eran frecuentes las escalas, las visitas, los tragos de vino en un descanso, las pérdi-
das de tiempo. Hasta en la llanura del Po a lo largo del Rin, los comerciantes llegaban
a preferir frecuentemente el transporte terrestre a esas vías fluviales interrumpidas por
las cadenas de los peajes, extendidas de una orilla a otra. Hay que añadir los no des-
preciables riesgos del bandolerismo que seguían siendo frecuentes en todo el mundo',
signo marginal de un malestar económico y social permanente.
Las rutas marítimas, por el contrario, suponen una especie de explosión de vida
fácil, de «libre cambio». Las economías marítimas se benefician de ello. Desde el si-
glo XIII, el precio del grano en Inglaterra aumentaba un 1) % cada vez que recorría
80 km por tierra, mientras que el vino de Gascuña llegaba de Burdeos a Hull o a Ir-
landa con sólo un aumento total del 10%, a pesar de su larga travesía marítima 107 En
1828, Jean-Baptiste Say explicaba a sus auditores del Collcge de France que los habi-
tantes de las ciudades atlánticas de los Estados Unidos «se calientan con la hulla de In-
glaterra, que está a más de mil leguas de distancia, prefiriéndola a la madera de sus
propios bosques que está a diez leguas. Un transporte de diez leguas por tierra es más
costoso que un transporte de mil leguas por mar» 1º8 • Cuando Jean-Baptiste Say ense-
ñaba estas nociones elementales (repitiendo análogas observaciones de Adam Smith),
el barco de vapor no se Utilizaba todavía. Sin embargo, desde hacía ya bastante tiempo,
el transporte marítimo, a partir de la madera, la vela y el timón, había llegado a su
perfección propia, al límite de lo posible, diríamos nosotros, sin duda porque los barcos
se multiplicaron al aumentar su empleo.
Y esto resalta, por contraste, y hace aún más asombroso el atraso en la infraestruc-
tura de las vías de comunicación terrestre. Esta, para perfeccionarse, tuvo que esperar
el primer desarrollo de la Revolución industrial, hacia los atormentados años de
1830-1840, en el umbral del auge del ferrocarril. En efecto, de las «turgotinas» a los
ferrocarriles, poco antes de que éstos tomasen el relevo, una prodigiosa transformación
viaria muestra lo que hubiera sido posible conseguir, técnicamente, mucho antes. Hubo
entonces un gran aumento en la red de carreteras (en los Estados Unidos, donde todo
adquiere ya proporciones gigantescas, de 1 a 8 entre 1800 y 1850; más del doble en el
Imperio austríaco, entre 1830 y 1847); se introdujeron mejoras en los vehículos y las
postas; se democratizaron los transportes. Estas transformaciones no se deben a un des-
cubrimiento técnico preciso; son simplemente consecuencia de importantes inversiones,
de perfeccionamientos deseados, sistemáticos, porque el auge económico del momento
los había hecho «rentables» y necesarios.

El transporte,
un límite de la economía
Las breves explicaciones precedentes no intentaban describir los transportes -no po-
drían resumir, por ejemplo, los amplísimos comentarios del libro clásico de W
Sombart 109 - y volveremos, además, sobre algunos aspectos del tema 110 • Mi intención
era mostrar, de forma rápida, hasta qué punto el intercambio, que es el instrumento
de toda sociedad económica que progresa, resultó entorpecido por el límite impuesto
por el transporte: su lentitud,. su débil capa.ciclad,_ s~. irregularid~d y, finalmente~ _su
alto precio de coste. Todo tropieza con estas impos1bd1dades. Repitamos, para fam1ha-
rizarnos con esta antigua realidad de larga duración, la frase ya citada de Paul Valéry:
«Napoleón va tan despacio como Julio César».

372
Revolución y retrasos técnicos

Var.rovia, en la on/la izquierda del Vís1ul{1. Por el río de.rfi/an numerosa.r embarcaciones: velero.r
de carga, barcas, armadías. Dibujo de Z. Vogel, finales del siglo XVIII. (Fotografía Alexandra
Skarzynska.)

En Occidente, el caballo, símbolo de la velocidad, es el medio por excelencia para


luchar contra la distancia -un medio que nos parece, restrospectivamente, irrisorio-.
Pero Occidente se esfuerza en mejorar sus servicios: los caballos se multiplican, los tiros
de cinco, seis, ocho caballos permiten la utilización de carruajes pesados; en las carre-
teras, para los correos y los viajeros que tienen prisa, las postas permiten utilizar caba-
llos descansados; la propia calzada mejora ... Estos esfuerzos se deben quizá a que el
transporte terrestre supera con mucho al transporte fluvial y al que se realiza en los ca-
nales, siempre muy lento 111 • Incluso el carbón en el norte de Francia, durante el si-
glo XVIIJ, utilizaba más la carreta que la chalana 112
Esta lucha contra el espacio, perdida de antemano, aparece en todas las regiones
del mundo. Ir a China, o a Persia, equivale a tomar plenamente conciencia, por con-
traste, de la importancia del caballo, ya que allí se recurre generalmente al hombre.
En China, el porteador va tan deprisa, según dicen, como los caballitos de Tartaria.
En Persia, los caballos son magníficos pero son ante todo instrumentos de guerra y ob-
jetos de lujo, con «arreos de plata, de oro o de piedras preciosas». No se utilizan para
los transportes ni para las comunicaciones rápidas. Se recurre al hombre, confiándosele
las cartas urgentes, los mensajes y las mercancías valiosas. «A estos correos se les llama
chatirs, nos dice Chardin (1690), que es el nombre que se da a los lacayos, y a todos
los que saben correr bien e ir deprisa. Se les reconoce cuando van de camino por una
botella de agua y un bolso pequeño que llevan en la espalda, el cual les sirve de al-
forjas para transportar provisiones para las treinta o cuarenta horas que son necesarias;

373
Revolución y retrasos técnicos

pues, para ir más deprisa, abandonan los grandes caminos y cogen atajos. Se les reco-
noce también por su calzado y por los grandes cascabeles que suenan como campanillas
de mulas, y que llevan en el cinturón, para mantenerse despiertos. Estas gentes ejercen
su oficio de padres a hijos. Se les enseña a andar a zancadas, sin pararse, desde los siete
u ocho años.» De la misma forma, «las órdenes de los reyes en la India son llevadas
por dos hombres a pie, que van corriendo siempre, y que son relevados de dos en dos
leguas. Llevan el paquete sobre la cabeza, al descubierto. Se les oye venir con sus cam-
panillas, como se oye la corneta de un postillón; y cuando llegan, se tiran al suelo, y
se les quita el paquete, que otros dos hombres ya preparados se llevan de la misma
manera». Estos correos recorren de 10 a 20 leguas diarias 113 •
Revolución y retrasos técnicos

LOS ALTIBAJOS DE LA HISTORIA


DE LA TECNICA

Aceleración, estancamiento: ambos procesos, frecuentemente por separado, consti-


tuyen la técnica; ésta hace avanzar la vida de los hombres, consigue poco a poco llegar
a nuevos equilibrios situados en niveles superiores, donde se mantiene mucho tiempo,
pues se estanca o progresa imperceptiblemente entre «revolución» y «revolución», entre
innovación e innovación. Parece como si se produjeran constantes interrupciones cuyo
impacto me hubiera gustado poner de relieve mejor de lo que lo he hecho. Pero no
resulta fácil. En ambos sentidos, avance e inmovilidad, la técnica es toda la trama de
Ia historia de los hombres. Por eso, los historiadores que se han especializado en ella
no consiguen casi nunca dominarla totalmente.

Técnica
y agricultura

Así, a pesar de gestos de buena voluntad y de capítulos densos donde se esfuerzan


en decir deprisa lo mínimo que hay que saber, los historiadores especialistas han pres-
tado poca atención a las técnicas de la agricultura. Sin embargo, la agricultura fue, du-
rante milenios, la gran «industria» de los hombres. Pero la historia de las técnicas se ha
estudiado, generalmente, como la prehistoria de la Revolución industrial. Entonces la
mecánica, la metalurgia, las fuentes de energía pasan a ocupar los primeros puestos,
aunque las técnicas agrícolas, por sus rutinas o por sus cambios (pues la agricultura
cambia, por lentos que sean sus cambios), tienen importantes consecuencias.
Desbrozar es una técnica; comenzar a labrar una tierra que ha estado mucho tiempo
sin cultivar, es otra técnica; se necesitan para ello fuertes arados, potentes tiros y mucha
mano de obra, la ayuda de los vecinos (el trabajo p"Or favor de las roturaciones portu-
guesas); extender los cultivos, es decir, desmontar (quitar o no quitar los tocones),
quemar, cercar los árboles, o drenar, poner un dique, regar, son técnicas, tanto en
China como en Holanda o en Italia donde las «bonificaciones», por lo menos desde el
~iglo ~V, son grandes empresas, en las que pronto intervendrán frecuentemente los
ingenieros.
Además, corno ya hemos visto, todo avance humano, coda multiplicación de los
hombres sigue o, al menos, acompaña a una transformación de la agricultura. Tanto
en China (con el maíz, el cacahuete, la batata) como en Europa (con el maíz, la pata-
ta, Ia judía), las nuevas plantas procedentes de América marcaron los mayores hitos de
la historia. Ahora bien, las plantas nuevas implican, desde luego, técnicas que hay que
inventar, adaptar y perfeccionar. Siempre lentamente, e incluso muy lentamente, pero
al final de forma masiva pues la agricultura, e1 trabajo de la tierra, se puede decir que
es «la masa de las masas». Y una innovación no se extiende más que por el impulso
social que la sostiene y la impone.

375
Revolución y retrasos técnicos

La técnt'ca
en sí

A la pregunta de si existe una técnica en sí contestaremos negativamente. Ya lo


hemos dicho y repetido para los siglos anteriores a la Revolución industrial. Pero una
obra reciente 114 responde de la misma forma para la época en que vivimos: es cierto
que la ciencia y la técnica se unen hoy para dominar el mundo, pero semejante unión
implica obligatoriamente la función de las sociedades actuales, que provocan o frenan
el progreso, igual que ayer.
Además, antes del siglo XVIII, la ciencia se preocupaba poco de las soluciones y de
las aplicaciones prácticas. Hay excepciones, como los descubrimientos de Huygens (el
péndulo, 1656-1657; la espiral reguladora, 1675) que transformaron la relojería, o la
obra de Pierre Bouguer, Traité du navire, de sa construction et de ses mouvements
{1746), excepciones que confirman la regla. La tecnología, conjunto de fórmulas ex-
traídas de la experiencia artesanal, se constituye a pesar de todo y evoluciona sin prisas.
Los buenos manuales tardan en llegar: De Re Mctallica de Georg Bauer (Agrícola) es
de 1556, el ·libro de Agostino Ramelli, Le Diverse et Artificiose Machine, de 1588, el
de Vittorio Zonca, Nuovo Teatro di machine ed edifici, de 1621, el Dictionnaire por-
tattf de l'ingénieur, de Bernard Forest, de 1755. La profesión de «ingeniero» se va per-
filando poco a poco. Un «ingeniero», en los siglos XV y XVI, se ocupa del arte militar,
alquila sus servicios como arquitecto, especialista en hidráulica, escultor, pintor. No
existe tampoco una enseñanza sistemática antes del siglo xvm. La Escuela de Caminos,
Canales y Puertos se fundó en París en 1743; la Escuela de Minas, abierta en 1783, es
similar a la Bergakademie, creada en 1765 en Freiberg, antiguo centro minero de Sa-
jonia, de donde saldrán muchos ingenieros que ejercerán más tarde, especialmente en
Rusia.
Sin duda, los oficios, básicamente y de forma espontánea, van alcanzando una es-
pecialización progresiva: en 1568, un artesano suizo, Jost Aroman, enumera 90 oficios
distintos; la Enciclopedia de Diderot recoge 250; el catálogo de la casa Pigot, en
Londres, en 1826, da para esta gran ciudad una lista de 846 actividades diferentes, al-
gunas muy curiosas, claramente marginalesui Todo esto se va produciendo muy len-
tamente, desde luego. Las soluciones ya existentes suponen un obstáculo. Se declara·
ron huelgas de obreros impresores en Francia, hacia mediados del siglo XVI, por las mo-
dificaciones de la prensa de imprimir que acarrearon una reducción del número de
obreros. No fue menos característica la resistencia de los obreros al empleo del macho-
te, perfeccionamiento que facilitaba el manejo de los mordientes, enormes tijeras para
tundir los paños. Es más, si la industria textil evoluciona poco desde el siglo XV hasta
mediados del XVIII, es porque su organización económica y social, la división acusada
de sus operaciones, la miseria de sus obreros, le permitieron enfrentarse, sin modifica-
ciones, a las necesidades del mercado. ¡Cuántos obstáculos! James Watt tenía razón al
confesar a su amigo Snell (26 de julio de 1769) «that in lije there ú nothing more
foolish than inventing». Y es que siempre, para tener éxito en este terreno, hay que
contar con la autorización de la sociedad.
En Venecia, las patentes de invención, más o menos serias, consignadas en las hojas
de los registros y ficheros del Senado 116 , responden, nueve de cada diez veces, a los pro-
blemas de la ciudad: hacer navegables las vías de agua que convergen hacia la laguna;
abrir canales; elevar las aguas; desecar las tierras pantanosas; mover molinos sin nece-
sidad de recurrir a la fuerza hidráulica que no podía utilizarse en este universo de aguas
muertas; poner en funcionamiento sierras, muelas, martillos para pulverizar el tanino

376
Revolución y retrasos técnicos

o las materias primas a partir de las cuales se fabricaba el vidrio. La sociedad es la que
manda.
El inventor que hubiera tenido la suerte de convencer al príncipe podía obtener
«una patente de invención o, más exactamente, un privilegio que le permitía explotar
en monopolio su invento». El gobierno de Luis XIV distribuyó muchos, «relativos a las
más diversas técnicas. Por ejemplo, el procedimiento de calefacción económica en el
que Mme de Maintenon invirtió algún capiral» 117 Pero, no obstante, verdaderos des-
cubrimientos resultaron papel mojado porque nadie tenía, o creía tener, necesidad de
ellos.
Un ingenuo inventor de los primeros años del reinado de Felipe II, Baltasar de Ríos,
propone en vano la construcción de un cañón de gran calibre que, desmontado, se trans-
portaría en piezas sueltas cargado por varios centenares de soldados 1 IR En 1618, pasó
inadvertida la Histoire naturelle de la fontaine qui brule pr¿s de Grenoble; sin embar-
go, su autor, Jean Tardin, médico de Tournon, estudiaba en ella el «gasómetro natural
de la fuente» y describía la destilación de la hulla en un recipiente cerrado, dos siglos

L~ grúa de Br11jas, en 111 Edad Media, constr11cción maciza de madera con una gran nteda mo-
vida por tres hombres. (Bayerisches Staatsbibli'othek., Munich.)

377
Revolución y retrasos técnicos

Doble grúa en el puerto de Dunkerque, 1787. Sútema de desmultiplicación, facilidad de des-


plazamiento del aparato, montado sobre ruedas y giratorio, construcción en parte metálica: los
progresos son enormes respecto a la griía de Brujas; pero todo funciona todavía a fuerza de
brazos. Bibliotheque Nationale. (Fotografta M. Cabaud.)

antes del triunfo del gas de alumbrado. En 1630, más de un siglo antes de Lavoisier,
un médico del Périgord, Jean Rey, había explicado el aumento del plomo y del estaño
calcinados por «incorporación de la parte pesada del aire~ 119 En 1635, Schwenter ex-
ponía en sus Deliciae physico-mathematical el principio del telégrafo eléctrico gracias
al cual «dos individuos pueden comunicarse entre sí por medio de una aguja imanta-
da». Pero habrá que esperar las experiencias de Oersted sobre la aguja imantada, en
1819. «¡Y pensar que Schwcnter es menos conocido que los hermanos Chappe!» 12º. En
1775, el americano Bushbell inventa el submarino; un ingeniero militar francés,
Duperron, la ametralladora, «el órgano militar».
Todo ello en vano. Newcomen inventó también su máquina de vapor en 1711.
Treinta años más tarde, en 1742, sólo una de estas máquinas funcionaba en Inglaterra
y dos habían sido montadas en el continente. El éxico llegó a lo largo de los treinta
años siguientes: se construyeron 60 máquinas en Cornualles, para bombear el agua de
las minas de estaño. Sin embargo, en Francia, a finales del siglo XVIII, no se utilizaban

378
Revoluáón y retrasos técnicos

más que cinco en la siderurgia. Son también efocuentes los reti:asos, de los que ya hemos
hablado, en la utilización del coque para la fundición.
Mil razones bloquean el retraso. ¿Qué hacer con la mano de obra que podía quedar
sin trabajo? Montesquieu acusaba ya a los molinos de ser la causa del desempleo de
numerosos jornaleros agrícolas. El marqués de Bonnac, embajador de Francia en Ho-
landa, pedía en una carta del 17 de septiembre de 1754 «Un buen mecánico, capaz de
descubrir el secreto de los diferentes molinos y máquinas que se emplean en Amster-
dam y que evitan consumir el trabajo de muchos hombres» 121 • Pero, precisamente, ¿in-
teresa acaso reducir ese gasto, ese consumo? El «mecánico» no fue enviado.
Queda finalmente la cuestión de los precios de coste, que interesa principalmente
al capitalista. En un momento en que la revolución industrial del algodón estaba ya
muy adelantada, los empresarios ingleses, que habían mecanizado el hilado en sus fá-
bricas, continuaban tejiendo a mano. En efecto, la dificultad había consistido siempre
en proveer de hilo a los tejedores, y una vez resuelto este problema, no les interesaba
mecanizar también el tejido, puesto que el trabajo a domicilio cubría la demanda del
momento. Fue necesario que ésta aumentara mucho, provocando al tiempo una subida
del salario de los tejedores, muy solicitados, para que se impusiera la mecanización del
tejido. Pero al descender entonces brutalmente la retribución por tejer a mano, algu-
nos empresarios siguieron prefiriendo durante mucho tiempo este sistema a las técnicas
nuevas, por una simple cuestión de precios de coste. Cabe preguntarse qué hubiera su-
cedido si el boom del algodón inglés se hubiera detenido en el camino ... Toda inno-
vación choca, pues; diez, cíen veces contra los obstáculos que tiene que superar. Pierde
muchas oportunidades de imponerse. Tendré ocasi6n de repetirlo al hablar de la ins-
tauración increíblemente lenta de la fundición con coque, peripecia esencial pero in-
consciente de la Revolución industrial inglesa.
Sin embargo, habiendo señalado los límites, las contingencias evidentes de la téc-
nica, no vayamos a subestimar su papel, que es primordial. Todo acaba, antes o después,
por depender de ella, de su intervención, que se ha hecho necesaria. Mientras la vida
cotidiana se mantiene por su propio impulso sin demasiada dificultad, en el marco de
sus estructuras heredadas, mientras la sociedad se contenta con su rodaje, encontrán-
dose a gusto en él, no hay motivación económica que incite al esfuerzo del cambio.
Los proyectos de los inventores (siempre los hay) se quedan en sus cartapacios. Cuando
las cosas dejan de funcionar, cuando la sociedad choca con el límite de lo posible, se
impone recurrir a la técnica, se despierta el interés por las numerosas invenciones entre
las que habrá que escoger la mejor, la que rompa los obstáculos, la que abra un hori-
zonte diferente. Pues hay, están siempre presentes, centenares de innovaciones posi-
bles, como adormecidas, y un buen día resulta urgente despertarlas.
Pero el espectáculo de hoy, tras la regresión de los años 1970, vale más que cual-
quier explicación. Entre otras dificultades -paro e inflación a un tiempo-, la traición
de la energía petrolífera, que ya se anuncia, ha aconsejado recurrir a la innovación,
única solución, como dice acertadamente Mensch 122 • Pero los caminos en los que se
adentran la investigación y las inversiones se conocían ya mucho antes de 1970: energía
solar, explotación de las pizarras bituminosas, geotermia y gas procedente de fermen-
taciones vegetales, o el alcohol sucedáneo del petróleo, se utilizaron ya durante la úl-
tima guerra mundial, rápidamente improvisados por técnicos no demasiado especiali-
zados. Después se abandonaron. La diferencia es que hoy una gran crisis general (una
de esas «crisis seculares» sobre las que volveremos) acorrala a todas las economías de-
sarrolladas: ¡innova, o muere, o quédate estancada! Seguramente preferirán innovar.
Semejante acoso ha precedido, sin duda, a todas las reactivaciones del crecimiento eco-
nómico que, desde hace muchos siglos, han tenido siempre un soporte técnico. En este
sentido, la técnica es el factor esencial, ya que es ella la que cambia el mundo.

379
Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo 1

LAS ESTRUCTURAS
DE LO COTIDIANO:
LO POSIBLE
Y LO IMPOSIBLE
Versión española de Isabel Pérez-Villanueva Tovar
Presentación de Felipe Ruiz Martín

Alianza
Editorial
Capítulo 7

LA MONEDA

Tratar el tema de la moneda es elevarse a un nivel superior, salirse aparentemente


del horizonte de este libro. Sin embargo, viendo el conjunto con perspectiva, el juego
monetario aparece como un instrumento, una estructura, una regularidad profunda de
toda vida, algo precipitada, de intercambios. Ante todo la moneda impregna, allí donde
esi:é, todas las relaciones económicas y sociales; es, por tanto, un magnífico «indica-
dor:v.: según como circule, como se agote, como se complique, o como escasee, se pueden
valorar con bastante seguridad todas las actividades de los hombres, hasta las más
humildes.
La moneda, vieja realidad, o mejor, vieja técnica, objeto de codicia y de interés,
no cesa sin embargo de sorprender a los hombres. Les parece misteriosa, inquietante.
Es, en principio, complicada en sí misma, ya que la economía monetaria que la acom-
paña no forma un sistema coherente en ningún sitio, ni siquiera en un país como la
Francia de los siglos XVI y XVII, ni tampoco en la del XVIII. No ha penetrado más que·
en algunas regiones y en algunos sectores; y sigue desconcertando a los demás. Es más
innovadora por lo que aporta que en sí misma. ¿Qué aporta? Bruscas variaciones en el
precio de los artículos de primera necesidad; relaciones incomprensibles en las que el
hombre ni se reconoce a sí mismo, ni reconoce sus costumbres y sus antiguos valores:
su trabajo se convierte en una mercancía, él mismo es una «cosa».
Los viejos campesinos bretones a los que Noel du Fail hace hablar (1548), expresan
su asombro y su desamparo. Si hay mucha menos abundancia en los hogares campesi-
nos es porque «casi no se permite a las gallinas o a las ocas llegar a buen tamaño, pues
en seguida se llevan a vender [al mercado de la ciudad, por supuesto] para ganar di-
nero, o se regalan al señor abogado, o al médico (personas ... casi desconocidas [el día
antes]); al uno para que ponga en apuros a un vecino, para desposeerlo, para encarce-
larlo; al otro para que cure una fiebre, practique una sangría (que gracias a Dios jamás
he sufrido) o un clister; y de todo esto nos curaba antes la difunta Tiphanie La Bloye

380
La moneda

Dos perceptores de impuestos, por Martin van Reymerswade (siglo XVI). Londres, National
Gallery. (Fotografia Giraudon.)

[una ensalmadora], de bendita memoria, sin tantos embrollos, manoseos y antídotos,


y casi por un padrenuestro». Pero he aquí, «transferidas de las ciudades a nuestros
pueblos», esas especias y esas golosinas, desde la pimienta hasta los «puerros confita-
dosi>, totalmente desconocidas para nuestros antepasados y nocivas para la salud del

381
La moneda

hombre, csin las cuales, sin embargo, un banquete de este siglo no tendría sabor, ni
gracia, ni buena presentación». «Por Dios, contesta uno de los conversadores, que dices
la pura verdad, compadre, y me parece vivir propiamente en un mundo nuevo»' Son
palabras un tanto vagas, pero claras, y que podrían extenderse a toda Europa.
En realidad, toda sociedad antiguamente consolidada que abre sus puertas a la mo-
neda, pierde antes o después sus equilibrios adquiridos y libera unas fuerzas difícil-
mente controlables desde entonces. El nuevo juego embrolla las cartas, confiere privi-
legios a unos cuantos y deja sin bazas a los demás. Toda sociedad tiene que renovarse
bajo este impacto.
La extensión de la economía monetaria supone por ello un drama de gran alcance,
tanto en los viejos países acostumbrados a su presencia como en aquellos a los que llega
sin ser inmediatamente percibida: la Turquía de los Osmanlíes a finales del siglo XVI
(los cbeneficios» de los spahis, los timares, dan paso a la verdadera. propiedad privada);
el Japón de los Tokugawa, inmerso, aproximadamente en la misma época, en una crisis
típica, urbana y burguesa. Peco se pueden comprender mejor estos procesos esenciales
examinando lo que ocurre, todavía en la acnialidad~ en algunos países subdesarrollados
de hoy: por ejemplo, en el Africa negra, donde, según los casos, más del 60 ó 70%
de los intercambios comerciales se realizan sin moneda. El hombre podrá vivir allí, du-
rante .algún tiempo, füera de la economía de mercado. Pero ya está condenado.
El pasado nos muestra continuamente condenados de este tipo, que no podrán sus-
traerse a su destino. Condenados bastante ingenuos, extraordinariamente pacientes. La
vida a su alrededor golpea a derecha e izquierda, sin que ellos sepan siempre de donde
vienen los golpes. Se acumulan los arriendos de tierras, los alquileres, los peajes, la ga-
bela sobre la sal, las obligadas compras en los mercados urbanos, los impuestos. En cual-
quier caso, hay que pagar estas exigencias con dinero contante y sonante y, sí escasean
las monedas de plata, hay que hacerlo, por lo menos; con monedas de cobre. Un co-
lono bretón de Mme de Sévigné le trae el dinero del arriendo el 15 de junio de 1680:
un enorme peso de monedas de cobre, para un total de treinta libras 2 • Los peajes sobre
la sal, que se estuvieron pagando durante mucho tiempo en especie, se abonan obli-
gatoriamente en dinero desde la orderi del 9 de marfo de 1547, promulgada en Francia
a instancias de los grandes comerciantes de sal 3 •
Las monedas contantes y sonantes se introdujeron así por mil caminos en la vida
diaria. El Estado moderno es el gran proveedor (impuestos, sueldos en dinero a los mer-
cenarios, retribuciones a los que ocupan cargos) y el beneficiario de estos cambios,
aunque no el únii:o. Los privilegiados son bastante numerosos: fos recaudadores de im-
puestos, fos alfolieros, 10S usureros, los terratenientes, fos empresarios y comerciantes
importantes, los «financierosJ>. Sus redes se extienden por todas partes y, naturalmente,
ese nuevo género de afortunados, al igual que los de hoy, no despierta ninguna sim-
patía. En los museos, los rostros de esos traficantes de dinero nos contemplan; con fre-
cuencia, el pintor ha traducido el desprecio y el odiO que siente por ellos el hombre
corriente. Pero estos sentimientos, estas reivindicaciones, violentas o sordas, que ali-
mentan una constante desconfianza popular hacia la propia moneda -desconfianza de
la que no se desembarazarán fácilmente los primeros economistas-, todo ello no al-
teró nada. el curso de los acontecimientos. A través del mundo entero, los grandes cir-
cuitos monetarios han organizado sus líneas, sus escalas privilegiadas, sus fructíferos en-
cuentros con los comercios de las «mercancías realesJ> que producían grandes beneficios.
Magallanes y Elcano dieron la vuelta al mundo en condiciones difíciles y dramáticas.
Pero Francesco Carletti y Gemelli Careri, aquél desde 1590, éste desde 1693, realizan
esta vuelta al mundo con una bolsa llena de monedas de oro y de plata, y fardos de
mercancías escogidas. Y pudieron regresar4 •
La moneda es, desde luego, el signo -tanto como la causa- de los cambios y re-

382
La moneda

voluciones de la economía monetaria. Es inseparable de los movimientos que la llevan


y la crean. Pero, con demasiada frecuencia, las explicaciones antÍguas, en Occidente,
consideran la moneda en sí misma y la definen por ·comparación. La moneda es «la
sangre del cuerpo social» (imagen banal muy anterior al descubrimiento de Harvey)j;
es una «mercancía», verdad repetida a lo largo de siglos. «No es, por decirlo de alguna
manera, según William Petty ( 16 55), más que la grasa del cuerpo político: su c;xceso
es perjudicial para su agilidad; su escasez le hace enfermar>> 6 : se habla en términos mé-
dicos. En 1820, un negociante francés explica que la moneda «no es el arado con el
que cultivamos y hacemos brotar los productos». No hace más que facilitar la circula-
ción de los productos, «como el aceite que suaviza los movimientos de una máquina;
cuando los engranajes están suficientemente engrasados, su exceso no hace sino estor-
bar su juego» 7 ; ahora se habla en términos mecánicos. Pero son preferibles estas metá-
foras a una afirmación muy controvertible: en 1691, John Locke, filósofo de valía pero
economista discutible, identificaba moneda y capital 8 ; lo que equivale más o menos a
confundir dinero y riqueza, medida y cantidad medida.
Todas estas definiciones olvidan lo esencial: a saber, la propia economía monetaria,
en realidad la razón de set de la moneda. No aparece más que donde los hombres la
necesitan y pueden soportar los ptobkmas que engendra. Su agilidad o su complica-
ción son función de la agilidad y de la complicación de la economía que la utiliza. En
definitiva, habrá tantas monedas~ tantos sistemas monetarios como ritmos, sistemas y
situaciones económicas. Todo casa en este juego que, por otra parte, nó tiene ningún
misterio, siempre que no se olvide que hay una economía monetaria del Antiguo Ré-
gimen, diferente de la actual, muy imperfecta, con múltiples niveles y no extendida a
todos los hombres.
El trueque sigue siendo la norma en grandes zonas entre los siglos XV y XVIII, pero
siempre que resulta necesario se ve auxiliado, como un primer perfeccionamiento, por
la circulación de las llamadas monedas primitivas, aquellas «monedas imperfectas»,
cauris y similares, que, en realidad, sólo son imperfectas desde nuestro punto de vista:
las economías que las acogen no podrían soportar otras. Y a menudo las propias mo-
nedas metálicas de Europa tienen deficiencias. Como el trueque, la mon~da metálica
no cumple a veces su labor a la perfección. Entonces se recurría al papel, o mejor al
crédito, Herr Credit, como se decía burlonamente en Alemania en el siglo XVII. En el
fondo, se trata del mismo proceso en una etapa diferente. En efecto, toda economía
viva sobrepasa su lenguaje monetario, innova en razón de su propio movimiento, y
todas estas innovaciones cobran valor de test. El sistema de Law, o el ·escándalo inglés
contemporáneo de la Compañía de los Mares del Sur son realmente algo distinto de
simples expedientes financieros de posguerra o especulaciones sin escrúpulos, o repar·
tos entre «grupos de presión» 9 En Francia, significa el nacimiento turbio y fracasado,
pero evidente, del crédito, nacimiento desde luego penoso; la princesa Palatina excla-
maba: «¡Cuántas veces he deseado ver arder todos esos billetes en las llamas del infier-
no!», y jura no entender nada del detestable sistemarn. Este malestar es una toma de
conciencia ante un nuevo lenguaje. Pues las monedas son lenguajes (se nos perdonará
la metáfora a nosotros también), que suscitan, que permiten el diálogo; existen preci-
samente en función de ese diálogo.
El hecho de que China no poseyera (exceptuando el extraño y largo intermedio de
papel-moneda) un sistema monetario complicado, se debe a que no lo necesitó en sus
relaciones con las regiones vecinas a las que explotaba: Mongolia, el Tíbet, Insulindia,
eljapón. El hecho de que el Islam medieval dominara el Viejo Continente, 'del Atlán-
tico al Pacífico, durante siglos, obedece a que ningún Estado (salvo Bizancio) pudo ri-
valizar con sus monedas de oro y de plata, dinares y dirhems, que fuen;m los instru-
mentos de su poder. Finalmente, si la Europa medieval perfeccionó sus monedas, fue
383
La moneda

Una de lar numerorar can"caturar del siglo XVII robre la muerte de Herr Crcdit, cuyo cadáver
yace en primer plano. Gente desconrolada a su alrededor. Se trata del crédito cotidiano, el de
los tenderos a la gente modesta, inteTTUmpido por falta de numeran'o. En la leyenda que acam·
paña al grabado, el panadero dice al cliente: Wann du Geld hast, so hab ich Brod, cuando
tengas dinero, yo tendré pan. (Germanisches Nationalmuseum, Nuremberg.)

porque tuvo que emprender «la escalada» del mundo musulmán alzado frente a ella.
Del mismo modo, la revolución monetaria que, poco a poco, invadió el Imperio turco
durante el siglo XVI, fue la que le obligó a entrar en el concierto europeo, que no im-
plicaba sólo unos cuantos intercambios pomposos de embajadores. Por último, Japón,
a partir de 1638, se cerró de alguna manera al mundo exterior, aunque, en realidad,
siguió abierto a los juncos chinos y a los navíos holandeses de permiso. La brecha fue
sufieientemente amplia como para introducir mercancías y monedas y desencadenar una
serie de medidas, especialmente la explotación de las minas de plata y de cobre. Este
esfuerzo coincide con el progreso urbano del siglo XVII, con el florecimiento, en algu-
nas ciudades privilegiadas, de una «verdadera civilización burguesa». Todo está
relacionado.
Y llama la atención observar un tipo de política exterior de monedas en que el ex-
tranjero controla a veces el juego, imponiéndolo tanto por su fuerza como por su de-
bilidad. Conversar con el prójimo es encontrar, obligatoriamente, una lengua común
de entendimiento. El mérito del «comercio a lo lejos», del gran capitalismo mercantil,
consiste en haber hablado la lengua de los cambios universales. Incluso si éstos, como
veremos en nuestro segundo libro, no son prioritarios por su volumen (el comercio de
especias es mucho menos cuantioso -incluso en valor- que el comercio de trigo en
Europa)1 \ son decisivos por su eficacia, su novedad constructiva. Son la fuente de toda
«acumulación)) rápida. Ponen el mundo del Antiguo Régimen y la moneda a su servi-
cio. Esta les sigue o les precede a voluntad. Orientan las economías.

384
La moneda

ECONOMIAS Y MONEDAS
IMPERFECTAS

La descripción de las formas elementales del intercambio monetario sería inacaba-


ble. Los ejemplos son numerosos y es necesario clasificarlos. Más aún, el diálogo entre
la moneda perfecta (si es que existe) y la imperfecta aclara nuestros problemas hasta
sus raíces. Si Ja historia es explicación, ha de desempeñar aquí un papel muy impor-
tante. Con la condición de evitar algunos errores: no creer que la imperfección y la per-
fección no pueden coexistir y mezclarse en algunas ocasiones; que estos dos aspectos
no son en realidad el mismo y único problema; que todo intercambio no viene obli-
gatoriamente de las diferencias de intensidad (aún en la actualidad). La moneda es
también un medio de explotar a los demás, dentro o fuera de nuestros límites, de pre-
cipitar el proceso.
Todavía en el siglo XVIII, una panorámica «sincrónica» del mundo lo demuestra
hasta hacerlo evidente. En extensas zonas, millones de hombres se encontraban aún en
la época de Homero, en la que se contaba en bueyes el valor del escudo de Aquiles.
Adam Smith evoca esta imagen al escribir: «La armadura de Diómedes, según Home"
ro, ·había costado sólo nueve bueyes; pero la de Glauco había costado cien». Aquellas
humanidades sencillas pertenecen a lo que un economista llamaría, hoy, un Tercer
Mundo: siempre ha existido un Tercer Mundo. Su error habitual es aceptar un diálogo
que le es siempre desfavorable. Aunque, si es necesario, se le obliga a ello.

Las moneda.r
primitivas

Basta un intercambio de mercancías para que se inicie un balbuceo monetario. Una


mercancía más apreciada o más abundante desempeña el papel de moneda, de patrón
en las transacciones, o por lo menos, se esfuerza en desempeñarlo. Así la sal fue una
moneda en los «reinos» del Alto Senegal y del Alto Níger, y en Abisinia, donde cubos
de sal, dallados, según un autor francés de 1620, como cristal de roca y de la longitud
de un dedo», servían indistintamente de moneda y de alimento, «de tal forma que se
podía decir, con razón, que allí se comía el dinero en sustancia». Es peligroso, exclama
en seguida el prudente autor francés, «pues cualquier día pueden encontrar fundidos
y reducidos a agua todos sus recursos» 12 • También desempeñan este papel las telas de
algodón en las orillas del Monomotapa y en las riberas del golfo de Guinea, donde se
hablaba de «pieza de Indias,., en la trata de negros para designar la cantidad de telas
de algodón (indianas) que representaban el precio de un hombre, y luego, el hombre
mismo. La «pieza de Indias» equivale a un esclavo entre 15 y 40 años, según los expertos.
También en esta costa de Africa, los brazaletes de cobre, llamados manillas, el oro
en polvo al peso y los caballos se utilizaban como moneda. El P. Labat (1728) habla
de los magníficos caballos de los moros que éstos revendían a los negros: «Los valora-
ban, escribe, en quince cautivos por pieza. He aquí una extraña moneda, pero cada
país tiene sus costumbres» 13 Los comerciantes ingleses, para desbancar a sus competi-
dores, inauguraron, en los primeros años del siglo XVIII, una tarifa invencible: «Pusie-
ron el cautivo pieza de Indias al precio de cuatro onzas de oro, o treinta piastras [de
plata], o tres cuartos de libra de coral, o siete piezas de tela de Escocia». Sin embargo,
en cierto pueblo negro del interior, las gallinas, «tan gordas y tiernas como los capones

385
la moneda

y las pulardas de otros países», son tan numerosas que su precio equivale al de una
hoja de papel 14 •
Otra moneda corriente en las costas de Africa son las conchas, más o menos grandes
y de distintos colores, entre las que destacan los zimboJ de la ribera del Congo y los
cauns. «Los zimbo.r, escribe un portugués en 1619, son unos caracolillos de mar muy
pequeños, que no tienen de por sí ninguna utilidad, ni valor. La barbarie de antaño
introdujo esta moneda que se sigue utilizando actualmente»1> ¡E incluso hoy, en el
siglo XX! Los cauriJ son también conchas pequeñas, azules, con estrías rojas, que se en-
sartaban para formar ristras. Desde las islas perdidas del océano Indico, las Maldivas y
las Laquedivas, se enviaban en barcos cargados hasta los topes a Africa, el noreste de
la India y Birmania. Holanda las importaba a Amsterdam, en el siglo XVII, para utili-
zarlas en el momento oportuno. Antaño, los cauri.r circularon en China por las mismas
rutas que siguió el budismo para predicar su evangelio. La retirada de los cauns ante
los sapeques chinos no fue, por cierto, completa, ya que en el Yunnan, país productor
de madera y de cobre, se mantuvieron mucho tiempo, hasta aproximadamente 1800.
Investigaciones recientes hari descubierto allí contratos tardíos de alquiler y de venta
estipulados en cauns 16 '
Otra moneda rio menos extraña es la que descubrió con asombro un periodista que
acompañó no hace mucho a la reina Isabel de foglaterra y al prfücipe de Edimburgo
enuno de si.Is viajes a Afríca. «Los indígenas del interior de Nigeria, escribe, no compran
el ganado, las armas, los productos agríi:olas, las telas, ni siquiera sus mujeres, con
libras esterlinas de S.M. británica, sino con extrañas monedas de coral acuñadas [o
mejor, fabricadas] en Europa. Estas monedas [ ... ] proceden de 1talia, donde se les llama
olivette; se fabrican especialmente en Toscana, en un taller de coral de Liorna que se
ha mantenido hasta hoy.» Las olivette, cilindros de coral perforados en el centro yaca-
nalados en su cara externa, circulan en Nigeria, en Sierra Leona, en Costa de Marfil,
en Liberia e incluso más lejos. El comprador, en Africa, las lleva ensartadas en su cin-
turón. Cualquiera puede de viJu calcular su riqueza. Behanzin, en 1902, compró por
mil libras esterlinas una olivetta fuera de serie, que pesaba un kilo y tenía un color
maravilloso 17
Pero es imposible hacer una lista exhaustiva de todas estas sorprendentes monedas.
Subsisten escondidas en muchos lugares. Islandia, con los reglamentos de 1413 y 1426,
estableció para muchos siglos una verdadera mercurial de mercancías abonables en pes-
cadb curado (un pescado por una herradura; 3 por un par de zapatos de mujer; 100
por un tonel de vino; 120 por un barril de mantequilla, etc.) 18 ~ En Alaska o en la Rusia
de Pedro el Grande, este papel lo desempeñaban las pieles: a veces eran simples trozos
de piel, que ocupaban en ciertos momentos un lugar importante en las cajas de los pa-
gadores militares del zar. Pero, en Siberia, se pagaban los impuestos con pieles valiosas
y comerdalizables, y este «oro blanco» era utilizado por el zar para efectuar numerosos
pagos, especialmente a sus funcionarios. En la América colonial, según las regiones,
servía de moneda el tabaco, el azúcar, o el cacao. Los indios, en América del Norte,
usaban pequeños cilindros tallados en conchas, blancas o moradas, ensartados en largas
ristras: se les llamaba wampuns; los colonos europeos siguieron utilizándolos legalmen-
te hasta 1670 y, de hecho, subsistieron hasta 172 5 por lo menos 19 Del mismo modo,
entre los siglos XVI y xvm, el Congo en sentido amplio (incluida Angola) vio despertar
una serie de mercados y de activas redes de intercambios, unas y otras sin duda al ser-
vido fundamentalmente del trueque, del comercio de los blancos, de sus agentes, los
pombeiros, con frecuencia establecidos en lugares lejanos del interior. Circulan dos
pseudo.monedas: los zimboJ y las telas 2º Para las conchas se establece un patrón: un
tamiz calibrado diferencia las grandes de las pequeñas (1 grande= 10 pequeñas). En
cuanto a las telas-monedas, varían de tamaño: el lubongo es como una hoja de papel,
386 ,
La moneda

el mpusu como una servilleta. Estas monedas, que generalmente se agrupan por dece-
nas, forman pues, como las monedas metálicas, una escala de valores, con múltiplos y
submúltiplos. Y también, del mismo modo, pueden movilizarse grandes sumas. En
1649, el rey del Congo reunió 1.500 cargas de telas por un valor aproximado de 40
millones de reis portugueses 2 t
La evolución de estas pseudomonedas, siempre que resulta posible seguir su desti-
no tras el impacto europeo, es idéntica (en el caso de los cauris en Bengala 22 , de los
wampuns, después de 1670, de los zimbos congoleños): desemboca en inflaciones mons-
truosas, catastróficas, provocadas por un aumento de los stocks, por una circulación que
se acelera y hasta se desorbita y por una devaluación concomitante en relación con las
monedas dominantes en Europa. Y a todo esto hay que añadir, incluso, un tráfico de
«moneda falsa» primitiva. En el siglo XVI, la fabricación en talJeres europeos de falsos
wampuns de pasta de vidrio, provocó la desaparición total de la antigua moneda. Los
portugueses fueron más astutos: hacia 1650, se apoderaron, en las costas de la isla de
Loanda, «de las pesquerías de monedas», es decir, de zimbos. Ahora bien, éstos se
habían devaluado ya, entre 1575 y 1650, en la proporción de 1 a 10 23
De codo esto, hay que deducir, en todas las ocasiones, que la moneda primitiva
era realmente una moneda, que tenía todas sus características y todas sus costumbres.
Sus vicisitudes resumen la historia del choque entre economías primitivas y economías
avanzadas, producido por la irrupción de los europeos en los siete mares del mundo.

El emperador Kubzlay, conquistador de China, hace acuñar una moneda de corteza de morera,
sobre la cual figura el sello impenal. Libros de las Maravillas, Mss fr 281 O, fº 45. (Cliché B.N.)

387
La moneda

El trueque dentro de
las economías monetarias

Menos conocida es la pervivencia de relaciones casi tan desiguales en el seno de los


países «civilizados». Bajo la delgada piel de las economías monetarias, se mantienen
una serie de actividades primitivas, mezcladas, enfrentadas unas con otras, tanto en los
encuentros habituales en los mercados de las ciudades, como en elforczng de las ferias
tumultuosas. En el corazón de Europa sobreviven economías rudimentarias, rodeadas
por la vida monetaria que no las suprime sino que, más bien, se las reserva como otras
tantas colonias interiores al alcance de su mano. Adam Smith (1775) habla de un pueblo
de Escocia «donde no es infrecuente ver, en la panadería o en la cervecería, que un
obrero paga con clavos en vez de con dinero» 24 Aproximadamente en esa misma época,
en ciertos sectores aislados de los Pirineos catalanes, algunos campesinos van a hacer
sus compras provistos de pequeños sacos llenos de grano para pagar lo que han adqui-
rido25. Pero hay ejemplos más tardíos y aún más convincentes. Según el testimonio de
los etnólogos, Córcega no tuvo una economía realmente eficaz hasta después de la pri-
mera guerra mundial. Esta transformación no llegó a producirse en algunas regiones
montañosas de la Argelia «francesa» hasta la segunda guerra mundial. Este fue uno de
los dramas subyacentes en el macizo de Aures hasta cerca de 1930 26 , y este drama nos
permite imaginar el de los innumerables pequeños mundos cerrados, en el este de Eu-
ropa, en ciertos cantones rurales o montañosos, o en el oeste americano, a medida que
en fechas muy diversas eran alcanzados, siguiendo procesos muy similares a pesar de
su alejamiento crenológico, por el sistema monetario moderno.
Un viajero del siglo XVII, Fran~ois La Boullaye, cuenta que en Circasia y en Min-
grelia, es decir, entre el sur del Cáucaso y el mar Negro, «no circula moneda». Sólo se
practica el trueque, y el tributo que el soberano de Mingrelia paga todos los años al
Sultán en un tributo «de telas y de esclavos». El embajador encargado de llevarlo a Es-
tambul se enfrenta con un problema muy peculiar: ¿cómo pagar sus gastos de estancia
en la capital turca? De hecho, irá vendiendo uno tras otro los treinta o cuarenta escla-
vos que componen su séquito, salvo su secretario, añade La Boullaye, del que sólo se
separará cuando no tiene más remedio. Tras lo cual, «vuelve solo a su país» 17
El ejemplo ruso es también significativo. En Novgorod, a comienzos del siglo xv,
«no se utilizaban aún[ ... ] más que pequeñas monedas tártaras, trozos de piel de marta
y pedazos de cuero contrastados con una marea. Hasta 1425 no se empezaron a acuñar
monedas de plata muy toJcas. Y eso a pesar de que Novgorod estaba adelantada con
respecto al resto de la economía rusa, eri el interior de la cual los intercambios se rea-
lizaron eri especie durante mucho tiempo» 28 • Fue necesario esperar al siglo XVI y la lle-
gada de inoriedas alemanas y de lingotes (pues la balanza comercial rusa era positiva)
para que se empezara a acuñar moneda de forma regular. En cantidades modestas,
des& luego, y la acuñación de moneda dependía aún con frecuencia de fa. iniciativa
privada; El trueque persistie en algunos lugares del inmenso país. Sólo en el reinado
de Pedro el Grande, las regiones hasta: entonces aisladas se ponen eh contacto unas con
otfas, Eltetraso ruso respecto a Occidente es innegable: los decisivos recursos auríferos
de Sibetia rio fueron realmente utilizados hasta 1820 29,
ta. América colonial constituye también un espectáculo muy significativo. La eco-
nomía ~61o llegó a las grandes ciudades de los países mineros -México, Perú- y a las
regiones más cercanas a Europa, como las Antillas y Brasil (este último se vio pronto
privilegiado gracias a sus minas de oro). No eran, ni mucho menos, economías mone-
tarias perfectas, pero los precios fluctuaban, signo ya de cierta madurez económica,
mientras que en el siglo XIX los precios no fluctuaban ni en Argentina, ni en Chile

388
La moneda

Ficha de bronce con ia marca de Íos Peruzzi (do.r peras), comerciantes de Florencia. M. Bernoc-
chi, que me la ha regalado, ha reunido en su coiección múltiples piecectllas análogas, que se
cree fueron puestas en circulación por firmas florentinas para sus necesidades internas, ya que
frecuentemente llevan al múmo tiem/10 las marcas de dos familias asociadas por sus negocios (diá-
metro: 20 mm). (Fotografía M. Cabaud.)

(que, no obstante, producía cobre y plata)3n; eran de un extraordinario inmovilismo,


carecían de flexibilidad. En todo el continente americano se cambian con frecuencia
unas mercancías por otras. Las concesiones feudales o semifeudales de los gobiernos co-
loniales son un signo de la escasez de dinero en metálico. Monedas imperfectas desem-
peñaron naturalmente su papel: trozos de cobre en Chile, tabaco en Virginia, «argent
de carte» en el Canadá francés, tlacos en Nueva España 31 • Estos tlacos (palabra mexi-
cana) valían un octavo de real. Eran pequeñas monedas creadas por los minoristas, pro-
pietarios de aquellas tiendas llamadas mestizas donde se vendía de todo, desde pan y
alcohol hasta telas de seda chinas. Cada uno de estos pequeños comerciantes emitía
piezas divisionarias, con su marca, de madera, de plomo o de cobre. A veces estas fichas
se cambiaban por verdaderos pesos de plata y circulaban entre un público restringido;
algunas se perdían, todas se prestaban a especulaciones con frecuencia sórdidas. Esto
era así porque de las monedas de plata no existían más que piezas grandes que, en rea-
lidad, nunca eran manejadas por la gente corriente. Además, cada flota que volvía a
España dejaba sin metal blanco al país. Por último, la tentativa, en 1542, de crear una
moneda de cobre fracasó 32 • Hubo, pues, que contentarse con.aquel sistema defectuoso,
casi una moneda primitiva. En realidad, en la Francia del siglo XIV, ocurrió algo simi-
lar. El rescate de Juan el Bueno bastó para vaciar el país de su numerario. Entonces el
rey tuvo que acuñar una moneda de cobre, que mandaría recoger unos años más tarde.
Estas dificultades existieron también en las colonias inglesas, antes y después de su
liberación. En noviero bre de 1721, un comerciante de Filadelfia escribía a uno de sus
socios establecido en Madeira: «Yo había pensado enviar algo de trigo, pero los acree-
dores no acaban de decidirse y la moneda escasea tanto que empezamos a estar, o es-
tamos ya, atenazados desde hace algún tiempo por la falta de un medio de pago, sin
el cual el comercio es una ocupación llena de perplejidades» 3 l. En los intercambios co-
tidianos se procuran evitar estas «perplejidades». En 1791, en su libro sobre los Estados
Unidos, Claviere y Brissot, personajes archiconocidps de la Revolución francesa, seña-
laban la sorp,rcndente extensión del trueque: «En vez del dinero que sale y vuelve cons-
tantemente a las mismas manos, decían con admiración, en el campo se cubren recí-
procamente las necesidades por medio de intercambios directos. El sastre, el zapatero
realizan el trabajo propio de su profesión en la misma casa del agricultor que los ne-
cesita y que, casi siempre, proporciona la materia prima y paga el trabajo en productos
del campo. Este tipo de intercambio se extiende a múltiples objetos; se anota por ambas
partes lo que se da y lo que se recibe, y a finales de año, con una pequeñísima canti-
dad de numerario, se liquida un gran número de transacciones, que no se realizarían

389
Billete emitido_por la colonia de MassachuJ·etts, en Nueva Inglaterra, e/3 de febrero de 1690.
En los archivos de la firma Molson, en Montréal, que ha tenido la gentileza de facilitarme su
reproducción.

en Europa más que con mucho dinero». Se creó así «Un gran medio de circulación, sin

numerario ... »34 .
Este elogio del trueque y de los servicios pagados en especie como una originalidad
progresiva de la joven América es bastante curioso. En el siglo XVII e incluso en el XVIII,
los pagos en especie son muy frecuentes en Europa, donde constituyen una pervivencia
de un pasado durante el cual habían sido la regla. Sería interminable la enumeración
(siguiendo a Alfons Dopsch) 15 de los cuchilleros de Solingen, los mineros, los tejedores
de Pforzheim, los relojeros campesinos de la Selva Negra, unos y otros pagados en es-
pecie, con víveres, con sal, con telas, con alambre de latón, con grano, productos todos
tasados a precios excesivos. Es el Trucksystem (el trueque, en suma) que en el siglo X\'
era habitual tanto en Alemania como en Holanda, Inglaterra y Francia. Incluso los «fun-
cionarios» alemanes del Imperio, y a fortiori los funcionarios municipales, cobraban en
especie una parte de su salario. ¡Y cuántos maestros de escuela, todavía en el siglo pa-
sado; eran pagados con pollos, mantequilla o trigo!3 6 . En los pueblos indios también
se pagaba, desde siempre, a los artesanos (que se sucedían de padres a hijos en castas
artesanales) con productos a1imenticios y el baratto (el trueque) fue la prudente norma
de todos los grandes comerciantes, desde el siglo XV, en las escalas de Oriente, por lo
menos siempre que podían. Siguiendo esta tradición del trueque, aquellos especialistas
del erédito que eran los genoveses en el siglo XVI, idearon montar las ferias llamadas
de Besan~on, donde se liquidaban las letras de cambio de toda Europa, verdaderos pre-
cedentes de los clearings. Un veneciano, en 1604, se asombraba de los millones de du-
cados que se intercambiaban en Piacenza, sede de estas ferias, sin que al final apare-
cieran más que unos cuantos puñados de escudos «de oro en oro» 37 , es decir, monedas
contantes y sonantes.

390
La moneda

FUERA DE EUROPA: ECONOMIAS


Y MONEDAS METALICAS INCIPIENTES

Entre las monedas primitivas y Europa, Japón, el Islam, la India y China represen-
tan situaciones intermedias, a mitad de camino de una vida monetaria activa y
completa.

En japón
y en el Imperio turco

En Japón, la economía monetaria logra su plenitud en el siglo XVII. Pero la circu-


lación de monedas de oro, de plata y de cobre no afecta para nada a las masas; la an-
tigua moneda, constituida por el arroz, continúa vigente; las cargas de arenque siguen
cambiándose por cargas de arroz. Pero la transformación va abriéndose camino. Los cam-
pesinos tendrán pronto suficientes monedas de cobre para pagar con ellas los cánones
para los campos nuevos, sin cultivo de arroz. (Para los otros, persiste el viejo sistema
de prestaciones personales y en especie.) En la parte occidental de Japón, en los terrenos
del shogún, un tercio de los cánones campesinos se pagaba en dinero. Algunos daimios
(grandes señores) entraron rápidamente en posesión de cantidades tan considerables de
oro y de plata que llegaron a pagar a sus propios samurais (nobles a su servicio) con
monedas blancas o amarillas. Esta evolución fue sin embargo lenta, por las brutales in-
tervenciones gubernamentales, por las mentalidades hostiles al nuevo sistema, e inclu-
so por la ética de los samurais que les prohibía pensar o hablar de dinero 38 • Frente al
mundo campesino y feudal, el Japón monetario, realmente revolucionario, contaba por
lo menos con tres sectores: el gubernamental, el comercial y el urbano. El signo inne-
gable de cierta madurez son, por último, las fluctuaciones (que conocemos) de los
precios y especialmente del precio del arroz y de los cánones en dinero de los campe-
sinos, o, si se quiere, la drástica devaluación de 1695 que decidió el Shogún, con la
esperanza de «multiplicar la moneda» 3'1
Del Atlántico a la India, el Islam poseía una organización monetaria, pero anticua-
da y que seguía encerrada en sus tradiciones. Sólo se desarrollaron Persia, encrucijada
activa, el Imperio otomano y Estambul, ciudad excepcional. En el siglo xvm, en la
enorme capital, las mercuriales fijaban en monedas nacionales los precios de las mer-
ca11cías y los derechos aduaneros ad valorem; se efectuaban transacciones con todos los
grandes mercados de Occidente como Amsterdam, Livorno, Londres, Marsella, Vene-
cia, Viena ...
Circulaban monedas de oro, llamadas sultaníes y también fonduc o fonducchi
(piezas enteras, medias piezas, cuartos de pieza); monedas de plata, las piastras turcas
llamadas grouck o grouch; el para y el aspra se convirtieron en monedas de cuenta. Un
sultanívalía 'j piastras, una piastra 40 paras, un para tres aspras, el menkir o gieduki,
que valía un cuarto de aspra, era la moneda real más pequeña (de plata o cobre) en
circulación. Esta circulación de Estambul repercutió en países lejanos, como Egipto y
la India, por Basora, Bagdad, Mosul, Alepo o Damasco, donde las colonias de comer-
ciantes armenios animaban los tráficos. Se produjo, con toda seguridad, cierta deterio-
rización monetaria: las piezas extranjeras eran más cotizadas que las monedas otoma-
nas, el cequí veneciano, de oro, valía 'j piastras y media, el tálero holandés, el escudo
de Ragusa, de plata, se cotizaban a 60 paras; el hermoso tálero austriaco, llamado Cara

391
La moneda

Grouch, se cambiaba a 101, e incluso a 102 paras 40 • Un documento veneciano indicaba


ya, en 1668, que se podía ganar hasta un 30% sobre los reales españoles (enviados a
Egipto); otro, en 1671, que se ganaría sobre los navíos a Estambul de cequíes o de on-
gari comprados en Venecia, del 12 al 17 ,5 % 41 El imperio turco atrae así las monedas
occidentales, las necesita para su propia circulación monetaria: es un país demandante.
Un interés suplementario entra en juego: en Oriente, «todas las monedas [que
llegan] son fundidas sin discriminación y enviadas a Persia y a la India después de haber
sido transformadas en lingotes»; luego se acuñaban con ellos larines persas o rupias
indias 42 • Al menos esto es lo que señala un texto francés de 1686. No obstante, antes
y después de esta fecha, llegaban intactas, a Ispahan o a Delhi, otras monedas occi-
dentales. La dificultad, para los comerciantes, era que, en Persia, todo el metálico que
introducían debía llevarse a la ceca para fundirlo y acuñar latines. En -este caso, perdía
los gastos de acuñación. Pero hasta aproximadamente 1620, el larin, especie de mone-
da internacional en Exrremo Oriente, había estado supervalorada, con lo que los co-
merciantes se recuperaban de los gastos anteriores. Pero, a lo largo del siglo XVII, el
real pasó a ser la moneda más cotizada, de forma que, en la época de Tavemier, muchos
comerciantes buscaban los reales y los sacaban de contrabando para sus transacciones
en la India, aprovechando las salidas masivas de caravanas y de flotas del golfo Pérsico 43

La India

El continente indio se familiarizó muy pronto, antes de la era cristiana, con las mo-
nedas de oro y de plata. Durante los siglos que estamos estudiando, se produjeron tres
expansiones de la economía monetaria, en los siglos XIII, XVI y XVIII; ninguna fue com-
pleta, unificadora, y se mantuvo, más o menos firme, una oposición entre el norte que,
a partir de los valles del Indo y del Ganges, era la zona dominada por los musulmanes,
y el sur peninsular, donde sobrevivieron los reinos hindúes, y entre ellos, el de Vija-
yanagar, próspero durante mucho tiempo. En el norte (cuando funcionaba) existía un
bimetalismo plata-cobre, siendo más importante, con mucho, el nivel inferior del cobre.
Las monedas de plata -las rupias (y sus submúltiplos), unas veces redondas, otras veces
cuadradas- hicieron su aparición en el siglo XVI. No circulaban más que en los altos
niveles de la vida económica: en los inferiores se usaban el cobre y las almendras amargas
(curiosas monedas primitivas procedentes de Persia). Las piezas de oro, los mohurs, acu-
ñados por Akbar, prácticamente no circulaban 44 • Por el contrario, en el sur, el oro era
la moneda fundamental del Dekán; y en un nivel inferior, un poco de plata y de cobre
completaban la moneda de las conchas 4 ~ Las monedas de oro se llamaban, en el len-
guaje occidental, «pagodas», piezas de muy poco diámetro pero muy gruesas «que valen
[en 1695] tanto como el cequí veneciano», y cuyo metal es más puro «que el del doblón
de España» 46 •
En el siglo XVl!l persiste el caos monetario. La acuñación de las monedas se repartía
entre innumerables cecas:~la de Surat, el gran puerto de Gujarat, era la más importan-
te, aunque no la única. A igualdad de calidad y de ley, se prefería la moneda local a
las otras. Como las acuñaciones eran frecuentes, la intervención interesada de los prín-
cipes valoraba más la moneda reciente, aunque fuera de menor valor que la antigua,
como sucedía frecuentemente. Gemelli Careri (1695) aconsejaba por tanto a los mer-
caderes hacer acuñar de nuevo sus piezas de plata «según las Monedas del país ... y,
sobre todo, que el cuño sea del año en curso, ya que, de otra forma, se perdería un
medio por ciento. Esta facilidad para hacer acuñar moneda existe en todas las ciudades
situadas tras las fronteras del Gran Mogol» 47

392
La moneda

Finalmente, en la India, al no producirse apenas ni oro, ni plata, ni cobre, ni cauris,


las monedas ajenas, al llegar allí y franquear su puerta siempre abierta, le proporcio-
naban la mayor parte de su materia prima monetaria. Alentados por aquel caos, los
portugueses acuñaron piezas competidoras de las piezas indias. Igualmente, hubo (hasta
1788) rupias de Batavia, junto a las rupias persas. Pero un sistemático drenaje de los
metales preciosos de todo el mundo se produjo en beneficio del Gran Mogol y de sus
Estados: «El lector debe considerar, explica un viajero (1695), que todo el oro y la plata
que circula en el mundo va finalmente a parar al Gran Mogol de forma natural. Es
sabido que el metal que sale de América, después de haber recorrido varios Reinos de
Europa, acaba en parte en Turquía y en parte en Persia, por la ruta de Esmirna para
la seda. Pero los turcos no pueden prescindir del café que viene del Yemen o Arabia
Feliz; los árabes, los persas y los turcos no pueden tampoco prescindir de las mercancías
de las Indias; de tal forma que envían grandes sumas de dinero por el mar Rojo a
Moka, junto al Bab-el-Mandeb, a Basora, en el fondo del golfo Pérsico, a Bandar-Ab-
bas y a Gomeron, y desde allí lo trasladan a las Indias en sus barcos». Del mismo modo,
todas las compras hechas en la India por los holandeses, los ingleses y los portugueses
se hacían con oro y plata, pues «sólo con dinero contante y sonante se pueden obtener
de los indios las mercancías que se desea transportar a Europa» 48 •
Descripción apenas exagerada. Pero, como.no hay nada gratuito, la India tenía que
pagar permanentemente los metales preciosos. Esta es una de las razones de su vida
difícil y, también, del auge de sus industrias compensadoras, especialmente las textiles
de Gujarat, verdadero núcleo motor de la economía india, desde antes de la llegada
de Vasco de Gama. Se produce una activa exportación hacia los países próximos y le-
janos. El- Gujarat, con sus tejedores de algodón, debía parecerse al modelo de los Países
Bajos laneros de la Edad Media. Desde el siglo XVI, provocó un enorme impulso in-
dustrial dirigido hacia el Ganges. En el siglo XVIII, las telas de algodón, las «indianas»
inundaron Europa, importadas masivamente por los comerciantes hasta que Europa pre-
firió fabricarlas por sí misma y les hizo la competencia.
La historia monetaria de la India sigue, bastante lógicamente, los movimientos de
Occidente; su moneda está controlada a distancia. Todo ocurre como si, para reanudar
la acuñación de moneda en Delhi, después de 1542, hubiera sido necesario esperar la
llegada a Europa y la posterior huida fuera de ésta, de la plata americana. V Magal-
haes Godinho explica detalladamente que las rupias se acuñaban con los reales espa-
ñoles y los tarines persas, que proceden frecuentemente a su vez de reales refundidos.
De la misma forma, las monedas de oro volvían a utilizar el oro portugués, procedente
de Africa, el oro español de América y, sobre todo, los cequíes venecianos~ 9 Estas
nuevas aportaciones trastocaron la antigua situación monetaria, basada en un suminis-
tro relativamente modesto de metales preciosos de origen asiático (oro de China, de
Sumatra, dd Monomotapa, plata del Japón y de Persia) y mediterráneo (oro y plata
de Venecia). Más una cantidad igualmente modesta de cobre que llegaba desde Occi-
dente por el mar Rojo. Más una cantidad abundante de pseudo-monedas: cauris en Ben-
gala y en otros lugares, almendras amargas importadas de Persia en Gujarat. Como la
del oro y la de la plata, la circulación del cobre fue totalmente modificada, en este caso
por importaciones masivas de Portugal, totalmente absorbidas por la India mogola.
Hasta el momento en que el cobre escasee en Lisboa 50 , para acabar por desaparecer to-
talmente, después de 1580. Se produjo entonces una penuria de cobre en la India, a
pesar de las nuevas aportaciones de cobre chino y japonés. Después del reinado de Ja-
hangir, hacia 1627, las emisiones de moneda de cobre, abundantes hasta entonces, dis-
minuyen en la India mogola y la plata adquiere una importancia creciente en las tran-
sacciones, mientras que el papel de los cauris se intensifica nuevamente para reempla-
zar en parte a los paysahs de cobre 51 •
393
La moneda

China

China, que constituye en sí misma todo un universo, no puede comprenderse sino


en el centro de un mundo de economías primitivas, ligadas a ella y de las que depen-
de: Tíbet, Japón hasta aproximadamente el siglo XVI, Insulindia, Indochina. Como ex-
cepciones que confirman la regla, deben excluirse de esta calificación general las eco-
nomías primitivas Malaca, nudo comercial hada el que confluía la moneda por sí sola,
la punta oeste de Sumatra, con sus ciudades del oro y sus especias, y, finalmente, la
isla de Java, ya bastante poblada, donde las monedas de cobre, las caixas, seguían el
modelo chino. Aunque, en realidad, Java estaba todavía en un estado elemental de su
vida monetaria.
China vivía así junto a países evolucionados: Japón utilizó durante mucho tiempo
el arroz como moneda; Insulindia e Indochina, las caixas chinas importadas o imitadas,
o los «gongs» de cobre, o el polvo de oro al peso, o los pesos de estaño o de cobre; el
Tíbet, el coral llegado del lejano Oriente, junto al polvo de oro.
Todo esto explica el retraso de la propia China y al mismo tiempo una cierta fir-
meza de su sistema monetario que es «dominante». Pudo, sin riesgos, tener una his-
toria monetaria perezosa: le bastó con superar a sus vecinos. Pero dejemos a un lado
el episodio excepcional del papel moneda que duró aproximadamente desde el lejano
siglo IX hasta el XIV y fue efectivo principalmente en tiempos de los mongoles, cuando
China se abrió, por las rutas de Asia Central, al mundo de las estepas, al Islam y a
Occidente al mismo tiempo. El papel moneda, además de sus facilidades internas para
los pagos entre provincias, permitió reservar el dinero en metálico para las salidas de
metal que exigía el comercio con Asia central y el Occidente europeo (observemos, de
paso, la aberración de una China exportadora entonces de plata). El emperador perci-
bía en billetes una serie de impuestos, los comerciantes extranjeros (nos recuerda Pe-
golotti) tenían que cambiar su numerario, que se les devolvía al salir del país 52 • Usar
papel fue la respuesta china a la coyuntura de los siglos XIII y XIV, una manera de su-
perar las dificultades inherentes a una circulación arcaica de pesadas caixas de cobre o
de hierro y al impulso de.su comercio exterior, por las rutas de la seda.
Pero con la depresión del siglo XV, y la victoria de la sublevación campesina que
llevó al poder a la dinastía nacional de los Mings, se rompió la gran ruta mogola hacia
Occidente. Continuaron las emisiones de billetes, pero la inflación se hizo sentir. En
1378, 17 caixas de papel valían 13 caixas de cobre. Setenta años más tarde, en 1448,
hacían falta 1.000 billetes para adquirir 3 caixas de moneda. Esta inflación desplazó
con suma facilidad al papel, ya que éste recordaba, además, el odiado régimen mogol.
El Estado renunció a él; sólo algunos bancos privados continuaron haciendo circular
papel para las necesidades locales.
Desde entonces China tuvo una única moneda, sus caixas o caches, o sapeques de
cobre, corno las llamaban los europeos. Era ésta una antigua creación, aparecida dos-
cientos años antes de la era cristiana, que se modificó algo en el curso de los siglos y
se mantuvo frente a fuertes ~ompetidores como la sal, el grano, la seda, más peligrosa,
en el siglo VIII, el arroz que surgió de nuevo en el siglo XV al desaparecer el papel mo-
neda~3~ Al comienzo de la dinastía de los Mings, las monedas eran de cobre y plomo
mezclados (4 partes de éste y 6 de aquél), «lo que hace que se puedan romper fácil-
mente con los dedos», grabadas por una sola cara, redondas y con un orificio cuadrado
en el centro por el que se hacía pasar un cordel, pudiendo formarse así sartas de 100
o de 1.000. «Se da, por lo general, observa el P. de Magaillans (muerto en 1677 y cuyo
libro apareció en 1688], un cordón de mil denarios por un escudo, o tael chino; y este
cambió se hace en los bancos o en unas taquillas públicas previstas para ello.,. Natu·

394
La moneda

ralmente, los «denarios» chinos no podían servir para todos los usos pues eran unidades
demasiado pequeñas. Por encima de ellos, la plata al peso era una especie de moneda
superior. En el caso del oro, que desempeñó un papel muy secundario, y de la plata,
en vez de monedas, se utilizaban lingotes «con forma de barquichuela; se les llama,
en Macao, paes, es decir, panes de oro o de plata». Unos y otros, prosigue diciendo el
P. de Magaillans, son de valores diferentes. «Los panes de oro valen uno, dos, diez y
hasta veinte escudos; y los de plata son de medio escudo, de un escudo, de diez, de
veinte, de cincuenta, y a veces de cien y trescientos escudos» ~4 . El padre portugués se
obstinaba en hablar de denarios y de escudos, pero su lenguaje queda, no obstante,
claro. Precisemos tan sólo que el tael, el escudo, era generalmente una moneda de
cuenta, expresión sobre la que insistiremos más adelante .



.



A la izquierda: Billete de banco chino del siglo XIV Emisión del primer emperador Ming. Co-
lección G. Lion. (Fotografía Giraudon.) - A la derecha (de amba a abajo): monedas de la época
Ming (siglos XIV, XV, XVII). Museo Cernuschi, París.

395
La moneda

De hecho, en los niveles superiores, sólo tenía importancia el lingote de plata.


«Blanco como la nieve» por tener una parte de antimonio, era, en China, el instrumen-
to esencial de las transacciones importantes, sobre todo en la época de los Mings
(1368-1644), al cobrar vida una economía monetaria y capitalista que intentó ensan-
char su dominio y multiplicar sus servicios. Pensemos en el rush sobre las minas chinas
de carbón (1596) y en el enorme escándalo a que dio lugar, en 1605. Había entonces
tal demanda de plata que ésta se cambiaba por oro hasta en proporción de 5 a 1.
Cuando el galeón de Manila estableció comunicación con Nueva España a través del
Pacífico, los juncos chinos se lanzaron a su encuentro. Todas las mercancías se inter-
cambiaban en Manila únicamente por plata, manejándose aproximadamente un millón
de pesos al año 55 Los chinos «bajarían a los infiernos, escribe Sebastián Manrique, para
encontrar mercancías nuevas que se pudieran cambiar por los reales tan apasionada-
mente deseados. Llegan incluso a decir, en su incorrecto español, plata sa sangre», la
plata es la sangre' 6 •
En la realidad cotidiana, los panes de plata no podían utilizarse siempre sin frac-
cionar; los compradores «los cortan con tijeras de acero, que llevan con tal fin, y los
dividen en piezas [es decir, en trozos] mayores o menores según el precio de lo que
compran». Cada uno de estos fragmentos tenía que pesarse foego; compradores y ven-
dedores usaban pequeñas romanas. «No hay un solo chino, dice un europeo [entre
1733 y 1735], por muy pobre que sea, que no Heve consigo unas tijeras y un pesillo.
Las primeras sirven para cortar el oro y la plata y se llaman trape/in; el otro sirve para
pesar los metales y se llama litan. Los chinos son tan hábiles en estos menesteres que
son capaces de cortar por valor de dos ochavos de plata o cinco sueldos de oro, con
tanta exactitud que no tienen que rectificar una segunda vez»' 7 •
El P. de Las Cortes (1626), que se extraña también de la prodigiosa familiaridad
que tienen todos los chinos con esta extraña forma de pago, nos narra estos mismos
detalles un siglo antes. Hasta fos niños, dice, saben apreciar el metal de los lingotes y
su mayor o menor pureza. Recogen hasta el menor fragmento de metal gracias a una
especie de cascabel, lleno de cera, que llevan colgado de la cintura. Cuando consideran
que contiene suficiente plata, funden la cera para recogerla 18 • ¿Se trata de un buen sis-
tema? Nuestro testigo no lo duda. «Reflexionando, escribe, sobre la multiplicidad de
nuestras monedas europeas, estimo que supone una ventaja para los chinos no tenerlas
ni de oro ni de plata, y la razón es, a mi entender, que siendo estos metales conside-
rados mercandas en China, la cantidad que allí se introduce no puede producir un au-
mento tan considerable de los precios de los productos y mercanc1as como en los países
donde el dinero es muy común ... ». Y, entusiasta, añade: ... además, todos los precios
están tan bien regulados en China que no se compra nada a un precio superior al valor
natural que tienen las cosas por sí mismas. Sólo los europeos son víctimas de su buena
fe, ya que es muy frecuente que fos chinos les vendan lo que compran a un precio su-
perfor al habitual en el país» 19 ~ . .
Hay que señalar que China, demasiado grande, no se vio nunca inundada de plata,
como pretenden tantos historiadores que la describen como «la bomba aspirante» del
metal blanco mundial. Y la prueba es el enorme poder adquisitivo de una simple mo-
neda de a ocho. Que ésta valiera según las provincias (y el tipo de moneda diferente
y, sin embargo, único, que en ellas circulaba), de 700 a l.100 caixas, no nos dice nada,
pero el hecho es que con una sola de estas delgadas piezas de plata, en 1695 «se podía
comer el mejor pan del mundo durante seis meses»: se trata, naturalmente, del con-
sumo de un solo individuo, en este caso un viajero occidental que aprovechaba la ex-
traordinaria baratura de la harina de trigo, poco apreciada en China. Pero por una mo-
nedita de plata de este valor al mes, este mismo viajero pudo contratar a un sirviente
chino «como cocinero» y por un taes (tael, es decir, 1.000 caixas, que en aquella época
396
La moneda

En las calles de Pekín: comerciante manejando unas enormeJ tijeras para cortar los lingotes de
plata; balanza para pesar los fragmentos; comerciante de cuerdas para ensartar los sapeques. Ver,
en el grabado antenºor, esas monedas agujereadas en el centro, y los grupo.r de piezas ensartadas
representados en el billete. Sección de Grabados. (Cliché B.N.)

397
La moneda

equivalía también a una pieza de a ocho aproximadamente) tomó a su servicio a un


criado chino de edad madura, el cual recibió por añadidura «cuatro ochavos [en un
solo pago] para el mantenimiento de su familia», durante su ausencia, ya que acom-
pañó a Careri hasta Pekín 60 •
Hay que tener también en cuenta que se produjo una prodigiosa acumulación de
riquezas, colosal en el caso del Tesoro imperial (sin contar la de los ricos y prevarica-
dores). Sin embargo, esta masa de dinero inmovilizado dependía en su mayor parte
de las decisiones y medidas del gobierno, que la utilizaba para influir sobre los precios,
como se desprende claramente de una correspondencia de los padres jesuitas de 1779.
El valor del dinero con relación a los objetos varió, según ellos, con la dinastía de los
Tsings, es decir, que en conjunto los precios subieron. Además, fuera o no fuera la
plata una moneda en sentido estricto (y realmente no lo era), China vivía bajo una es-
pecie de bimetalismo plata-cobre. El cambio interior se establecía entre los sapeques,
por un lado, y, la •mnza» china de plata por otro, o contra alguna pieza de a ocho ven-
dida por un comerciante occidental. Pero este cambio plata-cobre variaba diariamente,
o con las estaciones o los años~ y, sobre todo, según las emisiones de plata o de cobre
ordenadas por el gobierno imperial. El propósito de éste era mantener una circulación
monetaria normal y volver a situar, cuando resultaba necesario, la relación cobre-plata
en sus límites habituales, dejando salir del Tesoro del emperador metal blanco si éste
se valorizaba demasiado, o cobre, si sucedía lo contrario. «Nuestro gobierno, dicen los
jesuitas chinos, hace bajar o subir el valor respectivo de la plata y de la moneda ... dis-
pone de este recurso para todo el Imperio.» Este control se realizaba fácilmente ya que,
además, el Estado poseía en China todas las minas de cobre 61 •
No puede decirse, por tanto, que la moneda fuese en China un instrumento indi-
ferente, neutro, y que los precios se mantuviesen siempre perfectamente estables. Se
sabe que algunos oscilaron, especialmente fos del arroz. En el siglo XVIII, en Cantón,
los precios subieron bajo el impacto del comercio europeo a consecuencia de una doble
revolución, monetaria y fiduciaria, que afectó profundamente a la vieja economía del
Imperio Medio 62 • Una economía litoral, la de la: «piastra>, alteró una economía inte-
rior, la del sapeque. Pero ésta no era fundamentalmente tan inerte y tranquila como
se supone habitualmente.
Dicho esto, el lector aceptará sin duda nuestro punto de vista: China era más pri-
mitiva, menos evolucionada en el plano monetario que la India. Pero su sistema tenía
mayor coherencia y una unidad evidente. La moneda china era diferente a la del resto
del mundo.

398
La moneda

ALGUNAS REGLAS
DELJUEGO MONETARIO

Europa constituye un caso aparte, ya entonces monstruoso. Conoce toda la gama


de la experiencia monetaria: en el nivel más bajo, y más frecuentemente de lo que se
cree, el trueque, la autosubsistencia, las monedas primitivas, viejos recursos, fórmulas
que permiten ahorrar el dinero contante, por encima, las monedas metálicas, oro, plata
y cobre, que posee con relativa abundancia; por último, un crédito multiforme, desde
los adelantos con intereses de los «lombardos» o de los comerciantes judíos, hasta las
letras de cambio y las especulaciones de los grandes centros mercantiles.
Y estos juegos no se limitan a Europa. El sistema se explica y se proyecta a escala
mundial, corno una gran red lanzada sobre las riquezas de los demás continentes. No
es un detalle trivial que, en el siglo XVI y en beneficio de Europa, los «tesoros» de Amé-
rica se exporten hasta Extremo Oriente y se transformen allí en monedas locales o en
lingotes. Europa empieza a devorar, a digerir el mundo. Disentimos, pues, de la
opinión de algunos economistas de ayer, y aún de hoy, que parecen compadecerla re-
trospectivamente, dudar de una buena salud: según ellos, sufría una sangría monetaria
permanente hacia Extremo Oriente. Dicha sangría no fue mortal. Además es como si
se dijera del que bombardea una ciudad a punto de caer en sus manos, que está per-
diendo en el empeño sus balas de cañón, su pólvora y su esfuerzo.
En realidad, todas las monedas del mundo están relacionadas entre sí, aunque sólo
sea porque la política fll~metaria, en todas parres, se dedica a atraer o a arrojar fuera
de sus límites los distintos metales preciosos. Y estos movimientos monetarios repercu-
ten a veces a mucha distancia. V Magalhaes Godinho ha demostrado que, ya en el
siglo XV, las monedas de Italia, de Egipto y de Extremo Oriente influían unas sobre
otras, de la misma forma que las propias monedas europeas. Europa no podía remo-
delar a su gusto esta coherencia, esta estructura monetaria del mundo. Tenía que jugar
el juego local allí donde quería imponerse. Pero al poseer, ya antes de la conquista de
América, una cantidad relativamente importante de metales preciosos, consiguió
muchas veces· que el juego se desarrollase en beneficio suyo.

La disputa
de los metales preciosos

Una moneda metálica es una colección de piezas, relacionadas entre sí: ésta vale
una décima, o una dieciseisava, o una vigésima parte de aquélla, y así sucesivamente.
Normalmente se utilizan a la vez varios metales, preciosos o no. Occidente funcionó
con tres, el oro, la plata y el cobre, con los inconvenientes y las ventajas de esta diver-
sidad. Las ventajas fueron: responder a las distintas necesidades de los intercambios;
cada metal, con sus monedas correspondientes, tiene a su cargo una serie de transac-
ciones. Con un sistema único de monedas de oro, sería difícil saldar las modestas
compras cotidianas, y si el sistema estuviera basado exclusivamente en el cobre, los
pagos importantes resultarían muy incómodos. De hecho, cada metal desempeñaba su
función propia: el oro estaba reservado a los príncipes, a los grandes comerciantes (e
incluso a la Iglesia); la plata, a las transacciones corrientes; el cobre, como es lógico, a
los intercambios más modestos: era la moneda «negra» del pueblo y de los pobres; a
veces con una ligera mezcla de piara, se ennegrecía rápidamente y merecía siempre su
apelativo.

399
La moneda

La orientación y las prosperidad de una economía se adivinaban casi al primer vis-


tazo, según el metal que la dominase. En Nápoles, en 1751, se atesoraba el oro, y la
plata salía del reino; el cobre, a pesar de su escaso volumen (l. 500. 000 ducados frente
a 6 millones de plata y 10 de oro), solventaba la mayor parte de las transacciones, por
su rápida circulación y porque, por malo que fuera, «permanece en su sitio» 63 Igual
sucedía en España: en 1724, «la mayor parte de los pagos se realizan [ ... ] con vellón
(cobre enriquecido con un poco de plata]; su transporte es muy molesto y costoso y
además se suele recibir al peso ... »64 • Costumbre deplorable, mientras que en Francia
o en Holanda, en la misma época, el vellón se utilizaba sólo como moneda fracciona-
ria. Pero a España, todavía propietaria aparente de la plata del Nuevo Mundo, no le
permiten las otras potencias la posesión de aquellos lejanos tesoros más que a condi-
ción de dejarlos circular como moneda «común a todas las nacionesi>, es decir, a con-
dición de quedarse totalmente desprovista de ellos en beneficio de los demás. Como
Portugal en el caso del oro, España se convirtió en «Un simple canal» del metal blanco
de sus colonias. Careri, con la flota de galeones, atraca en Cádiz, en 1694; ve entrar
allí, en un solo día, «más de cien barcos en la bahía que venían a buscar la plata de
las mercancías que habían enviado a las Indias: la mayor parte del metal que viene en
los galeones, concluye, va a parar a la bolsa de las naciones eY.tranjeras» 61
Por el contrario, en los países en auge, la plata o el oro desempeñan plenamente
su papel. En 1699. la Cámara de Comercio de Londres describe la moneda de plata
«como más útil y práctica que el oro». Pero pronto surgió la gran inflación de oro del
siglo XVlll. En 1774, Inglaterra reconocía de facto el metal amarillo como moneda legal
y habitual, cumpliendo simplemente la plata el papel de moneda fraccionaria 66 En
Francia, sin embargo, siguió usándose la plata.
Es evidente que éstas son reglas muy generales, con claras excepciones. A principios
del siglo XVII, mientras que los grandes centros comerciales huían de las monedas de
cobre como de la peste, Portugal las aceptaba de buen grado, pero para exportarlas,
según su costumbre, más allá del cabo de Buena Esperanza, rumbo a las Indias. No
nos fiemos de las apariencias. Incluso el oro puede engañarnos: la Turquía de los os-
malíes, desde el siglo XV, formaba parte de la zona del oro (gracias al metal amarillo
de Africa y a las monedas egipcias). Pero el oro, antes de 1550, era relativamente abun-
dante en el Mediterráneo y en Europa; y el hecho de que también lo fuera en Turquía
se debía a que este país no era más que un lugar de paso hacia Extremo Oriente para
las monedas de plata de Europa.
Por lo demás, el predominio de una u otra moneda (oro, plata, cobre) procedía
sobre todo de las relaciones variables que mantenían los diferentes metales entre sí. La
estructura del sistema implicaba su competencia. Como es lógico, el papel del cobre
era, normalmente, el menos importante, ya que las pequeñas monedas tenían un valo.r
sin exacta proporción con el metal contenido, y tenían, con frecuencia, el «carácter de
billetes», de billetes de escaso valor, diríamos nosotros. Pero las sorpresas siguen siendo
posibles: por su propia modicidad, el cobre fue, en el siglo XVIJ, el cómodo vehículo
de inflaciones elementales, f)oderosas, en toda Europa, sobre todo en Alemania 67 y en
España (hasta 1680)68 , en países con malestar económico que no encontraron otra so-
lución pata superar sus dificultades. Incluso fuera de Europa, por ejemplo en Persia,
hacia 1660, una pequeña moneda de cobre «medio desgastada, rojiza como carne de
urraca•, invadió los mercados, y «cada día se fue haciendo más escasa la plata en
lspahari»69
Dicho esto, dejemos de ocuparnos del cobre. Quedan el oro y la plata, poderosos
metales. Su producción era irregular, nunca muy flexible, de modo que, según los
casos, uno de los dos metales era relativamente más abundante que el otro, y luego,
con mayor o menor lentitud, la situación se invertía, y así sucesivameme. Esto acarreaba
400
La moneda

Acuñación de monedas: cuadro de Hans Hes.re (1521) pintado seguramente al obtener la ciudad
de Annaberg el derecho, a perpetuidad, de acuñar moneda, empleando exclusivamente el metal
de sus minltJ. Este cuadro se encuentra en la catedral de la ciudad, no lejos del altar del gremio
de los mineros. (Fototeca A. Colin.)

perturbaciones, catástrofes y, sobre todo, lemas y potentes pulsacioneS' que constituye-


ron una de las características del Antiguo Régimen monetario. Es una verdad de todos
conocida que «la plata y el oro son hermanos enemigos»; Karl Marx ha utilizado la fór-
mula en su razonamiento: «Allí donde la plata y el oro se mantienen legalmente a la
vez como moneda, escribe, es siempre inútil tratar de considerarlos como una única y
misma materia 7º». La disputa ha sido constante.
A igualdad de peso, los teóricos antiguos quisieron establecer una proporción fija
que diera al oro 12 veces el valor de la plata, lo que, desde luego, no fue la regla entre
los siglos XV y XVIII, al variar entonces el ratio frecuentemente alrededor, o mejor dicho,
más allá de esta relación «natural», o que se decía tal. A largo plazo, la balanza se in-
clinaba a veces del lado de uno de estos metales y a veces del lado del otro, sin tener
en cuenta las variaciones breves o locales sobre las que ahora no podemos detenernos.
Así, a largo plazo, la plata se valorizó del siglo XIII al XVI, en líneas generales hasta
aproximadamente 1550; forzando un poco los términos, podría decirse que hubo en-
tonces, y durante siglos, inflación de oro. Ese oro, que acuñaban las cecas de Europa,
venía de Hungría, de los Alpes, de los lejanos ríos auriferos del Sudán y, más tarde,
de la primera América colonial. Las monedas de oro fueron entonces las más fáciles de
reunir; con monedas de oro realizan los príncipes sus designios, monedas de oro que
Carlos VIII hizo acuñar en vísperas de su expedición a Italia 71 , monedas de oro
que Carlos V o Francisco I gastaron en sus luchas.

401
La moneda

Los que salían ganando con esta relativa profusión de oro eran naturalmente los po-
seedores de monedas o de metal blanco, es decir, los comerciantes de Augsburgo, pro-
pietarios de las minas de plata de Bohemia y de los Alpes, y entre los que destacan los
Fugger, reyes sin corona. La plata era entonces el valor más seguro de los dos metales.
Por el contrario, a partir de 1550 y hasta 1680, al utilizar las minas de plata de Amé-
rica una técnica moderna (la amalgama), el metal blanco va a superabundar, convir-
tiéndose a su vez en el motor de una inflación potente y sostenida. Al escasear el oro,
aumenta su valor. Los que precozmente se inclinaron por el oro, como los genoveses
en Amberes desde 1553, apostaron por el ganador 71 •
Después de 1680, la balanza volvió a invertirse, débilmente, al iniciarse la explo-
tación aurífera de Brasil. Hasta finales del siglo, habría que hablar más bien de esta-
bilidad, acentuándose después ligeramente el movimiento. En Alemania, en las ferias
de Francfort y de Leipzig, la relación entre los dos metales era, por término medio, de
1 a .15 ,27 entre 1701 y 1710, pasando a. 1 14,93 entre 1741 y 1750 7-1 Al menos, la
plata no se desvalorizó como antes de la entrada en circulación del oro del Brasil. Y
es que, entre 1720 y 1760, la producción: de metal amarillo a escala mundial por lo
menos se duplicó. He aquí un: pequeño detalle significativo: hacia 1756 el oro reapa-
reció en Borgoña en manOs de los campesiricis 7 ~. .
En este juego lento, a largo plazó; cualquier movimiento de uno de los metales pro-
voca, determina el del otro. Se trata de una ley sencilla. El oro relativamente abun-
dante de los últimos años del siglo XV «lanza» las minas de plata de Alemania. Del
mismo modo, el primer auge del oro brasileño, hacia 1680, estimuló las minas de plata
del Potosí, que, por cierto, lo estaban necesitando mucho, y todavía más las minas de
Nueva España, con las grandes glorias del Guanajuato y del riquísimo filón de la Vera
Madre.
En realidad, estas oscilaciones siguen la ley llamada de Gresham, aunque el conse-
jero de Isabel de Inglaterra no fue en absoluto su autor. Su enunciado es muy conoci-
do: la moneda mala desplaza a la buena. Las monedas de or.o o de plata desempeñarán
sucesivamente, durante largos períodos el papel de moneda menos «buena», haciendo
que la otra, la mejor, pase a manos de los especuladores o a las arcas de los atcsorado-
res. Naturalmente, este mecanismo espontáneo podía ser precipitado por la acción in-
tempestiva de los Estados, que estaban reajustando continuamente las monedas y ele-
vando el valor de las piezas de oro o de plata según las oscilaciones del mercado, con
la esperanza, pocas veces satisfecha, de restablecer el equilibrio.
Si el alza estaba justificada económicamente, no sucedía nada, o nada se agravaba.
Si el alza era excesiva, en el caso por ejemplo de las monedas de oro, todas las piezas
amarillas de los países vecinos se precipitaban hacia el país donde eran más cotizadas,
ya fuera ese país la Francia de Enrique Ill, o la Venecia de Tiziano, o la Inglaterra del
siglo XVIII. Si la situación persistía, esta moneda de oro, sobrestimada en exceso, hacía
el papel de una mala moneda; desplazaba a la moneda de plata. Esto sucedió con fre-
cuencia en Venecia y, permanentemente, desde 1531, en Sicilia, que se encontraba en
una situación extraña 75 ~mo a Venecia y a Sicilia les interesaba enviar plata al norte
de Afríca y más aún a Oriente, podemos estar seguros de que estos movimientos, apa-
tentemente absurdos, tuvieron siempre una razón de ser, digan lo que digan los teó-
ricos de la época.
En este terreno, y con ayuda de las circunstancias, rodo podía cambiar de un día
para otro. En París, en julio de 1723, EdmondJean Frani;ois Barbier anota en su diario:
«No se ve más que oro en el comercio; hasta el punto de que llega a costar hasta veinte
sueldos [ ... ] cambiar un luis [en piezas de plata] ... Por otro lado, se pesan los luises ...
lo cual resulta muy incómodo. Hay que tener siempre un pesillo a mano» 76

402
El banquero]akob Fugger, por Lorenzo Lotto (detalle de las manos). Budapest, Museo de Bellas
Artes. (Fotografía Snark.)

Fuga, ahorro
y atesoramiento

El sistema monetario, en Europa y fuera de Europa, era víctima de dos males sin
remedio: por un lado, la fuga de metales preciosos hacia el exterior; por otro, la in-
movilización de estos metales por el ahorro y un cuidadoso atesoramiento; el resultado
era que el motor perdfa continuamente una parte de su combustible.

403
La moneda

En primer lugar, los metales preciosos salían sin cesar de los circuitos occidentales,
ante todo rumbo a las Indias y China, ya desde los lejanos tiempos del Imperio roma-
no. Era necesario pagar con oro o plata la seda, la pimienta, las especias, las drogas,
las perlas de Extremo Oriente, única forma de hacerlas llegar a Occidente. La balanza
europea fue por eso deficitaria, en esa dirección fundamental, hasta los alrededores de
1820, en lo que a China se refiere 77 Se trataba pues de una fuga perenne, monótona,
de una estructura: los metales preciosos fluían por sí mismos hacia Extremo Oriente
por la vía de Levante, por la ruta de El Cabo, incluso atravesando el Pacífico; en el
siglo XVI en forma de piezas españolas de a ocho, los reales de a ocho,· en el XVII y XVIJI,
en forma de pesos duros (piastras fuertes, idénticas por lo demás a los reales de a ocho,
lo que constituye otra característica permanente: sólo cambió su nombre). Poco impor-
ta que su partida se organice desde la bahía de Cádiz, tan amplia que facilitaba los
fraudes, o a partir de Bayona y del activo contrabando a través de los Pirineos, o a
partir de Amsterdam y de Londres donde se daba cita el dinero del mundo. La plata
de América llegó incluso a ser transportada desde las costas de Perú hasta Asia, a bordo
de navfos franceses.
Se produ~ían también oti:as fugas en favor de la Europa del Este, a partir del Bál-
tico~ Occidente, en efecto, animó pocó a poco fa circulación monetaria de aquellos
países atrasados, proveedores de trigo, de madera; de. centeno; de pescado, de cueros,
de pieles y, en cambio, malos compradores. El hecho se anuncia ya en el sigfo XVI con
el tráfico de Narva, ventana de Moscovia abierta (1558) y luego cerrada (1581) sobre
el Báltico, o con el comercio iniciado, en 1553, en el mar Blanco, en Arkángel, por los
ingleses; éste era también el sentido del comercio de San Petersburgo en el siglo XVIII.
Fueron necesarias estas aportaciones de moneda extranjera para que se organizaran a
cambfo las esperadas exportaciones de materias primas. Los holandeses, que se empe-
ñaron eri quererlas pagar con productos textiles; telas o arenques, acabaron por perder
el primer puesto en Rusia 7s.
Otra dificultad consistía en que la m.on~da metáliCa, extraordinariamente solicita-
da, debía correr, aumentar su velocidad. Pero con frecuencia se estancaba, incluso en
Europa, a causa de las múltiples formas de ahorro contra el que protestarían Fran!;OÍs
Quesnay 79 y todos los fisiócratas (¡y mucho más carde lord Keynes!), de ese ahorro iló-
gico, aberrante, que es el atesoramiento, abismo perpetuamente abierto, comparable
al de la India, «ávida de dinero».
La Europa de la Edad Media tuvo pasión por los metales preciosos, por los adornos
de oro; luego, una nueva pasión, «capitalista», por fas monedas, hacia el siglo xm, o
como muy tarde a mediados del XIV. Pero la antigua pasión por los objetos preciosos
se mantuvo. Los Grandes de España, en la época de Felipe 11, dejaban a sus herederos
cofres llenos de monedas de oro e innumerables objetos de orfebrería: incluso el duque
de Alba, muerto en 1582, y que no tenía fama de rico, dejó a sus herederos 600 do-
cenas de platos y 800 fuentes de placa 80 • Dos siglos más tarde, en Nápoles, en 1751,
Galiani calculaba que el stock atesorado en el reino era cuatro veces mayor que el stock
monetario en circulación.,.«Resulta increíble, explica, lo que se han generalizado con el
lujo todos los objetos de plata, relojes, tabaqueras, empuñaduras de espadas y puños
de bastones, cubiertos, tazas, platos. Los napolitanos, cuyas costumbres son muy se-
mejantes a las españolas de antaño, encuentran un placer enorme en conservar anti-
guos objetos de plata en sus arcas que llaman scritton' y scarabattoli» 81 Sébastien Mercier
nos transmite impresiones similares ante la riqueza «vana e inútil» de París «en muebles
de oro y de plata, en joyas, en vajillas de plata» 82 •
No existen sobre este tema cifras seguras. W Lexis, en un antiguo trabajo, admi-
tía, a principios del siglo XVI, una proporción de 3 a 4 entre metales preciosos ateso-
rados y metales amonedados y puestos en circulación 83 • La proporción debió cambiar
404
La moneda

en d siglo xvm, aunque quizá no en la proporción de 4 a 1 de la que habla Galiani,


interesado en demostrar que la demanda de metales preciosos no depende sólo de su
empleo monetario. Es cierto que la masa global de los metales, entre los siglos XVI
y XVIII, aumentó prodigiosamente, de 1 a 15, proporción que W Lexis considera sólo
aproximadaR\ y los ejemplos conocidos no lo desmienten: en 1670, 1a circulación mo-
netaria en Francia era dd orden de 120 millones de libras; un siglo después, en víspe-
ras de la Revolución, de dos mil millones. En Nápoles, en 1570, el stock monetario
era de 700.000 ducados, y de 18 millones en 1751. Nápoles e Italia en los siglos XVII
y XVIII estaban repletos de numerario sin emplear. En Génova, hacia 1680, los ban-
queros ofrecían, como último recurso, su dinero a los extranjeros al 2 y 3%; por eso
muchas órdenes religiosas recurrieron a esta fuente milagrosa para liberarse de antiguas
deudas al 5,6 y 7%ªl
Los gobiernos no permanecieron al margen: el tesoro de Sixto V amontonado en el
castillo de Sant' Angelo, el tesoro de Sully en el Arsenal, el tesoro del Rey Sargento que
éste no supo utilizar, al igual que no supo empicar su ejército, siempre dispuesto a
atacar (.rchlagfertig), pero que finalmente nunca atacó. Todos estC'5 ejemplos son cono-
cidos y frecuentemente citados. Pueden ponerse otros, corno el de aquellos precavidos
bancos, creados o recreados a finales del siglo XVI y a comienzos del XVII, e incluso el
prestigioso Banco de Amsterdam. «Todo el dinero efectivo y en especies se encuentra
en el banco, dice refiriéndose a este último, eh 1761, un buen observador, ( ... ] no es
momento de preguntarse si el dinero que allr está encerrado no es tan inútil para la
circulación como cuando estaba encerrado en las minas. Estoy convencido de que se
podría, sin alterar ese crédito, ni violar la buena fe, hacerlo circular en beneficio del
comercio .. .»R6 Todos los bancos merecían este reproche, salvo el Banco de Inglacerra,
fundado en 1694, revolucionario a su modo, como veremos.

Las monedas
de cuenta

La propia coexistencia de diferentes monedas dio lugar a las monedas de cuenta,


llamadas «imaginarias», al resultar necesario, como es lógico, disponer de unas medidas
comunes. Las monedas de cuenta son pues unidades de medida, como la hora, el mi-
nuto, el segundo de nuestros relojes.
Cuando decimos que tal día de 1966, el napoleón de oro se cotizaba a 44, 70 F en
Ja Bolsa de París, no enunciamos una verdad difícil de comprender, pero: 1. ,, el francés
medio, en general, no se preocupa en absoluto de esa cotización y no se encuentra
todos los días con monedas de oro antiguas; 2. 0 el franco, moneda de cuenta real, está
en su cartera, en forma de billetes. Pero si un burgués de París indica que en tal mes
del año 1602 el escudo de oro vale 66 sueldos, o si se prefiere 3 libras y 6 sueldos, es
porque, en primer lugar, dicho ciudadano se encuentra con mucha más frecuencia mo-
nedas de oro y plata en su vida cotidiana que el francés actual. Son para él moneda
corriente. Por el contrario, no utiliza nunca la libra, el sueldo, que era su veinteava
parte, ni el denario, doceava parte del sueldo. Se trata de monedas imaginarias que
sirven para contar y calcular el valor respectivo de las piezas, para fijar precios y sala-
rios, para llevar una contabilidad comercial, por ejemplo, que pueda traducirse luego
a cualquier moneda real, local o extranjera, cuando haya de pasar de la contabilidad
al pago efectivo. Una deuda de 100 libras podrá pagarse en tantas piezas de oro, tantas
de planta, y un pico en cobre si es necesario.
Ningún contemporáneo de Luis XIV o de Turgot tuvo nunca en sus manos una

405
La moneda

Monedas de oro: de izquierda a derecha: florín de Florencia hacia 1300, florín de oro de Luú
de Anjou, siglo XIV, genovino de oro del Jiglo Xlll. (Clichés Fototeca A. Colín y Magyar Nem-
zeti Miízeum.)

libra o un sueldo tornés (los últimos denarios torneses fueron acuñados en 1649). Para
encontrar de nuevo las piezas correspondientes a las monedas de cuenta, habría que
retroceder mucho en el tiempo. No existe, en efecto, ninguna moneda de cuenta que
no haya sido anteriormente, en un momento dado, una moneda real. Así sucede con
la libra tornesa, la libra acuñada en París, la libra esterlina, la libra de las ciudades ita-
lianas, o el ducado de Venecia convertido en moneda de cuenta en 1517, o el ducado
español que, contrariamente a lo que se haya podido escribir, dejó de ser una moneda
real en 1540, o el «gros>, moneda de cuenta de Flandes, que era el antiguo gros de
plata acuñado por san Luis en 1266. Veamos, para cambiar de perspectiva sin abando-
nar el problema, una nota comercial del siglo xvm sobre la India: «Se cuenta en toda
la India por rupias corric~tes de un valor de 30 sueldos> (como es un francés quien
habla, se trata de 30 sueldos torneses), y añade: «Es una moneda imaginaria como las
libras de Francia, la libra esterlina de Inglaterra o la libra de gros de Flandes y Holan-
da; esta moneda ideal sirve para saldar los intercambios que se realizan y hay que in-
dicar si se trata de rupias corrientes o de algún otro país ... » 87
La explicación será completa si se añade que las piezas reales suben sin cesar, al
elevar continuamente los gobiernos el valor de las monedas reales y devaluar, por tanto,
la moneda de cuenta. Si el lector ha seguido este razonamiento, comprenderá más fá-
cilmente los avatares de la libra tornesa.

406
La moneda

El ejemplo francés demuestra que el artificio de la moneda de cuenta puede evi-


tarse. En 15 77, uno de los reyes de Francia más desacreditados, Enrique III. presionado
por los comerciantes de Lyon, decidió revalorizar la libra tornesa. Nada más sencillo
que relacionar la moneda de cuenta con el oro. Esto lo consiguió el débil gobierno al
decidir que, a partir de entonces, las cuentas se harían en escudos, y ya no en libras,
valiendo el escudo, pieza de oro real «contante y sonante», tres libras, o 60 sueldos. El
resultado sería el mismo si un gobierno francés decidiera mañana que el actual billete
de 50 francos equivaldría en lo sucesivo a un luis de oro y que todas las cuentas se
harían en luises de oro. (Pero, ¿podría hacerlo?) La operación de 1577 tuvo éxito hasta
los sombríos años que siguieron al asesinato de Enrique III (1589). Todo se trastornó
después, como lo demuestran los cambios exteriores. El verdadero escudo se separó del
escudo de cuenta, manteniéndose éste en su valor de 60 sueldos, cotizándose aquél a
63, 65, e incluso a más de 70. En 1602, la vuelta a las cuentas en libras tornesas fue
el reconocimiento de la inflación; la moneda de cuenta se había desvinculado nueva-
mente del oro 88
Y esto se mantuvo así hasta 1726. El gobierno de Luis XV puso fin no sólo a una
larga serie de mutaciones monetarias, sino que relacionó nuevamente la libra tornesa
con el oro y, salvo ligeras modificaciones, el sistema no volvió a alterarse. Ultima mo-
dificación: Pretextando la evasión del metal amarillo, la declaración de 30 de octubre
de 1785 modificó la relación oro/placa, establecida hasta entonces en 1 14,5, incre-
mentándola en un punto, 1 15,5.
De este modo, Francia no renunciaba demasiado a su predilección por el metal
blanco, ya que, tanto en España como en Inglaterra, el ratio era de 1 16. Lo cual
tenía su importancia. Al ser el oro más barato en Francia que en Inglaterra, resultaba
una operación lucrativa introducirlo en la isla (desde el mercado francés) para acuñarlo
en las cecas inglesas. Y, a la inversa, la plata salía de Inglaterra por idénticas razones:
de 1710 a 1717, alcanzó, según se dice, la enorme suma de 18 millones de libras es-
terlinas89 De 1714 a 177 3, las cecas inglesas acuñaron, en valor, sesenta veces más
piezas de oro que de plata 90 ,
La Europa del siglo XVIII podía por fin permitirse el lujo de estas estabilizaciones.
Hasta entonces todas las monedas de cuenta, tanto las de alto como las de escaso valor
intrínseco, habían sufrido continuas devaluaciones, algunas, como la de la libra tornesa
o la del grosz polaco, más rápidas que las otras. Estas devaluaciones seguramente no
fueron fortuitas; en países predominantemente exportadores de materias primas como
Polonia e incluso Francia, se produjo una especie de dumping en las exportaciones.
En todo caso, la devaluación de las monedas de cuenta estimuló regularmente el
alza de precios. Un economista (Luigi Einaudi) ha calculado que al producirse el alza
de precios en Francia entre 1471y1598 (627,6%), la parte debida a la devaluación de
la libra tornesa no fue inferior al 209,6% 91 Hasta el siglo XVIII, las monedas de cuenta
no dejaron de devaluarse. Etienne Pasquier decía ya, en su obra póstuma, publicada
seis años después de su muerte en 1621, que no le gustaba nada el proverbio: «Está
desacreditado como una vieja moneda, aplicado a un hombre de mala reputación ... ya
que tal como van nuestros negocios en Francia, la moneda vieja es mejor que la nueva,
que desde hace cien años se debilita continuamente ... »92 •

407
La moneda

Stocks metálicos y velocidad


de circulación monetaria

Francia, en vísperas de la Revolución, poseía quizá un stock monetario de dos mil


millones de libras tornesas, es decir, para unos veinte millones de habitantes, 100 libras
por persona. En Nápoles, forzando un poco las cifras, 18 millones de ducados y 3 mi-
llones de habitantes en 1751; cada persona dispondría de 6 ducados. Quizá en 1500,
antes de la llegada de los metales de América, había en Europa 2.000 to~eladas de oro
y 20.000 toneladas de plata, cifras deducidas de un cálculo extremadamente discuti-
ble93; en plata esto tepresentaba unas 40.000 toneladas para 60 millones de habitantes,
o sea, algo más de 600 gramos por persona, cifra irrisoria. Entre 1500 y 1650, según
cálculos oficiales, las flotas de Indias desembarcaron en Sevilla 180 toneladas de oro y
16,000 toneladas de plata. Son cifras enormes aunque todavía muy modestas.
Pero las cantidades son relativas. Se trata de animar circuitos de poco tráfico, a pesar
de lo que creen los contemporáneos. Y además las monedas pasan de mano en mano,
fluyen, como dice un economista portugués (1761) 94 , resultan multiplicadas por su ve-
locidad (velocidad de circulación intuida por Davanzati [1529-1606], evidenciada por
William Petty y Cantillon, que fue el primero en utilizar la expresión) 9 l. En cada mo-
vimiento, se salda una cuenta más, al utilizarse la moneda para liquidar los intercam-
bios «como una clavija que cierra un ensamblaje», ha dicho un economista actual. No
se paga nunca el precio total de las ventas o de las compras, sino simplemente su
diferencia.
En Nápoles, en 1751, circulaban un millón y medio de ducados en moneda de
cobre, 6 millones en piezas de plata, 10 en piezas de oro (de las que 3 millones esta-
ban en bancos), es decir, casi 18 millones de ducados. El conjunto de las compras y de
las ventas de un año podía estimarse en 288 millones de ducados. Si se tienen en cuenta
el autoconsumo, los salarios en especie, las ventas por intercambio, si se piensa, explica
Galiani, «que los campesinos que forman las tres cuartas partes de nuestro pueblo, no
pagan en dinero contante ni la décima parte de su consumo», podemos reducir esta
cifra en un 50%. De ahí el problema siguiente: ¿cómo saldar 144 millones de pagos
con 18 millones de stock monetario? Respuesta: haciendo que cada pieza cambie ocho
veces de propietario 96 • La velocidad de circulación es, pues, el cociente de la masa de
los pagos por la masa de las monedas circulantes. ¿Quiere esto decir que si la masa de
los pagos aumentase, la moneda se movería más deprisa?
La ley de lrving Fisher ayuda a plantear el problema. Si llamamos Q a la masa de
los productos intercambiados, P a su precio medio, M a la masa de moneda, V a su
velocidad de circulación, la ecuación de los aprendices de economistas se escribe senci-
llamente: MV = PQ. Si la masa de los pagos aumenta y el stock monetario sigue esta-
cionario, es necesario que la velocidad de circulación crezca, para que todo cuadre en
la economía estudiada (la de Nápoles u otra cualquiera).
Nos parece, por tanto': que al producirse el alza económica acompañada de la «re-
volución de precios» en el siglo XVI, la velocidad de circulación aumentó al mismo ritmo
que los otros elementos de la ecuación de Irving Fisher. Sí, lato semu, la prod4cción,
la masa monetaria y los precios se quintuplicaron, sin duda la velocidad de circulación
se quintuplicó también. Se trata, claro está, de medias que no reflejan las variaciones
de la coyuntura corta (por ejemplo, la grave crisis de los negocios en 1580-1584) o las
variaciones locales.
En algunos puntos, la circulación pudo alcanzar, por el contrario, velocidades anor-
males, excepcionales: en París, un escudo, dice un contemporáneo de Galiani, puede
cambiar cincuenta veces de mano en veinticuatro horas: « ... no hay en el mundo entero
408
La moneda

ni la mitad del dinero a que asciende en un año el gasto de la sola ciudad de París, si
se contara todo el desembolso que se hace y que se paga en dinero, "desde el primero
de enero hasta el último día de diciembre, en todos los estamentos del Estado, desde
la Casa del Rey hasta los mendigos que consumen un sueldo de pan al día ... »97
Esta circulación de monedas atormentaba a los economistas, que veían en ella el
origen, el «Proteo» de todas las riquezas, la explicación de absurdas paradojas. «Du-
rante el sitio de Tournay, en 1745, explica uno de ellos, y algún tiempo antes, estando
cortadas las comunicaciones, resultaba difícil pagar los haberes a la guarnición. Surgió
entonces la idea de pedir prestada en las cantinas la suma de 7 .000 florines. Era todo
lo que había. Al cabo de una semana, los 7 .000 florines habían vuelto a las cantinas,
donde, de nuevo, se pidió prestada la misma suma. Esto se repitió, hasta la rendición,
durante siete semanas, de modo que los mismos 7 .000 florines hicieron el efecto de
49.000 ... »98 • Se podrían aducir otros muchos ejemplos, como la «moneda obsidional»
de Maguncia, de mayo a julio de 1793 99 •

Fuera de la economía
de mercado

Pero volvamos al reino dei Nápoles en 175 l. El stock monetario en mov1m1ento


cubría la mitad de las transacciones, lo que es mucho, aunque el resto sigue siendo
enorme. Escapaban a la moneda los campesinos, los salarios en especie (tocino, sal,
carne salada, vino, aceite); no participaban más que de pasada los salarios de los obreros
de las industrias textiles, de las jabonerías, de las destilerías de alcohol, en Nápoles y
en los demás sitios. Los obreros de estas industrias participaban realmente en las dis-
tribuciones de moneda, pero ésta se gastaba en el acto, justo en el tiempo necesario
para ir de su mano a su boca, della mano tilla boca... Uno de los méritos de las ma-
nufacturas, decía ya, en 1686, el economista alemán Von Schrotter, es «hacer pasar más
dinero de mano en mano, pues de esta forma dan de comer a más gente .... »10 º Los
transportes también, aunque muy baratos, se pagaban con numerario. Todo esto, en
Nápoles y en cualquier otro sitio, no impedía que una economía de trueque y de sub-
sistencia se encontrase situada en pie de igualdad con la agilidad de la economía de
mercado.
La palabra clave era con frecuencia baratto, o barattare, o dare a baratto. El baratto
era el trueque, habitual en el propio comercio oriental, que consistía, desde antes del
siglo XV, en cambiar por especias, pimienta o agalla, las telas o los objetos de cristal
de Venecia, es decir, en no pagar en metálico. En Nápoles, todavía era frecuente en
el siglo XVIII intercambiar las mercancías, ajustándose cada cual a los precios fijados
más tarde por las autoridades (precios llamados a/la voce); se calculaba entonces cada
lote de mercancías en moneda y se cambiaban luego de acuerdo con la relación de estos
valores. ¡Qué filón de problemas para los escolares, que se pasaban la vida estudiando
la An'thmetica Pratica del P Alessandro della Purificazione, aparecida en Roma en
1714! Barattare era aplícar la regla de tres -la regala di tre-, pero a uno de los casos
siguientes: trueque simple, cera por pimienta, por ejemplo; trueque mitad en dinero
y mitad en especie; trueque aplazado, «cuando se fija una fecha para saldarlo» ... El
hecho de que esta operación figurase en un libro de aritmética indica que los comer-
ciantes también practicaban el trueque, y éste, como es sabido, «permite disimular el
precio del interés», al igual que la letra de cambio.
Todo esto es revelador de las deficiencias de la vida monetaria, incluso. en el activo

409
La moneda

siglo XVIII, que de alguna forma consideramos un paraíso, comparac


teriores. Pero los lazos del dinero y de las transacciones no dererm1
de la humanidad; los pobres quedan fuera de sus redes. Puede decir:
«las variaciones de moneda no afectan a la mayoría de los campes
que no poseen numerario» 1ºi Verdad campesina de todas partes
épocas.
Otros sectores, por el contrario, muy adelantados, estaban ya in
plicaciones del crédito. Pero eran sectores restringidos.

El prestamista. Sea cual sea la moneda y en todo_r los países del mundo, el
sente en la vida cotidiana. Horas de Rohan, mes de marzo. (Cliché B.N.)

410
La moneda

MONEDAS DE PAPEL
E INSTRUMENTOS DE CREDITO
Junto a las monedas metálicas circulan las monedas fiduciarias (los billetes de banco)
y las monedas escriturarias (compensaciones por escrituras, por transferencias de cuenta
a cuenta bancaria, lo que se llama en alemán, con una expresiva palabra, el Buchgeld,
el dinero de libro: según los historiadores de 1a economía hubo inflación del Buchgeld
desde el siglo XVI).
Una frontera clara separa la moneda (bajo todas sus formas) del crédito (conside-
rando todos sus instrumentos). El crédito es el intercambio de dos prestaciones separa-
das en el tiempo: yo te hago un favor ahora, me lo pagarás más tarde. El señor que
adelantaba trigo para sembrar a un campesino con la condición de ser reembolsado en
la cosecha, estaba concediendo un crédito; del mismo modo que el tabernero que no
reclamaba en el acto a su cliente el precio de sus consumiciones, sino que lo apuntaba
en la cuenta del bebedor con una raya de tiza en la pared (dinero llamado de tiza), e
incluso el panadero que repartía el pan y marcaba su futuro pago haciendo un corte
en un doble trozo de madera (una parte quedaba en manos del proveedor, otra en
manos del comprador). Los comerciantes que compraban el trigo antes de la cosecha a
los campesinos, o la lana de las ovejas antes de esquilarlas, en Segovia o en cualquier
otro lugar, procedían de la misma manera. Y este es también el principio de las «letras
de cambio» 1º2 : el vendedor de una letra en una plaza cualquiera, por ejemplo en el
siglo XVI en una feria de Medina del Campo, recibía inmediatamente su dinero y el
comprador era reembolsado en otra plaza, tres meses después, según la cotización de
los cambios en aquel momento. A él le cocaba asegurar su beneficio, calcular los riesgos.
Para la mayoría de los contemporáneos, si la moneda es una «cábala que pocas per-
sonas comprendeni~ 103 , esas monedas que lo son sin serlo, y esos juegos de dinero mez-
clados con la simple escritura, confundiéndose con ella, parecen no sólo complicados,
sino diabólicos, fuente de una estupefacción siempre renovada. El comerciante italiano
que, hacia 1555, se instala en Lyon con una mesa y una escribanía y hace fortuna, es
la imagen misma de un perfecto escándalo, incluso para quienes comprenden bastante
bien el manejo del dinero y el mecanismo de los cambios. Todavía en 1752, un hombre
de la categoría intelectual de David Hume {1711-1776), filósofo, historiador y además
economista, se mostraba totalmente contrario a esos «papeles de nueva creación>, a esas
«acciones, billetes de banco y papeles de hacienda», e incluso a la deuda pública. Pro-
puso ni más ni menos que la supresión de los 12 millones de papel que calculaba que
circulaban en Inglaterra junto a los 18 millones de libras esterlinas en metálico, ya que,
en su opinión, se atraería así hacia el reino una nueva masa de metales preciosos 104 •
¡Nos quedamos con la curiosidad de saber (es una suerte para Inglaterra que así sea)
qué efectos hubiera producido este contra-sistema de Law si se hubiese llevado a cabo!
Por su parte, Sébastien Mercier deplora que París no hubiera seguido el ejemplo del
banco de Londres. Describe el espectáculo anticuado de los pagos al contado en París:
«Los días diez, veinte, treinta del mes aparecen, desde las diez hasta mediodía, porta-
dores agobiados por el peso de grandes sacas llenas de dinero: corren como si un ejér-
cito enemigo fuese a sorprender la ciudad; lo que prueba que no se ha creado entre
nosotros el feliz signo político [entiéndase el billete de banco] que reemplace a estos
metales, los cuales, en lugar de viajar de caja en caja, no deberían ser más que signos
inmóviles. ¡Pobre de aquél que tenga que pagar ese día una letra de cambio y no tenga
fondos!». Este espectáculo era más impresionante por concentrarse solamente en la calle
Vivienne, «donde hay más dinero, advierte nuestro informador, [ ... ] que en todo el
resto de la ciudad; es el bolsillo de la capital>> 10 >.

411
La moneda

Se trata
de viejas prácticas

Las «superaciones» de la moneda, en sentido estricto, son cosas viejas, incluso muy
viejas, inventos perdidos en la noche de los tiempos. Técnicas que hizo falta, todo lo
más, redescubrir_ Pero en definitiva más «naturales» de lo que parecen, por su propia
antigüedad.
En realidad, desde que los hombres supieron escribir y empezaron a manejar mo-
nedas contantes y sonantes, las sustituyeron por escritos, billetes, promesas y órdenes.
Veinte siglos antes de la era cristiana; en Babilonia, se utilizaban, entre comerciantes
y banqueros, billetes, cheques, cuya modernidad no necesita exagerarse para admirar
su ingeniosidad. Estos mismos artificios existieron en Grecia o en el Egipto helenístico
en el que Alejandría se convirtió en «el centro más frecuentado del tráfico internacio-
nal». Roma conoció la cuenta corriente, el debe y el haber de los libros de los argen-
tan'i. F;n fin, todos los instrumentos de crédito -letra de cambio, pagaré, letra de cré-
dito, billete de banco, cheque- fueron conocidos por los comerciantes del Islam, mu-
sulmanes o no, como nos manifiestan, desde el siglo X de nuestra era, los documentos
llamados geniza, principalmente encontrados en la sinagoga del viejo Cairo 106 • Y China
utilizaba el billete de banco desde el siglo IX de nuestra era.
Estos antecedentes lejanos deben protegernos de asombros algo ingenuos. Digamos
pues que cuando Occidente volvió a encontrar esos antiguos instrumentos, no estaba
descubriendo nada nuevo. De hecho, casi lógicamente, como siguiendo su movimiento
natural, toda economía que se encuentra constreñida dentro de una circulación metá-
lica desemboca por sí misma con bastante rapidez en los instrumentos de crédito, que
surgen de sus obligaciones y, no menos, de sus imperfecciones 107
En el siglo xm, por tanto, Occidente redescubrió la letra de cambio, medio de pago
de largo alcance que atravc5Ó de extremo a extremo el Mediterráneo, con el éxito de
las cruzadas. Antes de lo que se piensa en general, esa letra de cambio fue endosada;
el beneficiario la firma y la cede. Desde luego, cuando se llevó a cabo el primer endoso
conocido, en 1410, esta circulación no era lo que llegó a ser después. Nuevo progreso:
la letra de cambio dejó de limitarse a un simple víaje de una plaza a otra, como suce-
dió en sus comienzos. Los hombres de negocios la hicieron circular de plaza en plaza,
de feria en feria, lo que en Franci~ se denominó cambio y recambio, y en Italia ricorsa.
Estos procedimientos, que supusieron un alargamiento del crédito, se generalizaron con
las dificultades del siglo XVII. Se pusieron entonces en circulación numerosas letras de
cambio ficticias con la connivencia de los hombres de negocios, incluso se hizo habi-
tual dirigirse a sí mismo letras de cambio, dando ello lugar a muchos abusos. En rea-
lidad, esos abusos son anteriores al siglo XVII: se conocen recambios en beneficio de los
Fugger desde 1590, y en la plaza de Lyon en 1592; e incluso antes, en Génova, la
ciudad de las novedades, desde el siglo XV
No afirmemos tampocs que el billete de banco apareció en 1661, en las ventanillas
del Banco de Estocolmo donde, por lo demás, se interrumpió pronto (1668), ní, a pesar
de ser más real, en las del Banco de Inglaterra, en 1694. Hay billetes y billetes. En
primer lugar, en Inglaterra, desde 1667, se habían multiplicado los orders guberna-
mentales, prototipos de los billetes de banco, y antes, a mediados del siglo, era fre-
cuente el uso de las goldsmiths'notes, llamadas más tarde banker's notes, mediante las
que los orfebres de Londres recibían plata en depósito a cambio de billetes. En 1666,
uno solo de estos orfebres ponía en circulación un valor de 1.200.000 libras esterlinas
en billetes. El propio Cromwell recurrió a este crédito. Casi espontáneamente, el bille-
te de banco nació de la práctica comercial. Llegó a ser una cuestión vital: en 1640, al

412
La moneda

Billete de banco de Law. París, Btbliothéque Nationale. {Cliché Giraudon.)

apoderarse el rey Carlos 1 de los lingotes depositados en la Torre de Londres por los
comerciantes de la Ciudad, éstos encontraron refugio para sus haberes en los golds-
miths que tuvieron gran éxito hasta la creación del Banco de Inglaterra.
Pero Inglaterra no tuvo en este terreno el monopolio de la precocidad. La Casa di
San Giorgio, tuvo por lo menos desde 1586, sus biglietti que, a partir de 1606, fueron
pagaderos en monedas de oro o de plata, según la naturaleza del depósito que los ga-
rantizaba; en Venecia, desde el siglo XV, los bancos di scritta (de escritura) tenían sus
billetes que podían cambiarse y ser reembolsados.
Pero la novedad del Banco de Inglaterra fue añadir a las funciones de los bancos
de depósito y de transferencia, la de un verdadero banco de emisión concienzudamen-
te organizado, capaz de ofrecer un amplio crédito en billetes cuyo importe superaba
de hecho con creces sus depósitos reales. De esta forma, dice Law, benefició mucho al
comercio y al Estado, pues «aumentó la cantidad de moneda» 108 •
De la moneda escrituraría volveremos a hablar; apareció al iniciarse la profesión de
banquero: una cuenta compensaba a otra según los deseos del cliente, y existió incluso
lo que hoy llamaríamos en descubierto, por poco que el banquero lo consintiese. Este
tipo de moneda existía ya en los primeros años estudiados en este libro.

413
La moneda

Monedas
y crédito

Naturalmente, los billetes y los papeles no tuvieron siempre un público muy amplio.
Recordemos lo que pensaba de ellos D. Hume. En Francia, incluso después de la fun-
dación tardía del Banco de Francia (1801), los billetes no interesaban más que a algu-
nos comerciantes y banqueros parisinos, y a casi nadie en provincias. Seguramente por
mantenerse vivo el recuerdo de la bancarrota de Law.
Sin embargo, papel y crédito, de una forma u otra, van introduciéndose, mezclán-
dose poco a poco en la drculación monetaria. Una letra de cambio endosada (es decir,
cedida por su poseedor mediante una mención y una firma, no al dorso del papel en
el que estaba redactada, sino en el anverso, al contrario de lo que se hace hoy en los
cheques) circulaba ya como una verdadera moneda. Incluso los títulos de la deuda pú-
blica, cuando existían, se vendían en Venecia, en Florencia, en Génova, en Nápoles,
en Amsterdam, en Londres. Lo mismo ocurría en Francia con las rentas sobre el Ayun-
tamiento de París, creadas en 1522 y cuyas vicisitudes fueron numerosas. El condesta-
ble de Montmorency compró, el primero de noviembre de 1555, una tierra (d señorío
de Marigny) y la pagó en rentas sobre el Ayuntamiento rn9 En numerosísimas ocasio-
nes, Felipe II y sus sucesores pagaron a los hombres de negocios con juros, rentas del
Estado, valoradas a la par. Así reembolsados, los hombres de negocios saldaban, a su
vez, con esta misma «moneda» sus deudas a terceros, haciendo soportar a otros los
riesgos y sinsabores de su profesión. Lo cual significaba para ellos pasar de deudas a
corto plazo (sus préstamos al rey, los asientos), a deudas perpetuas o vitalicias, conso-
lidadas. Pero las participaciones en los propios asientos se cedían, se heredaban, se dis-
tribuían, estaban en el mercado, por discreto que éste fuera 110 También aparecieron
en el mercado, en· su momento, las «acciones» de la Bolsa de Amsterdam. Y se halla-
ban también continuamente las innumerables rentas que el dinero de las ciudades
creaba sobre los campos, las viñas o las casas de los campesinos en todos los países de
Occidente, espectáculo amplísimo que podemos advertir siempre que nuestra observa-
ción es un poco precisa. Se vendían incluso las cedo/e, las cédulas, que los caricatori de
Sicilia, los almacenes de trigo, daban a los propietarios que depositaban allí sus granos,
y para colmo circulaban también cedo/e falsas, con la complicidad de los almaceneros
y de autoridades importantes 111 Ultimo detalle: en Nápoles, el virrey emitía traite, au-
torizaciones para exportar cereales e incluso legumbres; emitía demasiados y era fre-
cuente que los comerciantes venecianos los compraran por debajo de su cotización no-
minal y pagasen así rebajados sus derechos de aduana 112 Imaginemos además, entre
estas danzas y contradanzas, otra enorme cantidad de papeles, de nombres diversos y
de todo cipo. Siempre que faltaba la moneda metálica, se recurría a lo que fuese, se
acudía a los papeles o incluso se inventaban otros nuevos.
En París, «es digno de observarse que durante los años 1647, 1648 y 1649, el dinero
era, tan escaso en el comercjp que, para efectuar un pago, no se daba más que la cuarta
parte en metálico y las tres cuartas partes restantes en billetes o en letras de cambio,
con las firmas en blanco, utilizándose como endoso y no como orden. Los comercian-
tes, negociantes y banqueros habían adquirido la costumbre de pagarse unos a otros
de esta forma» 113 Este texto sugiere bastantes comentarios (por ejemplo, en lo que se
refiere a las firmas en blanco), pero el interés del documento no radica en esto, sino
en demostrar que cuando el dinero contante faltaba, se recurría al crédito, improvisán-
dolo. Y esto es lo que en definitiva aconsejaba William Petty en su extraño Quantu-
lumcumque concerning money ( 1682), que podemos traducir libremente por «Lo menos
que puede decirse sobre la moneda», redactado en forma de preguntas y respuestas:
414
La moneda

Pregunta 26, What remedy i.r there if we have too little money? Respuesta: We must
erecta Bank ... Hay que crear un banco, una máquina para fabricar créditos, para au-
mentar el efecto de la moneda existente. Como Luis XIV, enzarzado en continuas
guerras, no consiguió crear un banco, tuvo que vivir de la ayuda de los financieros, «tra-
tantes y partidarios» que le adelantaban, en letras de cambio, los enormes gastos de
sus ejércitos en el extranjero. De hecho, esos prestamistas adelantaban su propio dinero
y el dinero que les habían confiado otras personas. Luego les correspondía a ellos co-
brarse en rentas reales. El rey no podía actuar de otra forma, ya que el reino había ago-
tado sus metales preciosos.
Observemos, pues, que siempre se trataba de impulsar o de reemplazar, como se
pudiera, la pesada moneda metálica, lenta en realizar sus funciones o ausente (en paro).
Un trabajo constante, necesario, se improvisó en los momentos de escasez o incluso de
carencia de la moneda contante, que dio lugar a reflexiones e hipótesis sobre la propia
naturaleza de ésta. ¿En qué consistió? Pues en la temprana fabricación artificial de mo-
neda, de un sucedáneo de moneda, o, si se quiere, de una moneda manipulada, «ma-
nipulable». Todos aquellos promotores de bancos y, finalmente, el escocés John Law
se dieron cuenta progresivamente «de las posibilidades económicas de un descubrimien-
to según el cual la moneda -y el capital en el sentido monetario de la palabra- eran
susceptibles de ser fabricados, o creados a voluntad» 114 Fue éste un descubrimienco sen-
sacional (¡mucho mejor que los de los alquimistas!) y, además, enormemente tentador.
Y para nosotros, ¡qué gran esclarecimiento! Con sus lentitudes, podría decirse bro-
meando con su falta de carburación, la pesada moneda metálica creó, desde los oríge-
nes de la vida económica, la necesaria profesión de banquero. Este es el hombre que
arregla, o trata de arreglar el motor averiado.

Siguiendo a Schumpeter:
todo es moneda, todo es crédito

Hemos llegado a la última y más difícil de nuestras discusiones. ¿Existe realmente


una diferencia absoluta de naturaleza entre monedas metálicas, monedas supletorias e
instrumentos de crédito? Es normal que al principio se las distinga claramente; pero
más tarde, ¿no convendría asimilarlas, y quizá confundirlas? Este problema que da
lugar a tantas discusiones, es también el del capitalismo moderno que se explaya en
este terreno, encuentra en él sus instrumentos y, al definirlos, llega a «tomar conciencia
de su propia existencia». Naturalmente, es una discusión que abrimos sin intención de
agotarla. Volveremos sobre ello más adelante.
Al menos hasta 1760, todos los economistas estuvieron atentos al análisis del fenó-
meno monetario limitándose a sus características externas. Luego tendieron, durante
todo el siglo XIX y más adelante, hasta el giro total de Keynes, a considerar la moneda
como un elemento neutro de los intercambios económicos, o mejor, como un velo:
rasgar el velo y observar lo que oculta será una de las posturas habituales de un análisis
económico «real», dejar de estudiar la moneda con sus juegos personales, para consi-
derar las realidades subyacentes: intercambios de bienes, de servicios, flujo de los gastos
y de las ganancias ...
Primer tiempo: adoptemos más o menos el punto de vista antiguo («nominalista>),
el de antes de 1760, mantengámonos voluntariamente en una óptica mercantilista con
varios siglos de antigüedad. Esta óptica prestaba una atención exclusiva a la moneda,
considerada como la riqueza en sí, como un río cuya fuerza desencadena y liquida por

415
La moneda

sí sola los intercambios, cuyo caudal los hace discurrir más deprisa o más despacio. La
moneda, o mejor el stock monetario, es a la vez masa y movimiento. Si la masa au-
menta o si el movimiento en conjunto se acelera, el resultado es aproximadamente el
mismo: todo tenderá al alza {los precios, más lentamente los salarios, el volumen de
las transacciones). En el caso contrario, todo experimenta una regresión. Así pues, en
estas condiciones, si se efectúa un intercambio directo (trueque), si una moneda suple-
toria permite concluir un acuerdo sin recursos monetarios propiamente dichos, si el cré-
dito facilita una transacción, hay que afirmar que ha habido realmente un aumento
de la masa en movimiento. En resumen, todos los instrumentos que utiliza el capita-
·1ismo entran de esta forma en el juego monetario, son pseudomonedas, o incluso au-
ténticas monedas. De esto se desprende una e¡;pecíe de reconciliación general cuya pri-
mera lección ha dado Cantillon.
Pero, si se puede afirmar que todo es moneda, también se puede, a la inversa, pre-
tender que todo es crédito, es decir promesa, realidad aplazada. Incluso un luis de oro
me es dado como una promesa, como un cheque (se sabe que los verdaderos cheques,
mandatos de pago contra una cuenta particular, no se generalizaron en Inglaterra hasta
mediados del siglo XVIII); es un cheque sobre el conjunto de los bienes y servicios tan-
gibles a mi alcance y entre los cuales podré elegir a fin de cuentas, mañana o más tarde.
Sólo entonces esa moneda habrá cumplido su destino en el marco de mi vida. Como
dice Schumpeter: «La moneda a su vez no es más que un instrumento de crédito, un
título que da acceso a los únicos medios de pago definitivo, a saber, los bienes de con-
sumo. Actualmente [1954], esta teoría que es capaz, naturalmente, de adoptar formas
muy diversas y requiere múltiples elaboraciones, puede decirse que está a punto de im-
ponerse»11) En suma, pueden defenderse ambas tesis. Sin engaño.

Moneda y crédito
son un lenguaje

Como la navegación de altura, o como la imprenta, moneda y crédito son técnicas,


técnicas que se reproducen, se perpetúan por sí mismas. Son un único y mismo len-
guaje que toda sociedad habla a su manera, que todo individuo está obligado a
aprender. Puede no saber leer y escribir: sólo la alta cultura se encuentra bajo el signo
de la escritura. Pero no saber contar sería condenarse a no sobrevivir. La vida cotidiana
es la escuela obligatoria del número: el vocabulario del debe y haber, del trueque, de
los precios, del mercado, de las monedas oscilantes envuelve y constriñe a toda socie-
dad un poco evolucionada. Estas técnicas se convierten en herencias que, obligatoria-
mente, se transmiten por medio del ejemplo y de la experiencia. Determinan cotidia-
namente la vida de los hombres, durante toda su vida, a lo largo de generaciones, a
1o largo de siglos. Constituyen un entorno de la historia de los hombres a escala
mundial. ~
Por eso, cuando una sociedad se hace muy numerosa, cuando se carga de ciudades
exigentes, de intercambios crecientes, el lenguaje se complica para resolver los proble-
mas que surgen. Lo que equivale a decir que estas técnicas invasoras actúan ante todo
sobte sí mismas, nacen de sí mismas, se transforman por su propio movimiento. Si la
letra de cambio, conocida desde hacía mucho tiempo en el Islam triunfante de los si-
glos IX-X, nace en Occidente en el siglo XII, es porque el dinero debía entonces trans-
portarse hasta muy lejos, a través de todo el Mediterráneo y de las ciudades italianas
hasta las ferias de Champaña. Si el billete obligatorio, el endoso, las bolsas, los bancos,
el descuento aparecen después uno detrás de otro, es porque el sistema de la feria, con

416
La moneda

sus vencimientos espaciados a plazo fijo, no tiene ni la flexibilidad, ni la frecuencia


necesaria para una economía que se acelera. Pero esta presión económica es mucho más
tardía en el este de Europa. Hacia 1784, en un momento en que los marselleses inten-
taban iniciar su comercio con Crimea, uno de ellos constataba de visu: «En Cherson y
en Crimea, hay una escasez total de dinero amonedado: no se ve más que numerario
de cobre y de papel sin circulación, al faltar los medios de descuento». Y es que los
rusos acababan de ocupar Crimea y de conseguir que Turquía abriese los estrechos. Fal-
taban aún muchos años para que se exportasen: regularmente los trigos de Ucrania por
el mar Negro. Hasta entonces, no se le ocurrirá a nadie organizar el descuento en
Cherson.
Las técnicas del dinero, como todas las técnicas, responden pues a una demanda
expresa, insistente, repetida durante largo tiempo. Cuanto más desarrollado económi-
éamente está un país, más amplía la gama de sus instrumentos monetarios y de sus mo-
dalidades de crédito. De hecho, en la unidad monetaria internacional, cada sociedad
ocupa un sitio determinado, unas resultan privilegiadas, algunas van a remolque y otras
se encuentran fuertemente penalizadas. El dinero es la unidad y también la injusticia
del mundo.
De esta división y de las consecuencias que a su vez produce (ya que el dinero se
pone al servicio de las técnicas del dinero), los hombres son menos inconscientes de lo
que se podría creer. Un ensayista (Van Ouder Meulen) observaba en 1778 que tras leer
a los autores de su época, «Se diría que hay Naciones que con el tiempo han de llegar
a ser extremadamente poderosas y otras absolutamente pobres» 116 Y un siglo y medio
antes, en 1620, Scipion de Gramont escribía: «El dinero, decían los siete sabios de
Grecia, es la sangre y el alma de los hombres, y aquel que no lo tiene es un muerto
que camina entre los vivos» 117 •
Capítulo 8

LAS CIUDADES

Las ciudades son como transformadores eléctricos: aumentan las tensiones, activan
los intercambios, unen y mezclan a l9s hombres. Han nacido de la más antigua y más
revolucionaria división del trabajo: las tierras de labor por un lado, las actividades Ha- ~
madas urbanas, por otro. «La oposición entre la ciudad y el campo comienza con el
paso de la barbarie a la civilización, del régimen tribal al Estado, de la localidad a la
nación, y se encuentra en toda la historia de la civilización, y hasta en nuestros días.»
Karl Marx escribió estas lineas en su juventud 1 •
La ciudad es cesura, ruptura, destino del mundo. Al aparecer, portadora de la es-
critura, abre las puertas de lo que llamamos historia. Al renacer en Europa en el si-
glo XI, comienza la ascensión del reducido continente. Cuando florece en Italia, surge
el Renacimiento. Así ha ocurrido desde las ciudades, las polis de la Grecia clásica, desde
las medinas de las conquist~ musulmanas hasta nuestros días. Todos los grandes mo-
mentos del crecimiento se expresan por una explotación urbana.
Pero plantearse el tema de si las ciudades son la causa, el origen del crecimiento,
es tan inútil como preguntarse si el capitalismo es responsable del impulso económico
del siglo XVIII o de la Revolución industrial. La «reciprocidad de las perspectivas», tan
importante para Georges Gurvitch, se demuestra aquí plenamente. La ciudad crea la
expansión y a su vez es creada por ella. Pero, desde luego, aunque no la crea total-
mente, se beneficia de ella y constituye, además, el mejor puesto de observación para
apreciar el fenómeno.

418
Fotografia aérea de Brive (dep. de Co"eze): ejemplo de ciudad con calles entrecruzadas, por he-
rencia medieval. (Cliché Ministere de la Construcción.)

419
Las ciudades

LA CIUDAD
EN SI MISMA

Esté donde esté, una ciudad implica siempre un cierto número de realidades y de
procesos, con evidentes regularidades. No hay ciudad sin división obligada del trabajo
y no hay división del trabajo un poco elaborada sin la intervención de una óudad. No
hay ciudad sin mercado y no hay mercados regionales o nacionales sin ciudades. Se
habla a menudo del papel de la ciudad en el desarrollo y la diversificación del consu-
mo, pero pocas veces de un hecho no obstante importantísimo, a saber, que el ciuda-
dano más pobre pasa obligatoriamente por el abastecimiento del mercado, que la
ciudad, en suma, generaliza el mercado. La división fundamental de las sociedades y
de las economías se establece -volveré sobre ello- a partir del mercado. Tampoco
hay ciudades sin poder a la vez protector y coercitivo, sea cual sea la forma de ese
poder, sea cual sea el grupo social que lo encarna. Y aunque el poder existe fuera de
la ciudad, adquiere, en su caso, una dimensión suplementaria, un campo de acción de
otra naturaleza. Finalmente, no hay apertura al mundo, no hay intercambios lejanos
sin ciudades. .
En este sentido, escribí, hace diez años 2 , y lo mantengo hoy; contra la crítica ele".
gante de Philip Abráti:Ls 3 , que «una ciudad es siempre una ciudad•, al margen de su
situación en el tiempo o en· el espacio. Lo que no quiere decir en absoluto que todas
las ciudades se parezcan. Pero, por encima de rasgos muy diversos, originales, hablan
todas obligatoriamente un mismo lenguaje fundamental: el diálogo ininterrumpido
con los campos, primera necesidad de la vida cotidiana; el abastecimiento de hombres,
tan indispensable como el agua para la rueda del molino; la actitud distante de las ciu"
dades, su voluntad de distinguirse de las demás; su situación obligatoria en el centro
de redes de comunicaciones más o menos lejanas; su articulación respecto a sus arra-
bales y a las demás ciudades. Pues una ciudad jamás se presenta sin el acompañamien-
to de otras ciudades. Unas ocupan un lugar preeminente, otras cumplen una función
de siervas o incluso de esclavas, pero todas están íntimamente relacionadas, forman una
jerarquía, tanto en Europa como en China, o en cualquier otra parte.

Delpeso mínimo
al peso global de las ciudades

Concenttaci6n inhabitual de hombres, de casas próximas, con frecuencia pegadas,


yuxtapuestas, la ciudad es una anomalía del poblamiento. No es que esté siempre llena
de gente, no es que sea siempre un «inar agitado» de hombrei>; como decía lbn Batuta
V·· admirativameb.te de El Cairo, con sus 12.000 aguadores y sus millares de camelleros a
la espera de ser contratad~ 4 • Existen ciudades apenas esbozadas y algunos burgos las
superan por su número de habitantes: por ejemplo, los enormes pueblos de la Rusia
de ayer o de hoy, o los núcleos rurales del Mezzogiorno italiano o del sur andaluz, o
las constelaciones de aldeas débilmente enlazadas de Java, esa «isla de pueblos hasta
nuestros días». Pero estos pueblos rebosantes, incluso aglomerados, no están forzosa-
mente destinados a convertirse en ciudades.
En efecto, no es sólo cuestión de número. La ciudad como tal no existe más que
por contraste con una vida inferior a la suya; es una regla que no admite excepciones,
ningún privilegio puede sustituirla. No hay una ciudad, por pequeña que sea, que no

420
La5 ciudades

tenga sus pueblos, su parte de vida rural anexionada, que no imponga a su «campiña» -r
las comodidades de su mercado, el uso de sus tiendas, de sus pesos y medidas, de sus
prestamistas, de sus juristas, e incluso de sus distracciones. Para ser, necesita dominar
un espacio, aunque sea minúsculo.
Varzy, actualmente en el departamento de Nievre, tenía apenas 2.000 habitantes
a comienzos del siglo XVIII. Pero era una verdadera ciudad, con su burguesía: tenía
tantos juristas que cabe preguntarse qué hadan allí, a pesar de encontrarse entre una
población campesina analfabeta que, naturalmente, se veía obligada a recurrir a la
pluma ajena. Pero estos juristas eran también propietarios; otros burgueses eran dueños
de fraguas, de curtidurías, o comerciantes de maderas, favorecidos por los tráficos «de
troncos perdidos» a lo largo de los ríos, a veces dedicados al monstruoso abastecimiento
de París y dueños de talas hasta en el lejano Barroisl. Es un caso típico de pequeña
ciudad de Occidente, de la que existen muchos ejemplares.
Para que las cosas estuvieran claras, necesitaríamos disponer de un límite mínimo
evidente, indiscutible, que fijase el comienzo de la vida urbana. Sobre este punto,
nadie está, nadie puede estar de acuerdo. Máxime teniendo en cuenta que semejante
límite cambia con el tiempo. Para la estadística francesa, una ciudad es una aglomera-
ción de por lo menos 2.000 habitantes (aún en la actualidad), es decir, del tamaño de
Varzy hacia 1700. Para las estadísticas inglesas, la cifra se eleva a 5.000. Por eso, cuando
se dice que en 1801 las ciudades representan el 25% de la población inglesa6 , hay que
saber que si se tomasen corno base las comunidades de más de 2.000 habitantes, el por-
centaje subiría al 40 % .
Pensando en el siglo XVI, Richard Gascon estima, por su parte, que «seiscientos
fuegos (es decir, entre 2.000 y 2.500 habitantes) constituye, sin duda, un límite infe-
rior bastante adecuado» 7 Pienso que, al menos para el siglo XVI, es un límite dema-
siado alto (Richard Gascon se deja quizá impresionar por la relativa exuberancia de las
ciudades que gravitan alrededor de Lyon). En cualquier caso, en Alemania, a finales
de la Edad Media, había 3.000 localidades con el título de ciudad. Ahora bien, tenían
una población media de 400 individuos 8 El umbral habitual de la vida urbana se sitúa,
por tanto, muy por debajo del tamaño de Varzy, en el caso de Francia y seguramente
en el de todo Occidente (las excepciones no hacen más que confirmar la regla). Por
ejemplo, Arcís-sur-Aube, en Champaña, sede de un granero de sal y de un arcediana-
to, autorizada por Francisco 1, en 1546, a rodearse de murallas? no tenía más que 228
fuegos a comienzos del siglo xvm (es decir, 900 habitantes); Chaource, que poseía un
hospital y un colegio, contaba 227 fuegos en 1720, Eroy 265, Vendeuvre-sur-Barse 316,
Pont-sur-Seine 188 9
La historia urbana debe ampliar su estudio hasta estos límites mínimos, ya que las
pequeñas ciudades, como señala Oswald Spengler 10 , acaban por «vencer» a sus campos
cercanos, les impregnan de «conciencia ciudadana», mientras que son ellas mismas de-
voradas, sometidas por aglomeraciones más pobladas y más activas. Estas ciudades
entran pues a formar parte de los sistemas urbanos que giran regularmente alrededor
de una ciudad-sol. Pero sería un error no ocuparse más que de las ciudades-soles, como
Venecia, Florencia, Nuremberg, Lyon, Arnsterdam, Londres, Delhi, Nankín, Osaka ...
Las ciudades forman siempre jerarquías, y la cima de la pirámide, por muy importante
que sea, no lo resume todo. En China, las jerarquías urba!las se afirman en la partícula
que se añade al nombre de la ciudad ifou, ciudad de primer orden, tcheú, de segun-
do, hiende tercero), sin contar, en un escalón más bajo, las ciudades elementales cons-
truidas en las provincias pobres, a: causa o:de la necesidad de contener a los pueblos se-
misalvajes que soportan con impaciencia el yugo de la autoridad» 11 Pero este nivel in-
ferior de las ciudades elementales, en contacto con las aureolas de los pueblos, nos re-
sulta muy difícil de percibir, tanto en China como en el resto de Extremo Oriente. Un
421
Las ciudades

médico alemán, al atravesar en 1690, una pequeña ciudad en el camino de Yedo


(Tokio), contó allí 500 casas (es decir 2.000 habitantes por lo menos), incluidos los su-
burbiosl2, detalle que bastaría para demostrar que se trataba de una auténtica ciudad.
Pero este tipo de observación es poco frecuente.
Sin embargo, lo importante sería poder evaluar la masa total de los sistemas urba-
nos, su peso global, descender, por tanto, a su límite inferior, a la articulación entre
ciudades y campos. Nos serían más útiles las cifras de conjunto que las paniculares:
colocar en un platillo de la balanza todas las ciudades y, en el otro, toda la población
del imperio, o de la nación, o de la región económica, y calcular la relación entre los
dos pesos, lo que constituye un procedimiento bastante seguro de calibrar ciertas es-
tructuras económicas y sociales del espacio observado.
O por lo menos sería una forma bastante segura si tales porcentajes fueran fáciles
de establecer y satisfactorios. Los que propone el libro de Josef Kulischeru parecen de-
masiado elevados, demasiado optimistas, comparados con las estimaciones actuales. No
hablemos de la afirmación de Cantillon: «Se supone generalmente, escribe, que la mitad
de los habitantes de un Estado vive e instala su casa en las ciudades, y la otra mitad
en el campo» 14 • El reciente cálculo de Marcel Reinhardt evalúa sólo en 16% la pobla-
ción urbana de Francia, en la época de Cantillon. Además, todo depende del nivel
adoptado en la base. Si bajo el nombre de ciudades se incluyen las aglomeraciones que
tienen más de 400 habitantes, Inglaterra, en 1500, tiene un 10% de población urbana
y un 25% en 1700. Pero si el límite mínimo se fija en 5.000, las cifras bajan a 13%
en 1700; 16% en 1750; 25% en 1801. Es evidente, por tanto, que habría que rehacer
todos los cálculos partiendo de un mismo criterio antes de poder comparar con rigor
los grados de urbanización de las distintas regiones de Europa. Ahora no se puede,
_..,!QP10 mucho, más que señalar algunos niveles particularmente altos o bajos.
Por abajo, las cifras más modestas, en Europa, conciernen a Rusia (2, 5 % en 1630;
3% en 1724; 4% en 1796; 13% en 1897) 1j. El nivel de 10% en la Alemania de 1500
no sería pues insignificante comparado con las cifras rusas. Este mismo porcentaje es el
de la América inglesa de 1700, donde Boston tenía 7.000 habitantes, Filadelfia 4.000,
Newport 2.600, Charlestown 1.100, y Nueva York 3.900. Y sin embargo, desde 1642,
en Nueva York, entonces Nieuwe Amsterdam, el ladriJlo holandés «a la moderna» había
suplantado a la madera en la construcción de las casas, signo evidente de enriqueci-
miento. ¿Quién no reconocería el carácter urbano de estos centros todavía mediocres?
Representaban, en 1690, la tensión urbana que permitía una población global de algo
más de 200.000 personas, dispersadas por un amplio espacio, en total un 9% de esta
población. Hacia 1750, la población ya densa del Japón (26 millones de habitantes)
era urbana en una proporción del 22 % 16
Por arriba, es más que probable que Holanda hubiera superado el 50 % ( 140 .180
ciudadanos en 1515 sobre una población global de 274.810, es decir, 51%; 59% en
i621; 65 % en 1795 ). Según el censo de 1795, la provincia de Ovdijssel, que desde
luego no era de las más adelantadas, alcanzaba el 45,6% 17
Faltaría saber, para inte¡pretar la gama dt estas cifras, en qué punto (¿quizá hacia
el 10% ?) la urbanización de una población alcanza un primer nivel de eficacia. Posi-
blemente haya otro umbral significativo, alrededor del 50%, del 40% o incluso por
debajo. Algo así como umbrales a lo Wagemann a partir de los cuales todo tendería a
transformarse por sí mismo.

422
Las ciudades

Una división del trabajo


en continuo movimiento

En su origen y a lo largo de la vida de las ciudades, en Europa y en cualquier parte, ..t.'


el problema esencial sigue siendo el mismo: se trata de una división del trabajo entre 7'
la ciudad y el campo, nunca perfectamente definida, en perpetua modificación. En
principio, en la ciudad se encuentran los comerciantes, las funciones del mando polí-
tico, religioso y económico, las actividades artesanales. Pero sólo en principio, ya que
el reparto de funciones se pone constantemente en cuestión, en uno u otro sentido.
No creamos, en efecto, que esta especie de lucha de clases se resuelve ipso facto a
favor de la ciudad que es el oponente más fuerte. No creamos tampoco que el campo,
como se dice generalmente, ha precedido obligatoriamente a la ciudad en el tiempo.
Es frecuente, desde luego, que el avance «del medio rural, por el progreso de la pro-
ducción, posibilite la ciudad» 18 , pero ésta no es sif'mpre un producto posterior. En un
atractivo libro 19 , Jane Jacobs sostiene que la ciudad aparece pór lo menos al mismo tiempo
que el poblamiento rural, si no ames que él. As( desde el VI milenio antes de Cristo,
Jericó y Chata! Yuyuk (Asia Menor) son ciudades creadoras a su alrededor de tierras de
labor que podrfan considerarse modernas, adelantadas. Esto es posible en la medida
en que la tierra, entonces, se ofrecía como un espacio vado y libre, pudiéndose crear
labrantíos un poco en cualquier parte. Esta situación pudo también producirse en la
Europa de ios siglos XI y XII. Y en tiempos más recientes, se percibe claramente en el
Nuevo Mundo, donde Europa reconstruye sus ciudades, como caídas del cielo, y donde
los habitantes crean; solos b con los indígenas, campos que aseguran la subsistencia.
En Buenos Aires, recreada en 1580, los indígenas son hostiles o han huido (lo que no
es menos grave), de forma que los habitantes se ven obligados -y se quejan de ello-
ª ganarse el pan con el sudor de su frente. En definitiva, han de crear sus tierras de
labor a la medida de las necesidades de la ciudad. Morris Birbeck describe un proceso
muy parecido en Illinois, hacia 1818, refiriéndose al avance «americano» hacia el Oeste.
«En los lugares, explica, en que varios nuevos colonos, cercanos unos a otros, han com-
prado al gobierno tierras para roturar, un propietario que ve con un poco más de pers-
pectiva las necesidades del país y sus progresos futuros, suponiendo que su posición es
favorable para el emplazamiento de una nueva ciudad, divide su terreno (el de su con-
cesión) en pequeños lotes separados por calles cómodamente trazadas y los vende según
se le va presentando Ja ocasión. Y se construyen viviendas. Primero llega un almace-
nista (se conoce con este nombre a un comerciante que vende toda clase de artículos)
con varias cajas de mercancías y abre una tienda. Cerca se levanta una posada que se
convierte en la residencia de un médico y de un hombre de leyes que hace las veces
de notario y de agente comercial; en ella come el almacenista y se alojan todos los via-
jeros. Pronto llegan un herrero y otros artesanos, según van resultando necesarios. Un
maestro de escuela que sirve de ministro para todas las sectas cristianas es un miembro
obligado de la naciente comunidad. [ ... ] Si antes no se veía allí más que gente vestida
con pieles, ahora se va a la iglesia con hermosos trajes azules; las mujeres con vestidos
de calicó y con sombreros de paja. [ ... J Una vez empezada la ciudad, el cultivo [en-
tiéndase la agricultura] se propaga rápidamente y se diversifica en sus alrededores. Los
productos son muy abundantes» 2º Lo mismo ocurrió en Siberia, ese otro Nuevo Mundo:
en 1652, Irkutsk nace antes que los campos que van a alimentarla.
Todo esto es evidente. Campos y ciudades obedecen a la «reciprocidad de las pers-
pectivas»: yo te creo, tú me creas; yo te domino, tú me dominas; yo te exploto, tú me
explotas, y así sucesivamente, según las sempiternas reglas de la coexistencia. Los campos

423
Las ciudades

La ciudad necesita una zona agraria a su alrededor. Escena de mercado, por ]ean Michelín
(1623-1696): los vended01·es son campesinos que han traído su.r propio.r productos. (Fotografía
Giraudon.)

424
Las ciudades

cercanos a las ciudades son valorados por esa vecindad, incluso en China. En 164 5, al
comenzar a revivir Berlín, su Gehcime Rat decía: «La razón fundamental del bajísimo
precio de los granos hoy se debe precisamente a que casi todas las ciudades, salvo al·
guna excepción, están devastadas y no necesitan trigo de la campiña, sino que cubren
las necesidades de sus pocos habitantes con su propio territorio». Este territorio ciuda-
dano era sin duda un terrazgo recreado por la ciudad, en los últimos años de la guerra
de los Treinta Años 11
""'""""'"''ífs decir, que los términos pueden invertirse: las ciudades urbanizan los campos,
pero éstos ruralizan a aquéllas. Desde «finales del siglo XVI, el campo, escribe Richard
Gascon, es el abismo que devora los capitales urbanos» 22 , aunque sólo sea por las
compras de tierras, por b. creación de propiedades agrícolas o de innumerables casas
de labranza. Venecia, en el siglo XVII, abandona las ganancias del mar e invierte toda
su fortuna en el campo. Todas las ciudades del mundo conocen, antes o después, trans-
ferencias de este tipo, tanto Londres y Lyon, como Milán, Leipzig, Argel y Estambul.
De hecho, ciudades y campos no se separan nunca como el agua del aceite: coexisten _
separación y acercamiento, división y unión. Incluso en los países islámicos, la ciudad
no excluye al campo, a pesar del profundo abismo que los separa. Desarrolla a su al-
rededor actividades hortícolas; algunos canales que recorren las calles urbanas se pro-
longan en los huertos de los oasis cercanos. En China, donde el campo se abona con
las basuras e inmundicias de la ciudad, se repite la misma simbiosis.
Pero es inútil intentar demostrar la evidencia. Hasta tiempos recientes, toda ciudad
debía tener sus alimentos en sus mismas puertas. Un historiador economista, familia-
rizado con los cálculos, estima que, desde el siglo XI, un centro de 3. 000 habitantes
debía disponer, para vivir, de una decena de terrazgos campesinos, es decir, unos 8,5
km 2, «teniendo en cuenta el débil rendimiento de la agricultura» 23 • De hecho, el campo
tiene que mantener a la ciudad para que no peligre a cada instante su subsistencia; el
gran comercio no puede alimentarla más que excepcionalmente. Y esto sólo ocurre en
el caso de ~~g~-~l.J2Ei~i.!~,g_i,_~_q.~~--como Flgr_ep,¡:_iª, }3ruja,~.Yc::necia, Nápoles.Jloma, Gé-
n()Va, Pekín, Estambul,.J:.)c::Jfü,Lll: fyf~.c,a ...
. . °I'or fo démás", 'h'asl:a' el s{glo xvíii,' .lncluso las grandes ciudades conservan activida-
des rurales. Albergan pastores, guardas jurados, labradores, viñadores (hasta en París);
poseen, dentro y fuera de sus murallas, un cinturón de huertos y de vergeles, y, más
lejos, campos de cultivo, a veces repartidos en tres hojas, como en Francfort, Worms,
Basilea o Munich. En la Edad Media, el ruido del mayal se oía en Ulm, Augsburgo o
Nutemberg, hasta lascercanfas·del'Rathaus, y los cerdos se criaban en libertad por fas
calles, tail sucias y llenas el.e barro que habta que atravesarlas con zancos o construyen-
do pasarelas de madera de un lado a otro. En vísperas de feria, en Francfort, se cubrían
apresuradamente las calles principales con paja o con virutas de madera 24 Parece in-
'Creíble que en Venecia, todavía en ~746, tuviera que prohibirse la cría de cerdos «en
la ciudad y en los-rrionasterios» 21 ····· · ····

Las innumerables pequeñas ciudades apenas emergían de la vida campesina; se ha


hablado incluso de «ciudades rurales•. En la Baja Suabia vinícola, Weinsberg,
Heilbronn, Stuttgart, Esslingen se encargaban, no obstante, de enviar hacia el Danu·
bio el vino que producían 26 , y además el vino constituía por sí mismo toda una indus·
tria. Jerez de la Frontera, cerca de Sevilla, responde a una encuesta de 1582 que «la
ciudad cuenta sólo con sus cosechas de vino, de trigo, de aceite y carne•, lo que era
suficieme para su bienestar y para dar vida a sus transacciones comerciales y a su arte-
sanía 27 Cuando Gibraltar se vio sorprendida por los corsarios de Argel, en 1540, fue
porque éstos, conocedores de las costumbres de la localidad, eligieron la época de la
vendimia: todos los habitantes se encontraban fuera de sus muros e incluso pasaban la
noche en los viñedos 18 En Europa, todas las ciudades han cuidado celosamente sus
425
Las ciudades

tierras de labor y sus cepas. Multitud de concejos publicaban, codos los años, un bando
para empezar la vendimia, como en Rothenburg, en Baviera, o en Bar-le-Duc, cuando
las «hojas de las viñas adquieren esa tonalidad amarilla que anuncia su sazón». Y la
misma Florencia, inundada todos los otoños por miles de toneles, se transformaba en
un enorme mercado de vino nuevo.
Los ciudadanos de aquella época lo eran, con frecuencia, sólo a medias. Al llegar
el momento de la recolección, artesanos y gentes de todos los oficios abandonaban sus
ocupaciones habituales y sus casas para ir a trabajar en los campos. Así ocurría c:n el
Flandes industriosc y superpoblado del siglo XVI, y en Inglaterra aún en vísperas de su
Revolución industrial; también en Florencia, donde, en el siglo XVI, el Arte tan im-
portante de la lana era sobre todo una actividad de invierno 29.
En su diario, Jean Pussot, maestro carpintero de Reims, se interesa más por la ven-
dimia, las cosechas, la calidad del vino, el precio del trigo o del pan, que por los acon-
tecimientos de la vida política o artesana. En la época de las guerras de religión en
Francia, al pertenecer las gentes de Reims y de Epernay a bandos opuestos, tenían que
realizar las faenas de la vendimia con escolta. Jean Pussot escribe: «los ladrones de
Epernay sacaron la piara de cerdos de la ciudad [Reims} ... y la llevaron al dicho Epernay
el martes 30 de marzo de 1593» 3º. No se trata tan sólo de saber quién triunfará, si los

El abastecimiento de Bilbao por barco y por caravana de mulas. Las mercancías son descargadas
y almacenadas. Detalle de la Vista de la muy noble villa de Bilbao. finales del siglo XVIII; gra-
bado por Franúsco Antonio Richter. (Documento del autor.)

426
Las ciudades

partidarios de la Liga o el bearnés, sino también quién salará la carne y quién la co-
merá. En 1722, las cosas no habían cambiado, pues un tratado de economía deploraba
que en las pequeñ:i.s ciudades alemanas, y hasta en las ciudades principescas, los arte-
sanos se ocuparan de la agricultura, poniéndose así en el lugar y función de los cam-
pesinos. Más valdría que cada uno «se mantuviera en su esfera». Las ciudades, liberadas
de sus ganados y de sus «grandes montones de estiércol», serían más limpias y más
sanas. La solución sería «desterrar de las ciudades [ ... J la agricultura y ponerla en manos
de aquellos a quienes corresponde» 31 Los artesanos tendrían la ventaja de vender a los
campesinos proporcionalmente a lo que éstos estuvieran seguros de vender regularmen-
te en la ciudad. Todo el mundo saldría ganando.
Si la ciudad no había abandonado completamente al campo el monopolio de los
cultivos o de la ganadería, lo contrario también es cierto: el campo no se había despro-
visto totalmente de sus actividades «industriales» en beneficio de las ciudades vecinas.
Conservaba su parte, aunque generalmente ésta fuera sólo la que tenían a bien dejarle.
En primer lugar, las aldeas no se vieron nunca desprovistas de artesanos. Las ruedas de
los carros eran fabricadas, reparadas in situ, en el propio pueblo, por el carretero, re-
forzadas con un círculo de hierro por el herrero (esta técnica se generalizó a finales del
siglo XVI), cada pueblo tenía un herrador y el espectáculo de estos trabajos se ha per-
petuado en Francia hasta principios del siglo XX. Más aún, en Flandes y en otros lu-
gares donde se había instaurado en los siglos :XI y XIi una especie de monopolio indus-
trial de las ciudades, se organizó, a partir de los siglos XV y XVI, un amplio reflujo de
las industrias ciudadanas hacia los espacios rurales, en busca de una mano de obra más
barata y fuera de la protección y vigilancia quisquillosa de los gremios urbanos. La
ciudad no perdía nada con ello, ya que seguía controlando, más allá de sus muros, a
esos pobres obreros rurales y los dirigía según su conveniencia. Pero desde el siglo XVII,
y más aún en el siglo siguiente, los pueblos habían vuelto a cargar sobre sus débiles
hombros una gran parte de las tareas artesanas.
También se habían repartido las funciones en otros sitios, aunque de otra manera:
así, por ejemplo, en Rusia, en la India o en China. En Rusia, la mayor parte de las
tareas industriales correspondía a los pueblos que vivían replegados sobre sí mismos.
Las aglomeraciones urbanas no los domin~ban ni los molestaban como hacían las ciu-
dades de Occidente. Todavía no había comenzado allí una auténtica competencia entre
ciudadanos y campesinos. La razón es clara: la lentitud del impulso urbano. Había, sin
duda, algunas grandes ciudades, a pesar de los accidentes que las azotaban (Moscú fue
incendiada por los tártaros en 1S71 y por los polacos en 1611, a pesar de lo cual tenía
40.000 casas en 1636)J 2 , pero en un país mal urbanizado, las aldeas se veían obligadas
a realizar por sí mismas todas las funciones necesarias para su subsistencia. Además,
los propietarios de los grandes feudos organizaron, con sus siervos, algunas industrias
rentables. El largo invierno ruso no era el único responsable de la activa vida de estos
campesinos.u.
También en la India, los pueblos, comunidades dinámicas capaces, si se terciaba,
de .desplazarse en bloque para escapar de algún peligro o de una opresión demasiado
asfixiante, se bastaban a sí mismos. Pagaban un tributo global a la ciudad, pero no
recurrían a ella más que para adquirir escasas mercancías {las herramientas de hierro,
por ejemplo). Igualmente en China, el artesano rural encontraba en el trabajo de la
seda o Ciel algodón un complei:nento para su vida difícil. Su bajo nivel de vida le con-
vertía en un competidor temible para el artesano de la ciudad. Un viajero inglés (1793)
y extrañaba y se extasiaba, cerca de Pekín, ante el trabajo inverosímil de las campesi-
nas, para criar el gusano de seda o hilar el algodón: «En fin, fabrican también sus telas,
pues son los únicos tejedores del lmperio» 3 ~

427
Las ciudades

La ciudad y sus recién llegados,


sobre todo gente miserable

La ciudad dejaría de vivir si no tuviese asegurado su suministro de nuevos hombres.


La ciudad los atrae. Y con frecuencia vienen espontáneamente hacia sus luces, sus li-
bertades reales o aparentes, sus salarios mejores. Vienen también porque, primero los
campos, y luego otras ciudades, los rechazan, los expulsan irremisiblemente. La asocia-
ción más frecuente y más sólida es la de una región pobre con emigración y una ciudad
activa: la región de Friul y Venecia (los Furlani la abastecían de peones y de criados);
las Cabilias y el Argel de los piratas: los montañeses venían a cavar las huertas de la
ciudad y de su campiña; Marsella y Córcega; las ciudades de Provenza y los gavots de
los Alpes; Londres y los irlandeses ... Pero toda gran ciudad tendrá 10, 100 reclutamien-
tos simultáneos.
_En París, en 1788, «los que se dedican a los oficios viles son casi todos extranjeros
[sicflos saboyanos son limpiadores, lijador-esy serradores de madera; los auverneses
T .. ] casi todos aguadores; los krnosines, albañile; los lioneses son en gc:rietal ffióZ,~s de
cuerda y conductores de sillas de inanos; los normandos, canteros, adoquinadores, y
portadores de fardos, arreglan loza rota, y comercian con pieles de conejo; los gascones
'son peluqueros o aprendices de barbería; fos loreneses, zapatdós iériiendohes ambu-
fantes. Los saboyanos viven en los suburbios; están distribuidos por grupos, cada úrio
dirigido por un jefe, viejo saboyano que es el administrador y tutor de los jóvenes hasta
qµe están en edad de gobernarse por sí mismos». Un auvernés, comerciante ambulante
de pides de conejo, que compra al por menor y vende al por mayor, circula «cargado
de tal forma que es imposible distinguir su cabeza y sus brazos». Y toda esta pobre
gente, como es natural, se vestía en los ropavejeros del Quai de la Ferraille o de la Mé-
gisserie, donde todo se cambiaba: «Uno [entra] en el tenderete negro como un cuervo
y sale verde como un loro» 35
Pero las ciudades no acogen sólo a estos indigentes. Tienen también su reclutamien-
to de calidad, a expensas de las burguesías de fas ciudades vecinas o lejanas: ricos co-
merciantes, maestros y artesanos cuyos servicios son a veces disputados, mercenarios, pi-
lotos de barco, profesores y médicos famosos, ingenieros, arquitectos, pintores ... Se po-
drían señalar en el mapa de la Italia central y septentrional los puntos desde los que
venían hasta Florencia, en el siglo XVI, los aprendices y maestros de su Arte della Lana;
en el siglo anterior, venían regularmente de los lejanos Países Bajos 36 • Se podría también
señalar en un mapa el origen de los nuevos ciudadanos de una ciudad activa como
MetzH, por ejemplo, o incluso Amsterdam (entre 1575 y 1614)-18 Se determinaría, en
todos los casos, un espacio de grandes dimensiones, asociado a la vida de la ciudad.
Quizá correspondería este espacio al delimitado por el radio de sus relaciones comer-
ciales, o por el conjunto de pueblos, ciudades y mercados que aceptaban su sistema de
medidas o sus monedas, o ambas cosas, o que hablaban el mismo dialecto particular,
caso de haberlo. ,,
Era éste un reclutamiento forzoso, ininterrumpido. Biológicamente, antes del si-
gfo XIX, los nacimientos no superaban a las defunciones en las ciudades. Había, por el
contrario, sobremortalidad 39 No podían crecer por sí mismas. También socialmente,
la ciudad dejaba las tareas más duras a los recién llegados; necesitaba, como las eco-
nomías superdinámicas de hoy, al norteafricano o al puertorriqueño de turno, un pro-
letariado que se desgasta rápidamente y que hay que renovar constantemente. «El de-
secho del campo se convierte en el de la ciudad», escribe S. Mercier refiriéndose a la
servidumbre parisina, un ejército de 150.000 personas, según parece 40 • La existencia de
ese bajo proletariado miserable es otra característica de toda gran ciudad.

428
Las ciudades

Plano de Mzlán después de la construcción de las nuevas fortificaciones españolas, en el siglo


XVI. Añaden a la ciudad antigua (la parte osc11ra) un temiorio mal urhanizado, que incluye aún
numerosos huertos y campos. El Castel/o, que domina Mzlán, es, en sí mismo, una ciudad.
(Milán, Archivo di Stato.)

429
Las ciudades

. fü:i. París, aún después de los años 1780, moría una media de 20.000 personas al
(año. De··ia.s·cuales·; 4·.000 terminaban sus días· en el hospital, en . el Hotel-Dieu-o·en
\ Bic~tre: estos muertos, «envueltos en una arpillera», se enterraban amontonados en
.qamart, en la fosa común, que se regaba luego con cal viva. Era realmente siniestra
,la carreta que, arrastrada manualmente, salía todas las noches del Hótel-Dieu llevando
Jos muertos hacia el sur. «Un cura sucio, una campanilla y una cruz» constituían todo
el cortejo fúnebre de los pobres. Llaman al hospital «la Casa de Dios cuando todo es
allí despiadado y cruel»; 1.200 camas para 5.000 ó 6.000 enfermos: «Se acuesta al recién
llegado junto a un moribundo y un cadáver ... » 41.~
Y la vida no se mostraba más generosa al íiffciarse. En París, hacia 17.~Q. se produ-
cía el abandono de 7 .ooo u 8.000 niños sobre un totarde"'ilñ'o~··-30'.''óoó""'nacimientos.
/Se llegó'··;··~c;·ñ'V-é'rfiT·~·;:··"'un"'ofiCío"etdepositar a esos niños en el hospital: un hombre
1 los llevaba a hombros «dentro de una caja acolchada en la que cabían tres. Iban de pie,
\envueltos en sus pañales, respirando por arriba. [ ... [Cuando [el portador] abría la caja,
"\encontraba con frecuencia uno muerto; terminaba el viaje con los otros dos, impacien-
lre por desembarazarse de su carga, [. .. ] Partía de nuevo inmediatamente para volver a
empezar la misma tarea que le proporcionaba el sustento» 42 • Muchos de esos niños aban-
\ donados venían de provinciaS. ¡Exttaños inmigrantes!

Las peculiaridades
de las ciudades

Toda ciudad es, quiere set, un mundo aparte. Hecho destacado: entre los siglos XV
y XVIII, todas o casi todas están amuralladas. Se ericuentran, pues, escudadas en una
geometría delimitadora y distintiva, separadas por ello del espacio inmediato que les
pertenecía. .
Se trata ante todo de una cuestión de seguridad~ Sólo en algunos países esa protec-
ción resultó superflua, pero la excepción confirma la regla. En las islas Británicas, por
ejemplo, apenas había fortificaciones urbanas; se ahorraron así, dicen los economistas,
muchas inversiones inútiles. En Londres, las viejas murallas de la ciudad tienen sólo
un papel administrativo, aunque en 1643, durante un corto período de tiempo, el
miedo de los parlamentarios hizo que la ciudad se rodease de fortificaciones apresura-
das. Tampoco había fortificaciones en el archipiélago japonés, protegido asimismo por
el rri?-r. ni en Venecia, dado su carácter insulat. Ni hubo murallas en los países seguros
de sí mismos, como el vasto Imperio de los osmanlíes, que sólo tuvo ciudades fortifi-
cadas en sus fronteras amenazadas, de cara a Europa, y en Armenia, frente a Persia.
En 1694, es cierto que tanto Erivari, donde había alguna artillería, como Erzerum, aho·
gada po( sus suburbios, aparecían rodeadas por dobles murallas sin destruir. Pero en
las restantes ciudades, la pax turcica provocó la ruina de las antiguas murallas, que se
deteriotaron como las paredt:s de las casas abandonadas, incluso las admirables mura-
llas de Estambul, heredadas de Bizancio. En frente, en Galata, en 1694, «las murallas
[estánJmedio en ruinas, sin que parezca que los turcos piensen en restaurarlas» 43 Desde
1574, en Filipópoli. en la ruta de Adrianópolis, ya no había ni «apariencia de puertas» 44 •
Pero en ningún otro lugar se encuentra esta confianza. En la Europa continental
(en Rusia las ciudades más o menos amuralladas se apoyan en una fortaleza, como
Moscú en el Kremlin}, en la América colonial, en Persia, India y China, la fortific~ión
urbana se imponía regularmente. El Dictionnaire de Furetiere (1690) define la ciudad:
«morada de numerosas gentes que está habitualmente rodeada de murallas». En nu-

430
Las ciudades

Muralla y puerta de Pekín, pnºncipioJ del Jiglo XVJll. Sección de GrabadoJ. (Fotografía B.N.)

merosas ciudades occidentales, ese «anillo de piedra», construido entre los siglos XIII
y x'!v, era el «símbolo exterior del esfuerzo consciente hacia la independencia y liber-
tad» que ha caracterizado la expansión urbana de la Edad Media. Pero era también a
menudo, en Europa y en otros sitios, obra de la autoridad, protección contra el ene-
migo exterior'15 •
En~.h.in.a, sólo las ciudades pobres o decadentes no tienen, o han perdido, las mu-
rall~. En general, las murallas son impresionantes, tan altas que ocultan «el remate de
las casas». Las d:udades «están todas construidas, dice un viajero ( 1639), de)<\ .misma
f9rma y en ·¿;;adrado, con buenas murallas de ladrillo que revisten con lá misma tierra

431


Las ciudades

qµe J.Itiliian p:i.rªh:i,9::L):l porcelana; la cual se endurece ta_nto -~QQ_.e:l_ ~ie:fllPº q:ite: es
imposible romperla coi:i e(~~rtiflo: ·r ..Jtas murallas sori muy" anchas "y flanqueadas
de ~orres construidas a la antigua, casi de )a misma forma que se ven representada~ 1as
fortificaciones de los romanos. Dos grandes y anchas calles cortan geiieralmentelas C:_~u­
dades formando una cruz y son tan rectas que, aunque se extiendan a lo largo de toda
la ciudad, por grande qu.e éstjl sea,, se ve_n, siempre desde la encrucijad!l,_las ,<;ua#óen-
~!iªslas de las calles»l La muralla de Pekín, dice este mismo viajero, superando alás de
fas-'c.íiidades'fütOpe~s. es «tan amplia que doce caballos podrían correr a rienda suelta
y cruzarse sin chocar [no podemos tomarlo al pie de la letra: otro viajero habla de «20
pies de anchura por abajo y una docena de pies por arriba» 46 ]. Se hacen guardias de
noche como si se estuviera en plena guerra, pero de día las puertas están guardadas
sólo por eunucos que están allí más bien para cobrar los derechos de paso que para la
seguridad de la ciudad» 47 El 17 de agosto de 1668, una inundación diluviana anega
los campos de la capital, arrasa «gran número de pueblos y de villas de recreo ... por
la impetuosidad de las aguas». La ciudad nueva perdió la tercera parte de sus casas y
«una infinidad de miserables perecieron ahogados o sepultados bajo sus ruinas», pero
la vieja ciudad se salvó: «Se cerraron rápidamente las puertas [ ... ] y se taparon todos
los huecos y todas las rendijas con cal y brea mezcladas» 48 • He aquí una elocuente
imagen y una buena prueba de la solidez casi hermética de las murallas de las ciudades
chinas.
Cosa curiosa, en aquellos siglos de pax sinica, cuando ningún peligro externo ame-
nazaba ya a las ciudades, las murallas se convirtieron casi en un sistema de vigilancia
de los propios ciudadanos. Con sus amplias rampas interiores de acceso, permitían, en
un instante, movilizar la infantería y la caballería que, desde lo alto de la muralla, do-
minaban toda la ciudad. No c~be duda que ésta se encontraba sólidamente controlada
por las autoridades responsables. Además, tanto en China como en Japón, cada calle
tenía sus puertas particulares, su jurisdicción interna; si ocurría un incidente cualquie-
ra, un delito, se cerraban las puertas de la calle y se ajecutaba rápida y, a menudo san-
grientamente, el castigo del culpable o del apresado. El sistema en China era tanto
más estricto cuanto que, al lado de cada ciudad china, se elevaba el recinto cuadrado
de la ciudad tártara, que vigilaba rigurosamente a aquélla.
Con frecuencia, Ja muralla encerraba en su interior, junto al casco urbano, una zona
de campos y huertos, por razones evidentes de abastecimiento en caso de guerra. Así,
las murallas construidas tempranamente en Castilla, en los siglos XI y XII, alrededor de
un gtupo de pueblos distantes entre sí y que dejaban entre ellos espacio suficiente para
recoger los rebaños en caso de alerta 49 La regla pi.Jede aplicarse allí donde las murallas
rodean, en previsión de un sitio, praderas y huertos, como en Florencia, o campos cul-
tivables, vergeles y viñedos, como en Poiciers que, todavía en el siglo XV!l, tenía unas
murallas casi tan importantes como las de París, aunque no había conseguido ocupar
totalmente el espacio delimitado por ellas. Tampoco Praga hll:bía podido llenar el hueco
que quedaba entre las casas de la pequeña «ciudad» y las nuevas murallas construidas
a mediados del siglo XIV. Nj Toulouse hacia 1400; y Barcelona no alcanzó las murallas
reconstruidas a su alrededor en 1359 (sobre cuyo emplazamiento se encuentran actual-
mente las Ramblas) hasta dos siglos después, hacia 1550; la regla puede aplicarse
también a Milán, con sus murallas españolas.
El espectáculo es idéntico en China: cierta ciudad junto al Yangsekiang «posee un
muro de diez millas de circunferencia, que encierra colinas, montañas y llanuras des-
habitadas ya que tiene pocas casas y sus habitantes prefieren vivir en los suburbios que
son muy extensos»; ese mismo año de 1696, la capital del Kiang-si conserva en su parte
alta «muchos campos y huertos y pocos habitantes ... »)º
En Occidente, durante mucho tiempo, la seguridad se garantizaba de forma senci-
432
Las ciudades

Ha y poco costosa; un foso, más un muro vertical; lo que entorpecía poco el ensanche
de la ciudad, desde luego mucho menos de lo que habitualmente se dice. Si la ciudad
necesitaba más espacio, la muralla se desplazaba como un decorado de teatro: así ocurrió
en Gante, en Florencia, en Estrasburgo, tantas veces como fue necesario. Las murallas
venían a ser como un corsé a la medida. Al crecer la ciudad, se fabricaba otro.
Pero la muralla, construida y reconstruida, no dejaba de cercar la ciudad, de defi-
nirla. Suponía una protección, y al mismo tiempo un límite, una frontera. Las ciuda-
des desplazaban la mayor parte de su actividad artesana hacia la periferia, sobre todo
las industrias que necesitaban más espacio, de tal forma que la muralla era, por aña-
didura, una línea de demarcación económica y social. Generalmente, al expandirse, la
ciudad anexionaba algunos suburbios, los transformaba y alejaba un poco más las ac-
tividades ajenas á su vida estrictamente ciudadana.
Por eso, las ciudades de Occidente, crecidas poco a poco, sin ningún orden, tienen
un trazado tan complicado, calles tortuosas, articulaciones imprevisibles, al contrario
que la ciudad romana tal y como subsiste aún en algunas ciudades nacidas del orden
antiguo: Turín, Colonia, Coblenza, Ratisbona ... Pero el Renacimiento marcó el des-
pertar de un urbanismo consciente, con el florecimiento de una serie de planos geo-
métricos, en damero, o en círculos concéntricos, propuestos como el «plano ideal». Con
estos presupuestos, la gran expansión urbana que se produjo en Occidente remodeló
las plazas o reconstruyó los barrios ganados a los suburbios, situando sus dameros junto
al intrincado corazón de las ciudades medievales.
Esta coherencia, esta racionalización fueron más patentes todavía en las ciudades
nuevas, donde los constructores tenían el campo libre. Es curioso además que los esca-
sos ejemplos anteriores al siglo XVI de ciudades occidentales en damero correspondie-
ran a construcciones voluntarias, edificadas ex nzhilo, como Aigues-Mortes, pequeño
puerto que san Luis compró y reconstruyó para tener una salida al Mediterráneo; o la
pequeña ciudad de Monpazier (én Dordoña), construida por orden del rey de Ingla-
terra, a finales del siglo Xlll: una de las casillas del damero correspondía a la Iglesia,
otra a la plaza del mercado, rodeada de soportales y dotada de un pozo$ 1 • También,
las terre nuove de Toscana, en el siglo XIV, Scarpersia, San Giovanni Valdarno, Terra-
nuova Bracciolini, Castelfranco di Sopra $ 1 •.• Pero a partir del siglo XVI, el inventario
urbanístico se incrementa rápidamente; podríamos dar una larga lista de todas esas ciu-
dades que se construyeron con un plano geométrico, como la nueva Liorna a partir de
1575, Nancy reconstruida a partir de 1588, o Charleville a partir de 1608, siendo, no
obstante, el caso de San Petersburgo, del que volveremos a hablar más adelante, el
más extraordinario. Fundadas tardíamente, casi todas las ciudades del Nuevo Mundo
fueron también edificadas siguiendo un plano preestablecido: constituyen el grupo más
numeroso de ciudades en damero. Las de la América española son particularmente ca-
racterísticas, con sus calles en ángulo recto, determinando cuadras, y sus dos calles prin-
cipales que desembocan en la Plaza Mayor, donde se levantan la catedral, la cárcel, la
alcaldía y el Cabildo.
El plano en damero plantea un curioso problema a escala mundial. Todas las ciu-
dades de China, de Corea, de Japón, de la India peninsular, de la América colonial
(no olvidemos las romanas y algunas ciudades griegas) están trazadas en forma de da-
mero. Sólo dos civilizaciones construyeron a gran escala ciudades intrincadas e irregu-
lares: el Islam (incluido el norte de la India) y el Occidente medieval. Podría uno per-
derse en explicaciones estéticas o psicológicas sobre esta peculiaridad. Es evidente que
Occidente no tuvo las mismas necesidades en el siglo XVI americano que en la época
de los campamentos romanos. Lo que llevó al Nuevo Mundo fue el reflejo de las preo-
cupaciones urbanísticas de la Europa moderna, una imperiosa afición por el orden cuyas
raíces vivas, más allá de sus numerosas manifestaciones, sería apasionante descubrir.
433
Clofka St.Garrnuin Ju
···: .·.···. ·····
1[ff
_ _.-.-. .-."'--~-~~~-'-º.)...__ ,.,.,_,.,.,,.,,,'"'·..,..·.'":""-'
.,._,.,.--. "· -"'.."'"'_.· ,.,_..,-,,.-.-..
-<".

LA SE/NE

27. PARIS EN TIEMPOS DE LA REVOLUCION

Eje111plo de ciudad o«idental con calles enlrecr11zadas. Sobre este plano an1iguo, hetnoI señalado can trazo nuír gmeso al-
g1mos ejeJ· actuafe1 (Bulev11res Saint-Michef y Sali11-Ger111ain) que orientarán .,¡ lecl"r e11 el París antiguo, de la Sorbona 11
la Foire Saint-Germain )' 11 fa abadía de Saint-Gem,.,1n-des-Prés, ele/ Luxu11bo11rg, 11/ Pont-Neuf F./ <1iféPcocope,/u11dado
en 1684, u süú11 en la calle Fom.'1-Sai111-Germ111n, frente al lug(lr en que se instaló, en 1689, en esta mir111a calle (hoy calle
de la Ancienne-Comédie). la Co1nédie fra11fllire.

434
Las ciudades

Las ciudades, la artillería


y los vehículos de Occidente

A partir del siglo XV, las ciudades de Occidente se enfrentaron con grandes dificul~
tades. Su población aumentó y la artillería convirtió las antiguas murallas en objetos
puramente decorativos. Hubo que sustituirlas, a toda costa, por amplias fortificaciones
medio enterradas, ensanchadas por baluartes, terraplenes y plataformas interiores donde
el suelo blando reducía los eventuales destrozos causados por los cañonazos. Estas mu-
rallas extendidas en sentido horizontal no podían ser ya desplazadas más que con
enormes gastos. Y delante de estas líneas fortificadas, había que mantener el espacio
indispensable para las operaciones de defensa y, por tanto, prohibir las construcciones,
las huertas y los árboles. Algunas veces, resultaba necesario despejar el entorno exteriór
cortando árboles y derribando casas, como se hizo en Gdansk (Danzig) en 1520, du-
rante la guerra polaco-teutona, y en 1576, durante el conflicto armado con el rey Stefan
Batory.
La .expansión de la. ciudad. quedaba así bloc¡peada; siendo más ,?ecesario 9ue antes.

ª.
el crec1m1ento en sentido verttcal. Muy pronto{,en Genova, en Pans o en Ed1mburgo,
l~. cas~-~-<;.Q_ns.truy.!!.J:QJ)__c;Q_Q__ ?,_,J~.• .Y.J-iasta 1o'pisos. Al aumentar const~_qtiiJ:iente-d
Jl!.e.cio-ill;. las.,.tett{;.!J.Q~.•J?,s ~.~~!.~- a!tas se i~-ª~:~~!i~:~f2~En-f.Ofrd~e~~ si se prefi~ió durante
mucho tiempo la madera al laCfrílfo, füe porque aquella permma muros mas delgados
y ligeros, cuando las casas de 4 a 6 pisos iban reemplazando a las antiguas, que gene-
ralmente no-tenían más que dos. /En P_arís, «hubo que poner freno a la altura desme-
surada de las casas [ ... J pues algunos-parti'culares habían llegado a construir veidade-
J¿~(~;~_~f~rii~~1~~i~eiii.}.~~~~34r.ª-~~Hrni!Q~º-~Í_SQ~rª~deJa..RevoluciánJ a.JO pies ..
Por no tener murallas, Venecia pudo extenderse sin trabas: con unas cuantas estacas
de madera clavadas y con las piedras traídas en barca, podía edificarse un nuevo barrio
en la laguna. Muy pronto, las industrias más molestas pudieron desplazarse hacia la
periferia, los descuartizadores y los curtidores, a la isla de Giudecca, el Arsenal, al ex-
tremo del barrio nuevo de Castello, las fábricas de vidrio a la isla de Murano, desde
1255 ... Resulta admirable la modernidad de esta organización zonal. Mientras tanto,
Venecia disponía sus esplendores públicos y privados en el Gran Canal, antiguo valle
excepcionalmente profundo. Un solo puente, el del Rialto, de madera y levadizo (hasta
la construcción del actual puente de piedra, en 1587), unía la orilla del Fondaco dei
Tedeschi (la actual central de correos) a la plaza del Rialto, indicando así de antemano
el eje activo de la ciudad que, incluyendo la transitada calle de la Mercería, conducía
de la plaza de San Marcos al puente. Era, pues, una ciudad amplia, sin agobios. Pero
en el ghetto, ciudad artificial, estrecha y amurallada, faltaba espacio y las casas crecían
en altura, con sus 5 ó 6 pisos.
En Europa, al generalizarse los carruajes en el siglo XVI, se plantearon problemas
urgentes que obligaron a emprender una cirugía urbanística. Bramante, que derribó el
barrio antiguo en torno a San Pedro de Roma (1506-1514), fue uno de los primeros
barones Haussmann de la historia. Forzosamente, las ciudades fueron ordenándose, ai-
reándose, consiguiendo una circulación más fluida, al menos por algún tiempo. A esta
reorganización respondió también la de Pietro di Toledo (1536), que abrió algunas
calles anchas en Nápoles, donde, como ya decía anteriormente el rey Ferrante, «las calles
estrechas constituyen un peligro para el Estado»; o la terminación de la rectilínea, sun-
tuosa y breve Strada Nuova de Génova, en 1547; o los tres ejes que atravesaron Roma,
por deseo del papa Sixto V, partiendo de la Piazza del Popolo. Era lógico que uno de
ellos, el Corso, se convirtiera en la calle comercial por excelencia de Roma. Los coches

435
La5 ciudade5

Situada entre la montaña y el mar, Génova, obligada a crecer en altura, es una avalancha de.
casas apiñadas que cubren la pendiente desde la línea de las fortificaciones hasta el puerto. De-
talle de un cuadro del siglo XV Museo Nava/e di Pegli. (Cliché del museo.)

436
La> ciudades

y pronto las carrozas invadieron velozmente las ciudades. John Stow, que presenció las
primeras transformaciones de Londres, profetizaba (1528): «El Universo tiene ruedas».
En el siglo siguiente, Thomas Dekker repetía la misma idea:,.«~n''fog_~:f~las ,g!fo.fúk.
Londres], carretas y carrozas hacen un f1:1~4c:> a~r911agor, p;i,r.e,c:e,qµIe,lll!U,!1-do giras.obre
. . .roecl'as»H: .... ' .... ..

Geografía
y relaciones urbanas

Toda ciudad nace en un lugar determinado, lo adopta y no lo abandona, salvo en


muy contadas ocasiones. Este emplazamiento es más o menos favorable, perdurando
las ventajas y los inconvenientes iniciales. Un viajero que llega, en 1684, a Bahía (Sao
Salvador), entonces capital de Brasil, señala su esplendor, la cantidad de esclavos «tra-
tados, añade, con la máxima barbarie»; señala también las malformaciones de su em-
plazamiento: «La pendiente de las calles es tan pronunciada que los caballos engan-
chados a un carruaje no podrían sostenerse», por lo que no había coches, sino animales.
de carga y caballos de montar. El defecto más sobresaliente era, sin embargo, el des-
nivel profundo que separaba la ciudad propiamente dicha de la ciudad baja de los co-
merciantes, a la orilla del mar, de forma que era necesario «utilizar, para subir y bajar
las mercancías del puerto a la ciudad, una especie de grúa» 55 Actualmente, los ascen-
sores facilitan esta escalada, pero no la suprimen.
Del mismo modo, Constantinopla, junto al Cuerno de Oro, el mar de Mármara y
el Bósforo, está dividida por extensiones de agua marina demasiado grandes y tienen
que mantener una población de bateleros y remeros para poder atravesarlas continua-
mente, no siempre sin peligro.
Pero esros inconvenientes están compensados por importantes ventajas, sin las que
no se hubieran aceptado ni soportado aquéllos. Las ventajas proceden generalmente
del emplazamiento en sentido más amplio -los geógrafos suelen referirse a la «situa-
ción» de la ciudad en relación con las regiones vecinas. Rodeado de mares borrascosos,
el Cuerno de Oro es el único puerto abrigado a lo largo de inmensos recorridos. De la
misma forma, frente a Sao Salvador, la amplia bahía de Todos los Santos es un Medi-
terráneo en miniatura, bien protegida tras sus islas, y uno de los puertos de más fácil
acceso en toda la costa brasileña para un velero que llegue de Europa. Sólo en 1763 la
capital se desplazó hacia el sur, a Río de Janeiro, por el desarrollo de las minas de oro
de Minas Geraes y del Goyaz.
Todos estos privilegios a larga distancia son, desde luego, perecederos. Malaca dis·
frutó durante siglos de un eficaz monopolio, «gobierna todos los navíos que pasan por
su estrecho»; pero Singapur surgió un buen día de la nada, en 1819. Y es un ejemplo
todavía mejor la sustitución, en 1685, de Sevilla (que, desde el principio del siglo XVI,
había tenido el monopolio del comercio con las «Indias de Castilla») por Cádiz, porque
los navíos, con su calado demasiado grande, no podían ya pasar la barra de Sanlúcar
de Barrameda, a la entrada del Guadalquivir. Razón técnica y pretexto para un cambio,
quizá razonable, pero que iba a facilitar la actuación, en la demasiado amplia bahía
de Cádiz, del contrabando internacional siempre alerta.
En cualquier caso, esos privilegios de la situación, perecederos o no, resultan indis-
pensables para la prosperidad de las ciudades. Colonia se encuentra en la encrucijada
de dos navegaciones diferentes sobre el Rin, una hacia el mar, otra aguas arriba, y
ambas convergen en sus murallas. Ratisbona, en el Danubio, está simada en un punto

437
Las ciudades

de ruptura de carga para los navíos con demasiado calado procedentes de Ulm, de Augs-
burgo, Austria, Hungría e incluso Valaquia.
Quizá no haya, en ningún lugar del mundo, un emplazamiento más privilegiado,
a corta y larga distancia, que el de Cantón. La ciudad, «a 30 leguas del mar, llega a
sentir las pulsaciones de la marca en sus numerosos planos de agua. Lo cual posibilita
el encuentro entre las embarcaciones marítimas, juncos o veleros de tres palos euro-
peos, y la flotilla de sampanes que alcanza casi todas las regiones de la China interior,
gracias a los canales». <(He contemplado con frecuencia los bellos espectáculos del Rin
y del Mosa en Europa -escribe el brabanzón J.-F. Michel ( 17 53 )- , pero estos dos con-
juntos no pueden ofrecer ni la cuarta parte [de lo] que cabe admirar en este río de
Cantón»5 6 • Sin embargo, Cantón debió su gran oportunidad, en el siglo xvm, al deseo
del Imperio manchú de relegar el comercio europeo lo más lejos posible hacia el sur.
Si hubieran podido elegir, los comerciantes europeos hubieran preferido llegar a
Ning-Po y al Yangsekiang; presentían Shangai y la ventaja de alcanzar el centro de
China.
Es también 1a geografía, ligada de algún modo a la velocidad, o mejor, a la lenti-
tud de los transportes de la época, la que explica el gran número de pequeñas ciuda-
des. Las 3.000 ciudades de todos los tamaños que poseía la Alemania del siglo XV eran
otras tantas escalas, a 4 ó 5 horas de camino unas de otras, en el sur y en el oeste del
país; a 7 u 8 horas en el norte y en el este. Y estos puntos de ruptura de carga no se
situaban solamente en los puertos, entre los venuta terrae y los venuta mans, como se
decía en Génova, sino a vece$ entre el carro y la navegación fluvial, «Utilizándose la
albarda para los senderos de montaña y el carro en la llanura». Toda ciudad, por tanto,
acoge el movimiento, lo recrea, dispersa mercancías y hombres, para reunir de nuevo
a otros, y así sucesivamente.
Es el movimiento, dentro y fuera de sus muros, lo que caracteriza a una auténtica
ciudad. «Tuvimos muchas dificultades aquel día, se queja Careri a su llegada a Pekín
en 1697, por culpa de la multitud de carros, camellos y mulas que van y vienen de
Pekín, y que es tan compacta que cuesta mucho trabajo avanzat>>) 7
Los mercados urbanos hacen tangible, en todas partes, esta función de movimien-
to. Un viajero podía decir de Esmirna, en 1693, que «no era más que un Bazar y una
Fer.ia» 58 • Pero toda ciudad, cualquier ciudad era ante todo un mercado. Sin él, la ciudad
es inconcebible; por el contrario, puede situarse un mercado cerca de un pueblo, in-
cluso en una vacía rada feriante, en un simple cruce de carreteras; sin que por ello surja
una ciudad. Toda ciudad, en efecto, necesita estar enraizada, nütrida por la tierra y
los hombres que la rodean.
La vida diaria, de corto radio, se alimenta en Jos mercados semanales o diarios de
la ciudad; utilizamos la palabra en plural pensando, por ejemplo, en los diversos mer-
cados déS1e'lieei~ que describe detalladamente la Cronachetta de Marin Sanudo. J¡:_~i.:U:.ía
...eLgi:an.m~'t~¡¡gc:>,:·g~J¡¡pJ:i.~?:q~I~~¡¡_h9 •. c;erc;:i,.de! . ~]~!~~ñlíiñt'oal1slll:.5. ..~-ªi'.i-l1D.l1.§....~fl
~¡¡jgggi.4.. .cQQ~~~g!gapara ellos, los comerciantes: estaba llérió"dé frütas, de Y.~!9JJ.tas,

fiLl~~~~~E~f~E~~~~!i~!i!~lm~~:
de aqua y los bateleros que traían de Lombardía hasta el queso de oveja.
Podría escribirse un libro entero sobre el mercado. central 9e I:>¡¡rístJ~LHall¡s, y su
sucursal en el Quai de la VaUée, reservada a la caza, sobre la cotidfaña invasión de la
gran ciudacl por los panaderos de Gonesse al amanecet.,.~.. Ú!SJ~2,.!.QE1~1!ª·-nochei...1?.9r

~~~~~~~~~~~~~;~rüi~~y::~~i~~;:Jñ~~~1!~i~~a!á~~~~~=tri~~~:~~?,l~Efil~~~:~~!L~
caballa,fr.e..s«a.L.¡i),,r;,e..,17q1f,§J __vi110,i:/ . ¡Ma~~{!,~as.tNatÍas.l. . ífl . 0Jf'Cf!.r.<!'..~,:-! ..{fg!!!f.gg,{._".E.az:tu.gal!
438
Ltis á11dades

El mercado del Borne-det, en Barcelonr1. Cmu:lm anónimo del siglo XV!ll. (Fotograj/(1 Mas.)

J~,~~;;¡,J~~ P:.~,~~.!J:),~~..~. !-~~.S.f.i~.c!~~...9!=1o~ pis()~ alto~ ceri,í~n ~LoXc;l,o bastan~e acostumbra~o .


.rara n? de1~rsi: co~{umhcpodos graos. y rio baJar.a desttcmp_gl En la epoca de la Fcna
de los Jamones, que tenía lugar el martes de Semana Santa, «ct;;scle muy temprano una
multitud de campesinos de las cercanías de París se reúne en la plaza y en la calle Neu-
ve-Notre-Dame, provistos de enormes cantidades de jamones, de salchichas y de,,1n0 r-

439
Las ciudades

cillas, que adornan y coronan de laun;J. ¡Qué profanación de la corona de César y de


Voltaind». Naturalmente, la descripción es de Sébasticn Mercier~9 • Pero también podría
escribirse un libro entero s,obre Londres y sus múltiples mercados ordenados poco a
poco; la enumeración de.sus markets llena más de cuatro páginas de la guía redactada
por Daniel Defoe y sus continuadores (A Tour through the Island o/ Gn:at Brüain),
reeditada por octava va en 1775.
El primer espacio próximo a la ciudad, de donde proceden, como en Leipzig, man-
zanas exquisitas o espárragos reputados, no es más que el primero de los numerosos
cinturones que la rodean 60 En efecto, no hay ciudad sin grandes concentraciones de
hombres, de bienes diversos, ocupando cada uno de ellos un determinado espacio en
su entorno, con frecuencia sobre grandes distancias. Siempre se pone de manifiesto que
la vida urbana está ligada a estos espacios diversos, superpuestos sólo en parte. Las ciu-
dades más poderosas influirán muy pronto, seguramente desde el siglo XV, sobre espa-
cios desmesurados, convirtiéndo~e en instrumentos de relaciones a larga distancia hasta
los límites de una Weltwirtschaft, de una economía mundial que ellas animan y de la
que sacan provecho.
Todas estas exi:ensiones presentan una serie de problemas emparentados entre sí.
Según Íos días, la ciudad actúa sobre espacios ·variables por su tamaño; tan pronto
puede estar rebosante como vacía, dependiendo del ritmo de su existencia. En el si-
glo XVII, las ciudades vietnamitas, «poco pobladas los días corrientes», presentaban una
gran animación los días de gran mercado, dos veces al mes. En Hanoi, entonces Ke-cho,
«los comerciantes se agrupaban por especialidades en calles diferentes; de la seda, del
cobre, de los sombreros, del cáñamo y del hierro». Era imposible abrirse paso entre esta
muchedumbre. Algunas de estas calles comerciales se repartían entre gentes de varios
pueblos, que «eran las únicas que tenían e1 privilegio de poner allí sus puestos». Estas
ciudades eran «más bien mercados que ciudades» 61 , o más bien ferias que ciudades,
pero ciudades o mercados, mercados o ciudades, ferias o ciudades, ciudades o ferias,
e1 resultado es el mismo: movimientos de concentración y de dispersión, sin los cuales
no podría crearse una vida económica un poco ágil, ni en Vietnam ni en Occidente.
Todas las ciudades del mundo, empezando por las de Occidente, tienen sus subur-
bios. No hay. árbol vigoroso sin brotes al pie, ni ciudades sin suburbios. Son manifes-
taciones de su vigor, aun cuando se trate de míseros arrabales, de barrios de chabolas.
Más vale un suburbio leproso que nada.
Los suburbios se componen de mendigos, de artesanos pobres, de marineros, de in-
dustrias ruidosas y malolientes, de fondas baratas, de pensiones, de cuadras para los
caballos de posta, de albergues de lad.t_"Onzuelos. Brernen se modernizó en el siglo XVIJ,
sus casas de ladrillo se cubrieron con tejas, se pavimentaron sus calles y se trazaron am·
plias avenidas. Pero las tasas de los suburbios, a su alrededor, conservaron sus techos
de paja 62 • Llegar al suburbio es siempre descender un escalón, en Bremen, en Londres
o en cualquier parte.
-En_Tria,na.., suburbio, o mejor prolongación de SeviJla, de la que ~....a.nt~.s,J1ahló
...,Q.o.Jrecucmei-a,.·--se~.dabasAtita-.. pfoaros,. ..granuja§, . PIQSJi.rn.t;i,~ •.... P9..licías.dudosos.r·todo,,.m1
~ambi~m~A.e novela polic~s.~.... sl.~. . ~.~ú~ ..n~grn, por supue_sto. ~L~J:!QH.J:QjQ__~Q!P,S?.i.ªb.11.."~n
Ja orilla deiecfifªeJ"'Q']íaJ.alquivir' a fo altura del puen~e de barcas que bloquea ~.!.. rto

~~~ii~~;~
émparractós;
no tendría 'segÜ.ramente su truculencia, ni sus ventorrillos s.i Sevilla no es-
tuviera al lado, a su alcance, con sus extranjeros «flamencos» u otros, sus nuevos ricos,
los peruleros que volvían del Nuevo Mundo para disfrutar aquí su fortuna. En 1561,
1:1~_ ~~~~º atri~~.Y~. . ª Tr~~~-~-..~.:.~.~~..-~~~~~..Y. 2~~.~§J~J.!i.~~.· ª.E3..~?.~-~~.4 . P:f~_gni§:wifi
440
Las ci11dades

~· es decir, un denso amontonamiento de viviendas y más de 10.000 habitantes,


1a substancia de una ciudad 63 • Para mantenerla vivapoJ?.ª§~ab.!,fgn .el ll.íJ.P.AW~-~h2.-

·-~~~~ifli.j~~~¿~lil!,¡}_~~~::~~:~i~ij~Yl~i~1bliflHI~~ísf~fj¡i7e;~;J~l~T6~~,~~i·fi~
a- toda E_spaña y al Nuevo Mundo). T,~Il,Ji!jiilli.füiffi:~fil1ª,~"Jl:.E~~~nas_g,~je,pj2}, jabón
blanco, Jabón negro y lejías. P.!:L?,,,g,9.,,,~~,. !!l.3~,,gy,S,;,,.!!!U.H~Hf.füi:i;,.,Careri, que pasó por
allí en 1697, comenta a propósito de Tnaria: la ciudad «no uene nada interesante salvo
una cartuja, el palacio y las prisiones de la lnquisición»ó-1•

Las jerarquías
urbanas

A cierta distancia de los grandes centros, surge, obligatoriamente, la pequeña


ciudad. La velocidad de los transportes, que da forma al espacio, dispon_e una sucesión
de escalas regulares. Stendhal se asombraba de 1a mansedumbre de las grandes ciuda-
des italianas con respecto a las medianas y a las pequeñas. Pero si aquéllas no supri-
mieron a las rivales contra las cuales se ensañaron -Florencia apoderándose de una
Pisa medio muerta en 1406; Génova cegando el puerto de Savona, en 1525- fue sen-
cillamente porque no pudieron:, porque las necesitaban, porque una gran ciudad im-
plica necesariamente una aureola de ciudades secundarias, una para tejer y teñir las
telas, otra para organizar los transportes, una tercera como salida al mar, as1 Liorna
para Florencia, preferida por ésta frente a Pisa, demasiado alejada del mar y demasiado
hostil; así Alejandría o Suez para El Cairo; Trípoli y Alejandría para Alepo; Yedda
para la Meca.
En Europa, este fenómeno es especialmente destacado y existen numerosas ciuda·
des pequeñas. Rudolf Hapke 6 ~ fue el primero que aplicó la acertada expresión de «ar-
chipiélago de ciudades» a Flandes, con sus ciudades enlazadas entre sí, y sobre todo a
Brujas en el siglo XV, más tarde a Ambcres. «!Es Países B!i?~..?...E~e,~!.Í.!...~enri.fire.o.ue,
son los arrabales de Amberes», unos arrabales llenos ae cm<lades activas. Del mismo
"ffiodo~-a"meñor"eséafa;"los me"rcados aliected'o'r' .
ac;=a:¿~~;~ -~'ii"~í-~igi~xv: en la misma
época, las ferias locales en torno a Milán; en el siglo XVI, la sucesión de puertos .de la
costa provenzal ligados a Marsella, desde Martigues en el estanque de Berre hasta Fréjus;
o el complejo urbano de grandes elementos que asociaba a Sevilla, Sanlúcar de Barra-
meda, Puerto de Santa María y Cádiz; o la au~eola urbana de Venecia; o los lazos de
Burgos con sus salidas al mar (sobre todo Bilbao). sobre los cuales, aun ya en decaden-
cia, siguió ejerciendo su control durante mucho tiempo; o Londres y los puertos del
Támesis y de la Mancha; o, finalmente, el ejemplo super clásico de la Hansa. A una
escala inferior, se podría citar Compiegne, con un único satélite en 1500, Pierrefonds;
o Senlis que sólo disponía de CrépyM Este dato por sí solo nos da una idea del tamaño
de Compiegne o de Senlis. Se podría establecer así una serie de Qrganigramas de estas
relaciones y dependencias funcionales: círculos irregulares, líneas o cruces de líneas,
simples puntos.
Pero estos esquemas sólo duran cierto tiempo. Si la circulación, sin modificar estas
rutas preferenciales, acelera su ritmo, algunas escalas dejan de utilizarse y se debilitan.
Sébastien Mercier observa, en 1782, que «las ciudades de segundo y de tercer orden se
despueblan insensiblemente» en beneficio de la capital 67 Franc;:ois Mauriac nos cuenta
de un huésped inglés al que recibió en sus tierras del suroeste de Francia: «Ha dormido
en el Hotel del León de Oro en Langon y se ha paseado de noche por la pequeña
ciudad dormida. Me dice que ya no quedan ciudades así en Inglaterra. Nuestra vida

441
Las cÍ11dades

provinciana es en realidad una vida residual, lo que queda de un mundo en vías de


desaparición y que en otros países ha desaparecido ya. Llevo a mi inglés a Bazas. Qué
contraste entre este pueblo soñoliento y su enorme catedral, testigo de un tiempo en
que la capital del Bazadais era un obispado floreciente. No podemos ya imaginarnos
aquella época en la que cada provincia constituía un mundo que hablaba su propia
lengua, construía sus monumentos, una sociedad refinada y jerarquizada que ignoraba
París y sus modas. Monstruoso París que se nutrió de esa admirable sustancia y la
agotó» 68 •
Naturalmente, ni París ni Londres tienen la culpa; el único responsable es el mo-
vimiento general de la vida económica que elimina los puntos secundarios de las redes
urbanas en beneficio de los más importantes. Pero esos puntos fundamentales forman
a su vez redes entre ellos, a la escala aumentada del mundo actual. Y el proceso vuelve
a empezar. Incluso en la isla de Utopía de Tomás Moro, la capital Amauroto está ro-
deada por 53 ciudades. ¡Qué hermosa red urbana! Cada una de ellas a menos de 24
millas de sus vecinas, es decir, menos de un día de viaje. Todo este orden cambiaría
al acelerarse un poco los transportes.

Ciudades y civilizaciones:
el caso del Islam

Otro rasgo común a todas las ciudades y que, sin embargo, se encuentra en el origen
de sus profundas diferencias de fisionomía, es que éstas son siempre producto de sus
civilizaciones. Para cada una de ellas existe un prototipo. El P de Halde lo repite de
buen grado ( 17 35): «Ya he dicho en otra parte que no hay casi diferencia entre la ma-
yoría de las ciudades chinas, y que son bastante parecidas, de modo que casi basta
haber visto una para hacerse idea de todas las demás»"9 • Muchos aplicarán estas pala-
bras un poco rápidas, aunque no temerarias, a las ciudades de Moscovia, de la América
colonial, del Islam (Turquía o Persia), e incluso, más dubitativamente, a Europa.
No hay duda de que existe en todo el Islam, desde Gibraltar a las islas de la Sonda,
un tipo de ciudad islámica y este único ejemplo puede bastarnos como expresión de
las evidentes relaciones entre ciudades y civilizaciones~º.
Generalmente son ciudades enormes, alejadas unas de otras. Las casas bajas están
muy apiñadas. El Islam prohíb<;. (salvo excepciones: en La Meca, en Yedda, su puerto,
o en El Cairo) lascasasafi:as'~~no de un odioso orgullo. Al no poder eleve,r~,<; ..va.n...inc.

Et~~~~W&T=~~=
5~i~iti;i~~ft~i1~~~~~.
'Iii:S-paredes.;pero es casi siempre funest~. Tod~~-~sas casas, slnúceptuar fas de los nobles
·-~¡~f~~~~,~~~:i~~~"i~!~~~~;~~~;rr!~ªJó~~~ t~~t,:7 rJªdfül9~ ... Ycubiertas.-cl~-5ª1:·· por. ~~o·

Puerto de Sevilla (detalle), atribuido a Coe//o, siglo XVI. (Fotografta Giraudon.)

443
las ciudades

. . .,.....!\. . pesar
de la gran diferencia de emplazamiento, el espectáculo es idéntico er(!L
Cairo.,.\tal como lo describe Volney en 1782, o en las ciudades persas que contempló

~¡~~1:¡.:;i~~~~~~Jfit~~;~
impresión-·de (ie(ri.E_~W;i es.la misma, unos treinta años después~: en Ispa-

~~7·p~~;oe~~~~~;.~~<~~!· ~;:nc~H~feJ~<l~~~~~~~~~:ti~:'P.~i·~(~~~~~;iµ:t;_~~ªs:Iü.if:~~,
p .. . . .. . ..,.,.. "mücí:tos"·"·"üfüo""a'la'sañ
1as--·~·azas-los""ániinales _...... ·-··· ····<···'!...J.,........- ........- .•, ...,., •. Kre
. . , . _.de
,_., _. ,,los.
. . . . . . . . H.ue
. . . . . . .,.sacrifican
. . ,..................... ,.,. . . . .,los
. ,,..............c~!:..miceres
......,,..•.•.•.~.,,... '
~Ji~~~fai~i~11!~!~:-~~~~~~i~~~l!~~s~~~~-~7;f!l!,~;1~~~~·~i~~~~f:·~~~~
más modesta[ ... } supera a las mejores de lspahán ... »H.
Es muy cierto que toda ciudad musulmana es un inextricable enredo de callejuelas
mal cuidadas. Se aprovechan lo mejor posible las cuestas para que la lluvia y los arroyos
se encargen solos de la limpieza pública. Pero esta topografía confusa implica un plano
bastante regular. En el centro, la gran mezquita, alrededor las calles comerciales (suqs},
los almacenes (khans o caravasares) y luego, en círculos concéntricos, los distintos arte-
sanos, siguiendo un orden tradicional basado en las nociones de puro e impuro. Así,
los vendedores de perfumes e inderiso, «puros según los canonistas, ya que están des-
tinados al culto», se encuentran muy próximos a la gran Mezquita. Cerca de ellos, los
tejedores de seda, los orfebres, y así sucesivamente. En los límites exteriores de la ciudad,
los curtidores, Jos herreros y herradores, los alfareros, los guarnicioneros, los tintoreros,
los alquiladores de asnos que van descalzos e insultan, a gritos, a sus bestias. Por últi-
mo, en las mismas puertas, los campesinos que vienen a vender carne, madera, man-
tequilla rancia, legumbres, verduras, todo ello producto de su trabajo «O de sus robos».
Otra característica habitual: la separación por barrios de razas y religiones; hay casi
siempre un barrio cristiano, y un barrio judío que goza generalmente de la protección
de la autoridad del príncipe, y, por tanto, se encuentra a veces situado en el mismo
centro de la ciudad, como en Tremecén.
Toda ciudad se aparta algo, por supuesto, de este esquema, aunque sólo sea a causa
de su origen y de su importancia comercial o artesanal. En Estambul, el mercado prin-
cipal, los dos besistanes construidos en piedra, constituyen una ciudad en el interior
de la ciudad. Pera y Gálata, barrios cristianos, son otra ciudad, más allá del Cuerno de
Oro. En el centro de Adrianópolis se eleva la «Bolsa». «Cerca de esta Bolsa, se encuen-
tra [1693] la calle de Serachi, llena de buenas tiendas de toda clase de mercancías y
que tiene una milla de longitud; está cubierta por tablas superpuestas que dejan varios
huecos a los lados para que penetre la luz.» Cerca de la mezquita, «la calle cubierta de
los orfebres» 74 •

444
Las ciudades

•Vista del gran bazar o mercado principal», Alejandría, finales del siglo XVIII. Description de
l'Egypte, grabado de 1812. Sección de Grabados. (Fotografía B.N.)

445
La5 ciuc/ade5

LA ORIGINALIDAD
DE LAS CIUDADES DE OCCIDENTE

Occidente ha sido desde bastante pronto una especie de lujo del mundo. Las ciu-
dades alcanzaron una importancia que no se encuentra en ningún otro sitio. Configu-
raron la grandeza del reducido continente, pero este problema, aunque muy conocido,
no es sencillo. Precisar una superioridad es evocar una inferioridad, o la medida en re-
lación a la cual se constituye dicha superioridad; supone proceder, antes o después, a
una confrontación difícil y decepcionante con el resto del mundo. Ya se trate de trajes,
monedas, ciudades o capitalismo, es imposible, siguiendo a Max Weber, librarse de
comparaciones, pues Europa se explica «en relación con otros continentes».
¿Cuáles son las diferencias y originalidades de Europa? Sus ciudades están bajo el
signo de una libertad sin igual; se han desarrollado como universos autónomos y si-
guiendo su propia dinámica; han burlado al Estado terrirorial, lento en instaurarse,
que no creció hasta que ellas le prestaron sti apoyo interesado, y que no fue además
más que una copia ampliada y cori frecuencia desdibujada del destino ele éstas; han
dominado claramente sus campos, verdaderos mundos coloniales a los que üataron
com:o tales (los Estados hicieron lo m:ismo rnás tarde); tuvieron una política económica
ptopia, capaz con frecuencia de superar obstáculos y siempre de crear o volver a crear
privilegios, o protecciones, gracias a las constelaciones y a las cadenas nerviosas de las
escalas urbanas. Si se suprimieran fos Estados actuales y las cámaras de comercio de las
grandes ciudades pudieran actuar a su gusto, ¡el espectáculo sería digno de verse!
Aun sin ayuda de esta comparación absolutamente gratuita, esas antiguas realida-
des son evidentes. Ahora bien, desembocan en un problema clave que puede formu-
larse de dos o tres maneras diferentes: ¿pot qué las ottas ciudades del mundo no han
conocido ese destino relativamente libre? ¿Qué les ha impedido tener esa autonomía?
O, considerando otro aspecto de la cuestión, ¿por qué el destino de las ciudades occi-
dentales se encuentra bajo el signo del cambio -hasta en su ser físico se transforman-,
mientras que las otras ciudades, comparativamente, carecen de historia, como si estu-
viesen sepultadas en largas inmovilidades? ¿Por qué éstas son como máquinas de vapor
y aquéllas como relojes, parodiando a Lévi-Strauss? En resumen, la historia comparada
nos obliga a buscar las razones de estas diferencias y a intentar establecer un «modelo»,
que debe ser dinámico, de la agitada evolución urbana de Occidente, mientras que el
de la vida de las restantes ciudades del globo parece discurrir siguiendo una línea recta,
sin demasiados desvíos, a través del tiempo.

Mundos /ibtes

I.as libertades urbanas ~e Europa constituyen un tema dás1co, bastante bien cono-
cido; empecemos por él. ·•
Simplificando, podemos decir:
i. 0 Que Occidente perdió, lo que se llama perder, su armazón urbana al final del
Imperio romano, el cual. por lo demás, había ya presenciado una decadencia progre-
siva de sus ciudades desde antes de la llegada de los bárbaros. Tras la relativa vivacidad
de la época merovingia, se acabó produciendo el estancamiento completo, el arrasa-
miento total.
2. 0 Que el renacimiento urbano, a partir del siglo XI, se precipitó, se superpuso a

446
Las ciudades

un florecimiento rural, a una revitalización múltiple de los campos, de los viñedos, de


las huertas. Las ciudades crecieron en consonancia con los pueblos, y con frecuencia el
derecho urbano, de contornos bien definidos, salió de los privilegios comunitarios de
los grupos aldeanos. La ciudad está hecha muchas veces de materia campesina recogida
y remodelada. En la topografía de Francfort (que se mantuvo muy rural hasta el si-
glo XVI), numerosas calles conservan, en sus nombres, el recuerdo de los bosques, de
las arboledas, de las marismas donde creció la ciudad 75
Este reagrupamiento rural atrajo lógicamente hacia la ciudad naciente a los repre-
sentantes de la autoridad política y social de las campiñas, señores, príncipes laicos y
eclesiásticos.
3. 0 Que nada de esto hubiera sido posible si no se hubiera recuperado la salud, si
no se hubiera vuelto a una economía monetaria de expansión. La moneda es el viajero
quizá venido de lejos (para Maurice Lombard, del Islam), pero activo, decisivo. Dos
siglos antes de santo Tomás de Aquino, Alain de Lille decía: «Ahora ya no es César,
sino el dinero quien lo es todo». El dinero, que es tanto como decir las ciudades.
Miles y miles de ciudades nacieron entonces, pero pocas estaban destinadas a un
porvenir brillante. Así pues, sólo algunas regiones se urbanizaron intensamente y, por
ello, se diferenciaron de las demás, asumiendo un papel motor evidente: entre el Loira
y el Rin, en la alta y media Italia, en puntos decisivos de la costa mediterránea. Los
comerciantes, los gremios, las industrias, el tráfico de larga distancia, los bancos apa-
recieron pronto en estas zonas, junto a la burgu...;;ía, cierta burguesía e incluso cierto
capitalismo. Concretamente, el destino de estas ciudades está unido no sólo al auge de
los campos, sino al comercio internacional. Por lo demás, pronto tuvieron que despren-
derse de las sociedades rurales y de los antiguos lazos políticos. La ruptura se hizo amis-
tosa o violentamente, pero siempre fue un signo de fuerza, de abundancia de dinero,
de poder.
En torno a estas ciudades privilegiadas, los Estados desaparecieron pronto. Este fue
el caso de Italia y Alemania, con los hundimientos pol:!ticos del siglo Xlll. Por una vez,
la liebre logró vencer a la tortuga. En otros lugares, en Francia, en Inglaterra, en Cas-
tilla, e incluso en Aragón, el Estado territorial renació bastante pronto: supuso un freno
para las ciudades, situadas además en espacios económicos con poca vivacidad. Su avance
fue más lento que en otros ámbitos.
Pero lo fundamental, lo imprevisto, fue que algunas ciudades hicieron estallar com-
pletamente su espacio político, se constituyeron en universos autónomos, en «ciudades-
estados:i>, saturadas de privilegios adquiridos o conseguidos por la fuerza, que suponían
otras tantas murallas jurídicas. Los historiadores de antaño insistieron demasiado en
«estas razones de derecho», ya que si pueden, a veces, colocarse por encima o al lado
de las razones de tipo geográfico, sociológico o económico, estas últimas tuvieron una
importancia capital. ¿Qué es un privilegio sin sustancia material?
De hecho, el milagro de Occidente no consiste exactamente en su resurgimiento en
el siglo XI, tras el aniquilamiento casi total ocurrido en el siglo V. La historia está llena
de esos lentos avances y retrocesos seculares, de esas expansiones, nacimientos o rena-
cimientos urbanos: Grecia entre los siglos V y JI a. de J. C., incluso Roma, el Islam desde
el siglo IX, la China de los Songs. Pero siempre, en el curso de estos resurgimientos,
ha habido dos competidores: el Estado y la Ciudad. En general, vencía el Estado y la
Ciudad quedaba entonces controlada con mano férrea. El milagro, con los primeros si-
glos urbanos de Europa, fue que la ciudad venciera plenamente, por lo menos en Italia,
en Flandes y en Alemania. Experimentó así, durante bastante tiempo, una vida autó-
noma, colosal acontecimiento cuya génesis no se capta con exactitud, pero que había
de tener consecuencias inmensas.

447
La.s ciudades

Modernidad
de las ciudades

A partir de esa libertad, las grandes ciudades y aquellas otras relacionadas con ellas
y a las que servían de ejemplo, construyeron una civilización original, difundieron téc-
nicas nuevas, o renovadas, o redescubiertas después de siglos, distinción esta última
que tampoco tiene demasiada importancia. Les fue permitido llegar hasta el fin de ex-
periencias bastante inusitadas, políticas, sociales y económicas.
En el terreno financiero, las ciudades organizaron los impuestos, las finanzas, el cré-
dito público, las aduanas. Inventaron el empréstito público: puede decirse que el Monte
Vecchio en Venecia apareció de hecho con las primeras emisiones de 1167; la Casa di
San Giorgio, primera fórmula, data de 1407 Reinventaron una tras otra las monedas
de oro, siguiendo a Génova que acuñó el genovino quizá desde finales del siglo XII 76 •
Organizaron la industria, los oficios, inventaron o reinventaron el comercio con lugares
lejanos, la letra de cambio, las primeras formas de sociedades mercantiles y la conta-
bilidad; inauguraron también pronto las luchas de clases. Ya que, si como se ha dicho
las ciudades son «comunidades>, sqn también, en el sentido moderno de la palabra,
«Sociedades>, con sus tensiones, sus guerras fratricidas: nobles contra burgueses, pobres
contra ricos (popo/o magro contra popo/o grasso). Las luchas de Florencia, más que con-
flictos a la romana (la Roma antigua, por supuesto), tenían ya, en profundidad, el es-
tilo de nuestro primer siglo XIX industrial. El drama de los Ciompi (1378) lo demues-
tra por sí solo.
Pero esta sociedad, desunida por dentro, se enfrentaba a enemigos externos, uni-
versos de nobles, de príncipes o campesinos, de todos aquellos que no eran ciudadanos
suyos. Estas ciudades fueron las primeras «patrias> de Occidente y su patriotismo fue
ciertamente más coherente, mucho más consciente de lo que había de ser, todavía por
mucho tiempo, el patriotismo territorial, lento en desarrollarse en los primeros Esta-
dos. Podemos reflexionar sobre este tema al contemplar un divertido cuadro que re-
presenta el combate de los burgueses de Nuremberg, el 19 de junio de 1502, contra
el margrave Casimiro de Hrandeburgo-Ansbach, que atacaba la ciudad. Es superfluo
preguntarse si fue pintado por los burgueses de Nuremberg. La mayoría de éstos están
representados a pie, con sus trajes habituales, sin armaduras. Su jefe, a caballo y ves-
tido de negro, mantiene un conciliábulo con el humanista Wilibald Pirckheimer, to-
cado con uno de aquellos enormes sombreros con plumas de avestruz de la época y
que, el detalle es también significativo, trae consigo una tropa de socorro de los dere-
chos de la ciudad amenazada. Los asaltantes brandeburgueses son jinetes perfectamen-
te equipados y armados, con el rostro oculto tras las viseras de sus yelmos. Podría to-
marse ese grupo de tres hombres como un símbolo de la libertad de las ciudades contra
la autoridad de los príncipes y señores: dos burgueses con el rostro descubierto escol-
tando orgullosamente a un caballero cubierto con una armadura, prisionero y avergon-
zado de estarlo.
«Burgueses», pequeñas patrias de burgueses: he aquí lanzadas las palabras, absur-
das pero cómodas. Werner Sombart ha insistido mucho sobre este nacimiento de una
sociedad, más aún, de una mentalidad nueva. «Es, si no me equivoco, en Florencia,
hacia finales del siglo XIV, escribía, donde se encuentra por primera vez el burgués per-
fecto>77 Es posible. De hecho, la toma del poder (1293) por los Arti Maggiori -los
de la lana y del Arte di Calima/a- supuso en Florencia la victoria de los antiguos y
nuevos ricos, del espíritu de empresa. Sombart, como de costumbre, prefiere plantear
el tema en el terreno de las mentalidades, de la evolución del espíritu racional, mejor
que en el de la sociedad o la economía, donde temía seguir los derroteros de Marx.

448
Las ciudades

La Egidien-Theresienplatz, en Nuremberg, dibujo de Alberto Durero, Altstadtmuseum, Nurem-


berg. (Fotografía Hochbauamt.)

Se crea, pues, una mentalidad nueva, más o menos la del primer capitalismo, to-
davía incipiente, de Occidente, conjunto de reglas, de posibilidades, de cálculos, arte
al mismo tiempo de enriquecerse y de vivir. Juego también y riesgo: las palabras clave
del lenguaje comercial, fortuna, ventura, ragione, prudenza, sicurta, delimitan los
riesgos contra los que hay que estar precavido. Naturalmente, no se trata ya de vivir
al día, como los nobles, aumentando los ingresos aproximadamente al ritmo de los
gastos, siendo éstos los que imponen la pauta, sin preocuparse del futuro. Los comer-
ciantes no prodigarán su dinero, calcularán sus gastos según sus ingresos y sus inversio-
nes según la relación entre gastos e ingresos. Se .produjo un cambio positivo. También
economizarán su tiempo: un comerciante decía ya cht' tempo ha e tempo aspetta, tempo
perde 78 • Traduzcamos, abusiva pero lógicamente: el tiempo es oro.

449
Las ciudades

En Occidente, capitalismo y ciudades fueron en el fondo una misma cosa. Lewis


Mumford pretende que «el capitalismo naciente», al sustituir los poderes «de los seño-
res feudales y de los burgueses de las guildas» por el de una nueva aristocracia mercan-
til, rompió, desde luego, el estrecho marco de las ciudades medievales, aunque para
unirse luego al Estado, vencedor de las ciudades, pero heredero de sus instituciones,
de su mentalidad, y absolutamente incapaz de prescindir de ellas 79 Lo importante es
que, aun en plena decadencia como ciudad, ésta conserva su preponderancia, sigue rei-
nando aun después de pasar al servicio efectivo o aparente de un príncipe. La suerte
del Estado seguirá siendo la suya: Portugal se condensa en Lisboa, los Países Bajos en
Amsterdam, la supremacía inglesa es consecuencia de la de Londres (la capital modeló
Inglaterra a su manera tras la pacífica revolución de 1688). El error redhibitorio de la
economía imperial de España consistió en centrarse en Sevilla, ciudad vigilada, podrida
por «funcionarios» prevaricadores, dominada desde hacía tiempo por capitalistas extran-
jeros, y no en una ciudad poderosa, libre, capaz de crear a su gusto y de consumir por
su cuenta una auténtica política económica. Del mismo modo, si Luis XIV no consi-
guió fundar un «banco real», a pesar de numerosos proyectos (1703, 1706, 1709), fue
porque, frente al poder monárquico, París Iio ofrecía la protección de una ciudad libre
en sus movimientos y en sus responsabilidades~

¿Es posible aplicar un «modelo»


a las formas urbanas de Occidente?

Dicho esto, imaginemos una historia de las ciudades de Europa que abarque la serie
completa de sus formas, desde la ciudad griega hasta la ciudad del siglo XVIII, es decir,
todo lo que Europa ha construido dentro y fuera de sus límites, hacia el Este moscovita
y al otro lado del Atlántico. Habría mil formas de clasificar este abundante material,
según sus características políticas, económicas o sociales. Políticas: distinguir las capita-
les, las fortalezas, las ciudades administrativas, en todo el sentido de la palabra. Eco-
nómicas: distinguir puenos, ciudades caravaneras, ciudades mercantiles, ciudades in-
dustriales, centros financieros. Sociales: hacer el inventario de las ciudades de rentistas,
de Iglesia, de Corte, de artesanos ... Lo cual supone adoptar una serie de categorías sin
sorpresas, divisibles en subcategorías, capaces de incluir todo tipo de variedades loca-
les. Una clasificación de esta índole tiene sus ventajas, no tanto para el problema de
la ciudad considerado globalmente como para el estudio de esta o aquella economía,
bien limitada en el tiempo y en el espacio.
· Por el contrario, ciertas distinciones, más generales y situadas en el propio movi-
miento de las antiguas evoluciones, ofrecen una clasificación más útil para nuestro pro-
pósito. Simplificando, Occidente ha conocido, aJo largo de sus experiencias, tres tipos
esenciales de ciudades: las ciudades abiertas, es decir, las que no se distinguían de su
campiña, e incluso se confurtdfan con ella (A); las ciudades replegadas sobre sí mismas,
cerradas en el sentido más estricto, y cuyas murallas delimitaban aun más el ser que el
dominio (B); finalmente, las ciudades mantenidas bajo tutela, entendiendo por ello
toda la gama conocida de sujeciones a un príncipe o a un Estado (C).
El principio, A precede a B, B precede a C. Pero este orden no es ni mucho menos
una sucesión rigurosa; se trata más bien de direcciones, de dimensiones entre las que
se desenvuelve el complicado destino de las ciudades occidentales, que no han evolu-
cionado en todos los casos ni al mismo tiempo, ni del mismo modo. Después veremos
si este esquema es válido para una clasificación de las ciudades del mundo entero.

450
Las ciudades

Primer tipo: la ciudad del tipo antiguo, griega o romana, que se abre sobre su cam-
piña en condiciones de igualdad con eila 80 • Atenas admite entre sus muros, como ciu-
dadanos de derecho, tanto a los eupátridas, domadores de caballos, como a los peque-
ños campesinos vinateros, citados por Aristófanes: en cuanto el humo se eleva por en-
cima del Pnyx, el campesino se dirige ante esta señal a la ciudad y a la Asamblea del
pueblo donde se sentará junto a sus iguales. Al principio de la guerra del Peloponeso,
todo el Atica se desplazó por sí misma hacia la gran ciudad, donde se instaló mientras
los espartanos arrasaban los campos, los olivares y las casas. Cuando éstos se replega-
ron, al acercarse el invierno, los campesinos volvieron a sus antiguas moradas. De hecho,
la ciudad griega era la suma de una ciudad y de sus extensas tierras de cultivo. Esto
era así porque las ciudades acababan de nacer (uno o dos siglos son poca cosa en esta
escala.), acababan de desptenderse de las nebulosas campesinas; más aún, todavía no
entraba en juego el reparto de las actividades industriales, fuente de conflictos que sur-
girá más adelante. Atenas tenía ya un barrio de la cerámica donde vivían los alfareros,
pero éstos sólo disponían de pequeños talleres. Tenía también, en el Pireo, un puerto
donde pululaban los metecos, libertos y esclavos, y donde se afirmaba una actividad
artesana -no conviene hablar todavía de una industria, o una preindustria. Esta acti-
vidad tenía en contra suya los prejuicios de una sociedad basada en la tierra que la des-
preciaba; la ejercían, por tanto, extranjeros o esclavos. Pero la prosperidad de Atenas
no duró el tiempo suficiente para que llegaran a madurar los conflictos sociales y po-
líticos y aparecieran en primera línea los conflictos de tipo florentino. Apenas se ob-
servan algunos síntomas. Además, los pueblos tenían sus artesanos, sus fraguas, donde,
en invierno, era agradable calentarse. En definitiva, la industria era elemental, extran-
jera, discreta. De igual modo, si se recorren las ruinas de las antiguas ciudades roma-
nas, nada más traspasar sus puertas, se halla uno en pleno campo: no hay arrabales,
lo cual significa que no había industria, ni artesanado activo y bien organizado en su
propio terreno. __ ..
El tipo de ciudad cerrada, unidad en sí misma, patria liliputiense, exclusiva, corres-
ponde a la ciudad medieval: atravesar sus murallas es corno franquear una de las fron-
teras todavía serias del mundo actual. Del otro lado de la barrera, se puede desafiar al
vecino, sin temor a represalias. El campesino que abandona su tierra y se instala en la
ciudad se convierte inmediatamente en otro hombre: es libre, es decir, ha abandonado
las conocidas y odiadas servidumbres para aceptar otras, cuyo contenido no adivina
siempre de antemano. Su señor puede reclamarlo, pero si la ciudad lo ha adoptado,
no tiene por qué preocuparse. En el siglo XVIII en Silesia, en el XIX en Moscovia, existía
aún con frecuencia este tipo de reclamación, ya desaparecida en otros lugares.
Es cierto que si bien las ciudades abrían fácilmente sus puertas, no bastaba entrar
para formar realmente parte de ellas de forma inmediata. Los ciudadanos de pleno de-
recho constituían una minoría celosa de sus prebendas, otra pequeña ciudad en la propia
ciudad. Venecia, en 1297, era una ciudadela de ricos que se había edificado gracias a
la serrata, a las limitaciones impuestas ..por el Gran Consejo. Los nobili venecianos se
convirtieron en una casta cerrada que había de mantenerse con estas características du-
rante siglos. Muy pocos lograron forzar sus puertas. Por debajo de ellos, la categoría
de los simples cittadini era sin duda más acogedora. Pero la Señoría creó muy pronto
dos ciudadanías: la de los intus y la de los intus et extra, completa ésta, parcial aquélla.
Y ·era necesario contar con 1) años de residencia para poder solicitar la primera, 2)
años para la segunda. Había pocas excepciones a esta regla que no sólo era formal, sino
que corl!espondía a una cierta suspicacia: un decreto del Senado de 1386 prohibía in-
cluso a los nuevos ciudadanos (incluidos los que lo eran totalmente) comerciar directa-
mente en Venecia con los mercaderes alemanes, en el Fondego dei Tedeschi o fuera de
éste. El pueblo llano de la ciudad no era menos desconfiado y hostil frente a los recién

451
452
Vista del puente de Notre-Dame, en París, con sus altas casas que no serán dem'badas hasta
1787. A la derecha, cerca de la Plaza de Greve, intenso trasiego de tngo, madera y heno. Gra-
bado del siglo XVIII, Museo Carnavalet. (Fotogtafia Bulloz.)

453
Las ciudades

llegados. En junio de 1520, según Mario Sanudo, la gente de la calle arremetió contra
los campesinos venidos de Tierra Firme para trabajar en las galeras o reclutados como
soldados. «Poltroni, se les gritaba, ande arar.» ¡Cobardes, id a ararl Bt
Venecia es, desde luego, un ejemplo extremo. Por lo demás, deben a su régimen
aristocrático, tremendamente reaccionario, tanto como a la conquista, a principios del
siglo XV, de la Tierra Firme, que extendió su autoridad hasta los Alpes y Brescia, el
haber conservado su propia constitución hasta 1797 Fue la última polis de Occidente.
Pero también en Marsella, en el siglo XVI, para obtener una ciudadanía parsimoniosa-
mente concedida, había que contar con «diez años de residencia, poseer bienes inmue-
bles, haberse casado con una mujer del lugar». Si no, había que quedarse en la masa
de los manans, de los no ciudadanos de la villa. Esta estrecha concepción, de la ciuda-
danía era una regla general.
Continuamente, a lo largo de esta vasta experiencia, surge la manzana de la dis-
cordia: ¿para quién serán la industria, los oficios, sus privilegios, sus ganancias? De
hecho, para la ciudad, para sus autoridades, para sus comerciantes emprendedores.
Ellos decidirán si conviene privar; o al menos intentarlo, a la zona rural de la ciudad
del derecho de hilar, tejer; teñir, o si, por el contrario, trae más cuenta concedérselo.
Todo es posible en ese ir y venir, como lo demuestra la historia de cada ciudad consi-
derada en particular.
Dentro de los muros, todo lo que se refiere al trabajo (resulta excesivo hablar, sin
más, de industria) ha sido regulado o debe serlo para satisfacer a unos gremios que
gozan de monopolios exclusivos, totales, defendidos con ahínco y ferocidad a lo largh
de unas fronteras indecisas que daban lugar fácilmente a ridículos conflictos. Las au-
toridades urbanas no controlaban siempre la situación. Antes o después dejaban afir-
marse, con la ayuda del dinero, superioridades patentes, reconocidas, honoríficas, con-
sagradas por el dinero o el poder: en París, a partir de 1625, los «Seis Gremios» (pa-
ñeros, abaceros, merceros, peleteros, sombrereros y orfepres) constituían la aristocracia
comercial de la ciudad; en Florencia, el Arte de la lana y el Arte di Calima/a (que se
ocupaba de teñir los paños del norte, importados con su color natural). Pero nada
muestra mejor esas antiguas realidades que los museos urbanos de Alemania: en Ulm,
por ejemplo, cada corporación poseía una especie de cuadro, articulado en forma de
tríptico: en las tablas laterales están representadas escenas características del oficio. En
el centro, como en un precioso álbum familiar, innumerables pequeños retratos recuer-
dan !as generaciones de maestros que se han ido sucediendo en la corporación durante
siglos.
Más expresivo aún es el caso de la ciudad de Londres y slis barrios anejos (junto a
sus murallas) que era, todavía en el siglo xvm, feudo de corporaciones puntillosas, an-
ticuadas y poderosas. Si Westminster y sus suburbios; señala un sagaz economista
(1754), crecen continuamente, la razón es manifiesta: «EStos suburbios son libres y
ofrecen uh campo abierto a todo ciudadano trabajador, mientras que Londres nutre en
sil propio seno 92 compañí¡.s exclusivas de todo tipo [corporaciones], cuyos numerosos
miembros festejan todos los años, con una pompa desordenada, el triunfo del Lord
Mayor» 82 ; Detengámonos con esta hermosa imagen. Y dejemos a un lado esa otra forma
de organización del trabajo, en torno a Londres y en otros sitios, basada en los oficios
libres; fuera de los gremios y sus jerarquías, que eran, al mismo tiempo. traba y
protección;
Ultima categoría: las ciudades controladas, las de la primera modernidad. En efecto,
en cuanto el Estado se afianzó, disciplinó a las ciudades, con violencia o sin ella, con
un instintivo tesón, en todos los lugares de Europa que contemplemos. Sin haberse

454
Las ciudades

puesto de acuerdo, actuaron así tanto los Habsburgos como los Soberanos Pontífices,
los príncipes alemanes y los Médicis, o los reyes de Francia. Salvo en los Países Bajos y
en Ingiaterra, se impuso la obediencia.
Consideremos el caso de Florencia: los Médicis la fueron sojuzgando lentamente,
del modo elegante con que se hacía todo en tiempos de Lorenzo, pero después de 1)32
y la vuelta al poder de los Médicis, las cosas se precipitaron. En el siglo XVII, Florencia
no es ya más que la Corte del Gran Duque: éste se apoderó de todo, del dinero, del
derecho de gobernar y de distribuir honores. Desde el Palacio Pitti, en la orilla izquier-
da del Amo, una galería, una vía secreta, en realidad, permitía al príncipe atravesar el
río y llegar a los Ujfizi. Esta elegante galería, que aún subsiste, sobre el Ponte Vecchio
es como el hilo de la d.faña que desde un extremo de su tela vigila la ciudad prisio-
nera,
En España, el corregidor, cuyo cometido era el de un «intendente» urbano, sometía
los concejos a los designios de la Corona. Ciertamente, ésta abandonaba a los peque-
ños nobles locales los beneficios nada mediocres y las vanidades de la administración
local; convocaba a los delegados de los regidores de las ciudades (para los que entraba
en juego la venalidad de los cargos) cada vez que se reunían las Cortes, asambleas so-
lemnes, donde éstos naturalmente presentaban sus quejas, pero votaban como un solo
hombre los impuestos reales. En Francia, las «leales ciudades» estaban instaladas en el
privilegio de sus municipalidades y de sus múltiples exenciones fiscales: lo cual no im-
pedía que estuvieran a las órdenes del poder superior; el gobierno real hizo doblar sus
arbitrios por la declaración del 21 de diciembre de 1647, adjudicándose la mitad. París,
igualmente sometida a órdenes, tuvo a menudo que ayudar al Tesoro real, y fue también
la base de la importante operación de las llamadas rentas sobre el Ayuntamiento. El
mismo Luis XIV no abandonó la capital. Versalles estaba vinculada, en realidad, a la
inmensa ciudad, y la monarquía ha tenido siempre la costumbre de girar en torno a
la poderosa y temida ciudad; .los reyes residieron en Fontainebleau, en Saint-Germain,
en Saint-Cloud; al instalarse en el Louvre estaban en el límite de París, y en las Tullc-
rías, en el umbral de la ciudad. En realidad conviene gobernar a cierta distancia, por
lo menos de vez en cuando, esas ciudades demasiado populosas. Felipe II residía con
mucha frecuencia en El Escorial, aunque la importancia de Madrid apenas se iniciaba.
Más tarde, los duques de Bavicra residieron en Nymphenburg; Federico II en Potsdam;
los emperadores junto a Viena, en Schoenbrunn. Por lo demás, volviendo a Luis XIV,
éste no se olvidó nunca de afirmar su autoridad en el mismo París y de mantener en
él su prestigio; en su reinado se construyeron las dos grandes plazas reales: la plaza de
las Victorias y la plaza Vendóme; y se empezó la «prodigiosa construcción» de los In-
válidos. Gracias a él, París se abrió a su campiña cercana, según el modelo de las ciu-
dades del Barroco, por amplias vías de acceso por donde corrían los carruajes y se or-
ganizaban los desfiles militares. De hecho, lo más importante, desde nuestro punto de
vista, fue, en J.667, la creación del jefe de policía, con poderes exorbitantes. El segun-
do titular, el marqués de Argenson nombrado para este alto cargo treinta años más
carde (1697), «montó el mecanismo, no tal como es hoy, explica Sébastien Mercier,
pero fue el primero que imaginó sus resortes y sus principales engranajes. Se dice in-
cluso que esta máquina funciona hoy por sí mismas» 8l

455
Las ciudades

Evoluciones
diversas

Pero es evidente que la evolución urbana no se hace por sí misma, que no es un


fenómeno endógeno que se desarrolla de forma aislada. Es siempre la expresión de una
sociedad que la fuerza, desde dentro y desde fuera, y en este sentido nuestra clasifica-
ción, repítámoslo, es demasiado sencilla. Dicho esto, ¿cómo funciona fuera del terreno
estricto de la Europa occidental?
a) Las ciudades de la América colonial.-Serfa más exacto decir de la América ibé-
rica, pues el caso de las ciudades inglesas es muy distinto: tienen que vivir por sí mismas,
salir de sus wtlderness para unirse al vasto mundo; son ciudades medievales, por de-
cirlo de alguna manera. Las ciudades de la América ibérica tuvieron un destino más
sencillo y mejor limitado. Construidas como campamentos romanos entre cuatro muros
de tierra, son guarniciones perdidas en medio de grandes extensiones hostiles, relacio-
nadas entre sí por una circulación muy lenta, atravesando enormes espacios vacíos. En
una época en que la ciudad medieval de los privilegiados se ha extendido prácticamen-
te por toda Europa, prevalece, curiosamente, la regla antigua en toda la América his-
pano-portuguesa, salvo en las grandes ciudades de los virreyes: México, Lima, Santiago
de Chile, San Salvador (Bahía), es decir, los organismos oficiales, ya parasitarios.
No había apenas en esta América ciudades estrictamente comerciales, o cuando las
había se encontraban en situación inferior; por ejemplo Recife -la ciudad de los co-
merciantes- se levantaba junto a la aristocrática ciudad de Olinda, la de los grandes
propietarios de plantaciones, senhores de engenhos y dueños de esclavos. Venía a ser
como el Pireo o Falero frente a Ja Atenas de Peticles. Buenos Aíres, después de su se-
gunda fundación (la definitiva, en 1580), fue también un pueblo comercial, como Me-

Vista de la Plaza Vieja, mercado principal de la Habana, A/bum topográfico de Aménca. Sección
de Grabados. (Cliché B.N.)

456
Las ciudades

gara o como Egina. Tuvo la desventaja de no tener a su alrededor más que indios
bravos, salvajes, y sus habitantes se quejaban, en aquella América donde los blancos
eran casi todos rentistas, de tener que ganarse «el pan con el sudor de su frente». Pero
de Jos Andes, de Lima llegaban caravanas de mulas o grandes carretas de madera, lo
que era un medio de tener acceso a la plata del Potosí; de Brasil llegaban veleros con
el azúcar y, pronto, el oro; por el contrabando al que se dedicaban los veleros porta-
dores de esclavos negros, se tenía contacto con Portugal y Africa. Pero Buenos Aires
seguía siendo una excepción dentro de la «barbarie» de la naciente Argentina.
En general, las ciudades americanas eran minúsculas cuando carecían de estas mer-
cancías venidas de lejos. Se gobernaban por sí mismas sin que nadie se preocupase de
su suerte. Los terratenientes eran sus amos: allí tenían sus casas, con argollas a lo largo
de la fachada que daba a la calle, para atar sus caballos. Eran los «hombres de bien»,
os homens bons de las Cámaras municipales de Brasil, o los hacendados de los cabildos
españoles. Eran como otras tantas pequeñas Espartas o pequeñas Tebas en tiempos de
Epaminondas. Podría decirse que, en América, la historia de las ciudades occidentales
volvió a empezar a partir de cero. Naturalmente, no había distinción alguna entre ellas
y su campiña y no había tampoco industrias que repartir. Allí donde aparecía una in-
dustria, como en México por ejemplo, estaba a cargo de esclavos o de pseudo-esclavos.
La ciudad medieval no hubiera sido imaginable con artesanos siervos.
b) ¿Cómo clasificar las ciudades rusas?-A primera vista, no hay duda: las ciuda-
des que subsistieron o resurgieron en Moscovia después de las terribles catástrofes de
la invasión mogola quedaron desfasadas respecto a las de Occidente. Eran, sin embar-
go, grandes ciudades, como Moscú o Novgorod, pero sojuzgadas de forma a veces feroz.
Un refrán del siglo XVI decía: «¿Quién puede oponerse a Dios y a la gran Novgorod?»,
pero el refrán se equivocaba. La ciudad fue violentamente sometida en 1427, y de
nuevo en 1477 (tuvo que pagar 300 carros llenos de oro). Las ejecuciones, las deporta-
ciones, las confiscaciones se sucedieron. Además, estas ciudades estaban situadas dentro
de los lentos circuitos comerciales que abarcaban enormes extensiones, asiáticas ya y to-
davía salvajes: en 1650, como en el pasado, navegación fluvial, transportes por trineos,
caravanas de carros, todo se desplazaba con inmensas pérdidas de tiempo. Con frecuen-
cia, era incluso peligroso acercarse a los pueblos y había que detenerse, todas las noches,
a la intemperie, como en las rutas balcánicas, formando un círculo con los carros y
todos dispuestos a defenderse.
Por todas estas razones, las ciudades de Moscovia no pudieron dominar sus extensas
campiñas y más que imponer su voluntad a aquel mundo campesino de una extraor-
dinaria potencia biológica, aunque desgraciado, inquieto, en perpetuo movimiento, se
dejaron influir por él. El hecho más importante es que «las cosechas por hectárea en
los países europeos del Este, entre los siglos XVI y XIX, se han mantenido por término
medio constantes», y en un nivel bajo 84 • Al no haber un fuerte excedente campesino,
las ciudades no podían lograr un auténtico bienestar. Las ciudades rusas tampoco dis-
ponían de esos núcleos secundarios que eran una de las características de Occidente y
de sus activos tráficos.
Los siervos, prácticamente sin tierras, insolventes para sus señores o incluso para el
Estado, eran entonces innumerables en el campo. Por eso, se les permitía instalarse en
las ciudades o ir a trabajar a las casas de los campesinos ricos. En las ciudades, se con-
vertían en mendigos, mozos de cuerda, artesanos y vendedores, y a veces en comer-
ciantes y fabricantes enriquecidos. Si se quedaban en el campo, podrían llegar a ser
artesanos en su propio pueblo, o buscar en la venta ambulante o en los transportes (in-
dustria campesina) el suplemento necesario para vivir. Nada pudo detener esta irresis-
tible búsqueda, que además muchas veces era bien vista por el señor que se beneficia-

457
Las ciudades

Estambul en el siglo XVI. FachtZda sobre el Cuerno de Oro (fragmento). Sección de Grabados.
(Cliché B.N.)

458
Las ciudades

ba de ella, ya que estos artesanos y comerciantes seguían siendo a pesar de todo sus
siervos, y estaban obligados a pagar el canon aunque tuviesen gran éxito social 8 '
Estas y otras imágenes nos pintan un destino que se parece, sin embargo, al que
conoció Occidente al principio de su urbanización, algo comparable, aunque más claro,
a la cesura de los siglos XI-XIII, intermedio durante el cual casi todo partió de los pueblos
y de la savia campesina. Digamos que era una situación a medio camino entre A y C,
al no haber surgido la etapa intermedia. El príncipe, como el ogro de los cuentos, había
impuesto muy pronto su autoridad.
c) Las ciudades imperiales de Oriente y de Extremo Oriente.-Al dejar Europa para
pasar a ocuparnos de Extremo Oriente surgen los mismos problemas, las mismas am-
bigüedades, incluso intensificadas.
En el Islam, sólo cuando los imperios se derrumbaban podían surgir ciudades aná-
logas a las de la Europa medieval, por un momento dueñas de sus destinos. La civili-
zación islámica alcanzaba entonces su máximo esplendor, pero siempre eran situacio-
nes pasajeras que beneficiaban a ciudades marginales, a Córdoba o a aquellas ciudades
del siglo XV, verdaderas repúblicas urbanas como Ceuta, antes de la ocupación portu-
guesa {1415), y Orán antes de la ocupación española (1509). Normalmente, la ciudad
pertenecía al príncipe, con frecuencia al califa, y era enorme, como Bagdad o El Cairo.
También había ciudades imperiales o reales en la lejana Asia, enormes, parasita-
rias, cómodas y lujosas, tanto Delhi como Vijayanagar, o Pekín o, antes que ella, Nankín
(aunque se imagina uno esta última bastante diferente). No nos asombremos de la im-
portancia enorme de los príncipes. Y si uno de ellos era devorado por la ciudad, o
mejor dicho, por su Palacio, surgía inmediatamente otro y la sujeción volvía a empe-
zar. No nos asombremos tampoco al ver aquellas ciudades incapaces de arrebatar a los
campesinos la totalidad de los oficios: eran ciudades al mismo tiempo abiertas y sojuz-
gadas. Además, tanto en la India como en China, las estructuras sociales entorpecían
el libre destino de la ciudad. Así pues, si la ciudad no alcanzaba su independencia, no
era sólo a causa de los castigos del mandarín o de las crueldades del príncipe con los
comerciantes o con los simples ciudadanos; en realidad, la sociedad estaba paralizada
por una especie de cristalización previa.
En la India, el sistema de castas dividía, atomizaba de antemano toda comunidad
urbana. En China, el culto a la gens se oponía a una mezcolanza comparable a la que
crearon las ciudades de Occidente, que se comportaron como auténticas máquinas ca-
paces de romper viejas amarras, de igualar a los individuos, y en las que la llegada de
inmigrantes creó una especie de ambiente «americano», donde las gentes ya estableci-
das marcaban el tono, enseñaban el way of !tfe. Por otra parte, no había ninguna au-
toridad independiente que representase al conjunto de una ciudad china, frente al Es-
tado o frente al poder avasallador de los campos. Estos eran la médula de la China
vital, activa y reflexiva. La ciudad, residencia de los funcionarios y de los señores, no
pertenecía ni a los artesanos ni a los comerciantes; ninguna burguesía podía desarro-
llarse cómodamente en ella. En cuanto esta burguesía se establecía, fascinada por los
esplendores de la vida de los mandarines, su único pensamiento era la traición. Las ciu-
dades hubieran vivido una vida propia, o al menos la habrían esbozado, de haber ha-
1lado vía libre el individuo y el capitalismo. Pero el Estado tutelar no se prestó a ello.
Tuvo, probablemente a pesar suyo, algunos momentos de descuido: al final del si-
glo XVI, surgieron una burguesía y una fiebre por los negocios, cuya influencia se adi-
vina en las grandes fraguas próximas a Pekín, en los talleres de porcelana que se de-
sarrollaron en Kingtechen, y, más aún, en el auge de la seda en Suchei, capital de
Kiangsú 86 • Pero sólo fue un chispazo fugaz. Con la conquista manchú, la crisis china
se resolvió en contra de la libertad urbana en el siglo XVII.

459
Las ciudades

Sólo Occidente basculó claramente hacia las ciudades. Fueron las que le hicieron
avanzar. Se trata de un acontecimiento fundamental, repitámoslo, aunque todavía mal
explicado en sus razones profundas. Cabe preguntarse qué hubiera sucedido con las ciu-
dades chinas si los juncos hubieran descubierto el cabo de Buena Esperanza, a princi-
pios del siglo XV, y hubieran aprovechado plenamente esa oportunidad de conquista
mundial.

460
Las ciudades

LAS GRANDES
CIUDADES

Durante mucho tiempo no hubo grandes ciudades más que en Oriente y en Extre-
mo Oriente. La admiración de Marco Polo lo demuestra: el Este era entonces la sede
de los Imperios y de las enormes ciudades. En el siglo XVI, y más aún durante los dos
siglos siguientes, surgieron grandes ciudades en Occidente, ocuparon los primeros
puestos y supieron mantenerse en ellos desde entonces con brillantez. Europa compen-
só así su retraso, superó una deficiencia (si es que existió alguna vez). Hela aquí, en
todo caso, disfrutando de los lujos, de los nuevos placeres y también de las amarguras
de las grandes, ya excesivamente grandes, ciudades.

La responsabilidad
de los Estados

Este impulso tardío sería inimaginable sin el proceso regular de los Estados: alcan-
zaron el mismo ritmo de las ciudades. Fueron sus capitales las que, merecida o inme-
recidamente, resultaron privilegiadas. Desde entonces, rivalizaron entre ellas en mo-
dernidad: compitieron por la instalación de las primeras aceras, de los primeros faroles,
de las primeras bombas de vapor, de los primeros sistemas coherentes de conducción
y de distribución de agua potable, de las primeras numeraciones de las casas. Londres
y París lograron todo esto aproximadamente en vísperas de la Revolución.
Forzosamente, las ciudades que no aprovecharon esta oportunidad quedaron mar-
ginadas. Cuanto más intacto quedase su viejo casco, más posibilidades tenían de va-
ciarse. Todavía en el siglo XVI, la presión demográfica había favorecido por igual a todas
las ciudades, cualquiera que fuera su tamaño: a las importantes y a las minúsculas. En
el XVII, la oportunidad política se concentró en algunas ciudades a expensas de otras;
a pesar de la coyuntura poco favorable, crecieron, no dejaron de crecer y de atraer
hombres y privilegios.
Londres y París encabezaban el movimiento, y también Nápoles, privilegiada desde
muy antiguo y que tenía ya 300.000 habitantes a finales del siglo XVI. París, al que las
luéhas francesas habían reducido a unos 180.000 habitantes en 1594, dobló probable-
mente su población en tiempos de Richelieu. Y otras aglomeraciones seguían de cerca
a estas grandes ciudades: Madrid, Amsterdam, pronto Viena, Munich, Copenhague y,
aún más, San Petersburgo. Solamente América tardó en seguir el movimiento, pero su
población global era aún más débil. El intempestivo éxito de Potosí (100.000 habitan-
tes hacia 1600) fue sólo el éxito pasajero de un campamento minero. Por muy esplén-
didas que fueran México, Lima o Río de Janeiro, tardaron en concentrar masas impor-
tantes de población. Hacia 1800, Río tenía, como mucho, 100.000 habitantes. Las ciu-
dades de los Estados Unidos, laboriosas e independientes, estaban muy por debajo de
estos espectaculares logros.
Este broce de grandes aglomeraciones, coincidiendo con los primeros Estados mo-
dernos, explica, en cierro modo, el antiguo fenómeno de las grandes ciudades de
Oriente y de Extremo Oriente, debiéndose éstas no a una densidad de población su-
perior a la europea (la realidad fue muy distinta), sino a las dimensiones de poderosos
conjuntos políticos: Estambul tenía 700.000 habitantes ya en el siglo XVI, pero tras la
enorme ciudad se encontraba el enorme imperio de los osmanlíes. Detrás de Pekín que,

461
Las ciudades

en 1793, reunía a unos 3 millones de habitantes, había una China unida, y detrás de
Delhi se encontraba casi toda la India.
El ejemplo de la India muestra hasta qué extremo absurdo estaban ligadas estas ciu-
dades oficiales al príncipe. Las dificultades políticas, incluso los caprichos del prJncipe,
desarraigaban y replantaban las capitales. Salvo algunas excepciones que confirman la
regla -Benarés, Allahabad, Delhi, Madura, Trichinopoli, Multar, Handnar-, deam-
bularon de un lugar a otro durante siglos. Hasta Delhi se desplazó dos o tres veces,
muy cerca, sin abandonar su propio emplazamiento, dentro de un área restringida. La
capital de Bengala era Rajinahal en 1592, Dacca en 1608, Murshihad en 1704. De esta
forma, cuando el púucipe abandonaba una capital, ésta decaía, se deterioraba y a veces
moría. Si tenía suerte, podía volver a florecer. Lahore, en 1664, tenía casas «mucho
más altas que las de Delhi y Agra, pero durante la ausencia de la Coree que estuvo sin
ir allí más de veinte años, la mayor parte cayó en ruinas. No quedaron más que cinco
o seis calles importantes, de las que dos o tres tenían más de una legua de longitud y
en las cuales se veían también gran número de edificios derríbados» 87
Por lo demás, es indudable que Delhi es la ciudad del Gran Mogol, mucho más
que París la de Luis XIV Por ricos que sean, a veces, los banqueros y comerciantes de
la gran calle Chandni Tchoke, no cuentan frente al soberano, su corte y su ejército.
Cuando Aureng Zeb emprendió, en 1663, el viaje que le condujo hasta Cachemira,
toda la ciudad le siguió, pues no hubiera sabido vivir sin sus mercedes y sus prebendas;
se organizó una increíble muchedumbre, compuesta por trescientas o cuatrocientas mil
personas, según un médico francés que participó en la expedición 88 • No es concebible
un desplazamiento de todo París siguiendo a Luis XIV en 1672, en su viaje a Holanda,
o a Luis XV en 1744, en su viaje a Metz.
No obstante, el desarrollo contemporáneo de las ciudades japonesas se parece más
al impulso europeo. En 1609, cuando Rodrigo Vivero recorrió maravillado el archipié-
lago, la ciudad mayor ya no era Kioto, la antigua capital donde dormitaba la presencia
del Mikado 89 Sus cetca de 400.000 habitantes la colocaban en un segundo lugar detrás
de Edo (500.000 habitantes, más una enorme guarnición que, incluyendo a las fami-
lias, duplicaba su población, elevándola a más de un millón en total). Osaka ocupaba
el tercer lugar, con sus 300.000 habitantes. Sin embargo, Osaka, lugar de cita de los
comerciantes del Japón, estaba a punto de iniciar su gran expansión: 400.000 habitan-
tes en 1749, 500.000 en 1783 90 • El siglo XVII será en Japón el siglo de Osaka, un siglo
«burgués)>, de aires florentinos, con una cierta simplificación de la vida patricia y el flo-
recimiento de una literatura realista, popular en ciertos aspectos, escrita en la lengua
nacional y no ya en chino {la lengua erudita), y que buscaba inspiración en la crónica
y los escándalos del barrio de las Flores 91 .
Pero pronto alcanzará el primer lugar Yedo, la capital del shogún, ciudad autori-
taria con sus administraciones, la concentración de sus ricos terratenientes, los daimios,
que tenían la obligación de residir en ella la mitad del año, un poco bajo vigilancia,
y que van y vuelven regularmente en largos y fastuosos cortejos. Desde la reorganiza-
ción shogunal de principi<)S del siglo XVII, edificaron sus residencias en un barrio se-
parado del resto de la población y reservado a los nobles, «los únicos que ostentan en-
cima de sus puertas sus escudos de armas pintados y dorados)>. Algunas de estas puertas
blasonadas costaban más de 20.000 ducados, según nuestro informador español
(1609) 92 • Tokio (Yedo) no dejó ya de crecer. En el siglo XVIll era ya como dos veces
París, pero en esa época Japón tenía una población más numerosa que Francia y un
gobierno tan autoritario y centralista como el de Versalles.

462
Las ciudades

¿Para qué sirven


esas capitales?

Según las leyes de una aritmética política sencilla y apremiante, parece que cuanto
mayor y más centralizado es un Estado, más posibilidades tiene su capital de ser po-
pulosa. Esta regla es válida canto para la China imperial como para la Inglaterra de los
Hannover o el París de Luis XVI y de Sébastien Mercier. E incluso para Amsterdam,
auténtica capital de las Provincias Unidas.
Estas ciudades, como veremos, representan enormes gastos, su economía no se equi-
libra más que desde fuera, otros deben pagar sus lujos. Entonces, ¿para qué sirven en
ese Occidente donde surgen y se imponen tan poderosamente? Crean los Estados mo-
dernos, enorme tarea, enorme esfuerzo. Suponen un hito en la historia del mundo.
Crean los mercados nacionales sin los cuales el Estado moderno sería pura ficción. Pues,
en realidad, el mercado británico no nació únicamente a causa de la unión de Ingla-
terra con Escocia (1707), de la Union Act con Irlanda {1801), ni a causa de la supre-
sión, benéfica en sí, de tantos peajes, ni de la animación de los transportes, ni de la
«locura de los canales», ni del mar librecambista por naturaleza que rodea a las islas,
sino de los flujos y reflujos de mercancías hacia y desde Londres, enorme corazón exi-
gente que impone a todo su ritmo, todo lo conmociona y todo lo normaliza. Hay que
añadir el enorme papel cultural, intelectual e incluso revolucionario de esos cálidos in-
vernaderos que son las ciudades. Pero se paga caro, exige un precio alto.

Universos
desequilibrados

Todo debe pagarse, desde dentro, desde fuera, o desde ambos lados a la vez. Ams-
terdam es así una ciudad admirable; creció rápidamente: 30.000 habitantes en 1530,
115.000 en 1630, 200.000 a finales del siglo XVIII. Buscó más el bienestar que el lujo,
dirigió inteligentemente el ensanche de sus barrios, y sus cuatro canales circulares ma-
terializaban, de 1482 a 1658, el gran empuje de la ciudad, como las capas concéntricas
de un tronco de árboi. Aireada, luminosa, con sus filas de árboles, sus muelles, sus
canales, ha conservado su fisionomía original. Un solo error, por cjerto revelador: hacia
el suroeste, los barrios de Jordaan fueron entregados a empresas poco escrupulosas; las
cimentaciones se hicieron mal, los canales eran estrechos, el barrio en conjunto se situó
por debajo del nivel de la ciudad. Y, naturalmente, fue allí donde se instaló un pro-
letariado heterogéneo de inmigrantes judíos o marranos portugueses o españoles, de
refugiados hugonotes huidos de Francia, de miserables de todas las procedcncias 9l.
En Londres, la mayor ciudad de Europa (860.000 habitantes a finales del siglo xvm),
el viajero restrospectivo puede sentirse decepcionado. La ciudad no aprovechó plena-
mente, si se me permite la expresión, los estragos del incendio en 1666 para recons-
truirse de forma racional, a pesar de los planes propuestos y en particular uno muy her-
moso de Wren. Volvió a surgir al azar y no se embelleció hasta finales del siglo XVII,
cuando acabaron de construirse las grandes plazas del oeste, Golden Square, Grosvenor
Square, Berkeley Square, Red Lion Square, Kensington Square 94 •
Naturalmente, el comercio fue uno de los motores de la monstruosa aglomeración.
Pero Werner Sombart ha demostrado que, en 1700, 100.000 personas, como mucho,
podrfan vivir de los beneficios del tráfico comercial. Entre todas ellas, no reunirían en
ganancias el efectivo a que ascendía la lista civil concedida al rey Guillermo III, 700.000

463
Las cimlades

Saintjames Square en el siglo XVlll, grabado inglé.r. (Fotogrgfía Roger-Viollet.)

libras. Londres, de hecho, vivía sobre todo de la Corona, de los altos, medios y peque-
ños funcionarios que ésta mantenía, altos funcionarios pagados principescamente, con
sueldos de 1.000 a 1.500 e incluso 2.000 libras; vivía también de la nobleza y de la
gentry que se instalaron en la ciudad, de los representantes en los Comunes que, desde
el reinado de la reina Ana ( 1702-1717), adquirieron la costumbre de residir en Londres
con sus mujeres e hijos, de)a presencia de los titulares de rentas del Estado, cada vez
más numerosos con los años. Un sector terciario inactivo proliferó, aprovechó sus rentas,
sus salarios, su excedente y su desequilibrio, en beneficio de Londres, centro de la pu-
jante vida inglesa, creándole una unidad y unas falsas necesidades 95
En París, el espectáculo era idéntico. La ciudad, en pleno desarrollo, rompió sus mu-
rallas, adaptó sus calles a la circulación de carruajes, acondicionó sus plazas y reunió
una enorme masa de consumidores abusivos. Desde 1760, aparecía llena de obras de
construcción cuyas altas ruedas elevadoras, «que levantaban piedras enormes» cerca de
Sainte-Genevieve y en «la parroquia de la Madeleine», se veían desde lejos96 Mirabeau
el Viejo, «el Amigo de los Hombres», hubiera querido expulsar de la ciudad a 200.000

464
Las ciudades

personas, empezando por los oficiales reales, los grandes propietarios, y acabando por
los litigantes que quizá estaban deseando volver a sus casas 97 Es cierto que los ricos o
esos despilfarradores forzosos alimentaban a «Una multitud de comerciantes, de arte-
sanos, de criados y peones», y a muchos eclesiásticos y «clérigos tonsurados». «En bas-
tantes casas, escribe Sébastien Mercier, se encuentra un abate a quien se da el nombre
de amigo y que no es más que un honesto criado. [ ... ] Luego vienen los preceptores
que son también eclesiásticos» 98 • Sin contar los obispos no residentes en su diócesis. La-
voisier hizo el balance de la capital: en el capítulo de gastos, 250 millones de libras
para los hombres, 10 millones para los caballos; en el activo, 20 millones de beneficios
comerciales, 140 de rentas sobre el Estado y sueldos, 100 millones de rentas territoria-
les o de empresas fuera de París~9
Ninguna de estas realidades escapa a los observadores y teóricos de la economía:
«las riquezas de las ciudades atraen los placeres», dice Cantillon; «los grandes y los ricos,
observa el Dr. Quesnay, se han retirado a la capital'°º»; Sébastien Mercier enumera la
interminable lista de los «improductivos» de la enorme ciudad. «No, dice un texto ita-
liano de 1797. París no es un verdadero centro comercial, está demasiado ocupado en
abastecerse, no cuenta más que por sus libros, sus productos de arte o de moda y la
enorme cantidad de dinero que por él circula y por el movimiento sin igual -excep-
tuando Amsterdam- de los cambfos que allí se realizan. Toda industria está allí con-
sagrada exclusivamente al lujo: tapii:es de los Gobelinos o de la Savonnerie, ricos co-
bertores de la calle de Saint-Víctor, sombreros para exportar a España, a las Indias orien-
tales y occidentales, telas de seda, tafetanes; galones y cintas, trajes eclesiásticos, espe-
jos (cuyas grandes lunas vienen de Saint-Gobain), orfebrería, imprenta ... »1º 1 •
El espectáculo se repite en Madrid, en Berlín o en Nápoles. Berlín tenía, en 1783,
141.283 habitantes, de los que 33.088 pertenecían a la guarnición (los soldados y sus
familias), 13.000 eran burócratas (los funcionarios y sus familias) y 10.074 criados, es
decir, añadiendo la Corte de Federico II, 56.000 <(empleados» del Estado 1º2 • Una situa-
ción patológica, en suma. El caso de Nápoles merece ser estudiado con mayor
detenimiento.

Nápoles,
del Palacio Real al Mercato

A la vez hermoso y sórdido, piojoso y riquísimo, sin duda animado y alegre, Ná-
poles, en vísperas de la Revolución francesa, tenía 400.000 o incluso 500.000 habitan-
tes. Era, después de Londres, París y Estambul, junto a Madrid, la cuarta ciudad de
Europa. Desde 1695 se extendió por una amplia brecha hacia el Borgo di Chiaja, si-
tuado éste frente a la segunda bahía de Nápoles (la primera es la de Marinella); pero
esto sólo benefició a los ricos, pues la autorización dada en 1717 para construir fuera
de las murallas les afectaba exclusivamente a ellos.
Los dominios de los pobres, por el contrario, comenzaban en el gran Largo del Cas-
tello donde tenían lugar las burlescas algaradas de las distribuciones gratuitas de víve-
res, hasta el Mercato que era un feudo, frente a la llanura de los Paludi que empezaba
más allá de las murallas. Estaban allí tan apiñados que su vida irrumpía y se desbor-
daba en la calle; la ropa se tendía a secar, como en la actualidad, de ventana a venta-
na. «La mayor parte de los mendigos no tienen casa, buscan un refugio nocturno en
alguna covacha, establo o casa en ruinas, o bien en algún cuchitril igualmente mísero,
con una linterna y un poco de paja como único ajuar, y cuyos propietarios les dan asilo
a cambio de un grano [pequeña moneda de Nápoles] o un poco más por noche.> «Se

465
Las cii1dades

Nápoles en el siglo XV ya es tJna ciudad importante. A la izqrúerda, el Castel del Ovo, en un


islote, la gran fortaleza angevina del Castel Nuovo, .Y el muelle que separa el doble puerto donde

les veía allí, continúa diciendo d príncipe de Strongoli (1783), acostados como anima-
les inmundos, sin distinción de edad ni sexo; es fácil imaginar los horrores que allí
ocurrían y los tristes vástagos que se engendraban» 1º3. Esos pobres, esos harapientos,
sumaban unas 100.000 personas, contando por lo bajo, al terminar el siglo. «Pululan,
sin familia, sin más relación con el Estado que la horca y viviendo en tal confusión que
sólo Dios se orientaría ~ntrc ellos)) 104 • Durante la larga situación de hambre de
1763-1764, las gentes morían en plena calle.
La culpa la tiene su excesivo número. Nápoles los atrae, pero no puede alimentar-
los a todos. Van malviviendo, y aun ni eso. Junto a ellos malviven también artesanos
famélicos y una pequeña burguesía mísera. El gran Giovanni Battista Vico (1668-1741),
uno de los últimos espíritus universales de Occidente, capaz de hablar de omni re sci-
btli, cobraba cien ducados al año como profesor de la Universidad de Nápoles y no con-
seguía vivir más que multiplicando las clases particulares, condenado «a subir y bajar
las escaleras de casas ajenas» 105

466
Las ci11dades

entra la escuadra de galeras, tras la liheración de I.rchia. En la colina del Vomero, la cartuja de
San Martino. (Fotografía Sea/a.)

Por encima de esta masa carente de todo, imaginemos una supersociedad de corte-
sanos, de grandes terratenientes, de eclesiásticos de alto rango, de funcionarios preva-
ricadores, de jueces, de abogados, de litigantes ... En el barrio de los hombres de leyes
se encontraba una de las zonas inmundas de la ciudad, el Castel Capuaro, donde tenía
su sede la Vican'a, especie de Parlamento de Nápoles donde 1a justida se vendía y se
compraba y «donde los granujas están al acecho de bolsas y bolsillos». ¿Cómo es posi-
ble, se pregunta un francés demasiado razonable, que el edificio social se mantenga
en pie a pesar de «estar cargado de una excesiva población, de abundante mendicidad,
de un prodigioso número de sirvientes, de un clero secular y regular considerable, de
más de veinte mil militares, de toda una población de nobles y de un ejército de treinta
mil hombres vinculados a la administración de justicia» 106 ?
Y, sin embargo, el sistema se mantiene, como siempre se ha mantenido, como se
mantiene en otros sitios, y sin demasiados gastos. En primer lugar, todos esos privile-
gios no disfrutaban de grandes prebendas. Con un poco de dinero se pasaba fácilmen-

467
Las ciudades

«Nobilis Neapolitana»: lo noble dama /1erm.mece 0C11Ítü, tr.zs l.z cortirM de su .riila de manos
(1594). (Cliché B.N.)

te a las filas de la nobleza. «El carnicero donde nos proveíamos no ejerce ya más que
a través de sus empleados desde que es duque» 1º7 , es decir, desde que ha comprado
un título nobiliario. Pero no se está obligado a creer fielmente al presidente de Brosses.
Sobre todo, gracias al Estado, gracias a la Iglesia, gracias a la nobleza, gracias a las mer-
cancías, la ciudad atrae todos los excedentes del reino de Nápoles, donde hay muchos
campesinos, pastores, marinos, mineros, artesanos, transportistas, que trabajan dura-
mente. La ciudad se alimenta de este trabajo exterior a ella, desde siempre, desde Fe-
derico 11, desde los angevinos, desde los españoles. La Iglesia, contra la que el histo-
riador Gianonne escribió, en 1723, su largo panfleto, lJtoria civile del Regno di Na-
poli, poseía como mínimo los dos tercios de los bienes territoriales del reino, la noble-
za las dos novenas partes. Esto restablece la balanza de Nápoles. Ciertamente, no que-
daba más que una novena parte para la «gente piu bassa di campagnai> 108
Cuando, en 178 5, Fefnando, rey de Nápoles, y su esposa Maria Carolina visitaron
al gran duque Leopoldo y la Toscana de las «luces», el desgraciado rey de Nápolcs, más
lazzarone que monarca ilustrado, se impacienta con las lecciones que se le prodigan,
con las reformas que se le ensalzan. «Verdaderamente, dijo un día a su cufiado, el gran
duque Leopoldo, no llego a comprender de qué te sirve toda tu ciencia; lees sin cesar,
tu pueblo también lo hace y, sin embargo, tus ciudades, tu capital, tu corte, todo aquí
es triste, lúgubre. Yo no sé nada y a pesar de ello mi pueblo es el más alegre de todos
los pueblos» 10~ Pero Nápoles, antigua capital, era el extenso reino de Nápoles, más-Si-
cilia. Toscana, en comparación, cabía en la palma de la mano.

468
Las ciudades

San Petersburgo
en 1790

, San Petersburgo, ciudad nueva construida por voluntad del zar, muestra perfecta-
mente las anomalías, los desequilibrios estructurales, casi monstruosos, de las grandes
ciudades del primer mundo moderno. Y tenemos la ventaja de disponer, para 1790,
de una buena guía de la ciudad y de su región, dedicada por su autor, el alemánJohann
Gottlie b Georgi, a la zarina Catalina II 110 • Basta con hojearla.
Desde luego hay pocos emplazamientos más desfavorables e ingratos que aquel en
que Pedro el Grande colocó, el 16 de mayo de 1703, la primera piedra de lo que sería
la célebre fortaleza Pedro y Pablo. Fue necesaria su voluntad inflexible para que la
ciudad surgiera en ese marco de islas, de tierras a flor de agua, en la orilla del Neva y
de sus cuatro brazos (gran y pequeño Neva, gran y pequeño Nevska); el suelo se ele-
vaba un poco hacia el este, en dirección al Arsenal y al monasterio de Alexander Nevski,
mientras que, hacia el oeste, era tan bajo que las inundaciones resultaban inevitables.
Los niveles alarmantes del río desencadenaban la serie de señales habituales: cañona-
zos, banderas blancas de día, faroles encendidos permanentemente por la noche en la
Torre del Almirantazgo, campanas que sonaban sin interrupción. Se señalaba, pero no
se dominaba el peligro. En 1715, toda la ciudad se inundó así como en 1775. Todos
los años había alguna alarma. Necesitaba elevarse por encima de ese peligro mortal que
la amenazaba a ras de suelo. Naturalmente, el agua surgía en cuanto se cavaba, a 2
pies, o a 7 como máximo, por lo que era imposible tener sótanos bajo las casas. Ge-
neralmente, se imponían los cimientos de piedra, a pesar de su precio, incluso para las
construcciones de madera, a causa de la rápida putrefacción de las vigas en el suelo hú-
medo. Hubo también que cavar canales por toda la ciudad, bordearlos con parapetos
y pretiles construidos con bloques de granito, como el Moika y el Fontanka, por donde
circulaban las barcas portadoras de madera y de vituallas.
A su vez, las calles y plazas tuvieron que ser elevadas entre 2 y 5 pies según los
lugares, mediante un fantástico trabajo de excavación, de albañilería en ladrillo o en
piedra, de bóvedas que soportasen la calzada empedrada y permitieran al mismo tiempo
el desagüe hacia el Neva. Este prodigioso trabajo fue emprendido de forma sistemática
a partir de 1770, desde los barrios elegantes del Almirantazgo a orillas del gran Neva,
por el teniente general von Bauer, por orden de Catalina ll, y subvencionados por el
tesoro imperial.
La urbanización fue, pues, lenta y costosa. Hubo que modificar el trazado de las
calles y de las plazas, limitar la intempestiva proliferación de casas, reconstruir en piedra
los edificios públicos, las iglesias, como el lejano monasterio de Alexander Nevski, y
también numerosas casas, aunque la madera siguió siendo durante mucho tiempo el
material más utilizado. Tenía muchas ventajas: relativo calor de los interiores, falta de
humedad, bajo costo y rapidez de construcción. Los muros no estaban construidos como
en Estocolmo con vigas escuadradas, sino con troncos en bruto. Unicamente la fachada
estaba a veces recubierta de planchas: se podía entonces adornar con cornisas y realzarla
con colores. La última ventaja de esas casas de madera era que podían modificarse fá.
cilmente, transportarse incluso, en bloque, de un lado a otro de la ciudad. En las casas
de piedra, más costosas, el piso bajo, con frecuencia revestido de planchas de granito,
servía de sótano y, en última instancia, de alojamiento. Se preferían las habitaciones
altas, de modo que esas casas tenían por lo menos uno, con frecuencia dos y a veces
(en contadas ocasiones) tres pisos.
San Petersburgo e~taba, pues, lleno de obras de construcción muy activas. Por el
Neva, llegaban las barcas cargadas de cal, de piedras, de mármol (que provenía del La-

469
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28. PLANO DE SAN PETERSBURGO EN 1790


A .Y B: loJ doJ bnrzoJ deíNe•a; C y D: lo.r del Nev.rkn. En el centro. er1 la on"/la norte del Neva. In fortnlezn Pedro y P"blo.
Al oeJle, la gran fria de Vaiili, 11111'fa al 1lht1irant11zgo por .<u p11enle de barca.<. Desde el Almri-tmtnz,go, en In onlla .<11r del
Neva, parten en abanico laI !re¡ graT1deJ framversalcJ (la sit1"1d11 m<ÍJ" al este e.r In per.rpectiua Neu.rk1J. El au.tn<e de In dudad
hacia el s11r CJ/á 111arcado por loJ tre.r canale.r Je11úcirc11lareJ.

doga o de la costa de Wilborg), de bloques de granito; las vigas de pino venían flo-
tando por el río y perdían así, según se deda, parte de sus propiedades intrínsecas.
Pero el espectáculo más curioso, en las obras, eran los propios obreros, todos ellos cam-
pesinos llegados de las provincias del norte, albañiles o carpinteros. Estos últimos,j1/ot-
nidkz; textualmente campesinos de las balsas de madera (en alemán, Flossbauer), no
poseían más herramienta que sus hachas; peones, carpinteros, albañiles, todos llegaban
para ser contrat4dos durante el verano. En una plaza vacía hasta entonces, bastaban
unas semanas para que «surgieran los cimientos de una casa de piedra, con sus muros
creciendo a ojos vistas y cubiertos de obreros, mientras que, alrededor, como en una
verdadera aldea, se levantaban las cabañas de tierra en las que viven».
Naturalmente, también el emplazamiento de San Petersburgo tenía sus ventajas,
aunque sólo fuera por los servicios y la belleza sin par de su río, más ancho que el
Sena, con un caudal más rápido que el mismo Támesis y que ofrece, entre Pedro y
Pablo, Vasiliostrov (la isla de Vasili) y los barrios del Almirantazgo, una de las pers-

470
Las áudades

peccivas urbanas y fluviales más hermosas del mundo. El Neva brinda sus navíos, sus
barcas, desemboca en el mar en Kronstadt y se transforma, desde la isla de Vasili donde
se encuentran el barrio de los comerciantes, la Bolsa y la aduana, en un puerto marí-
timo muy activo. San Petersburgo es pues, efectivamente, esa ventana abierta sobre Oc-
cidente que Pedro el Grande quiso incorporar a la vida ruda de su pueblo. Además,
el Neva abastece la ciudad de un agua potable al parecer purísima.
Llegado el invierno, cubierto por los hielos, se transforma en camino para los trineos
y en lugar de festejos populares. En Carnaval, durante la semana de la mantequilla,
se construyen sobre el río chozas artificiales de hielo, con armaduras de planchas y vigas,
y desde lo alto de esos montículos se lanzan los ligeros trineos sobre una pista larga y
despejada por la que el conductor se desliza a una escalofriante velocidad «que deja
sin respiración»; en otros lugares, se organizan pistas análogas, donde buenamente se
puede, en los parques o en los patios de las casas, pero las del Neva, vigiladas por la
policía, atraw una fabulosa afluencia de gente: toda la ciudad acude a contemplar el
espectáculo.
Unicamente puentes de barcas atraviesan el río y sus diversos brazos, dos cruzan el
gran Neva; el más importante cerca de la plaza donde se alza todavía hoy, junto al Al-
mirantazgo, la grandiosa y expresiva estatua de Pedro el Grande (de, o mejor, según
Falconnet), termina en la isla mercantil de Vasili. Consta de 21 barcas, amarradas en
ambos extremos por otras cargadas y sólidamente ancladas. Entre estas barcas, unos
puentes levadizos petmiten el paso de los navfos. Se solía replegar este puente, como
todos los demás, al principio del otoño, pero a partir de 1779 dejó de ser retirado, que-
dando apresado en el hielo del río. Cuando llegaba el deshielo, el puente se dislocaba
por sí solo, y se esperaba entonces para reconstruirlo a que las aguas quedasen total-
mente libres de hielo.
Según la idea de su fundador, la ciudad hubiera debido crecer al mismo tiempo
hacia el sur y hacia el norte del río, a partir de Pedro y Pablo. Pero el crecimiento se
hizo de forma disimétrica, lentamente en la orilla derecha, más deprisa en la orilla iz-
quierda del Neva. En esta orilla privilegiada, los barrios del Almirantazgo y de la plaza
de Pedro el Grande constituían el corazón de la ciudad hasta el canal del Moika, últi-
mo canal al sur que fue acondicionado con muelles de piedra. Es éste el más angosto
sector de la ciudad, pero el más rico, el más hermoso, el único en el que todas las casas
(excepto algún edificio imperial) son de piedra (30 edificios públicos, 221 casas parti-
culares, con frecuencia palacios). Allí se encuentran las célebres calles del Pequeño y
del Gran Millon, la magnífica calle que bordea el Neva, el principio de la perspectiva
Nevski, el Almirantazgo, el Palacio de Invierno y su inmensa plaza, la galería del Er-
mitage, el Senado, la iglesia de mármol de San Isaac, tan lentamente construida, en
la plaza del mismo nombre (1819-1858) 111 •
Una planificación en zonas, consciente, separó a los ricos de los pobres, rechazando
hacia la periferia las industrias o las actividades molestas, por ejemplo la de los carre-
teros. Estos, más allá del canal de Ligowich, tenían su ciudad aparte, miserable, con
descampados, con un mercado de animales. Al este del Almirantazgo, la fundición de
cañones (edificio de madera construido en 1713 y reconstruido en piedra en 17 33) es-
taba cerca del Arsenal, levantado por el príncipe Orloff entre 1770 y 1778. La.. ciudad
poseía también su Casa de la Moneda, sus molinos a orillas del Neva, aguas arriba y
aguas abajo de la ciudad, sus artesanos mejor alimentados que en Suecia y en Alema-
nia, teniendo derecho todos los días a café y vodka antes de las comidas. Se fabricaban
excelentes telas de cipo holandés y. muy cerca, en Casinka, una manufactura similar a
la de los Gobelinos producía bellísimos tapices. La iniciativa más discutible será la agru-
pación de las tiendas de detallistas en grandes mercados, como en Moscú. Hubo, desde
1713, uno de es<!s mercados en «la isla de Petersburgm> (cerca de la fortaleza Pedro y

471
Las ciudades

Pablo), y Juego otro cerca dd Almirantazgo. Después del incendio que lo destruyó en
1736, fue trasladado a ambos lados de la «Gran Perspectiva», en 1784. Esas concentra-
ciones obligaban a los habitantes de San Petersburgo a grandes desplazamientos. Pero
el propósito se había logrado: los barrios elegantes conservaron su carácter oficial y
residencial.
Naturalmente, esto no excluye algún desorden: a veces una choza sórdida se eleva
junto a un palacio; hay huertos (adonde afluyen los campesinos procedentes de Rostow)
al lado de parques donde se tocan músicas militares los días de las fiestas públicas.
Todo ello era lógico en una ciudad en rápido crecimiento, favorecido por los altos
precios reinantes, por la cantidad de puestos de trabajo, por los recursos abundantes,
y por la voluntad del gobierno. San Petersburgo tenía 74.273 habitantes en 1750;
192.486 en 1784; 217.948 en 1789. Entre marinos, soldados y cadetes (más sus fami-
lias), la ciudad albergaba a 55.621 personas en 1789, es decir, más de la cuarta parte
de su población. Ese aspecto artificial de la aglomeración se distingue claramente por
la enorme diferencia entre población masculina y femenina (148.520 hombres frente
a 69.428 mujeres): San Petersburgo es una ciudad de guarnición, de criados, de hombres
jóvenes. Según las cifras de bautismos y defunciones, la ciudad tuvo de vez en cuando
un excedente de nacimientos, pero estas cifras incompletas pueden resultar engañosas.
En cualquier caso, el predominio de defunciones entre 20 y 25 años, demuestra que
la capital importaba gran número de hombres jóvenes y que éstos pagaban con fre-
cuencia su tributo al clima, a las fiebres y a las tuberculosis.
Este flujo de inmigrantes era múltiple: funcionarios o nobles en búsqueda de pro-
moción, segundones, oficiales, marinos, soldados, técnicos, profesores, artistas, cómi-
cos, cocineros, preceptores, extranjeros, ayas, y, sobre todo, campesinos que acudían
en gran número desde las regiones pobres cercanas a la ciudad. Venían como transpor-
tistas, revendedores de víveres (se les llegó incluso a acusar -¡qué ironía!- de ser los
responsables de la carestía de los mercados); en invierno se dedicaban a romper el hielo
del Neva: los bloques extraídos (trabajo que realizaban los fineses) servían para el abas-
tecimiento de las cám'aras frigoríficas que poseían todas las casas ricas en su planta baja;
también quitaban con palas la nieve y el hielo por medio rublo al día: se limpiaban
constantemente los accesos a las casas ricas. O también se hacían conductores de trineos
y, por uno o dos kopecs, conducían al cliente donde quisiera a través de la enorme
ciudad y se estacionaban en las encrucijadas ocupando el lugar de los conductores de
las altas calesas del verano anterior. Las finesas se hacían doncellas o cocineras, se adap-
taban bien a sus tareas y solían realizar matrimonios ventajosos.
«Estos habitantes [ ... ] compuestos por tantas nacionalidades distintas [ ... ] conser-
van sus modos particulares de vida>, como es natural; las iglesias griegas se alzan junto
a los templos protestantes y a las iglesias de los raskolnikis. «No existe otra ciudad en
el mundo, sigue diciendo nuestro informador (1765), donde, por decirlo así, cada ha-
bitante hable tantos idiomas. Hasta el último criado habla ruso, alemán y finés, y entre
las personas con un poco de educación es fácil encontrar algunas que hablan ocho o
nueve lenguas [ ... ] con l~ que hacen a veces unas mezclas que resultan pintorescas» lli.
La originalidad de San Petersburgo es precisamente ese abigarramiento. En 1790,
H. G. Georgi llegó a preguntarse si el habitante de San Petersburgo tenía un carácter
definido y propio. Le adjudicaba una inclinación por las novedades, los cambios, los
títulos, el bienestar, el lujo y el despilfarro. Traduciendo: gustos de hombres de la ca-
pital, modelados de cerca o de lejos por los de la Corte. Esta daba el tono por sus exi-
gencias, sus fiestas que suponían otros tantos festejos populares, sus magníficas ilumi-
naciones que brillaban a la vez en el edificio del Almirantazgo, en los palacios oficiales
y en las casas de los ricos.
En el corazón de una región pobre, la enorme ciudad planteaba constantes proble-

472
Las ciudades

.Drochki de un burgués de San Petersburgo., grabado del siglo XVIII, B.N. (Colección Viollet.)

mas de abastecimiento. Era, desde luego, muy sencillo traer, en barcas llenas de agua,
el pescado vivo del lago Ladoga o del lago Onega; pero los bueyes y los corderos lle-
gaban a los mataderos desde Ucrania, Astrakán, el Don, el Volga, o sea, a 2'.000 verstas
de distancia, y hasta desde Turquía, y lo mismo ocurría con el resto de las provisiones.
Un déficit crónico se saldaba a expensas del tesoro imperial y de las enormes riquezas
de los nobles. Todo el dinero del imperio afluía a los palacios principescos y a las lu-
josas casas donde se amontonaban los tapices, las cómodas, los muebles valiosos, los
revestimientos de madera tallados y dorados, los techos pintados al estílo «clásico»,
donde los aposentos se componían de numerosas habitaciones, como en París y en
Londres, con gran abundancia, también en este caso, de servidumbre.
El espectáculo más característico es quizá, en las calles de la ciudad y en sus cami-
nos rurales, el paso ruidoso de las caballerías y de los carruajes, indispensables en una
ciudad de tan enormes proporciones, que en invierno tenía muy pocos días claros y las
calles siempre embarradas. Una ordenanza imperial reglamentaba, en este terreno, los
concretos derechos individuales: sólo los generales en jefe o los de rango similar tenían
derecho a enganchar 6 caballos a sus carrozas, con 2 conductores a caballo aparte del
cochero. Este número iba disminuyendo progresivamente hasta llegar al teniente y al
burgués que sólo tenían derecho a 2 caballos, y al artesano o al vendedor que se con-
tentaban con uno. Una serie de prescripciones reglamentaban también la librea de los
servidores, según la categoría de su amo. Cuando había una recepción imperial, las

473
Las ciudades

carrozas llegadas al punto de destino daban una vueltecita suplementaria, lo que per-
mitía mirar y ser mirado. En estas ocasiones, nadie se contentaba con un carruaje de
alquiler, con caballos pobremente enjaezados ni con un cochero vestido a la usanza cam-
pesina. Un último detalle: cuando había una recepción de cortesanos en el castillo de
Peterhof, situado, como Versalles, al oeste y fuera de la ciudad, no quedaba ni un solo
caballo en San Petersburgo.

Penúltimo viaje:
Pekín

Podríamos multiplicar los viajes sin alterar en nada la conclusión: el lujo de las ca-
pitales ha de ser subvencionado siempre por los demás. Ninguna era capaz de vivir de
su propio trabajo. Sixto V (1585-1590), que eta un campesino testarudo, comprendió
mal la Roma de su época; hubiera querido hacerla «ttabajat», implantar en ella indus-
trias, proyecto que la realidad rechazó sin que influyeran mucho los hombres 113 • Sé-
bastien Mercier y algunos otros soñaban con transformar París en puerto de mar, para
instalar allí actividades inéditas. Aunque el proyecto hubiera sido posible, París, a se-
mejanza de Londres, entonces el mayor puerto del mundo, hubiera seguido siendo una
ciudad parasitaria, que vivía a costa de otros.
Así sucedía en todas las capitales, en todas las ciudades con luces brillantes y exceso
de civilización, de aficiones y de oficio, como Madrid o Lisboa, Roma o Venecia, obs-
tinada en sobrevivir a su pasado esplendor, Viena situada, durante los siglos XVII y XVIII,
en la cumbre de la elegancia europea. Y también México, y Lima, y Río deJaneiro, la
nueva capital de Brasil desde 1763 y a la que, de un año a otro, los viajeros no podían
reconocer por su enorme crecimiento y por la humanización y el embellecimiento de
su paisaje naturalmente grandioso. Y también Delhi, donde sobrevivían los esplendo-
res del Gran Mogol, o Batavia, donde el precoz colonialismo de los holandeses dio sus
más bellos frutos, aunque ya envenenados.
Pero el mejor ejemplo, en las puertas del Norte y seis meses al año bajo el terrible
frío siberiano -viento diabólico, nieve y hielo mezclados- es Pekín, la capital de los
emperadores manchúes. Una enorme población, seguramente 2, quizá 3 millones de
habitantes, soportaba como podía el clima extremado que hubiera sido irresistible sin
la abundancia «de carbón· mineral que es de más larga duración y conserva el fuego
cinco o seis veces más que el carbón vegetal» 114 , y sin las pieles, imprescindibles duran-
te el invierno. En la sala real del Palacio, el P de Magaillans, cuyo libro no apareció
hasta 1688, Jlegó a ver reunidos a la vez a 4.000 mandarines cubiertos «de la cabeza a
los pies de martas cibelinas valiosísimas». Los ricos se envolvían materialmente con
pieles, forrando con ellas sus botas, sus sillas de montar, sus asientos, sus tiendas de
campaña, contentándose los menos ricos con pieles de cordero, y los pobres con las de
carnero 115 • Todas las mureres, en invierno, «llevan gorros y cofias, tanto si van en silla
de mano como a caballo: y hacen muy bien, señala Gemelli Careri, pues a pesar de
mi traje forrado, el frío me resultaba insoportable», «demasiado intenso para mi, añade;
decidí abandonar la ciudad [19 de noviembre de 1697]» 116 • «El frío en invierno es tal,
escribe un padre jesuita un siglo después (1777), que no puede abrirse una ventana
que dé al norte y el hielo conserva durante más de tres meses un espesor de un pie y
medio» 117 El canal imperial que abastece a la ciudad es impracticable por el hielo desde
el mes de noviembre hasta marzo.
En 1752, el emperador K'ien Long, para celebrar el sesenta cumpleaños de su
madre, organizó su entrada triunfal en Pekín; estaba previsto llegar por los ríos y ca-
474
Las ciudades

Calle de Pekín en fiestas, esperando el paso d~I emperador. Primer cuarto del siglo XV/lJ. B.N.,
Grabados.

475
Las ciudades

nales, en barcas suntuosas, pero un frío precoz estropeó los festejos; millares de servi-
dores batieron en vano el agua para impedir que se helara, o retiraron los trozos de
hielo que se formaban, el emperador y su séquito tuvieron que «sustituir las barcas por
trineos» 118 •
Pekín extiende sus dos ciudades regulares, la antigua y la nueva, y sus numerosos
suburbios (en principio, uno delante de cada una de las puertas, siendo el mayor el
del oeste, por donde llegaban la mayoría de las vías imperiales) en medio de una gran
llanura baja, azotada por los vientos, y, lo que es peor, expuesta a las intempestivas
inundaciones de los ríos de la zona., el Pelho y sus afluentes, que en el momento de
las grandes crecidas podían romper sus diques, cambiar sus cursos, desplazarse a kiló-
metros de distancia.
La ciudad nueva, al sur, tenía la forma de un rectángulo no totalmente regular y
quedaba unida a la antigua por su extenso lado norte. Esta era un cuadrado regular
con el lado inferior a la longitud del rectángulo contiguo. El cuadrado era la antigua
ciudad de los Mings con el Palacio imperial en su centro. Durante la conquista de 1644,
el Palacio sufrió numerosas destrucciones, visibles largo tiempo, que el vencedor reparó
más o menos deprisa. Para sustituir algunas enormes vigas fue necesario incluso diri-
girse a los lejanos mercados del sur, con los retrasos que pueden imaginarse y no siempre
con éxito.
Desde la época de los Mings, la antigua ciudad se había mostrado insuficiente para
albergar a la creciente población de la capital, de modo que la ¡;iudad rectangular del
sur se construyó mucho antes de la conquista de 1644: «Tenía murallas de tierra desde
1524, y desde 1564 murallas y puertas de ladrillo». Pero después de su conquista, el
vencedor se reservó la ciudad vieja, que desde entonces se convirtió en la ciudad tárta-
ra, y los chinos fueron rechazados hacia la ciudad meridional.
Señalemos que tanto la ciudad antigua como la nueva, ambas en forma de damero,
son de fecha reciente, como lo demuestra la anchura inusual de sus calles, sobre todo
las de orientación sur-norte; en general, son más estrechas las de orientación este-oeste.
Cada calle tiene su nombre, «como la calle de los Parientes del Rey, la calle de la Torre
blanca, de los Leones de hierro, del Pescado seco, del Aguardiente y así sucesivamente.
Se vende un libro que sólo trata del nombre y de la situación de las calles, que em-
plean los criados que acompañan a los mandarines en sus visitas y a sus tribunales y
que llevan sus regalos, sus cartas y sus órdenes a diferentes lugares de la ciudad ...
[Aunque trazada de este a oeste], la más bella de todas esas calles es la llamada Cham
gan kiai, es decir, la calle del Perpetuo reposo[ ... ] bordeada en el lado norte por los
muros del Palacio del Rey y en el lado sur por varios tribunales y palacios de grandes
Señores. Es tan amplia que tiene más de treinta toesas [casi 60 m] de ancho y tan fa-
mosa que los sabios en sus escritos la utilizan para significar toda la Ciudad, tomando
la parte por el todo; pues es lo mismo decir, fulano está en la calle del Perpetuo re-
poso, que decir que está en Pekín ... »11 9.
Estas calles anchas y ventiladas están llenas de gente. «La muchedumbre es tan
grande en esta ciudad, ex~lica el P. de Magaillans, que no se puede expresar, y ni si-
quiera sé cómo explicarlo. Todas las calles de la antigua y de la nueva Ciudad están
atestadas, tanto las pequeñas como las grandes, y las que están en el centro como las
marginales; y la multitud es tan grande en todas partes que no puede compararse más
que con la de las ferias y procesiones de nuestra Europa» 120 • En 173 5, el P de Halde
constata a su vez esa «inmensa multitud de gente que llenan las calles y los atascos que
causa la sorprendente cantidad de caballos, de mulas, asnos, camellos, carros, carretas,
sillas de mano, sin contar las distintas aglomeraciones de cien o doscientos hombres
que se amontonan de trecho en trecho, para escuchar a los que echan la buena ventu-
ra, los jugadores de cubiletes, los cantantes y otros que leen o que cuentan historias

476
Las ciudades

29. PEKIN EN EL SIGLO XVII!


P/11no e1q11emático que m11e1/ra fa disposición de fas 3 c111dndes (antigua, n11ev11 e imperial). F.n A, la montaña 11r1ijiciaf del
Palacio; en B, los patios de gala. (Tomado de l Jistoire générnlc des voyages, t. V, París, 1748.)

477
Las ciudades

Tiendas de Pekín: se suceden en filas, casi sin inter7upción, ocultando /a;· viviendas, también
bajas, sin fachada a la calle, dispuestas alrededor de patios interiores y jardines. Sección de Gra-
bados. (Cliché B.N.)

divertidas y alegres, o bien charlatanes que venden sus remedios y explican sus admi-
rables efectos. Las personas de más categoría se verían continuamente detenidas si no
fueran precedidas por un hombre a caballo que va apartando a la multitud, pidiéndole
que deje paso»m. Para explicar la aglomeración popular de las calles chinas (1577), un
español llega a decir: «Si se tirase un grano de trigo, no podría caer al suelo»t 22 • «Por
todas partes, cuenta un viajero inglés dos siglos después, se ven obreros cargados con

478
Las cú1dades

sus herramientas y buscando empleo, y vendedores ambulantes vendiendo sus mercan-


cías»123 Esta multitud se explica naturalmente por la elevada cifra de población en
1793. Pekín no tenía ni con mucho la superficie de Londres, pero estaba dos o tres
veces más poblado.
Más aún, las casas eran bajas, incluso las de los ricos. Si tenían, como era frecuente,
cinco o seis viviendas, éstas no estaban superpuestas como en Europa, sino «unas ;unto
a otras y separadas por grandes patios» 11' 1 De modo que en la magnífica Cham gan
Kiai, no debe uno imaginar una sucesión de arrogantes fachadas frente al palacio im-
perial. En primer lugar sería indecente ostentar semc;ante lujo frente a la casa del em-
perador, y además lo habitual era que cada uno de estos palacios particulares no tu-
viera sobre la calle más que una única puerta encuadrada por dos edificaciones bastan-
te bajas ocupadas por criados, comerciantes y obreros. Las calles están, pues, bordeadas
de puestos, de tiendas con los altos mástiles de sus rótulos, con frecuencia adornados
con banderolas de tela. [as casas altas de los señores no dan directamente a la calle,
que es comercial y artesana. «Esta costumbre beneficia la comodidad pública; pues en
nuestras ciudades [de Europa], como observa el P. de Magaillans, una gran parte de
las calles está bordeada por las casas de personajes importantes; de modo que está uno
obligado, para proveerse de las cosas necesarias, a ir muy lejos a la plaza o a los puertos,
mientras que en Pekín, y lo mismo ocurre en todas las otras ciudades de China, se en-
cuentra en la misma puerta todo lo que pueda desearse para el sustento y la subsisten-
cia, y hasta para el placer, porque esas casitas son almacenes, tabernas o tiendas»m
Este es el espectáculo común a todas las ciudades de China. En una estampa del
siglo XVIll que muestra la hilera de tiendas bajas a lo largo de una calle de Nankín o
las casas de Tien Tsin abiertas sobre sus patios, o en un precioso «rollo» del siglo XII,
aparecen siempre las mismas escenas, las mismas tabernas con sus bancos, las mismas
tiendas, los mismos cargadores de fardos, los mismos conductores de carretillas con
velas, las mismas yuntas de bueyes. En todas partes se aprecia una vida precipitada,
donde el hombre no deja sitio más que al hombre (y a veces ni eso), abriéndose todos
paso a codazos, subsistiendo a fuerza de trabajo, de habilidad, de sobriedad. Viven
con nada, «tienen ocurrencias admirables para subsistir». «Por vil e inútil que parezca
una cosa, tiene su uso y puede aprovecharse. Por ejemplo, sólo en la ciudad de Pekín,
hay más de mil familias [hacia 1656) que no tienen más oficio para subsistir que vender
cerillas y mechas para encender fuego. Hay por lo menos otras tantas que viven sólo
de recoger por las calles y junto a los barrenderos, trapos de seda, de algodón y de cá-
ñamo, trozos de papel y otras cosas parecidas que lavan y limpian para venderlas luego
a otros que las emplean para diversos usos y les sacan provecho» 126 El P. _de Las Cortes
(1626) vio también en la China cantonesa cómo los mozos de cuerda añadían a su tra-
bajo el cultivo de una huerta minúscula. Y los vendedores de sopas de hierbas eran
personajes clásicos de toda calle china. Un proverbio dice: «En d reino de China no
hay nada abandonado». Todas estas imágenes permiten adivinar una pobreza latente,
omnipresente. Por encima de ella resplandece el lujo del emperador, de los grandes,
de los mandarines, lujo que parece pertenecer a otro mundo.
Los viajeros describen muy detalladamente, en la antigua ciudad, esa ciudad aparte
que era el Palacio imperial, reconstruido sobre el emplazamiento del Palacio de los
Yuan (los mongoles), y casi heredado de la suntuosidad de los Mings, aunque hubo
que reconstruir las ruinas de 1644. Dos murallas elevadas y grandiosas, una dentro de
otra, ambas «en forma de cuadrado alargado», lo aíslan de la ciudad antigua. El muro
externo «está revestido por dentro y por fuera de un cemento o cal roja, y cubierto por
una techumbre o tejadillo de ladrillos vidriados de un color amarillo dorado». El muro
interior está hecho de «grandes ladrillos todos iguales y embellecido con almenas bien
ordenadas», y lo precede un largo y profundo foso, lleno de agua y «poblado de exce-
479
Las ciudades

lentes peces». Entre ambos muros, existen palacios con diferentes destinos, un río con
puentes y hacia el oeste un lago artificial bastante amplio ... 127
El corazón del palacio era. tras el segundo muro, la ciudad prohibida, la Ciudad
Amarilla donde el emperador vivía protegido por sus guardias, los controles de las
puertas, los protocolos, las murallas, los fosos, y los vastos pabellones en ángulo de com-
plicadas techumbres, los Kiao leou. Cada edificio, cada puerta, cada puente tenía su
nombre y sus usos. La ciudad prohibida medía 1 kilómetro por 780 metros. Pero re-
sulta más sencillo describir sus salas vacías, destartaladas, y que la curiosidad europea
pudo detallar a su gusto después de 1900, que su antigua actividad que se adivina
enorme: toda la ciudad culminaba en esa fuente de poder y de mercedes.
Da buena medida de todo ello la interminable enumeración de los ingresos del em-
perador, tanto en dinero como en especies {obsérvese esta doble contabilidad). No nos
damos bien cuenta de lo que pueden representar los «dieciocho millones seiscientos
mil escudos de plata> a que ascendía, hacia 1668, la principal renta imperial én dinero,
sin contar los ingresos que añaden, también en dinero, las confiscaciones, los impues-
tos indirectos, los dominios de la Corona o de la emperatriz. Lo más tangible, lo más
curioso, era la masa de rentas en especie que llenaban hasta hacerlos rebosar los grandes
almacenes del Palacio: 43 .328.134 «sacos de arroz y de trigo», más de un millón de
bloques de sal, considerables cantidades de bermellón, de barnices, de frutos secos, de
piezas de seda, de sedas ligeras, de seda cruda, de terciopelo, de raso, de damasco, de
telas de algodón o de cáñamo, de sacos de habas (para los caballos del emperador),
innumerables haces de paja, animales vivos, caza, aceite, mantequilla, especias, vinos
exquisitos, toda clase de frutas ... ll8.
El P. de Magaillans se extasía ante esta masa prodigiosa de productos y ante las
pilas de fuentes de oro y de plata repletas de víveres y amontonadas unas sobre otras
en los festines imperiales. Por ejemplo, el día 9 de diciembre de 1669, tras el entierro
del P. Jean Adam 129 , un padre jesuita que, en 1661, junto al P Verbiest, «con gran
asombro de la Corte», supo elevar hasta lo más alto de una de las corres del palacio
una enorme campana, más grande que la campana de Erfurc que (sin duda errónea-
mente) tenía fama de ser la más pesada y voluminosa de Europa y del mundo. Su co-
locación requirió la confección de una máquina y el trabajo de miles de personas. Los
centinelas hacían sonar esta campana por las noches a intervalos regulares, para indicar
las horas; en lo alto de otra torre, un centinela replicaba rocando un enorme tambor
de cobre. La campana, sin badajo, golpeada con un martillo, «produce un sonido tan
agradable y armonioso que parecía no provenir de una campana sino de un instrumen-
to musical» 130 El tiempo se medía entonces en China por la combustión de bastonci-
llos o de mechas de un determinado serrín de madera aglomerado y de combustión
regular. Los occidentales, orgullosos con razón de sus relojes, no mostraron más que
una comedida admiración, a diferencia del P de Magaillans, por esta «invención digna
de la maravillosa industria de esta nación» china 131
Es una pena que conozcamos mejor esos grandes espectáculos del palacio que el mer-
cado del pescado llevado vivo en barriles llenos de agua, o los mercados de caza donde
un viajero vio, un día, un/increíble cantidad de corzos, de faisanes y de perdices ... Lo
inhabitual oculta, aquí, lo cotidiano.

480
Las ciudades

Londres,
de Isabel a jorge III

Pero volvamos, tras ese lejano viaje, a Inglaterra, donde el caso de Londres nos per-
mitirá concluir este capítulo y, con él, el presente volumen 132 Todos los detalles de su
prodigioso desarrollo urbano son conocidos o pueden conocerse.
Desde el reinado de Isabel los observadores ven en Londres un universo excepcio-
nal. Para Thomas Dekker, era «la flor de todas las ciudades», incomparablemente más
hermosa a lo largo de su río que la propia Venecia, desde la maravillosa perspectiva
del Gran Canal, pobre espectáculo comparado con el de LondrcsB.l. Samud Johnson
(20 de septiembre de 1777) será aún más lírico: «Estar cansado de Londres es como
estar cansado de la vida; pues Londres encierra todo lo que la vida puede ofrecer» 1l 4 •
El gobierno real comparte escas opiniones, aunque la ciudad le inspira cierto temor:
a sus ojos en un monstruo cuyo crecimiento patológico hay que detener a cualquier
precio. En realidad, es la invasión de los pobres la que no cesa de inquietar a los go-
bernantes y propietarios, y con ello la multiplicación de tugurios, de una miseria que
amenaza al conjunto de la población, incluidos los ricos, «and so danger to the Queens
own life and the spreading of a mortality over the whole nation», escribe Stow, que
temía por la salud de la reina Isabel y de toda la población 135 • En 1580 aparecieron las
primeras disposiciones prohibiendo las nuevas construcciones (salvo excepciones en favor
de los ricos), y otras las siguieron en 1593, 1607 y 1625. Con ello sólo se consiguió mul-
tiplicar y dividir los edificios ya existentes, la construcción fraudulenta con ladrillos de
mala calidad, en los patios de las casas antiguas, fuera de las calles, o en paseos secun-
darios, es decir, toda una proliferación clandestina de cuchitriles y casuchas en terrenos
de propietarios dudosos. Si alguna de estas construcciones era derribada por orden de
la ley, Ja pérdida no era muy grande. Cada cual probaba pues su suerte y, de esta
forma, surgieron redes, laberintos de callejuelas y callejones, casas con dobles, triples,
cuádruples entradas o salidas. Londres, en 1732, tenía 5 .099 calles (streets), callejuelas
(lanes) y squares, y 95. 968 casas. En consecuencia, la marea creciente de la población
londinense no pudo ser refrenada, ni detenida; la ciudad tenía, utilizando cifras pro-
bables: 93.000 habitantes en 1563; 123.000 en 1580; 152.000 en 1593-1595; 317.000
en 1632; 700.000 en 1700 y 860.000 a finales del siglo XVllJ. Era entonces la mayor
ciudad de Europa; sólo París podía comparársele.
Londres depende de su río. Le debe su forma de medía luna, «lik.e a half moon».
El Puente de Londres, que unía el casco antiguo al suburbio de Southwark, único
puente que atravesaba el río (a 300 m del actual London Bridge), era la característica
fundamental del emplazamiento. Hasta él llegaban los útiles flujos y reflujos de la
marea, de modo que aguas abajo del puente se situaba el pool, la dársena, es decir,
el puerto de Londres con sus numerosos muelles, sus atracadores, sus bosques de más-
tiles: 13 .444 navíos en 1798. Según los desembarcos, los veleros llegaban hasta el muelle
de Santa Catalina frecuentado por los carboneros de Newcastle, o hasta el muelle de
Billingsgate si traían pescado fresco, o también si aseguraban el servicio regular de ida
y vuelta de Billingsgate a Gravesend. Balandras, barcazas, barcos entoldados (tilt boats),
transbordadores y barcas permiten los viajes de una orilla a otra del río, de un barco
anclado en alta mar hasta el muelle correspondiente, caso obligado cuando esos muelles
se encuentran aguas arriba del puerto: por ejemplo, el Vintry Warf que recibía los· to-
neles llegados del Rin, de Francia, de España, de Portugal, de las Canarias. Cerca de
él, se hallaba el Steelyard (o Stillyard), cuartel general de la liga hanseática hasta 1597
y que «está, después de la expulsión de los comerciantes extranjeros, reservado a la de-
gustación de los vinos del Rin». Un personaje del teatro de Thomas Dekker dirá sen-
481
. •. •:.•.•··;.• ~ :.• .• ~ i>Bu:~n
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El puerto de Londres, lo Toffc y, al fondo, la catedral de San Pablo, finales del siglo XVIII.
París, B.N. (Fotografía Giraudon.)

482
483
Las ciudades

cíllamente: «Nos encontraremos, esta tarde, en la casa del vmo del Rin, en el
Stillyard» 136
La utilización del río tiende a extenderse cada vez más aguas abajo, hacia el mar,
ya que los docks, embalsamientos interiores de los meandros del río, no estaban aún
construidos, salvo el Brunswick dock que utilizaba la Compañía de las Indias (1656).
Un segundo dock, Greenland dock, se acondicionó en 1696-1700, para los balleneros.
Pero las grandes dársenas datan de los últimos años del siglo XVIII. El puerto mercante
puede contemplarse desde Billingsgare, o desde el desembarcadero de la Torre de
Londres, o, mejor aún, desde ese cerrojo crucial que es la Custom House, la aduana,
quemada en 1666, pero reconstruida inmediatamente por Carlos ll, en 1668. Llega a
verse incluso desde Ratcliff, «infame lugar de cita de mujerzuelas y ladrones», desde
Limehouse, desde sus hornos de cal y sus fábricas de curtidos, desde Blackwall, donde
el placer de ver los navíos anclados obliga a soportar «el intenso olor a alquitrán» ... El
este londinense, marinero, artesano y algo ladronesco no resulta agradable a la vista y
sus pestilencias son muy reales.
Una población miserable veía desfilar ante ella las riquezas de los navíos que allí
atracaban. ¡Qué tentación! En 1798, «el bandidaje horrible que se produce en el Tá-
mesis [ ... ] y que se ejerce sobre toda clase de propiedades comerciales y, ante todo,
sobre los productos de las Indias occidentales, se considera [ ... ] como una de las peores
plagas». De esos rateros, los más peligrosos no eran los «piratas de río» que operaban
en bandas organizadas, robando a veces un ancla o unos cordajes, sino los guardas de
noche, los descargadores, los marineros empleados en las lanchas o en las gabarras, las
«alondras del cieno», que registraban el río buscando aparentemente cuerdas o hierros
viejos, o trozos de carbón perdidos, y, por último, en el extremo de la cadena, los en-
cubridores ... 137 • Todas estas quejas moralizantes, tomadas de un Tratado de polt"cía
(1801), sitúan perfectamente ese dudoso mundo del pool, extenso dominio de agua,
de maderas, de velas, de alquitrán, de trabajo miserable, como al margen de la vida
de la capital, ligado a ella por caminos de los que los londinenses no veían habitual-
mente más que el fin.
Hasta la construcción del puente de Westminster (terminado hacia 1750), un solo
puente, ya lo hemos dicho, .atravesaba el Támesis. Bordeado de tiendas, era una espe-
cie de calle comercial, difícil de atravesar. No obstante, desembocaba, hacia el sur, en
una exigua barriada, Southwark, con algunas tabernas, 5 cárceles de lúgubre fama, al-
gunos teatros (donde fueron creadas las obras de Shakespeare, pero que no sobrevivie-
ron a la Revolución), y 2 ó 3 circos (Bear Garden, Paris Garden). Al norte, sobre la
orílla izquierda del río, ligeramente más elevada que la de enfrente, con las dos emi-
nencias de St. Paul's Church y de la Torre de Londres, se extendía la verdadera ciudad,
como una «cabeza de puente hacia el norte». En esa dirección, en efecto, corria el trá-
fü:o deúna serie de carreteras, callejüela.S, pasajes, por fos que Londres se enlazaba con
los condados y la vigorosa tierra inglesa. Los grandes ejes se dirigían hacia Manchester,
Oxford, Dunstable y Cambridge; eran todos ellos antiguas vías romanas. Se producía
así uria especie de triunfo de los coches, de las carreteras, y pronto de las diligencias,
de los caballos de posta; l./vida terrestre de Londres se desarrollaba sobre este abanico
de firmes caminos.
A lo largo del río, pero dándole la espalda, el corazón de Londres era un concen-
trado espacio de casas, de calles, de plazas, la City, (160 ha), limitada por sus antiguas
murallas. Construidas sobre las antiguas fortificaciones romanas, desap0:1recieron hacia
el siglo XII, del lado del río, allí donde muelles, desembarcaderos y pontones horada-
ron muy pronto la inútil protección. Por el contrario, se mantuvier:m a lo largo de la
línea quebrada, formando aproximadamente un arco de círculo, desde Black Friars Steps
o desde Birdwell Dock hasta la Torre de Londres. Siete puertas interrumpían su traza-
484
Las ciudades

Londres: Westminster en tiempos de los Estuardo. Grabado de W Pallas, 1643. (Colección


Vio/le t.)

do: Ludgate, Newgate, Aldersgate, Cripplegate, Moorgate, Bishopgate y Aldgate.


Frente a cada una de ellas, muy dentro de los suburbios, una barrera indicaba el límite
hasta donde se ejercía la autoridad londinense. Estos suburbios así anexionados son las
liberties, los distritos extramuros, a veces extensos: la barrera que precedía a Bishopga-
te se situaba, por ejemplo, en los confines de Smithfield, al oeste de Holborn; igual-
mente, saliendo por Ludgate, había que atravesar Fleet Street para llegar finalmente a
Temple Bar, a la altura del Templo de los extemplarios, en la desembocadura del
Strand. Durante mucho tiempo Temple Bar fue una simple puerta de madera. Así
Londres, o mejor, la City se desbordó, desde antes del reinado de Isabel, fuera de sus
estrechos límites, asimilando las localidades más cercanas de su campiña, uniéndose a
ellas por una serie de caminos, de calles flanqueadas de casas.
En tiempos de Isabel y de Shakespeare, el corazón de la ciudad latió dentro de las
murallas. Su centro estaba en el eje que prolongaba hacia el norte el Puente de Londres
y, por calles de diferentes nombres, llegaba a Bishopgate. El eje oeste-este alineaba
una serie de calles, desde Newgate, al oeste, hasta Aldgate, al este. En el reinado de
Isabel, la «encrucijada» se encontraba en las cercanías de Stocks Market, al extremo
oeste de Lombard Street.
A dos pasos de allí, se levantaba, en Cornhill, el Royal Exchange, fundado en 1566
por Thomas Gresham y llamado al principio, en recuerdo de la Bolsa de Amberes, la
Bolsa Real (Byrsa Londinensis, vulgo the Royal Exchange, se dice al pie de un grabado
del siglo XVII). Este último nombre le fue otorgado por orden de Isabel, en 1570. Era
una verdadera Torre de Babel, dicen los testigos, sobre todo al mediodía, cuando los
comerciantes iban a resolver sus negocios; en torno a sus patios, las más elegantes tiendas
atraían continuamente una clientela adinerada. No lejos del Royal Exchange se encon-

485
Las ciudades

eraba el Guildhall, o Ayuntamiento de Londres, y el primer Banco de Inglaterra, si-


tuado inicialmente en el Grocers House, el almacén de las tiendas de coloniales, antes
de ocupar, en 1734, su suntuoso edificio.
La intensidad de la vida londinense se manifestaba también en sus mercados, como
el vasto espacio de West Smithfields, cerca de las murallas, donde se vendían caballos
y ganado los lunes y viernes, o Billingsgate, el mercado de pescado fresco sobre el Tá-
mesis, o, hacia el centro de la City, el Leader Hall, con su techo de plomo, antiguo
almacén de trigo donde se despachaban al por mayor carnes y cueros. Pero es imposi-
ble describir exhaustivamente esos centros fundamentales, esas tabernas, esos restau-
rantes, esos teatros generalmente periféricos y por tanto populares, o esas Coffee houses
tan concurridas que, ya en el siglo XVII, el gobierno pensó en prohibirlas. Las maledi-
cencias, las ilusiones, los cambios de decoración inducen a pensar que había lugares de
mala reputación en todas las calles y no sólo en aquellos monasterios abandonados
donde los vagabundos se comportaban como squatters. Londres se complacía en hablar
mal de sí misma.
Pero la ciudad no estaba sola a orillas del Támesis. París tuvo un destino solitario,
comparado con el suyo. Aguas arriba de Londres, Westminster era algo muy diferente
de Versalles (creación tardía y ex niht!o), era una verdadera ciudad antigua y activa.
Junto a la Abadía, el palacio de Westminster, abandonado por Enrique VIII, se con-
virtió en la sede del Parlamento y de los principales tribunales: hombres de leyes y li-
tigantes se daban cita allí. La realeza se instaló un poco más lejos, en Whitehall, el
Palacio Blanco, al borde del Támesis.
Westminster era, pues, a la vez Versalles, Saint-Denis, y además, el Parlamento de
París. Todo ello indica la importancia extrema de ese segundo polo en el desarrollo de
Londres. Así Fleet Street, que pertenecía a la City, era el barrio de los legistas, aboga-
dos, procuradores y estudiantes de derecho, y estaba orientado hacia el oeste. Más aún,
el Strand, fuera de la City y que, a cierta distancia del Támesis, conducía a Westmins-
ter, se convirtió en el barrio de la nobleza, que instaló allí sus casas y pronto, en 1609,
se abrió en ese lugar otra Bolsa, agrupación de comercios de lujo: desde el reinado de
Jacobo 1 los artículos de moda y !os «postizos» hacían furor.
En los siglos XVII y XVIII, un amplio movimiento impulsó la ciudad en todas las di-
recciones a Ja vez. En sus márgenes se constituyeron horribles barriadas, frecuentemen-
te barrios de chabolas, con tugurios miserables, industrias que afeaban aún más 1a zona
(especialmente innumerables fábricas de ladrillos). criaderos de cerdos alimentados con
los desperdicios de la ciudad, llenos de montones de basuras, calles sórdidas, como en
Whitechapel donde trabajaban los míseros zapateros. En otros barrios similares, se en-
contraban los tejedores de seda o de lana.
Salvo en esos barrios del oeste, donde el campo y la vegetación penetraban por las
masas de Hyde Park o de Saint James Park, y por los jardines de las casas ricas, el campo
había huido de las proximidades inmediatas de Londres. En tiempos de Shakespeare y
de Thomas Dekker, la ciudad se apoyaba todavía en lug:!res aireados y frondosos,
campos, árboles, verdadera~ aldeas donde se podían cazar patos, frecuentar auténticas
posadas campesinas para beber cerveza y comer pasceles aromáticos (en Hogsdon), o el
Islington white pot, especie de flan que dio fama al pueblo de Islington. Así, «el aire
que sopla en los barrios exteriores de la capital, escribe la última historiadora de Thomas
Dekker, lio está siempre cargado e impuro: por los teatros del sur, del norte y del no-
roeste, toda la jovialidad de la Alegre Inglaterra, junto a su imaginación fina y vibran-
te, penetra en los suburbios ... e incluso más allá en toda la ciudad». La Alegre Ingla-
terra, es decir, la de los siglos realmente campesinos de la Edad Media: visión román-
tica, aunque no falsa. Pero esca feliz unión fue efímera 138 •
El conjunto londinense, en continua expansión, va a escindirse, o mejor, terminar
486
Las ciudades

de escindirse en dos. El movimiento iniciado hacía ya mucho tiempo se precipitó tras


el gran incendio de 1666 que destruyó prácticamente el corazón, por no decir la casi
totalidad de la City. Antes de esta catástrofe, William Petty explicaba ya (1662) que
Londres crecía hacia el oeste para huir «de los humos, vapores y pestilencias de todos
los hacinamientos del este, ya que el viento dominante sopla del oeste. [ ... ]De modo
que los palacios de los hombres más importantes y las casas de los que dependen de
ellos se desplazan hacia Westminster y los antiguos grandes edificios de la City se con-
vierten en mercados para las compañías comerciales, o se transforman en viviendas ... » 139
Se operó así un deslizamiento de la riqueza londinense hacia el oeste. Si, aún en el
siglo XVII, el centro de la ciudad estaba en las cercanías de Cornhill, está actualmente,
en 1979, no muy lejos de Charing Cross, es decir, al extremo occidental del Strand.
¡Largo fue el camino recorrido!
Mientras tanto, el este y algunos barrios periféricos se proletarizaban cada vez más.
Allí donde encontraba un lugar en el mundo londinense, se instalaba y se incrustaba
la pobreza. Las tincas más sombrías del cuadro se refieren a dos categorías de deshere-
dados, los irlandeses y los judíos de Europa central.
Una emigración irlandesa creciente se organizó pronto a partir de los distritos más
famélicos de la isla. Eran campesinos condenados en su país al mínimo vital por el ré-
gimen de las tierras, así como por la presión demográfica que invadió la isla hasta las
catástrofes de 1846. Acostumbrados a vivir junto a los animales, compartiendo con ellos
sus cabañas, se alimentaban de un poco de leche y de patatas; resistentes en el trabajo,
no ponían mala cara anee ninguna tarea, y se enrolaban regularmente como obreros
agrkolas en los campos londinenses en cada época de siega. Desde allí, algunos seguían
hasta Londres y se quedaban. Se hacinaban en sórdidos tugurios de la parroquia de
San Gil, su feudo, al norte de la ciudad; vivían 10 ó 12 personas en una sola habita-
ción, sin ventana, aceptando salarios muy inferiores a los habituales, y trabajando como
descargadores, portadores de leche, obreros en las fábricas de ladrillos, o incluso como
posaderos. Los domingos, en plena borrachera, se peleaban entre ellos; más aún, se en-
frentaban en batallas campales a los proletarios ingleses que zurraban con gusto a
aquellos competidores que no podían desplazar.
La tragedia se repetía con los judíos de Europa central, expulsados de Bohemia en
1744, de Polonia en 1772, y que huían ante las persecuciones. Eran, en 1734, 5.000 ó
6.000 en Inglaterra, y, en 1800, sólo en Londres, 20.000. Contra ellos se desencade-
naban las peores cóleras populares. Los intentos de las sinagogas para detener esta pe-
ligrosa inmigración que atravesaba Holanda, resultaron inútiles. ¿Qué podían hacer
esos pobres miserables? Los judíos ya establecidos los socorrían, pero no podían ni
echarlos de la isla, ni mantenerlos. Los talleres londinenses no los aceptaban, los re-
chazaban. Se hacían forzosamente traperos, vendedores de metales usados, pregonan-
do por las calles, conduciendo a veces un carro viejo, o rateros, merodeadores, falsifi-
cadores, encubridores. Su éxito tardío como boxeadores profesionales e incluso inven-
tores de un boxeo científico no restableció su reputación, a pesar de que Daniel Men-
doza, célebre campeón, hizo escuela 14º.
Es realmente a partir de ese último escalón de pobreza como puede comprenderse
el drama de Londres, su abundante criminalidad, sus bajos fondos, su complicada bio-
logía. Digamos, sin embargo, que con el adoquinado de las calles, las conducciones
de agua, el control de las construcciones, los progresos en la iluminación de la ciudad,
la situación material fue mejorando en conjunto lo mismo que en París.
Conclusión: Londres, como París, constituye un buen ejemplo de lo que podía ser
una capital del Antiguo Régimen. Un lujo que otros debían pagar, un conjunto de
unos pocos elegidos, numerosos criados y miserables, todos ligados, sin embargo, por
cierto destino colectivo de la gran aglomeración.
487
Las ciudades

¿Destino común? Por ejemplo, la espantosa suciedad de las calles, los hedores fa-
miliares, tanto para el señor como para el pueblo. Sin duda es la masa de este último
la culpable, pero repercute sobre todos. Es probable que hasta bien entrado el si-
glo XVIII, numerosas zonas campesinas estuvieran relativamente menos sucias que las
grandes ciudades, y, seguramente, las ciudades medievales eran más agradables y más
limpias, como nos hace suponer Lewis Mumford 1•11 : sucumbían bajo el número, gloria
y miseria al mismo tiempo, se abrían ampliamente sobre su campiña, obtenían el agua
dentro de sus propias murallas y no tenían que ir a buscarla lejos. De hecho, las enormes
ciudades no podían hacer frente a problemas cada vez más difíciles, y, en primer lugar,
conseguir una elemental limpieza; la seguridad, la lucha contra los incendios y las inun-
daciones, el abastecimiento, la policía tenían prioridad. Y, además, aunque lo inten-
tasen, no hubieran conseguido gran cosa porque carecían de medios. En su interior se-
guían siendo habituales las peores ignominias materiales.
Todo esto se debía al número excesivo de habitantes. Pero la gran ciudad atraía.
Todo el mundo recibía, de alguna forma, unas migajas de su vida parasitaria, algún
provecho. La existencia misma del hampa demuestra que. siempre se podía obtener algo
en esas ciudades privilegiadas, pues proliferaba siempre en las más prestigiosas. En
1798, Colquhoun se lamentaba: «La situación [ ... ] ha cambia.do totalmente desde la
revolución del antiguo gobierno de Francia. Todos los estafadores y los granujas que,
hasta entonces, acudían a París desde todos los lugares del mundo, consideran ahora
Londres como su lugar de cita general, y como el teatro donde pueden ejercer con más
provecho sus talentos y bandidajes ... ». París estaba arruinado y las ratas abandonaban
el barco. «El desconocimiento de la lengua inglesa, que era para nosotros una garantía,
[ ... ] ya no es un obstáculo: nunca se ha difundido tanto nuestro idioma, y nunca el
uso de la lengua francesa ha sido tan común en este país, sobre todo entre los
jóvenes ... » 142 •

La urbanización,
anuncio de un mundo nuevo

No es cuestión de seguir los pasos de aquel triste conservador que fue Colquhoun.
Las ciudades grandes tenían sus defectos y sus méritos. Crearon, repitámoslo, el Estado
moderno, en la misma medida en que fueron creadas por él; los mercados nacionales
crecieron bajo su impulso, así como las propias naciones; constituyeron el centro del
capitalismo y de esa civilización moderna que, en Europa, mezclaba, cada día más, sus
diferentes colores. Para el historiador, son, ante todo, un indicador magnífico sobre la
evolución de Europa y de los demás continentes. Si se interpreta correctamente, se ob-
tiene una perspectiva de conjunto de toda la historia de la vida material y se superan
los límites habituales.
El problema es, en su~a. el del crecimiento en la economía del Antiguo Régimen.
Las ciudades son un ejemplo de su profundo desequilibrio, de su crecimiento disimé-
trico, de sus inversiones irracionales e improductivas a escala nacional. ¿Eran responsa·
bles de esto el lujo y el apetito de esos enormes parásitos? Así lo. afirma Jean-Jacques
Rousseau en el Emzle: «Son las grandes ciudades las que agotan un Estado y lo debi-
litan: la riqueza que éstas producen es una riqueza aparente e ilusoria; es mucho di-
nero y pocos efectos. Se dice que la ciudad de París vale tanto como una provincia para
el Rey de Francia; yo creo que le cuesta varias; pues París es alimentado por las pro-
vincias bajo múltiples aspectos y la mayoría de sus beneficios se vierten sobre esta ciudad
y en ella quedan, sin volver jamás al pueblo ni al rey. Es inconcebible que, en este

488
Las ciudades

siglo de calculadores, ninguno haya comprendido todavía que Francia sería mucho más
poderosa si París fuera destruido» t-1 3
Observación exagerada, pero sólo en parte. Y el problema sigue sin resolver. Además
era lógico que un hombre de finales del siglo XVIII, ateneo al espectáculo de su tiempo,
se preguntase si esos monstruos urbanos no presagiaban en Occidente bloqueos análo-
gos al del Imperio romano que engendró Roma, verdadero peso muerto, o al de China,
que sostenía hacia el norte lejano la enorme masa inerte de Pekín. Bloqueos; finales
de evolución. Sabemos que no fue así. El error de un Sébastien Mercier, al imaginarse
el universo de 2440 144 , fue creer que el mundo futuro no cambiaría de escala. Ve el
futuro con las dimensiones del presente que tiene ame sus ojos, es decir, la Francia de
Luis XVI. No sospecha siquiera las inmensas posibilidades que encontrarán todavía las
aglomeraciones monstruosas de su tiempo.
De hecho, las ciudades populosas, en parte parasitarias, no se forman por sí mismas.
Son lo que la sociedad, Ja economía, la política les permiten ser, les obligan a ser. Son
una medida, una escala. Si el lujo se despliega en ellas con insistencia, es porque la
sociedad, la economía, el orden cultural y político son así, porque los capitales, los ex-
cedentes se almacenan allí por carecer en parte de un mejor empleo. Y sobre todo la
gran ciudad no debe considerarse como un hecho aislado; forma parte de todo el con-
junto de sistemas urbanos a los que anima, pero que, a su vez, la determinan. A fi-
nales del siglo XVIIJ, está ya actuando una urbanización progresiva, que se acelerará en
el siglo siguiente. Más allá de las apariencias de Londres y de París se produce el paso
de un arte, de una forma de vida a un arte nuevo, a una forma diferente de vida. El
mundo del Antiguo Régimen, rural en más de sus tres cuartas partes, se eclipsa, se de-
teriora lentamente, irremisiblemente. Por lo demás, las grandes ciudades no aseguran
el difícil asentamiento de esos órdenes nuevos. Es un hecho que las capitales asistirán
a la Revolución industrial que va a surgir en calidad de simples espectadoras. No es
Londres, sino Manchester, Birmingham, Leeds, Glasgow e innumerables pequeñas ciu-
dades proletarias las que impulsarán los tiempos nuevos; no son tampoco los capitales
acumulados por los patricios del siglo XVIII los que van a invertirse en la nueva aven-
tura; Londres no se apoderará del movimiento en provecho propio, gracias a los lazos
del dinero, hasta los alrededores de 1830. París fue rozado un instante por la nueva
industria, y luego abandonado, al establecer ésta sus emplazamientos definitivos en be-
neficio del carbón del norte, de los saltos de agua de los torrentes alsacianos o del hierro
de Lorena. Todo ello fue relativamente tardío. Los viajeros franceses que visitaron In-
glaterra durante el siglo XIX, críticos muy a menudo, se asustaron de las concentracio-
nes y de la fealdad del industrialismo, «el último círculo del Infierno», dirá Hippolyte
Taine. Pero, ¿sabías que la Inglaterra presa de la urbanización, del hacinamiento de
los hombres en ciudades mal construidas y que no habían sido creadas para acogerles
adecuadamente, era también el porvenir de Francia y de los países que iban a indus-
trializarse? Los que ven hoy Estados Unidos o Japón, ¿saben siempre que tienen ante.
sus ojos el porvenir más o menos cercano de sus propios países?

489
A MODO DE CONCLUSION

Un libro, aunque sea de historia, escapa a su autor. Este ha ido siempre por delan-
te de mí. Pero ¿qué decir que sea serio y válido sobre sus desobediencias, sus caprichos
y aun su lógica propia? Nuestros hijos actúan según su voluntad. Y, sin embargo, somos
responsables de sus actos.
Hubiera deseado, aquí o allí, más explicaciones, más justificaciones, más ejemplos.
Pero los libros no son extensibles a voluntad, y sobre todo, para limitar bien los múl-
tiples temas de la vida material, harían falta investigaciones sistemáticas, rigurosas,
además de colecciones enteras de actualizaciones. Todo esto falta aún. Lo que se dice
en el texto o en la imagen requeriría discusiones, adiciones, prolongaciones. No hemos
hablado ni de todas las ciudades, ni de todas las técnicas, ni de todas las realidades
elementales del alojamiento, del vestido, de la mesa.
El pequeño pueblo de :torena donde me crié se regía todavía, cuando yo era niño,
por la hora del reloj de un campanario muy antiguo: su embalse impulsaba la vieja
rueda de un molino; un camino empedrado, viejo como el mundo, discurría, como un
torrente, enfrente de mi casa; mi propia casa había sido recostruida en 1806, el año de
lena, y en el arroyo (los «roises» ), más abajo de los prados, se enriaba antaño el cáña-
mo. Me basta recordarlo para que este libro se abra de nuevo ante mí. Cada lector
puede llenarlo de imágenes personales al azar de un recuerdo, de un viaje, de una lec-
tura. Cierto personaje de Siegfried et le Limousin tuvo la sensación, cabalgando de ma-
drugada por la Alemania de los años 1920, de estar aún en los tiempos de la guerra

490
A modo de conclusión

~ los Treinta Años. A la vuelta de cualquier camino, de cualquier calle, todos pode-
mos efectuar estos retrocesos hacia el pasado. Hasta en las economías más modernas,
un antiguo pasado material inserta sus presencias residuales. Estas se van eclipsando
ante nuestros ojos, pero lentamente, y nunca del mismo modo.
Este primer volumen de una obra que consta de tres no pretende desde luego, haber
presentado toda la vida material a través del mundo entero, del siglo XV al XVIII. Lo
que ofrece es un ensayo para una visión de conjunto de todos sus aspectos, desde la
comida hasta el mobiliario, desde las técnicas hasta las ciudades, todo lo necesario para
delimitar lo que es y ha sido la vida material. Delimitación en realidad difícil: me he
visto obligado a sobrepasar conscientemente muchas fronteras para conocerlos mejor,
como por ejemplo en el caso de las realidades decisivas de las monedas y de las ciuda-
des. He aquí lo que da un primer sentido a mi empresa: si no se puede ver todo, por
lo menos se puede situar todo a la escala necesaria del mundo.
Segunda etapa: a través de una serie de paisajes que los historiadores no presentan
en el fondo más que rara vez y que se sitúan bajo el signo evidente de la incoherencia
descriptiva, intentar clasificar, ordenar, reducir un material heterogéneo a sus líneas
maestras, a las simplificaciones de la explicación histórica. Esa intención dirige el pre-
sente volumen, le confiere su valor, aunque el programa haya sido, aquí o allá, esbo-
zado más que cumplido, en parte porque un libro destinado al gran público es como
una casa que hay que desembarazar de sus andamios. Pero también porque se trata,
repitámoslo, de un terreno mal explorado, cuyas fuentes tendría uno mismo que des-
cubrir y verificar una a una.
Naturalmente, la vida material se presenta, en primer lugar, bajo la forma anecdó-
tica de miles y miles de hechos diversos. ¿Podríamos decir acontecimientos? No, sería
aumentar su importanda y no comprender su auténtica naturaleza. Que Maximiliano,
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, durante un banquete, metiera la
mano en los platos (como nos muestra un dibujo), es un hecho banal, no un aconte-
cimiento. O que Cartouche, a punto de ser ejecutado, prefiriera un vaso de vino al
café que se le ofrecía ... Todo ello es polvo de la historia, una microhistoria, en el mismo
sentido en que Georges Gurvitch hablaba de una microsociología: pequeños hechos
que al repetirse, no obstante, indefinidamente se afirman como realidades en cadena.
Cada uno de ellos es testimonio de otros muchos que atraviesan el espesor de los tiempos
silenciosos y duran.
Son esas sucesiones, esas «series», esas «largas duraciones» las que han tenido mi
atención: dibujan las líneas de fuga y el horizonte de todos esos paisajes pasados. In-
troducen un orden, suponen equilibrios, ponen de relieve permanencias, todo aquello
que es, en suma, más o menos explicable dentro de ese aparente desorden. Una «ley»,
decía Georges Lefebvre, «es una constante». Evidentemente, se trata en este caso de
constantes a plazo largo o medio, siendo de aquéllas más que de éstas de las que nos
hemos ocupado, en lo que se refiere a la plantas alimenticias, el vc::.tido, la vivienda,
la división antigua y decisiva entre ciudad y campo ... La vida material se somete más
fácilmente a esas lentas evoluciones que los otros sectores de la historia de los hombres.
Entre las regularidades, el lector habrá observado que hemos puesto en primer plano
aquellas que forman parte de las civilizaciones y las culturas. Este libro se titula, no
sin motivo, Civilización material: Jo que supone escoger un determinado lenguaje. Las
civilizaciones crean, en efecto, lazos, es decir, un orden, entre miles de bienes cultu-
rales, de hechos heterogéneos, a primera vista extraños los unos a los otros, desde los
que pertenecen a la espiritualidad y a la inteligencia hasta los objetos y útiles de la vida
cotidiana.
Según un viajero inglés que visita China (1793), «las herramientas más comunes
tienen algo especial en su construcción; con frecuencia se trata sólo de una diferencia
491
A modo de conclusión

pequeña, pero que indica claramente que, siendo más o menos adecuadas para cumplir
la misma función que las de los demás países, unas no han servido de modelo a otras:
así, por ejemplo, la parte superior del yunque, que en todos los demás sitios es plana
y algo indinada, tiene en China forma convexa». Idéntica observación a propósito de
los fuelles en las fraguas: «El fuelle está hecho como una caja a la que va tan perfec-
tamente adaptada una puerta móvil que cuando se abre ésta hacia atrás, el vacío que
se provoca en la caja hace que el aire entre impetuosamente por la abertura de una
especie de válvula, y al mismo tiempo el viento sale por otra abertura opuesta» 1 Nos
hallamos, pues, muy lejos de los grandes fuelles de cuero de las fraguas europeas.
Es un hecho que cada universo de poblamiento denso ha elaborado un grupo de
respuestas elementales y tiene una enojosa tendencia a mantenerlas, en razón de una
fuerza de inercia que es una de las grandes artesanas de la historia. ¿Qué es entonces
una civilización sino el antiguo asentamiento de una determinada humanidad en un
determinado espacio? Se trata de una categoría histórica, de una clasificación necesaria.
La humanidad no tiende a unificarse (no lo ha logrado aún) hasta finales del siglo XV.
Hasta entonces, y cada vez más, a medida que nos remontamos en el tiempo, estuvo
repartida en planetas diferentes, cada uno de los cuales alojaba una civilización o una
cultura particular, con sus originalidades y sus opciones de larga duración. Incluso cer-
canas unas a otras, sus soluciones no hubieran podido confundirse.
La larga duración y civilización son órdenes preferenciales que requieren junto a
ellos la clasificación suplementaria inherente a las sociedades, también omnipresentes.
Todo es orden social, lo cual, para un historiador o un sociólogo, no es más que una
reflexión digna de Perogrullo. Pero las verdades banales tienen su peso. A lo largo de
muchas páginas, he hablado de ricos y pobres, de lujo y miseria, de las dos caras de
la vida. Son verdades monótonas, tanto en Japón como en la Inglaterra de Newton, o
como en aquella América precolombina donde, antes de la llegada de los españoles,
unas órdenes muy estrictas reglamentaban la vestimenta para poder distinguir al pueblo
de sus amos. Cuando la dominación europea los redujo a todos al rango de «indígenas»
sometidos, desaparecieron prácticamente reglamentaciones y diferencias. El género de
sus ropas -lana burda, algodón y arpillera o tela de saco- no los distinguía ya apenas
unos de otros.
Pero más que de sociedades (la palabra es a pesar de todo muy vaga), habría que
hablar de socioeconomías. Marx tenía razón: ¿quién posee los medios de producción,
la tierra, los barcos, las materias primas, los productos elaborados, así como los puestos
dominantes? Sigue siendo evidente, sin embargo, que estas dos coordenadas: sociedad
y economía, no bastan por sí solas; el Estado multiforme, causa y consecuencia a la
vez, impone su presencia, trastorna las relaciones, las modela, voluntaria o involunta-
riamente, desempeña un papel, a menudo muy determinante, en esas arquitecturas
que pueden reagruparse a través de una especie de tipología de las diversas socioeco-
nomías del mundo, unas de esclavos, otras de siervos y señores, y otras de hombres de
negocios y precapitalistas. Lo cual significa volver al lenguaje de Marx, permanecer a
su lado, aunque se rechacen s.i.s términos exactos o el orden riguroso según el cual toda
sociedad se deslizaría de una a otra de esas estructuras. El problema sigue siendo el de
una clasificación, el de una jerarquía bien elaborada de las sociedades. No se sustraerá
nadie a esa necesidad, incluso en el plano de la vida material.

* *

492
Las ciudades

El hecho de que tales problemas -el largo plazo, la civilización, la sociedad, la eco-
nomía, el Estado, las jerarquías de valores «sociales»- se impongan en ese plano de
realidades modestas de la vida material, prueba por sí solo que la historia se presenta
ya aquí con sus enigmas, sus dificultades, !as mismas con que se encuentran todas las
ciencias humanas cuando se enfrentan con su objeto. El hombre no se reduce nunca a
un personaje que quepa en una simplificación aceptable_ Este es el falso sueño de unos
y otros. Apenas entendido en su aspecto más sencillo, el hombre se reafirma en su ha-
bitual complejidad.
Y además no es, desde luego, por considerar más sencilla o más clara esta parcela
de la historia por lo que me he dedicado a ella durante años. Ni porque fuera priori-
taria desde el punto de vista numérico, ni porque fuera desdeñada generalmente por
la gran historia, ni tampoco, aunque el hecho fue importante para mí, porque me con-
denara a lo concreto, en una época (la nuestra, la actual) en la que, lógicamente, filo-
sofía, ciencia social y matematización deshumanizan la historia. Ese retorno al suelo nu-
tricio me ha seducido, pero no decidido. Ahora bien, ¿era posible lograr una buena
comprensión del conjunto de la vida económica sin analizar previamente las bases
mismas del edificio? Son esas bases las que he querido plantear en el presente libro, y
sobre las que se apoyan los dos volúmenes siguientes que completan la obra.
Con la vida económica, saldremos de la rutina, de lo cotidiano inconsciente. La vida
económica, sin embargo, está compuesta también de regularidades; una división anti-
gua y progresiva del trabajo provoca separaciones y encuentros necesarios de los que se
alimenta la vida activa y consciente de todos los días, con sus menudos beneficios, su
microcapitalismo que no parece odioso, apenas destacado del trabajo ordinario. Más
arriba aún, en el último escalón, situaremos el capitalismo y sus extensas orientaciones,
y sus juegos que ya le parecen diabólicos al común de los mortales. Puede preguntár-
senos: ¿qué tiene que ver esta sofisticación con las humildes vidas del nivel inferior de
la escala? Todo quizá, pues las incorpora a su juego. He intentado decirlo desde el
primer capitulo de este libro subrayando los desniveles del mundo desigual de los
hombres. Son esas desigualdades, esas injusticias, esas contradicciones, grandes o mi-
núsculas, las que animan el mundo, lo transforman sin cesar en sus estructuras supe-
riores, las únicas realmente móviles. Pues sólo el capitalismo posee una relativa libertad
de movimientos. Según los momentos, puede lograr una buena jugada a derecha o a
izquierda, dirigirse, alternativamente o a la vez, hacia los beneficios del comercio o
hacia los de la manufactura, o incluso a las rentas territoriales, al préstamo al Estado o
a la usura. Frente a estructuras poco flexibles, las de la vida material y, no menos, las
de la vida económica ordinaria, le es permitido elegir los terrenos en los que quiere y
puede inmiscuirse y aquellos que abandonará a su suerte, reelaborando constantemen-
te, a partir de esos elementos, sus propias estructuras, transformando poco a poco, de
paso, las de los demás.
Esto hizo del precapitalismo la imaginación económica del mundo, el origen o el
signo de todos los grandes progresos materiales y de todas las más duras explotaciones
del hombre por el hombre. No sólo por la apropiación de la «plusvalía», del trabajo
de los hombres. También por esa desproporción de fuerzas y situaciones que hace que,
tanto a escala nacional como a escala universal, haya siempre, según las circunstancias,
un lugar que ocupar, un sector que explotar más provechoso que otros. Elegir, poder
elegir, aunque la elección sea de hecho bastante restringida, supone un inmenso
privilegio.

493
Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo 11

LOS JUEGOS
DEL INTERCAMBIO
Versión española de Vicente Bordoy Hueso
Revisión técnica de Julio A. Pardo

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Alianza
Editorial
Título original:

Cil'ifisatio11 matériel/e, écor10111ie el capilel/isme. XV''-XVIII'' si(•cfc·


Tome 2. -Les jeux de l'&hange

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© Librairie Armand Colin, París, 1979


© Ed. Cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1984
ISBN: 84-206-9025-2 (T. 11)
ISBN: 84-206-9997-7 (O. C.)
Depósito legal: M. 39583-1984
Fotocomposición: EFC A
Impreso en Hijos de E. Minuesa, S. L.,
Ronda de Toledo, 24. 28005 Madrid
Prínted in Spain
A Pie"e Gourou,
como testimonio de un doble afecto.

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INDICE GENERAL

PRÓLOGO........................................................................................................ 1

CAPÍTULO 1: Los INSTRUMENTOS DEL INTERCAMBIO ................................... s


Europa: los mecanismos en el límite inferior de los intercambios ............ 8
Mercados regulares como hoy, 8.-Ciudades y mercados, 9.-Los
mercados se multiplican y se especializan, 11.-La ciudad tiene que
intervenir, 16.-El caso de Londres, 19.-Lo mejor sería hacer cáku-
los, 21.-Verdad inglesa, verdad europea, 27.-Mercados y mercados:
el mercado de trabajo, 29.-El mercado es un limite, y que se despla-
za, 32.-Por debajo del mercado, 37.-Las tiendas, 38.-La especiali-
zación y la jerarquización siguen su curso, 44.-Las tiendas conquistan
el mundo, 45.-Las razones de un progreso, 47.-La exuberante ac-
tividad de los buhoneros, 51.-¿Es arcaica la buhonería?, 55.

Europa: los mecanismos en el límite superior de los intercambios........... 57


Las ferias, viejas herramientas reorganizadas sin fin, 57.-Ciudades
en fiestas, 62.-La evolución de las ferias, 65.-Ferias y circuitos,
67.-La decadencia de las ferias, 67.-Depósitos, almacenes, tiendas,
graneros, 69.-Las Bolsas, 72.-En Amsterdam, el mercado de valo-
res, 74.-En Londres, todo recomienza, 78.-¿Es necesario ir a Pa-
rís?, 83.-Bolsas y monedas, 84,

¿Y el mundo fuera de Europa? ................................................................. 'I 87


En todas partes mercados y tiendas, 87.-La superficie variable de las ·~,
áreas elementales de mercado, 92.-¿Un mundo de pedlars o de ne::'/
gociantes?, 92.-Banqueros hindúes, 96.-Pocas Bolsas, aunque sí fe-
rias, 98.-Europa ¿en pie de igualdad con el mundo?, 104.

Hipótesis para concluir............................................................................. 106

CAPÍTULO 2: LA ECONOMÍA ANTE LOS MERCADOS....................................... 109

Mercaderes y circuitos mercantiles .. ....... ...... .. ...... ...... ...... .... ....... ...... ....... 111
Idas y vueltas, 111.-Circuitos y letras de cambio, 113.-Círculo im-
posible, negocio imposible, 115.-Sobre la dificultad del regreso,
116.-La colaboración mercantil, 118.-Redes, división en zonas y
conquistas, 122.-Los armenios y los judíos, 124.-Los portugueses y
la América española, 1580-1640, 128.-Redes en conflicto, redes en
vías de desaparición, 131.-Minorías conquistadoras, 133.

589
Indice general

La plusvalía mercantil, la oferta y la demanda ......................................... .


La plusvalía mercantil, 136.-La oferta y la demanda: el primum mo-'
hile, 140.-La demanda sola, 143.-La oferta sola, 145.

Los mercados tienen su propia geografía .............................................. ;.. ;


Las firmas en su espacio, 150.--Espacios urbanos, 153.-Los merca-
dos de materias primas, 156.-Los metales preciosos, 159.

Economías nacionales y balanza comercial ............................................. ..


La «balanza comercia[:.. , 168.-Cifras a interpretar, 170.-Francia e
Inglaterra antes y después del año 1700, 171.-Inglaterra y Portugal,
174.-Europa del Este, Europa del Oeste, 176.-Balanzas globales,
178.-India y China, 181.

Situar el mercado .................................................................................... ..


El mercado autorregulador, 186.-A través del tiempo multisecular,
187.-¿Puede testimoniar el tiempo actual?, 190.

CAPÍTULO 3: LA PRODUCCIÓN O EL CAPITALISMO EN TERRENO AJENO .......

Capital, capitalista, capitalismo ................................................................ .


La palabra «capital», 195.-El capitalista y los capitalistas, 198.-El
capitalismo: una palabra muy reciente, 199.-La realidad del capital,
201.-Capitales fijos y capitales circulantes, 203.-Poner el capital en
una red de cálculos, 204.-El interés de un análisis sectorial, 209.

La tierra y el dinero ...................................................... :.......................... 211


Las condiciones previas capitalistas, 212.-Número, inercia, producti-
vidad de las masas campesinas, 214.-Miseria y supervivencia,
215.-La larga duración no excluye el cambio, 216.-En Occidente,
un régimen señorial que no está muerto, 218.-En Montaldeo,
221.-Franquear las barreras, 223.-De los contornos al corazón de
Europa, 225.-El capitalismo y la segunda servidumbre, 225.-El ca-
pitalismo y las poblaciones de América, 230.-Las plantaciones de Ja-
maica, 235.-Retorno al corazón de Europa, 237.-Cerca de París:
Brie en tiempos de Luis XIV, 238.-Venecia y la Terra Ferma,
240.-El caso aberrante del campo romano a principios del siglo XIX,
243.-Los poderi de Toscana, 246.-Las zonas adelantadas son mi-
noritarias, 248.-El caso de Francia, 249.

Capitalismo y preindustria ........... ..... .... ................ ...... ....... ..... ................. 252'
Un modelo cuádruple, 252.-El esquema de H. Bourgin, ¿es válido
fuera de Europa?, 256.-No hay divorcio entre agricultura y prein-
dustria, 258.-La industria-providencia, 259.-Localizaciones inesta-
bles, 261.-De los campos a las ciudades, y de las ciudades a los cam-
pos, 262.-¿Ha habido industrias piloto?, 263.-Comerciantes y gre-

590
mios, 266.-El Verlagssystem, 268.-El Verlagssystem en Alemania~
271.-Las minas, y el capitalismo industrial, 273.-Las minas del
Nuevo Mundo, 276.-Sal, hierro, carbón, 277.-Manufacturas y fá'-
bricas, 279.-Los Vanrobais en Abbeville, 286.-Capital y contabili-
dad, 289.-Sobre los beneficios industriales, 291.-La ley de Walther
G. Hoffmann (1955), 294.

Transportes y empresa capitalista............................................................. 298


Los transportes terrestres, 298.-El transporte fluvial, 305.-Trans-
porte marítimo, 309.-Verdades contables: capital y trabajo, 315.

Un balance más bien negativo.................................................................. 319

CAPÍTULO 4: EL CAPITALISMO EN SU PROPIO TERRENO................................ 321

En lo alto de la sociedad mercantil........................................................... 323


La jerarquía mercantil, 323.-Una especialización sólo en la base,
324.-El éxito mercantil, 328.-Los proveedores de fondos,
331.-Crédito y banca, 335.-El dinero o se esconde o circula, 340.

Elección y estrategias capitalistas.............................................................. 345


Un espíritu capitalista, 345.-El comercio a distancia o «el gordo»,
347.-lnstruirse, informarse, 350.-La «competencia sin competido-
res», 355.-Los monopolios a escala internacional, 358.-Un ensayo
de monopolio fallido: el mercado de la cochinilla, en 1787, 362.-La
perfidia de la moneda, 364.-Beneficios excepcionales, demoras ex-
cepcionales, 369.

Sociedades y compañías............................................................................ '\374


Sociedades: los comienzos de una evolución, 374.-Las sociedades en
comandita; 378~-Las sociedades por acciones, 379.-Una evoluciór¡.' /
poco apresurada, 382.-'-Las grandes compañías comerciales tienen an-
tecedentes, 382;-Una regla de tres, 383.-Las compañías inglesas,
386.-Compañías y coyunturas, 389.-Compañías y libertad de co-
mercio, 391.
, 1 ·.
Todav1a ... ,
a tnpart1c1on .................................. :, ........................................ .. 393

CAPÍTULO 5: LA SOCIEDAD O «EL CONJUNTO DE LOS CONJUNTOS· ............. . 397


. ,. socia
Las Jerarqu1as . les ............................................................................... .
401
Pluralidad de las sociedades, 403~-0bservar en vertical: el número
restringido de los privilegiados, 404.-La movilidad social, 410.
-¿Cómo comprender el cambio?, 412.-La sincronía de las co-
yunturas sociales en Europa, 415.~La teoría de Henri Pirenne,

591
Indice general

416.-En Francia, gentry o nobleza de toga?, 419.-De las ciudades


a los Estados: lujo y lujo ostentoso, 424.-Revoluciones y luchas de cla-
ses, 429.-Algunos ejemplos, 433.-0rden y desorden, 437.-Por de-
bajo del plano cero, 438.-Salir del infierno, 445.

El Estado invasor ..... .. .... .. ... .... .. .... .. .. .. .. .. .. ... ..... .. ....... .. ......... .. .. .... .. .. .. .. .. . 448
Las tareas del Estado, 448.-El mantenimiento del orden, 449.-Los
gastos exceden a los ingresos: el recurso al empréstito, 451.-]uros y
asientos de Castilla, 454.-La revolución financiera inglesa,
1688-1756, 457.-Presupuestos, coyunturas y producto nacional,
460.-Hablemos de los financieros, 463.-De los traitants al Arrien-
do General (Ferme Générale), 468.-La política económica de los Es-
tados: el mercantilismo, 472.-El Estado inacabado frente a la socie-
dad y la cultura, 478.-Estado, economía, capitalismo, 482.

Las civilizaciones no dicen siempre no..................................................... 484


Otorgar un lugar a la difusión cultural: el modelo del Islam,
484.-Cristiandad y mercanáa: la discordia de la usura, 488.-¿Pu-
ritanismo igual a capitalismo?, 494.-Una geografía retrospectiva ex-
plica muchas cosas, 496.-¿Capitalismo igual a razón?, 498.-Un arte
nuevo de vivir: en la Florencia del quattrocento, 504.-0tro tiempo,
otra visión del mundo, 506.

El capitalismo fuera de Europa................................................................. 508


Milagros del comercio a larga distancia, 508.-Algunos argumentos e
intuiciones de Norman ]acobs, 511.-La política, más aún la socie-
dad, 518.

Para concluir................................................................................................... 524

Notas.............................................................................................................. 527

Indice de nombres........................................................................................... 563

Indice de planos y gráficos.............................................................................. 583

Indice de grabados ... ... .... ........... .. .. .. .. .. .. .... .. ... ........ .. ..... .... .. .... ... .... ........... ..... 585

592
'/
Capítulo 1

LOS INSTRUMENTOS
DEL INTERCAMBIO

,\
A primera vista, l_a, ~rnn_omía abarca dos enormes zonas: la prodm;ción--y el-consu-
mo. Por un lado, todo se termina y se destruye; por otro, todo comienza y vu.tl've a
comenzar. cUna sociedad», escribe Mane•, cno puede dejar de producir, no menos que
de consumir». Verdad trivial. Proudhon dice casi lo mismo cuando afirma que trabajar
y comer son el único fin aparente del hombre. Pero entre estos dos universos se desliza
un tercero, estrecho pero impetuoso como un río, reconocible, también él, al primer
vistazo: el intercambio o, si se quiere, la economía de mercado -imperfecta, discon-
tinua, pero ya apremiante durante los siglos que estudia el presente libro y seguramen-
te revolucionaria. En un conjunto que tiende obstinadamente hacia un equilibrio ru-
tinario y que no sale de él sino para volver al mismo; la economía de mercado es la
zona del cambio y de las innovaciones. Marx la denomina la esfera de la circulación 2 ,
eXpresión que yo me obstino en calificar de feliZ. Sin duda, la palabra circulación, lle-
gada a la economía procedente de la filosofía3, encierra demasiadas cosas a la vez. Si
hemos de creer a G. Schelle4, el editor de las obras completas de Turgot, este último
habría soñado en componer un Tratado de la circulación donde hablaría de los bancos,
del Sistema de Law, del crédito, del cambio y del comercio, del lujo en fin; es decir,
de casi toda la economía tal como se entendía entonces. Pero el término economía de
mercado, ¿no ha adquirido hoy en día también un sentido amplio que rebasa infini-
tamente la simple noción de circulación y de intercambio? 5 •
Los instrumentos del intercambio

Se trata, por tanto, de tres universos. En el primer tomo de esta obra habíamos
~(!ºC<!dido fa: primacía al consumo. En los capítulos que siguen abordaremos la circu-
lación. Los difíciles problemas de la producción vendrán en último lugar 6• No es que
podamos negar a Marx y Proudhon que son problemas esenciales. Pero para el histo-
riador, que es un observador retrospectivo, es difícil empezar por la producción, terre-
no confuso, difícil de localizar y todavía insuficientemente inventariado. La circulación,
por el contrario, tiene la ventaja de ser fácilmente observable. Todo remite a ella y se-
ñala sus movimientos. El ruido de los mercados llega inconfundiblemente hasta nues-
tros oídos. Yo puedo, sin presunción, volver a encontrar a los mercaderes y a los re-
vendedores en la plaza de Rialto, en Venecia, hacia 1530, desde la misma ventana de
la casa del Arétin que contempla con satisfacción este espectáculo cotidiano 7 ; puedo
entrar, hacia 1688 v aun antes, en la Bolsa de Amsterdan y no extraviarme -iba a de-
cir que podría negociar en ella sin equivocarse demasiado. Georges Gurvítch me ob-
jetaría al punto que lo fáczlmente obseroable corre el riesgo de ser lo que carece de im-
portancia o lo secundario. Yo no estoy tan seguro de ello y no creo que Turgot, to-
mando en consideración el conjunto de la economía de su tiempo, haya podido equi-
vocarse completamente al privilegiar la circulación. Además, ¿se ha de despreciar el he-
cho de que el nacimiento del capitalismo está estrictamente ligado al intercambio? En
fin, la producción es 1a división del trabajo y, por tanto, obligatoriamente la condena
de los hombres al intercambio.
Por otra parte, ¿quién se atrevería verdaderamente a minimizar el papel del mer-
cado? Incluso en un estadio elemental, el mercado es el lugar de elección de la oferta
y la demanda, del recurso al otro, y sin él no existiría la economía en el sentido normal
de la palabra, sino solamente una vida «encerrada» (el inglés dice embedded) en la au-
tosuficiencia o la no-economía. El mercado viene a ser una liberación, una apertura, el
acceso a otro mundo. Es vivir de puertas hacia fuera. La actividad de los hombres, los
excedentes que intercambian, pasan poco a poco por esta estrecha abertura tan difícil-
mente al principio como el camello de la Escritura por el ojo de la aguja. Después los
huecos se dilataron, se multiplicaron, convirtiéndose finalmente la sociedad en una «So-
ciedad de mercado generalizado» 8 Al final de este recorrido, tardíamente por tanto y
nunca al mismo tiempo ni de la misma forma en las diversas regiones. No se da, pues,
una historia simple y lineal del desarrollo de los mercados. Lo tradicional, lo arcaico,
lo moderno y lo muy moderno se mezclan. Incluso hoy día. Las estampas significativas
son, desde luego, fáciles de obtener y reunir; sin embargo, incluso en lo que se refiere
a Europa, que es un caso privilegiado, no es tan fácil relacionarlas.
Esta dificultad, de alguna forma insinuante, ¿provendrá también de que nuestro
campo de observación, del siglo XV al siglo XVIII, es todavía insuficiente en cuanto a
su duración? El campo de observación ideal debería extenderse a todos los mercados
del mundo, desde sus orígenes hasta nuestros días. Es el inmenso dominio que lapa-
sión iconoclasta de Karl Polanyi 9 puso ayer en entredicho. ¿Pero es acaso posible en-
globar en una misma explicación los pseudomercados de la Babilonia antigua, los cir-
cuitos de intercambio de los hombres primitivos que hoy habitan las islas Trobrian y
los mercados de la Europa medieval y preindustrial? Yo no estoy totalmente convencido.
En todo caso, no nos limitaremos de entrada a explicaciones generales. Comenza-
remos pór describir. En primer lugar Europa, testigo esencial, y que conocemos mejor
que otros ca5os. Después lo que no es Europa, porque ninguna descripción conduciría
a un principio de explicación válida si no hiciera efectivamente un recorrido por el
mundo.

6
Los instrumeutos del intercambio

Venecia, el puente de Ria/to. Cuadro de Carpaccio, 1494.


(Venecia, Academia, cliché Giraudon.)
f.05 imtrumento5 del intercambio

EUROPA: LOS MECANISMOS


EN EL LIMITE INFERIOR DE LOS INTERCAMBIOS

. .•· A\l,pues~l~~~.,,¡.,,.porEuropa. Europa abandonó, ya an\<S del siglo XV, bs for·


in#O'láS afC:aidl5dcf intettambio. Los precios que conl)cemm¡ o cuya existencia sospe·
ch_@~t~()n; ~esde el siglo xn; precios que fluctúan 10 , fo cual prueba que ya existen
ritetfadós «modernos>, y que pueden ocasionalmente, ligados los tinos ~ los otros; es-

l. PRECOCIDAD DE LAS FI.iJCTIJACIÓNES OF. PRECIOS EN INGLATERRA


Según D. L. FllNllei", •Some Priéei Fluctuiltionún Angeriin England1, en: Thc: Ecónomic Himiry Rcvicw, 1956-1957;
p. 39. Ohsén1ese la subida concomitante· de los precios de los direr101 cereales tz co1'1inuaúón de las malas torechas del año
1201;

bozar sistemas, lazos entre ciudades. Prácticamente, en efecto, solamente los burgos y
las, ~iudad~~ tj~ºenJiiercados. Aunque rarísimos, existen también mercados aldeános 1i
eQ..J;l~iglo XV peto en cantidad. insignificante. La ciudad de Occidente ehgullófodo;
todó lo 5Qmetio a su ley, a sus exigencias; a sus controles. El mercado llegó a ser uno
de sus mecanismos 12 •

En su forma elemental, los mercados existen todavía hoy. Al menos no se han per-
dido del todo y, en días fijos, ante nuestros ojos, se reorganizan en los emplazamientos
habituales de nuestras ciudades, con sus desórdenes, sus aglomeraciones, sus gritos, sus
fuertes olores y el frescor de sus mercancías. Ayer eran poco mas o menos los mismos:
algunos tenderetes, un toldó para la lluvia, un lugar numerado para cada vendedor 13

8
Los instrumemos del intercambio

1ridad, debidamente registrado y que había que pagar a tenor de la


itoridades o de los propietarios; una multitud de clientes y una mul-
>res modestos, proletariado difuso y activo: desgranadores de guisan-
reputadón de inveterados chismosos, desolladores de ranas (las cuales
ra 14 y a París 15 en cargamentos enteros de mulas), costaleros, barren-
vendedores o vendedoras semiclandestinos, inspectores altaneros que
~res a hijos sus miserables oficios, me(caderes revendedores y, fáciles
su manera de vestir, campesinos y campesinas burgueses haciendo Ja
¡ue tienen la habilidad (repiten los ricos) de hacer bailar las asas del
decía cherrar la mula») 16 , panaderos vendiendo al por mayor, carni-
ples puestos obstruyen las calles y las plazas, mayoristas (vendedores
eso o de mantequilla al por mayor) 17 , recaudadores de impuestos ... En
r doquier, mercancías, pellas de mantequilla. montones de legum-
sos, frutas, pescado goteando ag.ua, piezas de caza, carnes que el car-
lí mismo, libros invendidos cuyas hojas impresas sirven para envolver
De los campos llegan en abundancia la paja, la madera, el heno, la
ie el cáñamo, el lino y aun las telas para los vestidos de los aldeanos.
lo elemental, parecido a sí mismo, se mantiene a través de los siglos,
:>rque, en su robusta simplicidad, es imbatible a la vista de la frescura
tetederos que ofrece, traídos directamente de los huertos y de los cam-
dores, y de sus bajos precios, porque el mercado original, donde se
cde primera rriano» 19 , es la forma más directa, más transparente de
ie¡Cir vigilada, al abrigo de engaños. ¿La más justa? El Libro de los
1 (escrito hada 1270) 2º lo dice con insistencia: «Puesto que las mer-
ectarriente al mercado y allí se ve si son buenas y legales o no [ ... ]
¡(;,,]que se venden en el mercado, todo el mundo tiene acceso, po-
lín la expresión alemana, se trata del comercio de mano a mano, de
1-tf¡~J/.and, Auge"in-Auge Hande/) 21 , es el intercambio inmediato: lo
vende sobre el terreno, lo que se compra es allí mismo adquirido y
:feo el instante mismo; el crédito apenas desempeña su papel de un
Esta vieja forma de intercambio se practicaba ya en Pompeya, en Os-
a Romana, y desde siglos, desde milenios más bien: la antigua Gr~\:ia
s; existe!1 ~ercados en la. China cl~sica, como también en el E~ip'to
en Babilonia, donde el mtercamb10 fue tan precozB. Los eutopeos
plendor abigarrado y la organización del mercado «de Tlalteco, que
chtítlán» (Méjico )24 y los mercados «regulados y civilizados» del Africa
nización les hizo merecedores de admiración a pesar de la modestia
os 2>. En Etiopía, los mercados, en cuanto a sus orígenes, se pierden
s tiempos 26 •

urbanos tienen lugar generalmente una o dos veces por semana. Para
~cesario que el campo tenga tiempo para producir y reunir los artícu-
listraer una parte de su mano de obra para la venta (confiada prefe-
mujeres). En las grandes ciudades, es cierto, los mercados tienden a
en París, donde en principio (y frecuentemente de hecho) debían ce-
e los miércoles y los sábados 27 En todo caso, intermitentes o comi-
dos elementales entre el campo y la ciudad, por su número y su con-

9
Los instrumentos del iniercambio

tinua repetición; representan el más grande de todos los intercambios conocidos, como
sefialaba Adam Smith. Así mismo, las autoridades de la ciudad tomaron firmemente
en consideración su organización y su supervisión: para ellas, ésta es una cuestión vital.
Po.Lotea parte se trata de autoridades próximas, prontas a castigar severamente las in-
fracciones; dispuestas a reglamentar, y que vigilan estrechamente Jos precios. En Sici-
lia, el hecho de que un vendedor exija un precio superior en solo «grano» a la tarifa
fijada puede acarrearle fácilmente el ser condenado a galeras. El caso se presenta, el 2
de julio de 1611, en Palermo 28 • En Chateaudum 29 , los panaderos sorprendidos en falta
por tetceta vez son «arrojados sin contemplaciones desde lo alto de un carruaje, atados
como salchichones». Esta práctica se remontab~·t417, cuando Carlos de Orleáns dio
a los regidores (concejales) derecho de inspección sobre los panaderos. La comunidad
no obtendrá la supresión del suplicio hasta 1602.
Pero supervisiones y reprimendas no impiden que el mercado se expanda, crezca al
compás de la demanda, se sitúe en el corazón de la vida ciudadana. Frecuentado en
días fijos, el mercado es un centro natural de la vida social. Es el lugar de encuentro,
es allí donde las gentes se entienden, donde se injuria, donde se pasa de las amenizas
a los golpes; es allí donde se originan incidentes, procesos reveladores de complicidad;
es allí donde se producen las más bien raras intervenciones de la ronda de guaraia,/cier-
tamente espectaculares, pero también prudentes 30 ; allí es donde circulan las noticias po-
líticas y las otras. En el condado de Norfolk, en 1534, en la plaza pública del mercado
de Fakenham, se critican en voz alta las acciones y los proyectos del rey Enrique VI11 31 •
¿Y en qué mercado inglés dejaríamos de escuchar, al paso de los años, las palabras ve-
hementes de los predicadores? Esta muchedumbre sensible está allí dispuesta para to-
das las causas, incluso las buenas. El mercado es también el lugar preferido para los
acuerdos de negocios o de familia. «En Giffoni, en la provincia de Salerno, en el si-
glo XV, vemos, según los registros de los notarios, que el día de mercado, además de
la venta de artículos de alimentación y de productos del artesanado local, se nota un
porcentaje más elevado {que de ordinario] de contratos de compra-venta de terrenos,
de cesiones enfitéuticas, de donaciones, de contratos matrimoniales, de constituciones
de dotes» 32 • Por el mercado todo se acelera. Y también, lógicamente, el despacho de
las tiendas. De esta forma, en Lancaster, Inglaterra, a finales del siglo XVII, William
Stout, que tiene allí tienda, obtiene ayuda suplementaria «On the market and foir
dayS» 33 • Sin duda, se trata de la regla general. A condici6n, evidentemente, de que las
tiendas no sean cerradas de oficio, como ocurre en numerosas ciudades, los días de mer-
cado o de ferial 4 •
La sabiduría de los proverbios serviría, por sí sola, para demostrar que el mercado
está ~!!uad_~-~º- el corazón de una vida de relaciones. He aquí algunos ejemplosH: cEn
erñiercii{fo todo se"ven:cte-;·exceptolaprudencia silenciosa y el honor.» «Quien compra
pescado en el mar (antes de pescarlo) corre el riesgo de no obtener más que el olor.:.
Sí no conoces bien el arte de comprar o de vender, bah, «el mercado te lo ensefiará».
No estando nadie solo en el mercado, «piensa en ti mismo y piensa en el mercado»,
es dedr~ en los otros. Para el hombre avisado, dice un proverbio italiano, «Val piu avere
amiú in piazza che denari netia cassa», vale más tener amigos en el mercado que di-
nero en el arca. Resistir a las tentaciones del mercado es la imagen de la sabiduría, para
el folklore del Dahomei actual. «Al vendedor que grita: ven y compra, serás sabio res-
pondiéndole: yo no gasto por encima de lo que poseo36 .»

10
Las instrumentas del intercambia

:/:¡:;:::::;;~f~)~~i~~~ag;;:~:zJe/ mercado de aves, paseo de los Aguslinos, hacia 1670. (París, Car-
:(\(;:;i.:i/;\~::\:~:\~~:r;;~~)),~)jd):;)~\~~(ii~;'.}·?~/~~///:.::::;/'.·\~-:·!.~:~.:.~:::::::::·.

!'iJl~il~lf~JiJ»I '''
: , \ daptura:dos pór las ciudades, los mercados crecen con ellas. Se multiplican,
tátii en fos espacios urbanos demasiado estrechos para contenerles. Y, como son lamo-
.éx~lo-
dernidad en marcha, su aceleración no admite apenas trabas; imponen impetuosamen·
te sus molestias; sus detritus, sus tenaces agolpamientos. La solución estaría en volver-
les a :atójar fuera de las puertas de las ciudades, más allá de las murallas, hacia los arra-
bales. Lo que se hace a menudo cuando se crea uno nuevo, como en París en la plaza
Saint-Bernard, en elfaubourg Saint-Antoine (2 de marzo de 1643); como (octubre de
1666) «entre la puerta Saint-Michel y el foso de nuestra ciudad de París, la calle d'En-
fer y la puerca Saint-Jacques>37 • Pero los lugares de reunión antiguos, en el corazón de
las ciudades, se mantienen: desplazarlos ligeramente supone una gran dificultad, como
en 1667 del puente Saint-Michel al extremo de dicho puente 38 , o como medio siglo
más tarde, de la calle Mouffetard al vecino patio de l'hótel des PatriarcheI (mayo de
1718) 39 • Lo nuevo no expulsa a lo viejo. Y como las murallas se desplazan a medida
que crecen las aglomeraciones, los mercados instalados sabiamente en los contornos se
hallan, un buen día, en el interior de los recintos y permanecen allí.
En París, el Parlamento, los concejales, el teniente de policía (a partir de 1667) bus-
can desesperadamente la manera de contenerlos en sus justos Irmites. En vano. La calle
Saint-Honoré es de este modo impracticable, en 1678, a causa de cun mercado que se

11
Los imtrumentos del intercambio

ha establecido abusivamente cerca y delante de una carnicería en los números quince


y veinte, calle Saint-Honoré, donde los días de mercado muchas mujeres y revendedo-
ras, tan fo campesinas como de la ciudad, instalan sus mercancías en plena calle entor-
peciendo el paso, cuando debería estar siempre libre. Como uno de los más frecuentes
e imponantes de París que es» 4º. Abuso manifiesto, pero ¿cómo remediarlo? Dejar li-
bre un lugar supone tener que encontrar otro. Casi cincuenta años más tarde, el mer-
cadillo de fos Quince-Vingts continúa en el mismo lugar, ya que el 28 de junio de
1714 el eomisario Russel escribe a su superior del Chatelet: cHe recibido hoy, señor,
la queja de los ciudadanos del mercadillo de los Quince-Vigts donde voy por el pan,
contra las vendedoras de caballas que arrojan los desperdicios de sus caballas\ lo cual
incomoda mucho por la pestilencia que esto extiende e_n el mercado. Sería bueno [ ... )
ordenar a estas mujeres que metan sus caballas en cestas para vaciarlas en la carreta co-
mo hacen los desgranadores de guisantes»41 • Más escándalos todavía, porque se lleva a
cabo en el atrio de Notre-Dame; dutante la Semana Santa, la Feria del Tocino, que \'f.
es en realidad un gran mercado donde los pobres y fos menos pobres de París vienen
a adquirir sus provisiones de jamón y de lonjas de tocino. La báscula pública se instala
bajo el porche mismo de la catedral. Se dan allf aglcitneraciortes inauditas: hay que pe-
sar las compras antes que las del vecino. Se suceden igualmente brcirnas, farsas, robos.
Lcis mismos guatdias, encargados del orden, no se comportan mejor que los demás, y
los enterradores del hospital vecino se permiten bromas burlescas 42 • Todo ello no im•
pedirá que se autorice al caballero de Grarriont, en 1669, a establecer, «un mercado
nuevo entre la iglesia de Notre-Dame y la isla del Palacio». Cada sábado hay embote-
llamientos catastróficos. En la plaza llena de gente, ¿tomo arreglárselas pata hacer pa-
sar un cortejo religioso o la carroza de la reina? 43 •
Está claro que, cuando un espacio queda libre, los mercados se apoderan de él. Ca- 1
da invierno, en Moscú, cuando el Moskova se hiela, tiendas, barracas y casetas se ins-
talan sobre el hielo 44 • Es la época del año en la que, con las facilidades de los trans-
portes en trineo sobre la nieve y la congelación al aire libre de las carnes y de los ani-
males abatidos, hay en los mercados, la víspera y el día siguiente de Navidad, un nú-
mero considerable de intercambios4 ~. En Londres, durante los inviernos anormalmente
fríos del siglo xvn, constituye una fiesta poder hacer pasar a· través del río helado las
diversiones del Carnaval, que «por toda Inglaterra dura desde Navidad hasta el día si-
guiente de Reyes». «Barracas que son lo mismo que tabernas», enormes cuartos de buey
que se asan al aire libre, el vino de España y el aguardiente atraen a la población en-
tera, en ocasiones al mismo rey (13 de enero de 1677)46 • En enero y febrero de 1683,
sin embargo, las cosas son menos alegres. Sorprendieron a la ciudad unos fríos extraor-
dinarios; hacia la desembocadura del Támesis, enormes bancos de hielo amenazan con
destrozar los barcos inmovilizados. Escasean los víveres y las mercancías, los precios se
triplican o se cuadruplican, las calles obstruidas por la nieve y el hielo están impracti-
cables. Erttonées la vida se refugia sobre el río helado, que sirve de camino a los vehí-
culos de abastecimiento y a las carrozas de alquiler; vendedores, tenderos, artesanos le-
vantan allí barracas. Se improvisa un monstruoso mercado que da idea del poder del
númeto eri fa enorme capital -tan monstruoso que tiene el aspecto de una «feria gran-
dísima», escribe un testigo toscano--- y además llegan enseguida los «charlatanes», los
bufones y todos fos inventores de artificios y de juegos de manos para conseguir algún
dinero 47 • Y ciertamente es el recuerdo de una feria (The Fair on the Thames, 1683) lo
que dejó esta reunión anormal. Una inhábil estampa recrea el incidente olvidándose
de reflejar la pintoresca confusión. 48
Por todas partes, el crecimiento de los intercambios ha llevado a las ciudades a cons-
truir lonjas, o sea mercados cubiertos, que cierren frecuentemente mercados al aire li-
bre. Estas lonjas son, la mayoría de las veces. mercados permanentes especializados. Co-

12
Los instrumentos del intc,.rnmbio

,:~e~j:iohe4
i'. T41/1d.fu en i68J. Eite gra6ado, reprodutido en el libro de Edward Robinson, The
, ': ~arly ~riglisth C:ó:ffceHóusi:S; repre.renta los fastos de la feria que se celebra sobre el agua helada
..··' ' (/e{ño;.Alaiiqiiierdli; liiTorrede Landres; en segundo plano, el Puente de Londres. (Fototeca
/.f:.(;fJ,liii')> . .. ·.

noteriios iririumerables lonjas de telas 49 Incluso una ciudad de tamaño medio cofuo
Carperttras tiene la suyaw. Barcelona instaló su ala deis draps por encima de la Bolsa,
faLOnja~i La de Londres, Blackwell Ha/152 , construida en 1397, reconstruida eh 1558,
destruida pot el fuego en 1666, vuelca a levantar en 1672, es de dimensiones excep-
cionales. Las ventas, durante mucho tiempo limitadas a algunos días por semana, lle-
gan a ser diarias en el siglo XVJII, y los country clothiers adoptan la costumbre de dejar
allí en depósito el género sin vender, para el mercado siguiente. Hacia 1660, la lonja
tenía sus inspectores, sus empleados permanentes, toda una organización complicada.
Pero antes de esta expansión, la Basinghall Screet, donde se levanta el complejo edifi-
CÍIJ, es ya «el corazón del barrio de los negocios>, mucho más todavía de lo que, para
Venecia, es el Fondaco dei TedeschiB.
Existen, evidentemente, lonjas distintas según las mercancías que acogen. Así, es-
tán las lonjas del trigo (en Tolosa desde 1203)54, del vino, de los cueros, del calzado,
de las pieles (en las ciudades alemanas Kornhaüser, Pelzhaüser, Schuhhaüser) y, en el
mismo Gorlitz, en una región productora de la preciada planta tintórea, una lonja del
pasteP 5 • En el siglo XVI, en los burgos y ciudades de Inglaterra se construyen numero-
sas lonjas con diversas denominaciones, frecuentemente a costa de un rico comerciante
del lugar, en un rasgo de generosidad 16 • En Amiens, en el siglo XVII, la lonja del hilo

13
Los instrumentos del intercambio

En Bretaña, el mercado de Faouet (finales del siglo XVI). (Cliché Giraudon.)

se alza en el cenero de la ciudad, detrás de la iglesia de Saint-Firmin-en-Castillon, a


dos pasos del gran mercado o mercado del trigo: los artesanos se proveen allí todos los
días de hilo de lana llamado de saya, «desengrasado después de cardado y generalmen-
te hilado en el torno»: se trata de un producto proporcionado a la ciudad por los hi-
landeros de la campiña cercanan Así mismo, las mesas de los carniceros, próximas las
unas a las otras bajo un espacio cubierto, son verdaderamente lonjas. Así en Evreux)8 ;
lo mismo en Troyes en un hangar oscuro).9 ; o en Venecia, donde los Beccarie, los gran-
des mataderos de la ciudad, son reunidos a partir de 1339 a pocos pasos de la plaza
de Rialto, en el antiguo Ca'Querini, con la calle y el canal que lleva el mismo nombre
de Beccaríe, y la iglesia de San Matteo, la iglesia de los carniceros, que no fue destrui-
da hasta principios del siglo XIX 6º.
La palabra lonja puede, así, tener más de un significado, desde el simple mercado
cubierto hasta el edificio y la organización complicada de Les Halles qu~ fueron muy
pronto el primer «vientre de París». La enorme maquinaria se remonta a Felipe Augus-
to61. Fue entonces cuando se construyó el vasto conjunto sobre los Champeaux, en los
alrededores del cementerio de los Inocentes que no será destinado a otros fines sino
bastante más tarde, en 178662 . Pero, coincidiendo con la vasta regresión que tiene lu-
gar, en términos generales, de 1350 a 1450, hubo un evidente deterioro de Les Halles.
Debido a esta regresión, evidentemente; por razón también de la competencia de las
tiendas próximas. En todo caso, la crisis de Les Halles no es típicamente parisina. Es
patente en otras ciudades del reíno. Edificios que ya no desempeñan su función caen

14
Los instrumentos del intercambio

en ruinas. Algunos se convierten en basureros de la vecindad. En París, la lonja de los


tejedores «segúri ias cuentas de 1481 a 1487, sirvió al menos en parte de garaje a los
carros de la artillería del rey» 63 • Son conocidas las consideraciones de Roberto S. Lo-
pez64 sobre el papel de «indicadores» que desempeñan los edificios religiosos: que se
interrumpa su construcción, como la de la catedral de Bolonia en 1223, la de Siena en
1265 o la de Santa Maria del Fiore en Florencia en 1301-1302, es un signo cierto de
crisis. ¿Podrían ascender las lonjas, cuya historia jamás se ha intentado hacer en su con-
junto, a esta misma dignidad de «indicadores»? Si la: respuesta es afirmativa, el resurgir
estaría señalado en París en el transcurso de los años 1543-1572, más bien en los últi-
mos que en los primeros años de dicho período. El edicto de Francisco l {20 de sep-
tiembre de 1543), registrado en el Parlamento el 11 de octubre siguiente, no es, en
efecto, más que un primer gesto. Otros siguieron. Su aparente objetivo: embellecer Pa-
rís más que dotarle de un poderoso organismo. Y sin embargo, la vuelta a una vida
más activa, el empuje de la capital, la reducción, como consecuencia de la recontruc-
ción de las lonjas, del número de tiendas y de puestos de venta al vecindario hacen
que sea una operación mercantil excepcional. En todo caso, a finales del siglo XVI, Les
Halles, que han renovado su aspecto, vuelven a encontrar su primitiva actividad de los
tiempos de Sari Luis. También en esto existió «Renacimiento» 6i.
Ningún plano de las lonjas puede ofrecer una imagen exacta de este vasto conjun-
to: espacios cubiertos, espacios descubiertos, pilares que sostienen las arcadas de las ca-
sas vecinas, la vida mercantil invadiéndolo todo en los contornos y que, a la vez, apro-
vecha el desorden y la acumulación de personas y objetos en su beneficio. El hecho de
que este complejo mercado no fuera modificado hasta el siglo xvm fue puesto de ma-
nifiesto por Savary (1761)66 . No estamos demasiado seguros de ello: hubo continuos
movimientos y desplazamientos internos. Más dos innovaciones en el siglo XVIII: en
1767, la lonja del trigo fue cambiada de lugar y se volvió a construir en el emplaza-
miento del antiguo albergue de Soissons; a finales del siglo será reconstruida la lonja
del pescado de mar y la de los cueros, y la lonja de' los vinos se trasladará más allá de
la puerta: de San Bernardo~ Y no cesan de hacerse proyectos para arreglar o cambiar de
lugar Les Halles. Pero el imponente conjunto (50.000 metros cuadrados de terreno) per-
manece, con bastante buena lógica, en su lugar.
En los pabellones cubiertos están solamente las lonjas de los paños, de las telas11de
las salazones (el pescado salado), del pescado fresco de mar. Pero alrededor de e~uos
edificios, adosados a ellos, están al aire libre los mercados del trigo, de la hari~' de
la mantequilla en pellas, de las velas de sebo, de las estopas y cuerdas para pozos. Cer-
ca de los «pilares» dispuestos alrededor se acomodan como pueden baratilleros, pana-
deros, cordeleros y «otros pobres maestros de comerciantes de París que tienen licencia
de venta». «El primero de marzo [1657]», dicen unos viajeros holandeses 67 , «visitamos
el rastro que está al lado de Les Halles. Se trata de una gran galería, sostenida por hi-
leras de piedra tallada, bajo la cual están colocados todos los revendedores de ropa vie-
ja[ ... ]. Dos veces a la semana hay mercado público[ ... ]: en tales días todos estos ba-
ratilleros, entre los cuales parece haber buen número de judíos, instalan sus mercan-
cías. A cualquier hora que se pase por allí, uno se hastía de sus continuos gritos; ¡al
buen abrigo campesino!, ¡a la buena casaca!, y de la descripción que hacen de sus mer-
cancías atrayendo a la gente para que entre en sus tiendas( ... ]. Es increíble la prodi-
gio~a cantidad de ve~tidos y de mue~les que tienen: se ven cosas muy bonit315, l'ero es
peligroso comprar, s1 no se conoce bien, porque se dan una maña extraordmana para
limpiar y remendar lo que es viejo de forma que parezca nuevo». Como estas tiendas
son oscuras, «usted cree haber comprado un vestido negro, y cuando sale a plena luz,
es verde o violeta (o] tiene marcas como la piel de un leopardo».
Compendio de mercados, adosados unos a otros, donde se amontonan desperdi-

15
Los.instrumentos del intercambio

dos, aguas sucias, pescado podrido, las bellas Halles son «también el más vil y el más
sucio de los barrios de París:., reconoce Piganiol de la Force (1742)'>8. En no menor me-
dida son la capital de las discusiones vocingleras y de la lengua verde. Las vendedoras,
bastante más numerosas que los vendedores, dan el tono. Ellas tienen fama de ser «la~
lenguas más groseras de todo París\). «¡Eh! ¡Tía descarada! ¡Habla ya! ¡Eh, gran puta!
¡Rameta de estudfantes! ¡Vete ya! ¡Vete al colegio de Montaigu! ¿No tendrás vergüen-
za? ¡Carcamal! ¡Espalda vapuleada! ¡Desvergonzada! ¡Más que miserable! ¡Estás borra-
cha como una cuba!> Así hablan sin descanso las pescaderas y verduleras en el si-
glo XVII 69. Y, sin duda, más tarde.

La ciudad tiene
que intervenir

Por complicado, por singular eri suma que sea este mercado central de París, no
hace más que traducir fa complejidad y las necesidades de abastecimiento de una gran
dudad, muy pronto füera de las proporciones habituales. Cuando Londre5 se desarro-
ll6 en la forma que se conoce, al producir las mismas causas idénticos efectos, la capital
inglesa se vio invadida por mercados numerosos y desordenados. Incapaces de conte-
nerse en los primitivos espacios que les estaban reservados, se desparraman por las ca-
lles vecinaS, llegando cada una de ellas a set una especie de mercado ~specializado: pes-
cado, legumbres, aves, etc~ En tiempos de Isabel, abarrotan cada día las calles más tran-
sitadas de la capital. Solamente el gran incendio de 1666, el Great Pire, permitirá una
reorganización general. Las autoridades construyen entonces, para despejar l;i,s calles,
amplios edificios alrededor de grandes patios. Se convierten así en mercados cerrados,
pero a cielo ab~erto; unos especializados, más bien mercados al por mayor, los;otros de
artículos en general.
Leadenhall, el más extenso de todos -se decía que era el más grande de Europa-
es el que ofrece un espectáculo comparable a Les Halles de París. Con más orden, sin
duda. Leandenhall absorbió en cuatro edificios todos los mercados que habían surgido
antes de 1666 alrededor de un primitivo emplazamiento, tos de Gracechurch Street,
Cornhill, The Poultry, New Fish Street, Eastcheap. En un patio, 100 puestos de car-
nicería despachan carne de buey; en otro, i40 puestos están reservados a otras carnes;
en otros lugares se vende el pescado, el queso, la mantequilla, los clavos, la quincalle-
ría... En suma, «un mercado monstruo, objeto de orgullo para los ciudadanos, y uno
de los grandes espectáculos de la ciudad)). Pero el orden, cuyo símbolo era Leadenhall,
no duró mucho. Al ensancharse, la ciudad desbordaba sus sabias soluciones, volvía a
topar con las primitivas dificultades; desde 1699. y sin duda antes, los puestos de venta
invadían de nuevo las calles, se asentaban bajo los portales de las casas, los vendedores
se esparcían por la ciudad a pesar de las prohibiciones que castigaban a los vendedores
ambulantes. Los más pintorescos de estos voceadores callejeros son las revendededoras
de pescado, que llevaban su mercancía en una cesta que sostenían sobre la cabeza. Tie-
nen mala reputación, son objeto de burla, también son explotadas. Si su jornada se ha
dado bien, es seguro que se les podrá volver a ver por la noche en la taberna. Son, sin
duda, tan mal habladas y agresivas como las pescaderas de Les Halles 70 • Pero volvamos
a París.
Para asegurar su abastecimiento, París tiene que organizar una enorme región al-
rededor de la capital: el pescado y las ostras provienen de Dieppe, de Crotoy, de Saint-
Valéry: «No encontramos», dice un viajero (1728) que pasa cerca de estas dos últimas
ciudades, «más que cajas de pescado del mar (sic/». Pero imposible de tomar, añade,

16
Los instrumentos del intercambio

En París, la vendedora de arenques y otras pescaderas en plena acción en sus puestos del merca-
do central de París. Estampa anónima que data de la Fronda. (Cabinet des Estampes, clichéB.N.)

17
Los instrumentos del intercambio

este «pescado que nos sigue por todos los lados[ ... ]. Lo llevan todo a Parísl)1l. Los que-
sos vienen de Meaux; ll!- mantequilla de Gournay, cerca de Dieppe, o de Isigny. Los
animales pata carne de los mercados de Poissy, de Sceaux y, de lejos, de Neuburgo; el
buen pan de Góriesse; la5 legumbres secas de Caudebec en Normandía, donde cada
sábado tiene lugar el trtetcado 72 ••• Por todo ello son necesarias una serie de medidas
revisadas y trtodificada5 sin cesar. Esencialmente se trata de asegurar la zona de abas-
tecimiento directo de la ciudad, dejar que allí se desarrolle la actividad de los produc-
tores, revendedores y transportistas, actores modestos todos ellos, por medio de los cua-
les ·los mercados de la gran ciudad no cesan de ser abastecidos. Se ha alejado, pues,
más allá de esta zona próxima, la actividad libre de los mercaderes profesionales. Una
ordenanza de policía del Chatelet (1622) fijó en diez leguas el límite del círculo más
allá del cual los mercaderes pueden ocuparse del abastecimiento del trigo; en siete le-
guas, la compra de ganado (1635); en veinte leguas, la de vacas llamadas «de pasto» y
de cerdos (1665); en cuatro leguas, la de pescado de agua dulce, desde principios del
siglo XVII 73 ; en veinte leguas, las compras de vino al por mayor 74 • .
Existen otros muchos problemas: uno de los más arduos es la provisión de caballos
y de ganado. Se lleva a cabo en mercados tumultuosos; que, en la medida de lo po-
sible, serán apartados a la periferia o fuera del recinto urbano. Lo que será posterior-
mente la plaza de Vosges, espacio abandonado próximo a las Tournelles, había sido
durante largo tiempo un mercado de caballos 75 • París está, de este modo, rodeado per-
manentemente por una corona de mercados, casi de foires grasses. Uno se cierra, el
otto se abre al día siguiente con la misma acumulación de hombres' y de bestias. En
uno de estos mercados, sin duda el de Saint-Víctor; se hallan, en 1667, Según testigos
ó<;ulates 76 , «más de tres mil caballos [a la vez] y es un prodigio que haya tantos, puesto
que se celebra el mercado dos veces por semana». En realidad, el comercio de caballos
penetra a la ciudad entera: están los caballos <muevos» que provienen de provincias o
del extranjero, pero aún hay más de los caballos llamados «viejos», es decit «[ ... ]que
han hecho un servicio:., o sea de ocasión, y de los cuales clos burgueses quieren desha-
cerse [a veces] sin enviarlos al mercado», debido a lo cual prolifera una nube de agentes
de venta y de herradores que hacen de !Qt~.i::f!l.ediarios al servicio de los .traficantes y de
los mercaderes propietarios de cuadras. Cada barrio tiene, P<?r otra parte, sus arrenda-
dores de caballos77 • Los grandes mercados de ganado provocan también enormes reu-
niones en Sceaux (cada lunes) y en Poissy (cada jueves), en las cuatro puertas de la pe-
queña ciudad (puerta de las Damas, del Puente, de Conflans, de París) 78 • Se organiza
allí un comercio muy activo de carne mediante una cadena de «tratantes» que antici-
pan en los mercados el dinero de las compras (y que seguidamente se vuelven a em-
bolsar), intermediarios, ojeadores (los griblins o los bátonniers} que vah a comprar el
ganado por toda Francia y, en fin, carniceros que no son en su totalidad pobres deta-
llistas; algunos fundan incluso dinasdas burguesas 79 • Según una relación, en 1707 se
venden cada semana en el mercado de París, redondeando las cifras, l.300 bueyes,
8.200 corderos. y casi 2.000 vacas (100.000 al año). En 1707, los tratantes «que se han
adueñado a la vez del mercado de PoisSy y del mercado de Sceaux se quejan de que
se hayan concertado algunos mercados [fuera de su control] alre¿dor de París, así co·
mo el de Petit"Montreuil» 8º.
Recordemos que el mercado de carne que abastece a París se extiende por una bue- ../
na parte de Francia, zonas de las que la capital obtiene también, regular o irregular-
mente, su trigo 81 • Esta extensión plantea la cuestión de los caminos y de los enlaces
-problema considerable del cual no se podrían trazar en pocas palabras ni siquiera sus
líneas generales. Lo fundamental es, sin duda, la puesta en servicio, para el abasteci-
miento de París, de las vías fluviales -el Yonne, el Aube, el Mame, el Oise, que van
a dar al Sena, así como el mismo Sena. En su travesía de la ciudad, este río va desarro-

18
Los instrumentos del intercambio

liando sus «puertos1> -26 en total en 1754- que son también asombrosos y amplios
mercados donde todo está a mejor precio. Los dos más importantes son él puerto de
Gréve, donde afluye el tráfico de la parte alta del río: trigo, vino, madera, heno (aun-
que para el abastecimiento de este último parece tener la primacía el puerto de las Tu-
llerías); el puerto de Saint-Nicolas 82 , que recibe las mercancías procedentes de la parte
baja. Sobre el agua del río, innumerables barcos, galeras y, desde la época de Luis XIV,
«barqueros», barquichuelas que están a disposición de los clientes, especie de coches
de alquiler fluviales 83 , similares al millar de «gondolas1> que, en el Támesis, río arriba
del puente de Londres, se prefieren con mucha frecuencia a las tambaleantes carrozas
de la ciudad84 •
Por complicado que parezca, el caso de París se acerca a otros diez o veinte casos
análogos. Toda ciudad importante exige una zona de abastecimiento acorde con sus di-
mensiones. Así, para el servicio de Madrid, se organiza en el siglo XVIII la abusiva mo-
vilización de la mayor parte de los medios de transporte de Castilla, hasta el punto de
debilitar la economía entera del país85 • En Lisboa, si damos crédito a Tirso de Molina
(1625), todo sería maravillosamente simple, las frutas, la nieve traída de la sierra d'Es-
trela, los alimentos que llegan a través del mar complaciente: «los habitantes que se
disponen a comer, sentados a Ja mesa, ven las redes de los pescadores llenarse de peces
[ ... ] capturados debajo de sus puertas» 86 • Es un placer para la vista, dice una narración
de julio-agosto de 1633; contemplar en el Tajó los centenares, los millares de barcas
de pesca87 • Glotona; perezosa, indiferente a veces, la.ciudad engulliría al mar. Pero la
estampa, es demasiado bella. En realidad, Lisboa se ve continuamente en dificultades
para reunir trigo para su sustento diario. Por otra parte, cuanto más poblada está una
ciudad, más aleatorio es su abastecimiento. Venecia, desde el siglo XV, tiene que com-
prar en Hungría la carne de vacuno que consume 88 • Estambul, que en el siglo XVI cuen-
ta tal vez con 700.000 habitantes, devora los rebaños de corderos de los Balcanes, el
trigo del Mar Negro y de Egipto. Sin embargo, si el violento gobierno del Sultán no
prestaba ayuda, la enorme ciudad conocería miserías, carestías,. hambres trágicas que,
por otra parte, a lo largo de los años, no le faltaron 89 •

El caso
de Londres
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1

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A su modo, el casó de Londres es ejemplar. Pone en juego, mutatis mutandis, to-


do aquello que podemos evocar a propósito de las metrópolis precozmente tentacula-
res. Mejor iluminado que otros lugares por la investigación histórica 90 , permite sacar
conclusiones que sobrepasan lo pintoresco o lo anecdótico; N.S.B. Gras 91 , tuvo razón
al ver aquí un ejemplo típico de !<lS leyes de von Thunen sobre la organización en zo-
nas del espacio económic;;Q. Una organización que se habría llevado a cabo alrededor
de Londres un siglo antes que alrededor de París 92 • La zona puesta al servicio de Lon-
dres tiende a abarcar casi todo el espacio de la producción y del comercio ingleses. En
el siglo XVI, en todo caso, llega hasta Escocia por el norte, hasta el canal de la Mancha
por el sur, hasta el mar del Norte, cuyo cabotaje es esencial para su vida de cada día
por el este, y hasta el País de Gales y Cornualles por el oeste. Pero en este espacio exis-
te_n regiones poco o mal explotadas -o lo que es lo mismo, reacias- como Bristol y
su región circundante. Lo mismo que para París (y como en el esquema de Thünen},
a las regiones más aleja_das les conviene el comercio de ganado: el País de Gales parti-
cipaba en este negocio desde el siglo XVI, y mucho más tarde Escocia, después de su
unión en 1707 con Inglaterra.
19
Los instrumentos del intercambio

Londres, mercado de Eastcheap, en 1598, descrito por Stow (Survey of London) como un mer-
cado de carne. Los carniceros viven en las casas a cada lado de la calle y también los asadores
que venden platos preparados. (Fototeca A. Colin.)

El corazón del mercado londinense lo constituyen, evidentemente, las regiones del


Támesis, tierras próximas, de acceso fácil con sus vías de agua y la corona de ciudades-
posadas (Uxbridge, Brentford, Kingston, Hampstead, Watford, St. Albans, Hertford,
Croydon, Dartford), que se prestan al servicio de la capital, se ocupan de moler el gra-
no y de exportar la harina, de preparar la malta, de extender víveres o productos ma-
nufacturados en dirección a la enorme ciudad. Si dispusiéramos de il!lágenes sucesivas
de este mercado «metropolitano», lo veríamos expandirse, crecer de año en año, al mis-
mo ritmo que crece la ciudad (en 1600, 250.000 habitantes como máximo; 500.000 o
incluso más en 1700). La población global de Inglaterra no cesa tampoco de crecer, aun-
/que coti menor rapidez. ¿Cómo decirlo mejor que una historiadora, que afirma que
Londres está a punto de engullir a Inglaterra, «is goi'ng to eat up England»? 93 ¿No de-
cía el mismo Jacobo 1: «Whith time England wi'll only be Londom? 94 Evidentemente,
estas expresiones soti a la vez exactas e inexactas. Hay en ellas algo de subestimación y
algo de sobreestimación. Lo que Londres se come no es solamente el producto interior
de Inglaterra sino también, si puede decirse, el exterior, los dos tercios al menos, o los
tres cuartos o incluso los cuatro quintos de su comercio exterior91 • Pero, aunque refor-
zado por el triple apetito de la Corte, del Ejército y de la Marina, Londres no devora
todo, no somete todo al reclamo irresistible de sus capitales y de sus altos precios. Y
de igual modo, bajo su influencia, la producción nacional crece, tanto en los campos
ingleses como en las pequeñas ciudades «más distribuidoras que consumidoras» 96 • Hay
una cierta reciprocidad en los servicios prestados.

20
/.os imtrnmentos del intercambio

Lo que se construye al amparo del empuje de Londres es, de hecho, la modernidad


de la vida inglesa. El enriquecimiento de sus campos próximos llega a ser evidente a
los ojos de los viajeros, que ven sirvientes de albergue «que diríanse damas•, tan lim-
pios como bien vestidos, comiendo pan blanco, no llevando chanclos como el campe-
sino francés, yendo incluso a caballo97 Pero en toda su extensión, Inglaterra y a lo lejos
Escocia, el País de Gales, son tocados y transformados por los tentáculos del pulpo ur-
bano98. Toda región que toca Londres tiende a especializarse, a transformarse, a comer-
cializarse, aunque en sectores todavía limitados, es verdad, porque entre las regiones
modernizadas se mantiene con frecuencia el antiguo régimen rural, con sus granjas y
sus cultivos. tradicionales. Así Kent, al sur del Támesis, muy cerca de Londres, ve subir
por él a los huertanos y los cultivadores de lúpulo que abastecen a la capital; pero Kent
permanece siendo él mismo, con sus campesinos, sus campos de trigo, sus ganaderías,
sus compactos bosques (guarida de ladrones de altos vuelos) y, algo que no engaña, la
abundancia de su caza: faisanes, perdices, urogallos, codornices, cercetas, patos salva-
jes ... y esa especie de hortelano inglés, la moscareta, que «no tiene mucho bocado, pero
no hay nada más exquisitol)99.
Otro efecto de la organización del mercado londinense es la ruptura (inevitable,
vista la amplitud de la tarea) del mercado tradicional, del open market, ese mercado
público, transparente, que ponía en relación directa al productor-vendedor con el com-
prador-consumidor de la ciudad. La distancia llega a ser demasiado grande entre uno
y otro para ser franqueada enteramente por la gente sencilla. El mercader, el tercer hom-
bre, desde largo tiempo, al menos desde el siglo XIII, hace su aparición en Inglaterra
entre el campo y la ciudad, en particular en el comercio de trigo. Poco a poco se esta-
blecen r..adenas de intermediarios entre el productor y el gran mercado por una parte,
entre éste y los revendedores por otra, y es por estas cadenas por donde pasará la mayor
parte del tomercio de la mantequilla, del queso, de los productos de corral, de las fru-
tas, de las legumbres, de la leche ... Ante estas condiciones, las prescripciones, costum-
bres y tradiciones se pierden, están retiradas. ¡Quién hubiera dicho que el vientre de
Londres, o que el vientre de París iban a ser revolucionarios! Les ha bastado crecer.

Lo mejor sería
hacer cálculos
'/
Estas evoluciones serían mucho más claras para nosotros si dispusiéramos de cifras,
de balances, de documentos «seriados•. Ahora bien, sería posible reunirlos en gran nú-
mero, como lo demuestra el mapa que hemos tomado del excelente trabajo de Alan
Everitt (1967), relativo a los mercados ingleses y galeses de 1500 a 1640 100 ; o el plano
que hemos presentado de los mercados de la Generalidad de Caen en 1722; o el cons-
truido para el siglo XVIII que ofrece Eckart Schremmer 101 de los mercados de Baviera.
Pero estos estudios, y otros, abren solamente una vía de investigación.
Dejando de lado cinco o seis pueblos que, por excepción, han conservado su mer-
cado, se contabilizan, en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, 760 ciudades o burgos
que tienen uno o varios mercados, y 50 en el País de· Gales; en conjunto, 800 locali-
dades provistas de mercados regulares. Si la población total de ambos países ronda los
5,5 millones de habitantes, cada una de dichas localidades emplea, como media, en lo
que a sus intercambios se refiere, de 6.000 a 7 .000 personas, mientras que agrupa en
sus propios límites, también por término medio, 1.000 habitantes. De esta forma una
aglomeración mercantil exigiría para la vida de sus intercambios, en total, entre seis y
siete veces el volumen de su propia población. Encontramos proporciones similares en

21
Los instrumentos del intercambio

Area media de mercad~:

más de 100.000 ac:res


di: 70.001 a 100.000 ac:res
de 55.001 a 70.000 acres
de 45.001 a 55.000 acres
de 37.501 a 45.000 acres
de J0.000 a 37.500 acres
menos de J0.000 acres

l. DENSIDAD DE LAS CIUDADES-MERCADO EN INGLATERRA


Y EL PAIS DE GALES, I500-1680
Cal<ulando por co.ndado la zona media urvida por cada ciudad-merr;ado, A. Everilf obtiene de las úfras disponible1 a
par/ir de 100.000 acres (e1 decir, 1.500 ha, 1iendo un acre igual a 1)0 m') en /01 extremo1 norle y oe1te, ha<ta menos de
JO. 000 acres, es decir 450 ha. Cuanto má1 poblada ertá una región, má1 limitada eJ la zona de mercado. Según A. Everill,
cThe Market Towm, en: Thc Agrarian Hisrory of England and Walcs, p.p.]. Thil'lk, 1967, p. 497.

22
Los instrumentos dei intercambio


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3. LAS 800 CIUDADES-MERCADO DE INGLATERRA Y EL PAIS DE GALES, 1500-1640


Cada dudad cuenta al menos con 11n mercado, normalmente oarios. A los mercados habría que r#iarlir las ferias. Ll mis-
ma referencia que para el mapa precedente, pp. 468-473.

23
l
/.os instrumentos del intercambio

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pci.-ano
15


• = 1 mercado por semana

El número de ferias eouales que tl8neo lugar en cada localidad se ha indicado entre paréntesis
LE lEll.LEUl (4)
E)emplo: 9• • 2 mercados por semena y 4 ferial ai

24
Los instrumentos del intercambio

Baviera, a finales del siglo XVIII: cuentan allí con un mercado por cada 7. 300 habitan-
tes102. Esta coincidencia no debe hacernos pensar en una regularidad. Las proporciones
varían seguramente de una época a otra, de una región a otra. Y además, habría que
prestar atención a la manera en que se ha efectuado cada cálculo.
En todo caso sabemos que, probablemente, habría más mercados en la Inglaterra
del siglo XIII que en la Inglaterra isabelina, teniendo ésta sin embargo poco más o me-
nos la misma población que aquélla. Lo cual se explica bien por una actividad mayor,
por consiguiente a una difusión más amplia de cada ciudad en la época de la reina Isa-
bel, o como consecuencia de un sobreequipamiento en los mercados de la Inglaterra
medieval, por un afán de los señores de crear mercados por pundonor o por espíritu de
lucro. En todo caso hubo en ese intervalo «mercados desaparecidos» 1º3, tan interesantes
sin duda ellos mismos como los «despoblados» en tomo de los cuales, no sin razón,
la reciente historiografía ha hecho tanto ruido. Con el progreso del siglo XVI, se crean,
sobre todo después de 1570, nuevos mercados, o los antiguos renacen de sus cenizas
-léase de su somnolencia. ¡Cuántas disputas a cuenta suya! Se sacan los viejos planos
para saber quién tiene, o tendrá, el derecho a percibir los cánones del mercado, quién
asumirá los costes de su equipamiento: el farol, la campana, la cruz, la báscula, las tien-
das, las bodegas o los hangares para alquilar. Y así sucesivamente.
Al mismo tiempo, a escala nacional, se traza una división de los intercambios entre
mercados, según la naturª"1eza de las mercancías ofrecidas, según las distancias, la faci-
lidad o no de los accesos yde los transportes, según !~~affa_dda..pr.oducdón y no:\1< '~:~;:-<::-1f·
ipenos d_~l__c.o.rn¡µmo. Los casi 800 mercados urbanos nombrados por Everitt se distribu- 1
yen enun espacio de siete millas de diámetro como media (11 kilómetros). Alrededor
del año 1600, el trigo por vía te"estre no viaja más alla de 10 millas, más frecuente-
mente no más de 5; el ganado bovino se desplaza sobre distancias que van hata 11 mi-
llas; los corderos de 40 a 70; las lanas y el tejido de lana de 20 a 40. En Doncaster,
Yorkshire, uno de los 4 grandes mercados laneros, los compradores, en tiempos de Car-
los 1, vienen de Gainsborough (21 millas), Lincoln (40 millas), Warsop (25 millas),
Pleasley (26 millas), Blankney (50 millas). En el Lincolnshire, John Hatcher de Careby
vende sus corderos en Stanford, sos bueyes o sus vacas en Newark, compra sus novillos
en Spilsby, sµ pescado enBostcin, su v:i!lo en Bourne, sus artículos de lujo en Londres.
Esta dfüi~sión ~-·~jggi.fü:ativa..de.una~s,p~~ialización_c.r_e._<;~_e.nte_Cl~JQ~:m~(ca,d~s. De bt,s ~;-~''('"~'!~ 1 , !(,

701fC:Iudaoes-ci"burgos de Inglaterra y del país de Gales, 300 al menos se limitan a ad¡, ''f 1, ''
tividades exclusivas: 133. al mercado del trigo; 26, al de la malta; 6, al de las frut~;
92, al del ganado bovino; 32, al de los corderos; 13, al de los caballos; 14, al de los
cerdos; 30, al del pescado; 21, a los de la caza y de las aves; 12, a los de la mantequilla
y del queso; más de 30, al comercio de la lana en bruto o hilada; 27 o más, a la venta
de tejidos de lana; 11, a la de los productos del cuero; 8, a la del lino; 4. al menos,
a la del cáñamo. Sin -contar especialidades menudas y cuando menos inesperadas:
Wymondham se limita a las calderas y grifos de madera.

4. MERCADOS Y FERIAS DE LA GENERALIDAD DE CAEN EN 1725

Mapa dibujado por G. Arbellot, regún 101 Archivo1 Provinciales de Calvat/01 (C 1358 legajo).]. -C. Pe"ot me ha indi~
cado seis feriar 1uplemen1arias (Saint-]ean-áu-Val 1, Berry 2, Mortain 1, Vimy 2), no 1eñaladas en elle mapa. En Jota/ 197
feria1, la mayor parte de las cuale1 dura un día, alguna1 do1 o tre1 dí01, la gran feria de Caen 15 a1a1. fu decir, en total,
235 al/1S de feria al a;;o, Enfrente, un total áe 85 mercador por semana, e1 decir, 4. 420 día1 de men;ado al año. La pobla-
ción de fa 'generalidad e1tií comprendida pue1 entre 600 y 620.000 per1on111. Su superficie es de unos 11.524 km'. Relacio-
nes a'1áloga1 permitirían comparaciones útiles en todo el territorio francés.

25
Los instrumentos del intercambio

La granjera va al mercado a vender aves vivas. Ilustración de un manuscrito del British Museum
de 1598 (Eg. 1222, f 73). (Fototeca A. Colin.)

Desde luego, la especialización de Jos mercados se va a acentuar en el siglo XVIII,


y no solamente en Inglaterra. Asi, si tuviéramos la posibilidad de fijar estadísticamente
las etapas de dicha especialización en el resto de Europa, obtendríamos una especie de
mapa del crecimiento europeo que sustituiría útilmente a los datos puramente descrip-
tivos de que disponemos.
Sin embargo -y es la conclusión más importante que se deduce de la obra de Eve-
ritt- con el crecimiento demográfico y el resurgir inglés de los siglos XVI y XVII, este equi-
pamiento de los mercados regulares se revela inadecuado, a pesar de la especialización
y de la concentración y a pesar de Ja cantidad considerable de ferias, que es otro medio
tradicional de intercambio sobre el cual volveremos 104 . El aumento de los intercambios
favorece el recurso a nuevos canales de circulación, más libres y más directos. El creci-
miento de Londres contribuye a ello, lo hemos visto ya. De ahí la fortuna de lo que
Alan Everitt llama, a falta de un término mejor, el private market, el cual no es en
verdad más que una manera de esquivar el mercado público, el open market, estre-
chamente vigilado. Los agentes de este mercado privado son frecuentemente grandes
mercaderes ambulantes, entiéndase buhoneros o prestamistas: éstos llegan hasta las co-
cinas de las granjas a comprar por adelantado el trigo, la cebada, los corderos, la lana,
las aves, las pieles de conejo y de cordero. Se da de esta forma un desbordamiento del
mercado hacia los pueblos. A menudo, estos advenedizos tienen sus sedes en los al-
bergues, esos sustitutos d~ mercados que empiezan a desempeñ~r un papel m~y im-
ponante. Van con gran ajetreo de un condado a otro, de una cmdad a otra, aJUStan
aquí con un tendero, allí con un prestamista o un mayorista. También ellos llegan a

26
l.os instrumentos tlel intercambio

desempeñar el papel de mayoristas, intermediarios en todos los géneros, dispuestos con


la misma facilidad a suministrar cebada a los cerveceros de los Países Bajos que a com-
prar, en el Báltico, centeno que les solicitan en Bristol. A veces se asocian dos o tres
con el fin de dividir los riesgos.
Los procesos que se entablan hablan bien a las claras de hasta qué punto son de-
testados y aborrecidos estos advenedizos a causa de sus astucias, por su_ intransigencia
y su dureza. Estas nuevas formas de intercambio están regidas por un simple billete
que compromete indefinidamente al vendedor (el cual frecuentemente no sabe leer),
ocasionándole confusiones e incluso dramas. Pero, para el mercader que arrea sus ca-
balgaduras o supervisa el embarque de grano a lo largo de los ríos, el duro oficio de
itinerante tiene sus atractivos: atravesar Inglaterra, de Escocia a Cornualles, volver a en-
contrarse con los amigos o compadres de albergue en albergue, tener el sentimiento
de pertenecer a un mundo de negocios inteligente o intrépido -todo ello ganándose
bien la vida. Es ésta una revolución que, desde la economía, se comunica al compor·
tamiento social. No es por azar, piensa Everitt, que estas nuevas actividades se desarro-
llen al mismo tiempo que se afirma el grupo político de los Independientes. Al salir
de la guerra civil, cuando los caminos y vías se abren al paso de nuevo hacia 1647,
Hugh Peter, un habitante de Cornualles, predicador. exclama: «¡Oh, qué feliz cam-
bio! Ver a las gentes circular de nuevo desde Edimburgo hasta Land's End en Cornua-
lles sin ser detenidas a nuestra misma puerta; ver las grandes rutas animadas otra vez;
oír al carretero que silba para animar a su reata, ver el correo semanal en su trayecto
habitual, o ver las colinas que se alegran, los valles que ríem~• 0 >

~rdad inglesa,
rdad europea

El private market, no es solamente una realidad de Inglaterra. También en el con-


tiqente parece que el mercader vuelve a tomarle gusto a la itinerancia. El sabio y activo
Balois, Andreas Ryff, que no dejó de ir y venir a todas panes durante la segunda mitad
del siglo XVI -una media de treinta viajes por año- decía de sí mismo: «Hab wenig
Ruh gehabt, dass mich der Sattel nicht an das Hinterteil gebrannt hat»; he tenido''ªº
poco descanso que la montura no ha dejado de calentarme las posaderas 1116 • No es fá~jl,
es verdad, en la situación en que se encuentra nuestra información, distinguir siell)pre
entre los foráneos que van de feria en feria y los mercaderes deseosos de comprar en
las fuentes mismas de la producción. Pero es seguro que, casi por todas partes en Eu-
ropa, el mercado público se revela insuficiente y demasiado vigilado y, hasta donde po-
demos llegar en esta obsetvación, se utilizan, o se van a utilizar, rodeos y vías oblicuas.
Una nota del Tratado de Delamare señala, en abril de 1693, en París, los fraudes
de mercaderes foráneos «que, en lugar de vender sus mercancías en las lonjas o en los
mercados públicos, las han vendido en hosterías [ ... ] y fuera» 1º7 Ofrece, además, un
inventario minucioso de todos los medios que emplean los molineros, panaderos, car-
niceros, mercaderes y almacenistas que se sirven de prácticas abusivas o improvisadas
para abastecerse a menor precio y en detrimento de los suministros normales en los mer-
cados108. Ya hacia 1385, en Evreux, Normandía, los defensores del orden público de-
nuncian a los productores y revendedores que se entienden «escuchándose con la oreja
cerca, hablando bajo, por señas, por medio de palabras extrañas o encubiertas». Otra
excepción a la regla; los revendedores van donde los campesinos y les compran sus ar-
tículos cantes que lleguen a Les Halles» 1oY De la misma forma, en Carpentras, en el
siglo XVI, los répétieres (mercaderes de legumbres) van a los caminos a comprar a bajo
precio las mercancías que llevan al mercado 110 • Es ésta una práctica corriente en todas

27
Los instrumentos del intercambio

La vendedora de verduras y su asno. «Estupendas acelgas (especie de hortaliza de la cual sólo se


consumen las hojas), bonitas espinacas.• Grabado en madera d_el siglo XVI. (Colección Viollet.)

las ciudades 111 . Ello no impide que en Londres, en pleno siglo XVIII, en abril de 1764,
esta práctica se denuncie como fraudulenta. El gobierno, dice una correspondencia di-
plomática, «debería al menos tomar algún cuidado respecto a las murmuraciones que
levanta entre el pueblo la excesiva carestía de las provisiones de boca; y más aún cuan-
do estas murmuraciones están fundadas en un abuso que puede ser imputado justa-
mente a los que gobiernan [ ... ] porque la principal causa de esta carestía [ ... ] es la avi-
dez de los monopolizadores, de los cuales pululan muchos en esta capital. No ha mu-
cho se han puesto a la tarea de anticiparse a los mercados, corriendo al encuentro del
campesino y comprando distintos géneros que éste lleva, para revenderlos al precio que
crean conveniente ... »112 • «Perniciosa ralea», dice incluso nuestro testigo. Pero es una ra-
lea que se encuentra por doquier.
Y por todas partes también, múltiple, copioso, perseguido en vano, el verdadero
contrabando se burla de los reglamentos, de las aduanas, de los arbitrios. Las telas es-
tampadas de las Indias, la sal, el tabaco, los vinos, el alcohol; todo es bueno para él.
En Dole, en el Franco Condado (1 de julio de 1728), «el comercio de las mercancías
de contrabando se hacía públicamente ya que un mercader había tenido el atrevi-
miento de intentar acciones para hacerse pagar con el precio de toda clase de mt:rcan-
cfas»1u. «Aunque Vuestra Grandeza», escribe uno de los agentes a Desmaretz (el últi·
modelos controladores generales del largo reinado de Luis XIV), «pusiera una armada
en todas las costas de Bretaña y de Normandía, no podría jamás evitar los fraudes» 114 •

28
Los instrumentos del intercambio

Mercados y mercados:
el mercado del trabajo.

El mercado directo o indirecto, el intercambio multiforme, no cesan de trastornar


las economías, incluso las más estables. Las agitan; otros dirían: las vivifican. En todo
caso, un buen día, lógicamente todo pasará por el mercado, no solamente los produc-
tos de la tierra o de la industria, sino también los bienes raíces, el dinero, que se des-
plaza más rápidamente que ninguna otra mercancía, el trabajo, la aflicción de los hom-
bres, por. no decir el hombre mismo.
Claro está que en la ciudades, burgos o pueblos han existido siempre transacciones
de casas, terrenos para construir, viviendas, tiendas, alojamientos de alquiler. Lo inte-
resante no es establecer, documentos en mano, que se vendan casas en Génova en el
siglo xmm, o que en la misma época, en Florencia, se alquilen Jos terrenos sobre los
que luego se construirán las casas 116 • Lo importante es ver multiplicarse estos_ in~_tLaw­
bios y estas transacciones, ver bosquejarse mercados de inmobiliarias que auspician un
buen porvenir al empuje de la especulación. Para ello, es preciso que las transacciones
hayan alcanzado cierto volumen. Es esto lo que establecen, desde el siglo XVI, las va-
riaciones de alquileres en París (incluidos los de la~ tiendas): sus precios no dejan de
aumentar en las sucesivas olas de la coyuntura y de la inflación 117 • Esto lo prueba tam-
bién, por sí solo, un simple detalle: en Cesena, ciudad pequeña en medio de las ri-
quezas agrícolas del Emilie, un contrato de arrendamiento de tienda (17 de octubre
de 1622}, conservado por azar en la biblioteca municipal, está estipulado en un im-
preso previo: fue suficiente cubrir los espacios en blanco, después firmar 118 • las espe-
culaciones tienen un acento más moderno todavía: los «promotores» y sus clientes no
datan de nuestros días. En París, se pueden seguir en parte, en el siglo XVI, en el es-
pacio durante mucho tiempo vacío del Pré-aux-Clercs 119 , en las orillas del Sena, o en
el espacio no menos vacío de las Tournelles, donde el consorcio que dirige el presiden-
te Harlay, a partir en 1'94, emprende la fructífera construcción de las magníficas casas
de la actual plaza de los Vosges: serán alquiladas después a las grandes familias de la
nobleza 120 • En el siglo XVII, marchan a buen ritmo las especulaciones en las zonas co-
lindantes al arrabal de Saint-Germain, y sin duda en otros lugares 121 • Bajo Luis ~V y
Luis XVI, al llenarse de obras la capital, el negocio inmobiliario conoce días me)1:>res
todavía. En agosto de 1781, un veneciano informa a uno de sus corresponsales'i(ue el
bello paseo del Palacio Real, en París, ha sido destruido, sus árboles cortados «nonnos-
tante le mormorazioni di tutta la citia»; el duque de Charttres tiene el proyecto, en
efecto, cde levantar allí casas y ponerlas en alquiler ... • 122 ,
En lo que se refiere a los bienes raíces, la evolución es la misma. El mercado acaba
por tragarse la «tierra». En Bretaña, desde finales del siglo XVIII 123 , y sin duda en otros
lugares, y no cabe duda que aún más temprano, los señoríos se venden y se revenden.
En Europa disponemos, a propósito de la venta de bienes raíces, de reveladoras series
de precios 124 y de numerosas referencias sobre su alza regular. Así en España, en 1558,
según un embajador veneciano 125 , « ... i beni che si sole11ano lasciare a otto e dieci per
cento si 11endono a cuatro e cinque»: los bienes (las tierras) que habitualmente se ce-
dían al 8 o al 10%, es decir 12,5 ó 10 veces su renta, se venden al 4 y al 5%, es decir
a 25 ó 20 veces su renta, han doblado su valor ccon la abundancia de dinero•. En el
siglo XVIII, los arrendamientos de señoríos bretones se negocian a partir de Saint-Malo
y de sus grandes mercaderes gracias a cadenas de intermediarios que suben hasta París
y la Ferme Generale 126 • Las gacetas recogen también los anuncios de propiedades en
venta 127 • La publicidad aquí no va a la zaga. En todo caso, con o sin publicidad, a tra·
vés de Europa entera, la tierra no cesa, por medio de compras, ventas y reventas, de

29
Los instrumentos del intercambio

cambiar de manos. Evidentemente, este movimiento está ligado por doquier a la trans-~1
formación económica y social que desposee a los antiguos propietarios, señores ~ cam-
pesinos, en beneficio de los ciudadanos nuevos ricos. Ya en el siglo XIII, en la Ile-de-
Francia, se multiplican los «señores sin tierra» (la expresión es de Mace Bloch) o los «se-
ñoríos de tapadillo»; como dice Guy Fourquin 128 •
Sobre el n:tercado del dinero, a corto y a largo plazo, volveremos extensamente: está
en el corazón del crecimiento· europeo y es significativo que no se haya desarrollado
por todas partes al mismo ritmo o con la misma eficacia. Lo que es universal, por el
contrario, es la actuación de .los prestamistas de fondos y de redes de usureros, lo mis-
mo los judíos que los lombardos cfqUe"lo-s·c:ahorsinos, o que, en Baviera, los conventos
que se especializan en préstamos a los campesinos 129 • Cada vez que tenemos datos a
nuestra disposición, la usura está allí, gozando de buena salud. Esto es así en todas las
civilizaciones del mundo.
En cambio, el mercado a plazo del dinero no puede existir más que en zonas de
economía ya muy avanzada. Desde el siglo XIII, este mercado se presenta en Italia, en
Alemania, en los Países Bajos. Todo concurre allí para crearlo: la acumulación de ca-
pitales, el comercio a larga distancia, los artificios de la letra de cambio, los «títulos»
de una deuda pública que pronto se crean, las inversiones en las actividades ai::tesanales
e industriales o en las construcciones navales, o en los viajes de las naves que, en au-
mento desmesurado desde antes del siglo XV, dejan de ser propiedades individuales.
Luego, el gran mercado del dinero se desplazará hacia Holanda. Más tarde hacia
Londres.
Pero de todos estos mercados dispersos, el más importante, según la óptica de este
libro, es el del trabajo. Dejo de lado, como Marx, el caso clásico de la esclavitud, lla-
mado sin embargo a prolongarse y a resurgir 130 • El problema, para nosotros, está en
ver cómo el hombre, o al menos su trabajo, se convierte en una mercancía. Un espíritu
fuerte, como Thomas Hobbes (1588-1679), puede ya decir que «el poder [nosotros di-
ríamos la fuerza de trabajo] de cada individuo es una mercancía», una cosa que se ofre-
ce normalmente al intercambfo en el seno de la concurrencia del mercado 131 ; no obs-
tante, no es ésta todavía una noción muy familiar en la época. Y me gusta esa reflexión
incisiva de un oscuro cónsul de Francia en Génova, sin duda un espíritu retrasado con
respecto a su época: «Es la primera vez, Monseñor, que oigo afirmar que un hombre
puede ser tenido por moneda.» Ricardo escribirá muy llanamente: «El trabajo, así co-
mo todo aquello que se puede comprar o vender ... »u 2 •
Sin embargo, no hay duda de esto: el mercado del trabajo -como realidad, si no
como concepto- no es una creación de la era industrial. El mercado del trabajo es
aquel en el que un hombre, no importa de dónde venga, se presenta despojado de sus
tradicionales «medios de producción» suponiendo que los haya poseído alguna vez: una
tierra, un oficio a desempeñar, un caballo, un carro ... No tiene más que ofrecer que
sus manos, sus brazos, su «fuerza de trabajo». Y naturalmente su habilidad. El hombre
que se alquila o se vende de esa manera pasa por el agujero estrecho del mercado y se
sale de la economía tradicional. El fenómeno se presenta con una claridad poco habi-
tual en lo que concierne a los mineros de la Europa Central. Artesanos independientes
por largo tiempo, que trabajan en pequeños grupos, se ven obligados, en los siglos XV
y XVI, a pasar por el control de los mercaderes, los únicos capaces de aportar el dinero
necesario para las inversiones considerables que exige el equipamiento de las minas pro-
fundas. Se convierten en asalaáados. La palabra decisiva, ¿no la pronunciaron en 1549
los concejales de-Joachimsthal, la pequeña ciudad minera de Bohemia: «El uno da el
dinero, el otro hace el trabajo» (Der eine gibt das Geld, der andere tut die Arbeit)?
¿Qué mejor fórmula podría darse del enfrentamiento precoz entre el Capital y el Tra-
bajo113? Es verdad que el salariado, una vez presente, puede hacerse desaparecer, lo

30
Los instrumentos del intercaml•iCJ

cual se produce en los viñedos de Hungría: en Tokai por el año 1570, en Nagybanyn
en 1575, en Szentgyfügy Bazin en 1601, por todas partes se restablece la servidumbre
campesina 1H. Pero esto es peculiar de la Europa del Este. En el Oeste, l_a.,s_m~mJ_cjones
har;:ia_eLsal~úado, fenómeno irreversible, han sido frecuentemente precoces y. sobre to-
do, más nurri-erosas de lo que de ordinario se dice.
Desde el siglo XIII, la plaza de Greve, en París, y en sus cercanías la plaza «Jurée»
hacia Saint-Paul-des-Champs y la plaza del presbiterio de Saint-Gervais, «cerca de la ca-
sa de la Conserve», son lugares habituales de contrata m. Con fecha de 1288 y 1290, han
sido conservados curiosos contratos de trabajo para una ladrillería de los alrededores de
Plaisance, en Lombardíall6 • Entre 1253 y 1379, apoyado por documentos, el campo por-
tugués tiene ya sus jornaleros 137 En 1393, en Auxerre 138 , en Borgoña, unos viñadores
van a la huelga (recordemos que la ciudad está en aquel entonces inmersa en su mitad
eri la vida agrícola y que la viña es objeto de una especie de industria). El incidente
nos hace ver que todos los días del verano, en una plaza de la ciudad, jornaleros y con-
tratistas se encuentran al salir el sol, estando los contratistas representados frecuente-
mente por una especie de contramaestres, los closiers. Es uno de los primeros mer-
cados del trabajo que nos es dado entrever, con las pruebas en la mano. En Hambur-
go, en 1480, los Tagelohner, trabajadores de jornada, se reunían en la Trostbrücke en
busca de un maestro. Se da allí ya «Un mercado transparente de trabajo» 139 . En tiempos
de Tallemant des Réaux, «en Aviñón los criados de alquiler se encontraban en el puen-
te»140. Existían otros mercados, aunque no fuera más que en las ferias, las «contratas»
(a partir de San Juan, de San Miguel, de San Martín, de Todos los Santos, de,Navidad,
de Pascua ... 141 ), donde criados, siervos de granja, se presentan al examen de los ajus-
tadores (grandes terratenientes o señores como el señor de Gouberville 142 ), como el ga-
1!ª-cl~ cuyas cualidades es lQ;iJ>l_e sopesar y v~ifiS.!!!· «Cada caserío o pueblo grande ba-
jo-normaiidó-, haóaT56o, posee--a-e-esfe--modo su contrata, que participa del mercado
de esclavos y del jolgorio de una feria» 143 . En Evreux, la feria de asnos de SanJuan (24
de junio) es también el día de ajuste de los criados 144 • En las cosechas, en las vendi-
mias, surge por todas partes una mano de obra suplementaria y la remuneración se ajus-
ta, según la costumbre, en dinero o en especie. Estamos seguros de que se trata de un
enorme movimiento: de cuando en cuando una estadística 14 ) lo afirma con fuerza. O
bien se trata de una microobservación precisa, así alrededor de una pequeña ciudaq de
Anjou, Chateau-Gontier, en los siglos XVII y XVJIIl 46 , que muestra el pulular de <fibr-
rialeros» para «abatir, aserrar, talar el bosque; podar la viña, vendimiar; escardar, é:ávar,
cultivar [ ... ], sembrar las legumbres; s.egar y acarrear el heno; segar el trigo, agavillar
la paja, aventar el grano, limpiarlo ... ». Un informe relativo a París 147 menciona, sólo
para los empleos del puerto del heno, «empleados del puerto, costaleros, calibradores,
fletadores, agavilladores, gente de jornada ... ». Estas listas, y otras análogas, nos dejan
entrever cómo, detrás de cada palabra, es 11ecesario_ imagina~, en u11a sodeaad -urbana
o campesina, un trabajo asalariado más-¿; menos duradero. Es sin-duda en los campos,
donde vive la mayor parte de la población,-don& hay que imaginar lo esencial, en cuan-
to al número, del mercado del trabajo. Otra gran contrata que ha creado el desarrollo
del Estado moderno es la de los ~()!dados meri:enarios. Se sabe dónde comprarlos, ellos
saben dónde deben verderse: es la regla mismadel mercado. Del mismo modo, para
los criados, los de oficio, l0s de librea, con su jerarquía precisa, existieron bastante pron-
to una especie de agencias de colocación, en París desde el siglo XIV, en Nuremberg
seguramente desde 1421 148 •
Con el paso del tiempo, los mercados del trabajo se formalizan, sus reglas se hacen
más claras. Le Livre commode des adresses de Paris pour 1692 de Abraham del Pradel
(seudónimo de un cierto Nicolas de Blégny), da a los parisinos informaciones de este
género 149 : ¿quiere usted sirvienta?; vaya a la calle de la Vannerie, al «despacho de las
31
Los instrumentos del intercambio

recomendaciones»; usted encontrará un criado en el Mercado Nuevo, un cocinero «en


la Greve». ¿Quiere usted un «mozo:.? Si usted es comerciante, vaya a la calle Qincam-
poix; si es cirujano; a la calle de los Cordeleros; si boticario, a la calle de la Huchette;
los albañiles y peones «limousins» ofrecen sus servicios en la Greve; sin embargo, los
«cordeleros, cerrajeros; carpinteros, toneleros, arcabuceros, tostadores y otros, se con-
tratan ellos mismos presentándose en las tiendas».
En su conjunto, es cierto que la historia del asalariado permanece mal conocida.11
No obstante, hay indicios que indican la amplitud creciente de la mano de obra asa-
lariada. En Inglaterra, bajo los Tudor, «está probado que [ ... ] más de la mitad, léase
las dos terceras partes de los sirvientes domésticos, recibían al menos parte de sus ingre-
sos bajo forma de salarios:.•io. A principios del siglo XVII, en las ciudades hanseáticas,
notoriamente es Stralsund, la masa de asalariados no deja de aumentar y acaba por re-
presentar en total el 50% al menos de la población 151 • Para París, en vísperas de la Re-
volución, la cifra sobrepasaría el 50% 1i2 •
Es preciso, claro está, que la evolución llevada a cabo después de tanto tiempo al-
cance su término; incluso es muy necesario. Turgot se lamenta de ello en un incidente:
«no hay una movilidad del trabajo -dice- como hay una circulación del dinero»m.
Mientras tanto el movimiento está en marcha, y camina hacia todo lo que el porvenir
puede comportar en este dominio de cambio, de adaptación, también de sufrimientos.
En efecto, ¿quién dudaría que el paso al trabajo asalariado, cualesquiera que sean
sus motivos y beneficios económicos, va acompañado de una cierta degradación social?
En el siglo XVIII tenemos pruebas de ello en las múltiples huelgas•i4 y la evidente in-
quietud obrera. Jean-Jacques Rousseau habló de esos hombre que «si son humillados,
tienen enseguida hecho el equipaje, recogen sus brazos y se van>•ii. ¿Ha nacido esta
susceptibilidad, esta conciencia social, verdaderamente de las premisas de la gran in-
dustria? Ciertamente, no. En Italia, tradicionalmente, los pintores son artesanos que
trabajan en sus talleres con empleados, que son frecuentemente sus propios hijos. Co-
mo los comerciantes, ellos tienen libros de cuencas: poseemos los de Lorenzo Lotto, de
Bassano, de Farinati, de Guerchin 156 • Solamente el patrón del taller es un comerciante,
en contacto con los dientes de los que acepta los encargos. Las ayudas, comprendidos
los hijos, prontos ya a rebelarse, son en el mejor de los casos asalariados. Dicho esto,
se comprendei:án fácilmente la.<> confidencias de un pintor, Bernardino India, a su corres-
ponsal Scipione Cibo: artistas bien instalados, Alessandro Acciaioli y Baldovini, han
querido tomarle a su servicio. El ha rehusado, por querer conservar su libertad y no
querer abandonar sus propios negocios «por un vil salario»m. ¡Y esto en 1590!.

El mercado es un límite,
y que se desplaza

El mercado, en verdad, es un límite, como una división entre aguas fluviales. No


se vivirá de la misma forma según estemos a un lado o al otro de la barrera. Estar con-
denado aabastecerse únicamente en el mercado es el caso, entre otros mil, de esos obre-
ros de la seda de Messina m, inmigrados a la ciudad y prisioneros de su abastecimiento
(mucho más todavía que los nobles o los burgueses que poseen a menudo una tierra
en las afueras, una huerta, y por tanto recursos personales). Y si estos artesanos están
cansados de comer el mal «trigo de la mar» medio podrido del que está hecho el pan
que les venden cato, podrán al menos (y a ello se deciden hacia 1704) ir a Catane o a
Milazzo para cambiar de empleo y de mercado donde alimentarse.
Para los no acostumbrados, los cuales suelen estar excluidos o alejados del merca-
do, éste se les ofrece como una especie de fiesta excepcional, como un viaje, casi como
32
Hungría, siglo XVIII; se lleva un cerdo al Colegio de Debrecen. (Documento del autor.)

una aventura. Es la ocasión de «presumir», como dice el español, de dejarse ver, de pa·
vonearse. El marinero, explica un manual comercial de mediados del siglo xvm, es con
frecuencia muy rudo; tiene «el espíritu tan burdo que cuando bebe en la taberna o com-
pra el pan en el mercado se cree importante»; es el mismo caso de aquel solda~<,> es-
pañol160 que, entre dos campañas, vaga por el mercado de Zaragoza (1645) y se qijeda
extasiado ante los montones de atún fresco, de truchas asalmonadas, de centaneres de
pescados diversos extraídos del mar o del río próximo. ¿Pero qué comprará finaírfiente
eón las monedas que tiene en el bolsmo? Algunas sardinas salpesadas, amazacotadas
en sal, que la patrona de la taberna de la esquina asará para él y que constituirán su
festín, regadas con vino blanco.
Desde luego, queda la vida campesina comó zona, por excelencia, fuera (o al me-
nos medio fuera) del mercado; es la zona del autoconsumo, de la autosuficiencia, del
replegamíento sobre sí. los campesinos se contentan, a ló largo de la vida, con lo que
han producido con sus propias manos o con lo que los vecinos les proveen a cambio
de algunos géneros o servicios. Ciertamente, son nuinerósos los que vienen al mercado
de la ciudad o del burgo. Pero se contentan eon comprar la fo.dispensable reja de hierro
de su arado o cori procurarse el dinero para sus censos o sus impuestos vendiendo hue-
vos; un pan de manteca, algunas aves o legumbres; no están ligados al intercambio del
mercado. No hacen más que rozarlo. Como esos campesinos normandos «que llevan
15 ó 20 sueldos de género· al mercado y que rto pueden entrar en una taberna que no
les cuesta tanto ... >161 . Frecuentemente un pueblo no se comunica con la ciudad sino
por medio de un comerciante de dicha ciudad, ci por intermedio del arrrndatario del
señorío del lugar 162 . .
Frecuentemente se ha señalado esta vida aparte, cuya existencia nadie puede negar.

33
Los instrumentos del intercambio

Pero no hay en ello grados y, menos aún, excepciones. Buen número de campesinos
acomodados utiliiah el mercado plenamente: los arrendatorios ingleses en situación de
comercia.litar sus cosechas, que no tienen necesidad cada invierno de hilar y tejer su
lana o sµ cáñamo; que son clientes regulares del mercado al tiempo que sus abastece-
dores; los campesinos de pueblos grandes apiñados o dispersos por las Provincias Uni-
das (a veces cuentan con 3.000 ó 4.000 habitantes), productores de leche, carne, tocino,
quesos, plantas industriales, compradord de trigo y de leña; los ganaderos de Hungría
q1:le exportan sus rebaños hacia Alemania: y hacia Italia y que, también ellos, compran
el trigo que les falta; todos los campesinos hortelanos de los arrabales suburbanos a los
cuales se refieren con gusto los economistas; atrapados en la vida de la gran ciudad;
enriquecidos por ella: la fortuna de Montreuil, cerca de París, debido a sus huertos de
melocotoneros, hace soñar a Louis Sébastien Mercier 163 (1783); ¡y quién no conoce el
desarrollo de tantos centros abastecedores alrededor de Londres, o de Burdeos, o de An,
gulema! 164 ; EXisteri; sin duda, excepciones en la escala de un mundo campesino que
representa el 80 o el 90 % de la población de la tierra. Pero nó olvidemos que· in~
cluso los campos pobres están contaminados por uria economía insidiosa. Las piezas de
numerario les llegan por diversos conductos que desbordan el mercado propiamente di-
cho~ A esto se dedican fos mercaderes itinerantes, los usureros del burgo ó del pueblo
(pensamos en los usureros judfos de los campos del notte de Italfa) 16 ~; los ptomototes
de industrias rurales; los burgueses y los arrendatarias enriquecidos a la búSqueda de
mario de obra pata la puesta en valor de sus tierras, o los tenderos de · aldea ...
to dicho no impide que, teniendo todo en clienta, el mercado en sentido estricto
sigue siendo; para el historiador de la economía antigua, un test, un «ihdicadór• cuyo
valor no desestimará nunca. Bistra k Cvetkova no tiene reparo eri deducir de aquí una
especie de escala graduada, ert ponderar el peso económico de las ciudades búlgaras
que rodean el Danubio basándose en la importancia de las tasas cobradas por las ventas
en el mercado, hallando que las tasas son pagadas ert aspros de plata y que ya existen
mercados especializados 166 • Dos o tres notas a propósito de Jassy, en Moldavia, indican
que la ciudad; en el siglo xViII, posee «siete lugares donde se despachan las mercan-
cías; algunos de lós cuales tienen el nombre de los principales productos que -allí se ven-
den, así la feria de las cubas, la feria de las harinas ... > 161 • Se revela aquí cierta división
de la vida mercantil. Arthur Young va más lejos. Saliendo de Arras, en agosto de 1788,
se encuentra «al menos un centenar de asnos, cargados [ ... } aparentemente con fardos
lígeros¡ y un enjambre de hombres y mujeres>, con los cuales nutrir abundantemente
el mercado, Pero «una gran parte de la mano de obra rural está ociosa de esta manera
en. medio de la cosecha pata abastecer a una ciudad que en Inglaterra sería abastecida
por cuarenta veces menos gente~ Cuando semejante enjambre de callejeros pulula por
un mercado, estoy por aseguraCJ>, concluye; «que la propiedad de bienes rakes está di··.
r vidida en exceso» 168 ~ ¿Serían entonces los mercados poco poblados, donde no había di·
versión ni callejeo; el auténtico signo de la economía moderna?

Mercado de Amherú~ Maestrb anónimo de fina/u del siglo XVI; Musée Royal dis Beaux-Arti
de Amheres. (CofiyrightA.CL., Britselas.)

36
Los instrumentos del intercambio

Pórdebajo
de/mercado

A medida que la economía mercantil se expande y presiona la zona de las activi-


dades próximas e inferiores, se da un agrandamiento de los mercados, el desplazamien-
to de una frontera, la modificación de las actividades elementales. Ciertamente el di-
nero, en el campo, constituye raramente un verdadero capital. Se emplea en la compra
de tierras y, a través de estas compras, tiende a la promoción social; más todavía, se
atesora: pensemos en las monedas de los collares femeninos en Europa Central, en los
cálkes y las patenas de los orfebres ciudadanos de Hungría 169 , en las cruces de oro de
los campesinos de Francia en vísperas de la Revolución Francesa 17º. El dinero, no obs-
ta.rite; d~sempeña su papel destructor de los valores y equilibrios antiguos. El campe-
sino asalariado, cuyas cuentas se llevan en el libro del patrono, aunque los adelantos
por parte de su patrón sean tales que no le quede a éste, por así decir, nunca dinero
Contante en fas manos a fin de año 171 , se habituó a contar en términos monetarios. A
l;tfarga, se da aquí un cambio de mentalidad. Un cambio de las relaciones laborales
qrie facilita las adaptaciones a la sociedad moderna, pero que no juega nunca en favor
de lo~ rnáS pobres.
/ · Nádíe ha demostrado mejor que un joven historiador de la economía del País Vas-
co; Emiliano Fernández de Pinedo 172 , en qué medida la propiedad y la población ru-
rales se encuentran afectadas por la progresión inexorable de la economía de mercado .
.Efi elsiglo XVIII, el País Vasco tiende, mal que bien, a convertirse en un «mercado na-
cidnal~; de donde se deduce una· comercialización ~reciente de la propiedad rural; fi-
t1aJmeI1te, pasan pór el mercado la tierra de la Iglesia y la tierra similarmente intoca-
ble; eri principio, de los inayorazgos .. La propiedad de bienes raíces, de golpe, se con-
~f:ntra e(l pocas manos y se opera un empobrecimiento creciente de los campesinos ya
f#isera,~~és, C)(>ligados entonces a pasar, más numerosos que nunca, por la estrecha aber-
mta·d~lindfado de trabajo; ya sea en el campo, ya sea en la ciudad. Es el mercado el
que; al~~ece1-,ha provocado estos remolinos con resultados irreversibles. Esta evolución
reproduce, mutatis mutandiS; el proceso que mucho antes había desembocado en las
grandes explotaciones de los «granjeros» ingleses. ,\

/~A ~t~l~~ed~Y:j;r~!q~~;c:c~~~~f~~r~I e~~ª ~;fon:~ 1~~~~eA~~~:S1• ~ª~ª~~:~:J·~~ J!


mercado está ausente o es insignificante_, que el dinero contante, demasiado raro, tiene
rifr valor como explosivo, la observación se encuentra en el plano cero de la vida de los
hombres; allí donde cada uno se ve obligado a producir casi todo. Buen número de
soCíedades campesinas de la Europa preindustrial vivían todavía en este nivel, al mar-
gen de la economía de mercado. Un viajero que se aventurase por ella podía, con al-
gunas monedas de plata, adquirir todos los productos de la tierra a precios irrisorios.
Y no es necesario, para toparse con tales sorpresas, ir como Maestre Manrique 173 hasta
el país de Arakán, hacia 1630, para tener donde elegir treinta gallinas por cuatro rea-
les; o cien huevos por dos reales. Es suficiente con apartarse de las grandes rutas, zam-
bullirse en Jos senderos de montaña, encontrarse en Cerdeña, o pararse en una zona
inhabitual de la costa de Istria. Ciertamente, la vida del JX\ercado,. tan fácil de capt.ª1;·1,
desvela demasiado frecuentemente-·a.rh1stor1adoi-üii~ vid.a sµ.by:u;:ente, mediOcre pero~!
autónoma, a menudo autárquica o qúe tiende a serlo. Se trata de otro mundo, otráJ
ecóiiomía, otra sociedad,..otra cuhura.. De ahí el interés de tentativas como las de Mi-
cherMoi:ine"a:i.li14 o de Marco Cattini m; uno y otro muestran lo que sucede por debajo
del mercado, lo que se escapa y lo que valora, en suma, el lugar del autoconsumo ru-
ral. En ambos casos, el trayeftO del historiador ha sido el mismo: un mercado de grano

37
Los instrumentos del intercambio

es, por una parte, el espacio poblado que depende de este mercado; por otra parte, la
demanda de una población cuyo consumo puede ser calculado a partir de reglas cono-
cidas ccin antelación. Si, además, conozco la producción local, los precios, las cantida-
des que desembocan en el mercado, las que se consumen allí y las que se exportan o
se importan, puedo imaginar lo que ocurrirá; o lo que debe ocurrir, por debajo del
mercado. Michel Morineau, para su trabajo, partió de una ciudad media, Charleville;
Marco Cattini de un burgo del Modenese, más próximo éste a la vida rural, en una
región un poco apartada.
Yves-Marie Bercé 176 lleva a cabo una tarea semejante, pero a través de medios di-
ferentes, en su reciente tesis sobre las revueltas de Jos croquants en Aquitania en el si-
glo XVII. A la luz de estas revueltas, reconstruye las mentalidades y las motivaciones
de una población que escapa demasiado frecuentemente al conocimiento histórico. A
mí me gusta especialmente lo que dice acerca de la gente violenta de las tabernas de
pueblo, esos lugares de expansión.
En pocas palabras, el camino está abierto. Aunque puedan variar los métodos, me-
dios y puntos de vista (ya lo sabemos), queda claro que no habrá historia completa,
sobre todo historia rural digna de este nombre, si no es posible investigar sistemática-
mente la vida de los hombres por debajo del nivel del mercado.

Las tiendas

La primera competencia a los mercados (aunque el intercambio saca de ello prove-


cho) ha sido la de las tiendas. Células restringidas, innumerables, son otro instrumento
elemental del intercambio. Análogas y diferentes, porque el mercado es discontinuo
mientras que la tienda funciona casi sin interrupción. En principio al menos, porque
la regla, si es que existe regla alguna, admite muchas excepciones.
Así se traduce a menudo por mercado la palabra soukh, propia de las ciudades mu-
sulmanas. Ahora bien, el soukh no es con frecuencia más que una calle bordeada de
tiendas, especializadas todas en un mismo comercio, como las hubo de igual modo en
otros tiempos en todas las ciudades de Occidente. En París, las carnicerías vecinas a
Saint-Étienne-du-Mont, desde el siglo XII, habfan hecho poner a la calle de la Mon-
tagne-Saint-Genevieve el nombre de calle de los Camiceros 177 En 1656, siempre en Pa-
rís, «al lado de los mataderos de Saint-Innocent [sic] ... todos los comerciantes de hierro,
latón, cuero y hierro blanco tienen allí sus tiendas> 178 • En Lyon, en 1643, ese encuen-
tran las aves en tiendas especiales, en la Poulaillerie, calle de Saint-:Jean> 179 Están tam-
bién las calles de las tiendas de lujo (véase el plano de Madrid, p. 39), así la Mercerfa
de la plaza de San Marcos en el puente de Rialto, que es capaz, dice un viajero {1680),
de dar una gran idea de Venecia 180 , o esas tiendas en la zona norte del Viejo-Puerto
en Marsella donde se despachan las mercancías del Levante y «tan concurridas que en
un espacio de veinte pies cuadrados», hace notar el presidente de Brosses, «se alquilan
quinientas concesiones» 181 • Estas calles constituyen una especie de mercados es-
pecializados.
Otra excepción a la regla: fuera de Europa se presentan dos fenómenos inéditos.
Al decir de los viajeros el Se-tchouan, es decir la cuenca alta del Yang-tsé-Kiang que
la colonización china recupera con fuerza en el siglo XVII, es una constelación de nú-
cleos de habitación dispersos, aislados, a diferencia de China propiamente dicha, donde
la regla es un poblamiento concentrado; por otra parte, en medio de esta dispersión,
se levantan, en los espacios vacíos, grupos de pequeñas tiendas, yao-tien, que desem-
peñaa entonces el papel de mercado permanente 182 • Siempre según los viajeros, éste es
38
Los instrumentos del interct1mbir1

~. MADRID Y SUS TIENDAS DE LUJO


Capital de EJpaña desde U60, Madnd se ha lramformado en una <itidad bntlanJe en el siglo XVII. Las tiendas se m11I·
tiplican. Alrededor de la Plaza Mayor, lar tiendas de lujo Je agrupan según JUJ especialtdadeJ, unas al lado de olrtJ.S. Según
M. Cope/la, A. Mat1/la Ta.rcón, los Cinco Gremios mayores dr Madrid, 1957.

. . .¡
el caso igualmente de la isla de Ceilán, en el siglo XVII: no hay mercados, sinó tien-
das183. Por otro lado, si volvemos a Europa, ¿qué nombre dar a esas barracas, a esos
puestos levantados en desorden en las mismas calles de París, prohibidos en vano por
una ordenanza, en 1776? Se trata de tenderetes volantes como en el mercado, pero don-
de la venta se hace todos los días, como en las tiendas 184 • ¿Y estamos así al término de
nuestras dudas? No, ya que en Inglaterra ciertas localidades mercantiles, como Wes-
terham, tuvieron su hilera (row) de merceros y de comerciantes durante largo tiempo
antes de tener su mercado 18 ~. Todavía no, puesto que hay muchas tiendas en la plaza
misma del mercado; cuando éste se abre, aquéllas continúan vendiendo. De la misma
forma, poseer en las lonjas de Lille, por ejemplo, una plaza para vender pescado salado
por debajo de los comerciantes de pescado de mar, ¿no es acumular mercado y tienda 186 ?
Estas incertidumbres no impiden, evidentemente, que la tienda se distinga del mer-
cado y cada vez más con el paso de los años.
Cuando, en el siglo XI, las ciudades nacen o renacen a través de Occidente y los
mercados se reaniman, el florecer urbano establece una distinción clara entre el campo
y la ciudad. Estas concentran en ellas la industria n:}ciente y, consecuentemente, el mun-
go activo de los artesanos. Las primeras tiendas que aparecen inmediatamente son, de

39
Los instrumentos del intercambio

hecho, los talleres (si se les puede llamar así) de los panaderos, carniceros, cordeleros,
zapateros, herreros, sastres y otros artesanos minoristas. Este artesano, al principio, se
ve obligado a salit de su casa, a no permanecer en su tienda a la cual, sin embargo, le
liga su trabajo «como el caracol a su concha.» 187 , a ir a vender sus productos al mercado
o a la lonja. Las autoridades urbanas, celosas en la defensa del consumidor, se lo im-
ponen por ser el mercado más fácil de vigilar que la tienda donde cada uno es casi un
amo 188 • Pero, bastante pronto, el artesano venderá en su propia tienda, se decía «en su
ventana>, en el intervalo de los días de mercado. De este modo esta actividad alternada
hace de la primera tienda un lugar de venta discontinuo, un poco como el mercado.
En Evoca, Portugal, hacia 1380, el carnicero descuartiza la carne en su tienda y la ven-
de en uno de los tres mercados de la semana 189 . Para un habitante de Estrasburgo, cons-
tituye una sorpresa ver en Grenoble, en 1643, a los carniceros despiezar la carne y ven-
derla en su casa, y no en las lonjas, y venderla «en una tienda como los otros comer-
ciantes»190. En París, los panaderos son vendedores de pan ordinario y de lujo en sus
tiendas y, en general, de pan en grandes cantidades en el mercado, cada miércoles y
cada sábado 191 •
En mayo de 1718, un edicto viene, una vez más (se aplica el Sistema de Law), a
trastornar la moneda; entonces «los panaderos, por miedo o por malicia, tio llevaron
al mercado la cantidad de pan habitual; a mediodía no se encontraba pan en las plazas
públicas; lo peor es que, ese mismo día, encarecieron el pan en dos o cuatro sueldos
la libra; tan es así», añade el embajador toscano 192 que nos sirve de testimonio, «que
en este estado de cosas, no hay aquí el buen orden que se encuentra en otros lugares».
Po!_c;Q(lsiguiente, los primeros en abrir tiendas fueron los anesanos. Los «verdade-
ros» tenderos llegarían enseguida: se trata de los intemediarios del intercambio; se des-
lizan entre productores y compradores, se aprestan a comprar y a vender sin fabricar
nunca con sus manos (al menos por entero) las mercancías que ofrecen. En principio
desempeñan el papel del comerciante capitalista q1,1e definió Marx, el cual parte del
dinero D, adquiere la mercancía M y vuelve regularmente al dinero, según el esquema
DMD:\cNo se separa de su dinero sino con el propósito de recuperarlo.» Mientras que
el campesino, al contrario, viene muy frecuentemente a vender sus artículos en el mer-
cado para comprar, acto seguido, aquello que riecesita; parte de la mercancía y vuelve
a ella, según el itinerario MDM. El artesano, también él, que debe preocuparse su sus-
tento en el mercado, no permanece en la posición de poseedor de dinero. No obstante,
las excepciones son posibles.
El porvenir está reservado al intermediario, personaje apane, muy pronto abun-
dante. Y es este porvenir el que nos ocupa, más que el desbrozamiento de los oríge-
nes, aunque el proceso haya sido probablemente simple: los comerciantes itinerantes,
que sobrevivíeron al declive del Imperio Romano, se ven soprendidos a partir del si-
glo XI, y sin duda aún antes, por el surgir de las ciudades; algunos se hacen sedentarios
y se incorporan a los oficios urbanos. El fenómeno no se sitúa en tal o cual fecha pre·
cisa para una región dada. No en el siglo XIII, por ejemplo, en lo que respecta a Ale-
mania y Francia, sino a partir del siglo XIII i93. Tal «pie polvoriento» abandona, todavía
en la época de Luís XIII, su vida errante y se instala al lado de los artesanos, en una
tienda semejante a la de ellos, aunque diferente, siendo esta diferencia más acusada
con el tiempo. Una panadería del siglo xvm es, más o menos, como una panadería del
siglo XV o incluso de antes. Mientras que, entre los siglos XV y XVIII, las tiendas mer-
cantiles y los métodos mercantiles se transformarán a ojos vista.
Sin embargo, el mercader tendero no se destaca de entrada de las corporaciones de
oficios donde ha obtenido un lugar incorporándose al universo urbano. Por su origen
y las confusiones que éste acarrea, permanece para él una especie de mácula. Todavía
hacía 1702 una referencia francesa argumenta: «es verdad que los comerciantes están

40
Los instmmentos del intercambio

juntas, las tiendas del panadero y del pañero en Amsterdam. Cuadro de ]acobus Vrel, escuela
holandesa, siglo XVII. (Amsterdam, Colección H. A. Wetzlar, cliché Giraudon.)

41
!.ns instrumentos del intercambio

considerados como los primeros entre los artesanos, como algo superior, pero nada
más» 194 • No obstante se trata de Francia donde, aun haciéndose «negociante», el mer-
cader no resuelve ipso focio el problema de su rango social. Los diputados del comercio
se quejan de ello fodavfa. en 1788 y constatan que, incluso en esta fecha, se considera
qué los negociantes «ocupan una de las clases inferiores de la sociedad» 19 ~. No se ha-
blaría en estos términos en Amsterdan, en Londres, ni siquiera en Italia 196 •
Al principio, y frecuentemente antes del siglo XIX, los tenderos habrán vendido in-
diferentemente las mercancías obtenidas de primera, segunda· o tercera mano. Su pri-
mer nombre habitual, mercero, es revelador; viene del latín mene, mereis, la mercancía
en general. El proverbio dice: «Mercero vendedor de todo, hacedor de nada».
Y, siempre que tenemos informaciones sobre las existencias de las tiendas de los
merceros, encontramos allí las mercancías más heterogéneas, trátese de París en el si-
glo XV 191 , de Poitiers 198 ; de Cracovia 199 o de Frankfurt del Main, 200 o incluso, en el si-
glo XVIII, de esa tienda de Abraham Dent, Shopkeeper~ en Kirkby Stephen, pequeña
ciudad del Westmorland, en el norte de Inglaterra 2º1• .
En la tienda de este abacero tendero; cuyos negocios seguimos gracias a sus propios
papeles de 1756 a 1776, todo se vende. En primer lugar, el té (negro o verde) de dis-
tintas calidades -a alto preció sin duda, ya que Kirkby Stephen, en el interior del terri-
torio, no se beneficia del contrabando-; después viene el azúcar, ta melaza, la harina,
el vino y el brandy, la cerveza, la sidra, el cáñamo, el lúpulo, el jabón, el blanco de
España, el negro humo, las cenizas, la cera, el sebo, las velas, el tabaco, los limones,
las almendras y las uvas pasas, el vinagre, los guisantes, la pimienta, los condimentos
comunes, la nuez moscada, el clavo ... En casa de Abraham Dent se encuentran tam-
bién telas de seda, de lana, de algodón y toda la pequeña mercería, agujas; alfileres,
etc. Incluso libros, revistas, almanaques, papel. .. En suma, sería mejor decir lo que la
tienda no vende: a saber, sal (lo cual no se explica bien), huevos, mantequilla, queso,
sin duda porque abundan en el mercado.
Los dientes habituales son lógicamente los habitantes de la pequeña ciudad y de
los pueblos vecinos. Los proveedores (ver mapa a la derecha) 2º2 se dispersan por un es-\
pacio por otra parte amplio, aunque ninguna vía de agua sirva de comunicación a !.
Kirkby Stephen. Pero los transportes por tierra, sin duda costosos, son regulares y los
transportistas aceptan, el mismo tiempo que las mercancías, las letras y documentos de .
cambio que Abraham Dent utiliza para sus pagos. El crédito, en efecto, se utiliza am- l
pliamente~ ya sea en provecho de los dientes de la tienda o del tendero mismo con 1
relacion a sus propios proveedores. .. .
Abraham Dent no se contenta con las actividades de tendero. En efecto, compra
medias de ptintO y las hace confeccionar en Kirkby Stephen y en los alrededores. He
aquí el empresario industrial y comerciante de sus propios productos, destinados de or-
dinario al ejército inglés por intermedio de mayoristas de Londres. Y como éstos le pa-
gan permitiéndole girar letras a cargo de ellos mismos, Abraham Dent se hizo, al pa-
recer, dealer en letras de cambio; las letras que él maneja sobrepasan con creces, en
efecto, el volumen de sus propios negocios. Así pues, [[}anejar letras es prestar dinero.
Al leer el libro de T. S. Willart, se tiene lf iinpresión de queAbraffariCDeli.t es un
comerciante fuera de serie, casi un hombre de negocios. Posiblemente es verdad. Pero
en 1958, en una pequeña ciudad de Galicia, en España, conocí a un sencillo tendero
que se le parecía extraordinariamente: se encontraba de todo en su casa, se le podía
encargar de todo e incluso cobrar cheques de banco ¿No respondería la tienda en ge-
neral, simplemente, a un conjunto de necesidades locales? El tendero tiene que desen-
volverse para acertar en ello. Aquel comerciante muniqués de mediados del siglo XV,
cuyos libros de cuentas tenemos 203 , parece, también él. fuera de serie. Frecuenta mer-
cados y ferias, compra en Nuremberg, en Nordlingen, va hasta Venecia. No obstante,

42
L"s mstn1111entos del intercambio

Proveedores de géneros para


la tienda 1756-1777

Las cifras indican el número de proveedores


en cada localidad

50 100 km

© Nnttingham

@Cnvent¡y

6. PROVEEDORES DEL MERCERO ABRAHAM DENT EN KIRKBY STEPHEN


Según T. S. Willan, Abraham Dent of Kirkby Stephen. 1970.

43
Los instrumentos del intercambio

Una •tendera de ultramarinos• escocesa detrás de su mostrador hacia 1790: vende entre otras co-
sas panes de azúcar, té verde, llamado hys<:>n, tejidos, limones! ~~ndelas (?J., Los fendientes de
oro y el collar de azabache que lleva atestiguan su buena posicwn. (People s Pa.ace, Glasgow,
cliché del Museo.)

no es más que un comerciante sencillo a juzgar por su pobre alojamiento, una sola ha-
bitación amueblada indigentemente.

Ltf- especialización y la jerarquización


siguen su curso

Paralelamente a estas permanencias, la evolución económica crea otras formas de


tiendas especializadas. Se distinguen poco a poco los tenderos que venden al peso: los
comerciantes de ultramarinos; los que venden a medida: los comerciantes de telas o sas-
tres; los que venden por piezas; los quincalleros; los que venden objetos usados, ves-
tidos o muebles: los baratilleros. Estos ocupan un lugar importantísimo: son más de
1.000 en Lille, en 1716 204 •

44
Los instrumentos del intercambio

Como tiendas aparte, promovidas por el desarrollo de los «servicios>, aparecen las
del boticario, del prestamista, del cambista, del banquero, del hostelero, éste bastante
frecuentemente intermediario de transportistas, de los taberneros en fin, esos «comer-
ciantes de vino que tienen mesas y manteles y dan de comer en sus casas> 2º5, y se mul-
tiplican por todas partes, en el siglo XVIII, para escándalo de las gentes honestas. Es
verdad que algunos son siniestros, como esa taberna «de la calle de los Osos>, en París,
que «parece más una guarida de bandidos o de rufianes que un alojamiento de gentes
honestas> 206 , a pesar del buen olor de la cocina de los asadores vecinos. A esta lista aña-
damos los escribanos e incluso los notarios, al menos los que se ven en Lyon, en la ca-
lle, «Sentados en sus puestos como cordeleros y esperando ejercer>: en estos términos
se expresa un viajero que atraviesa la ciudad, en 1643 2º7 • Pero también, a la inversa,
escribanos públicos demasiado miserables para abrir oficina, como los que ejercen a ple-
no sol en los Santos-Inocentes, en París, a lo largo de los soportales, y que llenan de
igual modo sus bolsillos con un poco de calderilla, tan grande es el número de criados,
siervos y pobres diablos que no saben escribir 208 • Existen también locales de mujeres
públicas, las casas de carne de España. En Sevilla, «en la calle de la Serpiente>, dice el
Burlador de Tirso de Molina 209 , [ ••• J se puede ver a Adán andar de picos pardos como
un verdadero portugués [ ... ] incluso por un ducado, son éstos caprichos que pronto os
sangran el bolsillo ... >
Finalmente hay tiendas y tiendas. Hay así mismo comerciantes y comerciantes. El
dinero impone rápidamente sus distancias; casi de entrada, abre el abanico del viejo
oficio de «mercero>: en la cúspide unos cuantos mercaderes ricos especializados en el
comercio: a larga distancia en la base, los pobres revendedores de agujas o de lana, de
los que el proverbio dice justamente y sin piedad: «pequeño mercero, pequefio cesto»,
y a los que ni siquiera una criada, sobre todo si posee algunos ahorros, elegiría para el
matrimonio. Regla general: por todas partes, un grupo de mercaderes intenta alzarse
por encima de los demás. En Florencia, los Arti Maggiori se distinguen de los Arti Mi-
nori. En París, de la ordenanza de 1625 al edicto de 10 de agosto de 1776, el honor
mercantil forma Seis Cuerpos; por este orden, los traperos, los comerciantes de ultra-
marinos, los cambistas, los orfebres, los merceros, los peleteros. Otra cima, en Madrid,
la representan los Cinco Gremios M~')'ores cuyo papel financiero será considerable en
el siglo XVIII. En Londres, las Doce Corporaciones. En Italia, en las ciudades libres lle
Alemania, la distinción fue más clara todavía: los grandes comerciantes llegan a seh
de hecho, una nobleza, el patriciado; ellos detentan el gobierno de las grandes ci,11da-
des mercantiles.

Las tiendas conquistan


el mundo

Pero lo esencial, desde nuestro punto de vista, es que las tiendas de todas las ca-
tegorías conquistan, devoran las ciudades, todas las ciudades y seguidamente los mis-
mo pueblos donde se instalan, desde el siglo XVII y sobre todo en el siglo XVIII, mer-
ceros inexpertos, hosteleros de ínfima categoría y taberneros. A estos últimos, usureros
de poca monta pero también «organizadores de orgías colectivas>, podemos encontrar-
los todavía en los campos franceses de los siglos XIX y XX. A la taberna del pueblo se
iba a «jugar, hablar, beber, y distraerse ... , tratar de acreedor a deudor, comerciante a
diente, negociar mercados, cerrar tratos de arrendaniento ... ». ¡Es un poco el albergue
de los pobres! Junto con la iglesia, la taberna es el otro polo del pueblo 21 º.

45
/.os instrumentos del intercambio

. Miles de testimonios evidencian este resurgir de las tiendas. En el siglo xvn hay un
diluvio, una inundación de tiendas. En 1606, Lope de Vega puede decir de Madrid,
que ha llegado a ser capital, «todo se ha vuelto tiendaS». Todo se ha transformado en
tiendas211 La tienda se convierte por otra parte en uno de los escenarios favoritos de
lá acción de las novelas picarescas. En Baviera, los comerciantes llegan a ser «tan nu-
merosos como lós panaderos1> 212 • En Londres, en Í.673, el embajador de Francia, expul-
sado de su casa, que se quiere derribar «para hacer nuevos inmuebles», busca en vano
alojamiento, «lo que difícilmente creerá usted», escribe, «de una gran ciudad como és-
ta ... [pero] como la mayor parte de las grandes casas han sido derribadas desde que yo
estoy aquí y convertidas en tiendas y pequeños alojamientos para comerciantes, se en-
cuentra muy poco para alquilar1>, y a precios exorbitantesm. Según Daniel Defoe, esta
proliferación de tiendas se ha hecho «monstruously1> 214 : en 1663, los merceros no eran
todavía más de 50 ó 60 en total en la enorme ciudad; a finales de siglo, son 300 ó 400;
las tiendas de lujo se transforman entonces costosamente y, a cual mejor, se cubren de
espejos, se llenan de columnas doradas, de candelabros y apliques de bronce que el
bueno de Defoe juzga extravagantes. Peco un viajero francés (1728) se extasía ante los
primeros escaparates: «lo que no tenemos [en Francia] comúnmente es el vidrio, que
generalmente es muy bueno y muy claro. Las tiendas están rodeadas de ellos y gene-
ralmente se colocan las mercancías detrás, lo cual las resguarda del polvo exponiéndolas
a la vista de los transeuntes y les da un bello aspecto desde todos lós lados1>m. Al mis-
mo tiempo, las tiendas se desplazan hacia el oeste para seguir la expansión de la ciu-
dad y las migraciones de la gente rica. Durante largo tiempo, Pater Noster Row había
sido su calle; después, un buen día, Pater Noster se vacía en provecho de Covent Gar-
den, que mantendrá la primacía apenas diez años. A continuación la moda irá a Lud-
gate Hill; más tarde todavía, las tiendas se diseminarán hacia Round Cotirt; Fenchurch
Street o Houndsditch. Pero todas las ciudades obedecen a la misma señal. Sus tiendas
se multiplican, se apoderan de las calles para su exhibición, emigran de un barrio a
otro 216 • Ved cómo se difunden los cafés en París 217 , cómo las riberas del Sena, con el
Petit Dunkerque que fascina a Voltaire 218 , suplanta a la galería del Palacio cuyo
ruido del mercado había constituido el gran espectáculo de la ciudad en la época de
Corneille 219 • Incluso las pequeñas aglomeraciones urbanas sufren mutilaciones pareci-
das. Así en Malta, desde principios del siglo xvm, la angosta ciudad nueva de la Va-
lette, donde (llas tiendas de ultramarinos y de pequeños detallistas», dice un informe
circunstancial2 20 , «se han multiplicado hasta tal punto que nadie puede asegurarse com-
pletamente los medios de vida. Se ven así obligadas a robar o quiebran rápidamente.
Jamás hay tiendas bien provistas de clientes. Y es lamentable ver tantos jóvenes engu-
llir allí dentro la dote apenas tocada de su mujer, o la herencia de sus padres, y todo
ello para una ocupación de sedentario y de verdadero holgazán>, (luna occupatione se-
dentaria et casi poltrona». El mismo virtuoso informador se indigna de que, en las ca-
sas maltesas, se multipliquen entonces los objetos de oro y de plata, un capital «inútil
y muerto1>, de que hombres, mujeres y niños de mediocre alcurnia se adornen con te-
jidos finos, con mantos de encaje y que, escándalo peor aún, las putane se paseen en
carroza, cubiertas de seda. ¡Al menos, añade sin el menor rastro de humor, ya que exis-
te una prohibición a este respecto, que se les imponga una tasa, «Un tanto al mese per
dritto d'abitzii! Siendo todo relativo, ¿no apunta ya esto hacia una especie de sociedad
de consumo?
Pero hay grados: cuando en 1815 J.-B. Say vuelve a ver Londres después de una
veintena de años (su primera estancia fue en 1796), se queda atónito: tiendas singula-
res ofrecen sus mercancías en rebajas, hay charlatanes por todas partes y carteles, (¡in-
móviles> unos, «ambulantes» otros, «que los peatones pueden leer sin perder un mi-
nuto». Los hombres-sandwich acaban de inventarse en Londres 221 •

46
!.os instrumentCJs del intcrrnmbio

Una tienda de lujo en Madn"d en la segunda rnitad del siglo XVJII: la tie_nda de anti~ü~d_ades.
Un decorado parecido al que descnhió Defoe para las nuevas tiendas londinenses a pnnc1p1osv/e
siglo. Cuadro de Luis Paret y Alcázar, Madnd, Museo Lázaro. (Foto Sea/a.) -~,
•/

Las razones
de un progreso

Concluiríamos en nuestro lenguaje de hoy día que hubo por todas partes un cre-
cimiento insólito de Ja distribución, una aceleración de los intercambios (de lo cual los
mercados y las ferias constituyen otros tantos testimonios), un triunfo (con el comercio
fijo de las tiendas y la extensión de los servicios) de un sector terciario que no deja de
tener relación con el desarrollo general de la economía.
Este desarrollo podría abastecerse de numerosas cifras, si se calculase la relación en-
tre el volumen de la población y el número de las tiendas 222 ; o el porcentaje respectivo
de las tiendas de artesanos y de comercios; o el tamaño medio, Ja ganancia media de
la tienda. W erner Sombartm ha puesto de relieve el testimonio de Justus Moser, his-

47
los instrumentos del intercambio

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48
Los instrumentos del intercambio

toriador de calidad, observador un poco disgustado que, a propósito de su ciudad de


Osnabrück, constata, en 1774, que clos merceros francamente se han triplicado des-
pués de un siglo, mientras que los artesanos se han reducido a la mitad>. Un historia-
dor, Hans Mauersberg 224 , acaba de ofrecernos constataciones análogas, provistas de ci-
fras, referentes a una serie de grandes ciudades alemanas. Al azar de algunos sondeos
(procedentes de inventarios post mortem), hecho uno de ellos en el Madrid de Feli-
pe IV 22 j, otros dos en las tiendas de revendedores catalanes y genoveses en Sicilia en el
siglo xv11 226 , se aprecian tiendas mediocres, mezquinas, amenazadas, que dejan más
que nada deudas a la hora de su liquidación. En ese pequeño mundo, las quiebras son
moneda corriente. Se tiene incluso la impresión -no es más que una impresión- de
que todo estarfa a punto en el siglo XVIII para un «poujadismo> activo, si los pequeños
comerciantes hubieran podido, entonces, hablar fracamente. En Londres, cuando el mi-
nisterio de Fox intenta gravarlos, en 1788, echa rápidamente marcha atrás ante cel des-
contento general [que la decisión ha provocado] entre el pueblo> 227 • Aunque las tien-
das no son el pueblo -'-Verdad evidente-, en ocasiones lo agitan. En el París de 1793
y 1794, los san.r-culottes se reclutan, en una buena pane, entre ese semiproletariado
de pequeños tenderos 228 • Lo cual podría inclinarnos a creer una referencia, a primera
vista un poco parcial, que pretende, hacia 1790, que en París 20.000 comerciantes mi-
noristas se encuentran al borde de la quiebram.
Dicho esto, en el estado actual de nuestros conocimientos, podemos afirmar:
-que el aumento de la población y el desarrollo de la vida económica a largo pla-
zo, el deseo del «comerciante minorista» de permanecer como tal, han determinado -~l
ensanchamiento de los intermediarios de la distribución. El hecho de que estos agentes
sean, según parece, demasiado numerosos prueba, a lo sumo, que esta progresión pre-
cede al crecimiento de la economía, lo hace demasiado confiadamente;
-que la fijeza de los puntos de venta, la apertura prolongada de las tiendas, la
publicidad, el regateo, la palabrería han debido jugar en beneficio de la tienda. Se en-
tra en ellas tanto para comprar como para discutir. Es un teatro en pequeño. Véanse
los diálogos divertidos y verosímiles que imagina, en 1631, el autor de Bourgeois Po-
li23º de Chartres. Sin embargo, ¿no es Adam Smith, en uno de sus raros momentos de
humor, quien comparaba al hombre, que habla, con los animales que no poseen el
mismo privilegio?: «La propensión a intercambiar objetos es, probablemente, con~e­
cuencia de la de intercambiar palabras ... >231 • Para Jos pueblos, gustosamente charlatl¡,.
nes, el intercambio de palabras es indispensable, aunque no se siga siempre el i~tr­
cambio de objetos;

-------·-·-·--·····----·--

Un panadero de París ha quebrado 28 de junio de 1770


El Señor Guesnée, mriestro panadero de París, se declara en quiebra ante la jurisdicción consular
de París, distinguiendo según la regla las deudas activas y las deudas pasivas del quebrado, no-
sot~os diríamos su activo y su pasivo. La página reproducida, la primera de un informe de cuatro
ho1as, muntra clara una serie de ventas a crédito. Entre los principales_ deudores .re encuentran
consejeros del Parlamento. Las deudas pasivas están constituidas por compras de harina, igual-
mente a crédito. Nuestro panadero pose'ía una tienda, •instrumentos», un ca"° y un caballo pa-
ra el reparto; el total se estimó en 6.600 libras, su mobiliario en 7.400 libras. Tranquilícese el
lector, el maestro panadero ha llegado a un acuerdo ton sus acreedores. Esperamos que su.r clien-
tes hayan sati.rfecho .rus deudas en el tiempo nece.rario. (Archives de la Seine, D' B6 , 11, dossier
526.)

49
Los instrumentos del intercambio

Tienda de boticario: fresco del castillo de lssogne, en el Val d'Aoste, finales del siglo XVI. (Foto
Scala.)

-que la razón máxima del esplendor de las tiendas ha sido el crédito. Por encima de
las tiendas, el mayorista concede crédito: el minorista tendrá que pagar lo que hoy de-
nominaáamos contratos. Los Guicciardini Corsi 232 , grandes comerciantes florentinos, a la
sazón importadores de trigo siciliano (prestaron dinero a Galileo y es un título de gloria
hoy día para esta gran familia), venden a diez y ocho meses de vencimiento la pimien-
ta de sus almacenes a los comerciantes revendedores, como dan fe de ello sus libros de
cuentas. Y ciertamente, no son innovadores en este terreno. Pero el tendero concede
crédito a sus dientes, a los ricos más todavía que a los pobres. El sastre concede crédi-
tos, el panadero concede crédito (con ayuda de dos láminas de madera 233 que se amues-
can a la vez cada día juntas, quedando una para el panadero, Ja otra para el diente);
el tabernero concede crédito 2H, el consumidor escribe con una raya de tiza su deuda
corriente en la pared; el carnicero concede crédito. Yo conocí una familia, dice Defoe,
cuya renta era de varios miles de libras al año y que pagaba al carnicero, panadero,
tendero y quesero 100 libras a la vez, dejando constantemente 100 libras de deudas 235 •
Comprobamos que el señor Fournerat que señala el Li11re commode des adresses
(1692)B6 , ropavejero bajo los arcos de Les Halles y que, en lo que está de su mano,
mantiene «un hombre de costumbres honestas por cuatro pistolas al año», comproba-
mos que este proveedor de un sigular «pret-a-porter» no debe hacerse pagar siempre
por adelantado. Y tampoco esos tres comerciantes ropavejeros asociados que, en la Ca-
lle Nueva de la parroquia de Sainte-Marie de París, ofrecen sus servicios para todos los
artículos de luto, capas, crespones y collarines, incluso para los trajes negros que se lle-
van en las ceremoniasm.

50
Los instrumentos del intercambio

El comerciante, en una situación de capitalista de poca monta, vive entre los que
deben dinero y aquellos a los que él debe. Es un equilibrio precario, al borde siempre
de la ruina. En cuanto un «proveedor» (entiéndase un intermediario en relación con
un mayorista o el mismo mayorista) le pone el cuchillo en la garganta, es la catástrofe.
O en cuanto un rico cliente desaparezca, y he aquí a una pescadera en situación de-
sesperada (1623): «Comenzaba a ganarme la vida y de un golpe me he quedado sin
blanca» 238 -entiéndase que la blanca es una pequeña pieza de diez denarios, reducida
al último ochavo. Todo tendero corre el riesgo de esta mal ventura: ser pagado tarde
o no ser pagado en absoluto. Un armero, Fran~ois Pommerol, poeta a ratos libres, se
queja, en 1632 239, de su condición en la que «hay que sufrir para ser pagado/tener pa-
cienci¡i cuando hay retraso» (es decir, cuando se es víctima de una demora).
Es la queja más común cuando el azar pone ante nuestra vista canas de pequeños
comerciantes, intermediarios, proveedores. «Una vez más le escribo estas líneas para sa-
ber cuándo se dignará a pagarme», 28 de mayo de 1669. «Señor mío, estoy harto ex-
trañado de que mis cartas tan frecuentemente reiteradas hagan tan poco efecto, a las
cuales debería dar respuesta un hombre honesto ... », 30 de junio de 1669. «No osa-
ríamos nunca creer que, después de habernos asegurado que vendríais a nuestra casa
para saldar vuestra cuenta, que os hubierais marchado sin decir nada», 1 de diciembre
de 1669. «Yo ya no sé cómo escribiros, veo que no hacéis caso de las cartas que os he
escrito ... ». 28 de julio de 1669. «Hace seis meses que os ruego me enviéis provisio-
nes ... », 18 de agosto de 1669. «Me doy cuenta de que vuestras cartas no hacen más
que entretenerme», 11 de abril de 1676. Todas estas cartas fueron escritas por diversos
comerciantes de Lyon 240 • No he vuelto a encontrar la de ese acreedor exasperado que
previene al delincuente que irá a Grenoble y hará justicia por su propia mano de forma
severa. Un mercader de Reíros, contemporáneo de Luis XIV, prestamista reticente, cita
el proverbio: «Al prestar, primo alemán; al restituir, hijo de puta» 241 •
Estos reglamentos inseguros crean dependencias y dificultades en cadena. En octu·
bre de 1728, en la feria de Sainte-Hostie, en Dijon, las telas se vendieron bastante
bien, no así los tejidos de lana o de seda. «... Se atribuye la causa a que los comercian-
tes al por menor se quejan de la poca venta que hacen, y de no ser pagados por aque-
llos a los que venden, y no tienen ganas de hacer nuevas compras. De otro lado, los
comerciantes al por mayor que vienen a las ferias rehúsan conceder crédito tras créd~to
a la mayor parte de los detallistas que no les pagan»l4 2• ·t1,
Pero frente a esta imagen, pongamos aquellas de Defoe que explica ampliame¡ite
que la cadena de crédito es la base del comercio, que las deudas se compensan ºentre
ellas y que se da, por este hecho, una multiplicación de las actividades y rentas mer-
cantiles. El inconveniente de los documentos de archivo ¿no escriba en recoger para el
historiador las quiebras, los procesos, las catástrofes en lugar del desarrollo regular de
los negocios? Los negocios con éxito, como las gentes felices, no tienen historia.

La exuberante actividad
de los buhoneros

Los buhoneros son comerciantes, de ordinario miserables, que «llevan al cuello», o


simplemente a la espalda, unas muy escuálidas mercancías. Pero no dejan de consti-
tuir, para los intercambios, una masa de mano de obra apreciable. Llenan en las mis-
mas ciudades, más aún que en los burgos y los pueblos, los espacios vacíos de las redes
ordinarias de distribución. Como estos huecos son numerosos, ellos pululan; es un
signo de los tiempos. Un retahíla de nombres les denomina en todas partes: en Francia
51
Los instrumentos del intercambio

colporteur, contreporteur, porte-balle, mercelot, camelotier, brocanteur; en Inglaterra.


hawker; hucktier, petty chapman, pedlar, packman; en Alemania, cada región los bau-
tiza a su modó: H6cke, Hueker, Grempler, Hausierer, Ausrufer ~se dice también el
Pfoscher (habilidoso), el Bonhasen; en Italia es el mer&iajuolo, en España el buhonero.
Tienen sus nombres particulares hasta en la Europa del Este: seyyar satici en turco (que
quiere decir a la vez buhonero y pequeño tendero), sergidzyja (del turco sergz) en len-
gua búlgara; torbar (del turco torba =saco) o torbar i srebar, o aún Kramar o Kriimer
(palabra de origen evidentemente alemán que designa igualmente bien el buhonero
que el conductor de caravanas o el pequeño burgués) en serbo-croata243 , etc.
Esta plétora de denominaciones indica que, lejos de ser un tipo social bien defini-
do, ~-bJ.Ihonería es una colección de oficios que se resisten a clasificaciones razonables:
un sabóyano afilador, en Estrasburgo, en 1703 244 , es un obrero que «esparce> sus ser-
vicios y vagabundea como tantos deshonilladores o silleros; un maragato 24 ), campesino
de la montaña cántabra, es un arriero qi.le trasporta trigo, madera, sogas de toneles,
barriles de pescado salado, tejidos de lana en bruto, además de ir desde las planicies
cerealistas y vinícolas de Castilla la Vieja hasta el Océano, o 11ice11ersa; es por añadidu-
ra, según la expresión colorista, un vendedor en ambulancia 246 porque es él quien ha
comprado, para revenderla, toda o una parte de las mercancías que ·transporta.
Son innegablemente buhoneros esos campesino tejedores del pueblo manufacture-
ro de Andrychow, cerca de Cracovia, o al menos se hallan entre los que van a vender
la producción de telas del pueblo a Varsovia, Gdansk, a Lwow, a Tarnopol, en las fe-
rias de lublin y de Dubno, que van incluso hasta Estambul, Esmirna, Venecia y Mar-
sella. Estos campesinos prontos a desarraigarse llegan en ocasiones a ser «pioneros de la
navegación en el Dniester y el Mar Negro ... > (1782)m. ¿Cómo denominar, por otra
parte, a esos mercaderes ricos de Manchester o esos manufactureros del Yorkshire y de
Coventry que, cabalgando a través de Inglaterra, acarrean esas mercancías a los tende-
ros? «Aparte de sus riquezas>, dice Defoe 248 , «Se trata de buhonerosi.. Y el término se
aplicaría con igual corrección a los mercaderes llamados forasteros 249 (es decir, proce-
dentes de una ciudad extranjera) que, en Francia y en otras partes, ruedan de feria en
feria, pero que en ocasiones están relativamente cómodos en un lugar.
Sea lo que sea, rica o pobre, la buhonería estimula, mantiene el intercambio, lo
propaga. Pero allí donde mantiene primacía, se comprueba de ordinario un cierto atra-
so económico. Polonia está retrasada con respecto a la e.conomía de Europa Occidental:
lógicamente allí el buhonero será el rey. ¿No es la buhonería una supervivencia de lo
que fue durante siglos, hace tiempo, un comercio normal? los syn·m del Bajo-Imperio
Romano son buhoneros. La imagen del mercader de Occidente, en la Edad Medía, es
la de un itinerante zarrapastroso, polvoriento, como el buhonero de todos los tiempos.
Un libelo de 1622m describe a ese mercader de antaño con «Un zurrón pendiendo del
costado, zapatos que no tienen cuero más que en la punta»; le sigue su mujer, cubierta
con «Un gran sombrero colgado por detrás hasta la cinturai.. Sí, pero esta pareja errante
se instala un buen día en una tienda, cambia de aspecto y aparece menos miserable de
lo que parecía. ¿No hay en la buhonería, al menos entre los itinerantes, ricos comer-
ciantes en potencia? Un azar, y he aquí que se promocionan. Son buhoneros los que
han creado casi siempre, en el siglo XVIII, las modestas tiendas ciudadanas de las que
hemos hablado. Incluso salen al asalto de las plazas mercantiles: en Munich, 50 firmas
italianas o saboyanas del siglo XVIII han salido de buhoneros que han triunfado 252 • Im-
plantaciones análogas han podido producirse, en los siglos Xl y XII, en las ciudades de
Europa, apenas grandes, entonces, como pueblos.
En todo caso, las actividades de los buhoneros, unidas las unas a las otras, tienen
efectos de masa; La difusión de la literatura popular y de los almanaques en los campos
no es lo único 253 • Toda la producción de vidrio de Bohemia214 , en el siglo xvm, es dis-
52
Los instrumentos del intercambio

tribuida por los buhoneros, tanto en los Países Bajos como en Inglaterra, en Rusia co-
mo en eJ Imperio Otomano. El territorio sueco, en los siglos XVII y XVIII, está vacío de
hombres en más de la mitad: algunos raros puntos poblados perdidos en la inmensi-
dad. Pero la insistencia de pequeños comercios ambulantes, originarios de Vestrogot-
hie o de Smaland, llega a distribuir allí a la vez «herrajes para caballos, clavos, cerra-
duras, alfileres ... , almanaques, libros píadosos 25 j>. En Polonia, los judíos itinerantes re-
presentan del 40 al ~() % del tráfico 256 , y triunfan así mismo en Alemania, dominando
ya en parte las ferias gloriosas de Leipzig 257.
La buhonería no está, pues, siempre a la cola. En más de una ocasión es pionera
de un mercado y lo domina. En septiembre de 1710 258 , el consejo de comercio de París
rechaza la demanda de dos judíos de Aviñón, Moisés de Vallebrege e Israel de Jasiar,
que querrían «vender telas de seda, lana y otras mercancías en todas la ciudades del
reino, durante seis semanas en las cuatro estaciones del año, sin tener tienda abierta».
Esta iniciativa de algunos mercaderes, que no son evidentemente pequeños buhoneros,
pareció «muy perjudicial para el comercio y para los intereses de los súbditos del rey>,
una amenaza no disimulada para los tenderos y los comerciantes. De ordinario, las po-
siciones son al revés: los comerciantes mayoristas y los tenderos importantes, o incluso
mediocres, mantienen los hilos de la buhonería, reservando a estos difusores obstina-
dos los artículos «invendídos:. que abarrotan sus almacenes. Porque el arte del- buho-
ne_ro es vender en cantidades pequeñas, introducirse en las zonas mal servidas, atraer
a los vacilantes, y para ello no ahorra ni su fatiga ni sus discursos, a semejanza del char-
latán de nuestros bulevares, uno de sus herederos. Listo, pillo, vivo: tal es como apa-
rece en el teatro, y si, en una obra de 1637 259 , la joven viuda no se casa finalmente
con el muy apuesto charlatán, no será por no haber sido tentada:

¡Dios mío, qué agradable es! Si tuviera con qué


y lo deseara yo, él me querría.
Pero los ingresos que consigue gritando gacetas
no servirían para comprar anteojos.

Lícitam~nte o no, los buhoneros se deslizan por todas partes, hasta las arcada$¡ de
San Marcos en Venecia o sobre el Puente Nuevo, en París. El puente de Abo (en F,ip-
landia) está ocupado por tiendas; esto no impide que los buhoneros se reunierar¡'en
los extremos del puente 26º. Es necesaria una reglamentación explícita en Boloniá, para
que la Gran-Plaza frente a la catedral, donde se celebra el mercado los miércoles v los
sábadós, no sea, gracias a ellos, transformada en una especie de mercado cotidiano261 •
En Colonia, se distinguieron 36 categorías de Ausrufer, de charlatanes callejeros262 • En
Lyon, en 1643, es un griterío continuo: «se anuncia todo lo que se ha de vender: los
buñuelos, la fruta, los capones, el carbón [de leña), las uvas en cajas, el apio, los gui-
santes cocidos, las naranjas, etc. Las lechugas y las hortalizas verdes son transportadas
en una carretilla y anunciadas. Las manzanas y las peras se venden cocidas. Se venden
cerezas al peso, a tanto la libra 263 ». Los gritos de París, los gritos de Londres, los gritos
de Roma se encuentran en los grabados de la época y en la literatura. Se reconoce a
estos vendedores en las calles romanas pintadas por el Carrache o por Giuseppe Barberi.
ofreciendo higos y melones, hierba, naranjas, bollos, bizcochos, panes, viejos vestidos,
rollos de tela y sacos de carbón, caza, ranas ... ¿Imaginaríamos la elegante Venecia del
siglo XVIII invadida por ~ercaderes de galletas de maíz? Y sin embargo, en julio de
1767, allí se venden muy bien, en grandes cantidades, «por el miserable precio de un
sueldo•. Resulta, dice un observador, que «la plebe famélica [de la ciudad] se empo-
brece sin cesar» 264 • ¿Cómo desembarazarse entonces de esta nube de comerciantes so-

53
Los instrumentos del intercambio

Comerciante de blinis en las calles de Moscú. Grabado de 1794. (Foto Alexandra Ska~yiíska.)

lapados? Ninguna ciudad lo consigue. Gui Patin escribe desde París, el 19 de octubre
de 1666 265 : «se comienza aquí a emplear la represión premeditada sobre las revende-
doras, encubridores, y chapuceros que dificultan el paso público; se quieren tener las
calles de París bien limpias. El rey ha dicho que quiere hacer de París la ciudad Au-
gusta que se hizo en Roma ... ». En vano, naturalmente: es tanto como cazar un en-
jambre de moscas. Todas las calle!i ciudadanas, todas las rutas campestres están transi-
tadas por estas piernas infatigables. Incluso Holanda, en una fecha tan tardía como
1778, está inundada «de mercachifles, trotamundos y buhoneros, de revendedores que
venden una infinidad de mercancías extrañas a las personas ricas y bien situadas que
pasan una gran parte del año en sus residencias campestres»266 . La locura tardía de las
residencias campestres bate entonces su récord en las Provincias Unidas, y esta moda
no puede ser extraña a una tal afluencia.
Frecuentemente, la buhonería se asocia a migraciones estacionales~ así para los sa-
boyardos267, los habitantes del Delfinado que alcanzan Francia y también Alemania,
para fos auverneses268 de los países altos, principalmente de la planicie de Saint-Flour,
que tecórrren los caminos de España. Hay italianos que vienen a Francia a hacer su «agos-
to»; algunos se contentan con volver al reino de Nápoles; hay franceses que llegan a
Alemania. La correspondencia de buhoneros de Magland 269 (hoy Alta Saboya) permite
seguit, de 1788 a 1834, las idas y venidas de «joyeros» ambulantes, verdaderos merca-
deres de relojes, que colocan sus mercancías en las ferias de Suiza (Lucerna y Zurich) 27º
y en las tiendas del sur de Alemania en los largos viajes, casi siempre los mismos,
que se perpetúan de padres a hijos y a nietos. Con mayor o menor suerte: en la feria
de Lucerna, el 13 de marzo de 1819, «apenas con qué beber por la noche un cuartillo»271 •
54
Los instrumentos del intercambw

A veces se producen bruscas invasiones, unidas sin duda al vagabundeo de las épo-
cas de crisis. En España, en 1783 272 , hay que tomar medidas generales, en bloque, con-
tra los trotacaminos, buhoneros y comerciantes ambulantes, contra «los que muestran
animales domesticados,,, contra esos extraños curanderos «que llaman salutadores, lle-
vando al cuello una gran cruz y pretendiendo curar las enfermedades de los hombres
y animales por medio de oraciones,,. Bajo el nombre genérico de bufón son designados
«malteses,,, «genoveses», naturales del país. No así los «franceses», pero esto debe ser
una pura omisión. Es natural que estos vagabundos de oficio tengan relaciones con los
vagabundos sin oficio con los que se cruzan en los caminos y que participen ocasional-
mente en las truhanerías de ese mundo marginal 273 • Es natural, asimismo, que estén
relacionados con el contrabando. ¡Inglaterra, hacia 1661, está llena de buhoneros fran-
ceses que, según sir Thomas Roe, del Privy Council del rey, contribuirían al déficit mo-
netario de la balanza del reino! 274 • ¿No serían· ellos los acólitos de esos marinos que
cargaban fraudulentamente en las costas inglesas lana y tierra de batán y descargaban
allí aguardiente?

¿Es arcaica
la buhonería?

Se asegura de ordinario que esta vida fascinante de la buhonería se extingue por


sí misma cada vez que un país alcanza un cierto gra~lo de desarrollo. En Inglaterra ha-
bía desaparecido en el siglo XVIII, en Francia en el siglo XIX. Sin embargo la buhonería
inglesa conoció un nuevo brote en el siglo XIX, al menos en los arrabales de las ciuda-
des industriales mal servidos por los circuitos ordinarios de la distribución m En Fran-
cia, toda investigación folklorista reencuentra sus huellas en el siglo XX 276 • Se pensaba
(pero se trata de una lógica a prion) que los modernos medios de transporte le habían
asestado un golpe mortal. Ahora bien, nuestros relojeros ambulantes de Magland uti-
lizan coches, diligencias e incluso, en 1834, con satisfacción, un navío a vapor en el
lago Lemán 277 • Jlay que pensar que la buhonería es un sistema eminentemente adap-
table. Cualquier fallo en la distribución puede hacerla surgir o resurgir. O cualqllier
multiplicación de las actividades clandestinas, contrabando, robo, encubrimiento'}pÜ
cualquier ocasión inesperada que relaja las concurrencias, las vigilancias, las fo.rmali-
dades ordinarias del comercio.
La Francia revolucionaria e imperial fue de esta forma el teatro de una enorme pro-
liferación de la buhonería. Veámoslo si no en ese juez severo del tribunal del comercio
de Metz que presenta (6 de febrero de 1813) un largo informe a los señores miembros
que componen el Consejo General del comercio en París 278 : «la buhonería de hoy -es-
cribe- no es la de otros tiempos, el fardo sobre la espalda. Se trata de un comercio con-
siderable cuyo domicilio está en todas partes puesto que no tiene domicilio». En suma,
bribones, ladrones, una plaga para los novatos, una catástrofe para los comerciantes «do-
miciliados» que tienen establecimiento en las calles. Sería urgente poner orden, aun-
que sólo fuera por la seguridad de la ciudad. Pobre sociedad donde el comercio está
tan poco considerado, donde después de las licencias revolucionarias y de la época de
los assignats, cualquiera, por el módico precio de una patente, puede hacerse comer-
ciante de cualquier cosa. La única solución, según nuestro juez: «¡restablecer los gre-
mios!»; y añade: «¡evitando los abusos de su primera institución!». No le seguimos más.
Pero es verdad que, en su tiempo, oleadas, ejércitos de buhoneros se señalan un poco
por todas partes. En París, en ese mismo año de 1813, el prefecto de policía es adver-
tido de que hay «vendedores callejeros» que levantan sus tenderetes en plena calle, por
55
Los instrumentos del intercambio

todas partes «desde el bulevar de la Madeleine hasta el del Temple>. Sin rubor, se ins-
talan delante de las puertas de las tiendas, y despachan las mismas mercancías para en-
fado de los tenderos, en primer lugar los vidrieros, los vendedores de porcelana, los
esmaltadores, los joyeros. Los responsables del orden ya no pueden contra esto: «sin ce-
sar se prende a los vendedores callejeros de uno u otro lugar, sin cesar vuelven allí [ ... ]
su gran número es para ellos una forma de sobrevivir. ¿Cómo poder controlar a tan
gran cantidad de individuos?». Además todos son indigentes. Y el prefecto de policía
añade «Este .comer¡:i9.irregu1ar no puede ser tan desfavorable para los comerciantes es-
tablecidos como se supone, porque casi todas las mercancías expuestas de este modo
son vendidas por ellos a los vendedores ambulantes que, con mucha frecuencia, no son
más que sus comisionistas~ .. >279.
Muy recientemente, la Francia hambrienta de 1940 a 1945 conoció, con el «mer-
cado negro», otro brote de buhonería anormal. En Rusia, el período 1917-1922, tan
difícil, con sus turbulencias, su circulación imperfecta, vio, en este tema, reaparecer a
los intermediarios ambulantes, como en tiempos atrás revendedores, recolectores abu-
sivos, traficantes, buhoneros, «hombres del saco» 28º como se decía con desprecio. Pero
hoy día los productores bretones que vienen con camión hasta París para vender allí las
alcachofas o las coliflores despreciadas por los mayoristas de Les Halles, son por un ins-
tante buhoneros. También son buhoneros modernos esos pintorescos campesinos de
Georgia y de Armenia, con sus sacos de hortalizas y de frutas y sus redes llenas de aves
vivas, que las reducidas tarifas de los aviones en las líneas interiores soviéticas permiten
ir hoy día hasta Moscú. Si un día la tiranía amenazante de los Uniprix de las grandes
redes mercantiles llegara a ser intolerable, no podemos asegurar que no vayamos a ver
desencadenarse contra ellos -todo volvería a ser como antes- una nueva buhonería.
Porque la buhonería es siempre una forma de volver al orden establecido del sacrosan-) 1

to mercado, de plantar cara a las autoridades establecidas. "


LDs instrumentos del intercambio

EUROPA: LOS MECANISMOS


EN EL LIMITE SUPERIOR DE LOS INTERCAMBIOS

Por encima de los mercados, de las tiendas, de la venta ambulante, se sitúa, en


manos de actores brillantes, u_~a__poderosa superes.tru_ctura de intercambios. Es el nivel
de los mecanismos mayores~ -de la gran economía, forzosamente del capitalismo que
no existiría sin ella.
En este mundo de antaño, las herramientas esenciales del comercio de gran radio
son !as ferias y l~ ~º'~~- No es que agrupen todos los grandes negocios. Las notarías,
en Fiarida-y en 'elcontinente -no en Inglaterra, donde su papel es únicamente iden-
tificar las personas- permiten liquidar a puerta cerrada innumerables y muy impor-
tan~es transacciones, tan numerosas que constituirían, según afuma un historiador, Jean-
Paul Poísson 281 , una manera de medir el nivel general de los negocios. Incluso los ban-
cos, esos depósitos donde el dinero se pone lentamente en reserva y de los que no se
escapa siempre con prudencia y eficacia, toman un lugar creciente 282 • Y las jurisdiccio-
nes consulares francesas (a quienes, además, serán confiadas más tarde las cuestiones y
litigios relativos a las quiebras) constituyen para la mercancía una justicia privilegiada
«Per legem mercatoriam.,,, una justicia expeditiva que salvaguarda los intereses de clase.
Además, Le Puy (17 de enero de 1757) 28 3, Périgueux (11 de junio de 1783)284 reclaman
juridkciones consulares que facilitarían su vida mercantil.
En cuanto a las cámaras de comercio francesas en el siglo XVIII (la primera en Dun-
qo.erque en 1700) 28 ~ y que se imitan en Italia (Venecia, 1763 286 , Florencia, 1770 287 ), tien-
den a reforzar la autoridad de los grandes negociantes en detrimento de los demás. Eso
es lo que dice francamente un comerciante de Dunquerque (6 de enero de 1710): «To-
das esas cámaras de comercio [ ... ] no son buenas más que para arruinar al comercio
general [el comercio de todo el mundo] haciendo que cinco o seis particulares sean due-
ños absolutos de la navegación y del comercio donde se establecen»288 • Además, según
los lugares, la instiriición triunfa con más o menos fortuna. En Marsella, la Cámara de
Comercio es el corazón: de la vida mercantil; en Lyon, es la Regiduría, de tal manera
que la Cámara de Comercio, de la que no se tiene demasiada necesidad, olvida finalr
mente reunirse, «He sido informado», escribe el controlador general (27 de junio de,
1775)28 9 «[ ... ]de que la Cámara de Comercio de Lyon no mantiene, o lo hace miry
poco, sus asambleas, que las disposiciones de las decisiones del Consejo de 1702 nb se
ejecutan y que todo lo que se refiere al comercio de esta ciudad se examina y decide
por los síndicos» -entiéndase los regidores de la ciudad. Pero ¿basta elevar la voz para
llamar a una institución a la vida de todos los días? Saint-Malo, en 1728, había de-
mandado en vano al rey una cámara de comercio 29º.
Por consiguiente, está claro que en el siglo XVIII los instrumentos del gran negocio
se multiplican y se diversifican. Las ferias y las Bolsas no dejan de estar en el centro de
la gran vida mercantil.

Las fen"as, viejas herramientas


reorganizadas sin fin

Las ferias son antiguas instituciones, menos antiguas que los mercados (y quizás ni
eso), que se sumergen, sin embargo, en un pasado de raíces interminables291 • En Fran-
cia, acertada o equivocadamente, la investigación histórica remonta sus orígenes más

57
Los instrumentos del intercambio

allá de Roma, hasta la época lejana de las grandes peregrinaciones celtas. El renaci-
miento del siglo XI, en Occidente, no sería la salida de cero (que '•e señala de ordina-
rio) puesto que subsistían todavía restos de ciudades, de mercadc~. de ferias, de pere-
grinaciones -en breve, de hábitos que bastaba recuperar. De la feria de Lendit, en
Saint-Denis, se decía que se remontaba por lo menos al siglo IX (al reinado de Carlos
el Calvo) 292 ; de las ferias de Troyes 293 , que habían sido romanas; de las ferias de Lyon,
que habían sido instituidas hacia el año 172 de nuestra era 294 • Pretensiones, habladu-
rfas, puesto que las ferias son, con toda probabilidad, más antiguas incluso que lo que
indican esas pretensiones.
En todo caso, su edad no les impide ser instituciones vivas que se adaptan a las
circunstancias. Su papel consiste en romper el círculo demasiado reducido de los inter-
cambios ordinarios. Un pueblo de Meuse en 1800 195 pide la creación de una feria para
hacer llegar hasta sus confines la quincalla que le falta. Incluso esas ferias de tantos bur-
gos modestos, que parecen no ser más que el enlace entre el campo próximo y el ar-
tesanado urbano, rompen, de hecho, el círculo habitual de los intercambios. En cuan-
to a las grandes ferias, movilizan la economía de vastas regiones; a veces el Occidente
entero se da cita, aprovechando las libertades y las franquicias ofrecidas que borran,
por un instante, el obstáculo de los múltiples impuestos y peajes. Todo concurre, des-
de t:s.e IJlQmento, a que la feria sea una reunión excepcional. El príncipe, que muy pron-
to puso la mano sobre esas confluefü:ias decisivas (el rey de Francia296, el rey de Ingla-
terra, el emperador), multiplicó las mercedes, las franquicias, las garantías, los privile-
gios. Sin embargo, hagámoslo notar de paso, las ferias no son francás ipso jacto y nin-
guna, ni siquiera la feria de Beaucaire, vive bajo un régimen de libre cambio perfecto.
Por ejemplo, de las tres ferias «reales> de Saumur, cada una de tres días, un texto dice
que son «de poca utilidad porque no son francas» 297
Todas las ferias se presentan como ciudades efímeras sin duda, pero son ciudades
aunque no sea más que por el número de sus participantes. Periódicamente, erigen sus
decorados; después, una vez terminada la fiesta, levantan el campamento. Después de
uno, dos o tres meses de ausencia, vuelven a instalarse. Cáda una de ellas tiene, por
consiguiente, su ritmo, su calendario, su distintivo, que no son los de las ferias vecinas.
Por otra parte, no son 'las más importantes las que tienen la tasa más elevada de fre-
cuencia, sino más bien las simples ferias de animales o, como se les llamaba, las foires
grasses. Sully-sur-Loire 298 , cerca de Orleáns, Pontigny en Bretaña, Saint-Clair y Beau-
mont de Laumagne, tienen cada una de ellas ocho ferias al año 299; Lectoure, en la ge-
neralidad de Montauban, nueve 300 ; Auch once 3º1 ; «las ferias de animales que se llevan
a cabo en Chenerailles, gran burgo de la Haute-Marche de Auvernia, son famosas por
la cantidad de animales cebados que se venden y cuya mayor parte se conduce a París».
Estas ferias se llevan a cabo los primeros martes de cada mes. Por consiguiente, doce
en totaP 01 • Igualmente, en la ciudad de Puy, «hay doce ferias al año, donde se venden
todo tipo de animales, sobre todo grandes cantidades de mulos y mulas, muchas pieles
de pelo, paños en bruto de todo tipo de telas del Languedoc, telas de Auvernia en blan-
co y rojo, cáñamos, hilos, lanas, artículos de peletería de todo tipo»> 3º3 • Mortain, en Nor-
mandía, ¿posee un récord con sus catorce ferias 3º4 ? No aposte1.. .::is demasiado pronto
por este caballo tan bueno.
Evidentemente, hay ferias y ferias. Hay ferias campesinas, como no lejos del Sena
la minúscula feria de la Toscanella, que no es más que un gran mercado de la lana;
basta que un invierno poco prolongado impida a los campesinos esquilar sus ovejas (co-
mo en mayo de 1652) para que la feria sea suprimida 305 •
Las verdaderas ferias son aquellas en que una ciudad entera abre sus puertas. En 2¡
ronces, o bien la feria sumerge todo y se convierte en la ciudad e incluso más que la
ciudad conquistada; o bien ésta es lo suficientemente fuerte como para mantenerla a

58
L(Js instrumentos del i11t~rcambi(J

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7. UNA !'RANCIA TODAVIA CUAJADA DE FEitlAS EN 1841


Según e/Diccfonnaire du commerce et des marchandises, 1841, 1, pp. 960 y Iigs.

una distancia prudencial: todo es cuestión del peso respec~ivo. Lyon es a medias vícti-
ma de sus cuatro ferias inónumentales 3~ París domina las suyas, las reduce a las di-
mensiones de grandes mercados; así fa antigua feria siempre viva de Lendit se desarro-
lla en Saint-Denis, fuera de sus mutes. Nancy 3º7 tiene la prudencia de relegar sus ferias
fllera de la ciudad, aunque al alcance de la mano, a Saint-Nicolas-du-Port. Falaise en
Normandía las exilia al gran pueblo de Guibray. Durante los intervalos de estas reu-
niones tumultuosas y célebres, Guibray se convierte en el palacio de la Bella Durmien-
te~ Beaucaire toma la precaución, como muchas otras ciudades, de situar la feria de la
Los instrumentos del intercambio

Feria anual junto a Amhem.


Estampa Je P. Je Hooghe
(164.5-1708). (Cliché Je la
Filnd(Jción A/las 11an Stolk,
Rotleráam.)
Los instrumentos del intercambio
Los instrumentos del intercambio

Madeleine, que consigue reputación y fortuna, entre ella y el Ródano. Pero esta mo-
lestia no merece la pena para los visitantes, unos cincuenta mil de ordinario, que in-
vaden la ciudad y, para asegurar un aspecto de orden, todas las brigadas de la gendar-
mería de la provincia son necesarias -e insuficientes. Pero la muchedumbre llega ge-
neralmente quince días antes de la apertura de la feria, el 22 de julio, antes de que
las fuerzas del orden estén en su lugar. En 1757, se propone justamente anticipar el
envío de la gendarmería al día 12, para que los visitantes y habitantes tengan
«seguridad».
Una ciudad dominada totalmente por sus ferias deja de existir en sí misma. Leip-
zig, que haría fortuna en el siglo XVI, destruida, reconstruye sus plazas y sus inmuebles
para que la feria pueda tener lugar cómodamente 308 . Pero Medina del Campo, en Cas-
tilla309, es todavía un ejemplo mejor. Se confunde con su feria que, tres veces al año,
ocupa la larga Rúa, con sus casas con pilares de madera, y la enorme Plaza Mayor, en
frente de la catedral, dónde, en tiempos de feria, se celebraba la misa en el balcón;
comerciantes y compradores seguían el oficio religioso sin tener que interrumpir sus ne-
gocios. San juan de la Cruz, niño, se extasiará ante las barracas pintarrajeadas de la
plaza310 . Hoy, Medina continúa siendo el decorado, el caparazó~ viviente de la antigua
feria. En Frankfurt del Meno 311 , la feria, en el siglo XVI, se mantiene todavía a distan-
cia. Pero en el siglo siguiente, demasiado próspera, sumerge a todo. Se quedan a vivir
comerciantes extranjeros en la ciudad, donde representan a empresas de Italia, de los
Cantones suizos, de Holanda. A continuación se produce una colonización progresiva.
Esos extranjeros, normalmente hijos menores de familia, se instalan en la ciudad con
el simple derecho de residencia (el Beísesserschutz); es el primer paso; a continuación
adquieren el Burgerrechet; pronto hablan como maestros. En Leipzig, donde d proce-
so es el mismo, el tumulto que se desencadena en 1593 312 contra los calvinistas, ¿no
es una especie de reacción «nacional» contra los comerciantes holandeses? Entonces,
¿hay que pensar que es la sagacidad lo que hace que Nuremberg 31 \ gran ciudad mer-
cantil donde las haya, habiendo obtenido del emperador, en 1423-1424 y en 1431, las
concesiones necesarias para establecer ferias, renunciará a instalarlas verdaderamente?
¿Sagacidad o descuido? Seguirá siendo ella misma.

Ciudades
en fiestas

La feria es el ruido, el estrépito, el tatachín, la alegría popular, el mundo al revés,


el desorden, en ocasiones el tumulto. Cerca de Florencia, en Prato3 14 , donde las ferias
se remontarían al siglo XIV, vienen en septiembre de cada año los trobetti de todas las
ciudades de Toscana a suonare, a cuantos más mejor, en las calles y plazas de la ciu-
dad. En Carpentras, en la antigua feria de Saint-Mathieu o de Saint-Siffrein, se eleva
el agudo son de las trompetas en las cuatro puertas de la ciudad, después en las plazas
y por fin delante de sus palacios. «Cada vez, le cuesta a la comuna siete soles por ins•
trume~tis!a» y las campanas suenan sin parar a partir de las cuatro de la mañana; fue-
gos artificiales, fuegos de alegría, redoble de tambores, todo esto lo tiene la dudad gra-
cias a su dinero. Y está tomada al asalto pór todos los bujones, vendedores de remedios
milagrosos, drogas, «ratafías purgantes» o drogas de charlatán, echadores de la. buena
ventura, prestidigitadores, danzarines en la cuerda floja, sacamuelas, músicos y cantan-
tes ambulantes. Los alberges rebosan de gente 315 • En París, la feria de Saint-Germain
que comienza después de la Cuaresma concentra tambiéd<l;! vida ligera de la capital
para las muchachas, _«es el tiempo de la vendimia», como dicC-Una reidora. Y el juego
atrae tanto a los aficionados como a las mujeres fáciles. La lotería llamada de la blanca

62
Los instrumcmtos del intercambio

hace furor: distribuye muchos billetes blancos, los perdedores, y algunos billetes ne-
gros, los ganadores. ¿Cuántas camareras no habrán echado a perder sus economías y su
esperanza de matrimonio en la blanca316 ? Pero este juego no es nada en comparación
con las timbas que ti.enen lugar en algunas tiendas de la feria, a pesar ~e la vigílan~ia
gruñona de las autoridades. Atraen a tantas personas como las casas de 1uego de Le1p-
zig, donde los polacos son asiduos 317 •
La feria es, en fin, sin excepción, el lugar de encuentro de las compañías de acto·
res. Desde el tiempo en que se celebraba en Les Halles de París, la feria de Saint-Ger-
main era la ocasión de representaciones teatrales. Las obras Prince des sots y Mere sotte,
que estaban en el programa en 1511, representan la tradición medieval de farsas y sá-
tiras de las que Sainte-Beuve decía: «Es ya nuestra comedia ligera» 318 • Pronto se añadirá
la comedia italiana que, cuando ya no estaba muy en boga, encontró en las ferias un
último refugio. En 1764, en la feria de Carpentras, «Gaetano Merlani y su compañia
florentína» ofrecían «comedias», Melchior Mathieu de Piolent «Un juego de carrusel» y
Giovanni Greci «obras de teatro» en las que aprovechan, en el entreacto, para vender
sus drogas 319 •
El espectáculo está también en la calle: procesión de apertura de los «cónsules [de
Carpentras}, con capirote, precedida de portadores de grandes masas de dinero con ro-
pas largas» 3 ~0 ; cortejos oficiales, el estatúder en La Haya 321 , el rey y la reina de Cerdeña
en las ferias de Alexandrie de la Paillem, el duque de Módena «con sus bagajes> en la
feria de Reggio Emilia, y así sucesivamente. Giovanni Baldi 323 , corredor toscano que
partió hacia Polonia para recuperar fas deudas mercantiies impagadas, llega a la feria
de Leipzig en octubre de 1685. ¿Qué van a revelarnos sus cartas sobre las ferias que en-
tonces estaban en plena expansión? Pues bien, nada más que la llegada de Su Alteza
el duque de Sajonia, «con un séquito numeroso de damas, señores y príncipes alema-
nes, venidos a ver las cosas más notables de la feria. Las damas, como los señores, apa-
recían con vestidos a tal punto soberbios que maravillaban>. Ellos forman parte del
espectáculo. . . .
La diversión, fa evasión, lo mundano, ¿es el término lógico de estas vastas repre-
sentaciones? Sí, a veces. En La Haya, que apenas es el centro político de Holanda, las
ferias constituyen sobre todo la ocasión, para el estatúder, de invitar a su mesa a ~se­
ñores y damas de distinción>. En Venecia, la feria de la Sensa'24 , de la Ascensión, '.gue
dura quince días, es una manifestación ritual y teatral: en la plaza de San Marcos)'se
instalan barracas de comerciantes extranjeros; hombres y mujeres salen enmascarádos y
el Dux,en frente de San Nicolo, desposa al mar como en otro tiempo. Pero pensemos
que en la feria de la Sensa, venidos para divertirse y gozar .del espectáculo de la sor-
prendente ciudad, se comprimen cada año más de 100.000 extranjeros 325 • De la misma
forma, en Bolonia, la feria de la Porchetta 326 constituye la ocasión de una enorme fiesta
popular y aristocrá6ca a la vez, y en el siglo XVII se erige en esta ocasión, en la Piazza
Maggiore, un decorado de teatro provisional, cada año diferente, y del cual las pin-
turas de las Insignia conservadas en los archivos expresan las extravagancias. Al lado del
teatro, las «tiendas de fa feria>, poco numerosas, se montan, según todas las eviden-
cias, para placer del público, no para llevar a cabo grandes negocios. La Bartholomew
Fair327, en Londres, constituye también el lugar de encuentro de simples regocijos po-
pulares, «sin intercambios serios». Una de esas verdaderas ferias residuales hechas para
recordar, sí hay necesidad, el ambiente de kermés, de licencia, de vida al revés que
son todas las ferias, las vivas y las menos vivas. Tiene razón el refrán que dice: «On ne
revient pas de foire comme de marché»3 28 •
Por el contrario, la feria parisina de Saint-Germain'29 , la única en la capital que ha
quedado muy viva, bajo el signo del placer -pensemos en sus célebres «nocturnos»
con sus miles de antorchas que son un espectáculo muy concurrido- conserva su as-
63
Los instrnmentos del intercambio

Kermes en Holanda 11 principios del siglo XVII. Detalle de un cuadro de David Vinckboons. (Lis-
boa, Museo de Arle Antiguo, cliché Giraudon.)

64
Los instrumi:ntos del intercambio

pecto mercantil: es la ocasión de ventas masivas de tejidos, de paños o de telas, a la


que acude una rica clientela cuyas carrozas se estacionan en un parking reservado. Y
esta imagen corresponde mejor que las precedentes a Ja realidad ordinaria de las ferias,
ante todo. reuniones -de.comerciantes. Dos visitantes holandeses observan asombrados
(febrero de 1657): cHay que confesar que, estando allí y considerando esta gran diver-
sidad de mercancías de mucho precio, París es el centro donde ·se encuentra todo lo
que es más raro en el mundo»330.

La evolución
de las ferias

Se dice a menudo que las ferias eran mercados al por mayor, sólo entre comercian-
tes331. Esto es señalar su actividad esencial, pero hacer caso omiso en la base de la enor-
me participación popular. Todos tienen acceso a la feria. En Lyon, según los taberne-
ros, buenos jueces en este caso, cpor cada comerciante que viene a las ferias a caballo
y que tiene para gastar y acomodarse en un buen alojamiento, hay veinte que vienen
a pie que se conforman con encontrar cualquier pequ("ña taberna» donde ínstalarse 332 •
En Salerno o en otra feria napolitana, nubes de campesinos aprovechan la ocasión para
vender un cerdo por aquí, una bala de seda griega por allá o un tonel de vino. En Aqui-
tania, boyeros y chapuceros van a la feria a la simple búsqueda de diversiones colecti·
vas: .cSe partía hacia la feria antes de despuntar el alba y se volvía en plena noche, des-
pués de haberse rezagado en las tabernas del gran camino»333 •
De hecho, en un mundo todavía esencialmente agrícola, todas las ferias (incluso
las grandes) están abiertas a la inmensa presencia campesina. En Leipzig, las ferias se
duplican con ferias considerables de caballos y de animales 334 • En Amberes, que tiene,
hacia 1567, con Berg-op-Zoom, cuatro ferias principales (dos en cada una de las ciu-
dades, de tres semanas cada una) se celebran también dos ferias de caballos de tres
días, una en Pentecostés, la otra en Nuestra Señora de Septiembre. Se trata de anima-
les de calidad, cbellos a la vista y rentables», que llegan sobre todo de Dinamarca -en
súma, se trata de salones del automóvilm. Al menos en Amberes hay clasificación~lse­
paración de géneros. Pero en Verona 336 , villa insigne de la Terra Ferma veneciana, todo
se mezcla y, en abril de 1634, el éxito de la feria, a decir del experto, tiene men~1ím­
portancia por las mercancías venidas de.fuera que por cla cantidad de animales de todo
tipo que se llevaron».
Dicho eso, es cierto que lo esencial de las ferias, económicamente hablando, es la
actividad de los grandes comerciantes. Son ellos los que, perfeccionando la herramien-
ta, han hecho de ellas el lugar de encuentro de los grandes negocios. ¿Las ferias han
inventado o reinventado el crédito? Oliver C. Coxm quiere que éste sea exclusivamen-
te una invención de las verdaderas plazas mercantiles, no de las ferias, esas ciudades
artificiales. Como el crédito es, sin duda, tan viejo como el mundo, la disputa es un
poco vana. En todo caso, hay un hecho cierto: las ferias han desarrollado el crédito.
No hay ninguna feria que no concluya con una sesión de cpago». Así sucede en Linz,
enorme feria de AustriaB 8 • Así sucede en Leipzig, desde su primera prosperidad, du-
rante la última semana llamada Zahlwoche 339 Incluso en Lanciano 340 , pequeña ciudad
del Estado Pontificio que se vé inundada regularmente por una feria de dimensiones
sin embargo modestas, se encuentran antiguas letras de cambio a puñados. De la mis-
ma forma, en Pézenas o en Montagnac, cuyas ferias, relevos de las de Beaucaire, son
de una calidad análoga, toda una serie de letras de cambio se despachan sobre París o
sobre LyonH•. Las ferias constituyen, en efecto, una confrontación de deudas que, al

65
Los instrumentos del intercambio

destruirse unas a otras, se funden como la nieve en el suelo: son las maravillas del scon-
tro, de la compensación. Aproximadamente cien mil «escudos de oro en oro», es decir
de piezas en efectivo, pueden liquidar en Lyon, por clearing, intercambios de millo-
nes. Por cuanto que una buena parte de estas deudas que subsisten son liquidadas ya
por una promesa de pago sobre una plaza (letra de cambio), ya por aplazamiento del
pago hasta la feria siguiente: es el depósito, que se paga de ordinario al 10% al año
(2,5% a tres meses). La feria es, as1, creadora de crédito.
Si se compara una feria a uria pirámide, se escalona desde las actividades múltiples
y menudas en la base, después las mercancías en bruto, normalmente productos pere-
cederos y a bajo precio, hasta las mercancías de lujo, lejanas y de alto percio; el vértice
estaría formado por el activo comercio de dinero, sin el cual nada se movería, o por lo
menos nada se movería con la misma velocidad. Ahora bien, la evolución de las gran-
des ferias parece haber consistido, en términos generales, en dar ventaja al crédito en
relación con la mercancía, el vértice en relación con la base de la piramide.
Ert todo caso, la curva dibuja muy pronto el destino ejemplar de las antiguas ferias
de Champagne 342 • En el momento de su apogeo, hacia 1260, mercancías y dinero ali-
mentan un tráfico muy vivo. Cuando se deja sentir el reflujo, las mercancías son las
primeras afectadas. El mercado de capitales sobrevive más tiempo y mantiene activas
las operaciones internacionales hasta 1320 aproximadamente 343 • En el siglo XVI, un
ejemplo más convincente todavía es el de fas ferias de Plaisance, llamadas de Besan~on.
Son continuadoras -y de ahí el nombre que les queda- de las ferias fundadas en
1535 por los genoveses en J3esan~on 344 , que entonces era ciudad imperial, para compe-
tir con las ferias de Lyon, cuyo acceso les estaba cerrado por Francisco l. De Besan~on,
estas ferias genovesas fueron trasladadas, al pa5ar los años, a Lons-le-Saunier; a Mont-
luel, a Chambéry, finalmente a Plaisance (1579) 345, donde fueron prósperas hasta
1622 346 • No vamos a juzgarlas por su aspecto. Plaisance es una feria reducida en su vér-
tice. Cuatro veces al año, es un: lugar de encuentros decisivos pero discretos, up_po_co
como sucede, en nuestros días, con las reuniones de la Banca internacional en Basilea.
Casi no se lleva ninguna mercancía al encuentro, se lleva muy poco dinero contante y
sonante pero grandes masas de letras de cambio, que constituyen verdaderamente los
signos de la riqueza entera de Europa, de la cual los pagos del Imperio Español cons-
tituyen la corriente más viva. Unos sesenta hombres de negocios están presentes, ban-
chien· di conto genoveses en su mayor parce, algunos milaneses, otros florentinos. Son
los miembros de un club donde no se puede entrar sin pagar una fuerte fianza (3.000
escudos). Estos privilegiados fijan el conto, es decir la cotización de los cambios de li-
quidación al final de cada feria. Es el gran momento de estas reuniones a las que asis-
ten, bajo mano, comerciantes cambistas, cambiatori y representantes de grandes em-
presas347. En total, 200 iniciados de comportamiento discreto, que tratan de enormes
negocios, tal vez de 30 a 40 millones de escudos en cada feria, y más si damos crédito
al libro bien documentado del genovés Domenico Peri (1638)H8 •
Pero todo tiene fin, incluso el ingenioso y provechoso clean"ng genovés. No funcio-
naba más que en la medida en que venía a Génova la plata de América en cantidad
suficiente. Cuando decrecieron las llegadas de metal blanco, hacia 1610, el edificio se
vió amenazado. Por escoger una fecha nada arbitraria, recordemos el traslado de las fe-
rias a Novi, eri 1622349 , que milaneses y toscanos no aceptaron y que constituye una
buena señal de este deterioro. Pero ya volveremos sobre estos problemas.

66
!.os instrumentos del inter<~zmbi"

Ferias
y circuitos

Vinculadas entre sí, las ferias se corresponden. Tanto si se trata de ferias simple-
mente mercantiles como si son ferias de crédito, se organizan para facilitar los circuitos.
Si se consideran en un mapa las ferias de una región dada (Lombardía310 o el reino de
NápoJesm en el siglo XV por ejemplo, o los circuitos de ferias que coinciden en Linz
sobre el Danubio: Krems, Viena, Freistadt, Graz, Salzburgo, Bolzano'52 ), el calendario
de estas reuniones sucesivas pone de manifiesto que aceptan dependencias recíprocas,
que los comerciantes pasan de una feria a otra con sus carruajes, sus animales de carga
o sus mercancías a la espalda, hasta que el círculo de estos viajes se cierra y vuelve a
empezar. Es decir, un movimiento en cierto modo perpetuo. Las cuatro ciudades, Tro-
yes, Bar-sur-Aube, Provins y Lagny, que se reparten en la Edad Media las grandes fe.
rías de Champagne y Brie, no cesan en el transcurso del año de estar en candelero.
Henri Laurent 313 pretende que el primer circuito ha sido el de las ferias de Flandes; las
ferias de Champagne lo habrían imitado. Es posible. A no ser que el movimiento cir-
cular haya sido creado casi por todas partes, y como por sí mismo, por una suerte de
necesidad lógica análoga a la de los mercados ordinarios. Como para el mercado, es
necesario que la región, despojada por la feria de sus capacidades de ofertas y deman-
das, tenga tiempo de reconstruirlas. De ahí las pausas necesarias. Es necesario también
que el calendario de las diversas ferias facilite los itinerarios de los comerciantes forá-
neos que las visitan sucesivamente.
Las mercancías, el dinero y el crédito son apresados por estos movimientos girato-
rios. El dinero anima evidentemente al mismo tiempo los circuitos de mayor apertura
y acaba, de ordinario, en un punto central del que vuelve a partir para reanudar su
curso. En el Occidente, en franca recuperación a partir del siglo XI, un centro domi-
nará finalmente todo el sistema de pagos europeos. En el siglo XIII, son las ferias de
Champagne; éstas declinan a partir de 1320, registrándose repercusiones por todas par-
tes -hasta en el lejano reino de NápolesH 4- ; a continuación el sistema se reconstruye
como puede alrededor de Ginebra en d siglo xv1m, después alrededor.de Lyonll 6 ; ter-
minando por fin, con el siglo XVI, alrededor de las ferias de Plaisance, es decir de'Gé-
nova. Nada es más revelador de las funciones de estos sistemas sucesivos que las rup-
turas que marcan el paso de uno a otro. '/
A partir de 1622, sin embargo, ninguna feria se situará ya en el centro obligatorio
de la vida económica de Europa para dominar el conjunto. Amsterdam, que no es
una verdadera ciudad de ferias, ha comenzado a afirmar su papel, obteniendo la su-
perioridad anterior de Amberes: se organiza como una plaza permanente de comercio
y dinero. Su fortuna marca el declinar, si no de las ferias mercantiles de Europa, por
lo menos de las grandes ferias dominantes del crédito. La era de las ferias ha pasado
su apogeo.

La decadencia
de las ferias

En el siglo XVIII, hay que reconocer que las medidas gubernamentales que deciden
«desde hace algunos años fla libertad} de enviar a país extranjero la mayoría de las mer-
cancías manufacturadas sin pagar derechos y hacer entrar las materias primas con exen-
ciones, [no puede sino] disminuir de año en año el comercio de las ferias, cuya ventaja

67
Los instrumentos del intercambio

era procurar estas exenciones; y que de año en año se acostumbra, cada vez más, a efec-
tuar el comercio directo de estas mercancías sin hacerlas pasar por las ferias» 357 Esta ob-
servación figura en una carta del interventor general de Hacienda, a propósito de la
feria de Beaucaire en septiembre de 1756.
Es en ese momento cuando Turgot 358 redactaría el artículo consagrado a las ferias,
aparecido en la Enciclopedia en 17 57. Para él, las ferias no son mercados «naturales»
que nazcan de las «mercancías», del «interés recíproco que compradores y vendedores
han de buscar [ ... ) por consiguiente, no hay que atribuir al curso natural de un co-
mercio animado por la libertad esta ferias brillantes, donde las producciones de una
parte de Europa se concentran con grandes gastos y que parecen ser el punto de en-
cuentro de las naciones. El interés que debe compensar estos gastos exorbitantes no pro-
viene de la naturaleza de las cosas, sino que resulta de los privilegios y franquicias con-
cedidas al comercio en ciertos lugares y en ciertos momentos, mientras que está abru-
mado en otras partes de tasas y derechos». Así que abajo los privilegios, o que los pri-
vilegios sean para todas las instituciones y prácticas mercantiles. «¿Es necesario ayunar
todo el año para hacer una buena comida en ciertos días?», preguntaba M. de Gour-
nay, y Turgot recoge la frase bajo su responsabilidad.
Pero para hacer una buena comida todos los días, ¿basta con eliminar esas viejas
instituciones? Es verdad que en Holanda (el ejemplo aberrante de La Haya cuenta po-
co) las ferias desaparecen; que en Inglaterra la gran feria de Stourbridge, en otro tiem-
po «beyond ali comparisom, pierde su comercio al por mayor, el primero en declinar,
después de 1750 359 • Turgot tiene razón, por consiguiente, como tantas otras veces:1ª
feria es una forma arcaica de intercambios; puede, en su época, dar el pego e incluso
prestar servicios, pero allí donde se mantiene sin rival, la economía marca el paso. Así
se explica la fortuna, en los siglos XVII y XVIII, de las ferias un poco venidas a menos
pero siempre vivas en Frankfurt y de las ferias nuevas de Leipzig 360 ; de las grandes fe-
rias polacas 361 : Lublin, Sandomir, Thorun, Poznan, Gniezno, Gdansk (Dantzig). Léo-
pol (Lwow), Brzeg 362 , en Galitzia (donde en el siglo XVII se podían ver más de 20.000
cabezas de ganado a la vez); y de las ferias fantásticas de Rusia, donde pronto nacerá,
en el siglo XIX, la feria más que fantástica de Nijni Novgorod 363 • Verdad a fortion' en
el Nuevo Mundo, donde Europa comienza más alla del Atlántico. Para no escoger más
que un ejemplo creciente, ¿puede haber feria más simple y más colosal al mismo tiem-
po que la de Nombre de Dios, sobre el istmo de Darien, que se trasladará a partir de
1584, semejante a sí misma, siempre colosal, al abra vecina y también malsana de Por-
to Belo? Las mercancías de Europa se cambian con el metal blanco que proviene de
Perú 364 • cEn un solo contrato se concluyen negocios de ocho a diez mil ducados ... »365 •
El monje irlandés Thomas Gage, que visita Porto Belo en 1637, cuenta que había visto
en el mercado público montones de dinero como pilas de piedras 366 •
Por esos desfases y esos retrasos, yo explicaría de buena gana el brillo persistente
de la feria de Bolzano, en los pasos alpinos que conducían al sur de Alemania. En cuan-
to a esas ferias tan vivas del Mezzogiorno italiano 367 , ¡qué mala señal para su salud eco-
nómica! En efecto, si la vida económica se precipita, la feria, viejo reloj, no sigue la
aceleración nueva; pero cuando esta vida se hace más moderada la feria vuelve a tener
su razón de ser. Es así como interpreto el comportamiento de Beaucaire, feria, por así
decirlo, «excepcional» porque «se estanca durante el período de auge [ 1724-1765 ]l> y
«asciende cuando todo declina a su alrededor» 368 , de 1775 a 1790. Durante ese período
desapacible que, en Languedoc y tal vez en otras partes, no sería ya el «verdadero» si-
glo XVIII, la producción lanza a la feria de la Madeleine sus excedentes inutilizados y
abre una crisis cde aglomeración», como diría Sismondi. ¿Pero dónde podría encontrar
entonces esta aglomeración otra puerta de salida? A propósito de este impulso de con-
trasentido de Beaucaire, yo no introduciría, por mi parte, la cuestión del papel del ne-

68
Los instrumentos del intercambio

gocio extranjero, sino, en el primer plano, la economía misma del Languedoc y de


Provenza.
Es sin duda con esta perspectiva como hay que comprender el proyecto un poco
simplista de un francés de buena voluntad, un cierto Trémouillet, en 1802 369 • Los ne-
gocios van mal. Miles de pequeños comerciantes parisinos están al borde de la quiebra.
Sin embargo existe una solución (¡y muy sencilla!): crear en París ferias grandiosas, en
el límite mismo de la ciudad, sobre la plaza de la Revolución. El autor imagina, sobre
ese vasto terreno vacío, alamedas escaqueadas, bordeadas de tiendas, y de enormes cer-
cados reservados a los animales y a los indispensables caballos. El proyecto está desgra-
ciadamente mal defendido cuando se trata de exponer las ventajas económicas de la
operación. ¿Es posible· que sean tan evidentes para el autor que éste no juzgue nece-
sario explicarlas?

Depósitos, almacenes,
tiendas, graneros

La lenta, a menudo imperceptible (y a veces discutible) decadencia de las ferias sus-


cita todavía más problemas. Richard Ehi:enbetg pensaba que habían sucumbido ante
la competencia de las Bolsas. Tesis inSostenible, respondía André E. Sayous con mal
humor 370 • Igualmente, si las ferias de Plaisance han sido el centro de la vida mercantil
al final del siglo XVI y principios del siglo XVII, el nuevo centro del mundo será pron-
to, a continuación, la Bolsa de Amsterdam: una forma, un mecanismo ha triunfado
sobre el otro. Poco importa que Bolsas y ferias coexistan, lo cual no es menos cierto, a
lo largo de los siglos: una sustitución de este tipo no se consigue en un día. Además,
si la Bolsa de Amsterdam se ha retirado indiscutiblemente del vasto mercado de capi-
tales, organiza también con mucha altura el movimiento de mercancías (pimienta o es-
pecias de Asia, granos y productos del Báltico). Para Werner Sombart 371 , hay que bus-
car la explicación acertada en la etapa del transporte, almacenamiento y reexpedición
de las mercancías. Las ferias han sido de todos los tiempos, subsisten en el siglo XVIII
como concentraciones de mercancías. Estas se ponen allí a resguardo Pero con ePau-
mento de la población, el crecimiento ya catastrófico de las ciudades y la lenta mejo.llía
del consumo, el comercio al por mayor no podía hacer otra cosa que desarrollam;: des-
bordar el canal de las ferias, organizar!¡e de manera independiente. Esta organización /
autónoma, por mediación de las tiendas, graneros, depósitos o almacenes, tiende a sus-
tituir, por su regularidad que evoca la tienda, a las actividades semejantes a eclipses de
las ferias.
La explicación es verosímil. Pero Sombart la lleva, sin duda, demasiado lejos. Para
él, lo importante es saber si el almacén al por mayor donde se tasa la mercancía, a dos
pasos de la clientela y de manera permanente, va a funcionar o naturaliter -y enton-
ces no sería otra cosa que un depósito- o mercantaliter, es decir, de manera mercan-
til371. En cualquier caso, el almacén y una tienda de rango superior, una tienda en
que el dueño es el comerciante al por mayor; el comerciante «mayorista» o, como se
dirá pronto de manera más noble, el «negociante» 372 • En las puertas del almacén, las
mercancías se entregan a los revendedores en grandes cantidades, «bajo cuerda»m, se-
gún se dice, sin que se abran siquiera las balas. ¿Cuándo comienza ese comercio al por
mayor? ¿Tal vez en Amberes, en tiempos de Ludovico Guicciardini (1567) 374 ? Pero cual-
quier cronología estricta a estos efectos no podría ser más que discutible.
Es innegable, sin embargo, que con el siglo XVIII, sobre todo en los países activos
del Norte ligados a los tráficos del Atlántico, el comercio al por mayor toma un auge·

69
Los instrumentos del i11terrnmbio

El almacén donde un comerciante florentino ha guardado sus mercancías desembarcadas en Pa-


lermo. Miniatura de un artista flamenco ilustrando una traducción francesa del Décaméron
(1413), de laurent de Premierfait, Biblioteca del Arsenal, ms 5070, f 314 rº. (Cliclé B.N.)

jamás visto hasta entonces. En Londres, los mayoristas se imponen en todos los terrenos J.
del intercambio. En Amsterdam, al principio del siglo xvm, «como llegan diariamente~
gran número de navíos [ ... ] es fácil comprender que hay un gran número de almacenes
y cuevas para meter todas las mercancías que llevan esos buques: además, la ciudad
está bien provista, disponiendo de barrios enteros que no son más que almacenes o gra-
neros de cinco a ocho pisos, y la mayoría de las casas que están sobre los canales tienen
de dos a tres almacenes y una cueva». Este equipamiento no es siempre suficiente y
sucede que los cargamentos se quedan en los barcos «más tiempo del deseable». Tanto
que se construyen sobre el emplazamiento de viejas casas gran cantidad de nuevos al-
macenes, los cuales «dan muy buenas rentas:o3 75.
De hecho, la concentración mercantil en beneficio de los depósitos y almacenes se
convierte en un fenómeno general en la Europa del siglo xvm. Así, el algodón en bru-

70
Los instrumentos del intercambio

to, el «algodón en rama» se concentra en Cádiz si viene de América Central; en Lisboa


(en orden decreciente de precios, los algodones de Pernambuco, de Maranháo, de Pa-
ra)376 si es de procedencia brasileña; en Liverpool si viene de la Indias 377 ; en Marsella
si llega de levantem. Mayence, sobre el Rinm, es para Alemania el gran atracadero
de vinos procedentes de Francia. lille 380 , desde antes de 1715, posee almacenes muy
grandes donde se reúnen los aguardientes destinados a los Países Bajos. Mar~ella, Nan-
tes, Burdeos son los almacenes principales en Francia de un comercio de las islas (azú-
car, café) que anima la prosperidad mercantil del reino, en tiempos de luis XV. In-
cluso las ciudades medias, Mulhouse 381 , Nancy 382 , multiplican los almacenes de todos
los tamaños. Estos ejemplos sólo son una muestra de cientos de casos. De esta forma
se dibuja una Europa de almacenes, que sustituye a la Europa de las ferias.
Con esto, en el siglo XVIII todo da la razón a Sombart. ¿Pero y antes? La distinción
entre los dos modos, mercantaliter y naturaliter, ¿es plausible? Siempre han existido
almacenes y depósitos (storehouses, warehouses, Niederlager, magazzini di trafico,
khans del Oriente Medio, ambary de Moscovia383 ). E incluso «cuidades de depósito»
(siendo Amsterdam el modelo del género) en que el oficio y el privilegio consiste en
servir como lugar de reserva a las mercancías que deben volver a expedirse a continua-
ción: así, en Francia, en el siglo XVII 384 , Ruan , París, Orleáns, Lyon; así «el depósito
de la ciudad baja» en Dunquerque 38 ). Toda ciudad tiene sus almacenes privados o pú-
blicos. En el siglo XVI, las lonjas en general (como en Dijón o en Beaune) «parecen ha-
oer sido a la vez almacenes al por mayor, depósitos y postas» 386 • ¡Más lejos en el tiempo
que los almacenes públicos reservados al trigo o a la sal! Muy pronto, sin duda antes
del siglo XV, Sicilia posee, cerca de sus puertos, cancatori, enormes almacenes donde
se acumula el trigo, obteniendo el poseedor un recibo (cedo/a) -las cedo/e se nego-
cianm En Barcelona, desde el siglo XIV, en las bellas casas mercantiles de piedra del
Montjuich, clos almacenes se ponen en la planta baja, situándose la vivienda [del co-
merciante] según los inventarios en la planta de arriba:. 388 • Hacia 1450, en Venecia, en
torno a la plaza de Rialto, en el corazón de la vida comercial de la ciudad, las tiendas
se suceden por calles especializadas: «encima de cada una de ellas, hay una sala que
parece un dormitorio común de monasterio, de suerte que cada comerciante veneciano
tiene su propio almacén lleno de mercancías, de especias, de tejidos preciosos, de
sedería» 389. '1
Ninguno de estos detalles es, por sí solo, perentorio. Ninguno distingue, lo qu~,se
llama distinguir, el almacenamiento puro y simple del comercio al por mayor, qu~,·es­
tán, sin duda, mezclados muy pronto. El almacen, instrumento mejorado, existía for-
zosamente desde hacía largo tiempo, bajo formas diferentes, modestas, mixtas, porque
respondía a las necesidades evidentes desde siempre, concretamente a las debilidades de
la economía. Lo que obliga a almacenar es el ciclo demasiado largo de la producción
Y. de la vida comercial, la lentitud de los viajes y de las informaciones, la incenidumbre
de los mercados lejanos, la irregularidad de la producción, el juego solapado de las es-
taciones ... Por otra parte la prueba de esto es que, a partir del día en que se precipita
la velocidad y aumenta el rendimiento de los transpones, en el siglo XIX, a partir del
día en que la producción se concentra en las poderosas fábricas, el antiguo comercio
de depósito deber~ modificarse considerablemente, a veces por completo, y de-
saparecer390

71
Los instrumentos del intercambio

Las Bolsas

Le Nouveau Négoeirint de Samuel Ricard, en 1686, define la Bolsa como el «lugar


de encuentro de bangueros, comerciantes y negociantes, agentes de cambio y de ban-
ca, corredores y otras personas». La palabra vendría de la ciudad de Brujas, donde estas
reuniones se celebraban «cerca del Hotel de Bourses, así llamado por un señor de la
antigua y noble familia van der Bourse, que lo había hecho construir y que había ador-
nado el frontispicio del escudo con sus armas, cargado con tres bolsas .. , que pueden
verse todavía hoy en este edificio». Poco importan las dudas que plantee la explicación.
En todo caso, la palabra hizo fortuna, sin eliminar no obstante otras denominaciones.
En Lyon, la Bolsa se llamaba plaza de cambios; en las ciudades hanseáticas, Collége de
comerciantes; en Marsella; la Logia; en Barcelona como en Valencia, la Lonja. No siem-
pre poseía su propio edificio, y de ahfulia confusión del nombre entre el lugar de reu-
nión y la Bolsa misma. En Sevilla, la reunión de fos comerciantes se llevaba a cabo dia-
riamente sobre las gradas391 de la catedral; en Lisboa, en la Rua Novam, la mayor y
más larga de la ciudad, ya citada en 1294; en Cádiz, la Calle Nueva, sin duda abierta
después del saqueo de 1596 393 ; en Venecia, bajo los pórticos de Rialto394 y en la Loggia
dei Mercanti, construida sobre la plaza en estilo gótico en 1459 y reconstruida en 1558;
en Florencia, en el Mercato Nuovo 3 9~, sobre la actual Piazza Mentana 396; en Génova 397 ,
a 400 metros de la Strada Nuova, sobre la Piazza dei Banchi398 ; en Lille 399, en el Beau-
regard; en Lieja400 , en la casa de Poids Public1 construida al final det siglo XVI, o sobre
el muelle de la Beach, o sobre las espaciosas galerías del Palado episcopal, o en una
taberna vecina; en La Rochelle, al aire libre, «entre la calle de los Petíts-Bacs y la calle
Admyrauld», en el lugar llamado el Cantón de los Flamencos, hasta la construcción de
un edificio especial en 1761 401 • En Frankfurt del Meno402 , las reuniones tenían lugar tam-
bién al aire libre, unterfreiem Himmel, en el Fischmarkt, el mercado del pescado. En
Leipzig 403 , la bellísima Bolsa fué construida desde 1678 hasta 1682 «auf dem Nasch-
markt»; anteriormente, los negociantes se reunían bajo una arcada, en una tienda de
la feria o al aire libre cerca de la báscula. EnDunquerque,«todos los negociantes a la
hora del mediodía [se reúnen cada día] en la plaza situada delante de la casa de esta
ciudad [entiéndase el ayuntamiento]. Y es allí, a la vista de todo el mundo [ ... ] que
estallan altercados entre personajes importantes [ ... ] después de palabras fuertes» 4º4 • En
Palermo, la Loggia de la plaza actual del Garafello es el lugar de reunión de los co-
merciantes y, en 1610, les es prohibido acudir una vez «Sonata l'avemana di Santo An-
tonio»4º5. En París, durante mucho tiempo situada en la vieja plaza de los Cambios,
en el Palacio de Justicia, la Bolsa se instala en el palacio de Nevers, calle Vivienne, se-
gún la·decisión del Consejo del 24 de septiembre de 1724. En Londres, la Bolsa, fon·
dada por Thomas Gresharn, toma a continuación el nombre de Royal Exchange. Está
situada en el centro de la ciudad, aunque, según una corresponsal extranjera 406 , en el
momento de las medidas que se tomaron contra los quakers, en mayo de 1670, la reu-
nión se hace en este lugar «dovesi radunano li mercanti», para ser traslasdada a diversos
puntos en caso de necesidad.
De hecho, es normal que toda plaza tenga su Bolsa. Un marsellés que hace un exa-
men general de conjunto (1685) observa que, sí bien los términos varían: «en varios
lugares el mercado, y en las Escalas del Levante el bazar>, la realidad es, en todas par-
tes, la misma407 • Por ello, comprendemos la sorpresa de ese inglés, Leeds Booth, que
se convirtió en cónsul ruso en Gibraltar 408 , que escribe en su gran informe al conde de
Ostermann (14 de febrero de 1782): «[En Gibraltar] no tenemos lugar de cambio don-
de los comerciantes se reúnan para negociar como en las grandes ciudades de comercio;
y hablando sinceramente, no tenemos más que muy pocos de ellos [comerciantes] en
72
Los instrumentos del intcrc-ambw

este lugar, y a pesar de que es muy pequeño y no produce nada, se hace un comercio
muy imponante en tiempo de paz.> Gibraltar es, como Livourne, la ciudad floreciente
del fraude y del contrabando. ¿Para qué le serviría una Bolsa?
¿De cuándo datan las primeras Bolsas? Sobre este punto, las cronologías pueden
llamar a engaño: la fecha de construcción de los edificios no coincide con la de la crea-
ción mercantil. En Amsterdam, el edificio data de 1631, mientras que la Nueva Bolsa
había sido creada en 1608 y la Antigua se remontaba a 1)30. A menudo hay que con-
formarse con fechas tradicionales que tienen su valor. Pero no con la abusiva lista cro-
nológica que hace nacer la Bolsa en los países del None: Brujas 1409, Amberes 1460
(edificio cot;istruido en 1518), Lyon 1462, Tolosa 1469, Amsterdam 1)30, Londres 1554,
Ruan 1556, Hamburgo 1558, París 1563, Burdeos 1564, Colonia 1566, Dantzig 1593,
Leipzig 1635, Berlín 1716, La Rochele 1761 (en construcción), Viena 1771, Nueva York
1772.
A pesar de las apariencias, esta lista no establece ninguna prioridad nórdica. En rea-
lídad, en efecto, la Bolsa alcanza su pleno apogeo en el Mediterráneo por lo menos
desde el siglo XIV-, en Pisa, en Venecia, en Florencia, en Génova, en Valencia, en Bar-
celona, donde la Lonja solicitada a Pedro el Ceremonioso fue acabada en 1393 409 .
Su gran sala de estilo gótico, aún en pie, habla de la antigüedad de su creación.
Hacia 1400, «toda una escuadra de corredores circula [en ella] entre los colonos y los
pequeños grupos, éstos sbn los corredores d'orella, los corredores de oreja> cuya misión
es escuchar, hacer informes, poner en relación a los interesados. Cada día, a lomos de
una mula, el comerciante de Barcelona va a la Lonja, y ordena sus asuntos, acercándose
después con un amigo al huerto de 12. Lonja, donde descansa41 º. Y sin duda esta acti-
vidad bolsista, o de aspecto bolsista, es más antigua de lo que señalan nuestras refe-
rencias habituales. Así, en 1111, en Luca, cerca de la iglesia de Saint-Martin, se reu-
nían ya los cambistas: alrededor de ellos los mercaderes, los notarios, ¿no es ésta una
Bolsa en potencia? Basta que intervenga el comercio a gran distancia, y pronto inter-
viene aunque no sea más que a propósito de las especias, de la pimienta y. a conti-
nuación, de los barriles de arenques del Norte ... 411 • Esta primera actividad bolsista de
la Europa Mediterránea, por otra parte, no es en sí misma una creación ex nihilo. La
realidad, si no la palabra, es muy antigua; data de las reuniones de mercaderes que
conocieron muy pronto todos los grandes centros de Oriente y del Mediterráneo y qµe
parecen estar atestiguadas en Roma hacia finales del segundo siglo después de Jesucrq~­
to412. ¿Quién no imaginará encuentros análogos en la curiosa plaza de Ostia, dg9de
los mosaicos marcan los lugares reservados a mercaderes y patrones de barcos extranjeros?
Las Bolsas se parecen. El espectáculo en las horas breves de actividad es casi siem-
pre, por lo menos a partir del siglo XVII, el de multitudes ruidosas, comprimidas, con
estrecheces. En 1653, los negociantes de Marsella reclaman «Un lugar que les sirva de
Lonja y retirarse de la incomodidad que sufren al estar en la calle que, desde hace tan-
to tiempo, han hecho servir como lugar para su negocio> 413 • En 1662, podemos encon-
trarlos en la planta baja del pabellón Puget, en «una gran sala que comunica mediante
cuatro puertas con el muelle y donde [ ... } de cada lado de las puertas se colocan las
notas de salida de los barcos>. Pero pronto será demasiado pequeña. «Hace falta per-
tenecer a la raza de las serpientes para entrar allí>, escribía el caballero de Gueidan a
su amigo Suard; «¡qué tumulto!, ¡qué ruido! Confesad que el templo de Plutón es una
cosa singular:.414 . Es que todo buen negociante debe darse una vuelta por la Bolsa cada
día al final de la mañana. No estar allí, no ventear las noticias tan a menudo falaces,
es arriesgarse a perder una buena ocasión y, tal vez, a hacer correr rumores molestos
sobre el estado de los negocios. Daniel Defoe 411 advertía solemnemente al almacenista:
«To be absent from Change, which is his market [... ], at the time when the merchants
general/y go about to buy», es buscarse lisa y llanamente la catástrofe.

73
Los instrumentos del intercambio

En Amsterdam, el gran edificio de la Bolsa fue terminado en 1631, en la plaza del


Dam, de frente al Banco y al edificio de la Oost Jndische Compagnie. Se estima, en
tiempos deJean-Pierre Ricard (1772), en 4.)00 el número de personas que se presen-
tan afü cada día, desde el medio día hasta las dos de la tarde. El sábado, la afluencia
es menor al no acudir los judíos en ese día416 • El orden es estricto, se asignan lugares
numerados a cada sector comercial; se dispone de un buen millar de corredores, jura-
dos o no. Y sin embargo nunca es fácil encontrarse en el tumulto, el horroroso con-
cierto de cifras cantadas a voz en grito, el ruido de las conversaciones ininterrumpidas.
La Bolsa es, salvadas las proporciones, la última etapa de. una feria, pero que no
se interrumpe. Gracias al encuentro de negociantes importantes y de una nube de in-
termediarios, todo se trata a la vez, operaciones sobre mercancías, cambios, participa-
ciones, seguros marítimos en que los riesgos se reparten entre numerosos garantes; es
también un mercado monetario, un mercado financiero, un mercado de valores. Es na-
tural que estas actividades tiendan a organizarse, cada una de ellas, de manera autó-
noma. En Amsterdam, desde principios del siglo XVII, se constituye así, en parte, una
bolsa de los granos 417 , que se celebra tres veces por semana, de las diez de la mañana
al medio día, en un inmenso vestíbulo de madera donde cada comerciante tiene su fac-
tor «que se toma el cuidado de llevar las muestras de granos que puede vender [ ... ] en
sacos que pueden contener una o dos libras. Como el precio de los granos se ajusta tan-
to mediante el peso [específico} como por la buena o mala calidad, hay tras la Bolsa
diversas balanzas pequeñas mediante las cuales, pesando tres o cuatro puñados de gra-
nos ... se conoce el peso del saco». Estos granos son importados a Amsterdam para el
consumo del país, pero no para la reventa o la reexportación. Las compras mediante
muestras han sido muy temprano la regla general en Inglaterra y alrededor de Jlarís,
particularmente para las compras masivas de granos destinados a las tropas.

En Amsterdam,
el mercado de valores

A principios del siglo XVII, la novedad consiste en la implantación en Amsterdam


de un mercado de valores. Los fondos públicos, las prestigiosas acciones de la Compa-
ñia de las Indias Orientales se convierten en el objeto de vivas especulaciones, absolu-
tamente modernas. Que ésa sea la primera Bolsa de valores, conto se dice a menudo,
no es totalmente exacto. Los títulos de deuda del Estado se negocian muy pronto en
Venecia418 , en Florencia desde antes de 1328 41 9, en Génova, donde hay un mercado ac-
tivo de luoghi y paghe de la Casa di San Giorgio 42º, por no hablar de las Kuxen, las
acciones de las minas alemanas cotizadas desde el siglo XV en las ferias de Leipzig421 ,
de los juros españoles 422 , de las rentas francesas sobre el Hotel de Vi/te ( 1522)423 o del
mercado de las rentas en las ciudades hanseáticas, desde el siglo XV 424 • Los estatutos de
Verona, en 1318, introducen el mercado a plazo (mercato a termine)4 2l. En 1428, el
jurista Bartolomeo de Bosco protesta contra las ventas de loca, a plazo, en Génova 426 •
Hay muchas pruebas de una anterioridad mediterránea.
Pero lo nuevo en Amsterdam es el volumen, la fluidez, la publicidad, lll libertad
especulativa de las transacciones. El juego se mezcla allí de manera frenética, el juego
por el juego: no olvidemos que, hacia 1634, la manía de los tulipanes que hace furor
en Holanda lleva a cambiar, por un bulbo «sin valor intrínseco>, «un~ carroza nueva,
dos caballos grises y sus arreos:.427 Pero el juego sobre las acciones, en manos de exper-
tos, podía asegurar cómodos ingresos. En 1688, un comerciante curioso, Joseph de La
Vega (1650-1692), judío de origen español, hacía aparecer en Amsterdam, bajo el am-
74
Los instrumentos del intercambio

lnten'or de la Bolsa de Amsterdam en 1668. Cuadro de Job Berckheyde. (Foto Stedelijk, Museo
de Amsterdam.)

biguo título de Confuúón de confusiones428 , un extraño libro, de difícil comprensión


debido a un estilo alambicado (el stilo culto de la literatura española del momento),
pero detallado, vivo, único en su género. No hay que creerle al pie de la letra, sin du-
da, cuando sugiere que se habría arruinado, en este juego infernal, cinco veces se-
guidas. O cuando se queda atónito ante cosas ya antiguas: mucho antes de 1688 «Se
ha vendido a plazo el arenque que no ha sido pescado, los trigos y otras mercancías
que no se han producido o que no se han recibido»; las especulaciones escandalosas de
Isaac Le Maire sobre las acciones de las Indias, que se sitúan en los mismos comienzos
del siglo xvn, implican ya mil sutilezas e incluso picaresca42 9; hace ya también mucho

75
LrJs instriimentos del intercambio

tiempo que los corredores se dedican a asuntos de la Bolsa, enriqueciéndose, mientras


que fos comerciantes se empobrecen según sus afirmaciones. En todas las plazas, Mar-
sella o Londres, París o Lisboa, Nantes o Amsterdam, fos corredores, poco atados por
fos reglamentos, van a su ai.te con comodidad.
Pero también es cierto que los juegos bolsista5 de Amsterdam han alcanzado un
grado de so.fistieación, de irrealidad, que harán de esta ciudad, durante largo tiempo,
un lugar aparte de Europa, un sitio donde la gente no se contenta con comprar y ven-
der acciones apostando al alza o a la baja, sino donde jugar con sabiduría permite es"
pecular incluso sin tener dinero ni acciones en la mano. Es allí donde los corredores se
lo. pasan en grande. Se dividen en camarillas -se llamaban rotteries. Si uno juega al
alia, el otro, el de los «contramineros>, jugará a la baja. Esto inclinará a la masa muelle
e indecisa de especuladores en un sentido o en otro. Cil.inbiar de campo; para un: corre-
dor, lo cual sucede, es un acto de prevaricacion43 º. .· .
Sin embargo, las acciones son nominales y la Compañía de las Indias conserva los
títulos, y el comprador no entraba en posesión de una acción más que mediante la ins"
cripción de su nombre en un registro que se llevaba a este efecto. La Compañfa creyó
de esta forma; al principfo, poder oponerse a la especulación (la acción al portador no
será aceptada sino hasta más tarde), pero la especulación rio implica la pósesión. El ju-
gador vende, de hecho, lo que no posee; compra lo que no poseerá: es, como se dice,
comprar o vender «en blanco>. Al final, la operación se salda con una pérdida o un
beneficio. Se liquida esta pequeña diferencia y el juego continúa. Laprime, ot.to jue"
go, es simplemente. un poco más complicado 431,
De hecho, al estar la5 acciones implicadas en un alza a largo plazo, la especulación
se instalará foriosamente en la corta duración. Estará al acecho de las fluctuaciones de
un instante, que una noticia verdadera o falsa provoca fácilmente; El representante de
Lüis XIV ante las Provincias UnidaS, en 1687, se sorprende al principio de que, des-
pués de todo el rQido que se hace como consecuencia de la conquista de Bantam, en
la isla de Java, todo suceda como si la noticia fuera falsa. Pero «yo no estoy tan sor-
prendido>, escribe el 11 de agosto, «de esto; ha servido para hacer bajar las acciones en
Amsterdam y algunos se aprovechan de ello> 432 • Diez afios más tarde, otro embajador
dirá que «el barónJouasso, un judío muy rico de La Haya>, presumía ante él de poder
ganar «cien mil escudos en un día», «si conocía la muerte del Rey de España [el pobre
Carlos II,. cuya muerte se esperaba de un momento a otro] 4 ó 5 horas antes de que
fuera pública en Amsterdam» 433 «Estoy persuadido de ello>, añadía el embajador, «por~
qus él y otros dos judíos, Texeira y Pinto, son los más poderosos en el comercio de
accmnes». .
En esta época, no obstante, esas prácticas no alcanzan aún la importancia que co-
nocen en el siglo siguiente, a partir de la Guerra de los Siete Añ.os, .con la ampliación
del juego sobre las acciones de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, del Banco
de Inglaterra, de la Compañía del Mar del Sur y, sobre todo, de los empréstitos del
gobierno inglés, «el océano de las anualidades», como dice Isaac de Pinto ( 1771 )4 J<I. Los
precios de las acciones no serán, sin embargo, publicados oficialmente más que a partir
de 1747, cuando la Bolsa de Amsterdam hacía públicos los de las mercancías desde
1585 435 (330 artículos en esta fecha, 550 en 1686) 436 • Lo que explica el volumen y el
brillo de la especulación en Amsterdam, relativamente enorme desde sus inicios, es que
intervenían siempre gentes humildes y no sólo los grandes capitalistas. ¡Cienos espec-
táculos nos hacen pensar en corredores de apuestas! «Nuestros especuladores», cuenta
Joseph de la Vega en 1688, «frecuentan ciertas casas en las que se vende una bebida
que los holandeses llaman colfy y los levantinos caffé•. Estas colfy huisen «son de gran
comodidad en invierno, con sus acogedoras estufas, sus pasatiempos seductores: unas
ofrecen libros para leer, otras mesas de juego y todas interlocutores con quienes dis-

76
Los instrumerJtos del intercambio

currir; uno toma chocolate, otro café, otro leche, otro té y todos, por así decirlo, fu-
man tabaco [ ... ] Así se calientan, se regalan, se divierten con poco gasto, escuchan las
noticias [ ... ] Encra entonc;es en una de estas casas, en horas de Bolsa, tal o cual alcista.
Se le pregunta cuánto valen las acciones, él añade un 1 ó 2 % al precio que tengan en
el momento, saca un pequeño cuaderno de notas y se pone a escribir lo que no ha he-
cho más que de pensamienco, para hacer creer a alguien que lo ha hecho de verdad y
para avivar [ ... ] el deseo de comprar alguna acción, en el temor de que suba todavía» 437 •
¿Qué muestra esta escena? Si no me equivoco, la forma en que la Bolsa estruja el
bolsillo de los pequeños ahorradores y de los pequeños jugadores. El éxito de la ope-
ración es posible: 1° porque no existe aún, repitámoslo, curso oficial alguno que per-
mita seguir fácilmence las variaciones de la misma; 2º porque el corredor -interme-
diario obligatorio- se dirige en este caso a gentes sencillas que no tienen derecho, re-
servado a los comerciantes y corredores, a entrar en el santuario de la Bolsa, aunque
ésta se encuentre a dos pasos de todos los cafés en cuestión, Café Francés, Café Roche-
lés, Café Inglés, Café de Leyde 438 • Entonces, ¿de qué se trata? De lo que hoy llama-
ríamos un juego en Bolsa de poca monta, de una gestión a la búsqueda de fondos.
La especulación en Amsterdam implica una multitud de pequeños personajes, pero
los grandes especuladores también están allí y son los más activos. Según testimonio
de un italiano, Michele Torcía (1782), en principio imparcial, Amsterdam es aún en
esta fecha tardía la Bolsa más activa de Europa439; supera a Londres. Y sin duda el enor-
me volumen (a los ojos de los concemporáneos, se enciende) del juego de las acciones
tiene que deberse a alguna causa, al igual que el hecho de que coincida enconces con
la fiebre sin tregua de los préstamos acordados con el extranjero, otra especulación tam-
bién sin igual en Europa y sobre la que volveremos.
Los documentos de Louis Greffulhe 440 , instalado a partir de 1778 como dueño y
señor de un importante establecimiento de Amsterdam 441 , dan una idea bastante clara
de esta doble expansión. Volveremos a referirnos frecuentemente a la vida y milagros
de este nuevo rico emprendedor y prudente, a sus lúcidos testimonios. En 1778, la vís-
pera de la entrada en guerra de Francia al lado de las colonias inglesas de América, se
da en Amsterdam rienda suelta a las locas especulaciones. El momento parece propi-
cio, al abrigo de la neutralidad, para aprovecharse de las circunstancias. ¿Pero había
que arriegarse con las mercancías coloniales de las que se preveía escasez, dejarse tentar
por los préstamos ingleses, después franceses, o financiar a los Insurgentes? «Vuesf~o
antiguo agence Bringley», escribe Greffulhe a A. Gaillard (en París), «está hasta hr t.o-
ronilla de los americanos» 442 • En cuanto .a él, Greffulhe, que se mete en todos los ne-
gocios de su alcance que le parecen buenos, se lanza de lleno a las especulaciones de
Bolsa, por encargo. Juega por él mismo y por los demás, por Rodolphe Emmanuel Ha-
ller (sobre codo por él, que se ha hecho cargo del antiguo banco Thelusson-Necker),
por Jean-Henri Gaillard, por los Perrégaux, por el universal Panchaud, banqueros de
París, y, en Génova, por Alexandre Pictet, por Philibert Cramer, por Turrettini, nom-
bres todos ellos que figuran con letras de oro en el gran libro de la banca protestante,
estudiada por H. Lüthy 443 • El juego es difícil y arriesgado, y supone grandes sumas de
dinero. Pero en fin, si Louis Greffulhe lo dirige con tanta calma, es sobre todo porque
se trata de dinero de los demás. Que pierdan le molesta sin llegar a desesperarle: «Sí
se pudiera adivinar en los asuntos de fondos [entiéndase los fondos ingleses] como en
muchos otros», escribe a Haller, «siempre se harían, mi buen amigo, buenos negocios>.
«La suerte puede cambiar», explica en otra parte, «aún habrá muchas alzas y bajas».
No obstante, no hace compras ni prórrogas sin haber reflexionado. No es un temera-
rio, un inprudence como Panchaud; lleva a cabo las órdenes de sus clientes. A Phili-
bert Cramer, que le da orden de comprar «10.000 libras de Indias», es decir acciones
de la Compafiía de las Indias Orientales, «a partes iguales con los señores Marcet y Pie-

77
Los instrumentos del intercambio

tet, pudiendo obtenerlas de 144 a 145» le responde Greffulhe (4 de mayo de 1779):


«Imposible, pues a pesar de la baja que han experimentado estos fondos, valen 154 en
agostó y 152 eri mayo. No vemos posibilidad por el momento de que pueda efectuarse
esta compra; pero hemos tomado buena nota de ello~444 •
El juego, para todo especulador de Amsterdam, consiste en adivinar la cotización
fumra en la plaza holandesa conociendo la cotización y los acontecimientos de Lon-
dres. Además Greffulhe se esfuerza por obtener informes directos de Londres, que no
sólo le llegan mediante las valijas del correo. Está en contacto con la capital inglesa
-donde especula por su propia cuenta- con su cuñado Sartoris, modesto y simple eje-
cutante, y con la gran casa judía de). y Abraham Garcia, a la que utiliza aunque des-
confia de ella.
La correspondencia tan activa de Greffulhe no hace más que abrirnos una estrecha
ventana a la gran especulación de Amsterdam. Hay que ver, no obstante, hasta qué
punto la especulación holandesa se abre al exterior, hasta que punto se sitúa allí el ca-
pitalismo internacional. Dos libros de rescontre 44 ) de la contabilidad de Louis Grefful-
he podrían permitir ir más lejos: hacer un cálculo de los beneficios de estas complica-
das operaciones. El rescontre (como en Ginebra se llama el rencontre) es la reunión que
celebran todos.los trimestres los corredores de acciones que efectúan las compensacio-
nes y desgloban las pérdidas y las ganancias del mercado a plazo y del mercado de pri-
mas. Los dos libros de Greffulhe son una relación detallada de las operaciones que él
hace, en este caso, por cuenta de sus corresponsales. Un agente de cambio actual po-
dría desenvolverse allí sin errores, pero un historiador se pierde más de una vez. Ya
que de aplazamiento en aplazamiento hay que seguir a menudo una operación a través
de varios rescontres para tener una posibilidad de calcular los beneficios, que no siem-
pre están al final. Confieso no haber tenido la paciencia de seguir hasta el fin estos
cálculos.

En Londres,
todo recomienza

En Londres, que tanto tiempo ha envidiado y copiado a Amsterdam, los juegos lle-
gan pronto a ser los mismos. Desde 1695, la Royal Exchange había contemplado las
primeras transacciones con los fondos públicos, las acciones de las Indias y del Banco
de Inglaterra. Se convirtió casi inmediatamente «en el lugar de cita de los que, tenien-
do dinero, quieren tener más, y también de la clase más numerosa de hombres que,
no teniendo nada, tienen la esperanza de atraer para sí el dinero de los que lo poseen».
Entre 1698 y 1700, la Bolsa de valores, que se encontraba limitada en la Royal Exchan-
ge, se instaló enfrente, en la célebre Exchange Alley.
Hasta la fundación de la Stock Exchange, en 1773, los cafés de Exchange Alley fue-
ron el centro de la especulación de los «mercados a plazo o, como se les llamaba, de
las carreras de caballos de la Alameda del Cambio»446 • Garaway's y Jonathan's eran los
lugares de cita de los corredores de acciones y fondos del Estado, mientras que los es-
pecialistas del seguro marítimo frecuentaban el café de Edward Lloyd, los de la rama
del siniestro iban al Tom's o al Carsey's. La Exchange Alley podía finalmente «recorrer-
se en un minutó y medio~. escribe un panfletista en 1700. «Os detenéis en la puerta
de Jonathan, estáis frente al sur, avanzáis unos pasos, giráis después al este, llegáis a
la puerta de Garaway. Desde allí váis a la puerta siguiente y llegáis [... ] a la calle Bir-
chin. [ ... ] Después de haber guardado vuestra guía en su caja y de haber dado la vuel-
ta al mundo del agio os volvéis a encontrar en la puerta de Jonathan.» Pero este mi-
78
Los instrumentos del intercambio

núsculo universo, en las horas punta lleno hasta los topes, con sus costumbres, sus pe-
queños grupos agitados, es un nudo de intrigas, un centro de poder447 • ¿A dónde irán
a protestar los protestantes franceses, irritados Pº! el Tratado de Utrecht (1713) que va
a restablecer la paz entre la reína de Inglaterra y el rey de Francia, con la esperanza de
alzar en su contra a los negociantes y ayudar así a los whigs? A la Bolsa y a «los cafés
que se resentían de sus crisis» (29 de mayo de 1713) 448 •
Estos pequeños mundos sensibles penurb:i.n a los otros, pero el exterior, a su vez,
les perturba sin fin. Las noticias que agitan la cotización, tanto aquí como en Amster-
dam, no provienen siempre del interior. La Guerra de Sucesión de España ha sido fér-
til en incidentes dramáticos de los que todo parecía depender en ese momento. Un ri-
co mercader judío, Medina, había ideado hacer acompañar a Marlborough en todas sus
campañas, pagando a este avaro e ilustre capitán una renta anual de 6.000 libras es-
terlinas, lo cual se reembolsaba con creces al conocer el primero, directamente, la suer-
te de estas famosas batallas: Ramillies, Oudenarde, Blenheim 449 • Se decía que el resul-
tado de la batalla de Waterloo había ido en beneficio de los Rothschild. Anécdota por
anécdota, ¿retrasó Bonaparte deliberadamente la noticia de Marengo (14 de junio de
1800) para permitir un sensacional golpe de Bolsa en París 45º?
Como la de Amster~am, la Bolsa de Londres tiene sus costumbres y su argot per-
sonal: los puts y los refu.rals que conciernen a las transacciones a plazos; los bu/Is y los
bears, que son esos compradores y vendedores a plazos que no tienen en realidad nin-
gún deseo de comprar ni de vender, sino sólo de especular; el n'ding on hor.re back,
que es una especulación sobre los billetes de lotería gubernamental, etc 451 • Pero, en con-
junto, se encuentran en Londres, con un poco de retraso, las mismas prácticas que en
Holanda, incluso los Rescounters days -palabra calcada directamente de los Re.rcon-
tre-Dagen de Amsterdam. As1, cuando las prohibiciones gubernamentales impiden
los puts y refusals en 1734, lo cual evita, por lo menos durante un tiempo, comprar
y vender sin dinero, como en Amsterdam, surgen los Rescounters que favorecen las
mismas prácticas, bajo otra forma. Y, tanto en Londres como en Amsterdam, los corre-
d_?res se interponen y se ofrecen, corr~d?res de merca~cías (trigo, colorantes, espe~ies,
cañamo, seda), stock brokers o especialistas del camb10. En 1761, Thomas Mommer
protestaba enérgicamente contra esa calaña. Every man his broker, cada uno ha de ser
su corredor. éste es el dtulo de su libro y un proceso, en 1767, será la ocasión pa,ra
tomar medidas de liberalización en este sentido: se precisará oficialmente 4 ~ 2 que no·~~s
obligatorio ser representado por el corredor. No obstante, todo esto no hace más,9úe
recalcar la importancia, en la vida de la Bolsa, de este oficio cuyas tarifas por oua·parte
son relativamente livianas: 118 o/o desde.1697. Por encima de los corredores se adivina
la acción de los grandes comerciantes y de los banqueros orfebres y, por encima, de
ningún modo despreciable, la de esas moscas que se llaman en el argot del oficio job-
bers, es decir intermediarios no oficiales. Desde 1689, George White acusaba a «esta
extraña especie de insectos llamados stock-jobbers> de hacer bajar y subir las acciones

8. El DESARROLLO DE LOS BANCOS FRANCESES

Mapa dibujado por Gt1y Antonielti, Une maison de Banque a Paris au XVII' sii:de, Greffulhe Montz et Compagnie
( l 789· 1793 ). 1963, fuera de texto. fa de obie11Jar que la banca Greffulhe eJ entonceJ la miiJ importante de Parú, que la
capital francesa se ha tran<formt1do en un centro financiero que influye mbre Europa, que los círr;ulos con cuadrícula co"eJ·
panden, según la divertida nomenclatura de Antonie111; al •hexiigono de los grandes negocio<•: entiéndase, los seis centros
prin.:ipales de Landre<, Amsterdam, Ginebra, Lyon, Burdeos y Nante<. ¿No da la impre1ión de equilibrio entre los seis •ér·
ticeJ del hcxiigono?

79
Los instrumentos ,¡,.¡ intercambw

Qor14!ans

Génova

Qrolosa
'~ ... ......
'- ..... ---~- .... , ....
'--,_

a
-
Hexágono de
grandes negoci
Escala de diámetros

1O millones de libras
-- - -8, 1 millones de libras


- - ---- - - 6,4 millones de libras
Grandes centros
-- - - 5,6 millones de libras
comerciales
--- 4,9 millones de libras
- 2,5 millones de libras
- - 1,6 millones da libras

@ID Grandes centros


financieros - - - - 900.000 libras
400.0DO libras

o Centros secundari
100.000 libras

80
Los instrumentos del intercambio

•I
'',1
La Bolsa de Londres, reconstruida después del incendio de 1666. (Foto Michel Cabauj/.)

a su voluntad para enriquecerse a costa del prójimo y «devorar a los hombres de nues-
tra Exchange, como antaño devoraban los saltamontes los pastos de Egipto». ¿Pero no
es Defoe quien escribió en 1701 un pequeño libro anónimo titulado: The Villany of
stock-jobbers detected? 4 B
Unos años más tarde (1718), una obra de teatro, A Bold Strokefora Wife, intro-
duce al espectador en el café deJonathan, entre dealers, sworn brokers (corredores ju-
rados) y sobre todo jobbers. Y he aquí una muestra de los diálogos:
PRIMERJOBBER.-Mar del Sur a 7/8. ¿Quién compra?
SEGUNDO JOBBER.-Pagarés del Mar del Sur que vence en Saint-Michel 1718. Categoría de
billetes de lotería.
TERCERJOBBER.-¿Acciones de la East India?

81
Los instrumentos del intercambio

1
1
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1

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9. LONDRES: EL CENTRO DE LOS NEGOCIOS EN 1748


Este croquu, efeclu11do según u11 dibujo de 1748, indi•11 /01 l11g11res y edificio1 célebres: lombard Street, el Royal Ex-
change en Comhi// y, sobre todo, Fxchange A/ley. lllI zonas en gris •orresponden a /fJJ ca1111 de11ruidos por el incendio de
1666.

CUARTO JOBBER.-Entonces todos son vendedores, ¡no hay compradores! Señores, yo soy com-
prador por mil libras, el manes que viene, a 3/4.
MUCHACHO.-¿Más café, señores, más café?
CAMBISTA, SR. TRADELOVE.-Oíd, Gabriel, vais a pagarme la diferencia sobre el capital a
la que nos referimos el otro día.
GABRIEL-Si, señor Tradelove, aquí tenéis un pagaré sobre la Sword Blade Company.
MUCHACHO.-¿Té, señores?H 4 •

Quizás haga falta volver a insistir en que la especulación se produce también sobre
los Exchequen btfls (los pagarés del Tesoro) y los Navy bills, así como sobre las acciones
de unas sesenta compañías (de las que el Banco de Inglaterra y la Compañía de las In-
dias, reconstituida totalmente en 1709, están en primera fila). «The East India Com-
pany was the main point», escribe Defoe. En el momento en que se juega esta baza,

82
Los instrnmentos del intercambio

el Mar del Sur aún no ha dado lugar al gran escándalo del So11th Sea Bubble. La Sword
Blade Company es·una fábrica de armamenco 455
El 25 de marzo de 1748, el fuego destruía el edificio principal y los célebres cafés
de Exchange Alley. Hubo que cambiar de alojamiento. Pero los corredores apenas cam-
bían. Después de muchos proyectos, una suscripción consiguió los fondos necesarios pa-
ra construir el nuevo edificio, en 1773, detrás de la Royal Exchange. Se iba a llamar
New }onathan 's pero fue finalmente bautizado con el nombre de Stock Exchange 456 •
El decorado cambia, se formaliza pero, es inútil decirlo, el juego continúa exactamente
igual.

¿Es necesario
ir a París?

Si, después de una reflexión, decidimos hacer el viaje a París, hay que ir a la calle
Vivienne donde se ha instalado la Bolsa en 1724, en el hotel de Nevers, antigua sede
de la Compañía de Indias, situada donde actualmente se encuentra la Biblioteca Na-
cional. No es nada comparable a Londres o a Amsterdam. En los días de law, la calle
de Quincampoix4 j 7 sí que pudo rivalizar, durante un instante, con Exchange Alley, pe-
ro no después de ese momento cuyo futuro era un tanto triste y causante de inhibicio-
nes. Por otra parte, por una casualidad poco explicable, han desaparecido casi todos
los documentos relacionados con la calle Vívienne.
Es después de cincuenta años de su fundación cuando la Bolsa parisina se anima
de forma sorprendente, en el París de Luis XVI. Se extiende por todas partes la fiebre
del juego. «La alta sociedad se consagra al faraón, al dominó, a las damas, al ajedrez»
y nunca ínocentemente 458 • «Desde 1776, se siguen las carreras de caballos; la gente se
aglomera en los ciento doce puestos de la Lotería oficial abiertos en París» y hay timbas
por todas partes. La policía, que lo sabe todo, apenas interviene, ni siquiera en los al-
rededores de la Bolsa, en el Palacio Real donde tantos especuladores acorralados, caba-
lleros de la industria y estafadores sueñan con especulaciones milagrosas. En este am-
biente, el ejemplo de las especulaciónes de Amsterdam y de Londres se vuelve irresis-
tible. Entretanto, la política de empréstitos de Netker y de Calonne crea una enoqµe
dc;uda pública, repartida entre 500.000 ó 600.000 portadores, la mayoría parisin~s.
Ahora bien, la Bolsa es el mercado ideal para la deuda pública. En el estrecho edifido
de la calle Vivíenne458 , los corredores, los agentes de cambio se han reorganizado: Óm-
nipotentes, se reúnen en una especie de· estrado -el parquet-; entre ellos y los clien-
tes, el estrecho pasmo por donde apenas pasa una persona, la coulisse. Se observa que
entonces comienza a desarrollarse un vocabulario, prueba de una actividad evidente.
En la cotización figuran, sobre todo, los títulos de la deuda pública, pero también las
acciones de la Compañía de las Indias, además de las acciones de la Caja de Descuen-
to, antepasado del Banco de Francia. Confesamos que, incluso con la inteligente guía
que nos proporciona Marie-Joseph Désiré Martin4l9, no nos orientamos al primer vis-
tazo en la lista de las cotizaciones que ocupa «cada día una página deljournal de Parzs
y de los AfficheS» 460 •
Así se pone en marcha la especulación de la Bolsa. En 1779, la Caja de Descuento
se reorganiza y las acciones se colocan entre el público. Desde que «esto se lleva a ca-
bo», dice el Consejo de Estado, «hay un tráfico de los títulos de la Caja de Descuento
hasta tal punto desordenado que se vende incluso cuatro veces lo que no existell}461 •
Pues se venden y revenden. Imagino que la curiosa especulación que consigue el joven
conde de Tilly462 , mal relatada por él (se la había aconsejado su amante, una actriz que
también otorgaba sus favores a un rico administrador de Correos), se realiza en este mo-
83
Los instrumentos del intercambio

mento. Como consecuencia, dice, «me pagan 22 billetes de la Caja de Descuento11>, es


decir 22.000 libras. En cualquier caso, no cabe duda de que la especulación a plazo,
hinchada de aire, dio sus primeros pasos hacia la conquista de París. Es característica en
este caso la decisión del 7 de agosto de 1785. cuyo texto transmite el embajador de
Catalina 11 en Paris, Simolin 46 ~, a su soberana. Desde hace algún tiempo, explica, «se
está introduciendo en la capital un tipo de mercados o de transacciones [recalcamos las
palabras) tan peligrosas para los vendedores como para los compradores: los unos se em-
peñan en proporcionar a vencimientos lejanos efectos que no tienen y los otros se so-
menten a pagarlos sin tener fondos, con la salvedad de poder exigir la entrega antes
del vencimiento, mediante el descuento [ ... ] Estos compromisos ocasionan una serie de
maniobras insidiosas tendentes [sic] a desvirtuar momentáneamente la cotización de los
efectos públicos, a dar a los unos un valor exagerado y a hacer de los otros un empleo
capaz de desprestigiarlos. [ ... ] Resulta un agio desordenado que todo negociante pru-
dente reprueba, que pone en peligro las fortunas de los que cometen la imprudencia
de confiarse, que desvía a los capitales de inversiones más sólidas y favorables de la in-
dustria nacional, incita la codicia de buscar ganancias desmesuradas y sospechosas [ ... ]
y podría comprometer el crédito del que la Plaza de París gozó, con toda razón, en el
resto de Europa11>. Después de esta decisión se renovaban las antiguas ordenanzas de ene-
ro de 172 3 y la decisión (creadora de la Bolsa) del 24 de septiembre de 1724. Se pre-
veían multas de 3.000 a 24.000 libras, según los casos. Pero todo quedó como letra
muerta, o poco menos, y en 1787 Mirabeau podía escribir su Dénonciation de l'agio-
tage au roi (Denuncia del agio al rey). ¿Suprimir este agio significaba salvar a la mo-
narquía, poco culpable en este caso?
Dicho esto, los franceses siguen siendo novatos en el oficio. A propósito del prés-
tamo que lanza Necker en 1781, Louis Greffulhe 464 , nuestro banquero-comisionista de
Amsterdam, que ha suscrito generosamente -o mejor que ha hecho suscribir- escri-
be a su amigo y compañero Isaac Panchaud (11 de febrero de 1782): cEs fastidioso,
muy fastidioso que el préstamo no haya sido acordado [es decir cerrado] enseguida.
Se habría ganado del ) al 6%. No se cmpprenden todavía en vuestro país estas formas
y manejos que, en cuanto a las finanzas, causan en el agio y en la circulación de fondos
exactamente el mismo efecto que el aceite en un reloj para facilitar el movimiento.11> La
((circulación11> de los fondos supone la reventa de los títulos. En efecto, en el préstamo
cerrado es frecuente en Amsterdam o en Londres que los suscriptores compren a pre-
cios muy elevados algunos títulos suscritos por otros; la cotización sube y los responsa-
ble de la operación empujan atrevidamente al al.za hasta que es muy ventajoso desem-
barazarse del gran paquete de títulos que tienen guardados con esta intención. Sí: París,
como centro de especulación, tiene aún mucho que aprender.

Bolsas
y monedas

La especulación con las acciones, ciertamente una novedad, causó mucho ruido a
partir del siglo XVII. Pero reducir las Bolsas de Amsterdam, de Londres y, detrás de
ellas, en una posición modesta, la de Paris, a lo que los mismos holandeses llaman el
Wt'ndhandel, el comercio del viento, sería absurdo. Los moralistas lo han hecho a me-
nudo, confundiendo crédito, banco, papel moneda y especulación. En Francia, Roland
de la Platiere46 l, a quien la Asamblea Legislativa nombrara ministro del Interior en
1791, no se anda con rodeos. ((París>, dice con una admirable simplificación, «no en-
cierra más que vendedores o personas que se dedican a mover dinero, banqueros, gen-

84
Los instrumentos del intercambio

tes que especulan con el papel, los préstamos de Estado, la miseria pública». Mirabeau
y Claviere han criticado también la especulación y, según Couédic 466 , en 1791, «el agio,
para sacar de la nada a unos cuantos seres oscuros, causaba la ruina de varios miles de
ciudadanos». Sin duda. Pero el mérito de las grandes Bolsas de Amsterdam y de Lon-
dres es el de haber asegurado el triunfo, lento en confirmarse, de la moneda de papel,
de todas las monedas de papel.
Se dice con razón que no existe una economía de mercado un poco activa sin mo-
neda. Esta corre, cae en «cascada» circula. Toda la vida económica se esfuerza por con-
seguirla. Multiplicadora de los cambios, está siempre en cantidad insuficiente: las mi-
nas no proporcionan suficientes metales preciosos, las falsas monedas expulsan a las bue-
nas durante años y las arcas de la tesorización están siempre abiertas. La solución: crear
en vez de una mercancía-moneda, espejo donde las otras mercancías se reflejan y se
calibran, una moneda signo. China es quien lo hace primero, a principios del siglo fX467
Pero crear monedas de papel no es lo mismo que aclimatarlas. El papel moneda no ha
jugado en China el papel de acelerador del capitalismo que ha jugado en Occidente.
Europa, en efecto, ha encontrado muy pronto la solución, e incluso varias solucio-
nes. Así desde el siglo XIII en Génova, en Florencia, en Venecia, la gran innovación es
la letra de cambio, que_ introduce muy despacio los cambios, pero los introduce. En
Beauvais, los primeros éxitos de las letras de cambio no se producen antes de 1685, el
año de la revocación del Edicto de Nantes 468 Pero Beauvais no es más que una pro-
vincia. Otra moneda que se crea pronto en Venecia son los títulos de deuda pública.
Se ha visto en Amsterdam, en Londres, en París inscribir las acciones de las compañías
en la cotización de las Bolsas. Añadamos los billetes de «banco», de diversos orígenes.
Todo este papel representa una masa enorme. Los prudentes de la época decían que
no debía sobrepasarse 3 ó 4 veces la masa del numerario 469 Pero proporciones de 1 a
15 y más son completamente probables, en algunas épocas, en Holanda o en Ingla-
terra470. Incluso en un país como Francia que se familiariza mal con el papel (se le des-
honra incluso déspués de Law), donde más tarde el billete del Banco de Francia circu-
lará durante mucho tiempo con dificultad, y solamente en París, «los efectos del co-
mercio que miden el volumen de los créditos [ ... ] representaban de cinco a seis veces
la circulación metálica antes de 1789 ... »471 .
En esta intrusión de papel necesaria para los cambios, las Bolsas (los bancos ta.r.,n-
bién) desempeñan un gran papel. Al poner todo este papel en el mercado, aparece,,la
posibilidad de pasar en un instante de un título de deuda pública o de una acció¡i a
un reembolso en metálico. Creo que sobre este punto, en el que el pasado se encuen-
tra con la actualidad económica, no hay necesidad de una explicación suplementaria.
Pero, por el contrario, un texto francés de principios del siglo XVIII -un informe que
no ha sido fechado 472 pero que pudo ser escrito hacia 1706, por tanto una veintena de
años antes de la renovación de la Bolsa- me parece que merece nuestra atención. Las
rentes sur /'Hotel de Vtlle, que datan de 1522, habrían podido desempeñar en Francia
el mismo papel que las anualidades inglesas. Ahora bien, ocupan el lugar de un padre
de familia, un valor ~eguro a menudo inmovilizado en los patrimonios, por otra parte
difíciles de negociar. Venderlas implica el pago de un derecho y «toda una serie de pro-
cesos» ante notario. En consecuencia, explica el informe francés, «las rentas de la ciu-
dad son un fondo muerto para el comercio, por lo que los que negocian no pueden
ayudarse más que de sus casas y de sus tierras. El interés de los particulares mal enten-
dido ha perjudicado a este respecto al interés público». La cosa está clara, sigue el ci-
tado informe, si se compara esta situación a la de Italia, a la de Inglaterra y a la de
Holanda, donde «las acciones de Estado[ se venden y se transportan] como todos los
inmuebles, sin gastos y sin lacre».
Pasar rápidamente del papel al dinero y viceversa es seguramente una de las ven-

85
Los instrumemos del intercambio

tajas esenciales de las Bolsas de valores. Las anualidades inglesas no son únicamente
una ocasión de Windhande/. Son también una moneda de segunda clase y de suficien-
te garantía que tiene la ventaja de conllevar al mismo tiempo interés. El portador que
necesita liquidez la obtiene en Bolsa en el mismo instante, a cambio de su papel. Li-
quidez fácil, circulación, ¿no era éste el secreto de los buenos negocios holandeses o
ingleses uno de sus secretos? Si damos crédito a un italiano entusiasta, en 1782, los
ingleses poseen entonces en Change Alley «una mina piu doviziosa di que/la che la
Spagna possiede ne/ Potosi e ne/ Messico» 473. Quince años antes, en 1766, en su li-
bro Les lntérets des nations d'Europe 474 , ) . Accarias de Sérionne también escribía: «El
agio de los fondos públicos es uno de los grandes medios que ... mantienen el crédito
en Inglaterra; el precio que el agio les da el crédito en la plaza de Londres fija el de
las plazas extranjeras.»
Los instrumentos di:l intercambio

¿Y EL MUNDO
FUERA DE EUROPA?

Preguntarse si Europa está o no al mismo nivel de intercambios que las otras regio-
nes densas del mundo -humanidades privilegiadas como ella- es plantearse una cues-
tión crucial. Pero producción, cambio, consumo, al nivel que hemos descrito hasta el
presente, son obligaciones elementales para todos los hombres; no dependen ni de las
elecciones antiguas o recientes de su civilización, ni de las relaciones que mantienen
con su medio, ni de la naturaleza de sus sociedades, ni de sus estructuras políticas, ni
de un pasado que no cesa de pesar sobre su vida de cada día. Estas reglas elementales
no tienen frontera. En principio pues, a este nivel, las semejanzas deben ser más nu-
merosas que las diferencias.

En todas partes mercados


y tiendas

El universo entero de las civilizaciones está lleno de mercados, sembrado de tien-


das. Incluso los países medio poblados, como el Africa Negra o la primera América de
los europeos.
En la América española son innumerables las imágenes. Las tiendas, en Sao Paulo,
en Brasil, aparecen ya en las encrucijadas de las primeras calles de la ciudad a finales
del siglo XVI. Después de 1580, aprovechando la unión de las dos coronas, España y
Portugal, los intermediarios portugueses invaden literalmente la América española, la
abruman con sus servicios. Tenderos, buhonereos, llegan a los centros más ricos y a las
ciudades en rápida expansión, a Lima o a México. Sus tiendas, como las de los prime-
ros merceros de Europa, tienen de todo, las mercancías más mediocres y comunes, ha-
rina, carne seca, alubias, tejidos de importación, pero también las mercancías de alto
precio como esclavos negros o fabulosas piedras preciosas. Incluso en la salvaje Arg~p­
tina del siglo XVIII, para uso de los gauchos, aparece la pulpería, tienda enrejada dop-
de se vende de todo, sobre todo bebidas alcohólicas, y que abastece a los convoye,.s .de
arrieros y de carreteros 475. /

El Islam es, por excelencia, el lugar de los mercados superpoblados y de las peque-
ñas tiendas urbanas, agrupadas por calles y por especialidades, visibles aún hoy en los
célebres zocos de las grandes ciudades. Allí se encuentran todos los mercados imagina-
bles; unos, fuera de los muros, ampliamente extendidos, que forman enormes tapones
a las puertas monumentales de las ciudades, «en una especie de terreno neutro que no
es del todo la ciudad y donde los campesinos se exponen sin demasiada reticencia; no
lo suficientemente lejos de la ciudad, no obstante, para que el habitante de la ciudad
no se sienta del todo segur01~476 ; otros, dentr<,> de la ciudad, que se colocan como pueden
en las estrechas calles y en los lugares públicos, cuando no ocupan vastos edificios, co-
mo el Bezestan de Estambul. Dentro de los muros, los mercados están especializados.
Formados muy pronto, se advierten mercados de mano de obra en Sevilla, en Grana-
da, de la época de la dominación musulmana, y en Bagdad. Son innumerables los mer-
cados prosaicos de trigo, cebada, huevos, seda cruda, algodón, lana, pescado, madera,
leche agria ... Según Maqrizi 477 hay más de treinta y cinco mercados interiores en El Cai-
co. ¿Alguno de ellos desempeña el papel de una Bolsa, al menos para los cambistas?
De esto trata un reciente libro ( 1965 )478 •

87
Los instrum<•11tos del interozmbio

Un pequeño mercado de Estambul. Miniatura del Mu1eo cívico CoTTer en Venecia. (Cliché del
Mu1eo).

88
Los in.<trumentos del intercambio

En resumen, todas las características del mercado europeo se encuentran allí: el cam-
pesino que viene a la ciudad con el deseo de obtener el dinero necesario para el im-
puesto y que apenas pasa por el mercado, el revendedor activo, despierto y que, a pe-
sar de las prohibiciones, va al encuentro del vendedor rural, de la animación y el en-
canto social del mercado en donde se pueden comer tranquilamente los platos cocina-
dos que el comerciante siempre ofrece, «albóndigas, platos de garbanzos, o buñuelos
fritOS» 479 •
En la India, muy pronto presa de la economía monetaria, no hay un pueblo, cosa
curiosa pero que invita a la reflexión, que no tenga su mercado. Es que el canon que
paga la comunidad a los señores absentístas y al Gran Mogol, éste tan voraz como aqué-
llos, debe trasformarse en dinero para, a continuación, pagar a quien corresponda. Hay
que vender, a este efecto, o el trigo, o el arroz, o las plantas tintóreas, y el mercader
baniano, siempre de servicio, está en el lugar para facilitar la operación y, de paso, ob-
tener beneficio. En las ciudades, los mercados y las tiendas pululan. Y en cualquier
parte un artesano chinesco ofrece sus servicios. Todavía hoy, los herreros ambulantes se
desplazan en carricoches con sus familias y ofrecen sus servicios por un poco de arroz
o de otros alimentos480 • También son innumerables los mercaderes ambulantes indios
o extranjeros. Buhoneros infatigables, los sherpas del Himalaya van hasta la península
de Malaca481 •
En conjunto, no obstante, estamos mal informados sobre los mercados corrientes
de la India. Por el contrario, la jerarquía de los mercados chinos se conoce perfecta-
mente. China, con su enorme población, ha conservado mejor que muchas otras socie-
dades miles de características de su antigua vida, al menos hasta 1914; incluso hasta
después de la Segunda Guerra Mundial. Evidentemente, hoy es demasiado tarde para
encontrar estos arcaísmos. Pero G. William Skinner482 , en Se-tchouan en 1949. obser-
vaba un pasado vivo aún y sus abundantes y precisas anotaciones son una excelente in-
formación de la China tradicional.
En China como en Europa, el mercado aldeano es raro, en la práctica inexistente.
En cambio, todos los burgos tienen su mercado, y las palabras de Cantillon483 (un bur-
go se caracteriza por su mercado) valen tanto para China como para la Francia del si-
glo XVIJI. El mercado del burgo se instala dos o tres veces por semana, tres veces cuan-
do la «semana» tiene diez días, como en la China Meridional. Es un ritmo que no pu~;
de ser sobrepasado ni por los campesinos de los cinco o diez pueblos satélites del bu!f;
go, ni por la clientela del mercado cuyos recursos son limitados. Normalmente, spló'
un campesino de cada cinco frecuenta el mercado, es decir uno por familia o por· h~­
gar. Algunas tiendas rudimentarias facilitan las mercancías menores que necesita el cam-
pesino: alfileres, cerillas, aceite pata los candiles, velas, ·papel, incienso, escobas, ja-
bón, tabaco ... Completamos el cuadro con la casa de té, las tabernas donde está el li-
cor de arroz, los bufones, los acróbatas, los narradores de cuentos, el memorialista, sin
olvidar las tiendas de préstamos y de usura, cuando no es un señor quien desempeña
este papel.
Estos mercados elementales están relacionados entre sr. como lo demuestra un ca-
lendario tradicional muy ajustado, que hace que los mercados de los burgos recorran
las distancias más cortas posibles y que no se ponga ninguno el dfa en que la ciudad
de la que dependen tiene su propios mercados. Estas diferencias permiten a los agentes
múltiples de un comercio y de un artesanado ambulantes organizar su propio calenda-
rio. Buhoneros, transportistas, revendedores, artesanos, todos en constante desplaza-
miento, pasan de un mercado a otro, de la ciudad a un burgo, a otro burgo, etc., para
volver a la ciudad, en constante movimiento. Miserables coolies llevan a sus espaldas mer-
cancías que revenden para comprar otras en el momento oportuno, jugando con mí-
nimas diferencias de precios, a menudo irrisorias. El mercado del trabajo está continua-

89
/,ns instrumc>ntos del intercambio

mente circulando; la tienda artesanal es eri cieno modo itinerante. El herrero, el car-
pintero, el cerrajero, el ebanista, el barbero y muchos otros se contratan en el mismo
mercado y va~ al lugar de su trabajo durante los días «fríos» q~e separan a _los días «ca-
lurosos> de mercado. Estos encuentros, en suma, marcan el ntmo de la vida aldeana,
señalan sus épocas de descanso y de actividad. La itinerancia de algunos «agentes» eco-
nómicos responde a necesidades elementales: el artesano tiene que desplazarse «para
sobrevivir> debido a que no encuentra en el burgo, incluso en el pueblo en donde re-
side, la clientela que le permitiría trabajar con dedicación exclusiva. También frecuen-
temente, siendo vendedor de lo que él mismo fabrica, necesita descansos para recons-
tituir sus existencias y sabe de antemano, según el calendario de los mercados que fre-
cuenta, en qué momentos tiene que estar preparado.

10. LOS MERCADOS EJEMPLARES DE LA CHINA


Mapa de tma región de Setchulln con 19 burgos (de los cuales, 6 tienen la categoría de ci11dadeJ), situados entre 35 y
90 km al nordeJte de la ciudad de Cheng 7"11. Este mapa y los doI esqtu:mas siguientes están extraídos de G. W1Jliam Skin-
ner, •Marketing and social sfrtlcture in rural Chine., en: Journal of Asian Srudics, nao. 1964, pp. 22-23.
Primer esquema (p. 91, arriba): e1 necesano imaginar en cada vérlice de los polígonos representadm con trazo grueso
unfl ciudad, cliente del burgo o de 111 ciudad que se encuentra en el centro. Sobre este primer trazado se disponen los seis
mercado1 urbanos que ocupan el centro de otros polígonos m.ñ amplios, cuyos lados esJdn marcados con trazo punteado y
c11yo1 vértices e1tin conilituidos por un burgo.
Segundo e1i¡ilema (p. 92, abajo): el mismo esquema, pero simplificado, que es una buena ilu11rt1&ión de un modelo
teórico de geografía· matemática, iegún Walter ChriJtaller y August LOsch. Véanse las explicaciones en el texto, p. 92.

90
Los instrumentos del intercambio

- Limites de zona de los mercados principales


- - - Limites de zona de los mercados secundarios
O Ciudades de los mercados principales
e Ciudades más importantes

91
Los instrumentos del intcrcambi"

En la ciudad, en el mercado central, los intercambios tiene otra dimensión. Allí


llegan mercancías y víveres de los pueblos. Pero la ciudad, a su vez, está relacionada
con otras ciudades que la rodean o la dominan. La ciudad es el elemento que comienza
a ser francamente extraño a la economía local, que sale de su estrecho marco y se re-
laciona con el vasto movimiento del mundo, que recibe mercancías exóticas, preciosas,
desconocidas en el lugar, y las distribuye entre los mercados y tiendas inferiores. Los
burgos están en la sociedad, la cultura y la economía campesina; las ciudades emergen
de ellos. Esta jerarquía de los mercados dibuja en realidad una jerarql:_lía de la sociedad.
G.W. Skinner puede pues anticipar que la civilización china no está formada por pue-
blos sino por agrupaciones de pueblos, que incluyen el burgo que es el colofón y, hasta
cierto punto, el regulador. No es preciso llevar demasiado lejos esta geometría de ma-
trices, aun cuando ha aportado algo.

La superficie van'able
de las áreas elementales de mercado

Pero la observación más importante de G. W. Skinner se refiere a la variabilidad


de la superficie media del elemento de base, es decir del espacio que irradia el merca-
do del burgo. Ha hecho la demostración general a propósito de Chin;J en torno a 1930.
En efecto, si se tiene en cuenta el modelo de base del conjunto del territorio chino,
resulta que la superficie de los «hexágonos», o seudohexágonos, varía en función de
la densidad de población. Si las densidades por kilómetro cuadrado se establecen por
debajo de 10, su superficie, en China al menos, se sitúa aproximadamente en 185 km 2 ;
a la densidad de 20 le corresponde un hexágono de aproximadamente 100 km 2 , y así
sucesivamente. Esta correlación aclara bien las cosas; señala estados diversos de desarro-
llo. Los centros vitales de los mercados estarían más o menos próximos entre sí según
la densidad de población, según el vigor de la economía (pienso especialmente en los
transpones). Y quizás sea una forma de plantear mejor el problema lo que ha ator-
mentado a los geógrafos franceses en la época de Vidal de I:.a Blache y de Lucien Ga-
llois. Francia se divide en un determinado número de «países», unidades elementales,
en realidad grupos de varios hexágonos. Ahora bien, estos países son tan extraordina-
rios por su duradero arraigo como por la dependencia de un feudo y la incertidumbre
de sus confines. ¿Pero no es lógico que su superficie haya cambiado en relación con la
variación, a lo largo de los años, de la densidad de su población?

¿Un mundo r/e pedlars


o de negociantes?

Esos mercaderes que J. C. Van Leur484 , gran historiador que nos arrebató la guerra
en plena juventud, describe como pedlars, vulgares buhoneros del Océano Indico y de
Insuli~dia y en los que yo vería por mi parte a agentes de una categoría superior, a
veces mcluso a la de los negociantes, nos llevan a un mundo muy diferente. La dife-
rencia de apreciación es tan enorme que puede sorprender: es un poco como si en Oc-
cidente se dudara en distinguir entre el mercado de un burgo rural y una Bolsa al aire
libre. Pero hay buhoneros y buhoneros. Los que llevan los veleros con la ayuda del mon-
zón de un extremo a otro del inmenso Océano Indico y a los mares que bordean el
Pacífico, para volverlos a llevar a su punto de partida por lo menos seis meses más tar-

92
Los instrumentor del intercambio

Barcos javaneses. Obsérvese el ancla de madera, las velas de bambú y los dos remos de gobierno
lateral. (Fototeca A. Colin.)

'I
•I
de, enriquecidos o arruinados, ¿son verdaderamente pedlars ordinarios, como lo afir,ma
J. C. Van Leur, para acabar enseguida en la modicidad e incluso en el estancamiénto
de los tráficos en el conjunto de Insulindia y de Asia? A veces tendríamos la tentación
de decir que sí. La imagen de estos mercaderes, tan inhabitual en Occidente, incita
desde luego demasiado fácilmente al acercamiento a las modicidades de la buhonería.
Así, el 22 de junio de 1596 48 l, las cuatro naves del holandés Houtman que han dobla-
do el cabo de Buena Esperanza, acaban de llegar al puerto de Bantam, en Java, des-
pués de un largo viaje. Una bandada de mercaderes suben a bordo y se acomodan al
lado de sus mercancías extendidas «como si estuvieran en un mercado•. Los javaneses
han traído géneros frescos perecederos, aves de corral, huevos, frutas; los chin.)S, sun-
tuosas sederías y porcelanas; los mercaderes turcos, bengalíes, árabes, persas, gujaratis,
todos los productos de Oriente. Uno de ellos, un turco, embarcará en la flota holan-
desa para volver a su casa, a Estambul. Para Van Leur, allí hay una muestra del comer-
cio de Asia, comercio de mercaderes itinerantes que transportan lejos de su casa su pe-
queño fardo de mercancías, exactamente como en la época del Imperio Romano. Nada
habría cambiado. Nada iba a cambiar aún durante mucho tiempo.
Esta imagen es probablemente engañosa. En primer lugar, no resume todos los trá·
ficos del comercio «de India a India•. Desde el siglo XVI, ha habido un aumento es-
pectacular de estos cambios aparentemente inmutables. Los navíos del Océano Indico

93
Los instrumentos del intercambio

transportan cada vez más mercancías pesadas y de bajo precio: trigo, arroz, madera,
tejidos de algodón corrientes destinados a los campesinos de las zonas de monocultivo.
No se trata pues únicamente de algunas mercancía5 precfosas, confiadas a un solo hom-
bre. Por otra parte, los portugueses, después los holandeses, más tarde los ingleses y
franceses. que viven en el lugar, han aprendido con deleite las posibilidades de enri-
quecerse mediante el comercio «de India a India~. y es muy instructivo seguir, por ejem-
plo, en el relato de D. Braems486 , que regresa de la5 Indias en 1687 después de haber
pa5ado allí treinta y cinco años al servicio de la Compañía Holandesa, el menudeo de
todas estas líneas comerdales entrecruzadas y que dependen entre sí, en un sistema de
intercambios tan vasto como diverso donde los holandeses han sabido introducirse pe-
ro que ellos no han inveniado. . .
No olvidemos tampoco que los vagabundeos de los'mercaderes del Extremo Orien-
te tienen una razón precisa y simple: la enorme energía gratuita que suministran los
monzones organiza, por sí misma, los viajes de los veleros y las citas de los mercaderes,
con una certeza que no conoce ningún otro. transporte marítimo de la época.
Prestemos atención, en fin; a las formas capitalistas ya, tanto si se quiere como si
no, de este comercio a latga distancia. Los mercaderes de todas las naciones que Cor-
nelius Houtman ha visto acomodarse en la cubierta de sus navíos, en Bantain, no per-
tenecen a una única y exclusiva categoría comercial. Unos -los menos numerosos pro-
bablemente- viajan por su cuenta y podrían si acaso dar muestra del modelo simple
que imagina Van Leut, el del pie polvonento de la Alta Edad Media (aunque incluso
aquéllos, volveremos sobre el tema, si se les juzga por algunos casos precisos, evocan
más bien otro tipo mercantil). Otros casi siempre tienen una particularidad que el pro-
pio Van Leur señala: detrás de ellos están los grandes comanditarios, a los que están
unidos por contrato; pero, aun así, son tipos de contratos diferentes.
En la India, en Insulindia, al principio de su interminable itinerario, los pedlars
de Van Leur han pedido prestado, ya sea a un rico mercader o armador, baniano o mu-
sulmán, ya sea a un señor o a un alto funcionario, las sumas necesarias para su negocio.
Normalmente, se comprometen a devolver el doble al prestamista salvo en caso de nau-
fragio. Sus amigos y familiares son su garantía: tener éxito o convertirse en esclavos del
acreedor hasta el pago de su deuda, éstos son los términos del contrato. Nos encontra-
mos, como en Italia y en otros lugares, ante un contrato de commenda, pero los tér-
minos son más rigurosos; la duración del viaje y los intereses del préstamo son enor-
mes. No obstante, si se aceptan estas drásticas condiciones es, evidentemente, porque
los desniveles de precios son fabulosos y las ganancias normalmente muy elevadas. Nos
encontramos en circuitos muy grandes de comercio a larga distancia.
Los mercaderes armenios que, también ellos, utilizan los barcos de los monzones
y circulan en gran número entre Persia y la India, son a menudo los mercaderes-agen-
tes de los grandes negociantes de Ispahán, involucrados a la vez en Turquía, en Rusia,
en Europa y en el Océano Indico. Los contratos, en este caso, son diferentes: el merca-
der-agente, en todas las transacciones en las que operará con el capital (dinero y mer-
cancías) que se le ha confiado a la salida, recibirá una cuarta parte de los beneficios;
el resto se lo devuelve a su patrón, el khoja. Pero esta apariencia sencilla oculta una
realidad complicada que aclara de forma notable el libro de cuentas y el cuaderno de
ruta de uno de estos agentes, conservado en la Biblioteca Nacional de Lisboa y del que
se ha publicado una traducción abreviada en 1967 487 • El texto desgraciadamente está
incompleto. Falta el balance final de la operación, que nos habría dado una idea exac-
ta de los beneficios. Pero, conforme está, este documento es extraordinario.
A decir verdad, todo nos parece extraordinario en el viaje del agente armenio Hov-
hannes, hijo de David:
-su dimensión: le seguimos durante miles de kilómetros, desde Djulfa, el arrabal

94
Los instrumentos dd intercambio

armenio de Ispahán, hasta Surate, luego hasta Lhassa en el Tíbet, con toda una serie
de paradas y de rodeos, antes de regresar a Surate;
-su duración, desde 1682 a 1693, es decir más de once años, de los que pasó cin-
co sin interrupción en Lhassa;
-el carácter en suma normal, trivial de su viaje: el contrato que le unía a sus kho-
jas es un contrato típico que formula aún en 1765, casi un siglo más tarde, el Código
de los Armenios de Astrakán;
-el hecho de que en todas partes donde se para el viajero, en Chiraz, en Surate,
en Agra desde luego, pero también en Patna, en el corazón del Nepal, en Katmandú,
en Lhassa .por último, le reciben, le ayudan los otros mercaderes armenios, comercia
con ellos, se asocia a sus negocios;
-también es extraordinaria la enumeración de las mercancías con las que trafica:
plata, oro, piedras preciosas, almizcle, índigo y otros productos tintóreos, tejidos de la-
na y de algodón, velas, té, etc.; y la amplitud de negocio: unas veces dos toneladas
de índigo llevadas desde el norte hasta Surate y expedidas en Chiraz; otras, cien kilos
de plata; otras cinco kilos de oro obtenido en Lhassa de mercaderes armenios que han
ido hasta Sining, en la lejana frontera de China, para cambiar plata por oro -opera-
ción de lo más provechoso, pues en China la plata se paga a un precio muy elevado
en relación con Europa:- la ratio de 1 a 7 que indica el cuaderno de Hovhannes signi-
fica un buen beneficio.
Lo más curioso todavía es que no realiza estos negocios únicamente con el capital
que le ha confiado su khoja, aunque queda unido a éste y consigna todas sus opera-
ciones, sean las que sean, en su libro de cuentas. Se une, mediante contrato personal,
a otros armenios, utiliza su capital propio (¿quizás su parte de los beneficios?), además
pide prestado, incluso presta si llega el caso. Pasa continuamente del dinero líquido a
las mercancías y a las letras de cambio que transportan su haber como por vía aérea,
una veces a tarifas reducidas, al O, 7'5 % por mes por una breve distancia y cuando se
trata de mercados más o menos asociados a sus negocios; otras a tarifas muy elevadas
cuando se trata' de largas distancias, de repatriación de fondos, así el 20 ó 25 % por
regresar de Surate a lspahán.
La claridad del ejemplo, su valor como muestra subrayado por la precisión de los
detalles, da una idea inesperada de las facilidades de comercio y de crédito en la Incl.ía,
redes de intercambios locales muy diversificados en las que Hovhannes, dedicado a ·~er
agente, servidor y mercader hábil, se integra con facilidad, traficando con merqhCías
preciosas u ordinarias, ligeras o pesadas .. Viaja, desde luego, ¿pero qué tiene de buho-
nero? Si se quisiera a toda costa una comparación, me haría pensar más bi<m en este
nuevo mercader inglés del private market, siempre en movimiento, yendo de posada
en posada, concertando aquí un mercado, allí otro, según los precios y la ocasión aso-
ciándose con tal o cual compinche y siguiendo su camino imperturbablemente. Este
mercader que se presenta siempre como el innovador que ha zarandeado las viejas re-
glas del mercado medieval inglés, es para mí la imagen más próxima a esos hombres
de negocios que se perciben a través del libro de ruta de Hovhannes. Con la diferencia
de que Inglaterra no tiene las dimensiones de Persia, de la India del Norte, del Nepal
o del Tíbet.
A través de este ejemplo, también se comprende mejor el papel de esos mercaderes
de la India -de ninguna manera pedlars- que desde el siglo XVI al XVIII se encuen-
tran instalados en Persia, en Estambul 488 , en Astrakán 489 o en Moscú 49°. O bien este
impulso que, desde finales del siglo XVI, lleva a los mercaderes orientales a Venecia491,
a Ancone 492 , incluso a Pesaro 493 , y, en el siglo siguiente, a Leipzig y a Amsterdam. No
se trata solamente de los armenios: en abril de 1'589494, en la nave Fe"era que sale de
Malamocco, el antepuerto de Venecia, se encuentran a bordo, al lado de los mercade-

95
Los instrumentos del intercambio

res italianos (venecianos, lombardos y florentinos), «armenios, levantinos, chipriotas,


candiotas, maronitas, sirios, georgianos, griegos, moros, persas y turcos•. Todos estos
mercaderes comercian desde luego según el mismo modelo que los occidentales. Se les
encuentra tantó en los estudios de los notarios venecianos o anconitanos como bajo los
pórticos de la Bolsa de Amsterdam. De ningún modo desorientados.

Banqueros
hindúes

En la India, todas las aglomeraciones tienen banqueros cambistas, los sarafi, que
pertenecen sobre todo a la poderosa casta mercantil de los banianos. Un historiador de
calidad, lrfan Habib (1960) 495, ha comparado el sistema de los cambistas hindúes con
el de Occidente. Las formas quizás sean diferentes: se tiene la impresión de una red to-
talmente privada, de lugar a lugar, o más bien de cambista a cambista, sin recurrir que
sepamos a los organismos públicos, tales como las ferias o las Bolsas. Pero los mismos
problemas se resuelven por medíos análogos: letras de cambio (hundi), cambio de mo-
nedas, pagos en dinero líquido, crédito, seguro marítimo (bima).
Desde el siglo XIV, la India posee una economía monetaria bastante activa y que
no cesará de introducirse en un cierto capitalismo -el cual, no obstante, no abarcará
todo el volumen de la sociedad.
Estas cadenas de cambistas son tan eficaces que los factores de la Compañía Ingle-
sa -que tienen el derecho a hacer el comercio de India en India por cuenta propia
tanto como por cuenta de la Compañía- han recurrido siempre al crédito de los sa-
rafi, como los holandeses (y antes que ellos los portugueses)496 piden prestado a los
japoneses de Kyoto497 , o los mercaderes cristianos en apuros a los prestamistas musul-
manes y a los judíos de Alepo o de El Cairo 498 • Como el «banquero• de Europa, el cam-
bista indio es a menudo un mercader que presta también a la gran aventura o se ocupa
de los transportes. Es fabulosamente rico: por ejemplo, en Surate, hacia 1663 499 , Virji
Vora poseía 8 millones de rupias; Abd ul Ghafur, mercader musulmal 500 , con el mis-
mo capital, dispone un siglo más tarde de 20 navíos, de 300 a 800 toneladas cada uno,
y se dice que él haría tantos negocios como la poderosa India Company. Y son los ba-
nianos, que sirven de corredores y se presentan como intermediarios obligados de los
europeos en todos los negocios que tratan en India, los que transportan y, a veces, ha-
cen fabricar ellos mismos (en Ahmédabad por ejemplo) los tejidos que en los siglos XVII
y XVIII la India exporta en enormes cantidades.
Sobre la organización y el éxito hindúes, el testimonio de Tavernier, negociante fran-
cés de piedras preciosas que ha recorrido durante mucho tiempo la India e Insulindia,
es tan convincente como el de Hovhannes, utilizando él mismo el sistema de sarafi. El
francés explica con qué facilidad se puede viajar a través de la India, e incluso fuera
de ella, sin dinero líquido por así decirlo: basta con pedirlo prestado. Nada más simple
para un mercader que está viajando, sea el que sea, que pedir prestado en Golconde
para ir a Surate, donde pagará su deuda en otro lugar pidiendo prestado de nuevo, y
así sucesivamente. El pago se traslada con el propio prestatario y con el acreedor (o me-
jor dicho fa cadena de acreedores que responden los unos por los otros), y no se reem-
bolsará más que en la última etapa. Esto es lo que Tavernier llama «pagar lo antiguo
de nuevo>. Cada vez, desde luego, se paga esta liberación provisional. Tales desem-
bolsos finalmente se parecen a los intereses pagados «sobre los intercambios• en Euro-
pa: se añaden a otros y su precio es cada vez más elevado a medida que el prestatario
se aleja del punto de partida y de las rutas habituales. La red baniana se extiende, en
96
Los instrumentos del intercambio

'/

Cambista de la India. Dibujo en color de la colección Lally-Tollendal, hacia 1760. (Foto B.N.)

efecto, por todo el Océano Indico y más allá, pero «siempre he tenido en cuenta en
los viajes», precisa Tavernier, «tomar plata en Gokonde, ya que en Livourne o en Ve-
necia, intercambio por intercambio, la plata se convierte como mínimo en un 95 % ,
pero la mayoría de las veces hasta un 100%»5º 1• El 100% es el porcentaje que paga
corrientemente el mercader viajante a su comanditario, tanto en Java como en la India
o en China meridional. Tipo de interés fantástico, pero que no vale más que para las
líneas de más alta tensión de la vida económica, para el sistema de intercambios a larga
distancia. En Cantón, a finales del siglo XVIII, el tipo de interés normal entre los mer-

97
Los instrumentos del intercambio

caderes es de 18 a 20%s02 • Los ingleses de Bengala pedían prestado localmente con in-
tereses casi tan bajos como Hovhannes.
Razón de más para no considerar a los mercaderes itinerantes del Océano Indico
como actores secundarios: al igual que en Europa, el comercio a larga distancia es el
corazón del más alto capitalismo del Extremo Oriente.

Pocas Bolsas,
aunque sí ferias.

En Oriente y en el Extremo Oriente no se encuentran Bolsas institucionalizadas co-


mo las de Amsterdam, Londres o cualquier otro gran lugar activo de Occidente. No
obstante existen reuniones bastante regulares de los grandes negociantes. No siempre
se identifican fácilmente, pero las reuniones de los grandes mercaderes venecianos bajo
los pórticos de Rialto, donde parecen tranquilos paseantes en medio del tumulto del
mercado próximo, ¿no son también discretas?
las ferias, por el contrario, son reconocibles sin error. Pulufan en la India, desem-
peñan un papel importante en el Islam y en lnsulindia; son, curiosamente, muy raras
en China, aunque existen. .
Es cierto que un reciente libro (1968) afirma inmediatamente que «prácticamente
no existen ferias en los países del Islam>so3 • Y no obstante, la palabra está allí: en todos
los países musulmanes, mausim significa a la vez feria y fiesta de la temporada, y de-
signa también, como se sabe, las ventas periódicas del Océano Indicos 04 • ¿No regula el
monzón infaliblemente, en el Extremo Oriente de los mares cálidos, las fechas de los
viajes marítimos en un sentido o en otro, iniciando o interrumpiendo los encuentros
internacionales de mercaderes?
Un informe detallado que data de 162Pºs describe uno de estos encuentros en
Moka, lugar de cita de un comercio limitado pero riquísimo. Todos los años, el mon-
zón conduce a este puerto del Mar Rojo (que va a convertirse en el gran mercado del
café) a cierto número de barcos de las Indias, de Insulindia y de la costa vecina de Afri-
ca, cargados de hombres y de fardos de mercancías (estos barcos aún siguen haciendo
los mismos viajes actualmente). Este año llegan dos navíos de Dabul (India), el uno
con 200, el otro con 150 pasajeros, todos mercaderes viajantes que van a vender pe-
queñas cantidades de mercancías preciosas: pimienta, goma, laca, benjuí, algodones te-
jidos en oro o pintados a mano, tabaco, nuez moscada, clavo, alcanfor, madera de sán-
dalo, porcelana, almizcle, índigo, drogas, perfumes, diamantes, goma de Arabia ... La
contrapartida que viene de Suez y que llega al lugar de encuentro de Moka es un solo
barco, cargado desde hace mucho tiempo únicamente de piezas de a ocho españolas;
luego se añadirán allí las mercancías, paños de lana, coral, camelotes (de piel de ca-
bra). Si el barco de SU"ez no llega a tiempo por una razón o por otra a la feria que
normalmente señala el encuentro, se produce una situación comprometida. los comer-
ciantes de la India y de la Insulindia, privados de sus clientes, deberán vender a no
importa qué precio, pues el monzón inexorable pone fin a la feria, aunque ésta no ha-
ya llegado a celebrarse. Encuentros análogos con los mercaderes que vienen de Surate
o de Mazulip,atam se organizan en Basora o en Ormuz, donde los barcos no se cargan
casi para volver más que de vino persa de Chiraz o de plata.
En Marruecos, como en todo el Magreb, abundan los santos locales y las peregri-
naciones. Las ferias se instalan bajo su protección. Una de las más frecuentes de Africa
del Norte se sitúa en los Gouzzoula'º6 , al sur del Ami-Atlas, de cara al vacío y aJ oro

98
l.os instrumentos del intercambio

del desierto. León el Africano, que la visitó, señalaba su importancia a principios del
siglo XVI; duró prácticamente hasta nuestros días.
Pero, en tierras del Islam, las ferias más activas tienen lugar en Egipto, en Arabia,
en Siria, en esa encrucijada donde cabría esperarlas a priori. Es hacia el Mar Rojo, a
partir del siglo XII, hacia donde bascula el conjunto mercantil del Islam, liberándose
del eje dominador que durante canto tiempo estuvo unido al Golfo Pérsico y a Bag-
dad, para encontrar esa línea mayor de sus tráficos y de sus éxitos. A lo que se añade
el desarrollo de los tráficos de caravanas que dieron su brillantez a la feria de Mzebib,
en Siria, importante lugar de encuentro de caravanas. En 1503. un viajero italiano, Lu-
dovico de Varthema 507 , parte de «Mezaríbe• para La Meca ¡con una caravana de 35.000
camellos! Por otra parte la peregrinación a La Meca es la feria más grande del Islam.
Como dice el mismo testigo, allí se va «jJarte [ ... ] per mercanzie et parte per peregri-
nazione». Desde 1184 508 , un testigo describía su riqueza excepcional: «No hay ninguna
mercancía en todo el mundo que: no se halle en este encuentro.» Por otra parte, las
ferias de la gran peregrinación fijan muy pronto el calendario de los pagos comerciales
y organizan sus compensaciones5°9.
En Egipto, en tal o cual ciudad del delta, las pequeñas ferias locales, activas, están
relacionadas con las tradiciones coptas. Se remontan incluso más allá del Egipto cris-
tiano, hasta d Egipto pagano. De una religión a otra, los santos protectores sólo han
cambiado de nombre; sus fiestas (el miilid) frecuentemente siguen señalando la cele-
bración de un mercado excepcional. Así en Tantah, en el delta, la feria anual que corres-
ponde al mülid del «Santo» Ahmad al Badawi reune a muchedumbres aún hoy 510 • Pero
las grandes concentraciones comerciales se celebran en El Caico y en Alejandríarn, don-
de las ferias dependen de las estaciones de la navegación en el Mediterráneo y en el
Mar Rojo, aunque responden, además, al complicado calendario de las peregrinaciones
y de las caravanas. En Alejandría, es en septiembre y en octubre cuando los vientos
son favorables, cuando «la mar está abierta». Durante esos dos meses, los venecianos,
los genoveses, los florentinos, los catalanes, los ragusinos, los marselleses hacen sus com-
pras de pimienta y de especias. Los tratados que firma el Sudán de Egipto con Venecia
o Florencia definen, como lo indica S. Y Labib, una especie de derecho de los foras-
teros que trata, mutatis mutandiI, los reglamentos de las ferias de Occidente.
Todo esto no impide que, relativamente, la feria no haya tenido en el Islam la'irn-
portancia atronadora que tuvo en Occidente. Atribuirlo a una inferioridad econó~ica
sería probablemente un error, pues, en la época de las ferias de Champagne, Eg.ipto e
Islam no están atrasados bajo ningun cqncepto con respecto a Occidente. ¿Quizás haya
que atribuirlo a la inmensidad misma de la ciudad musulmana y a su estructura? ¿No
tiene más mercados y supermercados, si se puede emplear esta palabra, que cualquier
ciudad de Occidente? Y sobre todo sus barrios reservados a los extranjeros son lugar de
encuentros internacionales permanentes. El fonduk de los «francos» de Alejandría, el
de los sirios en El Cairo han servido de modelo al Fondaco dei Tedeschi en Venecia:
los venecianos concentran a los mercaderes alemanes al igual que ellos son concentra-
dos en sus barrios en Egipcom. Haya segregación o no, estos fonduks organizan en las
ciudades musulmanas esa especie de «feria permanente» que debía conocer Holanda,
país de un gran comercio libre, y que debía suspender antes de tiempo las ferias ya
que se volvían inútiles. ¿Hay que llegar a la conclusión de que las ferias de Champag-
ne, en el corazón de un Occidente ya gastado, han sido quizás una especie de revulsivo
para activar los intercambios en los países aún subdesarrollados?
En la India, medio musulmana, el espectáculo es diferente. Las ferias son allí hasta
tal punto una característica importante, omnipresente, que se incorporan a la vida de
todos los días y que el espectáculo, de tan natural que es, no afecta a los viajeros. Estas
ferias hindúes tienen en efecto el inconveniente, si se puede llamar así, de confundirse

99
Los instrumentos del intercambio

UNA •CIUDAD DE FERIA• ASIATICA, AL RITMO DE LOS BARCOS'


B,, Ba,,dar Ab111sy, el mejor puerto de Ja <asta en frente de Ja úla de Ormuz, lo• harr;oJ de Ía• J,,dia1 traen !u• mer<a'1-
CÍll< hacia Pmia y Leva,,le. En tiempOJ de Ta•emier, de<pués de la toma de Ormuz por los pma.r_ (1622), la ciudad ahnga
un gran número de almacene• y 11i11ienda1 de comerr;ianle<, orientaÍe• y europeo•. Pero no vive m111 que tru o ~uatro meses
al año, ce/ tiempo del negocio>, dice Tavemier, digamos que el tiempo de Ja feria. Después .de lo cual, a parhr del mes de
marzo, la ciudad se toma cálida y malsana y queda vacía a la vez de su tráfico y de <UJ habitan/es. H111ta el retomo de lo•
harcOJ, en el mes de diciembre siguiente. (Cliché A. Colin.)

con las peregrinaciones de interminables comitivas de itinerantes y de creyentes que se


dirigen a las orillas de aguas purificadoras de los ríos, en un tropel de carros de bueyes
que se balancean. País de razas, de lenguas, de religiones extranjeras entre sí, la India
ha estado obligada sin duda a conservar durante mucho tiempo, en el límite de sus
regiones hostiles, estas ferias primitivas, celebradas bajo la protección de las divinida-
des tutelares y de las peregrinaciones religiosas, apartadas así de las incesantes querellas
del vecindario. En cualquier caso, es un hecho que muchas ferias, a veces las de los
pueblos, permanecen más bajo el antiguo signo del trueque que el de la moneda.
· . No obstante, éste no es el caso de las grandes ferias del Ganges, en Hardwar, Alla-
habad, Sónpat; o en Mthura y en Batesar, en laJamma. Cada religión tiene las suyas:
los hindúes en Hardwar, en Benarés; los sikhs en Amritsar; los musulmanes en Pak-
pattan, en, el Pendjab. Un inglés (el general Sleeman)rn, exagei:.!!do, claro está, decía
que desde el principio de la estación fría y seca, cuando comienza la época de los baños
rituales; la mayoría de los habitantes de la India, desde las pendientes del Himalaya
hasta el cabo Ccimoriii, se reunían en las ferias donde se vende de todo (incluso caba-
llos y elefantes)~ La vida en ruptura con lo cotidiano se convierte en regla en estos días
de oración y de juerga donde se mezclan las danzas, la música, Jos ritos piadosos. Cada

100
Los instrumentos del intercambio

doce años, cuando el planeta Júpiter entra en el signo de Acuario, este signo celeste
provoca un torrente demencial de peregrinaciones y de ferias concomitantes. Y se de-
satan epidemias fulminantes. .
En Insulindia, las largas reuniones de mercaderes que acumula la navegación in-
ternacional, aquí o allá, en las ciudades marítimas o en sus confines inmediatos, dan
lugar a prolongadas ferias.
En la «Gran» Java, hasta que los holandeses se instalan allí cuando se construye Ba-
tavia (1619), e incluso después, la ciudad principal es Bantamm, en la costa norte, en
el extremo occidental de la isla, en medio de pantanos, oprimida entre sus muros de
ladrillos rojos con cañones amenazantes sin valor, pues en realidad no se sabrían utili-
zar, sobre sus murallas. En el interior, una ciudad ruin, fea, «grande como Amster-
dam». A partir del palacio real divergen tres calles y las plazas que forman rebosan de
mercaderes o de vendedoras improvisadas, que venden aves de corral, loros, pescado,
toscas viandas, pasteles calientes, arac [alcohol de Oriente], sederías, terciopelos, arroz,
piedras preciosas, hilo de oro ... Unos pasos más y está el barrio chino, con sus tiendas,
sus casas de ladrillos y su mercado particular. Al este de la ciudad, en la Gran Plaza,
atestada desde que comienza el día de pequeños comerciantes, se reúnen más tarde los
grandes negociantes, aseguradores de navíos, almaceneros de pimienta, prestamistas a
la buena de Dios, familiarizados con las lenguas y las monedas más diversas: el lugar
les sirve de Bolsa, escribe un viajero. No obstante, bloqueados cada año en la ciudad
a la espera del monzón, los mercaderes extranjeros participan allí en una feria intermi-
nable, que dura meses. Los chinos, presentes desde hace mucho tiempo en Java, des-
tinados a quedarse allí aún durante mucho tiempo, desempeñan un papel importante
en este concierto. «Son gentes interesadas», observa un viajero (1595), «que prestan a
usura y que han adquirido la misma reputación que los judíos en Europa. Van por el
país con el peso en la mano, compran toda la pimienta que encuentran y después de
haber pesado una parte [es digno de observar este detalle de una venta sobre muestra],
de modo que puede calcular la cantidad [sin duda hay que leer el peso], ofrecen plata
en lingote según la necesidad que tengan los que se lo venden, y por este medio ama-
san una cantidad tan grande que tiene con qué cargar los navíos de China desde que
llegan, vendiendo po.r cincuenta mil cajas [los sapeques] lo que no les ha costado ni
doce mil. Estos navíos llegan a Bantam en el mes de enero, en número de unos oqho
o diez, y son de cuarenta y cinco o cincuenta toneladas». Así, los chinos tienen t~­
bién su «comercio de Levante» y durante mucho tiempo la China del comercio a.l¡tga
distancia no tuvo nada que envidiar a la Europa del comercio a larga distancia. En· uem-
pos de Marco Polo, China consume, según él, cien veces más especias que la lejana
Europam.
Se habrá observado que es antes del monzón, antes de la llegada de los barcos, cuan-
do los chinos, en realidad comisionistas fijos, hacen sus compras en los campos. La lle-
gada de los barcos marca el principio de la feria. En realidad esto es lo que caracteriza
a toda Insulindia: ferias de larga duración bajo la influencia del monzón. En Atjeh
(Achem), en la isla de Sumatra, Davis (1598) 116 ve «tres grandes plazas donde cada día
se celebra una feria de toda clase de mercancías». Podría pensarse que no son más que
palabras. Pero Fran~ois Martín de Saint-Malo (1603), ante los mismos espectáculos, dis-
tingue un gran mercado de los mercados ordinarios, llenos de curiosos frutos, y descri-
be a los mercaderes de las tiendas venidos de todos los horizontes del Océano Indico,
«todos vestidos a la turca» y que permanecen «Unos seis meses en el mencionado lugar
para vender sus mercancías:. 117 • Seis meses cal cabo de los cuales vienen otros». Es decir
una feria continua y renovada, perezosamente mantenida en el tiempo sin tener nunca
el aspecto de crisis rápida de las ferias de Occidente. Dampier, que llega a Atjeh en
1688, es aún más preciso 518 : «Los chinos son los más considerables de todos los merca-

101
Los instrumentos del intercambio

deres que negocian aquí; algunos de ellos permanecen codo el año; pero otros no vie-
nen más que una vez al año. Estos se presentan allí algunas veces en el mes de junio,
con 10 ó 12 veleros que van cargados de arroz y de otros productos ... Todos ocupan
casas próximas entre sí, en uno de los extremos de la ciudad, al lado del mar, y a este
lugar se le llama el campo de los chinos... Hay muchos _artesanos que vienen en esta
flota, como carpinteros, ebanistas y pintores, y cuando llegan lo primero que hacen es
ponerse a trabajar y hacer cofres, joyeros, jaulas y todo tipo de pequeños elementos de
la China.> Así, durante dos meses se celebra «la feria de los chinos», donde todo el mun-
do va a comprar o a jugar a los juegos de azar. «A medida que venden sus mercancías
ocupan menos espacio y alquilan menos casas ... Cuanto más disminuye la venta, más
aumenta el juego.>
En China 519 la cosa cambia. Allí, al estar dirigido todo por un gobierno burocráti-
co, omnipresente y eficaz, en principio enemigo de los privilegios económicos, las fe-
rias están estrechamente vigil.adas frente a los mercados relativamente libres. No obs-
tante, aparecen pronto, en un momento de fuerte empuje de tráficos y de intercam-
bios, hacia finales de la era T'ang (siglo IX). Allí también están generalmente asocia-
das a un templo budista o taoísta y se celebran en el momento de la fiesta aniversario
de la divinidad; de ahí el nombre genérico que reciben, asambleas de templos -miao
hui. Tienen un marcado carácter de regocijo popular. Pero son corrientes otras deno-
minaciones. Así la feria de la seda nueva que se celebra bajo los Tsing (1644-1911) en
Nan-hsünchen, en la frontera de las provincias de Tcho-Kíang y de Kiang-su, se llama
hut'-ch'ang o /ang-hui. De la misma forma, la expresión nien-shih equivale, palabra
por palabra, a los jahrmiirkte alemanes, mercados anuales, y tal vez designa efectiva-
mente más a las ferias, en el sentido pleno de la expresión, que a los grandes mercados
estacionales (de sal, té, caballos, etc.)
Etienne Balazs pensaba 52 º que estos grandes mercados o ferias excepcionales apare-
cían sobre todo en los momentos en que China se dividía en dinastías extranjeras entre
si; los fragmentos tenían entonces que comunicarse obligatoriamente y surgían ferias y
grandes mercados como en la Europa medieval, y quizás por razones análogas. Pero des-
de que China forma de nuevo una unidad política y retoma su estructura burocrática,
sus jerarquías eficaces de mercados y ferias desaparecen en el interior del territorio. Sólo
se mantienen en las fronteras exteríores. Así, eñ tiempos de los Song (960-1279), due-
ños de la China del Sur, se abrían «mercados mutuos» hacia la China del Norte con-
quistada por los bárbaros. Durante la unidad restablecida bajo los Ming (1368-1644).
después continuada bajo los Tsing (1644-1911), las ventanas o tragaluces se encontra-
rán únicamente en el contorno, frente al mundo exterior. Así se celebrarán ferias de
caballos en la frontera de Manchuria, a partir de 1405, abriéndose o cerrándose según
las relaciones que la frontera mantenga con los «bárbaros» que la amenazan. A veces,
se organiza una feria a las puertas mismas de Pekín cuando llega hasta allí una carava-
na de Moscovia. Acontecimiento excepcional, pues las caravanas que vienen por el oes-
te se detienen preferentemente en las ferias de Han-tchou y de Tchengtun. De esta
forma se verá organizarse en 1728~ 21 , al sur de lrkutsk, la muy curiosa e importante
feria de Kiatka, donde el mercader chino se procura preciosas pieles siberianas. Por fin,
en el siglo XVIII, se dota a Cancón de dos ferias 522 de cara al comercio con los europeos.
Como los otros grandes puertos marítimos más o menos abiertos al comercio interna-
cional (Ningpo, Amoy), conoce entonces cada año una o varias "estaciones» comercia-
les. Pero no se trata de los grandes encuentros libres del Islam o de la India. La feria
es en China un fenómeno restringido, limitado a ciertos comercios particulares, sobre
todo a los extranjeros. O más bien porque China teme a las ferias y se preserva de ellas;
o más probablemente porque no las necesita debido a su unidad administrativa y gu-
bernamental, sus activas cadenas de mercados.

102
Los instrumentos del intercambio

Ilustración holandesa de un relato de un vfaje a las Indias Orientales (1598). En el centro, uno
de los comerciantes chinos que se instalan regularmente en la ciudad de Bantam durante los pe-
ríodos de actividad comercial; a la izquierda, la javanesa que le sirve de esposa durante su es-
tancia; a la derecha,' uno de los comisionistas chinos fijos que, con el peso en la mano, compran
la pimienta por anticipado en el inten'or de la isla, durante la estación muerta. (Foto F. Quilici.)

'/
En cuanto al Japón, donde los mercados y las tiendas se orgañizan desde el sigio XIII
de forma regular y después se amplían y se multiplican, el sistema de la feria está allí
fuera de lugar. No obstante, a partir de 1638, cuando el]apón se cierra a tqdo comer-
cio exterior exceptuando algunos navíos holandeses y chinos, tienen lugar en Nagasaki
una especie de ferias cada vez que llegan allí los navíos holandeses «de permiso» de la
Compañía de las Indias Orientales o los juncos chinos, también «de permiso». Estas «fe-
rias> son raras. Pero, a semejanza de las que se celebran en Arkhangel, en Moscovia, a
la llegada de los navíos ingleses y holandeses, sirven para dar equilibrio y tienen una
importancia vital para el Japón: es la única forma que tiene, después de su «cierre> vo-
luntario, de respirar aire del mundo. Y también de desempeñar allí su papel, pues su
aporte al exterior, sus exportaciones de plata y de cobre en particular, por el único me-
dio de estos barcos, tienen una incidencia sobre los ciclos de la economía mundial: en
el ciclo de la plata hasta 1665, en el breve ciclo del oro de 1665 a 1668; en fin, en el
ciclo del cobre.

103
Los instrumentos del intercambio

Europa ¿en pie de igualdad


con el mundo?

Las imágenes son fas imágenes. Pero numerosas, repetidas, idénticas, no sabrían
mentir todas a la vez. Revelan, en un universo diferenciado, formas y cualidades aná-
logas: ciudades, rutas, Estados, intercambios gue, a _pesar de todo, se parecen. Se ha
dicho, con razón, que hay tantos «medios de intercambio como medios de produc-
ción>. Pero, de cualquier forma, estos medios son limitados en su número, pues re-
suelven los problemas elementales que se dan en todas partes.
Una primera impresión está pues allí, a nuestra disposición: aún en el siglo XVI,
las regiones pobladas del mundo, presas de las exigendas del número, nos parecen,
próximas entre sí, como iguales o poco menos. Sin duda, una ligera diferencia puede
bastar para que emerjan y se confirmen ventajas y, después, superioridades, y luego
del otro lado inferioridades, después slijecidnes. ¿Es esto lo que ocurre entre Europa y
el resto dd mundo? Es difícil afirmar resueltamente que sí o que no, y explicarlo todo
en palabras. Hay, en efecto; una desigualdad «historiográfica> entre Europa y el resto
del mundo. Al habet inventado el oficio de historiador, Europa se ha beneficiado. Aquí
está todo aclarado, listo para testimoniar~ para reivindicar. La historia de lo que no es·

En Roma, un buhonero comerciante de caza. (Foto Osear Salvia.)

104
Los instrumentos del intercambio

Europa está apenas haciéndose. Y mientras no se restablezca el equilibrio de los cono-


cimientos y de las interpretaciones, el historiador titubeará al resolver el nudo gordiano
de la historia del mundo, entiéndase la génesis de la superioridad de Europa. Este es
el tormento de Joseph Needham 523 , historiador de China y que tiene dificultades in-
cluso en el plano relativamente claro de la técnica y de la ciencia, a la hora de situar
exactamente su enorme protagonista en la escena del mundo. Una cosa me parece se·
gura: la diferencia entre el Occidente y los otros continentes aparece tardíamente, y atri-
buirlo únicamente a la «racionalización» de la economía de mercado, como aún tien-
den a hacerlo muchos de nuestros contemporáneos, es evidentemente simplista.
En cualquier caso, explicar esta diferencia, que va a afirmarse con los años, es abor-
dar el problema esencial de la historia del mundo moderno. Un problema que se abor-
dará forzosamente a lo largo de este libro, sin tener la presunción de resolverla de for-
ma perentoria. Al menos hemos intentado plantearlo bajo codos sus aspectos, aproxi-
mar nuestras explicaciones como ayer se aproximaban las bombardas a los muros de la
ciudad en la que se quería entrar por la fuerza.

•/

105
Los instrumentos del intercambio

HIPOTESIS
PARA CONCLUIR
Los diversos mecanismos del intercambio que hemos presentado, desde el mercado
elemental hasta la Bolsa, son fáciles de reconocer y de describir. Pero es menos sencillo
precisar su emplazamiento relativo en la vida económica, considerar en conjunto sus
testimonios. ¿Tienen la misma edad? ¿Están o no unidos entre sí y cómo? ¿Han sido
o no instrumentos del desarrollo económico? Sin duda alguna no hay una respuesta ca-
tegórica pues, según los flujos económicos que les impulsan, se desarrollan más deprisa
unos, menos deprisa otros. Estos, después de aquéllos, parecen mandar por tumo, y
cada siglo tiene de esta forma su fisonomía panicular. Sí no somos víctimas de una ilu-
sión simplificadora, esta historia diferencial aclara el sentido de la evolución económica
de Europa y se ofrece quizás como un medio de interpretación comparativa con el resto
del mundo.
El siglo XV prolonga los desastres y deficiencias de la segunda mitad del siglo XIV.
Después, a partir de 14)0, se inicia una recuperación. No obstante el Occidente tar-
dará años y años en encontrar el nivel de sus proezas anteriores. La Francia de San Luis,
si no me engaño, es muy distinta a la Francia viva, aunque aún dolorosa, de Luis XI.
Fuera de las zonas privilegiadas (una cierta Italia, el conjunto motor de los Países Ba-
jo~). todos los vínculos económicos se aflojan; los agentes económicos -individuos o
grupos- han sido un poco abandonados a su suerte y se han beneficiado más o menos
conscientemente. En estas condiciones, las ferias y los mercados -los mercados más
aún que las ferias- bastan para reanimar y hacer que vuelvan a producirse los inter-
cambios. La forma en que las ciudades en Occidente se imponen a los campos, deja
adivinar la puesta en movimiento de los mercados urbanos, instrumentos que permi-
ten, por sí solos, la sujeción regular del país llano. Los precios «industriales» suben, los
agrícolas bajan. Así las ciudades prevalecen.
En cuanto al siglo XVI, Raymond de Roover 524 , que no obstante siempre desconfía
de las explicaciones fáciles, piensa que ha visto el apogeo de las ferias. Estas lo expli-
carían todo. Se multiplican; resplandecen de vitalidad, están en todas partes, se cuen-
tan por centenares, incluso por millares. Si esto ha sido así, que es lo que yo creo, el
movimiento antes del siglo XVI se organizaría por lo alto, bajo el impacto de una cir-
culación privilegiada de las especies monetarias y del crédito, de feria en feria. Todo
habrfa dependido de estas circulaciones internacionales a un nivel bastante elevado, en
cierto modo cicaéreas» 52 l. Después se reducían o se complicaban y la máquina se averia-
ba. A partir de 1)7), el circuito Amberes-Lyon-Medina del Campo está al pairo. Los
genoveses, con las ferias llamadas de Besan~on, recompusieron los fragmentos pero só-
lo durante algún tiempo.
En el siglo XVII, es por la mercancía que todo se pone en marcha. No sitúo este
arranque sólo en el activo Amsterdam y su Bolsa, que desempeñan no obstante sus pa-
peles; lo atribuyo preferentemente a la multiplicación de los intercambios básicos, en
el modesto círculo de las economías a corto o a muy corto radio: el rasgo fuerte, el mo-
tor decisivo, ¿no sería la tienda? En estas condiciones, la subida de los precios (siglo XVI)
habña correspondido al reinado de las superestructuras; los descensos y estancamientos
del siglo XVII verían la primacía de ias infraestructuras. Explicación sin garantía, pero
plausible.
Pero entonces, ¿cómo partiría e incluso galoparía el Siglo de las Luces? El movi-
miento a partir de 1720 se produce sin duda a todos lo niveles. Pero lo esencial es que
hay una ruptura, cada vez mayor, del sistema vigente. Más que nunca, frente al mer-
cado actúa el contramercado (prefiero esta palabra subida de tono a la expresión pri-

106
los imtrumentos del intercambio

11tJte market que he usado hasta aquí); frente a la feria aumentan los almacenes y el
comercio de depósito: la feria tiende a sustituirse en el plano de los intercambios ele-
mentales; de igual forma, frente a las Bolsas aparecen los bancos que crecen en todas
partes como una floración de plantas, si no nuevas, por lo menos cada vez más nume-
rosas y autónomas. Nos haría falta una palabra clara para designar el conjunto de estas
rupturas, de estas innovaciones y de estos crecimientos. Pero falta la palabra para de-
signar a todas estas fuerzas exteriores que rodean, rompen un viejo núcleo, estos con-
juntos de actividades paralelas, estas acelaraciones visibles en la cúspide con los grandes
ejes de la vida bancaria y bolsística que atraviesan Europa y la avasallan con eficacia,
visibles también en la base con la difusión revolucionaria del mercader ambulante, por
no decir del buhonero.
Si estas explicaciones tienen, como pienso, una cierta verosimilitud, nos sitúan de
nuevo en el oscuro pero incesante juego entre superestructuras e infraestructuras de la
vida económica. ¿Lo que se juega en la altas esferas puede tener sus repercusiones en
el nivel inferior? ¿Y cuáles? Y, a la inversa ¿lo que tiene lugar a nivel de los mercados
y de los intercambios elementales repercute en el nivel más alto? ¿Y cómo? Para ser
breves, pongamos un ejemplo. Cuando el siglo XVIII espera su vigésimo año, se pro-
ducen simultáneamente el Sea Bubble, el escándalo inglés del Mar del Sur, y el epi-
sodio contemporáneo del anterior, seguramente demencial, en Francia, del Sistema de
Law, el cual no habrá durado en total más de dieciocho meses ... Aceptemos que la ex-
periencia de la calle Quincampoix se parece a la de Exchange Alley: en ambos lados
se ha demostrado que la economía, en su globalidad, si puede ser turbada por estas
tormentas de altura, no se mantiene arriba de una vez por todas a lo largo de los años.
El capitalismo no impone aún su ley. No obstante, si creo junto conJacob Van Klave-
renn6 que el fracaso de Law se explica evidentemente por la hostilidad interesada de
una parte de la alta nobleza, también se explica por la economía francesa, incapaz de
pisarle los talones, de seguir un tren desenfrenado. Inglaterra, económicamente ha-
blando, sale mejor parada que Francia de su escándalo. Allí no se producirá esa repul-
sión respecto al papel moneda y a la banca que conoció Francia durante decenios. ¿No
es esto prueba de una cierta madurez político-socio-económica de Inglaterra, demasia-
do comprometida ya con las formas modernas de las finanzas y del crédito para poder
volver atrás? 1¡
El modelo esbozado en las líneas anteriores no vale más que para Occidente. Pe_i;o
una vez dibujado, tal vez permita una mejor lectura a escala mundial. Las dos ca~ác­
terísticas esenciales del desarrollo occidental son la puesta en marcha de mecanismos
superiores, después, en el siglo XVIII, una multiplicación de las vías y de los medios.
¿Qué ocurre desde este punto de vista fuera de Europa? El caso más aberrante es el de
China, donde la administración imperial ha bloqueado todas las jerarquizaciones de la
economía. Sólo resultan eficaces, en la planta baja, las tiendas y los mercados de los
burgos y de las ciudades. Los casos más próximos a Europa son los del Islam y el Japón.
Desde luego, tendremos que volver sobre esta historia comparada del mundo que, por
sí sola, podría resolver o por lo menos plantear correctamente nuestros problemas.

107
Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo 11

LOS JUEGOS
DEL INTERCAMBIO
Versión española de Vicente Bordoy Hueso
Revisión técnica de Julio A. Pardo
'\
•I
-~ 1

'i

Alianza
Editorial
Capítulo 2

LA ECONOMIA
ANTE LOS MERCADOS

'1
Siempre dentro dd marco del intercambio, este segundo capítulo trata de pre~eh- "
tar algunos modelos y algunas teglas de tendencia 1 • Traspasamos por ello las imágehes
puntuales del primer capítulo, donde e1·mercado del burgo, la tienda, la feria, la Bol-
sa, se han presentado como una serie de puntos. El problema consiste en mostrar cómo
encajan esos puntos, cómo se constituyen líneas de intercambio, cómo organiza el mer-
cader esas relaciones y cómo éstas; aunque dejen de lado numerosos espacios vacíos ais-
lados de los tráficos, crean superficies mercantiles coherentes. Nuestro vocabulario im-
perfecto designa a estas superficies con el nombre de mercado, acusadamente ambiguo
por naturaleza. Pero el uso es rey.
Nos situaremos sucesivamente en dos perspectivas diferentes: en primer lugar, por
lo que respecta al mettader, imaginaremos en qué puede consistir su acción, su táctica
ordinaria; después, aparte de él, en gran medida independientes de las voluntades in-
dividuales, consideramos los espacios mercantiles ert sí mismos, los mercados en senti-
do amplio. Urbanos, regionales, nacionales o incluso internacionales su realidad se im-~
pone al mercader, envuelve su acción, la favorece o la limita. Por añadidura, se trans.J
forman a lo largo de siglos. Y esta geografía, esta economía cambiante de los mercados
(que veremos más de cerca en el tercer volúmen) remodelan y reorientan sin cesar, des-
de luego, la acción particular del mercader.

109
Los instrumentos del intercambio

Las manos del comerciante Georg Gisze. Detalle de un cuadro de Hans Holbeín. (Staatliche Mu-
seen Preussischer Kulturbesitz, Berlín.)

11 o
!.os instrumentos del intercambio

MERCADERES
Y CIRCUITOS MERCANTILES
la perspectiva, la acción del mercader nos son familiares: sus papeles están a nues-
tra disposición 2 • Nada más sencillo que ponernos en su lugar, leer las cartas que escribe
o que recibe, examinar sus cuentas, seguir el hilo de sus negocios. Pero aquí intenta-
remos más bien comprender las reglas que le impone su oficio, que él conoce por ex-
periencia, pero que, aun conociéndolas, no le preocupan apenas de ordinario. Es pre-
ciso que sistematicemos.

Idas
y vueltas

Siendo el intercambio reciprocidad, a todo trayecto de A a B corresponde cierro re-


torno, tan complicado y sinuoso como se quiera, de B hacia A. El intercambio se cierra,
pues, sobre sí mismo. Hay circuito. A los circuitos mercantiles les ocurre lo mismo que
a los circuitos eléctricos: no funcionan más que cerrados sobre sí mismos. Un mercader
de Reims, contemporáneo de Luis XIV, hacía notar en una fórmula bastante buena:
«la venta regula la compra» 3 • Evidentemente pensaba que si la regulaba, debía regu-
larla con beneficio.
Si A es Venecia, B Alejandría de Egipto (ya puestos, tomemos ejemplos brillantes),
un tráfico de A a B debe estar seguido de una vuelta de B a A. Si nuestro ejemplo
imaginado pone en acción a un mercader residente en Venecia, hada 1500, pensare-
mos que puede llevar entre las manos, de partida, groppi de monedas de plata, espe-
jos, perlas de vidrio, tejidos de lana ... Estas mercancías, compradas en Venecia, serán
expedidas y vendidas en Alejandría; a cambio, se comprarán probablemente en Egipto
colli de pimienta, especias o drogas destinadas a volver a Venecia y a ser vendidas allí,
frecuentemente en Fontego dei Todeschi (para emplear la expresión no italiana -Fon-
daco dei Tedeschi-, sino veneciana). '1
Si todo va según los deseos de nuestro mercader, las cuatro operaciones de com¡}.lia
y venta se suceden sin demasiado retraso. Sin demasiado retraso: antes de que se hJ'.ga
conocida la reflexión, en Inglaterra, de que el tiempo es oro. No dejar «li danari mort-
ti»4, el dinero muerto; vender enseguida, aunque sea menos caro, para «venier presto
su/ danaro per un altro viaggio»), tales son las órdenes que daba a sus agentes un gran
mercader de Venecia, Michiel da Lezze, en Jos primeros años del siglo XVI. Por tanto,
sin retrasos perjudiciales, las mercancías recién compradas en Venecia han sido embar-
cadas. El barco ha salido el día previsto, lo cual, en la práctica, es raro; en Alejandría,
la mercancía ha encontrado quien la tome enseguida y los artículos para volver al mis-
mo punto estaban dispuestos. Desembarcados éstos en Venecia, se venden sin dificul-
tad. Evidentemente, estas condiciones óptimas de cierre que nosotros imaginamos no
constituyen la regla. Unas veces, los tejidos permanecen meses en Alejandría en los al-
macenes de un pariente o de un comisionado: su valor no satisfacía, o se ha conside·
rado su calidad detestable. Otras veces, las caravanas de especias no llegan a tiempo.
O bien, a la vuelta, el mercado veneciano está saturado de productos de Levante y los
precios son, como consecuencia de ello, anormalmente bajos.
Dicho esto, lo que nos interesa ahora es:
l.º) que en este círculo se suceden cuatro momentos entre los que se divisa por
otra parte todo proceso mercantil en el momento de una ida y una vuelta;

111
La economía ante los mercados

2. º) que ha habido forzosamente, según que nos coloquemos en A o en B, fases


diferentes en el proceso; en total, dos ofertas y dos demandas, en A y en B: una de-
manda de mercancías en Venecia, en el punto de partida; una oferta en Alejandría,
para la venta; además, una demanda para la compra que sigue y una oferta en Venecia
para concluir la operación; .
3. 0 ) que la operación se termina y arquea mediante un cierre del circuito. La suer-
te del mercader queda supeditada a esta conclusión. Es su preocupación de cada día:
ia operación de verdad está al término del viaje. Beneficios, costes, desembolsos, pér-
didas que al comienzo y a lo largo de la operación han sido registrados día a día en
tal o cual moneda, serán convertidas a una misma utidad monetaria -libras, sueldos
y dineros de Venecia por ejemplo. Así pues, el mercader podrá hacer balance entre el
debe y el haber, conocer lo que le ha reportado la ida y vuelta que acaba de comple·
tarse. Y es posible que sólo haya habido beneficio, como sucede con bastante frecuen-
cia, en el tramo de regreso. Es el ca.So clásico del comercio en China en el siglo XVII1 6•
Todo esto es sencillo, demasiado sencillo. Pero nada nos impide complicar el es-
quema. Un proceso mercantil no es forzosamente de doble recorrido, de ida y vuelta;
el comercio llamado triangular es clásico a través del Atlántico en los siglos XVII y XVIII:
por ejemplo, Liverpool, costa de Guinea, Jamaica y vnelta a Liverpool; por ejemplo,
Burdeos, costa del Senegal, la Martinica, Burdeos; por ejemplo, el viaje aberrante que
prescriben al capitán de La Roche Couvert, en 1743, los propietarios del navío Saint-
Louis: tocar Acadia y cargar bacalao; venderlo en Guadalupe, cargar allí azúcar y volver
al Havre 7 • Los venecianos hacían otro tanto, desde antes del siglo xV, con las mercan-
das de las galere da mercato que equipaba regularmente la Señoría. Así, en 1505, el
patricio Michiel de Lezzeª da a Sébastien Dolfin (que embarcará en las galeras del «via-
je de Berbería>) instrucciones detalladas: para la primera etapa, Venec\a-Túnez, llevará
dinero contante, mocenighi de plata; en Túnez, el metal blanco será intercambiado
por polvo de oro; en Valencia, éste será fundido y troquelado en la casa de moneda
de la ciudad o intercambiado por lana o vuelto a traer a Venecia, según la coyuntura.
Otra combinación del mismo mercader: revender en Londres los clavos de especia com-
prados en Alejandría, revender en Levante los paños de lana traídos de Londres. Es tam-
bién un comercio a tres bandas el que efectúa en el siglo XVJI un navío inglés que ha-
bía salido del Támesis con un cargamento de plomo, cobre y pescado salado que lleva
a Livoutne; embarca parejamente dinero contante que le permitirá, en Levante, en Zan-
te, Chipre, Trípoli de Siria, cargar uvas pasas, algodón «en lana>, especias (si encuentra
todavía), o balas de seda, o incluso vino de Malvasía9 • Nos imaginaremos incluso un
viaje de cuatro etapas o más. Los barcos marselleses, a la vuelta de Levante, harían a
veces las escalas de Italia una después de otra 10 • . .
En el siglo XVII, el "comercio de depósito> que practicaban los holandeses tiene en
principio múltiples ramificaciones, y su comercio de India a India se construyó, según
toda evidencia, a panir del modelo descrito. Así la Compañía Holandesa 11 no hace el
gasto de quedarse en Timor, en Insulindia, más que a causa de la madera de Sándalo
que saca de allí para convertirla en moneda de intercambio en China, donde es muy
apreciada; lleva muchas mercancías a la India, a Surate, que l~-nbia por sedas, telas
de algodón y, sobre todo, por piezas de plata, indispensables para su comercio de Ben-
gala; en Corómandel, donde compra muchos tejidos, sus monedas de intercambio son
las especias de las Molucas y el cobre de Japón, cuya exclusiva posee; en Siám, muy
poblada, vende cantidad de tela de Coromandel, casi sin beneficio; pero lo que en-
cuentra aquí son pieles de ciervo apreciadas en Japón y el estaño de Ligor, del cual es,
por privilegio, el único comprador, y que revende en la India y en Europa "con bas-
tante beneficio•. Y así sucesivamente. En el siglo XVIII, para procurarse en Italia clas
piastras y cequíes [necesarios para] su comercio de Levante1.>, los holandeses 12 llevan a

112
La economía ante los mercados

Génova o a Livoume mercancías de India, China, Rusia y Silesia indistintamente, o ca-


fé de la Martinica y telas del Languedoc que cargan en Marsella. Estos son ejemplos
que pueden dar una idea de lo que puede ocultar el esquema simplificador de «la ida
y vuelta>.

Circuitos
y letras d~ cambio

El círculo, que raramente es simple, no puede hacerse siempre mercancía contra


mercancía, ni siquiera mercancía contra piezas en metálico. De ahí el empleo obliga-
torio y regular de las letras de cambio. Nacidas como instrumentos de compensación,
llegaron a ser además en la cristiandad, donde el interés del dinero está prohibido por
la Iglesia, la forma más frecuente de crédito. De esta forma, crédito y compensación
están estrechamente ligados. Es suficiente, para comprenderlo bien, unos pequeños
ejemplos, habitualmente aberrantes, ya que nuestros docume1:1tos señalan más frecuen-
te~i::.nte todavía lo anormal que lo ordinario, el fallo que el acierto.
-- He narrado con cierto detalle en el primer volúmen de esta obra 13 , a propósito del
crédito, cómo Simón Ruíz, mercader de Medina del Campo, se las arregló al final de
su vida, después de 1590, para ganar dinero sin riesgo y sin excesivo esfuerzo practi-
cando una «usura mercantil» completamente lícita por otra parte. El viejo zorro compra
en la plaza de su ciudad letras de cambio extendidas por productores de lana española
que expenden sus vellocinos a Italia y que no quieren esperar, para cobrar su dinero,
el tiempo que se pierde debido a los retrasos del transporte y del pago normales. Tie-
nen prisa por tener lo que les deben. Simón Ruíz lo paga por adelantado contra una
letra de cambio, extendida generalmente sobre el comprador de la lana, pagadera tres
meses más tarde. El ha comprado, si le es posible, el papel por debajo de su valor no-
minal y lo expende a su amigo, comisionado y compatriota Baltasar Suárez, instalado
en Florencia. Este cobra el dinero del comprador, se sirve de él para comprar una nue-
va letra de cambio, ésta sobre Medina del Campo, que Simón Ruíz cobrará tres meses
más tarde. Esta operación, que ha tardado seis meses, representa el circuito compf~to
de la transacción entre los productores de lana y sus dientes florentinos en manos_iie
Simón Ruíz. Los interesados no quieren o no pueden recurrir a la ida y vuelta mertan-
til ordinaria; por esto, Simón Ruíz ha ·podido encargarse en su nombre de la opera-
ción, con un beneficio neto de 5 % para un crédito a seis meses.
Sin embargo, siempre queda la posibilidad de la equivocación. En una plaza, pa-
pel y dinero contante están en relación para fijar el curso de la letra de cambio a un
precio más o menos elevado en dinero líquido. Si el dinero contante abunda se aprecia
el papel, y a la inversa. La operación del regreso direr.to con beneficio regular de la se-
gunda letra es a veces difícil, prácticamente imposible, al encontrarse la letra de cam-
bio en Florencia a un precio demasiado alto.
Entonces Baltasar Suárez se ve obligado a extender sobre sí mismo (es decir sobre
la cuenta que tiene abiena a su nombre Simón Ruíz) o a creenviar> sobre Amberes o
Besan~on: el papel hará de este modo un viaje triangular, de más de tres meses. ¡Pero
no acaba ahí todo! Simón Ruíz echa chispas cuando se da cuenta de que, una vez con-
cluida la operación, no ha ganado los intereses que tenía calculados. Naturalmente quie-
re ganar, pero sobre seguro. Como él mismo escribe en 1584, prefiere «guardar el di-
nero en casa que amesgar en cambios y perder el pn"ncipal, o no ganar nada» 14 , apretar
los cordones de su bolsa antes que correr con los cambios el riesgo de perder el capital,

113
Qe,4~ ,6,fm'W k~=kr ,& onl.u, ,_ ...g,.,~ <f7=""" 9~ m/ ;>' \¡,¿'
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~e_ c:J)ff¿~·

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--~--

Carta de lo.r herederos de Lodovico Benedito Bonbisiy Cía, Lyon, 23 de marzo de 1575, a Fran-
cisco de la Pres.ra y herederos de Victor Ruy.r, en Medina del Campo (recibido el 13 de abnl).
Se refiere a lo.r pagos de las letras de cambio (cuyo importe está reflejado en la.r .ruma.r de abajo.
Al final de la carta; antes de la firma, las cotizaciones de los cambio.r en las diferentes plaza,-.
Archwo Simón Ruiz, Valladolid.

114
La economía ante [05 mercados

o de no ganar nada. Pero si Simón Ruíz se estima perjudicado, para los otros compa-
ñeros de negocio el circuito se ha cerrado normalmente.

Círculo imposible,
negocio imposible

Si en determinadas circunstancias un circuito mercantil no llega a completarse, de


la forma que sea, está evidentemente condenado a desaparecei. Las guerras frecuentes
no bastan si es que llegan a veces. Tomemos un ejemplo.
El azul de cobalto, producto de tintorería de origen mineral a base de cobalto (siem-
pre mezclado, sobre todo si es de mala calidad, con una arena de granos brillantes).
sirve en las fábricas de porcelana y de mayólica para hacer los adornos azules; sirve tam-
bién para blanquear las telas. Ese mercader de Caen (12 de mayo de 1784) se queja al
mayorista de sli último envío: «Ya no encuentro este azul tan intenso, que de ordina-
rio suele estar mucho más cargado de arena reluciente» 1 ~. La correspondencia de un pro-
veedor de azul, la casa Bensa y Hermanos de Frankfurt del Meno, con un revendedor
de Ruan que trabaja a comisión, Dugard Fils, presenta unos treinta años de transac-
ciones hasta tal punto monótonos que las cartas conservadas se repiten, palabra por pa-
labra, de año en año. Las únicas diferencias, junto con la fecha, son los nombres de
los capitanes de buques que de ordinario en Amsterdam, en ocasiones en Rotterdam,
excepcionahpente en Breme, cargan los barriles de azul que la firma Bensa produce
ella misma y expende a Dugard e Hijos. Los obstáculos son raros: un envío que tarda,
otro (pero es la excepción) que encalla en la ri11iere, cerca de Ruan 16 , la aparición de
un competidor. Regularmente los barriles se amontonan en los almacenes de Dugard
e Hijos que, pasando los días, los revenden en Dieppe, en Elbeuf, en Bernay, en Lou-
viers, en Bolbec, en Fontainebleau, y en Caen. Cada vez -vende a crédito y cobra me-
diante letras- remite o envía dinero equivalente al montante de sus facturas.
Entre Bensa y Hermanos y nuestro mayorista la vuelta podría hacerse en mercan-
cías, puesto que Dugard negocia sobre no importa qué: telas, goma de Senegal, gran-
za, libros, vinos de Borgoña (en barriles o en botellas), hoces, barbas de ballena, íp.-
digo, algodón de Esmirna ... Pero la vuelta se hace en dinero, mediante letras y re~­
sas, según un proceso impuesto por el proveedor alemán. Un ejemplo valdrá por i;i~n.
El 31 de octubre de 1775 17 , en Francfort, Rémy Bensa hace el cómputo de las mercan-
cías que ha expedido a Ruán: «Yo las evalúo por medio de la deducción ordinaria del
15% de gastos de extinción 18 en ([libras] 4.470, 10 [sueldos], de lo cual me tomo la
libertad de extraer para usted los 2/3 en la fecha de hoy,(. 2.980 a 3 "usances", pa-
gaderas en París por orden mía». Las «usances» son los plazos del pago, siendo cada
uno probablemente de dos semanas. Dugard e Hijos va a pagar pues, a la fecha del
vencimiento, 2.980 libras a un banquero de París, siempre el mismo, que remitirá el
dinero a Francfort. El círculo marcado por este pago a cuenta se completará a fin de
año. Las cuentas serán entonces congeladas y el pago liquidado entre comerciantes ho-
nestos, uno, Dugard, que se le adivina cortés, de buen humor, complaciente, y los
corresponsales de Francfort voluntariamente bruscos y con afán de aconsejar. Esa liqui-
dación final depende, en suma, de la relación por medio de letras de cambio entre Pa-
rís y Frankfurt del Meno. ¡Si este vínculo se rompe, adiós la tranquilidad de las opera-
ciones! Por otra parte es esto justamente lo que se produce en los comienzos de la Re-
volución Francesa.
En marzo de 1793. Bensa ya no puede hacerse ilusiones: está prohibido todo co-
mercio desde Holanda ha~ia Francia y las gentes de Francfort apenas saben siquiera cuál

115
La economía ante los mercados

es su posición en este estado de beligerancia que invade poco a poco Europa. «Yo ig-
noro, señor mío>, escribe Dugard e Hijos, «si se cuenta a nuestros habitantes como ene-
migos aunque nosotros [no] lo somos en absoluto, pero si fuera así [sic], yo estaría muy
disgustado, ya que nuestros negocios habrán terminado de repente> 19 • Efectivamente,
van a terminar y muy rápidamente, porque «el papel con cargo a París baja continua-
mente entre nosotros, y es presumible que baje notablemente todavía>, dice una de
las últimas cartas. Es tanto como decir que la línea de regreso está comprometida sin
remisión.

Sobre la dificultad
del regreso

Para las letras, que son una solución cotidiana del regreso, la solidez del circuito
financiero es evidentemente primordial. Esta solidez depende tanto de las posibilida-
des de enlace eficaces, como del crédito personal de los corresponsales. Ningún mer-
cader está al abrigo de sorpresas, pero vivir en Amsterdam, en esas circunstancias, vale
más que vivir en Saint-Malo, por ejemplo.
En 1747, Picot de Saint-Bucq, gran mercader de esta última plaza, que ha arries-
gado dinero en el cargamento del navío Le Lis, enviado a Perú, desea recuperar lo que
le viene en el retorno del navío que ha regresado a España. Escribe pues de Saint-Malo,
el 3 de julio, a M. Jolif et Cie, en Cádiz: «... cuando usted esté en situación de remi-
tírmelo, que sea por favor en letras de toda solvencia y sobre todo yo le recomiendo
no tomarlas en absoluto sobre la Compañía de las Indias de Francia, ni sobre cuales-
quiera de sus agentes [sic] que puedan ser, ni por cualquier razón que sea> 2º. No nos
extrañaremos nada de volver a encontrar en Cádiz agentes de la Compañía Francesa de
las Indias; vienen allí a cargar, como las otras compañías, «las piastras> de plata (las an-
tiguas piezas de a ocho) indispensables para su comercio en Extremo Oriente. Está pre-
parada, si un comerciante francés le ofrece piastras, a remitirle seguidamente, en com-
pensación, una letra de cambio pagadera en París. ¿Por qué Picot de Sainc-Bucq lo re-
husa? ¿Puede ser porque tiene cuenta con la Compañía y no desea mezclar varios ne-
gocios entre ellos? ¿Puede ser porque los maluenses y la Compañía de las Indias se en-
tienden como el perro y el gato? ¿O es que la enorme Compañía tiene malas costum-
bres en lo que concierne a la regularidad de sus pagos? ¡Poco importa! Lo que es se-
guro es que Picot de Saint-Bucq es tributario de la elección de su corresponsal. Por una
primera razón, que cuenta, y que él recuerda en otra carta: «Saint-Malo, que como us-
ted sabe no es un lugar de cambim~ 21 • Preciosa indicación cuando sabemos la predilec-
ción que los maluenses tuvieron siempre por el dinero al contado en sus operaciones
comerciales.
Para una empresa, es siempre interesante tener sus propios enlaces que la conecten
directamente con las grandes plazas de cambio. Esto es lo que acienan a llevar a cabo
los hermanos Pellet de Burdeos cuando Pierre Pellet se casa, en 1728, conJeanne Nai-
sac, cuyo hermano Guillaume será pronto su corresponsal en Amsterdam, que enton-
ces era la plaza mercantil por excelencia22 • Es fácil encontrar allí el despacho de las mer-
cancías y volver a introducir dinero al contado, que se coloca mejor por otra parte; se
presta allí a los intereses más bajos de Europa. A partir de esta plaza eficaz, unida a
todas las otras, se puede cómodamente pelotear, hacerse servicios a sí mismo, hacérse-
los a otros, incluso a ricos mercaderes holandeses.
La misma causa produce los mismos efectos, y la Société Marc Fraissinet, de Sete,
tenía en 1778 su sucursal, Fraissinet e Hijos, en Amsterdam. De tal forma que cuando

116
La economía ante los mer('adns

el navío holandes }acobus Catharina, armado por Comelis van Castricum de Amster-
dam, llega a Sete en noviembre de 1778, su capitán S. Gerkel ha sido recomendado a
la firma Fraissinet del lugar 23 • Transporta 644 «cestos» de tabaco destinados a la Ferme
general, y se paga enseguida el flete que se eleva a 16.353 libras. El servicio pedido
por el armador holandés es simple: que el dinero de la operación le llegue por cprontas
remesas». Sobre esto, la desdicha quiere: 1) que el capitán Gerkel haya confiado el
«mando» de la Ferme ;;. la casa Fraissinet, que lo cobra sin tardar; 2) que la firma Frais-
sinet e Hijos de Amsterdam haya quebrado en este final del año 1778, arrastrando en
esta ruina a la Société Marc Fraissinet de Sere. El pobre capitán Gerkel, envuelto en-
seguida en procesos judiciales, gana, después pierde a medias. Se topa con la mala fe
evidente de Marc Fraissinet y, no menos, con las exigencias de los acreedores del arrui-
nado. Todos hacen frente al acreedor extranjero, metido en este avispero. Finalmente
el regreso se hará, pero tarde y en condiciones catastróficas.
Cuando se trata del comercio lejano, en las islas o en el Océano Indico -el más
fructífero de los negocios del momento-, los regresos presentan a menudo problemas.
A veces es necesario improvisar y arriesgar.
Con intenciones evidentemente especulativas, Louis Greffulhe había instalado a su
hermano en la isla de San Eustaquio, una de las Pequeñas Antillas bajo soberanía ho-
landesa. La operación fue fructífera por más de un concepto pero arriesgada, y terminó
en catástrofe. A partir de abril de 1776, en efecto, con la Guerra de Inglaterra contra
sus Colonias, la vida internacional se ensombrece, los contactos con América se tornan
difíciles, sospechosos. ¿Cómo repatriar, entonces, los fondos? El Greffulhe de las islas,
desesperado, hace pasar a su socio del Moulin (cuñado de Louis) a la Martinica «para
tener de allí remesas», naturalmente sobre Francia, todavía en paz con Inglaterra, y,
desde allí, a Amsterdam. Absurdo, fulmina el hermano mayor desde Amsterdam. ¿Qué
es lo que llegará? O no encontrará cosa buena y tendremos un nuevo descalabro; o si
toma papel sobre Burdeos o París, eso mismo hizo el más sólido habitante de la Mar-
tinica, es casi sie~pre protestado en Europa y Dios sabe dónde puede uno recuperar
su dinero. Quiera Dios, si nos hace alguna remesa desde allí, que no sea éste el caso 24 •
Admirable utensilio, ciertamente, este de la letra de cambio «para saldo de cuenta»,
como dice la fórmula corriente. Pero es preciso que el instrumento sea de buena cali-
dad y eficaz. ,,
En octubre de 1729 25 {entonces ha abandonado la carrera de marino al servicio ae
la Compañía de las Indias por la de mercader aventurero), Mahé de la BourdolllJá~s
está en Pondichery. Sueña con crear allí una sociedad con los amigos de Saint-Malo
que ya le han aportado fondos. Estos proveerán de fondos y de mercancías a emplear

Pagaré del bordelé.r ]ean Petlet (1719). (Archivos provinciales de la Gironde.)

117
La economía ante los mercados

en el comercio de India a India, ya en Moka, ya en Batavia, ya en Manila, ya incluso


en China. Para la repatriación de los beneficios y capitales empleados, la imaginación
no le falta a Mahé. El tendría la solución tranquila de emplear letras sobre la Compa-
ñía de las Indias; o bien de retornos en mercancías (a uno de sus socios que quiere un
reembolso inmediato de sus fondos le acaba de enviar 700 camisas de tela de las In-
dias: cesto no corre ningún peligro de confiscación», precisa. Sabemos que éste no es
el caso de las «telas estampadas», prohibidas en Francia en esta época); o incluso será
confiado oro a un capitán de navío complaciente que regresa a Francia (una torma de
no pagar el flete, es decir un 25% de ahorro aproximadamente, y de conseguir un be-
neficio suplementario del 20% ). Por el contrario, Mahé no está muy animado el re-
greso con diamantes que gozan del favor de numerosos ingleses y europeos de las In-
dias. Porque cyo le aseguro sencillamente», escribe, «que no estoy seguro de fiarme ni
de mí mismo, ni... soy lo bastante cándido para confiar ciegamente en las gentes que
hacen el encargo>. Si la nueva sociedad no se forma, Mahé conducirá él mismo a Fran-
cia los fondos y mercandas que tenga en su poder. Pero preferentemente a bordo de
un navío portugués, a fin de hacer escala en Brasil donde ciertos productos de las In-
dias se venden con ganancia. Lo cual nos indica, de paso, que Mahé de la Bourdonnais
tiene amistades y conocimientos en esta costa de Brasil donde ha permanecido. El mun-
do, para los grandes viajeros como él, está a punto de convertirse en un pueblo donde
todos se conocen.
El tardío Manual de comercio de las Indias Orientales y de la China, del capitán :,
Pierre Blancard, aparecido en 1806 en París, señala el fructífero trabajo que hacían en 1
otro tiempo unos mercaderes franceses instalados en la isla de Francia (hoy isla Mauri-
cio). Lo que les enriqueció, muy a menudo, son los servicios seguramente no desinte-
resados que prestaban a los ingleses instalados en las Indias y deseosos de repatriar dis-
cretamente a su país fortunas adquiridas más o menos lícitamente. Nuestros mercade-
res daban a los ingleses «Sus órdenes de pago sobre París a seis meses vista, al cambio
de 9 francos la pagoda de estrella, lo que les fijaba la rupia en 2 francos cincuenta cén-
timosi.26 (los francos y céntimos indican que Blancard, que escribe en tiempo de Na-
poleón, traduce a moneda moderna estas operaciones del siglo precedente). Estas ór-
denes de pago, seguramente, no estaban sacadas de la nada, sino de los beneficios del
comercio francés en las Indias, repatriados seguramente por manos de banqueros pari-
sinos, los cuales, seguidamente, pagaban las letras transferidas a los ingleses. Para que
este circuito financiero se cerrase en beneficio de los mercaderes de la ile-de-France
era preciso por tanto que los ingleses no pudiesen servirse de su propio sistema de re-
patriación de fondos, que el comercio de telas estampadas de las Indias, practicado por
nuestros mercaderes, estuviera presente y que cada vez -en el plano comercial y en el
cambio- la transformación de rupias en libras les fuera favorable. Estamos seguros
de que lo procuraban.

La colaboración
mercantil

Así pues, l<>S intercambios cuadriculan el mundo. En cada cruce, en cada posta('.r,/'
hay que imaginar, establecido o de paso, un mercader. Y el papel de éste viene de- \1
terminado por su posición: «Dime dónde estás, y te diré quién eres>. Si el azar del na-
cimiento, de la herencia o cualquier otro avatar lo ha puesto en Judengurg, en la Al-
ta-Estiria (como es el caso de Clemens K0rbler, mercader activo de 1)26 a 1548), en-
tonces se ve obligado a traficar con el hierro de Estiria o el acero de léoben y a fre-

118
La economía ante los mercados

cuentar las ferias de Linz 27 • Es negociante y, por añadidura, en Marsella, tendrá que
elegir entre las tres o cuatro posibilidades corrientes de la plaza -una elección que le
dictará generalmente la coyuntura. Si el.comerciante mayorista, antes del siglo XIX, es-
tá siempre comprometido en varias actividades a la vez, ¿es solamente por prudencia
(por no poner, como se decía antes, «todos los huevos en la misma cesta»)? ¿O bien le
es necesario utilizar a tope las corrientes diversas (que él no ha inventado), en el mo-
mento mismo en que se ponen a su alcance? Una sola no bastaría para hacerle vivir a
la altura deseada. Esta «polivalencia» vendría así de fuera, de los volúmenes insuficien-
tes del intercambio. En todo caso, el negociante que en una encrucijada frecuentada
tiene acceso a la gran circulación mercantil está constantemente menos especializado
que el minorista. . . . , . . . J
Toda red mercantil vmcula a cierto numero de mdtvlduos, de agentes, pertene- (-¡'
cientes o no a la misma firma, situados en varios puntos de un circuito, o en un haz J
de circuitos. El comercio vive de estos multiplicadores, de estos concursos y enlaces que
se multiplican por ellos mismos con el éxito creciente del interesado.
Un ejemplo muy bueno de esto nos lo ofrece la carrera deJean Pellet (1694-1764),
nacido en el Rouerque, negociante de Burdeos después de comienzos difíciles como sim-
ple comerciante al por menor en la Martinica, donde, como le recordaba su hermano
en el momento de su fortuna, se alimentaba «de harina de mandioca enmohecida y de
vino agrio, con buey recalentado» 28 • En 1718 29, vuelve a Burdeos y se asocia con su her-
mano Pierre, dos años mayor que él, el cual se instala en la Martinica. Se trata aquí
de una sociedad de muy modesto capital, consagrada exclusivamente al comercio entre
la isla y Burdeos. Cada uno de los dos hermanos mantiene un extremo de la cuerda y
no está tan mal en el momento en que estalla la enorme crisis del Sistema de Law. «Vos
me hacéis hincapié», escribe el exiliado en las islas, «en que somos afortunados de ha-
bernos sostenido este año sin pérdida; todos los negociantes no trabajan sino sobre su
crédito» (8 de julio de 1721)30 • Un mes más tarde, el 9 de agosto: «Considero [es siem-
pre Pierre el que escribe], con la misma extrañeza que vos la desolación de Francia y
los riesgos que corre uno de perder sus bienes bastante rápidamente; afortunadamente,
nosotros nos encontramos en situación de poder salir del apuro mejor [sic] que otros
debido a la salida que tenemos en este país [la Martinica]. Es preciso que vos os dedi-
quéis a no guardar ni dinero, ni billetes» -en suma, trabajar únicamente con la mer-
cancía. Los hermanos permanecerán asociados hasta 1730; en lo sucesivo conserva}~n
relaciones de negocios. Tanto uno como otro se encuentran lanzados por los beneficjos
enormes que han reunido y que ocultan con más o menos habilidad. Más allá de 1'710,
no seguimos más que los negocios del más arriesgado de los dos, Jean, que a partir de
1733 es bastante rico, apoyado en numerosos comisionados y en los «capitanes admi-
nistradores» de los navíos que posee, por no tener ya necesidad de un socio. El número
de sus relaciones mercantiles y el número de sus negocios son simplemente sorpren-
dentes: lo tenemos como armador, negociante, financiero a ratos, propietario de bie-
nes raíces, productor y comerciante de vinos, rentista; lo tenemos relacionado en la Mar-
tinica, en Santo Domingo, en Caracas, en Cádiz, en Vizcaya, en Bayona, en Tolosa,
en Marsella, en Nantes, en Ruán, en Dieppe, en Londres, en Amsterdam, en Middel-
boutg, en Hamburgo, en Irlanda (para: sus compras de buey salado), en Bretaña (para
las de tela), y aún más~ .. Y naturalmente relacionado con los banqueros de París, Gi-
negta, Ruan.
Observemos que esta doble fortuna (porque Pierre Pellet se ha enriquecido, tam-
bién él, con millones, aunque, más tímido y prudente que su hermano menor, se haya
ceñido al oficio de armador y al comercio colonial) se ha constituido sobre una socie-
dad familiar. Y Guillaume Nayrac, hermano de la joven con quien se casa Pierre en
1728, ha: sido el corresponsal de los dos hermanos en la plaza de Amsterdamll. El ofi-

119
La economía ante los mercados

... Ji~< . [611,Qe/ittie/l,wa-:-·


-~o.AJ~:,-·

Burdeos: proyecto para la Plaza Real, de J. Gabn'el {1733). (Archivos provincia/es de la Giron-
de.) Abajo, la actual plaza de la Bolsa. El chaflán de la derecha fue adjudicado a ]ean Pellet en
1743, a/lado del emplazamiento adquindo por el banquero Pie"e Policard. (Cliché B. Beaujard.)

120
l.t1 economía ante los mercados

cío de mercader no puede prescindir de una red de comparsas y de socios seguros; la


familia ofrece, en efecto, la solución más frecuentemente buscada y la más natural. De
ahí que haya quien valore de forma decisiva la historia de las familias mercantiles al
mismo nivel que la historia de las genealogías de príncipes en la investigación de las
fluctuaciones de la política. Las obras de Louis Dermigny, de Herbert Luthy y Her-
mann Kellenbenz son una buena demostración de ello. O ese libro de Romuald Szram·
kiewicz, que estudia, bajo el Consulado y el Imperio, la lista de los gobernadores del
Banco de Francia 32 • Todavía sería más apasionante la prehistoria de dicho Banco, de
las familias que lo fundaron y que parecen haber estado ligadas, todas o casi todas, al
metal blanco y a la América española.
La solución familiar no es evidentemente la única. En el siglo XVI, los Fugger re-
currieron a factores, simples empleados a su servicio. Es la solución autoritaria. Los Af-
faitadi33 originarios de Cremona, prefirieron sucursales asociadas, llegado el caso, a fir-
mas locales. Antes que ellos, los Médicis habían creado un sistema de filiales 34 , que-
dando libres de darles la independencia por medio de una operación en las escrituras
si la coyuntura lo aconsejaba -forma de evitar, por ejemplo, que una quiebra local
fuera asumida por el conjunto de la firma. Con el fin del siglo XVI, tiende a genera-
lizarse la comisión, sistema flexible, menos costoso y más expeditivo. Todos los comer-
ciantes -así en Italia o en Amsterdam- dan comisión a otros comerciantes que les
conceden otro tanto. Sobre las operaciones asumidas por el otro, ellos deducen un li-
gero po·rcentaje y, en el caso contrario, asumen idéntica deducción sobre sus cuentas.
No se trata aquí evidentemente de sociedades, sino de servicios recíprocos. Otra prác-
tica que se generaliza es esa forma bastarda de sociedad que es la participación, la cual
asocia a los interesados, pero para una operación solamente, quedando estos libres para
renovar el compromiso para la operación siguiente. Volveremos sobre ello en seguida.
Cualquiera que sea la forma del entendimiento y de las colaboraciones mercantiles,
exige la fidelidad, la confianza personal, la exactitud, el respeto a las órdenes dadas.
De lo que se deduce una moral mercantil bastante estricta. Hebenstreit e Hijos, nego-
ciantes de Amsterdam, concluyeron un contrato de participación a cuenta a medias
con Dugard e Hijos, en Ruán. El 6 de enero de 1766 3 ~, le escriben una carta de lo más
áspera por haber vendido «a muy vil precio», «sin ninguna necesidad e incluso contra
nuestra orden expresa», la goma de Senegal que ellos le habían enviado. La conclusiún
es clara: «Nosotros exigimos de vos que reemplacéis nuestra mitad 36 al mismo pre<:~~
que la habéis vendido, tan mal y sin motivo». Es al menos una solución «amistosa»/la
que proponen «a fin de que no tengamos necesidad de escribir a un tercero ahí». Prue-
ba que, en asuntos como éste, la solidaridad mercantil, induso en Ruan, primará en
favor del negociante de Amsterdam.
Tener confianza, ser obedecido. Simón Ruíz, en 1%4, dispone en Sevilla de un
agente, Jerónimo de Valladolid, ciertamente bastante más joven que él, sin duda cas-
tellano como él 37 • Bruscamente, con razón o sin ella, Simón Ruíz se enfada, acusa al
joven de no sé qué falta o malversación. Un segundo agente, el que informa al patrón,
satisfecho de la ocasión, no arregla las cosas, sino todo lo contrario. Jerónimo desapa-
rece sin esperar más, porque la policía de Sevilla está sobre sus pasos. Pero es para rea-
parecer un poco más tarde, en Medina del Campo, para arrojarse a los pies de su señor,
para obtener su perdón. El azar de una lectura me ha hecho descubrir, entre algunos
documentos de 1570, el nombre de Jerónimo de Valladolid. Había llegado a ser en-
tonces, seis años después del incidente expuesto, uno de los comerciantes especializa-
dos en telas y paños en Sevilla. ¿Indudablemente había triunfado? Este pequeño inci-
dente, mejor o peor circunscrito en sus detalles, arroja bastante luz sobre esta cuestión
primordial de la confianza que un mercader exige y tiene el derecho a exigir de un agen-
te, o de un socio, o de su comisionado. Y también sobre relaciones de señor a servidor,

121
La crnnvmía ante /05 mercados

de superior a inferior, que tienen algo de cfeudah>. Un comisionado francés, todavía a


principios del siglo XVIII, habla del «yugo», de la «dominación» de los amos, de los cua-
les se regocija de haber escapado recientemente'ª.
Tener confianza, suceda lo que suceda, era por otra parte la única forma para el
extranjero de penetrar en el mundo desconcertante de Sevilla mediante personas inter-
puestas; la única forma, un poco más tarde, de participar en Cádiz, otra ciudad igual
de desconcertante y por las misrµas razones, en los tráficos decisivos hacia las Américas,
reservadas en principio a los españoles. Sevilla y Cádiz, cabezas de puente para Amé-
rica son ciudades aparte, ciudades del fraude, de la superchería, de la perpetua burla
de las reglas y de las autoridades locales, éstas cómplices por añadidura. Pero, en el
corazón de esta corrupción, hay entre comerciantes una especie de «ley del medio», co-
mo la hay entre los muchachos traviesos y los alguaciles del barrio de Triana o del puer·
to de San Lúcar de Barrameda, esos dos puntos de reunión del hampa española. Por-
que si el hombre de confianza le traicionara y usted fuera el mercader extranjero, por
así decirlo, siempre en falta, el rigor de las leyes recaería sobre usted, y sólo sobre us-
ted, sin piedad. Por otra parte el caso es rarísimo. Los holandeses (desde fines del si-
glo XVI) emplean corriente e impunemente testaferros para poner un cargamento a bor-
do de flotas españolas y volver a traer la contrapartida de América. Todo el mundo co-
noce en Cádiz a los metedores (barqueros, contrabandistas), frecuentemente gentil,
hombres venidos a menos que son los especialistas del paso fraudulento de barras de
metal fino o de mercancías preciosas de ultramar, incluso el simple tábaco, y que no
hacen un misterio de su actividad. Aventureros, parranderos, señalados con el dedo
por la buena gente, participan por entero en un sistema de solidaridades que es la ar-
madura misma de la gran ciudad mercantil. Más importante todavía son los cargado-
res'9, españoles o nacionalizados, que se embarcan con los cargamentos que les confían
en la flota de las Indias. El e:i_ctr~!!i~~() dep~ng~_r_á_d~ ~uJeªltad.

Redes; división en zonas


y conquistas

Esta solidaridad mercantil es un poco una solidaridad de clase, si bien no excluye,


claro está, las rivalidades de negocios, de individuo a individuo y, más todavía, de ciu-
dad a ciudad o de «nación» a «nación». Lyon en el siglo XVI no está dominada por los
mercaderes «italianos», como se dice demasiado simplemente, sino por colonias de lu-
queses, de florentinos, de genoveses40 (anees de las dificultades de 1528, que los ale-
jarán), por medio de grupos organizados y rivales, viviendo cada uno en «nación», lle·
vando a cabo las ciudades italianas esa prueba de fuerza de detestarse, de querellarse
y dé apoyarse, llegado el caso, contra los otros. Nos imaginamos esos grupos de mer-
caderes con: su parentela, sus amigos, sus criados, sus corresponsales, sus contables, sus
eScribientes. Ya en el siglo XIII, cuando los Gianfigliazzi se instaian en la Francia me-
ridional, vienen allí, nos dice Armando Sapori, «con una vera folla di a/tri Italiani, a/-
tri mercatores nostri» 41 •
Sé trata aquí de conquistas, de división en zonas, de infiltraciones si se quiere. Cir;·
cuitos y redes se encuentran dominados regularmente por grupos tenaces que se las apro- ,~
pian e impiden su utilización a otros, llegado el caso. Estos grupos son fáciles de loca-'
lizar, por poco que estemos atentos, en Europa, incluso fuera de Europa. Los merca-
deres banqueros de Chan-Si atraviesan China, desde el Río Amarillo hasta la costa de
Cantón. Otra cadena China, a partir de las costas meridionales (particularmente la de
Fu Kien), traza hacia el Japón e Insulindia una China económica exterior, que, duran-
122
La economía ame los mercados

te largo tiempo, había tenido las trazas de llevar a cabo una expansión colonial. Los
mercaderes de Osaka, que, a partir de 1638, encabezan el desarrollo a puerta cerrada
del comercio interior del Japón, constituyen la economía en movimiento del archipié-
lago entero. Hemos hablado ya de la enorme expansión de los mercados banianos a
través de la India y fuera de la India: sus banqueros son muy numerosos en Ispahan, a
decir de Tavernier 42 ; están también en Estambul, en Astrakán, incluso en Moscú; en
1723 43 , la esposa de un mercader hindú de Moscú, a la muerte de su marido, pide au-
torización para ser quemada viva a su lado sobre la pira funeraria, lo cual le es nega-
do. Seguidamente, «los factores hindúes sublevados deciden abandonar Rusia, lleván-
dose sus riquezas». Ante esta amenaza, las autoridades rusas ceden. El hecho se repro-
ducirá en 1647. Más conocida y más espectacular aún es la expansión de los mercaderes
de la India, «gentiles» o musulmanes, a través del Océano Indico hasta las costas de
Insulindia. Sus redes resistirán a las sorpresas protuguesas y a las brutalidades de los
holandeses.
¡En Eu_fC>Pª-.Y en-el Mediterráneo; en -Occidente y en Oriente; por todas-partes ita-
lia1io_s;siempre los italianos! ¿Se conoce más bella ambición que la del Imperio Bizan-
tino, antes, y más todavía, después de la toma de Constantinopla, en 1204? 44 .Laq>_n-
quista mercantil it_aFana ll~gará pronto h:is.taJas orillas deLMar Negro:. mercaderes;~ma­
rinos, iiótariósTt:alianos_ estarán a11rcomo en su c~a-Su.co(_l__q~ista c_l~_Occidente;-lenta·,
mült~~~-uJ:i,~, ~~_ más-extramdinaria aún: EStári' eii las ferias de Yi)res desde 1127 4) «En
las·e-gunda mitad del siglo XIII, cubren ya Francia con sus casas poderosas que no son
más que sucursales de las grandes compañías de Florencia, Plaisance, Milán, Roma y
Venecia. Se les encuentra establecidos en Bretaña [desde 1272 ó 1273], en Guingamp,
Dinan, Quimper, Quimperlé, Rennes y Nantes; [ ... ] Burdeos, Agen, Cahors46 ». Ellos
hicieron revivir, poco a poco, las ferias de Champagne, los tráficos de Brujas, más tarde
las ferias de Ginegra, más tarde aún las ferias triunfantes de Lyon; ellos crearon las pri-
meras grandezas de Sevilla y de Lisboa; participaron decisivamente en la fundación de
Amberes, y más tarde en el primer desarrollo de Frankfurt; ellos serán en fin los amos
de las ferias genovesas, llamadas de Besan~on 47 • _loteligentes_, vivos-, insoportables· para
los demás, detestados tanto como envidiados, están por doquier, En los mares del Nor-
te;·en-Bfujas, en Southampton, en Londres, los marinos de los mastodónticos navíos
del Mediterráneo invaden los muelles, las tabernas de los puertos, como los merca~eres
italianos invaden las ciudades. ¿Obedece acaso al azar el hecho de que el gran campo
de batalla entre protestantes y católicos fuera el Océano Atlántico? Los marinos de\N"or-
te eran enemigos de los marinos del Sur; esto explicaría buen número de cóleras ten:ices.
Otras red,1;~_QQJables,Ja de los__ mercaderes__ hanseátirns,__rn11tenaz-<"-La de los merca-
deresde"Ia--Alta-Alemania, llevada por encima de sí misma, en el «Siglo de los Fug-
ger»48, el cual no dura en realidad más que algunos decenios, pero ¡con qué brillantez!
Las de los holandeses, los ingleses, los armenios, los judíos, los portugueses en la Amé-
rica española. No existieron redes exteriores francesas por el contrario, excepto los mar-
selleses en el Mediterráneo y en Levante, excepto una conquista del mercado de la Pe-
nínsula Ibérica, compartida con los vascos y los catalanes, en el siglo XVIII49 Este éxito
francés restringido no deja de ser significativo: no dominar a los otros equivale a ser
dominado por ellos.

123
Ld econornia ante los 1ncrcc1dos

Recepción de Domenico Trevisiano, embajador de Venecia en El Cairo, 1512, de Gentile Belli-


ni. (París, Le Louvre, Cliché Giraudon.)

Los armenios
y los judíos

Tenemos muchos informes sobre los mercaderes armenios y judíos. No bastan, sin
embargo, para dar una imagen de conjunto de esta masa de detalles y monografías .
.LQS me.~~~dere~. l)._rrIJ,<:!liC>~.-~Q.lQQ_fa;~~C>!l !C>4«:>. el territorii:> el~ _f>c:_rs.ia. Es, por otra parte,
a partir de Djulfa, el vasto y populoso barrio de ISpahan, donde el sha Abbas el Gran-
de los acantonó, de donde se esparcieron por el mundo. Muy pronto atravesaron la In-
dia entera, particularmente -si no exageramos ciertos informes- del Indo al Ganges
y al golfo de Bengala)º; pero están presentes también en el sur, en la Goa portuguesa,
donde, como los mercaderes franceses o españoles, hacia 1750, recurren al convento de
las clarisas de Santa RosaH. El armenio atraviesa también el Himalaya y llega hasta Lhas-
sa, trafica desde ahí hasta las fronteras de China, a más de 1.500 kilómetros de distan-

124
La economía ante los merc11dos

cia 12 • Pero apenas penetra en ella. Curiosamente, China y Japón permanecieron cerra-
dos13. Pero abunda, y muy pronto, e!). las Filipinas españolas 14 ; es omnipresente en el
inmenso Imperio Turco, donde se revela como un competidor combativo de los judíos
y de otros mercaderes. Del lado de Europa, el armenio está presente en Moscú, bien
situado para desarrollar allí sus compañías y distribuir la seda en bruto del Irán que,
de intercambio en intercambio, atraviesa el territorio ruso, llega hasta Arkhangel
(1676) 55 y los países vecinos a Rusia. Hay armenios que se instalan permanentemente
en Moscovia, transitan por sus rutas interminables hasta Suecia, a donde llegan tam-
bién con sus mercancías por la vía de Amsterdam 11 • Toda Polonia es examinada por
ellos, más todavía Alemania, y sobre todo las ferias de Leipzig 16 • Están en los Países
Bajos, estarán en Inglaterra, estarán en Francia. En Italia, se instalan a sus anchas:en
el siglo XVU, a partir de Venecia, participando en esta insistente invasión de mercade-
res orientales, tan característica desde finales del siglo XVI 17 • Más pronto todavía están
en Malta, donde los documentos hablan de «Po11eri chn'stiani armeni», po11en' sin du-
da, pero se encuentran allí 11.per alcuni suoi negottt» (1552-1553) 58 • ¿Es necesario decir
que no se les acoge siempre con satisfacción? En julio de 1623, los cónsules de Marsella
escriben al rey para quejarse de una invasión de armenios con balas de seda. Es un pe-
ligro para el comercio de la ciudad cno habiendo», dicen los cónsules, «nación en el mun-
do más codiciosa que ésta que, teniendo facilidad para vender estas sedas en esa gran
plaza de Alepo, Esmirna y otros lugares, y pudiendo prosperar allí honestamente, para
ganar algo más vienen hasta el fin del mundo [o sea, hasta Marsella] y con una forma
de vida tan pobre [nosotros diríamos tan sucia] que la mayor parte del tiempo no co-
men más que hierbas> 19 , es decir legumbres. No obstante, los armenios nó serán des-
poseídos más que un cuarto de siglo más tarde; un buque inglés capturado por la es-
cuadra francesa del caballero Pol, cerca de Malta, en enero de 1649. transportaba de
Esmirna a Livourne y a Tolón «alrededor de 400 balas de seda, la mayor parte por cuen-
ta de 64 armenios que estaban encima» 6º. Los armenios están también en Portugal, Se-
villa, Cádiz, en las puertas de América. En 1601 llega a Cádiz un armenio, Jorge de
Cruz, que dice venir directamente de Goa61 •
En suma, están presentes en la casi totalidad del universo mercantil. Es este triunfo
el que pone de manifiesto un libro de comercio escrito en su lengua y por uno de e,l~os,
Lucas Variantesti, impreso en Amsterdam en 169962 • Destinado al uso cde vosotros, Q.er-
manos mercaderes, que sois de nuestra nación>, fue compuesto a instancias de un Me-
cenas, el señor Bedros que, el detalle nos sorprenderá, es la Djulfa. El libro corrÍifnza
bajo el signo de las palabras evangélicas: «no hagáis a los demás ... >. Su primera preo-
cupación: informar al mercader sobre los pesos, las medidas, las monedas de los luga-
res mercantiles. ¿ De qué lugares? Todos los de Occidente, claro está, pero también
de Hungría, Estambul, Cracovia, Viena, Moscú, Astrakán, Novgorod, Haiderabad, Ma-
nila, Bagdad, Basora, Alepo, Esmirna ... El estudio de los mercados y de las mercancías
detalla las plazas de la India, Ceilán, Java, Amboine, Macassar, Manila. En esta masa
de información que merecería ser analizada de cerca, pasada por la criba, lo que es más
curioso todavía es un estudio comparado de los precios de estancia en las diferentes ciu-
dades de Europa, o bien, llena de lagunas y de enigmas, una descripción del Africa
que va desde Egipto hasta Angola, a Monomotapa y a Zanzíbar. Este pequeño libro,
imagen del universo mercantil de los armenios, no nos da de todas formas la clave de
su fabuloso éxito. Su técnica comercial se reduce, en efecto, a airear los méritos de la
regla de tres (¿bastaría para todo?). El libro no aborda el problema de la contabilidad
y no nos revela, sobre todo, cuál pudo ser la razón mercantil, capitalista de este uni-
verso. ¿Cómo se cierran y se interrelacionan estos tráficos interminables? ¿Están todos
ligados por el enorme engranaje de Djulfa y únicamente por él? ¿O, existen, como yo
pienso, otros engranajes intermediadores? En Polonia, en Lwow, que es un punto de

125
La economía ante los mercados

126
La economía ante los mercados

unión entre Oriente y Occidente, una pequeña colonia armenia -los «persas» como se
les llama- con sus jurisdicciones, sus imprentas, sus múltiples lazos de negocios, do-
mina el enorme tráfico en dirección al Imperio Otomano. El amo de estas caravanas
de carromatos, el caravan bacha, es siempre un armenio. ¿Es por medio de este tráfico
como se sueldan los dos inmensos espacios -nada menos que el Occidente y el Orien-
te- ocupados por los mercaderes de Djulfa? En Lwow, es una señal concluyente, el
armenio ostenta «un lujo bullanguero e insolente»63 •
Las redes de mercaderes judíos se extienden, también, por el mundo entero. Sus
logros son mucho más antiguos que los éxitos armenios: desde la antigüedad romana,
los syn· judíos y no judíos están presentes por todas panes; en el siglo IX después de
Jesucristo, utilizando las relaciones abiertas por la conquista musulmana, Jos judíos de
Narbona «llegaban a Cantón, pasando por el Mar Rojo o el Golfo Pérsico»64 ; los docu-
mentos de los genízaros 6 ~ nos revelan, ciento y una vez, enlaces mercantiles en bene-
ficio de los mercaderes judíos de lfriqya, de Kairuán -en Egipto, de Etiopía en India
peninsular. En los siglos X-XII, en Egipto(como en lrak y en Irán), familias judías muy
ricas están dedicadas al comercio a larga distancia, la banca y la recaudación de im-
puestos, a veces para provincias enteras66 .
Los mercaderes judíos se perpetúan así en un espacio de tiempo multisecular, so-
brepasando con mucho la longevidad italiana que nos maravillaba hace un instante.
Pero su historia, que bate la marca de duración, establece también el récord de las gran-
des alzas seguidas de siniestros derrumbamientos. Contrariamente a los armenios rea-
grupados por Djulfa, patria secreta del dinero y del corazón, Israel vive desarraigado,
trasplantado, y éste es su drama; el fruto también de su voluntad obstinada y de no
mezclarse con los demás. Después de todo no hay que ver solamente y comparar de-
masiado las catástrofes.que golpean salvajemente un destino dramático, haciendo pe-
dazos, por ello, adaptaciones ya antiguas y redes mercantiles en plena salud. Hubo tam-
bién éxitos importantes en la Francia67 del siglo XIII, o triunfales en la Polonia del si-
glo XV, en las diversas regiones de Italia, en la España medieval y en otras partes.
Expulsados de España y de Sicilia en 1492, de Nápoles en 1541 68 • los exiliados se
distribuyen entre dos direcciones: el Islam mediterráneo y los países del Atlántico. En
Turquía, en Salónica, Brousse, Estambul y Andrianópolis, los mercaderes judíos h~rán
enormes fortunas desde el siglo XVI, como negociantes o arrendadores de impuesto.~ 69
Portugal, que los habrá tolerado en su seno después de 1492, es el punto de partjda
de otro gran enjambre. Amsterdam, Hamburgo, son los puntos de llegada priviͿgia-
dos de mercaderes ya ricos o que van a enriquecerse rápidamente de nuevo. No hay
duda de que han contribuido a la expansión mercantil de Holanda en dirección hacia
la Península Ibérica -lo mismo hacia Lisboa que hacia Sevilla, Cádiz y Madrid. En
dirección así mismo de Italia donde permanecen desde hace mucho tiempo colonias ac-

ll. !TINERARIOS DE COMERCIANTES ARMENIOS EN IRAN,


HJRQUIA Y MOSCOV!A EN El SIGLO XVII

En este m11/1a 1ófo se representa una parte de frJ red de carreteras de los comercianteJ armenios: las relaciones con el Im-
perio Turco -Alepu, F.s111ima, Estambu/- y con Jos países rusos por la.r carreteras del Caspio y del Volga. A partir de Mos-
cú se separan tres itinerarios baria Libau, Narva y Arkhangel. La nue11a Djoulfe, a donde Abbas el Grande deporta a los
armenios, entre 1603 y 1605, es el centro de las actividades armenias por todo el mundo. Úl antigua Djo111fa, en Armenia.
sobre el Araxe, ha proporcionado Ja parle esencial de la población comercian/e de la n11e1111 ciudad. F.s de observar que el
cmncrciante de la N11eva Djoulfa liene la califi.·ación de gran comerciante y de negociante. Mapa trazado por Keram Ke-
novian, •MarchandI arméniens a11 XVII' siede>, en: Cahiers du monde russe et soviétique, 1975, fuera de texto.

127
La economía ante los mercados

tivas, en el Piamonte, Venecia, Mantua, Ferrara, y donde va a extenderse gracias a


ellos, en el siglo XVIII, la nueva fortuna de Livourne. No hay duda de que están tam-
bién entre los artífices de las primeras hazañas coloniales de América, sobre todo en lo
que concierne a la extensión de la caña y al comercio de azúcar en Brasil y las Antillas.
Por lo mismo están, en el siglo xvm, en Burdeos, Marsella e Inglaterra, de donde ha-
bían sido expulsados en 1290 y a donde regresan con Cromwell (1654-1656). Este boom
de los judíos sefarditas, de los judíos del Mediterráneo. dispersos a través del Atlántico,
ha encontrado su historiador en la persona de Hermano Kellenbenz 70 • El hecho de que
su éxito se cruce con el retorno más o menos precozmente sentido de la producción
americana de metal blanco plantea curiosos problemas. Si una coyuntura dio buena
cuenta de ellos (¿pero es cierto?), es que no eran tan vigorosos como se supone.
El eclipse de los sefarditas abre para Israel un período, si no de silencio, sí al menos
de relativa retirada. El otro éxito judío se va a elaborar lentamente, a partir de los mer-
caderes ambulantes de la Europa Central. Será éste el siglo de los ashkenazim, los ju-
4,í()s ()riginarios deJ;µ_copa Central, cuya primera expansión se produce con el triunfo
efe los «judíos de CortelP, en la Alemania principesca del siglo XVIII 71 • No se trata aquí,
a p~sar de cierto libro hagiográfico 72 , de la subida esprmtánea de «empresarioslP excep-
cionales. En una Alemania que ha perdido en gran parte sus cuadros capitalistas con
la crisis de la Guerra de los Treinta Años, se había creado un vacío que el comercio-
judío llenó a finales del siglo XVII, siendo visible su subida bastante pronto, por ejem-
plo en las ferias de Leipzig. Pero el gran siglo de los ashkenazim será el XIX, con la
espectacular fortuna internacional de los Rothschild.
Dicho esto, afíadamos contra Sombart 73 que los judíos no inventaron ciertamente
el capitalismo, suponiendo (lo cual por otra parte yo no creo) que el capitalismo haya
sido inventado tal día, en tal lugar, por tales personas. Si los judíos lo hubieran inven-
tado o reinventado, sería en compañía de muchos otros. Los mercaderes judíos no han
inventado el capitalismo por el hecho de que se encuentren en los puntos calientes del
mismo. La inteligencia judía es hoy día luminosa a través del mundo. ¿Diremos por
ello que los judíos han inventado la física nuclear? En Amsterdam, llegaron a ser se-
guramente los pioneros de las pró"ogas en las operaciones de Bolsa y las pn'mas sobre
las acciones, pero al comienzo de estas manipulaciones ¿no detectamos a no judíos, co-
mo Isaac Lemaire?
En cuanto a hablar, como lo hace Sombart, de un espíritu capitalista que coinci-
diría con las directrices de la religión de Israel, es coincidir con la explicación protes-
tante de Max Weber, con sus buenos y malos argumentos. Esto podría decirse con
igual lógica a propósito del Islam, cuyo ideal social y marcos jurídicos ese forjaron des-
de su origen en concordancia con las ideas y los objetivos de una clase en ascenso de
mercaderes>, pero sin «que hubiera existido, no obstante, relación con la religión mis-
ma del Islam» 74 •

Los portugueses y ta América española:


1580-1640

El papel de los mercaderes portugueses, frente a la inmensa América española, aca-


ba de acl.ararse gracias a nuevos estudios 75.
De 1580 a 1640, las coronas de Portugal y de Castílla se reunieron en una misma
persona real. Esta unión de dos países, más teórica que real (conservando Portugal la
amplia autonomía de una especie de <dominación»), contribuye sin embargo a borrar
las fronteras, teóricas también, entre el inmenso Brasil, dominado por los portugueses

128
La economía ante los menados

en algunos puntos esenciales de su costa atlántica, y el lejano país español de Potosí,


en el corazón de los Andes. Por otra parte, debido a la existencia de un vacío mercantil
casi absoluto, la América española se abría por ella misma a la aventura de los merca-
deres extranjeros; hacía tiempo que marinos y mercaderes portugueses entraban clan-
destinamente en territorio español. Por cada uno que detectamos, se nos escapan cien.
Yo quiero presentar como prueba un testimonio aislado de 1558, que se refiere a la
isla de Santa Margarita en el mar de las Antillas, la t"sla de las perlas, objeto de muchas
ambiciones. Este año, llegan allí «algunas caravanas y naves del Reino de Portugal con
equipajes y viajeros portugueses a bordo». Se dirigían al Brasil, pero una tormenta y
el azar los habían arrojado hacia la isla. «Nos parecen muy numerosos», añade nuestro
informador, «los que vienen de esta forma y esperamos que no sea con malas intencio-
nes», mali'ci'osamente 76 • La presencia portuguesa iba, lógicamente, a acentuarse segui-
damente, hasta el punto de penetrar en toda la América española, y particularmente
en sus capitales: México, Lima; y sus puertos esenciales: Santo Domingo, Canagena de
Indias, Panamá y Buenos Aires. ..
Esta última ciudad, fundada por primera vez en 1540, y desaparecida después de
ciertos avatares, fue vuelta a fundar en 1580 gracias a un aporte decisivo de mercade-
res portugueses 77 • Desde Brasil al Río de la Plata, un tráfico continuo de pequeños na-
víos de unas cuarenta toneladas llevaba a la desolada ciudad azúcar, arroz, ropa, escla-
vos negros, tal vez oro. Regresaban «caTTegados de reaes de prata», cargados de reales
de plata. Paralelamente, por el Río de la Plata, venían mercancías del Perú, éon espe-
cias, para comprar mercancías en Pernambuco, Bahía, Río de Janeiro. Los beneficios
de estos tráficos ilegales, según un mercader, Francisco Soares (1597), iban del 100 al
500% y (¿le creeremos?) hasta el 1.000%. cSi los mercaderes [ ... ]tuvieran conocimien-
to de este tráfico», añade, «no arriesgarían tantas mercancías por Canagena de Indias. Es
por esto por lo que el Río [de la Plata] es un gran comercio, el camino más próximo
y más fácil para alcanzar el Perú:. 78 • Para un pequeño grupo de mercaderes portugueses
informados, el Río de la Plata ha sido, en efecto, hasta más o menos 1622, una puerta
de salida clandestÍna de la plata del Potosí. En 1605, se estimaba este contrabando en
500.000 cruzados por año 79 • Solamente la creación de la aduana intet:ior, de la Aduana
seca de Córdoba (7 de febrero de 1622), parece haber puesto fin a esto 80 •
De todas maneras, la penetración portuguesa no se limitó a la margen atlá?lfica
de las posesiones españolas. En 1590, un mercader portugués de Macao, Joao de Cí;Ja-
ma81, atravesaba el Pacífico y llegaba hasta Acapulco. Le fue mal en otros lugares. l4;ien-
tras tanto, en México, en Lima, los portugueses abrían tiendas donde todo se vendía,
«desde el diamante hasta el comino vúlgar, desde el negro más vil hasta la perla más
preciosa» 82 , sin olvidar, un lujo en tierra colonial, los bienes de la patria lejana: el vi-
no, la harina, el trigo, telas finas, más especias y sederías de Oriente, que llevaba con-
sigo el gran negocio de Europa o de Filipinas, más -también aquí- un enorme con-
trabando que actuaba sobre la plata del Perú, que es el verdadero motor de todos estos
tráficosª~. Incluso en una ciudad mediocre como Santiago de Chile (con 10.000 habi-
tantes probablemente en el siglo XVII), encontramos a un mercader portugués, Sebas-
tian Duarte, que poco antes residió en la Guinea africana y que, asociado a su com-
patriota Juan Bautista Pérez, viaja hasta Panamá y Canagena de Indias entre 1626 y
1633, y compra allí esclavos negros, mercancías diversas y maderas nobles con descu-
biertos enormes, de hasta 13.000 pesos84 •
Pero este esplendor no dura más que cierto tiempo. Estos tenderos portugueses, usu-
reros por añadidura, se enriquecen con demasiada rapidez. El pueblo de las ciudades
se amotina fácilmente contra ellos; así sucedía en Potosí desde 1634 85 • La opinión pú-
blica les acusa de ser cristianos nuevos -lo cual es con frecuencia cierto- y de judaizar
en secreto -lo cual es posible. La Inquisición terminará por tomar cartas en el asun-

129
La economía ante los mercados

El mostrador de una Jienda de alimentación de México, en el siglo XVIII; los clientes son euro-
peos. (México, Museo Nacional de Historia, Cliché Giraudon.)

to y una epidemia de procesos y de autos de fe pone fin a esta rápida prosperidad.


Estos últimos acontecimientos son bien conocidos: los procesos de México de 1646, 1647
y 1648, o el auto de fe de 11 de abril de 1649, donde figuraban varios grandes mer-
caderes de origen portugués 86 • Pero esto es otra historia.
Centrado en Lisboa, extendido a las dos orillas, africanas y americanas, del Atlán-
tico, unido al Padfico y al Extremo Oriente, el sistema portugués constituye una in-
mensa red que se expande a través del nuevo mundo en una decena o en una veintena
de años. Esta viva expansión es forzosamente un hecho de importancia internacional.
Sin ella, Portugal no se hubiera «restaurado1> en 1640, es decir no hubiera recobrado
su independencia de España. Explicar la restauración, como se hace de ordinario, por
el florecimiento del azúcar brasileño, no sería, en todo caso, suficiente. Pvr otra parte,
nada nos dice que el «ciclo» 87 del azúcar brasileño no esté ligado, él mismo, a esta opu-

130
La economía ante los mercados

lencia mercantil. Nada nos dice tampoco que ésta no haya tenido su papel en la gloria
un poco a costa de la expansión de los sefarditas, lo mismo en Amsterdam que en Lis-
boa y Madrid. La plata clandestina del Potosí, gracias a los nuevos cristianos ponugue-
ses prestamistas de Felipe IV, el Rey Planeta, se unirá así con la plata oficial, regular-
mente desembarcada en los muelles de Sevilla. Pero el vasto y frágil sistema no duraría
más que algunos decenios.

Redes en conflicto,
redes en vías de desapan"ct'ón

Las redes se completan, se asocian, se entrelazan, se enfrentan incluso. Enfrentarse;


no quiere decir siempre destruirse. Hay «enemigos complementarios», hay coexistencias
hostiles, hechos para durar. Los mercaderes cristianos y los mercaderes de Siria y de Egip-
to se enfrentan, es verdad, pero sin que la balanza se incline en favor de ninguno de
estos adversarios, indispensables los unos para los otros. El europeo no traspasa las ciu-
dades al borde del desierto, Alepo, Damasco, El Caico. Más allá, el mundo de las ca-
ravanas es para los musulmanes y los mercaderes judfos una zona acotada. El Islam ha
perdido, entre tanto, con las Cruzadas, el Mar Interior, enorme superficie de circulación.
Del mismo modo, en el vasto Imperio Turco, los venecianos o los ragusianos, com-
pradores de baratijas de piel de cabra y que los documentos nos muestran estableci-
mientos en Brujas o en Ankara, no están allí más que de forma discreta. El empuje
occidental más serio en territorio turco se opera en beneficio de los ragusinos, pero, en
conjunto, no sobrepasó la península de los Balcanes. El Mar Negro llega a ser incluso,
o vuelve a ser con el siglo XVI, el lago reservado de Estambul y no se abrirá de nuevo
a los tráficos cristianos más que a fines del siglo XVIII, después de la conquista de Cri-.
mea por los rusos (1783). En el interior del Imperio Turco, la reacción anti-occidentaV,:
se hará en beneficio de los mercaderes judíos, armenios o griegos. '•
Resistencias análogas se encuentran en otras partes. En Cantón, a partir de 1720,
el Co-Hong de los mercaderes chinos es una especie de contra-Compañía de las In-
dias88. En la India propiamente dicha, la resistencia de la red de los banianos sobrevi-
virá a la ocupación inglesa. "'\•
Claro está, la hostilidad, el odio acompañan a estas resistencias y a estas ri"alida-
des. El más fuerte es siempre un blam;o de elección. Cuando Mandelslo89 (1638) reside
en Surate, anota: «Para ser fieros e insolentes [los musulmanes, frecuentemente los mer-
caderes también] tratan a los Benjans [banianos] casi como esclavos y con desprecio,
de la misma forma. que se hace en Europa con los judíos, en los lugares donde se les
soporta>. Cambiando de lugar y de época observaremos la misma actitud en el Occi-
dente del siglo XVI con respecto a los genoveses, dispuestos a acaparar todo, a decir de
Simón Ruíz y de sus amigos 90 , y siempre intrigando para manejar a los demás. O con
respecto a los holandeses, en el siglo XVII; más tarde, con respecto a los ingleses.
Todas las redes, incluso las más fuertes, conocen un día u otro retrocesos, fluctua-
ciones. Y todo fracaso de una red, en su centro, hace sentir sus consecuencias sobre el
conjunto de sus posiciones y, más que en otros lugares, en su periferia. Esto es lo que
se produce a través de Europa con lo que llamamos, con una fórmula vaga y discutible,
la decadencia de Italia. «Decadencia» no es sin duda la palabra perfecta, pero desde
finales del siglo XV Italia conoce complicaciones y dificulcades; pierde entonces posi-
ciones en Alemania, en Inglaterra, en Levante. Hechos análogos se presentan, en el si-
glo XVIII, en el espacio del Báltico, con el eclipse de Holanda ante el poderío creciente
de Inglaterra.

131
La economía ante los mercados

Pero allí donde se vienen abajo los mercaderes dominantes, emergen poco a poco
estructuras de recambio. La «Toscana francesa», o sea, los italianos instalados en Fran-
cia, vacila en las postrimerías de 1661, quizás antes, desde la crisis financiera de 1648;
la red holandesa en Francia, fuertemente arraigada, conoce dificultades con el comien-
zo del siglo XVIII. Y, como por azar, es hacia 1720 91, .redondeando la fecha, cuando
negociantes fio.nceses más numerosos organizan el lanzamiento espectacular de los puer-
tos, bosquejando las primeras estructuras capitalistas de gran envergadura. Este empuje
de los negociantes franceses se produjo en parte con elementos «indígenas>, en parte
con curiosas reimplantaciones de protestantes salidos en otro tiempo de Francia. El mis-
mo fenómeno de sustitución se adivina en Alemania, en beneficio de los judíos de cor-
te; en España con el ascenso de los comercianes catalanes y vascos, y también con el
de los comerciantes madrileños de los Cinco Gremios Mayores, promocionados al rango
de prestamistas del Estado 92 • .
Estos crecimientos no son posibles, evidentemente, más que al amparo de recupe·
raciones económicas. Es la prosperidad francesa, la prosperidad alemana, la prosperi-
dad española las que permiten, en el siglo XVIII, el nuevo florecimiento de fortunas
locales o más bien nacionales. Pero si no hubiera habido ruptura previa en Francia, Ale-
mania y España d·e las dominaciones mercantiles extranjeras, el empuje del siglo XVIII
se habría desarrollado de otra manera, sin duda con algunas dificultades suplementarias.
No obstante, una red activa, puesta en jaque, tiene siempre tendencia a compensar
sus pérdidas. Expulsada de tal o cual región, activa sus ganancias y sus capitales en
otra. Esta es la regla al menos cada vez que un capitalismo poderoso y ya fuertemente
acumulador está en liza. Así para los mercaderes genoveses del Mar Negro en el si-
glo XV. Un cuarto de siglo después de la toma de Constantinopla (1453), cuando los
turcos ocupan sus puestos de Crimea y sobre todo la importante factoría de Caffa (1479),
los genoveses no abandonan por ello su penetración en el Levante: permanecerán pre-
sentes, pqr ejemplo, en Chío hasta 1566. Pero lo mejor de sus actividades refuerza y
desarrolla la red ya existente de sus negocios en Occidente, España, Marruecos, pronto
en Amberes y en Lyon. Un imperio se les escapa por el este, constituyen otro en el
oeste. Combatido igualmente a través del Océan:o Indico como del de lnsulindia, el Im-
perio Portugués, herido de muerte en el campo de sus antiguas hazañas, se despliega
en los últimos años del siglo XVI y los primeros del siglo XVII hacia el Brasil y la Amé·
rica española. Así mismo, a principios del siglo XVII, a pesar de los repliegues sensa-
cionales de grandes firmas florentinas, es a través de Europa Central, en un amplio aba-
nico de rutas abiertas a partir de Venecia, cómo los mercaderes italianos encontraron
una compensación, ligera pero cierta, a los sinsabores que les había traído la coyuntura
más allá de 160093 • No es casualidad que Bartolomeo Viatis 94 , un bergamasco, por tan-
to un tipo de Venecia, llegue a ser en Nuremberg uno de los más ricos mercaderes (o,
incluso el más rico) de su ciudad de adopción; que haya italianos que actúen en Leip-
zig, en Nuremberg, en Frankfurt, en Amsterdam, en Hamburgo; que las mercancías
y las modas de Italia continúen llegando a Viena y todavía más a Polonia, por los ac-
tivos núcleos de Cracovia y de Lwow. La correspondencia conservada en los archivos po-
lacos95 muestra, en el siglo XVII, a mercaderes italianos en las ciudades y ferias de Po-
lonia. Son lo suficientemente numerosos como para que cualquiera los note. Júzguese
por esta anécdota: en 1643, un soldado español es enviado como mensajero para llevar
desde los Países Bajos a la reina de Polonia, a Varsovia, regalos de encajes y una mu-
ñeca vestida a la moda de Francia, que ella misma había pedido «a fin de que los sas-
tres a su servicio le hagan vestidos según dicha moda, ya que la de Polonia hacía que
el cuello pareciera metido entre los hombros y no era a su gusto>. El correo llega, se
le trata como a un embajador. «El hecho de conocer el latín>, confiesa, eme ayudó bas-
tante, porque de otra forma no hubiera comprendido ni una palabra de su idioma ...

132
¿,, ec1JmJ1r1Ía ante los mc·rcm/0>

y ellos no conocen de nuestra lengua más que dar la señoría [dar señoría] al uso de
Italia, porque hay numerosos mercaderes italianos en esos países». En el camino de vuel-
ta se detiene en Cracovia, la ciudad «donde se corona a los Reyes de Polonia», y to-
davía hay allí, señala, «numerosos mercaderes italianos que trafican ante todo en sedas:.
en este gran centro comercial. Minúsculo testimonio, sin duda, pero significativo%.

Minorías
conquistadoras

Los ejemplos precedentes señalan la frecuente pertenencia de los grandes mercade-


res, dueños de los circuitos y redes, a minorías extranjeras, ya por su nacionalidad {los
italianos en la Francia de Felipe el Hermoso y de Francisco 1 o en la España de Feli-
pe II), ya por su confesión particular -así los judíos, armenios, banianos, parsis, ras-
kolnikis en Rusia, o Jos coptos cristianos en el Egipto musulmán. ¿Por qué esta ten-
dencia? Está claro que toda minoría tiene una tendencia natural a la cohesión, a la ayu-
da mutua, a la autodefensa: en el extranjero, un genovés está en connivencia con un·
genovés, un armenio con un armenio. Charles Wilson (en un artículo de próxima apa-
rición) acaba de poner en claro, con cierto regodeo, la intrusión sorprendente en los
más grandes negocios de Londres de esos hugonotes franceses en el exilio cuyo papel
como difusores de técnicas artenales se había señalado. Ahora bien, ellos siempre han
formado, forman todavía en la capital inglesa, un grupo compacto y que mantiene ce-
losamente su identidad. Por otra parte, una minoría tiene fácilmente el sentimiento
de estar oprimida, mal querida de la mayoría, lo que le dispensa de tener demasiados
escrúpulos respecto a ella. ¿Es la forma de ser un perfecto «capitalista:.? Gabriel Ar-
dant97 puede escribir: «El homo oeconomicus [entiende por ello el hombre enteramen-
te afecto al sistema capitalista] no tiene sentimientos de afecto para sus semejantes; no
quiere, frente a él, más que otros agentes económicos, compradores, vendedores, pres-
tamistas, acreedores, con quienes él tiene, en principio, relaciones puramente econó-
micas.:. En la misma línea, Sombart atribuye la superioridad de los judíos en la fonv,a-
ción del «espíritu capitalista» a lo que sus preocupaciones religiosas autorizan respe1;:ro
de los «gentiles» y que les está prohibido en relación a sus correligionarios. v
Pero esta explicación cae por su propio peso. En una sociedad que tiene sus prÓpias
prohibiciones, que tiene por ilícitas las· actividades usurarias e incluso las del dinero
-fuente de tantas fortunas y no solamente mercantiles-, ¿no es el juego social el que
encíerra a los «anormales» en las tareas desagradables, pero necesarias al conjunto de la
sociedad? Si hemos de creer a Alexa:ndre Gerschenkron 98 , es precisamente esto lo que
les sucede, en Rusia, a los heréticos heterodoxos que son los raskolnikis. Su papel es
comparable al de los judíos o al de los armenios. Si no hubieran existido, ¿no habría
que haberlos inventado? «Los judíos son tan necesarios en un país como los panade-
ros:., escribe el patricio de Venecia, Marino Sanudo, indignado por la idea de medidas
que les serían contraria:s99.
En este debate, sería mejor hablar de la sociedad que del «espíritu capitalista». Las
querellas políticas y las pasiones religiosas de la Europa medieval y moderna han ex-
cluido de sus comunidades a numerosos individuos que se han convertido en el extran-
jero, a donde les conduce el exílio, en minorías. Las ciudades italianas son como las
ciudades griegas de la época clásica, nidos de guettos pendencieros: en el interior de
las murallas están los ciudadanos y los exiliados -categoría social tan extendida que se
les ha dado un nombre genérico: los fuorusciti. El hecho de que hayan conservado sus
bienes, sus lazos de negocios hasta el corazón de la ciudad, que los expulsa para acojerles

IJ]
La ecormmÍtl ante los merrndos

Bru/aJ, la plaza de la Bolsa: el edificio está flanqueado por las casaJ de loJ geno11eJes y de los
florentinos, testimonio tangible de la expansión y dominación de los comerciantes italianos.
(A.C.L., Bruselas.)

de nuevo un buen día, es la historia de ciento y una familias, genovesas, florentinas,


luquesas. Estos fuorusciti, sobre todo si son mercaderes, ¿no han sido de esta forma
puestos en el camino de la fortuna? El gran comercio es el «comercio a larga distancia>.
Están condenados a él. Exiliados, prosperan por el hecho mismo de su alejamiento.
Así, en 1339, un grupo de nobles en Génova rehúsa el gobierno popular que acaba de
instaurarse con los dux llamados perpétuos y abandonan la cíudad 100 • Estos nobles exi-
liados, son los llamados nobtli vecchi, mientras que los que se quedan en Génova bajo
el Gobierno popular, son los nobtli novi; la ruptura se mantendrá, incluso después de
la vuelta de los exiliados a su ciudad. Y, como por azar, son los nobili vecchi quienes
han llegado a ser, indiscutiblemente, los amos de los grandes negocios con el extran-
jero. Otros exiliados: los conversos españoles o portugueses que, en Amsterdam, vuel-
ven al judaísmo. Exiliados notables también: los protestantes franceses. La revocación
del Edicto de Nantes en 1685 no creó ciertamente ex nihilo la Banca protestante, por
otra parte dueña de la economía francesa, pero aseguró su despegue. Estos faorusciti
de un nuevo tipo conservaron sus lazos en el interior del reino y hasta en su corazón,
en París. Más de una vez consiguieron transferir al extranjero una parte notable de sus
capitales que habían quedado tras ellos. Y, como los nobzli vecchi, volverán, un día,
fortalecidos.
Una minoría, en suma, es como una red construida de antemano y con solidez. El

134
La e,·omimía ante los mercados

italiano que llega a Lyon no tiene .necesidad para instalarse más que de una mesa y de
una hoja de papel, de lo cual se extrañan los franceses. Pero lo que tiene en el lugar
es socios naturales, informadores, fiadores y corresponsales en las diversas plazas de Eu-
ropa. En pocas paiabras, todo aquello que forma parte del activo de un comerciante y
que éste suele tardar muchos años en conseguir. Del mismo modo, en Leipzig o en
Viena -en esas ciudades que ievanta, al margen de la Europa densamente poblada,
el empuje del siglo XVIII- no podemos menos que mostrarnos sorprendidos ante la
fortuna de los mercaderes extranjeros, gentes de los Países Bajos, refugiados franceses
después de la revocación del Edicto de Nantes (los primeros llegan a Leipzig en 1688),
italianos, saboyanos, gentes del Tiro!. Sin ninguna o casi ninguna excepción: el extran-
jero tiene la suerte de cara. Su origen le une a ciudades, a plazas, a países lejanos que
le arrojan de golpe en el comercio a larga distancia, el gran comercio ¿Habría que pen-
sar, pero sería demasiado bello, en que «todo infortunio es bueno~?

'/

135
La economía ante los merc:ados

LA PLUSVALIA MERCANTIL,
LA OFERTA Y LA DEMANDA
Redes y circuitos bosquejan un sistema. Como en una vía férrea, hay un conjunto
de raíles, transportes que se encadenan de continuo, material rodante, personal. To-
do está dispuesto para el movimiento. Pero el movimiento se revela como un problema
en-sí.

La plusvalía
mercantil

Es evidente que la mercancía, para desplazarse, debe aumentar de precio en el cur-


so de su viaje. A esto, yo le llamaría la plusvalía mercantil ¿Es una ley sin excepción?
Sí, o poco menos. A finales del siglo XVI, la pieza española de a ocho vale 320 reis en
Portugal, y 480 en la India Lo•. A finales del siglo XVII, una vara de estambre en las fá-
bricas de Mans vale 3 reales, en España 6, en América 12 102 • Y así sucesivamente. De
ahí, en los lugares citados, el precio sorprendente de la mercancía rara que viene de
lejos. Hacía 1500, en Alemania, una libra de azafrán (italiano o español) costaba tanto
como un caballo, una libra de azúcar tanto como tres cerdos de leche 103 • En Panamá,
en 1519, un caballo valía 24 pesos y medio, un esclavo indio 30 pesos, un odre de vino
100 pesos 104 ••• En Marsella, en 1248, 30 metros de tela de Flandes valían de dos a cua-
tro veces el precio de un esclavo sarraceno• 0i. Pero ya Plinio el Viejo señalaba que los
productos indios, la pimienta y las especias, eran vendidos en Roma al _céntuplo de su
precio de producción 106 • Está claro que, en un trayecto parecido, era preciso que el be-
neficio se midiera por la parte donde el circuito comenzó a hacer el camino de regreso,
a comprometer el precio de su propio movimiento. Porque al precio de compra de una
mercancía se añade el precio de su transporte y éste era antes particularmente oneroso.
Tejidos comprados en las ferias de Champagne en 1318 y 1319, llevados hasta Floren-
cia, pagan por su transporte, comprendidos los impuestos, embalajes y otros costes (se
trata de seis envíos): 11,80; 12,53; 15,96; 16,05; 19,21; 20,34% del precio de compras
del «Primo costo» 107 • Estos costes varían, para un mismo trayecto y para mercancías idén-
ticas, del simple al doble; e incluso estos porcentajes son relativamente bajos: los teji-
dos, mercancías caras, son por otra parte mercancías ligeras. Una mercancía pesada y
de bajo precio -trigo, sal, madera, \Tino- no cubre, en principio, largos itinerarios
te"estres, excepto cuando hay necesidad absoluta, y en este caso la necesidad se paga
en extras de transporte. El vino de Chianti, ya conocido con este nombre en 1398, es
un vino barato, un 11povero» que cuesta un florín el hectólitro (el vino de Malvasía vale
de 10 a 12). Transportado de Greve a Florencia (27 kilómetros), su precio aumenta del
25 al 40%; si el viaje se prolonga hasta Milán, triplicaría su precio 108 • Hacia 1600, de
Vera Cruz a México el tranporte de una barrica de vino cuesta tanto como su precio de
compra en Sevilla 109 • Más tarde aún, en tiempos de Cantillón, (l'.el transpone de los vi-
nos de Borgoña a París cuesta frecuentemente más que el mismo vino en su lugar de
origem~H 0 •
Hemos insistido en el primer volúmen de esta obra en el obstáculo que entraña un
sistema de transportes siempre oneroso y sin agilidad. Federigo Melis 111 ha demostrado
que entre tanto se había llevado a cabo un esfuerzo enormen en los siglos XIV y XV,
para los transportes marítimos, con el agrandamiento de los cascos de los barcos, y por
lo tanto del calado, y la puesta en práctica de tarifas progresivas que tienden a esta-

136
La economía ante las mercados

Nuremberg, entre 1640 y 1650, la llegada del azafrán y las especias: de izquierda a derecha, se
entrega, se registra, se pesan los paquetes, se examinan y se reexpiden (Museo Nacional de Nu-
remberg, Cliché del Museo.)

blecerse ad valorem: las mercancías de calidad pagan así, en parte, por las mercancías
ordinarias. Pero es una práctica que se generaliza lentamente. En Lyon, en el siglo XVI,
el precio del transporte por vía terrestre se calcula según el peso de la mercancías 112 •
De todas maneras, el problema es el mismo a los ojos del mercader: es preciso que
la mercancía que viene hacia él, con un velero de carga o en un vehículo, o a lomo de
bestias de carga, se valore al fin del trayecto de tal forma que pueda pagar, aparte de
los falsos costes _de la operación,. el precio de compra aumentado. por el transpo~te, .¡i¡u-
mentado ademas por el benefo:10 que descuenta el mercader. S1 no, ¿para que am~s­
gar su dinero y su trabajo? La mercancía contribuye a ello con más o menos facilipad.
Evidentemente, para las «mercancías reales» -es una expresión de Simón Ruíz para 1de-
signar la pimienta, las especias, la cochinilla, nosotros diríamos también las piezas de
a ocho- no hay problemas: el viaje es largo, pero el beneficio seguro. Si su recorri-
do me decepciona, esperaré; un poco de paciencia y todo se pondrá en orden, porque
el cliente no falta nunca por así decirlo. Cada país, cada época ha tenido sus «mercan-
cías reales», prometedoras mejor que otras de plusvalía mercantil.
Los viajes de Giambattista Gemelli Careri, de apasionante lectura por más de un
concepto, ilustran maravillosamente esta regla. Este napolitano que, para su placer más
bien que para su beneficio, enprendió en 1694 la vuelta al mundo, encontró la solu-
ción para cubrir los gastos de su largo itinerario: comprar en un lugar las mercancías
que se sabe se valorizaran particularmente en la plaza donde van a ir. En Barde.o. Ab-
bas, en el Golfo Pérsico, se cargarán «dátiles, vino, aguardiente y [ ... ] todas las frutas
de Persia que son llevadas secas a las Indias, o dulces en vinagre [ ... ] de los que se ob-
tiene un gran beneficio» 113 ; embarcando en el galeón de Manila para nueva España se
pertrechará de plata china: «Hay el 300 por cien de beneficio», confiesa 114 • Y así suce-
sivamente. Viajando con su dueño, la mercancía supone para éste un capital que fruc-
tifica a cada paso, paga los gastos del viajero e incluso le asegura, cuando ha regresado

137
La economía ante los mercados

a Nápoles, sustanciosos beneficios. Francesco Carlettirn que, en 1591, casi un siglo an-
tes, había emprendido también él la vuelta al mundo, había elegido como primera ad-
quisición mercantil esclavos negros, «mercancía real> donde la haya, comprados en la
isla de Santo Tomé y revendidos seguidamente en Cartagena de Indias. .
Para fas mercancías ordinarias, las cosas son evidentemente menos fáciles; la ope-
ración mercantil no será fructífera más que a costa de mil precauciones. Teóricamente
todo es sencillo, al menos para un economista comó el abate Condillac 116 : la buena re-
gla del intercambio a distancia es la de hacer que se comunique un mercado donde un
bien abunda con un mercado donde el mismo bien es raro. En la práctica es necesario,
para cumplir esas condiciones, tanto ser prudente como estar informado. la correspon•
dencia mercantil lo prueba sobradamente. . .
Estamos en abril de 1681, en Livourne, en la tienda: de Giambattista Sardi 117 • Li-
vourne, puerto esencial de la Toscana, está ampliamente abierto al Mar Mediterráneo
y a Europa entera, al menos hasta Amsterdam. En esta última ciudad, Benjamín Bur-
lamacchi, de estirpe lucana, dirige una fábrica donde se ocupa de mercancías del Bál-
tico, de Rusia o de las Indias o de otras partes. Una flota de la Compañfa de las Indias
Orientales acaba de llegar y ha hecho bajar el precio de la canela en el momento en
que se traba correspondencia entre nuestros dos mercaderes. El livurnés piensa en una
operación con esta «mercancía reali>. Escribe lleno de proyectos a Burlamacchi, le ex-
plica que él la desea «hacer a su exclusiva cuenta>, o sea sin repartirla con su corres-
ponsal. Finalmente, el negocio fracasa y Sardi, dispuesto esta vez a una participación
con Burlamacchi, no ve más que una mercancía interesante para llevar de Amsterdam
a Livourne, las «vacchete», o sea esos cueros de Rusia que pronto inundarán los mer-
cados de Italia. En este año de 1681, son cotizados ya de manera regular en Livourne,
donde llegan incluso directamente de Arkhangel, acompañados de barriles de caviar.
Si estos cueros son «de bello color, tanto por el anverso como por el reverso, anchos,
delgados y sin exceder el peso de 9 a 10 libras de Florencia>, entonces, que Burlarnac-
chi haga cargar un cierto número de ellos en dos naves (con el fin de dividir los riesgos),
naves «de buona difeJa, che venghino con buon convoglio»: y esto ant~s del cierre in-
vernal de la navegación del Norte. Los cueros que se venden en Amsterdain a 12, son
cotizados a 26,50 y 28 en la plaza livurnesa, por lo tanto a más del doble. Sería nece-
sario, escribe Sardi, que el precio de fábrica, transportado a Livourne, no pase de 24:
él descuenta de esta forma un beneficio del 10%. Seis paquetes de cuero serán embar-
cados en Texel y Burlamacchi se embolsará la mital del coste de compra extendiendo
una letra, según las instrucciones de Sardi, sobre un banquero de Venecia. Todo ha
sido pues calculado. Y sin embargo, el negocio no será finalmente brillante. llegadas
importantes de mercancías harán bajar los precios livurneses a 23, en mayo de 1682;
las pieles, que se revelan de mediocre calidad, se venderán mal: el 12 de octubre del
mismo año, quedaban todavía existencias. Todo eso contaba poco, sin duda, para la
casa Sardi, embarcada en 1681 y 1682 en múltiples operaciones -sobre todo la expor-
tación de aceites y limones de la riviera genovesa- y que trafica ampliamente con Ams-
terdam e Inglaterra cargando, ella sóla, a veces navíos enteros. Pero el interés del epi-
sodio hubiera sido mostrar cuán difícil era prever a distancia, organizar la plusvalía
mercantil.
Es tarea sempiterna de un mercader la de hacer y deshacer sus cálculos prospecti-
vos, de imaginar la operación ciento y una vez antes de emprenderla. Un negociante
metódico de Amsterdarn 118 , que sueña con algún negocio en Francia, escribe a Dugard
e Hijos, comisionado en Ruán, para que eme comuniquen a vuelta de correo la coti-
zación de los artículos más corrientes ahí, y que me envíen también un cálculo de ven-
ta simulada [es decir, una previsión de todos los costes] ... Sobre todo me cotizarán el
precio de la barba de ballena, aceite de ballena roja, granza, grappe fina y descorte-

í38
La economía ante los mercados

zada, algodón de Esmirna, madera amarilla, hilo de acero [ ... ], té verde». Por su parte,
un mercader francés 119 (16 de febrero de 1778) se informa de un mercader de Amster-
dam: « ... no conociendo la manera en que los aguardientes se venden entre vosotros,
os ruego me marquéis cuánto valen los 30 veltes traducido en dinero de Francia y sobre
el cual haré mi cálculo y después de lo cual, si veo cierta ventaja, me decidiré a pediros
que me enviéis cierta parte ... ».
El que la plusvalía mercantil sea la incitación necesaria a todo intercambio comer-
cial cae tanto por su propio peso que parece absurdo insistir en ello. La plusvalía ex-
plica, sin embargo, más cosas de las que parece. En particular, ¿no proporciona ventaja
automáticamente a los países que son, por así decirlo, víctimas de la carestía de la vi-
da? Esos países son los faros más brillantes, los centros de atención prioritarios. La mer-
cancía es atraída por esos altos precios a Venecia, que dominó el Mar Interior, vivió
durante largo tiempo bajo el signo de la carestía de la vida y siguió bajo ese signo to-
davía en el siglo xvm 120 . Holanda se convirtió en país de vida cara; las gentes subsisten
allí mezquinamente, sobre todo los pobres, incluso los menos pobres 121 • España, des-
pués de la época de Carlos V, es un país de vida horriblemente cara 122 : «... yo aprendí
allí», dice un viajero francés (1603), «el proverbio de que todo es caro en España, sobre
todo el dinero»m. Esto es así todavía en el siglo XVIII. Pero pronto Inglaterra establece
una marca imbatible: es, por excelencia, el país de pesados gastos cotidianos: alquilar
una casa, alquilar una carroza, abastecer la mesa, descansar en un hotel es ruinoso para
el extranjero 124 • Esta subida del coste de la vida y de los salarios, visible desde antes de
la revolución de 1688, ¿sería la razón, el signo, o la condición de la preponderancia
inglesa a punto de establecerse? ¿O de no importa qué preponderancia? Un viajero in-
glés, Fynes Moryson, que de 1599 a 1606 fue en Irlanda secretario de lord Mountjoy y
había antes, de 1591 a 1597, caminado a través de Francia, Italia, los Países Bajos, Ale-
mania, Polonia, buen observador por lo demás, hace esta extraña reflexión: «Habiendo
encontrado en Polonia y en Irlannda un extraño mercado barato de todos los géneros,
cuando el metal blanco falta y es aquí tan estimado, estas observaciones me llevan a
una opinión totalmente contraria a la opinión vulgar, a saber que no hay signo más
cierto de un Estado floreciente y rico que la carestía de esas cosas ... »125 • Es también lo
que afirma Pinto. Es también la paradoja de Quesnay: «Abundacia y carestía son ri-
queza»126. En 1787, de paso por Burdeos, Arthur Young 127 señalaba: «Los alquilBres
de casas y de apartamentos suben cada día: la subida ha sido considerable después~de
la paz [de 1783], en el mismo momento en que tantas casas nuevas han sido y sc1n'to-
davía construidas, lo cual coincide con .el alza general de los precios: se quejan de que
el coste de la vida se haya elevado en el 30 por 100 en diez años. Nada puede probar
claramente los progresos de la prosperidad.» Es lo que decía ya, veinte años antes, en
17 51, el joven abate Galiani en su libro sobre la moneda: «Los altos precios de las mer-
cancías son la guía más segura para conocer dónde se encuentran las mayores rique-
zas»128. Y pensamos en las consideraciones teóricas de Léon Dupriez 129 sobre el tiempo
presente a propósito «de los países en punta1> que tienen un nivel de remuneración y
de precios «netamente superiores al de los países a la cola en su evolución». Pero tendre-
mos que volver sobre el por qué de tales desniveles. Superioridad de estructura, de or-
ganización, se dice pronto. En verdad, es de estructura del mundo de lo que habrá que
hablar 130 •
Evidentemente, sería tentador traer a esta realidad de base el destino excepcional
de Inglaterra. Los altos precios, los altos salarios, constituyen para la economía insular
ayudas, pero también trabas. La industria textil, favorecida en la base por una excep-
cional producción lanera a bajo precio, atraviesa sus dificultades. ¿Pero ocurre lo mis-
mo con las otras actividades industriales? La revolución maquinista de finales del si-
glo XVIII ha sido, reconozcámoslo, una maravillosa puerta de salida.

139
/.a economía ante lo> mercado>

La oferta y la demanda:
el primum mobile

La principal incitación al intercambio proviene de la oferta y la demanda, de las


ofertas y de las demandas, actores bien conocidos, pero que su vanalidad no hace más
fáciles de definir o de discerní~. Se presentan por centenares y por millares. Se enca-
denan, se dan la mano, constituyen la electricidad de los circuitos. La economía clásica
explica todo por ellas y nos compromete también en discusiones sin salida sobre el pa-
pel respectivo de la oferta y de la demanda como elementos motores; discusio_nes que
se remontan hasta nuestros días y tienen todavía su lugar en las motivaciones de las
políticas económicas.
Como se sabe, no hay oferta sin demanda y a la inversa: una y otra nacen del in-
tercambio que fundamentan, y que las fundamenta. Podría decirse lo mismo de la com-
pra y de la venta, de la ida y vuelta mercantiles, del don y del contra-don, léase del
trabajo y del capital, del consumo y de la producción: el consumo estaría del lado de
la demanda como la producción estaría del lado de la oferta. Para Turgot, si yo ofrezco
lo que poseo, lo que deseo -y que demandaré dentro de un instante- es ló que no
tengo. Si demando lo que no tengo es que estoy resignado, o decidido, a suministrar
la contrapartida, a ofrecer tal mercancía, tal servicio o tal suma de dinero. Por lo tanto,
se dan cuatro elementos, resume Turgot: «Dos cosas poseídas, dos cosas deseadas>m.
«No es preciso decir», escribe un economista actual, «que cada oferta y cada demanda
supone una contrapartida>m.
No tratemos demasiado a la-ligera estas observaciones de argucias o de ingenuidad,
ya que ayudan a descartar distinciones y afirmaciones artificiales y aconsejan prudencia
a quien se pregunta si es la oferta o la demanda la que es más importante, o, lo que
viene a ser lo mismo, cuál de las dos desempeña el papel de primun mobzle. Pregunta
sin respuesta verdadera, pero que nos conduce al centro de los problemas del
intercambio.
Frecuentemente me he referido al ejemplo, también estudiado por Pierre Chau-
nu133, de la Ca"era de Indias. Después de lSSO, está claro, descrito a gran escala, en
términos mecánicos: una correa gira en el sentido de las agujas del reloj, de Sevilla a
las Canarias, a los puertos de América, del estrecho de las Bahamas al sur de Florida,
después a las Azores y a Sevilla de nuevo. La navegación concreta un circuito. Para
Pierre Chaunu no hay ninguna duda: en el siglo XVI el «movimiento cc.yunturalmente
motor» es cel movimiento de las idas» de España a América, precisando que cla espera.
de productos de Europa destinados a las Indias es una de las principales preocupacio-
nes de los sevillanos, en el momento de las partidas» 134 : mercurio de Idria, cobre de
Hungría, materiales de construcción del Norte y, en barcos enteros, balas de tejidos y
de telas. De la misma manera, al principio, aceite, harina, vino, productos entregados
por España misma, que no está por tanto sola para animar e! amplio movimiento trans-
oceánico. La ayuda Europa, que pedirá su parte de la cesta a la vuelta de las flotas.
Los franceses piensan que, sin sus envíos, el sistema no funcionará. Los genovesesm
que, desde el principio hasta más o menos 1568, financian a crédito las largas y lentas
operaciones mercantiles con el Nuevo Mundo, son indispensables también ellos, y mu-
chos otros. El movimiento necesario en Sevilla, en el momento de las salidas, supone
por tanto la movilización de numerosas fuerzas de Occidente, un movimiento amplia-
mente exterior a España, por sus orígenes, que implica a la vez el dinero de hombre
de negocios genoveses, las galerías de las minas de Idra, las industrias flamencas y esa
veintena de mercados medio pueblerinos donde se venden las telas de Bretaña. Con-
traprueba: todo se detiene en Sevilla, y más tarde en Cádiz, al capricho de los cextran-

140
La economía ante los mercados

Viñeta que ilustra los consejos a un joven comerciante alemán que comercia en países extranjeros
(siglo XVII). (Museo Nacional de Nuremberg, cliché del Museo.)

jeros». La regla perdura: en febrero de l 730 131i, «la partida de los galeones», dice una
gaceta, «ha sído retrasada hasta el comíenzo del mes de marzo próximo para dar tíeJ1l·
po a los extranjeros a cargar una gran cantidad de mercancías que no han podido lleg~f
a Cádiz a causa de los vientos en contra». ,/
¿Es necesario, por consiguiente, hablar del movimiento motor, de pn·mum mobi-
le? En principio, una «correa» puede ser puesta en movimiento en un punto cualquiera
de su desarrollo -puesta en movimiento o, a la inversa, parada. Así pues, parece que
la primera ralentización prolongada, hacia 1610 o 1620, fue debida a una baja en la
producción de las minas de plata de América. Tal vez a causa de la «ley» de los rendi·
mientos decrecientes, seguramente por el hecho de la disminución de las población in-
dia que proveía de la mano de obra indispensable. Y cuando, alrededor del año 1660,
todo comienza de nuevo a ponerse en marcha en Potosi, como en las minas de plata
de Nueva España -cuando Europa parece estar sumida en un estancamíemo insisten-
te- el ímpetu viene de América, de los mineros indígenas que utilizan de nuevo sus
braseros tradicionalesrn antes incluso de que se reanimen las grandes instalaciones mi-
neras «modernas». Por decirlo brevemente, dos veces al menos, el papel primero (ne-
gativo, después positivo) se situó del otro lado del Atlántico, en América.
Pero esto no es una regla. Posteriormente a 1713, cuando por el privilegio de asien-
to y por el contrabando los ingleses se abren al mercado de la América española, la
inundan pronto con sus productos, sobre todo sus telas, vendidas a crédito a los reven-
dedores de Nueva España y de otras partes en cantidades considerables. La vuelta en

141
La economía an•.: /05 mercados

-~ 1 1 1
. 1600 1650 1700
1OFICIALMENTE HASTA 1660
ªSEGUN LAS GACETAS HOLANDESAS V DOCUMENTOS ANEXOS

12. Y.LEGADAS A EUROPA DE PLATA DE AMERICA


Michel Moritteizu {im: Anuario de hiscoria económica y social, 1969, pp. 257-359), por medio de una uli/tzación crítica
de las fuentes de llll gacetas holandesas y de las nuevas cifras que proporcionan los embajadoru extTflnjeros en Madrid, ha
redibujado la curva de importaciones de metales preciosos en el siglo XVII. Se ve claTflmenl• la mese/a después del descenso
de 1111 IÜg(lJas de cargamentos a partir de 1620 y la fuerte subida a partir de 1660 (esc(lla: 10, 20, 30... millones d• pesos).

plata se deduce de allí. Esta vez, el forcing inglés, potente empuje, es el motor de este
lado del océano. Defoe explica cándidamente, a propósito del mismo proceso en Por-
tugal, que es «force a vend abroad» 138 , imponer por la fuerza su oferta en el exterior.
Además, es preciso que las telas no permanezcan invendidas demasiado tiempo en el
Nuevo Mundo.
¿Pero cómo distinguir, en este caso, la oferta y la demanda sin recurrir al cuádruple
esquema de Turgot? En Sevilla, el volumen de mercancías que se amontonan en las
bodegas de la flota que va a partir y que los comerciantes no reúnen más que a costa
de sus propias reservas de dinero y de crédito, o girando, a la desesQerada, letras al ex-
tranjero (¡en la víspera de cada partida, y hasta el regreso de una flota, no hay ni un
maravedí que se pueda pedir en préstamo en el lugar!), oferta que empuja hacia ade-
lante la producción múltiple y diversificada de Occidente, va acompañado de una de-
manda subyacente, insistente e imperiosa, de ninguna manera discreta: la rlaza y los
mercaderes que han invertido sus capitales en estas exportaciones esperan e pago a la
vuelta en plata, en metal blanco. De la misma forma en La Vera Cruz, en Cartagena
o en Nombre de Dios (más tarde en Porto Belo), la demanda en bienes de Europa, los
de· su tierra o de su industria (pagados generalmente muy caros), va acompañada de
una oferta evidente. En 1637, en la feria de Porto Belo, se pueden ver lingotes de pla-
ta, amontonados como pilas de piedras 139 • Sin este «objeto deseado:., seguramente na-
da funcionaría. También allí la oferta y la demanda funcionan simultáneamente.
¿Diremos que las dos ofertas -es decir las dos producciones que se bosquejan la
una frente a la otra- están sobre las dos demandas, sobre los deseos, sobre «lo que no
tengo»? ¿No hay que decir más bien que no existen más que por referencia ademan-
das previstas y previsible1?
De todas maneras, el problema no se plantea solamente en estos términos econó-
micos (aunque la oferta y la demanda estén lejos de ser «puramente> económicas, pero

142
La economía ante los mercados

ésta es otra cuestión). Evidentemente, es un asunto que ha de plantearse también en


términos de poder. Una red de mando pasa de Madrid a Sevilla y, más allá, hacia el
Nuevo Mundo. Es costumbre burlarse de las leyes de Indias, en suma de la ilusión de
una autoridad real de los Reyes Católicos del otro lado del océano. Me parece que, en
esas tierras lejanas, no todo se hace según su voluntad. Pero ésta logra ciertos objetivos,
está por otra parte como materializada en la mesa de los oficiales reales que no sólo se
preocupan de sus propios intereses. Del mismo modo, el quinto es regularmente co-
brado en nombre del rey y los documentos señalan siempre la parte de éste, en los re-
gresos, frente a la de los mercaderes. Durante los primeros contactos esta parte era ge-
neralmente enorme, los barcos regresaban por así decirlo al lastre, pero un lastre ya de
barras de plata. Y la colonización no era lo bastante pujante como para solicitar mu-
chas mercancías de Europa, en el otro sentido. Existía pues explotación más que inter-
cambio, una explotación que no se detuvo o desapareció enseguida. Un informe fran-
cés, hacia 1703, dice que «los españoles se habían acostumbrado {antes de la Guerra
de Sucesión de España que acababa de estallar, en 1701] a llevar 40 millones [de libras
tornesas] de mercancías y traer 150 millones en oro y plata y otras mercancías», y esto
cada cinco años 140 • Estas cifras representan solamente, por supuesto, el valor bruto de
los intercambios. Pero cualquiera que sea la corrección necesaria para establecer el vo-
lúmen de los verdaderos beneficios, teniendo en cuenta los costes de ida y vuelta, es
un ejemplo claro de intercambio desigual, con todas las implicaciones económicas y po-
líticas que ~upone tal desequilibrio.
Ciertamente, para que exista explotación, intercambio desigual o forzado, no es pre-
ciso que un rey o que un Estado estén involucrados. El galeón de Manila constituye un
enlace excepcional desde el punto de vista comercial, pero no nos engañemos: la do-
minación se ejerce allí en beneficio de los comerciantes de México 141 • Los visitantes apre-
surados de las pequeñas ferias de Acapuko dominan a sus anchas, a meses y a años de
distancia, a los mercaderes de Manila (los cuales se toman la revancha con los merca-
deres chinos), lo mismo que los mercaderes de Holanda mantuvieron a raya durante
largo tiempo a los mercaderes delegados de Livourne. Cuando existe esta relación de
fuerzas, ¿qué significan exactamente los términos «demanda» y «oferta»?

La demanda
sola
'i

Dicho esto, ya no hay inconveniente. pienso yo, en separar por un isntante la de-
manda en sí del contexto en que se inserta. Me animan a ello los informes de los eco-
nomistas que, en la actualidad, se fijan en el caso de los países subdesarrollados. Rag-
nar Nurkse 142 es categórico: es del hilo de la demanda del que hay que tirar si se quiere
hacer funcionar el motor. Pensar solamente en aumentar la producción conduciría a
equivocaciones. Yo sé bien que lo que es válido para el Tercer Mundo de hoy día no
lo es, ipso facto, para las economías y sociedades de Antiguo Régimen. Pero la com-
paración.hace reflexionar y en los dos sentidos. ¿Es solamente válida para ayer esta ob-
servación de Queshay (1766)?: Nunca faltan «consumidores que no pueden consumir
tanto como desearían: aquellos que no comen más que pan de trigo negro y que no
beben más que agua, quisieran comer pan de trigo candeal y beber vino; los que no
pueden comer carne, quisieran poder comerla; los que no tienen más que vestidos ma-
los quisieran tenerlos buenos; los que no tienen leña para calentarse, quisieran poder
comprarsela, etc.» 143 • Por lo demás, esta masa de consumidores no cesa de aumentar.
Hay por tanto siempre, diría yo, mutatis mutandis, una «sociedad de consumo» en po-

143
La economía ante los mercados

tencia. Solamente el volumen de su ingresos, de los cuales devora fácilmente el noven-


ta por ciento, limita su apetito. Pero es un límite que se hace sentir implacablemente
para la gran mayoría de los hombres. Los economistas franceses del siglo XVIII son, tan-
to como los economistas del Tercer Mundo de hoy día, conscientes de este límite, y
están a la búsqueda de recetas capaces de aumentar los ingresos y el consumo cuya «rui-
na>, decía ya Boisguilbert, «[ ... ] es la ruina de los ingresos» 144 • En resumen, aumentar
la demanda.
Pero existe, evidentemente, demanda y demanda. Quesnay, hostil al «lujo de la
decoración», preconiza el «consumo de subsistenciai. 145 , es decir el aumento de la de-
manda cotidiana de <1la clase productiva». No se equivocaba: esta demanda es esencial
puesto que es duradera, voluminosa, capaz de mantener en el tiempo su presión y sus
exigencias, por tanto de guiar la oferta sin error. Todo aumento de esta demanda es
primordial para el crec:imiento.
Estas demandas básicas, lo sabemos, derivan de alternativas antiguas (el trigo o el
arroz, o el maíz) cuyas consecuencias y <1derivaciones» 146 son múltiples; son necesidades
a las que el hombre no puede escapar: la sal, la madera, los tejidos ... Es sin duda a
partir de estas necesidades primordiales, cuya historia raramente se ha hecho, que hay
que juzgar una demandas masivas, esenciales, y unos récords que responden a ellas.
Así, el récord de que la China consiguiera transportar h.acia el norte, hasta Pekín, por
medio del Canal Imperial, el arroz, la sal, la madera de las provincias del sur; que en
la India se llevaran a cabo transportes marítimos del arroz de Bengala, o la conducción,
terrestre esta vez, del arroz y del trigo por medio de caravanas de millares de bueyes;
que, por doquier en Occidente, circulen el trigo, la sal, la madera; que la sal de Pec-
cais, en el Languedoc, remonte todo el Ródano hasta Seyssel 147 ; que la sal de Cádiz,
de Setúbal, de la bahía de Bourgneuf vayan del Atlántico al mar del Norte y al Bál-
tico. Del mismo modo, bloquear su abastecimiento de sal hubiera sido, a fines del si-
glo XVI, el medio de poner de rodillas a las Provincias Unidas. España no habrá hecho
más que soñar en ello 148 •
En cuanto a la madera, cuya masiva utilización hemos indicado en nuestro primer
volúmen, nos imaginamos con asombro los tráficos a los cuales da lugar en todos los
ríos de Europa o de China: balsas, trenes de madera, troncos abandonados a su flota-
ción, barcos que se desguazan a su llegada (así en la desembocadura del Loica y de tan-
tos otros ríos), navíos marítimos cargados de planchas, de maderos, o incluso construi-
dos especialmente para llevar hacia el Oeste y el Sur los incomparables mástiles del Nor-
te. El relevo de la madera por el carbón, el petrólero, la electricidad, exigirá más de
un siglo de adaptaciones sucesivas. Para el vino, que forma parte de la civilización de
base de Europa, no existe apenas discontinuidad. Pierre Chaunu exagera un poco, SO··
lamente, cuando dice que las flotas de vino son, para las economías del Antiguo Ré··
gimen, lo que será el transporte del carbón para el siglo XVIII y mejor todavía para d
siglo XIX 149 • Por su parte, el trigo, pesado, relativamente barato, circula tan poco como
es posible, en la medida en que se cultiva por partes. Pero si una mala cosecha hace
que escasee, que falte, entonces hará enormes viajes.
Al lado de estos personajes masivos, pesados, la mercancía de lujo es una persona.
delicada, pero brillante, muy ruidosa. El dinero fluye hacia ella, obedece a sus órde-
nes. Existe una super-demanda con sus tráficos propios y sus saltos de humor. El deseo,
jamás demasiado fiel a sí mismo, la moda pronta a traicionar, crean <1necesidades» fic-
ticias e imperiosas, cambiantes pero que no desaparecen más que para ceder su lugar
a otras pasiones aparentemente gratuitas: el azúcar, el alcohol, el tabaco, el té, el café.
Y frecuentemente, aunque se hila y se teje todavía mucho en los hogares, para el uso
cotidiano, son también la moda y el lujo los que dictan sus demandas a la industria
textil en sus sectores más avanzados, los mejor comercializados.

144
La economía ante los mercados

A finales del siglo XV, los ricos abandonaban los vestidos de oro y plata por la se-
da. Esto, que se difunde y en cierta medida se vulgariza, va a llegar a ser el signo de
toda promoción social y, durante más de cien años, va a acarrear un último empuje de
prosperidad social a través de Italia, antes de que las manufacturas de sedas se desarro-
llen a través de Europa entera. Todo cambia otra vez con la fama del tejido estilo In-
glaterra durante los últimos decenios del siglo XVII. En el siglo siguiente, se produce
una irrupción brusca de las «telas pintadas», o sea, de las telas estampadas, importadas
al principio de las Indias, después imitadas en Europa. En Francia, las autoridades res-
ponsables lucharon desesperadamente para proteger las manufacturas nacionales contra
la invasión de las telas finas. Pero nada tuvo efecto, ni las vigilancias, ni las pesquisas,
ni los apresamientos, ni las multas, ni la imaginación desenfrenada de los que daban
consejos -como Brillon de Jouy, mercader de la calle de los Bourdonnois, en París,
que proponía pagar a tres exempts 500 libras a cada uno «para desnudar [ ... ] en plena
calle a las mujeres vestidas con telas de las Indias>, o, si la medida parecía demasiado
radical, disfrazar a «chicas alegres con telas de las Indias» para desvestirlas públicamen-
te, a título de saludable ejemplo 15º. Un informe al inspector general Desmaretz, en
1710, muestra gran preocupación por estas campañas: ¿Se va a obligar a la gente, cuan-
do los víveres son tan caros, la moneda escasa, los billetes gubernamentales tan incó-
modos y poco utilizables, a rehacer su guardarropa? Por otra parte, ¿cómo reaccionar
contra la moda?IH. Todo lo más ridiculizarla, como Daniel Defoe, en 1708, en un ar-
tículo de la Weekly Review; «se ve a personas de clase», escribe, «disfrazarse con tapi-
ces de las Indias que, poco tiempo antes, sus criadas habían considerado demasiado vul-
gares para ellas; las indianas pasaron de fregar suelos a las espaldas; de alfombras hi-
cieron jubones y a la misma Reina, en aquel tiempo, le gustaba mostrarse vestida de
China y Japón, quiero decir de sedería y de tela de algodón de China. Y esto no es
todo, porque nuestras casas, nuestro servicio, nuestro dormitorio fueron invadidos por
ellas: cortinas, cojines, sillas y hasta camas no fueron más que calícós e indianas».
Risible o no, la moda, demanda insistente, múltiple, desconcertante, terminó siem-
pre por salirse con la suya. En Francia, más de treinta y cinco detenciones no consi-
guieron «curar a unos y otros de esta terquedad de contrabando de las indianas; como
la confiscación de las mercancías y multa de mil escudos a los que las compran y las
venden no sirve para nada, ha sido menester, mediante un edicto de 15 de diciem\>re
de 1717, la aplicación de penas infamantes, entre otras la de ser condenado a gale,i;as
a perpetuidad, y mayores si el caso lo aconseja ... »m. La prohibición fue finalment9le-
vantada en 1759 y se establecieron industrias de indianas en el reino que hicieron pron-
to la competencia a las de Inglaterra, de los Cantones Suizos o de Holanda -e incluso
a las de las Indias.

La oferta
sola

Los economistas c¡ue se interesan por el mundo preindustrial están de acuerdo en


un punto: la oferta tiene en ese mundo un papel poco relevante. Le falta elasticidad,
no es capaz de adaptarse enseguida a no importa qué demanda m. Incluso hay que dis-
tinguir entre ofreta agrícola y oferta industrial.
Lo esencial de la economía, en esta época, es la actividad agrícola. Sin duda en cier-
tas regiones del globo, particularmente en Inglaterra, la producción y la productividad
de los campos aumentaron «revolucionariamente», gracias a ciertos factores técnicos y
sociales conjugados. Pero, incluso en Inglaterra, los historiadores han recalcado frecuen-

145
La economía a.1te los mercados

Tejido de seda china (lampote), época Luis XV. Lyon. Museo Histórico de Tejidos. (Cliché
Giraudon.)

146
La economía ante los mercados

temente que es el azar de las buentas cosechas en serie de los años 1730-1750 1H lo que
influyó ampliamente después del lanzamiento económico de la isla. En general, la pro-
ducción agrícola es el dominio de la inercia.
Hay, por el contrario, dos dominios, el de la industria en primer lugar y d delco-
mercio, donde los progresos son pronto evidentes, aunque, hasta el maquinismo, por
una parte, y en tanto que, por otra parte, una proporción demasiado grande de lapo-
blación vivía en la semiautarquía de la pequeña agricultura, un techo a la vez interno
y externo limita todo movimiento demasiado acelerado. Para la industria yo me atre-
vería a decir, sin embargo, según ciertas consideraciones discutibles que hacen alusion
solamente a un orden de magnitud, que el volúmen de su producción se multiplicó,
en Europa, por cinco al menos entre 1600 y 1800. Creo igualmente que la circulación
modificó, amplió sus servicios. Hubo una interpenetación de las economías, una mul-
tiplicación de los intercambios. En el vasto espacio francés, que desde este punto de
vista es un buen campo de observación, esta interpenetración fue el hecho más desta-
cable del siglo XVIII a los ojos de los historiadores m.
Por tanto, y es a esto a lo que quería llegar, la oferta que se presenta a finales del
siglo XVIII ante el ogro del consumo ya no es tan mezquina y discreta como se podría
suponer de antemano. Y va a fortificarse con los progresos de la Revolución Industrial.
Hacia 1820, es ya un gran personaje. Y es muy natural que los economistas se intere-
sen por el papel que desempeña y que se conviertan en admiradores. Para ella hay una
promoción con el anunciado y la puesta en circulación de la llamada «ley» 156 de Jean-
Baptiste Say {1767-1832).
Este admirable divulgador, no un «nombre de genio•, protestaba Marx, no ha po-
dido ser el autor de esta ley (llamada también «de los mercados•) más que Thomas Gres-
ham de la célebre ley que lleva su nombre. Pero no se presta más que a los ricos, y
J.B. Say da la impresión de dominar el pensamiento de los economistas de su tiempo.
De hecho, se encuentran ya elementos de la ley de los mercados en Aclaro Smith, y
más todavía en James Stewart {1712-1780). ¿Y Turgot no evoca ya la fórmula prestan-
do a Josiah Child esta «máxima inconteJtable de que el trabajo de un hombre da tra-
bajo a otro hombre»?m En sí, una ley bastante sencilla de enunciar; una oferta en el
mercado provoca regularmente su demanda. Pero como esta sencillez esconde, como
siempre, una complicación fundamental, cada economista ha desarrollado este enU!n-
ciado co_1310 l_e ha par_eci~o. ~ara John St~art Mill (1806-187_3), «todo aumento de:la
producc10n si es distrtbu1da sm error de calculo a todos los tipos de productos, segun
las proporciones requeridas por el interés privado, crea o más bien constituye su propia
demanda» 158 • He aquí que no está clara bajo el pretexto de estarlo demasiado. Con
Charles Gide (1847-1932), el lector no prevenido no comprenderá enseguida: «Cada
producto encuentra más mercados», explica, «cuando existe una mayor variedad y abun-
dancia de otros productos» 159 ; en suma, una oferta encuentra su demanda más fácil-
mente cuando hay una superabundancia de oferta. «Las dos manos están tendidas», es-
cribe Henri Guitton (1952), «Una para dar, la otra para recibir[ ... ] La oferta y la de-
manda son las dos expresiones de una misma realidad» 16º. Y es verdad. Otra forma de
explicar más lógicamente las cosas: la producción de un bien cualquiera, que en un
plazo más o menos breve será ofrecido en el mercado, ha acarreado, por su mismo pro-
ceso, una distribución de dinero: ha sido necesario pagar las materias primeras, pagar
gastos de transporte, distribuir salarios a los obreros. Una vez distribuido este dinero,
su destino normal es reaparecer, más tarde o más temprano, bajo formas de demanda
o, si se prefiere, de compra. La oferta se da cita a ella misma.
Esta ley de Say habrá sido la Ley, la explicación de varias generaciones de econo-
mistas que apenas la han puesto en duda, con algunas excepciones, hasta los alrede-

147
La economía ante los mercados

dores de 1930. Pero las leyes, o por así decirlo las leyes económicas, duran tal vez lo
que duran las realidades y los deseos de una época económica de la cual han sido sus
espejos e interpretaciones más o menos fieles. Otra época trae «leyes» nuevas. Hacia
1930, Keynes echa por tierra sin esfuerzo la ley centenaria de Say. Entre otros argu-
mentos, él piensa que los beneficiarios de la oferta a punto de crearse no están forzo-
samente dispuestos a presentarse enseguida en el mercado como solicitantes. El dinero
constituye una posibilidad dentro de una elección: guardarlo, gastarlo o invertirlo. Pe-
ro nuestro propósito no es presentar con mayor amplitud la crítica de Keynes, que cier-
tamente ha sido fructífera y realista en su tiempo. Que Keynes tuviera razón, en 1930,
no es asunto nuestro. Que J.-B. Say tuviera o no razón hacia 1820 tampoco lo es. ¿Tu-
vo razón de ser (quiero decir el que se aplicara su ley) para el período anterior a la Re-
volución Industrial? Esta pregunta, y sólo ésta, nos concierne; pero no estamos seguros
de responder a ella a nuestra entera satisfación.
Por encima de la Revolución Industrial, nos encontramos ante una economía sujeta
a frecuentes fallos, donde los diversos sectores se corresponden mal, o van al mismo
paso, cualquiera que sea la coyuntura. El hecho de que no acelere no arrastra consigo
forzosamente a los otros. E incluso todos pueden desempeñar, por turnos, el papel de
cuello de botella, de estrangulamiento, en un progreso que nunca es regular. Sabemos
que los mercaderes de aquel tiempo se quejan por principio y que exageran. Pero, en
fin, no mienten sistemáticamente, no inventan sus dificultades ni los vuelcos de la co-
yuntura, esas fracturas, esos fallos, esas quiebras, incluso en lo más alto de las citas de
dinero. El sector de la producción «industriab -en el cual piensa Say- no puede es-
perar, en tales condiciones, que lo que se ofrece reciba una acogida automática y du-
raderamente calurosa. El dinero que esta producción ha distribuido es desigualmente
repartido entre los abastecedores de herramientas, proveedores de materias primas,
transportistas y obreros. Estos últimos representan el grueso del gasto. Así pues, son
singulares «agentes» económicos. El dinero, en sus casas va enseguida, como se decía,
«de la mano a la boca». Es por eso por lo que «la circulación del metálico llega a ser
más rápido a medida que pasa por las clases inferiores:. 161, siendo la más viva la de la
moneda pequeña, explica Isaac de Pinto. Cierto cameralista alemán, F. W. von Schrot-
ter162 preconiza el desarrollo de la actividad manufacturera como medio de desarrollar
la circulación monetaria (1686). Distribuir dinero a artesanos es perderlo un instante
solamente: regresa al galope en la circulación general. Creeremos lo que dice, ya que
Ricardo, todavía en 1817, considera que el «salario natural» del obrero, alrededor del
cual oscila el «salario corriente», es aquel que le proporciona los medios de subsistir,
de perpetuar su especie 16 i. No ganando más que lo estrictamente necesario; se consagra
sobre todo a la demanda alimentaria: responde sobre todo a la oferta agrícola, y es por
otra parte el precio de los comestibles el que determina su salario. No se trata por tan-
to de un solicitante de objetos manufacturados que él ha producido, frecuentemente
objetos de lujo 164 • Y en este caso, la oferta considerada no ha creado en su favor más
que una demanda indirecta en el mejor de los casos. En cuanto a la producción agrí-
cola, sus excedentes irregulares no son tales que la venta de artículos arrastre, del lado
del colono, del jornalero o del pequeño propietario, una demanda indirecta conside-
rable de ptodi.lctos manufacturados.
En pocas palabras, es en este contexto gravoso donde hay que comprender el pen-
samiento, para nosotros tan fácilmente aberrante, de los fisiócratas. ¿Era tan erróneo
colocar en primer plano la producción y la riqueza agrícolas en una época en que la
oferta de productos agrícolas tiene siempre dificultades para responder a la demanda,
para seguir todo empuje.demográfico? A la inversa, ¿los fallos tan frecuentes de la in-
dustria no sostienen a la demasiado débil demanda, ya de la población rural, ya de los
artesanos y obreros de las ciudades? La distinción que hace F.]. Fisher 165 entre una agri-

148
La economía ante los mercados

cultura frenada por la oferta y una industria frenada por la demanda es un resumen
que describe bastante bien las economías del Antiguo Régimen.
Me temo, en estas condiciones, que la ley de Say valga mucho menos todavía en lo
que concierne a los siglos anteriores a la Revolución de lo que conviene a nuestro si-
glo XX. Por otra parte, los manufactureros del siglo XVIII no lanzan sus grandes em-
presas más que con subvenciones, préstamos sin interés, monopolios que se acuerdan
por adelantado. Empresarios abusivos, podría pensarse. Sin embargo no todos tienen
éxito, ni mucho menos, en esas condiciones sorprendentes La oferta creciente, capaz
de fabricar por todos los medios necesidades nuevas, constituye el porvenir, constituye
la ruptura hecha posible por el maquinismo. Nadie ha expresado mejor que Michelet
en qué medida la Revolución Industrial ha sido finalmente una revolución de la de-
manda, una transformación de los «deseos>, por emplear la palabra de Turgot, que no
desagradaría a algunos filósofos de hoy día. En 1842 escribe: «la hilandería estaba entre
la espada y la pared. Agonizaba; los almacenes fracasaban, no existía venta alguna. El
fabricante, aterrorizado, no se atrevía ni a trabajar ni a parar con esas máquinas devo-
radoras [ ... ] Los precios bajaban, en vano; nuevas bajas, hasta que el algodón bajó a
seis sueldos. [ ... ] Se dió allí una cosa inesperada. Aquella palabra, seis sueldos, fue un
aldabonazo. Millones de compradores, de pobres gentes que no compraban nunca, se
pusieron en movimiento. Se vió entonces qué inmenso y poderoso consumidor es el
pueblo cuando se pone a hacerlo. Los almacenes se vaciaron de golpe. Las máquinas
se pusieron a trabajar con furia. [ ... ] Esto fue una revolución en Francia, poco recalca-
da pero grande; revolución en la limpieza, embellecimiento repentino en el hogar po-
bre; ropa de vestir, ropa de cama, de mesa, de ventanas: clases sociales enteras tuvieron
lo que no habían tenido desde el origen del mundo» 166 •

,/

149
La economía ante los mercados

LOS MERCADOS
TIENEN SU PROPIA GEOGRAFIA

Hemos olvidado al comerciante, en el párrafo precedente, para no ver más que el


papel de las limitaciones y de las reglas económicas. Lo olvidaremos de nuevo en el
párrafo que sigue para no considerar m~ que los mercados en sí mismos: el espacio
que ocupan, su volumen, su peso, en pocas palabras su geografía retrospectiva. Porque
todo intercambio ocupa un espacio y ningún espacio es neutro, es decir no modificado
o no organizado por el hombre.
Históricamente hablando, es pues útil bosquejar el espacio cambiante que domina
una firma, una plaza de comercio, una nación; o que ocupa tal tráfico dado el trigo,
la sal, el azúcar, la pimienta, los metales preciosos. Es una forma de poner en claro el
impacto de la economía de mercado a través de un espacio dado, sus lagunas, sus fre-
cuentes imperfecciones y, no menos, sus dinamismos permanentes.

Las firmas
en su espacio

Un mercader está siempre en relación con compradores, proveedores, prestamistas,


acreedores. Traslademos el domicilio de estos agentes a un mapa: se bosqueja un es-
pacio cuyo conjunto domina la vida misma del comerciante. Cuanto más amplio es es-
te espacio, más posibilidades tiene el comerciante de ser importante en principio y casi
siempre de hecho.
La zona de los negocios manejados por los Gianfigliazzi 167 , mercaderes de Florencia
instalados en Francia durante la segunda mitad del siglo XIII, cubre los Alpes, ante to-
do el Delfinado, el valle del Ródano; hacia el oeste, actúan hasta Montpellier y Car-
cassons. Tres siglos más tarde, hacia 1559. como se ve por sus canas y sus archivos, los
Capponi de Amberes 167 -de la gran familia toscana de importancia y renombre mun-
dial- operan en el interior de un pasillo largo y estrecho que va del mar del Norte al
Mediterráneo, hasta Pisa y Florencia, y que se ramifica hacia el sur. Es ese mismo pa-
sillo, o poco menos, de los Países Bajos a Italia, el que durante la primera mitad del
siglo XVI impera y contiene las actividades de los Salviati de Pisa, cuyos monumentales
archivos están todavía prácticamente inexplorados. En el siglo XVII, las redes italianas
tienen tendencia a extenderse a través de todo el Mediterráneo, al mismo tiempo que
pierden su implicación en el Norte. Un registro de 11Commessioni e ordini» (1652-1658)
de la firma toscana de los Saminiati 168 que instaló en Livourne el eje de sus negocios,
revela una red esencialmente mediterránea: Venecia, Esmirna, Trípoli de Siria, Trípoli
de Berbería, Mesina, Génova y Marsella ocupan los primeros lugares. Constantinopla,
Alejandreta, Palermo y Argel se ponen frecuentemente en juego. Los puntos de enlace
hacia el Norte son Lyon y sobre todo Amsterdam. Los barcos utilizados son frecuente-
mente holandeses o ingleses. Pero Livourne es Livourne, y encontramos en los registros
de nuestra firma mención de dos navíos que cargan en Arkhangel cueros rojos de
Rusia. ¡La excepción que confirma la regla!
Si se dispusiera de centenares o millares de registros de este tipo, tendríamos una
tipología útil del espacio mercantil y de las firmas. Aprenderíamos a oponer, a explicar
el uno por el otro el espacio de las compras y el espacio de las ventas, a distinguir lo
que se asemeja y lo que se diferencia. A distinguir el espacioso pasillo, prácticamente

150
La ec:onomía ante los merc:ados

Hamfmrgoe
AmsterdamJel
.-._,-...__•Londres
eLillc


Viena

•l,isboa

Madrid (
•~:••u.D
(Í •
•~jj«e,
Barcelona ,
L_ . . e Mallorca ;
Cad1z •Al"
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~~·l ~
~ •Malta

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MCt..

13. RELACIONES COMERCIALES DE LA FIRMA SAMINIATI EN EL SIGLO XVII


La firmo Sominiati se inrto/ó en Florencia y Livourne. Se conservan numeroros tlocumenlor tle ello, solvotlos in cxucmis
por Armontlo Sapon; en lo Bocconi de Milán. Lo zona sombreada (Italia centro/ y tlel norte) co"erpontle o ÍflS reltJcio1'es
más ertrechtJI tle lo firmo. futa está presente en todo el Metlitemi•eo; en Cátliz, en LUboa; y tambiln en el norte (Plll'is,
Lyon, Frankfurt del Meno, Lil/e, lofltlrer, Amrterdam, Hamburgo y Viena). Mapa tlibufatlo por la señorita M.-C. Lapeyre.

1\
.,
'j.I

lineal y que sugiere la imagen de un pliegue sobre un eje esencial, y el círculo de ;.fu_
plias proporciones que correspondería a fos períodos de esplendor y de intercambios fá-
ciles. No dudaríamos más, al segundo o al tercer ejemplo, que el mercader hace for-
tuna -lo que cae por su propio peso- cuando se incorpora de forma sólida al área
de una gran plaza de comercio. Cotrugli, ragusino del siglo XV, ya lo decía: «Es en los
grandes lagos donde se pescan los grandes peces:. 169. A mí me gusta también la historia
que contó Eric Maschke 17º de ese mercader y cronista de Augsburgo cuyos comienzos.
fueron tan difíciles que no comenzó a equilibrar su vida hasta el día en que llegó a
Venecia. De la misma forma, las dos fechas características de la fortuna de los Fugger
son septiembre de 1367 -Hans Fugger abandona su pueblo natal de Graben para mar-
charse a la cercana Augsburgo donde se instalará con su familia como tejedor de Bar-
chent (fustán)- y 1442: sus herederos se hacen mercaderes a larga distancia en rela-
ción con las grandes ciudades vecinas y con Venecia 171 • Se trata de hechos cien veces
repetidos, banales. Federigo Melis cita el caso de los Borromei, originarios del contado
de Pisa, "che 111/a fine del seco/o XV si milanesizzarono1, se cmilanizaron•, y a resultas
de ello hicieron fortuna m _
El espacio del mercader es un fragmento de un espacio nacional o internacional en

151
La economía ante los mercados

N~mero de letras
de cambia en las
~ que las Buanvisi
~ son el librado

.IJJ ~··H·1r • Francfort

U1. . . . . . de cambia en las


que los Buonvisi
son el librador
• Nuremberg

\
. , Bourges 8
;n~on

Thíers.) ~.Yº"·-'-¡,.·~----' 1
Mil.An
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Barcelona

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Argel Pal~
ta ...............
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( / .

14. LOS BUONVISI HAN CONQUISTADO TODA EUROPA


De 157J ti 1610, lt1 Europa comercitl/ e1tá c11biertt1 por lt1 red de firmt1J de lo• Buonvüi, comerci4nteJ luqueJes instlllt1dos
en lyon, representado¡ por suJ familiares y com:spons11/e1 en todo• lo• ce11tro1 importante1. Lis letraJ de cambio teje11 u11a
red e11tre los mil diversos negocios. Se trt1la aquí del 11úmero de letr/JJ i11tercambi4tlas, no rle su montante. Aunque de este
gráfico 110 se puede obtener u•111 impre1ión tottl/mente segura de lt1 posición librt1dora de la firma, salvo e11 Nantes y To/osa.
Seria i11teresante co11ocer la retl/itlail del pequeiio tr4fico de letrt1s Je Lyo11 sobre Lyo11 y tÍe/ tráfico 1111ormfll hiui4 Luca, la
ciurlarl de la que son originarios los Buonvüi. (Mapa dibujado segin lo• croquü de Fran = cois Bayard, <ÚJ Buon11Íli, mt1r-
chtl11ás bt1nquiers de Lyon, UlJ-16291, en: Annalcs E.S.C., 1971, pp. 1.242 y I.243.

152
La economía ante los mercados

una época dada. Si la época está bajo el 'signo de la expansión, la superficie mercantil
donde actúa el negociante corre el riesgo de redondearse rápidamente, sobre todo si se
une a los grandes negocios, letras de cambio, monedas, metales preciosos, c:mercancías
realeS> (así las especias, la pimienta, la seda), o a la moda, por ejemplo, el algodón de
Siria necesario para los tejedores de fustán. De una consulta muy superficial de los ar-
chivos de Francesco Datini de Prato, extraigo la impresión de que el gran negocio hacia
1400 es la circulación de las letras de cambio de Florencia a Génova, a Montpellier, a
Barcelona, a Brujas, a Venecia. ¿En este fin del siglo XIV y en los primeros años del
siglo XV el espacio financiero sería más precoz, más extensivo que otro?
Si el progreso del siglo XVI desemboca, como ya he anticipado, en la muy activa
superestructura de las ferias y de las plazas, se comprenderá mejor la brusca expansión
del espacio donde se albergan los múltiples negocios de los Fugger y de los Welser de
Augsburgo. Se trata, a la escala del siglo, de enormes empresas que causan temor a los
otros mercaderes y a la opinión pública por su misma amplitud. Los Welser de Augs·
burgo están presentes en toda Europa, en el Mediterráneo, en el Nuevo Mundo, en
Venezuela en 1528, donde la malignidad española y las horribles atrocidades locales
les conducen al ya conocido descalabro. ¿Pero estos Welser no están, con deleite, por
todos los sitios donde existen riesgos que correr, fortunas que perder o que construir?
Cien veces más .razonables, los Fugger representan un éxito mayor todavía, también
más sólido. Son los amos de las más importantes empresas mineras de Europa Central,
en Hungrfa, en Bohemia, en los Alpes. Están estableddos sólidamente por segundas
personas en Venecia. Dominan Amberes que, al principio del siglo XVI, es el centro
viviente del mundo. Pronto están en Lisboa, en España, donde se colocan al lado de
Carlos V; los encontramos en Chile, en 1531, aunque se desligan de allí bastante de-
prisa, en 1535 173 • Abren, en 1559. en Fiume (Rijeka) y en Dubrovnik 174 , una ventana
personal sobre el Mediterráneo. A finales del siglo XVI, cuando conocen inmensas di-
ficultades, participan, por un instante, en el consorcio internacional de la pimienta en
Lisboa. En fin, están en la India por intermedio de su compatriota Ferdinand Croo,
que llega allí en 1587, a la edad de 28 años, y que representará en Cochin y después
en Goa a los Fugger y los Welser. Debió permanecer allí hasta 1619, habiendo tenido
tiempo de hacer una gran fortuna, de prestar mil servicios a sus amos lejanos de Espa-
ña y, en el lugar, a sus amos portugueses, de cuya negra ingratitud conocerá, pasajo
1619, las prisiones y la iniquidadm. Verdaderamente, el imperio de la enorme fir~a
fue más vasto que el imperio de Carlos V y de Felipe Il, sobre el cual, como se saht'.
el sol no se ponía jamás. '/
Pero no son estos colosos, personajes encumbrados de la historia, los más signifi-
cativos; los que nos interesarfan son las medias, por tanto las firmas de diverso volú-
men, y sus variaciones de conjunto. En el siglo XVII, su volúmen parece, como media,
restringirse. En el siglo XVIII, todo crece de nuevo: las finanzas llenan los límites de
Europa, lo que equivale a decir del mundo. La internacional de los muy ricos está más
que nunca presente. Pero para dar a este esquema su justificación, habrá que multi-
plicar los ejemplos y las comparaciones. Queda todo un minucioso trabajo por hacer.

Espaci'os
urbanos

.En el centro de espacios conectados los unos a los otros se sitúa una ciudad: está
el círculo de sus avituallamientos; el círculo de los usuarios de su moneda, de sus pesos
y medidas; el círculo de donde provienen sus artesanos y sus nuevos burgueses; el

153
La economía ante los mercados

círculo de sus negocios de crédito (es el circulo más extendido); los círculos de sus ventas
y de sus compras; los círculos sucesivos que atraviesan las noticias que afluyen o salen
de ella. Como la tienda o el almacén del mercader, la ciudad ocupa el espacio econó-
mico que le otorga su situación, su fonuna, la larga coyuntura por la que atraviesa. A
cada instante, se define por los círculos que la rodean. Pero queda por interpretar su
mensaje.
Así testimonia ante nosotros la ciudad de Nuremberg hacia 1558, año en que apa-
rece el Handelsbuch del nurembergués Lorenz Meder. En este libro mercantil que aca-
ba de ser reeditado y comentado por Hermano Kellenbenz 176 , Lorenz Meder se propo-
ne dar a sus conciudadanos informaciones prácticas, no resolver el problema retrospec-
tivo que nos preocupa, a saber la lista y la interpretación justa de los espacios mercan-
tiles de Nuremberg. Pero sus indicaciones, completadas por Hermano Kellenbenz, han
permitido construir el mapa bastante rico en datos de la página de al lado. Este mapa
habla por sí mismo. Nuremberg es todavía la ciudad de primera categoría, industrial,
mercantil, financiera, en este segundo tercio del siglo XVI, arrastrada por el movimien-
to impetuoso que, algunos decenios antes, había hecho de Alemania uno de los mo-
tores de la actividad europea. Por lo tanto, Nuremberg se imbrica en una economía de
amplia irradiación y sus productos, transportados lejos, llegan hasta el Próximo Orien-
te, las Indias, Africa, el Nuevo Mundo. Sin embargo sus actividades permanecen cir-
cunscritas al espacio europeo. La zona central de sus tráficos está extendida, en tér-
minos generales, por Alemania, en radios de alcance corto y medio. Venecia, Lyon,
Medina del Campo, Lisboa, Amberes, Cracovia, Breslau, Posen, Varsovia, son las
postas y los límites de su acción lejana, los lugares donde, de alguna forma, deja
huella,
Johannes Müller 177 , ha demostrado que Nurembreg había sido, durante los prime-
ros años del siglo XVI, como el centro geométrico de la vida activa de Europa. No exis-
ten allí excesos de patriotismo local. ¿Pero por qué fue esto así? En razón, sin duda,
de una actividad acrecentada de los transpones terrestres. En razón también del hecho
de que Nuremberg se sitúa a medio camino de Venecia, de Amberes, del Mediterrá-
neo, antiguo espacio, y del Atlántico (y de los mares que de él dependen), nuevo es-
pacio de la fonuna de Europa. El eje Venecia-Amberes sigue siendo sin duda, durante
todo el siglo XVI, el «istmo> europeo más activo de todos. Los Alpes se interponen por
medio, es verdad, pero éstos son el teatro de µn milagro continuo en lo que concierne
a los transpones; como si la dificultad hubiera fabricado un sistema de comunicaciones
superior a los otros. Por tanto, no nos extrañ.emos demasiado de constatar que la pi-
mienta llega a Nuremberg, a finales del siglo XVI, lo mismo por Amberes que por Ve-
necia. La pimienta del sur y la del norte están tan igualadas que la mercancía puede
de igual modo, y esta vez sin detenerse, ir de Amberes a Venecia o de Venecia a Am-
beres. Por mar y por tierra.
Cienamente, se trata de una situación de la economía alemana en una época dada.
A largo plazo, se ejerce un movimiento de péndulo en beneficio de Alemania Orien-
tal, de la Alemania más continental. Este ascenso del este se concretará a partir del si-
glo XVI, sobre todo después de las quiebras de 1570 en Nuremberg y Augsburgo por
el crecimiento de Leipzig y de sus ferias. Leipzig acierta a imponerse a las minas de
Alemania, a reunir en ella el mercado más importante de los Kuxen, a unirse directa-
mente a Hamburgo y al Báltico liberándose de la parada de Magdeburgo. Pero perma-
nece también fueneménte ligada a Venecia; las «mercancías de Venecia> mantienen un
sector entero de su actividad. Llega a ser por otra parte, por excelencia, el lugar de trán-
sito de los bienes entre el Oeste y el ESte. Con los años, esta expansión se afirma. En
1710, puede aventurarse que las ferias de Leipzig son 1weit importanter untl consitle-
rahlef» que las de Frankfurt del Meno, al menos para las mercancías, porque la ciudad

154
La economía ante /o; mercados

15. UN ESPACIO URBANO: LA INFLUENCIA DE NUREMBERG HACIA 1550


Según Das Meder'schc Handelsburh, Pp. Hermann Ke//enbenz, 1974. Loblsm e1 el nombre alemJn de L11blin.

del Meno sigue siendo todavía, en esta época, un centro financiero de importancia su-
perior a Leipzig 178 • Los privilegios del dinero tienen una vida resistente. ,1
Ya lo vemos, los espacios urbanos son de difícil interpretación, en tanto en cuat_J,to
los documentos no responden apenas a nuestras preguntas. Incluso el libro tan .d,e"ta-
llado de Jean-Claude Perrot que acaba de aparecer, Genese d'une 1111/e moderne, éaen
au XVIII• siecle (1975), no puede resolver todos los problemas que examina con una
. minuciosidad y una inteligencia ejemplares. No debe extrañar que el esquema teórico
de von Thünen valga para Caen: es fácil fijar alrededor de la ciudad, pegada a ella,
incluso penetrando en ella, «Un cinturón hortelano y lechero>; después un área de
cereales 179 ; un área de ganado. Pero sería difícil ya distinguir las áreas donde se difun-
den los productos industriales fabricados por la ciudad, y los mercados y ferias por los
cuales. se distribuyen. Lo más significativo no es el doble juego del espacio regional y
del espacio internacional que la ciudad debe practicar; sean dos circulaciones diferen-
tes, la primera capilar y a poca distancia, continua; la segunda intermitente y que, en
caso de crisis alimentarias, debe poner en servicio los transportes por las aguas del Se-
na, o los tráficos marítimos a partir de Londres y de Amsterdam. Estos dos sistemas se
ajustan, se oponen, se suman, o se suceden. La manera en que la vida internacional
toca una ciudad la define tanto, y a veces más, como su contacto perenne con sus ve-
cinos. La historia general invade la historia local.

155
La economía ante los mercados

Los mercados
de materias primas

Sin demasiadas dificultades, podríamos escribir una historia de los grandes merca-
dos de materias primas, entre los siglos XV y XVIII, a la manera del manual clásico de
Fernand Maurette para el mundo de los años 1920 180 • Si quisiéramos atenernos pru-
dentemente a ejemplos significativos, no tendríamos más engorro <J.Ue el de la elec-
ción: todas las mercancías de amplia venta se ofrecen como testimonio., y sus testimo-
nios, aunque muy diferentes, coinciden al menos en un punto: las ciudades más acti-
vas, los comerciantes más considerados, los más brillantes de esos tráficos implican enor-
mes espacios. La extensión marca el signo obstinado de la riqueza y del éxito. El ejem-
plo de las especias -palabra que «recubre una asombrosa diversidad de productos», des-
de aquellos que sirven «para realzar el gusto de los manjares... [hasta aquellos] pro-
ductos medicinales [y aquellas] materias necesarias para el tinte de las telas»- 181 es tan
conocido y clásico que dudamos en proponerlo como un modelo. Su ventaja sería la
de presentar una expansión de larga duración, con episodios que vuelven más tarde,
en el siglo XVII, en un reflujo evidente 182 • Pero ya lo hemos explicado 183 • El azúcar es,
por el contrario, un producto relativamente nuevo y que, del siglo XV al siglo XX, no
ha cesado de extender a un ritmo rápido tanto su consumo como su espacio de distri-
bución. Dejando aparte ciertas excepciones de poca importancia· (el jarabe de arce, el
azúcar de maíz), el preciado producto se obtiene, hasta el tiempo del bloqueo conti-
nental y del uso de la remolacha azucarera, a partir de la caña de azúcar. Esta, como
lo hemos mostrado 184 , se desplazó desde la India hacia el Mediterráneo y el Atlántico
(Madeira, Canarias, Azores, Sao Tomé, isla del Príncipe, posteriormente las costas tro-
picales del continente americano, Brasil, Antillas ... ). Esta progresión es tanto más no-
table en cuanto que exigiría, vistos los medio de la época, costosas inversiones.
De la misma forma, el azúcar, que continúa figurando como antaño en el arsenal
del boticario, alcanza cada vez más las cocinas y las mesas. En el siglo XV y en el si-
glo XVI es todavía un producto de gran lujo, objeto de regalos principescos. El 18 de
octubre de 1513. el rey de Portugal ofrece al soberano pontífice su efigie de tamaño
natural rodeada de doce cardenales y de trescientos cirios, de un metro cincuenta cada
uno, todo ello confeccionado por un paciente confitero 18 i. Pero ya, sin llegar a ser co-
mún, el consumo de azúcar hace progresos. En 1544, se dice corrientemente en Ale-
mania: «Zucker verderbt Keine Speis», el azúcar no daña ningún alimento 186 • El Brasil
comenzó sus entregas: como media 1.600 toneladas por año en el siglo XVI. En 1676,
son 400 navíos cargados cada uno de ellos con 180 toneladas de azúcar (o sea 72.000
toneladas) los que parten de Jamaica 187 • En el siglo XVIII, Santo Domingo producirá
otro tanto, si no más 188 •
Pero no vamos a imaginar un mercado europeo invadido por el azúcar del Atlán-
tico. Ni un desarrollo azucarero que sería la razón primera del lanzamiento oceánico
y, por carambola, de la modernidad creciente de Europa. A este determinismo elemen-
tal se le da la vuelta sin dificultad: ¿no es el desarrollo de Europa el que, con la ayuda
de su apasionamiento, permite el desarrollo del azúcar, como el del café?
Es imposible seguir aquí la manera como se han puesto en funcionamiento, pieza
tras pieza, los elementos de la vasta historia azucarera: los esclavos negros, los planta-
dores, las técnicas de producción, el refinado del azúcar en bruto, el avituallamiento
en víveres baratos de las plantaciones, que no se pueden alimentar ellas mismas; en
fín, las conexiones marítimas, los almacenes y las reventas de Europa. Hacia 1760, cuan-
do todo está en orden, se proponen al mercado de París, y de otros lugares, azúcares,
cazúcar mascabado, azúcar negro, azúcar de siete libras, azúcar real, azúcar semi-real,

156
La economía ante los mercados

Molino de azúcar en Brasil. Dibujo atribuido a F. Post, hacia 1640. Obsérvese en primer plano
el característico ca"o de bueyes de ruedas macizas y las yuntas de animales que mueven las no-
rias. (Fundación Atlas van Solk.)

azúcar candi y azúcar rojo, llamado también de Chipre. El buen azúcar mascabado de-
be ser blanquillo, lo menos grasiento posible y que no huela a quemado. El azúcar ne-
gro, que se llama también azúcar de las Islas, debe ser elegido blanco, seco, granulado,
de un gusto y un olor de violeta. El mejor viene de Brasil, pero su comercio casi su-
cumbió, el de Cayena ocupa: el segundo lugar y el de las Islas figura a continuación.
Los confiteros emplean mucho azúcar negro de Brasil y de las Islas en sus confituras e
incluso hacen más caso a éste que al azúcar refinado, ya que las confituras hechas con
él están mejor[ ... ] y son menos propensas a escarcharse» 189 • Está claro que en esta ~po­
ca el azúcar ha perdido el prestigio de la rareza. Ha llegado a ser artículo de abacería
y de confitería. '/
Pero lo que nos interesa aqu1 es m~ bien la significación para el hombre de nego-
cios de las experiencias azucareras que nosotros conocemos un poco de cerca. Y en pri-
mer lugar, que el azúcar se presente, desde el comienzo de su carrera mediterránea,
como un negocio excelente. A este respecto, el ejemplo de Venecia y del azúcar de Chi-
pre es claro puesto que se presenta al beneficio de la familia de los Comer -«reyes
del azúcar»- como un monopolio en vano contestado. En 1479. cuando Venecia ocu-
pó Chipre, ganó una guerra del azúcar. ·
Estamos mal informados sobre la empresa azucarera de los Comer. Pero las otras
experiencias conocidas dejan un impresión que, a prion', no sorprenderá apenas, asa-
ber, que la producción en la cadena de operaciones azucareras sucesivas no es nunca el
sector del gran beneficio. En Sicilia, en los siglos XV y XVI, los molinos de azúcar, man-
tenidos por el capital genovés, se revelan mediocres, es decir, como malos negocios. De
la misma manera, el boom del azúcar en las islas atlánticas, a principios del siglo XVI
pudo dar lugar a sustanciosos beneficios. Pero cuando los Welser, grandes capitalistas,
compran en 1509 tierras en las Canarias y establecen allí plantaciones azucareras, no
encuentran la empresa suficientemente rentable y la abandonan en 1520 190 • La situa-
ción es la misma, en el siglo XVI, para las plantaciones brasileñas: dan para vivir al plan-

157
La economía ante los mercados

tador, el sennor de engenho, pero de ninguna forma le dan suficiente para hacerse ri-
quisimo. La impresión no es muy distinta en Santo Domingo a pesar de su producción
récord. ¿Es por esta razón perentoria por lo que la producción fue relegada hacia el
plano inferior del trabajo servil? Solamente ahi encuentra, puede encontrar, su
equilibrio.
Petó fa constatación va más lejos. Todo mercado capitalista posee sus eslabones su-
cesivos y, hacia su centro, un punto más alto y remunerador que lo demás. Por ejem-
plo, en el comercio de la pimienta, durante largo tiempo este punto alto habrá sido
el Fondaco dei Tedeschi: la pimienta veneciana se amontona allí, después se reparte
hacia los grandes compradores alemanes. En el siglo XVII, el centro de la pimienta son
los grandes almacenes de la Oost Indische Companie. Para el azúcar, atrapada entera-
mente en las redes del intercambio europeo, los contactos son más complicados porque
hay que mantener la producción para mantener el punto alto del comercio. El azúcar
atlántico no adquiere su importancia más que en la segunda mitad del siglo XVII, y
con el desarrollo, en fechas diferentes (según las islas), de las Antillas. En 1654, al per-
der el nordeste brasileño, los holandeses sufrieron un fracaso que los progresos decisi-
vos de la producción inglesa y francesa van a agravar más. En resúmen, se dió un re-
parto de la producción, después un reparto del refinado (operación esencial) y final-
mente un reparto del mercado.
No habrá habido más que bosquejos de un mercado dominante del azúcar: en Am-
beres, hacia 1550, que cuenta entonces con 19 refineñas de azúcar; en Holanda, des-
pués del deterioro del mercado de Amberes en 1585. Amsterdam tuvo que prohibir
en 1614 el uso del carbón de tierra en las refinerías, que contaminaba la atmósfera; el
número de éstas no cesa sin embargo de crecer: 40, en 1650; 61, en 1661. Pero en este
siglo por excelencia del mercantilismo las economías nacionales se defienden, aciertan
a reservarse su propio mercado. Asi en Francia, donde Colbert protege el mercado na-
cional por los aranceles de 1665, hay refinerías que prosperan en Dunquerque, en Nan-
tes, en Burdeos, en La Rochele, en Marsella, en Orleáns ... En consecuencia, a partir
de 1670, el azúcar refinado en el extranjero ya no entra en Francia; se exporta, al con-
trario, en razón de una especie de prima a la exportación debida a una desgravación
con efectos retroactivos de los derechos de aduana éobrados, a la entrada, sobre los azú-
cares en bruto, cuanto éstos se exportan bajo forma de azucares refinados 191 • Lo que
favorece también la exportación francesa es que el consumo nacional es bajo ( l / 10 de
la producción colonial frente a 9110 en.Inglaterra) y que las plantaciones reciben de la
metrópoli un avituallamiento menos costoso (habida cuenta del nivel inferior de los pre-
cios franceses) que el de Jamaica, abastecida sobre todo por Inglaterra, a pesar de la
aportación de la América del Norte. «Antes de la Guerra [la que será la Guerra de los
Siete Años]>, escribe el]oumal du Commerce 19 2 , clos azúcares de las colonias inglesas
estaban en Londres hasta un 70% más caros que los de las colonias francesas en los puer-
tos de Francia a igualdad de calidad. Este exceso de precio no pudo tener otra causa
que el precio excesivo de los articulos que Inglaterra suministraba a sus colonias; y a
este precio, ¿qué puede hacer Inglaterra con el excedente de sus azúcares?>. Evidente-
·mente tónsumirlos. Puesto que, es necesario añadirlo, el mercado interior inglés es ya
capaz de ello.
En todo caso, a pesar de las exponaciones y reventas de los grandes países produc-
tores, la nacionalización de los mercados del azúcar por la compra de azúcar en bruto
y la instalación de refinerías se propagó a través de Europa. A partir de 1672, aprove-
chando las dificultades de Holanda, Hamburgo desarrolla sus refinerfas y pone en ellas
a punto procesos nuevos cuyo secreto tratará de guardar, y se crearán refinerías hasta
en Prusia, Austria y Rusia, donde serán monopolio del Estado. Para conocer exacta-
mente los movimientos de los mercados del azúcar y los verdaderos puntos de benefi-

158
La enmomía ante los me.cadas

cio, habría que reconstruir la complicada red de los enlaces entre las zonas productoras,
los lugares que poseen el dinero que domina la producción, las refinerías que son un
medio de controlar en parte la distribución en bruto. Por debajo de estas «manufactu-
ras», las innumerables tiendas de reventa nos reconducen hacia el plano ordinario del
mercado y sus modestos beneficios, sometidos a la estricta competencia.
En el conjunto de la red ¿dónde situar el o los puntos altos, los eslabones de be-
neficio? Yo diría de buena gana, según el ejemplo de Londres, que en el estadio del
mercado al .por mayor en los alrededores de los almacenes donde cajas y barriles de azú-
car se amontonan ante los compradores de azúcar blanco o de azúcar moreno (las me-
lazas) según se trate de refinadores, confiteros o simples compradores. La fabricación
de azúcar blanco reservada a las refinerías metropolitanas se estableció finalmente en
las islas, a pesar de las primeras prohibiciones. ¿Pero este esfuerzo industrial no es un
signo de las dificultades por las que atraviesan las islas productoras? La posición clave
en el mercado al por mayor, en nuestra opinión, se sitúa después de las refinerías, que,
parece, no han tentado a los grandes comerciantes. Pero sería necesario, para estar se-
guros de ello, conocer más de cerca las relaciones entre negociantes y refinadores.

Los metales
preciosos

Pero dejemos el azúcar, tema sobre el cual tendremos ocasión de volver. Tenemos
algo mejor a nuestra disposición: los metales preciosos que afectan al planeta entero,
que nos trasladan al más alto plano de los intercambios, que señalarían, si fuese nece-
sario, esta jerarquización retomada sin cesar de la vida económica que se utiliza para
crear por encima de ella hazañas y récords. Para esta mercancía omnipresente, codicia-
da siempre, que da la vuelta armundo, se encuentra siempre una oferta y una demanda.
Pero la expresión «metales preciosos:., tan fácilmente sacada a coláción, es menos
simple de lo que parece. Designa diversos objetos:
1) los metales en bruto, tal como salen de las minas o de las arenas de los 'tj'.os
auríferos; ·~.•
2) productos semielaborados, lingotes, barras o piñas (las piñas, masas de metat µre-
gular, poroso y ligero, tal como lo deja la evaporación del mercurio utilizado para la
amalgama, son en principio refundidas en barras y lingotes ames de su distribución en
el mercado);
3) productos elaborados, las monedas, para cuya refundición con el fin de hacer
monedas nuevas se tarda tiempo: así en la India donde, con igual valor y con igual
peso, la rupia vale según la fecha de su emisión, siendo menos apreciada la de años
precedentes que la del año en curso.
Bajo estas diversas formas, el metal precioso no deja de trasladarse, y rápidamente.
Boisguilbert decía del dinero que no era útil más que si está «en un movimiento con-
tinuo» 19'. De hecho, la moneda circula 'sin parar. «Nada se transpona con más facilidad
y menos pérdida», advertía Cantíllon 194, que según J. Schumpeter (aunque esto es di-
cutible) sería el primero en hablar de la circulación del dinero en efectivo 195 • Rapidez
tal, a veces, que llega a trastornar el orden de las operaciones sucesivas entre el lingote
y la moneda. Esto desde mediados del siglo XVI y más todavía posteriormente: en las
costas del Perú, a principios del siglo XVIII, los navíos de Saint-Malo cargan a escondi-
das piezas de a ocho, pero sobre todo piñis de plata cno quintada> (o sea dinero de
contrabando que no ha pagado el impuesto de un quinto descontado por el rey). Por

159
La economía ante los mercados

Arca genovesa de complicada cerradura, del tipo empleado para el transporte de barras y piezas
de plata de España o Génova. (Génova, Caja de España, cliché A. Colin.)

otra pane, las piñas son siempre de contrabando. La plata legal no troquelada está en
lingotes y barras que se ven circular frecuentemente en Europa.
Pero la moneda es más ágil todavía. Los intercambios la hacen «caer en cascada>,
el fraude le permite franquear todos los obstáculos. Para ella, «no existen Pirineos•, co-
mo dice Louis Dermigny 196 • En 1614, en los Países Bajos, circulan 400 tipos diferentes;
en Francia, hacia la misma época, 82 19 7 No hay ninguna región conocida de Europa,
incluso entre las más pobres, donde las monedas más inesperadas no se hagan caer en
la trampa, lo mismo en el Embrunois alpino del siglo XIV 198 , que en una región reple-
gada sobre sí misma como el Gévaudan, en los siglos XIV y XV 199 • El papel de alto va-
lor, muy pronto, multiplica sus servicios, el numerario, «el dinero de ma'lo>, conserva

160
La economía ante los mercados

sus prerrogativas. En la Europa Central, donde los europeos del Oeste han tomado la
costumbre cómoda de solventar, o de intentar solventar, sus propios conflictos, ei po-
der de los adversarios -Francia o Inglaterra- se mide en repartos de dinero contante.
En 1742, avisos venecianos advierten que la flota inglesa ha traído gruesas sumas des-
tinadas a María Teresa, «a la reina de Hungría.» 2ºº· El precio de la alianza de Federico 11
en 1756 es, a costa de la poderosa Albión, treinta y cuatro carros cargados de piezas
de moneda, en camino hacia Berlín 201 . Y desde que la paz se anuncia, en la primavera
de 1762, los favores pasan a Rusia: «El correo del 9 [de marzo] de Londres», escribe un
diplomático, «ha traído a Amsterdam y Rotterdam letras de cambio por mejor [sic] de
ciento cincuenta míl piezas, para hacer pasar esta suma a la Corte de Rusiv 202 . En fe-
brero de 1799, van camino de Leipzig «cinco millones» de dinero inglés, en lingotes y
en efectivo; procedente de Hamburgo, este dinero se encamina hacia Austria 203 .
Dicho esto, el único, el verdadero problema, es el de separar, si es posible, las cau-
sas, al menos las modalidades, de esta circulación que transpasa el cuerpo de las eco-
nomías dominantes de un extremo a otro del mundo. Me parece que estas causas y mo-
dalidades se comprenderán mejor si distinguimos las tres etapas evidentes: producción,
traslado y acumulación. Porque hubo cienamente países productores de metal bruto,
países exponadores regulares de moneda, países receptores de donde la moneda o el
metal ya no salen jamás. Pero hubo también casos mixtos, los más reveladores, entre
los cuales se encuentran China y Europa, importadoras y exportadores a la vez.
Los países productores de oro o de plata son casi siempre países todavía primitivos,
o sea salvajes, ya se trate del oro de Borneo, de Sumatra, de la isla de Halnan, del Su-
dán, del Tibet, de las Célebes, o de las zonas mineras de la Europa Central, en los
siglos XI-XIII, y aún de 1470 al 1540, en la época de su segundo florecimiento. Los bus-
cadores de oro se mantuvieron bien -hasta el siglo XVIII y más tarde- en las orillas
de las corrientes de agua de Europa, pero se trata en este caso de una producció.q mi-
serable y que apenas cuenta. En los Alpes, los Cárpatos, o en el Erz Gebirge, en los
siglos XV y XVI, hay que imaginarse campos mineros en medio de completas soledades.
¡Los hombres que trabajan allí tienen en estos lugares la vida muy dura, pero al menos
son libres!
Por el contrario, en Africa, en Bambouk, que es el corazón aurifero del Sudán, las
«minas> están bajo el control de los jefes de las aldeas. Se da allí, por lo menos, '.~na
semi-esclavitud 204 . La situación es todavía más clara en el Nuevo Mundo, donde, para
la explotación de los metales preciosos, Europa recreó a gran escala la antigua dcfavi-
tud. ¿Los indios de la Mita (la circunscripción minera), qué son sino esclavos, como
más tarde los negros de las zonas mineras del Brasil central, en el siglo XVIII? Surgen
extrañas ciudades, la más extraña la de Potosí, a 4.000 metros de altitud, en los Altos
Andes, colosal campo de mineros, llaga urbana donde más de 100.000 humanos se ha-
cinan20~. La vida allí es absurda, incluso para los ricos: una gallina vale hasta ocho rea-
les, un huevo dos reales, una libra de cera de Castilla di~z pesos, el resto de modo aná-
logo206. ¿Qué quiere decir esto sino que el dinero allí no vale para nada? No es el mi-
nero, ni siquiera el amo de las minas quien se gana allí la vida, sino el mercader, que
adelanta el dinero en moneda, los víveres, el mercurio que precisan las minas, y se re-
sarce tranquilamente en metal. En el Brasil del siglo XVIII, productor de oro, es la
misma canción. Por las vías de agua y los transportes, las flotas llamadas de los mon-
f6es207, salidas de Sao Paulo, van a abastecer de capataces y esclavos negros las zonas
mineras de Minas Gerais y del Goyaz. Solamente estos mercachifles se enriquecen. Fre-
cuentemente, por lo que respecta a los mineros, el juego les ep.tusiasma cuando regre-
san un instante a la ciudad. México será por excelencia una capital del juego. Final-
mente, la plata o el oro pesan menos en las balanzas del beneficio que la harina de
mandioca, el maíz, la carne secada al sol, a carne do sol del Brasil.

161
La economía ante los mercados

¿Cómo podría ser de otro mQdo? En la división del trabajo a escala m1mdial, el
oficio de minero les toca, repitámoslo, a los más miserables, a los más deheredados de
los hombres. La apuesta es demasiado alta para que los poderosos de este mundo, cual-
quiera que sean y donde quiera que se hallen, no intervengan en ella con mucho peso.
Y tampoco dejan fuera de su botín, por las mismas razones, la prospección de diaman-
tes o de piedras preciosas. Tavernier 208 en 1652 visitó como comprador la célebre mina
de diamantes «que se llama Raolkonda ... , a cinco jornadas de Golkonde>. Todo está
allí maravillosamente organizado en beneficio del príncipe y de los mercaderes, e in-
cluso para la comodidad de los clientes. Pero los mineros son miserables, están desnu-
dos, son maltratados y se les considera sospechosos -con razón por otra parte- de con-
tinuas tentativas de fraudes. Los garimpeiros 2º9 brasileños, los buscadores de diaman-
tes, son en el siglo XVIII aventureros a los que no se podría seguir los pasos de sus in-
verosímiles viajes, pero los beneficios de la aventura son finalmente para los mercade-
res, para el soberano de Lisboa y los arrendatarios de la venta de diamantes. Cuando
una explotación minera comienza bajo el signo de una relativa independencia (como
en la Europa de la Edad Media), se está seguro de que será recuperada, un día u otro,
por las cadena5 mercantiles. El universo de las minas es el anuncio del universo indus-
trial y de su proletariado.
Otra categoría es la de los países receptores, ante todo Asía, donde Ja economía mo•
netaria más o menos impera y los circuitos del metal precioso son menos ágiles que los
de Europa. La tendencia aquí es pues a retener los metales preciosos, a atesorarlos,
ª. subemplearlos. Son países esponja, corno se decía, «necrópolis> para metales pre-
ciosos.
Los dos más grandes depósitos son India y China, bastante diferentes uno de otro.
La India recibe casi con la misma satisfacción el metal amarillo y el metal blanco, lo
mismo el polvo de oro de la Contracosta (o si se prefiere del Monomotapa) que la plata
de Europa y, más tarde, del Japón. La afluencia del metal blanco de América, según
los historiadores indios, determina allí incluso una subida de los precios, con una vein-
tena de años de retraso con respecto a la «revolución> europea de los precios en el si-
glo XVI. Es una prueba más de que la plata importada imperó. Es la prueba también
de que el fabuloso tesoro del Gran Mogol no anula la masa entera de los aportes con-
tinuos de metal blanco, puesto que los precios subieron 210 • ¿No alimenta la plata ame-
ricana las incesantes refundiciones y acumulaciones de la India?
Estamos sin duda peor informados sobre lo que ocurre en China. Un hecho origi-
nal: se sabe que China no atribuye al oro una función monetaria y lo exporta en be-
neficio de quien quiere intercambiarlo por la plata, a un precio excepcionalmente ba-
jo. Los portugueses fueron los primeros europeos en constatar, en el siglo XVI, esta pre-
ferencia sorprendente del chino por el metal blanco, y en aprovecharse de ello. En
1633, uno de ellos escribe todavía con seguridad: «Como os chinos sentiriio prata, em
montoes trouxeriio fazenda»; nada más que los chinos perciban el olor de la plata,
traerán montañas de mercandas 211 • Pero no creamos a Antonio de Ulloa, un español
que pretende, en 1787, que «los chinos trabajan continuamente para adquirir la plata
que no se encuentra en su país», cuando es «Una de las naciones que tienen menos ne-
cesidad de ella> 212 • La plata, al contrarío, es la moneda superior y bastante extendida
de los intercambios chinos (se la cizalla en delgadas láminas para regular sus compras),
al lado de la moneda baja, las caixas o sapeques de cobre y plomo mezclados.
Un reciente historiador de China 213 piensa que la mitad al menos de la plata pro-
ducida en América, de 15 71 a 1821, habrá encontrado el camino de China, para ser
sometida allí a un perfecto no retorno. Pierre Chaunu 214 ha hablado de un tercio, com-
prendida la exportación directa de Nueva Españ~ a las Filipinas por el Pacífico, Jo cual,
de por sí, sería ya enorme. Estos cálculos no son seguros ni el uno ni el otro, pero varias

162
La economía ante lr-s rm:rcados

razones los hacen verosímiles. En primer lugar el beneficio (lento en disminuir, no an-
tes de bien entrado el siglo XVIII) de la operación que consiste en intercambiar en Chi-
na plata por oro 215 • Es un tráfico que se practica incluso a partir de la India y de Insu-
lindia. Por otra parte, en 1572, se lleva a cabo una nueva derivaci6n de la plata ame-
ricana a través del Pacífico por el galeón de Manila 216 , que comunica el puerto mexi-
cano de Acapuko con la capital de Filipinas, llevando allí metal blanco para recoger
sedas, porcelanas de China, algodones lujosos de la India, piedras preciosas, perlas. Es-
te enlace, que conocerá altas y bajas, se mantendrá a través de todo el siglo XVIIJ y más
tarde. El último galeón tocará Acapuko en 1811 217 • Pero será a toda Asia del sureste
a quien habrá que involucrar sin duda. Un hecho distinto no lo explica todo, pero ayu-
da a comprender mejor. El gran velero inglés Industán, que lleva a China al embajador
Macartney, consiguió en 1793 hacer subir a bordo a un viejo conchinchino. El hombre
no se encuentra a gusto. «Pero al ponerle unas piastras de España en la mano, pareció
conocer su valor y las envolvió cuidadosamente en una punta de sus desgarrados
vestidos• 218 •
Entre los países de la producción y los países de la acumulación, el Islam y Europa
tienen una posición singular: constituyen relevos, intermediarios.
Para el Islam, que desde este punto de vista se encontró en la misma situación que
Europa, no es necesario explicarlo largamente. Insistamos solamente en lo que concier-
ne al vasto Imperio Turco. Se le ha considerado demasiado, en efecto, como una .zona
económicamente neutra que el comercio europeo atravesará impunemente a su gusto:
en el· siglo XVI por Egipto y el Mar Rojo o por Siria y las caravanas que tocan Persia y
el Golfo Pérsico; en el siglo XVII, por Esmirna y el Asia Menor. Todas estas rutas del
comercio de Levante habrían sido, pues, neutras, es decir, que las flotas de metal blanco
las habrían atravesado sin presentar allí función alguna, casi sin pararse, apresurándose
hacia las sedas de Persia o hacia las telas estampadas de las Indias. Tanto más cuanto
que el Imperio Turco había sido y seguirá siendo ante todo una zona de oro, del oro
que procede de Africa, del Sudán y de Abisinia, y se transporta a través de Egipto y
de Africa del Norte. De hecho, la subida de los precios que se establece (para el si-
glo XVI, en sentido amplio) en los trabajos de l>mer Lutfi Barkan 219 y de sus alumnos
prueba que el Imperio participó en la inflación de plata que provocó en su seno, en
gran parte, las crisis del aspro, esa pequeña moneda blanca esencial puesto que af~ta
a la vida de todos los días y regula la soldada de los jenízaros. Así pues, un intern,.e-
diario, pero en absoluto neutro. ,/
Su papel es, no obstante, modesto comparado con las funciones que asume Europa
a escala mundial. Desde antes del descubrimiento de América, Europa encontraba en
su seno, bien que mal, esa plata o ese oro necesarios para cubrir el déficit de su ba-
lanza comercial en el Levante. Con las minas del Nuevo Mundo fue confirmada, fijada
en ese papel de redistcibuidora del metal precioso.
Para los historiadores de la economía, esta corriente monetaria en un sólo sentido
aparece como una desventaja para Europa, como una pérdida sustancial. ¿No es esto
razonar conforme a prejuicios mercantilistas? Imagen por imagen, yo preferiría decir
que Europa, con sus monedas de oro y sobre todo de plata, no cesa de bombardear a
los países cuyos puertos, por otra parte, se cerrarían o se abrirían mal delante de ella.
¿Y toda economía monetaria boyante no tiende a sustituir su moneda por la de otros,
sin duda por una especie de pendiente natural, sin que haya maniobra pensada por su
parte? Tanto es así que, desde el siglo XV, el ducado veneciano (entonces moneda real)
se sustituye por dinares de oro egipcios y el Levante se llena pronto de piezas blan-
cas de la Zecca de Venecia, en espera, con los últimos decenios del siglo XVI, de la inun-
dación de piezas de ocho españolas, bautizadas por lo demás piastras, y que son, en
último término, las armas de la economía europea de cara al Extremo Oriente. Mahé

163
L" eco omía tinte los mercados

de La Bourdounnais220 (octubre de 1729) pide a su amigo y socio de Saint-Malo, Clos-


riviere, que recolecte fondos y se los envie a Pondichéry en piastras, para invertirlas en
las diversas posibilidades del comercio de India a India. Sus socios le enviarían grandes
capitales, explica La Bourdonnais, que él podrfa intentar hacer llegar a China, que re-
clama mucha plata y que de ordinario se reservan, como un medio seguro de hacer for-
tuna, los gobernadores ingleses de Madrás. Está claro que en esta circunstancia una ma-
sa de moneda de plata es la forma de abrir un circuito, de insertarse allí con fuerza.
Por otra parte, añade La Bourdonnais, «es siempre ventajoso manejar grandes fondos,
porque eso os hace amos del comercio, porque los riachuelos se unen siempre al curso
de los ríos».
Estos efectos de ruptura, ¿cómo no verlos de forma parecida en la Regencia de Tú-
nez donde, en el siglo XVII, la pieza de ocho española ha llegado a ser la moneda es-
tándar del país? 221 ¿O incluso en Rusia, donde saldar las cuentas exige una amplia
penetración de las monedas holandesas, más tarde inglesas? En verdad, sin esta inyec-
ción monetaria, el enorme mercado ruso no podría o no querría responder a la deman-
da de Occidente. Eri el siglo XVIII, el éxito de los mercaderes ingleses provendría de
sus ventajas con respecto a los mercaderes moscovitas, recolectores u ojeadores de los
productos que reclama Inglaterra. Por el contrarío, los primeros pasos en las Indias de
la Compañía Inglesa fueron difíciles en tanto en cuanto que ésta se obstinó en enviar
telas y en medir ciudadosamente el dinero contante que facilitaba a sus desesperados
agentes, obligados a pedir prestado en el lugar.
Europa está por tanto dedicada a exportar una parte notable de su stock de plata
y, en ocasiones, pero sin la misma prodigalidad, de sus piezas de oro. Es ésta su posi-
ción estructural en alguna medida; se encuentra en ese puesto desde el siglo XII, ahí
se mantiene a lo largo de siglos. Es por tanto bastante cómico ver los esfuerzos de los
primeros Estados territoriales por impedir la salida de los metales preciosos. «Hallar los
medíos de detener [en un Estado] el oro y la plata sin permitir que salga de él» es para
Eon, en 1646, la máxima de toda «gran política». Lo malo, añade, es «que todo el oro
y la plata que se trae [a Francia] parece echarse en saco roto y Francia no es más que
un canal donde el agua corre incesantemente sin detenerse» 222 • Desde luego, es el con-
trabando o el comercio clandestino el que se encarga aquí de esta función económica
necesaria. Las fugas están por doquier a la orden del día. Pero se trata de servicios de
préstamo semanal. Allí donde el comercio está en el primer plano de la actividad es
necesario, un día u otro, que las puertas se abran de par en par y que el metal circule
ágilmente, libremente, como una mercancía.
La Italia del siglo XV reconoció esta necesidad. En Venecia, se tomó una decisión
liberal para la salida de las monedas al menos desde 1396 223 , renovada en 1397 224 , y
posteriormente, el 10 de mayo de 1407, por una disposición de los Pregadi225 que com-
porta una sola restricción: el mercader que extraiga plata (metal blanco, sin duda al-
guna para el Levante) deberá haberlo importado previamente y depositará el cuarto en
la Zecca, casa de la moneda de la Señoría. Después de lo cual, será libre de llevar el
resto lieper qualumbe luogo». Hasta tal punto tiene Venecia vocación de exportar el
metal blanco hacia el Levante o el Mrica del Norte que la Señoría habrá sobrevaluado
siempre el oro, haciendo de éste (si se puede hablar asr) cuna mala» moneda que abun-
da en el lugar, la cual evidentemente expulsa a la buena: la plata. ¿No es éste el ob-
jetivo a alcanzar? Podría demostrarse, de forma parecida, cómo Raguse o Marsella or-
ganizan estas salidas necesarias y fructíferas. Marsella, supervisada por las autoridades
monárquicas, no encuentra en ellas más que molestias e incomprensión. Si se prohibe
el libre curso de las piastras en la ciudad ·y su salida hacia el Levante, se esfuerza en
explicar, hacia: 1699. si se exige que sean refundidas en las casas de la moneda, irán
simplemente a Génova o a Livourne. Lo acertado seria permitir su exportación no so-

l64
La economía ante los mercados

Moneda veneciana de 1471: lira del dux Niccolo Tron. Es el único dux cuyas acuñaciones han
reproducirlo la efigie. (Cliché B.N.)

lamente a Marsella, sino también a las ciudades marítimas «como Tolón o Anti-bes y
otras, donde se efectúan los pagos de la marin:u 226 •
No existen dificultades de este género en Holanda, donde el negocio lo domina
todo: las piezas de oro y de plata entran y salen allí a sus anchas. La misma libertad
terminará por imponerse en la Inglaterra en expansión. A pesar de muy vivas discusio-
nes hasta finales del siglo XVII, las puertas se abrirán cada vez más ampliamente a los
metales amonedados. La vida de la Compañfa de las Indias depende de ello. La ley
inglesa votada por el Parlamento en 1663, bajo la presión precisamente de la Compa-
ñía de· las Indias, es bastante reveladora en su preámbulo: cLa experiencia enseña>, se
dice, «que la plata (entiéndase las monedas] afluye en gran abundancia a los lugares don-
de se le reconoce la libertad de exponación:. 227 • El influyente sir George Downing pue-
de afirmar: «La plata, que en otro tiempo servía de patrón de las mercancías, ha lle-
gado a ser ella misma una mercancía:. 228 • Desde entonces, los metales preciosos circulan
al antojo de todo el mundo. En el siglo XVIII, cayó toda resistencia. Por ejemplo, las
gacetas anuncian ( 16 de enero de 1721), por declaración de la aduana de Londres, el
envío de 2.315 onzas de oro para Holanda; el 16 de marzo, 288 onzas de oro para el
mismo destino y 2.656 de plata para las Indias Orientales; el 20 de mayo, 1.607 onzas
de oro para Francia y 138 para Holanda 229 , etc. Volver atrás no es posible, inclu~o du-

165
La economía ar:ie los mercados

cante la crisis financiera tan aguda que hizo estragos después de la conclusión del Tra-
tado de Pañs, en 1763. Se desearía, en Londres, frenar un poco «la salida excesiva de
oro y de plata que se ha hecho en poco tiempo hacia Holanda y Francia>, pero «querer
poner ahí impedimento sería asestar un golpe mortal al crédito público que interesa
en todo tiempo mantener inviolable:i>m,
Pero no es ésta, lo sabemos, la actitud de todos los gobiernos europeos .. La política
de puertas abierta5 no se generalizará de la noche a la mañana y las ideas tardarán en
compaginarse de alguna manera. Francia no fue ciertamente pionera en la materia. Un
emigrado francés, el conde de Espinchal, al llegar a Génova en diciembre de 1789,
cree necesario señalar que «el oro y la plata (son] mercancías en el Estado de Géno-
va:i>231, como si fuera esto una rareza a destacar. Condenado a largo plazo, el mercan-
tilismo se resiste con fuerza.
Sin embargo, la imagen de conjunto a retener no es la de una Europa que se va-
ciara ciegamente de sus metales preciosos. Las cosas son más complicadas. Es preciso
tener en cuenta ese duelo constante entre metal blanco y metal amarillo sobre el cual
F. C. Spoóner232 llamó la atención desde hace tiempo. Europa deja salir el metal blanco
que recorre el mundo. Pero sobrevalor6 el oro, que es una manera de retenerlo, de guar-
darlo en casa, de mantenerlo para el servicio interior de la «economía-mundo> que es
Europa, para todos los pagos importantes europeos, de mercader a mercader, de nación
a naci6n. Es un medio también de importarlo con éxito seguro de China, del Sudán,
de Perú. A su modo el Imperio Turco -europeo- práctica la misma poHtica: guardar
el oro, dejar pasar los rápidos caudales de la plata. A la postre, para explicar claramen-

Guinea de oro de Carlos II, 1678. (Foto B.N.)

166
la economía ante los mercados

te el proceso, habría que reformular la ley llamada de Gresham: la mala moneda ex-
pulsa a la buena. De hecho, las monedas expulsan a otras que están en su lugar cada
vez que su valor es realzado por referencia al nivel relativo de tal o cual economía. Fran-
cia, en ·el siglo XVIII, valorizó la plata hasta la reforma del 30 de octubre de 1785, «que
hace pasar la relación oro-plata de uno contra 14,4 a uno contra 15,5»m. Resultado:
la Francia del siglo XVIII es una China en miniatura: el metal blanco disminuye. Ve-
necia, Italia, Portugal, Inglaterra, Holanda, incluso España 234 , valorizan el oro. Por otra
parte, son suficientes mínimas diferencias para que el oro corra hacia estas alzas ficti-
cias de valor. Es por lo tanto «una mala moneda», puesto que expulsa al metal blanco,
le obliga a correr mundo.
La salida masiva de metal blanco no dejó de crear, en el interior de la economía
europea, fallos frecuentes. Pero por eso mismo ayudó al éxito del papel, ese paliati~o;
provocó a lo lejos prospecáones de riquezas mineras; incitó al comercio a buscar suce-
dáneos de los metales preciosos, a enviar al Levante tejidos, a China algodón u opio
indio. Mientras que Asia se esforzaba en pagar el metal blanco en productos textiles,
pero sobre todo en productos vegetales, especias, drogas, té, Europa, para equilibrar
su balanza, redobló sus esfuerzos mineros e industriales. A largo plazo, ¿no encontró
ahí un reto que se volvió en provecho suyo? Lo que es seguro, en todo caso, es que no
es necesario hablar como se hace frecuentemente de una hemorragia perniciosa para Eu-
ropa, ¡como si en suma hubiera pagado el lujo de las especias y de los objetos de China
con su propia sangre!

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167
La economía ante los mercados

ECONOMIAS NACIONALES
Y BALANZA COMERCIAL
No se trata aquí de estudiar el mercado nacional en el sentido clásico del término,
el cual se desarrolló con bastante lentitud y desigualmente según los países. Volvere-
mos ampliamente, en el volumen siguiente, al tema de la imponancia de esta forma-
ción progresiva, inacabada todavía en el siglo XVIII y que fundó el Estado moderno.
Por el momento, quisiéramos demostrar solamente cómo la circulación coloca fren-
te a frente las diversas economías nacionales (por no hablar de mercados nacionales),
las atrasadas o las progresistas, cómo las opone y las clasifica. El intercambio igual y el
intercambio desigual, el equilibrio y el desequilibrio de los tráficos, la dominación y
la sujeción bosquejan un mapa general del universo. De este mapa la balanza comer-
cial permite trazar un primer croquis de conjunto. No es que sea ésta la mejor o la
única forma de abordar el problema, pero prácticamente son las únicas cifras que po-
seíamos. Todavía son rudimentarias e incompletas.

La «balanza
comercial»

La balanza comercial, para una economía dada, es algo comparable al balance de


un mercader a fin de año: ha ganado o ha perdido. Leemos en el Discours of the com-
mon Weal ofthis Realm o/England(1549), atribuido a sir Thomas Smith: «Debemos
guardarnos siempre de comprar a los extranjeros más de lo que les vendemos»m. Esta
frase dice lo esencial de lo que hay que saber sobre la balanza, tal vez lo que siempre
se supo al respecto. Porque esta sabiduría no es nueva: así, bastante antes de 1549. ¿no
fueron obligados los mercaderes ingleses por su gobierno a repatriar a Inglaterra una
pane de sus ventas excedentes al extranjero en forma de dinero en efectivo? Por su par-
te, los mercaderes extranjeros debían reinvertir en mercancías inglesas el producto de
sus ventas antes de abandonar la isla. El Discours of frade ... de Thomas Mun, escrito
en 1621, ofrece una teoría de la balanza de pagos que es ajustada y que corresponde
a una plena toma de conciencia. Su contemporáneo Edward Misselden, puede escribir
en 1623: «We felt it befare in sense; but now we know it by science»: lo presentíamos;
ahora lo sabemos de manera científica 236 • Ahora bien, se trata de una teoría elemental,
muy alejada de las concepciones modernas que ponen en cuestión una serie de balan-
zas simultáneas (del comercio, de las cuentas, de la mano de obra, de los capitales, de
los pagos). La balanza comercial, en esta época, es solamente el peso en valor de las
mercancías intercambiadas entre dos naciones, el balance de las importaciones y de las
exportaciones recíprocas, o mejor de las deudas recíprocas. Por ejemplo, «si Francia de-
be 100.000 pistolas a España y ésta debe 1.500.000 libras a Francia», valiendo la pis-
tola 15 libras, todo está igualado. «Como esta igualdad es muy rara, resulta necesario
que la nación que deba más haga transportar metales por la parte de sus deudas que
no puede compensar»m. El déficit puede, un instante, ser cubieno por letras de cam-
bio, es decir diferirse. Si persiste, se da forzosamente una transferencia en metálico. Es
esta transferencia, cuando como historiadores podemos observarlo, la que constituye el
indicador buscado y que pone en claro el problema de las relaciones de nuestras dos
unidades económicas, la una obligada por la otra a desprenderse, lo quiera o no, de
una parte de sus reservas monetarias o metálicas.
Toda la política mercantilista está a la búsqueda de una balanza al menos equilibra-

168
La economía ante los mercados

SALDO NEGATIVO

Exportaciones e importaciones de Francia, 1715-1780.

500

4001---------<

1\
.,
V

1740 1750 1760 1770 75 1780 85 1790

Exportaciones e importaciones de Inglaterra, 1700-1785.

16. BALANZAS DE FRANCIA E INGLATERRA EN EL SIGLO XVIII

Como muestran sus balanzas comerúales, lnglate"a y Franúa viven cómodamentt en delrimenlo del resto del mrmdo
h111ta la prorimidad de la década de 1770. Entonces surgen los 1aldos mediocres o negativos. ¿Debido a la coyuntura, al
detenoro del capitalismo comercial o, lo que e1 mlÍs probable, 11 las perturbacrones derivadas de la Gue"a de Jrzdependerzcia
•americam1•? Para Francia, 1egún el artículo de Ruggiero Romano, •Documenti e prime considerazioni intomo al/a "balan-
ce du commerce'' della Francia, 1716-1780•, en: Studi in onorc di Armando Sapori, 19J7, JI, pp. 1.268-1.279. LasfuerzteJ
inédita1 de este trabajo esJIÍn indicada1 en la p. 1.268, nota 2.
Para Inglate"ª· no se quiere demos1rar más que, en términos generales, el aspecto del comercio inglés; la curva es/IÍ
tomada de William Playfair, uno de los primeros estadístims ingles•s, Tablcaux d'arithmétiquc linéaire, du commerce, des
finanrcs et de la dc1te nationale de l' Anglecerre, 1789; The Expom and lmpons and general Trade of England, che
National Debt..., 1786.

169
La economía rmte los mercados

da. Por todos los medios, se trata de evitar la salida de los metales preciosos. Así, en ene-
ro-febrero de 1703, si en lugar de comprar en el lugar mismo el avituallamiento de las
tropa.s inglesas que combaten en Holanda se expediera «grano, productos manufactu-
rados y otros productos» de Inglaterra, las sumas de dinero correspondientes cpodrían
permanecer» en la isla. Semejante idea no puede venir más que a la mente de un go-
bierno obsesionado por el temor a perder sus reservas metálicas. El mismo año, en agos-
to, estando para pagar las subvenciones en dinero contante prometidas a Portugal co-
mo consecuencia del tratado de lord Methuen, Inglaterra propone satisfacerlas por ex-
ponaciones de cereales y de trigo cde forma que pueda satisfacer al mismo tiempo sus
obligaciones y el cuidado de no hacer salir dinero en efectivo del reino:. 238 •
«Llegar al balance» 239, equilibrar exportaciones e importaciones, no es por otra par-
te más que un mínimo. Lo mejor sería tener una balanza favorable. Es el sueño de to-
dos los gobiernos mercantilistas, que identifican riqueza nacional con reservas mone-
tarias. Todas estas ideas han emergido; bastante lógicamente, al mismo tiempo que los
Estados territoriales: apenas esbozados, se defienden, deben defenderse. Desde octu-
bre de 1462, Louis XI tomaba medidas para controlar y limitar la salida, en dirección
de Roma, «de oro y plata, vellón y otros, que se podrían enajenar, llevar y transportar
fuera de las fronteras de nuestro reino» 240 •

Cifras
a interpretar

Los movimientos de la balanza comercial -cuando se conocen- no son siempre


sencillos de interpretar. No existen reglas de las cuales cada caso sea, sin más, la apli-
cación. Así, no se diría que la balanza de la América española es deficitaria a la vista
de las enormes exponaciones metálicas a las que está condenada. El P. Mercado no se
engaña en esto (1564): En esta circunstancia, dice, cd oro y la plata en lingotes en to-
das estas regiones de América son tenidas por una especie de mercancía cuyo valor cre-
ce y decrece por la misma razón que la mercancía ordinaria:. 241 • Y a propósito de Es-
paña, Turgot explica «que la plata es su mercancía; que no pudiéndola intercambiar
por dinero, es preciso que la intercambie por mercancías» 242 • Tampoco se dirá, sin pen-
sar los pros y contras, que la balanza entre Rusia e Inglaterra, en 1886, es favorable a
aquélla y desfavorable a ésta porque Rusia de ordinario venda más de lo que compre
a Inglaterra. Pero tampoco se sostendrá lo contrario, como se apresura a hacer en oc-
tubre de 1786 John Newman, cónsul de Rusia en Hull, el gran puerto donde desem-
bocan entonces, viniendo directamente de los estrechos daneses, los navíos ingleses pe-
sadamente cargados que regresan de Rusia; él ve, cree ver, el problema con sus propios
ojos. Recoge las cifras conocidas y perentorias: en 1785, en las aduanas rusas, 1.300.000
libras de mercancías con destino a Inglaterra. En el otro sentido 500.000: el beneficio
para el Imperio de Catalina 11 es de 800.000 libras. «Pero no obstante este beneficio
aparente y pecuniario para Rusia>, escribe, cyo he sostenido siempre y sostengo todavía
que no es Rusia, sino Gran Bret~ña, quien únicamente [he aquí el punto de descom-
pensación] gana por este comercio». Pensemos, en efecto, explica, en los seguimientos
del intercambio, en el flete de alrededor de 400 navíos ingleses, «cada uno de 300 to-
neladas de carga, cerca de 7 .000-8.000 marinos>, en el acuerdo de precios de las mer-
cancías rusas desde que tocan el suelo inglés (15%), en todo lo que estos cargamentos
traen a la industria, después a las reexportaciones de la isla 243 • Vemos que John New-
rn1.n sospecha que la balanza entre dos países no puede juzgarse más que a partir de
toda una serie de elementos. Se encuentra aquí la intuición de las teorías modernas de

170
La economía ante los mercados

la balanza de pagos. Cuando Thomas Mun (1621) dice, más brevemente, «el dinero
exportado a las Iridias termina por redundar en cinco veces su valor» 244 , dice un poco
lo mismo, pero también otra cosa.
Por otra parte, una balanza panicular no tiene significación más que situada en
una totalidad mercantil. en la suma completa de las balanzas de una misma economía.
Una sola balanza, Inglaterra-Indias o Rusia-Inglaterra, no aclara el verdadero proble-
ma. Precisaríamos todas las balanzas de Rusia, todas las de India, o todas las de Ingla-
terra. De esta forma es como en nuestros días cualquier economía nacional establece
cada año el cálculo global de su balanza exterior.
Lo malo es que no conocemos apenas, por lo que se refiere al pasado, más que ba-
lanzas parciales, de país a país. Algunas son clásicas, otras merecerían serlo: en el si-
glo XV, la balanza es favorable a Inglaterra, exportadora de lana, con respecto a Italia;
pero a partir de Flandes, es para Italia para quien la balanza es favorable; durante lar-
go tiempo es positiva para Francia en dirección a Alemania, pero llega a serlo para és-
ta, si no después del primer bloqueo decretado por el Reichstag en 1676, al menos des-
pués de la llegada de los protestantes franceses como consecuencia de la revocación del
Edicto de Nantes (1685). Por el contrarío, la balanza fue durante largo tiempo favora-
ble a Francia respecto a los Países Bajos y lo será siempre con España. No creemos di-
ficultades en nuestros puertos a los españoles, dice un documento francés oficial de
1700 245 • Se sigue un «bien general y particular]) puesto que «la ventaja del comercio
entre Francia y España está completamente del lado de Francia». ¿No se decía ya, en
el siglo precedente (1635), de forma cruda pero verídica, que los franceses eran «piojos
que carcomían a España> 246?
Aqui o afü, la balanza oscila, incluso cambia de sentido. Observemos solamente,
sin dar a estas indicaciones una significación general, que la balanza favorecería a Fran-
cia en relación con el Piamonte en 1693; que en 1724 es, entre Sicilia y la República
de Génova, desfavorable a ésta; que en 1808, según el testimonio breve de una viajero
francés, el comercio de Persia «con las Indias es [entonces] ventajoso» 247
Una sola balanza parece haber estado anclada de una vez para siempre en la misma
posición, desde el Imperio Romana hasta el siglo XIX, la dd comercio del Levante, siem-
pre pasivo, lo sabemos, en detrimento de Europa.
.,jf

Francia e Inglaterra '/


antes y después del año 1700

Detengámonos por un instante en el caso clásico (¿es, no obstante, tan bien cono-
cido cómo se pretende?) de la balanza franco-inglesa. Muchas veces, durante el último
cuarto del siglo XVII y a lo largo de los primeros años del XVIII, se afirmó con fuerza
que la balanza se inclinaba a favor de Francia. Esta extraería de sus relaciones con In-
glaterra, un año por otro, un beneficio anual de millón y medio de libras esterlinas.
Esto es lo que se afirma, en todo caso, en Ja Cámara de los Comunes, en octubre
de 1675, y es lo que repiten las cartas del agente genovés en Londres Cado Ottone
en septiembre de 1676 y enero de 1678 248 • Dice incluso citar estas cifras deduciéndolas
de una conversación que tuvo con el embajador de las Provincias Unidas, observador
imparcial de los hechos y gestos de los franceses. Una de las razones admitidas de este
excedente en favor de Francia proviene de sus productos manufacturados cvendidos en
la isla a bastante mejor precio que Jos que se fabrican allí, porque el anesano francés
se contenta con una ganancia moderada .. .». Extraña situación, ya que estos productos
franceses, de hecho prohibidos por el gobierno inglés, se introducen mediante fraude.

171
La economía ante los mr:r-cadvs

La fiesta de lord Maire de Londres, de Canaletto, hacia 1750. El cortejo tradicional, cada 29 de
octubre, cubre el Támesis de embarcaciones. junto a la.r de la.r corporacione.r de la ciudad, un
gran número de pequeñas barcas, .rin duda las que un 11iajero francés que visita Londres en 1728
llama «góndolas» (cf cap. 1, nota 84), parece que desempeñan en el Táme.ris, como sobre los
canales de Venecia, el papel de coches de agua. (Praga, Galena Nacional. Cliché Giraudon.)

172
La economía ante los mercados

Los ingleses no obtienen de ello más que el deseo 11.di bzlanciare questo commercto»,
como explica nuestro genovés, según una muy buena fórmula. Y a estos efectos, obli-
gar a Francia a utilizar ampliamente el paño inglés 24 9.
En estas condiciones, que la guerra sobrevenga es una buena ocasión para poner
orden en toda esta invasión detestable y detestada del comercio francés. De Tallard 250 ,
embajador extraordinario en Londres, escribe a Pontchartrain el 18 de marzo de 1699:
«..• lo que los ingleses perciben de Francia antes de la declaración de la última guerra
[la Guerra llamada de la liga de Augsburgo, 1689-1697] suponía, siguiendo su opi-
nión, sumas mucho más considerables que lo que pasaba de Inglaterra a nosotros. Ellos
están imbuidos de esta creencia y han estado tan persuadidos de que nuestra riqueza
venía de ellos que desde que la guerra ha comenzado se han hecho un capital [¿en el
sentido de punto capital?] impidiendo que ningún vino ni ninguna mercancía de Fran-
cia haya podido entrar en su país directa ni indirectamente.)) Para que este texto tenga
su sentido, es necesario recordar que la guerra en otros tiempos no rompía todos los
lazos mercantiles entre los beligerantes. Por consiguiente esta prohibición absoluta era
en sí un poco contraria a las costumbres internacionales.
Los años pasan. La guerra vuelve a comenzar por la sucesión de Carlos 11 de España
(1701). Después, una vez terminadas las hostilidades, se trata de restablecer relacio-
nes comerciales que, esta vez, se vieron gravemente perturbadas entre las dos coronas.
Es así como a lo largo del verano de 1713 dos cexpertos>, Anisson, diputado de Lyon
en el Consejo de Comercio, y Fénellon, diputado de París, toman el camino de Lon-
dres. Como la discusión se lleva mal y se hace larga, Anisson tiene tiempo de compul-
sar las deliberaciones de los Comunes y las estadísticas de las cuentas de las aduanas
inglesas. Entonces no sale de su asombro, al constatar que todo lo que se dice a pro-
pósito de la balanza de las dos naciones es bonito pero muy inexacto. Y que cdespués
de más de 50 años el comercio de Inglaterra había sido superior en varios millones al
de Francia> 251 • Se trata evidentemente de millones de libras tornesas. El hecho brutal,
inesperado, esta ahí. ¿Hay que creerlo? ¿Creer que una bella hipocresía oficial haya ocul-
tado de forma tan sistemática cifras que registran sin ambigüedades una superioridad
de la balanza en favor de la isla? Una minuciosa encuesta en los archivos de Londres y
de París sería útil en esta circunstancia. Pero no es seguro que ofreciera a este respecto
la última palabra. Interpretar cifras oficiales comporta errores inevitables. Los metca-
deres, los ejecutivos pasan su tiempo mintiendo a los gobiernos y los gobiernos en~a­
ñándose a sí mismos. Yo sé bien que una verdad de 1713 no es, sin más, una verdad
de 1786, y a la inversa. Por lo mismo,_ al día siguiente del Tratado de Eden (firmado
en 1786 entre Francia e Inglaterra), una corresponsalía rusa de Londres (10 de abril de
1787), que no repite más que la información corriente, indica que las cifras, cno dan
más que una idea muy imperfecta de la naturaleza y la amplitud de este comercio [fran-
co-inglés] puesto que se capta de entrada que el comercio legal entre los dos reinos no
constituye en conjunto más que una tercera parte de su totalidad y que los dos tercios
de él se han hecho en forma de contrabando, al cual este tratado de comercio pondrá
remedio, con ventaja para los dos gobiernos>m. En estas condiciones, ¿por qué discutir
las cifras oficiales? Además, precisaríamos una balanza del contrabando.
Las peripecias de la larga negociación mercantil franco-inglesa de 1713 no ofrecen
luz sobre este punto. Su eco en la opinión inglesa no es menos revelador de las pasio-
nes nacionalistas que subyacen en el mercantilismo. Y cuando el 18 de junio de 1713
el proyecto fue rechazado en los Comunes por 194 votos contra 18), la explosión de
alegría popular fue bastante más intensa que para celebrar el anuncio de la paz. Hubo
con esta ocasión en Londres fuegos de artificio, iluminaciones, diversiones múltiples.
En Coventry, los tejedores se manifestaron en un largo cortejo y en el extremo de una
pértiga llevaban un vellocino de cordero, en el extremo de otra una botella de a cuarto

173
La ernnomía ante los mercados

y la inscripción: «No English wool for French winel». Todo esto bien vivo, en modo
alguno conforme a la razón económica, bajo el signo de la pasión nacional y el errorm,
porque evidentemente el interés bien entendido de las naciones hubiera sido el de abrir-
se recíprocamente sus puertas. Cuarenta años más tarde, David Hume señalará con iro-
nía que «la mayor parte de los ingleses creerían que el Estado estaba sobre la pendiente
de la ruina si los vinos pudiesen ser transportados a Inglaterra en bastante cantidad ...
y nosotros vamos a buscar a España y a Portugal un vino más caro y menos agr;tdable
que aquel del que podríamos proveernos en Francia».

Inglaterra
y Porttigafm

Cuando se habla del Ponugal del siglo XVIII, el coro de los historiadores proclama
a justo título el nombre de lord Methuen, el hombre que va a buscar, en 1702 en el
umbral de lo que será la larga Guerra de Sucesión de España, la alianza del pequeño
Ponugal para coger por la retaguardia a la España fiel al duque de Anjou, Felipe V, y
a los franceses. La alianza que se acordó hizo gran ruido, pero nadie aclamó entonces
el milagro ante el tratado comercial que la acompañaba, simple cláusula de rutina. ¿No
se habían firmado tratados semejantes entre Londres y Lisboa en 1642, 1654 y 1661?
Más todavía, franceses, holandeses, suecos, en fechas y condiciones diferentes, habían
obtenido las mismas ventajes. El destino de las relaciones anglo-portuguesas no es, por
lo tanto, algo que haya de asignarse exclusivamente al célebre tratado. Es la consecuen-
cia de procesos económicos que terminaron por cerrarse sobre Portugal como un cepo.
En los umbrales del siglo XVIII, Portugal abandonó prácticamente el Océano Indi-
co. Envfa alH, de tiempo en tiempo, un navío cargado con sus delincuentes, siendo
Goa para los portugueses lo que será Cayena para los franceses o Australia para los in-
gleses. Esta antigua relación no recobra interés mercantil para Portugal más que cuan-
do las grandes potencias están en guerra. Entonces, uno, dos o tres navíos bajo pabe-
llón portugués, por otra parte equipados por otro, se encaminan por el cabo de Buena
Esperanza. Al regreso, los extranjeros que han jugado a este peligroso juego frecuen-
temente caen en quiebra. El portugués tiene demasiada experiencia como para no ha-
ber sido prudente.
Su inquietud cotidiana, en contrapartida, es el enorme Brasil, cuyo crecimiento vi-
gila, explota. Los amos de Brasil son Jos mercaderes del reino, en primer lugar el rey,
después los negociantes de Lisboa y de Oporto y sus colonias mercantiles instaladas en
Recife, en Paraíba, en Bahía, la capital brasileña, después Río de Janeiro, nueva capital
a partir de 1763. Estos portugueses, odiados, con sus grandes anillos en los dedos, su
vajilla de plata; ¡burlarse de ellos, qué placer para un brasileño! Después de todo es
necesario triunfar allí. Cada vez que el Brasil calza nuevas botas -el azúcar, después
el oro, los diamantes, más tarde el café- es la aristocracia mercantil de Ponugal quien
se aprovecha de ello y descansa más todavía. Un diluvio de riqueza llega por el estuario
del Tajo: cu.eros, azúcar negro, aceite de ballena, madera para tinte, algodón, tabaco
en polvo, cofres repletos de diamantes ... El rey de Ponugal es, se dice, el más rico so-
berano de Europa; sus castillos, sus palacios no tienen nada que envidiar a Versalles,
excepto la sencillez. La enorme ciudad de Lisboa crece como una planta parásita; bi-
don11illes reemplazaron los campos de antaño en sus márgenes. Los ricos se hicieron
más ricos, demasiado ricos; los pobres, miserables. Y mientras tanto los altos salarios
llevan a Portugal «un número prodigioso de hombres salidos de la provincia de Galicia
[en España) y que nosotros llamamos aquí gallegos, que hacen en esca capital. así co-

174
La economía ante los mercados

mo en las principales ciudades portuguesas, los oficios de porteadores, de peones y de


criados a la manera de los saboyardos en París y en las grandes ciudades de Francia> 255 •
Cuando termina el siglo, ligeramente desapacible, la atmósfera se hace pesada: los ata·
ques de noche contra las personas o las casas, los asesinatos, los robos en los cuales par-
ticipan honorables burgueses de la ciudad llegaron a ser su suerte cotidiana. Lisboa,
Ponugal, aceptan con apatía la coyuntura del Océano Atlántico. ¿Es favorable? Cada
uno descansa cómodamente; ¿es malo? Las cosas se descomponen lentamente.
Es en medio de la prosperidad perezosa de este pequeño país donde el inglés ob-
tiene sus ventajas. Lo modela a su gusto; desarrolla así los viñedos del norte, creando
la fortuna de los vinos de Oporto; se encarga del avituallamiento de Lisboa de trigo,
de barriles de bacalao; introduce allí, por balas enteras, sus tejidos, para vestir a todos
los campesinos de Portugal e invadir el mercado lejano del Brasil. El oro, los diaman-
tes, lo pagan todo; el oro de Brasil que, después de haber llegado a Lisboa, continúa
su camino hacia el Norte. Podría haber sido de otra manera; Portugal podría proteger
su mercado, crear una industria: es lo que pensará Pombal. Pero la solución inglesa es
la solución fácil. Los Terms of trade favorecen incluso a Ponugal: cuando el precio de
los tejidos ingleses decrece, el de los productos portugueses de exportación aumenta.
En este juego, los ingleses se apoderan poco a poco del mercado. El comercio hacia Bra-
sil, clave de la fonuna portuguesa, demanda capitales, inmovilizados en un amplio cir-
cuito. Los ingleses desempeñan en Lisboa el papel que desempeñaron en otro tiempo
los holandeses en Sevilla: abastecen la mercancía que parte hacia Brasil, y a crédito. La
ausencia en Francia de un centro mercantil de la amplitud de Londres o tle Amster-
dam, fuente poderosa de crédito a largo plazo, es «probablemente el factor que ha con-
dicionado más seriamente a los mercaderes franceses» 256 , los cuales forman sin embar-
go, también ellos, una colonia importante en Lisboa. Es la discreción holandesa en este
mercado lo que, por el contrario, constituye un problema.
En todo caso la suerte está echada antes de que el siglo XVIII encuentre su verda-
dero ímpetu. Ya en 1730, un francés puede escribir: «El comercio de los ingleses en
Lisboa es el más considerable de todos; incluso, según mucha gente, es más fuerte que
el de las otras naciones juntas.» Gran éxito a inscribir en el haber de la indolencia por-
tuguesa, pero no menos en el de la tenacidad de los ingleses. En 1759. Malouetm, el
futuro constituyente, atraviesa Portugal, según él una «colonia> inglesa. «Todo el1bro
de Brasil», explica, «pasaba a Inglaterra, que mantenía a Portugal bajo el yugo. Cittsré
solamente un ejemplo de esto para deshonrar a la administración del marqués de P.óm-
bal: los vinos de Oporto, único objeto. de exportación interesante para este país, eran
comprados en cantidad por una compañía inglesa, a la cual cada propietario estaba obli-
gado a vender a precios fijados por los comisarios ingleses>. Yo pienso que Malouet tie-
ne razón. Existe claramente colonización mercantil cuando el extranjero tiene acceso al
mercado de primera mano, a la producción.
Hacia 1770-1772, sin embargo, en una época en la que parece que ha concluido
el gran período del oro brasileño -aunque todavía llegan navíos con oro y diaman-
tes-, donde la coyuntura en su conjunto da un giro desfavorable en Europa, la ba-
lanza anglo-portuguesa comienza a trastornarse. ¿Va a invertirse? Para ello hará falta
todavía tiempo. Hacia 1772, aunque no sea más que a causa de sus intentos de comer-
cio con Marruecos, Lisboa trata de liberarse de la influencia inglesa, «frenar tanto como
le sea posible la salida de oro hacia Londres» 258 • Sin gran éxito. Pero 10 años más tarde,
se apunta una solución. El gobierno portugués decide, en efecto, «acuñar muchas pie-
zas de plata y bastante pocas de oro>. Para gran descontento de los ingleses, que «no
encuentran ninguna ventaja [en repatriar] plata, pero sí oro. Es una pequeña guerra»,
concluye el cónsul ruso en Lisboa, «que Portugal les hace con sordina> 2) 9 • ¡Habrá que
esperar por tanto casi 10 años todavía, a decir de este mismo cónsul, Borchers, un ale-

175
La economía ante los mercados

LiJboa en el siglo XVII. (Cliché Giraudon.)

mán al servicio de Catalina 11, para contemplar el espectáculo extrañísimo de un navío


inglés recalando en Lisboa sin cargar allí oro! cla fragata PegasuS>, escribe en diciem-
bre de 179!260 , ces tal vez la primera que, desde que existen relaciones mercantiles en-
tre los dos países, ha vuelto a su patria sin haber exportado oro>. De hecho, acaba de
operarse un cambio: «cada paquebote o buque procedente de Inglaterra> transporta a
Lisboa «una parte del dinero portugués ... importado [a Inglaterra] hace casi un siglo>
(a decir del historiador, no menos de 25 millones de libr~ esterlinas de 1700 a 1760)261 •
Un sólo paquebote, en ese mismo mes de diciembre de 1791, acaba de desembarcar
18.000 libras esterlinas262 • Quedaría por discutir este problema en sí. O más bien vol-
verlo a situar dentro de una historia general que va a hacerse pronto trágica, con los
comienzos de la guerra de Inglaterra contra la Francia revolucionaria. No es éste aquí
nuestro cometido.

Europa del Este,


Europa del Oeste 261

Todos estos ejemplos son bastante claros. Hay casos más difíciles. Así, la Europa
del Oeste, en conjunto, posee una balanza desfavorable con relación al Báltico, ese Me-
diterráneo del Norte que une pueblos hostiles y economías similares: Suecia, Moscovia,

176
La economía ante los mercados

Polonia, la Alemania del otro lado del Elba, Dinamarca. Y esta balanza plantea más
de una cuestión embarazosa.
En efecto, después del artículo sensacional de S. A. Nilsson (1944) que solamente
hoy día llega al pleno conocimiento de los historiadores occidentales, y según otros es-
tudios, especialmente el libro de Arthur Attmann, que ha sido traducido al inglés en
197 3, parece que el pasivo de la balanza occidental no fue cubierto más que muy im-
perfectamente por envíos metálicos directos 264 • Dicho de otro modo, las cantidades de
metal blanco que se encuentran en las ciudades del Báltico y cuyo volumen juzgan los
historiadores (así en el caso de Narva) están por debajo de las cantidades que reequi-
librarían los déficits de Occidente. Falta metal blanco en el encuentro y no se ve muy
bien por qué otro medio la balanza, en este caso, se hubiera podido reequilibrar. Los
historiadóres están a la búsqueda de una explicación que se desconoce.
Aquí, no existe otra vía que la que ha seguido S. A. Nilsson, volviendo a situar la
balanza del comercio nórdico en el conjunto de los intercambios y tráficos de la Europa
llamada oriental. El pensaba que una parte del excedente del comercio báltico volvíll.
hacia Europa a favor de intercambios en cadena entre la Europa Oriental, la Europa
Centtal y la Eutopa Occidental, pero esta vez por las vías y tráficos continentales de
Polonia y Alemania. Deficitaria en el Norte, la balanza de Occidente se compensaba
en parte con una balanza ventajosa de estos comercios terrestres, haciéndose los regre-
sos, y es la hipótesis seductora del historiador sueco, por medio de las ferias de Leipzig.
A lo cual Miroslaw Hroch 26 ' opone el argumento de que esas ferias no serán frecuen-
tadas por los mercaderes de la Europa del Este de forma continuada (sobre todo con
la masa creciente de los mercaderes judíos polacos) más que a partir de los comienzos
del siglo XVIII. Poner a Leipzig en el centro del reequilibrio de la balanza sería equi-
vocarse de época. Además, podríamos recordar, según M. Hroch, ciertos tráficos por
Poznan y Wrodaw, que parecen haber sido deficitarios para los países del Este. Pero
no se trataría aquí más que de arroyos.
No obstante, la hipótesis de Nilsson no sería del todo inexacta. Tal vez solamente
es necesario ampliarla. Se sabe, por ejemplo 266 , que Hungría, país productor de metal
blanco, ve huir continuamente su buena moneda de piezas pesadas al extranjero; es
decir, en parte hacia Occidente. Y el vacío es llenado por las pequeñas monedas pola-
cas, aleadas con plata, que aseguran por así decirlo toda la circulación monetaria, 1en
Hungría. ·•.,
Más todavía, al lado de las mercancías están las letras de cambio. Es un hechq ~·ue
existen en los espacios del Este, desde el siglo XV1; que se hacen más numerosas en el
siglo siguiente. En este caso, ¿la presencia, o la ausencia, o el pequeño número de los
mercaderes del Este europeo en las ferias de Leipzig constituyen un argumento peren-
torio? Subrayemos de paso, que, contrariamente a lo que dice M. Hroch los judíos po-
lacos son ya numerosos en las ferias de Leipzig, en el siglo XVll 267 • Pero, incluso sin fre-
cuentar personalmente esas ferias, Mace' Aurelio Federico 268 , mercero italiano instalado
en Cracovia, libra en 1683-1685 letras de cambio a los amigos que tiene en Leipzig.
En fin, la letra de cambio, cuando va directamente del Báltico a Amsterdam o 11ice11er-
sa, es muy frecuentemente consecuencia de un préstamo, de un avance sobre mercan-
cías. ¿Estos pagos por adelantado, y que llevan interés, no han sido un descuento pre-
vio sobre el excedente metálico que el Este había adquirido o debía adquirir? Que el
lector se remita a lo que diré seguidamente a propósito de Holanda y de su comercio
llamado de aceptación 269 • Que no olvide tampoco que el Báltico es una región domi-
nada, explotada por el Oeste europeo. Existe una correlación estrecha de precios entre
Arnsterdam y Gdansk, pero es Amsterdam la que fija estos precios, la que marca la
pauta y elige su ganancia.
Concluimos: el clásico comercio del Báltico ya no se puede concebir como un cir-

177
La ernnvmít1 antt: los mercados

judíos de Varsovia en la segunda mitad del siglo XVIII. Detalle de un cuadro de Canaletto, La
calle Wiodowa. (Foto Alexandra Skanyñska.)

cuito cerrado sobre sí. Como comercio entre varios, pone en movimiento mercancías,
dinero en efectivo y crédito. Los caminos del crédito no dejan de proliferar. Para com-
prenderlos, se imponen viajes a Leipzig, a Wrodaw, a Poznan, pero también a Nu-
remberg, a Frankfurt, incluso, si no me equivoco, a Estambul o a Venecia. El Báltico,
conjunto económico, ¿iría hasta el Mar Negro o el Adriático? 27º En todo caso, existe
correlación entre los tráficos bálticos y las economía de la Europa Oriental. Es una me-
lodía de dos, tres o cuatro voces. A partir de 1581, cuando los rusos se ven privados
de Narva271 , las aguas del Báltico pierden su actividad en beneficio de las rutas terres-
tres por las que se exportan entonces las mercancías de Moscovia. Cuando estalla la
Guerra de los Treinta Años, las profundas rutas de Europa Central son cortadas. De
ahí se sigue un aumento de los tráficos del Báltico.

Balanzas
globales

Pero abandonemos estos binomios: Francia-Inglaterra, Inglaterra-Portugal, Rusia-


Inglaterra, Europa del Oeste-Europa del Este ... Lo importante es observar unidades

178
La economía ante los mercados

económicas comprendidas en el conjunto de sus relaciones con el exterior. Lo cual sos-


tenían ya, en 1701, ante el Consejo del Comercio, los «diputados del Poniente» [en-
tiéndase de los puertos atlánticos] oponiéndose a los diputados de Lyon: csu principio,
con respecto a la balanza> es de no chacer una panicular de nación a nación, sino una
general del Comercio de Francia con todos los Estados> -lo que, a su entender, de-
bería tener una incidencia sobre la politica comercial 272 •
Estas totalidades, cuando se las conoce, no nos revelan, a decir verdad, más que
secretos fáciles de percibir por adelantado. Señalan la modesta proporción de los volú-
menes del comercio exterior con referencia al conjunto de la renta nacional; incluso si,
contra toda regla razonable, se entiende por comercio exterior la suma de exportacio-
nes y de importaciones, cuando estos dos movimientos deben deducirse el uno del otro.
Pero si se pone en primer lugar la balanza sola, positiva o negativa, no se trata más
que de una delgada viruta de la renta nacional que no parece afectar apenas a ésta,
tanto si se añade como si se deduce. Es en este sentido en el que yo entiendo un tér-
mino de Nicholas Barbon (1690), uno de esos numerosos redactores de libelos a través
de los cuales la ciencia de la economía se abre paso en Inglaterra, cuando escribe: «The
stock of a Nation (is) lnfinite and can never be comumed»; el stock (más que por ca-
pital yo lo traduciría por patrimonio) de una nación es infinito y jamás puede ser con-
sumido y destruido 273 •
Sin embargo, el problema es más complicado e interesante de lo que p~rece. No
insistiré sobre los casos muy claros de las balanzas generales, en el siglo XVIII, de In-
glaterra o de Francia (a este respecto, remitirse a los gráficos y a los comentarios de la
página 169). He preferido interesarme por el caso de Francia, hacia la mitad del si-
glo XVH, no en razón de datos que nosotros poseemos a este respecto, ni siquiera por-
que estas cifras globales bosquejen a nuestro entender la emergencia imperfecta de un
mercado nacional, sino más bien porque la verdad general que nosotros constatamos
para la Inglaterra y la Francia del siglo XVUII es ya tangible doscientos años antes de
las estadisticas del Siglo de las Luces.
La Francia de Enrique II posee sin duda saldos positivos con todos los paises que
la rodean excepto uno. Portugal, España, Inglaterra, Paises Bajos, Alemania pierden
con respecto a Francia. Por estos desequilibrios que le son ventajosos, Francia cobra pie-
zas de oro y de plata, como intercambio de sus trigos, de sus vinos, de sus telas,., 1de
sus tejidos, sin contar las divisas de una emigración regular en dirección a España. ~fo
a estas ventajas se opone un déficit peremne con respecto a Italia, operándose la. 1an-
gría ante todo por intermedio de la plaza de Lyon y de sus ferias: a la Francia aristo-
crática le gustan demasiado la seda, los terciopelos caros, la pimienta y las demás es-
pecias, los mármoles; recurre demasiado frecuentemente a los servicios, jamás gratui-
tos, de los artistas italianos y de los negociantes de más allá de los Alpes, amos del co-
mercio al por mayor y de las letras de cambio. Las ferias de Lyon son, al servicio del
capitalismo italiano, una bomba aspirante eficaz, como lo habían sido en el siglo pre-
cedente las ferias de Ginebra y probablemente también, en gran medida, las antiguas
ferias de Champagne. Todo el beneficio de las balanzas ventajosas se acumula y entre-
ga, o poco menos, a las especulaciones provechosas de Italia. En 1494. cuando Car-
los VIII se aprestó a franquear los Alpes, le fue necesario obtener la complicidad, la
benevolencia de los hombres de negocios italianos instalados en el reino y ligados a las
aristocracias mercantiles de la peninsula274 • Estos, prevenidos a tiempo, se apiñan en la
Corte, se acomodan sin demasiadas dificultades, «pero obtienen a cambio la restaura-
ción de las cuatro ferias anuales de Lyon:., hecho que prueba, por si solo, que están a
su servicio. Prueba también de que Lyon, apresada en una superestructura extraña, era
ya una capital muy aparte, ambigua, de la riqueza de Francia.
Hasta nosotros ha llegado un documento excepcional, desgraciadamente incomple-

179
La economía ante los mercados

to: detalla las imponaciones francesas hacía l S56 m, peto el \(libro> siguiente donde fi-
guraban las exportaciones ha desaparecido. El gráfico de esta página resume en de-
talle estas cifras. Su total se sitúa entre 3'.> y 36 millones de libras; y como la balanza
de Francia activa es ciertamente positiva entonces, las cxponaciones sobrepasan en va-
rios puntos esta suma de 36 millones. Por tanto, exponación e imponación suben, en
total, a 75 millones de libras al menos, o sea una suma enorme. Incluso si se anulan
a fin de cuentas en la balanza, estas dos corrientes que se acompañan, confluyen, crean
divisas y movimientos circulares, son millares de acciones y de intercambios, dispuestos
a renovarse sin cesar. Pero esta economía alena no constituye, repitámoslo, la actividad
total de Francia, esta actividad total que nosotros llamamos la renta nacional, que cier-
tamente nosotros no conocemos, pero que podemos imaginar.
He evaluado, a panir de cálculos que veremos reaparecer una o dos veces todavía
en el curso de nuestras explicaciones, la rcntaper capita de los venecianos, hacia 1600,
en 37 ducados; la de los súbditos de la Señoría en Terraferma (es decir, en el territorio
italiano que depende de Venecia) en 10 ducados más o menos. Estas cifras no garan-
tizadas, son sin duda demasiado bajas en lo que se refiere a la ciudad de Venecia. Pero
marcan de todas formas una prodigiosa separación entre las rentas de una ciudad do-
minante y las del territorio que domina. Dicho esto, si acepto en l'.>'.>6, para la renta
per capita francesa, una cifra cercana a la de la Terca Ferma veneciana (diez ducados,
o sea 23 ó 24 libras tornesas), se podría estimar la renta de los veinte millones de fran-
ceses en 460 millones de libras, suma enorme, pero que no se puede movilizar, pues

PAISES BAJOS
,.,,. Y AMBERES

, ITALIA
. ,. ·v·
LEVANTE

ESPAÑA

17. IMPORTACIONES FRANCESAS A MEDIADOS DEL SIGLO XVI


Segiin los manuscritos 2085 y 2086 de la B.N. (•Le commer<e d'importaJion en Fr11nce tZU m11ieu du XVI' siede>, por
Albert Ch11mberlt1nd, en: Revue de géographie, 1892-1893).

180
La economía ante los mercados

evalúa en dinero una producción en gran parte no comercia/izada. Puedo también par-
tir, para un cálculo de la renta nacional, de los ingresos del presupuesto de la monar-
quía. Son del orden de 15 a 16 millones 276 • Si se acepta que esto representa aproxima-
damente la vigésima parte de la renta nacional, ésta se situaría entre 300 y 320 millo-
nes de libras. Estamos por debajo de la primera cifra, pero muy por encima de los vo-
lúmenes de comercio exterior. Volvemos a encontrar aquí el problema, tan frecuente-
mente discutido, del peso respectivo de una producción vasta (ante todo agrkola) y de
un comercio exterior relativamente ligero -lo que no quiere decir, a mi entender, eco-
nómicamente menos imponante.
En todo caso, cada vez que se considera una economía relativamente avanzada, su
balanza, por regla general, es excedentaria. Este fue el caso, seguramente, de las ciu-
dades dominantes de otros tiempos, Génova, Venecia; también el caso de Gdansk (Dant-
zig) desde el siglo XV 277 • En el siglo XVIII, véanse las balanzas del comercio inglés y del
comercio francés: muestran casi con una amplitud de siglos situaciones excedentarias.
No nos extrañemos si en 1764 el peso del comercio exterior de Suecia, al cual se remite
el economista sueco Anders Chydenius278 , es, también él, excedentario: Suecia, que co-
noce entonces un enorme florecimiento de su marina, cuenta, en el capítulo de las ex-
portaciones, con 72 millones de dalers (moneda de cobre) contra 66 en la importación.
Por tanto, la «nación» gana más de 5 millones.
Pero todos no pueden tener éxito en este juego: «nadie gana si otro no pierde:.; la
reflexión de Monschrestien tiene sentido por sí misma. Otros pierden, en efecto: así
las colonias desangradas; así los países mantenidos en dependencia.
Y la aventura puede surgir incluso para los Estados «desarrollados» y que parecían
al abrigo. Imagino que la España del siglo XVII, llevaba por sus gobernantes y la fuerza
de las circunstancias a la inflación devastadora del vellón, constituyó uno de estos ca-
sos. Y también, en general, la Francia revolucionaria de la que un agente ruso en Ita-
lia dice «que hace la guerra con su capital, mientras que sus enemigos la hacen con su
renta:. 279 • Estos casos merecerían un prolongado examen, porque manteniendo su gran-
deza política al precio de su inflación del cobre y del déficit que arrastraron sus pagos
exteriores en plata, España se desorganizó en su interior. La ruina exterior de la Francia
revolucionaría, desde antes de las pruebas de 1792-1793, pesó muy fuertemente sobre
su destino. El cambio francés desde 1789 hasta la primavera de 1791, hizo que LoncJfes
se viniera abajo 280 , y este movimiento se vio doblado por una amplia evasión de caP,i-
tales. En los dos casos, parece que un déficit catastrófico de la balanza comercial,}/ ae
los pagos provocó una destrucción, o al menos un deterioro, de la economía interior.

India
y China

Incluso cuando la situación no es tan dramática, si el déficit se instala de manera


fija, supone a más o menos largo plazo el deterioro estructural cierto de una economía.
Así, una situación de este tipo se bosqueja de forma concreta, en lo que se refiere a la
India más allá del 1760, y en lo que concierne a China más allá de los años 1820 ó 1840.
Las llegadas sucesivas de europeos a Extremo Oriente no acarrearon rupturas inme-
diatas. Tampoco pusieron en tela de juicio las estructuras del comercio asiático. Había
allí desde hacía mucho tiempo -desde siglos antes de doblar el cabo de Buena Espe-
ranza- una vasta circulación que se extendía a través del Océano Indico y los mares
que bordean el Pacffico. Ni la ocupación de Malaca, tomada a la fuerza en 1511, ni
la instalación de los ponugueses en Goa, ni su instalación mercantil en Macao revolu-

181
La economía ante los mercados

donaron los antiguos equilibrios. Las depredaciones iniciales de los recién llegados les
permitieron tomar cargamentos sin pagarlos, pero las reglas del debe y el haber se res-
tablecieron pronto, como el buen tiempo después de la tormenta.
Así pues, la regla de siempre era que las especias y las otras mercancfas asiáticas no
se obtenían más que a cambio del metal blanco; a veces, pero menos frecuentemente,
por medio del cobre cuyo empleo monetario es imponante en India y China. La pre-
sencia europea no hará cambiar nada al respecto. Se verán protugueses, holandeses, in-
gleses, franceses fiar a los musulmanes, a los banianos, a los prestamistas del Kyoto, el
metal blanco :sin el que nada marchaba, de Nagasaki a Surate. Para res!)lver este inso-
luble problema los portugueses, después las grandes Compañ.ías de las Indias, envían
de Europa monedas de plata, pero los precios de las especias suben en la producción.
Los europeos, ya se trate de los ponugueses de Macao o de los holandeses, intentan
insertarse en el mercado chino, contemplan impotentes montones de mercancías que
no están a su alcance. «Hasta el presente>, escribe un holandés en 1632, cno hemos
dejado de encontrar mercancías [ ... J más bien nos ha faltado plata para comprarlas> 281 •
La solución para el europeo será finalmente la de insertarse en los tráficos locales, prac-
ticar a cuerpo descubierto ese comercio de cabotaje que es el comercio cde India a In-
dia». Los portugueses obtienen de ahí beneficios sustanciosos desde que llegan a China
y a Japón. Después de ellos, y mejor que todos los otros, los holandeses se adaptan al
sistema.
Tod<? esto no es posible más que al precio de un enorme esfuerzo de implantación.
Ya los portugueses, demasiado poco numerosos, tienen dificultades para mantener sus
fortalezas. Necesitan, para el comercio de India a India, construir barcos allí mismo,
reclutar allí equipos -esos lascares de los alrededores cque tienen la costumbre de lle-
var a sus mujeres con ellos>. Los holandeses, también ellos, se implantan en Java, don-
de fundan Batavia en 1619, e incluso en Formosa, donde no permanecerán. Adaptarse
para dominar. Pero dominar es demasiado decir. Incluso no se trata, con bastante fre-
cuencia, de comercio entre iguales. Véase con qué modestia viven los ingleses en su
isla de Bombay, regalo de Portugal a la reina Catalina, princesa portuguesa, mujer de
Carlos 11 (1662). O de qué forma, no menos modesta, se comportan en algunos pue-
blos que les han sido concedidos alrededor de Madrás (1640) 282 y en sus primeros es-
tablecimientos mediocres de Bengala (1686) 283 • ¿Con qué apariencia se presenta uno
de los directores de la East India Company al Gran Mogol? cLa muy humilde mota de
polvo John Russel, director de dicha compañía», no duda cen postrarse en tierra> 284 •
Piénsese en el fracaso conjunto de los ingleses y portugueses en 1722, contra Kanoji
Angria, en la lastimosa derrota_ de los holandeses en 17 39, cuando tratan de desem-
barcar en el reino de Travancore. cEra imposible», afirma con razón el historiador
hindú K. M. Panikkar, «predecir en 1750 que cincuenta años más tarde una potencia
europea, Inglaterra, hubiera conquistado un tercio de la India, y se preparase para
arrancar a los Marattos la hegemonía del resto del país>.
Sin embargo, desde 1730 (fecha aproximada), la balanza comercial de India había
comenzado a declinar. La navegación europea multiplicó sus viajes, sus aportes de mer-
cancías y de metal blanco. Vigilante, fortaleció y desarrolló sus cadenas mercantiles, ter-
minó de deteriorar la vasta construcción política del Imperio del Gran Mogol, que no
es más que una sombra después de la muene de Aureng Zeb (1707). Colocó cerca de
los príncipes indios a activos agentes. Este lento movimiento de péndulo es anterior a
mediados del siglo 285 , aunque apenas se acentúa en el curso de estos años en los que
la escena está ocupada por las querellas borrascosas de las Compañías Inglesa y France-
sa, en la época de Dupleix, de Bussy, de Godeheu, de Lally-Tollendal, de Roben Clive.
De hecho, se opera entonces una lenta descomposición de la economía india. La
batalla de Plassey (23 de junio de 1757) precipita su cumplimiento. Bolts, ese avencu-

182
La economía ante los mercados

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·•·p

El delta dt Cantón (10.000 km'). TreJ ríoJ del eJlt, del norle y del oeite (Si Kiang) mezclan JllS aguaJ, limoJ y arenal
ell l!J/e largo golfa Iembrado de iI/aJ montañoiaJ. El conjunto rewlta, como /aJ rfas de Bretaña, de una antigua ínvaJÍón
Je/ mar. U11 b1111&0 de are11a, aguaJ profundaJ. Sin embargo, un canal (profundidaJ e11 toeJaJ (1 m 949), dist1111úaJ en /e-
gua1 manna1 (J km, 3 ó 4 mílla1 ingleltls} permiten a los grandes buques reman/ar &1Zsi haJtlZ Cantón (3 m Je calado). Pero
están las aguaJ de los ríos y las martas. En llZs orillas del Perles, Cantón, hay dos ciudadeJ (la tártarlZ y la china). Los por-
lugueses postfan el mediocre espacio Je Macao (16 km'), en el ex/remo de una gran isla. Poco despuéJ serían arrojadOJ al
mar.

rero víctima y adversario de R. Clive, dirá: «La Compañía Inglesa no ha tenido mucha
dificultad en apoderarse de Bengala; se ha aprovechado de algunas circunstancias fa.
vorables y su artillería ha hecho el resto:. 286 • Juicio expeditivo, bastante poco convin-
cente, ya que la Compañía no solamente conquistó Bengala, sino que también se que-
dó alli. Y no sin consecuencias. ¿Quién puede indicar la imponancia de esta cacumu-

183
La economía ante los mercados

]ación primitiva> gratuita que significó para Inglaterra el saqueo de Bengala (38 millo-
nes de libras esterlinas transferidas a Londres, adelantemos, de 1757 a 1780)? 287 • Los
primeros nuevos ricos, los nababs (que todavía no llevan este nombre), repatrian sus
fortunas en metal blanco, en oro, en piedras preciosas, en diamantes. cSe asegura>, di-
ce una gaceta del 13 de marzo de 1763, cque el valor del oro, de la plata y de las pie-
dras preciosas que, independientemente de las mercancías, han sido trasladadas de las
Indias Orientales a Inglaterra desde el año 17'.>9, asciende a 600.000 libras> 288 ·
Cifra lanzada al azar, pero que representa un testimonio sobre una balanza que ha
llegado a ser ampliamente positiva para Inglaterra, para ella en primer.lugar, y tal vez
ya para Europa: incluso los beneficios de la Compañía Francesa de las Indias, de 1722
a 1754 289 , dan cuenta de unos tiempos que han llegado a ser prósperos. Pero es sobre
todo Inglaterra la que se sitúa ca la cabeza> de estas ventajas. Ningún observador se
deja engañar acerca de clas inmensas fortunas que distintos paniculares y todos los en-
viados de la Compañía hacen en aquel país. Esas esponjas asiáticas per fast et ne/as,
explica Isaac de Pinto, caponan periódicamente a la patria una parte de los tesoros de
las Indias>. En marzo de 1761, llegan a Amsterdam noticias de revueltas en Bengala.
Son comentadas allf sin indulgencia, corno la respuesta natural, se dice, a una serie de
malversaciones que contribuyen a enriquecimientos fabulosos. La fortuna del goberna-
dor de Bengala es sencillamente «monstruosa>. cSus amigos, que sin duda no la exa-
geran para alagarle, suponen que asciende por lo menos a 1.200.000 libras esterlinas:. 290
¿Y qué no hacen esos jóvenes de familias inglesas enviados a las India por la Compa-
ñía, corrompidos sin siquiera quererlo o comprenderlo, tomados a su cargo por sus co-
legas y más todavía por el banian desde su llegada? Contrariamente a la Compañía Ho-
landesa, la Inglesa autoriza a sus empleados a que practiquen el comeróo por su propia
cuenta, a condición de que se trate de"intercambios de India a India. Es dar demasia-
das facilidades para malversaciones de todo género, dando por supuesto que sólo los
indígenas corren con su gastos. Razón de más para tener simpatía al caballero George
Saville que, en abril de 1777, echa chispas en alta voz contra la Compañía de las In·
dias, contra sus posesiones asiáticas, contra el comercio del té y «esos robos públicos de
los cuales él no se quena hacer cómplice de ninguna rnanera. 291 • ¿Pero importan acaso
los justos? Las Casas aún no había salvado a los indios de América pero, a su manera,
había contribuido a la esclavitud de los negros.
La India está atrapada de ahora en adelante en un destino sin remisión que la hará
caer del pre5tigioso rango de gran país productor y mercantil al de un país colonial,
comprador de productos ingleses (¡incluso los textiles!) y abastecedor de materias pri-
mas. ¡Y eso durante casi dos siglos!
Este destino anunciaba el de China, más tardío en implantarse porque China es-
tá más alejada de Europa que la India, es más coherente, está mejor defendida. El «CO·
rnercio en China> comienza sin embargo a afectarla en profundidad en el siglo XVIII.
La demanda en aumento de Europa extiende sin fin las superficies consagradas al cul-
tivo del té, y esto en detrimento muy frecuentemente del algodón. Este va a faltar; en
el siglo XIX será pedido a la India, ocasión para ésta, es decir, para los ingleses, de ree-
quilibrar su balanza con respecto a China. El golpe de gracia se produce a partir de los
años 1780, con la llegada del opio indio 292 • Ahí tenernos a China pagada con humo,
¡y qué humo! Hacia 1820, fecha aproximada, la balanza se vuelve del revés, en el mo-
mento en que da la vuelta además la coyuntura mundial (1812-1817), que permane·
cerá bajo el signo de los malos tiempos hasta mediados del siglo XIX. La llamada Guerra
del Opio (1839-1842) sella esta evolución. Abre, durante un siglo largo, la era desas-
trosa de los «tratados desiguales>.
El destino de China en el siglo XIX repite por tanto el destino de la India en el
siglo XVIII. E incluso allí, jugaron su papel debilidades interiores. La dinastía de los

184
La economía <lnte los mercados

Manchúes ve levantarse contra ella conflictos múltiples que tuvieron su peso, sus res-
ponsabilidades, de la misma forma que el lento desmenbramiento del Imperio Mogol
lo había tenido en la India. En los dos ·casos, el choque exterior fue amplificado por
las carencias y desórdenes interiores. ¿Pero no es verdad también lo contrario? Estas tur-
bulencias interiores, si se hubieran desarrollado sin la incitación exterior de Europa, se-
guramente hubieran tenido otra evolución. Las consecuencias económicas hubieran si-
do diferentes. Sin querernos colocar demasiado en el plano moral de las responsabili-
dades, es evidente que Europa trastornó, en su provecho, los sistemas de intercambio
y los antiguos equilibrios del Extremo Oriente.
La economía ante los men·ados

SITUAR
EL MERCADO
A modo de conclusión de los capítulos que predecen, ¿podemos tratar cde situar>
el mercado en su verdadero lugar? No es tan simple como parece, porque el término,
en sí, es muy equívoco. Por una parte, se aplica, en un sentido muy amplio, a todas
las formas del intercambio a poco que superen la autosuficiencia, a todos los resortes
elementales y superiores que acabamos de describir, a todas las categorías que concier-
nen a las superficies mercantiles (mercado urbano, mercado nacional), o a tal o cual
producto (mercados del azúcar, de los metales preciosos, de las especias). La palabra es
por tanto equivalente a intercambio, a circulación, a distribución. Por otra parte, el tér-
mino mercado designa frecuentemente una forma bastante amplia del intercambio, lla-
mada también economía de mercado, es decir, un sistema. La dificultad está en que:
-El complejo del mercado no se comprende más que volviéndolo a situar en el
conjunto de una vida económica y no menos de una vida social que cambian con los
años.
-Ese complejo no deja de evolucionar y de transformarse, y por lo tanto de no
tener, de un tiempo a otro, la misma significación o el mismo alcance.
Para definirlo en su realidad concreta, lo abordamos por tres vías: las teorías sim-
plificadoras de los economistas; el testimonio de la historia lato Jensu, por lo tanto to-
mada en su más larga duración, y las lecciones intrincadas pero tal vez útiles del mun-
do actual.

El mercado
autorregulador

Los economistas han privilegiado el papel del mercado. Para Adam Smith, el mer-
cado es el regulador de la división del trabajo. Su volumen controla el nivel que alcan-
zará la división, ese proceso, ese acelerador de la producción. Más todavía, el mercado
es el lugar de «la mano invisible», la oferta y la demanda se dan cita allí y allí se equi-
libran automáticamente a través del rodeo de los precios. La formulación de Osear Lan-
ge es mejor todavía: el mercado ha sido el primer ordenador puesto al servicio de los
hombres, una máquina autorreguladora que asegura, por ella misma, el equilibrio de
las actividades económicas. D' Avenel2 9 ~ decía en el lenguaje de su época, el del libe-
ralismo bien intencionado: «Antes de que nada fuera libre en un Estado, el precio de
las cosas lo era, no obstante, y no se dejaría esclavizar por cualquiera. El precio del di-
nero, de la tierra, del trabajo, los de todos los productos y mercancías no han dejado
jamás de ser libres: ninguna sujeción legal, ningún acuerdo privado llegaron a
esclavizarlo.»
Estos juicios admiten implícitamente que el mercado, que no es dirigido por na-
die, es el mecanismo motor de la economía entera. El crecimiento de Europa, e incluso
del mundo, sería el de una economía de mercado que no ha dejado de ampliar su do-
minio, atrapando en su orden racional cada vez a más hombres, cada vez a más tráficos
próximos y lejanos que tienden a crear, todos ellos, una unidad mundial. En el no-
venta por ciento de los casos, el intercambio ha suscitado a la vez la ofena y la deman-
da, orientando la producción, provocando la especialización de vastas regiones econó-
micas, desde entonces solidarias, para su vida propia, del intercambio que se convierte
en algo necesario. ¿Es preciso dar ejemplos? La viticulmra en Aquitania, el té en Chi-

186
La economía ante los mercados

na, los cereales en Polonia, en Sicilia o en Ucrania, las adaptaciones económicas suce-
sivas del Brasil colonial (maderas barnizadas, azúcar, oro, café) ... En suma, el inter-
cambio liga a las economías entre sí. El intercambio es anillo, es bisagra. Entre com:
pradores y vendedores, el precio es el director de orquesta. En la Bolsa de Londres, s1
sube o si baja, se transformarán los bears en bu/Is y viceversa -siendo los bears en el
argot bursátil los que juegan a la baja y los bulls los que juegan al alza.
Sin duda, en el margen e incluso en el corazón de las economías activas, existen
zonas más o menos amplias que apenas son tocadas por el movimiento del mercado.
Solamente algunos indicios, la moneda, la llegada de productos extranjeros raros, mues-
tran que estos pequeños mundos no están enteramente cerrados. Parecidas inercias o
inmovilidades se encuentran todavía en la Inglaterra de los Jorges o en la Francia su-
peractiva de Luis XVI. Pero, precisamente, el crecimiento económico sería la reducción
de esas zonas aisladas, llamadas progresivamente a panicipar en la producción y en el
consumo generales, siendo finalmente la Revolución Industrial la que generaliza el me-
canismo del mercado.
Un mercado autorregulador que conquista, que racionaliza toda la economía: tal
sería esencialmente la historia del crecimiento. Carl Breinkmann 294 pudo decir, no hace
mucho, que la historia económica era el estudio de los orígenes, del desarrollo y de la
eventual descomposición de la economía de mercado. Esta visión simplificadora está de
acuerdo con la enseñanza de generaciones de economistas. Sin embargo no puede ser
la de los historiadores, para los cuales el mercado no es un fenómeno simplemente en-
dógeno. Tampoco es el conjunto de las actividades económicas, ni siquiera un estudio
preciso de su evolución.

A través del tiempo


multisecular

Puesto que el intercambio es tan antiguo como la historia de los hombres, un es-
tudio histórico del mercado debe extenderse a la totalidad de los tiempos vividos y co-
nocidos, y debe aceptar, haciendo camino, la ayuda de las otras ciencias del hombre,
de sus posibles explicaciones, sin lo cual la historia no sabría captar las evoluciones·¡ las
estructuras de amplia actividad, las coyunturas creadoras de vida nueva. Pero si,~c'~p­
tamos tal ampliación, nos habremos precipitado en una pesquisa inmensa, verdaaera-
mente sin comienzo ni fin. Todos los' mercados dan testimonio: en primer lugar, de
esos lugares de intercambio retrógrados, esas formas visibles todavía, aquí o allí, de rea-
lidades antiguas, semejantes a especies todavía vivas de un mundo antediluviano. Yo
reconozco haberme apasionado por los actuales mercados de Kabilya que surgen regu-
larmente, en medio del espacio vacío, en las partes bajas de los pueblos asentados al-
rededor295; o por los mercados actuales de Dahomey, de gran colorido, situados tam-
bién fuera de los pueblos 296 ; o por esos mercados rudimentarios del delta del Río Rojo,
observados anteriormente con minuciosidad por Pierre Gourou 297 • Y tantos otros, aun-
que no fuera más que, ayer todavía, los del interior de Bahía, en contacto con los pas-
tores y los rebaños semisalvajes del interior 298 . O los más arcaicos intercambios ceremo-
niales en el archipiélago de las Trobriand, en el sudeste de la Nueva Guinea inglesa, vis-
tos por Malinowski2 99 • Aquí, se dan cita el actual y el muy antiguo, la historia, la pre-
historia, la antropología en su propio terreno, una sociología retrospectiva, una econo-
mía arcaizante.
Karl PolanyP00 , sus alumnos y sus partidarios fieles han hecho frente al desafío que
constituye esta masa de testimonios. La han atravesado mal que bien para anticipar

187
La emnomía ante los mercados

Hoy, un mercado tradicional de Dahomey en plena naturaleza, fuera de las ciudades. (Foto
A.A.A., cliché Picou.)

una explicación, casi una teoría: que la economía no es más que un csubconjunto:.301
de la vida social que ésta engloba en sus redes y sus limitaciones, y no se desligó (¡y
aún así!) más que tardíamente de estos lazos múltiples. Si creyéramos a Polanyi, habrá
incluso que esperar la plena explosión del capitalismo, en el siglo XIX, para que se pro-
duzca da gran transformación>, para que el mercado cautorregulador:. adquiera sus ver-
daderas dimensiones y subyugue lo social hasta entonces dominante. Antes de este cam-
bio, no existirán por así decirlo más que mercados mantenidos a capricho, falsos mer-
cados, o no-mercados.
Como ejemplos del intercambio que no revelaría un componamiento llamado ceco-
nómico», Polanyi invoca los intercambios ceremoniales bajo el signo de la reciprocidad;
o la redistribución de los bienes por el Estado primitivo que confisca la producción; o
los ports of trade, esos lugares de intercambio neutro donde el mercader no hace la ley
y cuyo mejor ejemplo sedan los puertos de la colonización fenicia donde, en un lugar
determinado, en un recinto delimitado, el comercio mudo se practica a lo largo de las
costas mediterráneas. En pocas palabras, había que distinguir entre el trade (el comer-
cio, el intercambio) y el market (el mercado autorregulador de los precios), cuya apa-
rición fue, en el siglo pasado, una revolución social de primer orden.

188
La economía ante los mercados

Lo malo es que la teoría se inclina por entero sobre esta distinción fundada (y ni
siquiera eso) en algunos sondeos heterogéneos. Ciertamente, nada impide introducir,
en una discusión sobre cla gran transformación» del siglo XIX, el potlatch o el kula (en
lugar de la organización mercantil muy diversificada de los siglos XVII y XVIII). Tam-
bién se podría recurrir, a propósito de las normas del matrimonio en Inglaterra en tiem-
pos de la Reina Victoria, a las explicaciones de Lévi-Strauss sobre los lazos de paren-
tesco. No se ha intentado ningún esfuerzo, de hecho, para abordar la realidad concreta
y diversa de la historia, y partir seguidamente de ahí. Ni una sola referencia a Ernest
Labrousse, o a W~lhelm Abel, o a los trabajos clásicos tan numerosos sobre la historia
de los precios. Veinte líneas y la llamada cuestión del mercado en la época llamada «mer-
cantilista» queda solventada302 • Sociólogos y economistas ayer, antropólogos hoy nos
han acostumbrado desgraciadamente a su desconocimiento casi perfecto de la historia.
Su tarea queda de esa forma facilitada.
Además, la noción de «mercado autorregulador> que nos ha sido propuesta 303 -es
esto, es aquello, no es tal cosa, no admite tal o cual vereda- revela un gusto teológico
por la definición. Ese mercado en el cual «solamente intervienen la demanda, el coste
de la oferta y los precios, los cuales resultan de un acuerdo recíproco» 304 , en ausencia
de todo «elemento exterior», es una creación del espíritu. Es demasiado fácil bautizar
como económica tal forma de intercambio y como social tal otra forma. De hecho to-
das las formas son económicas, toda5 son sociales. Existieron, durante siglos, intercam-
bios socioeconómicos muy diversos y que han coexistido, a pesar o en razón de su di-
versidad. Reciprocidad, redistribución son también formas económicas (D. C. Nonh 301
tiene toda la razón en este punto) y el mercado a título oneroso, muy pronto presente,
es también una realidad social y una realidad económica. El intercambio es siempre un
diálogo y, en un momento u otro, el precio es un azar; soporta ciertas presiones (la
del príncipe o de la ciudad, o del capitalista, etc.), pero obedece también forzadamen-
te a los imperativos de la oferta, rara o abundante, y no menos de la demanda. El con-
trol de los precios, argumento esencial para negar la aparición antes del siglo XIX del
«verdadero» mercado autorregulador, ha existido en todo tiempo y aún hoy. Pero, en
lo que respecta al mundo preindustrial, sería un error pensar que las tarifas de los mer-
cados suprimén el papel de la oferta y de la demanda. En principio, el control sevfro
del mercado está hecho para proteger al consumidor, es decir, a la concurrencia. En·'!ll-
timo término, se trataría más bien del mercado «libre», por ejemplo, el private market
inglés, que tenderá a suprimir a la vez control y competencia.
Históricamente, hay que hablar, a :mi entender, de economía de mercado desde el
momento en que existe fluctuación y unificación de precios entre los mercados de una
zona dada, fenómeno tanto más característico cuanto que se produce a través de juris-
dicciones y soberanías distintas. En este sentido, existe economía de mercado bastante
antes de los siglos XIX y XX, los únicos a lo largo de la historia que, según W. C. Nea-
le306, habían conocido el mercado autorregulador. Desde la Antigüedad, los precios fluc-
túan; en el siglo XIII, fluctúan ya en conjunto a través de Europa. Por consiguiente la
unificación se precisará en límites cada vez más estrictos. Incluso los burgos minúsculos
del Faucigny, en la Savoya del siglo XVIII, en un país de alta montaña poco propicio
para los contactos, ven oscilar sus precios al compás, de una semana a otra, de todos
los mercados de la región, según las cosechas y las necesidades, según la oferta y la
demanda.
Dicho esto, no pretendo declarar, al contrario, que esta economía de mercado, cer-
cana a la competencia, recubra toda la economía. No llega a eso más hoy que ayer, en
proporciones y por razones completamente diferentes. El carácter parcial de la econo-
mía de mercado puede dominar, en efecto, ya sea por la imponancia del sector de au-
tosuficiencia, ya por la autoridad del Estado que sustrae una parte de la producción a

189
La economía ante los mercados

la circulación mercantil, ya en igual proporción, o incluso en mayor medida, por el sim-


ple peso de la plata que puede, de mil maneras, intervenir artificialmente en la for-
mación de los precios. La economía de mercado puede, por tanto, ser minada por arri-
ba o por abajo, en economías retrasadas o muy avanzadas.
Lo que es cieno es que al lado de los no-mercados tan estimados por Polanyi hubo
también, desde siempre, intercambios a dtulo puramente oneroso, por modestos que
sean. Aunque mediocres, han existido mercados muy antiguamente en el marco de un
pueblo, o de varios pueblos, pudiéndose presentar entonces el mercad<? com~ un pue-
blo itinerante, a semejanza de la feria, especie de ciudad anificial y ambulante. Pero
el paso esencial de esta interminable historia es la anexión un día por la ciudad de mer-
cados hasta entonces mediocres. Esta los avala, los agranda a su propia dimensión si
bien, a su vez, ella misma se somete a su ley. El hecho más imponante es seguramente
la puesta en el circuito económico de la ciudad, unidad pesada. El mercado urbano
había sido inventado por los fenicios 307 , es muy posible. En todo caso, las urbes grie-
gas, más o menos contemporáneas, instalaron todas un mercado en el agora, su lugar
central 308 ; ellas inventaron también, o por lo menos propagaron, la moneda, multipli-
cador evidente, si no ciertamente la condición sine qua non del mercado.
La ciudad griega conoció incluso el gran mercado urbano, el que se aprovisiona des.-
de lejos. ¿Podía hacer otra cosa? He aquí la ciudad, incapaz desde que alcanza un cier-
to peso de vivir de su campo próximo, pedregoso, seco, infértil frecuentemente. Se
impone el recurso a otros, como más tarde en las ciudades-Estado de Italia desde el
siglo XII, e incluso desde antes. ¿Quién alimentará a Venecia puesto que, desde siem-
pre, no posee nada más que pobres huertos ganados a la arena? Más tarde, para dirigir
los circuitos largos del comercio a larga distancia, las ciudades mercantiles de Italia tras-
pasarán el estadio de los grandes mercados, pondrán en juego el arma eficaz y casi co-
tidiana de las reuniones de ricos mercaderes. Atenas y Roma, ¿no habían creado ya las
plataformas superiores de la banca y de las reuniones que podríamos calificar de
«bursátiles>?
En conclusión, la economía de mercado se formará paso a paso. Como decía Marcel
Mauss, «Son nuestras sociedades de Occidente las que han hecho muy recientemente
del hombre un animal económico:. 309 • Todavía hay que ponerse de acuerdo sobre el sen-
tido de «muy recientemente>.

¿Puede testimoniar
el tiempo actual?

La evolución no se detuvo ayer, en los buenos tiempos del mercado autorregula-


dor. En vastos espacios del planeta, para enormes masas de hombres, los sistemas so-
cialistas, con el control autoritario de los precios, pusieron fin a la economía de mer-
cado. Cuando ésta subsiste, ha debido sesgarse, contentarse con minúsculas activida-
des. Estas experiencias, en todo caso, ponen un límite, no el único, a la curva que di-
bujaba con anterioridad Carl Brinkmann. No el único, ya que, a los ojos de ciertos eco-
nomistas de hoy día, el mundo «libre> experimenta una singular transformación. El po-
der acrecentado de la producción, el hecho de que los hombres en vastas naciones -no
todas, claro está- hayan superado el estadio de las escaseces y de las penurias y se ha-
llen sin inquietud grave en cuanto a su vida de cada día, el reforzamiento prodigioso
de las grandes empresas, a menudo multinacionales; todas estas transformaciones re-
volucionaron el antiguo orden del mercado rey, del cliente rey, de la economía de mer-
cado decisiva. Las leyes del mercado ya no existen para las grandes empresas, capaces

190
La economía ant1: los mercados

de fijar arbitrariamente los precios. J. K. Galbraith acaba de escribir, en un libro bas-


tante revelador, lo que él llama el sistema industria/3 10 • Los economistas de lengua fran-
cesa hablan de mejor gana de organización. En un reciente artículo de Le Monde (29
de marzo de 1975), Fran~ois Perroux llega a decir: cla organización, ese modelo bas-
tante más imponante que el mercado ... •. Pero el mercado subsiste: yo puedo ir a una
tienda, a un mercado corriente, poner a prueba mi realeza bien modesta de cliente y
de consumidor. De la misma forma, para el pequeño fabricante -tomemos el ejemplo
clásico de la confección- atrapado imperiosamente en el juego de una competencia
múltiple, la ley del mercado existe siempre a pleno rendimiento. ¿No se propone J.
K. Galbraith, en su último libro, estudiar cmuy de cerca la yuxtaposición de las pe-
queñas empresas -lo que yo llamo [dice1 el sistema de mercado- y del sistema in-
dustrial:.311, resguardo de las grandes empresas? Pero Lenin decía más o menos lo mis-
mo a propósito de la coexistencia de lo que él llamaba el cimperialismo:. (o capitalismo
de monopolio recién nacido, a principios del siglo XX) y el simple capitalismo, útil a
base de la competencia, según él creíam.
Estoy plenamente de acuerdo tanto con Galbraith como con Lenin, a diferencia,
pequeña sin embargo, de que la distinción sectorial entre lo que yo llamo ceconomía:.
(o economía de mercado) y ccapitalismo:. no me parece un rasgo nuevo, sino una cons-
tante de Europa desde la Edad Media. Con otra diferencia, pequeña también, de que
es preciso añadir al modelo preindustrial un tercer sector -planta baja de la no-eco-
nomía, especie de humus donde el mercado hunde sus raíces, pero sin hacer presa en
su masa. Esta planta baja sigue siendo enorme. Por encima de ella, la zona por exce-
lencia de la economía de mercado multiplica los lazos horizontalmente entre los dis-
tintos mercados; cieno automatismo enlaza ofena ordinaria, demanda y precios. En
fin, al lado o mejor encima de este mantel, la zona del contra-mercado es el reino de
la confusión y del derecho del más fuerte. Es ahí donde se sitúa por excelencia el do-
minio del capitalismo -ayer como hoy, antes como después de la Revolución Industrial.

'/
Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo 11

LOS JUEGOS
DEL INTERCAMBIO
Versión española de Vicente Bordoy Hueso
Revisión técnica de Julio A. Pardo
,1
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'/

Alianza
Editorial
Capítulo 3

LA PRODUCCION
O EL CAPITALISMO
EN TERRENO AJENO

¿Es prudencia? ¿Es negligencia? ¿O es que el tema no se presta a ello? La palaijra


capitalismo no la he utilizado hasta aquí más que cinco o seis veces y habría popiHo
evitar emplearla. ¡Y menos mal que no lo ha hecho!, exclamarán los que son partÍda-
rios de destruir, de una vez por todas, esa «palabra de combate> 1, ambigua, poco cien-
tífica, utilizada a diestro y siniestro 2 • Y sobre todo, sobre todo, inutilizable sin incurrir
en anacronismo antes de la era industrial.
Personalmente, he renunciado, después de un intento prolongado, a desechar lo
inoportuno. He pensado que no había ninguna ventaja en deshacerse, al mismo tiem-
po que de la palabra, de las discusiones que conlleva y que dotan a la actual de una
cierta vivacidad. Ya que, para un historiador, comprender el ayer y comprender el hoy
es la misma operación. ¿Podemos imaginar la pasión de la historia deteniéndose en se-
co, a una distancia respetuosa de la actualidad donde sería indecente, e incluso peli-
groso, que avanzara un paso más? De todas formas, la precaución es ilusoria. Ponga-
mos al capitalismo en la puerta y entrará por la ventana. Pues hay, quiérase o no, in-
cluso en la época preindustrial, una actividad económica que evoca irresistiblemente la
palabra y que -no acepta ninguna otra. Si aún casi no se refiere al cmodo de produc-
ciónr. industrial (lo cual yo no creo, a mi modo de ver, que sea la particularidad esen-
cial e indispensable de todo capitalismo), no se confunde en todo caso con los inter-
cambios clásicos del mercado. Intentaremos precisar esto en el capítulo 4.

193
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Ya que la palabra es tan controvertida, comenzaremos con un estudio previo de


vocabulario, a fin de seguir la evolución histórica de las palabras capital, capitalista,
capitalismo, las tres solidarias, de hecho inseparables. Es una forma de aclarar de an-
temano algunas ambigüedades.
Al capitalismo, así identificado como el sector de la inversión y de la alta tasa de
producción del capital, hay que volver a situarlo en la vida económica, en la que .no
ocupa todo el espacio. Hay pues dos zonas donde se le puede situar: la que sostiene y
es como su alojamiento preferido; y la que aborda de pasada, en la que se desliza sin
dominarla siempre. Hasta la Revolución del siglo XIX, momento en que se apropiara
de la producción industrial elevada al rango de gran beneficio, es por excelencia en la
circulación donde el capitalismo está en su terreno. Incluso si, llegado el caso, no se
priva de hacer, por otra pane, más que incursiones. Incluso si la ·circulación no le
interesa en su totalidad, puesto que no controla, no trata de controlar, más que algu-
nos ámbitos.
Estudiaremos brevemente en el presente capítulo los diferentes sectores de la pro-
ducción donde el capitalismo se encuentra en terreno ajeno, antes de abordar, en el
capítulo siguiente, los ámbitos en que verdaderamente se encuentra en terreno propio.
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

CAPITAL,
CAPITALISTA, CAPITALISMO
En primer lugar, hay que recurrir a los diccionarios. Según los consejos de Henri
Berr y de Luden Febvre 3, las palabras clave del vocabulario histórico no se deben uti-
lizar más que después de haber sido consultadas, y mejor dos veces que una. ¿De dón-
de proceden? ¿Cómo han progresado hasta llegar a nosotros? ¿No van a desorientar-
nos? He querido responder a estas preguntas a propósito de capital, capitalista, capi-
111/ismo -tres palabras que aparecen en el orden en el que las he enumerado. Opera-
ción un poco fastidiosa, lo reconozco, pero que se imponfa.
El lector debe estar prevenido de que esto es una investigación complicada de la
que el resumen que se da a continuación no es ni la centésima pane 4 • Toda civiliza-
ción, ya sea la babilónica, la griega, la romana y, sin duda, todas las demás que se en-
frentan a las necesidades y los litigios del intercambio, de la producción y del consu-
mo, han tenido que crear vocabularios particulares cuyas palabras, después, no cesan
de deformarse. Nuestras tres palabras no escapan a esta regla. Asi, la palabra capital,
la más antigua de las tres, no tiene el sentido que nosotros le damos (después de Ri-
chard Jones, Ricardo, Sismondi, Rodbertus, y sobre todo después de Marx) o no co-
mienza a tener este sentido hasta 1770, con Turgot, el mayor economista en lengua
francesa del siglo XVIII.

La palabra
«capital»

Capitale (palabra del bajo latin, de caput, cabeza) surge en los siglos XII-XIII con
el sentido de fondos, de stock de mercancías, de masa de dinero o de dinero que pro-
duce interés. No se define con rigor, y la discusión versa, sobre todo, sobre el interés
y la usura a los que los escolásticos, moralistas y juristas terminaron de abrir el camino
de la buena conciencia, en razón, dirán, del riesgo que corre el prestamista. Italia, ~ró­
logo de lo que será más tarde la modernidad, está en el centro de estas discusiones.~ Es
aquí donde la palabra se crea, se desarrolla y, de alguna manera, muere. Es detectátla
indiscutiblemente en 1211 y, desde 1283, en el sentido de capital de una sociedad' mer-
cantil. En el siglo XIV, se encuentra casi en todas partes, en Giovanni Villani, en Bo-
caccio, en Donato Velluti ... El 20 de febrero de 1399, Francesco di Marco Datini es·
cribía desde Prato a uno de sus corresponsales: «Desde luego, quiero que si compras
terciopelos o paños asegures el capital fil chapitale] y los beneficios [que se van a ob-
tener]; después haz lo que te parezca» 5 • La palabra, la realidad que designa, se vuelve
a encontrar en los sermones de San Bernardino de Siena (1380-1444): tt ••• quamdam
seminalem rationem lucrosi quam communiter capitale 11ocamus>, este medio prolífico
de lucro que nosotros llamamos comunmente capital6 •
Poco a poco, la palabra tiende a significar el capital dinero de una sociedad o de
un mercader, lo que en Italia se llama también muy a menudo el corpu y en Lyon,
aún en el siglo XVI, el corps7 • Pero finalmente, la cabeza primará sobre el cuerpo des-
pués de largos y confusos debates a nivel de toda Europa. Tal vez el vocablo sale de
Italia para extenderse ciespués a Alemania y a los Países Bajos. Por último pasa a Fran-
cia, donde se encuentra en conflicto con los otros derivados de caput; como coate/, chep-
tel, caba/8. «En esta hora~. dice Panurge, «[ ... ]se trata de mi cabal. La suerte, la usura,
y los intereses, los perdono>9 • De todos modos, la palabra capital se encuentra en el

195
La producción o el <'apitalismo en terreno ajeno

Thrésor de la langue fran;oiie (1606) de Jean Nicot. Pero no concluyamos de esto que
quedará fijado su sentido. Queda perdido en una nube de vocablos rivales: suerte (en
el sentido antiguo de deuda), riqueza, propiedades, dinero, valor, fondos, bienes, pe-
cunias, principal, haber, patrinomio, que la sustituyen fácilmente, incluso donde no-
sotros esperaríamos su empleo.
La palabra fondo1 será, durante mucho tiempo, la preferida. La Fontaine dice en
su epitafio: cJean se fue como ha venido comiéndose sus fondos con su renta.» Y aún
hoy decimos: prestar a fondo perdido. Leeremos pues, sin sorpresa, que un navío de
Marsella fue a Génova a recoger csus fondos en piastras para ir a Levante> 10 ( 1713 ), o
que un comerciante, ocupado en liquidar un asunto, no tiene más cqU:e recobrar sus
fondos> 11 (1726). Por el contrario, cuando Véron de Forbonnais escribe en 1757: clos
únicos fondos que actualmente tienen ventaja de procurar una renta parecen merecer
el nombre de riquezas> 12 , la palabra riquezt11, empleada en lugar de capital (como lo
precisa a continuación del texto), nos parece a nosotros incongruente. Hay otras expre-
siones que aún sorprenden más: un documento sobre lnglaterra 13 (1696) estima que
cesta nación tiene aún el valor intrínseco de seis cientos de millones de libras; ésta es
aproximadamente la cifra establecida por Gregory Kiqg en tierras y en fondos de to-
das las clases>. Turgot, en 175 7, donde nosotros emplearíamos automáticame.nte la ex-
presión capitales variables o circulantes, habla de «adelantos circulantes en las empresas
de todo tipo:. 14 • Adelantos que tienden a tomar, para él, el sentido de inversiones: el
concepto moderno de capital está allí, pero no la palabra. Es divertido también ver
que, en la edición de 1761 del Dictionnaire de Savary des Bruslons, se trata, a pro-
pósito de las compañías mercantiles, de sus cfondos capitales> 15 • He aquí nuestra pa-
labra reducida a la función de adjetivo. La expresión, claro está, no es invención de
Savary. Unos cuarenta años más tarde, cel fondo capital de la Compañía [de las Indias]
asciende a 143 millones de libras>, decía un documento del Consejo Superior de Co-
mercio16. Pero, casi en esa misma época (1722), una carta de Vanrobais l'Aisné 17 , el
fabricante de Abbeville, estima, después del naufragio de su navío, el Charle1 de Lo"ai-
ne, que las pérdidas chan ascendido a más de la mitad del capital>.
La palabra capital no se impondrá finalmente más que a consecuencia del desgaste
lento de otras palabras, lo cual supone la aparición de nuevos conceptos renovadores;
cuna ruptura del saber>, diría Michel Foucault. Condillac (1782) dice simplemente: cCa-
da ciencia necesita un lenguaje panicular, porque cada ciencia tiene sus ideas propias.
Parece que se debería empezar por crear este lenguaje; pero se comienza por hablar y
escribir y la lengua queda por hacer> 18 • El lenguaje espontáneo de los economistas clá-
sicos se hablará aún, en efecto, durante mucho tiempo. J.-B Say dice (1828) que lapa-
labra riqueza es un ctérmíno mal definido de nuestros días> 19, pero lo utiliza. Sismon-
di habla sin reticencia de criquezas territoriales> (en el sentido de bienes raíces), de ri-
queza nacional, de riqueza comercial; esta última expresión sirve incluso de título de
su primer ensayo 2º.
Sin embargo, la palabra capital se impone poco a poco. En Forbonnais, que habla
ya de ccapital productivo:. 21 ; en Quesnay, que afirma: ctodo capital es un instrumento
de producción>22 . Y sin duda, en el lenguaje corriente, puesto que se utiliza como ima-
gen: cEl Señor de Voltaire vive, desde que está en París, del capital de sus fuerzas>;
sus amigos deberían desear cque no viviera más que de su renta>, diagnosticaba justa-
mente el Dr. Tronchin, en febrero de 1778, unos meses antes de la muerte del ilustre
escritorn. Veinte años más tarde, en la época de la campaña de Bonaparte en Italia,
un cónsul ruso, reflexionando sobre la situación excepcional de la Francia revoluciona-
ria, decía (ya lo he citado): cHace la guerra con su capital>; sus adversarios csólo con
sus rentas>. Se observará que en esta brillante sentencia la palabra capital designa pa-
trimonio, la riqueza de una nación. No es ya la palabra tradicional de una suma de

196
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

'/
Le Commerce, tapiz del siglo XV (Museo t{e Cluny, foto Roger-Viollet.)

dinero, del importe de una deuda, de un préstamo o de un fondo de comercio, sen-


tido que se encuentra tanto en el Thrésor de1 traiJ langue1 de Crespin (1627), como
en el Dictionnaire universel de Furetiere (1690), o como en la Encyclopédie de 1751,
o en el Dictionnaire de l'Académie franfoÚe (1786). ¿Pero este antiguo sentido no está
unido al valor del dinero, tanto tiempo aceptado con los ojos cerrados? Tardará mucho
tiempo en sustituirle la noción de dinero productivo, de valor trabajo. Por tanto, se
percibe este sentido en Forbonnais y en Quesnay, ya citados; en Morellet (1764), que
distinguía entre capitale1 improductivos y capitale1 productivos24 ; más aún en Turgot,
para quien los capitales no son exclusivamente dinero. Un poco más adelante llegare-
mos al «sentido que Marx dará explícitamente (y exclusivamente) a la palabra: el me-
dio de producción:. 25 • Nos detenemos en este punto aún incierto sobre el que volvere-
mos después.

197
La producción J el !-apitalismo en terreno ajeno

El capitalista
y los capitalistas

La palabra capitalista data, sin duda, de mediados del siglo XVII. El Hollandische
Mercurius la emplea una vez en 1633 y otra en 1654 26 • En 1699, un informe francés
da a conocer una nueva imposición, establecida por los Estados Generales de las Pro-
vincias Unidas, que distingue entre los «capitalistas», que pagarán tres florines, y los
otros, gravados con treinta soles 27 . La palabra es, pues, conocida desde hace mucho tiem-
po cuando Jean-Jacques Rousseau escribe a uno de sus amigos en 1759: cNo soy ni
gran señor, ni un capitalista. Soy pobre y feliz» 28 . Sin embargo, en la Encyclopédie el
vocabio capitalista no figura más que como adjetivo. Es cierto que el sustantivo tiene
muchos rivales. Hay cien formas de designar a los ricos: gentes de dinero, fuertes, ma-
nos poderosas, adinerados, millonarios, nuevos ricos, afortunados (aunque esta última
palabra fue introducida por los puristas). En tiempos de la Reina Ana, en Inglaterra,
se llamaba a los whigs, todos bien ricos, «gentes de cartera», o «monneyed mem. Y
todas estas palabras tienen, naturalmente, un matiz peyorativo: Quesnay, en 1659. ha-
blaba de los poseedores de cfonunas pecuniarias» que «no conocen ni rey, Iii patria> 29 •
Para Motellet, los capitalistas forman un grupo, una categoría, casi una clase aparte de
la sociedad3°.
Poseedores de «fortunas pecuniarias», es el sentido riguroso que toma la palabra ca-
pitalista en la segunda mitad del siglo XVIII, donde designa a los dueños de cpapeles
públicos», de valores mobiliarios o de dinero líquido para invenir. En 1768, una so-
ciedad de armadores, financiada generosamente por París, estableció su sede en la ca-
pital, en la calle «Coqueron» (Coq Héron) porque, se explica a los participantes de Hon-
fleur, clos capitalistas que residen [en París] están muy contentos de que les aporten
sus fondos (sic = a portée l y de ver continuamente el estado de los mismos» 31 . Un agen-
te napolitano que está en La Haya escribe (en francés) a su gobierno (7 de febrero de
1769): «Los capitalistas de este país tendrán dificultad en exponer su dinero a la incer-
tidumbre de las consecuencias de la guerra. 32 ; se refiere a la guerra ·desatada entre Ru-
sia y Turquía. Refiriéndose en 1775 a la fundación de la colonia de Surinam por los
holandeses en las Guayanas, Malouet, el futuro Constituyente, distingue entre empre-
sarios y capitalistas: los primeros han diseñado, in situ, las plantaciones y los canales
de desecación; cse dirigen después a los capitalistas de Europa para disponer de fondos,
asociándolos a su empresa»33 • Los capitalistas, cada vez más, equivalen a los quema-
nejan el dinero y los que proveen de fondos. Un panfleto escrito en Francia, en 1776,
se titula: Una palabra a los capitalistas sobre la deuda de Inglate"a3 4 : ¿los fondos in-
gleses no son, a prion·, asunto de los capitalistas? En junio de 1783, se trata en Francia
de dejar plena libertad a los comerciantes para que desempeñen el papel de mayoris-
tas. En la intervención de Sartine, entonces lugarteniente de policía, París se exceptúa
de esta medida. Si no, la capital se expondría a cla avidez de un gran número de ca-
pitalistas que producirían acaparamientos y harían imposible la vigilancia del magis-
trado de la policía para el abastecimiento de París> 3). Se observará claramente que la
palabra, que ya tiene mala reputación, designa a la gente provista de dinero y que está
dispuesta a emplearlo para conseguir más. En este sentido, un breve folleto aparecido
en Milán en 1799, distingue entre hacendados y possessori di ricchezze mobtli, ossia i
capitalisti36 • En 1789, algunos cahiers de doléances, en la Senescalía de Draguignan,
se compadecían de los capitalistas, definidos como clos que tienen fortuna en sus car-
teras>37 y que, de golpe, se escapan del impuesto. Resultado: «los grandes propietarios
de esta provincia venden su patrimonio para conseguir capitales y no tener que pagar
los subsidios exorbitantes a los que los propietarios estaban sometidos, colocando sus

198
La producción o el capitalismo i:n terreno ajeno

fondos al 5 o/o, sin ninguna deducción» 38 . La situación sería la opuesta en Lorraine en


1790: clas mejores tierras, escribe un testigo, las tienen los habitantes de París: algunas
hace poco tiempo que las han comprado los capitalistas; han dirigido sus especulacio-
nes a esta provincia porque es aquí donde los fondos tienen un mejor mercado, en pro-
porción a sus rentas:.39.
El lector se dará cuenta de que el tono nunca es amigable. Marat, que desde 1774
ha adoptado el estilo de la violencia, llega a decir: cEn las naciones comerciantes, casi
todos los capitalistas y los rentistas [hacen] causa común con los tratantes, los financie-
ros y los agiotistas> 4º. Con la Revolución, sube el tono. El 25 de noviembre de 1790,
en la tribuna de la Asamblea Nacional, el conde de Custine se enfurece: cla Asam-
blea, que ha destruido todas las clases de la aristocracia, ¿se doblegará ante los capita-
listas, esos cosmopolitas que no conocen más patria que aquella en la que pueden acu-
mular riquezas?» 41 • Cambon, en la tribuna de la Convención, el 24 de agosto de 1793,
es aún más categórico: «Existe en este momento una lucha a muene entre los trafican-
tes de dinero y la consolidación de la República. Hay que terminar, pues, con estas
asociaciones destructoras del crédito público si queremos establecer el régimen de la li-
benad»42. Si la palabra capitalista no está allí, es sin duda porque Cambon ha prefe-
rido un término aún más despectivo. Todos saben que ia fianza que se había prestado
a los primeros juegos revolucionarios, para dejarse sorprender después por la Revolu-
ción, sacó finalmente tajada de ello. De aquí ia rabia de Rivarol que, en el exilio, es-
cribe resueltamente: «Sesenta mil capitalistas y el hervidero de los agiotistas han deci-
dido la Revolución:& 43 • Forma, evidentemente, expedi~iva y brusca de explicar el afio
1789. Capitalista, como se observa, no designa aún al empresario, al inversor. La pa-
labra, como la de capital, queda reducida a la noción de dinero, de riqueza en sí.

El capitalismo:
una palabra muy reciente

La palabra capitalismo, que según nuestra opinión es la más apasionante de las tres,
pero la menos real (sin las otras dos, ¿existiría?), ha sido acosada encarnizadamente ¡;or
historiadores y lexicólogos. Según Dauzat 44 , aparecería en la Encyclopédie (17:>3), pe10
con un sentido muy particular: cSituación del que es rico.» Desgraciadamente, esta•afir-
mación parece errónea. El texto referid~ no se puede encontrar. En 1842, la palabra se
encuentra en los Enrichissements de la langue franfaise, de J. -B Richard 45 • Pero es sin
duda Louis Blanc quien, en su polémica con Bastiat, le da su nuevo sentido cuando
escribe en 1850: « ... Lo que yo llamaría "capitalismo" [y emplea las comillas], es decir
la apropiación del capital por unos con exclusión de otros:.46 • Pero el empleo de lapa·
labra es raro. Prudhon la emplea algunas veces, y de forma acertada: cla tierra es aún
la fortaleza del capitalismo», escribe -toda una tesis. Y define la palabra maravillosa-
mente: «Régimen económico y social en el cual los capitales, fuente de ingresos, no
pertenecen a los que los ponen en funcionamiento empleando su propio trabajo:. 47 •
Sin embargo, diez años más tarde, en 1867, la palabra es aún ignorada por Marx48 •
De hecho, fue a comienzos de nuestro siglo cuando surgió con mucha fuerza en
las discusiones políticas, como el antónimo natural de socialismo. Se pondrá de moda
entre los mejores científicos gracias al brillante libro de W. Sombart Der moderne Ka-
pitalismus (1. ª edición, 1902). De manera bastante natural, la palabra no utilizada
por Marx se incorporará al modelo marxista, hasta el punto de que se dice corriente··
mente: esclavismo, feudalismo, capitalismo, para designar las grandes etapas distingui-
das por el autor de El Capital.

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La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Es, pues, una palabra política. De ahí quizás el lado ambiguo de su fortuna. Ex-
cluida durante mucho tiempo por los economistas de principios de siglo -Charles Gi-
de, Canwas, Marshall, Seligman o Cassel-, no figurará en el Dictionnaire des sct'ences
politiques hasta después de la Guerra de 1914, y no tendrá derecho a un anículo en
la Enciclopedia británica hasta 1926; se incluirá en el Dicti'onnaire de l'Académz'e
fran;aise sólo en 1932, con esta divertida definición: «Capitalismo: conjunto de los ca-
pitalistas.» La nueva definición de 1958, es poco más adecuada: <Régimen económico
en el que los bienes [¿por qué no los medios?] de producción pertenecen a particulares
o a sociedades privadas.»
De hecho, la palabra, que no ha cesado de cambiar de sentido desde comienzos
de nuestro siglo y de la Revolución Rusa de 1917, inspira claramente a demasiada g~n­
te una especie de malestar. Un historiador de calidad, Herbert Heaton, quería exclmrla
lisa y llanamente: «De todas las palabras terminadas en ismo», dice, «la más ~idosa
ha sido la de capitalismo. Desgraciadamente, ha reunido tal mezcolanza de senudos y
de definiciones que [ ... ], como imperialismo, está actualmente suprimida del vocabu-
lario de todo erutido que se precie»49 • Incluso Lucien Febvre hubiera querido eliminar-
la, estimando que se había utilizado demasiado 10 • Sí, pero si escuchamos estos razona-
bles consejos, la palabra desaparecida nos faltará enseguida. Como dijo Andrew Shon-
field (1971) 11 , un buena e-razón para seguir empleándola es que nadie, ni siquiera sus
más severos críticos, han propuesto un término mejor para reemplazarla>.
Entre todos, los historiadores han sido los más seducidos por la nueva palabra, en
una época en la que aún no se sentía demasiado el olor del azufre. Sin preocuparse
del anacronismo, le han abierto el camino de la prospección histórica, la Babilonia an-
tigua y la Grecia helenística, la China antigua, Roma, nuestra Edad Media Occidental,
la India. Los más grandes nombres de la historiografía del ayer, desde Théodores
Mommsen hasta Henri Pirenne, están implicados en este juego que ha desencadenado
después una verdadera caza de brujas. Los imprudentes han sido amonestados. Momm-
sen el primero, y por el propio Marx. A decir verdad, no sin razón: ¿se puede confun-
dir sin más dinero y capital? Pero una palabra le parece suficiente a Paul Veyne 12 para
fulminar a Michel Rostovtsev, maravilloso conocedor de la economía antigua. J. C. Van
Leur no quiere ver más que pedlars en la economía del Sureste Asiático. Karl Polanyi
toma a broma el hecho de que los historiadores puedan hablar de «mercaderes> asirios,
y no obstante miles de tablillas de arcilla nos den a conocer sus correspondencias; y
así sucesivamente. En cualquier caso, se trata sobre todo de volver a una ortodoxia post-
marxiana: no hay capitalismo hasta finales del siglo xvm, hasta que comienza la pro-
ducción industrial.
Sea, pero es una cuestión de palabras. Hay que decir que ninguno de los historia-
dores de las sociedades del Antiguo Régimen, y con mayor motivo de la Antigüedad,
piensa cuando pronuncia la palabra capitalismo en la definición que da tranquilamen-
te Alexandre Gerschenkron: rCapitalism: thal is the modern industrial syslem»B. Ya
he dicho que el capitalismo de ayer (a diferencia del de hoy) no ocupaba más que un
estrecho ámbito de la vida económica. Entonces, ¿cómo se habla de él, a .propósito,
como de un «sistema> extendido al conjunto social? No es menos un mundo en sí, di-
ferente, o sea extraño respecto a la globalidad social y económica que le rodea. Y es
con relación a esto último que se define como "capitalismo>, no sólo con relación a las
formas capitalistas nuevas que surgirán más tarde. En realidad, es lo que es respecto a
un no-capitalismo de inmensas proporciones. Y si no se quiere admitir esta dicotomía
de la economía de ayer, con el pretexto de que el «verdadero> capitalismo dataría del
siglo XIX, se renuncia a comprender el significado, esencial para el análisis de esta eco-
nomía, de lo que se podría llamar la topología antigua del capitalismo. Si hay lugares

200
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

donde se; ha alojado por elección, no por descuido, quiere decir, en efecto, que eran
los únicos favorables a la reproducción del capital.

La realidad
del capital

Si se va más lejos de las consideraciones anteriores, lo imponante es aclarar la mu-


tación que se produce a propósito de la palabra capital (y como consecuencia en las
otras dos) entre Turgot y Marx; saber si el nuevo contenido de la palabra no designa
verdaderamente nada de una situación anterior, si la realidad capitalista surgió real-
mente toda nueva al mismo tiempo que la Revolución Industrial. Los historiadores in-
gleses de hoy hacen remontar sus origenes hasta por lo menos 1750, o incluso hasta un
siglo antes. Marx sitúa los inicios de «la era capitalista> en el siglo XVI. Admite, no obs-
tante, que «los primeros bosquejos de la producción capitalista> (y por lo tanto, no de
la simple acumulación) han sido precoces en las ciudades italianas de la Edad Media 54 •
Ahora bien, un organismo que nace, incluso si está aúp. lejos de haber desarrollado to-
das sus características, lleva consigo esta expansión potencial; y su nombre ya le pene-
nece. Bien mirado, la nueva noción del capital se presenta como una problemática in-
despensable para comprender los siglos de los que trata este libro.
Se decía, hace cincuenta años, que el capital era una suma de bienes de capital,
expresión que ha pasado de moda, y que sin embargo tiene sus ventajas. Un bien de
capital, en efecto, está al acance de la mano, se palpa, se define sin ambigüedad. ¿Cuál
es su primera característica? Es «el resultado de un trabajo anterior>, es cel trabajo acu-
mulado>. Así, el campo de los Hmites del pueblo que ha sido despedregado Dios sabe
cuando; así, la rueda de molino construida hace tanto tiempo que ya nadie sabe cuan-
do; así los caminos vecinales, empedrados, bordeados de espinos negros, que, según
Gaston Roupneln, se remontan a la Galia primitiva. Estos bienes de capital son heren-
cias, construcciones humanas más o menos duraderas. Otra característica: los bienes de
capital se recuperan en los procesos de la producción y son considerados como tales splo
si panicipan en el trabajo renovado de los hombres, lo provocan o por lo menos.)o
facilitan. ,/ ·
Esta participación les permite regenerarse, ser reconstruidos y aumentados, produ-
cir una renta. En efecto, la producción absorbe y vuelve a fabricar, sin fin, capital. El
trigo que yo siembro es un bien de capital, ya que germinará; el carbón que se echa
a la máquina de Newcomen es un bien de capital, ya que el empleo de su energía ten-
drá un resultado; pero el trigo que yo como bajo la forma de pan, el carbón quemado
en mi chimenea están fuera de la producción: son bienes de consumo inmediato. De
la misma manera, el bosque que el hombre no explota, el dinero que conserva un ava-
ro, que también están fuera de la producción, no son bienes de capital. Pero el dinero
que va de mano en mano, que estimula el intercambio, regula los intereses, las rentas,
los ingresos, los beneficios, los salarios, el dinero que se introduce en los circuitos, que
fuerza las puenas de los mismos aumentando su velocidad, este dinero es un bien de
capital. Se lanza para que vuelva a su punto de partida. David Hume tiene razón cuan-
do dice que el dinero es «Un poder de mando sobre el trabajo y los bienes> 56 • Villalón
decía ya, en 1564, que algunos comerciantes ganan dinero con el dinero) 7 •
Por lo tanto, es un juego académico preguntar si tal objeto, tal bien dado, es o no
capital. Un navío lo es a pn'onº. El primer navío que llega a San Petersburgo en 1701,
holandés, recibe de Pedro el Grande el privilegio, mientras exista, de no pagar dere-

201
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

El bosque, un bien de capital. En el bosque de Tron = cais (Allier) aún subsi.rten robles que Col-
bert hizo plantar en 1670 y que, según él, deberían abastecer a la flota francesa de mástiles de
calidad a partir del siglo XIX. Colbert lo había previsto todo, salvo la navegación a vapor. (Foto
Héraudet.)

202
La producción o el capitalismo en terreno t1jeno

chos de aduana. La astucia lo hará durar casi un siglo, tres o cuatro veces más de lo
que era normal en la épocal 8 • ¡Menudo capital!
Igualmente, los bosques de Harz 19, entre Seesen, Bad Harzburg, Goslar y Zeller-
feld recibieron el nombre de Kommunionharz desde 1635 a 1788, cuando eran pro-
piedad indivisa de las casas principescas de Hannover de Wolfenbüttel. Indispensables
para alimentar con carbón de madera los altos hornos de la región, estas reservas de
energía se organizaron muy pronto para impedir que los campesinos de las cercanías
las utilizaran espontánea y desordenadamente. El primer protocolo de explotación co-
nocido data de 1576. El macizo fue entonces dividido en distritos, según la lentitud
variable del crecimiento de las especies. Se realizaron cartas y planes para la organiza-
ción del transporte de los troncos, para la vigilancia del bosque y las inspecciones a ca-
ballo. Así se aseguraba la preservación de la zona forestal y su organización con vistas
a la explotación en el mercado. Este es un buen ejemplo de mejora y de preservación
de un bien de capital.
Dadas las múltiples funciones de la madera en esta época, la aventura del Harz no
es única. Buffon aprovecha sus bosques de Montbard, en Borgoña. En Francia, se per-
cibe la explotación racional de los bosques desde el siglo XII; es pues, una vieja cues-
tión que no comienza -si bien se acelera mucho- con Colbert. En las grandes reser-
vas forestales de Noruega, de Polonia, del Nuevo Mundo, sucede que el bosque cam-
bia también de categoría y, al menos allí donde es accesible por mar o río, se convierte
en capital. En 1783, Inglaterra hace depender su acuerdo definitivo con España de un
libre acceso a la madera de teñir de los bosques tropicales de la región de Campeche.
Obtuvo finalmente trescientas leguas de costas forestales: «Disponiendo prudentemen-
te de este espacio», dijo un diplomático, «habrá madera para la eternidad»6º
Pero, ¿de qué vale dar más ejemplos? Todos nos llevan, sin vacilación ni misterio,
a las conocidas reflexiones de los economistas sobre la naturaleza del capital.

Capitales fijos
y capitales circulantes
,1
Los capitales o bienes de capital (es lo mismo) se dividen en dos categorías: los,oea-
pitales fijos, bienes de larga o bastante larga duración ftsica que sirven de punt0s de
apoyo al trabajo de los hombres: una. carretera, un puente, un dique, un acueducto,
un barco, una herramienta, una máquina; y los capitales circulantes (en otro tiempo
llamados rotativos) que se precipitan, se sumergen en el proceso de la producción: las
semillas de trigo, las materias primas, los productos semielaborados y el dinero de los
múltiples ajustes de cuentas (rentas, beneficios, ingresos, salarios), sobre todo los sala-
rios, el trabajo. Todos los economistas hacen esta distinción: Adam Smith; Turgot, que
habla de adelantos primitivos y de adelantos anuales; Marx, que diferenciará entre ca-
pital constante y capital variable.
El economista Henri Storch61 , en 1820, se explica ante sus alumnos, los grandes du-
ques Nicols y Miguel, en la corte de San Petersburgo: «Supongamos», dice el preceptor,
«una nación que haya sido extremadamente rica, que, en consecuencia, haya fijado [la
cursiva es mía] un capital inmenso para mejorar la tierra, construir viviendas, edificar
fábricas y talleres y fabricar herramientas de trabajo. Supongamos, a continuación, que
una irrupción de bárbaros se apodera, inmediatamente después de la cosecha, de todo
el capital circulante, de todas sus subsistencias, de sus materiales y de su trabajo rea-
lizado, aunque estos bárbaros, que se llevan su botín, no destruyan las casas ni los ta-
lleres: todo el trabajo industrial [es decir, el humano] cesará enseguida. Ya que para

203
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

poner la tierra en actividad hacen falta caballos y bueyes para arar, grano para sem-
brarlo, y sobre todo pan para mantener a los trabajadores hasta la próxima cosecha.
Pani que las fábricas trabajen es preciso el grano en el molino, el metal o el carbón en
la herrería; hacen falta materias primas en los oficios y sobre todo comida para el tra-
bajador. No se trabajará en relación con la extensión de los campos, con el número de
fábricas y de trabajos y obreros, sino en relación con el poco capital circulante que ha-
brá escapado a los bárbaros. Afortunada la gente que, después de tal catástrofe, puede
desenterrar los tesoros que el miedo les habrá llevado a esconder allí. Los metales pre-
ciosos y las piedras finas no pueden, como tampoco los capitales fijos, sustituir la au-
téntica riqueza circulante [n"queza tiene aquí su significado frecuente de capital]; pero
el uso que se hará de esas riquezas será exportarlas para comprar en el exterior el capi-
tal circulante que se necesita. Querer impedir esta exportación sería condenar a los ha-
bitantes a la inactividad y al hambre que aparecería a continuación».
Este texto es interesante por su vocabulario y por el arcaísmo de la vida económica
rusa que sugiere (caballos, bueyes, oficios, hambre, enterramiento de tesoros). Los «bár-
baros> se comportan como buenos chicos, dejando en su sitio el capital fijo y lleván-
dose el capital circulante a fin de demostrar el papel insustituible de éste. Pero si, cam-
biando de idea o de planes, hubieran preferido destruir el capital fijo en lugar del ca-
pital circulante, la vida económica no se habría recuperado más en la nación conquis-
tada, saqueada y después liberada.
El proceso de la producción es una especie de motor de dos tiempos; los capitales
circulantes se destruyen enseguida para ser reproducidos, o sea, aumentados. En cuan-
to al capital fijo, se gasta más o menos deprisa, pero se gasta: la carretera se deteriora,
el puente se hunde, el barco o la galera un buen día no proporcionan más que leña
para algún monasterio veneciano de religiosas 62 , los engranajes de madera de las má-
quinas se vuelven inservibles, la reja del arado se rompe. Este material se tiene que re-
construir; el deterioro del capital fijo es una enfermedad económica perniciosa que no
se interrumpe jamás.

Poner el capital
en una red de cálculos

Actualmente el capital se estima lo mejor posible en el marco de las contabilidades


nacionales; todo está medido: las variaciones del producto nacional (bruto o neto), la
renta per capita, el coeficiente de ahorro, el coeficiente de reproducción del capital, la
variación demográfica, etc.; el objetivo es medir globalmente el crecimiento. El histo-
riador, evidentemente, no tiene medios para aplicar a la economía antigua este cuadro
de cálculó. Pero, aún cuando falten cifras, el sólo hecho de examinar el pasado a través
de esta problemática actual cambia obligatoriamente las formas de ver y de explicar.
Este cambio de óptica es visible en las escasas tentativas de cuantificación y de cál-
culos retrospectivos que hacen con mas frecuencia los economistas que los historiadores.
Así Alice HansonJones, en un artículo y en un libro recientes 63 , ha conseguido cal-
cular con una cierta probabilidad el patrimonio o, si se prefiere, el stock de capitales
presentes en 1774 en New Jersey, Pennsylvania y Delaware. Su búsqueda ha empezado
por la recolección de testamentos, el estudio de los haberes que revelan después la es-
timación de las sucesiones sin testamento. El resultado es bastante curioso: la suma de
los bienes de capital C es tres o cuatro veces la renta nacional R, lo que significa, en
términos generales, que esta economía tiene tras ella, a su disposición inmediata, una
reserva de tres o cuatro años de rentas acumuladas. Ahora bien, en sus cálculos, Keynes

204
La producción o el ,·apitalismo rn terreno ajen

,1
·I
•,/
Barco alemán, con vela cangreja y timón de codaste. Grabado extraído de Peregrinacione~:tde
Brendenbach, Mayence, 1486. A partir de esta época, el navío es un capital que se vende por
«acciones• y se comparte entre van'os propietanos. (Cliché Giraudon.)

ha adoptado siempre, para los años 1930, la proporción: C = 4R. Esto indica una ciena
correspondencia entre el ayer y el hoy. Es cierto que esta economía «americana» de co-
mienzos de la Independencia da la impresión de ser totalmente apane, aunque no fue-
ra más que por una alta productividad del trabajo y de un nivel de vida medio (la ren-
ta per capita) más elevado, sin duda, que los niveles de Europa e incluso que el de
Inglaterra.
Esta aproximación inesperada concuerda con las reflexiones y cálculos de Simon
Kuznets. El economista americano está especializado, como es sabido, en el estudio de
los crecimientos de las economías nacionales desde finales del siglo XIX hasta nuestros
días64 • La tentación a la que felizmente ha cedido era remontarse más allá del siglo XIX
para seguir o adivinar las posibles evoluciones del siglo XVIII, utilizando los sólidos grá-

205
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

ficos referidos al crecimiento inglés por Phyllis Deane y W. A. Cole 65 ; después, de in-
forme en informe, llegar hasta el 1500 e incluso más atrás. No entremos en detalles en
cuanto a los medios y condiciones de esta exploración en el tiempo, llevada a cabo más
para solUciOnar problemas, proponer programas de investigación y efectuar compara-
ciones útiles con los países subdesarrollados modernos que para imponer soluciones
perentorias.
En cualquier caso, el hecho de que esta vuelta atrás sea intentada por un econo-
mista de gran clase, persuadido del valor explicativo de la larga duración económica,
no puede más que encantarme. Por otra parte, pone en tela de juicio Pc:>sibles proble-
máticas de la economía del Antiguo Régimen. En este panorama, sólo nos detendrá el
capital, pero se sitúa y nos sitúa en el corazón del detabe.
El que Simon Kuznets piense que las correlaciones del presente (que estudia en sus
cambios y su evolución en el transcurso de los ocho o diez decenios de estadísticas pre-
cisas que establece para una decena de países desde finales del último siglo) permiten,
mutatis mutandir, remontarse en el curso de la historia, prueba que en su opinión hay,
entre el lejano pasado y el presente, vínculos, semejanzas, continuidades, aunque tam-
bién hay rupturas, discontinuidades entre época y época. Particularmente, él no cree
que haya habido un brusco cambio en el coeficiente de ahorro que explicaría, como lo
han adelantado A. Lewis y W. W. Rostow, el crecimiento moderno. Está continua-
mente atento a los techos, a los límites altos que este coeficiente esencial nunca parece
sobrepasar, incluso en los paises de rentas muy elevadas ... sea cual sea la razón>, escri-
be66, cel factor principal es que incluso los países más ricos del mundo actual, cuya ri-
queza y posibilidades sobrepasan con mucho todo lo que se podía imaginar a finales
del siglo XVIII o a principios del XIX, no superan un nivel moderado de las proporcio-
nes de la formación del capital; en realidad niveles que, si se considera el ahorro neto,
no habrían sido imposibles, quizás ni siquiera demasiado difíciles de alcanzar para nu-
merosas sociedades antiguas. cEI ahorro, la reproducción del capital, es el mismo de-
bate. Si el consumo alcanza el 85% de la producción, el 1)% de ésta se destina al
ahorro y, eventualmente, a la formación del capital reproducible. Estas cifras son ima-
ginadas. Exagerando, se puede afirmar que ninguna sociedad sobrepasa el 20% de
ahorro. O que no lo sobrepasa, momentaneamente, más que en condiciones de ten-
sión eficaz, que no es el caso de las antiguas sociedades.
Dicho esto, a la expresión de Marx: «Ninguna sociedad puede pasar sin producir y
sin consumir»; habría que añadir: «ni sin ahorrar:.. Este trabajo profundo, estructural,
depende del número de individuos de dicha sociedad, de su técnica, del nivel de vida
que espera; y no menos de la jerarquía social que determina, en ella, el reparto de las
rentas. El caso imaginado por S. Kuznets según la Inglaterra de 1688, o según las je-
rarquías sociales de las ciudades alemanas de los siglos XV y XVI, daría aproximadamen-
te una élite del 5% de la población (sin duda como máximo) que consigue para su
beneficio el 25 % de la renta nacional. La casi totalidad de la población (95 % ), que
no dispone más que del 75 % de la renta nacional, se encuentra así viviendo por de-
bajo de lo que sería, debidamente calculada, la renta media per capita. La explotación
de los privilegiados la condenan a un régimen de restricción evidente (Alfred Sauvy pre-
sentó, hace tiempo, mejor que nadie la demostración) 67 • En resumen, el ahorro no pue-
de formarse más que en la parte privilegiada de la sociedad. Supongamos que el con-
sumo de los privilegiados es de tres a cinco veces el de un hombre cualquiera: el ahorro
sería en el primer caso del 13% de la renta nacional; en el segundo caso sería del 5%.
Así pues, las sociedades antiguas, a pesar de su reducida renta per capita, pueden
ahorrar, ahorran; el yugo social no se opone, sino que de alguna manera contribuye.
En estos cálculos, varían dos elementos esenciales: el número de hombres y su nivel
de vida. Desde 1500 a 1750, la tasa de crecimiento de la población de toda Europa

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La producción o el capitalismo en terreno ajeno

puede estimarse en un 0,17% al año, frente a un 0,95% desde 1750 hasta nuestros
días. A largo plazo, el crecimiento del producto per capita se establecerá en un 0,2 ó
0,3%.
Desde luego, todas estas cifras son hipotéticas. Sin embargo, no hay duda de que
en Europa, antes de 1750, la tasa de reproducción del capital está a niveles muy mo-
destos. Pero con una particularidad que me parece que es la clave del problema. La
sociedad produce, cada año, una cierta cantidad de capital, el capital bruto, del cual
una parte debe suplir el deterioro de los bienes de capital fijos que participan en el
proceso de la vida económica activa. El capital neto es, aproximadamente, el capital
bruto menos esta función imputable al desgaste. La hipótesis de S. Kuznets, que dice
que la diferencia entre la formación del capital bruto y la formación del capital neto
sería mucho mayor en una sociedad antigua que en las modernas, me parece funda-
mental e indiscutible, incluso si la documentación abundante que puede apoyarla es
más cualitativa que cuantitativa. Evidentemente, las economías antiguas producen una
cantidad notable de capital bruto, pero en algunos sectores este capital bruto se funde
como la nieve al sol. Existe una fragilidad congénita del encuadramiento del trabajo;
de ahí las insuficiencias que hay que suplir con cantidades suplementarias del trabajo.
La tierra en sí es un capital muy frágil, su fertilidad se destruye de año en año; de ahí
esas rotaciones de cultivos que no terminan nunca; de ahí la necesidad del estiércol (pe-
ro ¿cómo crearlo en cantidades suficientes?); de ahí el empeño campesino de multipli-
car las labores, utilizando cinco o seis <(rejas» y, en Provenza, según Quiqueran de Beau-
je68, hasta catorce; de ahí la proporción tan elevada de la población retenida por el tra-
bajo de los campos, condición que, en sí, se dice que es un factor anticrecimiento. To-
do es poco duradero, las casas, los navíos, los puentes, los canales de riego, las herra-
mientas y todas las máquinas que ya ha inventado el hombre para facilitar su trabajo
y utilizar las formas de energía que están a su disposición. Así, el hecho insignificante
de que la puerta de la ciudad de Brujas haya sido reparada en 1337-1338, después re-
construida en 1367-1368, modificada en 1385, 1392 y 1433, de nuevo reconstruida en
1615, no me parece del todo despreciable: los pequeños hechos despreciables llenan,
estructuran la l."Ída de todos los días69. La correspondencia del administrador de Bon-
neville, en Saboya, en el siglo XVIII, está llena de menciones monótonas sobre diques
que hay que rehacer, puentes que hay que reconstruir, carreteras que se han vuelto i~u­
tilizables. No hay más que leer las gacetas: muchos pueblos y ciudades se arruinan~de
una sola vez, Troyes en 1547, Londres en 1666, Nijni Novgorod en 17017°, Cons,tan-
tinopla el 28 y el 29 de septiembre de' 1755 -el incencio deja «un vacío en el farsi o
ciudad comercial, de más de dos leguas de circunferencia»71 • Estos ejemplos son sólo
una muestra entre otros muchos miles.
En resumen, creo que S. Kuznets tiene toda la razón cuando escribe: «A riesgo de
exagerar, alguien se podría preguntar si ha habido en verdad Q/guna formación de ca-
pital fijo y duradero en las épocas anteriores a 1750, dejando aparte los "monumen-
tos'', y si ha habido alguna acumulación importante de bienes de capital que haya te-
nido una larga vida física sin necesitar una conservación normal (o una sustitución) que
represente una proporción muy fuerte del valor total de origen. Si la mayor parte del
equipamiento no duraba más de cinco o seis años, si la mayor parte de los abonos de
la tierra requerían, para mantenerse, una continua reconstrucción que representaba, ca-
da año, algo así como un quinto de su valor total, y si la mayor parte de los edificios
se deterioraban a un ritmo que significaba su destrucción casi total en un período de
25 a 50 años, entonces no había gran cosa que considerar como capital duradero ... El
concepto de capital fijo es quizás un producto único de la época económica moderna
y de la tecnología moderna» 72 • Eso es tanto como decir, exagerando un poco, que la
Revolución Industrial ha supuesto sobre todo un cambio del capital fijo, un capital des-

207
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Una plaga de la vida urbana: el incendio. Esta ilustración de la Chronique de Berne (1472) de
Diebold Schtlling representa el éxodo de mujeres, niños y clérigos, que se llevan sus muebles.
Para combatir el fuego, no se dispone más que de escaleras y cubos de madera que se llenan en
los fosos de la ciudad. Berna fue casi totalmente destruida; el incendio, según la Chronique se
había propagado en un cuarto de hora. (Burgerbtbliothek, Berna, cliché G. Howald.)

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La producción o el capitalismo en terreno ajeno

de entonces más costoso, pero mucho más duradero y perfeccionado, que cambiará ra-
dicalmente las tasas de productividad.

El interés
de un análisis sectorial

Desde luego, todo esto influye en el conjunto de la economía. Pero basta haber
vagado un poco por el Germanisches Musseum de Munich, haber contemplado (a ve-
ces funcionando) los modelos reconstruidos de las innumerables máquina~ de madera
que eran los únicos motores energéticos hace dos siglos, con sus engranajes extraordi-
nariamente complicados e ingeniosos que se ordenaban los unos a los otros transmi-
tiendo la fuerza del agua, del viento o incluso la fuerza animal, para comprender qué
sector está preferentemente afectado por la fragilidad del equipamiento: el de la pro-
ducción que, tarde o temprano, se puede llamar «industrial». En este caso, no es sólo
la jerarquía social quien reserva al 5% de los privilegiados, como decíamos hace poco,
las altas rentas y la posibilidad de ahorrar; es la estructura económica y técnica quien
condena algunos sectores -en particular, la producción «industrial» y agrícola- a una
débil formación de capital. ¿Hay que asombrarse desde este momento de que el ca-
pitalismo de ayer haya sido mercantil, de que haya reservado lo mejor de su esfuerzo
y de sus inversiones a <da esfera de la circulacióm? El análisis sectorial de la vida eco-
nómica, anunciado al principio de este capítulo, justifica claramente la elección capi-
talista y sus razones.
También explica una contradicción aparente de la economía del ayer, a saber el
que en países visiblemente subdesarrollados el capital neto, fácilmente acumulado por
los sectores preservados y privilegiados de la economía, sea a veces superabundante e
incapaz de invertirse útilmente en su totalidad. Siempre se efectúa un vigoroso ateso-
ramiento. El dinero se estanca, «Se detiene»; el capital está subempleado. Sobre este
punto, daría algunos textos curiosos qu.e se refieren a la Francia de principios del si-
glo XVIII. No vamos a decir, por gusto a las paradojas, que es el dinero lo que m"pos
falta. En cualquier caso, lo que más falta, por mil razones, es la ocasión de invert!rlo
en una actividad que sea verdaderamente fructífera. Este es el caso de la Italia1 a'lín
brillante, de finales del siglo XVI. Al salir de un período de gran actividad, se ve presa
de una superabundancia de dinero en· metálico, de una «largueza» de metal blanco a
su manera destructora, como si hubiera sobrepasado la cantidad de bienes de capital y
de dinero que su economía podía consumir. Entonces es el momento de compras de
tierras poco rentables, es el momento de magníficas casas de campo edificadas siguien-
do la moda de la época, de empujes monumentales, de brillos culturales. La explica-
ción, si es válida, ¿no resuelve en parte la contradicción que señalan Roberto Lopez y
Miskimin 73 entre la desagradable conyuntura económica y los esplendores de la Floren-
cia de Lorenzo el Magnífico?
El problema clave consiste en saber por qué razones un sector de la sociedad del
ayer, que no me gusta calificar de capitalista, ha vivido en un sistema cerrado, incluso
enquistado; por qué no ha podido dispersarse fácilmente, conquistar la sociedad ente-
ra. Quizás sea ésta, de hecho, la condición de su supervivencia, no permitiendo la so-
ciedad del ayer una tasa importante de formación de capital más que en algunos sec-
tores, pero no en el conjunto de la economía de mercado de la época. Los capitales
que intentaban la aventura fuera de esta zona de abundacia eran poco frucíúeros, cuan-
do no se perdían personas y bienes.
Saber exactamente dónde se aloja el capitalismo de ayer tiene, pues, mucho inte-
209
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

rés, ya que esta topología del capital es la topología invertida de la fragilidad y de las
pérdidas de las sociedades antiguas. Pero antes de señalar los sectores en los que el ca-
pitalismo está verdaderamente en su casa, comenzaremos por examinar los sectores que
alcanza de forma oblicua y sobre todo limitada: la agricultura, la industria, los trans-
portes. El capitalismo está a menudo implicado en estos terrenos extraños, pero tam-
bién se retira frecuentemente, y la retirada es siempre significativa: cuando las ciuda-
des de Castilla, por ejemplo, renuncian a invertir en Ja agricultura de sus campos próxi-
mos, en la segunda mitad del siglo XVI 74 , mientras que el capitalismo mercantil vene-
ciano, cincuenta años más tarde, se vuelca por el contrario en los campos, y los señores
empresarios de la Bohemia del Sur, en la misma época, sumergen sus tierras bajo vas-
tos lagos para sacar carpas en lugar de producir centenon;_ cuando los burgueses de Fran-
cia cesan de prestar a los campesinos a partir de 1550 para no anticipar dinero más que
a los señores y al rey 76 ; cuando los grandes comerciantes, antes de que finalice el si-
glo XVI, se retiran de casi todas las empresas mineras de Europa Central cuya respon-
sabilidad y gestión retoma a la fuerza el Estado. En todos estos casos, aparentemente
contradictorios, como en otros muchos, se constata que las empresas abandonadas ha-
bían dejado de ser lo suficientemente rentables o seguras y que era mejor invertir en
otra parte. Como decía un comerciante, «vale más estar parado» que «trabajar en va-
no»77. La búsqueda del beneficio, la maximización del beneficio son ya las reglas im-
plícitas del capitalismo de este tiempo.
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

LA TIERRA
Y El DINERO
En la vida del campo, la intrusión del capitalismo, o mejor dicho del dinero urba-
no (de los nobles y burgueses) ha comenzado muy pronto. No hay una ciudad en Eu-
ropa cuyo dinero no invada las tierras vecinas. Y cuanto más imponante es la ciudad,
más lejos se extiende la aureola de las propiedades urbanas, atropellando todo a su pa-
so. Por otro lado, las adquisiciones también se condenan fuera de estas áreas urbanas,
a enormes distancias: destacan, en el siglo XVI, los comerciantes genoveses comprado-
res de señoríos en el lejano reino de Nápoles. En Francia, en el siglo XVIII, el mercado
inmobiliario se extiende a los límites mismos del mercado nacional. Se compran en Pa-
rís señoríos bretones 78 o tierras en Lorena 79.
Estas compras responden muy a menudo a la vanidad social. «Chi ha danari com-
pra feudi ed e barone», dice el proverbio napolitano: El que tiene sueldos, compra feu-
dos y se convierte en barón. La tierra no supone la nobleza pero es el camino para con-
seguirla, una promoción social. Lo económico, que no es el único elemento que se dis-
cute, desempeña sin embargo su papel. Puedo comprar una tierra próxima a mi ciudad
para asegurar el simple abastecimiento de mi casa; es la política de un buen padre de
familia. O también para situar mis capitales y ponerlos a cubierto; la tierra, se decía,
no miente jamás y los comerciantes lo sabían muy bi,en. Desde Florencia, Luca del Sera
escribe el 23 de abril de 1408 a Francesco Datini, el mercader de Prato: «Üs he reco-
mendado que comprarais propiedades y hoy lo hago con más insistencia sí cabe. Las
tierras, al menos, no están expuestas al riesgo del mar, al de factores inconvenientes o
a compañías comerciales o a quiebras. Por tanto, os aconsejo y os lo pido [«Piit ve ne
conforto e pregho ]>ªº· Sin embargo, el fastidio para un comerciante es que una tierra
no se compra ni se vende con la misma facilidad que una acción de bolsa. Cuando la
quiebra de la banca Tiepolo Pisani de Venecia, en 1584, los fondos de tierras exigidos
como garantía se liquidan lentamente y con pérdidas81 • En el siglo XVIII, es cierto que
los comerciantes de La Rochelle que invierten gustosos sus capitales en la compra de
viñedos 82 , o de parcelas de viñedos, estiman que el dinero puesto así en reserva p~de
recuperarse, en el momento dado, sin demasiada dificultad o pérdidas. Pero allí se ~ra­
ta de viñedos, y en una región que exporta con creces su producción de vino. ,¡Una
tierra tan particular puede desempeñar el papel de un banco! Sin duda es éste el ~ipo
de tierras que compran los comerciantes de Amberes alrededor de su ciudad en el si-
glo XVI. Les es posible sacar partido de ellas, aumentar gracias a ellas su crédito y las
rentas que proporcionan no son despreciables 83.
Dicho esto, cualquiera que sea su origen, la propiedad urbana (sobre todo la bur-
guesa) no es ipso facto capitalista, de ahí que muy a menudo, y cada vez más a partir
del siglo XVI, no sea explotada directamente por su propietario. El que éste pueda ser,
si llega el caso, un capitalista auténtico, un innegable manipulador de dinero, no cam-
bia para nada la cuestión. Los Fugger, comerciantes riquísimos de Augsburgo, multi-
plican en la medida de su esplendor las compras de señoríos y principados en Suavia
y Franconia. Los administran, naturalmente, según los buenos principios contables, pe-
ro no modifican sin embargo su estructura. Sus señoríos siguen siendo señoríos, con
sus viejos derechos y sus campesinos censatarios 84 • De la misma forma los comerciantes
italianos en Lyon o los hombres de negocios genoveses en Nápoles que compran, con
un dominio, títulos de nobleza, no se convierten en empresarios de la tierra.
No obstante llega el momento en que el capitalismo aprovecha la tierra y la somete
completamente a su voluntad remodelándola de arriba a abajo. Examinaremos a con-
tinuación ejemplos de la agricultura capitalista. Son numerosos, discutibles unos, in-

211
La producción o el capitalismo en terrenCJ ajmo

Almoshof Dos imágenes anónimas del Museo de Nuremberg ilustran la extensión de llZI casas
de campo en el siglo XVII. La primera (arriba) representa la propiedad del siglo XVI. La segun-
da (en la página siguiente) representa el edificio en que se ha convertido en el siglo XVII al abri-
go de los mismos muros. (Cliché Hochbauamt.)

discutibles otros, pero frente a los ejemplos de gestión y de texturas que permanecen
tradicionales, son minoritarios, hasta el punto de ser casi hasta el siglo XVIII, por lo me-
nos, la excepción que confirma Ja regla.

Las condiciones previas


capitalistas

Los campos de Occidente son a la vez señoriales y campesinos. ¿Cómo entonces se-
rían fácilmente maleables? El régimen señorial ha tenido en todas partes una vida du-
ra. Ahora bien, para que un sistema capitalista de gestión y de cálculo económico se
instale en la explotación de la tierra, hacen falta múltiples condiciones prevías: que el
régimen señorial haya sido, si no abolido, por lo menos apartado o modificado (a veces
desde dentro, y entonces es el propio señor, o el campesino enriquecido, el amo del
pueblo [coq de village), el que desempeña el papel de capitalista); que las libertades
campesinas hayan sido, si no suprimidas,. por lo menos trastocadas, limitadas (es la gran
cuestión_ de los bienes comunales); que Ja empresa se encuentre comprendida en una
cadena vigorosa de intercambios a larga distancia -el trigo para exportar, la lana, la
hierba pastel 8>, la granza, el vino, el azúcar-; que se lleve a cabo una gestión «racio-
nal» guiada por una política reflexiva de rendimiento y enmienda; que una técnica ex-
perimentada dirija las investigaciones y las implantaciones de capitales fijos; que en
fin, exista en la base un proletariado asalariado.
Si no se cumplen todas estas exigencias, la empresa puede estar sobre la pista del
capitalismo pero no será capitalista. Ahora bien, estas numerosas condiciones negativas
o positivas, son difíciles de conseguir. ¿Y por qué nueve de cada diez veces esto es así?
Sin duda porque no se las introduce en los campos a su modo, porque la superestruc-

212
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

tura señorial es una realidad vivaz, resistente, y sobre todo porque el universo campe-
sino está naturalmente en contra de la innovación.
Un cónsul francés observa, en 1816, el estado «espantoso de abandono y de mise-
ria» de Cerdeña, que ocupa no obstante «d centro de la civilización europea»86 • El obs-
táculo esencial a los esfuerzos «ilustrados» procede de un mundo de campesinos atra-
sados, sometidos a la triple explotación del Estado, de la Iglesia y de la «feudalidad»,
de campesinos «salvajes» que «protegen a sus rebaños o trabajan sus campos con el pu-
ñal al lado y e1 fusil al hombro», devorados por las querellas de familias y de clanes.
En este mundo arcaico nada penetra fácilmente, ni siquiera el cultivo de la patata, en-
sayado con·éxito, pero que «no ha pasado al empleo común» a pesar de la utilidad de
«esta raíz de hambre». «Los intentos de la patata», señala nuestro cónsul, «fracasaron y
se volvieron ridículos; los de la caña de azúcar [que intenta un noble sardo apasionado
por Ja agronomía] fueron objeto de la envidia y la ignorancia o la maldad, y se casti-
garon como si fueran un crimen; los trabajadores conseguidos costosamente fueron ase-
sinados uno tras otro». Un marsellés de paso se maravilla ante los bosques de naranjas
de la Ogliastra, con los árboles «llenos de vigor y de salud cuyas flores al caer forman
un lecho espeso sin que los habitantes de esta región ... le saquen el menor partido».
Con algunos compatriotas instala una destilería y trabaja allí toda una temporada. Des-

La antigua y modesta casa del amo se ha convertido, una parte, en la del administrador, o la del
guarda; la otra parte, cortada a media altura, es ahora una te"aza; la nueva vivienda del pro·
pietario, enorme, con sus pináculos, tiene aspecto de castillo. (Cliché Hochbauamt.)
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

gradadamente, al año siguiente, cuando el equipo, que había regresado a Francia en


el intervalo, regresa a pie de obra, los talleres han sido saqueados, las herramientas y
los utensilios robados. Hay que abandonarlo todo.
Sin duda hay campesinos más abiertos y sometidos a otras técnicas de encuadra-
miento. Hemos tomado un ejemplo extremo: Cerdeña, aún actualmente, es un país
atrasado. Pero cuando a ese comerciante genovés de la familia de Jos Spinelli, convertido
en el señor de Castrovillani en el reino de Nápoles, se le mete en la cabeza regular a.
su antojo la llegada y la permanencia de Jos bracciali (los trabajadores temporales que
en este lugar se llaman los fatigaton), se gana la enemistad de toda la comunidad al-
deana, la universitii. Y es ella quien tendrá la última palabra. No exijáis demasiado a
los fatigatori, se le explica al señor, ¡se les quitarían las ganas de venir a trabajar a nues-
tras vifias como de costumbre! 87 • ·
Resumiendo, no es por casualidad que las nuevas empresas agrícolas se instalasen
tan a menudo en el vacío de los pantanos o en zonas pobladas de árboles. Más vale no
trastornar las costumbres y los sistemas fundiarios. En 1782, un innovador, Delporte,
para instalar su ganadería de corderos a la inglesa, eligió un trozo del bosque de Bou-
longe-sur-Mer, desbrozado por él mismo, y después mejorado con grandes esparcimien-
tos de marga 88 • Un pequeño detalle: tenía que proteger a los animales de los lobos.
¡Por lo menos estaban protegidos de los hombres!

Número, inercia,
productividad de las masas campesinas

El campesinado es el grupo más numeroso, la enorme mayoría de los vivientes. En


él se produce un codo a codo, de ahí las posibilidades de resistencia o de inercia es-
pontáneas. Pero el número es también signo de una productividad insuficiente. Si el
terreno da escasos rendimientos, y esto es algo bastante corriente, hay que aumentar
el área de labranza, extremar el esfuerzo de la mano de obra, reequilibrar todo por me-
dio de un excedente de trabajo. Frasso y Arpaia son dos pueblos pobres, situados de-
trás de Nápoles, no lejos de un tercero, Montesarchio, relativamente rico. En los dos
pueblos pobres, la productividad es tan baja que, para producir la misma cantidad, ha~
ce falta cultivar una superficie tres veces más grande que en Montesarchio. Consecuen-
cia: estos pueblos pobres conocen, aceptan, una natalidad más alta, matrimonios más
precoces, tienen que forjar una mano de obra relativamente abundante 89 • De ahí la per-
sistente paradoja en tantas economías del Antiguo Régimen, en campos relativamente
superpoblados, en el límite de la penuria y del hambre, obligados sin embargo a re-
currir a masas regulares de trabajadores temporales, segadores, vendimiadores, desgra-
nadores de trigo, los días de invierno, esos peones que pico en mano cavan fosos, to-
dos proceden de los mundos exteriores más pobres y de la masa confusa de los sin tra-
bajo. Una estadística de 1698 da, para todo Orleáns, las cifras siguientes: 23.812 cam-
pesinc>s de arado, 21.840 vendimiadores, 2.121 molineros, 539 jardineros, 3.160 pase
tores •. 38.444 jornaleros, 13.696 criadas y 15.000 criados. Y estas cifras no representan
el total de la población campesina, pues, a excepci6o de las criadas, no figuran las mu-
jeres ni los niños. ¡De una población activa de cada 120.000 personas, tenemos entre
criados, domésticos y jornaleros más de 67.000 asalariados! 90 •
Paradójicamente, esta sobrecarga de hombres es una traba al progreso de la pro-
ductividad: una población campesina tan numerosa, en una economía de subsistencia,
obligada a trabajar sin descanso para soportar las consecuencias de las frecuentes malas
cosechas y para pagar sus múltiples impuestos, se recluye en sus tareas y preocupacioc
214
La producción o el capitalismo en terreno ajen"

nes cotidianas. Apenas puede moverse. Semejante medio no se puede imaginar la fácil
propagación del progreso técnico o el riesgo de aceptar nuevos cultivos y nuevos mer-
cados. Dan la impresión de ser masas rutinarias, casi estancadas; no decimos tranquilas
o sumisas. Conocen despertares de una extraña brutalidad. En 1368, el levantamiento
chino que pone fin al extraño régimen de los mogoles, a favor de los Ming, es un
auténtico maremoto. Y si es raro que tengan parecida importancia en Europa, aquí se
producen por todas partes revueltas campesinas regularmente.
AClaro que estos incendios se extinguen unos detrás de otros: el levantamiento de
la lle de France en 1358, la sublevación de los trabajadores ingleses de 1381, la guerra
de los campesinos húngaros 91 bajo la dirección de Dozsa en 1514, que termina con mi-
les de ahorcados, o la de los campesinos alemanes en 1525, o el enorme levantamiento
napolitano de 1647. El estrato señorial, superestructura social de los universos rurales,
lleva siempre ventaja, ayudado por los príncipes, sostenido por la complicidad más o
menos consciente de las sociedades urbanas que necesitan del trabajo campesino. No
obstante, aunque pierde con bastante frecuencia, el campesino no renuncia por ello.
La guerra sorda alterna con la guerra abierta. Según Georg Grüll 92 , historiador de los
campesinos austriacos, incluso la enorme derrota que cierra el Bauernkn'eg de 1525 no
suspendió una guerra social latente, ininterrumpida hasta 1650 y más allá. La guerra
campesina es una guerra estructural que no termina nunca. Es mucho más que una
Guerra de Cien Años.

Misena
y supervivencia

Máximo Gorki había dicho un día: «Los campesinos son los mismos en todas par-
tes»93. ¿Es esto completamente cierro?
Los campesinos comparten todos una miseria bastante continua, una paciencia a la
altura de cualquier prueba, una extraordinaria aptitud para resistir amoldándose a las
circunstancias, una lentitud para actuar a pesar de los sobresaltos de las revueltas, un
arte desesperante para rechazar, sea cual sea, toda «innovación» 94 ; una perseveranHa
sin igual para reequilibrar una existencia continuamente precaria. Es cierto que viv¿11
a un bajo nivel, a pesar de alguna o algunas excepciones: así en el siglo XVI una Z'oria
de ganadería como el Dithmarschen, al. sur de Jutlandia 9$; «islas de bienestar campe-
sino» en la Selva Negra en algunos países de Baviera, de Hesse o de Turingia 96 ; más
tarde los campos holandeses debido a la proximidad de los grandes mercados de las
ciudades, la parte oeste del país de Le Mans 97 ; una buena parte de los campos ingleses;
los vendimiadores un poco por todas partes, por no citar más que algunos ejemplos.
Pero, en un recuento que fuera completo, las imágenes negras sobresaldrían con mu~
cho sobre las otras. Se presentan por millares.
No obstante, no acentuemos estas manchas negras. El campesino ha sobrevivido.
Ha conseguido desenvolverse, esto es también una verdad universal. Pero generalmen-
te gracias a cien oficios suplementarios 98 ; los de artesanía, los de esa auténtica «indus-
tria» que es la viticultura, los de transportes. Uno no se sorprenderá de que los cam-
pesinos de Suecia o Inglaterra sean también mineros, canteros o fabricantes de hierro;
de que los campesinos de Scania se conviertan en marinos y animen un cabotaje activo
en el Báltico y en el mar del Norte; de que todos los campesinos sean más o menos
tejedores y transportistas ocasionales. En Istria, cuando a finales del siglo XVI los cam-
pos se cubren con la segunda servidumbre muchos campesinos se escapan; se convier-
ten en transportistas y vendedores ambulantes en dirección a los puertos del Adriático

215
La producáón o el capitalismo en tel"reno ajeno

y multiplican una industria elemental del hierro, con altos hornos campesinos 99 En el
reino de Nápoles, «son numerosos los bracciali», dice un informe serio de la Somman'a,
«que no viven sólo de su trabajo de jornalero, sino que cada año siembran seis tomo/a
de trigo o de cebada [ ... ], que cultivan legumbres y las llevan al mercado, cortan y ven-
den madera y hacen transportes con sus bestias; después pretenden no pagar impues~os
sino como bracciali» 11X>. Por si fuera poco, un estudio reciente los califica de prestatanos
y prestamistas de dinero, pequeños usureros, ganaderos atentos.

La larga duración
no excluye el cambio

Estos ejemplos muestran en qué Gorki carece de razón. Hay mil formas de ser cam-
pesino, mil formas de ser miserable. Lucien Febvre tenía la costumbre de decir, con
respecto a las diferencias provinciales, «que Francia se llama diversidad». Pero el mun-
do también se llama diversidad. Está el suelo, está el clima, están los cultivos, está la
«deriva» de la historia, las antiguas elecciones; está también el estatuto de la propiedad
y de las personas. Los campesinos pueden ser esclavos, siervos, arrendatarios libres, apar-
ceros, granjeros; pueden depender de la Iglesia, del rey, de los grandes señores, de hi-
dalgos de segundo o tercer rango, de grandes arrendatarios. Y, cada vez, su estatuto
personal se revela diferente.
Esta diversidad en el espacio nadie la discute. Pero en el interior de cada sistema
dado, los historiadores de la vida campesina tienden actualmente a imaginar situacio-
nes inmóviles en el tiempo eminentemente repetitivas. Para Elio Conti, el admirable
historiador del campo toscano, esto no se puede explicar más que a través de mil años
de continuas observaciones 101 • Con respei;:to a los campos de los alrededores de París,
un historiador afirma que «las estructuras rurales apenas han sufrido transformaciones
entre la época de Felipe el Hermoso y el siglo XVIII» 102 • La continuidad es lo más im-
portante de todo. Werner Sombarc decía ya hace tiempo que la agricultura europea no
había cambiado desde Carlomagno hasta Napoleón: esto era sin duda una forma de
mofarse de ciertos historiadores de su tiempo. Actualmente, la ocurrencia no sentaría
mal a nadie. Otro Brünner, historiador de las sociedades rurales de Austria, va aún
más lejos: «El campesinado», expone sin vacilar, «ha constituido desde su formación en
el Neolítico hasta el siglo XIX el fundamento de la estructura de la sociedad europea
y, en el transcurso de los milenios, apenas le han afectado en su sustancia los cambios
de estructura de las formas políticas de las capas superiores» rn 3•
No obstante, no creamos a ojos cerrados en una inmovilidad total de la historia cam-
pesina. Sí, el campesino de tal pueblo no ha cambiado desde Luis XIV a nuestros días.
Sí, los viejos primos de una historiadora de Forez (laún se parecen [actualmente] a las
sombras tan próximas de los testadores del siglo XIV» 104 • Y la riqueza de estos campos
no parece haber «sido muy diferente en 1914 de la de 1340» 1 º~. Identidad de campos,
efe casas, de animales, de hombres, de propósitos, de refranes ... Sí, pero ¡qué de cosas,
qué de realidades no cesan de cambiar! Hacia 1760-1770, en Mitschdorf, un pequeño
pueblo de Alsacia del Norte, la escanda, viejo cereal, deja paso al trigo 106 ; ¿es esto des-
preciable? En el mismo pueblo, entre 1705 y 1816 (sin duda hacia 1765 ), se pasa de
un sistema trienal a un sistema bienal1° 7; ¿es esto despreciable? No son cambios pe-
queños, como dirían algunos, sino enormes. Toda larga duración se interrumpe un día
u otro, nunca de un solo golpe, nunca en su totalidad, pero se producen fracturas. En
los tiempos de Blanca de Castilla y de San Luis es decisivo el hecho de que el campe-
sinado de los alrededores de París, formado por siervos (identificables por tres cargas

216
La pmducción o el capitalismo en terreno ajeno

de reconocimiento: chevage, droit de formariage, mainmorte), pero también por hom-


bres libres, conquiste su libertad frente a los señores y que se multipliquen las exen-
ciones, las manumisiones, ya que el hombre libre, mezclado con los criados, se arries-
gaba siempre a ser confundido un día con ellos. Es decisivo también, y la vida econó-
mica se presta a ello, el que los campesinos· unidos codo con codo rescaten con dinero
sus obligaciones en Orly, en Sucy-en-Brie, en Boissy o en otras partes, movimiento des-
tinado a extenderse ampliamente 108 • Es decisivo el hecho de que la libertad campesina
se extienda por cierta Europa como una epidemia que alcanza preferentemente las zo-
nas activas, pero también, con ayuda de la cercanía, las regiones menos privilegiadas.
Así llega hasta el reino de Nápoles, e incluso hasta Calabria, que no es sin duda en
este caso una zona pionera; pero los últimos campesinos fugitivos han sido en vano re-
clamados en 1432 por el conde de Sinopoli 1º9. Ha desaparecido la servidumbre cam-
pesina, la vinculación a la gleba. Y las antiguas palabras (ad.rcripti, villani, censile.r, red-
ditici) desaparecen del vocabulario calabrés, no se habla más que de 11assallt'110 • Tam-
bién es importante el que el campesino liberado de la Alta Austria pueda lucir, como
muestra de su liberación, un sombrero rojo 111 • También lo es que el tn'age, que es el
repano de los bienes comunales entre campesinos y señores, fracase generalmente en
la Francia del siglo XVI!l, cuando el mismo proceso había dado lugar en Inglaterra a
las enclosures. Por el contrario es importante que la segunda servidumbre polaca ponga
bajo el celemín, en el siglo XVI, a un campesino que ya tenía la experiencia del mer-
cado directo con la ciudad o incluso con los comerciantes extrajeros 112 • Todo esto es de-
cisivo: uno sólo de estos cambios modifica en profundidad la situación de miles de
hombres.
En este caso, Marc Bloch 113 tiene razón junto con Ferdinand Lot, que consideraban
al campesinado francés como cun sistema de tal manera cimentado que no hay fisuras,
es imposible)). Ahora bien, hay fisuras, desgastes, rupturas, cambios. Así como las re-
laciones señores-campesinos, estas rupturas surgen de la coexistencia entre las ciudades
y el campo qué, al desarrollar automáticamente una economía de mercado, trastorna
el equilibrio rural.
Y el mercado no es el único motivo ¿No rechaza la ciudad frecuentemente sus ofi-
cios hada los campos para escapar a las trabas gremiales instituidas allí? Libre por otra
parre de repatriarlos dentro de sus muros cuando va en su beneficio. ¿El campesino ho
viene a la ciudad atraído por sus altos salarios? Y el señor, ¿no construye allí su cas·á1
incluso su palacio? Italia, con anticipación al resto de Europa, es la primera en conofler
este inurbamento. Y convirtiéndose en habitantes de la ciudad, los señores traen con-
sigo el gran conjunto de sus clanes rurales, que pesan, a su vez, sobre la economía y
la vida de la ciudad 114 • La ciudad, en fin, y con ello gentes de leyes que escriben para
el que no sabe escribir, muy a menudo amigos falsos, maestros del enredo, incluso usu··
reros que hacen firmar reconocimientos de deudas, deducen fuertes intereses, se apro-
vechan de los bienes empeñados. Desde el siglo XIV, la casana del Lombardo es la trampa
en la que cae el campesino que pide prestado. Comienza por empeñar sus utensilios
de cocina, sus cvasos vinarios», sus útiles agrícolas; después su ganado, para terminar
con su tierra 115 • La usura alcanza niveles fantásticos desde que aumentan las dificulta-
des. En noviembre de 1682, el intendente de Alsacia denuncia las usuras intolerables
de las que los campesinos son víctimas: «los burgueses les han obligado a pagar hasta
el 30% de interés», algunos han exigido que empeñaran las tierras con «la mita! de los
frutos como interés [ ... ] lo cual anualmente se revela igual al principal de la suma pres-
tada ... ». Sin duda alguna, son préstamos al 100% 116 •
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

En Occidente,
un régimen señorial que no está muerto

La organización señorial enclavada en fa vida campesina, mezclada con ésta, la pro-


tege y la oprime a la vez. Todavía actualmente se puede reconocer sus vestigios en to-
dos los paisajes de Occidente. Conozco dos pueblos mediocres, entre Barroís y Cham-
pagne, que antiguamente estuvieron sometidos a un modesto señorío. El castillo sigue
aún allí, cerca de uno de estos pueblos, tal como fue sin duda restaurado y acondicio-
nado en el siglo XVIII, con su parque, sus árboles, sus capas de agua, una cueva. De-
pendían del señor los molinos (no se usan, pero siguen allí), los estanques (ayer aún
se empleaban). En cuanto a los campesinos, disponían de sus jardines, de sus cañama-
res, de sus cercados, de sus huertas y de sus campos alrededor de las casas del pueblo,
apiñadas unas contra otras. Los campos, aún ayer, estaban divididos en tres parcelas
(trigo, avena, barbecho== versaines) que cambiaban todos los años. Dependían directa-
mente del señor, en calidad de propietario, los bosques próximos situados en la cima
de las colinas y dos «reservas», una por cada pueblo. Una de estas agrupaciones de
tierras ha dejado su nombre a un lugar llamado La Corvée; la otra ha dado lugar a una
granja compacta, enorme, anormal entre las pequeñas propiedades de los campesinos.
Para el uso aldeano, sólo se abrían los bosques que estaban lejos. Da la impresión de
ser un mundo cerrado sobre sí mismo, con sus artesanos-campesinos (el herrero, el carre-
tero, el zapatero, el guarnicionero, el carpintero) obstinados en producirlo todo, inclu-
so su vino. Más allá del horizonte hay otros pueblos agrupados, oprimidos; otros seño-
ríos que se conocen mal y de los que, de lejos, se hacer burla. El folklore está lleno de
estas antiguas mofas.
Habría que completar este cuadro: el señor, ¿qué señor? ¿Cuáles son los cánones
en dinero, en especie, en trabajo (las corvées)? En el caso común que evoco, los cáno-
nes en 1789 son livianos y las corvées poco numerosas, dos o tres días al año (labranza
y acarreo); sólo se producen disputas un poco impetuosas por el uso de los bosques.
Pero, de un lugar a otro, cambian muchas cosas. Habría que multiplicar los viajes:
ir a Neuburgo, en Normandía, con André Plaisse 117 ; a Montesarchio, en el reíno de
Nápoles, con Gérard Delille 118 ; con Yvonne Bézard a Gémeaux, en Borgoña 119 ; iremos
en un instante a Montaldeo, en compañía de Giorgio Doria. Nada es equiparable, evi-
dentemente, a una vista directa y precisa, como la que ofrecen cientos de veces las mo-
nografías, a menudo excelentes.
Pero nuestro problema no es sólo ése. Preguntémonos antes, desde un punto de
vista amplio, cuáles son las razones por las que el régimen señorial milenario, que se
remonta por lo menos a los grandes dominios del Bajo Imperio, ha podido sobrevivir
a la primera modernidad.
Las adversidades, no obstante, no le han faltado. El señor está sujeto, por lo alto,
por los vínculos feudales. Y estos vínculos no son ficticios, dan lugar al pago de rentas
feudales nada pequeñas, a «reconocimientos», a pleitos; están también los provechos
eventuales y los derechos feudales que hay que pagar al príncipe, y que a veces son
elevados. Jean Mayer piensa que la renta de la nobleza (aunque habla de la nobleza
bretona, bastante particular) se ve amputada cada año de un 10 a un 15 o/o 120 • Vauban
adelantaba ya «que si se examinara todo bien, se encontraría que los hidalgos no tie-
nen menos cargas que los campesinos» 121 , lo cual, evidentemente, es mucho decir.
En cuanto a las rentas y cánones que reciben de los campesinos, aquéllas tienen
una fastidiosa tendencia a reducirse. Rentas fijadas en dinero en el siglo XIII, se vuel-
ven irrisorias. En Occidente, las prestaciones personales han sido generalmente resca-
tadas. El producto de un horno banal son algunos puñados descontados de la masa

218
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Dominando su pueblo, un castillo de tejas doradas, según la moda de Borgoña: la Rochepot, en


la carretera que sube a Arnay-le-Duc, en Cote-d'Or. (Foto Rapho, cliché Goursat.)

219
La producción o el capitalismo en te1·re110 ajeno

que los campesinos llevan a cocer una vez por semana. Algunas rentas en especie se
vtielven simbólicas: con las particiones de los censos, estos campesinos deben un cuar-
to, un octavo, un decimosexto de capón 122 • La justicia señorial se muestra expeditiva
para las causas sin importancia, pero no es lo suficientemente pesada como para soste-
ner a los jueces que designa el señor: hacia 1750, en Gémeaux, en Borgoña, la escri-
banía y las multas judiciales alcanzan las 132 libras en relación con una renta de 8.156
libras 123 • Esta evolución mejora su ritmo en cuanto los señores más ricos, los quepo-
drían defender eficazmente sus derechos locales, no viven casi en sus tierras.
Juega también en contra del señor el lujo grandioso de la vida moderna, que se
debe obtener a cualquier precio. Al igual que el campesino, el señor hace felices a los
prestamistas burgueses. Hace mucho tiempo, en Borgoña, los Saulx-Tavannes pudie-
ron; gracias a fa inmensidad de sus posesiones, superar- las' situaciones desagradables sin
demasiados daños. La prosperidad de fa segunda mitad del siglo XVIII les crea dificul-
tades inesperadas. Sus rentas están subiendo, pero las gastan sin reparar en nada. Y es
la ruina 124 • En realidad, es fa historia de siempre. .
Además, las crisis políticas y económicas desmantelan piezas completas del mundo
señorial. En tiempos de Carlos VIII, de Luis XIt de Francisco· I y de Enrique II. per-
manecer durante-el verano en Italia con los ejércitos del rey de Francia y· durante el
invierno en sus tierras pase todavía. Pero a: partir de 1562, las Guerras de Religión son
un precipicio. La regresión económica de los años 1590 consigue precipitar la crisis. En
Francia, como en Italia, en España, y sin duda: eii todas partes, se P.repara una trampa
y Ja nobleza, frecuentem~nte la de. más alcurnia! desaparece 4e golpe; A to~o esto se
anaden los furores, la rabia: campesma que, dominada, contenida, obligan mas de una
vez a hacer concesiones.
A pesar de tantas debilidades, de tantas fuerzas hostiles, la institución sobrevivió.
Por muchas razones. Los señores que se arruinan ceden su puesto a otros señores, fre-
cuentemente ricos burgueses que siguen manteniendo el sistema. Hay revueltas, accio-
nes violentas de los campesinos; pero hay reacciones señoriales, también numerosas. CO-
mo en Francia, en vísperas de la Revolución. Si el campesino no renuncia a sus dere-
chos fácilmente, tampoco lo hace el señor a sus ventajas. O mejor dicho, cuando pier-
de unas, se las arregla para conservar o ganar otras;
En efecto, no todo está en su contra. La nobleza en Francia, antes de 1789, con-
trola sin duda el 20% de fa propiedad territorial del reino 121 • Los impuestos de laude-
mio son todavía: pesados (hasta uri 16 y un 20% del importe de las ventas en Neubur-
go, Normandía). El señot no es sólo un rentista de las tenencias; también es un gran
propietario: dispone del dominio cercano, una parte importante de las mejores tierras,
que se puede explotar directamente o arrendarse. Posee una gran parte de bosques, de
«setos», de terrenos incultos o pantanosos. En Neuburgo, antes de 1789, la baronía ob-
tenía de sus bosques el 54% de sus rentas, que no eran mediocres 126 • En cuanto a los
espacios sin cultivar, cuando las parcelas se roturan pueden concederse, y entonces se
someterán al champart, una especie de diezmo. Por último, el señor puede comprar
cada vez que una propiedad se pone en venta; el retracto feudal es un derecho prefe-
rente de compra. Cuando un campesino abandona su tierra, sometida a censo, o cuan-
do ésta queda libre por una u otra razón, el señor puede arrendarla, darla en aparcería
o enfeudarla de nuevo. Puede incluso, en ciertas condiciones, imponer el retracto. Tam-
bién tiene el derecho a imponer una tasa sobre los mercados, sobre las ferias, en los
peajes que se encuentran en sus tierras. Cuando en el siglo XVIII se hizo en Francia una
relación detallada de todos los peajes con el fin de abolirlos para facilitar el comercio,
se observó que muchos eran recientes, impuestos arbitrariamente por los propietarios
de bienes raíces.
El derecho señorial ofrece, pues, muchas posibilidades de maniobra. Los señores de

220
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

la Gatine del Poitou, en el siglo XVI 127 , consiguieron, Dios sabe cómo, constituir a par-
tir de tierras agrupadas esas fincas en aparcería que, con sus setos vivos, crearon enton-
ces el nuevo paisaje de boscage. Se trata de una transformación decisiva. Los feudata-
rios del reino de Nápoles, a los que todo favorece, capacitados para hacer pasar las te-
nencias a las reservas -los scarze- no lo hicieron mejor.
Para terminar, por esencial que sea, no nos hagamos demasiadas ilusiones sobre los
efectos económicos de la libertad campesina. Dejar de ser siervo, es poder vender la
tenencia, ir a donde se quiera. En 1676, un predicador de la Alta Austria, elogia así
su tiempo: «Alabado sea Dios, ahora ya no hay más siervos en los alrededores y actual-
mente cada uno puede y debe servir donde quiera» 128 Se observará que la palabra de-
be se añade a la palabra puede y se quita a la palabra quiere. El campesino es libre, pero
debe servir, cultivar la tierra, la cual pertenece siempre al señor. Es libre, pero el Esta-
do le somete, por todas partes, al impuesto, la Iglesia percibe el diezmo y el señor sus
rentas. No es difícil adivinar el resultado: en el siglo XVII, en el Beauvaísis, la renta
campesina disminuye de un 30 a un 40% debido a estas diversas exacciones 129 Otros es-
tudios indican tasas bastante aproximadas. La sociedad dominante tiende en todas par-
tes a movilizar y a incrementar para su beneficio la masa de excedentes agrícolas. Sería
Üna ilusión creer que el campesino no se da cuenta de todo esto. Los nu-pieds, rebel-
des de Normandía (1639), denuncian en sus manifiestos a los arrendatarios de impues-
tos y a los tratantes «esas gentes enriquecidas [... ] que llevan a expensas nuestras el raso
y el terciopelo», este «montón de ladrones que se comen nuestro pan» 130 • En 1788, se-
gún sus campesinos, los canónigos de Saint-Maurice, cerca de Grenoble, «no piensan
más que en engordar como los cochinos que se matan en Pascua» 131 • Pero, ¿qué pue-
den pues esperar estas gentes de una sociedad en la que; como escribe el economista
napolitano Galanti, «el campesino es un animal de carga a quien se proporciona lo jus-
to para llevar su peso» 132 , sobrevivir, reproducirse, seguir con su trabajo? En un mundo
siempre bajo la amenaza del hambre, los señores tienen la parte fácil: defienden, al
mismo tiempo que sus privilegios, la seguridad, el equilibrio de una sociedad. Por am-
bigua que sea, está allí para apoyarles, sostenerles, para afirmar, con Richelieu, que los
campesinos se parecen «a las mulas que estando acostumbradas a la carga, se echan a
perder más por un largo descanso que por el trabajo» 133 Hay pues muchas razones para
que la sociedad señorial, sacudida, golpeada, minada sin fin, se mantenga a pes?lir de
todo, se recomponga durante siglos, y pueda ser un obstáculo a todo lo que, en el htar-
co de los campos, no sea ella misma. 'i

En Monta/deo

Abramos un paréntesis para imaginar que vivimos, duurante un instante, en un


pequeño pueblo de Italia. La historia nos ha sido contada maravillosamente por un his-
toriador, Giorgio Doria, heredero de los documentos de la gran familia genovesa, des-
cendiente del antiguo señor y dueño de Montaldeo 134 •
Pueblo bastante miserable, con trescientos y pico habitantes y algo menos de 500
hectáreas de tierras, Montaldeo está situado en los límites del Milanesado y del terri-
torio de la República de Génova, lindando con la llanura lombarda y los Apeninos.
Su minúsculo territorio de colinas era un «feudo» del emperador. En 1569, los Doria
se lo compran a los Grimaldi. Doria y Grimaldi pertenecen a la nobleza de negocios
de Génova, a esas familias nada descontentas de figurar como 4'.feudatarios», que ase-
guran sus_ capitales y que se reservan un asilo a las puertas de la ciudad (precaución

221
La producción o el capitalúmo en terreno ajeno

útil, ya que la vida política es agitada allí). Esto no impide que traten a su feudo como
comerciantes sagaces, sin prodigalidad, pero ni como empresarios ni como innovadores.
De forma muy viva, en el libro de G. Doria se exponen las posiciones recíprocas
de los campesinos y del feudatario. Campesinos libres que van donde buenamente les
parece, se casan por su propia voluntad, ¡pero son tan miserables! El consumo míni-
mo, que el autor fija para una familia de cuatro personas en 9,5 quintales, entre ce-
reales y castañas, y 560 litros de vino por año, sólo lo sobrepasan o lo alcanzan 8 de
cada 54 hogares. Para los otros, la desnutrición es crónica. En sus cabañas de madera
y arcilla, las familias pueden aumentar, incluso durante los períodos calamitosos, \\"pues
éstos parecen empujar a la procreación», pero cuando estas familias sólo poseen una hec-
tárea de mala tierra, tienen que buscar su sustento en otra parte, trabajar en la hacien-
da del feudatario, en los campos de tres o cuatro socios de tierras del lugar. O descen-
der a la llanura y allí alquilar sus brazos en la época de la siega. No sin horribles sor-
presas: ocurre que el segador, que debe proporcionarse su propio alimento, gasta más
en comer de lo que recibe de su patrono. Es el caso de 1695, de 1735, de 1756. O
bien, cuando llegan a los lugares de contrata, no encuentran ningún trabajo; hay que
ir más lejos: en 1734, algunos irán hasta Córcega.
A estos males se añaden los excesos del feudatario y de sus representantes; en la
primera fila de éstos está el intendente, il fottore. La comunidad aldeana, con sus con-
soli, no puede hacer gran cosa contra ellos. Todos tienen que pagar las rentas, los arrien-
dos, aceptar el que los amos compren a bajo precio sus cosechas y las vendan obtenien-
do grandes beneficios, que tengan el monopolio de los adelantos usureros y de los be-
neficios, de la administración de justicia. Las multas son cada vez más caras; se trata
de aumentar la sanción de los delitos de poca importancia que son los más frecuentes.
En comparación con las multas de 1459, las de 1700, teniendo en cuenta la devalua-
ción de la moneda, se multiplican por 12 para las lesiones; por 73 para las injurias;
por 94 para el juego, pues está prohibido; por 157 para los delitos de caza; por 180
para el apacentamiento en los campos ajenos. Aquí la justicia señorial no puede ser un
mal negocio.
El pequeño pueblo vive con un cierro desfase en relación con las grandes coyuntu-
ras de la economía. No obstante, conocerá las expropiaciones y las alienaciones campe-
sinas del siglo XVII. Después del impulso del Siglo de las Luces, que exclaustra al pue-
blo y lo vincula al exterior, la viña se desarrolla como un monocultivo invasor, y el in-
tercambio se convierte en una norma favoreciendo a los transportistas arrieros. Aparece
una especie de burguesía aldeana. De pronto se respira un cierto espíritu de descon-
tento, a falta de revuelta abierta. Pero el que uno de estos pobres diablos se salga de
su lugar es indecencia a los ojos de un privilegiado montado a caballo sobre sus prerro-
gativas; si además es insolente, es un auténtico escándalo. En Montaldeo, un tal Bet-
toldo, huomo nuovo, se atrae la venganza de nuestro marqués Giorgio Doria. Se trata
de uno de esos arrieros que hacen una pequeña fortuna (estamos en 1782) transportan-
do el vino del pueblo hasta Génova, y sin duda cuenta con esta violencia que se les ha
atribuido de ordinario a los arrieros. «Me inquieta mucho la insolencia de Bettoldo»,
escribe el marqués a su administrador, «y la facilidad con la que blasfema. [ ... ] Habría
que castigarle, pues es indomable. [ ... ] En cualquier caso, despedidle de mi casa; qui-
zás el hambre le vuelva menos malo».
Esto no es seguro, pues blasfemar, injuriar, burlarse, es una tentación, una nece-
sidad. Para el hombre humillado, es un alivio murmurar, aunque sea en voz baja, este
motto de Lombardía en la misma época: «Pane di mostura, acqua di fosso, lavara ti,
Patron, che io non posso» (Pan de roeduras, agua de pozo, a ti te toca trabajar, patrón,
¡yo no P):ledo más!). Unos años más tarde, en 1790, es algo común decir de Giorgio
Doria,: «E marchese del /atto suo, e non di piu». Es marqués para lo que le interesa, y
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

nada más. En contraposición a estas palabras revolucionarias, el cura de Montaldeo,


que lamenta los nuevos tiempos, escribe al marqués, en 1780: «... desde hace algunos
años la impostura, la venganza, la usura, el fraude y otros muchos vicios están aumen-
tandoi>. Reflexiones análogas se hacen oír en toda la Italia de esta época, incluso bajo
la pluma de un economista liberal como es el caso de Genovesi. Consternado por el
estado de ánimo de los trabajadores napolitanos, no veía en 1758 más que un remedio:
la disciplina militar y el bastón, «bastonate, ma bastonate all'uso militare»m. Desde
entonces, la situación no dejó de ensombrecerse en un reino de Nápoles donde se ex-
tiende una especie de epidemia de desobedencia social. Los jornaleros agrícolas, a par-
tir del año 1785, ¿no van a hacer que les paguen el doble que los años precedentes,
cuando los precios de los productos han bajado? ¿No alargan el descanso a mitad de
la jornada para ganar los bettole y perder dinero bebiendo y jugando en esas tascas 136 ?

Franquear
las barreras

En algunas circunstancias, el capitalismo franquea o rodea las barreras que levantan


señores y campesinos. La iniciativa de estos cambios estructurales proceden tanto del
interior mismo del sistema señorial como del exterior.
De dentro, puede ser el capitalismo que practica, imita o trata de inventar el señor
mismo; puede ser un capitalismo de origen campesino, a partir del éxito de los grandes
arrendatarios.
Del exterior proceden las instrusiones más importantes. Todo el dinero urbano se
invierte en los campos. Para perder la mitad cuando se trata de comprar bajo el signo
de la promoción social o del lujo. Pero a veces para cambiar y transformar todo, incluso
cuando no sea para llegar, inmediatamente, a una explotación perfecta de tipo capita-
lista. El golpe de varita mágica es siempre la incorporación de una producción agrícola
a la economía general. En el siglo XV, es bajo la demanda de un mercado exterior pro-
vechoso que los hombres de negocios genoveses instalan en Sicilia el cultivo y el mo-
lino de la caña de azúcar (trapeto); que los negociantes de Tolosa, en el siglo XVI, i~us­
citan en su región cultivos industriales de hierba pastel; que los viñedos del Bord~is
o de Borgoña se desarrollan en el siglo siguiente en muchas grandes propiedadt:~¡ en
beneficio de las sólidas fortunas de los presidentes y consejeros de los parlamentos de
Burdeos y de Dijon. El resultado es una división del trabajo y de los cometidos, la pues-
ta en marcha de una cadena capitalista de explotación, muy nítida en Burdeos 137 (el
administrador dirige el conjunto de la explotación, el hombre de negocios dirige el sec-
tor vitícola ayudado por el capataz agrícola, que se encarga de la labranza, y por el ca-
pataz viticultor, que se ocupa de las viñas y de la vinificación y tiene bajo sus ordenes
a los obreros especializados). En Borgoña 138 , la evolución es menos rápida; los viñedos
de calidad, los que crecían en la costa, eran, aún a comienzos del siglo XVll, propie-
dades eclesiásticas. Pero los parlamentarios de Dijon propusieron precios ventajosos y
los Señores de Cíteaux enajenaron así sus terrenos -es un ejemplo entre otros diez. Los
nuevos propietarios supieron lanzar y comercializar los productos de sus propiedades.
Llegaron incluso a instalarse en persona en los pueblos de la costa, situados en cuesta,
con sus callejuelas estrechas, sus casuchas, sus «endebles bodegas> y, al pie de sus «calles
empinadas», algunas tiendas y puestos de artesanos. De repente, se ven surgir las bellas
casas de los amos; pequeños pueblos, Brochon, Gevrey, cuentan pronto con 36, des-
pués con 47. Se trata de una especie de colonización de tutelaje. de vigilancia directa
de una producción fácil que hay que vender y asegura altos beneficios.
223
Los viñedos de Beaujolais (cerca de Bellev1/le-sur-Sa6ne) vistos por Henn· Cartier-Bresson. (Foto
Cartier-Bresson-Magnum.)

224
La producción o el capitafümo en terreno ajeno

De los contornos
al corazón de Europa

Podríamos, en la búsqueda de este primer capitalismo agrario, perdernos en cen-


tenares de casos particulares. Intentamos antes elegir algunos ejemplos significativos.
Nos limitaremos, desde luego, a las experiencias europeas, ya sean de la Europa pro-
piamente dicha, ya de los contornos orientales o de los contornos occidentales del ex-
traordinario laboratorio que ha sido la América europea. Esto dará ocasión, en contex-
tos diferentes, de ver hasta qué punto el capitalismo puede penetrar en sistemas que
le son estructuralmente extraños y abrirse paso o contentarse con dominar desde lejos
la producción, teniendo la sartén por el mango en cuanto a la distribución.

El capitalismo
y la segunda servidumbre

El título de este apartado no responde a un deseo de paradoja. La «segunda servi-


dumbre• es la suerte reservada a los campesinos del Este europeo que, libres ya en el
siglo XV, han visto alterarse su destino en el transcurso del siglo XVI. Después, todo se
ha inclinado hacia la servidumbre en inmensos espacios desde el Báltico hasta el mar
Negro, en los Balcanes, en el reino de Nápoles, en Sicilia, y desde Moscovia (un caso
muy particular), pasando por Polonia y Europa Central, hasta una línea aproximada-
mente trazada desde Hamburgo hasta Viena y Venecia.
En estos lugares, ¿qué papel desempeña el capitalismo? Parece que ninguno, ya
que es obligatorio, en este caso, hablar de refeudalizaci'ón, de régimen o de sistema
feudal. Y el magnífico libro de Witold Kula 139 , que analiza paso a paso lo que puede
ser, del siglo XVI al XVIII, el «cálculo económico» de los campesinos siervos de Polonia
y el de sus señores, explica claramente en qué los señores no son «verdaderos» capita-
listas y no lo serán hasta el siglo XIX.
Una coyuntura de doble o triple efecto arrojó, a principios del siglo XVI, a la :l:}.i-
ropa Oriental a un destino colonial de productor de materias primas, destino del qile
la segunda servidumbre no es sino el aspecto más visible. En todas partes, con v'a'.éia-
ciones según las épocas y los lugares, el-campesino, fijado a la tierra, deja, de derecho
o de hecho, de ser móvil, de gozar de las facilidades del matrimonio fuera de la juris-
dicción de su señor, de liberarse, con dinero, de las rentas en especie y de las presta-
ciones en trabajo. La prestación personal extiende desmesuradamente sus exigencias.
En Polonia 140 , hacia 1500, era insignificante; los estatutos de 1519 y de 1529 la esta-
blecen un día a la semana, es decir cincuenta y dos al año; hacia 1550, pasa a tres días
por semana; en 1600, a seis días. En Hungría se produce la misma evolución: un día
a la semana en 1514, después dos, después tres, pronto una semana cada dos y final-
mente se suprime toda reglamentación: la prestación personal no depende ya más que
del arbitrio del señor 141 • En Transilvania, cuatro días a la semana: además del domin-
go, a los campesinos les pertenecerían dos días laborables. Pero en 1589-1590, en Li-
vonia 142 , «jeder gesinde [trabaja] mitt Ochsen oder Pferdt al/e Dage»: sin duda alguna,
cada individuo sujeto a prestación personal trabaja con una yunta de bueyes o un tiro
de caballos todos los días. Aún dos siglos más tarde {1798) en la Baja Silesia, se reco-
noce oficialmente que «las prestaciones personales campesinas no tienen límite,, 143 • En
Sajonia hay un reclutamiento de jóvenes, enrolados por dos o tres años al servicio del
señorl 44 • En Rusia, es el endeudamiento campesino lo que ha permitido a los nobles

225
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

obtener de sus arrendatarios contratos que les fijan a la tierra, una especie de «servi-
dumbre voluntaria» que será más tarde legalizada. 14 ~
La regla de los seis días de prestación personal por semana, breve, mitigada, orga-
nizada de tal o cual forma, tiende a establecerse sin excepción. Tal vez haya que dejar
aparte a los campesinos de las propiedades principescas y de las angostas posesiones de
las ciudades. Quizás haya incluso un régimen menos fuerte en Bohemia o en Prusia
oriental. En verdad, aunque no es posible hacer ninguna estadística y en consecuencia
ninguna cartografía, la prestación personal no cesa de ajustarse a las realid:ides lócales
de la sociedad y del trabajo campesino. Las prestaciones personales de atelaje las pro-
porcionan los explotadores mejor dotados de tierras, que mantienen a este efecto ani-
males de tiro de más y que delegan para estos servicios en un hijo o en un criado. Pero
estas prestaciones personales con atelaje (Spanndienste o Spannwerke, en Alemania)
no eximen de las prestaciones personales manuales (Handwerke) y, como hay en los pue-
blos señoriales pequeños campesinos y jornaleros sin tierra, existe toda una serie de re-
gímenes y de baremos particulares. De ahí que la prestación personal incluya todo: el
trabajo doméstico, las faenas de las cuadras, de las granjas, de los establos, las labores,
la siega del heno, la recolección de la mies, los transportes, remover la tierra, la tala
de árboles. En total, una enorme movilización, convertida en algo natural, de las fuer-
zas de trabajo del mundo tural. Apretar un tornillo suplementario es siempre fácil: bas•
ta con modificar el horario de trabajo, conservar un atelaje, aumentar las cargas que
hay que transportar, alargar los recorridos. Y si se preciso, amenazar.
Este agravamiento general de la prestación personal en los países europeos tiene mo-
tivos a la vez exteriores e interiores. Exteriores: la demanda masiva de la Europa del Oes-
te que es preciso abastecer, avituallar de materias primas. Resulta un poderoso llama"
miento a la producción exportable. Interiores: en la carrera competitiva entre el Esta-
do, las ciudades y los señores, éstos están casi en todas partes (salvo en Rusia) en po-
sición dominante. Al deterioro de las ciudades y de los mercados urbanos, a la debi-
lidad del Estado responde el embargo de la mano de obra (y también de la tierra pro-
ductiva) que conduce al éxito de los feudales. La prestación personal es un gran motor
al servicio de lo que los historiadores alemanes llaman la Gutshem·chaft, en contrapo-
sición al señorío tradicional, la G-rundhemchaft. En Silesia, en el siglo xvm. se han
contado, para un año, 373.621 jornadas de prestación personal con tiros de dos caba-
llos, 495 .127 con yuntas de bueyes. En Moravia, estas cifras son de 4.282.000 y de
1.409.114.146 , respectivamente.
Este duro régimen no ha podido establecerse de la noche a la mañana; ha habido
progresión, acostumbramiento y no ha faltado violencia. En Hungría, al día siguiente
de la derrota del levantamiento de Dozsa ( 1514) 147 , el Código de Werbocz proclamó
la perpetua rustt'citas, es decir la servidumbre perpetua del campesino. Será proclama-
da de nuevo, un siglo más tarde, en la Asamblea de Estados de 1608, después del epi-
sodio del levantamiento de los haidouks, esos campesinos prófugos que viven del me-
rodeo y del pillaje al lado de los turcos.
. Eri efecto, el arma de los campesinos contra un señor demasiado exigente es la hui•
da. ¿Cómo atrapar al hombre que se va al llegar la noche, con su carro, su esposa, sus
hijos, sus bienes apiñados, sus vacas? En cuanto se aleja un poco, encuentra, a lo largo
del camino, la complicidad de sus hermanos de miseria; después, finalmente, la aco-
gida en otro dominio señorial o entre el grupo de las personas fuera de la ley. En Lu-
sace, cuando finaliza la Guerra de los Treina Años, la ira y las quejas de los señores
perjudicados se multiplican ante el Landtag 148 • Piden que al menos se castigue a los
que ayudan a los fugitivos y los acogen; que a los fugitivos apresados les corten las ore-
jas o la nariz, o que les marquen la frente con un hierro candente. ¿No se puede ob-
tener del príncipe elector de Sajonia, que está en Dresde, un Reskript? Pero ~a lista sin

226
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Procedente del Vístula, el grano llega a Gdansk (Dantzig) a granel, en barcos o en simples bar-
quillas, a veces en balsas de troncos de árboles. Abajo del todo, a la izquierda, la punta de un
barco y sus sirgadores. (Foto Henryk Romanowski).

227
La producción o el capitafümo en terreno ajeno

fin de rescriptos que prohiben er libre movimiento de los siervos (en Moravia, 1638,
1658, 1687, 1699. 1712; en Silesia, 1699, 1709, 1714, 1720) prueba la impotencia de
la legislación en este punto.
En cambio, los señores han conseguido incorporar al campesinado en unidades eco-
nómica.S cerradas, a veces muy vastas: hay que pensar en los condes Czerny de Bohe-
mia, en los Radziwill o en los Czartoriski de Polonia, en los magnates de Hungría, co-
merciantes de vino y de ganado. Estas unidades económicas se autoabastecen. El cam-
pesino no tiene prácticamente acceso a ios mercados urbanos, por otra parte muy re-
ducidos. Cuando va, es para hacer pequeñas transacciones, como conseguir un poco de
dinero que necesita para pagar algunas rentas; o tomarse un vaso de cerveza o de licor
en la posada, también propiedad del señor.
Pero, finalmente, esta unidad económica no es autárquica ya que se abre por lo
alto. El señor, propietario de los siervos y de las tierras como antiguamente, produce
el grano, la madera, el ganado, el vino, más tarde el azafrán o el tabaco, según las
demandas de un cliente lejano. Un verdadero río de grano señorial desciende por el
Vístula y llega a Gdansk. De Hungría es el vino, el ganado vivo que se exporta lejos;
en las provincias danubianas, el trigo, los carneros destinados a satisfacer el apetito in-
saciable de Estambul. En todas partes, en la zona de la segunda servidumbre, la eco-
nomía dominical lo cubre todo, cerca las ciudades, las subyuga -extraña venganza del
campo.
Además, ocurre que estos dominios poseen sus propios burgos y sirven de base a
las empresas industriales: fábricas de ladrillos, destilerías de alcohol, fábricas de cerve-
za, molinos, fábricas de loza, altos hornos (tomo en Silesia). Estas manufacturas utili-
zan una mano de obra obligada a servir, y cambien muy a menudo materias primas
gratuitas que, por esto, no constan en una contabilidad estricta del debe y del haber.
Durante la segunda mitad del siglo xvm, en Austria, los señores participaban en la
puesta en marcha de fábricas textiles. Son particularmente activos y conscientes de sus
posibilidades; persiguen sin descanso el Ammdierung de sus dominios, usurpan los bos-
ques y los' derechos jurisdiccionales del príncipe, lanzan nuevos cultivos, como el taba-
co, y toda la pequeña ciudad se somete a su voluntad, jugando con ventaja con los de-
rechos de concesión de ésta 149.
Pero volvamos a nuestra cuestión: ¿qué hay en los múltiples aspectos de la segunda
servidumbre que corresponda al capitalismo? Nada, responde el libro de Witold Kula,
y sus argumentos son ciertamente pertinentes Si se sale de la semblanza tradicfonal del
capitalismo, si se acepta esta descripción robot: racionalización, cálculo, inversión, maxi-
mización del beneficio, entonces sí que el magnate o el señor polaco no son capitalis-
tas. Todo les es demasiado fácil entre el plano del dinero que consiguen y el plano de
la economía natural que está a sus pies. No calculan, pues la máquina lo hace sola.
No buscan reducir a todo trance sus costes de producción; casi no se preocupan de me-
jorar, ni incluso de mantener la productividad del suelo que es, no obstante, su capi-
tal; se niegan a toda inversión real, se conforman tanto como les es posible con sus sier-
vos, mano de obra gratuita. La cosecha, cualquiera que sea, es para ellos un beneficio;
la vendén en Dantzig para intercambiarla automáticamente por productos manufactu-
rados de Occidente, generalmente de lujo. Hacia 1820 15º (sin que el autor pueda in-
dicar exactamente el cambio producido) la situación se muestra muy cambiada: un
buen número de propietarios consideran desde ahora a su tierra como un capital que
es urgente preservar, mejorar, cualquiera que sea el coste; se desprenden tan pronto
como les es posible de sus siervos, que representan demasiadas bocas que alimentar y
poco trabajo eficaz; prefieren a los asalariados. Su «cálculo económico» ya no es el mis-
mo: ahí está el desarrollo tardió conforme a las reglas de una gestión cuidadosa de com-
parar la inversión, el precio de coste y el producto neto. Este contraste es un argumen-

228
la produmón o el capitalismo en terreno ajeno

to importante para situar a los señores polacos del siglo XVHI entre los señores feudales
y no entre los empresarios.
Desde luego, no quiero ir en contra de este argumento. No obstante, me parece
que la segunda servidumbre es la contra-figura de un capitalismo negociante que en-
cuentra, en la situación del Este, sus ventajas e incluso, en una parte del mismo, su
razón de ser. El gran propietario no es un capitalista, pero está al servicio del capita-
lismo de Amsterdam o de cualquier otra parte, es un instrumento y un colaborador
del mismo. Forma parte del sistema. El m~ grande señor de Polonia recibe los ade-
lantos del mercader de Gdansk y, mediante éste, del mercader holandés. En cierto sen-
tido, se encuentra en la misma situación inferior que el ganadero de Segovia que, en
el siglo XVI, vende con mucho adelanto la lana de la esquila de sus corderos a los mer-
caderes genoveses; o en la situación de los agricultores, apurados o no, pero siempre a
la búsqueda de un adelanto, que, en todas las épocas y en toda Europa, venden su
trigo por anticipado a los mercaderes de cualquier clase, minúsculos o importantes, a
quienes esta situación les permite obtener unos beneficios ilícitos y les ofrece una es-
capatoria a las reglas y a los precios del mercado. ¿Diremos entonces que nuestros se-
ñores se encuentran entre las víctimas, y no entre los que hacen o participan de un ca-
pitalismo que, desde lejos, mediante intermediarios, tienen según sus gustos y sus ne-
cesidades todo lo que es movilizable por los caminos del mar, las vías fluviales y la com-
placencia moderada de. las rutas terrestres?
Sí y no. Hay una diferencia entre el ganadero de Segovia o el cerealista, que no
hacen, en suma, más que soportar la ley de un usurero, y el señor de Polonia que, des-
favorecido en Gdansk, es omnipotente en su casa. Esta omnipotencia la utiliza para or-
ganizar la producción de forma que responda a la demanda capitalista -la cual no le
interesa más que en función de su propia demanda de productos de lujo. En 1534 al-
guien escribía a la regente de los Países Bajos: .Todos los grandes señores y propietarios
de Polonia y Prusia han encontrado desde hace veinticinco años este medio de enviar
por ciertos ríos todo su trigo a -Danzwick, y hacerlo vender en la mencionada ciudad.
Y por este motivo el reino de Polonia y los grandes señores se vuelven muy ricos>m.
Si se siguiera este texto al pie de la letra, nos imaginaríamos a los gentlemen arrenda-
tarios como empresarios a la Schumpeter. No es nada de eso. Es el empresario de Oc-
cidente quien ha venido a llamar a su puerta. Pero el señor polaco tenía el poder ,.10
tiene bien demostrado- de poner a su servicio a Jos campesinos y a una buena P•Fte
de las ciudades, de dominar la agricultura e incluso la industria; la producción en¡era,
por decirlo así. Cuando pone este poder al servicio del capitalismo extranjero, se con-
viene en intérprete del sistema. Sin él,' no hay segunda servidumbre, y sin segunda ser-
vidumbre, el volumen de la producción de cereales exportables sería infinitamente más
pequeño. Los campesinos preferirían comer su trigo o intercambiarlo en el mercado
por otros bienes sí, por una parte, el señor no hubiera acaparado todos los medios de
producción, y si, por otra, no hubiera matado a una economía de mercado ya vivaz
reservándose para sí todos los medios de intercambio. Este no es un sistema feudal ya
que, lejos de ser una economía más o menos autosuficiente, se trata de un sistema en
el que -como dijo el mismo W. Kula- el señor intenta por todos los medios tradi-
cionales aumentar las cantidades de trigo que puede comercializar. Sin duda alguna,
tampoco es una agricultura capitalista moderna, a la inglesa. Es una economía de mo-
nopolio, de monopolio de la producción, de monopolio de la distribución, todo al ser-
vicio de un sistema internacional, en sí mismo fuertemente, indudablemente ca-
pitalista 152 •

229
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

El capitalismo
y las plantaciones de América

Europa vuelve a empezar en América. Es una suerte inmensa para ella. Vuelve a
comenzar en su diversidad, la cual se superpone a la diversidad del continente nuevo.
El resultado es un conjunto de experiencias. En el Canadá francés, entra en juego
un régimen señorial considerado desde arriba. En las colonias inglesas, el Nort~ es un
país libre como Inglaterra, le pertenece al lejano porvenir. Pero el Sur es·esclavista: son
regímenes de esclavos todas las plantaciones, particularmente las de caña de azúcar en
las Antillas y en la costa interminable del Brasil. Los regímenes señoriales espontáneos
prosperan en las zonas ganaderas, como en Venezuela o en el interior del Brasil. Los
regímenes feudales fracasan en la América española, de gran población indígena. Se
conceden campesinos indios a los señores españoles, pero las encomiendas, otorgadas
a título vitalicio, son beneficios antes que feudos: el gobierno español no ha querido
transformar en feudalidad el mundo reivindicador de los encomenderos, ayudados du-
rante mucho tiempo.
Entre estas experiencias, sólo nos interesarán las plantaciones. Son, más directa-
mente que los dominios de la segunda servidumbre, creaciones capitalistas por exce-
lencia: el dinero, el crédito, los comercios, los intercambios, las unen con la orilla orien-
tal del océano. Desde Sevilla, desde Cádiz, desde Burdeos, desde Nantes, desde Ruan,
desde Amsterdam, desde Bristol, desde liverpool, desde Londres, todo está teledirigido.
Para crear estas plantaciones ha sido preciso que todo viniera del continente, los
señores, colonos de raza blanca; la mano de obra, la de los negros de Africa (pues el
indio de las regiones litorales no ha soportado el choque de los recién llegados); incluso
las mismas plantas, a excepción del tabaco. Para la caña de azúcar ha sido preciso im-
portar, al mismo tiempo que la misma caña, la técnica azucarera implantada por los
portugueses en Madeira y en las istas lejanas del golfo del Guinea (isla del Príncipe,
Sao Tomé), de manera que estos mundos insulares han tenido mucho de pre-Améri-
cas, de pre-Brasiles. En cualquier caso, nada es más revelador en la bahía de Río de
Janeiro, hasta donde les ha empujado en 1555 el sueño de grandeza del almirante de
Coligny, que la inexperiencia de los franc<;ses ante la caña de azúcar: ¡la hacen enriar
en el agua para obtener una especie de vinagre! m.
Esto se realiza en las costas del nordeste brasileño y al sur, en la isla de San Vicen-
te, alrededor del 1550, cuando se instalan los primeros campos americanos de caña de
azúcar, con sus molinos, sus ingenios, los engenhos de assucar. Estos primeros paisajes
de azúcar son todos iguales: hondonadas relucientes de agua, barcos de transporte so-
bre los ríos costeros, ca"os de boi de rechinantes ruedas sobre los caminos de tierra,
más la triada, aún en pie hace poco en los alrededores de Recife o de San Salvador: la
casa del señor, la casa grande; las casuchas de los esclavos, los senzulas; por último el
molino de azúcar. El señor se pasea a caballo; reina sobre su familia -una familia des-
mesuradamente extensa por una libertad de costumbres que no se detiene ante el color
de la piel de sus esclavos- y ejerce sobre los suyos una justicia sumaria e inapelable:
estamos en Lacedemonia o en la Roma de los Tarquinos 154 •
Como disponemos de cuentas detalladas, decimos en seguida que el engenho de
assucar brasileño no es en sí una inversión excelente. Los beneficios calculados con una
cierta probabilidad se elevan al 4 o al 5 % m. Y hay contratiempos. Solo, en este mun-
do anticuado, el senhor de engenho participa de la economía de mercado: ha compra-
do a sus esclavos, ha pedido prestado para comprar su molino, vende su cosecha y, a
veces, la cosecha de los pequeños engenhos que viven a su sombra. Pero incluso él de-
pende de los mercaderes, instalados en la ciudad baja <le Sao Salvador o en Recife, a

230
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Una plantación de la provincia de Pernambuco: 11i11ienda y azucarera (molino hidráulico, ruedas


de molino, acarreo de cañas de azúcar, calderas). En segundo plano, la casa grande, y más lejos
aún, las senzalas. Dibujo extraído de C. Barlaeus, Rerum per octennium en Brasilia et alibí ges-
tarum ... historia, Amsterdam, 1647. (Foto B.N.)

los pies de la ciudad señorial de Olinda. Por medio de ellos, está unido a los nego-
ciantes de Lisboa, que adelantan los fondos y las mercancías, como los negociantes de
Burdeos y de Nantes lo harán con los propietarios de las plantaciones de Santo Do-
mingo, de la Martinica y de Guadalupe. Es el comercio de Europa el que ordena la
producción y suministra a Ultramar. ,,
En las Antillas, el cultivo de la caña de azúcar y la industria azucarera habfan.;s,ido
probablemente transferidos por los ma"anos portugueses, expulsados del nordesie bra-
sileño después de la salida de los holandeses, en 1654 1) 6 • Pero es solamente hacia1 1680
cuando el azúcar gana la parte occidental de Santo Domingo, en manos de los france-
ses desde mediados del siglo XVII (por derecho sólo después de la paz de Ryswick, en
1697).
Gabriel Debien 117 ha descrito detalladamente una de las plantaciones de la isla, en
verdad no una de las más bellas, entre Léogane al oeste y Puerto Príncipe al este, a
cierta distancia del mar que se ve desde lo alto del cerro donde estaba la vivienda prin-
cipal. Es en 1735 cuando Nicolas Galbaut du Fort toma posesión de esta azucarera arrui-
nada. Viene al lugar a repararla, restaura los edificios, los molinos y la caldera, com-
pleta las existencias de esclavos negros y reinstala los escaques de cañas de azúcar. Un
mal plano trazado en 1753 (reproducido en la página de al lado) dará al lector una
idea de lo que podía ser la plantación, aunque los límites sean imprecisos, el relieve
apenas esbozado y la escala no se haya respetado. Un arroyo suministra el agua, el Cort
BouiHon, visitante a veces peligroso, pero que casi se agota en las sequías. La vivienda
de los señores no es una casa grande: tres piezas, las paredes de ladrillos blanqueadas
de cal, una abertura en el techo de cañas y una inmensa cocina. A dos pasos el alma-
cén. Un poco más lejos, la cabaña del administrador, vigilante y contable cuya pluma

231
La producción o el capitalismo en tcneno ajeno

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PLAN DE L'HABITATION EN 1753,


P. DEFFONTAINE,
l>E&SIUTl!UR D&S l'OR'l'lflGUIONS DB 5.llll'T-DOlllNGU&,
(Conservé chez M. le comte du Forl.)

18. UNA AZUCARERA DE SANTO DOMINGO

E1 pla110 de la pl'111tación de Gtllbaud du Fort no eJ de una clariflad peifecta. Er neceJario leerlo pacientemente y con
una lupa para encontrar los detalles que se indican en la leyenda y Jobre la cual trata el texto de la página opuesta. la
operación vale la pena.

232
La producáón o el capitalismo en terreno ajeno

y cifras son indispensables para dirigir la explotación, el jardín, la azucarera, la purifi-


cadora, los molinos, la herrería, la destilería 158 • Nuestra plantación no esta instalada
«en blanco» -es decir que no produce más que azúcar sin refinar, no blanca- pero
destila desechos y jarabes en la destilería: La tafia que allí se fabrica se vende en el lu-
gar; procura ingresos más rápidos que las exportaciones a Francia. Se encontrará, sobre
el plano, la «cabaña» de carricoches (las carretas que transportan las cañas cortadas), la
campana que llama a los esclavos a la oración y sobre todo al trabajo; la cocina, el hos-
pital, las cabañas de los esclavos (hay más de un centenar); por último los escaques (un
escaque es un poco más de una hectárea) plantados de caña de azúcar y los lugares de-
dicados al cultivo de plantas comestibles (patatas, plátanos, arroz, mijo pequeño, yuca,
ñames), cultivos abandonados a veces a los esclavos que revenden una parte a la plan-
tación. En las sabanas que rodean a los cerros -reserva eventual para las nuevas plan-
taciones de cañas- los bueyes, los mulos y los caballos se alimentan como pueden.
Durante una segunda estancia en Léogane ( 1762-1767) para restablecer una situa-
ción que en ese momento no era brillante, Nicolas du Fort buscará la innovación: una
mejor alimentación de los animales, practicar un cultivo intensivo, con abono anormal-
mente denso, política en principio discutible. Pero la política contraria no es menos
criticable: la extensión de cultivo supone forzosamente el fortalecimiento del taller de
esclavos. Ahora bien, los-esclavos cuestan caros. Además, cuando el propietario de la
plantación se hace sustituir por un «administrador» o un gerente, y éstos reciben, pase
lo que pase, un porcentaje de la producción, aumentan ésta sin preocuparse de los cos-
tes: el propietario se arruina, mientras que ellos se enriquecen.
El plantador aunque organice su «habitación> con azúcar, café, índigo, incluso al-
godón, no nada normalmente en riquezas. Los productos coloniales se venden caros en
Europa. Pero la cosecha sólo se adquiere una vez al año; se necesita tiempo para ven-
derla y recuperar el precio. Mientras que los gastos son cotidianos y particularmente ele-
vados. Lo que compra el propietario de la plantación para su entretenimiento personal
o para su explotación viene por mar, gravado por los gastos de transportes y, sobre to-
do, por los beneficios que los mercaderes y los revendedores fijan a su antojo. En efec-
to, como el <(Exclusivo» prohibe comerciar a las islas con el extranjero, éstas se ven aban-
donadas al monopolio metropolitano. Los colonos no se privan de recurrir al contra-
bando, a sus entregas a buen precio y a sus trueques fructíferos. Pero estos fraudes "no
son ni fáciles ni suficientes. En 1727, una escuadra francesa actúa con rigor inopirt\.-
damente. «Los habitantes son muy mortificados», escribe un mercader de la MartiAita;
«por el contrario esto complace a los negociantes, pues se puede decir que sus intereses
son completamente incomplatibles» 159 ¿Cómo librarse también de las artimañas de los
armadores? Saben (por otro lado, Savary les informa de ello en todas sus cartas) en qué
mes hay que venir para encontrar los azúcares a bajo precio, en qué momento, debido
a que el calor tropical ha hecho probablemente que se agrien los vinos, será oportuno
llegar con un buen número de barriles que «entonces no dejaremos... de vender todo
lo que se pueda con dinero contante y sonante» 16º. Además, los precios suben a medi-
da que transcurre el siglo xvm. En esta época, todo es, pues, locamente caro en las islas:
los víveres, la quincalla, las calderas de cobre para el azúcar, los vinos bordeleses, los
artículos textiles y también los esclavos. «Yo no hago ningún gasto», escribe Nicolas Gal-
baud du Fort, en 1763. Y al año siguiente: mi cena «consiste en un poco de pan con
mermelada» 161 • Más tarde, la situación no hace más que agravarse. Un joven colono es-
cribe (13 de mayo de 1782): «Desde la guerra [la de América], nuestros zapateros co-
bran por un par de zapatos 3 {piastras] calabazas, que son 24 libras y 15 soles, y ne-
cesito un par al mes. [... ] Las medias de hilo más gordo se venden a 9 libras el par.
La tela gruesa para las camisas de faena vale 6 libras. Eso hace 12 libras y 10 soles de
hechura. Un sombrero pasable, nada magnífico, 16 libras, 10 soles. ( ... ] Los talleres

233
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

cobran igualmente 60 libras por un vestido, 15 por una chaqueta, otro tanto por el
calzón. En cuanto a lo comestible [ ... ] la harina se ha llegado a pagar [ ... ) a 33C libras
(el barril), la barrica de vino de 600 a 700 libras, el barril de buey a 150 libras, el ja-
món a 75 libras, las velas a 4 libras 10 soles la libra.» 162 • Desde luego en situación de
guerra, pero la guerra y el corso no son raras en los mares de América.
Para dar salida a sus productos, el propietario de la plantación, si vende en el mis-
mo lugar, sufre diferencias estacionales que hacen que bajen los precios un 12,15% y
un 18% en los momentos en que el azúcar se fabrica en abundancia. Si recurre a un
comisionista metropolitano, tiene que esperar para que le pague meses, a veces años,
debido a la lentitud de las comunicaciones. En cuanto a la negociación de los precios,
en los puertos de Europa -como en Burdeos- el mercado de productos coloniales es
uno de los más especulativos que existen. Para los mercaderes es una costumbre jugar
a la alza o a la baja, y los revendedores tienen buenas excusas para guardar las mer-
cancías en un almacén y esperar un precio mejor. De donde las esperas prolongadas
significan a menudo para el propietario de la plantación falta de dinero y que tenga
que pedirlo prestado. Si, además, creyendo ir hacia la fortuna, se entrampa al princi-
pio para comprar toda o parte de su plantación y de sus esclavos, estará pronto a mer-
ced de sus proveedores de fondos.
Los negociantes, comisionarios y armadores de Burdeos, que imponen el servicio
de sus navíos, de -sus capitanes (a menudo encargados de vender en su nombre los car-
gamentos), de sus almacenes, de sus adelantos salvadores, son también los dueños de
la máquina que produce las riquezas coloniales. Todo colono al que se le pueda seguir
en su acción de cada día mediante su correspondencia, lo dice. Así los Raby y los Do-
lle, asociados especialmente en la explotación de la vasta plantación de los Vazes, en
una de las mejores zonas de Santo Domingo, se verán pronto obligados a entregarse,
atados de pies y manos, en 1787, a la gran casa de Frédéric Romberg e Hijos, de Bru-
selas, cuya sucursal en Burdeos pasaba (sin ninguna razón) a ser el eje inquebrantable
de toda la vida del gran puerto 16 l. Todo eso casa mal, sin duda, con las cifras globales
a nuestra disposición. En Burdeos, donde se lleva a cabo la mitad del comercio de las
colonias francesas, las exportaciones no representan más que la tercera parte, después
la cuarta, luego de nuevo el tercio de las importaciones bordelesas de productos de San-
to Domingo, Guadalupe y la Martinica 164 • Hay similares desfases en Marsella 1M. ¿No
se produce aquí una contradicción? Si la balanza de mercancías favorece asimismo a
las islas, deberían estar en pleno apogeo. Luego el dinero tenía que venir de Francia,
por compensación. Ahora bien, Santo Domingo, para sólo hablar de ella, es constan-
temente vaciada de sus piastras; venidas de contrabando de la más cercana América es-
pañola, no hacen más que cruzar la isla y, cosa extraordinaria, se dirigen enseguida
hacia Burdeos en enormes cantidades después de 1783 166 • Esta aparente paradoja, ¿no
procede de que la balanza se calcula en los puertos franceses a los precios locales? Si
nos situamos en las islas para hacer el mismo cálculo, la masa de los productos france-
ses que allí se venden representa una suma mucho más elevada que en Burdeos, mien-
tras que la exportación colonial tiene menor valor antes de su transferencia en la me-
trópoli, donde se incorporará a los precios de compra los gastos de transporte, de co-
misión, etc. La diferencia se encuentra, pues, disminuida entre las dos cifras. Hay que
señalar también la diferencia artificial de las monedas de cuenta, la «libra colonial» está
devaluada en un 33% con respecto a la libra de la metrópoli. Por último, los envíos
de dinero a las familias de los colonos que se quedan en Francia y a los propietarios
absentistas afectan a la balanza de pagos. No obstante, el puesto más importante bajo
este punto de vista es el puesto financiero, el pago de los intereses y la devolución del
dinero prestado.
En suma, los propietarios de las plantaciones están inmersos en un sistema de in-

'.!34
la producción o el capitalismo en terreno ajeno

tercambios que les priva de grandes beneficios. En el siglo XV ya las azucareras sicilia-
nas, a pesar o a causa de la intervención del capitalismo genovés, eran curiosamente,
según Carmelo Trasseli, máquinas de perder dinero. Se siente un poco de lástima, re-
trospectivamente, por las falsas ilusiones que se hacían tantos compradores de planta-
ciones, a veces comerciantes acomodados. «En fin, he vaciado mi cartera, mi querido
amigo», escribe Marc Dolle, mercader de Grenoble, a su hermano, «para hacerte este
envfo [de dinero] y no tengo más fondos libres. [ ... ]Tengo la certeza de que antici-
pándote tu parte [en la compra de una enorme plantación), habré hecho tu fortuna y
aumentado la mía» (10 de febrero de 1785) 167 A continuación venían las desilusiones.
No como propietarios de las plantaciones, sino como mt:rcaderes -tenderos primero,
grandes negociantes después- es la forma en que los hermanos Pellet, de los que ya
hemos hablado, hacen su enorme fortuna a partir de la Martinica. Supieron elegir el
lado bueno de la barrera y, a tiempo, recuperar Burdeos y sus posiciones dominantes.
Mientras que los prestamistas de Amsterdam que creían poder hacer préstamos fácil-
mente a los propietarios de las plantaciones de las islas danesas o inglesas, como lo ha-
bían hecho a los negociantes de su lugar, un buen día se llevaron la desagradable sor-
presa de convertirse en propietarios de las plantaciones empeñadas 168 •

Las plantaciones
de Jamaica

El caso de la Jamaica inglesa concuerda con el que hemos visto de Santo Domingo.
En la isla inglesa la Casa grande, the Great House, se encuentran los esclavos negros
(de 9 a 10 por cada blanco), la omnipresencia de la caña de azúcar, la explotación por
comerciantes y capitanes de navío, una libra colonial inferior a la libra esterlina (una
libra de Inglaterra vale 1,4 libras de Jamaica) y las piraterías y los pillajes de los que,
esta vez, Inglaterra es la víctima, siendo el agresor el francés (pero en los mares del Ca-
ribe ni uno ni otro pueden tener la última palabra). También aparecen las plagas y los
peligros de los esclavos fugitivos, los «cimarrones», que se refugian en las montañas de
la isla y que a veces vienen de las costas y de las islas vecinas. Con respecto a esta cues-
tión, la situación general fue muy crítica durante la Maroon War, desde 1730 a 1739 1.~ 9 •
En esta isla, inmensa según la escala de antaño, se han desarrollado fácilmente ~ran­
des propietarios, sobre todo a partir de. los años 1740-1760 que ven los comienzos del
gran desarrollo azucarero 17º. Entonces, como en las islas francesas, las familias de los
primeros colonos que trabajaban a menudo con sus manos en las pequeñas plantacio-
nes de tabaco, algodón e índigo pasan a un segundo plano. La caña de azúcar exige
grandes inversiones. Es la llegada de los poseedores de capitales y de grandes propie-
dades. Las estadísticas dan incluso la impresión de una propiedad más vasta y más po-
blada de esclavos, más rica quizás que la de Santo Domingo. Sin embargo, es un he-
cho que la isla, abastecida de carne salada y de harina por los ingleses o por las colonias
inglesas de América, que tiene la obligación de suministrar la mitad de su azúcar a In-
glaterra, la proporciona a precios más elevados que los de Santo Domingo y los de las
otras islas francesas.
En cualquier· caso, como las otras islas azucareras, Jamaica es una maquina para
crear riqueza, una máquina capitalista al servicio de los ricos 171 • Como las mismas cau-
sas producen los mismos efectos, ocurre un poco como en Santo Domingo, es decir que
la mayor parte de la riqueza producida en la colonia se incorpora a la riqueza de la
metrópoli. Los beneficios de los propietarios de las plantaciones serían del 8 al 10%
como máximo 172 • Lo esencial del comercio de importación v exportación (sin hablar de
235
La producción o el capitalismo en terren<J ajeno

Negociantes ingleses en las Antillas embalan sus mercancías: Viñeta que ilustra la carta de las
Antillas, Atlas royal de Herman Mol/, 1700. (Fototeca A. Colín.)

los beneficios del comercio de esclavos, que se efectúa sóio a partir de Inglaterra) es
que «vuelve y se extiende por el reino» y le aporta los mismos beneficios «que el co-
mercio nacional, como si las colonias de América estuvieran de alguna forma unidas a
Cornualles»: estas declaraciones las hace Burke 173 , defensor de la utilidad de las West
India Islands para la vida económica inglesa y que ha atraído vigorosamente la aten-
ción sobre lo que tienen de engañoso, en este caso, las cifras de la balanza.
En realidad, la balanza comercial de Jamaica, incluso calculada en libras coloniales,
da una ventaja muy ligera a la isla (1.336.000 contra 1.335.000); pero al menos la mi-
tad del montante de las importaciones y exportaciones alcanza de manera invisible la
metrópoli (flete, seguros, comisiones, intereses de deudas, transferencias de fondos a
los propietarios ausentes). En resumidas cuentas, en 1773 el beneficio para Inglaterra
sería de casi un millón y medio d~ libras. En Lo.odres, como en Burdeos, los beneficios
del comercio colonial se transforman en casas de comercio, en bancos, en fondos del
Estado; mantienen a las familias poderosas cuyos representantes más activos se encuen-
tran en los Comunes y en la Cámara de los Lores. No obstante, hay algunas familias
de colonos muy ricas, pero que, como por casualidad, no son únicamente propietarias
de plantaciones; hacen de banqueros con otros plantadores entrampados; están unidas
por lazos de familia a comerciantes de Londres, cuando no es su propio hijo quien se
encarga de comercializar allí la producción de la plantación, de hacer las compras ne-
cesarias y de servir de comisionista a los jamaicanos. Estas familias acumulan allí, en
suma, los beneficios de la producción azucarera, del negocio, de la comisión y de la
banca. No es nada sorprendente si, instaladas en Londres, dirigiendo de lejos o ven-
diendo sus propiedades de las islas, son capaces de invertir mucho en Inglaterra, no
sólo en el negocio, sino también en una agricultura de vanguardia y en diversas indus-
trias174. Como los Pellet, estos propietarios han comprendido que es en la metrópoli
donde hay que situarse para ¡ganar el dinero de las colonias!
¿Es preciso volver a comenzar la demostración, hablar del tabaco de Virginia, o de
los rebaños de Cuba, o de los cacaos de Venezuela con la fundación en 1728 de la Com-
pañía de Caracas 17 ~? Ello sería reencontrar mecanismos semejantes. Si se quiere escapar
a esta historia monótona, hay que ir allí donde, lejos de la atención interesada de los
mercaderes de Europa, ciertas Américas salvajes funcionen solas, cada una con su pro-
pia aventura: en Brasil, alrededor de Sao Paulo de donde saldrán las bandeiras, espe-
diciones hacia el interior de las tierras en busca de oro y esclavos; detrás de Bahía, a
lo largo del valle de San Francisco, o n'o dos cu"ai.r, «el río de los corrales», de cercados

236
La producción o el capitalismo en terrenn ajeno

donde hay inmensos rebaños de vacas; en la Pampa argentina, en los primeros tiempos
de su destino «europeo»; o incluso al sur de Venezuela, a través de los llanos de la cuen-
ca del Orinoco, donde los señores de origen español, un pulular de rebaños y de pas-
tores a caballo (indios, o mestizos de indios y blancos) crean una auténtica sociedad
señorial, con sus poderosas familias de señores. Un «capitalismo» a la antigua (donde
ganado es igual a dinero), incluso primitivo, que encanta a Max Weber, quien durante
un instante se interesa por él.

Retorno
al corazón de Europa

Llamo «corazón de Europa» al extremo occidental del continente, sin llegar a la lí-
nea Hamburgo-Venecia. Esta Europa privilegiada se brinda demasiado ampliamente a
la explotación de las ciudades, de las burguesías, de los hombres ricos y de los señores
emprendedores de manera que el capitalismo se mezcle, de cien maneras, con la acti-
vidad y la estructura de los muy viejos campos de Occidente.
Para poner de relieve un esquema claro, ¿se puede proceder como los matemáticos
y suponer el problema resuelto? En la Europa campesina y señorial, al capitalismo se
presenta como un orden nuevo, que no alcanza a todps los lugares, sino por el contra-
rio a ciertas regiones particulares. Partamos entonces de estas regiones, de estas expe-
riencias conseguidas, puesto que el problema que tratamos de solucionar ha sido re-
suelto allí.
Inglaterra es el modelo en el que se piensa al principio. No nos pararemos aquí,
puesto que tendremos la ocasión de volver sobre el tema más tarde. Reducido a sus
puntos más importantes, el modelo inglés servirá solamente de punto de referencia pa-
ra situar los casos específicos que vamos a tratar. Por supuesto, esta revolución inglesa
no ha trastornado la isla entera en la que subsisten, apartadas de los grandes comer-
cios, regiones atrasadas, algunas arcaizantes, aún en 1779 y en condados tan evolucio-
nados como Essex y Suffolk 176 •
Por ello, tomemos como ejemplo a una región en la que la novedad triunfa sin 01.n-
gúo género de dudas, como por ejemplo, en Norfolkshire, el East Anglia. En el \ldí-
culo «Culture» de la Encyclopédie, Véron de Forbonnais 177 describe, precisamente1eo
el marco de Norfolk, las maravillas de u.na economía agrícola que propone como ejem-
plo: el encalado, el enmargado de las tierras, el paring (es decir la roza por lenta com-
bustión de la maleza), la introducción de raíces forrajetas, la extensión de prados arti-
ficiales, el desarrollo de los drenajes, la mejor estercoladura de las tierras, la atención
dirigida a una ganadería seleccionada, el desarrollo de los enclosures y, como conse-
cuencia de la extensión de las propiedades, la forma en que éstas se rodean de setos
vivos para marcar límites, lo que acentúa y generaliza el aspecto silvestre de este campo
inglés. Otras cuestiones a considerar: la superabundancia y la calidad de las herramien-
tas, la benevolencia de una aristocracia hacendada, la presencia antigua del grao arren-
damiento, la precoz puesta en marcha de cadenas capitalistas de gestión, las facilidades
de crédito, la complacencia del gobierno, menos preocupado por la vigilancia y la re-
glamentación de los mercados que por los rendimientos y el abastecimiento de las ciu-
dades, y que-, mediante un sistema de escala móvil, favorece y subvenciona la expor-
tación cerealista.
Las consecuencias más importantes de esta evolución son:
'1) la desaparición en los adelantados campos ingleses de un sistema señorial que
ha empezado pronto a declinar. Es lo que Marx señala con éofasis 178 : «Bajo la restau-

237
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

ración de los Estuardo», escribe, «los propietarios hacendados[ ... ] abolieron la consti·
tución feudal de la tierra, es decir que la descargaron de las servidumbres que la gra-
vaban, indemnizando al Estado por los impuestos que recaían sobre los campesinos y
el resto del pueblo, y reivindicaron a título de propiedad privada, en el sentido mo-
derno, los bienes poseídos en virtud de títulos feudales». La vida tradicional se rechaza
a escobazos;
2) el arriendo de las propiedades rurales a arrendatarios capitalistas, que ru¡umen
la dirección bajo su responsabilidad;
3) recurrir a los trabajadores asalariados que se convierten en proletarios: no tie-
nen otra cosa que vender a sus patronos que su fuerza de trabajo;
4) la división vertical del trabajo: el propietario cede la tierra y cobra su renta; el
arrendatario juega a empresario; el obrero asalariado cierra el proceso.
Si recordamos estos criterios, vamos a encontrar, en la historia del continente, ejem-
plos que se parecen más o menos al modelo inglés -lo que prueba, al mismo tiempo,
que la revolución agrícola es también un fenómeno europeo, al igual que la Revolu-
ción Industrial que la acompañará.
El orden en que serán abordados estos ejemplos: Brie (siglo XVII), Venecia (si-
glo XVIII), el campo romano (principios del siglo XIX), Toscana (siglos XV y XVI), no
tiene importancia en sí mismo. Y nuestra intención no es estudiar en sí mismos estos
diferentes casos, ni tratar de elaborar para Europa una lista exhaustiva. Simplemente
queremos esbozar un razonamiento.

Cerca de París:
Brie en tiempos de Luis XIV

Desde hace siglos, en los alrededores de París, la propiedad urbana devora la tierra
campesina y señorial1 79 • Tener una casa en el campo: procurarse allí un abastecimiento
regular: de trigo, de leña antes de que llegue el invierno, de aves de corral, de fruta;
por último no pagar los arbitrios municipales a las puertas de la ciudad (pues ésta es
la regla cuando se encuentra debidamente registrada la dedaracion de propiedad) -to-
do está en la tradición de los manuales de perfecta economía doméstica que han pros-
perado un poco en todas partes, particularmente en Alemania, donde la Hausviiterli-
teratur ha sido muy prolija, pero también en Francia. L 'Agriculture et la maison rus-
tique, de Charles d'Estienne, aparecido en 1564 y revisado por su yerno Jean Liébaut,
conoció 103 reediciones entre 15 70 y 1702 180 • Las compras de tierras por la burguesía,
simples parcelas a veces, casi vergeles, huertos o verdaderas propiedades de campo, se
encuentran alrededor de todas las grandes ciudades.
Pero a la entrada de París, en el escenario cenagoso de Brie, el fenómeno tiene
otro significado. La propiedad urbana, una gran propiedad, noble o burguesa, se ex-
pone al sol desde antes de comienzos del siglo XVIII 181 • El duque de Villars, que du-
rante la Regencia vive en su castillo de Vaux-le-Vicomte, «no explota personalmente
más que 50 fanegas de *rra de las 220 que posee. [ ... ] El titular del feudo de la co-
muna (parroquia de los Ecrennes), burgués residente, propietario de 33:1 fanegas [ ... ]
no se reserva más que la explotación de 21 fanegas escasas» 182 • Así, estas propiedades
prácticamente no son administradas por sus propietarios; se hacen cargo de ellas gran-
des arrendatarios que, la mayoría de las veces, reúnen en sus manos las tierras de varios
propietarios, cinco, seis, a veces ocho. En el centro de sus explotaciones se levantan esas
grandes granjas aún visibles hoy, «cercados de altos muros, recuerdo de los üempos tur-

238
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

hados ... [con sus] edificaciones distribuidas alrededor del patio interior principal. [ ... ]
Alrededor de cada uno de ellos se aglomeran algunas pequeñas casas, «casuchas», ro-
deadas de jardines y de un poco de tierra, donde viven los humildes jornaleros que al-
quilan su trabajo al arrendatario» 18 3
En estos detalles se reconocerá una organización «capitalista» parecida a la que la
revolución inglesa pone en marcha: el propietario, el gran arrendatario, los obreros agrí-
colas. Es importante señalar que no cambiará casi nada en cuanto a la técnica hasta el
siglo XIX 18'1• La organización imperfecta de estas unidades de producción, su especiali-
zación cerealista, el elevado porcentaje de su ai.ltoconsumo y las altas rentas las vuelven
demasiado-sensibles ante el trigo. Dos o tres puntos de baja en el mercado de Melun
y ya aparece la dificultad, incluso la quiebra si las malas cosechas o los años de bajos
precios se suceden en demasía 18 i Este arrendatario no es menos por eso un personaje
nuevo, poseedor de un capital lentamente acumulado que le convierte ya en patrón.
En cualquier caso, los rebeldes de la guerra de las harinas (1775) no se equivocaron
allí: volverán su coraje contra los grandes arrendatarios de los alrededores de París y de
todas partes 186 • Por lo menos tienen estas dos razones: por una parte, la gran explota-
ción, objeto de envidia, es casi siempre la obra de un arrendatario; por otra, éste es el
auténtico amo del mundo aldeano, más aún que el señor que reside en su tierra y con
más eficacia quizás, pues está más cerca de la vida campesina. Es a la vez almacenista
de los granos, distribuidor del trabajo, prestamista o usurero, y frecuentemente el pro-
pietario le encarga «las recaudaciones de los censos, del champant, de los derechos feu-
dales, incluso del diezmo ... En toda la región parisina, [estos arrendatarios] adquirirán
encantados, con la Revolución, los bienes de sus antiguos señores» 187 • Allí se trata de
un capitalismo que intenta abrirse camino desde dentro. Un poco de paciencia y lo
conseguirá.
Nuestro juicio sería más nítido aún si se nos proporcionara una mejor visión de es-
tos grandes arrendatarios, si conociéramos su vida, si enjuiciáramos sus puntos de vista,
frente a los de sus domésticos, los de sus mozos de caballerías, los de sus trabajadores,
o los de sus carreteros. Es la ocasión que nos ofrecen y nos ocultan después los comien-
zos de los cahlers del capitan Goignet 188 , nacido en 1776, en Bruyes-les-Belles-Fontai-
nes, en la actual jurisdicción de Yonne, pero que, en vísperas o al comienzo de la Re-
volución, se encuentra al servicio de un gran mercader de caballos de Coulommtttrs,
que pronto se une a los servicios de remonta del ejército revolucionario; este mercaHer
tiene cercas, tierras trabajadas, arrendatarios, pero el relato no nos permite juzg31i su
posición real. ¿Es, ante todo, un men:ader, un propietario explotador o rentista que
ha arrendado sus tierras? Es sin duda las tres cosas a la vez. Sin duda desciende de este
ambiente de grandes campesinos acomodados. Su actitud paternal, afectuosa con sus
servidores, la gran mesa en la que todos se reúnen, presidiéndola el señor y su esposa,
«con el pan blanco como la nieve», todo es muy evocador. El joven Coignet visita una
de las grandes granjas de la región, se extasía ante la lechería, «con grifos por tod¡is
partes»; el refectonó, donde todo reluce de limpio que está: la batería de cocina, la
mesa, encerada como los bancos. «Cada quince días», dice la señora de la casa, «vendo
un carro de quesos; tengo 80 vacas ... ». Desgraciadamente, estas imágenes son superfi-
ciales y el viejo soldado que escribe estas líneas va muy deprisa a través de sus recuerdos.

239
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Venecia
y la Terra Ferma

Desde la conquista de sus territorios de Terra Ferma, Venecia se convierte, a prin-


cipios del siglo XV, en una gran potencia agrícola. Desde antes de esta conquista, sus
patricios poseían tierras «al otro lado de Brenta», en la rica ilanura de Padua. Pero a
finales del siglo XVI, y sobre todo después de la crisis de los primeros decenios del si-
glo XVII, la riqueza patricia, debido a una auténtica inversión de tendencias, abandona
el negocio, y contadas sus energías se vuelca en la explotación agrícola.
Frecuentemente, el patricio ha obtenido su tierra de la propiedad campesina -lar-
gay sencilla historia- de manera que, a partir del siglo XVI, son frecuentes los críme-
nes agrarios, contra el propietario, sµ familia o sus bienes. También se ha aprovechado,
cuando la conquista de la Terra Ferma, de las confiscaciones llevadas a cabo por la
Señoría y de las ventas que las siguieron. Y se ganan cada vez más tierras nuevas me-
diante trabajos hidráulicos que permiten, con canales y esclusas, desecar los bajos fon-
dos. Estas bonificaciones se efectúan con la colaboración o la vigilancia del Estado y la
participación, no siempre teórica, de comunidades aldeanas, operaciones típicamente
capitalistas 189 No es nada sorprendente que, al término de esta larga experiencia, en
el Siglo de las Luces, la Venecia herbosa sea la sede de una revolución agrícola perse-
verante que se orienta de forma clara hacia la ganadería y el aumento de la producción
de carne 190 •
Así, frente a Rovigo, más allá de Adige, cerca del pueblo de Anguillara, la vieja
familia patricia de los Tron posee 500 hectáreas en una sola pieza. En 1750, 360 per-
sonas trabajan allí (de las que 177 tienen el puesto fijo y 183 están contratadas a corto
plazo como salariatt) en equipos de 15 hombres como máximo. Es pues una explota-
ción capitalista. A propósito de esta palabra, «no cometemos anacronismo», escribe Jean
Georgelin. En Venecia {y en el Piamonte), esta palabra es de uso corriente en el si-
glo XVIII. Los alcaldes del Bergamasco casi analfabetos -su escritura lo atestigua- res-
ponden que sí, sin dudarlo, a una pregunta del podestá de Bergamo: «Vi sono capita-
liste qui?». Y por capitalista, entienden al hombre que viene del exterior para hacer
trabajar a los campesinos con sus propios capitales 19 1 •
Anguillara es una especie de fábrica agrícola. Todo se efectúa bajo la vigilancia del
administrador. Los jefes de equipo no abandonan ni un momento a los obreros asala-
riados, que sólo tienen derecho a una hora de descanso al día: la vigilancia se verifica
l'orologio al/a mano. Todo se dirige con técnica y disciplina: la conservación de los fo-
sos, los gallineros, las plantaciones de moreras, la destilación de los frutos, la piscicul-
tura, la precoz puesta en marcha, etJ. 1765. del cultivo de Ja patata, los diques para
protegerse del agua peligrosa del Adige o incluso para ganar a su costa nuevas tierras.
«La propiedad es una colmena que no para de zumbar, incluso en invierno» 192 : el tra-
bajo de azada, de vertedera. de pico, pero también trabajos profundos; los cultivos de
trigo (que rinden de 10 a 15 quintales por hectárea), de maíz, de cáñamo sobre todo;
por último la ganadería intensiva de bovinos y de corderos. Producen grandes rendi-
mientos, y por tanto, grandes beneficios, variables evidentemente según los años. Un
año de crisis, en 1750, el beneficio (sin tener en cuenta la amortización de los fondos)
es del 28,29%. Pero en 1763, un año excelente, ¡es del 130% ! Sobre los buenos suelos
de Brie, entre 1656 y 1729, el beneficio por cada buen año no sobrepasa apenas el
12%, si los cálculos son precisos 1 9~.
Estos hechos, establecidos recientemente, obligan a revisar nuestra forma de pensar
con relación a Venecia. Este regreso de la fortuna patricia hacia las moreras, el arroz,
los campos de trigo y de cáñamo de Terra Ferma, no es sólo un lugar de refugio, des-

240
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

pués del abandono del negocio que se vuelve difícil y aleatorio desde finales del si-
glo XVI, con, entre otros peligros, el recrudecimiento del corso en el Mediterráneo. Por
otra parte, Venecia, gracias a los navíos extranjeros, sigue siendo un puerto muy fre-
cuentado, tal vez aún en el siglo XVII el más frecuentado del Mediterráneo. los nego-
cios no cesan de la noche a la mañana. Es la subida de los precios y de los beneficios
agrícolas lo que ha empujado al capital veneciano hacia la tierra. Aquí, en efecto, la
tierra no ennoblece; es solamente una cuestión de inversiones de colocación de fondos,
de rentas.
Sin duda también es cuestión de gustos: si los ricos de Venecia, en la época de Goldo-
ni, abandonan sus palacios urbanos por villas que son auténticos palacios rurales, es
en parte por una cuestión de moda. Al comienzo del otoño, la Venecia de los ricos se
despoblaba, «las vacaciones, los bailes campestres, las cenas al aire libre se buscaban con
aplicación y éxito». Nos lo han dicho en tantas descripciones y narraciones que hay que
creerlo: todo es «artificial» en estas casas demasiado bonitas: sus salas decoradas, sus me-
sas riquísimas, sus conciertos, sus obras de teatro, sus jardines, sus laberintos, sus setos
recortados, sus paseos rodeados de estatuas, su superabundante servidumbre. Son imá-
genes de una película que nos encantaría. La última, la gran dama que ha visitado a
sus vecinos, al caer la tarde, con su perro, sus criados, «apoyada en el brazo de su abad
[ ... ] que iluminaba el camino con un farol• i94 • ¿Pero es esto todo lo que hay que ver
de estas casas fastuos¡¡s? Tienen su granero, su lagar, sus bodegas, también sus centros
de explotación rural, lugares de vigilancia. En 1651, aparecía en Venecia un libro con
un título revelador, L 'Economia del cittadino in villa, que traducimos libremente por
«La economía del burgués en los campos1>. El autor, un médico, Vincenzo Tanara, ha
escrito uno de los más bellos libros rústicos que existen. Da muchos consejos juiciosos
para el nuevo propietario que llega a sus tierras: que elija lo mejor posible el empla-
zamiento, las condiciones climáticas y sus aguas vecinas. Que piense en hacer un lago
para criar tencas, percas, barbos; ¿qué mejor medio, en efecto, de alimentar a su fa-
milia a buen precio y de encontrar sin mucho esfuerzo el companatico necesario para
los obreros agrícolas? En el campo, pues, se trata también, se trata sobre todo, de hacer
trabajar a los demás.
Por ello hay una gran dosis de ilusión en la curiosa carta de Andrea Tron a su ami-
go Andrea Quirini (22 de octubre de 1743 ). El joven patricio que coge la pluma,¡ha
vivído mucho tiempo en Holanda y en Inglaterra. «Te diría [ ... ] que ellos {los hombres
del gobierno de Venecia, patricios como él) pueden dictar todos los decretos que quie-
ran y no llegarán nunca a nada en materia de comercio en nuestro país [ ... ]. No hay
comercio útil en el Estado en ningún país en donde los ricos no se entreguen a dicho
comercio. En Venecia, habría que persuadir a la nobleza para que invirtiera su dinero
en el negocio, [ ... ] cosa que es imposible en el presente. Los holandeses son todos co-
merciantes y ésta es la principal razón por la cual su comercio prospera. Que se intro-
duzca [ ... ] este mismo espíritu en nuestro país y se verá rápidamente resucitar un gran
comercio» 19~. Pero, ¿por qué los patricios habrían de renunciar a una ocupación tran-
quila, agradable y que les procura rentas confortables, para lanzarse a la aventura ma-
rítima con beneficios probablemente menores y aleatorios, puesto que los buenos sitios
ya están ocupados? les sería difícil, en efecto, apoderarse de nuevo del comercio de
Levante, cuyos hilos, en lo sucesivo, están en manos de los extranjeros o de los comer-
ciantes judíos y de la burguesía de los ci'ttadini de Venecia. No obstante, el joven An-
drea Tron no dejaba de tener razón: dejar a los que no son «los más ricos» de la ciudad
al cuidado del negocio y del comercio del dinero, era retirarse de la gran partida in-
ternacional en la que Venecia había desempeñado otras veces los primeros papeles. Si
se compara la suerte de Venecia con la de Génova, la ciudad de San Marcos, a largo
plazo, desde luego, no tomó la mejor elección capitalista.

241
La producción o el capitalismo en terreno a1eno

El paseo a tres. Pintura veneúana de G. Tiepolo, siglo XVIII. (Foto O. Bohm.)

242
La produccúí o el capitalismo en terreno ajeno

El caso aberrante del campo romano


a principios del siglo XIX

En el transcurso de los siglos, la vasta campiña romana habrá cambiado varias veces
de aspecto. ¿Por qué? Sin duda alguna porque se construye sobre el vacío. Simonde
de Sismondi196 la observa para nosotros en 1819 y la describe como un admirable ejem-
plo de la división del trabajo.
Normalmente, lo único que se percibe con vida en un campo vacío, hasta que se
pierde de vista, es algunos pastores a caballo cubiertos de harapos y de pieles de cor-
deros; algunos rebaños, algunas yeguas y sus crías, y a gran distancia unas de otras, ra-
ras y vastas granjas aisladas. Nada de cultivos, de pueblos; zarzas, retamas, una vege-
tación salvaje y odorífera reocupa sin cesar la tierra libre y lentamente, tenazmente, su-
prime los pastos. Para luchar contra esta peste vegetal, el granjero se ve obligado, a
intervalos regulares, a proceder a desmontes seguidos de una siembra de trigo. Esta es
una forma de reconstruir el pasto para varios años. Pero, en una región sin campesinos,
¿cómo dirigir, de la roturación a la época de siega, los duros trabajos de estos años
excepcionales?
La solución es recurrir a una mano de obra extranjera: más de «diez clases de obre-
ros» diferentes de los que no se sabría «decir los nombres en ninguna lengua ... [Para
algunos trabajos] jornaleros que descienden de las montañas de la Sabina; [para otros]
obreros que vienen de la Marca y de Toscana; los más numerosos, aquellos que vienen
sobre todo de los Abruzzos; por último, para ... hacer los montones de paja [los almia-
res], se emplea también a los holgazanes de los lugares públicos de Roma (los piaz-
zaiuoti di Roma) que apenas valen para otra cosa. Esta división del trabajo ha permi-
tido adoptar los métodos más curiosos de la agricultura; los trigos son escardados por
lo menos dos veces ... y a veces más; al desempeñar cada individuo una función parti-
cular, la hace con más prontitud y precisión. Casi todos estos trabajos se hacen a des-
tajo, bajo la inspección de un gran número de revisores y supervisores; pero el granjero
proporciona siempre el alimento, pue~ sería imposible para el obrero procurárselo en
este desierto. Da a cada uno una medida de vino, el valor de 40 baiocs de pan por
semana y tres libras de algún otro alimento nutritivo, como carne salada o queso. Estps
obreros, durante los trabajos de invierno, duermen en la casa/e, amplia construcci~11
desprovista de muebles que se encuentra en el centro de una inmensa explotación.•[/.. ]
En verano [ ... ] duermen en los lugares en los que han trabajado, la mayoría de las ve-
ces al aire libre».
El cuadro está evidentemente incompleto. Todo esto son impresiones de viaje. Sor-
prendido por un espectáculo altamente pintoresco, Sismondi no ve las sombras, que
son numerosas, como la malaria, muy mortífera en este lugar descuidado por el hom-
bre. No se hace ninguna pregunta seria sobre el tema del sistema de la propiedad. Aho-
ra bien, es curioso y los problemas que ocasiona sobrepasan por otra parte el marco del
agro romano. Las tierras de los alrededores de Roma las poseen los grandes feudatarios
y unas sesenta instituciones religiosas.
Son a menudo grandes propiedades, como las del príncipe Borghese, las del duque
Sforza o las del marqués Patrizi 197 Pero ni los feudatarios ni las casas piadosas se ocu-
pan directamente de la gestión de sus tierras. Todo está en manos de algunos grandes
arrendatarios, llamados curiosamente negozianti (o mercantt) di campagna. No llegan
a la docena y forman una asociación que se mantendrá hasta el siglo XIX. De orígenes
sociales muy diversos -comerciantes, abogados, corredores, recaudadores de impues-
tos, administradores de propiedades-, no se parecen en nada a los grandes arrenda-
tarios ingleses, pues si se reservan bastante frecuentemente la explotación directa de las

243
La producción o el capitalismo en terrena ajena

mejores tierras, toman en subcontrato generalmente a numerosos pequeños arrendata-


rios, incluso a pastores y campesinos extranjeros. Queriendo ser libres en sus movimien-
tos, han expulsado sistemáticamente a los campesinos poseedores de antiguas te-
nencias198.
Se trata de una evidente intrusión capitalista que se precisa hacia la mitad del si-
glo XVIII y de la cual la campiña romana es un ejemplo entre varios otros en Italia. El
fenómeno se encuentra en algunas partes de Toscana, en Lombardía o en el Piamonte,
en piena transformación en el siglo XVIII. Estos appaltatori tienen mala reputación en-
tre los propietarios, los campesinos y el Estado: se les considera ávidos especuladores,
deseosos de sacar la mayor cantidad de dinero y lo más rápidamente posible de las
tierras aunque se preocupan poco de preservar el rendimiento. Pero anuncian el futu-
ro: son el principio de la gran propiedad italiana del siglo XIX. Son también, entre bas-
tidores, los inspiradores de las reformas agrarias, benéficas y nocivas al mismo tiempo,
de finales del siglo XVIII. Su preocupación consiste en liberarse de las antiguas condi-
ciones de la propiedad, de tenencia, de los mayorazgos y de las manos muertas, en es-
tar armados contra los privilegiados y los campesinos, y también contra el Estado que
vigilaba demasiado de cerca la comercialización. Cuando se abre el «período francés» y
los bienes de los antiguos privilegiados se ponen en venta masivamente, los grandes
arrendatarios están en la primera fila de los compradores 199.
El interés de la descripción de Sismondi, consiste en la ejemplaridad que ofrece la
campiña romana de una auténtica e innegable división del trabajo agrícola, de la que
se habla muy pocas veces. Adam Smith 2ºº zanjó con bastante rapidez el problema: la
división del trabajo vale para la industria, no para la agricultura, en la que, según él,
una misma mano siembra y cultiva. En realidad, la vida agrícola consiste, bajo el An-
tiguo Régimen, en cien tareas a la vez, e incluso en las regiones menos evolucionadas
los campesinos se ven obligados a repartirse, especializándose todas las actividades de
la economía aldeana. Hace falta un herrero, un carretero, un guarnicionero, un car-
pintero, más el inevitable e indispensable zapatero. No es forzosamente la misma ma-
no la que siembra, la que cultiva, la que cuida de los rebaños, la que poda la viña y
trabaja en el bosque. El campesino que tala los árboles, corta la madera y confecciona
los haces de leñas, tiende a ser un personaje aparte. Cada año, en la época de la siega,
la trilla o la vendimia, acude una mano de obra adicional, más o menos especializada.
Bajo la autoridad del 4'jefe de la trilla.- puede verse a «los segadores, acarreadores y la-
gareros.-. En caso de roturación, como en el Languedoc, bajo los ojos de Oliver de
Serres2º1, los trabajadores se dividen en grupos separados: los leñadores, los quemado-
res de breñas, los labradores con los arados y la yuntas de bueyes poderosos; luego los
-«maceros», que «reducen a polvo los montículos de tierra ariscos y demasiado duros».
Por último, la gran división de los campos, desde siempre, es la ganadería y la agri-
cultura: Abe! y Caín, dos universos, dos pueblos diferentes que se detestan y que siem-
pre estan preparados para enfrentarse. Los pastores son casi intocables. El folklore man-
tiene estas huellas hasta hoy. Así, en los Abruzzos la canción dice aún a la campesina
enamorada de un pastor: «Nenna mia, muta pen.siere {.... ] 'nnanze pigghiate nu ca-
fani ca e ommi de societii,» cambia de idea, pequeña mía, toma antes a un campesino
que es un hombre de buena sociedad, un hombre civilizado, no a uno de esos pastores
«malditos» ¡que no «saben comer en un plato,.,1112 !

244
La prnducción o el capitalismo en terreno ajeno

Detalle del mapa de la Campiña romana de EufroHo della Volpaia (1547). Se trata de una región relativamente culti-
vada del noroeste de Roma. En efecto, u ven algunas tietras labradas, una yunta de bueyes, pero también grandes espacios
vacíos, sembrados de ruinas y romana< y de matotrales.

245
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Los poderi
de Toscana

Lentamente, bajo el impacto de la fortuna de los mercaderes de Florencia, la Cam-


piña toscana se modifica profundamente. Los pueblos de antaño, las explotaciones par-
celadas de campesinos desfavorecidos, se mantienen solamente en las regiones altas y
en algunas zonas de refugio. En las tierras bajas y en las laderas de las colinas, mucho
antes de 1100 aparece la finca en aparcería (es el podere a mezzadria; se dice, para
abreviar, el podere). De una sola pieza, de una extensión que varía según la calidad
de las tierras, el podere es cultivado por el aparcero y su familia, es la norma. En el
centro, una casa campesina, con su granero y su establo, su horno, su era para trillar;
alrededor de ella, al alcance de la mano, la tierra arable, las viñas, las mimbreras, los
olivos, las tierras a paseo/o y a bosco, de pasto y bosques. La explotación ha sido cal-
culada para que proporcione el doble de la renta necesaria para que puedan vivir el
campesino y su familia, pues la mitad de la renta global va al oste, el propietario, la
otra mitad al mezzadro, el aparcero. El oste posee a veces su villa que no siempre es
lujosa, cerca de la caSa del campesino. En sus Ricordi, escritos entre 1393 y 1421, Gio-
vanni di Pagolo -Morelli2º3 recomienda a sus hijos: «Meteos bien en la cabeza que es
preciso que vayáis a la villa, que recorráis la propiedad campo por campo con el apar-
cero, le rectifiquéis sus malos trabajos, estiméis la cosecha de trigo, de vino, de aceite,
de cereales, de frutos y de todo lo demás, y que comparéis las cifras de los años pre-
cedentes con la cosecha del año.» Esta vigilancia puntillosa, ¿es ya la «racionalidad ca-
pitalista»? En cualquier caso es un esfuerzo para obtener la mayor productividad posi-
ble. Por su parte, el aparcero agobia al patrón con demandas y recriminaciones, le obli-
ga a invertir, a reparar, le enreda en cualquier ocasión. Donatello rechazó el podere
que se le ofrecía y gracias al cual habría podido vivir «cómodamente». ¿Actitud de loco
o de prudente? Simplemente, no quería tener un contadino pisándole los talones tres
días a la'semana204.
En este sistema, el campesino, que dispone a pesar de todo de una cierta iniciativa,
está condenado a producir, a utilizar al máximo las tierras, a elegir las producciones
más rentables, el aceite, el vino. Y se dice que es la competitividad del podere la que
ha asegurado su victoria sobre las formas antiguas de cultivo. Es posible, pero el éxito
se debe igualmente al hecho de que Florencia puede comprar su trigo en Sicilia, reser-
vando su propia tierra a los cultivos más remuneradores. El trigo siciliano tiene su res-
ponsabilidad en el éxito burgués de los poderi.
¿Quién no estaría de acuerdo en que el podere sea en cierto sentido, como escribe
Elio Conti, «una obra de arte, una expresión del mismo espíritu de racionalidad que
ha impregnado en Florencia tantos aspectos de la economía, de la política y de la cul-
tura en la época comunal»? 20~. El campo toscano, hoy desgraciadamente en vías de de-
saparición, ha sido el más bello del mundo. Allí se verá, si no un triunfo del capita-
lismo, que es mucho decir, por lo menos el triunfo del dinero empleado por comer-
ciantes atentos al beneficio y que saben calcular en términos de inversión y de rendi-
miento. Pero frente al oste no hay un campesino desposeído de sus medios de produc-
ción; el aparcero no es un obrero asalariado. Mantiene relaciones directas con una tierra
que conoce, que cuida admirablemente y que se transmite de padres a hijos durante
siglos; es generalmente un campesino acomodado, bien alimentado, que vive en una
casa decente si no lujosa, con una superabundancia de ropa y trajes tejidos y confec-
cionados en casa. Abundan las pruebas de este equilibrio bastante raro entre el pro-
pietario y el labrador, entre el dinero y el trabajo. Pero tampoco faltan las observacio-
nes discordantes y los historiadores italianos han adelantado incluso que la aparcería

246
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

•/.,,,

El paúaje clásico de la Campiña toscana, viñas, olivos y tn'go. Según el fresco del Buon Gove¡no
que adorna el Palazzio Civico de Siena. (Foto F. Quilici.)

era una forma próxima al vasallaje 2º6 En realidad, parece que el sistema se deteriora
en el transcurso de la primera mitad del siglo XVIII, debido a circunstancias generales,
al aumento del impuesto, a las especulaciones sobre los granos.
La experiencia toscana llama también la atención sobre un punto evidente: cada
vez que hay especialización de cultivos (el aceite: el vino de Toscana, el arroz, los pra-
dos regados y las moreras de Lombardía, las uvas pasas de las islas venecianas, incluso,
de alguna forma, el trigo de gran exportación), la agricultura tiene tendencia a com-
prometerse en la vía de la ((empresa» capitalista, porque se trata obligatoriamente de
cosechas comercializadas, bajo la dependencia de un gran mercado interior o exterior,
y que, un día u otro, buscarán, exigirán la productividad. Otro ejemplo idéntico, a
pesar de las diferencias que saltan a la vista: cuando los ganaderos húngaros se dan cuen-
ta, en el siglo XVII, del beneficio de la exportación de los bovinos hacia el Occidente

247
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

europeo y de la importancia de este mercado, renuncian a cultivar intensamente sus


tierras y a producir su propio trigo. Prefieren comprarlom De este modo han hecho
ya una elección capitalista. Del mismo modo los ganaderos holandeses se espetializan,
un poco a la fuerza, en los productos lácteos y en la exportación masiva del queso.

Las zonas adelantadas


son minoritarias

Existen zonas adelantadas que prefiguran el futuro capitalista. Pero en Europa, las
zonas atrasadas, si se las puede llamar así, o estancadas, prevalecen, son la mayoría. El
mundo campesino, eri su mayor parte, queda bastante lejos del capitalismo, de sus exi-
gencias, de su orden y de sus progresos. No tenemos más que el obstaculo de la elec-
ción para encontrar y situar estas regiones aún encerradas en un pasado que las tiene
sólidamente agarradas. .
Si se examina el sur de Italia, el espectáculo en Nápoles, después de la salvaje re-
presión de Masaniello, eri 1647, y del largo y violento levantamiento que le acompaña,
es el de una refeudalización sin piedad 208 • Aún en los primeros decenios del siglo XVIII,
según un testigo de la época, Paolo Mattia Doria, que no ataca al sistema feudal sino
a los abusos que en él se cometen: «El barón tiene el poder de empobrecer y de arrui-
nar a su vasallo, de meterle en prisión sin permitir que intervenga el gobernador o el
juez del pueblo; tiene el derecho de gracia, y hace asesinar a quien quiere e indultar
al homicida. [ .•. ] Abusa de su poder tanto contra los bienes como contra el honor de
los vasallos. [ ... ] Probar el delito de un barón es imposible. El gobierno mismo [ ... ]
no tiene más que indulgencia para el barón poderoso. [ ... ] Estos abusos muestran que
algunos barones son como soberanos de sus tierras» 2º9. Las estadísticas confirman este
poder anormal, y'a que, aún en el Siglo de las Luces, la jurisdicción feudal en el reino
de Nápoles se ejerce sobre más de la mitad de la población casi en todas partes, y en
algunas provincias sobre el 70, el 80 e incluso el 88% de la población global2 10 •
En Sicilia, innegablemente, la segunda servidumbre está totalmente vigente cuan-
do aparece la Nuova descrizzione storica e geografica della Sicilia, de G. M. Galanti.
Poco antes de la Revolución Francesa, los virreyes reformadores (Caracciolo y Carama-
nico) no han conseguido más que pequeñas reformas 211 • Otra región de servidumbre
o de pseudoservidumbre es Aragón, por lo menos antes del siglo xvm, hasta el punto
que los historiadores alemanes hablan de ella como de Gutshemchaft, es decir del mis-
mo tipo de señorío que, al otro lado del Elba, encuadra la segunda servidumbre. Asi-
mismo el sur de España, donde la conquista cristiana ha instalado un sistema de gran·
des propietarios, queda adscrito al pasado. Habría que señalar también los retrasos evi-
dentes de la Escocia montañosa y de Irlanda.
En resumen, es en su periferia donde la Europa occidental manifiesta más clara-
mente sus retrasos, si se exceptúa la posición aberrante de Aragón (aun hay que señalar
que en el complejo mundo de la Península Ibérica, Aragón ha sido durante siglos un
fenómeno marginal, periférico). En cualquier caso, si se imagina un mapa de las zonas
adelantadas -unas pocas solamente y bastante pequeñas- y de las zonas atrasadas,
situadas en los confines, habría que teñir de un color especial las zonas estancadas o
de evolución lenta, a la vez señoriales y feudales, atrasadas y. no obstante, vistas algu-
nas modificaciones, en vías de lenta transformación. En el conjunto de Europa, la par-
te del capitalismo agrario es finalmente poco considerable.

248
Lt1 producción o el capitalismo en terreno t1je110

El caso
de Francia

Francia resume bastante bien ella sola estas mezcolanzas y estas contradicciones del
conjunto europeo. Todo lo que ocurre en todas partes se desarrolla también allí gene-
ralmente, en esta o en aquella de sus regiones. Hacer una pregunta sobre esto es ha-
cerla sobre uno de sus vecinos. Así, la Francia del siglo XVIII aparece tocada por el ca-
pitalismo territorial, seguramente mucho menos que Inglaterra, pero más que la parte
de Alemania que está entre el Rhin y el Elba. Al igual que las regiones modernas de
los campos de Italia, a veces más adelantadas que las suyas, está no obstante menos
atrasada que el mundo ibérico si se exceptúa a Cataluña, que está en profunda trans-
formación en el siglo XVIII, ya que el régimen señorial conserva allí fuertes posiciones 212 •
Pero si Francia es ejemplar, lo es, sobre todo durante la segunda mitad del si-
glo XVIII, por su evolución progresiva, por el agravamiento extremo y la transformación
de los conflictos que surgen en ella. Es seguramente entonces el teatro de una progre-
sión demográfica (cerca de 20 millones de franceses durante el reinado de Luis XIV y
unos 26 millones en el de Luis XV1) 21 '. Se produce seguramente un aumento de la ren-
ta agrícola. Nada más natural que el hecho de que el propietario en general, y más es-
pecialmente el propietario noble, quiera coger su parte. Después de los años tan largos
de penitencias, desde 1660 a 1730, la nobleza terretaniente queria rápidamente, tan rá-
pidamente como fuera posible, compensar los ayunos anteriores, olvidar su «travesía
por el desierto1> 214 • De ahí la reacción señorial, la más espectacular sin duda que haya
conocido la Francia moderna. Utilizará todos los medios: los lícitos, aumentar, doblar
los arrendamientos; los ilícitos, resaltar los viejos títulos de propiedad, reinterpretar los
puntos dudosos del derecho (son innumerables), desplazar los límites, tratar de repar-
tir los bienes comunales, multiplicar las disputas hasta el punto en que el campesino
no verá en su rabia más que estas barreras «feudales» que se levantan contra él. No siem-
pre percibirá la evolución, para él temible, que mantiene la ofensiva de los propieta-
rios de bienes raíces.
Pues esta reacción señorial está determinada, más que por su vuelta a la tradición,
por el espíritu de la época, al ambiente nuevo para Francia de los juegos especuladorit¡;,
de la especulación de Bolsa, de las inversiones maravillosas, de la participación de ·~a
aristocracia en el comercio a larga distancia y en la apertura de minas, por lo qu~ ffO
llamaría una tentación tanto como un espíritu capitalista. Ya que un verdadero capi-
talismo territorial, una gestión moderna' a la inglesa, es aún rara en Francia. Pero ven-
drá después. Se ha empezado a confiar en la tierra como fuente de beneficio y a creer
en la eficacia de los métodos modernos de gestión. En 1762, aparecía un libro que tu-
vo mucho éxito, L 'Art des' enn'chir promptement por /'agriculture (El arte de enrique-
cerse rápidamente con la agricultura), de Despommiers; en 1784, L 'Art d'augmenter
et de conseruer son bien, ou regles générales pour l'administration d'une terre (El arte
de aumentar y de conservar sus bienes, o reglas generales para la administración de una
tierra), de Arnould. Se multiplican las ventas y compras de propiedades. Los bienes raí-
ces son alcanzados por la locura general de la especulación. Un artículo nuevo de Eber-
hard Weiss (1970) 21 i analiza esta situación francesa que él considera como una reacción
capitalista tanto como una reacción señorial. A partir de la propiedad directa, median-
te la intervención de arrendatarios o de los mismos señores, se ha hecho un esfuerzo
continuo para reestructurar la gran propiedad. De ahí las agitaciones, las emociones en
el mundo campesino. Y una evolución que Weiss compara en cambio con la situación
campesina alem.ana de la zona situada entre el Rhin y el Elba, en las regiones de la
Grundhemchaft, entiendase el señorío en el sentido clásico de la palabra. Los señores
249
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Un rico arrendatano recibe a su propietario. Monument du costume, grabado según Moreau el


]011en, 1789. Aquí no se muestra nada de la relación señor-campesino. La escena podría ser in-
glesa. (Foto Bulloz.)

alemanes, en efecto, no han tratado de apoyarse en la reserva o en el dominio inme-


diato para intentar tomar directamente en sus manos la explotación de sus tierras. Se
contentan con vivir como rentistas del suelo y equilibran su existencia entrando al ser-
vicio del príncipe, por ejemplo del duque elector de Baviera. La reserva es entonces di-
vidida y arrendada a los campesinos que, desde ese momento, no tienen ni las inquie-

250
La producción o el capitalismo en te1Teno ajeno

tudes ni las contrariedades de los campesinos franceses. Por otra parte, el estilo de la
Revolución Francesa, la denuncia de los privilegios de la nobleza no encontrarán en Ale-
mania el eco que se esperaba. Admiremos una vez más que un historiador extranjero,
alemán en este caso (a semejanza de los historiadores rusos tan innovadores de antes
de ayer y de ayer, Loutchinsky y Porchnev), haya llegado al punto de transtornar la his-
toriografía francesa.
Un reciente artículo de Le Roy Ladurie 216 (1974) matiza, gracias a excelentes mo-
nografícas -la suya también lo es-, el punto de vista de Weiss. Intenta precisar en
qué regiones adopta nuevas formas la reacción señorial en Francia. Que ha habido arren-
datarios conquistadores y señores inquietos es un hecho que ya conocemos. El admira-
ble libro de Pierre de Saint-Jacob proporciona la prueba de ello, diez veces de cada
una, en el marco de la Alta-Borgoña. Recordemos el caso que cita, un poco caricatu-
resco, de un tal Varenne de Lonvoy 217 consagrado a concentrar, a reagrupar, sus pro-
piedades, a desposeer a los campesinos, a coger terrenos comunales, pero también a
innovar, regando sus tierras, desarrollando praderas artificiales. Sin embargo, por cada
señor invasor e innovador hay 10 ó 20 señores tranquilos, rentistas a veces indiferentes.
La extensión de este ascenso capitalista subyacente, ¿puede calibrarse o juzgarse a
partir de las reivindicaciones, agitaciones y emociones de los campesinos? Se dice que
estas agitaciones son prácticamente continuas. Pero en el siglo XVII, fueron más antí-
fiscales que antiseñoria!es y se situaron, sobre todo, al oeste de Francia. En el siglo XVIII
las revueltas se convierten en antiseñoriales y dibujan una nueva zona de protesta: el
noreste y el este del ·país, es decir las grandes zonas cerealistas del reino, progresistas
(es la zona de los tiros de caballo) 218 y superpobladas. La Revolución demostrará de ma-
nera aún más clara que ésos son los campos más vivaces. Entonces, ¿no podría pensarse
que el campesino francés recurre al viejo lenguaje, ya rodado, del antifeudalismo, en
parte porque el lenguaje antícapitalista no ha encontrado su vocabulario de cara a una
situación nueva y sorprendente? Es ese lenguaje, en efecto, y él solo, el que estalla en
los cuadernos de quejas de 1789.
Quedarían por desenmarañar voces un poco contradictorias, por verificar la oposi-
ción tan símpl'e que se produce entre los siglos XVII y XVIII. Concretamente, lo que se
oculta, por ejemplo, en Provenza bajo los movimientos antiseñoriales, que con gran
frecuencia parecen haber animado las revueltas de campesinos 219 • Un hecho es seguro:
inmensas regiones francesas, Aquítanía, el Macizo Central, el Macizo Armoricano, ~er­
manecen tranquilas en este final del Antiguo Régimen porque las libertades subsisrtn
en esos lugares, porque se mantienen las ventajas de una propiedad campesina o' por-
que se ha logrado la reducción a la obediencia y a la mediocridad, como en el País Bretón.
Evidentemente, se puede cuestionar qué hubiera ocurrido con la tierra francesa sí la
Revolución no hubiera tenido lugar. Pierre Chaunu admite que la tierra cultivada, en
tiempos de la reacción del reinado de Luis XVI, se redujo del 50 al 40.% de la propie-
dad francesa 220 Siguiendo en esta vía, ¿hubiera conocido Francia rápidamente una evo-
lución a la inglesa, favorable a la constitución generalizada de un capitalismo agrario?
Este es el tipo de preguntas que seguirán siempre sin tener respuesta.
La producción o d capitalismo en tr:m:no ttjeno

CAPITALISMO
Y PREINDUSTRIA
La palabra industria prescinde con dificultad de su más antiguo sentido, trabajo, ac-
tividad, habilidad, para hacia el siglo XVIII, y no siempre, adquirir el sentido específico
que nosotros conocemos de la misma, en un terreno en el que las palabras arte, ma-
nufactura, fábrica le hicieron la competencia durante largo tiempo 221 • Triunfante en el
siglo XIX, esta palabra tiene tendencia a designar la gran industria. Así pues, hablare-
mos aquí a menudo de pre-industria (aunque la palabra no nos guste demasiado). Lo
cual no nos impedirá, a la vuelta de la frase, escribir industria sin demasiados remor-
dimientos y hablar de actividades industn'ales en lugar_ de pre-industriales. No es po-
sible ninguna confusión puesto que nos situamos en una época anterior a las máquinas
de vapor, antes de Newcomen, Watt, Cugnot, Jouffroy o Fulton, antes del siglo XIX,
a partir del cual «la gran industria nos ha rodeado por todas partes»~

Un modelo
cuádruple

Por suerte, no tendremos que elaborar, a este respecto, el modelo de nuestras pri-
meras explicaciones. Hace ya tiempo fue diseñado un modelo por Hubert Bourgin 222 ,
en 1924, pero ha sido tan poco utilizado que hoy en día está todavía en sus comienzos.
Para Bourgin, toda la vida industrial entre los siglos XV y XVIII entra forzosamente en
una de las cuatro categorías que él distingue a priori.
Primera categoría: dispuestos en «nebulosas>, los innumerables, los minúsculos ta-
lleres familiares; bien un maestro, dos o tres compañeros, uno o dos aprendices; bien
una familia completa. Así, por ejemplo, el fabricante de clavos, el cuchillero, el herre-
ro del pueblo tal como los hemos conocido aún ayer, y tal como trabajan aún hoy en
día al aire libre con sus ayudantes en el Africa Negra o en la India. En esta categoría
entran la tienda del zapatero así como la tienda del orfebre, con sus herramientas me-
ticulosas y sus materias raras, o el taller atestado del cerrajero, o el cuarto donde trabaja
la bordadora de encajes cuando no lo hace ante la puerta de su casa. O bien, en el
Delfinado del siglo XVIll, en las ciudades y fuera de ellas, esa «horda de pequeños es-
tablecimientos de carácter restringido, familiar o artesanal»: después de la siega o de
la vendimia, «todo el mundo se pone manos a la obra ... , en una familia se hila, en la
otra se teje» 223 • En cada una de estas unidades elementales «monocelulares», «las tareas
son indiferenciadas y continuas», hasta el punto de que la división del trabajo pasa a
menudo por encima de ellas. Familiares, escapan a medias al mercado, a las normas
habituales del beneficio.
Yo clasificaré también, dentro de esta categoría de actividades que son calificadas
un poco precipitadamente a veces de no sectoriales, las siguientes: la del panadero que
reparte el pan, la del molinero que fabrica la harina, la de los queseros, la de los des-
tiladores de aguardiente o de orujo, y la de los carniceros que, partiendo de una ma·
teria «prima», fabrican del algún modo la carne consumible. Cuántas operaciones a car-
go de estos últimos, relata un documento inglés de 1791: «They must not only know
how kill, cut up and dress their meat to advantage, buy how to buy a bullock, sheep
or cal/, standing» 224 •
El rasgo esencial de esta preindustria artesanal, es su importancia mayoritaria, la
forma, similar a ella misma, en la que resiste a las novedades capitalistas (mientras que

252
!.a p>·oducción o el capitalismo en terreno ajeno

El taller familiar del cuchtllero, Códice de Balthasar Behem. (Foto Morch Rortwonrski.)

253
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

éstas abarcan a veces un oficio perfectamente especializado que, un buen día, cae co-
mo fruta madura en manos de los empresarios con grandes medios). Sería necesario efec-
tuar una investigación en toda regla para confeccionar la larga lista de oficios y artesa-
nías tradicionales que permanecerán frecuentemente hasta el siglo XIX e incluso hasta
el siglo XX. Todavía en 1838, en la campiña genovesa existía el viejo telaio da ve/luto,
el telar para tejer el terciopelom. En Francia, la industria artesanal, durante largo tiem-
po prioritaria, no se convertirá en secundaria, tras la industria moderna, hasta los al-
rededores de 1860 22 G.
Segunda categoría: los talleres dispersos, pero relacionados entre sí. Hubert Bour-
gin los designa con el nombre de fábricas diseminadas (expresión bastante afortuna-
da, que tomó de G. Volpe). Yo preferirfa manufacturas diseminadas, pero esto poco
importa. Ya se trate de la fabricación de estameñas de lana alrededor de Le Mans, en
el siglo XVIII o algunos siglos antes, hacia 1350, en tiempos de Villani, del Arte della
lana florentino (60.000 personas en un radio de unos cincuenta kilómetros alrededor
de Florencia y dentro de esta ciudad) 227 , tenemos en espacios bastante grandes puntos
separados peto relacionados entte sí. El coordinador, el intermediario, el maestro de
obras, es el comerciante empresario que adelanta la materia prima, la conduce desde
el hilado hasta ser tejida, enfurtida y teñida, que lleva los paños a tundir y que se ocu-
pa del acabado de los productos, que paga los salarios y se reserva, al final, los bene-
ficios del comercio próximo o a larga distancia.
Esta fábrica diseminada está constituida desde la Edad Media, y no solamente en
el ramo textil, sino también «desde muy temprano en la cuchillería, la fabricación de
clavos, la ferretería que, en ciertas regiones, como Normandía, Cha¡npagne, han con-
servado hasta nuestros días sus caracteres originalcs» 228 • Así igualmente la industria me-
talúrgica alrededor de Colonia, desde el siglo XV, o alrededor de Lyon en el siglo XVl,
o cerca de Brescia desde Val Camónica, donde están las ferreterías, hasta las tiendas de
los armeros de la ciudad 229 • Se trata siempre de una sucesión de trabajos en interacción
unos con otros, hasta el acabado del producto fabricado y la operación mercantil.
Tercera categoría: la «fábrica aglomerada», constituida tardíamente, en fechas di-
ferentes según las ramas y los países. Las forjas de agua del siglo XIV son ya fábricas
aglomeradas: diversas operaciones se encuentran reunidas en un solo lugar. Lo mismo
ocurre con las fábricas de cerveza, las fábricas de curtidos, las fábricas de cristal. Toda-
vía entran mejor en la categoría las manufacturasm, ya sean-del Estado o privadas, ma-
nufacturas de todas clases -aunque la mayoría textiles- que se multiplican a través
de Europa, especialmente durante la: segunda mitad del siglo XVIII. Su característica es
la concentración en edificios más o menos grandes de la mano de obra, lo que permite
la vigilancia del trabajo, una división en profundidad de las tareas y, en resumen, un
aumento de la productividad y una mejora de la calidad de los productos,
Cuarta categoría: las fábricas equipadas con máquinas, que disponen del potencial
adicional del agua corriente y del vapor. En el vocabulario de Marx; se trata de fábricas
sin más. En realidad, las palabras fábrica y manufactura se emplean corrientemente,
una por otra, en el siglo XVIII 231 • Pero nada nos impide distinguir, para nuestra mejor
comprensión, las manufacturas de las fábricas. La fábrica mecanizada, diremos para
más claridad, nos aleja de la cronología de esta obra y nos introduce ya en las realida-
des del siglo XIX, por las rutas de la Revolución Industrial. Yo vería sin embargo, en
la mina moderna, típica del siglo XVI, tal como la percibimos en Europa Central a tra-
vés de los dibujos del De re metalica de Agrícola (1555), un ejemplo importante de
la fábrica mecanizada, aunque el vapor no había de introducirse hasta dos siglos más
tarde, y con la parsimonia y la lentitud que es bien sabida. Igualmente, en la región
cantábrica, ~a principios del siglo XVI, el empleo del agua como fuerza motriz había
determinado una verdadera revolución industrial> 23 2 • Otros ejemplos, los astilleros de

254
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

de la fundación
Fecha desconocida [ cárcel l7Zl'ZZ1Z3
da la desapari ión

1680 1700 1720 1740 1760 1780 1800 1820 1840 1860 1880

Algodón
fábrica de hilados

'C-
- -
fábrica de tejidos ~

Impresiones
de Indianas

Tela defino - ~
e
Seda
~

Lana

fábrica da hilados

trabajos de

~~
transformación

~
-
Cerémica

Vidrio
moldes de vidrio
botón de vidrio
lunas C::::J I

espejos
lentes

Tabaco
·-
rc::s: ,¡
Papel
§),. '\
Hllomatallico ,/
hilo de oro
hilo de hierro

Varios

--

19. MANUFACTURAS Y FABRICAS

Los princip11do1 de Amboch y B11yre11th son territorios muy pequeiioI, pero mtty pobl11do1, de lo Alemania •fr11nconi11-
n11>, incorporado1 a Baviera en 1806-1810. La relación de ca1i un centenar de m11n11factur111tiene11n 1111/or de sondeo y ayuda
a superar /11 controverrio Somb11rt-M11rx respecto a los m11n11ft1cl11r11s que no se transforman (ugún el primero) o se tr11mfor-
11111n (según el segundo) en fábn'ca1, es decir, en fábn'cos modernas. Una veintena de man11facturas sobre•i•en hacia 18)0,
es dec1r, aproximadamente una sobre cinco. Como sucede frecuentemente, la verdad no está totalmente de un lodo ni de
otro. Gráfico efect11ado por O. Reuter, Die Manufaktur im Friinkischcn Raum, 1961, p. 8.

255
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Saardam, cerca de Amsterdam, en el siglo XVII, con sus sierras mecánicas, sus grúas,
sus máquinas para colocar los mástiles; y tantas pequeñas «fábricas» que utilizan las rue-
das hidráulicas: molinos de papel, molinos de batanes, aserraderos o aquellas pequeñas
fábricas de espadas en Viena, en el Delfinado, donde las muelas y los fuelles son
mecánicos 233 •
Así pues, hay cuatro categorías, cuatro tipos sucesivos en líneas generales, aunque
«al sucederse las diferentes estructuras, no se sustituyen bruscamente la una o la otra» 234 •
Sobre todo, no existe -aquí Sombartm triunfa por una vez contra Marx- transición
natural y lógica de la manufactura a la fábrica. La tabla que tomo de O. Reuter 236 con-
cerniente a las manufacturas y las fábricas en los principados de Ansbach y de Bay-
reuth, de 1680 a 1880, muestra sobre un ejemplo concreto que ha habido, de unas a
otras, algunas prolongaciones. Pero no una sucesión obligatoria y natural.

El esquema de H. Bourgin,
¿es válido fuera de Europa?

Este esquema simplificador se extiende fácilmente a las sociedades densas del mun-
do. Fuera de Europa se encuentran especialmente los dos primeros estadios -talleres
individuales, talleres relacionados unos con otros- y siguen siendo excepcionales las
manufacturas.
Con sus herreros, un poco brujos, con sus tejedores y sus alfareros primitivos, el
Africa Negra se coloca enteramente en el estadio A. La América colonial está quizás
peor favorecida en este plano elemental. Sin embargo, allí donde la sociedad amerin-
dia se ha mantenido, existen todavía artesanos activos, hilanderas, tejedores, alfareros
y esos obreros capaces de construir iglesias y conventos, obras colosales aún ante nues-
tros ojos, tanto en México como en Perú. El ocupante se ha aprovechado incluso para
instalar obrajes, o sea talleres donde una mano de obra forzada trabaja la lana, el al-
godón, el lino, la seda. También están en el plano más alto de nuestras categorías, las
enormes minas de plata, cobre, mercurio, y pronto, en el interior de Brasil, las grandes
construcciones un poco abandonadas de los buscadores negros de pepitas de oro. O in-
cluso, siempre en el Brasil, en las islas y zonas tropicales de la América hispana, los
molinos de azúcar que en realidad son manufacturas, concentraciones de mano de obra,
de energía hidráulica o animal, con los talleres de fabricación que finalizarán en el azú-
car semirrefinado, los diversos tipos de azúcares, el ron y la tafia (aguardiente de caña).
Pero sobre estas Américas coloniales, pesa la corta prisa de los monopolios metro-
politanos, tantas precauciones, tantas prohibiciones. En general, las diversas capas «in-
dustriales» no se encuentran allí armoniosamente desarrolladas. En la base falta este hor-
migueo, esta riqueza del artesanado de Europa, con sus logros frecuentemente presti-
giosos. Esto es lo que dice, a su manera, un viajero de la segunda mitad del siglo XVIl 237 :
~En las Indias no hay más que malos artesanos [y, añadiremos nosotros, no hay inge-
nieros] para todo lo que se refiere a la guerra y aún para muchas otras cos:is. Por ejem-
plo, no hay nadie que sepa hacer buenos instrumentos para la cirujía. Se ignora por
completo la fabricación de lo que se relaciona con las matemáticas y la navegación.> Y
con toda seguridad, muchos otros elementos infinitamente más usuales: todas las cal-
deras de cobre y de hierro de las fábricas de azúcar y los clavos, por no tomar más que
estos ejemplos, llegan de ultramar. Si no existe, en la base, este artesanado pululante
de Europa, esto se debe sin duda a la cifra de la población y, no menos, a la miseria
extraordinaria de los indígenas. Todavía hacia 1820, cuando Kotzebue, oficial de lama-
rina al servicio del Zar (es el hijo del poeta asesinado en 1819 por el estudiante elemán

256
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Karl Sand) llega a Río, el Brasil, esta mina de oro y de diamantes para Portugal, le
parece «en sí mismo {como] un país pobre, oprimido, poco poblado, inaccesible a todo
cultivo del espíritu» 238 •
En China y la India, por el contrario, existe, en la base, la riqueza de un artesa-
nado numeroso y hábil, urbano o campesino. Por otra parte, la industria textil de Gud-
jerat o de Bengala es una especie de constelación de «fábricas diseminadas» y una vía
láctea de talleres minúsculos. Y las industrias del tercer nivel no faltan ni de un lado
ni del otro. En el norte de Pekín, las explotaciones hulleras evocan una concentración
ya bien definida a pesar del control del Estado y de la debilidad de los capitales inver-
tidos239. El trabajo del algodón en China es, ante todo, rural y familiar, pero desde
finales del siglo XVII, las manufacturas de Songjiang, al sur de Shangai, emplean de
forma permanente a más de 200.000 obreros, sin contar el trabajo a destajo 24 º Sou-
tcheou, capital de Kiang-su, cuenta con unos 3.000 ó 4.000 artesanos que trabajan la
seda 241 . Es como una especie de Lyon, dice un historiador reciente, una especie de Tours
«O mejor aún una especie de Luca» 242 . Igualmente, «Kin té chum», en 1793, posee,
«tres mil hornos para cocer la porcelana [ ... ] encendidos todos a la vez. Esto hacía que,
durante la noche, la ciudad tuviese el aspecto de estar incendiada» 243 .
Lo sorprendente es que en China, como en la India, este artesanado extraordina-
riamente hábil e ingenioso no haya producido la calidad de utensilios con los que la
historia está familiarizada en Europa. En la India más aún que en China. Un viajero
que cruza la India en 1_782 observa: «los oficios de los indios nos parecen sencillos por-
que en general utilizan pocas máquinas y no se sirven más que de las manos y de dos
o tres herramientas para trabajos en los que nosotros empleamos más de ciem> 244 • Asi-
mismo el europeo no puede por menos que asombrarse ante este herrero chino que
«lleva siempre sus herramientas consigo, su forja, su horno y trabaja en todos los sitios
donde se le da ocupación; establece su forja ante la casa del que le llama; con tierra
batida forma un pequeño muro ante el que coloca su hogar; detrás de este muro coloca
dos fuelles de cuero que el aprendiz acciona presionando alternativamente la parte su-
perior de los mismos; de esta forma aviva el fuego; una piedra le sirve de yunque, sus
únicas herramientas son unas tenazas, un martillo, una maza y una lima> 24 l El mismo
asombro ante aquel tejedor del campo, me imagino, pues hay magníficos telares chi-
nos: «monta su telar por la mañana ante su puerta, bajo un árbol, y lo desmom~ al
ponerse el sol. Este telar es muy simple; sólo consiste en dos rodillos apoyados sd,bre
cuatro trozos de madera clavados en la tierra. Dos palos que atraviesan la urdimi;>re y
que son sostenidos en cada una de sus extremidades, uno por dos cuerdas atadas al ár-
bol debajo del cual está colocado el telar, y el otro por dos cuerdas atadas a los pies
del obrero, dan a éste la facilidad de separar los hilos de la urdimbre para introducir
la trama» 245 Es el telar horizontal rudimentario que utilizan aún hoy en día para con-
feccionar las alfombras de sus tiendas ciertos nómadas del norte de Africa.
¿Por qué este utillaje imperfecto que no puede más que redundar en perjuicio de
los obreros haciendo más penoso su trabajo? ¿Es debido a que en la India y China son
demasiado numerosos, miserables y viles? Pues existe una correlación entre utillaje y
mano de obra. Los obreros se darán cuenta de ello cuando las máquinas estén allí, pe-
ro, mucho antes de los furores «ludistas» de comienzos del siglo XIX, los responsables
y los intelectuales había tomado ya conciencia de ello. Guy Patin, una vez puesto al
corriente de una sierra mecánica maravillosa aconsejaba a su inventor no darse a cono-
cer a los obreros si quería conservar su vida 246 • Montesquieu deploraba la construcción
de los molinos: para él, todas las máquinas reducen el número de obreros y son «per-
niciosas»247 Es la misma idea, pero al revés, que Marc Bloch 248 señala en un pasaje cu-
rioso de la Encyclopédie: «En todos los sitios donde la mano de obra es cara, hay que
suplir el trabajo manual por máquinas. Sólo existe esta forma para ponerse a nivel de

257
La producción o el capitalismo en terreno aíeno

aquellos países donde la mano de obra es más barata. Desde hace mucho tiempo, los
ingleses lo enseñan a Europa». La observación, después de todo, no sorprenderá a na-
die. Lo que más sorprende, un siglo antes, sin satisfacer nuestra curiosidad, es una no-
ticia brevemente transcrita en dos cartas de un cónsul genovés en Londres, en agosto
de 1675: 10.000 obreros de la seda se levantan en la capital contra la introducción de
telares franceses para fabricar cintas mediante los cuales una sola persona podía llegar
a tejer de 10 a 12 a la vez; los nuevos telares son quemados y hubiera sucedido lo peor
sin la intervención de los soldados y las patrullas de la guardia burguesa 249 •

No hay divorcio
entre agricultura y preindustria

El modelo de Hubert Bourgin hace hincapié en la técnica; de ahí su simplifica-


ción. De ahí también su estado incompleto. Es necesario complicarlo mucho.
Una primera observación es obvia: la preindustria, a pesar de su originalidad, no
es un sector con fronteras definidas. Antes del siglo XVIII todavía se separa poco de la
vida agrícola omnipresente que la constriñe y a veces la sumerge. Existe incluso una
industria rural a ras del suelo, en el ámbito estricto del valor de uso que funciona sólo
para la familia o para el pueblo. Yo he visto con mis propios ojos, cuando era niño,
poner aros de ruedas de carros en un pueblo del Mosa: el círculo de·hierro dilatado en
el fuego se colocaba, aún rojo, alrededor de la rueda de madera que se inflamaba se-
guidamente; todo ello se introducía en el agua y el hierro al enfriarse quedaba apre-
tado sobre la madera. La operación movilizaba a todo el pueblo. Pero no acabaríamos
de enumerar todo lo que se fabricaba antiguamente en cada casa de campo. Incluso
los ricos 2) 0 , pero principalmente los pobres, que confeccionan para su propia utiliza-
ción paños, camisas de tela basta, muebles, arneses de fibra vegetal, cuerdas de corteza
de tilo, cestas, mangos para herramientas y manceras de arado. En los países poco evo-
lucionados de la Europa Oriental como en Ucrania occidental o Lituania, esta autar-
quía es aún más acentuada que en la Europa Occidental 251 • En el Oeste, en efecto, se
superpone a la industria de uso familiar una industrial igualmente rural, pero des#na-
da, ésta, al mercado.
Esta artesanía es bien conocida. En toda Europa, en las ciudades, los pueblos, y las
granjas, cuando llega el invierno, una inmensa actividad «industrial» sustituye a la ac-
tividad agrícola. Incluso en aldeas muy apartadas: así, en 1723, una treintena de pue-
blos del Bocage normando «de difícil acceso», y, en· 1727, pueblos de Saintonge lle-
varon al mercado productos no conformes a las normas de los oficios 252 • ¿Debe casti-
gárseles? Los inspectores de la manufacturas piensan que sería mejor ir a cada sitio para
explicar los «reglamentos relativos a las manufacturas» a personas que ciertamente los
ignoran, perdidas en aquellos campos. Alrededor de Osnabrück, en 1780, la industria
del lino está en manos del campesino, su mujer, sus hijos, sus empleados. ¡Poco im-
porta el rendimiento de este trabajo complementario! Es invierno: «El criado debe ser
mantenido, trabaje o no» 253 • Entonces, ¡vale más que trabaje! Finalmente, el ritmo de
las estaciones, el «calendario» como dice Giuseppe Palomba, se impone en todas las ac-
tividades. En el siglo XVI, incluso los mineros de las explotaciones hulleras de Lieja aban-
donan el fondo de las galerías, cada año, en el mes de agosto, para dedicarse a lasco-
sechas254. Cualquiera que sea el oficio, la regla se da casi siempre sin excepción. Una
carta comercial fechada en Florencia el 1 de junio de 1601 dice por ejemplo: «La venta
de las lanas va más fríamente, aunque en este caso no hay por qué asombrarse: se tra-
baja poco, pues los obreros faltan; todos se han marchado al campo» 255 • En Lodéve,

258
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

como en Beauvais o en Amberes, en cualquier ciudad industrial tan pronto como llega
el verano se imponen los trabajos de los campos. Con el retorno del invierno, el trabajo
artesanal vuelve a ser el rey, aun a la luz de la vela, a pesar del riesgo de incencio.
No obstante, también hay que señalar ejemplos inversos, o al menos diferentes.
Un trabajo obrero ininterrumpido está en vías de establecerse. Así pues, en Ruan, en
1723, ~clos obreros del campo que antaño dejaban sus oficios para dedicarse a la reco-
lección [ ... ] no lo hacen más porque actualmente encuentran más beneficio continuan-
do la fabricación de paños y tejidos». Resultado: El trigo está a punto de germinar «en
los campos por falta de segadores». El Parlamento se propone prohibir el trabajo de las
manufacturas «durante el tiempo de la cosecha del trigo y de otros granos» 256 • ¿Trabajo
continuo, trabajo discontinuo? No olvidemos que Vauban, en sus cálculos, atribuye al
artesano 120 días laborables por año; las fiestas en las que no se trabaja -son nume-
rosas- y las ocupaciones estacionales absorben el resto del año. La separación se hace,
pues, mal y tardíamente. Y Goudar 257 está sin duda equivocado al hablar de un divor-
cio geográfico entre la industria y la agricultura. Yo tampoco creo apenas en la realidad
de esta línea que, «de Lava! a Ruan, Cambrai y Fourmies», separaría, según Roer
Dion 258 , dos Francias, la una al norte, la de los oficios tradicionales por excelencia, la
otra al sur, la de los viñedos. El Languedoc, sembrado de viñedos, contaba, según el
intendente de Basville 259 , con 450.000 obreros textiles hacia 1680. Y en una zona vi-
tícola, como en general el área de Orleáns, el censo de 1698 registraba al mismo tiem-
po 12.840 propietarios de viñedos y «12.171 artesanos diseminados por las ciudades y
los pueblos». Ciertamente, en cambio, no es en las familias de los viticultores, gene-
ralmente acomodadas, donde se da más el trabajo a domicilio. De igual modo, en los
alrededores de Arbois, país del vino, la industria textil tampoco ha podido establecer-
se por falta de mano de obra 260 • En Leyde, la actividad pañera, tan vigorosa en el si-
glo XVII, no puede encontrar ninguna ayuda en su cercana campiña, que es muy rica.
Cuando en el siglo XVIII tenga necesidad absoluta de esta ayuda, deberá buscarla en
zonas rurales pobres alejadas. Y curiosamente estas zonas se han convertido en los gran-
des centros textiles modernos de Holanda 261 •

La industria-providencia

La industria sólo se explica, en efecto, por una multitud de factores y de incitacio-


nes. Luca, la ciudad de la seda, a partir del siglo XIII, «por falta de territorio a su al-
rededor y que le perteneciera [... ] llegó a ser industriosa hasta tal extremo que prover-
bialmente se le ha llamado la Képublica de las hormigas», según pretende Ortensio Lan-
di en uno de sus Paradossi (1543) 262 • En Inglaterra, en las costa de Norfolk, se instala
inopinadamente, en el siglo XVI, una industria de medias de punto de colores. Esto
no fue por casualidad. Esta costa es una sucesión de pequeños puertos de pesca con
los muelles repletos de redes. Los hombres, cuando no van hasta Islandia, persiguen
en el mar del Norte a los arenques y caballas.
Una enorme mano de obra femenina, empleada en la salazón del pescado en las
Salthouses, se encuentra desocupada fuera de las temporadas de pesca. Es esta mano
de obra medio desempleada la que ha tentado a los comerciantes empresarios y ha es-
tablecido una nueva indu~tria 26 3.
Así pues, es la pobreza quien a menudo lleva a la preindustria de la mano. Col-
bert, según se dice, ha puesto a trabajar a una Francia que se ha imaginado reacia, in-
disciplinada, cuando la coyuntura desapacible, la pesadez fiscal, hubieran bastado para
precipitar el reino en la actividad industrial. Por mediocre que ésta sea, ¿no es a me-

259
l.a prod11cción o el r:apittdismo en terreno ajeno

Tintoreros de Venecia, siglo XVJJ. (Museo Correr, Colección Vial/et.)

nudo «como una segunda providencia», una puerta de salida? Savary des Bruslons
(1760), habitualmente sentencioso, afirma: «Siempre se ha visto que los prodigios de la
industria [obsérvese la palabra empleada sin vacilación] han surgido del seno de la ne-
cesidad.» Hay que tener en cuenta esta última palabra. En Rusia, las malas cierras son
el patrimonio del campesino «negro» -los campesinos libres que tienen que importar
tngo para vivir. Y es en estos campesinos en quienes se ha desarrollado preferentemen-
te la industria artesanaP 64 • De igual modo, los montañeses alrededor del lago Cons-
tanza, en la base del Jura o en las montañas de Silesia, trabajan el lino desde el si-
glo XV para suplir la pobreza de sus cierras 265 • Y en los Highlands, los campesinos in-
gleses que no pueden vivir de sus escasos cultivos saleo del apuro convirtiéndose unos
en mineros, otros en cejedores 266 • Los mercados de las ciudades a donde los aldeanos
del norte y del oeste de Inglaterra llevan sus piezas de paños tejidos en sus casas, to-
davfa untadas de aceite y grasa, suministran una buena parte de la producción reunida

260
l.a producción o el capitalismo en terreno ajeno

por los comercian.tes londinenses, quienes se encargan de darles apresto antes de ven-
derlos en la lonja textil2 67

Localizaciones
inestables

Cuanto menos vinculado esté el hombre a la tierra, más apegado estará a la ciudad
y menos enraizado a la artesanía. Por encima de la mano de obra campesina, que tam-
bién tiene su movilidad (especialmente en países pobres), la artesanía stricto sensu es
la más móvil de las poblaciones. Esto está en la naturaleza misma de la producción
preindustrial, que conoce un sinfín de subidas bruscas y descensos en vertical. Las cur-
vas en parábola reproducidas en la página 295 dan una idea de ello. Existe un tiempo
para la prosperidad: después, todo flaquea. Un croquis de las inmigraciones artesanales
que han creado poco a poco la preindustria inglesa lo probaría de forma admirable.
Los artesanos, mal pagados, obligados para obtener su sustento a pasar bajo las horcas
caudinas del mercado, son sensibles a cualquier movimiento de los salarios, a cualquier
descenso de la demanda. Como nada va nunca según sus deseos, son emigrantes per-
petuos, «Un cuerpo ambulante y precario que puede transplantarse al menor acomeci-
miento»268. Habrá «un transmercado de obreros en los países extranjeros» si las manu-
facturas quiebran, escriben desde Marsella en 1715 269 • La fragilidad de la industria, ex-
plica Mirabeau 270 , «el Amigo de los Hombres», es deb\da a que «todas sus raíces tienen
los dedos de los obreros siempre dispuestos a transmigrar para seguir el curso de la abun-
dancia real», y que quedan los «hombres precarios». «¿Podemos responder de la cons-
tancia de nuestros artistas [artesanos] como de la inmovilidad de nuestros campos?» Se-
guramente que no, responde Dupont de Nemours 271 , y Forbonnais pondera 272 : «Las ar-
tes son ambulatorias, sin duda alguna.Y,
Lo son por tradición (el compañerismo); lo son por necesidad, cada vez que sus mez-
quinas condiciones de vida se agravan de forma insoportable. «Por así decirlo, no viven
más que al día», dice en su Diario ( 1658) este burgués de Reims que no los tiene en
mucha estima. Cinco años más tarde, siendo los tiempos difíciles, constata: «El l:!ue-
blo[... ] ha vendido su trabajo, pero a precio bastante mediocre, de tal forma que ·~ólo
los listos subsisten»; los demás están en los hospitales o se dedican a mendigar y ~1por­
diosear por las calles. El año siguiente, en 1664, los obreros abandonan su oficio, «se
convierten en braceros [mozos de cuadra] o vuelven a sus pueblos de origen» 273 . Lon-
dres apenas está un poco favorecida. Una gaceta francesa 274 , el 2 de enero de l 730,
al informar que el pan ha bajado dos «sueldos» (alrededor de un 9% ), añade: «Así los
obreros están actualmente en condiciones de vivir de sus salarios». Hacia 1773. según
el informe de un inspector de manufacturas, muchos tejedores del Languedoc «sin pan
y sin medios para obtenerlo» (existe desempleo), vienen obligados a «expatriarse para
vivir» 275 •
Si sobreviene un accidente, una conmoción, el movimiento se precipita. Así sucede
en Francia, después de la revocación del Edicto de Nantes (1685). Lo mismc ocurre en
Nueva España, en 1749, y, más aún, en 1785-1786, cuando se declara el hambre en
las minas del norte con la suspensión de los envíos de maíz, se produce un éxodo hacía
el sur y hacia México, la ciudad de todas las bajezas, «lupanar de infamias y disolucio-
nes, cueva de pícaros, infierno de caballeros, purgatorio de hombres de bien ... ». Un
testigo de buena fe propuso, en 1786, amurallar la ciudad para defenderla de esta nue-
va turba 276 •
En revancha, toda industria que quiere desarrollarse logra corromper en otras ciu-

261
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

dades, incluso extranjeras y lejanas, a los obreros especializados que ella necesita. Y na-
die se priva de ello. Ya en el siglo XIV, las ciudades flamencas trataron de o~onerse a
la polftica del rey de Inglaterra, que atrae a sus tejedores prometiéndoles «buena cer-
veza, buena carne, buenas camas y aún mejores compañeras, siendo las mujeres ingle-
sas las más renombradas por su belleza» 277 En el siglo XVI, y aún en el xvn, los des·
plazamientos de la mano de obra correspondían a menudo a abap.donos, a alteraciones
completas de la división internacional del trabajo. Así se explica una política, feroz a
veces, para impedir la emigración de los obreros, para detenerlos en la!! fronteras o en
los caminos y hacerlos volver a la fuerza. O, en las ciudades extranjeras, negociar su
regreso al país de origen.
En 175 7, en Francia, esta política cesa finalmente. A las gendarmerías de Lyon, del
Delfinado, del Rosellón y del Borbonesado llega de París la orden de suspender las per·
secuciones contra los obreros fugitivos: esto supondría malgastar los fondos públicos 278 •
Efectivamente los tiempos han cambiado. En el siglo XVIII, hay generalización, ubicui-
dad de la actividad industrial, multiplicidad de enlaces. En todas partes hay manufac-
turas, en todas partes hay industrias rurales. No hay ciudad grande o pequeña, burgo
(especialmente éstos) ni pueblo que no posea sus telares, sus forjas, sus tejares, sus fá-
bricas de ladrillos, sus aserraderos. La pol'ítica de los Estados, contrariamente a lo qu~
sugiere la palabra mercantilismo es la industrialización, la cual se autoestimula, esta-
cionarios ya sus perjuicios sociales. Se esbozan enormes concentraciones obreras: 3.000
personas en las explotaciones hulleras de Newcastle 279 ; 450.000 personas ocupadas en
la industria textil en Languedoc desde 1680, ya lo hemos dicho; 1.500.000 obreros tex-
tiles, en 1795, en las cinco provincias de Hainaut, Flandes, Artois, Cambresis, y Picar-
día, según Paires, un representante del pueblo comisionado. O sea una industria y un
comercio colosales 28º.
Con el desarrollo económico del siglo XVIII, la actividad industrial se generaliza. Lo-
calizada en el siglo XVI, esencialmente en los Países Bajos y en Italia, se extendió a tra·
vés de Europa hasta los Urales. De ahí tantos impulsos y despegues rápidos, tantos in-
numerables proyectos, tantos inventos que no siempre lo son y la espuma ya espesa de
los negocios sucios.

De los campos a las ciudades,


y de las ciudades a los campos

Vistos en bloque, los desplazamientos de los artesanos no son fortuitos: señalan las
olas de fondo. Cuando la industria de la seda, por ejemplo, pasa casi de un solo golpe,
en el siglo XVII, desde el Mezzorgiorno hasta el norce de Italia; cuando la gran activi-
dad industrial (y mercantil) se aleja de los países mediterráneos a final del siglo XVI,
para encontrar sus tierras de elección en Francia, Holanda, Inglaterra y Alemania, cada
vez interviene un movimiento de báscula de grandes consecuencias.
Pero hay otras vueltas bastante regulares. El estudio, de próxima publicación, de
]. A. Van Houtte 281 , llama la atención sobre los vaivenes de la industria entre ciuda-
des, burgos y campos, a través de los Países Bajos de la Edad Media, hasta mediados
del siglo XIX. Al principio de estos diez a doce siglos de historia, la industria se difun-
de a través de los campos. De ahí la impresión de que se trata de algo original, espon-
táneo e indesarraigable a la vez. No obstante, en los siglos XIII y XIV la preindustria
emigra principalmente hacia las ciudades. Esta fase urbana será seguida de un pode-
roso reflujo, inmediatamente después de la larga depresión de 1350 a 1450: entonces
el campo fue invadido de nuevo por los oficios, tanto más cuanto que el trabajo urba-
262
La producción o d capitalismo en terreno ajL'tlO

no, metido en el corsé corporativo, era difícil de manejar, y sobre todo muy costoso.
El restablecimiento industrial de la ciudad se operaría en parte en el siglo XVI; después
el campo tomaría su revancha en el siglo XVII para volver a perder a medias su influen-
cia en el siglo XVIII.
Este resumen simplificado dice lo esencial, a saber: la existencia de un doble tecla-
do, campos y ciudades, a través de Europa y quizás del mundo. Así se introduce en la
economía de ayer una alternativa, o sea una cierta flexibilidad, una posibilidad de jue-
go abierto a los comerciantes empresarios y al Estado. ¿Tiene razón J. A. Van Houtte
al anticipar que la fiscalidad del príncipe, según grave la ciudad solamente o también
el país llano, contribuye a crear estos regímenes diferentes y estas alternancias de em-
puje y retroceso? Sólo un estudio preciso pondría esto en claro. Pero un hecho queda
fuera de discusión: precios y salarios desempeñan su papel.
¿No es un proceso análogo el que escamotea, a finales del siglo XVI y a principios
del siglo XVII, la industria urbana de Italia y la hace bascular hacia las ciudades de se-
gundo orden, las ciudades pequeñas, los burgos, los pueblos? El drama industrial de
Italia, entre 1590 y 1630, es un drama de competencia con los bajos precios de la in-
dustria nórdica. Tres soluciones se ofrecen a esto, explica en términos generales. Do-
menico Sella282 a propósito de Venecia, donde los salarios se han vuelto prohibitivos:
replegarse a los campos, especializarse en los productos de gran lujo, apoyarse en las
máquinas de motor hidráulico para paliar la insuficiencia de la mano de obra. En esta
situación de urgencia, las tres soluciones fueron utilizadas. Lo malo es que la primera,
el retorno natural a la artesanía rural no fue, no podía ser un éxito pleno: en efecto,
el campo veneciano tiene necesidad de todos sus brazos; en el siglo XVII se consagra a
nuevos cultivos, la morera y el maíz, y la agricultura llega a ser altamente remunera-
dora. Las exportaciones venecianas de arroz hacia los Balcanes y Holanda aumentan re-
gularmente. Las de seda cruda e hilada se cuadruplican de 1600 a 1800 28:;. La segunda
solución, el lujo, y la tercera, el maquinismo, se desarrollan debido a la escasez de la
mano de obra. Cario Poni presentó posteriormente observaciones útiles para el maqui-
nismo284. La Italia del siglo XVII se nos aparece así, una vez más, mucho menos inerte
que lo que de ordinario cuentan las historias generales.
La industria española, floreciente aún a mitad del siglo XVI, y tan deteriorada cuan-
do ese siglo se acaba, ¿se dejó atrapar en una trampa análoga? El nivel campesino no
ha podido servirle de zona de repliegue ya que, hacia 1558, la industria artesan~J se
desbordaba de las ciudades a los campos. He aquí lo que, por contraste, aclara la1 to-
bustez de la posición inglesa en la que el plano rural es tan sólido y está vinculadó 1nuy
tempranamente por medio de la lana .a la gran industria de los planos.

¿Ha habiao
industrias piloto?

En este punto de nuestra explicación empezamos a percibir los contornos impreci-


sos y complicados de la preindustria. Se plantea una cuestión embarazosa, quizás pre-
matura y que el mundo de hoy sugiere insidiosamente: ¿ha habido o no, bajo el An-
tiguo Régimen, industrias piloto? Tales industrias son hoy en día, y quizás ayer, las
que atraen los capitales, los beneficios y la mano de obra y cuyos impulsos, en princi-
pio, pueden repercutir sobre los sectores vecinos e incitarlos -pueden solamente. En
efecto, a la antigua economía le falta coherencia, a menudo incluso está dislocada, co-
mo en los países subdesarrollados de hoy. Como consecuencia, lo que sucede en un
sector no franquea forzosamente los límites del mismo. Aunque, a primera vista, el uní-

263
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

Industria de blanqueo de telas en la campiña de Haarlem, siglo XVII. Hasta la utilización del
cloro, las piezas de tela eran sometidas a sucesivos remojos (con suero), lavados (con jabón ne-
gro) y secados sobre la hierba. (Copyn'ght Rijksmuseum, Amsterdam.)

verso preindustrial no ha tenido, no ha podido tener el relieve accidentado de la in-


dustria en la época actual, con sus desniveles y sus sectores punta.
Más aún, tomada en su conjunto, esta preindustria, por importante que sea rela-
tivamente, no hace bascular hacia ella toda la economía. Hasta la Revolución Indus-
trial, en efecto, lejos de dominar el crecimiento, es más bien el movimiento incierto
del crecimiento, el paso de conjunto de la economía que, por sus atascos y su progre-
sión a golpes, domina la preindustria y le vale su marcha vacilante y sus curvas sinco-
padas. Este es todo o casi todo el problema del valor matricial de la producción que
se debate. Esto se juzgará mejor si se ponen en evidencia las industrias «dominantes»
auténticas antes del siglo XIX, situadas ante todo, como se ha señalado mil veces, en
el ambiente variado y vasto de los textiies.
Esta localización no puede más que sorprender hoy en día. Pero las sociedades de
ayer han valorado el tejido, el traje, el vestido de gala. El interior de las casas pertenece
también al tejido, las cortinas, los tapices, las tapicerías, los armarios llenos de paños
y de telas finas. La vanidad social desempeña aquí un importante papel y la moda es
soberana. Nicholas Barbon decía con regocijo (1690): «La moda, la alteración de la cos-
tumbre>, escribía, «es un gran promotor del comercio, porque incita a gastar en vesti-
dos nuevos antes de que los viejos se hayan estropeado: es el alma y la vida de los ne·
godos, [ ... ] conserva su movimiento en el gran cuerpo del comercio; es un invento que
hace que un hombre se vista como si viviese en una primavera perpetua, puesto que
no ve nunca el otoño de sus vestidos» 28 5. ¡Viva pues el tejido, que incorpora una gran

264
La producción o el capitalismo en te.-reno 11jc11"

cantidad de trabajo y que, pata el comerciante, tiene la ventaja de su.fácil transporte,


relativamente barato con relación a su valor!
Pero, ¿llegaremos hasta el extremo de decir, con Georges Mar~ais (1930), que el te·
jido era antaño el equivalente del acero, salvando las proporciones, juicio que William
Rapp toma a su cargo? 286 (1975 ). La diferencia es que lo textil. en lo que tiene de in-
dustrial, es aún mayoritariamente una producción de lujo. Aún los tejidos de calidad
media son un artículo costoso que los pobres prefieren frecuentemente fabricar ellos
mismos, que compran en todo caso parsimoniosamente y no renuevan según los con-
sejos de Nicholas Barbon. Sólo con la industria inglesa, y más especialmente con mo-
tivo de las r,:otonadas de finales del siglo XVIII, es cuando la industria textil tendrá una
clientela popular. Ahora bien, una industria verdaderamente dominante implica una
gran demanda. Leamos pues la historia de los textiles con prudencia. Las realezas su-
cesivas que señala no corresponden, por otra parte, sólo a cambios de la moda, sino
también a deslizamientos y a recentrados sucesivos de la producción en lo alto de los
intercambios. Todo sucede como si los competidores no dejasen de disputarse la su-
premacia de lo textil.
En el siglo XIII, la lana es a la vez los Países Bajos e Italía 287 ; en el siglo siguiente,
es principalmente Italia. «El Renacimiento italiano, ¡es la lana!», exclamaba Gino Bar-
bieri en un reciente coloquio. Después la seda adquiere casi la preponderancia e Italia
debe a la seda sus últimas horas de prosperidad industrial, en el siglo XVI. Pero el pre-
cioso tejido pronto invade el norte, los Cantones suizos (Zurich), Alemania (Colonia),
Holanda después de la revocación del Edicto de Nantes, Inglaterra y Lyon, principal-
mente, comenzando entonces su carrera, proseguida hasta nuestros días, de gran cen-
tro sedero. No obstante, existe un nuevo cambio en el siglo XVII, en que los paños fi.
nos fabricados en Inglaterra se abren paso triunfalmente en detrimento de la seda, ha-
cia 1660, según cuentan los merceros franceses 288 , y la moda se extenderá hasta Egip-
to289. Finalmente, el último combatiente y nuevo vencedor es el algodón. Está desde
hace mucho tiempo en Europa 29º. Pero impulsado por las indianas cuyas técnicas de
impresión y tintura, inéditas en Europa, provocan un vivo entusiasmo 2?1 , se coloca pron-
tamente en primera fila292. ¿Va a inundar la India a Europa con sus tejidos? Todas las
barreras han sido derribadas por este intruso. Entonces es necesario que Europa se pon-
ga a imitar a la India, a tejer, a imprimir el algodón. En Francia, la vía está ent~ra­
mente libre para la fabricación de indianas a partir de 1759 293 • Las remesas de mat~;a
prima que van llegando a Marsella serán de 115.000 quintales en 1788, o sea die.z/ie-
ces más que en 1700 294.
Es cierto que, durante la segunda initad del siglo XVIII, la vivacidad general de la
economía entraña un gran aumento de la producción en todas las ramas del textil. Una
fiebre de novedad y de ingeniosidad técnica invade entonces las viejas manufacturas.
Todos los días nacen nuevos procedimientos, nuevos tejidos. Sólo en Francia, inmensa
zona de talleres, están las «puntillas, grisetas y buratos que se fabrican en Tolosa, Ni-
sumes, Castres y otras ciudades y lugares» del Languedoc 29 j; las «falletas», confiscadas
en Champagne porque no responden a las normas de longitud de anchura y que al
parecer vienen de Chalons 296 ; las estameñas de lana nueva de moda fabricadas en Le
Mans con cadena blanca y trama marrón 297 ; la «gasa hinchada», seda muy ligera que
se imprime por sobrecarga haciendo que se adhiera a ella, gracias a un mordiente, un
«polvo hecho de hilo triturado y almidón» (grave problema: ¿debe pagar los mismos
derechos que el tejido de hilo o de seda, constituyendo ésta la sexta parte de su pe-
so?)298; en Caen, una mezcla de hilo y algodón denominada «granada» y que se ha ase-·
gurado buenos mercados en Holanda l99, y la «sarga de Roma» fabricada en Amiens 300 ,
y los hábitos de Normandía 301 , etc. Esta profusión de nombres tiene, sin embargo, su
significado. Y no menos, en Lyon, la multiplicación de los inventos en el medio de la
265
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

industria sedera, o las nuevas máquinas que aparecen, una tras otra, en Inglaterra. Se
comprende que Johann Beckmann 302 , uno de los primeros historiadores de la Iecnolo-
gía, se alegre de leer, de la pluma de D' Alemben: ¿Se puede imaginar algo que, de
alguna manera, muestre más sutileza que «teñir> el terciopelo?
Esto no impide que la primacía de lo textil en la vida preindustrial tenga, a nuestra
forma de ver, algo de paradójico. Es la primacía «retrógrada» de una actividad «surgida
de lo más profundo de la Edad Media> 3º3. Y sin embargo, las pruebas están aquí. A
juzgar por su volumen, por su movimiento, el sector de los textiles soporta la compa-
ración con la industria carbonífera, no obstante moderna, o mejor aún con las forjas
de Francia, cuyos resultados en las encuestas de 1772 y 1788 muestran d mismo retro-
ceso304. Finalmente, el argumento decisivo sobre el cual no es necesario insistir: pn'mun
mobile o no, el algodón ha desempeñado un papel muy importante en la puesta en
marcha de la Revolución Industrial inglesa.

Comerciantes
y gremios

Hemos vuelto a colocar las actividades industriales en sus diversos contextos. Que"
da por determinar el sitio que ocupa (en éstos) el capitalismo, y esto no es sencillo. El
capitalismo es, ante todo, el de los comerciantes urbanos. Pero estos comerciantes, ne-
gociantes o empresarios han sido introducidos en principio en el orden comparativo
que han creado las ciudades a fin de organizar en su seno el conjunto de la vida arte-
sanal. Comerciantes y artesanos han sido cogidos en las mallas de una misma red, de
las que nunca se han liberado completamente. De ahí las ambigüedades y los conflictos.
Los gremios (se sabe que la palabra corporaciones, empleada a diestro y siniestro,
no aparece, de hecho, más que en la ley de Le Chapelier que, en 1791, las suprime)
se han desarrollado, desde el siglo XII ;JJ XV, en toda Europa, más o menos temprano
según las regiones, en último lugar en España (fechas según la tradición: Barcelona,
1301; Valencia, 1332; Toledo, 1426). Sin embargo, en ninguna parte estos gremios
(Zünfte alemanes, Arti italianos, guilds ingleses, gremios españoles) han tenido lapo-
sibilidad de imponerse sin restricciones. Algunas ciudades les pertenecen, otras son li-
bres. En el interior de una misma aglomeración urbana -ya sea en París o en Lon-
dres- puede haber repartición. Su gran época tiene lugar, en Occidente, en el si-
glo XV. Pero, principalmente en Alemania, habrá supervivencias tenaces: los museos
están hoy repletos de recuerdos relativos a los maestros de los Zünfte. En Francia, el
impulso corporativo del siglo XVII traiciona ante todo los deseos de la monarquía, preo-
cupada por uniformar, controlar y, más aún, por gravar con impuestos. Todos los gre-
mios se endeudan para satisfacer las exigencias del fisco 30 j.
En la época de su espledor, una gran parte de los intercambios, del trabajo, de la
producción, les pertenece. Cuando la vida económica y el mercado se desarrollan, cuan-
do la división del trabajo impone creaciones y divisiones nuevas, surgen evidentemente
querellas de fronteras. Esto no impide que el número de oficios aumente para seguir
el movimiento. Son 101 en París, en 1260, estrechamente vigilados por el preboste de
los comerciantes, y este centenar de oficios indica ya evidentes especializaciones. Más
tarde se crearán nuevos alveolos. En Nuremberg, donde gobierna una aristocracia res-
tringida y vigilante, los oficios de los metales -Metallgewerbe- se dividirán, desde el
siglo XIII, en varias docenas de profesiones y de oficios independientes~06 • El proceso
será el mismo en Gante, Estrasburgo, Frankfurt del Meno y Florencia, donde el trabajo
de la lana se convierte, como en otras partes, en una colección de oficios. En realidad,
266
La producción o el capit,tfismo en terreno ajeno

.
'!?l'
FV FA.TTO LANNU IFP' .mTTO Ml.m.R.ZACHAIUA OANTONIO GA~'TALDO o~: MAl\AN<.ONI ONAVED'LAR.~ENAL.
FV RINOVATO IJ LANNO 17I1SOTTO LA GASTAL.OIA OI f'RANCESCO ZANOTTO GASTALDOECOMPAGNI

Enseña de la asociación de carpinteros del Arsenal de Venecia, siglo XVIII. El •gasta/do• era el
jefe de una agrupación de artesanos. (Venecia, Museo de Historia Veneciana. Foto Sea/a.)
1\
·I
1'

el desarrollo del siglo XIII sale de esta división del trabajo que va en camino de insta·
larse, de expansionarse. Pero el impulso económico que esto entraña va a amenazar rá·
pidamente la estructura misma de los oficios, puesta en peligro por el empuje mercan·
til. De esta oposición violenta sale naturalmente la guerra civil para la conquista del
poder urbano. Es la Zunftrevolution de los historiadores alemanes, que alza los gre-
mios contra los patriciados. Más allá de este esquema demasiado simple, ¿quién no re-
conocería la lucha de los comerciantes y de los artesanos, con sus alianzas y oposiciones,
larga lucha de clases con sus vaivenes? Pero los disturbios violentos no son más que de
una época y, en la lucha sorda que seguirá, el comerciante ganará finalmente la par-
tida. Entre él y los gremios, la colaboración puede hacerse en plano de igualdad, pues
lo que está en juego es la conquista del mercado del trabajo y de la prima¡;ía econó·
mica del comerciante, por no decir del capitalismo.
La vocación de los gremios, es el entendimiento entre los miembros de una misma
profesión y su defensa contra los demás, en disputas mezquinas pero que afectan a la
vida cotidiana. La vigilancia corporativa se ejerce, ante todo, con respecto al mercado
de la ciudad, del que cada oficio aspira a su totalidad. Lo que significa una seguridad

267
/.a producción o el capitalismo en terreno ajeno

del empleo y del beneficio, de las «libertades» en el sentido de privilegios. Pero el di-
nero, la econoinfa monetaria, el comercio a larga distancia -o sea el comerciante-
intcrvietien eri un juego que no es siempre sencillo. Desde el final del siglo XII, los pa-
ños de Ptoviris, uria de las pequeñas ciudades alrededor de la cual giran las ferias de
Chatnpagne, se exportan a Nápoles, Sicilia, Chipre, Mallorca, España, e incluso a Cotis-
tantinopla307. Hacia la misma época, Spira, ciudad muy modesta y que no posee ni si-
quiera un pi.lente sobre el Rin que, sin embargo, no está muy lejos de la misma, fa-
brica un paño bastante ordinario, negro, gris o blanco (es decir crudo). Ahora bien,
este producto de mediana calidad se difunde hasta Lübeck, Saint-Gall, Zurich, Viena,
e inclus<> llega hasta Tránsilvania308 Y .al mismo tiempo, el dinero toma posesión de
las ciudades' El registro del impuesto de la talla en 1292, en París, señala desahogos
(por encima de 4 libras de imposición percibida al quincuagésimo) y algunas raras opu-
lencias por encima de 20 libras, habiéndose establecido el récord en 114 libras de be-
neficio, si es que se puede decir, de un «lombardo». La oposición, claramente defini-
da, se observa a la vez entre ofieios, entre ricos y pobres; en el seno de un mismo oficio.
y también entre calles pobres, incluso miserables, y calles curiosamente privilegiadas.
Por encima del conjunto se destaca una serie de prestamistas y comerciantes milaneses,
venecianos, genoveses, y florentinos. No Se podría afirmar, en vista de mil inexactitu-
des, si el régimen confuso de comerciantes y artesanos establecidos eti tiendas (zapate-
ros, tenderos de comestibles, inercetos, paneros, tapiceros, guarnicioneros ... ) tiene ya
en su cumbre un micro-capitalismo, pero es probable309 . . .
En todo caso, el dinero está allí, capaz ya de acumularse y; una vez acumulado, de
desempeñar su papel. El juego desigual ha comenzado: ciertos gremios se enriquecen;
Jos otros, la mayorfa, permanecen mediocres. En Florencia se distinguen abiertamen•
te: son los Arti Maggiori y los Arti Minori -o sea ti popo/o grasso y ti popo/o magro.
En todas partes se acentúan las diferencias, los desniveles. Los Arti Maggion· pasan pro-
gresivamente a manos de los grandes comerciantes, y entonces el sistema de los Arti ya
no es más que un medio de dominar el mercado de trabajo. La organización que este
sistema disimula es el sistema que los historiadores llamarán el Verlagssystem. Una nue-
va era ha comenzado.

El Verlagssystern

En toda Europa se ha establecido el Ver/agssystem, o Verlagswesen, expresiones


equivalentes que la historiografía alemana ha creado e impuesto, sin quererlo, a todos
a
los historiadores. En inglés se dice putting out system, en francés travail domicile o
li fo;on. La mejor equivalencia sería, sin duda, la que propuso recientemente Michael
Keul: trabajo en comandita, pero la palabra comandita designa también una forma de
sociedad mercantil. Ello se prestaría a confusión.
El Verlaggsystem es una organización de la producción en la cual el comerciante es
el que proporciona el trabajo, o sea el Verleger; éste suministra al artesano la materia
prima y una parte de su salario, pagándose el resto a la entrega del producto termina-
do. Tal régimen aparece muy temprano, mucho más de lo que ordinariamente se dice,
con seguridad desde la expansión del siglo XIII. ¿Cómo interpretar si no una decisi6n
del preboste de los comerciantes de París, en junio de 1275no, «que prohibe a las hi-
landeras de seda empeñar la seda que los merceros les dan para ser hilada, ni venderla
ni cambiarla, bajo pena de destierro»? A medida que pasa el tiempo, se multiplican
los textos significativos; con el desarrollo de la modernidad, el sistema se generaliza:
entre mil ejemplos tenemos de sobra donde escoger. En Luca, el 31 de enero de 1400,

268
/.4 producción o el capitalismo en terreno ajeno

se constituye una sociedad entre Paolo Balbani y Pietro Gentili, ambos comerciantes
de seda. El contrato de asociación precisa que «ÍÍ trafficho loro serii perla maggiore par-
te in /are lavorare draperie di seta», que su actividad consistirá esencialmente en hacer
fabricar tejidos de seda m. «Pare lavorare», textualmente «hacer trabajar», es la misión
de los empresarios -qui faciunt laborare, como reza la expresión latina, también de
corriente uso. Los contratos realizados con los tejedores son a menudo registrados ante
notario y las disposiciones de los mismos son variables. A veces surgen disputas a des-
tiempo: en 1582, un patrono genovés quiere que un hilandero de seda reconozca sus
deudas a su cargo y solicita un testigo, el cual declara que estaba al corriente por haber
sido compañero de Agostino Costa y haber visto, en la tienda de este último, al pa-
trono, el comerciante Battista Montorio, «qua/e li portava sete per manzfacturar et pren-
deva del/e manifatturrate», el cual le llevaba sedas para manufacturar y las retiraba ma-
nufacturadas312. La imagen está bien clara. Montorio es un Verleger. Asimismo, en la
pequeña ciudad de Pu y-en-V elay, en 17 40, el comerciante que encarga la fabricación
de encajes a domicilio a obreras, les suministra hilo de Holanda «al peso, y se lleva el
mismo peso en encajesi> 313 • En Uzés hacia la misma época, 25 fabricantes hacen fun-
cionar, en la ciudad y los pueblos vecinos, 60 telares que tejen sargasll 4 • Diego de Col-
menares, historiador de Segovia, hablaba ya de estos «fabricantes de paños» en tiempos
de Felipe 11 «a los que se les llamaba impropiamente comerciantes, verdaderos padres
de familia, pues en sus casas y fuera de ellas proporcionaban sustento a un gran nú-
mero de personas, muchos de ellos a 200 y otros a 300 personas, fabricando así, me-
diante manos extrañas, toda clase de magníficos paños»m Otros ejemplos de Verleger,
son los comerciantes cuchilleros de Solingen, llamados curiosamente Fertigmacher (aca-
badores), o los comerciantes sombrereros de Londres3 16 .
En este sistema de trabajo a destajo, el maestro de los gremios se convierte frecuen-
temente, él también, en un asalariado. Depende del comerciante que le suministra su
materia prima, a menudo importada de lejos, quien seguidamente asegurará la venta,
para la exportación, de los fustanes, las felpas y los tejidos de lana o de seda. De esta
forma pueden resultar afectados todos los sectores de la vida artesanal, y el sistema cor-
porativo se destruye entonces, aunque conserve las mismas apariencias. El comerciante,
al imponer sus servicios, se subordina a las actividades de su elección, tanto para el tra-
bajo de la metalurgia como para el de los textiles o la construcción de buqu~s.
En Venecia, en el siglo XV, en los astilleros privados de construcción naval (es d,~­
cir, fuera del enorme arsenal de la Señoría), los maestros del Arte dei Carpentieri y,del
Arte dei Calafati trabajan con sus ayuqantes (uno o dos fanti para cada uno de ellos)
al servicio de los comerciantes armadores, copropietarios del barco a construir. Helos
allí convertidos en simples asalariados 317 En Brescia, hacia 1600, los negocios van mal.
¿Cómo reanimar la fabricación de armas? Llamando a la ciudad a un cierto número de
mercanti, de comerciantes que harían trabajar a maestros y artesanos 318 • Una vez más
un capitalismo se aloja en casa ejena. También sucede que el comerciante trata con to-
do un gremio, igualmente para las telas de Bohemia y de Silesia: es el sistema deno-
minado del Zunftkauf1 9 •
Toda esta evolución ha sido objeto de ciertas complicidades en el seno de los gre-
mios urbanos. Más frecuentemente, ha chocado con su feroz oposición. Pero el sistema
tiene el campo libre en el medio rural, y el comerciante no se priva de esta ganga. In-
termediario entre el productor de la materia prima y el artesano, entre el artesano y el
comprador del producto terminado, entre lo próximo y lo lejano, lo es también entre
la ciudad y el campo. Para luchar contra la mala voluntad o los altos salarios de las
ciudades, puede, si es necesario, recurrir principalmente a las industrias rurales. Lapa-
ñería florentina es la actividad conjugada del campo y de la ciudad. De la misma for-
ma se distribuye de Le Mans (14.000 habitantes en el siglo XVIII) toda una industria

269
La producción <J el capitalismo en terreno ajeno

de estamefías, paños ligeros de lujo 320 • O, alrededor de Vire, la industria del papel 321 •
En junio de 1775, en Erzgebirge, de Freyberg a Augusmsberg, un viajero atento
cruza la larga sucesión de ciudades donde se hila el algodón y donde se fabrican los en-
cajes negros, blancos o «rubios», casando los hilos de lino, oro y seda. Es verano: todas
las mujeres están fuera, en el umbral de sus casas, a la sombra de un tilo, un círculo
de jovencitas rodea a un viejo granadero. Y cada uno de ellos, incluido el viejo solda-
do, se consagra al trabajo. Hay que vivir: la encajera no cesa de mover sus dedos más
que para comer un trozo de pan o una patata cocida, sazonada con un poco de sal. Al
finalizar la semana, llevará su trabajo bien al mercado próximo (pero esto es la excep-
ción), bien, lo más frecuente, a casa del Spitzenherr (traduzcamos el señor del en-
caje) que le ha anticipado la materia prima, suministrado los diseños, llegados de Ho-
landa o de Francia, y que se ha reservado anticipadamente su producción. Entonces,
la encajera comprará aceite, un poco de carne y arroz para el festín dominical3 22 •
El trabajo a domicilio acaba así en redes de talleres corporativos o familiares, liga-
dos entre sí por la organización mercantil que los anima y domina. Un historiador es-
cribía precisamente: «La dispersión, no era en el fondo más que una apariencia; todo
sucedía corno si los oficios a domicilio hubieran sido atrapados en una invisible tela de
araña financiera cuyos hilos hubieran sido sostenidos por algunos negociantes» 323 •
Sin embargo, ha sido necesario que esa tela de araña lo haya envuelto todo. Hay
vastas regiones donde la producción queda fuera de la influencia directa del comer-
ciante. Sin duda, esto sucede con el trabajo de la lana en muchas regiones de Ingla-
terra; quizás alrededor de Bédarieux, en el Languedoc, para la vivaz población de los
fabricantes de clavos; con seguridad en Troyes, donde el trabajo del lino, todavía en
el siglo xvm, escapa al Verleger. Y en muchas otras regiones, incluso en el siglo XIX.
Esta producción libre no es posible más que a partir de una materia prima fácilmente
accesible, en el mercado próximo donde generalmente se venderá también el producto
acabado. Así pues, en el siglo XVI, se veía en las ferias españolas, al terminar los in-
viernos, a los obreros de la lana llevar ellos mismos sus tejidos corno lo hacen, todavía
en el siglo xvm. tantos aldeanos a los mercados ingleses.
Tampoco hay Verleger en el Gévaudan, región especialmente pobre del Macizo Cen-
tral, en los alrededores de 1740. En este rudo país se ponen a trabajar cada año en sus
telares unos 5 .000 campesinos en cuanto tienen que estar «recluidos en sus casas debi-
do a los hielos y las nieves que, durante más de seis meses, cubren las tierras y las al-
deas». Cuando terminan una pieza, «la llevan al mercado más próximo[ ... ], de forma
que se encuentran tantos vendedores como piezas; el precio se paga siempre al conta-
do», y esto es lo que atrae sin duda a estos campesinos miserables. Sus paños, aunque
fabricados con lanas locales de bastante buena calidad, son de «valor mediocre, puesto
que no se venden más que desde diez a once sueldos hasta veinte, exceptuado las sargas
llamadas estameñas [ ... ] Los compradores suelen ser en su mayoría comerciantes de la
provincia de Gévaudan, distribuidos en siete u ocho pequeñas ciudades donde se en-
cuentran los batanes como en Marvéjol, Langogne, la Canourgue, Saint-Chély. Sau-
gues y [sobre todo] en Mandes» (seguramente Mende). Las ventas se hacen en las ferias
y en los mercados. «En dos o tres horas, todo está vendido, el comprador elige y fija
el precio [ ... ] ante una tienda donde le presentan I~ J?.iezas» y donde, una vez hecha
la tra5acción, hará comprobar la longitud de la pieza con un bastón. Estas ventas se
anotan en un registro, con el nombre del obrero y el precio pagado 324 •
Es hacia la misma época, sin duda, cuando un empresario de nombre Colson trata
de aclimatar, en aquel Gévaudan primitivo, el Verlagssystem, al mismo tiempo que la
fabricación de paños denominados del Rey en Inglaterra y de Marlborough en Francia.
Cuenta, en una memoria dirigida a los Estados del Languedocm, sus gestiones, sus éxi-
tos y la necesidad de una ayuda si se quiere que persevere en sus esfuerzos. Colson es

270
La prntluccián o c:l capitalismo en terreno ajc'IJO

un Verleger, el duplicado de un empresario que se desvela por imponer sus telares, sus
cubas, sus procedimientos (principalmente una máquina de su invención cpara quemar
el pelo» del tejido co jard [lana churra = vello] con llama de alcohol»). Pero lo esencial
de la empresa es crear una red eficaz de trabajo a domicilio, de entrenar en particular
a las hilanderas para que «formen poco a poco hilo neto, fino y unido>. Todo esto cues-
ta caro, tanto que «todo se paga al contado en el Gévaudan y tanto las hiladuras como
el trabajo de tejer se pagan la mitad por anticipado, y debido a la miseria de los ha-
bitantes del país n0 ~e cambiará esta costumbre durante mucho tiempo>. No se dice
ni una sola palabra acerca del nivel de las retribuciones, pero podemos asegurar, sin
saberlo, que éstas son bajas. Si no, ¡para qué estos esfuerzos en un país atrasado!

El Vedagssystem
en Alemania

Aunque detectado, bautizado, inventariado y explicado, en primer lugar por los


historiadores alemanes a propósito de su propio país, el sistema de trabajo a domicilio
no ha nacido para extenderse seguidamente hacia el exterior. Si hubiera que encon-
trarle una patria de origen, la duda no sería posible más que entre los Países Bajos (Gan-
te, Ypres) y la Italia industrial (Florencia, Milán). Pero el sistema muy pronto omni-
presente en Europa Occidental, ha proliferado grandemente a través de los países ale-
manes que, dado el estado de la investigación histórica, son un lugar de observación
privilegiado. Un artículo todavía no publicado de Hermano Kellenbenz, que yo resu-
mo aquí, presenta a este respecto una imagen meticulosa, múltiple y convincente. Las
redes del sistema son los primeros rasgos innegables de un capitalismo mercantil ten-
dente a dominar, no a transformar, la producción artesanal. Lo que interesa, en primer
lugar, es efectivamente la venta. Concebido de este modo, el Verlagssystem puede afec-
tar a cualquier a<;tividad de producción, desde el momento en que el comerciante tiene
alguna ventaja adhiríendose al mismo. Todo favorece esta proliferación: el desarrollo
general de la técnica, la aceleración de los transportes, el aumento del capital acumu-
lado, manejado por manos expertas y, para terminar, el desarrollo de las minas ale~~-
nas a partir de 1470. .,
La vivacidad de la economía alemana se caracteriza por signos múltiples, auq<JÚ.e
sólo fuera por el despegue precoz de los precios, o por la forma en que su centro de
gravedad pasa de una ciudad a otra: a principios del siglo XV, todo gira aún alrededor
de Ratisbona, a orillas del Danubio; después se impone Nüremberg; más tarde, en el
siglo XVI, le tocará el turno a Augsburgo y a sus comerciantes financieros; todo sucede
como si Alemania no acabase de atraer a la Europa que la rodea ni de adaptarse a ella
-ni tampoco de adaptarse a su propio destino. El Verlagssystem aprovecha, en Ale-
mania, estas condiciones favorables. Si se indicasen en un mapa todos los enlaces que
crea este sistema, todo el espacio de los países alemanes estaría atravesado por sus tra-
zos finos y numerosos. Las actividades, unas tras otras, quedan atrapadas en estas re-
des. En Lübeck, es el caso precoz de los talleres de pañerías del siglo XIV; en Wismar,
el de las fábricas de cerveza que agrupa a Brliuknechte y Brliumligde, que ya son asa-
lariados; en Rostock, la molinería y la fabricación de malta. Pero en el siglo XV, el vas-
to sector de los textiles es, por excelencia, el campo operatorio del sistema de los Países
Bajos, donde las concentraciones son mucho más fuertes que en Alemania, hasta los
Cantones suizos (telas de Basilea y de Saint-Gall). La fabricación de fustanes -mezcla
de lino y de algodón- que implica la importación, por Venecia, del algodón de Siria,
es por naturaleza una rama en la que el comerciante, que posee la materia prima le-
271
La producción o el capitalismo en terreno t1j1?m1

El descanso del tejedor, de A. van Ostade (1610-1685). Ejemplo típico del trabajo en el hogar.
El telar tiene su lugar en la sala común. (Bruselas, Museos Reales de Bellas Artes. Copyn'ght
A. C.L.)

272
Ld producción o el Cdpitalismo en terreno ajr:uo

jana, desempeña forzosamente su papel, ya sea en Ulm o en Augsburgo donde el tra-


bajo a domicilio favorecerá el desarrollo del Barchent' 26 • El sistema afecta en otras par-
tes a la tonelería, a la fabricación del papel (primer molino para papel nuremburgués,
en 1304), a la impresión e incluso a la fabricación de rosarios.

Las minas
y el capitalismo industrial

Con las minas, a través de Alemania o mejor de la Europa Central lato sensu, hasta
Polonia, Hungría y los países escandinavos, se ha dado un paso decisivo hacia el ca-
pitalismo. Aquí, en efecto, el sistema mercantil se apodera de la producción y la reor-
ganiza él mismo. La renovación, a este respecto, se sitúa en las postrimerías del si-
glo XV. En esta época decisiva no se inventa, en realidad, ni la mina ni el oficio de
minero, sino que se modifican las condiciones de la explotación y del trabajo.
El oficio de minero es muy antiguo. A través de Europa Central, se detectan gru-
pos de artesanos, de obreros mineros -Gewerkschaften, Knappschaften- 327 a partir
del siglo XII, y las reglas de sus organizadores se generalizan en los siglos XIII y XIV,
con los movimientos múltiples de los mineros alemanes en dirección a los países del
Este. Para estas minúsculas colectividades, todo fue bien mientras que el mineral pudo
recogerse a flor del suelo. Pero el día en que hay que profundizar para llevar a cabo
la explotación, ésta plantea problemas difíciles: excavación y entibación de largas ga-
lerías, aparatos de elevación en la parte superior de profundos pozos, achicamiento del
agua siempre presente -todo esto a fin de cuentas es menos difícil de resolver técni-
camente (los nuevos procedimientos se elaboran a menudo espontáneamente en el mun-
do del trabajo) que financieramente. Desde entonces, la actividad minera exigía la ins-
talación y la renovación de un material relativamente importante. La mutación, a fi.
nales del siglo XV, abre la puerta a los ricos comerciantes. Desde lejos, por la única fuer-
za de sus capitales, se apoderarán de las minas y de las empresas industriales anexas.
La evolución se lleva a cabo más o menos en todas partes al mismo tiempo, a fi.
nales del siglo XV: en las minas de plata del Harz y de Bohemia; en los Alpes deliTi-
rol, durante mucho tiempo centro de explotación del cobre; en las minas de oro y·tje
plata de la Baja Hungría de Koenigsberg a Neusohl, al borde del pequeño valle <!l)ca-
jonado del Granm. Y, en consecuencia, los obreros libres de los Gewerkschaften se con-
vierten en todas partes en asalariados, en obreros dependientes. Por otra parte, es la
época en que la palabra obrero, Arbe#er, hace su aparición.
La inversión en capital se traduce en progresos espectaculares de la producción, y
esto no sólo en Alemania. En Wielicza, cerca de Cracovia, la explotación campesina
de la sal gema, por evaporación del agua salada en recipientes de hierro poco profun-
dos, ha tenido su época. Se excavan galerías y pozos hasta 300 metros de profundidad.
Enormes máquinas movidas por norias de caballos suben a la superficie los bloques de
sal. La producción, en su apogeo (siglo XVI), es de 40.000 toneladas por afio; esto da
uabajo a 3.000 obreros. Desde 1368, se cuenta con la colaboración del Estado pola-
com. Siempre cerca de Cracovia, pero en la Alta Silesia, las minas de plomo cerca de
Olkusz que, a finales del siglo XV, producían entre 300 y 500 toneladas por año, ren-
dirán de 1.000 a 3.000 en los siglos XVI y XVII. La dificultad, en este caso, no era la
profundidad (de sólo 50 a 80 metros), sino la superabundante agua. Fue necesario ex-
cavar largas galerías en pendiente, y entibarlas, que permitían el drenaje por gravedad,
multiplicar las bombas movidas por caballos, y aumentar la mano de obra. La roca era
tan dura que un obrero en ocho horas de trabajo no podía excavar más que 5 centí-
273
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

metros de galería. Todo esto requería capitales y ponía automáticamente las minas en
manos de los que los poseían: un quinto de los pozos pasó a ser propiedad del rey de
Polonia, Segismundo Augusto -un rentista-; un quinto a la nobleza, a los oficiales
reales y a los habitantes acomodados de las ciudades nuevas de los alrededores; los eres
quintos restantes a los comerciantes de Cracovia que poseen el plomo polaco al igual
que los comerciantes de Augsburgo han sabido, aunque a mucha distancia, apodetarse
del oto, de la plata y del cobre de Bohemia, de Eslovaquia y de Hungría, o del Tirol 330 •
La tentación para los hombres de negocios. de monopolizar fuentes de ingresos tan
importantes fue grande. Pero esto era comer con los ojos más que con la boca: incluso
los Fugger fracasaron, aunque por poco, en establecer un monopolio del cobre; los
Hochstetter se arruinaron al obstinarse en monopolizar el mercurio, en 1529 .. La im-
portancia del capital a invertir hacía prohibitivo, en general, que un comerciante, por
si solo, pudiera encargarse ni siquiera del conjunto de una mina particular. Es cierto
que, durante largos afios, los Fugger asumieron la explotación total de las minas de
mercurio de Almadén, en España, pero los Fugger son los Fugger. Ordinariamente, al
igual que la propiedad de un navío se divide en partes, en carats, la propiedad de una
mina se divide en Kuxen, bastante a menudo en 64, o incluso en 128BI. Esta división
permite asociar a la empresa, gracias a algunas acciones gratuitamente atribuidas, al mis-
mo príncipe, quien conserva por otra parte un derecho efectivo sobre el subsuelo. Au:..
gusto l de Sajonia posee, en 1580, 2.822 Kuxen. De esta forma el Estado está siempre
presente en las empresas mineras.
Pero esta fase gloriosa, quiero decir fácil, de fa historia de las minas, no se prolon-
ga excesivamente. La ley de rendimientos decrecientes iba a influir de una forma inexo"
rabie: las explotaciones mineras prosperan, después declinan. Las huelgas obreras in-
sistentes en la Baja Hungría, desde 1525-1526, son ya sin duda la indicación de un re-
pliegue. Diez afios más tarde, los signos de una caída progresiva se multiplican. Se ha
dicho que la culpa de esto la tuvieron las minas de América, o la contracción econó-
mica que cona, en un tiempo dado, el impulso del siglo XVI. En todo caso, el capita-
lismo mercantil, pronto a intervenir hacia finales del siglo XV, no tarda en volverse pru-
dente y abandonar lo que no es más que un negocio mediocre. Ahora bien, tanto co-
mo la inversión, la desinversión es característica de toda actividad capitalista: una co-
yuntura la empuja hacia delante, una coyuntura la retira del juego. Minas célebres son
abandonadas al Estado: los malos negocios son ya para el Estado. Si los Fugger se que-
dan en Schwaz, en el Tiro!, es porque la presencia simultánea de cobre y plata en el
mineral permite aún obtener beneficios sustanciales. En las minas de cobre de Hun-
gría, otras firmas de Ausgburgo los relevan: los Langnauer, los Haug, los Link, los
Wdss; los Palier, los Stainiger y, para terminar, los Henckel von Donnersmark y los
Rehilinget; Ellos mismos cederán el lugar a los italianos. Estas sucesiones hacen pensar
en fallos y en fracasos, al menos en beneficios mediocres a los que, un buen día, se
prefiere renunciar.
No obstante, si han abandonado la mayor parte de las minas a los príncipes, los
comerciantes se mantienen en el papel menos arriesgado de distribuidores de los pro-
ductos mineros y metalúrgicos. Por ello, ya no se ve la historia minera y, más allá, la
historia del capitalismo, con los ojos prevenidos de Jacob Striederm. Si la explicación
que se esboza es exacta -y debe ser exacta- los capitalistas dedicados o que empiezan
a dedicarse a la actividad minera no dejan, en suma, más que los puestos peligrosos o
poco seguros de la producción primaría: se repliegan a la fabricación de productos semi
manufacturados, a los altos hornos, fundiciones y forjas, o mejor aún, sólo a la distri-
bución. Han recuperado sus distancias.
Estos avances y retrocesos pasarían lista a diez, cien testimonios, en ningún modo
inútiles. Pero el problema esencial, para nosotros, está en otra parte. Al final de estas

274
E.a producrnín o el capitalismo en terreno ajeno

El mercado de mineral de plata en Kutna-hora (Bohemia), en el siglo XV. La venta se efectúa


bajo la vigilancia del responsable de la mina que representa al rey. Los compradores están sen-
tados alrededor de la me~'! sobre la que los mineros extienden el mineral. Detalle del Kutten-
berger Gradual, (Viena, Osterreischische Nationalbibliothek, cliché de la Biblioteca.)

275
La producción a t:l capitalismo en terreno ajeno

poderosas redes mineras, ¿no se ve surgir un verdadero proletariado obrero -la fuerza
de trabajo en estado puro, el «trabajo desnudo»~, es decir, según la definición clásica
del capitalismo, el segundo elemento que asegura su existencia? Las minas han provo-
cado enormes concentraciones de mano de obra, para aquella época se entiende. Hacia
1550, en las minas de Schwaz y de Falkenstein (Tiro!), hay más de 12.000 obreros pro-
fesionales; de 500 a 600 asalariados se ocupan solamente en elevar el agua que ame-
naza fas galerías de la mina. En esta masa, ciertamente, los asalariados ceden aún el
sitio ante algunas excepciones: así subsisten pequeños empresarios para los transportes
o minúsculas brigadas de mineros independientes. Pero todos, o casi todos, dependen
del suministro de los grandes empresarios, del Trucksysiem, que es una explotación su-
plementarfa de los trabajadores, entregándoles, a precios ventajosos para el proveedor,
trigo, harina, grasa, vestidos y otras Pfennwert (mercancías baratas). Este tráfico pro-
vocaba frecuentes disputas entre los mineros, violentos de naturaleza, prontos también
a marcharse. A pesar de todo; se construye, y se traza de forma fuertemente acusada,
un mundo del trabajo. En el siglo XVIl aparecen casas de obreros alrededor de las fun-
diciones de hierro de Hunsrück. Ordinariamente, la fundición es capitalista, pero la
mina de hietro queda bajo el régimen de la libre empresa. Finalmente, en todas partes
se establece una jerarquía del trabajo, un marco: en la cumbre el Werkmeister, el maes-
tro de obras, representante del comerciante; por encima de él los Gegenmei.rter, los con~
tramaestres. ¿Cómo no ver a doble o a triple título, en estas realidades que surgen, el
anuncio de los tiempos venideros?

Las minas
del Nuevo Mundo

Este retroceso, mitigado pero evidente, del capitalismo, con respecto a la mina, des-
de mediados del siglo XVI, es un hecho de envergadura. Europa, con motivo de su pro-
pia expansión, actúa entonces como si hubiera estimado bien descargarse del cuidado
de su industria minera y metalúrgica de las regiones que, en la periferia, están bajo su
dependencia. En efecto, no sólo los rendimientos decrecientes limitan los beneficios,
sino que las «fábricas a fuego» destruyen las reservas de los bosques, el precio de la leña
y del carbón de madera es prohibitivo, los altos hornos están condenados a trabajar de
forma intermitente, inmovilizando inútilmente el capital fijo. Por otra parte, los sala-
rios suben. No es pues sorprendente que la economía europea, vista en conjunto, se
dirija pata el hierro y el cobre a Suecia; para el cobre a Noruega; luego, para el hierro,
incluso a la lejana industria de Rusia; para el oro y la plata a América; para el estaño
(sin tener en cuenta el Cornualles inglés) a Siam; para el oro a China; para la plata y
el cobre al Japón.
Sin embargo, la sustitución no es siempre posible. Así sucede en lo que se refiere
al mercurio, indispensable para las minas de plata de América. Descubiertas hacia 1564
y puestas en servicio con bastante lentitud, las minas de mercurio de Huancavelicam
en el Perú son insuficientes y el suministro de las minas europeas de Almadén e Idria
es indispensable. Resulta significativo constatar que el capital no se ha desinteresado
de aquellas minas. Almadén quedó bajo la dirección única de los Fugger hasta 164SB4 •
En cuanto a Idria, cuyas minas, descubiertas en 1497, se explotan a partir de 1508-1510,
los comerciantes no cesan de disputar su monopolio al Estado austriaco, que se ha vuel-
to a apoderar de su conjunto a partir de 1580m.
En las minas lejanas, ¿se ha dedicado plenamente el capitalismo a la producción
que acababa de abandonar poco a poco en Europa? Sí, hasta cierto punto, en Suecia
276
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

y en Noruega; pero no en lo que se refiere al Japón, China, Siam o a la propia América.


En América, el oro, de producción todavía anesanal, en las cercanías de Quito, en
el Perú y en los vastos lavaderos de pepitas de oro del interior de Brasil, contrasta con
el metal blanco, producido, según una técnica ya moderna, por el procedimiento que
amalgama importado de Europa y utilizado en Nueva España desde 1545 y en el Perú
desde 1572. Al pie del cerro de Potosí, las grandes ruedas hidráulicas trituran el mi-
neral y facilitan la amalgama. Allí hay costosas instalaciones y materias primas. Es po-
sible que allí se aloje un cierto capitalismo: conocemos en el Potosí, y en Nueva Espa-
ña, repentinas fortunas de mineros con suene. Pero éstos son la excepción. La regla,
aún aquí, es que el beneficio sea para el comerciante.
Primero, el comerciante local. Como en Europa, más que en Europa, las poblacio-
nes mineras se instalan en el vacío: por ejemplo en el none de México; o en un ver-
dadeq;i desierto, en el Perú, en el corazón de la montaña andina. La gran cuestión es
pues el abastecimiento. Este problema ya se planteaba en Europa, donde el empresario
suministraba los víveres necesarios para el minero y ganaba mucho en este tráfico. En
América, el abastecimiento lo domina todo. Igualmente sucede con los lavaderos bra-
sileños de pepitas de oro. También en México, donde las minas del norte exigen gran-
des envíos de mercancías procedentes del sur. Zacatecas, en 1733, consume más de
85.000 fanegas de maíz (una fanega = 15 kg); Guanajuato, hacia 1746, 200.000 y
350.000 en 1785 3l 6 . Ahora bien, aquí no es el mismo minero (propietario explotador
de las minas) quien asegura su aprovisionamiento. El comerciante le anticipa, contra
el oro o el metal blanco, víveres, tejidos, herramientas, mercurio, y lo aprisiona en un
sistema de trueque o de comandita. Es el amo indirecto, discreto o no, de las minas.
Pero no el último de estos intercambios que los diversos relevos de una cadena mer-
cantil toman a su cargo, en Lima, en Panamá, en las ferias de Nombre de Dios o de
Porto Belo, en Cartagena de Indias, finalmente en Sevilla o en Cádiz, cabecera de lí-
nea de otra red europea de distribución. Igualmente, se sucede una cadena de México
a Veracruz, a La Habana, a Sevilla. Es allí, a lo largo del recorrido y de los fraudes que
permite, donde se sitúan los beneficios y no tanto al nivel de la producción minera.

Sal, hierro,
carbón

Sin embargo, algunas actividades han continuado siendo europeas: como por ejem-
plo las producciones de sal, hierro y carbón. Ninguna mina de sal gema ha sido aban-
donada y la importancia de las instalaciones ha hecho que muy pronto pasen a poder
de los comerciantes. Contrariamente, las salinas se han organizado en pequeñas em-
presas; no hay reagrupamientos en manos de los comerciantes más que para los trans-
portes y la comercialización, tanto en Setúbal, en Portugal, como en Peccais, en el Lan-
guedoc. Grandes empresas para la venta de sal se adivinan tamo en el Atlántico como
a lo largo de valle del Ródano.
En cuanto al hierro, las minas, los altos hornos y las forjas han sido durante mucho
tiempo unidades limitadas de producción. El capital mercantil apenas interviene direc-
tamente. En la Alta Silesia, en 1785, de 243 Werke (altos hornos), 191 pertenecen a
grandes terratenientes (GutsbeJitzer), 20 al rey de Prusia, 14 a diferentes principados,
2 a fundaciones y solamente 2 a comerciantes de Breslau 337 • Y es que la industria del
hierro tiende a constituirse en vertical y al principio los propietarios de los terrenos mi-
neros y bosques indispensables desempeñan un papel decisivo. En Inglaterra, la gentry
y la nobleza invierten a menudo en minas de hierro, altos hornos y forjas situadas en

277
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

El Cerro de Potosí en segundo plano: hombres y caravanlZS suben por las pendientes. En primer
plano, un patio donde se trata el mineral de plata: un molino hidráulico permite triturarlo y lo.r
martillos lo reducen a polvo, a 11harina», que será mezclada en frío con mercuno en recintos pa-
vimentados; la pasta era pisada con los pies por los indios. El canal que llega a la rueda está
alimentado por el agua de nieve de la montaña y las lluvias que rellenan los depósitos (lagunas).
A un lado del Cerro son visibles las barracas de los Indios (rancherías); del otro lado, delante
del patio, la ciudad (es de suponer) con sus calles largas y rectas frecuentemente representad1ZS
en el siglo XVIII. Según Marie Helmer, «Potosí a finales del siglo XVIII», en: Journal des Amé-
ricanistes, 1951, p. 40. Fuente: Library o/ the Hispanic Society of America, New York.

sus propias tierras. Pero serán durante mucho tiempo empresas individuales, de mer-
cados inciertos, con técnica rudimentaria, con instalaciones fijas poco costosas. El gasto
importante es el flujo necesario de materias primas, del combustible y de los salarios.
El crédito acude allí. No obstante, habrá que esperar hasta el siglo XVIII para que sea
posible fa producción en gran escala y para que los progresos técnicos y las inversiones
sigan la ampliación del mercado. El alto horno gigante de Ambrose Crow!:!y, en 1729,

278
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

es una empresa menos desarrollada que una fábrica de cervezas muy importante de
aquel tiempo 338 •
las pequeñas y medianas empresas han sido también prioritarias, y durante mucho
tiempo, en la extracción de carbón. En Francia, en el siglo XVI, sólo los campesinos ex-
plotan el carbón superficial, para sus propias necesidades o para exportacionc;s fáciles,
como a lo largo del Loira o de Givors a Marsella. Asimismo, la enorme fortuna de New-
castle ha dejado establecida una tenaz y antigua organización corporativa. En el si-
glo XVII, en el conjunto de Inglaterra, «para un pozo profundo equipado de forma mo-
derna, había doce pozos superficiales, hechos con pocos gastos [ ... ] con algunas herra-
mientas sencillas,,m. Si existe renovación, beneficio, juego mercantil, es en J.a distribu-
ción cada vez más amplia del combustible. En 1731, la South Sea Company proyecta
enviar a Newcastle y a los puertos del Tyne, para cargar allí carbón, a sus barcos que
regresan de la caza de la ballena3 40
Pero henos aquí, en el siglo XVIII, cuando todo ha cambiado ya. Incluso en Fran-
cia, que lleva retraso con respecto a Inglaterra, el Consejo de Comercio y las autorida-
des competentes están abrumados con demandas de concesiones -se creería que no
hay una sola región en Francia que no oculte en su suelo reservas de carbón o al menos
de turba. En realidad, es cierto que la utilización del carbón mineral crece, aunque no
tan rápidamente como en Inglaterra. Se utiliza en las nuevas fábricas de vidrio del lan·
guedoc, en las fábricas de cerveza del norte, por ejemplo en Arras o Béthune 341 , o in-
cluso en las forjas de Ales. De ahí el nuevo interés de los comerciantes y los socios ca-
pitalistas, mayor o menor según las circunstancias y las regiones, en tanto que las au-
toridades responsables se dan cuenta de que los principiantes en estos asuntos no pue-
den dar la talla. Esto es lo que escribe el intendente de Soissons a un solicitante, en
marzo de 1760: hay que «recurrir a compañías parecidas a las de Beaurin y de M. de
Renausani>, únicas capaces de «obtener los fondos necesarios para los gastos de estas ver-
daderas extracciones de minas que no pueden ser hechas más que por gentes del ar-
te»·142. Así se formarán las mina5 de Anzin, cuya gloriosa historia no nos interesa más
que por sus comienzos. Estas minas iban muy pronto a ocupar el lugar de Saint-Go-
bain como segunda empresa francesa, en términos de importancia, después de la Com·
pañía de las Indias: habrían tenido, desde 1750, «bombas de incendios,, es decir má-
quinas de Newcomen 343 Pero no entremos más en lo que es ya la Revolución Indusuial.
·•~·
Manufacturas
y fábricas

En su mayor parte, la preindustria se presenta en forma de innumerables unidades


elementales de la actividad artesanal y del Verlagssystem. Por encima de estas disper-
siones emergen organizaciones más francamente capitalistas, las manufacturas y las
fábricas.
Las dos palabras se emplean indistintamente con regularidad. Son los historiadores
quienes, después de Marx, reservarían muy gustosamente la palabra manufactura a las
concentraciones de mano de obra de tipo artesanal, trabajando manualmente (en par-
ticular en la fabricación de tejidos), y la palabra fábrica a los equipos y máquinas que
utilizan ya las minas, las instalaciones metalúrgicas o los astilleros navales. Pero lee-
mos de la pluma de un cónsul francés en Génova que señala la creación en Turín de
un establecimiento de mil tejedores de sedas recamadas con oro y plata: esta «factoría
[ ... ] ocasionará con el tiempo un prejuicio considerable a las manufacturas de Fran·
cia» 344 • Las dos palabras son para él sinónimas. En realidad, la palabra fábrica, tradi-

279
La producción o el capitalismo en tnreno ajeno

cionalmente reservada al siglo XIX, convendría mejor a lo que los historiadores deno-
minarán factoría: esta palabra, poco frecuente, existe desde el siglo XVlll. En 1738, se
solicita la autorización para crear una fábrica, cerca de Essone, «para fabricar en ella
toda clase de hilo de cobre adecuado para trabajos de calderetía» 34 ¡ (la misma fábrica en
1772 se denominará manufactura de cobre); o bien, en 1768, herreros y afiladores de
la región de Sedan solicitan el establecimiento cerca del molino de Illi 346 de «la fábrica
que necesitan para la fabricación de sus fuerzas» (las fuerzas son grandes tijeras pata
tundir los paños); o incluso es el barón de Dietrich quien, en 1788, quería que no se
le aplicase la prohibición que afectaba a «los establecimientos demasiaclo multiplicados
de fábricas», concretamente los «hornos, forjas, martinetes, fábrica de vidrio» y «mar-
tillos»347. Nada impediría pues hablar de fábricas en el siglo XVIII. Yo he visto también
que desde 1709 se emplea la palabra empresario 348 , aunque esto es bastante raro. Y
según Daurat la palabra industrial, en el sentido de jefe de empresa, aparece en 1770
en la pluma del abate Galiani: esta palabra no será corriente más que a partir de 1823,
con el conde de Saint-Simon349.
Dicho esto, permanezcamos fieles, para la comodidad del relato, a la distinción ha-
bitual entre manufactura y fábrica. En uno y otro caso, como mi intención es captar
el progreso de la concentración, despreciaré las pequeñas unidades. Pues la palabra ma-
nufacturas se aplica a veces a empresas liliputienses. He aquí, en Sainte-Menehould,
una «manufactura de sargas» que, hacia 1690, agrupa a cinco personas 350 ; enJoinville,
una «manufactura de droguetes de 12 obreros»m. En el principado ,de Ansbach y de
Bayreuth, en el siglo XVIII, según el estudio de O. Reuterm, que tiene el valor de un
sondeo, una primera categoría de manufacturas no excede de 12 a 24 obreros. En 1760,
en Marsella, 38 fábricas de jabón tienen juntas un millar de empleados. Si, al pie de
la letra, estos establecimientos responden a la definición de la «manufactura», por el Di'c-
ti'onnaire de Savary des Bruslons (1761), «lugar donde se reúnen varios trabajadores ar-
tesanos para trabajar en un mismo tipo de trabajo» 353 , corren el riesgo de llevarnos a
la medida de la vida artesanal.
Evidentemente, hay manufacturas de otra amplitud, aunque generalmente estas
grandes unidades no estén únicamente concentradas. Es cierto que, para lo esencial,
están alojadas en un edificio central. Ya en 1685, un libro inglés con el prometedor
título The discovered Gold Mine 3H cuenta cómo 4:los manufactureros, con grandes gas-
tos, hacen construir grandes edificios, en los cuales los clasificadores de lana, los car-
dadores, los hilanderos, los tejedores, los.bataneros, e incluso los tintoreros trabajan jun-
tos». Se adivina: la •mina de oro» es una manufactura de paños. Pero, y esto es una
regla casi sin excepción, la manufactura posee siempre, además de sus obreros reuni-
dos, obreros dispersos en la ciudad donde se encuentra, o en el campo próximo, tra-
bajando todos a domicilio. Está pues en el mismo centro de un Verlagssystem. La ma-
nufactura de paños finos desde Vanrobais hasta Abbeville emplea a casi 3.000 obreros,
pero de este número no se podría decir cuántos trabajan para ella a domicilio en los
alrededoresm. Una manufactura de medias, en Orleáns, en 1789, dispone de 800 per-
sonas, pero utiliza el doble fuera 356 • La manufactura de paños de lana fundada por Ma-
ría Teresa, en Linz, cuenta con 15 .600 obreros (26.000 en 1775) -no hay error en esta
colosal cifra-; por otra parte, es en Europa Central, con una industria que lleva re-
traso eri su recuperación, donde se encuentran los efectivos más considerables. Pero,
de esta cifra, los dos tercios se refieren a hilanderos y tejedores que trabajan a domici-
lio357. A menudo, en esta Europa Central, las manufacturas reclutan a trabajadores en-
tre los siervos campesinos -tanto en Polonia como en Bohemia-, lo que de paso prue-
ba, una vez más, que una forma técnica se muestra indiferente al contexto social que
encuentra. Por otra parte, en Occidente se encuentra también este trabajo de esclavos,
o poco menos, puesto que algunas manufacturas utilizan la mano de obra de las work-
280
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

houses, o sea casas donde se encierra a los ociosos y a los delincuentes, a los criminales
y a los huérfanos. lo que no les impide utilizar además la mano de obra a domicilio,
como las otras manufacturas.
Se podría pensar que la manufactura se propaga así desde el interior hacia el exte·
rior a medida que aumenta. Pero es más bien lo contrario lo que sería cierto si se pien-
sa en la génesis misma de la manufactura, que está frecuentemente en la ciudad, don-
de confluyen las redes de trabajo a domicilio, el lugar donde, en última instancia, se
termina el proceso de producción. Y esta terminación, nos dice Daniel Defoe para la
lana, es casi la mitad del trabajo de conjunton 8 • Es, pues, un cierto número de opera-
ciones fina/es que se alojarían en un edificio destinado seguidamente a aumentar. Así,
en los siglos XIII y XIV, la industria de la lana en Toscana es un enorme Verlagssystem.
La Compagnia dell'Arte della Lana que Francesco Datini funda a su regreso a Prato (fe-
brero 1383), se compone de unas diez personas que trabajan en una tienda, mientras
que muchos otros, dispersados en más de 500 km 2 alrededor de Prato, están a su ser-
vicio. Pero, poco a poco, una parte del trabajo tiende a concentrarse {tejido, cardado);
se esboza una manufactura aunque con extrema lentitud 359 •
Pero, ¿por qué tantas manufacturas se han contentado con el acabado? ¿Por qué;
tantas otras, que se encargan del ciclo casi completo de la producción, han dejado un
gran margen al trabajo a domicilio? Primeramente, los procesos de acabado, enfurtido,
teñido, etc., son los más delicados técnicamente y exigen instalaciones relativamente
importantes. Estos procesos exceden lógicamente el estadio de la producción artesanal
y exigen capitales. Por otra parte, asegurar el acabado representa para el comerciante
tener en su mano lo que más le interesa, la comercialización del producto. Las dife-
rencias de precio entre el trabajo ciudadano y el trabajo rural también han podido in-
fluir: Londres, por ejemplo, tiene gran interés en continuar comprando paños en bruto
en los mercados de provincias, regiones de precios bajos, encargándose del apresto y
del teñido, que cuentan mucho para el valor del tejido. Por último, y sobre todo, uti·
tizar el trabajo a domicilio es tener la libertad de ajustar la producción a una demanda
muy variable sin reducir al paro a los obreros cualificados de la manufactura. Esta de·
manda varía, basta con dar un poco más o un poco menos de trabajo al exterior. Pero,
con toda evidencia, los beneficios de una manufactura tienen que ser muy reducidos
y su porvenir relativamente incierto para que no sea autosuficiente y prefiera sumer~\r·
se a medias en el Verlagssystem. No por gusto, sin duda, sino por necesidad -por d;e-
bilidad, para explicarlo todo. ~·
Por otra parte, la industria manufacturera permanece completamente minoritáfia.
Todos los informes lo dicen. Para Friedrich Lücge} 60 , «el conjunto de manufacturas ha
desempeñado en la producción un papel mucho más restringido que el que hace su-
poner la frecuencia de su puesta en escena». En Alemania hubo un millar de manu-
facturas de todas las dimensiones. Si en el caso de Baviera 361 tratamos de estimar su
peso con relación a la masa del producto nacional, habrá que situarlo por debajo del
1 % . Seguramente harían falta otras cifras, pero podríamos asegurar que no nos apar-
tamo~ mucho de estas conclusiones pesimistas.
Las manufacturas han sido también modelos e instrumentos de progreso técnico.
Y la modesta parte alícuota de la producción manufacturera demuestra sin embargo
una cosa: las dificultades que encuentra la preindustria en el contexto donde se de-
sarrolla. Para romper este círculo, el Estado mercantilista interviene frecuentemente: fi-
nancia y conduce una política nacional de industrialización. Salvo Holanda, y quizás
tampoco, todos los Estados europeos podrían servir de ejemplo, incluyendo a Ingla-
terra, cuya industria, desde el principio, se desarrolló al amparo de una barrera de ta·
rifas fuertemente proteccionistas.
En irancia, la acción del Estado se remonta al menos a Luis XI al instalar los telares

281
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

El trabajo del vidrio, ilustración extraída de los Voyages deJean de Mandeville, hacia 1420. (Bri-
tish Library.)

de seda en Tours: al producir allí la mercancía en vez de comprarla en el extranjero,


el problema consiste en disminuir las salidas de metales preciosos 362 • El Estado mercan-
tilista, «nacionalista» ya, es por esencia bullionista. Su divisa podría tomarla de Amoi-
ne de Montchrestien, el «padre» de la economía política: «que el país suministre al

282
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

país» 363 . Los sucesores de Luis XI actuaron como él cuando pudieron. Enrique IV con
una atención particular: en 1610, año de su muerte, de las 47 manufacturas existentes,
había creado 40. Colbert hará lo mismo. Sus creaciones, como piensa Claude Pris 364,
han respondido además al deseo de luchar contra una coyuntura económica desagrada-
ble. ¿Es su carácter artificial lo que explica que la mayor parte de ellas hayan desapa-
recido bastante rápidamente? No subsistirán más que las manufacturas en monopolio
del Estado o grandemente privilegiadas por éste como Beauvais, Aubusson, la Savon-
neire, los Gobelinos, y, entre las manufacturas denominadas «reales», la manufactura
Vanrobais de Abbeville la cual, fundada en 1665, sobrevivirá hasta 1789; la manufac-
tura de espejos, fundada en el mismo año, instalada en parte en Saint-Gobain en 1695.
y que se conserva todavía en pie en el año 1979; o la manufactura real del Languedoc,
como aquella de Villeneuve, todavía activa en 1712, con sus 3.000 obreros, que mues-
tra que el comercio de Levante mantiene los mercaderes3 6 ~.
En el siglo XVIII, el empuje económico hace aflorar toda una: serie de proyectos de
manufacturas. Los responsables exponen al Consejo de Comercio sus intenciones y sus
demandas monótonas de privilegios, que justifican en nombre del interés general. Su
apetito excede regularmente del marco local. El objetivo es el mercado nacional, prue-
ba de que éste empieza a existir. Una fábrica de Berry, «de hierro y acero dulce:. 366 ,
solicita de improvisto un privilegio extendido a toda Francia. Pero la mayor dificultad,
para las manufacturas que han nacido o que están por nacer, parece ser la esperada aper-
tura del enorme mercado de París, defendido ásperamente en nombre de los gremios
por las Seis Corporaciones que son su élite y representan grandes intereses capitalistas.
Los papeles del Consejo de Comercio, entre 1692 y 1789, incompletos y desorde-
nados, registran numerosas demandas ya sea de manufacturas establecidas que solicitan
obtener alguna concesión, o renovación, ya sea de manufacturas a crear. Los siguientes
ejemplos pueden mostrar la diversidad creciente de este sector de actividades: 1692, en-
cajes de hilo en Tonnerre y Chastillon; 169.5, hojalata en Beaumont-en-Ferriere; 1698,
tafiletes rojos y negros, al estilo de Levante, y cueros de ternera, al estilo de Inglaterra,
en Lyon; 1701, porcelana y loza en Saint-Cloud; lavadero de hilados finos en Anthony
sur la Bievre; 1708, sargas en Saint-Florentin; almidón en Tours; 1712, paños al estilo
de Inglaterra y de Holanda en Pont-de-l'Arche; 171.5, cera y velas en Anthony; mo-
quetas en Abbeville; jabón negro en Givet; paños en Chalons; 1719, loza en 5'i¡int-
Nicolas, barrio de Montereau, paños en Pau; 1723, paños en Marsella, refinería de·tt,zú-
car y fábrica de jabón en Séte; 1724, loza y porcelana en Lille; 1726, hierro~ J-Cero
fundido en Cosne; cera, cirios, y velas enJagonville, barrio de El Havre; 17.56, seda en
Puy-en-Velay; 1762, alambre de hierro y falso en Forges, en Borgoña; 1763, velas iini-
tapdo las bujías en Saint-Mamet, cerca de Moret; 1772, cobre en el molino de Gilat,
cerca de Essonnes; bujías en Tours; 1777, tejas y loza en Gex; 1779, papelería en Saint-
Cergues, cerca de Langres; botellas y vasos de vidrio en Lille; 1780, trabajo del coral
en Marsella (tres años más tarde, la manufactura anuncia 300 obreros); «piezas de hierro
redondas, cuadradas y flejes al estilo alemán», en Sarrelouis; papelería en Bitche; 1782,
terciopelo y paños de algodón en Neuville; 1788, telas de algodón en Saint-Véron;
1786, pañuelos al estilo de Inglaterra en Tours; 1789, hierro fundido y colado en Mar-
sella.
Los informes de las manufacturas y los resultados de los comisarios del Consejo que
motivan las decisiones, proporcionan resúmenes de precioso valor sobre la organización
de las manufacturas. De este modo, Carcasona, en 1723, sería la ciudad de Francia «don-
de más abundaban las manufacturas de pañerías», «el centro de las manufacturas del
Languedoc». Cuando Colbert, unos cincuenta años antes, instaló manufacturas reales
en Languedoc para que los marselleses, al igual que los ingleses, pudieran exportar pa-
ños Levante y no solamente monedas, los comienzos fueron difíciles, a pesar de la

283
Manufactura de telas pintadas, en Orange (fragmento de la pintura murfll de una casa particular
de la ciudad, efectuada por]. C. Rossetti en 1764). En la nave de estampaciones, el fundador
de la manufactura, el suizo Jean Rodolpbe Welter y su mujer, y un amigo suizo a quien un em-
pleado muestra una planta de impnmir.

284
La p,roducción o el rnpitalismo en terreno ajc11

A izquierda y derecha, otros talleres. Los obreros son numerosos: 600 hacia 1762. Pero la ma-
nufactura no prosperó como la de Jouy-enjosas, cerca de Versal/es. Después de varias reformas
ce1Tó definitivamente sus puertas en 1802. (Foto N.D. Roger-Vio//et.)

285
La producción o d capitalismo en terreno ajeno

considerable ayuda de los Estados de la provincia. Pero luego la industria fue tan prós-
pera que los fabricantes no privilegiados se mantuvieron o se instalaron en el Langue-
doc, especialmente en Carcasona. Ellos solos aseguraban los cuatro quintos de la pro~
ducción y, desde 1711, se les concedía incluso una pequeña gratificación por cada pie-
za de paño fabricada «con el fin de que no hubiera una desigualdad tan grande entre
ellos y los empresarios de las manufacturas reales>. En efecto, éstas continuaban reci-
biendo subsidios cada año, sin contar la ventaja de poder evitar las visitas de los guar-
das jurados de las corporaciones, que comprobaban si ta calidad de los tejidos corres~
pondía a fas normas exigidas por la profesión. Es cierto que las manufacturas reales son
visitadas; aunque de tarde en tarde, por fos inspectores de las manufacturas y que es-
tán obligadas a fabricar; cada año, las cantidades previstas en sus contratos, mientras
que las demás «tienen la libertad de interrumpir su trabajo cuando no tienen ningún
beneficio debido a la carestía de las lanas, interrupción del comercio por guerra o por
otra causa>. Esto no impide que haya un clamor de protestas entre «la comunidad de
fabricantes y las comunidades de tejedores; aprestadores, torcedores, tintoreros» etc,
cuando uno de los fabricantes de Carcasona se dediea a intrigar para hacerse admitir
entre las manufacturas reales y lo logra por un instante. Remitido al Consejo de Co·
metcio, la decisión final k será desfavorable. Nos enteramos, de paso, que-el Consejo
de Comercio ve que no es ya ventajoso «en el tiempo actual multiplicar las manufac-
turas reales>, principalmente en las ciudades en las que, según ha sido comprobado
por la experiencia parisiense, son el origen de numerosos conflictos y fraudes. ¿Qué ha-
bría sucedido si el señor de Saintaigne -éste es el nombre del inuigante- hubiera
triunfado? Su casa se hubiera convertido en el punto de cita de los obreros no cualifi-
cados y que, gracias al privilegio, hubieran podido trabajar por su cuenta. Hubiera exis-
tido un drenaje de obreros a su favor 367 • Así pues, está claro que hay una lucha entre
los talleres sometidos a la norma y los talleres que enarbolan el título real, que coloca
a esta unidad protectora fuera de la ley común. De forma algo parecida a las compa-
ñías de navegación privilegiadas, también están fuera de la ley común pero por moti-
vos mucho más considerables todavía.

Los Vanrobais
en Abbevil/e 368

La manufactura real de paños fundada en Abbeville en 1665 por el holandés Josse


Vanrobais, por iniciativa de Colbert; es una empresa aparentemente sólida: su líqui~
dación no tendrá lugar hasta 1804. Al principio, Josse Vanrobais había llevado consigo
unos cincuenta obreros de Holanda, pero exceptuando esta primera aportación, los efec-
tivos de la manufactura (3.000 obreros en 1708) fueron reclutados exclusivamente en
Abbeville.
Durante mucho tiempo, la manufactura había sido compartida entre una serie de
grandes talleres dispersos en la ciudad. Sólo bastante tarde, de 1709 a 1713, se cons-
truyó para albergarla, füera de la aglomeración, la enorme casa denominada de los Rae
mes (los rames son los «largos listones de madera ( ... ] sobre los que se extendían los
paños para secarlos»). El edificio tiene un cuerpo central para los maestros y dos partes
laterales para los tejedores y los tundidores. Rodeado de fosos y de hayas, adosado a
las murallas de la ciudad, constituye un mundo cerrado: todas las puertas son guarda-
das por los «suizos>, que llevan, como es lógico, la librea del rey (azul, blanca y roja).
Esto facilita la vigilancia, la disciplina, el respeto a las consignas (prohibición, entre
otras, de que los obreros introdujeran aguardiente). Por otra parte, el patrono, desde

286
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

su casa «vigila a la mayor parte de los obreros». No obstante, el enorme edificio (cuyo
coste es de 300.000 libras) no contiene ni los almacenes, ni los lavaderos, ni las cua-
dras, ni la herrería o las piedras para afilar las «fuerzas». Las hilanderas están repartidas
entre diversos talleres urbanos. A lo que se añade un importante trabajo a domicilio,
pues se necesitan ocho hilanderas por cada uno de los cien «oficios flamantes» de la
fábrica. Lejos de la ciudad, junto a las aguas claras del Bresle, se ha construido un ba-
tán para desengrasar los paños.
La concentración, bastante elevada, no es pues perfecta. Pero la organización es re-
sueltamente moderna. La norma es la división del trabajo; la fabricación de paños fi-
nos, fin principal de la empresa, pasa «por 52 manos de obra diferentes». Y la fábrica
se asegura ella misma su abastecimiento, tanto de la tierra de batán (pequeños barcos
y balandros la importan de la región de Ostende), como de las finas lanas de Segovia,
las mejores de España, cargadas en Bayona o en Bilbao por el Charles-de-Lo"aire y lue-
go, después de su naufragio, por La Toison d'Or. Parece ser que estos dos barcos re-
montan el Somme hasta Abbeville.
Todo debería marchar de maravilla, y de hecho marcha más o menos bien. Existi-
rán las sórdidas querellas de la familia Vanrobais que dejaremos de lado. Existirán, so-
bre todo, las agudas exigencias sin fin del debe y el haber. Entre 1740 y 1745, se ven-
den cada año, por término medio, 1.272 piezas a 500 libras cada una, es decir, a
636.000 libras. Esta suma es el capital circulante (salarios, materias primas, gastos di-
versos) más el beneficio. El mayor problema es sacar de 150.000 a 200.000 libras de la
masa salarial y amortizar un capital que debe ser del orden del millón o más y que
exige periódicamente reparaciones y renovaciones. Existen momentos difíciles, tensio-
nes y siempre, como solución simple, despidos de personal. Estalla una primera pro-
testa de los obreros de 1686; después una huelga tumultuosa en 1716. En realidad, los
obreros viven en una especie de semiparo perpetuo: la fábrica no mantiene, en caso de
depresión, más que a su personal escogido -los contramaestres y los obreros cualifica-
dos. Es por otra parte una evolución característica de las nuevas empresas en las que
cada vez se abre más el abanico de los salarios y de las funciones.
La huelga de 1716 no cedió más que a la llegada de una pequeña tropa armada.
Los cabecillas son detenidos, pues hay cabecillas, y después perdonados. El subdelega-
do de Abbeville no está evidentemente a favor de los rebeldes, esas gentes que «en tÍlfm-
pos de abundancia se abandonan al despilfarro en lugar de economizar para los ti~m­
pos de escasez» y «que no piensan que la fábrica no está hecha para ellos, sino qui! ,ellos
están hechos para la fábrica». El orden se restablecerá con firmeza a juzgar por las re-
flexiones de un viajero que, algunos años más tarde, en 1728, al pasar por Abbeville
admira toda la fábrica: sus edificios «a la holandesa», los «3. 500 obreros y 400 mucha-
chas» que trabajan allí, «las funciones que realizan al son del tamboC», las muchachas
que «Son dirigidas por maestras y trabajan separadamente». Termina diciendo que 369
«nada puede estar mejor ordenado, nada puede ser llevado más adecuadamente».
En realidad, sin los favores del gobierno, la empresa no se hubiera mantenido tan-
to tiempo como lo hizo. Porque, para su desgracia, se había instalado en una ciudad
industrial, «corporativa», como una enorme piedra puesta en una charca. La hostilidad
contra ella es general, inventiva, competidora. Allí, el pasado y el presente no coexis-
ten de forma pacífica37o.

287
La producción o el n1pitalismo en terreno ltfeno

Esta tela impresa (cartón de J. B. H11et, colaborador artfrtico del fundador de la manufactura de
]ouy-enjosas, Oberkampf) muestra las construcciones de la manufactura en esta época de pros-
pen'dad y las nuevas máquinas creadas una tras otra, después de su fundación en 1760. Especial-
mente para el lavado de las telas y la impresión con un plancha de cobre en vez de bloques de
madera. (Colecció_n Vio/let.)

288
La producción o el capitalismo en terreno ajenn

Capital
y contabilidad

Sería necesario seguir el funcionamiento financiero de las grandes empresas indus-


triales de los siglos XVII y XVlll. Pero, salvo en el caso de la fábrica de cristal (de Sainc-
Gobain), nos vemos reducidos a indicaciones ocasionales. Y no obstante, no hay nin-
guna <luda de la intervención creciente del capital -capital fijo y circulante. Al prin-
cipio la inversión es frecuentemente importante. Según F. L. Nussbaum, para una im-
prenta de·40 obreros en Londres, hacia 1700, se sitúa entre las 500 y las 1.000 libras
esterlinas 371 ; para una refinería de azúcar entre las 5.000 y las 25.000 libras, cuando el
número de obreros no es mayor de 10 ó 12 372 ; para una destilería es de unas 2.000 li-
bras como mínimo, con la promesa de beneficios generalmente considerables 373 • En
1681, una fábrica de paños de New Milis, en el Haddingtonshire, inicia sus actividades
con un capital de 5 .000 libras 374 • Las fábricas de cerveza, durante mucho tiempo arte-
sanales, se agrandan, se ponen en condiciones de fabricar enormes cantidades de cer-
veza, no sin grandes gastos de equipo: 20.000 libras para la firma Whitbread que por
los años 1740 abastecía a 750.000 londinensesm.
Este costoso equipo se tiene que renovar periódicamente. ¿Cada cuánto tiempo?
Haría falta una gran información para saberlo con exactitud. Por otra parte, según las
industrias, las mayores dificultades provendrán o de la inversión fija o del capital cir-
culante. De éste aún más a menudo que de aquél. Las grandes fábricas se encuentran
a menudo faltas de dinero. En enero de 1712, la fábrica real de Villeneuve, en el Lan-
guedoc, fundada por Colbert, confirmada en sus privilegios en 1709 y durante diez
años más, se encuentra en dificultades 376 • Para continuar haciendo sus paños a la ma-
nera de Holanda y de Inglaterra, pide un adelanto de 50.000 libras tornesas: «Necesito
[ ... ] esta suma para el mantenimiento de mis obreros, que son más de tres mil.» En
principio, pues, se trata de un problema de tesorería 377 •
En enero de 1721, otra fábrica real de paños, la de los hermanos Pierre y Geoffroy
Daras, se encuentra al borde de la ruina. Establecida en Chalons desde hacía treinta
años, ya había pedido ayuda al Consejo de Comercio que, el 24 de julio de 1717, le
había concedido una suma de 36.000 libras, pagadera en dieciocho meses y reeni~ol­
sable en diez años, a partir de 1720, sin interés. Aunque estos anticipos no fueran'·'re-
gulares, los hermanos Daras habían dispuesto de la mayor parte de los mismos éft oc-
tubre de 1719. No obstante, no se les arregla nada. Debido en primer lugar a la «ex-
traordinaria carestía» de las lanas. Además, al haber invertido «todos sus fondos» en
fabricar paños y «al habérselos vendido a los comerciantes vendedores (los minoristas)
según la costumbre del comercio a seis meses y un año de crédito, estos vendedores,
beneficiándose del descrédito de los billetes de banco, los han pagado con esta moneda
antes de estar desacreditada». Son víctimas de Law, pues han tenido que vender estos
billetes «a bajo precio» para pagar «cada día» a sus obreros. Por último, puesto que las
desgracias nunca vienen solas, les han echado de la casa que habían alquilado treinta
años atrás y han habilitado una fábrica por el precio de 50.000 libras. En el nuevo edi-
ficio que han comprado por 10.000 libras (de las que 7 .000 las pagan a plazos) han
tenido que desembolsar 8.000 libras para reinstalar los telares, las tinajas de los tintes
y otros «Utensilios necesarios en la fábrica». Piden pues, y obtienen, prórrogas para reem-
bolsar el préstamo real' 78 •
Otro ejemplo: en 1786, año de triste coyuntura, es cierto, la fábrica real de paños
de Sedan -razón social: Ve\Jve Laurent Husson y Carret Freces-, casa de viejo renom-
bre y que pertenece desde hace 90 años a la misma familia, tiene un descubierto de
60.000 libras. Estas dificultades se deben a un incencio, a la muerte de Laurenc Hus-

289
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

''
900
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1 800
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Indice 100 =1725/27
- .CIFRAS DE NEGOCIOS
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1700 1720 1740 1760 1780 1800 1820

20. LAS VICTORIAS DE SAINT-GOBAIN


11.efenrse 11 /in explic11cionu dd texto, erpecialmente en lo que re reftue t1Í cdenier•. F.Jte griftco e1ti lomado de la tui.r
mecanografiada de Claude Pris, La Manufacture royale de Saint-Gobain, 1665-18~0, 1.297 piginaJ, cuya publicación Jeri
de gran inter.fs.

son, que ha obligado a la fábrica (a consecuencia de las herencias, imagino) a ceder


una parte de sus locales y a contruir otros, por último a una mala inversión en las ex-
portaciones hacia Nueva Inglaterra, es decir, hacia los i'nsurgents, inmediatamente des-
pués de su independencia -fondos que «aún no han vuelto [revenu]» (si'c)3 79
Por el contrario, el caso de Saint-Gobain 380 se presenta como un éxito a partir de
1725-1727. La fábrica de vidrio fundada en tiempos de Colbert, en 1665, ha obtenido
la renovación de sus privilegios hasta la Revolución, a pesar de las protestas, violentas
en 175 7 por ejemplo, de los partidarios de la libre empresa. El que en 1702 una mala
gestión dé lugar a una quiebra es un gran accidente, pero la empresa continúa con una
nueva dirección y con nuevos accionistas. Gracias al monopolio exclusivo que reserva a
la fábrica la venta de cristal en Francia y la exportación, gracias al desarrollo general
del siglo XVIII, la expansión se distingue con nitidez a partir de 1725-1727. El gráfico
arriba indica el movimiento general de los negocios, la curva del interés que obtienen
los accionistas, la evolución en fin del precio del «dinero» que no hace falta identificar
con una acción ordinaria, que se cotizaría en Bolsa. Como tampoco hace falta atribuir
a la empresa la libertad de actuación de una joint Stock Company inglesa por aquel
tiempo, o de esas sociedades anónimas formadas en Francia según el Código de Co-
mercio de 1807.
En 1702, se había conseguido levantar la fábrica gracias a los trai'tants parisinos, es

290
La producción o el capitalismo t:n terreno ajeno

decir banqueros y financieros preocupados entonces de poner su dinero a cubierto me-


diante la compra de tierras o de participaciones. En esta ocasión, los fondos de capital
de la sociedad se habían dividido en 24 «soles», dividiéndose cada sol en 12 «dineros»,
lo que hace un total de 288 dineros, repartidos desigualmente entre los 13 accionistas
que la ponen a flote. Estas partes o acciones se dividen entre sus poseedores sucesivos,
a merced de las herencias y de algunas cesiones. En 1830, Saint-Gobain cuenta con 204
accionistas; algunos poseen fracciones a veces ínfimas -octavas, dieciseisavas partes-
de los fondos. Los precios de éstos, cuando se estiman como partes de herencias, per-
miten reconstruir la cotización al alza a través del tiempo.
Evidentemente, el capital aumenta mucho. ¿Pero quizás haga falta atribuirlo en
parte al comportamiento de los accionistas? En 1702, se trataba de hombres de nego-
cios, de tratantes; pero, a partir de 1720, las partes regresaban a las grandes familias
de la nobleza en el seno de las cuales habían contraído matrimonio los herederos de
los tratantes. Así, la señorita Geoffrin, hija del cajero general de la fábrica y de la se-
ñora Geoffrin, cuyo salón ha sido célebre, se casaba con el marqués de La Ferté-lm-
bault. La fábrica pasó pues, poco a poco, al control de rentistas nobles y no de autén-
ticos hombres de negocios -rentistas que se contentan con dividendos regulares y mo-
derados en lugar de exigir toda su parte de los beneficios. ¿No era ésta una forma de
aumentar, de salvaguardar el capital?

Sobre los benefi'áos


industriales

Evidentemente, sería adelantarse demasiado aventurar un juicio de conjunto sobre


los beneficios industriales. Esta dificultad, por no decir esta casi imposibilidad, influye
mucho en nuestra comprensión histórica de la vida económica de antaño y más con-
cretamente del capitalismo. Nos harían falta cifras, cifras válidas, series de cifras. Si la
investigación histórica que nos ha dado ayer muchas curvas de precios y de salarios nos
ofreciera hoy el registro, en debida forma, de la tasa de beneficio, los resultados po-
drían traducirse en explicaciones válidas: comprenderíamos mejor por qué el capit¡al no
se decide a buscar en la agricultura otra cosa que una renta; por qué el universo·1,.:;am-
biante de la preindustria se le presenta al capitalista como una trampa o un .t,ci:reno
peligroso; por qué éste tiene ventaja al quedarse en la orilla de este difuso campo de
actividad. ·
Lo que es seguro es que la elección capitalista no puede más que aumentar la dis-
tancia entre los dos niveles: la industria y el comercio. Al estar el poder al lado del
comercio, dueño del mercado, los beneficios industriales son constantemente aplasta-
dos por el descuento comercial. Se ve claramente en los centros donde a la industria
moderna no le hubiera costado ningún trabajo prosperar: por ejemplo, en los géneros
de punto a máquina o en la industria de los encajes. Esta, en Caen, en el siglo XVIII,
no es ni más ni menos que la constitución de escuelas de aprendizaje, el recurso a la
mano de obra infantil, la construcción de talleres, de «manufacturas» como consecuen-
cia de una preparación a esta disciplina de grupo sin la cual la Revolución Industrial
no hubiera conseguido tan deprisa sus «cambios desgarradores». Ahora bien, esta in-
dustria de Caen decayó y no fue levantada más que por un joven empresario que se
lanza al comercio al por mayor -incluso al de sus encajes. De manera que en el mo-
mento en que el negocio prospera de nuevo, es imposible evaluar el lugar que allí ocu-
pa la manufactura.
Naturalmente, nada es más sencillo que explicar la incapacidad de nuestras medí-

291
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

das frente al enorme sector industrial. La tasa de beneficio no tiene una magnitud fá-
cilmente comprensible; sobre todo no tiene la regularidad relativa de los tipos de in-
terés381 que se pueden, por decirlo así, averiguar por sondeo. Variable, decepcionante,
se esconde. El libro de Jean-Claude Perrot, innovador en tantas cosas, ha demostrado,
no obstante, que tal búsqueda no era ilusoria, que se llegaba a cercar al personaje, que
se podría incluso elegir si fuera necesario como unidad de referencia, a falta de la em-
presa (que no obstante nunca eludimos) o la ciudad, o la provincia. ¿La economía na-
cional? No hace falta pensar demasiado.
En resumen, la investigación es posible aunque presenta muchas dificultades. El
beneficio es el punto imperfecto 382 de intersección de innumerables líneas; entonces es-
tas líneas tienen que localizarse, trazarse, reconstruirse y, sí Jlega el caso, imaginarse.
Hay numerosas variables, pero por fin Jean-Claude Perrot demuestra que es posible
aproximarse a ellas, ponerse en contacto con ellas según relaciones relativam~nte sen-
cillas. Hay, debe haber, coeficientes aproximativos de correlación que puedan ser de-
ducidos: conociendo x puedo tener una idea del valor de y. El beneficio industrial está
así, como sabemos, en la intersección del precio del trabajo, del precio de la materia
prima, del precio del capital, y, para terminar, se sitúa a la entrada del mercado. Es
la ocasión para J .-C. Perrot de constatar que las ganancias, el beneficio del mercader
omnipotente ataca sin cesar al «capitalismo» industrial.
En breves palabras, lo que más falta en la investigación histórica en este terreno es
el modelo de un método, el modelo de un modelo. Sin Fran~ois Símiand y sobre todo
sin Ernest Labrousse, los historiadores no habrían emprendido alegremente, como lo
hicieron ayer, el estudio de los precios y de los salarios. Es un nuevo impulso que haría
falta encontrar. Entonces, señalarnos, si no las articulaciones de un eventual método,
al menos las exigencias que debería satisfacer:
1) Recoger en primer lugar, buenas o malas (ya habrá tiempo de hacer la separa-
ción), las tasas de beneficio conocidas o al menos señaladas, aunque sean limitadas en
el tiempo, véase puntiformes. Así sabemos:
- que una fábrica siderúrgica, «un monopolio feudal», dependiente del obispo de
Cracovia, y que está situada en las cercanías de la gran ciudad, alcanza, en 1746, una
tasa de beneficio del 150%; después cae, durante los años siguientes, al 25% 383 ;
- que en Mulhouse 384 , hacia 1770, los beneficios ascienden para las indianas del
23 al 25%, pero que en 1784 se sitúan en el 8,50%;
- que para la fábrica de papel de Vidalon-les-Annonaym se dispone de una serie
de 1772 a 1826, con un marcado contraste entre el período anterior a 1800 (casas de
beneficio inferiores al 10% excepto en 1772, 1793 y 1796) y el período posterior que
registra una rápida subida;
- que hay que descontar las sustanciales casas de beneficio que conocernos para la
Alemania de esta época en la que von Schüle, el rey del algodón en Augsburgo, ob-
tiene un beneficio anual del 15 ,4 % entre 1769 y 1781; donde una fábrica de seda de
Crefeld ve oscilar sus beneficios entre el 2,5 y el 17,25% durante cinco años
(1793-1797); donde las fábricas de tabaco de los hermanos Bolongaro, fundadas en
Frankfurt y en Hochst en 17 34-17 35, poseen en 177 9 dos m;!!ones de tileros 386
- que las minas de hulla de Lictry, en Normandía, cerca de Bayeux, para una in-
versión amortizada de 700.000 libras tienen de 1748 a 1791 un beneficio comprendido
entre 160.000 y 195.000 libras387
Pero interrumpamos esta enumeración, dada sólo a título indicativo. De escas ci-
fras, convenientemente dispuestas en un gráfico, trazaría en rojo la línea de los 10%,
que, a título provisional, podría servir de punto de referencia y de línea divisoria: ha-
bría marcas por encima de 10, éxitos en las proximidades de la línea y los fracasos com-
pletos estarían en las proximidades de O, incluso por debajo de O. Primera constata-

292
La producción o el capitalismo c11 terreno '1Jl'/JO

Cardando el algodón, Venecia, Jiglo XVJI. (Museo Comr, colección Viollet.)

,\
ción, pero no sorprendente: las variaciones son muy fuertes, inesperadas, en este tpn-
junto de cifras. •J
2) Clasificar según las regiones, según los sectores antiguos o modernos, según las
coyunturas, aceptando de antemano todo lo que estas coyunturas tienen de desconcer-
tantes: las industrias no se debilitan, no se fortalecen a la vez.
3) Intentar, en fin, a toda costa, retroceder remontándose tan lejos como sea posi-
ble, hacia los siglos XVI, XV e incluso el XIV, es decir escapar al extraño monopolio es-
tadístico de finales del siglo XVIII, tratar de situar el problema en dimensiones de larga
duración. Volver a empezar, en suma, lo que ha conseguido de forma brillante la his-
toria de los precios. ¿Es esto posible? Yo garantizo que en la Venecia en 1600, se pue-
de calcular el beneficio del empresario fabricante de paños. En Schwaz, en el Tiro!, los
Fugger, en su comercio llamado Eisen und Umschlt'tthandel (en el que se adivina mez-
cla de industria y de intercambio), obtuvieron en 154 7 un beneficio del 23 % 388 Mejor
aún, un historiador, A. H. de Olive.ira Marques·189 , ha conseguido en Portugal, a fina-
les del siglo XIV, un análisis bastante acertado del trabajo artesanal. En un producto
dado ha llegado a distinguir lo que básicamente corresponde al trabajo T y a la materia
prima M. Para el calzado, M = del 68 al 78%; T == del 32 al 22%; igual proporción
para las herraduras; para los objetos de guarnicionería (M = del 79 al 91 % ), etc. A
continuación, del trabajo T se obtiene el excedente (ganho e cabedal) reservado al due-

293
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

ño; esta parte proporcional -el beneficio- varía entre la mitad, la cuarta, la sexta o
la décimoctava parte de la remuneración del trabajo, es decir entre el 50 y el 5.5%..
Una vez incluido en el cálculo el precio de los materiales, la tasa de beneficio se arries-
ga a reducirse a poca cosa.

La ley ·.
de Walther G. Hoffmann (1955)390

En suma, hay que parcir de la producción. Ahora bien, en esos inmensos sectores
mal explotados, ¿se puede intentar extraer las t:reglas tendenciales» que aclararían un
poco el asunto? .
Hace diez años, en colaboración con Frank Spooner 391 , he mostrado que las curvas
de producción industrial que conocernos del siglo XVI tienen regularmente forma de
parábola. Los ejemplos de las minas americanas, de la sayatería de Hondschoote, de
los paños de lana de Venecia, de la producción de paños de Leyde, son por sí mismos
bastante expresivos. Desde luego, no se podrían efectuar generalizaciones a partir de
tan pocos datos: poseemos muchas curvas de precios y muy pocas de producción. No
obstante, esta curva de subida rápida y de descenso brutal es la que permite imaginar,
con una cierta probabilidad, en tiempos de la economía preindustrial, un pequeño frag-
mento de tal industria urbana o de tal exportación episódica, olvidándose casi tan de-
prisa corno una moda; o el juego de producciones rivales en el que una sacrifica regu-
larmente a la otra; o la continua migración de ip.dustrias que parecen renacer abando-
nando los lugares de su nacimiento.
El reciente libro de Jean-Claude Perrot sobre la ciudad de Caen en el siglo XVIII
prolonga y confirma estas observaciones con respecto a cuatro sectores industriales es-
tudiados minuciosamente en el marco de las actividades de la ciudad normanda donde
se suceden: las fábricas de paños de lujo y de calidad corriente; las fábricas de géneros
de punto; los tejidos y, para terminar, el caso t:ejemplar» de la industria del encaje.
Es, en líneas generales, la historia del éxito a muy corto plazo, viene a ser una sucesión
de parábolas. Las influencias exteriores han desempeñado naturalmente su papel: por
ejemplo, la subida de las estameñas del Mans repercutió duramente en la manufactura
textil de Caen. Pero se impone una constatación en cuanto al destino local de estas cua-
tro industrias, y es que la debilitación de una supone el fortalecimiento de otra, y vi-
ceversa. Así «la manufactura de medias será la industria rival privilegiada» de la indus-
tria lanera, abandonada en el momento en que apenas da beneficio 392 • «La prosperidad
de la manufactura de géneros de punto y el hundimiento de la de tejidos de lana se
producen simultáneamente entre los años 1700 y 1760J>m. A su vez, la manufactura
de géneros de punto cede su puesto progresivamente al trabajo de los tejidos de algo-
dón. Después las indianas desaparecen ante el encaje, el cual va a progresar, y después
a decaer según una parábola perfecta, como si la regla no tuviera excepción. En reali-
dad, todo transcurre en Caen como si cada industria creciente prosperara a expensas
de una industria decadente, como si las disponibilidades de la ciudad, pero no tanto
en capitales como en salida de los productos terminados y en acceso a las materias pri-
mas y sobre todo a la mano de obra, fueran demasiado moderadas para permitir la ex-
pansión simultánea de varias actividades industriales. En estas condiciones, la elección
responde sucesivamente a la más rentable de las producciones posibles.
Todo esto parece natural en una época de economías sectoriales aún muy mal li-
gadas entre sí. La sorpresa, por el contrario, es descubrir en el libro de Walther G. Hoff-
mann numerosas pruebas estadísticas en apoyo de esta misma curva parabólica, pre-

294
La pr0<focción " el capitalismo en teneno a¡erw

Precio medio del trigo


en Europa

10

••
7

'I
·/..,,,

21. ¿SON PARABOUCAS LAS CURVAS DE PRODUCCION INDUSTRIAL?


Ya en el 1ig/o XVI la1 curva1 de producción industrial tienen formas parabólicas análogaJ· 11 las que W G. Hoffenann
(British lndustty 1700-19j0, 19J5) deduce para la época contemporánea. Es de oburvar lo abe"ante de la curva '°"espon-
diente a la1 minas de estaño de De•on. En Leyden se suceden dos parábolaJ. Gráfico efutuado por F. C. Spooner, Cam-
bridge Economic Hiscoty of Europe, IV, p. 484.

sentada como una especie de «ley» general que se aplica en el mundo superdesarrollado
de los siglos XIX y XX. Para Hoffmann, toda industria particular (las excepciones con-
firman la regla) pasaría por tres estadios: expansión, límite, retroceso, o más explícita-
mente, por un «estadio de expansión con aumento de las tasas de crecimiento de la
producción; por un estadio de desarrollo con una tasa de crecimiento decreciente; por
una caída absoluta de la producción». Durante los siglos XVIII, XIX y XX, las únicas ex-

295
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

.Lf ·--+---+-------+-----+---+-+--+---tt
1

o
o
"'

22. PRODUCCION DE ORO EN BRASIL EN EL SIGLO XVIII


En tonelatla<. Según Virgilio Noya Pinto, O ou10 b1asilciro e o comercio anglo-ponugucs, 1972, p. 123. Allí totlavía
las curva! mn de form11 part1bólica.

cepciones que encontró Hoffmann son cuatro industrias atípicas: el estaño, el papel, el
tabaco y el cáñamo. Pero quizás, adelanta, son industrias que tienen un ritmo más lar-
go que las otras, siendo el ritmo la distancia cronológica entre el punto de partida y
el punto de ca'ída de la parábola, distancia variable según los productos y, sin duda,
según las épocas. Cosa curiosa, Spooner y yo habíamos señalado que el estaño no se-
guía la regla en el siglo XVI.
Todo esto debe tener un sentido, lo que no quiere decir que tengamos enseguida
la explicación. En realidad la operación difícil es separar la unión entre la industria par-

296
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

ticular en cuestión y el entorno económico que la rodea y del que depende su propio
movimiento.
El entorno puede ser una ciudad, una región, una nación, un conjunto de nacio-
nes. Una misma industria puede morir en Marsella y prosperar en Lyon. Cuando a prin-
cipios del siglo XVII los gruesos paños de lana cruda que Inglaterra enviaba antaño en
grandes cantidades a toda Europa y al Levante se pasaron bruscamente de moda en Oc-
cidente y se volvieron demasiado caros en Europa del Este, se produce una crisis de ven-
ta inferior en cantidad y en precio y de desempleo en el Wiltshire en particular y en
todas partes en gent>ral. Se produce una reconversión a los paños más ligeros, teñidos
en el mismo lugar, lo que obliga a transformar no sólo los tipos de tejidos en los cam-
pos, sino también el equipo de los centros de acabado. Y esta reconversión se hace
desigualmente según las regiones, de modo que después de la introducción de las New
Draperies, las producciones particulares regionales ya no son las mismas: ha habido nue-
vas subidas y caídas que no se recuperan. En resumidas cuentas una visión transforma-
da de la producción nacional inglesa394 •
Pero hay envolturas más amplias que una nación. El que Italia hacia 1600 pierda
una gran parte de su producción industrial, el que España hacia esa misma fecha haya
perdido también una gran parte de la actividad de sus telares en Sevilla, Toledo, Cór-
doba, Segovia y Cuenca39l, y el que esas pérdidas italianas y españolas se inscriban, a
la inversa, en el activo de las Provincias-Unidas, de Francia y de Inglaterra, ¿no cons-
tituye la mejor prueba de que la economía europea es un conjunto coherente y a su
manera explicativo, de que ese orden es circulación, estructuración, jerarquización eco-
nómica del mundo, éxito y desgracia que se corresponden en una interdependencia bas-
tante estrecha? Pierre Goubert 396 ha soñado con clasificar las fortunas y riquezas indi-
viduales según su edad: las jóvenes, las maduras y las viejas. Esto es pensar según la
parábola. Hay también industrias jóvenes maduras o viejas: las jóvenes brotan en ver-
tical, las viejas se derrumban en vertical.
No obstante, como para los hombres, ¿la esperanza de vida de las industrias no se
ha alargado con el tiempo? Si dispusiéramos, para el período comprendido entre los
siglos XV y XVIII, numerosas curvas análogas a las trazadas por Hoffmann, probable-
mente saldría a fa luz una diferencia importante: ritmos mucho más cortos e irregula-
res, curvas mucho más estrechas que las de hoy. Toda producción industrial en esta éj't>-
ca de economía antigua se arriesgaba a encontrar rápidamente un estragulamiento;~e.
nivel de las materias primas, de la mano de obra, del crédito, de la técnica, de la ener-
gía, del mercado interior y exterior. Es µna experiencia que se puede ver actualmente
en los países en vías de desarrollo.

297
La producción o d capitalismo en terreno ajeno

TRANSPORTES
Y EMPRESA CAPITALISTA
Los medios de transporte, que existen desde que el mundo es mundo, tienden a
mantenerse tal y como son durante siglos. En el primer volumen de esta obra, he ha-
blado desde esa infraestructura arcaica de los medios numerosos y mediocres: barcos,
veleros, coches, atalajes, animales de carga, filas de bellhorses (esos caballos de campa-
nillas tintineantes que llevan a Londres la alfarería de Staffordshire o las balas de paños
de provincias), cuadrillas de mulas a la moda de Sicilia, cada animal atado a la cola
del anterior3 97 , o esos 400.000 burlaki, hombres penados que remolcan o conducen los
barcos a lo largo del Volga hacia 1815 398 •
Los transportes son la culminación necesaria de la producción; si se aceleran, todo
va bien o mejor. Para Simon Vorontsov, el embajador de Catalina Il en Londres, el au-
mento de la prosperidad inglesa se debe a una circulación que, en cincuenta años, se
ha multiplicado al menos por cinco 399 • El comienzo del siglo XVIII coincide en suma
con una circulación que tiende a la perfecta utilización de sus medios antiguos, sin una
novedad técnica auténticamente revolucionaria. Lo que no quiere decir sin problemas
nuevos. Para Francia, antes incluso de que fueran construidas las grandes rutas reales,
Cancillon 400 plantea el dilema: Si la circulación multiplica en exceso los caballos, será
preciso alimentarlos en detrimento de los hombres.
Los transportes son en sí una «industria», como los llaman Montchrestien, Petty o
Defoe, o el abate Galíani. «El transporte», dice este último,«[ ... ] es una especie de ma-
nufactura»4º1. Pero una manufactura arcaica donde el capitalista no se emplea a fondo.
Y con razón: sólo es claramente «rentable» la circulación por las rutas principales. La
otra circulación, la secundaria, la corriente, la miserable, queda abandonada a aquel
que se contente con un beneficio modesto. En este caso, calibrar la influencia capita-
lista es calibrar la modernidad o el arcaísmo, o mejor, el «rendimiento» de los diferen-
tes sectores de los transportes: influencia escasa sobre el transporte terrestre, limitada
sobre los «vehículos de río», más acentuada cuando se trata del mar. Y no obstante,
allí también, el dinero elige; no se deja coger del todo.

Los transportes
teTTestres

Los transportes terrestres son, normalmente, representados como ineficaces. Las ru-
tas permanecen durante siglos tal cual, o casi tal cual, como la naturaleza las ofrece.
Pero son ineficacias relativas: los intercambios de antaño corresponden a una economía
de antaño. Coches, animales de carga, correos, mensajeros, relevos de posta, desempe-
ñan su papel en función de una cierta demanda. Y, pensándolo bien, no se ha dado
suficiente importancia a la antigua demostración de W Sombart402 , hoy olvidada, que
establece lo que el buen sentido niega a pn'ori, a saber, que el transporte terrestre des-
pacha muchos más productos que el transporte sobre el agua dulce de ríos y canales.
El cálculo de Sombart, realizado con bastante ingenio, fija un orden de tamaño en
Alemania, a finales del siglo XVIII. Estimando el número de caballos utilizados para
los transportes en 40.000 aproximadamente, se puede establecer en 500 millones de
toneladas métricas por año los transportes por vehículos o animales de carga (observe-
mos de paso que la cifra de los transportes por ferrocarril será 130 veces superior, en
el mismo lugar, en 1913, signo sorprendente de la fantástica remoción de compartí·
298
Las diligencias de Ludlow (Shropshire). Cuadro de ].-L. Agasse (1767-1849). La técnica de carre-
teras tradicional llevada a su mejor rendimiento: buena carretera, reforzamiento de los tiros de
caballos. Comparar con las antiguas carreteras tan a menudo pintadas por Brueghel. (Bale,
CE!fentliche Kunstsammlung, foto del Museo.)

299
La prnduccióri o el capitalismo en terreno ajeno

mentos operado por la revolución del ferrocarril). Para los cursos de agua, el número
de barcos, multiplicado por su capacidad media y sus idas y vueltas, da una cifra anual
comprendida entre 80 y 90 millones de toneladas métricas. Luego para toda Alemania,
a final~s del siglo XVIII y principios del XIX -a pesar del importante tráfico fluvial del
Rin, del Elba y del Oder-, la relación entre las capacidades globales del agua dulce
y de la vía terrestre estaría a favor de este último, en una proporción de 5 contra l. En
realidad la cifra de 40.000 caballos no incluye más que a los animales del transporte
especializado, y no a los caballos de labor que son un número muy importante (en tiem-
pos de Lavoisier, 1.200.000 en Francia). Ahora bien, estos caballos campesinos atien-
den a transportes muy numerosos, más o menos regulares o estacionales. El transporte
terrestre está pues algo subestimado por Sombart, pero el cálculo fluvial deja también
a un lado, es cierto; el considerable transporte de madera flotante del bosque.
¿Se pude generalizar a partir del ejemplo alemán? Desde luego que no en lo que
se refiere a Holanda:, donde la mayoría de los transportes se realizan por el agua. Tam-
poco quizás en lo que concierne a Inglaterra, surcada por numerosos pequefios ríos na-
vegables y por canales, y donde Sombart estima los dos modos de transporte por igual.
Pot el corittario, el resto de Europa está menos dotada que Alemania de vías fluviales.
Un documento francés llega incluso a decir en 1778, exagerando: «Los transportes se
realizan casi todos por tierra, debido a las dificultades que presentan fos ríos:l)403• Es cu-
rioso ver que pai:a Dutens 404 , en 1828, sobre 46 millones de tonelada5 puestas en cir-
culación, 4,8 lo son por el agua y el resto por tierra (pequeño aca:treo: 30,9; gran
acarreo: 10,4). La proporción sei:ía, en líneas generales, de 1 a 10. ES verdad que desde
1800 a 1840 el número de vehícufos de acarreo se duplicó 4º'· . . ·. .
Este volumen de transporte terrestre se explica en parte por la abundancia de trans-
portes a corta distancia, pues en un corto trayecto el vehículo no es más caro que la
barca: así; en 1708, para transportar trigo desde Orleáns a París; se gasta lo mismo
por el Pavé del rey que por el canal de Orleáns -dos rutas modernas406 • Por otra parte,
debido a que el transporte por agua es discontinuo, hay enlaces obligatorios y a veces
difíciles entre los sistemas fluviales, el equivalente en suma a los transportes de Siberia
o de América del Norte: entre Lyon y Roanne, es decir, entre el Ródano y el Loica, se
emplean de forma continua de 400 a 500 atalajes de bueyes.
Pero la razón esencial es la oferta permanente y superabundante del transporte cam-
pesino, pagado como todas las actividades complementarias por debajo de su verdade-
ro precio de coste. Cada uno puede sacar lo que pueda de esta cantera. Algunas regio-
nes rurales -como el Hunsrück renano, Hesse, Turingia- 407 , algunos pueblos como
Rembercourt-aux-Pots en el Barrois, en los que las «carretas pequeñas» en el siglo XVl
van hasta Amberes 408 , como todos los pueblos alpinos que a lo largo de las carreteras
son escalas desde hace mucho tiempo, están especializados en el transporte 409 • No obs"
tante, junto a estos profesionales está la gran masa de campesinos, carreteros de oca-
sión. «El ejercicio del acarreo debe ·ser absolutamente libre», declara aún el edicto fran-
cés del 25 de abril de 1782; «no debe haber otra restricción que los privilegios de las
mensajerías [entendiéndose por esto los transportes regulares de ~,¡,,_jeros y de paquetes
que no exceden un cierto peso) ... No hace falta, pues, hacer nada que pueda alterar la
apariencia de esta libertad tan necesaria en el comercio: hace falta que el cultivador,
que se vuelve momentáneamente carretero para emplear y mantener a sus caballos, pue-
da reanudar y abandonar esta profesión sin ninguna formalidad.» 410
El único defecto de este trabajo campesino es que es temporal. No obstante, mu-
chos se conforman. Así, la sal languedociana de Peccais, que remonta el Ródano me-
diante flotas enteras de barcos bajo el control de importantes mercaderes, hasta que se
desembarca w Seyssel, debe ir por tierra hasta el pequeño pueblo de Regonfle, cerca
de Ginebra, donde vuelve a coger el río. Un mercader. Nicolas Burlamachi, escribe des-

300
La producción o el capitalismo en terreno a_ieno

de Ginebra el 10 de julio de 1650: ... y en cuanto comiencen las cosechas, recibiremos


[la sal] en pocos días»; 14 de julio: «Nuestra sal avanza y la recibirnos todos los días,
y si la cosecha no se retrasa espero tenerla toda aquí dentro de 15 días. [ ... ] Recibimos
aproximadamente 750 carros»; 18 de septiembre: «... el resto llegará de un día a otro,
porque ahora las siembras son la causa [sicl de que los vehículos no sean tan frecuen-
tes. Pero una vez que todo esté sembrado, lo recibiremos después todo de una vez» 411
Un siglo más tarde, situémonos en el Faucigny, en Bonnevílle, el 22 de julio de
1771. Falta trigo, ei illtendente quiere transportar urgentemente centeno: «Cuando se
tiene hambre, no importa el tipo de pan que haya que comer.» Pero, escribe al síndico
de Sallanches, «estamos en la época más apremiante de cosechas y [ ... ] sin perjudicarlas
notablemente, no se puede disponer de vehículos campesinos como sería de deseari~ 412 •
Saboreemos esa reflexión del regidor de un propietario de una forja (23 de ventoso del
año VI): «Los carros [entiéndase los de labranza] son un gran impedimento para la mar-
cha de los vehículos comerciales»4 B
Entre esta mano de obra que se ofrece espontáneamente en cuanto el «calendario»
agrícola lo permite, y el sistema de correos y mensajerías a fechas fijas, instaurado poco
a poco y muy pronto en todos los Estados, hay también un transporte especializado y
que tiende a organizarse, pero que no lo está nueve de cada diez veces más que de
forma elemental. Se trata de pequeños empresarios con algunos caballos y carreteros.
Las cifras relativas a Hannover en 1833 indican que el carácter artesanal del transporte
terrestre es allí aún la norma. Alemania permanece surcada, de norte a sur, como en
el siglo XVI, por transportes «libres» o «salvajes en derecho» (Strackfuhrbetrieb, se lla-
man en los Cantones suizos) realizados por carreteros que van a la aventura, en bús-
queda de flete, <mavegando como marinos», lejos de sus casas durante meses y que-
dándose a veces completamente en la miseria. El siglo XVIII contempla su apogeo. Pero
aún están allí en el siglo XIX. Y es casi seguro que sean sus propios empresarios 414 •
Todos los transportes se apoyan en las escalas de las posadas, lo cual se percibe en
Venecia ya en el siglo XVI 415 ; en Inglaterra esto se ve con mucha más claridad todavía
en el XVII: la posada se convierte en un centro comercíal que no tiene nada que ver
con la posada actual. En 1686, Salisbury, un pequeño pueblo del condado de Wilts,
podía alojar en sus posadas a 548 viajeros y a 865 caballos 416 • En Francia, el hostelero
es en realidad el comisionario delos transportistas. En 1705, el gobierno, que qui11:~e
crear oficios de «comisionarios de los carreteros» y que sólo lo conseguirá durante po~p
tiempo en París, se lleva la mejor parte cargando a los hosteleros con todas las cuJ.p,as:
«Todos los carreteros del Reino se quejan de que, desde hace varios años, los hosteleros
y posaderos, tanto en París como en otras ciudades, se han convertido en los dueños
de todo el acarreo, de modo que están obligados a pasar por sus manos, que no cono-
cen más que a los que hacen normalmente estos envíos y que no reciben de sus carros
más que el precio que les quieren dar dichos hosteleros y posaderos; que los dichos po-
saderos les hacen gastar en sus casas en las inútiles estancias a que les obligan, lo cual
ocasiona que se coman el precio de sus vehículos y que no puedan mantenerse» 417 • El
mismo documento indica que en París el acarreo conduce a unas cincuenta o sesenta
posadas. En 1712, en el Parfait Négociant, Jacques Savary 418 presenta a los posaderos
como a los verdaderos «comisionarios» de los vehículos, que se encargan además de pa-
gar los diversos impuestos, gastos de aduana y concesiones, así como de percibir de los
comerciantes el precio de los transportes que ellos anticipan a los transportistas. La ima-
gen es la misma que la anterior, pero esta vez benévola, no necesariamente más justa.
Dicho esto, se comprende mejor la opulencia de tantas posadas de provincias. Aquel
italiano que se maravilla, en 1606, de los refinamientos de una posada de Troyes, de
la posadera y de sus hijas de «noble comportamiento», <(bellas como griegas», de la sun-
tuosa cubertería de plata en su mesa, de las cortinas de cama dignas de un cardenal,

301
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

la exquisitez de la comida, el sabor inesperado del aceite de nuez unido al del ?escado
y «un vino de Borgoña (sic) [ ... ] blanco [ ... ] muy turbio como el vino corso, y que ellos
decían que era natural, de mejor sabor que el tinto»; aquel italiano añade incidental-
mente: «y cuarenta caballos de tiro y más en las cuadras», sin darse cuenta, sin duda,
de que esto explica en gran parte aquelJo4•9
Más que entre transportistas y posaderos, el conflicto y las rivalidades surgen entre
los transportes privados y los públicos, Los «transportistas arrendatarios» de las mensa-
jerías reales, que transportan viajeros y pequeños paquetes, quisieran obtener el mo-
nopolio de todo el transporte. Pero los edictos en su favor no tienen nunca el efecto
subsiguiente y los comerciantes se oponen siempre vigorosamente. Lo que está en jue-
go, en efecto, no es sólo la libertad del transporte, sino su precio. «Esta libertad del
precio de los vehículos es tan [... ] importante para el comercio», informa Savary des
Bruslons, «que las Seis Corporaciones de los comerciantes de París, en una memoria pre-
sentada en 1701 [ ... ] la denominan el Brazo Derecho del comercio y no temen en ab-
soluto manifestar que lo que les costaba 25 ó 30 libras para el transporte de su mer-
cancía por los Mensajeros, diligencias y carrozas arrendadas no les cuesta más que 6 li-
bras por los Transportistas, debido a que el precio fijado por los Voituriers Fermiers no
disminuye nunca y del precio que voluntariamente convienen con los demás, y a que
los comerciantes son tan dueños como los carreteros»420 • Es necesario releer las últimas
líneas de este texto para comprender su sabor y su alcance, y para entender así lo que
protegió y perpetuó el libre transporte de las gentes humildes y de los empresarios me-
diocres. Si interpreto bien un breve pasaje de las Mémoires de Sully, éste se dirige a
pequeños carreteros para transportar a Lyon las balas que exige la artillería real com-
prometida en la Guerra de Saboya: «Tuve el placer», escribe, «de ver llegar todo esto
a Lyon en dieciséis días, cuando por las vías ordinarias se hubiera tardado de dos a tres
meses para efectuar este transporte, con un gasto infinitamente más elevado» 421 •
Sin embargo, en los ejes de gran tráfico nacionales e internacionales -por ejemplo
de Amberes o de Hamburgo al norte de Italia- aparecen grandes firmas de transpor-
tistas, los Lederer, los Cleinhaus422 , los Annone, los Zollnerm. En 1665, informes su-
cintos señalan una sociedad de transportes en este trayecto o parte del mismo, la de
los señores Fieschi y Cie. Veinte años más tarde, al solicitar algunas ventajas, ella mis-
ma canta sus alabanzas, afirma que gasta en Francia 300.000 libras cada año, «cuyo di-
nero se distribuye y difunde a lo largo de los caminos, tanto a los funcionarios encar-
gados en las ciudades de paso para el tránsito, como a los posaderos, mariscales, cha-
rons, hourliers y otros diversos súbditos del rey»424 • La mayor parte de estas sociedades
tienen sus bases en los Cantones suizos, o en la Alemania del sur donde los vehículos
desempeñan un papel decisivo, y el gran negocio, a la sazón, consiste en soldar entre
ellos los países que están al norte y al sur de los Alpes. La organización incluye a ciu-
dades como Ratisbona, Ulm, Augsburgo, Coire, y quizás incluso Basilea, donde todo
converge: los vehículos, el agua del Rin, las caravanas de mulos utilizadas en la mon-
taña. Una sociedad de transporte, ¿no poseería ella sola un millar de mulos? 425 En Ams-
terdam, naturalmente, está ya en servicio una organización moderna: «Tenemos aquí»,
observa Richard hijo 426 , «a personas bastante acomodadas y ricas a las que se nombra
"expedidores", a quienes los comerciantes no tienen más que dirigirse cuando tienen
algunas mercancías que enviar por vía terrestre. Estos expedidores tienen carreteros y
vehículos a su servicio que no viajan más que para ellos». En Londres, las facilidades
son las mismas, mientras que en el resto de Inglaterra la especialización de los trans-
portistas será sin duda tardía entre este mundo de comerciantes y de fabricantes viaje-
ros que anima todas las carreteras de Gran Bretaña en los siglos XVII y XVIII 427 • En Ale-
mania, incluso al principio del siglo XIX, los comerciantes llegan a las ferias de Leipzig
con sus propias tripulaciones y sus mercancías 428 • En Francia la evolución tampoco es
302
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

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23. IDA Y VUELTA
PARIS-TROYES-PARIS noviembre
PARA LOS COCHES DEL SENA
diciembre
Ef gráfico de ]acq11es Bertin muestra que el tráfi-
co descendente nnde más q11e el tráfico ascendente, enero
Ii se tienen en cuenta sólo los ingresos. 108 viajes en Condui:tores:
rentido de>cendente, 111 en Jentrdo arcendente: hay febrero
una equivalencia entre las dor corrienter, la que da, +-~;::;;~--+--!- Brigault
por mes, en los dos sentidos una medzda de unos cua· ~ Milou
tro viajeI, aproximadamente un ritmo de un viaje se- r-- marzo
manal. /.;J faJa de uno o dos viajeJ en diciembre de ,....
0 abril > - - - t - - ; - ---'"==+---1--. Missonet
1705 explica el brusco aumento de íos ingreso,- en el
primer •iaje de descenso de enero de 1706. Según 18001200 600 o 600 1200
A.N.. 2209. ingreso en libra

303
!.a pr<>ducción o d capitalismo en terreno ajeno

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24. LA CIRCULACION TERRESTRE EN SEINE-ET-MARNE: 1798-1799


Según los produclos de la lasa de manlenimiento de catTeferas desde el 1 de fn"mario al 30 de pradial del año VII. Mapa
dibujado por Guj Arbellot, eles bamem de l'An Vlb, en Annales E.S.C.. juliü·agoslo 1975, p. 760.

304
La producción o el rnpitalismo en terreno ajeno

muy rápida: «Sólo después de 1789 nacen las grandes empresas de transporte. Son unas
50 en 1801 y 75 en 1843»429.
En toda esta organización tan tradicional, pero tupida, el comerciante no ha hecho
más que dejarse llevar. ¿Por qué había de intervenir para organizar (otros dirían «ra-
cionalizar») de forma capitalista un sistema en el que una competencia superabundan-
te juega en su favor, donde, como «no temen en absoluto denunciar» los comercian-
tes de las Seis Corporaciones, en 1701, «eran tan dueños como los carreteros»? ¿Tan
dueños, o más?

El transporte fluvial

Mucho se ha hablado favorablemente del agua dulce, portadora de barcas, chala-


nas, barcos, balsas o troncos de árboles abandonados a la corriente, de la facilidad del
transpone por el agua dulce a precios bajos. Ahora bien, éstas son verdades circunscri-
tas, limitadas.
Un defecto demasiado frecuente del transporte fluvial: su lentitud. Naturalmente,
cuando se tiene la corriente a favor, se irá en barcaza desde Lyon a Aviñon en 24 ho-
ras430. Pero para un convoy de barcas que, unidas unas a otras, deben remontar el Loira
desde Nantes a Orleáns, el intendente de esta última ~iudad (2 de junio de 1709) hizo
«Un convenio con todos los bateleros para transportar el trigo de Bretaña por todos los
ríos y en todas las direcciones, sin parar, es decir de forma continua, porque de lo con-
trario no llegarían a su destino antes de tres meses»431 • Estamos lejos de los 12 kilóme-
tros diarios que Werner Sombart concede a las flotas fluviales de los ríos alemanes.
Lyon, víctima de una escasez que tiende a convertirse en hambre, espera los barcos que
remontan la corriente desde Provenza cargados de trigo: el intendente (16 de febrero
de 1694) piensa con inquietud que no pueden llegar antes de seis semanas 432 • Además
de su lentitud natural, la navegación fluvial depende de los «caprichos de los ríos»,
aguas altas o bajas, vientos, «congelación». En Roanne 4H, cuando el batelero se retrasa
debido a dificultades propias de las aguas, está previsto que deberá hacer una declafp.-
ción ante notario. Y tantos otros obstáculos: los restos que no se quitan nunca, las pr~,­
sas para la pesca, la represas de los molinos, las balizas que desaparece.o, los banco.s1c1e
arena o las rocas que no siempre se pueden evitar. Finalmente, los innumerables peajes
donde todos se detienen: se cuentan pór decenas sobre el Loira o sobre el Rin, como
para provocar el desánimo en la navegación fluvial. En Francia, una política sistemáti-
ca, en el siglo XVIII, tenderá a suprimir los peajes instalados más o manos recientemen-
te y de forma arbitraria; para los demás, la monarquía titubea ante la indemnización
que debería acompañar a la supresión 434.
Los canales son una solución moderna y racional: la lentitud vuelve sin embargo a
producirse con las esclusas; el canal de Orleáns, en una distancia de 18 leguas, tiene
30 esclusas. El canal de Briare, en 12 leguas, tiene 41 esclusas 435 • El canal de Lübeck
en Hamburgo tiene también tantas esclusas que, según un viajero, en el año 1701, «Se
necesitan a veces unas tres semanas para ir de Hamburgo a Lübeck por esta vía; sin em-
bargo no deja de haber un buen número de barcos que van y vienen por este canal»4 ~6 •
Ultima dificultad, y no importa: los mismos bateleros, gente viva, independiente,
agrupada, que se apoyan entre sí. Una humanidad aparte, que destaca por su singu-
laridad aún en el siglo XIX. En todas panes, el Estado ha intentado disciplinar este mun-
do inquieto. Las ciudades los controlan, los censan. En París, desde 1404, se establece
una lista de los bateleros según los «puertos• de las oríllas del Sena. Incluso los bar-

305
La producciór> o el capitalismo en terreno ajeno

o 15 105km •

.......,_

25. PEAJES Y ADUANAS A LO LARGO DEL SAONA Y DEL RODANO


A MEDIADOS DEL SIGLO XVI
Ch11rles Garriere sostiene que 101 peaje1 del Ródano (pero en el siglo XVIII) no ion el tremendo obsttkulo del que ha-
blan los contemporáneos y los historiadores. Sin embargo, p11r1Z llZ cotidianidad de los transportes, ¡cuántas paradas, cuántas
complicaciones! Croquis extraído del libro de Richard Gascon, Grand Commcrcc et vie urbaine au XVII' siecle, Lyon et
ses marchands, 1971, l, p. 152, fig1111120-21.

queros que transportaban personas y mercancías de una orilla a la otra del río, son so-
ll'etidos a las reglas de una pseudo-comunidad, establecida por la ciudad en 1672·07.
El Estado se preocupa también de crear servicios regulares de barcazas que salen en

306
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

días fijos. De esta forma nacen las concesiones: así el duque de La Feuillade recibe el
derecho de establecer servicios de barcaz.as «en el río Loira» (marzo 1673)438 ; el duque
de Gesvres (1728) obtiene «el privilegio del servicio de barcazas en el río Ródano», que
más tarde venderá por 200.000 libras, una verdadera fortuna 439 • Se esboza toda una
reglamentación sobre tarifas, condiciones de asistancia en tierra y a bordo, tanto para
las barcazas como para los voitures d'eau y para el sistema de arrastre. En el Sena, des-
de Ruan hasta París, se crean cargos de patrones de vehículos a razón de 10.000 libras
cada uno, lo cual instituye un monopolio en beneficio de los mismos 440 • Surgen mi-
llares de litigios entre transportistas y transportados, barcazas y voitures d'eau, comer-
ciantes y bateleros.
Así, un importante conflicto enfrenta a los bateleros del Sorne y los comerciantes
de Amiens, Abbeville y Saint-Valery, en 1723 y 1724 441 • A estos bateleros se les llama
gribaniers, derivado del nombre de sus barcas -gribates- que no deben exceder de
18 ó 20 toneladas, según las reglamentaciones en vigor. Se quejan de que la tarifa, fi-
jada cincuenta años ames, en 1672, es demasiado baja. Dado el aumento de los precios
desde aquel lejano año, piden que se doblen las tarifas. Chauvelin, intendente de Pi-
cardía, prefiere suprimir toda fijación de tarifa y, como nosotros diríamos, dejar que
juegue libremente la ley de la oferta y la demanda entre bateleros y comerciantes, te-
niendo éstos «la libertad de confiar el transporte de sus mercancías a quien les parezca
mejor y al precio que convenga_n con los transportistas». Los gribaniers pierden en estos
mercados poco a poco una ventaja corporativa: la que impone a los transportistas el
tomar una carga según su turno de espera.
La discusión nos informa de forma útil sobre las reglas de este oficio. Entre otras,
todo desvío y alteración de las mercancías transportadas implica para el responsable cas-
tigos corporales. El batelero que carga en Saint-Valery mercancías para Amiens no ten-
drá derecho a andar «más de una noche en Abbeville, bajo pena de incurrir en res-
ponsabilidad de los daños e intereses que puedan resultar, por los cuales lagribane que-
dará afectada por privilegio y con preferencia a sus acreedores, cualesquiera que sean,
incluso al propietario». Estas eres últimas palabras plantean el problema del propietario
de la gribane, «medio de producción» que emplea un no propietario442 •
Vemos mejor aún este problema en un caso como el de Roanne 443 • Situado a orillas
del Loira, en el lugar donde éste se convierte en navegable, Roanne está, además, uHi-
do por tierra a Lyon, es decir, al Ródano, y ocupa una posición clave sobre el eje cett-
tral que, desde Lyon, por el Loria y el canal de Briare, permite el enlace directo e'ntre
la capital y el Mediterráneo. Roanne debe a sus sapinteres que transportan las mercan-
cías río abajo (y que serán desmontadas al final del viaje) y a sus barcas de roble pro-
vistas de un camarote para los viajeros de alto copete, la mitad al menos de la actividad
directa e indirecta de sus habitantes, comerciantes, transportistas, carpinteros, marinos,
remeros, mozos de cuerda ... Pronto se establece una distinción entre los patrones de
vehículos que trabajan ellos mismos en las barcas que poseen, con sus compañeros y
sus aprendices, y los comerciantes transportistas fluviales, capitalistas de poca monta po-
seedores de barcas conducidas por factores y marineros. De este modo, .más de una vez
existe separación entre los trabajadores y sus instrumentos de trabajo. Alojados en casas
decorosas, casándose en su ambiente, los comerciantes transportistas fluviales constitu-
yen una élite que pesa sobre el difícil trabajo de los demás, pues es un rudo trabajo
bajar por el Loira, especialmente cuando el río demasiado vivo queda abierto a una na-
vegación fluvial heroica y peligrosa, más arriba de Roanne,_ después de Saint-Rambert,
punw de salida del carbón mineral de la cuenca de Saint-Étienne a partir de 1704. El
tráfico del Loica ~e encuentra de repente transformado por el descenso de este carbón
destinado a París (principalmente para las cristalerías de Sevres) y por la llegada, sobre
ejes, a Roanne y a los puertos de más abajo, de toneles de vino del Beaujolais, siempre
307
La producción ,, el capitalismo en terreno ajeno

El coche de agua de Ruysdaifl. La circulación es densa en los cursos de agua de Holanda, ríos,
afluentes, canales. El coche típico es el ª"astrado por un caballo. Pero los hay más importantes
y lujosos, con cabinas y viajes de coche. (La Haya, Colección Marce/ 'Jf'olf, cli'ché Giraudon.)

destinados a París. Los comerciantes transportistas, instalados en Roanne, en Decize o


en Digoin, obtienen grandes ventajas de esta doble suerte. Algunos de ellos se colocan
entonces a la cabeza de verdaderas empresas de transporte. La de los Berry Labarre, la
más importante, tiene un taller de construcción de barcos. Su gran éxito es el estable-
cimiento de un cuasi monopolio para el transporte del carbón. Cuando el 25 de sep-
tiembre de 1752, en Roanne, los patrones se apoderan de los barcos cargados con car-
bón de los Berry Labarre, con la pretensión de conducirlos ellos mismos hasta París,
esto adara, en el momento preciso, un conflicto social que no se apacigua sin embar-
go. Sí, allí existe un cierto capitalismo, pero las tradiciones, las innumerables trabas
-administrativas o corporativas-, no le permiten un gran campo de acción.
Por contraste, Inglaterra parecerá más libre aún de lo que es. Nada resulta más sen-
cillo para un posadero, un comerciante o un intermediario cualquiera que organizar
un transporte. El carbón mineral, gravado con impuestos sólo cuando se transporta por
mar, viaja sin ninguna traba por todas las carreteras y ríos de Inglaterra, e incluso de
río a río por el estuario marítimo del Humbert. Si el carbón aumenta de precio en el
transcurso de este viaje, es solamente a causa de los gastos de transporte y de transbor-
do que, por otra parte, no son bajos: en Londres, el carbón de Newcastle se paga cinco
veces más caro, al menos, que en la mina. Cuando se transporta desde la capital hacia
la rrovincia por otras embarcaciones, su precio a la llegada puede multiplicarse por
diez 444 • En Holanda, la libertad y la sencillez de la circulación por la red de canales

308
La pmducción o el capitafümo en terreno ajeno

son aún más evidentes. Las barcazas fluviales son embarcaciones relativamente peque-
ñas, con 60 pasajeros, 2 conductores y un solo caballo44 ), que salen de cada ciudad de
hora en hora. Se viaja incluso de noche y se alquilan camarotes a bordo. Se puede salir
de Amsterdam por la noche, dormir y llegar a La Haya al día siguiente por la mañana.

Transporte
marítimo

En el mar, las aportaciones y lo que se ventila es más importante. El mar es la ri-


queza. Sin embargo, en este caso no todos los transportes están bajo el control del ca-
pital. En todas partes se encuentra presente la vida elemental y recia del mar: cente-
nares de barcas, a veces sin cubrir, que transportan cualquier cosa, de Nápoles a Li-
vourne o a Génova, del cabo de Córcega a Livourne, de Canarias a las Antillas, de Bre-
taña a Portugal, de Londres a Dunquerque; o los innumerables barcos de cabotaje de
las costas inglesas o de las Provincias Unidas; o aquellas tartanas ligeras de los ríos ge-
noveses y provenzales, que ofrecen la tentación de un trayecto rápido a los viajeros con
prisa que no temen al mar.
De hecho, este nivel inferior del transporte marítimo hace juego con el bullicio de
los transportes de los campesinos en las tierras del interior. Se inscribe en el marco de
los intercambios locales. Es. que los campos van a dar al mar, se sueldan a él en una
unión elemental. Sigamos la línea costera de Suecia, Finlandia, los Países Bálticos, Sles-
vig, Holstein, Dinamarca, después las costas de Hamburgo hasta el golfo de Dollart
donde se sitúa la actividad obstinada y cambiante del pequeño puerto de Emden, si-
gamos finalmente las orillas con múltiples repliegues de Noruega, al menos hasta la
altura de las islas Lofoten: observaremos países mal urbanizados aún en el siglo XVI (sal-
vo excepciones que confirman la regla). Ahora bien, en todas estas costas pululan bar-
cos de campesinos, ordinariamente modestos, de construcción sencilla, que transportan
toda clase de mercancías (multa non multum): trigo, centeno, madera (listones, tablo-
nes, planchas, maderas de tejados, duelas de toneles), alquitrán, hierro, sal, especias,
tabaco, telas. En el fiordo noruego cercano a Oslo son ellos quienes salen en largas c'.1-
ravanas, transportando principalmente madera con destino a Inglaterra, a Escocia o·~
la próxima Lübeck446 . •/
Cuando Suecia se instala en los esm~chos, poniendo el pie en la provincia de Ha-
lland (Paz de Bromsebro, 1645), hereda una flota fluvial campesina activa, que trans-
porta al extranjero piedras para la construcción y madera, trayendo a veces cargamentos
de tabaco, a no ser que, después de haber trabajado durante el verano desde los puer-
tos de Noruega hasta los del Báltico, estos barcos regresen a los estrechos en vísperas
del mal tiempo de invierno con sus beneficios en dinero contante. Estos Schuten de-
sempeñarán su cometido en la Guerra de Scania (1675-1679) y son ellos los que, en
1700, transportarán al ejército de Carlos XII hasta la isla vecina de Seeland447 •
Igualmente se perciben, a tenor de la documentación, campesinos finlandeses, ma-
rinos, pequeños comerciantes, vecinos de Revel, más tarde de Helsingfors (fundada en
1554); o bien campesinos de la isla de Rügen y de los puertos de los pueblos de la
desembocadura del Oder atraídos por Dantzig; o incluso cargueros mediocres de Hob-
sum, en el corazón deJutlandia, que transponan a Amsterdam el trigo, el tocino o los
jamones del término448 •
Todos estos ejemplos y muchos otros -entre los que, por supuesto, se encuentra
el Egeo- evocan la imagen de una navegación arcaica en la que los que construían los
barcos eran los mismos que cargaban sus mercancías a bordo y navegaban con ellas,

309
La producción o el capitalismo en terrenCJ ajenCJ

acumulando así todas las tareas y funciones que implica el intercambio por mar.
Nada más claro por lo que se refiere a la Europa medieval. A juzgar por las leyes
de Bergen (1274), los «Roles d'Olérom)* (1152) o costumbre antigua de Olonne, el bar-
co mercante viaja en principio communiter (traduzcamos «a cuenta común» )449 Es pro-
piedad de un pequeño grupo de usuarios; como rezan los «Roles d'Oléron»: «La nave
es de varios compañeros.» Estos poseen a bordo lugares determinados donde, llegado
el momento, cargan sus mercancías; es la gestión denominada per loca. La pequeña co-
munidad decide el viaje, el día de salida, habiendo cada uno estibado sus mercancías
en su plttfage, ayudando al vecino y obteniendo su ayuda. A bordo, cada uno hace tam-
bién «SU parte» en las maniobras, vigilias y faenas, aunque la regla fuese disponer al
lado de uno de un «sirviente» asalariado que vivía, como se decía entonces, «a pan y
vino» de su patrono, sustituyéndole en sus faenas y especialmente, a la llegada al puer-
to de destino, liberándole y permitiéndole «hacer sus negocios». La conducción del na-
vío estaba a cargo de tres oficiales marineros, el piloto, el nauclero y el contramaestre,
retribuidos los tres por el conjunto de compañeros, bajo la autoridad del maestro opa-
trón, elegido éste entre todos ellos y que, en realidad, no es el amo absoluto a bordo.
Sigue siendo un compañero más, consulta a sus pares y por este cargo temporal sólo
recibe regalos honoríficos: un sombrero, unas calzas, un jarro de vino. El ba:rco cargado
de mercancías es pues una república, perfecta o poco menos, a condición de que reine
una buena armonía entre los compañeros, como lo recomienda la costumbre. Es un
mundo parecido al de los compagnonnages de las minas antes de la intervención capi-
talista. Entre estos comerciantes propietarios y navegantes, todo sucede sin largos cál-
culos ni repartos: no se paga flete, puesto que cada uno ha pagado en especie, o más
bien en servicios; en cuanto a los gastos generales -provisiones para el viaje, gastos de
salida, etc.- estaban apoyados por una caja común, llamada «cuenta común> en Mar-
sella, «gran bolsa» en Olonne, etc. Así pues, «todo se liquida sin contabilidad» y estas
palabras que tomo del libro de Louis-A. Boiteux4 j 0 son de una claridad meridiana.
Pero desde antes del siglo XV, el volumen de algunos cascos aumenta desmesura-
damente. Construirlos, cuidarlos, conducirlos se convierte en tareas técnicamente im-
posibles para los compañeros de antaño. En lugar de dividirlo per loca, el gran navío
será dividido per partes, en acciones si se quiere denominar así; lo más frecuentemente
son 24 quilates (aunque la regla no sea universal: así pues, una nave marsellesa, según
un contrato del 5 de marzo de 1507, está «dividida en onceavas partes, subdivididas
éstas a veces en mitades o en tres cuartos de la onceava parte:.). El propietario de la
parte, el parsonier, cobrará cada año su parte de beneficios. Bien entendido que él no
navega. Y si tiene dificultades para cobrar lo que denominaremos, para abreviar, el cu-
pón de su quilate, recurrirá a la autoridad del juez. Un ejemplo perfecto de este siste-
ma de propiedad nos lo proporcionan los grandes barcos de carga ragusianos del si-
glo XVI, que a veces se aproximan al millar de toneladas y las sobrepasan, aunque rara
vez sin embargo, y cuyos copropietarios se reparten si llega la ocasión entre todos los
puertos cristianos del Mediterráneo. Cuando uno de estos veleros llega a un puerto, Gé-
nova, Livourne, los propietarios de quilates tratan de cobrar su parte de beneficios, ami-
gablemente o bajo amenaza: el capitán debe entonces justificarse, rendir sus cuentas.
He aquí una buena imagen de una evolución que se reproducirá en las marinas del

* Los cR8les d'Oleron• conscicuyen una no muy extensa colección redactada probablemente en la isla
francesa de Oleron (quizás a fines del siglo XI o en la primera mitad del siglo XII; otros autores prefieren
una datación correspondiente al siglo xm), donde se recogen sentencias de tribunales marítimos basadas ~n
el derecho consuetudinario de las coscas atlánticas. Tal consolidación jurídica de la culrura naval aclánuca
sería conocida en Castilla con el nombre de «Fuero• o «leyes de Layron•. (N. del T.)

310
La producció o el capitalismo en te>-reno ajeno

JE g¡;H~ Jt2, Jf~ - dimieu.ant il


.Maitre apres Dieu úu Navirc nommé~~J cJ71A1Rp/?
(?_¡/j_(,~--~
- du porr.
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d~ .Q~iTonneaux Oll environ' érant de préfont Cf.urbourg. ponr du pretnler tems
a a
qu'il plaira·a Dicu envoye1·, aller droiiei roure ~UL.> ----~-----------------·
rcconnois & confelfe avoir rc~u & chargé dans le bord de mo11dit Navire , íous le li:an~-::Til!ac
d'icirlui, de vous.Meílieun POTEL,Fmes ~.t'J"xm'dí:; /)e 1 QJ,ín~/Zd:(s--

é{j1uzcnu~Jk Vv ~J/ alkw-& ¿plJ~k.~~


'~ ~}¡~QM ªJl'w~'u~uxJ
le toUt Ícc & bien ccmdiciooné & marqué de la m~.rque en m2rge ; leíquelles Marciiandifes je
pro~c~s & m'obli~ ~?mr & conduire d,ans mo~~it N~~·ire, fa.uf les...J>érils & rifquts de b Mer,
aud1c beu de..i ~ - - - & Ja les dcl•n~r a .M ;~: ~...:;$~19nv ~B,-.
~n me payant pour mon Fret, la fornme de Do<l!lJ:..' ~~ ,JPav ~tli1R1.uu"-'~ LaJ-J
-e
fraw e,.¿;,.fQ
QVCC
L---~-~-~-.--..J_¿--·---·--~---·· -- ·-
les-avaries íeldn les Us & Coucµmes de lá M.:r. E-e pour ce renir & accomp:ir , je m'oblige
corps & biens avec r11ondit Na vire, Fret & ApparauJC d'icelui. En témoigm1ge de vérité , j'ai fignii
trois Connoilfemens d'une meme tencu!· ! dont !'un acco:npli, les au¡r~s,de ~ull.i valeur. p. _J..
a
ffi.ft;,b) /"'°-)
FA 1 T Cberb ourg. c¡e d?/taau~? ~our ~-.t.)'.~~m6u. ..J mi!~cent [/~..J
,~~ ~/p;~;;f-jCu-r~~

Conocimiento o policía de cargo de un patrón de barco de Cherbourgo. A.N., 62. Al 33. Para
comparación, véase, Diccionario de Savary, JI, pp. 171-172.

Norte, las de las Provincias Unidas y de Inglaterra. Evolución doble o triple a decir
verdad.
Por una parte, los lazos entre el navío y los proveedores de fondos se multiplica4\.
Tenemos conocimiento de poseedores de participaciones (como aquel rico inglés en ~l
siglo XVII, que posee participaciones en 67 navíos)4l• y de proveedores que, como, e({
el caso de la pesca del bacalao, suministran víveres y herramientas al barco a condición
de obtener al regreso un tercio u otra porción de los beneficios.
Por otra parte, hay que mencionar -al lado de la participación, que es una ope·
ración verdaderamente mercantil, mediante reparto en una u otra proporción de los ries·
gos y de los beneficios- la práctica frecuente del préstamo a la gran aventura, que po-
co a poco se separa casi de la operación en curso, del viaje que va a emprender ~l bar-
co, para convertirse en una especulación casi puramente financiera. Le Compagnon or-
dinaire du marchand4l 2 , traducción francesa manuscrita de una obra inglesa escrita en
1698, explica de forma sabrosa lo que puede ser un contrato a la gran aventura. Se tra-
ta, como se sabe, de un préstamo marítimo, que, dicho sea de paso, era denominado
antiguamente con la expresión usura marina. El mejor método para el socio capitalista
es prestar para un viaje el 30, 40 ó 50% según la duración de la ida y la vuelta (si se
trata de las Indias, este viaje puede durar tres años y más). Una vez concedido el prés-
tamo se asegura seguidamente el dinero, o sea: el capital prestado más el interés con-
venido -seguro en toda regla que se formalizará al 4, 5 ó 6%; si el navío se hunde
en el mar o un corsario se apodera de él, el prestamista recupera el importe inicial del
préstamo junto con el beneficio descontado- menos la prima del seguro. Aún así se

311
La prnducció11 o d n1pitalismu en terreno ajeno

MIERCOLES mafiana
22 de diciembre mediodía
tarde
JUEVES noche
23 de diciembre

~
un poco fresco
fresvo
VIERNES vientos bastante fresco
muy fresco
24 de diciembre
muy fuerte

SABADO lluvias filii! constantes


25 de diciembre
11] intermitentes

~ nuboso
muy nuboso
DOMINGO
26 de diciembre poco nuboso
tiempo
•brumas
LUNES
~
co 27 de diciembre
O despejado
r--
~
muy gruesa, agitada
MARTES mar bastante gruesa
28 de diciembre en calma

MIERCOLES
29 de diciembre

JUEVES
30 de diciembre

VIERNES
31 de diciembre

SABADO
1 de enero

DOMINGO
2 de enero

LUNES
3 de enero

MARTES
4 de enero

MIERCOLES
11')
co 5 de enero
r--
JUEVES
6 de enero

VIERNES
7 de enero 26. SALIR DEL PUERTO

l.iJ corbeta La Levrette, buque francés, entró en la bahía de


SABADO Cádiz el miércoleJ 22 de diciembre de 1784; tendrá la suerte
8 de enero de esperar sólo hasta el 9 de enero de 1785 para proseguir su
viaje. l.JJs indicaciones del rdiario de vienton de 11 bordo, per·
miten reconstruir día a día las condiciones 11tmosféric11s sobre
DOMINGO el mar. Lzs flech11s, que indican el viento, dan su fuerza y di-
9 de enero rección. Est11 pequeii11 obr11 moe<lr/1 de registro se debe a la ho·
bilidad de jacques Bertin. la document11ción, Archivos Nacio-
nales, A.N., A.E., BI, 292.

312
!.a producción o el rnpitalúmo en terreno ajeno

obtiene ':'>astante ventaja. «Hay gentes tan débiles hoy en día>, continúa nuestro guía,
«que no sólo desean que se hipotequen [sic] los navíos a su favor, sino que exigen tam-
bién que algún comerciante solvente les garantice su dinero>. Si, más hábilmente aún,
se ha conseguido dinero de los fondos, en Holanda por ejemplo donde el interés está
dos o tres puntos por encima de los tipos ingleses, se ganará, si todo va bien, sin verse
privado del capital. Se trata en este caso de una especie de trasposición, en el ámbito
del equipamiento marítimo, de las prácticas bursátiles de aquel tiempo, en el que la
habilidad suprema consistirá en actuar sin ni siquiera tener dinero en el bolsillo.
Sin embargo, se consuma paralelamente otra evolución. El transporte marítimo, al
crecer, se divide en diversas ramas. Verdad holandesa primeramente, ingles~ más ~ar­
de. Primer punto emergente: las construcciones navales se presentan como una indus-
tria autónoma. En Saardam, en Rotterdam 4 ~3, los empresarios independientes reciben
los pedidos de los comeiciantes o de los Estados y son capaces de responder a los mis-
mos con brío, aunque esta industria continúa siendo medio artesanal. E incluso, en el
siglo XVII, Amsterdam no es solamente un mercado para los navíos nuevos o a cons-
truir; esta ciudad se convierte en urr enorme mercado de navíos de reventa. Por otra
parte, los corredores se especializan en el flete, encargándose de s11.ministrar mercancías
a los transportistas o navíos a los comerciantes. Efectivamente, existen también asegu-
radores que no son sólo comerciantes que, como antaño, practican la profesión del se-
guro, entre otras actividades. Y el seguro se generaliza, aunque no todos los transpor-
tistas ni todos los comerciantes lo utilizan forzosamente. Incluso en Inglaterra, donde
ya he mencionado a los aseguradores del Lloyd's, cuya fortuna conocemos.
Existe pues, innegablemente, una movilización de capitales y de actividades, en el
siglo XVII y especialmente en el siglo XVlll, en el sector de los grandes viajes marítimos.
Los socios capitalistas, los armadores (si bien esta palabra no aparece más que en raras
ocasiones) son indispensables para los largos circuitos que duran varios años. Incluso el
Estado interviene con insistencia, situación que no es nueva en sí: las galere da merca-
to, en los siglos XV y XVI, eran barcos construidos por la Señoría de Venecia y puestos
a disposición de Jos comerciantes patricios para Jos largos viajes comerciales; asimismo
las carracas portuguesas, esos gigantes de Jos mares del siglo XVI, son los barcos del rey
de Lisboa; de igual modo los grandes navíos de las Compañías de las Indias (a las que
me volveré a referir más adelante) se puede decir que son capitalistas y no medos
.
estatlstas.
·/
•,•
Desgraciadamente, no es aún bien conocido el detalle y el origen, seguramente muy
diverso, de los capitales invertidos en el.lo. De ahí el interés de algunos casos, aparen-
temente mal escogidos, puesto que se trata de fracasos. Pero el historiador está ligado
a sus documentos y los fracasos seguidos de procesos dejan muchas más huellas que los
viajes felices.
En diciembre de 1787, dos banqueros de París ignoran todavía cómo acabará el asun-
to del Carnate, un navío armado por los señores Bérard Freres et Cie. en Lorient, en
1776, doce años antes, con vistas a un viaje a las islas de Francia y de Bourbon y des-
pués a Pondichéry, Madrás y China. Los banqueros habían anticipado «a la gran aven-
tura y sobre el cuerpo y corazón del mismo 180.000 libras, al 28% de los beneficios
marítimos», por un plazo de treinta meses. Como medida de prudencia, se aseguraron
en Londres en una compañía amiga. El Carnate nunca llegó a China. Una vía de agua
lo inutilizó al doblar el cabo de Buena Esperanza. Después de efectuar la reparación
navegó aún desde la isla de Francia hasta Pondichéry donde la vía de agua se abrió de
nuevo. Entonces salió de la rada abierta de Pondichéry, remontó el Ganges hasta Chan-
dernagor, donde se reparó y pasó el monzón de invierno desde el 25 de septiembre
hasta el 30 de diciembre de 1777. Después de haber cargado mercancías procedentes
de Bengala, volvió a pasar por Pondichéry, y regresaba a Europa normalmente ... para

313
La prnducúón o el capitalismo en terreno ajeno

Astillero de Amsterdam. Aguafuerte de L. Backuysen (1631-1708). (Rijksmuseum, cliché del


MuJeo.)

hacerse ganar por unos corsarios ingleses frente a las costas de Espafia en octubre de
1778. Hubiera sido agradable hacer pagar a los aseguradores londinenses (esto sucedía
a menudo), pero en el Banco del rey los abogados de estos últimos sostenían que el
Carnate había sido desviado voluntariamente a partir de la isla de Francia y ganaron
el pleito. Los banqueros se vuelven entonces en contra de los armadores. Si ha habido
desviación, es su culpa. Y he aquí un nuevo proceso en perspectiva454 •
Otro asunto: la quiebra de la casa Harelos, Menkenhauser et Cie., de Nantes, en
1771 45 5, que todavía no estaba regularizada en septiembre de 1788. Entre los acreedo-
res se encuentra un tal Wilhelmy, «extranjeroi> (no sabemos nada más de él) que ad-
quirió una participación de 9/64 (por casi 61.300 libras) sobre cinco navíos de los ar-
madores, ya en el mar. Como de ordinario, los acreedores se dividían en privilegiados
(prioritarios) y quirografarios (de segunda fila). Se encontraron buenos argumentos pa-
ra clasificar a Wilhelmy entre estos últimos -lo cual confirma .::! Consejo de Comercio
(25 de septiembre de 1788) contra un decreto del Parlamento de Bretaña (13 de agosto
de 1783). Wilhelmy, sin duda, no recuperó el dinero que había aportado. ¿Se había
asegurado? No se sabe. En todo caso, la moraleja de la historia es que se puede perder
incluso teniendo todos los triunfos en la mano ante abogados que despliegan imper-
turbablemente la lógica de sus argumentos. Confieso que me he divertido es-
cuchándolos.

314
La producá<Ín o el capitalismo en terreno ajeno

Aun la gran aventura, cubierta por el seguro, está pues sujeta al riesgo, pero un
riesgo limitado, y vale la pena arriesgarse puesto que el interés es sustancioso cuando
se trata del comercio a larga distancia, con sus grandes inversiones de fondos, sus largas
demoras, sus beneficios considerables. No es extraño que el préstamo para la gran aven-
tura, operación sofisticada y especulativa, que en profundidad va dirigida más hacia el
beneficio comercial que hacia el beneficio del transportista, sea casi la única forma en
que el gran capital se dedica al transporte marítimo. Para los transportes rutinarios a
corta distancia (o para itinerarios que en tiempos de San Luis hubieran parecido des-
mesurados, pero que se han vuelto familiares), el gran capital deja el sitio libre a los
obreros mediocres a destajo. La competencia contribuye mucho en este caso a compri-
mir los fletes con ventaja para los comerciantes. Esta es exactamente la misma situación
que la de los carreteros sobre las vías terrestres.
De esta forma, en 1725, los pequeños barcos ingleses se lanzan literalmente a ob-
tener el flete disponible en Amsterdam y en los otros puertos de las Provincias Uni-
das456. Ofrecen sus servicios, para recorridos hasta el Mediterráneo, a precios tan por
debajo de la cotización que los barcos holandeses o franceses de gran tonelaje, que ha-
cen habitualmente este itinerario provistos de tripulaciones numerosas y de cañones pa-
ra defenderse de los corsarios berberiscos, se encuentran prácticamente sin empleo. Es-
to prueba, en caso de que hiciera falta, que los grandes navíos no aventajan, ipso fac-
to, a los de tonelaje mediocre. Más bien es probable lo contrario en una profesión en
la que el margen de beneficio, cuando podemos calcularlo, parece mesurado. Un his-
toriador belga, W. Brulez, escribe a este respecto: «La contabilidad de trece viajes de
navíos holandeses, durante los últimos años del siglo XVI, la mayor parte de ellos entre
la Península Ibérica y el Báltico, así como un viaje hacia Génova y Livourne, muestra
un beneficio total neto del 6% aproximadamente. Algunos viajes, por supuesto, dejan
un beneficio más elevado; pero otros se saldan con pérdidas para el armador, otros equi-
libran solamente beneficios y pérdidas.» Esto explica el fracaso en Amsterdam, en 1629
y 1634, de los proyectos para la creación de una compañía que habría tenido el mo-
nopolio de los seguros marítimos. Los comerciantes se oponen a ello y uno de sus ar-
gumentos es que las primas de seguros propuestas excederían a la tasa previsible de los
beneficios o, en todo caso, los gravarían desmesuradamente. Todo esto es cierto a prin-
cipios del siglo XVII. Pero el que más tarde haya aún cierta cantidad de pequeños !¡ar-
cos para pequeños empresarios se explica por el hecho de que muy frecuentemente'.,Jlo
tienen más que un solo propietario, en lugar de estar divididos entre variosparsonjers.
Este es el caso de la gran mayoría de los barcos holandeses que hacen el comercio del
Báltico, o participan en los beurts (del holandés beurt= vuelta), es decir, en los viajes
hacia los puertos próximos a Ruán, Saint-Valery, Londres, Hamburgo, Bremen, donde
cada barco carga cuando le toca. Este es también el caso de la enorme mayoría de los
barcos de Hamburgo en el siglo XVIII.

Verdades contables:
capital y trabajo

Al igual que para la actividad industrial, para calcular con exactitud el beneficio
sería necesario ver las cosas desde dentro, esbozar un modelo contable. Pero un modelo
implica el rechazo de lo accesorio, de lo atípico, del accidente. Ahora bien, cuando se
trata de la navegación de antaño, las variables accidentales o accesorias son muy nu-
merosas y cuentan enormemente en los precios de coste; se escapan a la regla si existe
alguna. Bajo el nombre de fortunas de mar se inscriben una cantidad incalculable de

315
La producdón o el capitalismo en terreno ajeno

catástrofes: está la guerra, el corso, las represalias, las requisas, los secuestros; están las
inconstancias del viento, que unas veces inmoviliza a los navíos en los puertos y los re-.
duce a la inactividad y otras veces hace que se desvíen lejos; hay continuas averías (vías
de agua, mástiles que se quiebran, timones a reparar); hay naufragios en la costa o en
alta mar, con o sin mercancías recuperables, y las tempestades que obligan a deslastrar
el barco tirando por la borda una parte de la carga; está el incendio, y el navío que se
transforma en una antorcha y se quema, incluso por debajo de la línea de flotación.
La catástrofe puede surgir incluso frente al puerto de llegada: ¡cuántos barcos de la
Ca"era de Indias han sucumbido en el paso de la barra de Sanlúcar de Barrameda, a
pocas horas de las aguas tranquilas de Sevilla! Más de un historiador puede decir que
un barco de madera está construido para durar de veinte a veinticinco años. Digamos
que ésta es su esperanza máxima de vida, a condición de que la suerte le acompañe.
En lugar de modelizar, la prudencia aconsejaría atenerse a casos concretos, seguir
los barcos a lo largo de su ciclo vital. Pero las contabilidades no se interesan apenas en
el rendimiento a largo plazo de un navío. Estas se presentan más bien como balances
de los viajes de ida y vuelca, no siempre claros por lo que respecta al reparto de los
capítulos de gastos. Las cuentas relativas a la expedición de siete navíos de Saint-Ma-
.10457 en 1706, en la costa del Pacífico, proporcionan no obstante algunas indicaciones
valiosas. Tomemos uno de ellos, el Maurepas, por ejemplo:. en cifras redondas, los gas-
tos de salida (lo que se llama la mise hors), se elevan a 23 5. 315 libras; durante el viaje
:t.fcienden a 51.710; los del regreso, a 89.386; o sea un gasto global de 376.411. De-
pendiendo de cómo se ventilen estos gastos, ya sea con respecto al capital fijo (compra
d.el barco, carena, equipos, gastos generales -éstos muy exiguos), o con respecto al ca-
pital circulante (víveres y salarios de la tripulación), se obtienen las cifras siguientes:
251.236 para el capital circulante contra 125.175 para el capital fijo, o sea una relación
de dos a uno. Nuestro gráfico proporciona, además de estas cifras, las relativas a otros
seis barcos: su testimonio es análogo. Sin dar demasiada importancia a la coincidencia,
observemos que la contabilidad, conocida con precisión, de un barco japonés que va
hacia China, en 1465 4 ~ 8 , para un viaje comercial de largo recorrido, informa en el mis-
mo sentido. Los aparejos y el casco han costado 400 kwan-mon; la alimentación de la
tripulación para los doce meses de viaje previstos, asciende a 340, sus salarios a 490.
La relación entre el capital fijo y el circulante es de 1 a 2.
Así pues, hasta el siglo XVII, tanto en un navío como en la mayoría de las manu-
facturas, los gastos en capital circulante superaban con creces el importe del capital fi-
jo. Basta con pensar en la longitud de los circuitos y en lo que ella entraña -lenta
circulación del dinero y del capital invertido, muchos meses de salario y de manuten-
ción de la tripulación- para encontrar este resultado bastante lógico. Pero, como en
el caso de las manufacturas, parece que esta relación del capital fijo al circulante, de
Fa C, tiende a invertirse en el transcurso del siglo xvm. He aquí, para la segunda
mitad del siglo, las cuentas completas de los viajes de los tres navíos nanteses: Deux
Nottons (1764), Margueritte (1776, Santo Domingo), Bailli de Suffren (1787, Anti-
llas). Para estos tres viajes, las relaciones de Ca F son respectivamente: 47.781 libras
a 111.517; 46.194 a 115.474; 28.095 a 69.897 (se trata, observémoslo bien, de viajes
menos largos que los de los navíos de Saint-Malo hasta las costas del Perú) 419 En estos
tres casos, en líneas muy generales, 2 C ==F. Es decir que la situación señalada por nues-
tras cifras de 1706 se ha invertido.
Estos sondeos son demasiado imperfectos e incluso demasiado restringidos para que
el problema quede resuelto. Pero está planteado. La parte del capital fijo ha aumen-
tado considerablemente. El hombre dejaría de ser el capítulo número uno del gasto.
La máquina, pues un barco es una máquina, se pondría a la cabeza del movimiento.
Si esta constatación, mal establecida por el momento, se verificase, tendría consecuen-

316
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

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el PONTCHARTRAIN

el ELEONOR DE ROYE

411000 IDDOD 110aoo 188100


Nbras
Compradollluque

IIIIlIIIIIIIl Equipo ~ Ga.tlos anle9 delllparlfda

i::¡::::~::::~m Yrwres LJ G11sfmgsnor8Ñ!tl

27. CAPITAL FIJO, CAPITAL CIRCULANTE, CUENTAS DE SIETE NAVIOS DE SAINT-MALO


&tos navíos se han dirigido al mar del Sur y de regreso a Francia hacen sus cuentas, hacill 1707. FJ gasto pn'ncip4' 1011
los víveres y los 1ueldos de l11 tripul11ción. E; el c11pit11/ circulante el que juega Jos primeros pape/u. Los documentos pro11ie-
nen de los Archi1101 Nacionales, A.N., Colom'es, F' A, 16. Griífico dibujado por la seiiora ]eannine Fie/J-Reb({rat.
·I
~,'

cias de bastante importancia. Habría que compararla con las observaciones de R. Da·
vis, Douglas North y Gary M. Walton, quienes constatan, por lo que respecta a los trans·
portes del Atlántico norte, una progresión de la productividad del 50% aproximada·
mente (o sea, un 0,8% por afio) de 167) a 1775 460 • Pero, ¿a qué atribuir exactamente
la nueva relación capital fijo/capital circulante? Indiscutiblemente hubo una creciente
complicación de las construcciones navales (forro de los cascos con cobre, por ejemplo)
y un aumento del precio de los barcos. Pero para medir exactamente su significado,
habría que situarlo con relación a la subida general de precios en el siglo XVIII; saber
también si la duración de los cascos ha variado y si ha cambiado, o no, la tasa de amor·
tización del material. Por otra parte, ¿no se habría producido una degradación relativa
del salario de las tripulaciones y del precio y de la calidad de su alimentación a bordo?
¿O una disminución del número de tripulantes con relación al tonelaje, al mismo tiem·
po quizás que una mejor adaptación al trabajo de los mandos (capitán, oficiales, pilo·
to, escribano) y de los marinos que, demasiado frecuentemente, todavía a principios
del siglo xvm, no eran más que un proletariado de trabajadores mal cualificados? ¿Cuá·

317
La producdón o el capitalismo en terreno ajeno

les son, en fin, las relaciones que se esconden tras el evidente deterioro del sistema de
levas cuyo testimonio, aunque sólo en relación con el reclutamiento de marinos de
guerra, se refleja sobre el conjunto de los hombres del mar? Todas estas cuestiones plan-
teadas quedan sin respuesta satisfactoria.
Peco queda claro que la productividad del barco está relacionada con el volumen,
el valor, la suerte de sus cargamentos. Lo que nosotcos hemos calculado son solamente
los gastos de transporte. Si el propietario del barco fuera sin más un transportista de
oficio, el problema para él, en función de estos gastos, consistiría en la percepción de
fletes con el fin de mirar por su beneficio. Esto es lo que hacen en el Mediterráneo,
en el siglo XVI, los grandes veleros de carga de Ragusa para viajes generalmente bas-
tante cortos. Esto es lo que hacen, en el Mediterráneo y en otras partes, centenares,
millares de navfos de pequeño y medio tonelaje. Pero éste es un oficio difícil, aleato-
rio, medianamente o poco retribuido. En los casos que hemos considerado para nues-
tros cálculos, nunca aparece la cuestión del flete. Son los comerciantes, en efecto, quie-
nes han armado el barco para cargar en él sus mercancías y éste está así involucrado en
una operación mercantil que le sobrepasa o mejor dicho lo envuelve. De hecho, y vol-
veremos sobre el particular, cuando se trate del comercio a larga distancia, los riesgos
del viaje y su precio de coste en relación con el valor de los cargamentos transportados.
son tales que hacen que el transporte sea poco pensable como industria del flete pura
y simplemente. Normalmente, el transpone a larga distancia se organiza en el marco
de la operación comercial, donde se inscribe como un capítulo, entre otros diversos,
de gastos y de riesgos mercantiles.
La producción o el capitalismo en terreno ajeno

UN BALANCE
MAS BIEN NEGATIVO
El largo capítulo que acaba aquí se puede resumir en pocas palabras. En primer lu-
gar, se trataba de describir los sectores de la producción para localizar después los avan-
ces del capitalismo en esas tierras donde ordinariamente no se instala más que a me-
dias, cuando se instala. Sin duda alguna, en estos ámbitos, el balance del capitalismo
pre-industrial es más bien negativo.
Salvo algunas excepciones, el capitalista, es decir el «gran comerciante» de aquella
época, cuyas actividades eran múltiples y no diferenciadas, no se dedica plenamente a-
la producción. Nunca es, por así decirlo, un propietario de bienes raíces con los pies
bien firmemente puestos sobre la tierra: si a menudo es rentista del suelo, sus verda-
deros beneficios y preocupaciones están en otras partes. Ya no es tampoco un maestro
de taller dedicado a su tarea, o un empresario de transportes. Cuando uno de estos hom-
bres de negocios posee un barco o partes de un barco; cuando domina de cerca un Ver-
lagssystem, lo es siempre en función de lo que él es en realidad: el hombre del mer-
cado, de la Bolsa, de las redes de distribución, de las largas cadenas del intercambio.
En función de la distribución, que es entonces el verdadero sector del beneficio.
Así pues, los PeHet, de quienes hemos tratado antes, poseen su barco, pero para
estos comerciantes de Burdeos, vigorosamente dedicados al comercio de las Antillas, no
es más que una forma muy secundaria de economizar sobre el flete. Un barco propio
es la posibilidad de elegir los días de las salidas, de llegar ·en el momento oportuno e
incluso de tener a veces las probabilidades de llegar allí solo; es disponer, en la persona
del capitán del navío, de un agente para ejecutar cualquier consigna, o de adaptarla
según las circunstancias locales. Esto es reunir todas las probabilidades mercantiles al
alcance de su mano. Del mismo modo los negociantes que compraron y armaron en
1706 los barcos de Saint-Malo que hemos mencionado, se interesan ante todo en las
mercancías que han cargado a bordo de los mismos, con destino a las costas de Chile
y Perú, y en la carga de regreso. Para esta operación arriesgada, llevada a cabo en tiem-
pos de guerra, que exige el secreto y promete muy grandes beneficios, los cuales, ~or
otra parte, tendrán lugar en el momento de la llegada, hay que ser dueño del nav10.
El transporte está aquí una vez más en una posición secundaria, en medio de una serie
de operaciones que lo desbordan. Igualmente, cuando después de la muerte de Qol-
bert, los grandes merceros de París, comerciantes muy ricos, invierten en las manufac-
turas de paños, lo hacen ante todo para obtener el privilegio de la venta de estos paños
en Francia y fuera de Francia. Y ellos defenderán vigorosamente estos privilegios cuan-
do sean puestos en tela de juicio461 •
En resumen, la intrusión del capitalismo fuera de su ámbito raramente se justifica
por sí sola. No se une a la producción más que si la necesidad o el beneficio del ne-
gocio lo aconsejan. No habrá invasión por el capitalismo de los sectores de la produc-
ción más que en el momento de la Revolución Industrial, cuando el maquinismo haya
transformado las condiciones de producción de tal forma que la industria se convierta
en un sector de expansión de los beneficios. El capitalismo se modificará entonces pro-
fundamente, y sobre todo se ampliará. No abandonará, sin embargo, su gestión co-
yunturalmente oscilante, pues al hilo de los años se le ofrecerán otras opciones dife-
rentes a la industria, en el transcurso de los siglos XIX y XX. El capitalismo de la era
industrial no estará únicamente ligado al modo de producción industrial, ni mucho
menos.

319
Fernand Braudel

Civzlización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo II

LOS JUEGOS
DEL INTERCAMBIO
Versión española de Vicente Bordoy Hueso
Revisión técnica de Julio A. Pardo

Alianza
Editorial
Capítulo 4

EL CAPITALISMO EN SU
PROPIO TERRENO

. Si el -capitalismo está e~ su propio terre~o en la es_fera ~e ~a circulación, no _oc~pa


sm embargo todo su espacm. Solo donde el mtercamblo esta VlVO encuentra ordu¡at1a-
mente sus líneas y lugares de elección. Se interesa poco por los intercambios tradicio-
nales, por la economía de mercado de muy cono alcance. Aun en las regiones más de-
sarrolladas, existen tareas que este capitalismo asume, otras que comparte y otras que
no quiere en absoluto y que deja francamente de lado. En estas opciones el Estado es
unas veces su cómplice y otras su estorbo, el único estorbo que puede a veces sustituir-
le, apanarle o, incluso, imponerle un papel que no hubiera deseado.
Por el contrario, el gran negociante se descarga todos los días en los tenderos y los
revendedores de algunas tareas de recogida, almacenaje y reventa o de aprovisionamien-
tos ordinarios del mercado, operaciones menores o demasiado bien reguladas por ruti-
nas y por sistemas antiguos de vigilancia como para dejar mucha libertad de maniobra.
El capitalismo se sitúa de esta forma en el interior de un «conjunto• siempre más
vasto que él, que lo lleva y lo eleva sobre su propio movimiento. Esta alta posición, en
la cumbre de la sociedad mercantil, es probablemente la realidad más importante del
capitalismo, en vista de lo que autoriza: el monopolio de derecho o de hecho, la ma-
nipulación de los precios. En todo caso, es desde esta altura de donde conviene descu-
brir y observar el panorama del presente capítulo para comprender su desenvolvimien-
to lógico.

321
El capitalis-no en su propio terreno

«Comerciante banqttero negociando en países extranjeros». Grabado de 1688. (Foto B.N.)

322
El capitalismo en su propio terre

EN LO ALTO DE
LA SOCIEDAD MERCANTIL

En todas las panes donde se moderniza, la vida mercantil experimenta ~na fuerte
división del trabajo. No es que ésta sea una fuerza por sí sola: Son I~ amplitud a~re­
centada del mercado, el volumen del intercambio, tal como lo diagnostica Adam Smtth,
los elementos que la ponen en marcha y confieren sus dimensiones. A fin de cuentas,
el motor es el impulso mismo de la vida económica y es éste el que, reservando a unos
lo más vivo del progreso, deja a los demás las tareas subalternas, tiende a crear las fuer-
tes desigualdades de la vida mercantil.

La jerarquía
mercantil

Sin duda, no ha habido nunca un país, en ninguna época, en que los comerciantes
se hayan encontrado a un solo y mismo nivel, iguales entre ellos y como si fueran in-
tercambiables. La ley de los visigodos habla ya de negociatores transmarini 1, de comer-
ciantes aparte que, más allá de los mares, trafican c<:in productos de lujo del Levante
-sin duda los syri presentes en Occidente desde el final del Imperio Romano.
Las desigualdades en Europa se hacen más y más visibles después del despertar eco-
nómico del siglo XI. Las ciudades italianas, desde su reaparición en los tráficos de Le-
vante, ven afirmarse en ellas una clase de grandes comerciantes, pronto amos de los
patriciados urbanos. Y esta jerarquización se afirma con la prosperidad de los siglos si-
guientes. ¿No son las finanzas la cumbre de esta evolución? Ahora bien, en tiempos
de las ferias de Champagne, los Buonsignori de Siena dirigen la Magna Tavola, gran
sociedad puramente bancaria -los Rothschild del Duecento es el título del libro que
les ha consagrado Mario Chiaudano 2 • E Italia hará escuela a través de Occidente. En
Francia, por ejemplo, la acción de los grandes comerciantes es visible, en el siglo X¡III,
en Bayona, en Burdeos, en La Rochelle, en Nantes, en Ruan ... En París, los Arro~e,
los Popin, los Barbette, los Piz d'Oe, los Passy, los Bourdon son conocidos como g¡an-
des comerciantes y, en el libro de la taille de 1292, Guillermo Bourdon es uno de los
burgueses más gravados de París 3 • En Alemania, desde el siglo XIV, si hemos de creer
a Friedrich Lütge 4 , se esboza la separación entre detallistas y mayoristas, por el hecho
del aumento de las distancias en el ámbito mercantil, de la necesidad de manejar di-
ferentes monedas, de la división de las tareas (dependientes, corredores, almaceneros),
de la contabilidad cuya utilización viene impuesta por el uso cotidiano del crédito. Has-
ta entonces el comerciante importante había conservado su tienda al por menor~, vivía
al mismo nivel que sus criados y aprendices, como un maestro con sus compañeros. La
ruptura comienza, imperfecta sin duda: durante mucho tiempo y en todas partes, in-
cluso en Florencia, en Colonia, los mayoristas continúan aún vendiendo al por menor).
Pero la imagen del gran negocio se destaca claramente, tanto en el plano social como
en el plano económico, del pequeño comercio ordinario. Y esto es lo que cuenta.
Todas las sociedades mercantiles, antes o después, han elaborado jerarquías seme-
jantes, reconocibles en el lenguaje cotidiano. El tayir, en el Islam, es un gran impor-
tador-exportador que, desde su casa, dirige a agentes y comisionistas. No tiene nada
en común con el hawanti, el tendero del zoco («soukh»)6. En la India, en Agra, toda-
vía una gran ciudad, hacia 1640, cuando pasa por ella Maestre Manrique, se designa

323
El capitalismo en su propio terreno

bajo el nombre de sodagor «al que nosotros, en España, denominaríamos mercader, pe-
ro algunos se adornan con el nombre panicular de katari, que es el título más eminen-
te entre los que profesan, en aquellos países, el ane mercantil y que significa comer-
ciante riquísimo y de gran solvencia>7 • En Occidente, el vocabulario señala diferencias
análogas. El «negociante>, es el katari francés, el señor de las mercancías; la palabra
aparece en el siglo XVII sin eliminar enseguida los términos ya utilizados de comercian-
te al por mayor, comerciante mayorista, almacenero, o ~implemente mayorista, o co-
merciante burgués en Lyon. En Italia, la distancia entre el mercante a taglio y el ne-
goziante es grande; igual ocurre, en Inglaterra, entre el tradesman y el merchant que,
en los puertos ingleses, no se ocupa más que del comercio a larga distancia; en Ale-
mania, entre el Kriimer y el Kaufmann o el Kaufhe". Para Cotrugli, ya en 1456, un
foso separaba la práctica de la mercatura, el arte mercantil, del ejercicio de la mercan-
zia, la vulgar mercancía8 •
No se trata de simples palabras, sino de diferencias sociales manifiestas con las que
los hombres sufren o se vanaglorian. En lo aleo de la pirámide, está el orgullo de los
que, nec plus ultra, «entienden del cambio>9 • Es el desprecio que sienten los genove-
ses, prestamistas en Madrid de Felipe 11, hacia toda clase de comercio de mercancías,
según ellos dicen, un oficio de «bezarioto et de gente piii bassa», de mercantt' y de gen-
tes de poca importancia; también es el desprecio del negociante hacia el tendero: «no
soy de ningún modo comerciante cajero [entiéndase detallista]>. exclama un gran co-
merciante de Honfleur, Charles Lion, en 1679. «No 5oy comerciante de bacalao, soy co-
misionista>, trabajando a comisión, o sea comerciante al por mayor 10 • En el otro sen-
tido, la envidia, casi la cólera. ¿No es amargo ver a ese veneciano de Amberes (1539)
que no triunfa sin duda más que a medias en sus negocios y que murmura contra clos
hombres de estas grandes compañías mercantiles, verdaderamente odiados por la Corte
y más aún por el pueblo corriente», que «se complacen en mostrar su riqueza•? Todos
dicen que «estos grandes banqueros se comen a los pequeños y a los pobres>, incluidos
con toda seguridad los pequeños comerciantes 11 • Pero estos últimos ¿no desprecian, a
su vez, a los tenderos artesanos que trabajan con sus manos?

Una especialización
sólo en la base

En los niveles inferiores de la jerarquía se agita una multitud de buhoneros, de ven-


dedores de mercancías, de «travelling market folks, as we cal/ them» 12 , de revendedo-
res, de tenderos, de merceros miserables, de tratantes en gr~os, de revendedores de
chucherías: cada lengua suministraría un surtido de nombres para designar las catego-
rías de este proletariado mercantil. A lo cual se añaden todas las profesiones segregadas
por el mundo mercantil y que viven en gran medida de éste: cajeros, tenedores de li-
bros, factores, comisionistas, corredores de diversas denominaciones, transportistas, ma-
rinos; mensajeros, embaladores, mozos de cuerda, ganapanes... Cuando una barcaza
de transporte llega a París, antes de que toque los muelles del Sena, una multitud de
mozos de cuerda surge de las embarcaciones de los barqueros y la toma al asalto 13. El
universo mercantil es todo ese conjunto, con sus coherencias, sus contradicciones, sus
cadenas de dependencia, desde el revendedor de chucherías que va por los campos ale-
jados en busca de un saco de trigo a bajo precio hasta los tenderos elegantes o pobres,
hasta los almaceneros de la ciudad, hasta los burgueses de los puertos que abastecen a
las barcas de los pescadores, a los mayoristas de París, a los negociantes de Burdeos ...

324
Los pregones de Roma. Al menos 192 pequeños oficios especializados que indican la división
del trabajo en la base. Vendedores de todos los productos agrícolas (inclusive paja), productos
forestales (champiñones, carbón de madera), pesca, pequeña artesanía (jabón, escobas, zuecos,
canaJtas .. .), revendedores (arenques, papel, agujas, objetos de vidrio, aguardiente, cacharros .. .),
vendedores de servicios (moldeadores de fundición, leñadores, sacamuelas, cocineros ambulan·
tes). (Foto Osear Savio.)
El capitalismo en su propio terreno

Todo este mundo forma un bloque. Y siempre lo acompaña, detestado pero indispen-
sable, el usurero, desde el que sirve a los grandes de ese mundo hasta el mezquino pres-
tamista sobre prendas y alhajas. Según Turgot (1770) 14 , no existe usura más fuerte «que
la que se conoce en París bajo el nombre de préstamo a dita; éste ha sido a veces hasta
de dos sueldos por semana por un escudo de tres libras: esto es a razón de 173 1/3 libras
por ciento. No obstante es sobre esta usura realmente enorme que gira el detall [el su-
brayado es mío] de las mercancías que se venden en el mercado central y en los mer-
cados de París. Los prestatarios no se quejan de las condiciones de este préstamo sin el
cual no podrían hacer este comercio que les hace vivir, y los prestamistas no se enri-
quecen mucho porque este precio exorbitante apenas es más que la compensación del
riesgo que corre el capital. En efecto, la insolvencia de un solo prestatario anula el be-
neficio que el prestamista puede obtener de treinta préstamos».
Existe, pues, una sociedad mercantil en el interior de la sociedad que la rodea. Y
es importante captarla en su conjunto y no perderla de vista. Y con razón Felipe Ruiz
Martín') tiene como obsesión de esta sociedad su jerarquización particular, sin la cual
el capitalismo se comprendería mal. Espaiia, después del descubrimiento de América,
dispone de una suerte inaudita, pero el capitalismo cosmopolita se la disputa con éxi-
to. Entonces se construye toda una pirámide de acciones escalonadas: en la ha.Se los cam-
pesinos, los pastores, los sericultores, los artesanos, los regatones buhoneros y presta-
mistas a dita; por encima de ellos los capitalistas castellanos que les tienen en sus ma-
nos; finalmente, por encima de éstos, orquestándolo todo, los corredores de los Fugger
y pronto los genoveses ostentando su poderío ...
Esta pirámide mercantil, esta sociedad aparte, la encontramos de forma análoga a
través de todo Occidente y en todas las épocas. '.fiene sus movimientos propios. La es-
pecialización, la división del trabajo se opera ordinariamente desde abajo hacia arriba.
Si se denomina modernización o racionalización al proceso de distinción de tareas y de
división de funciones, esta modernización se ha manifestado primeramente en la base
de la economía. Todo impulso de los intercambios determina una especialización cre-
ciente de las tiendas y del nacimiento de profesiones particulares entre las múltiples
auxiliares del comercio.
¿No es curioso que el negociante, por lo que a él respecta, no siga la regla, no se
especialice por decirlo así más que muy raramente? Incluso el tendero, que, al hacer
fortuna, se transforma en negociante, pasa enseguida de la especialización a la no-es-
pecialización. En Barcelona, en el siglo XVIII, el botiguer que supera su condición se
pone a traficar sobre cualquier producto 16 • Un empresario fabricante de encajes en Caen,
André, Se hace cargo, en 1777, del negocio paterno al borde de la quiebra; lo saca a
flote ampliando el ámbito de sus compras y sus ventas; a tal efecto visita ciudades le-
janas, como Rennes, Lorient, Rotterdam, Nueva York ... He aquí un verdadero comer-
ciante; ¿hay por qué asombrarse de que se ocupe desde entonces no sólo de encajes,
sino de muselinas, de artículos comestibles, de pieles 17 ? La regla mercantil se ha im-
puesto a él. Convertirse en negociante, y sobre todo ser negociante, no es tener el de-
recho, sino la obligación de abarcar, si no todo, al menos muchas cosas. Ya he dicho
que esta polivalencia no se explicaba, según mi punto de vista, por la prudencia que
se atríbüye al gran comerciante (¿por qué no al pequeño?), deseoso de dividir sus ries-
gos. Este fenómeno tan corriente, ¿no merece una explicación más amplia? ¿No es el
propio gran capitalismo muy polivalente hoy en día? ¿No se podría comparar fácilmen-
te uno de nuestros grandes bancos de negocios, mutatis mutandis, a la gran firma mi-
lanesa de Antonio Greppi, en vísperas de la Revolución Francesa? Esta, en principio
un banco, se ocupa del arriendo de tabaco y de la sal en Lombardía, de la compra en
Viena del mercurio de Idria por cuenta del rey de España, y en cantidades enormes.
Sin embargo, esta firma no ha invertido nada en las actividades industriales. lgualmen·

326
El capitalismo en su propio terreno

te, sus numerosas filiales en Italia, en Cádiz. en Amsterdam, incluso en Buenos Aires,
se dedican a múltiples negocios, pero únicamente comerciales, desde el cobre de Sue-
cia para forrar los cascos de los navíos de España, hasta especulaciones con el trigo en
Tánger, comisiones sobre telas, sedas y sederías de Italia y sobre innumerables produc-
tos que ofrece la plaza de Amsterdam, sin olvidar la utilización sistemática, para el co-
mercio de las letras de cambio, de todos los contactos que mantiene la gran plaza mer-
cantil de Milán con las diversas plazas de cambio del mundo. ¿Es necesario añadir cier-
ta operación de contrabando puro y simple, con lingotes de plata americana embarca-
dos fraudulentamente en Cádiz 18 ? Asimismo, la gran firma holandesa de los Trip, en
el siglo XVH, no cesa de desplazar los centros de su acción y de modificar el abanico de
sus negocios. Esta juega de algún modo de un monopolio a otro, de una alianza a otra
y no vacila apenas en dedicarse a la lucha contra los competidores que la agobian de-
masiado. En realidad, y de forma continua y de preferencia, se ocupa del comercio de
armas, del alquitrán, del cobre, de la pólvora (y por consiguiente del salitre de Polo-
nia, las Indias o incluso de Africa); participa extensamente en las operaciones de la
Oost Indische Compagnie y suministrará a la inmensa empresa varios de sus directores;
también posee navíos, hace anticipos, se ocupa de la explotación de forjas, de fundi-
ciones y de otras empresas industriales, explotará también turberas en Frisia y en Gro-
ningue, tiene intereses considerables en Suecia, donde posee enormes propiedades en
tierras, comercia con la Guinea africana y Angola e incluso con las dos Américas. Sin
duda, en el siglo XIX, cuando se lanza de forma espectacular a la inmensa novedad in-
dustrial, el capitalismo parece especializarse y la historia en general tiei;ie tendencia a
presentar la industria como el resultado que habría dado por fin al capitalismo su «ver-
dadera~ fisonomía. ¿Es esto tan seguro? A mí me parece más bien que, después del
primer boom del maquinismo, el muy aleo capitalismo ha vuelto al eclectismo, a una
especie de indivisibilidad como si la ventaja característica de encontrarse en estos pun-
tos dominantes fuera precisamente, hoy como en tiempos de Jacques Coeur, no tener
que ceñirse a una sola elección. Ser eminentemente adaptable, en tanto que no
especializado.
La división racional del trabajo opera pues por debajo del negociante: esta profu-
sión de intermediarios y de escalones que enumera para Londres al final del siglo XVII
la obra de R. B. Westerfield 19 , los dependientes, los comisionistas, los creadores" 1los
cajeros, los aseguradores, los transportistas, o esos «armadores» que, desde finales ~el
siglo XVII, tanto en La Rochelle como seguramente en otros lugares, se encargan ,de' la 1

botadura de un navío, son muchos auxiliares eficazmente especializados y que ofrécen


sus servicios al comerciante. Incluso el'banquero especializado (no el «financiero», por
supuesto) está a las órdenes del negociante; y si la ocasión se presenta ventajosamente,
éste no duda en actuar por sí mismo como asegurador, armador, banquero o comisio-
nista. Y es siempre a él a quien está reservada la mejor parte. No obstante, según Char-
les Carriere 20 , es de observar que en Marsella, una de las grandes plazas mercantiles en
el siglo XVIII, los banqueros no son reyes.
Resumiendo, en la constante restructuración de la sociedad mercantil hay una po-
sición intangible durante largo tiempo y que, en su inexpugnabilidad no cesa de al-
zarse, de valorizarse al mismo tiempo que las divisiones y subdivisiones inferiores -la
del negociante polivalente. En Inglaterra crece, en Londres y en todos los puertos ac-
tivos desde el siglo XVII, como único ganador verdadero en tiempos difíciles. Hacia
1720, Defoe observa que los negociantes de Londres tienen cada vez más criados, que
ellos quieren incluso tener footmen, o sea criados de a pie como los gentilhombres.
De aquí la cantidad infinita de libreas azules, tan comunes que se las denomina «li-
breas de comerciantes», y que por eso los nobles rehúsen repentinamente este color pa·
ra vestir a sus servidores 21 • Todo cambia para el gran comerciante, su forma de vida,

327
El capitalismo en su propio terreno

sus distracciones. El exportador-importador, el merchant, enriquecido en el mundo en-


tero, se convierte en un gran personaje, de una clase totalmente diferente a la de los
comerciantes de middling sort, que se contentan con el comercio interior y que, «aun-
que muy útiles en sus cometidos>, dice un testimonio de 1763, «no tienen ningún de-
recho a los honores de alto rango» 22 •
En Francia también, al menos desde 1622, los grandes comerciantes adoptan cos-
tumbres elegantes. «Vestidos con un traje de seda, abrigo de felpa», encargan a los de-
pendientes todas las tareas inferiores. «Por la mañana se les ve en el change [ ... ]; des-
conocidos como comerciantes, o en el Pont-Neuf, platicando en el paseo público» 23 (es-
tamos en París, el paseo público está en el muelle de los Ormes, cerca de los Célestins,
y el change en el actual Palacio de Justicia). No hay nada en estas actitudes que re-
cuerde al tendero. Por otra parte, ¿no permitía a los nobles una ordenanza de 1629,
sin derogar, la práctica del tráfico marítimo? Mucho más tarde, las ordenanzas de 1701
les autorizaban el ejercicio del comercio al por mayor. Era una forma de revalorizar el
estatuto de los comerciantes en una sociedad que continuaba mirándolos por encima
del hombro. Los comerciantes franceses no se sienten cómodos, según se podrá juzgar
por la curiosa petición que presentan, en 1702, al Consejo de Comercio. Lo que piden
es, ni más ni menos, una purga en la profesión que distinguiría de una vez para todas
al comerciante de todos los trabajadores manuales, boticarios, orfebres, peleteros, bo-
neteros, comerciantes de vinos, fabricantes de medias en telares, chamarileros, «y tam-
bién mil otras profesiones que son obreras {sic] y que tienen la calidad de mercantiles».
En una palabra, la calidad de comerciante no pertenece más que a los «que venden la
mercancía sin poner nada de su parte, y sin añadirles nada» 24 •
El siglo XVIll verá de esta forma, a través de toda Europa, el apogeo del gran co-
merciante. Insistimos solamente sobre el hecho de que es gracias al empuje espontáneo
de la vida económica, en la base, que los negociantes avanzan. Flotan sobre ella. In-
cluso si la idea de J. Schumpeter sobre la primacía del empresario contiene una parte
de la verdad, la realidad observada demuestra, diez veces de cada una, que el innova-
dor está arrastrado por el flujo de la marea creciente. Pero entonces, ¿cuál es el secreto
de su éxito? En otros términos, ¿cómo colocarse entre los elegidos?

El éxüo
mercantil

Una condición impera sobre las demás: encontrarse ya, a principio de carrera, a una
cierta altura. Los que triunfan a partir de nada son tan raros ayer como hoy. Y la receta
que da Claude Carrere con respecto a Barcelona en el siglo XV -«La mejor forma de
ganar dinero en el gran comercio, [ ... era] tenerlo ya~ 25 - es válida para todos los tiem-
pos. Antonio Hogguer, un joven de una familia de comerciantes de Sain Gall, recibe
de su padre, en 1698, después de la Paz de Ryswick que no traerá más que una corta
tregua, un fondo de 100.000 escudos «para ver de lo que él es capaz». Efectúa en Bur-
deos «tan fructíferos negocios que en el espacio de un mes triplica su capital». Durante
los cinco años siguientes, amasa en Inglaterra, en Holanda y en España sumas consi-
derablesi6. En 1788, Gabriel-Julien Ouvrard, que será el gran Ouvrard, sólo tiene die-
ciocho años; con: el dinero que ha recibido de su padre (rico papelero de Entiers, en
la Vendée), ha realizado ya grandes beneficios ejerciendo el comercio en Nantes. Al
principio de la Revolución especula con el papel, del que almacena cantidades enor-
mes. Nuevo éxito. Después se traslada a Burdeos, donde seguirá ganando en todas las
ocasiones 27

328
El capitalismo en su propio terreno

Frontispicio del Perfecto Negociante, de ]acques Savary, 1675. (Collección Viollet.)

329
El capitalismo en su propio terreno

Para el que empieza, el hecho de tener ya una cierta suma de dinero equivale a
tener toda clase de recomendaciones. En el momento de comprometerse con un comi-
sionista de Ruán, garantizado por tres grandes comerciantes, Remy Bensa, de Frank·
furt, vacila: «Me cae bien M. Dugard, porque se trata de un joven a quien le gusta
trabajar y que es bastante exacto en sus cuentas. Lo malo es que no tiene bienes, al
menos yo no los conozco» 28 •
Otra posibilidad de éxito para un principiante es la de comenzar en una buena épo·
ca económica. Pero esto no asegura el éxito. La coyuntura mercantil es cambiante. Cuan·
do es favorable, entran normalmente en liza los pequeños empresarios ~lgo cándidos.
El agua, el viento son favorables: helos aquí confiados, un poco fanfarrones. El mal
tiempo que viene seguidamente les sorprende, los engulle sin piedad. Sólo los más há-
biles, los más afortunados o los que tenían reservas en un principio escapan a esta ma-
tanza de inocentes. Se ve bien hacia qué conclusión nos dirigimos: el gran comerciante
es el que, precisamente, cruza sin avatares la coyuntura desfavorable. Si lo consigue es
que tiene con toda seguridad los triunfos en la mano y sabe cómo utilizarlos; o, si todo
va mal, tiene los medios de eclipsarse, de ponerse a resguardo de la forma más conve-
niente. Al estudiar el volumen de negocios en los bancos de las seis firmas más impor-
tantes de Amsterdam, M. G. Buist comprueba que todas atraviesan sin perjuicio la cri-
sis brusca y grave de 1763 -salvo una que, por otra parte, se restablecerá rápidamente
de sus pérdidas 29 • Así pues, esta crisis capitalista de 1763, al terminar la Guerra de
los Siete Años, conmocionó el corazón económico de Europa y se distinguió por una
serie de quiebras y bancarrotas en cadena, de Amsterdaril a Hambuégo, Londres y Pa-
rís. Sólo escaparon los príncipes de los negocios.
Decir que el éxito capitalista descansa sobre el dinero es, evidentemente, una pe-
rogrullada si no pensamos más que en el capital indispensable a toda empresa. Pero el
dinero es otra cosa bien distinta que la capacidad de invertir. Es la consideración social,
y como consecuencia una serie de garantías, de privilegios, de complicidades, de pro-
tecciones. Es la posibilidad de elegir entre los negocios y las ocasiones que se ofrecen
-y elegir es a la vez una tentación y un privilegio-, de introducirse por la fuerza en
un círculo reticente, de defender los beneficios amenazados, de compensar pérdidas, de
alejar rivales, de esperar rendimientos muy lentos pero prometedores, de obtener in-
cluso los favores y las complacencias del príncipe. En resumen, el dinero es la libertad
de tener más dinero todavía, pues sólo se presta a los ricos. Y el crédito es cada vez
más la herramienta indispensable del gran comerciante. Su capital propio, su «princi-
pal», sólo raras veces está a la altura de sus necesidades. «No existe un lugar en la tierra»,
escribe Turgot 30 , «ni una plaza comercial en que las empresas no funcionen con dinero
prestado; no hay quizás un solo negociante que no esté obliga!io a recurrir a la bolsa
ajena». «¡Qué sistema», esclama una persona anónima en un artículo del ]oumal de
Commerce (1759)3 1 , «qué espíritu de cálculo, qué combinación de ideas y qué valentía
exige la ocupación de un hombre que, a la cabeza de una casa de comercio, hace todos
los años, con un fondo de 200.000 a 300.000 libras, negocios por valor de varios
millones!>.
Sin embargo, si creemos a Defoe, toda la jerarquía mercantil ¿:sde abajo hasta arri-
ba esta bajo una misma enseña. Desde el pequeño tendero al negociante, del artesano
al fabricante, todo el mundo vive a base de crédito, es decir comprando y vendiendo
a plazos (at time), lo cual precisamente permite con un capital de 5.000 libras por ejem-
plo efectuar un volumen anual de negocios de 30.000 libras 32 • Los plazos de pago, que
cada uno ofrece y recibe cuando le toca y que son una «forma de pedir o tomar pres-
tado:.33, son asimismo elásticos: «Ni siquiera una persona de cada veinte se atiene al
tiempo convenido y en.general no se espera que se cumpla con lo convenido, tan gran-
des son las facilidades entre comerciantes a este respecto:. 34 • En el balance de cada co-

330
El capitalismo en su propio terreno

merciante, al lado del stock de mercancías, hay normalmente un activo de créditos y


un pasivo de deudas. Lo prudente es salvaguardar el equilibrio, pero ciertamente no
renunciar a estas formas de crédito que representan una enorme masa multiplicando
por 4 o por 5 el volumen de los intercambios3 5 • Todo el sistema mercantil depende de
ello. Si este crédito se parase, el motor se agarrotaría. Lo importante es que se trata en
este caso de un crédito inherente al sistema mercantil segregado por él -un crédito
«interno» y que no produce interés. Su vigor particular en Inglaterra es para Defoe el
secreto de la prosperidad inglesa, del overtrading36 que le permite imponerse también
en el extranjero~
El gran-comerciante aprovecha, él también, y hace que sus clientes se aprovechen
de estas facilidades internas. Pero practica también regularmente otra forma de crédi-
to, al dirigirse al dinero de los prestamistas y proveedores de fondos que están fuera
del sistema. Se trata en este caso de préstamos en dinero contante que pasan regular-
mente por la puerta del interés. Diferencia crucial porque la operación mercantil que
reposa sobre esta base debe, a fin de cuentas, asegurar una tasa de beneficio netamente
superior a la tasa de interés. Este no es el caso del comercio ordinario, estima Defoe,
para quien «el préstamo a interés es un gusano que corroe el beneficio», capaz, incluso
al tipo «legal> del 5 por 100, de anular los beneficios37 • A fortiori el recurso a la usura
sería un suicidio. Si el gran comerciante puede recurrir sin cesar al empréstito, a la «bol-
sa: ajena», al crédito externo, es seguro que sus beneficios ordinarios son muy superiores
a los de la mayoría de los comerciantes. Nos encontramos aquí aún ante una línea di-
visoria que señala las particularidades de un sector privilegiado del intercambio. En un
libro al que nos referiremos muchas veces, K. N. Chaudhuri 38 se pregunta por qué las
prestigiosas Compañías de las Indias se detienen en sus operaciones en el umbral de la
distribución; por qué venden sus mercancías a subasta, en las puertas de sus almace-
nes, en fechas anunciadas con anticipación. ¿No es debido simplemente a que estas ven-
tas se hacen mediante pago al contado? Esta es una forma de evitar las reglas y prác-
ticas del comercio al por mayor con sus dilatados plazos de pago, de recuperar y de
relanzar lo más pronto posible los capitales en el comercio fructífero del Extremo Orien-
te -de no perder el tiempo.

'\
·/
Los proveedores ·\I

de fondos

«¡Acumulad, acumulad! ¡Es la ley y los profetas!» para una economía capitalista 39 •
Se podría también decir igualmente: «¡Pedid prestado, pedid prestado! ¡Es la ley y los
profetas!» Toda sociedad acumula, dispone de un capital que se reparte entre un ahorro
atesorado y por lo tanto inútil, mantenido a la espera, y un capital cuya agua benéfica
pasa por los canales de la economía activa, ayer ante todo la economía mercantil. Si
ésta no es suficiente para abrir a la vez todas las compuertas posibles, existirá casi for-
zosamente un capital inmovilizado, desnaturalizado podríamos decir. El capitalismo no
estará plenamente establecido más que cuando el capital acumulado sea utilizado al
máximo, teniendo en cuenta, evidentemente, que el 100 por 100 no se alcanza jamás.
Esta inserción del capital en la vida activa impone variaciones en el tipo de interés,
uno de los principales indicadores de la salud económica y del intercambio. Y si este
tipo, en Europa, desde el siglo XV al XVIII, baja casi continuamente, si en Génova, ha-
cia 1600 es ridículamente bajo, si en Holanda decrece de forma espectacular en el si-
glo XVII y más tarde en Londres, es ante todo porque la acumulación aumenta la masa
del capital, que éste abunda y que entonces baja su alquiler y que, frecuentemente,

331
U capitalismo en su propio terreno

La oficina del cambista. La vocación de San Mateo, cuadro de Jan Van Hemr:ssen, 1536. (Baye-
rúche Staatsgemaldesammlungr:n, cliché del Museo.)

332
El capitalismo en rn propio terreno

el débito mercantil, a pesar de su crecimiento, no va al mismo ritmo que la formación


de capital. Así es como, en estos centros exhuberantes de la economía internacional,
la llamada al empréstito es lo bastante viva y frecuente por haber organizado precoz-
mente el encuentro entre el capitalista y el ahorrador, por haber creado un mercado
accesible de dinero. En Marsella también, o en Cádiz, un negociante puede pedir pres-
tado más fácilmente y a menor precio que en París, por ejemplo 40 •
En el universo de los proveedores de fondos no olvidemos la crecíente masa de
ahorradores modestos. Es el dinero de los inocentes. En los puertos de la Hansa o de
Italia han existido siempre, y todavía existen en Sevilla en el siglo XVI, pequeños pres-
tamistas que aceptan poco riesgo, micro-transportistas que cargan algunas mercancías
en los barcos que están a punto de partir. Al regreso es con ellos con quienes se hacen
los mejores negocios, pues tienen necesidad de dinero en el acto. El Grand Parti de
Lyon, en 1557, atrajo a un número considerable de pequeños suscriptores, de «micro-
prestamistas». Los pecunios de gente humilde se encuentran entre los fondos reunidos
por los Hochstetter de Augsburgo, quienes, al fallarles el monopolio del mercurio, se
declararán en quiebra en 1529. A principios del siglo XVIII, es interesante ver al «criado
de]. B. Bruny [importante negociante marsellés] colocar 300 libras sobre Le Saintjean-
Baptiste, o a Margarita Trupheme, sirvienta de R. Bruny [también un gran negociante],
participar con 100 libras en el armamento de La Marianne, cuando su salario anual es
de 60 librasx•ll. O a aquella sirvienta en París disponer de 1.000 escudos sobre las Cinq
Grosses Fermes, según un libelo de 1705 que no estamos obligados a creer al pie de
la letra42 •
Pequeños, pero también medianos prestamistas. Así, los comerciantes genoveses
que organizaban los empréstitos a corto plazo de Felipe 11 se apoyaban a su vez en pres-
tamistas españoles e italianos que buscaban fondos para ellos. El rey cede a los geno-
veses títulos de renta españoles (juros) en garantía de la suma que le es o le será anti-
cipada. Estos títulos, que les son entregados en blanco, son seguidamente colocados en-
tre el público: el banquero financiero genovés garantizará el pago de los intereses, pero
habrá cobrado, de entrada, el importe del capital -contratando también un emprés-
tito a bajo interés. Cuando finalmente sea reembolsado por el rey, le devolverá los ju-
ros de igual valor y devengando el mismo interés que los recibidos como garantía. Qui-
zás se podrían encontrar en el Archivo de Simancas las listas de los suscriptores que .11o;s-
pondieron así al llamamiento de los genoveses. Yo he tenido la suerte de enconu.~r
una, pero, no sabiendo entonces el valor de este descubrimiento, tuve la mala su~rte
de no haber señalado la signatura.
Sería interesante, sin duda alguna, 'conocer los nombres de estos prestamistas bas-
tante poco especuladores, el volumen de sus anticipos, su posición social. La extensión
del público de estos suscriptores es uno de los hechos más importantes del siglo XIX.
Se adivina ya importante en Inglaterra y en Holanda en el siglo XVIII, y, a igualdad de
condiciones, mucho antes aún en Venecia, en Génova o en Florencia. Un historiador
nos habla, hacia 1789, de 500.000 suscriptores, especialmente_ parisienses, para los em-
préstitos de Luis XVl 4;. La cifra no es inverosímil, aunque esté por demostrar. En todo
caso, queda claro que las colocaciones modestas del ahorro van más frecuentemente
aún hacia las rentas del Estado que hacia el movimiento de los negocios.
El prestamista medio tiene a menudo los mismos reflejos, puesto que queda atra-
pado entre el deseo del beneficio y la precupación por la seguridad -y, la mayoría de
las veces, ésta tiene más influencia en él. No crea el lector que el libro de consejos JI
Dottor vulgare (1673) 44 está bajo el signo de la temeridad y del riesgo. Puede muy
bien decir: «Hoy nadie se jacta de tener su dinero [en su casa] de manera ociosa e im-
productiva. [ ... J Hay siempre multitud de ocasiones para invertir el dinero, especial-
mente después de la reciente introducción de censos, de cambios y de esas rentas o tí-

333
El capitalismo en su propio terreno

tulos públicos [ ... ] que en Roma se llaman loughi de monti.> En realidad, lo que él
recomienda en este libro son colocaciones de padre de familia.
Los verdaderos proveedores de fondos, los que cuentan, son generalmente persona-
jes importantes, que a finales del siglo XVIII se designarán bajo el nombre específico
de capitalistas. Espectadores de la vida de los negocios, intervienen a veces a la ligera
(pues todo llega), cediendo a la hábil presión de un solicitante (según Defoe, el ten-
dero que ha hecho fonuna y se ha retirado deja a menudo de ser prudente), pero la
mayoría de las veces parece ser que calculan su decisión. En esta categoría de provee-
dores de fondos, cualquier rico encuentra sitio un día u otro: estos fun~ionarios de la
nobleza de toga francesa, tan a menudo disimulados detrás de los traitans4), simples
testaferros a su servicio; o esos magistrados y regentes de las ciudades holandesas, gran-
des prestamistas ante el Eterno; o estos patricios que un relato, en Venecia, nos mues-
tra en el siglo XVI como piezarie, proporcionando avales a los pequeños arrendadores
de impuestos y rentas de la Señoría46 • Nadie pensará que esta garantía fuera un gesto
gratuito. En La Rochelle, los comerciantes y los armadores tienen «sus equipos habitua-
les de proveedores de fondos» 47 • En Génova, toda la clase superior de los negocios, la
capa poco espesa de los nobzli vechi está constituida por proveedores de fondos a cuya
actividad tendremos ocasión de referirnos otra vez. Incluso en Amsterdam, donde exis-
te desde 1614, aprovisionada por el Banco de Amsterdam, una banca de préstamo, és-
ta sólo se dedica durante cierto tiempo a anticipar dinero a los comerciantes. Alrededor
de 1640, tal banca se convierte en una especie de monte de piedad y dejará dicha fun-
ción a los capitales privados 48 • El triunfo de Holanda es el triunfo del crédito fácil, aun
para los comerciantes extranjeros. En Londres, en el siglo XVIII, el mercado del dinero
no es tan sencillo 49 • Pero el dinero contante es tan raro que el crédito se desarrolla por
necesidad en los billbrokers, especialistas en letras de cambio, en los scriveners, espe-
cialistas en hipotecas, ventas y compras de terrenos, y especialmente en los goldsmiths,
que ya son verdaderos banqueros, organizadores titulados de suscripciones de funds,
las rentas sobre el Estado inglés que, como lo menciona con insistencia Isaac de Pinto,
se convertirán en una verdadera moneda supletoria)º·
No hay nada comparable en la Francia de mediados del siglo xvm, antes de que
este país haya comenzado a recuperarse de su retraso en materia de negocios, con rela-
ción a Holanda e Inglaterra. El crédito aparece en Francia mal organizado, casi clan-
destinamente. El clima social apenas lo favorece. Más de un proveedor de fondos, a
causa de su situación (tal o cual funcionario del rey) o por su posición nobiliaria (te-
niendo en cuenta el miedo a la derogación), desea hacer los préstamos de dinero con
discreción. Y asimismo el prestamista tiene también miedo de una publicidad que aten-
taría a su crédito. En algunos ambientes de negocios, una firma que da dinero a prés-
tamo es considerada con cierta sospecha.
En 1749) 1, un importante comerciante de Ruan, Robert Dugard, fundaba en Dar-
netal. suburbio de aquella ciudad, una manufactura de telas y una tintorería, estando
en posesión de algunos secretos técnicos adquiridos más o menos honestamente a fin
de cuentas. Lanzar esta empresa era cuestión de dinero: hacía falta pedir prestado, ob-
tener anticipos sobre los ingresos. Uno de los socios de Dugard, Louvet elJoven, toma
a su cargo esta difícil operación. Se traslada a París y allí lucha como un desesperado
para que le acepten pagarés y letras a cambio de dinero contante. Su intención: reem-
bolsar dichos efectos a sus vencimientos previstos y después volver a empezar. Gracias
a su correspondencia, le acompañamos en sus gestiones. Corre, insiste, triunfa o se de-
sespera, pero no cesa de llamar a las puercas como solicitante, y si es posible como ami-
go. «Pero todavía>, escribe a Dugard que se impacienta, «hace falta tiempo para todo
y especialmente para esta tarea en la que no se puede tener mucha circunspección ...
Otra persona menos tímida o con más espíritu que yo podría solucionar este asunto a

334
El capitalismo en 511 propio terreno

la primera, pero yo temo que se me cierren las puertas, y cuando se cierran una vez
hay que pasar sin detenerse 52 ». Asimismo, prueba toda clase de combinaciones. En lu-
gar de poner en circulación pagarés, algunos endosados en blanco, y de ofrecer letras
de cambio, «nosotros hemos imaginado1>, escribe Louvet, «proponerles [se trata de pres-
tamistas circunspectos] una especie de acciones que les reembolsaríamos al cabo de 5
años con un dividendo cada año en aumento1>. Estos prestamistas son los parientes de
otro socio, d'Haristoy, del que Louvet nos cuenta: «El Sr. d'Haristoy ha ido a cenar a
casa de su familia; yo le he picado y le he puesto fuego bajo el vientre» (5 de diciembre
de 1749). De estas acrobacias que nosotros comprendemos a la tercera o a la cuarta lec-
tura, he aquí un último ejemplo (28 de enero de 1750): «... usted puede girar1>, ex-
plica a Robert Dugard, «20 m [20.000] libras contra Mr. (Le) Leu, para el 20 de febre-
ro-2 de marzo, y 20 m.l. al 2 de diciembre, pero él cumplirá su compromiso; yo le he
suministrado buenos papeles para ello. O, si usted lo prefiere, giraré contra él, a la or-
den de usted, y le enviaré a usted todas las letras de cambio aceptadas; en resumen,
como usted quiera». El hecho de que Louvet el Joven acabase por caer en la miseria
después de haber renunciado a su parte en la manufactura de Darnetal (que se decla-
rará, ella misma, en quiebra en 1761) y que se encontrase refugiado en Londres en fe-
brero de 1755, «at Mrs. Stee/ in lzttle bel/ a/ley Coleman Street», es sólo un detalle mi-
núsculo. ¿Qué importa eso? Un intermediario de lenguaje vivo está cansado «de hacer
[... ] de hermano administrador», de verse obligado, para conseguir algo de dinero, a
tener que hacer «visita de cortesía, visita para presentar la disposición de ánimo y otra
visita para operar», de que le exigieran garantías imposibles, de no poder descontar el
mejor papel en el momento en que bruscamente todas las Bolsas se cierran porque ha
habido quiebras en Burdeos y en Londres -en resumen, de encontrarse en un sitio
donde nada está organizado para un crédito normal a un comerciante. Sin embargo,
Robert Dugard es un importante hombre de negocios comprometido en toda clase de
empresas, y una de sus actividades es el comercio con las Islas. Debería resolver fácil-
mente un problema de crédito. Sobre todo teniendo en cuenta, y esto es lo paradójico,
que los fondos no escaseaban en París. Así, el banco Le Couteulx, instalado en París,
Ruan y Cádiz, rehúsa tomar dinero en depósito, «teniendo nosotros mismos dinero en
exceso», «nuestros fondos en caja inactivos» -y esto sucede en varias ocasiones, en 1734,
1754, 1758, 1767 53 • '1
·/
-1,1

Crédito
y banca

En el marco de la Europa medieval y moderna, la banca no es sin lugar a dudas


una creación ex nihilo. La Antigüedad ha conocido bancos y banqueros. El Islam tiene
muy temprano sus prestamistas judíos y utiliza, mucho antes que Occidente, instru-
mentos de crédito como la letra de cambio desde los siglos X y XI. En el siglo XIII, en
el Mediterráneo cristiano, los cambistas se encuentran entre los primeros banqueros, ya
sea de forma itinerante, yendo de feria en feria, o instalados en plazas tales como Bar-
celona, Génova o Venecia 54 • En Florencia, según Federigo Melis;;, y sin duda en las
demás ciudades toscanas, la banca nacería de los servicios que se prestan las sociedades
o las compañías mercantiles. En esta operación sería decisiva la sociedad «activa1>, la
que pide el crédito y obliga a su socio, la sociedad «pasiva>, la proveedora de fondos,
a tomar una parte indirecta en un proceso de negocios que le es, en principio, extraño.
Pero dejemos estos problemas de origen. Dejemos también de lado la evolución ge-
neral de los bancos privados antes y después de las creaciones decisivas de los bancos

335
El capitalismo en su propio terreno

públicos (Tau/a de Cambis en Barcelona, 1401; Casa di San Giorgio en Génova, 1407,
que interrumpirá su actividad bancaria de 1458 a 1596; Banco di Rialto, 1587; Banque
d'Amsterdam, 1609; Banco Giro de Venecia, 1619). Se sabe que antes del Banco de
Inglaterra, fundado en 1694, los bancos públicos no se ocupan más que de depósitos
y de giros, no de préstamos o anticipos ni de la gestión de lo que nosotros llamaríamos
carteras. Ahora bien, aquellas actividades fueron muy pronto competencia de los ban-
cos privados, por ejemplo de los bancos venecianos denominados di scritta o de aque-
llos bancos napolitanos de los que se han conservado tantos registros referentes al
siglo XVI.
Pero nuestro objeto aquí no es insistir sobre estas historias en particular; solamente
pretendemos ver cuándo y cómo el crédito trata de convertirse en institución; cuándo
y cómo la actividad bancaria se desliza hacia posiciones dominantes de la economía.
Brevemente, ha habido tres reactivaciones en Occidente, visibles a simple vista, en las
que se ha producido un crecimiento anormal de la banca y del crédito: alrededor del
año 1300 en Florencia; durante la segunda mitad del siglo XVI y los dos primeros de-
cenios del siglo XVII, en Génova; en el siglo XVIII, en Amsterdam. ¿Se puede extraer
una conclusión del hecho de que, por tres veces, la evolución iniciada con fuerza y que
parece preparar, a más o menos largo plazo, el triunfo de cierto capitalismo financiero,
se bloquee a mitad de camino? Será necesario esperar al siglo XIX para que se consuma
esta evolución. Tres experiencias pues, tres grandes éxitos, después, para concluir, tres
fracasos, o al menos tres evidentes repliegues. Nuestra intención es ver estas experien-
cias a rasgos muy generales para recalcar ante todo sus curiosas coincidencias.
En Florencia, en el duecento y en el trecento, el crédito implica la historia entera
de la ciudad misma, así como también la de otras ciudades iti.lianas rivales de Floren-
cia, la de todo el Mediterráneo y de Occidente entero. Es a partir del renacimiento de
la economía europea, a partir def siglo XI como mínimo, como hay que comprender
el establecimiento de las grandes compañías mercantiles y bancarias de Florencia, im-
pulsadas por el mismo movimiento que debía colocar a Italia en el primer puesto de
Europa durante siglos: en el siglo XIII, navíos genoveses flotan en el mar Caspio; via-
jeros y comerciantes italianos lleg:rn a India y a China; venecianos y genoveses acampan
en las encrucijadas del Mar Negro; los italianos buscan en los puertos de Africa del Nor-
te el oro en polvo del Sudán; otros están en Francia, en España, en Portugal, en los
Países Bajos, en Inglaterra. Y los comerciantes florentinos son, en todas partes, com-
pradores y vendedores de especias, de lanas, de artículos de ferretería, de metales, de
paños, de telas de seda, pero son más aún comerciantes de dinero. Sus compañías, me-
dio mercantiles, medio bancarias, encuentran en Florencia el dinero contante en abun-
dancia y un crédito relativamente barato. En esto reside la eficacia y la fuerza de sus
redes de distribución. Compensaciones, giros, transferencias de dinero se hacen sin di-
ficultad de filial a filial, de Brujas a Venecia, desde Aragón hasta Armeni;t, del mar
del Norte al Negro; las sedas de China se venden en Londres contra las balas de la-
na. Cuando todo va bien, ¿no representan el crédito y el papel el dinero en grado
superlativo? Estos corren, vuelan, son infatigables .
. La proeza de las sociedades florentinas es, con toda seguridad, la conquista, la tu-
tela del lejano reino de Inglaterra. Para apoderarse de la isla les fue necesario suplantar
a los prestamistas judíos, a los comerciantes de la Hansa y de los Países Bajos, a los
comerciantes ingleses -adversarios tenaces- así como apartar a los competidores ita-
lianos. Florencia ha sustituido, en la isla, la acción pionera de los Riccardi, comercian-
tes lucanos que habían financiado la conquista del País de Gales por Eduardo l. Algo
más tarde, los Frescobaldi de Florencia anticipaban el dinero para la guerra de Eduar-
do 11 contra Escocia; los Bardi y los Peruzzi permitirán Juego las operaciones de Eduar-
do III contra Francia, en el conflicto que inicia la llamada Guerra de los Cien Años.

336
El rnpit1rlismo en s11 propio terreno

Una banca italiana a finales del siglo XIV. Am'ba la sala de los cofres y el despacho donde se
cuentan las piezas de moneda; abajo, depósitos o transferencias. (British Museum.)

337
El capitalismo en su propio terreno

El triunfo de los comerciantes florentinos no consiste solamente en tener a su merced


a los soberanos de la isla, sino en apoderarse de la lana inglesa, indispensable para los
talleres del continente y para el Arte della lana de Florencia.
Pero la aventura inglesa termina en 1345 con la catástrofe de los Bardi, «colosos con
los pies de barro», se ha dicho, pero colosos con toda seguridad. Eduardo lil les debía,
así como a los Peruzzi, en aquel año dramático, una suma enorme (900.000 florines a
los Bardi, 600.000 a los Peruzzi), una suma desproporcionada para los capitales de es-
tas dos sociedades -prueba de que comprometieron en estos gigantescos préstamos el
dinero de sus depositantes (pudiendo oscilar la proporción de 1 a 10). Esta catástrofe,
«la más grave de toda la historia de Florencia», según el cronista Villani, pesa sobre la
ciudad con motivo de otras catástrofes que la acompañaron. Junto a Eduardo Ill, in-
capaz de reembolsar sus deudas, la culpable es la recesión que corta en dos el siglo XJV,
con la Peste Negra a la cabeza.
La fortuna bancaria de Florencia se esfuma entonces ante la fortuna mercantil de
Génova y de Venecia, y es la más mercantil de sus rivales -Venecia- la que vencerá
al terminar la Guerra de Chioggia, en 1381. La experiencia florentina, de una evidente
modernidad bancaria, no ha sobrevivido a la crisis económica internacional. En Floren-
cia permanecerán sris actividades mercantiles y su jndustria; esta ciudad reconstruirá in-
cluso en el siglo XV su actividad bancaria, pero ya no volverá a desempeñar el papel
pionero en el mundo que desempeñó antaño. Los Médicis no son los Bardi.
Segunda experiencia: la de Génova. Entre 1550 y 1560 hubo, al misl'lo tiempo que
cierta desaceleración de la viva expansión de principios de siglo, un viraje de la econo-
mía europea. El flujo de metal blanco procedente de las minas de América perjudicó,
por una parte, a los grandes comerciantes alemanes, dueños hasta aquel momento de
la producción de plata de Europa Central. Por otra parte revalorizó el oro, desde en-
tonces más escaso, pero que sigue siendo la moneda de pago de las transacciones in-
ternacionales y de las letras de cambio. Los genoveses fueron los primeros en compren-
der este cambio. Al ofrecerse a sustituir a los comerciantes de la Alta Alemania corno
prestamistas del Rey Católico, ponen la mano en los tesoros de América y su ciudad
se convierte en el centro de toda la e<::onomía europea, en vez de Amberes. Entonces
se desarrolla una experiencia aún más extrafia y más moderna -que la de Florencia en
el siglo XIV, la de un crédito a base de letras de cambio y de recambio, trasladadas de
feria en feria o de ciudad en ciudad. Ciertamente, las letras de cambio eran conocidas,
utilizadas en Amberes, en Lyon, en Augsburgo, en Medina del Campo y en otras par-
tes, y estas ciudades no serán abandonadas de la noche a la mañana. Pero, con los ge-
noveses, el papel conoce una creciente preponderancia. Incluso se atribuye a los Fugger
la expresión de que negociar con los genoveses era negociar con papel, mit Papier, mien-
tras que con ellos se negociaba con dinero contante, o sea Baargeld -palabras de ne-
gociantes tradicionales que se ven abrumados con una nueva técnica. Pues, contraria-
mente, por sus anticipos al rey de España, reembolsados en piezas de a ocho o en barras
de plata cuando regresaban las flotas de América, los genoveses hicieron de su ciudad
el gran mercado del metal blanco. Y por sus letras de cambio y las que ellos compran
contra monedas de plata en Venecia o en Florencia, son los dueños de la circulación
del oro. En efecto, logran realizar la hazaña de pagar al Rey Católico en oro, sobre la
plaza de Ambercs (por necesidad de la guerra, los saldos se pagan principalmente en
piezas de oro), las sumas que ellos perciben en metal blanco desde España.
La maquinaria genovesa se organiza en toda su eficacia en 15 79 con la instalación
de las grandes ferias de Plasencia que ya hemos mencionado~ 6 • Estas ferias centralizan
las múltiples operaciones de los negocios y de los pagos internacionales, organizan el
clearing o, como se decía entonces, el scontro. Fue tan sólo en 1622 cuando se desor-
ganizó la maquinaria tan bien montada, poniendo fin al reinado exclusivo del crédito

338
El capitalismo en su propio terreno

genovés. ¿Cuál fue el motivo de este hundimiento? ¿Fue consecuencia de la disminu-


ción de las llegadas de metal blanco de América, según se ha creído durante largo tiem-
po? Pero bajo este punto de vista, los estudios revolucionarios de Michel MorineauH
han trastocado los planteamientos del problema. No hubo una disminución catastró-
fica de los «tesoros» de América. No hubo una detención suficiente de las llegadas a
Génova de cajas de piezas de ocho. Las pruebas de lo contrario están a nuestra dispo-
sición. A Génova continuarán afluyendo metales preciosos. Con la recuperación eco-
nómica, a finales del siglo xvu, la ciudad absorve aún, o al menos ve pasar por ella,
en 1687 por ejemplo, de 5 a 6 millones de pezze da otto 18 • En estas condiciones, el
problema de la relativa desaparición de Génova permanece en la oscuridad. Según Fe-
lipe Ruiz Martín, los compradores españoles de juros habrían dejado de suministrar los
capitales necesarios para el juego de los comerciantes banqueros genoveses, prestamis-
tas titulares del Rey Católico. Abandonados exclusivamente a sus fuerzas, éstos habrían
repatriado masivamente sus créditos de España. Esto es lo que pudo suceder. Otra ex-
plicación se me ocurre: el juego del papel, de las letras de cambio, no es posible más
que si las plazas entre las que circula están a niveles variables; es necesario que la letra
que viaja se valorice. En caso de «bestial larghezza» 19 del dinero en efectivo (son pala-
bras de un contemporáneo), la letra de cambio se pega al techo de los altos cambios.
Si el agua sobreabunda, la rueda del molino anegada no girará más. Así pues, desde
los años 1590-1595, la superabundancia del metal blanco anegó las plazas. En todo ca-
so, por este u otro motivo, la montaña de papeles genoveses se hunde, por lo menos
pierde su poder de organización dominante. Una vez más, un crédito sofisticado a la
moderna, que se había instalado en la cumbre de los negocios europeos, no ha podido
mantener su posición más que durante un tiempo muy corto, ni siquiera medio siglo,
como si estas nuevas experiencias excediesen las posibilidades de las economías del An-
tiguo Régimen.
Pero la aventura volverá a empezar en Amsterdam.
En el siglo XVIII, en el cuadrilátero Amsterdam-Londres-París-Ginebra se reconsti-
tuye, en lo alto de la actividad mercantil, una eficaz supremacía bancaria. El milagro
se sitúa en Amsterdam. La función diversa del crédito adquiere allí una preponderan-
cia enorme, inusitada. Todo el tráfico de mercancías, en Europa, es como teledirigido,
remolcado por los movimientos vivos del crédito y del descuento. Ahora bien, co\ho
en Génova, el pivote no aguantará hasta el final del siglo y de su prosperidad. La bhi-
ca holandesa, agobiada por la abundancia de dinero, se ha dejado atrapar en los'f>ér-
fidos engranajes de los préstamos a los Estados europeos. La quiebra de Francia en 1789
es un golpe catastrófico para el reloj de precisión que es Holanda. Una vez más, el rei-
nado del papel termina mal. Y como cada vez, el fracaso plantea cien problemas. ¿Qui-
zás era demasiado temprano para crear un régimen bancario tranquilo y seguro de sí
mismo, en el que la triple red de mercancías en movimiento, dinero contante en mo-
vimiento y títulos de crédito en movimiento pudiera entrelazarse y dirigirse sin estor-
bos? Entonces la crisis, el interciclo depresivo a partir de 1778, no hubiera sido más
que el detonador que ha precipitado una evolución casi inevit"able, según la lógica de
las cosas.

339
El capitalismo en su propio terreno

El dinero o se esconde
o circula

Se suele medir los ritmos coyunturales de la economía según los salarios, los precios
y las producciones. Quizás convendría prestar también atención a otro indicador que.
hasta aquí, apenas es medible, el de la circulación del capital-dinero: se acumula, se
emplea, se esconde de vez en cuando. A veces se encierra en los cofres: el atesoramien-
to ha sido una fuerza negativa siempre en acción en las economías de antaño. A me-
nudo, se ha puesto al abrigo en los valores refugios: la tierra, la propiedad inmobilia-
ria. Pero también hay períodos en que los que los cofres cerrados a cal y canto se abren,
en los que el dinero circula, se ofrece a quien desea acogerlo. Digamos que era más
fácil pedir prestado en la Holanda de los años 1750 que en nuestros días, en 1979. Pe-
ro en general, hasta la Revolución Industrial, la inversión productiva choca contra múl-
tipl':s frenos, lo cual, según las circunstancias, puede también depender de la escasez
de c~pitales así como de la dificultad de emplear los que están disponibles.
En todo caso, ha habido períodos de dinero fácil y de dinero difícil de encontrar.
O todo es sencillo o todo es difícil. sin que los amos aparentes del mundo puedan lo-
grar gran cosa. Cario M. Cipolla60 demuestra que todo se vuelve más fácil para Italia
considerada globalmente inmediatamente después de la Paz del Cateau-Cambrési:s
(1559) que la mutila, políticamente hablando, pero que le asegura cierta tranquilidad,
cierta seguridad. De igual modo, pero esta vez en toda Europa, a las sucesivas paces
de 1598, 1604, 1609, les siguen períodos de dinero fácil. En realidad, éste no se em-
plea en todos los sitios de la misma manera. La Holanda de comienzos del siglo XVII
está en pleno auge del capitalismo mercantil. En Venecia, en la misma época, el di-
nero obtenido en el comercio se invierte en una agricultura capitalista. En otras partes
se sacrifica el dinero al esplendor cultural, fuente de dispendios económicamente
aberrantes: el Siglo de Oro español, el lujo de los Países Bajos de los archiduques, o
de la Inglaterra de los Estuardos, o el estilo Enrique IV conocido bajo el nombre de
estilo Luis XIII utilizan una acumulación nacional indiscutible. En el siglo XVIII, el lu-
jo y la especulación comercial o financiera se desarrollan al mismo tiempo. Isaac de Pin-
to61 dirá de la Inglaterra de su tiempo que «nadie atesora ya en sus cajas de caudales»
y que el mismo avaro ha descubierto que «poner sus bienes en circulación», comprar
fondos del Estado, acciones de grandes compañías o del Banco de Inglaterra es más ren-
table que inmovilizarlos, que vale aún más que la piedra de los inmuebles o la tierra
(que sin embargo había sido en el siglo XVI, en Inglaterra, una inversión rentable). De-
foe decía ya, hacia 1725, alabando los méritos de la inversión comercial o incluso en
una tienda, que una propiedad territorial no era más que un estanque; un comercio,
al contrario, una fuente6 2 •
Y sin embargo, ¡cuántas aguas estancadas aún en el siglo XVIII! Por otra parte, el
atesoramiento tiene a veces sus motivos. En la Francia doliente de 1708, el gobierno,
empeñado en una guerra durante la cual movilizará codas las fuerzas de la nación, ha
multiplicado los billetes: La moneda mala expulsa entonces a la buena, la cual se es-
conde. Incluso en Bretaña, especialmente en Bretaña, donde un provechoso comercio
con el mar del Sur aporta no obstante considerables cantidades de metal blanco. Uno
de los informadores del controlador general Desmarets le escribe desde Rennes, el 6
de marzo de 1708, lo siguiente: «yo me encontraba ayer en casa de uno de los más
importantes burgueses que ejercer accualmente y desde hace mucho tiempo, tanto por
mar como por tierra, con los más famosos negociantes de provincias. El me aseguró
que ciertamente sabía que había más de treinta millones de piastras escondidas y más
de sesenta millones en oro y plata que no verán el día hasta que el papel moneda [pues-

340
El capitalismo en su propio terreno

to en circulación por el gobierno de Luis XIV] se agote por completo, que el dinero
contante y sonante [cuya cotización variaba con frecuencia] se modere convenientemen-
!e y que el comercio se restablezca en parte» 63 Las piastras en cuestión son aquellas
que los de Saint-Malo han traído de sus viajes por las costas del Perú; en cuanto al res-
tablecimiento del comercio -que coincide con la terminación de la Guerra de Suce-
sión de España, empezada en 1701--, sólo se conseguirá con los Tratados de Utrecht
(1713) y de Rastatt (1714).
Esta prudencia la observarán todos los hombres de negocios. La Paz de Utrecht ha
sido ya firmada hace varios meses cuando el cónsul francés en Génova escribe: «Todo
el mundo se encoge por falta de confianza; por este motivo los que negocian con el
crédito, como la mayoría de los comerciantes de esta ciudad, no hacen casi nada. Las
mejores bolsas están cerradas»64 • Estas no se abrirán hasta que la Ca?Tera de Indias de
la que dependen, haya recuperado en Cádiz, efectivamente, su papel de distribuidora
de metal blanco -pues sin metal blanco, sin oro, sin ingresos seguros, las «grandes
bolsas» no se abren ni se llenan. En 1627, en la ciudad de Génova, ocurría ya lo mis-
mo. Los hombres de negocios, prestamistas del rey de España, habían decidido, des-
pués de la bancarrota española cuyas consecuencias ninguna medida particular había
dulcificado para ellos, no prestar ni un solo sol a Felipe IV Sin embargo, el goberna-
dor de Milán y el embajador español les hostigaban con demandas, multiplicaban pre-
siones e incluso amenazas. Todo en vano: a la ciudad parecía faltarle enteramente el
dinero; todos los negocios estaban detenidos; no se encontraba ni una letra de cambio
para negocios. El cónsul de Venecia en Génova describe en varias de sus cartas las di-
ficultades de la plaza, pero termina por sospechar que esta «stretezza» es diplomática,
que está alentada por los hombres de negocios para motivar sus rechazos 6 > Esto se cree-
rá de buen grado si se cuentan los reales que los genoveses de España expiden en el
mismo momento por cajas enteras hacia su ciudad y que, sin duda, se amontonan en
los cofres de los palacios.
Pero volverían a salir. Pues el dinero mercantil no se atesora más que en espera de
una nueva ocasÍón. Así pues, he aquí lo que se escribe desde Nantes, en 1726, cuando
se trata de romper el privilegio de la Compañía Francesa de las Indias Orientales: «No-
sotros sólo hemos conocido las fuerzas y recursos de nuestra ciudad en ocasión del pro-
yecto hecho por nuestros comerciantes o para entrar por su cuenta en los negocios il'tl
Rey [la Compañía], o para asociarse para esto a los de Saint-Malo, que son muy pode-
rosos. Se toma esta última alternativa para no interponerse los unos a los otros, y 1'.odo
se hará con el hombre de la Compañía de Saint-Malo. Las suscripciones de nuestros
comerciantes ascienden a dieciocho millones [de libras] cuando nosotros creíamos que
no podían importar todas en conjunto más que cuatro millones. [ ... J Nosotros espera-
mos que las grandes sumas que se ofrecen a la corte para retirar el privilegio exclusivo
de la Compañía de las Indias [ ... ] que arruina al Reino, tendrán éxito para que el co-
mercio se haga libre en todas partes»66 Todo esro resulta inútil, puesto que el privile-
gio de la Compañía sobrevivirá finalmente a las tempestades y consecuencias del Siste-
ma de Law. Sin embargo, ha entrado en juego aquí la regla general: efectivamente,
en cuanto vuelve la calma y las buenas ocasiones, «el dinero que está en el Reino entra
en el comercio»67 •
Pero, ¿entra enteramente el dinero en el comercio? Nosotros no escapamos a la im-
presión, incluso y expecialmente en el siglo XVIII, de que el dinero acumulado excede,
con creces, a las demandas de capitales. Así pues, Inglaterra no ha utilizado todas sus
reservas para financiar su Revolución Industrial, y sus esfuerzos e inversiones hubieran
podido ser mucho más considerables de lo que fueron. El stock monetario francés, du-
rante la Guerra de Sucesión de España, excedía con creces los 80 ó 100 millones de bi-
lletes emitidos por el gobierno de Luis XIV 68 La fortuna mobiliaria de Francia excedía

341
El capitalismo en su propio terr

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El puerto áe Mar.re/la en el siglo XVIII (detalle), de ]oseph Vemet. (Fototeca Armaná Colin.)

342
El capitalismo en su propio terreno

en mucho a las necesidades de la industria antes de la Revolución Industrial, lo cual


explica que hayan podido producirse movimientos como los de Law y que las minas de
carbón, en el sigio XVIII, hayan constituido sin retraso ni dificultad, cuando lo hayan
deseado, el capital fijo y circulante necesario para su explotación69 • La correspondencia
comercial7° demuestra por otra parte, sin género de duda, que la Francia de Luis XVI
está repleta de dinero ocioso «que se aburre», citando la expresión de J. Gentil da Sil-
va, y que no sabe dónde emplearse. En Marsella, por ejemplo, durante la segunda mi-
tad del siglo XVIII, los poseedores de capitales que ofrecen a los negociantes dinero al
5 por 100 no encuentran tomadores más que en raras ocasiones. Y cuando encuentran
a uno le dan .las gracias por «la bondad que ha tenido de guardar fondos» ( 1763 ). De
hecho, existen suficientes capitales en dicha ciudad para que los comerciantes trabajen
con sus propios fondos y los de los socios que comparten sus riesgos, en vez de hacerlo
con préstamos que devengan interés. En Cádiz, existen las mismas actitudes. Los ne-
gociantes rehúsan las ofertas de dinero, incluso al 4 por 100, manifestando que están
«agobiados con sus propios fondos». Esto sucedía en 1759, o sea en tiempo de guerra,
pero también en 1754, en tiempo de paz.
No por esto hay que pensar que los negociantes no toman nunca prestado durante
aquella segunda mitad del siglo XVIII -la verdad es al contrario- y que los capitales
se ofrecen en vano en todas partes. La aventura de Roben Dugard en París demuestra
lo contrario. Digamos solamente que los momentos de dinero fácil, excedentario, mal
invertido, son más frecuentes de lo que se cree ordinariamente. Bajo este punto de vis-
ta nada es más revelador que un viaje a Milán en vísperas de la Revolución Francesa.
La ciudad y la provincia de Lombardía son entonces el teatro de una renovación de la
máquina fiscal y financiera, pues el alza de la vida económica ha sacado de apuros al
Estado. Frente a los Monti, a los bancos, a las familias, a las instituciones religiosas, a
los arrendadores de impuestos, a los potentes grupos de hombres de negocios, el Esta-
do, en efecto, se ha fortalecido bastante para emprender la reforma de antiguos abu-
sos, convertidos casi en estructurales, debido a que la burguesía y la nobleza milanesa
y lombarda devoraran poco a poco al Estado y transformaran en rentas privadas casi
todos los puestos de las rega/ia, o sea los cánones públicos. Sólo existe un remedio: el
rescate de las rentas enajenadas por el Estado a títulos diversos: así se produce un enor-
me reembolso de capitales. Esta política, proseguida a un ritmo relativamente rápidq,
inunda Lombardía de dinero en efectivo y plantea un problema a los antiguos renti~l
tas: ¿qué hacer con tal masa de capitales aparecida súbitamente? Aunque no se corídz-
ca con perfecta exactitud el uso que se .ha hecho de dichos capitales, se sabe que se
han utilizado relativamente poco en la compra de tierras o bonos al 3,5 % propuestos
por el Estado, o de inmuebles urbanos; que, por mediación de los banqueros y de los
cambios, han participado en esta corriente de negocios internacionales que pasa por Mi-
lán, de la que la firma Greppi ofrece un ejemplo. Pero el hecho significativo es que
este manó no beneficia a las inversiones industriales teniendo en cuenta que existen
en Lombardía manufacturas textiles y empresas rentables. Para esto se basan en anti-
guas desconfianzas o en antiguas experiencias. Y sin embargo, la Revolución Industrial
ha comenzado ya en Inglaterra 71 •
Hay que evitar, pues, considerar el ahorro y la acumulación como fenómenos pu-
ramente cuantitativos, como si una cierta tasa de ahorro o un cierto volumen de acu-
mulación estuvieran, en cierro modo, dotados del poder de desencadenar casi automá-
ticamente la inversión creadora y una nueva tasa de crecimiento. Las cosas son más com-
plicadas. Cada sociedad tiene sus formas de ahorrar, sus formas de gastar, sus prejui-
cios, sus incentivos o sus frenos a la inversión.
Y la política desempeña también su papel en la formación y la utilización del ca-
pital. El fisco, por ejemplo, da paso, desvía, restituye de forma más o menos útil o

343
Ei capitalismo en su propio terreno

rápida el dinero que recauda. En Francia, el sistema de impuestos implica la reunión


de enormes sumas en manos de arrendadores generales (de impuestos) y de los funcio-
narios de hacienda. Según estudios recientes 72 , éstos habrían redistribuido en gran me-
dida las riquezas así adquiridas en inversiones constructivas. Desde el tiempo de Col-
bert o en la época de Luis XV, son numerosos los que invierten en las empresas co-
merciales e incluso manufactureras, especialmente en las compañías y manufacturas pri-
vilegiadas. Puede ser. Pero se admitirá, con Pierre Vilar, que las contratas de arrenda-
miento de derechos regios y señoriales, en la Cataluña del siglo XVIII, son un canal de
redistribución mucho más eficaz que la «Ferme Générale» (Arrendamiento General)
francesa, pues cdispersos entre las manos de comerciantes y de maestros artesanos, ha-
cen entrar su producto en el circuito del capital comercial y finalmente industrial, in-
cluso en el de la modernización agrícola» 73 • En cuanto al sistema inglés, en d que el
impuesto se convierte en garantía del servicio de una deuda pública consolidada y da
al Estado un equilibrio y una fuerza sin igual, ¿no es esto otra manera, aún más eficaz,
de reintroducir el dinero del impuesto en la circulación general? Incluso si los contem-
poráneos no han sido siempre conscientes de ello.
El capitalismo en su propio terreno

ELECCION
Y ESTRATEGIAS CAPITALISTAS

El caphalismo no acepta todas las posibilidades de inversión y de progreso que le


propone la vida económica. El capitalismo vigila sin fin la coyuntura para intervenir
en ella según algunas direcciones preferenciales -lo que equivale a decir que sabe y
puede elegir el campo de acción. Así pues, más que la elección en sí -que no cesa de
variar de coyuntura en coyuntura, de siglo en siglo- es el mismo hecho de tener los
medfos de crear una estrategia y los medios de cambiarla lo que define la superioridad
capitalista. Para los siglos que nos interesan, demostraremos que los grandes comer-
ciantes, aunque en pequefio número, se han apoderado de las llaves del comercio a
distancia, la posición estratégica por excelencia; que disponen del privilegio de la .in-
formación, arma sin igual en épocas en que la circulación de las noticias era lenta y
muy costosa; que disponen generalmente de las complicidades del Estado y de la so-
ciedad y que, en consecuencia, pueden dar la vuelta constantemente y de la forma más
natural del mundo, sin mala conciencia, a las reglas de la economía de mercado. Lo que
es obligación para fos demás no fo es forzosamente para ellos. Turgot 74 piensa que un
comerciante no escapa al mercado, a lo imprevisible de sus precios: esto no es verdad
más que a medias, ¡y ni siquiera!

Un espíritu
capitalista

Sin embargo, ¿es necesario atribuir a nuestros actores un «espíritu» que sería la fuen-
te de su superioridad y los caracterizaría de una vez por todas, que sería cálculo, razón,
lógica, desapego a los sentimientos ordinarios, todo ello al servicio de un apetito de-
senfrenado de beneficios? Esta opinión apasionada de Sombart ha perdido buena parte
de su credibilidad. Lo mismo ha ocurrido con la opinión tan difundida de Schumpe&~r
sobre el papel decisivo de la innovación y del entrenamiento del empresario. ¿Pueq~
el capitalista reunir en su persona todas estas cualidades y todos estos dones? En nu~s­
tra explicación, elegir, poder elegir, no consiste en discernir cada vez con vista perspi-
caz el buen camino y la mejor respuesta .. No olvidemos que nuestro actor está instalado
en un nivel de la vida social y que, la mayor parte de las veces, tiene ante sus ojos las
soluciones, los consejos, la prudencia de sus semejantes. Juzga a través de ellos. Su efi-
cacia depende tanto de él mismo como del punto donde se encuentra, en la confluen-
cia o en la orilla de los flujos esenciales del intercambio y de los centros de decisión
-los cuales, justamente, en toda época, tienen su localización precisa. Luis Dermignyn
y Christof Glamman 76 tienen buenas razones para poner en duda la genialidad de los
Heeren Zeventien, los «Diecisiete Sefiores» que dirigen la Compafüa Holandesa de las
Indias Orientales. Pero ¿es necesario ser genial para hacer muy buenos negocios, si la
suerte, en el siglo XVIII, ha hecho que nazca holandés y lo ha colocado entre los due-
fios de la enorme máquina de la Oost lndische Compagnie? «Existen {... ] estúpidos y
me atrevo a decir imbéciles», escribe La Bruyere77 , «que se colocan en buenos puestos
y saben morir en la opulencia, sin que sean en ningún modo sospechosos de haber con-
tribuido con su trabajo o con el más pequefio esfuerzo; alguien los ha conducido a la
fuente de un río, o bien sólo el destino ha hecho que la encuentren; les han dicho:
''¿Queréis agua? Sacadla.'' Y la han s.acado».

345
El capitalismo en su propio terreno

Los regentes holandeser de la Compañía de las Indias. Grabado sacado de la «Histoire abrégée
des Provinces-Unies des Pays-Bas.,. ». Amsterdam, 1701. (Cliché de la Fundación Atlas van Stolk.)

No creamos que la maximización, tan a menudo denunciada, de los beneficios y


las ganancias explica todo lo referente al comportamiento de los comerciantes capi-
talistas. Evidentemente, existe esta palabra tan a menudo repetida por] akob Fugger el
Rico, a quien le aconsejaban retirarse de los negocios, «que él trataba de ganar dinero
en tanto que pudiera hacerlo», hasta el final de su vida 78 • Pero esta palabra, sospechosa
a medias como todas las palabras históricas, sería absolutamente auténtica si caracteri-
zase a un individuo en un instante de su vida y de su discurso, no a toda una clase o
a toda una categoría de personas. Los capitalistas son hombres y, como los demás, tie-
nen comportamientos diversos; unos son calculadores, otros jugadores, unos avaros,
otros pródigos, unos geniales, otros todo lo más «tienen potra». Un panfleto catalán
(1809)7 9 que afirma que «el negociante sólo mira y considera lo que tiende a multipli-
car su capital por cualquier medio» encontraría mil confirmaciones ~n las correspon-
dencias de los negociantes que tenemos a la vista: no lo dudemos, ellos trabajan para
ganar dinero. De esto a explicar la llegada del capitalismo moderno por medio del es-
píritu de lucro, o de economía, o de razón, o por la afición al riesgo calculado, hay
una gran distancia. Jean Pellet, comerciante bordelés, parece ilustrar su agitada vida
de homb~e de negocios cuando escribe: «los grandes beneficios en el comercio se hacen
en las especulaciones»ªº. Sí, pero este arriesgado comerciante tenía un hermano de lo
más sensato y ambos hicieron fortuna al mismo tiempo, el prudente y el imprudente.

346
El capitalismo en su propio terreno

La explicación «idealista», unívoca, que hace del capitalismo la encarnación de cier-


ta mentalidad, no es más que la puerta de salida que utilizaron, a falta de otra, Wer-
ner Sombart y Max Weber para escapar al pensamiento de Marx. En justicia, no esta-
mos obligados a seguirlos. Sin embargo, yo no creo que todo sea material, o social, o
relación social, en el capitalismo. Un punto queda a mi parecer fuera de duda: no pue-
de proceder de un origen único y limitado; la economía, la política, la sociedad, la cul-
tura y la civilización han tenido su participación. Y también la historia que a menudo
decide en última instancia en cuanto a las relaciones de fuerza.

El comercio
a distancia o «el gordo»

El comercio a distancia tuvo sin duda preponderancia en la génesis del capitalismo


mercantil, del que fue su armazón durante largo tiempo. Verdad banal pero que hay
que establecer hoy contra viento y marea, puesto que el concierto de los historiadores
actuales le es frecuentemente hostil. Por buenos y menos buenos motivos.
Por buenos motivos: es evidente que el comercio exterior (la expresión la menciona
ya Montchrestien por oposición al comercio interior) es una actividad minoritaria. Na-
die dirá lo contrario. Sijean Maillefer, rico comerciante de Reims, fanfarronea cuando
escribe a uno de sus corresponsales de Holanda, en enero de 1671: «No crea que ni
siquiera las minas del Potosí valen lo que los vinos finos de nuestras montañas [de
Reims] y de los de Borgoña» 8 l; el abate Mably, por lo que a él respecta, dice razona-
blemente: «El comercio de granos vale más que el Perú» 82 -entiéndase que pesa más
en la balanza, que representa un volumen de dinero superior al metal precioso produ-
cido en el Nuevo Mundo. Jean-Baptiste Say (1828), para mejor sorprender al lector,
prefiere hablar de los «zapateros de Francia [que] crean artículos de más valor que to-
das las minas del Nuevo Mundo» 8}.
Una vez establecida esta verdad, íos historiadores no han tenido ninguna dificultad
en ilustrarla con sus propias observaciones, pero yo no estoy siempre de acuerdo con
sus conclusiones. Jacques Heers, a propósito del siglo XV en el Mediterráneo, rerite
(1964) que la primacía correspondía, en cuanto al tráfico, al trigo, a la lana, a ll1sal,
o sea a una cantidad de tráficos próximos, no a las especias ni a la pimienta. Con cifras
en la mano, Peter Mathias establece que, en vísperas de la Revolución Industria! él co-
mercio exterior de Inglaterra es muy c::onsiderablemente inferior al comercio interior84 •
Igualmente, en una discusión «doctoral» en La Sorbona, V. Magalhaes Godinho daba
la razón de buen grado a Ernest Labrousse, que le plantea la cuestión, en cuanto a que
el producto rural de Portugal superaba el valor del comercio a larga distancia de la pi-
mienta y de las especias. En el mismo espíritu, Friedrich Lütge 85, atento siempre a mi-
nimizar la importancia del descubrimiento de América a corto plazo, afirma que el co-
mercio interregional vinculado a Europa superaba, ciento contra uno en el siglo XVl, a
la reducida red de intercambios iniciados entre el Nuevo Mundo y Sevilla. Y también
tiene razón. Yo mismo he escrito que el trigo de los intercambios por vía marítima en
el siglo XVI en el Mediterráneo ascendía a más de un millón de quintales, o sea menos
del 1 % del consumo de sus pueblos, lo cual representa un tráfico frrisorio con relación
al conjunto de la producción cerealista y sus intercambios locales86 •
Estas observaciones, por sí solas, indicarían, si hubiera necesidad, que la historio-
grafía de hoy va en busca de destinos mayoritario1, los que olvidaba la historia de ayer:
los campesinos, no los señores; los «20 millones de franceses~. no Luis XIV 87 • Pero esto
no devalúa una historia minoritaria que ha podido ser a menudo más decisiva que es-

347
El capitalismo en su propio terreno

tas masas de hombres, de bienes o de mercancías, valores enormes pero inertes. Enri-
que Otte 88 , en un sólido artículo, puede muy bien demostrar que los comerciantes es-
pañoles representan, en la nueva Sevilla que nace a su vocación americana, volúmenes
de negocios superiores a los que manejan los comerciantes banqueros genoveses. Lo
cual no impide que sean éstos quienes hayan creado el crédito transoceánico sin el cual
el circuito mercantil de la Ca"era de Indias casi no hubiera sido posible. De repente
se encuentran allí en posición de fuerza, con libertad para actuar, para intervenir corno
ellos desean en el mercado de Sevilla. Las decisiones de la historia no se adoptan, ayer
como hoy, según las reglas razonables del sufragio universal. Y existen muchos argu-
mentos para explicar que el hecho minoritario pueda prevalecer sobre el mayoritario.
En primer lugar, el comercio a distancia, el Fernhandel de los historiadores alema-
nes, crea los grupos de los Fernhiindler, los comerciantes a larga distancia, actores apar-
te desde siempre. La ciudad donde viven no es más que un elemento en su juego. Mau-
rice Dobb89 demuestra cómo se insertan en los circuitos entre el artesano y la materia
prima lejana: lana, seda, algodón ... Además, se insertan entre el producto acabado y
la venta a larga distancia de dicho producto. Los grandes merceros de París -Fern-
hiindler en realidad- lo explican, en 1684, en una larga demanda al rey contra los
pañeros que querían prohibirles la venta de paños de lana, autorización que obtuvie-
ron después de una veintena de años como recompensa a su participación en la crea-
ción de grandes manufacturas nuevas. Los merceros explican que ellos «mantienen y
hacen subsistir no sólo las manufacturas de paños, sino incluso todas las demás manu-
facturas de mercería [entiéndase, las sederías] de Tours, Lyon y otras ciudades del Rei-
no»9º. Y por añadidura, explican cómo, en Sedan, en Catcasona y en Louviers, por sus
iniciativas y sus ventas, han promovido estas manufacturas de paños al estilo de Ingla-
terra y de Holanda; vendiendo su producción al extranjero; asegurando, ·elJos solos, su
abastecimiento de lana de España y otras materias primas, mantienen en ese momento
su actividad. ¿Cómo expresar mejor que esta vida industrial está en su mano?
Lo que termina también en. manos del importador- exportador son los bienes de los
países lejanos: la seda de China o de Persia, la pimienta de la India o de Sumatra, la
canela de Ceilán, el clavo de las Molucas, el azúcar, el tabaco, el café de las Islas, el
oro de la región de Quito o del interior del Brasil, los lingotes, barras o piezas de plata
del Nuevo Mundo. En este juego, el comerciante a larga distancia consigue tanto la
«plusvalía» del trabajo de las minas y de las plantaciones como la del trabajo del cam-
pesino primitivo de la costa de Malabar o de Insulindia. Se repetirá que para un volu-
men mínimo de mercancías. Pero cuando se lee, de la pluma de un historiador91 , que
los 100.000 quintales de pimienta y los 10.000 quintales de otras especias que consu-
mía aproximadamente Europa antes de los grandes descubrimientos eran intercambia-
dos contra 65.000 kilos de piara (o sea el equivalente a 30.000 toneladas de centeno,
capaces de alimentar a un millón y medio de personas), es lógico preguntarse si la in-
cidencia económica del comercio de lujo no está subestimada con demasiada facilidad.
El mismo autor da también una idea muy concreta de los beneficios de este comer-
cio: un kilo de pimienta, cuyo valor era de 1 a 2 gramos de plata en la fase de pro-
ducción en las Indias, alcanzaba un precio de 10 a 14 gramos en Alejandría, de 14 a
18 en Venecia, de 20 a 30 en los países consumidores de Europa. El comercio a larga
distancia crea ciertamente beneficios extraordinarios: ¿no influye en los precios de los
mercados alejados uno de otro el hecho de que la oferta y la demanda, ignorantes la
una de la otra, no se encuentren más que gracias al intermediano? Harían falta mu-
chos intermediarios, no relacionados entre ellos, para que influyesen la competencia del
mercado. O, si acabase por influir, si un buen día los beneficios extraordinarios desa-
pareciesen de esa forma, sería posible encontrarlos en otras partes, en otros itinerarios
y con relación a otras mercancías. Si la pimienta se vulgariza, si su precio baja, el té,

348
El capitalümo en su propio terreno

el café, las celas indias suceden a la vieja soberana. En el comercio a larga distancia exis-
ten riesgos, pero abundan más aún los beneficios excepcionales. A menudo, muy fre-
cuentemente, es como ganar a la lotería. Esto ocurre también con el trigo, que no es
una mercancía «real», digna del gran negociante, pero que en algunas circunstancias sí
lo es -en caso de hambre, con toda seguridad. En 1591, el hambre en la región del
Mediterráneo hace que se produzca el desvío hacia el sur de centenares de veleros del
norte, cargados hasta los topes con trigo o centeno. Importantes comerciantes, no pre-
cisamente especialistas en el comercio de granos, y con ellos el gran duque de Toscana,
llevan a cabo la espectacular operación. Sin duda para desviar los veleros del Báltico de
sus rutas ordinarias, han tenido que pagar sus cargamentos a elevados precios. Pero es-
tas mercancías se revenden a precio de oro en una Italia hambrienta. Los envidiosos
dicen que los Ximénez, aquellos importantes comerciantes portugueses instalados en
Amberes y después presentes en ltalia 92 , llegaron a obtener unos beneficios de hasta
un 300%.
Ya hemos mencionado a los comerciantes portugueses que llegaban clandestina-
mente a Potosí o a Lima, desde más allá de la inmensidad del Brasil o por el camino
más cómodo de Buenos Aires. Sus beneficios son fantásticos. Los comerciantes rusos,
en Siberia, ·realizan enormes beneficios vendiendo pieles a los compradores chinos, ya
sea por la vía oficial, es decir al sur de Irkutsk en la feria tardíamente creada de Kiat-
k~~ (ésta permite cuadruplicar los envíos en tres años), o mediante el comercio clan-
destino, en cuyo caso el beneficio se multiplicaba por cuatro 94 • ¿Se trata de chismes?
¿Pero los ingleses no ganaron también dinero a espuertas cuando se dieron cuenta de
la posibilidad de obtener, por mar, la misma conexión de las pieles entre el norte de
Canadá y los compradores de China 95 ? Otro encuentro con la fortuna se produjo en el
Japón de los primeros decenios del siglo XVII, coto cerrado de los portugueses durante
mucho tiempo. Cada año, la carraca de Macao -a nao do trato- conducía a Nagasaki
hasta 200 comerciantes que residían en el Japón de siete a ocho meses, gastando sin
medida hasta 250.000 y 300.000 taels, «de lo que el japonés popular se beneficiaba
grandemente, y éste es uno de los motivos por los que se mostraba siempre muy amis-
toso»96: recogía las migajas de un festín. Asimismo, hemos mencionado el viaje anual
del galeón de Acapuko con dirección a Manila. AlJí también, dos mercados dispares
cuyos productos se revalorizan fantásticamente al cruzar el océano en uno u otro'5¡en-
tido cubren de oro a algunos hombres, únicos en beneficiarse de estas grandes dife~en­
cias de precio. «Los comerciantes de México», dice el abate de Beliardy, contempo.ráheo
de Choiseul, «son los únicos interesados en mantener este comercio [el viaje de1 ga-
león] mediante la venta de mercancías de China que les permite doblar cada año el
dinero que invierten ... Este comercio se efectúa actualmente [en Manila] por un pe·
queño número de negociantes que hacen venir por su cuenta las mercancías de China
y que envían seguidamente a Acapuko, en compensación por las piastras que reci-
bem>97 En 1695, según manifestaciones de un viajero, se ganaba un 300% transpor-
tando mercurio de China a Nueva España98 •
Estos ejemplos, cuya lista podría aumentar a voluntad, demuestran que la distan-
cia, por sí sola, en una época de información difícil e irregular, crea las condiciones
banales y cotidianas de un beneficio extraordinario. Un documento chino en 1618 di-
ce: «Como este país [Sumatra) se encuentra alejado, los que allí van hacen un beneficio
doble» 99 Cuando Giambattista Gemelli, durante el transcurso de su viaje alrededor
del mundo, transportaba de escala en escala varias clases de mercancías, escogidas cada
vez con cuidado para que cambiasen de precio a la llegada y cubriesen generosamente
los gastos de desplazamiento del viajero, en realidad no hacía más que imitar las prác-
ticas de los comerciantes que encontraba en su ruta. Oigamos lo que dice, en 1639,
un viajero europeo 100 , indignado por la forma en que los comerciantes de Java se en-

349
El capitalismo en su propw terreno

riquecen: «eJlos van a buscar arroz», dice, «a las ciudades de Macassar y Surabaya, que
compran por una sata de caxas cada gantans y, al revenderlo, sacan el doble. En Ba-
lambuam, compran [ ... ] las [nueces de coco] por mil caixas el centenar y, al venderlas
al por menor en Bantam, obtienen doscientas caixas por cada ocho cocos. También com-
pran allí aceite de coco. Compran sal de Ioanam, Gerrici, Pati e lvama a ciento cin-
cuenta mil caixas los ochocientos gantans y, en Bantam, los tres gantans valen mil
caixas. Llevan gran cantidad de sal a Sumatra». Para captar el significado de este texto,
poco importa el valor exacto del gantans, unidad de capacidad. El lector habrá reco-
nocido, de paso, la caixa, moneda china extendida en Insulindia; la sata es probable-
mente el rosario de mil caixas. Sería más interesante fijar los puntos de abastecimiento
enumerados y medir las distancias con relación al mercado de Bantam. A título de ejem-
plo, hay más de 1.200 kilómetros entre Bantam y Macassar. Sin embargo, la diferencia
entre los precios de compra y de venta es tal que, después de deducir los costes de trans-
porte, el beneficio es considerable. Y observemos, de paso, que no se trata en este caso
de las mercancías de alto precio y de poco peso a las que alude J.-C. Van Luer como
las que constituyen el comercio a larga distancia típico del Extremo Oriente. Se trata
de productos alimentarios que las islas de las especias tienen necesidad de importar con-
tinuamente. E incluso de lejos.
Ultimos argumentos, sin duda los mejores: decir que el trigo vale más, comercial-
mente, en Portugal que la pimienta y las especias no es del todo exacto. Pues la pi-
mienta y las especias pasan íntegramente por el increado, mientras que es el historia-
dor en su imaginación quien estima el valor del trigo producido, no el vendido. Este
no transita más que por una pequeña parte del mercado, y la mayor parte se destruye
por el autoconsumo. Por otra parte, el trigo puesto en venta sólo deja a los campesi-
nos, a los propietarios y a los revendedores exiguos beneficios, por añadidura disemi-
nados entre una multitud de manos, según lo observaba ya Galiani 101 • Así pues, se pro-
duce poca o ninguna acumulación. Simón Ruiz 102 , en un tiempo importador de trigo
bretón en Portugal, lo recuerda con mal humor. Lo esencial del beneficio, dice, corres-
pondía entonces a los transportistas, verdaderos rentistas de tráfico. Recordemos tam-
bién las reflexiones de Defoe sobre el comercio interior inglés, admirable porque pasa
por un gran número de intermediarios que, de paso, reciben un poco de este maná.
Pero muy poco, a juzgar por los ejemplos que suministra el mismo Defoe 103. La supe-
rioridad incontestable del Fernhandel, del comercio de largo recorrido, es la concen-
tración que permite y que hace de éste un motor sin igual para la reproducción y el
aumento rápido del capital. En resumen, se impone el acuerdo con los historiadores
alemanes o con Maurice Dobb, que han visto el comercio a larga distancia como una
herramienta esencial de la creación del capitalismo mercantil. De la creación también
de la burguesía mercantil.

.lnstruirse,
informarse

Tampoco hay capitalismo mercantil sin aprendizaje, sin instrucción previa, sin el
conocimiento de medios que distan mucho de ser rudimentarios. Desde el siglo XIV,
Florencia había organizado una enseñanza laica 104 • Según Villani, en 1340 (la ciudad
tiene entonces menos de 100.000 habitantes) de 8.000 a 10.000 niños de ambos sexos
aprenden a leer en la escuela primaria (a botteghuzza). En la botteghuzza que dirigía
Matteo, maestro de gramática, «al pie del ponte a Santa Trinita», fue donde llevaron
a Niccoló Machiavelli, en mayo de 1476, para aprender a leer en el compendio del

350
El rnpitalísmo en su propio terreno

gramático Donar -se le llamaba el Donatello. De estos 8.000 a 10.000 niños, unos
1.000 ó 2.000 pasaban a la escuela superior, hecha especialmente para los aprendices
de comerciantes. Los niños permanecían allí hasta los quince años, estudiando aritmé-
tica (algori'smo) y contabilidad (abbaco). Al terminar estos cursos «técnicos», ya eran
capaces de llevar esos libros de contabilidad que nosotros podemos todavía hojear y
que registran con seguridad operaciones de ventas a crédito, de comisión, de compen-
saciones de ciudad a ciudad, de reparto de beneficios entre participantes de compa-
ñías. Poco a poco, el aprendizaje en la tienda perfeccionaba la educación de los futuros
comerciantes. Algunos de ellos entraban a veces en el nivel «superior» e iban princi-
palmente a estudiar derecho en la Universidad de Bolonia.
Del mismo modo, la formación práctica de los comerciantes se alía a veces a una
verdadera cultura. En la Florencia que pronto será la de los Médicis, nadie se asombra-
rá de que los comerciantes sean amigos de los humanistas, que algunos de ellos sean
buenos latinistas; que escriban bien, que les guste escribir; que conozcan La Divina Co-
media de cabo a rabo, hasta el punto de abandonarse a reminiscencias al hilo de la
pluma; que hagan la fortuna de las Cento Novel/e de Bocaccio; que les guste la obra
alambicada de Alberti, Della Famiglia; que militen a favor del arte nuevo, a favor de
Brunelleschi, contra el mediaval Ghiberti; en resumen, que lleven sobre sus espaldas
una parte importante de la nueva civilización que evoca, para nosotros, la palabra Re-
nacimiento. Estas son también virtudes del dinero: un privilegio llama a los otros. Ri-
chard Ehrenberg 105 ha sostenido, por lo que se refiere a Roma, que allí donde.habitan
los banqueros se encuentran los artistas.
No imaginemos a toda Europa mercantil según este modelo. Pero los estudios prác-
ticos y técnicos se imponen en todas partes. Jacques Coeur se formó en la tienda de su
padre y además viajando a bordo de la galera de Narbona que lo condujo hasta Egipto
en 1432, lo cual, al parecer, decidió su destino 1116 • Jakob Fugger, que será llamado el
Rico, der Reiche (1459-1525), simplemente genial, habrá aprendido en Venecia la par-
tida doppia, prácticamente desconocida entonces en Alemania. En la Inglaterra del si-
glo xvm, el tiempo de aprendizaje en los negocios era, según los estatutos, de siete
años. Los hijos de los comerciantes o los más jóvenes de las grandes familias que se de-
dicaban a los negocios hacían frecuentemente sus prácticas en el Levante, en Esmirna,
donde estaban mimados por el cónsul inglés e interesados por entrar en el juego d¿ 1los
beneficios mercantiles que, con razón o sin ella, tenían la reputación de ser en aquélla
ciudad los más elevados del mundo 107 Pero ya en el siglo XIII, las ciudades de la ffansa
enviaban a sus aprendices de comerciantes a sus lejanas sucursales.
En resumen, no subestimemos los conocimientos que había que adquirir: estable-
cimiento de los precios de compra y venta, cálculo de los precios de costo y de los tipos
de cambio, correspondencias de pesos y medidas, cálculos del interés simple y del in-
terés compuesto, arte de preparar el «balance simulado» de una operación, manejo de
las monedas, de las letras de cambio, de los pagarés, de los títulos de crédito. En rea-
lidad, no se trataba de pequeños conocimientos. A veces, comerciantes veteranos ex-
perimentaban incluso la necesidad de «reciclarsl".i>, como diríamos ahora. Por otra par-
te, cuando vemos las obras maestras que son los libros de cuentas a partir del siglo XIV,
se impone la admiración retrospectiva. Cada generación de historiadores, hoy en día,
a escala mundial, apenas produce dos o tres especialistas capaces de desenvolverse en
estos enormes registros y han tenido que aprender solos a leerlos y a interpretarlos. Pa-
ra poder hacer esto, son de mucha ayuda los manuales de los comerciantes de la época,
desde el de Pegolotti (1340), que no ha sido el primero, hasta el Parfait Négociant de
Jacques Savary (1675 ), que no ha sido el último. Pero estos manuales no bastarían para
este aprendizaje especial.
Resulta más fácil abordar las correspondencias mercantiles, descubiertas en gran nú-

351
El capitalismo en su propio terrenCJ

mero desde hace algunos años -desde que ha habido preocupación por encontrarlas.
Dejando de lado algunas cartas de los siglos XIII y XIV en Venecia, desmañadas toda-
vía, la correspondencia mercantil habrá alcanzado pronto un nivel bastante alto que
conservará después, ya que este nivel es su razón de ser, la justificación del costoso in-
tercambio de este correo superabundante. Informarse cuesta aún más que formarse y
la carta es, en primer lugar, información. Las operaciones que interesan a los dos corres-··
ponsales, pedidos remitidos y recibidos, avisos de envíos, de ventas, de compras de mer-
cancías, de títulos de pagos, etc., no constituyen más que una parte de ello. Siguen
obligatoriamente las noticias útiles que van de boca en boca, noticias políticas, noticias
militares, noticias sobre las cosechas, sobre las mercancías esperadas; el corresponsal ano-
ta también minuciosamente las fluctuaciones en su ciudad del precio de las mercan-
cías, del contado y del crédito; en caso necesario, señala el movimiento de los barcos.
En definitiva, una lista de precios y la cotización de Jos cambios terminan la carta ine-
ludiblemente, la mayoría de las veces en post-data: tenemos millares de ejemplos de
ello. Véanse también las colecciones de noticias que forman los Fugger Zeitungen 108 ,
esos avisos que la firma de Augsburgo hacía que le enviasen toda una serie de corres-
ponsales en el extranjero.

El boticano hace sus cuentas. Fresco del castillo de Issogne, finales del siglo XV. (Foto Sea/a.)

352
El capitalismo en su propio terreno

El punto flaco de esta información es la lentitud y la incertidumbre de los correos,


incluso a finales del siglo XVIII. Hasta tal punto que un comerciante serio toma siem·
pre la precaución de enviar, con cada carta, una copia de la precedente. Cuando una
carta implica un pedido urgente o un informe confidencial de importancia, «haz venir
enseguida a tu correo», subito habi il sensale: este consejo dado a un comerciante en
B60 por otro comerciante 109 vale para todas las épocas. Es necesario coger la pelota al
vuelo. Y la primera condición es recibir y escribir gran cantidad de cartas, de participar
en múltiples redes de información que indican los buenos negocios, en el buen mo-
mento, y no menos los que conviene evitar como la peste. El conde de Avaux, emba-
jador de Luis XIV en las Provincias Unidas, está atento, en 1688, a lQs protestantes
que, procedentes de Francia, no cesan de afluir allí tres años después de la revocación
del Edicto de Nantes. Uno de ellos acaba de llegar, un tal Monginot, «alto como un
gigante, y que yo creo que es gascón. [ ... ]Ha hecho pasar cerca de cuarenta mil escu-
dos. Yo le he hablado esta mañana. Es un hombre que tiene muchos negocios, escribe
noche y día» 11 º Subrayo esta última frase, inesperada y que no debería serlo: recoge
la imagen tradicional de Alberti del comerciante «con los dedos manchados de tinta».
La información no es menos aleatoria. Las circunstancias se modifican, «la medalla
puede dar la vuelta». Un error de cálculo, un retraso del correo y el comerciante se en·
cuemra ante una oportunidad perdida. Pero para qué recapitular sobre «los buenos ne-
gocios que nos han fallado», escribe Luis Greffulhe a su hermano (Amscerdam, 30 de
agosto de 1777). «No es hacia atrás, sino hacia delante de uno que hay que mirar en
la carrera del comercio y, si los que la siguen se ocupan de analizar el pasado, no hay
nadie que no haya conocido 100 veces la oportunidad de hacer fortuna o de arruinarse,
y si yo en parciCular hiciera la enumeración de todos los buenos negocios que he deja-
do, tendría motivos para ahorcarme» 111 •
Principalmente, la información fructífera es la que no ha sido demasiado divulga·
da. En 1777 Luis Greffulhe escribía a un comerciante de Burdeos, su socio en un ne·
gocio de índigo: «Acuérdese de que si el asumo se difunde, estamos j ... En este pro·
dueto pasará como con muchos otros en que cuando existe competencia ya no hay nada
que hacer» 112 • El 18 de diciembre del mismo año, cuando la guerra de América se ge·
neralizaba, escribía: «Por consiguiente, es de todo punto imprescindible hacer lo im-
posible para asegurarse de conocer antes que nadie las previsiones de lo que pUfde
ocurrir» 113 • «Antes que nadie: si recibes un paquete de cartas para ti y otros comercia,n-
tes>, recomienda un Trattato dei buoni costumi cuyo autor es también comerci¡mte,
«empieza por abrir las tuyas. Y actúa. Una vez que hayas arreglado tus asuntos setá el
momento de enviar a los demás su cotreo» 114 • Esto ocurría en 1360. Pero en nuestros
días, en nuestros países de libre competencia, he aquí la carta que podían recibir en
1973 algunos happy few, invitados a suscribirse a un costoso y preciado abono para re-
cibir, cada semana, algunas hojitas mecanografiadas de información prioritaria: «Uste·
des serán perfectamente conscientes de que una información divulgada pierde el 90
por 100 de su valor. Vale más saber [las cosas] dos o tres semanas antes que los demás•;
su actuación ganará así «considerablemente en seguridad y en eficacia». Nuestros lec·
tores «no deberán olvidar que ellos han sido los primeros en estar informados de la in-
minencia de la dimisión del primer ministro y de la próxima devaluación del dólar•.
Los especuladores de Amsterdam, de los que hemos mencionado hasta qué punto
sus juegos estaban supeditados a las noticias, verdaderas o falsas, imaginaron ellos tam-
bién un servicio de informaciones prioritarias. Nos damos cuenta de ello por casuali-
dad, en agosto de 1779, en el momento de pánico provocado por la entrada de la flota
francesa en l~ Mancha. En lugar de utilizar eí servicio regular de paquebotes, los es-
peculadores holandeses organizaron un servicio de enlaces ultra-rápidos, por barcas li-
geras, entre Holanda e Inglaterra: salida de Catwyk cerca de Skervenin en Holanda,

353
El capitalümo en su propio terreno

llegada cerca de Harwisht, Inglaterra, en Soals «donde no existe ningún puerto sino só-
lo una rada, lo que no oca,siona retraso ... 1>. Y he aquí los tiempos récord: Londres-
Soals, 10 horas; Soals-Catwyk, 12 horas; Catwyk-La Haya, 2 horas; la Haya-París, 40
horas. O sea Londres-París en 72 horas 111 •
Dejando apane las noticias especulativas, lo que los comerciantes de antaño que-
rían conocer los primeros era lo que nosotros denominaríamos hoy la coyuntura corta,
en lenguaje de la época la amplitud o la estrechez de los_ mercados. Estas palabras (to-
madas por todas las lenguas de Europa de la jerga de los comerciantes italianos: lar-
ghezza y strettezza) señalan los flujos y reflujos de la coyuntura. Dictan el juego va-
riable que interesa adoptar según que la mercancía, el contado, o el crédito (es decir
las letras de cambio) abunden o no en el mercado. Los Buonvisi escriben, el 4 de junio
de 1571, desde Amberes: «La largueza del contado nos persuade a desviar nuestra aten-
ción hacia la mercancía1> 116 • Simón Ruiz no es tan sagaz, según hemos visto, cuando
unos quince años más tarde las ciudades de Italia se encuentran súbitamente inunda-
das de dinero contante. Echa pestes y considera casi como una ofensa per:.onal que la
larghezza demasiado grande de Florencia haya puesto por las nubes sus tráficos habi-
tuales con las letras de cambio.
Es cierto que él comprende mal la situación. En aquella época, la observación mer-
cantil ha acumulado ya las experiencias: el negociante sabe juzgar con el corto plazo,
el golpe por golpe. Pero ha sido necesario que pase tiempo para que las reglas elemen-
tales que aclaran para nosotros la economía de antaño entren en el saber colectivo, in-
cluso el de los comerciantes, incluso el de los historiadores. En 1669, Holanda y las Pro-
vincias Unidas están desoladas a causa de una abundancia de mercancías sin vender 117 :
todos los precios caen, los negocios se adormecen, los barcos ya no se fletan, los alma-
cenes de la villa rebosan de existencias de mercancías sin vender. Sin embargo, algunos
comerciantes importantes continúan comprando: es la única forma, según ellos, de im-
pedir una fuerte depreciación de sus stocks, y tienen la ·potencia económica suficiente
para permitirse esta política contraria a la baja. Contrariamente a esto, todos los co-
merciantes holandeses y los embajadores extranjeros con ellos, discutirán durante me-
ses, sin comprender gran cosa, sobre las causas de esta crisis anormalmente prolongada
y que congela los negocios. Ellos se dieron cuenta, finalmente, de la influencia de las
malas cosechas de Polonia y de Alemania; esto desencadenó lo que, para nosotros, es
una crisis típica del Antiguo Régimen. Ha habido huelga de compradores. Pero ¿es su-
ficiente la explicación? Holanda tiene tantas cuerdas en su arco además del trigo y el
centeno de Alemania y Polonia, que se trata forzosamente de una crisis más general,
sin duda europea, y todavía hoy este género de crisis de rechazo no está nunca claro.
Entonces, no exijamos demasiado a personas a quienes la reflexión económica de
su tiempo permanece tan a menudo extraña. Si se arriesgan una y otra vez, es por la
fuerza: necesitan argumentos para convencer al príncipe o al ministro, para evitar opa-
ra hacer revocar una decisión o un decreto que les amenaza, para defender un proyecto
maravilloso, tan útil al interés general, que merecería, con toda seguridad, ser respal-
dado por privilegios, monopolios o subsidios. Aun así, no sobresalen apenas, en esta
ocasión, del estrecho marco cotidiano de su profesión. En realidad, sólo experimentan
indiferencia o irritación con respecto a los primeros economistas, sus contemporáneos.
Cuando apareció La.Richesse des Nations (1776), sirJohn Pringle exclamaba que no se
podía esperar nada bueno a este respecto de un hombre que no había practicado el
comercio, no más que de un abogado que quisiera hablar de física 118 • En esto se hacía
eco de muchos hombres de su tiempo. Los «economistas» provocaban fácilmente la son-
risa, al menos a nuestros hombres de letras. Entre éstos se contaban Mably, o el encan-
tador Sébastien Mercier, o el mismo Voltaire (El hombre de los cuarenta escudos).

354
El capitalismo en su propio len·eno

La «competencia
sin competidores» 119

Otra lentitud, otro obstáculo para el comerciante, es la reglamentación precisa y pe-


sada del mercado público, en general. El gran comerciante no es el único en querer
liberarse. El sistema del mercado privado, descrito por A. Everitt 120 , es la respuesta vi-
sible en todas partes a las demandas de una economía de mercado que aumenta, 'le
acelera, se transforma, que solicita el espíritu de empresa a todos los niveles. Pero en
la medida en que este sistema es a menudo ilegal (mucho menos tolerado en Francia,
por ejemplo, que en Inglaterra), queda confinado a grupos de hombres activos que,
tanto por los precios como por el volumen y la rapidez de las transacciones, trabajan
deliberadamente para desembarazarse de los apremios y controles administrativos que
continúan influyendo en los mercados públicos tradicionales.
Así pues, existen dos circulaciones, la del mercado vigilado y la del mercado libre
o que se esfuerza por serlo. Si nos fuera posible hacer cartografías de los mismos, una
en azul y la otra en rojo, veríamos que se distinguen, pero también que se acompañan
y que se complementan. La cuestión sería saber cuál es la más importante (en principio
y aun después, la antigua); cuál es la más leal, la más honradamente competitiva y re-
guladora; además de saber si una es capaz de apoderarse de la otra, de captarla, de
aprisionarla. Mirándolo de cerca, la antigua reglamentación de los mercados, en la que
se descubren los detalles aunque sólo fuera en el Traité de la police de Delamarre, re-
vela intenciones que apuntan a conservar la pureza del mercado y el interés del con-
sumidor urbano. Si todas las mercancías deben confluir obligatoriamente en el merca-
do público, éste se convierte en el instrumento de una confrontación concreta entre la
oferta y la demanda y la tarificación cambiante del mercado no es más que la expresión
de esta confrontación y una forma de preservar la competencia real tanto entre pro·
ductores como entre revendedores. El aumento de los intercambios condenaba inevi-
tablemente, a más o menos largo plazo, a esta reglamentación esdavizante hasta lo ab-
surdo. Pero los tratos directos del mercado privado no sólo tienden a la eficacia, sino
también a eliminar Ja competencia, a promover en la base un microcapitalismo que,
en sustancia, sigue las mismas vías que el capitalismo de las actividades superioresldel
intercambio. ·~ •
El procedimiento más habitual de estos microcapitalistas que amasan, a vece9' de-
prisa, pequeñas fortunas, consiste efectivamente en colocarse fuera de los precios del
mercado, gracias a los anticipos de dinero y a los juegos elementales del crédito: com-
prar el trigo antes de la cosecha, lana antes de trasquilada, vino antes de la vendimia,
dirigir los precios utilizando el almacenamiento de las mercancías y, finalmente, tener
al productor a su merced.
No obstante, en los aspectos que conciernen al abastecimiento cotidiano, es difícil
llegar muy lejos sin provocar la venganza y el descontento populares, sin ser denuncia-
do -y en Francia las denuncias van al juzgado de policía de la ciudad, al intendente
o incluso al Consejo de Comercio, en París. Las deliberaciones de éste prueban que in-
cluso asuntos aparentemente mediocres se toman muy en serio por dicho organismo:
se sabe así «que es muy peligroso» tomar medidas desconsideradas «acerca del trigo»,
que esto equivale a exponerse a desengaños, decepciones y a reacciones en cadena 111 •
Y cuando los pequeños negocios fraudulentos o por lo menos ilegales logran escapar a
las miradas indiscretas y consiguen instalar un monopolio provechoso, al menos duran-
te cierto tiempo, es que exceden del nivel del mercado local y están en manos de gru-
pos bien organizados, provistos de capitales.
De esta forma, un grupo de comerciantes asociados con importantes carniceros,

355
El capitalismo en su propio terreno

montan un negocio de envergadura con el fin de convertirse en los dueños del abaste-
cimiento de carne en París. En Normandía, Bretaña, Poitou, Lemosín, Borbonesado,
Auvernia. y Charolais, trabajan para ellos compañías de comerciantes foráneos que se
las arreglan para desviar hacia las ferias que ellos frementan, elevando los precios, los
animales que normalmente irían hacia los mercados locales, y para disuadir a los ga-
naderos de enviarlos directamente a París donde, según les aseguran, los carniceros son
muy malos pagadores. Dichos comerciantes compran entonces ellos mismos al produc-
tor, clo que es de gran importancia», explica un informe circunstanciado al interventor
general de Hacienda (junio de 1724), «pues habiendo comprado el ganado en sociedad
en una cantidad mayor a la mitad del mercado de Poissy, fijan el precio que ellos quie-
ren porque es obligatorio comprarles a ellos» 122 • Con motivo de indiscreciones parisien-
ses se ha puesto al descubierto la naturaleza de este tráfico que concentra en París ac-
tividades aparentemente inocentes y diseminadas entre varias zonas ganaderas, muy dis-
tantes unas de otras.
Otro asunto de envergadura: en 1708, un informe al Consejo de ComercioLB de-
nuncia «al gremio [ ... J muy numeroso» de los «comerciantes de mantequilla, queso y
otras mercancías comestibles [ ... ], vulgarmente llamados grasientos en Burdeos». Ma-
yoristas o detallistas, están todos agrupados en una «sociedad secreta», y cuando la de-
claraci6n de guerra, en 1701, «habían almacenado gran cantidad de estas mercancías»,
poniéndolas seguidamente a elevado precio. Para evitar esto, el rey concedió pasaportes
a los extranjeros para que llevasen estas mercancías a Francia, a pesar de la guerra. Res-
puesta de los grasientos: éstos compran «todos los cargamentos [ ... ] de esta índole que
vienen al puerto». Y los precios se mantienen. Finalmente ganaron mucho dinero «con
esta especie de monopolio», añade el informe que propone un medio bastante compli-
cado e inesperado para recuperar una pequeña parte. Todo esto es exacto, se lee en un
comentario hecho al margen de la me~oria. Pero es necesario reflexionar dos veces an-
tes de atacar a estos comerciantes «porque se cree que hay más de 60 muy ricos» 124 •
No son raras las tentativas de este género, pero gracias a las intervenciones admi-
nistrativas, nosotros sólo conocemos las que han fracasado. Así pues, en 1723, en el
Vendómois, los comisionistas de vinos, en vísperas de la vendimia, tuvieron la idea de
monopolizar todos los toneles de vino. Hubo quejas de los propietarios de los viñedos
y de los habitantes del país, y se prohibió a dichos comisionistas comprar toneles de
vinom. En 1707 ó 1708, son los aristócratas vidrieros de las orillas del Biesme quienes
se levantan contra «tres o cuatro comerciantes que se han hecho dueños absolutos del
comercio de garrafas [botellas grandes] que hacen transportar a París; y como son ricos,
han excluido a los carreteros y a otras gentes menos acomodadas» 126 • Unos sesenta años
más tarde, un comerciante de Sainte-Menehould y un notario de Clermont-en-Argon-
ne tuvieron la misma idea. Fundan una sociedad y, durante diez meses, tratan con los
«propietarios de todas las fábricas de vidrio [Jic]» del valle del Argonne, «para conver-
tirse en los únicos dueños de la totalidad de las botellas de sus fábricas durante nueve
años, con una cláusula expresa de no vender botellas más que a la sociedad en cuestión
o por su cuenta». Resultado: los propietarios de los viñedos champaneses, clientes nor-
males de estas fábricas de vidrio próximas, ven de repente que el precio de sus botellas
aumenta en un tercio. A pesar de tres escasas cosechas y, por consiguiente, una deman-
da poco abundante, «esta sociedad de millonarios que tiene en su mano todo el pro-
ducto de las fábricas no quiere bajar el precio que ha estimado conveniente establecer
e incluso espera que un año abundante le proporcione [ ... } los medios de aumentarlo
aún>. Las quejas en febrero de 1770 del alcalde y de los co.ncejales de Épernay, apoya-
dos por la ciudad de Reims, vencieron a estos «millonarios>: se baten en retirada con
dignidad, pero precipitadamente, y anulan sus contratos 127 •
Los monopolios o presuntos monopolios de los comerciantes de hierro para apode-

356
El capitalismo en su propio terreno

Viñeta que ilustra el reglamento del mercado de ganado de Hoorn, en Holanda del Norte, siglo
XVIII. (Cliché Fundación Atlas van Stolk.)

rarse en todo o en parte de la producción de las forjas del reino, son sin duda negocios
más serios. Nos gustarfa estar ampliamente informados, pero nuestros documentos son
demasiado breves. Hacia 1680, una memoria denuncia «la cábala formada entre todos
los comerciantes de París», que se han abastecido de hierro procedente del extranjero
para poder tener a su merced a los propietarios de las forjas francesas. Las comparsas
se reúnen todas las semanas en casa de uno de ellos, en la plaza Maubert, hacen sus
compras en común, imponiendo a los productores precios cada vez más bajos, sin cam-
biar no obstante su propia tarifa de reventa us. Otra tentativa, en 1724, pone en tela
de juicio a «dos ricos negociantes» de Lyon 129. Las dos veces, los culpables o presllhtos
culpables replican, juran por lo más sagrado que son acusados indebidamente y ofüie-
nen la colaboración de autoridades que testifican en su favor. En todo caso, escapan a
la venganza pública. ¿Es esto prueba.de su inocencia o de su fuerza? Esta cuestión se
plantea de nuevo al leer, unos sesenta años más tarde, en marzo de 1789, de la pluma
de los diputados de Comercio, que el hierro desempeña un papel muy importante en
la ciudad de Lyon, y que «Son los comerciantes lioneses», asiduos en las ferias de Beau-
caire, «quienes hacen los préstamos a los dueños de las forjas del Franco-Condado y de
Borgoña» 13 º.
En todo caso, existen ciertamente pequeños monopolios buenos, oblicuos, protegi-
dos por hábitos locales, que encajan tan bien en las costumbres que ni siquiera levan-
tan protestas, o poco menos. Bajo este punto de vista, admiramos la astucia sencilla de
los comerciantes de trigo de Dunquerque. Cuando un navío extranjero vende en el puer-
to su cargamento de granos (como sucede al final del año 1712, con una multitud de
muy pequeños navíos ingleses de 15 a 30 toneladas, en el momento en que se reanu-
dan las relaciones comerciales poco antes de finalizar la Guerra de Sucesión de Espa-
ña), la regla consiste en no vender en los muelles cantidades inferiores a cien razieres
-entendiéndose por razt'ere una «medida de agua» que es un octavo mayor que la ra-
ziere ordinaria 131 Así pues, sólo compran en el puerto los grandes comerciantes y al-
gunos notables que tienen medios; a todos los demás, el trigo les es revendido en la

357
El capitalismo en su propio terreno

ciudad, a pocos centenares de metros de allí; ahora bien, algunos centenares de metros
corresponden a un alza de precios singular: el 3 de diciembre de 1712, las cotizaciones
son respectivamente de 21 por una parte y de 26-27 por la otra. A este 25 % aproxi-
mado de beneficio, hay que añadir la ventaja de la octava parte de bonificación que
representa la diferencia de capacidad entre la «medida de agua» y la raziere ordinaria,
por lo que es de comprender que el modesto observador que redacta estos informes
destinados al control general se indigne un buen día, aunque a medias, de este mo-
nopolio de compra reservado a las grandes fortunas: «La gente humilde», escribe, «no
gana nada en esto, al no poder hacer compras de tanta envergadura. Si se ordenase que
cualquier persona particular de esta ciudad estuviera autorizada a comprar de 4 a 6 ra-
zieres cada una, esto calmaría al público» 1i 2 •

Los monopolios
a escala internacional

Pero cambiemos de escala y pasemos al gran negocio de los exportadores-ímporta-


dores. Los ejemplos que preceden permiten presagiar cuáles son las facilidades y la im-
punidad que puede proporcionar el comercio a larga distancia -de hecho exento de
vigilancia, dadas las distancias entre los diversos lugares de venta y los actores implica-
dos en estos intercambios- a quien desea rodear el mercado, eliminar la competencia
mediante un monopolio de derecho o de hecho, alejar la oferta y la demanda de tal
forma que los terms of trade dependan únicamente del intermediario, que está solo,
de hecho, para controlar la situación de los mercados a ambos extremos de la larga ca-
dena. Las condiciones sine qua non para introducirse en estos circuitos del gran bene-
ficio son: disponer de capitales suficientes, de crédito en la plaza, de buenas informa-
ciones, de relaciones, en fin, de socios en los puntos estratégicos de los itinerarios y que
comparten el secreto de sus negocios. Le Parfait Négociant, o incluso el Dictionnaire
de commerce de Savary des Bruslons enumeran para nosotros, a escala de la compe-
tencia internacional, toda una serie de procedimientos mercantiles discutibles y decep-
cionantes, si hemos de creer en las virtudes de la libertad de empresa para salvaguardar
la economía hasta el máximo y el equilibrio de los precios, de la oferta y de la demanda.
El P. Mathias de Saint-Jean (1646) los denuncia vehementemente en nombre de la
opresi6n extranjera que pesa sobre el pobre reino de Francia. Los holandeses son gran-
des compradores de vinos y de aguardientes. Nantes, donde afluyen los «vinos de Or-
leáns, de Boisgency [Beaugency], Blois, Tours, Anjou y Bretaña», se ha convertido en
uno de sus lugares de acción, hasta tal punto que se han multiplicado las viñas y que,
en estos países del Loira, el cultivo del trigo ha retrocedido peligrosamente. La supe-
rabundancia de vino obliga a los productores a generar una gran cantidad del mismo
y a «convertirlo en aguardiente», pero el aguardiente implica un enorme consumo de
madera para la destilaci6n; entonces las reservas de los bosques próximos se reducen y
el precio del combustible aumenta. En estas circunstancias ya difíciles, a los comercian-
tes holandeses les es fácil tratar la compra antes de la cosecha: hacen préstamos a los
campesinos, clo que representa una especie de usura que las mismas leyes de la con-
ciencia no permiten». Contrariamente, permanecen dentro de las reglas admitidas si se
contentan con «arrer», dar arras, quedando entendido que el vino se pagará finalmente
al p.r:ecio del mercado, después de la cosecha. Pero inmediatamente después de la ven-
dimia, hacer bajar los precios es juego de niños. «Los señores extranjeros», dice nuestro
guía, «Son también dueños y árbitros absolutos del valor de sus vinos». Otro hallazgo,
llevan toneles a los propietarios de las viñas, pero «al estilo de Alemania, para hacer

358
El capitalismo en su propio terreno

creer a los del país hacia donde transportan nuestros vinos que son vinos del Rin• -es-
tando éstos, como se puede adivinar, a precio más alto 133 •
Otro procedimiento: procurar sabiamente que la mercancía escasee en los mercados
a los que se aprovisiona -si se dispone, claro está, del dinero necesario para resistir el
tiempo que sea menester. En 1748, la Compañía Inglesa de Turquía, llamada también
Levant Company, decide «diferir diez meses la fecha de salida de sus barcos para Tur-
quía; demora que prolongó después en diferentes ocasiones, y cuyo motivo e intención
anunció abiertamente, es decir, provocar el alza de los precios de las manufacturas in-
glesas en Turquía y el de la seda en Inglaterra» 134 • Esto es ganar en dos tableros a la
vez. Igualmente, los negociantes de Burdeos calculan las fechas de sus viajes y el volu-
men de los cargamentos que envían a la Martinica, de tal forma que las mercancías de
Europa sean muy escasas para hacer que los precios suban, a veces fabulosamente, y
que el azúcar que se iba a enviar fuera comprada poco después de la cosecha para que
resultase bien de precio.
La tentación más frecuente, en realidad la solución fácil, consiste en llegar a insti-
tuir un monopolio sobre algunas mercancías de gran difusión. Ciertamente, ha habido
siempre monopolios fraudulentos, ocultos o expuestos con insolencia, conocidos por to-
dos, a veces respaldados con la bendición del Estado. A principios del siglo XIV, según
Henri Pirenne 13 l, se acusaba a Bruges Robert de Cassel «de tratar de instituir una en-
ninghe para comprar todo el alumbre importado en Flandes y dominar así sus precios•.
Por otra parte, todas las empresas tienden a crear su o sus monopolios. Aun sin que-
rerlo explícitamente, la Magna Societas, que controla a finales del siglo XV la mitad del
tráfico exterior de Barcelona, tiende a monopolizar este precioso tráfico. Por otra parte,
desde aquella época, ¿quién ignora lo que es necesario entender por monopolio? Kon-
rad Peutinger, historiógrafo de la ciudad de Augsburgo, humanista y sin embargo ami-
go de los comerciantes -y que por cierto se casó con una hija de los Welser-, dice
sin ambajes que monopolizar es «bona et merces omnes in manum unam deportare»,
o sea llevar en una sola mano la riqueza y todas las mercancías 136.
De hecho, en la Alemania del siglo XVI la palabra monopolio se convirtió en un
verdadero caballo de batalla. Se aplica indistintamente a los carteles, a los sindicatos,
a los acaparamientos e incluso a la usura. Las empresas colosales -los Fugger, los Wel-
ser, los Hochstetter y algunas otras- causan impacto en la opinión pública por l~ in-
mensidad de sus redes, más extensas que Alemania encera. Las empresas medias y Jne-
diocres temen no poder ya sobrevivir. Estas declaran la guerra contra los monopólios
de los gigantes, uno de los cuales garantizaba el mercurio y el otro el cobre y la plata.
El Reichstag de Nuremberg (1522-1523) se pronuncia contra ellos, pero las empresas
gigantes se salvan por los dos edictos que Carlos V promulga en su favor, el 10 de mar-
zo y el 13 de mayo de 1525 137 En estas condiciones, es curioso que ese verdadero re-
volucionario que fue Ulrich de Hutten eche la culpa en sus diatribas no a la explota-
ción de metales, de los que el suelo de Alemania y los pafses vecinos está lleno, sino
a las especias asiáticas, el azafrán de Italia o de España, la seda: «¡Abajo la pimienta,
el azafrán y la seda!», exdamaba, «[ ... ] Mi deseo más ferviente es que no se puedan
curar de la gota o del mal francés ninguno de los que no pueden prescindir de la pi-
mienta»ll8. Arrinconar la pimienta para luchar contra el capitalismo; ¿es ésta una for-
ma de acusar al lujo o al poder del comercio a larga distancia?
Los monopolios son asunto de fuerza, de astucia, de inteligencia. Los holandeses
eran maestros en este arte en el siglo XVII. Sin detenernos en la historia demasiado co-
nocida de los dos príncipes del comercio de las armas, Luis de Geer, gracias a sus fun-
diciones de cañones en Suecia, y su cuñado, Elias Trip, gracias a su impronta sobre el
cobre sueco, observemos que todo el gran comercio de Amsterdam está dominado por
grupos reducidos de grandes comerciantes que dictan los precios de un gran número

359
El capitalismo en su propio terreno

El peso de Nuremberg, escultura de Adam Kraft, 1497. (Fototeca A. Colin.)

de productos importantes: las barbas y el aceite de ballena, el azúcar, las sedas italia-
n~. los perfumes, el cobre, el' salitre 139 • Arma práctica de estos monopolios, los enor-
mes almacenes, más vastos, más costosos que grandes navíos, donde se logra almacenar
una cantidad de trigo equivalente a diez o doce años de consumo de las Provincias Uni-
das140 (1671), arenques o especias, paños ingleses o vinos franceses, salitre de Polonia
o de las Indias Orientales, cobre de Suecia, tabaco de Maryland, cacao de Venezuela,
pieles rusas y lana española, cáñamo del Báltico, seda del Levante. La regla es siempre
la misma: comprar a bajo precio al productor contra dinero al contado, mejor por an-
ticipado, almacenar y esperar {o provocar) la subida de los precios. Si se enuncia una
guerra, lo cual es promesa de elevados precios para productos extranjeros que escaseen,
los comerciantes de Amsterdam llenan a rebosar los cinco o seis pisos de sus almacenes,
hasta tal punto que en vísperas de la Guerra de Sucesión de España, por ejemplo, los
barcos no conseguían desembarcar sus mercancías por falta de sitio.
Aprovechando su superioridad, el negocio holandés explota incluso a Inglaterra a
principios del siglo XVII al igual que explota los países del Loira: compras directas al
productor, «at the first hand and at the cheapeJt seasons of the yean> 141 (y esto añade

360
El capitalismo en su propio terreno

un matiz al private market descrito por Everitt), por mediación de agentes ingleses u
holandeses que recorren campos y ciudades; reducción sobre los precios de compra ob-
tenidos contra pago al contado, o contra pago de préstamos sobre telas aún no confec-
cionadas, sobre pescado aún no capturado. Resultado: los productos franceses o ingle-
ses se suministran en el extranjero por los holandeses a precios iguales o inferiores a los
de las mercandas en Francia o en Inglaterra, situación que no deja de causar estupor
a los observadores franceses y a la cual no encuentran otra explicación que la de los ba-
jos precios del flete holandés.
En el Báltico, una política análoga aseguró durante mucho tiempo a los holandeses
una dominación casi absoluta de los mercados del Norte.
En 1675, cuando aparece Le Parfait Négociant de Jacques Savary, los ingleses han
logrado infiltrarse en el Báltico, aunque el reparto sea aún desigual entre ellos y los
holandeses. Para los franceses, que a su vez querían participar, las dificultades se mul-
tiplican considerablemente. La menor dificultad no consiste en reunir los enormes ca-
pitales necesarios para entrar en el juego. En efecto, las mercancías que se llevan al Bál-
tico se venden a crédito y, a la inversa, todo se compra allí con dinero al contado, en
rixdales de plata «que circulan por todo el Norte». Estas rixdales deben comprarse en
Amsterdam o en Hamburgo; además, hay que disponer allí de corresponsales para las
remesas. También es necesario tener corresponsales en los puertos del Báltico. Ultimas
dificultades: los contratiempos de los ingleses y más aún de los holandeses. Estos últi-
mos hacen «todo lo que pueden para[ ... ] esquivar y asquear [a los franceses ... ], ven-
diendo sus mercancías más baratas, incluso con grandes pérdidas, y comprando más ca-
ras las del país, para que al experimentar pérdida los franceses esto pueda quitarles las
ganas de regresar de nuevo allí. Existe una infinidad de ejemplos de negociantes fran-
ceses que han hecho comercio en el Norte que se han arruinado por esta nefasta forma
de actuar de los holandeses, por haberse visto obligados a vender sus mercancías con
considerable pérdida, pues de otra manera no las habrían vendido> 142 • Esta política ho-
landesa es evident~mente muy consciente. En septiembre de 1670, cuando se organiza
la Compagnie Franfaise du Nord, De Witt es enviado en persona a Dantzig para obte-
ner nuevos privilegios de Polonia y de Prusia «a fin de ir a la vanguardia del tráfico
que los franceses pudieran introducir» 14 3.
El año precedente, en el curso de la terrible crisis de ventas de la que hemos ~~­
blado, las reflexiones de los holandeses citados por Pomponne no son menos revelad9-
ras. Dieciocho barcos de las Indias han llegado o están a punto de llegar. ¿Qué s~cé'­
derá con esta nueva aportación en una ciudad sobrecargada de stocks? La CompaÍiía
no ve más que un remedio: inundar Europa «con tanta pimienta y tantas telas de al-
godón, y a tan buen precio, que impediría a las demás naciones la ventaja de ir a com-
prarlas, especialmente a Inglaterra. Estas son las armas con las que estas gentes han com-
batido aquí siempre contra sus vecinos en el comercio. Estas podrían finalmente resul-
tarles perjudiciales, si para impedir el beneficio de los demás estuvieran obligados ellos
mismos a privarse de dicho beneficio» 144 • De hecho, los holandeses son bastante ricos
para llevar a cabo este o cualquier otro tipo de juego. Las mercancías llevadas en gran
cantidad por esta flota se venderán durante el verano de 1669, habiéndolo comprado
todo los comerciantes de Amsterdam a buen precio para mantener eJ valor de sus stocks
anteriores 145
Pero la búsqueda del monopolio internacional es un hecho en todas las plazas mer-
cantiles. Así ocurre en Venecia y en Génova. Jacques Savary lo explica detalladamente
en lo que se refiere al precioso mercado de la seda bruta 146 , que desempeña un papel
esencial en la vida industrial francesa. Las sedas crudas de Messina sirven especialmente
para la fabricación de las ferrandinas y moarés de Tours y de París. Pero su acceso es
más difícil que el de las sedas del Levante, puesto que son enviadas por el comercio y

361
El capitalismCJ en su propio terreno

los telares de Florencia, Luca, Livorno o Génova. Los franceses no tienen prácticamen-
te acceso a las compras de primera mano. De hecho, son los genoveses quienes domi-
nan el mercado de la seda siciliana y hay que pasar por ellos obligatoriamente. Sin em-
bargo, la seda la venden los campesinos productores en los mercados de los pueblos
con una sola condición, la de que el comprador pague al contado. En principio, pues,
existe libertad de comercio. De hecho, cuando los genoveses, como tantos comerciantes
italianos; hubieron invertido su dinero en tierras, a final del siglo XVI, su preferencia
se inclinaba hacia «los lugares donde la seda era mejor y más abundante:&. Además les
resulta fácil comprar por anticipado a los campesinos productores y, si una cosecha
abundante amenaza con hacer bajar los precios, les basta con comprar en las ferias y
mercados algunas balas a alto precio para hacer subir las cotizaciones y revalorizar los
stocks constituidos de antemano. Por otra parte, al poseer los derechos de ciudadanía
en Messina, quedan exentos de los impuestos que gravan a los extranjeros. De ahí la
amarga decepción de dos comerciantes de sedas en Tours, que junto con un siciliano
llegan a Messina con 400.000 libras con las que pensaban hacer añicos el monopolio
genovés. Fracasan y los genoveses, tan hábiles corno los holandeses, les dan una lección
inmediata suministrando seda a Lyon a un precio inferior al que los comerciantes de
Tours habían obtenido en Messina. Cierto es que los lioneses, a menudo comisionistas
de comerciantes genoveses en aquella época, están en connivencia con ellos, según un
informe de 1701 147 • Ellos aprovechan esto para perjudicar a las manufacturas de Tours
París, Ruan y Lille, competidoras de las suyas. Entre 1680 y 1700, el número de oficios
en Tours pasó de 12.000 a 1.200.
Naturalmente, los más grandes monopolios son los de derecho y no solamente los
de hecho de las grandes compañías mercantiles, ante todo los de las Indias. Pero en
este caso se trata de un problema diferente, puesto que estas compañías privilegiadas
se construyen con la connivencia normal del Estado. Volveremos seguidamente a tratar
de estos monopolios a caballo entre lo económico y lo político.

Un ensayo de monopolio fallido:


el mercado de la cochinilla, en 1787

A quien pensase que sobrestimamos el papel del monopolio le proponemos la his-


toria bastante sorprendente de una especulación sobre la cochinilla que trataron de ha-
cer los Hope, en 1787, en una época en que la firma era una empresa que se ocupaba
a gran escala del lanzamiento de empréstitos, rusos y otros, sobre la plaza de Amster-
dam 148. ¿Por qué estos grandes manipuladores de dinero se lanzaron a un negocio se-
mejante? Primeramente porque los responsables de la firma piensan que en el trans-
curso de una crisis que se remonta según ellos al menos a 1784, al final de la «cuarta»
guerra contra Inglaterra, se ha descuidado demasiado el comercio en beneficio de los
empréstitos, y que es quizás el momento adecuado para dedicarse a las mercancías. La
cochinilla, suministrada por Nueva España, es un producto de lujo para el teñido de
los tejidos, que, detalle importante, tiene la ventaja de conservarse. Ahora bien, según
sus informaciones, Henri Hope está persuadido de que la próxima cosecha será medio·
ere, que los stocks existentes en Europa son exiguos (1. 750 balas, le aseguran, almace-
nadas en Cádiz, Londres y Amsterdam), que estando los precios a la baja, desde hace
algunos años, los compradores han tenido tendencia a comprar sólo en la medida de
sus necesidades. Su proyecto consiste, ni más ni menos, en comprar a bajo precio, en
el mismo instante (para no alarmar el mercado) y en todas las plazas a la vez, al menos
las tres cuartas partes de los stocks existentes. Seguidamente hacer subir los precios y

362
El capitalismo en su propio terreno

volver a vender. Coste previsto de la inversión: de 1, 5 a 2 millones de guilders -o sea


una suma enorme. H. Hope estimaba que no podía producirse pérdida alguna, aun
cuando no se realizasen los grandes beneficios esperados. En cada ciudad se aseguró la
complicidad de una casa; los Baring de Londres participaron incluso con una cuarta par-
te en el negocio.
Finalmente la operación fue un fracaso. Primeramente con motivo de la crisis la-
tente: los precios no subieron lo suficiente. También como consecuencia de la ·lentitud
del correo, que causó retrasos en la transmisión de pedidos y en su ejecución. Por úl-
timo, y sobre todo, porque a medida que se efectuaban las compras se vio que los
stocks existentes eran infinitamente mayores de lo que habían dicho los informadores.
Hope se obstinará en querer comprarlo todo, en Marsella, en Ruan, en Hamburgo, in-
cluso en San Petersburgo, no sin disgustos al mismo tiempo. Finalmente, tendrá en
sus manos dos veces el stock que esperaba reunir. Y encontrará mil dificultades para
deshacerse de este stock, debido a las dificultades para su venta en el Levante, a la
Guerra Ruso-turca y a las dificultades de la venta en Francia como consecuencia de la
crisis de la industria textil.
En resumen, la operación se saldará con pérdidas importantes, que la riquísima fir-
ma Hope absorberá sin dolerse y sin interrumpir sus especulaciones beneficiosas sobre
los empréstitos extranjeros. Pero todo el clima de la vida mercantil de la época se en-
cuentra iluminado por este episodio y la abundante correspondencia conservada en los
archivos de la firma.
En todo caso, en este ejemplo concreto, se dudará de la pertinencia de los argu-
mentos de P. W. Klein, el historiador de la gran firma de los Trip 149 • No niega ni
por un instante, sino al contrario, que todo el gran negocio de Amsterdam fuera cons-
truido, desde el siglo XVII, en base a monopolios más o menos perfectos, en todo caso
renacientes y buscados sin cesar. Pero la justificación del monopolio, bajo su punto de
vista, equivaldría al progreso económico, incluso al crecimiento. Pues el monopolio, se-
gún él lo explica, es el seguro contra los numerosos riesgos que acechan a los negocios;
es la seguridad, 'Y sin la seguridad no hay inversiones repetitivas, ni ampliación conti-
nua del mercado, como tampoco investigación de nuevas técnicas. Si la moral quizás
lo condena, la economía, y por qué no decirlo, el bien general se benefician finalmen-
te del monopolio. '1
Para aceptar esta tesis, sería necesario estar persuadido desde el principio de las vit•
tudes exclusivas del empresario. No será de extrañar que Klein se refiera a J. SchL1m-
peter. Pero el progreso económico, el espíritu de empresa y la innovación técnica, ¿vie-
nen siempre de lo alto? El gran capital ¿es el único capaz de suscitarlos? Y volviendo
al caso concreto de los Hope, en su búsqueda del monopolio de la cochinilla, ¿en qué
forma tratan de obtener una seguridad? ¿No aceptan más bien el riesgo de la especu-
lación? Para terminar, ¿qué innovación hacen? ¿En qué forma sirven el interés econó-
mico general? Hace mucho más de un siglo que, sin la intervención de los holandeses,
la cochinilla se ha convertido en la reina de las materias colorantes, una mercancía «real»
para todos los negociantes de Sevilla. Los stocks que los Hope obtienen a través de Eu-
ropa están repartidos según la regla de las necesidades industriales, y son estas necesi-
dades las que guían o deberían guiar el juego. ¿Cuál será la ventaja, para la industria
europea, si esos stocks de cochinilla, reunidos en una sóla mano, aumentasen brutal-
mente de precio, lo cual es el objetivo reconocido de toda la operación?
De hecho, P. W. Klein no ve que el conjunto de la posición de Amsterdam cons-
tituye un monopolio en sí, y que el monopolio no va a la búsqueda de la seguridad,
sino del dominio. Toda su teoría no valdrá más que con la condición de que lo que
es bueno para Amsterdam sea bueno para el resto del mundo, para mencionar una fór-
mula muy conocida.

363
El capitalismo en su pmpio terreno

Haarlem, grúa de descarga y muelle del canal. Cuadro de Gerrit Berckeyde (1638-1698). (Museo
de Douai. Cliché Giraudon.)

La perfidia
de la moneda

Hay otras superioridades mercantiles, otros monopolios que permanecen invisibles


para sus mismos beneficiarios, hasta tal punto son naturales. La actividad económica
superior, aglomerándose alrededor de los poseedores de grandes capitales, fabrica, en
efecto, estructuras de rutina que les favorecen al día, sin que siempre se den cuenca de
ello. En particular, por lo que se refiere a la moneda, se encuentran en la cómoda po-

364
El capitalismo en su propio terreno

sición de un poseedor de divisas fuertes que viviese hoy en un país con la moneda de-
preciada. Pues los ricos son prácticamente los únicos que manejan en su mayoría y que
conservan en su poder las monedas de oro y de plata, mientras que los pobres no tie-
nen en sus manos más que calderilla y monedas de cobre. Así pues, estas diversas mo-
nedas actúan unas con relación a las otras como actuarían, yuxtapuestas en una misma
economía, monedas fuertes y monedas débiles entre las cuales se quisiera mantener ar-
tificialmente una paridad fija -operación imposible en realidad. Las fluctuaciones son
continuas.
En efecto, en tiempos del bimetalismo o más bien del trimetalismo, no hay una
moneda, sino varias monedas. Y éstas son hostiles las unas a las otras, opuestas como
la riqueza y la penuria. Jakob van Klaverenn°, economista e historiador, se equivoca
al pensar que el dinero es simplemente dinero, cualquiera que sea la forma en que se
presente: oro, metal blanco, cobre o incluso papel. Igualmente se equivoca el fisiócrata
Mercier de la Riviere, que escribe en la Encyclopédie: «El dinero es una especie de río
en el que se transportan las cosas comerciales.» No, o pongamos la palabra río en plural.
El oro y la plata chocan. La ratio entre los dos metales entraña un sinfín de movi-
mientos vivos de un país a otro, de una economía a otra. El 30 de octubre de 1785,
una decisión francesam hace pasar la relación oro-plata de 1 contra 14,5 a 1 contra
15,3 -esto para detener la evasión del oro fuera del reino. Tanto en Venecia como en
Sicilia, en el siglo XVI y posteriormente, ya lo he dicho, la sobrealza del oro hace que
éste sea una mala moneda, ni más ni menos, y que expulse a la buena, según la pseu-
doley de Gresham. La buena, a la sazón, es la plata, el metal blanco, necesario enton-
ces para el comercio del Levante. En Turquía se dieron cuenta de esta anomalía y, en
1603, llegó a Venecia una cierta cantidad de zecchini, o sea piezas de oro, que se cam-
biaban de forma ventajosa, habida cuenta del curso de la plaza. Toda la Edad Media
monetaria, en Occidente, ha estado bajo el signo del doble juego del oro y de la plata,
con saltos, alteraciones, sorpresas, que la modernidad también conocerá pero a un ni-
vel menor.
Aprovechar este juego, elegir entre metales según la operación a efectuar, según se
pague o se cobre, no es para todo el mundo, sino para los privilegiados que ven pasar
por sus manos cantidades importantes de piezas de monedas o de títulos de crédito.
El señor de Malestroit podía escribir sin riesgo a equivocarse, en 1567: la moneda'es
«una cábala que poca gente emiende» 152 • Y naturalmente, los que lo entienden se apib-
vechan de ello. De esta forma, hacia mediados del siglo XVI hay una verdadera réela-
sificación de hs fortunas cuando el oro recupera, y por mucho tiempo, su primacía so-
bre la plata como consecuencia de las continuas llegadas de metal blanco de América.
Hasta entonces, el metal blanco había sido el valor escaso (relativamente), es decir se-
guro, «la moneda orientada hacia el atesoramiento, desempeñando el oro la función
de moneda de las transacciones importantes». La situación se invierte entre 1550 y
1560 153 , y los comerciantes genoveses serán los primeros, en la ciudad de Amberes, en
enfrentar el oro contra el metal blanco y en sacar provecho de un juicio pertinente, an-
ticipándose al de los demás.
Un enfrentamiento más generalizado y menos visible, que en cierto modo ha en-
trado en las costumbres diarias, es el de las monedas fuertes -oro y plata- contra las
monedas débiles -calderilla (cobre y un poco de plata) o cobre puro. Para esas rela-
ciones, Cario M. Cipolla ha utilizado muy pronto la palabra cambio, no sin irritar a
Raynond de Roover a causa de las evidentes confusiones que esta palabra implica 1 ~4 •
Pero decir, como propone éste, «cambio interno» o, como J. Gentil de Silva, «cambio
vertical» -cuando el «verdadero cambio, el de las monedas y el de las letras de cambio
de una plaza a otra se denomina horizontal»- no nos conduce a nada. La palabra cam-
bio subsiste, y ello es razonable puesto que se trata del poder adquisitivo, en moneda

365
F./ capitalismo en su propio terreno

La peseuse d'or, cuadro dejean Gossaert Mabuse, comienzos del siglo XVI. (Colección Viollet.)

366
El capitalismo en su propio terreno

débil, de las piezas de oro o de plata; de una relación impuesta (aunque no respetada
y por lo ·tanto cambiante) entre monedas cuyo valor real no corresponde a sus cotiza-
ciones oficiales. El dólar, en la Europa de después de la guerra, disfruta de un gran
privilegio con relación a las monedas locales. O bien se vendía por encima de la coti-
zación oficial en el «mercado negro», o bien, de una forma muy legal, una compra en
dólares se beneficiaba de un descuento en el precio del 1O al 20 % . Es esa imagen la
que mejor permite comprender la punción automática que los poseedores de monedas
de oro y plata operaban sobre el conjunto de la economía.
En efecto, por una parte, se pagan en moneda mala todas las transacciones menu-
das del comercio al detalle, las mercancías del campo en el mercado, los salarios de los
jornaleros o de los artesanos. Como decía Montanari (1680)m, las monedas débiles son
«per uso della plebe che spende a minuto e vive a lavoro giornaliere», para la gente
pobre que gasta en pequeñas cantidades y vive de un trabajo asalariado.
Por otra parte, las monedas débiles no cesan de depreciarse con relación a las mo-
nedas fuertes. Sea cual fuere la situación monetaria a escala nacional, las gentes pobres
sufren también, con el transcurso del tiempo, los perjuicios de una devaluación inin-
terrumpida. Así sucede en Milán, a principios del siglo XVII, donde la moneda fraccio-
naria está compuesta de pequeñas piezas, las terline y las sesine, las cuales eran antaño
calderilla y luego se convirtieron en simples pedazos de cobre; los parpagliole, que con-
tienen un poco de plata, son de un valor más elevado. Terline y sesine, gracias a la
negligencia del Estado, son en resumidas cuentas monedas fiduciarias, cuyo curso está
siempre en baja 1' 6 • Del mismo modo en Francia, en agosto de 1738, d'Argenson ob-
serva en su }ournal: «Ha habido esta mañana una disminución sobre las piezas de dos
soles, que asciende a dos ochavos; esto representa la cuarta parte del total, lo cual es
grave»m
Todo esto entraña ciertas consecuencias. En las ciudades industriales con proleta-
riado y subproletariado, los salarios monetarios están desfasados hacia abajo con rela-
ción a los precios, que suben más fácilmente que los salarios. Esta es una de las razones
por las que el artesanado lyonés se levanta en 1516 y en 1529. En el siglo XVII, estas
devaluaciones internas que, hasta entonces, habían afectado sobre todo a las grandes
ciudades, se contagian como la peste a las pequeñas ciudades, a los burgos donde la
industria y la masa de artesanos buscan refugio. J. Gentil da Silva, del que obtell&º
esta importante información, piensa que Lyon, en el siglo XVII, echa la red de su tt:ii:-
plotación monetaria en los campos circundantes 1' 8 • Evidentemente, sería necesario de-
mostrar la realidad de esta posible conquista. En todo caso, queda demostrado qué la
moneda no es ese fluido neutro del que todavía hablan los economistas. La moneda,
maravilla del intercambio, sí, pero también engaño al servicio del privilegio.
El juego, para el comerciante o las gentes adineradas es sencillo: poner en circula-
ción la calderilla en cuanto la reciban, no conservar más que las piezas de valor, con
poder adquisitivo mucho más elevado que su contrapartida oficial en «moneda negra»,
como se decía~ Este es el consejo que un manual de comercio (1638) 1' 9 da a un cajero:
«En los pagos que haga, que dirija su mano a la moneda que, en su momento, se ten-
ga en menor estima.» Y, por supuesto, que guarde la mayor cantidad posible de mo-
nedas fuertes. Esta es la política de Venecia, que se deshace regularmente de su calde-
rilla, enviándola en barriles enteros a sus islas de Levante. Es la astucia infantil de esos
comerciantes españoles del siglo XVI' que llevan el cobre para hacerlo acuñar en la Casa
de la Moneda de Cuenca, en Castilla la Nueva; prestan esta moneda de calderilla a los
maestros tejedores de la ciudad, que necesitan para comprar las materias primas nece-
sarias para sus talleres, y especifican que el reembolso se hará en monedas de plata, en
las ciudades o ferias donde dichos maestros tejedores van a vender sus paños 160 • En
Lyon, hacia 1574, se prohíbe a los corredores de comercio ir «por delante de las mer-

367
El capitalismo en su propio terreno

cancías para acapararlas», así como también «ir a las hostelerías o las casas privad~s para
comprar las monedas de oro y de plata y fijarles el precio que ellos quieran» 161 . En Par-
ma, en 1601, se quiere poner fin de una vez a la actividad de los cambistas de mone-
da, los tr.bancherotti», acusados de recoger las monedas de plata y de oro buenas y ha-
cerlas desaparecer de la ciudad, para introducir allí las monedas débiles o de mala ca-
lidad162. Obsérvese cómo proceden los comerciantes extranjeros en Francia, especial-
mente los holandeses (1647): «•.. ellos envían a sus agentes y comisarios monedas de su
país, muchas de ellas alteradas o de aleación mucho más baja que las nuestras. Y pa-
gan con estas monedas la mercancía que compran, reservándose nuestra mejor mone-
da, que envían a su país»'6}.
No hay cosa más sencilla, pero para tener éxito es necesario estar en condiciones de
superioridad. Esto es lo que despierta nuestra atención acerca de estas invasiones regu-
lares de piezas de mala calidad que abruman la historia general de las monedas. No
se trata siempre de operaciones espontáneas o inocentes. Dicho esto, ¿qué sugiere en
realidad Isaac de Pinto 164 cuando da a Inglaterra, a menudo con escasez de dinero en
efectivo, el consejo, de buenas a primeras un poco sorprendente, pero sensato, de que
debería «multiplicar más la pequeña moneda, a ejemplo de Portugal»? ¿Era ésta quizás

En casa del cambista, grabado sobre madera, siglo XVI. (Colección Viollet.)

368
El capitalimw en su propio terreno

una forma de disponer de mayor cantidad de moneda de maniobra al nivel superior


de la vida mercantil? Portugués y banquero, Pinto sabía, sin duda, de qué hablaba.
Pero ¿hemos examinado todos los problemas perversos de la moneda? No, sin du-
da. ¿No es la inflación lo esencial del juego? Charles Mathon de la Cour (1788) lo dice
con una claridad asombrosa. «El oro y la plata», explica, «que se sacan sin cesar de las
entrañas de la tierra, se distribuyen en Europa todos los años y aumentan allí la masa
del numerario. Las naciones no se enriquecen más realmente, sino que sus riquezas son
más voluminosas; los precios de los artículos y de todas las cosas necesarias para la vida
aumentan sucesivamente, hay que dar más oro y plata para obtener un pan, una casa,
un traje. En principio, los salarios no aumentan nunca en la misma proporción [sabe-
mos, efectivamente, que están en retraso con relación a los precios]. Las personas sen-
sibles observan afligidas que cuando los pobres tendrían necesidad de ganar más para
vivir, esta misma necesidad hace a veces bajar los salarios, o al menos sirve de pretexto
para que se mantengan durante largo tiempo al antiguo nivel, que ya no guarda pro-
porción con el de los gastos, y de esta forma las minas de oro facilitan armas al egoísmo
de los ricos para oprimir y sojuzgar más y más a las clases industriosas» 16 j . Dejando apar-
te la explicación puramente cuantitativa del alza de precios, ¿quién no reconocería hoy,
con el autor, que la inflación está lejos de perjudicar a todo el mundo en el sistema
capitalista?

Beneficios excepcionales,
demoras excepcionales

Hemos pasado revista a los juegos capitalistas más o menos conscientes. Pero nada
podría ser más elocuente, para comprender sus superioridades, que algunas cifras que
fijan las tasas de beneficio comercial, comparadas con las que se pueden estimar para
los mejores negocios de la agricultura, de los transportes o de la industria. Llegar así
«al corazón de los resultados económicos» 166 sería la única operación verdadera. Dori'Cle
el beneficio alcanza muy altos voltajes, allí solamente se encuentra el capitalismo, tah-
to ayer como hoy. Es cierto que en el siglo XVIII, casi en toda Europa, el gran beneficio
mercantil es muy superior al gran beneficio industrial o agrícola.
Desgraciadamente, no se han fomentado apenas los trabajos en este sector. El his-
toriador se encuentra en este caso como un periodista que penetrase en un campo re-
servado. Adivina lo que debe estar sucediendo, pero rara vez obtiene prueba de ello.
No faltan las cifras, pero son incompletas o ficticias, o las dos cosas a la vez. ¿Serían
más claras para un hombre de negocios de hoy que para un simple historiador? Lo du-
do. Ahí tenemos los informes anuales, durante cincuenta años (1762-1815), de los ca-
pitales invertidos y de los beneficios de la firma Hope de Amsterdam, con indicación
de las cantidades entregadas a sus diferentes socios. Aparentemente, las indicaciones
son tan preciosas como precisas, y los beneficios son razonables, frecuentemente alre-
dedor del 10%. Pero, según observa M. G. Buist, historiador de los Hope, está claro
que no es a partir de esos beneficios -al parecer, por otra parte, ca~i enteramente re-
capitalizados- como se formó la creciente fortuna de la familia. En efecto, cada uno
de sus socios tenía sus transacciones y sus cuentas privadas que nosotros no conocemos,
y es ahí donde aparecerían «the real profitn 167
Hay que examinar cada documento dos veces mejor que una. Una operación no es
contabilizable más que cuando está totalmente cerrada sobre sí misma, llevada desde

369
El capitalismo en su propio terreno

la A a la Z. ¿Cómo aceptar, por ejemplo, la forma en que la Compañía Francesa de


las Indias presenta sus cuentas, diciendo, sin más, que, de 1725 a 1736, la diferencia
entre sus compras en las Indias y sus ventas en Francia le ha sido favorable por término
medio en un 96, 12 % 168 ? En una serie transacciones que se comportan como un cohete
de diversas fases, la última no cuenta por codas las demás. Nosotros quisiéramos cono-
cer la cantidad que sale, los gastos del viaje y de la partida, el importe de las mercan-
das y del dinero al contado inicial, las operaciones y beneficios paralelos en Extremo
Oriente, etc. Así pues, sólo podríamos calcular o tratar de calcular.
Igualmente, dudo que se termine alguna vez con las cuentas de los comerciantes
genoveses, prestamistas de Felipe 11 y de sus sucesores. Ellos prestan al Rey Católico
enormes sumas (obtenidas frecuentemente mediante empréstitos a intereses módicos,
aunque queda oscura esta primera etapa); ganan con los cambios de una plaza a otra,
en condiciones que a menudo se nos escapan; ganan con los juros de resguardo, como
hemos explicado (pero ¿cuánto?); en fin, pagados generalmente en metal blanco,
la reventa en Génova de estas piezas o lingotes les reporta ordinariamente un 10 % de
beneficio suplementario 169 Cuando los hombres de negocios genoveses discuten con
los oficiales del Rey Católico, dicen con razón que el tipo de interés de los contratos
es módico; los oficiales responden que los verdaderos beneficios llegan hasta el 30 % , lo
que es exagerado sólo a medias 170 •
Otra regla: la tasa de beneficio no lo es todo por sí sola. Hay que tener en cuenta,
evidentemente, la masa de dinero imienida. Si ésta es enorme gracias al empréstito (és-
te es el caso de los genoveses, así como también de la firma gigante, de los Hope y en
general de todos los grandes prestamistas de los Estados del siglo XVIII) el beneficio,
incluso a una tasa modesta, represenca finalmente masas consideradas. Comparemos es-
ta situación con la del usurero a dita del que habla Turgot, o con la del usurero del
pueblo; éstos aplican tipos de interés a veces exorbitantes pero anticipan su propio di-
nero a pequeños prestatarios; conseguirán unos ahorrillos o tierras arrancadas al cam-
pesino, pero hará falta que pasen generaciones para que constituyan una fortuna
ordinaria.
Otra observación que tiene su importancia: los beneficios se implantan sobre enca-
denamientos más o menos largos. Un barco parte de Nantes y luego vuelve; el gasto
que ello implica no ha sido satisfecho a la salida (salvo excepciones) en dinero al con-
tado, sino en pagarés a seis o dieciocho meses. Así pues, como comerciante interesado
en la operación tengo que pagar solamente a la llegada, en el momento del «desarme»,
y los pagarés que yo he dado constituyen un crédito, obtenido generalmente de pres-
tamistas holandeses o de funcionarios de finanzas de la plaza, o de otros proveedores
de fondos. Si todo es correcto en las cuentas, mi especulación se sitúa entre el tipo de
interés (dinero prestado) y la tasa de beneficio conseguido; he jugado al descubierto,
con el viento. Naturalmente hay riesgos, como en las especulaciones en Bolsa. El Saint-
Hilaire111 vuelve a Nantes el 31 de diciembre de 1775. Bemand-Hijos ha hecho un
buen beneficio (150.053 libras con 280.000 libras de capital invertido, o sea un 53%).
Pero el regreso abre a menudo la puerta a retrasos; las cuentas no son liquidadas en-
seguida, hay «colas> 172 • Estas demoras son una dificultad en la vida mercantil. Bertrand-
Hijos recuperará enseguida su capital, pero los beneficios sólo le serán entregados vein-
te años más tarde, ¡en 1795!
Este es de todos modos un caso extremo. Pero todo sucede sin fin, como si la li-
quidez, atraída por las inversiones, faltara para las liquidaciones inmediatas de las cuen-
tas en curso. Al menos en Francia. Sin duda, en otras partes.
En fin, el sector de los grandes beneficios no se cultiva como un campo en el que
se recoge todos los años, tranquilamente, la cosecha. Pues el tipo de beneficios varía,
no deja de variar. Excelentes comercios se vuelven mediocres; existe una tendencia bas-

370
El capitalismo en su propio terreno

tante frecuente en una línea dada al amontonamiento de beneficios, pero el gran ca-
pital llega casi siempre a dirigirse en otra dirección. Y los beneficios a florecer de nue-
vo. La rama de tabacos de la Compañía Francesa de las Indias, entre América y Fran-
cia, apoyada en sus privilegios, conoce tasas de beneficios simplemente fabulosas: 500%
en 1725 (antes de ia distribución de los dividendos a los accionistas); 300% en
1727-1728; 206 % en 1728-1729 173 Según las cuentas de L 'Assomption, navío de Saint-
Malo de regreso del Pacífico, los interesados reciben «2.447 libras como principal y un
beneficio de 1.000 libras», o sea un beneficio del 144, 7 % . En el Saint-}ean-Baptiste,
el beneficio es del 141 % , en otro barco es del 148% 174 • Un viaje a Veracruz, en Méxi-
co, cuyas cuenta~ son liquidadas en 1713, produce al mismo grupo de socios un
180%. En vísperas de la Revolución Francesa, hay una disminución de los beneficios '
del comercio hacia las Islas y hacía los Estados Unidos, un estancamiento del comercio
del Levante con una tasa media de beneficio del 10 % ; sólo el comercio con el Océano
Indico y con China está en alza, y es allí donde acude preferentemente el gran capital
mercantil, al margen de las compañías. Si se calcula, en el sector, la tasa de beneficios
por mes de navegación, el viaje de 20 meses (si es lento) hasta la costa de Malabar y
regreso es del 2 'I. % ; para China, que conoció anteriormente días aún mejores, es del
2 6 f 1; el de Coromandel el 3 3 / 4; el comercio de india a India a 6 (o sea, por un viaje
de 33 meses un 200 % ) m. Se trata de un récord. En 1791, L 'Ilustre Suffren, que salió
de Nantes para las islas de Francia y de Bourbon (gastos: 160.206 libras, beneficios:
204.075) produce más del 120%, mientras que, en 1787, un navío análogo con un nom-
bre análogo, Le Bazlli de Suffren, que partió igualmente de Nantes pero con destino a
las Antillas (gastos: 97.922, beneficios: 34.051) no produce más que un 28% 176 • Y así
sucesivamente. Con las coyunturas, cambian los elementos de juego ... En todas partes.
Por ejemplo, en Gdansk el centeno comprado en el interior de Polonia y revendido a
los holandeses entre 1606 y 1650 proporcionaba un beneficio medio enorme, del
29,7%, pero con fluctuaciones desconcertantes: máximo, el 242,9% en 1623; mínimo,
menos del 58,2% en 1623 177 • Naturalmente, esto es difícil de concretar.
No obstante, es cierto que el tope de los altos beneficios sólo es accesible a los ca-
pitalistas que manejan grandes sumas de dinero -suyas o ajenas. La rotación de capi-
tales -que es también la ley y los profetas del capitalismo mercantil- juega un papel
decisivo. Dinero, ¡siempre el dinero! El dinero es necesario para resistir los períodos,~e
espera, las agitaciones hostiles, las sacudidas y las demoras que nunca faltan. Por ejerµ-
plo, los siete navíos de Saint-Malo que, en 1706, llegan a Perú 178 necesitan efectqa,r 'a
la salida un enorme gasto de 1.681.363 libras. A bordo de los mismos se han cargádo
mercancías por un valor de sólo 306.199. Estas mercancías son el alma de la empresa,
puesto que cuando se dirige hacia Perú, el navío no lleva nunca dinero al contado. Es
necesario que al vender estas mercancías en el Perú para comprar otras nuevas con des-
tino a Francia, el valor de éstas se multiplique al menos por cinco, aproximadamente,
para cubrir los gastos. Si no obstante el beneficio se elevase al final del viaje a un 145%
(como es el caso de un barco que conocemos en la misma época y en el mismo trayec-
to), sería necesario, en igualdad de condiciones, que el valor inicial de las mercancías
se multiplicase por 6,45. No será pues de extrañar que Thomas Mun, director de la
Compañía Inglesa de las Indias Orientales, explique, a partir de 1621, que el dinero
enviado a las Indias regresaba a Inglaterra multiplicado por cinco 179, En resumen, para
participar en la mina de estos intercambios, hay que tener en las manos, de una forma
o de otra, la masa de dinero necesario para empezar. ¡Si no, más vale no partir! Van
Lindschoten, viajero holandés, un poco espía, llega a Goa en 1584. Desde esta lejana
ciudad escribe: «Yo estaré muy dispuesto a viajar a China y al Japón que están a la
misma distancia de aquí que Portugal, es decir que el que allí va, se pasa tres años en
el viaje. Si yo poseyera sólo doscientos o trescientos ducados, fácilmente se convertirían
371
El r:apitalísmo en su propio terreno

El señor llega a la campiña, de Pietro Longhi (1702-1785). Comparar esta visita con la de la pá-
gina 250. Aquí el señor no encuentra un granjero próspero. Es uno de los patricios de Venecia
que han reinvertido su fortuna comercial en tierras que administra él mismo, de forma capita-
lista; y aquí vemos a los asalanados que le saludan con reverencia a su llegada. (Foto AndréHeld,
Ziolo.)

en 600 ó 700. Pero entrar en tamaño negocio con las manos vacías me parece una lo-
cura. Hay que empezar de una manera tolerable para obtener beneficiosi> 180 •
La impresión (no se puede hablar más que de impresiones a la vista de lo insufi-
ciente de una documentación que está diseminada) es, pues, que siempre ha habido
sectores particulares de la vida económica bajo el signo de los altos beneficios, y que
estos sectores varían. Cada vez que hay uno de estos deslizamientos bajo el impacto de
la vida económica misma, un capital ágil se une a ellos, se instala, prospera en ellos.
Obsérvese que, por regla general, él no los ha creado. Esta geografía diferencial del be-
neficio es una clave para comprender las variaciones coyunturales del capitalismo, ba-

372
El cdpitalísmo en su propio terreno

lanceándose entre el Levante, América, Insulindia, China, el tráfico de negros, etc. -o


entre el comercio, la banca, la industria o incluso la tierra. Pues sucede que un grupo
capitalista (por ejemplo Venecia en el siglo XVI) abandona una posición mercantil emi-
nente para apostar por una industria (en este caso la lana), más aún en la tierra y la
ganadería; pero esto se debe a que sus conexiones con la vida mercantil han dejado de
ser las de los grandes beneficios. Venecia es aún ejemplar en el siglo XVIII, puesto que
tratará de reintegrarse en el comercio de Levante, que ha vuelto a ser provechoso. Pero
si Venecia no se ha dedicado a ello plenamente, es quizás porque la agricultura y la
ganadería eran aún para ella, momentáneamente, negocios dorados. Hacía 1775, una
majada «en un buen añoi> rinde el 40% anual de su capital inicial, un resultado segu-
ramente susceptible de «suscitar el amor de todo capitalista>, da inamorare ogni capi-
talista181 Estos rendimientos no son, en realidad, los de todas las tierras -muy diver-
sas- del Véneto, sino que en su conjunto, según dice el Giornale Veneto de 1773, «el
dinero que se emplea en estas actividades [agrícolas] rinde siempre más que cualquier
otra forma de inversión, incluyendo el riesgo marítimo» 182
Se aprecia bien que es difícil establecer una clasificación válida de una vez por to-
das entre los beneficios industrial, agrícola y mercantil. En resumen, la clasificación de-
creciente habitual: mercancía, industria y agricultura corresponde a una realidad, pero
con toda una serie de excepciones que justifican los pasos de un sector a otro 183 •
Insistimos sobre esta cualidad esencial para una historia de conjunto del capitalis-
mo: su plasticidad a toda prueba, su capacidad de transformación y de adaptación. Si,
como yo pienso, existe cierta unidad del capitalismo, desde la Italia del siglo Xlll hasta
el Occidente de hoy, es allí donde hay que situarla y observarla en primera instancia.
Con algunos atenuantes, ¿no se podrían aplicar a la historia del capitalismo europeo,
de cabo a rabo, estas palabras de un economista americano de hoy 184 sobre su propio
país, según el cual «la historia del siglo pasado demuestra que la clase capitalista ha
sabido siempre dirigir y controlar los cambios con el fin de preservar su hegemonía:.?
A escala de la economía global, hay que guardarse de la imagen simplista de un capi-
talismo cuyas etápas de crecimiento le habrían hecho pasar de estadio en estadio, de
Ja mercancía a la finanza y a la industria, correspondiendo el estudio adulto, el de la
industria, al único capitalismo «verdadero:>). En su fase denominada mercantil como en
su fase llamada industrial -términos que recubren ambos una gran variedad de fqr-
mas-, el capitalismo ha tenido, como característica esencial, su capacidad de desliza}-
se casi instantáneamente de una forma a otra, de un sector a otro, en caso de grave
crisis o de disminución acentuada de las tasas de beneficio. ''

373
El capitalismo en su propio terreno

SOCIEDADES
Y COMPAÑIAS

Las sociedades y compañías nos interesan menos en sí mismas que como «indicado-
res», como una ocasión de ver más allá de sus propios testimonios el conjunto de la
vida económica y del juego capitalista.
A pesar de sus semejanzas y de sus funciones análogas, hay que distinguir las so-
ciedades de las compañías: las sociedades -llamadas de comercio- interesan al capi-
talismo en sí, y sus formas que difieren, en su sucesión misma, jalonan la evolución
capitalista; las compañías de gran importancia (como las Compañías de Indias) ponen
en juego al capital y al Estado a la vez, y cuando éste crece impone su intervención; .ª
los capitalistas no les queda otro remedio que someterse, protestar y finalmente, sahr
a flote.

Sociedades:
los comienzos de una evolución

Desde siempre, desde que el comercio ha comenzado o vuelto a comenzar, los co-
merciantes se han asociado, han trabajado en conjunto. ¿Podían obrar de otra manera?
Roma conoció sociedades de comercio cuya actividad se extendía, con facilidad y lógi-
ca, a todo el Mediterráneo. Por otra parte los «comercialistas» del siglo XVIII se refieren
todavía a precedentes, al vocabulario, a veces al espíritu mismo del derecho romano,
sin demasiado abuso.
Para encontrar las primeras formas de estas sociedades en Occidente, hay que re-
montarse a épocas muy lejanas, si no hasta Roma, al menos hasta el despertar de la
vida mediterránea, en los siglos IX y X. Amalfi, Venecia y otras ciudades minúsculas
aún como ellas, toman la salida. La moneda hace su reaparición. La reanudación del
tráfico en dirección a Bizancio y las grandes ciudades del Islam supone d dominio de
los transportes y las reservas financieras necesarias para largas operaciones, y por lo tan-
to, de unidades mercantiles reforzadas.
Una de las soluciones precoces es la societas maris, la sociedad del mar (llamada tam-
bién societas vera, sociedad verdadera, «lo que hace suponer que esta forma de socie-
dad ha sido originariamente la única que existía») 1 ~' También ha sido denominada,
con algunas variantes, collegantia, o commenda. En principio se trata de una asocia-
ción binaria entre un socius stans, un asociado que permanece en su sitio, y un socius
tractator, que se embarca en el navío que parte. Este representaría una división precoz
del capital y del trabajo, como lo ha pensado Mate Bloch, después de algunos otros,
si bien el tractator -el portador, que se traduciría por el vendedor ambulante- no
participará, más que de forma frecuentemente modesta, en la financiación de la ope-
ración. Y con posibles combinaciones inesperadas. Pero dejemos esta discusión para vol-
ver sobre ella más ade1ante 186 • La societas maris se establece ordinariamente para un so-
lo viaje; juega a corto plazo, entendiéndose sin embargo que los viajes a través del Me-
diterráneo duraban entonces varios meses. Esta sociedad, la encontramos tanto en el
Notularium del notario genovés Giovanni Scriba (1155-1164; más de 400 menciones)
como en las actas de un notario marsellés del siglo XIII, Amalric (360 menciones) 187
Igualmente sucede en las ciudades marítimas de la Hansa. Esta forma primitiva de so-
ciedad se mantendrá durante mucho tiempo debido a su sencillez. Todavía se vuelve

374
El capitalismo en su propio terreno

a encontrar, tanto en Marsella como en Ragusa, en el siglo XVI. Y en Venecia, natu-


ralmente. Y también en otras panes. En Portugal, en época tan tardía como en el año
1578, un tractado distingue dos tipos de contratos de compañías (=sociedades), el se-
gundo, que reconocemos enseguida, se establece entre dos personas «quando hum póe
o dinheiro e outro o trabalho», cuando uno pone el dinero y el otro el trabajo 188 • Hay
como una especie de eco de este tipo de unión de trabajo y capital en esta complicada
frase de un negociante de Reims (1655 ): « ... es cierto», escribe al hilo de su diario,
«que uno no puede asociarse con personas que no tienen fondos; porque éstas panici-
pan de los beneficios; y todas las pérdidas recaen sobre uno. Sin embargo, esto es bas-
tante corriente, pero yo nunca lo aconsejaría» 18 9.
Pero volvamos a la societas maris. A los ojos de Federigo Melis, este tipo de socie-
dad sólo se explica por las sucesivas salidas de los barcos. El navío pane; luego regre-
sará. Es el barco el que crea la ocasión y la obligación. Para las ciudades tierra adentro,
la situación es diferente. Por otra parte se establecen con cierto retraso en los tráficos
de Italia y del Mediterráneo. Para insertarse en la red de los intercambios, les ha sido
necesario superar dificultades y tensiones particulares.
La compagnia es el resultado de estas tensiones. Es una sociedad familiar -padre,
hijos, hermanos y otros parientes- y, como su nombre lo indica (cum, con, y panis,
pan), una unión estrecha en la que todo se comparte, el pan y los riesgos de cada día,
el capital y el trabajo. Más tarde, esta sociedad se denominará colectiva, siendo todos
sus miembros responsables solidariamente, y en principio ad infinitum, es decir no so-
lamente en el límite de su participación, sino sobre todos sus bienes. Cuando la com-
pagnia pronto admite a asociados extranjeros (que aportan capitales y trabajo) y dinero
de los depositantes (lo <;ual, pensando en los colosos de Florencia, cuenta diez veces lo
que el capital propio -el cuerpo- de la compañía), se comprende que estas empresas
sean herramientas capitalistas de un peso anormal. Los Bardi, instalados en el Levante
e Inglaterra, tienen durante algún tiempo a la Cristiandad en su red. Estas fuertes com-
pañías sorprenden también por su duración. A la muerte del patrono, del maggiore,
se reforman y continúan sin modificarse apenas. Los contratos conservados y que no-
sotros los historiadores podemos leer, son casi todos de reconducción 190 , no de funda-
ción. Por ello, para hablar en resumen de estas compañías, decimos: los Bardi, los
.
Peruzz1... 1¡
,
Finalmente, las grandes sociedades de las ciudades italianas del interior son muf~O
más importantes, consideradas de una en una, que las de las ciudades marítimas dón-
de las sociedades son numerosas pero pequeñas y de corta duración. Lejos del mar, es-
tán las concentraciones necesarias. Federigo Melis opone por ejemplo a las 12 empresas
individuales de los Spinola, en Génova, los 20 asociados y los 40 dipendentt' de la úni-
ca firma de los Cerchi, en Florencia, hacia 1250 19 1.
De hecho; estas grandes unidades han sido a la vez el medio y la consecuencia de
la irrupción de Luca, de Pistoia, de Siena y, cerrando la marcha, de Florencia, en el
concierto económico de las grandes relaciones comerciales donde no eran esperados des-
de el principio. La puerta ha sido más o menos forzada y la excelencia de estas ciuda-
des se ha marcado vigorosamente en los «Sectores» a su alcance: el secundario, la in-
dustria; el terciario, los servicios, el comercio, la banca. La compagnia no ha sido, en
suma, un descubrimiento fortuito de las ciudades en medio de las tierras, sino un me-
dio de acción elaborado a tenor de las necesidades.
En las líneas que preceden, no he hecho más que tomar las ideas de André-E. Sa-
yous192. Este, partiendo del ejemplo de Siena, sólo lo aplica a las ciudades del interior
de Italia. Yo creo que la regla ha sido la misma en otras partes para las sociedades mer-
cantiles implantadas fuera de la península, en el espesor de las tierras. Así sucede en

375
El capitalismo en s14 propio terreno

Cartel publicitario que anuncia la partida de Ostende hacia Cádiz de la na11e de tramporte «ex-
traordinariamente bien navegante» Juffrouw Mary e indica la tanfa para la expedición de car-
gflmentos: «Para los enCfljes, dos reflles pgra un vfllor de cien florines; parfl llZI te!IZS crudas, dos
ducfldos por fardo de doce a seis piezas•. (A.N. G' 1704, 67). (Cliché de los Archivos
Nactonales.)

376
El capitalismo en m propio terreno

el corazón de Alemania. Es el caso de la Grand Sociedad de Ravensburg, peque.ña ciu-


dad de Suabia, en una zona de relieve accidentado cerca del lago Constanza donde se
cultivaba y se trabajaba el lino. La Magna Societas, la Grosse Ravensburger Gesells-
chaft, reunión de tres sociedades familiares 19 3, duró un siglo y medio, desde 1380 hasta
1530. Y sin embargo, parece ser que se iba renovando de seis en seis años. A finales
del siglo XV, gracias a sus 80 asociados, su. capital se elevaba a 132.000 florines -suma
enorme que se sitúa a mitad de camino del capital que reunían, hacia la misma época,
los Welser (66.000) y los Fugger (213.000) 194 • Sus puntos de unión, además de Ravens·
burg, eran Memmingen, Constanza, Nuremberg, Lindau, Saint-Gall; ~us filiales se si-
tuaban en Génova, Milán, Berna, Ginebra, Lyon, Brujas (después Amberes), Barcelo-
na, Colonia, Viena, París. Sus representantes -todo un mundo de asociados, comisio-
nistas, servidores, y aprendices de comerciantes- frecuentaban las grandes ferias de Eu-
ropa, principalmente las de Frankfurt del Meno; los unos y los otros viajaban a pie en
aquel entonces. Los comerciantes agrupados por la sociedad son mayoristas que se li-
mitan a las mercancías (telas, paños, especias, azafrán, etc.), que apenas hacen nego-
cios de dinero, prácticamente no conceden créditos, no poseen tiendas al por menor
más que en Zaragoza y en Géno 1a -excepciones rarísimas en una vasta red que cubre
1

tanto el comercio terrestre por el valle del Ródano como el comercio marítimo a partir
de Génova, Venecia o Barcelona. Los papeles de la sociedad, hallados en 1909 por ca-
sualidad, han permitido a Aloys Schulte•·n escribir un libro esencial sobre los tráficos
europeos entre los siglos XV y XVI, pues detrás de estos comerciantes alemanes y en el
amplio abanico de s1,1.s actividades aparece el conjunto de la vida mercantil, la de casi
toda la Cristiandad.
El hecho de que la Magna Societas no haya seguido las innovaciones que se impu-
sieron con los grandes descubrimientos y de que no se haya instalado en Lisboa y en
Sevilla, se presenta como un rasgo característico. ¿Es necesario juzgarla hundida en un
sistema antiguo y, por este hecho, incapaz de abrirse paso hasta esa oleada de negocios
viva y nueva que iba a marcar los comienzos de la Era Moderna? ¿O bien era imposible
deformar una red que durará todavía, de la misma forma, hasta 1530? Los viejos mé-
todos han tenido su responsabilidad. El número de asociados disminuye; los patronos,
los Regierer, compran tierras y se retiran de los negocios•96. Sin embargo, con la Magna
Societas, el tipo de la vasta y duradera compañía de tipo florentino no ha desaparel!i-
do. Esta permanecerá hasta el siglo XVIII e incluso posteriormente. Centrada, model:ti
da sobre la familia, conserva el patrimonio de ésta, hace vivir al clan; asegura su fll'.),ll·
tenimiento. Una sociedad familiar no ce.sa, con las sucesiones, de deshac~rse y recons-
truirse por sí sola. Los Buonvisi, comerciantes lucanos instalados en Lyon, cambian re-
gularmente de razón social: de 1575 a 1577, la casa se denomina Herederos de Louis
Buonvisi y Compañía; de 1578 a 1584, Beno!t, Bernardin Buonvisi et Compagnie; de
1584 a 1587, Benoit, Bernardin, Étienne, Antoine Buonvisi et Compagnie; de 1588 a
1597, Bernardin, Étienne, Amoine Buonvisi et Compagnie; de 1600 a 1607, Paul,
Étienne, Antoine Buonvisi et Compagnie ... La Compañía nunca es, pues, siempre la
misma 197 •
Tales sociedades, llamadas generales según la ordenanza francesa de 1673. se de-
signan poco a poco bajo el nombre de sociedad libre o incluso colectiva. Insistimos so-
bre el carácter familiar o casi familiar que las caracteriza, incluso cuando no se trata de
una verdadera familia, hasta una fecha tardía. He aquí el texto de un contrato de so-
ciedad, en Nantes (23 de abril de 1719; los contratantes no son parientes): «El dinero
de la sociedad no se retirará más que para vivir y pagar los gastos de mantenimiento,
con el fin de no alterar los fondos, y no se empleará para otros menesteres; a medida
que uno vaya cogiendo dinero, advertirá al otro, que tomará un importe igual y esto
con el fin de no tener que mantener ninguna cuenta al respecto ... '> 198 • Esta «interpe-

377
El capitalismo en su propio terreno

netración de lo privado y de lo comercial se exagera incluso en las pequeñas sociedades


comerciales y manufactureras» 19Y.

Las sociedades
en comandita

Todas las sociedades colectivas son presa de la difícil ·distinción de ias responsabili-
dades -completas o limitadas. Aunque tarde, se obtiene una solución: la de la socie-
dad en comandita, que distingue la responsabilidad de los que se contentan con apor-
tar su concurso financiero, que sólo son responsables de esta aportación de dinero, sin
más. Esta responsabilidad limitada se introducirá más rápidamente en Francia que en
Inglaterra, donde la sociedad en comandita tendrá durante mucho tiempo el derecho
a pedir a los socii nuevas aportaciones de dinero 200 • Para Federigo Melis 201 , es en Flo-
rencia (aunque no antes de comienzos del siglo XVI, ya que el primer contrato conoci-
do data del 8 de mayo de 1532) donde se pone en claro el sistema de comandita (ac-
comandita) que permitirá al capital florentino, en el declive de su gran expansión, par-
ticipar todavía en toda una serie de operaciones que se parecen a las de los holdings
actuales. Gracias a las inscripciones de las accomandite, podemos seguir su persistencia,
su volumen y su dispersión.
La sociedad en comandita progresará en toda Europa, sustituyendo, aunque lenta-
mente, a la sociedad basada en la familia. La comandita no prospera, en realidad, más
que en la medida en que, resolviendo nuevas dificultades, responde a la diversidad cre-
ciente de los negocios y a la práctica cada día más frecuente de las asociaciones a larga
distancia. Y también en la medida en que puede abrirse a participantes deseosos de
discreción. La sociedad en comandita es la posibilidad de que un comerciante irlandés
de Nantes se asocie (en 17 32} con un comerciante irlandés de Cork 202 y de «eludir ...
las prescripciones de la legislación francesa que permanecen en vigor hasta la Revolu-
ción, prohibiendo a los no-regnícolas participar en las empresas [nacionales] de nave-
gación». Es la posibilidad de que un comerciante francés se una a los comandantes de
puesto protugueses en la costa de Africa o a los «funcionarios» españoles de América 2112 ,
incluso con capitanes de barcos más o menos negociantes; de disponer de un asociado
comanditario y a mano en Santo Domingo, en Messina o en cualquier otra parte. Entre
las sociedades inscritas en París, parece ser que no todos los participantes son parisien-
ses, a pesar de estar domiciliados en la capital. De esta forma se constituye una socie-
dad, el 12 de junio de 1720, que no durará más que un año, «con vistas a la banca,
las compras y ventas de mercancías, entre Joseph Souisse, antiguo juez cónsul en Bur-
deos, domiciliado en París, calle Saint-Honoré, Jean y Pierre Nicolas, calle du Bouloi,
Fran!;ois Imbert, Grand-Rue du Faubourg-Saint-Denis, y Jacques Ransson, negociante
en Bilbao» 203 • En el acta de disolución de la sociedad, el mencionado Jacques Ransson
se presenta como diputado de la nación francesa y banquero en Bilbao.
Pero cuando nuestros documentos, poco explícitos, no lo manifiestan expresamen-
te, ¿cómo distinguir la sociedad en comandita (o, como se denomina incluso, sociedad
«condicionada» o «de comodidad»)2º4 de una sociedad colectiva? Diremos que cada vez
hay una mayor restricción en la responsabilidad de tal o cual socio. La ordenanza fran-
cesa de 1673 dice bien claramente: «los socios de una sociedad en comandita no estarán
obligados más que hasta el total de sus aportaciones» 2 º~. He aquí un escrito (o un smp-
te) de sociedad concluido en Marsella, el 29 de marzo de 1786: Ja comanditaria, se tra-
ta de una mujer, «no será responsable en ningún caso ni bajo ningún pretexto de las
deudas y compromisos de dicha sociedad que excedan los fondos que ella haya apor-

378
El capitalismo en su propio terreno

tado» 2º6 • Está bien claro. Este no es siempre el caso. Otros comanditarios eligen este
tipo de sociedad porque les permite permanecer en la sombra, aunque aporten capi-
tales importantes y compartan los riesgos. En efecto, la ordenanza de 1673 (que im-
pone la declaración ante notario de las sociedades en comandita, mediante firma de
los interesados) sólo habla de las «sociedades entre comerciantes y negociantes», siendo
la interpretación admitida que toda persona «que no ejerce profesión mercantil algu-
na» está dispensada de figurar entre los socios en la escritura inscrita en la jurisdicción
consular 207 Los nobles se ponen así a cubierto de la degradación; los oficiales del rey
ocultan sus intereses en esta o en aquella empresa. Esto explica sin duda el marcado
éxito de I~ sociedad en comandita en Francia, donde el comerciante se mantiene aún
apartado de la gran sociedad, incluso cuando se produce la efervescencia de los nego-
cios del siglo XVIII. París no es ni Londres ni Amsterdam.

Las sociedades
por acciones

Las sociedades en comandita son a la vez, como se ha dicho, sociedades de personas


y capitales. La sociedad por acciones, la última que emerge, es una sociedad solamente
de capitales. El capital social forma una sola masa, como soldada a la sociedad misma.
Los socios, los miembros poseen porciones de este capital, partes o acciones. Los ingle-
ses denominan a estas sociedades ]oint Stock Companies, teniendo la palabra stock el
sentido de capital o fondos.
Para los historiadores del derecho no hay sociedades por acciones verdaderas más
que cuando dichas acciones no sólo son cesibles, sino negociables en el mercado. A con-
dición de no ser rigurosamente fieles a esta última cláusula, puede decirse que Europa
ha conocido muy temprano las sociedades por acciones, mucho antes de la constitu-
ción, en 1553-1555, de la Moscovy Companie, la primera de las sociedades por accio-
nes inglesas conocidas, y de otras que la precedieron probablemente algunos años antes.
Desde antes del siglo XV, los navíos del Mediterráneo son frecuentemente propiedades
divididas en acciones -denominadas partes en Venecia, loughi en Génova, caratri en
la mayor parte de las ciudades italianas, quiratz o carats en Marsella. Y estas parte& se
venden. Igualmente, en toda Europa, las minas son propiedades compartidas: -desde
el siglo XIII para cierta mina de plata ~erca de Siena, muy temprano para las minas de
sal y las salinas, para cierto establecimiento metalúrgico de Léoben en Estiria, para una
mina de cobre en Francia, en la que Jacques Coeur tiene participaciones. Con el pro-
greso del siglo XV los comerciantes y los príncipes se hacen cargo de las minas de Eu-
ropa Central, sus propiedades se dividen en partes, los Kuxen, y estos Kuxen, cesibles,
son objeto de especulaciones 208 • Igualmente los molinos, aquí y allá, constituyen socie-
dades en Douai, en Colonia, en Toulouse. En esta última ciudad 20 9, desde el siglo XIII,
los molinos se dividen en partes, en uchaux, que sus poseedores, los pan'ers, pueden
vender como un bien inmobiliario cualquiera. Por otra parte, la estructura de las so-
ciedades de los molinos tolosanos permanecerá sin cambios desde el final de la Edad
Media hasta el siglo XIX, y en vísperas de la Revolución Francesa, los paners se convier-
ten con toda naturalidad,_ según los mismos textos de la sociedad, en «los Señores
Accionistas» 21 º.
En esta investigación de los antecedentes, la importancia que se da tradicionalmen-
te a Génova, por curioso que sea, puede parecer abusiva. La República de San Jorge,
con motivo de sus necesidades y sus debilidades políticas, ha dejado que se constituyan
allí ciertas sociedades denominadas compere y maone. Las maone son asociaciones, di-

379
El capitalismo en su propio terreno

Primera venta conocida, en 1695, de un denario de la Manufactura de espejos. (Foto


Saint-Gobain.)

vididas en partes, y que se encargan de tareas que, de hecho, son competencia del Es-
tado: actuar en contra de Ceuta (y ésta sería, en 1234, la primera de las maone) o, en
1346, colonizar Chios: la operación es llevada a cabo con éxito por los Giustiniani y la
isla permanecerá bajo su control hasta 1566, año de su conquista por los turcos. Los
compere son empréstitos del Estado, divididos en loca o luoghi, garantizados con los
ingresos de la Dominante. En 1407, compere y maone se reúnen en la Casa di San Gior-
gio, un verdadero Estado dentro del Estado, una de las claves de la muy secreta y pa-
radójica historia de la República. Pero, ¿son las compere, maone, Casa, verdaderas so-
ciedades por acciones? Esto se discute, en uno y otro sentido 211 De todas formas, si se
dejan aparte las grandes compañías comerciales privilegiadas, la sociedad por acciones
no se extenderá rápidamente. Francia es un buen ejemplo de esta lentitud. La misma
palabra acción se aclimata allí tardíamente y, cuando aparece en los escritos, no se trata
forzosamente de acciones fácilmente cesibles. A menudo la palabra está allí; pero to-
davía no la cosa. Se hablará también, con la misma ambigüedad, de partes de intere-
ses, o soles, a veces soles de intereses. El 22 de febrero de 1765, una transferencia, una
venta de acciones a propósito de una «Sociedad para obtener el ingreso de las rentas»,
se refiere a «dos soles 6 denarios de interés que ... pertenecen [a los vendedores] en los
21 soles de que está compuesta la sociedad» 212 • Dos años más tarde, siempre en París,
en 1767, la Compañía Beaurin utiliza la palabra acciones, pero presenta su capital a
constituir, de 4 millones de libras, de la forma siguiente: 4.000 reconocimientos de in-

380
El capitalismo en su propio terreno

tereses simples de )00 libras; 10.000 quintos de intereses simples de 100 libras; 1.200
(reconocimientos) de intereses rentistas de 500 libras; 4.000 quintos de intereses ren-
tistas de 100 libras. Los intereses simples son acciones que panicipan de beneficios y
pérdidas; los intereses rentistas son, podríamos decir, obligaciones al 6 % 213 •
La palabra accioni.rta, también se difunde lentamente. Un prejuicio desfavorable la
acompaña, en Francia al menos, al mismo tiempo que a la palabra banquero. Melon 2 l 4 ,
que fue uno de los secretarios de John Law, escribe una docena de años después del
Sistema (1734): «Nosotros no pretendemos decir que el Accionista sea más útil al es-
tado que el Rentista. Son odiosas preferencias de partido de las que estamos alejados.
El Accionista recibe su renta, como el Rentista la suya; ninguno trabaja más que el
otro, y el dinero suministrado por ambos para tener una Acción o un Contrato [una
renta] es igualmente circulante e igualmente aplicable al Comercio y a la Agricultura.
Pero la representación de estos fondos es diferente. La del Accionista, o la Acción, al
no estar sujeta a ninguna formalidad, es más circulante, produce por este motivo una
mayor abundancia de valor y un recurso asegurado en la necesidad presente e impre-
vista.» Mientras que el «contrato» no se negocia sin múltiples gestiones ante notario;
es la inversión tipo del padre de familia, que quiere prevenirse contra los «herederos
menores, frecuentemente disipadores».
A pesar de las ventajas de la acción, la nueva sociedad se propaga con extrema len-
titud donde se han efectuado sondeos; así sucede en el siglo XVIII en Nantes o en Mar-
sella. La acción se anuncia ordinariamente en el ambiente moderno o a punto de mo-
dernizarse del seguro. A veces para el armamento de los barcos de corso: lo que había
pasado en la Inglaterra de la Reina Isabel, sucede también hacia 1730 en Saint-Malo.
«Nadie ignora», se lee en una instancia al rey, «que según la costumbre constantemen-
te establecida para los armamentos de los barcos en corso, ni en Saint-Malo ni en los
otros puertos del reino se crea ninguna sociedad de esta naturaleza más que por la vía
de suscripciones,, que divididas en acciones de un capital módico, hacen que los inte-
reses de los corsarios afluyan de nuevo hasta los confines del reino» 215 •
Texto significativo. La sociedad por acciones es el medio de llegar a un público ma-
yor de proveedores de fondos, el medio de ampliar geográfica y socialmente las zonas
de drenaje de dinero. La Compañía Beaurin (1767) tiene de esta forma corresponden-
cias, principios de colaboración y de participación en Ruán, el Havre, Morlaix, ~on­
fleur, Dieppe, Lorient, Nantes, Pézenas, Yvetot, Stolberg (cerca de Aix-la-ChapeUe),
Lille y Bourg-en-Bresse 216 • La suerte le sonreiría, presa toda Francia en su red. li~ evi-
dentemente en París, en el París mercantilista y vivaz de Luis XVI, donde las cosas se
precipitan. Se constituyen allí la Compagnie d' Assurances Maritimes, 1750, convertida
en Générale en 1753, las Mines de Anzin, de Carmaux, la Compagnie du Canal de
Gisors, la Compagnie du Canal de Briare, las Actions sur les Fermes Générales, la Com-
pagnie des Eaux. Naturalmente, estas acciones se cotizan, se venden, circulan en París.
Como consecuencia de una «conmoción inconcebible», las acciones de la Société des
Eaux pasan, en abril de 1784, de 2 .100 libras a 3. 200 y 3. 300 libras 217 •
Nuestra lista sería mucho más larga si nos fijamos en Holanda lato sensu o Ingla-
terra. Pero, ¿para qué serviría?

381
El capitalismo en su propio terreno

Una evolución
poco apresurada

Nos encontramos pues ante tres generaciones de sociedades según los historiadores
del derecho mercantil: las generales, las sociedades en comandita y las sociedades por
acciones. La evolución es clara. En teoría al menos. En realidad, salvo algunas excep-
ciones, las sociedades conservan un carácter anticuado, inconcluso, que depende sobre
todo de la mediocridad de sus dimensiones. Todo sondeo -así en lo que queda de los
archivos de la jurisdicción consular de París- atrapa en sus redes a sociedades mal de-
finidas o sin definir en absoluto. Las sociedades pequeñas prevalecen, como si las pe-
queñas se unieran para no ser comidos por las grandes~ 18 • Hay que leer diez contratos
de asociación de capitales mínimos antes de encontrar una fábrica de azúcar, veinte pa-
ra encontrar la mención de un banco. Lo cual no quiere decir que los ricos no se aso-
cien. Al contrario. Daniel Defoe 21 ?, que observa la Inglaterra de su tiempo, hacia 1720,
no se equivoca en esto. ¿Dónde son indispensables los lazos de la asociación? Entre los
ricos merceros, dice, los comerciantes de telas, los banking golásmiths y otros conside-
rable traáers, y entre ciertos merchants que comercian con el extranjero.
Pero estas gentes de los grandes negocios son una minoría. Y sobre todo, incluso
en lo que las concierne, las firmas, las unidades mercantiles, las «empresas» 22º, si deja-
mos a un lado la imagen de las compañías privilegiadas o las grandes fábricas, perma-
necerán durante mucho tiempo con un volumer¡. irrisorio a nuestra forma de ver. En
Amsterdam, un «establecimiento» se compone todo lo más de veinte a treinta perso-
nas221; el mayor banco parisino en vísperas de la Revolución, o sea el de Louis Gref-
fulhe, tiene una treintena de empleados 222 • Una empresa, cualquiera que sea su im-
portancia, tiene cómodamente cabida en una sola casa, la del patrono o «principal». Y
esto servirá para que conserve durante mucho tiempo un carácter familiar, incluso pa-
triarcal. Según Defoe, los sirvientes se alojan en la casa del mayorista, comen en su me-
sa, le piden permiso para ausentarse. Dormir fuera de su casa, ¡ni pensarlo! En una
obra de teatro, en Londres, en 17 31, un comerciante reprende a su empleado de la si-
guiente forma: «Usted ha cometido una falta, Barnwell, la de haberse ausentado lapa-
sada noche sin avisar» 223 • Esta es la atmósfera que se vuelve a describir, en 1850, en
una novela de Gustav Freytag, Sol/ uná Haben, cuya acción se desarrolla en una casa
alemana de comercio al por mayor. En tiempos de la Reina Victoria, en Inglaterra, en
las grandes casas de comercio, los patronos y el personal vivían aún en una especie de
comunidad familiar: «In many business establishments the Day 's work was begun by
family prayers, in which the apprentices aná assistants joineá» 224 • De esta forma, ni las
cosas, ni las realidades sociales, ni las mentalidades evolucionan al galope. Las peque-
ñas y numerosas son lo normal. No existe crecimiento significativo de la empresa más
que cuando se efectúa una asociación con el Estado -el Estado, la más colosal de las
empresas modernas, que al crecer él mismo tiene el privilegio de hacer crecer a los
demás.

Las grandes compañías


comerciales tienen antecedentes

Las grandes compañías comerciales han nacido de los monopolios mercantiles.


Aproximadamente datan del siglo XVII y son patrimonio del noroeste europeo. Esto
es lo que se dice y se repite, no sin razón. Así como las ciudades del interior de Italia

382
El capitalismo en su propio terreno

crearon (bajo el nombre de «compañíal>) las sociedades a la florentina y gracias a este


arma se abrieron los circuitos del Mediterráneo y de Europa, de igual forma las Provin-
cias Unidas e Inglaterra se sirvieron de sus compañías para conquistar el mundo.
Esta afirmación, que no es inexacta, sitúa sin embargo mal este sorprendente fenó-
meno en la perspectiva de la historia. Los monopolios de las grandes compañías tienen,
en efecto, una doble o triple característica: implican un juego capitalista totalmente di-
ferente, son impensables sin el privilegio que concede el Estado; confiscan zonas ente-
ras del comercio a larga distancia. Una de las «compañías» que precede a la Oost In-
dische Compagnie lleva el nombre característico de Compagm"e Van Verre, compañía
de la lejanía.
Ahora bien, ni el comercio a larga distancia, ni la concesión de privilegios estatales,
ni las proezas del capital datan sólo de principios del siglo XVII. En la escena de Fern-
handel, capitalismo y Estado están en relación mucho antes de la constitución de la
Moscovy Company inglesa en 1)53-1)55. Así pues, el gran comercio de Venecia, des-
de el principio del siglo XIV, es el Mediterráneo entero y toda la Europa accesible, in-
cluido el Norte: en 1314, las galeras de Venecia llegan a Brujas. En el siglo XIV, ante
la regresión económica que se generaliza, la Señoría organiza el sistema de las galere
da mercato. Su arsenal construye estos grandes barcos y los arma (lo que equivale a to-
mar a su cargo la botadura), los alquila y favorece los tráficos de esos comerciantes
patricios. Se trata aquí de un poderoso dumping que no ha escapado a la atenta ob-
servación de Gino Luzzatto. Las galere da mercato desempeñan su papel hasta las pri-
meras décadas del siglo XVI, son un arma para Venecia en su lucha hegemónica.
Se crearán sistemas análogos ante un espacio aún más amplio, después del descu-
brimiento de América y del periplo de Vasco da Gama. El capitalismo europeo en-
cuentra allí nuevas y prodigiosas ventajas, aunque no efectúa en cambio anticipos es-
pectaculares. Y esto es debido a que el Estado español impone el Consejo de Indias,
la Casa de la Contratación, la Carrera de Indias. ¿Cómo superar estas limitaciones y
vigilancias acumuladas? En Lisboa está el rey comerciante y, según la acertada fórmula
de Nuñez Diazm, «el capitalismo monárquico» de la Casa da India, con las flotas, los
factores, el monopolio del Estado. Los hombres de negocios deberán adaptarse a ello.
Y estos sistemas duran: el portugués hasta los años 1615-1620, el español hj\sta
1784. Así pues, si los países ibéricos son durante mucho tiempo reacios al establ~ci­
miento de grandes compañías mercantiles es debido a que el Estado, a partir ds: Lis-
boa, Sevilla y posteriormente desde Cádiz, ha dado facilidades a los comerciantes para
actuar. La máquina está en marcha. Una vez lanzada, ¿quién la parará? Se dice a me-
nudo que España, con su Carrera de Indias, imita a Venecia, y esto es cierto. Y que
Lisboa imita a Génova, pero esta comparación no es tan exacta 126 • En Venecia, todo es
para el Estado; en Génova todo es para el capital. Ahora bien, en lisboa, precisamente
donde el Estado moderno está instalado, ocurre todo excepto la libertad de Génova.
Estado y capital son dos fuerzas más o menos bien emparejadas. ¿Cómo funciona
su acuerdo en las Provincias Unidas y en Inglaterra? Esta es la cuestión esencial de la
historia de las grandes compañías.

Una regla
de tres

El monopolio de una compañía depende de la confluencia de tres realidades: el Es-


tado, en primer lugar, más o menos eficaz, nunca ausente; el mundo mercantil, es de-
cir los capitales, la banca, el crédito, los clientes -un mundo hostil o cómplice, o am-

383
El capitalismo en su propio terreno

Astillero y almacén de la Oost Indisch Compagnie en Amsterdam. Estampa de J. Mulder, hacia


1700. (Cliché Fundación Atlas van Stclk.)

bas cosas a la vez-; finalmente una zona de comercio a explotar, lejana, que por sí
sola determina muchas cosas.
El Estado no está nunca ausente, es él quien distribuye y garantiza los privilegios
en el mercado nacional, base esencial. Pero estos dones no son gratuitos. Cada com-
pañía responde a una operación fiscal ligada a las dificultades financieras que son el
patrimonio perpetuo de los Estados modernos. Las compañías no cesan de pagar y vol-
ver a pagar sus monopolios, cada vez renovados después de largas discusiones. Incluso
el Estado de las Provincias Unidas, poco coherente en apariencia, se decide a gravar con
impuestos a la floreciente Oost Indische, la obliga a anticipar dinero, a pagar censos,
a dejar que el impuesto sobre el capital castigue a los accionistas y con una agravante:
teniendo en cuenta el valor real de las acciones según la cotización en Bolsa. Como di-
ce el abogado Pieter Van Dam, el hombre que mejor conocía la Omt Indische Com-
pagnie (y la reflexión puede extenderse a las compañías rivales): «El Estado debe ale-
grarse de la existencia de una asociación que le ingresa cada año sumas tan elevadas

384
El capitalismo en su propio terreno

que el país saca del comercio y de la navegación de las Indias un beneficio tres veces
mayor que los accionistas• 227 •
Es inútil insistir sobre este tema banal. No obstante, por su propia acción, cada Es-
tado da a sus compañías un carácter particular. Las compañías son más libres en Ingla-
terra después de la revolución de 1688 que en Holanda, donde se hace sentir el peso
de un antiguo éxito. En Francia, si nos atenemos a la Compagnie des Indes, ésta se ha
hecho y rehecho a su manera por el gobierno real, mantenida bajo su tutela, como ex-
traída de la vida misma del país, suspendida en el aire, administrada sin tregua por
hombres poco o nada competentes. ¿Qué francés no vé estas diferencias? Una corres-
pondencia desde Londres, en julio de 1713, anuncia la constitución de una compañía
del Asiento (será la Compañía del Mar del Sur, dotada, de entrada, del privilegio que
hasta entonces habían tenido los franceses de suministrar esclavos negros a la América
española). «[Es] una compañía de particulares>, dice la cana, «a quien ha sido enviado
este suministro; y aquí las órdenes de la Corte no influyen nada sobre los intereses de
los particulares ... » 228 • Esto es, evidentemente, decir demasiado. Pero, en los negocios,
la diferencia es ya grande, a partir de 1713, entre uno y otro lado del canal de la Mancha.
En resumen, sería necesario poder marcar a qué altura y de qué forma se desarro-
llan las relaciones entre el Estado y las compañías. Estas no se desarrollan más que cuan-
do aquél no interviene a la francesa. Si, por el contrario, es normal una cierta libertad
económica, el capitalismo entra en juego y se adapta a todas las dificultades o extra-
vagancias administrativas. Reconozcamos que la Oost Indische Compagnie -algunos
meses más joven que la East India Company inglesa, aunque el primer éxito especta-
cular y fascinante de las grandes compañías- tiene una arquitectura complicada y ex-
travagante. Se divide, en efecto, en seis cámaras independientes (Holanda, Nueva Ze-
landa, Delft, Rotterdam, Hoorn, Enkhuizen) por encima de las cuale~ se establece la
dirección común de los XVII Señores (Heeren Zeventien) de los cuales f son de la Cá-
mara de Holanda. Por mediación de las cámaras, la burguesía de los re,~entes de las
ciudades tenía acceso a la inmensa y rentable empresa. Los directores de las cámaras
locales (los Gewindhebbers, que elegían a los Heeren XVII) tenían acceso, a su vez, a
la dirección general de la Compañía. Subrayemos, de paso, en esta característica frag-
mentación, la nivelación de economías urbanas bajo las, en apariencia, tranquilas aguas
de la economía general de las Provincias holandesas. Lo cual no impide en absolu~p la
dominación de Amsterdam. Y la presencia permanente, en el laberinto de la Oost\In-
dische Compagnie, de dinastías familiares. En las listas de los Heeren XVII y ~e los
Heeren XIX (directores de la Compañía de las Indias Occidentales creada en 162Í), se
perpetúan algunas familias poderosas; como los Bickers de Amsterdam o los Lampsins
de Nueva Zelanda. No es el Estado el que los imponía, sino el dinero, la sociedad.
Podrían hacerse las mismas observaciones a propósito de la East India Company ingle-
sa, o de la South Sea Company, o incluso del Banco de Inglaterra, o para tomar un
ejemplo limitado pero sin ninguna ambigüedad, la Compañía Inglesa de la Bahía de
Hudson. Todas estas grandes empresas conducen a pequeños grupos dominantes, te-
naces, aferrados a sus privilegios, de ningún modo partidarios de cambios ni innova-
ciones, conservadores atroces. Demasiado bien provistos de ganancias, no pueden tener
inclinación por el riesgo. Tengamos incluso la idea irrespetuosa de que no representan
la inteligencia mercantil personificada. Se dice demasiado a menudo que la Oost In·
dische Compagnie se habría podrido por la base; se ha podrido también por la parte
superior. Lo que la ha conservado en realidad durante tanto tiempo, es que estaba
aferrada a los intercambios más rentables de aquel momento.
En efecto, el destino de las compañías se determina en función del espacio comer-
cial de su monopolio. ¡Primero, geografia! Así pues, el comercio de Asia se revelará la
más sólida base para estas vastas experiencias. Ni el Atlántico -tráfico de Africa y co-

385
El capiralismo en su propio terreno

mercio de las Américas- ni los mares de Europa, el Báltico, el Mar Blanco y el in·
menso Mediterráneo, ofrecerán los campos operacionales tan largo tiempo rentables.
Véase, en el marco de la historia inglesa, el destino de la Moscovy Company, de la Le-
vant Company, de la African Company, o, más significativo en el marco de la historia
holandesa, el fracaso final de la Compañía de las Indias Occidentales. Para las grandes
compañías comerciales ha existido una geografía del éxito de ningún modo fortuita.
¿Se debe esto a que el comercio de Asia está exclusivamente bajo el signo del lujo? La
pimienta, las especias finas, la seda, las indianas, el oro chino, la plata japonesa, luego
el té, el café, la laca, la porcelana. Europa, rumbo a un crecimiento cierto, ve progresar
su apetito de lujo. Y el hundimiento del Imperio del Gran Mogol, a principios del si-
glo XVIII, entrega la India a las envidias de los comerciantes de Occidente. Pero tam-
bién la lejanía, las dificultades del comercio con Asia, su carácter sofisticado hacen que
sea un coto vedado para el gran capital, único capaz de poner en circulación enormes
sumas de dinero en efectivo. Esta enormidad de partida elimina la competencia, al me-
nos la vuelve difícil; coloca la barra a cierta altura. Un inglés escribía en 1645: «Private
men cannot extend to marking such long, adventurous and costly vayages» 229 • Reflexión
en verdad interesada, alegato para las compañías repetido muchas veces, en Inglaterra
y fuera de Inglaterra, y que no es absolutamente exacto: muchos private men hubieran
podido reunir los capitales necesarios, como se verá a continuación. Ultimo regalo de
Asia: alimenta al europeo que está allí en servicio. El comercio de India en India, ex-
cepcionalmente rentable, ha hecho vivir al Imperio Portugués durante un siglo, hará
vivir al Imperio Holandés los dos siglos siguientes, hasta que Inglaterra, devore a la India.
¿Pero la India fue devorada? Estos tráficos locales, en la base del éxito europeo que
se construye sobre su regularidad, es la prueba de la robustez de una economía loca-
lizada, destinada a durar. Europa, durante estos siglos de explotación, tiene la ventaja
de encontrar ante ella civilizaciones densas, evolucionadas, producciones agrícolas y ar-
tesanales ya organizadas para la ·exportación y, en todas partes, cadenas comerciales e
intermediarios eficaces. En Java, por ejemplo, los holandeses se han apoyado sobre los
chinos para la recolección, producción y almacenamiento de mercancías. En vez de
crear, como en América, Europa explota y capta en Extremo Oriente lo que ya está só-
lidamente construido. Unicamente s~ metal blanco le permite forzar las puertas de la
casa. Es sólo al final de la carrera cuando la conquista militar y política, que instalará
a Inglaterra como dueña, perturbará en profundidad los antiguos equilibrios.

Las compañías
inglesas

La fortuna inglesa no se hizo muy temprano. Hacia 1500, Inglaterra es un país «atta·
sado», sin una marina potente, con una población esencialmente rural y con dos rique-
zas únicamente: una enorme producción lanera y una fuerte industria de paños (ésta
se desarrolla hasta el punto de ai?sorver casi a aquélla). Esta industria, rural en buena
parte, produce en el sudoeste y en el este de Inglaterra sólido broad cloth y, en el West
Riding, los kersies, paños delgados y afelpados. Aquella Inglaterra, con los 75.000 ha-
bitantes de su capital. que pronto se convertirá en un monstruo, pero que todavía no
lo es, con una monarquía fuerte al salir de la Guerra de las Dos Rosas, con sus gremios
sólidos, sus ferias activas, continúa siendo un país de economía tradicional. Pero la vi-
da mercantil empieza a desprenderse de la vida artesana; la separación es, en términos
generales, análoga a la que se constata en las ciudades italianas del pre-Renacimiento.
Esto, bien entendido, en el marco de los intercambios exteriores que constituyen

386
El capitafümo en su propio terreno

las primeras sociedades inglesas. Las dos mayores que hemos podido observar -los co-
merciantes exportadores de lana, The Merchants o/ the Staple, la etapa en cuestión era
la de Calais, y los Merchants Ad11enturers, los negociantes en paños- son aún arcaicas
en su organización. Los Stap/ers representan la lana inglesa, pero ésta va a dejar de ex-
portarse. Ahora dejémoslos en la sombra. Los Merchants Adventurers230 , que movilizan
en su beneficio la palabra flotante adventurers (la cual designa de hecho a todos los
comerciantes empresarios que participan en un comercio exterior), son exportadores de
paño crudo hacia los Países Bajos con los que se han hecho una serie de acuerdos (tanto
en 1493-1494, como en 1505). Poco a poco, los mercers y grocers de Londres ocupan
el primer lugar en la masa de los adventurers y se esfuerzan en separar a los provincia-
les, que forman la agrupación rival de los comerciantes en el norte de la Tweene. A
partir de 1475, estos comerciantes londinenses actúan todos de común acuerdo, fletan
los mismos barcos para sus envíos, se organizan para el pago de las aduanas y la ob-
tención de privilegios bajo la dictadura bien ptonto anunciada de los mercers. En 1497.
interviene la realeza para obligar a la compañía, centrada en Londres, a aceptar a los
comerciantes de fuera de la capital. Pero éstos sólo serán admitidos para ocupar una
posición inferior.
La primera característica que marca a la organización de los Merchants Ad11enturers
es que su verdadero centro se sitúa fuera de Inglaterra, durante mucho tiempo en Am-
beres y en Berg-op-Zoom, cuyas ferias se disputan su clientela. Al estar en los Países
Bajos la compañía tiene la posibilidad de desenvolverse entre estas dos ciudades y de
conservar mejor sus privilegios. Es especialmente en estos mercados del continente don-
de se hacen las transacciones eSenciales -ventas de paños, compras de especias y reem-
bolsos en dinero. Es allí donde uno puede aferrarse a la más viva economía mundial.
En Londres reinan los comerciantes de más edad a quienes no les gustan los viajes ni
los mercados con gran movimiento. Los jóvenes están en Amberes. En 1542, los resi-
dentes en Londres se quejan al Privy Council de que los jóvenes de Amberes no hacen
ningún caso de los avisos de sus «amos y señores» de Londres 231 •
Pero lo que aquí nos interesa es que la Merchant Ad11enturers Company sigue sien-
do una «corporación>. La disciplina que pesa sobre los comerciantes es análoga a la que
un gremio ejerce sobre sus participantes en el estrecho espacio de una ciudad. Los re-
glamentos que le concede el Estado -así como el código real de 1608 232 - la preci5an
muy concretamente. Los miembros de la compañía son como «hermanos> entre s1 1 y
sus mujeres «hermanas». Los hermanos deben ir todos juntos a los oficios religit!>sos y
a los entierros. Tienen prohibido co~portarse mal, pronunciar palabras soeces, em-
borracharse, realizar actos que puedan desprestigiarles -por ejemplo ir apresuradamen-
te a buscar su correo en vez de esperar a que se lo lleven a su tienda, o llevar ellos
mismos sus mercancías, con la espalda encorvada bajo pesados fardos-; también se pro-
híben las discusiones, las injurias, los duelos. La compañía es una entidad moral, una
personalidad jurídica. Tiene su gobierno (gobernador, diputados, jueces, secretarios).
Dispone de un monopolio mercantil y del privilegio de la sucesión perpetua (el dere-
cho de sucederse a sí misma). Todos estos caracteres se designan (sin duda según el vo-
cabulario tardío de Josias Child) bajo el nombre de regu/ated company, de compañías
con reglamento, es decir, mutatis mutandis, algo análogo a las guildas y las hansas que
conocieron los paises del mar del Norte.
Así pues, no hay nada de novedad ni de creación original: Los Merchants Ad11entu-
rers, cuyos orígenes se remontan sin duda alguna a antes del siglo XV, no han esperado
para formarse la buena voluntad de la realeza inglesa. La aparición de la compañía,
según supone Michael Postan 233 , es sin duda la consecuencia del retroceso en las ventas
de paños, surgiendo entonces la necesidad de agruparse estrechamente para reaccionar.
Pero no se trata de una sociedad por acciones. Sus miembros (que pagan cánones con

387
El capitalismo en su propio terreno

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Sala del Tnbunal en el edificio de /oJ Merchants Adventurers en York. (Foto Country Ltfe.)

motivo de su ingreso, a menos que obtengan este derecho por herencia, o al término
de un aprendizaje al lado de un miembro de la compañía) comercian cada uno de ellos
por su cuenta y riesgo. En general, es una vieja formación que se ha introducido en
una función que ha preparado la evolución de la economía inglesa -el paso de la lana
en bruto a la lana trabajada- y cumple admirablemente su papel, suma eficaz de ac-
tividades individuales, acordadas entre ellos, no confundidas. El paso a una vasta com-
pañía unificada con un capital común, una]oint Stock Company, hubiera sido fácil.
Ahora bien, los Merchants Adventurers, en decadencia por cieno, conservan su antigua
organización hasta 1809, fecha en que, al apoderarse Napoleón de Hamburgo (donde
la Compañía estaba firmemente instalada desde 1611 234 ), concluye su trayectoria.
Estos detalles sobre los Merchants Adventurers bastan para que el lector se forme
una imagen de lo que puede ser una regulated company. En efecto, las primeras com-
pañías por acciones que se multiplican en Inglaterra con el brusco despegue de finales
del siglo XVI y principios del xvnm no constituyen inmediatamente mayoría, ni mu-
cho menos. Dichas compañías se introducen en medio de sociedades de otro tipo y que
rinden los mismos servicios; a veces incluso parecen ser superiores a éstas puesto que
compañías por acciones, como la de Moscovia, fundada en 1555, o la del Levante, es-
tablecida en 1581, fueron luego transformadas en compañías reglamentadas, la prime-
ra en 16~2, después en 1669, la segunda en 1605, y la Compagnie d'Afrique en 1750.
Incluso la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, fundada en 1599, privilegiada

388
El capitalismo en su propio terreno

en 1600, conoció una crisis por lo menos curiosa, de 1698 a 1708, período durante el
cual se convierte, parcialmente, en una compañía reglamentada.
Falta decir, por otra parte, que durante su primer siglo de existencia, la Compañía
Inglesa de las Indias Orientales, constituida con un capital muy inferior al de la Com-
pañía Holandesa, fue una verdadera compañía de acciones. Su capital no estaba for-
mado más que para un viaje, y cada comerciante recuperaba al regreso su participación
y sus beneficios. Cada accionista tuvo durante mucho tiempo el derecho de retirar su
participación. Poco a poco las cosas se modificaron. A partir de 1612, las cuentas ya no
se hicieron para el viaje venidero, sino para una serie de viajes proyectados. A partir
de 1658, finalmente, el capital social pasó a ser intangible. Y hacia 1688, las acciones
se negociaban en la Bolsa de Londres, al igual que las de la Compañía Holandesa en
la Bolsa de Amsterdam. De esta forma, poco a poco, se ha adoptado el modelo holan-
dés de sociedades por acciones. Para ello se ha necesitado casi un siglo.

Compañías
y coyunturas

El éxito global de las compañías del noroeste europeo es también una cuestión de
coyuntura y de cronología. Los comienzos de la fortuna de Amsterdam se sitúan en las
proximidades de los años 1580-1585. En 1585, la reconquista de Amberes por Alejan-
dro Farnesio sella el destino de la ciudad del Escalda. Su destrucción mercantil, aún
incompleta, asegura el triunfo de la ciudad rival. Así pues, en 1585, estamos a casi una
veintena de años de la formación (en 1602) de la Oost Indische. Esta es, pues, poste-
rior a la fortuna de Amsterdam. Por lo menos ella no la crea, sino que incluso es crea-
da en parte por ella. En todo caso, su éxito fue casi inmediato. Igual que el de la Com-
pañía Inglesa, fundada un poco antes.
El fracaso de los franceses en sus esfuerzos por constituir compañías comerciales se
sitúa entre 1664 y 1682: la Compañía de las Indias Orientales, fundada en 1664, «está
desde el principio sujeta a dificultades financieras» y se le retira su privilegio en 1682;
una Compañía del Levante, fundada en 1670, declina a partir de 1672; la Comp1ñía
del Norte, creada en julio de 1669, fue «Un fiasco»; la Compañía de las Indias Oéci-
dentales, formada en 1664 236 , fue suprimida en 1674. Así pues, una serie de fotc..asos
que compensan mal el éxito parcial de la Compañía Oriental de las Indias. Frente a
estos fracasos, están los éxitos ingleses y holandeses. Tal contraste exige explicaciones.
Interesaría hacer constar, en contra de las empresas francesas, la desconfianza de nues-
tros comerciantes con respecto al gobierno real, la debilidad relativa de sus medios y
la inmadurez de lo que podría ser un capitalismo francés. Pero ciertamente, también
la dificultad de introducirse en las redes ya organizadas: los buenos puestos están ocu-
pados y cada uno los defiende a capa y espada. «Además», escribe Jean Meuvret 237 ,
«[ ... ] las Compañías extranjeras, fundadas en la primera mitad del siglo, habían cono-
cido beneficios espectaculares que, como consecuencia de los cambios coyunturales, no
volvieron a producirse después». Los franceses han escogido mal su momento. Colbert
llega demasiado tarde. Un período de medio siglo de desarrollo sin precedentes pro-
porcionó al Norte, y sobre todo a los Países Bajos, un adelanto que les capacitó para
resistir a eventuales competencias e incluso al freno de las coyunturas desagradables.
En efecto, una misma coyuntura entraña consecuencias diversas según los lugares.
Por ejemplo, el cambio de siglo (1680-1720) fue difícil en el conjunto de Europa, pero
en Inglaterra ese período está marcado por trastornos y crisis que dan una impresión
de progreso general. ¿Es esto debido a que, en los períodos de reflujo o de estanca-

389
El capitalismo en su propio terreno

miento, existen economías que están al abrigo o menos afectadas que otras? En todo
caso, después de la revolución de 1688, todo se activa en Inglaterra: se instaura allí, «a
la holandesa», un crédito público potente; la fundación del Banco de Inglaterra, lle-
vada a cabo co'n éxito mediante un golpe de audacia en 1694, estabiliza el mercado de
los fondos del Estado y da un impulso suplementario a los negocios. Estos van muy
bien: la letra de cambio y el cheque adquieren una imponancia creciente en el mer-
cado interior 238 • El comercio exterior aumenta y se diversifica: para Gregory King y pa-
ra Davenant, es el sector que se desarrolla más rápidamente 239. El entusiasmo se ma-
nifiesta en las inversiones en las joint stock companies: el número de éstas ascendía a
24 (incluyendo Escocia) en 1688; de 1692 a 1695, se fundan 150 sociedades por accio-
nes que por otra parre no sobrevivirán todas 240 • La reestructuración monetaria durante
la crisis de 1696 es una terrible advertencia que no afecta sólo a las empresas turbias.
Millares de accionistas fueron asimismo víctimas de ello. Por esto se promulgó la Act
de 1697 que redujo a 100 el número de corredores de cambio y Bolsa, los stock job-
bers, y puso fin a las facilidades de los agentes promotores 241 • El boom de las inversio-
nes no se volvió a producir más que en 1720, año del escándalo del Sea Bubble. Un
período pues de gran agitación, fecundo a pesar de las grandes punciones impositivas
del gobierno de Guillermo III y la reina Ana.
, En este clima, las compañías se las ven y se las desean para conservar sus privilegios
frente a la iniciativa privada. Se suprimen los monopolios de las compañías de Rusia y
del Levante. La East India Company, ¿va a naufragar también cuando su capital ha au-
mentado considerablemente? Con las nuevas libertades, se ha establecido una segunda
compañía y la lucha entre la antigua y la nueva en la Bolsa no se resolvió hasta 1708.
Sin querer ensombrecer el capitalismo agresivo que se establece durante aquellos
años, citemos un incidente curioso. En agosto de 1698, los comerciantes de la vieja com-
pañía proyectaron ceder algunos de sus establecimientos en la India a los comerciantes
de la nueva compañía o, aunque parezca incrdble, ¡a la Compañía Francesa de las In-
dias Orientales! Pontchartain escribía a Tallard el 6 de agosto de 1698 242 : «Los directores
de la Compañía de las Indias de Francia han recibido aviso de que los de la antigua
Compañía de lnglatemz querían vender sus establecimientos de Masulipatam en la cos-
ta de Coromandel y que podían tratar con ellos a este respecto. La intención de Su Ma-
jestad es que traten ustedes de averiguar con sigzlo si este aviso es verdadero y, en este
caso, si ellos tendrán poder para entregarlos y lo que ellos querrán.» Las palabras en
cursiva estaban cifradas en el texto. Tallard, todavía en Utrecht, responde al ministro
el 21 de agosto: «Es cierto que los directores del antiguo establecimiento de las In-
dias Orientales de Inglaterra quieren vender los establecimientos que poseen allí y que
los de la nueva compañía, para obtenerlos más baratos, les dicen que no los quieren y
que pueden abstenerse de adquirirlos, pero yo dudo que los primeros, que son ricos
comerciantes de Londres y tienen mucho que perder, se atrevan a traficar con extran-
jeros.> Diez años más tarde, todo volvía a su cauce con la fusión de las dos compañías
inglesas en una sola.
Esto explica la actitud de esos holandeses que, contrariados por los monopolios per-
sistentes que les prohibían en su país el comercio con el Extremo Oriente, suscitaron
o trataron de suscitar Compañías de Indias en Francia, en Dinamarca, en Suecia, en
Toscana, suministrándoles capitales. Y esto explica también el clima que reina a finales
del siglo XVIJI y principios del XIX en la India inglesa, donde el empuje de los comer-
ciantes ingleses contra los privilegios de la East India (éstos no serán abolidos hasta
1865) se apoya en la complicidad no sólo de los agentes locales de la compañía, sino
de una nube de negociantes europeos de todas las nacionalidades que están activamen-
te involucrados en un comercio de contrabando, en particular con dirección a China e
Insulindia, y al tráfico lucrativo de las remesas de dinero clandestino en ::::i.Jropa.

390
El capitalismo en su propio terreno

Partida de un East Indiaman hacia 1620. Pintura de Adam Willaerts. (Natt'onal Maritime Mu-
seum, Greenwich, Londres.) -~.

Compañías
y libertad de comercio

Peter Laslett 243 quisiera hacernos creer que la Compañía Inglesa de las Indias Orien-
tales y el Banco de Inglaterra, «que constituían ya el modelo de las instituciones que
iban finalmente a dar forma a los negocios tal como nosotros los concebimos», no han
tenido «antes de comienzos del siglo XVIII más que una influencia ínfima sobre el con-
junto de la actividad comercial e industrial» de Inglaterra. Charles Boxer es más taxa-
tivo aún, sin dar ninguna precisión en su apoyo 244 • Para él, las grandes compañías de
comercio no son lo esencial. W. R. Scott es más preciso: estima en 1703 (después de
una evidente subida) la masa de capitales reunidos por las sociedades por acciones en
ocho millones de libras esterlinas, en tanto que, desde 1688, según King, la renta na-
cional ascendía a 45 millones y el patrimonio nacional a más de 600 millonesW

391
El capitalismo en su propio terreno

Conocemos, no obstante, el razonamiento y la canción: cada vez que se compara


el volumen de una actividad punta con el considerable volumen de la economía de con-
junto, la masa lleva la excepción al orden, hasta el punto de anularla. Yo no estoy con-
vencido. Los hechos importantes son Jos que tienen consecuencias, y cuando estas con-
secuencias son la modernidad de la economía, el «modelo» de los «negocios» futuros,
la formación acelerada de capital y el alba de la colonización, es necesario reflexionar
dos veces. Además, la tempestad de protestas contra los monopolios de las compañías
¿no demuestra que la apuesta valía la pena?
Desde antes de 1700, el mundo de los comerciantes no cesó de protestar contra los
monopolios. Se manifestaron quejas, enfados, esperanzas, compromisos. Pero sin for-
zar demasiado los testimonios, parece que el monopolio de esta o aquella compañía,
apoyado sin demasiado clamor durante el transcurso del siglo XVII, se considera inso-
portable y escandaloso en el siglo siguiente. Descazeaux, diputado del comercio nan-
tés, lo menciona sin ambages en uno de sus informes (1701) 246 : «Los privilegios de las
compañías privativas [entiéndase exclusivas] son perjudiciales para el comercio», pues
hoy en día hay «tanta capacidad y emulación en los individuos como indolencia e in-
capacidad había cuando se establecieron las compañías». En ese momento, los comer"
dantes mismos pueden viajar a las Indias Orientales, China o Guinea para la trata de
negros, al Senegal, para el oro en polvo, los cueros, el marfil, el caucho. Igualmente,
para Nícol~ Mesnager, diputado de la ciudad de Ruán (3 ~e junio de 1704) 247 : «... es
un principio innegable en materia de comercio que todas las compañías exclusivas son
más apropiadas a estrecharlo [sic] que a extenderlo, y que es mucho más ventajoso para
el Estado que su comercio esté en manos de todos los individuos en ,vez de estar res-
tringido a un pequeño número de personas». Según un informe oficial de 1699 248 , in-
cluso fos partidarios de las compañías piensan que, sin embargo, no se debería «quitar
a los paniculares esta libertad de comercio y que en su Estado no deben existir privi-
legios exclusivos>. En Inglaterra, «los contrabandistas {interlopersl o aventureros hacen
el comercio en los mismos lugares donde las compañías inglesas pueden hacerlo>. En
efecto, en 1661, la Compañía había abandonado a los particulares el tráfico de India
a India. Y después de fa revolución de 1688, que fue la de los comerciantes, la opinión
pública está tan soliviantada que suspende el privilegio de la East India y se proclama
la libertad de comercio con la India. Pero todo volverá a su cauce en 1698 o mejor en
1708, volviendo a ser «el [privilegio] exclusivo» la regla.
Francia ha conocido fluctuaciones similares. En 1681 (20 de diciembre) y en 1682 {20
de enero) Colbert proclama la libertad de comercio con las Indias, y la Compañía no se
ocupa más que del transporte y el almacenaje de las mercancías 24 9. Por otra parte, la
Compañía cedía su privilegio en 1712, por su propia iniciativa, mediante indemniza-
ción en dinero, a una compañía de Saint-Malo 2 l 0 • Desde entonces, ¿existe todavía la
Compañía de las Indias? «Nuestra compañía de las Indias orientales francesas [sic] cuyo
deterioro es una vergüenza para el pabellón del rey y para la nación!), escribe Anisson
en Londres el 20 de mayo de ¡713m, Pero la vida es dura para las instituciones mori-
bundas. La Compañía atraviesa, aunque parezca imposible, los años agitados del Sis-
tema de Law, se reconstituye en 1722-1723 con un fondo de bienes tangibles pero sin
dotación suficiente de dinero líquido. Las luchas y los beneficios duran hasta alrededor
de la década de 1760. En 1769, una formidable campaña orquestada por los econo-
mistas pone fin al monopolio y abre libremente los caminos de las Indias y de China
al comercio francés, que los aprovecham. En 1785, Calonne, o más bien el grupo que
gravita a su alrededor, pone a flote la Compañía de las Indias, de hecho colocada a la
sombra de la Compañía Inglesa y que, después de algunas especulaciones escandalosas,
será suprimida por la Revolución en 1790 253.

392
El capitalismo en su propio tr:rreno

TODAVIA
LA TRIPARTICION
El capitalismo, pues, hay que situarlo con relación a Jos diversos sectores de la eco-
nomía por una parte, y por otra con relación a la jerarquía comercial de la cual ocupa
la cima. Esto nos lleva a la clave que proponía la presente obra desde sus primeras pá-
ginas214: en la base una «vida material» múltiple, autosuficiente, rutinaria; en la parte
superior una vida económica, mejor diseñada y que, en nuestras explicaciones, ha ten-
dido a confundirse con la economía de competencia de mercados; finalmente, en el
último nivel, la acción capitalista. Todo estaría claro si esta división operativa se mar-
case netamente sobre el terreno, mediante líneas reconocibles al primer vistazo. Evi-
dentemente, la realidad no es tan simple.
Sobre todo, no es sencillo trazar la línea que materializaría la oposición, decisiva
según nuestro punto de vista, entre el capitalismo y la economía. la economía, en el
sentido en que nosotros quisiéramos utilizar la palabra, es el mundo de la transparen-
cia y de la regularidad donde cada uno puede saber anticipadamente, instruido por la
experiencia común, cómo se desarrollarán los procesos del intercambio. Es éste el caso,
siempre, en el mercado urbano, de las compras y ventas necesarias para la vida cotidia-
na, dinero contra mercancías o mercancías contra dinero, y que se resuelven enseguida,
en el instante mismo de su conclusión. También pasa lo mismo en las tiendas de re-
vendedores. Lo mismo sucede, aunque sean de gran amplitud, con todos los tráficos
regulares, cuyos orígenes, condiciones, caminos y resultados, son notorios: el trigo de
Sicilia, o los vinos y pasas de las islas de Levante, o la sal (si el Estado no se inmis-
cuyese), o el aceite de Apulia o el centeno, la madera, el alquitrán del Báltico, etc.
En total, innumerables recorridos, generalmente antiguos, de los cuales todos conocen
anticipadamente la ruta, el calendario, los desniveles -abiertos por consiguiente re-
gularmente a la competencia. Todo se complica, en realidad, si esta mercancía, por un
motivo u otro, adquiere interés a los ojos del especulador; entonces será guardada en
un almacén y después redistribuida, generalmente lejos y en grandes cantidades. Por
ejemplo, los cereales del Báltico dependen del comercio regular de la economía de mer-
cado: el precio de compra en Dantzi.g sigue re_gularmente, en su curva, el precio de ~~n­
ta de Amsterdam 255 Pero una vez acumulado el trigo en los almacenes de la ciud,ad
cambia de nivel; en lo sucesivo depende de juegos privilegiados, donde sólo los gran-
des comerciantes tienen la última palabra y lo enviarán a los lugares más variados, .1allí
donde la escasez ha hecho subir su precio sin ninguna proporción con el precio de com-
pra, allí también donde se puede intercambiar por mercancías codiciadas. Ciertamente
existen, a nivel nacional, en particular para una mercancía como el trigo, posibilidades
de pequeña especulación, de microcapitalismo, pero éstas quedan ahogadas en el con-
junto de la economía. Los grandes juegos capitalistas se sitúan dentro de lo inhabitual,
lo fuera de serie o la conexión con la lejanía, a meses o incluso a años de distancia.
En estas condiciones, ¿podemos colocar a un lado la economía de mercado -la
transparencia, por utilizar esta palabra una vez más- y del otro lado el capitalismo,
la especulación? ¿Se trata solamente de una cuestión semántica? ¿O estamos en una
frontera concreta cuyos actores mismos serían relativamente conscientes? Cuando el Elec-
tor de Sajonia quiso gratificar a Lutero con cuatro Kuxen, acciones mineras equivalen-
tes a 300 gulden, éste las rechaza replicando 2, 6 : «lch will kein Kuks haben! Es ist Spiel-
geld und will nicht wuddeln dasselbig Geld». ¡No quiero acciones! Es dinero especu-
lativo y yo no quiero hacer prosperar esta clase de dinero. Palabras significativas, de-
masiado significativas, ya que el padre y la madre de Lutero fueron pequeños empre-
sarios en las minas de cobre de Mansfeld -o sea, que estaban del lado malo de la barre-

393
El capitalismo en su propio terreno

ra capitalista. Pero el rechazo es el mismo por parte de J. P. Ricard, observador tran-


quilo, sin embargo, de la vida de Amsterdam, ante la especulación multiforme: «El
espúitu del comercio reina de tal forma en Amsterdam>, dice, «que es absolutamente
necesario que allí se negocie no importa de la forma que sea» 257 ~ Con toda seguridad
es otro mundo. ParaJohan Georg Büsch, autor de una historia del comercio de Ham-
burgo, las complicaciones bursátiles de Amsterdam y de otras grandes ciudades 258 «no
son negocios para un hombre razonable, sino para un apasionado del juego». Una vez
más, se ha trazado la línea. Colocándose al otro lado de esta frontera, he aquí el dis-
curso que Émile Zola (1891)n? pone en boca de un hombre de negocios que está lan-
zando una nueva sociedad bancaria: «Con la remuneración legítima y mediocre del tra-
bajo, el prudente equilibrio de las transacciones cotidianas es un desierto de una sim-
pleza tan extrema que la existencia, un pantano donde todas las fuerzas se duermen y
se corrompen [ ... ] Pero la especulación es el incentivo mismo de la vida, es el deseo
eterno que fuerza a luchar y a vivir [ ... ) Sin especulación no se harían negocios.»
La consciencia de una diferencia entre dos mundos económicos y de dos formas de
vivir y de trabajar se expresa aquí sin disfraz. ¿Literatura? Sí, sin duda. Pero en un len-
guaje totalmente diferente, el abate Galiani (1729-1787), un siglo antes, señala la mis-
ma ruptura económica y no menos humana. En sus Dialogues sur le commerce des
bleds (1770) 260 , lanza contra los fisiócratas la idea escandalosa de que el comercio del
trigo no puede hacer la riqueza de un país. Y he aquí su demostración: no es sola-
mente el trigo la mercancía «que menos vale en proporción al peso y al lugar que ocu-
pa», por lo que su transporte resulta costoso; no solamente es perecedero, lo destruyen
los insectos y las ratas, es de difícil conservación; no solamente «se le ocurre venir al
mundo a mitad de verano» y debe comercializarse «en la estación más desfavorable»,
la de los mares más agitados y de los caminos impracticables del invierno, sino que lo
peor es que «el trigo llega a todas partes. Ningún reino se priva de él». Ningún reino
tiene su prerrogativa. Compárese con el aceite y con el vino, productos de climas cáli-
dos: «Su comercio [es] seguro, constante, reglado. Provenza venderá siempre sus aceites
a Normandía [... ] Todos los años se producirá la demanda por una parte y el suminis-
tro por la otra; esto no puede cambiar [ ... J Los verdaderos tesoros de Francia, en cuan-
to a la producción agrícola, son el vino y el aceite. Todo el norte los necesita y no los
produce. Entonces el comercio se establece, ahonda su canal, deja de ser una especu-
lación y se convierte en rutina.> Cuando se trata de trigo, no hay que esperar ninguna
regularidad; nunca se sabe dónde surgirá la demanda, ni quién podrá efectuar el su-
ministro, ni si se llegará demasiado tarde, después que otro ya haya atendido las ne-
cesidades. Los riesgos son grandes. He aquí por qué «pequefios comerciantes con pocos
medios:. pueden hacer negocio con el aceite o el vino y obtener beneficios; «estos ne-
gocios son incluso más lucrativos si se hacen en pequeña escala. La economía, la pro-
bidad, los hacen prosperar[ ... ) Pero para el comercio [al por mayor] del trigo, hay que
buscar las manos más fuertes y los brazos más largos de todo el cuerpo de comercian-
tes:.. Sólo estos poderosos están informados; solamente ellos pueden correr riesgos y «co-
rno la visión del riesgo hace que la gente se retraiga» he aquí que los «monopolistas:t
tienen «beneficios en proporción al riesgo». Tal es la situación del «comercio exterior
del trigo:.. En el plano interior, por ejemplo entre las diversas provincias de Francia,
las irregularidades de las cosechas según los lugares permiten también una cierta espe-
culación, pero sin los mismos beneficios. «Se abandona en manos de los carreteros, mo-
lineros y panaderos, que la hacen muy en pequeña escala ellos mismos y por cuenta
propia. Así [cuando] el comercio exterior [ ... ] del trigo es demasiado extenso y tan [ ... ]
arriesgado y dificil que engendra por su misma naturaleza el monopolio, el comercio
interior hecho poco a poco es por el contrario demasiado pequeño.1> Pasa por demasia-
das manos y no deja más que un beneficio mediocre a cada uno.

394
El capitt1lísmo en su propio terreno

Así pues, incluso el trigo, mercancía omnipresente en Europa, se separa, sin error
posible, según el esquema que retiene nuestra atención: es autoconsumo y se sitúa en
la planta baja de la vida material; se trata de comercio regular a pequeña distancia, de
los graneros habituales hasta la ciudad próxima que tiene sobre ellos «una superioridad
de situación}}; es un comercio irregular y a veces especulativo de provincia a provincia;
en largas distancias, cuando se producen crisis agudas y repetidas de escasez, es objeto
de vivas especulaciones por parte del comercio a gran escala. Y cada vez se produce un
cambio de planta en el interior de la sociedad comercial: son otros actores, otros agen-
tes económicos los que intervienen.

,1
·/

"

395
Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo II

LOS JUEGOS
DEL INTERCAMBIO
Versión española de Vicente Bordoy Hueso
Revisión técnica de Julio A. Pardo
'I
.,
·I

Alianza
Editorial
Capítulo 5

LA SOCIEDAD O «EL
CONJUNTO DE LOS
CONJUNTOS»

'I
.,
·/

Introducir en el debate las dimensiones de lo esencial es volver a examinar todos


los problemas planteados y más o menos bien resueltos en los capítulos precedentes.
Y es añadirles las dificultades y oscuridades que implica la sociedad por sí misma.
Por su realidad difusa, omnipresente, y que a veces no sentimos mucho más que
el aire que respiramos, la sociedad nos envuelve, nos penetra, orienta nuestra vida en-
tera. El joven Marx escribía: «Es la Sociedad la que piensa en mí:. 1 • En tal caso, ¿no se
fía el historiador demasiado a menudo de las apariencias cuando sólo cree tener delan-
te de él, retrospectivamente, individuos cuyas responsabilidades puede evaluar a pla-
cer? Su tarea, en realidad, no es sólo la de encontrar «al hombre:., fórmula de la cual
se ha abusado, sino la de reconocer a grupos sociales de diversas dimensiones que, to-
dos ellos, están comprometidos entre sí. Lucien Febvre 2 lamentaba que los filósofos, al
crear la palabra sociología, hayan usurpado el único título que hubiera convenido a
una historia tal como él la deseaba. Sin ninguna duda, para el conjunto de las ciencias
sociales, la aparición de la sociología, con Emile Durkheim (1896)3, ha sido una espe-
cie de revolución copernicana o galileana, un cambio de paradigma cuyas consecuen-
cias se hacen sentir aún hoy en día. En su momento, Henry Berr la acogió como el re-

397
la soc:íedad o «el conjunto de los conjuntos»

torno, después de años de fuerte positivismo, a las «ideas generales»4 : «vuelve a intro-
ducir la filosofía en la historia». Hoy en día, los historiadores hallamos que la sociolo-
gía tiene un gusto excesivo por las ideas generales y que lo que más le falta es el sen-
tido histórico. Si bien hay una economía histórica, aún no hay una sociología históri-
ca5. Y los motivos de esta carencia son sobradamente evidentes.
En primer lugar la sociología, contrariamente a la economía que, en cierto modo,
es una ciencia, no logra definir su objeto. ¿Qué es la sociedad? Esta cuestión ya ni se
plantea después de la desaparición de Georges Gurvitch (1965), cuyas definiciones es-
taban poco elaboradas para contentar plenamente al historiador. Su «sociedad global»
se presenta como una especie de envoltura general de lo social, tan delgada como una
campana de cristal transparente y frágil. Para el historiador, bajo la estrecha dependen-
cia de le concreto, la sociedad global no puede ser más que una suma de realidades
vivas, relacionadas, o no, las unas con las otras. No un solo continente, sino varios con-
tinentes y varios contenidos.
En este sentido es en el que, a falta de algo mejor, me he acostumbrado a hablar
de la sociedad como un conjunto de conjuntos, como la suma integral de todos los he-
chos que los historiadores abordamos en la diversas ramas de nuestra investigación. Es-
to supone tomar de los matemáticos un concepto muy cómodo del que ellos mismos
desconfían. Y quizás emplear una gran palabra para subrayar una verdad trivial, a sa-
ber que todo lo que es, no puede ser más que social. Pero el interés de una definición
consiste en que suministra una problemática previa, reglas para una primera observa-
ción. Si esta observación se facilita, en sus comienzos y su desarrollo, si hay después
una clasificación aceptable de los hechos y a continuación se va más allá, la definición
es útil y se justifica. Ahora bien, el término conjunto de conjuntos, ¿no recuerda útil-
mente que toda realidad social, observada en sí misma, se sitúa en un conjunto supe-
rior; que como conjunto de variables, requiere, implica, otros conjuntos de variables
aún mayores? Jean-Fran~ois Melon, secretario de Law, decía ya en 1734: «Existe una
relación tan íntima entre las partes de la Sociedad que no se podría golpear una de
ellas sin que el contragolpe repercuta sobre las demás> 6 • Lo que equivale a decir hoy
en día: cel proceso social es un todo indivisible» 7 , o cno hay otra historia más que la
generab8 , por no citar más que algunas fórmulas entre un centenar9 .
Desde luego, esta globalidad debe dividirse prácticamente en conjuntos más res-
tringidos, más accesibles a la observación. Si no, ¿cómo manipular esta enorme masa?
cCon su mano clasificadora -escribe J. Schumpeter- el investigador obtiene de una
forma artificial los hechos económicos de la gran corriente unitaria de la sociedad.»
Otro investigador obtendrá, a su capricho, la realidad política o la realidad cultural ...
En su muy brillante Hiitoire socia/e de l'Angleterre, G. M. Trevelyan 10 entiende bajo
este título «la historia de un pueblo, desligada de la política», como si fuera posible
esta división que separaría el Estado, realidad social en el más alto grado, de las otras
realidades que lo acompañan. Pero no hay historiador, no hay economista o sociólogo
que no proceda a efectuar divisiones de este género, aunque todas sean, en primera
instancia, artificiales, tanto la de Marx (infraestructura, superestructura) como la tripar-
tición sobre la que he construido lo esencial de las explicaciones que preceden. Siem-
pre se trata de procedimientos de explicaci6n, y queda por saber si permiten o no una
comprensi6n eficaz de los problemas importantes.
Por otra parte, cada ciencia social ¿no ha proc:edido de igual forma delimitando y
dividiendo su dominio? Ha parcelado lo real, tajantemente, por espíritu de sistemati-
zación, pero también por necesidad: ¿quién de nosotros no está especializado en algún
modo desde el primer momento, por su capacidad o su inclinaci6n, para penetrar en
este o aquel sector del conocimiento, y no en otro? Las dos ciencias sociales que, en
principio, generalizan -la sociología y la historia- se dividen en múltiples especiali-

398
La sociedad o .e[ conjunto de los conjuntos•

zaciones: sociología del trabajo, sociología económica, política, del conocimiento, etc.;
historia política, económica, social, historia del ane, de las ideas, de la ciencia, de las
técnicas, etc.
Es, pues, una división banal distinguir, como lo hacemos, en el interior de este
gran conjunto que es la sociedad, varios conjuntos y de los mejor conocidos: lo econó-
mico, evidentemente, en buen lugar; la jerarquía social o el marco social (por no decir
la sociedad que, para mí, es el conjunto de los conjuntos); lo político; lo cultural. Ca-
da uno de estos conjuntos se descompone a su vez en subconjuntos, y así sucesivamen-
te. En este esquema, la historia global (o mejor, globalizante, es decir con pretensiones
de totalidad, que tiende a serlo, pero no puede serlo nunca de forma plena), es el es-
tudio de al menos cuatro «sistemas» en sí mismos; luego en sus relaciones, sus depen-
dencias, sus procesiones, sus múltiples correlaciones, sin sacrificarse a prion' las varia-
bles propias de cada grupo a las intervariables, y a la inversa 11 •
El ideal imposible sería presentarlo todo sobre un sólo plano y con un sólo movi-
miento. La práctica recomendable es, al dividirlo, conservar el espíritu de una visión
globalizante; ésta aflorará por fuerza en la explicación, tenderá a recrear la unidad, acon-
sejará no creer en una falsa simplicidad de la sociedad, no utilizar estas fórmulas corrien-
tes -sociedades de órdenes, de clases o de consumo- sin pensar antes en el juicio de
conjunto que implican. Así pues, no creer en las igualdades cómodas: comercian-
tes = burgueses; o comerciantes =capitalistas; o aristócratas= terratenientes 12 ; no hablar
de burguesía o de nobleza como si estas palabras designasen, sin error, conjuntos bien
definidos, como si hubiera límites fáciles de señalar que deparasen las categorías o las
clases, cuando estas separaciones tienen «la fluidez del agua» 13 •
Más aún, es importante no imaginar a priori que este o aquel sector pueda tener,
de una vez por todas, preferencia sobre otro o sobre todos los demás. Yo no creo, por
ejemplo, en la superioridad indiscutible y permanente de la historia política, en la sa-
crosanta primacía del Estado. Según los casos, el Estado puede determinarlo casi todo
o no hacer casi nada. Paul Adam, en el manuscrito mecanografiado de una Histon'a
de Francia que va a publicar, anticipa que en mi libro sobre el Mediterráneo destaca
la aplastante superioridad de la figura política de Felipe 11. ¿No superpone él su forma
de ver a un cuadro complicado? De hecho, los sectores, los grupos, los conjuntos, no
cesan de desempeñar un papel los unos con relación a los otros en una jerarquía q~e
permanece en movimiento, en el interior de la sociedad global que los envuelve mb
o menos estrechamente, pero que nunca les deja enteramente libres. •/
En Europa, donde las cosas se ven mejor que desde fuera de ella, en esta Europa
adelantada con respecto al resto del mundo, la economía en rápido desarrollo ha ad-
quirido bastante a menudo preferencia sobre los demás sectores a partir de los siglos XI
ó XII, o con más seguridad aún a partir del siglo XVI; los ha obligado a definirse con
relación a ella, y nadie duda de que esta primacía que se afirma no sea una de las raí-
ces de la modernidad precoz del estrecho continente. Pero sería en vano pensar que,
con anterioridad a estos siglos de despegue, la economía no contaba apenas y que na-
die hubiera podido escribir, como aquel libelista francés de 1622 14, que «toda ciudad,
república o reino se mantiene principalmente de trigo, vino, carne y madera». Sería
también en vano pensar que, frente a la fuerza ascendente de la economía, repleta de
múltiples mutaciones revolucionarias, los otros sectores, la sociedad entera, no hayan
desempeñado su papel, constituido raramente por aceleradores, más a menudo por
barreras, contrafuertes y frenos que se han mantenido y han actuado durante siglos.
Toda sociedad está atravesada por corrientes, erizada de obstáculos, de supervivencias
obstinadas que obstruyen los caminos, de estructuras lentas cuya permanencia es, a los
ojos del historiador, la característica reveladora. Estas estructuras histón'cas son visibles,
reveladoras, en cierto modo mensurables: su duración es medida.

399
La mciedad o •el conjunto de los conjuntos•

Hablando en otro lenguaje, en un librito polémico y constructivo, Fran~ois Four-


quet15 reduce estos enfrentamientos a un conflicto entre el «desear)) y el poder: por una
parte el individuo, no guiado por sus necesidades, sino cargado de deseos, como una
masa en movimiento del tipo de la electricidad; por otra parte, el aparato represivo del
poder -no importa cuál sea este poder- que mantiene el orden en nombre del equi-
librio y del rendimiento de la sociedad. Y o pienso, con Marx, que las necesidades son
una explicación; con Fourquet, que los deseos son una explicación no menos amplia
(pero los deseos, ¿pueden no incluir las necesidades?); que el aparato del poder político
y no menos del poder económico es una explicación. Pero no son éstas las únicas cons-
tantes sociales; existen otras.
Y es en este conjunto de fuerzas en conflicto donde se organiza el impulso econó-
mico, desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, llevando consigo al capitalismo, cuyos
progresos son más o menos lentos según los países, y muy diversos. En las páginas si-
guientes se pondrán en el primer plano de la explicación las resistencias y los obstácu-
los que ha encontrado el capitalismo.
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

LAS JERARQUIAS
SOCIALES
En singular o en plural, jerarquía social viene a designar el contenido banal, pero
esencial, de la palabra IOciedad, promovido aquí, para la comodidad de nuestra expo-
sición, a un rango superior. Yo prefiero decir jerarquías mejor que estratos, o catego-
rías, o mejor aún que clases sociales. Aunque todas las sociedades de cierto volumen
tengan sus estratos, sus categorías, hasta sus castas 16 y sus clases, exteriorizadas o no,
es decir experimentadas conscientemente o no, con eternas luchas de clases. Todas las
sociedades 17 • Así pues, por una vez, no estoy de acuerdo con Georges Gurvitch cuando
sostiene que la lucha de clases implica, como condición sine qua non, la conciencia cla-
ra de estas luchas y oposiciones, que, suponiendo que creamos en ella, no existiría an-
tes de la sociedad industriaP 8 • Ahora bien, abundan las pruebas de lo contrario. Y,
sin duda, Alain Touraine tiene razón cuando escribe: «Toda sociedad en la que una
parte del producto es retirada del consumo y acumulada> abriga un «conflicto de cla-
ses» 19. Lo cual es válido para todas las sociedades.
Pero volvamos a la palabra que goza de nuestras preferencias, o sea jerarquía. Se
aplica por sí misma, sin demasiadas dificultades, a la historia entera de las sociedades
de población densa: ninguna de esas sociedades se desarrolla en un plano horizontal,
en un plano de igualdad. Todas están abiertamente jerarquizadas. De ahí el asombro
de aquellos descubridores portugueses cuando, hacia 1446, entraron en contacto con
las minúsculas tribus bereberes, que en aquel tiempo vendían esclavos negros y oro en
polvo en Ja costa atlántica del Sáhara, a la altura del cabo do Rescate y más allá, y ex-
clamaron: «¡No tenían ningún rey!:. 20 • No obstante, y considerándolo más detenida-
mente, formaban clanes y estos clanes tenían sus jefes. los pueblos primitivos de For-
mosa no asombran menos a los holandeses hacia 1630: «No tienen ni rey ni soberano.
Siempre están en guerra, es decir, un pueblo contra otro> 21 • Por lo menos, un pueblo
representa una agrupación, un orden. Incluso las sociedades utópicas, imaginadas al re-
vés de las sociedades reales, están generalmente jerarquizadas. Incluso la sociedad de
los dioses griegos, en el Olimpo, está jerarquizada. En conclusión: No hay sociedad sin
osamenta, sin estructura. 11

Nuestras sociedades de hoy en día, no importa cuál sea su sistema político, no fon
mucho más igualitarias que las de antaño. Al menos el privilegio ásperamente discu-
tido ha perdido un poco de su cándida buena conciencia. Ayer por el contrario, en las
sociedades jerarquizadas, guardar el rango era una forma de dignidad, una especie de
virtud. Sólo era ridículo y condenable el que enarbolaba Jos signos de un rango social
que no era el suyo. Contra los daños del desclasamiento y del lujo, disipador del ahorro,
he aquí lo que propone un artífice de proyectos durante los primeros años del si-
glo XVIJI 22 : que el rey de Francia conceda a los príncipes, a los duques y a las personas
con títulos, así como a sus esposas, un cordón azul ccomo el que llevan los comenda-
dores de Malta y de San Lázaro>; a los otros nobles, un cordón rojo; que todos los ofi-
ciales, sargentos y soldados lleven siempre el uniforme; que para los criados, incluidos
los ayudas de cámara y los mayordomos, sea obligatoria la librea «sin que puedan llevar
en las alas de los sombreros ni galones ni nada de oro o plata>. ¿No sería ésta la solu-
ción ideal que, al suprimir los gastos suntuarios, «reconduciría a los pequeños hasta
que fuera imposible que se confundieran con los grandes»?
De ordinario, lo que impide esta confusión es simplemente la división de la rique-
za: lujo por una parte, miseria por la otra; y la del poder: autoridad de una parte, obe-
diencia de la otra. «Una parte de Ja humanidad», dice un texto italiano de 1776 22 , «Se
encuentra maltratada a muerte para que la otra se harte hasta reventar».

401
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

El Kings Banch (tribunal real inglés), bajo Enn'que VI: los jueces, los escnbanos y, abajo, los
condenados. Ilustración de un manuscn'to inglés del siglo XV. Biblioteca del /nner Temple. (Fo-
tografía de la Biblioteca.)

402
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Pluralidad de
las sociedades

El orden jerárquico nunca es sencillo; cada sociedad es diversidad, pluralidad; se


divide contra ella misma y esta división es probablemente su misma forma de ser.
Tomemos un ejemplo: la llamada sociedad «feudal», que los historiadores y econo-
mistas marxistas o marxistizantes se esfuerzan en definir. Estos han tenido que admitir
y explicar su pluralismo fundamental2 3• ¿Puedo decir, antes de continuar, que soy tan
alérgico como Mace Bloch o Luden Febvre a la palabra feudalismo, tan a menudo uti-
lizada? Este neologismo 24 , derivado del latín vulgar (feudum, feudo), no se refiere, tan-
to para ellos como para mí, más que al feudo y a lo que de él depende; nada más. No
es más lógico colocar bajo este vocablo a toda la sociedad de Europa entre los siglos XI
y XV que bajo la palabra capitalismo al conjunto de esta misma sociedad entre los si-
glos XVI y XX. Pero dejemos esta querella. Aceptemos incluso que la llamada sociedad
feudal, otra fórmula corriente, pueda designar una larga etapa de la historia social de
Europa, que sea lícito servirse de la expresión como de una etiqueta cómoda allí don-
de, después de todo, podríamos denominar también Europa A, designando Europa B
a la etapa siguiente. En todo caso, de A a B, se trazará la articulación desde lo que
ilustres historiadores 2) han denominado el verdadero renacimiento, entre los siglos X
y XIII.
La mejor exposición sobre la llamada sociedad feudal, es, a mi parecer, el resumen
ciertamente demasiado rápido y autoritario de Georges Gurwitch 26 que, concebido a
partir de la atenta lectura del maravilloso libro de Mace Bloch 27 , prolonga singularmen-
te sus conclusiones. Esta sociedad «feudal», formada por siglos de sedimentación, de
destrucción, de germinación, es la coexistencia de al menos cinco «sociedades», de cin-
co jerarquías diferentes. La más antigua en la base, dislocada, en la sociedad señorial
que se pierde en la noche de los tiempos y agrupa en sus restrictivas unidades a señores
y a campesinos. Menos antigua, con unas raíces materiales que se remontan a la época
del Imperio Romano, y unas raíces espirituales que se remontan más lejos todavía, una
sociedad teocrática que construyó la Iglesia romana, con fuerza y tenacidad, puesto que
no sólo necesita conquistar, sino mantenerse y, por lo tanto, reconquistar constante-
mente a sus fieles. Una parte importante de los excedentes de la primera Europa mllp-
tiene a esta enorme y vasta empresa: las catedrales, las iglesias, los monasterios, las. ~en­
eas eclesiásticas, ¿es esto una inversión o un despilfarro de capital? En tercer lugar, una
sociedad más joven, que se abre paso en medio d~ las demás, y busca apoyo, se orga-
niza alrededor del Estado territorial. Este ha naufragado con los últimos carolingios,
pero el naufragio, como sucede con frecuencia, no ha sido total. Cuarto subsector: la
feudalidad en sentido estricto, superestructura tenaz que se desliza hacia la cumbre en
los vacíos dejados por la extinción del Estado y que une a los señores en una larga ca-
dena jerárquica, tratando de mantenerlo y manejarlo todo por esta jerarquía. Pero la
Iglesia no quedará totalmente atrapada en las redes del sistema; el Estado romperá un
día la red; y, en cuanto al campesino, vivirá a menudo al margen de esta agitación su-
perior. Finalmente, el quinto y último sistema, el más importante de todos bajo nues-
tro punto de vista: las ciudades. Estas han surgido, o resurgido, a partir de los siglos X
y XI, como Estados separados, sociedades separadas, civilizaciones separadas, economías
separadas. Son hijas de un remoto pasado: Roma revive a menudo en ellas. Hijas, no
obstante, de un presente que las hace florecer, son también seres nuevos: en primer
lugar, el resultado de una división colosal del trabajo -campos por una parte, ciuda-
des por otra-, de una coyuntura obstinadamente favorable, del comercio que renace,
de la moneda que reaparece. La moneda, multiplicador importante, es una especie de

403
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

electricidad que, a partir de Bizancio y del Islam, se ha ramificado hacia Occidente, a


través de la inmensidad del Mediterráneo. Cuando más tarde todo el mar se cristianice,
se producirá la reactivación y remoción de la primera Europa.
Así pues, en resumen, hay varias sociedades que coexisten, que se apoyan, bien o
mal, las unas en las otras. No hay un sistema, sino varios sistemas; no hay una jerar-
quía, sino varias jerarquías; no hay un orden, sino varios. No hay un solo modo de
producción ni una sola cultura. Hay tomas de conciencia, lenguas, anes de vivir. Todo
hay que ponerlo en plural.
Georges Gurvitch, que no deja de tenerlo en cuenta, sostiene, un poco precipita-
damente, que las cinco sociedades en cuestión que se reparten el volumen de la socie-
dad feudal son antinómicas, extrañas; que salir de una de ellas es desembocar en el
vacío y la desesperación. Pero, de hecho, estas sociedades han vivido juntas, se han mez-
clado, implican una ciena coherencia. Las ciudades-estados han tomado sus hombres
de esas tierras y campos señoriales que las rodean, anexionándose no solamente cam-
pesinos, sino también señores, o mejor agrupaciones de señores nacidas en el entorno
y que, al instalarse en la ciudad, forman clanes sólidos con lazos indefectibles 28 • En el
corazón de la Iglesia, a panir del siglo XIII, el Papado acude a los banqueros de Siena
para percibir los tributos que impone sobre la cristiandad. La realeza inglesa, con Eduar-
do 1, se dirige a los prestamistas de Luca, y después de Florencia. Los señores se con-
vierten pronto en vendedores de trigo y de ganado: es necesario que los comerciantes
los compren. En cuanto a las ciudades, se sabe que son los prototipos de la moderni-
dad y que, cuando nacen el Estado moderno y la economía nacional, las ciudades son
los modelos; que las ciudades permanecen, en detrimento de las demás sociedades, co-
mo lugares de acumulación y de riqueza por excelencia.
Dicho esto, toda sociedad, subsociedad o grupo social, empezando por la familia,
tiene su jerarquía propia: tanto la Iglesia como el Estado territorial; tanto la ciudad mer-
cantil, con su patriciado, como la sociedad feudal que no es, en definitiva, más que
una jerarquía; como el régimen señorial, con el señor por un lado y el campesino por
otro. Una sociedad global, coherente, ¿no sería una jerarquía que ha logrado impo-
nerse al conjunto, sin destruir forzosamente las demás?
Esto no impide que, entre todas las sociedades que se reparten una sociedad glo-
bal, haya siempre una o varias que, tratando de superar a las demás, preparen una mu-
tación del conjunto -mutación que siempre se perfila muy lentamente, después se afir-
ma, en espera de que más tarde se opere una nueva transformación, esta vez contra la
o las victoriosas. Tal pluralidad resulta ser un factor esencial de movimiento, así como
de resistencia al movimiento. Todo esquema de evolución, incluso el de Marx, resulta
más claro ante esta constatación.

Observar en vertical:
el número restringido de los privilegiados

No obstante, si se mira desde arriba el conjunto de la sociedad, no son estas sub-


categorías lo que salta primero a la vista, sino más bien la desigualdad fundamental
que divide a la masa, desde la cumbre hasta la base, según la escala de la riqueza y
del poder. Toda observación revela esta desigualdad visceral que es la ley continua de
las sociedades. Como lo reconocen los sociólogos, es una ley estructural, sin excepción.
Pero ¿cómo explicar esta ley?
Lo que se ve enseguida, en lo alto de la pirámide, es un puñado de privilegiados.
Todo desemboca normalmente en esta sociedad minúscula: de ellos es el poder, la ri-

404
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

queza, una gran parte de los excedentes de producción; a ellos les corresponde gober-
nar, administrar, dirigir, tomar las decisiones, asegurar el proceso de la inversión y, por
consiguiente, de la producción; la circulación de los bienes y servicios, los flujos mo-
netarios que desembocan en ellos. Debajo de ellos se escalonan la multitud de agenteJ
de la economía, de trabajadores de todas las categorías, la masa de los gobernados. Y,
por debajo de todos, una enorme escoria social: el universo de los sin trabajo.
Está claro que las cartas del juego social no se distribuyen de una vez para siempre,
pero las redistribuciones son escasas, parsimoniosas siempre. Por más que las personas
se esfuercen en elevarse dentro de la jerarquía social, a menudo son necesarias varias
generaciones; y, una vez que se han elevado, no se mantienen en esa posición sin lu-
char. Esta gúerra social es continua desde que hay sociedades vivientes, con sus escale-
ras de honor y sus accesos estrechos al poder. De antemano, sabemos que nada cuenta
verdaderamente -Estado, nobleza, burguesía, capitalismo o cultura~ que, de un mo-
do u otro, no se haya apoderado de los altos puestos de la sociedad. Desde esta altura
es desde donde se gobierna, se administra, se juzga, se adoctrina, se amasan las rique-
zas e incluso se piensa; es allí donde se fabrica y se vuelve a fabricar la cultura brillante.
Lo asombroso es que los privilegios sean siempre tan poco numerosos. Puesto que
la promoción social existe, puesto que esta minúscula sociedad depende de los exce-
dentes que el trabajo de los no privilegiados pone a su disposición, cuando estos exce-
dentes aumentan, la gente poco numerosa de las alturas debería aumentar. Así pues,
hoy sucede aproximadamente lo mismo que ayer. Según el eslogan del Frente Popular,
la Francia de 1936 dependía enteramente de «200 familias», relativamente discretas pe-
ro omnipotentes -eslogan político que hacía fácilmente sonreír. Pero Adolphe Thiers,
un siglo antes, escribía sin conmoverse: «... en un Estado como Francia, [de] doce mi-
llones de familias,[ ... ] se sabe que existen[ ... ] todo lo más dos o tres centenares que
están en la opulencia» 29 • Y todavía otro siglo antes, un partidario tan enteramente con-
vencido como Thiers del orden social, Jean-Fran~ois Melon 30 , explicaba que «el lujo de
una nación está restringido a un millar de hombres, con relación a veinte millones de
otros, no menos dichosos que ellos -añadía- cuando una buena policía hace que dis-
fruten tranquilamente del fruto de su trabajo».
¿Son tan diferentes nuestras democracias actuales? Conocemos al menos el libro de
C. W Mills 31 sobre La élite del poder y de la riqueza, que insiste sobre la restricci~,n
asombrosa del grupo del que depende toda decisión importante para el conjunto qe
los Estados Unidos hoy en día. Allí también la élite nacional se compone de alg~na.!;
familias dominantes, y estas dinastías cambian poco con los años. Mutatis mutandi.r,
es ya el lenguaje de Claudio Tolomei, un escritor de Siena, en una carta del 21 de ene-
ro de 1535 a Gabriele Cesano 32 : «En toda república, incluso grande, en todo Estado,
aunque sea popular, es raro que más de cincuenta ciudadanos asciendan a los puestos
de mando. En Arenas, Roma, Venecia o Luca los ciudadanos que gobiernan el Estado
no son numerosos, benché si reggano queste te'rre sotto nome di republica [aunque es-
tos Estados se gobiernan bajo el nombre de república].» En resumen, sin tener en cuen-
ta la sociedad o época considerada, en cualquier región del mundo, ¿no habría una
ley insidiosa que regule la exigüidad de dicho número? Ley irritante, en verdad, pues
discernimos mal sus razones. Sin embargo, es una realidad que no cesa de ofrecerse a
nosotros insolentemente. Es inútil discutir: todos los testimonios coinciden.
En Venecia, antes de la peste de 1575, los Nobiti son todo lo más 10.000 personas
(contando hombres, mujeres y niños), la cifra más elevada de la historia veneciana. Es
decir un 5% de la población global (Venecia, más el Dogado) que oscila alrededor de
200.000 habitantes 33 • Aún hay que eliminar de este pequeño número los nobles em-
pobrecidos, reducidos a menudo a una especie de mendicidad oficial y que, rechazados
hacia el barrio modesto de San Barnaba, son designados bajo el mote irónico de Bar-

405
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Pompa y ceremonia que acompañan a la mujer del Lord Akalde de Londres. Croquis sacado del
álbum de George Holzschuer, que visitó Inglatemz entre 1621 y 1625. (Fototeca A. Colin.)

nabotti. Y aun después de efectuar esta sustracción, el resto de los patricios no incluye
sino a negociantes opulentos. Después de la peste de 1630, el número de estos últimos
se redujo hasta el punto de que no se ven apenas más de 14 ó 15 personas capaces de
servir e1: '.os altos puestos del Estado 34 . En Génova, ciudad tan típicamente capitalista,
según una relación de 1684, la nobleza que tiene en sus manos la República (a tenor
de sus títulos, y no menos de su dinero), consta todo lo más de 700 personas (sin con-
tar las familias) sobre un total aproximado de 80.000 habitantes 3l.
Y estos porcentajes de Venecia y Génova están entre los más elevados. En Nuren-
berg36, a partir del siglo XIV, el poder está en manos de una reducida aristocracia (43
familias patricias según la ley), o sea de 150 a 200 personas sobre los 20.000 habitantes
de la ciudad, más los 20.000 de su distrito. Estas familias tienen el derecho exclusivo
a nombrar representantes en el Consejo interior, y éste elige a los Siete Ancianos (quie-
nes, de hecho, lo deciden todo, gobiernan, administran, juzgan y no rinden cuentas
a nadie) entre las escasas familias antiguas históricas y opulentas cuyos orígenes se re-
montan al siglo Xlll. Tal privilegio explica que los mismos nombres se repitan sin cesar
en las efemérides de Nurenberg. La ciudad atravesará, milagrosamente indemne, las
repetidas épocas de desórdenes que se producen ~n Alemania durante los siglos XIV
y XV. En 1525, con un decidido gesto, los He"en Alteren pusieron rumbo hacia la Re-
forma. Y todo está dicho. En Londres, en 1603, al final del reinado de Isabel, todos
los negocios están bajo el control de menos de 200 grandes comerciantes 37 En los Paí-
ses Bajos, durante el siglo XVII, la aristocracia gobernante, la de los regentes de las ciu-
dades y de los oficios provinciales, está compuesta por 10.000 personas para una po-
blación de dos millones de individuos 38 •

406
La sociedad " •el conjunto de los conjuntos•

En Lyon, ciudad destacada por sus libertades y su riqueza, las amonestaciones iró-
nicas del clero a los consejeros de la ciudad (8 de noviembre de 1558) no son nada am-
biguas: «Ustedes, señores Consejeros [verdaderamente los dueños del gobierno y de la
ciudad] que sois casi codos comerciantes. [.... ] No hay ni treinta personas en la ciudad
que puedan esperar ser consejeros ... ».19 En Amberes también hay un grupo restringido
en el siglo XVI, el de los «Senadores», al que los ingleses denominan los «Lords» de la
ciudad 40 . En Sevilla, en 1702, según un comerciante francés, «el consulado consta de
4 ó 5 particulares que manejan el comercio siguiendo sus fines particulares» y son los
únicos en enriquecerse a costa de otros negociantes. Una memoria de 1704 no duda en
mencionar las «horribles iniquidades del Consulado de Sevilla»41 • En Le Mans, en 1749,
la fabricación y el comercio de estameñas de lana que hacen la riqueza de la ciudad
están dominados por ocho o nueve negociantes, «los señores Cureau, Véron, des Gran-
ges, Montarou, Garnier, Nouet, Fréart y Bodier»42 • Dunquerque, al final del Antiguo
Régimen, enriquecida por su puerto franco, es una ciudad de algo más de 20.000 ha-

Los patricios de Nuremberg bailando en la gran sala del Ayuntamiento. ¡No hay muchos! (Stadt-
bibliothek Nürnberg, cliché A. Schmtdt.)

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407
/.a sociedad o .e[ conjunto de los conjuntos•

bitantes en manos de una aristocracia adinerada, en ninguna forma tentada de perder-


se en las filas de una nobleza que, por otra parte, no está presente intramuros. ¿Para
qué sirve, en efecto, hacerse ennoblecer cuando se habita en una ciudad franca donde
cada uno posee el enorme privilegio de no pagar ni la tatlte, ni la gabela, ni el timbre?
La reducida burguesía de Dunquerque se ha constituido como una casta cerrada, con «Ver-
daderas dinasdas: los Faulconnier, Tresca, Coffyn, Lhermite, Spyns» 43. Lo mismo su-
cede en Marsella. Según A. Chabaud44, «el escabinato [échevinage] ha sido detentado
[ ... ]durante un período de 150 años [antes de 1789) por algunas familias, diez como
mucho, cuyas alianzas múltiples, matrimonios, padrinazgos, las convirtieron pronto en
una sola». Contemos los negociantes marselleses en el siglo XVIII con Ch. Carriere 45 :
«Ni siquiera el 1 % [de la población]; ... minoría insignificante, pero que posee la ri-
queza y domina la actividad de toda la ciudad, de la misma forma que se reserva la
administración.> En Florencia, los benefiziati son 3.000 o más en el siglo XV; de 800
a 1.000 solamente, hacia 1760, si bien los Habsburgo-Lorena, que se convierten en gran-
des duques de Toscana en 1737, después de la extinción de los Médicis, están obliga-
dos a crear nuevos nobles 46 • A mitad del siglo XVII, una pequeña ciudad tan insigni-
ficante como Plasencia (30.000 habitantes) tiene de 250 a 300 familias nobles, o sea
de 1.250 a 1.500 privilegiados {hombres, mujeres y niños), lo cual representa del 4 al
5% de la población. Pero este porcentaje, relativamente elevado, incluye a los nobles
de todo tipo y fortuna. Y como la nobleza urbana era la única clase acomodada de esta
región rural, habría que afiadir a la población de Plasencia sus 170.000 campesinos.
Sobre este total de 200.000 personas, el porcentaje descendería por debajo del 1 % 47 •
No creemos, en este caso, en un resultado aberrante: una estimación para el si-
glo XVIII cifra en un 1 % , para toda Lombardía, el porcentaje de la nobleza con rela-
ción a la población total de las ciudades y campos, y este pequefio número de privile-
giados posee aproximadamente la mitad de los bienes raíces 48 • En un caso más restrin-
gido, cerca de Cremona, hacia 1626, de 1.600.000 pertiche de tierras, «18 familias feu-
dales poseen 833.000», o sea más de la mitad 49 •
Los cálculos relativos a la dimensión de un Estado territorial se expresan en un len-
guaje análogo. En sus estimaciones, que la investigación histórica confirma en términos
globales, Gregory King (1688)lº censa en Inglaterra unas 36.000 familias aproximada-
mente cuya renta anual excede de 200 libras, cuando Inglaterra tiene alrededor de
1.400.000 familias (cifra redondeada por mí), o sea un porcentaje aproximado al 2,6%.
Y para alcanzar este nivel, ha sido necesario añadir una mescolanza de lores, baronets,
squires, gentlemen; «funcionarios» reales, comerciantes importantes, además de 10.000
hombres de leyes que van viento en popa. Quizás también el criterio -por encima
de 200 libras- aumenta en exceso este pelotón de cabeza donde existen fuertes desi-
gualdades, puesto que las rentas más importantes, las de los grandes terratenientes, se
estiman en 2.800 libras anuales por término medio. Las cifras dadas por Massie 51 en
1760, a la subida al trono de Jorge III, indican una nueva redistribución de la riqueza,
y los comerciantes ganan con relación a los terratenientes. Pero si se quiere contar a los
verdaderamente ricos, los verdaderamente potentes política y socialmente en todo el
reino, entonces apenas serán censadas, al decir de los expertos, 150 familias, o sea de
600 a: 700 personasj 2 • En Francia, hacia la misma época, la antigua nobleza está for-
mada por 80.000 personas, la nobleza entera por 300.000, «o sea del 1 al 1,5%> de
los fra:ncesesH. En cuanto a la burguesía, ¿cómo distinguirla? Se conoce más lo que no
es que lo que es, y faltan cifras. En total, Pierre Léon se arriesga a afirmar que repre-
sentan un 8,4% del conjunto, pero sobre esta cifra, ¿cuántos grandes burgueses exis-
ten? El único porcentaje digno de credibilidad se refiere a la nobleza bretona (2 o/o),
pero Bretaña, con sus 40.000 nobles, está muy por encima, como se sabe, de la media
del reinoH.

408
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Nobles polacos y comerciantes hablando de negocios en Gdansk (Dantzig). Viñeta del siglo XVII
que ilustra el Atlas de]. -B. Haman. (Foto Alexandra Skañyliska.)

Para encontrar un porcentaje superior, establecido con cierto margen de seguridad,


hay que acudir a Polonial 5, donde el efectivo de la nobleza representa del 8 al 100/oqde
la población, «siendo este porcentaje el más elevado de Europa>>. Pero todos estos i,p-
bles polacos no son magnates, incluso hay muchos que son muy pobres, y algunoJ> ,son
simples vagabundos, «cuyo nivel de vida no difería apenas del de los campesinos». Y
la clase mercantil rica es mínima. Así pues, tanto allí como en cualquier otra parte, la
capa social privilegiada y que verdaderamente cuenta representa una minúscula pro-
porción de los efectivos de la población.
Más débiles son aún relativamente, sin duda, algunas minorías reducidas: los no-
bles al servicio de Pedro el Grande, los mandarines de China, los daimios del Japón,
los rajahs y omerahs de la India del Gran MogoP6 , ese puñado de soldados y de ma-
rinos aventureros que dominan y aterrorizan a las toscas poblaciones de la Regencia de
Argel, o la débil capa social de propietarios, no siempre ricos, se implantará sea como
fuere en la inmensa América española. La importancia de los grandes comerciantes en
estos diversos países es extremadamente variable, pero continúan siendo numéricamen-
te débiles. Concluyamos con Voltaire: el pequeño número, en un país bien organiza-
do, «hace trabajar al gran número, es alimentado por él y le rige».
Pero, ¿es esto en realidad concluir? Todo lo más es constatar, otra vez, sin com-
prenderlo enteramente. Introducir en el debate las consecuencias de la «concentración»,
tan visibles en el terreno económico y en otros, es agrandar y desplazar el problema.
En efecto, ¿cómo explicar la concentración en sí misma considerada? Sin embargo, los

409
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Nobles varones

2600
2500
2400
2300
2200
2100
2000
1900
1800
1700
1600
1500
1400

1500 20 40 60 80 1600 20 40 60 80 1700 20

28. LOS NOBLES DE VENECIA


Ejemplo ciJTllCleroliro: ivda t1rútom1cill prá&tic11me11te cemltÍll dümi1111ye e1111úmero. Lis t1greg11&io11es en Ve11eci11 de 1111e·
1111s jllf!Jilills son ins11ficienles. ú ligera '"11per11&ión, 1111/es de 1680, ¿re1po11de ti 111111 mejora de "11 condiciones de 11itÍll?
Segií11 /11 t11ól11 proporcío1111tÍ/l por}e1111 Georgelin, Venisc au siCclc des Lumiercs, 1978, p. 6J3, que 11 s11 vez tom111111 cifras
de james Dt111i.I, Thc Decline of thc Vcnctian Nobility as a Ruling Class, 1962, p. 137.

historiadores han lanzado sobre estas cumbres sociales todas sus luces. Así pues, «han
ido hacia lo más fácil», como dice Charles Carriere 57 • Ello no es tan seguro, después de
todo, puesto que el pequeño número de privilegiados se plantea como un problema
que escapa a las soluciones fáciles. ¿Cómo se mantiene, a través incluso de las revolu-
ciones? ¿Cómo se comporta respecto a la masa enorme que crece por debajo de él?
¿Por qué, en la lucha que el Estado mantiene a veces contra los privilegiados, éstos no
son jamás entera o definitivamente perdedores?· Max Weber no está quizás equivoca-
do, después de todo, cuando, negándose a quedar hipnotizado por las profundidades
de la sociedad, insiste en la importancia de cla cualificación política de las clases do-
minantes y ascendentes» 58 • La naturaleza de su élite (según los lazos de sangre o según
los niveles de dinero), ¿no es lo que cualifica de entrada a una sociedad antigua?

La movilidad
social

Las clases ascendentes, las sustituciones en la cumbre, la movilidad social; estos pro-
blemas de la o de las burguesías y de las clases llamadas medias, no por ser clásicos,
están mucho más claros que los precedentes. La reconstitución y la reproducción de las
élites se realizan mediante movimientos y desplazamientos generalmente tan lentos, y
tan poco consistentes, que escapan a la medida e incluso a la observación precisa. Y
con mayor razón, a toda explicación perentoria. Lawrence Stone 59 piensa que las co-
yunturas al alza precipitan los ascensos sociales, lo cual es probable. En el mismo sen-
tido, y de forma aún más general, Hermann Kellenbenz 60 observa que, en las ciudades

410
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

mercantiles de las costas marítimas, aJlí donde la vida económica gira y avanza más rá-
pidamente que en otras partes, la movilidad social se desarrolla más a su aire que en
las ciudades del interior. De esta forma, se encuentra la oposición casi clásica entre las
orillas del mar y las espesuras continentales. Las diferencias sociales son menores en Lü-
beck, en Bremen o en Hamburgo que en la reaccionaria ciudad de Nuremberg. Pero,
¿no se encuentra la misma fluidez en Marsella, incluso en Burdeos? A la inversa, el
declive económico cerraría las puertas de la promoción, reforzaría el statu quo social.
Por su parte, Peter Laslett61 manifiesta de buena gana que el descenso social, la movi-
lidad inversa, no cesaría de producirse en la Inglaterra preindustrial -y no es, en este
tema, el. único que mantiene esta opinión62 • Entonces, si se pudiera hacer en la cum-
bre de cada sociedad el balance de las llegadas y las salidas, ¿se leería la modernidad
como una concentración de la riqueza y del poder, más que como una ampliación? Ci-
fras bastante precisas, en Florencia, Venecia o Génova, muestran que el número de fa-
milias privilegiadas declina regularmente y que algunas de estas familias se extinguen.
Del mismo modo, en el condado de Oldenburg, de 200 familias nobles reconocidas al
final de la Edad Media, no quedaban más que 30 en torno a 1600 63 • Como consecuen-
cia de una pendiente biológica que tendería a restringir el pequeño grupo superior, exis-
ten concentraciones de herencias y de poder en algunas manos, alcanzándose no obs-
tante, a veces, umbrales críticos, como por ejemplo en Florencia en 1737 y en Venecia
en 1685, en 1716 y en 1775M, Entonces es necesario abrir las puertas a toda costa, acep-
tar las «agregaciones» de nuevas familias ~per denaro», contra dinero, como se decía en
Venecia6 ). Tales circunstancias, al precipitar el proceso de disminución, aceleran el re-
medio necesario, como si la sociedad volviese a encontrar la vocación de cicatrizar sus
heridas y de llenar sus huecos.
En ciertas circunstancias, la observación es más fácil. Esto sucede cuando Pedro el
Grande remodela la sociedad rusa. O mejor aún en Inglaterra, en la crisis desencade-
nada por la Guerra de las Dos Rosas. Cuando finaliza esta matanza, Enrique VII
(1485-1509) y después de él su hijo Enrique Vlll (1509-1547) sólo tienen ante ellos los
deshechos de la anúgua aristocracia que, con tanta fuerza, había hecho frente al poder
monárquico. La guerra civil la ha devorado: en 1485, de 50 lores sobreviven 29. La épo-
ca de los warlords, señores de la guerra, ha pasado ya. En la tormenta han desaparecido
las grandes familias hostiles a los Tudor: de la Pole, Stattford, Courtenay ... En es'ij mo-
mento, gentilhombres de menor envergadura, burgueses compradores de tierras, ~a: in-
cluso personas de origen modesto u oscuro, favoritos de la realeza, colman esre- vacío
social en lo alto, aprovechando el ca~bio profundo de la «geología política> del suelo
inglés, según se ha dicho. El fenómeno no es nuevo en sí mismo, lo es solamente por
su volumen. Hacia 1540 podemos encontrar una nueva aristocracia, nueva aún pero ya
respetable.
Ahora bien, desde antes de la muerte de Enrique Vlll, y a continuación, bajo los
reinados tormentosos y frágiles de Eduardo VI (1547-1553) y de María Tudor
(1553-1558), esta aristocracia se afianza progresivamente y pronto se opon<: al gobier-
no. La Reforma, las ventas de las propiedades eclesiásticas y de los bienes de la Corona,
la creciente actividad del Parlamento, la favorecen. Más allá del resplandor, por más
vivo que sea en apariencia, del reinado de Isabel (1558-1603), la aristocracia consolida,
extiende sus ventajas y sus privilegios. ¿Es un signo de los tiempos el hecho de que la
realeza, que hasta 1540 había multiplicado las construcciones suntuosas, prueba de su
vitalidad, se detenga después de esta fecha? El hecho no pone en tela de juicio la co-
yuntura, puesto que el papel de constructor pasa entonces sin más a la aristocracia. Al
terminar el siglo se multiplican, a través de los campos ingleses, mansiones casi prin-
cipescas: Longleat, Wollaton, Workshop, Burghley House, Oldenby 66 ••• La subida al
poder de esta nobleza acompaña al esplendor marítimo de la isla, el incremento de las

411
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

rentas agrícolas y ese auge que J. U. N ef llama, no sin buenas razones, la primera re-
volución industrial. Desde entonces, para aumentar o consolidar su fortuna, la aristo-
cracia no tiene ya necesidad de la Corona. Y cuando, en 1640, ésta trata de restablecer
su autoridad incontrolada, es demasiado tarde. La aristocracia y la gran burguesía -que
la dobla pronto a corta distancia- atravesarán los años difíciles de la guerra civil y se
desarrollarán con la restauración de Carlos 11 (1660-1685). «Después del embrollo su-
plementario de los años 1688-1689, [ ... ]se puede considerar que la revolución inglesa
[empezada en 1640 y, desde cierto punto de vista, aún antes] ha cumplido su ciclo ... i.67 •
Se ha vuelto a formar una clase dirigente inglesa. .
El ejemplo amplificado de Inglaterra está claro, lo que no ha impedido que se sus-
citen bastantes querellas entre historiadores 68 • Fuera también de Inglaterra, por toda
Europa, los burgueses se ennoblecen o casan a sus hijas con miembros de la aristocra-
cia. Sin embargo, para seguir las oscilaciones de tal proceso sería necesario efectuar in-
vestigaciones suplementarias, admitir también, para empezar, que la tarea esencial de
toda sociedad es la de reproducirJe en su cumbre, por lo que hay que confiar retros-
pectivamente en la sociología combativa de Pierre Bourdieu69; admitir igualmente al
principio, en la línea de pensamiento de historiadores como Dupaquier, Chaussinand-
Nogaret, Jean Nicolas y sin duda algunos otros, que hay coyunturas sociales, decisivas
entre todas: la jerarquía, el orden vigentes no cesan de gastarse, y después se rompen
un buen día; nuevos individuos llegan entonces a la cumbre y nueve de cada diez veces
es para reproducir, o poco menos, el antiguo estado de cosas. Para Jean Nicolas, en
Saboya, bajo el reinado de Carlos-Emmanuel 1 (1580-1630), en medio de calamidades
sin número, pestes, penurias, malas cosechas, guerras, «en favor de la coyuntura agi-
tada... , una nueva aristocracia surgida de los negocios, de las triquiñuelas y de los ofi-
cios tiende a suplantar a la antigua nobleza feudali. 70 • Así pues, nuevos ricos, nuevos pri-
vilegiados se deslizan en el lugar de los antiguos, a pesar de que la viva sacudida que
ha abatido algunos privilegios anteriores y permitido este nuevo impulso entraña gra-
ves deterioros, en la base, de la condición campesina. Pues todo se paga.

¿Cómo comprender
el cambio?

Todo esto es sencillo, sin duda demasiado sencillo. Lento, más lento de lo que
corrientemente se supone. Queda claro que un movimiento social de este género ape-
nas es mensurable, pero quizás se pueda manejar un orden de magnitud si se trata de
medir groJso modo, con relación a la nobleza o al patriciado en cuestión, el número
de candidatos formales a la promoción social, es decir, la pane más rica de la burgue-
sía. Los historiadores tienen la costumbre de distinguir un poco esquemáticamente en-
tre la alta, la media y la pequeña burguesía. Es necesario, por una vez, tomarlos al pie
de la letra. En efecto, no debería intervenir en nuestro cálculo más que la capa supe-
rior, pudiéndose admitir que ésta no alcanza la tercera parte de la totalidad de la bur-
guesía. Cuando se dice, por ejemplo, que la burguesía francesa, en el siglo XVIII, re-
presenta alrededor del 8% de toda la población del país, el estrato superior no puede
sobrepasar mucho más del 2 % , es decir que tendría aproximadamente, poco más o me-
nos, el mismo volumen que la nobleza. Esta igualdad es una Jimple supoJición, pero
en el caso de Venecia, donde los cittadini son una alta burguesía, bien delimitada, a
menudo rica o al menos acomodada, que suministra altos funcionarios a las oficinas
gubernamentales de la Señoría (pues los oficios bajos son venales), e incluso ocupa a
partir de 1586 funciones tan notables como las de cónsules venecianos en el extranjero,

412
La sociedad o «el rnn¡unto de los ccmj1111tos"

Burghley House, en Stamford Baron, en el Lincolnshire, a onllas del Welland, edificada por Wi-
1/iam Cectl de 1577 a 1585. Una de las pocas residencias que quedan (reformada por supuesto)
entre las diversas que hizo construir. (Foto The Bntish Travel Association.)

413
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

y se dedica también al comercio, al trabajo industrial, estos cittadini son iguales en nú-
mero que los·nobili71 . La misma equivalencia existe en el caso bastante bien estudiado
y evaluado de la clase media alta de Nuremberg, hacia 1500: patricios y comerciantes
ricos se equilibran en número 72 •
Evidentemente, es entre el patriciado (o la nobleza) y la capa inmediatamente in-
ferior de los comerciantes ricos donde se produce la promoción social. ¿En qué propor-
ción? Esto es lo difícil de medir, salvo en algunos casos particulares. Como el estrato
dominante no disminuye sino a largo plazo y permanece, pues, durante largo tiempo
al mismo nivel, la promoción social no debería más que llenar vacíos. Según Hermann
Kellenbenz 73 , esto es lo que sucede en Lübeck, en el siglo XVI. La clase patriCia, la de
los grandes negociantes, que se compone de 150 a 200 familias, pierde en cada gene-
ración la quinta parce de su efectivo, que es reemplazado por un número aproximada-
mente equivalente de recién llegados. Si se acepta el hecho de que una generación re-
presenta un período de veinte años y que, para simplificar, se elige la cifra de 200 fa-
milias, habrá como máximo, en esta ciudad de 25.000 habitantes, dos familias nuevas
que franquean, cada año, el umbral de la clase dominante para integrarse a un grupo
cien veces superior. Como este grupo tiene también sus niveles (en la cumbre, doce
familias controlan la realidad del poder), ¿cómo imaginar que el recién llegado trans-
formará las reglas del medio donde se inserta? Al estar aislado, se pondrá al día más o
menos rápidamente; la tradición, las costumbres se le impondrán; cambiará su forma
de vida, e incluso de hábitos; si fuera necesario, cambiará su ideológía.
Dicho estó, como todo es complejo, sucede también que la clase domínante cam~
bia de ideología, de mentalidad, que acepta o parece aceptar la de los recién llegados,
o mejor la que el medio socio-económico le propone, que reniega de sí misma, al me-
nos en apariencia. Pero tal abandono no es nunca simple ni completo, ni obligatoria-
mente catastrófico para la clase dominante. De hecho, el impulso económico que trae
a los recién llegados no deja nunca indiferentes a las gentes situadas. También ellos
resultan_ afectados. Alfons Dopsch 74 ha llamado la atención sobre las sátiras precoces
del pequeño Lucidarius, que se burla de estos señores de fines del siglo XIII, incapaces
de hablar de otra cosa, en la Corte del príncipe, que no sea del precio del trigo, de los
quesos, de los huevos, de los' lechones, del rendimiento de sus vacas lecheras, del re-
sultado de sus cosechas. Entonces, esta nobleza ¿se habría aburguesado a partir del si-
glo XII? A continuación, la aristocracia se comprometerá aún más en los caminos em~
presariales. En Inglaterra, desde finales del siglo XVI, aristocracia y gentry participan
abiertamente en la.S nuevas sociedades anónimas que suscita el comercio del exteriorn.
El movimiento, uria vez empezado, no se detendrá más. En el siglo XVIII, las noblezas
de Hungría, Alemania, Dinamarca, Polonia e Italia se «mercantilizan»76 • Bajo el reina-
do de Luis XVI, la nobleza francesa se ve presa de una verdadera pasión por los nego-
cios. Es la nobleza, según el historiador, la que más arriesga y especula; la burguesía;
comparativamente, tiene un papel poco relevante: prudente, timorata, rentista77 • Qui~
zás no hay motivo alguno para asombrarse, pues si la nobl.eza francesa comienza tan
sólo entonces a lanzarse a la empresa privada, hace ya mucho tiempo que especula con
osadía eri otro campo de los «grandes negocios», el de las finanzas reales y del crédito
«rentistai>.
Eri resumen, si las mentalidades en la cima de las jerarquías, aquí o allí, se «abur-
guesani>, como se ha dicho a menudo, no es debido a los nuevos miembros que se in-
corporan a sus filas, aunque éstos sean algo más numerosos que de ordinario al fina-
lizar el siglo XVIII, sino más bien en razón de la época, de la revolución industrial que
se esboza en Francia. Es entonces, efectivamente, cuando la alta nobleza, «nobleza de
espada y nobleza de los oficios de las casas reales y principescas», participa en toda clase
de grandes empresas lucrativas, ya se trate del comercio atlántico, de las habitaciones

414
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

coloniales, de las explotaciones mineras. Esta nobleza de negocios estará en lo suce·


sivo presente en todas las grandes citas de la nueva economía: las minas de Anzin, de
Carmaux, las empresas siderúrgicas de Niederbronn y de Creusot, las grandes socieda·
des capitalistas que proliferan entonces y dan un empuje hada adelante al comercio
marítimo. Entonces no hay que asombrarse si esta nobleza, cuya fortuna sigue siendo
enorme, cambia de espíritu, se convierte en otra, se aburguesa, parece renegar de sí
misma, se vuelve liberal, desea restringuir el poder real, trabaja en una revolución sin
perjuicios ni agitaciones, análoga a la ruptura inglesa de 1688. Evidentemente, el por-
venir le deparará amargas sorpresas. Pero dejemos aparte este porvenir. Durante los
años que preceden al 89, es la economía la que, al transformarse, transforma las es-
tructuras y las mentalidades de la sociedad francesa, al igual que lo había hecho ante·
riormente en Inglaterra o en Holanda; antes incluso en las ciudades mercantiles de
Italia.

~a sincronía de
as coyunturas sociales en Europa

¿Quién se asombrará de que la economía tenga su importancia en la promoción so·


cial? Lo más sorprendente es que, a pesar de los evidentes desfases de un país a otro,
las coyunturas sociales, así como las coyunturas económicas banales cuyo movimiento
adaptan o traducen, tienen tendencia a estar sincronizadas a través de toda Europa.
Por ejemplo, el siglo XVI en su apogeo, digamos incluso desde 1470 a 1580 aproxi·
madamente, es a mis ojos, en toda Europa, un período de promoción social acelerada,
casi en su espontaneidad un empuje biológico. La burguesía nacida del comercio llega
por sí sola a la cumbre de la sociedad de entonces. La vivacidad de la economía fabrica
grandes fortunas mercantiles, a veces rápidas, y las puertas de la promoción social están
todas ellas abiertas de par en par. Por el contrario, en los últimos· años del siglo, con
la inversión de la tendencia secular, o por lo menos un interciclo prolongado, las so·
cie~ades del ~ontinente. europeo van a encas~illarse de n':'evo. Tod~ sucede en :ranci~y
Italia y Espana, como s1 en lo alto de la sociedad señorial, despues de un penado d~
gran renovación de las personas, después de una serie de ennoblecimientos compensa:'
dores, la puerta o la escalera de la promoción social se cerrase con cierta eficacia. Ésfo
era cieno en Borgoña 78 • Era cierto en Roma. Era cierto en España, donde, en los vacíos
abiertos se habían precipitado los regidores de las ciudades. Cierto también en Nápo-
les, donde «Se han fabricado algunos duques y príncipes que habrían podido ser
evitados» 79
Así pues, el proceso es general. Y es doble: en el transcurso de este largo siglo, una
parte de la nobleza desaparece, es sustituida enseguida, pero una vez que el lugar está
ocupado, se cierran las puertas tras los recién llegados. Entonces, ¿no hay motivo para
ser escéptico cuando Pierre Goubert explica, a partir de la Liga y sus encarnizadas lu-
chas, el evidente deterioro de la nobleza francesa, y considera que se puede «rechazar
la influencia de las condiciones económicas y en especial de la coyuntura»? 80 • Por su-
puesto no excluyo a la Liga misma y sus catástrofes que, por otra parte, en cierto mo-
do, se incorpora al reflujo coyuntural de finales del siglo y es una forma de este reflujo.
Es incluso normal que una coyuntura parecida adopte formas diferentes a través de las
diversas sociedades de Europa. La explicación de Georges Huppert, a la cual volveré a
referirme y que es específica de Francia, no deja de referirse al ascenso económico de
una clase nueva, nacida directamente de la fortuna mercantil. Y este proceso es gene·
ral. La coyuntura social y económica es la misma en todas partes durante el siglo XVI,

415
La sociedad o .e/ conjunto de los wnjuntos•

y es la pieza maestra del proceso. Lo mismo sucederá en el siglo XVIII, cuando la pro-
moción social tenga lugar a pleno ritmo en toda Europa. En España, la sátira alcanza
a fos nuevos nobles, tan numerosos que no había un río, un pueblo o un campo al
que no se encontrase vinculado un título nobiliario 81 •

La teoría
de Henri Pirenne

La teoría de Henri Pirenne sobre los períodos de la historia social del capitalismo 82 •
que ha conservado su valor, se sitúa fuera de la explicación coyuntural. Esta teoría pro-
pone la existencia de un mecanismo social regular que se verificaría en el marco de ac-
tividades individuales, o más bien familiares.
El gran historiador belga, atento al capitalismo preindustrial que reconoce en Eu-
ropa desde antes del Renacimiento, observa que las familias comerciantes duran poco:
dos o, como máximo, tres generaciones. Después de lo cual, abandonan la profesión
para ocuparse, si todo va bien, de tareas menos arriesgadas y más honoríficas, com-
prando un cargo o, más a menudo aún, una tierra sefiorial, o las dos cosas a la vez.
No existen, pues, dinastías capitalistas, concluye Pírenne: una época tiene sus capita-
listas, la época siguiente no tendrá ya los mismos. En cuanto hayan recogido los frutos
de la estación que les fue favorable, los hombres de negocios se apresurarán a desenar,
uniéndose en la medida de lo posible a la nobleza -y no sólo poi ambición social,
sino porque el espíritu que había asegurado el triunfo de sus padres les incapacitaría
para adaptarse a las empresas de los nuevos tiempos.
Este punto de vista ha sido comúnmente aceptado, pues los hechos lo apoyan. Her-
mann Kellenbenz 83 , refiriéndose a las ciudades del norte de Alemania, observa las fa-
milias comerciantes, ve cómo su fuerza creadora, una vez extinguida al cabo de dos o
tres generaciones, se desliza hacia una vida rentista y tranquila, prefiriendo desde en-
tonces, en vez de sus negocios, sus terrenos, que les permiten obtener fácilmente cartas
de nobleza. Esto sucede principalmente durante la época que estamos examinando, o
sea en los siglos XVI y XVII. Yo discutiría sólo la palabra «fuerza creadora» y la imagen
que sugiere del empresario.
En todo caso, fuerza creadora o no, estos repliegues y estas traslaciones son propias
de todas las épocas. Ya en Barcelona, en el siglo XV, los miembros de las viejas dinas-
tías mercantiles, un día, «pasan al estament de los honrats», cuando el gusto por la vi-
da de rentista no es ciertamente dominante en el medio barcelonés 84 • Más impresio-
nante aún es la relativa rapidez con la que desaparecen, como en una trampa, en el
sur de Alemania, «los prestigiosos apellidos del siglo XVI, los Fugger, los Welser, los
H&hstetter, los Paumgartner, los Maolich, los Haug, los Herwart de Augsburgo; o los
Tucher y los Imhoff de Nuremberg, ¡y tantos otros!» 8) J. Hexter 86 , a propósito de lo
que él llama «el mito de la clase media en la Inglaterra de los Tudor», muestra que
cada historiador considera los deslizamientos de la burguesía comerciante hacia la gentry
y la nobleza como un fenómeno característico de «SU» época -la que él estudia- cuan-
do el fenómeno en cuestión es de todos los tiempos. Y J. Hexter lo prueba sin difi-
cultad para Inglaterra misma. En Francia, «Colbert y Necker, con un siglo de intervalo,
¿no se quejan de esta fuga constante de hombres de dinero hacia las posiciones tran-
quilas de propietario de tierras y de gentilhombre?» 87 • En Ruán, en el siglo XVIII, las
familias comerciantes desaparecen, ya sea porque se extinguen pura y simplemente, o
porque abandonan el negocio por cargos de judicatura, como por ejemplo los Le Gen-
dre (que tienen la reputación local de ser la familia comerciante más rica de Europa),

416
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

como los Planterose88 ••• Igualmente en Amsterdam: «Si se contasen>, dice un observa-
dor en 1778, «las casas de comercio de categoña [de la ciudad], habría muy pocas cuyos
antepasados hayan sido negociantes en tiempos de la Revolución [ 1566-1648]. Las casas
de comercio antiguas no subsisten ya: las que hacen actualmente más negocio son nue-
vas casas de comercio establecidas y formadas no hace mucho; y de esta forma el co-
mercio pasa continuamente de una casa a otra; porque se inclina naturalmente hacia
la más activa y la más económica> 89 • Estos son unos cuantos ejemplos, entre otros. Pero
¿se zanja con ello la cuestión?
Si estas desapariciones regulares de las firmas mercantiles contribuyen: de algún mo-
do a un deterioro del espíritu de empresa, ¿es necesario llegar a la conclusión de qúe
la coyuntura no tiene nada que ver? Más aún, ver en este fenómeno el aspecto social
por excelencia del capitalismo, que no representaría más que un instante de lá vida de
un linaje familiar, es confundir comerciante con capitalista'. Ahora bien, si todo gran
comerciante es un capitalista, lo recíproco no tiene que set forzosamente cierto. Un ca-
pitalista puede ser un proveedor de fondos, un fabricante, un financiero, un banque-
ro, un arrendatario, un administrador de fondos públicos ... De ahí la posibilidad de
etapas internas: es decir, que un comerciante pueda convertirse en banquero, que un
banquero pueda convertirse en financiero, que unos y otros se transformen en rentistas
de capital -y sobrevivir así, como capitalistas, durante numerosas generaciones. Los
comerciantes gen:oveses que se convierten en banqueros y financieros desde antes del
siglo XVI, atraviesan indemnes los siglos siguientes. lo mismo ocurre en Amsterdam:
estas familias que ya no son comerciantes según nuestro testimonio de 1778, habría
que saber lo que ha sido de ellas y si se han pasado a otra rama de Ja actividad capi-
talista, como es probable dado el contexto holandés del siglo XVIII. Y aun cuando di-
cho capital deje efectivamente la mercancía por la tierra o el cargo, si se pudiera seguir
durante suficiente tiempo su andadura a través del cuerpo social, nos daríamos cuenta
de que no se pone ipso facto definitivamente fuera del circuito tapitalista, que hay re-
tornos a la mercancía, a la banca, a las participaciones, a las inversiones mobiliarias o
inmobiliarias, léase industriales o mineras, y a veces extrañas aventuras, aunque sólo
fuera por los matrimonios y las dotes «que hacen circular los capitales:.90 • ¿No es asom·
broso ver, un siglo después de la colosal quiebra de los Bardi, a algunos de sus here-
deros directos entre los socios de la Banca Médicis? 91 • 'I
Otro problema: sobre el plano de las etapas del capitalismo donde se coloca Henti
Pirenne, más que la familia comerciante cuenta (aún hoy) el grupo del cual ésta forma
parte, que la mantiene y, en resumen, la alimenta. Si consideramos no los Fugger, si-
no todos los grandes comerciantes de Augsburgo, sus contemporáneos, no la fonuna
de los Thélusson y de los Necker, sino la de la banca protestante, es evidente que hay,
periódicamente, relevos de un grupo por otro grupo, pero que la duración de cada epi·
sodio es muy superior a las dos o tres generaciones que representarían la norma, según
Pirenne, máxime cuando los motivos del abandono y del relevo son en este caso
coyunturales.
La única demostración a este respecto (pero que hay que tener en cuenta) es la de
G. Chaussinand-Nogaret acerca de los financieros del Languedoc 92 ; estos hombres que
fueron a la vez empresarios, banqueros, armadores, negociantes, fabricantes, y por aña·
didura, financieros y altos cargos de las finanzas. Todos, o casi todos, surgen de lamer-
cancía, dominada durante largo tiempo con prudencia y éxito. Y todos se integran en
un sistema local de negocios vinculados y de familias emparentadas que se relacionan
entre sí estrechamente. Si las observamos en una de las diócesis (unidad administrati-
va) del Languedoc, vemos que se suceden tres formaciones diferentes en su composi-
ción, sus vinculaciones de negocios y sus uniones familiares. De la una a la otra, hay
ruptura y relevo, renovación de los hombres. La primera formación, que se detecta de

417
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Despedida en el patio de una casa de campo holandesa. Cuadro de Pieter de Hooghe (hacia
1675). (Cliché Giraudon.)

1520 a 1600, no supera el retroceso coyuntural de finales del siglo XVI; la segunda, de
1600 a 1670, dura hasta los años revolucionarios de 1660-1680; por fin, una tercera se
prolonga de 1670 a 1789, es decir durante más de un siglo. En general, pues, esto con-
firma las intuiciones de Henri Pirenne; pero está claro que se trata de movimientos co-
lectivos, no de destinos individuales; y de movimientos de bastante larga duración.
En resumen, no hay etapas sociales del capital más que si la sociedad ofrece una
elección: o la tienda, o el mostrador, o el cargo, o la tierra, o cualquier otra solución.
Ahora bien, una sociedad puede muy bien decir no y cerrar los caminos. Véase el caso,
aberrante pero significativo, de los comerciantes y capitalistas judfos: la elección en Oc-
cidente entre el dinero, la tierra y el cargo no les está permitida. Ciertamente, no es-
tamos obligados a creer, a ojos cerrados, en los seis siglos de duración de la banca judía
de los Norsa 93 , pero tiene muchas posibilidades de haber establecido un récord abso-
luto de longevidad. Los comerciantes-banqueros de la India están en una condición aná-
loga, condenados por su casta a dedicarse a la administración exclusiva del dinero. Igual-
mente, el acceso a la nobleza por parte de los ricos comerciantes de Osaka, en el Japón,
es de lo más restringido. En consecuencia, se atascan en su profesión. Por otra parte,

418
La socied11d o •el conjunto de los conjuntos•

según el último libro de André Raymond 94 , las familias de comerciantes de El Cairo


duran menos aún que las etapas señaladas por Henri Pirenne: la sociedad musulmana
devoraría a sus capitalistas en plena juventud. ¿No ha ocurrido también lo mismo du-
rante la primera fase, entre los siglos XVI y XVII, de la fortuna mercantil de Leipzig?
Los hombres ricos no lo son siempre durante toda su vida, y sus herederos se escapan
literalmente a todo correr hacia el refugio de los señoríos y la tranquilidad de vida que
éstos ofrecen. Pero, en este caso, ¿no es, al comienzo de un desarrollo, una economía
que procede a tirones, brutal, la responsable, y no tanto la sociedad?

En Francia,
¿gentry o nobleza de toga?

En su conjunto, una sociedad cualquiera obtiene regularmente su complejidad de


su misma longevidad. Ciertamente varía, incluso puede modificarse completamente en
uno de sus sectores, pero mantiene con obstinación sus opciones y construcciones fun-
damentales; evoluciona, de hecho, en forma bastante parecida a ella misma. Así pues,
si se trata de comprenderla, es a la vez lo que ha sido, lo que es, lo que será, se pre-
senta como una acumulación a largo plazo de permanencias y de inclinaciones sucesi-
vas. El ejemplo, todo lo complicado que se quiera, de la alta sociedad francesa de los
siglos XVI y XVII, se ofrece a propósito de esto como una 'prueba completamente válida.
ES un caso original, explicativo en sí de un destino particular, pero que sirve también
de testimonio a las otras sociedades de Europa. Además, tiene la ventaja de estar ilus-
trado por numerosos estudios que reinterpreta con vigor el excelente libro de George
Huppert, The French Gentry95.
La palabra gentry para designar la parte superior de una burguesía francesa enri-
quecida por el comercio, pero que después de una o dos generaciones se sitúa fuera de
la tienda o del mostrador. emancipada en resumidas cuentas de la mercancía y de su
mácula, sostenida en su riqueza y su comodidad por la explotación de una gran can-
tidad de bienes raíces, por el comercio continuo del dinero, por la compra de cargos
reales incorporados al patrimonio de familias prudentes, economizadoras y conservad1:i-
ras; esta palabra gentry, evidentemente aberrante, hará poner mala cara a todos los hi9•
toriadores especializados en las realidades francesas de aquellos siglos. Pero la discu5'ién
abierta a este propósito pronto se comprueba que es benéfica; plantea en efecto una
condición previa necesaria: 1a definición de una clase, de un grupo, o de una categoría,
en marcha lenta hacia la nobleza y su triunfo social tradicional, una clase discreta y com-
plicada que no tiene nada que ver con la fastuosa nobleza de la corte, ni con la po-
breza deprimente de una <<nobleza campesina», una clase que evoluciona, en suma, ha-
cia su propia idea de la nobleza, hacia un arte de vivir que le resultaría personal. Esta
clase o esta categoría reclama, en el vocabulario de los historiadores, una palabra o una
expresión que la individualice ampliamente en el cortejo de las formas sociales, entre
Francisco 1 y los comienzos del reinado de Luis XIV. Si no quisiéramos decir gentry,
tampoco diríamos en voz más alta la expresión alta burguesía.
La palabra burguesía sigue la misma suerte que la palabra burgués, una y otra son
sin duda utilizadas desde el siglo XIL El burgués es el ciudadano privilegiado de una
ciudad. Pero, según las regiones y las ciudades francesas interrogadas, la palabra no se
extiende hasta finales del siglo XVI o del XVII; seguramente será en el siglo xvm cuan-
do se generalizará y la Revolución la pondrá de moda. En lugar de la palabra bour-
geois, allí dondt> nosotros la esperaríamos y donde a veces aparece, la expresión corrien-
te ha sido durante mucho tiempo la de hombre honorable. Expresión que tiene valor

419
La sociedad o •el conjunto de los con1untos•

de prueba: designa sin error el primer escalón de la promoción social, el desnivel difícil
de franquear entre la «condición de la tierra>>, la de los campesinos, y la de las profe-
siones llamadas liberales. Estas profesiones son, en primer lugar, las funciones judicia-
les, las de los abogados, de los procuradores, de los notarios~ Entre los unos y los otros
han sido formados muchos prácticos por colegas de más edad y no han pasado por la
Universidad, y del número de los que han recibido esta enseñanza, muchos no habrán
hecho más que estudios de trámite. De estas profesiones honorables provienen tam-
bién los médicos y los cirujanos barberos, y entre éstos son escasos los «cirujanos de ~aint­
Come o de ropa larga», es decir, procedentes de las escuelas96 • Añadamos los farma-
céuticos que se transmiten a menudo, como los demás, sus funciones «en el seno de
una misma familia» 97 Pero en el plano de los «hombres honorables», aunque no ejer-
cen profesiones llamadas liberales, se sitúan también de pleno derecho los comercian-
tes, entendiendo por este término preferentemente (aunque no exclusivamente) a los
negociantes. En Chateaudun, al menos en apariencia, la diferencia entre el comercian-
te burgués (el negociante) y el comerciante artesano (el tendero )98 está marcada.
Pero la profesión, por sí sola, no bastaría para crear la honorabilidad; es necesario
también que el privilegiado posea cierta riqueza, que disponga de una buena posición
relativa, que viva con dignidad, que haya comprado algunas tierras alrededor de la ciu-
dad y, condición sine qua non, que habite en una casa que tuviera «aguilón sobre ca-
lle». Veamos cómo estas tres palabras suenan aún en nuestros oídos. El «aguilón», «co-
mo hoy en día en las iglesias», explica Littré, «completaba la fachada de la casa», esta-
bleciendo su plena legitimidad ...
Así es el pequeño puñado de los hombres honorables, por endma de la masa de
los artesanos, de los pequeños tenderos, de los «peces gordos> y de los campesinos de
los alrededores, no importando dónde lo encuentre el historiador, en toda Francia, in-
cluso en los burgos que, retrospectivamente, nos parecen mediocres. Es posible recons-
tituir, mediante la ayuda de los archivos notariales, la fortuna de estos privilegiados de
primer grado. Ellos no tienen nada que ver, evidentemente, con la gentry en cuestión.
Para alcanzar ésta, o para empezar a darse cuenta de ella, hay que subir un escalón
suplementario, alcanzar el nivel de los «hombres nobles». Precisemos que el «hombre
noble» no es jurídicamente un noble; es una apelación nacida de la vanidad y de la
realidad social. Aun si el hombre noble posee señoríos, aun si cvive noblemente, es
decir, sin tener ningún oficio ni mercancías», no pertenece a la «verdadera nobleza»,
sino a una «nobleza honoraria, impropia e imperfecta que, por menosprecio, se deno-
mina Nobleza de ciudad, que en verdad es más bien burguesía»99. Por el contrario, si
en un acta notarial nuestro «hombre noble» es tratado además de escudero, tiene todas
las probabilidades de que sea reconocido como perteneciente a la nobleza.
Pero esta dependencia es más bien un hecho Jocial que un hecho jurídico; un he-
cho social, es decir nacido espontáneamente de la práctica corriente. Insistamos sobre
estas condiciones ordinarias del paso a las filas de la nobleza. A partir de 1520, de for-
ma más visible y más amplia que antes, estos pasajes se multiplican sin dificultad. No
pongamos en tela de juicio las cartas de nobleza, tan raras, vendidas por el rey, la com-
pra de cargos ennoblecedores o el ejercicio de funciones de regiduría («échevinage»)
que implican la nobleza (llamada de campana). La línea de la nobleza se franquea so-
bre todo por expediente judicial, después de la simple audiencia de testigos que ga-
rantizan que la persona objeto de la causa «vive noblemente» (es decir, de sus rentas,
sin trabajar manualmente) y que sus padres y los padres de sus padres han vivido tam-
bién noblemente a la vista y con el conocimiento de todo el mundo. Estos tránsitos
sólo son fáciles cuando la creciente riqueza de los privilegiados permite la vida de estilo
noble, en la medida en que estas clases en ascenso tienen la complicidad de los jueces
que a menudo están emparentados con ellas; en fin, en la medida en que, en el si-

420
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

glo XVI, como hemos dicho, la nobleza situada no cierra sus filas. En la Francia de
aquel tiempo, nada hay que pueda recordar la fórmula de Peter Laslett 100 , según el
cual entre nobles y no nobles, la línea de demarcación sería tan brutal como la que
existe entre el Cristiano y el Infiel. Es de estas zonas fronterizas franqueables, de ma-
quis, de no man 's land, de lo que habría que hablar.
Y lo que complica todo es que esta nueva nobleza ni siquiera tiene siempre el de-
seo de fundirse en las filas de la nobleza tradicional. Si Georges Huppert tiene razón,
y es más que probable que tenga razón, los «hombres nobles» de alto rango no se apre-
cian en realidad bajo los rasgos del burgués gentilhombre. La fecha de la primera re-
presentación de esta obra de Moliere es tardía (1670); estamos, pues, lejos de la pri-
mavera del siglo XVI y se ha hecho la caricatura para complacer a la nobleza de la Cor-
te. Con toda seguridad, maese Jourdain no es una pura invención, sino que correspon-
de a una burguesía media, y sería inexacto ver a nuestros casi nobles o ya nobles del
siglo XVI persiguiendo con una pasión única la pertenencia a la nobleza, «como si fuera
el elixir de vida» 1º1• No hay ninguna duda de que la vanidad social no les era extraña.
Pero esta vanidad no les empuja a participar de los gustos o los prejuicios de la nobleza
de espada; no hay en ellos ninguna admiración por el oficio de las armas, por la caza,
por los duelos; al contrario, existe el menosprecio por el estilo de vida de las gentes
que ellos consideran sin cordura ni cultura, menosprecio que no dudan siquiera en ex-
presar, incluso por escrito. .
Por otra parte, toda la burguesía, la alta y la media, piensa al unísono a este res-
pecto. Concedamos la palabra a un testigo tardío, Oudard Coquault 1º2 , sencillo bur-
gués de Reims, pero comerciante bastante rico, que escribe en sus memorias el 31 de
agosto de 1650: «He aquí el estado, la vida y condición de estos señores, los gentil-
hombres, que dicen ser de gran raza; y gran parte de la nobleza no vive apenas mejor,
no sirven más que para degustar y comer pacíficamente en su pueblo. Sin compara-
ción, los honorables burgueses de las ciudades y buenos comerciantes son más nobles
que todos ellos: 'pues son más bondadosos que ellos, de mejor vida y de mejor ejem-
plo, su familia y su casa están mejor reglamentadas que las suyas, cada uno según sus
posibilidades; no son motivo de murmuración para nadie, pagan a todos los que tra-
bajan para ellos, y sobre todo no cometerán nunca una mala acción; y la mayor parte
de esos pequeños porta-espadas hacen todo lo contrario. Si se trata de entrar en'tom-
paración, ellos creen serlo todo, y que el burgués no debe considerarlos más que He la
misma forma que ellos consideran a sus campesinos (... ] Ninguna persona hon0rable
hace caso de ellos. Esta es la condici.ón actual del mundo, y no hay que buscar ya la
virtud en la nobleza.»
Nuestros grandes burgueses convertidos en nobles siguen, de hecho, su vida ante-
rior, equilibrada, razonable, entre sus bellas casas urbanas y sus castillos o residencias
campestres. Su alegría de vivir, su orgullo, es su cultura humanista; sus delicias son sus
bibliotecas, donde transcurre lo mejor de sus ocios; la frontera cultural que los envuel-
ve y los caracteriza mejor es su pasión por el latín, el griego, el derecho, la historia an-
tigua y nacional. Son el origen de la creación de innumerables escuelas laicas, en las
ciudades así como en los burgos. Las únicas características que tienen en común con la
nobleza auténtica son el rechazo al trabajo y a la mercancía, el gusto por la ociosidad,
es decir por el tiempo libre, para ellos sinónimos de lectura, de discusiones sabias con
sus pares. Esta forma de vida implica al menos una buena posición, y generalmente
estos nuevos nobles tienen algo más que una buena posición: una sólida fortuna cuyo
origen es triple: la tierra explotada con método; la usura, practicada sobre todo a costa
de los campesinos y gentilhombres; y finalmente los cargos de judicatura y de finanzas,
convertidos en cesibles y hereditarios desde antes del establecimiento de la paulette,
en 1604. Sin embargo, más que de fortunas construidas, se trata de fortunas hereda-

421
La sociedad o «el conjunto de los conjuntosP

das. Consolidadas, ciertamente, ampliadas incluso, ya que el dinero llama al dinero y


permite éxitos y abrirse camino en la sociedad. Pero al principio, la puesta en órbita
ha sido siempre la misma: la gentry ha salido de la mercancía, y éste es un hecho que
intenta ocultar a los indiscretos y que deja cuidadosamente en la sombra.
¡No es que todo el mundo sea cándido! El journal de L'Estoile 10 ~ nos informa
-quién lo hubiera dicho en su tiempo- que Nicolas de Neufville, señor de Villeroi
(1542-1617), secretario de Estado, en las riendas del gobierno durante casi toda su vi-
da, luchando «con masas de papel [... ) pieles de pergamino ... trazos de pluma> 104 , es
el nieto de un comerciante de pescado que había comprado tres señoríos en 1500, des-
pués cargos, heredando por matrimonio el señorío de Villeroi, cerca de Corbeil. Geor-
ges Huppert cita una gran cantidad de ejemplos análogos. Nadie es, pues, cándido,
pero otra vez, en el siglo XVI, la sociedad no opone obstáculo a la promoción social,
es más bien cómplice. Y es solamente en este dima que se puede comprender la for-
mación de una verdadera clase de nuevos nobles, que no se integran o se integran mal
en la nobleza situada, que se apoyan sobre su propia potencia política, sobre su propia
red de relaciones en el interior mismo del grupo. Fenómeno anormal y que, por otra
parte, no se perpetuará.
Pues en el siglo XVII todo cambia. La pseudo-nobleza había conocido hasta enton-
ces pruebas difíciles, dramáticas: la Reforma, las Guerras de Religión; pero las había
superado, ni protestante ni de la Liga, sino «galicana>, «política», siguiendo una vía del
justo medio en la que los golpes se reciben de ambos lados, pero donde la maniobra
conserva sus derechos. Después del año 1600 todo evoluciona la atmósfera social, la eco-
nomía, la política, la cultura. Ya no se convierte uno en noble mediante algunos tes-
tigos que declaren ante un juez complaciente; hay que aportar títulos genealógicos, so-
meterse a temibles encuestas, y la nobleza ya adquirida no está exenta de verificacio-
nes. La movilidad social que nutría de hombres la gentry francesa se hace menos na-
tural y sobre todo menos abundante. ¿Es esto debido a que h.. economía es menos viva
que en el siglo precedente? La monarquía, restaurada por Enrique IV, Richelieu y
Luis XIV, se vuelve opresiva, se hace obedecer por sus funcionarios, empezando por
los mismos parlamentarios. Más aún, el rey ha vuelto a poner a flote una nobleza de
corte, la ha permitido vivir, prosperar, desempeñar los papeles principaies de la escena
alrededor del Rey Sol, un crey de teatro>, decía uno de sus familiares 1º5 , pero el teatro
reúne en un círculo estrecho y visible todas las posibilidades y facilidades del poder.
Esta nobleza de corte se levanta contra Ja «toga». Y ésta no sólo choca contra este obs-
táculo, sino también contra la monarquía que, al mismo tiempo, le confiere su poder
y lo limita. He aquí todo el grupo de nuestros cuasi-nobles en posición ambigua, sobre
el plano político y sobre el plano social. Y finalmente la Contra-Reforma se desenca-
dena en parte contra este grupo, contra sus ideas y sus posiciones intelectuales. Estaba
anticipadamente al lado de las Luces, tocado por una cierta racionalidad, en camino
de inventar una forma «científica» de la historia 106 • Así pues, todo está al revés, todo
va para él «a contrapelo>, he aquí que se ha convertido en el blanco preferente de los
ataques de los jesuitas ... De igual forma, su papel será ambiguo y complejo cuando se
produce la explosión del jansenismo y la Fronda. A principios de 1649 y hasta la Paz
de Rueil (11 de marzo), los parlamentarios son los dueños de París, csin atreverse a ha-
cer nada con su conquista» 1º7 •
En medio de estas dificultades, de estas crisis sucesivas, la gentry se convierte poco
a poco en lo que se va a denominar la nobleza de toga, la segunda nobleza, siempre
contestada por la primera y que no se confunde con ella. En lo sucesivo, estará clara
la jerarquía entre las dos noblezas que el juego monárquico opone una contra otra para
mejor reinar. No es por casualidad que la expresión nobleza de toga aparece tan sólo
a comienzos del siglo XVII, lo más temprano en 1603 108 , según nuestras actuales esta-

422
La sociedad o •el conjunto de !::is wnjuntos•

Pierre Séguier (1588-1672) forma parte de esa nueva «nobleza» que en el siglo XVI ha construi-
do una sólida fortuna sobre la tierra, los oficios y la usura (véase infra p. 517). El mismo hará
una gran carrera política como servidor incondicional de la monarquía. Canciller a partir de 163.5,
juez despiadado en el proceso de Fouquet, continúa siendo sin embargo un hombre culto. ¿No
ha esc~gtdo ser representado con un libro en la mano, delante de la prestigiosa biblioteca que
llegará a la abadía de Saint-Germain-des-Prés? (Colección Viollet.)

423
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

dísticas. No hay que considerar como despreciable este testimonio del lenguaje. Enton-
ces una fa.se del destino de la toga se ha acabado. Aquí se encuentra mejor definida,
menos tranquila y menos soberbia seguramente que en el siglo precedente, pero con-
tinúa pesando mucho en el destino de Francia. Pata mantenerse utiliza todas las jerar-
quías: la jerarquía de los hacendados (señorial), la jerarquía del dinero, la jerarquía de
la Iglesia, la jerarquía del Estado (magistrados, tribunales, parlamentos, consejeros del
rey), más las jerarquías, rentables a la larga, de la cultura.
Todo esto complicado, bajo el signo de la lentitud, por una cierta pesadez, por un
triunfo adquirido mediante la perseverancia. Para Georges Huppert •. esta nobleza de
toga, desde sus orígenes, en el siglo XVI, hasta la Revolución, ha estado en el corazón
del destino de Francia, «creando su cultura, rigiendo su riqueza e inventando a la vez
la Nación y las Luces, inventando Francia». Vienen a la mente tantos nombres célebres
que resulta muy tentador suscribir este juicio. No obstante, con una restricción de im-
portancia: ¿Ha pagado Francia el precio de esta clase fructífera, expresión de cierta ci-
vilización francesa, como consecuencia de su comodidad, de su estabilidad, nos atra-
veríamos a decir de su inteligencia? Este capital material y cultural, lo ha dirigido la
nobleza de toga por sí sola, pero si ha sido o no en bien del país es otra cuestión.
No hay, sin duda, país de Europa que no haya conocido, de una fotma o ·de otra,
estos desdoblamientos en lo alto de la jerarquía, y estos conflictos latentes o abiertos,
entre una clase que ha llegado y otta que está llegando. No obstante, el libro de Geor-
ges Huppert tiene la ventaja de circunscribir de cerca las particularidades francesas, de
subrayar la originalidad de la nobleza de toga en su génesis y sus pápeles políticos. Así
llama útilmente la atención sobre el carácter único de cada evolución social. Las causas
están en todo lugar niuy cercanas, pero las soluciones difieren.

De las ciudades a
los Estados: lujo y lujo ostentoso

No hay apenas reglas a extraer por lo que respecta a la mobilidad social, las actitu-
des frente al prestigio del dinero, o al prestigio del nacimiento y del título, o al pres-
tigio del poder. Bajo este punto de vista, las sociedades no tienen ni la misma edad
ni las mismas jerarquías ni, rematándolo todos, las mismas mentalidades. _
Por fo que respecta a Europa. hay no obstante una distinción visible sobte dos gran-
des categorías: por una parte las sociedades urbanas, entendiendo con ello las socieda-
des de las ciudades mercantiles, enriquecidas precozmente, de Italia, de los Países Ba-
jos, e incluso de Alemania, y, por otra parte, las sociedades de grandes dimensiones
de los Estados territoriales que se han separado lentamente (y no siempre) de un pa-
sado medieval y llevan a veces aún las marcas del ayer. No hace apenas más de un siglo
que Proudhon escribía: en «el organismo económico, como en el cuerpo político real,
en la administración de justicia, la instrucción pública, la feudalidad nos ahoga
todavfa:~io 9 •
Se ha dicho y repetido que estos dos universos están diferenciados por rasgos acu-
sados. Se podrían dar un centenar de versiones, antiguas o modernas, de esta observa-
ción de una memoria francesa escrita hacia 1702: «En los Estados monárquicos los co-
merciantes no pueden alcanzar los mismos niveles de consideración que en los Estados
republicanos, donde generalmente son los hombres de negocios quienes gobiernan» 11 º.
Pero no insistamos sobre esta idea evidente, que no sorprenderá a nadie. Estemos aten-
tos únicamente al comportamiento de las élites al situarse éstas en una ciudad trabaja-
da desde largo tiempo por los tráficos y por el dinero, o en grandes Estados territoriales

424
La sociedad o .,..¡conjunto de los conjuntos•

·I

Mt1jeres enmascaradas en Venecia. Cuadro de Pietro Longhi (1702-1785). (Roger ViollfÍ'.;

donde la Corte (la de Inglaterra o la de Francia por ejemplo) marca la p.auta a la so-
ciedad entera. «La ciudad !entiéndase París] es•, según se dice, «el remedio de la Cor-
te»111. En resumen, una ciudad gobernada por comerciantes vivirá de forma diferente
que una ciudad gobernada por un príncipe. Un arbitrista español (es decir un dador
de consejos, propenso con frecuencia a moralizar), Luis Ortiz, contemporáneo de Feli-
pe 11, nos lo dice sin rodeos. Estamos en 1558, en una España muy inquieta; el rey
Felipe 11 está ausente del reino, en los Países Bajos, donde le retienen las necesidades
de la guerra y de la política internacional. En Valladolid, por algún tiempo aún capital
de España, el lujo, la ostentación, las pieles, la seda, los perfumes caros están en boga,
a pesar de las dificultades del momento y los dramas de la carestía de la vida. No obs-
tante, constata dicho español, un lujo tal no se encuentra ni en Florencia, ni en Gé-
nova, ni en los Países Bajos, ni incluso en el mercantilizado Portugal vecino: «En Por-
tugal, ningun viste seda» 112 • Pero Lisboa es una ciudad mercantil que marca la pauta
a Portugal.

425
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

En los Estados-ciudades de Italia, pronto ocupados por los mercaderes (Milán en


1229, Florencia en 1289, Venecia como mínimo en 1297), el dinero es la base eficaz y
discreta del orden social, «la cola fuerte>, como decían los impresores parisienses del
siglo XVIII 113• Para gobernar, el patriciado no tiene demasiada necesidad de deslum-
brar, de fascinar. Tiene en su mano los hilos del dinero, y esto basta. No es que ignore
el lujo, pero éste se fuerza a la discreción, incluso al secreto. En Venecia, el noble lleva
un largo vestido negro que no constituye ni siquiera: un signo de su rango, puesto que,
según lo explica Cesare Vecellio, en los comentarios de su colección de «habiti antichi
et modemi di diversiparti del mundo» (finales del siglo XVI), la toga la visten también
los «cittadini; dottori mercanti et altri». Los nobles jóvenes, añade, llevan con agrado,
bajo la toga: negra, vestidos de seda de colores delicados, pero disimulan cuanto pue-
den estas manifestaciones de color «Per una certa modestia propia di que/la Republi-
ca» ... La falta de ostentación en la vestimenta del patricio veneciano no es, pues, in-
voluntaria, el uso de las máscaras, que no es exclusivo del Carnaval ni de las fiestas pú-
blicas; es uria forma de perderse en el anonimato, de mezclarse con las multitudes, de
disfrutar siri dar el espectáculo. Las nobles veneciana.sutilizan la máscara para: asistir a
los cafés, lugares públicos prohibidos en principio a: las damas de su categoría. «La más-
cara, ¡qué comodidad!>, decía Goldoni. cBajo la máscara, todo el mundo es igual y
los principales magistrados pueden diariamente [... ] ser instruidos por sí mismos de to-
dos los detalles que interesan al puebfo [ ... ] Se puede encontrar al Dux, bajo la más-
cara; paseándose a menudo de esta manera.~ En Venecia, el lujo está reservado al apa-
rato público, a menudo grandfoso, o a la vida estrictamente privada. Las fiestas se de-
sarrollan discretamente en las residencias campestres o en el interior de los palacios ur-
banos, no en las calles ni ert las plazas públicas~ Yo sé bien que en Florencia, en el
siglo XVII, se desarrolla el lujo de las carrozas, impensable en Venecia:, y; con razón,
imposible en Génova con sus calles estrechas; pero la Florencia republicana ha muerto
con el retorno de Alejandro de Médicis, en 1530, y la creación del gran ducado de Tos-
cana, en 1569. Sin embargo, incluso en esta época, Florencia vive sencillamente, casi
de forma burguesa a los ojos de un español. Igualmente lo que hace de Amsterdam
la última polis de Europa es, entre otras cosas, la modestia voluntaria de sus personas
ricas, que choca incluso a los visitantes venecianos. ¿Quién, en una calle de Amster-
dam, distinguiría al Gran Pensionario de Holanda de los otros burgueses con quienes
se cruza? 114 •
Pasar de Amsterdam o de cualquiera de las ciudades italianas de antigua riqueza a
la capital de un Estado moderno o a cualquier corte principesca es como cambiar ab-
solutamente de atmósfera. Aquí la modestia o la discreción brilla por su ausencia. La
nobleza que ocupa los primeros estratos sociales se deja deslumbrar por la magnificien-
cia principesca y a su vez también quiere deslumbrar. La nobleza se pavonea, está obli-
gada a exhibirse. Brillar es imponerse, separarse del común de los mortales, marcar de
una manera casi ritual que se es de otra raza, mantener a los demás a distancia. Con-
trariamente al privilegio del dinero, que es obvio, que se tiene en la mano, el privile-
gio del nacimiento y de la categoría sólo vale mientras esté reconocido por los demás.
Si el príncipe RadziwiU, en Polonia, en el Siglo de las Luces, capaz por sí mismo (tam-
bién en 1750) de levantar un ejército y dotarlo de artillería, se pone un día a distribuir
el vino a raudales en su pequeña ciudad de Niewicz, «indiferente aparentemente a la
cantidad que se derrama y se pierde en el arroyo», es una forma de impresionar a los
espectadores, según observa W Kula {el vino es un artículo de importación muy cos-
toso en Polonia), de «hacer creer que sus posibilidades son ilimitadas, de granjearse su
docilidad con respecto a sus voluntades [ ... ] Este despilfarro es pues una acción racio-
nal, en el marco de una estructura social dada»m. La misma ostentación en Nápoles;
en la época de Tommaso Campanella, el revolucionario de corazón iluminado de la Ci't-

426
La sociedad o ~el conjunto de los conjuntos»

tii del sote (1602), tenía la costumbre de decir que Frazio Carafa, príncipe della Roc-
cella, gastaba su diriero «alta napoletana», a la napolitana, «cioe in vanitii». Cuando sus
súbditos mueren literalmente de hambre·, los señores napolitanos gastan fortunas en
«perros, caballos, bufones, tejidos de oro e puttane che epeggio» 116 • Estos derrochado-
res (que pueden disponer de 100.000 escudos de ingresos, mientras que sus súbditos
no tienen cada uno de ellos tres escudos en ~us bolsas) ceden al gusto del placer, cier-
tamente, pero más aún a la necesidad de deslumbrar: desempeñan su papel, hacen lo
que cada uno espera de ellos, lo que el pueblo está dispuesto tanto a admirar como a
envidiar, y posteriormente a aborrecer. El espectáculo ofrecido, repitámoslo, es un me-
dio de dominar. Una necesidad. Estos nobles napolitanos, tienen que frecuentar la Cor-
te del virrey español, obtener su favor, si no quieren arruinarse y regresar sin dinero a
sus tierras. Y le han tomado gusto a la vida de una gran capital -una de las más gran-
des de Europa, obligatoriamente dispendiosa. Es en 1547 cuando, asimismo, los Bi-
signano han hecho construir en la ciudad su gran palacio de Chiaia. Habiendo aban-
donado sus viviendas de Calabria, viven allí como los otros grandes señores, rodeados
de una pequeña corte donde se apiñan, a expensas del dueño de la casa, cortesanos,
artistas, hombres de letras 117 •
Por muy «provechosa> y racional que sea esta vanidad de que se ha hecho alarde,
llega a menudo hasta la manía, por no decir hasta la psicosis. Fenelon afirma que Ri-
chelieu «no había dejado, en la Sorbona, ni una puerta ni una cristalera en la que no
hubiera hecho poner su escudo de armas» 118 • De todas formas, en la pequeña ciudad
de Richelieu que lleva su nombre, «donde se encontraba la casa solariega paterna y que
aún se puede ver hoy en día entre Tours y Loudun», el Cardenal hizo construir una
ciudad que se quedó medio vacía 119 • Esto hace recordar punto por punto la fantasía
principesca de Vespasiano Gonzaga (muerto en 1591), de la familia de los duques de
Mantua, que trató desesperadamente de llegar a ser príncipe independiente y, a falta
de algo mejor, hizo construir la maravillosa pequeña ciudad de Sabbioneta 120 , con su
lujoso palacio, su galería de antigüedades, su casino, su teatro (una rareza aún en el
siglo XVI), su iglesia construida especialmente para coros y conciertos de instrumentis-
tas, sus fortificaciones modernas; en resumen todo el marco de una verdadera capital,
si bien esta pequeña ciudad, cerca del río Po, no desempeñaba ningún papel econó-
mico ni administrativo, y apenas tenía una cierta imponancia militar: anteriorment~
se construyó un castillo fortificado. Vespasiano Gonzaga vivió en Sabbioneta como Ulll,
príncipe auténtico, con su pequeña corte, pero a su muerte la ciudad fue abandonad)l,
olvidada. Esta se encuentra hoy como una bella decoración teatral en medio de la
campiña. ·
En resumen, dos artes de vivir y de aparentar: o la ostentación o la discreción. Allí
donde la sociedad basada en el dinero tarda en introducirse, el lujo ostentoso, vieja
política, se impone a la clase dominante, pues la sociedad no podría contar demasiado
con el apoyo silencioso del dinero. Naturalmente, la ostentación puede insinuarse en
todas partes, y no está nunca totalmente ausente allí donde los hombres tienen el tiem-
po y las ganas de mirarse, de calibrarse, de compararse, de determinar sus posiciones
respectivas según un detalle, una forma de vestir, de comer, y aun de presentarse o de
hablar. E incluso las ciudades mercantiles no le cierran totalmente sus puertas. A veces
las abren demasiado, lo cual es una señal de su desorganización, del malestar econó-
mico y social que las invade. Venecia, pasado el año 1550, es demasiado rica para ca-
librar bien su verdadera situación, comprometida desde entonces. Y el lujo se adueña
de Venecia, cada día más insistentemente, más diverso, más visible que antaño. Las
leyes suntuarias se multiplican, las que, como siempre, señalan pero no bloquean los
gastos fastuosos: las magníficas bodas y bautizos, las perlas supuestamente falsas con
las que se adornan las mujeres, así como su costumbre de llevar en sus vestidos «zuboni

427
En la Inglaterra del siglo XVI, lujo y diversión principescos en la Corte del Renacimiento: danza
de la reina Isabel y su fa:iorito, Robert Dudley, conde de Leicester, en un baile de la Corte. (Fo-
to National Portrait Gallery.)

et altre veste da homo de seda». Por eso hay tantas amenazas contra los delincuentes
y contra «los sastres, los bordadores, los diseñadores» que mantienen el mal. «Las bodas
entre las familias eran sin duda una especie de fiestas públicas ... En las memorias de
la época sólo había fiestas de torneos, bailes, ornato con motivo de las bodas ... », de-
mostrando que la Señoría no pone coto a esto. Y el paso de lo privado a lo público es
una señal digna de tener en cuenta 121 •
En Inglaterra, no nos apresuremos a decir que la evolución opera a la inversa. Las
cosas son más complicadas. En el siglo XVU, el lujo lo salpica todo: existe la Corte, exis-
te el boato de la nobleza. Cuando Henry Berkeley, Lord Lieutenant del condado de
Gloucestershire, «Va a Londres para una corta visita, se hace acompañar por 150 cria-

428
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

dos:& 122 • Ciertamente, en el siglo XVIII, y sobre todo durante el largo reinado de Jor-
ge III (1760-1820), los ricos y los poderosos de Inglaterra prefieren pronto el lujo de
la comodidad al más aparatoso. Simon Vorontsov, embajador de Catalina 11 123 , acos-
tumbrado al boato efectado de la Corte de San Petesburgo, saborea la libertad de este
mundo, «donde se vive como se quiere y donde no hay ninguna formalidad de etique-
ta en los negocios:&. Pero es necesario que el orden social inglés se defina con toda cla-
ridad por aquellas observaciones. En realidad, es un orden complicado y diverso, en
cuanto es observado a satisfacción. La nobleza, o mejor la aristocracia inglesa, llega a
la cima de la jerarquía social, en términos generales, a partir de la Reforma; es de ori-
gen reciente. Pero por mil razones, entre las que el interés tiene su parte, se da el aire
de ser una aristocracia hacendada. Una grao familia inglesa no se funda sino a partir
de una gran propiedad, y en el centro de ésta el signo del éxito consiste a menudo en
una residencia principesca. Esta aristocracia es a la vez, según se ha dicho, «plutocrática
y feudal». Feudal, se da un lustre indispensable, un poco teatral. En 1766, en Abing-
don, nuevos señores se instalan, «ofrecen una comida a varios centenares de gentle-
man, de granjeros, de ~abitantes de los alrededores. Las campanas tocan a rebato». Des-
fila un cortejo a caballo precedido de fanfarrias, y por la noche hay iluminaciones ... 124 •
No hay nada de burgués en este alboroto -un alboroto en todo caso necesario, social-
mente hablando, aunque no fuera más que para establecer el indispensable poder local
de la aristocracia. Pero este juego fastuoso no excluye la afición y la práctica de los ne-
gocios. Desde la época de Isabel, es la alta nobleza de los peers la que invierte con ma-
yor agrado en el comercio lejano 12 5.
En Holanda, las cosas se han sucedido de otra forma, son los regidores de las ciu-
dades, los que serían denominados en Francia «los nobles de campana:&, los que se han
instalado en la cumbre de la jerarquía. Son una aristocracia burguesa.
En Francia, como en Inglaterra, el espectáculo es bastante complicado: allí evolu-
cionan de forma diferente la capital -dominada por la Corte- y las grandes ciudades
mercantiles que toman conciencia de su creciente fuerza y de su originalidad. Los ricos
negociantes de Toulouse, Lyon o Burdeos pregonan poco su lujo. Lo reservan para el
interior de sus bellas casas urbanas, y más aún «para sus residencias campestres, en las
casas de recreo que rodean las ciudades, dentro de un radio de una jornada de viaje a
caballo» 126 • Por el contrario, en París, los riquísimos financieros del siglo XVIII tendrán
a gala imitar y exagerar el lujo que les rodea y copiar la forma de vida de la má~ ,alta
nobleza.

Revoluciones y
luchas de clases

La masa de la sociedad subyacente está retenida en la red del orden establecido. Si


se mueve demasiado, se aprietan y refuerzan las mallas, o bien se inventan otras ma-
neras de sujetar la red. El Estado está allí para salvar la desigualdad, clave del orden
social. La cultura y quien la representa están allí, muy a menudo, para predicar la re-
signación, la sumisión, la moderación, la obligación de dar al César lo que es del Cé-
sar. Lo mejor es que la masa «orgánica» de la sociedad evolucione tranquilamente por
sí sola, dentro de los límites que no comprometen el equilibrio general. No está pro-
hibido ir de un escalón bajo de la jerarquía al escalón bajo inmediatamente superior.
La movilidad social no se produce solamente en el estadio más alto de la ascensión; es
también valedera para pasar de campesino a comerciante labrador, a cacique de pue-
blo; o de cacique de pueblo a pequeño señor local, a «adjudicatario de derechos, a arrea-

429
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

datario al estilo inglés, es decir tantas semill~ fecundas de burguesía» 127 , o para el ac-
ceso del pequeño burgués al cargo, a la renta. En Venecia 128 , «se considera como el úl-
timo hombre del pueblo a la persona cuyo nombre no figuraba en los registros de una
cofradía [Scuola]». Pero nada le impedía que él o alguno de sus hijos entrase al menos
en un Arte, en un gremio y franquease ~na primera etapa.
Todos estos pequeños dramas de «la etapa» social, estas luchas para «el ser quien
soy» (como dice un personaje de una novela picaresca, en 1624 129 ) pueden interpretarse
como los signos de una cierta conciencia de clase. Por otra parte, las revueltas 130 contra
el orden establecido lo prueban, son numerosas. Yves-Marie Bercé ha censado en Aqui-
tania, de 1590 a 1715, quinientas insurrecciones o pseudo insurrecciones campesinas.
De 1301 a 1550, en un informe que se refiere a un centenar de ciudades alemanas, se
observan doscientos choques, a menudo sangrientos. En Lyon, de 1173 a 1530, duran-
te 357 años, los disturbios ascienden a 126 (algo más de uno cada tres años). Llamemos
a estos conflictos o a estos disturbios revueltas, motines, tensiones, luchas de clases, in-
cidentes, sucesos, algunos de ellos tienen, en todo caso, un cierto vigor salvaje que ha-
ce que sólo pueda cuadrarles la palabra revolución. A escala europea, durante los cinco
siglos que abarca este libro, se trata de decenas de millares de hechos, no todos eti-
quetados aún como convendría, no todos sacados aún de los archivos donde duermen.
Las investigaciones llevadas a cabo hasta ahora permiten, no obstante, extraer algunas
conclusiones con probabilidades de exactitud en lo que concierne a los disturbios cam-
pesinos, y en cambio con muchas probabilidades de equivocarse por lo que se refiere
a las agitaciones obreras, esencialmente urbanas.
En cuanto a los disturbios de campesinos en Francia se ha llevado a cabo un enor-
me trabajo a partir del libro revolucionario de Boris Porchnev 131 • Pero es evidente que
Francia no es la única en este caso, si bien, según los historiadores, se ha convertido
por el momento en un caso ejemplar. De todas formas, no es posible que haya ningún
error sobre el conjunto de hechos conocidos: el mundo campesino no cesa de luchar
contra lo que le agobia, el Estado, el señor, las circunstancias exteriores, las coyunturas
desagradables, las tropas armadas; contra lo que lo amenaza, o por lo menos, molesta
a las comunidades aldeanas, condición de su libertad. Y todo esto tiende a unificar su
espíritu. Un señor, hacia 1530, envía a sus cerdos a los bosques comunitarios y un pue-
blecito del condado napolitano de Nolise se levanta para defender sus derechos de pas-
tos al grito de «Viva il popo/o e mora ti signore/» 132 • En consecuencia, se produce una
serie continua de incidentes hasta mediados del siglo XIX que testimonian las menta-
lidades tradicionales, las condiciones particulares de vida del campesino. Si se busca,
según observaba lngomar Bog, una ilustración de lo que puede ser «la larga duración»,
sus repeticiones, su machaconería, su monotonía, la historia de los campesinos sumi-
nistra ejemplos perfectos en grandes cantidades 133 •
La primera lectura de esta historia tan vasta da la impresión de que toda esta agi-
tación jamás calmada no logra apenas triunfar. Sublevarse es «escupir hacia el cielo»ll 4 :
la rebelión de los campesinos de /'lle de France contra la nobleza, en 1358; el le-
vantamiento de los trabajadores ingleses, en 1381; el Bauernkrieg, [guerra de los cam-
pesinos alemanes], en 152'.>; la revolución de los municipios de Guyena contra la ga-
bela, en 1548; el violento levantamiento de Bolotnikov en Rusia, a principios del si-
glo XVII; la insurrección de Dozsa en Hungría (1614); la enorme guerra campesina que
sacude el reino de Nápoles, en 1647; todas estas furiosas oleadas fracasan con regula-
ridad. De igual modo fracasan los amotinamientos de orden menor que siguen la ca-
dena concienzudamente. En resumen, el orden establecido no puede tolerar el desor-
den campesino que, en vista de la enorme preponderancia del campo, derribaría el edi-
ficio entero de la sociedad y de la economía. Existe una coalición casi constante contra
d campesinado por parte del Estado, de los nobles, de los propietarios burgueses y aún
430
La sociedad o .e{ conjunto de los conjuntos•

Campesinos atacando a un caballero solitan·o, ]ean de Wavnn. Chroniques d' Angleterre, siglo
XV. (Cliché B.N.)

de la Iglesia, y con toda seguridad de las ciudades. El fuego ya no se cobija bajo las
cenizas.
Sin embargo, el fracaso es menos completo de lo que parece. El campesino es siem-
pre sometido duramente a la obediencia, es cierto, pero más de una vez se han obte-
nido progresos al término de estas rebeliones. Los campesinos de /'lle de France, en
1358, ¿no han asegurado la libertad campesina en los alrededores de París? La deser-
ción y luego el repoblamiento de esta región clave no bastan quizás para explicar com-
pletamente el proceso de esta libertad adquirida antaño, y después recuperada y con-
servada. ¿Es el Bauernkrieg de 1525 un fracaso total?

431
La sociedad o .e[ conjunto de los conjuntos•

Ciertamente, el campesino sublevado, entre el Elba y el Rin, no se ha convenido,


como el campesino de más allá del Elba, en un nuevo siervo; ha salvaguardado sus li-
bertades, sus antiguos derechos. En 1548m, la Guyena es aplastada, es cierto, pero se
suprime la gabela. Ahora bien, por el impuesto de Ja sal, la monarquía rompía, abría
por la fuerza la economía aldeana hacia fuera. Se dirá también que la vasta revolución
de los campos en el otoño e invierno de 1789 fracasó en cierta forma: ¿quién se apo-
derará de los bienes nacionales? Sin embargo, la supresión de los derechos feudales no
ha sido un regalo insignificante.
Por lo que respecta a los disturbios obreros, estamos muy mal informados porque
los hechos están muy dispersos, dada la inestabilidad congénita del empleo y el hun-
dimiento regular de las actividades «industriales». El mundo obrero se ha concentrado
sin cesar, luego dispersado, expulsado hacía otros lugares de trabajo, a veces hacia otras
ocupaciones, y esto impide que la agitación obrera cuente con la estabilidad de las so-
lidaridades, condición para el éxito. El primer desarrollo de los fustanes de Lyon, a se-
mejanza de los telares del Milanesado y del Piamonte, había sido muy rápido, em-
pleando hasta 2.000 maestros y obreros. Después vino el descenso e incluso la ruina,
por añadidura en una época de carestía. «Los obreros de estas artes ganan poco y no
están en condiciones de vivir en la ciudad; algunos [... ] se han retirado a Forest [Forez]
y Beaujolais y trabajan allí», pero en tan malas condiciones que su producción «no goza
ya de ninguna reputación» 136 • la industria de los fustanes se ha desplazado de hecho
y ha encontrado nuevas sedes, en Marsella y en Flandes. «La caída de esta fabricación»,
concluye la memoria de 1698 que estamos considerando, «es una pérdida para Lyon
tanto más sensible cuanto que se ve aún una parte de los obreros, todos pordioseros,
casi inútiles y viviendo a expensas del público». Si hubiera existido -lo cual ignora-
mos- un movimiento cualquiera de reinvindicación entre los 2.000 fustaneros de Lyon,
se habría desvanecido por sí solo.
Otra debilidad: la concentración del trabajo obrero es imperfecta en la medida en
que la mano de obra se presenta, lo más corrientemente, en unidades pequeñas (in-
cluso en el interior de una ciudad industrial), en la medida también en que el obrero
(el compañero) es por naturaleza itinerante, o bien se encuentra a caballo entre el cam-
po y la ciudad y es campesino y asalariado a la vez. En cuanto al mundo ciudadano
del trabajo, en todas partes está dividido contra sí mismo, prisionero en parte en la pi-
cota de las antiguas corporaciones y del privilegio estrecho y mezquino de los patronos.
El trabajo libre se esboza, un poco en todas partes, pero tampoco está bajo el signo de
la cohesión: arriba los privilegiados relativos, los artesanos «empleadores,, que trabajan
para un patrono, pero que dan trabajo a sus compañeros y servidores más o menos nu-
merosos (en realidad son subempresarios); por debajo de ellos los que, en la misma
condición, no pueden contar más que con la mano de obra familiar; finalmente, el
gran universo de obreros asalariados y, más abajo todavía, los jornaleros sin ninguna
formación especial, ganapanes, mozos de\uerda, peones, o «buscavidas» de los cuales
los más afortunados cobran por días y los menos favorecidos a destajo.
En estas condiciones, es natural que la historia de las reivindicaciones y movimien-
tos obreros se presente en una serie de episodios cortos que apenas se reúnen y no se
relacionan más que de una forma mediocre. Es una historia puntiforme. Concluir, co-
mo se ha hecho demasiado a menudo, que hay una ausencia de toda mentalidad de
clase, es probablemente erróneo si se juzga por los episodios que se conocen de una
forma poco exacta. La verdad es que el conjunto del mundo obrero está acorralado en-
tre una remuneración mediocre y la amenaza irremediable del paro. Sólo se podría li-
berar por la violencia, pero se encuentra, de hecho, tan desarmado como un obrero de
hoy en día en un período agudo de desempleo. Violencia, cólera, rencor, no es menos
cierto que por un éxito entero o a medias, como el tan particular de los obreros pape-

432
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

leros 137 en Francia, en vísperas de la Revolución, cien tentativas fracasan. Tales muros
no se desplazan fácilmente.

Algunos
ejemplos

En Lyon 138 , la primera imprenta se instaló en 1473. En 1539, en vísperas de la pri-


mera gran huelga (no la primera agitación), un centenar de imprentas están en fun-
cionamiento, lo que supone, entre aprendices, compañeros (cajistas, empleados de la
prensa, correctores) y patronos, un millar de trabajadores, la mayor parte llegados de
otras regiones francesas o de Alemania, Italia o los Cantones suizos; todos ellos, pues,
extranjeros en la ciudad lionesa. Se trata de pequeños talleres. Los patronos poseen de
ordinario dos imprentas; algunos, que han tenido más éxito, poseen hasta seis impren-
tas. El material es siempre costoso; después, es necesario disponer de un capital circu-
lante para pagar los salarios, y para las compras de papel y de tipos de imprenta. Sin
embargo (y de esto los obreros no se dan cuenta), los patronos no son los verdaderos
representantes del capital: ellos están, a su vez, en manos de los comerciantes, de los
«editores>, personajes bastante importantes: ¿no forman parte algunos de ellos del Con-
sulado, es decir del gobierno de la ciudad? Inútil añadir que las autoridades están a
favor de los editores y que los patronos, por las buenas o por las malas, tratan con cui-
dado a estos hombres poderosos, de los que dependen. La única forma, para ellos, de
vivir y de aumentar sus beneficios consiste finalmente en reducir los salarios, aumentar
la duración de la jornada de trabajo y, dentro de esta política, el apoyo de las autori-
dades lionesas es precioso, indispensable.
En cuanto a los medios, hay más de uno. Primeramente, modificar la forma de pa-
go: los patronos alimentaban a los obreros y el precio de los víveres no cesaba de subir;
así pues, hubo que alejar a «estos glotones» de la mesa de sus patronos, siendo pagados
únicamente con dinero, y condenados, sin placer, a alimentarse en las tabernas. Y en-
tonces se sentirán horriblemente vejados al ser echados de la mesa del patrono. Otra
solución oblicua: utilizar a los aprendices, a los que no se paga, y, si se presenta la 1oca-
sión, dejarles que manipulen la prensa, lo cual, en principio, tienen prohibido.1,1'-fás
claramente: diferenciar los salarios fijos abriendo el abanico de las remuneracio9es lo
más posible: ocho sueldos al día para el cajista, de dos sueldos y medio a cuatro suel-
dos para el operario. Finalmente, exigirles jornadas interminables, desde las dos de la
madrugada hasta las diez de la noche con cuatro horas de descanso para las comidas
(¡parece increíble!), teniendo cada uno de ellos la obligación de imprimir más de 3.000
hojas al día. Es comprensible que los jóvenes protestaran, reclamando mejores condi-
ciones de trabajo, denunciado las ganancias inmoderadas de los patronos. Y que re-
.:11rrieran al arma de la huelga. Declararse en huelga es hacer el «trie» 139 ; los compañe-
ros pronuncian esta palabra mágica al salir del lugar de trabajo cuando, por ejemplo,
un aprendiz, por orden del patrono, se pone a trabajar en la imprenta o en cualquier
otra ocasión. Esto no es todo: los huelguistas vapulean a los «amarillos», a los que ellos
llaman los fourfont.r (de la palabra italiana furfante, pillo, tunante, bribón); reparten
octavillas, entablan acciones judiciales. Mejor aún, abandonando la antigua cofradía de
los impresores que, a principios del siglo XVI, reunía a patronos y obreros, han forma-
do su propia sociedad, denominada de los Gnjian·ns (de un antiguo vocablo francés
que significa glotón) y, para su propaganda, han creado, en las festividades normales
y los cortejos burlescos de la buena ciudad de Lyon, el personaje grotesco, pero al que
todos saludarán y reconocerán al paso, el señor del Gazapo. El hecho de que hayan

433
La sociedad o .e[ conjunto de los conjuntos•

perdido finalmente, y vuelto a perder aún en 1572, después de haber ganado algo, no
deberá asombrarnos demasiado.
Lo que choca, en cambio, es que todo en este minúsculo conflicto es señal de una
franca modernidad. Es cierto que la imprenta es un oficio moderno, capitalista, y en
todas partes, en París en las mismas fechas de 1539 y 1572, en Ginebra hacia 1560 y
ya en Venecia, en el taller de Aldo Manuzio, en 1504, y puesto que las mismas causas
producen los mismos efectos, se han desencadenado huelgas y tumultos significativos 14 º.

Tal testimonio, tal precocidad no son excepcionales. ¿No debía sentirse el Trabajo
de una naturaleza completamente distinta al Capital, y más pronto de lo que se dice,
nada más entrar en el juego? La industria textil, pronto instalada, con sus creadores de
puestos de trabajo y sus concentraciones anormales de mano de obra, es un campo to-
talmente indicado para estas tomas de conciencia precoces y repetidas. Así lo vemos en
Leyden, importante ciudad manufacturera en el siglo xvn. También lo vemos así de
refilón, en 1738, en Sarum, en el corazón de la vieja industria lanera del Wiltshire,
cerca de Bristol.
La característica de Leyden 141 no consiste sólo en que durante el siglo XVII fuera la
ciudad pañera más grande de Europa (hacia 1670 tenía quizás 70.000 habitantes, de
los cuales 45.000 eran obreros; en 1664, año récord, se fabricaron casi 150.000 piezas),
ni en haber atraído a millares de obreros llegados de los Países Bajo~ meridionales y
del norte de Francia, su característica es la de cumplir sola las múltiples tareas que exi-
ge la fabricación de sus paños, bayetas y estameñas. No la imaginamos como Norwich
o como la Florencia de la Edad Media, basada en gran parte en la industria textil o
incluso sólo en el hilado de sus campos vecinos. Estos son demasiado ricos: exportan
el producto de sus tierras al ventajoso e insaciable mercado de Amsterdam. Y como es
sabido, sólo aceptan en gran parte el trabajo a domicilio los campos pobres. He aquí,
pues, en tiempos de su grandeza, a mitad del siglo XVII, una ciudad industriosa con-
denada a hacerlo todo y que lo hace todo por sí sola, desde el lavado, el cardado y el
hilado de la lana, hasta el tejido, enfurtido, tundido y apresto de sus paños. Esto no
se logra más que empleando una numerosa mano de obra. Lo difícil es alojarla decen-
temente: los obreros no caben todos en las ciudades construidas para ellos. Son nume-
rosos los que se amontonan en habitaciones alquiladas por semanas o por meses. Las
mujeres y los niños suministran una gran parte de la mano de obra necesaria. Y como
todo esto no basta, aparecen las máquinas: batanes movidos por caballos o por el vien-
to, máquinas que se imponen en los grandes talleres «para el prensado, el calandrado,
el secado» de los paños. Los cuadros que se conservan en el museo de la ciudad y que
adornaban antiguamente el Lakenhal -el mercado de los paños- ilustran claramente
esta mecanización relativa de una industria puramente urbana .
. Todo esto bajo un imperativo evidente: mientras Amsterdam fabrica tejidos de lujo
y Harlem se empeña en seguir la moda, Leyden se especializa en fabricar tejidos bara-
tos, con lanas de calidad mediocre. Se tiende siempre a comprimir los gastos. Asimis-
mo; el régimen corporativo, que se mantiene, permite el desarrollo a su lado de las
nuevas empresas, de los talleres, ya fábricas, y el trabajo a domicilio, que está bajo el
signo de una explotación sin piedad, gana terreno. Como la ciudad ha crecido rápida-
mente (en 1581 no tenía más que 12.000 habitantes), no ha construido, a pesar de la
fortuna de algunos de sus empresarios, los cimientos de su propio capitalismo. Toda
la actividad de Leyden pertenece a los comerciantes de Amsterdam, quienes la contro-
lan sólidamente.
Tal concentración obrera no podía más que favorecer las refriegas y choques entre
el Capitai y el Trabajo. La población obrera, en Leyden, es demasiado numerosa para
no estar inquieta y revuelta, máxime cuando los empresarios de la ciudad no tienen ei

434
La sociedad o •el rnnjunto de los con¡untos•

.,
·I.

lndustna urbana de Leyden, telares. Este cuadro de Isaac van Swanenburgh (1538-1614.)forma
parte de una sene que ilustra el trabajo de la lana, en el mercado de paños de Leyden. Carac-
terística de todos estos cuadros es una mecanización tan avanzada como lo permitía la lécnica de
la época. (Foto A. Dingjan).

recurso de obtener la mano de obra procedente del campo, más fácil de manejar. Los
agentes franceses, empezando por el embajador que reside en La Haya, o el cónsul que
está en Amsterdam, están atentos a estos descontentos crónicos en la esperanza, que
no siempre se vio decepcionada, de que hubiera despidos de obreros para reforzar la
plantilla de las fábricas francesas 142 • En resumen, si hay en Europa una ciudad verda-
deramente «industrial», una concentración obrera verdaderamente urbana, es en reali-
dad ésta.
Que se produzcan huelgas es muy natural. No obstante, hay una triple sorpresa:
que estas huelgas sean tan poco numerosas según el informe de Posthumus (1619,
1637, 1644, 1648, 1700, 1701); que sean episódicas y que no conciernan más que a
este o aquel grupo obrero -tejedores, bataneros por ejemplo-, salvo los movimientos

435
La sociedad o •el conjunto de los mnjuntos•

de 1644 y de 1701, que tuvieron aspecto de movimientos masivos; finalmente, y sobre


todo, que estén tan mal ilustradas por la investigación histórica, sin duda por motivos
de documentación.
Es preciso, pues; rendirse a la evidencia: el proletariado obrero de Leydeti está di-
vidido en categorías funcionales; el batanero no es como el hilandero o como el teje-
dor. Está dividido por gremios sin gran solidez, en parte en el marco de un artesanado
libre (en realidad estrechamente vigilado). En estas condiciones, no logra crear en su
beneficio una cohesión que sería peligrosa para los que lo dirigen y lo explotan, los
patronos fabricantes, y más allá de estos patronos próximos los comerciantes que ma-
nejan el juego de conjunto. No obstante, hay reuniones regulares de obreros y varias
clases de cotizaciones que alimentan las cajas de resistencia.
Pero el rasgo dominante de la organización del gremio textil en Leyden es, en todo
caso, la fuerza implacable de los medios coercitivos existentes: vigilancia, represión, en-
carcelamientos, ejecuciones capitales son una amenaza constante. Los regidores de la
ciudad están ferozmente a favor de los privilegios. Más aún, los fabricantes están agru-
pados en una especie de cartel que se extiende a toda Holanda, e incluso al conjunto
de las Provincias Unidas. ¿No se reúnen cada dos años en un «sínodo» general para eli-
minar las competencias nocivas, fijar los precios y los salarios y, en su caso, decidir las
medidas efectívas o posibles a adoptar contra los desórdenes laborales? Esta organiza-
ción moderna hace que Posthumus llegue a la conclusión de que, a nivel empresarial,
la focha de clases es al mismo tiempo más consciente y más combativa que a nivel de
los trabajadores. ¿Pero no es esto una impresión del historiador ligado a su documen-
tación? Si los obreros no nos han dejado demasiadas pruebas de sus luchas y de sus
sentimientos, ¿no será porque la situación les obligó a ello? Toda organización obrera
destinada oficialmente a defender los intereses de la mano de obra estaba prohibida.
En las asambleas que celebraban regularmente, los obreros no podían, pues, actuar ni
hablar abiertamente. Pero la reacción patronal por sí sola prueba que su silencio no ha
representado indiferencia, ignorancia o aceptación 143 •

El último episodio que quisiéramos recordar es muy diferente. Se trata de una in-
dustria más modesta y mucho más conforme, en su organización, con las normas de la
época. Así pues, más representativa en cierto modo que el monstruoso caso de Leyden.
Estamos en Sarum, en el Wiltshire, no lejos de Brístol, en 1738. Sarum está en el
centro de una antigua zona de actividad lanera bajo el control de los fabricantes de
paños, más comerciantes que fabricantes, los clothiers. Surge una corta revuelta. Algu-
nos bienes de estos clothiers son saqueados. La represión es rápida, tres amotinados son
ahorcados y se restablece el orden. Pero no se trata de un incidente sin repercusiones.
En primer lugar, en esa parte del sudoeste inglés, donde se sitúa la cólera de 1738,
es frecuente la agitación social, al menos desde 1720. Y allí es donde ha nacido la can-
ción popular cThe Clothiers Delight» a la que Paul Mantoux alude en su libro clási-
co144. Sin duda, se remonta al reinado de Guillermo de Orange (1688-1702). Es pues
una canción relativamente antigua, cantada repetidamente en las tabernas durante mu-
chos años. Los fabricantes de lana contaban en dicha canción, confidencialmente, sus
hechos y gestas, sus satisfacciones, sus inquietudes. «Nosotros amasamos tesoros», can-
tan, «ganamos enormes riquezas a costa de despojar y de oprimir a las pobres gentes.
[ ... ] Gracias a su trabajo hinchamos nuestra bolsa.» No es difícil infravalorar el trabajo
para pagar salarios más bajos, o sacar a relucir defectos de los tejidos aunque no exis-
tan, reducir los salarios «haciendo creer que el comercio va mal. [ ... ] Si mejora, los tra-
bajadores no se darán cuenta jamás de ello,,. Las piezas de tela que entregan van hacia
ultramar, a países lejanos y fuera de su control. ¿Qué pueden ver de ello estos pobres

436
l.a sociedad" •el conjunto de los conj•mtos•

diablos que trabajan noche y día? Y además, no tienen otra elección que «este trabajo
o la ausencia de trabajo».
Otro pequeño acontecimiento significativo: el incidente de 1738 da lugar, en 1739
y 1740, a la publicación de panfletos que no están escritos por los obreros, sino que
son obra de buenos apóstoles deseosos de restablecer la armonía. Si todo va mal en el
oficio, ¿no es esto a causa de la competencia extranjera, principalmente la de Francia?
Por supuesto que los patronos deberían modificar su actitud, pero en definitiva no se
les «puede obligar a arruinarse, como ha sucedido con muchos de ellos, debido a la
mala suerte, durante estos últimos años». Todo esto está finalmente muy claro. Las po·
siciones se ha_n perfilado con nitidez a ambos lados de la barrera. Y la barrera está bien
colocada en su sitio. Sólo se conseguirá afirmarla con las crecientes agitaciones del
siglo XVIII.

Orden
y desorden

No obstante, estas agitaciones son locales, limitadas a espacios reducidos. Antaño,


en Gante desde 1280, o en Florencia en 1378, cuando se produjo el levantamiento de
los Ciompi, las revueltas obreras estaban igualmente circunscritas, pero la ciudad en
donde estallaban era, por si misma, un universo autónomo. El motivo estaba al alcance
de la mano. Las quejas de los obreros impresores lioneses, por el contrario, tomaron
en 1539 el camino del Parlamento de París. ¿Hay que pensar, desde entonces, que el
Estado territorial, por su extensión y la inercia emana de él, aisla, limita anticipa-
damente, bloquea incluso estas insurrecciones y movimientos puntuales? En wdo caso
esta dispersión efectiva, al unísono, en el espacio y en el tiempo, complica el análisis
de estas múltiples familias de ac;ontecimientos. No se encuadrarán fácilmente con las
explicaciones generales cuyo diseño se imagina más aún de lo que se constata.
Se imagina, pues el desorden y el orden establecido pro\!Íenen de una sola e idén-
tica problemática, y el debate del golpe se amplía por sí mismo. El orden establecido
es a la vez el Estado, los cimientos de la sociedad, los reflejos culturales y las estructuras
de la economía, más el peso de la evolución múltiple del conjunto. Peter Laslett pieri~a
que una sociedad en rápida evolución exige un orden más rígido que de ordinario; A!
Vierkand se apresura a manifestar que una sociedad diversificada deja al individuo más
libertad de movimiento y favorece, pues, sus eventuales reivindicaciones 145 • Estas afir-
maciones generales nos dejan escépticos: una sociedad que se tenga en las manos no
evoluciona con comodidad; una sociedad diversificada arrincona al individuo desde diez
lados a la vez; un obstáculo puede ser derribado, pero los demás permanecen en pie.
No obstante, queda fuera de discusión el hecho de que toda debilidad del Estado
-cualquiera que sea la causa- abre la puerta a la agitación. Esta, por sí sola, indica
bastante bien la relajación de la autoridad. Por este motivo, en Francia, los años
1687-1689 son muy agitados, y no menos los años 1696-1699 146 • Bajo los reinados de
Luis XV y Luís XVI, cuando cla autoridad empieza a escaparse de las manos del go·
bierno», todas las ciudades de Francia aunque sean poco importantes tienen sus muti·
neries y sus cabales, estando a la cabeza París con más de sesenta revueltas. En Lyon,
en 1744 y en 1786, el movimiento de protesta estalla con violencia 147 • Confesemos no
obstante que el marco político e incluso económico sólo da, en este caso como en otros,
un comienzo de explicación. Para organizar en acción lo que es emoción, malestar so-
cial, es necesario un marco ideológico, un lenguaje, eslóganes, una complicidad inte·
lectual de la sociedad que falta de ordinario.

437
La sociedad o •d conjunto de los conjuntos»

Todo el pensamiento revolucionario del Siglo de las Luces, por ejemplo, se vuelve con-
tra el privilegio de la clase ociosa y señorial y, en nombre del progreso, defiende a la po-
blación activa, entre la cual se encuentran los comerciantes, los fabricantes, los propie-
tarios de tierras progresivas. En esta polémica, el privilegio del capital parece estar esca-
moteado. En Francia, lo que subyace al pensamiento político y las actitudes sociales des-
de el siglo XVI al siglo XVIII es un conflicto de autoridad entre la monarquía, la noble-
za de espada y los representantes de los Parlamentos. También se encuentra a través
de pensamientos tan diversos y contradictorios como los de Pasquier, Loyseau, Dubos,
Boulanvílliers, Fontenelle, Montesquieu y demás filósofos de las Luces. Pero la burgue-
sía adinerada, fuerza en aumento de aquellos siglos, parece estar olvidada en estos de-
bates. ¿No resulta curioso ver cómo en los cahiers de doléances de 1789, fotografía de
una mentalidad colectiva, se expresa indefectiblemente una agresividad contra los pri-
vilegios de la nobleza, mientras que, contrariamente, el siiencio es casi completo por
lo que se refiere a la realeza y al capital?
Si el privilegio del capital. ya bien establecido en los hechos para quien escudriña
con mentalidad de hoy los documentos de ayer, debía tardar tanto tiempo en aparecer
como privilegio -en términos generales habrá que esperar hasta la Revolución Indus-
trial- no es sólo porque los «revolucionarios» del siglo XVIII fueran ellos mismos «bur-
gueses:.. Así, el privilegio capitalista se ha beneficiado, en el siglo XVIII, de otras tomas
de conciencia, de la denuncia revolucionaria de otros privilegios. Se ataca el mito que
protegía a la nobleza (las fantasías de Boulainvilliers sobre «la autoridad natural» de la
nobleza de espada, descendiente «de la sangre nueva, sangre pura> de los guerreros fran-
cos cque reinaban sobre el país sometido»), se ataca el mito de una sociedad de órde-
nes. Como consecuencia, la jerarquía.del dinero -opuesta a la jerarquía del nacimien-
to- no se sigue distinguiendo como un orden autónomo y nocivo. A la ociosidad y a
la inutilidad de los grandes de este mundo, se opone el trabajo, la utilidad social de
la clase activa. Es ésta, sin duda, la fuente donde el capitalismo del siglo XIX, después
de haber alcanzado la plenitud del poder, ha obtenido su buena conciencia impertur-
bable. Es allí donde nace anticipadamente la imagen del empresario modelo -artesa-
no del bien público, representante de las sanas costumbres_ burguesas, del trabajo y la
economía, pronto dispensador de la civilización y del bienestar a los pueblos coloniza-
dos- así como la imagen de las virtudes económicas del laissez-faire, engendrando au-
tomáticamente el equilibrio y el bienestar social. Aún hoy, estos mitos están muy vi-
vos, aunque los contradigan los hechos cada día. Y el mismo Marx, ¿no identificaba
capitalismo y progreso económico, en espera del momento de las contradicciones
internas?

Por debajo
del plano cero

Lo que frena también la agitación social es la existencia en todas las sociedades an-
tiguas -incluyendo las europeas- de un enorme subproletariado. En China, en la In-
dia, este subproletariado desemboca en una esclavitud endémica, a mitad de camino
entre la miseria y la caridad condescendiente. La esclavitud cruza 1a inmensidad del Is-
lam, se encuentra en Rusia, está incrustada en la Italia meridional; está todavía pre-
sente en España y en Portugal, y se extiende más allá del Atlántico, en el Nuevo Mundo.
Europa, en su mayor parte, está al abrigo de esta peste, pero en espacios bastante
vastos cede aún a la servidumbre, que tendrá allí la vida dura. En un Occidente a pesar
de todo privilegiado, no creemos que todo sea mejor en el mejor de los mundos «li-

438
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

bres». Salvo los ricos y los poderosos, todos los hombres están fuertemente amarrados
a su condición laboriosa. ¿Existe siempre una diferencia entre el siervo de Polonia y de
Rusia y el aparcero de tantas regiones occidentales? 148 . En Escocia, hasta la ley de 1775
y sobre todo hasta la Act de 1799, numerosos mineros, atados a un contrato de por
vida, «son verdaderos siervos> 149 En resumen, las sociedades de Occidente no son nun-
ca sensibles con respecto al pueblo menudo, a la chusma, a los «hombres de la na-
da>150. Un enorme subproletariado de gentes sin trabajo, de desempleados a perpetui-
dad, vive permanentemente en estas sociedades, y esto es allí una maldición muy
antigua.
Todo ha sucedido en Occidente como si la división profunda del trabajo durante
los siglos XI y XII -ciudades de una parte, y campos por otra- hubiera dejado fuera
del reparto, y a título definitivo, a una enorme masa de desafortunados para quienes
no ha habido empleo. La responsabilidad de esto recaería en la sociedad, en sus ini-
quidades ordinarias, pero también, y aún en mayor grado, en la econoinfa a causa de
su impotencia para crear el pleno empleo. Muchos de estos inactivos malviven, encuen-
tran aquí o allá algún trabajo por horas, algún albergue temporal. Los demás, los in"
válidos, los viejos, los que han nacido y crecido en las calles y caminos tienen muchas
dificultades para incorporarse a la vida activa. Este infierno tiene sus niveles de degra-
dación, etiquetados por el lenguaje de los contemporáneos: los pobres, los mendigos,
los vagabundos. .
Es pobre en potencia el individuo que vive precisamente de su trabajo. Si pierde
su vigor físico; si la muerte sobreviene a cualquiera de los esposos; si los niños son de-
masiado numerosos, el pan demasiado taro, el invierno más riguroso que de costum-
bre; si los patronos rehúsan empleado; si los salarios bajan, la víctima deberá encontrar
socorro para sobrevivir hasta que vengan tiempos mejores. Si la caridad urbana lo toma
a su cargo, está casi salvado: la pobreza es aún un estado social. Cada ciudad tiene sus
pobres. En Venecia, si el número de ellos aumenta demasiado, se hace una selección
para expulsar a todos los que no han nacido en la ciudad; a los demás se les da, en
papel o en forma de medalla, un signo di San Marco que los distinguirá 151 .
Un paso más en la desgracia y entonces se abren las puerta_s de la mendicidad y del
vagabundeo, situaciones inferiores donde, al contrario de lo que dicen los buenos após-
toles, en realidad no se vive «sin preocupaciones, a costa de los demás». Insistimos c;n
esta distinción, tan frecuente en los textos de la época, entre el pobre -miserable, pe;,.
ro no despreciable- y el mendigo o el vagabundo, ocioso, intolerable a los ojos de.la5
gentes honradas. Oudard Cc:iquault, comerciante y burgués de Reims, f:n febrero áe
1652, habla de un gran número de pobres diablos que acaban de entrar en la ciudad,
«no los que buscan su vida [es decir que buscan ganarla, los razonablemente pobres,
dignos de ser socorridos], sino pobres vergonzantes que mendigan, comen pan de sal-
vado, hierbas, troncos de col, caracoles, perros y gatos; y para obtener sal para la sopa
se sirven del agua con la que se desalan las moliendas» 152 • He aquí lo que distingue
inapelablemente al buen pobre, al «verdadero pobre» 1B, del mal pobre, el «mendigo».
El buen pobre es el pobre aceptado, alistado, inscrito en las listas de la oficina de re-
gistro de pobres, el que tiene derecho a la caridad pública, a quien se permite pedir
lin'losna a la salida de las iglesias de los barrios ricos, después de los oficios, o bien en
los mercados, como aquella mujet pobte de Lille (1788) que había ideado, como me-
dio discreto de mendigar, ofrecer a los vendedores, en sus escaparates, una estufilla pa-
ra encender sus pipas. Uno de sus compañeros de pobreza prefería tocar el tambor de-
lante de las casas de Lille donde tenía la costumbre de pedir limosna ll4.
Lo que normalmente viene reflejado en los archivos de las ciudades es, pues, el
buen pobre, el límite inferior de una vida dura, pero aún aceptable. En Lyon 15 5, don-
de una enorme documentación permite medidas y cálculos para el siglo XVI, este lími-

439
Vagabundo en la campiña flamenca. L'Enfant prodigue, de]. Bosh, comienzos del siglo XVI.
(Museo Boymans-van Be1mingen de Rotterdam.)

440
La soc:iedad o •el conjunto de los conj•mtos•

te bajo, «este umbral de pobreza», se establece según una relación entre el salario real
y el coste de vida, es decir, el precio del pan. Regla general: los ingresos diarios dis-
ponibles para los gastos alimentarios son la mitad de los ingresos totales. Es necesario,
pues, que esta mitad sea superior al precio del consumo de pan de la familia. Así pues,
la escala de salarios es muy abierta: si se fija en 100 el salario del patrón, el del obrero
se establece en 75, el del peón «para todo» en 50, el del «ganapán» en 25. Estas dos
últimas categorías son las que rozan la línea inferior y basculan demasiado a menudo
hacia el lado malo. De 1475 a 1599, los patronos y obreros de Lyon se mantienen muy
por encima del abismo, los peones tienen dificultades de 1525 a 1574 y conocen un
fin de siglo (1575-1599) muy duro; los ganapanes se encuentran en dificultad desde
antes de principios del siglo y después su situación no hace más que empeorar para con-
vertirse en catastrófica a partir de 1550. La tabla que sigue a continuación resume de
forma clara estos datos. Lo cual confirma el deterioro del mercado del trabajo en el si-
glo XVI, donde todo progresa sin duda, incluidos los precios; pero este progreso, como
siempre, lo pagan en gran parte los trabajadores.

En Lyon: el umbral .de la pobreza


(número de años durante los cuales se ha franqueado el umbral de la pobreza)

Obreros Peones Ganapanes


1475-1499 o 1 5
1500-1524 o o 12
1525-1549 o 3 12
1550-1571 o 4 20
1575-1599 1 17 25
Según Ric~ard GASCON, cEconomía y pobreza en los siglos XVI y XVII: Lyon, ciudad ejemplar•, en: Mi-
chcl MOUAT, Etudes sur l'histoire de la pauvreté, Il, 1974, p. 751, el umbral de la pobreza se alcanza «Cuan-
do el ingreso disponibk por jornal es igual a los gascos para compra de pan. Se traspasa este umbral cuando
el jornal es inferior• (p. 749).

.,
1

Por debajo de «este umbral de pobreza», la documentación describe mal el infierno


de los «vagabundos» y de los «mendigos». Cuando se afirma que, en la Inglaterra de
los Estuardo, la cuarta pacte o la mitad de la población vive por debajo o cerca de esta
línea inferioru6 , se trata aún de pobres más o menos bien socorridos. Ocurre lo mismo
cuando, en el siglo XVIII, se afirma que en Coloniam los miserables son 12.000 ó 20.000
de los 50.000 habitantes, o que constituyen el 30% de la población de Cracoviana;
que en Lille, hacia 1740, «más de 20.000 personas son socorridas permanentemente
por el fondo común para los pobres y las asociaciones parroquiales de caridad, y en las
listas de impuestos más de la mitad de los cabezas de familia están exentos por indi-
gencia>159. En las pequeñas aldeas de Faucigny, la situación es idéntica 160 • Pero todo
esto es todavía un registro de la historia de los pobres de las ciudades y de «los pobres
de los campos:. 161 .
En lo que se refiere a los mendigos y vagabundos, se trata de harina de otro costal,
y los espectáculos son completamente distintos: multitudes, concentraciones, cortejos,
desfiles, a veces desplazamientos masivos «por los grandes caminos del campo y las ca-
lles de las ciudades y de las aldeas>, de «mendigos a quienes el hambre y la desnudez
les impulsan a marcharse de sus lugares de residencia», según observa Vauban 162 . A ve-
441
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

ces se producen riñas, siempre amenazas, de vez en cuando incendios, vías de hecho,
crímenes. Las ciudades temen a estos visitantes extraños. Apenas se detectan, los ex-
pulsan. Pero salen por una puerta y vuelven a entrar por otra163 , harapientos, cubiertos
de parásitos. .
Antiguamente, el mendigo que llamaba a la puerta del rico era un enviado de Dios,
cuya apariencia podía haber adoptado Cristo. Pero este sentimiento de respeto y de com-
pasión desaparece poco a poco. Perezoso, peligroso, odioso, tal es la imagen que se di-
buja del desheredado, en una sociedad asustada por la ola creciente de miserables. Se
repiten las medidas contra la mendicidad pública 164 y contra el vagabundeo, conside-
rado finalmente como un delito. El vagabundo es detenido, fustigado, «pisoteado en
el fondo de la carreta por el verdugo» 165 ; se le afeita la cabeza, se le marca con hierro
candente; se le amenaza, en caso de reincidencia, con colgarlo «sin forma ni figura de
proceso», o con enviarlo a galeras -y en efecto se le envía 166 • De vez en cuando, una
redada pone a trabajar a los mendigos aptos; se abren talleres para ellos; lo más corrien-
te es que limpien las letrinas o reparen las murallas de la ciudad, a no ser que se les
deporte a las colonias 167 . En 1547, el Parlamento inglés decide, ni más ni menos, que
los vagabundos serán reducidos a la esclavitud 168 . La puesta en práctica de esta medida
será aplazada dos años: en efecto, no se pudo decidir si serían los particulares o el Es-
tado quienes recibirían en propiedad a estos esclavos y se encargarían de ponerlos a tra-
bajar. En todo caso, la idea está en el aire. Ogier Chislain de Busbecq (1522-1572),
humanista exquisito, que representó a Carlos V ante Solimán el Magnífico, piensa que
csi se [ ... ] practicase la servidumbre con justicia o dulzura como lo rl)andan las leyes
romanas, no sería necesario coger o castigar a todos los que, no teniendo nada más que
la libertad y la vida, se vuelven a menudo criminales por necesidad~ 169 •
Y finalmente es la solución que prevalecerá, en el siglo XVII, pues el encarcelamien-
to, los trabajos forzados, ¿no constituyen una solución esclavista? En todas partes se en-
cierra a los vagabundos, en Italia en los alberghi dei poveri, en Inglaterra en los work-
houses, en Ginebra en la Disciplina, en Alemania en los Zuchthliuser, en París en las
cárceles, el Gran Hospital, creado con motivo del «encierro~ de pobres en 1662, la Bas-
tilla, el castillo de Vincennes, Saint-Lazare, Bicetre, Charenton, la Madeleine, Sainte-
Pélagie170. La enfermedad, la muerte prestan ayuda a las autoridades. Cuando el frío
aumenta, cuando los víveres faltan, se registran en los hospitales, al igual que en casos
de epidemia, altas tasas de mortalidad. En Génova, en abril de 1710, es necesario cerrar
el Hospicio donde se amontonan los cadáveres; los supervivientes son llevados al Laza-
reto donde, por suerte, no se encuentra en cuarentena ningún apestado. «Los médicos
dicen [ ... ] que estas enfermedades no provienen más que de la miseria que los pobres
han padecido el invierno pasado y de los malos alimentos que han tomado> 171 . El in-
vierno a que se refiere es el de 1709.
Y, sin embargo, ni la muerte, trabajadora incansable, ni los brutales encierros ex-
tirpan el mal. Lo que perpetúa a los pordioseros es su número, en constante reconsti-
tución. En marzo de 1545, hay más de 6.000 en Venecia; en 1587, a mitad de julio,
se presentan 17.000 ante las murallas de París 172 • En Lisboa, a mediados del siglo XVIII,_
hay permanentemente «10.000 vagabundos ... [que] duermen donde pueden, marine-
ros que merodean, desertores, gitanos, buhoneros, nómadas, saltimbanquis, stropiats,
mendigos y pillos de todo género~ 173 • La ciudad que a su alrededor se desgrana en jar-
dines, terrenos baldíos y lo que llamaríamos chabolas se ve sometida cada noche a una
inseguridad dramática. Mediante incursiones policiales intermitentes, se envían sin dis-
tinción a delincuentes y pobres diablos como soldados forzosos a Goa, el enorme y le-
jano establecimiento penitenciario de Portugal. En París, en la misma época, en la pri-
mavera de 1776, según Malesherbes, «hay aproximadamente noventa y una mil perso-
nas que se encuentran sin asilo fijo, que se albergan durante la noche en una especie

442
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

Mendiants des Pays-Bas (Mendigos de los Países Bajos), cuadro de Bruegel el Viejo 1568. Estos
lisiados sin piernas, tocado1 con una mitra, un gorro de papel o un cilindro rojo y vestidos con
casullas, celebran el carnaval y organizan procesiones en la ciudad. (Cliché de los Museos
Nacionales.)

,,
·I
de casas o galeras destinadas para eilas y que se levantan sin saber cuál será su forma
de subsistir durante el día» 174 • •,
La policía, en realidad, es impotente contra esta masa oscilante que encuentra cóm-
plices en todas partes, incluso a veces (aunque raramente) en los verdaderos «pordio-
seros», en los pillos instalados en el corazón de las grandes ciudades donde constituyen
pequeños universos cerrados, con sus jerarquías, sus «barrios de mendicidad», su reclu-
tamiento, su argot propio, su patios de Monopodio. Sanlúcar de Barrameda, cerca de
Sevilla, cita de la juventud descarriada de España, es una ciudadela intocable, exten-
diendo la red de sus complicidades incluso entre _los alguaciles de la gran ciudad veci-
na. La literatura, en España y después fuera de España, ha aumentado su papel; ha
hecho del pícaro, el joven descarriado por excelencia, su héroe predilecto, capaz por sí
solo, jugándoselo todo, de incendiar una sociedad bien instalada, como un brulote lan-
zado sobre un barco insolente. No obstante, este papel glorioso, «izquierdista», no de-
be inducir a error. El pícaro no es un verdadero miserable.
A pesar del ascenso económico, a causa del crecimiento demográfico que actúa en
sentido inverso, la indigencia se acentúa en el siglo XVIII. La oleada de miserables au-
menta aún más. ¿Se debe esto, como piensa J. P. Gutton 175 con referencia a Francia,
a una crisis del mundo rural iniciada desde el final del siglo XVII con sus secuencias de

443
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

escasez, de hambre y de dificultades suplementarias creadas por la concentración de la


propjedad, según una especie de modernización larvada de este antiguo sector? Milla-
res de campesinos se echan a los caminos, como pasó mucho tiempo atrás en Ingla-
terra, con el comienzo de las enclosures.
En el siglo XVIII, todo se reúne en esta escoria humana de la que nadie consigue
desprenderse: las viudas, los huérfanos, los lisiados (aquel amputado de las dos piernas
que se expone en las calles de París en 1724, sin vestidos) 176 , los obreros en quebran-
tamiento de destierro, los braceros que no encuentran empleo, los curas sin prebenda
ni domicilio fijo, los viejos, las víctimas de incendios (los seguros apenas acaban de es-
tablecerse), las.víctimas de las guerras, los desenores, los soldados e incluso los oficiales
reformados (éstos orgullosos, exigiendo a veces la limosna), los llamados vendedores de
mercancías fútiles, los vagabundos predicantes, con o sin poder, clas sirvientas emba-
razadas, las madres solteras expulsadas de todos los sitios, y los niños, echados a men-
digar pan o al vagabundeo». Sin contar a los músicos ambulantes cuya coanada es la
música, esos «instrumentistas que tienen los dientes tan largos como sus zanfonías y su
vientres tan vados como sus contrabajos» 177 • A menudo se mezclan con los vagabundos
o los bandidos las tripulaciones «degradadas:. 178 de los navíos y un sin fin de soldados
a la desbandada. Tal es el caso, en 1615, de ciena pequeña tropa licenciada por el du-
que de Saboya. Antes se dedicaban al pillaje en el campo. Después piden «pasada [li-
mosna} a los campesinos a los que habían robado las gallinas el invierno pasado [ ... ]
Y ahora son soldados de bolsa vacía, se han puesto a tocar las zanfonías cantando des-
de las puenas: ¡fanfora hétas!, ¡fonfora bourse plate/» 179 • El ejército es el refugio, el exu-
torio del subproletariado: los rigores del año 1709 han dado a Luis XIV el ejército que
salvará el país, en 1712, en Denain. Pero la guerra es ocasional y la deserción es un
mal endémico, que llena sin cesar de gente las carreteras y caminos. En junio de 1757,
al comenzar la guerra que se denominará de los Siete Años, la cantidad de desenores
que pasa diariamente por Ratisbona, según un aviso, es increíble: la mayoría de estas
gentes de diversas naciones no se quejan más que de la disciplina demasiado rígida, o
bien de cque han sido enrolados por la fuerza:. 180 • Pasar de un ejército a otro, es un
accidente banal. Aquel mes de junio de 1757, los soldados autriacos, mal pagados por
la emperatriz, «se alistan al servicio de los prusianos para librarse de la miseria:. 181 • Pri-
sioneros franceses de Rossbach combaten entre las tropas de Federico II, y el conde de
la Messeliere, estupefacto, los ve surgir en la frontera de Moravia (1758), con sus «uni-
formes del regimiento del PoitoU», en medio de una veintena de uniformes rusos, sue-
cos y austriacos, todos desertores 182 • En 1720, casi cuarenta años antes, el señor de la
Motte estaba autorizado por el rey a organiza un regimiento a base de una leva de de-
senores franceses en Roma 183.
El desenraizamiento social, a tal escala, se plantea como el más grave problema de
estas sociedades antiguas. Nina Assodorobraj 184 , socióloga prevenida, lo ha estudiado
en el marco de la Polonia de finales del siglo XVIII, cuya población «flotante» -siervos
huidos, nobles venidos a menos, judíos miserables, indígentes urbanos de toda cala-
ña- ha tentado a las primeras fábricas del reino que buscan mano de obra. Pero su
capacidad de empleo ha resultado ser insuficiente para ocupar a tantos indeseables y,
lo que es peor, éstos no se dejan dominar ni domesticar. Esta es la ocasión de constatar
que forman una especie de no-sociedad. cEl individuo, una vez separado de su grupo
de origen, se convierte en un elemento eminentemente inestable, de ningún modo li-
gado a un trabajo fijo ni a una casa ni a un señor. Se puede incluso afirmar atrevida-
mente que se despoja conscientemente de todo lo que puede renovar nuevos lazos de
dependencia personal y estable, en sustitución de los lazos que acaban de romperse.>
Estas observaciones llegan lejos. En efecto, se hubiera podido pensar a priori que tal
masa de hombres desocupados pesaba infinitamente sobre el mercado de trabajo -y

444
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

ciertamente ha pesado, al menos en lo que concierne a los trabajos agrícolas urgentes,


intermitentes, a donde todos acuden; o a los múltiples trabajos no cualificados de las
ciudades. Pero estos hombres desocupados 'han tenido relativamente menos influencia
de lo que se supone sobre el mercado ordinario de trabajo y sobre los salarios, en la
medida en que no eran sistemáticamente recuperables. Condorcet, en 1781, compara-
ba los perezosos a cuna especie de lisiados» 185 , de incapaces para el trabajo. El inten-
dente del Languedoc, en 1775, llegó incluso a decir: «Esta numerosa porción de indi-
viduos inútiles [ ... ] ocasiona el encarecimiento de la mano de obra, tanto en los cam-
pos como en las ciudades, debido a la sustracción de tantos t1abajadores, y repercute
en un gravamen para el pueblo en forma de imposiciones y trabajos solidarios» 186 . Más
tarde, con la industria moderna, habría un paso directo, rápido en todo caso, del cam-
po o del artesanado a la fábrica. El gusto por el trabajo o la resignación al trabajo no
tendrán tiempo de perderse en un camino tan breve.
Lo que desarma al subproletariado de vagabundos, a pesar del temor que inspira,
es su falta de cohesión: sus violencias espontáneas no tienen continuidad. No se trata
de una clase, es una multitud. Algunos arqueros de patrulla, la gendarmería en los ca-
minos rurales son suficientes para ponerlos fuera de combate. Si hay hurtos y bastona-
zos a la llegada de peones agrícolas, o algunos incendios criminales, se trata de inci-
dentes que se diluyen en el volumen normal de sucesos. Los «holgazanes y vagabun-
dos» viven apartados y las gentes honradas tratan de olvidar esta «hez del pueblo, la
escoria de las ciudades, la peste de las Repúblicas, objetos para ornamento de patíbulos
[ ... ] y hay tantos y por todas partes que sería difícil contarlos, y no son aptos [ ... ] más
que para enviarlos a galeras o para colgarlos y que sirvan de ejemplo a los demás». ¿Com-
padecerlos? ¿Por qué? «Les he oído discurrir y he sabido que los que tienen por cos-
tumbre llevar este tipo de vida no pueden abandonarla: no se preocupan de nada, no
pagan ni arriendo ni tatlle, no temen perder nada, son independientes, se calientan al
sol, duermen, ríen hasta harcarse, en todas partes se encuentran como en su casa, tie-
nen el cielo por techo y la tierra por colchón, son aves de paso que siguen al verano y
al buen tiempo, no van más que a países prósperos donde reciben y encuentran donde
coger [ ... ] van libremente por todos los sitios [ ... ] y en fin no se preocupan por na-
da»187. De esta formll. un burgués comerciante de Reims explica a sus hijos los proble-
mas sociales de su tiempo. 'I
.,
·I

Salir
del infierno

Del infierno, ¿se puede salir? A veces sí, pero jamás por uno mismo, jamás sin acep-
tar también una estrecha dependencia de hombre a hombre. Es necesario unir los már-
genes de la organización social, cualquiera que sea ésta, o fabricar una organización
completa, con sus propias leyes, en el interior de cualquier contra-sociedad. Las bandas
organizadas de salineros, rnntrabandistas, falsificadores de monedas, bandoleros, pira-
tas, o esas agrupaciones y categorías aparte que son el ejército y la vasta servidumbre
-he aquí casi los únicos refugios para supervivientes que rechazan el infierno. El frau-
de, el contrabando, para poder subsistir; reconstituyen un orden, disciplinas e innu-
merables solidaridades. El bandidaje tiene sus jefes, sus concertaciones, sus mandos tan
a menudo señoriales 188 . En cuanto al corso y a la piratería, tienen por lo menos el apo-
yo de una ciudad. Argel, Trípoli, Pisa, La Valetta o Segna son las bases de los corsarios
berberiscos, de los caballeros de San Esteban, de los caballeros de Malta y de los Usco-
ques, enemigos de Venecia 189 . Y el ejército, repoblado siempre a pesar de su disciplina

445
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

despiadada y de sus menosprecios•9°, se ofrece como un asilo de vida normal; es con


la deserción cuando se asemeja al infierno.
Finalmente la «librea», el inmenso mundo de la servidumbre, es el único mercado
de trabajo siempre abierto. Cada aumento demográfico, cada crisis económica hacen
que su número se multiplique. En Lyon, en el siglo XVI, según los barrios, los criados
representan del 19 al 26% de la población 191 • En París, dice un «guía» de 1754, o más
bien en el conjunto de la aglomeración parisiense, «... hay aproximadamente 12.000
carrozas, cerca de un millón de personas entre las cuales hay que contar unos 200.000
criados» 192 • En realidad, cuando una familia aún modesta no está limitada a alojarse
en una sola habitación, puede tener sirvientes. Incluso los campesinos pueden tener cria-
dos. Y todo este submundo debe obedecer, aun cuando el amo sea sórdido. Un de-
creto del Parlamento de Paris, en 1751, condena a un criado a la picota y al destierro
por insultos a su amo 193 • Así pues, es difícil elegir amo; es el amo quien alige, y todo
criado que abandona su puesto o que es despedido, si no encuentra otro empleo in-
mediatamente es considerado como vagabundo: las muchachas sin empleo que son sor-
prendidas por la calle son azotadas y se les corta el pelo, los hombres son enviados a
galeras 194 • Un robo o una sospecha de robo equivale a la horca, Malouet 19 j, el futuro
miembro de la Cámara Constituyente, cuenta que, habiendo sido robado por un criado,
se entera con horror de que éste, detenido y juzgado, será ahorcado ante su puerta, y
lo salva por los pelos. ¿Será, pues, de extrañar que la «librea» eche una mano a los ma-
los chicos cuando se trata de apalear a un caballero de patrulla? ¡Y también que el po-
bre Malouet recibiera un mal pago por el servidor desleal al que había librado de la
horca!

Las criadas son numerosas en esta cocina española. Cartón para tapiz de Francisco Bayeu
(1736-1795). (Foto Mas.)

446
La socit?dad o •el conjunto de los conjuntos»

No me he referido aquí más que a la sociedad francesa, pero ésta no constituye una
excepción. En todas partes el rey, el Estado, la sociedad jerarquizada exigen la obe-
diencia. El hombre miserable puede elegir, al borde de la mendicidad, entre ser man-
tenido o abandonado. CuandoJean-Paul Sartre (abril de 1974) escribe que hay que rom-
per la jerarqufa, prohibir que un hombre dependa de otro hombre, ha dicho a mi pa-
recer lo esencial. Pero ¿es esto posible? Parece que decir sociedad quiere siempre decir
jerarqufa 196 • Todas las distinciones que Marx no ha inventado, la esclavitud, la servi-
dumbre, la condición obrera, evocan siempre las cadenas. El hecho de que no sean siem-
pre las mismas cadenas no cambia mucho el aspecto de la cuestión. Si se suprime un
tipo de esclavitud, surge otro a continuación. Las colonias de ayer ya están libres. En
todos los discursos se menciona esto, pero las cadenas del Tercer Mundo hacen un rui-
do infernal. A todo esto, los acomodados, las gentes protegidas contra la miseria, se
acostumbran alegremente, o en todo caso se resignan fácilmente: cSi los pobres no tu-
vieran hijos», escribe sagazmente en 1688 el abate Claude Fleury, «¿de dónde se ob-
tendrían los obreros, los soldados, los servidores para los ricos?» 197 • «La utilización de
esclavos en nuestras colonias», escribe Melon, «nos enseña que la Esclavitud no es con-
traria a la Religión ni a la Morab- 198 • Charles Lion, honrado comerciante de Honfleuc,
recluta «voluntarios» trabajadores libres para Santo Domingo (1674-1680), y los confía
a un capitán de barco. Este le suministra a cambio rollos de tabaco. Pero cuántos sin-
sabores para el pobre comerciante: los muchachos a contratar son escasos, «Y lo fasti-
dioso es que, después de haber alimentado durante bastante tiempo a estos pordiose-
ros, la mayor parte de ellos se escapan el día de la salida» 199.

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447
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

EL ESTADO
INVASOR

El Estado, es la confluencia, la presencia mayoritaria. Fuera de Europa, impone du-


rante siglos sus cargas insoportables. En Europa, con el siglo XV, se pone decididamen-
te a crecer. Los fundadores de su modernización son los «tres Reyes Magos», como los
denomina Francis Bacon: Enrique VII de Lancaster, Luis XI, Fernando El Católico. Su
Estado moderno es una innovación, al igual que el ejército moderno, del Renacimien-
to, el capitalismo, la racionalidad cien(tfica. Se trata de un enorme movimiento, ini-
ciado mucho antes que estos tres Reyes Magos. Según el acuerdo unánime de los his-
toriadores, ¿no ha sido el primer Estado moderno el reino de las Dos Sicilias de Fede-
rico Il (1194-1250)? Ernst Curtius 200 se complacía incluso en decir que Carlomagno ha-
bía sido, en este aspecto, el gran iniciador.

Las tareas
del Estado

Sea como fuere, el Estado moderno deforma o rompe las formaciones e institucio-
nes anteriores: los estados provinciales, las ciudades libres, los señoríos, los Estados de
dimensión demasiado débil. En septiembre de 1499. el rey aragonés de Nápoles se sa-
be, se ve, amenazado por la ruina: Milán acaba de ser ocupado por los ejércitos de
Luis XII, ahora le toca a él. El jura «que se convertirá al judaísmo si fuera necesario,
ya que no quiere perder tristemente su reino. E incluso parece estar amenazado por el
turco» 2º1 • Palabras de quien va a perderlo todo, y son legión entonces los que pierden
o van a perder. El nuevo Estado se alimenta de su sustancia, llevado por el impulso de
la vida económica que lo privilegia. No obstante, la evolución no va hasta su término:
ni la España de Carlos V, ni la de Felipe II, ni la Francia de Luis XIV, que se considera
imperial, logran recrear ni confiscar para su provecho la antigua unidad de la Cris-
tiandad. Para ésta, la «monarquía universal» es un sombrero que, decididamente, no
conviene ya más. Cada tentativa se rompe, una después de otra. ¿Es quizás un juego
demasiado viejo el que practican estas políticas deslumbrantes de ostentación? Ha lle-
gado la hora de las primacías económicas, cuya realidad discreta escapa aún a los ojos
de los contemporáneos. Lo que no logra Carlos V --apoderarse de Europa- lo consi-
gue Amberes de la forma más natural del mundo. Donde fracasa Luis XIV, triunfa la
minúscula Holanda: es el corazón del universo. Entre el viejo y el nuevo juego, Europa
elige el segundo, o, más justamente, éste se impone a Europa. Al contrario, el resto
del inundo maneja siempre sus viejas cartas: el Imperio de los Turcos Otomanos, llega-
do del fondo de la historia, repite el Imperio de los Turcos Seléucidas; el Gran Mogol
se instala en los muebles del sultanato de Delhi; la China de los manchúes es una con-
timiaci6n de la China de los Ming, que aquélla abatió salvajemente. Sólo Europa in-
nova políticamente (y no sólo políticamente).
Remodelado, o incluso resueltamente nuevo, el Estado sigue siendo lo mismo de
siempre, un haz de funciones, de poderes diversos. Sus tareas más importantes no va-
rían apenas, si bien sus medios no cesan de cambiar.
Su primera tarea: hacerse obedecer, monopolizar en su provecho la violencia vinual
de una sociedad dada, vaciar a ésta de todos sus posibles furores, sustituirla por lo que
Max Weber llama la «violencia legítima» 2º2 •

448
La sociedad o .,,,¡ conjunto de los conjuntos•

Segunda tarea: controlar de cerca o de lejos la vida económica, organizar, de forma


lúcida o no, la circulación de bienes, apoderarse sobre todo de una parte notable de
la renta nacional para sufragar sus propios gastos, su lujo, su «administración» o la
guerra. Si se presenta la ocasión, el príncipe inmovilizará en su provecho una parte de-
masiado grande de la riqueza pública: pensemos en los tesoros del Gran Mogol, en el
inmenso palacio-almacén del emperador de China en Pekín, o en esos 34 millones de
ducados, en oro o plata, que se encuentran en noviembre de 17 30 en los aposentos
del sultán que acaba de morir en Estambul2°3 .
Ultima tarea: participar en la vida espiritual, sin la cual ninguna sociedad se ten-
dría en pie. Sacar una fuerza suplementaria, si es posible, de los poderosos valores re-
ligiosos, eligiendo entre ellos o cediéndolos. Vigilar también, y sin fin, los movimien-
tos vivos de la cultura que, a menudo, ponen en tela de juicio la tradición. Y por en-
cima de todo, no dejarse desbordar por sus innovaciones inquietantes: las de los hu-
manistas en tiempo de Lorenzo el Magnífico, o las de los «filósofos» en vísperas de la
Revolución Francesa.

El mantenimiento
del orden

Mantener el orden, pero ¿qué orden? De hecho, cuanto más inquietas o divididas
están las sociedades, más fuertemente debe golpear el Estado, árbitro nato, gendarme
bueno o malo.
El orden es evidentemente para el Estado un compromiso entre fuerzas a favor y
fuerzas en contra. A favor, se trata de ir en ayuda lo más frecuentemente posible de la
jerarquía social: esas gentes de las alturas, tan endebles, ¿cómo resistirían si el gendar-
me no estuviera allí, a su lado? Pero recíprocamente, no hay Estado sin clases domi-
nantes cómplices: no veo a Felipe II gobernanqo España y el enorme Imperio Español
sin los grandes de su reino. En contra están siempre las numerosas personas a las que
interesa contener; sujetar al deber, es decir al trabajo.
Así pues, el Estado cumple con su obligación cuando golpea, cuando amenaza "?ara
ser obedecido. Tiene «el derecho a suprimir a los individuos en nombre del bien P,Ú-
blico»2º4. Es el verdugo de servicio, inocente por añadidura. Si golpea de forma ~spec­
tacular, sigue siendo legítimo. Y la muchedumbre que se amontona con mórbidá cu-
riosidad alrededor de los cadalsos y de los patíbulos no está nunca a favor del ajusti-
ciado. En Paiermo (8 de agosto de 1613), tiene lugar una ejecución, una vez más, en
la Piazza Marina, con el cortejo de los Bianchi, penitentes blancos. Después, la cabeza
del ajusticiado será expuesta rodeada de 12 antorchas negras. «Todas las carrozas de Pa-
lermo», dice el cronista, «asistieron a esta ejecución y fue tante gente que el suelo no se
veía», che il piano non pareva 20 ). En 1633, la muchedumbre que se amontonaba para
asistir en Toledo a un auto de fe, hubiera lapidado a los condenados que avanzaban
hacia la hoguera si éstos no hubieran estado rodeados por soldados 206 • El 12 de septiem-
bre de 1642, en Lyon, en la plaza Terreaux, «dos ·hombres de categoría, M. de Cinq
Mars y Monsieur de Thou fueron decapitados; aquel día, una ventana de las casas que
rodean la plaza pudo ser alquilada hasta, aproximadamente, por un doblón» 2º7 •
En París, la plaza de Greve es el lugar donde se efectúan ordinariamente las ejecu-
ciones. Sin querer abandonarnos a una imaginación macabra, pensemos (se ha h,echo,
en 1974, una película sobre la Pla;e de la République, considerada como significativa,
por sí sola, de la comunidad de París), soñemos en lo que sería un documental rodado
en el siglo XVIII, en la época de las Luces, en la plaza de Greve donde se suceden sin

449
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

Horcas holandesas, grabado de Borssum. (Rikjsmuseum, Amslerdam.)

cesar esas misas para los ajusticiados y sus lúgubres preparativos. El pueblo se agolpa
para presenciar la ejecución de Lally~Tollendal, en 1766. ¿Quiere hablar cuando está
en el cadalso? Se le amordaza 208 • En 1780, el espectáculo tiene lugar en la plaza Dau-
phine. Un parricida altanero juega a ser indiferente. La multitud frustrada saludará
con aplausos su primer grito de dolor 209.
Sin duda, las sensibilidades están embotadas por la frecuencia de los suplicios, in-
fligidos demasiado a menudo por lo que nosotros llamaríamos pecadillos. En 1586, en
vísperas de su matrimonio, un siciliano se deja tentar por un magnífico abrigo que ro-
ba a una dama de categoría. Llevado ante el virrey, es ahorcado en las dos horas que
siguen 210 • En Cahors, según un memorialista que parece estar esbozando un repertorio
de todas las formas de suplicio, ceo cuaresma de dicho año 1559, fue quemado Car-
put; enrodado Ramon; atenazado Arnaut; Bousquet fue cortado en seis pedazos; Flo-
rimon fue ahorcado; el Négut colgado cerca del puente de Valandre, delante del jardín
de Fourié; fue quemado Pouriot cerca de la Roque des Ares {a 4 kilómetros de la ciu-
dad actual]. En cuaresma del año 1559, M• Étienne Rigal fue decapitado en la plaza
de la Conque de Cahors ... ~ 211 • Esos patíbulos, esos ahorcados arracimados en las ramas
de los árboles, cuyas pequeñas siluetas se destacan en el cielo en tantos cuadros anti-
guos, no son más que un detalle realista: formaban parte del paisaje.

450
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Incluso en Inglaterra se conocen tales rigores. En Londres, las ejecuciones se efec~


tuaban ocho veces al año, y los ahorcamientos se hacían en serie, en Tyburn, más allá
de las murallas de Hyde Park, fuera de la ciudad. Un viajero francés asiste de esta for-
ma, en 1728, a diecinueve ejecuciones simultáneas. Allí están los médicos, esperando
los cuerpos que han comprado a los mismos ajusticiados, los cuales han cobrado el di-
nero por anticipado. los parientes de los condenados asisten a la ejecución y, como los
cadalsos son bajos, tiran de los pies de las víctimas para abreviar su agonía. No obstan-
te, según nuestro viajero francés, Inglaterra sería menos despiadada que Francia. En
efecto, se da cuenta de que «la justicia en Inglaterra no es demasiado rigurosa. Yo
creo>, dice, «que hay una política de no condenar a los salteadores de caminos más que
a ser ahorcados para impedir que cometan homicidio, lo que rara vez hacen». En cam-
bio, los robos son frecuentes, incluso o principalmente a lo largo de las carreteras de
vehículos rápidos, las «carrozas volantes» de Dover a Londres. Entonces, ¿no sería pues
necesario torturar, marcar con la infamia a estos ladrones al igual que en Francia? Por
lo pronto, «serían más escasos»m.
Fuera de Europa, el Estado tiene el mismo rostro, más atroz aún en China, en el
Japón, en Siam, en Ja India, donde la ejecución se mezcla de forma trivial a lo coti-
diano y, esta vez, con la indiferencia pública. En el Islam, la justicia es pronta, suma-
ria. Para entrar en el palacio real de Teherán, en 1807, un viajero debe pasar por en-
cima de los cadáveres de ajusticiados. Aquel mismo afio, en Esmirna, el mismo viajero,
hermano del general Gardanne, cuando iba a visitar al pachá del lugar, encuentra a
un ahorcado y a un decapitado tendidos «ante el umbral de su puerta» 213 • Una gaceta
anunciaba el 24 de febrero de 1772: «El nuevo pachá de Salónica ha restablecido, con
su severidad, la calma en esta ciudad. A su llegada, ha hecho estrangular a algunos
amotinados que alteraban la tranquilidad pública y el comercio que había sido suspen-
dido ha reanudado roda su actividad» 214 •
Pero ¿no es el resultado lo que cuenta? Esta violencia, esta mano dura del Estado,
es la garan.tía de la paz interior, la seguridad de las carreteras, el abastecimiento ase-
gurado de los mercados y las ciudades, la defensa contra los enemigos exteriores, la con-
ducta eficaz de las guerras que no dejan de sucederse. ¡La paz interior es un bien sin
igual! Jean Juvénal des Ursins, hacia 1440, durante los últimos años de la Guerra de
los Cien Años, decía «que si hubiera habido un rey capaz de dársela a los franttses,
aunque hubiera sido un sarraceno, se hubieran puesto a obedecerle»m. Bastante~más
carde, si Luis XII se convierte en el «Padre del Pueblo>, es porque ha tenido la.sJJerte,
mediante la ayuda de las circunstancias, de restablecer la quietud del reino y de man-
tener «la época del pan barato». Gracias a él, escribe Claude Seyssel (1519), la disci-
plina está «tan vigorosamente mantenida, mediante el castigo de algún pequefto nú-
mero de los más culpables, el pillaje [ ... ] tan combatido que las gentes de armas no
se atreverían a coger un huevo de un campesino sin pagarlo» 216 • Y ¿no es cierto que
por haber salvaguardado estos bienes preciosos y precarios -la paz, la disciplina, el or-
den- la realeza francesa, después de las Guerras de Religión y después de los graves
desórdenes de la Fronda, se restableció tan deprisa y se volvio «absoluta»?

Lo.r gastos exceden a los ingresos:


el recurso al empréstito

Para todas sus tareas, el Estado tiene necesidad de dinero y más aún a medida que
amplía y diversifica su autoridad. No puede vivir, como antaño, del dominio del prín-
cipe. Debe recurrir a la riqueza que circula.

451
la sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Es, pues, en el marco de la economía de mercado que se constituyen, al mismo tiem·


po, un cierto capitalismo y una cierta modernidad del Estado. Entre los dos movimien-
tos hay más de una coincidencia. La analogía esencial, en los dos casos, es la puesta en
práctica de una jerarquía, discreta una de ellas, espectacular y ostentosa la otra, que es
la del Estado. Existe otra analogía; el Estado moderno, como el capitalismo, recurre a
los monopolios para enriquecerse: «los portugueses a la pimienta; los españoles a la pla-
ta; los franceses a la sal; los suecos al cobre; el Papa al alumbrei. 217 A lo cual, en el
caso de España, habría que añadir la Mesta, monopolio de la trashumancia del ganado,
y la Casa de la Contratación, monopolio del enlace con el Nuevo Mundo.
Pero, al igual que el capitalismo, al desarrollarse, no suprime las actividades tradi-
cionales sobre las que se apoya a veces «como sobre muletas» 218 , así también el Estado
se acomoda a las construcciones políticas anteriores, y se desliza en medio de ellas, para
imponerles, como puede, su autoridad, su moneda, su impuesto, su justicia, su lengua
de mando. Hay a la vez infiltración y superposición, conquistas y acomodaciones. Fe-
lipe Augusto, convertido en dueño de Turena, introdujo en 1203 en el reino el dinero
de Turena, que desde entonces circulará al lado del dinero acuñado en París, sistema
parisiense que no desaparecerá hasta muy tarde, bajo el reinado de Luis XIV 219 • Es San
Luis quien, por su ordenanza de 1262 220 , ha impuesto en todo el reino la moneda real,
pero la conquista empezada no se acaba hasta el siglo XVI, trescientos años más tarde.
Para el impuesto, se observa la misma lentitud: Felipe el Hermoso, que es el primero
que introduce el impuesto del rey en las tierras señoriales, lo hace con astucia y pru-
dencia. Recomienda en 1302 a sus agentes: «Contra la voluntad de los barones no ha-
gáis estas finanzas en sus tierras»; o incluso: «Debéis hacer estas recaudaciones y finan-
zas con el mínimo de escándalo que podáis y coacción del pueblo sencillo, y tened pre-
caución en poner sargentos borrachones y tratables para hacer vuestras exacciones»221 •
Será necesario que transcurra casi un siglo para que sea ganada la partida bajo el rei-
nado de Carlos V; comprometida bajo el reinado de Carlos VI, será ganada de nuevo
bajo Carlos VII: la ordenanza de 2 de noviembre de 1439 vuelve a poner el impuesto
a la discreción del rey 222 •
En vista del lento progreso de su fiscalidad y de la organización imperfecta de sus
finanzas, el Estado vive en una situación difícil, incluso absurda: sus gastos exceden nor-
malmente a sus ingresos y aquéllos son indispensables, inevitables día a día, mientras
que éstos varían según lo que se recaude y no existe nunca la seguridad de obtenerlos.
Así pues, en general, el príncipe no concibe el tren del Estado según la sensatez bur-
guesa que consiste en inscribir sus gastos en sus ingresos, y no en gastar primero a no
ser que se encuentren los recursos necesarios. Los gastos van por delante; se procura reu-
nirlos; pero nadie en general lo logra, si bien la excepción confirma la regla.
Volver hacia los contribuyentes, perseguirlos, inventar nuevos impuestos, crear lo-
terías: nada alcanza; el déficit se presenta como una pesadilla. No es posible ir más
allá de ciertos límites, hacer entrar en las arcas del Estado la totalidad del stock mone-
tario del reino. La astucia del contribuyente es eficaz y, si se presenta la ocasión, su
c6lera. Un florentino del siglo XIV, Giovanni di Pagolo Morelli, dando consejos a sus
descendientes en materia de negocios, escribe: «Guárdate como del fuego de decir men-
tiras», salvo por lo que rs:specta a los impuestos, en cuyo caso está permitido, pues-
to que entonces «tú no lo haces para apoderarte de bienes ajenos, sino para impedir
que se apoderen de los tuyos de forma indebida:.m En tiempos de Luís XIII y de
Luís XN, las revueltas en Francia tienen casi siempre como origen una exacción fiscal
demasiado gravosa.
Entonces no le queda al Estado más que una solución: pedir prestado. Pero hay
que saber hacerlo: el crédito no se maneja con facilidad y la deuda pública en Occi-
dente se generaliza tardíamente, en el siglo XIII: en Francia, con Felipe el Hermoso

452
~..};~'"){~
_____-.:.:...-:.:z..__ ·--,.-.

El recaudador de impuestos, dibujo de la escuela francesa, finales del siglo XVI. (París, Museo
de Louvre. Foto Larousse.)
453
La soáedad o •el conjunto di! los conjuntos•

(1285-1314), antes sin duda en Italia donde el Monte Vecchio veneciano se pierde en
la noche de los tiempos 224 • Retraso, pero innovación: «La deuda pública», escribe Earl
J. Hamilton, «es uno de los muy raros fenómenos que no se remonta a la Antigüedad
greco-romana» 22 ;.
Para responder a las formas y exigencias de la financiación, el Estado se ha visto
obligado a elaborar toda una política, difícil de concebir de repente, más difícil aún
de llevar a cabo. Si Venecia no hubiera escogido la solución del empréstito forzado, si
no hubiera obligado a los ricos a suscribir y no hubiera tenido finalmente, a causa de
la guerra, dificultades para reembolsar sus empréstitos, hubiera podido pasar por un
modelo precoz de sensatez capitalista. En efecto, desde el siglo XIII, Venecia había in-
ventado la solución que sería la de la Inglaterra triunfante del siglo XVIII: a un em-
préstito veneciano como a un empréstito inglés corresponde siempre la liberación de
un grupo de rentas sobre las cuales fundamentar los intereses y el reemboloso; y, como
en Inglaterra, los títulos de la deuda, cesibles, se venden en el mercado, a veces por
encima, generalmente por debajo de la par. Una institución particular se encarga de
controlar la gestión del empréstito y de asegurar el pago bi-anual de los intereses, al
tipo de 5 % (mientras que los préstamos privados devengan en la misma época un 20%
de interés). El nombre Monte designa a esta institución, en Venecia como en tantas
otras ciudades de Italia. Al Monte Vecchio, que apenas conocemos, le sucede así en
1482 224 el Monte Nuovo; más tarde se creará el Monte Nuovissimo. En Génova, una
situación análoga conduce a una solución diferente ..Mientras que en Venecia el Estado
sigue siendo el dueño de las fuentes de ingresos que garantizaban el empréstito, los
acreedores genoveses se apoderan de casi todos los ingresos de la República y forman,
para regentarlos en su propio beneficio, un verdadero Estado dentro del Estado, lacé-
lebre Casa di San Giorgio (1407).
No todos los Estados de Europa han conocido, de entrada, estas técnicas financieras
elaboradas, pero ¿cuál es el que no se apresura a hacer empréstitos? 226 Los reyes de In-
glaterra, desde antes del siglo XIV se dirigen a los lucanos; después, durante mucho
tiempo, a los florentinos; los Valois de Borgoña a sus ciudades; Carlos VII a Jacques
Coeur, su platero; Luis XI a los Médicis instalados en Lyon. Francisco 1 crea, en 1522,
las remas sobre el Ayuntamiento de París (rentes sur /'Hólel de Vil/e); es una especie
de Monte, habiendo cedido el rey al Ayuntamiento los ingresos que garantizan el pago
de los intereses. El papa recurre en época temprana al crédito para equilibrar las finan-
zas pontificias que no se pueden nutrir solamente de los ingresos del Estado de la San-
ta Sede, en el momento en que disminuyen o desaparecen las rúbricas de ingresos de
la Cristiandad. Carlos V tiene que contratar empréstitos a la medida de su grandiosa
política: de repente, sobrepasa a todos sus contemporáneos. Su hijo, Felipe II, no le
irá a la zaga, y como consecuencia el empréstito público no cesará de crecer. Muchos
capitales acumulados en Amsterdam se amontonarán, durante el siglo XVIII, en las ca-
jas de los príncipes de Europa. Pero antes que el crédito internacional sobre el cual vol-
veremos con gran extensión mas adelante, y que es el reino de prestamistas y prestata-
rios, está el mecanismo del Estado a la búsqueda de dinero, lo cual examinaremos se-
gún el ejemplo poco conocido de Castilla y el ejemplo clásico de Inglaterra.

juros y asientos de Casttlla 227

En el siglo XV, los reyes de Castilla han constituido rentas (juros) garantizadas me-
diante ingresos enajenados a este efecio. La localización de la renta da su nombre a los
juros que, según los casos, se denominarán en consecuencia de la Casa de la Contrata-
454
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

ción, de los Maestrazgos, de los Puertos Secos, del Almojarizfozgo de Indias, etc. Un
personaje de Cervantes 228 hace referencia a colocar su dinero «como quien tiene un juro
sobre las yerbas de Extremadura» (pastos de los Maestrazgos).
La gran difusión de las rentas data de los reinados de Carlos V y de Felipe 11. El
juro se presenta entonces bajo formas diversas: renta perpetua (juro perpetuo), vitalicia
(de por vida), reembolsable (al quitar). Según fueran más o menos seguros los ingresos
reales que los garantizaban, hay juros buenos y menos buenos. Otro motivo de diver-
sidad es el tipo de interés, que puede variar entre el 5 y el 14% y más. Aunque no
existe un mercado organizado de los títulos, tal como lo veremos funcionar más tarde
en Amsterdam o en Londres, los juros se venden y cambian, y su cotización es variable,
pero generalmente por debajo de la par. El 18 de marzo de 1577, en plena crisis fi-
nanciera ciertamente, los juros se negocian al 55 % de su valor.
Añadamos que existirán, en una época, juros de caución, dados en garantía a los
hombres de negocios que, mediante contratos (asientos), adelantan enormes sumas a
Felipe 11. Estos asientos otorgados principalmente por los comerciantes genoveses a par-
tir de 1552-1557 representan pronto una deuda flotante muy elevada y el gobierno cas-
tellano, en sus bancarrotas sucesivas (1557, 1560, 1576, 1596. 1606, 1627), opera cada
vez de la misma forma: transforma en deuda consolidada una parte de la deuda flo-
tante -operación nada sorprendente desde nuestra perspectiva. Mientras tanto, es cier-
to, de 1560 a 1575 habrá consentido que los juros confiados a sus prestamistas no sean
simplemente de caución -de simple garantía-, sino juros de resguardo que el hom-
bre de negocios tiene el derecho de vender él mismo al público, si garantiza el pago
de los cupones y si restituye al rey otros juros (devengando el mismo interés) en el mo-
mento de la liquidación final de cuentas.
Estas prácticas explican que los hombres de negocios genoveses tuvieran en sus ma-
nos el mercado de juros, comprando a la baja, vendiendo al alza, cambiando los cmal
situados» por los «bien situados». Dueños del mercado, pueden jugar casi sobre seguro.
Esto no impide que el más célebre de ellos, Niccolao Grimaldi, príncipe de Salerno
(había comprado, con dinero, ese prestigioso titulo napolitano), entrase en quiebra, en
1575, como consecuencia de especulaciones con demasiado riesgo precisamente sobre
los juros. Por otra parte, a la larga, el gobierno español se dio cuenta de que la quie-
bra, medida drástica, no era la única que estaba a su alcance: podía suspender el fi~go
de los intereses de los juros, disminuir su rédito, convertir las rentas. En febrero, de
1582, se sugiere a Felipe 11 una conversión del interés de los juros situados en las, alca-
balas de Sevilla, que están sobre la base del 6 ó 7 % . Los rentistas dispondrían de la
elección de conservar sus títulos al nuevo tipo (que el documento no precisa) o pedir
su reembolso: un «millón de oro» se depositaría a este efecto en la primera llegada de
la flota de las Indias. Pero el veneciano que nos informa piensa que, a la vista de la
lentitud de los reembolsos, los rentistas preferirían revender sus títulos a una tercera
persona que se conformaría con el nuevo tipo de interés. Finalmente, la operación no
se realizaría.
El drama de las finanzas españolas, es que siempre era necesario recurrir a nuevos
asientos. En tiempos de Carlos V, los primeros papeles respecto a estos anticipos, soli-
citados a menudo inopinadamente, fueron representados por banqueros de la Alta Ale-
mania, los Welser y más aún los Fugger. No compadezcamos a estos príncipes del di-
nero. No obstante, tienen derecho a preocuparse. Ven cómo el dinero contante y so-
nante sale de sus arcas. Para hacer que entre de nuevo, hay que esperar siempre, ame-
nazar un poco, apoderarse de las garantías: los Fugger se convierten de esta forma en
los dueños de los Maestrazgos (los pastos de las Ordenes de Santiago, Calatrava y Al-
cántara) y en los explotadores de las minas de mercurio de Almadén. Y lo que es peor,
para recuperar el dinero prestado, nuevamente hay que anticipar dinero. Prácticamen-

455
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

]akob Fugger y su contable, estampa alemana del siglo XVI, en la época en que la casa de Aug.r-
burgo, la pnmera del mundo, presta .rumas enormes a Carlos V. Sobre los casilleros, los nombres
de los pn'ncipales centros comerciales de Europa. (Foloteca A. Colin.)

te fuera del juego de los asientos a partir de la bancarrota de 15 57, los Fugger vuelven
a operar a finales del siglo, en la esperanza de recuperar lo irrecuperable.
Hacia 1557 empieza el reinado de los banqueros genoveses, los Grimaldi, los Pine-
lli, los Lomellini, los Spinola, los Doria, todos nobili vecchi de la República de San
Jorge. Para sus operaciones cada vez de más envergadura, organizan las ferias de cam-
bio llamadas de Besan~on, que se celebrarán durante largo tiempo, a partir de 1579,
en Plasencia. Desde entonces son a la vez los dueños de la fortuna de España, pública
y privada (¿quién, en España, nobles o gentes de la Iglesia, y sobre todo los «funcio-
narios)), no les confiaba su dinero?) y, de rebote, de toda la fortuna, por lo menos de
la fortuna movilizable, de Europa. Todos operarán, en Italia, con las ferias de Besan~on
y prestarán dinero a los genoveses, sin saberlo incluso, con el riesgo de dejarse sorpren-
der, como los venecianos, por la bancarrota española de 1596 que, para ellos, fue muy
onerosa.
Lo que hace que los comerciantes genoveses sean indispensables para el Rey Cató-
lico, es el hecho de que transforman en un flujo continuo la corriente intermitente que
aporta a Sevilla el metal blanco de América. A partir de 1567 es necesario pagar regu-
larmente, cada mes, a las tropas españolas que combaten en los Países Bajos. Estas exi-
gen el pago en oro y sus exigencias continuarán hasta el final del reinado de Felipe 11
(1598). Es necesario, pues, por añadidura, que los genoveses cambien por oro la plata

456
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

de América. Triunfarán en esta doble tarea y continuarán sirviendo al Rey Católico has-
ta la quiebra de 1627.
Entonces desaparecen del primer plano de la escena. Después de los banqueros ale-
manes, es la segunda montura que revienta el caballero español. Con los años
1620-1630, los nuevos cristianos portugueses toman el relevo. El conde-duque de Oli-
vares los ha introducido con conocimiento de causa: de hecho son los testaferros, los
hombres de paja de los grandes comerciantes protestantes de los Países Bajos. Por ellos,
España se beneficia de los circuitos del crédito holandés, cuando vuelve a estallar la
guerra en 1621 contra las Provincias Unidas.
No hay duda de que, en tiempos de su esplendor, España no supo pedir prestado
y se dejó timar por sus pr.:stamistas. Sus dueños han tratado a veces de reaccionar, in-
cluso de vengarse: Felipe 11 organizó la quiebra de 1575 para desembarazarse de los
genoveses. Pero fue en vano. Y es por su propia voluntad que éstos, en 1627, renun-
ciarán o más bien rehusarán a renovar los asientos. El capitalismo a escala internacional
puede ya actuar como dueño del mundo.

La revolución financiera
ing/eJa: 1688-1756

Inglaterra en el siglo xvm triunfó en su política de empréstito, y mejor aún, en lo


que P. G. M. Dickson 229 ha denominado su «revolución financiera» -expresión justa
puesto que se aplica a una evidente novedad, pero discutible si se piensa en la lentitud
de un proceso iniciado al menos desde el año 1660 y que alcanza su pleno desarrollo
a parcir de 1688, para ser completado tan sólo al principio de la Guerra de los Siete
Años (1756-1763). Este proceso ha exigido, pues, una larga maduración (casi un siglo),
circunstancias favorables, y un impulso económico sostenido.
Esta revolución financiera, que conduce a una transformación del crédito público,
sólo ha sido posible gracias a una previa y profunda reorganización de las finanzas in-
glesas cuyo sentido global está claro. En general, en 1640 y aún en 1660, las finanzas
inglesas, en su estructura, se parecen a las finanzas de Francia en aquel tiempo. Ni¡de
un lado ni del otro del canal existen finanzas públicas, centralizadas, bajo la depcp-
dencia única del Estado. Demasiadas cosas se abandonan a la iniciativa privada de; los
perceptores de impuestos que, al mismo tiempo, son los prestamistas habituales del
rey, de financieros que tienen sus propios negocios y de funcionarios que no están bajo
la dependencia del Estado, habiendo comprado sus cargos, sin contar un recurso cons-
tante a la City de Londres, como el rey de Francia recurre, él mismo, a su buena ciu-
dad de París. La reforma inglesa que ha consistido en desembarazarse de los interme-
diarios que parasitaban al Estado, se ha llevado a cabo con discreción y de forma con-
tinua, sin que no obstante sea discernible un hilo conductor, cualquiera que sea éste.
Las primeras medidas fueron la administración directa de las aduanas (1671) y del ex-
cise (1683), impuesto sobre el consumo copiado de Holanda; una de las últimas, la crea-
ción del cargo de Lord Treasurcr, en 1714, que introdujo la implantación del Board of
Treasury, de un Consejo del Tesoro que en definitiva vigilará el tránsito de las rentas
hacia el Exchcquer. En nuestro lenguaje actual, diríamos que hubo una nacionaliza-
ción de las finanzas, implicando en este lento proceso el control del Banco de Ingla-
terra (control que se instaura solamente hacia la mitad del siglo XVIII, aunque el Banco
haya sido fundado en 1694), además de la decisiva intervención del Parlamenteo, a par-
tir de 1660, en la votación de los créditos y de los nuevos impuestos.
El hecho de que esta nacionalización pueda representar una transformación buro-

457
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

crática profunda, de que cambie todas las relaciones sociales e institucionales de los
agentes del Estado, puede juzgarse por una reflexión incidental, desafortunadamente
demasiado corta, de los observadores franceses. El gobierno de Luis XIV envió a Ingla-
terra dos veces a Anisson, diputado de Lyon, y a Fenellon, diputado de Burdeos, ante
el Consejo de Comercio, para negociar un acuerdo comercial que, por otra panc, no
se llevará a efecto. He aquí lo que escriben desde Londres, el 24 de enero de 1713, a
Desmaretz, controlador general de Finanzas: «... como los agentes son aquí, como en
cualquier otra parte, muy interesados, esperamos llegar a feliz término por medio del
dinero, y además respecto a los regalos que les hemos ofrecido no pueden sentir la
corrupción porque aquí todo está controlado» 23 º. Queda por demostrar si la corrupción
de un funcionario sería menos visible porque en principio representa al Estado. Lo cier-
to es que, a los ojos de los observadores franceses, la organización inglesa, bastante
próxima a una burocracia en el sentido moderno, es original y diferente de lo que ellos
conocen: «Aquí todo está controlado11>.
En todo caso, sin esta vuelta a tomar las riendas del aparato financiero del Estado,
·Inglaterra no hubiera podido desarrollar, como lo hizo, un sistema de crédito eficaz,
aunque vilipendiado durante largo tiempo por los contemporáneos. En la puesta en
práctica del sistema, no tuvo demasiada influencia Guillermo III, el estatúder de Ho-
landa, que llegó a ser rey de Inglaterra. Es cierto que, al entrar en el juego, pidió pres-
tadas grandes cantidades, «a la holandesu, para incorporar a su causa, aún precaria, a
un gran número de poseedores de rentas del Estado. No obstante, el gobierno inglés
utilizó procedimientoes tradicionales, léase desacostumbrados, al obtener empréstitos
para hacer frente a las dificultades de la Guerra de la Liga de Augsburgo (1689-1697).
y posteriormente de la Guerra de Sucesión de España (1701-1713). La novedad decisiva
es que el empréstito a largo plazo se aclimata lentamente. Los gobernantes se enteran
poco a poco de que hay un posible mercado, para empréstitos a largo plazo, a un tipo
de interés bajo; que existe una especie de proporción preestablecida entre el volumen
real de los impuestos y el volumen posible de los empréstitos (pudiendo elevarse éste
sin perjuicio hasta el tercio del conjunto), entre la masa de la deuda a corto plazo y la
de la deuda a largo plazo; que el verdadero y único peligro sería asignar el pago del
interés sobre recursos inciertos o mal estimados anticipadamente. Estas reglas, discuti-
das durante largo tiempo, sólo desaparecerán el día en que el juego sea realizado con
lucidez y a gran escala. Poco a poco, se comprenderá la dialéctica corto plazo-largo pla-
zo, lo cual no sucede todavía en 1713, el año de Utrecht, en el que los empréstitos a
largo plazo se denominan aún repayable ar selfliquidating. El empréstito a largo plazo
se ha transformado en empréstico perpetuo como llevado por una dinámica propia. Des-
de entonces, ya no es reembolsable por el Estado y éste puede, transformando su deu-
da flotante en deuda consolidada, no agotar sus recursos en crédito o en dinero efec-
tivo. En cuando al prestamista, puede transferir su crédito a un tercero -estando esto
admitido a partir de 1692-, o sea volver a entrar, cada vez que lo desea, en su anti-
cipo. Es el milagro: el Estado no reembolsa, el acreedor recupera su dinero a voluntad.
El milagro no ha sido gratuito. Ha sido necesario que los adversarios de la deuda,
pronto monstruosa, no lleven ventaja en el vasto debate que se instaura. Tal sistema
se apoyaba en el «crédito» del Estado, la confianza del público; la deuda sólo podía
pues existir gracias a la creación, por el Parlamento, de nuevos ingresos, afectados, ca-
da vez, al pago regular de los intereses. En este juego, ciertos estratos de la población,
los hacendados (que pagan al Estado, mediante el land tax, la quinta parte de sus in-
gresos), los consumidores o los comerciantes de cualquier producto sujeto a impuesto,
tienen la sensación de que costean los gastos de la operación, frente a una clase de pa-
rásitos aprovechados: rentistas, prestamistas, negociante~ (cuyos ingresos no están suje-
tos a impuestos), moneyed men que se pavonean y provocan a la nación trabajadora.

458
La sociedad o •el '"'mjunto de los conjuntos•

¿No es cierto que esos aprovechados tienen interés en meter cizaña, ya que tienen to-
das las posibilidades de ganar en una nueva guerra, que implica, para el Estado, nue-
vos empréstitos y un alza de los tipos de interés? La guerra contra España (1739), pri-
mera fractura política del siglo, será en gran parte su obra. Como consecuencia, es na-
tural que el sistema de la deuda consolidada, en el que se puede ver hoy en día la base
esencial de la estabilidad inglesa, fuera atacado duramente por los contemporáneos en
nombre de los buenos principios de una economía saneada. De hecho, no fue más que
el fruto pragmático de las circunstancias.
Son los grandes comerciantes, los orfebres, las casas bancarias, especializadas en el
lanzamiento de los empréstitos, en una palabra son los medios financieros de Londres,
corazón decisivo y exclusivo de la nación, los que aseguraron el éxito de la polfrica de
empréstitos. El extranjero desempeñó su papel. Alrededor de los años 1720, en el um-
bral del período de Walpole y durante todo este período, el capitalismo holandés se
revela como un artífice decisivo de la operación. El 19 de diciembre de 1719 se anun-
cian desde Londres «nuevas remesas por valor de más de cien mil libras esterlinas con
el propósito de emplearlas para nuestros fondos> 2' 1 Funds es el vocablo inglés que de-
signa los títulos de la deuda inglesa. También se denominan a veces securities,
annuities.
¿Cómo explicar las compras masivas por los holandeses de títulos ingleses? El tipo
de interés en Inglaterra es a menudo (no siempre) superior a los tipos aplicados en las
Provincias Unidas. Y los fondos ingleses, a diferencia de las anualidades de Amster-
dam, están libres de impuestos, lo cual representa una ventaja. Por otra parte, Holan-
da dispone, en Inglaterra, de un saldo comercial positivo: para las casas holandesas ins-
taladas en Londres, los fondos ingleses representan una colocación rápida y fácilmente
movilizable de sus beneficios. Algunas de estas casas efectúan incluso la reinversión de
las rentas de sus títulos. La plaza de Amsterdam, a partir de la mitad del siglo, forma
así un bloque con la de Londres. La especulación sobre los fondos ingleses, al contado
o a plazos, es en las dos plazas mucho más activa y diversificada que sobre las acciones
de las Compañías neerlandesas. En resumen, aunque estos movimientos no puedan ser
reducidos a un esquema sencillo, Amsterdam se sirve del mercado paralelo de los fon-
dos ingleses para equilibrar sus operaciones de crédito a corto plazo. Incluso se ha lle-
gado a suponer que los holandeses, en un momento dado, habrían poseído la cu:ltta
o la quinta parte de los fondos ingleses. Esto es mucho decir. «Yo sé», escribe Isaac He
Pinto (1771), «por todos los banqueros de Londres, que el extranjero no tiene más-de
un octavo en la deuda nacional»m.
En resumen, ¡poco importa! Que la grandeza inglesa se haga en detrimento de los
demás, de los prestamistas holandeses, pero también de; los franceses, de los Cantones
suizos o de Alemania, no tiene nada de sorprendente. En los siglos XVI y XVII, las ren-
tas de Florencia, o de Nápoles, o de Génova, no habrían sido tan vigorosas sin el sus-
criptor extranjero. Se cree que los ragusinos deberían poseer, hacia el año 1600, 300.000
ducados de estas rentas 233 • Los capitales se burlan de las fronteras. Van hacia la segu-
ridad. No obstante, ¿es el sistema en sí, es la revolución financiera lo que ha asegurado
el esplendor inglés? Los ingleses se han convencido finalmente de ello. En 1769, en la
séptima edición de Every man his broker, Thomas Mortimer habla del crédito público
como del «Standing miracle in politics, which at once astonishes and over-awes the sta-
tes o/ Europe» 234 • En 1771 el tratado de Pinto, que hemos citado a menudo, le pone
por las nubesm Pitt, en 1786, manifestaba: «convencido de que, sobre este asunto de
la deuda nacional, se ,apoya el vigor e incluso la independencia de la Nación» 236.
No obstante, Simolin, embajador ruso en Londres, a pesar de todo consciente, él
también, de las ventajas de la deuda consolidada inglesa, vio en ello una de las razones
de la creciente carestía acaecida en Londres, desde 1781, «enorme y que escapa a toda

459
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

imaginación» 237 • No se puede dejar de pensar que esta escalada de deudas y de precios
habrfa podido tener efectos completamente diferentes si Inglaterra no hubiera, al mis-
mo tiempo, dominado el mundo. Por ejemplo, si Inglaterra no hubiera superado a Fran-
cia en América del Norte y en las Indias, regiones que han sido los puntos de apoyo
evidentes de su desarrollo.

Presupuestos, coyunturas
y producto nacional

Las finanzas públicas sólo se comprenden si se enmarcan en el conjunto de la vida


económica de un país. Pero nos harían falta cifras exactas, finanzas claras, economías
controlables. No tenemos nada de esto. No obstante, poseemos presupuestos, digamos
más bien (porque la palabra no adquiere pleno sentido hasta el siglo XIX) estados de
ingresos y de gastos gubernamentales. Seríamos ingenuos si los considerásemos como
dinero contante y sonante, y actuaríamos a la ligera si no los tuviéramos en cuenta en
absoluto.
También tenemos los Bilanci venecianos desde el siglo XIII hasta el año 1797 238 ; las
cuentas de los Valois de Borgoña de 1416 a 1477 2l 9 • Podríamos reconstruir las cifras
que se refieren a Castilla, que es en suma la España más vivaz en los siglos XVI y XVII 240 :
la documentación está en Simancas. Disponemos de cifras bastante completas para In-
glaterra, aunque su crítica rigurosa está aún por hacer. Para Francia no se dispone ape-
nas más que de órdenes de magnitud 241 • Para el Imperio Otomano, existe una inves-
tigación en curso 242 • Incluso para China tenemos cifras, aunque muy dudosas 241 • Se dis-
ponen de algunas cifras, tomadas al azar de alguna memoria o relato de viaje, relativas
a los ingresos del Gran Mogol244 o del «Zar» 24 l.
No obstante, los responsables no tienen más que una vaga idea de lo que ocurre
en su propia casa. La noción de presupuesto provisional es, por así decirlo, inexistente.
El estado general de las finanzas efectuado el l.º de mayo de 1523 por el gobierno
francés y que representa, con cierto retraso, un cuadro previsorio para el año 1523, es
una rareza 246 • Lo mismo ocurre en el siglo XVII, con la orden dada por el Rey Católico
a la Sommaria 241 , el Tribunal de Cuentas napolitano, de enviar un presupuesto previ-
sorio, al mismo tiempo que un presupuesto de recapitulación al finalizar el año. La
racionalidad de los despachos madrileños se explica por el deseo de explotar a fondo
todos los recursos dd reino de Nápoles. Llegan hasta amenazar a los consejeros de la
Sommaria con una suspensión de la totalidad o de la mitad de sus emolumentos en
caso de no ejecución de las órdenes recibidas. Ahora bien, las dificultades que encuen-
tran estos consejeros son considerables. Explican que el año fiscal encaja mal con el pre-
supuesto anual en Nápoles: el impuesto de la sal en los Abruzzos empieza el 1 de ene-
ro, pero en los almacenes portuarios de Calabria empieza el 15 de noviembre; el im-
puesto sobre las sedas se recauda a partir del l de junio, y así sucesivamente. En resu-
men, el impuesto varía localmente, de un punto a otro del reino. El trabajo solicitado
por Madrid no puede hacerse más que con retrasos previsibles y ni siquiera eso. De he-
cho, el balance de recapitulación de 1622 está en Madrid ei 23 de enero de 1625; el
balance de 1626 en junio de 1632; el de 1673 en diciembre de 1676. Entre las con-
clusiones, surge una advertencia: que no se preconice el despido de los arrendadores
de impuestos y la administración directa de tales impuestos; esto equivale a ponerlos
in mano del demonio, ¡en la mano del diablo!
En Francia prevalece la misma situación. Será necesario esperar al edicto del mes
de junio de 1716 para que se introduzca en las finanzas públicas la comprobación de
460
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

las cuentas «por la adopción del sistema de partida doble» 248 • Pero en este caso se trata
de un control de los gastos, no de un medio de orientarlos anticipadamente. En efecto,
lo que les falta a estos presupuestos es un cálculo de las previsiones. No se vigilan los
ritmos de los gastos más que por la observación de la liquidez. El nivel de las arcas
señala los límites críticos, crea el verdadero calendario de la acción financiera. Cuando
Calonne llega, en las circunstancias dramáticas que son conocidas, al Control General
de las Finanzas, el 3 de noviembre de 1783, tendrá que esperar meses antes de poder
conocer la situación exacta del Tesoro.
Los presupuestos imperfectos que poseemos o que reconstituimos valen todo lo más
como «indicadores».
Esto nos enseña que los presupuestos flotan según la coyuntura creciente de los pre-
cios; en resumen, al Estado no le afectan los movimientos de alza, los sigue. No le pasa
lo que les ocurre a los señores cuyas rentas permanecen, a menudo, a la zaga del índice
general. Así pues, un Estado no quedará nunca bruscamente encajonado entre los in-
gresos al nivel de la víspera y los gastos a la altura del día siguiente. La demostración
esbozada en los gráficos de la página siguiente por lo que se refiere a las finanzas fran-
cesas del siglo XVI, está mejor establecida cuando se trata de las finanzas españolas o
de las finanzas venecianas de este mismo período. E. Le Roy Ladurie 249 piensa, no obs-
tante, a partir del ejemplo del Languedoc, que habría habido, en el siglo XVI, un cier-
to retraso en la progresión de los ingresos del Estado sobre la enorme subida de los pre-
cios, retraso solucionado a partir de 1585. Pero lo que está fuera de duda es el aumen-
to de los ingresos del Estado Francés en el siglo XVII.
Si la coyuntura condujese el juego, estos ingresos deberían refluir con la caída de
los precios. Ahora bien, en la época de Richelieu (1624-1642) se doblan o se triplican,
como si el Estado en este periodo desapacible fuera «la única empresa a resguardo» que
podía aumentar sus ingresos a voluntad. ¿No recuerda el cardenal, en su testamento,
que los superintendentes de las finanzas «igualaban el solo impuesto sobre la sal de les
Marais (barrio parisino) a las Indias del rey de España» 2 ~º?
El lazo que ,explicaría más de una anomalía es el que existe entre la masa fiscal y
el producto nacional, del que aquélla no es más que una parte proporcional. Según
un cálculo sobre Venecia 251 -aunque hay que admitir que Venecia es un caso muy par-
ticular-, esca pacte proporcional podría ser del orden del 10 al 15 % del producto -qa-
cional bruto. Si Venecia tiene 1.200.000 ducados de renta en 1600, pienso que el pt9-
ducto nacional puede ser del orden de 8 a 12 millones. Los especialistas de la hist9ria
de Venecia con los que he discutido consideran que estas cifras son bajas, pues de otro
modo la tensión fiscal sería demasiado alta. En todo caso, es evidente (sin querer aburrir
al lector con demasiados cálculos y discusiones) que la tensión fiscal de un territorio
más extenso y menos urbanizado que el de Venecia es forzosamente más baja, del or-

-"·------·······-··-·-----

29. LOS PRESUPUESTOS SIGUEN LA COYUNTURA


El presupuuto de Veneúa es tn"ple: La Ciudad, la Tma ferma y el Imperio. Se ha dejado de lado el Imperio, para el
que frecuentemente las cifras son suposiciones. El gráfico ha sido efeclu11do por 111 uñori111 Gemm11 Miani, principfllmenle
a p11rtir de los bilanci generali. La1 tres curv11s correrponden 111 total de ingre101 de Venecia y Terra ferma: cifra1 nomin11leI
(en ducati correnti}, úfr111 en oro (<Pflluad111 en cequíes), cifras en pla111 (en decena1 de lone/11da1 de pl11111). Las cífr111 par11
Fr11nci11, e1111blecidar por F. C. Spooner, tienen un valor m11y moderado. Cífra1 nomin11lu en l1br111 lornes111 y cifr11r cfll•u·
lada1 en oro. Por imperfec/IJs que Ie11n las curvas, ináic11n que hay coyunlur111 pre1upue1tarias en rela&ión con 111 coyuntur11
de los precio1. Fern11nd Br11udel, La Médirerranée et le monde méditerranéen a l'époque de Philipp II. 11, 1966, p. JI.

461
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

Cientos de miles
da ducals correntl

PRESUPUESTOS DE VENECIA
VENECIA + TERRAFERMA

'º 1 ....
·~ . ~··. .e···¡
Jl
1 ··...

10

1423 54 64 69 90 1500 59 69 7882 87 94 1602.09 21 33373841

1.-El caso de Venecia

900 - - - -

roo1-----------~ ----

en libras tomasas
500>-----
""""'
Indice 100: 1498
300 ···-·-- -----··------1

100 -~~~~·~~i~~--~~~~~~~~~~~~~~~~
1498 1514 21 35 46 57 60 76 88 96 1600

2.-El caso de Francia

462
La sociedad o •el conjunto tle los conjuntos•

,___ ... ,

l 1.-,.-,11 1....11 1;,11

3.-El caso de España

El índice precioslplt1tt1 está tomt1do de 'Bar/ J. Ht1milton. Las pre1up11e1tos están evaluados en millones de ducados cas-
tellanos, monedt1 de cuenta que no In s11fn'do vanaciones on el período considerado. ÚI evaluacioneI presup11ostarias están
tomadas de un trabajo inédito de Alvaro Castillo Pintado. Esta oez, a pesar de lm imperfecciones del ciikulo de ingresos,
la coincidoncia entre la coyrmtura de los precios y el mo•imiento do las entradas faca/u es mucho miis clara que en los
casos anteriom. Gráficos provisionales, t1nálogos a éJtos, pueden calcularse fácilmente para Sicili4 y el Reino de Nápoles,
atí como para el Imperio Otomano, tarea que ya ha emprendido el grupo d1 Omer L11tfi Barkan. Femand Braude/, la Mé-
diterranée et le monde médimranéen a l'époque de Philíppc II, J/, 1966, p. JJ.

den del S% , al parecer 252 • ¿No se ha favorecido la extensión del Estado territorial por
sus menores exigencias fiscales que las de las ciudades-estado de dimensiones demasia-
do pequeñas? Todo esto es aleatorio.
Pero si los historiadores hiciesen el mismo cálculo en varios países, quizás se podría
comprobar, con fa posibilidad de algunos recortes, si existe allí o no medio alguno de
entrever el movimiento del producto nacional. A falta de lo cual, cualquier traslac~n
al pasado de las explicaciones y aclaraciones de los estudios actuales en torno al cre11i-
miento resultaría ilusoria. Pues es con relación a la masa entera de la renta nacional
como todo debe ser comparado y calibrado. Por ejemplo, al anticipar recientem~hte
un historiador, a propósito de la Europa Occidental del siglo XV, que los gastos de
guerra oscilaban entre el 5 y el 15 % de la renta nacional, aun cuando estos porcentajes
sean sólo estimados y no estrictamente medidos, se proyecta con ello una luz sobre es-
tos viejísimos problemasm. Pues el límite bajo del 5 % representa, grosso modo, el ti-
po de un presupuesto ordinario en aquellos lejanos tiempos; el 15 % es un exceso que
no podría durar sin catástrofes.

Hablemos de
los financieros

La doble imperfección del sistema fiscal y de la organización administrativa del Es-


tado, el repetido recurso al empréstito explica el lugar precozmente preponderante de
los financieros. Estos forman un sector aparte del capitalismo, sólida y estrechamente

463
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Molde de una escultura de jacques Coeur en Bourge.s, mediados del siglo XV. Repre.senta una
galeaza de]. Coeur que, tesorero del rey, participa también en el gran comercio internacional
de su tiempo, en el Levante. (Foto E. ]anet-Lecaisne.)

ligado al Estado, y por esto no lo hemos abordado en el capítulo precedente. Prime-


ramente, era necesario presentar al Estado.
La palabra en sí es ambigua. Es sabido que el financiero no es, en el lenguaje an-
tiguo, un banquero. En principio, el financiero se ocupa del dinero del Estado, mien-
tras que el banquero se ocupa de su propio dinero y más aún del de sus clientes. Pero
esta distinción se revela bastante insuficiente. Igual ocurre más tarde con la distinción
entre financiero público y financiero privadom. En realidad, ningún financiero se li-

464
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

mita únicamente a las finanzas. Siempre se dedica a algo más -especialmente relacio-
nado con la banca- y esto se integra en un juego global, a menudo muy amplio y
diferenciado.
Y esto ocurre siempre. Jacques Coeur es el tesorero argentier de Carlos VII; al mis-
mo tiempo es comerciante, empresario de minas, armador: en cal~dad de tal, impulsa,
desde Aigues-Mortes, un comercio del Levante que se independiza del monopolio ve-
neciano. Los documentos de su proceso nos revelan la enumeración interminable de
sus muy numerosos negocios y empresas 2 j j . Como consecuencia, los «tratantes», «Par-
tisans», «hombres de negocios» que son tan numerosos a lo largo de la historia finan-
ciera de la monarquía francesa, no estarán, tampoco ellos, más que medio comprome-
tidos en las finanzas públicas; sin forzar los términos, son a menudo los banqueros al
servicio del rey y, ante todo, están al servicio de ellos mismos. El dinero que prestan
es necesario que lo pidan prestado, y forzosamente deben mezclarse en los complicados
juegos del crédito. Esto es lo que hacen, por ejemplo, esos financieros italianos al ser-
vicio de Mazarino, Serantone, Cenami, Contarini, Airoli y Valenti, que el cardenal ha
colocado, no sin motivo, en Génova o en Lyon, lo cual le permite un juego incesante
y provechoso, aunque a menudo arriesgado, con las letras de cambion6 • Aun cuando
el financiero es «funcionario de finanzas», como a menudo ocurre en Francia, de forma
que presta al rey el mismo dinero que ha percibido de los contribuyentes, no se con-
tenta con su oficio de agente fiscal y de prestamista. Ahí tenemos, por ejemplo, una
poderosa familia de financieros del Languedoc, la de los Castanier, en la época de
Luis XV 257 • Su fortuna comienza con la Guerra de Sucesión de España. Unos son re-
caudadores de la «taille» de Carcasona, otros directores de la Compañía de las Indias,
sus hijos o sobrinos están en el Parlamento de Toulouse antes de llegar a ser ministros
de Estado. En Carcasona funcionan las fábricas Castanier. En París hay una banca Cas-
taníer. Los armadores de Cádiz y de Bayona están comanditados por Castanier. En tiem-
pos del Sistema de Law, existe en Amsterdam una banca Castanier. Más tarde, Du-
pleix, para su pólítica en las Indias, pide prestado a Castanier. Otros ejemplos de lo
que Chaussinand-Nogaret llama «comerciante-banquero-empresario-armador-financie-
ro» de la primera mitad del siglo XVIII, los Gilly o los Crozat. Antoine Crozat, uno de
los prestamistas esenciales del rey y que quería regenerar la Compañía de las Indias (al
lado de Samuel Bernard), participa en la formación de la Compañía del Cabo Negio,
en la Compañ.ía de Guinea, en el tratado del asiento (la introducción de los negros bn
la América española), en Ja Compañía del Mar del Sur. Resumiendo, en todo el -g.ran
comercio internacional francés. En 1712, obtenía el monopolio del comercio de
Louisiana.
Pero la situación es diferente cuando el financiero, en vez de prestar al Estado, del
que forma _parte, vende sus servicios al exterior, a otros príncipes o a otros Estados.
¿Es un oficio diferente, superior? Esto es lo que afirma en todo caso un testigo que,
en 1778, representa el punto de vista de Holanda: «No hay que confundir», dice, «el
arte del financiero con ese arte destructor del cual Italia hizo antaño un funesto regalo
a Francia; con este arte que formó "partisans ", tratantes y fermiers, conocidos en In-
glaterra bajo el nombre de gentes de expediente, cuya habilidad hemos alabado algu-
nas veces tontamente y cuyo uso debería proscribir todo gobierno perspicaz•218 • Este ti-
po de financiero «Superior», de calidad internacional, se desarrolla enormemente, en
el siglo XVIII, en Génova, en Ginebra, y más aún en Amsterdam.
En esta ciudadm, la distinción entre negociantes y banqueros-financieros aumenta
a finales del siglo XVII, y el foso abierto se agranda rápidamente. La responsabilidad
recae incluso sobre la cantidad de prestatarios que se agolpan en la ciudad de Amster-
dam. El primero de estos importantes empréstitos del Estado por emisión de obliga-
ciones ha sido «el empréstito austriaco de un millon y medio de florines a la casa Deutz
465
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

en 1695>260 • Esta rama de negocios se desarrollará rápidamente, aparte de las oficinas


que tratan al por mayor, con una multitud de corredores y subcontratistas que nego-
cian títulos y obligaciones entre el público y de paso perciben una comisión. Una vez
«cerrado> el empréstito, los títulos son admitidos a cotización. Entonces es un juego
corriente hacer que suban y liquidar por encima de la par los títulos que han sido ob-
tenidos en condiciones a menudo particulares y ventajosas y después volver a realizar
una operación análoga, a condición de que «no se cargue aún más con una partida del
último empréstico>. Así es cómo la colosal banca de Henry Hope, sucesora de la firma
Smeth, como prestamista de Catalina 11, logrará lanzar, entre 1787 y 1793, diecinueve
empréstitos rusos de tres millones de florines cada uno, o sea por un valor total de 57
millones 261 • Es pues con ayuda de dinero holandés, escribe]. G. Van Dillen, que Rusia
pudo conquistar a costa de Turquía un gran territorio hasta las costas del Mar Negro.
Otras firmas, Hogguer, Horneca y Ci<, Verbrugge et Goll, Fizeaux, Grand et O<, Smeth,
participan en estas colocaciones de empréstitos que interesan a toda la Europa política,
o poco menos. No obstante, en estos juegos fáciles se produjeron algunos desastres (pe-
ro éstos son los riesgos del oficio): un empréstito austriaco, contratado con garantías
silesianas en 1736, se vendría abajo, en 1763, con la conquista de Silesia por Federi-
co II; más tarde, tendría lugar la catástrofe de los empréstitos franceses concedidos a
partir de 1780.
Esta influencia de las finanzas de Amsterdam no representa por sí sola una nove-
dad: siempre ha habido, desde la Edad Media, en uno u otro país, un grupo financiero
dominante que ha impuesto sus servicios al conjunto de Europa. He mostrado bastante
extensamente la España de los Austrias con el telón de fondo de los comerciantes de
la Alta Alemania en tiempos de los Fugger, después me he referido a los hombres de
negocios genoveses a partir de 1552-1557; Francia, presa durante siglos de la habilidad
de los comerciantes italianos; la Inglaterra del siglo XIV, controlada por los banqueros
prestamistas de Luca y Florencia. En el siglo XVIII, Francia se somete finalmente a la
internacional de la banca protestante. Y es el momento en que triunfan en Aiemania
los Hofjuden, los judíos de la Corte que han ayudado al desarrollo y al funcionamien-
to, a menudo dificil incluso para Federico II, de las finanzas principescas.
Inglaterra, como ha sucedido con frecuencia, es un caso aparte. Al voiver a tomar
las riendas de sus finanzas, suprimió la intervención de los prestamistas que, al igual
que en Francia, habían dominado antaño el crédito. Así pues, una parte del capital de
la nación ha sido proyectado de nuevo hacia los negocios, ante todo hacia el comercio
y la banca. Pero al final, el crédito público no colocaba fuera de juego a las potencias
financieras de antaño. Sin duda, el sistema de funds, precozmente generalizado tanto
para los créditos a corto plazo como a largo plazo, estaba dirigido al público en gene-
ral. El admirable estudio de P. G. M. Dickson da la lista de categorías de suscriptores:
van de arriba hacia abajo en la escala social. Pero al autor no le ha costado trabajo pro-
bar que, bajo esta aparente apertura, un reducido grupo de comerciantes y de finan-
cieros, avezados en los juegos de la especulación, domina el proceso de los préstamos
al Estado, tomando en suma su revancha262 • En primer lugar, porque la parte de los
numerosos pequeños suscriptores no representa más que una débil proporción del total
de los empréstitos suscritos. Después porque, en Amsterdam, por ejemplo, los mani-
puladores de dinero que lanzan el empréstito no se contentan con colocar las suscrip-
ciones: compran por su cuenta enormes paquetes de títulos, se sirven de ellos casi in-
mediatamente (a veces aún antes del cierre de los registros) para especular, se benefi-
cian de un nuevo empréstito para jugar sobre el anterior. Denunciando al Parlamento
el monopolio que se han arrogado en las finanzas del Estado los que él llama con des-
precio los undertakers, sirJohn Barnard obtiene finalmente que los empréstitos de 1747
y 1748 sean abienos directamente ai público, sin la mediación de los financieros. Pero

466
La sociedad o «el conjunto de /1;s conjuntos•

Le paieMent des redevances (El pago del canon) (detalle), de Brueghel el joven (hacia 1565-ha-
cia 1637). (Gante, Museo de Bellas Artes. Foto Giraudon.)

467
La sociedad o •el wnjunto de fo5 wnjuntOS»

la especulación rodea sin dificultad el nuevo sistema de suscripción y el gobierno se dio


cuenta una vez más de que no podía privarse de estos profesionales si quería tener éxi-
to en un empréstito 263 • No obstante, concluye P. G. M. Dickson, hay que reconocer
un fundamento sólido a los clamores de los tories contra el mundo del dinero, y no
ver en ello una simple ignorancia y prejuicio propio de los excluidos 264 •

De los traitants al
Arriendo General (Ferme Générale )*

La Francia monárquica no logró «nacionalizar» sus finanzas. Quizás no lo intentó


seriamente, a pesar de los esfuerzos del abate Terray, de Turgot y especialmente de Nec-
ker. Pero la monarquía acab6 por morir. Si la Revolución logró de entrada la reforma
financiera, esto se debe a que la dificultad era, ante todo, de orden social e institucio-
nal26). J. F. Bosher tiene razón al decir (en 1970) que lo que cuenta:, en la larga historia
de las finanzas monárquicas, es menos el saldo de los ingresos y los gastos que, evi-
dentemente, ha desempefiado su papel, que la estructura de un sistema donde triun-
fan, con amplitud de siglos, los intereses privad<>s.
De hecho, Francia no tiene finanzas públicas, ni sistema centralizado; así pues, ni
el orden ni la previsión son posibles. Todos tos depanamentos de la Administración
están fuera de un verdadero control gubernamental. Las finanzas depénden, en efe~to,
de intermediarios que garantizan la percepción de impuestos, cánones, cantidades pe-
didas a préstamo. Estos intermediarios, son las ciudades, ante todo París (rentas sobre
el Ayuntamiento) y Lyon, los estados provinciales, la asamblea del clero, los arrenda-
dores que perciben los impuestos indirectos, los funcionarios de finanzas que manejan
los impuestos directos. ¿Podemos imaginar lo que pasaría con el Tesoro del Estado Fran-
cés hoy en día, si no estuviera a su lado el Banco de Francia y, a sus órdenes y bajo
sus órdenes, los recaudadores, los controladores y toda la administración, pesada sin du-
da, ciudadela al fin y al cabo, de la calle Rivoli? ¿Y si toda la maquinaria estuviera en
manos de empresas privadas o semiprivadas? La monarquía se encontraba en esta si-
tuación; en efecto, util_ízaba toda una serie de cajas, un centenar. Por la que fue en
principio caja central de la Tesorería real sólo pasaba, como máximo, la mitad de los
ingresos del rey 266 • Si el rey tiene necesidad de dinero, asigna este o aquel gasto sobre
esta o aquella caja, pero, según reza el refrán, «allí donde no hay nada, el rey pierde
sus derechos». Incluso los recaudadores generales, que controlan de hecho efectivamen-
te l<>s puestos clave del impuesto directo, son funcionarios que han comprado sus car-
gos y que anticipan al rey a cuenta de las sumas que la «teille», la «vingtiéne» o la ca-
pitación harán entrar en sus arcas. Tienen su independencia, sus propios negocios.
La monarquía francesa se dedica, pues, hasta el último día de su existencia, a la
explotación de intereses privados. Compadezcamos a los financieros perseguidos sin pie-

* La cFerine Générale• fue una de las varias innovaciones financieras i~troducidas en el reinado de Luis
X1V por J. 8. Colbert. Consistía básicamente en una suene de sindicato de financieros que tomaba en arrien-
do el derecho de recaudación de impuestos indirectos (con excepción de los 11/foires extr11ordin11ire1 y de de-
terminados derechos arancelarios) a cambio de una suma global, satisfecha por adelantado y usualmente fi-
jada: para un lapso de 9 años. El equipo de financieros, a su vez, tomaba el dinero prestado, constituyendo
así la Ferme un campó seguro de inversión. Del magma social conocido en la época como financieros (a me-
nudo sedicentes •banqueros•) se individualizaron 1r11it11nts y partisans, concenadores con la adminimación
regia de «tratados• o cpartidoS> en tanto que cproveedores.., titulares de responsabilidades de suministro. En
el siglo XVIII ambas denotaciones sociales habían llegado a adquirir un cieno tinte peyorativo (N. del T.).

468
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

dad, de Jacques Coeur a Setnblan~ay, a Nicolas Fouquet, incluso a John Law. Pero,
¿cómo no reconocer la eficacia momentánea de las cámaras de justicia creadas para in-
vestigar y obtener la devolución de una parte de las prevaricaciones de ciertas personas
encargadas del manejo de los fondos públicos? En total, existieron catorce de estas cá-
maras, ocho en el siglo XVI, cinco en el siglo XVII, y una, la última de todas, en
1716-1717, muy poco después de la muerte de Luis XIV 266 • La documentación conser-
vada permite a veces darse cuenta del estado de las finanzas públicas y la per~onalidad
de estos intermediarios, los tratantes («que trataban de un derecho, de un impuesto>),
los partisans («que tomaban en partí un impuesto y lo recaudaban en su provecho des-
pués de haber ingresado una suma en el fisco» 267 •
La cámára de justicia de 1661 268 , que corresponde al proceso del superintendente
Fouquet, ofrece la ocasión de captar al natural los mecanismos y las vastas ramificacio-
nes del sistema. Tenemos ante nosotros 230 partisans, si no todos los acusados, al me-
nos su casi totalidad. Las finanzas de luis XIV, en este preciso comienzo del reinado,
son pues estas 200 a 300 personas de las cuales 74, las más ricas, dominan el asunto.
Como siempre, se ven minorías, camarillas. Estos personajes están asociados, unidos
por acuerdos, mauimonios, asociaciones -verdaderos lobbies. Pronto se verá triunfar,
por eliminación de los rivales, al lobby de Colbert 269 que, el detalle da que pensar, eli-
minará al grupo de Mazarino, del cual él mismo procedía. Estos tratantes, a pesar de
lo que cuenta el público, que quisiera ver en ellos a personas salidas de la nada, son
todos de origen distinguido: de 230 partisans identificados, 176 son nobles (o sea un
76,5% del total); de los 74 que van en cabeza de los impuestos (tres de los cuales no
están identificados), 65 son <isecretarios del rey».
He aquí, pues, una primera sorpresa: estos hombres supuestamente salidos de la
nada hace mucho tiempo que están en las filas de la nobleza y que caminan al servicio
del rey. Es allí, no en la mercancía, donde se han formado. Para ellos, el servicio del
rey es el procedimiento para medrar. Ciertamente, si no se hubieran informado de las
interioridades, cómo iban a conducir su barca? Segunda sorpresa: el dinero contante y
sonante que los tratants anticipan al rey les es suministrado a ellos por los grandes pro-
pietarios de la aristocracia del reino. Si el proceso de Fouquet inquieta tanto a la buena
sociedad es porque ésta teme las revelaciones del superintendente, el cual, por otra par-
te, guardará silencio. Pero nosotros conocemos bien a estos riquísimos prestamist~! a
pesar de las consignas de discreción y de silencio: ¿no recomendó el propio Mazan.no
en su testamento que no se investigase sobre el origen de sus bienes, que no se pusi~­
ran en claro las cuentas y las artimañas de sus empleados puesto que, según él d'écía,
se trataba en tal caso del provecho del ·Estado? Según se ve, la ragione di stato puede
constituir una buena coartada. Pero, en realidad, toda la aristocracia está implicada en
el escándalo de las finanzas reales. Hacer estallar el escándalo sería mancillada,
comprometerla.
Entonces, si esta aristocracia se alía con las familias de los tratantes, esto es debido
a sus relaciones sociales: la fortuna de estos proveedores de fondos ces comparable o
quizás superior a la de muchos tratants; y el rumor público se complace en agrandar
esta riqueza no sin cierta fantasía». <iEl casamiento», concluye Daniel Dessert, cya no
se presenta como un mercado donde se intercambia el dinero contra un apellido anti-
guo, sino más bien como una asociación de capital». Así pues, la aristocracia, desde el
reinado personal de Luis XIV, no está fuera del juego de los negocios; incluso se ha
adjudicado los más ventajosos, las finanzas del rey, que serán hasta el fin del Antiguo
Régimen el sector fructífero por excelencia, donde se aloja un capitalismo vigoroso aun-
que, a nuestros ojos, sea de mala calidad.
El sistema que se percibe, por ejemplo, en 1661 está establecido sin duda desde
hace mucho tiempo. Pues viene de bastante lejos 270 • El pasado empuja hacia delante.

469
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Financiero en la campiña en traje de mañana, crm'catura francesa del siglo XVIII. (Colección
Viollet.)

¿Cómo modificarlo cuando está en el centro de la sociedad privilegiada? Si la renta in-


mobiliaria, que nutre a la clase dominante, baja de las alturas para ser de nuevo in-
vertida en la vida del país, se debe en gran parte a los anticipos que los traitans hacen
al rey. Los años pasan, el sistema no hace más que consolidarse y, de alguna forma,
institucionalizarse. Desde 1669. con Colbert, aparecen claramente lo que nosotros lla-
maríamos los sindicatos (en el sentido bursátil: reuniones de capitalistas), encargados
de recaudar grupos de impuestos. «Sin embargo, las contratas generales de recaudación
de impuestos no comenzarán en realidad más que con el arriendo Fauconnet, en 1680,
que agrupó gabelas, impuestos indirectos, dominios, tratos y entradas» 271 , por un im-
porte real que excedió los 63 millones de libras. Bajo su forma definitiva, se constituye
aún más tarde, después de 1726, la Contrata General de recaudación de impuestos (Fer-
me Générale). Es un fruto tardío, perfectamente madurado en 1730 cuando el fructí-
fero monopolio del tabaco ha vemdo a añadirse al inmenso campo anterior de la Fer-
me. Cada seis años, el arriendo de las gabelas se adjudicaba a un hombre de paja, ge-
neralmente un ayuda de cámara del controlador general. Los cuarenta arrendadores ge-
nerales de impuestos eran los garantes de la ejecución del contrato. Habían depositado
enormes fianzas (hasta l. )00.000 libras por persona) que les devengaban intereses. Es-
tas sumas aseguraban los primeros pagos anticipados al fisco, pero por su enorme cuan-
tía hacía que los arrendadores generales de impuestos fueran inamovibles en sus fun-

470
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

dones, o poco menos. Para echarlos -pues esto pasaba- era necesario reembolsarles
su dinero depositado y, otra dificultad, encontrar un sustituto solvente.
Según las condiciones del contrato, la Ferme pagaba al rey por anticipado el im-
pone previsto en el arriendo -de hecho, sólo una parte del ingreso total anual de los
múltiples impuestos que la contrata se encargaba de recaudar. Una vez terminada la
operación, una pane fantástica de la riqueza del país quedaba en manos de los recau-
dadores de los impuestos que se percibían en concepto de la sal, el tabaco, el trigo, las
imponaciones y exportaciones de toda índole. Evidentemente, el Estado aumentaba sus
pretensiones de arriendo en arriendo: 1726, 80 millones; 1738, 91; 1755. 110; 1773.
138 millon~s. El margen de beneficio, no obstante, era enorme.
Naturalmente, no entraba todo el que quería en este club de financieros riquísi-
mos. Para ello era necesario ser muy rico, obtener el acuerdo del controlador general,
poseer la apariencia de una gran honorabilidad, haber hecho carrera en los cargos de
finanzas, haber ocupado un puesto de intendente o haber participado en la Compañía
de Indias. Y sobre todo, ser aceptado por el propio club. Los recaudadores generales
de impuestos nombraban, directa o indirectamente, una serie de puestos decisivos, por
lo que tenían medios de controlar las admisiones individuales, prepararlas por antici-
pado o impedirlas. Cada candidatura coronada por el éxito, cuando se la puede seguir
de cabo a rabo, revela gestiones, esperas, protecciones, compromisos y sobornos. En rea-
lidad, la Ferme es una especie de clan familiar donde lazos matrimoniales, parentescos
antiguos y nuevos forman una densa trama. Si se procediese a un estudio genealógico
estricto de esos cuarenta potentados (son exactamente 44, en 1789), vistas sus nume-
rosas alianzas, «no se excluye que [tal] confrontación[ ... ] llegue a reunirlos a todos en
dos o tres, y hasta en una sola familia» 272 • Yo veo en ello una prueba más de esta regla
obsesiva del pequeño número, de esa centralización estructural de la actividad capita-
lista. Estamos aquí en presencia de una aristocracia del dinero que, de una forma na-
tural, franquea la puerta de entrada de la alta nobleza.
La gran prosperidad de la Ferme Générale se produjo aproximadamente de 1726 a
1776, durante médio siglo. Estas fechas tienen su importancia. La Ferme es el resulta-
do del sistema financiero construido, paso a paso, por la monarquía. Al crear sus cua-
dros de «funcionarios» había ofrecido a las finanzas la base de su desarrollo. Potentes
y tenaces sistemas, de origen familiar, se habían establecido y eran duraderos. Pero ~n
el Sistema de Law empieza para los financieros una nueva era de prosperidad inaudit:¡..
No son los especuladores dichos los que constituyen la mayoría de los mississipian~ ~n­
riquecídos, sino las personas establecidas en el mundo de las finanzas. Al mismo tiem-
po, el centro económico de la vida francesa pasa entonces de Lyon a París. Los provin-
cianos alcanzan la capital, y multiplican allí los lazos útiles y amplían el horizonte de
sus intereses y de sus actividades. Nada más característico, desde este punto de vista,
que el ejemplo ya expuesto de los habitantes del Languedoc. Su provincia tiene la dé-
cima parte de la población del reino; ahora bien, constituyen en París, en las finanzas
en sentido amplio (incluidos los proveedores), el grupo más numeroso. Su éxito será
considerable a escala nacional. Pero la historia de Francia, ¿no es en todos los aspectos
(guerra, literatura, política ... ) la fortuna de las provincias que llegan una después de
la otra, como por turnos, al primer plano de la escena?
Está claro que no es la casualidad lo que ha llevado al Languedoc al primer plano
de las finanzas francesas. Sus exportaciones de sal (las salinas de Peccais), trigo, vino,
telas y sedas lo orientan de forma natural hacia el exterior. Otra ventaja: el hecho de
que el mundo de los negocios sea allí tanto protestante como católico. La revocación
del Edicto de Nantes no ha cambiado las cosas más que en apariencia. El lado protes-
tante es el exterior -a la vez Génova, donde los reformados tienen un relevo, Gine-
bra, Frankfurc, Amsterdam, Londres. No hay nada de sorprendente si los hombres de

471
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

negocios católicos dejan a un lado sus susceptibilidades religiosas: la soldadura entre


católicos y protestantes es la soldadura económica necesaria del interior y del exterior.
"Y ésta se impone en todos los cimientos comerciales del reino. Pero en este juego, la
banca protestante acabará por colonizar Francia. Esta se presenta como un capitalismo
de un orden superior, una mezcla de negocios de tal suerte, más amplio que el de las
finanzas francesas que se distancia de ésta y, poco a poco, la cortocircuita. En 1776, la
llegada de Necker a la intervención general de la Hacienda (aunque el título de inter-
ventor [centroleurj no le fuera concedido entonces), es un momento decisivo de todo
el sistema financiero de Francia. Necker es enemigo de la Ferme; el extranjero se le-
vanta contra el manipulador de dinero autóctono.
Lo malo para la finanza francesa es que, al mismo tiempo, se aleja más y más de
sus antiguas costumbres de inversión activa; se repliega sobre sus propias actividades y
pierde visiblemente terreno, incluso a los ojos de un parisiense medio como Sébastian
Mercier: «Lo que hay de singular es que se ha querido absolver a la finanza porque ésta
gana menos hoy en día que antaño, pero es necesario que sus ganancias sean aún in-
mensas, puesto que lucha tan vigorosamente para el mantenimiento de sus ope-
raciones>273.
La Ferme durará hasta la Revolución, que reservará a sus miembros un fin trágico:
34 ejecuciones en floreal, pradial y termidor del año II (mayo-julio 1794). Sus fortunas
llamativas, sus lazos con la alta nobleza, las enormes dificultades financieras del Estado
en vísperas de la Revolución los hacían candidatos a la venganza pública. Ellos no tu-
vieron la suene de tantos negociantes y banqueros de provincias o de; París que supie-
ron disimular sus capitales hasta el momento de convertirse oportunamente en los pro-
veedores y los prestamistas de dinero de los nuevos regímenes.

La política económica de los Estados:


el mercantilismo 274

¿Se puede hablar de una política económica de los Estados europeos, siempre la mis-
ma, cuando su acción es forzosamente diversa y tan dominada por contingencias par-
ticulares, incluso contradictorias? Imaginar esta acción bajo aspectos uniformes y de-
masiado netamente definidos sería ciertamente darle una coherencia que no podría po-
seer. Esto es lo que hace Sombart, en su búsqueda de una imposible ecuación del
mercantilismo.
T. W. Hutchinsonm tiene sin duda razón al invitar a historiadores y economistas
a eliminar la propia palabra mercantilismo, cuna de las palabras terminadas en ismo,
más fastidiosas y más vagas de nuestro diccionario>, tardíamente formada a partir de
la expresión mercantil system, contra el cual Adam Smith se había declarado en guerra
en su obra clásica de 1776. No obstante, la etiqueta, por mala que sea, reagrupa có-
modamente una serie de actos y actitudes, proyectos, ideas y experiencias que marcan,
entre los siglos XV y XVIII, la afirmación primera del Estado moderno frente a los pro-
blemas concretos a los que tiene que enfrentarse. En resumen, según la fórmula de H.
Kellenbenz 276 (1965), cel mercantilismo es la dirección principal de la política económi-
ca [e incluso del pensamiento) en la época de los príncipes absolutos de Europa>. Qui-
zás, en lugar de príncipes absolutos (el término es abusivo), sería major decir Estados
territoriales, o Estados modernos, con el fin de poner énfasis en la evolución que los
ha impulsado a todos hacia su modernidad. Pero por vías y etapas diferentes. A pesar
de que un historiador puede decir (1966), sin riesgo de equivocarse: «Existen tantos mer-

472
La sociedad o •el con¡unto de los ccmjuntos•

cantilismos como mercantilistas» 277 • Esbozado en el siglo XIV, quizás en el siglo XIII con
el sorprendente Federico U de Sicilia278 , presente aún en el siglo XVIII, este mercanti-
lismo de duración demasiado larga no es ciertamente un «sistema» fácil de definir de
una vez por todas, con la coherencia que le presta Adam Smith para mejor
confundirlo 279 •
Un estudio preciso debería hacer distinciones según los lugares y las épocas. Ya Ri-
chard Hii.pke habrá hablado, del siglo XIII al siglo XVIII, de un Früh, de un Hoch (en
la época de Colbert) y, después de la muerte de éste (1683), de un Spiitmerkantili.r-
mus280. Henri Hauser señalaba en sentido inverso un «colbertismo antes de Colbert» 281 •
De hecho, el mercantilismo, no es más que el empuje insistente, egoísta, rápido y ve-
hemente del Estado moderno. «Son los mercantilistas», afirma Daniel Villey, cquienes
han inventado la nación» 282 , a menos que sea la nación o la pseudo-nación en gesta-
ción la que, al inventarse ella misma; haya inventado el mercantilismo. En todo caso,
es fácil para el mercantilismo dárselas de ser una religión de Estado. Para burlarse de
todos los economistas oficiales, el príncipe de Kaunitz, uno de los grandes servidores
de María Teresa, no vacilaba en calificarse como un «ateo de la economía»m.
De todas formas, desde que hubo un empuje de nacionalismo, de defensa a lo lar-
go de las fronteras mediante derechos de aduana en ocasiones «violentosi. 284 , desde que
se pudo d_etectar una forma de egoísmo nacional, el mercantilismo pudo reivindicar su
papel. Castilla prohibe sus exportaciones de trigo y de ganado en 1307, 1312, 13 51,
13 71, 13 77, 1390 285 ; igualmente Francia bloquea la exportación de granos bajo el rei-
nado de Felipe el Hermoso en 1305 y 1307. Mejor aún, en el siglo XIII existe un Ac-
ta de navegación aragonesa, antecesora de la inglesa; en Inglaterra, a partir de 1355 286 ,
se prohíbe la importación de hierro extranjero; a partir de 1390, el Statute o/ Employ-
menl niega a los extranjeros el derecho a exportar oro o plata, debiendo transformar
sus beneficios en mercancías inglesas 287 • Y si se analizase cuidadosamente la historia co-
mercial de las ciudades italianas, se encontraría sin duda una gran cantidad de medidas
análogas. No hay pues nada de nuevo en las grandes decisiones del mercantilismo clá-
sico: el Acta de navegación inglesa de 1651; los derechos impuestos por Colbert sobre
el tonelaje de los navíos extranjeros (1664, 1667); o el Produktplakat que establecía
en 1724 los derechos del pabellón nacional de Suecia288 y excluía a los barcos holan-
deses que, hasta entonces, habían traído la sal del Atlántico. La sal importada dism;i-
nuyó en cantidad, aumentó en precio, pero el golpe asestado al competidor favorecic;>
el desarrollo de una marina sueca que pronto se iba a ver en todos los mares del m13n-
do. Tanto es así que el mercantilismo no es finalmente más que la política de cada uno
para sí. Montaigne y Voltaire lo dijeron, el primero sin pensarlo mucho, hablando en
general: «La ventaja de uno no puede ser más que el perjuicio del otro»; el segundo,
claramente: «Está claro que un país no puede ganar sin que otro pierda» (1764).
Ahora bien, la mejor manera de ganar según los Estados mercantilistas, es atraer
hacia sí una parte, la más considerable posible, del stock mundial de metales preciosos
e impedir luego que salga del reino. Este axioma de que la riqueza de un Estado corres-
ponde a una acumulación de metales preciosos dirige en realidad toda una política de
multiples consecuencias e implicaciones económicas. Guardar para sí sus materias pri-
mas; trabajarlas, exportar. productos manufacturados, reducir mediante aranceles pro-
teccionistas las importaciones extranjeras -esta política que se nos aparece como una
política de crecimiento por la industrialización está, en realidad, guiada por otras mo-
tivaciones. Ya un edicto de Enrique IV (antes de 1603) proponía el desarrollo de las
manufacturas «por ser el único medio de no transportar fuera del reino el oro y la plata
para enriquecer a nuestros vecinos» 289. F. S. Malivsky, abogado del territorio de Brno,
enviaba al emperador Leopoldo 1, en 1663, un voluminoso informe en el cual indicaba
que «la Monarquía de los Habsburgo pagaba al extranjero anualmente millones por roer-

473
L¡¡ sociedad o ·el conjumo de los conjuntos•

Jean-Baptiste Colben, de CI. Lefebvre. (Museo de Versal/es. Colección Viollet.)

474
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

candas extranjeras que le hubiera sido posible producir en el país» 290 • Para Le Pottier
de La Hestroy (septiembre de 1704), el problema es de una luminosa simplicidad: si
el exceso de la balanza se traduce por .la llegada de mercancías, cestas mercancías no
pueden servir más que para el lujo y la sensualidad de los habitantes y de ninguna for-
ma para enriquecer el Reino, porque finalmente las mercancías se destruyen por el uso.
Por el contrario, si el intercambio se hace en plata, que no se destruye por el uso, la
plata debe quedarse en el reino y, al aumentar todos los días más y más, debe hacer
que el Estado se vuelva rico y poderosm~ 291 • Siguiendo esta opinión, Werner Sombart
anticipa que «desde las Cruzadas hasta la Revolución Francesa», ha habido, entre el
Estado y las minas de plata o los lavaderos de oro, una estrecha dependencia: cen otros
términos, tanta plata (y más tarde oro), tanta fortaleza del Estado:., so viel Silber
(spiiter Gold), so viel Staat/29 2 •
Así pues, la idea de no malgastar sus reservas monetarias obsesiona a los Estados.
El oro y la plata son «unos tiranos», decía Richelieu 293. En una carta fechada el 1 de
julio de 1669 294 , Colbert, primo del gran Colbert, antiguo intendente de Alsacia, em-
bajador de Luis XIV en Londres, comenta la decisión del gobierno inglés que prohíbe
a Irlanda la exportación de sus bueyes. Esto priva a Francia y a su marina de un abas-
tecimiento a buen precio de barriles de carne de buey salada. ¿Qué hacer? ¿lmponar
bueyes de Suiza o de Alemania, «como lo he visto efectivamente practicar por los car-
niceros cuando estaba en Alsacia»? Quizás. Pero «más vale comprar la carne de buey
muy cara a los súbditos del rey, ya sea para los navíos o para las necesidades de los par-
ticulares, que obtener a menor precio la carne extranjera. El dinero que se gasta en el
primer caso se queda dentro del reino y sirve como medio para que los súbditos pobres
de su Majestad paguen sus cánones, de forma que el dinero vuelva a las arcas del rey
en vez de que salga del reino». Evidentemente, ésos son lugares comunes, como las ma-
nifestaciones del otro Colbert, el verdadero, que juzgaba a «todo el mundo [ ... ] acorde
en reconocer que la grandeza y el poderío de un Estado se miden únicamente por la
cantidad de dinero que posee» 295 • Cincuenta años antes, el 4 de agosto de 1616, don
Hernando de Carrillo recordaba a Felipe lII que «todo se mantiene a fuerzas de dine-
ro ... y la fuerza de Su Majestad consiste esencialmente en el dinero; el día en que el
dinero falte, se perderá la guerra» 296. Palahras que son evidentes por sí mismas, sin du-
da, en boca del presidente del Consejo de Hacienda de Castilla. Pero el equivalenq; se
encontrará, diez veces de cada una, en la pluma de los contemporáneos de Richeli,eu
o de Mazarino. «Vos sabéis, Monseñor», escribe al canciller Séguier (26 de octubre áe
1644) el relator del Consejo de Estado Baltazar que éste ha enviado en misión a MÓnt-
pellier, «que de la manera como se hace ahora la guerra, el último grano de trigo, el
último escudo y el último hombre sirven de mucho» 297 Es cierto que la guerra, cada
vez más costosa, ha influido en el desarrollo mercantilista. Con el progreso de la ani-
llería, de los arsenales, de las flotas de guerras, de los ejércitos permanentes, del ane
de las fonificaciones, los gastos de los Estados modernos se disparan. La guerra repre-
senta más y más dinero. Y el dinero, la acumulación del metal precioso, se conviene
en una obsesión, motivo principal de sabiduría y juicio.
¿Hay que condenar esta obsesión resueltamente como pueril? ¿Hay que considerar,
con una óptica moderna, que era absurdo, incluso pernicioso contener y vigilar el flujo
de los metales preciosos? ¿O bien es el mercantilismo la expresión de una verdad bá-
sica; a saber, que los metales preciosos han servido, durante siglos, de garantía y de
motor para la economía del Antiguo Régimen? Sólo las economías dominantes dejan
circular libremente las especies monetarias: Holanda en el siglo XVII, Inglaterra en el
siglo XVIII, las ciudades mercantiles de Italia algunos siglos antes (en Venecia, la plata
y el oro entraban sin dificultad y volvían a salir con la condición de haber sido reacu-
ñados en la Zecca). ¿Llegaremos a la conclusión de que la libre circulación de metales

475
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

preciosos, siempre excepcional, ha sido la elección inteligente de la economía domi-


nante, uno de los secretos de su grandeza? ¿O bien, al contrario, que sólo la economía
dominante podía permitirse el lujo de una libertad semejante, sin peligro para ella sola?
Según los historiadores, Holanda no habría conocido ninguna forma de mercanci-
lismo298. Esto es posible y, sin embargo, es mucho decir. Es posible, puesto que Ho-
landa ha tenido esa libertad de acción que confiere el poder. Con las puertas abiertas,
no temiendo a nadie, no teniendo ni siquiera necesidad de reflexionar demasiado so-
bre el sentido de su acción, Holanda es objeto de meditación más aún para los demás
que para ella misma. Pero esto es mucho decir, pues el ejemplo de las demás políticas
es contagioso, el espíritu de represalias es natural. La fuerza holandesa no excluye in-
quietudes, detenciones ni ciertas tensiones. La tentación mercantilista se impone a ella
entonces: de esta forma quedará resentida bruscamente por las rutas nuevas y moder-
nas construidas en 1768 a través de los Países Bajos austriacos 299. Más aún, al acoger
con los hugonotes franceses sus industrias de lujo, Holanda se ingeniará la forma de
protegerlas300 • ¿Ha sido razonable el cálculo en el contexto de las actividades holande-
sas? Isaac de Pinto sostiene que hubiera sido mejor permanecer fiel a un «comercio de
economía», a un régimen de puertas abiertas, y acoger sin demasiadas restricciones los
productos industriales de Europa y la India1° 1•
A decir verdad, Holanda no podía evadirse del espíritu de su tiempo. Sus liberta-
des comerciales no son más que una apariencia. Toda su actividad conduce a monopo-
lios de hecho, que Holanda vigila atentamente. Por otra parte, en su imperio colonial,
esta nación se ha comportado como las demás, peor aún que las demás. Así pues, to-
das las colonias de Europa han sido consideradas como cotos vedados sometidos al ré-
gimen del Exclusivo. Si no se infringe la regla, no se forjará ni un clavo de hierro, ni
se fabricará ninguna pieza de tela en la América española, por ejemplo, a menos que
la metrópoli lo autorice. Afortunadamente para las cólonias, éstas están a varios meses,
incluso a años de navegación de Europa. Esta distancia por sí sola es creadora de liber-
tad, para algunos al menos: las leyes de Indias, se decía en la América española, son
como telas de araña: los pequeños resultan cogidos, no los grandes.
Pero volvamos a la cuestión: el mercantilismo ¿fue un simple error de juicio, una
obsesión de ignorantes que no comprendían que los metales preciosos no son la sus-
tancia del valor, que la sustancia del valor es el trabajo? Esto no es tan seguro, pues la
vida económica se desarrolla sobre dos planos: la circulación del dinero y la circulación
del papel, si se puede confundir bajo este cómodo nombre (como lo hacían los fran-
ceses del siglo XVlll ante el gran escándalo de Isaac de Pinto) todos los títulos «artifi-
ciales:. de crédito. De estas dos circulaciones, la una está por encima de la otra. Todo
el alto nivel pertenece al papel. Las operaciones de los tratants, de los banqueros, de
los negociantes se expresan, en lo esencial, en este lenguaje superior. Pero en el plano
de la vida diaria no se utilizará más que dinero contante y sonante, bueno o malo. En
este nivel, en esta planta baja, el papel se acepta mal, circula mal. No habrá forma de
mover a los pequeños transportistas que van a llevar la artillería francesa a Saboya, en
1601, con papeP02 • No se podrá reclutar ni un soldado ni un marino pagando con pa-
pel. Ya en 1567, cuando el Duque de Alba llega a los Países Bajos con su ejército, los
sueldos y los gastos se pagan con oro, obligatoriamente en oro, tal como Felipe Ruiz
Martín fo ha demostrado hace tiempo 303 • Sólo a partir de 1598 el soldado, a falta de
otra cosa mejor, aceptará el metal blanco. Pero en cuanto lo recibe, enseguida que pue-
de lo cambia por oro. Para el soldado es una ventaja, una necesidad, tener su fortuna
consigo en forma de algunas pequeñas monedas para meterlas en su bolsa o en su cin-
turón. La guerra implica piezas de oro o de plata, tan indispensables como el pan.
Cuando el papel llega obligadamente a manos de las gentes humildes, sean quie-
nes fueren, hay que transformarlo, cueste lo que cueste, en monedas de oro, de plata

476
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Pago de la sol.iada a los soldados del ejército, de Callot. (Foto Bulloz.)

1\
.,
1

o incluso de cobre. La correspondencia de d' Argenson, teniente de policía, conservada


en pane desde 1706 hasta 1715, nos foforma de manera monótona e insistente sobre
los pequeños estafadores, los «oscuros usureros que negocian billetes de moneda [emi-
tidos por el gobierno real] con la mitad de pérdida» 304 • A estos traficantes mediocres
no les falta trabajo. Con los pobres o con los ricos. Para convencerse de que la práctica
era corriente (a pesar de las diferencias de cambio que ésta tiende por otra parte a ha-
cer aumentar), basta con leer las correspondencias comerciales de aquel tiempo. En la
contabilidad de lo~ barcos de Saint-Malo, que hemos mencionado anteriormente (págs.
325 y 380), se puede leer según está escrito en 1709: «para 1.200 libras de billetes mo-
neda [... ] teniendo el 40% de pérdida en dichos billetes [ ... ] no les reconocemos más
que ... 720 libras». Y además, en el mismo año: «para 16.800 libras de billetes moneda
[ ... ]a 40% de agio[ ... ) quedan 10.080 libras netas:. 30).
Verdad para Francia, se pensará, de un país retrasado en el plano de la técnica eco-
nómica puesto que, aun a principios del siglo XIX , el público parisino acepta con re-
paros los billetes del Banco de Francia. Pero incluso en la Inglaterra del siglo XVIII, el
papel-moneda es mal aceptado a veces. Por ejemplo, a los marinos de la Royal Navy,
que cobran hasta cuatro libras al mes, se les paga en billetes cuando regresan a tierra.

477
La sociedad o ~el conjunto de los conjuntos•

Es un hecho que estos billetes les gustan poco, puesto que a un cambista astuto, Tho-
mas Guy, se le ocurre aprovecharse de ello. Este frecuenta en Rotherhite, suburbio de
Londres, las tabernas de los marineros, les compra sus billetes con dinero contante y
sonante y se conviene en uno de los hombres más ricos de Londres 306 •
Como dice IJ. Dessen, hay pues muchas personas para las que, sin duda alguna,
«la moneda metálica es la única verdadera dimensión de todas las cosas» 3º7 • En estas
condiciones, nosotros diremos que el mercantilismo se calca sobre las posibilidades de
acción de Estados en vías de creación y desarrollo. Las necesidades económicas, en su
realidad ordinaria y mayoritaria, les obligan a utilizar, a valorar el mee.al precioso. Sin
él, se produciría con demasiada frecuencia la parálisis.

El Estado inacabado frente


a la sociedad y la cultura

En el momento de concluir estas explicaciones, es necesario que el lector sea cons-


ciente de lo que está en juego y elija una de las dos posturas siguientes;
. La primera postura consiste en pensar que todo ha dependido del Estado -la mo-
dernidad de Europa y, de rebote, la del mundo, incluyendo en esta modernidad el ca-
pitalismo que es su producto y la causa eficiente. Esto equivale a adherirse a la tesis de
Werner Sombart, en sus dos libros Luxus und Kapitalismus (1912) y Krieg und Kapi-
tlJ/ismus (1913), dos libros que reconducen con vehemencia la génesis del capitalismo
a la potencia del Estado, pues el lujo es ante todo, durante siglos, el lujo de Ja Corte
principesca, o sea del Estado en su mismo centro; y la guerra, que no acaba de au-
mentar sus efectivos y sus medios, mide el crecimiento vigoroso y tumultuoso de los
Estados modernos. Esto equivale también a suscribir la opinión general de los historia-
dores -las excepciones confirman la regla 308- que comparan al Estado moderno con
el ogro de la fábula, con Gargantúa, Moloch, Leviathan ...
Otra postura consistiría en defender, y sin duda con mayor razón, lo inverso, el Es-
tado inacabado, completándose como puede, no pudiendo ejercer él mismo todos sus
derechos, ni cumplir todas sus tareas, obligado, de hecho, a dirigirse a otras personas,
sufriendo las consecuencias.
Si esta obligación se impone a él en todas las direcciones es ante todo porque no
dispone de un aparato administrativo suficiente. La Francia monárquica no es más que
un ejemplo entre todos los demás. Hacia 1500, si damos crédito a la estimación más
bien optimista de un historiador 309 , Francia disponía de 12.000 personas a su servicio,
para una población de 15 a 20 millones de habitantes. Y esta cifra de 12.000 puede
constituir un tope que, al parecer, nunca se sobrepasó bajo el reinado de Luis XIV. Ha-
cia 1624, un buen observador un poco desencantado, Rodrigo Vivero 310 , indica que el
Rey Católico nombra «70.000 plazas, oficios y dignidades», en una España menos po-
blada que Francia pero que posee un enorme Imperio. La burocracia moderna, a la
que se refiere Max Weber, es pues esta reducida población. Y en realidad, ¿se trata de
una burocracia en el sentido actual de la palabra? 311
Nadie garantizará estas cifras de 12.000 ó 70.000 personas al servicio del Rey Muy
CristiatJ.o o del Rey Católico. También es verdad que el Estado moderno, a partir de
esta base, no cesa de extender los círculos de su acción, sin que, por otra parte, jamás
logre incluir a la nación entera. Pero este esfuerzo y muchos otros análogos son batallas
perdidas de antemano. En Francia, el intendente, que es en cada generalidad el repre-
sentante directo del gobierno central, apenas tiene colaboradores y subdelegados. De
ahí la necesidad de que el hombre del Rey alce su voz para que sea comprendido y

478
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

obedecido, y de que tan a menudo adopte actitudes ejemplares. El mismo ejército es


insuficiente, aun en tiempos de guerra, a fortiori en tiempos de paz. En 1720, para
desplegar el cordón sanitario que habría de proteger al país de la peste de Marsella, se
emplean todas las gendarmerías y todas las tropas regulares. Se abandona el país y sus
fronteras 312 • ¿No se pierden todas estas acciones en un espacio cien veces más vasto re-
lativamente que hoy en día? Todo se diluye y se utiliza su fuerza en esto.
La monarquía francesa no salva las apariencias más que poniendo a su servicio la
sociedad o las sociedades y, lo que es más, la cultura, la sociedad, es decir las clases que
dominan por su prestigio, sus funciones, su riqueza; la cultura, es decir esos millones
de voces, esos millones de oídos, todo lo que se dice, se piensa o se repite desde un
extremo al otro del reino.
Las estructuras sociales cambian tan lentamente que el esquema de Georges Gur-
vitch, imaginado para el siglo XIII, aún puede servir de guía. Incluso en 1789, se des-
tacan cinco sociedades hacia los altos planos de la jerarquía: las gentes del rey, la aris-
tocracia con carácter feudal, la clase de los señores, las ciudades, las buenas ciudades y
finalmente la Iglesia. Con cada una de ellas, la monarquía ha encontrado un compro-
miso, un modus vivendi. La Iglesia es fuerte -¿puede decirse que fue comprada por
dos veces al menos y a buen precio: por el Concordato de 1516 que autoriza a la mo-
narquía a nombrar a los altos dignatarios del clero (pero entonces la monarquía escoge
entre Roma y la Reforma, una decisión dramática, quizás inevitable, pero de grandes
consecuencias); y de nuevo, en 1685, con ocasión de la revocación del Edicto de Nantes
que cuesta al reino una parte importante de su prosperidad? Para la nobleza señorial
y la alta nobleza, el oficio de las armas es, sin embargo, una carrera bastante larga, en
una época de guerras continuas. Y la corte y la mina de las pensiones son un cebo cons-
tante. No sabríamos decir, por otra parte, hasta qué punto, con independencia de este
juego, se suelda la monarquía a su o a sus noblezas. El sociólogo Norbet Elias piensa
que una sociedad está para siempre marcada, determinada por sus períodos anteriores
y no menos fuertemente por sus primeros or(genes. Así, pues, la monarquía ha salido
del magma de la feudalídad. El rey de Francia era un señor como los demás que pos-
teriormente se distinguió de ellos, elevándose por encima de ellos, sirviéndose de su
lenguaje, de sus principios para sobrepasarlos. La realeza permanece así marcada por
sus orígenes, «la nobleza le es consustancial». La realeza lucha contra la nobleza 1pero
no rompe con ella; la aprisiona en las fastuosidades de la Corte, pero se aprísiona"con
ella. La monarquía desarraiga a la nobleza; no hace nada, sino al contrarío, por abrirle
francamente las puertas del comerciq. Pero de resultas de esto, la toma .a su cargo.
Con respecto a las ciudades, la monarquía ha multiplicado sus mercedes, sus privi-
legios, es libre de agobiarlas con impuestos, de apoderarse de una parte de sus ingre-
sos. Pero las ciudades se benefician del mercado nacional que poco a poco se afianza.
Lo.s patriciados y las burguesías de las ciudades tienen el monopolio del comercio, ¿es
poco esto? Finalmente, el rey vende a la «mercancía» una parte de su poder. Los fun-
cionarios del rey salen de las buenas ciudades. Compran sus cargos y pueden revender-
los o cederlos a sus herederos. La venalidad de los cargos conduce a una feudalización 313
de una parte de la burguesía. Un cargo es una parcela de la autoridad pública, aliena-
da por el Estado, como antaño se había dado la tierra en feudo. La venalidad es la fa-
bricación de una sociedad monárquica que se construye y se eleva como una pirámide.
Los niveles superiores representan la nobleza de toga, ambigua, importante, que no
ha sido creada por un capricho de reyes, sino por el simple desarrollo, bastante lento
en verdad, de un núcleo administrativo y de las necesidades del Estado.
A medida que la venalidad de los cargos se generaliza adquiere confianza toda una
clase burguesa, especialmente en Francia. El Estado es para ese país una máquina de
fabricar ricos. Una parte importante de la fortuna francesa sale de allí. Por otra parte,

479
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

se diría lo mismo de la mayoría de los países -ya sea o no venal el cargo-, de Ingla-
terra, de las Provincias unidas, de los Países Bajos católicos. En España, la venalidad
afecta sólo a los empleos de poca importancia de las ciudades, los de los regidores. Pero
precisamente son los funcionarios, nobles o ennoblecidos de «campana» como diríamos
en Francia, los que a la vuelta de los siglos XVI-XVII se aprestan a despedazar a la no-
bleza establecida, a apoderarse de sus tierras y a progresar hacia lo alto de la sociedad.
Y, por otra parte, ¿quién presta a los hombres de negocios extranjeros sino estos nue-
vos ricos? Y en el siglo XVII, ¿quién refeudalizó y medio vació los campos castellanos
sino ellos? Asimismo, en una ciudad como Venecia, la venalidad de los cargos no exite
más que a un nivel inferior, a la usanza de los cittadini, esos «burgueses». Las magis-
traturas ejercidas por los nobles son generalmente de corta duración y se suceden como
un cursus honorum a la antigua usanza. Lo cual no impide que los nobles se ocupen
indirectamente de la percepción de los impuestos del Señorío, de la práctica del co-
mercio, de dirigir sus vastas propiedades.
Esta parte muy reducida de la sociedad que encuadra en el marco del Estado en-
cuentra en sus funciones una fuerza suplementaria. El cargo es para la burguesía lo que
la Corte es para la alta nobleza, una satisfacción de amor propio y un medio para me-
drar. Este éxito es el de linajes de una extrema perseverancia. De esta forma, conjuntos
de familias llegan a sustituir al Estado-. Si éste es vigoroso, la prueba se desarrolla sin
demasiados perjuicios para el mismo. Esto es lo que sugiere una refle:irión pertinente
de J. van Klaveren 314 ; a saber, que la venalidad de los cargos, aun en Francia, donde
prolifera más que en otras partes, no entraña ipso facto ni la corrupción ni la dismi-
nución catastrófica de la autoridad pública. El oficio, que es un bien transmisible, tam-
poco se administra con la prudencia de un padre de familia atento a salvaguardarlo to-
do. Pero un monarca tal como Luis XIV detrae, por medio de los cargos, una parte de
los patrimonios burgueses -es una especie de impuesto eficaz; por otra parte, protege
a las clases inferiores contra eventuales exacciones. Los funcionarios son controlados con
bastante firmeza.
Después del reinado autoritario de Luis XIV, sin embargo, las cosas degenerarán
demasiado deprisa en un sentido negativo. A partir de mediados del siglo XVIII, la opi-
nión pública ilustrada se levanta contra la venalidad de oficios. Esta venalidad, que en
algún tiempo fue benéfica al régimen monárquico, deja de serlo315 • Estó no impide
que en 1746 se hable, en Holanda, para luchar contra la oligarquía de las ciudades y
su corrupción, de establecer un régimen a la francesa 316 •
Así pues, la monarquía en Francia -y en toda la Europa moderna- es toda la so-
ciedad. Deberíamos decir quizás, ante todo, la alta sociedad. Pero por medio de ella,
la masa de los súbditos es sometida.
Toda la sociedad, pero también toda la cultura, o poco le falta. La cultura, bajo el
punto de vista del Estado, es un lenguaje ostentatorio y que incita, que debe incitar.
La coronación en Reims, la curación de las escrófulas, los palacios de magnificencia 317 ,
son triunfos admirables, garantías de éxito. Mostrar al rey: es otra política ostentatoria
y que gana siempre. De 1563 a 1565, durante dos años, Catalina de Médicis se obsti-
na, a través de todo el reino, en presentar al joven Carlos IX a sus súbditos 318 • ¿Qué
deseaba Cataluña en 1575? 319 «Ver el rostro a su rey.» Un libro español de preceptos
que se remonta a 1345 afirmaba ya que «el Rey es para el Pueblo lo que la lluvia es
para la tictra.» 320 • Y la propaganda pronto ofrece sus servicios, una propaganda tan vie-
ja como el mundo civilizado. En Francia, tendríamos de sobra donde escoger al res-
pecto. «Nosotros nos consideramos», dice un libelista de 1619321 , «como pequeños mos-
quitos comparados con este águila real. ¡Que castigue, que mate, que corte en pedazos
a los que son rebeldes a sus mandamientos! Aun cuando fueran víctimas de ello nues-
tras mujeres, nuestros hijos y parientes próximos~. ¿Quién podría expresarlo mejor? Sin

480
La sociedad o •el nmjunto de los conjuntos•

,,,
.,

El jo'l!en rey Carlor IX. (Foto N.D. Roger-Viollet.)

embargo, habremos de alegrarnos de que de vez en cuando haya habido algunas notas
discordantes. «¿No oís», mi querido lector, «las trompetas, los oboes y la música de la
marcha de nuestro gran monarca, tarará, tarará, tarará? Sí, es incomparable, es inven-
cible quien viene a hacerse coronar>, en Reims, donde vive y escribe nuestro burgués
comerciante, Maillefer 322 (3 de junio de 1654). ¿Habría que ver en él al burgués típico
que Erncst labrousse describía como una reprimido social?m El burgués que ha sido

481
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos»

a veces panidario de la Liga, a veces jansenista324 , a veces partidario de la Fronda. Pero,


hasta el gran movimiento del Siglo de la Ilustración, lo más frecuente es que gruña a
puerta cerrada.
Sobre este terreno operacional de la cultura y de la propaganda, tendríamos que
decir muchas cosas. Del mismo modo que sobre la forma que ha adoptado la oposición
ilustrada: parlamentaria, hostil al absolutismo real o al privilegio nobiliario, pero no al
privilegio del capital. Volveremos a tratar sobre esto. Pero tampoco introduciremos, en
el debate, el patriotismo y el nacionalismo. Son todavía recién llegados, están casi en
su primera juventud. No están en absoluto ausentes entre los siglos XV y XVIII, máxi-
me cuando las guerras no dejan de favorecer su desarrollo, de avivar su llama. Pero no
nos anticipemos. Tampoco inscribamos la Nación en el activo del Estado. Como siem-
pre, la realidad es ambigua: el Estado crea la Nación, le da un marco, una entidad.
Pero lo inverso es cierto y, por mil conductos, la Nación crea el Estado, le aporta sus
aguas vivas y sus pasiones violentas.

Estado, economía,
capitalismo

Andando camino hemos dejado también de lado toda una serie de problemas in-
teresantes, pero ¿valía la pena que nos detuviéramos a analizarlos detalladamente? Así
pues, ¿hubiera tenido yo que decir bullionismo cada vez que los metales preciosos es-
tán de actualidad, y no mercantilismo? Cuando éste implica obligatoriamente a aquél
que, cualesquiera que sean las apariencias, es su razón de ser. ¿Hubiera sido necesario
decir y repetir fiscalismo cada vez que el impuesto está en juego? Pero elftscalismo ¿no
acompaña siempre al Estado, que es, como decía Max Weber 325 , una empresa, al mis-
mo título que una fábrica y, por .esto, obligado a pensar sin cesar en sus entradas de
dinero, nunca suficientes, según hemos visto?
Finalmente, y por encima de todo, ¿había que dejar detrás, sin respuesta formal,
la pregunta formulada con tanta frecuencia? El Estado, ¿ha promovido o no el capita-
lismo? ¿Lo ha impulsado hacia adelante? Incluso si hay reservas sobre la madurez del
Estado moderno, si como consecuencia del espectáculo de la actualidad, se toman sus
distancias con respecto a él, hay que darse cuenta de que, entre los siglos XV y XVIII,
el Estado concierne a todo y a todos, que es una de las nuevas fuerzas de Europa. Pero,
¿el Estado lo explica todo, somete todo a su orden? No, mil veces no. Por otra parte,
¿no cuenta la reciprocidad de las perspectivas? El Estado favorece el capitalismo y acu-
de en su socorro -sin duda. Pero invirtamos la afirmación: el Estado desfavorece el
desarrollo del capitalismo que, a su vez, es capaz de estorbarlo. Las dos cosas son exac-
tas, sucesiva o simultáneamente, siendo siempre la realidad una complicación previsi-
ble e imprevisible. Favorable, desfavorable, el Estado moderno ha sido una de las rea-
lidades en medio de las cuales el capitalismo ha recorrido su camino, ·unas veces estor-
bado, otras veces favorecido, y bastante a menudo progresando en terreno neutro. ¿Có-
mo podría ser esto de otro modo? Si el interés del Estado y el de la economía nacional
en su conjunto coinciden a menudo, siendo, en principio, la prosperidad de sus súb-
ditos condición de los beneficios de la empresa-Estado; el capitalismo se encuentra
siempre en la parte de la economía que tiende a insertarse en medio de las corrientes
más intensas y más rentables de los negocios internacionales. Juega así sobre un plano
mucho más vasto que el de la economía de mercado ordinaria, ya lo hemos dicho, y
que el del Estado y sus preocupaciones particulares. Naturalmente, es por esto que los
intereses capitalistas, tanto ayer como hoy, transgreden los del espacio restringido de

482
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

la Nación. Esto falsea o, por lo menos, complica el diálogo y las relaciones entre el Ca-
pital y el Estado. En Lisboa, que he elegido como ejemplo con preferencia a otras diez
ciudades, no se ve que el capitalismo de los negociantes, de los hombres de negocios,
de los poderosos, se agite, manifieste su existencia. Y es que, para el capitalismo, lo
esencial ocurre en Macao, puerta secreta abierta a China, en Goa enclavada en la India,
en Londres que impone sus mandamientos y sus exigencias, en la lejana Rusia cuando
se trata de vender un diamante de un tamaño excepcionalmente grande 326 , y en el vas-
to Brasil esclavista de los propietarios de plantaciones, de los buscadores de oro y de
los garimpeiros (buscadores de diamantes). El capitalismo está siempre calzado con bo-
tas de siete leguas o, si se prefiere, tiene las piernas interminables de Micromegas. El
tercer y último volumen de esta obra tratará, ante todo, de esta dimensión.
La conclusión, por el momento, es que el aparato del poder, potencia que atraviesa
e inviste todas las estructuras, es mucho más que el Estado. Es una suma de jerarquías,
políticas, económicas, sociales, culturales, un montón de medios coercitivos o por me-
dio de los cuales el Estado puede siempre hacer sentir su presencia, o que representan
a menudo la piedra angular del conjunto, o de los que no es casi nunca el único due-
ño327. Puede incluso suceder que se eclipse, que se rompa; pero siempre deberá ser re-
constituido, se reconstituye indefectiblemente, como si fuera una necesidad biológica
de la sociedad.

483
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

LAS CIVILIZACIONES
NO DICEN SIEMPRE NO

Las civilizaciones o las culturas -las dos palabras se confunden aquí sin perjuicio-
son océanos de costumbres, de obligaciones, de aquiescencias, de consejos, de afirma-
ciones, realidades todas que, a cada uno de nosotros, nos parecen personales y espon-
táneas, cuando a menudo nos vienen de muy lejos. Son una herencia al igual que la
lengua que hablamos. En una sociedad, cada vez que las grietas o los abismos tienden
a abrirse, la omnipresente cultura las colma, o al menos las disimula, acaba de apri-
sionamos en nuestra tarea. Lo que Necker decía de la i;eligión (corazón mismo de la
civilización): es para los pobres «una cadena potente y un consuelo diario» 328 , se puede
decir de la civilización y para todos los hombres.
En Europa, cuando la vida renace con el siglo XI, la economía de mercado, la so-
fisticación monetaria son otras tantas novedades «escandalosas». En principio, la civili-
zación, antiguo personaje, es hostil a la innovación. Esta dirá no al mercado, no al ca-
pital, no al beneficio. O por lo menos albergará sospechas, reticencias. Después, al pa-
sar los años, se renuevan las exigencias y las presiones de la vida cotidiana. La civiliza-
ción europea se ve presa en un conflicto permanente que la descuartiza. Le llega en-
tonces el momento de dar, de buen grado, luz verde. Y esta experiencia no es sólo la
del Occidente.

Otorgar un lugar a la difusión cultural:


el modelo del Islam

Una civilización es a la vez permanencia y movimiento. Presente en un espacio, se


mantiene en él, se aferra a él durante siglos. Al mismo tiempo, acepta ciertos bienes
que le proponen las civilizaciones vecinas o lejanas y difunde sus propios bienes fuera
de ella. La imitación, el contagio actúan al igual que ciertas tentaciones internas contra
la costumbre, lo que ya está hecho, lo que ya es conocido.
El capitalismo no escapa a esas reglas. En cada instante de su historia, es una suma
de medios, de instrumentos, de prácticas, de hábitos de pensamiento que son, sin dis-
cusión, bienes culturales y que, como tales, viajan y se intercambian. Cuando Luca Pac-
cioli publica en Venecia su De Arithmetica (1495) resume, por lo que respecta a la con-
tabilidad por partida doble, soluciones conocidas desde mucho tiempo atrás, como en
Florencia desde finales del siglo XIIl 329. Cuando Jakob Fugger der Reiche reside en Ve-
necia, estudia allí la partida doble que se llevará en sus equipajes a Augsburgo. Final-
mente, la partida doble ha conquistado, por un medio o por otro, una parte de la Eu-
ropa mercantil.
La letra de cambio se ha impuesto también de ciudad en ciudad, por difusión, a
partir de las ciudades italianas. Pero, ¿no viene de mucho más lejos? Para E. AshtorH0
la s11tfoya islámica no tiene nada que ver con la letra de cambio del mundo occidental.
Esta difiere profundamente en su textura jurídica. Concedido. Pero indudablemente
existe mucho antes que la letra de cambio europea. ¿Cómo suponer que los comercian-
tes italianos, que han frecuentado muy tempranamente los puertos y mercados del Is-
lam, hayan desatendido este medio de asegurar, mediante un simple escrito, la trans-
ferencia a un punto lejano de cierta suma de dinero? La letra de cambio (cuya inven-
ción se atribuyen a los italianos) resuelve en Europa el mismo problema, ~1 bien, en

484
La mciedad o •el conjunto de los conjuntos•

Comercio en las escalas de Levante, según una miniatura de los Voyages de Marco Polo. (Colec-
ción Viollet.)

realidad, ha tenido que adaptarse a condiciones que no son las del Islam, principal-
mente por lo que respecta a las prescripciones de la Iglesia que prohíben el préstamo
a interés. No obstante, su origen oriental me parece probable. •,
Igualmente podría ser de origen oriental la asociación mercantil del tipo commen-
da, muy antigua en el Islam (el Profeta y su mujer, una viuda rica, habían constituido
una commenda) 331 , que es la forma ordinaria de comercio con puntos lejanos, hasta la
India, Insulindia y China. Lo cierto es que, espontánea o tomada prestada, la com-
menda no aparece en Italia hasta los siglos XI·XII. Entonces va de una ciudad a otra y
la volveremos a encontrar sin sorpresa en las ciudades hanseáticas, en el siglo XIV, mo-
dificada no obstante, pues las influencias locales desempeñan su papel. Frecuentemen-
te, en Italia, el socio industrial -la persona contratante que pone su trabajo y viaja
con la mercancía- participa en el beneficio de la operación. Mientras que en las zonas
hanseáticas, el Diener recibe ordinariamente una cantidad fija de quien ha proporcio-
nado el capital; de esta forma tiene las características de un asalariado 332 • Pero también
se presentan casos de participación.
Existe pues, a veces, una alteración en el modelo. Y, en algunos casos, también exis-
te la posibilidad de la imposición de una misma solución, aquí y allá, sin que haya
habido forzosamente empréstito. Los siglos oscuros de Ja Alta Edad Media occidental
nos ocultan en este caso la plena certeza de esto. Pero, dadas las costumbres itinerantes
de los comerciantes medievales y las rutas conocidas de sus tráficos debió haber habido

485
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

transferencia de un cierto número al menos de las formas del intercambio. Esto es lo


que sugiere el vocabulario que el Occidente ha tomado del Islam: aduanas, almacenes,
mahonas, fondouks, mohatra (venta a plazos con reventa inmediata, que los textos la-
tinos del siglo XIV relativos a la usura denominan contractuI mohatrae). Otros signos
son estos dones de Oriente a Europa: la seda, el arroz, la caña de azúcar, el papel, el
algodón, las cifras arábigas, el ábaco, la ciencia griega reencontrada a través del Islam,
la pólvora para los cañones, la brújula -tantos bienes preciosos y retransmitidos.
Aceptar la realidad de estos préstamos es renunciar al Occidente de los historiado-
res tradicionales, inventándose él mismo total y genialmente, comprometiéndose sólo
progresivamente sobre las vías de la racionalidad técnica y científica. Es retirar a los ita-
lianos de las ciudades medievales el mérito del descubrimiento de los instrumentos de
la vida mercantil moderna. Es incluso, por añadidura, de deducción en deducción, to-
mar posición contra el papel matricial del Imperio Romano. Pues este imperio que ha
sido tan alabado, ombligo del mundo y de nuestra propia historia, extendido por toda
la orilla del Mediterráneo, con algunas hinchazones continentales aquí y allá, no es más
que una pacte de una economía mundial antigua, mucho más vasta que dicho imperio
y destinada a sobrevivirle durante siglos. Estaba relacionado con una vasta zona decir-
culación y de intercambio desde Gibraltar hasta China, una Weltwirtschaft donde, du-
rante siglos, los hombres circularon por rutas interminables, transportando en sus ha-
tillos mercancías preciosas, lingotes, monedas, objetos de oro o plata, pimienta, clavo,
jengibre, laca, algodones, muselinas, sedas, telas de raso bordadas en oro, frascos de
perfumes o tinturas, jades, piedras preciosas, perlas, porcelanas de Cpina -pues estas
mercancías habían viajado mucho antes de las gloriosas Compañías de las Indias.
De estos tráficos de un extremo al otro del mundo viven aún, en su esplendor, Bi-
zancio y el Islam. Bizancio, a pesar de sus bruscas recuperaciones de vigor, es un mun-
do relicto, preso de su pompa pesada, que juega a fascinar a los príncipes bárbaros, a
dominar a los pueblos a su servicio, no cediendo nada sino a cambio de oro. El Islam, vi-
vo por el contrario, está injertado en el Próximo Oriente y sus realidades son subyacentes,
no sobre el viejo mundo greco-romano. Los países sometidos por la conquista musul-
mana tenían un papel activo en los tráficos del Oriente y del Mediterráneo antes de la
presencia del recién llegado; tráfico que se volverá a encontrar una vez que las costum-
bres -por un instante trastornadas- hayan retornado a su cauce. Los dos instrumen-
tos esenciales de la economía musulmana una moneda de oro, el dinar; una moneda
de plata, el dirhem son, uno de ellos, de origen bizantino (dinar=denarius), el otro
de origen sasánida. El Islam ha heredado de países, los unos fieles al oro (Arabia,
Africa del Norte), los otros a la plata (Persia, Khorasan, España) y que lo han conti-
nuado siendo, pues este bi-metalismo «de reparto territorial» ha variado en unas panes
u otras pero vuelve a encontrarse siglos más tarde. Lo que nosotros llamarnos economía
musulmana es pues la puesta en práctica de un sistema heredado, una carrera de rele-
vos entre comerciantes de España, del Magreb, Egipto, Siria, Mesopotarnia, Irán, Abi-
sinia, del Gudjerat, de la costa de Malabar, de China, de Insulindia ... La vida musul-
mana encuentra allí por sí misma sus centros de gravedad, sus «polos» sucesivos: La
Meca, Damasco, Bagdad, El Caico -la elección entre Bagdad y El Caico se impone de-
pendiendo de que la ruta hacia el Lejano Oriente utilice el Golfo Pérsico a partir de
Basora y Saraf, o el Mar Rojo, a partir de Suez y Djedda, el puerto de La Meca.
Incluso antes de existir, el Islam era, teniendo en cuenta lo heredado, una civiliza-
ción comercial. Los comerciantes musulmanes han gozado, al menos cerca de los do-
minadores políticos, de una consideración precoz, de la que Europa será, por lo que a
ella respecta, muy avara. El mismo Profeta dijo: «El comerciante goza de la felicidad
tanto en este mundo como en el otro»; «El que gana dinero complace a Dios». Y esto
es casi suficiente para que podamos imaginar el clima de respetabilidad inherente a la

486
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

vida mercnatil, de lo cual tenemos ejemplos precisos. En mayo de 1288, el gobierno


de los Mamelucos, trata de atraer a Siria y Egipto a los comerciantes de Sind, de la
India, de China y del Yemen. Imaginemos en Occidente un decreto gubernamental
que se expresase así: «Dirigimos una invitación a los ilustres personajes, grandes nego-
ciantes deseosos de obtener beneficio o a los pequeños detallistas. [ ... ] Cualquiera de
ellos que llegue a nuestra patria podrá permanecer en ella, ir y venir a su antojo "( ... ]
es verdaderamente un jardín del Paraíso para los que residen en ella. [ ... ] La bendición
divina se adquiere por el viaje de cualquiera que promueva la beneficencia mediante
un empréstito y que haga una buena acción con un préstamo.» He aquí los consejos
tradicionales, dados dos siglos más tarde al príncipe del país otomano (segunda mitad
del siglo XV): «Concede trato de favor a los comerciantes en el país; cuida siempre de
ellos; no permitas que nadie los moleste ni que les dé órdenes, pues por sus tráficos
se vuelve próspero el país y, gracias a sus mercancías, el buen mercado reina a través
del mundo» 333 •
Contra este peso de las economías mercantiles, ¿qué pueden los escrúpulos o las in-
quietudes religiosas? Sin embargo el Islam, como la Cristiandad, ha sido torturado por
una especie de horror con respecto a la usura, gangrena relanzada y generalizada por
la circulación de piezas de moneda. Los comerciantes, favorecidos por los príncipes, pro-
vocan la hostilidad del pueblo sencillo, en especial la de los gremios, de las cofradías,
de las autoridades religiosas. Palabras originariamente neutras, «como hazingun y ma-
trabaz, por las que los textos oficiales designan a los comerciantes, adoptan en el len-
guaje popular los sentidos peyorativos de aprovechados y bri.bonep;B4 • Pero este odio
popular es también un signo de la opulencia y de Ja dignidad mercantiles. Sin querer
sacar demasiadas conclusiones de una comparación, asombrémonos de las palabras que
el Islam pone en boca de Mahoma: «Si Dios permitiese ejercer el comercio a los habi-
tantes del Paraíso, estos traficarían en tejidos y especias»m; mientras que en la Cris-
tiandad, se dice proverbialmente: «El comercio debe ser libre sin restricción, hasta en
el Infierno.»
Esta imagen del Islam es, por anticipado, una imagen de la evolución que ha de
llegar a la Europa mercantil. El comercio lejano del primer capitalismo europeo, a par-
tir de las ciudades italianas, no se deriva del Imperio Romano. Toma el relevo de los
esplendores islámicos de los siglos XI y XII, de ese Islam que ha visto nacer tantas in-
dustrias y producciones para la exportación, tantas economías de gran radio. Las larg-as
navegaciones, las caravanas regulares implican un capitalismo activo y eficaz. En todas
partes del Islam existen gremios y las alteraciones que experimentan (ascenso de los
maestros, trabajo a domicilio, oficios fuera de las ciudades) evocan demasiadas situa-
ciones que Europa va a conocer para que una lógica económica no sea la causa de ello.
Otros parecidos: las economías ciudadanas escapan a las autoridades tradicionales, co-
mo en Ormuz, en la costa de Malabar, en la costa de Africa el caso tardío de Ceuta,
o incluso en España en Granada. Y así tantas ciudades-Estados. En fin, el Islam sopor-
ta balanzas deficitarias, salda en oro sus compras en dirección a Moscovia, al Báltico,
al Océano Indico, incluso de las ciudades italianas pronto a su servicio, como Amalfi y
Venecia. Allí aun, el Islam anuncia el porvenir de la Europa mercantil, apoyada tam-
bién sobre una superioridad monetaria.
En estas condiciones, si hubiera que elegir una fecha para marcar el fin de los apren-
dizajes de la Europa mercantil en la escuela de las ciudades del Islam y de Bizancio,
la de 1252 -el retorno de Occidente a las acuñaciones de monedas de oro-H6 pare-
cería defendible por tanto, siempre que se pueda anticipar una fecha a propósito de
un proceso de evolución tan lenta. En todo caso, lo que en el capitalismo occidental
ha podido ser un bien de importación, es sin ninguna duda originario del Islam.

487
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

Cristiandad y mercancía:
la discordia de la usura

La civilización occidental no ha conocido las facilidades iniciales y algo así como gra-
tuitas del Islam. Comienza en el plano cero de la historia. El diálogo entre religión
-la civilización por excelencia- y economía se ha entablado desde sus primeros pa-
sos. Pero, a medida que el camino se prolonga, uno de los interlocutores -la econo-
mía- apresura el paso, formula nuevas exigencias. Diálogo difícil entre dos mundos
poco conciliables: este mundo y el del más allá. Incluso dentro de los países protestan-
tes, los Estados de Holanda esperarán al año 1658 para declarar oficialmente que las
prácticas financieras, o dicho de otra forma el préstamo con interés, sólo estaban suje-
tas al poder civilm En la Cristiandad fiel a Roma, una reacción vigorosa inducirá al
papa Benedicto XIV a reafirmar, en la bula Vixpervenit 338 , el 1 de noviembre de 1745,
las antiguas restricciones con respecto al préstamo con interés. Y, en 1769, se desesti-
mó la demanda de unos banqueros de Angulema, en un proceso en el que se quere-
llaban contra cienos deudores morosos, con el pretexto de «que habían prestado con
interés> 339 • En 1777, un decreto del Parlamento de París vedaba «toda especie de usu-
ra, entiéndase préstamo con interés, prohibida por los santos cánones» 34 º, y la legisla-
ción francesa no cesará de prohibirla oficialmente como un delito hasta el 12 de octu-
bre de 1789. Pero el debate proseguirá. La ley de 1807 fija el tipo de interés en un
5% en materia civil y en un 6% en materia comercial; más de ésto se considera usura.
Asimismo, el decreto-ley de 8 de agosto de 1935, califica como usura, legalmente re-
prensible, los tipos de interés excesivos341 •
Se trata, pues, de un largo drama. Si finalmente no se provocó ningún impedi-
mento, no es menos cierto que hubo profundas crisis de conciencia al mismo tiempo
que evolucionaban las mentalidades frente a la exigencia capitalista.
En un libro original, Benjamín Nelson 342 propone un esquema sencillo: en el co-
razón de la cultura occidental, la querella de la usura sería la persistencia durante vein-
ticinco siglos de una antigua prescripción del Deuteronomio: «No exigirás de tu her-
mano interés de dinero, ni interés de comestibles, ni de cosa alguna de que se suele
exigir interés. Del extranjero podrás exigir interés.» Buen ejemplo de la longevidad de
las realidades culturales, esa fuente lejana, perdida en la noche de los tiempos, ha sido
el origen de un río inagotable. La distinción entre el préstamo al hermano y el présta-
mo al extranjero, en efecto, no podía satisfacer a la Iglesia l'ristiana que quería ser uni-
versalista. Lo que era válido para el pequeño pueblo judío, rodeado de enemigos pe-
ligrosos, ya no lo es para la Cristiandad: con la nueva ley todos los hombres son her-
manos. Así pues, el préstamo con usura está prohibido a todos. Esto es lo que explica
San Jerónimo (340-420). San Ambrosio de Milán (340-397), contemporáneo suyo, acep-
ta no obstante la usura con respecto a los enemigos en caso de guerra juJta (ubi juJ
belli, ibi jus usurae). De esta forma abrió anticipadamente la puerta al préstamo usu-
rario en los intercambios con el Islam -cuestión que se planteará más tarde con las
Cruzadas. La lucha llevada a cabo por el papado y la Iglesia conservó todo su rigor.
tanto más cuanto que la usura no era ciertamente un mal imaginario. El 11 Concilio de
Letrán (1139) decidía que el usurero no arrepentido sería privado de los sacramentos
de la Iglesia y no podría ser enterrado en tierra cristiana. Y la querella rebota de un
doctor a otro: Santo Tomás de Aquino (122)-1274), San Bernardino de Siena
(1380-1444), San Antonino de Florencia (1389-1459). La Iglesia se ensaña, hay que vol-
ver siempre a comenzar la tarea 343 •
Sin embargo, en el siglo XIII, parece recibir un asombroso refuerzo. El pensamiento
de Aristóteles afecta a la Cristiandad hacia 1240 y repercute a través de la obra de San-

488
La sociedad o •el conjunto de los conj•:ntos•

Advertencia a los usureros. Grabado en mtJ;dera del siglo XV. Dios condena sus malas acciones.
(Library of Congre.rs.)

to Tomás de Aquino. Así pues, la postura de Aristóteles es formal: «Es ... perfectamen-
te razonable aborrecer el préstamo a interés. Efectivamente, mediante el préstamo a
interés el dinero se vuelve por sí mismo productivo y se desvirtúa su finalidad, que era
la de facilitar los intercambios. Así pues el interés multiplica el dinero; así se explica
precisamente el nombre que ha recibido en griego, idioma en que se llama retoño [to-
kos]. Así como los hijos se parecen a sus padres, de igual forma, el interés es el dinero
hijo del dinero» 344 • En resumen, «el dinero no pare>, o no debería hacerlo, fórmula
que será tantas veces citada por Fray Bernardino y por el Concilio de Trento, en 1563:
pecunia pecuniam non parit.
Es un hecho revelador el que encontremos las mismas hostilidades en otras socie-
dades como la judía, la helénica, la occidental o la musulmana. En efecto, hechos aná-

489
La sociedad o ~el conjunto de los conjuntos•

logos se encuentran tanto en la India como en China. Max Weber, de ordinario tan
relativista, no vacila en escribir: «.. .la prohibición canónica del interés [ ... ] encuentra
su equivalencia en casi todas las éticas del mundo»3 45. ¿No provienen estas reacciones
de la intrusión de la moneda -instrumento de intercambio impersonal- en el círculo
de viejas economías agrarias? Ha habido una reacción contra este poder extraño. Pero
la moneda, instrumento de progreso, no puede desaparecer. Y d crédito es una nece-
sidad de las antiguas economías agrícolas, expuestas al azar recurrente del calendario,
a las catástrofes que se prodigan, a las esperas: labrar para sembrar, sembrar para co-
sechar, y la cadena vuelve a empezar. Con la precipitación de la economía monetaria
que, para funcionar, nunca tiene bastantes piezas de oro o de plata, era inevitable que
se terminase por reconocer a la «vituperable» usura el derecho de actuar a la luz del día.
Fue necesario tiempo y un gran esfuerzo de adaptación. El primer paso decisivo fue
dado con Santo Tomás de Aquino, al que Schumpeter considera «como quizás el pri-
mer hombre que ha tenido una visión general del proceso económico» 346 . El papel del
pensamiento económico de los escolásticos, dice con gracia pero acertadamente Karl Po-
lanyi, es comparable al de Adam Smith o al de Ricardo en el siglo XIX34 7 Los princi-
pios básicos (apoyados por Aristóteles) permanecerán sin embargo intactos: la usura,
se continúa diciendo, no obedece al nivel del interés (esto es lo que pensaríamos hoy),
ni al hecho de que se preste a un pobre que esté enteramente a merced del prestamis-
ta; existe usura siempre que el préstamo -muttum- produzca un beneficio. El único
préstamo no sujeto a usura es aquel en que el prestamista no espera nada más que un
reembolso en el plazo fijado de la suma anticipada, siguiendo el consejo: muttum date
inde ni/ sperantes. Lo contrario sería vender el tiempo durante el cual se ha cedido el
dinero; y el tiempo sólo pertenece a Dios. De acuerdo con que una casa produzca un
alquiler, con que un campo produzca frutos y beneficios; pero el dinero estéril debe
permanecer estéril. Por otra parte, tales anticipos gratuitos han sido practicados cierta-
mente: la caridad, la amistad, el desinterés, el deseo de agradar a Dios, estos senti-
mientos han influido. En Valladolid, en el siglo XVI, conocemos préstamos «Para hacer
honra y buena obra»3 48 •
Pero el pensamiento escolástico ha abierto una brecha. ¿Cuál es su concesión? El
interés se vuelve lícito cuando hay, para el prestamista, un riesgo (damnum emergens)
o una falta de lucro (lucrum cessans). Estas distinciones abren muchas puertas. Como
por ejemplo el cambium, el cambio, que es una transferencia de dinero; la letra de
cambio que lo concreta puede circular en paz, de lugar en lugar, puesto que el bene-
ficio que comporta de ordinario no puede estar asegurado por anticipado, ya que existe
un riesgo. Sólo el cambio seco sirve efectivamente para disimular el préstamo a interés.
Asimismo se autorizan por la Iglesia los préstamos al príncipe y al Estado; asr como los
beneficios resultantes de asociaciones mercantiles (commenda genovesa, colleganza ve-
neciana, societas florentina). Incluso el dinero colocado en los bancos -les deposi'ti a
discrezione- que la Iglesia condenaba llegarán a ser .lícitos, puesto que se disimulan
bajo el nombre de participación en la empresa349.
Y es que, en una época en que la vida económica se dispara vertiginosamente, hu-
biera sido imposible prohibir que el dinero fuera productivo. La agricultura acaba de
ganar más terreno q1Je el que había conquistado desde el neolítico 3 ~ 0 • Las ciudades cre-
cen como nunca. El comercio adquiere fuerza y vigor. ¿Cómo no iba a proliferar el cré-
dito a través de las regiones vivas de Europa: Flandes, Brabante, Hainaut, Artois, Ile-
de-France, Lorena, Champagne, Borgoña, el Franco-condado, el Delfinado, Provenza,
Inglaterra, Cataluña, Italia? El hecho de que la usura, un día u otro, fuera abandona-
da en principio a los judíos dispersos a través de Europa, y a quienes no se ha dejado
más que esta actividad de comercio del dinero para que se ganen su vida, es una so..
lución, no la solución. O más bien es una especie de utilización de la prescripción dd

490
La sociedad o «el conjemto de los conjuntos,,

Deuteronomio, del derecho de los judíos a practicar la usura con respecto a los no ju-
díos, entiéndase cristianos, que desempeñan en este caso el papel del extranjero. Pero
cada vez que conocemos actividades de usura por parte de los judíos, en los banchi que
poseen en Italia a partir del siglo XV, su actividad está mezclada con la de los presta-
mistas cristianos. De hecho, la usura es practicada por la sociedad entera, los príncipes,
los ricos, los comerciantes, los humildes, hasta la Iglesia para colmo -una sociedad
que trata de ocultar la práctica prohibida, la reprueba pero recurre a ella, se desvía de
sus actores, pero los tolera. «Se acude a casa del prestamista a escondidas, como se va
a casa de la mujer pública»m, pero el hecho es que se va. «Y si yo, Marino Sanudo,
hubiera formado parte de los Pregadi como el año pasado, habría hecho uso de lapa-
labra[ ... ] para demostrar que los judíos son tan necesarios como los panaderos11 352 • Tal
es la declaración de un noble veneciano en 1519. En este caso, por otra parte, los ju-
díos tienen un buen respaldo puesto que los lombardos, los toscanos y los cahorsinos,
por más cristianos que fueran, practicaban abiertamente los anticipos de dinero conga·
rantía y otros préstamos con interés. En todas partes, no obstante, los prestamistas ju-
díos han sabido conquistar el mercado de las usuras, en particular al norte de Roma,
a partir del siglo XIV. En Florencia, se les mantuvo a distancia durante largo tiempo;
penetran allí en 1396, se instalan al retorno del exilio de Cosme de Médicis (1434) y,
tres años más tarde, un grupo judío obtiene el monopolio de los préstamos en la ciu-
dad. Detalle característico, se instalan «en los mismos bancos y bajo las mismas enseñas
[que los prestamistas cristianos que les habían precedido]: Banco della Vacca, Banco
J 'Q uatro P,avont.... »3B .
uet
En todo caso, judíos y cristianos (cuando no se trata de miembros de la Iglesia) uti-
lizan los mismos métodos: ventas simuladas, falsas letras de feria, cifras ficticias en las
escrituras notariales. Estos procedimientos se incorporan a las costumbres. En Floren·
cia, ciudad del capitalismo precoz, se detecta desde el siglo XIV, incluso mediante in-
cidentes como el de Paolo Sassetti, hombre de confianza y asociado de los Médicis. En
1384 escribe, con relación a un cambio, que su beneficio ha sido de rpiii. di f[iorint}
quatrocento cinquanta d'interesse, o uxura Ji voglia chiamare», más de 450 florines de
interés o, si se prefiere, de usura. ¿No es curioso ver surgir así la palabra interés, en
un contexto que le despoja del sentido peyorativo del vocablo u1ura?lj 4 • Véase también
con qué naturalidad se queja Philippe de Commynes por haber percibido intereses 1le-
masiado exiguos sobre el dinero que había depositado en la sucursal de los Médicis ~n
Lyon: «Esa tarifa es muy escasa para mí» (noviembre de 1489)m. Lanzado por esta 'p·en-
diente, el mundo de los negocios no tendrá ya pronto casi nada que temer de las me-
didas de la Iglesia. ¿No prestan los cambistas florentinos, en el siglo XIV, a un tipo de
interés que oscila alrededor del 20% y que a menudo supera ese porcentaje? 3j 6 • La Igle-
sia se ha vuelto tan misericordiosa para las malas acciones de los comerciantes como pa-
ra los pecados de los príncipes.
Lo cual no evita los escrúpulos. A última hora, antes de comparecer ante Dios, los
remordimientos acarrean la restitución de usuras: 200 menciones para un solo usurero
placentino establecido en Nizam. Según B. Nelson, estos arrepentimientos y restítu·
dones, que llenaron tantos protocolos notariales y testamentos, no se producen poco
después del año 1330 358 • Pero, .más tarde, Jakob Welser el Viejo rehúsa todavía, por
escrúpulos de conciencia, participar en los monopolios que afligen a la Alemania del
Renacimiento. Su contemporáneo, Jakob Fugger el Rico, inquieto, consulta a Johann
Eck, el futuro adversario de Lutero, y financia su viaje de información a Boloniam. Por
dos veces, la segunda en 1)32, los comerciantes españoles de Amberes piden el parecer
de los teólogos de la Sor bona sobre estos mismos asuntos 360 • En 15 77, por escrúpulos,
Lázaro Doria, comerciante genovés inst~ado en España, se retira de los negocios, y to·
do el mundo habla de ello361 • En resumidas cuentas, las mentalidades no han cambia-

491
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Capitel del siglo XII, catedral de Autun. El diablo representado mn un saco de monedas en la
mano. (Fototeca A. Colin.)

do siempre tan deprisa como las prácticas de la economía. Prueba de ello es la agita·
ción ocasionada por la bula In eam que Pío V promulga en 1571 para regular lama-
teria tan controvertida de los cambios y recambios y que, sin quererlo expresamente,
adquiere un gran rigor: prohíbe pura y simplemente el depósito, es decir, el préstamo
de una feria para la feria siguiente, al tipo ordinario del 2,5%, recurso habitual de los
comerciantes que venden y compran a crédito. Los Buonvisi, molestos como muchos
otros negociantes, escriben desde Lyon a Simón Ruiz, el 21 de abril de 1571: «Usted
debe saber que Su Santidad ha prohibido el depósito, que es algo muy cómodo para
los negocios, pero hay que tener paciencia y, en esta feria, no se ha fijado 'ningún tipo
para dicho depósito, de forma que se ha servido a los amigos con gran dificultad y ha
sido necesario disimular un poco. Se ha hecho lo mejor que se ha podido, pero en lo
sucesivo, como todo el mundo deberá obedecer, nosotros queremos hacer lo mismo y
será necesario cambiar en las ciudades de Italia, de Flandes y de Borgoña» 362 • El depó-
sito está prohibido, volvamos al cambio puro y simple que está permitido -tal es,
plies, la conclusión de nuestro lucano. Si una puerta se cierra, entremos por la otra.
Creamos en lo que dice el padre Laínez (1512-1565) que sucedió a Ignacio de Loyola
como general de Orden de Jesús: «La astucia de los comerciantes ha inventado tantas
nociones artificiosas que apenas podemos apercibirnos del fondo de las cosas» 363 • El si-
glo XVII no inventó el pacto de ricorsa, entiéndase el préstamo a largo plazo por el sis-
tema de los «cambios y recambios», costumbre que consiste en hacer circular una letra
de cambio durante mucho tiempo de ciudad en ciudad para inflar su importe reem-
bolsable cada año, pero fue en ese siglo cuando se desarrolló su uso. Habiendo sido

492
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

denunciada esta práctica como usura pura y simple, la república de Génova intervino
durante mucho tiempo y finalmente obtuvo del papa Urbano VIII, el 27 de septiem-
bre de 1631, que fuera reconocida como 1ícita364 •
¿Es sorprendente la relajación de la Iglesia? Pero, ¿cómo, si no, lucharía contra las
fuerzas conjugadas de la vida cotidiana? Los últimos escolásticos, los españoles, y en
medio de ellos el gran Luis de Molina, han dado ejemplo de liberalismo 36 ~. «Las frases
sobre el cambio de los teólogos españoles, interesados en justificar el beneficio, hubie-
ran hecho las delicias de Marx si hubiera podido conocerlas», exclama Pierre Vilar 366 .
Ciertamente, pero ¿pueden sacrificar esos teólogos la economía de Sevilla o de Lisboa,
ésta momentáneamente unida a aquélla a partir de 1580?
la Iglesia no es, por otra parte, la única en capitular. El Estado la sigue o la pre-
cede, según los casos. En 1601, Enrique IV ha reunido en el reino de Francia, por el
Tratado de lyon, Bugey, Bresse y el país de Gex, arrebatados por la fuerza al duque
de Sabaya. Estos pequeños países tienen sus privilegios y sus costumbres, especialmen-
te en materia de rentas, de intereses y de usura. El gobierno monárquico que ha in-
corporado estos países a la competencia del Parlamento de Dijon, trata de introducir
sus propias reglas. Por tal motivo se produce, para comenzar, una reducción al índice
16 de las rentas que hasta entonces estaban al índice 12 (8,3%)*. Más tarde, en 1629,
se producen persecuciones contra los usureros que se traducen en condenas. «Esta per-
secución causó terror, nadie se atrevió a hacer ya más contratos de rentas», pero el 22
de marzo de 1642, un de[feto sancionado por el rey en su Consejo restablecía la anti-
gua costumbre del tiempo de los duques de Saboya, a saber el derecho «a estipular los
intereses exigibles» como en las provincias extranjeras vecinas «donde tienen lugar las
obligaciones con las estipulaciones»367 •
A medida que pasa el tiempo, desaparecen las objecciones. En 1771, un buen ob-
servador se pregunta francamente «si un mont~ de piedad, un lombardo no serían muy
útiles a Francia y el medio más eficaz para evitar las usuras escandalosas que arruinan
a tantos particulares» 36~. En vísperas de la Revolución, Sebastián Mercier señala en París
las usuras de los notarios, que se enriquecen muy rápidamente, y el papel de los «avan-
ceum, esos prestamistas a dita que son, después de todo, la providencia de los po-
bres, puesto que el Estado con sus múltiples empréstitos moviliza en su beneficio las
posibilidades del crédito. En Inglaterra, la Cámara de los Lores, el 30 de mayo de 1786
rechaza un bzll que le ha sido propuesto sin embargo, «cuyo fin era el de asignar haStia
el 25 o/o de interés a las personas que prestan mediante garantía con gran detrimento
del pueblo» 369
Sin embargo, en esa época, con la segunda mitad del siglo XVIll, la página se ha
vuelto definitivamente. Los teólogos anclados en el pasado pueden aún fulminar. Pero
la distinción entre la usura y el alquiler de dinero está hecha. «Yo pienso como tú»,
escribe a su hijo (29 de diciembre de 1798) Juan Bautista Roux, comerciante opulento
y honrado de Marsella, «que la ley del préstamo gratuito no concierne más que al que
se hace a alguien que pide prestado por necesidad, y no puede ser aplicado al nego-
ciante que pide prestado para hacer negocios lucrativos y especulaciones vencajosas» 370 •
Ya un cuarto de siglo antes el financiero portugués Isaac de Pinto declaraba sin am-
bages (1771): «El interés del dinero es útil y necesario para todos; la usura es destruc-
tiva y horrorosa. Confundir estos dos objetos es como si se quisiera prohibir el uso del
fuego porque quema y consume a los que se aproximan demasiado a él» 371 •

* Denier: clnrerés de una cantidad o de un capital. Asi denier 5, 10, 20, indica un interés de 1/5, 1110,
1/20 del capiral, es decir 20, 10,5 por 100» (vid. Litlré, s. v. denier). Tal manera de expresar no porcen·
tualmente lo que hoy correspondería al inrerés de una operación crediticia puede traducirse al castellano por
índice, o mediante la expresión e), 10, 20 al millan (N. del T.).

493
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

¿Pun·tanismo
igual a capitalismo?

La actitud de la Iglesia frente a la usura se contextualiza en una lenta evolución de


conjunto de las mentalidades religiosas. Lo que se cumple, es finalmente una ruptura
-una ruptura como tantas otras. El aggiornamento del Vaticano 11 no ha sido cierta·
mente el primero de una larga historia. Para Agustin Renaudet 372 , la Summa de Santo
Tomás de Aquino habria sido un primer «modernismo» -y que había tenido éxito. El
humanismo es también, a su manera, un aggiornamento, ni más ni menos que el re-
lanzamiento sistemático global, en el corazón de la civilización de Occidente, de toda
la herencia greco-latina. Aún vivimos nosotros de ella.
¿Qué decir, en fin, de la ruptura de la Reforma? ¿Ha favorecido esta ruptura el
desarrollo de un capitalismo liberado de sus inquietudes, de sus arrepentimientos, para
decirlo todo, de su mala conciencia? Esta es, en resumen, la tesis de Max Weber, en
un pequeño libro publicado en 1904, La Iglesia protestante y el espíritu del capitalis-
mo. En realidad, a parcir del siglo XVI se marca una correlación evidente entre los paí-
ses afectados por la Reforma y las zonas donde el capitalismo comercial, máS tarde in-
dustrial, se desvanecerá con las glorias de Amsterdam, que eclipsarán las glorias de Lon-
dres. Aquí no puede haber una simple coincidencia. Entonces, ¿tiene razón Max
Weber?
Su demostración es bastante desconcertante. Se pierde en una meditación muy com-
pleja. Hela aquí a la búsqueda de una minoría protestante que sería portadora de una
mentalidad panicular, tipo ideal del «espíritu capitalista». Todo esto implicaría cierta
serie de suposiciones. Complicación suplementaria: la demostración se hace hacia atrás
en el tiempo: desde el presente hacia el pasado.
Para empezar, nos encontramos en Alemania, hacia 1900. Una encuesta en el país
de Bade, en 1895, acaba de establecer Ja primacía de los prote.>tantes sobre los católicos
por lo que respecta a la riqueza y a la actividad económica. Aceptemos este resultado
como válido. ¿Qué puede significar a una escala más amplia? El responsable de la en-
cuesta, Manin Offenbacher, alumno de Weber, afirma de buenas a primeras: «El ca-
tólico es ... inás tranquilo, está poseído de una menor sed de lucro; prefiere una vida
de seguridad, aunque sea solamente con una renta bastante pequeña, a una vida de
riesgo y excitación, aunque le reportase riquezas y honores. La sabiduría popular dice
con gracia: o comer bien o dormir bien. En el presente caso, el protestante prefiere co-
mer bien; mientras que el católico quiere dormir tranquilo.» Y es con este viático bas-
tante cómico -protestantes del lado bueno, católicos del lado malo de la mesa y del
capitalismo- que Max Weber se remonta hacia el pasado. Helo aquí de golpe y porra-
zo al lado de Benjamín Franklin. ¡Qué excelente testigo! Desde 1748, dijo: «Recuerda
que el tiempo es dinero [ ... ] Recuerda que el crédito es dinero. Recuerda que el dinero
es por naturaleza generador y prolífico.»
Según Max Weber, tenemos con Benjamín Franklin un eslabón de una cadena pri-
vilegiada, la de sus antecesores y precursores puritanos. Hundiéndose con un nuevo pa-
so decidido en el pasado, Ma..'C Weber nos coloca en presencia de Richard Baxter, pastor
contemporáneo de Cromwell. Resumamos las charlas de ese digno hombre: no mal-
gastar un instante de nuestra breve existencia terrena; encontrar nuestra recompensa en
el cumplimiento de nuestra profesión, donde Dios nos ha situado; trabajar allí donde
ha querido que estemos. Dios conoce por anticipado quién será elegido y quién será
condenado, pero el éxito en la profesión es la indicación de que estamos entre los ele-
gidos (en resumidas cuentas, ¡una forma de leer en las cartas de Dios!). El comerciante
que hace fortuna verá en su éxito la prueba de la elección que Dios ha h-::cho de su

494
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

persona. Pero cuidado, continúa Baxter, no vayáis a emplear vuestras riquezas para dis-
frutar de ellas, esto sería ir derechos a la condenación. Con estas riquezas, servid al
bien común, sed útiles a los demás. A resultas de esto, y Max Weber se alegra de ello,
el hombre es una vez más víctima de sus actos; crea un capitalismo ascético, condenado
piadosamente a la maximación de los beneficios, y no obstante aportará un-esmerado
celo para refrenar el espí~itu de lucro. Racional en sus consecuencias, irracional en sus
raíces, el capitalismo surgiría de este inesperado encuentro entre la vida moderna y el
espíritu puritano.
He aquí lo que resume demasiado pronto y mal un pensamiento rico en recovecos
y que simplifica excesivamente una forma sutil y confusa de razonar a la cual yo con-
fieso ser tan alérgico como lo era el propio Lucien Febvre. Pero esto no es una razón
para poner en boca de Max Weber lo que él no ha dicho. Allí donde él no veía más
que una coincidencia, un encuentro, se le ha acusado de haber afirmado que el pro-
testantismo es la génesis misma del capitalismo. W Sombart fue uno de los primeros
en ampliar de tal modo la argumentación weberiana para destruirla mejor. El protes-
tantismo, en su inicio, argumenta irónicamente, es sin embargo un retorno a la po-
breza evangélica, en resumidas cuentas es un verdadero peligro para la vida económica
en sus estructuras y sus adelantos. En cuanto a las reglas de la vida ascética, ¡las encon-
tramos ya en Santo Tomás y los escolásticos! El puritanismo es todo lo más una escuela
de roñosería furiosa a la escocesa, una enseñanza para pequeños tenderosm. Todo esto
es francamente ridículo, digámoslo así, como muchos argumentos polémicos. Tan ri-
dículo como sería obtener un argumento contra Max Weber, en el sentido contrario,
basado en el lujo desenfrenado de los holandeses en Batavia, en el siglo XVIII, o en las
fiestas que organizan un siglo más tarde en Deshima, para combatir el aburrimiento
de su prisión en el islote donde les relegan cuidadosamente los japoneses.
Todo sería más sencillo si el desarrollo capitalista se ciñera francamente al pie de la
letra a lo que dijo Calvino sobre la usura y que data de 1545. Allí tendríamos un tur-
ning point. Esta exposición pone en alerta sobre los problemas de usura mediante un
espíritu riguroso~ informado de las realidades económicas, y es de los más claros. Según
él, hay que tener en cuenta la teología, una especie de infraestructura moral intangi-
ble, y así mismo las leyes humanas, al juez, al jurista, a la ley. Hay una usura lícita
(con la condición de que sea moderada, del orden del ) % ) entre comerciantes, y u~a
usura ilícita, cuando va en contra de la caridad. «Dios no ha prohibido en absoluto qti,e
los hombres ganen todo cuanto puedan. Pues ¿qué pasaría entonces? Tendríamos-que
abandonar todo el comercio ... ,, Evidentemente, el precepto aristotélico continúa sien-
do verdadero: «Yo confieso, lo que hasta los niños saben, que si se encierra el dinero
en el cofre será estéril.> Pero con el dinero, «Se compra un campo ... esta vez no se dirá
que el dinero no engendra dinero». Inútil «detenerse en las palabras>, hay que «mirar
las cosas». Henri Hauser 374 , de quien tomo estas citas felizmente escogidas, piensa, en
conclusión, que la expansión económica de los países protestantes proviene de un al-
quiler más fácil, y por consiguiente más ventajoso, del dinero. «Esto es lo que explica
el desarrollo del crédito en países como Holanda o Ginebra. Este desarrollo es Calvino,
sin saberlo, quien lo ha hecho posible.» Esta es una forma, como cualquier otra, de
unirse a Max: Weber.
Si, pero en 1600, en Génova, ciudad católica, corazón vivo de un capitalismo que
tiene ya la dimensión del mundo, el alquiler del dinero está al 1,2%m. ¿Quién lo ha-
ría mejor? El bajo alquiler es quizás el capitalismo en expansión quien lo crea, de igual
forma que es creado por él. Y además, en estos terrenos de la usura, Calvino no abre
ninguna puerta. Hace ya tiempo que la puerta está abierta.

495
La sociedad o •el conjttnto de los conjuntos»

Una geografía retrospectiva


explica muchas cosas

Para salir de este debate que sería inútil prolongar -o entonces sería necesario in-
troducir en el debate a una serie de simpáticos discutidores, de R. H. Tawney a H.
Luthy- hay quizás a nuestra disposición explicaciones generales más sencillas, menos
alambicadas y frágiles que esta sociología retrospectiva bastante aberrante. Esto es lo
que Kurt Samuelsson 376 ha tratado de decir (1957 y 1971) y lo que yo.he anticipado
en 1963 377 • Pero nuestros argumentos no son los mismos.
Es innegable, bajo mi punto de vista, que la Europa reformada, considerada en blo-
que ha obtenido ventaja sobre la economía mediterránea muy brillante, trabajada ya
desde hace siglos por el capitalismo -pienso especialmente en Italia. Pero tales cam-
bios son moneda corriente en la historia: Bizancio se desvanece ante el Islam; el Islam
cede ante la Europa cristiana; la cristiandad mediterránea gana la primera carrera a tra-
vés de los Siete Mares del mundo, pero Europa entera bascula allá por 1590 hacia el
norte protestante que entonces se encuentra privilegiado. Hasta entonces y quizás has-
ta 1610-1620, podríamos reservar la palabra capitalismo al sur, a pesar de Roma y la
Iglesia. Amsterdam no hace más que empezar a hacer sus pruebas. Observaremos por
otra parte que el norte no ha descubierto nada, ni América, ni la vía del cabo de Bue-
na Esperanza, ni los vastos caminos del mundo: son los portugueses quienes llegan los
primeros a Insulindia, a la China, al Japón; estas hazañas han de inscribirse en el ac-
tivo de una Europa meridional supuestamente perezosa. El norte no ha inventado na-
da tampoco sobre las herramientas del capitalismo: vienen todas del sur: incluso el Ban-
co de Amsterdam reproduce el modelo del Banco veneciano de Rialto. Y es luchando
contra la fuerza estatal del sur -Portugal y España- como se forjarán las grandes com-
pañías comerciales del norte.
Dicho esto, si se observan atentamente en un mapa de Europa los cursos de los ríos
Rin y Danubio y si se olvida la episódica presencia romana en Inglaterra, el estrecho
continente se divide en dos: de un lado, una vieja región trabajada por la historia y
por los hombres, enriquecida por su trabajo; por otra parte una Europa nueva, durante
mucho tiempo salvaje. Es la victoria de los siglos de la Edad Media, la colonización,
la educación, la revalorización, la construcción urbana a través de esta Europa salvaje,
hasta el Elba, el Oder y el Vístula, hasta Inglaterra, Irlanda, Escocia y los países escan-
dinavos. Las palabras colonia o colonialismo denominarían matices, pero, en resumen,
se ha tratado siempre de una Europa colonial a la que la vieja latinidad, la Iglesia y
Roma, dominan, catequizan, explotan, de la misma forma que la Compañía de Jesús
tratará de mandar, de modelar, sin lograrlo finalmente, sus reservas del Paraguay. La
Reforma es también, para las tierras que se ciñen al mar del Norte y al Báltico, el fin
de una colonización.
A estos países pobres, a pesar de las hazañas de los hanseáticos y de los marinos
del mar del Norte, corresponden los oficios bajos, los suministros de materias primas,
lana inglesa, madera de Noruega y centeno del Báltico._ En Brujas, en Amberes, el co-
merciante y el banquero del sur hacen la ley, dan el tono, irritan a pequeños y a gran-
des. Obsérvese que la revolución de la Iglesia reformada es más virulenta aún en los
mares que en los espacios sólidos: apenas conquistado el Atlántico por Europa será el
gran espacio, demasiado a menudo olvidado por los historiadores, de estas luchas reli-
giosas y materiales. El hecho de que la suerte se decida por el Norte, con sus salarios
más bajos, su industria pronto imbatible, sus transportes poco costosos, su nube de bar-
cos de cabotaje y veleros de carga que navegan a precios asequibles, provkne en primer
lugar de causas materiales que hacen notar el debe y el haber, de costes cllmpetitivos.

496
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Los nórdicos le atacan. Un enorme navío portug11és, atacado a lo largo de Malaca por pequeños
veleros ingleses y holandeses, el 16 de octubre de 1602.]. Th. de Bry, India orientalis, pars sep-
tima. (Foto B.N.)
1\
.,
1

Todo se produce a mejor precio en el Norte: el trigo, las telas, los paños, los navíos, la
madera, etc. La victoria del Norte es sin duda la del proletario, la del trabajador mo-
desto, la del que come no sólo peor sino menos que los demás. A lo que se suma, ha-
cia 1590, el cambio total de la coyuntura, la crisis que, ayer al igual que hoy golpea
primero a los países avanzados, a las maquinarias más complicadas. Allí, en el Norte,
se han producido una serie de oportunidades, percibidas, reconocidas como tales, apro-
vechadas por los hombres de negocios llegados a Holanda procedentes de Alemania,
de Francia y. no en menor número, de Amberes. Esto terminará con el gran empuje
de Amsterdam que entraña la buena salud general de los países protestantes. La vic-
toria del Norte es la de competencia en las exigencias más modestas hasta el día en que,
según el esquema clásico, habiendo eliminado a sus rivales, tendrán, a su vez, todas
las exigencias de los ricos. Donde sus redes de negocios, que se extienden ampliamen-
te, crearán en todas partes algo, en Alemania ciertamente, pero también en Burdeos
por ejemplo; y además, grupos protestantes más ricos, más osados, más avisados que
las personas ordinarias, como los italianos antaño en los países del None, en Champag-
ne, Lyon, Brujas y Aroberes. figuraban como técnicos imbatibles de los negocios y de
la banca.

497
La sociedad o •el conjunto .de los conjuntos•

Creo que la explicación es contundente. El espíritu no está solo en el mundo. Y


esta misma historia, tan a menudo representada en el pasado, se dibuja de nuevo en
el siglo XVIII. Si la Revolución Industrial no hubiera representado para la Inglaterra de
los Hannover un new deal, el mundo hubiera basculado entonces hacia una Rusia rá-
pidamente en alza, o con más seguridad hacia los Estados Unidos, constituidos no sin
dolor en una especie de república de Provincias Unidas, con barcos proletarios, análo-
gos, siendo todo igual por otra parte, a los de los «mendigos» (gulux) del siglo XVI.
Pero se produjo, surgida de azares técnicos y políticos y de logros económicos, la revo-
lución maquinista, en tanto que el Atlántico, gracias al steamer, al navío de hierro,
movido a vapor, fue reconquistado por los ingleses en el siglo XIX. Entonces desapare-
cieron los estilizados clippers bostonianos, imponiéndose la utilización de planchas de
hierro en la construcción de los cascos de los buques. Y además, éste es el momento
en que América abandona el mar para dirigirse hacia la conquista de las amplias tierras
al oeste del continente.
¿Se puede decir que la Reforma no ha pesado sobre los comportamientos, sobre las
actitudes de los hombres de negocios, con evidentes repercusiones sobre toda la vida
material? Sería absurdo negarlo. En primer lugar, la Reforma crea una coherencia de
los países del Norte. La Reforma los levanta, los une contra sus competidores del Sur.
Esto no es Un mal servicio. Además las Guerras de Religión han dejado detrás de ellas;
como resultado de la comunidad de creencias, una solidaridad de las redes protestantes
que ha desempeñado su papel en los negocios, al menos durante cierto tiempo, hasta
que las querellas nacionales prevalezcan sobre cualquier otra consideración.
Además, si no me equivoco, la Iglesia, al mantenerse, al reforzarse incluso en la
Europa católica, viene a ser como un cimiento para la sociedad antigua. Los diversos
niveles de la Iglesia, sus sinecuras que son una moneda social. sostienen la arquitectura
tradicional y las otras jerarquías. Consolidan un orden social que, en los países protes-
tantes, será más flexible, menos seguro. Así pues, el capitalismo exige en cierto modo
una evolución de la sociedad favorable a su expansión. El expediente capitalista de la
Reforma no está, pues, cerrado pura y simplemente.

¿Capitalismo
igual a razón?

Otra explicación más general radica en los progresos del espíritu científico y de la
racionalidad, en el corazón de Occidente, que habrían asegurado la expansión econó-
mica general de Europa llevando por anticipado sobre su propio movimiento el capi-
talismo o mejor la inteligencia capitalista y su penetración constructiva. Esto sigue re-
presentando aún conceder la parte del león al «espíritu», a las innovaciones de los em-
presarios, a la justificación del capitalismo como punta de lanza de la economía. Tesis
discutible, aun cuando no se esté de acuerdo con el argumento de M. Dobb 378 , a sa-
ber, que si el espíritu capitalista ha engendrado al capitalismo, queda por explicar el
origen de dicho espíritu. Lo cual no es absolutamente evidente, pues se puede imagi-
nar una reciprocidad constante entre la masa de medios y el espíritu que los observa y
manipula.
El más ruidoso de los defensores de esta tesis es Werner Sombart, quien ve en este
caso una ocasión más de valorar en bloque los factores espirituales, en detrimento de
los demás. Pero a los argumentos que expone les falta peso con toda seguridad. ¿Qué
quiere decir exactamente su afirmación teatral, a saber que la racionalidad (pero, ¿qué
racionalidad?) es el sentido profundo, el trend multisecular, como se denominaría hoy

498
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

en día, de la evolución occidental, su destino histórico, como prefiere decir Otto Brun-
ner379, y que esta racionalidad ha llevado a la vez en su movimiento al Estado moder-
no, a la ciudad moderna, a la ciencia, a la burguesía, al capitalismo finalmente? En
resumen, espíritu capitalista y razón serían una sola cosa.
La razón en cuestión es sobre todo, para Somban, la racionalidad de las herramien-
tas y de los medios de cambio. Esto es lo que decía ya en 1202 el Liber Abaci, el libro
del ábaco, del pisano Leonardo Fibonacci. Primer jalón bastante mal escogido, puesto
que el ábaco es árabe y fue en Bugia, en Africa del Norte, donde su padre estaba ins-
talado en calidad de comerciante, cuando Fibonacci aprendió su manejo al mismo tiem-
po que el de las cifras arábigas, la forma de apreciar el valor de una moneda según la
cantidad de fino, el cálculo de las alturas, latitudes, etc. 380 . Fibonacci testimoniaría
pues; antes que nadie, la racionalidad científica de los árabes. Otro jalón precoz: los
libros de contabilidad, de los cuales el primero que conocemos es florentino (1211). A
juzgar por el Handlungsbuch, redactado en latín, de los Holzschuher (1304-1307) 381 ,
es la necesidad de llevar un registro de las mercancías vencidas a crédito lo que, más
que un deseo abstracto de orden, ha podido inspirar esta primera contabilidad. En to-
do caso, pasará mucho tiempo antes de que los libros contables sean un perfecto re-
gistro. A menudo los comerciantes se contentan con «anotar sus operaciones sobre pe-
dazos de papel que pegan en las paredes>, recuerda Matthaus Schwartz, un tenedor de
libros puesto al día que, desde 1517, trabajó en la firma de los Fugger 382 . Sin embargo
en esta época, ya hace mucho tiempo que Fra Luca di Borgo, cuyo verdadero nombre
era Luca Pacioli, había dado, en el capítulo XI de su Summa di arithmetica, geome-
tria, proportioni e proportionalt'tii (1494), el modelo consumado de Ja contabilidad por
partida doble. De los dos libros esenciales de contabilidad, el Manuale o Giornale, en
el que se lleva cuenta de las operaciones en su orden sucesivo, y el libro principal, el
Quaderno, donde se inscribe dos veces cada operación, es este último, redactado por
partida doble, el que constituye la novedad. Permite obtener, en todo momento, un
equilibrio perfecto entre el debe y el haber. Si el saldo no está a cero, es que se ha
cometido un error que es necesario buscar enseguida383 •
La utilidad de la partita doppia se explica por sí sola. Sombart habla de ella con
lirismo: «Simplemente», escribe, «no se puede imaginar el capitalismo sin la contabi-
lidad por partida doble; se comportan uno con respecto al otro como la forma y el c~n­
tenido», Wie Form und Inhalt. «La contabilidad por partida doble ha nacido del 111is-
mo espíritu [la cursiva es mía) que los sistemas de Galileo y de Newton y que l~ en-
señanzas de la física y la química modernas ( ... J Sin mirar cerca [ohne viel Scharfsfnn,
extraño incidente], se verán ya en la contabilidad por partida doble las ideas de la gra-
vitación, de la circulación de la sangre, de la conservación de la energía:. 384 . Podemos
pensar en las palabras de Kierkegaard: eToda verdad no es tal nada más que hasta cier-
to punto. Cuando se va más allá, la cosa se convierte en no verdad.» Sombart fue más
allá y hubo otros que exageraron. Spengler coloca a Luca Pacioli a la altura de Cristóbal
Colón y de Copérnico 385 . C. A. Cooke (1950) afirma que cla importancia de la conta-
bilidad por partida doble no reside en su aritmética, sino en su metafísica> 386 . Walter
Eucken, valioso economista, no duda sin embargo en declarar (1950) que si la Alema-
nia de las ciudades hanseáticas pierde su desarrollo en el siglo XVI, es por no haber adop-
tado la doppelte Buchhaltung, la cual se instala, al mismo tiempo que la prosperidad,
en los libros de cuentas de los comerciantes de Augsburgo3 87
¡Cuántas objecciones en contra de estos puntos de vista! Pequeñas las primeras. Sin
querer destronar a Luca Pacioli, hay que tener en cuenta que han existido predeceso-
res. El mismo Sombart señala el libro de comercio del ragusino Cotrugli, Della Mer-
catura, conocido en su segunda edición de 1573, pero que data de 1458388 . Obsérvese
que esta reedición sin cambio, con más de un siglo de intervalo, indica que el estilo

499
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

Le vulgarisateur de la comptabilité en partie double (El vulgarizador de la contabilidad por par-


tida doble). Este cuadro de ]acopo de Bar, 1495, representa al franciscano Luca Pacioli efectuan-
do una demostración de geometría plana para uno de sus alumnos, sin duda el hijo del duque
de Urbino, Frederic de Montefeltre. (Foto Sea/a.)

de los negocios no ha evolucionado apenas durante estos años que, no obstante, fueron
de gran desarrollo económico. En todo caso, en el libro I, capítulo Xlll, de este ma-
nual se consagran algunas páginas a las ventajas de una contabilidad en orden, que per-
mita saldar crédito y débito. Y Federigo Melis, que ha leído centenares de registros mer-
cantiles ve aparecer en Florencia la partita doppia bastante más temprano, desde el fi-
nal del siglo XIII, en los libros de la Compagnia dei Fini y de la Compagnia Farolfi. 389.
Pero vayamos a las verdaderas objecciones. Al principio, la milagrosa partida doble
no se difunde muy rápidamente, y no triunfa en todas partes. Y durante los tres siglos
siguientes al libro de Luca Pacioli, no cumple el papel de revolución victoriosa. Los ma-
nuales para comerciantes la conocen, los comerciantes no la practican siempre. Empre-
sas muy importantes prescindirán durante mucho tiempo de sus servicios, y no de las
pequeñas: como la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, fundada en 1602, y
como la Sun Fire Insurance O/fice, de Londres, que no la adoptará hasta 1890 (digo
bien 1890) 390 • Historiadores que conocen la contabilidad antigua, R. de Roover, Basíl

500
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

S. Yamey, Federigo Melis, no ven en la doble contabilidad el sustituto necesario de


contabilidades anteriores que fueron ineficaces. En tiempos de las contabilidades por
partida simple, escribe R. de Roover 391 ·, «los comerciantes de la Edad Media supieron
adaptar este instrumento imperfecto a las necesidades de sus negocios y llegar hasta el
final, aun mediante rodeos. [ ... ]Encontraron soluciones que nos asombran por su flexi-
bilidad y su extraordinaria variedad. No hay nada más erróneo que la tesis de ... Som-
bart, que pretende que la contabilidad de los comerciantes medievales es un revoltijo
[Wirwa"j tal que resulta imposible orientarse».
Según Ha.sil Yamey (1962), Sombart ha exagerado el alcance de la contabilidad. Es-
ta máquina abstracta de cuantificar juega un papel importante en todos los negocios
pero no dicta las decisiones del jefe de empresa. Incluso los inventarios, los balances
(que el doble asiento no los hace más fáciles que el simple y que son raros en el mundo
de los negocios) no están en el corazón de las decisiones que hay que tomar, o sea en
el corazón del juego capitalista. Los balances corresponden más frecuentemente a la li-
quidación de un negocio que a su dirección. Y son difíciles de establecer: ¿qué hacer
con los créditos poco seguros? ¿Cómo evaluar los stocks? ¿Cómo introducir, puesto que
se utiliza una única moneda de cuenta, la diferencia de las especies monetarias en jue-
go, la diferencia que a veces tiene mucha importancia? Los balances de quiebra del si-
glo XVIII muestran que, todavía en dicha época, estas dificultades son mal superadas.
En cuanto al. inventario, siempre muy intermitente, no tiene sentido más que con re-
lación a un inventarió precedente. De esta forma, los Fugger, en 1527, pudieron eva-
luar el capital y los beneficios de su empresa después del inventario de 1511. Pero en-
tre estas dos fechas, no Jlevaron en realidad su acción en función del inventario de 1511.
Finalmente, en el registro de los medios racionales del capitalismo, ¿no habría que
dejar sitio a otros instrumentos mucho más eficaces que la partida doble: la letra de
cambio, la banca, la bolsa, el mercado, el endoso, el descuento, etc.? Ahora bien, es-
tos medios se encuentran fuera del mundo occidental y de su sacrosanta racionalidad.
Además de que constituyen una herencia, una lenta acumulación de prácticas y que es
la vida económica ordinaria la que, a fuerza de actuar, los ha simplificado y puesto a
punto. Más que el espíritu innovador de los empresarios, han pesado la amplitud acre-
centada de los intercambios, la insuficiencia demasiado frecuente de la masa moneta-
ria, etc. i1
Pero de todas formas, la facilidad con que se admite la igualdad capitalismo-racip-
nalidad ¿nace verdaderamente de una admiración por las técnicas modernas del.c.am-
bio? ¿No proviene más bien del sentimiento general -no hablemos de razonamien-
to- que confunde capitalismo y crecimiento, que hace del capitalismo no un estimu-
lante, sino el estimulante, el motor, el acelerador, el responsable del progreso? Una
vez más, esto equivale a fundir estrechamente economía de mercado y capitalismo, afir-
mación arbitraria a mi modo de ver, según me he explicado, pero concebible puesto
que ambos coexisten y se han desarrollado al mismo tiempo y en un mismo movimien-
to, uno a causa del otro y recíprocamente. El paso que supone, desde esto poner en el
activo del capitalismo la «racionalidad» reconocida al equilibrio del mercado, al sistema
en sí, se ha franqueado alegremente. ¿No hay en este caso algo de contradictorio? Pues
la racionalidad del mercado, se nos ha repetido hasta la saciedad, es la del intercambio
espontáneo, no dirigido sobre todo, libre, competitivo, bajo el signo de la mano invi-
sible de Smith o del ordenador natural de Lange, naciendo pues de la «naturaleza de
las cosas», del choque de la demanda y de la oferta colectivas, de una superación de
los cálculos individuales.
A prion·, no se trata en este caso de la racionalidad del mismo empresario que, in-
dividualmente, busca a merced de las circunstancias el mejor camino de su acción, la
maximización del beneficio. No más que el Estado, según Smith, el empresario no tie-

501
La sociedad o "el conjunto de los conjuntos•

El banco de un cambista genovés: Estampa de un manuscrito de finales del siglo XIV. (Fototeca
A. Colin.)

ne por qué preocuparse de la marcha razonable del conjunto, la cual es automática en


principio. Ya que «ninguna sabiduría ni conocimiento humano» serían capaces de lle-
var semejante tarea a buen término. Que no haya capitalismo sin racionalidad, es decir
sin adaptación continua de los medios a los fines, sin cálculo inteligente de las proba-
bilidades, sea. Pero henos aquí vueltos a las definiciones relativas de lo racional, que
varía no sólo según las culturas, sino según las coyunturas o grupos sociales, y según
sus fines y medios. Hay racionalidades incluso en el interior de la sola economía. La de
la libre competencia es una de elias. La del monopolio, la especulación y el poder, otra.
Sombart, al final de su vida (1934), ¿fue consciente de una cierra contradicción en-
tre regla económica y juego capitalista? En todo caso, describe curiosamente al empre-
sario como víctima de una lucha entre el cálculo económico y la especulación, entre la
racionalidad y la irracionalidad. He aquí quien, por poco, según mis propias explica-
ciones, referiría pura y simplemente el capitalismo o lo «irracional» de la especula-
ción392. Pero hablando seriamente pienso que la distinción entre economía de mercado
y capitalismo es aquí esencial. Se trata de no atribuir al capitalismo las virtudes y las

502
l.a sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

«racionalidades» de la economía de mercado en sí -lo que han hecho incluso Marx y


lenin, implícita o explícita, atribuyendo el desarroJJo del monopolio a una evolución
fatal pero tardía del capitalismo. Para Marx, el sistemal del capital, cuando sucede aJ
sistema feudal, es «civilizador» en lo que tiene de «más favorable al desarrollo de las
fuerzas productivas y de las relaciones sociales» que engendran el progreso y que «pro-
ducen un estado de desarrollo donde estén ausentes la coacción y el monopolio del pro-
greso social (incluyendo sus ventajas maten'ales e intelectuales) por una clase de la so-
ciedad a expensas de la otra11 393 • Si Marx denuncia por otra parte «las ilusiones de la
competencia», es en un análisis del sistema mismo de producción del siglo XIX, no en
una crítica al comportamiento de los actores capitalistas. Pues éstos obtienen su «severa
autoridad dirigente» únicamente de su función social como productores, no, como en
el pasado, por el hecho de una jerarquía que fabricaría «amos políticos o teocráticos» 394 •
Es la «cohesión social de la producción» que «Se afirma [ ... ) como una ley natural om-
nipotente frenter al arbitrio individual». En cuanto a mí, defiendo, antes del siglo XIX
y después del siglo XIX, una «exterioridad» del capitalismo.
Para lenin, en un pasaje bien conocido (1916)39 5 , el capitalismo no ha cambiado
de sentido (para convertirse en «imperialismo» a principios del siglo XX) «más que a
un nivel definido, muy elevado, de su desarrollo, cuando algunas de las cualidades esen-
ciales del capitalismo han comenzado a transformarse en sus antinomias ... Lo que hay
de esencial bajo el punto de vista económico en este proceso, es la sustitución de los
monopolios capitalistas por la libre competencia ... [que había sido) el rasgo esencial
del capitalismo y de la producción mercantil en general». Inútil decir que yo no estoy
de acuerdo en este punto. Pero, añade Lenin, «de hecho, los monopolios no eliminan
completamente la libre competencia de la que han nacido: existen por encima y al la-
do de ella». Y aquí estoy completamente de acuerdo con él. En mi lenguaje, yo tra-
duciría: «El capitalismo [de ayer y de hoy aunque con fases más o menos fuertemente
monopolistas] no elimina enteramente la libre competencia de la economía de merca-
do de la que ha nacido [de la cual se nutre); existe por encima de ella y al lado de
ella.» Pues yo sostengo que la economía de los siglos XV al XVIII, que consiste funda-
mentalmente, a partir de ciertos núcleos desarrollados antiguamente, en la conquista
del espacio por una triunfante economía de mercado y de intercambios, comporta, ella
también, dos niveles, según la misma distinción vertical que Lenin reserva al «imperia-
lismo» de finales del siglo XIX: los monopolios, de hecho o de derecho, y la compe-
tencia; dicho de otra forma, el capitalismo tal como he tratado de definirlo y la•<:eO-
nomía de mercado en desarrollo.
Si yo tuviera la predilección de Sombart por las explicaciones sistemáticas y estable-
cidas de una vez para todas, pondría gustosamente en juego la especulación como ele-
mento primordial del desarrollo capitalista. Se ha visto aparecer, durante el curso de
este libro, esta idea subyacente del juego, del riesgo, del engaño, cuya regla básica es
la de fabricar un contra-juego frente a los mecanismos e instrumentos habituales del
mercado, hacer funcionar a éste de otra forma, si no a la inversa. Podríamos entrete-
nernos en hacer una historia del capitalismo inscrita en una especie particular de teoría
del juego. Pero esto sería volver a encontrar bajo la aparente sencillez de la palabra jue-
go realidades concretas diferentes y contradictorias, el juego preventivo, el juego regu-
lar, el juego lícito, el juego al revés, el juego trucado ... ¡Nada que pueda entrar fácil-
mente en una teoría!

503
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

Un arte nuevo de vivir:


en la Florencia del quattrocento

Visto retrospectivamente, no se puede negar que el capitalismo occidental ha fa-


bricado con el tiempo un nuevo arte de vivir, nuevas mentalidades a las que acompaña
y de las que es acompañado. ¿Se trata de una nueva civilización? Esto sería decir de-
masiado. Una civilización, es una acumulación construida sobre un tiempo mucho más
largo.
Pero al fin, si hay cambio, ¿en qué fecha empieza? Max Weber quiere que sea a
partir del protestantismo, por lo tanto no antes del siglo XVI; Werner Sombart a partir
de la Florencia del siglo XV. Otto Hintze396 decía que el primero estaba a favor de la
Reforma, el segundo a favor del Renacimiento.
Yo no tengo ninguna duda al respecto: a mi parecer, Sombart tiene razón. Floren-
cia desde el siglo XIII, a fortiori en el siglo XV, es una ciudad capitalista, cualquiera
que sea el sentido que se dé a esta palabra397 . Es natural que la precocidad, la anor-
malidad del espectáculo le haya sorprendido a Sombart. Lo menos importante es el he-
cho de fundar todo su análisis sobre una sola ciudad, Florencia (Oliver C. COx ha abo-
gado de forma igualmente convincente en favor de la Venecia del siglo XI, ya tratare-
mos de nuevo sobre ello), y sobre un solo testimonio, glorioso por cierto, el de Leon
Battista Alberti (1404-1472), arquitecto, escultor, humanista, heredero de una familia
de agitado destino, poderosa desde largo tiempo: los Alberti colonizaron económica-
mente la Inglaterra del siglo XIV, y además son tan numerosos que los documentos in-
gleses mencionan a menudo a los Albertynes como si, a semejanza de los hanseáticos
o los lucanos, incluso de los florentinos, ¡formasen, ellos solos, una nación! El propio
Leon Battista vivió en el exilio durante largo tiempo y, para escapar de las molestias
del mundo, ingresó en una orden religiosa. Fue en Roma, hacia 1433-1434, donde es-
cribió los tres primeros Libri della Famiglia, el cuarto se terminó en Florencia en 1441.
Sombart descubre en estos libros un clima nuevo: el elogio del dinero, el valor del tiem-
po, la necesidad de vivir parsimoniosamente, todos esos principios burgueses en su pri-
mera juventud. Y el hecho de que este eclesiástico pertenezca a una larga dinastía de
comerciantes respetados por su buena reputación refuerza el alcance de sus discursos.
El dinero, «la raíz de toda cosa)); «con dinero [pero yo prefiero traducir: con denari por
«con cuartos»]. se puede tener una casa en la ciudad, o una villa, y todos los oficios,
todos los artesanos, se fatigan como criados para servir al que tiene dinero. Quien no
lo tiene carece de todo y para todas las cosas hace falta dineroJ>.
He aquí una actitud nueva frente a la riqueza; antaño se hacía del dinero una es-
pecie de obstáculo para la salvación. Igualmente sucedía con respecto al tiempo: anti-
guamente se consideraba como algo de Dios; venderlo (bajo forma de interés) era co-
mo vender non suum, lo que no pertenecía a uno. Ahora bien, el tiempo se convierte
en una dimensión de la vida, en un bien de los hombres que más vale no perder. Asi-
mismo, con respecto al lujo: «Recordad bien esto, hijos míos», escribe Alberti, «que
vuestros gastos no excedan jamás a vuestros ingresos». Nueva regla que condena la os-
tentación de los nobles. Como dice Sombart, «se trata de introducir el espíritu de ahorro
no en las miserables economías domésticas de los pobres que apenas comen, sino en
las casas de los ricos» 398 • Ahí reside, pues, el espíritu capitalista.
No, responde Max Weber en una nota crítica, inteligente y concisa 399 • No, Alberti
no hace más que repetir las lecciones de la sabiduría antigua; algunas de las frases de
Sombart se encuentran poco más o menos en las obras de Cicerón. Y después, qué ten-
tación decir que lo que está en tela de juicio es solamente el gobierno de la casa, la
economía en el sentido etimológico del término, y no en la crematística, entiéndase el

504
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Panorama de Florencia. Detalle del fresco La Madona de Ja Miséricordia, siglo XIV. (Foto
Alinari-Giraudon.)

505
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

flujo de riquezas a través del mercado. Alberti tiene una larga Hausviiterliteratur, esa
literatura para la buena administración de los señores de la casa de la que tantos con-
sejeros alemanes se servirán hasta el siglo XVIII para prodigar recomendaciones, a me-
nudo sabrosas, pero que no conciernen más que indirectamente a los horizontes
mercantiles.
No obstante, es Max Weber quien está equivocado. Para convencerse de ello le hu-
biera bastado leer los Libri della Famiglia de los que las citas de Sombart dan una idea
demasiado limitada. le hubiera bastado citar a otros testigos de la vida florentina. Ci-
temos a Paolo Certaldo y comprenderemos la causa400 • «Si tienes dinero, no te deten-
gas, no lo guardes inactivo en tu casa, puesto que más vale trabajar en vano que des-
cansar en vano, porque aún cuando no ganes nada trabajando, al menos no pierdes el
hábito de los negocios.» O bien: «Esfuérzate sin cesar y trata de ganar.» O más aún:
«Es muy buena cosa y una gran ciencia el saber ganar dinero, pero aún mejor cualidad
es la de saber gastarlo con medida y cuando es necesario.» Recordemos que es uno de
los personajes de los diálogos de Alberti quien dice más o menos esto: «El tiempo es
dinero.» Si el capitalismo puede reconocerse por el «espíritu» y pesarse por las palabras,
entonces Max Weber está equivocado. Sin embargo, imaginemos su respuesta: después
de todo no hay en él más que la inclinación por el lucro. Ahora bien, el capitalismo
es también otra cosa, incluso lo contrario; es un dominio interior, «el freno, la mode-
ración o por lo menos como la moderación racional de este impulso irracional hacia el
lucro». ¡Otra vez en el punto de partida!
Un historiador de hoy en día pensará que estas investigaciones sobre la quintaesen-
cia tienen su valor, su atractivo, pero que en ningún caso pueden bastar. Y que si que-
remos captar el origen de las mentalidades capitalistas, hay que sobrepasar el universo
hechizado de las palabras. Ver las realidades; para esto hay que acudir, trasladarse a
las ciudades italianas de la .Edad Media. El consejo proviene de Marx.

Otro tiempo,
otra visión del mundo

Nadie escapa hoy, por otra parte, al sentimiento de una cierta irrealidad como con-
secuencia del debate entre Sombart y Weber, al sentimiento de que la discusión no
está fundada, de que es casi fútil. ¿Es posible que lo que más nos moleste, y nos «dis-
tancie», en este caso, sea nuestra propia experiencia vivida? No hay nada más natural
que en 1904 Max Weber y Werner Sombart en 1912 tengan la impresión de estar, en
Europa, en el centro necesario del mundo de la ciencia, de la razón, de la lógica. Pero
nosotros hemos perdido esa seguridad, ese complejo de superioridad. ¿Por qué una cí~
vilización habría de ser in aeternum más inteligente, más racional que otra?
Max Weber se planteaba la cuestión, pero, después de algunas vacilaciones, perse-
veraba en su opinión. Toda explicación del capitalismo equivale, para él como para
Sombart, a exponer una superioridad estructural e indiscutible del «espíritu» occiden-
tal. Cuando esta superioridad también proviene de los azares, de las violencias de la
historia, de un mal reparto de los naipes a nivel mundial. la historia del mundo es
inútil rehacerla por las necesidades de una causa, aún menos de una explicación. Pero
¿podemos imaginarnos por un instante que los juncos chinos hubieran doblado el cabo
de Buena Esperanza en 1419, en medio de la recesión europea que denominamos la
Guerra de los Cien Años, y que la dominación del mundo hubiera jugado en favor
del enorme país lejano, de este otro polo del universo de las poblaciones densas?

506
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Otra perspectiva penetrada por su época: el capitalismo para Max Weber parece co-
mo un resultado, el descubrimiento de una tierra prometida de la economía, la expan-
sión final del progreso. Nunca (a menos que mi lectura no haya sido lo suficientemen-
te atenta) como un régimen frágil y quizás transitorio. Hoy en día, la muerte o por lo
menos las mutaciones en cadena del capitalismo no tienen ya nada de improbable. Es-
tán a la vista. En todo caso, «ya no se nos aparece como la última palabra de la evo-
lución histórica»4 01 •

507
La sociedad o •el conjJmto de los conjuntos»

EL CAPITALISMO
FUERA DE EUROPA

Como Europa, el resto del mundo está sujeto desde hace siglos a las necesidades
de producir, las obligaciones del intercambio, las precipitaciones de la moneda. En me-
dio de estas combinaciones, ¿es absurdo investigar los signos que anuncian o realizan
un cierto capitalismo? Yo diría de buen grado, como Deleuze y Guattari 402 , que «en
cierto modo, el capitalismo ha frecuentado todas las formas de la sociedadi>, al menos
el capitalismo tal como yo lo concibo. Pero, reconozcámoslo sin ambages, la construc-
ción triunfa en Europa, se esboza en elJapón, fracasa (las excepciones confirman la re-
gla) casi en todas partes; más valdría decir que no se acaba de completar.
Para esto existen dos grandes explicaciones, una de ellas económica y espacial, la
otra política y social. Explicaciones que sólo pueden esbozarse. Pero tan imperfecta y,
en resumen, negativa como se revela una investigación de esta índole entre datos mal
seleccionados y mal recogidos por los historiadores europeos y no europeos, estos evi-
dentes fracasos y estos triunfos a medias dan testimonio sobre el capitalismo, tanto co-
mo problema de conjunto como en cuanto a problema particular de Europa.

Milagros del comercio


a larga distancia

Las condiciones previas a todo capitalismo dependen de la circulación, se podría ca-


si decir a primera vista, de ella sola. Y cuanto más espacio abarca esta circulación, más
fructífera es. Este determinismo elemental actúa en todas partes. Así pues, el reciente
trabajo de Evelyn Sakakida Pawski muestra que, en el Fu-Kien del siglo XVI y en el
Hu-nan del siglo xvm, la parte del litoral de estas dos provincias chinas, agraciadas
con los dones del mar, abiertas al intercambio, está poblada con campesinos que pa-
recen acomodados; mientras que el interior de la tierra, con los mismos arrozales y los
mismos hombres, encerrados en sí mismos, es más bien miserable. Vivacidad por una
parte, anquilosamiento por otra: esta regla es válida a todas las escalas y para todas las
regiones del mundo.
Y si este contraste fundamental nos sorprende muy especialmente en China y en
el Asia de aquellos lejanos siglos, es porque el espacio es superabundante y agranda
desmesuradamente las tierras, las extensiones marinas a franquear, las zonas semi-muer-
tas del subdesarrollo. La discriminación se establece a una escala que no es ya la de Eu-
ropa. Con relación a esta inmensidad, las zonas vivas parecen mucho más estrechas, a
lo largo de las líneas por donde circulan los navíos, las mercancías y los hombres. Asi-
mismo, si elJapón se queda apartado del conjunto del Este asiático, es en primer lugar
porque lo rodea el mar, que facilita todas sus comunicaciones, siendo el Seto no Ouchi
algo así como un Mediterráneo japonés, pequeño y muy vivo. ¡Imaginemos en Francia
un mar interior extendiéndose desde Lyon a París! Japón no se explica, de ningún mo-
do, por las virtudes únicas del agua salada, pero sin ellas, los encadenamientos y pro-
cesos de esta historia singular serían casi inimaginables. ¿No sucede lo mismo a todo
lo largo de la costa meridional de China, orlada de rías, donde el mar franquea el li-
toral y se adentra, después de Fou-tcheou y Amoy hasta Canton? Aquí, el viaje, las
aventuras del mar, son cómplices de un cierto capitalismo chino que no puede adoptar
su verdadera dimensión más que cuando se escapa de una China vigilada y apremian-

508
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

te. Esta China exterior vivaz es la que, incluso después de 1638 y del cierre casi total
del Japó.n .~ come:rc~o exterior, ~onserva el acc~so al merc~do ~el cobre y de la plata
del arch1p1elago mpon, de la misma forma y sm duda me¡or aun que los holandeses;
que recoge en Manila el metal blanco del galeón procedente de Acapuko; que desde
siempre esparce a sus hombres, a sus mercancías diversas, a sus artesanos y a sus nego-
ciantes sin igual a través de toda Insulindia. Más tarde, la implicación del comercio eu-
ropeo «en China» hará de Cantón un mercado resplandeciente, exigente, poniendo en
oscilación la economía china en su totalidad y, a nivel superior, la habilidad de sus ban-
queros, financieros y prestamistas de dinero. El Co-Hong, grupo de comerciantes a quie-
nes el gobierno de Pekín confía, en Cantón; la misión de enfrentarse a los europeos,
fundado en 1720, en funcionamiento hasta 1771, es una contra-Compafiía de las In-
dias, la herramienta de enormes fortunas chinas.
Nuestras observaciones serían análogas si abordásemos otras ciudades mercantiles de
alto voltaje como Malacca antes de 1510, año de la conquista portuguesa; o Achem en
la isla de Sumatra, en los alrededores de 160040 3; o Bantam, la Venecia o la Brujas de
los Trópicos antes de la instalación destructora de los holandeses, en 1683; o las ciu-
dades mercantiles desde siempre de la India o del Islam. En este caso, no tenemos real-
mente más que la molestia de escoger.
Supongamos pues que, en la India, escogemos Surat, en el golfo de Cambaye. Los
ingleses se han instalado allí en 1609, los holandeses en 1616, los franceses mucho más
tarde, pero lujosamente, en 1665 404 • Si nos remontamos a los alrededores de esta últi-
ma fecha, Surat se encuentra en pleno desarrollo. Los grandes barcos hacen escala en
el ante-puerto de Suali, en la desembocadura del Tapta, pequeño no costero que se
remonta hasta Surat pero que sólo permite el paso de barcos ligeros. En Suali los cam-
pos de chozas cubiertos de juncos acogen a las tripulaciones europeas y no europeas.
Pero los grandes navíos apenas permanecen allí, puesto que el mal tiempo es normal-
mente peligroso; no es aconsejable invernar allí. Unicamente los comerciantes se que-
dan y consiguen alojarse en Surat.
Según un francés 405 , Surat en 1672 es como Lyon por su grandeza. AJlí se amon-
tonan generosamente un millón de habitantes, estimación que puede dejarnos escép-
ticos. En la ciudad reinan banqueros, comerciantes y comisionistas banianos que, todos
y cada uno, se jactan a justo título de su honradez, habilidad y riqueza. «Podrían '\Jon-
tarse hasta treinta los ricos que poseían doscientos mil escudos, y más del tercio de és-
tos disfrutaban de fortunas de dos o tres millones.» Los récords de fortuna correspon-
den a un recaudador de impuestos (30 millones) y a un comerciante cque hacía anti-
cipos.con interés a los comerciantes moros y europeos• (25 millones). Surat es entonces
una de las grandes escalas del Océano Indico entre el Mar Rojo, Persia e Insulindia. Es
la puerta de salida y de entrada del Imperio del Gran Mogol, o sea una confluencia de
toda la India, la cita preferida de armadores y prestamistas a lo grande. Las letras de
cambio afluyen allí; el que va a embarcarse allí está seguro de encontrar dinero, afirma
Tavernier406 • Es allí donde los holandeses se aprovisionan de rupias de plata que nece-
sitan para su comercio en Bengala407 • Otro signo de gran negocio: un perfecto cosmo-
politismo étnico y religioso. A lado de los banianos (que están en primer lugar como
intermediarios) y del vasto artesanado «gentil> de la ciudad y sus alrededores, hay que
situar, a igual nivel que los hindúes, a una sociedad mercantil musulmana que tam-
bién extiende sus negocios desde el Mar Rojo hasta Sumatra y el resto de Insulindia, y
a una colonia activa de armenios. Salvo los chinos y los japoneses, dice un viajero, Gau-
tier Schouten 408 , todos los viajeros internacionales y los «comerciantes de todas las na-
ciones de las Indias» están allí presentes. Se efectúa un comercio prodigioso.
Evidentemente, la fortuna de Surat conocerá altibajos. Pero en 1758, al día siguien-
te de la dominación inglesa sobre Bengala, el inglés Henri Grose se queda tan estupe-

509
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

Un comerciante baniano de Cambaya y su mujer, acuarela de un portugués que vivió en Goa y


las India.r en el siglo XVI. Biblioteca Casanatense de Roma. (Foto F. Quilici.)

facto como admirado ante el espectáculo de Surat. Sin duda objeta de paso la exage-
ración que atribuye «al gran comerciante Abdurgafur [ ... ) un comercio por sí solo tan
considerable como el de la Compañía inglesa», pero señala que éste envía sin embargo
«cada año a la mar veinte barcos mercantes de trescientas a ochocientas toneladas car-
gados con mercancías por un valor de al menos veinte mil libras esterlinas y algunos
de veinticinco mil>. Se queda un poco estupefacto ante esos corredores banianos, hon-
rados en extremo, que «en media hora de tiempo[ ... ] concluyen en pocas palabras un
mercado de treinta mil libras esterlinas». Sin embargo, sus tiendas tienen poca aparien-
cia, pero «no hay ninguna mercancía que no se pueda encontrar allb y «los comercian-
tes acostumbran a guardar sus mercancías en otros almacenes; en sus tiendas no tienen
más que lo necesario para efectuar las ventas mediante muestras». Las telas indias, en
particular las decoradas con ciertos motivos florales y fondos rojos, no gustan mucho a
nuestro viajero inglés, pero tomad un chal de Cachemira en vuestras manos, dice, y os
extasiaréis con su material «suave [... ] y tan prodigiosamente fino que se puede hacer
pasar una de estas piezas por un anillo»~º9 •
En las costas de la India y de Insulindia, imaginemos decenas de ciudades casi tan
vivaces como Surat, millares de comerciantes, empresarios, transportistas, corredores,
banqueros, fabricantes. Entonces, ¿no existen capitalistas ni capitalismo? Vacilaremos
a la hora de contestar negativamente. Existen todos los elementos característicos de la
Europa de aquel tiempo: los capitales, las mercancías, los corredores, los negociantes,

510
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

la banca, los instrumentos del negocio, incluso el proletariado de los artesanos, los ta-
lleres con aspecto de fábricas en 1os grandes centros textiles como Ahmédabad, el tra-
bajo a domicilio encargado por los comerciantes y asegurado por corredores especiali-
zados (el mecanismo está bien descrito en cualquier artículo sobre el negocio inglés en
Bengala), y sobre todo, el comercio a larga distancia. Pero es cierto que esta realidad
mercantil de alta tensión está presente en ciertos puntos solamente, ausente en inmen-
sos espacios. ¿Es ésta la Europa de los siglos XIII y XIV?

Algunos argumentos e intuiciones


de Norman ]acobs

Antes de pasar a la segunda explicación apuntada -política y social- abriremos


un largo y útil paréntesis inspirado por el libro de Norman Jacobs publicado en Hong
Kong en 19~8. The Origino/ modem capitalism and Eastem Asia.
El propósito de N. Jacobs, en apariencia, es sencillo. Según constata, en Extremo
Oriente, sólo el Japón es hoy en día capitalista. Decir que el capitalismo industrial fue
allí una simple imitación de la industrialización europea no es una explicación sufi-
ciente. Pues, en este caso, ¿por qué los otros países de Extremo Oriente han sido inca-
paces, por su parte, de reproducir el modelo? Es probable que las estructuras antiguas
sean responsables de esta aptitud o de esta no aptitud para acoger al capitalismo. Corres-
pondería así al precapitalismo dar la respuesta y al pasado explicar el punto de llegada.
Con este fin se comparará el antiguo Japón: 1) con China, próxima culturalmente y,
sin embargo, muy diferente; 2) con Europa, que culturalmente está muy lejos del Ja-
pón, pero que tiene algún parecido. Y si es la sociedad, la organización social, el apa-
rato político -y no la cultura- lo que representa Ja diferencia entre Japón y China,
el parecido del Japón con Europa tomará una dimensión significativa. Corremos el ries-
go, al mismo tiempo, de considerar aclaraciones bastante nuevac; sobre el capitalismo
en general y sobre sus orígenes sociales en sentido amplio.
De hecho, N. Jacobs en su libro comete el error de suponer que son conocidos an-
ticipadamente los rasgos esenciales del precapitalismo europeo; después se limit~~á a
efectuar una comparación minuciosa, paso a paso, de la China y del Japón, aceptanilo
que el caso de China, caso no capitalista, sea válido, mutatis mutandis, para la 1hdia
(lo cual es discutible sin duda alguna) .. Tampoco se hace alusión al Islam y esto es cier-
tamente una laguna importante. Pero el inconveniente más grave de la reducción a dos
términos que se nos propone es sin duda el de marcar demasiado los contrastes entre
China y Japón. Se acaba en un díptico: lo que es negro por un lado es blanco por el
otro con violentas oposiciones entre luz y oscuridad, como en un cuadro de Georges
de La Tour. Aquí surge el riesgo de simplificaciones arbitrarias. La comparación no es
por ello menos interesante de seguir e instructiva de cabo a rabo.
En los dos platillos de la balanza, N. Jacobs no duda en colocar los pasados enteros
de China y del Japón. Lo cual yo apruebo. como juez muy parcial: ¿no he hecho yo lo
mismo por lo que respecta a Europa, remontándome frecuentemente hasta la ruptura
del siglo XI y aún antes de esta inflexión decisiva? En la obra de Jacobs, una regla aná-
loga incluye tanto una decisión de los Han ( siglo Ill antes de Jesucristo) sobre el régi-
men de la propiedad individual china, o los edictos japoneses del siglo VII que eximen
de impuestos a las tierras concedidas a ciertas categorías sociales -primer fundamento
del feudalismo japonés-, como detalles significativos del período Ashikaga
(1368-1~73) por los que se afirman ya la vocación marítima del Japón y el potente em-
puje de su piratería a través de los mares de Extremo Oriente al mismo tiempo que los

511
La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

Una bella •imagen de Epinal»: niño prodigio, Yoritomo (1147-1199), mata a los 13 años a los
ladrones que le habían atacado. (Tsoukioga Nogin Sai Massanobou, Biographie des hommes cé-
lebres ... , 1759, B.N., Est. DD 161. (ClichéGiraudon.)

triunfos de una economía a la búsqueda de su, o mejor dicho, sus libertades -entién-
dase por libertades algo comparable a las «libertades» de la Europa medieval, o sea a
los privilegios, a las murallas contra los demás. Así pués, implícita y explícitamente,
Norman Jacobs reduce las condiciones previas del capitalismo a una evolución multi-
secular de muy larga duración, y es mediante la acumulación de pruebas históricas co-
mo solucionará el problema planteado. Por parte de un sociólogo, es tener en la his-
toria una confianza bastante rara.
Así pues, cuestionará las diversas actividades funcionales durante siglos y siglos de
las sociedades, las economías, las políticas gubernamentales y los organismos religiosos:
Todo será abordado: los intercambios, la propiedad, la autoridad política, la división
del trabajo, la estratificación y la movilidad sociales, el parentesco, los sistemas de he-
rencia, el lugar de la vida religiosa -consistiendo el problema, cada vez, en verificar
lo que, en estas permanencias, se parezca más al pasado europeo y se considere pues,
en principio, como portador de un porvenir capitalista. El resultado es un libro origi-
nal y prolijo, que resumiremos un poco a nuestro modo, añadiéndole de paso nuestras
notas de lectura e interpretaciones.
En China, el obstáculo es el Estado, la coherencia de su burocracia -yo añado la
longevidad de este Estado que, por cierto, se rompe a largos intervalos, pero se recons-

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La sociedad o .,e[ conjunto de los conjuntos•

truye siempre con un gran parecido: centralizador, no menos moralizador, actuando


en el hilo recto de una moral confucionista puesta frecuentemente al día pero fiel en
general a los principios directores que ponen a la cultura, la ideología, y la religión a
su servicio. Y el mismo Estado, es decir, los mandarines de todos los grados, al servicio
del bien común. Obras públicas, encauzamiento de ríos, carreteras, canales, seguridad
y administración de las ciudades, lucha en las fronteras contra las amenazas extranjeras,
todo esto depende del Estado. Igualmente la lucha contra el hambre, lo cual significa
proteger y asegurar a la vez la producción agrícola, piedra angular de toda la econo-
mía; conceder si se tercia, anticipos de dinero a los campesinos, los productores de se-
da, y los empresarios; llenar los graneros públicos para constituir reservas de seguridad;
por último, como contrapartida necesaria de esta intervención omnipresente, no reco-
nocer más que al Estado el derecho de imponer gravámenes a sus súbditos. Por cierto,
si el emperador dejase de ser moral, el cielo lo abandonaría; el soberano perdería coda
su autoridad. Pero normalmente su autoridad es plena y entera, garantiza teóricamen-
te todos los derechos. La propiedad individual de la tierra se remonta a los Han, es
cierto, pero el gobierno continúa siendo, en principio, el poseedor del suelo. Los cam-
pesinos e incluso los propietarios importantes de tierras pueden ser desplazados auto-
ritariamente de un punto a otro del imperio, en estos casos también en nombre del
bien común y de las necesidades de la colonización agrícola. Asimismo, el gobierno,
enorme empresario, se reserva todas las prestaciones personales campesinas. Cierto es
que se ha establecido una nobleza terrena sobre las espaldas de los campesinos y les
sonsaca trabajo, pero sin ningún derecho legítimo y sólo en la medida en que ella acep-
ta, en las ciudades donde ningún funcionario ejerce vigilancia directa, representar al
Estado, y en particular recaudar el impuesto para éste. La propia nobleza depende,
pues, de la benevolencia del Estado.
Igualmente sucede con los negociantes o los fabricantes a los que la administración,
con sus cien ojos, puede siempre llamar al orden, meter en cintura y limitar en sus ac-
tividades. En los puertos los barcos son controlados, a la salida y a la llegada, por el
mandarín del lugar. Algunos historiadores piensan incluso que las vascas operaciones
marítimas de principios del siglo XV fueron para el Estado una forma de controlar los
beneficios del comercio exterior privado. Es posible, aunque no seguro. Todas las ciu-
dades son igualmente vigiladas, divididas en barrios, en calles diferentes que, cada no-
che, cierran sus puertas. En estas condiciones, ni los comerciantes, ni los usurerqs, ni
los cambistas, ni los fabricantes, a los que el Estado subvenciona a veces para actu"ilr en
uno u otro sentido, llevan la mejor parte. El gobierno está en su derecho de oprimir y
de exigir los impuestos que quiera e.n nombre del bien común, que condena la opu-
lencia excesiva de los individuos como una desigualdad inmoral y una injusticia. El de-
lincuente constreñido por la norma no tiene por qué quejarse: es la moral pública quien
lo oprime. Unicamente el funcionario, el mandarín o el individuo a quien estos todo-
poderosos protegen quedan fuera de la norma, pero su privilegio no está nunca garan-
tizado. Sin querer forzar el significado de un caso individual, a Heshen, el ministro
favorito del emperador Qianlong, cuanto éste muere en 1799, lo mata su sucesor y su
fortuna es confiscada. Era un hombre ávido, corrompido, odiado, pero por encima de
todo, poseía demasiadas cosas, una colección de viejos maestros, varias casas de présta-
mo bajo garantía, una enorme reserva de oro y joyas -en resumen, era demasiado rico
y, defecto suplementario, no controlaba las cosas.
Otras prerrogativas del Estado: el derecho discrecional de acuñar monedas malas
(las pesadas caixas de aleación de cobre y plomo), a me.~mdo falsificadas (éstas no CÍ(-
culan en menor cantidad que las otras), y que se devalúan cuando se borran o son borra-
das las inscripciones que las autentificaban; el derecho discrecional de emitir también
papel moneda cuyos poseedores no están siempre seguros de obtener algún día el reem-

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La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

bolso. Los comerciantes, los numerosos usureros, los banqueros cambistas que a menu-
do se ganan a duras penas la vida cobrando los cánones debidos al Estado, viven en el
temor de tener que contribuir al primer signo de riqueza o de ser denunciados por un
rival deseoso de dirigir contra ellos el poder igualitario del Estado.
En un sistema como éste, la acumulación no la puede efectuar más que el Estado
y el aparato estatal. Finalmente, China habrá vivido bajo un cierto régimen «totalita-
rio» (si se quita a esta palabra el sentido odioso que recientemente le ha sido atribui-
do). Y, a ciencia cierta, el ejemplo de China viene a apoyar nuestra obstinación en dis-
tinguir claramente entre economía y capitalismo. Pues (contrariamente a lo que J acobs
quiere creer por una especie de razonamiento a pn'on': sin capitalismo no hay economía
de mercado), Chio.a tiene una sólida economía de mercado que nosotros hemos des-
crito varias veces con sus guirnaldas de mercados locales, el bullicio de sus pequeños
pueblos de artesanos y de comerciantes itinerantes, el pulular de sus ·tiendas y lugares
de cita urbanos. Así pues, en la base, intercambios vivos y alimentados, favorecidos
por un gobierno para el que lo esencial son las realizaciones agrícolas; pero, por enci-
ma, la tutela omnipresente del aparato del Estado -y su clara hostilidad hacia todo
individuo que se enriquezca «anormalmente». Hasta el punto que las tierras próximas
a las ciudades (en Europa fuente de ingresos y de rentas sustanciales para los ciudada-
nos que las compran a alto precio) son fuertemente gravadas con impuestos en China
para compensar la ventaja que les proporciona, sobre los campos más dejados, la proxi-
midad de los mercados urbanos. Entonces no hay capitalismo sino en el interior de gru-
pos precisos, garantizados por el Estado, vigilados por éste y más o menos siempre a
su merced, como los comerciantes de sal del siglo XIII o el Co-Hong de Cantón. A lo
sumo se puede hablar en tiempos de los Ming de cierta burguesía. Y de una especie
de capitalismo colonial que se ha perpetuado hasta hoy, entre los emigrados chinos de
Insulindia en particular.
En el Japón, sin forzar las' explicaciones de N. Jacobs, los dados de un porvenir ca-
pitalista están echados desde la época Ashikaga (1368-1573), con el establecimiento de
fuerzas económicas y sociales independientes del Estado (ya se trate de los gremios, del
comercio a larga distancia, de las ciudades libres o de los comerciantes agrupados que
frecuentemente no tienen que rendir cuentas a nadie). Los primeros signos de esta re-
lativa falta de autoridad estatal se aprecian incluso antes, en cuanto se ha establecido
un sistema feudal sólido. Pero esta fecha inicial es problemática; decir que en 1270 el
sistema feudal emerge de forma reconocible es ser demasiado preciso en un terreno don-
de la precisión corre el riesgo de engañar y es dejar en la sombra las condiciones previas
de esta génesis, de la constitución, a costa de lqs dominios del emperador, de grandes
propiedades individuales que, antes incluso de convertirse en hereditarias de derecho,
organizarán ejércitos para perpetuarse y defender su autonomía. Todo esto implica la
creación de hecho, a más o menos largo plazo, de provincias casi independientes, po-
derosas, abarcando sus ciudades, sus comerciantes, sus oficios, sus intereses particulares.
Es posible que lo que haya salvado a China de un régimen feudal durante el pe-
ríodo de los Míng (1368-1644), e incluso después, a pesar de las catástrofes de la con-
quista mogola (1644-1680), sea la permanencia de una gran masa humana, que im-
plica una continuidad, posibles retornos al equilibrio. En efecto, en el origen de un
sistema feudal, tengo tendencia a establecer una situación cero y una población escasa,
resultado de accidentes, catástrofes, o de fuertes despoblaciones pero asimismo, llega-
do el caso, de un primer punto de partida en un país aún relativamente nuevo. El Ja-
pón primitivo es un archipiélago cuyas tres cuartas partes están vacías. El «hecho do-
minante», para Michel Vié 410 «[es su l retraso con relación al continente», con relación
a Corea y principalmente a China. Ef Japón, et). aquellos lejanos siglos va tras el reflejo
de la civilización china, pero le falta la fuerza del número. La secuencia de sus guerras

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La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

interminables, salvajes, por las qu_e pequeños grupos logran difüilmente subyugar al
adversario o a los adversarios, mantiene un subdesarrollo crónico y el archipiélago per-
manece dividido en unidades autónomas que la tensión une mal y que, a la primera
ocasión, vuelven a reanudar el libre curso de su existencia. Las sociedades japonesas así
constituidas han sido caóticas, desiguales, compartimentadas. Aunque frente a su di-
visión exista la autoridad del Tenno (el emperador que reside en Kyoto), más teórica
y sagrada que temporal; y también, a partir de capitales sucesivas que duran más o me-
nos tiempo, la autoridad violenta y contestada del Shógun, una especie de mayordomo
de palacio a la merovingia. Finalmente es el shógunato quien creará el gobierno del
b11kufu, y que lo extenderá a todo el Japón con ledoshyi, el fundador de la dinastía
de los Tokugawa (1601-1868), que gobernará hasta la revolución Meiji.
Simplificando, se puede decir que con una anarquía que recuerda a la de la Edad
Media europea, todo ha influido conjuntamente en el diversificado escenario del Japón
durante los siglos de su lenta formación: el gobierno central, los feudales, las ciudades,
los campesinos, los artesanos, los comerciantes. La sociedad japonesa se ha erizado de
libertades análogas a las de la Europa medieval, libertades que son otros tantos privi-
legios tras los cuales parapetarse, defendt"rse, sobrevivir. Y no se ha solucionado nada
de una vez para todas, nada acepta una solución unilateral. ¿Existe allí aún algo de la
pluralidad de las sociedades «feudales» de Europa, creadora de conflictos y de movi-
miento? Con los Tokugawa que llegan al final es necesario imaginar un equilibrio que
se reconstruye sin fin, cuyos elementos están obligados a ajustarse los unos a los otros,
no un régimen organizado totalitariamente a la forma china. La victoria de los Toku-
gawa, que los historiadores tienden a exagerar, no podía ser más que una victoria a me-
dias -real pero incompleta- como la de las monarquías de Europa.
Ciertamente, esta victoria fue la de los soldados de infantería y de las armas de fue-
go llegadas de Europa (especialmente los arcabuces, pues la artillería japonesa haca más
ruido que daño). Un poco antes o un poco más tarde, los daimios tuvieron que ceder,
aceptar la autoridad de un gobierno ágil, apoyado en un ejército sólido que dispone
de grandes rutas con postas organizadas que facilitan la vigilancia y las intervenciones
eficaces. Los d11imios tuvieron que aceptar pasar un año de cada dos en Edo (Tokio),
la nueva y excéntrica capital del shogun, y permanecer allí como en una especie de re-
sidencia vigilada. Esta obligación se denomina sankin. Cuando vuelven a sus fey1dos,
dejan tras ellos a sus mujeres y a sus hijos como rehenes. Un pariente del Tenno n;side
también en Edo y sirve allí de rehén. Comparativamente, la esclavitud doradl} de la
nobleza francesa, en el Louvre y en Versalles, se presentará como una singular libtrtad.
La relación de fuerzas se invierte en beneficio del shógun. La tensión no es menos evi-
dente y la violencia está a la orden del día. Como prueba está la puesta en escena que
el shogun Iemitsu, hombre muy joven cuando sucede a su padre en 1632, cree nece-
sario organizar para convencer a todos de su autoridad como soberano. Entonces con-
voca a los daimios. Cuándo éstos llegan al palacio y se encuentran, como de ordinario,
en la última antecámara, están solos. Esperan; el frío les sorprende; no se les ofrece
alimento alguno; el silencio, la noche, se abaten sobre ellos. De repente se corren los
paneles y aparece el shógun al resplandor de las antorchas. Les habla como señor: «A
todos los d11imios e incluso a los más grandes, pretendo tratarlos como a súbditos míos.
Si a alguno le disgusta esta sumisión, que se marche, que vuelva a su feudo y que se
prepare para la guerra; entre ellos y yo, las armas decidirán» 411 • Este mismo shógun ins-
tituirá la sankin, en 1635, y poco después cerrará el Japón al comercio extranjero, ex-
cepto para algunos barcos holandeses y algunos juncos chinos. Es una forma de con-
trolar a los comerciantes como él controlaba a la nobleza.
Por tanto, los señores feudales estaban sometidos, pero sus feudos subsisten intac-
tos. El shógun procede a efectuar confiscaciones, pero también redistribuciones de feu-

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La sociedad o «el conjunto de los conjuntos»

dos. Y las familias feudales se propagarán así hasta la época actual, lo cual constituye
una buena prueba de longevidad. Por otra pane, todo favorece la longevidad de los
linajes, en particular el derecho de primogenitura, mientras que en China la herencia
de los padres se reparte entre todos los hijos varones. A la sombra de estas familias po-
derosas (algunas de las cuales doblarán victoriosamente el cabo del capitalismo indus-
trial), se mantienen durante mucho tiempo las clientelas de pequeños nobles, los sa-
murai, los cuales también desempeñarán su papel en la revolución industrial que se-
guirá a la era Meiji.
Pero lo más importante, bajo nuestro punto de vista, es el establecimiento tardío,
pronto eficaz, de mercados libres, de ciudades libres, la primera de las cuales fue el
puerto de Sakai en 1573. De una ciudad a otra, los poderosos gremios extienden sus
redes y sus monopolios, y las asociaciones mercantiles, organizadas como gremios, es-
tablecidas desde finales del siglo XVII, reconocidas oficialmente en 1721, adquieren
aquí o allá aspectos de compañías comerciales privilegiadas, análogas a las de Occiden-
te. En resúmen, último rasgo notable: las dinastías mercantiles se afirman y, a pesar
de tales catástrofes, se prolongan más allá de todas las previsiones de duración fijadas
por Henri Pirenne, a veces durante siglos: los Konoike, los Sumitono, los Mitsui. El
fundador de este último grupo, que tiene gran fuerza todavía hoy, fue «un fabricante
de sake, establecido, en 1620, en la provincia de Isa» y cuyo hijo debía convertirse en
1690, en Edo (Tokio), en «el agente financiero a la vez del shógun y de la casa
imperial» 412 •
Del mismo modo hay comerciantes que duran, que explotan a los daimios, al ba-
kufu, e incluso al Tenno; comerciantes avisados que muy pronto sabrán sacar ventaja
de las manipulaciones de la moneda -la moneda multiplicadora, instrumento indis-
pensable de una acumulación moderna. Cuando el gobierno trata de manipularla en
su propio beneficio, devaluándola a finales del siglo XVII, encontrará oposiciones tan
fuertes que dará marcha atrás algunos años más tarde. Y los comerciantes sacarán ven-
taja de ello a costa del resto de la población.
Sin embargo, la sociedad no favorece sistemáticamente a los comerciantes ni les con-
fiere ningún prestigio social, sino al contrario. Al primer economista japonés Kumaza-
wa Banzan (1619-1691) 413 , no le gustan nada y da prioridad, de forma significativa, al
ideal de la sociedad china. Un primer capitalismo japonés, evidentemente endógeno,
autóctono, no tiene la suficiente fuerza para invalidar sus argumentos. Por la compra
de arroz que les entregan, o los daimios, o los servidores de los daimio, los comercian-
tes están en el centro mismo de la economía japonesa, en esta línea decisiva en que el
arroz (moneda antigua) se monetiza verdaderamente. Ahora bien, el precio del arroz
depende de la cosecha, ciertamente, pero también de los comerciantes que controlan
asimismo el excedente esencial de la producción. Ellos son también los dueños del eje
decisivo que va desde Osaka, centro de la producción, hasta Edo, centro del consumo,
enorme capital parásita de más de un millón de habitantes. Finalmente, son los inter-
mediarios entre un polo de la plata (Osaka) y un polo de oro (Edo) actuando los dos
metales uno contra otro, dominando desde lo alto la antigua circulación del cobre, re-
gularizada en 1636, y que es la m()neda de los pobres al nivel inferior de los intercam-

-----· · - - - - - - - - -

Hacia 1830, antes de su apertura al mundo occidental y de la re11oluúó11 industrial, el japón es-
taba ya introducido en la gran manufactura. Preparación de tejidos de seda en Sangpu, japón.
(Foto Snark..)

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La sociedad o «el conjunto de los conjuntos•

bios. A esta triple corriente monetaria se añaden las letras de cambio, los cheques, los
billetes de banco, los efectos de un verdadero stock exchange. Finalmente emergen ma-
nufacturas de un inmenso artesanado tradicional. Todo converge así en el sentido de
un primer capitalismo que no ha salido ni de una imitación del extranjero ni de un
ambiente religioso cualquiera, y el papel de los comerciantes ha sido a menudo el de
eliminar la competencia, al principio muy fuerte, de los monasterios budistas, que el
shógunato se dedicó por otra parte a destruir.
En resumen, todo se produjo en primera instancia por un empuje de la economía
de mercado, antigua, viva, proliferante: los mercados, las ferias, la navegación, los in-
tercambios (aunque sólo fuera la redistribución del pescado en las tierras del interior).
Además está el comercio a larga distancia, asimismo tempranamente desarrollado, en
panicular hacia China, con beneficios fantásticos ( 1.100 % con motivo de los primeros
viajes del siglo XV) 414 • Por otra parte, los comerciantes fueron muy generosos con su di-
nero en relación con el shógun hacia los años 1570, cuando esperaban la conquista de
las Filipinas. Desgraciadamente para ellos, este ingrediente necesario y decisivo de una
superestructura capitalista -el comercio exterior- pronto faltaría en el Japón. Des-
pués del cierre de 1638, el comercio extranjero fue objeto de fuertes restricciones e in-
cluso fue suprimido por el shógunato. Los historiadores anticipan que el contrabando
palió las consecuencias de esta medida, especialmente a partir de Kyushu, la isla me-
ridional, y por el islote desierto llamado del Silencio en la ruta hacia Corea. Esto es
mucho decir, aun disponiendo de las pruebas de un contrabando activo de los comer-
ciantes de Nagasaki, entre otros, o de aquel señor de la poderosa familia de los Shi-
matzu, señor de Setsuma, que en 1691 tenía sus corresponsales en China para organi-
zar mejor sus tráficos ilícitos41 ~. A pesar de todo, es innegable que las dificultades y las
restricciones impuestas desde 1638 hasta 1868, durante más de dos siglos retrasaron un
desarrollo económico previsible. Luego el Japón recuperó rápidamente su retraso. Y es-
to por varias razones, algunas de las cuales eran coyunturales. Pero ante todo, sin du-
da, porque el Japón, para lograr su reciente desarrollo industrial, imitado de Occiden-
te, ha partido de un capitalismo mercantil antiguo que ya supo construir pacientemen-
te por sí mismo. Durante mucho tiempo «el trigo habría crecido bajo la nieve>. Tomo
esta imagen de un libro antiguo (1930) de Takekoshy 416 , que asimismo encuentra alu-
cinante el parecido económico y social entre Eurnpa y Japón, impulsados cada uno por
su lado, según procesos análogos, aun cuando los resultados no sean absolutamente
idénticos.

La política, más
aún la sociedad

Cerremos este largo paréntesis y retomemos el problema en su conjunto. Acabamos


de abordar un tema conocido, banal, apasionante. En términos marxistas, el feudalis-
mo prepararía el camino al capitalismo -transición sobre la que Marx, según sabemos,
nunca hizo demasiado hincapié en su análisis. Y Jacobs, por su cuenta, no hace más
que abordarlo para negar, por una parte, que el feudalismo sea el estadio previo y ne-
cesario del capitalismo, y para sugerir, por otra, que «históricamente ... los elementos
que debían desarrollar el capitalismo» han encontrado, en «ciertos valores concernien-
tes a los derechos y privilegios establecidos en tiempos del feudalismo, con otros obje-
tivos», un clima favorable para «institucionalizar su propia posición». He aquí cómo,
personalmente, yo vería las cosas. Salvo en las ciudades pronto desarrolladas de forma
autónoma, independientes -Venecia, Génova o Augsburgo-, donde un patriciado

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La sociedad o •el conjunto de los conjuntos,.

nacido de la mercancía ocupa el último estrato de la sociedad, las familias comerciantes


de alto rango en Occidente o en el Japón, no son, cuando la modernidad de la enco-
nomía y del Estado las empuja hacia delante, más que secundarias. Estas chocan contra
un límite, como una planta que encuentra un muro. Si la barrera resiste, tallos y raíces
crecen, echan renuevos a su altura, a lo largo del muro. Esta es la suerte de las bur-
guesías. El día en que se ha franqueado la barrera, hay un cambio de status para la
familia victoriosa. He escrito, en otro libro, que la burguesía traicionaba entonces. Esto
es mucho decir. De hecho, no traiciona jamás enteramente; y se reforma contra el
obstáculo.
Estas familias contenidas, parapetadas y que crecen hacia la luz, hacia los umbrales
del éxito social mientras que el obstáculo dura, están condenadas a la parsimonia, al
cálculo, a la prudencia, a las virtudes de la acumulación. Más aún, como la nobleza
encima de ellas es derrochadora, amiga de la ostentación, económicamente frágil,
lo que esta nobleza abandona o se deja arrebatar se lo apropia la clase vecina. A título
de ejemplo rápido, pero convincente, obsérvese la actividad, o mejor la política usurera
de la familia francesa de los Séguier. No es solamente mediante las compras de cargos,
de tierras, de inmuebles, o con las pensiones obtenidas del rey, o con dotes cobradas
con regularidad, o por gestiones de padre de familia que progresan, ya en el siglo XVI,
las fortunas de la burguesía y de la nobleza de toga (esa otra forma de burguesía); es
por toda una serie de servicios (usureros y otros, pero sobre todo usureros) prestados a
los grandes de este mundo. El presidente Pierre Séguier (1504-1580) acepta depósitos,
hace anticipos, cobra, recupera fianzas, percibe intereses. Con María D' Albret, duque-
sa de Nevers, concluye provechosos negocios; a la hora de liquidar, vende a Séguier «el
señorío de Sorel, cerca de Dreux, por 9.000 escudos, de los cuales ella no cobra más
que 3.600, sirviendo el resto de reembolso»'117 Este es un asunto entre otros diez. Igual-
mente el presidente, como usurero y prestamista, estará en tratos con los Montmorency,
quienes se defenderán más bien de él, y con diversos miembros de la familia de los
Silly. Como consecuencia de estos asuntos, se menciona a cuenta de Pierre Séguier un
«monte alto» cerca de Melun, una finca en Escury, cerca de Auneau, y así sucesivamen-
te418. Hay en ello parasitismo, explotación, fagocitismo. La clase superior, fruto lenta-
mente madurado de las riquezas terrenas y del poder tradicional, revela ser un alimen-
to seleccionado, absorbido con algunos riesgos, a decir verdad con muchas ventajas. El
proceso es el mismo en el Japón, donde el comerciante de Osaka se aprovecha de liÍ3
desgracias y los despilfarros de los daimi'os. Según el lenguaje de Marx, existe allí cen-
tralización en perjuicio de una clase, en .beneficio de otra. La clase dominante se con-
vierte un día u otro en bocado para sus sucesores, como los eupátridas, en Atenas y
fuera de ella, fueron devorados por las ciudades, las poleiS. Con toda seguridad, si esta
clase tiene fuerza para defenderse y reaccionar, el ascenso de los demás hacia la riqueza
y el poder será difícil, o momentáneamente imposible. Incluso en Europa ha habido
este tipo de coyunturas. Pero de todas formas, la movilidad social no basta. Para que
una clase sea, en resumen, consumible por otra, de una forma eficaz, es decir, a largo
plazo, de forma continua, es necesario que la una y la otra tengan la facultad de acu-
mular y de transmitir esta acumulación, de generación en generación, como una bola
de nieve.
En China, la sociedad burocrática recubre a la sociedad china con una capa superior
única, prácticamente indestructible y que, llegado el caso, se reconstituye por sí sola.
Ningún grupo, ninguna clase puede aproximarse al inmenso prestigio de los doctos
mandarines. Estos representantes del orden y de la moral pública no son todos perfec-
tos. Muchos mandarines, especialmente en los puertos, invierten dinero facilitándolo
a los comerciantes, quienes compran gustosamente su benevolencia. Según observa un
viajero europeo en Cantón, los mandarines locales practican una corrupción casi natii-
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

ral, enriqueciéndose sin remordimientos. Pero, ¿qué vale la acumulación de una for-
tuna que no es más que la de un hombre? ¿Una acumulación vitalicia, de función en
resumidas cuentas, fruto de estudios superiores y de un concurso abierto a un recluta-
miento más bien democrático? 41 9 El prestigio de los mandarines anima a menudo a las
familias comerciantes acomodadas a estimular a sus hijos, para ocupar estos puestos en-
vidiables y brillantes, es su forma de «traicionar». Pero el hijo del mandarín no será a
menudo mandarín. El ascenso familiar se arriesga a ser interrumpido de forma abrup-
ta. Ni la fortuna ni el poder de los mandarines se perpetúan sin dificulatad en los li-
najes de las familias dominantes.
A través de los países del Islam, la situación en sus raíces es diferente, pero los re-
sultados son curiosamente los mismos. Situación diferente: la clase superior no acaba
de cambiar, sino de ser cambiada. El sultán otomano, en Estambul, ofrece el ejemplo
tipo de esto: cambia de alta sociedad a cada paso, como de camisa. Piénsese en el re-
clutamiento de genízaros entre los niños cristianos. La feudalidad otomana, de la que
se habla a menudo, no es más que una prefeudalidad de beneficiarios; los timar.s, los
.sipahinik.s son concesiones a título vitalicio. Es necesario esperar hasta finales del si-
glo XVI para que se esboce una verdadera feudalidad otomana, en una línea capitalista
de bonificaciones y de establecimiento de nuevas culturas 42 º. Una aristocracia feudali-
zada se instala entonces, en particular en la península de los Balcanes, y logra retener
sus tierras y sus señoríos bajo dependencias familiares de larga duración. Para un his-
toriador, Nicolai Todorov 421 , una lucha por la posesión de la renta territorial hubiera
terminado con una victoria completa de la capa dominante que ocupaba ya todas las
altas funciones administrativas del Estado. ¿Victoria completa? Habría que verlo de cer-
ca. Lo cierto es que este cambio social es la causa y la consecuencia de un vasto cambio
de la historia, de la descomposición del viejo Estado militar, belicoso y conquistador,
ya un «enfermo». En los países musulmanes, la imagen ordinaria y normal, es la de
una sociedad llevada, sostenida, trastornada a veces por el Estado, arrancada de la tierra
nutricia de una vez para todas. En todas partes el espectáculo es el mismo, en Persia,
donde los kanes son señores a título vitalicio, como en la India del Gran Mogol en tiem-
pos de su esplendor.
En efecto, en Delhi, las «grandes familias» no se perpetúan. Fran~ois Bernier, doc-
tor de la Facultad de Medicina de Montpellier y contemporáneo de Colbert, lejos de
su país y en medio de la sociedad militar que rodea al Gran Mogol, nos hace experi-
mentar muy bien lo que dicha sociedad tiene para él de desconcertante. Los omerah.s
y los rajás no son, en resumidas cuentas, más que mercenarios, señores a título vitali-
cio. El Gran Mogol los nombra, pero no garantiza su sucesión a sus hijos. De ningún
modo: necesita un gran ejército y paga a sus hombres con lo que nosotros denomina-
ríamos un beneficio, un stpahinik para llamarlo como en Turquía, un bien que el so-
berano a quien pertenece de derecho toda la tie"a atribuye y que recuperará a la muer-
te del titular. Ninguna nobleza puede echar sus raíces en un terreno que le es quitado
regularmente. «Como todas las tierras del reino», explica Bernier, «le pertenecen en pro-
piedad [al Gran Mogol], resulta que no hay ni ducados, ni marquesados, ni ninguna
familia rica en bienes raíces y que subsista mediante sus rentas y patrimonios». Es como
vivir bajo un perpetuo New Deal, con una redistribución regular y automática de las
cartas. De igual forma, estos guerreros no disponen de apellidos comparables a los de
Occidente. «Solo tienen nombres dignos de guerreros: lanzador de trueno, lanzador de
rayo, rompedor de filas, el señor fiel, el perfecto, el sabio y otros similares»422 • No tie-
nen, pues, nombres sabrosos como en Occidente, partiendo de denominaciones geo-
gráficas, nombres de ciudades o de regiones. En la cumbre de la jerarquía, sólo los fa-
voritos del príncipe, aventureros, inestables, extranjeros, personas «llegadas de la na-
da», incluso antiguos esclavos. Esta extraña cúspide de pirámide, provisional, aérea, es

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La sociedad o •el conjunto de lo5 conjunto5•

normal que se destruya con las conquistas inglesas, puesto que dependía del poder del
príncipe y no podía medrar más que con él, a la sombra de él. Lo que es menos normal
es que la presencia inglesa haya fabricado toda clase de grandes familias con patrimo-
nios hereditarios. Sin quererlo, los ingleses llevan a las Indias sus imágenes, sus cos-
tumbres europeas. Las proyectan más allá de sí mismos, y les impiden comprender y
tomar en serio la estructura social inédita que tan fuertemente había cautivado a Ber-
nier. El error inglés, a base de una mezcla de ignorancia y cottupción, consistirá en con-
fundir a los zamindars (que son los perceptores de impuestos en los pueblos sin dueño
fijo) con los verdaderos propietarios, en hacer de repente una jerarquía a la occidental
dedicada al nuevo amo y cuyas familias han durado hasta nuestros días.
La única clase de familias dominantes que conocía la: India ~la de los comercian-
tes, fabricantes y banqueros que, tradicionalmente, de padres a hijos; dirigían a la vez
la economía y la administración de las ciudades mercantiles, ya fueran lós grandes puer-
tos, ya una vigorosa ciudad textil como Ahmédabad~ se defenderá mejor y durante
mucho tiempo con el arma que conoce muy bien: el dinero. Corromperá al invasor al
mismo tiempo que se deja corromper por éste.
Veamos lo que dice lord Clive 423 , en su dramático discurso a los Comunes, el 30 de
marzo de 1772, cuando defiende su honor y su vida contra las acusaciones de prevari-
cación que se amontonan contra él y que le inducirán al suicidio algunos días más tar-
de. Evoca el caso del joven inglés que, como escritor (nosotros lo calificaríamos de pe-
queño burócrata), llega a Bengala. «Uno de estos novatos se pasea por las calles de Cal-
cuta, pues sus ingresos no le permiten aún ir en vehículo. Ve a escribanos, algunos de
los cuales no son mucho más antiguos en el servicio que él, que se desplazan en des-
lumbrantes carruajes, tirados por soberbios caballos magníficamente enjaezados, o se
dejan transportar cómodamente en un palanquín. Vuelve a casa del benjam [BanianJ
donde se aloja y describe el aspecto de su compañero. ''¿Y qué es lo que os impide
igualarlo en magnificencia? -dice el benjam-. Yo tengo suficiente dinero, no tenéis
más que recibirlo, y no es necesario que os molestéis en pedirlo.» [ ... ] El joven se traga
el anzuelo; tiene sus caballos, su carroza, su palanquín, su harén: y mientras trata de
hacer fortuna gasta tres veces más de lo que debe. Pero mientras tanto, ¿cómo se re-
sarce el benjam? Bajo la autoridad del señor escribano, que prospera siempre y avanza
a grandes pasos para conservar su sitio en el consejo, el benjam asciende igualm~1¡1te e
impone muchas exacciones con impunidad, cuya práctica es tan generalizada que le!pro-
porciona una seguridad perfecta. Puedo asegurar que no son en absoluto los n;uivos
de Gran Brataña los que oprimen directamente, sino que son los indios quienes se cu-
bren de su autoridad y los que, mediante obligaciones pecuniarias, se han liberado de
toda subordinación. [ ... ] ¿Es [ ... ] sorprendente que los hombres sucumban a las diver-
sas tentaciones a las que están expuestos? [ ... ] Un indio se presenta en vuestra casa; os
muestra su bolsa con monedas de plata. Os ruega que la aceptéis como regalo. Si vues-
tra virtud resiste esta tentación, vuelve al día siguiente con la misma bolsa repleta de
monedas de oro. Vuestro estoicismo aún continúa, el indio vuelve una tercera vez y la
bolsa está llena de diamantes. Si por temor a ser descubierto rehusáis esta última ofer-
ta, entonces exhibe sus bultos de mercancías, trampa en la cual un comerciante no pue-
de dejar de caer. El oficial adquiere estas mercancías a bajo precio y las envía a un mer-
cado lejano [obsérvese de paso este homenaje que se rinde al comercio a larga distan-
cia], donde gana un 300%. He aquí a un nuevo pillo lanzado contra la sociedad.» Este
discurso que cito según una traducción francesa de aquel tiempo, que he encontrado
sabrosa, es una defensa personal, pero la imagen trazada no es inexacta. Un capitalis-
mo indio, antiguo, vivaz, que se debate contra la «subordinación» al nuevo dueño, pe-
netra bajo la nueva piel de la dominación inglesa. .
Todos estos ejemplos, aunque demasiado condensados y abordados con demasiada

521
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos»

El emperador mogol Akbar (1542-160.5) camino de la guerra (cliché B.N., Estampas.)

522
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

rapidez, ¿no dibujan una explicación de conjunto que corre el riesgo de ser bastante
justa, en la medida en que estos casos diversos se recortan y, al recortarse, nos ofrecen
una problemática sacisfactoria? Europa ha tenido una alta sociedad doble como míni-
mo que, a pesar de los avatares de la historia, ha podido desarrollar sus linajes sin di-
ficultades insuperables, no teniendo ante ella ni la tiranía totalitaria, ni la tiranía del
príncipe arbitrario. Europa favorece de esta forma la acumulación paciente de las ri-
quezas y, en una sociedad diversificada, el desarrollo de fuerzas y jerarquías múltiples
cuyas rivalidades pueden actuar en sentidos muy diversos. En lo que concierne al ca-
pitalismo europeo, el orden social fundado sobre el poder de la economía se ha apro-
vechado sin duda de su posición secundaria: por contraste con el orden social fundado
sobre el privilegio único del nacimiento, se ha impuesto por estar bajo el signo de la
medida, de la prudencia, del trabajo, de una cierta justificación. La clase políticamente
dominante acapara la atención, como las puntas que atraen al rayo. De este modo, el
privilegio del señor ha hecho olvidar, más de una vez, el privilegio del comerciante.
La sociedad o •el conjunto de los con¡untos•

PARA CONCLUIR

Al final de este segundo libro -Los juegos del intercambio- nos parece que el
proceso capitalista, considerado en su conjunto, no ha podido desarrollarse más que a
partir de ciertas realidades económicas y sociales que le han abierto o, por lo menos
facilitado, el camino:

1) Primera condición evidente: una economía de mercado vigorosa y en vía de


progreso. A esto concurren una serie de factores geográficos, demográficos, agrí-
colas, industriales y mercantiles. Está claro que tal desarrollo se ha operado a es-
cala del mundo, cuya población crece en todas partes, en Europa y fuera de Eu-
ropa, a través del espacio islámico, India, China y Japón, hasta un cierto punto en
Africa y ya, a través de América, donde Europa vuelve a empezar su destino. Y en
todas partes es el mismo encadenamiento, la misma evolución creadora: ciudades
fortificadas, ciudades-monasterios, ciudades administrativas, ciudades en las encru-
cijadas de caminos con tráfico importante, en las orillas de los ríos y de los mares.
Esta omnipresencia es la prueba de que la economía de mercado, en todas partes
la misma salvo algunos matices, es la base necesaria, espontánea, banal en suma
de toda sociedad que excede un cierto volumen. Una vez que el umbral ha sido al-
canzado, la proliferación de los intercambios, de los mercados y de los comercian-
tes se hace por sí sola. Pero esta economía de mercado subyacente es la condición
necesaria, no suficiente, para la formación de un proceso capitalista. China, repi-
támoslo, es la d,emostración perfecta de que una superestructura capitalista no se
establece, ipso facto, a partir de una economía de ritmo vivo y de todo lo que ella
implica. Se requieren otros factores.

2) En efecto, es necesario que la sociedad sea cómplice, que dé luz verde y con mu-
cha anticipación, por supuesto sin saber, ni en un solo momento, en qué proceso se
compromete, o para qué procesos deja de esta forma la vía libre, a siglos de distan-
cia. Basándonos en los ejemplos que conocemos, una sociedad acoge los antecedentes
del capitalismo cuando, jerarquizada de una forma u otra, favorece la longevidad de
los linajes y esa acumulación continua sin la cual nada sería posible. Es necesario que
las herencias se transmitan, que los patrimonios aumenten, que se acuerden alianzas
provechosas a su conveniencia; que la sociedad se divida en grupos, algunos domina-
dores o potencialmente dominadores, que esto se realice gradualmente, escalonada-
mente, con un ascenso social, si no fácil, al menos posible. Todo esto implica una ges-
tación prevía larga, muy larga. De hecho, han tenido que intervenir mil factores, po-
líticos e «históricos», si así podemos llamarlos, más aún que específicamente económi-
cos y sociales. Lo que está en juego es un movimiento de conjunto multisecular de la
sociedad. Japón y Europa lo demuestran, cada uno a su manera.

3) Pero nada sería posible, en última instancia, sin la acción particular y algo así
como liberadora del mercado mundial. El comercio a larga distancia no lo es todo, pe-
ro es el paso obligado para llegar a un plano superior del beneficio. A lo largo del ter-
cero y último libro de esta obra, volveremos a tratar el papel de las economías-mundo,
esos espacios ce"ados que están constituidos en universos particulares, en fragmentos
autónomos del planeta. Tienen su propia historia puesto que sus límites han cambiado
a lo largo del tiempo, se han ampliado al mismo tiempo que Europa se lanzaba a la
conquista del mundo. Con estas economías-mundo llegaremos a otro nivel de la com-

524
La sociedad o •el conjunto de los conjuntos•

petencia, a otra escala de la dominación. Y a reglas tan a menudo repetidas que, por
una vez, podremos seguirlas sin error a través de una historia cronológica de Europa y
del mundo, a través de una sucesión de sistemas mundiales que son, en realidad, la
crónica de conjunto del capitalismo. Se decía ayer -pero la fórmula permanece válída
y expresa bien lo que quiere decir-: la división internacional del trabajo y, por su-
puesto, de los beneficios que de él se derivarán.

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1.,

525
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Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo III

EL TIEMPO
DEL MUNDO
Versión española de Néstor Míguez

111111111111111
3 9o 5 o 8 o 0-1 8 6 1

Alianza
Editorial
Título original:

Civilisation matérielle, économie et capitalisme, XV•-XVIIJ• siecle


Tome 3.-Le temps du Monde

© Librairie Armand Colin, Paris, 1979


© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1984
Calle Milán, 38;0 200 00 45
ISBN: 84-206-9997-7 (Obra Completa)
ISBN: 84-206-9026-0 (Tomo III)
Depósito legal: M. 39.583-1984
Fotocomposición: EFCA
Impreso en Hijos cíe E. Minuesa, S. L.
Ronda de Toledo, 24. 28005 Madrid
Printed in Spain

A Clemens Heller.
Lista de ilustraciones

Los altos hornos de Coalbrookdale en el siglo XVIII 479


Puente sobre el Wear en Sunderland............. .............................. ..... 481
Hilandería de algodón en New Lanark.............................................. 484
El puerto de Bristol a principios del siglo XVIII.................................... 489
El duque de Bridgewater ante su canal .. . ..... .. .. . .... . .... . .. ... .... . .. .. .. ..... . 493
El West India Dock de Londres (comienzos del siglo XIX)...................... 497
Fabricación de paños de lana en las Highlands de Escocia...................... 502
Taller de tejido en Inglaterra.......................................................... 504
La Bolsa del carbón en Londres .. .. .. . . . . . .. . . . . . .. .. . . . . . . . .. .. .. . .. . . . . . . . . . . .. . . . . . ~09
INDICE GENERAL
PRÓLOGO......................................................................................................... 1

CAPÍTULO 1: LAS DIVISIONES DEL ESPACIO Y DEL TIEMPO........................... 5

Espacio y economías: las economías-mundo............................................ 6


Las economías-mundo, 6.-Hubo economías-mundo desde siempre,
8.-Reglas tendencia/es, 9.-Primera regla: un espacio que varía len-
tamente, 10.-Segunda regla: en el centro, una ciudad capitalista do-
minante, 11.-Segunda regla (continuación): las primacías urbanas se
suceden, 15.-Segunda regla (continuación y fin): dominaciones ur-
banas más o menos completas, 18.-Tercera regla: las diversas zonas
están jerarquizadas, 19.-Tercera regla (continuación): zonas de tipo
Thünen, 20.-Tercera regla (continuación): el esquema espacial de la
economía-mundo, 22.-Tercera regla (continuación): ¿zonas neutras?,
24.-Tercera regla (continuación y fin): capa externa e infraestructu-
ra, 26.

La economía-mundo: un orden frente a otros órdenes............................. 28


El orden económico y la división internacional del trabajo, 30.-El Es-.
tado: poder político y poder económico, 33.-lmperio y economía-
mundo, 36.-La guerra según las zonas de la economía-mundo,
38.-Sociedades y economía-mundo, 42.-El orden cultural, 45.-La
red de la economía-mundo seguramente es válida, 49.

La economía-mundo frente a las divisiones del tiempo............................ 50


Los ritmos coyunturales, 50.-Fluctuaciones y espacios de resonancia,
52.-El trend secular, 55.-Una cronología explicativa de las econo-
mías-mundo, 56.-Kondratieff y trend secular, 58.-¿Se explica la co-
yuntura larga?, 59.-Ayer y hoy, 62.

CAPÍTULO 2: LAS ECONOMÍAS ANTIGUAS DE DOMINACIÓN URBANA EN


EUROPA: ANTES Y DESPUÉS DE VENECIA....................................................... 65

La primera economía-mundo en -Europa.................................................. 68


La expansión europea a partir del siglo XI, 68.-Economía-mundo y
bipolaridad, 71.-Los espacios del Norte: la fortuna de Brujas,
74.-Los espacios del Norte: el progreso de la Hansa, 76.-EI otro
polo de Europa: las ciudades italianas, 81.-El intermedio de las fe-
rias de Champan.a, 84.-Una oportunidad perdida para Francia, 88.

La preeminencia tardía de Venecia........................................................... 89


Génova. contra Venecia, 90.-La potencia de Venecia, 91.-La eco-

593
Indice general

nomía-mundo a partir de Venecia, 96.-La responsabilidad de Vene-


cia, 97.-Las galere da mercato, 98.-En Venecia, un cierto capitalis-
mo, 99.-¿ Y el trabajo?, 103.-¿Primacía de la industria?, 106.-El
peligro turco, 107.

La inesperada fortuna de Portugal, o de Venecia a Amberes.................... 108


La explicación tradicional, 108.-Explicaciones nuevas, 109.-Ambe-
res, capital mundial creada desde el exterior, 112.-Las etapas de la
grandeza de Amberes, 117.-Primer avance, primera decepción,
117........::.La segunda buena fortuna de Amberes, 119.-Un avance in-
dustrial, 121.-la originalidad de Amberes, 122.

Devolvamos sus dimensiones y su importancia al siglo de los genoveses. 124


«Una cortina de montañas estériles», 124.-Actuar a lo lejos, fuera
de ella, 128.-Un juego acrobático, 129.-Génova domina discreta-
mente a Europa, 130.-las razones del éxito genovés, 132.-El re-
pliegue de Génova, 134.-La supervivencia de Génova, 136.-Vol-
vie'ndo a la economía-mundo, 138.

CAPÍTULO 3: LAS ECONOMÍAS ANTIGUAS DE DOMINACIÓN URBANA EN


EUROPA: AMSTERDAM.................................................................................... 139

La situación de las Provincias Unidas....................................................... 141


Un territorio pequeño, naturalmente pobre, 141.-Las proezas de la
agricultura, 142.-Una economía urbana con sobretensión, 143.-
Amsterdam, 144.-Una población heteróclita, 148.-Ante todo la pes-
ca, 151.-La flota holandesa, 153.-¿Hubo un «Estado» de las Pro-
vincias Unidas?, 155.-Estructuras internas que no cambian, 157.-El
impuesto con·tra los pobres, 161.-Frente a los otros Estados, 163.-la
realeza de los negocios, 166.

Apoderarse de Europa, apoderarse del mundo......................................... 168


Lo esencial se produjo antes de 1585, 168.-El resto de Europa y el
Mediterráneo, 171.-Holandeses contra portugueses: ponerse en el lu-
gar de otro, 171.-La coherencia de los tráficos en el Imperio Holan-
dés, 176.

Exito en Asia, fracaso en América ......................................................,...... 180


El tiempo de las luchas y del éxito, 180.-Grandeza y decadencia de
la V. O. C., 182.-¿Por qué el fracaso del siglo XVI//?, 186.-Los fra-
casos en el Nuevo Mundo, límite del éxito neerlandés, 190.

Preeminencia y capitalismo....................................................................... 193


En Amsterdam, cuando el almacén marcha, todo marcha, 193.-Mer-
cancías y crédito, 196.-El comercio de comisión, 198.-la razón de
ser·de la aceptación, 199.-la boga de los empréstitos o la perversión
~

594
Indice general

del capital, 2010-:c-Otra perspectiva: alejándose de Amsterdam,


204.-Alrededor del Báltico, 204.-Francia contra Holanda: un com-
bate desigual, 210.-/nglaterra y Holanda, 214.-Salir de Europa:
lnsulindia, 215.-¿Se puede generalizar?, 216.

Sobre la declinación de Amsterdam.......................................................... 217


Las crisis de 1763, 1772-1773 y 1780-1783, 217.-La revolución bá-
tava, 220.

CAPÍTULO 4: Los MERCADOS NACIONALES.................................................. 228

Unidades elementales y unidades superiores............................................. 230


Una gama de espacios, 231.-Espacios y mercados provinciales,
235.-El Estado nacional, sí, pero, ¿el mercado nacional?, 237.-Las
aduanas interiores, 239.-Contra las definiciones a priori, 242.-Eco-
nomía territorial y economía urbana, 244.
Contar y medir......................................................................................... 246
Tres variables y tres magnitudes, 246.-Tres conceptos ambiguos,
251.-0rdenes de magnitud y correlaciones, 252.-Deuda nacional y
PNB, 254.-0tras relaciones, 255.-Del consumo al PNB, 257.-Los
cálculos de Frank C. Spooner, 258.-Continuidades evidentes, 260.

Francia víctima de su gigantismo.............................................................. 261


Diversidad y unidad, 261.-Vínculos naturales y vínculos artificiales,
266.-La política ante todo, 267.-La superabundancia del espacio,
269.-París más Lyon, Lyon más París, 271.-París predomina,
274.-Para una historia diferencial, 279.-Las márgenes marítimas y
continentales, 280.-Por o contra la línea Ruán-Ginebra, 281.-Las
ciudades de «la otra Francia», 286.-El interior, 288.-El interior con-
quistado por la periferia, 292.

La preeminencia mercantil de Inglaterra................................................... 293


Cómo Inglaterra se convirtió en una isla, 294.-La libra esterlina,
296.-Londres crea el mercado nacional y es creado por él, 304.-
Cómo Inglaterra se convirtió en Gran Bretaña, 308.-La grandeza
inglesa y la deuda pública, 313.-Del Tratado de Versal/es (1783) al
Tratado de Eden (1786), 316.-La estadística aclara, pero no resuelve
el problema, 319.

CAPÍTULO 5: EL MUNDO A FAVOR O EN CONTRA DE EUROPA..................... 322

Las Américas o la apuesta de las apuestas ..... ...... ............ ......................... 324
La inmensidad hostil y sin embargo favorable, 324.-Mercados re-
gionales o nacionales, 326.-Servidumbres sucesivas, 328.-A favor
de Europa, 334.-Contra Europa, 336.-La querella industrial,

595
Indice general

337.-Las colonias inglesas eligen la libertad, 339.-Confiicto y riva-


lidad mercantiles, 342.-Las explotaciones españolas y portuguesas,
345.-Reconsideración de la América Española, 346.-El Imperio Es-
pañol recupera las riendas, 349.-El tesoro de los tesoros, 351.-¿Ni
feudalismo ni capitalismo?, 356.

El Africa Negra captada no solamente desde fuera................................... 359


La única A/rica del Oeste, 361.-Un continente aislado, pero accesi-
ble, 363.-De las costas al interior, 365.-El comercio triangular y los
términos del intercambio, 367.-El fin de la esclavitud, 369.

Rusia, durante largo tiempo una economía-mundo por sí sola................. 370


Una economía rusa rápidamente reducida a una casi autonomía,
370.-Un estado fuerte, 372.-La servidumbre se agrava en Rusia,
374.-El mercado y los aldeanos, 376.-Ciudades que son más bien
burgos, 379.-Una economía-mundo, pero, ¿qué economía-mundo?,
380.-Inventar Siberia, 382.-Inferioridades y debilidades, 386.-El
precio de la intrusión europea, 388.

El caso del Imperio Turco........................................................................ 391


Las bases de una economía-mundo, 392.-El lugar de Europa,
39J.-Un universo de caravanas, 398.-Un espacio marítimo duran-
te largo tiempo protegido, 400.-Los comerciantes al servicio de los
turcos, 403.-Decadencia económica y decadencia política, 404.

La más extensa de las economías-mundo: el Extremo Oriente................. 406


La cuarta economía-mundo, 409.-La India conquistada por ella mis-
ma, 410.-El oro y la plata, ¿fuerza o debilidad?, 412.-Una llegada
belicosa o comerciantes que no son como los demás, 413.-Sucursales,
factorías, lonjas y sobrecargos, 415.-Cómo comprender la historia
profunda del Extremo Oriente, 417.-Las aldeas indias, 418:-Los ar-
tesanos y la industria, 423.-Un mercado nacional, 428.-El peso del
Imperio Mogol, 430.-Las razones políticas y extrapolíticas de la caí-
da del Imperio Mogol, 431.-El retroceso de la India en el siglo XIX,
435.-India y China cogidas en una super-economía-mundo,
439.-Las glorias primeras de Malaca, 440.-Los nuevos centrados del
Extremo Oriente, 445.

¿Podemos concluir?.................................................................................. 448

CAPÍTULO 6: REVOLUCION INDUSTRIAL Y CRECIMIENTO............................. 451

Comparaciones útiles................................................................................ 452


Revolución: una palabra complicada y ambigua, 4J3.-Ante todo, ha-
cia abajo: los países subdesarrollados, 454.-Hacia arriba: revolucio-
nes abortadas, 457.-El Egipto alejandrino, 457.-La primera Revo-

596
Indice general

lución Industrial de Europa: caballos y molinos de los siglos XI, XII


y XIII, 458.-Una revolución esbozada en tiempos de Agrícola y de
Leonardo da Vinci, 461.-]ohn U. Nef y la primera revolución ingle-
sa, 1560-1640, 465.

La Revolución Inglesa, sector por sector.................................................. 469


Un factor primordial: la agricultura ingles-a, 470.-El ascenso demo-
gráfico, 475.-La técnica, condición necesaria y sin duda no suficien-
te, 477.-No «infravalorar» la revolución del algodón, 482.-La vic-
toria del comercio lejano, 485.-Multiplicación de los transportes in-
teriores, 491.-Una evolución lenta, 496.

Superar la Revolución Industrial ... ........ ..... ... ........ ...... ..... .... ..... ...... ...... ... 496
Crecimientos diversos, 497.-¿Explicar el crecimiento?, 499.-Divi-
sión del trabajo y crecimiento, 500.-La división del trabajo: hacia el
fin del putting out system, 501.-Los industriales, 503.-Las divisio-
nes sectoriales de la sociedad inglesa, 505.-La división del trabajo y
la geografía de Inglaterra, 507.-Finanzas y capitalismo, 508.-¿ Qué
papel atribuir a la coyuntura?, 515.-Progreso material y nivel de
vida, 521.

A manera de conclusión: Realidades históricas y realidades presentes...... 523


La larga duración, 524.-La sociedad envuelve todo, 526.-¿Sobre-
vivirá el capitalismo?, 529.-Como conclusión definitiva: el capitalis-
mo frente a la economía de mercado, 531.

Notas ....,................................................................................................... 535

Indice de nombres.................................................................................... 569

Lista de mapas y gráficos'......................................................................... 588

Lista de ilustraciones................................................................................ 590


Prólogo

explicaciones del Sistema de Law. Son lagunas. Pero, ¿de qué otra manera se puede
ser lógicamente breve?
Dicho esto, siguiendo un procedimiento habitual y venerable, he dividido el tiem-
po del mundo en períodos largos que tienen en cuenta, ante todo, sucesivas experien-
cias de Europa. Dos capítulos (el segundo: Venecia, y el tercero: Amsterdam) hablan
de las Economías antiguas de predominio urbano. En el capítulo IV, bajo el título de
Mercados nacionales, se estudia la expansión de las economías nacionales en el si-
glo xvm y, sobre todo, las de Francia e Inglaterra. El capítulo V -El mundo, a fa11or
o contra Europa- da la vuelta al mundo en el Siglo llamado de las Luces. En el capí~
tulo VI, Revolución industrial y crecimiento, que debía ser el último, se estudia la enor-
me ruptura que está en el origen del mundo en que vivimos todavía hoy. La conclu-
sión, al alargarse, ha adquirido la dimensión de un capítulo. . .
Espero que a través de estas diversas experiencias históricas obseI'Vadas desde bas-
tante c~rca y con comodidad, los análisis del volumen anterior quedarán fortalecidos.
¿No decíaJosef Schumpeter, en el libro que para nosotros, los historiadores, es su obra
maestra -History of Economic Analysis (1954)-, que hay tres maneras 18 de estudiar
Ja economía: por la historia, por la teoría y por la estadística, y que, si hubiera podido
reiniciar su carrera, se habría hecho historiador? Quisiera que los especialistas de las cien-
cias sociales vieran en la historia, de modo similar, un medio excepcional de conoci-
miento y de investigación. ¿No es el presente más que a medias la presa de un pasado
que se obstina en sobrevivir, y el pasado, por sus reglas, sus diferencias y sus semejan-
zas, la clave indispensable para toda comprensión seria del tiempo presente?
Capítulo 1

LAS DIVISIONES DEL ESPACIO


Y DEL TIEMPO
EN EUROPA

Como anuncia su título, este capítulo, que quiere ser teórico, abarca dos aspectos:
trata de dividir el espacio, y luego de dividir el tiempo, pues el problema es situar de
antemano las realidades económicas, además de las realidades sociales que las acompa-
ñan, según su espacio, y luego según sus duraciones. Estas aclaraciones serán largas, so-
bre todo la primera, necesaria para la más fácil comprensión de la segunda. Pero una
y otra son útiles, creo; señalan el camino a seguir, lo justifican y proponen un voca-
bulario cómodo. Ahora bien, como en todos los debates serios, reinan las palabras.

5
Las divisiones del espacio y del tiempo

ESPACIO Y ECONOMIAS:
LAS ECONOMIAS-MUNDO

El espacio, fuente de explicación, hace intervenir a la ve:.: a todas las realidades de


la historia, todas las partes importantes de la extensión: los Estados, las sociedades, las
culturas, las economías ... Y, según se elija uno u otro de estos conjuntm', la signifi-
cación y el papel del espacio se modifican. Pero no totalmente.
En primer lugar, quisiera examinar las economías fijándome sólo en ellas, por un
instante. Luego trataré de delimitar el lugar y la intervención de los otros conjuntos.
Empezar por la economía no es solamente ajustarse al programa de esta obra; de todos
los enfoques del espacio, el económico, como veremos, es el más fácil de situar y el
más vasto. No marca ~I ritmo únicamente del tiempo material del mundo: en su juego
intervienen sin cesar las demás realidades sociales, cómplices u hostiles, y reciben a su
vez su influencia; es lo menos que se puede decir.

Las economías-mundo

Para foieiar el debate, es necesario aclarar dos expresiones que se prestan a confu-
sión: economía mundial y economía-mundo.
La economía mundial se extiende a toda la Tierra; representa, como decía Sismon-
_di, «el mercado de todo el universo> 2 , «el género humano o aquella parte del género
humano que comercia en conjunto y forma hoy, en cieno modo, un solo mercado> 3•
La economía-mundo (expresión inesperada y poco oportuna a nuestra lengua que
forjé antaño, a falta de otra mejor y sin demasiada lógica, para traducir un uso pani-
cular de la palabra alemana Weltwirtschafr) sólo se refiere a un fragmento del univer-
so, a un trozo del planeta económicamente autónomo, capaz en lo esencial de bastarse
a sí mismo y al cual sus vínculos e intercambios interiores confieren cierta unidad
orgánica 5•
Por ejemplo, estudié hace tiempo el Mediterráneo del siglo XVI como Welttheater
o Weltwirtschaff' -«teatro-mundo>, «economía-mundo>-, entendiendo por ello no
sólo el mar mismo, sino también todo lo que su vida de intercambio pone en movi-
miento, a una distancia más o menos larga de sus márgenes. En conjunto, es un uni-
verso en sí, un todo. La región mediterránea, en efecto, aunque dividida política, cul-
tural y socialmente, tiene cierta unidad económica que, a decir verdad, ha sido cons-
truida desde arriba, a partir de las ciudades dominantes de la Italia del norte, con Ve-
necia a la cabeza y, junto a ella, Milán, Génova y Florencia7 • Esta economía del con-
junto no es toda la vida económica del mar y de las regiones que dependen de él. Es,
de algún modo, su capa superior, cuya acción, más o menos intensa según los lugares,
se encuentra en todas las orillas del mar y a veces muy lejos, en el interior de las tierras.
Esta actividad traspasa los l1mites de dos imperios: el Hispánico, que va a terminar de
configurarse con Carlos V (1519-1558), y el Turco, cuyo empuje es muy anterior a la
toma de Constantinopla (1453). Traspasa, de modo similar, los límites marcados y fuer-
temente sentidos entre las civilizaciones que se dividen el espacio mediterráneo: la grie-
ga; e11 situación de humillación y de repliegue bajo el yugo creciente de los turcos; la
musulmana, centrada en Estambul; y la cristiana, unida a la vez a Florencia y a Roma
(la Europa del Renacimiento, la Europa de la Contrarreforma). El Islam y la Cristian-
dad se enfrentan a lo largo de una línea de separación de norte a sur entre el Medi-

6
Las divimmes del r:spacio y del tiempo

Venecia, antiguo centro de la economía-mundo europea en el siglo XV. es todavía, a fines del
XVII y comienzos del XVIII, una c.iudad cosmopolita donde los on'entales se sienten cómodos.
Luca Car/evaris, La Piazzetta (detalle). (Oxford, Ashmolean Museum.)

7
Las divisiones del espacio y del tiempo

terráneo del Poniente y el Mediterráneo del Levante, línea que, por las márgenes del
Adriático y la.S de Sicilia, llega hasta el litoral de la actual Tunicia. Sobre esta línea que
corta en dos el espacio mediterráneo, se sitúan todas las batallas resonantes entre in-
fieles y cristianos. Pero los barcos mercantes no cesan de atravesarla.
Pues la característica de esta economía-mundo particular a cuyo esquema nos refe-
rimos -el Mediterráneo del siglo XVI- es precisamente la de franquear las fronteras
polrticas y culturales que, cada una a su manera, parcelan y diferencian el universo me-
diterráneo. Así, los mercaderes cristianos, en 1500, están en Siria, Egipto, Estambul y
Mrica del Norte; los mercaderes levantinos, turcos y armenios se expandirán más tarde
por el Adriático. Invasora, la economía, que maneja las monedas y los intercambios,
tiende a crear cierta unidad, cuando casi todo, por todas partes, favorece los bloques
diferenciados. Incluso la sociedad mediterránea se dividiría, en líneas generales, en dos
espacios: de una parte, una sociedad cristiana, señorial en siJ mayoría; de la otra, una
sociedad musulmana con fa preeminencia de un sistema de beneficios, de señoríos vi-
talicios, que eran retompensas para todo hombre capaz de distinguirse y de prestar ser-
vidos en la guerra. A la muerte del titular; el beneficio o el cargo volvían al Estado y
eran distribuidos de nuevo.
. En resumen, del examen de un caso particular deducimos que una economía-mun-
do es una suma de espadas individuales, económicos y no etonómicos; reagrupados
pot ella; que abarca una superficie enorme (en principio, es la más vasta zona de co-
herencia, en tal o cual época, en una parte determinada del globo); que traspasa, de
ordinarfo, los límites de fos otros agrupamientos masivos de la historia.

Hubo .etonomíascmundo
desde siempre

Siempre ha habido economíascmundo, al menos desde hace mucho tiempo. lo mis·


mo que desde siempre, o al menos desde hace mucho tiempo, hubo sociedades, civic
lizaciones, Estados y hasta Imperiós, Descendiendo por el curso de la historia con botas
de siete leguas, diríamos· que la Fenicia antigua fue,. frente a grandes imperios, el es-
bozo de. u.na economía-inundo. Lo mismo Cartago en el tiempo de su esplendor. Lo
mismo; el universo helenístico. Lo mismo Roma, en rigor. Lo mismo el Islam, después
de sus éxitos fulminantes, En el siglo IX, en la franja de la Europa Occidental, la aven-
tura normanda esboza una breve economía-muqdo, frágil, que otros heredarán. A par~
tir del sigfo XI, Europa elabora lo que será su primera economía-mundo, que otros pro-
longaran hasta el tiempo presente. Moscovfa, ligada al Oriente, a fa India, a China, al
Asia Central y a Siberia,. es una economía-mundo en sí misma, al menos hasta el si~
glo XVIII. Lo mismo China, que, desde temprano, se apoderó de vastas regiones veci~
nas que unió a su destino: Corea, Japón, Insulindia, Vietnam, Yunfo, el Tibet y Mon:..
go!ia, o sea una guirnalda de países dependientes. La India, más precoz aári, transfor-
mó para su uso el Océano Indico en una especie de Mar Interfor, desde las costas orien-
tales· de Africa hasta las islas de Insulindia.
En síntesis, ¿no estaremos frente a procesos continuados, a desbordamientos casi ese
pontáneos cuyos rastros se baHarfan por todas partes? Y ello aun en el caso a primera
vista contrario del Imperio Romano, cuya economía desborda, sin embargo, las fron-
teras a lo largo de la próspera 11nea del Rin y del Danubio o, en dirección al oriente,
hasta el Mar Rojo y el Océano Indico: según Plinio el Viejo, Roma perdía en sus inter-
cambios con el Extremo Oriente 100 millones de sestercios al año. Y actualmente sue-
len encontrarse monedas romanas antiguas en la India con bastante frecuencia 8 •
8 •
Las divisiones del espacio y de!l tiempo

·······::::·.,,:::([...'.::

¿ECONOMIA-MUNDO O IMPERIO-MUNDO?
Rusia se apodera, en '"' siglo, del espacio .riberiano: de las zonas inundadas de la Siberia del OCile, de la merela de la Si-
beria central, de las montañas del esle, donde su avance fue dificil. tanlo már c11anlo que, hacia el sur, chocó con China.
¿Hablaremos de e.onomía-mundo o de imperio-mundo, lo que equivaldría a disculir con Immanuel W11/ler11ein? Conce-
damos " esle último que SiberifJ 1e comtruyó por la fuerza, que la economía -e1 decir, la admini.JJración- no hizo mis
que seguirla. las fronlertn puntefU!as señfJffJn los límitu actuafer de la U.R.S.S.

Reglas tendencia/es

El tiempo vivido nos propone, así, una serie de ejemplos de economías-mundo. No


muy numerosos, pero suficientes para permitir las comparaciones. Además, como cada
economía-mundo ha sido de larga duración, ha evolucionado, se ha transformado en
el lugar con respecto a sí misma y a sus épocas; sus estados sucesivos también sugieren
comparaciones. La materia, finalmente, es bastante rica para autorizar una especie de
tipología de las economías-mundo, para discernir al menos un conjunto de reglas ten-
denciales9 que precisan y definen incluso sus relaciones con el espacio.
Las divisioP~S del espacio y del tiempo

La primera tarea para explicar cualquier economía-mundo consiste en delimitar el


espacio que ocupa. Por lo común, sus límites son fáciles de establecer porque se mo-
difican lentamente. La zona que engloba se presenta como la primera condición de su
existencia. No hay economía-mundo que no tenga un espacio propio, significativo por
varios aspectos:
"" -Tiene límites, y la línea que la cierne le da un sentido, así como las costas ex-
plican el mar.
-Implica un centro en beneficio de una ciudad y de un capitalismo ya dominante,
cualquiera que sea su forma. La multiplicación de los centros representa, ya una forma
de juventud, ya una forma de degeneración o de mutación. Frente a las fuerzas de fue-
ra yde dentro, pueden apuntar descentramientos, en efecto, y luego realizarse: las ciu-
dades de vocación internacional, las ciudades-mundo, están en competencia sin fin unas
con otras, y se reemplazan unas a otras. .
-Este espacio, jerarquizado, es una suma de economías particulares, pobres unas,
modestas otras, y una sola relativamente rica en su centro. Resultan de ello desigual-
dades, diferencias de voltaje mediante las qi.ie se asegt1ra el funcionamiento del con-
junto. De aquí esa «división internacional del trabajo» de la que P. M. Sweezy nos dice
que Marx no previó que se «concretaría en un modelo [espacial] de desattollo y sub-
desarrollo que iba a oponer la humanidad en dos campos -los have y los have not-
sepatados por un abismo más radical aún que el que separa a la burguesía del prole-
tariado en los países capitalistas avanzados» 1º. No obstante, no se trata allí de una se-
paración «nueva», sino de una herida antigua y, sin duda, incurable. Existía mucho an-
tes de la época de Marx.
Así, hay tres grupos de condiciones, cada uno de alcance general.

Primera regla:
un espacio que varía lentamente

Los lí.-nites de una economía-mundo se sitúan allí donde comienza otra economía
del mismo tipo, a lo largo de una línea, o mejor dicho de una zona que, tanto de un
lado como del otro, no es ventajoso atravesar, económicamente hablando, más que en
casos excepcionales. Para la mayor parte de los tráficos, y eri los d<>s sentidos, «fa pér-
dida por intercambio superaría a la ganancia> 11 • Por ello, como regla general, las fron-
teras de las economías-mundo se presentan como zonas poco animadas, inertes. Son
1 como envolturas espesas, dificiles de atravesar, a menudo barreras naturales, no man 's
lands, no man's seas. Es el Sáhara, pese a sus caravanas, entre el Africa Negra y el Afri-
ca Blanca. Es el Atlántico, vacío en el sur y al oeste de Africa, que forma una barrera
durante siglos, frente a un Océano Indico conquistado desde muy temprano para el trá-
fico, al menos en su pane norte. Es el Pacífico, cuya anexión resulta difícil para la Eu-
ropa conquistadora: el periplo de Magallanes no es, en suma, más que el descubri-
miento de una puerta de entrada en el mar del Sur, no una puerta de entrada y de
salida, esto es, de retorno. Para volver a Europa, el periplo terminó por usar la ruta
portuguesa del cabo de Buena Esperanza. Ni siquiera los comienzos, ert 1572, de los
viajes del galeón de Manila lograron superar realmente el obstáculo monstruoso del mar

l.
del Sur.
Obstáculos igualmente grandes son los de los confines entre la Europa cristiana y
· 1os Balcartes turcos, entre Rusia y China, y entre Europa y Moscovia. Ert el siglo XVII,
el límite oriental de la economía-mundo europea pasaba por el este de Polonia; excluía

Las divisumes del espacio y del tiempo

la vasta Moscovia. Esta, para un europeo, era el fin del mundo. A ese viajero 12 que,
en 1602, de camino hacia Persia, llega al territorio ruso por Smoliensk, Moscovia se le
aparece como un país «grande y vasto», «salvaje, desértico, cenagoso, cubierto de ma-
lezas» y de bosques, «cortado por marismas que se atraviesan por rutas hechas con ár-
boles talados» (contó «más de 600 pasos de este género» entre Smoliensk y Moscú, «a
menudo en muy mal estado»), un país donde nada se presenta como en otras partes,
vacío («es posible recorrer 20 ó 30 miJlas sin encontrar una villa o una aldea»), con ca-
minos execrables, penosos incluso en la buena estación; en fin, un país «tan cerrado a
todo acceso que es imposible entrar o salir de él a hurtadillas, sin un permiso o un sal-
voconducto del gran duque». Un país impénetrable, según la impresión de un español
que, al recordar un viaje de Vilna a Moscú por Smoliensk, alrededor de 1680, afirma
que «toda la Moscovia es un bosque continuo», donde no hay más campiñas que las
abiertas por el hacha B. Todavía a mediados del siglo XVIII, el viajero que iba más allá
de Mittau, la capital de Curlandia, no hallaba más refugio que «hospicios piojosos», man-
tenidos por judíos, «y donde había que acostarse mezclado con las vacas, los cerdos,
las gallinas, los patos y una cantidad de israelitas, que exhalaban todos sus olores a cau-
sa de una estufa siempre demasiado caliente» 14 •
Es conveniente tomar; una vez más, la medida de esas distancias hostiles. Pues es
dentro de estas dificultades donde se establecen, crecen, duran y evolucionan las eco-
nomías-mundo. Necesitan vencer el espacio pará dominarlo, y el espacio no cesa de ven-
garse, imponiendo la reanudación de sus esfuerzos. Es un milagro que Europa haya des-
plazado sus límites de un solo golpe, o casi de un solo golpe, con los grandes descu-
brimientos de fines del siglo XV. Pero el espacio abierto es menester mantenerlo, se tra-
te de las aguas atlántica-; o del suelo americano. Mantener un Atlántico vacío y una
América sertiivacía no erá fácil. Pero tampoco era fácil abrirse camino por otra econo-
mía-mundo, tender hacia ella una «antena», un cable de alta tensión. ¡Cuántas condi-
ciones era necesario llenar para que la puerta del comercio de Levante se mantuviese
abierta durante siglos, entre dos vigilancias, dos hostilidades ... ! El éxito de la ruta del
cabo de Buena Esperanza habría sido impensable sin este triunfo previo de larga du-
ración. Y consideremos cuántos esfuerzos costará, cuántas condiciones exigirá: su pri-
mer obrero, Portugal, se agotará literalmente en ello. La victoria de las caravanas del
Islam a través de los desiertos también fue una hazaña, lentamente asegurada por la
construcci6n de una red de oasis y de pozos de agua.

ida regla: en el centro,


iudad capitalista dominante

Una economía-mundo posee siempre un polo urbano, una ciudad en el centro de


la logística de sus asuntos: las informaciones, las mercancías, los capitales, los créditos,
los hombres, los pedidos y las cartas comerciales afluyen a ella y de ella vuelven a par-
tir. Imponen allí la ley los grandes comerciantes, a menudo ricos en exceso.
Ciudades de relevo rodean el polo a una distancia más o menos grande y respetuo-
sa, asociadas o cómplices, más frecuentemente aún obligadas a desempeñar su papel
secundario. Su actividad se adapta a la de la metrópoli: montan la guardia a su alre-
dedor, dirigen hacia ella el flujo de los asuntos, redistribuyen o encauzan los bienes
que ella les confía, aprovechan su crédito o lo padecen. Venecia no es la única; tam-
poco Amberes; y tampoco lo será Amscerdam. Las metrópolis se presentan con un sé-
quito, un cortejo; Richard Hapke hablaba, a propósito de aquéllas, de archipiélagos

11
Las divisiones del espacio y del tiempo

1500

2 y 3. LAS ECONOMIAS-MUNDO EUROPEAS A ESCALA DEL PLANETA


LI economía eriroptia en vítir de expanrión está representath, sef(.íÍn 1111 trá/ieo1 Jm'neipfllei, a esealil del in11ntlo entero. En
UOO; tlútle Venecia; son explot11dos en forma directa el Metiitemineo (véase p. 99) la red de las galere da mcrcarn) y el
Occidente; lllg1111oi puestos prolo11gan e1a explot11úó11 h11eÍll el Báltico, Nor11ega y, már 111/a de 1111 <Jea/as de Le11a11te, haeill
el Oel11no Indico. ·

12
Las divisiones del espacio y del tiempo

1775

En 1775, el pulpo de loI tráficos europeos se extiende al mundo entero: deben distinguirse, según IUI puntos de partida,
los tráficos ingleJes, los neerlandeses, los e>pañoles, 101 portugutJes y IDI francesn Con re1pecto a e1toI últimos, en lo con-
cemien/e a Africa y Asia, es menester imaginarl01 confundidos con los otros tráficos europeos. F1 problema era poner de
relieve, ante lodo, el papel de las conexiones bri1iinica1. Londres se ha convertido en el cenlro del mundo. En el Medilerrii-
neo y en el Biillico, Jólo se destMan los itineran"o1 eJen<iales que JÍguen todas la1 naves de fa¡ di•ersa1 nMiones mer&antiieJ.

13
Las divisiones del espacio y del tiempo

de ciudades, y la expresión es gráfica. Stendhal tenía la ilusión de que las grandes ciu-
dades de Italia, por generosidad, habían cuidado de las menos grandes•s. Pero, ¿cómo
habrían podido destruirlas? Someterlas, sí, y nada más, pues tenían necesidad de sus
I servicios. Una ciudad-mundo no puede alcanzar y mantener su alto nivel de vida sin
el sacrificio, quiéranlo o no, de las otras, a las que aquélla se asemeja -una ciudad es
una ciudad- pero de las que difiere: aquélla es una superciudad. Y el primer signo
por el que se la reconoce es, precisamente, que sea asistida, servida.
Excepcionales, enigmáticas, estas ciudades rarísimas deslumbran. Por ejemplo, Ve-
necia, que, para Philippe de Commynes, en 1495, es «la ciudad más triunfante que yo
haya visto» 16 • O Amsterdam, la cual, a juicio de Descartes, era una especie de «inven-
tario de lo posible»: «¿Qué lugar del mundo -escribe a Guez de Balzac el 5 de mayo
de 16 31- podría elegirse [ ... ] donde todas las comodidades y todas las curiosidades
que se puedan desear sean tan accesibles como aquí?» 17 • Pero estas ciudades deslum-
brantes también desconciertan; escapan al observador. ¿Qué extranjero, y en particular
qué francés, en tiempos de Voltaire o de Montesquieu, no se empeñaba en compren-
der; explicar, Londres? El viaje por Inglaterra, género literario, es una empresa de
descubrimiento que tropieza siempre con la burlona originalidad de Londres. Peto,
¿quién nos revelaría hoy el verdadero secreto de Nueva York?
Toda ciudad de cierta importancia, sobre todo si da al mar, es un «Arca de Noé»,
«una verdadera mascarada», una «torre de Babel», como definía a livorno el presidente
de Brosses 18 • Pero, ¿qué decir de las verdaderas metrópolis? Estas se presentan bajo el
signo de mezclas extravagantes, tanto Londres como Estambul, Ispahán como Malaca,
Surat como Cakuta (ésta desde sus primeros éxitos). En Amsterdam, bajo los pilares
de la Bolsa, que es un resumen del universo mercantil~ Se oyen todos los idiomas del
mundo. En Venecia, «SÍ tenéis curiosidad por ver hombres de todas las partes del mun-
do; 'vestidos diversamente cada uno a su usanza, id a la plaza de San Marcos o a la de
Rialto, y hallaréis toda clase de personas».
Esta población abigarrada y cosmopolita necesita poder vivir y trabajar en paz. El
Arca de Noé es la tolerancia obligatoria. Del Estado Veneciano, el sefior de Villamont 19
piensa (1590) «que no hay lugar en toda Italia donde se viva con mayor libenad [ ... ],
pues, primeramente, es difícil que la Señoría condene a muerte a un hombre; en se-
gundo lugar, allí las armas no están prohibidas 20 ; tercero, no hay inquisición por la fe
y, finalmente, cada uno vive allí a su antojo y en libertad de conciencia, por lo cual
muchos franceses libertinos 21 habitan allí para no ser vigilados y controlados y vivir a
l sus anchas». Imagino que esa tolerancia innata de Venecia explica en parte su «famoso
antidericalisnio» 22 , al que yo llamaría mejor su oposición vigilante con respecto a la in-
transigencia romana. Pero el milagro de la tolerancia se renueva en todas partes donde
se instala la convergencia mercantil. Amsterdam la ampara, no sin mérito después de
las viólencias religiosas entre arminianos y gomaristas (1619-1620). En Londres, el mo-
saico religioso es de todos los colores. «Hay -dice un viajero francés ( 1725 )23 - judíos,
protestantes alemanes, holandeses, suecos, daneses y franceses; luteranos, anabaptistas,
milenarios [sic], brownístas, independientes o puritanos y tembladores o cuáqueros.»
A los cuales se suman los anglicanos, los prebiterianos y los católicos mismos que, in-
gleses o extranjeros, suelen asistir a misa en las capillas de los embajadores francés, es-
pafiol o portugués. Cada secta, cada creencia, tiene sus iglesias o sus reuniones. Y cada
una se distingue, se diferencia de las demás: los cuáqueros «Se recopocen a un cuarto
de legua por su indumentaria, su sombrero chato, una pequefia corbata, un traje abo-
tonado hasta arriba y los ojos casi siempre cerrados» 24 • .
·... Quizá la característica más acusada de estas superciudades sea su precoz e intensa
diversifi~aci6n social. Abrigan a todos los proletariados, las burguesías, los patriciados
amos de la riqueza y el poder, y tan seguros de sí mismos que pronto no se molestarán
~

H
Las divisiones del espacio y del tiempo

en hacer gala, como en tiempos de Venecia o de Génova, del título de nobili25 • Patri-
ciado y proletariado «divergen», en resumidas cuentas; los ricos se hacen más ricos, y
los pobres más miserables aún, pues el mal eterno de las ciudades capitalistas con ex-
cesiva tensión es la carestía, para no decir la inflación sin tregua. Esta obedece a la na-
turaleza misma de las funciones urbanas superiores, cuyo destino es dominar las eco-
nomías adyacentes. Alrededor de sus precios altos, la economía se pone en orden, re-
fluye sobre sí misma. Pero, atrapadas en esta tensión, la ciudad y la economía que lle-
gan a ella corren el riesgo de quemarse. En Londres o en Amsterdam, la carestía de la
vida por momentos ha pasado el límite de lo soportable. Hoy Nueva York se vacía de
sus comercios y empresas, que huyen de las tasas enormes de las cargas e impuestos
locales.
Y sin embargo, los grandes polos urbanos atraen demasiado el interés y la imagi-
nación para que su llamada no sea oída, como si cada uno esperase participar en la fies-
ta, en el espectáculo, en el lujo y olvidar las dificultades de la vida cotidiana. Las ciu-
dades-mundo exhiben su esplendor. Si a ello se agregan los espejismos del recuerdo,
fa imagen se agranda hasta el absurdo. En 1643, un guía de viajeros 26 evoca la Ambe-
res del siglo anterior: una ciudad de 200.000 habitantes, «tanto nacionales como ex-
·. tranjeros•, capaz de reunir cal mismo tiempo 2.500 navíos en su puerto [donde espe-
1 rabanJ anclados durante un mes sin poder destargab; una ciudad riquísima que había
l entregado a Carlos V «300 toneladas de oro> y adonde llegaban cada año «500 millones
l en plata y 130 millones en oro>, «sin contar el dinero del cambio que va y viene como
el agua del mar•. Todo eso es un sueño. ¡Humo! Pero el proverbio, por una vez, tiene
razón: ¡no hay humo sin fuego! En 1587, Alonso Morgado, en su Historia de Sevilla,
afirmaba «que con los te_soros importados en la ciudad, ¡se podrían cubrir todas sus ru-
\ tas con pavimentos de oro y plata!» 27 •

Segunda regla (continuación):


las primacías urbanas se suceden

Las ciudades· dominantes no lo son in aeternum: se reemplazan. Esto es verdad en


la cumbre y en todos los niveles de la jerarquía urbana. Estas transferencias, se pro-
duzcan donde se produzcan (en la cumbre o en la mitad de Ja pendiente), vengan de
donde vengari (por razones puramente económicas o no), son siempre significativas;
rompen con las historias tranquilas y abren perspectivas tanto más preciosas cuanto que
son raras. Que Amsterdam sustituya a Amberes, que Londres suceda a Amsterdam o
que, hacia 1929, Nueva York prevalezca sobre Londres, se trata cada vez de una enor-
me· masa de historia que oscila, revelando la fragilidad del equilibrio anterior y las fuer-
zas del que se va a establecer. Todo el círculo de la economía-mundo se ve afectado
por ella y su repercusión nunca es únicamente económica, como puede sospecharse de
antemano.
Cuando, en 1421, los Ming cambiaron de capital al abandonar Nankín, abierta por
el privilegio del Río Azul a la navegación marítima, para instalarse en Pekín, frente a
1 los peligros de la frontera manchú y mongol, la enorme China, economía-mundo ma-
siva, cambió sin remisión, volvió la espalda a cierta forma de economía y de acción abier-
ta a las facilidades del mar. Una metrópoli sorda, emparedada, echó raíces en el cora-
zón de las tierras, atrayendo todo a ella. Consciente o inconsciente, fue sin duda una
elección decisiva. En la competencia por el cetro del mundo, fue en ese momento cuan-
do China perdió una partida en la que se había empeñado, sin saberlo mucho, con las
expediciones marítimas de comienzos del siglo XV desde Nankín.
15
Las divisiones del espacio y del tiempo

Una aventura análoga supone la elección dé Felipe lI en 1582. Cuando España, po-
líticamente, domina Europa, Felipe II conquista Portugal (1580) e instala su gobierno
en Lisboa, donde residirá durante casi tres años. Con ello, Lisboa obtuvo un peso enor-
{ me. Situada frente al océano, es el lugar ideal desde donde controlar y dominar el mun-
do. Valorizada por el Rey Católico y la presencia gubernamental, la flota hispánica ex-
pulsará a los franceses de las Azores en 1583, y los prisioneros serán colgados, sin otra
forma de proceso, de las vergas d1= los navíos. Por ello, abandonar Lisboa en 1582 era re-
nunciar a un puesto desde donde se dominaba la economía del Imperio, para encerrar la
fuerza espafiola en el corazón prácticamente inmóvil de Castilla, en Madrid. ¡Qué error!
La Armada Invencible, preparada desde tiempo atrás, camina en 1588 hacia el desastre.
La acción española se vio afectada por este repliegue, y los contemporáneos cu vieron
conciencia de ello. En la época de Felipe IV, todavía habrá abogados que recomienden
al Rey Católico28 realizar «el viejo sueño portugués» de trasladar de Madrid a Lisboa el
centro de su monarquía. «A ningún príncipe le importa tanto el poder marítimo como
al de España "':""""escribe urio de ellos-, pues solamente mediante las fuerzas marítimas
se creará un cuerpo único con tantas provincias tan alejadas unas de otras:o 29 • Retoman-
do la misma idea eri 1638, uri autor militar prefigura el lenguaje del almirante Mahal:
«La potencia que mejor conviene a las armas de España es la que se sitúa en el mar,
pero esta cuestión de Estado es tan conocida que no la discutiré, aunque juzgase que
es el lugar oportuno:o 30 •
Comentar lo que no ha ocurrido, pero hubiera podido ocurrir, es un juego. Lo úni-
co seguro es que si Lisboa, respaldada por la presencia del Rey Católico, hubiese resul-
tado victoriosa, no habría existido Amsterdam, o al menos no tan pronto. Pues en el
centro de una economía-mundo no puede haber más que un polo a la vez. El éxito de
uno supone, a un plazo más o menos largo, el retroceso del otro. En tiempos de Au-
gusto, en el Mediterráneo romano, Alejandría rivaliza con Roma, que va a ganar. En
la Edad Media, en la lucha por adueñarse de la riqueza explotable de Oriente, será ne-
cesarfo que prevalezca una ciudad, Génova o Venecia. Su prolongado duelo quedará
indeciso hasta la Guerra de Chioggia (1378-1381), que terminará con la victoria brusca
de Venecia. Las ciudades-estado de Italia se disputaron la supremacía con una aspereza
que no superarán sus herederos, los Estados y naciones modernos .
. Estas oscilaciones hacia el éxito o el fracaso corresponden a verdaderas conmociones.
Si la capital de una economía-mundo cae, se registran fuertes sacudidas a lo lejos, has-
ta la periferia. Además, es en las márgenes, verdaderas o seudocolonias, donde el es-
pectáculo resulta cada ve~ más revelador. Cuando Venecia pierde su cetro, pietde tam-
bién su imperio: Negroponto, en 1540; Chipre (que era su más precioso bien), en 1572;
Candia, en 1669. Amsterdam establece su superioridad: Portugal pierde su imperio de
fü:ti:emo Oriente, y más tarde está a punto de perder Brasil. Francia, desde 1762, pier-
de la primera partida seria de su duelo contra Inglaterra: renuncia al Canadá y prácti-
camente a todo P.orvenir seguro en la India. Londres, en 1815, se afirma en la plenitud
de su fuerza: España, en ese momento, ha perdido o va a perder América. De igual
manera, a partir de 1929. el mundo centrado hasta la víspera en Londres va a centrarse
en adelante en Nueva York: a partir de 1945, Europa perderá fodos los imperios colo-
niales, uno tras otro, el inglés, el holandés, el belga, el francés, el español (o lo que
quedaba de él), y en nuestros días el portugués. Esta repetici6n de las liberaciones co-
loniales no es fortuita: son cadenas de dependencia que se han roto. ¿Es difícil imagi-
nar las repercusiones que acarrearía hoy, en el universo entero, el fin de la hegemonía
«americana»?

16 '
Las divisiones del espacio y del tiempo

Símbolo de la potencia inglesa en el mar: la derrota de la Armada Invencible. Detalle de una


tela anónima del National Marih'me Museum de Greenwich (Londres). (Clisé del Museo.)

17
f.a5 divi5ione5 del e5pacio y del tiempo

Segunda regla (continuact.ón y fin):


dominaciones urbanas más o menos completas

La expresión «ciudades dominantes• no debe hacer creer que se trata siempre del
mismo tipo de éxitos y de fuerzas urbanas; esas ciudades centrales están, en el curso
de la historia, más o menos bien armadas y sus diferencias e insuficiencias relativas,
consideradas de cerca, inspiran reinterpretaciones bastante justas.
Si tomamos la secuencia clásica de las ciudades dominantes de Occidente: Venecia,
Amberes, Génova, Amsterdam y Londres, sobre las que volveremos ampliamente, com-
probaremos que las tres primeras no poseen el arsenal completo de la domii~ación eco-
nómica. A fines del siglo XIV, Venecia es una ciudad mercantil en plena expansión;
pero sólo está a medias impulsada y animada por la industria, y si bien tiene su marco
financiero y bancario, este sistema de crédito sólo funciona en el interior de la econo-
mía veneciana: es un motor end6geno~ Amberes, prácticamente desprovista de marina,
ha abrigado al capitalismo mercantil de Europa, ha sido para el tráfico y los negocios
una especie de «albergue español>. Cada lino encontraba allí lo que aportaba a ella.
Génova, más tarde; no ejercerá más que una primacía bancaria, a semejan.za de Flo~
renda en los siglos XIH y XIV~ y si desempeña los primeros papeles; es porque tiene to•
mó diente al rey de España, dueño de metales preciosos, y también porque hubo, en-
tre los siglos XVI y XVIII~ cierta indecisión en la fijación del centro de gravedad de Eu-
ropa: Amberes ya no desempefülba ese papel; y Amsi:erdam todavía no lo desempeña-
ba; se trata, a lo sumo, de un entreacto. Con Amsterdam y Londres, fas ciúdad~s-inun-
.•· do poseen el arsenal complejó de la potencia económica, se han apódetado de todo,
1. desde el control de la navegación hasta la expansión mercantil e industrial y el abanico
completo del crédito. . .
Lo que varía también, de una ·dominación a otra, es el encuadramiento de la po"
tencia política. Desde este punto de vista, Venecia había sido un Estado fuerte, inde-
pendiente; a comienzos del siglo XV, se había apoderado de la Tierra Firme, protec-
ción vasca y cercana a ella; desde 1204, posefa uri imperio colonial. En cambio, Am-
beres no cendra, por así decirlo, ninguna potencia política a su disposición. Génova no
era más que un esqueleto territorial: renunció a la independencia política, optando pot
ese otro medio de dominación que es el dinero. Amsterdam se adjudica de alguna ma-
nera la propiedad de las Provincias Unidas, quiéranlo éstas o no~ Pero en definiti\ra, su
«teirio> no representa inás que la Terraferma veneciana. Con Londres, todo cambia, por-
que la enorme ciridad dispone del mercado nacional inglés y, más tarde, del conjunto
de las Islas Británicas, hasta el día en que, habiendo cambiado el mundo de escala,
ese aglomerado de potencia no será más que la pequeña Inglaterra frente a un masto-
donte: los Estados Unidos.
En resumen, seguida a grandes rasgos, la historia sucesiva de las ciudades dominan-
tes de Europa, desde el siglo XIV, diseña de antemano la evolución de las economías-
mundo subyacentes, más o menos ligadas y mantenidas, que oscilan entre centros fuer-
tes y centros débiles. Esta sucesión adara también, dicho sea de paso, los valores va-
riables de las armas de la dominación: navegación, negocios, industria, crédito, poten-
cia o violencia política, etcétera.
Las divisiones del espacio y del tiempo

Tercera regla:
las diversas zonas están jerarquizadas

Las diversas zonas de una economía-mundo miran hacia un mismo punto, el cen-
tro: «polarizadas», forman ya un conjunto de múltiples coherencias. Como dirá la Cá-
mara de Comercio de Marsella (1763): «Todos los comercios están ligados y, por así de-
cirlo, se dan la mano» 31 • Un siglo antes, en Amsterdam, un observador deducía ya del
caso de Holanda «que había tal unión entre todas las partes del comercio del universo
que ignorar alguna de ellas era conocer mal las otras»H.
Y, una vez establecidos, los vínculos duran.
Cierta pasión ha hecho de mí un historiador del Mediterráneo de la segunda mitad
del siglo XVI. En la imaginación, he navegado, hecho escala, trocado y vendido en co-
dos sus puertos durante medio siglo largo. Luego tuve que abordar la historia del Me-
diterráneo de los siglos XVII y XVIII. Pensé que su singularidad iba a desorientarme, que
me sería necesario, para situarme, un nuevo aprendizaje. Pero pronto me percaté de
que estaba en lugar conocido, en 1660 ó 1670, e incluso en 1750. El espacio de la ba-
se, los itinerarios, la extensión de las rutas, las producciones, las mercaderías intercam-
biadas, las escalas, todo permanecía, poco más o menos, en el mismo lugar. En total,
algunas mutaciones aquí o allí, pero relacionadas casi únicamente con la superestruc-
tura, lo cual es a la vez mucho y casi nada, aun si este casi nada -el dinero, los capi-
tales, el crédito, una demanda acrecentada o disminuida de tal o cual producto- pue-
de dominar una vida espontánea, prosaica y «natural». Sin embargo, ésta prosigue sin
saber exactamente que los verdaderos amos ya no son los de la víspera, y en todo caso
sin preocuparse mucho por ello. Que el aceite de Apulia, en el siglo XVIII, se exporte
al norte de Europa, por Trieste, Ancona, Nápoles y Ferrara, y mucho menos a Vene-
cia33, ciertamente interesa, pero, ¿es tan importante para los campesinos de los olivares?
A través de esta experiencia me explico la construcción de las economías-mundo y
de los mecanismos gracias a los cuales el capitalismo y la economía de mercado coexis-
ten, se penetran mutuamente, sin confundirse siempre. A ras del suelo y en el curso
1del agua, siglos y siglos organizaron cadenas de mercados locales y regionales. El des-
tino de esta economía local que funciona por sí misma es el de ser periódicamente ob-
) jeto de una integración, de un reordenamiento «racional» en provecho de una zona y
una ciudad dominantes, y ello durante uno o dos siglos, hasta la aparición de un nue-
vo «organizador>. Es como si la centralización y la concentración 34 de los recursos y de
las riquezas se hiciesen necesariamente a favor de ciertos lugares de elección de la
acumulación.
Un caso significativo, para no salirnos del marco del ejemplo anterior, es la utili-
zación del Adriático en beneficio de Venecia. A este mar que la Señoría controla al
menos desde 1383, con la toma de Corfú, y que para ella es una especie de mercado
nacional; lo llama «SU golfo> y dice haberlo conquistado al precio de su sangre. Sólo
en los días tempestuosos del invierno, interrumpe el desfile de sus galeras de dorada
proa. Pero Venecia no ha inventado este mar; no ha creado las ciudades que lo bor-
dean; las producciones de los países ribereños, sus intercambios y hasta sus pueblos de
\ marinos, los ha hallado ya constituidos. No ha tenido más que reunir en su mano, co-
mo otros tantos hilos, los tráficos que allí se realizaban antes de su intrusión: el aceite
de Apulia, la madera para barcos de los bosques de Monte Gargano, las piedras de Is-
tria, la sal que reclaman -de una y otra orilla- los hombres, y los rebaños, los vinos,
el trigo, etcétera. Reunió también a viajantes de comercio, centenares, millares de bar-
cos y veleros, y todo eso lo remodeló luego a la medida de sus propias necesidades y
lo integró en su propia economía. Esta toma de posesión es el proceso, el «modelo>,
19
Las divisiones del espacio y del tiempo

que preside la construcción de toda economía-mundo, con sus monopolios evidentes.


La Señoría pretende que todoJ los tráficos del Adriático deben encaminarse hacia su
puerto y pasar bajo su control, cualquiera que sea su destino: se esfuerza en ello, lu-
cha incansablemente contra Segna y Fiume, ciudades de bandidos, no menos que con-
tra Trieste, Ragusa y Ancona, rivales mercantiles 3).
Se vuelve a encontrar en otras partes el esquema de la dominación veneciana. En
lo esencial, reposa sobre una dialéctica oscilante entre una economía de mercado que
se desarrolla casi por sí misma, espontáneamente, y una economía predominante que
dirige esas actividades menores, las orienta y las tiene a su merced. Hablábamos del
aceite de Apulia, acaparado durante largo tiempo por Venecia. O pensemos en que,
para lograr esto, Venecia, hacia el 1580, tenía en la región productora más d~ 500 mer-
caderes bergamascos 36 , súbditos suyos, dedicados a t:eunir, almacenar y organizar las ex-
pediciones. Así, la economía superior envuelve la producción, dirige su salida. Para te-
ner éxito, le parecen buenos todos los medios, en particular, los créditos otorgados en
el momento oportuno. Del mismo modo impusieron los ingleses su supremacía en Por-
tugal, después del Tratado de lord Methuen (1703). Y de igual modo los norteameri-
canos expulsaron a los ingleses de América del Sur, después de la Segunda Guerra
Mundial.

Tercera regla (continuación):


zonas de tipo Thünen

Podemos hallar una explicación (no la explicación) en Johann Heinrich von Thü-
). nen (1780-1851), que fue, junto con Marx, el más grande economista alemán del si-
glo XIX 37 • Cada economía-mundo, en todo caso, obedece al esquema que él ha trazado
en su obra Der isoli'erte Staat (1826). «Imaginémonos -escribe- una gran ciudad en
medio de una llanura fértil, que no esté atravesada por un río navegable ni por un ca-
nal. Dicha llanura está formada por un suelo totalmente homogéneo y, en su integri-
dad, apto para el cultivo. A una distancia bastante grande de la ciudad, la llanura ter-
mina en el límite con una zona salvaje, sin cultivar, por la que nuestro Estado se halla
completamente separado del resto del mundo. Además, la llanura no contiene ningu-
na ciudad fuera de la gran ciudad mencionada• 38 • Saludemos, una vez más, esa nece-
sidad de la economía de salir de lo real para, luego, comprenderlo mejor 39 •
. La ciudad úniea y la campiña única actúan una sobre otra en el aislamiento. Estan-
do determinada cada actividad sólo por la distancia (ya que ninguna diferencia en los
suelos predispone a una u otra sección para un cultivo particular), se delinean por sí
mismas zonas concéntricas a partir de la ciudad; primer círculo, los jardines, los culti-
vos de hortalizas (los cuales están adheridos al espacio urbano, e incluso invaden sus
interstieios libres) y, además, la producción lechera; luego, segundo y tercer círculos,
los cereales, la cría de ganado. Tenemos ante los ojos un microcosmos cuyo modelo pue-
de aplicarse, como lo ha hecho G. Niemeier40 , a Sevilla y Andalucía; o, como lo hemos
esbozado, a las regiones que abastecen a Londres o París 41 , o, en verdad, a cualquier
otra ciudad. La teoría es fiel a la realidad, en la medida en que el modelo propuesto
está casi vacío y en que, para retomar una vez más la imagen de la posada española,
se lleva consigo todo aquello de lo que se servirá. . ·
No reprocharé al modelo de Thünen que no da cabida a la. implantación y el de-
sarrollo de la industria (que existía mucho antes de la revolución inglesa del siglo XVIII)
ni que describe una campiña abstracta donde la distancia -como deuí ex machina-

20
Los barcos redondos atracan en Venecia. V. Carpacci'o, Leyenda de Sama Ursula, detalle de la
partida de los novios. (Foto Anderson-Giraudon.)

21
Las divisiones del espacio y del tiempo

describe por sí misma círculos de actividades sucesivas y donde no aparecen burgos ni


aldeas, es decir, ninguna de las realidades humanas del mercado. De hecho. toda trans-
posición a un ejemplo real de este modelo demasiado simplificado permite reintrodu-
cir esos elementos ausentes. Lo que yo criticaría, en cambio, es que el concepto tan fuer-
te de desigualdad no entra en ninguna parte en el esquema. La desigualdad de las zo-
nas es patente, pero se la admite sin explicación. La «gran ciudad» domina su campiña,
y eso es todo. Pero, ¿por qué la domina? El intercambio entre campo y ciudad que
crea la circulación elemental del cuerpo económico es un buen ejemplo, diga Adam
Smith 42 lo que diga, de intercambio desigual. Esta desigualdad tiene sus orígenes, su
génesis 43 • Los economistas descuidan demasiado, a este respecto, la evolución histórica,
que, sin duda alguna, ha tenido algo que decir desde muy temprano.

Tercera regla (continuación):


el ejquema espacial de la economí.re-mundo

.l· Toda economía-mundo es un encaje, una yuxtaposición, de zonas ligadas utias con
otras, pero a. niveles diferentes. En concreto, se delinean, al menos, tres «áreas», tres
categor. ías: ~n centro est~echo, regiones s~gundas bastante .desarrolladas y, ~º.·~·.último,
· enormes margenes exteriores, Y, necesanamente, las cualidades y caractenstlcas de la
· sociedad, la economía, la técnica, la cultura y el orden político cambian segúti nos des-
plazamos de una zona a otra. Tenemos aquí una explicación de largo alcance, sobre la
· cual Immamiel Wallerstein ha construido toda su obra, The modern World-system
(1974).
El centro; el «corazón•, reúne todo lo más avanzado y diversificado. El anillo si-
guiente sólo tiene una parte de esta5 ventajas, aunque participa de ellas: es la zona de
los «brillantes segundos». La inmensa periferia, con sus poblaciones poco densas, es,
por el contrario, el arcaísmo, el atraso, la explotación fácil por otros. Esta geografía dis-
C:riminatciria, todavía hoy, hace caer en la trampa y explica la historia general del mun-
do; aunque ésta, a veces, tambieti crea ella misma la trampa por su connivencia.
La región central no tiene nada de misterioso: cuando Amsterdam es el «almacén»
del mundo, las Provincias Unidas (o al menos las más activas de ellas) son la zona cen~
tral; cuando Londres impone su supremacía, Inglaterra (si no todas la5 IslaSBrii:ariitas)
se sitúa en el corazón del conjunto~ Cuandó Amberes, a comienzos del síglo XVI, se
despierta una bella mañana en el centro de los tráficos de Europa, los Países Bajos; co-
mo decía Henri Pirenne,_se convierten en «el suburbio de Amberes» 44 , y el va5to mun-.
do en su enorme suburbio~ La cfuerza [ ... ] de bombeo y atracción de estos polos de
crecimiento»45 es evidente. .
La caraccérízadón es más dificil, en cambio, cuando se trata de situar en todo su.
espesor, en la vecindad de esta zona central, las regiones contigua5 a ella, inferiores a
ella, pero a v~ces muy poco, y que, al tender a incorporarse a ella, la presionan por
todas partes, se mueven más que las otras~ Las diferencia5 nó son siempre de un relieve
acusado: para Paul Bairoch46 , los desniveles entre estas zonas económicas eran ayer inti-
cho más débiles que hoy; Hermann Kellenbenz ínch.iso duda de su realidad 47 Sin em.'
bargo, abtuptaS o no, las diferencias existen, como lo indiean los criterios de los pre-
cios, los salarios, los niveles de vida, el producto nacional, la renta per capita y los ba-
lances comerciales, al menos siempre que dispongamos de las cifras.
. El criterio más simple, si no el mejor, y en todo caso el más inrriedfatamente acce-
sible; es la presencia o ausencia, en tal o cual región, de colonias mercantiles extranje-

i2
Las divisiones del espacio y del tiempo

ras. Si tiene un papel importante en una ciudad determinada, en un país determina-


do, el comerciante extranjero pone de relieve, por sí solo, la inferioridad de la ciudad
o del país con respecto a la economía de la que él es representante o emisario. Tene-
mos muchos ejemplos de tales superioridades: los mercaderes banqueros genoveses en
Madrid, en tiempos de Felipe Il; los mercaderes holandeses en Leipzig en el siglo XVII;
los mercaderes ingleses en Lisboa en el siglo XVIII; o los italianos -ellos, sobre todo-,
en Brujas, eil Amberes y en Lyon tanto como en París (al menos hasta Mazarino). Ha-
\ cía 1780, «en Lisboa y en Cádiz, todas las casas comerciales son sucursales extranjeras»,
Al/e Hiiuser fremde Comptoirs sind48 • La misma situación, o poco más o menos, se da-
ba en Venecia en el siglo xvm 49 •
Toda ambigüedad se disipa, en cambio, cuando se penetra en los países de la pe-
rife.ria. Ali~; es imposible equivocarse: son países pobres, arc~izantes, donde el ra!lgo
\ soClal dommante es a menudo la servidumbre o aun la esclavitud (no hay campesinos

l
libres, o que pretenden serió, más que en el corazón de Occidente). Son países apenas
!nsertados en la. e.c·o~omía m. net~ia. Países don~e apenas existe la división ~el traba-
º.

JO; donde el campesmo desempena todos los ofiClos a la vez; donde los precms mone-
tarios, cuando exístep;sol:r irrisorios; Toda vida demasiado barata, por lo demás, es en
1 sí misma un indicio de subdesarrollo. Un predicador húngaro, Manino Szepsi Com-
bar, al volver a stl país ert)6Í8, «observa el alto nivel del precio de los productos ali-
e
menticios en Rbfaridi fogfat:é.rta; fa situación empieza a cambiar en Francia, y luego
en Alemania, Pofonia y Bohemia el precio del pan sigue bajando a todo lo largo del
viaje, hasta Hungría»jº I:f1:1ngría es ya casi el fin de Ja escalera. Pero se puede ir más
lejos aún: en Tobolsk, Siberia, «las cosas necesarias para la vida son tan baratas que un
hombre común pliede allí vivir muy bien por diez rublos al año» 51 •
Las regiones atrasadas, al margen de Europa, ofrecen numerosos modelos de estas
economías marginales. fa Sicilia «feudal» en el siglo XVIII; Cerdeña, en cualquier épo-
ca; fos Balcanes turcos; Mecklemburgo, Polonia, Lituania, vastas regiones drenadas en
beneficio de los mercados de Occidente, condenadas a adaptar su producción menos a
las necesidades locales que a la demanda de los mercados exteriores; Siberia, explotada
por la economía-mundo rusa. Pero también las islas venecianas de Levante, donde la
demanda exterior de pasas y de vinos generosos consumidos hasta en Inglaterra impu-
so, desde el siglo XV, un monocultivo invasor y destructor de los equilibrios locales.
Sin duda, hay perifen'as por todo el mundo. Tanto antes como después de Vasco
da Gama, los negros buscadores de oro y cazadores de las regiones primitivas del Mo-
nomotapa, eri la costa oriental de Africa, trocaban el metal amarillo y el marfil por co-
tonadas de la India. China no cesa de extenderse en sus confines y de invadir países
«bárbaros», como los talifican los textos chinos. Pues la imagen china de estos pueblos
es la misma que la de los griegos de la época clásica con respecto a las poblaciones que
1 no hablaban griego: en Vietnam, como en Insulindia, no hay más que bárbaros. Sin
embargo, los chinos distinguen en Vietnam entre bárbaros adaptados a la cultura china
y bárbaros no adaptados a ella. Según un historiador chino del siglo XVI, sus compa-
triotas «llamaban bárbaros crudos a los que se mantenían independientes y conserva-
ban sus costumbres primitivas, y bárbaros cocidos a los que habían aceptado más o me-
nos la civilización china, sometiéndose al Imperio». Aquí, política, cultura, economía
y modelo social intervienen conjuntamente. Lo crudo y lo cocido; en esta semántica,
según explica Jacques Dournes, expresan también la oposición entre cultura y natura-
leza, donde la crudeza se señala, ante todo, por la desnudez de los cuerpos: «Cuando
los Potao f«reyes» de las montañas] paguen el tributo a la corte [adherida a las costum-
bres chinas] de Annam,-ésta los cubrirá de vestidos») 2 •
Relaciones de dependencia se perciben también en la gran isla de Hainan, vecina
del litoral sur de China. Montañosa, independiente en su centro, la isla está poblada

23
Las divisiones del espaáo y de[ tiempo

Un cbár6aro crudo•: di6ufa chino que repre-


senta " iln camboyano iemidesnudo con una
concha en la mano; Grabado tomado del
Tche Kong Tou. (B.N.)

por no-chinos, primitivos, a decir verdad, mientras que la región baja, cubierta de arro-
zales, está ya en manos de campesinos chinos; Los montañeses, saqueadores de voca-
ción, pero también expulsados a veces como bestias salvajes, truecan gustosamente ma-
deras duras (madera de palo del águila y de calambaa) y oro en polvo mediante una
especie de comercio mudo, por el cual los mercaderes chinos depositan «primero sus
telas y mercerías en sus montañas•H. Dejando de lado la transacción muda, estos true-
que~ se a.semejan a los de la costa atlántica del Sáhara en tiempos de Enrique el Nave-
gante, cuando se intercambiaban paños, telas y mantas de Portugal pot oro en polvo
y esclavos negros que llevaban a la costa fos nómadas berébetes. ·

Tercera regla (continuación}:


¿zonas neutras?

. Sin embargo, la.s zonas atrasadas no están distribuidas exclusivamente en las verda-
deras periferias. En realidad, salpican las mismas regiones centrales con múltiples man-
chas regionales·, ~on las dimensiones modestas de un «país• o un cantón, de un valle
moiltañOso aislado o de una: zona: poco accesible porque está situada lejos de las rutas.
Asi, todas las economías avanzadas están como perforadas por innumerables pozos fue-
ra del tiempo del mundo y donde el historiador en busca de un pasado casi siempre
inaccesible tiene la impresión de SUrrietgitSe éomo si pta:éticata: pesca submarina. Me
he esforzado, durante estos últimos añosy ináS de fo que permitirían suponer los dos
24
Las divisiones del espacio y del tiempo

primeros volúmenes de esta obra, por captar esos destinos elementales, todo ese tejído
histórico parckular que nos sitúa por debajo o al margen del mercado; la economía de
intercambio elude esas regiones apartadas, que, por lo demás, no son humanamente
más desdichadas ni más felices que las otráS, como lo he dicho más de una vez.
Pero una pesca semejante raramente es fructífera: faltan los documentos, y los de-
talles que se recogen son más pintorescos que útiles. Ahora bien, lo que quisiéramos
reunir son elementos para juzgar la densidad y la naturaleza de la vida económica en
la vecindad de ese plano cero. Ciertamente, es pedir demasiado. Pero lo que no plan-
tea duda alguna es Ja existencia de tales zonas «neutras», casi fuera de los intercambios
y las mezclas. Eri el espacio francés, todavía en el siglo XVIII, estos universos a contra-
pelo se encuentran tanto en el interior aterrador de Bretaña como en el macizo alpino
de Oisans 14 o en el valle de Morzine 11 , más allá del paso de Montets, o en el valle alto
de Chamonix; cerrado al mundo exterior antes de los comienzos del alpinismo. La his-
toriadora Colette Baudouy~6 ha tenido la suerte inaudita de encontrar, en 1970, en Cer-
vieres, en el Bria.n~onnais, úna colllunída.d de campesinos montañeses que «seguía vi-
viendo a Ull ritmo aritestral, según)ás mentalidades del pasado, y produciendo con téc-
nica5 agrícolas antigüas, sobr~yivierido [eri suma] al naufragfo general de sus vecinas~.
Y ella ha sabt~g sa~ilf. p'9y~c~q del hallazgo ..<. . ·.
En fodo éa50; eLh~ch<i d~ qile. puedán existir tales grupos aislados en la Francia de
1970 hac~ ac()hsejable n°' asoirit)tarsC de que en Inglaterra; eh vísperas de la Revolu-

1 ~:?E:~t~l~~r~~~t~;~~'~! ·~~1~1E~rE:~
una manera indirecta de hablar de regiones que hoy llamaríamos «subdesarrolladas»,
dónde la vida. sigue Sil estilo fradicfonal, donde los campesinos tienen a su disposición
los recursos d~ una. caza abundante, de salmones y truchas que pululan en los ríos. En
cuanto a los hombres~ habría que hablar de salvajismo. Asi, en la región de Fens, al
borde del golfo de Wash, en el momento eii que se emprenden allí enormes bonifi-
cacion~s al modo holandés; a comienzos del siglo XVII, los trabajos hidráulicos provo-
can el nacimiento de campiñas capitalistas alU donde no existían hasta entonces más
que hombres libres, habituados a la pesca y la i::aza acuática; estos hombres primitivos
lucharán ferozmente para preservar su vida, atacando a los ingenieros y los terraplena-
dores, destruyendo los diques y áSC:sinando a los obreros malditos 58 • Tales conflictos,
j de la moderniza~i6~ contra el arcaísmo, se reproducen todavía ante nuestros ojos, t~n­
to en la Campama mtetrot como en otras regiones del mundo 19 • No obstante, estas v10-
lendas son relativamente raras. Por lo general, la «civilización>, cuando lo necesita, tie-
ne mil medios para seducir a, y penetrar en, las regiones que antes había abandonado
durante largo tiempo a sí mismas. Pero, ¿es can diferente el resultado?

25
Las divisiones del espaáo y del tiempo

Encuentro de dos economías-mundo. Un mercader occidental en los lugares de producción de


especias. Ilustración del Libro des Merveilles, Marco Polo, siglo XV. B.N., Ms. fr. 2810. (Clisé
B.N.)

Tercera regla (continuación y fin):


envoltura e infraestructura

Una economía-mundo se presenta como una inmensa envoltura. A priori, conside-


rando los medios de comunicación de antaño, debería reunir fuerzas considerables para
asegurar su buen funcionamiento. Ahora bien, sólo funciona sin problemas, aunque
no tenga densidad ni espesor, protección y fuerza eficaces, en su zona central y en las

26
Las divisiones del t!ípacio y del tiempo

regiones cercanas que la rodean. Y aun éstas, ya las observemos en el círculo de Vene-
cia, ya en el de Amsterdam o Londres, abarcan zonas de economías menos vivas, me-
nos ligadas a los centros de decisión. Todavía hoy, Estados Unidos tiene sus regiones
subdesarrolladas en el interior mismo de sus fronteras.
Por consiguiente, tanto si se considera una economía-mundo en su despliegue por
la superficie del globo como si se considera en su profundidad, en su zona central, se
impone el mismo hecho asombroso: la máquina funciona y, sin embargo (pensemos
sobre todo en las primeras ciudades dominantes del pasado europeo), dispone de es-
casa potencia. ¿Cómo ha sido posible tal éxito? Esta pregunta se replanteará a lo largo
de toda esta obra, sin que nuestras respuestas puedan ser perentorias: que Holanda lo-
gre obtener sus ventajas comerciales en la Francia hostil de Luis XIV o que Inglaterra
se apodere de la inmensa India son proezas, es verdad, que se hallan en el límite de
lo incomprensible.
¿Se nos permitirá, sin embargo, sugerir una explicación mediante el artificio de una
imagen? .
He aquí un bloque de márinol 60 elegido en las canteras de Carraca por Miguel An-
gel o alguno de sus contemporáneos; es un gigante, por su peso, que sin embargo será
extraído pot medios elementales y luego desplaiadó gracias a fuerzas seguramente mo-
destas: un poco de pólvora, que se utiliza desde hace mucho tiempo en las canteras y
las minas, dos ó tres palancas, una docena de hombres (lo sumo), cordajes, una yunta
de bueyes, troncos de madera para un eventual camino de rodadura, un plano incli-
nado .. , ¡y la partida está jugada! Está jugada porque el gigante .está pegado _al suelo
por su peso; porque representa una fuerza enorme, pero inmóvil, neutralizada. ¿Acaso
la masa de la actividades elementales no está, también, atrapada, cautiva, fijada al sue-
lo y, por lo misrnó, nó es más fácilmente manejable desde arriba? Los mecanismos y
palancas que permiten estas proezas son un poco de dinero contante y sonante, de me·
tal blanco que llegara a Dantzig o Messina, la oferta tentadora de un crédito, de un poco
de dinero «artificial» o de un producto raro y codiciado ... O al sistema mismo de los
mercados. En el extremo de las cadenas mercantiles, los precios altos son incitaciones
continuas: basta una señal para que todo se ponga en movimiento. Añadamos a ello
la fuerza de la costumbre: la pimienta y las especias se han presentado durante siglos
en las puertas de Levante p:ira encontrarse allí con el precioso metal blanco.
Claro está que también existe la violencia: las escuadras portuguesas u holandesas
facilitaron las operaciones comerciales mucho antes de «la época de la cañonera». Pero
más frecuentemente aún, fueron medios aparentemente modestos los que han mane-
jado insidiosamente las economías dependientes. Esto es válido, ciertamente, para to-
dos los mecanismos de la economía-mundo, tanto para el centro con respecto a las pe-
riferias corno para el centro con respecto a sí mismo. Pues el centro, repitárnoslo, está
\ estratificado, dividido, contra él mismo. Y las periferias también Jo están: «Es notoriC?
que en Palerrno -escribe un cónsul- ruso 61 - casi todos los artículos son un 50% más
caros que en Nápoles.» Pero olvida precisar qué entiende por «artículos» y qué excep-
ciones implican el correctivo «casi». Queda a nuestro cuidado imaginar la respuesta y
los movimientos que pueden implicar estos desniveles entre las capitales de los dos rei-
nos que forman el sur desvalorizado de Italia.
Las divisiones del espacio y del tiempo

LA ECONOMIA-MUNDO:
UN ORDEN FRENTE A OTROS ORDENES

Cualquiera que sea la evidencia de las sujeciones económicas, cualesquiera que sean
sus consecuencias, sería un error imaginar que el orden de la economía-mundo gobier-
na la sociedad entera y que ella determina por sí sola los otros órdenes de la sociedad.
Pues hay otros órdenes. Una economía nunca está aislada. Su terreno y su espacio son
también aquellos en los que se instalan y viven otras entidades -la cultura. lo social,
la política- que no cesan de mezclarse con ella para favorecerla o, también, para opo-
nerse a ella. Estas masas son tanto más difíciles de disociar unas de otras cuanto que
lo que se ofrece a la observación -la realidad de la experiencia, lo «real reab, como
dice Fran~ois Perroux62 -:- es una totalidad, a la que hemos llamado la sociedad por ex-
celencia, el conjunto de los conjuntos63 • Cada conjunto 6~ particular que distinguimos
por tazones de inteligibilidad está, en la realidad viva, mezclado con los otros. No creo,
en modo alguno, que haya un noman 'í land entre la historia económica y 13.: historia
social; cómo sostiene Wilan65 • Se podrían escribir las ecuaciones sigilientes en todos tos
sentidos que se quiera: fa economía es política,. cultura y sociedad; fa. culttifa es eco•
nomía, política y sociedad, etcétera. O admitir que, en determinada sociedad, la po-
lítica conduce a fa economía y recíptocam.ente; que la economía favorece o desalienta
a la t:ult'ura y recíprocamente, etcétera. E incluso decir, cori Pierre Bruriel66 , que «tod()
lo que es humano es político, pues toda literatura (hasta la poesía hermética de Ma-
llarrné) es política:.. Pues si un rasgo específico de la economía es sobrepasar su espacio,
¿no puede decirse lo mism.o de los otros conjuntos sociales? Todos devoran el espacio,
tratan de extenderse y perfilan sus zonas sutesiva5 de tipo Thünen. .
. Así, un Estado puede aparecer dividido en tres zonas: la capital, fa provincia y las
colonias. Es el esquema que corresponde a la Venecia del siglo XV: la ciudad y sus in~
mediaciones -:-el Dogado67 - ; . las ciudades y terriwrios de la Tierra Firme; y l.as colo-
nias: la Mar. Para Florencia, es la ciudad, el Contado, lo Siato 68 • ¿Puedo sostener de
este último, conquistado a expensas de Siena y de Pisa, que pertenece a la categoría
de las seudocolonias? No hace falta hablar de la triple división de Francia en los si-
glos XVII, XVIII, XIX y XX, o de Inglaterra o de las Provincias Unidas. Pero, a escala de
toda Europa, el sistema llamado del equilibno europeo69 , esfüdiado con predilección
por lbs historiadores, ¿no es una especie de réplica política de la ecoriomfa-murtdo? El
fin es constituir y mantener periferias y semiperiferias donde las tensiones recíprocas
no siempre se anulan, de manera que no se vea amenazada la potencia central. Pues
también la política tiene su «corazón>, una zona estrecha desde donde se obse!Van los
acontecimientos pr6ximos o lejanos: waii and see~
Las formas sociales también tienen sus geografías diferenciales. ¿Hasta d6nde lle-
gan, por ejemplo, en concreto, la esclavitud, la servidumbre y la sociedad fo.Jdal? Se-
gún el espacio, la sociedad cambia totalmente. Cuando Dupont de Nemours acepta
ser el preceptor del hijo del príncipe Czartoryski, descubre con estupefacción, en Po-
lonia, lo que es un país de servidumbre: campesinos que ignoran el Estado y no cono-
cen más que a su señor, príncipes de hábitos populares como Radziwill, que reina «so-
bre un dominio más grande que Lorena> y se acuesta sobre el suelo desnudo 70 •
De igual modo, la cultura es una interminable división del espacio, con drculos su-
cesivos: en la época del Renacimiento, Florencia, Italia y el resto de Europa. Y estos
círculos corresponden, claro está, a conquistas del espacio. Es curioso observar de qué
. . manera el arte «francés>, el de las iglesias góticas, parte de las zonas situadas entre el
J Sena y el Loica y conquista Europa; cómo el barroco, hijo de la Contrarreforma, con-

28 •
Las divisiones del espacio y del tiempo

e l. Primer arte g6tico (s. XII)

t:. 2. monumentos destruidos

o 3. expansi6n del arte g6tico en el s. XJll

~,~~·.·.·

.o·
o o:-"

4. EL MAPA DEL GOTICO

Según el Atlas historique publicado bajo la dirección de Georgei Duby (Laroune, 1978).

29
Las divisiones del espacio y del tiempo

quista todo el continente a partir de Roma y de Madrid, y contamina hasta la Ingla-


terra protestante; cómo, en el ~iglo XVIII, el francés se convierte en la lengua común
de los europeos cultos; o cómo, a partir de Delhi, toda la India, musulmana o hindú,
será sumergida por la arquitectura y el arte islámicos, que llegarán a la Insulindia isla-
mizada siguiendo a los mercaderes indios.
Sin duda, se podrían confeccionar los mapas del modo en que estos diversos cór-
denes> de la sociedad se insertan en el espacio, situar sus polos, sus zonas centrales y
sus líneas de fuerza. Cada uno tiene su propia historia, su propio ámbito. Y todos se
influyen recíprocamente. Ninguno predomina de una vez por todas sobre los otros. Su
clasificación, si la hay, no cesa de cambiar; lentamente, es verdad, pero cambia.

El orden económico
y la división internacional del trabajo

Sin embargo, con la modernidad, la primacía económka se hace cada vez mayor:
ella orienta a los demás órdenes, los perturba e influye sobre ellos. ·Exagera Ja!;: desi-
gualdades, encierra en la pobreza o la riqueza a los copartícipes de la ecoiiomía-mtin-
do, les asigna un papel y; al parecer; por muy largo tiempo. ¿No decía uti ecoriomis-
ta71, seriamente: «un país pobre es pobre porque es pobre»? ¿Y un historiador 72 : cla
expansión atrae la expansión»? ·10 cual equivale a declarar: «Un país se enriquece por-
que ya es rico.> .·.
Estas afirmaciones, voluntariamente simplistas, tienen más sentido, para mí~ que
el seudo-teorema, supuestamente «irrefutable> 73, de David Ricardo (1817), cuyos tér-
minos son conocidos: las relaciones entre dos países dependen de los «costes compara-
tivos» que se aplican en ellos a la producción; todo intercambio exterior tiende al equi-
librio recíproco y no puede sino ser provechoso para los dos asociados (en el peor de
los casos, un poco más para uno que para el otro), pues «une unas con otras a todas
las naciones del mundo civilizado por los vínculos comunes del interés, por las relacio-
nes amistosas, y hace de ,ellas una única y gran sociedad. Es por este principio por el
que se elabora vino en Francia y Portugal, se cultiva trigo en Polonia y los Estados Uni-
dos, y se hace quincalla y otros artículos en Inglaterra» 74 • Es una imagen tranquiliza-
dora, demas!ado tranquilizadora. Pues se plantea una cuestión: ¿cuándo ha surgido, y
por qué razones; este reparto de tareas que Ricardo describe, en 1817, como propio de
Ja naturaleza de las cosas?
No es el fruto de vocaciones que sean «naturales» y se den por sentadas; es una he-
rencia; la consolidación de una situación más o menos antigua, lema, históricamente
esbozada. La división del trabajo a escala mundial (o de una economía-mundo) no es

1
..:.· un acuerdo concertado y revisable eti cada instante entte asociados iguales. Se ha esta-
blecido progresivamente, como una cadena de subordinaciones que se determinan unas
a otras. El intetcambio desigual, que genera la desigualdad del mundo, y, recíproca-

.l mente, la desigualdad del mundo, creadora obstinada del intercambio, son viejas rea-
lidades. Siempre ha habido en el juego económico unas cartas mejores que otras y, a
vetes, incluso, falseadas. Ciertas actividades dejan más beneficios que otras: es más fruc-
·. tífero cultivar la viña que el trigo (al menos, si otro acepta cultivar el trigo tyor noso-
. tros), más fructífero actuar en el sector secundario que en el primario, en el sector ter-
, ciario que en el secundario. Si los intercambios de Inglaterra y Portugal en tiempos de
Ricardo son tales que aquélla suministra paños y otros productos industriales y el se-
gundo país vino; Portugal se halla, en el sector primario, en posición de inferioridad.


Las divisiones del espt1cio y del tier~1po

Alegoría del comercio de Dantzig, por Isaac van de Luck (1608), que decora el techo de la Casa
de la Hansa, hoy Ayuntamiento de Gdansk. Toda la actividad de la ciudad gira alrededor del
trigo del Vístula que, por un canal de empalme (ver detalles en t. /,p. 97, t. 11, p. 226), llega
al puerto y a sus naves, que se observan en segundo plano. En la parte de abajo del cuadro,
reconocibles por su vestimenta, comerciante; polacos y occidentales: son ellos quienes organizan
la cadena de dependencia que liga a Polonia con Amsterdam. (Foto Henryk Romanowski.)

31
Las divisiones del espacio y del tiempo

Hubo siglos en que Inglaterra, aun antes del reinado de Isabel, dejó de exportar sus
materias primas, su lana, para hacer progresar su industria y su comercio, y siglós e11
que Portugal, antes satisfecho, evolucionó en sentido inverso o se vio obligado a ello.
Pues el gobierno portugués, en tiempos del duque de Erceira, usó para defenderse los
recursos del mercantilismo y favoreció el desarrollo de su industria. Pero dos años des-
pués de la muerte del duque (1690), se dejó de lado todo este alarde; una decena de
años más tarde, se firmada el Tratado de lord Methuen. ¿Quién podría sostener que
las relaciones anglo-portuguesas estuvieron dictadas por clos vínculos i:;omunes del in-
terés> entre sociedades amigas, y no por relaciones de fuerza difíciles de ~ubvenir?
Las relaciones de fuerza entre naciones derivan de estados de cosas muy antiguos,
a veces. Para una economía, una sociedad, una civilización o incluso un conjunto po-
litico, un pasado de dependencia, cuando ha existido, es difícil de romper. Así, inne-
gablemente, el Mezzogiomo italiano está 'atrasado desde hace largo tiempo, al menos
desde el siglo XIL Dijo un siciliano, exagerando: cSorrios una colonia desde hace 2.500
años> 75 • Los btasiléños, independientes desde 1822, todavía ayer e incluso hóy; se sen-
t1an en una situación ccolonfal>, no frente a Portugal, sino respectó a Europa y los Es-
tados Unidos. Hoy es un chiste común decir: cNo somos los Estados Unidos de Brasil,
sino el Btasi! de los Estados Unidos.»
De igual modo, el retrasó industrial de. Francia, patente desde el s~glo XIX; no se
explica si n() nos remontamos a: un pasado bastante lejano. Según alglinos historiado-
res 76; Francia fracasó en su transformación industrial y en su competencia con Ingla-
terra por el primer lugar en Europa y en el mundo, a causa de la RevoluciOn y el Im-
perio: por entonces~ se habría perdido una oportunidad. Es vetdad que, con la ayuda
de las citt:unstancias¡ Francia entregó el espacio entero del mundo a la explotaciOn mer-
cantil de Gran B!f.taña; pero no es menos cierto que los efectos conjugados de Trafal-
gar y Waterloo han tenido un peso muy grande. Sin embargo, ¿podemos olvidar las
oportunidades perdidas antes de 1789? En 1713, al final de la Guerra de Sucesión de
España:, Francia vio cómo se le escapaba de las manos el acceso libre a la plata de la
América española. En 1722, con el fracaso de Law, se vfo privada (hasta: 1776) de un
banco tentral 77 • En 1762, desde antes del Tratado de París, perdió Canadá y, prácti-
camente, la India. Y; mucho más lejos en el pasado, la Francia prOspeta del siglo XIII,
llevada a gran altura por las citas terrestres de las ferias de Champaña, perdió esta ven-
taja a comienzos del siglo XIV, cómo consecuencia de una unión marítima, a través de
Gibraltar, entre Italia: y los Países Bajos; se encontró entonces (torno explicaremos más
adelante 78 ) fuera del circuito «capitalista» esencial de Europa. Motaleja: nunca se pier-
I de de una sola vez. Tampoco se gana de una sola vez, El éxito depende de inserciones
en las oportunidades de una fpoca determinada, de repeticiones; de acumulaciones.
El poder se acumula; torrio el dinero, y por esfa razón me parecen oportunas las re-
flexiones, a primera vista demasiado evidentes, de Nurske y de Chaunu. «Un país es
pobre porque es pobte>, O, por decirlo máS claramente; porque éra.ya-pobre,·O estaba
atrapado de antemano en «el círculo vicioso de la pobreza>, como dice también Nurs-
ke79. cLa expansión atrae la expansiÓn:i>, tin paí5 se ha desarrollado porque ya estaba
desarrollado antes, porque está atrapado en un movimiento anterior que le favorece.
el pasado siempre pesa. La desigualdad del mundo se relaciona con realidades es-
1Así,
tructurales, que se forman muy lentamente y desaparecen también muy lentamente .

32 •
Las di·visioncs d1•/ csp<1cw y del tiempo

El Estado: poder político


y poder económico

Hoy el Estado goza del mayor crédito. Hasta los filósofos salen en su defensa·. De
pronto, toda explicación que no valora su papel se halla fuera de una moda que se ex-
tiende, que tiene evidentemente sus excesos y sus simplificaciones, pero que presenta
al menos la ventaja de obligar a algunos historiadores franceses a volver sobre sus pa-
sos, a adorar un poco lo que han quemado o, al menos, apartado de su ruta.
Sin embargo, el Estado, entre los siglos XV y XVIII, estuvo lejos de llenar todo el
espacio social, careció de esa fuerza de penetración «diabólica> que actualmente se le
atribuye, le faltaban los medios. Tanto menos cuanto que sufrió de lleno la larga crisis
de 1350 a 1450. Solamente en la segunda mitad del siglo XV se inició su ascenso. Los
Estados-ciudades que, antes que los Estados territoriales, desempeñan los primeros pa-
peles hasta comienzos del siglo XVIII, son por entonces, enteramente, herramientas en
manos de sus toII1erciantes. Para los Estados territoriales, cuya potencia se reconstituye
lentamente, fas cosas son mucho menos simples. Pero el primer Estado territorial que
creó un mercado riá.dorialo i.ina economía nacional, Inglaterra; cayó pronto bajo la do-
minación defo.s cbmCl'úantes; después de la revolución de 1688. No es de extrañar,
pues, que; er1(a E\jtop~ preindustrial, cierto determinismo hiciera coincidir la potencia
políi:icá ton la poteridaeconómica. En todo caso, el mapa de la economía-mundo, con
exceso de. voltaje de su~ zonas centrales y sus diferencias concéntricas, se corresponde
bastante bien con el mapa político de Europa.
En el centro de fa economía-mundo; en efecto; se aloja siempre, fuerte, agresivo y
privilegiado, Uh Estado fuera de lo tom\ln; dinámico, temido y admirado a la vez. Es
ya. el casó de Venecia en el sigfo XV; de Holanda en el XVII; de Inglaterra en el XVIII y
más aúrt en el XIX; de los Estados Unídos eh la actualidad. Estos gobiernos que están
«en el centro>, ¿podrían no ser fuertes? lmmanuel Wallerstein se ha tomado el trabajo
de probar que no, respecto del gobierno de las Provincias Unidas, en el siglo XVII, del
que contemporáneos e historiadores han afirmado hasta la saciedad que era casi inexis-
tente. ¡Corno si fa posición central, por sí sola, no crease y no exigiese también un go-
bierno eficaz!ªº ¡Como si gobierno y sociedad no fuesen un solo conjunto, un mismo
bloque! ¡Corno sí el dinero no crease una disciplina social y una extraordinaria facili-
dad de a:ccion! .
Hay, pues, gobiernos fuertes en Venecia, aun en Amsterdam, y en Londres. Go-
biernos capaces de imponerse en el interior, de disciplinar a los «peces gordos>, a las
ciudades, de aumentar las cargas fiscales en caso de necesidad, de garantizar el crédito
y las libertades mercantiles. Capaces también de imponerse en el exterior: para estos
·. gobiernos, que no vacilan jamás en recurrir a la violencia, podemos usar muy pronto,
sin temer el anacronismo, las palabras colonialismo e imperialiJmo. Lo cual no impide,
sino todo lo contrario, que estos gobiernos «centrales> estén más o menos bajo la de-
pendencia de un capitalismo precoz, de dientes ya largos. El poder se reparte entre
ellos y él. En este juego, sin sumergirse, el Estado penetra en el movimiento propio de
la economía-mundo. Sirviendo a otros, sirviendo al dinero, se sirve también a sí mismo.
El decorado cambia tan pronto como se aborda, aun en la vecindad del centro, la
zona viva: pero menos desarrollada en la que el Estado ha sido durante largo tiempo
una mezcla de monarquía carismática tradicional y organización moderna. Allí los go-
biernos están en sociedades, economías e incluso culturas en parte arcaicas; respiran
mal en el vasto mundo. Las monarquías del Continente Europeo se ven obligadas a
gobernar, mal que bien, con y contra las noblezas que las rodean. ¿Asumiría sin ellas
sus tareas el Estado incompleto (aunque se trate de la Francia de Luis XIV)? Evidente-

33
Las divisirmes del espacio y del tiempo

La pompa oficial del Estado veneciano: cómo un embajador se despide del dux. V Carpaccio,
Leyenda de Santa Ursula (hacia 1500). (Clisé Giraudon.)

34
'
Lt1s divisiones del espaóo y del tiempo

mente, la «burguesía> cuenta, y el Estado organiza su progreso, pero prudentemente,


y estos procesos sociales son lentos. Al mismo tiempo, estos Estados tienen ante sus
ojos el éxito de los Estados mercantiles mejor colocados que ellos en el cruce de los trá-
ficos; en suma, son conscientes de su situación inferior, tanto que el gran negocio, para
ellos, es incorporarse, cueste lo que cueste, a la categoría superior, elevarse al centro.
Lo intentarán, por una parte, tratando de copiar el modelo y de apropiarse de las re-
cetas del éxito: ésta fue durante largo tiempo la idea fija de Inglaterra ante Holanda;
\ por otra, creando y movilizando las rentas y los recursos que exigen la conducción de
las guerras y el lujo de ostentación, que, después de todo, también es un medio de
gobierno. Es un hecho que todo Estado que sólo se avecina al centro de una econo-
mía-mundo se vuelve más huraño, conquistador por momentos, como si esa vecindad
le hiciese exasperarse.
Pero, no nos engañemos, la distancia entre Ja Holanda moderna del siglo XVII y Es-
tados majestuosos como Francia y España sigue siendo grande. Esa distancia se pone
de manifiesto en la actitud de los gobiernos frente a una política económica que pasó
entonces por ser una panacea y que nosotros llamamos, con una palabra creada poste-
riormente, el mercantilismo. Al crearla, nosotros, los historiadores, hemos asignado al
i término senffifciSinútrlpres:-·Pero si uno de esos sentidos debiese prevalecer sobre los
¡ otros, sería el que implica una defensa contra otro. Pues el mercantilismo es, ante to-
f do, liria manera de protegerse. El príncipe o el Estado que aplica sus preceptos se sa·
crifica, sin duda, a una moda, pero más aún, comprueba una inferioridad que se trata
de atenuar o reducir. Holanda sólo será mercantilista en raros momentos, que justa-
mente corresponden, para ella, a la percepción de un peligro exterior. Por lo común,
puede practicar impunemente la libre competencia, que no hace más que beneficiarla.
Inglaterra, en el siglo XVIII, se aleja de uo mercantilismo vigilante, y pienso que es la
prueba de que la hora de la grandeza y la fuerza británicas suena ya en el reloj del
mundo. Un siglo más tarde (en 1846), podrá abrirse sin riesgo al libre cambio.
Todo cambia aún más cuando se llega a los límites de una economía-mundo. Es
allí donde se sitúan las colonias, qu~ son poblaciones de esclavos despojadas del dere-
cho de gobernarse: el amo es la metrópoli, cuidadosa de reservarse los beneficios mer-
cantiles en el sistema de exclusi11idad, en cada lugar, cualquiera que sea su forma. Es
verdad que la metrópoli está muy lejos y que las ciudades y las minorías dominantes
imponen la ley en el círculo de la vida local. Pero esta potencia de las administraciones
y de los particularismos locales, lo que se llama la democracia americana, no es más
que una forma elemental del gobierno. A lo sumo, es la de las antiguas ciudades grie-
gas, ¡y tal vez ni siquiera eso! Se lo percibirá con la independencia de las colonias, que
en definitiva provocó un brusco vacío de poder. Después de haber puesto fin al falso
Estado colonial, fue necesario fabricar uno nuevo íntegramente. Los Estados Unidos,
cortstituidos en 1787, tardaron mucho tiempo en hacer del Estado federal un poder po-
lítico coherente y eficaz. Y el proceso también ha sido lento en otros Estados de
América.
En las periferias no coloniales, particularmente en el este de Europa, al menos ha-
bía Estados locales. Pero allí la economía estaba dominada por un grupo ligado al ex-
tranjero. Así, en Polonia, por ejemplo, el Estado no es más que una institución carente
de substancia. De igual modo, la Italia del siglo XVIII ya no tiene verdaderos gobier-
nos. «Se habla de Italia -dice el conde Maffei (1736)-, se delibera sobre sus pueblos
como se harfa de borregos u otros viles animales))s 1 • Venecia misma, desde Passaro-
witz (1718), se sumergió con deleite o resignación en la «neutralidad>; lo que equivale
a decir que se abandona 82 •
No hay salvación para todos estos perdedores más que allí donde recurren a la vio-
lencia, a la agresión, a la guerra. La Suecia de Gustavo Adolfo es un buen ejemplo de

35
Las divisiones del espacio y del tiempo

ello. Mejor aún el Africa de los corsarios berberiscos. Es verdad que, en el caso de los
berberiscos, ya no estamos en el marco de la economía-mundo europea, sino t'n el es-
pacio político y económico que abarca el Imperio Turco, que es una economía-mundo
por sí misma, sobre la cual volveré en un capítulo posterior. Pero el Estado Argelino
está, a su manera ejemplar, en la bisagra de dos economías-mundo, la europea y la
turca, pues prácticamente rompió sus lazos de vasallaje con Estambul, aunque una ma-
rina europea invasora lo puso al margen de los tráficos mercantiles mediterráneos. Fren-
te a fa hegemonía europea, la piratería argelina es la única puerta de salida, la única
posibilidad de ruptura. A igualdad de otros factores, Suecia, en el límite de dos eco-
nomías, la de Europa y la de Rusia, también está excluida de los beneficios directos
del Báltico. Para ella, la guerra es la salvación.

Imperio
y economía~mundo

El imperio; es decir, el supet Estado que, por sí solo, abarca el espacio entero de

I·.
una. eeonomfa~mündo, piaritea un problema. de conjunto, En general, fos imperios~
inundo; tomo los llama Wallersfrín, sin duda son formaciones arcaicas, antiguos trÍtiri"
•.•. fobs defu···la podlítica sodbre la eton1.omída. Existen·. tódaví~, den el período q1ue estuh~ia esta,
o fa; . eril . e Occ.i ente; en a In ía con e1. Iinperid el Gran Mogo ; en e. tha, en
J. Il:ári, en el Imperio Otomano y en la Moscovfa de los zai:es. Para Immanuel Wallers·
tein •. siempre q\le hay un imperio, la economía-mundo subyacente no puede desarro"
liarse¡ es detenida en su expansión, Se podría decir también que; entonces, se está eh
presencia de una command economy; para seguir la lección de John Hieles; o de uri
modo de producción llamado asiático; para retomar fa anticuada explieación de Marx.
. . Es verdad que fa economía no se adapta a las exigencias y restricciones de una po-
lítica imperial sin contrapeso. Ningún comerciante, ningún capitalista, tendrá. nunca
en ella campo libre; Miguel Cantacuzeno, una especie de Fugger del Imperio Otoma-
no, fue colgado sin otra forma de proceso a fas puertas mismas de su sunttióso pafacio
de Anchioli, en Estambul, el 13 de marzo de 1578, por orden del sultánBl, En Chiha84 ;
el riquísimo Heshen; ministro, favorito del emperador Qiangfong, es ejecutado a la
muerte de éste y su fortuna confiscada por el nuevo emperador; En Rusiaª~, el príriciJ?e
Gagarin, gobernador de Siberfa y prevaricador si fos hubo; es decapitado en 1720; Pen-
samos; evidentemente; eri Ja::ques Coeur, en. Semblan~ay y en Fouquet: a su manetil,
estos procesos y esta ejecución (la de Semblan~ay) hacen pensar en cierto estado polí"
tico y económico de Francia, SólO un régimen capitalista, aun de tipo antiguo, tiene
estómago paril tragar y dige:rii: fos escándafos, . · · . · ·.·
. Sin embargo; por mi parte; pienso que, aun bajo la coacción de un imperio opre-
sivo y poco consciente de los intereses partieulares de sus diferentes posesiones, una ecci,
n()mfa"mundo maltratada y vigifada puede otganiZarse con sus desbordamientós signi~
fkativos: los romanos coinetciaton por el Mar Rojó y el Océano Indico; los mercaderes
armenios de Joulfa, el barrio de Ispahán, se esparcieron casi por el mundo entero; los
banianos iridios llegaron hasta Moscú; fos mercaderes chinos frecuentaron. todas las es,-
calas de la Irtsulindia; Moscovia estableció, en un tiempo récord, su dominación sobre
Siberia, inmensa periferia. Wittfogel86 no se equivoca al decir que, en estas superficies
políticas de intensa presión que fueron los imperios del Asia tradicional del sur y del
este; «el Estado es mucho más fuerte que la sociedad:.. Que la sociedad, sí; no que la
economía.

36
'
Las divisiones del espacio y del tiempo

Volviendo a Europa, ¿no escapó ésta desde temprano a la asfixia de tipo imperial?
El Imperio Romano fue más y menos que Europa; los Imperios Carolingio y Otoniano
se impusieron mal sobre una Europa en plena regresión. La Iglesia, que logró extender
su cultura a todo el espacio europeo, no estableció finalmente en él su supremacía po-
lítica. En estas condiciones, ¿era necesario exagerar la irnponancia de las tentativas de
monarquía univer1al de Carlos V (1519-1555) y de Felipe II (1555-1598)? Este énfasis
en la preponderancia imperial de España o, más exactamente, la insistencia con que
Immanuel Wallerstein hace del fracaso imperial de los Habsburgos, fijado un poco apre-
suradamente en la bancarrota de 15 57, la fecha de nacimiento -de alguna manera-
de la economía-mundo europea, no me parece un modo adecuado de abordar el pro-
blema. Siempre se ha exagerado abusivamente, en mi opinión, la imponancia de la
política de los Habsburgos, espectacular, pero también vacilante, fuene y débil a la
vez, y sobre todo anacrónica. Su tentativa choca, no solamente con la Francia insenada
en el centro de las uniones del Estado disperso de los Habsgurgos, sino también contra
el concierto hostil de Europa. Ahora bien, este condeno del equilibrio europeo no es
una realidad reciente que habría aflorado, como se ha dicho, cuando el descenso a Ita-
lia (1494) de Carlos VIII; era un proceso en marcha desde hacía mucho tiempo, como
señala con razón W. Kienast 87 , de hecho, desde el conflicto de los Capetos y los Plan-
tagenets, y aun desde antes, pensaba Federico Chabod. Así, la Europa que se trata de
reducir a la obediencia estaba erizada de defensas protectoras, políticas y económicas,
desde hacía siglos. Por último, y sobre todo, esta Europa se ha desbordado ya sobre el
vasto mundo, sobre el Mediterráneo desde el siglo XI y sobre el Atlántico con los fa-
bulosos viajes de Colón (1492) y Vasco da Gama (1498). En síntesis, el destino de Eu-
ropa como economía-mundo precedió al destino del Emperador de la triste figura. Y
hasta supongamos qu!! Carlos V haya triunfado, como deseaban los más ilustres huma-
nistas de su tiempo; ¿no habría salido adelante el capitalismo, ya instalado en los pues-
tos decisivos de la Europa en gestación, en Amberes, Lisboa, Sevilla y Génova? ¿No
habrían los genoveses dominado igualmente los movimientos de las ferias europeas al
ocuparse de las finanzas del cemperado~ Felipe 11, en lugar de las del rey Felipe II?
Pero dejemos lo episódico para centrarnos en el verdadero debate. El verdadero de-
bate es saber cuándo Europa llegó a ser suficientemente activa, privilegiada y atravesa-
da por poderosas corrientes como para que economías diversas pudiesen alojarse todas
en ella, vivir unas con otras y unas contr;i otras. El concieno internacional empezó muy
temprano, desde la Edad Media, y seguirá durante siglos; por consiguiente, las zonas
complementarias de una economía-mundo, una jerarquía de producciones y de inter-
cambio, se esbozan pronto, eficaces casi desde su aparición. Lo que Carlos V no ha con-
seguido, empeñando en ello su vida, Amberes lo consigue sin esfuerzo, en el centro
de la economía-mundo renovada de principios del siglo XVI. La ciudad, entonces, se
apodera de toda Europa y de lo que, en el mundo, depende del pequeño continente.
Así, a través de todc;is los avatares pol!ticos de Europa, a causa de ellos o a pesar de
ellos, se constituye precozmente un orden económico europeo, o mejor dicho occiden-
tal, desbordando los límites del continente, utilizando sus diferencias de voltaje y sus
tensiones. Muy pronto, el «corazón:. de Europa se ve rodeado de una semiperiferia cer-
cana y una periferia lejana. Ahora bien, esa semiperiferia que presiona sobre el cora-
zón, que lo obliga a latir más de prisa -la Italia del norte alrededor de Venecia en
los siglos XIV y XV, los Países Bajos alrededor de Amberes- es el rasgo esencial, sin du-
da, de-la estructura europea. Al parecer, no hay semiperiferia alrededor de Pekín, de
Delhi, de Ispahán, de Estambul. ni siquiera de Moscú.
Por ende, veo nacer la economía-mundo europea muy pronto, y no estoy hipnoti-
zado, como Immanuel Wallerstein, por el siglo XVI. De hecho, el problema que lo ator-
menta es el mismo que planteó Marx. Citemo.s una vez más la célebre frase: cLa bio-

37
Las divisiones del espacio y del tiempo

grafía del capital comienza en el siglo XVI.> Para Wallerstein, la economía-mundo ~u­
ropea ha sido el proceso generador del capitalismo. Sobre este punto, no lo contradué,
pues decir zona central o capitalismo es designa~ la realidad misma. Asimismo, ~oste­
ner que la economía-mundo, construida en el siglo XVI, en Europa no fue la pnmera
que se apoyó en el pequeño y prodigioso continente es plantear iP_s? facto la afirma-
ción de que el capitalismo no esperó al siglo XVI para hacer su aparmón. Así, ~st~y de
acuerdo con el Marx que escribió (para arrepentirse de ello luego) que ~l cap1tahsmo
europeo (incluso dice la producción capitalista) comenzó en la Italia del siglo XIII. Este
debate es cualquier cosa menos fútil.

La gue"a según las zonas


de la economía-mundo

Los historiadores estudian las guerras una tras otra, pero la guerta en sí, en el in-
terminable desarrollo del tiempo transcurrido, raramente les ha intetesado, ni siquiera
en un libro tan justamente célebre como el de Hans Delbrück88 • Ahora bien, la guerra
siempre está presente; obstinadamente impuesta a los siglos diversos de la historia. Ella
implica todo: lós cálculos más lúcidos, la valentía y la cobardía; pata Wetner Sombart,
ella construye el capitalismo, pero también lo inverso es verdadero;. es balanza de la
vetdad, prueba de fuerza para los Estados que contribuye a definir y signo de una lo-
cura que no se aplaca jamás, Es un indicador tal de todo lo que se mezcla y se desliza
con un solo movimiento en fa historia de los hombres que reubicar la guerra en los
marcos de la economía-mundo es descubrir otro sentido a los conflictos de los hombres
y dar a la rejilla de Immanuel Wallerstein una justificación inesperada.
La guerra, en efecto, no tiene un solo y único rostro. La geografía la colorea y la
divide. Coexisten varias formas de guerra, primitivas o modernas, como coexisten la es-
clavitud, la servidumbre y el capitalismo. Cada uno hace la guerra que puede.
Werner Sombart no se ha equivocado al hablar de una guerra renovada por la téc-
nica y que; creadora de modernidad, contribuiría al establecimiento acelerado de sis-
temas capitalistas. Desde el siglo XVI, ha habido una guerra de vanguardia que hamo-
vilizado furiosamente los créditos, las inteligencias y la ingeniosidad de los técnicos has-
ta el punto de modificarse, se decía, de un año al otro, según modas imperiosas, se-
guramente menos placenteras que las concernientes a la vestimenta. Pero esta guerra,
hija y madre del progreso, sólo existe en el corazón de las economías-mundo; para de-
sarrollarse, necesita abundancia de hombres y de medios, la grandeza temeraria de los
proyectos. Abapdonemos este escenario central del teatro del mundo, iluminado -ade-
más- de manera privilegiada por las luces de la información y la historiografía de la
época, y pai;emos a las periferias pobres, a veces primitivas: allí la guerra gloriosa no
puede tener lugar, o entonces es risible y, peor aún, ineficaz.
Diego Suárez, soldado cronista de Orán, proporciona a este respecto un testimonio
bastante bueno89 • Hacia 1590, el gobierno español tuvo la idea, bastante estrafalaria,
de enviar a la pequeña fortaleza africana un tercio de soldados escogidos, retirado a tal
fin de la, Guerra de Flandes, que es, por ·excelencia, el teatro de la guerra sabia. A la
primera salida de estos novatos. -novatos para los viejos de la guarnición de Orán-,
aparecen en el horizonte algunos jinetes árabes. Los hombres del tercio adoptan de in-
mediato una formación en cuadro. Pero aquí, el ane es inútil: el enemigo se cuida
bieQ de enfrentar a esos resueltos combatientes. Y la guarnición se burla de la inútil
maniobra.

38
Las divisiones del espacw y del tiempo

.~mr¡{··.

;;,

D'ARMEE CARRE':COMME IL FORME


l'ordre de baraille.

Premierordre;

1 le 1
c.

c.

5. LA GUERRA CIENTÜKA SE ENSEÑA Y SE APRENDE


Uno de los innumerables <órd1111e1• de march,;, de despliegue y de batalla que proponen y comentan Les Principes de I'. arr
militaire (1615) de l. de Billon, 1eñor de la Prugne, según e/as reglas de eu gran y excelente &apitiín, el príncipe Mauncio
de Nassau• (p. 44).

En realidad; la gUerra: sabia sólo es posible si la practican las dos partes a la vez. Es
lo que prueba mejor aún la latga Guerra del Nordeste brasilefio, librada de 1630 a
1654, tal como la presenta: ton brfo el libro reciente de un joven historiador brasileño90 •
Estamos allí, sin vacilación posible, en la circunferencia de la más grande Europa.
Los holandeses; instalados pór la fuerza en Recife, en 1630, no lograron apoderarse en
su totalidad de la: provincia: azucarera de Pernambuco. Durante veinte años, serán prác-
ticamente sitiados en sil ciudad, recibiendo por mar víveres, municiones, refuerzos y
hasta los sillares o los ladrillos de sus edificios. Lógicamente, el largo conflicto se resol-
verá, en 1654, a favor de los portugueses, o, más exactamente, de los lusobrasileños,
pues fueron éstos -y ellos supieron decirlo y recordarlo- quienes liberaron Recife.
Hasta 1640, el rey de España había sido el amo de Portugal, conquistado por él en
1580, hacía más de medio siglo. Fueron, pues, oficiales y soldados veteranos del ejér-
cito de Flandes, españoles o italianos, quienes acudieron a ese lejano teatro de opera-
ciones. Pero entre las tropas levadas en el lugar, los soldados da te"ª· y las tropas re-
gulares llevadas de Europa, la desavenencia fue inmediata y total. Un napolitano, el
conde de Bagnuolo, que comanda el cuerpo expedicionario, no cesa de echar pestes con-
tra los soldados locales, de aburrirse esperando y, se dice, para consolarse, de beber du-

39
Las divisiones del espacio y del tiempo

rante todo el día. ¿Qué quisiera él? Pues conducir la Guerra del Brasil como la de Flan-
des, sitiando, defendiendo plazas fuertes, según la observancia de las reglas en uso.
Por ello, después de la toma de la plaza de Parahyba, cree oportuno escribirles: «Que
la ciudad tomada os sea de provecho, Señorías. Os envío con estas líneas cinco prisio-
neros ... :.91 • Es la guerra sabia, pero también cortés, en el mismo espíritu de la rendi-
ci6n de Breda, en 162'.>, tal como la pintó Velázquez en su cuadro de Las lanzas.
Pero la Guerra de Brasil no puede ser una guerra de Flandes, cualesquiera que sean
las protestas de los veteranos inútilmente jactanciosos. Indios y brasileños, especialistas
incomparables del golpe de mano, imponen la guerrilla. Y si a Bagnuolo, para darles
ánimo antes de lanzarlos a un ataque de gran estilo, se le ocurre distribuirles aguar-
diente de caña, se van a dormir la mona. Además, por un quítame allá esas pajas, es-
tos extraños soldados abandonan las filas regulares y se pierden en los bosques y las
extensas marismas del país. Los holandeses, que también quisieran conducir la guerra
según las reglas de Europa, se descorazonan ante estos enemigos evanescentes que, en
lugar de aceptar el combate leal, en campo raso, se ocultan, se escabullen y tienden
emboscadas. ¡Qué ruines! ¡Qué cobardes! Los mismos españoles están de acuerdo en
ello. Como dice uno de sus veteranos: cNo somos monos para batirnos en los árboles.:.
Sin embargo, a esos viejos soldados no les disgusta vivir detrás de las líneas fortificadas,
protegidos por la vigilancia de unos centinelas dé excepcional calidad y por la agilidad
de guerrilleros eficaces, que son maestros consumados de la guerra de escaramuzas, lo
que se llama la gue"a do mallo (la guerra de los bosques), o también, con una expre-
sión más pintoresca, la gue"a volante.
Pero en: 1640 Portugal se rebela contra España. De allí la separación de las dos Co-
ronas. En la Península Ibérica, se entabla entre Lisboa y Madrid µna Guerra de Treinta
Años, o poco menos: durará hasta 1668. En Brasil, claro está, desaparece la protección
de la flota española. Desde entonces, ya no hay más veteranos ni aprovisionamiento
de materiales costosos. Por parte brasileña, la guerra ya no es más que la guerra volan-
te, la que conviene a los pobres y la que, contra todo pronóstico razonable, triunfa fi-
nalmente sobre la paciencia holandesa en 1654, cuando las Provincias Unidas, es ver-
dad, inician su primera guerra contra Inglaterra y, por tanto, se ven terriblemente de-
bilitadas, militarmente hablando. Además, Portugal tuvo la sabiduría de pagar a buen
precio, con entregas de sal, la paz finalmente al alcance de la mano.
La obra de Evaldo Cabral de Mello da ciena verosimilitud a una tradición tenaz se-
gún la cual Garibaldi, lanzado en su juventud a la aventura de las guerras brasileñas
(esta vez hacia 1838; con ocasión del levantamiento de los Faroupzlhas, los can:drajo-
sos:t), habría aprendido allí Ios secretos de una guerra singular: reunirse en un punto
a partir de diez caminos diferentes, golpear fuerte y dispersarse de nuevo, lo más rá-
pida y silenciosamente posible, para caer sobre otro punto. Esta guerra es la que prac-
ticará en Sicilfa, en 1860, después del desembarco de los Mil 92 • Pero lague"a do matto
no es característica sólo de Brasil. La guerrilla existe todavía hoy, y el lector hará por
sil clienta comparaciones con ejemplos recientes. Garibaldi habría podido aprenderla
en otra parte que en Brasil. En el Canadá francés, en tiempos de las guerras inglesas,
un oficial de las tropas regulares juzgaba severamente la guerra de emboscadas de los
canadienses franceses, sus compatriotas, al acecho del enemigo como se está al acecho
de las piezas de caza mayor: «Esto no es la guerra, es un asesinato:. 9\ decía.
En Europa, por el contrario, cerca de las regiones centrales, las guerra.S se hacen con
gran estrépito, con grandes despliegues de tropas de movimientos meditados y disci-
plinados. El siglo XVII, es por excelencia la guerra de los asedios, de la artillería, de la
logística, de las batallas campales ... En suma, una guerra onerosa, una vorágine. Los
Estados de dimensiones demasiado pequeñas sucumben en ella, en particular los Esta-
dos~ciudades~ por ahorrativos que sean con sus depósitos de armas y el juicioso reclu-

40 •
Las divisiones del espacio )' del tiempo

La rendición de Breda (1625), ¡egún el cuadró de Velázquez llamado de Las lanzas. Spínola re-
cibe las llaves de la ciudad. (Foto Giraudon.)

tamiento de mercenarios. Si el Estado moderno se engrandece, si el capitalismo mo-


derno se aloja en él, la guerra es a menudo su instrumento: bellum omnium pater.
Sin embargo, esta guerra no tiene todavía nada de una guerra total: se intercambian
1 l?s prisione~os, ~e pone rescate a los ricos, las operaciones so~ más meditadas que mor-
tíferas. Un mgles, Roger Boyle 94 , conde de Orrery, declara sm embages en 1677: «Ha-
cemos la guerra más como zorros que como leones y tenéis veinte asedios por una ba-
talla.> La guerra sin cuartel sólo co!llenzará con Federico 11, o más bien con la Revolu-
ción y el Imperio.
Una regla esencial de esta guerra en la etapa superior es la de llevar obstinadamen-
te el combate al campo vecino, al más débil o el menos fuerte. Si por un choqut" de
rechazo volviese al sanctasantórum, ¡adiós la primacía! Esta regla tiene pocas excepcio-
nes: las guerras llamadas de Italia sellan el repliegue de la península, hasta entonces
dominante. Holanda escapa a Luis XIV en 1672; ¡bravo por ella! Pero no escapa en
1795 a la cahallería de Pichegru; es que ya no está en el corazón de Europa. Nadie,
en el siglo XIX ni en el XX, franqueará la Mancha o el mar del Norte. La magnífica
Inglaterra dirige sus guerras desde lejos, protegida por su insularídad y por la magni-
\ tud de los subsidios que distribuye a sus aliados. Pues si se es fuerte, la guerra perma-
nece en el terreno de otro. En el momento del Campamento de Boulogne, se distri-
buyen créditos ingleses a Austria, y el Gran Ejército, como obedeciendo una orden, gi-
ra hacia el Danubio.

41
Las divisiones del espacio y del tiempo

Sociedades .
y economía-mundo

Las sdciedades evolucionan lentamente, lo cual, después de todo, favorece la ob-


servación histórica. China tiene siempre sus mandarinatos; ¿se librará de ellos alguna
vez? La India tiene todavía sus castas, y el Imperio del Gran Mogol tuvo hasfa sus últi-
mos días sus jagindars; parientes próximos, a fin de cuentas; de los sipahis turcos. In-
cluso la sociedad occidental, la más móvil de todas, evolucfona con lentitud; La socie-
dad inglesa, que, eri el siglo xvm, no deja de asdmbrar al europeo llegado del conti-
nente, como hoy (habla por experiencia) al historiador no inglés, comenzó a formarse a
partir de la Guedade fas Dos RdSas;tres siglos antes.; La esclavitud, que Eúropa rein-
venta para la Amétka cofonial; sófo desaparece en Estados Unidos en 1865; y en Brasil,

~~:111*'~ii11!tf~t¡¡~¡l:E
S~!f~l'~~J~1f!"l~~-Dfillí\¡~~~
c~la .
d repíí~Ufd.4.i;~fü1l?s ~íJ?s/.•.~·~~ª'f·•.f6f2~f:5 ~s·<i~~/~~1 P~I~ffü·df?n13tarb.}~##j~i~
l?
1ce a menu o, so o mterm1tentemente avorece e ascenso e a urgues1a, y umca-
9ue
niente cuando le es necesario. Y si las estrechas clases dominantes, en el curso de los
años; no tendían: a abrir sus filas, la promoción social funcionaba aún con mayor len-
titud, aunque, en Franda como en otras partes, cel tercer estado se esfuerce siempre
en imitar a la nobleza, a la cual trata de elevarse sin cesar y mediante esfuerzos increí-
ble.r>96. Siendo la promoción social tan difícil y deseada desde tanto tiempo atrás, era
normal que los nuevos elegidos, siempre poco numerosos, a menudo no hiciesen más
que reforzar el orden establecido. Aun en las pequeñas villas de las Marcas, dominadas
desde lo alto por el Estado Pontificio, estrechas noblezas celosas de sus prerrogativas
sólo aceptan integraciones lentas, que nunca ponen en peligro el Itatus social vigente 97 •
--.. Nada tiene de asombroso, pues, que la materia social que se desliza en los marcos
de la economfa-mundo parezca finalmente ~daptarse a ellos de modo duradero, soli-
dificarse y formar un todo con ellos. Nunca le falta tiempo para adaptarse a las cir-
cunstancias que la constriñen y para adaptar las circunstancias a la necesidad de sus equi-
librios. Por ello, cambiar de círculo, a través de la economía-mundo, es pasar sincró-
nicamente del salariado a la servidumbre y a la esclavitud, y esto durante siglos. El or-
den social no cesa de construirse de manera bastante monótona de acuerdo con las ne-
cesidades económicas básicas. Cada tarea; una vez distribuida en la división interna-
cional del trabajo, crea su control particular, y el control articula y domina a la socie-
dad. En el centro de la economía, al terminar el siglo XVIII, Inglaterra es el país donde
el salariado penetra a la vez en los campos y en las actividades urbanas; pronto nada
será ajeno a él. En el continente, el salariado, por su extensión más o menos notable,
mide el grado de modernismo alcanzado, pero los artesanos independientes siguen sien-
do numerosos; el aparcero aún ocupa allí un lugar considerable: es el fruto de un com-
promiso entre el arrendatario y el siervo de antaño; los campesinos propietarios de muy
pequeñas parcelas pululan en la Francia revolucionaria ... En fin, la servidumbre, plan-
ta vivaz, se extiende por la Europa refeudalizada del Este, como en los Balcanes turcos,
yla esclaviti.Id hace, desde el siglo XVI, su entrada sensacional en el Nuevo Mundo,
comó si todo debiera recomenzar a partir de cerq. Cada vez la sociedad responde, así,

42
Las divisiones del espacio y del tu:mpo

a una obligación económica diferente y se halla encerrada en eJla por su misma adap-
tación, incapaz de salfr rápidarnerite dé las soJlldones ya halladas~. Entoncd, siella es,
según los lugares, esto o aquello, es porque representa la o una solución posible, «la
mejor adaptada (a igualdad de todos los otros faetotes) a fos tipos paniculares de pro-
ducción ccin los que se enfrentai.98 . .
Quede claro que esta adaptación de lo social. a fo econórniCo no tiene nada de me-
cánico. o automátkó; que hay imperativos de cbnjuntO¡ peto también aberraciones y
libertades, y difel:encias: not:abJes según las cultciras y hasta ségÍÍh los medios geográfi-
cos. Ningún esque.rria tefle1a entera y perfectamente fa realídad~ En varias ocasiones he
llamado la atención sob:re el caso ejemplar de Veneztiefa9? Con el descubrimiento eu-
ropeo, fodo comienza allfdesde cero. Hay quilas en esk vasto país1 a mediados del
siglo )('\Ir, 2,00() blancos y 18.bOO indígenas,. fa explotación de las perlas en el litoral
sólo dtira).lgüriC>s decenios; La explotación de las minas, p'.lrticularmente de laii minas
de ór(J de )'araóiy, origina üriptifner íritercambio esclavista: indios cogidos en la guerra
y negrcis ul1Pot1:ados poto numefosos. El primer éxito es el de la .cría de ganado, sobre
wdo:e#l~~vastos llanos del interior, donde algunos bl3.0cos, pr~pietarios y señores; e
in~ío~.pajil:~res a caballo forman una sociedad primitiy~de carácter feudal. Más tarde,
sofü~ tódi:)/~n el siglo xvin; -laii plantaciones de cacahüales de la zona litoral da otigc:n

liilf6t~í~íltlit~ª~~
Quizás sea: meriesterfüsistir en tmnpfobacicmes que son evidentes por sí mismas. En
mi opinión, todas la.s divisiones y todos los «modelos> analizados por los historiadores
y los sociólogos, están presentes desde muy temprano en el muestrario social que te-
nemos ante los ojos. Hay conjuntamente clases, castas (entendiendo por esto grupos
cerrados) y «órdenes> favorecidos comúnmente por el Estado. La lucha de clases estalla
muy pronto, aquí o allí, y sólo se aplaca para encenderse de nuevo. Pues no hay so-
ciedades sin la presencia de fuerzas en conflicto. Tampoco hay sociedades sin jerar-
quías, es decir, en general, sin la reducción de las masas que las componen al trabajo
y la obediencia. Esclavitud, servidumbre y sistema salarial son soluciones histórica y so-
cialmente diferentes de un problema universal que, en lo fundamental, sigue siendo
el mismo. De un casó a otro, haiita son posibles las comparaciones, justas o injustas,
superficiales o profundas; ¡poco importa! cLos criados de un gran señor de Livonia -es-
cribe McCartney 100 en 1793- o los negros que sirven en la casa de un colono de Ja-
maica, aunque también son esclavos, se consideran muy superiores a los campesinos,
unos, o a los negros que trabajan la tierra, los otros.> Por la misma época, Baudry des
Lozieres, al panir a la guerra de los «negrófilos a ultranza>, hasta sostendrá que, «en
el fondo, la ;>alabra esclavo, en las colonias, sólo significa la clase indigente, que la na-
turaleza parece haber creado más particularmente para el trabajo; [ahora bien] es la cla-
se que cubre la mayor parte de Europa. En las colonias, el esclavo vive trabajando y
halla siempre un trabajo lucrativo; en Europa, el desdichado no siempre halla ocupa-
ción y muere en la miseria ... ¡Que se señale en las colonias a un infeliz que muera en
la necesidad, que se haya visto obligado a llenar con hierbas un estómago hambriento
o a quien el hambre haya forzado a darse la muerte! En Europa, se puede mencionar
a muchos que perecen por falta de alimento ... >1º1 •
Estamos aquí en el corazón del problema. Los modos sociales de explotación se
unen, en resumen, se complementan. Lo que es posible en el corazón de la economía-
mundo, gracias a la abundancia de hombres, de transacciones y de numerario, ya no

43
Las di'l,,•1siom:s del espacio y del tiempo

La eJc/avitud doméstica en BraJiJ. lj. B. Debret, Voyage pittoresque ... , 1834, cliJé B.N.)

lo es de igual modo en las diversas periferias. En suma, de un extremo al otro del «terri-
torio> económico hay regresión histórica. Pero mucho me temo que el sistema actual,
mutatis mutandi, actúe siempre sobre desigualdades estructurales provenientes de des-
fases históricos. Durante largo tiempo, las regiones centrales han absorbido hombres
de sus márgenes: éstas eran la zona de elección para el reclutamiento de esclavos. ¿De
dónde vienen hoy los trabajadores no cualificados de Europa, los Estados Unidos o la
URSS?
Para Immanuel Wallerstein, la red de la economía-inundo, en su testimonio social,
establece que hay coexistenci:J. de «modos de produc¡ión>, desde el esclavismo hasta el
capitalismo; que ésta sólo puede vivir rodeado de los otros, en detrimento de los otros.
Rosa Luxemburgo tenía razón.
He aquí lo que me confirma eri una opinión que se me ha impuesto poco a poco:
el capitalismo implica ante todo una jerarquía y se coloca en lo alto de esta jerarquía,
la haya fabricado o no él mismo. Allí donde sólo interviene al final, le basta una co-
nexión, una jerarquía social extranjera pero cómplice que prolongue y far.ilite su ac-
ción: un gran señor polaco interesado por el mercado de Gdansk, un señor de engenho
del Nordeste brasileño, vinculado con los comerciantes de Lisboa, de Oporto o de Ams-
terdam1 un propietario de una plantación de Jamaica ligado a los comerciantes de Lon-
dres, y se;: establece la relación, la corriente pasa. Estas conexiones son propias, eviden-

44
Las divisiones del l'spt1e10 y del tiempo

temente, del capitalismo, hasta son sus panes integrantes. En otras partes, bajo la pro·
tección de las «avanzadas» del centró, de sus «antenas», el capitalismo se introduce en
la cadena que va de la producción al gran negocio, no para asumir su responsabilidad
total, sino para ubicarse en los puntos estratégicos que controlan los sectores clave de
la acumulación. ¿Es porque esta cadena, firmemente jerarquizada, no termina nunca
de desarrollar sus eslabones por lo que toda evolución social ligada al conjunto es tan
lenta? ¿O, lo que equivale a lo mismo, como sugiere Peter laslett, porque la mayor
parte de las tareas económicas ordinarias son pesadas y recaen duramente sobre las es·
paldas de los hombres? 1º2 Y siempre ha habido privilegiados (con títulos diversos) que
descargan sobre otros esas pesadas tareas, necesarias para la vida de todos.

El orden
cultural

Las culturas (ó las civilizaciones, pues ambas palabras pueden emplearse una en lu-
gar de la otra; en la mayoría de los casos) son también un orden organizador del es-
pacio, tanto t:óriló las economías; Si bien aquéllas coinciden con éstas (en particular,
porque el conjtinto de una economía-mundo, en toda su extensión, tiende a compartir
una misma cultura, o al menos ciertos elementos de una misma cultura, en oposición
a las economías-mundo vecinas), también se diferencian de ellas: los mapas culturales
y los mapas económicos no se superponen sin más, y esto es bastante lógico, aunque
sólo sea por el hecho de que la cultura procede de una interminable duración que su·
pera, con mucho, la longevidad, sin embargo impresionante, de las economías-mun-
do. Ella es el personaje más antiguo de la historia de los hombres: las economías se
J reemplazan, las instituciones políticas se rompen y las sociedades se suceden, pero la
civilización continúa su camino. Roma se derrumba en el siglo V después de Jesucristo.
pero la Iglesia Romana Ja continúa hasta nuestros días. El hinduismo, al erguirse con·
tra el Islam en el siglo XVIII, abre un abismo por donde se desliza la conquista inglesa,
pero la lucha entre las dos civilizaciones sigue ante nuestros ojos, con todas sus conse-
cuencias, mientras el Imperio Inglés de la India ya no existe desde hace un tercio de
1siglo. La civiliz:ción es el a~~i~no~,el patriarca, de la historia d~l. mundo. .
En el corazon de toda c1V1hzac1on, se afirman los valores rel1g1osos. Es una realidad
que viene de lejos, de muy lejos. Si la Iglesia, en la Edad Media y más tarde, lucha
contra la usura y el advenimiento del dinero, es porque representa a una época pasada
-muy anterior al capitalismo- que no soporta las novedades. Pero la realidad reli-
giosa no es por sí sola la cultura entera; ésta es también espíritu, estilo de vida, en to-
dos los sentidos de la expresión, literatura, arte, ideología, tomas de conciencia, etcé-
tera. La cultura est~ hecha de una multitud de bienes. materiales y espirituales.
Y para que todo sea más complicado aún, ella es, a un tiempo, sociedad,. política
y expansión económica. Lo que la sociedad no logra, la cultura lo consigue; la cultura
limita la posibilidad de lo que la economía haría por sí misma, y así sucesivamente.
Además, no hay ningún límite cultural reconocible que no sea la prueba de una mul-
titud de procesos ocurridos. La frontera del Rin y del Danubio es, en el espacio crono-
lógico de este libro; una frontera cultural por excelencia: de un lado, la vieja Europa
cristiana, del otro, una «periferia cristiana>, conquistada en época más reciente. Ahora
bien, cuando surge la Reforma, es la línea de ruptura a lo largo de la cual se estabiliza
la desunión cristiana: protestantes de un lado, católicos del otro. Y es también, evi-
dentemente, el antiguo límite, el viejo limes del Imperio Romano. Muchos otros ejem·

45
Las divüio,.es del espado y del tiempo

plos nos hablarían en un lenguaje análogo, aunque no sea más que la expansión del
ane románico y del arte gótico, que, uno y otro, confirmando la regla las excepciones,
dan testimonio de una creciente unidad cultural de Occidente: es, en verdad, una cul-
tura-mundo, una civilización-mundo.
Forzosamente, una civilización-mundo y una economía-mundo pueden unirse y has-
ta apoyarse mutuamente. La conquista del Nuevo Mund9 fue también la expansión de
la civilización europea en todas sus formas, y esta expansión sostuvo y protegió la ex-
pansión colonial. En la misma Europa, la unidad cultural favorece los intercambios eco-
nómicos, y recíprocamente. La aparición del gótico en Italia, en la ciudad de Siena,
fue una importación directa de los grandes mercaderes sieneses que frecuentaban las
ferias de Champaña. Provocará la reconstrucción de todas las fachadas de la gran plaza
central de la ciudad. Marc Bloch veía en la unidad cultural de la Europa cristiana en
la Edad Media una de las razones de su penetrabilidad, de su aptitud para los cambios,
lo que sigue siendo cierto bastante después de la. Edad Media; .
Así, la letra de cambio, arma fundamental del capitalismo mercantil de Occidente,
circula casi exclusivamente en los límites de la cristiandad, todavía en el siglo XVIIi; sin
franquearlos en dirección al Islam, Moscovia o el Extremo Oriente. En el siglo XV hubo
lettas de cambfo de Génova sobre plazas mercantiles del Africa del Norte, peto fas sus-
cribía un genovés o un italiano y las recibía un negociante cristiano de Orán, Tlemcén
o Túnez• 03 Así, todo quedaba en casa. De igual modo, los reembolsos por letra de
cambfo de Batavia104 , de la India inglesa o de la lle de France 105 eran operaciones entre.
europeos; lo eran en Jos dos extremos del viaje. Había leerás de cambio en Venecia ro-
bre Levante, pero eran, por 10 común, libradas sobre; o suscritas por¡ el baile venecia-
no de Constantinopfa106 No tratar entre los suyos, entre comerciantes justiciables por
los mismos principios y las mismas jurisdicciones, hubiera sido aumentar los riesgos más
allá de lo razonable. Sin embargo, no se trata de un obstáculo técnico, sino de una
repugnancia cultural, puesto que existen fuera de Occidente circuitos densos y eficaces
de letras de cambio, en beneficio de comerciantes musulmanes, armenios o indios. Es-
tos circuitos también se detienen en los límites de las culturas respectivas. Tavemier ex-
plica cómo se puede trasladar dinero de un lugar a otro, por letras sucesivas de bania-
nos, desde cualquier lugar de la India hasta el Levante mediterráneo. Es el último pues-
to. Aqui, civilizaciones-mundo ~ economías-mundo confunden sus fronteras y sus
obstáculos.
En cambio, en el interior de toda economía-mundo, las canografías de la cultura
y de la economía pueden diferir mucho, y hasta oponerse a veces. Los centrados res-
pectivos de las zonas económicas y las zonas culturales lo muestran de manera signifi-
cativa. En los siglos XIII, XIV y XV, no son Venecia ni Génova, reinas del comercio, las
que imponen su ley a la civilización de Occidente. Es Florencia la que lleva la voz can-
tente: ella crea y lanza el Renacimiento; al mismo tiempo, impone su dialecto -el tos-
cano- a la literatura italiana. En este dominio, el vivo dialecto veneciano, a priori ap-
to para una conquista sem~jante, ni siquiera la ha intentado. ¿Es porque una ciudad
económicamente victoriosa o un Estado demasiado evidentemente dominante no pue-
de poseer todo a la vez? En el siglo XVII, Amsterdam triunfa, pero el centro del barro-
co que invade a Europa es esta vez Roma, o si acaso Madrid. En el siglo XVIII, tampoco
Londres se apodera del cetro cultural. El abate Le Blanc, que visitó Inglaterra de 1733
a 1740, al hablar de Christopher WrenL 07 , el arquitecto de la catedral de San Pablo de
Londres, señ.ala que, cen cuanto a las proporciones, que ha observado mal, [él] no ha
hecho más que reducir el plano de San Pedro de Roma a los dos tercios de su magni-
tud>. Siguen comentarios poco elogiosos sobre las casas de campo inglesas, construidas
«todavía· en el estilo italiano, pero no siempre se lo ha aplicado bien:. 108 • En este si-
glo XVIII, más aún que de cultura italiana, Inglaterra está imbuida de las aportaciones
46
Las divisi"nes del espacio y del tiempo

6. LAS rjÍ~AÓCJN'ES okVER~Al.i.ES EN LA EUROPA DEJ. SIGLO XVIII


Esu map11 áe Jtii ntimt:roiils toplai áe. irerral/e1i rJúáe Inglatetra haria R11sill y áestle Suecia h11sla Nipol~s; mide la prim11cí11
c11//11rtJ/ fwrceia en la Eúropa áe /ti 11/lstraci~n; ·(Según Loilü Rétiti, L" Europc fran~aise au Siéclc des Lurn1ércs. 1938, p. 279.)

de una Ftan<:l~. cultÚ~lltritent~. ~tlll~rit~; i~


li que se reconoce la supremacía del espíritu
del arte y de la moda, sin duda para corisolada de no tener el cetro del mundo. «Los
ingleses aman nuestra lengua lo suficiente como para complacerse en leer al mismo Ci-
cerón en francés> 1o<J, escribe también el abate Le Blanc. E irritado de que le machaquen
los oídos con el número de criados franceses empleados en Londres, responde: «Si ha-
lláis en Londres tantos franceses para serviros, es porque vuestras gentes tienen la ma-
nía de ser vestidos, rizados y empolvados como nosotros. Están encaprichados con nues-
tras modas y pagan caro a quienes les enseñan a engalanarse con nuestras ridiculeces> 11º.
Así, Londres, en el centro del mundo, pese al brillo de su propia cultura, multiplica
en este plano las concesiones y los préstamos tomados de Francia. No siempre, por lo
demás, con buen humor, pues sabemos que hacia 1770 había una sociedad de Anti-
gaUicans, «cuyo primer voto es no usar como vestimenta ningún producto de fabrica-
ción francesa>lll. Pero, ¿qué puede hacer una sociedad contra la corriente de la moda?
Inglaterra, con todos sus progresos, no merma la realeza intelectual de París, y Europa
entera, hasta Moscú, es cómplice de que el francés se conviena en la lengua de las so-
ciedades aristocráticas y el vehículo del pensamiento europeo. De igual modo, a fines
del siglo XIX y comienzos del XX, Francia, que va a la cola de Europa económicamen-

47
Las divisiones del espacio y del tiempo

E/prestigio de Francia y de Venecia en el siglo XVlll: en Nymphenburg, la Versal/es bávara, en


1746, se ven las góndolai en una fiesta a la veneciana. (Castillo de Nymphenburg, Munich, Cli-
sé A, Colín.)

te, es el centro indudable de la literatura y la pintura de Occidente; la primacía mu-


sical de Italia y luego de Alemania se ha ejercido en épocas en que ni Italia ni Alema-
nia dominaban económicamente a Europa; y todavía hoy, el formidable avance econó-

I•.
mko de Estados Unidos no los ha puesto a la cabeza del universo artístico o literario.
Sin embargo, y desde siempre, la técnica (si no necesariamente la ciencia) se de-
sarrolla de manera privilegiada en las zonas dominadoras del mundo económico. El Ar-
senal de Venecia es el centro de la técnica, todavía en el siglo XVI. Holanda y luego

48
!.as divisiones del espacio y del twmpo

Inglaterra heredan por turno ese doble privilegio. Este pertenece hoy a los Estados Uni-
dos. Pero la técnica no puede ser más que el cuerpo, no el alma, de las civilizaciones.
' Es lógico que sea favorecida por las actividades industriales y los altos salarios de las
zonas más avanzadas de la ec,~nomía. Al menos, ayer. Hoy, lo dudo.

La red de la economía-mundo
seguramente es válida

La red que propone Wallerstein y que hemos presentado en sus líneas generales y
sus aspectos principales, como todas las tesis que tienen cierta resonancia, ha provoca-
do desde su aparición, en 1975, elogios y críticas. Se le han buscado y enconcrado más
antecedentes de los que cabría imaginar. Se le han hallado aplicaciones e implicaciones
múltiples: hasta las economías nacionales reproducen el esquema general, están sem-
bradas y rodeadas de regiones autárquicas; podría decirse que el mundo está sembrado
de «periferias>, entendiendo por esto países, zonas, franjas y economías subdesarrolla-
das, En el marco limitado de estas redes aplicadas a espacios «nacionales> medidos, se
podrán hallar ejemplos de contradicción aparente con la tesis general 112 , como Escocia,
«periferia> de Inglaterra, que suelta las amarras, despega, económicamente, a fines del
siglo XVIII. En lo concerniente al fracaso imperial de Carlos V, en 15 57, se podrá pre-
ferir mi explicación a la de Wallerstein, o incluso reprocharle, como he hecho implíci-
tamente, el no haber observado suficientemente, a través de los barrotes de su enreja-
do, las realidades distintas a las del orden económico. Como al primer libro de Wa-
llerstein deben seguir.otros tres, como el segundo, del que he leído una parte de sus
numerosas hojas, se está terminando, y como los dos últimos llegarán hasta la época
contemporánea, tendremos tiempo de volver sobre lo bien fundado, sobre las noveda-
des y sobre los límites de una visión sistemática, demasiado sistemática quizás, pero
que ha demostrado ser fecunda.
Y es este éxito lo que importa subrayar. El modo como la desigualdad del mundo
da cuenta del empuje y el arraigo del capitalismo explica que la región central se halle
por encima de sí misma, a la cabeza de todos los progresos posibles; y que la historia
del mundo sea un cortejo, una procesión, una coexistencia de modos de producción
que tendemos en demasía a considerar en la sucesión de las edades de la historia. De
hecho, estos modos de producción diferentes están enganchados unos a otros. Los más
avanzados dependen de los más atrasados, y recíprocamente: el desarrollo es la otra ca-
ra del subdesarrollo.
lmmanuel Wallerstein relata que llegó a la .explicación de la economía-mundo bus-
cando la unidad de medida más extensa que, sin embargo, fuese coherente. Pero, evi-
dentemente, en la lucha que este sociólogo, africanista por añadidura, dirige contra la
historia, su tarea no ha terminado. Dividir según el espacio es indispensable. Pero tam-

l
bién se necesita un unidad temporal de referencia. Pues en el espacio europeo se han
sucedido diversas economías-mundo. O, más bien, la economía-mundo europea ha
cambiado varias veces de forma desde el siglo XIII, ha desplazado su centro y ha rea-
condicionado sus periferias. ¿No es menester preguntarse, entonces, cuál es, para una
economía-mundo determinada, la unidad temporal de referencia más larga y que, pese
a su duración y a los cambios múltiples, hijos del tiempo, conserva una innegable co-
herencia? Sin coherencia, en efecto, no hay medida, se trate del espacio o del tiempo.

49
Las divúiones del espacio y del tiempo

LA ECONOMIA-MUNDO
FRENTE A LAS DIVISIONES DEL TIEMPO

El tiempo, como el espacio, se divide. El problema es, mediante estas divisiones


en la.s que destacan los historiadores, situar mejor cronológicamente y comprender me-
jor los monstruos históricos que fueron las economías-mundo. Tarea poco fácil, en ver-
dad, pues éstas no admiten, con su lenta historia, más que fechas aproxim:-.Jas: tal ex-
pansión puede fijarse con diez o veinte años de aproximación; tal centrado o recentra-
do tarda más de un siglo en efectuarse: Bombay, cedido a los ingleses por el gobierno
portugués en 166), tarda más de un siglo en reemplazar a la plaza mercantil de Surat,
alrededor de la cual había girado durante largo tiempo la actividad de la India occi~
.
aca ari e rea1izarse y tan poco ie.ru1 es en acc1 entes reve1a ores que se corre e.1 nesgo
. os, pues, en prc;;n~ia de his~odrias de marcdha lenta, de viajes qu.e no
denbtal 11d3• Estam
.Jde reconstruitmal su trayecto. Estos enormes aierpos; casi inmóviles; desafían al tiem-
po: la historia fo.vierte siglos en construirlos y destruirlos, .
· Otra dificultad es que la historia coyuntural nos ofrece y nos impone sus servicios,
[ pues sóló ella puede iluminar nuestra ruta. Ahora bien, ella se interesa más pór los mo~
vimientos y los tiempos cortos que por las fluctuaciones y oscilaciones lentas que son
los «indicadores> que necesitam0s. Nos hará falta, pues, en una explicación preliminar,
ir más allá de estos movimientos conos; que además son los más fáciles de registrar e
interpretar;

Los ritmos
coyunturales

Hace una cincuentena de años que las ciencias humanas han descubierto esta ver~
dad, a saber, que toda la vida de los hombtes fluctúa, oscila, eri movimientos perió-
dicos, infinitamente reiniciados. Estos movimientos, estén acordes entre ellos o en con~
flkto, recuerdan la5 imágenes de las cuerdas o las láminas vibrantes con que comenzó
nuestro aprendizaje escolar. G; H. Bousquet114 decía, en 1923: «Lós diversos aspectos
del movimiento sócial [tienen} una forma ondulada, rítmka, no invaríable o regular·
mente variable, sino con períodos en que [su) intensidad disminuye o aumenta.» Por
«movimiento social», hay que entender todos los movimientos que animan a una so-
ciedad; y el conjunto de estos movimientos constituye la O; mejor dicho, las coyuntu-
ras. Pues existen coyunturas múltiples, que afectan a la economía, la polítiéa y la de-
mografía, peto también a las tomas de conciencia, a las mentalidades colectivas, a una
criminalidad con altibajos, a las sucesivas escuelas artísticas, las corrientes literarias y has-
ta a las modas (la de la vestimenta es tan fugaz en Occidente, que pertenece al ámbito
de lo estrictamente circunstancial). Sólo la coyuntura económica ha sido estudiada se-
riamente, sí no conducida hasta sus últimas conclusiones. La historia coyuntural, pues,
es muy compleja, e incompleta. Y nos percatamos de ello en el momento de concluir.
Po:i: el momento, ocupémonos solamente de la coyuntura económica, sobre todo de
la de los precios, por la que ha comenzado una enorme investigación. Su teoría ha sido
establecida hacia 1929-1932 por los economistas, según los datos de la actualidad. Los
historiadores les han pisado los talones: su esclarecimiento, poco a poco, gracias a no-
sotros, se remontó muy lejos por la pendiente del tiempo. Se han discernido ideas, co-

so
Las divisiones del espacio y del tiempo

nocimientos y todo un lenguaje. El movimiento oscilante de conjunto ha sido dividido


en movimientos particulares, cada uno de ellos distinguido por sus signos indicativos,
su período y su posible significación 11 i.

l El movimiento estacional, que todavía desempeña un papel a veces (como en oca-


sión de la sequía del verano de 1976), por lo común queda sumergido en nuestras den-
sas economías de hoy. Pero antaño no era tan borroso, sino todo lo contrario. Las malas
cosechas o la escasez podían, en algunos meses, ¡crear una inflación comparable a la
revolución de los precios del siglo XVI en su conjunto! Los pobres se veían obligados a
vivir lo más estrechamente posible hasta la nueva cosecha. La única ventaja del movi-
miento es que se borraba rápidamente. Después de la tempestad, como dice Witold
Kula, el campesino polaco, como el caracol, salía de su concha 116 •
Los otros movimientos -se habla preferentemente de ciclos- implican duraciones
bastante más largas. Pata distinguirlos, se les ha puesto nombres de economistas: el Kit-
chin es un ciclo corto; de 3 a 4 años; el juglar, o ciclo intradecenal (el intríngulis de
la economía del Antiguo Régimen) dura de 6 a 8 años; el Labrousse (se lo llama tam-
bién el interciclo o ciclo interdetenal) dura de 10 a 12 años, y aún más; existe la su-
cesión de la rama descendente de un Juglar (o sea 3 ó 4 años) y de un Juglar completo
que pierde su movimiento hacia arriba y, por consiguiente, se agota. Es decir, en total,
un medio]uglar m~ un, Jµglar entero. El ejemplo clásico del Labrousse es el interciclo
que impone la depresión y el' est~ncamiento de 1778 a 1791, en vísperas de la Revo-
lución Francesa; a cuyo desencadenamiento seguramente contribuyó. El hipercido, o
el Kitznets; doble ciclo de)uglar; duraría una veintena de años. El Kondratiejf 11 cu-
bre un medio siglo ó más: así; se inicia un Kondratieff en 1791. culmina en 1817 y se
retrotrae hasta 1851; casi en vísperas, en Francia, de lo que será el Segundo Imperio
(1852-1.870). Por fin;-rio hay moviriiíeítto cíclico más largo que el trend secular, tan
poco estudiado en verdad y al cual volveré ampliamente dentro de poco. Mientras no
haya sido examinado con precisión y se haya establecido con exactitud su importancia,
la historia coyuntural, pese a todas las obtas que ha inspirado, seguirá siendo terrible-
mente incompleta. ·
Claro está que todos estos ciclos son contemporáneos, sincrónicos; coexisten, se mez-
clan, suman sus movimientos o los restan de las oscilaciones del conjunto. Pero, me-
diante un juego técnicamente fácil, se puede dividir el movimiento global en movi-
mientos particulares, hacer desaparecer a unos u otros en beneficio de un solo movi-
m.iento privilegiado que se desea poner de relieve.
El problema decisivo, para entrar en el juego, es el de saber si estos ciclos que ha
detectado la observación económica actual existen, o no, en las economías antiguas,
preindustriales. Por ejemplo, ¿ha habido Kondratieffs antes de 1791? Un historiador
nos dice, con demasiada malicia, que si se busca antes del siglo XIX tal o cual forma
de ciclo, es casi seguro que se la encontrará 118 • La precaución es útil, a condición de no
ignorar la importancia de lo que está en juego. En efecto, si los ciclos de hoy se ase-
mejan suficientemente a los ciclos de ayer, se esboza una cierta continuidad entre las
economías antiguas y las de hoy: han podido actuar reglas análogas que están mezcla-
das con las experiencias actuales. Y si el abanico de las fluctuaciones se abre de dife-
rente modo, si éstas actúan de otra manera unas con respecto a otras, entonces se po-
dría observar una evolución significativa. No creo, pues, que la detección por Pierre
Chaunu de ciclos .de Kitchin en el tráfico del pueno de Sevilla en el siglo XVI sea un
detalle sin consecuencias 119 • O que los Kondratieffs que se suceden en las curvas del
precio de los cereales y del pan en Colonia 120 , de 1368 a 1797, no aporten un testimo-
nio decisivo sobre este primordial problema de la continuidad.

51
Las divisiones del espacio y del tiempo

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1646 7 8 9 1650 i 2 j 4 5 7 B !i 1660 1 3 4 5 6 7

7. COMO DESCOMPoNER LOS PRE<;::IóS EN MOVIMIENTOS DIVERSOS


Superpueúos en este· grrifieo "' 11en tres regiJtros diferenles del precio del uxlano de lrigo en Ler Hfllles de París:
- en /{nea de puntos, el movimiento mensual; b.Jstanle lranquilo en un año normal, eeha a volar en tiempo d• earestfa
y de oferti1 esctJSa;
- en raigos continuos, el movimienlo de ptl<l11ños <le escalera de las medias anua/u ca/culadtJS por años-coueha (agoslo-
julio): allemancia de lo.< 11ñor maloI {1648-1649 a 16J2-16JJ; l!J Fronda, 1661-1662; el advenimitnlo <le Luis XIV), J de
/tJS buenaI co1echa1;
- en pun/01 granáeJ, los mo11imien101 cíclicoI (164J-1646" 16JJ-16J6, y 1656-16'7 a 1668-1669), calculados según ltJS.
me<lias móviles sobre 1iete años. El paso a eslos grandeI movimien/01 cíclicos incorpora la flucluación de los precios a la
e•olución <le/ tcend secular.

Fluctuaciones
y espacios de resonancia

Los precios (se utilizan sobre todo, pai:a los siglos preindustriales, los precios de los
cereales) varían incesantemente. Observables desde temprano, estas fluctuaciones son
el signo de la aparición precoz en Europa de redes de mercados, tanto más cuanto que
estas flucruaciones se presentan casi como sincrónicas en espacios bastante vastos. La Eu-
ropa de los siglos XV, XVI y XVII, aunque se halle lejos de un perfecto concierto, obe-
dece ya, según todas las evidencias, a ritmos de conjunto, a un orden.
. Y es esto mismo lo que ha desalentado al historiador de 'los precios y los salarios:
trataba de reconstituir series inéditas, peto, terminado su trabajo; volvía siempre a oír
una canción ya conocida. Lo que dice una investigación lo repite la siguiente. El mapa
de fa pág·ina. siguiente, tomado de la Camlmdge Modern Economic History 121 , aclara
f., tales toincidetidas, como si las olas de los precios, unas altas, otras bajas, se propagasen
a través del espacio europeo, hasta el punto de que se podría representar su trazado en

52
l.Cls di"L•1si<mes del espaáD y del tiempo

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1660
Exeter Paris l.yu~ Lwow'
Beauvais: Rozay !oatsl.

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Sietrt1 IUOO

_600

Beauvais
110
Exeter

8. ¿HAY ONDAS DE PROPAGACION DE LOS PRECIOS?


LAS CRISIS DE TRIGO EN EUROPA, 1639-1660

En el gráfica de la izquierda, ideado y realizado por FranJ. Spooner (Cambridge Economic History. 1967, IV, p. 468), los
cín;ulos negros señalan 101 miximos de cuatro cnlis sucesi11as; éstas barren todo el espacio europeo, deJde el Atlántico hasta
Polonia. La base 100 está caf&IJlada del último cuarto de 1639 fll pn·mer cuarlo de 1641. El segundo gráfico, abajo (l.abo-
rflloire de f"Ecole des Hautes Et11des), representa mtÍJ esquemáticamente las mismas ondfls de preci01.

53
Las divisiones del espacio y del tiempo

el suelo como, en los mapas meteorológicos, el desplazamiento de curvas isobáricas.


Frank G. Spooner ha tratado de hacer visible este proceso, y el gráfico que ha conce-
bido muestra bastante bien el problema, si bien no lo resuelve. Para resolverlo, en efec-
to, sería necesario detectar el epicentro de esas olas en movimiento, suponiendo que
lo haya. ¿Es esto verosímil? Para Pierre Chaunu, «existe un primer esbozo de una eco-
nomía-mundo en el siglo XVI [ ... ], la universalidad de las fluctuaciones [parece] nacer
en algún punto situado entre Sevilla y la Vera Cruz. 122 • Si fuese menester elegir, yo
veda esta vibración coyuntural, si no nacer, al menos repercutir a partir de Amberes,
pues la ciudad del Escalda era por entonces el centro de los intercambios de Europa.
Pero quizá la realidad sea demasiado complicada para admitir un centro único, cual-
quiera que sea.
Estos precios que fluctúan casi conjuntamente son, en todo caso, el mejor testimo-
nio de la coherencia de una economía-mundo penetrada por el intercambio monetario
y que se desarrolla bajo el signo ya organizador del capitalismo. La rapidez de su pro-
pagación, de su «equilibración>, es la prueba de la eficacia de los intercambios, a la
velocidad que permiten los medios de transporte de la época. Velocidad que para no-
sotros es irrisoria. Pero los correos especiales no dejaban de abalanzarse, reventando sus
caballos, sobre las grandes plazas mercantiles, al final de cada ferfa internacional, lle-
vando las noticias útiles, la lista de las cotizaciones y los paquetes de letras d(: cambio
que el correo tiene por misión transportar. Y las malas notieias/part1ctda:drteri.te él anun-
cio de carestías locales o de quiebras mercantiles, aun lejanas, tieneº alas. En Livorno,
puerto activo pero que ciertamente no estab~ en el centro de la vídá europea, en sep-
tiembre de 1751 123 , «el gran número de quiebras en diferepteSciudades provocó un per-
juicio considerable a su comercio, y acaba de recibir un nuevo golpe con la bancarrota
de los señores Leake y Prescot en Petersburgo, que, según se díce, es de quinientos mil
rublos. Se cree que [el comercio de Lfvorno] sufrirá mucho también por la decisión de
los genoveses de restablecer las exenciones del puerto de Génova». ¿No nos hacen pal-
par tales noticias la unidad de Europa, y fc>#osamente su unidad coyuntural? Todo se
mueve en ella casi al mismo ritmo. ·
Pero lo más curioso es que el ritmo de la coyuntura europea trascienda de los lími-
tes de su .economía-mundo, que tiene ya, fuera de sí misma, cierto poder de mando a
distancia. Los precios moscovitas, en la medida en que los conocemos, se ajustan en el
siglo XVI a los del Oeste, probablemente por intermedio de Jos metales de América,
que; allí como en otras partes, hacen las veces de «correas de transmisión». Asimismo,
los precios otomanos, por las mismas razones, se ajustan a los de Europa. América, al
menos la Nueva España y Brasil, donde los precios fluctúan, sigue también ese modelo
lejano. Louis Dermigny hasta escribe: «La correlación Atlántico-Pacífico demostrada por
Pierre Chaunu 124 no es válida sólo para Manilum. Los precios europeos, en efecto, pro-
pagarfan su efecto aún más alla de la ruta del galeón de Manila, hasta Macao, en par-
ticular. Y sabemos, desde los estudios de Aziza Hazan, que también en la India halló
eco la inflación europea del siglo XVI, con un desfase de quizás unos veinte años 126 •
El interés de estas comprobaciones es evidente: si el ritmo de los precios impuesto
o retransmitido es verdaderamente un signo de dominación o de vasallaje, como pien·
so, la irradiación de la economía-mundo creada a partir de Europa supera muy pronto
los límites más ambiciosos que se le puedan atribuir. He aquí lo que atrae la atención
sobre esas antenas que una economía-mundo conquistadora lanza más allá de sí mis-
ma, verdaderos cables de alta tensión eléctríca cuyo mejor ejemplo es, ciertamente, el
comercio de Levante. Hay una tendencia (que Wallerstein comparte) a subestimar este
tipo de intercambios, a tacharlos de accesorios, porque sólo conciernen a objetos de lu-
jo; hasta el punto de que se podría suprimirlos sin perjudicar en nada a la vida ordi-
naria de las poblaciones. Sin duda. Pero; ubicados en el corazón del capitalismo más

54 •
Las divisiones del espacio y del tiempo

complejo, tienen consecuenciaI que se ramifican hacia la vida cotidiana. S?bre los pre-
cios, pero no solamente sobre ellos. Y he aquí también que atrae la atención, una vez
más, sobre la moneda y los metales preciosos, instrumentos de dominación, armas de
guerra en mayor medida de lo que se cree de ordinario.

El trend
secular

En la lista de los ciclos, la mayor duración corresponde al trend Iecular, segura-


mente el "más descuidado de todos los ciclos. Un poco porque los economistas no se
interesan, generalmente, más que por la coyuntura cona: «un análisis de un período
largo puramente ecónófnico no tiene sentido>, escribe André Marchal 127 En parte, tam-
bién, porque su len~itu<l le> disimula. Se presenta como una base sobre la que se apo-
yaría el conjunt~ d~ los pr~d()~• Si fa base está ligeramente inclinad:1; hacia arriba o ha-
cia abajo o perrl'lii.h~c!!)1oriZorit:ah< ¿puede observarse bien, cuando los otros movimien-
tes de los precios, l~s <f~l~.~dyu(}tufa breve, superponen a esta curva básica sus líneas,
mucho más ml,)vidas, cl#·i~c~ri~c:ísY descensos abruptos? ¿No será el trend Iecular sola-

~~C::: ;/¡;:is~~~~·p~~:~i~tfle:ID~~~rg!~~~~:~ •.;:;!fá~n!f~:i{~~: (~~ci¡i;~~~~~v~~


de causa eficiente K¿n.o h#í~:c(.)fr~r el riesgo (confo eli las fases A y B de Simiand, pero
con uria arnplítudcrc)liqlógii:~.#füy diferente) de ocultar los problemas reales? ¿Existe,

:~:i~fi~~í~fli.~.t;~&:~~~·~¡:tl:.~;:~·j;:;d:..:~:.:!:;~:
dentes y escépticas se. eqt.li\roca'Sen?I.a illidacion, evidente desde 197 4. pero comenza-
da antes de esta fecha; de. 'una c:rísis larga, anormal y desconcertante acaba de atraer de
golpe de atención delos especíalistas sobrefa larga duración. León Dupriez ha abierto
el fuego multiplicando las advertencias y las comprobaciones. Michel Lutfalla incluso
habla .:de un retorno a Kondtatieff», Por.su pari:e, Rondo Cameron 128 sugiere ciclos,
llamados por él «logísticos»; del50 a 350afios de duración. Pero, aparte del nombre,
¿en qué difieren del trendiecular? El momento es propicio, pues, para que nos arries-
guemos a defender la existencia del trend Iecular.
Poco perceptible en el instante pero avanzando poco a poco en la misma dirección,
el trend es uli procesó acumulativo. Se agrega a sí mismo; todo ocurre como si elevase
poco a poco la masa de los precios y de las actividades económicas hasta el momento
en que, en el sentido inverso, provoca su descenso general. imperceptible, lento, pero
prolongado. De año a año; tasi no cuenta; siglo tras siglo, resulta ser un actor impor-
tante. Pót ello, si se intentase medir mejor el trend Iecular y superponerlo sistemáti-
camente a la historia europea (como Wallerstein le ha superpuesto el esquema espacial
de la economía-mundo), podrían discernirse ciertas explicaciones acerca de estas corrien-
tes econónjcas que nos artasttan,- que sufrimos, todavía hoy, sin que seamos capaces
de comprenderlas muy exactamente ni podamos estar seguros de los remedios que es
necesario aplicarles~ Qu~de claro que no tengo la intención ni la posibilidad de impro-
visar una teoría del trend secular; a Jo sumo, trataré de retomar los datos de los libros
clásicos de Jenny Griziotti Kretschmann 12? y de Gaston lmbert 1'º, y señalar sus posibles
consecuencias. Es una manera de precisar nuestros problemas, no de resolverlos.
Un ciclo secular, como cualquier ciclo, tiene un punto de partida, una cúspide y
un punto de llegada, pero su determinación, dado el trazado poco accidentado de la
curva secular, sólo es aproximada. Se dirá, pensando en sus culminaciones, circa 1350,

55
Lds divisiones del espdcio y del tiempo

circa 1650 ... Según los datos actualmente admitidosm, se distinguen cuatro ciclos se-
culares sucesivos en lo que concierne a Europa: 1250 (1350] 1507-1510; 1507-1510
[1650] 1733-1743; 1733-1743 [1817] 1896; 1896 [¿1974?] ... La primera y la última fe-
cha de cada uno de estos ciclos señalan el comienzo del ascenso y el fin del descenso;
la fecha media, entre corchetes, señala el punto culminante, el punto de inversión de
la tendencia secular, es decir, de la cn'sis.
De todas estas referencias cronológicas, la primera es, con mucho, la menos segura.
Más que el año 1250, yo elegiría como punto de partida el comienzo del siglo XII. La di-
ficultad proviene de que el registro de los precios, muy imperfecto en esos tiempos le-
janos, no efrece ninguna cenidumbre, pero los comienzos de la enorme expansión de
los campos y de las ciudades de Occidente y las expediciones de las Cruzadas aconse-
jarían hacer remontar en cincuenta años más tarde, al menos, el inicio del desarrollo
europeo.
Esta discusión y estas precisiones no son vanas; muestran de antemano que es difícil
emitir un juicio sobre la duración comparada de esos ciclos, cuando sólo disponemos
de tres ciclos seculares y el cuano se halla (si no nos engañamos sobre la ruptura del
decenfo de 1970) en la mitad de su curso. Sin embargo, parece que estas interminables
oleadas de fondo tienen tendencia. a acortarse. ¿Hay que atribuirfo a una aceleración
de la historia a la: cual se puede conceder mucho y hasta demasiado, como se concede
a los ricos? ·
·. Nuestto problema no está allí. Repitamos que consiste en saber sí ese movimiento
ilegible para los contemporáneos registra, o al menos aclara, el destino a largo plazo
de las economías-mundo, si éstas, no obstante sil peso y su duración, o en razón de su
peso y su duración, desembocan en esos movimientos, los mantienen, los sufren y, al
explicarlos, se explican a su vez por ellos. Sería demasiado bello que fuese exactamente
así. Sin forzar la explicación y pata abreviar el debate, me contentaré con situarme en
los observatorfos sucesivos que ofrecen las culminaciones de 1350, 1650, 1817 y
1973-1974. En principio, esos observatorios están en la juntura de dos procesos, de dos
paisajes contradictorios. No los hemos elegido, sino aceptado, a partir de cálculos que
no hemos realizado nosotros. Es un hecho, en todo caso; que los cortes que ellos re-
gistran se vuelven a encontrar, sin duda no por azar, en las periodízaciones de diversos
órdenes realizadas por los historiadores. Si corresponden también a rupturas significa-
tivas en la historia de las economías-mundo europeas, no será porque hayamos forzado
en un sentido o en otro nuestras observaciones.

Una cronología explicativa


de las economías-mundo

El horizonte descubierto a panir de esas cuatro culminaciones no puede explicar la


historia entera de Europa, pero si esos puntos han sido juiciosamente registrados, de-
ben sugerir y casi garantizar, puesto que corresponden a situaciones análoga.5, compa-
raciones útiles a través del conjunto de las experiencias examinadas.
En 13 50, la Peste Negra añade sus calamidades a la lenta y potente desaceleración
que había comenzado bastante antes de mediados de siglo. La economía-mundo eu-
ropea de esta época une a la Europa terrestte del Centro y del Oeste los mares del Nor-
te y Mediterráneo. Evidentemente, este sistema Europa-Mediterráneo pasa por una cri-
sis profunda; la Cristiandad, al perder el gusto o la inclinación por las Cruzadas, tro-
pieza contra la resistencia y la inercia del ISlam, al que cede el último puesto impor-

56 •
Las divisiCJncs del espacio y del riempo

tante de Tierra Santa, San Juan de Acre, en 1291; hacia 1300, las ferias de Champaña,
a mitad de camino entre el Mediterráneo y el mar del Norte, están en decadencia; y
lo que sin duda es más grave aún, hacia 1340 se interrumpe la ruta «mongol>, la ruta
de la seda, vía de comercio libre para Venecia y Génova, más allá del Mar Negro, hasta
la India y China. La pantalla islámica que atravesaba esta vía de intercambio vuelve a
ser una realidad, y se impone la obligación para los navíos cristianos de volver a los
puertos tradicionales de Levante, en Siria y Egipto. Hacia 1350, Italia empieza tam·
bién a industrializarse. Antes teñía los paños crudos del Norte para revenderlos en
Oriente, y ahora comienza a fabricarlos ella misma. El Arte deJ/a Lana va a dominar
Florencia. En resumen, ya no estamos en la época de San Luis. El sistema europeo, que
se había dividido entre el polo nórdico y el polo mediterráneo, se inclina hacia el Sur
y la primacía de Venecia se afirma: se ha operado un centrado a su favor. La econo-
mía-mundo que gira alrededor de ella va a asegurar su prosperidad relativa, pronto res-
plandeciente en una Europa debilitada y en evidente regresión .
. Ttesdenfos años más tarde, en 1650, termina (después de un «último verano>, de
1600 á)630"1650)la larga prosperidad del largo siglo XVI. ¿Es la América minera que
resopfa?/¿0 la cóyti.n!tlfa q\le juega una de sus malas pasadas? Allí nuevamente, en
titi P~.f1tg p~edsO dd tiempo; registrado como una inversión secular, es visible una gran
degracl#cíc)f1 de fa econoniía-mtindo, Mientras que el sistema mediterráneo había ya aca-
bado cl~'cl~t:e@raise;.ernpezando por España e Italia, ambas demasiado ligadas a los
rnet~Iesipt~C:i~sos ele A.mérici }' a las finanzas del imperialismo de los Habsburgos, el
nuevósist~Jli~)tláJitícO sedescalabfa a su vez; se paraliza. Este reflujo general es la «cri-

~~iiil~YJl~~ª=&r~~fE~]:gg:~~::~¡::.~
· . Pensemos eri 18lj: fa precisi6rtde la fecha no debe hacernos abrigar demasiadas
ilusiones •. Efretorrióseeulai se ariuriciá eh Inglaterra desde 1809 ó 1810; en Francia,
con lascti~#cié)C>.{últiffiosañosdefaexperiencia napoleónica. Y para Estados Unidos,
1812 es elfraricOCómtenzo del cambió de tendencia. Asimismo, las minas de plata de
Méxko, esperanza y codicia de Europa, reciben un golpe brutal de la revolución de
1810, y si no resurgen enseguida a flote, la coyuntura tiene algo que ver en ello. He
aquí que en Europa y el mundo escasea el metal blanco. Lo que se tambalea entonces
es el orden ecorióriiicd del mundo entero, desde China hasta las Américas. Inglaterra
está en el centro de este mundo, y es innegable que sufre pese a su victoria y que tar-
dará años en reeobrar su aliento. Pero ha ocupado el primer lugar, que nadie le dis-
puta (Holanda ha desaparecido del horizonte), que nadie le podría arrebatar.
¿Y 1973-1974?, se preguntará. ¿Se trata de una crisis coyuntural corta, como pare-
cen creer la mayoría de los economistas? ¿O bien tenemos el privilegio, bastante poco
envidiable; por lo demás, de ver ante nuestros ojos tambalearse el siglo hacia la baja?
Si es así; las pólítieas a corto plazo, admirablemente puntuales, de los príncipes de la
política y los expenos de la economía corren el riesgo de ser vanas para curar una en-
fermedad cuyó fin no verían ni siquiera los hijos de nuestros hijos. La actualidad nos
insta iffiperiosamente a plantearnos la cuestión. Pero antes de ceder a esta intimación,
es necesario abrir un paréntesis.

57
l .a5 divisiones del espaciv y del tiempo

f
Precio roduc/o
..______
,' _ttlza
Ttend secular de
·····-•i,..___
Máximo
Ttend secular de baja
'
,.. +~4
Trcnd secular de alza
J. 1

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1810

'°º1'" Kondratieff 1 1 Kond. 11 : Kond. IV Kond. V


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1
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80 90 ·' liDO ID 50

9. CICLOS KONDRATIEFF Y TRENO SECULAR


Bste gráfico Jepara, en /01 precio1 ingle1u de 1700 a 1950, 101 dor movimient01: ciclos Kondratieff y trend secular Se¡,,,
añadido la curoa de /11 producción; obsérveJe su discordancia con la curva de /01 precios. Según Gaslon lmberl, Des Mou-
v.ments de longue durfr Kondratieff, 1959, p. 22.

Kondratieff
y trend secular

El trend secular lleva sobre sus espaldas, como hemos dicho, movimientos que no
tienen su aliento, ni su longevidad, ni su discreción. Se puede observar fácilmente que
saltan a la vertical, se hacen ver. La vida cotidiana, hoy como ayer, es atravesada por
esos movimientos vivos que sería menester añadir todos al trend para sondear su con-
junto. Pero nos limitaremos, para nuestros fines, a introducir solamente los respetables
Kondratieffs, que, también ellos, tienen largo aliento, ya que a cada uno de ellos le
corresponde un buen medio siglo, con lo que duran el tiempo de dos generaciones,
una en buena coyuntura, la Qtra en mala. Si se unen estos dos movimientos, el trend
secular y el Kondratieff, se dispondr~ de una larga música coyuntural a dos voces. Esto
complica nuestra primera observación ¡;.ero también la refuerza, pues los Kondratieffs,
contrariamente a lo que se suele repetir, no hacen su aparición en el teatro europeo en
1791, sino varios siglos antes.

58
Ltis divisiones del cspt1cw y del t1empu

Al agregar sus movimientos al ascenso o el descenso del trend secular, los Kondra-
tieffs lo refuerzan o lo atenúan. Una vez de cada dos, la culminación de un Kondra-
tieff coincide con una culminación del trend. Así ocurrió en 1817 Así también (si no
me equivoco) en 1973-1974; y tal vez en 1650. Entre 1817 y 1971 habría habido dos
culminaciones independientes de Kondratieffs: 1873 y 1929. Si estos datos estuvieran
al abrigo de toda crítica, lo que ciertamente no sucede, diríamos que en 1929 la rup-
tura que fue el origen de la crisis mundial no ha sido más que la inversión de un Kon-
dratieff simple, cuya rama ascendente, iniciada en el año 1896, pasó por los últimos
años del siglo XIX, los primeros del XX, la Primera Guerra Mundial y los diez años gri-
ses de posguerra para llegar a la culminación de 1929. La inversión de 1929-1930 ha
sorprendido tanto a los observadores y los especialistas, éstos aún más atónitos que aqué-
llos, que se hizo un inmenso esfuerzo de comprensión, una de cuyas mejores pruebas
sigue siendo el libro de Frarn;ois Simiand.
En 1973-1974 se produjo la inversión de un nuevo Kondratieff cuyo inicio se sitúa
hacia 1945 (o sea, una rama ascendente de un cuano de siglo, aproximadamente, co-
mo es normal), pero; ¿no se habrá producido, como en UU 7, una inversión del mo-
vimiento secular; y por ende una doble inversión? Me siento tentado a creerlo, aunque
nada fo demuestre. Y si este libro cae un día en las manos de un lector posterior al
añó 2000; quizás se divertirá con estas líneas, como yo me he divertido, no sin un poco
de mala conciencia, con una tontería similar escapada de la pluma de Jean-Baptiste Say.
Doble o simple, la inversión de 1973-1974 iniciaría una larga regresión. Quienes
han vivido la crisis de 1929-1930 han conservado el recuerdo de un huracán inespera-
do, sin previo aviso, y relativamente breve. La crisis actual, que no nos abandona, es
más siniestfa, como si no llegase a mostrar su verdadero rostro, a hallar su nombre y
el modelo que la: explicaría y nos tranquilizaría; no es un huracán, sino más bien una
inundación, con un ascenso lento y desesperante de las aguas, o el cielo obstinadamen-
te cargado de nubes. Todos los cimientos de la vida económica, todas las acciones de
la experiencia, presentes y pasadas, están en tela de juicio. Pues, paradójicamente, hay
regresión, descenso de la producción y paro, pero los precios siguen subiendo con ra-
pidez, contrariamente a las reglas antiguas. Haber bautizado el fenómeno como stag-
jlation no lo explica en nada. El Estado que en todas partes hace de Providencia, que
había dominado las crisis cortas siguiendo las lecciones de Keynes y se creía protegido
contra un retorno de catástrofes como la de 1929, ¿es responsable de las extravagancias
de la crisis en razón de sus mismos esfuerzos? ¿O bien las defensas y la vigilancia obre-
ras son el obstáculo que explica el ascenso obstinado de los precios y los salarios pese
a todo? León H. Dupriez 132 plantea estas cuestiones sin poder resolverlas. La solución
se nos escapa y, al mismo tiempo que ella, la significación de esos ciclos largos quepa-
recen obedecer a ciertas leyes o reglas tendenciales que ignoramos.

¿Se explica
la coyuntura larga?

Los economistas y los historiadores comprueban y describen los movimientos coyun-


turales, están atentos al modo en que se superponen, como la marea, se dice desde
Frarn;;ois Simiand, arrastra en su propio movimiento el movimiento de las olas; están
atentos también a sus múltiples consecuencias. Y siempre quedan perplejos ante su am-
plitud y su sempiterna regularidad.
Pero nunca han tratado de explicar por qué se imponen, se desarrollan y recomien-

59
Las divisiones del espacio y del tiempo

zan. La única observación a este respecto concierne a la oscilación de los Juglars, ¡que
estarían en relación con las manchas solares! Nadie creerá en esta estrecha correlación.
¿Y cómo explicar los otros ciclos? No solamente los que registran las variaciones de los
precios, sino también los concernientes a la producción industrial (véanse las curvas de
W. Hoffman), o el ciclo del oro brasileño en el siglo XVIII, o el ciclo bisecular de Ja
plata mexicana ( 1696-1900) o las oscilaciones del tráfico en el puerto de Sevilla, en Ja
época en que éste marcaba el ritmo de Ja economía entera del Atlántico. Sin contar los
movimientos prolongados de la población ligados a las variaciones del trend secular y
que, sin duda, son consecuencias tanto como caus:ts. Sin contar el flujo de los metales
preciosos, sobre el cual historiadores y economistas han trabajado mucho. Dada la den-
sidad de las acciones e interacciones, también aquí conviene desconfiar de un determi-
nismo demasiado simple: la teoría cuantitativa desempeña su papel, pero pienso, con
Pierre Vilar, que todo avance económico puede crear su moneda y su crédito 133
Para adarar las cosas -no digo para resolver el imposible problema-, es menester
remitirse mentalmente a los movimientos vibratorios y periódicos de la física elemen-
tal. El movimiento siempre es consecuencia de una percusión externa y de la respuesta
del cuerpo al que la percusión hace vibrar, sea una cuerda o una lámina ... Las cuerdas
del violín vibran bajo el arco. Una vibración, naturalmente, puede originar otra: la tro-
pa que marcha al mismo paso debe romper el ritmo cuando llega a un puente, pues
de lo contrario el puente vibraría a su vez y, en ciertas condiciones, se corre el riesgo
de que se rompa como un cristal. Imaginemos, pues, que, en lo complejo de la co-
yuntura, un movimiento influye sobre otro, luego sobre un segundo y así su-
cesivamente.
El impacto más importante, sin duda, es el de las causas externas, exógenas. La eco-
nomía del Antiguo Régimen, como dice Giuseppe Palomba, estaba bajo la coacción
del calendario, lo que significa mil obligaciones, mil percusiones por el hecho de la
cosecha, por supuesto, pero, para dar un ejemplo, ¿no es también el invierno la esta-
ción por excelencia de los trabajos del artesano? Igualmente, fuera de la voluntad de
los hombres y de las autoridades que los dirigen, hay abundancias y escaseces, las os-
cilaciones del mercado que se propagan fácilmente, las fluctuaciones del comercio le-
jano y las consecuencias que entrañan para los precios «interiores»: todo choque de fue-
ra o de dentro es una brecha o una herida.
Pero tanto corno la percusión externa cuenta el medio en el que se produce: ¿cuál
es el cuerpo (palabra poco adecuada) que, siendo la sede del movimiento, impone a
éste su período? He conservado el.recuerdo lejano (1950) de una conversación con Ur-
bain; profesor de economía en la Universidad de Lovaina, cuya preocupación constante
era relacionar la oscilación de los precios con la superficie o el volumen afectados. Para
él, sólo eran comparables los precios de una misma superficie vibrante. Lo que vibra
bajo el impacto de los precios, en efecto, son redes previamente establecid:IS que, para
mí, constituyen las superficies vibrantes por excelencia, las estructuras de los precios
(en un sentido que, por cieno, no es exactamente el que les da léon H. Dupriez). El
lector puede ver bien la afirmación a Ja que tiendo: la economía-mundo es la superfi-
cie vibrante de mayor extensión, la que no solamente recibe la coyuntura, sino que tam-
bién, en cierta profundidad, en cierto nivel, la fabrica. Es ella, en todo caso, la que
crea la unicidad de los precios en enormes espacios, así como un sistema arterial dis-
tribuye la sangre a través de un cuerpo vivo. Ella es, en sí misma, una estructura. Sin
embargo, queda planteado el problema de saber si, pese a las coincidencias que he se-
ñalado, el trend secular es o no un buen indicador de esta superficie de escucha y de
reflexión. Para mí, la vibración secular, inexplicable sin la superficie inmensa pero li-
mitada de Ja economía-mundo, abre, interrumpe y abre de nuevo los flujos complejos
de Ja coyuntura.
60
L11s divHiones del esp11ciu y del tiempo

La nºqueza, en el siglo XVI, es la acumulación de sacos de trigo. (Chants royaux sur la concep-
tíon, París, B. N., Ms. fr. 1537.)

61
Ltts divisiones del espttcio y del tiemp<•

No estoy seguro de que la investigación histórica o económica se dirija, en la ac-


tualidad, hacia estos problemas de largo alcance. Pierre Léon 1J4 decía ayer: «Los histo-
riadores, por lo general, han permanecido indiferentes al largo término.> Al comienzo
de su tesism, Labrousse incluso escribía: «Hemos renunciado a toda explicación del mo-
vimiento de larga duración.> Para el intervalo de un interciclo, el trend ucular, evi-
dent.:mente, puede dejarse de lado. Witold Kula'l 6 , por su parte, está atento a los mo-
vimientos de larga duración que, <(por su acción acumulativa, provocan transformacio-
nes estructurales>. Pero es casi el único. Michel Morineau 137 , en el otro extremo, exige
que se dé «al tiempo vivido su sabor, su densidad y su calidad de acontecimiento». Y
Pierre Vilarue, que no se pierda de vista el plazo corto, pues sería «velar sistemática-
mente los choques, las luchas de clases; éstas, en el régimen capitalista como en el An-
tiguo Régimen; se revelan en el plazo cortó>. No es necesario tomar partido en tal dis-
cusión, una falsa discusión, pues la coyuntura debe ser estudiada en toda su profun-
didad, y sería lamentable no buscar sus límites, de un lado, hacia los acontecimientos
y el tiempo corto y, del otro; hacia la larga duración y lo secular. Tiempo corto y tiem-
po largo coexisten y son inseparables. Keynes, que construyó sli teoría sobte el. tiempo
corto, dijo; en una humorada a menvdo repetida por otros: «en la: larga duración, to-
dos estaremos muertos>, observación que, humor aparee; es trivialy absurda. Pues vi-
vimos a fa vez en el tiempo corto. y en el tiempo largo: la lengua que hablo; el oficio
que practico, mis creencias, el paisaje humano que me roJea, los he heredado; existían
antes de mfy ex.istfrán después de mí. Tampoco estoy de acuerdo conJoan Robirisonll'>,
quien piensa que el período corto «nó es una duración de tiempo, sino un cierto estado
de coSaS>. En este caso, ¿en qué se convierte el «período largo>? El tiempo no sería más
que lo que contiene, lo que lo puebla. ¿Es posible esto? Beyssade dite, más razona-
blemente, que el tiempo no es «ni inocente ni anodirió> 14º; no ctea su contenido, pero
actúa sobre él, le da Una forma, una realidad.

Ayer
y hoy

Para terminar este capítulo, que no pretendeset más que una introducción teórica
o, si se prefiere, un ensayo de problemática, sería menester construir pa5o a paso una
tipología de los perfodos seculares¡ los que están en alza, los que están en baja y las
crisis que señalan sus puntos más elevados. Ni fa economía retrospectiva ni la historia
mas atriesg:¡da nos apoyarán en esta operación~ Y. por añadidura, es posible que los
estudios fütutos dejen pura y sencillamente de lado estos problemas que trato de
formular. ··.
En esos tres casos (ascenso, crisis y destenso), tendríamos que clasificar y dividir se-
gún los ttes cfüulos de Wallerstein, lo que nos da ya nueve casos diferentes, y puesto
que distinguimos cuatro con1untos Sociales -economía, política, cultura y jerarquía so-
cia]:-, llegamos a treinta y seis casos. Por último, es de prever que una tipología re-
gular nos abandonaría de pronto; sería necesario, si tuviésemos los informes apropia-
dos, distinguir todavía osos particulares muy numerosos. Nos quedaremos prudente-
mente en el plano de las generalidades, por discutibles y frágiles que sean.
Simplifiquemos, entonces, sin demasiados remordimientos. Sobre las crisis, las lí-
neas precedentes han analizado la situación; señalan el comienzo de una desestructu-
racióri: un sistema-mundo coherente que se ha desarrollado a sus anchas se det~ríora
o termina de deteriorarse, y otro sistema nacerá con muchos retrasos y lentitud. Tal rup-
Las divisioru!s del esp11c10 y del tiempo

tura se presenta como el resultado de una acumulación de accidentes, estancamientos


y deformaciones. Y son estos pasos de un sistema a otro lo que trataré de aclarar en
los capítulos de este volumen.
Si se tiene ante los ojos los ascensos seculares, entonces es evidente que la econo-
mía, el orden social, la cuitura y el Estado se expanden de modo indudable. Earl].
Hamilton, discutiendo conmigo cuando nuestros muy lejanos encuentros de Simancas
(1927), solía decir: "En el siglo XVI, toda herida se cura, toda avería se repara, todo
retroceso es compensado», y eso en todos los terrenos: la producción, en general, es bue-
na, el Estado tiene medios para actuar, la sociedad deja engrandecerse a la exigua gen-
te de su aristocracia, la cultura sigue su camino y la economía, que da apoyo al au-
mento de la población, complica sus circuitos; éstos, al prestarse a la proliferación de
la división del trabajo, favorecen el aumento de los precios; las reservas monetarias au-
mentan y los capitales se acumulan. Todo ascenso, además, es conservador; protege al
sistema existente; favorece a todas las economías. Durante estos ascensos, son posibles
centrados múltiples; así, en el siglo XVI, comparten el centro Venecia, Amberes y
Génova.
Con los descensos largos y persistentes, el paisaje cambia: las economías saludables
sólo se encuentran en el centro de la economía-mundo. Hay repliegue, concentración,
en beneficio de un solo polo; los Estados se vuelven huraños, agresivos. De ahí la «ley»
de Frank C. Spooner concerniente a Francia y según la cual la economía en alza tiende
a dispersarla, a dividirla contra sí misma (véase lo que ocurre cuando las guerras de re-
ligión), mientras que la mala coyuntura aproxima sus diversas partes en beneficio de
un gobierno aparentemente fuerte. Pero esta ley, ¿es válida para Francia a lo largo de
todo su pasado y es válida para los otros Estados? En cuanto a la alca sociedad, durante
el mal tiempo económirn, lucha, se atrinchera y restringe su volumen (matrimonios tar-
díos, emigración de los jóvenes excedentes, prácticas anticonceptivas precoces, como en
Ginebra en el siglo XVII). Pero la cultura muestra entonces el más extraño de los com-
portamientos: si interviene con fuerza (como el Estado) durante esos largos reflujos, es
sin duda porque una de sus vocaciones es colmar las lagunas y las brechas del conjunto
social (la cultura, ¿«opio del pueblo»?). ¿No es también porque la actividad cultural es
la menos dispendiosa de todas? Obsérvese que el Siglo de Oro español se afirma cuan-
do España ya está en decadencia, por una concentración de la cultura en la capital: el
Siglo de Oro es ante todo el brillo de Madrid, de su corte y de sus teatros. Y bajo el
régimen derrochador del conde-duque de Olivares, ¡cuántas construcciones apresura-
das; hasta osaríamos decir baratas, se hacen! No sé si la misma explicación valdría para
el siglo de Luis XIV. Pero, en fin, compruebo que los repliegues seculares favorecen
las explosiones, o lo que nosotros consideramos como explosiones, de la cultura. Des-
pués de 1600, tenemos las floraciones del otoño italiano, en Venecia, en Bolonia y en
Roma. Después de 1815, el romanticismo inflama a la ya vieja Europa.
Estas afirmaciones lanzadas demasiado deprisa plantean al menos los problemas ha-
bituales, no, en mi opinión, el problema esencial. Aunque no lo suficiente, hemos
puesto de relieve los progresos o los retrocesos en lo alto de la vida social, la cultura
(la de los selectos), el orden social (el de los privilegiados de la cúspide de la pirámide),
el Estado a nivel del gobierno, la producción en la circulación única, que no transporta
más que a una parte, y la economía en las zonas más desarrolladas. Como todos los
historiadores, sin quererlo y del modo más natural del mundo, hemos dejado de lado
la suerte de los más numerosos, de la enorme mayoría de los vivos. ¿Cómo se encuen-
tran estas masas, en conjunto, durante la oscilación del flujo y el reflujo seculares?
Paradójicamente, cuando todo, según el diagnóstico de la economía, marcha lo me-
jor posible, el aumento de Ja producción hace sentir sus efectos y multiplica el número
de hombres, pero impone una carga adicional a los mundos diversos de la acción y del

63
Lt1s diviswnes del espacio y del tiempo

trabajo. Se abre entonces un vacío, como lo ha demostrado Earl J. Hamilton 141 , entre
los precios y los salarios que van a la zaga. Si nos remitimos a los trabajos de Jean Fou-
rastié, René Grandamy, Wilhelm A bel y, más aún, a las publicaciones de Phelps Brown
y Sheila Hopkins 142 , está claro que se produce entonces una degradación de los salarios
reales. El progreso de las altas esferas y el crecimiento del potencial económico han sido
pagados, pues, con la penuria de una masa de hombres cuyo número aumenta a igual
ritmo o más rápidamente que la producción. Y es quizás cuando esta multiplicación de
los hombres, de sus intercambios y de sus esfuerzos ya no es compensada por el avance
de la productividad cuando todo falla, se llega a la crisis, el movimiento se invierte y
se inicia el descenso. Lo extraño es que el reflujo de las superestructuras acarrea una
mejora en la vida de las masas, que los salarios reales empiezan a aumentar. Así, de
1350 a 1450, en lo más sombrío del decrecimiento europeo, se sitúa una especie de
edad dorada en la vida cotidiana de los humildes.
En esta perspectiva de una historia que, en tiempos de Charles Seignobos 143 , se ha-
bía calificado de historia «sincera», el mayor acontecimiento, un acontecimiento pro-
longado y de enormes consecuencias, en verdad, una ruptura decisiva, es que, a me-
diados del siglo XIX, en el movimiento mismo de la Revolución Industrial, el largo as-
censo que se afirma entonces no acarreará ningún deterioro profundo del bienestar ge-
neral, sino un aumento de la renta per capita. Quizás no sea fácil pronunciarse sobre
este problema. Pero se pensará que el enorme y brusco aumento de la productividad
ha elevado de golpe muchísimo el nivel de las posibilidades. Es en el interior de este
universo nuevo, durante más de un siglo, donde un crecimiento sin precedentes de la
población mundial ha ido acompañado por un aumento de la renta per capita. Según
todas las evidencias, el ascenso social ha cambiado en sus modalidades. Pero, ¿qué
ocurrirá con la regresión que se insinúa con insistencia desde los años setenta de nues-
tro siglo?
En el pasado, el bienestar de los humildes que acompañaba a las regresiones secu-
lares siempre ha sido pagado con enormes sacrificios anteriores: por lo menos, millones
de muertos en 1350; un serio estancamiento demográfico en el siglo XVII. Precisamen-
te, de esta disminución de los hombres y del aflojamiento de la tensión económica de-
rivó una mejora evidente para los sobrevivientes, para los que se salvaron de la calami-
dad y el decrecimiento. La crisis actual no se presenta con los mismos síntomas: prosi-
gue un fuerte ascenso demográfico a escala mundial, la producción disminuye, el paro
se enquista y la inflación sigue soplando. Entonces, ¿de dónde podría provenir una me-
jora para las masas? Nadie lamentará que el remedio atroz de antaño -el hambre o
las epidemias- sea descartado por los progresos de la agricultura y la medicina, ade-
más de una cierta solidaridad que reparte en el mundo los recursos alimenticios, a falta
de otros. Pero se preguntará si, pese a las apariencias y a la tendencia del mundo mo-
derno a creer imperturbablemente en el crecimiento continuo, el problema actual no
se plantea, mutatis mutandi, en los términos antiguos; si el progreso de los hombres
no ha alcanzado (o superado) el nivel de lo posible, generosamente aumentado en el
siglo pasado por la Revolución Industrial; si, provisionalmente al menos, hasta que una
nuev~ revolución -de la energía, por ejemplo- no haya cambiado los términos del
problema, el número de los hombres puede continuar aumentando sin resultados
catastróficos.

64
Capítulo 2

LAS ECONOMIAS ANTIGUAS


DE PREDOMINIO URBANO EN
EUROPA: ANTES Y DESPUES DE
VENECIA

Durante largo tiempo la economía-mundo europea llegaría al cuerpo estrecho de


un Estado-ciudad, casi o totalmente libre en sus movimientos y reducido únicamente
a sus fuerzas o poco más o menos. Pata compensar sus debilidades, utilizará a menudo
los diferendos que oponen a e~pacios y grupos; lanzará a unos contra otros, se apoyará
en decenas de ciudades, o Estados o economías que le sirven. Pues servirlo está en su
interés o en su obligación.
Es imposible no preguntarse cómo, a partir de centros tan poco extensos, han po-
dido imponerse y mantenerse tales dominaciones de inmenso radio. Tanto más cuanto
que en el interior su poder es discutido sin cesar, observado desde demasiado cerca por
una población gobernada con rigor, a menudo «proletarizada». Todo ello en beneficio
de algunas familias conocidas por todos, blancos lógicos de los descontentos, y que de-
tentan la totalidad del poder, aunque pueden perderlo algún día. Por añadidura, esas
familias se destrozan mutuamente 1•
Es cierto que la economía-mundo que rodea a esas ciudades es en sí misma una red
todavía frágil. Pero, si se desgarra, el desgarrón puede repararse sin demasiada dificul-
tad. Es una cuestión de vigilancia, de fuerza empleada en el momento oportuno. ¿Aca-
so actuará de otra manera la Inglaterra de Palmerston o la de Disraeli? Para mantener
esos espacios demasiado vastos, es suficiente poseer puntos fuertes (Candia, ocupada
por Vem;cia en 1204; Corfú, en 1383; Chipre, en 1489; o Gibraltar, tomada por sor-
presa por los ingleses en 1704; y Malta, tomada por ellos en 1800); basta establecer
monopolios oportunos que se mantienen como lo hacemos con nuestras máquinas. Y
estos monopolios funcionan bastante a menudo por sí mismos, en razón de la veloci-
dad adquirida, aunque se los disputen, evidentemente, ciudades rivales, capaces a ve-
ces de crear grandes dificultades.

65
Antes y después de Vem•cia

Cuatro imágenes del Imperio de Venecia: Corfú (arriba, a la izquierda), llave del Adriático; Can-
dia (arriba, a la derecha), que conservará hasta 1669; Famagusta (abajo, a la.izquierda), en la
isla de Chipre, perdida en 1571,· Alejandría (abajo, a la derecha), que es la puerta de Egipto y
del comercio de especias. Estas imágenes, /)(Is/ante fantasiosas, forman parte de una veintena de
miniaturas que zfustran los viajes a Levante de un noble veneciano, en 1570-1571. (B.N.)

66
Antes y después de Venecia

Sin embargo, ¿no está el historiador demasiado atento a esas tensiones exteriores,
a los sucesos y episodios que las señalan, y a los accidentes de dentro, a esas luchas po-
líticas y a esos movimientos sociales que colorean tan fuertemente la historia interior
ciudadana? Es un hecho que la supremacía exterior de estas ciudades y, en el interior,
la supremacía de los ricos y los poderosos son realidades que perduran; que nada, ni
las tensiones, ni las luchas por el salario y el empleo, ni las querellas feroces entre par-
tidos y clanes políticos han impedido nunca, en estos mundos estrechos, las evolucio-
nes necesarias para la buena salud del capital. Aunque haya mucho ruido sobre el es-
cenario, el provechoso juego sigue su buen camino entre bastidores.
Todas las ciudades mercantiles de la Edad Media estaban orientadas hacia la ob-
tención del beneficio, fueron modeladas por este esfuerzo. Pensando en ellas, Paul
Grousset Uega a decir: «El capitalismo contemporáneo no ha inventado nada• 2 • «No se
puede encontrar nada -pondera Armando Saporil-, ni siquiera hoy, el income ta:xt
incluido, que no haya tenido su precedente en Ja genialidad de una república italia-
na.> Y es verdad; letras de cambio, crédito, emisiones monetarias, bancos, ventas a pla-
zos, finanzas públicas, préstamos, capitalismo, colonialismo y también perturbaciones
sociales, sofisticación de la fuerza de trabajo, luchas de clases, crueldades sociales, atro-
cidades políticas, todo está ya en marcha. Y muy pronto, en Génova o en Venecia, no
menos que en las ciudades de los Países Bajos, al menos desde el siglo XII. se regulan
grandes pagos en dinero contante y sonante 5• Pero pronto el crédito le pisa los talones.
Modernas, adelantadas a su tiempo, las ciudades-Estado se benefician de los atrasos
e inferioridades de los otros. Y es la suma de estas debilidades exteriores lo que casi
las condena a engrandecerse, a hacerse imperiosas, lo que les reserva, por así decir, los
grandes beneficios del comercio lejano, lo que las coloca fuera de reglas comunes. El
Estado que podría hacerles frente, el Estado territorial, el Estado moderno, que había
ya originado el éxito de Federico II en el sur de Italia, se desarroJJa mal o, en todo ca-
so, no con la rapidez suficiente, y la prolongada recesión del siglo XIV le será perjudi-
cial. Por entonces, una serie de Estados fueron trastornados, desmantelados, dejando
nuevamente el campo libre a las ciudades.
Sin embargo, ciudades y Estados son enemigos en potencia. ¿Cuál dominará a cuál?
Es el gran interrogante del primer destino de Europa, y el prolongado predominio de
las ciudades no es fácil de explicar. Después de todo, Jean Baptiste Say6 tiene razón al
asombrarse de que «la República de Venecia, en el siglo xm, sin tener una pulgada de
terreno en Italia, [se haya] hecho bastante rica por su comercio como para conquistar
Dalmacia, la mayor parte de las islas de Grecia y Constantinopla&. No es paradójico
pensar, además, que las ciudades necesitan espacios, mercados, zonas de circulación y
de salvaguardia, y por ende vastos Estados a los cuales explotar. Necesitan presas para
vivir. Venecia es impensable sin el Imperio Bizantino, y más tarde sin el Imperio Tur-
co. Es la monótona tragedia de los «enemigos complementarios>.
Antes y despu~s de Venecia

LA PRIMERA
ECONOMIA-MUNDO DE EUROPA

Estas primacías urbanas sólo se explican a panir del marco de la primera economía-
mundo que se esboza en Europa, entre los siglos XI y XIII. Entonces se crean espacios
bastante vastos de circulación de los que las ciudades son los instrumentos, las paradas
y las beneficiarias. No es, pues, en 1400, fecha de la que parre este libro, cuando nace
Europa, herramienta monstruosa en la historia del mundo, sino al menos dos o tres si-
glos antes, si no más.
Valía la pena, por ello, salir de los límites cronológicos de esta obra y remontarse
a esos orígenes para ver de manera concreta el nacimiento de una economía-mundo,
gracias a la jerarquización y el empalme todavía imperfectos de los espacios que la van
a constituir. Por entonces, están ya trazadas las grandes líneas y articulaciones de la his-
toria de Europa, y el vasto problema de la modernización (palabra vaga, don:de las ha-
ya) del pequeño continente se reubica en una perspectiva más larga y más justa. Con
la5 zonas centrales que emergen, un proto-capitalismo se esboza casi obligatoriamente,
y la modernización se presenta allí, no como el paso simple de un estado de cosas a
otro; sirio como una serie de etapas y de pasos, los primeros de los cuales son muyan-
teriores al clásico Renacimiento de fines del siglo XV.

La expansión europea
a partir de/siglo XI

En esta larga gestación, las ciudades desempeñan naturalmente los papeles princi-
pales, pero no son las únicas. Europa entera las lleva sobre sus espaldas, es decir, «toda
Europa considerada colectivamente>, según la fórmula de Isaac de Pinto\ Europa en
todo su espacio económico y político. Y también en todo su pasado, incluida la lejana
hechura que le impuso Roma, que ha heredado y desempeña sti papel; e incluida la
expansión múltiple que siguió a las grandes invasiones del siglo v. Entonces los límites
romanos fueron atravesados por toda5 partes, en dirección a Germanía y el Este euro-
peo, de los países escandinavos, de las Islas Británicas, ocupadas a medias por Roma,
Poco a poco fue ocupado el espacio marítimo que constituye el conjunto del Báltico,
del mar del Norte, de la Mancha y del mar de Irlanda. También allí el Occidente su-
peró la acción de Roma, que, pese a sus flotas con bases en la desembocadura del So.m-
me y en Boulogne 8 , había explorado poco este universo marítimo. «El Báltico no daba
a los romanos más que un poco de ámbar gris» 9 •
Hacia el sur, más espectacular fue la reconquista, sobre el Islam y Bizancio, de las
aguas mediterráneas. Lo que había sido la razón de ser, el corazón, de un Imperio Ro-
mano en su plenitud, «esa cuenca en medio de un jardín»'º· ocupado de nuevo por los
barcos y los comerciantes de Italia. Esta victoria halla su coronación con el potente mo-
vimiento de las Cruzadas. Sin embargo, se resisten a la reocupación cristiana España,
donde la Reconquista marca el paso después de progresos continuos (Las Navas de To-
losa, 1212); el Africa del Norte lato senso, de Gibraltar a Egipto; el Levante, donde
los Estados de Tierra Santa tendrán una vida precaria; y el Imperio Griego, pero éste
se hunde en 1204.

6B
Antes y después de Venecia

100

50 50
40. 40

30 30

20 20

10

1250 1350 '450 1550 1650 1750 1850 . 1950


. ·1200 1300 1400 1500 1600 1700 1800 1900

10. LAS FUNDACIONES DE CIUDADES EN EUROPA CENTRAL


El griftco señg/iJ el eXiepciong/ desgrro/lr, 11rbano del ligio X/ll. (Tomado de Heins Stoob, en: W, Abe/, Geschichte der
deutschen Landwinschaft, 1962, f?· 46.)

Sin embargo, Archibald Lewis tiene razón al escribir «que la más importante de las
fronteras de la expansión europea fue la frontera interior del bosque, la ciénaga. y la
landa» 11 • Los vacíos de este espacio retroceden ante sus campesinos roturadores; gran
cantidad de hombres ponen a su servicio las ruedas y las aspas de los molinos; se crean
lazos entre regiones hasta entonces mutuamente extrañas; hay desenclaustramiento; sur-
gen innumerables ciudades que se reaniman al aumentar los tráficos, y éste es sin duda
el hecho decisivo. Europa se llena de ciudades. Más de 3.000 ~olamente en Germa-
nia12. Es verdad que algunas seguirán siendo aldeas, aunque ceñidas de murallas, de
200 a 300 almas. Pero algunas de ellas se engrandecen, y son ciudades en cierto modo
inéditas, de un tipo nuevo. En la Antigüedad había habido ciudades libres, las ciuda-
des helenicas, pero invadidas por los habitantes de sus campos, abiertas a su presencia
y a su acción. La ciudad del Occidente medieval, por el contrario, está cerrada en sí
misma, al abrigo de sus murallas: «El muro -dice un proverbio alemán- separa al
ciudadano del campesino.» La ciudad es un universo en sí, al abrigo de sus privilegios
(«el aire de la ciudad vuelve libre al hombre»), un universo agresivo, obrero obstinado

69
Antes y ,¡, ~pués de \.'cunia

Pequeños campesinos revendedores en la ciudad. Detalle de un cuadro de Lorenzo Lotto, Storie


di santa Barbara. (Foto Sea/a.)

70
Antes y después de• \ic11cu,1

del intercambio desigual. Y es la ciudad, más o menos animada según los lugares y las
épocas, la que asegura el empuje general de Europa, como la levadura de una masa
superabundante. ¿Debe este papel ai hecho de que crece y se desarrolla en un mundo
rural organizado previamente, y no en el vacío, como las ciudades del Nuevo Mundo
y quizá las mismas ciudades griegas? En suma, ha dispuesto de una materia con la cual
trabajar y a expensas de la cual engrandecerse. Y poi añadidura, el Estado, tan lento
en constituirse, no está allí para obstaculizarla: esta vez, la liebre ganará fácil y lógica-
mente a la tortuga.
La ci1.1dad asegura su destino por sus rutas, sus mercados, sus talleres y el dinero
que se acumula en ella. Sus mercados aseguran su aprovisionamiento mediante la lle·
gada de los campesinos con sus excedentes cotidianos: «Ellos aseguran una salida a los
excedentes en aumento de los dominios señoriales, a esas ;:normes cantidades de pro-
ductos acumulados por el pago de cánones en especie» 13 • Según B. H. Slicher van Bath,
a partir de 1150, Europa salió de «el consumo agrícola directo» (del autoconsumo) para
pasar a «el consumo agrícola indirecto», nacido de la circulación de los excedentes de
la producción rural1 4 • Al mismo tiempo, la ciudad atrae a toda la actividad artesanal,
crea un monopolio de la fabricación y la venta de productos industriales. Sólo más tar-
de, la preindustria afluirá de nuevo a los campos.
En resumen, «la vida económica {... ) predomina [ ... ], especialmente a partir del
siglo XIII, sobre el aspecto agrario [antiguo] de las ciudades»'~. Y en vastos espacios se
reaiiza el paso, decisivo, de la economía doméstica a una economía de mercado. En
otros términos, las ciudades despegan de su entorno rural, desde entonces miran más
allá de su propio horizonte. Es una «enorme ruptura», la primera que creará la socie·
dad europea y la lanzará a sus éxitos fumros 16 • Sólo hay una comparación adecuada
con ese empuje, e irn;luso ella es dudosa: la fundación en la primera América europea
de tantas ciudades-posta, unidas en conjunto por la ruta y las necesidades del inter-
cambio, del poder y de la defensa.
Repitamos, siguiendo a Gino Luzzatto y Armando Sapori 17 , que fue entonces cuan-
do Europa tuvo su verdadero Renacimiento (pese a la ambigüedad de la palabra), dos
o tres siglos antes del tradicional Renacimiento del siglo XV. Pero sigue siendo difícil
explicar esta expansión.
Ciertamente, hubo un aumento demográfico. Quizás fue lo que puso todo en mo-
vimiento, pero debe ser explicado a su vez. En particular, sin duda, por una ola de
progresos en materia de técnicas agrícolas, iniciada en el siglo IX: perfeccionamiento
del arado, rotación trienal de cultivos con el sistema del openfield para la cría de ga·
nado. Lynn White 18 sitúa el progreso agrícola en el primer plano del empuje de Euro-
pa. Maurice Lombard 19 , por su parte, insiste en los progresos mercantiles: vinculada des-
de temprano al Islam y a Bizancio, Italia se relaciona con una economía monetaria ya
viva en Oriente y la difunde por Europa. Las ciudades son la moneda, en suma, lo esen-
cial de 1:- revolución llamada comercial. George Duby 2º y, con matices, Roberto Ló·
pez 21 , se adhieren más bien a Lynn Whíte: lo esencial sería la superproducción agrícola
y la importante redistribución de los excedentes.

Economía-mundo
y bipolan'dad

De hecho, rodas estas explicaciones deben agregarse unas a otras. ¿Puede haber cre-
cimiento si no progresa todo casi al mismo tiempo? Fue necesario, a la vez, que au-
mentasen los hombres, que se perfeccionasen las técnicas agrícolas, que el comercio re-

71
Antes y después de Venecia

naciese y que la industria pasase por su primer progreso artesanal para que finalmente
se creara, a través del espacio europeo, una red urbana, una superestructura urbana,
vínculos de ciudad a ciudad que abarcasen las actividades subyacentes y las obligasen
a ubicarse en una «economía de mercado». Esta economía de mercado, todavía de me-
diocre tráfico, ocasionará también una revolución en la energía, una gran extensión del
molino utilizado con fines industriales, y desembocará finalmente en una economía-
mundo de las dimensiones de Europa. A fines del siglo XIV, Federigo Melis 22 inscribe
esta primera Weltwirtschaft en el polígono formado por Brujas, Londres, Lisboa, Fez,
Damasco, Azof y Venecia, en el interior del cual se sitúan las 300 plazas mercantiles
adonde van y de donde vienen las 153.000 cartas conservadas en los archivos de Fran-
cesco di Marco Datini, el mercader de Prato. Heinrich Bechtel 23 habla de un cuadrilá-
tero: Lisboa, Alejandría, Novgorod y Bergen. Fritz R0rig 24 , el primero que dio el sen-
tido de economía-mundo a la palabra aleinana Weltwirtschaft, traza como frontera de
su irradiación hacia el Este una línea que va de Novgorod la Grande, a orillas del lago
Ilinen, hasta Bizancio. la intensidad y la multiplicidad de los intercambios contribu-
yen a la unidad económica de este vasto espacfo 2); . . .
La única cuestión que queda en suspertsO es 1a fecha en la que esta Weltwirtichaft
empieza a existir verdaderamente. Es una cuestión casi insoluble: no puede habet eco-
nomía-mundo más qué cuando la red tiene mallas suficientemente ceñidas, cuando el
intercambio es bastante regular y voluminoso como par.t dar vida a una zona central.
Pero en esos siglos lejanos; nada se precisa muy bien, nada parece indudable. El as-
censo secular a partir del siglo XI facilita todo, pero permite señalar diversos centros a
la vez. Sólo con el desarrollo de las feriaS de Champaña, a comienzos del siglo Xlil, se
manifiesta la coherencia de un conjunto desde los Países Bajos hasta el Mediterráneo,
no en beneficio de ciudades ordinarias, sino de ciudades de feria, no en beneficio de
las rutas marinas, sino de largos caminos terrestres~ Hubo ahí un prólogo original. O
más bien un intermedio, pues rio se trata de un verdadero comienzo. ¿Qué serían, en
efecto, las ferias de Champaña sin el progreso previo de los Países Bajos y la Italia del
norte, dos espacios tempranamente reanimados y que, por la fuerza de las cosas, es-
taban condenados a unirse?
lfo el comienzo de la nueva Europa es menester colocar, en efecto, el crecimiento
de esos dos conjuntos: el Norte y el Sur, los Países Bajos e Italia, el mar del Norte más
el Báltico y el Mediterráneo entero. Occidente no posee, pues, una sola región «polar»,
sino dos, y esta bipolaridad que desgarra al continente entre la Italia del norte y los
Países Bajos lato se11su durará siglos. Es uno de los rasgos principales de la historia eu-
ropea, quizás el más importante de todos. Ademas, hablar de la Europa medieval y de
la moderna es utilizar dos lenguajes. lo que es verdadero para el Norte no lo es jamás,
literalmente, para el Sur y a la inversa. .
Probablemente, todo Sé decidió hacia los siglos IX y x: dos economías regionales de
gran radio se formaron precozmente casi fuera una de la otra, a través de la materia
todavía poco consistente de la actividad europea. En el Norte, el proceso fue rápido;
no hubo resistencia, en efecto; ni siquiera de países que no eran nuevos, primitivos.
En el Mediterráneo, en regiones antiguamente agitadas por la historia, la renovación
desencadenada qufaás más tarde luego avanzó más rapidamente, tanto más cuanto que,
frente al desarrollo italiano, estuvieron los aceleradores del Islam y de Bizancio. Tanto
que el Norte será, a igualdad de otros factores, menos sofisticado que el Sur; más «in-
dustrial», y el Sur más mercantil que el Norte. O sea, dos mundos geográfica y eléc-
tricamente diferentes, hechos para atraerse y completarse. Su unión se efectuará por las
rutas terrestres de Norte a Sur, cuya primera manifestación notable fueron las citas de
las ferias de Champaña, en el siglo XIII.
Estos vínculos no suprimen la dualidad, sino que la acentúan; es como si el sistema
72
Antes y después de \'enecia

11. EL cPOLO• NORTE INDUSlRIAL

út nebuloia de 'toi 1aifore1 textil.,, deide el Zuyderue ha11a el oaUe del Sena. Para el conjunto n0Tte·111r, véase más ade·
/ante, p. 85, el mapa de la influencia de las feritu de Champaña. (Tomado de Heklar Ammann, en HeSliischcs Jahbuch
fil< Landesgeschichte, 8, 1958.)

se hiciera eco a sí mismo, reforzándose con el juego de los intercambios y dando a los
dos participantes una vitalidad acrecentada con respecto al resto de Europa. Si en las
floraciones urbanas de la primera Europa hubo superciudades, se desarrollaron invaria-
blemente en una u otra de estas zonas y a lo largo del eje que las unía: su localización
esboza el esqueleto o, mejor dicho, el sistema sanguíneo del cuerpo europeo.
Claro que la centralización de la economía europea no podía lograrse más que al
precio de ·una lucha entre los dos polos. Italia predominó hasta el siglo XVI, mientras
el Mediterráneo fue el c~ntro del Viejo Mundo. Pero hacia el 1600 Europa oscila sobre
sí misma en beneficio del Norte. El advenimie-nto de Amsterdam ciertamente no es un
accidente trivial, la simple transferencia del centro de gravedad de Amberes a Holan-
da, sino una crisis muy profunda: terminada la decadencia del Mar Interior y de una

73
Antes y después de Venecia

Italia durante largo tiempo deslumbrante, Europa no tendrá más que un solo centro
de gravedad, en el Norte, y será con respecto a ese polo como se delinearán durante
siglos, hasta hoy, las líneas y los círculos de sus asimetrías profundas. Es necesario, pues,
antes de seguir adelante, presentar en grandes líneas la génesis de estas regiones
decisivas.

Los espacios del Norte:


la fortuna de Brujas

La economía del Norte se creó a partir de cero. En efecto, los Países Bajos fueron
una creación. «La mayor parte de las ciudades de Italia, de Francia, de la Alemania Re-
nana y del Austria Danubiana -insiste Henri Pirenne- son anteriores a nuestra era.
Por el contrario, sólo a comienzos de la Edad Media aparecen Lieja, Lovaina, Malines,
Amberes, Bruselas, Ypres, Gante y Utrecht:. 26 • . . .
Al instalarse en Aquisgrán, los carolingios contribuyeron al primer despertar.lo in-
terrumpieron Jos saqueos de los normandos, de 820 a 891 27 Pero el retornó de la paz;
las relaciones con las zonas de allende el Rin y los países del mar dei Norte teanirilan
a los Países Bajos. Dejaron de ser un finiJteTTe, un extremo del mundo. Se llenan de
fortalezas, de ciudades amuralladas. Los grupos de mercaderes, vagabundos hasta en-
tonces, se instalan cerca de las ciudades y de los castillos. A mediados del siglo XI, los
tejedores de la región llana se establecen en las aglomeraciones urbanas. La población
aumenta, los grandes dominios agrícolas prosperan y la industria textil anima los talle~
res desde las orillas del Sena y el Mame hasta el Zuydersee.
Y todo eso conducirá, finalmente, a la brillante fortuna de Brujas. Desde 1200, la
ciudad forma parte del circuito de las ferias flamencas, con Ypres, Thourout y Messi-
nes28. Por ello, es ya elevada por encima de sí misma: los mercaderes extranjeros la fre-
cuentan, su industria se activa, su comercio llega a Inglaterra y Escocia, donde obtiene
las lanas necesarias para sus oficios y las que reexporta a las ciudades textiles de Flan-
des. Sus lazos con Inglaterra también le sirven en las provincias que el rey de Inglaterra
posee en Francia; de ahí sus relaciones tempranas con el trigo de Normandía y el vino
de Burdeos. En fin, la llegada a ella de los barcos hanseáticos confirma y desarrolla su
prosperidad. Surge entonces el antepuerto de Damme (desde antes de 1180) y más tar-
de el de la Esclusa (Sluis), en la desembocadura del Zwin, cuya construcción no res-
pondía solamente al encenagamiento progresivo de las aguas de Brujas, sino también
a la necesidad de fondeaderc.s más profundos para recibir a los pesados Koggen de los
hanseáticos 29 . Negociando en nombre de los súbditos del Imperio, enviados de Lübeck
y Hamburgo obtuvieron en 1252 privilegios de la condesa de Flandes. No obstante,
ésta se negó a permitir a los de Lübeck crear en la proximidad de Damme un estable-
cimiento dotado de gran autonomía, a semejanza del Stahlhof de Londres, que más
tarde los ingleses tuvieron tantas dificultades para extirpar 30 •
En 1277, barcos genoveses llegaban a Brujas: esta unión marítima regular entre el
Mediterráneo y el mat del Norte significó una intrusión decisiva de los meridionales.
Tanto más cuanto que los genoveses no eran más que un destacamento precursor: las
galeras venecianas, casi cerrando la marcha, llegarán en 1314. Para Brujas, se trató a la
vez de una captura y de un progreso: de una captura, es decir, de la confiscación por
los meridionales de un desarrollo que Brujas, en rigor, habría podido realizar sola; pe-
ro también de un progreso porque la llegada de los marinos, navíos y comerciantes del

74
Antes y despui:s de Venecia

Una de las hojas del plano de Brujas de Marc Gheeraert, 1562, París, B.N., Gee 5746 (9). El
Gran Mercado, en la parte superior del grabado, cerca de la iglesia de San jacobo (n ª 32 del
plano), está en el centro de la ciudad; es la plaza popular de Brujas. En este plaza, pero fuera
de la hoja reproducida, está el mercado cubierto y su campanario. Siguiendo la calle de San ]a-
cobo (Sint }acob Straete), se llega a la Ezel Straete, la calle de los Jumentos, que termina en la
puerta fortificada de los Jumentos, nª 6 del plano (letra E D), Porra Asinorum. En el nª 63,
está la plaza de la Bolsa. Para las localizaciones mercantiles, véase R. de Roover, Money, Banking
and Credit in Medieval Brugcs, 1948, pp. 174-175. Este fragmento del plano da una idea de la
amplitud de la ciudad, de sus calles, monasterios, conventos, iglesias, casas nobiliarias, fosos, mu-
rallas, molinos de viento, canales _y barcos de carga. Hacia el norte (es decir, en la parte infenor
del grabado), hay vastos espacios intra muros no construidos, según una regla frecuente en el
siglo XVI.

75
Antes y después de \!enecia

Mediterráneo representó un apone múltiple de bienes, de capitales y de técnicas mer-


cantiles y financieras. Ricos mercaderes italianos se instalaron en la ciudad; le aporta-
ron directamente Jos bienes más preciosos de la época, las especias y la pimienta de
Levante, que cambiaron por los productos industriales de Flandes.
Brujas está desde entonces en el centro de una vasta confluencia: nada menos que
el Mediterráneo, Portugal, Francia, Inglaterra, la Alemania Renana y, además, la Han-
sa. La ciudad se puebla: 35.000 habitantes en 1340, quizás 100.000 en 1500. «En la
época de Juan van Eyck (hacia 1380-1440) y de Memling (1435-1494) es indiscutible-
mente una de las ciudades más bellas del mundo> 31 • Y seguramente, además, una de
las mas industriales. La industria textil no solamente se ubica en ella, sino que también
invade las ciudades de Flandes, donde destaca el brillo de Gante e Ypres; en total. es
una región industrial sin igual en Europa. Al mismo tiempo, en el apogeo de su vida
mercantil, por encima y al lado de sus ferias, se creó su célebre Bolsa en 1309, muy
pronto centro de un complejo comercio del dinero. Desde Brujas, el 26 de abril de
1399. el corresponsal de Francesco Datini escribe: «A Geno11a paresia perdurare lar-
ghezza di danari e per tanto non rimettete lii nostri danari o sarebbe a buon prezo piu-
tosto a Vinegia o a Firenza o qui o a Parigi rimettete1 o a Monpolier bien se llil rimesse
vi paresse miglore~ » ( cEn Génova, parece que hay abundancia de dinero; poi: eso, no
enviéis a Génova nuestro dinero, pues estaría a buen precio más bien en Venecia, o
Florencia, o aquí [Brujas], o París, o Montpelliet; o enviadlo allí donde os parezca
mejor> 32 .)
Por importante que sea el papel de Brujas, rio nos dejemos deshimbrat demasiado.
No creamos a Henri Pirenne; quien sostiene que Brujas ha tenido una «importancia
internacional• superior a la de Venecia. Pot parte de él, es ceder a un nacionalismo re-
trospectivo. Además, el mismo Pirenne reconoce que la mayor parte de Ios riavios que
frecuentan so puerto «pertenecían a armadores del exterior> y que «sus habitantes sólo
en pequeña medida tomaban parte en el comercio activo. Les bastaba con servir de in-
termediarios entre los comerciantes que afluían de todas partes> 33 • Esto equivale a decir
que los habitantes de Brujas son subordinados, que el comercio de fa ciudad es, como
r
se dirá en el siglo XVIII; «pasivo>. De ahí el resonante artículo de A. van Houtte
{1952), qu~cn ha mostrado la diferen.:ia entre Brujas y Amberes, entre cun puerto na-
cional», Brujas, y «un puerto internacional», Amberes 34 • Pero, ¿no será ir un poco lejos
en el otro sentido? Yo diría de Brujas (para complacer a Richard Hapke 3)) corno de
Lübeck (pata complacer a Fritz Rürig 36) que son· ya Weltmiirkte; mert:ados'-mundo, pe-
ro no del todo ciudades-mundo, es decir, soles sin igual en el centro de un universo.

Los espacios del Norte:


el progreso de la Hansa:s1

Brujas no es más que uno de los puntos -el más importante, cieno, pero un pun-
to- de una vasta zona nórdica que va de Inglaterra al Báltico. Este gran espacio ma-
rítimo y mercantil, el Báltico, el mar del Norte, el canal de la Mancha e incluso el
mar de Irlanda, es el dominio donde tiene lugar el éxito marítimo y mercantil de la
Hansa, perceptible desde la fundación, en 1158, de la ciudad de Lübeck, a poca dis-
tancia de las aguas del Báltico, entre los pantanos protectores del Trave y el Wakenitz.
Sin embargo, no se trata de una construcción ex nihilo. En los siglos VIII y IX, las
expediciones, invasiones y correrías normandas habían marcado, y hasta sobrepasado,
los límites de este imperio marítimo del None. Si su aventura se disolvió a través de

76 •
Antes y después de Vmecitt

los espacios y las riberas de Europa, algo quedó de ella. Y después de ellos, durante
bastante tiempo, barcos escandinavos, ligeros y sin puente, surcaron el Báltico y el mar
del Norte: los noruegos IJegaron hasta las costas inglesas y el mar de Irlanda 38 ; los na-
víos de los campesinos de la isla de Gotland frecuentaban los puertos y los ríos meri-
dionales hasta Novgorod la Grandel 9 ; desde Jutlandía hasta Finlandia, surgieron ciu-
dades eslavas que las excavaciones arqueológicas recientes han sacado a la luz 40 ; mer-
caderes rusos llegaban a Stettin, por entonces ciudad exclusivamente eslava4 l. No obs-
tante, ninguna economía verdaderamente internacional precedió a la Hansa. Lentamen-
te, de manera amistosa, gracias al intercambio, a los acuerdos con los príncipes y a ve-
ces también por la fuerza y la violencia, el doble espacio marítimo Báltico-mar del Nor-
te fue ocupado y organizado por las ciudades, los comerciantes, los soldados o los cam-
pesinos de Alemania.
Pero no se debe imaginar que hubo ciudades estrechamente ligadas desde el ori-
gen. La palabra Hama 42 (grupo de mercaderes) aparece tardíamente, escrita en debida
forma por primera vez en un diploma real inglés de 1267 4 l. Al comienzo es una ne-
bulosa de mercaderes, más una nebulosa de navíos, desde el Zuydersee hasta Finlan-
dia, desde Suecia hasta Noruega. El eje central de los tráficos corre de Londres y Brujas
a Riga y Reval, que abren las rutas en dirección de Novgorod, Vítebsk o Smoliensk.
Los intercambios se hacen entre los países todavía poco desarrollados del Báltico, pro-
veedores de materias primas y productos alimenticios, y un mar del Norte donde Oc-
cidente ha organizado ya sus postas y sus exigencias. En Brujas, la economía-mundo
construida sobre Europa y el Mediterráneo recibe los grandes barcos de la Hansa, los
Koggen sólidamente construidos en tingladillo, que aparecen desde fines del siglo XIII
(y seiVirán de modelo a las naves del Mediterráneo 44 ). Más tarde aparecerán las urcas45 ,
otros grandes transportes de fondo plano capaces de llevar las pesadas cargas de sal y
las voluminosas barricas de vino, la madera, los productos forestales y los cereales, car-
gados en la misma cala. La maestría marítima de las ciudades de la Hansa es evidente,
aunque esté lejos de ser perfecta: hasta 1280, en efecto, sus navíos evitaron atravesar
los peligrosos estrechos daneses, y cuando la Umlandfahrt4 6 (la circunnavegación que
pasa por esos estrechos) se hizo corriente, siguieron utilizando la ruta del istmo que
une Lübeck con Hamburgo, formada en realidad por ramales de ríos y un canal que
son muy lentos de atravesar47
Esa ruta del istmo causó la preeminencia de Lübeck, pues las mercancías transpor-
tadas entre el Báltico y el mar del Norte pasaban obligatoriamente por ella. En 1227,
obtuvo el privilegio que hizo de ella una ciudad imperial, la única de esta categoría al
este del Elba 48 • Otra ventaja era su proximidad a las minas de sal gema de Lüneburg,
que estuvo desde muy pronto bajo el control de sus comerciantes 49 • Iniciada en 1227
(por la victoria de Bornhoved sobre los danesesl 0 ), la primacía de la ciudad se hace evi-
dente con la concesión a los hanseáticos de privilegios en Flandes, en 1252-1253 11 , un
siglo largo antes de la dieta general de la Hansa que reunirá a sus diputados en Lübeck
en 1356, con la que por fin se creó la Hansa de las ciudades 12 Pero, mucho antes de
esta fecha, Lübeck había sido «el símbolo de la Liga Hanseática( ... ] reconocida por to-
dos como la capital de la conferencia mercantil [ ... J. Su emblema -el águila impe-
rial- se convirtió en el siglo XV en el emblema de la confederación entera> 13 •
Sin embargo, la madera, la cera, las pieles, el centeno y los productos forestales del
Este y del Norte sólo tenían valor si eran reexportados a Occidente. Y, en el otro sen-
tido, la sal, los paños y el vino eran la retribución obligada. El sistema, simple y ro-
busto, chocaba, no obstante, con muchas dificultades. Y estas dificultades que era ne-
cesario vencer fueron las que agruparon el conjunto urbano de la Hansa, del que se
puede decir a la vez que era frágil y sólido. La fragilidad resulta de la inestabilidad de
un agrupamiento que reunía una enorme cantidad de ciudades, entre 70 y 170, aleja-
77
Antes y desp11és de Venecia

das unas de otras y cuyos delegados sólo se reunían en su totalidad en las asambleas
generales. Detrás de la Hansa no hay un Estado ni una liga fuertemente constituida.
Solamente hay ciudades celosas y orgullosas de sus prerrogativas, a veces rivales, pro-
tegidas por muros poderosos, con sus mercaderes, sus patricios, sus gremios, sus flotas,
sus tiendas y sus riquezas adquiridas. La solidez provenía de la comunidad de intere-
ses, de la necesidad de jugar a un mismo juego económico, de una civilización común
agitada por los tráficos de uno de los espacios marítimos más frecuentados de Europa,
del Báltico a Lisboa, y, finalmente, de una lengua común, que no es un factor baladí
de unidad. Esta lengua «tenía como substrato el bajo alemán (diferente del alemán del
sur), enriquecido según las necesidades con elementos latinos, estonianos en Reval, po-
lacos en Lublín, italianos, checos, ucranianos y quizás hasta lituanos» 14 , y era la lengua
«de la élite del poder [ ... j de la élite de la fortuna, lo cual implicaba la pertenencia a
un grupo social y profesional definido» 15 • Además, como estos patricios comerciantes
eran de una rara movilidad, las mismas familias -Angermünde, Veckinghusen, von
Soest, Giese, von Suchten, etcétera- se vuelven a encontrar en Reval, Gdansk, Lübeck
y Brujasir..
Todos estos lazos crean una coherencia, una solidaridad y hábitos y un orgullo co-
munes. Las restricciones generales hacen el resto. En el Mediterráneo, dada la supera-
bundancia relativa de las riquezas, las ciudades pueden llevar cada una su juego y com-
batirse más y mejor, ferozmente. En el Báltico, en el mar del Norte, sería sumamente
difícil. Los beneficios de materias poderosas de poco precio y gran volumen son mo-
destos, y los gastos y riesgos considerables. En el mejor de los casos, la tasa de los be-
neficios se situaba cerca del 5 % i 7 Más que en otras partes, es menester calcular, ahorrar
y prever. Una de las condiciones del éxito es tener la oferta y la demanda en la misma
mano, se trate de las exportaciones hacia el Este o, en el otro sentido, de la redistri-
bución de los bienes importados hacia el Este. Los establecimientos que mantiene la
Hansa son puntos fuertes, comunes a todos los mercaderes hanseáticos, protegidos por
privilegios, defendidos con tenacidad, se trate del Sankt Peterhof en Novgorod, de la
Deutsche Brücke en Bergen o del Stahlhof en Londres. Como huéspedes por una tem-
porada de un establecimiento, los alemanes se someten a una disciplina estricta. En Ber-
gen, los jóvenes que hacen su «aprendizajeX> permanecen diez aüos en el luga;, ?.pren-
diendo las prácticas mercantiles de la región, y deben permanecer célibes. Er. >:ste es-
tablecimiento, todo es regulado por el Concejo de Ancianos y dos Aldermen. i·dvo en
Brujas, donde sería imposible, para el comerciante es una obligación aloja1" en el
Kontor.
Finalmente, el espacio nórdico se halla atrapado en una cadena de supervisiones y
de necesidades. En Bergen, los intereses propiamente noruegos serán pisoteados inter·
minablemente. El paíslª cuya agricultura sea insuficiente depende del trigo que los de
Lübeck le lleven de Pomerania o Brandeburgo. Si Noruega erara de reducir los privile-
gios de la Hansa, un bloqueo del trigo (como en 1284-1285) la pone en vereda. Y en
la medida en que la competencia del trigo importado impide el desarrollo de una agri-
cultura autosuficiente, el c9merciante extranjero obtiene de los noruegos lo que desea:
carnes saladas, el bacalao salado o seco de las islas Lofoten, madera, grasas, alquitrán,
pieles, etcétera.
En el Oeste, frente a socios mejor armados, la Hansa, con todos, logra obtener pri-
vilegios, en Londres más que en Brujas. En la capital inglesa, cerca del Puente de Lon-
dres, el Stahlhof es otro Fondaco dei Tedeschi, con sus muelles y sus almacenes; el han-
seático afü está exento de la mayor parte de los impuestos; tiene sus propios jueces e
incluso guarda, honor evidente, una de las puertas de la ciudad 59 •
Sin embargo, el apogeo de Lübeck y de las ciudades asociadas a su fortuna ocurre
más tarde, entre 1370 y 1388; en 1370, la Hansa triunfa sobre el rey de Dinamarca

78
!lntC's y después de Vc11l'ci<1

A cí11ritJJes hanse4tícas

• ciuthrks
• no hanse4ticas

•Nuremberg
'"---· / ~

12. LOS TRAFICOS DE LA HANSA HACIA 1400


Tomado del Hisrorisdm Welratlas de!'. W Puzger. I<)(iJ, p. 57.

por el Tratado de Stralsund60 y ocupa fortalezas en los estrechos daneses; en 1388, a


consecuencia de un diferendo con Brujas, obliga a capitular a la opulenta ciudad y al
gobiettló de los Países Bajos, después de un eficaz bloqueo61 • Sin embargo, estos éxitos
tardfos ocultan los comienzos de una regresión que pronto será evidente 62 •
Además, en esta segunda mitad del siglo XIV, ¿cómo la inmensa crisis que se adue-
ña del mundo occidental podía dejar indemnes a los hanseáticos? Es verdad que, pese
a sus regresiones demográficas, Occidente no ha restringido su demanda de productos
del Báltico. Además, la población de los Países Bajos se ha visto poco afectada por la
Peste Negra y el incremento de las marinas occidentales hace pensar que no bajó el ni-
vel de l;tS importaciones de madera, sino todo lo contrario. Pero el movimiento de los
precios, en Occidente, perjudicó a la Hansa. Después de 1370, en efecto, el precio de
los cereales disminuye, y el de las pieles a partir de 1300, mientras que los precios de
los productos industriales aumentan. Este movimiento inverso de las dos partes de la
tijera desfavorece al comercio de Lübeck y de las otras ciudades bálticas.
Y como todo está relacionado, las tierras interiores de la Hansa pasan por crisis que

79
Ante5 y de5ptté5 de Venecia

La casa de la Hansa en Amberes. Construcción tardía, del siglo XVI (1564), que corresponde a
una renovación del comercio de los hanseáticos en Amberes. Según la acuarela de Cadiff, 1761,
(Foto Giraudon.)

enfrentan unos a otros a príncipes, señores, campesinos y ciudades. A esto se agrega la


decadencia de las lejanas minas de oro y de plata de Hungría y Bohemia 63 • En fin, sur-
gen o resurgen los Estados territoriales: Dinamarca, Inglaterra, los Países Bajos unidos
por los Valois de Borgoña, Polonia (que en 1466 triunfa sobre los caballeros teutóni-
cos), la Moscovia de lván el Terrible, que, en 1476, pondrá fin a la independencia de
Novgorod la Grande 64 • Por añadidura, ingleses, holandeses y comerciantes de Nurem-
berg penetran en los espacios de la Hansa6 ; Algunas ciudades se defienden, como Lü-
beck, que obtiene la victoria sobre Inglaterra en 1470-1474; otras prefieren adaptarse
a los recién llegados.
Los historiadores alemanes explican la decadencia de la Hansa por el infantilismo
político de Alemania. Eli Heckscher66 les quita la razón sin explicarse muy claramente.
En esa época en que las primacías son urbanas, ¿no puede pensarse que un Estado ale-
mán fuerte quizás hubiese obstaculizado tanto como ayudado a las ciudades de la Han-
sa? La decadencia de éstas parece más bien provenir del encuentro de su economía, bas-
tante poco evolucionada, con una economía ya más viva, la de Occidente. En todo ca-
so, en una perspectiva de conjunto, no se puede poner a Lübeck en el mismo plano
que Venecia o Brujas. Entre el Oeste activo y el Este menos activo, las sociedades han-
seáticas se mantienen en un capitalismo elemental. Su economía vacila entre el true-
que y la moneda; recurre poco al crédito: la moneda de plata será, durante largo tiem-
po, la única admitida. Lo mismo ocurre ·con tradiciones que son desventajosas, aun en
el marco del capitalismo de la época. La grave tormenta de fines del siglo XIV debía
golpear a las economías menos vigorosas. Sólo las más fuertes la superarán re-
lativamente.

80
Antes y después de Venecia

El otro polo de Europa:


las ciudades italianas

En el siglo VII, el Islam no conquistó de golpe el Mediterráneo. Y la crisis provo-


cada por sus invasiones sucesivas incluso vació el mar de sus tráficos, según sugiere A.
Ashtor 67 Pero en los siglos VIII y IX, los intercambios se reaniman; el Mediterráneo se
vuelve a poblar de barcos, y los riberefios, ricos y pobres, sacan todos ventaja de ello.
En las costas de Italia y Sicilia, surgen pequeños puertos activos, no sólo Venecia,
insignificante aún, sino diez o veinte pequeñas Venecias. A la cabeza de ellos está Amal-
fi68, aunque apenas logre ubicar su puerto, sus casas y, más tarde, su catedral, en el
hueco que le deja la montaña, que cae en picado sobre el mar. Su avance, a primera
vista poco comprensible, se explica por sus lazos tempranos y preferenciales con el Is-
lam y por la pobreza de sus suelos ingratos, que condenaron a la pequeña aglomera-
ción a lanzarse audazmente a las empresas marítimas 69 •
El destino de estas ciudades minúsculas, en efecto, se juega a centenas de millas de
sus aguas familiares. Para ellas, el éxito consiste en llegar a los países ricos del mar, las
ciudades del Islam o Constantinopla, en obtener monedas de oro 70 , los dinares de Egip-
to y Siria, para adquirir las suntuosas sedas de Bizancio y revenderlas en el Oeste, o
sea un comercio triangular. Esto equivale a decir que la Italia mercantil no es todavía
más que una vulgar región «periférica», preocupada por hacer aceptar sus servicios, sus

Vista aérea de Ama/ji que muestra de manera sorprendente la pequeñez del lugar, entre el mar
y la montaña. (Publicidad Aerofoto.)

81
Antes y después de Vem:aa

cargamentos de madera, de trigo, de telas de lino, de sal y de esclavos que obtiene en


el corazón de Europa. Todo eso antes de las Cruzadas, antes de que la Cristiandad y
el Islam se yergan uno contra otro.
Estas actividades reaniman a la economía italiana, semi dormida desde la caída de
Roma. Amalfi es invadida por la economía monetaria: actas notariadas consignan las
comriras de tierras de sus mercaderes por piezas de oro, desde el siglo IX 71 • Del siglo XI
al XIII, el paisaje del «valle» de Amalfi se transforma: se multiplican en él los castaños,
las viñas, los olivares, los frutos agrios y los molinos. Signo de la prosperidad de las
actividades internacionales de la ciudad. la Tabla de Amalfi se convertirá en una de
las grandes leyes marítimas del Mediterráneo cristiano. Pero no pudo evitar las desdi-
chas: en 1100, la ciudad fue conquistada por los normandos; dos veces, en 1135 y
113 7, fue saqueada por los pisanos; por último, en 1343, la ciudad baja fue destruida
por un maremoto. Sin dejar de estar presente en el mar, Amalfi pasa entonces al se-
gundo plano de lo que llamamos la gran historia 72 • Después de 1250, su comercio dis-
minuye, quizás al tercio de lo que había sido de 950 a 1050; el espacio de sus relacio-
nes marítimas se reduce progresivamente hasta no ser más que cabotaje, a lo largo de
las costas de Italia,. de algunas decenas de barcos, saetías y pequeños bergantines.
Los primeros pasos de Venecia fueron idéntí<:os. En 869, su duxJustiniano Parteci-
pazio dejó entre sus bienes 1.200 libras de plata, suma apreciable 73 • Como Amalfi en
el hueco de su montafia; Venecia, en sus sesenta islas e islotes constituye un universo
extraño, un refugio, pero incómodo: no tiene agua dulce ni recursos alimenticios, sino
sal, ¡demasiada sal! Se decía del veneciano: «Non arat, non seminat, non vendemiat»
(«No ara, no siembra, no vendimia» 74 ). «Construida en el mar, carente totalmente de
viñas y de campos cultivados», así describe su ciudad en 1327 7) el dux Giovanni So-
ranzo. Es la ciudad en estado puro, despojada de todo lo que no sea puramente urba-
no, condenada, para subsistir, a obtener todo del intercambio: el trigo o el mijo, el
centeno, el ganado, los quesos, las legumbres, el vino, el aceite, la madera, la piedra,
etcétera. ¡Incluso el agua potable! Su población entera se sitúa fuera de este «Sector pri-
mario», por lo común tan ampliamente representado en el interior mismo de las ciu-
dades preindustriales. Venecia despliega su actividad en los sectores que los economis-
tas de hoy llaman secundario y terciario: la industria, el comercio y los servicios, sec-
tores en que la rentabilidad del trabajo es más elevada que en las actividades rurales.
Eso equivale a dejar a otros las tareas inenos provechosas, a crear un desequilibrio que
conocerán todas las grandes ciudades: Florencia, aunque tica en tierras, importará su
cereal de Sicilfa desde los síglas XIV y xv, y cubrirá de viñas y olivares sus colinas próxi-
mas; Amsterdani, en el siglo XVII comerá el trigo y el centeno del Báltico, la carne de
Dinamarca y los arenques de la «Gran pesca» del Dogger Bank. Pero Venecia, Amalfi
o Génova -:'-todas ciudades sin verdaderos territorios-, se vieron condenadas a vivir
de este modo desde el principio. No tenían otra opción.
Cuando en los siglos IX y x surge el comercio lejano de los venecianos, el Medi-
terráneo está dividido entre Bizancio, el Islam y la Cristiandad occidentaL A primera
vista, Bízaricio debería haberse convertido en el centro de fa ecoiloinía-mundo en vías
de reconstitución. Pero Bizancio, sobrecargada por su pasado; no se muestra combati-
va'6' Abierto al Mediterráneo, prolongado hacia el Océano Indico y China por cortejos
de caravanas y de navíos, el Islam prevalece sobre la vieja metrópoli del Imperio Grie-
go. Entonces, ¿se apoderará él de todo? No, pues Bizando sigue siendo un obstáculo,
por sus ailtigu:aS riquezas, sus experienci~, su autoridad en un universo mal soldado,
en razón de la enorme aglomeración cuyo peso nadie puede desplazar a su antojo.
Las ciudades italianas, Génova, Pisa y Venecia, se deslizan poco a poco entre las
economías que dominan el mar, La suerte de Venecia quizás fue rio haber tenido ne·
tesidad, como Génova y Pisa; de recurrir a la violencia y al corso para hacerse un lugar

X2
'
Antes y ,fosp11és de Venec:u1

bajo el sol. Colocada bajo la dominación bastante teórica del Imperio Griego, penetra
más cómodamente que cualquier otra en el enorme mercado mal defendido de Bizan-
cio, presta al Imperio numerosos servicios e incluso contribuye a su defensa. A cambio,
obtiene privilegios exorbitantes 77 • Pero no por ello deja de ser una ciudad mediocre,
pese al desarrollo precoz en ella de un cierto «capitalismo». Durante siglos, la plaza de
San Marcos estará cubiena de viñas, árboles y construcciones parásitas, cortada en dos
por un canal, cubierta al norte por un vergel (de donde el nombre de Brolo, vergel,
que conservó ese lugar cuando se convirtió en el lugar de cita de los nobles y el centro
de las intrigas y alborotos políticos 78 ). Las calles son de tierra apisonada, los puentes
de madera, como las casas, por lo que la ciudad naciente, para evitar incendios envía
a Murano los hornos de los vidrieros. Sin duda, se multiplican los signos de actividad:
acuñación (le piezas de plata, préstamos estipulados en hiperpiroJ (la moneda de oro
de Bizancio ), pero el trueque conserva importancia, la tasa del crédito se mantiene muy
alta (de quinque ;ex, es decir, el 20 % ) y las condiciones draconianas del reembolso in-
dican la rareza del numerario, la modicidad del tono económico 79
Pero no seamos categóricos. Antes del siglo XIII, la historia de Venecia está en una
espesa bruma. Los especialistas discuten sobre ella como los estudiosos de la Antigüe-
dad discuten sobre los oscuros orígenes de Roma. Así, es probable que los mercaderes
judfos instalados en Constantinopla, en Negroponto y en la isla de Candía, hayan fre-
cuentado desde muy pronto el puerto y la ciudad de Venecia, aunque la isla llamada
de La Giudecca, pese a su nombre, no haya sido el lugar obligado de su estanciaªº· De
igual modo, es más probable que, en la época de la entrevista en Venecia de Federico
Barbarroja y el papa Alejandro III ( 1177), existiesen ya relaciones mercantiles entre la
ciudad de San Marcos y Alemania, y que el metal blanco de las minas alemanas de-
sempeñase un papel eminente en Venecia, frente al oro bizantino81 •
Mas para que Venecia sea Venecia, tendrá que controlar sucesivamente sus lagunas,
asegurarse el libre paso por las rutas fluviales que desembocan en el Adriático a su al-
tura y despejar en su beneficio la ruta del Brennero (hasta 1178 controlada por Vero-
na82). Será necesario que multiplique sus navíos de comercio y de guerra, y que el Ar-
senal, construido a partir de 1104 83 , se transforme en un centro de poder sin rival, que
el Adriático se convierta poco a poco en «SU golfo1> y que sea quebrada o descartada la
competencia de ciudades como Comacchio, Ferrara y Ancona, o, sobre l'altra Jponda
del Adriático, de Spalato, Zara y Ragusa. Sin contar las luchas que pronto entablará
contra Génova. Será necesario que forje sus instituciones fiscales, financieras, moneta·
rias, administrativas y políticas, y que hombres ricos («capitalistas1>, según G. Gracco 84 ,
a quien se debe un libro revolucionario sobre los comienzos de Venecia) se apoderen
del poder, inmediatamente después del reinado del último dux autocrático, Vitale Mi-
chiel (1172) 8 ). Sólo entonces se esbozarán los lineamientos de la grandeza veneciana.
Sin embargo, sin error posible, es la aventura fantástica de las Cruzadas lo que ace-
lera el avance mercantil de la Cristiandad y de Venecia. Así pues, hombres venidos del
Norte toman el camino del Mediterráneo, llegan a él con sus caballos, ofrecen el precio
de su pasaje a bordo de los navíos de las ciudades italianas y se arruinan para pagar sus
gastos. De p:-onto, los navíos de transporte aumentan de tamaño, se convierten en gi-
gantes, en Pisa, en Génova o en Venecia. En Tierra Santa, se implantan Estados cris-
tianos, abren una brecha hacia el Oriente y sus mercancías prestigiosas, la pimienta,
las especias, la seda y las drogas 86 • El cambio decisivo para Venecia fue la atroz 87 IV Cru-
zada, que iniciada con la toma de la cristiana Zara (1203), termina con el saqueo de
Constantinopla (1204). Hasta entonces, Venecia había sido un parásito, había comido
del interior del Imperio Bizantino. Este se convierte casi en su propiedad. Pero todas
las ciudades italianas se beneficiaron con el hundimiento de Bizancio; de igual modo,
se beneficiaron con la invasión mongola, la cual, después de 1240, abrió durante un si-

83
l.lntcs y después de Venecia

glo una ruta continental directa desde el Mar Negro hasta China y la India, con la ven-
taja inapreciable de eludir las posiciones del Islam 88 , La rivalidad entre Génova y Ve-
necia, desde entonces, aumenta en el escenario esencial del Mar Negro y, forzosamen-
te, en Constantinopla.
Es verdad que el movimiento de las Cruzadas se interrumpe ya antes de la muerte
de San Luis, en 1270, y que el Islam recupera, con San Juan de Acre, en 1291, la úl-
tima posición importante de los cristianos en Tierra Santa. Sin embargo, la isla de Chi-
pre, pu~sto estratégico decisivo, protege a los comerciantes y los marinos cristianos en
los mares de Levante89 • Y sobre todo, el mar, ya cristiano, sigue siéndolo en su tota-
lidad, con lo que se afirma la dominación de las ciudades italianas. En Florencia en
1250, en Génova todavía anees y en Venecia en 1284, la acuñación de monedas de
oro 9l señala una liberación económica con respecto a los dinares islámicos; es una afir-
mación de fuerza. Además, las ciudades manejan sin dificultades a los Estados territo-
riales: Génova restablece el Imperio Griego de Jos Paleólogos en 1261; y facilita la ins-
talación de los aragoneses en Sicilia {1282). Desde ella, los hermanos Vivaldi 91 , dos si-
glos antes que Vasco da Gama, parten a la búsqueda del cabo de Buena Esperanza.
Génova y Venecia poseen entonces imperios coloniales y todo parece destinado a reu-
nirse en una sola mano cuando Génova golpea mortalmente a Pisa en la batalla de la
Meliora, en 1284, y destruye las galeras de Venecia ante la isla de Curzola; en el Adriá-
tico (septiembre de 1298). En esa aventura, quizás fue hecho prisionero Marco Polo 91 •
A finales del siglo XIII, ¿quién no habría apostado diez contra uno por la próxima vic-
toria, total, de la ciudad de San Jorge?
Se habría perdido la apuesta. Finalmente, triunfará Venecia. Pero lo importante es
que, en adelante, en el Mediterráneo la lucha se desarrolla, ya no entre la Cristiandad
y el Islam, sino en el interior del conjunto de ciudades mercantiles e industriosas que
la prosperidad del mar ha desarrollado en la Italia del Norte. Lo más importante de lo
que está en juego son la pimienta y las especias de Levante, un privilegio de impor-
tancia bastante más allá del Mediterráneo. De hecho, era el mayor triunfo con que con-
taban los mercaderes italianos en la Europa nórdica, que se había consuuido al mismo
tiempo que se reafirmaba la renovación del Mediterráneo occidental.

El intermedio
de las fen'as de Champaña

Fue, pues, casi al mismo tiempo, y lentamente, como se constituyeron las dos zo-
nas económicas de los Países Bajos y de Italia. Y entre estos dos polos, estas dos zonas
centrales, se inserta el siglo de las ferias de Champaña. Ni el Norte ni el Sur, en efecto,
prevalecen (ni siquiera rivalizan) en esta primera instauración de la economía-mundo
europea. El centro económico se sitúa, durante bastantes años, a mitad de camino en-
tre esos dos polos, como para contentar a uno y otro, en las seis ferias anuales de Cham-
paña y de Brie, que, cada dos meses, se pasan la pelota 93 • «Se realizaba primero, en
enero, la de Lagny-sur-Marne; luego, el martes anterior al jueves de la tercera semana
de cuaresma, la de Bar-sur-Aube; en mayo, la primera feria de Provins, llamada de
Saint Quiriace; en junio, la "feria cálida" de Troyes; en septiembre, la segunda feria
de Provins o feria de Saint Ayoul y, finalmente, en octubre, para cerrar el ciclo, la "fe-
ria fría'' de Troyes)) 94 • La concentración de intercambios y de hombres de negocios pasa
de una ciudad a otra. Este sistema de relojería de repetición, existente desde el si-
glo XiII, ni siquiera es una innovación, pues probablemente imita el circuito preexis-

84 •
Antes y después de Venecia

tente de las ferias de Flandes9), y retomó, reorganizándola, una cadena de mercados


regionales preexistentes96 •
En todo caso, las seis ferias de Champaña y de Brie, que duran cada una dos meses,
llenan el ciclo entero del año, formando así un «mercado continuo» 97 , por entonces sin
rival. Lo que queda hoy del viejo Provins da una idea de la amplitud de los almacenes
de depósito de antaño. En cuanto a su celebridad, el dicho popular da testimonio de
ella: «ne pas savoir ses foires de Champagne» significa ignorar lo que todo el mundo
conoce 98 • En verdad, eran el lugar de encuentro de Europa entera, de lo que podían
ofrecer el Norte y el Sur. Las caravanas mercantiles convergen hacia Champaña y Brie
en convoyes agrupados y protegidos, de modo un poco similar a esas caravanas cuyos
camellos atraviesan los vastos desiertos del Islam hacia el Mediterráneo.
Una cartografía de esos transportes no está fuera de nuestras posibilidades. Lógica-
mente, las ferias de Champaña crearon a su alrededor la prosperidad de innumerables
talleres familiares donde se elaboraban telas y paños, desde el Sena y el Mame hasta
Brabante. Y esos tejidos vuelven a partir hacia el Sur, se difunden por Italia y luego
por todas las rutas del Mediterráneo. Los archivos notariales señalan el paso de los te-
jidos nórdicos por Génova desde la segunda mitad del siglo XII 99 En Florencia, los pa-
ños crudos del Norte se tiñen por el Arte di Calima/a 100 , que agrupa a los mercaderes
más ricos de la ciudad. Pero de Italia llegan la pimienta, las especias, las drogas, la se-
da, dinero en efectivo y créditos. Desde Venecia y Génova, las mercancías viajan por
mar hasta Aigues-Mortes y luego siguen los largos valles del Ródano, del Saona y del
Sena. Itinerarios exclusivamente terrestres franquean los Alpes, como la via francigena
que une Siena y muchas otras ciudades con la Francia lejana 101 • De Asti 102 , en Lom-
bardía, parten convoyes y bandadas de pequeños comerciantes, usureros y revendedo-
res que divulgarán por Occidente el nombre, pronto deshonroso, de los lombardos,
prestamistas por prendas. A esas confluencias se unen las mercandas de las diversas pro-
vincias francesas, de Inglaterra, de Alemania y las de la Península Ibérica, por la mis-
ma ruta de Santiago de Compostela• 03.
Sin embargo, la originalidad de las ferias de Champaña reside menos, sin duda,
en la superabundancia de mercancías que en el comercio del dinero y los juegos pre-
coces del crédito. La feria se inicia siempre con la subasta de paños, y las cuauo pri-
meras semanas sr reservan a las transacciones mercantiles, pero el mes siguiente es el
de los cambistas. Son aparentemente personajes modestos que se instalan, el día esta-
blecido, «en Provins, en la ciudad alta, en el viejo mercado, frente a la iglesia de San
Teobaldo» o «en Troyes, en la calle Media y la Tienda de Especias, cerca de la iglesia
de San Juan del Mercado» 1º4 • De hecho, estos cambistas, italianos por lo general, son
los verdaderos directores del juego. Su material es una sencilla «mesa cubierta por un
tapiz», con un par de balanzas, pero también con sacos «llenos de lingotes o mone-
das»10). Y las compensaciones entre ventas y compras, los informes de una feria sobre
otra, los préstamos a los señores y los príncipes, el pago de las letras de cambio que
van a «morir» en la feria, así como la escritura de las que parten de ella, todo pasa por
sus manos. En consecuencia, en lo .que tienen de internacional y, sobre todo, de más
moderno, las ferias de Champaña son dirigidas, de cerca o de lejos, por los comercian-
tes italianos cuyas firmas son a menudo grandes empresas, como la Magna Tavola de
los Buonsignori, esos Rotschilds de Siena 106 •
Es ya la misma situación que se presentará, más tarde, en las ferias de Ginebra y
de Lyon: un crédito italiano que explota en su beneficio, mediante las confluencias de
ferias de gran radio, el inmenso mercado de Europa Occidental y sus retribuciones en
dinero contante y sonante. ¿No es para conquistar el mercado europeo por lo que las
ferias de Champaña se han situado, no en su centro económico, la Italia septentrional
indudablemente, sino cerc:t de los clientes y proveedores del None? ¿O bien se han

85
Antes y después de Venecia

• Tréveris
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Vlllencia •

13, LAS CIUDADES EN RELACION CON LA FERIAS DE CHAMPAÑA (XII-XIII)


&te ·;n-,,¡,a d&/;;r11 e/Confanii> económico y lt1 bipolt1ri"4tl ,/e ta E11ropt1 tlel siglo Xlll, Pmies &jos en el norte, ltt1lia en el
1ur. (Tom11tio tie H. Ammflnt" igut1/ refere11ci11 que el mt1pa tle /11 p. 74.)

86
Ante.< y después de \!enem1

visto obligadas a ello en la medida en que el centro de gravedad de los intercambios


terrestres ha oscilado en dirección a la gran industria nórdica, a partir del siglo XI? En
todo caso, las ferias de Champaña estaban situadas cerca del límite de esta zona de pro-
ducción: París, Provins, Chalons y Reims son centros textiles desde el siglo XII. Por el
contrario, la Italia triunfante del siglo XIII sigue siendo ante todo mercantil, a la cabe-
za de las técnicas de los negocios: introdujo en Europa la acuñación de monedas de
oro, la letra de cambio y la práctica del crédito, pero la industria sólo será su dominio
en el siglo siguiente, después de la crisis del siglo XIV 107 Mientras tanto, los paños del
Norte son indispensables para su comercio con Levante, de donde viene lo esencial de
su fortuna. ·
Estas necesidades han contado más que el atractivo de la política liberal de los con-
des de Champaña, a menudo invocada por los historiadores 108 Ciertamente, los co-
merciantes siempre han estado a la búsqueda de libertades, lo que justamente les ofre-
cía un conde de Champaña bastante dueño de sus movimientos, aunque bajo la sobe-
ranía nominal del rey de Francia. Por las mismas razones, las ferias del condado de Flan-
des tendrán el favor de los mercaderes 109 , deseosos de evitar los peligros y trabas que
creaban de ordinario los Estados demasiado poderosos. Sin embargo, ¿puede creerse
que fue la ocupación de Champaña, en 1273, por Felipe el Audaz y luego su incor-
poración a la corona de Francia por Felipe el Hermoso, en 1284 1111 , lo que dio a las
ferias el golpe de gracia? Las ferias declinaron por otras razones, en esos últimos años
del siglo XIII que, a todo lo largo de él, les había sido tan favorable. La paralización
de los negocios afectó a las mercancías, en primer lugar; las operaciones de crédito se
mantuvieron durante más tiempo, hasta alrededor de los años 1310-1320 111 • Estas fe-
chas coinciden, además, con las crisis más o menos largas y violentas que acuden a la
sazón al conjunto de Europa, desde Florencia hasta Londres, y que anuncian tempra-
namente, antes de la Peste Negra, la gran recesión del siglo XIV.
Esas crisis afectaron mucho a la prosperidad de las ferias. Pero también tuvo im-
portancia la creación, a fines del siglo Xlll y comienzos del XIV, de un vínculo maríti-
mo continuo, forzosamente competidor, entre el Mediterráneo y el mar del Norte, por
el estrecho de Gibraltar. La primera conexión regular, establecida por Génova en be-
neficio de sus naves, tuvo lugar en 1277. Las otras ciudades del Mediterráneo seguirán
su ejemplo, aunque con cierto retraso.
Al mismo tiempo, se desarrolló otra conexión, terrestre; en efecto, las rutas alpinas
del oeste, Mont-Cenis y el Simplon, perdieron su importancia en beneficio de los pa-
sos del este, el San Gotardo y el Brennero. Fue en 1237 cuando el puente audazmente
construido sobre el Reuss abrió la vía del San Gotardo 112 • El «istmo alemán» fue desde
entonces el más favorecido. Alemania y la Europa Central tuvieron un progreso general
con la prosperidad de sus minas de plata y de cobre, los avances de la agricultura, el
establecimiento de la industria de los fustanes y el desarrollo de los mercados y las fe-
rias. La expansión de los comerciantes alemanes se produce en todos los países de Oc-
cidente y en el Báltico, en la Europa del Este tanto como en las ferias de Champaña y
en Venecia, donde el Fondaco dei Tedeschi parece haber sido fundado en 1228 113 •
¿Es el atractivo de los intercambios por el Brennero lo que explica que Venecia ha-
ya tardado tanto (hasta 1314) en seguir a los genoveses por las rutas marítimas que lle-
vaban a Brujas? Está fuera de duda, considerando la importancia de la plata en el co-
mercio de Levante, que las ciudades italianas estaban interesadas en primer término en
la producción de las minas de placa alemanas. Además, una red de tiendas de cambis-
tas se extiende muy pronto por las ciudades de la Alta Alemania y de Renania, cam-
bistas que desempeñaban el mismo papel que los banqueros comerciantes de Brujas o
de Champaña 114 • Así, el antiguo lugar de cita francés se vio perjudicado por un sistema
de vías rivales, terrestres y marítimas.
87
Antes y después de Venecia

Se sugiere a veces que las ferias de Champaña sufrieron a causa de una «revolución
mercantil:., del triunfo de un nuevo comercio en el que el comerciante perman~ce en
su tienda o en su establecimiento, toma empleados fijos y transportadores especiales Y
en adelante dirige sus negocios desde lejos gracias a la verificación de la contabilidad
y a las cartas que transmiten información, órdenes y recriminaciones. Pero, de hech~,
¿acaso el comercio no ha tenido, mucho antes de las ferias de Champaña, esa duali-
dad, venta itinerante, de un lado, y sedentarismo, del otro? ¿Y qué impedía que la
nueva práctica echase raíces en Provins o en Troyes?

Una oportunidad
perdida para Francia

¿Quién sabrá hasta qué punto la prosperidad de las ferias de Champaña ha sido
beneficiosa para el Reino de Francia, y especialmente para París?
Si el Reino, polítícamente estructurado a partir de Felipe Augusto (1180-1223), lle-
ga a ser sin duda el más. brillante de los Estados europeos desde antes de San Luis
(1226-1270), fue en función del avance general de Europa:, pero también porque el cen-
tro de gravedad del mundo europeo se estableció a una o dos jornadas de su capital.
París se convierte en una gran plaza mercantil y lo seguirá siendo, a buena altura, hasta
el siglo XV. La ciudad se benefició de la vecindad de tantos hombres de negocios. Al
mismo tiempo, acogió las institucfones de la monarquía francesa, se cubrió de monu-
mentos y tuvo la más brillante de las universidades de Europa, donde brillaba, lógica•
merite, la revolución científica consecutiva: a la nueva circulación de! pensamiento de
Aristóteles. Durante este «gran siglo (el XIII] -dice Augusto Guzzo-, {... ] todo el
mundo tenía los ojos fijos en París. Muchos italianos fueron sus alumnos y a veces sus
maestros, como San Buenaventura y Sanco Tomás:.m. ¿Puede decirse, entonces, que
fue un siglo de París? Es lo que sugiere, a contrario, el título del polémico y acalorado
libro de Giuseppe Toffanin, historiador del humanismo, con respecto al siglo XIII, que
es para él /~Seco/o Jenza Roma 11<•. En todo caso, el gótico, arte francés, se difunde a
partir de la Ile-de-France, y los comerciantes sieneses, habituados a las ferias de Cham-
paña, no fueron los únicos en llevarlo con ellos en su equipaje. Y puesto que todo se
relaciona, fue el momento en que las comunas francesas rematan su progresó y en que,
alrededor de París, entre 1236 y 1325, en Sucy-en-Brie, Boissy; Orly y otras partes, se
precipita, con el favor de la autoridad real. la liberación de los campesinos 117 • Fue tam·
bién el momento en que Francia, con San Luis, toma en sus manos la Cruzada en el
Mediterráneo, es decir, ocupa el puesto de honor en la Cristiandad.
Sín embargo, en la historia de Europa y de Francia, las ferias de Ch:impaña no fue-
ron más que un intermedio. Fue la primera y la última vez que el complejo económico
construido sobre Europa dio una serie de ciudades de ferias, y, más aún, continentales.
Fue también la primera y la última vez que se estableció en Francia el centro econó-
mico de Occidente, tesoro poseído y luego perdido sin que los responsables del destino
francés hayan tenido conciencia de ello 118 • Sin embargo, lo que se esboza con los últi-
mos Capetos es, por largos años, una especie de puesta fuera de juego del Reino de
Francia. El desarrollo de las rutas entre el Norte y el Sur entre Alemania e Italia y la
conexión marítima entre el Mediterráneo y el mar del Norte establecieron, antes de ter-
minar el siglo Xlll, un circuito privilegiado del capitalismo y la modernidad: bordea a
Francia a buena distancia, sin siquiera tocarla. Si se exceptúa a Marsella Aigues-Mortes,
el gran comercio y el capitalismo que éste transporta están casi fuera del espacio fran-
Antes y después de Vent'cia

cés, que !.ó!o estará entreabierto a los grandes tráficos exteriores durante las desdichas
y las carencias de la Guerra de los Cíen Años e inmediatamente después de ella.
Pero al mismo tiempo que la economía francesa, es el Estado territorial el que que-
da fuera de juego, mucho antes de la regresión que va a coincidir con la Guerra llama-
da de los Cien Años. Si el Reino de Francia hubiese mantenido su fuerza y su cohe-
rencia, es probable que el capitalismo italiano no hubiera tenido tanto campo libre. Y
recíprocamente, los circuitos nuevos del capitalismo han dado tal potencia de mono-
polio en beneficio de las ciudades-Estado de Italia y de los Países Bajos que los Estados
territoriales nacientes, en Inglaterra, Francia o España, forzosamente sufrieron sus
consecuencias.

LA PREEMINENCIA TARDIA
DE VENECIA

Francia, en Champaña; pierde el balón. ¿Quién lo coge? Ni las ferias de Flandes


ni Brujas (contrariamente a lo que afirma Lamberto focarnati 119), pese a la creación de
su famosa Bolsa, en 1309. Las naves, los negociantes, las mercancías caras, la plata y
el crédito acuden allí desde el Sur, ya lo hemos dicho. «Los profesionales del crédito
-señala el mismo Lamberto Incarnati 12º'- sori allí en gran parte los italianos.» Y la
balania de pagos de los PaíSeS Bajos favorecerá, hasta fines del siglo XV y sin duda des-
pués, a los meridionales~21 ,
Si el centro de gravedad hubiese permanecido a mitad de camino entre el Adriático
y el mar del Norte, hubiera podido establecerse en Nuremberg, por ejemplo, donde
confluyen una docena de grandes rutas, o en Colonia, la más importante de las ciu-
dades alemanas. Ahora bien, si Brujas o un centro medio análogo a las ferias de Cham-
paña no prevalecen, es quizás porque Italia ya no tiene la misma necesidad de ir al Nor-
te, ahora que ha desarrollado en Florencia, Milán y otras partes sus propios centros in-
dustriales, cerca de sus comerciantes. Florencia, que hasta entonces había dedicado la
mejor de sus actividades artesanales al tinte de los paños crudos del Norte, pasa del
Arte di Calima/a al Arte della Lana, y su desarrollo industrial es rápido, espectacular.
Lo importante también es la regresión que, desde años antes, prepara el terreno pa·
ra la apocalíptica Peste Negra y el fantástico reflujo de la vida económica que le segui-
rá. La crisis y las inversiones de tendencias, ya lo hemos visto 122 , favorecen el deterioro
de los sistemas locales, eliminan a los más débiles y refuerzan la preponderancia rela-
tiva de los más fuertes, aunque también sean víctimas de la crisis. La tormenta tam-
bién atravesó a Italia y la sacudió; las hazañas y los éxitos se hacen raros en ella. Pero
replegarse sobre sí misma significa replegarse sobre el Mediterráneo, que sigue siendo
la zona más activa y el corazón del comercio internacional más provechoso. En la re-
gresión general de Occidente, Italia es, como dicen los economistas, una «Zona de abri-
go»: constrva el mejor de los tráficos; su juego con el oro 123 y su experiencia en materia
de moneda y de crédito la protegen; sus ciudades-Estado, maquinarias mucho más fá-
ciles de manejar que los pesados Estados territoriales, pueden vivir holgadamente en
esa coyuntura estrecha. Las dificultades son para otros, particularmente, para los gran-
des Estados territoriales, que sufren y se desequilibran. El Mediterráneo y la Europa ac-
tiva se reducen, más que nunca, a archipiélagos de ciudades.
No es de asombrarse, pues, que, en el recentramiento de gestación de la economía
europea, ia competencia sólo exista entre las ciudades italianas. Son, en particular, Ve-

89
A11t~s y d~spués de Venecia

necia y Génova las que van a disputarse el cetro, en nombre de sus pasiones y sus in-
tereses. Tanto una como la otra pueden triunfar. ¿Por qué, entonces, la victoria de
Venecia?

Génova
contra Venecia

En 1298, Génova había derrotado a la flota veneciana frente a Curzola. Ochenta


años más tarde, se apoderaba, en agosto de 1379, de Chíoggía, pequeño puerto de pes-
cadores que domina una de las salidas al Adriático de la laguna veneciana 124 La orgu-
llosa ciudad de San Marcos parecía perdida, pero, mediante un arranque prodigioso,
invirtió la situación: Vettor Pisani, en junio de 1380, retomó Chioggia y destruyó la
flota genovesa 12 1. Al año siguiente, la paz firmada en Turín no otorgaba ninguna ven-
taja formal a Venecia 126 • No obstante. fue el comienzo de la retirada 4e los genoveses
--ya no reaparecerán en el Adriático- y la afirmación indiscutible, desde entonces,
de la pteemihehtia de Venecia.
Esa derrota y luego ese triunfo no son fáciles de comprender. Además, Génova, des-
pués de Chioggia, rio füe eliminada del número de las ciudades ricas y poderosas. ¿Por
qué, entonces, la interrupción definitiva del combate en el inmenso rampo cerrado del
Mediterráneo, donde las dos rivales habían podido, durante tanto tiempo, propinarse
golpes, saquear un litoral, capturar un convoy, destruir galeras y actuar una contra otra
por intermedio de los príncipes: el angevino, el húngaro, el paleólogo o el aragonés?
Quizás fue la prosperidad prolongada, el flujo en ascenso de los negocios. lo que
había permitido durante largo tiempo esas batallas encarnizadas, a decir verdad sin efec-
tos mortales, como si cada vez las heridas y las plagas se curasen por sí solas. Si la Guc:rra
de Chioggia marcó una cesura, ¿no fue porque. en esos años de 1380, el impulso de
un largo período de crecimiento quedó frenado, esta vez sin remisión? El lujo de la
pequeña o de la gran guerra se hizo demasiado costoso. Se imponía la coexi ;tencia pa-
cífica. Tanto más cuanto que los intereses de Génova y de Venecia, potencias mercan-
tiles y coloniales (las cuales, puesto que eran coloniales, habían alcanzado ya una fase
relativamente avanzada del capitalismo), hacían poco aconsejable la lucha hasta la muer-
te de una u otra: las rivalidades capitalistas admiten siempre cierto grado de complici-
dad; aun entre adversarios decididos.
En todo caso, no creo que la promoción de Venecia haya obedecido a la preemi-
nencia de su capitalismo, considerado por Oliver C. Coxu; como el nacimiento de un
modelo original. Pues ningún historiador podría dudar de la precocidad de Génova,
de su modernismo único en el camino del capitalismo. Desde este punto de vista, Gé-
nova, es bastante más moderna que Venecia, y quizás esta misma posición avanzada
la hizo vulnerable. Tal vez una de las ventajas de Venecia fue, precisamente, ser más
razonable, menos arriesgada. Y su situación geográfica la favorecía, con toda eviden-
cia. Salir de la laguna era entrar en el Adriático y, para un veneciano, suponía estar
todavía en sus dominios. Para un genovés, abandonar su ciudad era entrar en el mar
Tirreno, demasiado vasto como para ser eficazmente vigilado y que, de hecho, perte-
necía a todo el mundo 128 Y mientras el Este fue la fuente principal de las riquezas,
Venecia, con las facilidades que le brinda su camino de islas hacia Oriente, prevaleció.
Cuando la «ruta mongol» desapareció, hacia los años 1340, adelantándose a sus rivales,
ella fue la primera en presentarse, en 1343, ante las puertas de Siria y Egipto, y no las
halló cetradas 129 En fin, Venecia estaba ligada, más que cualquier otra ciudad italiana,

90
/\Tites y después de Venecit.1

El León de San Marcos, 1516. Venecia. Palacio Ducal. (Foto Giraudon.)

a Alemania y a Europa Central, que eran los clientes más seguros para el algodón, la
pimienta y las especias, y la fuente privilegiada del metal blanco, clave del comercio
de Levante.

La potencia
de Venecia

A finales del siglo XIV, la primacía de Venecia se afirma sin ambigüedad. Ocupa,
en 1383, la isla de Corfú, clave de la navegación en la entrada y la salida del Adriático.
Sin dificultades, aunque con grandes gastos 130 , de 1405 a 1427 ocupa las ciudades de
su tierra.firme: Padua, Verona, Brescia y Bérgamo 131 Frente a Italia, ahora está prote-
gida por un glacis de ciudades y territorios. La ocupación de esta zona continental so-
bre la que, desde hacía tiempo, irradiaba su economía se inscribe, además, en un sig-
nificativo movimiento de conjunto: al mismo tiempo, Milán se convierte en la Lom-
bardía; Florencia se impone en la Toscana y se apodera de su rival, Pisa, en 1405; Gé-

91
Antes y despué> de Venecú

nova logra extender su dominación a sus dos «tivieras» de Levante y de Poniente, y cie-
ga el puerto de Savona, su rival1 32 • Se produce el fortalecimiento de las grandes ciu-
dades italianas a expensas de las ciudades de menor peso. En suma, un proceso de los
más clásicos.
Y Venecia ya había logrado, bastante antes, crearse un imperio, modesto en exten-
sión, pero de una asombrosa importancia estratégica y mercantil, a causa de su alinea-
ción a lo largo de las rutas de Levante. Un imperio disperso que se asemeja con ante-
lación, conservando las proporciones, al de los portugueses o al de los holandeses, más
tarde, a través del Océano Indico, según el esquema que los anglosajones llaman tra-
ding posts Empire, una cadena de puestos mercantiles que componen, todos juntos,
una larga extensión capitalista. Un imperio «al estilo fenicio», diríamos nosotros.
La potencia y la riqueza marchan a la par. Ahora bien, esta riqueza (y por ende
esta potencia) puede someterse a una prueba de verdad partiendo de los presupuestos
de la Señoría:, sus Bilancim, y de la célebre arenga del viejo dux Tomaso Mocenígó, en
vísperu de su muerte, en 1423. . . . .
En esa: época, los ingresos de la ciudad de Venecia: se elevan a: 750.000 ducados. Si
los coeficientes de que ricis hemos servido en otras partes 134 '-el presupuesto estaría en-
tre el 5 y el 10°/o de la renta nacional'- son aplicables aquí, la renta nacional bruta:
de fa dudad estaría entre 71 5. millones y .15 millones de ducados, Puesto que la pobla~
ción atribuida a Venecia y el Dogado (el suburbio hasta Chioggfa} era de 150.000 ha~
bitantes a lo sumo, la cerita per tapt'ta de la ciudad estaría entre los 50 y fos 100 du-
cados, que es un nivel muy elevado; incluso la: cifra más baja es apenas creíble.
Se captará aún mejor su dimensión si intentamos hacet una comparación con las
economías de la época. Un documentó venecianom presenta justamente, para comien-
zos del siglo xV, una lista: de los presupuestos europeos cuyas cifras han sido utilizadas
para elaborar la figura de la página siguiente. Mientras que los ingresos propios de Ve•
necia se estiman en 750.000 u 800.000 ducados, el Reino de Francia, entonces en fa.
mentable situación, es verdad, ingresa un millón de ducados solamente; Venecia está
en pie de igualdad con España (pero, ¿qué España?), casi en igualdad con Inglaterra
y supera con mucho a las otras ciudades italianas que pretenden pisarle los talones: Mi-
lán, Florencia y Génova. Es cierto que, en el caso de esta última, las cifras del presu-
puesto no dicen mucho, pues los intereses privados confiscaron en su beneficio una par-
te enorme de las rentas públicas.
Y sólo hemos hecho referencia a Venecia y el Dogado. A la renta de la Señoría
(750.000 ducados) se agregan la renta de la Tierra Firme (464.000) y la del Imperio
del «mar> (376.000). El total (1.615.000 ducados) sitúa el presupuesto de Venecia en
cabeza de todos los presupuestos de Europa. Y más aún de lo que parece. Pues si se
atribuye al conjunto veneciano (Venecia, más la Tierra Firme, más el Imperio) una po-
blación de un millón y medio de personas, cifra máxima, y quince millones de habi-
tantes (para permitir un cálculo grosero y rápido) a la Francia de Carlos IV, éste, al te-
ner diez veces más habitantes, si las riquezas fuesen iguales, debería tener un presu-
puesto diez veces superior al de la Señoría, o sea, de 16 millones. El presupuesto fran-
cés, de un millón solamente, pone de relieve la monstruosa superiorídad de las ciuda-
des-Estado con respecto a las economías «territoriales» y hace pensar en lo que puede
significar, en beneficio de una ciudad, es decir, de un puñado de hombres, Ja concen-
tración temprana de capital. Otra comparación interesante, si no perentoria: nuestro
documento revela la regresión de los presupuestos en el siglo XV, sin precisar, desgra-
ciadamente, a partir de qué año comenzó dicha regresión. Con respecto a la norma an-
tigua, el presupuesto inglés disminuyó en el 65 % , el de España (pero, ¿qué España?)
en el 73% y el de Venecia en el 27% solamente.
Segunda prueba: la célebre arenga del dux Mocenigo, que es a la vez un testamen-

92
Antes y después de Venecia

to, una estadística y una invectiva política 136 • A punto de morir, el viejo dux hizo un
esfuerzo desesperado por cerrar el camino a Francesco Foscari, el belicista, que le suce-
derá el 15 de abril de 1423 y presidirá los destinos de Venecia hasta el 23 de octubre
de 145 7, fecha de su deposición. El viejo dux explica a sus oyentes las ventajas de la
paz para conservar la fortuna del Estado y de los particulares. Si elegís a Foscari, di~e.
«dentro de poco estaréis en guerra. Quien tenga 10.000 ducados luego no tendrá más
que mil, quien tenga diez casas no tendrá más que una, quien tenga diez trajes no
tendrá más que uno, quien tenga diez jubones o calzas y camisas apenas tendrá uno,
y así con cualquier otra cosa ... >. Por el contrario, si la paz se mantiene, csi seguís mi
consejo, veréi~ que seréis los dueños del oro de los cristianos».
He aquí, sin embargo, un lenguaje sorprendente. Supone que, a la sazón, había
en Venecia hombres que comprendían que cuidar sus ducados, sus casas y sus calzas
era el camino de la verdadera potencia; que por la circulación mercantil -no por las
armas- es posible hacerse «dueños del oro de los cristianos:., es decir, de toda la eco-
nomía europea. Según Mocenigo (y sus cifras, discutidas ayer, hoy ya no lo son), el ca-
pital que se invierte cada año en el comercio es de diez millones de ducados. Estos diez
millones rinden, además de dos millones de renta del capital, un beneficio comercial
de dos millones. Observemos esta manera de distinguir el beneficio comercial del in-
terés del capital invertido, calculados uno y otro a una tasa del 20%. Así, el rendi-
miento del comercio lejano en Venecia, según Mocenigo, es del 40%, tasa fabulosa-
mente elevada y que explica la salud temprana y exuberante del capitalismo veneciano.
Sombart podía tachar de «infantil> a quien osase hablar de capitalismo en Venecia en
el siglo XJL Peto, eri el siglo XV, ¿qué otro nombre dar al mundo que se deja traslucir
en el asombroso discurso de Mocenigo?
Los cuatto millones de renta comercial anual, calculada por el mismo dux, repre-
sentan entre la mitad y el cuarto de mi propia estimación de la renta global de la ciu-
dad. El discurso de Mocenigo da de paso algunas estimaciones numéricas del comercio
y la flota de Venecia. Ellas corroboran los órdenes de magnitud de nuestros cálculos.
Estos tampoco contradicen lo que se sabe de la actividad de la Zecca, la casa de la mo-
neda veneciana (en una época, es verdad, mucho más tardía, inflacionista, por afiadi-
dura, que corresponde a lo que algunos llaman la «decadencia de Venecia>). En efecto,
la Zecca acuña en los últimos años del siglo XVJ alrededor de dos millones de ducados
por año, entre piezas de oro y piezas de plata 137 • Esto permitiría suponer un flujo mo-
netario en movimiento que llega hasta los 40 millones 138 , flujo que sólo pasa por Ve-
necia, pero se renueva cada año. ¿Qué hay de asombroso en esto, si se piensa que sus
comerciantes tienen firmemente en sus manos los tráficos principales del mar, la pi-
mienta, las especias, el algodón de Siria, el trigo, el vino, la sal, etcétera? Ya Pierre
Daru, en su clásica y siempre útil Histona de Venecia (1819) 139 , señalaba «cuánto había
aportado a Venecia esta rama del comercio, la de la sal>. De ahí la preocupación de la
Sefioría por controlar las salinas del Adriático y de las costas de Chipre. Cada año, des-
de Hungría, Croacia y la misma Alemania, más de 40.000 caballos acudían a cargar
sólo la sal de Istria 14 º.
Otros indicios de la riqueza de Venecia son la enorme concentración de poder que
representa su Arsenal, el número de sus galeras, de sus barcos de carga y el sistema de
las galere da mercato, sobre el cual volveremos 141 • También, el embellecimiento cons-
tante de la ciudad, que poco a poco, en el curso del siglo XV, cambia de piel; las calles
de tierra apisonada son enlosadas, los puentes y los muelles de madera de los canales
son reemplazados por puentes y fondamenta de piedra (hay una «petrificación» del ca-
pital que es tanto un lujo como una necesidad), sin contar otras operaciones de interés
urbanístico: la excavación de pozos 142 o la limpieza de los canales de la ciudad, cuyo
hedor se hace a veces insoportable 143.

93
Todo eso se inscribe en una política de prestigio que, para un Estado, para una ciu-
dad o para un individuo, puede constituir un medio de dominación. El gobierno de
Venecia es muy consciente de la necesidad de embellecer la ciudad, anon sparando
spexa alguna corno e conveniente a la beleza sua» («sin economizar gastos, como con-
viene a su belleza» )1 ;.i. Si los trabajos de reconstrucción del palacio de los Dux van para
largo, se prosigue::i casi sin interrupción; en Rialto Vecchio, en 1459, se eleva la nueva
Loggia, es decir. la bolsa de los comerciantes, frente al Fondaco dei Tedeichi 14 ). De
1421 a 1440, los Contarini hacen construir la Ca'd'oro en el Canal Grande, donde los
grandes palacios van a multiplicarse. Sin duda, esta fiebre de construcciones es común
a muchas ciudades de Italia y de otras partes. Pero construir en Venecia, sobre millares
de robles hundidos como pilotes en la arena y el cieno de la laguna, con piedras lle-
vadas de Istria. representa un gasto absolutamente colosaP 46 •
Nacuralm~ote, la fuerza de Venecia se manifiesta también, y con brillo, en el pla-
no político. Venecia descuella en éste; tuvo desde muy temprano sus embajadores, sus
oraton'. Tuvo también, al servício de su política, tropas de mercenarios: quien tiene di-
nero, los contrata, los compra y los lanza al tablero de los campos de batalla. No son

3000

º'00"
01000

Qsoo
Q200

14. COMPARACION DE PRESUPUESTOS:


VENECIA RESISTE MEJOR LA CRISIS QUE LOS OTROS ESTADOS
l!.sta repre;entación griifit11 de la1 cifras venectantJS (Bilanci generali. f. 1912. pp. 98·99) mueJIT'1 a la vez: los vnlúmenes res·
.!••·.-i'ivo1 de 101 pre1upue1101 e11ropeo1 j su regresión má1 o menos fuerte en el pn'mer cuarlo del siglo XV. Las ctfra1 indi-
i'Jda1 aquí, la1 mis seguras; corresponden al cín;u/o 01curo y 1in duda (1/ año 1423. FJ círculo en gris claro repre.renta lor
pre1upue1to1 anterioru, daramenle mJ1 importantes.
Antes y de5f'ttés de \!enl'cia ¡\
l

Giovanni Antonio Canaletto (1697-1768). 11 Campo di San Giacometto. Era en el pórtico de es-
ta pequeña igiesia, en ia prolongación de la plaza de Ria/to, donde se reunían iM grandes mer-
caderes. (Museo de Dre.rde, clisé del museo.)

siempre los mejores soldados, pues los condottien· inventarán las guerras donde se per-
sigue amigablemente 147 , sin alcanzarse, esas «extrañas guerras» como la de 1939-1940.
Pero dice mucho sobre la potencia de una ciudad-Estado superabundantemente rica
que Venecia bloquee las tentativas hegemónicas de Milán; que participe en la Paz de
lodi (1454), que creó, o más bien congeló, el equilibrio de las potencias italianas; que,
con ocasión de la Segunda Guerra de Ferrara, en 1482-1483, resista sin gran esfuerzo a
sus adversarios, quienes sueñan, como dice uno de ellos, con volverla a sumergir en el
agua del mar donde estaba antaño en su elemento 148 ; y que esté, en 1495, en el centro
de las negociaciones que sorprenderán a Commynes y acompañarán a su vuelta, sin
bombos ni platillos, al pequeño rey de Francia Carlos VIII, que el año anterior había
llegado demasiado fácilmente a Nápoles. Priuli, en sus Diani1 49 , tiene derecho a de-

95
Antes y después de Venecia

jarse llevar por el orgullo al relatar la extraordinaria reunión de todos los embajadores
de los príncipes de Europa, más el representante del sultán, de la que saldrá la línea
antifrancesa del 31 de marzo de 1495, destinada a salvar a la pobre Italia invadida por
un rey de allende los montes, esa Italia de la que los venecianos «defensores de la Cris-
tiandad son los padres» 1 io.

La economía-mundo
a partir de Venecia

La economía-mundo centrada en Venecia, fuente de su potencia, no se delinea cla-


ramente en un mapa de Europa. Al este, la frontera, bastante nítida a la altura de Po-
lonia y Hungría, se vuelve incierta a través de los Bakanes, por una conquista turca
que precedió a la toma de Constantinopla (1453) y que se extendió irresistiblemente
hada el norte: Adrianópolis fue ocupada en 1361; la batalla de Kossovo que destruyó
al gran Iinperfo Serbio Se produjo en 1389. Hacia el oeste, en cambio, o.o hay vacila~
dóo. alguna: Europa entera está bajo la férula de Venecia. Lo mismo el Mediterráneo,
incluida Constantinopla (hasta 1453) y, más allá, el espado del Mar Negro, explotado
todavía durante algunos años en beneficio de Occidente. Los países del Islam que fos
turcos aún no han ocupado (Africa del Norte, Egipto y Siria) se abren en su franja ma-
rítima a los comerciantes cristianos; desde Ceuta; portuguesa a partir de 1415, hasta
Beito.t y Trípoli, eti Sitia': Peto se reservan exclusivamente las rutas profundas de las
tierras interiores, en dirección del Africa Negra, el Mar Rojo y el Golfo Pérsko, Las es-
pecias, las drogas y las sedas se dirigen hacia fos puertos de Levante, donde deben es"
perarlas los comerciantes de Occidente.
. Más complicada que el trazado de las fronteras del conjunto es la división de las
diversas zonas que la componen. Sin duda, la zona central es fácilmente reconocible;
las declaraciones de Tommaso Mocenigo¡ recordadas antes, p. 92, revelan las relaciones
prefi:renciales de Venecia con Milán, las ciudades lombardas; Génova y Florencia. Este
archipiélago de ciudades, limita.do al sur por una línea que une a Florencia con Anco-
na y al norte por la línea de los Alpes, es indiscutiblemente el corazón de la econo-
mía-mundo dominada por Venecia. Pero este espacio jalonado de ciudades-estrella se
prolonga hacia el norte, más allá de los Alpes, por una especie de Vía Láctea de ciu-
dades mercantiles: Augsburgo, Viena, Nuremberg, Ratisbona, Ulm, Basilea, Estrasbur-
go, Colonia, Hamburgo e incluso Lübeck, y termina con la mole siempre poderosa de
las ciudades de los Países Bajos (sobre las cuales todavía brilla Brujas) y los dos puertos
ingleses de Londres y Southampton (Antona, para los meridionales).
Así, el espacio europeo es atravesado de sur a norte por un eje Venecia-Brujas-
Londres que lo corta en dos: al este y al oeste hay vastas zonas, mucho menos anima-
das que el eje esencial, que siguen siendo periféricas. Y el centro, contrariamente a las
leyes elementales que habían suscitado las ferias de Champaña, se sitúa en el extremo
sur de ese eje, de hecho en su unión con el eje mediterráneo, el cual, de oeste a este,
representa la línea esencial del comercio lejano de Europa y la fuente principal de sus
beneficios.

96 •
Antes y después de Venecia

La responsabilidad
de Venecia

Quizás haya habido, para las modalidades de este centrado italiano, una razón su-
plementaria: la política económica de Venecia, que hizo suyos los métodos que sus pro-
pios comerciantes debían sufrir, encerrados en los fonducs (una calle o una serie de cons-
trucciones) de los países del Is1am 151 • De igual modo, Venecia estableció para los co-
merciantes italianos un punto obligatorio de reunión y de segregación, el Fondaco dei
Tedeschi 152 , frente al puente Rialto, en el centro de sus negocios. Todo mercader ale-
mán debía depositar allí sus mercancías, alojarse allí en una de las cámaras previstas a
tal fin, vender allí bajo el control minucioso de los agentes de la Señoría e invertir el
dinero de sus ventas en mercancías venecianas. Es una estrecha sujeción de la que el
comerciante alemán no cesa de quejarse: en este juego, está excluido del comercio le-
jano, que Venecia reserva celosamente a sus cittadini, de intus et extra. Si el alemán
se inmiscuye en él, sus mercancías son confiscadas.
Venecia, en cambio; prohíbe prácticamente a sus propios mercaderes comprar y ven-
der directamente eil Alemania 1H El resultado es, para los alemanes, la obligación de
acudir a Venecia en persona y comprar allí los paños, el algodón, la lana, la seda, las
especias, la pimienta; el oro; .. Es, por ende, lo inverso de lo que ocurrirá después del
viaje de Vasco da Gama, cuando los portugueses establecerán su feitoria 154 en Ambe-
res, llevando ellos mismos la pimienta y las especias a los clientes del Norte. Natural-
mente los compradores alemanes podían acudir, y acudían, a Génova, que se les abría
sin demasiadas restricciones. Pero aparte de que Génova es ante todo la puerta de los
vínculos con España, Portugal y Africa del Norte, no encontrarán allí nada que no ten-
gan en Venecia, especie de depósito universal, como lo será más tarde (y en mayor me-
dida) Amsterdam. ¿Cómo resistir a las comodidades y las tentaciones de una ciudad
ubicada en el centro de una economía-mundo? Alemania encera participa en el juego;
entrega a los mercaderes de la Serenísima el hierro, la quincalla, los fustanes (telas de
lino y algodón) y luego, después de mediados del siglo XV, en cantidades crecientes,
el metal blanco que los venecianos llevan, en parte, a Túnez, donde lo cambian por
oro en polvom.
No caben dudas que se trata de una política consciente de Venecia, pues la impone
a todas las ciudades que le están más o menos sometidas. Todos los tráficos provenien-
tes de Tierra Firme o que llegan a ella, todas las exportaciones de las islas de Levante
o de las ciudades del Adriático (aunque se trate de mercancías con destino, por ejem-
plo, a Sicilia o Inglaterra) deben obligatoriamente pasar por el puerto veneciano. Por
consiguiente, Venecia cogió en la trampa conscientemente, en su propio beneficio, a
las economías sometidas, entre ellas Ja economía alemana; se nutrió de ellas, impidién-
doles actuar a su guisa y según su propia lógica. Si Lisboa, inmediatamente después
de los descubrimientos, hubiese obligado a las naves del Norte a buscar en ella las es-
pecias y la pimienta, habría quebrado, o al menos obstaculizado, la supremacía pronta
a establecerse de Amberes. Pero quizás le faltó la experiencia necesaria, y la experiencia
mercantil y bancaria de las ciudades italianas. La trampa del Fondaco dei Tedeschi fue
tanto la consecuencia como la causa de Ja preeminencia de Venecia.

97
:lntes )' después de Ve11eáa

Las galere
da mercato

El vínculo de Venecia con Levante y Europa, aun en tiempos del predominio de la


ciudad de San Marcos, planteó más de un problema, en particular, el de los transpor-
tes a través del Mediterráneo y el Atláncico, pues la redistribución de las mercancías
preciosas se extendía a Europa entera. Si la coyuntura era favorable, todo se regulaba
por sí mismo. Si la coyuntura se ensombrecía, era menester recurrir a los grandes medios.
El sistema de las galere da mercato responde precisamente a medidas de economía
dirigida que los tiempos malos inspiraron al Estado Veneciano. Concebido en el si-
glo XIV, frente a una crisis tenaz, como una especie de dumping (la expresión es de
Gino Luzzatto ), este sistema fue a la vez una empresa de Estado y el marco de asocia-
ciones privadas eficaces, de verdaderos poo/J marítimos de exportadoresn6 preocupados
por reducir sus gastos de transporte y de mantener la competitividad frente a los ex-
tranjeros, y hasta de ser invencibles. Fue la Señoría la que, muy probablemente desde
1314, y seguramente desde 1328, construyó en su Arsenal las galere da mercato, naves
comerciales (de 100 toneladas al comienzo, y hasta de 300 más tarde) capaces de cargar
en sus calas el equivalente de un tren de mercancías de 50 vagones. A la salida o a la

15. VENECIA: LOS VIAJES DE LAS cGALERE DA MERCATO•


EI101 ella/ro croquú del largo film publicado por Alberto Tenenli y Com1do Vivanri, en J\nnales E.S.C., 1961, re1umen
la1 e1apa1 del deterioro del viejo sÍllemo de la; galere da mercato .Y de lllJ convoyes (FlanJeJ, Aiguu Martes, Berberia, c1'ra-
fego>, Alejandría, Beir111, Com1a111inop/a). Toda1 esla.r línem f11ncionan e11 1482. En 1521 y en '1534, sobreviven lo/amen/e
los vín<u/01 fmctífero,· con Levante. Para li111plificar ÍOJ croquú, fo; tnJyeclm bün n'do reñalados a p11rtir Je la salida del
Adriático, y no a partir de Venecia.

98
Antes y d<'spués de Vc11ccit1

entrada de los puertos; las gafete utilízaban el remo, y el resto del tiempo navegaban
a vela como vulgares barcos redondos. Ciertamente, no son los más grandes barcos mer-
cantiles de la época, pues las carracas genovesas, en el siglo xv. llegan a las 1.000 to-
neladas o las superan 157 Pero son naves seguras, que navegan juntas y son defendidas
por arqueros y honderos. Más tarde, se las dotará de cañones. La Señoría recluta los
honderos (los batlestien) eritre los nobles pobres; es su manera de ayudarlos a vivir.
El alquiler de las naves del Estado se ponía cada año en subasta. El patricio a quien
se adjudicaba el incanto percibía a su vez, de los otros mercaderes, los fletes correspon-
dientes a las mercancías cargadas~ Se seguía de ello una utilización por el sech.Jr «pri-
vado> de instrumentos construidos por el sector «público». Los usuarios viajaban po-
niendo todo en común, «ad unum denarium» (es decir, constituyendo un pool), o for-
maban una compafifa para la temesa y el retorno de una sola galera; la Señoría favo-
recía todas estas prácticas que; en principio, daban oportunidades iguales a todos los
participantes. Asimismo, poo/s abiertos a todos los mercaderes eran frecuentes para las
compras de algodón eil Sitia o indus(} de pimienta en Alejandría de Egipto. En cam-
bio; la Señoría destruye todo cartelque, a su parecer~ tienda al monopolio de un gru-
po exclusivo.
Los papeles conservados en el Archivio di Stato de Venecia permiten reconstituir
los viajes de las galere di mefcato¡ año por año, y ver modificarse el enorme pulpo que
la Serenísima mantiene a través de la extensión del Mediterráneo y el brazo que pro-
yecta, a partir de 1314, en dirección a Brujas (o más bien a su puerto de la Esclusa)
con la creación de las gafete di Fiandta~ El lector puede observar los anteriores croquis
explicativos. El apogeo del sistema se ptodujo, sin duda, en los alrededores de 1460 1ia,
cuando la Señoría creó la curiosa lfoe:i de las galete di trafago, que acentúa su presión
en dirección al Afric:l°del Norte y al oro del Sudán. Luego el sistema sufrirá fracasos y
se deteriorará en el s.igfo xvr. Pero este deterioro nos interesa menos que el éxito que
lo precedió.

En Venecia,
un cierto capitalismo

Oliver C. Coxi 59 atribuye el triunfo veneciano a una organización capitalista pre·


coz. Para él, el capitalismo habría nacido, se habría inventado, en Venecia, y luego ha-
bría hecho escuela. ¿Hemos de creerlo? Al mismo tiempo, e incluso antes que en Ve-
necia, había otras ciudades capitalistas. Y si Venecia no hubiese ocupado el lugar emi-
nente que tuvo, sin duda, lo habría ocupado Génova sin dificultad. Venecia, en efec-
to, no se engrandeció sola, sino en medio de una red de ciudades activas a las cuales
la época les presentó las mismas soluciones. Incluso, Venecia a menudo no fue el ori-
gen de las verdaderas innovaciones. Estuvo lejos, detrás de las ciudades pioneras de Tos-
cana en lo que concierne a la banca o la formación de compañías poderosas. No fue
ella la que acuñó la primera moneda de oro, sino Génova, a comienzos del siglo XIII,
y luego Florencia, en 1250 (el ducado, pronto llamado cequí, sólo aparece en 1284 160).
No fue Venecia la que inventó el cheque o el holding, sino Florencia 161 • No fue Ve-
necia la que concibió la contabilidad por partida doble, sino Florencia, de la que una
primera muestra de fines del siglo XIII nos ha sido conservada en los papeles de las Com-
pañías de los Fini y los Farolfi 162 • Fue Florencia, no las ciudades marítimas, la que pres-
cindió de la intermediación de los notarios (simplificación eficaz) para la concertación
de seguros marítimos 163 • Fue Florencia, también, la que desarrolló al máximo la indus-

99
Antes y después de Venecia

tria y abordó, de manera indiscutible, la etapa llamada de la manufactura 164 • Fue Gé-
nova la que, en 1277, realizó la primera conexión marítima regular con Flandes por
Gibralta.r (una innovación enorme). Fueron Génova y los hermanos Vivaldi los que, a
la cabeza de la imaginación innovadora, se preocuparon en 1291 por hallar un camino
directo hacia la India. A fines de 1407, fue asimismo Génova, inquieta por el progreso
de los viajes portugueses, la que impulso un reconocimiento hasta el oro del Touat,
con Malfante 165 •
En el plano de las técnicas y las empresas capitalistas, Venecia estuvo más bien re-
trasada que avanzada. ¿Es necesario explicar esto por su diálogo preferencial con Orien-
te -una tradición-, ya que las otras ciudades de Italia están enfrentadas, más que
ella, con Occidente, un mundo en vías de creación? La riqueza fácil de Venecia la ha-
ce, quizás, prisionera de soluciones ya reguladas por antiguas costumbres, mientras que
otras ciudades, frente a situaciones más aleatorias, se ven condenadas, finalmente, a
ser más astutas y más inventivas. Ello no impidió que en Venecia surgiese un sistema
que, desde sus primeros pasos, planteó todos los problemas de las relaciones entre el
Capital, el Trabajo y el Estado, relaciones que la palabra capitalismo implicará cada
vez más en el curso de su larga evolución ulterior.
Desde fines del siglo XII y comienzos del XIII, a fortiori en el XIV, la vida económi-
ca veneciana dispone ya de todos sus instrumentos: los mercados, la5 tiendas, los al-
macenes, las ferias de la Sensa, la Zecca (la casa de moneda), el palacio de los Dux, el
Arsenal, la Dogana, etcétera. Y ya cada mañana, en Rialto, frente a los cambistas y
banqueros instalados delante de la minúscula iglesia de San Giacometto 166 , se realiza
la reunión de los grandes mercaderes venecianos y extranjeros llegados de Tierra Firme,
de Italia o del otro lado de los Alpes. El banquero está allí, pluma y libreta en mano,
dispuesto a inscribir las transferencias de cuenta a cuenta. La escritura (scritta) es la ma-
nera maravillosa de ajustar en el momento las transacciones entre mercaderes por trans-
ferencias de una cuenta a otra, sin recurrir al dinero y sin tener que esperar las liqui-
daciones espaciadas de las ferias. Los banchi di scritta 167 incluso permiten a cienos clien-
tes rebasar su cuenta; a veces emiten cedole 168 , especie de billetes, y ya especulan con
los depósitos que se les confía, cuando no es el Estado el que los toma en préstamo.
Esas reuniones «bursátiles» de Rialto fijan el curso de las mercandas, y pronto el de
los empréstitos públicos de la Señoría (pues ésta, que al principio había vivido de los
impuestos, recurre cada vez más a los empréstitos 169). Fijan la tasa de los seguros ma-
rítimos. A dos pasos de Rialto, todavía hoy, la Calle della Sicurta conserva el recuerdo
de los a5egiltadores del siglo XIV. Todos los grandes negocios se hacían, pues, en las
calles próximas al puente. Si ocurría que un comerciante era «privado del derecho de
ir a Rialto», esta sanción •significaba, como lo dicen muchos pedidos de gracias, que
se le privaba del derecho de ejercer el gran comercioi. 170 •
Muy pronto surgió una jerarquía mercantil. El primer censo conocido 4~ los vene-
cianos sometidos al impuesto (1379-1380) 171 permite distinguir, entre los nobles im-
ponibles (1.211 en total), las 20 ó 30 familias de mayor fortuna, y observar también a
ciertos popolani enriquecidos (6 en total), más algunos tenderos muy acomodados, car-
niceros, zapateros, albañiles, fabricantes de jabón, orfebres y especieros, estos últimos
en primera fila.
El rcpano de la riqueza en Venecia está ya muy diversificado y los beneficios de los
tráficos mercantiles se acumulan allí en los depósitos más diversos, modestos o impor-
tantes; no cesan de ser invertidos y reinvenidos. Las naves, enormes casas flotantes, co-
mo las verá más tarde Petrarca, están casi siempre divididas en 24 partes (cada propie-
tario posee cieno número de ellas). En consecuencia, la nave es capitalista ~asi desde
el comienzo. Las mercancías que se embarcan de ordinario son pagadas de antemano
por prestamistas. En cuanto al préstamo de dinero, el mutuo, existe desde siempre y,
100 •
Antes y después ,/¡, Venecit1

Mercade.res venecianos intercambian jJañor por productor de Oriente. Marco Polo, Libro de las
maravillas. (B.N., Mr. 2810.)

contrariamente a lo que podría pensarse, no se hundió en el fango de la usura. Desde


muy pronto, los venecianos aceptaron cla legitimidad de las operaciones de crédito con
criterios de hombres de negocios> 172 • Lo cual no quiere decir que el préstamo usurario
(en el sentido que nosotros daríamos a la palabra) no se practicase también, y a inte-
reses muy elevados (puesto que el interés normal secundum usum patriae nostras era
ya del 20% ), combinado, además, con prendas que quedan luego en las garras del pres-
tamista. Mediante tales procedimientos, los Ziani, desde el siglo XII, se apoderaron de
la mayor parte de los terrenos que estaban alrededor de la plaza de San Marcos y a lo
largo de las Mercene. Pero antes de la organización bancaria moderna, ¿no ha sido en
todas partes la usura un mal necesario? Inmediatamente después de la Guerra de Chiog-
gia, que la sacudió terriblemente, Venecia se resigna a introducir la primera condotta
(1382-1387)LH de usureros judíos que prestan a la gente humilde y a veces a los mis-
mos patricios.

101
,\mes y después de \lenecia

Pero el préstamo comercial, el mutuo ad negotiandum, es otra cosa. Es una herra~


mienta indispensable para el comercio cuyo interés, aunque elevado, no se considera
usurario, pues generalmente está al nivel del préstamo de dinero practicado por los ban·
queros. Nueve veces de cada diez, está ligado a contratos de asociación llamados col/e·
ganza, que aparecieron al menos desde 1072· l 07 3 174 , pronto conocidos en dos versio·
nes. Una es la colleganza unilateral: un prestamista (llamado JociuJ Jfam, el asociado
que permanece en el lugar) adelante cierta suma al .rociuJ procertam (el asociado que
viaja); al regresar, cuando se ajustan las cuentas, el viajante, después de haber reem-
bolsado la suma recibida al partir, se reserva la cuarta parte del beneficio y el resto va
a manos del capitalista. Otra es la colleganza bilateral: en este segundo caso, el pres·
tamista sólo adelanta las tres cuartas partes de la suma y el JociuJ procertam aporta su
trabajo más un cuarto del capital. El reparto de los beneficios se hace, entonces, a me-
dia5. Esfa segunda colleganza, según piensa Gino Luzzattot m, ha servido más de una
vez para disimular lo que en la colleganza podía parecer usurario. Puesto que el nom-
bre no afecta para nada a la cosa, la colleganza se asemeja en todo a la coinmenda de
la.5 tres ciudades italianas, cuyo equívalente se encuentra antes o después, tanto en Mar-
sella como en Barcelona. Como en Venecia la palabra commenda 176 tenía el sentido de
depósito, fue necesario otro término para designar el préstamo marítimo. . .
En estas condiciones, se comprenderá la posición tomada en 1934 por André E. Sa-
yous177 y aceptada por la mayoría de los historiadores, induído Mil.re Bloch 11ª: habría
habido «divergencia>, escisión, entre el Capital y el Trabajo en Venecia, entre i050 y
1150;. ¿No es el 1ocius Jtilm el capitalista que permanece en su casa? Su asociado se
embarca en una nave que llega a Constantinopla o, a continuación, Tana o Alejandría
de Egipto ... Cuando el barco vuelve, el trabajador; el JOcius procertam,. se presenta
con el dinero prestado y los frutos de este dinero; si el viaje ha sido fructífeto. El Ca-
pital de uri lado, pues; y el Trabajo del otro. Pero documentos nuevos, descubiertos
desde 1940 179 , obligan a revisat esta explkacíón demasiado simple. Ante todo, el so-
ciu1 stans, pese a las pahbras que lo designan, no cesa de desplazarse. En la época que
es la de nuestta observación (antes y después de 1200), aparece en Alejandría de Egip-
to, en San Juan de Acre, en Famagusta O, más a menudo aún, eh Constantinopla (de-
talle significativo, que muestra por sí solo que la fortuna de Venecia se formó en el
cuerpo mismo de la economía bizantina}. En cuanto al JociuJ procertam, no tiene na·
da del trabajador sujeto a prestación personal a discreción. Además de que, en cada
viaje, lleva hasta una decena de colleganze (lo que de antemano le garantiza, si todo
va bien, beneficios substanciales), a menudo es al mismo tiempo prestatario en un con-
trato y prestamista en otro.
Más aún, los nombres de los prestamistas, cuando se los conoce, revelan una gama
de «capitalistas>, o sedicentes capitalistas, pues algunos son muy modestos 180 • Toda la
población veneciana presta su dinero a los mercaderes emprendedores, lo que no cesa
de crear y recrear una especie de sociedad me:rcancil que se extiende a la ciudad entera.
Esta oferta de crédito omnipresente, espontánea, permite a los comerciantes trabajar
solos o en sociedades provisionales de dos o tres personas, sin formar esas compañías
de larga duración y de acumulación del capital que caracterizan a la principal actividad
de Florencia.
Es quizás la perfección misma, la comodidad, de esta organización, de este capita·
lismo autosuficiente lo que explica los límites de la empresa veneciana. Sus banqueros,
extranjeros por lo regular, son «absorbidos por la sola actividad del mercado urbano y
no se sienten atraídos por una posible transferencia de sus actividades al exterior, en
busca de liria clientelaJ> 181 • Por consiguiente, no habrá nada comparable en Venecia a
las aventuras del capitalismo florentino en Inglaterra o, más tarde, del capitalismo ge·
novés en Sevilla o Madrid.

102 •
Antes y tle;pués de Vc•m•cia

De igual modo, la facilidad del crédito y de los negocios permite al mercader elegir
un negocio tras otro, hacer uno por uno los negocios: la panida de la nave inicia una
asociación entre algunos compinches, y su retorno la disuelve. Y todo vuelve a comen-
zar. En suma, los venecianos practican la inversión masiva, pero a corto plazo. Natu-
ralmente, aparecen los préstamos y las inversiones a largo plazo, un poco anees o un
poco más tarde, no sólo para las empresas marítimas lejanas, como los viajes a Flandes,
sino también, más aún, al servicio de las industrias y otras actividades continuas de la
ciudad. El préstamo, el mutuo, muy corto al principio, terminó por acomodarse a re-
novaciones repetidas; entonces, pudo durar años. Por el contrario, la letra de cambio,
que aparece tarde, además, en el siglo XIII, y se difunde lentamente 182 , siguió siendo,
por lo general, un instrumento de crédito a corto término, el tiempo de un ir y volver
entre dos lugares.
El clima económico de Venecia, pues, es muy particular. Una actividad mercantil
intensa se presenta allí fragmentada en múltiples pequeños negocios. Si bien la com-
pagnia, sociedad de largo aliento, hace en ella algunas apariciones, el gigantismo flo-
rentino riunca hallará Un terreno propicio. Quizás porque ni el gobierno ni la élite pa-
tricia encuentran verdadera oposición, como en Florencia, y porque la ciudad es, en
suma, un lazo segufo. O porque la vida mercantil, precozmente cómoda, puede con-
terifarse cori los medios tradicionales y que ya hari pasado sus pruebas. Pero la natura-
leza de las transacciones también está en tela de juicio. La vida mercantil de Venecia
está sobre todo dirigida hacia Levante. Es un comercio que, ciertamente, exige grandes
capitales: fa enorme mas-a monetaria del capital veneciano se vuelca en él casi entera,
hasta el punto de que, después de cada partida de las galeras de Siria, la ciudad queda
literalmente vacía de su numerario 183 , como más tarde Sevilla cuando partan las flotas
de fodias 184 Petó la drculación del capital es bastante rápida: seis meses, un año. Y
las idas y venidas de las naves marcan el ritmo a todas ias actividades de la ciudad. En
definitiva, si Venecia parece singular, ¿no es porque Levante la explica de la A hasta
la Z, motiva todos sus comportamientos mercantiles? Pienso, por ejemplo, que la acu-
ñación tardía del ducado de oro, sólo en 1284, se debió a que, hasta entonces, Venecia
encontró más sencillo seguir utilizando la moneda de oro de Bizancio. ¿Habrá sido la
devaluación precipitada del hyperperon lo que la obligó a cambiar de política 18)?
En resumen, desde el comienzo Venecia se encerró en las lecciones de su éxito. El
verdadero dux de Venecia, hostil a todas las fuerzas del cambio, fue el pasado de la
Señoría, los precedentes a los que se cita como a las Tablas de la Ley. Y la sombra que
se cierne sobre la grandeza de Venecia es su grandeza misma. Es verdad. Pero, ¿no se
podría decir lo mismo de la Inglaterra del siglo xxl Un leadership, a la escala de una
economía-mundo, es una experiencia de poder que, algún día, hace correr el riesgo al
vencedor de estar ciego ante la historia en marcha, en vías de hacerse.

¿ Y el trabajo?

Venecia es una enorme ciudad, probablemente con más de 100.000 habitantes des-
de el siglo XV, y entre 140.000 y 160.000 en los siglos XVI y XVII. Pero, aparte de al-
gunos miles de privilegiados -nobzli, cittadini y gentes de la -Iglesia- y de pobres o
vagabundos, trabaja con sus manos para vivir.
Coexisten dris universos del trahajo: de una parte, los obreros no cualificados a los
que ninguna organización incluye ni garantiza, incluidos los que Frédéric C. Lane llama
«el proletariado del mar» 1!!(', los transportadores, descargadores, ios marinos y los reme-
ros; por otra parte, el universo de las Arti, los gremios que forman el armazón organi-

103
Antes y después de Venecia

Gondoleros en Venecia. Det:1//e de/ Milagro de la Santa Cruz, de V Carpaccio. (Foto


Anderson-Gt'raudon.)

104 '
Antes y después de Venecia

zado de los diversos anesanados de la dudad. A veces, la frontera ent!e los dos uni-
versos carece de nitidez. Y el historiador no siempre sabe de qué lado colocar los ofi-
cios que observa. En el primero, sin duda, figuran los descargadores a todo lo largo
del Gran Canal, en Ripa del Vin, Ripa del Fe"o y Ripa del Carbon; los millares de
gondoleros, en su mayor parte incorporados al servicio doméstico de los grandes; o esos
pobres que se alistan en las tripulaciones, delante del palacio de los dux, que consti-
tuyen un verdadero mercado de rrabajo 187 • Cada alistado cobra un adelanto. Si no se
presenta el día establecido, es buscado, detenido, condenado a una multa igual al do-
ble del adelanto y conducido bajo custodia a bordo de la nave donde su salario servirá
para saldar su deuda. Otro grupo importante de trabajadores no organizados son los
obreros y obreras que realizan las tareas pesadas de las Arti de la seda y de la lana. En
cambio, es sorprendente ver que los aquaroli, que llevan a su barco el agua dulce to-
mada del Brenta, los peaten', conductores de chalanas, los estañadores ambulantes y
hasta los pestn'neri, que llevan la leche de casa en casa, están debidamente constituidos
en gremios.
Richard Tilden Rapp 188 ha tratado de calcular la importancia respectiva de estas dos
masas de trabajadores, o sea el conjunto de la fuerza de trabajo de la ciudad. Pese a
las lagunas de las fuentes, los resultados globales me parecen bastante válidos y. como
no presentan ningún cambio fundamental en el curso de los siglos XVI y XVII, revelan
un tipo de estructura del empleo en Venecia. En 1586, cuando la ciudad tiene aproxi-
madamente 150.000 habitantes, la fuerza de trabajo asciende a un poco menos de
34.000 individuos, es decir, si se cuenta una familia de cuatro personas por trabajador,
casi toda la población, menos 10.000 personas que representan al grupo pequeño de
los privilegiados. De esos 33.582 trabajadores registrados por Rapp, los miembros de
las Arti son 22.504, y los trabajadores a los que no se osa llamar libres 11.348, o sea,
dos tercios para las Arti y un tercio para los obreros no organizados.
Este último grupo, si se cuentan hombres, mujeres y niños, está constituido al me-
nos por 40.000 personas, que, en Venecia, tienen gran peso en el mercado de trabajo.
Es el proletariado, y hasta el subproletariado, que exige toda economía urbana. ¿Es su-
ficiente, por lo demás, para las necesidades de Venecia? Así, la gente humilde de las
lagunas y la ciudad no proporciona suficientes marinos, aunque el proletariado extran-
jero llega a menudo en su ayuda, no siempre a su gusto, además. Venecia va a buscarlo
a Dalmacia y en las islas griegas. A menudo, arma galeras en Candia, y más tarde en
Chipre.
En comparación, las «industrias> organizadas parecen un universo privilegiado. No
es que la vida de los gremios se desarrolle según la letra de sus estatutos: está el dere-
cho y está la práctica. A la vigilancia minuciosa del Estado no escapan las industrias
del cuero de la Giudecca; ni las vidrierías de Murano; ni el Arte della Seta, que surgió
ya antes de que acudiesen a reforzarla, hacia 1314, obreros de Luca; ni el Arte della
Lana, que parece rehacer sus comienzos en la primavera de 1458, según una declara-
ción del Senado 189 , y que será necesario proteger contra los mismos mercaderes vene-
cianos, que quisieran fabricar paños «a la florentina>, pero en el extranjero, en Flandes
o en Inglaterra 190 , donde la mano de obra es barata y las regulaciones más flexibles.
Atento, demasiado atento, el Estado Veneciano impone normas estrictas de calidad que
establecen las dimensiones de las piezas, la elección de las materias primas, el número
de hilos de la trama y la urdimbre y los productos utilizados para las tinturas, que,
finalmente, traban la adaptación de la producción a los azares y variaciones de la de-
manda, aunque imponen su reputación, particularmente, en los mercados de Levante.
Todos estos oficios, los nuevos y los viejos, se organizan en Venecia desde el si-
glo XIII en arti (corporaciones) y en scuole 191 (cofradías). Pero este sistema autoprotec-
tor no defiende al anesano contra la intrusión gubernamental, tan característica en Ve·

105
Antes y después de Veneria

necia ni contra la intrusión de los mercaderes. El Arte de la lana, que tendrá su gran
impuiso en el siglo xvr y culminará hacia 1600-1610, no se desarrollar triunfa más
que en el marco de un V~rlagssystem, ~on mercaderes_ ~ n;ienudo_ extran1eros, en p~r­
cicular, genoveses establecidos en Venecia. Incluso la v1e1a mdusma. de las construccio-
nes navales, desde el siglo XV, con sus patrones propietarios de ast1ller?s, se somete. a
la preponderancia de los comerciantes armadores que suministran el dmero necesario
para la regulación de los salarios y la compra de materias primas.

¿Primacía
de la industria?

En resumen, el mundo del trabajo se mantiene por el dinero y la autoridad públi-


ca. Esta dispone de cuatro organismos de vigilancia y arbitraje: Giustizia Vecchia, Cin-
que Saviia la Mercanzia; Provvediton· di Comun y Collegio Al/e Arti. ¿Es esta vigilan-
cia atenta, este entiiadramientó estrecho, lo que explica fa asombrosa tranquilidad so-
cial de Venecia? Hay pocos incidentes graves, o ninguno. Remeros voluntaríos recla-
man, gimiendo, si.Is salarios no pagados, ante el palado de los Dux; en febrero de
1446 192 • El enorme Arsenal mismo; manufacti.lra estatal que pronto Hegó a tener 3.000
obreros; al menos; a los que cada día llama al trabajo la gran campana de San Marcos,
la Marangona, es dirigidó de manera estricta. Apenas se sospecha una agitación, i.lno
o dos cabecillas son colgados, impitati per /agola; y todo vuelve al orden ..
En ningún caso las Arti venecianas ti.lvieron acceso al gobierno, como la.S de Flo-
rencia. Son mantenidas a distancia. La calma social en Venecia no es menos asombrosa.
Es verdad que hasta los humildes, en el corazón de uha economía-mundo, reciben las
migajas del botín capitalista. ¿Sería ésta una de las razones de la calma social? Relati-
vamente, los salarios son altos en Venecia. Y, cualesquiera que sean, nunca es fácil re-
ducirlos. Es un punto en el cual las Arti de Venecia pudieron defenderse. Se lo obser-
vará a comienzos del siglo XVII, cuando fa prosperidad del Arte della Lana, frente a la
competencia de los tejidos del None, será frenada por los altos salarios a los que los
artesanos se niegan a renunciar 193 • . .
Pero esta situación, en el sigfo xvn, cortespollde ya a fa declinación de fa actividad
industrial de la ciudad, que sucumbe ante la competencia próxima de h Tierra Firme
y la competencia lejana de las industrias nórdicas. Es a la Venecia de los siglos XV y xvr,
ejemplar en más de un aspecto, a la que es necesario volver para preguntarse si esa ac-
tividad industrial múltiple fue entonces su característica principal, como lo sugiere Ri-
chard T. Rapp. Con mayor generalidad, ¿es el destino de las ciudades dominantes en-
raizarse en las actividades industriales? Tal será el caso de Brujas, Ambetes, Génova;
Amsterda:m y Londres. Estoy dispuesto a reconocer que Venecia, en el siglo XV, consi-
derando el abanico de sus actividades, la calidad de sus técnicas y su precocidad (todo
lo que la Encyclopédie de Diderot explica existía ya en Venecia dos siglos antes), estoy
dispuesto; pues, a reconocer que Venecia, en el siglo XV, es probablemente el primer
centro industrial de Europa y que este hecho pesa mucho en su destino, que la des-
trucción de su prosperidad industrial a fines del siglo XVI y durante los dos primeros
decenios del xvli sella su decadencia. Pero, ¿la explica? ¿Es su causa? Esto es otro asun-
to. La primacía del capitalismo mercantil sobre el industrial, hasta el siglo XVIII al me-
nos, es poco discutible. Observemos que en 1421, al enumerar ]~ riquezas de la ciu·
dad, el viejo dux Priuli no habla de sus riquezas industriales; y que el Arte della Lana,
que existía sin duda desde el siglo XIII, parece reanimarse en 1458 después de una lar-

106 •
Ames y después de \/eneci.1

ga interrupción; y sólo adquirirá verdadero impulso entre 1580 y 1620. En conjunto,


la industria parece intervenir en la opulencia veneciana con cieno retraso, como una
compensación, una manera de forzar circunstancias hostiles, según el modelo, como ve-
remos, de lo que ocurrirá en Amberes después de 1558-1559.

El peligro
turco

En la caída progresiva de la enorme ciudad, no todo dependió de su exclusiva res-


ponsabilidad. Ya antes de que Europa brille en el mundo como consecuencia de los
Grandes Descubrimientos (1492-1498), todos los Estados territoriales remontaron la
pendiente: de nuevo hubo un rey de Aragón peligroso, un rey de Francia fuene, un
príncipe de los Países Bajos que gustosamente esgrimía el garrote y un emperador ale-
mán, aunque se tratase del poco adinerado Maximilíano de Austria, que abrigaba pro-
yectos inquietantes. En general, la suerte de las ciudades estaba amenazada.
De estos Estados cuyo flujo asciende, el más vasto, el más temido en Venecia, es
el Imperio Turco de los Osmanlíes. Venecia, al principio lo subestima: para ella, los
turcos son hombres de tierra adentro, poco temibles en el mar. Pero muy pronto sur-
gen piratas turcos (o que se dicen turcos) en los mares de Levante, y las conquistas terres-
tres de los Osmanlíes rodean poco a poco el mar, lo dominan de antemano. La toma
de Constantinopla, en 1453, que cae como un rayo, los lleva al corazón del mar. en
una ciudad creada para dominarlo. Vaciada de su substancia por los latinos (entre ellos,
los venecianos), se derrumbó sola ante los turcos. Pero rápidamente dio lugar a una
ciudad nueva y potente, Escarnbul, llena con enormes apones de población, a menudo
trasplancada de oficio 194 • La capital turca será pronto el motor de una política marítima
que se impondrá a los sulcanes, como Venecia se percatará con disgusto.
¿Habría podido Venecia oponerse a la conquista de Constantinopla? Pensó en ello,
pero demasiado tarde 195 • Luego, se acomodó a la situación y optó por entenderse con
el sultán. El 15 de enero de 1454, el dux explicaba al orator (embajador) veneciano
enviado al sultán, Banolomeo Marcello: ~ .. . dispoJitio nostra est habere bonam pacem
et amtcitiam cum domino imperatore turcorum» 196 • Una buena paz es una condición
para hacer buenos negocios. En cuanto al sultán, si quiere efectuar intercambios con
Europa -lo que es para su imperio una necesidad vital-, ¿no está, acaso, obligado a
pasar por Venecia? Es un caso clásico de enemigos complementarios; todo los separa,
pero el interés les obliga a vivir juntos, y cada vez más a medida que se extiende la
conquista otomana. En 1475, la toma de Caffa, en Crimea, acarreó casi el cierre del
Mar Negro al comercio de Génova y de Venecia. En 1516 y 1517, la ocupación de Siria
y de Egipto dio a los curcos la posibilidad de cerrar las puenas tradicionales del comer-
cio de Levante, lo que no harán, por lo demás, pues hubiese supuesto suspender un
tránsito del que sacaban grandes beneficios.
Es menester, pues, vivir juntos. Pero esta coexistencia es sacudida por terribles tem-
pestades. La primera gran Guerra Turco-veneciana (1463-1479) 197 puso al descubierto la
desproporción flagrante de las fuerzas en presencia. No fue, como se dirá más tarde de
Inglaterra y Rusia, la lucha de la ballena y el oso. Hay un oso: el Imperio Turco. Pero
frente a él, hay, todo lo más, una avispa. Sin embargo, la avispa es incansable. Vene-
cia, ligada a los progresos de la técnica europea y, por ello, en ventaja, se apoya en su
riqueza, recluta tropas por toda Europa (hasta en Escocia, en tiempos de la Guerra de
Candia, 1649-1669), resiste y se mofa del adversario. Pero se agota, aunque el otro píer-

107
Ante5 y de5pué5 de Venecia

da el aliento. También sabrá actuar en Estambul, corromper a sabiendas y, cuando la


guerra hace estragos, hallar el medio de mantener, por Ragusa y Ancona, una parte de
sus tráficos. Además, contra el oso de los Osmanlíes, maneja a los otros osos territoria-
les, el Imperio de Carlos V, la España de Felipe II, el Sacro Imperio Romano Germá-
nico, la Rusia de Pedro el Grande y Catalina II, y Austria del príncipe Eugenio. Y
hasta a la Francia de Luis XIV, durante un momento, cuando la Gue~ra de Candia. Y
a
también, para tomar por la retaguardia las posiciones otomanas, la lejana Persia de
los safanes, cuna del chiísmo, hostil a los turcos sunníes, pues también el Islam tuvo
sus guerras de religión. En síntesis, una resistencia admirable, pues Venecia luchó con-
tra el turco hasta 1718, fecha del Tratado de Passarowitz, que señala el fin de sus es-
fuerzos, o sea, más de dos siglos y medio después de la paz de Constantinopla.
Vemos qué sombras gigantescas lanzó el Imperio Turco sobre la vida tensa de Ve-
necia. Esta se vació poco a poco de su fuerza viva. Pero la decadencia de Venecia, des-
de los primeros años del siglo XVI, no viene de allí, de un conflicto trivial entre la ciu-
dad y el Estado territorial. Además, es otra ciudad, Amberes, la que se coloca en el
centro del mundo a partir de 1500. Las estructuras antiguas y dominantes de la eco-
nomía urbana todavía no se han roto, pero el centro europeo de la riqueza y de las
proezas capitalistas, sin mucho ruido, se ha retirado de Venecia. La explicación de ello
hace intervenir los grandes descubrimientos marítimos, la entrada en juego del Océano
Atlántico y la inesperada fortuna de Portugal.

LA INESPERADA FORTUNA DE POR1UGAL,


O DE VENECIA A AMBERES

Los historiadores han estudiado mil veces la fortuna de Ponugal, pues el pequeño
reino lusitano desempeñó los primeros papeles en la enorme conmoción cósmica que
próvocó la expansión geográfica de Europa, a fines del siglo XV, y su explosión en el
mundo. Portugal fue el detonador de la explosión. A él le correspondió el primer papel.

La explicación
tradiciona/19ª

La explicación tradicional salía, antaño, airosamente del paso: Portugal, situado en


la avanzada occidental de Europa, estaba, en suma, dispuesto a partir; en 1253, había
logrado la reconquista de su territorio contra el Islam; tenía las manos libres para ac-
tuar en el exterior; la toma de Ceuta, en 1415, al sur del estrecho de Gibraltar lo in-
trodujo en el secreto de los tráficos lejanos y despertó en él el espíritu agresivo de las
Cruzadas; así, se abrió la puerta para los viajes de reconocimiento y los proyectos am-
biciosos a lo largo de la costa africana. Ahora bien, se halló oportunamente un héroe,
el infante Enrique el Navegante (1394-1460), quinto hijo del rey Juan 1 y maestre de
la riquísima Orden de Cristo, que desde 1413 se había establecido en Sagres, cerca del
cabo San Vicente, en el extremo sur de Portugal; rodeado de sabios, cartógrafos y na-
vegantes, sería el inspirador apasionado de los viajes de descubrimiento que comenza-
ron en 1416, un año después de la toma de Ceuta.

108 •
Antes y después de Venecia

La hostilidad de los vientos~ la inhospitalidad total dé las costas saharianas, los te-
mores que surgían por sí solos o que los ponugueses propagaban para ocultar el secreto
de sus navegaciones, la difícil financiación de las expediciones y su escasa popularidad,
todo retrasó el reconocimiento del interminable litoral del continente negro, el cual se
llevó a cabo lentamente: el cabo Bojador en 1416, el cabo Verde en 1445, el paso del
Ecuador en 1471, el descubrimiento de la desembocadura del Congo en 1482, etcéte-
ra. Perod advenimiento de Juan 11 (1481-1495), un rey apasionado por las expedicio-
nes marítimas, un nuevo Navegante, precipitó el movimiento a fines del siglo XV: el
extremo sur de Africa eta alcanzado por Bartofomé Díaz en 1487; lo bautizó el cabo
de las Tempestades, pero el Rey le dio el nombre de cabo de Buena Esperanza. Todo
estaba listo desde entonces para el viaje de Vasco da Gama, que, por mil razones, se
produjo sólo diez años más tarde.
Señalemos, por último, en lugar destacado, para completar la explicación tradicio-
nal, el instrumento de los descubrimientos, la carabela, barco ligero de reconocimien-
to, con doble velamen: H latino que permite la orientación, y el cuadrado que apro-
vecha el viento trasero. · .·
En el curso de esos fargós años; los navegantes ponugueses acumularon una prodi-
giosa experiénda con respecto a los vientos y las corrientes del Océano Atlántico. «Será,
pues, ca5i por accidente ~esttibe Ralph Davis:- por fo que, como culminación de la
expériénda portuguesa; el mas decisivo de los descubrimientos fue realizado por un ge-
novés al servido de España. 199 evidentemente; el descubrimiento de América por Cris-
tóbal Cólón. lrtmediatamerite, además; este descubrimiento sensacional no tuvo tanta
importancia como H pedpfo dé Va.Seo da Gama. Después de doblar el cabo de Buena
Esperariza, los portugude~ prónto téeonodefon los circuitos del Océano Indico, se de-
jaron llevar, coriducif e·füstruit por ellos~ Desde el principio, ninguna nave y ningún
puerto del Océano Indico podfariresistir lo~ cañones de sus flotas; desde el principio,
la navegación árabe y la india quedaron cortadas, contrariadas y dispersas. El recién lle-
gado habló como amo, y ptortto como amo tranquilo. Por ello, los descubrimientos por-
tugueses (si se exceptúa el reconocimiento de la costa brasileña por Alvarez Cabral en
1)01) llegaron por entonces al término de su época heroica. Terminan con el asom-
broso éxito que supuso la llegada de la pimienta y las especias a Lisboa, que fue por
sí sola una revolución.

Explicaciones
nuevas200

Desde hace una veintena de años al menos, los historiadores ·-y en primera fila
los historiadores portugueses""- a estas explicaciones han añadido explicaciones nuevas.
El esquema habitual permanece en pie, como una música antigua. Sin embargo, ¡cuán-
tos cambios!
Ante todo, Portugal ya no es considerado como una magnitud despreciable. En con-
junto, ¿no es, acaso, el equivalente de Venecia y su Tierra Firme? Ni anormalmente
pequeño, ni anormalmente pobre ni encerrado en sí mismo, en el conjunto de Europa
es una potencia autónoma, capaz de iniciativa (lo probará) y libre en sus decisiones.
Sobre todo, su economía no es primitiva o elemental: durante siglos, ha estado en con-
tacto con los Estados musulmanes, Granada, que permanecerá libre hasta 1492, y las
ciudades y los Estados de Africa del Norte. Estas relaciones con países evolucionados
han desarrollado en él una economía monetaria suficientemente viva como para que el
109
Antes y dC'spué; de v,.11t'á<1

Barco portugués esculpido y pint.ido sobre una roca a la entrada del le1'1/JÍV ,-hmu de •Ameg.w,
en Macao. (Foto Roger- Vio/le t.)

salariado haya llegado desde muy temprano hasta las ciudades y los campos. Y si estos
campos reducen el cultivo del trigo en beneficio de la viña, el olivo, de la explotación
del alcornoque o de las plantaciones de caña de azúcar en el Algarve, nadie podrá sos·
tener que tales especializaciones, reconocidas -en Toscana, por ejemplo- como sig·
nos de un progreso económico, hayan sido en Portugal innovaciones retrógradas. Ni
que el hecho de verse obligado, desde mediados del siglo XV, a consumir el trigo de
Marruecos, haya sido un obstáculo, ya que la misma situación se vuelve a encontrar en
Venecia y en Amsterdam, y en ellas es considerada como el corolario de una superio-
ridad y una ventaja económica. Además, Portugal posee tradicionalmente ciudades y
aldeas abiertas al mar, que animan poblaciones de pescadores y marinos. Sus barcaJ,
mediocres naves de 20 a 30 toneladas, de velas cuadradas y tripulaciones superabun·
dantes, navegan de muy antiguo desde las costas de Africa y las islas Canarias hasta
Irlanda y Flandes. Así, el motor indispensable para la expansión marítima estaba ya
allí de antemano. Finalmente, en 1385, dos años después de la ocupación de Corfú

110
Anl<'.< y después de \:c11t•c1.i

por los venecianos, una revolución «burguesa> establecía en Lisboa a la dinastía de las
Avís. Con ella, pasó a primer plano una burguesía que «durará algunas generacionesi> 201
y se arruinó a medias una nobleza terrateniente que, sin embargo, no cesará de pesar
sobre el campesino, pero estará pronta a suministrar los mandos necesarios para la de-
fensa de las plazas fuertes o la valorización de las concesiones de bienes raíces de ul-
tramar; se convertirá en una nobleza de servicio (lo que diferencia, además, la expan-
sión portuguesa de la colonizacii)n puramente mercantil de los neerlandeses). En resu-
men, sería demasiado decir que Portugal, desde fines del siglo XIV, después de la prue-
ba de la Peste Negra, que no io perdonó, era un Estado «modernoi>. Sin embargo, es
verdad más que a medias, en conjunto.
No obs~ante, Portugal sufrirá, a lo largo de sus éxitos, por no estar en el centro de
la economía-mundo creada en Europa. Aunque privilegiada en más de un aspecto, la
economía portuguesa pertenece a la periferia de la economía-mundo. Desde fines del
siglo XIII, establecida la conexión marítima entre el Mediterráneo y el mar del Norte,
es tocada al pasar y utilizada por el largo circuito marítimo y capitalista que une a las
ciudades italianas con Inglaterra, Brujas e, indirectamente, el Báltico 202 • Y en la misma
medida en que el Mediterráneo de Poniente se incorpora cada vez más a los tráficos de
Levante y en que la primacía veneciana se convierte en monopolio, una parte de la em-
presa italiana, bajo el impulso de Génova y Florencia, se vuelve hacia el Oeste, hacia
Barcelona, más aún hacia Valencia, las costas de Marruecos, Sevilla y Lisboa. En este
juego, esta última se vuelve internacional; las colonias extranjeras 2º3 se multiplican en
ella, y le aportan su concurso útil, aunque nunca desinteresado. Los genoveses, pro-
pensos a arraigarse, practican allí el comercio ar por mayor e incluso el comercio al de-
talle204, en principio tesei:Vado a los nacionales. Lisboa y, más allá de ésta, Porcugal en-
tero están, pues, eri parte, bajo el control de extranjeros.
forzosámente, éstos desempeñaron un papel en la expansión portuguesa. Pero con-
viene no exagerar. No se violentará la realidad diciendo que el extranjero, de ordina-
rio, siguió al éxito y lo acaparó una vez allí, mucho más que prepararlo. Así, no estoy
seguro, pese a lo que se ha afirmado a veces, de que la expedición contra Ceuta (1415)
se llevara a cabo a instigación de comerciantes extranjeros. Los genoveses instalados en
los puertos marroquíes incluso fueron franca y abiertamente hostiles a la instalación
portuguesa 205
Las cosas son más claras después de los primeros éxitos de la expansión portuguesa,
desde el día en que se adueñó de la ribera útil del Africa Negra, desde el Cabo Blanco
hasta la desembocadura del Congo. o sea, entre 1443 y 1482. Además, con la ocupa-
ción de Madeira en 1420, el redescubrimiento de las Azores en 1430. el descubrimien-
to de las islas de Cabo Verde en 1455, de Fernando Poo y Sao Tomé en 1471, se cons-
tituyó un espacio económico coherente, del que lo esencial fue la explotación del mar-
fil, la malagueta (la pimienta falsa), el polvo de oro (que, compensando los años bue-
nos con los malos, daba de 13.000 a 14.000 onzas) y el comercio de esclavos (un millar
por año a mediados del siglo XV, y pronto más de 3.000). Además, Portugal se reservó
el monopolio del comercio del Africa Negra por el Tratado de Akoba~a. firmado con
España en 1479. La construcción del fuerte de Sao Jorge da Mina en 1481, cuyos ma-
teriales {piedra, ladrillos, r.1adera y hierro) fueron todos transportados de Lisboa, fue
la confirmación y la garantía de este monopolio, desde entonces mantenido firmemen-
te. Según el libro contemporáneo de Duarte Pacheco, Esmaraldo de Situ Orbis 206 , el
comercio del oro rendía 5 por 1. En cuanto a los esclavos que llegaban al mercado por-
tugués, proporcionaban a las casas ricas el inevitable criado negro y permitieron la re-
población de grandes dominios en el vacío del Alentejo, desploblado desde el fin de
la Reconquista, y el desarrollo de plantaciones azucareras en M:i.deira, donde, desde
1460, la caña sustituyó al trigo.

111
Antes y después de Venecia

Toda esta conquista de Africa y de las islas atlánticas fue obra portuguesa. Sin em-
bargo, los genoveses y los florentinos (y hasta los flamencos, en el aprovechamiento de
las Azores) contribuyen a ella de manera apreciable. La transferenci!J. de las plantacio-
nes azucareras fuera del Oriente mediterráneo fue favorecida por los genoveses, al mis-
mo tiempo, en Sicilia, en la España meridional, en Marruecos, en el Algarve portugués
y, finalmente, en Madeira y las islas de Cabo Verde. Más tarde, y por las mismas ra-
zones, el azúcar conquistó las Canarias, ocupadas por los castellanos.
De igual modo, si bien el coronamiento de los descubrimientos portugueses, el pe-
riplo de Vasco da Gama, «no debe nada a los genoveses», como dice con razón Ralph
Davis 207 , los comerciantes de Italia, de la Alta Alemania y los Países Bajos ya instalados
en Lisboa o que acuden a ella se asociaron ampliamente a su éxito comercial. ¿Acaso
podían los portugueses y el rey comerciante de Lisboa explorar por sí solos la intermi-
nable y costosa línea de viajes a la India oriental que, por su extensión, supera, con
mucho, la conexión de la Carrera de Indias que los castellanos establecen entre sus In-
dias Occidentales y Sevilla? . .
Observemos, por último, que el esfuerzo de los portugueses en dirección al Océano
·Indico les costó América. La cuestión dependió de un hilo: Cristóbal Colón propuso
su quimérico viaje al rey de Portugal y a sus consejeros en el momento en que Barto-
lomé Díaz, de regreso en Lisboa (1488), había aportado la certidumbre de una cone-
xión marítima entre el Atlántico y el Indico. Los portugueses prefirieron la certidum-
bre («científica», en suma) a la quimera. Cuando a su vez descubrieron América, al lle-
var a sus pescadores y arponeros de ballenas hasta Terranova, hacfa 1497, y luego al
desembarcar en Brasil en 1501, ya llevaban años de retraso. Pero, ¿quién hubiera po-
dido prever el akance de este error c9ando, con el retorno de Vasco da Gama, en 1498,
la batalla de la pimienta había sido ganada, y fue tan pronto explotable que la Europa
mercantil se apresuró a instalar en Lisboa a stis representantes más activos? ¿Y cuándo
Venecia, la reina de la víspera, parecía desamparada, abandonada por la fortuna? En
1504, las galeras venecianas no hallaron ni un saco de pimienta en Alejandría de
Egipto 208 •

Amberes, capital mundial


creada desde el exterior

Pero no es Lisboa, por importante que sea, la que se coloca ahora en el nuevo cen-
tro del mundo. Tiene en sus manos todos los triunfos, al parecer. Sin embargo, otra
ciudad prevalece, en suma, la desbanca: Amberes. Mientras que la desposesión de Ve-
necia es lógica, la falta de éxito de Lisboa asombra, a primera vista. Sin embargo, se
explica bastante bien si se obse!Va que, en su victoria misma, Lisboa es prisionera de
una economía-mundo en la que está ya in~ertada y que le ha asignado un lugar; si se
observa, además, que el Norte de Europa no ha cesado de desempeñar su papel y que
el continente tiende a inclinarse hacia su polo septentrional, no sin razones y excusas;
por último, que la mayoría de los consumidores de pimienta y de especias está situada
justamente en el Norte del continente, quizás en la proporción de 9 sobre 10.
Pero no expliquemos demasiado rápidamente, con demasiada sencillez, la brusca
fortuna de Amberes. La ciudad del Escalda, desde hacía largo tiempo situada ya en la
encrucijada de los tráficos e intercambios del Norte, substituye, se dice, a Brujas. La
operación sería trivial: una ciudad decae y otra la reemplaza. Más tarde, la misma Am-
beres, reconquistada por Alejandro Farnesio en 1585, cederá el lugar a Amsterdam. Tal
vez sea ver las cosas desde una perspectiva demasiado local.

112
Antes y después de Veneáa

16. iAS RUTAS ESENCIALES DEL TRAFICO AN1UERPIENSE


Er1as rulas se tÍ•lienen en las pan1d11S i1alianas, llSÍ como en 1111 grandes paradtJs de Lisboa y S•~illa. EJasten, sin embllrgo,
algun111 prolonga&iones que no se indietJn en nuestro mapa, en dirección a Brasil. las islas del A1lánlico y lar cor/fJr de Afri-
ca. Práclicamenle,no llegan al Medite"áneo de manera tlirecfa. (l'omado de V. Viísquez de PratitJ, Lemes marchandcs d'An-
vcrs, /, s.f, p. 3.5.)

113
El antiguo pueno de Amberes. Atribuido a S. Vranck. Tarbes, Museo Maney. (Foto Giraudon.)

115
Antes y después de Venecia

En realidad, fas cosas son más complicadas. Tanto o más que a Brujas, Amberes
sucede a Venecia. Durante el Siglo de los Fugger20~. que, en realidad, fue el Siglo de
Amberes, la ciudad del Escalda se sitúa, en efecto, en el centro de toda la economía
internacional, lo que Brujas no había logrado en su momento de esplendor. Amberes,
pues, no es sencillamente la heredera de su rival cercana, aunque, como ella, haya sido
construida desde fuera. Al llegar a Brujas, en 1277, las naves genovesas habían colo-
cado a la ciudad del Zwín por encima de sí misma. De igual modo, fue el desplaza-
miento de las rutas mundiales, a fines del siglo XV, y la aparición de una economía
atlántica lo que decidió la suerte de Amberes: todo cambió para ella con la llegada, en
1501, a los muelles del Escalda, de un barco portugués cargado de pimienta y nuez
moscada. Otros lo seguirían 21 º.
Su grandeza, pues, no fue creada por ella misma. ¿Tenía, además, los medios para
ello? «Al igual que Brujas -escribe Henri Pirenne 211 - , Amberes no poseyó nunca una
flota comercial.» Otra deficiencia es que ella no está gobernada, ni en 1500 ni más tar-
de, por comerciantes. Sus regidores (los ingleses dicen los lords de Amberes 212 ) perce~
necen a algunas. familias de su escasa nobleza territorial y se• mantienen en el poder
durante siglos. En ptincipío, les está prohibido intervenir eh fos negocfos, prohibicióri
bastante curiosa peio insistentemente repetida., sin duda porque no es eficaz. En fin,
Amberes no tiene eofiletciafües nacionales de envergadura internacional; sort los ex-
tranjeros quienes llevan el juego: hanseáticos, ingleses; incfüso franceses y, sobre todo,
fos meridionales, portugueses, españoles e italianos. .·
Sin dud~; sería necesario matizar, Si, Amberd poseyó una flota213 , ea: tOtal de un:
ceri!enar de pequeños bateos de 80 a 100 toneladas; peto; ¿qué suponen al lado de los
navfos extranjeros que remontan: el Escalda o se detienen en fa isla de Wakheren, ho-
landeses, zelandeses, portugueses, españoles, italianos, raguseos, catalanes, ingleses y
bretones 214 ? · · . ·
En cuanto a los lord.r de Amberes; estas virtuosas personas son a menudo presta-
mistas más o menos confesos 21 ~~ SiNen a si.l manera a los intereses mercantiles de la
ciudad. Ello no impide que ésta sea una especie de ciudad iriocente; son fos otros quie-
nes la solkitan, la invaden y crean su brillo. No es ella la qi.le se apodera ávidamente
del mundo, sino a la inversa; es el nmndo, descentrado por los grandes descubrímien-
tos, el que, al inclinarse hacia el Atlántico, se aferra a ella, a falta de algo mejor. Ella
no luchó pata estar eri la cúspide visible del mundo. Se despertó allí una buena mañana.
. AtievámOsriós a decir; entonces; que ella rió desempeñó perfectamente su papeL
Todavía no había aprendido la lección, no era una ciudad independiente. Reintegrada
en 1406 al ducado de Brabante 216 ; Ambetes deperidfa de un príncipe. Sin duda, podía
actliar con astucia con respecto a él, y lo hará, retrasando deliberadamente la ejecución
de las ordenanias que le disgustan. En el terreno de las medidas religiosas, incluso fo-
gtará :mantener una política de tolerancia, indispensable pata su progreso 21 7 Ltidovíco ·
Gukcfardini, quien la observó tardíamente (1567), füe sensible a este esfuerzo de in~
dependencia: «[Ella] se rige y se gobierna casi como una ciudad libre»:m. No obstante,
Amberes no es Venecia ni Génova. Por ejemplo, sufrirá, eri lo inás vivo de sus activi-
dades; el contragolpe de las medidas monetarias torriadas por el «gobierno» de Bruselas
en 1518 y 1539 219 , Agreguemos que; en el momento de su avance, es urta ciudad ya
antigua, medieval se ha dkho 22º; con. u ria experiencia de ciudad de feria 221• Es decir,
tiene el sentido de la acogida, indudablemente, y cierta destreza en el manejo de los
asuntos comerciales que es menester coriduit rápidamente. Pero' tiene poca o nirigua
experíencia en lo que concierne a la empresa marítima, el comercio lejano y las formas
modernas de las asociaciones mercantiles~ ¿Cómo hubiera podido desempeñar ensegui~
da cabalmente su nuevo papel? Sin embargo, más o menos rápidamente, tuvo que
adaptarse, improvisar: Amberes, o la improvisación.
116
Antes y después de Venecia

Las etapas
de la grandeza de Amberes

Todo prueba: que el nuevo papel de Amberes dependía de oportunidades interna-


cionales de algún modo exteriores. Venecia, después de luchas interminables, gozó de
un siglo largo de preponderancia indiscutida (1378-1498). En una posición análoga,
Amsterdam duró un siglo y más aún. Amberes, por el contrario, de 1500 a 1569 tuvo
una historia muy agitada: demasiados choques, botes y reactivaciones. El suelo de su
prosperidad tiembla: sin cesar, a pesar o a causa de líneas de fuerza inciertas que se cru-
zan en ella y le aportan los dones múltiples y las voluntades apremiantes y· ambiguas
de una Europa eri vías de adueñarse del mundo. La razón principal de la incertidum-
bre antuerpiense (diría yo después de haber releído el libro clásico de Hermano Van
der Wee 222 } es que la economía entera de Europa, todavía en el siglo XVI, no ha ha-
llado, bajo la influencia de las coyunturas y sorpresas que la golpean, su velocidad de
crucero, un equilíbi:m qtie sea de la:rga duración. Un empujón más fuerte que los otros,
y la prosperidadd~Amberes se altera, se deteriora o, por el contrario, se recupera a
ojos vistas y sé expande, :Esto en la: medida en que su desarrollo, de hecho, se calca
bastante regufarrri~nte, so~re la coyuntura europea.
Apenas eiCagerandO,. tódO·ocurre como si en Amberes se hubiesen sucedido tres ciu-
dades; semejantes y diferentes; cada una de las cuales se desarrolló en el curso de un
período de a:stenso;seguido de años difíciles.
De estüs tres avances st.ltesivos (1501-1521, 1535-1557 y 1559-1568), el primero es-
tuvo bajo elsignode Portugal. La pimienta fue su artífice, pero Portugal, como lo mues-
tra Hei'maim Van det Wee223 ; no desempeña plenamente su papel en virtud de la co-
lusión entre el rey de Lisboa, dueño de las especias, y los mercaderes de la Alta Ale-
mania, dueños del metal blanco: los Welscr, los Hochstetter y, más grandes o afortu-
nados que todos fos otros, los Fugger. El segundo empuje cae en el activo de España
,Y del metal blanco, esta vez de América, que, en los años treinta, da a sus amos po-
líticos el argi.unentó decisivo para una economía radiante. El tercero y último avance
fue el resultado del retorno a la calma, después de la Paz de Careau-Cambrésis (1559)
y el arrollador avance de la industria de Amberes y de los Países Bajos. Pero, en esta
época, ¿n0 es elforcing industrial un último recurso?

Primer avance,
primera decepción

Amberes, hacia 1500; no es más que un aprendiz. Pero a su alrededor, Brabante y


Flandes, países poblados, están en un período de euforia. Sin duda, el comercio de los
hanseáticos está más o menos eliminado 224 : el azúcar de las islas del Atlántico reem-
plaza a la miel, y el lujo de la seda al de las pieles; pero en el Báltico mismo, los barcos
de Holanda y Zelanda compiten con las naves de los hanseáticos. Los ingleses hacen
de las ferias de Berg-op-Zoom y de Amberes una etapa de sus paños, importados cru-
dos, teñ_idos luego allí y redistribuidos por Europa, sobre todo Europa Central2 25 Como
última ventaja para Amberes, los comerciantes alemanes, particularmente los de la Alta
Alemania, se instalan masivamente en la ciudad y son ellos, según datos de investiga-
ciones reciences 226 , los primeros que habrían preferido, en lugar de Brujas, el puerto
del Escalda, más a su alcance. Entregan a la ciudad el vino del Rin, el cobre y la plata
(el metal blanco) que hizo la fortuna de Augsburgo y sus mercaderes banqueros.

117
Antes y después de Venecia

En este medio antuerpiense, la llegada inopinada de la pimienta, que llega direc-


tamente después del periplo portugués, cambió de golpe las circunstancias generales
del intercambio. El primer barco con especias ancló en 1501; en 1508, el rey de Lisboa
fundaba la Feitoira de Flandres 227 , sucursal en Amberes de la Casa da India de Lisboa.
Pero, ¿por qué el rey eligió Amberes? Sin duda, porque la gran clientela de la pimien-
ta y las especias, ya lo hemos dicho, es la Europa nórdica y central, esa Europa que
abastecía hasta entonces, por el Sur, el Fondaco dei Tedeschi veneciano. Ciertamente,
Portugal mantenía también antiguas relaciones con Flandes. Por último, y sobre todo,
si bien llegó al Extremo Oriente al término de largos esfuerzos, no tiene los recursos
ni las ventajas de Venecia para sostener y administrar su fortuna, es decir, organizar de
un extremo a otro la distribución de las especias. Ya para las idas y venidas entre la
India y Europa, era menester adelantar sumas enormes y, después de los primeros sa-
queos en el Océano Indico, especias y pimienta debían ser pagadas en dinero contante,
con plata o cobre. Ceder la redistribución era dejar a otros (como harán más tarde las
grandes Compañías de Indias) el cuidado de las reventas y la carga de otorgar créditos
a los detal1istas (el tiempo del pago a plazos era de 12 a 18 meses). Por todas estas ra-
zones, los portugueses confiaron en la plaza de Amberes. Lo que ésta hacía por los pa-
ños ingleses; ¿no podía hacerlo, acaso, por las especias y la pimienta portuguesas? En
retribución, los portugueses hallaban en Amberes el cobre y el metal blanco de las mi-
nas alemanas, que necesitaban para sus pagos en el Extremo Oriente.
Además, en la Europa nórdica, la redistribución antuerpiense era eficaz. En algu-
nos años, el monopolio veneciano fue destruido o al menos afectado. Al mismo tiem-
po, el cobre y la plata se alejaban masivamente de Venecia hacia Lisboa. En 1502-1503,
sólo el 24% del cobre húngaro exportado por los Fugger llegaba a Amberes; en
1508-1509, la proporción era del 49% para Amberes y el 13 % para Venecia 22 s. En cuan-
to a la plata, en 1508, un informe oficial del gobierno de los Países Bajos estima en
aproximadamente 60.000 marcos 229 de peso el metal que transita por Amberes en di-
rección a Lisboa: Occidente se vacía de su metal blanco en. beneficio del circuito por-
tugués. Por dio, los comerciantes alemanes están en el centro del boom que eleva a
Amberes, se trate de los Schetz de Aquisgrán -un centro de la industria del cobre 2·1º-
o de los Imbof, los Welser y los Fugger de Augsburgo. Sus beneficios se acumulan: de
1488 a 1522, los Imhof aumentan su capital en un 8,75% cada año; los Welser en un
9% entre 1502 y 1517; los Fugger en el 54,5%, en total, entre 1511y1527 231 • En este
mundo en rápida transformación, las firmas italianas chocan con graves dificultades:
los Frescobaldi quiebran en 1518; los Gualterotti liquidan sus empresas en 1523 2i 2 •
La prosperidad evidente de Amberes, sin embargo, tardaría en constituir un verda-
dero mercado de la plata. Tal mercado sólo puede existir ligado al circuito de las letras
de cambio, de los pagos y créditos a través de todos los lugares y plazas de remesa de
Europa (en particular, Lyon, Génova y las ferias de Castilla), y Amberes se integra len-
tamente a ellos. Por ejemplo, sólo se vinculará con Lyon, que por entonces dirige el
juego de conjunto, hacia 1510-1515 233 •
Y luego; a partir de 1523, comienzan para Amberes años malos. Las guerras entre
los Valois y los Habsburgo, de 1521 a 1529, paralizan el comercio internacional y, de
rebote, obstaculizan el mercado antuerpiense del dinero, que está en sus comienzos.
En los años treinta, el mercado de la pimienta y las especias se deteriora. Ante todo,
Lisboa toma en sus manos el papel de redistribuidor: la Feiton'a de Flandres pierde su
razón de ser y será liquidada en 1549 2H. Quizás, como sostiene V. Magalhaes Godin-
ho23i, porque Portugal encontró, a poca distancia, en Sevilla, el metal blanco de Amé-
rica, mientras que las minas alemanas están en decadencia y casi dejan de producir, a
partir de i535 236 • Pero sobre todo porque Venecia ha reaccionado: la pimienta que ven-
de, llegada de Levante, es más cara que la de Lisboa, pero de mejor calidad m, y hacia
118 •
Antes y después de Venecia

el decenio de 15 30, y más aún después de 1540, sus abastecimientos en Oriente P~ó­
ximo aumentan. En Lyon 2Jij, en 1533-1534, Venecia se adjudicaba el 85% del .trá~1co
de pimienta. Lisboa, sin duda, no interrumpe sus envíos a Amberes, donde la pimien-
ta portuguesa animará siempre el mercado: entre noviembre de 1539 y octubre de 1540,
328 barcos portugueses anclaron ante la isla de Walchcren 239 Pero en la nueva coyun-
tura, la pimienta ya no es e~1 el mismo grado el mot~r.~in igu.a~. Portugal no h~ lo-
grado asegurarse el monopoho de ella: Hubo una par~toon, casi 1~ual, con Venecia: y
esa partición de algún modo se consohda. Y nada 1mp1de pensar, smo por el _contrario,
que la corta recesión de mediados del siglo XVI también influyó sobre las dificultades
de Amberes.

La segunda buena fortuna


de Amberes

Lo que reactiva a Amberes es el ascenso de las importaciones de metal blanco de


América, por la vía de Sevilla. En 153 7, Ja placa abunda en España lo suficiente como
para obligar al gobierno de Carlos V a sobrevaluar el oro: la proporción oro-plata pasa
entonces de 1:10,11a1:10,6F40 . Este aflujo de riqueza da a España (o debería decirse
a Castilla) una dimensión política y económica nueva. Los Habsburgo, en la persona
de Carlos V, son amos a la vez de España, de los Países Bajos, del Imperio y de una
Italia sólidamente dominada desde ¡535rn Obligado a hacer pagos en Europa, el Em-
perador está ligado desde 1519 a los comerciantes prestamistas de Augsburgo, cuya ver-
dadera capital sigue siendo Amberes. Son los Fugger y los Welser quienes movilizan y
transportan las sumas, sin las cuales no habría política imperial. En estas condiciones,
el Emperador no puede prescindir de los servicios del mercado de dinero de Amberes,
precisamente constituido entre 15 21 y 15 35, durante los difíciles años de un comercio
languidecietue en el qué los préstamos al Soberano fueron el único empleo fructuoso
de capitales que se prestan, corrientemente, a tasas superiores al 20 % 1•12 •
Le ocurre entonces a España lo que le ocurrió a Portugal. Frente a su nueva tarea,
del otro lado del Atlántico -explotar y construir a América-, se encuentra por de-
bajo de la altura requerida y sólo cumple su contrato con la ayuda múltiple de Europa.
Necesita fa madera, los tablones, el alquitrán, los barcos, el trigo y el centeno del Bál-
tico: necesita, para volverlos a enviar a América, productos manufacturados, las telas,
los panos l~geros y la quincallerfa de los Países Bajos, Alemania, Inglaterra y Francia.
A veces en cantidades enormes: en 1553 24 \ más de 50.000 piezas de tela parten de Am-
beres hacia Portugal y España. Las naves de Zelanda y Holanda se convierten en los
amos de la conexión entre Flandes y España desde 1530, seguramente después de 1540,
tanto más fácilmente cuanto que los barcos de Vizcaya son destinados a la Carrera de
Indias y es menester llenar el vacío creado en la navegación entre Bilbao y Amberes.
No es nada sorptendente, pues, que, en 1535 contra Túnez y en 1541 contra Argel,
Carlos V requise decenas y decenas de ureas flamencas para transportar hombres, caba-
llos; municiones y vituallas. Incluso sucede que navíos del Norte son requisados para
engrosadas flotas de la Carrera 2'"'. Es difícil saber (pero volveremos a el10 2·Vi) el grado
en que esta unión victoriosa del Norte con la Península Ibérica ha sido importante en
la historia de España y del mundo.
A cambio, España envía a Amberes lana (que se descarga todavía en Brujas~46 , pero
llega pronto a la ciudad del Escalda), sal, alumbre, vino, frutos secos, aceite, además
de productos de ultramar, como la cochinilla y la madera para tinturas de América, y
119
Antes y después de Venecia

el azúcar de las Canarias. Pero esto es insuficiente para equilibrar los intercambios, y
España salda sus cuentas con envíos de monedas y lingotes de plata, a menudo reacu-
ñados en la Casa de Moneda de Ambercsm Son la plata de América y los comercian-
tes españoles los que finalmente reaniman a la ciudad. A la Amberes juvenil de co-
mienzos de siglo, portuguesa y alemana, le sucede una ciudad «española». Después de
l'.'>35, el marasmo de los negocios, generador de paro, desaparece. La transformación
avanza a buen paso y cada uno extrae de ello la lección. La ciudad industrial de Ley-
den, abandonando el mercado que había instalado en Amsterdam, en 1530, para la
venta de sus paños en el Báltico, abrió otro en Amberes en 1552, con vistas, ahora, a
los mercados de España, del Nuevo Mundo y del Mediterráneo!48
Los años transcurridos entre 1535 y 1557 corresponden, sin discusión, al mayor bri-
llo de Amberes. Nunca la ciudad fue tan próspera. No cesa de crecer: en 1500, al co-
mienzo de su gran fortuna, apenas tenía de 44.000 a 49.000 habitantes; pasó de los
100.000, sin duda, antes de 1568; el número de sus casas pasó de 6.800 a 13.000, es
decir, al doble. Nuevas plazas, nuevas calles rectilíneas (de casi 8 km todas ellas), la
creación de una infraestructura y de centros económicos siembran la ciudad de obras
de construcción 119 El lujo, los capitales, la actividad industrial y la cultura participan
de la fiesta. Claro que con puntos negros: el aumento de los precios y de los salarios,
la distancia que se abre entre los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más
pobres, el crecimiento de un proletariado de trabajadores no cualificados, cargadores,
mozos de cuerda, mensajeros, etcétera. El deterioro se insinúa en los poderosos gre-
mios, donde el salariado predomina sobre el artesanado libre. En el gremio de los sas-
tres, en 1540, se cuentan más de un millar de obreros no cualificados o semicualifica-
dos. Se otorga a los maestros el derecho de emplear 8, 16 ó 22 obreros; estamos lejos

Vísta de Amheres hacia 1540, Amberes, National Schecpvaartmuseum.

120
Antes y después de Venecia

de las medidas restrictivas, antaño en vigor en Ypres 210 ... Se constituyen manufacturaJ
en ramas nuevas: refinerías de sal y de azúcar, fábricas de jabón y tintorerías; emplean
a pobres diablos, por salarios irrisorios, que a lo SUfll:O llegan .al ~0% del .salario de un
obrero cualificado. Sin duda, la masa de los no cualificados hm1ta el posible recurso a
la huelga que sigue siendo el arma de los obreros cualificados. Pero, a falta de huelgas,
hay y habrá tumultos, la revuelta violenta.
La segunda prosperidad de Amberes va a sufrir de lleno la bancarrota española de
1557, que afectó a todos los países poseídos por el Emperador, además de Francia, que
esos países rodean y donde Lyon quiebra al mismo tiempo que las finanzas reales de
Enrique 11, en 1558. En Amberes, se rompe entonces el circuito del dinero que man-
tenía la plaza. No se reparará jamás de manera satisfactoria y los banqueros alemanes
quedarán en adelante fuera del juego castellano, reemplazados por los genoveses. El
«Siglo de los Fugger» acaba de terminar.

Un avance
industrial

La economía antuerpiense se reanimará, sin embargo, pero en un plano muy dife-


rente; será su tercer auge. Inmediatamente después de la Paz de Cateau-Cambrésis
(1559), que exorcizó el espectro de la guerra entre los Valois y los Habsburgo, se rea-
nuda el comercio con España, Francia, Italia y el Báltico, donde se produce un curioso
renacimiento de los hanseátíeos (fue en esta época cuando se construyó en Amberes la
magnífica tasa de la Hansa 211 )~ Pese a las alarmas belicosas entre Francia e Inglaterra,
entre Dinamarca, Suecia y Polonia, pese a las capturas o los secuestros de naves en el
canal de la Mancha, el mar del Norte o el Báltico, los tráficos antuerpienses se reani-
man, aunque sin alcanzar su nivel anterior a la crisis 251 • Además, surgen obstáculos por
parte de Inglaterra. La revaluación de la libra esterlina a comienzos del reinado de Isa-
bel lanzó la economía de la isla a una crisis profunda que explica el mal humor inglés
frente a los hanseáticos y los mercaderes de los Países Bajos. En julio de 1567, después
de muchas vacilaciones, los ingleses eligieron a Hamburgo como etapa de sus paños, y
la ciudad, que les ofrecía un camino de acceso al mercado alemán más fácil que el abier-
to por Amberes, fue capaz, sin tardar mucho, de preparar y vender los paños crudos
de la islam Para Amberes, fue un golpe serio. Además, Thomas Gresham, quien co-
nocía muy bien el mercado antuerpiense, puso en 1566 la primera piedra del London
Exchange, la Bolsa de Londres. También en este plano Inglaterra quería ser indepen-
diente de Amberes: era un poco la revuelta del hijo contra el padre.
En estas condiciones, Amberes buscó y halló su salvación en la industria 2H. Los ca-
pitales, al no hallar ya su pleno empleo en la actividad mercantil o en los empréstitos
públicos, se dirigieron a los talleres. Hubo un ascenso extraordinario, en Amberes y en
el conjunto de los Países Bajos, de la industria de los paños, de las telas y de las tapi-
cerías. Ya en 1564 hubiese sido posible, viendo la ciudad, predecir su futura fortuna.
Lo que la destruirá, en efecto, no será la economía sola, sino también los importantes
desórdenes sociales, políticos y religiosos de los Países Bajos.
Fue una crisis de desobediencia, diagnostican los políticos. En verdad, fue una re-
volución religiosa venida de las profundidades, con una crisis económica disimulada y
los dramas sociales de la vida cara 2'l Relatar y analizar esta revolución no está en nues-
tro programa. Lo importante, para nosotros, es que Amberes fue atrapada desde el prin-
cipio por la tormenta. La epidemia iconoclasta sacudió a la ciudad durante dos días,

121
Antes y después de Venecia

el 20 y el 21 de agosto de 1566, en medio del estupor general2 56 • Todo hubiera podido


apaciguarse con los compromisos y concesiones de la regente Margarita de Parma m,
pero Felipe 11 elegirá la mano dui:a y, casi un año justo después de los motines de Am-
beres, el duque de Alba llegó a Bruselas a la cabeza de un cuerpo expedicionario 258 •
El orden se restablece, pero la guerra, que sólo estallará en abril de 15 72, se inicia ya
sordamente. En el canal de la Mancha y el mar· del Norte, en 15682l9, los ingleses cap-
turan zabraI vizcaínas cargadas de fardos de lana y plata destinados al duque de Alba,
además de la plata de contrabando disimulada por los transportadores. Prácticamente,
la conexión marítima entre los Países Bajos y España queda rota.
Ciertamente, Amberes no morirá como consecuencia del golpe. Durante mucho
tiempo aún seguirá siendo un centro importante, un conjunto de industrias, un apoyo
financiero para la política española, pero la plata y las letras de cambio para el pago
de las tropas al servicio de España vendrán esta vez del Sur, por intermedio de Génova,
y, por esta desvfadón que sufre la ruta de la plata, por politica de Felipe 11, será en Gé-
nova donde se establecerá el centro de Europa. La caída mundial de Amberes se registra
a lo lejos, y precisamente en el reloj del Mediterráneo. Pronto aclararé esto.

La originalidad
de Amberes

La fortuna de Amberes, relativamente breve, representó, sin embargo, un eslabón


importante y, en parte, original de la historia del capitalismo.
Ciertamente, Amberes pasó largo tiempo en la escuela de sus huéspedes extranje-
ros: copió la contabilidad por partida doble que le enseñaron, como al resto de Euro-
pa, los italianos; para los ajustes internacionales, utilizó, como todo el mundo (aunque
con cierta prudencia e incluso parsimonia), la letra de cambio, que la insertó en los
circuitos de capitales y créditos de tin lugar a otro. Pero a veces supo imaginar sus pro-
pias soluciones,
En efecto, hacia 1500, tuvo que responder inmediatamente, en el cíi:culo trivial de
su vida cotidiana, a situaciones que la sorprendieron y fueron motivo de «tensiones enor-
nies»26º A diferencia de Brujas, no poseía siquiera; en esa fecha, una verdadera orga-
nización bancaria. QuizáS, como piensa Hermano Van der Wee, a.causa de las medidas
prohibitivas de. los duques de Borgoña (1433, 1467, 1480, 1488 y 1499); que habían
destruido literalmente toda tentativa en esa dirección. De pronto, el comerciante no
puede en Amberes, como en Rialto, «escribir» su deuda o su crédito en los libros de
un banquero, compensando· así ganancias y gastos. De igual modo, no obtendrá dine-
. ro, como ocurrfa en ·la mayor parte de las plazas de cambio, vendiendo una lc;tra libra-
da sobre un correspondiente de Florencia u otras partes, ó siquiera sobre las ferias de
Amberes o de Berg-op-Zoom. Sin embargo, el numerario no puede bastarle para todos
sus ajustes de cuentas, es necesario que intervenga el «papel», que el dinero ficticio de-
sempeñe su papel, facilite los negocios, aunque permaneciendo de una manera u otra
anclado en el suelo sólido del dinero contante y sonante.
La solución antuerpiense, salida de la práctica de las ferias de Brabante26 i, es muy
simple: las liquidaciones en el doble sentido del debe y el haber se hacen mediante
cédulas obligatorias, es decir, mediante billetes; el comerciante que las subscribe se com-
promete a pagar tal o cual suma en un plazo determinado, y estos billetes son al por-
tador. Si quiero obtener un crédito, vendo a quien la acepte una cédula que he firma-
do. Si A me debe cierta suma, subscribe uno de estos billetes, pero yo puedo transfe-

122 •
Antes y después de Venecia

300+-------tt----t----+--t- ---1-- !t· --11 ~~


11 ! [¡ ¡ ! j
250 -+f---1+---ll-----lllf--l--- - 1 ---¡' -- --- 1' '

'ºº +---fl----,!t---+i----.f, ~L-ll---f'----!Hl-lt-

150+---tt-----tt--i-l

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1460 10 ao "º 1soo 10 20 'º 40 _~o so 10 15eo

17- NUMERO DE COMERCIANTES FRANCESES CENSADOS EN AMBERES DE 1450 A 1585


VariQ según un movimiento que es c11ri el de los tráficos de Amberes. (Tomado de E. Coomaert, Les Fran~ais et el commercc
internacional a Anvers, 11, 1961.)

rirlo a B, a quien debo una suma equivalente. Así, deudas y créditos circulan por la
plaza, creando una circulación suplementaria que tiene la ventaja de fundirse como nie-
ve al sol. Deudas y créditos se anulan: son los milagros del scontro, del clean'ng, de la
compensación o, como se dice en los Países Bajos, del rescontre. Un mismo papel pasa
de mano a mano, hasta el momento en que se anula, cuando el acreedor que recibe
la cédula en pago es el mismo deudor inicial de esa cédula262 • Para garantizar tal juego
de endosos, se generaliza la vieja práctica de la asignación, que establece una respon-
sabilidad «de los acreedores cedentes hasta el último deudor». Este detalle tiene su va-
lor, y la palabra asignación terminará por predominar, en el uso corriente, sobre la de
cédula. Un comerciante escribe: «Pagaré por asignación, como es nuestro uso mer-
cantil»263.
Pero estas garantías de la práctica mercantil, combinadas con recursos a la justicia,
no son lo esencial. Lo esencial es la extrema facilidad del sistema y su eficacia. Su fa-
cilidad porque ocurre que letras de cambio emitidas en las operaciones antuerpienses
se transforman en cédulas al portador y que pasen, entonces, de mano en mano. En
cuanto a la eficacia, su circulación resuelve, sin institucionalizarlo, un problema capi-
tal, insinuante y presente desde el comienzo mismo de los intercambios: el del des-
cuento, o, dicho de otro modo, del precio, el alquiler, del tiempo. El descuento, tal
como se escablecerá en Inglacerra en el siglo XVIII 264 , es de hecho la reanudación de prác-
ticas anteriores. Si yo compro o si vendo una cédula, la suma estipulada no fija su pre-
cio de venta ni su precio de compra. Si la compro con dinero, la pago por debajo de
su valor nominal; si la recibo en pago de una deuda, obligo a quien la firma a darme
una suma superior a su deuda. Como la célula debe valer la suma de dinero que es-
pecifica en su vencimiento, forzosamente vale menos al principio que al final. En re-
sumen, se trata de un régimen flexible, que se organiza por si mismo y prolifera fuera
del sistema tradicional de la letra de cambio y de los bancos. Observemos que este ré-
gimen nuevo funciona también en Ruán, en Lisboa y, seguramente, en Londres, que,
desde este punto de vista, será la heredera de Amberes. En cambio, Amsterdam, desde
el comienzo y en el curso de su fortuna, permanecerá ligada al sistema tradicional de
las letras de cambio.

123
Antes y después de Venecia

Puede ser grande la tentación de anotar también en el activo de Amberes los pro-
gresos de un primer capitalismo industn'al, evidente en ella y en las otras ciudades ac-
tivas de los Países Bajos. Es lo que ha hecho Tibor Wittman 26 \ en un libro simpático
y apasionado, pero donde rinde culto, me temo, a reglas teóricas. ¿Ha aportado el si-
glo XVI innovaciones en este terreno con respecto a las actividades de Gante, Brujas o
Ypres, y sobre todo de Florencia, Luca o Milán en los siglos anteriores? Lo dudo seria-
mente, aun teniendo en cuenta las múltiples construcciones de Amberes, su urbanis-
mo precoz y avanzado con relación al de las otras ciudades de Europa, y si prestamos
atención, siguiendo a Hugo Soly, a ese prodigioso hombre de negocios que fue Gilbert
Van Schoonbecke. Encargado, hacia 1550, de construir las murallas de la ciudad, or-
ganizó una especie de trust vertical que lo puso a la cabeza de una quincena de fábri-
cas de ladrillos, de una enorme turbera, de caleras, de una explotación forestal y de
una serie de casas de obreros, lo que no le impidió, trabajando en gran escala, acudir
a empresarios subcontratistas. Fue el mayor empresario y quien mayor beneficio sacó
de la colosal transformación de Amberes, entre 1542 y 1556. Pero, ¿nos autoriza ello,
aunque sea tentador, a hablar de capitalismo industrial, a añadir un florón suplemen-
tario a la corona de Amberes?

DEVOLVAMOS SUS DIMENSIONES


Y SU IMPORTANCIA AL SIGLO DE LOS GENOVESES

El «siglo» de Amberes fue el Siglo de los Fugger; el siglo siguiente será el Siglo de
los Genoveses, aunque, en verdad, no fueron cien años, sino sesenta (1557-1627) de
una dominación tan discreta y tan sofisticada que escapó durante largo tiempo a la ob-
servación de los historiadores. Richard Enrenherg lo sospechó en un viejo libro (1896),
todavía sin igual pese a su gran antigüedad. Felipe Ruiz Martín le ha dado sus verda-
deras dimensiones en su libro El Siglo de los Genoveses, cuya publicación han retrasa-
do hasta ahora sus escrúpulos y su incansable búsqueda de documentos inéditos. Pero
he leído el manuscrito de este libro excepcional.
La experiencia genovesa, durante tres cuartos de siglo, permitió a los mercaderes-
banqueros de Génova, mediante el manejo de los capitales y del crédito, ser los árbi-
tros de los pagos y las liquidaciones europeos. Merece la pena ser estudiada por sí mis-
ma; es, seguramente, el más curioso ejemplo de centrado y concentración que ofrece
hasta aquí la historia de la economía-mundo europea, en el que ésta gira alrededor de
un punto casi inmaterial. Pues no es Génova el pivote del conjunto, sino un puñado
de banqueros-financieros (hoy se diría una sociedad multinacional). Y ésta no es más
que una de las paradojas de esa extraña ciudad que es Génova, tan desfavorecida y
que; sin embargo, antes como después de «SU» siglo, tiende a deslizarse hacia las cús-
pides de la vida mundial de los negocios. Siempre ha sido, me parece, y a la medida
de todos los tiempos, la ciudad capitalista por excelencia.

«Una cortina
de montañas estériles»

Génova y sus dos «rivieras» de Ponif'nte y Levante ocupan muy poco espacio. Según
un relato francés, los genoveses «tienen alrededor de treinta leguas a lo largo de la cos-
ta, desde Mónaco hasta las tierras de Massa y siete u ocho leguas de llanura de la parte
124 •
Antes y después de Venecia

del Milanesado. El resto es una cortina de montafias estériles»266 • Sobre el mar, a cada
desembocadura de ríos muy pequeños, a cada cala, corresponde un puerto, o una al-
dea o un pueblo, en todo caso, algunas viñas, naranjos, flores, palmeras en campo abier-
to, vinos excelentes (sobre todo en Tabia y en las Cinque Terre) y aceite de alta calidad
y abundante en Oneglia, Marro, Diano y en los cuatro valles de Ventimiglia 267 • «Pocos
cereales -concluía Giovanni Botero268 (1592)- y poca carne, aunque de primerísima
calidad.» Para los ojos y el olfato, una de las más bellas regiones del mundo, un pa-
raíso. Llegar allí desde el norte a fines del invierno es desembocar en aguas vivas, flo-
res, una naturaleza exuberante 269. Pero estas regiones encantadoras constituyen apenas
un ribete_, pues los Apeninos, que van a unirse a los Alpes a la altura de Niza, inter-
ponen con obstinación sus pendientes cestériles», sin bosques, incluso «sin hierba», y
sus maravillosas aldeas encaramadas en lo alto, pobres y atrasadas, donde los Nobili Vec-
chi de Génova tienen sus feudos y vasallos campesinos, de buen grado hombres de ar-
mas tomar 270 • Simple espaldera a lo largo de un muro, Génova, tan precozmente mo-
derna, se adosa, así, a una montaña «feudal», y ésta es una de sus numerosas paradojas.
En la ciudad misma, falta lugar; terrenos de construcción, y los palacios suntuosos
se ven condenados a aumentar obstinadamente, desesperadamente, de altura. Las ca-
lles son tan estrechas que sólo la Strada No11a y la Via Ba/bi permiten el paso de carro-
zas271; en el resto de la ciudad, es necesario marchar a píe o en silla de manos. Tam-
bién falta lugar fuera de los muros, en los valles próximos donde se construyen tantas
villas. Sobre la ruta del suburbio de San Pier d' Arena, saliendo de Campo Marone,
dice un viajeto 272 , ese ve el palacio Durazzo, grande y rica morada, que parece soberbia
en medio de una cincuentena de otros palacios de bella apariencia». Una cincuentena:
así, incluso en el campo, una puerta al lado de la otra, el codo con codo, es la regla.
Por falta de lugar; se vivirá eritte vecinos. Tanto más cuanto que no se sale fácilmente
de estas zonas minúsculas, verdaderos pañuelos, pero muy mal unidos entre ellos. Para
llamar a Génova a los nobles dispersos en sus villas, si su presencia es necesaria en el
Gran Consejo; ¡no hay otra solución que enviarlos a buscar por una galera de la Re-
pública273! También puede suceder que un tiempo pésimo se instale en el golfo de Gé-
nova. Lluvias diluvianas, mar gruesa y agitada: ¡son días y semanas de infierno! 274 Na-
die sale de su casa.
En resumen, se trata de un cuerpo mal constituido, nunca a su gusto, afectado por
una debilidad congénita. ¿Cómo alimentarse? ¿Cómo defenderse contra el extranjero?
El relíeve, protector en apariencia, desarma a la ciudad: el atacante que viene del nor-
te, en efecto, desemboca por encima de ella. Cuando la artillería ocupa esas alturas,
el desastre es seguro de antemano. Génova no cesa de ceder ante otros, por la fuerza,
ó voluntariamente o por prudencia. Así, es entregada al rey de Franciam en 1396. lue-
go al duque de Milán 276 en 1463. En todo caso, el extranjero la domina demasiado a
menudo, mientras que, detrás de sus líneas de agua, Venecia, inexpugnable, sólo ce-
derá por primera vez en 1797, ante Bonaparte. Génova es tomada el 30 de mayo de
1522 277 por los españoles y los Nobili Vecchi, sus aliados, y es sometida a un atroz pi-
llaje cuyo recuerdo sólo el saqueo de Roma, en 1527, podrá hacer palidecer. El mismo
drama ocurrió bastante más tarde, en septiembre de 1746 278 ; esta vez, son los sardos y
los austriacos los que fuerzan sus puertas, sin combate, pero abrumando a la ciudad
demasiado rica con requisas e indemnizaciones, que es la versión moderna del saqueo.
Sin duda, estos vencedores abusivos son expulsados tres meses más tarde por la in-
surrección violenta de la gente humilde de Génova, impetuosa y de armas tomar27 9.
Pero el balance, una vez más, es negativo. No defenderse, no poder defenderse, cuesta
caro: la ciudad liberada entra en una crisis espantosa, y las emisiones de billetes gene-
ran una inflación implacable; es forzoso restablecer, en 1750, la Casa de San Giorgio,
que había sido suprimida. Finalmente, todo se calma, como es lógico: la República to-
125
El pueno de Génova (1485). Cuadro de Cristofor Grassi, Civico Museo Nava/e de Pegli (Géno-
va). La ciudad forma un anfiteatro, con elevadas casas, fortificaciones, el arsen.zl, el faro del puer-
to, galeras y enormes ca"acas.

127
Antes y después de Venecia

mala situación en sus manos y sale de apuros, no por el impuesto ultraligero (1 %)


con que grava el capital, sino dando una vuelta de tuerca a los impuestos indirectos
que gravan el consumo 28º, lo cual está en la línea de las prácticas de Génova: una vez
más, son golpeados los pobres, los numerosos.
Génova es igualmente vulnerable del lado del mar. Su puerto se abre sobre el an-
cho mar, que no es de nadie, y por ende es de todos 281 • Sobre la Riviera de Poniente,
Savona, que quiere permanecer independiente, fue durante largo tiempo el punto de
apoyo de operaciones hostiles, e incluso más al oeste, Niza o Marsella 282 • En el siglo XVI,
los piratas berberiscos aparecen incesantemente, empujados por el viento del sur, alre-
dedor de Córcega y de las rivieras genovesas, cuya defensa está mal organizada. Pero,
¿será ~sible? No hay Mare Nostrum al servicio de Génova, como el Adriático está al
servicie{ de Venecia. No hay una laguna que proteja el acceso. En mayo de 1684,
Luis XIV la hace bombardear por la escuadra de Duquesne. La ciudad en espaldera es
un blanco ideal. Aterrorizados, «fos habitantes huyen a la montaña y dejan sus casas,
íntegramente amuebladas, expuestas al pillaje>; los ladrones aprovechan la ocasiónm.

Actuar a lo lejos;
fuera de ella< ..

La debilidad de Génova, repitámoslo, es congénita; la dudad y sus dependencias


sólo pueden vivir recurriendo al inundo exterior. A unos, les es necesario pedir el pes-
cado; ef trigo, la sal y el vino; a otros, las salazones, fa leña, el carbón y el azúcar. Y
así sucesivamente. Si los barcos mediterráneos, los bastimenti latini con 11i11eri no lle•
gan, si fas naves del norte -de Saint-Malo, ingleses u holandeses~ no llevan a tiempo
sus cargamentos de cibi quedragesimi, es decir, los arenques o el bacalao para los días
de cuatesrria; surgen dificultades. Así', durante la Guerra de Sucesión de España, cuan-
do pulllfan los cotsarfos, se hace necesaria una intervención del EStado para que la ciU~
dad no muera de hambre. «Llegaron ayer a este puerto -dice una correspondencia con-
sular,..,- las dos barcas que esta República de Génova ha hecho armar para es.:oltar a los
pequeños buques; vienen de Nápoles, Sicilia y Cerdeña y han conducido un convoy
de cuarenta barcos, aproximadamente, de los que diecisiete están cargados de vino de
Nápoles; diez de trigo de Romaña y !Os otros de diferentes géneros, quesos, higos se~
cos; uvas, sal y otras mercancías similareS>284 ,
De ordinario, es verdad, los problemas de aprovisionamiento se resuelven por sí so-
los: el dinero de Génova facilita las cosas. El trigo llega como por sí solo. A menudo
se ha criticado al MagiStrato dell'Abhondanza1 especie de oficina del trigo que Génova
posee coino tantas ciudades de Italia, pero que no tiene una perra de ingresos, ni un
«giulio», y «cuando debe comprar provisiones pide dinero a los ciudadanos para luego
vender el trigo al detalle, y tan caro que no puede tener pérdidas ... que de lo contrario
pesarían sobre los ricos... De modo que al respecto el pobre sufre todo el daño y el
rico más bien engorda> 28 l. Nuevamente, es el estilo de Génova. Pero si la Abbondanza
no tiene reservas ni presupuestos, es porque, de ordinario, los comerciantes se las arre-
glan para que el trigo abunde en la dudad; En el siglo XVIII, Génova es un puerto de
redistrihución de cereales, al igual que Marsella, y de sal, al igual que Venecia, y se
abastece en las regiones mediterrá.neas más diversas.

128
Antes)' después de Venecia

Un juego
acrobático

Que Génova, cuya población oscila entre los 60.000 y los 80.000 habitantes y que
reunía, con sus dependencias, un poco menos de medio millón de seres humanos, ha-
ya logrado resolver, a lo largo de siglos, el difícil problema de su vida cotidiana (salvo
breves y muy graves emergencias), es un hecho, pero lo logró al precio de muchas
acrobacias.
Además, ¿no es todo acrobacia en ella? Fabrica, pero para otros; navega, mas para
otros; inv.ierte, pero en otros lugares. Todavía en el siglo XVIII, solamente Ja mitad de
los capitales genoveses se alojan en el interior de la ciudad 286 ; el resto, a falta de un
empleo valioso en ella, recorren el mundo. Una geografía coactiva los condena a la aven-
tura. Entonces, ¿cómo conseguir su seguridad y su fruto en casa de otros? Este es el
problema sempiterno de Génova; vive, y debe vivir, al acecho, condenada a arriesgarse
y, al mismo tiempo, a ser particularmente prudente. De aquí sus éxitos fabulosos o
sus fracasos catastróficos. La pérdida de las inversiones genovesas después de 1789. y
no solamente en Francia, es un ejemplo de ello, pero no el único. Las crisis de 1557.
1575, 1596, 1607, 1627 y 1647 287 , originadas éstas en España, fueron formidables dis-
paros de advertencia, casi terremotos. Ya bastante antes, en 1256-1259, los bancos ge-
noveses se habían hundido 288 •
La contrapartida de estos peligros es, en el corazón de un capitalismo dramático, la
flexibilidad, la agilidad, la disponibilidad, la ligereza, del hombre de negocios geno-
vés, esa total falta de inercia que admira en él Roberto López 289 • Génova ha cambiado
diez veces de rumbo, h_a aceptado, cada vez, la metamorfosis necesaria. Organizar, pa-
ra reservárselo, un universo exterior, luego abandonarlo cuando se hace inhabitable o
inutilizable, para imaginar, construir, otro -por ejemplo, a fines del siglo XV, aban-
donar Oriente por Occidente, el Mar Negro por el Océano Atlántico 29°, y en el siglo XIX
unificar ltalia 29 1 en su beneficio- es el destino de Génova, cuerpo frágil, sismógrafo ul-
trasensible que se agita cuando el vasto mundo se mueve. Monstruo de inteligencia,
de dureza a veces, ¿no está Génova condenada a apropiarse del mundo o a no ser?
Y ello, desde el principio de su historia. Los historiadores se asombran de sus pri-
meras hazañas marítimas contra el mundo musulmán o del número de sus galeras en
el siglo XIII, en sus batallas contra Pisa o contra Venecia 29 2 • Pero es toda la población
de Génova la que se embarca, llegado el momento, en los pequeños navíos de guerra.
La ciudad entera se moviliza. Asimismo, desde muy pronto va a desviar en su beneficio
-masa de dinero incandescente- los productos preciosos, la pimienta, las especias, la
seda, el oro y la plata, va a forzar a lo lejos las puertas y los circuitos. Ved la instalación
victoriosa de los genoveses en la Constantinopla de los Paleólogos (1261) y la aventura
frenética que corren entonces por el Mar Ncgro 293, Venecia la sigue, y con retraso. Una
veintena de años más tarde, se apodera de Sicilía, después de las Vísperas 294 (1283).
Florencia se había puesto de parte de los angevinos, Génova del lado de los aragoneses.
Estos triunfan, y ella triunfa con ellos. Pero son necesarias la inspiración y la erudición
de Carmelo Trasselli 29 > para describir la modernidad y la presteza de la instalación de
los genoveses en Sicilia. Que expulsen a los otros «capitalistas~. luqueses o florentinos,
o, al menos, los hagan a un lado, que se instalen en Palermo, no muy lejos del puerto
y por ende de la Piazza Marina 296, que presten dinero a los virreyes y a los grandes se-
ñores es b3Stante común. Lo es menos haber confiscado en su fuente la exportación del
trigo siciliano -cuando este trigo es indispensable, frente a la isla, en la costa africana
del Islam, donde el hambre a la sazón es endémica- y haber obtenido, a cambio del
trigo, el oro en polvo de Túnez o de Trípoli, llegado de las profundidades del Africa

129
Antes y después de Venecia

Negra. No es por puro azar, pues, por lo que los grupos de señoríos que los Doria com-
pran en Sicilia son tierras trigueras, situadas en el eje esencial que va de Palermo a Agri-
gento297 Cuando los comerciantes catalanes tratan de desalojar a los genoveses, ya es
demasiado tarde. Son también los genoveses quienes organizan la producción de azú-
car siciliana 298 • Asimismo, dominan, desde Messina, el mercado de la seda de Sicilia y
Calabria 299 • A comienzos del siglo XVIII, los mercaderes y tenderos genoveses están siem-
pre en la isla, interesados 300 siempre por los cereales y la seda. Incluso consienten (pues
su balance es deficitario) en enviar a Sicilia «sumas considerables de genovinos, mone-
da de una plata muy fina y muy estimada en Italia». Ustariz se asombra erróneamente
de ello: perder de un lado para ganar más de otro es un principio que Génova ha prac-
ticado siempre.
En los siglos XIII y XIV, pese a la competencia de Venecia o, a veces, a causa de ella,
Génova se abre camino por todas partes en el espacio de la economía-mundo europea,
precede y atropella a los otros. Antes del siglo XIV, apoyándose en su base de Quío,
explota los alumbres de Focea y trafica en el Mar Negro; lleva sus carracas hasta Brujas
e Inglaterra 301 • En los siglos XV y XVI, pierde poco a poco el Oriente: los turcos se apo-
deran de Caffa en 1475, de Quío en 1566, pero ya desde comienzos del siglo XV, o
sea con antelación, los genoveses se· habían instalado en Africa del Norte 302 , en Sevi-
llam, en Lisboa 304 y en Brujas; pronto estarán en Amberes. No fue Castilla la que ganó
América en la lotería, sino Cristóbal Colón. Y hasta 1568, fueron los comerciantes ge-
noveses, en Sevilla, quienes financian los lentos intercambios entre España y Améri-
ca30~. En 1557, se les ofrece la inmensa empresa, que controlan, de los adelantos de
dinero al·gobierno de Felipe Il 3º6 • Aprovechan la ocasión. Entonces comienza un nue-
vo avatar de su historia, el Siglo de los Genoveses.

Génova domina discretamente


a Europa

Génova, clasificada «segunda» después del fracaso de Chioggia y que lo siguió sien-
do a lo largo de los siglos Xlv y XV, se conviene, así, en cprimera» durante los años
1550-1570 y lo seguirá siendo hasta los alrededores de 1620-1630 307 . Esta cronología es
indecisa; en lo que concierne a sus comienzos, porque la primacía de Amberes se man-
tiene; o parece mantenerse; y en lo que concierne a su conclusión, porque el ascenso
de Amsterdam se inicia desde 1585; pero sobre todo porque, de un extremo al otro,
el reinado de Génova se mantiene bajo el signo de la mayor discreción. Algo (si no
me equivoco demasiado en mis comparaciones) que se asemejaría, a igualdad de los
demás factores, al papel actual del Banco de Liquidaciones Internacionales de Basilea.
Génova, en efecto, no domina el mundo por sus barcos, sus marinos, sus comer-
ciantes o sus caudillos industriales, aunque tenga comerciantes, industrias, marinos y
naves, y aunque pueda, a veces, construir naves, y muy bien, en sus astilleros de San
Pier d' Arena, e incluso vender o alquilar navíos. Alquila también sus galeras, bellas y
robustas galeras que los patricios de la ciudad, condottieri gustosos (mas para combates
marinos), ponen al servicio de los soberanos, del rey de Francia, luego de Carlos V, des-
pués de 1528 y de la «traición:. de Andrea Doria, quien, de una parte, dejó el servicio
de Francisco 1 (al abandonar el bloqueo de Nápoles, a la que lautrec sitiaba por tierra)
y, de otra parte, se unió a la causa del Emperador 308 .
Desde ese lejano año de 1528, Carlos V, aunque bajo la dependencia de los mer-
caderes banqueros de Augsburgo, sobre todo los Fugger, que le dieron los medios para
llevar a cabo su vasta política, empezó a tomar préstamos de los genoveses3o9 Y, en

130 •
Antes y después de Venecia

Lar naves gigantes de Génova en el siglo XV Detalle del cuadro de las pp. 126-127.

15 57, cuando la bancarrota española puso fin al reinado de los banqueros de la Alta
Alemania, los genoveses ocuparon naturalmente el lugar vacante, además con mucho
brío y facilidad, pues desde mucho antes de 1557 están ya entregados al juego com-
plicado (y que ellos complican aún más) de las finanzas internacionales 310 • Lo esencial
de los servicios que van a rendir al Rey Católico era asegurarle ingresos regulares, a par-
tir de los recursos fiscales y las imponaciones de metal blanco americano, unos y otras
irregulares. El Rey' Católico, como todos los príncipes, paga sus gastos día tras día y
debe desplazar sumas importantes por el vasto tablero de Europa: cobrar en Sevilla,
pero gastar regularmente en Amberes o Milán. No necesitamos insistir en este esque-
ma, hoy bien conocido por los historiadores 31 !.
Con los años, los comerciantes genoveses realizan una tarea -cada vez más vasta. Los
ingresos pero también los gastos del Rey Católico no cesan de aumentar, y por ende
también los beneficios de los genoveses. Sin duda, ellos adelantan al Rey el dinero que
invierten en ellos los prestamistas y ahorradores de España o de ltalia312 • Pero todo su
capital movilizable entra también en esta mecánica. Como no pueden hacerlo todo, se
los verá, en l 568m, desinteresarse de la financiación de las operaciones mercantiles en·

131
Antes y después de Venecia

tre Sevilla y América, no in~ervenir como en el pasado en las compras de lana en Sc-
govia, o de seda en Granada o de alumbre en Mazarrón. Así, pasan directamente de
la comercialización a las finanzas. Y de creerles a ellos, apenas se ganan la vida con
estas operaciones evidentemente grandiosas. Los préstamos otorgados al Rey tienen, por
lo general, un interés del 10%, pero también hay que considerar, dicen, los gastos, las
contrariedades y los retrasos en el reembolso. Es innegable. Sin embargo, de creer a
los secretarios al servicío del Rey Católico, los prestamistas ganan hasta el 30 % 314 • Pro-
bablemente ni unos ni otros digan la verdad. Pero es evidente que el juego genovés es
fructuoso a la vez en los intereses, los intereses de los intereses, los ardides que permi-
ten cambios y recambios, la compra y la venta de piezas de oro y de plata, las especu-
laciones sobre los juros y el beneficio suplementario del 10% que se extrae, en Géno-
va, de la simple venta del metal blanco 315 , todo ello difícilmente calculable y además
variable, pero imponante. Además, considerando la enormidad de las sumas adelan-
tadas por los comerciantes (y que; repitámoslo, superan en mucho su propio capital),
lós beneficios serían de todas manera.S enormes, aunque la tasa de beneficio unitaria
sea modesta. .
. .Por último, el dinero político de España no es más que un: flujo en rnedfo de otros
flujos que él provoca: o acarrea. Las galeras cargadas de cajas de reales o de lingotes de
plata; que llegan a Géqova a panic del decenio de 15 7Q en cantidade~ fabulosas-; son
un instrumento de dominación tnriegable, Hacen de Gériova el árbitro de la: fortuna
entera: de Europa:. Claro que no todo les salio bien a los genoveses; no ganaron de gol-
pe. Pero, finalmente, es necesario jUzgar y explicar a estos extraordinarios hómbres de
negocios en el tiempo largo y en la totalidad de sus experiencias, De hecho, su riqueza
en el siglo XVI no era el oro ni la plata, sino cla posibilidad de movilizar el crédito>,
de jugar a: este difícil juego a: partir de un plano superior. Es ló que muesttah cada vez
más los documentos que les conciernen y cuya.S ricas series se hacen, finalmente, acce-
sibles, complicando y afinando más nuestras explicaciones.

Las razones
del éxito genovés

¿Cómo explicar este triunfo genovés? Anto todo, por una hipótesis. Europa fue sa-
cudida, entre 1540 y 1560 (fechas aproximadas), por una crisis más o menos acusada
que corta en dos el siglo XVI: la Francia de Enrique 11 ya no es la Francia, casi llena de

1510 1550

18. LA SUPERABUNDANCIA DE CAPITALES EN GENOVA DE lHO A 1625


Curva del interér real de 101 luoghi (título, de rmta perpetua 10bre la Casa di San Giorgio, de interéJ variable), tal como
la ha calculado Cario Cipo/la, •Note Jt1//a storia del 1aggio interue .. . ., en: Economía lnrernazionale, 1952. LJ bojo de la
tfi.sa·dt intúér es tal que a piincipio1 del ligio XVII cae tzl 1,2%. (Para explica&ionei mií1 detalladas, remitirse a Braudel,
La Méditerranéc ... , JI, p. 45.)

132
'
Antes y después de Venecia

sol, de Francisco l; la Inglaterra de Isabel ya no es la de Enrique VIII. .. ¿Es esta crisis,


o no, lo que ha puesto fin al siglo de los Fugger? Tengo tendencia a decir que sí, aun-
que sin poder demostrarlo. ¿No sería más natural inscribir, entre los efectos de esta de-
presión, las crisis financieras de 1557 y 1558?
En todo caso, es seguro que por entonces se produjo la ruptura de un antiguo equi-
li~rio monetario. Hasta 1550, aproximadamente, el metal blanco, relativamente raro,
tetidió a valorizarse con respecto al metal amarillo, a su vez relativamente abundante,
y era el metal blanco, la plata, el instrumento, por entonces, de los grandes negocios
(sin lo cual, ¿habría habido un siglo de los Fugger?), el medio de conservar el valor.
Ahora bien, desde antes de 1550, hubo una valorización del oro, que a su vez se hizo
relativamente raro. En estas condiciones, ¿quién no observará la importancia de las de··
cisiones de los genoveses, quienes, en la plaza de Amberes, hacia 1553-1554, según
Frank C. Spooner316 , fueron los primeros en especular con el oro? ¿Y luego no estarán
en mejores condiciones que otros, al tener que efectuar pagos en Amberes por el Rey
Católico y controlar los circuitos del oro, ya que el metal amarillo es exigido para el
pago de las letras de cambio317 ? ¿Habremos encontrado la cbuena» explicación?
Lo dudo un poco, aunque soy de los que 1 retrospectivamente, valorarfa mucho la
inteligencia o el olfato de los genoveses. Pero un éxito de este género, en principio, no
tiene futuro. No puede ser durante mucho tiempo el privilegio de comerciantes más
listos que otros.
De hecho, el juego genovés es múltiple y se impone por su misma multiplicidad:
opera con el metal blanco, el metal amarillo y las letras de cambio. No sólo es nece-
sario que los genoveses se apoderen del metal blanco gracias a las sacas de plata 318 (trans-
ferencias de plata) que prevén, a su favor, sus asientos (contratos) con el Rey, o gracias
al contrabando organjzado por ellos desde siempre a partir de Sevílla 319 , sino que tam-
bién es necesario que vendan ese metal. Dos compradores son posibles: los portugueses
o las ciudades italianas relacionadas con Levante, Venecia y Florencia. Estas últimas son
los compradores prioritarios, y en esta medida el comercio con Levante florece nueva-
mente, las especias y la pimienta abundan otra vez en Alepo o en El Caico, y la seda
en tránsito adquiere una enorme importancia en el comercio de Escalas. Esta plata, Ve-
necia y Florencia la compran con letras de cambio sobre los países del Norte, donde su
balanza comercial es positival2°. Y es así como los genoveses pueden efectuar sus trans-
ferencias sobre Amberes, que, aún después de sus días de grandeza, sigue siendo el
lugar de los pagos al ejército español, un lugar un poco podrido, como el Saigón del
tráfico de piastras. Finalmente, como las letras de cambio sólo pueden ser pagadas en
oro desde la ordenanza de 15 37 de Carlos V321 , la plata cedida por los genoveses a las
ciudades italianas se transforma en moneda de oro pagable en los Pa~ses Bajos. El oro,
además, es la mejor arma de los genoveses para controlar su triple sistema. Cuando el
Rey Católico, en 15 75, decide prescindir de sus servicios y actúa con severidad contra
ellos, logran bloquear los circuitos del oro. Las tropas españolas no pagadas se amoti-
nan y saquean Amberes, en noviembre de 1576 322 . El Rey, finalmente, deberá ceder.
Comparando unos con otros todos estos hechos, se impone una conclusión: la for-
runa de Génova se apoya en la fortuna americana de España y en la fonuna misma de
Italia, cuya contribución es muy importante. Por el poderoso sistem~ de las ferias de
Plasencia323 , los capitales de las ciudades italianas son dirigidos hacia Génova. Y una
multit~d de pequeños prestamistas, genoveses y otros, confían sus ahorros a los ban-
queros por una módica retribución. Así, hay una unión permanente entre las finanzas
españolas y la economía de la Península Italiana. De ahí los remolinos que siguen cada
vez a las bancarrotas de Madrid: la de 1595 324 , con repercusiones, costó muy cara a los
ahorradores y prestamistas de Venecia3 25 • Simultáneamente, en la misma Venecia, los
genoveses, dueños del metal blanco, que entregan a la Zecca en cantidades enormes 326 ,
133
Ante5 y desp11és de Venecia

se apoderaron del control de cambios y de los seguros marítimosm. Toda investigación


en profundidad en las otras ciudades activas de Italia conduciría, probablemente, a con-
clusiones análogas. De hecho, el juego genovés fue posible, me atrevería a decir que
desahogadamente, mientras Italia mantuvo sus actividades a buena altura. Así como
había sostenido a Venecia en los siglos XIV y XV, lo quisiera o no, Italia sostuvo a Gé-
nova en el XVI. Si Italia se debilitaba, ¡adiós a las fiestas y reuniones casi a puertas cerra-
das de las ferias de Plasencia!
Detrás del éxito de los banqueros estaba, no hay que olvidarlo, la misma ciudad
de Génova. Cuando ~ comienza a desmontar el asombroso mecanismo creado por los
genoveses, se tiene la tendencia a confundir Génova con sus grandes banqueros domi-
ciliados a menudo en Madrid, que frecuentan la corte, hacen grandes negocios, son con-
sejeros y colaboradores del rey, forman un círculo cerrado, en medio de rencores y que-
rellas interiores, se casan entre ellos, se defienden como un solo hombre cada vez que
el español los amenaza o que gruñen contra ellos sus asociados de Génova, que son las
víctimas escogidas de los choques de rebote. El descubrimiento de las correspondencias
inéditas de estos hombres de negocios por Franco Borlandi y sus discípulos arrojará so-
bre ellos, esperémoslo, la luz que ahora falta. Sin embargo estos hombres de negocios
[en español en el original), como se los llama en Madrid, son muy poco numerosos,
una veintena, una treintena a lo sumo. Al lado de ellos, por debajo de ellos, es me-
nester imaginar centenas, o hasta millares, de mercaderes genoveses de diversa talla:
simples empleados, tenderos, intermediarios, comisionistas, etcétera. Pueblan su ciu-
dad y todas las ciudades de Italia y Sicilia. Están profundamente arraigados en España,
en todas las etapas de su economía, tanto en Sevilla como en Granada. Sería demasia-
do decir que son un Estado mercantil dentro del Estado. Pero forman un sistema im-
plantado desde el siglo XV y que durará: a fines del siglo XVIII, los genoveses de Cádiz
realizan volúmenes de negocios que pueden compararse con los tráficos de las colonias
mercantiles inglesa, holandesa o francesa 328 • Es una verdad que se deja de lado dema-
siado a menudo.
Esta conquista de un espacio económico extranjero ha sido siempre la condición de
la grandeza de una ciudad sin igual y que aspira, aun sin tener clara conciencia de ello,
a dominar un vasto sistema. Es un fenómeno casi trivial por su repetición: Venecia pe-
netra en el espacio bizantino; Génova logra entrar en España, o Florencia en el Reino
de Francia y antaño en el Reino de Inglaterra; Holanda en la Francia de Luis XIV; In-
glaterra en el universo de la India ...

El repliegue
de Génova

Construir fuera de los propios dominios comporta riesgos: el éxito generalmente es


temporal. La supremacía de los genoveses sobre las finanzas españolas y, por su inter-
medio, sobre las finanzas de Europa sólo durará un poco más de sesenta años.
Sin embargo, la bancarrota española de 1627 no ocasionó, como se ha creído, el
naufragio financiero de los banqueros de Génova. Para ellos, se trató en parte de un
desenganche voluntario. Estaban poco dispuestos, en efecto, a continuar con sus servi-
cios al gobierno de Madrjd, con la perspectiva de nuevas bancarrotas que amenazarían
a sus beneficios, no menos que a sus capitales. Retirar sus fondos tan rápidamente co-
mo lo permitiesen las difíciles circunstancias y reinvertidos en otras operaciones finan-
cieras, tal fue el programa realizado al capricho de la coyuntura. Tal es lo que afirmo

134

Antes y después de Venecia

Muestras de indianas de Génova (1698-1700).

135
Ante5 y de5pués de Venecia

en un artículo reciente que he escrito basado en la correspondencia detallada de los cón-


sules de Venecia en Génova3 29.
Pero una sola explicación, como sucede a menudo, no basta. Sería necesario cono-
cer mejor la situación de los prestamistas genoveses, en España misma y frente a sus
rivales portugueses, que toman a su cargo entonces las finanzas del Rey Católico. ¿~on
éstos impuestos por las decisiones del conde-duque de Olivares? ¿Son impulsados por
la coyuntura del Atlántico? Se ha sospechado que eran hombres de paja de los capita-
listas holandeses, acusación verosímil, por lo demás; pero sería menester probarla. En
todo caso, la paz firmada por el gobierno inglés de Carlos l con España, en 1630, tuvo
consecuencias bastante curiosasHO. El negociador de esta paz, sir Francis Cottington, la
combinó con un acuerdo subsidiario que prevenía, ni más ni menos, el transporte por
naves inglesas de la plata española destinada a los Países Bajos. Una tercera parte de
esta masa de plata iba a ser acuñada, entre 1630 y 1643, en los talleres de la Torre de
Londres. Fue, pues, por mediación inglesa, y ya no genovesa, como durante años la
corriente de plata española llegó al Norte.
¿Es la razón del desenganche genovés? No forzosamente, dada la fecha tardía de
este acuerdo: 1630, Sería más verosímil, aunque no está probado en modo alguno, que
el estancamiento genovés haya determinado esta curiosa solución. Lo cierto es que Es-
paña tenía absoluta necesidad de un sistema seguro para transportar sus fondos. A la
solución genovesa; que consistía en transferencias de fondos por letras de cambio, so-
lución elegante pero que implicaba la posesión de ui:ia red internacional de pagos, le
sucedió la simple solución de tomar como transportadores a aquellos mismos cuyos ata-
ques por mar y actos. de guerra o pí:rateda se temían. A partir de 1647 ó 1648, para
colmo de itónía, la plata española, esa plata necesaría para la administración y la de-
fensa de los Países Bajos meridionales, no se transportara ya en naves inglesas, sino en
naves holandesas, quizás aun antes de que las Provincias Unidas firmasen la Paz sepa-
rada de Munster (enero de 1648)HI. En esa ocasión, protestantes y católicos podían en-
tenderse: la plata ya no tenía olor.

La supervivencia
de Génova
Volviendo a Génova, es innegable que hubo un desenganche. Los asientistas pare-
cen haber salvado tina parte importante de sos capitales, pese a las condiciones bastan-
te duras, y segutan1ente inquietantes, de la bancarrota española de 1627. y una serie
de dificultades que hallaron en España, Lombardía y Nápoles. El éxito de estas ~etira­
das está demostrado, creo, por las llegadas a Génova de piezas de ocho cuyo volumen
aproximado se puede reconstituir, año pot añoH2: continúan, importantes, casi masi-
vas, después de 1627 Génova, además, siguió beneficiandose con el flujo de metal
blanco proveniente de América. ¿Por qué vías? Las del comercio, en Sevilla y luego en
Cádiz, sin ninguna duda. Pues redes mercantiles genovesas subsisten en Andalucía y
salvaguardan el vínculo con América. Por otra parte, después de la entrada en escena
de otros prestamistas~ los marranos portugueses, los partitanti genoveses aceptaron, en
varias ocasiones, reiniciar el juego. Por ejemplo, en 1630. en 1647 y en 1660 333 • Si se
insertaron en él de nuevo, ¿no seda porque las llegadas de metal blanco a Sevilla, y
luego a Cádiz, fueron entonces más abundantes de lo que dicen las cifras oficiales334?
Por este hecho, los préstamos a España se hacen más fáciles, hasta más fructuosos. Y
brindan una posibilidad mayor de participar en el enorme contrabando de metal blan-
co que abastece a Europa. Los genoveses no se perdieron semejante ocasión.
Para tener acceso a la fuente española, Génova disponía también de la exportación

136
Antes y después de Vl•neoa

de sus productos manufacturados. Más que Venecia, en efecto, participó en el ascenso


industrial europeo de los siglos XVII y XVIII, y trató de adaptar su producción a las exi-
gencias de los mercados de Cádiz y de Lisboa, para obtener e1 oro de ésta y la .Plata
de aquélla. Todavía en 1786, España importaba gran cantidad de tejidos genoveses, «y
hasta hay fábricas particulares para e1 gusto de los españoles; por ejemplo, grandes pie-
zas de seda ... salpicadas de florecillas ... y bordadas en una de sus extremidades con
grandes flores con medios relieves muy densos ... Estas telas están destinadas a vestidos
de ceremonia; los hay magníficos y muy caros»m Igualmente, una gran parte de la
producción de las papeleras de Voltri, cerca de Génova, «está destinada a las Indias,
donde los usan como tabacos [sic] para fumar» 336 Así, Génova se defiende activamente
contra la competencia de Milán, Venecia, Nimes, Marsella o Cataluña.
La política de los comerciantes genoveses aparece, pues, como variable, disconti-
nua, pero flexible, capaz de adaptarse, como toda política capitalista que se precie. En
el siglo XV, consistía en instalarse en el camino del oro, entre Africa del Norte y Sicilia;
en el XVI, en apoderarse, en España:, de una parte del metal blanco de las minas de
América; en el XVII, en aumentar de nuevo la explotación mercantil al precio de expor-
taciones manufactureras. Y, en todas las épocas, en practicar la banca y las finanzas
según las circunstancias del momento.
Después de 1627, en efecto, las finanzas no estuvieron ociosas. Puesto que el go-
bierno español ya no se prestaba a la explotación de amaño, los capitales genoveses bus-
caron y hallaron otros clientes: ciudades, Estados o simples empresarios o particulares.
A este respecto, la obra reciente de Giuseppe Felloni 337 permite aclarar las cosas. Desde
antes de la ruptura de 1627, el capital genovés comenzó «una colosal y radical redis-
tribución de [sus] inversiones financieras» 338 • Desde 1617, los genoveses invierten en
fondos venecianos. En Roma, donde suplantaron a los banqueros florentinos desde el
siglo XVI, participan en la renovación de los empréstitos pontificios cuando la creación,
en 1656, del Monte Oro, cuyos primeros fondos fueron enteramente suscritos por los
genoveses 339 En Francia, las primeras inversiones se hicieron entre 1664 y 1673 340 En
el siglo XVIII, el movimiento de inversiones se extiende a Austria, Baviera, Suecia, la
Lombardía austriaca, a ciudades como Lyon, Turín, Sedan ... 341 Como en Amsterdam
o en Ginebra, y con la misma política de intermediarios y de ganchos, la industria de
los empréstitos se instala en Génova en la vida de todos los días, como informan las
«gacetillas». «El viernes pasado -anota un agente francés, en 1743- se hizo partir pa-
ra Milán [que por entonces era austriaca], en varias carretas con buena escolta, los
450.000 florines que los particulares de esta ciudad han prestado a la Reina de Hungría
[María Teresa] sobre las piedras preciosas de que ya se ha hablado» 342 •
Y el volumen de los capitales colocados en el extranjero aumenta progresivamente,
como si la vieja máquina aprovechase para acelerarse la velocidad del siglo XVIII: en mi-
llones delire di banco (en cifras redondas), 271 en 1725; 306 en 1745; 332 en 1765;
342 en 1785, con una renta anual que pasa de 7,7 millones en 1725 a 11,5 en 1785.
La lira di banco, moneda imaginaria de Génova, correspondía, sin cambio, entre 1675
y 1793, a 0,328 g de oro. Mas, ¿para qué calcular en toneladas de oro? Será mejor de-
cir, para abreviar, que la renta de los prestamistas genoveses, en 1785, equivalía a más
de la mitad de la renta glogaJ343 de Génova, calculada aproximadamente.
Pero, ¡qué curioso es que Génova, en la extensión nueva de sus inversiones, haya
permanecido fiel al marco geográfico de su pasado esplendor! El capital genovés, con-
trariamente al holandés o al ginebrino, no llega a Inglaterra, sino que se invierte prin-
cipalmente en Francia (35 millones de libras tornesas en vísperas de la Revolución). ¿Es
porque en e1 norte Génova, católica, choca con las redes de la banca protestante? ¿O
a causa de viejos hábitos que, finalmente, habrán limitado el marco del pensamiento
y la imaginación de los hombres de negocios genoveses 344 ?
137
Antes y después de Venecia

En todo caso, esta elección le supuso al capital genovés hacer volteretas con las ca-
tástrofes innumerables que asolaron al Antiguo Régimen. Pero, en el siglo siguiente,
Génova se revela, una vez más, como el motor más vivo de la península. Cuando la
aparición de la navegación marítima a vapor y en la época del Risorgimento, creará una
industria, una fuerte marina moderna y el Bánco d'Italia será en.gran medida obra su-
ya. Un historiador italiano ha dicho: «Génova realizó la unidad italiana>, y agregó: cen
su beneficim~H 5 •

Volviendo
a la economía-mundo

Pero la reconversión, o, mejor dicho, las reconversiones sucesivas del capitalismo ge-
novés no llevaron a Génova al centro d(: la economía-mundo. Su «siglo>, en la escena
internacional, terminó ya anees de 1627, quizás en 1622, cuando decaen las ferias de
Plasencia 346 • Si se sigue la crónica de este año decisivo, se tiene la impresión de que
venecianos, milaneses y florentinos rompieron su solidaridad con los banqueros geno-
veses. Quizás no podían mantener su colaboración con la ciudad de San Jorge sin po-
nerse en peligro ellos mismo. O quizás Italia ya no puede pagar el precio de la prima-
cía genovesa. Pero, sin duda, la eeonomía europea entera era incapaz de soportar una
circulación fiduciaria desproporcionada con respecto a la masa del numerario y el vo-
lumen de la producción. La construcción genovesa, demasiado complicada y ambiciosa
para una economía de Antiguo Régimen, se deshizo en parte por sí sola con la crisis
europea del siglo XVII. Tanto más cuanto que Europa se inclina entonces hacia el Nor-
te, y esta vez durante siglos. Cuando los genoveses, al dejar de ser los árbitros finan-
cieros de Europa, dejan de estar en el centro de la economía-mundo, es caracterJStico
que el relevo sea asegurado por Amsterdam, cuya fortuna reciente se había construido
-otro signo de los tiempos- sobre la mercancía. También llegará para ella la hora de
las finanzas, pero más tarde, y replanteará entonces, bastante curiosamente, los mis-
mos problemas con qué se encontró la experiencia genovesa.
Capítulo 3

LAS ECONOMIAS ANTIGUAS


DE DOMINACION URBANA EN
EUROPA: AMSTERDAM

Con Amsterdam 1 se cierra la era de las ciudades con estructura y vocación imperia-
lista. «Es la última vez -escribe Violet Barbour:- que un verdadero imperio del co-
mercio y del crédito existe sin el sostén de un Estado moderno unificado:. 2• El interés
de esta experiencia, pues, reside en que se sitúa entre dos fases sucesivas de la hege-
monía económica: de una p:.rte, las ciudades; de la otra, los Estados modernos, las eco-
nomías nacionales, con la primacía, al comienzo, de Londres apoyada en Inglaterra. En
el centro de una Europa hinchada por sus éxitos y que tiende, a fines del siglo XVIII,
a convertirse en el mundo entero, la zona dominante debió ensanch'lrse para equilibrar
el conjunto. Las ciudades solas, o casi solas, insuficientemente apoyadas por la econo-
mía próxima que las refuerza, pronto no satisfarán las condiciones necesarias. Los Es-
tados territoriales las sustituirán.
El advenimiento de Amsterdam, que prolonga una situación antigua, se realizó bas-
tante lógicamente según las reglas antiguas: una ciudad sucede a otras ciudades, Am-
beres y Génova. Pero al mismó tiempo, el Norte retoma ventaja sobre el Sur, y esta
vez definitivamente. De modo que no es solamente a Amberes, como se dice tan a m::-
nudo, a fa que sucede Amsterdam, sino también al Mediterráneo, todavía preponde-
rante durante el intermedio genovés.!. A un mar riquísimo, adornado con todos los do-
nes y ventajas, lo sustituye un océano durante mucho tiempo proletario, mal utilizado
todavía y_ al que la división internacional de tareas había reservado hasta entonces los
trabajos más duros y peor remunerados. El repliegue del capitalismo genovés y, más
allá, de una Italia atada po.r todos lados a la vez, abrió el camino a la victoria de los
marinos y comerciantes del Norte.
Pero esa victoria no se obtuvo en un día. Como tampoco se produjo en un día la
decadencia del Mediterráneo y de Italia, cuyo hilo se desenrolla por etapas sucesivas,

139
'70 / . 9
6 ·~25 c.-Z.v
V 3
~- 2..
Fernand Braudel

Civzlizacz6n material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo III

EL TIEMPO
DEL MUNDO
Versión española de Néstor Míguez

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3 9
IH 1
o. o 8 o 0·1 8 6 1

Alianza
Editorial
Antes y después de Venecia

En todo caso, esta elección le supuso al capital genovés hacer volteretas con las ca-
tástrofes innumerables que asolaron al Antiguo Régimen. Pero, en el siglo siguiente,
Génova se revela, una vez más, como el motor más vivo de la península. Cuando la
aparición de la navegación marítima a vapor y en la época del Ri.rorgimento, creará una
industria, una fuerte marina moderna y el Bánco d'lta/ia será en gran medida obra su-
ya. Un historiador italiano ha dicho: "Génova realizó la unidad italiana», y agregó: «en
su beneficio:. 545 •

Volviendo
a la economía-mundo

Pero la reconversión, o, mejor dicho, las reconversiones sucesivas del capitalismo ge-
novés no llevaron a Génova al centro de la economía-mundo. Su «siglo», en la escena
internacional, terminó ya antes de 1627, quizás en 1622, cuando decaen las ferias de
Plasencia346 • Si se sigue la crónica de este año decisivo, se tiene la impresión de que
venecianos, milaneses y florentinos rompieron su solidaridad con los banqueros geno-
veses. Quizás no podían mantener su colaboración con la ciudad de San Jorge sin po-
nerse en peligro ellos mismo. O quizás Italia ya no puede pagar el precio de la prima-
cía genovesa. Pero, sin duda, la eronomía europea entera era incapaz de soportar una
circulación fiduciaria desproporcionada con respecto a la masa del numerario y el vo-
lumen de la producción. La construcción genovesa, demasiado complicada y ambiciosa
para una economía de Antiguo Régimen, se deshizo en parte por sí sola con la crisis
europea del siglo XVII. Tanto más cuanto que Europa se indina entonces hacia el Nor-
te, y esta vez durante siglos. Cuando los genoveses, al dejar de ser los árbitros finan-
cieros de Europa, dejan de estar en el centro de la economía-mundo, es característico
que el relevo sea asegurado por Amsterdam, cuya fortuna reciente se había construido
-otro signo de los tiempos- sobre la mercancía. También llegará para ella la hora de
las finanzas, pero más tarde, y replanteará entonces, bastante curiosamente, los mis-
mos problemas con qu~ se encontró la experiencia genovesa.
Capítulo 3

LAS ECONOMIAS ANTIGUAS


DE DOMINACION URBANA EN
EUROPA: AMSTERDAM

Con Amsterdam 1 se ~ierra la era de las ciudades con estructura y vocación imperia-
lista. «Es la última vez -escribe Violet Barbourc..._ que un verdadero imperio del co-
mercio y del crédito existe sin el sostén de un Estado moderno unificado> 2 • El interés
de esta experiencia, pues, reside en que se sitúa entre dos fases sucesivas de la hege-
monía económica: de una parte, las ciudades; de la otra, los Estados modernos, las eco-
nomías nacionales, con la primacía, al comienzo, de Londres apoyada en Inglaterra. En
el centro de una Europa hinchada por sus éxitos y que tiende, a fines del siglo XVIII,
a convertirse en el mundo entero, la zona dominante debió ensanch<irse para equilibrar
el conjunto. Las ciudades solas, o casi solas, insuficientemente apoyadas por la econo-
mía próxima que las refuerza, pronto no satisfarán las condiciones necesarias. Los Es-
tados territoriales las sustituirán.
El advenimiento de Amsterdam, que prolonga una situación antigua, se realizó bas-
tante lógicamente según las reglas antiguas: una ciudad sucede a otras ciudades, Am-
beres y Génova. Pero al mismó tiempo, el Norte retoma ventaja sobre el Sur, y esta
vez definitivamente. De modo que no es solamente a Amberes, como se dice tan a me-
nudo, a la que sucede Amsterdam, sino también al Mediterráneo, todavía preponde-
rante durante el intermedio genovés 3• A un mar riquísimo, adornado con todos los do-
nes y ventajas, lo sustituye un océano durante mucho tiempo proletario, mal utilizado
todavía y al que la división internacional de tareas había reservado hasta entonces los
trabajos más duros y peor remunerados. El repliegue del capitalismo genovés y, más
allá, de una Italia atada pw: todos lados a la vez, abrió el camino a la victoria de los
marinos y comerciantes del Norte.
Pero esa victoria no se obtuvo en un día. Como tampoco se produjo en un día la
decadencia del Mediterráneo y de Italia, cuyo hilo se desenrolla por etapas sucesivas,

139
Amsterdam

añadidas lentamente unas a otras. En el decenio de 1570, las naves inglesas penetraron
de nuevo en el Mar Interior. En el de 1590, le llegó el turno a las naves neerlandesas.
Pero las naves, las saetías, las marsilianas y los caramuzales del Mediterráneo no desa-
parecen, sin embargo. Para que la invasión de los transponadores nórdicos dé sus fru-
tos, fue necesario que se les abriesen y adquiriesen las postas de Africa del Norte, los
puertos de Livorno y Ancona y las Escalas de Levante, que las ciudades ricas del Medi-
terráneo aceptasen los servicios de los recién llegados, consintiesen en pagar sus fletes.
Fue necesario también que los ingleses concluyeran sus capitulaciones con el Gran Se-
ñor en 1579, lo que los neerlandeses sólo harán en 1612. Fue necesario, po~ añadidura,
que los paños, las telas y otros productos industriales del Norte penetrasen en los mer-
cados mediterráneos y expulsasen los productos locales tradicionalmente vendidos en
ellos 4 • Todavía a comienzos del siglo XVII, Venecia, con sus paños de buena calidad,
dominaba el mercado de Levante. Será menester, por tanto, suplantar a Venecia y a
las otras ciudades. Esperar, finalmente, a que la hegemonía del crédito genovés ceda
poco a poco. Son estos procesos, más o menos rápidos, lo que implica el ascenso de
Amsterdam, la cual, a diferencia de Amberes, ya no ayudará a las economías del Mar
Interior.

Los Estados Generales de las Provincias Unidas, reunidos en Amsterdam en 1651, con todo el
ceremonial de un Estado soberano. (Clisé del Rijksmuseum.)
Amsterdam

LA SITUACION DE
LAS PROVINCIAS UNIDAS

Los contemporáneos no comprendieron nada. Desatentos, como siempre, a los lar-


gos procesos previos, descubrieron de manera súbita la grandeza neerlandesa cuando
estabá ya adquirida y era deslumbrante. De pronto, nadie comprende la fonuna re-
pentina, el brillante progreso y la inesperada potencia de un país tan pequeño, que en
cierto modo era totalmente nuevo. Y todos hablan de facilidad «asombrosa», de «Se-
creto», del «milagro» holandés.

Un tem"torio pequeño,
naturalmente pobre

Las Provincias Unidas sólo son un pequeño territorio, no mayor que el Reino de
GaJicia, dirá un español en 1724); menor que la mitad del Devonshire, repite más
tarde Turgot6 , después del inglés Tucker. «Un país muy pequeño -explicaba ya un
embajador de Luis XIV (1699)-, ocupado del lado del mar por dunas estériles, sujeto
de este lado y también del de los ríos y canales que lo cortan a frecuentes inundacio-
nes, y apropiado solamente para pastos, que son la única riqueza del país; el trigo y
los otros cereales que crecen allí no bastan para alimentar ni a la centésima parte de
sus habitantes» 7 • «Ni siquiera para alimentar a sus gallos y sus pollos>, ironiza Defoe8 •
cTodo lo que produce Holanda -afirma otro informador, en 1697- es mantequilla,
queso y tierra adecuada para hacer vajilla» 9 • «La mitad de este país está en el agua -ex-
plica el muy serio economista español Ustariz (1724)- o en tierras que no pueden pro-
ducir nada, y apenas se cultiva un cuarto todos los años; por ello, varios autores ase-
guran que la cosecha del país satisface apenas el cuarto del consumo que en él se ha-
ce» 1º. cHolanda es un país ingrato -insiste una carta de 1738-. Es una tierra flotante
en el agua y una pradera inundada las tres cuartas partes del año. Este terreno es tan
escaso y limitado que no podría alimentar ni a la quinta parte de sus habirantes> 11 •
Accarias de Sérionne, buen juez en Ja materia, afirma sin vacilar, en 1766, que Holan-
da (es decir, las Provincias Unidas) «nunca tuvo con qué alimentar y vestir ni a la cuar-
ta parte de sus súbditos» 12 • En resumen, un país pobre: poco trigo y de calidad me-
diocre, poco centeno, poca avena, pocos carneros, nada de viñas, excepto a veces en el
muro protegido de una casa de campo o en un jardín, y sin árboles, salvo cerca de los
canales de Amsterdam o alrededor de las aldeas. En cambio, hay praderas, muchas pra-
deras, que «hacia fines del mes de octubre y a veces de noviembre comienzan a cubrir-
se de aguas que crecen por los vientos, tempestades y lluvias continuos [... ]. Hasta el
punto de que en muchos lugares no se ven más que diques, campanarios y casas que
parecen salir de un gran mar» 13 • El agua que cae en invierno se agota «en la primavera
por los molinos» 14.
Todo eso es extraño hasta el absurdo para un mediterráneo: «La tierra es baja -es-
cribe en 1567 el florentino Lodovico Guicciardini-, todos los ríos y canales principales
están entre los diques, de modo que no se deslizan al nivel del suelo y, en muchos
lugares, se ve con extremo asombro que el agua está a mayor altura que la tierra» 1 ~.
Dos siglos más tarde, para otro viajero llegado de Ginebra (1760), «todo es anificial
en la provincia de Holanda, hasta el país y la naturaleza misma» 16 • Un viajero español,
Antonio Ponz 17 (1787). hasta dirá: «¡Más imaginario y poético que real!>.

141
Amsterdam

'las proezas
de la agricultura

Sin embargo, las Provincias Unidas tienen un suelo, aldeas y granjas. Hay, hasta
en Güeldres, pobres gentilhombres con campesinos a su servicio, o sea, un trozo au-
téntico de Europa feudal; gentlemen farmers en Groninga; aparceros en Frisia 18 • Alre-
dedor de Leyden, hay un intensivo cultivo de hortalizas -sus productos se ofrecen en
las calles de Amsterdam- y la mejor mantequilla de las Provincias Unidas 19 , además
de un puente sobre el Viejo Rin que se llama «el puente de los trigos, porque los días
de mercado los campesinos se encuentran allí con sus cereales» 2º. Aquí y allí, se en-
cuentran ricos campesinos, vestidos de negro, sin abrigos, pero «sus mujeres [están] car-
gadas de plata y sus dedos llenos de anillos de oro» 21 • Y en cada primavera «llegan can-
tidades de bueyes y vacas flacos de Dinamarca, Jutlandia y Holstein, los cuales son in-
mediatamente conducidos a los pastizales; tres semanas después, se los ve repuestos y
reanimados» 22 • «A mediados de noviembre [los amos de las buenas casas] compran una
vaca, o la mitad, según la magnitud de su familia, que salan y ahuman ... y la comen
con mantequilla sobre la ensalada. Todos los domingos, sacan un gran trozo del sala-
dero que cuecen, y hacen con él diversas comidas. El llamado fiambre da la vuelta por
la mesa con algunos trozos de carne hervida, leche o algunas legumbres ... »23 •
Visto el poco espacio disponible, la ganadería y la agricultura están condenadas a
aumentar la productividad. Los animales están mejor alimentados que en otras partes.
las vacas dan hasta tres cubos de leche por día24 • La agriculttira se convierte en horti-
cultura, inventa modos científicos de rotación de cultivos y obtiene, gracias a los abo-
nos, inclusive las basuras utilizables de las ciudades, mejore5 rendimientos que en otras
panes. El progreso es bastante grande, desde 1570, como para tener cierta importancia
en los primeros avances de la economía del país. Es lo que hace decir a Jan de Vriesu
que en Holanda el capitalismo crece del suelo.
Es verdad que progresos ulterfores, aunque en pequefia escala, inician una revolu-
ción agrícola que llegará a foglaterra, pero ésta es otra historia. Lo importante es que,
en contacto con las ciudades, los campos no tardan en comercializarse, en urbanizarse
de algún modo y en vivir. como las ciudades, de suministros exteriores. Puesto que de
todas maneras los cereales; al menos para la mitad del consumo (ésta es la cifra verídi-
ca), deben importarse, la agricultura neerlandesa tiende a orientarse hacia los cultivos
más remuneradores: el lino, el cáñamo, la colza, el lúpulo, el tabaco y; por último, las
plantas tintóreas, la hierba pastel y la granza, esta última introducida por fugitivos lle-
gados de Flandes26 • Estos productos tintóreos llegan en el momento oportuno, pues los
paños que foglaterra entregaba crudos, o, como se decía entonces, «en blanco», eran
aprestados y teñidos en Holanda. Ahora bien, el enfurtido y la tintura, por sí solos,
representaban el doble del coste de producción del paño bruto (materia prima, carda-
dura, hilado y tejido )27 • De ahí la decisión de Jacobo l, en 1614, de prohibir la expor-
tación de paños ingleses cen blanco» 28 • Pero el resultado fue un fracaso completo, pues
los ingleses no pudieron, en las operaciones de tintura y apresto, competir con los ho-
landeses, quienes tenían las ventajas de su avance técnico y, no menos, de la presencia
entre ellos, en su propia tierra, de los productos tintóreos.
En la medida en que ceden al atractivo de los cultivos industríale.s, los campesinos
se dirigen forzosamente al mercado para obtener sus alimentos, así como para sus com-
pras de madera o de turba. Así, salen de su aislamiento. Las grandes ciudades se con-
vierten en puntos de reunión, a veces con su mercado o hasta su feria. Por su parte,
los comerciantes a menudo acuden directamente al productor 2? .

142 •
Amsterdam

g másdel40%
~ del JO al 40%
~ del 10 al JO%
O menos del 10%
D porcentaje
desconocido

19. LOS PAISES BAJOS BORGOÑESES EN 1500

La proporción de la pobl11&ión urban11 alcanz11, en 1.500, niveles récord. Már del ~0% en Flander, pero también en ¡,,pro-
•Íncill de Holanda. (Tomado de Y..-n de Vriu, The Ducch Rural Economy m che Golden Agc, 1500-1700, P· 83.)

El aumento de la comercialización rural equivale al aumento de la riqueza rural.


«No es raro encontrar aquí campesinos ricos, que tienen cien mil libras o más» 30 • Sin
embargo, los salarios rurales tienden a acercarse a los salarios urbanos 31 ; gocemos de
una observación de Pieter de la Court (1662): «Nuestros campesinos -explica-- están
obligados a dar sueldos tan grandes a sus obreros y criados, que éstos se lleyan una
gran parte de sus beneficios y viven más cómodamente que sus amos; se experimentan
las mismas dificultades en las ciudades, entre los artesanos y los criados, que son más
insoportables y menos serviciales que en cualquier otro lugar del mundo» 32 .

Una economía urbana


con sobretensión

~omparadas con el resto de Europa, las pequeñas Provincias Unidas están superur-
bam~adas y superorganizadas, en razón misma de la densidad de su población, cpro-
porcmnalmente la mayor de Europa., como dice Isaac de Pinto 33 • Un viajero que, en
1627, va de Bruselas a Amsterdam, «halla todas las ciudades holandesas tan llenas de
gente q~e las que tienen los españoles [en los Países Bajos del Sur] están vacías ... ; de
una a otra de estas ciudades que distan dos o tres horas>, encuentra «tal multitud de
gente que no hay tantas carrozas [¡y bien sabe Dios si las hay!] en las calles de Roma
coro~ haY: aquí carretas llenas de viajeros, mientras que los canales que fluyen en todas
las direcciones a través de todo el país están cubiertos [ ... ] de innumerables barcos>34.
¿Es esto asombroso? La mitad de la población de las Provincias Unidas vive en las ciu-

143
Amsterdam

dades 35 : es el récord. De ahí la multiplicidad de los intercambios, la regularidad de los


vínculos, la obligación de utilizar plenamente los caminos del mar, los ríos, los canales
y las rutas terrestres, a las que animan, como en el resto de Europa, los transportes
campesinos.
Las Provincias Unidas -Holanda, Zelanda, Utrecht, Güeldres, Overijssel, Frisia y
Groninga- son la reunión de siete Estados minúsculos que se consideran independien-
tes y se jactan de actuar en consecuencia. De hecho, cada una de estas provincias es
una red de ciudades más o menos cerrada. En Holanda, a las seis ciudades antiguas
que tienen derecho a voto en los Estados de Holanda, se agregan otras doce" entre ellas
Rotterdam. Cada una de estas ciudades se gobierna a sí misma, percibe sus impuestos,
administra justicia, vigila atentamente a su vecina y no cesa de defender sus prerroga-
tivas, su autonomía y su régimen tributario. Y es por esto, particularmente, por lo que
hay tantos peajes 36 , a decir verdad, «una inmensidad de derechos de peaje» 37 y de mo-
lestias en los arbitrios municipales. Sin embargo, esta división del Estado en compar-
timentos, esta descentralización inverosímil, crea también cierta libertad para los indi-
viduos. La burguesía patricia que gobierna las ciudades domina la justicia, castiga a su
antojo y exilia a título definitivo de ella o de su provincia a quien quiere, y práctica-
mente sin apelación. En retribución, defiende a sus ciudadanos, los protege, contra las
justicias superiores 38 •
Como es menester vivir, las ciudades neerlandesas no pueden escapar a las necesi-
dades de la acción común. «Sus intereses -como dice Pieter de la Coun- están en-
cadenados unos a otros» 39 Por pendencieras que. sean y celosas unas de otras, la col-
mena les impone sus leyes, las obliga a aunar sus esfuerzos, a sumar sus actividades,
comerciales e industriales. Forman un bloque de poder.

Amsterdam

Estas ciudades, pues, se enganchan unas a otras dividiéndose las tareas, forman re-
des, ocupan planos superpuestos y constituyen una pirámide. Implican en su centro,
o en su cúspide, una ciudad dominante, más pesada e imperiosa que las otras, ligada
a ellas. Frente a las ciudades de las Provincias Unidas, Amsterdam tiene la misma po-
sición que Venecia frente a las ciudades de su Tierra Firme ... Esa Venecia de la que
es, además, una réplica física asombrosa, con sus aguas invasoras que la descomponen
en islas, en islotes, en canales y, por último, la rodean de pantanos 40 , como sus vaters-
chepen41, sus lanchones que le suministran agua dulce, como los barcos del Brenta lo
hacen para Venecia. El agua salada aprisiona a las dos ciudades.
Píeter de la Court 42 explica que Amsterdam inició su gran historia como consecuen-
cia de un maremoto que «perforó cerca de Texel» el cordón protector de las dunas y
creó de golpe el Zuydersee (en 1282); desde entonces, se «pudo pasar el Tey con gran-
des barcos», y los marinos del Báltico establecieron su lugar de cita y de comercio en
Amsterdam, que hasta ese momento sólo era una aldea. Pese a esta ayuda de las fuer-
zas naturales, la ciudad siguió siendo de acceso difícil, peligroso o por lo menos com-
plicado. Las naves que llegan a Amsterdam deben esperar en el Texel o en Vlie, a la
entrada misma del Zuydersee, donde las arenas son una amenaza constante; y las que
abandonan Amsterdam deben detenerse en esos mismos puertos para esperar el viento
favorable. A la entrada como a la salida, pues, es necesario hacer una pausa, que las
autoridades controlan con cuidado. De allí el escándalo, restrospectivamente divertido,
que. provoca en marzo de 1670 la llegada desenvuelta de una fragata francesa, na,vío
de guerra del rey, por añadidura, que pasa del Texel a Amsterdam sin autorización pre-

144
Amsterdam

. '-- ~·~:~~p~,'.,
Maravilloso mapa de las Provincias Unidas, invadidas por las aguas y las arenas del mar del Nor-
te. Estas rodean las costas y las islas. Mapa editado por johannes Lootz, hacia 1707, y no difun-
dido. Hay un ejemplar en la Bibliotheque Nationale, Ge DD 172, mapa 52. (Clisé de la B.N.)

via43 • Una dificultad suplementaria es que las grandes naves comerciales no pueden atra-
vesar los bajíos que se extienden al norte de Amsterdam, sobre el banco de arena dé-
bilmente sumergido del Pampius, hasta que hacia 1688 44 se halló una estratagema: dos
lanchones -llamados camellos- se acercan a la nave demasiado grande por babor y
por estribor, tienden cadenas de uno a otro, por debajo de su casco, lo levantan y lo
llevan a puerto.

145
Am.rterd11m: /11 to"e l/11m11da H11nngpaleker.rtorem, de A. Stock Nieuwer.rhui.r, Colección B. de
Gensvan. (Cli.ré Giraudon.)

146
Amstl!rdam

Sin embargo, el puerto de Amsterdam está siempre lleno hasta los topes. cNo he
visto nada que me haya sorprendido tanto -dice un viajero en 17 38-. Es imposible
imaginar, si no se ha visto, el soberbio efecto que provocan dos mil barcos encerra-
dos en el mismo puerto» 4). Un guía de 1701 habla de ocho mil barcos, «cuyos mástiles
y jarcias forman como una especie de bosque tan espeso que el sol parece hallar difi-
cultades para penetrar a través de él...»46 • Dos mil u ocho mil: no andemos con rega-
teos. Lo que está fuera de duda es la multitud de banderas que se observan fácilmente
desde la plaza del Dam. Ese barco cque os parece nuevo -explica el mismo guía- es
alemán y lleva acuartelado de oro y de gules. El otro [ ... ] es de Brandeburgo, y lleva
argén con águila desplegada de sable»; aquél es de Stralsund, tiene un sol cubierto de
oro. Y están los de Lübeck, los venecianos, los ingleses, los escoceses, los toscanos, los
raguseos (tisú de plata con un escudo y una banda donde está escrito Libertas). Hasta
hay un «saboyano». Y más lejos se ven grandes naves, especialistas en la pesca de la
ballena. Pero no se os explicará lo que son cesos pabellones blancos, puesto que sois
francés» 47 • Además, si leéis la Gazette d'Amsterdam 48 , centenares de naves se disponen
a viajar hacia vos, os dicen sus nombres y sus itinerarios. En 1669, llegan al Texel, pro-
venientes de Burdeos, el 8 de febrero, La Cigüeña, El Ca"o de Lino, El Sol Naciente,
El Zo"o de Bilbao, El Doble Cúter de Nantes; el 12, La Higuera de la Terceira y La
BaUena Abiga"ada de Burdeos; un poco más tarde, El Ca"º de Heno, proveniente de
Bilbao; El Lebrel, proveniente de Calais; El Cordero Be"endo, de regreso de Galicia;
en junio, La Maceta de Flores, «proveniente de Moscovía (sin duda, de Arjánguelsk),
donde pasó el invierno; en febrero se ha sabido que El Ta"o de Mantequilla tocó Ali-
cante». Esta circulación hace de Amsterdam cla tierra general del Universo, la Sede de
la Opulencia, el lugar de cita de las riquezas y el afecto del cielo»4,.
Pero no sería así sin el apone de las Provincias y las ciudades neerlandesas. Estas
son la condición sine qua non de la grandeza de Amsterdam. Para Juan de Vries, el
corazón de lo que llamamos la economía-mundo centrada en Amsterdam no es sola-
mente Holanda, como se dice de ordinario, sino también toda la franja del país neer-
landés que tocan los tráficos llegados del mar, Zelanda, Frisis, Groninga y una parte
de Utrecht. Sólo Güeldres, los Estados de la Generalidad y Overyssel quedan fuera del
gran juego, regiones pobres, arcaicas, «medievales», todavía. ·
La colaboración entre el «corazón» y Amsterdam llega a una división de tareas: las
industrias prosperan en Leyden, Haarlem y Delft; las construcciones navales, en Brill
y Rotterdam; Dordrecht vive de un tráfico importante sobre el Rin; Enkhuizen y Rot-
terdam controlan las pesquerías del mar del Norte; también en Rotterdam,la más po-
derosa de las ciudades fuera de la metrópoli, se realiza lo mejor del comercio con Fran-
cia e Inglaterra; La Haya, capital política, es un poco como Washington en los E~tados
Unidos de ayer y de hoy. No es, por ende, un azar que Ja Compañía Oriental de las
Indias se divida en cámaras particulares y que, al lado del Banco de Amsterdam, crea-
do en 1609, se funden bancos menos activos pero análogos, en Middleburgo (1616),
en Delft (1621) y en Rotterdam (1635). Pierre Baudet puede decir con razón, parafra-
seando un lema muy conocido relativo a los Estados Unidos y la sociedad Ford, cloque
es bueno para Amsterdam es bueno para las Provincias Uni~as», pero Amsterdam se
ve obligada a contar con sus colaboradores, a soportar los celos y hostilidades de otras
ciudades y, a falta de algo mejor, a adaptarse a ellos.

147
Amsrerdam

Una población
heteróclita

Las ciudades son consumidoras de mano de obra. El conjunto urbano de las Pro-
vincias Unidas sólo prospera gracias al aumento de la población: un millón de habi-
tantes en ).500, dos millones en 1650 (de los cuales un millón vive en las ciudades).
Tal progresión no se realiza a partir únicamente de la población local. El progreso de
la economía holandesa atrae, reclama, a los extranjeros; en parte, es obra suya. No to-
dos encuentran allí la Tierra Prometida, como es lógico. La prosperidad neerlandesa no
dejó de implicar Ja existencia de un enorme proletariado apiñado en los tugurios y re-
ducido a alimentos inferiores. La pesca de los arenques magros, en el mes de noviem-
bre, «está prohibida en Holanda por los carteles [pero} se la tolera porque sirve de ali-
mento a los pobres»:>º. Todo ello disimulado, como en Génova, por una caridad activa
que atempora posibles luchas de clases. Una exposición reciente en el Ayuntamiento
de Amsterdam mostró los tristes espeetáculos de la miseria en la Holanda del siglo XVII;
donde los rieos son más ricos que en ottas pattes y los pobres tan numerosos y quizás
más desdichados que en otros lugares, aunque no sea más que por la c·arestía obsesiva
de la vida.
Pero no todos los inmigrantes van a buscar en Holanda una fortuna dudosa. Mti·
chos de ellos huían de las guerras y las persecuciones religiosas, que fueron un flagelo
en los siglos XVI y XVU. Después de la tregua firmada con España eri 1609, las Provin"
das únida5 estuvieron a punto de romper su armonía y de demoler lo que les servía
como Estado a causa de la violencia de las querellas religiosas (reexpositores y con"
trarreexpositores) y políticas (los regentes de las ciudades contra el estatúder Mauricio
de Nassau). Pero esta ola de violencia, señalada por la víctoria de la ortodoxia J?rotes-
tantc en el Sínodo de Dordrecht (1619) y del estatuderato, después de la ejecución, el
mismo añó; del Gtan Pensionario de Holanda, Johan Van Oldenbarnevelt, no duró,
no podía durar en Un país donde los católicos eran numerosos; donde al este estaban
los luteranos y donde los disidentes protestantes permanecían activos. la tolerancia aca-
bó por instalarse y reforzarse; al mismo tiempo que las libertades individuales, favore-
cidas por la dispersión de la autoridad política. «Los ministros de la religión reformada
tuvieron, finalmente, un éxito muy limitado en su intento de transformar la República
en uri Estado protestante, según el modelo, en cierta medida, de Ginebr~n.
la tolerancia consiste en ace(>tar a los hombres tal como son, tanto más cuanto que,
obreros, comerciantes o fugitivos; contribuyen a la riqueza de la República. Además,
¿cabe imaginar un «centto» del mundo que no sea tolerante, que no esté condenado
a serlo, que no acepte a los hombres que necesita, tal como llegan a él? Las Provincias
Unidas fueron seguramente un abrigo, un bote salvavidas. De allí la «gran afluencia
de los pueblos a los que la guerra ha obligado a llegar hasta aquí [ ... ], como los peces
de la costa de Noruega cuando huelen la proximidad de una ballena» 52 • La libertad de
conciencia se impone, se .convierte en la regla. cEn esta República -escribe un inglés
(1672)-, nadie puede quejarse con razón de ver violentada su conciencia ... »B. U oi-
gamos este testimonio holandés tardío (1705): «Todos los pueblos del mundo pueden
allí servir a Dios según su corazón y según el movimiento de su conciencia, y aunque
la religión dominante sea la Reformada, cada uno es libre de vivir en la que profesa y
se cuentan allí hasta 25 iglesias Católicas Romanas, donde se expresan las devociones
tan públicamente como en la misma Roma» 14 • Los historiadores demógrafos conocen
mejor que los otros esta diversidad de confesiones, pues se encuentrán para sus cálculos
(como en Rotterdam) 5:> ante una decena de registros diferentes del estado civil (refor-
mados neerlandeses, escoceses y valones, presbiterianos, episcopalianos, luteranos, reex-

148
Amsterdam

20. EL AUMENTO DE iA POBLACION


URBANA
Eile t11cenJó; 10bre todo en beneficio tle Amster-
dam; esli"O en· el &ortJzón del dera"o/lo de /i1J
PróPincias Unidar. (Tomado de Yan de Vnils, -· _J_____J__ __ __t__J_ ._J__._L..__j__t~ •. ~I~·~~
Thc Dutch Rural Economy ... , op. cit., p. 89.) 1500 50 1600 50 1700 50 1800

posicionistas, menonitas, católicos y judíos). Es de señalar que los católicos represen-


tan, por lo general, a las clases bajas, sobre todo en el territorio de la Generalidad.
los inmigrantes se contentan, por lo general, con los oficios más bajos, pero, como
dice un holandés en 1662, «el que quiere trabajar en Holanda no muere de hambre
[ ... ], y hay hasta quienes extraen las basuras del fondo de los canales con un hierro y
redes unidas al extremo de un palo, que pueden ganar medio escudo por día, cuando
quieren trabajar con denuedo» 56 • He subrayado estas últimas palabras porque el peli-
gro, en efecto, de un salario relativamente alto es que yo puedo, asegurada mi vida de
pobre, darme el lujo de no trabajar de manera continua. Y estos pobres son necesarios
pata tener basureros, peones, mozos de cuerda, descargadores, conductores de embar-
caciones a la sirga, segadores que manejen la guadaña en Frisia en la cosecha del heno
y cavadores que deben apresurarse a extraer la turba antes de la llegada de las aguas o
los hielos del invierno. Estas últimas tareas las llevan a cabo bastante regularmente in-
migrantes alemanes, pobres diablos que parecen multiplicarse después de 1650 y que
son llamados con el nombre genérico de Ho/landgiinger, los que van a Holanda, a me-
nudo para trabajar en los póldersn La Alemania cercana es una reserva de mano de
obra barata que suministra a las Provincias Unidas hombres para el ejército, para la flo-
ta, para ultramar, para los trabajos de los campos (los Hannekemaaier) y las ciudades,
adonde afluyen tantos poepen y moffen.
En materia de inmigrantes, se otorga un lugar de honor, como es lógico, a los ar-
tesanos, numerosos en los centros textiles de Leyden (sargas, camelotes y paños); en
Haarlem (seda y blanqueo de telas); en Amsterdam, donde poco a poco se instalan la

149
Amsterdam

mayor pane de las industrias 58 : tejidos de lana, de seda, de oro y de plata, cintas, cue-
ros dorados, tafiletes, pieles gamuzadas, refinerías de azúcar e industrias químicas di-
versas; en Saardam, poblado próximo a la gran ciudad donde se sitúa «el mayor asti-
llero naval del mundo». Para todas estas actividades, la mano de obra extranjera fue
decisiva. En Haarlem, fueron los obreros llegados de Ypres y de Honschoote los que
determinaron el progreso textil de la ciudad. De igual modo, a fines del siglo XVII, la
industria de las Provincias Unidas será reactivada y ampliada por la llegada masiva de
los protestantes franceses, después de la revocación del Edicto de Nantes (1685 ).
Entre estas oleadas de refugiados, protestantes franceses, antuerpienses o judíos de
la Península Ibérica, se deslizan muchos comerciantes, a menudo poseedores de capi-
tales importantes. Los judíos sefardíes 59 , en panicular, contribuyeron al progreso de Ho-
landa. Para W erner Sombart 60 , aportaron a Amsterdam nada más y nada menos que
el capitalismo. Es excesivo, evidentemente. Nadie duda, en cambio, que proporciona-
ron un apoyo serio a la ciudad, en el terreno de los cambios y más aún en el de las
especulaciones bursátiles. Fueron maestros en estas actividades, y hasta sus creadores.
Fueron también buenos consejeros, iniciadores de la constitución de redes de negocios
a partir de Holanda hacia el Nuevo Mundo y el Mediterráneo 61 • Un libelista inglés del
siglo XVII incluso sospecha que los mercaderes de Amsterdam los atrajeron únicamente
por interés comercial, «pues los judíos y otros extranjeros les abrieron su propio comer-
cio mundial»62 • Pero, ¿acaso los judíos, como hombres de negocios avisados, no van
regularmente hacia los éxitos económkos? Si llegan a uno u otro país, es porque todo
va bien allí, o va mejor. Si se repliegan, no todo va mal, pero menos bien. ¿Comen-
zaron los judíos a abandonar Amsterdam hacia 1653 6 l? En todo caso, treinta años más
tarde, en 1688, siguieron a Inglaterra a Guillermo de Orange. ¿Quiere decir esto que,
en esa época, pese a las apariencias, Amsterdam estaba menos bien que en los prime-
ros decenios del siglo?
Pero los judíos no fueron los únicos que «hicieron» a Amsterdam. Todas las plazas
mercantiles del mundo suministraron su contingente a la ciudad que iba a ser, o era
ya, el centro del mundo. El primer papel pertenece, sin duda, a los comerciantes an-
tuerpienses. Tomada el 27 de agosto por Alejandro Farnesio, después de un asedio me-
morable, Amberes, al capitular, obtuvo condiciones suaves, y particularmente, para sus
mercaderes, la posibilidad de permanecer o abandonar la ciudad llevando con ellos sus
bienes64 • Quienes eligieron el exilio en Holanda no llegaron, pues, con las manos va-
cías: aportaron capitales, capacidades y relaciones comerciales, lo cual fue, sin discu-
sión, una de las razones del rápido despegue de Amsterdam. Jacques de la Faille, co-
merciante antuerpiense instalado en la capital del Norte no exagera cuando escribe, el
23 de abril de 1594: «Aquí, Amberes se ha convertido en Amsterdam:. 65 • La tercera par-
te de la población, en 1650, es de origen o ascendencia extranjera. La mitad de los pri-
meros depósitos del Banco de Amsterdam, creado en 1609, provienen de los Países Ba-
jos meridionales.
Amsterdam, por consiguiente, crecerá a ritmo vivo (50.000 habitantes en 1600,
200.000 en 1700) y mezclará rápidamente a todas las poblaciones, transformando pron-
to en verdaderos «Dutchmem a una multitud de flamencos, valones, alemanes, por-
tugueses, judíos y hugonotes franceses. Lo que se elabora, a escala del país entero, es
una «nación> neerlandesa. Artesanos, mercaderes, marinos improvisados y peones trans-
formaron el pequeño país, hicieron de él otro país. Pero, ¿acaso el progreso de Holan-
da no creó también el atractivo y las condiciones del éxito?

150
Amsterdam

Ams1erdam: Mercado de los pescados, Ayuntamiento, oficina de pesm. Estampa de Wright y


Schutz, 1797. (Atlas van Stolk.)

Ante todo
la pesca

Las Provincias Unidas son «el Egipto de Europa•, un don del Rin y el Mosa: es así
como Diderot66 subraya el aspecto fluvial y terrestre de las Provincias Unidas. Pero és-
tas, ante todo, son un don del mar. El pueblo neerlandés ces tan dado a la marina
que puede decirse que el agua es más su elemento que la tierra:. 67 • En el mar del Nor-
te, a menudo furioso, hizo su aprendizaje en pesca, cabotaje, transporte a larga dis-
tancia y _guerra marítima: según dicen los ingleses, en 1625, el mar del Norte fue «la
academia de los marinos y _pilotos de los rebeldes holandeses:.68 • William Temple tiene,
pues, razón: «La República de las Provincias Unidas, habiendo salido del mar, también
ha sacado su fuerza de él>69.
Desde siempre, Holanda y Zelanda poblaron con sus pescadores el mar del Norte
y los mares vecinos. La pesca es la industria nacional. Al menos cuatro «industrias>. La

151
Am5terdam

primera, cerca de Jas costas y en Jas aguas dukes, proporciona la provisión diversificada
cde peces muy delicados» 70 ; es «lo común», pero cuenta, en valor, tanto como la mitad
de la «gran pesca», la enorme industria del arenque 71 al lado de la cual parecen mo-
destas, relativamente, la pesca del bacalao y la del bacalao fresco en los mares de Is-
landia y en el Dogger Bank71 , y la «caza» de la ballena, curiosamente llamada la «pe-
queña pesca».
Hacia 1595 73 , los holandeses habían descubierto el Spitzberg y aprendieron enton-
ces de los pescadores vascos a arponear la ballena 74 • En enero de 1614, esta pesca era
concedida como un monopolio a una compañía del Norte, «desde las costas de Nova-
semble hasta el estrecho de Davis, comprendido el Spitzberg, la isla de los Osos y otros
lugares»n La compañía fue disuelta en 1645 76 , pero Amsterdam conservó celosamente
el control y el beneficio 77 de las fantásticas matanzas de ballenas en el Gran Norte, que
vertían en ella toneladas de aceite (para la fabricación de jabón, la iluminación de los
pobres y el tratamiento de los paños) y quintales de «barbas» de ballena. En 1697 78 ,
año fructífero, o:partieron de los puertos de Holanda ciento veintiocho bateos para la
''pesca'' de la ballena, 7 de los cuales se perdieron en los hielos y 121 volvieron a sus
puertos, después de haber capturado 1.255 ballenas, que proporcionaron 41.344 barri-
les de lardo. Cada barril se vende normalmente a 30 florines, lo que hace tui total de
1.240~320 florines. Cada ballena propordona de ordinario dos mil libras de peso de
barbas, estimadas en 50 florines el quintal, lo que hace para las 1.255 ballenas
1.255.000 florines, y las dos sumas dan 2.495.320 florines» 79. ESta relación indica que,
en promedió, un ballenero trae de su campaña una decena de ballenas, aunque en ju-
lio de 1698 uno solo de ellos obtuvo 21 en el Texel80 ·.
· Estas riquezas, sin embargo, cuentan poto al lado de la pesca del arenque eri dDog~
ger Bank, a lo largo de las costas inglesas; en el t:ui:so de dos temporadas, desde la fes-
tividad de San Juan hasta la de Santiágo y desde la Exaltación de la Santa Cruz hasta
la de Santa Cataliha81 . Durante la primera mitad del siglo XVII, las cifras son fantásti-
cas: l. 500 barcos de pesca, grandes barcos, bastante espaciosos como para permitir a
bordo la preparación, la salazón y el embarrilamiento del pescado que las barcas van
a buscar a los lugares de pesca y llevan a Holanda y Zelanda (e incluso a Inglaterra,
donde el arenque «holandés» es más barato que el de los pescadores ingleses)8 \ en es-
tos 1.500 buyssen van 12.000 pescadores y unas 300.000 toneladas de pescado. Reven-
didos por toda Europa, los arenques ahumados y salados son la ""mina de oro» de Ho-
landa83. El comercio holandés «disminuiría a la mitad -estimaba Pieter de la Court-,
si se suprimiese el comercio de pescados y las mercancías que dependen de él» 84 . Como
observaba sin placer sir George Downing (8 de julio de 1661), el «comercio del aren-
que origina el de la sal; el arenque y la sal han engrosado, por así decir, el comercio
holandés en el Báltico»8i; y el comercio del Báltico, agregaremos nosotros, era la ver-
dadera fuente de la fortuna holandesa.
No obstante, ¿no se ha sobrestimado el lugar relativo de la pesca en la economía
holandesa? Después del Acta de Navegación de Cromwell y de la Primera Guerra An-
glo-holandesa (1652-1654), la pesca milagrosa disminuyó en más de dos tercios 86 , y
ello, contrariamente a la predicción de Pieter de la Court, sin que se trastorne la ma-
quinaria holandesa. En cuanto a la decadencia de 1a pesca, se explica por la reducción
de los beneficios, consecuencia del alza de los precios y de los salarios. Sólo los abas-
tecedores se ganan todavía la vida. Pero las «exclusiones~ se hacen pronto demasiado
onerosas. La competencia de la pesca extranjera, francesa, noruega y danesa, hace el
resto. Además, las mismas razones producen los mismos efectos, por lo que Ia pesca
inglesa del arenque no logró adquirir un gran empuje, pese a los estímulos de que fue
objeto. Y ello, también, por sus costes, demasiado elevados 87

152 •
Amsterdam

La flota
holandesa

La verdadera herramienta de la grandeza de Holanda fue una flota equivalente,


por sí sola, al conjunto de las otras flotas europeas 88 • Una estimación francesa de mayo
de 166989 -que deja de lado «los heu y las pequeñas galeotas [muy numerosas], que
no llevan más que un mástil y no pueden hacer largos viajes»- llega, «por una supu-
tación que hallo -dice Pomponne- bastante fundado», a las cifras de «seis mi.l> para
el conjunto de las Provincias Unidas. A 100 toneladas y 8 hombres de tripul;¡,_ción por
unidad, eso haría al menos 600.000 toneladas y, quizás, 48.000 marinos~ cifras enor-
mes para la época y que, probablemente, apenas exageramos.
A la cantidad se añade la calidad. Desde 1570, los astilleros navales holandeses crea-
ron una nave comercial sensacional, el Vlieboot, la «flauta», navío robusto, de flancos
abultados; gran volumen y que se maneja con pequefias tripulaciones: el 20% menos
que en barcos de igual tonelaje. Ventaja considerable, si se recuerda que en los largos
viajes los costes de personal (salarios y alimentos) fueron durante mucho tiempo el prin-
cipal de los gastos. Aquí la parsimonia holandesa actúa en pleno: lo común a bordo
es lo frugal 90 , «pescado y sémola»; hasta los capitanes «se contentan ... con un trozo de
quesó o una tajada de carne de vaca salada de dos o tres años» 91 ; nada de vino: un
poco de cerveza y, a veces, cuatido el mar está agitado, un poco de arac parsimoniosa-
niente distribuido. «De todas las naciones -concluye urt francés-, los holandeses son
los más ahorradores y los más sobrios, los menos dados al lujo y a gastos inútiles» 92 •
Un largo informe francés de 1696 detalla, no siti una pizca de envidia, toda.s las
ventajas de la flota holandesa sobre sus rivales. «Los holandeses sólo navegan para el
comercio con flautas que hacen escoltar ert tiempo de guerra por fragatas armadas. Son
grandes barcos, con grandes bodegas que pueden contener muchas mercaderías, malos
veleros en verdad, pero que, aunque de construcción pesada, resisten mejor el mar y
no necesitan tantos hombres tripulados [Jicj como los otros barcos. Los franceses se ven
obligados a poner 4 ó 5 hombres de tripulación en los barcos de 20 a 30 toneladas para
hacerlos navegar, mientras que los holandeses sólo ponen 2 o, a lo sumo, 3; en un bar-
co de 150 a 200 toneladas, los franceses ponen 10 a 12 hombres, y los holandeses 7 u
8. Los franceses ponen 18, 20 ó 25 hombres en un barco de 250, 300 ó 400 toneladas,
y los holandeses sólo ponen 12, 16 ó 18 a lo sumo. El marinero francés gana 12, 16,
18 ó 20 libras de sueldo por mes, mientras el holandés se contenta con 10 ó 12 libras,
y los oficiales ganan en la misma proporción. Para la alimentación de los marinerQs fran-
ceses es necesario pan, vino, galleta de trigo puro que sea bien blanco, carne fresca y
salada, bacalao, arenque, huevos, mantequilla, guisantes, habas y, cuando comen pes-
cado, es menester que sea sazonado, y sólo lo comen los días de vigilia. Los holandeses
se contentan con cerveza, pan y galletas de centeno, a menudo muy negro, pero de un
gusto excelente, queso, huevos, mantequilla, un poco de carne salada, guisantes, sé-
mola y comen mucho pescado seco sin sazonar, todos los días, sean o no días de vigilia,
lo que cuesta bastante menos que la carne; los franceses, de temperamento más ardien-
te y activo hacen 4 comidas, mientras los holandeses, de temperamento más frío, ha-
cen 2 o, a lo sumo, 3. Los franceses fabrican sus barcos con madera de roble enclavijada
con hierro, lo cual cuesta mucho; la mayor parte de los barcos holandeses, sobre todo
los que no navegan más lejos que Francia, están hechos de madera de pino y enclavi-
jados con madera, y, aunque más grandes, su construcción cuesta la mitad que la de
los nuestros. También sus aparejos son más baratos, y están más cerca que nosotros del
Norte, de donde obtienen el hierro, las anclas, el cáñamo para los cables y cordajes que
fabrican ellos mismos, como también las telas para el velamen:. 93 •
153
Amsterdam

Ureas holandesas. Estampa de W Hollar, 1647. (Atlas van Stolk.)

En efecto, los costes inmejorables de sus astilleros constituyen otra superioridad del
armamento holandés, «SU secreto es -como dice una corresponsal francesa- hacer ve-
hículos [entiéndase por esto naves] más baratos que los otros» 94 • Sin duda, porque la
madera para barcos, el alquitrán, la pez, los cordajes, todos estos preciosos naval stores
les llegan directamente del Báltico, inclusive los mástiles, transportados por barcos es-
peciales9l. Pero también porque utilizan las técnicas más modernas: sierras mecánicas,
máquinas para instalar los mástiles, fabricación de piezas intercambiables y capataces
y obreros expertos. Hasta el punto de que los famosos astilleros de Saardam, cerca de
Amsterdam, podían comprometerse, «siempre que se les avise con dos meses de ante-
lación, a construir cada semana, por el resto del año, un barco de guerra listo para co-
locarle los aparejos> 96 • Agreguemos que en Holanda, cualquiera que sea la rama de la
actividad, el crédito es fácil, abundante y barato. No es de asombrarse, pues, que des-
de muy pronto las naves holandesas se exporten al extranjero, particularmente a Vene-
cia, a España y hasta a Malta97 , para las correrías de los caballeros en los mares de
Levante.

154 •
Amsterdam

Por añadidura, Amsterdam se convierte en el primer mercado de Europa para los


barcos de ocasión. Si vuestro navío naufraga en las costas de Holanda, en pocos días
podéis compraros uno nuevo y, con vuestra tripulación, embarcaros sin pérdida de tiem-
po; los agentes incluso os habrán procurado un flete. Pero si venís por tierra para hacer
vuestra compra, será mejor que llevéis con vos vuestros marinos. Pues en las Provincias
Unidas, en materia de transportes, únicamente el hombre no abunda.
Sin embargo, no le pidáis a ese hombre que sea un marino experimentado. A bor-
do, basta con cubrir adecuadamente los puestos de responsabilidad. Por lo demás, cual-
quiera hará la tarea. Pero es necesario que alguien la haga. El reclutamiento nacional,
efectuado activamente hasta en las aldeas del interior, no basta. Como no había bas-
tado en Venecia ni bastaría en Inglaterra. El extranjero, pues, ofrece sus servicios o se
le obliga a prestarlos. A Hollandgtinger llegados para manejar el pico, la pala o la gua-
daña, les ocurre que de pronto se encuentran sobre el puente de una nave. En 1667,
3. 000 marinos escoceses e ingleses estaban al servicio de las Provincias U nidas 98 y, se-
gún una corresponsalía francesa, los equipamientos llevados a cabo por Colbert habrían
repatriado a Francia a 30.000 marinos, la mayoría al servicio de Holanda 99 •
Estas cifras no son seguras, pero es evidente que Holanda sólo asume el transporte
por los mares del mundo en la medida en que obtiene de la Europa miserable una ma-
no de obra suplementaria que le es indispensable. Esta no pide más que acudir. En
1688, cuando Guillermo de Orange se dispone a marchar a Inglaterra para expulsar de
ella a Jacobo 11, las tripulaciones de la flota, que pasará ante las barbas de los barcos
de Luis XIV, son reclutadas con cierta facilidad: bastó con aumentar la prima de em-
barque100. En resumen, no fue «la indolencia» 101 sino la miseria de Europa lo que per-
mitió a los holandeses «iniciar» su República. Todavía en el siglo XVIII, la escasez de
tripulantes, tan aguda .en Inglaterra, se hace sentir siempre en Holanda. Cuando, en
tiempos de Catalina Il, los barcos rusos hacen escala en Amsterdam, algunos de sus ma-
rinos eligen la libertad; los reclutadores holandeses los atrapan al vuelo y, un buen día,
los desdichados se encuentran en las Antillas o en el Extremo Oriente pidiendo lasti-
mosamente su repatriación 102 .

¿Hubo un «Estado»
de /a; Provincias Unidas?

El gobierno de La Haya tiene fama de débil e inconstante. De donde sería menes-


ter concluir que un aparato político insignificante favorece las hazañas del capitalismo,
y hasta que es la condición de éste. Sin llegar a esa conclusión, los historiadores rati-
ficarían de buena gana el juicio de P W Klein 10J, a saber, que apenas puede hablar-
se, con respecto a las Provincias Unidas, de «algo que sea un Estado». Menos categóri-
co, Pierre Jeannin 104 se contenta con decir que la prosperidad holandesa no debió prác-
ticamente nada a un «Estado poco capaz de intervenir.. Los contemporáneos no pen-
saban de otro modo. Según Sousa Coutinho, el enviado portugués que negocia en La
Haya y trata de sobornar a quien puede, teniendo ese gobierno <itantas cabezas y jui-
cios diferentes, sus representantes raramente se ponen de acuerdo sobre lo que es me-
jor para ellos» 10 j Turgot, hacia 1753-1754, habla.de «Holanda, [de] Génova y [de] Ve-
necia, donde el Estado es impotente y pobre, aunque los particulares sean opulen-
tos ... »1º6 • Para Venecia, el juicio, exacto (todavía) en el siglo XVIII, evidentemente no
lo es para la ciudad dominante del siglo XV; pero, ¿lo es para Holanda?
La respuesta dependerá ante todo de lo que se entienda por gobierno o por Estado.

155
Amsterdam

Si, como sucede demasiado a menudo, no se examina conjuntamente el Estado y la


base social que lo sustenta, se corre el riesgo de emitir sobre él juicios erróneos. Es ver-
dad que las instituciones de las Provincias Unidas son arcaizantes; por sus raíces, son
una herencia bastante vieja. Es verdad que las siete provincias se consideran soberanas
y que, además, se dividen en minúsculas repúblicas urbanas. Es verdad, también, que
las instituciones centrales, el Consejo de Estado, el Raad van Staat (que es, «hablando
con propiedad, el superintendente 107 de todos los asuntos de la República> 1º8 , una es-
pecie de ejecutivo, o mejor dicho un ministerio de finanzas), y los Estados Generales,
que también tienen su sede en La Haya y son una delegación permanente de embaja-
dores de las provincias, es verdad, pues, que estas instituciones no tienen, en princi-
pio, ningún poder real. Toda decisión importante debe ser remitida a los Estados pro-
vinciales y aprobada por ellos por unanimidad. A causa de los intereses divergentes de
provincias este sistema es una fuente continua de conflictos. No son las Provincias Uni-
das, sino las Provincias Desunidas, decía William Temple en 1672 109.
. Estos choques y conflictos intrrnos se traducen, a escala gubernamental, en una lu-
cha siri fin entre Holanda, que utiliza su poder financiero para imponer su leadership;
y los príncipes de la familia de Orarige, que «gobiernan:., como estatúderes; cinco de
las siete provincias, presiden el Consejo de Estado y comandart las fuerzas armadas de
tierra y mar con el títi.llo y la5 funciones de Almirante y Capitán General de la Repú-
blica. La provincia de Holanda, representada por su Gran Pensionario; secretario del
Consejo de Estado, defendió siempre la soberanía y la libertad provinciales; pues si el
poder central es débil, ella se encuentra etl. mejor situación para imponer su voluntad;
gracias a su enorme superioridad económica y al simple hecho de que proporciona, por
sí sola, más de la mitad de las rrntas del Estado 110 • El estatúder, por su pane, trata
obstinadamente de establecer un poder personal, de aire monárquico, y por ende de
reforzar el poder central para contrarrestar el predominio holandés; para ello, se sirve
de las provincias y las ciudades que tienen celos de Holanda y de Amsterdam, y que
demasiado a menudo son· vejadas por ellas.
De esto resultan tensiones y crisis, y la alternancia de los dos rivales a la cabeza del
Estado. En 1618, con motivo de la crisis religiosa intensa que opone a arminianos y
gomaristas, el prim:ipe Mauricio de Nassau hizo arrestar al Gran Pensionario de Ho-
landa, Johann Van Oldenbernevelt, quien es condenado a muerte y ejecutado al año
siguiente. En julio de 1650, el estatúder Guillermo 11 intenta dar un golpe de Estado,
que triunfa en La Haya, pero fracasa lamentablemente contra Amsterdam. En ese mo-
mento, la muerte prematura del príncipe deja el lugar libre a los «republicanos», quie-
nes suprimen el estatuderato y gobiernan casi un cuarto de siglo, hasta 1672. Cuando
la invasión francesa, Guillermo III restablece el estatuderato, que adquiere los caracte-
res de una_institución de salvación pública. El Gran Pensionario, Jean de Witt, y su
hermano son a5esinados en La Haya. De igual modo, bastante más tarde, en 1747, los
inquietantes éxitos franceses en los Países Bajos españoles permiten a Guillermo IV res-
taurar su autoridad 111 • Finalmente, en 1788, la revolución de los «patriotas> neerlan-
deses, dirigida desde fuera tanto como desde dentro, provoca, por reacción, el triunfo
de Guillermo V y desencadena las persecuciones «orangistas>.
En líneas generales, la política exterior desempeñó un papel muy importante en es-
tas alternativas. Ya en 1618, ¿el problema no era, más allá de las pasiones religiosas,
la decisión de retomar o no la guerra contra España? La victoria del estatúder contra
Holanda, favorable, como lo será casi siempre, a la paz, llevará dos años más tarde a
la ruptura de la Tregua de Doce Años.
Así, al capricho de las situaciones belicosas que afligen a Europa, el centro de la
potencia política en las Provincias Unidas oscila entre el estatuderato, de un lado, y
Holanda y la enorme potencia de Amsterdam, del otro. Estas alternancias significan
156 •
para los regentes de las provincias y de las ciudades, o bien «purgas», o bien un ver-
dadero sistema de «despojos», para emplear imágenes excesivas extraídas de otras. expe-
riencias; en todo caso, decaimientos, pérdidas o ganancias para grupos de la élite so-
cial. Salvo para los «veletas» 112 , o los prudentes, que siempre salen de. ~puros, salyo pa-
ra Jos muy pacientes: una familia es desplazada por una de estas cns1s; una veintena
de años más tarde, la crisis siguiente puede restaurarla. .
Pero lo importante es que, en uno y en otro caso, las Provincias Unidas ~ayan cm-
dado su prestigio y su potencia. Johan Van Olden_bernevelt o Johan d~ Wm _son, al
timón tan firmes como Mauricio de Nassau o Guillermo III. Lo que d1ferenc1a a los
advers~rios son los fines y los medios. Holanda subordina todo a la defensa de sus in-
tereses mercantiles. Quiere salvaguardar la paz y orientar el esfuerzo m~litar de la Re-
pública hacia la posesión de una flota imponente, condición de su se~ndad ~en 1645,
esta flota interviene en el Báltico para poner fin a la guerra entre Suecia y Dmamarca,
guerra que lesiona los intereses holandeses). Por su pane, las provincias fiel~s al ~sta­
túdel: se preocupan más del ejército que las protege contra la amenaza de vecinos siem-
pre peligrosos y que brinda una carrera a sus gentilhombres; ellas cede~ de buena gana
a la tentación de intervenir en el juego continuo de las luchas del conunente europeo.
Pero, flota o ejército, guerra o paz, eJtatúdef o Gran Pensionario, las Provincias Unidas
quieren hacerse respetar. ¿Ptiede ser de otro modo en el centro de una eco-
nomía-mundo?

Estructuras internas
que no cambian

En el interior, los cambios de orientación del poder tuvieron su importancia. Bur-


gomaestres y regidores son destituidos, reemplazados; de ahí una cierta movilidad en
el inten'or de la clase privilegiada, una especie de rotación entre los detentadores del
poder político. Pero la clase dominante, en su conjunto, se mantiene, obtenga la pri-
macia Holanda o el príncipe de Orange. Como señala E. H. Kossmann 113 , «los prínci-
pes de Otange raramente tuvieron el deseo y jamás la capacidad de suprimir la pluto-
cracia de Holanda». Sin duda, como sostiene otro historiador, porque, «en último aná-
lisis, ellos mismos eran aristócratas y defensores del orden existente». Quizás, también,
porque no podían oponerse a Holanda más que hasta cierto punto y porque su política
exterior intervencionista les aconsejaba no poner en tela de juicio el orden interior y
los cimientos sociales del país. Cuando el príncipe de Orange, después de haber sido
coronado Rey de Inglaterra, volvió por primera vez a La Haya, los Estados Generales
le hicieron preguntar si quería ser recibido en su asamblea como Rey de Inglaterra o
como almirante y capitán general de la Unión. Respondió que, habiendo conservado
con mucho gusto los cargos que él y sus predecesores habían tenido en la República,
era en la condición que ellos le otorgaban como deseaba ser recibido, y, en efecto, si-
guió ocupando su lugar habitual en la asamblea de los Estados Generales, sólo que,
en lugar del sillón similar al del.presidente que tenía antaño, se le dio uno más eleva-
do y en el que estaban bordadas las armas del Reino de Gran Bretaña>m. Detalle de
protocolo, peró, a fin de cuentas, ¿no es el respeto de las instituciones, ante todo, la
salvaguardia de la oligarquía neerlandesa?
En el siglo :xvm, ésta verá más de una vez una garantía del orden social en la pre-
sencia y la acción del estatuderato.
En síntesis, esta clase privilegiada se sitúa en el centro de todo el sistema político.
157
Amsterdam

Sin embargo, no es fácil definirla. Como las instituciones que la llevan y a la5 que ella
anima, viene de lejos, de las «burguesías» patronas de las regidurías, en tiempos de las
dominaciones borgoñona y española. la larga Guerra de la Independencia, 1572-1609,
aseguró la primacía de esa burguesía; arruinó a la nobleza en la mayor parte de las pro-
vincias y, pese a la crisis religiosa de los años 1618-1619, la Iglesia Reformada quedó
subordinada a las áutoridades provinciales y urbanas. Finalmente, la «Revolución» con-
sagró la potencia de la clase de los regentes, es decir, de la élite política que detenta,
en cada ciudad y cada provincia, los cargos importantes y, prácticamente, tiene un po-
der ilimitado en materia de fisco, de justicia y de actividad económica local.
Esos regentes forman un grupo aparte, por encima de la burguesía mercantil, que
no penetra en él a voluntad. Pero los cargos que detentan no alimentan a sus titulares,
pues los salarios son irrisorios, y esto descarta a la gente sin fortuna. Forzosamente, de
una manera o de otra, los regentes participan en la riqueza en ascenso de las Provincias
Unidas. Tienen vínculos con el mundo de los negocios; algunos vienen directamente
de él, ya que fas familias que se enriquecen se introducen un día en la5 filas de la oli"
garquía política apatentementé cerrada, sea por niatrirriónÍOs; sea en ocasi6n de la crisis
de poder. No por ello esta élite política forma menos un grupo partic'ular, una especie
de patriciado. Hay quizás 2.000 regentes; que Se cooptan entre ellos, salen de las mis-
mas familias; del mismo medfo social (dinero y poder); que están al frente, a fa vez;
de las ciudades, la5 provincias, los Estados Generales, el Consejo de Estado, la Cóm-
pañía de la5 Indias Orientales y están ligados a la clase mercantil, y que a menudo si·
guen participando en lós a5untos comerciales e industriales; K M. Vlekke habla de una
«oligarquía> de aproximadamente 10.000 persónas116 ; cifra un poco elevada, a menos
que se incluya en ella a los miembros de las familias. .
Sin embatgo, lós regentes, durante el Sigfo de Oro, no se entregan a la altanería
patricia y la ostentación. Durante largo tiempo, supieron desempeñar el papel de dis-
cretos padres de familia frente a una población de cuya acostumbrada insolencia y vio-
lento gustó por la libertad nos hablan los contemporáneos. «No es cosa nueva -dice
el autor de las Delicias de Holanda (1662)- óír a un gallefretieril 7, en una pequeña
disputa con un honesto burgués; proferir estas palabra5 injuriosa5: ''soy tan bueno có-
mo tú, aunque tú seas más rico que yo [, .. ]'' y cosa5 semejantes que son de dillcil di-
gestión. Pero las personas prudentes evitan juiciosamente [accortement 118 ] tales encuen-
tros, y los ricos se apartan mientras pueden de la comunícación con la gente humilde,
para ser más respetadosJ> 11 9~ . . ·.
Este texto nos sería más útil si dijese algo sobre los motivos de esas «pequeña5 dís-
putasll>. Está claro, sin embargo, que en este supuestaltlente tranquilo siglo xvn ya exis-
ten tensiones sociales. El dinero es el medio de poner a cada uno en su lugar; pero un
medio que es prudente disimular. Entonces, ¿fue por gusto o por. habilidad instintiva
por lo que lós ricos, en Amstetdam, parecen haber disimulado durante mucho tiempo,
bastante naturalmente y de manera bonachona, su riqueza y opulencia? «Por absoluto
que sea el podet del Magistrado -señala un guía en 1701_:.., rio se observa en él nin-
gún boato, y se ve a esos ifüst:res burgomaestres andar por la ciudad sin ostentación ni

La plaza del Dam en Amsterdam en 1659; por ]acob van der Ulft, ChantiUy, Museo Condé. (Cli-
sé Giraudon.) ·

160
Amsterdam

séquito, sin distinguirse en nada de los burgueses sometidos a éh• 12º. El mismo William
Temple 121 (1672) se asombraba .de que hombres tan eminentes como el Gran Pensio-
nario de Holanda, Juan de Witt, o Miguel de Ruyter, el más grande marino de su épo-
ca, no se distinguían, uno «del más común de los burgueses>, y el otro del «más ordi-
nario capitán de barco». Las casas de la Herrengracht, la calle de la gente encopetada,
no muestran fachadas magníficas. Y en los interiores no se ve, en el Siglo de Oro, el
lujo de los muebles de alto precio.
Pero esta discreción, esta tolerancia y esta apertura comienzan a cambiar con la lle-
gada al poder, en 1650, de los «republicanos». La oligarquía, en efecto, asume desde
entonces tareas nuevas y numerosas; se presta a una burocratización que progresa por
sí misma y no se retira más que a medias de los negocios. Además, era fuerte la ten-
tación, para toda la sociedad holandesa, .prodigiosamente enriquecida, de ceder al lu-
jo. «Hace 70 afios -observa Isaac de Pinto en 1771-, los más grandes negociantes [de
Amsterdam] no tenían jardines ni casas de campo comparables a las que sus cortesanos
poseen hoy. La construcción y el coste inmenso de mantenimiento de estos palacios de
hadas, o más bien de estos abismos, no es el mayor mal, sino la distracción y Ja negli-
gencia que este lujo causa, que significa a menudo un grao perjuicio en los negocios
y el coniercio» 122 • De hecho, en el siglo XVIII, el comercio se hace progresivamente se-
cundario para los privilegiados del dinero. Los capitales, superabundantes, se apartan
de él para ser invertidos en las rentas, las finanzas y los juegos del crédito. Y esta so-
ciedad de rentistas demasiado ricos se cierra cada vez más, se separa progresivamente
de la masa de la sociedad.
Este corte destaca profundamente en el dominio de la cultura. Hay, entonces, aban-
dono por la élite de la tradición nacional y aceptación de la influencia francesa, que
lo invade todo. La pintura holandesa apenas superará la muerte de Rembrandt (1669).
Si «la invasión francesa de 1672 fracasó militar y políticamente, tuvo un éxito total, o
casi total, en el plano cultural:1> 123 . La misma lengua francesa se impone, como en el
resto de Europa; y se convierte en un medio más de distanciarse con respecto a las ma-
sas populares. En 1673, Pieter de Groot escribía ya a Abraham de Wiquefort: «El fran-
cés, que es para los inteligentes, [ ... ] el flamenco, que es para los ignorantes» 124 .

El impuesto
contra los pobres

Siendo la sociedad holandesa lo que es, no cabe sorprenderse de que el sistema de


impuestos no afecte al capital. En el primer rango de los impm;stos personales se ubica
el Heere Geld, al impuesto sobre los criados: 5 florines y 16 sueldos por un criado; 10
florines y 6 sueldos por dos criados; pero por tres, 11 florines y 12 sueldos; y por 4,
12 florines y 8 sueldos; por 5, 14 florines y 14 sueldos. Es decir, un impuesto curiosa-
mente decreciente. También existe el impuesto sobre la renta, pero ¡quién se quejaría
de él hoy en día! Es del 1 % , o sea, de 15 florines por l. 500 florines de renta, de 12
florines por 1.200 ... Por debajo de.lcis 300 florines, no hay impuesto. En fin, «los que
no tienen ingresos fijos y sólo subsisten por su comercio o la profesión que ejercen son
gravados según el producto que, según se estima, pueden retirar de ese comercio o pro-
fesión»125. Frente a Ja estimación del monto imponible, habrá más de una manera de
defenderse. Por último, no hay derechos sucesorios en línea directa, privilegio que tie-
ne su valor, aquí como en Francia 126 •
El peso fiscal es arrojado sobre el impuesto indirecto, arma que utilizan tanto los

161
Am5terdam

Estados Generales como las provincias y las ciudades. Es un fuego graneado contra el
consumidor. Todos los observadores dicen que ningún Estado, en e1 siglo XVII y en
el XVIII, se halla tan abrumado de contribuciones. En el siglo XVIII, hay impuestos al
consumo, llamados sisas, sobre clos vinos y licores fuenes, el vinagre, la cerveza, los
cereales de todas clases, las harinas, los frutos, las patatas 127 , la mantequilla, la madera
para construcción y para quemar, la turba, el carbón, la sal, el jabón, el pescado, el
tabaco, las pipas para fumar, el plomo, las tejas, los ladrillos, las piedra~ de todas cla-
ses y el mármol> 128 • Se hizo menester, en 1748 12?, poner por tierra este edificio compli-
cado. Pero fue necesario renunciar a ello, pues ningún impuesto general podía absor-
ber tantos impuestos particulares, establecidos progresivamente y a los cuales, bien o
mal, el contribuyente se había habituado. Y, sin duda, impuestos múltiples, como
otros tantos pequeños soldados, son más fáciles de manejar que un solo gran persona-
je. En todo caso, el número de estos pequeños soldados es el rasgo principal del siste-
ma fiscal. Un testigo se divierte:: con ello: «Si una vaca se vende en sesenta francos, ha-
brá pagado ya alrededor de 70 libras del País. Un plato de carne puesto sobre la mesa
ha pagado ya alrededor de veinte veces la sisa> 130 • «Además -dice una memoria de
1689-, no hay ninguna clase de productos que no pague el derecho de sisa o consu-
mo; el que se cobra por la molienda del trigo y por la cerveza es tan elevado que iguala
siempre al valor cuando está a un precio ordinario; hasta han hallado el medio de en-
carecer múcho la cerveza, usando con ésta su treta ordi!}aria, pues para impedir en su
país la venta de una mercadería cuya entrada no pueden prohibir abiertamente por sus
compromisos, graban su consumo en el país con una tasa tan exorbitante que ningún
particular la hace venir para su uso ni hay comerciante que la venda por temor de no
hallar comprador>rn.
El impuesto indirecto, factor esencial de la vida cara, abruma sobre todo a los hu-
mildes. El rico evita o soporta más fácilmente el golpe. Así, los comerciantes tienen el
derecho, en la aduana o el fielato, a declarar el valor de las mercancías que han de ser
gravadas. Lo fijan a su antojo 132 y, una vez franqueado el control, no puede efectuarse
ninguna verificación. En general, ¿puede imaginarse una sociedad y un Estado más sis-
temáticamente injustos? Bajo el estatuderato de Guillermo IV, fueron necesarios mo-
tines, que él en parte había provocado, para que se diese fin al sistema de contrata de
la recaudación de impuestosm. Pero la instalación del estanco (50.000 empleados sólo
en la provincia de Holanda) 134 no modificó en nada la desigualdad fundamental del
sistema.
Y es lógico: el contribuyente rico, que se resiste a un fisco notablemente pertre-
chado, participa regularmente en los empréstitos de los Estados Generales, las provin-
cias o las ciudades. Hacia 1764, las Provincias Unidas, que cuentan con 120 millones
de florines de rentas, tienen una deuda de 400 millones a un interés muy bajo. ¿No
es ésta la prueba de que era un Estado fuerte, al que no le falta el dinero para los tra-
bajos públicos, ni para los ejércitos de mercenarios ni para el equipamiento de las flo-
tas? También, un Estado que sabe administrar la deuda pública. «Como nunca hay es-
casez para el pago de los intereses -explica Issac de Pinto-, eso hace que nadie pien-
se en retirar sus capitales; además de que, si éienen necesidad de dinero, lo pueden
negociar con ventaja» m He subrayado las últimas palabras de Pinto porque explican
el siguiente pasaje deljournal du Commerce de enero de 1759: «Los fondos públicos
en Holanda ... no rinden más que el 2,5 % , pero ganan el 4 y hasta el 5% en el país» 136 ,
es decir que cuestan 104 ó 105 pero fueron emitidos a 100. Si se necesitan empréstitos,
los suscriptores se apiñan. «Vna prueba -dice una carta de La Haya de agosto de
1744- de las riquezas de los particulares holandeses y de la gran abundancia de di-
nero que hay en el país es.que los ttes millones de rentas vitalicias al 6% y las obliga-
ciones reembolsables al.2,5% han sido adquiridas en menos de diez horas, y si el fon-

162
Amsterdam

do hubiera sido de quince millones, habría ocurrido lo mismo; pero con la caja del
Estado no sucede igual que con las bolsas particulares: éstas se hallan llenas y el tesoro
está casi vacío; sin embargo, en caso de necesidad, se pue~en hallar_ grandes recur~os
mediante algún arreglo en las finanzas y sobre todo mediante un impuesto por .a-
milia:i;B7
Y los «casos de necesidad» no faltan: las guerras son vorágines; más aún, este país
«artificial» que son las Provincias Unidas debe reconstruirse cada año. En efecto, «el
mantenimiento de los diques y de los grandes caminos cuesta al Estado más de lo que
obtiene con [los impuesios sobre] las tierras» 138 • «Sin embargo, el producto del comer-
cio y el consumo es inmenso, pese a la mezquindad de los artesanos, que hace páro/i139
a la sobriedad francesa sin presentar las mismas ventajas, pues la mano de obra es allí
más cara que en Francia.» Henos aquí otra vez ante el problema de la vida cara. Es
normal en el centro de una economía-mundo, y el país privilegiado incluso saca ven-
tajas de ella. Pero, como todas las ventajas, puede invertirse al~~n dí~. Quizás no.de-
sarrolla sus efectos felices más que sustentada por una produccion activa. Ahora bien,
en el siglo XVIII, la producción baja, aunque los salarios, según las expresiones _de J~n
de Vries, permanecen «petrificados», cfosilizados» 14 º en niveles altos. Pero, ¿es mdK_io
de un «Estado débil» el que las necesidades de ese Estado sean satisfechas a expensas
de la colectividad?

Frente
a los otros Estados

Que las Provincias Unidas fueron un Estado fuerte lo muestra su política exterior
durante el Siglo de Oro de la República, hasta cerca del decenio iniciado en 1680, cuan-
do empieza a ser evidente la declinación de su importancia en Europa.
De 1618 a 1648, durante la llamada Guerra de los Treinta Años, allí donde noso-
tros, los historiadores, no vemos en primer plano más que a los Habsburgo o los Bor-
bones, a Richelieu, el conde-duque de Olivares o Mazarino, el papel dominante fue,
muy a menudo, el de Holanda. Los hilos de la diplomacia se anudan y desanudan en
La Haya. Es allí donde se organizan las intervenciones sucesivas de Dinamarca (1626),
de Suecia (1629) y hasta de Francia (1635). Sin embargo, como todo centro del mundo
económico que se respete, las Provincias Unidas mantienen la guerra fuera de ellas: en
sus fronteras, una serie de fortalezas refuerzan el obstáculo de los múltiples cursos de
agua. Mercenarios poco numerosos, pero «muy selectos, muy bien pagados y bien ali-
mentados»141, entrenados para la guerra más avanzada, se encargan de velar para que
las Provincias Unidas sigan siendo una isla protegida.
Mirad también cómo la flota de las Provincias Unidas, en 1645, interviene en el
Báltico para poner fin a la guerra entre Dinamarca y Suecia, que lesionaba los intereses
holandeses. Si las Provincias Unidas se· abstuvieron, pese a los esfuerzos de los príncipes
de Orange, de toda política de conquista en detrimento de los Países Bajos españoles,
ne fue por debilidad. ¿Era de interés, para los mercaderes de Amsterdam, ir a liberar
Amberes, cuando la desembocadura y el bloqueo del Escalda estaban en sus manos?
Mirad cómo, en Münster, los delegados de los Estados multiplicaban las exigencias y
los disimulos frente a los franceses: «Es lamentable ver cómo nos tratan estos diputa-
dos», escribe Servien 142 . Observad en 1668, para tomar otro punto de referencia, cómo
las Provincias Unidas logran sellar la Triple Alianza con Inglaterra y Suecia, y detener
los progresos inquietantes de Luis XIV en los Países Bajos españoles. En esos años de
1669 y 1670, decisivos para la historia de Europa, Juan de Witt, el Gran Pensionario
163
Amsterdam

21. LAS PROVINCIAS UNIDAS FRENTE A ESPAÑA

1 - LAS PROVINCIAS UNIDAS SE CONSTITU-


YERON COMO UNA ISLA FORTIFICADA
Durante los últimos decenios del siglo XVI, todas las ciu-
dades de los Países Bajos, como del resto de Europa, .re for-
tificaron <a la italiana>, con baluartes y caballeros. En ade-
lante el cañón no puede abrir brechas en ellas como en las
ciudades medievales. Sólo se las puede tomar mediante ase-
dios prolongados y costOJos. En 1605-1606, Maunúo de NaJ-
sau completó esta defensa <modernizada> con la construc-
ción de una barrera continua de fortineJ y escarpas a lo lar-
go de los grande! río1, haciendo en las Provincia.s Umdas
una verdadera fortaleza. (Tomado de G. Parker, El ejé[cito
de Flandes y el can1ioo español, 1567-1659, 1976, pp.
48-49.)

lI - LA IMPORTANCIA DEL COMERCIO


TERRESTRE PARA LAS PROVINCIAS UNIDAS
El verdadero peligro para la.r Provinc'4s Unidas consiJte en
ser cortada1 de la1 víat de agua que las unen comercialmen-
te con los Países Bajos españoles y con Alemania. Ú1 impor-
tancia de esta unión es señalada por los ingresos de las adua-
nas bajo control eipañol: 300. 000 e1cudos por año, en 1623
(la reanudación de la guerra de 1621, al expirar la Tregua
de los Doce Años, no interrumpió inmediatamente 101 trá-
ficos en dirección a la1 Provincias Unidas). Al lado del nom-
bre de cada ciudad se ha pue1to la suma pagada por ella en
millare1 de escudos. (Tomado de José Alcalá-Zamora y Quei-
po de llano, España, Flandes y el Mar del None. 1618-1639.
1975, p. 184.)

lII - UN INTENTO DE BLOQUEO EN


1624-1627
En 1624, los e¡pañoles eJtablecieron un bloqueo de las víat
de agua y de abastecimiento de ganado en pie de Dinamar-
ca (por la ruta ¡eñalada con línea doble). Pero no pudieron
ma11Jener e1ta costosa política después de 1627. ¿Fue a cau-
-+ Rutas comer&iales de Holanda Ja de la criJiJ económica y de la b~ncarrota del F.itado e¡pa-
- Rutas bloquedas por España ñol en ese año? (ibid., p. 185)

164
Amsterdam

·:·•-·-i-:·.:·-':··...

Co"edores miJitares npt1ñoles ;


. por uia terrestre ·
Frontertl! Je los pt1íseJ hostiles . ~:
....... ti! movimiento Je troptl! de t-----~--.....J
lo.r Htl!bsóurgos

IV - LA TIERRA CONTRA EL MAR


Al haber dificultades en el mar, la gue"tl españolt1 depende del s1itemfl logístico que, flpoyt1do en Sicilifl, Nápoles, el Mi-
lanesfldO, el Frflnco-Condado y 101 Pt1íses Bajos españoles, y a<egurfldo medifln/e numerosas complacenciP.r o neulralidade.r
en /IJS tiemis fllemflnas, pudo creflr co"edores permanentes Je circulación a través Je los Alpes hasta el mar del Norte. füle
itinerario español se prolonga en el mt1pa h1JStt1 Holstein, zona de reclutamiento de soldado¡ para el ejército de los PaíseI
B11jos (Tom11do de G. Park.er, op. cit., p. 90.)

que tiene en sus manos firmes las fuerzas neerlandesas, y el embajador de Luis XIV,
el admirable Arnaud de Pomponne, discuten cortésmente paso a paso. Escuchándolos
atentamente, no tengo la impresión de que haya en el holandés el menor complejo de
inferioridad frente al representante del Rey Sol. Explica muy sosegadamente (y lúcida-
mente, a nuestro parecer) al incrédulo embajador por qué Francia no está en condicio-
nes de imponer su voluntad a Holanda.
No, el gobierno neerlandés no es inexistente; es menos un asunto de gobierno que
de simple peso económico. En las negociaciones de las Paces de Nimega (1678), de
Ryswick (1697) y de Utrecht (1713), las Provincias Unidas siguen siendo una potencia
de peso. El ascenso de Inglaterra y de Francia se realiza lentamente, aunque sin duda
a sus expensas, y revela cada vez más su insuficiencia y su fragilidad, pero se trata de
una evolución cuyos frutos madurarán con lentimd.

165
Amsterdam

Captura de barcos españoles cargados de plata por la Compañía Holandesa de las Indias Oc-
cidentales, cerca de La Habana, el 8 de septiembre de 1628. Estampa de Visscher. (Atlas van
Stolk.)

La realeza
de los nego-cios

Lo que la política y la vida holandesa no cesan de defender y de salvaguardar, en


medio de las peripecias favorables y hostiles por las que atraviesan, es un conjunto de
intereses mercantiles. Estos intereses predominan, sumergen todo, lo que no han po-
dido lograr las pasiones religiosas (así, después de 1672) ni las pasiones nacionales (así,
después de 1780). Los observadores extranjeros a menudo se declaran escandalizados
y, sinceros o no, objetivos () no, nos ayudan a ver un poco más claro.
¿Cómo no asombrarse, en verdad, de que comerciantes holandeses, molestos por
la V.O.C. 143 y celosos de sus privilegios, lancen o sostengan con sus propios capitales
a las Compañías de Indias rivales, las de Inglaterra, Dinamarca, Suecia, Francia e in-
cluso a la Compañía de Ostende? ¿Que inviertan dinero en la actividad corsaria fran-
cesa de Dunquerque, que se ejerce en esa ocasión contra los barcos de sus compattio-
tas 144? ¿Que haya comerciantes en connivencia con los corsarios berberiscos que operan
en el mar del Norte? (Estos berberiscos, es verdad, son a menudo holandeses renega-
dos.) ¿Que en 1629. después de la captura de galeones españoles cerca de La Habana,
lós accionistas de la Compañía de las Indias Occidentales exijan el reparto inmediato
del botín y, al obtenerlo, creen la primera debilidad de su Compañía 14 )? Asimismo, es
con armas compradas a los holandeses con las que los portugueses expulsan a éstos de
Recife, en 1654, y Luis XIV ataca a la República, en 1672. Durante la Guerra de Su-
cesión de España, los envíos a las tropas francesas que combaten en Italia se hacen por

166

Amsterdam

intermedio de Arnsterdam, para indignación de los ingleses, aliados de los holandeses


contra Francia. Es que el comerciante es rey, y los intereses mercantiles desempeñan
en Holanda el papel de razón de Estado: «El comercio quiere ser libre», dice Piecer de
la Court (1662) 146 • «La ganancia [es] el solo y único Norte que E;Uía a esta gente», ex-
clama La Thuillerie 147 , embajador de Francia, en una carta a Mazarino (31 de marzo
de 1648). Por la misma época, en 1644, los directores de la Compañía de las Indias
Orientales sostenían con energía que «las plazas y fortalezas que los Heeren XVJ/ 148 ha-
bían conquistado en las Indias Orientales no debían considerarse como conquistas na-
cionales, sino como la propiedad de comerciantes privados, quienes tenían derecho a
venderlas a los que quisieran, aunque se tratase del Rey de España o cualquier otro ene-
migo de las Provincias Unidas» 149 Los enemigos de Holanda -y ellos forman legión-
no tienen ningún inconveniente en extender estas acusaciones levantadas en honor a la
verdad, como si los defectos de otros fuesen nuestros méritos personales. Un francés
dice: «En Holanda, el interés del Estado en lo tocante al comercio origina el del par-
ticular, marchan a la par [lo cual equivale a decir que el Estado y la sociedad mercantil
son una y la misma cosa]. El comercio es absolutamente libre, no se prescribe absolu-
tamente nada a los comerciantes, quienes no siguen otra regla que la de sus intereses:
es una máxima establecida, que el Estado la considera como algo que le es esencial.
Así, cuando el particular parece hacer por su comercio algo contrario al Estado, éste
cierra los ojos y finge no percatarse de ello; esto es fácil de comprobar por lo que pasó
en 1693 y 1694. Francia carecía de trigo y el hambre era general en las provincias; era
el punto álgido de la guerra, era aparentemente el momento fatal para Francia y fa-
vorable a los aliados unidos contra ella. ¿Había mayor razón de Estado para los holan-
deses y para los aliados que contribuir a la pérdida de Francia, para obligarla al menos
a aceptar la paz en las condiciones que quisiesen imponerle? Muy lejos de proporcio-
nale trigo, ¿no debían buscar todos los medios para dejarla sin él, si les fuese posible?
No ignoraban esta circunstancia política, pues habían hecho publicar rigurosas prohi-
biciones a todos los comerciantes y dueños de barcos que dependían de su dominación
de ir a Francia bajo ningún pretexto; sin embargo, ¿impidió eso la correspondencia de
los comerciantes holandeses con los [mencionados] comerciantes franceses para enviar-
les trigo a Francia, sirviéndose de barcos suecos y daneses, o de sus barcos disimulados
con la bandera de naciones neutrales o, en mayor número, con sus propios barcos lle-
vando la bandera holandesa? ... »1)º.
Sin embargo, en Amsterdam, nadie se molesta en voz alta por estas actitudes ni
por las especulaciones o malversaciones en cadena que atestiguan, desde comienzos del
siglo XVII, los actos delictivos del agiotista Isaac Le Maire iii. Los negocios son los ne-
gocios. Para los extranjeros, jueces en moralidad, todo puede ocurrir en este país «que
no es como los otros». Durante la Segunda Guerra Anglo-holandesa (1665-1667), el
embajador francés, el conde d'Estrades, llega incluso a imaginar que se «corre el riesgo
de ver a este país sometido a los ingleses. Hay una gran conjura en el Estado para ello» 152 •

167
Amsterdam

APODERARSE DE EUROPA,
APODERARSE DEL MUNDO

Europa fue la primera condición de la grandeza neerlandesa. El mundo fue la se-


gunda. Pero, ¿esto no ha sido, en parte, la consecuencia de aquello? A Holanda, ha-
biendo conquistado a la Europa mercantil, el mundo se le dio por añadidura. En todo
caso, tanto en un lado como en otro, fue con métodos análogos como Holanda impuso
su preeminencia o, mejor dicho, su monopolio comercial, cerca o lejos de ella.

Lo esencial se produjo
antes de 1585

El Báltico, en la Edad Media, es una especie de América al alcance de la mano.


Ahora bien, desde el siglo XV, las naves neerlandesas portadoras de sal y pescado com-
piten allí con los hanseáticos. En Spira, en 15441l3, Carlos V obtuvo del rey de Dina-
marca el libre paso del Sund para los barcos flamencos. Diez años más tarde, después
de una gran penuria en sus países, los genoveses y los portugueses de Amberes dirigían
sus pedidos de trigo a Amsterdam, convertida ya en esos años, en detrimento de la ciu-
dad del Escalda, en el primer puerto de redistribución del trigo 1l 4 , y pronto se la lla-
mará cel primer granero de Europa». Exito enorme, en 1560 los neerlandeses habían
atraído hacia ellos el 70% del tráfico pesado del Báltico ... m Desde entonces, la «cap-
tura» está realizada. Los cereales y los naval stores -tablones, maderos, mástiles, al-
quitrán y pez- afluyen a Amsterdam, y este moeder comercie 1l 6 absorberá todavía,
en tiempos del esplendor neerlandés, hasta el 60% del capital circulante de las Pro-
vincias Unidas y empleará hasta 800 naves por año. Para Astrid Friis, la oleada de ma-
terias primas provenientes del Báltico fue el motor de los cambios económicos y polí-
ticos del siglo xvnm.
Sin embargo, por importante que sea, no constituye más que una parte del juego
neerlandés. El tráfico de los países bálticos, en efecto, no prosperaría plenamente sin
la explotación de la lejana Península Ibérica, poseedora del metálico que es, cada vez
más, la clave del comercio en el Báltico. Pues es menester forzar los tráficos de los paí-
ses ribereños y saldar allí el exceso de las compras sobre las ventas.
Pero, precisamente, la redistribución de los cereales bálticos había asegurado el éxi-
to de las naves neerlandesas en el Sur. Así, al triunfar en el Báltico, triunfaron poco
después en Laredo, Santander, Bilbao, Lisboa y, más carde, en Sevilla. Desde 1530, o
a lo sumo desde 1550 1l 8 , las ureas flamencas aseguran en su mayor parte el tráfico ma-
rítimo entre el Norte y los puertos de Ponuga:l y de España. Pronto transportarán los
cinco sextos de las mercancías intercambiadas entre la Península Ibérica y el Atlántico
Norte: trigo, centeno, naval stores y productos industriales de la Europa del Norte (que
Sevilla reexporta hacia el Nuevo Mundo), a cambio de sal, aceite, lana, vino y sobre
todo metal blanco.
La toma de posesión de esta línea de tráfico coincide, además, con la apertura de
la Bolsa de Amsterdam. Otra coincidencia: inmediatamente después de las grandes ex-
pediciones de cereales hacia el Mediterráneo ( 1590-15 91 ), la Bolsa de Amsterdam se
reconstruye totalmente (1592) 1 ~9 y poco después se funda una Cámara de Seguros
(1598)160.

168 •
Amsterdt1m

La unión Norte-Sur fue y siguió siendo vital para los dos participantes, hasta el pun-
to que ni siquiera la revuelta de los Países Bajos (1572-1609) la rompió. La relación
entre las provincias en rebelión y el bloque de España y Portugal fue, para retomar una
vez más la expresión de Germaine Tillon (a propósito de la Francia y la Argelia de
ayer, en 1962), la de enemigos complementarios 161 , que no pueden ni quieren sepa-
rarse. En España, hay irritación, momentos de cólera e incluso medidas represivas anun-
ciadas en alta voz. En 1595, Felipe II hace capturar 400 naves en los puertos de la Pe-
nínsula (el comercio con el enemigo no chocaba antaño con las prohibiciones que hoy
son la regla), o sea, los dos quintos, se nos dice, de la flota holandesa, que sería de un
millar de naves a la sazón 162 . Pero los veleros secuestrados, destinados a transportes obli-
gatorios, finalmente son liberados o se liberan. En 1596 y en 1598, los puertos espa-
ñoles nuevamente les están prohibidc·s, pero las medidas son inaplicables. De digual
modo, los grandes proyectos acariciados durante un momento de negar a los rebeldes
la sal de Setúbal o de Cádiz, para ponerlos de rodillas, quedarán en meros planes 163
Además, las salinas de la Francia atlántica, !as de Brouage y Bourgneuf, se~uían siendo
accesibles y proporcionaban, para las salazones del Norte una sal superior a las ibéricas.
Finalmente, y sobre todo, España, que antaño se autoabastecía de trigo, desde 1560 es
presa de una crisis que desorganiza su agricultura 164 . Se halla a merced del cereal ex-
tranjero, que, a fines del siglo XVI, ya no se encuentra en el Mediterráneo. En 1580,
cuando la conquista de Portugal, el país ocupado se muere literalmente de hambre; es
necesario apelar al Norte, y los pagos, estipulados obligatoriamente en oro, desorgani-
zan hasta en el Mediterráneo las habituales transferencias en numerario del sistema es-
paño!161 También pesa el argumento de los consejeros de Felipe 11, a saber, que su-
primir el comercio con. los rebeldes sería privarse de una renta aduanera de un millón
de ducados al año 166 . De hecho, España no puede elegir, está obligada a aceptar estos
intercambios desagradables pero necesarios. Y las Provincias Unidas están en una si-
tuación análoga.
Una investigación española realizada en Sevilla, en 1595 167 , revela la presencia en
la ciudad de corresponsalías apenas disimuladas de mercaderes del Norte; sus cartas son
secuestradas, altas personalidades españolas se hallan comprometidas, pero tan altas
que el investigador no osa hablar de ellas. Por esta época, ya se ha realizado la con-
quista silenciosa de Sevilla por los holandeses 168 . En efecto, hasta 1568, los banqueros
genoveses habían financiado el CQmercio sevillano en dirección a América y permitido
a los medios mercantiles del lugar resistir, gracias al crédito, las largas esperas que im-
ponían los interminables viajes a través del Atlántico. Después de 1568, los genoveses
renuncian a esta actividad, pues prefieren colocar sus capitales en los préstamos al Rey
Católico. Queda libre una plaza, y son los comerciantes del Norte quienes se apoderan
de ella: ellos adelantan, no dinero, pues esto se halla todavía fuera de sus medios, sino
rrietcancías que cobran al regreso de las naves. Se anuda un lazo suplementario: de una
vez pot todas, el Norte se introduce en el comercio español de las Indias. En Sevilla,
cada vez más manipulados, los comerciantes españoles se convierten en comisionistas
o testaferros necesarios, ya que el comercio de la Carrera de Indias está reservado, le-
galmente, sólo a los españoles. De ahí el extraño incidente de 1596. En la bahía de
Cádiz, sesenta naves cargadas de mercancías destinadas a las Indias son capturadas, des-
pués del saqueo del puerto por los ingleses. Los vencedores proponen no quemarlas
-valen en total, por lo menos, más de 11 millones de ducados-, a condición de que
se les entregue inmediatamente una indemnización de dos millones. Pero no es a los
españoles a quienes puede afectar la cuestión: las mercancías pertenecen a los holan-
deses. ¿Es ésta la razón por la cual el duque de Medina Sidonia, por lo demás amigo
-por no decir cómplice- de los holandeses, rechaza la tentadora oferta? En todo ca-
so, las naves ardieron 16 9
169
Am5terdam

En suma, el primer avance vasto de Holanda derivó del vínculo asegurado por sus
barcos entre un polo norte, el del Báltico y las industrias flamencas, alemanas y fran-
cesas, y un polo sur, el de Sevilla, la gran vía de acceso a América. España recibe ma-
terias primas y productos manufacturados; los holandeses se aseguran, oficialmente o
no, retribuciones en dinero contante y sonante. Y este metal blanco, garantía de su
comercio deficitario con el Báltico, es el medio para forzar los mercados y eliminar de
ellos la competencia. Sonriamos ante la propuesta del conde de Leicester, quien, en-
viado por Isabel de Inglaterra, en 1585-1587, a los Países Bajos -por entonces bajo la
protección de la Reina-, les sugiere en serio romper definitivamente sus relaciones mer-
cantiles con Espafia 1711 •
Con toda evidencia, la fortuna de Holanda se construyó a partir del Báltico y de
España a la vez. No ver más que aquél u olvidar a ésta, es no comprender un proceso
en el cual el trigo de un lado y el metal blanco de América del otro desempeñaron
papeles indisociables. Si el fraude aumentó su parte en las llegadas del metal precioso
a Sevilla (y después de 1650 a Cádiz), fue porque el flujo metálico no cesó de manera
catastrófica, como ha demostrado Michel Morineau 171 ; si España, seguramente enfer-
ma, se decidió o se vio obligada a emitir tantas malas monedas de cobre a partir de
1605 172 , fue porque, puesto que la moneda mala desplaza a la buena, España prosigue

lrútall1ciones holandesas en la isla volcánica de jan Mayen, al este de Groenlandia, isla donde se
proditcÚI aceite de ballena. Cuadro de C. de Man, siglo XVJ/. (Rijksmzmum, Amslerdam.)

170 •
Amsterdam

a este precio su juego político en Europa. Además, en 1627, el conde-duque de Oli-


vares, desembarazado de los prestamistas genoveses (o abandonado por ellos) apela ca-
da vez más, para el cuidado de las finanzas de Castilla, a los marranos portugueses.
Ahora bien, estos nuevos prestamistas están vinculados a los comerciantes y a los capi-
tales del Norte 173 • Situación ambigua y extraña, de la que ya hemos hablado.
Y, finalmente, el impulso suplementario que debía colocar a Amsterdam en el pri-
mer plano, ¿no fue acaso dado por España, al destruir el sur de los Países Bajos -don-
de había persistido la guerra-, al retomar Amberes, el 18 de agosto de 1585, al des-
truir, sin quererlo, la fuerza viva de esta rival de Amsterdam y al hacer de la joven Re-
pública el punto de reunión obligatorio de la Europa protestante, a Ja par que le otor-
gaba, por añadidura, un amplio acceso al metal blanco de América?

El resto de Europa
y el Mediterráneo

Si se dispusiera de mapas sucesivos de la expansión mercantil de Holanda, se vería


cónio su imperio se extiende poco a poco a las líneas esenciales del tráfico europeo, a
lo largo del Rin, hasta los pasos alpestres, a las imponantísimas ferias de Francfon y
de Leipzig, a Polonia, a los países escandinavos, a Rusia ... En el decenio de 1590 y con
la escasez cerealera del Mediterráneo, los veleros holandeses franquean el estrecho de
Gibraltar y, como los ingleses que les precedieron una larga veintena de años, frecuen-
tan los grandes ejes del mar a la par que practican, a expensas de las ciudades de Italia,
un provechoso cabotaj"e. Se dice que los mercaderes judíos 174 les ayudaron a penetrar
en el Mar Interior, pero fueron llevados a él por la coyuntura. Pronto los acogerán to-
dos los puenos del Mediterráneo, pero, con preferencia a los otros, los puertos berbe-
riscos y Livorno, la extraña ciudad que recrearon los Médicis, y por último las Escalas
de Levante y Estambul, donde se les abren las puertas de par en par por las capitula-
ciones que firman en 1612. No subestimemos, en un balance de conjunto del avance
holandés, la parte esencial de Europa y la parte más que notable del Mediterráneo. El
éxito de sus navegaciones en el Océano Indico no los ha apartado, como podría creerse,
de los negocios tradicionales del Mediterráneo. Rapp incluso ha probado, en un artí·
culo reciente, que tanto Holanda como Inglaterra encontraron en el rico Mar Interior
una mina que supieron explotar y que, más que sus actividades atlánticas, les dio su
primer empuje.
De todas maneras, ¿podían los holandeses, al convenirse en el centro de la econo-
mía-mundo europea, despreciar una cualquiera de sus periferias y dejar que organiza-
sen fuera de ellos otro imperio económico, fuese el que fuese, y que hubiera sido su
rival?

Holandeses contra portugueses:


ponerse en el lugar de otro

Si Europa aceptó, sin percatarse muy bien de ello, las primicias de la dominación
holandesa, quizás se debió a que ésta fue discreta, insospechable en sus comienzos, a
que Europa, por otra pane, se inclinó por sí sola hacia el None, sin ser enteramente
consciente de ello, y a que la inversión de la tendencia secular, entre 1600 y 1650, es-

171
Amsterdam

cindió el Continente Europeo en dos: una región que se empobrecía, el Sur, y una re-
gión que seguía viviendo mejor de lo normal, el None.
Conservar la economía-mundo europea a largo plazo implicaba, evidentemente, el
control de su comercio lejano, y por ende de América y Asia. América, tardíamente
atacada, escapará al minúsculo adversario, pero en el escenario de Extremo Oriente, en
el reino de Ja pimienta y las especias, de las drogas, las perlas y la seda, los neerlande-
ses hicieron una entrada brillante, con vigor, y supieron llevarse Ja pane del león. Allí
terminaron de ganar el cetro del mundo.
La aventura fue precedida por viajes de reconocimiento: el de J. H. Van Linschot-
ten m en 1582; el de Cornelius Houtman 176 en 1592, digno de una novela de espio-
naje. El polizón embarcado en un barco portugués llega a las Indias, es descubieno y
arrojado a la prisión. Pero tranquilicémonos, mercaderes de Rotterdam pagan su res-
cate, lo hacen salir de la cárcel y, a su retorno, equipan cuatro naves que le son con-
fiadas y parten de Rotterdam el 2 de abril de 1595. Cornelius Houtman, después de
tocar lnsulindia en Bantam, estará de vuelta en Amsterdam el 14 de agosto de 1597 177
Es un retorno modesto: menos de cien hombres y algunas mercancías a bordo de tres
naves; en total, unos beneficios irrisorios. En el plano económico, el viaje no ha sido
rentable. Pero ha aportado la certidumbre de beneficios futuros. Tiene, pues, el cariz
de un gran comienzo, que celebra una mala tela del Museo del la Ciudad de
Amsterdam.
·Sin embargo, no hay nada de sensacional en una expansión que avanzará poco a
poco y que, además, en sus comienzos, quiso ser discreta, pacífica, no belicosa 178 . El
Imperio Portugués, un anciano de casi cien años, anda más bien mal y es incapaz de
cerrar el paso a los recién llegados. En cuantq a los comerciantes de las Provincias Uni-
das, están dispuestos a emprender conversaciones con el enemigo mismo, para asegtitar
mejor los viajes de sus barcos. Es lo que hace Noel Caron, agente en Inglaterra de los
Estados rebeldes [en español en el original] que ha equipado, por sí solo, una nave pa-
ra las Indias Orientales, colocando en ello todo su haber, su caudal. Mantiene corres-
pondencia, a este fin, con un agente español conocido suyo e instalado en Calais 179 •
¿Es este deseo de tranquilidad lo que lleva a los barcos neerlandeses a marchar di~
rectamente a la Insulindia? A la altura del cabo de Buena Esperanza, se abten varias
rutas: una interior, pegada a la costa de Mozambiqu_e que, hacia el norte, permite llegar
a la zona de los monzones y la India; otra exterior o, mejor dicho, cde altura:o, que,
por la costa oriental de Madagascar, las Mascareñas y luego el canal que atraviesa la cei::t~
tena de islas e islotes de las Maldivas, continúa, siempre derecho, hasta Sumatra y el
estrecho de la Sonda, para llegar a Bantam, el gran pueno de Java; utilíza ert su largo
recorrido, no los monzones, sino los alisios, los trade winds de los marinos ingleses: es
el itinerario seguido por Cornelius Houtman, quien, después de una larga travesía por
mar abierto; llegó a Bantam el 22 de junio de 1596. ¿Respondió la elección de esta.
ruta al deseo de evitar la India, donde la presencia portugi.Jesa se hallaba méjor esta-
blecida que en otras panes? ¿O hubo, como es muy posible, una elección deliberada
a favor de la Insulindfa y sus finas especias? Esta ruta, observémoslo, era ya la de los
navegantes árabes que llegaban a Sumatra y deseaban, también ellos, eludir la vigilan-
cia portuguesa. . .
Está fuera de duda, eo: todo caso, que los comerciantes neerlandeses, al comienzo,
acarkfaron la esperanza de que sus expediciones pudiesen pasar por operaciones pura-
mente comerciales. En junio de 1595. Cornelius Houtman encontró a la altura del Ecua-
dor, en el Océano Altántico, dos enormes carracas portuguesas que se dirigían a Goa:
encuentro tranquilo, con intercambio de «mermeladas de Portugal» por «quesos y ja-
mones>, y los barcos no se separan «sin saludarse muy cortésmente, cada uno con un ca-
ñonazo:o18º. Sinceramente o no, pero en voz alta, a su retorno a Holanda, en abril de
172
Amsterdam

1599, Jacob Cornelius Van Neck 181 se indigna por las habladurías difundidas en Ams-
terdam por judíos de origen portugués y según las cuales su rico y fructífero cargamento
(400% de beneficio) habría sido arrancado por la violencia y el engaño. He aquí algo
archifalso, declara, pues siguiendo las órdenes de sus directores, por el contrario, se ha
cuidado de no ero bar la prosperidad de nadie. sino comerciar según derecho con todas
las naciones extranjeras>. Ello no impide que, cuando el viaje de Esteban Van den Ha-
gen, de 1599 a 1601, el fuerte lusitano de Amboina sea atacado en buena y debida for-
ma, aunque con pura pérdida 182 .
Además, la creación (el 20 de marzo de 1602) 183 , por intervención de los Estados
Generales, el Gran Pensionario Barneweldt y Mauricio de Nassau, de una Compañía
de las Indias Orientales (la V.O.C., es decir, Vereenigde Oost-Indische Compagnie),
que reúne en un solo cuerpo las compañías anteriores (las vork.ompagnien) y se pre-
senta como un Estado dentro del Estado, un staat-builende-staat, esta creación, pues,
pronto iba a cambiar todo. Es el fin de los viajes desordenados: hubo, entre 1598 y
1602, 65 naves enviadas en 14 flotas 184 . Desde entonces no hubo más que una política,
una voluntad, una dirección de los asuntos de Asia: la de la Compañía, que, como un
verdadero imperio, se puso bajo el signo de la expansión continua.
Sin embargo, la fuerza de las buenas excusas es tal que, todavía en 1608, comer-
ciantes que habían participado en los viajes a Insulindia desde el comienzo seguían re-
belandose contra toda violencia, y protestando de que sus naves habían sido equipadas
para practicar un comercio honesto, no para construir fuertes o para capturar carracas
portuguesas. Conservaban todavía la ilusión por esa fecha -y a fortiori cuando se fir-
me, en Amberes, el 9 de abril de 1609 185 , la Tregua de los Doce Años, que suspendía
las hostilidades entre las Provincias Unidas y el Rey Católico- de que podían tomar
tranquilamente su parte· del filón asiático. Tanto más cuanto que la tregua no estipu-
laba nada en lo concerniente a las zonas situadas al sur de la línea ecuatorial. En su-
ma, el Atlántico Sur y el Océano Indicp eran zonas libres. En febrero de 1610, un barco
holandés, en ruta hacia Insulindia, hizo escala en Lisboa y pidió al virrey el acuerdo
del Rey Católico para que la tregua concertada fuese anunciada y notificada en Extre-
mo Oriente, prueba -dicho sea de paso- de que aún se combatía. El virrey pidió a
Madrid instrucciones que no llegaron a tiempo, de modo que la nave holandesa, la
cual tenía orden de no esperar más de veinte días, abandonó Lisboa sin haber recibido
la respuesta esperada 186 . No es más que un hecho de escasa importancia. ¿Prueba un
deseo de paz de los holandeses o sencillamente su prudencia?
En todo caso, su expansión adquirió rápidamente el ritmo de una vigorosa explo-
sión. En 1600, una nave holandesa tocaba Kiu Siu, isla meridional del archipiélago ja-
ponés187; en 1601, 1604 y 1607, los holandeses trataron de comerciar directamente en
Cantón y de eludir el puesto portugués de Macao 188 ; en 1603, tocaron la isla de Cei-
lán189; en 1604, fracasó uno de sus ataques contra Malaca 19º; en 1605, se apoderaron
en las Molucas de la fortaleza portuguesa de Amboina, que fue, así, el primer estable-
cimiento sólido de la Compañía de indias 191 ; en 1610, arrollaron naves españolas en el
estrecho de Malaca y se adueñaron de Ternate 192 •
Desde entonces, pese a la tregua, la conquista prosiguió, aunque con dificultad; la
Compañfa., en efecto, no sólo debía luchar contra los portugueses y los españoles (és-
tos, con base en Manila, actuaban en las Molucas y se aferraron a Tidore hasta 1663) 193 ,
sino también contra los ingleses, quienes, sin un plan siempre bien establecido, apa-
recían por uno u otro lugar; finalmente, y no en menor medida, contra la masa activa
de los comerciantes asiáticos: turcos, armenios, javaneses, chinos, bengalíes, árabes, per-
sas, musulmanes de Gujerat, etcétera. Como Insulindia constituía la principal articu-
lación de un comercio múltiple entre la India, de una parte, y China y Japón, de la
otra, dominar y vigilar esa eru:rucijada fue el objetivo, bien difícil, que se propusieron
173
Amm:rdam

Ataque del 8 de junio de 1660 a la ciudad de Macassar, en la isla Ce1ebes, por las naves de
guerra holandesas. Destrucción e incendio de las fortificaciones y los barcos portugueses. Sin em-
bargo, los holandeses sólo se apoderarán de la isla en 1667-1669. Dibujo de Fred Woldemar,
B.N., C. y PI., Y 832.(Clisé de la B.N.)

174
ltmsterdam

los holandeses. Uno de los primeros gobernantes de la Compañía en Insulindia, Juan


Pieterszoon Coen 194 (1617-1623, 1627-1629), juzgó la situación con una asombrosa cla-
rividencia: preconizaba una ocupación efectiva y duradera; recomendaba golpear du-
ramente a los adversarios; y poblar por demás, nosotros diríamos colonizar. La compa-
ñía retrocedió, finalmente, ante el coste de un proyecto tan amplio, y la discusión ter-
minó en desventaja del imaginativo gobernador. Era ya el eterno conflicto entre el co-
lonizador y el comerciante, con respecto al cual, diremos, Dupleix siempre se ha
equivocado.
Pero la lógica de las cosas debía conducir poco a poco a lo inevitable. En 1619, la
fundación de Batavia concentró en un punto privilegiado lo esencial de la potencia y
los tráficos holandeses de Insulindia. Y fue a partir de ese punto estable y de las «islas
de las especias» de donde los holandeses tejieron la inmensa tela de araña de los tráfi·
cos e intercambios que constituyó finalmente su imperio, frágil, flexible, construido
también, como el Imperio Portugués, «a la fenicia». Hacia 1616, ya se habían estable-
cido contactos constructivos con Japón; en 1624, llegaron a Formosa; es verdad que dos
años antes, en 1622, había fracasado un ataque contra Macao. Y sólo en 1638 Japón
expulsó a los portugueses, y desde entonces sólo consintió en recibir, al lado de los jun-
cos chinos, las naves holandesas. En 1641, los holandeses se apoderaron de Malaca, cu-
ya rápida decadencia aseguraron en su propia ventaja; en 1667, se sometió el Reino de
Atjeh, en la isla de Sumaua•9~; en 1669, le llegó el turno a Macassar 196 ; en 1682, a
Bantam, viejo puerto próspero, rival de Batavia 197
Pero ninguna presencia en Insulindia era posible sin vinculaciones con la India, que
dominaba toda una economía-mundo asiática, desde el cabo de Buena Esperanza hasta
Malaca y las Molucas. Lo quisieran o no, los holandeses estaban condenados a ir a los
puertos indios. En Surñatra y otras partes, donde los intercambios se hacían con pi-
mienta por telas de la India, no podían resignarse a saldar sus compras con plata o a
procurarse de segunda mano las telas de Coromandel o el Gujerat. Por ello, están en
Masulipatam desde 1605, en Surat desde 1606 198 , aunque su instalación en este último
puerto, el mayor de la India, sólo se realiza en 1621 199. Se fundaron factorías, entre
1616 y 1619, en Broach, Cambay, Ahmedabad, Agra y Burhanpur 200 • En la primitiva
y muy fértil Bengala, la penetración fue lenta (en conjunto, no antes de 1650). En
1638, los holandeses hicieron pie en Ceilán, la isla de la canela. «Los bordes de la isla
están llenos de ella -decía un capitán a comienzos del siglo-, y de la mejor que hay
en todo el Oriente, de modo que cuando se está bajo el viento de la isla se siente su
olor desde 8 leguas en el mar» 2º1• Pero sólo serán dueños de la isla codiciada en
1658-1661. Luego, forzarán los mercados, reticentes hasta entonces, de la costa de Ma-
labar. En 1665, se apoderarán de Cochin 202 •
Fue por los años cincuenta o sesenta cuando el Imperio Holandés adquirió sus ver·
daderas dimensiones. El desplazamiento de los portugueses, pues, no se hizo al galo-
pe. Aunque frágil, sin duda, su imperio fue protegido por su misma extensión; se dis-
persaba por las dimensiones de un espacio que iba desde Mozambique hasta Macao y
el Japón; y no estaba hecho de una materia densa, capaz de caer al primer golpe. Co-
mo muestran los papeles de Ferdinand Cron 2º3 , el representante en Goa de los Fugger
y los Welser, el servicio de noticias por vías terrestres siempre se adelantó a la marcha
de las naves holandesas o inglesas que navegaban hacia el Océano Indico. Así, las au-
toridades portuguesas estaban prevenidas a tiempo, por vía de Venecia y el Levante,
de las expediciones neerlandesas proyectadas contra ellos. En fin, los atacantes no siem-
pre tuvieron los medios y los hombres necesarios para ocupar todos los puntos conquis-
tados a sus predecesores. Su éxito también implicaba su dispersión. En resumen, aun-
que el ataque holandés comienza desde fines del siglo XVI, en 1632 todavía llegan di-

175
Amsterdam

rectamente la pimienta y las especias a Lisb9a 204 • Sólo con la toma de Malaca, en 1641,
el Imperio Portugués de Asia queda verdaderamente fuera de juego.
Los holandeses, en general, se ubicaron en el lugar de otro. En 1699, Bonrepaus,
el embajador de Luis XIV, los acusaba de haber edificado su fortuna mientras «les fue
posible sobre las ruinas de los europeos que se les habían adelantado, para aprovechar-
se, así, de los esfuerzos que los otros habían hecho para domesticar a los indios, para
domarlos, o para aficionados al comercio» 2º5• Pero si Holanda no hubiese quebrantado
y luego arruinado el Imperio Portugués, se habrían encargado de ello los ingleses, que
conocían por experiencia al Océano Indico y la Insulindia. ¿Acaso no habían dado la
vuelta al mundo Drake, en 1578, y Lancaster, en 1592? 206 • ¿No habían creado los in-
gleses su Compañía de las Indias Orientales, en 1600, dos años antes de la V.0.C.?
¿No habían capturado, en varias ocasiones, carracas portuguesas ricamente cargadas? 207
Estas enormes carracas, los mayores buques que existían por entonces en el mundo,
eran incapaces de moverse con rapidez y de utilizar su potencia de fuego eficazmente;
por otra parte, sufrían duramente las interminables travesías del retorno: el hambre,
las enfermedades y el escorbuto eran frecuentes en esos viajes.
Si los holandeses no hubieran destruido el Imperio Portugués, los ingleses se ha-
brían encargado de ello. Además, los holandeses, apenas ocupada la plaza, tuvieron
que defenderla contra estos adversarios tenaces. Les fue difícil desplazarlos de Japón y
la Insulindia, e imposible prohibirles el acceso a la India y rechazarlos ?ecidi~ame~te
al oeste del Océano Indico, en dirección a Persia y Arabia. Fue necesana la v10lenc1a,
en 1623, para expulsarlos de Amboina 208 • Y los ingleses permanecieron todavía larg?
tiempo en Insulindia, como compradores de pimienta y especias, y vendedores obsti-
nados de las telas de algodón de la India en el mercado abierto de Bantam.

La coherencia de los tráficos


en el Imperio Holandés

La mayor riqueza de Asia son los tráficos que se anudan entre sus zonas económi-
camente diferentes, muy alejadas unas de otras, lo que los franceses llaman el com-
merce d'Inde en Inde, los ingleses el country frade y los holandeses el in/andse hande/.
En este cabotaje a larga distancia, una mercancía llama a otra, ésta a una tercera, y así
sucesivamente. Nos encontramos allí en el interior de las economías-mundo asiáticas,
que forman un conjunto vivo. Los europeos se introdujeron en ellas mucho antes de
lo que se dice normalmente: los portugueses, luego los holandeses. Pero estos últimos,
quizás a causa de sus experiencias europeas, captaron mejor que otros la manera en
que se articulaban entre sí los tráficos de Extremo Oriente. «Llegaron [así] -dice el
abate Raynal2°9 - a adueñarse del cabotaje de Asia, como se habían apoderado del de
Europa~, de hecho porque consideraron este «cabotaje~ como un sistema coherente,
donde era necesario apoderarse de las mercancías clave y de los mercados clave. Los por-
tugueses, que no lo ignoraban, sin embargo no abordaron el problema con esa
perfección.
Como en otras partes, en Extremo Oriente los intercambios se basan en las mer-
cancías, los metales preciosos y los títulos de crédito. Los metales preciosos intervienen
cuando las mercancías no se truecan en cantidad suficiente. El crédito, a su vez, inter-
viene allí donde la moneda no es adecuada, en razón de su volumen limitado o de su
escasa velocidad de circulación, para equilibrar en el acto los balances del comercio. Pe-
ro en Extremo Oriente, los comerciantes europeos no disponen del crédito exuberante

176
Amsterdtrm

al que están habituados entre ellos. Para ellos, es compensación, paliativo, más quemo-
tor. Se dirigen a veces a los prestamistas de Japón 2 m o de la India (en Suratm), pero
estos «banqueros> están mucho más al servicio de los intermediarios locales que de los
comerciantes y agentes de Occidente. Finalmente, se impone el recurso a los metales
preciosos, principalmente a la plata que los europeos extraen de América y que es el
«Sésamo, ábrete» de estos intercambios.
Estas importaciones de Occidente, con todo, son insuficientes. De allí que los ho-
landeses apelasen a todas las fuentes locales de metales preciosos que les ofrecían los
tráficos del Extremo Oriente. Así, utilizaron el oro chino (particularmente, para sus
compras en la costa de Coromandel) mientras permanecieron en Formosa (a la cual lle-
garon en 1622 y que fue retomada por el corsario Coxinga en 1661); la moneda frac-
cionaria de la plata proveniente de minas japonesas tuvo una importancia decisiva de
1638 a 1668, afio en que su exportación fue prohibida; el comercio holandés se hizo
entonces comprador de k.ubangs, las piezas de oro japonesas. Cuando éstas fueron de-
valuadas, en el decenio de 1670, pero siguieron siendo estimadas por los japoneses
-en sus transacciones- a su precio anterior, la Compañía disminuyó su compras de
oro y se volcó de modo masivo a las exportaciones de cobre nipón 212 • No descuidó, na-
turalmente, el oro producido en Sumatra o en Malaca, ni, a veces, las piezas de oro y
de plata que seguía derramando en Arabia (en Moka)2 13 , en Persia y la India del no-
roeste el comercio de Levante. Hasta se sirvió del metal blanco que el galeón de Aca-
pulco llevaba regularmente a Manila 214 •
En este contexto, la larga crisis que aparta a los holandeses del mercado persa de
la seda, a partir de mediados de siglo, tic:ne otra significación que la que se le podría
dar a primera vista. En efecto, en octubre de 1647, un corresponsal del canciller Sé-
guíet sefiaia que los holandeses no tienen «interés en ir a buscar las sedas a las Indias
Orientales>, pues han «dado orden a sus corresponsales en Marsella de comprar y en-
viarles lo más que puedan de ellas» 215 • Y, efectivamente, las naves holandesas prove-
nientes de la India, en 1648, no llevan ni un solo fardo de seda persa 216 • Como el mer-
cado persa: estaba controlado en su origen por comerciantes armenios, en un momento
creí que esta crisis se debfa a esos asombrosos mercaderes a quienes se les había ocurri-
do transportar ellos mismos los fardos de seda a Marsella. Pero esta explicación proba-
blemente no sea suficiente. Los holandeses, en discusión con el sha de Irán desde 1643
(sólo se pusieron de acuerdo con él en 1653}, no deseaban, en efecto, retirar cantidades
demasiado grandes de seda persa (cuyo precio aumentaba, además), porque querían
mantener; costase lo que costase, un balance favorable a su comercio, y por ende reem-
bolsos de Persia en piezas de oro y plata217 • Además, disponían de la seda de China y,
más aún, de la Bengala218 , que a mediados del siglo ocupa poco a poco un lugar cada
vez más importante en los reembolsos de la Compañía a Europa. Así, no fue la V.O.C.
la que sufrió la crisis de fa seda persa, sino que, por el contrario, la provocó para con-
servar una de sus fuentes de abastecimiento de metales preciosos. Resumiendo, Jos ho-
landeses debieron reajustar constantemente su política monetaria, según los accidentes
de una coyuntura cambiante, tanto más cuanto que todo era embrollado cada día por
las equivalencias variables entre las innumerables monedas de Asia.
En cambio, el sistema de compensaciones mercantiles establecido por la Compañía
funcionó casi sin dificultades hasta el decenio de 1690. Por entonces, comenzaron tiem-
pos difíciles. Pero hasta ese momento los circuitos y redes comerciales neerlandeses en
Asia, según los describe el largo y minucioso informe de Daniel Braams 219 (en 1687,
precisamente cuando, por una ironía del destino, esa maquinaria demasiado bella está
a punto de estropearse), se encadenan en un sistema coherente, fundado como en Eu-
ropa sobre la eficacia de las conexiones marítimas, del crédito y los adelantos de la me-
trópoli, y sobre la búsqueda sistemática de situaciones de monopolio.
177
Amsterdam

Aparte del acceso privilegiado a Japón, el único monopolio eficaz y duradero de


los holandeses fue el de las especias finas: macis, nuez moscada, clavo de especia y ca-
nela. Siempre la solución fue la misma: encerrar la producción en un territorio insular
pequeño, conservarlo sólidamente, reservarse el mercado e impedir en otras partes cul-
tivos similares. Así, Amboina se convierte exdusivamr.nte en la isla del clavero, Banda
la de la nuez moscada y el macis, Ceilán la de la canda, y el monocultivo organizado
hace a estas islas estrechamente dependientes de la importación regular de víveres y pro-
ductos textiles. Pero los claveros que crecían en las otras islas de las Molucas fueron sis-
temáticamente arrancados, en caso necesario mediante el pago de una pensión al so-
berano local; Macassar, en las Célebes, fue conquistada en reñida lucha (1669) porque
la isla, abandonada a sí misma, habría servido de puesto de libre comercio de las es-
pecias; Cochin, en la India, fue ocupada de modo similar, «aunque su posesión cuesta

Factoría de la V. O. C. en Bengala. Tela de 1665. (Rijk.rmuseum, Amsterdam.)

178
Amsterdam

más de lo que aporta a la Compañía.»22 º, pero era el medio de impedir allí la produc-
ción competitiva de una canela de segunda calidad pero de menor precio. En la misma
Ceilán, isla demasiado grande, conservada al precio de mantener costosas guarniciones,
las plantaciones de canela sólo serán autorizadas en superficies pequeñas, a fin de li-
mitar la oferta. Fue, pues, mediante la violencia y una estricta vigilancia como la Com-
pañía mantuvo sus monopolios, con eficacia, pues, a todo lo largo de su existencia, sus
beneficios sobre las especias finas fueron siempre elevados 221 • cNo hay amantes más ce-
losos de sus queridas -decía un francés en 1697 222 - que los holandeses del comercio
de sus especias.»
Por lo demás, la superioridad holandesa se basa en la disciplina, durante largo tiem-
po ejemplar, de sus agentes y en la prosecución de planes a largo plazo. El historiador,
aunque se espante frente a tantas brutalidades, no puede por menos de divertirse ante
el entrelazamiento calculado y sorprendente, hasta chusco, de las compras, cargamen-
tos, ventas e inteicambios. Las especias finas no tienen solamente buena venta en Ho-
landa; la India consume dos veces más que Europa 223 , y en el Extremo Oriente son una
moneda de cambio incomparable, Ja clave de muchos mercados, como el trigo o los
mástiles del Báltico lo son en Europa. Hay muchas otras monedas de cambio, siempre
que se haya anotado cuidadosamente los lugares y los tráficos privilegiados. Los holan-
deses compran, por ejemplo, enormes cantidades de telas indias de todas las calidades,
en Surate, sobre la costa de Coromandel, en Bengala. En Sumatra, las cambian por
pimienta (una ocasión, con ayuda de la política, para obtener un contrato privilegia-
do), oro y alcanfor; en Siam, venden las telas de Coromandel sin muchos beneficios
(hay demasiados competidores), pero también especias, pimienta y coral, y obtienen
estaño, cuya produ~ción les está reservada por privilegio y que revenderán incluso en
Europa, además de una impresionante cantidad de pieles de ciervo, muy cotizadas en
Japón, elefantes, solicitados en Bengala, y mucho orozi 4 • El establecimiento de Timor
es deficitario, pero la madera de sándalo que se obtiene allí se vende magníficamente
en China y en Bengalam. En cuanto a ésta, tardíamente abordada pero explotada con
vigor, suministra seda, arroz y mucho salitre, que es un lastre perfecto para los retornos
a Europa, lo mismo que el cobre de Japón o el azúcar de los diferentes mercados pro-
ductores226. El Reino de Pegu también tiene sus atractivos: en él se encuentra laca, oro,
plata y piedras preciosas, y se venden especias, pimienta, sándalo y telas de Gokonda
y Bengala.
Se podría proseguir por largo tiempo estas enumeraciones: todas las ocasiones son
buenas para los holandeses. ¿No tenemos derecho a asombrarnos de que el trigo pro-
duci~o en El Cabo, en Africa del Sur, llegue a Amsterdam? ¿O de que Amscerdam se
convierta en un me~cado para los cauris llevados de Ceilán y de Bengala, y que encuen-
tren en Europa aficionados, entre ellos los ingleses, para el comercio del Africa Negra
y la compra de esclavos destinados a América? ¿O también de que el azúcar de China
o de Beng~la, a veces el de Siam y luego el de Java a partir de 163 7, sean alternativa-
mente ~ed1dos o rech~zados por ~msterdam, según que su precio sea o no capaz de
competir con el del azocar de Brasll o el de las Antillas? Cuando el mercado de la me-
trópoli se cierra, el azúcar de las tiendas de Bacavia es ofrecido a Persía, a Surat o al
Japón 221 . Nada muestra mejor cómo la Holanda del Siglo de Oro vive ya a escala del
mundo entero, atenta a una especie de arbitraje y de explotación permanente del
mundo ..

179
Amsterdam

EXITO EN ASIA,
FRACASO EN AMERICA

EJ problema de los problemas, para la V.0.C., es obtener de sus operaciones en


Asia e1 grupo de mercancías que Europa necesita o, más exactamente, que aceptará con-
sumir. Es el problema de Jos problemas porque la V.O.C. es un motor de dos tiempos,
Batavia-Amsterdam, Amsterdam-Batavia, y así sucesivamente. Ahora bien, el paso mer-
cantil de una economía-mundo (Asia) a otra (Europa) es en sí mismo difícil, como lo
demuestran la teoría y la experiencia, y por añadidura Jos dos cuadros no cesan de ac-
tuar uno sobre el otro, como los dos platillos desigualmente cargados de una balanza:
basta un peso suplementario sobre uno u otro para que se rompa el equilibrio. Por ejem-
plo, la intrusión europea en Asia, al crecer, hizo subir en la compra los precios de la
pimienta y de las especias, que fueron durante largo tiempo los precios decisivos para
las relaciones entre los dos continentes. Pyrard de Laval señala, en 1610, que «lo que
antiguamente sólo costaba un sol a los portugueses, ahora les cuesta [a los holandeses]
cuatro o cinco» 228 • Por el contrario, los precios de venta bajan en Europa, con las cre-
cientes llegadas de artículos exóticos. Estaba lejos, pues, ese bendito año de 1599. cuan-
do se pagó en Banda 45 reales de ocho por una «barra» (o sea, 525 libras de peso de
Holartda) de clavo de especia y 6 reales la barra de nuez moscada. Estos precios no vol-
verían a obtenerse jamás229,

El tiempo de las luchas


y de/éxito

. En Asia, el monopolio de las especias, la fijación autoritaria de precios, e1 control


de las cantidades comerciales (en caso necesario, destruyendo los excedentes de mer-
cancías230) proporcionaron durante mucho tiempo a los holartdeses la ventaja sobre sus
rivales europeos. Pero, en Europa, la competencia se refuerza con la creación de com-
pañías rivales (todas, poco más o menos, subvencionadas por el capital holandés, que
reacciona así contra el monopolio de la V.O.C.); o por la aparición en el mercado de
productos anák>gos a los de Extremo Oriente, pero de otro origen, como el azúcar, el
cobre; el índigo, el algodón, la seda, atcétera. Así, no todo está jugado y ganado de
antemano. Un viajero holandés 231 explica, además, en 1632: «Es menester no engañar-
se; cuando se haya llegado al punto de excluir a los portugueses [dueños todavía, por
entonces, de Goa, Malaca y Macao, que son otros tantos obstáculos serios], no será po-
sible que estos fondos de la Compañía [holandesa] basten ni siquiera para la sexta par-
te de este comercio. Por otro lado, aunque se pudiesen recaudar fondos suficientes pa-
ra emprenderlo, se chocaría con la dificultad de no poder consumir todas las mercan-
cías que se obtienen de él ni deshacerse de ellas.»
De otra parte, una política monopolista de coerción y vigilancia cuesta cara. En Cei-
lán, por ejemplo, donde la tarea es particularmente ardua, pues e1 interior montañoso
de la isla pertenece al rey de Kandy, quien «jamás ha sido domado, ni por los portu-
gueses ni por los holandeses», la guarnici6n y el mantenimiento de los fuertes se llevan
«casi toda la ganancia que se obtiene de la venta de la canela» cosechada en la islam.
Y los campesinos un día se levantan contra la Compañía, a causa de los salarios mise-
rables que les paga. En las islas de Banda, donde los holandeses obtuvieron el mono-
polio por la violencia, la guerra y la deportación de los indígenas como esclavos a Java,

180
'
Amsterdam

la V.0.C. registró al comienzo grandes déficits 233 • En efecto, la producción bajó mu-
cho y debió ser reorganizada sobre nuevas bases: en 1636, la población autóctona no
era más que de 560 personas por 539 neerlandeses y 834 extranjeros libres, de modo
que fue necesario «importan) de Bengala o del Reino de Arakan 1.912 esdavos 234 •
Para establecer, consolidar y mantener sus monopolios, la V.O.C. se vio arrastrada
a grandes empresas que sólo se terminarán, aproximadamente, con la conquista de Ma-
cassar (1669) y la reducción a la obediencia, y pronto a la nada, del gran puerto de
Bantam. No acaba nunca de luchar contra la n~vegación y el comercio de los indige-
nas, de golpear, deportar y perderse en operaciones policiales y guerras coloniales. En
Java, la lucha contra los Estados locales, contra Mataram o Bantam, es una tragedia con-
tinua. Alrededor de Batavia, el campo cercano y hasta los suburbios no son segurosm.
Ello no impide los éxitos, pero aumenta su coste. En Java, las plantaciones de caña de
azúcar (desde el primer tercio del siglo XVII) y de los cafetos (a partir de 1706-1711)
tienen éxíto 236 • Pero es menester hacer de ellos cultivos bajo control y, en 1740, el le-
vantamiento ferozmente reprimido de los chinos conduce a una crisis irremediable en
la producción de azúcar; la isla tardará más de diez años en reponerse, y no se repon-
drá del todo 237 •
La historia de la Compañía, lógicamente, es la suma de ventajas y desventajas. En
total, el balance es favorable en el siglo XVII. Y fue durante los tres o cuatro decenios
que cabalgan alrededor del año 1696 -corte que se desprende de los cálculos extraídos
de la contabilidad poco clara de la V.O.C.- cuando la situación se deterioró de ma-
nera constante. Kristof Glammanm piensa que se produjo entonces una verdadera re-
volución, atrozmente perturbadora del orden establecido, tanto en los tráficos de Asia
como en los mercados de Europa.
En EUropa, el hecho decisivo fue la desaparici6n de la primada de la pimienta, pa-
tente a partir de 1670. En compensación, las especias finas se mantuvieron a buena al-
tura y hasta progresaron relativamente, las telas de la India, sedas y algodones, estam-
pados o crudos, adquieren una importancia creciente y se imponen mercandas· nuevas:
té, café; laca y porcelana de China,
Si sólo se hubiesen producido estos cambios, seguramente la V.O.e., que siguió el
movimiento como las otras Compañías de Indias, se habría adaptado sin muchas difi-
cultades. Pero hubo, además, un trastorno de las antiguas rutas y mercados, y se abrie-
ron brechas en los circuitos demasiado bien pulidos de la Compañía. Como suele su-
ceder en estos casos, el sistema antiguo, al superarse a sí mismo, a veces obstaculizó la
adaptación necesaria. A.sí, la novedad esencial fue, sin ninguna duda, la ampliación
del comercio del té y la apertura de China a todos los comerciantes extranjeros. La com-
pañía inglesa se dedicó rápidamente, desde 1698. a un comercio directo (y, por ende,
a cambio de dinero) 239 , mientras que la V.O.e., habituada a recibir las mercancías chi-
nas por los juncos que llegaban a Batavia y a comprar sobre todo pimienta y un poco
de canela, madera de sándalo y coral. se atuvo a un comercio indirecto, por mercan-
cías, que evitaba recurrir al dinero contante y sonante. Finalmente, la unión Bengala-
China, té por algodón y por dinero, luego por opio, se hará en beneficio de los ingle-
ses. Golpe tanto más duro para la Compañía Holandesa cuanto que las guerras internas
de la India habían arruinado, en el ínterin, la costa de Coromandel. dominio de sus
éxitos, si los tuvo.
La V.O.C., expuesta a todas estas competencias, ¿no estaba armada para hacerles
frente? los datos estadísticos muestran que fue capaz, en el siglo XVIII y casi hasta el últi-
mo día de su existencia, en 1798 24º, de enviar a Asia cantidades crecientes de metal blan-
co. Ahora bien, el metal blanco, en un Extremo Oriente transformado e incluso trans-
tornado, fue la clave de todos los problemas. Sin embargo, en el curso del siglo XVIII, la
V.O.C. no cesa de deteriorarse, y la explicación de tal declinación es difícil de descubrir.
181
Un comerciante holandés muestra a su mujer las na11es de la V. O. C., en la bahía de Bata11ia.
Detalle de un cuadro de A. Cuyp (1620-1691). (Rijksmuseum, Amsterdam.)

Grandeza y decadencia
de la V.O.e.

¿Cuándo se manifiesta el reflujo? El estudio de la contabilidad de la Compañía ha-


ría aparecer como punto de ruptura el año 1696. Pero, ¿no es una fecha demasiado
precisa? K. Glamman 241 introduce una cuarentena de años a un lado y a otro del año
1700, Jo cual es más razonable.

182
Amsterdam

Además, fue bastante tarde cuando los contemporáneos tuvieron la sensación de


un deterioro grave. Así, en 1712, en Dunquerque, a la que Luis XIV, para lograr la
paz, sacrificará a Inglaterra, todavía preocupada aunque sobre ella se eleve por enton-
ces un sol totalmente nuevo, dos hombres charlan, uno de ellos un insignificante per-
sonaje, informador del revisor Desmaretz, el otro un Mylord Saint-John. «Habiéndole
respondido -escribe el francés- que el restablecimiento de su comercio de las Indias
[el de los ingleses] por la pérdida de los holandeses es un remedio seguro para tran-
quilizar a la nación británica e inducirla a todo, me dijo llanamente que los ingleses
venderían sus camisas por lograrlo» 242 • Por consiguiente, ¡no pensaban haberlo conse-
guido todavía! Doce años más tarde, en 1724, Ustariz, juez cualificado, no vacilaba en
escribir: «Su Compañía de las Indias [la de los holandeses] es tan poderosa que el co-
mercio de las otras Compañías de Indias es poca cosa en comparación con el suyo».l 43
Las cifras que se conocen no dirimen verdaderamente el problema, aunque al me-
nos hablan de la magnitud de la empresa. Al comienzo, en 1602, dispone de un ca-
pital de 6, 5 millones de florines 244 , dividido en acciones de 3. 000 florines. o sea, diez
veces más que la Compañía Inglesa, creada dos años antes y que tanto debería sufrir
por esta escasez de fondos 245 • Un cálculo de 1699 afirma que ese capital inicial, que
luego no será reembolsado ni aumentado, corresponde a 64 toneladas de oro 246 • Hablar
de la V.O.e. es, desde el comienzo, hallarse frente a cifras voluminosas.
No cabe asombrarse, pues, de que, en 1657 y 1658, años que señalan récords, la
Compañía haya enviado a Extremo Oriente dos millones de florines en oro, en plata y
en lingotes 247 • Nos enteramos sin sorpresa de que en 1691 mantenía al menos 100 bar-
cos248, más de 160 según un documento francés serio (1697), que llevaban de 30 a 60
cañones cada uno 24 ' Si se les atribuye 50 hombres de tripulación en promedioll0 , se
llegaría a un total de s·.ooo marinos. A ellos hay que añadirles los soldados de las guar-
niciones, las cuales comprenden, además, «muchas gentes del país que portan armas y
a quienes ellos [sus amos holandeses] hacen marchar a la cabeza cuando hay que c:om-
batir». En tiempo de guerra, la Compañía puede añadir a sus fuerzas 40 grandes bar-
cos: «A más de una testa coronada de Europa le sería difícil hacer otro tanto» 251 • J. P.
Ricard (1722) se extasía al comprobar de 11isu que sólo «la Cámara de Amsterdam em-
plea en sus almacenes a más de 1.200 personas, tanto en la construcción de barcos co-
mo en todo lo que es necesario para equiparlos>. Un detalie le llama la atención: «Hay
50 hombres que, durante todo el año, no hacen más que clasificar y mondar las espe-
cias•252. Ciertamente, las cifras globales nos serían más útiles. Jean-Fran~ois Melon 213 ,
el antiguo secretario de Law, nos dice (1735): «Todos estos grandes establecimientos no
llegan a emplear 80.000 hombres», ¡como si esta cifra no fuese prodigiosa! Y, sin du-
da, inferior a la realidad: hacia 1788, la Compañía muere literalmente bajo el pulular
de sus empleados, y Oldecopn4, el cónsul ruso en Amsterdam, apunta la cifra de
150.000 personas. En todo caso, de una invt>stigaciónm realizada ampliamente, surge
un resultado: un millón de personas transitaron, en los siglos XVII y XVIII, por los bar-
cos de la V.0.C., es decir, 5.000 por año. Es difícil, a partir de estas cifras, estimar la
población holandesa de Asia, pero ciertamente fue muy superior a la población por-
tuguesa, que, en el siglo XVI, habría sido en total de 10.000 personas 256 , a las que se
sumaba, como para los holandeses, la masa de auxiliares y servidores indígenas.
Se ha hablado también de dividendos enormes, que Savary ha calculado en pro-
medio del 20 al 22 % , entre 1605 y 1720 257 • Pero es necesario ver las cosas más de
cerca. En 1670, hubo reembolsos considerables y, con la euforia que siguió a la victoria
sobre el rey de Macassar, se procedió a un «reparto» que se elevó al 40%. De golpe,
las acciones suben en la bolsa «al 510%», siendo 100 la paridad en el momento de la
creación de la V.O.C., en 1602. Es un buen aumento, pues «desde que yo estoy aquí
-señala Pomponne-- no habían pasado de 460». Pero, según nuestro informador, «es-
183
Amsterdam

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1í9-1

22. CONTABILIDAD DEL DESTINO DE LA V.O.C.


Un equipo de histori4dores neerlandeses (Bruyn, Schoffer y G1111stra) ha comenzado a contabilizar la actividad de la V. O. C.
en 101 !iglos XVII Y XVJJJ. Segíin el/e cuadro, hac;,, 1680-1690, el número de las na11eJ de la V. O.C. utilizadas en el F.x-
tJYmo Oriente comiettZtJ a disminuir, señal de la regre1ión del comercio de lndÍll en India. El gftijico indica, con trazo con-
tin110, las expedicionu de metales preúosos de la metrópoli 11 AsÍll; en trazo punteado, los reintegro1 de mercan&iín, e11a-
luadas según el precio de panida, en millones de guilders. La expansión comercial aparece como continua. Pero la rela&ión
entre las dos cunas es, por el momento, dificil de establecer, pues no se han tenido en cuenta las mercancflls expedidas
desde la meiropoli ni los metales preciosos pro11enien1es del comercio de Indill en /ndill.

184

Amste!rtlt1m

te gran reparto, así como estos nuevos beneficios, sólo equivalen a un año común del
precio diferente al que las acciones han sid'l vendidas y de los repartos que se han he-
cho desde hace 30 años, y aquellos a quienes ellas pertenecen han sacado un interés
por su dinero de más del 3 o el 4%» 258 Para que esta frase embrollada se haga clara,
es menester recordar que el «reparto» no se calcula sobre la cotización de la acción en
la bolsa, sino sobre la paridad, 3.000 florines. Si poseo una acción que vale 15.300 flo-
rines, en 1670, cobro un cupón del 40% sobre el «viejo capital», es decir, 1.200 flori-
nes, un interés excepcional del 7,84%. En 1720, para una acción cotizada en 36.000,
el reparto, que fue también del 40% ese· año, representaba el 3,33% de interés 219 •
Esto significa que:
1) La Compañía se ha privado de las ventajas que habrían resultado de un aumen-
to de su capital. ¿Por qué? No se nos da ninguna respuesta. ¿Quizás para no aumentar
Ja importancia de los accionistas, bastante regularmente mantenidos aparte? Es posible.
2) Hacia 1670, según la cotización de la Bolsa, el capital total de las acciones es
del orden de los 33 millones de florines. ¿Es porque esta suma, por sí sola, es dema-
siado pequeña pata la especulación salvaje de los holandeses, que invierten principal-
mente, en Amsterdam, en valores ingleses?
3) Por último, si los 6,5 millones primitivos han rendido, en promedio, 20% al
año, los accfonistas han recibido bastante más de un millón de florines por año. No
obstante, historiadores y observadores contemporáneos concuerdan en decirnos que la
distribución de los dividendos (a veces pagados en especias o en títulos del Estado) no
pesó mucho en las difü:ultades de la V.0.C. Ahora bien, un millón de florines no sería
nada despreciable si los beneficios de la Compañía eran tan modestos como dicen
algunos.
De hecho, el problema está allí. ¿Cuales son los beneficios de la Compañía? La res-
puesta parece imposible de dar, no solamente porque las investigaciones son aún in-
suficientes y la documentación a veces ha desaparecido; no solamente porque Ja con-
tabilidad conservada no corresponde a las. normas de un balance actual y omite, tanto
en el activo como en el pasivo, artículos importantes (capital fijo, por ejemplo, cons-
trucciones y naves, mercancías y dinero contante que viajan por mar, capital de los ac-
cionistas, etcétera 26 º); sino sobre todo porque el sistema mismo de contabilidad impide
todo balance de conjunto y, por ende, todo cálculo preciso de los beneficios reales. Por
razones prácticas (sobre codo, distancia, dificultad de conversión de las monedas, etcé-
tera). la contabilidad fue prisionera de la bipolaridad estructural de la empresa: están
las cuentas de la factory Nederland, para usar el lenguaje de Glamman, la cual hace
anualmente el balance global de las seis cámaras; están las cuentas del gobierno de Ba-
tavia, que recibe los libros contables de todas las factorías de Extremo Oriente y ela-
bora entonces el balance anual de las actividades de ultramar. El único vínculo entre
las dos contabilidades separadas es que las deudas de una, llegado el caso, son pagadas
por la otra, pero cada una ignora el funcionamiento interno de la otra, las realidades
que cubren sus excedentes o sus déficits.
Johannes Hudde 261 , presidente de los Heeren XVII a fines del siglo XVII, era tan
consciente de ello que trabajó en una revisión completa del sistema. Pero no tendría
éxito, por mil razones y dificulta.des reales. Quizás también porque los directores de la.
Compañía no estaban muy interesados en presentar al público cuentas claras. Desde el
comienzo. en efecto, hubo conflictos entre los Heeren XVII y los accionistas que pe-
dían cuentas y consideraban insuficientes sus dividendos. Y, contrariamente a la Com-
pañía Inglesa, que desde un principio se halló en dificultades por exigencias de este
orden (y por los reembolsos que exigían lo~ accionistas i]OCO deseosos de financiar ope-
raciones militares en Asia), la Compañía Holandesa tuvo siempre la úitima palabra.; sus
accionistas no pudieron recuperar sus fondos más que revendiendo sus aceiones en el
185
Amsterdam

mercado bursátil. En síntesis, las cuentas presentadas por la dirección de la Compañía


fueron elaboradas para ocultar muchos aspectos de la empresa.
Lo que surge de los balances que han sido estudiados, para nuestra sorpresa, es la
modicidad de los beneficios durante el siglo de las transacciones fáciles, el XVII. El au-
tor de la presente obra siempre ha sostenido que el comercio lejano fue una especie de
superlativo en la historia de las empresas mercantiles. ¿Se habrá equivocado? Ha sos-
tenido que era la ocasión, para algunos privilegiados, de realizar en su beneficio acu-
mulaciones considerables. Ahora bien, allí donde no hay beneficios o sólo hay muy es-
casos beneficios, ¿puede haber enri_quecimiento de particulares? Volveremos pronto a
estas dos cuestiones.

¿Por qué el fracaso


del siglo XVIII?

El mejor resumen contable del problema nos lo suministran los cálculos de B. Van
der Oudermeulen 262 , en 17 71, elaborados para cienos años a partir de documentos hoy
desaparecidos. Entre 1612 y 1654, el total de beneficios realizados habría sido de
9. 700.000 florines para 22 años, o sea un beneficio anual modesto, ligeramente infe-
rior, en promedio, a 441.000 florines. La Compañía habría ganado, entonces, tres ve-
ces menos que sus accionistas; ¿es concebible? De 1654 a 1674, la masa de los bene-
ficios se eleva a 11.300.000, o sea un beneficio anual de 538.000 florines. De 1674 a
1696, el total es de 19.000.000, y el beneficio anual de 826.000. Después de 1696 co-
mienza el descenso; hacia 1724, se pasaría por la situación cero. Luego, la Compañía
no cesó de endeudarse, y gallardamente. Pide préstamos hasta para pagar los dividen-
dos de los accionis~as; son procedimientos de bancarrota. Durante el verano de 1788,
la situación será sencillamente catastrófica: «La Compañía de las Indias Orientales li-
braría 15 millones de letras de cambio sobre el Estado, pagables en cuatro o cinco años.
Esto le permitiría sobrevivir. Pero, de hecho, su deuda, qut es de 90 millones [de flo-
rines], se elevará, así, a 150» 263 • ¿Por qué la V.O.e. llegó a semejante desastre
financiero?
La única explicación plausible -pero, ¿puede haber sólo una explicación?- es la
que expone Kristof Glamann 264 : hubo una disminución del comercio de India en In-
dia, o al menos de los beneficios que proporcionaba este comercio nutricio. Es un he-
cho que el polo de Batavia no cesa de endeudarse y los Heeren XVII compensan sus
pérdidas, durante un tiempo, con los beneficios florecientes todavía de la factory Nee-
derland (favorecida en parte por el aumento de los precios) y, luego, dejando aumen-
tar su propia deuda, Pero, ¿cómo explicar el retroceso del inlandse hantid? Cuando
todo está en alza, durante la segunda mitad del siglo xvm, no puede deteriorarse por
el solo hecho de la coyuntura. El fallo está sobre todo, estima K. Glamann 26 l, en la
competencia de las otras Compañías, de la Inglesa en particular, y en la revolución de
los tráficos y los mercados, mal comprendida por los responsables de Batavia. Así, los
Heeren XVII tratarán en vano de persuadidos de la superioridad del comercio directo
con China, sin postas en Insulindia. Seguramente, la competencia inglesa se vio faci-
litada por ello 266 •
Pero el retroceso holandés también fue originado por los fraudes bien conocidos de
los agentes de la V.O.C. A diferencia de la India Company Inglesa, la Compañ1a Ho-
landesa no les otorgó el derecho a hacer por su propia cuenta el comercio de India en
India. Y la corrupción que nunca estuvo ausente en las Indias neerlandesas hizo su obra.
¿Es necesario creer que, en los comienzos, la Compañía tuvo servidores excepcionales?
186
Amslerdam

Cómo los chinos representaban a los holandeses. Porcelana de la Compañía de Indias, época
Khang-Hi, Antigua Colección Espín.tu Santo de Lisboa. (Foto Conocimiento de las Artes.)

187
El abat~ Raynal267, en su célebre obra Histoire philosophique ei politique des établis-
sements et du commerce des Européens dans les deux Indes (1770), afirma que no hu-
bo en sus filas fortunas ilícitas y fraudulentas antes de 1650, que los holandeses de esos
primeros decenios eran de una frugalidad y una integridad sin igual. ¿Es posible? En
1640, J. B. Tavernier se permitía dudarlo, y se conoce al menos el caso de Pieter Neys,
gobernador de Fuerte Zelanciia en Formosa, en 1624, quien, tan estúpido como venal,
declaraba con simpleza que no había ido a Asia para·volver con las manos vacías 268 • En
todo caso, el lujo y la corrupción aumentaron en gran medida en la segunda mitad del
siglo. Los documentos oficiales lo señalan (1653-1664) 269 • Daniel Braams sólo lo dice a
medias en su informe de 1687. Sin embargo, llega a hablar de «servidores de la Com-
pañía poco honestos» o, más púdicamente, de la competencia «de otros negociantes»,
de la imposibilidad cde impedir que los paniculares perjudiquen el comercio de la Com-
pañía>. a causa de la cantidad de abras cómodas que hay en esta costa de Insulindia y
de los «grandes beneficios... (que] los incitan a cometer fraudes en la medida en que
pueden>17º · .
Hubo un cambio económico, pues, cuya génesis no está clara, pero también un cam-
bio de la sociedacl colonial que vive a millares de legiias de Holanda, y un c;hoque más
que probable entre esta sociédad Yfa oligarquía de Ainsterdam. De tin lado; rentistas
tranquilos imbuidos de su imponancía y su respetabilidad; del otto, medios coloniales
de inenor sianding, agentes surgidos de abajo Y! en cieno modo;~ una sociedad hete-
rogénea y cosmopolita. Amsterdam y Batavía son dos polos económicos, pero también
dos polos sociales de la arquitectura imperial de las Provincias Unidas. Hubo cesura,
oposición, como lo dice Giuseppe Papagno en su brillante esbozo 271 • La de.SObediencia,
el ~onttabando, la semiindependen,cia y el desorden se instalan en Insulíndia, donde
las «colonias> hola:ndesas llevan, seguramente, tina gfan vída. El lujo llamatívo de los
barrios bellos de Batavia, ya conocido en el sigfo XVII, no hace más que crecer y em-
bellecerse con los años. Dinero, alcohol, mujeresJ ejércitos de servidores y esclavos: Ba-
tavia reinicia la aventura extraña, caprichosa y mórbida de Góa 272 • No dudemos de que
en Batavia tina parte del déficit de la Compañía se transforma sin ruido en fonunas
particulares. · .· . .
Pero, ¿no ocurre lo misino en el otro' extremo de la cadena, en la sociedad Sólida
y todavía austera de la Holanda del Siglo de Oro? La cuestión decisiva es saber quién
compra los productos que llegan de Extremo Oriente y en qué condiciones. las ventas
de la Compaiiía se efectúan; y~ por contratos, ya por rubastas en sus tiendas; siempre
en lotes muy importantes y generalmente a un sindicato de grandes negociantes 273 • Los
He eren XVII no tienen derecho a figurar entre los compradores, pero éstos pertenecen
a un grupo social y hasta familiar. Y, pese a las protestas de los accfonistas, la prohi-
bición no alcanza a los administradores de las diversas cámaras, los bewindhebbers, es-
trechamente ligados a los patriciados de las ciudades mercantiles. En estas condiciones,
resultará menos asombroso que los contratos vayan tan a mentido unidos a promesas
de suspensión de las ventas de la Compañía durante plazos de uno o dos años (lo que
asegura al gnipo de compradores el dominio tranquilo del mercado) o de promesas de
pedidos a las Indias de tales o cuales cantidades de una mercancía determinada. Si la
Compañía ofrece un producto del que un gran comerciante de Amsterdam pos_ee un
stock considerable, como por azar no se presenta ningún comprador y, finalmente, será
dicho comerciante el que lo comprará, con sus propias condiciones. De manera signi-
ficativa, los mismos nombres reaparecen entre los socios interesados en las transacciones
de la Compañía. Los Heeren XVII, a quienes regañan tan fácilmente los accionist>ll.S,
son los hombres de los grandes mercaderes capitalistas, y eso desde el comienzo de las
operaciones provechosas. Violet Barbour y K. GJamann ofrecen numerosos ejemplos.
Que estos mercaderes -como el riquísimo negociante y bewindhebber Cornelis Bic-
188
Arnsterdam

En la isla de Deshima, durante los meses de pnsión de la escala, los holandeses se distraen, como
pueden, con cortesanas japonesas. No faltan las botellas. Ambiente japonés, suelo recubierto de
tatamis, pero mesas y Jtllas de Occidente. Tokio, Gijutsu Daigaku. (Foto T. Chino, Tokio.)

ker 274 - compren indiferentemente, en el siglo XVII, pimienta, especias, telas de algo-
dón, seda y, por añadidura, comercien en Rusia, en España, en Suecia o en Levante
-lo que prueba su no especialización, y luego, en el siglo siguiente se especializan, lo
que prueba una modernización de la vida mercantil- no cambia en nada nuestro pro-
blema: Ja V.O.e. es una máquina que se detiene allí donde comienza e1 beneficio de
los monopolios mercantiles.
Este mecanismo de apropiación en la cúspide es, además, claramente percibido por
los contemporáneos. En 1629, protestando contra los contratos que acababan de fir-
marse y contra la presencia de bewindhebbers en los sindicatos de compradores, la Cá-
mara de Zelanda se niega a entregar las mercancías vendidas, que se encuentran alma-
cedadas en Middelburg, y los delegados de Zelanda no vacilan en decir ante los Esta-
dos Generales (pero no ganarán el pleito) que en esta política no se toman en consi-
deración los intereses de los accionistas ni los de la Compañía m.
Finalmente, esto no contradice, sino que, por el contrario, apoya a mis afirmacio-
nes anteriores sobre las virtudes «capitalistas» del comercio lejano. Registrar sistemáti-

189
Amsterdam

camente los nombres de esos grandes compradores sería hacer la lista de los verdaderos
amos de la economía holandesa, de los que han durado, de los que han conservado el
poder. Pero estos amos de la economía, ¿no son también los verdaderos amos ~el Es-
tado de las Provincias Unidas 276 , los artesanos de sus decisiones y de su eficac1_a? He
aquí una bella investigación que puede hacerse, aunque el resultado sea conocido de
antemano.

Los fracasos en el Nuevo Mundo,


límite del éxito neerlandés

. Los fracasos neerlandeses en el Nuevo Mundo aportan, a su manera, una explica-


ción, Por un momento pensé que América, puesto que debía ser construida antes de
ser explotable, fue naturalmente el dominio de los Estados grandes, ricos en hombres,
en álimentos y en productos diversos: España, Francia e lriglatetra. Planta parásita, Ho"
landa se habría reproducido mal en suelo americano. Sin embargo, el flujo de hombres
vokadó por fas Provincfas Unidas en el Extremo Oriente o el éxito portugués en Brasil
contradicen esa afirmación que, IJ priori1 pbdía patecet naruraL Hohnda hubiera po-
dido construir en América, a condición de.haberlo querido y de disminuir fa corriente
migratoria hada Oriente. Condición quizás ill!posible, que fue sin duda lo gue le en~
señó su experiencia fracasada en Brasil. . · .
füe una experiencia tardía. Los holandeses, como los ingleses de la época isabelina,
prefirieron primero el saqueo a las cargas inherentes a toda i.nstalación estable en te-
giories vacías u hostiles; Desde 1604, habían adquirido una reputación temible en Bra~
sil, pues en ese año saquearon el puerto de Bahía2n; Diez años antes; en 1595, habían
asolado la costa del Africa Negra278 , ligada económicamente a las plantaciones de Amé-
rica. Esas incursiones, las que conocemos, más aquellas que no han dejado huellas, in-
dican una toma de contacto, un despertar del apetito.
. Todo cambió en 1621. La Tregua de Doce Años, firmada con España en 1609, no
fue renovada. La guerra se inicia de nuevo y, el 9 de junio de ese mismo año de 1621,
la nueva Compañía de las Indias Occidentales recibía su concesión279 • ¿Cuál era el pro-
blema de la nueva Compañía? Introducirse en la masa de la América Hispánica, for-
mada por la adición, después de 1580, de los dominios español y lusitano del Nuevo
Mundo. La zona frágil; en 1621, era la América Portuguesa, y lógicamente fue allí adon-
de se dirigió el ataque holandés. En 1624 fue ocupada la capital de Brasil, San Salva-
dor, construida sobre ese mar en miniatura que es la Bahía de Todos los Santos, ado-
sada a la llanura ondulada y sembrada en engenhos del Reconcavo. En el curso del sa-
queo; lbs vencedores llenaron muchas cajas con piezas de oro y de plata. Pero una flota
española de 70 veleros lós sorprendió, el 26 de marzo de 1625, y despué~ de un mes
recuperó la ciudad 280 ,
Todo volvió a comenzar cinco años más tarde, en la región azucarera del Nordeste,
donde los holandeses ocuparon las dos ciudades cercanas, hostiles, pero indispensables
una a otra, Recife, la dudad de los comerciantes de la costa baja del océano, y Olinda,
en las alturas, la ciudad de los «Señores de ingenios». La nueva corrió por el mundo.
En Génova se decía que el vencedor, sin combate, había obtenido un botín «de un mi-
llón de oro» 281 , detalle inexacto probablemente, pues los portugueses habían quemado
«todo el azúcar y la madera de tintura en las tiendas» 282 • En 1635, los holandeses ocu-
paron Parahyba del Norte, con lo cual dispusieron cde 60 leguas de costas de Brasil,
las mejores y más cercanas a Europa» 28 3, pero el territorio ocupado era todavía muy pe-
queño' En el interior, el vencedor dejó un Brasil portugués que conservó su libertad

190
Amsterdam

de maniobra, sus señores de engenhos, sus molinos de azúcar, sus esclavos negros y
que, en el sur, se apoyaba en el Brasil bahiano, que volvió a ser libre en 1625. Lo peor
era que el azúcar brasileño escapaba muy a menudo al control holandés, pues las gran-
des naves del ocupante no podían atracar· en las ensenadas poco profundas de la costa,
mientras que los barcos ponugueses de pequeño tonelaje podían hacerlo con facilidad,
aunque a veces eran capturados en pleno océano o cerca de las costas de Europa. Un
resultado paradójico de la ocupación por los holandeses del Nordeste azucarero fue que
hizo suspender, en Amsterdam, la llegada de cajas de azúcar brasileño, hasta entonces
abundantes, y los precios subieron 284 .
De hecho, la guerra, de la que ya hemos hablado 281 , pone al Brasil holandés en
estado de . asedio permanente. En julio o septiembre de 1633, dos capuchinos ingleses,
en camino hacia Inglaterra, esperan en Lisboa para embarcar; por azar, encuentran a
un soldado escocés que había estado al servicio de los holandeses en Brasil y lo había
abandonado: «Durante ocho meses -les cuenta- no h:ibía visto nada que se aseme-
jase a la carne y no había más agua fresca, finalmente, que la que se llevaba de Ho-
landu286. Afirmaciones exageradas, probablemente, pero las dificultades de los holan-
deses eran reales. Su error fue haber querido construir una superestructura mercantil
sin ponerse al frente de la producción, sin colonizar en el sentido moderno de la palabra.
El golpe de efecto fue la llegada a Recifc, el 23 de enero de 1637 287 , de Mauricio
de Nassau, nombrado gobernador general del Brasil Holandés, donde permaneció siete
años. Un gran hombre, sin duda, que se apasiona por el país, por su fauna y su flora,
y trata lúcidamente de crear una colonia viable. No fue por azar por lo que el primer
año de su gobierno (1637) se distinguió por la conquista, intentada inútilmente varias
veces antes, de la fortaleza de Sao Jorge da Mina, situada sobre la costa de Guinea por
los portugueses en 1482. Al año siguiente, le tocó el turno a la isla portuguesa de Sao
Paulo de Loanda, pegada al litoral de Angola, y luego a la isla de Sao Tome, en el
golfo de Guinea, isla azucarera y posta para las expediciones de esclavos hacia el Nuevo
Mundo. Todo eso era lógico. No había Brasil holandés posible sin esclavos negros; y
desde entonces empiezan a llegar. Pero en ese momento, Portugal se rebela (l. 0 de
diciembre de 1640) y se libera de la tutela española. Surge el peligro de la paz: hasta
se firma una tregua de diez años, en 1641, entre Portugal y las Provincias Unidas 288 .
Esa tregua no será respetada en el Extremo Oriente. En América, por el contrario,
todo se apacigua, pues la Compañía de las Indias Occidentales se siente muy satisfecha
de poner fin a una guerra costosa. Mauricio de Nassau, que no lo entendía así, utilizó
sus fuerzas ahora libres contra los españoles, haciendo pasar al Pacífico a cinco de sus
buques. Estos hicieron estragos infinitos en las costas de Chile y Perú, pero, al no re-
cibir refuerzos, debieron volver a Brasil; llegaron en el momento en que Mauricio de
Nassau se disponía a abandonarlo, llamado, probablemente, por intervención de los
comerciantes.
Los holandeses creyeron, desde entonces, que podrían explotar Brasil del modo más
tranquilo del mundo. Los sucesores del príncipe, «admirables para el comercio pero
muy malos políticosi>, no pensaron más que en enriquecerse, en hacer florecer el co-
mercio, y vendían hasta armas y ¡:)ólvora a los portugueses, «a causa del precio excesivo
que ellos pagan». En estas condiciones, la guerra larvada continuó, una guerra de des-
gaste apoyado en el interior, el sertao 28 9, y que, finalmente, acabó con el Brasil Holan-
dés, en 1654. Y como todo se relaciona, los portugueses recuperaron pronto la mayor
parte de los puestos perdidos en la costa africana, como Sao Tome y Sao Paulo de Loan-
da. Declarar ofitialmente la guerra a Portugal, en 16)7, permitió a la Compañía Ho-
landesa de las Indias Occidentales descargar golpes sobre su adversario, destruir, sa-
quear barcos. Pero finalmente la guerra no alimentaba a la guerra. Dos holandeses que
están en París en diciembre de 1657 definen bastante bien la situación, según una car-

191
Amsterdam

ta que acaban de recibir de Holanda: «El botín ganado a Portugal -dicen- sólo es
de un millón y medio [de libras], lo que no basta para pagar los gastos de nuestro ar-
mamento, que nos sale [a] cerca de 3.500.000 libras» 290 • O sea que es una guerra sin
salida. Entonces llega la paz, lentamente, como por sí sola. Es firmada el 16 de agosto
de 1661, por mediación de Carlos U, el nuevo rey de Inglaterra que acaba de desposar
a la Infanta de Portugal. Brasil queda en manos de Portugal, que sin embargo debe
comprar este acuerdo abriendo las puertas de su colonia americana a los barcos holan-
deses, disminuyendo el precio de la sal de Setúbal291 y reconociendo las conquistas he-
chas a sus expensas en Asia. Luego saldará una deuda de guerra con entregas de sal
escalonadas a lo largo de varios años 292 •
En Holanda, la responsabilidad del fracaso fue atribuida a la gestión de la Com-
pañía de las Indias Occidentales. Había dos Compañías de Indias, la buena y la mala.
«Quiera Dios -escribe Pieter de la Court (1662)- que la Compañía de las Indias Orien-
tales {la buena] tome ejemplo de eso antes de que sea demasiado tarde» 293 • La Com-
pañía desdichada fue reflotada por el Estado en 1667, pero no se recuperó de sus ca-
tástrofes~ Se contentó, entonces; con comerciar entre la costa de Guinea y las posesio-
nes holandesas de Surinam y Cura1;ao; ésta fue ocupada en 1634; Surinam fue cedida
por los ingleses en la Paz de Breda 294, en 1667, como magra compensación por el aban-
dono de Nueva Amsterdam; que se convertiría en Nueva York. Cura~ao se mantendrá
como un centro activo de reventa de esclavos negros y de un comercio intérlope fruc-
tífero con la América Española, y Surinam, gracias a sus plantaciones de caña de azú-
car; dará a Holanda buenas rentas, pero también enormes preocupaciones. Fue con es-
tos dos puestos con los que la Compañía de las Indias Occidentales continuó su vida
mediocre. Ella, que había soñado con adueñarse de las Azores 295 y que había poseído
un trozo importante ; : Brasil, llegó incluso a permitir a los transportadores privados
que actuasen en su propio terreno mediante el pago de indemnizaciones.
En última instancia, ¿hay que culpar sólo a la gestión de la Compañía? ¿E incri-
minar a Zelanda, que está detrás de ella, como Holanda está detrás de la V.O.C.? ¿O
a ambiciones demasiado vastas expresadas demasiado tarde? ¿No estuvo el error en pen-
sar que el Nuevo Mundo se dejaría coger como esos países poblados a los que se podía
martirizar a voluntad, como Amboina, Banda o Java? En cambio, Holanda iba a cho-
car allí con Europa, con Inglaterra, que facilitará la resistencia portuguesa, y con la Es-
paña americana, más sólida de lo que las apariencias permitían suponer. En 1699. un
francés un poco malévolo sostenía que las gentes de las Provincias Unidas habían «ob-
servado las fatigas extraordinarias y los gastos considerables que los españoles se han
visto obligados a· hacer para establecer su comercio o su potencia en lo:; países que hasta
entonces eran desconocidos; por ello, han adoptado el partido de entregarse lo menos
posible a semejantes empresas:. 296. En suma, buscar países para explotar, no para po-
blar y desarrollar. ¿No sería menester pensar, más bien (lo que sería volver a nuestra
posición inicial), que la pequeña Holanda no era suficientemente fuerte como para tra-
garse, al mismo tiempo, el Océano Indico, la selva brasileña y un trozo útil de Africa?

192
Amsterdam

PREEMINENCIA
Y CAPITALISMO

La experiencia de Amsterdam, evidentemente, da testimonio sobre las formas, bas-


tante monótonas en su repetición, de toda preeminencia de un centro urbano con vo-
cación imperial. No necesitamos volver sobre este tema. Lo que nos interesa, en cam-
bio, es ver en un ejemplo preciso, en el marco de una tal preeminencia, lo que puede
ser el capitalismo local. A la búsqueda de una definición abstracta, preferimos la ob-
servación de experiencias concretas. Tanto más cuanto que el capitalismo, tal COIJ).O se
lo observa en Amsterdam, da testimonio a la vez de las experiencias precedentes y de
las que seguirán. En verdad, se trata al menos de dos campos de observación:
¿Qué ocurre en la misma Amsterdam, cuáles son sus métodos y sus prácticas
mercantiles? _
¿Cómo este centro del mundo se relaciona: con las zonas de la economía-mundo
que domina de cerca o de lejos? -
-_ La primera: cuestión es simple: el espectáculo de Amsterdam apenas puede sorpren-
dernos~ No sucede lo mismo con la segunda, que trata de reconstituir la arquitectura
de la zona que Atnsterdarri domina, y desde muy alto; Esta arquitectura no siempre
es evidente;· se pierde en una serie de casos particulares.

En Amsterdam; .
cuando el a!mticén marcha; todo marcha

En Amsterdam, todo es concentración, amontonamiento: los barcos están apreta-


dos en el puerto como sardinas en lata, y lo mismo los lanchones en movimiento por
los canales, los comerciantes en la Bolsa, las mercancías que se sumergen en las tiendas
y no cesan de salir de ellas. Apenas una flota «acaba de atracar al muelle -cuenta un
testigo del siglo XVII-, mediante los corredores de comercio, en la primera reunión
de los comerciantes en la Bolsa, se compra toda esa cantidad de mercancías, y los bar-
cos, que se descargan en cuatro o cinco días, están listos para un nuevo viaje» 297 Com-
prada con tanta rapidez, ciertamente que no. Pero las tiendas son capaces de absorber
todo, y luego de vomitar todo. Hay en el mercado una cantidad enorme de bienes,
materiales, mercancías y servicios posibles; todo está disponible al instante. Una orden
basta para que la máquina se ponga en marcha. Es así como Amsterdam mantiene su
superioridad. Una abundancia siempre lista, una masa enorme de dinero en constante
movimiento. Cuando son de una cierta clase, los comerciantes y los políticos holande-
ses son conscientes, aunque sólo sea por su experiencia, de la enorme potencia que tie-
nen entre sus manos. Sus triunfos mayores permiten todos los juegos, los lícitos y los
ilícitos. .
«Desde que conozco más particularmente Amsterdam -escribe un contemporáneo
(1699)-, la comparo con una feria donde diversos comerciantes llevan sus mercancías,
seguros !le poder venderlas allí; así como en las ferias ordinarias los comerciantes que
allí se encuentran no_ hacen uso de las cosas que venden, de igual modo los holandeses,
que acumulan de todos lados las mercancías de Europa, sólo conservan para su uso las
que son absolutamente necesarias para la vida y venden a las otras naciones las que con-
sideran superfluas y que son siempre las más caras» 298 •
La comparación con una feria es trivial, pero de resultas de ella se dice lo esencial

193
Amsterdam

Roilerdam, el banco y una grúa para descarga hacia 1700. Estampa de P. Schenk. (Atlas van
Stolk..)

s.obre el papel de Amsterdam: reunir, almacenar, vender y revender las mercancías del
universo. Ya Venecia había practicado una política ~emejante; ya Amberes, hacia 1567,
según decía Lodovico Guicciardini, era «una feria permanente> 299 • No hay duda de que
esta potencia de almacenamiento parece, en la escala del tiempo, fabulosa, aberrante
también, pues tal atracción termina a veces en tránsitos francamente ilógicos. Todavía
en 1721 300 , Charles King, en The Britisth Merchant 301 , se asombra de que las mercan-
cías inglesas para Francia sean llevadas por barcos holandeses, desembarcadas en Ams-
terdam y de allí ¡transportadas por el Mosa o el Rin! Pagarán derechos de entrada y de
salida en Holanda, luego peajes en el Rin o el Mosa y finalmente la aduana en la fron-
tera francesa. Estas mercancías, ¿no serían «más baratas en Champaña, o en Metz o en
las regiones próximas al Rin o el Mosa, si las desembarcásemos en Ruán y sólo pagáse-
mos los arbitrios municipales de esta ciudad>? Sin duda. K.ing se equivoca, como in-
glés que es, si cree que se paga la aduana de una vez por todas al entrar en Francia 302 •
Pero es evidente que el paso por Amsterdam alarga y complica el circuito. El comercio
directo terminará por imponerse cuando, en el siglo XVIII, Amsterdam ya no tenga la
misma potencia de atracción y de desvío.

194
Amsterdam

Pero esto no es todavía la regla en ese año de 1669 en el que seguimos los inter-
cambios de puntos de vista entre Simon, Arnaud de Pomponne, el Gran Pensionario
Juan de Witt y Van Beuningen 303 , cuyo lenguaje es más e Ategórico que el de J. de Witt.
Es imposible, dice Van Beuningen a Pomponne, que sigamos comprando mercaderías
franceses si se rechazan en Francia nuestros productos manufacturados. Hacer olvidar
al consumidor holandés el sabor del vino francés, cuyo consumo suplantó ampliamente
al de la cerveza, es sumamente sencillo: bastará con aumentar los impuestos al consu-
mo (un medio drástico de racionamiento). Pero, añade Van Beuningen, si los holan-
deses deciden «establecer la sobriedad en sus pueblos y la ausencia del lujo» prohibien-
do el uso de las costosas sedas francesas, seguirán transportando a los países extranjeros
«las mismas cosas que quisieran desterrar de su país». Dicho claramente, vinos, aguar-
dientes y telas de lujo francesas serán admitidas en el mercado de las Provincias Unidas
a condición de que vuelvan a salir; se cerrará el grifo interior, dejando libre curso al
depósito y el tránsito.
. Almacenes, depósitos: tal es el núcleo de la estrategia holandesa. En 1665, se ha-
blaba en firme, en Amsterdam, del proyecto a menudo puesto sobre el tapete de tratar
de descubrir por el norte un paso hacia la India. La Compañía de las Indias Orientales
puso obstáculos al proyecto. ¿La razón de ello? Como explica uno de los interesados,
es que; en caso de éxito, la travesía se reducida en seis meses. Entonces, la Compañía
no tendría tiempo de dar salida, antes del retomo de la expedición, a los diez millones
de florines de mercaderías que se acumulan cada año en sus tiendas 304 • La abundancia
en el mercado haría bajar el precio de las reservas existentes. Finalmente, el intento
fracasará por sí mismo, pero estos temores revelan una mentalidad y, más aún, una épo-
ca de la economía.

EN 1786, LOS HOLANDESES SON TADAVIA LOS TRANSPORTISTAS DE EUROPA

Recuento, por el ~ónsul francés de Amsterdam, en 1786, de los 1.504 barcos llegados a Ams-
terdam. Pese a la época tardía, eslas naves son casi todas holandesas.
Provenientes número de de los cuales
de barcos son holandeses
Prusia 591 581
Rusia 203 203
Suecia 55 35
Dinamarca 23 15
Alemania del Norte 17 13
Noruega 80 80
Italia 23 23
Portugal 30 30
España 74 72
Levante 14 14
Berbería 12 12
Francia 273 273
Colonias americanas
(excepto Estados Unidos) 109 109

Tomado de Brugmans, Geschiedenis van Amsterdam, IV; pp. 260-261

195
Amsterdam

Los amontonamientos de mercaderías de ese tiempo responden, en efecto, a la len-


titud y las irregularidades de la circulación. Son la solución a problemas mercantiles
que derivan todos, o casi todos, de la intermitencia de las llegadas y las salidas, del
retraso y las incertidumbres de las informaciones y de las órdenes. El comerciante, si
puede permitirse guardar reservas, está en condiciones de reaccionar pronto ante una
apertura cualquiera del mercado, en el instante mismo en que se produzca. Y si Ams-
terdam es el director de orquesta de los precios europeos que todos. los documentos se-
ñalan, es en razón de la abundancia de las reservas de mercancías cuya salida puede
regular a voluntad.

Mercancías
y crédito

Este sistema de depósitos se convierte en monopolio. Y si los holandeses «son en


realidad los carreteros del mundo, los intermediarios del cometciO, los factores y agen-
tes de Europa» 3º~ (dixít Defoe, 1728), no es, como piensa Le Póttier de la Hesttoy 306 ,
porque «todas las naciones han querido soportarlo:., sino porque no han podido impe-
dirlo. El sistema holandés está construido sobre el conjunto de las interdependencias
comerciales que, ligadas unas a otras; organizan una serie de canales casi obligatorios
de la circulación y redistribución de mercancías. Un sistema que se mantiene al precio
de una atención constante, de una política de eliminación de toda competeticfa, de
una subordinación del conjunto de la economía holandesa a este objetivo dencial. Los
holandeses que discutían con Pomponne, en 1669-1670, sobre «el interés que se revela
en las otras naciones en no depender sólo de ellos [los holandeses] para todo el comer-
cio de Europa» 3º7 , no se equivocaban al afirmar que «quienes se lo quitan [este comer
cio que ellos Uaman entrecurso], no pasando ya por sus manos:., pueden hacerles «per-
der [ ... ] las utilidades que les producía el intercambio y el transporte de mercancías
que ellos solos hacían en todas las partes del mun~o. pero no reemplazarlos en este
papel y obtener ellos el beneficio» Jos.
Esta función hipertrofiada del depósito y la redistribución sólo es posible porque
ella modela, orienta y hasta altera (se debería decir: forma) las otras funciones mercan-
tiles. El Essaipolítíque de Jean Fran~ois Melon (1735) lo señala a propósito de la ban-
ca, sin gran claridad es cierto, pero sin duda su reflexión va bastante lejos. «Un buen
banco -dice- es el que no paga», es decir, el que sólo emite billetes 309. El Banco de
Amsterdam y su modelo, d Banco de Venecia 310 , responden a este ideal. Allí todo es
«convertido en escrituras». El depositante salda por transferencia, utilizando una mo-
neda ficticia, llamada moneda de banco, que goza con respecto a la moneda corriente
de un agio medio del 5% en Amsterdam y de un 20% en Venecia. Recordadas estas
nociones, he aquí cómo Melon opone Amsterdam a Londres: «La Banca de Amsterdam
ha debido apelar a escrituras -explica- porque Amsterdam recibe mucho y consume
poco. Recibe por v:ía marítima grandes partidas, que vuelve a enviar a otras panes [esto
es definir el depósito]. Londres consume [ ... ] sus propios artículos y su banca debe ope-
rar con billetes exigibles» 311 . Es un texto poco preciso, convengo en ello, pero que opo-
ne un país que hace sobre todo el comercio de almacén y de tránsito con otro donde
el abanico de la circulación, ampliamente abierto sobre redes interiores de consumo y
de producción, necesita sin cesar de moneda tangible3 12 •
Si Amsterdam no tiene banca de emisión, con la preocupación cotidiana de los fon-
dos en metálico, es, de hecho, porque no la necesita. Lo que exige el depósito, en efec-
to, es liquidaciones fáciles y rápidas, que permitan compensar entre ellos los flujos de

196
Amsterdam

Oficina de cambio. Estampa holandesa. 1708. (Atlas van Stolk.)

pagos muy numerosos, sin recurrir a los riesgos del dinero contante y sonante; y anu-
larlos mediante el juego del clearing. El sistema bancario de Amsterdam es, desde este
punto de vista, del mismo carácter que el de las ferias de tipo antiguo, incluidas las
modernísimas ferias genovesas, pero mucho más flexibk y rápido, porque es continuo.
Según un informe de los «tenedores de libros de la banca», una firma como los Hope,
en períodos normales, antes de la crisis de 1772, inscribía cada día, en crédito o débi-
to, «de 60 ·a 80 asientos en la banca> 313 • Según un buen testimonio, hacia 1766, se ve
las transferencias, en el Banco de Amsterdam, «multiplicarse hasta diez y doce millo-
nes de florines por día>.l 14.
En cambio, el Banco de Amsterdam no es un instrumento de crédito, pues el pago
en descubierto está prohibido a los depositantes bajo pena de multa 315 • Ahora bien, el
crédito, indispensable en cualquier lugar, es una necesidad vital en Amsterdam, con-
siderando la masa anormal de mercancías que son compradas y almacenadas sólo para
ser reexportadas meses más tarde, y considerando también que el arma del negociante
holandés frente al extranjero es el dinero, los múltiples adelantos ofrecidos para com-
prar mejor o vender mejor. Los holandeses son, en verdad, comerciantes de crédito pa-
ra Europa entera, y éste es el secreto de los secretos de su prosperidad. Este crédito ba-
rato, ofrecido en abundancia por las firmas y los· grandes comerciantes de Amsterdam,
toma caminos tan múltiples, desde el comercio más juicioso hasta la especulación sin

197
Amsterdam

límites, que es difícil seguirlo en todos sus repliegues. Pero su papel es claro en lo que
por la época se llamaba el comercio de comisión y el comercio de aceptación, los cua-
les, en Amsterdam, adquieren formas particulares que proliferan.

El comercio
de comi'sión

El comercio de comisión es lo contrario del comercio personal, llamado «comercio


de propiedad»; es ocuparse de mercancías por cuenta de otro.
La comi'sión es, propiamente, «la orden que un negociante da a otro para comer-
ciar. El que ordena es el Comitente; aquel a quien se da la orden en el Comisionista.
Se distinguen la comisión de compra, la comisión de venta, la de banca, que· consiste
en tomar; aceptar; remitir, hacer aceptar o recibir por cuenta de otro; la de depósito,
que consiste en recibir envíos dé mercancías para despacharlas hacia su destino». Por
consiguiente, «se vende, se compra, se hacé construir; carenar, armar y desarmar bar-
cos, se asegüra y se hace asegurar pot comisión»316 Todo el tometcfo entra en el siste-
ma,. donde se encuentran las: situaciones más diversas. Hasta hay casos en los que el
comitente y el comisionista actúan juntos; así, cuando un negociante va a comprar «de
primera mano» a üna dudad de manufacturas (digamos, para hacer una selección de
sedas eri Lyon o en Tours}, surte de nuévó su aprovisionamiento en compañía del co-
misionista, quien ·lo guía y discute los precios cori éL . . . ..
Si Holanda rio inventó la comisión, que es una práctica muy antigua, hizo de ella,
ddde muy pronto y durante largo tiempo, la primera de sus actividades mercantiles 317 •
ES decir que i:odos los casos que la comisión plantea a priori se encuentran allí: la igual-
dad como la desigualdad, la dependencia como la autonomía recíproca. Un comercian-
te puede ser e1 comisionista de otro que desempeña el mismo papel en su localidad.
Pero en Amsterdam es la desigualdad la que tiende a convertirse en la regla. Una
de dos cosas: o el negociante holandés tiene en el extranjero comisionistas titulares,
que son entonces ejecutantes, y hasta ganchos a su servicio (así ocurre en Livorno, Se-
villa, Nantes, Burdeos, etcétera); o es el negociante de Amsterdam el que hace de co-
misionista y, entonces, subyuga, por su crédito, al comerciante que recurre a sus servi-
cios, sea para la venta, sea para la compra. Los mercaderes holandeses, en efecto, dan
todos los días «un crédito a los negociantes extranjeros que les encargan compras [de
mercancías y hasta de valores cotizados en la Bolsa] para su reembolso, el cual sólo se
efectúa dos o tres meses después de su expedición, lo que da a los compradores cuatro
meses de crédito» 318 • La dominación es más patente aún en las ventas: cuando un co-
merciante hace tal o cual envío a un gran comisionista holandés con orden de venderlo
a un precio determinado, el comisionista le hace un adelanto de un cuarto, o de la mi-
tad o hasta de los tres cuartos del precio fijado 319 (se ve bien que esto se asemeja a las
prácticas antiguas de dar adelantos sobre el trigo aún no cosechado o sobre la lana de
la próxima esquila). Este adelanto corre a una cierta tasa, a cargo del vendedor.
De este modo, el comisionista de Amsterdam financia el comercio de su correspon-
diente. Un documento de 1783 320 lo establece claramente con respecto a telas de lino
de Silesia, conocidas con el nombre de platillas (antaño eran fabricadas en Cholet y
Beauvais, antes de ser imitadas en Sílesia, donde, producidas a mejor precio con lino
polaco de alta calidad, desde entonces no tuvieron rivales). Las platillas se exportan a
España, Portugal y América, siendo los lugares de posta ante todo Hamburgo y Alto-
na. «También llega a Amsterdam una gran cantidad de estas telas. Los mismos fabri-
cantes las envían cuando no han podido venderlas todas en las regiones y lugares ad-

198
Amsterdam

yacentes, pues allí [en Amsterdam] encuentran fácilmente préstamos superiores a las
tres cuartas partes de su valor a un módico interés, a la espera de una ocasión de venta
favorable. Estas ocasiones son frecuentes, porque las colonias holandesas las consumen,
sobre todo la de Curai;ao.»
En este caso, como en muchos otros, la comisión combinada con crédito dirige a
Amsterdam una masa considerable de mercancías; éstas deben responder, obedientes,
al flujo del crédito. En la segunda mitad del siglo xvm, al deteriorarse el almacén de
Amsterdam, el comercio de comisión se altera; así, permite, para dar un ejemplo fic-
ticio, que la mercancía comprada en Burdeos llegue a San Petersburgo sin detenerse
en Amsterdam, aunque esta ciudad proporcione el aderezo financiero sin el cual nada
sería fácil, si no posible. Esta alteración da una importancia mayor a otra crama» de la
actividad neerlandesa, el comercio llamado de aceptación, que se relaciona exclusiva-
mente con las finanzas, o, como se decía más comúnmente en tiempos de Accarias de
Sérionne, con la «banca», en el sentido general de créditom. En este juego, Amster-
dam sigue siendo la «caja» 322 y los holandeses «los banqueros de toda Europa» 323 •
¿No es normal tal evolución, por lo demás? Charles P. Kindleberger 324 lo explica
muy bien. «El monopolio de un puerto o una posta, como nudo de una red mercantil,
es difícil de mantener -escribe-. Al mismo tiempo que en el riesgo y el capital, tal
monopolio se funda en una buena información en lo concerniente a las ·mercancías dis-
ponibles y a los lugares donde son requeridas. Pero esta información se difunde rápi-
damente, y el comercio del mercado central es reemplazado por el tráfico directo entre
productor y consumidor. Entonces, las sargas de Devonshire y los paños ordinarios de
Leeds ya no necesitan transitar por Amsterdam para ser enviados a Portugal, España o
Alemania; se envían allí directamente. [En Holanda] el capital sigue siendo abundan-
te, pero el comercio dedina, con una tendencia a transformar el lado financiero de los
intercambios de mercancías en servicio de banca y d~ inversiones en el extranjero», pues
las ventajas de un gran mercado financiero para los prestamistas y los que solicitan prés-
tamos finalmente duran más que las del centro mercantil para los compradores y ven-
dedores de mercancías. Este paso de la mercancía a la banca, ¿no lo hemos visto con
toda claridad en Génova, desde el siglo XV? ¿Y no se verá en Londres, en los si-
glos XIX y XX? ¿Será más duradera la primacía bancaria? Es lo que sugiere, en Amster-
dam, la fortuna de la aceptación.

La razón de ser
de la aceptación

cDar la aceptación a una letra de cambio -explica Savary- es suscribirla, firmarla,


convertirse en el principal deudor de la suma que allí se estipula, obligarse en su nom-
bre a saldarla en el tiempo indicado»~ 25 • Si la fecha de vencimiento es fijada por el ex-
pedidor, el aceptador (se dice a veces el acceptator) la firma solamente; si el vencimien-
to no está indicado, se la firma y se la fecha, y la fecha inscrita fijará el vencimiento
futuro.
Hasta aquí, no hay nada nuevo: el comercio de aceptación utiliza las innumerables
letras de cambio que, desde largo tiempo atrás, son en Europa el vehículo del crédito
y que, eh adelante, van obstinadamente a concentrarse como un enorme cúmulo sobre
Holanda, lo cual, evidentemente, no es fortuito. La letra de cambio sigue siendo, en
efecto, «el primero de [ ... ] todos los papeles de comercio y el más imponante», <;on
respecto al cual los billetes al portador, los billetes a la orden y los billetes por valor
de mercancías sólo tienen un papel modesto y local. En todos los lugares de Europa,

199
Am.<terdam

«las letras de cambio circulan en el comercio como dinero contante y sonante, con la
ventaja sobre el dinero de que llevan un interés, por el descuento que se hace de un
transporte 316 a otro o de un endoso a otro:1>i 27 Transportes, endosos, descuentos, letras
y retractos 328 han hecho de la letra de cambio un viajero infatigable, de un lugar a otro
y así sucesivamente, de un comerciante, de un comitente a un comisionista, dé un ne-
gociante a su corresponsa:J., o de un banquero que efectúa descuentos (un discompteur,
como se dice en Holanda, en lugar de escompteur, la palabra que se usa en Francia y
que conserva Savary des Bruslons), o aún de un negociante a un «cajero•, a su cajero.
Por eso, para captar el problema es importante verlo en su conjunto y con el asombro
admirativo de los contemporáneos que tratan de explicarse el sistema holandés.
Dada la lentitud del consumo -que no se realiza en un día-, la lentitud de la
producción, la lentitud de las comunicaciones para las mercancías y hasta para las ór-
denes y las letras de cambio, la lentitud con que la masa de los dientes y los consu-
midores puede extraer de sus haberes el dinero al contado (necesario para las compras),
es menester que el negociante tenga la facultad de vender y comprar a crédito, emi-
tiendo un efecto que podrá circu!ar hasta que esté en condiciones de reembolsar al con-
tado, en mercaderías o con otro documento. Era ya la solución que los comerciantes
italianos habían esbozado en el siglo XV, con el endoso y el recambio, y que ampliaron
en el XVII en el marco del pacto de n'corsa 329 : tan discutido por lo~ ~:ólogos. Pero no
hay ninguna medida común entre estas primeras aceleraciones y la inundación del pa-
pel en el siglo XVIII: 4, 5, 10 ó 15 veces la circulación monetaria del «efectivo:.. Una
inundación de papel que representa, ya los sólidos haberes y las prácticas rutinarias de
los comerciantes, ya lo que llamaríamos papel de colusión y los neerlandeses llaman
Wisselruiterij33°.
licito o ilícito, este movimiento del papel llega lógicamente a Amsterdam para vol-
ver a partir y volver a ella, según flujos e impulsos que atraviesan el conjunto de la
Europa comerciante. Cada mercader que se inserta en estas corrientes por lo general
encuentra en ellas comodjdades irremplazables. Hacia 1766, los negociantes que com-
pran al por mayor las sedas «de Italia y del Piamonte• para revenderlas a los manufac-
tureros de Francia y de Inglaterra difícilmente podrían prescindir del crédito holandés.
Las sedas que compran en Italia «de primera mano» se pagan, en efecto, obligatoria-
mente al contado y «Se ven obligados por el uso general> a entregarlas a los manufac-
tureros «a alrededor de dos años de crédito», es decir, el tiempo de pasar de la materia
prima al producto terminado y de ponerlo en venta 331 • Esta larga y regular espera ex-
plica el papel de las letras de cambio renovadas varias veces. Estos mayoristas, pues,
forman parte de los muchos comerciantes de Europa «que circulan», es decir, que (ex-
tienden letras a [sus] corres!Jonsales [holandeses, claro está] para adquirir, con el so-
corro de su aceptación, fondos en el lugar [donde operan] y que, para las primeras le-
tras de cambio', a su vencimiento, extienden otras nuevas o las hacen extender» 332 • Es
un modo de crédito bastante costoso a la larga, pues la deuda crece de lt;tra a letra,
pero que soporta sin dificultad una «fama del comercio» particularmente fructífera.
La maquinaria del comercio y del crédito holandeses funciona, pues, por los múl-
tiples movimientos cruzados de letras de cambio innumerables, pero no puede actuar
solamente con el papel. De tanto en tanto le hace falta dinero al contado, con el cual
proveer al comercio del Báltico y del Extremo Oriente, con el cual, también, llenar en
Holanda las cajas de los comerciantes y los que efectúan descuentos, cuyo oficio es pa-
sar del papel a la moneda en metálico y a la inversa. A Holanda, cuya balanza de pa-
gos es casi siempre positiva, no le falta el dinero al contado. En 1723. Inglaterra habría
enviado a Holanda, entre plata y oro, 5.666.000 libras esterlinasm. A veces las llegadas
adquieren carácter de acontecimiento: «Es prodigioso [ver] -escribe el cónsul napoli-
tano en La Haya, el 9 de marzo de 1781'-- la cantidad de remesas que se hacen a este
200
'
Amsterd11m

país [Holanda], tanto desde Alemania como de Francia. De Alemania, se han enviado
más de un millón de soberanos de oro 334 que serán fundidos para hacer ducados de
Holanda; desde Francia se han enviado a casas comerciales de Amsterdam cien mil lui-
ses de oro»m. Y agrega, como si quisiese proporcionar a nuestros manuales de econo-
mía política un ejemplo retrospectivo del Gold point standardB6 : «La razón de este en-
vío es que el cambio resulta muy ventajoso para este país [Holanda] actualmente.» En
general, a los ojos del observador cotidiano, la masa del dinero al contado en Amster-
dam se borra detrás de la masa del papel. Pero si un estancamiento accidental detiene
el movimiento de los negocios, su presencia se manifiesta sin tardanza. Así, a fines de
diciembre de 1774 337 , al salir de la crisis de 1773, que todavía se hace sentir, y cuando
llegan las noticias de los problemas de la América inglesa, el marasmo es tal que «el
dinero nunca ha sido más común que hoy[ ... ], se descuentan las letras de cambio al
dos por ciento y hasta a uno y medio, cuando las letras son aceptadas por ciertas casas,
lo que prueba la inactividad del comercio>.
Sólo esta acumulación de capitales permite los juegos arriesgados del papel de pe-
lota, el recurso fácil, automático, para todo negocio que parezca prometedor, a un pa-
pel que no garantiza nada, como no sea la superioridad y la prosperidad de la econo-
mía holandesa. Yo aplicaría de buena gana a esta situación del siglo XVIII lo que Was-
sily Leontieff decía recientemente con respecto a la masa de dólares y eurodólares crea-
dos hoy por los Estados Unidos: «El hecho es que, en el mundo capitalista, los Estados
y a veces incluso empresarios o banqueros audaces han usado, o abusado, del derecho
a acuñar moneda. En particular, el gobierno de Estados Unidos, que durante tanto tiem-
po ha inundado a los otros países de dólares no convenibles. Todo consiste en tener
bastante crédito -y por ende poder- como para permitirse el procedimiento11 338 • No
es otra cosa lo que dice a su manera Accarias de Sérionne: «Si diez o doce negociantes
de Amsterdam se reúnen para una operación de banca [entiéndase: de crédito], en un
momento pueden hacer circular por toda Europa más de doscientos millones de flori-
nes en papel moneda, preferidos al dinero contante y sonante. No hay soberano que
pueda hacer otro tanto. [ ... ] Este crédito es un poder que los diez o doce negociantes
ejercerán en todos los Estados de Europa con una independencia absoluta de toda au-
toridad11339. Como se ve, las sociedades multinacionales de hoy tienen antepasados.

La boga de los empréstitos


o la perversión del capital

La prosperidad de Holanda dio ·origen a excedentes que, paradójicamente, la obs-


taculizan, excedentes tales que el crédito que proporciona a la Europa mercantil no bas-
tará para absorberlos y que ofrecerá también a los Estados modernos, muy especial-
mente dotados para consumir capitales, ya que no para reembolsarlos a la hora prome-
tida. En el siglo XVIII, cuando en toda Europa hay dinero inactivo, difü;:il de emplear
y en malas condiciones, los príncipes casi no tendrán necesidad de pedir: basta una se-
ñal y el dinero de los riquísimos genoveses, de los riquísimos ginebrinos o de los riquí-
simos financieros de Amsterdam está a su disposición. ¡Tomad, os lo rogamos! En la
primavera de 1714, inmediatamente después de una crisis de marasmo pronunciado,
las cajas de Amsterdam se abren totalmente: cLa facilidad con la cual los holandeses
hacen hoy pasar su dinero a los extranjeros ha hecho que varios príncipes de Alemania
aprovechen esta buena disposición. El príncipe de Mecklemburgo-Strelitz acaba de en-
viar aquí a un agente para negociar 500.000 florines al 5%1134°. En el mismo momento,
201
Amsterdam

la corte de Dinamarca negociaba con éxito un empréstito de 2 millones que hizo as-
cender su deuda con los prestamistas holandeses a 12 millones.
Este empuje financiero, ¿es la aberración de la que hablan los historiadores mora-
lizadores? ¿No es una evolución normal? Ya durante la segunda mitad del siglo XVI,
que fue también un período de capitales superabundantes, Génova siguió el mismo
camino, pues los nobili vecchi, prestamistas titulados del Rey Católico, terminaron por
abandonar la vida mercantil activa 341 • Todo ocurre como si, al repetir esta experiencia,
Amsterdam hubiese abandonado la presa por su sombra, el mirífico ccomercio de de-
pósito» por una vida de rentistas especuladores, dejando las buenas cartas a Londres, y
hasta financiando el ascenso de su rival. Sí, pero, ¿tenía otra opción? ¿Hubiese tenido
la posibilidad, o siquiera la sombra de una posibilidad, de detener el ascenso nórdico?
Ello no impide que toda evolución de este género parezca anunciar, con la etapa del
desarrollo financiero, cierta madurez; es el signo del otoño.
En Génova como en Amsterdam, las tasas de interés particularmente bajas indican
que los capitales ya no hallan dónde emplearse en el lugar por los caminos ordinarios.
Al abundar en exceso el dinero libre en Amsterdam, su interés cae al 3 o al 2%, como
en Génova hacia el 1600 342 • Será también la situación en que se hallará Inglaterra des-
pués del boom del algodón, a comienzos del siglo XIX: demasíado dinero que no rinde
gran cosa, ni siquiera en la industria algodonera. Fue entonces cuando los capitales in-
gleses aceptaron lanzarse a las enormes inversiones de la industria metalúrgica y a los
ferrocarriles 343. Los capitales holandeses no tuvieron una oportunidad similar. Por ello,
era inevitable que todo interés un poco superior a las tasas locales los atrajese al exte-
rior, a veces muy lejos. Aun entonces, no fue la misma situación en que se hallará Lon-
dres cuando, a comienzos del siglo XX, después de la fantástica aventura de la Revo-
lución Industrial, tendrá de nuevo demasiado dinero y poco empleable en el país. Así,
enviará sus capitales al extranjero, como Amsterdam, pero los préstamos que otorgará
serán, a menudo, para ventas al exterior de productos industriales ingleses, es decir,
una manera de relanzar el crecimiento y la producción nacionales. Nada de e.'io sucedió
en Amsterdam, pues no había, junto al capitalismo mercantil de la ciudad, una in-
dustria en pleno desarrollo.
Sin embargo, esos préstamos al extranjero son negocios bastante buenos. Holanda
los practicó desde el siglo xvn 344 • En el XVIII, sobre todo cuando se abre en Amsterdam
el mercado de los empréstitos ingleses (al menos a partir de 1710), la crama» de los
empréstitos se amplió considerablemente. En el decenio de 1760, todos.los Estados se
presentaron ante las ventanillas de los prestamistas holandeses: el Emperador, el Elec-
tor de Sajonia, el Elector de Baviera, el insistente Rey de Dinamarca, el Rey de Suecia,
la Rusia de Catalina 11, el Rey de Francia y hasta la ciudad de Hamburgo (que, sin em-
bargo es su rival por entonces triunfante) y, finalmente, los rebeldes de América.
El proceso de los empréstitos extranjeros, siempre idéntico a sí mismo, es archico-
nocido: la firma que acepta poner el empréstito en el mercado, en la forma de obli-
gaciones34) cotizadas luego en la Bolsa, abre una subscripción que, en principio, es pú-
blica. En principio, pues sucede, si el empréstito parece sólidamente garantizado, que
se halle casi totalmente cubierto antes de ser anunciado. Las tasas de interés son bajas,
apenas uno o dos puntos más altos que las habituales entre comerciantes; el 5 % es con-
siderado como un interés elevado. Pero, por lo general, se exigen garantías: tierras, ren-
tas públicas, joyas, perlas, piedras preciosas, etcétera. En 1764 346 , el Elector de Sajonia
deposita en el Banco de Amsterdam «9 millones en piedras preciosas»; en 176934 7 , Ca-
talina 11 envía los diamantes de la corona. Otras prendas: enormes reservas de mercan-
cías, mercurio, cobre, etcétera. Además, para la casa que administra la operación hay
«primas»; ¿podría decirse sobornos? En marzo de 1784, cla América independiente» ne-
goció un empréstito de 2 millones de florines que fue cubieno sin dificultad. «Queda
202
Amsterdam

por ver -dice un informador que obtiene sus noticias de primera mano- si el Con-
greso aprobará las primas ofrecidas sin su conocimiento» 348 •
De ordinario, el «establecimiento», la firma privada que lanza el empréstito, entre-
ga ella misma el capital al prestatario y se compromete a distribuir los intereses que
cobre, todo por una comisión. Luego, la firma hace subcontratos con profesionales, los •
cuales, cada uno en su esfera, colocan un cierto número de títulos. Así, hay una movi-
lización bastante viva del ahorro. Finalmente, los títulos son introducidos en la Bolsa
y allí comienzan las mismas maniobras que hemos descrito a propósito de Inglaterra349 .
Es un juego de niños, al parecer, hacer subir los títulos por encima de la paridad, por
encima de 100. Basta una campaña bien orquestada, a veces simplemente el anuncio
falaz de que el empréstito está cerrado. Naturalmente, los que llevan el pequeño y el
gran juego aprovechan esa alza para vender los títulos que han adquirido o que les que-
dan en las manos. De igual modo, en caso de crisis política o de guerra capaz de hacer
bajar los fondos, serán los primeros en vender.
Estas operaciones son tan frecuentes que se forma una terminología panicular: a la
gente de los establecimientos se la llama banqueros negociantes, banqueros negocia-
dores o agentes de fondos; los que consiguen clientes y los corredores son «empresa-
rios»: es Sil tarea distribuir y «vender» las «obligaciones» (es decir, los títulos del em-
préstito) a los particulares. También se llaman comerciantes de fondos. No hacerlos in-
tervenir en la opetacióti sería pura locura, arruinarían el proyecto. Tomo estas expre-
siones de). H. F~ Oldecop, cónsul de Catalina II en Amsterdam. A través de su corres-
pondencia, se ve, de año en año, a los príncipes con necesidad de dinero y a sus agen-
tes entregarse con mayor o menor éxito a las mismas gestiones. cSe realiza ahora -es-
cribe Oldecop en abril de 1770- una negociación con los Sres. Horneca, Hoguer y
Cía. [el establecimiento especializado en los asuntos pro-franceses y franceses} para Sue-
cia, que, según se dice, será de cinco millones y que ha comenzado con un millón. El
primer millón ya ha sido obtenido, la mitad del cual al menos se ha colocado en Bra-
bante, se dice que hasta con dinero de los jesuitas» 3 ~ 0 • Sin embargo, todos piensan que
la suma que queda por negociar «hallará dificultades para ser reunida». El mismo 01-
decop se halla entonces, por orden del gobierno ruso, tramitando un empréstito en Ho-
pe y Cía., André Fels e Hijos, Clifford e Hijos, con quienes cse ha puesto al habla» y
que se cuentan entre «los principales negociantes de esta ciudad»lll. La dificultad es
que San Petersburgo «no es un lugar de cambio, donde se puedan hacer envíos y li-
branzas en todos los correos>. Lo mejor será hacer los pagos en la misma 4msterdam
y, para los reembolsos e intereses, organizar entregas de cobre a Holanda. En marzo
de l 763m, es el Elector de Sajonia quien solicita un préstamo de 1.600.000 florines,
pagables, exigen los comerciantes de Leipzig, «en ducados de Holanda, que actualmen-
te tienen un precio muy alto».
El gobierno francés será uno de los últimos en introducir, en la plaza de Amster-
dam, sus empréstitos catastróficos para él mismo y para los prestamistas, a quienes de·
jará estupefactos, el 26 de agosto de 1788, la suspensión de los pagos por los franceses.
«Este rayo [ ... ], que amenaza con aplastar a tantas familias -escribe Oldecup-, acaba
de dar [... J un golpe violento y terrible a todas las negociaciones extranjeras.> Las obli-
gaciones caen del 60 al 20 % m. La gran firma de los Hope, muy dedicada a los fondos
ingleses, tuvo la maravillosa idea de mantenerse siempre alejada de los empréstitos fran-
ceses. ¿Por azar o por reflexión? En todo caso, no tuvo que arrepentirse de ello. En
1789, se verá al jefe de la firma ejercer sobre la Bolsa de Amsterdam un «imperio ...
tal que no hay ejemplo de que el curso del camQio se fije antes de que él haya llega-
do»314. También, cuando la «revolución bátava», será el intermediario de los subsidios
ingleses en Holandam. Hasta se opondrá, en 1789, a las compras de cereales del go-
bierno francés en el Bálticoll6 •

203
Amsterdam

Otra perspectiva:
alejándose de Amsterdam

Pero abandonemos el cenero de esca vasca red, abandonemos Amsterdam, alta torre
de control. El problema, ahora, es ver cómo esa red de conjunto, que en mi opinión
es una superestructura, se une en la base con las economías inferiores. Son estas unio-
nes, estas solduras, estos enganches en cadena los que nos interesan, en la medida en
que revelan la manera en que una economía dominante puede explotar a las econo-
mías subalternas, eximiéndose de asumir por sí misma las tareas y las producciones me-
nos rentables y, por lo general, de vigilar directamente los eslabones inferiores del
mercado.
De una región a otra, y según la naturaleza y la eficacia de la dominación ejercida
por la economía central, las soluciones varían. Bastarán cuatro grupos de ejemplos, pien-
so, para señalar estas diferencias: los países del Báltico, Francia, Inglaterra e Insulindia.

Alrededor
del Báltico

Los países del Báltico son demasiado diversos para que la muestra de ejemplos que
elijamos cubra toda su extensión. Cierto número de regiones interiores, montañesas,
forestales o cenagosas, sembradas de lagos y turberas queda, además, fuera de las co-
municaciones normales.
Es la insuficiencia extrema del poblamiento la que crea, ante todo, tales zonas, más
que semidesérticas. Por ejemplo, el Norrland sueco, que comienza al borde del valle
del Dal elf es una inmensa zona forestal entre, al oeste, la montaña desnuda de los
confines noruegos y, al este, una estrecha franja cultivada sobre el litoral del Báltico.
Los ríos rápidos y potentes que lo cortan de oeste a este transportan, todavía hoy, por
armadía, masas impresionantes de troncos de árboles, después de la fundición de los
hielos. El Norrland por sí solo es más vasto que el resto de Sueciam, pero a fines de
la Edad Media apenas contaba de 60.000 a 70.000 habitantes. Es un país primitivo,
pues, explotado en lo esencial, en la pequeña medida en que es explotable, por el gre-
mio de los comerciantes de Estocolmo; en resumen, una verdadera zona periférica. Ade-
más, el valle del Dal elf siempre ha sido reconocido como un corte esencial. Según un
viejo dicho sueco, «los robles, los cangrejos y los nobles [y el trigo, agreguemos] no se
encuentran ya al norte del río»J5e.
El ejemplo del Norrland está lejos de ser el único de su especie; piénsese, en efecto,
en tantas regiones de Finlandia invadidas por los bosques y los lagos, o en tantas re-
giones interiores desheredadas de Lituania o Polonia. En todas partes, sin embargo, las
economías se elevan por encima de este nivel elemental: economía de regiones inferio-
res donde la vida rural, creadora de excedentes, representa la totalidad de las activida-
des; economías litorales, siempre vivas, a veces con asombrosas aldeas de marinos d.e
cabotaje; economías urbanas que surgen y se imponen más por la fuerza que amable-
mente; en fin, economías territoriales que se delinean y entran ya en acción: Dinamar-
ca, Suecia, Moscovia, Polonia y el Estado Prusiano de Brandeburgo, en vías de muta-
ción profonda y obstinada desde el advenimiento del Gran Elector (1640). Estos seres
de grandes dimensiones que poco a poco van a desempeñar los primeros roles políticos
y a disputarse el espacio del Báltico son economías nacionales.

204
Amstcn/,1111

La industn'a de armamentos se desarrolló en Suecia con la ayuda de los holandeses y se convirtió


en una de las miis importantes de Europa. Aquí se ve la fundición de ]ulitabroeck. (Rijksmu-
seum, Amsterdam.)

Este espacio ofrece, así, a nuestra observación la gama entera de las economías po-
sible en los siglos XVII y XVIII, desde la Hauswirtschaft hasta la Stadtwirtschaft y la Terri-
tori:Jlwirtschaft319 Finalmente, introducida por las complicidades del mar, una econo-
mía-mundo cubre el conjunto. Como sobreañadida a las economías de las etapas infe-
riores, las envuelve, las constrifie, las disciplina y las adiestra también, pues la radical
desigualdad entre dominadores y dominados no excluye cierta reciprocidad de servi-
cios: yo te exploto, pero te ayudo de vez en cuando.
En resumen, para fijar nuestro punto de vista, digamos que ni las navegaciones nor-
mandas, ni la Hansa, ni Holanda, ni Inglaterra, si bien crea.ron sucesivamente en el
Báltico tales economías dominantes, construyeron las bases económicas sin las cuales las
grandes explotaciones sólo habrían dominado el vacío. En este mismo sentido, he di-
cho ya que Venecia 360 , antaño, se adueño de la economía del Adriático, pero no la creó.
Suecia -que será nuestro ejemplo esencial- es una economía territorial en vías de
formación, precoz y tardía a la vez. Precoz, porque el espacio político sueco se esboza
desde muy pronto a partir de Uppsala y las orillas del lago Malar, en el siglo XI, indi-
nándose más tarde hacia el sur, con la Gotlandia Occidental y la Gotlandia Oriental.

205
Amsterdam

Pero es económicamente atrasada porque, desde comienzos del siglo XIII, los comer-
ciantes de Lübeck estaban en Estocolmo, que domina, en el Báltico, el estrecho paso
que hay a la salida del lago Malar (casi el doble de la superficie del lago Léman), y
permanecieron activos allí hasta fines del siglo XV 361 , pues la ciudad no alcanzó su apo-
geo completo y en adelante sin disputa más que con el advenimiento de la dinastfa de
los Vasa, en 1523. En Suecia, pues, como en las otras economías nacionales, un espacio
económico se organiza lentamente en un espacio político previamente esbozado. Pero
esta lentitud tuvo también en Suecia razones particulares bastante evidentes.
Ante todo, comunicaciones difíciles, casi inexistentes (las hermosas rutas suecas da-
tan del siglo xvm 362 ), en un espacio enorme de más de 400.000 km 2 que largas guerras
agrandaron hasta las dimensiones de un imperio (Finlandia, Livonia, Pomerania, Meck-
lemburgo y obispados de Bremen y Verden). Hacia 1660, este Imperio mide (compren-
dida Suecia) 900.000 km 2 • Suecia perderá una parte despu~s de 1720 (Paz de Estocol-
mo con Dinamarca) y de 1721 (Paz de Nystadt con Rusia), pero Finlandia, enorme do-
minio colonial363 , permanecerá con su poder hasta su anexión por la Rusia de Alejan-
dro I, eri 1809. Si se agrega a estos espacios la superficie de agua del Báltico, que Sue-
cia trata de rodear con sus posesiones (o sea 400.000 km 2), el conjunto supera el millón
de km 2 •
Otra debilidad de Suecia es su población insuficiente: 1.200.000 suecos, 500.000
finlandeses y 1 millón de otros súbditos364 , a orillas del Báltico y del mar del Norte.
Claude Nordmann3 6$ tiene razón al señalar el contraste entre los 20 millones de súb-
ditos de la Francia de Luis XIV y los 3 millones, apenas, de la esfera sueca. En conse-
cuencia, su .«grandeza» 366 sólo es posible al precio de esfüerzos sin límites. Uria centra-
lización burocrática.• creada tempranamente y costosa, establece una explotación fiscal
que supera los límites de ló razonable y que, por sí sola, permitió la política imperia-
liSta de Gustavo Adolfo y sus sucesores.
Una última inferioridad, la más cruel, es que las aguas del Báltico, superficie esen-
cial para los transportes, no son dominadas por Suecia. Hasta la Guerra de la Liga de
Augsburgo (1689-1697), su marina mercante fue mediocre: muchos barcos, es cierto,
pero de un tonelaje ínfimo, naves aldeanas, sin puente, que practican el cabotaje. Su
marina de guerra, nacida en el siglo XVII, no es capaz, ni siquiera después de la crea-
ción, en 1679, de Karls Krona, sólida base naval3 67 , de igualar a la flota danesa, ni más
tarde a la flota rusa. De hecho, la circulación marítima será monopolizada por la Han-
sa y luego, a partir del siglo XVI, por Holanda. En 1597, son casi 2.000 368 los barcos
holandeses que circulan por· el Báltico, atrapado entonces en su totalidad en la red es-
trecha de sus intercambios. Suecia, por favorecida que sea por sus conquistas y por las
rentas aduaneras que obtiene al controlar los ríos y los tráficos de la Alemania del Nor-
te, es capturada a su vez por los hilos del capitalismo de Amsterdam. El yugo se halla
bien establecido: hasta los suecos saben que desembarazarse de los holandeses aprove-
chando una coyuntura, equivaldría a suspender los tráficos nutricios del Báltico y a gol-
pear a su propio país en pleno corazón. Aunque hostiles a estos amos exigentes, no
quieren apelar, para liberarse de ellos, a la ayuda de los franceses o a la de los ingleses.
En 1659, los ingleses son advertidos por los responsables suecos 370 que no deben ex-
pulsar a los neerlandeses del Báltico ¡más que a condición de que los reemplacen!
Hasta los alrededores del decenio de 1670, hasta que se consolide el empuje inglés
eii el Báltico, los holandeses eliminarán toda competencia. Sus comerciantes no se con-
tentan con dirigir los asuntos suecos en Amsterdam. Muchos de ellos, y no de los me-
nores, los de Geer, los Trip, los Cronstrom, los Blommaert, los Cabiljau, los Wewes-
ter, los Usselinck y los Spierinck 371 , se instalan en Suecia, a veces se naturalizan allí,
obtienen títulos de nobleza y disponen, al mismo tiempo, de una total libertad de
maniobra.
206 '
Amsterdam

La acción holandesa penetra la economía sueca en profundidad, hasta la produc-


ción, hasta la utilización de la mano de obra campesina barata. Amsterdam controla,
a la vez, los productos de los bosques suecos del Norte (madera, tablones, mástiles,
alquitrán de hulla, brea, resina, etcétera) y toda la actividad del distrito minero de
Bergslag, a poca distancia de la capital y de los ríos del Malar. Imaginad un círculo de
15.000 km 2 de superficie donde hay oro, plata, plomo, cinc, cobre y hierro. Estos dos
últimos minerales son fundamentales en la producción sueca, el cobre hasta aproxima-
damente el 1670, época en la que se agotan las minas de Falun; el hierro lo sustituye,
entonces, y se exporta cada vez más a Inglaterra, en la forma de lingotes de fundición
o de planchas. En los límites del Bergslag se elevan altos hornos y fraguas, fábricas de
cañones y de balas de cañón 372 • Esta potencia metalúrgica sirvió, evidentemente, a la
grandeza política de Suecia, pero no a su independencia económica, pues el sector mi-
nero dependió de Amsterdam en el siglo XVII, como en los siglos anteriores había de-
pendido de Lübeck. Las empresas ejemplares de los de Geu y los Trip no son, en efec-
to, tan nuevas como se ha dicho. Obreros valones de la región de Lieja (de donde era
originario Luis de Geer, el «rey del hierro») introdujeron en el Bergslag los altos hornc_>s
de ladrillo; pero mucho antes obreros alemanes habían edificado muy altos hornos de
madera y barrom.
Cuando, en 1720-1721, Suecia sea llevada al bloque Suecia-Finlandia, buscará en
el Oeste compensaciones a sus sinsabores bálticos. Es la época en que adquiere impulso
Goteborg, fundada en 1618 sobre el Kattegat y ventana de Suecia hacia Occidente. La
marina mercante sueca toma cuerpo, aumenta el número y el tonelaje de sus naves
(228 en 1723, 480 tres años más tarde, 1726), y esta marina escapa del Báltico; en
1732, el primer barco finlandés salido de Abo llegó a España 374 ; el año anterior, el 14
de junio de 17 31 m, la. Compañía de Indias de Suecia había recibido su concesión del
rey. Esta Compañía, con centro en G0teborg, tendría una prosperidad bastante larga
(sus dividendos llegarían al 40 y hasta al 100% ). Suecia, en efecto, supo aprovechar su
neutralidad y las querellas marítimas de Occidente para explotar sus posibilidades. Los
suecos asumen a menudo, al servicio de quien se lo pida, el fructífero papel de naves
«enmascaradas,,H6 •
Este progreso de la marina sueca es una liberación relativa; significa el acceso direc-
to a la sal, al vinr y a los tejidos de Occidente y a los productos coloniales; y de golpe
los intermediarios son descartados. Condenada a compensar los desequilibrios de suba-
lanza comercial con exportaciones y servicios, Suecia busca un excedente en dinero que
le permita mantener una circulación monetaria estorb!.!.da por los billetes del Riksbank
(fundado en 1657 y vuelto a fundar en 1668 377 ). Una política alerta y merca~tilista se
obstina en crear industrias y lo consigue más o menos, muy bien cuando se trata de
CO"lstrucciones navales, pero mal cuando se trata de la seda o de paños de calidad. Fi-
nalmente, Suecia sigue dependiendo de los circuitos financieros de Amsterdam, y su
próspera Compañía de Indias admite una gran participación internacional, particular-
mente inglesa, tanto en el plano de los capitales como en el de las tripulaciones y los
sobrecargos};·;. Moraleja: es difícil desembarazarse de las superioridades de una econo-
mía internacional, a la que nunca faltan recursos y subterfugios.
Un viaje a Finlandia nos lo ofrece una comunicación reciente de Sven Erik Astrom~79
que tiene la ventaja de introducirnos en el límite más bajo de los intercambios, en los
mercados de Lappstra1.d y Viborg, pequeña ciudad fortaleza erigida hacia el sur, albor-
de del golfo de Finlandia. Observamos allí un comercio campesino, llamado Sobberei
por G. Mickwitz, V Niitemaa y A. 5oom (la palabra sobberei viene de sober, «amigo:.
en Estonia y Livonia) y majmiseri (que prov¡ene de la palabra finlandesa majanies, «el
huésped») por los historiadores finlandeses. Estas palabras nos indican de antemano
que se trata de un tipo de intercambio que se aparta de las normas habituales y que
207
Amsterdam

replantea, para nosotros, los problemas nunca bien resueltos del pensamiento de Karl
Polanyi y sus discípulos3 80 •
Menos accesible a Occidente que Noruega o Suecia, pues se halla más alejada de
él, Finlandia tiene tendencia a ofrecer al comercio exterior productos forestales trans-
formados, y en primer lugar alquitrán. En Viborg, el alquitrán se incorpora a un sis-
tema triangular: el campesino productor; el Estado, que espera del campesino contri-
buyente que pueda pagar sus impuestos en dinero; el comerciante, el único capaz de
ofrecer al campesino un poco de dinero, para luego quitárselo en virtud de un trueque
necesario: sal por alquitrán. Hay allí un juego de tres participantes, el comerciante, el
campesino y el Estado, donde el bai//if (especie de intendente) sirve de comisionista y
de árbitro.
En Viborg, los comerciantes, «burgueses» de la pequeña ciudad, son alemanes. La
costumbre quiere que, cuando el campesino, su proveedor y cliente, acude a la ciudad,
el comerciante lo albergue en su casa, se ociupe a la vez de su alojamiento, su alimen-
tación y sus cuentas. El resultado, fácil de prever, es el endeudamiento regular del cam-
pesino; endeudamiento debidamente consignado en los libros de los comerciantes ale-
manes de Viborg 381 • Pero estos comerciantes no son más que agentes; las órdenes de
compra y el dinero adelantado les llegan de Estocolmo, que a su vez no hace sino re-
petir las órdenes y los créditos de Amsterdam. Como el alquitrán es un negocio muy
grande (de un millón a un milló.n y rnedio d·e árboles derribados por año 382 ), como el
campesino que destila la madera es capaz de frecuentar los mercados, de informarse
en los pequeños puertos de la vecindad sobre el precio, decisivo en este caso, de la sal,
y como además es un campesino libre, se liberará poco a poco de las ataduras de la maj-
miseri. Pero no se liberará de las instancias superiores, de la Compañía del Alquitrán
creada en Estocolmo eri 1648, que vigila y, en verdad, fija el precio de la sal y del al-
quitrán. Finalmente sufre las presiones de la coyuntura. Así, como el precio del cen-
teno sube más rápidamente que el del alquitrán, a fines del siglo xvm se llevarán a
cabo deforestaciones y la creación de vastos cultivos. El campesino finlandés, pues, no
es su propio amo, aunque disponga en la base de cierta libertad de maniobra.
Entonces, ¿por qué esa libertad relativa? Para Sven Erik Astrom, quien conoce el
problema mejor que nosotros, ella es garantizada por su participación en las dietas del
gran ducado, que, a imagen del Ricksdag de Estocolmo, incluyen un cuarto estado, el
de los campesinos. La política y el derecho habrían preservado la libertad de ese cam-
pesino de los confines lejanos tanto como la del mismo campesino sueco, que tampoco
ha sido jamás sietvo. Tanto más cuanto que el Estado monárquico, adversario de los
nobles, hace su intervención. En resumen, dueños de su hacienda, el hemmanm, estos
campesinos suecos son privilegiados con respecto a la masa creciente de los mozos de
labranza y al hormigueo de los vagabundos y los muy pobres, los torpare 384 • Es verdad
que la.S regiones suecas y finlandesas están cortadas por inmensas zonas colonizadas.
¿No es la zona colonizada la que fabrica y conserva la libertad campesina?
Pero nuestro problema no reside allí. Lo interesante para nosotros, en el ejemplo
finlandés, es ver un poco más de cerca la situación «mercantil> del campesino, y más
aún saber a qué nivel hay relevo entre el recolector de bienes en la producción y el ne-
gociante de lo alto, saber hasta dónde el gran comerciante actúa por sí mismo. Entre
la cadena de arriba y la de abajo, la altura variable del punto de unión es una indica-
ción, casi una medida. En principio, no hay holandeses en Viborg. Están solamente
en Estocolmo.
Ultimo ejemplo: el de Gdansk (Danzig), ciudad extraña en más de un aspecto, ri-
ca, populosa, admirablemente situada, que supo mejor que otras ciudades de la Hansa
conservar los preciosos derechos de su etapa. Su pequeño patriciado38 l es riquísimo.
Sus «burgueses tienen el privilegio exclusivo de comprar trigo y otras mercancías que
208 •
Fundición sueca en 1781 {cttadro de Pehr Hillestrom, Museo Nacional de Estocolmo). Mano de
obra abundante; técnica relativamente poco evolucionada (martilleo a mano). Sin embargo, to-
davía en esta época, el hierro sueco, principalmente importado en Inglaterra, es el pn'mero de
Occidente, en cantidad y calidad.

vienen de Polonia [ ... ] en su ciudad, y los extranjeros no tienen permiso para comer-
ciar con Polonia ni para hacer pasar sus mercancías por la ciudad hacia Polonia; están
obligados a efectuar su comercio con los burgueses, tanto en la compra como en la ven-
ta de mercancías». Una vez más, admiremos al pasar la· concisa claridad de Savary des
Bruslons 386 • Define en pocas palabras el monopolio de Gdansk: entre el vasto mundo
y la inmensa Polonia, la ciudad es, si no única3 87 , al menos y con mucho la más im-
portante puerta de entrada y de salida. Este privilegio, sin embargo, desemboca en un:.
estrecha sujeción exterior con respecto a Amsterdam: hay una correlación bastante es-
tricta entre los precios en Gdansk y los precios en la plaza holandesa 388 que los domina,
y si ésta pone tanto cuidado en preservar la libertad de la ciudad del Vístula es porque,
al defenderla, preserva sus propios intereses. También es porque Gdansk ha cedido en
lo esencial: entre los siglos XVI y XVII, la competencia holandesa puso fi_n a la actividad
marítima de Gdansk hacia el oeste y provocó, al mismo tiempo, en ella, como com-
pensación, un breve desarrollo industriaP89
Las posiciones respectivas de Gdansk y Amsterdam, pues, no difieren esencialmen-

209
Amsterdam

te de las de Estocolmo y Amscerdarn. Lo diferente es la situación detrás de la ciudad


que la explota:, una situación análoga a la que se esboza, y por las mismas razones, de-
trás de Riga 390 , otra ciudad dominante que tiene a su merced una zona de campesinos
reducidos a la servidumbre. Por el contrario, en Finlandia, en un extremo donde acaba
de morir la explotación occidental, o en Suecia, el campesinado es libre. Es verdad que
Suecia no tuvo en la Edad Medía régimen feudal; es verdad que el trigo, allí donde
es objeto de un vasto comercio de exponación, es factor de cfeudalización:o o de cre-
feudalización:o; mientras que es probable que Ja actividad minera o la actividad forestal
predispongan a una ciena libertad.
Sea como fuere, el campesino polaco está atrapado en las redes de la servidumbre.
Es curioso, sin embargo, que Gdansk busque para sus intercambios a los campesinos
libres todavía cercanos a sus muros o a los pequeños señores, pero de preferencia a los
magnates; siri duda más difíciles de manejar, pero a los que el comerciante de Gdansk
consigue finalmente controlar también, haciéndoles, como a los otros, adelantos sobre
el trigo o el centeno pot eni:tegar, y dándoles a cambio de sus entregas las mercancías
de lujo de Occidente. El comerciante, frente a los señores, domina en gran medida los
terms oftrade'9i. . ·
. Sería interesante conocer mejor esos tráficos internos; saber si los eventuales vende~
dores son solicitados en sus casas o se trasladan en persona a Gdansk; conocer el papel
exacto de los intermediarios que la ciudad mantiene entre ella y sos proveedores; saber
quién es el anio, o al menos el animador; del barcaje en el VíStula; quién controla las
tiendas~póstas de Torun, donde el trigo es secado y almacenado de un año al otro, co-
mo en los silos de varios pisos de Gdansk; quién en Gdansk tiene a su cargo los lan"
chones, 105 bordings que descargan las naves y pueden (gracias a su escaso calado) re-
montar o descender por el canal que une a la ciudad con el Vísrt.ila. En 1752, 1.288
barcos y barcas (polacos y rusos) llegaron al bajo Vísrula, mientras que llegaron al puer~
to más de 1.000 naves de mar. Esto debía de dar ocupación, y en cantidad, a los 200
burgueses negociantes que se reunían cada día en el ]unckerhoff, la Bolsa activa de
Gdansk 392 •
Se ve bien cómo Gdansk, envuelta en su egoísmo y su bienestar, explota y traiciona
a la inmensa Polonia y logra modelarla.

Francia contra Holanda:


un combate desigual

En el siglo XVII, Francia fue literalmente subyugada por la minúscula República del
Norte. A lo largo de sus costas atlánticas, desde Flandes hasta Bayona, no bay un solo
puerto que no vea multiplicarse las visitas de las naves holandesas, dirigidas común-
mente por tripulaciones muy modestas (7 u 8 personas) y que no terminan de cargar
vino, aguardiante, sal o frutas y otros artículos perecederos 393 , y hasta telas, incluso tri-
go. En todos estos puertos, en Burdeos sobre todo y en Nantes, se instalan comercian-
tes y comisionistas holandeses. En apariencia, y a menudo en realidad, son gente bas-
tante humilde frente a la cual la población (no hablo de los comerciantes locales) no
parece radicalmente hostil. Sin embargo, hacen fortuna, amasan un abundante capital
y, un buen día, se vuelven a su país. Durante años, se mezclan en la vida económica
de todos los días, la de la plaza, el puerto y los mercados vecinos. Así los he mostrado,
alrededor de Nantes, comprando antes de la cosecha los pequeños vinos del Loira 394 •
Los comerciantes locales, por mucha que sea su envidia y su impaciencia, no pueden
210
Am5terdam

23. NAVES Ll.EGADAS DE PUERTOS FRANCESES A TEXEL


ANTEPUERTO DE AMSTERDAM (1774)
Se tr11111 c11Ji exclu1iv11mente de nave1 holandeJaJ, t1etiva1 a todo lo largo del litoral francéJ r/e/ m/Jf' del Norte, del canal de
La Mancha y del Atlántico. Actividad reducida, en cambio, en dirección a 101 puerto• merlite"áneo1 franceJeJ. (I'omfldo de
A. N., A. E., BJ-165, fol. 2, 12 de enero de 1775.)

vencer esta competencia y eliminarla: los artículos entregados en nuestros puertos de la


Mancha y del océano son, demasiado a menudo, artículos perecederos, de modo que
la frecuencia del paso de los barcos es, para los neerlandeses, un triunfo importante,
sin contar los otros. Y si un barco francés lleva directamente a Amsterdam el vino o
los productos de la cosecha, choca con dificultades sistemáticas 391 •
Frente a las medidas francesas de represalia, que no faltaron, Holanda tiene medios
para responder. Ante todo, prescindiendo de los productores franceses. le basta con
dirigirse a otros proveedores, de donde la fortuna de los vinos portugueses, o españoles
o hasta de las Azores, de Madeira, y de los aguardientes catalanes. los vinos del Rin,
raros y caros en Amsterdam .en 1669, abundan allí en el siglo XVIII. la sal de Bourg-
neuf y de Brouage fue durante mucho tiempo preferida a la de Setúbal o Cádiz, de-
masiado picante, para las salazones holandesas de pescado, pero los holandeses apren-
dieron a suavizar la sal ibérica mezclándola con agua de mar de sus orillas 396 • los pro-
ductos manufacturados de lujo que produce Francia tienen una gran demanda en el
extranjero. Pero no son insustituibles. Siempre es posible imitarlos, fabricarlos en Ho-
landa casi de la misma calidad. En una entrevista con Juan de Witt, en 1669, Pom-
ponne, que representa a Luis XIV en la Haya, ve con irritación que el sombrero de
castor que lleva el Gran Pensionario es de fabricación holandesa, mientras que algunos
años antes todos los sombreros de ese tipo llegaban de Francia 397 •
Lo que aún los franceses más inteligentes no siempre comprenden es que se trata
de un diálogo desigual. Contra Francia, Holanda, con sus redes mercantiles y los re-
cursos de su crédito, puede cambiar de política a voluntad. Es por ello por lo que Fran-

211
.l\mstt!rdam

cia no puede desembarazarse más que Suecia, pese a sus recursos, pese a sus esfuerzos
y sus cóleras, del intermediario holandés. Ni Luis XIV, ni Colbert ni los sucesores de
éste logran romper la sujeción. En Nimega (1678) y en Ryswick (1697), los holandeses
hacen levantar regularmente las trabas puestas anteriormente a sus tráficos. «Nuestros
plenipotenciarios en Risvic -dice el conde de Beauregard (15 de febrero de 1711)-,
[olvidando) la importancia de las máximas del Sr. Colbert, creyeron que era indiferen-
te consentir la supresión del impuesto de cincuenta soles por tonel»3 98 • ¡Qué error! Aho-
ra bien, en Utrecht (1713), el error se renueva. Y ya en el curso de la Guerra de Su-
cesión de España, Holanda, gracias a los pasaportes que prodiga el gobierno francés,
gracias a las naves «enmascaradas» de los países neutrales, gracias a las complacencias
de los franceses, gracias a un tráfico terrestre que, mediante engaños, se intensifica a
lo largo de nuestras fronteras, no carece jamás de productos franceses, a su convenien-
cia y suficiencia.
Un largo informe francés, escrito inmediatamente después de la Paz de Ryswich,
enumera y detalla una vez más los procedimientos holandeses, sus hábiles recursos y
las innumerables réplicas francesas, que quieren a la vez respetar y eludir las cláusulas
de los tratados concluidos por el gobierno de Luis XIV y que no logran atrapar al ina-
sible adversario, «los holandeses, cuyo genio, sutil en ciertos sentidos dentro de su tos-
quedad, no se mueven más que por razones derivadas de su propio interés:. 399 Pero
este «propio interés» consiste en inundar Francia de mercancías redistribuidas o prove-
nientes de Holanda. Sólo la fuerza los hará ceder, pero no se apelará a ella. Los planes
miríficos, cerrar los puertos y las fronteras del Reíno, poner trabas a Ja pesca holandesa
y perturbar el «comercio privado» de los comerciantes de Amsterdam (por oposición al
comercio público de las Compañías Neerlandesas en América, en Africa y en las Gran-
des Indias) son más fáciles de formular por escrito que de realizar. Pues nosotros no
tenemos grandes comerciantes, «los que consideramos como tales no son, en su mayo-
ría, más que comisionistas extranjeros ... »400 , es decir, detrás de ellos están los negocian-
tes holandeses. Nuestros luises de oro y la plata se encuentran como por azar en Ho-
landa401. Y, para terminar, no tenemos suficientes barcos. Las capturas del corso fran-
cés «en la última guerra nos proporcionó una buena cantidad de ellos apropiados para
el comercio [lejano), pero por falta de comerciantes para equiparlos y de navegantes,
nos deshicimos de ellos, vendiéndolos a los ingleses y holandeses que vinieron a com-
prarlos después de la pazx- 402 •
Igual sujeción percibimos si nos remontamos a la época de Colbert.
Cuando la fundación de la Compañía Francesa del Norte (1669), «pese a los esfuer-
zos del Revisor General y de los hermanos Pierre y Nicolas Fromont, los ruaneses se
negaron a participar en la Compañía. [ ... ] Los bordeleses, por su parte, sólo entraron
obligados y forzadosx-. ¿Es porque «no se sentían bastante ricos en barcos ni en capita-
les frente a los holandeses• 4º3? ¿O bien porque ya estaban incorporados, como agentes
de transmisión, a la red de Amsterdam? En todo caso, de creer a La Pottier de la Hes-
troy404, que escribe sus largos informes hacia 1700, en esa época comerciantes franceses
servían de intermediarios a los negociantes holandeses. Es ya un progreso con respecto
a la situación que describía en 1646 el padre Mathias de Saint Jean·toi. Los holandeses
ocupaban por entonces ellos mismos las posiciones de intermediarios en las plazas fran·
cesas; al parecer, las abandonaron, al menos en parte, a comerciantes locales. Sin em-
bargo, será menester esperar hasta el decenio de 1720, ya lo hemos dicho 406 , para que
el capitalismo mercantil comience a liberarse, en Francia, de las tutelas extranjeras, con
el surgimiento de una categoría de negociantes franceses a la altura de la economía in-
ternacional. Pero no nos apresuremos: en Burdeos, cuyo desarrollo comercial fue espec-
tacular, a fines del siglo XVIII, según un testigo, era «de público conocimiento que más
del tercio del tráfico estaría bajo control holandés».
212
• - - de Oa 50 tonelada;
• - - - de J1 a 500 toneladas
· - d e 501 a 1.000 toneladas
de 1. 001 a 5. 000 toneladas
• de 5.001a15.000 tonelada1

~ ,.,, ,¡, u 00-0 _,,..,, Arj4nguelsk O

Trieite
• B11rdeo1 Venecia

24. RELACIONES DE BURDEOS CON LOS PUERTOS DE EUROPA


Media anual de 101 lonelaje1 enviado¡ de1de Burdeo1, de 1780 a 1791. l.a preponderancia del Norte CJ evidente en CJ/t
tráfico que Je realiza 10bre todo bajo pabellón hola11déJ (en 1786, los 273 barcv1 que van de Francia a AmJlerdom Jon todo1
holandueJ, ugún la /i!Ja del cómul .froncéJ, de Lironcourt)- los cargamen/01 comisten 10bre todo en vino1, azúcar, café e
índigo. A la vuelta, llevan madero y cereale1. (Tomado de Paul Butel, Les aires commerciales europfrnnes et coloniales de
Bourdeaux.J

213
Amsterdtim

Inglaterra
y Holanda

Las reacciones inglesas a los avances de Holanda comenzaron muy temprano. El Ac-
ta de Navegación de Cromwell data de 1651, y Carlos 11 la confirma en 1660. Cuatro
veces Inglaterra se lanza a violentas guerras contra las Provincias Unidas (1652-1654,
1665-1667, 1672-1674.y 1782-1783). Cada vez, Holanda acusa el golpe. Al mismo tiem-
po, una producción nacional cada vez más próspera se desarrolla en Inglaterra al abrigo
de un proteccionismo vigilante. Prueba, sin duda, de que la economía inglesa era más
equilibrada que la francesa, menos vulnerable a las fuerzas externas, y de que su pro-
ducción era más necesaria para los holandeses, los cuales, por lo demás siempre trata-
ron con miramientos a los ingleses, cuyos puenos eran el mejor refugio de sus barcos
contra el mal tiempo.
Pero no debemos creer que escapó a la actividad holandesa. Charles Wilson 407 se-
ñala que hubo, para todo holandés avisado, muchas maneras de acomodarse a las Ac-
tas de Navegación. La Paz de Breda, en efecto, aportó una atenuación {1667) de ellas.
Aunque el Acta prohibía a.todo barco extranjero Hevar a Inglaterra mercancías que no
fuesen de su producción nacional, en 1667 se admitió que serían consideradas «holan-
desas• las mercancías llevadas p0r el Riri o compradas en Leipzig o Francfort y almace-
nadas en Amsterdam, incluidas las telas de lino de Alemania, a condición de haber
sido blanqueadas en Haarlem. Más aún, las grandes casas holandesas tenían filiales en
Londres: los Van Neck, los Van Notten, los NeufvilJe, los Clifford, los Baring, los Ho-
pe, los Van Lennep 408 , etcétera. De allí los vínculos amistosos y complacientes, a los
que contribuían los viajes de un lado a otro del mar, además de Jos regalos recíprocos,
bulbos de tulipanes o de jacintos, toneles de vino del Rin, jamones, ginebra de Ho-
landa ... Algunas firmas inglesas hasta llevaban su correspondencia en neerlandés.
Por esos caminos, esas aberturas y esos vínculos, el comercio intermediario holandés
desempeña su papel, tanto a Ja entrada como a la salida de la isla, hasta 1700 al me-
nos, quizás hasta 1730. A la entrada, lleva pieles, cueros, alquitrán, maderas, ámbar
de Rusia y del Báltico, las finas telas de lino alemanas blanqueadas en Holanda que
los jóvenes londinenses elegantes exigen en el siglo XVIII para sus camisas, mientras que
sus padres se contentaban con hacer de ellas bocamangas, cuellos y mangas sobre la
tela inglesa más rústica409 • A Ja salida, una gran parte de los productos coloniales son
obtenidos por los holandeses en las subastas de la East India Company; compran tam-
bién mucho tabaco, azúcar, a veces trigo y estaño y una «increíble:. cantidad de paños
de lana, por más de dos miJlones de Jibras esterlinas p0r año, dice Daniel Defoe410 en
1728, que luego almacenaban en Rotterdam y Amsterdam para reexportarlas, princi-
palmente a Alemania411 • Así, Inglaterra quedó durante largo tiempo englobada en el
juego neerlandés del depósito. Un foHeto inglés (1689) llega a decir: «Todos nuestros
comerciantes están en vías de convertirse en agentes holandeses»412 •
Un estudio detallado revelaría cienamente muchos lazos eficaces -en particular,
los que crean el crédito y las compras anticipadas- que permiten al sistema neerlandés
prosperar en Inglaterra y hasta, durante mucho tiempo, prosperar plenamente. Tanto
que los ingleses (al igual que los franceses) a menudo tienen ocasión de descubrir, es-
tupefactos, que sus productos pueden venderse en Amsterdam a menor precio que en
su país de origen.
Sólo a partir de 17 30 el sistema comercial neerlandés se deteriora en Europa, des-
pués de cincuenta años de un renacimiento de sus actividades, de 1680 a 1730 413 • Y
sólo en la segunda mitad del siglo los comerciantes neerlandeses se quejan cde no estar
ya introducidos en las transacciones reales del cambio y de no ser ya más que simples
214 •
Amsterdam

agentes para los transportes marítimos y las expediciones» 414 • No se podría decir más
claramente que el juego se ha invertido. Inglaterra es en adelante un país liberado de
la tutela extranjera, listo pa_ra apoderarse del cetro del mundo.
Y lo está t~nto más cuanto que la retirada comercial holandesa lo ayudó a obtener
lo que le había faltado tan cruelmente en el curso del siglo XVII: la posibilidad para
el Estado de conseguir grandes empréstitos. Los holandeses siempre se habían negado
hasta entonces a confiar capitales al Estado inglés, pues las garantías ofrecidas les pa-
recían inaceptables. Pero, durante el último decenio del siglo, el Parlamento de Lon-
dres admitió el principio de un fondo alimentado por impuestos particulares para ga-
rantizar los empréstitos lanzados por el Estado y el pago de intereses. Desde entonces,
los holandeses desatan los cordones de sus bolsas, y de modo cada vez más amplio con
los años. Los «fondos» ingleses les ofrecen a la vez una inversión cómoda, un interés
superior al del dinero de Holanda y un objeto de especulación apreciado en la Bolsa
de Amsterdam, cosas todas, y esto es importante, que no encuentran en Francia.
Es, pues, en Inglaterra donde van a volcarse los capitales excedentes de los nego-
ciantes holandeses. Participan con creces, durante todo el siglo XVIII, en los emprésti-
tos del Estado inglés y especulan también con los otros valores ingleses, acciones de la
Compañía de Indias, de la South Sea o del Banco de Inglaterra. En Londres, la colonia
neerlandesa es más rica y numerosa que nunca. Sus miembros se agrupan en la Dutch
Church de Austin Friars, un poco como los genoveses en Palermo alrededor de la igle-
sia de San Giorgio. Si se suma a los comerciantes cristianos (muchos de ellos hugono-
tes, emigrados primitivamente a Amsterdam) los comerciantes judíos, que forman otra
colonia poderosa aunque inferior a la cristiana, se tiene la impresión de una intrusión,
de una conquista holandesa 41 5.
Fue así como lo sentían los ingleses, y Charles Wilson 416 hasta ve en ello una ex-
plicación de su «fobia» hacia los empréstitos y la deuda nacional, que les parecía do-
minada por el extranjero. De hecho, esta afluencia de dinero neerlandés dio aliento al
crédito inglés. Menos rica que Francia, pero con un crédito más «brillante», como decía
Pinto, Inglaterra siempre obtuvo el dinero necesario, en cantidad suficiente y en el mo-
mento deseado. ¡Inmensa ventaja!
La sorpresa de Holanda será, en 1782-1783, la violencia con la cual la potencia in-
glesa se volverá contra ella y la abatirá. Sin embargo, ¿no era previsible ese epílogo?
La Hola~da del siglo XVIII, de hecho, se dejó conquistar por el mercado nacional in-
glés, por el medio social de Londres, donde sus negociantes se hallan más a su gusto,
ganan más y hasta encuentran distracciones que la austera Amsterdam les niega. Con-
templada en el juego diverso de Holanda, la carta inglesa es curiosa, una carta gana-
dora, y luego repentinamente perdedora.

Salir de Europa:
lnsulindia

¿Se puede, con motivo de los primeros viajes neerlandeses a Insulindia, tratar de
observar algo en un todo diferente? Una especie de nacimiento ex nihilo de un proceso
de dominación, y el decaimiento rápido de esta dominación.
Tres etapas son evidentes en la primera penetración holandesa (y, sin duda, en to-
da penetración europea) en Asia. W. H. Moreland las ha distinguido hace ya tiempo
(1923)417 : el barco mercante, especie de bazar ambulante, de buhonero sobrecargado;
la factoría o la .i:lonja», que. es una concesión en el interior de un país o de una plaza
mercantil; por último, la ocupación del territorio. Macao es un ejemplo de factoría; Ba-
215
Amsterdam

tavia es ya el comienzo de la colonización de Java; en cuanto al bazar ambulante, para


los primeros años del siglo XVII, es tal la cantidad de casos que sólo tenemos dificultad
para elegir.
Por ejemplo, las cuatro naves de Paul Van Caerden expedidas a las Indias Orienta-
les de 1599 a 1601 418 , por una voorkompanie 419 -la Nueva Compañía de los Braban-
zones-, y que al retorno sólo serán dos. La primera escala, hecha el 6 de agosto de
1600, los conduce a Bantam. Como hay en la rada demasiados barcos holandeses, y
por ende demasiados compradores, dos de las naves son desviadas al pequeño puerto
de Passamans, donde -se rumorea- hay superabundancia de pimienta. Pero los ven-
dedores allí son tramposos y las condiciones náuticas peligrosas. Se torna entonces, no
sin vacilaciones, la decisión de dirigirse a Atjeh (Achern), en la punta occidental de
Sumatra. Las dos naves llegan allí el 21 de noviembre de 1600. ¡Cuánto tiempo per-
dido ya! Habían empleado 7 meses y 15 días de Texel a Bantam, y luego 3 meses y 15
días para Hegar, creían ellos, al puerto ideal. En verdad, los viajeros se habían metido
en la boca del lobo. Solapado y hábil, el rey de Achem los entretiene a su antojo, des-
pués de haberles arrancado 1.000 piezas de ocho. Para recuperar la ventaja, los holan-
deses se refugian en sus barcos y se apoderan de nuevas naves mercantes que se en-
cuentran en el puerto, tres de las cuales felizmente cargadas de pimil-nta que los pru-
dentes vencedores «hicieron guardar bien>. Y las negociaciones se reinician hasta que,
después de haber incendiado dos de las naves capturadas, los holandeses se resignan,
en la noche del 21 al 22 de enero de 1601, a abandonar el puerto poco hospitalario.
Habían perdido dos meses más en esas peligrosas aguas de los trópicos donde los gu-
sanos devoran la madera de los barcos. No había otra solución, entonces, que volver a
Bantam, adonde llegaron el 15 de marzo, después de siete semanas más de viaje. Allí,
en compensación, no hallaron ninguna dificultad: Bantam era una especie de Venecia
de Insulindia. Naves holandesas que habían llegado al mismo tiempo hicieron encare-
cer los precios, pero la mercancía se cargó a bordo, y el 22 de abril las dos naves ponen
rumbo, finalmente, hacia Europa42 º.
Lo que resalta de esta experiencia es la dificultad, en un universo mal conocido aún,
complicado y enormemente diferente de Europa, para introducirse en un circuito, y no
hablemos de dóminarlo. En una metrópoli mercantil como Bantam, los intermediarios
se presentan enseguida, os esperan, pero son ellos quienes dominan a los recién llega-
dos. La situación sólo empezará a invertirse cuando los holandeses se hayan hecho amos
del comercio de las especies moluquesas. Establecer este monopolio era la condición pa-
ra seguir, una a una, todas las ramificaciones e introducirse en ellas como participante
privilegiado y, en lo sucesivo, indispensable. Pero, finalmente, quizás el mayor defecto
de la explotación holandesa fue querer dominar todo en Oriente, limitando la produc-
ción, arruinando al comercio indígena, empobreciendo y diezmando la población, en
suma, matando la gallina de los huevos de oro.

¿Se puede
generalizar?

Los ejemplos indicados tienen el valor de sondeos. Sólo pretenden esbozar una si-
tuación de conjunto, la manera como funciona una economía-mundo, a partir de los
elevados voltajes de su centro y de las complacencias y debilidades de otros. El éxito
sólo es posible si las economías inferiores y las economías sometidas son accesibles, de
una manera u otra, a la economía dominante.

216
Amsterdam

La unión con la corona de las potencias segundas, es decir, Europa, se efectúa por
sí misma, sin violencias excesivas: el atractivo, el mecanismo de los intercambios, el jue-
go de los capitales y del crédito bastan para mantener los vínculos. Además, en la to-
talidad del tráfico holandés, Europa representa las cuatro quintas partes del conjunto;
ultramar no es más que un complemento, por notable que sea. Es esta presencia de
países inferiorizados, pero desarrollados y vecinos, posibles competidores, lo que man-
tiene el calor y la eficacia del centro, ya lo hemos dicho. Si China no es una economía-
mundo explosiva, ¿es sólo a causa de su mal centrado? ¿O, lo que equivale a lo mis-
mo, a la ausencia de una semiperiferia suficientemente fuerte para sobreexcitar el co-
razón del conjunto?
En todo caso, está claro que la «verdadera> periferia, en última instancia, no puede
ser conservada más que por la fuerza, la violencia, la reducción a la obediencia, ¿por
qué no decir mediante el colonialismo, clasificando éste, al pasar, entre las viejas, muy
viejas, experiencias? Holanda practica el colonialismo tanto en Ceilán como en Java;
España lo inventa en su América; Inglaterra lo utilizará en la India ... Pero ya en la fran-
ja de sus zonas explotables, en el siglo XIII, Venecia y Génova eran potencias colonia-
les: en Caffa, en Quío, si se piensa en los genoveses; en Chipre, en Candia y en Corfú,
si nos remitimos a las experiencias venecianas~ ¿No se trataba, con toda evidencia, de
una dominación tan absoluta como se la podía realizar en esa época?

SOBRE LA DECLINACION
DE AMSTERDAM
. Hemos recorrido el historial de la primacía holandesa. Su brillantísima historia pier-
de su brillo al terminar el siglo XVIII. Esta pérdida de luz es un repliegue, una decli-
nación, no una decadencia, en el sentido cabal de la palabra, de la cual los historia-
dores han usado y abusado. Sin duda, Amsterdam ·cedió el lugar a Londres, como Ve-
necia ante Amberes y como Londres, más tarde, ante Nueva York. Pero siguió vivien-
do de manera provechosa, y todavía hoy es uno de los puntos importantes del capita-
lismo rr:iundiaL
. En el sigfo XVIII, abandona algunas de sus ventajas comerciales en Hamburgo, en
Londres y hasta en París, pero se reserva otraS; mantiene algunos de sus tráficos y su
actividad bursátil llega a su plenitud. Por la práctica creciente de la «aceptación>, in-
crementa su rol bancario a la medida del enorme crecimiento europeo, que ella finan-
cia de mil maneras, particularmente en tiempo de guerra (crédito comercial a largo pla-
zo, seguros marítimos y reaseguros, etcétera). Hasta el punto de que se decía en Bur-
deos, a fines del siglo XVIII, qué era «de pública notoriedad» que un tercio de los ne-
gocios de la ciudad dependían de los préstamos holandeses 421 • Por último, Amsterdam
obtiene un gran beneficio de sus préstamos a los Estados europeos. Lo que Richard T.
Rapp 422 ha indicado con respecto a la Venecia decaída del siglo XVII, que, mediante
sus adaptaciones, reconversiones o explotaciones nuevas, conserva un P.N.B. tan ele-
vado como en el siglo precedente, aconseja circunspección cuando se quiere inventariar
el pasivo _de la ciudad en declinación. Sí, la proliferación de la «banca» representó en
Amsterdam un proceso de mutación y de deterioro del capital; sí, su oligarquía social
se cierra sobre sí misma, se retira, como en Venecia o Génova, del negocio activo y tien-
de a transformarse en una sociedad de prestamistas rentistas a la búsqueda de todo lo
que pueda garantizar privilegios tranquilos, incluida la protección del estatuderato. Pe-
ro a ese puñado de privilegiados quizás se le puede reprochar su papel (aunque no siem-
217
Batavia: la rada Y. el arca de agua. Dibujo de J. Rach, 1764. (Atlas van Stolk.)

218
Amsterdam

pre lo haya elegido); en todo caso, no su cálculo, pues atraviesa indemne la tormenta
de la Revolución y el Imperio y, según ciertos autores holandeses, se mantendrá toda-
vía en 1848423 • Sí, hubo un paso de las tareas elementales y salubres de la vida econó-
mica a los juegos más sofisticados del dinero. Pero Amsterdam está cogida en un des-
tino que supera sus responsabilidades propias; la suerte de todo capitalismo dominante
es la de estar atrapado en una evolución ya visible, siglos antes, en las ferias de Cham-
pañ.a y que, por su mismo éxito, va a dar a un umbral de actividades o acrobacias fi-
nancieras donde el conjunto de la economía difícilmente se le une, si no se niega a
seguirlo. Si se buscan las causas o los motivos del retroceso de Amsterdam, se corre el
riesgo, en último análisis, de volver a caer en esas verdades generales que son válidas
para Génova a comienzos del siglo XVII, como para Amsterdam en el siglo XVII y quizás
para los Estados Unidos de hoy, que, también ellos, manejan el papel moneda y el cré-
dito hasta .límites peligrosos. Esto es, al menos_, lo que sugiere un examen de las crisis
que se suceden en Amsterdam durante la segunda mitad del siglo XVIII.

LOS CAPITALES HOLANDESES. EN 1782

Según una estimación del Gran Pensionario van der Spieghel, ascer.Jeríari a mil mi-
llones de florines, invertidos del siguiente modo:
Préstamos exteriores a los Estados 335 millones, de los cuales
a Inglaterra 280
a Francia 25
a otros 30
Préstamos coloniales . 140
Préstamos interiores (a las .
provincias, compañ.ías y almirantazgos) 425
Comercio de cambio 50
Oto, dinero y joyas 50
(en: Y. de Vries, Rijkrlom der Nederl#nrler, 1927),

Las, crisis de 17631 .


1772~1773 y 1780~1783

El vasto sistema holandés atravesó; a panir del deteriió de 1760, varias crisis graves~
paralizantes. Crisis que se asemejan todas y que parecen ligadas a las crisis d~l crédito.
La masa de los efectos comerciales, la suma dd «dinero anifitfal•, patece gozar de cier-
ta autonomía con respecto a la economía general, pero totr 11mites que no se pueden
superar. En plena: crisis (18 de enero de 1773), Maillet du Claiton, atento cónsul fo1n-
cés en Amsterdam, muestra ese límite cuando explica que la plaza de Londres está tan
«acuciada> como la de Amsterdam, lo cual es cuna prueba de que hay en todas las co-
sas un tétmino después del cual necesariamente hay que retroceder:. 424 •
¿Obedecerán todos estos accidentes a un mismo proceso bastante simple, hasta de-
masiado simple? ¿Excederá cierto volumen de papel las posibilidades de la economía
europea, que, periódicamente, dejaría caer su carga? El desequilibrio aparecetía hasta
con regularidad, cada diez añ.os: 1763, 1772-1773, 1780-1783. En la primera y la ter-
cera de estas crisis, la guerra seguramente tuvo su peso: es inflacionista por naturaleza,

220
Amsterdam

obstaculiza la producción y, el día en que cesa, es menester liquidar la adición, com-


pensar el desequilibrio resultante. Pero, en la crisis de 1772-1773, la guerra no tuvo
influencia. ¿Estaremos en presencia de una crisis llamada de Antiguo Régimen, en la
que todo provendría, entonces, de un reflujo de la producción agrícola cuyas conse-
cuencias se extienden al conjunto de las actividades económicas? ¿Una crisis ordi,naria,
en suma? Europa sufre, en efecto, cosechas catastróficas en 1771-1772. Una noticia de
La Haya (24 de abril de 1772) señala en Noruega un hambre «tan espantosa [ ... ] que
se muele la corteza de los árboles para que haga las veces de harina de centeno:., y los
mismos extremos se observan en algunas regiones de Alemania42 ~. ¿Es ésta la razón de
esta crisis violenta, que tal vez agravaron, por añadidura, las consecuencias del hambre
catastrófica que se abatió sobre la India en esos mismos años, 1771-1772, transtornan-
do de golpe los mecanismos de la East India Company? Todo eso tuvo importancia,
sin duda, pero ¿el verdadero motor no es, una vez más, el retorno periódico de la crisis
del crédito? En todo caso, siempre, en el corazón de cada una de estas crisis, conse-
cuencia o causa, escasea el dinero al contado, la tasa de interés experimenta ascensos
bruscos, a niveles insoportables, hasta del 10 y el 15 % . .
Los contemporáneos relacionan siempre estas crisis con una gran quiebra inicial, la
de los Neufville en agosto de 1763 426 , la de los Clifford en diciembre de 1772 427 y la
de Van Faerelink en octubre de 1780428 . Es evidente que esta manera de ver, por na-
tural que sea, es poco convincente. Los cinco millones de florines de la familia !.e los
Clifford o los seis millones de los Neufville tuvieron, por cierto, su peso y desempe-
ñaron en la Bolsa de Amsterdam el papel de detonador, de destructor violento <le la
confian1a. Pero, ¿puede creerse que si los Neufville no hubiesen realizado desastrosas
operaciones en Alemania, o si los Clifford no se hubiesen entregado a una loca espe·
culación en la Bolsa de Londres con las acciones de la East India Company o si el bur
gomaestre Faerelink no hubiese hecho muy malos negocios en el Báltico el mecanism.1
de la crisis no se habría desencadenado ni generalizado? Todas las veces, el primer cho-
que de las grandes quiebras hizo desmoronarse un sistema ya tenso de antemano. Es
conveniente, pues, ampliar la observación, tanto en el tiempo como en el espacio, y
sobre todo comparar las crisis aludidas, porque se suman unas a otras, porque marcan
el repliegue evidente de Holanda y, finalmente, porque se asemejan, difieren y se ex-
plican mejor cuando se las compara entre sí. '
Sus semejanzas: son, en efecto, crisis modernas del crédito, lo que las distingue ab-
solutamente de las crisis llamadas de Antiguo Régimen 429 , que se basan en los ritmos
y procesos de la economía agrícola e industrial. Pero, ¡cómo difieren! Para Charles Wil-
son430, la crisis de 1772-1773 es más grave, más profunda, que la de 1763, y tiene ra-
zón, pero la crisis de 1780-1783 es más profunda todavía. De 1763 a 1783 hubo una
agravación, una acentuación de la conmoción holandesa y, al mismo tiempo que este
crescendo de diez en diez años, una transformación del marco económico subyacente.
La primera crisis, la de 1763, siguió a la Guerra de los Siete Años (1756-1763), la
cual fue para Holanda, que permaneció neutral, un período de prosperidad mercantil
inaudita. Durante las hostilidades, «Holanda llevó a cabo casi sola [ ... ] todo el comer-
cio de Francia, sobre todo el de Africa y de América, que es por sí solo inmenso, y lo
hizo con un aumento de los beneficios del cien y a menudo de más del doscientos por
ciento. [ ... ] Algunos negociantes de Holanda se enriquecieron con él, pese a la pérdida
de gran número de sus barcos, capturados por los ingleses, que ha sido calculada en
más de cien millones» de florines 431 • Pero esta recuperación de su comercio, esta vuelta
a sus mejores días, exigió a Holanda enormes operaciones de crédito, un inflamiento
desordenado de las aceptaciones, los reembolsos de letras de cambio vencidas mediante
nuevas letras sobre otras cosas, más operaciones de papel de pelota en cadena432 . «Sólo
los imprudentes -piensa un buen juez en la materia433 - asumieron entonces grandes

221
Amsterdam

compromisos.» ¿Es verdad? ¿Cómo los juiciosos podían escapar al engranaje de la «cir-
culación»? ~l crédito natural, el crédito forzado y el crédito «quimérico» terminaron
por constituir un volumen enorme de papel, de «tal magnitud que, según un cálculo
exacto, excede quizás en quince veces el dinero contante y sonante o el efectivo en Ho-
landa»434. Aunque se esté menos seguro que nuestro informador, un holandés de Ley-
den, sobre la exactitud de esa cifra, está claro que los negociantes holandeses se hallan
ante una situació~ dramática cuando los discompteurs (los que efectúan descuentos],
bruscamente, $e megan a descontar el papel, o más exactamente no pueden ya hacerlo.
Al faltar el numerario, la crisis, con sus quiebras en cadena, se precipita: afectará, tan-
to como a Amsterdam, a Berlín, Hamburgo, Altana, Bremen, Leipzigm, Estocolmo436
y, sobre todo, a Londres, a la que recurrirá la plaza holandesa. Una carta veneciana de
Londres, con fecha del 13 de septiembre de 1763 437, informa que, la semana prece-
dente, según rumores que corren, se había enviado a Holanda la «notable» suma de
500.000 libras esterlinas «en socorro del grupo mercantil» con el agua al cuello de
Amsterdam.
Pero, ¿puede hablarse de socorro cuando se trata sencillamente de la retirada por
los holandeses de los capitales invertidos en los fondos ingleses438 ? Como la crisis se ini-
cia el 2 de agosto, en el momento de la quiebra de Joseph Aron (con un descubierto
de 1.200.000 florines) y de los hermanos Neufville (con un pasivo d.: 6 millones de
florines), la llegada de los fondos ingleses tarda un mes, un mes de lamentaciones, de
desesperación, de solicitaciones ... Y se producen sucesos espectaculares: quiebras en
Hamburgo, por ejemplo, muchas de comerciantes judíos43 9, 4 en Copenhague, 6 en
Altona440 , 35 en Amsterdam441 , y caigo que jamás ha ocurrido es que a comienzos de
esta semana el dinero de banco ha estado un medio por ciento debajo [de] el dinero
en efectivo» 442 • El 19 de agosto las quiebr~ se elevan a 42 443 y ese conocen ya algunas
víctimas próximas». Oldecop, el cónsul ruso, a la vista de la catástrofe, no vacila en acu-
sar a «la gran avidez de ganancias que algunos negociantes han querido hacer con las
acciones durante la guerra»444 . «Tanto va el cántaro a la fuente que se rompe -escribía
el 2 de agosto-. Lo que se había previsto y temido desde hace tiempo acaba de ocurrir.»
La Bolsa de Amsterdam se paraliza inmediatamente: «No hay nada que hacer en
la Bolsa[ ... ], ya no se hace descuento 445 ~i cambio; no hay cotizaciones; reina la des-
confianza:.446. La única solución sería obtener aplazamientos 447 , en términos de feria se
diríapro/ongaciones. En su papel, un hacedor de proyectos habla de «surchéance», de
prórroga 448 , de suspensión, en resumen, de un poco d~ tiempo suplementario que el
Estado podría otorgar para que finalmente los canales de la circulación se reubiquen.
Su error es pensar que en este caso bastaría una decisión de las Provincias Unidas, cuan-
do son todos los pñncipes, to<los los Estados de Europa, los que deberían dar su acuerdo.
Pero, ¿no es la mejor solución la llegada a Amsterdam de piezas de moneda o lin-
gotes? Los Neufville (pero no fueron los únicos), así, habían instalado en su casa de
campo, cerca de Haarlem, una fábrica para «purificar y refinar la plata mala.de Prusia,
de· la que les habían enviado de Alemania varios millones err barriles». La recogida en
Alemania de esta mala moneda, emitida por Federico 11 durante la Guerra de los Siete
Años, fue efectuada por comerciantes judíos locales junto con comerciantes judíos de
Amsterdarn449 • Estos, casi únicamente dedicados a los cambios y muy afectados por la
crisis, extendierpn letras sobre este metal bendito que llegó a sus manos. «Los comer-
ciantes judíos Ephraim y Jizig -escribe el cónsul napolitano en La Haya-, que son
los contratistas de la moneda del Rey [de Prusia], enviaron antes de ayer (el 16 de agos-
to de 1763) 3 millones de escudos a Harnburgo por carros de correos, bajo escolta, y
me he enterado que otros banqueros envían también sumas considerables a Holanda
para mantener su crédito» 45º.
La inyección de numerario es la buena solución. Además, el Banco de Amsterdam,
222 •
Amsterdam

desde el 4 de agosto, contrariamente a su reglas habituales, consintió en recibir «en de-


pósito lingotes de oro y de plata»m, que era una manera de integrar inmediatamente
a la circulación monetaria los metales preciosos entregados en estado bruto.
Pero no es necesario seguir más esta crisis de liquidación, violenta, drástica, que só-
lo abate a las firmas débiles, que limpia el mercado de sus especulaciones ilegales y,
en definitiva, desde cierto punto de vista, sana y útil, al menos si nos ubicamos .en el
epicentro de este terreno financiero. No en Hamburgo, donde, desde comienzos de
agosto, antes del rayo de la bancarrota de los Neufville, el puerto estaba atiborrado de
barcos que esperaban en vano cargar con vistas a partir hacia el este, en dirección a
otros puertos 4 l 2 ; tampoco en Rotterdam, donde, desde abrilm, el cpueblo bajo» se ha-
bía sublevado y donde ~:Ja burguesía tuvo que tomar las armas y dispersar todos los mo-
tines»; sino en Amsterdam, que, al parecer, escapa a estas dificultades y problemas y
que, una vez pasada la tempestad, se recupera sin demasiadas dificultades: «Sus mer-
caderes banquero5 debían, como el fénix, renacer o más bien reaparecer de debajo de
sus propias cenizas y afirmarse, a fin de cuentas, como los acreedores de las plazas mer-
cantiles arruinadas» 4l4.
En 1773, una vez lanzado el golpe con la quiebra de los Clifford (el 28 de diciem-
bre de 1772), Ja crisis recomienza y sigue su curso. La misma sucesión de acontecimien-
tos, el mismo engranaje. Oldecop habría podido copiar las cartas escritas por él diez
años antes. La Bolsa se paraliza. «Varias casas -escribe el cónsul ruso- han seguido a
la quiebra de los Sres. Clifford e Hijos. Los Sres. Horneca y Hogger y Cía., que hacen
todo para Francia y Suecia, han estado [ ... ] a punto de quebrar dos o tres veces. La
primera vez, se pudo reunir para ellos en una noche 300.000 florines, que debían pa-
gar al día siguiente»; la segunda vez, acababa de llegar, muy oportunamente, de París
run carro con dinero contante y sonante en oro[ ... ). Los Sres. Rijé, Rich y Wilkiesons,
que son los corresponsales de los Sres. Frédéric en San Petersburgo, han hecho venir
plata blanca de Inglaterra» (el oro llevado de Francia tendría el valor de un millón, Ja
plata de Inglaterra de dos millones). Los Sres. Grill, que llevan un gran comercio con
Suecia, han debido dejar de pagar. porque no podían «descontar sus letras de cambio
sobre otros». Los Sres. Cesar Sardi y Cía., casa antigua que hizo varias negociaciones
para la corte de Viena, «Se ha visto obligada a seguir el torrente» 4ll. Es verdad que estos
italianos que prefieren divertirse a trabajar ya habían visto bajar su crédito 4%. La catás-
trofe, por consiguiente, fue para ellos el golpe de gracia. Pero ciertas casas, igualmente
en bancarrota,-son en realidad sólidas, solamente sorprendidas por la ruina general, y
otras quiebras seguirán si no se actúa con cautela4'i 7 • Una vez más, la ciudad decide ade-
lantar, gracias al Banco, dos millones en dinero contante y sonante con la garantía de
los primeros comerciantes de la ciudad, para ayudar a los que necesitan dinero y pueden
dar garantías, sea en mercancías, sea en efectos sólidos. «No se admitirán, sin embargo,
letras de cambio aceptadas, ni siquiera de las primeras firmas, pues en este caso dos
mi!lones» no servirían de nada4 l 8 • Está claro que la quiebra espectacular y, además, de-
finitiva de los Clifford, una casa que tenía ciento cincuenta años de existencia, desen-
cadenó la desconfianza general y demandas de reembolso que excedían con mucho al
numerario disponible.
El mismo cantar que en 1763, se pensará. Así juzgaron los contemporáneos. La mis-
ma crisis corta terminada rápidamente, en su dramática secuencia, desde fines de ene-
ro. Pero el hecho de que sea más grave que la anterior plantea un problema que Char-
les Wilson 4'i 9 ha dirimido en lo esencial. El hecho decisivo, en efecto, es que el golpe
inicial haya partido de Londres, no ya de Amsterdam. La catástrofe que arrastra a los
Clifford y sus asociados es el hundimiento de las acciones de la East India Company,
enfrentada ton una situación difícil en la India, particularmente en Bengala. Y la baja
de las cotizaciones se produce demasiado tarde para los especuladores ingleses que ju-
223
t1msterdam

gaban a la baja, y demasiado pronto para los holandeses que jugaban al alza. Unos y
otros se hunden, tanto más cuanto que las compras de los especuladores se hacen, de
ordinario, con el 20% solamente del precio de las acciones, y el resto a crédito. Sus
pérdidas, pues, son enormes.
Al partir la crisis de Londres, provocó la intervención del Banco de Inglaterra, que
llegó pronto a la suspensión del descuento de todos los billetes dudosos, y luego de
todos los billetes. Es una discusión sin fin la de determinar si el Banco se equivocó o
no de táctica, al golpear así a Amsterdam, mercado del dinero y del crédito. En todo
caso, si en esta crisis hubo un fénix que atravesó indemne el fuego, ése fue Londres,
el cual, pasada la alarma, siguió atrayendo hacia él las inversiones, los «excedentl!S» re-
nacidos de Holanda.
En Amsterdam, las cosas no van tan bien: todavía en abril de 1773, tres meses des-
pués de la alarma, la calle sigue inquieta. «Desde hace una quincena de días no se oye
hablar más que de robos efectuados durante la noche. Por ello, se han doblado las guar-
dias ordinarias y distribuido en los diversos barrios patrullas burguesas, pero, ¿qué lo-
gra esta vigilancia si no se destruye la causa del mal y si el gobierno no posee los me-
dios de remediarlo?» 460 • En marzo de 1774, más de un año después de la crisis, el de-
saliento no ha desaparecido de la clase mercantil. «Lo que va a dar un último golpe al
crédito de esta plaza -escribe el cónsul Maillet du Clairon-'- es que cinco o seis de las
primeras y más ricas casas, hace poco, han abandonad9 el comercio; entre ellas, se cuen-
ta la de André Pels e Hijo, casa aún más conocida en las plazas extranjeras que en Ams-
terdam, de la que ha sido a menudo el recurso principal: si las casas ricas abandonan
la Bolsa, pronto desaparecerán los grandes negocios. Como no podrá resistir grandes
pérdidas, ya no se atreverá a tratar de hacer grandes beneficios. Es verdad, sin embar-
go, que todavía hay en Holanda más dinero que en cualquier otro país, conservadas
las proporciones» 461 /
Pero lo que está en juego, para los historiadores, claro está, es la primacía en el in-
terior de la economía-mundo europea.
Todavía en febrero de 1773, nuestro cónsul, al enterarse de que una enorme ban-
carrota de 1. 500.000 piastras acaba de producirse en Génova, relaciona este accidente
(y todos los que sacuden a las plazas de Europa) con Amsterdam, pues esta ciudad es
«el hogar de donde extraen, casi todas, sus movimientos» 462 • Creo, por el contrario,
que Amsterdam ya no es el «hogar», el epicentro. El hogar es ya Londres. ¿Habría, en-
tonces, una regla, que sería muy cómoda, a saber; que toda ciudad que se coloque o
esté colocada en el centro de una economía-mundo es la primera en desencadenar re-
gulares terremotos del sistema, y la primera, luego, en curarse verdaderamente? Esto
nos haría considerar desde otra perspectiva el jueves46 l negro de Wall Street, en ese año
de 1929 que, para mí, señala de hecho el comienzo de la primacía de Nueva York.
La primacía de Amsterdatn,. pues, habría terminado (para lo~ historiadores, al me-
nos), cuando se inicia la tercera crisis, la de los años ochenta. Una crisis, además, que
difiere de las precedentes, no sólo a causa de su duración (al menos de 1780 a 1783),
de su panicular nocividad para Holanda o porque lleva en su desarrollo a la Cuarta
Guerra Anglo-holandesa, sino también porque se inserta en una crisis económica más
vasta y de otro tipo, ni más ni menos que el interciclo 464 que Ernest Labrousse discin-
gue en Francia de 1778 a 1791 46 ~. Es en esta fase imerdecenal donde es menester reu-
bicar el episodio de la Guerra Anglo-holandesa (1781-1784), que termina con la ocu-
pación de Ceilán por los ingleses y su libre acceso a las Molucas. Holanda forcejea en-
tonces, como el resto de Europa, en una larga crisis que afecta al conjunto de la eco-
nomía; y no solamente al crédito, una crisis análoga a la que sufrirá la Francia de
Luís XVI, la cual sale agotada, financieramente trastornada, de la Guerra de América,
por victoriosa que sea para ella466 • «En el logro de la liberación de América, Francia se
224 •
Amsterdam

ha agotado tanto que, si bien triunfó en su deseo de abatir el orgullo inglés, ella mis-
ma ha quedado arruinada, con sus finanzas agotadas, su crédito disminuido, el Minis-
terio dividido y todo el Reino escindido en facciones.» Tal es el juicio emitido por Ol-
decup el 23 de junio de 1778 sobre Francia467 • Pero esta debilidad de Holanda, esta
debilidad de Francia, no se explica solamente por la guerra (como se dice demasiado
a menudo).
El resultado de una crisis larga y general es, con frecuencia, clarificar el mapa del
mundo, colocar brutalmente a cada uno en su lugar, reforzar a los fuertes y descalabrar
a los débiles. Vencida políticamente, si nos atenemos a la letra del Tratado de Versalles
(de septiembre de 1783), Inglaterra triunfa económicamente, pues el centro del mun-
do está di;sde entonces en ella, con las consecuencias y asimetrías que de ello se siguen.
En esa hora de la verdad, las debilidades de Holanda, algunas de las cuales tienen
ya varios decenios, se revelan de golpe. Su gobierno, cuya antigua eficacia hemos men-
cionado, está inerte, dividido contra sí mismo; el urgente programa de armamento que-
da en letra muerta; los arsenales son incapaces de modernizarse 468 ; el país da la impre-
sión de fragmentarse en partidos irremediablemente hostiles; los nuevos impuestos es-
tablecidos para tratar de hacer frente a la situll¡ción suscitan la hostilidad general; y la
Bolsa misma se ha vuelto «lúgubre» 46 9.

Grabado salínco inglés: los •Patriotas•, guerrilleros de Francia, se entrenan tirando a la silueta
de un húsar prusiano. (Fototeca A. Colin.)

225
Amsterdam

La revolución
bátava47º

Finalmente, Holanda se encuentra de pronto enfrentada con una revolución polí-


tica y social: la de los «patriotas», partidarios de Francia y de la «libertad,,.
Para comprenderla y explicarla, se puede hacer comenzar esta revolución ya en el
año 1780, cuando se inició la Cuarta Guerra Anglo-holandesa; ya en 1781, con el lla-
mamiento al pueblo neerlandés de Van der Capellen (Aan het Volk 11on Nederlande),
el fundador del partido de los «patriotas»; ya en 1784, a partir de la paz que Inglaterra
sella en París, el 20 de mayo, con las Provincias Unidas 471 y. que marcó el fin de la gran-
deza neerlandesa.
Contemplada en conjunto, esta revolución es una serie de sucesos confusos, violen-
tos, de accidentes, discursos, palabrería, odios militantes y enfrentamientos a mano ar-
mada. Oldecop no necesita forzar su temperamento para desaprobar a estos contesta-
tarios a los que no comprende, pero rechaza instintivamente. Desde el comienzo, vi-
tuperando sus prestaciones y no menos el uso que hacen de la palabra libertad -Vnj-
heid-, ¡como si Holanda no fuese ya libre! «Lo más curioso de todo -escribe- es el
aire afectado de estos sastres, zapateros, remendones, panaderos, taberneros, etcétera
( ... ]transformados en militares» 472 • Un puñado de verdaderos soldados los haría entrar
en razón. Estos mílitares improvisados son las milicias insurreccionales populares, los
«cuerpos armados» que se han formado para defender a los municipios democráticos
en alglina5 ciudades; no todas. Pues a los terrores «patrióticos» pronto se oponen, a tra-
vés del país, las violencias «orangistas» de los partidarios del estatúder. Rumores, mo-
tínes y represiones se cruzan y se suceden. Y el desorden se extiende: Utrecht se rebda,
se producen saqueos 473 ; una nave a punto de partir para las Indias es saqueada total-
mente y desvalijada incluso de las piezas de plata destinadas a su tiipulación 474 • El po-
pulacho amenaz~ a los aristócratas, a los que Oldecop Hama, a veces, los «ricachones,,.
Pero estamos tanto ante una lucha de clases como en presencia de una «revolución bur-
guesa»4n. Los patriota5 son, principalmente, la pequeña burguesía; los partes franceses
la llaman «la burguesía» a secas, o los «republicanos» o el «sistema republicano». Sus
filas son engrosadas por ciertos «regentes» enemigos del estatúder y que esperan, gra-
cias al movimiento patriótico, poder desembarazarse de Guillermo V, por lo demás,
un hombre vil o, mejor dieho; un pobre hombre. Pero en ningún caso este movimien-
to limitado podía contar con el pueblo ordinario, ese pueblo aferrado al mito orangista
y siempre dispuesto a conmoverse, a golpear, a pillat y a ince.cidfar. . .
Esta revolución, que estamos lejos de subestimar (es la contraprueba del éxito neer-
landés), fue -'-no se ha dicho suficientemente- la primera revolución del continente
europeo, el. signo precursor de la Revofocíón: Francesa, segutamente una crisis muy pro-
funda que dividió «hasta a las familias burguesas, poniendo a padre contra hijo, ma-
ridó contra mujer•.. ton una acritud íncreíble» 476 AdemáS, surge todo un vocabulario
de combate, revolucionariO o contrarrevolucionario, de una resonancia extrema y una
curiosa precocidad. En noviembre de 1786, un miembro del gobierno, irritado ante tan-
tas discusiones, trata de definir la libertad: «El sabio y el hombre imparcial -explica
al comienzo de un largo discurso- no comprenden el sentido de esta palabra, de la
que tanto se abusa ahora; por el contrario, ven en ese grito [¡viva la libertad!] la señal
de \I.cia revtielta gen:eraFy de la anarquía próxima ( ... ] ¿Qué significa la libertad? [ ... ]
Es gozar apaciblemente de los dones de la naturaleza, estar bajo la protección de las
leyes nacionales y cultivar las tierras, las ciencias, el comercio, las artes y los oficios con
seguridad( ... ], mientras que nada es máS opuesto a estas preciosas ventajas que la con-
ducta de los sedicentes patriotas>47 ;
226
Amsterdam

Sin embargo, la agitación revolucionaria, por viva que sea, de hecho sólo desem-
boca en la división del país en dos bandos opuestos. Como escribía Henri Hope 478 : «To-
do eso no puede terminar más que en una tiranía absoluta; sea la del príncipe 479 , sea
la del pueblo» (esta manera de confundir pueblo y patriotas da que pensar), y bastaría
un golpe, en un sentido o en el otro, para hacer indinar el país hacia una u otra so-
lución. Pero el país, en el estado de debilidad en que se encuentra, no es el único que
puede decidir su suerte. Las Provincias Unidas están atrapadas entre Francia e Ingla-
terra, son el botín de una prueba de fuerza entre las dos potencias. Al comienzo, pa-
rece prevalecer Francia y se firma un tratado de alianza entre ella y las Provincias Uni-
das en Fohtainebleau el 10 de noviembre de 1785 480 . Pero es un éxito ilusorio para
los patriotas, como para el gobierno de Versalles. La política inglesa, que apoya al es-
tatúder y a sus partidarios, es llevada a cabo en el lugar por un embajador de excep·
cional calidad, James Harris. Se distribuyen subsidios en el momento oponuno, por
ejemplo, en la provincia de Frisia, a cargo de la firma Hope. Finalmente, se lanza una
intervención prusiana, y Francia, que ha hecho avanzar algunas fuerzas en la región de
Givet481 , no interviene. Un cuerpo de tropas prusianas llega, casi sin combatir, ante
Amsterdam, a las puertas de Leyaen, que es ocupada. la ciudad, que habría podido
defenderse, capitula el 10 de octubre de 1787 482 .
Restablecido el poder del estatuderato, se organiza inmediatamente una reacción
violenta, sistemática, una reacción de tipo fascista, se diría hoy. Fue necesario llevar
por las calles los colores naranjas. Millares de patriotas huyeron; algunos exiliados, los
matadors, hicieron mucho ruido, pero desde lejos. En el país mismo, la oposición no
cedió: algunos llevaban escarapelas naranjas liliputienses; otros las disponían en forma
de V (Vrijheid=Libertad); otros no las llevaban483 • El 12 de octubre, los asociados de
la firma Hope se presentaron en la Bolsa con los colores reglamentarios, pero fueron
expulsados y debieron volver a sus casas bajo la escolta de los guardias cívicos 484 . Otra
vez, también en la Bolsa, estalló una gresca: un negociante cristiano, que había llega-.
do sin su escarapela 485 , fue atacado por comerciantes judíos, todos partidarios del esta-
túder486. Pero éstas son fruslerías al lado de las ejecuciones y las violencias del pueblo
orangista. En las «regencias», burgomaestres y regidores son destitúidos y se instaura
un verdadero sistema de despojo; los .representantes de familias ilustres son desplaza-
dos en beneficio de personas insignificantes, desconocidas la víspera. Y son muchos los
burgueses y los patriotas que se marchan a Brabante o Francia, quizás 40.000 perso-
nas487. Para colmo de desdichas, el pequeño ejército prusiano vive como en tierra con-
quistada. «Desde el momento en que las tropas del rey de Prusia entraron en el terri-
torio de esta Provincia [Holanda], su paga ha sido suspendida y... [ellas] no tienen
otro salario más que el pillaje, lo cual, se dice, es el sistema prusiano en tiempo de
guerra; lo cierto es que los soldados actúan conforme a esta regla y la región llana está
totalmente devastada; no saquean precisamente en las ciudades, al menos no en ésta
[Rotterdam 1. pero entran en las tiendas y se llevan las mercancías sin pagar. [ ... ] Son
también los soldados prusianos quienes exigen y se guardan para ellos los impuestos
que se cobran a la entrada de la ciudad» 488 • los prusianos panieron en mayo de 1788.
Pero la reacción estatuderiana estaba entonces bien afirmada y siguió su camino.
Pero la revolución se encendió en la casa vecina, en Brabante. Brabante es Bruselas,
convertida, a imagen de Amsterdam, en un activo mercado de dinero, abierto a las ne-
cesidades y los apetitos sin fin del gobierno austríaco. Oldecop, quien poco a poco se
tranquiliza, tuvo unas palabras proféticas, el 26 de febrero de 1787: «Cuando Europa
se .haya divertido durante bastante tiempo con las locuras holandesas, parece seguro
que dirigirá la vista hacia Francia»48 9.

227
Capítulo 4

LOS MERCADOS NACIONALES

Nada parece más claro (para un historiador, se entiende, pues la expresión está au-
sente de lOs diferentes diccionarios económicos de hoy 1) que la noción clásica de mer-
, cado nacional. Así, designa la coherencia económica adquirida de un espacio político
determinado, siendo este espacio de una cierta amplitud, el marco, ante todo, de lo
que llamamos el Estado ierritorial y que ayer se llamaba más bien el Estado nacional.
Puesto que, en este marco, la madurez política ha precedido a la madurez económica,
la cuestión es saber cuándo, cómo y por qué razones estos Estados han adquirido, eco-
nómicamente hablando, una cierta coherencia interior y la facultad de comportarse co-
mo un conjunto frente al resto del mundo. En suma, es tratar de determinar un suceso
que ha cambiado el curso de la historia europea, relegando a segundo plano los con-
juntos económicos de dominación urbana.
Este surgimiento corresponde, forzosamente, a una aceleración de la circulación, a
un aumento de la producción agrícola y de la no agrícola, así como a un incremento
de la demanda general, condiciones todas que, en abstracto, se podrían imaginar ad-
quiridas sin intervención del capitalismo, como una consecuencia del desbordamiento
regular de la economía de mercado. En realidad, ésta tiende a menudo a seguir siendo
regional, a organizarse dentro de los límites que le fijan los intercambios de produc-
ciones diversificadas y complementarias. Pasar del mercado regional al mercado nacio-
nal, uniendo economías de bastante corto alcance, casi autónomas y con frecuencia
fuertemente individualizadas, no tiene, pues, nada de espontáneo. El mercado nacio-
nal "ha sido una coherencia impuesta a la vez por la voluntad política, no siempre efi-
1Caz en la materia, y por las tensiones capitalistas del comercio, particularmente delco-
mercio exterior y a larga distancia. Cierto desarrollo de los intercambios exteriores ha
precedido, de ordinario, a la unificación laboriosa del mercado nacional.

228
Los mercados n.1donales

fate frontispicio (de W Hollar) del libro de John Ogilby Britannia (1675) representa una ruta
que parte de Londres,· corresponde, en suma, a la idea que un inglés de fines del siglo XVII
podía hacerse de la n'queza de su país: ya un equtlibn'o entre el comerciq marítimo exterior (bar-
cos del fondo, globo terrestre en primer plano), los tráficos ordinarios de carreteras (con una di-
ligencia arriba a la tlerecha, jinetes y un buhonero), la ganadería (ovejas, bueyes. y caballos) y la
agncultura. Sólo folía la· industria. (British Museum.)

229
Los mercados nacionales

Esto nos incita a pensar que los mercados nacionales debían, por prioridad, desarro-
llarse en el centro o en la proximidad del centro de una economía-mundo, en las ma-
llas mismas del capitalismo; que ha habido una correlación entre su desarrollo y la geo-
grafía diferencial que implica la progresiva división internacional del trabajo. Además,
en el sentido inverso, el peso del mercado nacional ha tenido importancia en la lucha
ininterrumpida que opone a los diversos candidatos a la dominación del mundo, en
este caso, en el duelo, en el siglo XVIII, entre Amsterdam, una ciudad, e Inglaterra,
un «Estado territorial». El mercado nacional ha sido uno de los marcos donde se ha pro-
ducido, bajo el impacto de factores internos y externos, una transformación esencial pa-
ra el comienzo de la Revolución Industrial, quiero decir, el crecimiento de una deman-
da interior múltiple, capaz de acelerar la producción en sus diversos sectores, de abrir
los caminos del progreso._
El interés de un estudio de los mercados nacionales es indudable. La dificultad es
que requiere métodos e instrumentos a su medida. Sin duda, los economistas han crea-
do estos instrumentos y estos métodos en estos últimos treinta o cuarenta años para las
necesidades ~e las «contabilidades nacionales», pero sin pensar, claro está, en los pro-
blemas particulares de los historiadores. ¿Pueden éstos utilizar los servicios de tal ma-
croeconomía? Es claro que las masas impresionantes de datos que son manipulados hoy,
ante nuestros ojos, para sopesar las economfas nacionales no tienen nada que ver con
el material escasísimo del que disponemos para el pasado. Y las dificultades, en prin-
cipio, aumentan a medida que nos alejamos del presente directamente observable. Pa-
ra colmo de la mala suerte, la adaptación de esta problemática de hoy a una investi-
gación sobre el ayer ni siquiera ha sido emprendida aún verdadei:amente 2 • Y los raros
economistas que, en estos dominios, reemplazan a los historiadores, con energía, ade-
más, como Jell.n Marczewski o Robert William FogeP, apenas se remontan, éste más
allá del siglo XIX, aquél más allá del XVIII. Operan con épocas en que las cifras abun-
dan, relativamente, pero fuera de estas zonas de semiluz no nos aportan nada, ni si-
quiera su bendición. Sólo Simon Kuznets, como ya he expuesto\ nos será de ayuda
en este dominio.
Sin embargo, d problema está ante nosotros. Necesitaríamos una «pesada global»~
de la economía nacional, siguiendo a S. Kuznets y W; Leontieff, pata reencontrar no
tanto la letra corno el espíritu de su investigación, como ayer los historiadores, para cap-
tar las coyunturas retrospectivas de los precios y los salarios, ·transpusieron el pensa-
miento precursor de Lesture, Aftalion, Wagemann y más aún de Fnm~ois Simiand. En
esta antigua dirección, nosotros, los historiadores, hemos triunfado maravillosamente.
Pero lo que está en juego, esta vez, es más azaroso. Y corno el producto nacional no
tiene el ritmo puro y simple de la coyuntura económica tradícional 6 , no sólo ésta no
puede acudir en socorro nuestro, sino que jamás damos un paso adelante sin trastornar
lo que conocíamos, o creíamos conoter. La única ventaja, aunque tiene su peso, es que,
al adoptar métodos y conceptos que nos son poco habituales, nos vemos obligados a
considerar las tosas ton una mirada nueva.

UNIDADES ELEMENTALES
Y UNIDADES SUPERIORES

Al ocupar una vasta superficie, el mercado nacional se divide por sí solo; es una
suma de espacios de menores dimensiones que se parecen y no se parecen, pero que
aquél engloba, obligándoles a mantener cierras relaciones. A pn'on~ de estos espacios

230
'
Los mercados nacionales

que no viven al mismo ritmo y que no cesan, sin embargo, de interactuar, no se podría
decir cuál ha sido el más importante, cuál determinó la construcción del conjunto. En
el lento y complejo proceso de enlace de los mercados. es frecuente que el mercado
internacional prospere en un país al mismo tiempo que mercados locales bastante vivos.
y el mercado intermediario, nacional o regional, queden, por el contrario, a la zaga 7
Pero esta regla a veces se invierte, particularmente en las zonas antiguamente trabaja-
das por la historia, donde el mercado internacional, a menudo. no hace más que di-
simular una economía provincial, diversificada y existente desde tiempo atrás 8 •
Toda formación de un mercado nacional, pues, debe ser estudiada en la diversidad.
de sus elementos, pues cada ensambladura se presenta, por lo general, como un caso
particular. En este terreno, como en los otros, cualquier generalización será difícil.

Una gama
de espacios

El más elemental de estos espacios, el más fuertemente arraigado, es el isolat de


los demógrafos, es decir, la unidad mínima de población rural. Ningún grupo huma-
no, en efecto, puede vivir, y sobre todo sobrevivir y reproducirse, si no tiene al menos
cuatrocientos a quinientos individuos9,1En la Europa del Antiguo Régimen, eso corres-
ponde a una o varias aldeas próximas, Ínás o menos ligadas que, entre todas, delimitan
a la vez una unidad social y una zona de labranza, de baldíos, de caminos y de vivien-
das. Pierre de Saint-Jacob 10 habla, a este respecto, de «claro cultural», expresión que
adquiere todo su sentido cuando se trata, como ocurre tan a menudo en la Alta Bor-
goña, de un espacio descubierto, podado en un bosque. Entonces el conjunto se com-
prende, se lee como un libro abierto.
En el círculo estrecho de estos millares de pequeñas unidades 11 donde la historia
transcurre lentamente, las existencias se suceden, semejantes unas a otras, de genera-
ción en generación; el paisaje se obstina en seguir siendo casi el mismo: aquí los cam-
pos de labranza, las praderas, los jardines, los vergeles y los cañamares; allí los bosques
familiares y los baldíos útiles para el pastoreo; y siempre las mismas herramientas: la
laya, el pico, el arado, el molino, la fragua, el taller del carretero, etcétera.
Por encima de estos círculos pequeños 12 y reagrupándolos (siempre que no vivan
en una autosuficiencia demasiado desarrollada), se sitúa la unidad económica de me-
nor formato: el conjunto que constituyen un burgo provisto de un mercado, sumado
a veces a una feria, y, dispuestas en aureola, las pequeñas aldeas que dependen de él.
Cada aldea debe estar a una distancia del burgo tal que la ida al mercado y el retorno
pueda hacerse en el día. Pero las dimensiones del conjunto dependen también de los
medios de transporte, la densidad de la población y la fertilidad del espacio conside-
rado. Cuanto más dispersa está la población y más ingrato es el suelo, tanto m3s se
agrandan las distancias: en el siglo XVIII, los montañeses del pequeño valle alpestre de
la Vallorcine, al norte de Chamonix, situados en el fin del mundo, deben descender
a pie el largo y difícil camino que lleva, más a.bajo de Valais, al burgo de Martigny,
«para comprar allí arroz, azúcar, a veces un poco de pimienta y también carne al por
menot, pues ahora no hay allí [en la Vallorcine] ninguna carnicerfa>, todavía en 1743 13 •
En el extremo opuesto se sitúan las aldeas numerosas y prósperas pegadas a grandes
ciudades, como esos pueblos de los montes 14 [en español en el original] de los alrede-
dores de Toledo, que, desde antes del siglo XVI, llevan sus productos (lana, tejidos y
cueros) al mercado de la plaza de Zocodover. Han sido como apartados de los trabajos

231
Los mr:rcados nacionales

Erclll~ tle cfrr:ulor

o 1 02 Os Oro 050 Có11yuger

25. MATRIMONIOS EN CINCO ALDEAS DE CHAMPAÑA, DE 1681 A 1790

E11 "'"' c11mpiñ11 ric11 .,, viñedos, l11r &1t1<0 fllde11r de Blé<ourl, bonje11, G11dmonl. M11rsey y Ro11vroy (desig11ad11r por rur
iniciales) c11enta11, e11tre todar, fllrededor de 1.JOO h., o se11 fllás que un grupo caraclerúlico del Antiguo Régimen. Sin em-
bargo, de 1.JOJ mrztnmo11ios registrados paro este centell/Jr de años. el J6,3% se efectuaron en el inferior de cado una de
las ci11co parroquias, y el 12,4% entre las cinco. El resto, el 31,3%, se efec1116 co11 c611yuges -extranjeros• (471 e11 total),
/or íifli&os represenladoJ en el map11. Ltl grtJll mtJ:Jorí4 de ellos provenían de un.círculo de 10 k.m de rtJdio soltJmente. (To·
mtJdo de G. Arbe/101, Cinq Paroism du Vallagc (siglos XVII-XVIII). Etude de démographic historique 1973.)

232

Los merrndos nacionales

de la tierra por esta vecindad exigente, atrapados en una especie de suburbio. En sín-
tesis, es menester imaginar las relaciones aldeam:s a corta distancia como situadas entre
estos dos tipos extremos.
Pero, ¿cómo tener una idea del peso, la extensión o el volumen de tales universos
bajo el signo de una economía elemental? Wílhelm Abel ll ha calculado que una pe-
queña ciudad de 3.000 habitantes, para vivir en su propio espacio, necesita 85 km 2 de
tierras aldeanas. Pero 3.000 habitantes, en el mundo preindustrial, era más que la di-
mensión ordinaria de un burgo; en cuanto a los 85 km 2 , la cifra me parece muy insu-
ficiente, a menos que por «tierras» se entienda solamente los suelos arables. En cuyo
caso, la cifra tendría que aumentar a más del doble, para incluir los bosques, los pra-
dos y los baldíos que se suman : los cultivos 16 • Ello daría una extensión de aproxima-
damente 170 km 2 • En 1969. había en Francia 3.321 cantones (según el Dictionnaire
des communes). Si el cantón, división antigua calcada a veces de divisiones más anti-
guas aún, es en conjunto el agrupamiento económico elemental, contando Francia con
500.000 km 2 , el mencionado «cantón» mediría en promedio entre 160 y 170 km 2 y ten-
dría hoy de 15.000 a 16.000 habitantes.
¿Se insertan los cantones en una unidad regional superior y, por ende, de mayor
amplitud? Es lo que desde hace tiempo los geógrafos franceses 17 , sobre todo, han afir-
mado, valorizando la noción, fundamental para ellos, de «país». Es cierto que estos
400 ó 500 «países» del espacio francés han variado de extensión en el curso del pasado
y que han tenido fronteras mal definidas, sujetas más o menos a los determinismos del
suelo, del clima y de los lazos políticos y económicos. Uno dentro de otro, estos espa-
cios, de coloridos siempre originales, tendrían una superficie que varía de 1.000 18 a
l. 500 ó l. 700 km 2 ; así, representarían una unidad relativamente grande. Para situar
nuestra observación, es aproximadamente dentro de estos límites en los que se sitúa la
superficie del Beauvaisis, del país de Bray, del país de Auge o de la Wevre lorenesa,
del Othe, del Valois 19 , del Toulois (1.505 km 2 ) 2º, de la Tarentaise 21 , que se acerca a
los 1.700 km 2 , del Faucigny (1.661 km 2) 22 • Sin embargo, con sus zonas montañosas y
sus inmensos paseos de montaña, el valle de Aosta, sobre el cual poseemos una buena
guía históricaB, supera ampliamente estas normas (3.298 km 2), mientras que el Lodé-
vois, país original si los hay, limitado a la cuenca hidrográfica del Lergue, sólo mide
798 km 2 , pero es una de las diócesis menos extensas del Languedoc; las de Béziers
(l.673 km 2), Montpellier (1.484 km 2 ) y Ales (l.791 km 2) siguen bastante de cerca la
norma 24 •
Esta búsqueda de las dimensiones, de las normas y las originalidades podría pro-
seguirse a través de Francia y, fuera de Francia, a través de Europa. Pero, ¿acabarían
así nuestras fatigas? Lo esencial sería, sin duda, ver cuáles de estos «países», desde Po-
lonia hasta España, desde Italia hasta Inglaterra, están ligados a una ciudad que los
domina desde un poco más arriba; es el caso, para elegir ejemplos conocidos con pre-
cisión, del Toulois, cuyo centro autoritario es Toul2 5 ; o del país mantuano, cuya super-
ficie variable oscila entre 2.000 y 2.400 km 2 , y que está sometido, atado de pies y ma-
nos, a la Mantua de los Gonzaga 26 • Cualquier «país» así centrado se presenta, sin duda,
como una entidad económica. Pero el «país» es también -y quizás en primer lugar-
una realidad cultural, una de esas baldosas de color particular entre las que se divide
y por las que se armoniza el mosaico del mundo occidental, y particularmente de Fran-
cia, que «se llama diversidad» 27 Quizás sea entonces al folklore al que convendría in-
terrogar, a las vestimentas, las hablas, los proverbios locales, las costumbres (que no se
encontrarán diez o vei!lte kilómetros más lejos), la forma y los materiales de las casas,
de los techos, la disposición de los interiores, los mobiliarios, los hábitos culinarios, to-
do lo que constituye, bien localizado en el terreno, un arte de vivir, de adaptarse, de
equilibrar necesidades y recursos, de concebir las alegrías, que no son necesariamente
233
Los mercados nacionales

26. El DUCAQO DE MANTIJA SEGUN UN MAPA DE 1702


Eir !tu ftvnúrtJS tlel riucatlo (e11Jre 2.000 :y 2.500 km2 en total), ha:y Eltariw mi1 pi!queños que 1!1: el tlu"'"º tle Mirin·
riolt1, el principt1tlo tle Ct11tiglione, Baso/o, St1bionet11, Do10/o, Gustt1//tJ, el &or11hrio tle No•elltJftl. Mis allá e1tin Venecia,
LombartlítJ, Parma y Mátlena. ú misma ciutlatl tle Mantw está rotlet1tla por los l11gos que form11 el Mincio. ¿El el tluctJtlo
tle Milntutl, con su lt1rgo pt11tJtlo, el equi•alente ti• Jo que hemo1 l/11m11tlo en Francia un 1p11fo?

las mismas que en otras partes. Se podría distinguir, también, en el plano del «país»,
ciertas funciones administrativas, pero las coincidencias son seguramente muy imper-
fectas, en.Francia al menos, entre la fantasía de los límites de las 400 bailías y senes-
calías y la realidad geográfica de los 400 ó 500 «países» 28 •
En el plano superior, las provincias 29 se presentan como colosos, de dimensiones va-
riables, evidentemente, pues la historia, que las ha construido, no ha actuado en todas
partes de la misma man~ra. Vidal de La Blache, en un libro que desgraciadamente no
es más que un esbozo, Etats et Nations d'Europe (1889), ha presentado sobre todo las
«regiones», en realidad las provincias, entre las que se divide el mundo occidental. Pe-
ro en su admirable Tableau géographique de la France (1911) con que comienza la His-
toire de Lavisse, otorga al «país» el primer lugar, más que a la región natural
o a la provincia. En definitiva, es todavía en el Tableau de Michelet donde se hallará
la más viva imagen de la diversidad provincial que es para él «la revelación de Fran-
cia»'º· Diversidad que no se ha borrado al confundirse las provincias, más a la fuerza
que de buen grado, para formar precozmente el marco administrativo donde ha creci-
do poco a poco la Francia moderna. Maquiavelo' 1 admiraba con envidia, como una
obra maestra de la realeza francesa, es verdad que construida durante varios siglos, esa
paciente conquista de territorios tan independientes antaño como Toscana, Sicilia o el
Milanesado. Y a veces mucho más extensos: en Francia, el «país» es diez veces el «can-
tón»; la provincia es una decena de veces el «país», o sea, de 1).000 a 25.000 km 2 , un
espacio enorme según las dimensiones de antafio. Medida por la velocidad de los trans-
portes de la época, la Borgofia de Luis XI, por sí sola, era centenares de veces la Francia
entera de hoy.

234 •
Los mercados nacionales

27. UNA PROVINCIA Y SUS •PAISES:.:


SABOYA EN EL SIGLO XVIII
Toda provincia se divide en unidades miJ o me-
nos sólidos, la mayor parte de /111 c11ole1, sin em-
hargo, se han mantenida ha.rto hoy. (P1111/ Gui-
chonnel, Hismire de la Savoie, 1973, p. 313.)

En estas condiciones, ¿no era antaño la provincia la patria por excelencia? «El mar-
co vivo de la sociedad medieval [y posmedieval] está allí -escribe J. Dhont con res-
pecto a Flandes-; no es el reino ni el señorío (aquél demasiado vasto, éste demasiado
pequeño), sino este principado regional. organizado o no:l) 32 • En resumen, la provincia
será durante largo tiempo «la empresa política de magnitud máxima:\), y nada en la Eu-
ropa actual ha roto verdaderamente esos lazos de antaño. Además, Italia y Alemania
fueron durante mucho tiempo conjuntos de provincias o de «Estados:\), hasta la unifi-
cación del siglo XIX. Y Francia, aunque tempranamente formada como «nacióm>, ¿no
se ha desmembrado a veces demasiado fácilmente en universos provinciales autónomos,
por ejemplo, cuando la larga y profunda crisis de las Guerras de Religión (1562-1598),
tan reveladora desde este punto de vista?

Espacios
y mercados provinciales

Estas unidades provinciales, bastante extensas para ser más o menos homogéneas,
son, de hecho, antiguas naciones de dimensiones inferiores que constituyeron o trata-
ron de constituir sus mercados nacionales, o digamos para marcar la diferencia: sus mer-
cados regionales.
Hasta parece que se puede ver en el destino del espacio provincial, mutatis mutan-
di, una p~efiguración, un doble del destino nacional y hasta internacional. Las mismas
regularidades, los mismos procesos, se repiten. El mercado nacional es, como la econo-
mía-mundo, superestructura y envoltura. Esto mismo es, en su propia esfera, el mer-
cado provincial. Es decir que una provincia ha sido antaño una economía nacional, has-
ta una economía-mundo en pequeño; que, pese a la diferencia de escalas, habría que
repetir a su respecto, palabra por palabra, todo el discurso teórico con que iniciamos

235
Los mercados nacionales

F. Hackert: Vista del puerlo y de la bahÍIJ de Mesina. Nápoles, Museo di S. Martino. (Foto Sea/a.)

este libro; que incluye regiones y ciudades dominantes, «países> y elementos periféri-
cos, zonas más o menos desarrolladas y otras casi autárqui~as ... Y era, además, de estas
diversidades complementarias, de un abanico abierto, de donde estas regiones bastante
vastas extraían su coherencia.
En el centro, pues, siempre hay una ciudad o unas ciudades que imponen su pree-
minencia. En Borgoña, es Dijon; en el Delfinado, Grenoble; en Aquitania, Burdeos;
en Portugal, Lisboa; en la región véneta, Venecia; en Toscana, Florencia; en el Pia-
monte, Turín ... Pero en Normandía, Ruán y Caén; en Champaña, Reims y Troyes; en
Baviera, Ratisbona, ciudad libre que domina el Danubio por su puerto esencial, y Mu-
nich, capital creada en el siglo XIII por los Wittelsbach; en el Languedoc, Tolosa y Mont-
pellier; en Provenza, Marsella y Aix; en el espacio lorenés, Nancy y Metz; en Saboya,
Chambéry, más tarde Annecy y sobre todo Ginebra; en Castilla, Valladolid, Toledo y
Madrid; o, para terminar con un ejemplo significativo, en Sicilia, Palermo, la ciudad
del trigo, y Mesina, la capital de la seda, entre las cuales la autoridad española domi-
nante durante largo tiempo se cuidará de elegir: hay que dividir para reinar.
Es cierto que, cuando la primacía se reparte, el conflicto no tarda en surgir: una de
las ciudades finalmente predomina, o debería predominar. Un enfrentamiento por mu-
cho tiempo indeciso no puede ser más que un indicio de mal desarrollo rtgional: el

236 •
Los mercados nacioiudes

abeto al que le crecen dos copas a la vez corre el riesgo de no crecer. Semejante duelo
puede ser indicio de una orientación doble o de una textura doble del espacio provin-
cial: no un Languedoc, sino dos Languedocs; no una Normandía, sino dos Normandías
al menos ... En tales casos, hay una insuficiente unidad del mercado provincial, incapaz
de unir espacios que tienden, o bien a vivir de sí mismos, o bien a abrirse a otros cir-
cuitos exteriores: todo mercado regional está, en efecto, doblemente afectado por un
mercado nacional y un mercado internacional. De ello, pueden resultar para él fisuras,
rupturas y desniveles, con una región tirando hacia un lado y otra hacia el opuesto. Y
hubo muchas otras causas que obstaculizaron la unidad del mercado provincial, aun-
que no fuese más que la política intervencionista de los Estados y los príncipes de la
época mercantilista o la de vecinos potentes o hábiles. En el momento de la Paz de
Ryswick, en 1697, Lorena es invadida por las monedas francesas, una forma de domi-
nación a la que el nuevo duque no podrá oponerseH. En 1768, hasta las Provincias Uni-
das se creen lesionadas por una guerra de tarifas que le hacen los Países Bajos austria-
cos. «El conde de Cobenzel34 hace todo lo que puede -se quejan en La Haya- para
atraer el comercio a los Países Bajos, donde se construyen caminos y terraplenes por to-
das partes a fin de facilitar el transporte de artículos y mercancías»n.
Pero, ¿un mercado provincial autónomo no correspondería a una economía estan-
cada? Necesita abrirse, voluntariamente o a la fuerza, a los mercados exteriores, nacio-
nal o internacional. Por ello, las monedas extranjeras son, pese a todo, un aporte vivi-
ficante para la Lorena del siglo XVIII, que ya no acuña moneda ella misma y donde el
contrabando es una industria próspera. Aun las provincias más pobres, que no tienen
casi nada que ofrecer ni comprar al exterior, tienen el recurso de exportar mano de
obra, como Saboya, Auvernia o el Lemosín. Cada vez más, en el curso del siglo XVlll,
la apert.ura al exterior,.los movimientos de la balanza cobran importancia y adquieren
el valor de indicadores. Además, en esa época, con el ascenso de los Estados, con el
desarrollo de la economfa y las relaciones a larga distancia, seguramente queda atrás la
hora de las excelencias provinciales. Su destino a largo plazo es fundirse en una unidad
nacional, cualesquiera que sean sus resistencias o sus repugnancias. En 1768, Córcega
pasa a poder de Francia, en las condiciones que se conocen; pero, según todos los in-
dicios, ao podía pensar en ser independiente. Sin embargo, el particularismo provin-
cial no está muerto; existe todavía hoy, en Córcega como en otras partes, con muchas
consecuencias y retrocesos.

El Estado nact"ona/, sí,


pero, ¿el mercado nacional?

El mercado nacional, finalmente, es una red de mallas irregulares, a menudo cons-


truido pese a todo: pese a ciudades demasiado poderosas que tienen su propia política,
a provincias que rechazan la centralización, a intervenciones extranjeras que ocasionan
rupturas y brechas, sin contar los intereses divergentes de la producción y los intercam-
bios; pensemos en los conflictos, en Francia, entre puertos atlánticos y puertos medi-
terráneos, entre el interior y la fachada marítima. Pese también a los enclaves autosu-
ficientes· que nadie controla.
Nada tiene de asombroso que, necesariamente, en el origen del mercado nacional
haya habido una voluntad política centralizadora: fiscal, o administrativa, o militar o
mercantilista. Lionel Rothkrug 36 define el mercantilismo como la transferencia de la di-
rección de la actividad económica de la comuna al Estado. Más valdría decir de las ciu-

237
los mercados nacionales

dades y las provincias al Estado. En toda Europa, se impusieron muy tempranamente


regiones privilegiadas, corazones imperiales a partir de los cuales comenzaron las len..tas
construcciones políticas y se esbozaron los Estados territoriales. Así, en Francia, la lle-
de-France, el dominio milagroso de los Caperos, «todo transcurre una vez más entre el
Somme y el Loira>H; en Inglaterra, la cuenca de Londres; en Escocia, la zona deprimida
de las Lowlands; en España, el espacio descubierto de las mesetas de Castilla; en Rusia,
el inmenso claro de Moscú ... Más tarde, en Italia, el Piamonte; en Alemania, Brande-
burgo, o mejor dicho el Estado prusiano, dispersado desde el Rin hasta Koenigsberg;
en Suecia, la región del lago Malar ...
Todo, o casi todo, se construye a partir de rutas esenciales. Me gustó, en su época
(1943), el libro de Erwin Redslob, Des Rekhes Strasse, que subraya la importancia pa-
sada de la ruta de Francfort del Meno a Berlín, como herramienta e incluso como de-
tonante de la unidad alemana. El determinismo geográfico no es todo en la génesis de
'h los Estados territoriales, pero tiene importancia.
¡;¡ La economía también actúa. Fue necesario que recuperasen su aliento, después de
mediados del siglo XV, para que los primeros Estados modernos se afirmasen de nuevo,
con Enrique VII Tudor; Luís XI y los Reyes Católicos; y, en el Este, con los éxitos de
Hungría:, Polonia y los países escandinavos. La correlación es evidente. Sitt embargo, a
la: saz6n; Inglaterra, Francia, España y el Este de Europa no son, ciertamente, las zonas
más avanzadas del continente; ¿Acaso no están al margen de la economía dominante,
qrie atravies.a Europa al sesgo, desde Italia dd Norte, por fa Alemania de las regiones
danubianas y tenarias, hasta fa encrucijada de los Países Bajos? En cuanto a esta zona
de economía urbana, es la de los viejos nacionalismos urbanos: la forma política tevo-
lucfonaria que es el Estado territorial no halla implantación allL Las ciudades italianas
rechazan la ciUdad polítiea de la península soñada por Maquiavelo y que, quizás, hu-.
hieran podido construir los Sfotza38 ; Venecia no parece haber pensado en ello; los Es~
tados del Reich no quieten más proyectos de reforma del insolvente Maximiliano de
Austria 39 ; los Países Bajos no desean integrarse al Imperio Español de Felipe 11 y su re-
sistencia adquiere la forma de una revuelta religiosa, pues la religión toma en el si-
glo XVI un lenguaje múltiple, y más de una vez el del nacionalismo político, a punto
de nacer o de afirmarse. De modo que se señala una escisión entre, de una parte, los
Estados nacionales que se elevan al lugar geométrico de la potencia y, de otra, las zo-
nas urbanas que se ubican en el lugar geométrico de la n'queza. ¿Bastarán los hilos de
oro para encadenar a los monstruos de la política? Las guerras del siglo XVI responden
ya sí o no. En el siglo XVII, evidentemente, Amsterdam, que será la última supervi-
vencia urbana, retarda el desarrollo de Francia y de Inglaterra. ¿No será necesario el
nuevo empuje económico del siglo XVIII para que salte el cerrojo y la economía se co-
loque bajo el control de los Estados y los meréados nacionales, pesadas potencias a las
que, desde entonces, todo estará permitido? No es asombroso, pues, que los Estados
territoriales, éxito político precoz, sólo tardíamente alcancen el éxito económico que
fue el mercado nacional, promesa de sus victorias materiales.
Queda por saber cómo, cuándo y por qué se ha dado este paso, preparado de an-
temano. La dificultad proviene de que falcan los puntos de referencia y más aún los
criterios. Se pensará a prion' que una superficie política se vuelve económicamente co-
herente cuando es atravesada por la sobreactividad de los mercados que terminan por
captar y animar, si no todo, al menos una gran parte del volumen global de los inter-
cambios. Se pensará también en una cierta relación entre la producción dedicada al in-
tercambio y la producción consumida localmente. Incluso se pensará en un cierto nivel
de riqueza global, en umbrales que ha sido necesario atravesar. Pero, ¿qué umbrales?
Y, sobre todo, ¿en qué momentos?

238 •
Los mercados nacionales

Las aduanas
interiores

Las explicaciones tradicionales valoran demasiado las medidas autoritarias que han
despejado el espacio político de las aduanas interiores y de los peajes que lo fragmen-
taban o, al menos, trababan la circulación. Suprimidos estos obstáculos, el mercado na-
cional hubiera tenido por primera vez eficacia. ¿No es una explicación demasiado
simple?
El ejemplo siempre aducido es el de Inglaterra, que, efectivamente, se desembara-
zó muy pronto de sus barreras interiores 40 • La potencia precoz y descentralizadora de
la monarquía inglesa, desde 1290, obliga a los propietarios de peajes a mantener la ru-
ta que controlan y reduce sus privilegios a una duración de algunos años solamente.
Con este régimen, los obstáculos a la circulación no desaparecen, pero disminuyen; fi-
nalmente, ya pierden importancia. La gran historia de los precios ingleses de Thorold
Rogers sólo presenta, para lo~ últimos siglos de la Edad Media, algunas cifras aisladas
y de importancia mediocre relativas al coste de los peajes41 • Eli Heckscher 42 explica este
proceso, no solamente por la potencia precoz de la monarquía inglesa, sino también
por la extensión relativamente pequeña de Inglaterra y, más aún, «por el predominio
de las comunicaciones [libres] por vía marítima», que compiten con las rutas interiores
y hacen disminuir su importancia. Sea como fuere, el asombro de los viajeros extran-
jeros es siempre el mismo; un francés, el abate Coyer (1749), escribe a uno de sus ami-
gos: «He olvidado deciros, al describiros los caminos, que no se ven allí Oficinas ni em-
pleados. Si venís a esta Isla, seréis inspeccionados en Dover concienzudamente, des-
pués de lo cual podréis recorrer toda Gran Bretaña sin ningún problema. Si así se trata
al Extranjero, con mayor razón al Ciudadano. Las aduanas están instaladas a lo largo
de la circunferencia del Reino. Ahí se es inspeccionado de una vez por todas>43 • Lo re-
pite un informe francés de 1775: «Al llegar a Inglaterra se es registrado con detalle, y
esta primera inspección es la única en el Reino» 44 • Un español 4l, en 1783, reconoce que
es «muy grato para el viajero, en Inglaterra, no ser sometido a inspecciones aduaneras
en ninguna parte del Reino, sino sólo una vez al desembarcar. Por mi parte, no he ex-
perimentado ese rigor que, según me habían dicho, se pone en tal operación, ni a mi
entrada por Dover. ni a mi salida por Harwick. Es verdad que los aduaneros tienen ol-
fato para reconocer a aquellos que van a sacar dinero de contrabando y a aquellos que
van a gastarlo, arrastrados por su curiosidad». Pero no todos los viajeros tienen igual
suerte o igual buen humor. Piéton, el futuro alcalde revolucionario de París, quien pa-
sa por la aduana de Dover el 28 de octubre de 1791, encuentra la inspección «desagra-
dable y fatigosa; casi todos los objetos pagan derechos, los libros -sobre todo si están
encuadernados-, los artículos de oro y plata, los cueros, los polvos, los instrumentos
de música, las estampas. Es verdad que, una vez hecha esta primera indagación, no
tenéis que soportar otras en el interior del Reino> 46 •
Por esa época, ya hacía un año que la Constituyente había abolido las aduanas in-
teriores francesas, siguiendo en este caso la tendencia general en los Estados del conti-
nente de situar en la frontera política los puestos aduaneros, reforzados desde entonces
por guardias armados que forman largos cordones protectores 47 • Pero son medidas tar-
días ( 177 5 en Austria, 1790 en Francia, 1794 en Venecia48 ) y no siempre aplicadas in-
mediatamente. En España, habían sido tomadas en 1717, pero el gobierno tuvo luego
que dar marcha atrás, particularmente en lo que co·ncernía a las provincias vascas 49. En
Francia, entre 1726 y la Revolución, fueron suprimidos más de 4.000 peajes, con un
éxito relativo, a juzgar por la interminable enumeración de aduanas interiores abolidas
por la Constituyente, desde el l.º de diciembre de ¡79oi0 •
239
Los mercados nacionales

Si el mercado nacional hubiese nacido de este ordenamiento, sólo habría habido


mercados nacionales en el continente europeo a fines del siglo XVIII o comienzos
del XIX. Evidentemente es excesivo. Ademas, ¿basta con suprimir los peajes para acti-
var los tráficos? Cuando Colbert, en 1664, creó la unión aduanera de las Cinco Gran-
des Haciendas, cuya superficie total es comparable, obsérvese, a la de Inglaterra (véase
el croquis, mas adelante), inmediatamente no se produjo ninguna aceleración de la vi-
da económica. Quizás simplemente porque la coyuntura no ofrecía por entonces sus
buenos servicios. Pues por el contrario, cuando la coyuntura es favorable, parece que la
economía se acomoda a todo, supera cualquier obstáculo. Ch. Carriere, en su obra sobre
los negocios marselleses, ha calculado que los peajes del Ródano, incluida la aduana
de Lyon y la de Valence, de las que hemos hecho, como historiadores (confiando en
las quejas de los contemporáneos), verdaderos espantajos, no obtenían en el siglo XVIII
mas que 350.000 libras sobre un tráfico de 100 millones de libras, o sea un porcentaje
del 0,35% 51 • Lo mismo en el Loica: no digo que los peajes -de los que subsisten 80
hasta el siglo XIX- no sean allí un obstáculo, que no obliguen al barquero a abando-
nar el hilo de la corriente para abordar el punto de control, que no den lugar a exac-
ciones, abusos y pagos ilícitos, y que no causen retrasos a una navegación lenta y difi-
cil. Pero si se atribuye al tráfico que anima al Loira el mismo volumen que al tráfico
del Ródano (y generalmente se lo considera superior), o sea de 100 millones de libras,
la suma de los derechos pagados se elevaba a 187 .150 libras, es decir un porcentaje, si
nuestra información es correcta, del 0, 187 % 52 •

i?,7,7,ll [AJ cinco gr(JnJes


~ h11&tentlas

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~ C!'_nsitlemtla.r
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28. EL TERRITORIO DE LAS CINCO GRANDES HACIENDAS


Tom(JJO Je W R. Shephml, Historical Atlas, ,,, ]. M. Richartlso11, A Shon History of Francc, 1974, p. 64.

240 •
Los mercados nacionales

Por otra parte, los acquits-ii-caution [guías de circulación en tránsito] permitían la


libre circulación a través de Francia de las mercancías en tránsito, y tenemos múltiples
ejemplos de ello desde muy prontoB En diciembre de 1673, unos comerciantes in-
gleses se quejan de que, habiendo atravesado Francia desde el Mediterráneo hasta Ca-
lais, en este último puerto se les quiere hacer pagar un sueldo por libra 54 • Lo que se
reclama, sin ninguna duda, es una exención total. En 1719, 1.000 camelotes de Mar-
sella son dirigidos a Saint-Malo por los señores Bosc y Eon, las mercancías serán pre-
cintadas en Marsella al partir «y al llegar a Saint-Malo serán puestas en la tienda de
depósito para ser enviadas al extranjero sin tener que pagar ningún derecho»ll Y estas
travesías no son nada comparadas con la libre circulación de cereales, harinas y legum-
bres, liberada de todos los derechos, incluso de los peajes establecidos por la declara-
ción real del 25 de mayo de 1763 56 , que, es verdad, será revocada el 23 de diciembre
de 1770 ... Mirad también la decisión del Consejo de Estado (28 de octubre de 1785)5 7
que «prohíbe cobrar ningún derecho de peaje en toda la extensión del Reino sobre el
carbón de piedra que no esté expresamente indicado en las tarifas o pancartas». He
aquí muchos ejemplos de circulación sin trabas, donde desde hace tiempo hombres im-
portantes, como Vauban (1707), sueñan con creleg~r [las aduanas] a las fronteras y re-
bajarlas mucho» 58 • Colbert se dedicó a ello, y si no se alcanzó el objetivo entonces, en
1664, fue porque los intendentes se resistieron, por el temor, que no era ilusorio, de
que la libre circulación de cereales en el enorme reino pudiese provocar carestías 59 • La
experiencia de turgot; en 1776, llevará a la catástrofe con la guerra de las harinas. Diez
años más tarde, ert 1786, si el gobierno, pese a su deseo, no procede a la supresión
pura y simple de los peajes es, se dice, porque fa operación, «hecho el cálculo», impli-
caría para los reembolros a !Os propietarios de los peajes un gasto de 8 a 10 millones,
que «el estado actual 'de las finanzaS no soportaría:. 60 • En realidad, la cifra parece bas-
tante módica, comparada con las dimensiones fiscales de Francia y, si es exacta, reduce
una vez más los peajes a un nivel modesto.
Todos estos detalles hacen pensar que el mosaico de las barreras aduaneras no es
un problema decisivo en sí mismo, sino Una difü:ultad unida a todos los problemas del
momento. ¿Podemos recordar, como prueba a contrario, los tumpikes ingleses, esas ru-
tas de peaje que eran un poco rnmo las autopistas actuales y que Inglaterra autorizó,
desde 1663, para incitar a construir nuevos caminos? Según un artículo de la Gazette
de France (24 de diciembre de 1762); «el peaje ... [de estas rutas con barreras] es bas-
tante considerable como para producir una suma de tres millones de libras esterlinas
al :i.fio~ 61 • Estas tarifas están lejos de los peajes del Loira o el Ródano.
Finalmente, tenemos la impresión de que sólo el crecimiento económico fue deci-
sivo en la extensión y la consolidación de los mercados nacionales. Ahora bien, para
Otto Hintze, implicitamente, todo derivaría de la política, de la unión de Inglaterra
con Escocia (1707) y con Irlanda (1801) que, al crear el mercado de las Islas Británicas.•
reforzó la magnitud económica del conjunto. Seguramente, las cosas no han sido tan
simples. El factor político ha tenido importancia, sin duda, pero Isaac de Pinto se pre-
guntaba, en 1771, si Escocia verdaderamente, al unirse a Inglaterra, había aportado a
ésta un aumento de su riqueza: ¿Se enriquecería Francia -aiiadía- si se anexionase
Saboya62 ? El argumento no es válido en la medida en que la comparación entre Escocia
y Saboya, por cierto, no es pertinente. Pero, ¿no fue sobre todo la coyuntura a la alza,
en el siglo XVIII, como veremos en este mismo capítulo, lo que promovió y puso en
movimiento al conjunto británico e hizo de la unión con Escocia un buen negocio para
las dos partes? Si no se puede decir lo mismo de Irlanda es porque ésta se encuentra
en la posiciqn de una colonia, más que como una parte beneficiada en la Unión.

241
Los mercados nacionales

Contra las definiciones


a priori

Por ello, rechazamos las definiciones perentorias, formuladas a pn'on·, como la de


una coherencia casi perfecta (por ejemplo, el unísono de las variaciones de los precios
en un espacio considerado) que sería la condición sine que non de todo mercado na-
cional. Si se mantuviese este criterio, ya no hablaríamos, con respecto a Francia, de mer-
cado nacional. El mercado del trigo, fundamental por entonces en ella como en toda
Europa, se divide al menos en tres zonas: una zona noreste con precios bajos y varia-
ciones muy acentuadas; una zona mediterránea con precios altos y variaciones mode-
radas; y una zona atlántica más o menos profunda, con un carácter intermedio 63 • Eso
es todo. Podemos concluir, siguiéndo a Traían Stoianovich, que «las únicas regiones eu-
ropeas donde la "nación" coincide con el mercado nacional son Inglaterra y, quizás,

Peaje en una ruta inglesa: antes de abrir, el guardián pide el pago. Estampa de Eugene Lami
(1829). (Clisé de la B.N.)

242 •
Los mercados nacionales

las Provincias Unidas». Pero la dimensión de estas últimas hace de ellas, a lo sumo, un
mercado «provincial». Y probablemente ni siquiera las Islas Británicas tienen un ritmo
único para el trigo, porque la escasez o la penuria se presenta unas veces en Inglaterra
y otras en Escocia o en Irlanda.
A su manera, Michel Morineau es más restrictivo aún. «Mientras una nación no está
cerrada al exterior -escribe- y unificada en el interior como mercado, ¿es la unidad
primaria adaptada a las apreciaciones [es decir, a las apreciaciones de una contabilidad
nacional]? Las disparidades nacionales, a las que la situación actual de Europa nos ha
vuelto a sensibilizar, existían en el siglo XVI, en el XVII y -.:n el XVIII. Vacilaríamos en
estimar up PNB (producto nacional bruto) de Alemania o de Italia en estas épocas le-
janas, porque estaban políticamente divididas. Y porque económicamente, también se-
ría fútil: Sajonia vivía de distinto modo que los obispados del Rit'l; el Reino de Nápo-
les, los Estados Pontificios, la Toscana y la República Veneciana [vivían también] cada
uno a su manera»64 •
Sin responder punto por punto a esta argumentación (¿no había diferencias regio-
nales entre Inglaterra propiamente dicha, Cornualles, el País de Gales, Escocia, Irlanda
e incluso simplemente entre highlands y lowlands a través del conjunto de las Islas Bri-
tánicas, y no hay todavía hoy, en todas las partes del mundo, fuertes disparidades pro-
vinciales?), sefialemos que Wilhelm Abel 6', con todo, ha intentado hacer el cálculo del
PNB de Alemania en el siglo XVI; que para Otto Stolz 66 , especialista en la historia de
las aduanas, a fines del siglo XVIII, las grandes rutas del tráfico, a través del conjunto
del Reich, «fabricaron una.cierta unidad»; que forjo Tadic 67 ha hablado, con obstina-
ción, de un mercado nacional de; los Balcanes turcos desde el siglo XVI, que originó fe-
rias animadas y populosas, como la de Doljani, cerca de Strumica, en la proximidad
deLDanubio; que Pierre Vilar68 piensa que se asiste, «en la segunda mitad del si-
glo XVIII, a la constitución, en beneficio de la actividad catalana, de un verdadero mer-
cado nacional español». Entonces, ¿por qué sería absurdo calcular el PNB de la España
de Carlos IV? En cuanto al concepto de nación «cerrada al exterior», es muy difícil ima-
ginarlo para una época en que el contrabando era una industria generalizada y prós-
pera. La misma Inglaterra del siglo XVIII está mal cercada en sus fronteras aparente-
mente perfectas, que atravesará con deleite, hasta 1785, el contrabando del té; esta In-
glaterra de la que se decía ya un siglo antes, en 1698, que, «estando abierta por todos
lados, el contrabando es tanto más fácil cuanto que lo que ha entrado en ella está se-
guro»69. Así, sedas, terciopelo, aguardiente y todas las mercancías llegadas sobre todo
de Francia, una vez desembarcadas en un punto mal custodiado de la costa, se enca-
minaban tranquilamente hacia los mercados y los revendedores, sin temor a una veri-
ficación ulterior.
De todos modos, no vamos en busca de un mercado nacional «perfecto», que no
existe siquiera en nuestros días. Lo que buscamos es un tipo de mecanismos interiores
y de relaciones con el vasto mundo, lo que Karl Bücher 70 llamaba una Territorialwirts-
chaft, por oposición a la Stadtwirtschaft, la economía urbana que hemos seguido am-
pliamente en)os capítulos precedentes. En suma, una economía voluminosa, extendi-
da ampliamente en el espacio «territorializado», como se dice a veces, y bastante cohe-
rente como para que los gobiernos logren, más o menos, modelarla y manejarla. El mer-
cantilismo es, justamente, la toma de conciencia de esta posibilidad de manejar en con-
junto la economía de un país, lo que equivale ya, para abreviar, a la búsqueda de un
mercado nacional.

243
Los menados nacionales

Economía territorial
y economía urbana

Solamente con relación a los problemas que plantea el mercado nacional se puede
comprender en qué difieren la Territorialwirtschaft y la Stadtwirtschaft.
En profundidad. Pues las diferencias inmediatamente visibles, las del volumen y la
extensión, cuentan menos de lo que parece. Sin duda, exagerando apenas, se dirá que
el cterritorio» es una superficie y la ciudad-Estado un punto. Pero tanto a partir del
territorio dominante, como a partir de cualquier ciudad dominante, es captada una zo-
na exterior y añadido un espacio que, en el caso de Venecia, o de Arnsterdam o de
Gran Bretaña, es definidarnente una economía-mundo. Por consiguiente, en las dos
formas económicas hay tal desbordamiento del espacio propio que las dimensiones de
éste, a primera vista, pierden importancia como criterio de diferenciación. Tanto más
cuanto que, en este desbordamiento, los dos sitemas se asemejan. Venecia en Levante
es una potencia colonial, como Holanda en Insulindia e Inglaterra en la India. Ciuda-
des y territorios se han enganchado de la misma manera a una economía internacional
que los ha arrastrado y a la que ellos también han reforzado. De una y de otra parte,
los medios de dominación y, por así decirlo, de vigilancia, de vida al día, son los mis-
mos: la flota, el ejército, la violencia y, si es necesario, la asmcia e incluso la perfidia:
recordemos el Consejo de fos Diez o, mucho más tarde, el Intelligence Service. fos han"
cos ccentrales> 71 surgen en Venecia (1585), en Amsterdam (1609) y luego en Inglaterra
(1694); estos bancos centrales que son, en la perspectiva de Charles P. Kindleberger72 ;
«el recurso en última instancia» y que me parecen ante todo instrumentos de poder,
de dominación internacional: te ayudo, te salvo, pero te esclavizo. Los imperialis.,mos
y colonialismos son tan viejos como el mundo; y toda dominación acentuada segrega
el capitalismo, como lo he repetido a menudo para convencer de ello al lector y para
convencerme a mí mismo.
. Si se parte, pues, de la visión de la economía-mundo, pasar de Venecia a Am:;ter-
dam y de Amsterdam a Inglaterra es permanecer en el mismo movimiento, en una mis-
ma realidad de conjunto. LO que distingue al sistema-nación del sistema-ciudad, e in-
cluso los opone, es su organización estructural propia. La ciudad-Estado escapa a la pe-
sadez del sector llamado primario: Venecia, Génova y Amsterdam comen el trigo, el
aceite, la sal, hasta la carne, etcétera, que les procura su cómetcio exterior; reciben del
exterior la madera, las materias primas e incluso cantidad de productos artesanales que
consumen. Poto les importa quién los produce y la manera, arcaica o moderna, como
son producidos: les basta con recogerlos en el extremo del circuito, allí donde sus agen-
tes o mercaderes de! terruño los han almacenado para ellos. Lo esencial, si no la tota-
lidad, del sector primario que necesitan para su subsistencia e incluso para su lujo es
exterior a ellas, y trabaja para ellas sin que tengan que preocuparse por las dificultades
econórnkas o sociales de la producción. Sin duda, no son perfectamente conséientes de
su ventaja, sino más bien de sus peligros: preocupadas por su dependencia respecto del
extranjero (aunque la potencia del dinero la reduzca, de hecho, casi a la nada), se ve,
en efecto, cómo todas las ciudades dominantes se esfuerzan por agrandar su territorio
y extender su agricultura y su industria. Pero, ¿qué agricultura y qué industrias? For-
zosamente; las más ricas, las más provechosas. Puesto que de todos modos es necesario
importar, ¡importemos el trigo siciliano en Florencia y cultivemos la vid y el olivo en
Toscana! Así, las ciudades-Estado se encuentran de entrada: 1. 0 , con una relación muy
«moderna> entre su población rural y su población urbana; 2. 0 , con una agricultura
que, cuando existe, da preferencia a los cultivos de grandes beneficios y, naturalmente,
es inducida a la inversión capitalista -no es fortuito, o a causa de la calidad de sus

244 •
Lo.< mercados nacionales

tierras, que Holanda haya desarrollado precozmente un sector agrícola tan «avanza-
do»-; 3. 0 , con industrias de lujo, muy a menudo prósperas.
La Stadtwirtschaft escapa de entrada a esa «economía agrícola» definida por Daniel
Thorner como la etapa que es menester franquear antes de cualquier desarrollo eficaz.
Por el contrario, los Estados territoriales, dedicados a su lenta construcción política y
económica, permanecieron largo tiempo sumergidos en esta economía agrícola, tan pe-
sada para sacar adelante, como lo muestran tantos países subdesarrollados de hoy. La
construcción política de un vasto Estado, sobre todo si se edifica por la guerra, como
ocurre generalmente, supone un presupuesto importante, una apelación creciente a los
impuestos, los cuales exigen una administración, la cual a su vez exige más dinero y
más impuestos ... Pero, en una población que es en un 90% rural, el éxito del sistema
fiscal supone que el Estado llega eficazmente al campesinado, que éste sale de la au-
tosuficiencia, que acepta producir un excedente, vender en el mercado, alimentar a las
ciudades. Y éste no es más que el primer paso. Pues el campesinado debe todavía, pe-
ro más tarde, mucho más tarde, enriquecerse lo suficiente como para aumentar la de-
manda de productos manufacturados y permitir vivir, a su vez, al artesanado. El Esta-
do territorial en formación tiene demasiado que hacer como para lanzarse a la conquis-
ta inmediata de los grandes mercados del mundo. Para vivir, para equilibrar su presu-
puesto, necesita promover la comercialización de la producción agrícola y artesanal, y
organizar la pesada máquina de su administración. Todas sus fuerzas vivas pasan por
ello. Precisamente desde este punto de vista me gustaría presentar la historia de la Fran-
cia de Carlos VII y Luis XI. Pero esta historia es tan conocida que su fuerza demostra-
tiva está debilitada para nosotros. Piénsese entonces en el Estado Moscovita o, ejemplo
mirífico sobre el cual volveremos, incluso en el sultanado de Delhi (que precede al lm-
perfo del Gran Mogol), que, desde la primera mitad del siglo XIV, promovió en el in-
menso dominio que detenta una economía monetaria que supone e implica mercados
y, por los mercados, la explotación pero también el estímulo de la economía aldeana.
Las rentas del Estado dependían tan estrechamente del éxito de la agricultura que el
sultán Muhammad Tughluq (1325-1351) hizo cavar pozos, ofreció a los campesinos di-
nero y simientes, y les aconsejó, a través de su administración, para que eligieran los
cultivos más productivos, como la caña de azúcar 73 •
Nada tiene de asombroso, en estas condiciones, que los primeros éxitos capitalistas,
los primeros y brillantes logros de la economía, deban figurar en el activo de las gran-
des ciudades; y que Londres, por el contrario, capital nacional, haya tadado tanto en
alcanzar a Amsterdam, más alerta que ella y más libre en sus movimientos. Nada tiene
de asombroso, tampoco, que una vez logrado este difícil equilibrio de la agricultura,
el comercio, los transportes, la industria, la oferta y la demanda que exige toda conse-
cución de un mercado nacional, Inglaterra finalmente haya sido un rival infinitamente
superior a la pequeña Holanda, descartada inexorablemente de toda pretensión al do-
minio del mundo: una vez constituido, el mercado nacional genera uu aumento de la
potencia. Charles P. Kindleberger 74 se pregunta por qué la revolución comercial que
levantó a Holanda no la condujo a la revolución industrial. Sin duda, entre otras ra-
zones, porque Holanda no disponía de un verdadero mercado nacional. La misma res-
puesta, se pensará, puede darse a la cuestión que se plantea Antonio García-Baquero
Gonzálezn con respecto a la España del siglo XVIII, donde, pese al aumento acelerado
del comercio colonial, la revolución industrial no cuaja (salvo en Cataluña). ¿No es por-
que el mercado nacional en España es todavía imperfecto, con partes mal unidas y atra-
vesado por evidentes inercias?

245
Los mercados nacionales

29. INDUSTRIA Y COMERCIO IMPULSAN LA EXTENSION DE LA


ECONOMIA MONETARIA
Mayoritari01, y con mucho, en lllI aclividades de las ciudade1, ellos explican la larga primacía d• eJlas últimlll con respecto a
los Estado! t•rritoriale1. S•gún /ti.! indicaciones Je K. Glamman.

o 25 50%
1 1 1
Agricultura . . . . . . . . . . . ..
Trabajo no c11a/ificarlo • • • • • • •
Artesanatlo y man11/act11r11I • • • •

DISTRIBUCION SOCIOECONOMICA Otro1 • • • •


DEL CONJUNTO DE LA Comercio.
POBLACION DANESA EN 1780
Pesca y navegación •

~monell1rizada Prorl11cto total

····-=========:J
Agricultura

Pe1t:a y navegación
PAR1E DEL PRODUCTO TOTAL Artesanado y man11/acturas • • • • • • • • • • • • • •
DE CADA RAMA QUE ENTRA EN
EL CIRCUITO MONETARIO Comercio··············
~ is Jo 75 1~0"

CONTAR
Y MEDIR

Necesitaríamos pesar globalmente las economías nacionales, en vías de formación o


ya formadas, observar su peso en tales o cuales momentos: ¿crecen?, ¿retroceden? Ne-
cesitamos comparar sus niveles respectivos en una época determinada. Es retomar por
nuestra cuenta un número respetable de iniciativas antiguas, en gran medida anterio-
res a los cálculos clásicos de Lavoisier (1791). Ya William Petty 76 (1623-1687) trataba
de comparar las Provincias Unidas con Francia: sus poblaciones serían de 1 a 3, las
tierras cultivadas de 1 a 81, la riqueza de 1 a 3; Gregory King 77 {1648-1712) tratará
también de comparar las naciones de la trinidad que domina su época: Holanda, In-
glaterra y Francia. Pero podríamos introducir en la lista una larga decena de otros «cal-
culadores:., desde Vauban hasta Isaac de Pinto, y aun al mismo Turgot. Un texto de
Boisguilbert (1648-1714), pesimista, es verdad (pero la Francia de 1696 no ofrece un
espectáculo regocijante o tranquilizador), incluso nos conmueve por su acento actual:
«... pues sin hablar de lo que hubiera podido ser -escribe-, sino solamente de lo que
ha sido, se sostiene que el producto [nacional de Francia] es hoy quinientos o seiscien-
tos millones menor por año en sus rentas, tanto en fondos como en industria, de lo

246
Los mercados nacionales

que era hace cuarenta años. Que el mal aumenta todos los días: es decir, la disminu-
ción; porque las mismas causas subsisten siempre e incluso se agudizan, sin que se pue-
da acusar a las rentas del Rey, las cuales nunca han aumentado tan poco desde mil seis-
cientos sesenta, pues sólo han aumentado alrededor de un tercio, mientras que desde
hacía doscientos años siempre se habían doblado cada treinta años» 78 • Como se ve, es
un texto admirable. Lo mismo las once «líneas» (desde las tierras hasta las minas) entre
las cuales Isaac de Pinto 79 divide la masa del producto nacional de Inglaterra, división
que se acerca sin mucho error a las líneas de la contabilidad nacional, tal como se pre-
senta hoy.
Con estas investigaciones antiguas sobre las «riquezas» nacionales y con las cifras dis-
persas que podemos reunir, ¿hay alguna posibilidad de contemplar el pasado desde el
«punto de vista de las cantidades globales»ªº al que nos han acostumbrado los cálculos
de la contabilidad nacional iniciada en 1924 81 ? Tales cálculos tienen sus defectos, por
supuesto, pero constituyen por el momento, como dice con razón Paul Bairoch 82 , el
único método para comprender, en las economías actuales y, yo añado, en las econo-
mías antiguas, el problema vital del crecimiento.
Incluso estoy de acuerdo con Jean Marczewski83 en pensar que la contabilidad na-
cional no es sólo una técnica, sino ya una ciencia en sí, y en que, por su fusión con la
economía política, ha hecho de esta última una ciencia experimental.
Sin embargo, no se engañe el lector sobre mis intenciones; no pretendo poner los
cimientos de una historia económica que sería revolucionaria. Deseo solamente, des-
pués de haber precisado algunas nociones, útiles para el historiador, de contabilidad
nacional, volver a cuentas elementales, las únicas que permiten la documentación de
que disponemos y la escala de este libro; llegar a ciertos órdenes de magnitud, tratar
de hacer evidentes ciertas relaciones, coeficientes, multiplicadores verosímiles (si no se-
guros), y trazar un camino de acceso a enormes investigaciones todavía no iniciadas y
que se corre el riesgo de no poder iniciar pronto. Estos órdenes probables de magnitud
nos permitirán al menos sospechar las posibilidades de una contabilidad retrospectiva.

Tres variables
y tres magnitudes

La primera es el patrimonio, unas reservas de oscilaciones lentas; la segunda, la ren-


ta nacional, un flujo; la tercera, la renta pro capite o, como se dice también, per ca-
pita, una relación.
El patrimonio es la riqueza global. la suma de las reservas acumuladas de una eco-
nomía nacional determinada, la masa de los capitales que intervienen o podrían inter-
venir en el proceso de la producción. Esta noción que fascinaba antaño a los «aritmé-
ticos»84 es, hoy, la menos utilizada de todas, y es una lástima. No existe todavía una
«contabilidad nacional patrimonial», me escribía un economista8 ~ en respuesta a una
de mis preguntas, lo que «hace trivial -agregaba- este tipo de medida e imperfecta
nuestra ciencia de las cuentas». Esta laguna es, sin duda, lamentable para el historiador
que trata de sopesar el papel del capital acumulado en el crecimiento y comprueba,
bien su evidente eficacia, bien su importancia para impulsar hacia adelante la econo-
_mía por sí solo cuando se busca inútilmente invertirlo, o bien su retraso para movili-
zarse en el momento oportuno en las actividades que prefiguran el porvenir, como si
estuviese bajo el signo de la inercia y la rutina. La Revolución Industrial en Inglaterra
nace, en gran medida, al margen del gran capital, al margen de Londres.

247
Los mercados nacionales

Y a he señalado la importancia de la relación entre la renta nacional y las reservas


de capital 86 • Simon Kuznets 87 piensa que esta relación se establece entre 7 y 3 por 1;
es decir que una economía antigua inmovilizaba hasta siete años normales de trabajo
para garantizar el proceso de su producción, mientras que esta cifra disminuiría a me-
dida que nos acercamos al tiempo presente. Así, el capital habría ganado en eficacia,
lo mal es más que verosímil, siendo el único aspecto considerado, claro está, el de su
eficacia económica.
La renta nacional es, a primera vista, una noción simple: ¿no consiste la contabili-
dad nacional en «asimilar la economía de la nación a la de una inmensa empresa»? 88 •
Pero esta simplicidad dio origen, ayer, entre los especialistas, a muchas discusiones «es-
colásticas» y. a «duelos verbales»89 • El tiempo los ha aplacado y las definiciones que se
nos ofrecen hoy (ciertamente, más claras en apariencia que en realidad) se asemejan
mucho, se elija la fórmula simple de Simon Kuznets (1941): «el valor neto de todos
los bienes económicos producidos por una "nación" en un año» 9º, o la más complica-
da de Y. Bernard y J. C. Colli: «el agregado representativo del flujo de los recursos na-
cionales, bienes y servicios creados en el curso de un período determinado» 91 • Lo esen-
cial es darse cuenta de que la renta nacional puede ser considerada, como dice Claude
Vimont92 , desde tres «puntos de vista>: el de la producción, el de los ingresos obteni-
dos por los particulares y el Estado y el de los gastos. No tendremos que hacer sólo
una suma sino al menos tres, y a poco que se reflexione, el número de los agregados
que será necesario distinguir aumentará según que se reste, o no, la masa de los im-
puestos; que se reste, o no, el iñterés regular del capital utilizado en el proceso de pro-
ducción; que se hagan los cálculos al comienzo de la producción (el coste de factores)
o según los precios del mercado (los cuales incluyen los impuestos) ... Recomiendo,
pues, al historiador que entre en este dédalo remitirse al artículo simplificador de Paul
Bairoch 93, que enseña· cómo pasar de un agregado a otro, disminuyéndolo o aumen-
tándolo, según los casos, en el 2, el 5 o el 10%.
Deben tenerse en cuenta tres equivalencias esenciales: 1) producto nacional bruto
(PNB) = producto nacional neto (PNN) más los impuestos, más el reemplazo del inte-
rés del capital; 2) PNN =renta nacional neta (RN); 3) RN =consumo más ahorro.
Para el historiador entregado a una investigación de este orden, hay al menos tres
caminos: partir del consumo, o de la renta o de la producción. Pero seamos razonables:
estos agregados que manejamos sin demasiados remordimientos son conocidos hoy con
un 10 y hasta un 20% de error, y, cuando se trata de economías antiguas, al menos
un 30%. Por lo tanto, todo refinamiento es imposible. Tenemos que utilizar variacio-
nes y adiciones groseras. Los historiadores, además, han adquirido el buen o mal há-
bito de hablar del PNB sin distinguido del producto neto. ¿Para qué? Renta nacional
o producto nacional (brutos o netos) se confunden en nuestro horizonte. No buscare-
mos, rto encontraremos, para una época dada, para una economía dada, más que un
soló estiaje de su riqueza, una cifra aproximada que, evidentemente, no tiene interés
más que confrontada con las magnitudes de otras economías.
La renta nacional per capita es una relación: en el numerador, el PNB; en el de-
nominador, la población. Si la producción aumenta más rápidamente que la pobla-
ción, la renta nacional per capita aumenta; en el caso inverso, disminuye; o, tercera
posibilidad, al no variar la relación, se estanca. Para quien trata de medir el crecimien-
to, es el coeficiente clave, el que determina el nivel de vida medio de la masa nacional
y las variaciones de este nivel. Los historiadores han tratado desde hace mucho tiempo
de hacerse una idea de él mediante el movimiento de los precios y los salarios reales,
o también por las variaciones de la «cesta de la compra del ama de casa». Estos intentos
están resumidos en los diagramas de J. Fourastié, R. Grandamy y W. Abel (ver supra,
1, p. 109) y los de P. Brown y S. Hopkins (ver infra, p. 533). Son un indicio, si no del
248
Los mercados nacionales

··-·--------~-------------- -----.-=-------
· · · · '· ·- -·.~...'. . ~·--·~.i:::~--- ___ .;._

Los •medios de subsistencia», o el P.N.B. de las Provincias Unidas, en 17 cuadros. Estampa de


W Kok, 1794. (Atlas Van Stolk.)

l. Tejido - 2. Ftlbni:ación de mantequilla y de quesos. - J. Pese/I del arenque.


- 4. Pesca de la ballena. - 5. Turberas. - 6. Construcción naval. - 7. Ayun-
tamiento y Oficina de Pesos y Medidas de Amsterdam. - 8. Industria d~ la made-
ra, asem1deros y papeleras. - 9. Text/. - 10. F.xplo1aci6n minera. - 11. Comer-
cio del gino. - 12. Agricul111ra y comercio de cer.ales. - 13. Comercio del taba-
co, del azúcar y del café. - 14. Comercio del té, de espe<ias y de telas. - 1J. Bol-
sa de Rallerdam. - 16. Factoría comercial. - 17. Balsa de Amslerdam.

nivel exacto de la renta per capita, al menos del sentido de sus variaciones. Se ha pen-
sado desde hace tiempo que los salarios más bajos, los de este «agente» sin igual para
la investigación histórica que es el «peón de albañil» (un personaje que conocemos bas-
tante bien), seguían, en general, las fluctuaciones del nivel de vida medio. La demos-

249
Los mercados nacionales

tración la ha dado un artículo reciente de Paul Bairoch 94, de alcance sencillamente re-
volucionario. En efecto, si el salario de un peón, el salario mínimo -en suma, algo
que se parece al SMIG- es.conocido de manera puntual (es decir, si conocemos su re-
tribución por una o varias jornadas de trabajo, y es así como se presenta noventa veces
de cada cien), basta, según Paul Bairoch, para el siglo XIX europeo, al que ha estudia-
do estadísticamente, multiplicar este salario diario por 196 para obtener la renta nacio-
nal per capita. Desde una perspectiva estructuralista, el descubrimiento de una corre-
lación tiene un gran poder explicativo. Este coeficiente inesperado, que en primera ins-
tancia inspira incredulidad, se deduce, pragmática y no teóricamente, de cálculos se-
guidos a través de las abundantes estadísticas del siglo pasado.
Dicho coeficiente se halla bastante bien establecido para el siglo XIX europeo. De
una incursión por la Inglaterra de 1688 y de 1770-1778, Paul Bairoch 9l deduce, esta
vez con demasiada presteza, que la correlación en 1688, en la época de Gregory King,
se ubicaría cerca de 160, y en 1770-1778 alrededor de 260. De donde, más rápidamen-
te aún, concluye que «el conjunto de los datos calculados permite postular que la adop-
ción de una ratio media del orden de los 200 debe constituir tina aproximación válida,
en el marco de las sociedades europeas de los siglos XVI, XVII y XVIII». No estoy tan se-
guro de esto como él, y de sus comprobaciones infiero más bien que dicha ratio ha te-
nido tendencia a aumentar, lo que significaría, a igualdad de fos demás factores, ade-
más, que la renta per capita habría tendido, relativamente, a aumentar.
En Venecia, donde_ el obrero del Arsenal, en 1534, gana 22 so/di por día (24 en
verano, 20 en invierno)96 , la correlación propuesta (200) daría una rentaper capita de
4AOO so/di, o sea de 35 ducados; el cuarto del salario anual de un artesano del Arte
della Lana (148 ducados). Y, sin duda, este artesano de la industria lanera es en Ve·~
necia un privilegiado, pero la cifra de 35 ducados me parece, con todo, en sí, un poco
baja. Si la aceptásemos, llegaríamos a un PNB veneciano de 7 millones de ducados (pa-
ra 200.000 habitantes) 97 • Otros cálculos, que los historiadores especialistas en Venecia
encontraban demasiado bajos, me hicieron estimarlo, por mi parte, en cerca de
7.400.000 ducados 98 • La coincidencia, sin embargo, es considerable. _
Otro ejempfo: hacia 1525, el salario diario de un peón en Orleáns es de 2 soles y.
9 dineros. Si se aplicase la misma tasa de 200 (sobre la base de una población de 15
millones), se obtendría una renta nacional muy superior a la que proporciona, a lo su-
mo, el esquema de F. C. Spooner. La correlación de 200, pues, probablemente un po-
co baja pata Veriecfa, seguramente es demasiado alta para Orleáns, por la misma época.
Ultimo ejemplo: en 1707, Vauban, en su Dixme Roya/e, eligió como salario «obre-
ro» medio el de un, tejedor, que trabajaba en promedio 180 días al año a 12 soles, aproxi-
madamente, por día, o sea, una ganancia de 108 libras al año 100 • Sobre la base de este
salario, el productopercapita (12 soles X 200) sería de 2.400 soles, o 120 libras. Y en
este caso, el nivel de vida del tejedor aludido sería, como es normal, un poco inferior
al medio (108 contra 120). El PNB de Francia, si se le atribuye 19 millones de habi-
tantes, estaría cerca de los 2.280 millones de libras. Ahora bien, este resultado es casi
exactamente el que Charles Ducot ha calculado a partir de las estimaciones sectoriales
de Vau han 101 • Esta vez, en 1707. la correlación de 200 parece válida.
Por supuesto, sería necesario proceder a centenares de verificaciones análogas a las
precedentes para deducir, si es posible, una certidumbre o casi certidumbre. Tales pa-
sos, para empezar, serían evidentemente fáciles. Disponemos de innumerables datos.
Así, Charles Dutot 102 , a quien nos referíamos hace un instante, se pregunta si, en el
curso de las épocas, el presupuesto real de Ja monarquía francesa ha aumentado o no.
En suma, trata, como diríamos, de' calcular estos presupuestos en precios comentes, en
libras corrientes. Necesita, pues, comparar los precios según las épocas. Las elecciones
de estos precios son divertidas (si son significativas, es otra cuestión): un cabrita., una
250
'
Los mercados naciontiles

gallina, un ansarón, un ternero, un cerdo o un conejo ... , en medio de estos precios,


característicos para él, se obtiene el salario diario de un «bracero»: en 1508, en Auver-
nia, seis dineros; en Champaña, por la misma época, un sol ... Luego se busca una co-
rrespondencia entre estos precios y los del año 17 35, la época de Luis XV: la jornada del
peón asciende entonces a 12 soles en verano y 6 en invierno. A este respecto, ¿adónde
nos conduciría el coeficiente de 200? No parece convenir al siglo XVI, salvo para los paí-
ses más desarrollados.
Sea como fuere, la iniciativa de Paul Bairoch vuelve a dar un valor a innumerables
salarios aislados unos de otros y, hasta entonces, no tomados en cuenta. Permite com-
paraciones. También revaloriza (si no me equivoco) la cuestión nunca agotada del nú-
mero de días laborables y de días festivos en el Antiguo Régimen y nos obliga a pene-
trar de nuevo en el bosque ingrato de la historia del salariado. ¿Qué es, en ~erdad, un
salario del siglo XVIII? ¿Y no es menester, ame todo, confrontarlo con la vida, no de
un individuo, sino del presupuesto de gastos de una familia? Es todo un programa por
realizar.

Tres conceptos
ambiguos

Hemos definido los medios, las herramientas. Sería necesario aún definir concep-
tos. Tres palabras, al menos, dan un sentido a este debate: crecimiento, desarrollo y
progreso [croissance, développement, progresj. Las dos primeras tienden, en francés, a
reemplazarse una a otra, lo mismo que growth y development, Wachstum y Entwick-
lung (además, el segundo término, que empleaba J. Schumpeter 103 , tiende a desapa-
recer); el italiano prácticamente no tiene más que una sola palabra, sviluppo; las dos
palabras españolas, crecimiento y desa11'ollo no se distinguen más que en el lenguaje
de los economistas de América Latina, quienes se encuentran, según A. Gould, en la
obligación de diferenciar el desarrollo que afecta a las estructuras y el crecimiento que
concierne, por prioridad, al aumento de la rentaper capita• 04 • En efecto, para planifi-
car sin demasiados riesgos una modernización económica rápida, es indispensable dis-
tinguir dos observaciones que no siempre marchan a la par, la que se refiere al PNB y
la que afecta a la renta per capita. En general, si enfoco en mi anteojo el agregado del
PNB, estoy atento al «desarrollo»; si oriento la observación hacia el PNB per capita,
me sitúo más bien en el eje del «crecimiento».
En el mundo actual, hay, pues, economías en que los dos movimientos coinciden,
como en Occidente, donde la tendencia, entonces, es a utilizar una sola palabra; otras,
en cambio·, donde se distinguen e incluso se oponen. En cuanto al historiador, se en-
cuentra ante situaciones más complicadas todavía: tiene ante sus ojos "Crecimientos, pe-
ro también decrecimientos; desarrollos (siglos XIII, XVI y XVIII), pero también estanca-
mientos y regresiones (siglos XIV y XVII). En la Europa del siglo XIV, hubo una regre-
sión hacia estructuras urbanas y sociales antiguas, una detención temporal del desarro-
llo de las estructuras precapitalistas. Al mismo tiempo, se asiste a un desconcertante
crecimiento de la renta per capita: nunca el hombre de Occidente comió más pan y
carne que en el siglo xv 1os
Y aun estas oposiciones no bastan. Así, en las competiciones europeas, el Portugal
del siglo XVIII -donde no hay novedades estructurales, pero en beneficio del cual se
amplifica la exportación de Brasil- goza de una renta per capita superior, sin duda,
a la de Francia. Y su rey es probablemente el soberano más rico de Europa. Con res-
pecto a un Portugal así, no podemos hablar de desarrollo ni de regresión; tampoco en
251
Los ml'rcados nacionall's

lo concerniente al Kuwait de hoy, que sin embargo tiene la renta per capita más ele-
vada del mundo.
En este debate, es de lamentar el abandono casi completo de la palabra progreso.
Tenía casi el mismo sentido que desarrollo y se distinguía de manera cómoda (para no-
sotros, los historiadores) el progreso neutro (es decir, sin ruptura de las estructuras exis-
tentes) y el progreso no neutro, cuyo empuje hacía resquebrajar los marcos en el inte-
rior de los cuales se desarrollabarn 6 . Por ello, sin detenernos en argucias de vocabulario,
¿se puede sostener que el desarrollo es el progreso no neutro? ¿Y llamar progreso neu-
tro al aflujo de riqueza que el petróleo proporciona a Kuwait? ¿O el oro de Brasil al
Portugal de Pombal?

Ordenes de magnitud
y correlaciones

Como ha demostrado el coloquio de Prato de 1976 107 , muchos historiadores son es-
cépticos, si no hostiles, con respecto a las contabilidades nacionales retrospectivas. No
disporienios más que de cifras frágiles y mal agrupadas. Un calculador actual las dejaría
de lado porque posee otras. Desgraciadamente, no es éste nuestro caso. No obstante,
si las cantidades se presentan retrospectivamente de manera no serial, es lícito buscar
correlaciones entre esas cantidades y pasar de un valor a otro, reconstituir paso a paso
los agregados y, a partir de estos volúmenes, calcular ocros. Proceder como Ernst Wa-
gemann en su librito, Das Ziffer als Detective 108 , tan curioso y tan poco leído, por otra
parte. Naturalmente, el detective no es la cifra, sino Quien la maneja.
El objetivo, en suma, puesto que disponemos solamente de órdenes de magnimd,
es apoyar urias sobre otras para que se justifiquen y se verifiquen, de algún modo, to-
das. ¿Acaso no hay proporciones casi fuera de discusión? Así, las cifras de población
anteriores al si~lo XIX permiten discernir, en general, la relación entre población urba-
na y población rural: desde este punto de vista, la Holanda del siglo XVIII marca un
récord, 50% de un lado, 50% del otro 109 • Para la Inglaterra de la misma época, el peso
de las ciudades es, sin duda, el 30% del conjunto 110 ; en Francia, del 15 al 17% 111 • Es-
tos porcentajes son, por sí solos, indicadores de conjunto.
Lo interesante sería especular sobre la densidad de la población, tema al que se ha
dedicad<> poca atención. La red que Ernst Wagemann 112 ha calculado para' el año 1939
no es, piense lo que piense su autor, válida sin más para todas las épocas. Si no obs-
tante esto la reproduzco aquí es porque contiene una verdad probable, a saber, que
hay umbrales de densidad que inician períodos benéficos o maléficos. Densidades de-
mográficas favorables o desfavorables han pesado sobre las economías y las sociedades
preindustriales, como pesan sobre los países subdes:1:rr0Hados de hoy. La madurez de
un: mercado nacional o su posterior desorganización sería, parcialmente, la consecuen-
cia: de ello. El aumento de población, pues, no tiene siempre el efecto progresista y
constructivo_ que· se le atribuye demasiado a menudo, o más bien puede haberlo tenido
durante un tiempo, invirtiéndose más allá de cierto umbral. La dificultad es que este
umbral cambia, en mi opinión, según las técnicas del mercado y de la producción, se-
gún la naturaleza y la masa de los intercambios.
Sería útil ver cómo una población activa se distribuye entre las diversas ramas de la
economía 113 • Este reparto se percibe en las Provincias Unidas hacia 1662 114 ; en Ingla-
terra alrededor de 1688m; en Francia por 1758 116 ; en Dinamarca, en 1783 117 ••• De
los 43 millones de libras esterlinas en las que Gregory King estima el producto nacio-
nal de Inglaterra (1688), la agricultura representa más de 20 millones, la industria un

252
Los ment1das nacwnales

...l_'-"--~...L:~L...,_,1;;~~'"'1--~~~.---l~~"""'.""""4"""L-..----.,~---.-~...¡.:..;."""""f="""'""'-º
O 20 40 BCI 80 100 120 14Cf 160 180 200 220 240 260 280
Densidarl "8 poh/11eiá11

30. LOS cUMBRAlES• DE ERNST WAGEMANN


Este griftco (elahorado por F. Braudel, en Annaks E.S.C., 1960, de acuerdo con los dlllos de E. Wagema,,n, Economía
mundial, 19J2, J, pp. J9 y 62) diJtingue índices de densidad que serían siempre benéficos, unos, y maléficos los otros (co-
lumnas gnrtÚeas), cualesquiera que sean los países considerados. Esto según las estadísticas de una treinte/'11 rle países, para
el año 1939. Han sido utilizadas tres cifras: la densidad de la población, la re11f11;pcc capita ·de la población actiw {cfrculos
negros) y el porcentaje de la mortalidad infantil (círculos hlancos). Pasando del espacio al tiempo, Wagemann concluye,
con un poco de aprewramiento, que una poboción en crecimiento pasari altemalÍ11amenle de un período benéfico a un
puíodo maléfico, cada vez que atraviese uno de los umbraíes del esquema.

poco menos de 10 y el comercio un poco más de 5. Estas proporciones no son las del
modelo de Quesnay 118 (la agricultura, 5.000 millones de libras tornesas, la industria y
el comercio 2.000 millones): la Francia de Luis XV está más sumergida que Inglaterra
en las actividades rurales. En un intento de cálculo aproximado según el modelo de
Quesnay, Wilhelm Abel 119 estima que la Alemania del siglo XVI, antes de los estragos
de la Guerra de los Treinta Años, estaba mucho más hundida en la actividad agrícola
que la Francia del siglo XVIII.
La relación entre el producto de la agricultura con respecto al producto de la in-
dustria (A!I) se modificó en todas partes a favor de la industria, pero lentamente. Es-
ta, en Inglaterra, no supera a la agricultura más que en 1811-1821 120 • En Francia, no
antes de-1885; más temprano en Alemania (1865) 121 y en los Estados Unidos (1869) 122 •
De un cálculo sin certeza para el conjunto del Mediterráneo del siglo xv1m, propuse
la igualdad A = 5 veces I, proporción válida, quizás, para el conjunto de la Europa de
este siglo. Si fue así, se ve qué camino hubiera recorrido Europa.
Otra correlación: la relación entre patrimonio y producto nacional. Keynes tenía la

253
Los mercados nacionales

costumbre, con respecto al mundo de su época, de calcular las tcservas de capital en


eJ triple o el cuádruple de la renta nacional. Relaciones de 3 a 1 y de 4 a 1, en efecto,
han sido establecidas por Gallman y Goldsmíth 12 •1 para los Estados Unidos del siglo XIX;
para diversos países de hoy, en vías de desarrollo, las cifras van de 5 por 1 a 3 por l.
Según Simon Kuznets 12 ~, la relación variaría entr1= 1 a 3 y 1 a 7 para las economías an-
tiguas. En verdad, es difícil utilizar a este fin las estimaciones de Gregory King. Para
él, el patrimonio inglés, hacia 1688, se elevaría a 650 millones de libras esterlinas, de
las cuales a la tierra corresponden 234 millones, a la mano de obra 330, y el resto, o
sea 86 millones, se divide en ganado {25 ), metales preciosos {28) y varios (33 ). Si se
sustrae del total el trabajo, se obtiene la cifra de 320 millones, para un producto na-
cional de 43,4. Es decir, una proporción de 7 a 1, aproximadamente.
Alice Hanson Jones 126 se ha servido de estos coeficientes probables para estimar la
renta por habitante de algunas «colonias» de América en 1774, después de una inves-
tigación que le ha permitido calcular el patrimonio. Obtiene una renta per capita en-
tre 200 dólares (relación de 1 a 5) y 335 dólares (relación de 1 a 3), y concluye que
Estados Unidos, en vísperas de su independencia, gozaba de un nivel de vida superior
al de los países de Europa. La conclusión, si es correcta, no carece de consecuencias.

Deuda nacional
yPNB
En el ámbito de las finanzas públicas, donde las cifras abundan, se pueden discer-
nir correlaciones: proporcionan los primeros marcos de referencia para toda reconstruc-
ción posible de las contabilidades nacionales.
Así, hay una relación entre la deuda pública (de la que se sabe la importancia que
tendrá en el siglo XVIII en Inglaterra) y el PNB 117 La deuda podría alcanzar, sin que
haya peligro en la moratoria, el doble de la renta nacional. En este caso, la buena sa-
lud de las finanzas inglesas estaría probada, pues aun en las coyunturas más críticas,
en 1783 o en 1801, por ejemplo, la deuda nacional nunca llegó al doble del PNB. Nun-
ca se superó el límite.
Supongamos que esta regla sea una regla de oro; entonces, Francia no estuvo en
una situación peligrosa cuando, el 13 de febrero de 1561, en medio de la alarma ge-
neral, el canciller Michel de l'Hopital reconoce una deuda de 43 millones de libras 128 ,
o sea el cuádruple del presupuesto del Estado, mientras que el PNB, según proporcio-
nes probables, era al menos de 200 millones de libras. Tampoco había ningún peligro
para la Austria de María Teresa; la renta del Estado, después de la Guerra de Sucesión
de Austria (1748), se eleva a 40 millones de florines y su deuda es importante, de 280
millones, pero el PNB debía de ser entonces del orden de los 500 a 600 millones. Aun-
que hubiese sido de 200 millones solamente, el peso de la deuda, en prindpio, habría
sido soportable. La Guerra de los Siete Años, es verdad, abrirá un nuevo abismo de
gastos que decidirá a María Teresa a renunciar a toda política belicosa. E incluso llegará
a mejorar sus finanzas, reduciendo la tasa de interés de su deuda al 4% 129
De hecho, las dificult;i.des que entraña la deuda pública dependen también, y en
gran medida, de la administración financiera y de la confianza mayor o meno~ del pú-
blico. En Francia, la deuda del Estado no supera, en 1789. las posibilidades de la na-
ción (3.000 miilones de deuda, 2.000 millones, aproximadamente, de PNB); todo está,
o debería estar, en orden. Pero Francia tiene una política financiera que no es cohe-
r¡:nte ni eficaz. Está lejos de la habilidad inglesa en este terreno. Se encuentra ante una
crisis financiera acompañada de una crisis política, no ante una crisis de pobreza, pura
y simple, del Estado.
254
Los mercados nacionales

El pago de los cánones, por Brueghe/ el Joven (1564-1636). Gante, Museo de Bellas Artes. (Clisé
Giraudon.)

Otras
relaciones

Nos referimos a las que unen la masa monetaria, el patrimonio, Ja renta nacional
y el presupuesto de un Estado.
Gregory Kinguo estima en 28 millones de libras esterlinas la masa de los metales
preciosos en circulación en su país, para un patrimonio de 320 millones, o sea el
11,42%. Si se acepta una proporción aproximada de 1 a 10, puesto que la Francia de
Luis XVI tenía unas reservas monetarias estimadas en mil millones o 1.200 millones de
libras tornesas (cifra demasiado baja, en mi opinión), su patrimonio sería al menos del
orden de los 10 a los 12 mil millones. También se podrían comparar las reservas mo-
netarias de Inglaterra en 1688 con su PNB (y no solamente con su patrimonio), pero
las comparaciones con la circulación monetaria no pueden llevarnos muy lejos. Esca,
en efecto, sólo es estimada o sondeada por los contemporáneos de cuando en cuando:
a veces, tenemos una sola cifra para un siglo, y no siempre.
Por el contrario, de ordin¡¡.rio el presupuesto es conocido de año en año; con él,
volvemos a hallar el desfile reconfortante de los documentos sena/es. De allí el progra-
ma elegido en 1976 para Ja Semana de Prato: Finanzas públicas y producto nacional
bruto. Este coloquio, si bien no ha solucionado nada, ha despejado el terreno. El co-
255
Los mercados nacionales

ciente PNB/presupuesto, en las economías preindustriales, habría estado comprendí"


do, por lo general, entre 10 y 20, siendo 20 el coeficiente más bajo, eJ 5 o/o del pro-
ducto nacional (tanto mejor para el contribuyente), y 10 el coeficiente más alto (10% ),
lo cual provoca mayores gemidos que los habituales. Vauban, que tenía una concep-
ción moderna del impuesto (el Projet de Dixme Roya/e propone abolir todos los im-
puestos existentes, directos e indirectos, y las aduanas provinciales, para sustituirlos por
un impuesto «sobre todo lo que lleve renta, [al cual] nada escapará», y cada uno pagará
«en proporción a su renta» 131 ), estimaba que nunca debía llegarse a la tasa del 10%.
Lo probaba estimando las rentas de los franceses, sector por sector, y calculando lo que
produciría un impuesto que él proponía modular según los medios de las diversas ca-
pas sociales. Calculaba que el 10 % de la renta global superaba el mayor presupuesto
de guen'a que tuvo Francia hasta entonces, es decir, los 160 millones.
Pero las cosas cambian en el siglo XVIII. La incidencia del impuesto, calculada para
Francia e Inglaterra a partir de 1715, fue presentada en el artículo, muy sugerente; de
P Mathias y P. O'Brienm Las cifras que dan, desgraciadamente, r~o son comparables
en todo cori las de Vaubail; pues no conciernen más que al producto físico (agrícola e
«ifidustriah~ ), mientras que las de. Vauban incluyen las rentas inmobiliarias y urbanas,
las. de los molinos, todos los servicios privados o públicos {domésticos, administraeión
real, profesiones liberales; transportes; comercio; etcétera); No por ello es menos inte"
tesante calcular el peso fiscal con respecto al producto físico, en Inglllterra y Francia.
En Francia, de 1715 a 1800, el porcentaje está casitonstantemente pót encima del 10%
(11 % en 1715, 17% en 1735; peto 9 y 10% en 1770 y 1775, 10% en 1803). En In-
glaterra, la carga del impuesto es excepcionalmente elevada: 17% en 1715, 18% en
1750; 24% en 1800; en elmometJ.tó de las Guerras Napoleónkas. Caerá el 10% en 1850.
Es evidente que el grado de presión fiscal es siempre un indicador significativo por-
que varía según los pa1ses y también según las épocas, aunque sólo sea en función de
la guerra. Se nos ofrece un método: partir, para desembrollar el problema y a título
de hipótesis, del margen ordinario, entre el 10 y el 5%; si el volumen de los ingresos
de la Señoría de San Marcos es, en 1588, de 1.131. 542 ducados 133 , el producto nacio-
nal veneciano debería estar entre 11 y 22 millones. Si hacia 1779 la renta del zar (cuan-
do la economía rusa es todavía anticuada) está entre 25 y 30 millones de rublos 134 , el
producto nacional debería situarse entre 125 y 300 millones.
La «gama» es enorme. Pero una vez establecida, las comprobaciones permiten apre-
ciar la presión fiscal más o menos fuerte. Tanto en el caso de Venecia, a fines del si-
glo XVI, como en el de otras economías urbanas, la presión fiscal supera, en efecto, las
proezas habituales de los Estados territoriales. Estos se hallan por entonces, en princi-
pio, cerca del bajo nivel del 5%; ahora bien, Venecia parece atravesar el techo del
10%. En efecto, los cálculos de su PNB que he tratado de hacer por vías diferentes, a
partir de los salarios de los artesanos del Arte della Lana y de los peones del Arsenal rn,
llevan á una cifra muy inferior a los 11 millones de ducados, entre 7 y 7, 7 millones, o
sea una presión fiscal enorme para la época, entre el 14 y el 16%.
Sería importante verificar, aparte del caso de Venecia, si las economías urbanas se
sitúan en el máximo de la tensión fiscal, realidad que Lucien Febvre había presentido,
sin pruebas explícitas, con respecto a la ciudad de Metz, el año mismo de su unión
con Francia (1552) 136 • ¿Las ciudades-Estado habrían alcanzado en el siglo XVI el límite
fiscal peligroso, más allá del cual una economía de Antiguo Régimen corre el riesgo de
autodestruirse? ¿Habría allí una explicación suplementaria del deterioro de las econo-
mías de dirección urbana, incluida la de Amsterdam en d siglo XVIII?
Las economías de hoy se muestran capaces de soportar un aumento fantástico de la
sangría del Estado. Y es verdad que en 1974 la sangría fiscal representaba el 38% del
PNB en Francia y Alemania Federal, el 36% en Gran Bretaña, el 33% en Estados Uni-
256
Los mercados nacionales

dos (en 1975), el 32% en Italia y el 22% enJapón 137 • Este aumento de la deducción
fiscal es relativamente reciente, pero se acelera de año en año, como consecuencia, al
mismo tiempo, del papel del Estado-Providencia y del recurso a una fiscalidad refor-
zada como medida antiinflacionista, adecuada para reducir el consumo. Y puesto que
no por ello la inflación disminuye su ritmo, economistas disidentes 138 llegan a atribuir
al exceso de la tensión fiscal una gran responsabilidad en la crisis y la inflación actua-
les. Se perfila ahora la idea de que se ha franqueado un límite de sobrecarga fiscal que
pone en peligro a las economías sobredesarrolladas. Aunque el límite actual se encuen-
tre en un nivel muy diferente, ¿el problema no sería el mismo que el que percibimos,
siglos atrás, en las economías más avanzadas de Occidente?
Admitir una correlación entre presupuesto y producto nacional es dar al presupues-
to valor de indicador. Es percatarse de que es demasiado expeditivo decir, como lama-
yor parte de los contemporáneos e incluso tantos historiadores, que al Estado, sedicen-
temente todopoderoso, le basta, si quiere llenar su tesoro, dar un giro de tuerca suple-
mentario o manipular los impuestos indirectos, este gran recurso de todos los regíme-
nes, especialmente los autoritarios. Se repite que, impulsados por las necesidades de la
guerra «abierta» que se inicia en 1635, Richelieu aumentó desmesuradamente las re-
caudaciones fiscales: ¿no se dobló o se triplicó el impuesto en Francia, de 1635 a 1642?
De hecho, el impuesto no puede aumentar verdaderamente y originar un ascenso du-
radero del presupuesto si el producto nacional no se incrementa al mismo tiempo. Qui-
zás es lo que ocurrió en esa primera mitad del siglo XVII y sería menester, entonces,
siguiendo a René Baehrel, revisar los juicios habituales sobre el tono económico del si-
glo de Richelieu.

Del consumo
a/PNB

Para determinar el PNB, es lícito comenzar por la producción o por el consumo.


Joan Robinson definió la renta nacional como «la suma de los gastos efectuados en un
año por todas las familias que componen una nación (más los gastos de inversión neta
y el excedente o el déficit de las exportaciones)» 139 En estas condiciones, si conozco el
consumo medio de los «agentes» de una economía determinada, puedo calcular su con-
sumo global y, añadiendo al resultado la masa economizada sobre la producción -en
general, el ahorro- y el saldo positivo o negativo de la balanza comercial, obtendré
un valor aproximado del PNB.
Uno de los primeros que trató de hacer esto fue Eli Heckscher, en su historia eco-
nómica de Suecia (1954) 140 • Por este mismo camino, Frank Spooner ha establecido, en
el gráfico que reproducimos aquí (p. 267), la curva del PNB de Francia entre 1500 y
1750, y Andrezcj Wyczanski estudió la renta nacional de Polonia en el siglo XVI 141 •
«Aunque sean inexactas -escribe este último-, las cifras [de una contabilidad nacio-
nal retrospectiva] son siempre más concretas y están más cercanas a la realidad histórica
que las vagas descripciones verbales» con que se han contentado hasta ahora los histo-
riadores. «Nuestra hipótesis -explica también- es muy sencilla; toda la población de
un país debe comer, y.el coste de los alimentos corresponde, pues, a la mayor parte de
la renta nacional; más precisamente, a la producción agrícola más los gastos de trans-
formación .• de transporte, etcétera. La otra parte de la renta nacional está constituida
por el valor del trabajo de la capa de la población que no produce lo que consume.»
Hay, pues, tres elementos esenciales: C1. el consumo alimentario de la población agrí-
cola; C2, el consumo de la población no agrícola; T, el trabajo de esta población no

257
Los mercados nacionalr:s

agrícola. Si se ignora la balanza comercial, PNB = C 1 + C2 + T, con la ventaja, para un


cálculo muy simplificado, que T, en general, es igual a C2: en efecto, la población asa-
lariada (sobre todo urbana) no gana más que lo que le hace falta para subsistir y
reproducirse. ·
Finalmente, A. Wyczanski llega a distinguir dos rentas nacionales, la de las ciuda-
des y la de los campos. No nos planteemos demasiadas preguntas acerca de una dis-
tinción precisa entre espacios urbanos y espacios rurales; incluso supongamos resuelto
el problema. De estas dos rentas, la de las ciudades es la más apta para progresar y, si
progresa, el conjunto la sigue. Por ende, la simple observación de la evolución demo-
gráfica de las ciudades nos aclara la progresión misma del PNB. Por ejemplo, si, si-
guiendo a Georges Dupeux 142 , dispongo de una serie casi continua sobre el crecimiento
d.e la población urbana en Francia de 1811 a 1911 -progresión que se ha hecho al rit-
mo medio de 1,2% por año-, esta curva indica que el PNB de Francia ha debido au-
mentar a un ritmo análogo.
Eso no tiene nada de asombroso: las ciudades (todos los historiadores están de acuer-
do en ello) son los instrumentos esenciales de la acumulación, los motores del creci-
miento, las responsables de toda división progresiva del trabajo. Siendo superestructu-
ras del conjunto europeo, son quizás, como todas las estructuras, sistemas en parte pa-
rasitarios143 y sin embargo indispensables para el proceso general del crecimiento. Son
ellas las que determinan, a partir del siglo XV, el enorme movimiento de la protoin-
dustria, esa traslación, esa vuelta de los oficios urbanos a los campos, es decir, la uti-
lización, e incluso la requisición, de la mano de obra semiociosa de ciertas regiones ru-
rales. El capitalismo mercantil, esquivando los obstáculos restrictivos de los oficios ur-
banos, constituyó, así, en las zonas rurales un nuevo campo industrial, pero bajo la de-
pendencia de la ciudad. Pues todo viene de la ciudad y todo parte de e!Ja. La Revolu-
ción Industrial en Inglaterra será obra de ciudades precursoras: Birmingham, Shef-
field, Leeds, Manchester, Liverpool. ..

Los cálculos
de Frank C. Spooner

En la edición inglesa de su libro clásico, publicado primero en francés, L 'Economie


mondiale et les frappes monétaires en France, 1493-1680 (1956), Frank C. Spooner 144
presenta un cuadro inédito de interés excepcional para la historia de Francia, pues, grá-
ficamente expresados, figuran alJí el PNB, el presupuesto real y la masa monetaria en
circulación. Sólo el presupuesto, sobre el cual abundan los informes oficiales con cifras,
está representado por una curva lineal continua; el PNB y la masa monetaria están re-
presentados por dos curvas cada uno, una alta, la otra baja, que miden y. de golpe,
visualizan nuestras incertidumbres. ·
El PNB ha dido calculado según el consumo medio, expresado por los precios del
pan (como si el número de las calorías consumidas fuese suministrado por este único
alimento). El precio del pan y la población varían, pero la curva del PNB no cesa de
estar en alza, y éste es un rasgo esencial, característico.
Si este gráfico es, cómo creo, muy válido, surge una relación de 1 a 20 entre el pre-
supuesto y el PNB, prueba de que no hay exceso fiscal, tensión insoportable, en este
terreno. En cuanto a la masa monetaria, sube al mismo tiempo que el presupuesto has-
ta cerca de 1600; se estanca luego e incluso disminuye de 1600 a 1640, mientras el pre·
supuesto sigue su movimiento ascendente. Pero después de 1640, la curva de las reser-
vas monetarias se separa de las otras dos y se vuelve, al parecer, aberrante. Salta a la
~
258
Los mercados 1Jacionales

5000 r--'---"
·~

1 ºººf___
500'

Ren111 n11eional O
Reset1111s monetaritJI O
Re~tf/J de la corona _.......
'.-,--1--, ~~~~.--.--.--+
1600 1700

31. .FRANCIA, D00-1750;


RENTA NACIONAL, RESERVAS MONETARIAS Y PRESUPUESTO
Gráfico lomado de F. C. Spooner, Thc lnternational Economy and monctary movcmcnts in France, 1493-1725, 1972, p.
306. El comentario de ute grafico se hallará en la página antenor.

vertical, trepa con vivaz ritmo. Todo ocurre como si Francia, en el corazón de Europa,
se hallase inundada de monedas y metales preciosos. ¿Hay que atribuir esto a la reini-
ciación, desde 1680, de la actividad de las minas de América·(aunque el avance mo-
netario en Francia comienza en 1640)? ¿También a la reanudación de nuestras activi-
dades marítimas? Las aventuras de los barcos de Saint-Malo en la costa del Pacífico (pe-
ro mucho más tarde) probablemente tuvieron su importancia: ¿no se decía que habían
arrojado a Francia más de cien millones de libras en metal blanco? En todo caso, Fran-
cia se co.nvirtió por largo tiempo en un colector de metales preciosos, sin que esta masa
actuase sobre el presupuesto ni sobre el PNB. Extraña situación, tanto más cuanto que,
sí bien Francia es constantemente abastecida por el excedente de su balanza comercial
con España, también debe compensar un cieno ní.mero de sus déficits en otras direc-
ciones, al menos el del comercio de Levante y, además, exportar su moneda a través
de Europa, por intermedio de hombres como Samuel Bernard, Antaine Crozat y los

259
Los mercados nacionales

ginebrinos, a causa de las guerras de Luis XIV y de la obligación en que se encuentra


el Rey de mantener tropas numerosas fuera de Francia. Sin embargo, acumula, atesora;
una reflexión incidental de Boisguilbert, de 1697, nos deja pensativos: «... aunque Fran-
cia está más llena de dinero de lo que ha estado jamás» 14 ~. O la observación de los co-
merciantes de finales del reinado de Luis XIV sobre la insignificancia relativa de 800
millones de billetes (pronto depreciados) con respecto a la masa de plata que circula o
se oculta con prudencia en el Reino. En todo caso, el aumento de las reservas mone-
tarias no se explica por el Sistema de Law; yo diría, por el contrario, que aquél explica
a éste, que lo hizo posible. El proceso, además, prosigue en el siglo XVIII y se afirma
como una estructura curiosa de la economía francesa. La interrogación, finalmente, que-
da sin verdadera respuesta.

Continuidades
evidentes

El punto de vista de las cantidades globales pone de relieve, a través de la historia


de Europa, evidentes continuidades.
La primera es el ascenso regular, contra viento y marea, de todo PNB. Mirad la cur-
va del PNB de Inglaterra en los siglos XVIII y XIX. Y si Frank Spooner tiene razón, el
PNB de Francia está en alza desde la época de Luis XII y sin duda antes; su ascenso,
evidente hasta 1750, prosigue más allá del reinado de Luis XV, hasta nuestros días. Las
fluctuaciones, pues las hay, son de corta duración, olas apenas perceptibles sobre lama-
rea en ascenso a largo plazo. En resumen, estas curvas se asemejan a las de la coyuntura
que no son familiares, incluida la del trend secular. Aun las interrupciones violentas
debidas a las dos últimas guerras mundiales no fueron, en general, más que interrup-
ciones, por dramáticas que hayan sido. Las guerras de antaño eran aún más fáciles de
compensar. Además, arruinada a menudo por su propia culpa, cualquier sociedad es
admirable para reconstruirse: Francia, en el curso de su historia, no ha cesado de re-
hacerse y, desde este punto de visea, no es ciertamente una excepción.
Otra continuidad es el ascenso del Estado, medido por el aumento de la parte que·
toma de la renca nacional. Es un hecho que los presupuestos aumentan, que los Esta-
dos crecen: devoran todo. Comprobarlo a la luz de nuestras contabilidades nacionales
es importante, aunque sea volver a afirmaciones tradicionales, a las declaraciones de
principio tan a menudo expresadas por los historiadores de lengua y cultura alemanas.
Werner Naf146 escribía sin vacilar: «Vom Staat sol/ an erster Stelle die Rede seim («el
discurso debe referirse con prioridad al Estado»); «gigantesca empresa -escribía Wer-
ner Sombart 147- cuyos dirigentes tienen como objetivo principal adquirir, es decir, pro-
curarse la mayor cantidad posible de oro y plata». Se debe, pues, hacer justicia al Es-
tado: la economía global nos obliga a reintegrarlo a su lugar, a su enorme lugar. «El
Estado -como dice Jean Bouvier- no es nunca ligero» 148 •
En todo GlSO, no lo es a partir de la segunda mitad del siglo XV y la vuelta al buen
tiempo de la economía. El ascenso del Estado considerado en la larga duración, ¿no
es; en cierta manera, la historia entera de' Europa? Desaparece con la caída de Roma
en el siglo V, se reconstituye con la revolución industrial de los siglos XI al XIII y se de-
sorganiza de nuevo después de Ja catástrofe de la Peste Negra y la fabulosa regresión
de mediados del siglo XIV. Confieso que estoy fascinado, horrorizado, por esta desin-
tegración; esta caída en las tinieblas, el mayor drama que haya registrado la historia de
Europa. No faltan, ciertamente, catástrofes más trá1ócas en el pasado del vasco mundo:

260
Los mercados nacionales

las invasiones mongoles en Asia, la desaparición de Ia mayor parte de la población ame-


rindia después de la llegada de los blancos. Pero en ninguna parte un desastre de tal
amplitud ha determinado semejante recuperación, la progresión ininterrumpida a par-
tir de mediados del siglo XV, al cabo de la cual surgen, finalmente, la Revolución In-
dustrial y la economía del Estado moderno.

FRANCIA VICTIMA
DE SU GIGANTISMO

Sin discusión posible, Francia ha sido, políticamente hablando, la primera nación


moderna que apareció en Europa y culminó con el empujón gigantesco de la Revolu-
ción de 1789 149 Sin embargo, en su infraestructura económica, está lejos de ser, en es-
ta fecha tardía, un mercado nacional perfecto. Ciertamente, ha podido decirse que
Luis XI era ya un mercantilista, un «colbertista»llº antes de Colbert, un príncipe preo-
cupado por el conjunto económico de su reíno. Pero, ¿qué podía su voluntad política
contra la diversidad y el arcaísmo de la Francia económica de su tiempo? Un arcaísmo
que duraría.
Fragmentada, regionalizada, la economía francesa constituye una suma de vidas par-
ticulares que tienden a retraerse. Las grandes corrientes que la atraviesan (casi se podría
decir que la sobrevuelan) no actúan más que en beneficio de ciudades y regiones par-
ticulares que les sirven de posta, de puntos de partida o de llegada. Al igual que otras
«naciones» de Europa, la Francia de Luis XIV y Luis XV es todavía esencialmente agrí-
cola; la industria, el comercio y las finanza~ no pueden transformarla de un día para
otro. El progreso sólo aparece por manchas y es apenas visible antes del avance de la
segunda mitad del siglo XVIII. «A la Francia, muy minoritaria, de los vastos horizontes
[es decir, abierta al mundo] -escribe Labrousse-, se opone la Francia, mayoritaria en
gran medida, de la vida replegada, que engloba a la totalidad de los campos, a una
buena parte de los burgos e incluso de las ciudades» 151•
El surgimiento de un mercado nacional es un movimiento contra la inercia omni-
presente, un movimiento generador, a la larga, de intercambios y vínculos. Pero en el
caso francés, ¿no es la fuente principal de inercia la inmensidad misma del territorio?
Las Provincias Unidas e Inglaterra, de mediocre extensión aquéllas, de modesta exten-
sión ésta, son más nerviosas, más fáciles de unificar. La distancia no actúa tanto contra
ellas.

Diversidad
y unidad

Francia es un mosaico de pequeños países de colores diversos, cada uno de los cua-
les vive de sí mismo, en un espacio estrecho. Poco afectados por la vida exterior, tienen
económicamente un mismo lenguaje: entonces, lo que vale para uno vale, mutatis mu:
tandi, para otro, vecino o lejano. Conocer uno es imaginarlos a todos.
En Bonneville, capital del Faucigny, en una Saboya que no es todavía francesa, el
libro de gastos de la casita prudente y tacaña de los lazaristas•~ 2 del lugar lo cuenta a
su manera. En el siglo XVIII, en este rincón perdido, se vive de sí mismo, de algunas
compras en el mercado local, pero sobre todo del vino y el trigo que entregan los cam·
261
Los men·ados nacionales

@-"--.~~
PARIS I ll
1 2 3
jamadas
los TIEMPOS DE RECORRIDO
111/tÍn representados por LINEAS ..
ISOCRONAS de una jornada, parliendo de Parir.

32. INMENSIDAD DE FRANCIA: LAS DIFICULTADES DE UN


MERCADO NACIONAL
Estos dos 111apas de G. Arbe/101 (en: Annales E.S.C., 1973, p. 790, fuera de texto) m11eJtran •la gran mu/ación de las "'"e-
lerau que, grrz&Ítls a las nuevas rutas acondicionadas para «amia/es al galope•, al empleo generalizado de las •lurgotineS»
y a la mul1iplic11&ión de los relevos de posta, acortó, 11 vece1 a /11 miiad, /a1 diitancÍlls 11 lr11vés de Fr1111ú11, entre 1765 y 1780.
En 1765, u necesilaban 11{ menos tres sem11nas p11ra ir de L1111 a los Pin.neos o de Estrasburgo a Brel4ñ11. Todavía en 1780,

262 '
Los mercados nacionales

/:/·--\ . / -··

IITNERARIOS EN SERVICIO
por coche, ca"º'"' o
menJttjería - - - -
por diligc1ma-
por agua ••••••••

@~~~
PARIS /
1
/
2
I
3 ..
jomadas

los TIEMPOS DE RECORRIDO


están representados por LINEAS .
ISOCRONAS de una jamada, partiendo de Paro

Francia 1e presenta como un espacio wmpaclo que se atraviesa lentamente. Pero el progreso de las carreteras Jiende a ex-.
/entierre por el conjunto del reino. En el primer mapa, en efecto, se distinguen algunos ejes privilegiados: .Parn-Ruán o
P11rís-Péronne (1 jornada, es decir, lo mismo que París-Melum); Paro-Lyon () jom11das, o Jea, lo mismo que Parn-Charle-
•ille, o Caen o Vitry-lr:-Franfois). En el segundo m11p11, dist11ncia y d11ración de recorrido coinciden en general (de ahí los
círculos casi concénln'cos alrededor de París). Las duraciones de los trayectos siguen siendo la1 múmas en-las antiguas rultJI
privilegiadas, h11cia Lyon y Rúan. El hecho decisi•o para ma mutación fue la crea&ión por Turgot de la Régic des diligcnccs
et mcssagcrics (Administración de Diligencias y Mensajeñas), en 177).

263
Los mercados naciona/e;

pesinos arrendatarios. El trigo enviado al panadero paga de antemano el pan de cada


día. En cambio, la carne se compra con dinero contante y sonante al carnicero. Hay
artesanos y peones aldeanos, a los que se paga por jornada de trabajo, para el trans-
porte de tablones, de leña o de una carga de estiércol; una campesina acude a matar
al cochino que crían los buenos padres; el zapatero entrega sus zapatos o los de su úni-
co servidor; el caballo del convento está herrado en Cluses por un herrero conocido; el
albañil, el carpintero de obra y el carpintero común están prontos a acudir a trabajar
al lugar a jornal. Así, todo ocurre a poca distancia, el horizonte termina en Tanninges,
en Sallanches, en la Roche-sur-Foron. Sin embargo, puesto que no hay autarquía per-
fecta, el círculo de los lazaristas de Bonneville se abre en uno o dos puntos de su es-
trecha circunferencia. De cuando en cuando, un mensajero particular (a menos que sea
el de las postas ducales) se encarga de hacer en Annecy o, más frecuentemente, en Gi-
nebra compras fuera de lo común: medicamentos, especias, azúcar, etcétera. Pero el
azúcar, a fines del siglo XVIII, se hallará (pequeña revolución) en una especiería de
Bonneville.
En resumen, un lenguaje simple que se podría escuchar en muchas otras regiones,
a condición de abordarlas de cerca. Así, el Auxois, rico en tierras y pastos, con vocación
para vivir de sí mismo, al igual que Semur, su ciudad central, «no tiene mucho trán-
sito> y se halla «alejado de los ríos navegables» 1n. Sin embargo, mantiene algunos vín-
culos con los países vecinos de Auxerre y Avallon ii4 • Algunas regiones de la Bretaña
interior o del Macizo Central casi se bastan a sí mism~. Lo mismo el Barrois, aunque
mantenga relaciones con Champaña y Lorena e incluso exporte su vino por el Mosa has-
ta los Países Bajos.
Si nos detenemos en una región o una ciudad situada en los ejes de circulación, el
espectáculo cambia. Allí los tráficos se desbordan en todas las direcciones. Es el caso
de Verdun-sur-le-Doubs, pequeña ciudad de Borgoña, al borde del Doubs y muy cerca
del Saona, dos vías de agua que se unen en el sur. «El comercio es grande allí -dice
un informe de 1698- a causa de su ventajosa situación. [ ... ] Se lleva a cabo un gran
wmercio de cereales, vinos y heno. Todos los años, el 28 de octubre, se monta una
feria libre, que comienza 8 días antes de la fiesta de San Simón y San Judas y dura 8
días después; antaño se vendía allí una gran cantidad de caballos11>m. La zona de disper-

La villa de Moret, sobre el Loing (a 75 km de París), en 1610. (B.N.)

264
'
Los mercados nacionales

sión alrededor de Verdun es la Alsacia, el Franco-Condado, el Lyonesado y «el país de


abajo». En el cruce de varias corrientes de comercio, la ·pequeña ciudad se halla abiena
a priori, destinada al intercambio. Se siente allí la tentación de iniciar empresas; se pue-
den elegir varias vías.
Igual actividad en el Maconnais, cuyos habitantes, sin embargo, carecen de espíritu
de iniciativa. Pero sus vinos se exportan a todas partes con toda facilidad. Cienamente,
el resto es secundario: trigo, cría de ganado bovino o curtidurías. Bastaría la exporta-
ción del vino y la fabricación de toneles que requiere. «Aunque casi toda la madera se
lleve de Borgoña por la corriente del Saona, hay cantidad de toneleros ocupados du-
rante todo el año en este trabajo muy necesario, porque en el Maconnais, donde se ven-
de el tonel con el vino, hacen falta muchos todos los años.» Su precio incluso ha au-
mentado desde que los provenzales «han adquirido [ ... ] gran cantidad, de los que se
sirven para conservar sus grandes toneles, que son más pesados y de una madera más
gruesa, y para hacer más fácil y más barato el transporte de los vinos que envían a
París» 1' 6 •
Así, Francia está atravesada por intercambios de distancia corta, media y larga. Ciu-
dades como Dijon o Rennes son, en el siglo XVII, como dice Henri Sée 1' 7 , «mercados
casi exclusivamente locales». La palabra «casi» basta para indicar que también pasan
por allí tráficos de larga distancia, por modestos que parezcan. Y esos tráficos
aumentarán.
Los vínculos a larga distancia, más fáciles de discernir por el historiador que los in-
numerables intercambios locales, se refieren en primer lugar a mercancías indispensa-
bles que, de algún modo, organizan por sí mismas los viajes: la sal y el trigo, éste sobre
todo con compensaciones necesarias, a veces espectaculares, de una provincia a otra. En
valor y en cantidad de toneladas, el trigo representa «el más importante de los tráficos
del Reino». A mediados del siglo XVI, sólo el abastecimiento de la ciudad de Lyon vale
una vez y media más que la totalidad de los tercipelos de Génova destinados a todo
el mercado francés; ahora bien, se trata, con mucho, de la tela «más difundida entre
las sederías» 1' 8 • ¿Y qué decir del vino, viajero con alas en su ascenso obstinado hacia
los países del Norte? ¿De los tejidos de todas clases y materias que forman, a través de
toda Francia, como corrientes fluviales perennes, en la medida en que casi escapan al
ritmo estacional? ¿Y, por último, de los productos exóticos, las especias, la pimienta
y pronto el café, el azúcar y el tabaco, cuya inaudita moda enriqueció al Estado y a la
Compañía de Indias? Al lado de los barcos fluviales, al lado de transportes omnipre-
sentes, vivifican los tráficos las postas que creó la monarquía para enviar sus órdenes y
sus agentes. Los hombres se desplazan aún más fácilmente que las mercancías; los im-
portantes recurren a la posta, los miserables efectúan a pie fantásticas giras por Francia.
Hasta tal punto que la heterogeneidad del territorio francés, «erizado de excepcio-
_nes, de privilegios y de obligaciones» 1' 9 , retrocede sin cesar. En el siglo xvm, incluso
se asistirá, con el aumento de los intercambios, a una vigorosa apertura de las provin-
cias 160 • La Francia de l!l-5 provincias separadas de Boisguilbert se borra, y, como casi to-
das las regiones se ven afectadas por el crecimiento de los intercambios, unas y otras
tienden a especializarse en ciertas actividades que les son beneficiosas, prueba de que
el mercado nacional comienza a desempeñar su papel como fuente de la división de
tareas.

265
Los mercados nacionales

Vínculos naturales
y vínculos artificiales

Además, esta circulación, a la larga unificadora, se ve asegurada por una complici-


dad del territorio mismo, de su geografía. Salvo el Macizo Central, polo repulsivo, Fran-
cia dispone para su rutas, sus caminos y sus intercambios, de facilidades evidentes. Tie-
ne sus costas y su cabotaje; éste es insuficiente, pero existe, y aunque se ocupen en
gran medida de él los extranjeros, como lo hicieron durante largo tiempo los holande-
ses 161 , no por ello queda menos colmada la laguna. Con respecto a las aguas de los ríos,
las corrientes y los canales, Francia, sin estar provista de ellos en igual medida que In-
glaterra y las Provincias Unidas, dispone con todo de grandes facilidades: el Ródano y
el Saona discurren por el eje mismo del «istmo francés», forman un camino directo del
Norte hacia el Sur. El mérito del Ródano, explica un viajero en 1681, consiste «en ser
de gran comodidad para quienes desean ir a Italia por la ruta de Marsella. Fue la que
yo tomé. Me embarqué en Lyon y el tercer día llegué a Aviñón. [ ... J Al día siguiente
fui a Arles> 162 • ¿Quién podría hacerlo mejor?
Todos los ríos de Francia merecerían elogios. Cuando un curso de agua lo permite,
las embarcaciones se adaptan a sus posibilidades, al menos para alm:1días o troncos a
la deriva. Sin duda, hay por todas partes, en Francia como en otros lados, molinos con
sus saetines, pero a fin de cuentas estos saetines se abren, si es necesario, y el barco es
lanzado río abajo por la fuerza del agua liberada. Así ocurre en el Mosa, río poco pro-
fundo: entre Saint-Mihiel y el Verdun, tres molinos dejan pasar las embarcaciones por
una módica retribución 163 • Este pequeño detalle indica, dicho sea de paso, que el Mosa
a fines del siglo XVII sigue siendo una vía utilizada desde bastante alto, río arriba, y
río abajo en dirección a los Países Bajos. Además, a su tráfico le deben Charleville y
Mezieres el haber sido durante bastante tiempo los depósitos del carbón de piedra, del
cobre, los alumbres y el hierro llegados del Norte 164 •
Pero todo eso no es nada comparable a la utilización intensa, por las flotillas de
barcos, de los grandes ríos: el Ródano, el Saona, el Garona y el Dordoña, el Sena (más
sus afluentes) y el Loira, el primero de los ríos de Francia, pese a sus frecuentes aguas
crecidas, sus bancos de arena y los peajes que lo jalonan. Desempeña un papel esen-
cial, gracias al ingenio de sus barqueros y a los convoyes de barcos que, para remontar
la corriente, utilizan grandes velas cuadradas o, si el viento es insuficiente, la sirga. Une
el sur con el norte y el oeste con el este del Reino. El transporte por tierra de las em-
barcaciones, de Roanne a Lyon, lo unen al Ródano, y los dos canales de Orleáns y de
Briare lo comunican con el Sena y París. A los ojos de los contemporáneos, el tráfico
es enorme tanto a la ida como a la vuelta 165 • Sin embargo, Orleáns, que debería ser el
centro de Francia, es una ciudad secundaria, a pesar de sus redistribuciones y sus in~
dustrias. La causa de esto, sin duda, es la competencia próxima de París, a cuyo servicio
el Sena y sus afluentes, el Ionne, el Mame y el Oise, aportan una cantidad considera-
ble de ventajas fluviales y grandes comodidades para el abastecimiento.
Francia es también una vasta red de rutas terrestres que la monarquía desarrollará
en el siglo XVIII de manera espectacular y que modifican a menudo los cimientos de
la vida económica de las regiones que atraviesan, ya que la nueva ruta no sigue forzo-
samente el trazado de la antigua. No todas estas rutas, por cierto, tienen mucha ani·
mación. Arthur Young califica a la magnífica calzada que va de Parfs a Orleáns de «de-
sierto, en comparación con las rutas cercanas a Londres. En diez millas no encontramos
carruaje ni diligencia alguna, sino sólo dos mensajerías y muy pocas sillas de posta: ni
la décima parte de lo que habríamos encontrado si hubiésemos abandonado Londres a
la misma hora» 166 • Es verdad que Londres tiene todas las funciones de París más las de
266 •
Los mercados nacmrMles

un centro de redistribución por todo el Reino, más la de un gran puerto de mar. Por
otra parte, la cuenca de Londres, menos vasta que la de París, tiene una población más
densa. Es la observación que más tarde hará con insistencia el barón Dupin, en sus
obras clásicas sobre Inglaterra. Además, otros testigos son menos críticos que el docto
Arthur Young. Un viajero español, Antonio Ponz, en 1783, cuatro años ames que nues-
tro· inglés, quedó muy impresionado por la circulación en la ruta que une París con
Orleáns y Burdeos. «Los carros que transportan las mercaderías son vehículos enormes:
muy largos, proporcionalmente anchos y sobre todo sólidos, fabricados a precio de oro
y tirados por seis, ocho, diez caballos o más, según su peso. Si las rutas no fuesen lo
que son, no sé qué sería de tal tráfico, cualesquiera que fuesen la industria y la acti-
vidad de los hombres de este país.» Es verdad que, a diferencia de Arthur Young, sus
referencias personales no se relacionan con Inglaterra, sino con España, lo que le per-
mite, mejor que al inglés, comprender la amplitud de estas innovaciones en las ru-
tas167 «Francia -dice- tenía más necesidad de rutas que cualquier otro país, por sus
aguas y sus zonas pantanosas», y sería menester decir también por sus montañas y, más
aún, por su inmensidad.
Es un hecho, en todo caso, que se produjo entonces una expansión de los caminos
cada vez más acusada en el espacio francés: a finales del Antiguo Régimen había 40.000
kilómetros de rutas terrestres, 8 .000 de ríos navegables y 1.000 de canales 168 . Esta expan-
sión multiplica las «capturas» y jerarquiza el territorio; tiende a diversificar las vías de
transporte. Así, aunque el Sena sigue siendo el acceso privilegiado a París, los productos
llegan a la capital tanto de Bretaña por el Loira como de Marsella por el Ródano, el
Roanne, el Loira y el canal de Briare 169 De Orleáns, a la llamada de los empresarios y
los proveedores, en diciembre de 1709, el trigo llega al Delfinado 170 Incluso la circu-
lación del numerario, privilegiada en todo tiempo, es facilitada por la reorganización
de los transportes. Es lo que señala un informe del Consejo de Estado en septiembre
de 1783: varios banqueros y comerciantes de París y de las principales ciudades del Rei-
no, «aprovechando la gran facilidad que procuran hoy al comercio las rutas construidas
en toda Francia, así como la creación de mensajerías, servicios de diligencias y de trans-
portes [ ... ] hacen del transporte de dinero efectivo en oro y plata el objeto principal
[de su] especulación para hacer elevar o bajar a su antojo el precio del cambio, la abun-
dancia o la escasez en la capital y en las provincias»¡¡¡.
Considerando las enormes proporciones de Francia, es evidente que los progresos
en los transportes fueron, por su unidad, decisivos, si no todavía suficientes. Es lo que
dicen a su manera, para épocas más cercanas a nosotros, un historiador, Jean Bouvier,
quien sostiene que el mercado nacional sólo existió en Francia después de la construc-
ción de nuestras redes de vías férreas, y un economista, Pierre Uri, quien va más lejos
aún, al asegurar tajantemente que la Francia actual no será una unidad económica has-
ta el día en que el teléfono tenga la perfección «americana». De acuerdo. Pero con las
rutas que crearon en el siglo XVlll los admirables ingenieros de puentes y calzadas, hu-
bo seguramente un progreso del mercado nacional francés.

La política
ante todo

Pero, sobre todo en su origen, el mercado nacional no es solamente una realidad


económica. Salió de un espacio político anterior. Y, entre estructuras políticas y estruc-
turas económicas, la correspondencia sólo se establece poco a poco, en los siglos XVII
y XVIII 172 •
267
Los mercados nacionalr:s

Nada más lógico. Hemos dicho veinte veces que el espacio económico desborda
siempre muy ampliamente a los espacios políticos. De modo que las «naciones» y los
mercados nacionales han sido construidos en el interior de un conjunto económico más
amplio que ellos, más exactamente contra este conjunto. Una economía internacional
de gran amplitud existía desde hacía mucho tiempo, y fue en este espacio que lo des-
borda donde el mercado nacional ha sido recortado por una política más o menos "Cla-
rividente, o, en todo caso, obstinada. Mucho antes de la época mercantilista, el prín-
cipe intervenía ya en el campo de la economía, trataba de coaccionar, de encausar, de
prohibir, de facilitar, de llenar una laguna, de hallar una salida ... Trataba de desarro-
llar regularidades que pudiesen servir a su existencia y a su ambición política, pero sólo
tuvo éxito en su empresa cuando encontró finalmente las complacencias generales de
la economía. ¿Ha ocurrido esto con la empresa Francia?
Indudablemente, el Estado Francés se formó, o al menos.se esbozó, tempranamen-
te. Si no precedió a los demás Estados territoriales, pronto los superó. Es necesario ver
en este empuje -la reacción constructiva de una zona central frente a la periferia a ex-
pensas de la cual trata de extenderse. En su primer destino, Francia tuvo que luchar
en todas las direcciones a la vez, tanto en el sur, como en el este, y tanto en el norte
como en el oeste. En el siglo XIII es ya la mayor empresa política del continente, «casi
un Estado>, como dice justamente Pierre Chaunu m, que tiene a la v-~z las caracterís~
ticas antiguas y las nuevas del Estado: la aureola carismática, las instituciones judicia-
les, administrativas y, sobre todo, financieras, sin las cuales el espacio político sería to-
talmente inerte. Pero si en tiempos de Felipe Augusto y de San Luis el éxito político
se convierte en éxito económico, es porque el impulso, el empuje, de la Europa más
avanzada lanza sus aguas vivas en el escenario francés. Quizás los historiadores no han
reconocido lo suficiente, repitámoslo, la importancia de las ferias de Champaña y de
Brie. Supongamos que por el 1270, en pleno apogeo de estas ferias, cuando el Rey San-
to muere ante Túnez, la vida económica de Europa se hubiese petrificado, de una vez
por todas, en las formas que la enmarcaban; habría resultado de ello un espacio francés
dominante que fácilmente habría organizado su propia coherencia y su expansión a ex-
pensas de otros.
Se sabe que no ocurrió así. La enorme regresión que se impone a comienzos del
siglo XIV acarrea una sucesión de desmoronamientos. El equilibrio económico de Eu-
ropa encuentra entonces otros cimientos. Y cuando el espacio económico francés, que
fue el campo de batalla de Ja Guerra de los Cien Años, recobra su coherencia política
y ya económica con los reinados de Carlos VII (1422-1461) y Luis XI (1461-1483}, el
mundo ha cambiado terriblemente a su alrededor.
Sin embargo, a comienzos del siglo XVI 174, Francia vuelve a ser, «el primero, y con
mucho, de todos los Estados» de Europa: 300.000 km 2 , de 80 a 100 toneladas de oro
de recursos fiscales y quizás un PNB equivalente a 1.600 toneladas de oro. En Italia,
donde todo se cotiza -la riqueza tanto como la potencia-, cuando un d9cumento
alude a «il Re», se trata del Rey Muy Cristiano, el rey por excelencia. Esta gran potencia
llena de temor a los vecinos y los rivales, a todos aquellos a quienes el nuevo empuje
económico de Europa pone por encima de sí mismos y los vuelve a la vez ambiciosos
y temerosos. Es justamente por eso por lo que los Reyes Católicos, amos de España,
han cercado de antemano a la amenazadora Francia por una serie de matrimonios prin-
cipescos; y por eso también por lo que el éxito de Francisco 1 en Marignan (1515) vuel-
ve contra él el peso del equilibrio europeo, ese equilibrio que es ya una máquina re-
conocible en el siglo Xlll. Cuando estalla la guerra entre los Valois y los Habsburgo,
en 1521, la máquina funciona contra el rey de Francia y a favor de Carlos V, al riesgo,
que rio tarda en aparecer, de contribuir a la supremacía de España, que la plata de Amé-
rica, poco antes o poco después, apuntalará por sí sola.
~
268
Los mercadus nacwmiles

Pero, el fracaso político de Francia ¿no se explica también, y sobre codo, por el he-
cho de que ya no está ni puede estar en el centro de la economía-mundo europea? El
centro de la riqueza está en Venecia, en Amberes, en Génova y en Amsterdam, y estos
pivotes sucesivos están fuera del espacio francés. Hubo sólo un momento, bastante bre-
ve, en que Francia se acercó de nuevo al primer lugar, durante la Guerra de Sucesión
de España, cuando la América española se abrió a Jos de Saint-Malo. Pero la ocasión,
apenas entrevista, desapareció. En suma, la historia no ha favorecido mucho la forma-
ción del mercado nacional francés. El reparto del mundo se hizo sin él, e incluso a sus
expensas.
¿Lo sintió Francia oscuramente? Sea como fuere, trató de instalarse en Italia, a par-
tir de 1494. No tendrá éxito allí, y el círculo mágico de Italia pierde, entre 1494 y
1559. la dirección de la economía-mundo europea. El intento y el fracaso se repiten,
un siglo más carde, en la dirección de los Países Bajos. Pero, según toda probabilidad,
si la Guerra de Holanda hubiese terminado, en 1672, con una victoria francesa, segu-
ramente posible, entonces el centro de la economía-mundo se hubiera trasladado de
Amsterdam a Londres, no a París. Y es en Londres donde se encuentra, sólidamente
anclado, cuando los ejércitos franceses ocupan. en 1795, las Provincias Unidas.

La superabundancia
del espacio

¿Fue una de las razones de este fracaso la extensión relativamente desmesurada de


Francia? A fines del siglo XVII, es, para los observadores de William Petty, crece veces
Holanda y tres o cuatro veces Inglaterra. Su población es cuatro o cinco veces la de ésta
y diez veces la de aquélla. WiJliam Petty llega a afirmar que Francia tiene 80 veces más
tierras arables buenas que Holanda, aunque finalmente, su «riqueza» es solamente el
triple de la de las Provincias Unidas 17 ) Si hoy tomásemos la pequeña Francia como uni-
dad de medida (550.000 km 2) y buscásemos un Estado trece veces mayor que ella
(7 .150.000 km 2), llegaríamos a las dimensiones de los Estados Unidos. Arthur Young
puede burlarse de la circulación entre París y Orleáns, pero finalmente si, mediante su
traslación, colocásemos sobre Londres la red de comunicaciones francesas del siglo xvm
centrada en París, estas rutas, en todas las direcciones, irían a perderse en el mar. En
un espacio más vasto, coda circulación de volumen igual se diluye.
El abate Galiani dice de la Francia de 1770 «que ya no se parece a la de los tiempos
de Colbert y Sully• 176 ; considera que ha Jlegado a un límite de su expansión: con su
veintena de millones de habitantes, no podría aumentar la masa de sus manufacturas
sin superar las medidas que impone la economía del mundo entero; de igual modo,
si tuviese una flota según la misma proporción que la de Holanda, esta flota, multi-
plicada por 3, por 10 o por 13 estaría fuera de las proporciones que aceptaría la eco-
nomía internacional 177 Galiani, el hombre más lúcido de su siglo, puso el dedo en
la llaga. Nuestro país es ame todo víctima de sí mismo, de su espesor, de su volumen,
de su gigantismo. Es una extensión que, claro está, tiene sus ventajas: si Francia resiste
regularmente a las invasiones extranjeras, es también gracias a su inmensidad; es im-
posible atravesarla y golpearla en el corazón. Pero sus propios vínculos, las órdenes de
su gobierno, los movimientos y pulsos de su vida interior, y los progresos técnicos ex-
perimentan la misma dificultad para atravesarla. Ni siquiera las guerras de religión, en
su desarrollo revolucionario tan contagioso, llegan a llenar su espacio de golpe. ¿No
ha sostenido Alphonso Aulard, historiador de la Revolución que la misma Convención
hallaba las mayores dificultades para hacer conocer «su voluntad en toda Francia)) 178 ?

269
Los mercados naáonales

• Asedios
x Batallas
1 Otros acciones

33. LAS GUERRAS DE REilGION NO SE EXTIENDEN DE GOLPE AL VASTO REINO DE FRANCIA,


NI SIQUIERA DESPUES DEL ADVENIMIENTO DE ENRIQUE IV
No hemos <omignado <omo sucesos be1icm más que /o¡ enfrentamientos importantes, según el •olumen de Henri Mariéjol

Además, algunos hombres de Estado franceses, y no de los menores, han abrigado


la comprensión de que la extensión del Reino no implicaba necesariamente un aumen-
to de su potencia. Este es al menos el sentido que yo daría a esa frase, tao curiosa en
sí misma, de una carta del duque de Chevreuse a Fénelon: «Francia, a la que le con-
viene sobre todo conservar límite_s suficientes 179 ••• ». Turbot habla en general, y no de
Francia en particular, pero ¿cabe imaginarse a un inglés o un holandés escribiendo lo
siguiente: «La máxima de que es necesario separar las provincias de los Estados, como
las ramas de los árboles, para fortificarlos, estará todavía durante mucho tiempo en los
libros antes de estar en los consejos de los príocipes» 18º? Sin duda, se puede soñar con
una Francia que no se hubiese agrandado tan rápidamente, pues su extensión territo-
rial, beneficiosa en más de un aspecto para el Estado monárquico, probablemente para
la cultura francesa y para el porvenir lejano de nuestro país, ha obstaculizado mucho
el desarrollo de su economía. Si las provincias se comunican mal entre ellas, es porque
se alojan en un territorio donde la distancia es el aguafiestas por excelencia. Incluso
para el trigo, el mercado global funciona bastante mal. Francia, productora gigante,
víctima de su extensión, consume localmente su propia producción; los estancamien-
tos, e incluso las carestías, son paradójica y efectivamente posibles todavía en el
siglo XVIII.
Es una situación que se mantendrá hasta el momento en que los ferrocarriles lle-
guen a las zonas rurales apartadas. Todavía en 1843, el economista Adolphe Blanqui
escribía que los municipios del distrito de Castellane (en los Alpes Bajos) «estaban más
alejados de la influencia francesa que las Islas Marquesas. [ ... ] Las comunicaciones no
son grandes ni pequeñas; sencillamente, no existen» 181

270
Los mercados nacionales

1577-1588

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de la Historia de Francia de l411iru. Dt ello resulta una evidente Jimplificación. Está daro, no obstante, q11e eJtoJ sucesoI
no wn todos concomitantes, que el etpacio se resirte 11/ contagio. Aun la fate final, en tiempot de Enrique IV, Je limita
principalmente ti/ norte del pañ,

París más Lyon,


Lyon más París

Nada tiene de asombroso que un espacio tan vasto, difícil de unir eficazmente, no
haya llegado de modo natural a un centrado perfecto. Dos ciudades se disputan la di-
rección de la economía francesa: París y Lyon. Esta ha sido, sin duda, una de las difi-
cultades ignoradas del sistema francés.
Muy a menudo decepcionantes, las historias generales de París no sitúan lo sufi-
ciente la historia de la enorme ciudad en el marco del destino francés. No prestan bas-
tante atención a la actívidad y la autoridad económica de la ciudad. Desde este punto
de vista, los historiadores de Lyon nos decepcionan también: explican demasiado regu-
larmente a Lyon por Lyon. Sin duda, muestran bien la relación entre el advenimiento
de Lyon y las ferias que hacen de ella, a fines del siglo XV, la cumbre económica del
Reino. Pero:
1) el mérito se atribuye demasiado a Luis XI;
2) después de Richard Gascon, sería menester decir y repetir que las ferias de Lyon
fueron una creación de los comerciantes italianos, que las pusieron al alcance de suma-
no, en el límite mismo del Reino; que ése es un signo de subordinación francesa frente
a la economía internacional; digamos, exagerando, que Lyon en el siglo XVI es para los
italianos lo que es Cantón para la explotación de China por los europeos en el
siglo XVIII;

271
Los mercados nacionales

3) los historiadores de lyon no son suficientemente sensibles al fenómeno de la bi-


polaridad Lyon-París, que es una estructura persistente del desarrollo francés.
En la medida en que Lyon fue una creación de los mercaderes italianos, mientras
éstos impusieron su ley en Europa, todo va bien para Lyon. Pero después de 1557 la
situación se deteriora. La crisis de 1575 y los «desastres» del decenio 1585-1595 182 ,los.
años del dinero caro y de depresión (1597-1598) 18 ~ acentúan el reflujo. Es hacia Géno-
va adonde se transfieren las funciones principales de la ciudad del Ródano. Ahora bien;
Génova vive al margen de Francia, en el marco desmesurado del Imperio Español; ex-
trae su fuerza de la fuerza misma y de la eficacia de este Imperio, en verdad, de la
lejana actividad minera del Nuevo Mundo y, en la medida en que la fuerza y la efica-
cia duran, una apoyando a la otra, hasta 1620-1630, Génova domina, o poco más o
menos, la vida financiera y bancaria de Europa.
Lyon se halla desde entonces en posición secundaria. El dinero no le falta, a veces
incluso es muy abundante, pero ya no encuentra donde emplearse con la misma ven-
taja. J. Gentil da Silva 184 tiene razón: Lyon sigue abierta comercialmente a Europa, pe-
ro se vuelve cada vez más una plaza francesa, el lugar de confluencia de los capitales
del Reino que buscan la garantía-oro de las ferias y el interés regular de los «depósitos»,
es decir, de los saldos de dinero de feria en feria. Pasó el tiempo de los bellos días en
que se consideraba que Lyon establecía «la ley en el resto de las plazas de Europa», en
que su actividad mercantil y financiera abarcaba «un:i especie de polígono que iba de
Londres a Nuremberg, a Mesina y a Palermo, de Argel a Lisboa y de Lisboa a Nantes
y a Ruán», sin olvidar la posta esencial de Medina del Campo 1R). En 1715, la preten-
sión lyonesa se contentará con expresarse, bastante modestamente, en la afirmación si-
guiente: «Nuestra plaza de ordinario establece la ley en todas las provincia.r» 186 •
¿Ha instaurado esta regresión la prioridad· de París? Suplantados por los de Luca
durante el úJcimo tercio del siglo XVI, los florentinos de Lyon se volvieron cada vez más
<thacia !as finanzas públicas, estableciéndose firmemente en París, a la provechosa som-
bra del poder» 187 • Atento a este desplazamiento de las firmas italianas, particularmente
la de los Capponi, Frank C. Spooner diagnosticó un deslizamiento hacia la capital fran-
cesa comparable, para él, a la importantísima transferencia de Amberes a Amsterdam 188 .
Ciertamente, hubo transferencia, pero Denis Richet, que ha vuelto a tratar esta cues-
tión, sostiene con razón que la oportunidad ofrecida a París, si hubo tal oportunidad,
no tuvo consecuencias serias. «La coyuntura que ocasionó la declinación de Lyon hizo
madurar los gérmenes de crecimiento parisiense -escribe-, pero no dio origen a una
inversión de funciones. Todavía en 1598, París no tiene la infraestructura necesaria pa-
ra el gran comercio internacional: ni ferias comparables con las de Lyon o las de Pla-
sencia, ni mercado de cambios sólidamente organizado ni capital de técnicas experi-
mentadas»189. Lo cual no quiere decir que París, capital política, lugar de concentración
del impuesto real y de una enorme acumulación de riquezas, mercado de consumo que
despilfarra una parte notable de las rentas de la «nación», no cuente en la economía
del Reino y en la redistribución de capitales. Por ejemplo, hay capitales parisinos en
Marsella desde 1563 190 . Por ejemplo, los merceros parisienses de los Six-Corpr se em-
barcaron pronto en el fructífero comercio lejano. Pero en conjunto, la riqueza parisina
se invierte poco en la producción o aún sólo en las mercancías.
¿Perdió París en ese momento; y con ella Francia, la oportunidad de una cierta mo-
dernización? Es posible. Y es lícito acusar de ello a las clases propietarias parisinas, de-
masiado atraídas por el oficio y por la tierra, operaciones «socialmente enriquecedoras,
individualmente lucrativas y económicamente parasitarias:. 191 . Todavía en el siglo XVIII,
Turgot 192 , retomando el dicho de Vauban, dice que «París es un abismo donde se ab-
sorben todas las riquezas del Estado, donde las manufacturas y las bagatelas atraen el
dinero de toda Francia por un comercio tan ruinoso para nuestras provincias como para
272
/.os merrndos nacwnales

los extranjeros. El producto de los impuestos allí se disipa en gran parte». La balanza
París-provincias se revela, en efecto, como un magnífico ejemplo de intercambio desi-
gual. «Es verdad -decía Cantillon- que las provincias siempre deben sumas conside-
rables a la capital» 193 . París, en estas condiciones, no deja de agrandarse, de embelle-
cerse, de poblarse y de maravillar a los visitantes, todo en detrimento de otros.
Su poder y su prestigio provienen de que ella es, por añadidura, el corazón impe-
rioso de la política francesa. Tener París es ya dominar Francia. Desde el comienzo de
las Guerras de Religión, los protestantes ponen la mira en Farís, que se les escapará. En
1568, les arrancan Orleáns, en las puertas de la capital, y los católicos se regocijan: «Les
hemos quitado Orleáns -decían- porque no queremos que vengan desde tan cerca
a cortejar ?uestra buena ciudad de París» 194 • Más tarde, París será tomada por los miem-
bros de la Liga, luego por Enrique IV y luego por los de la Fronda, quienes no supie-
ron qué hacer con esa ciudad, más que desorganizada. Para gran indignación de ese
negociante que vive en Reims, y por ende en la sombra proyectada por la capital: si
se obstaculiza la vida normal de París, «los negocios [van a cesar] -escribe- en las
otras ciudades, tanto de Francia como de los reinos extranjeros, hasta la misma Cons-
tantinopla»19). Para este burgués de provincia, París es el ombligo del mundo.
Lyon no puede prevalecer frente a tal prestigio, ni compararse con la grandeza fue-
ra de serie de la capital. Sin embargo, aunque no es un «monstruo», es, a la escala del
tiempo, una gran ciudad, de una extensión tanto más considerable, explica un viajero,

La nueva Bolsa de Lyon, construida en 1749. (B.N.)

273
Los mercados nacionales

«cuanto que ella contiene- en su recinto campos de tiro, cementerios, viñas, campos,
prados y otros terrenos». Y este mismo viajero, un hombre de Estrasburgo, añade: «Se
asegura que Lyon hace más negocios en un día que París en una semana, porque aquí
hay sobre todo grandes comerciantes. No obstante, París tiene más comercio al deta-
lle»196. «No -dice un inglés razonable-, París no es la mayor ciudad comercial del
Reino. Quien habla así coafunde comerciantes con tenderos, tradeJmen y JhopkeeperJ.
Lo que da la superioridad a Lyon son sus negociantes, sus ferias, su Plaza de Cambios
y sus múltiples industrias» 197
Un informe redactado en las oficinas de la intendencia da sobre Lyon, en 1698, un
cenificado de salud bastante tranquilizador 198 • En él se enumeran ampliamente las ven-
tajas naturales que dan a la ciudad las rutas fluviales, que la abren a las provincias ve-
cinas y al extranjero. Sus ferias, con más de dos siglos de antigüedad, siguen prospe-
rando; como antaño, se realizan cuatro veces por año, y según las mismas reglas; las
confrontaciones se hacen siempre una mañana, desde las 10 hasta mediodía, en la ga-
lería de la Plaza del Cambio y «hay pagos en los que se hacén dos millones de negocios
y no se desembolsan más de cien mil escudos al contado» 199 El «depósito», motor del
crédito por saldos de una feria a otra, funciona con facilidad, pues es alimentado «has-
ta [por] la bolsa de los burgueses que hacen valer su dinero en el lugar» 2ºº· La máquina
sigue girando, aunque muchos italianos, y particularmente los florentinos que habían
sido los «inventores de la plaza», hayan abandonado la ciudad. Los vacíos fueron lle-
nados por mercaderes genoveses, piamonteses o salidos de los cantones suizos. Ade-
más, una poderosa industria (cuyo ascenso, se pensará, quizás compensó el déficit de
las actividades mercantiles y financieras) se desarrolló en la ciudad y alrededor de ella.
La seda ocupa en ella un lugar imponantísimo, con admirables tafetanes negros y las
celebérrimas telas de oro y plata, que alimentan un fuerte comercio de groJ. Ya en
el siglo XVI, Lyon estaba en el centro de una zona industrial: Saint-Etienne, Saint-Cha-
mond, Virieu y Neufville.
El balance de estas actividades en 1698 da a Lyon una veintena de millones en la
elliportación y una docena por las compras, es decir, un excedente del orden de los ocho
millones de libra5. Pero si se acepta, a falta de algo mejor, la cifra dada por Vaubari
-40 millones de excedente para el comercio de Francia:-'-, Lyon se habría adjudkado
la quint::t parte solamente. Sin duda, no es la posición de Londres con respecto al co-
mercio inglés, . . . .
El primer lugar en los trfficos lioneses corresponde a Italia (10 millones en la ex"
pottació:n y 66 7 eh la importación), ¿Es la prueba de que cierta Italia: es más activa
de lo que se dice generalmente? Eri todo caso, Génova sirve a Lyon de posta hacia Es-
paña, donde la ciudad de San Jorge conserva una asombrosa red de corripra5 y ventas.
En cambio. Lyon tiene pocos lazos coli Holanda, y un poco más solamente toh Ingla-
terra. Sigue trabajando mucho con la zoha mediterránea, bajó el signo del pa5ado y
de la herencia.

París
predomina

Lyon, pese al vigor conservado, se apoya mal, pues, en la Europa más avanzada y
en la economía internacional por entonces eh ascenso. Ahora bien, frente a la capital,
la gran potencia proveniente del exterior hubiera sido para ella el único medio de im-
ponerse como centro de las actividades francesas. En la lucha entre las ciudades, que
se define y se sigue muy mal, París finalmente va a predominar.

274
Los mercados nacionales

Sin emJ.,argo, su superioridad, que se impone lentamente, sólo se realizará bajo una
forma muy particular. En efecto, París no obtiene sobre Lyon una victoria comercial.
Todavía en la época de Necker (hacia 1781), Lyon sigue ocupando, con mucho, el pri-
mer puesto del comercio francés: exportaciones, 142,8 millones; importaciones, 68,9;
en total, 211,7; diferencia hruta, 73.9. Y si no se tienen en cuenta las variaciones de
la libra tornesa, estas cifras, con respecto al balance de 1698, se han multiplicado por
9. Ahora bien, París, por la misma época, sólo totaliza (exportaciones más importacio-
nes) 24,9 millones, es decir, un poco más de la décima parte del balance de Lyon 2º1 •
La superioridad de París fue el resultado, antes de lo que se dice comúnmente, del
surgimiento de un «capitalismo financiero». Para que haya sido así, fue necesario que
Lyon perdiese una parte, si no la mayor, de su rol anterior.
En esta perspectiva, ¿puede suponerse que el sistema de las ferias de Lyon recibió
un primer··golpe muy serio cuando la crisis de 1709 que, de hecho, fue la crisis de las
finanzas de Francia, en guerra desde el comienzo de la de Sucesión de España, en 1701?
Ante los pagos de los Reyes, finalmente aplazados hasta abril de 1709, Samuel Ber-
nard, prestamista titular del gobierno de Luis XIV, prácticamente quebró. Sobre este
drama controvertido, abundan en exceso los documentos y testimonios 202 • Quedaría
por comprender las entretelas de un juego muy complicado que, más allá de Lyon, in-
teresa ante todo a los banqueros genoveses, de los que Samuel Bernard, desde hacía
años, era el corresponsal, el cómplice y a veces el adversario decidido. Para obtener fon-
dos pagaderos fuera de Francia, en Alemania, en Italia y no menos en España, donde
combaten los ejércitos de Luis XIV, Samuel Bernard ofrece a los genoveses, como ga-
rantía de sus reembolsos, billetes monetarios emitidos por el gobierno francés desde
1701; los reembolsos se hacen luego en Lyon, en los vencimientos de las ferias, gracias
a letras de cambio que Samud Bernard extiende sobre Bertrand Castan, su correspon-
sal en el lugar. Para abastecer a este último, «le enviaba letras de cambio para el pago
siguiente de las ferias». En resumen, un juego de papel de colusión, donde, además,
nadie pierde cuando todo va bien, que permitía el pago a los prestamistas genoveses
y a otros, ya en numerario, ya en billetes de moneda depreciados (teniendo en cuenta
su «pérdida», como se decía), y cada vez la mayor parte de la liquidación era diferida,
por el mismo Samuel Bernard, al año siguiente. El A B C del oficio consistía en ganar
tiempo una y otra vez hasta el momento de recibir el pago del rey, cosa que nunca era
fácil conseguir.
Como el revisor general agotó rápidamente las soluciones fáciles y seguras, fue ne-
cesario imaginar otras. Así, en 1709 se habla con insistencia de crear un banco privado
o del Estado. ¿Su función? Prestar dinero al rey, quien lo prestaría inmediatamente a
a los hombres de negocios. Este banco emitiría billetes que tendrían un interés y se
intercambiarían con el papel moneda del rey. Equivaldría a revalorizar estos billetes.
¡Quién no se alegra en Lyon con estas buenas noticias!
Es evidente que si la operación hubiese tenido éxito, todos los manipuladores de
dinero habrían pasado a depender de Samuel Bernard, la «concentración» se habría efec-
tuado en su beneficio, pues le hubiese correspondido a él dirigir el banco, sostener los
billetes y desplazar sus masas. El revisor Desmaretz no contemplaba esta perspectiva
gustosamente. Había también oposición por parte de los negociantes de los grandes
puertos y ciudades mercantiles de Francia, una oposición «nacionalista», casi se podría
decir. «Se asegura -dice un personaje oscuro, un simple testaferro, sin duda- que
los señores Bernard, Nicolas y otros judíos, protestantes y extranjeros se han propuesto
encargarse de la creación de este banco. [ ... J Es mucho más justo que este banco sea
dirigido por naturales del Reino y católicos romanos, cuya [ ... ] fidelidad a Su Majestad
es segura»m. De hecho, este proyecto se anunciaba como un golpe audaz, diríamos
hoy, como el que originó, en 1694, la creación del Banco de Inglaterra. En .Francia,
275
los mercados nacionales

fracasó y la situación empeoró rápidamente. Todos fueron presa del temor y el sistema
vigente empezó a desmoronarse como un castillo de naipes, sobre todo cuando, du-
rante la primera semana de abril de 1709, Bertrand Castan, dudando no sin razón de
la solidez de Samuel Bernard, se negó en la Lonja de Cambios, donde era llamado se-
gún la regla, a aceptar las letras de cambio extendidas sobre él y declaró que no podía
«soldar su balance» (es decir, saldarlo, equilibrarlo). El resultado fue un «enloqueci-
.miento indescriptible». Samuel Bernard, en dificultades, reconozcámoslo, en la medi-
da en que el servicio del rey lo había arrastrado a complicaciones innumerables, obtuvo
finalmente del revisor general Desmaretz, el 22 de septiembre 204 , no sin problemas y
sin infinitos tratos, «Un decreto que le otorgaba un plazo de tres añosll) para saldar sus
propias deudas. Así se evitó su bancarrota. El crédito del rey, además, se restableció
con la llegada, el 27 de marzo de 1709, de «7.451.178 libras tornesas» de metales pre-
ciosos, «en reales, lingotes y vajillas», desembarcadas en Port-Louis por barcos de Saint-
Malo y Nantes, de retorno del mar del Sur 20 ).
Pero antes que este drama financiero complejo y embrollado, por el momento es
el lugar de Lyon lo que está en el centro de nuestras preocupaciones. En ese año de
1709, frente al desajuste de los pagos, ¿cuál puede ser su solidez? Es difícil saberlo, a
causa de los mismos lioneses, prontos a quejarse y a ver demasiado ne~ra su situación.
Sin embargo, hace quince años que la plaza tiene dificultades serias. «Desde. 1695. ale-
manes y suizos abandonan sus feriasll) 2o6. Un informe de 1697 señala incluso una cos-
tumbre bastante curiosa (que se encuentra también en las ferias activas, pero tradicio-
nalistas, de Bolzano): los saldos de feria a feria se hacen mediante «notas que cada uno
hace sobre su propio balance» 2º7 • Se trata, pues, de un juego de asientos en sentido
estricto; las deudas y créditos no circulan en la forma de «billetes al portador o a la
orden». No estamos, por ende, en Amberes. Un grupo pequeño de «capitalistas» se ha
reservado los beneficios sobre las «deudas activas» de los saldos de feria. Es un juego
en circuito cerrado. Si las «notas» hubiesen circulado con endosos sucesivos, «los peque-
ños negociantes y los pequeños comerciantes», se nos explica de manera demasiado bre-
ve, habrían estado «en condiciones de hacer más negocios», de mezclarse en ese tráfico
de donde «los negociantes ricos y los practicantes acreditados tratan, por el contrario,
de eliminarlos». Tal costumbre es contraria a lo que ha llegado a ser la regla en «todas
las plazas comerciales de Europa», pero se mantendrá hasta el fin de las ferias de Lyon 208 •
Puede pensarse que no contribuyó a activar la plaza lionesa ni a defenderla contra la
competencia internacional.
Pues esa competencia existe: Lyon, que se abastece de piastras españolas vía Bayo-
na, ve salir de sí misma piezas de plata e incluso piezas de oro hacia destinos normales,
como Marsella y el Levante o la Casa de Moneda de Estrasburgo, pero más aún hacia
una circulación clandestina e importante en dirección a Ginebra. A cambio del dinero
contante, vía Ginebra, ciertos comerciantes lioneses obtienen letras de cambio de Ams-
terdam sobre París, con beneficios substanciales. ¿Es ya la prueba de la inferioridad lio-
nesa? Las cartas que el revisor general de las finanzas recibe del intendente de Lyon,
Trudaine, se hacen eco ampliamente de las quejas, exageradas o no, de los comercian-
tes del lugar 209 • De escucharlos, Lyon se hallaría bajo la amenaza de verse despojada
de sus ferias y de sus operaciones de crédito por la competencia ginebri~a. «Es de te-
mer -decía ya Trudaine en una carta a Desmaretz del 15 de noviembre de 1707--
que se lleve incesantemente a Ginebra todo el comercio de la plaza de Lyon. Hace ya
tiempo que los ginebrinos tienen la intención de crear en su ciudad una plaza de cam-
bio, estableciendo ferias y pagos como en Lyon, Nove [Novi] o Leipsiúg:. 210 • ¿Realidad
o amenaza esgrimida para influir en las decisiones del gobierno? En todo caso, dos años
más tarde, en 1709, la situación es grave. «Este asunto de Bernard -señala una carta
de Trudaine- trastorna irremediablemente a la plaza de Lyon y es cada vez más per-
276 •
Los menados nacionales

judicial•211 • En efecto, hablando técnicamente, los comerciantes traban el funciona-


miento de la plaza. Generalmente, los pagos en lyon «Se hacen casi todos en papel o
en balanGe por las transferencias, de manera que muy a menudo en un pago de treinta
millones no intervienen más de 500.000 [libras] al contado. Suprimido este uso de pa-
peles comerciales, los pagos se han vuelto imposibles, aunque haya cien veces más di-
nero al contado que de ordinario>. Esta huelga de las finanzas incluso retrasa la pro-
ducción de las manufacturas lionesas, que sólo funcionan gracias a los créditos. Resul-
tado: «Ellas han cesado en parte y obligado a pedir limosna a 10.000 ó 12.000 obreros,
que no tienen nada para subsistir cuando se suspende el trabajo. Este número aumenta
cada día, y es de temer que no quede fábrica ni comercio alguno si no se halla un rá-
pido remedio ... »212 • Esto es excesivo, pero en modo alguno gratuito. En todo caso, la
crisis lionesa repercute en todas las plazas y ferias francesas. Una carta del 2 de agosto
de 1709 señala que la feria de Beaucaire «ha estado desierta», ha sido de una gran «se-
quedad»213. Concluyamos: la crisis profunda que culmina en Lyon en 1709 es difícil
de estimar cabalmente y de sondear con exactitud, pero fue muy fuerte.
En cambió, está fuera de duda que la fortuna de Lyon, ya quebrantada, no resistió
a la crisis brusca del Sistema de Law. ¿Ha hecho mal la ciudad en rechazar la instala-
ción en ella del Banco Real? Evidentemente, ésta habría competido con las ferias tra·
dicionales, las habría perjudicado o reducido a la nada 214 , pero también, sin duda, ha-
bría frenado el ímpetu: de París. Pues Francia entera, la Francia afiebrada, acude en-
tonces a. la capital, se apretuja en la calle Quincampoix, verdadera Bolsa, tan tumul-
tuosa, si nci más, que el Change A/ley de Londres. El fracaso del Sistema privará final-
mente a París y a Francia del Banco Real creado pcir Law en 1716, pero el gobierno no
tardará en ofrecer a París (en 1724) una nueva Bolsa, digna del papel financiero que
la capital desempeñaría_ en lo sucesivo.
Desde entonces, el éxito de París no hará más que afirmaciones. En su progresión
continua, el giro definitivo indiscutible se produce bastante tarde, sin embargo, alre-
dedor de 1760, entre la inversión de las alianzas y el fin de la Guerra de los Siete Años:
«París, que se halla entonces colocada en una situación privilegiada, en el centro mis-
mo de una especie de conjunto continental que engloba a la Europa del Oeste, es el
punto de convergencia de una red económica cuya extensión no choca ya, como anta-
ño, con barreras políticas hostiles. El obstáculo de las posesiones de los Habsburgos,
que encerraban a Francia desde hacía dos siglos, quedó mto. [ ... ] Desde la instalación
de los Barbones en España y en Italia hasta la inversión de las alianzas, se puede seguir
el desarrollo de la superficie que se le abre a Francia a todo su alrededor: España, Ita-
lia, Alemania meridional y occidental y los Países Bajos; en adelante, de París a Cádiz,
de París a Génova (y de ésta a Nápoles), de París a Ostende y Bruselas (posta en la
ruta de Viena), de París a Amsterdam, están libres los caminos que la guerra no cortará
durante treinta años (1763-1792). París se convierte entonces en la encrucijada, tanto
política como financiera, de la parte continental del Occidente europeo: de aquí el de-
sarrollo de los negocios y el aumento del aflujo de capitales> 215
Este crecimiento de la fuerza de atracción de París se hace sentir tanto en el interior
como en el exterior del país. Pero la capital, en medio de las tierras, en medio de sus
distracciones y sus grandes espectáculos, ¿puede ser un gran centro económico? ¿El cen-
tro ideal para un mercado nacional empeñado en una viva competencia internacional?
No, respondía de antemano Des Cazeaux du Hallays, representante de Nantes en el
Consejo de Comercio, en un largo informe redactado a comienzos del siglo, en 1700 216 •
Lamentando la falta de consideración de la sociedad francesa, con respecto a los nego-
ciantes, la atribuía en parte al hecho de que «los extranjeros [evidentemente, pensaba
en los holandeses y los ingleses] tienen una imagen y una representación mucho más
viva y más actual que nosotros de la grandeza y la nobleza del comercio, porque las

277
Los mercados nacionales

La Casa de la Moneda de Soissons en 1720. Law estableció allí el •comercio del papel• antes de
instalarlo en la calle de Quincampoix. (B.N.)

cortes de sus Estados están todas en puertos de mar, y tienen ocasión de ver claramen-
te, por los barcos que van cargados por todas partes con todas las riquezas del mundo,
cuán recomendable es este comercio. Si el comercio de Francia tpviese la misma suerte,
no serían necesarios otros atractivos para convertir en comerciante a toda Francia». Pero
París no está sobre la Mancha. En 1715, John Law, que estaba en los comienzos de su
aventura, ve clos límites de las ambiciones·que se pueden abrigar con respecto a París
como metrópoli económica, pues como esta ciudad se halla alejada del mar y el río no
es navegable [es decir, sin duda inaccesible a los navíos de mar], no se puede hacer de
ella la capital del comercio exterior, pero puede ser la primera plaza del mundo para
los cambios» 217 • París, incluso en la época de Luis XVI, no será la primera plaza finan-
ciera del mundo, pero seguramente sí la primera de Francia. Sin embargo, como pre-
veía implícitamente Law, su supremacía no será completa. Y proseguirá la bipolaridad
francesa.

278

Los mercados nacionali:s

Para una histona


diferencial

La situación conflictiva entre París y Lyon no resume, lejos de ello, todas las ten-
siones y oposiciones del espacio francés. Pero, ¿tienen en sí mismas una significación
de conjunto estas diferencias y estas tensiones? Es lo que afirman algunos raros
historiadores.
Para Frank C. Spooner 218 , la Francia del siglo XVI se divide, en líneas generales, en
dos zonas situadas a una y otra parte del meridiano de París: al este, países continen-
tales, en su mayoría, Picardía, Champaña, Lorena (que aún no era francesa), Borgoña,
el Franco-Condado (todavía español), Saboya, vinculada con Turín pero que los fran-
ceses ocuparon de 1536 a 1559, el Delfinado, Provenza, el valle del Ródano, un com-
partimento más o menos vasto del Macizo Central y, para terrp.inar, el Languedoc, o
una parte de él; al oeste de ese meridiano, los países que dan al Atlántico o a la Man-
cha. La distinción entre las dos zonas se establece por el volumen de las acuñaciones
monetarias, criterio válido, aunque discutible. Discutible porque es necesario admitir
que en la zona «desfavorecida» se encuentran sin embargo Marsella y Lyon. No por ello
es menos evidente el contraste, por ejemplo, entre Borgoña, limitada a las monedas
de cobre 219 , y Bretaña o Poitou, donde entran y circulan los reales de España. Los cen-
tros motores de esta Francia del oeste, activada en el siglo XVI por el ascenso del At-
lántico, serían Dieppe, Ruán, El Havre, Honfleur, Saint-Malo, Nantes, Rennes, La Ro-
chela, Burdeos y Bayona, es decir, salvo Rennes, una guirnalda de puertos.
Quedaría por saber cuándo y por qué este empuje del oeste se retrasó y luego se
borró, pese al progreso de los marinos y los corsarios franceses. Es la cuestión que se
plantean A. L. Rowse 220 y otros historiadores, sin que aparezca, a decir verdad, una res-
puesta bien clara. Recordar el corte de 15 57, año de una crisis financiera violenta que
agravó la probable recesión intercíclica de 1540 a 15 70, sería invocar un estancamiento
del capitalismo mercantil2 21 • Estamos casi seguros de que hubo tal estancamiento, no
1,1na retracción tan precoz del oeste atlántico. Además, para Pierre Léon 222 , la Francia
del oeste, «ampliamente abierta a las influencias del océano es (todavía en el siglo XVII)
la Francia rica [ ... ] de los paños y las telas, desde Flandes hasta Bretaña y el Maine,
muy superior a la Francia del interior, la de las minas y la metalurgia•. Habría, así,
una prolongación del contraste entre oeste y este, quizás hasta los comienzos del reina-
do personal de Luis XIV; el corte cronológico no es claro.
Sin embargo, un poco antes o un poco más tarde, aparecería una nueva línea de
partición, de Nantes a Lyonm, ya no un meridiano, sino algo semejante a un paralelo.
En el norte, una Francia sobreactivada, industrial, con sus campos abiertos, sus tiros
de caballos; en el sur, por el contrario, una Francia que, con algunas brillantes excep-
ciones, no dejaría de estar retrasada. Para Pierre Goubert 224 , incluso habría dos coyun-
turas, la del norte, bajo el signo de una relativa buena salud, y la del sur, bajo el im-
pacto de una regresión precoz y fuerte. Jean Delumeau va aún más lejos: «... sería me-
nester separar al menos parcialmente Ja Francia del siglo XVII de la coyuntura meridio-
nal y, además, no considerar sistemáticamente el Reino como un todo> 22 j Una vez
más, si la comprobación es justa, Francia se habría adaptado a las condiciones exterio-
res de la vida económica mundial, que orienta a la sazón a Europa hacía sus zonas nór-
dicas y hace volcar a una Francia frágil y maleable en dirección a la Mancha, los Países
Bajos y el mar del Norte.
La línea entre el norte y el sur casi no se movió luego hasta los comienzos del si-
glo XIX. Para Angeville (1819), corre todavía de Ruán a Evreux, luego a Ginebra. En

279
Los mercados nacionales

el sur, la «vida rural se desurbanizai>, se dispersa, «la Francia salvaje comienza allí con
la dispersióni> de las casas campesinas. Es demasiado decir, pero el contraste es
evidente 226 •
Finalmente, la partición se ha modificado poco a poco, y ante nuestros ojos el me-
ridiano de París ha recuperado cabalmente sus derechos. Sin embargo, las zonas que
delimita han cambiado de signo: al oeste, el subdesarrollo, el «desierto francés»; al es-
te, las zonas avanzadas, vinculadas con la economía alemana, dominante e invasora.
Así, el juego de las dos Francias cambia con los años. No hay una línea que divida
de una vez por todas al territorio francés, sino líneas sucesivas. Tres al menos, y sin
duda más. O, mejor dicho, una sola pero que giraría como la aguja de un reloj. He
aquí lo que esto implicaría:
1) que en un espacio dado la división entre progreso y retraso no deja de modifi-
carse, que el desarrollo y el subdesarrollo no están localizados de una vez por todas,
que el más sucede al menos, que las oposiciones de conjunto se superponen a las di-
versidades locales subyacentes: las recubren sin suprimirlas, las dejan ver por trans-
parencia;
2) que Francia, como espacfo económico, no se explica más que reubicada eh el con-
texto europeo, que el ascenso evidente de las regiones situadas al norte de la línea Nan-
tes-Lyon, del siglo XVII al XIX, rto se explica solamente por consideraciones endógenas
(superioridad de la rotación trienal de cultivos, aumento del número de caballos de la-
branza y vivo crecimiento demográfico), sino también por factores exógenos: Francia
se modifica al contacto con la coyuntura dominante del Norte, como en el siglo XV fue
atraída por el brillo de Italia y luego, en el XVI, por el Atlántico.

Por o contra
la línea Ruán-Ginebra

La exposición precedente sobre las biparticiones sucesivas del espacio francés, entre
los siglos XV y xvm, orienta pero no dirime el interminable debate sobre la diversidad
histórica de ese espacio. En efecto, el conjunto francés no se divide en subconjuntos
identificados con certeza, rotulados de una vez para siempre: no cesan de deformarse,
adaptarse, reagruparse y cambiar de voltaje.
Así, un mapa de André Rémond (cf. p. 290), escapado del maraviHoso atlas de la
Francia del siglo XVIII (que quizás llevó a término, pero desgraciadamente no publicó)
propone, no una bipartición, sino una tripartición, según los diferentes índices de Ja
aceleración biológica de la población francesa en la época de Nec:ker. La característica
principal, en efecto, es ese largo golfo que penetra en el territorio francés desde Bre-
taña hasta las cercanías del Jura y constituye una zona de despoblación, o al menos de
estancamiento o muy débil crecimiento demográfico, Ese golfo separa dos zonas bio-
lógicas más sanas: al norte, los distritos de Caén, Alen~on, París, Ruán, Cha.lons-sur-
Marne, Soissons, Amiens y Lille; los récords se alcanzan en el distrito de Valenciennes,
Trois-Evechés, Lorena y Alsacia; al sur, un espacio prodigiosamente vivaz que se ex-
tiende desde Aquitania hasta los Alpes. Es allí, entre el Macizo Central, los Alpes y el
Jura, donde la población se aglutina en beneficio de ciudades devoradoras de hombres
y de llanuras ricas, que no vivirían sin el aporte de los emigrantes temporeros.
Por ende, la línea de Ruán (o Saint-Malo o Nantes) a Ginebra no es el corte deci-
sivo que señalaría todas las oposiciones francesas. El mapa de André Rémond, claro es-
tá, no es el de la riqueza nacional, del retroceso o del progreso económico, sino el del

280
Los mercados nacionales

retroceso o el progreso demográfico. Allí donde abunda el hombre, son frecuentes la


emigración, la actividad industrial, por separado, o ambas a la vez.
Michel Morineau, por su parte, no es partidario normalmente de explicaciones de-
masiado simples. El esquema del diámetro divisor de Francia que gira alrededor de Pa-
rís, por lo tanto, no puede gozar de su favor. Por ejemplo, la línea Saint-Malo-Gine-
bra, y en general la línea de Angeville retomada por E. Le Roy Ladurie, despierta su
escepticismom. Apela, para criticarla, a las cifras de la balanza comercial en las dos zo-
nas; si bien no borran las líneas de demarcación, cambian los signos: el signo más pasa
al sur, el signo menos al norte. En 1750, sin ninguna duda, «la zona situada al sur
predomina masivamente sobre la del norte. Se localiza en la primera el origen de los
dos tercios o más de las exportaciones. Esta superioridad obedece, en parte, al sumi-
nistro de vinos, y en parte a la redistribución de los productos coloniales por los puer-
tos de Burdeos, Nantes, La Rochela, Bayona, Lorient y Marsella. Pero también reside
en el vigor de una industria capaz, en Bretaña, de vender telas por un valor de 12, 5
millones de libras tornesas, en Lyon tejidos y cintas por 17 millones y en Languedoc
paños y tapices por 18 millones 228 •
Ahora me toca a mí ser escéptico. Confieso que no estoy convencido de la signifi-
cación de esta evaluación de las diversas Francías según su balanza exterior. Está claro
que el peso de las industrias exportadoras no es por sí solo determinante; que la in-
dustria es a menudo, en el mundo de ayer, la búsqueda de una compensación en las
zonas pobres o de vida difícil. Los 12 millones de telas bretonas no hacen de Bretaña
una provincia a la vanguardia de la economía francesa. La verdadera clasificación es la
que se establece según el PNB. Esto es, aproximadamente, lo que ha tratado de hacer
J. C. Toutain en el congreso de Edimburgo de 1978 al elaborar una clasificación de las
regiones francesas en 1785 según el producto físico por habitante (con respecto a la me·
dia nacional) 229 : París está a la cabeza, con el 280%; el Centro, el Loica y el Ródano
llegan a la media de 100; se sitúan por debajo de Borgoña, el Languedoc, Provenza,
Aquitania, el Mediodía pirenaico, el Poitou, Auvernia, Lorena, Alsacia, el Lemosín y
el Franco-Condado; Bretaña cierra la marcha. El croquis de la página 291, que recoge
estas cifras, no esboza con nitidez una línea Ruán-Ginebra, pero sitúa darameme la
pobreza en el sur.

Las márgenes marítimas


y continentales

De hecho, en estos problemas de geografía diferencial, como en cualquier otro pro-


blema, las perspectivas difieren según las duraciones cronológicas que se toman en con-
sideración. ¿No habrá, por debajo de los cambios relacionados con una coyúntura for-
zosamente lenta, oposiciones de más larga duración aún, como si Francia -o cualquier
otra «nación», además- no fuese en verdad más que una superposición de realidades
diferentes, siendo las más profundas (al menos las que yo supongo más profundas) por
definición e incluso por observación las más lentas en desgastarse, y por ende las que
subsisten más obstinadamente? En este caso, la geografía, guía indispensable, señala
no sé cuántas de estas estructuras, de estas diferencias permanentes: las montañas y las
llanuras, el norte y el mediodía, el este continental y el oeste cogido en las brumas del
océano ... Estos contrastes pesan tanto o más sobre los hombres que las coyunturas eco-
nómicas que giran por encima de ellos, ya mejorando, ya perjudicando, las zonas don-
de viven.

281
Los mercados nacioruiles

excedente general de n11&imienloI sobre 1. 000 defuncioneI 34. CUATRO cPESAD


c"'~--·'aw
excedente maiculino

l. NACIMIENTOS Y DEFUN-
CIONES EN FRANCIA HACIA
1787

Este mapa, uno de loI pocos que han si-


do publicados, pertenecía al atlas que
había elaborado André Rémond, Esta-
blece una di.rtinción curio1a entre regio-
nu en retrocexo demográfico (generali-
dadeI de Rennu, TouTJ, Orleáns; Ú1 Ro-
chela J Perpiñan) y las que, apartándo-
Je de una media mediocre, tienen un
franco excedente (Va/enciennes, Estras-
burgo, Besa"fon, Grenobli!, Lyon, Mon-
tauba,,, Jo/ma y Burdeos)- QuizáJ esta
superionflad biológica e11á ligada a la
exteniión, en eitas regiones precisamen-
te, de lw cultivos nuevos: maíz y pa·
lataI.

1786 -1790 bombm

-90
-100%

•ªº
111170
~60
050 JI. LECTURA Y ESCRITURA EN
040 VISPERAS DE LA REVOLUCION
~30 FRAN~ESA

o~: En este mapa, basado en el número de

ºº
[TI ninguna información
cónyugtU masculinos que fueron cap11&es
tle firmar 1u acta de matrimonio, la pri-
macía del norte es evidente (tomado de
F. Furet y]. Ozouf, Lire el écrire, 1978).

282
Los mercados nac1011ales

III. PONER IMPUESTOS ES MEDIR


Hacia 1704, el gobierno proyecta poner impuestos 11 /oJ gre-
mioI mercanti/eJ de laI ciudader del reino. LoI impue<toI que
correiponden a lyon y Ruán se elevan a ]JO. 000 /ihraJ; a Bu;-
deoI, To/osa y Montpellier, 4U.OOO; a Mane/la, 20. 000 ... EitaI
indicaciones dan la e¡cala del croquú. Parfr no figura en la liI-
ta de las ciudades a laI que Ir. pond1á impuulos. Dividir el.rei-
no Iegún el nivel de eitos impuestoJ no Iería fácil. El hecho no-
table, a una y otra parte del pa1ale/o de l,a Rochela, g1a11ada
con 6.000 libmI, ¿no eI el número de pequeñas ciudades al nor-
te, y el predomúJio de las grandeJ ciudades mercantiles al sur?
(Tomado de A. N. G7 1688.)

1970t:···
..:.... ........_.... ••••
•••••
........•••..___
.... ···••····•• ,..•••.....
:::::::::::::::~
········10··········~·
··········••••••
•••••••••••••••• 1•••••••••••
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•••••••••••••••••••••
•••••••••••••••••••••••
••••••••••••••••••••••••
••••••••••••••••••••••
•••••••••••••
••••••••••••
• •••••

-......... ...............................
280 160
....................................... .
129 118
,
11 ....................................... .

102 90 83 75 68 64- 60

IV GEOGRAFIA DE LAS RENTAS REGIONALES PER CAPITA


A partir de la media nacional (100) de la renta pcr ca pita (en producto físico), se da el porcentaje de cada reg16n. Para el afio
1785: Pañs, 280; Alta Normandía, 160; ÚJÍra-Ródano, 100, etcétera. ¿Hay primacia del norte, como .1ugiere el croquir? Sí,
4unq,,e JerÍa mene.1ter retomar los cálculw complicado! que han permitido JU eJlablecimiento. Se da, a título de compara-
ción, la JÍtuación en 1970. Es evidente que la dfrtribuc16t1 regional de la renta per capira se ha modificado. Tomado de]. C.
To11tain, 1la crofr.1ance inégale deJ re11en11I rcgionaux en France de 1840 ii 1970•, en: 7º Cangros lnternarional d'histoirc érn-
nomique, Edimb11rgo, 1978, p. 368.

283
Los mercados nacionales

Pero, a fin de cuentas, la oposición estructural por excelencia, para nuestros fines,
se entiende, es la que se establec:e entre zonaJ marginaleJ pequeñas y vastas regioneJ
centrales. Las zonas «marginales» siguen las líneas contorneadas que delimitan a Fran-
cia y la separan de lo que no es Francia. No emplearemos a su respecto la palabra -que
sería natural- periferia, porque cogida en la trampa de algunas de nuestras discusio-
nes, ha adquirido para muchos autores, entre ellos yo mismo, el sentido de regiones·
atrasadas, al margen de los centros privilegiados de la economía-mundo. Las márgenes,
pues, siguen la línea natural de las riberas o la línea, artificial por lo general, de las
fronteras terrestres. Ahora bien, la regla, curiosa en sí misma, es que estas márgenes
francesas, con algunas excepciones, sean siempre relativamente ricas, y el interior del
país relativamente pobre. D' Argenson hace la distinción con toda naturalidad: «Con
respecto al comercio y al interior del Reino -señala en su joumal hacia 1747- esta-
mos bastante peor que en 1709 [el año de siniestro recuerdo J. Entonces, gracias a los
armamentos de M. de Pontchartrain, destruimos 23 º a nuestros enemigos mediante el
corso; gozábamos del comercio del mar del Sur. Saint-Malo daba ingresos por valor de
cien millones al Reino. El interior del Reino era, en 1709, el doble de próspero que
hoy:.m. Al año siguiente, el 19 de agosto de 1748, habla nuevamente de las «provin-
cias del interior del Reino [que l al sur del Loira están sumidas en una profunda mise·
ria. Allí las cosechas son la mitad de las del año anterior, que fueron va muy malas.
El precio del trigo aumenta y los mendigos nos asedian por todas partes»m. En cuanto
al abate Galiani, es infinitamente más claro y categórico en su Dialogue Jur leJ blés
[Diálogo Jobre /oJ trigOJj: «Observad que Francia, en la actualidad, por ser un reino
comercial, navegante e industrial, tiene toda su.riqueza en sus fronteras; todas sus gran-
des ciudades opulentas están en sus extremos; el interior es de una escasez atroz» 233 • La
prosperidad creciente del siglo XVIII no parece haber atenuado el contraste; sino por el
contrario. Un informe oficial del 5 de septiembre de 1788 declara que «los recursos de
los puertos de mar se han multiplicado hasta el infinito, y el comercio de las ciudades
del interior está limitado a su consumo y el de sus vecinos; no tienen más medios de
vida para el pueblo que las manufacturas» 234 • ¿No será la industrialización, por regla
general, la revancha económica de las tierras del interior?
Algunos historiadores son sensibles a esta oposición insistente entre el interior y el ex-
terior. Para Michel Morineau, la Francia de los últimos años del reinado de Luis XIV ve
afluir sus riquezas y slis actividades hacia sus márgenes marítimasm Bien: pero, ¿es re-
ciente este movimiento? ¿No se ha asomado mucho antes? Y, sobre todo, ¿no va a durar?
El valor del libro de Edward C. Fcix, de provocativo título -La otra Francia-, re-
side en que plantea, sin desdecirse ni un instante, una oposición eJtructural. Desde
siempre, pues, habría habido dos Francias, la que se abre a los mares y sueña con la
libertad de los tráficos y las aventuras lejanas, y una Francia de tierra adentro, anqui-
losada, atrapada en sus tensiones sin flexibilidad. La historia de Francia es un diálogo
de sordos, que no cambia de lugar ni de sentido, pues cada Francia se obstina en que-
rerlo todo para sí y en no comprender para nada a la otra. .
En el siglo XVIII, la Francia más moderna, la otra Francia, es la de los grandes puer-
tos donde se instalan la fortuna y un capitalismo precoz. Una Inglaterra de poca monta
y que quizás sueña con una revolución tranquila según el modelo de la «gloriosa» de
1688. Pero, ¿podía jugar sola y ganar? No, como es evidente, por poner sólo un ejem·
plo muy conocido, cuando el episodio de los girondinos {1792-1793). Al igual que en
tiempos del Antiguo Régimen, es una vez más la tierra la que triunfa con la Revolu-
ción y el Imperio, e incluso más tarde. De un lado, un comercio que iría mejor si se
lo dejase en libertad. Del otro, una agricultura que va a sufrir sin cesar por el parce-
lamiento de la propiedad campesina y una industria que, por falta de medios y de ini-
ciativas, funcionará mal: tales son las dos Francias de Edward Fox 236 •
284 •
Los mercados nacionales

Pero, pese al talento del autor, no se puede sumir la historia entera de Francia en
este diálogo prolongado, repetitivo, aunque sólo sea porque no hay una única Francia
marginal. En efecto, Francia termina a 1a vez al oeste, frente al mar -y estamos allí
en la otra Francia de Fox-, y al este, frente a la Europa Continental, 1a Italia del Nor-
te del otro lado de los Alpes, los Cantones Suizos, Alemania, los Países Bajos españoles,
convertidos en 1714 en austriacos, y las Provincias Unidas. No afirmo que esa Francia
marginal del este sea tan importante o fascinante como la de los bordes marítimos, pe-
ro existe, y si la «marginalidad1> tiene un sentido, ella le confiere una originalidad obli-
gatoria. En resumen, a lo largo de sus litorales, Francia dispone de «terminales», de
postas marítimas: Dunquerque, Ruán, El Havre, Caén, Nantes, La Rochela, Burdeos,
Bayona, Narbona, Sere (creada por Colbert), Marsella y la guirnalda de los puertos pro-
venzales; es, si se quiere, la Francia n. 0 1. La Francia n. º 2 es el interior, vasto y di-
verso, sobre el cual volveremos. la Francia n. º 3 es una extensa guirnalda de ciudades,
Grenoble, Lyon, Dijon, Langres, Chalons-sur-Marne, Estrasburgo, Nancy, Metz, Se-
dán, Mézieres, Charleville, San Quintín, Lille. Amiens, o sea más de una docena de
ciudades, con ciudades secundarias que extienden la cadena desde el Mediterráneo y
los Alpes hasta el mar del Norte. La dificultad es que esta categoría urbana, en la que
predomina Lyori, no se comprende tan fácilmente como la guirnalda de las ciudades
marítimas, que no es tan homogénea, tan bien delineada.
la terminación lógica del espacio económico de Francia hacia el Este, diría yo a pos-
teriori y (el lector puede convencerse de ello) sin el menor imperialismo retrospectivo,
hubiera debido trazarse desde Génova, por Milán, Augsburgo, Nuremberg y Colonia,
hasta Amberes o Amsterdam, de manera que se captase hacia el Sur la plataforma gi-
ratoria de la llanura lombard:i se dispusiese con el San Gotardo de una puerta suple-
mentaria de los Alpes ·y se controlase lo que se llama el «pasillo renano», un eje, un
río de ciudades. Por las mismas razones que le impidieron apoderarse de Italia o los
Países Bajos, Francia no consiguió, salvo en Lorena, llevar su frontera viva al Río, es
decir, a un haz de rutas tan importantes, o poco menos, como los caminos del mar.
Italia, el Rin y los Países Bajos han sido durante largo tiempo una zona reservada, una
«dorsal» del capitalismo europeo. No entraba en ellos quien quería.
Además, al este, el Reino sólo se engrandeció con difüultad y lentamente, transigien-
do con las provincias que lograba incorporar, manteniendo una parte cie sus libertades y
privilegios. Así, quedaron fuera del arancel de las Cinco Grandes Haciendas de 1664: el
Artois, Flandes, el Lionesado, el Delfinado y Provenza; más aún, quedaron totalmente
fuera del espacio aduanero francés las provincias llamadas del extranjero efectivo: Alsa-
cia, Lorena y el Franco-Condado. Si situamos estas provincias en el mapa, habremos
puesto de relieve los espacios de la Francia n. 0 3. Lorena, el Franco-Condado y Alsacia go-
zan de una libertad total frente al exterior, una apenura a las mercancías del extranjero,
la posibilidad, con ayuda del contrabando, de hacerlas penetrar con ventaja en el Reino.
Si no me equivoco, una cierta libertad de acción parece ser la característica de esas
zonas limítrofes. Sería importante conocer mejor cómo actúan estas regiones fronterizas
entre el Reino y el extranjero. ¿Se inclinan de un lado o del otro? ¿Cuáles pueden ser,
por ejemplo, el papel y el rol de los comerciantes de los Cantones Suizos en el Franco-
Condado, en Alsacia y en Lorena, donde se encuentran un poco como en su casa, en
el siglo xvm? ¿Hay también, desde el Delfinado hasta Flandes, por ejemplo durante
la crisis revolucionaria de 1793 a 1794, las mismas actitudes frente al extranjero, no siem-
pre amado? ¿Y cuál es el papel, en estos espacios donde la libertad es mayor que en
el Reino próximo, de las ciudades mismas, Nancy, o Enrasburgo, o Metz o más espe-
cialmente Lille, excelente ejemplo, en verdad, porque está muy cerca de los Países Ba-
jos y bastante cerca de Inglaterra, y por ende a través de estos vecinos se relaciona con
el mundo entero?

285
Los mercados nt1cionales

Lille plantea todos los problemas de la Francia n. 0 3. Para su tiempo, es una ciu-
dad considerable. Después del fin de la ocupación holandesa (1713), se recupera pron-
to, así como la región que la rodea. Según las actas de los recaudadores de impuestos,
en 1727-1728, su cpotencia es tan grande que permite subsistir a más de cien mil per-
sonas en ella y en las provincias de Flandes y Hainaut, con sus manufacturas y nego-
ciaciones»237 Alrededor de ella y en ella, actúa toda una gama de industrias textiles,
altos hornos, fraguas y fundiciones; produce tanto tejidos de lujo como láminas de fun-
dición para las chimeneas, marmitas y ollas, galones de oro y plata, y quincalla; todo
llega en abundancia de las provincias y países vecinos, la mantequilla, el ganado en
pie, el trigo ... Aprovecha al máximo las rutas, los ríos, los canales, se adapta sin mu-
cho esfuerzo al desvío del tráfico que el gobierno le impone hacia el oeste y el norte,
en dirección de Dunquerque y de Caiais, en vez de Ypres, Tournai o Mons.
Sobre todo, Lille es tina plataforma giratoria: recibe todo de todas partes, de Ho-
landa. de Italia, de España, de Francia, de Inglaterra, de los Países Bajos españoles, de
los países del Báltico; toma de unos para vender a otros; redistribuye, por ejemplo, en
el Norte los vinos y aguardientes de Francia. Pero sus tráficos con España y América se
adjudican, seguramente, el primer lugar. Cuatro o cinco millones de mercaderías de
Lille se exportan allí cada año, sea a riesgo y expensas de los negociantes de la ciudad,
ca la gran aventura», sea por cuenta de comisionistas. Las retribuciones se efectúan me-
nos en mercaderías' que en numerario, por tres o cuatro millones de libras cada año,
se estima en 1698 238 • Este dinero, sin embargo, no lleg:i. directamente a la ~provincia»
de Lille; pasa a Holanda o Inglaterra, donde se negocia más fácilmente y con mayor
provecho que en Francia, aunque sólo sea en razón del procedimiento diferente para
la prueba de las monedas. En síntesis. Lille, insertada tanto como cualquier otra ciu··
dad de la economía francesa, no se desprende de ella más que a medias.
Dadas estas explicaciones, quizás se comprenderá mejor la alineación de ciudades en
retraso, a buena distancia de la frontera, como Troyes, Dijon, Langres, CMlons-sur-
Marne o Reims: son antiguas ciudades al margen, convertidas en ciudades del interior,
y donde el pasado, fuertemente arraigado, sobrevive a sí mismo, como si la Francia
n. 0 3, la Francia que da al Este y al Norte, se hubiese formado por capas sucesivas,
como la altura de los árboles.

Las ciudades
de «la otra Francia»

Para las ciudades de cla otra Francia, en contacto con el mar, repitamos que lasco-
sas son mucho más claras a nuestros ojos. También allí el éxito se halla bajo el signo
de fa libertad de actuar y de empresa. Los tráficos de estos puertos activos se sumergen,
ciertamente, en la espesura del Reino, se nutren de él, pero sus intereses eligen regu-
larmente el mar. ¿Qué desea Nantes 239 hacia 1680? Que se prohíba el acceso a Francia
de los ingleses, que son los cprimeros» en llegar con el bacalao de Terranova, gracias a
pequeñas embarcaciones rápidas; ¿no se los podría apartar, al menos mediante un de-
recho de aduana elevado? De igual modo, piden que se sustituya el tabaco inglés que
inunda el mercado francés por el tabaco de Sanco Domingo. Que se retome de los ho-
landeses y los hamburgueses los beneficios de la caza de la ballena que nos han quita-
do unos y otros. Y el resto es por el estilo: se trata de situarse sin cesar fuera de Francia.
En el mismo orden de ideas, Edward Fox se pregunta con respecto a Burdeos: c¿Es
atlántico o francés?> 240 . Paul Butel no vacila, por su parte, en hablar de una «metrópoli
atlántica» 241 • En todo caso, según lo que afirma un informe de 1698, clas otras provin-

286
Los me1-ct11ios nacwna/es

Saint-Malo en el siglo XVII (grabado en madera). París, Biblioteca Nacional (Foto Giraudon.)

cias del Reino, excepto una parte de Bretaña, no consumen ningún producto de Gu-
yena»141: ¿el vino de Burdeos y de sus tierras interiores iría solamente a satisfacer la sed
y el buen gusto de los bebedores extranjeros del Norte? Análogamente, Bayona es una
ciudad esencialmente al acecho de las rutas. los puertos y el metal blanco de la España
próxima. Sus comerciantes judíos, en el bamo Saint-Esprit, siguen la regla y, en 1708,
son acusados, probablemente con razón, de llevar a España «los peores paños que en-
cuentran en Languedoc y otras partes» 143 • En los dos extremos de los litorales franceses
están Dunquerque, dedicado a eludir las prohibiciones inglesas y que se mezcla en to-
do -pesca del bacalao, el comercio de la~ Antillas, trata de negros, etcétera- 244 , y Mar-
sella, la más curiosa, la más colorida de estas ciudades situadas en los extremos del Rei-
no, «puerto más berberisco y levantino que típicamente francési>, para repetir un ma-
lintencionado dicho de André Rémond m
Mas para contemplar la situación desde más cerca, limitémonos a una ciudad, Saint-
Malo, sin duda una de las más significativas. Sin embargo. es una ciudad muy peque-
ña, «de la superficie del Jardín de las Tulleríasi> 146 . E incluso en el momento de su apo-
geo, entre 1688 y 1715, sus habitantes se muestran incencionalmence más pequeños
de lo que son. Su ciudad, dicen en 1701, «no es más que una roca árida sin otra pro-
piedad local que la industria [de sus habitantes], que los convierte, por así decirlo, en
los carreteros de Francia», pero carreteros que desplazan sus 150 barcos por los siete ma-
res del mundo 247 De creerles -y en el fondo su jactancia es casi creíble- «fueron los
primeros en descubrir la pesca del bacalao y en recorrer Brasil y el Nuevo Mundo, antes
de Américo Vespucio y Capral [sic]». Recuerdan de buena gana los privilegios que les
concedieron los duques de Bretaña (1230, 1384, 1433 y 1473) y los reyes de Francia
(1587, 1594, 1610, 1644). Privilegios todos que deberían distinguirlos de los otros puer-
tos bretones, pero que los «recaudadores generales de impuestos», a partir de 1688, lo-
graron limitar a fuerza de restricciones y obstáculos. Además, Saint-Malo pide -pero
no consigue- que se le declare puerto franco, como Marsella, Bayona, Dunquerque y
«desde hace poco Sedán».

287
Los mercados nacionales

Evidentemente, los habitantes de Saint-Malo no están fuera de Bretaña, cuyas telas


exportan; no están fuera del Reino, del que exportan, en sus fragatas que llegan regu-
larmente a Cádiz, las mercancías más preciosas y las más fáciles de vender, rasos de
Lyon y de Tours, tejidos dr. oro y plata, pieles de castores. Y, claro está, revenden las
mercancías extranjeras, las que ellos mismos llevan y las que les llevan a ellos. Mas para
el conjunto del comercio de Saint-Malo, Inglaterra es el pivote principal: van allí a bus-
car tantas mercaderías que deben liquidar el saldo en letras de cambio sobre Londres.
Luego viene Holanda, que, con sus propias naves, les lleva a domicilio las tablas de
abeto, los mástiles, las jarcias, el cáñamo y el alquitrán. En Terranova, pescan el baca-
lao, que llevan a España y el Mediterráneo. Frecuentan las Antillas, donde Santo Do-
mingo fue en un tiempo su colonia. Hacen fortuna en Cádiz, que desde 1650 es de
hecho la puerta americana de España; están presentes y activos allí desde antes de
1672 248 , traficando con el metal blanco, y luego echan raíces gracias a casas constituidas
en el lugar, poderosas y activas. Asimismo, en 16~8 e incluso más tarde, el problema
para los de Saint-Malo es no faltar~ en Cádiz, a la. partida de los galeones que van a
·cartagena de Indias y zarpan sin horario fijo de antemano; y más aúri, unirse a tiempo
a la «flota» que va a Nueva España, «necesariamente el 10 o el 15 de julío». Los regre-
sos «ameriCanos» a Saicit-Malo ordinariamente sófo se efectúan «de 18 meses a dos años
contando desde la partida». En promedio, ascienden a siete millones de libras en me-
tálico, pero hay años más fructíferos, en los que se llega hasta los once millones, y na-
ves de Saint-Malo que vuelven del Mediterráneo hacen escala en Cádiz y traen «unas,
100.000; otras, 200.000 piastras». Desde antes de la Guerra de Sucesión de España, «la
Compañía del Mar del Sur llamado Pacífico ha sido establecida por letras patentes del
mes de septiembre de 1698» 249 De aquí deriva un desarrollo inaudito del contrabando
y de la explotación directa del metal blanco de América. Es la más singular, y -tlitía-
mos gustosos- la más sensacional de las aventuras de los marinos de Saint-Malo, y has-
ta de los marinos franceses, entre 1701 y 1720, en las dimensiones de la historia del
mundo.
Esta fortuna termina de poner a Saint-Malo, oasis marítimo, unidad aparte, al mar-
gen del Reino. La abundancia del dinero en efectivo incluso la dispensa de ser una pla-
za de cambio legada a ·1as otras 2s0 • Además, la ciudad está mal comunicada por la ruta
a Bretaña, y más aún a Normandía y a París: en 1714, no había «posta regular [de Saint-
Malo] a Pontorson, que dista 9 leguas de esta dudad»m; Pontorson está a orillas del
Couesnon, pequeño río costero que, al este de Saint-Malo, señala la frontera entre Bre-
taña y Normandía. De ahí los retrasos en el correo: «La correspondencia no 11.:ga por
la ruta de Caén más que el martes y el sábado, y por la ruta de Rennes el jueves de
cada semana; así, por poco que se deje de enviar las cartas al correo, éste se retrasa» 2s2 •
Los de Saint-Malo se quejan, sin duda, pero no se apresuran a ponerle remedio. ¿Tie-
nen necesidad urgente de él?

El interior

Así, de un lado las márgenes; una circunferenda; del otro, una enorme superficie.
De un lado, la delgadez, la precocidad, una riqueza relativa y cíudades brillantes (Bur-
deos en tiempos de Tourny es Versalles más Amberes) 2B; del otro, el grosor, la pobre-
za frecuente y, si se exceptúa a París, éxito monstruoso, ciudades que viven en la pe-
numbra y cuya belleza, por evidente que sea, es por lo general una herencia, un brillo
tradicional.
Los mncados nacwntdes

mrn
004-52

D 25 y menos

D 26 º 33
- 34 Q 45
§§146 o 55
l!lllll 56 a 69
-70 y más

35. DENSIDAD DE LA POBLACION EN 1745

Afapa elaborado por Franf<>ÍS de Dainville (cf nota 255).

Pero antes de ir más lejos, ¿cómo no señalar nuestro embarazo con respecto a ese
inmenso campo de observación? Disponemos de una documentación fantástica, de mi-
les de estudios, pero consagrados en su enorme mayoría al caso particular de una sola
provincia. Ahora bien, lo que cuenta en el mercado nacional es, evidentemente, el jue-
go de las provincias una,s con respecto a otras. Es verdad que, desde 1664, aparece «la
tradición de las encuestas globales», realizadas a la vez en todas las «generalidades» del
·Reinon 4 • Disponemos también de enfoques, de cortes, «sincróniCos». Los más conocidos
son los llamados de los intendentes o del duque de Borgoña, comenzados en -1697 y
terminados a duras penas en 1703, y el del revisor general Orry, realizado a bombo y
platillo y terminado en 17 4 5, en el momento de la desgracia de su autor y, por ende,
desechado. Hasta el punto de que el P de Danville ha descubierto, en 1952, un poco
por azar, un resumen de conjunto debido a la pluma de un miembro de la Academia
Francesa que nos es desconocidom
Pero los defectos de estos enfoques sincrónicos saltan a la vista; son ante. todo des-
criptivos, mientras que quisiéramos contabilizar, pasar a cifras, o al menos a una re-
presenta,ción cartográfica que hiciese las descripciones inteligibles, lo que no siempre
parecen en una primera lectura. He tratado de cartografiar toscamente la encuesta de
los intendentes, utilizando, para señalar los vínculos mercantiles de las diversas gene-
ralidades: el trazo del lápiz rojo para los tráficos con el extranjero; el del lápiz azul pa-
ra los intercambios entre generalidades; finalmente, el del lápiz negro para las relacio-
nes a corta distancia, en el interior de una generalidad. He obtenido la certidumbre

289
Los merrndos nadonafos

D 1holgatlo1•

B 111iPen1

~ Mnos viven,.
l:tt:tj otros son pobresc

• PobrezJi

.Mimi'1 ·'.: ......


--~-.

- Fro,,1er11 ti"é /tJJ confi#dS ti;


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regiones 1/Jier111s 'º" regíorres .... , ..._..,,---il'•1JJH+l.U.ll ·' ··
Fronlerll
~eTTdrlds en /11 i/JO'tl ti~
Límite Je
Yottng (1787) .:..-·..._. ---- generalitl11tl

36. •LOS RECURSOS DE LOS PUEBLOS• EN EL SIGLO XVII!


Mism11 fuente. P11n1 el comen/ano, védSe el teX/o tle esta página y jjguienfe. "(Population, 1952, n. 0 1, pp. 58-59.)

de que Francia, desde fines del siglo XVII, tiende a formar una red de mallas bastante
apretadas, o sea, para decirlo de una vez, un mercado nacional. Sin embargo, estema-
pa ha quedado en un esbozo. Exigiría, para ser válido, un trabajo de equipo, así como
sería menester diferenciar las flechas según los bienes intercambiados; y servirse de otros
documentos para tratar de sopesarlos, Jo que equivaldría a comparar los volúmenes del
comercio interior y del exterior, problema decisivo sobre el cual sólo tenemos afirma-
ciones a priori, a saber; que el comercio interior es muy superior al comercio exterior,
al menos el doble o el triple de éste.
Otro inconveniente de los enfoques «sincrónicos» de que disponernos reside en que
ellos se asemejan y se repiten demasiado, en la medida en que se sitúan en. un espacio
cronológico relativamente corto, menos de un siglo, de 1697 a 1745 y a 1780. Es im-
posible distinguir lo que es una realidad estructural duradera y lo que es cambio cir-
cunstancial. Quisiéramos captar, a través del juego de las provincias, un eventual sis-
tema de regularidades profundas; este sistema:, si es que lo hay, no está al alcance de
la mano.
La investigación del revisor general Orry ofrece, sin embargo, algunas claves útiles.
Distingue, en efecto, las provincias según las «facultades de los pueblos» que viven en
ellas. Establece cinco grados: viven holgadamente; viven; unos viven, otros son pobres;
son pobres; son menesterosos. Si tenemos en cuenta el límite entre el escalón 3 (unos
viven, otros son pobres) y los escalones 4 y 5 (pobreza, miseria), observamos una línea
divisoria entre regiones pobres y regiones relativamente ricas. Esta línea distingue bien,

290
Los mercados naáonale.1

en general, un norte privilegiado y un mediodía desfavorecido, pero, de· una parte,


hay tanto en el norte como en el sur excepciones que confirman la regla: en el norte,
la Champaña, poco poblada {17 habitantes por km 2 ) es pobre, y la generalidad de
Alern;on entra en una zona de franca miseria; en el sur, la generalidad de La Rochela
vive <<holgadamente», como la región de Burdeos; lo mismo el Rosellón. Por otra parte,
la frontera geográfica entre norte y sur no corresponde, como podría esperarse, a las
regiones del escalón 3, intermedias entre la riqueza y la pobreza. Esta zona fronteriza
se presenta, de oeste a este, como una franja de territorios ante todo «pobres», sobre
la costa atlántica del Poitou, y luego «miserables» en las generalidades de Limoges y de
Riom (aunque, en esta última, la Baja Auvernia sea una zona de bienestar), y nueva-
mente pobres y miserables en el Lyonesado y el Delfinado, y después Saboya, que to-
davía no era francesa. No obstante, la emigración, con sus habituales retribuciones de
dinero, mejora la vida local (la Alta Auvernia, aunque «miserable», quizás no está más
desprovista que la Limagne, donde se vive «holgadamente»).
Otro eje de pobreza interior se esboza del sur al norte, del Languedoc pobre a la
Champaña igualmente pobre. ¿Habría allí una supervivencia (yo lo dudo, por mi par-
te) del eje norte-sur que marcaba el punto de unión, en el siglo XVI, de una Francia
continental y una Francia oceánica? En todo caso, la encuesta de Orry muestra que la
situación diferencial del territorio francés era bastante más complicada de lo que se su-
ponía de antemano.
Es lo que repiten las cartas escritas por André Rémond 2l 6 , que para los años cerca-
nos a 1780 proporcionan tres series de indicadores: la producción de cereales, los pre-
cios del trigo y la presión fiscal. Somos libres de añadir los datos de una demografía
válida en conjunto. Estos mapll, resultado de una labor prodigiosa, desgraciadamente
son de interpretación difícil, cuando se intenta combinar entre sí los indicadores. Así,
Bretaña parece mantener su equilibrio muy modesto porque los impuestos no la abru-
man (es un privilegio de los pays d'Etat) y la exportación de cereales, ante todo, ex-
plica los elevados precios de éstos, a menudo con ocasión de sacar beneficios cuando
las circunstancias se prestan, como en 1709 257 Borgoña, que tiene una producción ele-
vada, se beneficia de unos impuestos moderados y una frecuente exportación de trigo,
por el Saona y el Ródano; también allí los precios elevados del trigo pueden ser favo-
rables. Por el contrario, en el Poitou, el Lemosín y el Delfinado, la miseria coincide
sin más con una escasa producción y elevados precios.
La confrontación con las cifras de población y la densidad de población no permi-
ten ir más lejos. Habría que admitir, con Ernst Wagemann, que los índices de densi-
dad dan testimonio sobre la actividad económica general. Nos arriesgaríamos de buena
gana, por gusto, a someter a prueba el valor de un umbral de 30 habitantes por km 2 :
lo que se situase por debajo sería a priori desfavorable, y por encima, favorable. En la
Francia meridional, todo cuadrarfa, aproximadamente, con este criterio, pero en 1745,
la generalidad de Montaubari, con una densidad de 48, lo contradiría. ·
¿Habría otro camino? Sí, pero es complicado. La cartografía de André Rémond per-
mite reconstituir, por año medio, la producción de trigo y el precio de esta producción
por generalidad; a partir del vigésimo 258 , indicador de la renta territorial, se podría cal-
cular esta última, o al menos (pues la proporción teórica de 1 a 20 no se alcanza nunca)
obtener un orden de magnitud. Luego hacer la suma de estas rentas territoriales y ver
su proporción con respecto al PNB de Francia, y disponer así de un coeficiente que,
aplicado a la renta territorial de una generalidad, daría el total de su producto bruto
y su rentapercapita, que, en este caso, sería el dato más significativo. Dispondríamos,
de este modo, de una serie de rentas per capita provinciales que permitirían sondear
con conocimiento de causa la riqueza diferencial de Francia. Sólo André Rémond sería
capaz de llevar a cabo, con la prudencia y la audacia necesarias, una tarea de este or-

291
!.os mercados nacionales

den. Desgraciadamente, no lo ha hecho, o al menos no ha publicado todavía sus


resultados ..
Así, no es excesivo pretender que la Francia del Antiguo Régimen todavía tiene
que ser descubierta en sus realidades y relaciones internas. El libro reci~nte deJean Clau-
de Perrot ha reunido, desde el año IV al año XII (1796-1804) -L'Age d'or de lasta-
tistique régionale fran;aise- el catálogo impresionante de las fuentes impresas a nues-
tra disposición, esta vez no por generalidades sino por departamentos 259 • Es toda una
investigación que puede retomarse sobre el terreno y que merece la pena efectuar. Pero
también sería menester escapar a los sortilegios con cifras del siglo XVIII y remontarse
a los siglos anteriores, lo más atrás posible. Finalmente, y en la otra dirección, ¿no sería
primordial verificar, para el siglo XIX, si el sistema de las interrelaciones francesas, al
evolucionar, no ha dejado subsistir, sin embargo, los mismos desequilibrios es-
tructurales?

El interior
conquistado por la periferia

Que en conjunto el interior pertenece -con las excepciones que confirman la re-
gla- a una categoría secundaria de la vida francesa, es lo que muestran sin ambages
las conquistas que rnalizan en este espacio «neutro», quiero decir, poco capaz de resis-

To/osa: la ToTTe y los molinos de Bazacle. Grabado del siglo XVII. (Foto C.A.P. Roger-Vio/let.)
Los n1erc,1</os 11.ráon,i/e.1

tir, las ciudades de la periferia: ellas organizan las salidas y controlan las entradas. Do-
minan, devoran desde el interior a una Francía eminentemente maleable. Por ejemplo,
Burdeos se anexiona el Perigord 26 º Pero hay ejemplos mejores.
En una obra recieme 1";, Georges Freche plantea bien nuestro problema. La región
Mídi-Pyrénées, centrada en el siglo XVIIl en Tolosa, constituye una gran parte de la Fran-
cia interior, (<prisionera de las tierras», pese a la vía del Garona, el precioso canal del
Mediodía y tantas rutas utilizables. Tanto como la continentalidad, lo que actúa es la
triple atracción de Lyon, Burdeos y Marsella; las regiones que rodean a Tolosa y la mis-
ma Tolosa se hallan «sarelizadas» Desde este punto de vista, el mapa de los tráficos
del rrigo no necesita comentario. Si se añade la atracción de Lyon para las sedas, queda
trazado el triángulo en el que se empotra Tolosa. Por ello, ni el trigo ni la seda -y
en el siglo XVI ni siquiera el glasto-- liberaron a Tolosa, históricamente condenada de
antemano a la síruación secundaria en la que está atrapada. Georges Freche habla, de
manera caiacterística, de «comercio dependiente», de «red mercantil en tutela». Incluso
el tráfico del trigo escapa a los comerciantes locales, en beneficio de comisionistas al
servicio de los negociantes de Burdeos o de Marsellau• 2 •
A partir de las ciudades clave, es decir, los puerros y las plazas continentales al mar-
gen del territorio, Francia se fragmenta en zonas dependientes, husos, sectores que de-
sembocan por mediaciones urbanas en la economía europea, que marca el compás. Y
es en esta perspectiva donde el diálogo de las Francias mercantiles y las Francias terri-
toriales puede captarse en toda su verdad. Si la sociedad mercantÍl, a pes~r de estas ven-
tajas, no triunfa en Francia sobre la sociedad territorial, es, al mismo tiempo, porque
esta última es de un imponente espesor y porque raramente se la puede movilizar en
profundidad. Pero es también porque Francia no ocupa en el orden internacional la
posición que ocupa Amsterdam, y luego Londres, y porque carece del vigor para ani-
mar y· arrastrar a las economías regionales, que por sí mismas no siempre buscan la ex-
pansión a toda cosca.

LA PREEMINENCIA MERCANTIL
DE INGlATERRA

Preguntarse cómo Inglaterra se convirtió en un mercada nacional coherente es una


cuestión importante, pues implica inmediatamente una segunda pregunta: ¿cómo el
mercado nacional inglés, en razón de su peso y de las circunsrancias, ha impuesto su
preeminencia en el interior de la economía ampliada de Europa?
Esta preeminencia lentamente construida se anuncia desde el Tratado de Vtrécht
(1713): es ya evidente en 1763, al final de la Guerra de los Siete Años, y es adquirida
sin discusión posible inmediatamente después del Tratado de Versalles {1783 ), aunque
Inglaterra figura allí corno potencia vencida (lo cual es archifalso, además), y ella está
sin duda, eliminada Holanda, en el centro mismo de la economía mundial.
Esa primera victoria originó la segunda -la próxima Revolución Industrial-, pero
ella se -sumerge profundamente en el pasado inglés, tanto que me ha parecido lógico
disociar la preeminencia mercantil de la preeminencia industrial que le siguió y que
abordaremos en un capítulo próximo.

293
Los mercados nacionales

Cómo Inglaterra
se convirtió en una isla

Entre 1453 y 1558, entre el fin de la Guerra de los Cien Años y el año de la recu-
peración de Calais por Francisco de Guisa, Inglaterra, sin tener conciencia de ello en
el momento, se ha convertido en una isla (que se me perdone la expresión), es decir,
un espacio autónomo, distinto del Continente. Hasta este período decisivo, pese a la
Mancha, pese al mar del Norte, pese al paso de Calais, Inglaterra estaba unida corpo-
ralmente a Francia, a los Países Bajos, a Europa. Su largo conflicto con Francia, duran-
te la Guerra de los Cien Años (en realidad, la segunda Guerra de los Cien Años, pues
la primera fue la de Jos Plantagenets contra los Capetos), según la acertada expresión
de Philipe de Vries, se «desarrolló en un plano más o menos provincial» 263 Lo que equi-
vale a decir que Inglaterra se comportó como una de las provincias (o como un grupo
de provincias) del espacio anglo-francés que, en su totalidad o casi en su totalidad, era
lo que estaba en juego en la interminable lucha. Durante mucho tiempo, más de un
siglo, Inglaterra estuvo. mezclada y disuelta en la inmensidad del campo operacional
que era Francia, mientras ésta se desembarazaba lentamente de aquélla.
En este juego, Inglaterra tarda en ser ella misma; se embarca en el pecado, quiero
decir, el peligro, del gigantismo. Hasta el momento en que, expulsada de Francia, se
la hace volver a sí misma. Que luego Enrique VIII fracase en sus intentos de reinser-
tarla en el espacio europeo, probablemente fue una nueva oportunidad para ella. Tho-
mas Cromwell, su ministro, previno al Rey contra los gastos de una gue.rra exterior, y
el discurso que se le atribuye en los Comunes (1523) 264 es significativo en más de un
aspecto: la guerra, afirma, costaría tanto como toda la masa monetaria en circulación
dentro del Reino; «ella nos obligaría, como una vez antaño, a acuñar cuero a guis:i de
moneda. Por mi parte, yo me conformaría. Pero si el Rey fuese a guerrear en persona
y cayese en manos del enemigo, lo que Dios no quiera, ¿cómo pagaríamos su rescate?
Si los franceses sólo quieren oro por sus vinos, [ ... ] ¿aceptarían cuero a cambio de nues-
tro príncipe?». Enrique VIII, sin embargo, intentó la aventura, en la que finalmente
fracasó. Pero, más tarde, Isabel sólo se encarnizará en palabras para recuperar Calais,
que había perdido María Tudor y que los franceses habían prometido, sin sinceridad,
restituir en el Tratado de Cateau-Cambrésis (1559). Por un instante, pero sólo por un
instante, tuvo en su poder El Havre, que le fue arrebatado en 1562.
Desde entonces, la suerte está echada. La Mancha, el paso de Calais y el mar del
None se convierten en un corte, en un «baluarte flotante» protector. Un francés dirá
doctamente de Inglaterra, hacia 1740: «Una isla parece hecha para el comercio y sus
habitantes deben pensar más en defenderse que en extender sus conquistas en el Con~
tinente, Les tostaría mucho conservarlas, a causa del alejamiento y de los riesgos del
mar> 265 • Pero la regla: también vale para los europeos del Continente con respecto a la
Isla. Cuando, al volver a su país, Arthur Young atraviesa: el paso de Calais, en mayo
de 1787, se felicita de que el estrecho «separe tan felizmente, para ella, a Inglaterra
del resto del mundo» 266 • Es una ventaja cierta, pero que durante mucho tiempo no ha-
bía sido percibida como tal.
. Al comienzo de los tiempos modernos, el hecho de verse obligados, en suma, a re-
plegarse sobre sí mismos valorizó, para los ingleses, las tareas interiores, realzó la im-
portancia del suelo, de los bosques, de las landas y de las ciénagas. Desde entonces,
estuvieron más atentos a las fronteras peligrosas de Escocia, a la proximidad inquietan-
te de Irlanda, a las preocupaciones inspiradas por el País de Gales, que había recupe-
rado una independencia temporal a comienzos del siglo XV con la rebelión de Owen
Glendower y que, reducido al orden, no por ello quedó menos «unabsorbed» 267 Final-
294
los mercados nacion<1les

La Bolsa de Londres en 1644. Grabado de W Hollar. (B.N., Gabinete de Estampas.)

mente, con su seudoderrota Inglaterra logró ser reducida a proporciones modestas, que
luego serían mucho más propicias para la formación rápida de un mercado nacional.
Al mismo tiempo, la ruptura con el Continente fue acompañada, en 1529-1533,
de u11a ruptura con Roma que aumentó aún más la «distanciación> del espacio inglés.
La Reforma, como ha dicho con razón Namier, es también el lenguaje del nacionalis-
mo. Inglaterra la adopta de manera brusca, y luego se lanza o es lanzada.a una aven-
tura de consecuencias múltiples: el rey se convierte en jefe de la Iglesia Anglicana, es
papa en su reino; la confiscación y la venta de las tierras de la Iglesia relanzan la eco-
nomía inglesa; y lo que la relanza aún más es que las Islas Británicas, durante largo
tiempo el extremo del mundo, se convierten, después de los Grandes Descubrimien-
tos, en un punto de partida hacia los mundos nuevos. Ciertamente, Inglaterra no se
separó del viejo pontón de Europa deliberadamente, con la intención de abrirse mejor
al mundo, pero el resultado fue éste. Además, como recuerdo del pasado y prenda su-
plementaria de separación y autonomía, con una hostilidad contra Europa, demasiado
próxima y a la que. no se puede expulsar de los pensamientos. «Es cierto -observa
Sully268 , llegado a Londres como embajador extraordinario de Enrique IV, en 1603-

295
Los mercados nacionales

que los ingleses nos odian, y con un odio tan fuene y general que uno se siente ten-
tado a situarlo entre el número de las disposiciones naturales de este pueblo.»
Pero los sentimientos no surgen sin causa y las culpas, si las hay, siempre se com-
parten. Inglaterra no está todavía en el «espléndido» aislamiento; se siente, si no ase-
diada, lo que sería decir demasiado, al menos amenazada por una Europa hostil, por
una Francia políticamente peligrosa, por una España pronto demasiado favorecida, por
Amberes y sus comerciantes dominadores, más tarde por Amsterdam, envidiada y de-
testada por sus triunfos ... ¿Podemos llegar a decir que la Isla tiene sus complejos de
inferioridad? Los tendría tanto más lógicamente cuanto que su «industrialización» tex-
til a fines del siglo XV y en el XVI, el paso de la lana bruta al paño, la incorporó aún
más que antaño a los circuitos mercantiles de Europa; la superficie comercial inglesa se
extiende; su navegación se abre al mundo, y el mundo influye en ella. Un mundo don-
de ve peligros, amenazas e incluso «complots». Para los contemporáneos de Gresham,
por ejemplo, los comerciantes italianos y los comerciantes de Amberes se entienden pa-
ra hacer bajar a su gusto la cotización de la libra esterlina y obtener a menor precio el
trabajo de los tejedores ingleses. Contra estas amenazas que no son siempre imagina-
rias, pero a menudo exageradas, Inglaterra reacciona con vigor. Los mercaderes ban·
queros italianos son eliminados en el siglo XVI, los hanseáticos sort despojados de sus
privélegios y desposeídos del Stahlhof, en 1595; contra Amberes, Gresham funda, en
1566-1568, lo que será el Royal Exchange; contra los españoles y los holandeses, se lan-
zan, de hecho, las Stocks Companies; contra Holanda, se promulga efActa de Nave-
gación de 1651; contra Francia, se dirigirá la política colonial encarnizada del si-
glo x\rIII... lrtglaterra eS; pues, un país sometido a tensión, atento, agresivo, que pre-
tende imponer la ley y la policía en su casa e incluso fuera de ella; en la medida en
que su posición se tefuerza. En 1749, un francés moderadamente malévolci ironiZaba:
«los ingleses consideran sus Pretensiones como Derechos, y los Derechos de sus Vecinos
como Usurpaciónes» 269,

La libra
esterlina

Lo que demostraría, si fuese necesario, la historia singular de la libra esterlina es


que nada en Inglaterra, según la fórmula trivial, sucede como en otras partes. En efec-
to, he ahí una moneda imaginaria semejante a muchas otras. Ahora bien, mientras
que éstas no cesan de variar, manipuladas por el Estado, desbaratadas por las coyun-
turas hostiles, la libra esterlina, estabilizada en 1560-1561 por la Reina Isabel, ya no
variará y conservará su valor intrínseco hasta 1920, e incluso hasta 1931 270 • Esto tiene
algo de milagroso, inexplicable a primera vista. Equivalente a cuatro onzas de plata pu-
ra o, si se quiere, a medio marco de metal blancom, la libra esterlina, en el cuadro de
las monedas europeas, sigue durante más de tres siglos una asombrosa línea recta. ¿Es-
tará fuera de la historia, estará sin historia, como los pueblos felices? Ciertamente no,
pues su trayectoria comienza, en tiempos de Isabel, en circunstancias difíciles y confu-
sas, y se mantiene a través de toda una serie de crisis que bien podían haberle hecho
cambiar de rumbo, en 1621, en 1695. en 1774 y hasta en 1797. Estos ~pisodios bien
conocidos han sido estudiados en detalle y explicados inteligentemente. Pero el verda-
dero problema, el problema imposible, es comprender su conjunto, la suma de estos
incidentes y sus resultados, esta historia que sigue imperturbablemente su camino y de
la que comprendemos los intermedios, uno tras otro, pero mucho menos lo que los

296
Los mercados nadonttlcs

une. Problema irritante, novela absurda, porque de capítulo en capítulo no nos revela
su secreto; y debe haber, forzosamente hay, un secreto, una explicación.
No necesitamos mostrar cuán importante es el problema: la firmeza de la libra ha
sido un elemento decisivo de la grandeza inglesa. Sin firmeza de la medida monetaria,
no hay crédito fácil, no hay seguridad para quien presta su dinero al príncipe, no hay
contratos en los que se pueda confiar. Y sin crédito, no hay grandeza, no hay supe-
rioridad financiera. Además, las grandes ferias de Lyon y de Besam;on-Plaisance, para
salvaguardar sus transacciones, habían creado respectivamente para su uso esas mone-
das ficticias y estables que fueron el escudo de sol y el escudo de marco. De igual mo-
do, el Banco de Rialto, constituido en 1585, y el Banco de Amsterdam, abierto en
1609, impu.sieron una moneda de banco, cotizada por encima de las monedas corrien-
tes, tan variables: el agio de la moneda de banco, con respecto a las piezas ordinarias,
es una prenda de seguridad. El Banco de Inglaterra, creado en 1694, no tendrá nece-
sidad de tal garantía: su moneda imaginaria común, la libra esterlina, le da la seguri-
dad de su valor fijo. Todo esto se halla fuera de discusión, pero importa sacar las con-
secuencias. Jean Gabriel Thomas, un banquero seducido por la historia, al referirse a
la sabiduría inglesa, afirma en una obra reciente (1977) 272 que el fracaso del Sistema
de Law tuvo una causa importante que de ordinario no se menciona: las devaluaciones
intempestivas de la libra tornesa, moneda imaginaria; esto equivalía a impedir los jue-
gos normales del crédito, a arruinar la confianza, a matar la gallina de los huevos de oro.
Para volver a la libra esterlina, no creemos en una única explicación, sino en una
serie, una sucesión, de explicaciones; no en una teoría de conjunto que habría guiado
una política clara, sino en una serie de soluciones pragmáticas adoptadas para resolver
un problema en el momento y que resultan ser con regularidad, a largo plazo, la so-
lución de la alta sabiduría.
En 1560-1561, Isabel y sus consejeros, entre los cuales se contaba en lugar destaca-
do el gran Thomas Gresham, se propusieron remediar los inverosímiles desórdenes de-
rivados del Great Debasement273 , la inflación fenomenal de los años 1543-1551. Du-
rante esos años difíciles, la ley de las monedas de plata en circulación (shilling y penny)
había sido rebajada sin medida. De 11 onzas 2 dwt 274 de plata por 12 onzas de metal
monetario (o sea, 37/40 de plata pura) pasó a 10 onzas en 1543 y, por devaluaciones
sucesivas, a 3 onzas solamente en 1551, es decir, un cuarto de metal fino y tres cuartos
de aleación. La reforma isabelina supuso la vuelta a la antigua ley de las monedas, el
«ancient right standard», 11 onzas 2 dwt de metal fino por 12 onzas. La reforma era
urgente: el desorden había llegado a un punto extremo, las piezas en circulación eran
de pesos y leyes diferentes, a menudo rebajadas, y sin embargo su valor seguía siendo
el mismo; eran, diríamos, asignados metálicos, simples monedas fiduciarias. Los pre-
cios se habían doblado o triplicado en algunos años y el cambio inglés sobre Amberes
se había deteriorado, dos calamidades que se sumaban, pues Inglaterra, gran exporta-
dora de paños, era una nave mercante anclada en Europa; toda su vida económica de-
pendía de las amarras, de la cotización del cambio en la plaza decisiva del Escalda. El
cambio de h libra era como el motor, el govemor, de las relaciones inglesas con el ex-
terior. Ahora bien, incluso un observador tan lúcido como Thomas Gresham estaba per-
suadido de que los cambistas italianos de Londres y de Amberes manipulaban las co-
tizaciones a su antojo y, mediante sus manipulaciones, se adueñaban en su beneficio
del trabajo de los ingleses. En este punto de vista, que ignora los lazos entre el cambio
y la balanza comercial, hay una parte de verdad y una parte de ilusión. La parte de
ilusión: el cambio no es el diálogo de dos plazas (en este caso, Londres y Amberes),
sino el concierto de todas las plazas europeas; es una especie de realidad circular, cosa
que los italianos habían reconocido desde hacía tiempo. En estas condiciones, el cam-
bi.>ta no es el amo de los movimientos del cambio; pero aprovecha sus variaciones, es-

297
Los merwdos n<lcionalcs

pecula con ellas, al menos cuando tiene los medios y conoce el manejo. Los italianos
satisfacían de máravilla estas dos condiciones y, en este punto, Gresham, no se ::qui-
vocaba al temerlos.
En todo caso, al fijar en una altura evidente el valor intrínseco de la libra y al rea-
cuñar toda la moneda de plata en circulación, el gobierno de Londres esperaba obtener
dos resultados: 1) que el cambio en Amberes mejorase; 2) que los precios interiores
bajasen. De estas dos esperanzas, sólo la primera no fue defraudadam. La población
inglesa que había pagado el precio de la operación (el gobierno había comprado las
piezas para volver a acuñarlas por debajo de su cotización oficial) no fue recompensada
con una caída de los precios 276 •
La reforma isabelina, pues, no fue rentable al principio; incluso pesó como un co-
llar de hierro, pues la cantidad de buena moneda acuñada a partir de la mala ya no
bastaba para una circulación normal. Sin duda, fue salvada un poco más tarde por la
llegada de metal blanco de América, que, a partir del decenio de 1560, se esparció por
Europa entera 277 Este aflujo del Nuevo Mundo explica también el éxito de la estabi-
lización; en 15 77, de la libra tornesa, la moneda imaginaria francesa, ligada al oro: un
escudo de oro es declarado entonces equivalente a tres libras, y las contabilidades mer-
cantiles se harán en estos escudos. De hecho, fueron los comerciantes de Lyon, extran-
jeros y nacionales, los que impusieron a Enrique 111 tal estabilización que convenía a
sus negocios. No atribuyamos mucho el mérito al mismo Enrique III. Tanto en el caso
francés, como en el inglés, todo se mantuvo, sin duda, gracias a las minaS de la Nueva
España y del Perú. Pero lo que una coyuntura da, otra lo quita: en 1601, la estabili-
zación francesa se quiebra, la libra tornesa se separa del oro. Por el contrario, en In-
glaterra, el sistema isabelino se mantiene. ¿Es gracias a la expansión mercantil de la
Isla, o a una coyuntura favorable sólo a la Europa del Norte? Evidentemente, sería afir-
mar demasiado. Pero, ¿no está_ Inglaterra, al mismo tiempo, mezclada con el mundo,
como ella entiende estarlo y atrincherada en su insularidad y en una actitud defensiva
y al acecho? Francia, por el contrario, abierta a Europa, es el lugar donde repercuten
las ·acCiones de sus vecinos, el lugar geométrico de todas las circulaciones monetarias;
se halla bajo la dependencia de las oscilaciones de los precios de los metaks preciosos
en el «mercado», y estas oscilaciones sacuden a las cotizaciones en la pqerta misma de
la Casa de Moneda.
En 1621 278 , la estabilidad de la libra se ve nuevamente amenazada, pero el inci-
dente se supera alegremente. Los pañeros ingleses, golpeados por las malas ventas, qui-
sieran una devaluación de la libra que restringiese sus costes de producción y reforzase
su competitividad en el exterior. ¿Es entonces Thomas Mun quien salva la estabilidad,
verdadera idea fija de la opinión inglesa, en recuerdo probablemente de las conmocio-
nes del Great Debasement? Ciertamente, no se trata de poner en duda la inteligencia
de Thomas Mun, quien será el primero, en Inglaterra, en captar la relación evidente
entre cambio y balanza comercial, y que, en la dirección de la todavía joven East India
Company, ha adquirido una gran experiencia comercial. Pero un hombre, por perspi-
caz y brillante que sea, ¿puede por sí solo ser responsable de un proceso en el que in-
terviene toda la economía inglesa e incluso la coyuntura europea? Los argumentos de
Mun no habrían prevalecido a la larga sin el acuerdo que, en 1630, unirá a Inglaterra
y España (de nuevo en guerra con las Provincias Unidas desde 1621) y que reserva a las
naves inglesas el transporte del metal blanco destinado al abastecimiento financiero de
los Países Bajos españoles. Extraña alianza, sin duda, y que los historiadores (con ex-
cepciones que confirman la regla)179 de ordinario no tienen en cuenta. El metal blanco
desembarcado en Inglaterra es amonedado en la Torre de Londres y luego reexpedido
(no en su totalidad) ·a los Países Bajos. Es una ganga. Sin embargo, por razones que,
esta vez, se nos escapan, pese a las conmociones violentas de la guerra civil, la libra
298
f.o; mercados rwnmi.ill's

esterlina sigue en su línea recta. Y en condiciones que hasta parecen bastante


extraordinarias.
En efecto, a lo largo de esta segunda y difícil mitad del siglo XVII, la circulación
monetaria en Inglaterra se realiza con viejísimas monedas de piara, gastad~. rebajadas,
aligeradas al máximo porque su pérdida de peso llega hasta el 50%. Pese a la ironía
intermitente de los libelistas, nadie se inquieta seriamente por ello. Hasta el punto de
que las buenas monedas sólo gozan de un ligero agio favorable; así, la guinea de oro
vale 22 shillings en lugar de los 20 de la tarifa oficial. Por consiguiente, ¡todo no va
tan mal! En efecto, con la difusión creciente de los billetes de los orfebres (que son ya
un papel moneda, aunque de carácter privado) y, sobre todo, con la firmeza tranqui-
lizadora de la moneda imaginaria, estas ligeras piezas de plata se convierten en una
verdadera moneda fiduciaria, como en ouas partes de Europa tantas monedas de co-
bre. Y todos se adaptan a ello.
Hasta el momento en que, en 1694, sobreviene una brusca y violenta crisis de con-
fianza que rompe de golpe esa tranquilidad y esa tolerancia asombrosa 280 Inglaterra
acaba de sufrir una serie de malas cosechas; una de esas típicas crisis del Antiguo Ré·
gimen se instala en ella, crisis cuyas repercusiones llegan hasta el sector «'industrial>.
Además, enfrentada con Francia desde 1689, la guerra obliga al gobierno a efectuar
grandes pagos en el exterior y, por ende, a hacer exportaciones de dinero contante y
sonante. Las mejores piezas de plata y las piezas de oro salen del Reino. El clima de
crisis, la rareza del numerario dan origen (en Londres más que en las provincias) a una
huida sistemática ante la mala moneda y a un gran reflujo de atesoramiento. La guinea
de oro 281 bate todos los récords de alza: de 22 shillings pasa a 30 en junio de 1695 (o
sea, el 50% por encima de su cotización oficial de 20). Suben igualmente los precios
del oro y la plata metálicos, y el hundimiento de la libra en la plaza de Amsterdam
resume por sí sola una situación que, con la multiplicación brusca de los libelos, se dra-
matiza y enloquece a la opinión pública. Monedas y billetes (los de los orfebres y los
del Banco de Inglaterra, que acaba de ser creado, en 1694) sufren quebramos impor-
tantes y, para obtener dinero al contado hay que pagar primas del 12, el 19 e incluso
el 40%. Los préstamos se hacen, cuando se hacen, a intereses usurarios; las letras de
cambio circulan mal o no circulan en absoluto. La crisis invade todo: ,,Hay en una sola
calle de Londres que se llama Long Lane -escribe un testigo- veinteséis casas en al-
quiler. [ ... ] E incluso en el barrio de Cheapside, hay actualmente trece casas y tiendas
cerradas y que se alquilan, cosa tan extraordinaria que la cuarta parte de este número
de casas no han estado nunca vacías en Cheapside [ ... ] que nadie recuerde»m. En 1696,
«el desorden es tan grande, por falta de metálico, que varios hombres de calidad han
abandonado Londres, pues no pueden vivir allí aunque son ricos, con seis o siete mil
libras esterlinas de renta, porque no se puede sacar dinero de las provincias» 283
Por supuesto, los libelistas abordan con regocijo el tema, discuten sin fin sobre las
verdaderas razones de la situación y los remedios que se pueden aplicar. Los polemis-
tas, sin embargo, están de acuerdo en un punto: es necesario sanear la circulación mo-
netaria, refundir las piezas de plata. Pero, ¿se acuñará la moneda nueva en pie de igual-
dad con la de Isabel? ¿O se la someterá a una devaluación previa? Otra cuestión que
inquieta: ¿quién pagará los enormes gastos de la operación, muy onerosos en el primer
caso, evidentemente menores en el segundo? Si el secretario del Tesoro, William Loun-
des284, es partidario de una devaluación del 20 % , es porque, entre otras razones, de-
fiende las finanzas del Estado. El más conocido de sus adversarios, John Locke, médi-
co, filósofo y economista, defiende contra viento v marea la inmutabilidad de la libra,
que debe seguir siendo «una unidad fundamental invariable» 285 • Quizás tanto como una
sana política, defiende los derechos de los propietarios, la validez de los contratos, la
intangibilidad de los capitales prestados al Estado, en suma, la pequeña sociedad do-
299
Los mercados naáonales

minante. Pero, ¿por qué prevaleció la opinión de John Locke sobre la del secretario
del Tesoro?
Sin duda, es necesario tomar en cuenta el hecho de que el gobierno del ex Guiller-
mo de Orange, convertido en rey de Inglaterra y enfrentado a graves dificultades eco-
nómicas, acababa de empeñarse en una política de empréstitos y de endeudamiento a
largo plazo, una política insólita en Inglaterra y que suscitaba la desconfianza y las crí-
ticas de la mayoría de los ingleses. Tanto más cuanto que el nuevo rey es un holandés
y que, entre los acreedores del Estado, hay prestamistas de Amsterdam que empezaron
a invertir en las acciones y los fondos públicos del Reino. El Estado necesitaba un cré-
dito indiscutible e indiscutido para proseguir una política todavía poco popular de gran-
des empréstitos, para no poner en dificultades a la nueva banca y cuyos fondos apenas
reunidos habían sido prestados al Estado. Probablemente ésta sea la mejor explicación
de la decisión de que el gobierno hubiese rechazado la devaluación y hubiese optado,
pese a las dificultades, por la costosa solución preconizada por John Locke y aprobada
a toda velocidad por los Comunes y los Lores en enero de 1696. Todos los gastos de la
enorme operación de refundición (7 millones de libras) corrieron a cargo del Estado,
abrumado ya por la guerra. Pero se alcanzó el objetivo buscado: signo de un crédito
recobrado, la cotización de la libra subió en Amsterdam, los precios descendieron ra-
cionalmente en Inglaterra y los fondos ingleses rápidamente se multiplicaron en los mer-
cados de Londres y de Amsterdam.
Apenas resuelto el problema, surgió una nueva tensión, anunciadora de la futura
adopción del patrón oro, tan lenta en llegar oficialmente e impuesta por la.obstinación
de los hechos, no por la reflexión consciente286 • La plata, en efecto, será ampliamente
defendida, con abogados como John Locke, para quien el patrón plata era sin discu-
sión el más cómodo y el mejor adaptado a la vida de los intercambios. «Let Gold, as
others commodities, find its own Rate», decía 287 • No fue exactamente lo que se hizo,
por lo demás, pues la guinea (cuya cotización dependía de la decisión pura y simple
del rey) fue fijada autoritariamente en la tasa de 22 shillings de plata, que era su pre-
cio «libre» en el mercado pero antes de la crisis. Pero ahora se trataba de 22 shiliings
de buena moneda, de modo que la ratio oro/plata se estableció en 1 por 15,9 y el oro
se vio de golpe sobrevalorado: la ratio en Holanda sólo era, en efecto, de 1 a 15. El
metal amarillo, pues, afluyó a Inglaterra para aumentar de precio, y las piezas de plata
nuevas siguieron el camino inverso. A raíz de una nueva intervención de John Locke,
la guinea fue llevada a 21 s. 6 d., en 1698, pero esto no fue aún suficiente para im-
pedir que continuase la doble corriente. Aún después de un nuevo descenso a 21 s.,
en 1717, por intervención esta vez de Newton, director de la Casa de Moneda, la ratio
de 11 15, 21 sobrevalorizaba el metal amarillo, e Inglaterra siguió exportando plata y
siendo el destino de las monedas de oro.
Esa situación se perpetuó a todo lo largo del siglo XVIII y desembocó de hecho en
un sistema basado en el oro. Sin duda, éste sólo se concretó oficialmente, mediante la
proclamación del patrón oro, en 1816, y la libra esterlina se convirtió entonces en el
equivalente del soberano (pieza de oro que pesaba 7 ,988 g a 11/12° de metal fino).
Sin embargo, desde 1774, el oro había primado sobre la plata como regulador mone-
tario. Las piezas de oro gastadas habían sido retiradas de la circulación para ser reacu-
ñadas en su jasco peso, mientras se renunciaba a aplicar el costoso tratamiento de una
nueva acuñación a las monedas de plata, a las que se decidió, de golpe, negar en ade-
lante fuerza liberatoria para los pagos superiores a 25 libras. En los hechos, si no en la
ley, la libra esterlina comenzaba a ligarse con el oro, sellando de golpe un nuevo acuer-
do con la estabilidad.
Todos estos hechos son conocidos, pero, ¿cuáles son sus razones? La valorización
constante del oro, que está en la base del fenómeno, se vincula directamente con de-

300 •
Los mercados naciom.les

cisiones gubernamentales y sólo con ellas. Entonces, ¿a qué política, a qué necesidad
de la economía respondió esa valorización? De hecho, favorecer el oro era desencade-
nar movimientos en sentido contrario de la plata. Personalmente, siempre he pensado
que, en el antiguo sistema monetario, una moneda sobrevalorizada se convertía en una
especie de «mala> moneda, capaz de expulsar a la buena. Esta extensión de la seudo
ley de Cresham simplifica la explicación. Cuando Inglaterra atrae al oro, precipita fue-
ra de ella el metal blanco, tanto en dirección a los Países Bajos como en la del Báltico,
Rusia, el Mediterráneo, el Océano Indico y la China, donde dicho metal será la condi-
ción sine qua non de los intercambios. Venecia no procedía de otra manera para faci-
litar la transferencia del metal blanco hacia Levante, indispensable para la prosperidad
de sus tráficos. Por otra parte, Inglaterra sólo podría ser impelida por esa vía desde
que, victoriosa en Portugal, después del Tratado de lord Methuen (170!-), se halló co-
nectada con el oro de Brasil. ¿No eligió entonces el oro a la plata, aun sin saberlo? ¿Y
no calzó, en este juego, botas de siete leguas?
AdemáS, probablemente no es por azar por lo que, en el momento en que una in-
versión de su balanza comercial con Portugal interrumpe o disminuye el aflujo de oro
brasileño, Inglaterra se dirige ya hacia la etapa que lógicamente debía seguir: la del
papel. En efecto, en la medida en que, poco a poco, llega al centro del mundo, ella,
como la Holanda de la gran época, tiene menos necesidad de los metales preciosos; un
crédito fácil, casi automático, multiplica sus medios de pago. Así, en 1774, en vísperas
de la guerra «americana», Inglaterra ve y deja escapar hacia el extranjero tanto sus pie-
zas de oro como las de plata. Tal situación, anormal a primera vista, no la perturba:
la mayor parte de la circulación ya se realiza, en ella, por los billetes del Banco de In-
g1aLc:ua y de los bancos privados; el oro y la placa han pasado a ser, exagerando un
poco, potencias secundarias. Y si el «papel» (es palabra cómoda, por su brevedad, que
empleaban desde hacía tiempo los ingleses y que tanto irritaba a Isaac de Pinto) 288 ha
ocupado este lugar decisivo es porque Inglaterra, al destronar a Amscerdam, se ha con-
venido en el punto de confluencia de los intercambios del universo, y el universo, si
puede decirse así, se contabiliza en ella. Las ferias, antiguos lugares de confluencia, ha-
bían ofrecido concentraciones análogas, y el crédito se instaló en ellas por encima del
metálico. Inglaterra no hace más que dar nuevas dimensiones a soluciones antiguas;
así, la vemos máS inundada de papel que las ferias de Besan!;on y tanto como la misma
plaza de Amsterdam.
En esta vía, forzosamente iban a tomarse nuevas decisiones. En 1797, las dificulta-
des monetarias no dejan de aumentar: la guerra exige exportaciones enormes de me-
tálico hacia el Continente, al que es cecesario levantar contra Francia a fuerza de di-
nero. Con la muerte en el alma, temiendo las consecuencias de su acto, Pitt 289 , ordi-
nadamente tan seguro de sí mismo, consigue que el Parlamento aceptl': la no conver-
tibilidad a corto plazo de los billetes del Banco de Inglaterra. Ahí es donde comienza
un nuevo milagro: el Bank Restriction Act que establecía el curso forzoso de los billetes
fue decretado sólo por seis semanas. Ahora bien, permanecería en vigor durante vein-
ticuatro años sin que se produjese ningún verdadero quebranto. Los billetes, a los que
nada -en principio- garantizaba, continuaron circulando, y sin ninguna baja en su
cotización con respecto a la moneda metálica, al menos hasta 1809-1810. Durante un
cuarto de siglo, hasta 1821, Inglaterra, adelantándose a su tiempo, vivió bajo el régi-
men monetario que conocemos hoy. Un francés que residió en Inglaterra durante las
Guerras Napoleónicas incluso decía que no había visto jamás, en todos esos años, ni
una sola guinea de oro 29º. Así se atravesó, sin muchos' perjuicios, una crisis que, en sí,
era excepcionalmente dificil.
Tal éxito dependió de la actitud del público inglés, de su civismo, de la confianza
que depositaba desde hacía mucho tiempo en su sistema monetario que siempre había

301
En el Soho, a fines del siglo XVIII, un rftb,1ño de bueyes y carneros. (Foto Snark. lntemational.)

Las orillas del Támesis en Londres hacia fines del siglo XVJJJ. (Colección Viol
Un bamo elegante de Londrt·s. Grosvenor Square, hacia 1790. (Foto Snark Jntemationa/.)

303
Los mercados naci"nales

buscado la estabilidad. Pero tal confianza se fundaba también en la seguridad y la cer-


tidumbre que da la riqueza. La garantía del papel moneda, indudablemente, no era
el oro ni la plata, sino la enorme producción de las Islas Británicas en el trabajo. Con
las mercancías creadas por su industria y con el producto de su comercio de redistribu-
ción la Isla paga a sus aliados europeos los fabulosos subsidios que le permitirán derri-
bar a Francia, mantener una flota fantástica para la época y ejércitos que, en Portugal
y en España contribuirán a invertir la situación contra Napoleón. En esa época, ningún
otro país hubiese sido capaz de hacer lo mismo. Como dice un testigo lúcido, en 1811,
no había lugar en el mundo· de entonces para dos experiencias de esta clase 291 Y, qui-
zá, es exacto.
Pero, finalmente, confesemos que si, retomando la historia de la libra esterlina en
su conjunto, cada episodio resulta claro, explicable, lo asombroso es el rumbo de la
línea recta, como si los ingleses, tan pragmáticos, hubiesen tenido conocimiento, desde
1560, de la buena ruta del futuro. Nadie puede creer eso. Entonces, es menester ver
eri ello el resulta.do repetido de la tensión: agresiva de tin país constreñido por su insu-
laridad -la isla que debe defender:__, por su esfuerzo para horadar el mundo, por su
clara noción del adversario que debe derribar: ¿Amberes, Amsterdam, París? ¿La esta-
bilidad de la libra? Un instrumento de combate.

Londres crea el mercado nacional


y es creado por él

¡Qué papel ha desempeñado Londres en la grandeza británica! Ha construido y


orientado a Inglaterra de la A a la Z. Su pesadez y su desmesura hacen que las otras
ciudades existan apenas como metrópolis regionales: todas, salvo quizás Bristol, están a
su servicio. «En ningún otro país de Occidente -señala Arnold Toynbee- una sola
ciudad ha eclipsado tan totalmente a las demás. A finales del siglo XVII, cuando la po-
blación de Inglaterra era insignificante en comparación con la de Francia o Alemania
e inferior a la de España o Italia, Londres era ya, con toda probabilidad, la ciudad más
grande de Europa~ 292 • Hacia 1700, tenía alrededor de 550.000 habitantes, o sea, el
10% de la población inglesa. A pesar de la5 reducciones sombrías y repetidas de las
epidemias y de la peste, su ascenso fue constante y espectacular. Así, a diferencia de
Francia, que, demasiado vasta, dívídida en su propio perjuicfo, tironeaba entre París y
Lyon, Inglaterra sólo tuvo una cabeza, pero enorme.
Londres equivale a tres o cuatro ciudades juntas: la City, que es la capital econó-
mica; Westmínster, residericia del rey, el Parlamento y los ricos; las orillas, que rfo aba-
jo sirven .de puerto y donde se alíhean los batric>s populares: finalmente; en la orilla
izquierda del Támesis, el barrio de Southwark, de· calles estrechas y donde Se encuen-
tran, particularmente, los teatros: el Cisne; fa Rosa; el Globo, la Esperanza, el Toro
Rojo, etcétera (17 en 1629, mientra5 París, por la misma época, sólo tenía uno) 29l.
Todo el espacio económico inglés se somete a la realeza de Londres. La centraliza-
ción política, la potencia de la monarquía inglesa, la elevada centralización de la vida
mercantil, todo contribuye a la grandeza de la capital. Pero est:i. grandeza es en sí mis-
ma la organizadora del espacio que domina y donde trea los vínculos múltiples de la
administración y el mercado. N. Gras piensa que Londres tiene sobre París un latgo
siglo de adelanto en lo que concierne a la organización de su esfera de abastecimien-
toi94 _ Su superioridad se debe aún más al hecho de ser un puerto muy activo (al menos
las cuatro quintas partes del comercio exterior de Inglaterra), a la par que está en la
cúspide de la vida inglesa, sin ceder en nada a París como enorme máquina parásita,

304
••
Lo; mercados nacionales

Area media de mercado (en acres)

D .más de 100 000

~ 70 001 a 100 000


~ 55 001 a 70 000

~ 45001 ¡¡ 55000

• 37 501 a 45000

• 30 000 á 37 500

• menm de. 30 000

o 25 so mil/a¡

37 LAS ZONAS DE MERCADO DENSAS ES'IAN AL ALCANCE DE LONDRES


Eile mapa (lofllado de The Agrarian History of England .... p. p. joan ThiTJk, IV, 1967, p. 496) mue.rtra hasta qué p1111to
la ci11da<i de Londrer h.1 creado en /orno a e/1.:1 11n.:1 zona de inlerca111bio1 ertruhor y .Jcelerador. A partir del"" de Inglt1-
terrt1 y de lt1 capilo/, el 111ercado nucion.il .« mudemizó.

de lujo, de despilfarro y también, pues codo está relacionado, de creación cultural. En


fin y sobre todo, el casi monopolio de la exportación y la importación del que Londres
gozó desde muy pronto le da el control de todas las producciones de la Isla y de todas
las redistribuciones: la capital es, para las distintas regiones inglesas, una estación cen-
tral de clasificación. Todo llega a ella y todo sale de nuevo, o bien hacia el mercado
exterior, o bien hacia el interior.
Si se desea sondear en todo su valor este trabajo londinense de instalación y crea-
ción de un mercado nacional, nada hay equiparable a una relectura del Tradesman de
Daniel Defoe. Su observación es tan precisa, llevada hasta los menores detalles, que,
si bien no aparecen las palabras mercado nacional, la realidad de este mercado, su uni-

305
Los ml!rcados nacionales

38. MERCADO NACIONAL Y VIAS NAVEGABLES (1660-1700)

E/mapa de T. S. W11/an (en: River Navigation in England 16D0-17SO, 1964), que refleja una situación anterior a la <locura
de /oJ canales• y loJ grandeJ acondicionamientos de loJ c11rsoJ de agua, indica el trazado de los ríos sólo en su parre nave-
gable y señala en gri.r todo el temiorio que está alejado en más de 15 mil/aJ Je una VÍ4 de comunicaúón acuática. Si se
com/Jara este mapa con el precedente, casi se tiene la impresión de que es JU fotografía en negativo. Tan/o como la atracción
de la capital y como la red de cabotaje, /aJ vias de agua han colaborado en la creación del mercado nacional. A finales del
siglo XVIII, la zona marginada señalada en negro casi desaparecerá con IOI progreJos de la circulación.

dad, la imbricación de sus intercambios y la acentuación de qna división del trabajo


que opera sobre grandes espacios se impone como una evidencia; y es un espectáculo
instructivo.
Si se exceptúa el importantísimo cabotaje dedicado al transporte del carbón de New-
castle y de mercancías pesadas, la circulación, que, antes de los canales, sólo puede uti-
lizar las partes navegables de los ríos, es esencialmente terrestre; se efectúa por carretas,
caballos de albarda e incluso sobre las espaldas de innumerables vendedores ambulan-

306
Los mercados naciomdes

tes 29 ~ Y todo este movimiento converge sobre Londres y se dispersa a partir de Lon-
dres. Sin duda, «las gentes de Manchester, aparte de su riqueza, son entonces una es-
pecie de vendedores ambulantes que transportan ellos mismos, por todas partes, sus
mercancías [sin pasar por un intermediario], para entregarlas a los tenderos, como ha-
cen ahora también los manufactureros de Y orkshire y de Coventry» 296. Pero en la época
que describe Defoe (hacia 1720) estos lazos directos entre el productor y el revendedor
de provincia son un hecho nuevo que va a atravesar y complicar los vínculos de los cir-
cuitos ordinarios. Generalmente, dice Defoe, una vez terminado en tal o cual condado
alejado de Londres, el producto manufacturado se envía a Londres, a un factor o wa-
rehouse keeper, y éste lo vende al tendero londinense para su venta al detalle, al mer-
chant exportador, o bien al mayorista, que lo redistribuirá por las diversas regiones de
Inglaterra, para su venta al por menor. Así, el propietario de ovejas que vende los ve-
llones y el tendero que vende lo~ paños «son el primero y el último tradesmen impli-
cados en este proceso. Y cuantas más manos haya empleadas al paso por la fabricación,
el transporte o la venta del producto, tanto mejor será para el public stock of the na-
tion because the employment of the people is the great and main benefit of the na-
tion»297 Y como si su lector todavía no hubiese comprendido cabalmente las ventajas
de una economía de mercado distribuidora de trabajo y, por ende, de empleo, Daniel
Defoe vuelve sobre sus pasos y pone un ejemplo, el de una pieza de broad cloth fa-
bricado eh Warminster, en el Wiltshire: el fabricante (clothier) la envía mediante un
transportador (camºer) a Londres, a Mr. A, corredor de Blackwell Hall, encargado de
su venta; dicho corredor la vende a Mr. B, woolen draper, mayorista encargado de re-
venderla y que la enviará por tierra a Mr. C, tendero de Northampton. Este la venderá
al detalle por cortes a gentilhombres rurales. Finalmente, son estos transportes hacia
Londres y que luego regresan desde Londres los que forman la red esencial constitutiva
del mercado inglés. Pues todas las mercaderías, incluidos los productos de la importa-
ción, circulan así por las rutas inglesas, más animadas que las de Europa, sostiene Da-
niel Defoe. Por todas partes, en las menores ciudades, incluso en las aldeas, «nadie se
contenta ahora con las manufacturas locales. Se desean los productos de todas partes:. 298 ,
los tejidos ingleses de las otras provincias y los de las Indias, el té y el azúcar ... Sin
duda, el mercado inglés se nos presenta como una unidad viva desde comienzos del
siglo XVIII, es decir, muy precozmente. Además, fue en el primer cuarto de siglo cuan-
do se hicieron enormes inversiones (hablando relativamente). que llevaron a 1.160 mi-
les a la red de los ríos navegables y pusieron la mayor parte del país a 15 miles a lo
sumo de un transporte por agua 299 Y no es de asombrarse que las rutas siguiesen el
mismo proceso. Defoe, en 1720, remite al pasado las rutas intransitables 300 en invier-
no, es decir, intransitables para los carruajes, pues las acémilas circulaban en todas las
estaciones en el siglo XVII. Cabe asombrarse aún menos de que los mercados que al-
macenan, venden y revenden se organicen rápidamente, pese a todas las reglamenta·
dones oficiales, y de que los intermediarios a menudo ni siquiera vean -lo cual es casi
una prueba de perfección- las mercancías con las que trafican. En Londres, hacia me·
diados del siglo, el mercado del trigo está dominado por una quincena de factores que
no vacilan, a veces, en almacenar su trigo en Amsterdam, donde el almacenamiento
(que varía con las tasas de interés del dinero) cuesta menos caro que en Inglaterra. Otra
ventaja: el trigo que sale cobra la prima a la exportación establecida por el gobierno
inglés, -y si hay escasez en Inglaterra, el cereal retorna a ella sin pagar ningún derecho
de entrada 301 • Todo esto indica una complejidad creciente del mercado interior en el
curso del siglo XVIII.
A comienzos del siglo siguiente, en 1815, un antiguo prisionero de guerra que ha-
bía permanecido largo tiempo en Inglaterra hace una observación esclarecedora: «Si
bien todos los intereses de Inglaterra se concentran en la ciudad de Londres, convenida
307
Los mercados nacionales

hoy en el centro de reunión de todos los negocios, puede decirse también que Londres
está en toda lnglaterra.» 302 , es decir, que las mercancías en venta en Londres, salidas de
todos los puntos de Inglaterra y del mundo, lo están en todos los mercados y ciudades
de los condados. La uniformidad de la indumentaria, sobre todo la femenina, y la ubi-
cuidad de las modas son buenos indicadores de la reducción del espacio económico in-
glés a la unidad. Pero hay otras pruebas, como la difusión de los bancos por el país.
Los primeros landbanks aparecen en 1695 303 , modestos aún, pues la masa entera de sus
billetes, en ese año, asciende a 55.000 libras esterlinas solamente. Pero es un comienzo
significativo, pues el crédito de ordinario aparece, en última instancia, al final de una
evolución económica previa que lo ha hecho posible y necesario. Y, sobre todo, los land-
banks van a multiplicarse, ligados a los bancos de Londres y al Banco de Inglaterra,
creado en 1694. En el plano del crédito, hay unificación y satelización de las economías
provinciales.
Sin embargo, es menester afirmar que, si bien Londres puso los cimientos de un
mercado nacional coherente, luego éste se desarrolló y creció por sí solo. En el si-
glo XVIII, a diferencia del siglo anterior, los centros manufactureros de provincia y los
puertos, particularmente los que se ocupaban del comercio de esclavos y de productos
coloniales; Liverpool y Bristol, por ejemplo, o Glasgow, tuvieron un desarrollo rápi-
doJ04. Y la prosperidad general es reforzó. En el conjunto de las Islas Británicas, Ingla-
terra es ya un mercado nacional de textura apretada. En Europa no se encuentra nin-
gún caso comparable. Entonces, poco antes o poco después, este peso excepcional va a
hacerse sentir en las Islas Británicas enteras y a transformar su economía en función de
Inglaterra.

Cómo Inglaterra
se convirtió en Gran Bretaña

Al norte y al este, Inglaterra limita con regiones montañosas, de acceso difícil, pas-
toriles ante todo, durante largo tiempo muy pobres, poco pobladas, por celtas refrac-
tarios, en general, a la cultura inglesa. Imponerse a tales vecinos fue el proceso crucial
de la historia interior de las Islas Británicas. Una empresa que no podía admitir más
que malas soluciones, las de la fuerza. Como es lógico, la política ha precedido aquí a
la economía y ésta se ha contentado durante mucho tiempo con éxitos limitados, in-
cluso puntuales. En Cornualles, sólo el ·estaño cayó desde muy pronto en manos de los
negociantes de Londres1o.s. En el País de Gales, reconquistado en 15 36, la exportación
del ganado en pie hacia Londres sólo adquirió importancia después de 1750 306 ; y el
país no se transformará verdaderamente más que con la industria pesada, introducida
allí por los ingleses en el siglo XVI. Pero las dos grandes partes se volvieron, como po-
día preverse, en dirección a Escocia, donde el curso de las cosas fue en definitiva ines-
perado, y hacia Irlanda, donde Inglaterra no ha cesado jamás de explotar una colonia
al alcance de la mano.
En principio, Escocia estaba hecha para conservar su autonomía y escapar a la «ima-
ginación», incluso elemental. Era vasta, en total la mitad de Inglaterra, montañosa, po-
bre, separada de su vecina por regiones de travesía difícil. Todo un pasado de luchas
encarnizadas la predisponía a decir que no, a resistir. Y además, aún después de 1603,
cuando Jacobo VI de Escocia hereda el crono de Isabel y se convierte en Jacobo I de
Irtglaterra, reuniendo así en la misma cabeza las coronas de los dos países, conserva un
gobierno y un Parlamento de los que puede decirse que tenían una debilidad relativa,
peto que continuaron existiendo 307 • De igual modo, continuaron existiendo una fron-
308 '
Los meret1dos nacionales

Edimburgo en el siglo XVIII, plaza del Grassmarket. El carruaje de la izquierda está a la entrada
de la puerta oeste de la ciudad. Al fondo, el castillo. Edinburgh Public Library. (Fotografía de
A. G. lngram ltd.)

tera y aduanas entre Escocia e Inglaterra, pero si ellas dan a la primera la posibilidad
de protegerse contra las importaciones intempestivas, también permiten a la segunda
prohibir la entrada en su territorio del ganado y los tejidos de lino de Escocia, así como
el acceso a las colonias inglesas a los marinos de Edimburgo, Glasgow o Dundee ...
Escocia, en el siglo XVII, es un país pobre. Sería irrisorio compararla ni por un ins-
tante con Inglaterra. Su economía es arcaizante, su agricultura tradicional, y un ham-
bre mortífera sigue demasiado a menudo a las malas cosechas, por ejemplo, en 1695.
1696, 1698 y 1699. «Nunca sabremos cuántas personas han muerto [en estos años]: los
contemporáneos hablan de la quinta o de la cuarta parte de la población, incluso de
la tercera parte o más en ciertas regiones donde los habitantes murieron o huyerom 308 •
Sin embargo, una economía exterior anima a los puertos, como Leith, el puerto de
Edimbur_go, o Aberdeen, Dundee o Glasgow, o a una multitud de pequeñas bahías
de donde salen muchas embarcaciones de pequeño tonelaje, con destinos diversos: No-
ruega, Suecia, Dantzig, Rotterdam, Veere, Ruán, La Rochela, Burdeos, a veces Portu-
gal y España. Son barcos audaces, a menudo los últimos en volver a atravesar el estrecho
de Sund hacia el oeste, antes de los hielos del invierno. Marinos y comerciantes de Es-
cocia interrumpían a veces sus viajes para establecerse en el extranjero, se tratase de las-

309
Los mercados naáonales

timosos skottars, que siguieron siendo vendedores ambulantes, o de burgueses próspe-


ros que habían hecho fortuna en Estocolmo, en Varsovia o en Ratisbona 309 . Una vida
mercantil animaba las ciudades marítimas de las Lowlands, y esta actividad marítima
de mediocre volumen no ces;;.ba de crecer. Los comerciantes de Edimburgo y de Glas-
gow (todos autóctonos, lo que es un signo, para nosotros, de salud mercantil) son em-
prendedores, pese a la pequeñez de sus capitales. Esto explica la formación, en 1694,
pero también el fracaso final, de una Compañía Escocesa de Africa que buscó en vano
capitales en Londres, en Hamburgo y en Amsterdam3 10 • Los intentos de implantar una
colonia escocesa en las orilli..; del istmo de Darién, en 1699, fueron igualmente vanos.
Inglaterra, lejos de favorecerlos, los vio fracasar con alivio 311 En Escocia, el fracaso tuvo
características de un duelo nacional.
Fue probablemente con la esperanza de una apertura de los mercados inglés y ame-
ricano por lo que la unión política con Inglaterra fue votada, por una mayoría de tres
o cinco votos, en el Parlamento de Edimburgo, en 1707. El cálculo, si lo hubo, no era
falso, pues paradójicamente, como ha demostrado Smout, la dependencia política cre-
ciente de Escocia no se tradujo en una sujeción económica, una «marginación». De una
parte, porque; al. convertirse casi en una ptovincia inglesa, gozaría de todas las ventajas
comerciales que tenían en el exterior los británicos y porque sus comerciantes estuvie'-
ron en condiciones de aprovechar la ocasión: de otra parte, porque nada de lo que po-
seía tenía para Inglaterra un interés económico particular que hubiese originado una
dominación imperiosa. Sin embargo, la prosperidad y la reactivación previstas no fue-
ron inmediatas. Fue necesario tiempo para poder aprovechar la oportunidad de comer-
ciar a través del clmperio» Inglés, América del Norte, las islas de las Antillas e incluso
.las Indias, donde tantos escoceses van a buscar fortuna para gran irritación de los in-
gleses oriundos. Sólo al avanzar el siglo XVIII, y en su segunda mitad, se desarrollan:
francamente las exportaciones y la industria. El éxito no fue por ello menos patente.
Se produjo primero el desarrollo de un gran comercio de ganado en pie, los precios a
la producción aumentaron un 300% entre 1740 y 1790, en razón del aprovisionamien-
to de las flotas inglesas. De igual modo, la exportación de lana aumentó, favorecida,
también, por el ascenso de los precios. Esto originó transformaciones lógicas, si no siem-
pre beneficiosas, pues la tierra adquirió más valor que el trabajo, la ganadería se ex-
pandió a expensas de la labranza y de las tierras colectivas. En fin, después de 1760,
Escocia se asocia con vigor y originalidad a la transformación industrial de Inglaterra.
Y el ascenso de sus manufacturas de lino, luego de algodón, apoyadas en un sistema
bancario que los ingleses juzgaban a menudo superior al suyo, y el progreso de sus ciu-
dades proporcionan finalmente a la agricultura una demanda suficiente para promover
su tardía pero eficaz transformación. El «progreso», la palabra favorita del Siglo de las
Luces, es la consigna en toda Escocia. Y «todas las clases de la sociedad son conscientes
de la fuerza viva que las lleva hacia una sociedad más rica» 312 •
Sin ninguna duda, hubo un take off de Escocia: cSi Escocia no prosperarse -escri-
be un autor hacia 1800-, Glasgow no crecería tan considerablemente como lo hace,
el recinto de Edimburgo no habría aumentado al doble desde hace treinta años y no
se erigiría en ella, en este momento, una ciudad totalmente nueva cuya construcción
ocupa a cerca de diez mil obreros extranjeros» 313 • Esta evolución, tan diferente del mo-
delo irlandés del que luego hablaremos, ¿obedece a un simple cúmulo de circunstan-
cias? ¿A la iniciativa y la experiencia de sus comerciantes? ¿Al hecho, señalado por
Smout, de que su crecimiento demográfico, al menos en las Lowlands, ha sido mode-
rado y no ha borrado, como en tantos países subdesarrollados de hoy, los beneficios
del crecimiento económico? Sin duda, a todo eso simultáneamente. Pero, ¿no hay que
pensar también que Escocia no chocó, como Irlanda, con una visceral hostilidad de In-
glaterra? ¿Que Escocia no era completamente céltica, que en su región más rica, las
310
'
Los mercados nacionales

Lowlands, las tierras bajas que se extienden de Qlasgow a Edimburgo, se habla inglés
desde hace mucho tiempo, cualquiera que haya sido la razón exacta de esta anglifica-
ción. El inglés podía tener la impresión de estar allí como en su casa. En las Highlands,
por el contrario, hablan el gaélico (en el extremo norte incluso se halla una región don-
de se ha conservado el dialecto noruego). Ahora bien, es cierto que el crecimiento es-
cocés no ha hecho más que acentuar la separación entre la región alta y la baja. Se po-
dría decir que el límite que, en el siglo XVIII, separaba a una Inglat~rra cada vez más
rica de una Escocia que se empobrecía relativamente se trnsladó de algún modo de la
frontera anglo-escocesa a la frontera de las Highlands.
En Irlan.da, la situación es muy diferente: en el siglo XII, los ingleses se instalaron
en el Pa/e 314 como más tarde en sus colonias de América. Los irlandeses son sus ene-
migos, los indígenas a los que se desprecia y se teme a la vez. De allí las incompren-
siones, mucho descaro y horrores cuyo siniestro balance ya no es necesario realizar: los
historiadores ingleses lo han hecho con lucidez y honestidadrn. Es cierto, como dice
uno de ellos, que «los irlandeses fueron, con los negros vendidos como esclavos, las gran-
des víctimas del sistema que aseguró a Gran Bretaña su hegemonía mundial> 316 •
Pero lo que nos interesa aquí no es la colonización del Ulster ni la «farsa> de un
sedicente gobierno irlandés establecido en Dublín (cuya ficción será destruida, además,
en 1801, por la unión del Parlamento Irlandés con el Parlamento de Londres>; es la
sujeción irlandesa al mercado inglés, sujeción total que hizo del comercio con Irlanda,
«a todo lo largo del siglo XVIII, [ ... ]la rama más importante de los tráficos ingleses allen-
de los mares» 317 • La explotación se organiza a partir de los dominios de anglo-irlandese'S
de religión protestante, que confiscaron en su beneficio las tres cuartas partes de la
tierra irlandesa. De una renta de cuatro millones de libras, la Irlanda rural paga a los
propietarios ausentes un canon anual de 800.000 libras; antes de terminar el siglo XVIII,
llegará al millón. En estas condiciones, el campesinado irlandés se ve reducido a la mi-
seria, tanto más cuanto que es afectado por una demografía creciente.
E Irlanda se hunde en una situación de región «periférica>: en ella se suceden los
«ciclos», en el sentido en que Lucio de Azevedo 318 emplea esta palabra con respecto a
la economía brasileña. Hacia 1600, como está cubierta de bosques, se convierte, en be-
neficio de Inglaterra, en proveedora de madera y desarrolla, siempre en provecho de
sus amos, una industria del hierro que se extinguirá por sí sola cuando la isla, cien años
más tarde, quede completamente calada. Entonces, frente a las exigencias crecientes·de
las ciudades inglesas, Irlanda se especializa en la ganadería y la exportación de carnes
saladas de vaca y de cerdo y de toneladas de mantequilla, pues el mercado inglés, abas·
tecido por el País de Gales y Escocia, se cierra a la exportación de ganado en pie desde
la isla vecina. El puerto esencial de esta enorme exportación es el de Cork, en la Irlan-
da del Sur: abastece a la vez a Inglaterra, a las flotas inglesas, a las islas azucareras de
las West Indies y a las flotas de las naciones occidentales, particularmente a las de Fran-
cia.o En 1783, en Cork, durante la estación «que abarca octubre, noviembre y diciem-
bre», casi 50.000 cabezas de ganado mayor son sacrificadas, a las que se añaden por
igual valor «los cerdos que se matan en la primavera>, sin contar los aportes de otros
mataderos 319 Los comerciantes europeos están a la espera de los precios que se fijarán,
una vez terminada la estación, para los barriles de carne de vaca o de cerdo salado, los
quintales de tocino, la manteca de cerdo, la mantequilla y el queso. El curioso obispo
de Cloyne, al enumerar las cantidades prodigiosas de carne de vaca, carne de cerdo,
mantequilla y queso exportadas anualmente por Irlanda, se «pregunta cómo un extran-
jero podría concebir que la mitad de los habitantes se mueran de hambre en un país
donde abundan tanto los víveres> 32º. Pero estos víveres no están destinados de ninguna
manera al consumo interior, como en Polonia el trigo no era consumido por los cam-
pesinos que lo producían.
311
Los mercados nacionales

En los últimos decenios del siglo, la carne salada de Irlanda sufre la competencia
de las exportaciones rusas, vía Arjánguelsk, y más aún de los envíos provenientes de
las colonias inglesas de América. Es entonces cuando apunta un «ciclo» del trigo. Un
cónsul francés escribe desde Dublín, el 24 de noviembre de 1789: «Las personas más
ilustradas a las que he podido consultar [ ... J consideran el comercio de la carne salada
como perdido para Irlanda, pero lejos de lamentarse por ello, ven con satisfacción que
los grandes propietarios se vean obligados por su propio interés a cambiar el sistema
de explotación que ha prevalecido hasta ahora y a no abandonar sólo al pastoreo de los
animales terrenos inmensos y fértiles que, si se cultivan, pueden proporcionar em-
pleo y subsistencia a un número mucho mayor de habitantes. Esta revolución ha co-
menzado ya y se efectúa con una rapidez inconcebible. Irlanda, antaño dependiente
de Inglaterra para el trigo que consume su capital [DublínJ, única parte de la isla don-
de se conocía de alguna manera este alimento, está en condiciones, desde hace algunos
años, de exportarlo en cantidades considerables> 321 • Se sabe que, anteriormente expor-
tadora de trigo, Inglaterra, con el aumento de su población y los comienzos de su in-
dustrialización, se convirtió en un país importador de cereales. El ciclo del trigo se man-
tendrá en Irlanda hasta la supresión de las Corn úzws, en 1846. Pero, en sus comien-
zos, la exportación cerealera fue una proeza que recuerda la situación polaca en el si-
glo XVU. «Los irlandeses -explica nuestro informador- sólo están en condiciones de
exportar [ t~igo, en 1789] porque la mayoría de ellos no lo consumen: no es lo super-
fluo lo que sale del país, sino lo que, en cualquier otra parte, sería considerado como
lo necesario. La gente se contenta, en las tres cuartas partes de esta isla, con patatas,
y, en la parte norte, con avena mondada, de la que hacen tortas y gachas. Así, un pue-
blo pobre pero acostumbrado a las privaciones alimenta a una nación [Inglaterra] que
tiene muchas más riquezas namrales que él» 322 • Si nos atenemos a las estadísticas de su
comercio exterior, en las que figuran, además de la pesca del salmón, la caza fructífera
de la ballena, las grandes exportaciones de telas de lino, cuya manufactura comenzó a
mediados del siglo, el balance dejaría a Irlanda, en 1787, un beneficio de un millón
de libras esterlinas; es, en realidad, lo que paga, en promedio, a los propietarios
anglosajones.
Pero para Irlanda, como para Escocia, se presenta una oportunidad con la Guerra
Americana: EJ gobierno de Londres multiplica por entonces las promesas, suprime, en
diciembre de 1779 y en febrero de 1780, cierto número de restricciones y prohibiciones
que limitaban el comercio irlandés, autoriza las relaciones directas con América del Nor-
te, las Indias Occidentales y Africa, y permite a los súbditos irlandeses del rey su ad-
misión en la Levant Company 323 • Cuando la noticia llega a París, se dice a gritos que
una «revolución [ ... J acaba de producirse en Irlanda>; el rey de Inglaterra «va a ser in-
finitamente más poderoso de lo que ha sido nunca [ ... J y [de todo eso] Francia [ ... ]
seguramente será la víctima, si no pone obstáculos inmediatamente a ese prodigioso
aumento de potencia. Hay un medio de lograrlo; helo aquí: poner un nuevo rey en
Irlanda» 324 •
Irlanda se benefició con esas concesiones. La industria del lino, que quizás ocupaba a
la cuarta parte de la población, se desarrolló aún más. La Gazette de Francia anuncia el
26 de noviembre de 1783 que Belfast ha exportado a América y las Indias 11.649 piezas
de tela que ascendían a 310.672 varas, y que, seguramente exagerando, «dentro de po-
co; las ciudades de Cork y de Waterford, en Irlanda, harán más comercio que Liverpool
y Bristol». En 17853 25 , el segundo Pitt incluso tuvo la inteligencia de proponer la total li-
beración económica de Irlanda, pero la Cámara de los Comunes le opuso su hostilidad
y, según su costumbre, comprobado ese obstáculo, el primer ministro no se obstinó.
Sin duda, perdió entonces una gran oportunidad, pues poco después, con la Revo-
lución Francesa y las incursiones militares que organizó en la Isla, el drama se instaló

312
Los mercados nacionales

de nuevo en Irlanda. En cierta manera, todo volvió a comenzar. Tan cierto es esto que,
según la frase de Vida! de la Blache 326 , Irlanda, demasiado cercana a Inglaterra como
para escapar de ella, demasiado vasta para ser asimilada, fue sin cesar víctima de su
posición geográfica. En 1824, se creó la primera línea de naves de vapor entre Dublín
y Liverpool, que pronto tendrá 42 barcos ·en servicio. «Antaño -dice en 1834 un con-
temporáneo- se ponía, por término medio, una semana para la travesía entre Liver-
pool y Dublín; hoy sólo es cuestión de unas horas» 327 • He aquí a Irlanda más cerca que
nunca de Inglaterra, a su merced.
Si volvemos, para concluir, a nuestro verdadero debate, se aceptará sin mayor difi-
cultad que el mercado de las Islas Británicas, salido del mercado inglés, esbozado desde
tiempo atrás, se perfila con fuerza y nitidez a partir de la Guerra de América. Que ésta,
desde tal punto de vista, marca una aceleración segura, un giro. Esto coincide con nues-
tras conclusiones anteriores, a saber, que Inglaterra se convirtió en el ama indiscutida
de la economía-mundo europea hacia los años 1780-1785. El mercado inglés alcanzó,
entonces, tres logros: el dominio de sí mismo, el dominio del mercado británico y el
dominio del mercado mundial.

La grandeza inglesa
y la deuda pública

Europa, a partir de 1750, pasa por el signo do la exuberancia. Inglaterra no cons-


tituye una excepción a la regla. Muchos son los signos de su evidente crecimiento, pero
¿cúáles destacar? ¿Cuáles clasificar en primer lugar? ¿La jerarquización de su vida mer-
cantil? ¿La elevación excepcional de sus precios, esa carestía que, junto a sus defectos,
tiene la ventaja de atraer hacia ella a «las producciones de los países extranjeros» y de
hinchar sin respiro su demanda interior? ¿El nivel medio, la renta per capita de sus
habitantes, que sólo es inferior al de la pequeña y riquísima Holanda? ¿El volumen de
sus intercambios? Todo fue importante, pero la potencia de Inglaterra que iba a de-
sembocar en una revolución industrial que nadie podía ptever por entonces no obedece
sólo a ese ascenso, a esa organización del mercado británico en expansión, ni solamente
a una exuberancia que es propia de toda la Europa activa del siglo XVIII. Responde tam-
bién a Una serie de oportunidades particulares que la pusieron, sin que tuviese siempre
conciencia de elfo; en la vía de las soluciones modernas. ¿La libra esterlina? Una mo-
neda moderna. ¿El sistema bancario? Un sistema que se forma y se transforma por sí
mismo en un sentido moderno. ¿La deuda pública? Está anclada en la seguridad de la
deuda a largó plazo o perpetua, según una solución empírica que se revelará como una
obra maestra técnica de eficacia. Sin duda también es, retrospectivamente, el mejor sig-
no de la salud económica inglesa, pues, por hábil que haya sido el sistema salido de
lo que se ha llamado la revolución financiera inglesa, implicaba la liquidación puntual
de los intereses sin fin exigibles de la deuda pública. No haber fallado nunca fue una
hazaña tan singular como la de la estabilidad constantemente mantenida de la libra
esterlina.
Tanto más cuanto que la opinión inglesa, hostil en su gran mayoría, hizo aún más
difícil esa hazaña. Inglaterra, ciertamente, había pedido préstamos antes de 1688, pero
a cortó plazo, con intereses elevados pagados irregularmente y reembolsos más irregu-
lares aún, efectuados a veces gracias a un nuevo empréstito. En resumen, el crédito del
Estado no era de los mejores, sobre todo después de 1672 y las moratorias de Carlos 11,
quien no solamente no reembolsó a tiempo el dinero prestado por los banqueros, sino
que también había suspendido el pago de los intereses (todo lo cual terminó, además,
313
Los mercados nticionales

en un proceso). Después de la Gloriosa Revolución y el acceso al trono de Guillermo


de Orange, el gobierno, obligado a pedir empréstitos a todo tren y a tranquilizar a los
prestamistas, emprendió, en 1692, una política de empréstitos a largo plazo (incluso
se oye la palabra perpetuo) cuyo interés estaría garantizado por una renta fiscal espe-
cialmente designada. Esta decisión que, en la perspectiva del tiempo, se nos aparece
como el comienzo de una política financiera hábil, de una rectitud sorprendente, en
realidad fue improvisada en la confusión, en medio de remolinos y discusiones y bajo
la fuerte presión de los acontecimientos. Todas las soluciones fueron intentadas suce-
sivamente: la tontina, las anualidades vitalicias, las loterías e incluso, en 1694, la crea-
ción del Banco de Inglaterra, que prestó inmediatamente, repitámoslo, codo su capital
al Estado.
Para el público inglés, sin embargo, estas innovaciones se identificaban enojosa-
mente con eljobbing, la especulación con las acciones, y no menos con las costumbres
extranjeras que Guillermo de Orange llevó de Holanda con su equipaje. Se desconfia-
ba, escribe Jonathan Swift en 1713, de estas «New Notions in Govemment, to which
the King, who had imbibed his Politics in his own Country, was thought to give too
much way». La concepción holandesa según la cual «era interés del público estar en-
deudado», quizás valía para Holanda, pero no para Inglaterra, donde sociedad y polí-
tica eran, sin embargo, diferentes 328 • Algunas críticas iban más lejos: ¿no buscaría el
gobierno, con sus empréstitos, asegurarse el apoyo de los suscriptores y más aún de las
firmas que aseguraban el éxito de estas operaciones? Además, esa posibilidad de inver-

Coffee House en LOndres, hacia 1700. Tomado de Life and Work of che People of England. (Bri-
ti.sh Museum.)

314
Lo5 mercado5 nacionafe,

tir fácilmente a un interés más elevado que el interés legal, ¿no hacía una competencia
enorme al crédito narural que animaba a la economía inglesa, en particular al comer-
cio, en continua expansión? El mismo Defoe, en 1720, se lamenta de ese tiempo en
que «there were no bubbles, no stock-jobbing, .. , no lotteries, no funds, no 1.tnnuities,
no buying of navy-bzlls and public securities, no circulating exchequer bills», en que
todo el dinero del Reino se deslizaba como un vasto rfo comercial, sin nada que lo des-
viase de su curso ordinario 329 • En cuanto a pretender que el Estado tomase empréstitos
para no cargar demasiado de impuestos a sus súbditos, ¡vaya una broma! Cada emprés-
tito nuevo obligaba a crear un impuesto nuevo, una renta nueva para garantizar el pa-
go de los intereses.
En fin, muchos ingleses se espantaban de las cifras monstruosas de las sumas toma-
das en préstamo. En 1748, inmediatamente después de la Paz de Aquisgrán, que lo
decepciona y lo mortifica, un inglés razonadorH 0 se lamenta de ver la deuda en la proxi-
midad de los 80 millones de libras esterlinas. Este nivel, explica, parece ser ,muestro
nec plus ultra y si se arriesgase un poco más, se estaría en peligro de caer en una ban-
carrota general». Sería llegar «al borde del precipicio y de la ruina». «No hace falta ser
brujo -decía, además, David Hume hacia 1750- para adivinar cuál será la consecuen-
cia. En efecto, no puede ser más que una de estas dos catástrofes: o la nación destruirá
el crédito público, o el crédito público destruirá a la nación»m. Inmediatamente des-
pués de la Guerra de los Siete años, lord Northumberland confiaba al duque de Cum-
bedand su inquietud por ver al gobierno «vivir al día, mientras Francia está en vías de
restaurar sus finanzas, pagar sus deudas y poner en condiciones su flota» 332 •
También el espectador extrapjero se asombra del aumento, inverosímil a sus ojos,
de la deuda inglesa, se hace eco de las críticas británicas, se burla del proceso que no
cuuiprende y, aún más a menudo, ve en él una gran debilidad, una política fácil y cie-
ga que conducirá al país a la catástrofe. Un francés que había vivido durante mucho
tiempo en Sevilla, el caballero Dubouchet, explicaba ya al cardenal Fleury en un largo
informe (17 39) que Inglaterra estaba aplastada por una deuda de 60 millones de libras
esterlinas; ahora bien, «sus fuerzas son conocidas, se sabe cuiíles son sus deudas, que
no está en condiciones de pagar» 333 • En esta situación, la guerra -proyecto siempre aca-
riciado- le sería fatal. Es una ilusión que se encuentra sin cesar en la pluma de los
expertos en polít~ca. ¿No explica ella el pesimismo del libro que Accarias de Sérionne,
un holandés, publica en Viena, en 1771, y que titula La Riqueza de Inglate"ª• pero
una riqueza que considera amenazada por la vida cara, el aumento de los impuestos,
la extravagancia de la deuda y hasta el presunto destenso de la población? O veamos
la nota socarrona que aparece en el ]ournal de Geneve del 30 de junio de 1778: «Se
acaba de calcular que, para pagar esta deuda nacional inglesa empleando una guinea
por minuto, sólo quedaría completamente pagada en 272 años, nueve meses, una se-
mana, un día y 15 minutos, lo que supone que la deuda es de 141.405.855 guineas.»
Sin embargo, la guerra la hará aumentar luego aún más, para mofa de la incompeten-
cia de los espectadores y los .expertos. En 1824, Dufresne de Saint-Léon calculaba que
«el capital de todas las deudas públicas de Europa ... sube de 38 a 40 millones de fran-
cos, de los que sólo Inglaterra debe más de las eres cuartas panes» 334. Por la misma épo-
ca (1829), Jean Baptiste Say, severo también él con respecto al sistema de empréstitos
inglés, estima ya «demasiado considerable» la deuda de Francia, «que, sin embargo, se
eleva apenas a 4.000 millones» 33 l. ¿Costará la victoria aún más que la derrota?
Estos observadores razonables, no obstante, se equivocaban. La deuda pública fue
la gran razón de la victoria británica. Puso a disposición de Inglaterra enormes sumas,
en el momento preciso en que tenía necesidad de ellas. Es Isaac de Pint9 quien se mues-
m> lúcido, cuando escribe ( 1771 ): «La exactitud escrupulosa e inviolable con la que es-
tos intereses [los de la deuda] han sido pagados y la idea que se tiene del seguro par-
315
Los mercados nacionales

lamentario han afirmado el crédito de Inglaterra, hasta el punto de emitir empréstitos


que han asombrado a Europa» 336 • Para él, la victoria inglesa en la Guerra de los Siete
Años (1756-1763) fue consecuencia de ello. La debilidad de Francia, asegura, es lama-
la organización de su crédito. Y es también Thomas Mortimer quien tiene razón, en
1769, al admirar en el crédito público inglés cel milagro permanente de su política,
que ha inspirado a la vez asombro y temor a los Estados de Europa:. 337 Una treintena
de años antes, George Berkeley lo celebraba como «la principal ventaja que Inglaterra
tiene sobre Francia>>m. Así, una pequeña minoría de contemporáneos vio claro y com-
prendió que había, en este juego peligroso, una movilización eficaz de las fuerzas vivas
de Inglaterra, un arma temible.
Será solamente en los últimos decenios del siglo XVIII cuando la evidencia empeza-
rá a ser reconocida por todos, cuando el segundo Pitt podrá declarar ante los Comunes
que en la deuda nacional «reposan el vigor e incluso la independencia de esta na-
ción>m. Una nota escrita en 1774 decía ya que cjamás la nación inglesa, tan débil en
sí misma, hubiera podido imponer sus leyes casi a toda Europa de no haber sido por
su comercio, su industria y su crédito, existente sólo en los papeles:. 340 • Fue la victoria
de la riqueza artificial, habría dicho más de uno. Pero, ¿no es Jo artificial la obra maes-
tra misma de los hombres? En abril de 1782, en una situación difícil, casi sin salida,
piensan Francia, sus aliados y muchos otros europeos, el gobierno inglés, que ha pe-
dido un empréstito de tres millones de libras esterlinas, ¡se encuentra con que le ofre-
cen cinco! S6ló bastó una palabra a las cuatro o cinco grandes firmas de la plaza de
Londres 341 • Lúcido como de costumbre, Andrea Dolfin, embajador de Venecia en Pa-
rís, escribía el año anterior a su amigo Andrea Tron, con respecto a la guerra empren-
dida contra Inglaterra: «Comienza un nuevo sitio de Troya, y probablemente termina-
rá como el de Gibraltar. Conviene, sin embargo, admirar la constancia de Inglaterra·,
que resiste en tanta5 regiones a tantos enemigos. Sería ya tiempo de reconocer como
desesperado el proyecto de derrocarla, y, por ende, la prudencia aconsejaría llegar a un
acuerdo y hacer un sacrificio en pro de la paz» 342 • ¡Qué bello homenaje a la potencia
y, no menos; a la tenacidad de Inglaterra!

Del Tratado de Versal/es (1783)


al Tratado de Eden (1786}

Nada revela mejor fo. potencia inglesa que los acontecimientos del año 1783. A pe-
sar de la humillación del Tratado de Versalles (3 de septiembre de 1783), a pesar de
las satisfacciones y las baladronadas francesas, Inglaterra da entonces prueba de su fuer"
za, no menQs que de su sabiduría política y su superioridad económica. Repitamos,
con Michel Besnier; que perdió la guerra, peto inmediatamente después ganó la paz.
En efecto, no podía no ganarla, porque ya tenía las mejores cartas en su mano;-·
Porque el verdadero duelo por la dominación mundial no se libró solamente entre
Francia e Inglaterra, sino más aún entre esta última y Holanda, que quedó literalmen-
te vacía de su substancia por la cuarta guerra anglo-holandesa.
Porque el fracaso de Francia, en su candidatura a la hegemonía mundial, está se-
llado desde 1783, como lo demostrará la firma, tres años más tarde, del Tratado de
Eden.
Desgraciadamente, las cosas no están claras en lo concerniente a este tratado, acuer-
do comercial que Francia firma con Inglaterra, el 26 de septiembre de 1786, y que lle-
va el nombre del negociador inglés, William Eden. El gobierno francés parece haber
apurado a su conclusión más que el gabinete de Saint James. El Tratado de Versalles,
316
Los mercados nacionales

en su artículo 18, preveía el nombramiento inmediato de delegados para la concerta-


ción de un acuerdo comercial. Pero el gobierno inglés de buena gana habría dejado
dormir el artículo 18 en los archivosm. La reactivación vino del lado francés, por el de-
seo de consolidar la paz, sin duda; pero también por el deseo de poner fin a un enor-
me contrabando entre los dos países que enriquecía a los Jmugglers sin por ello hacer
bajar los precios. Finalmente, las aduanas de los dos países vieron frustradas sus espe-
ranzas de obtener entradas importantes, que hubieran sido bienvenidas, dados los apu-
ros financieros que había acarreado, para Inglaterra tanto como para Francia, la costosa
Guerra Americana. En síntesis, la iniciativa la habría tomado Francia. No, escribía en
enero de 1785 J. Simolin, el embajador de Catalina II en Londres, Inglaterra no está
«reducida a tener que aceptar los términos que se le quiera imponer», y los que así lo
creían «antes de ver las cosas con sus propios ojos», por ejemplo, Rayneval, que nego-
ciaba en Londres para Francia, «Se equivocaban como éb>. Con fanfarronería un poco
inútil, Pitt, una vez concluido el acuerdo, «dirá en pleno Parlamento que el Tratado
de Comercio de 1786 era una verdadera revancha del Tratado de Paz de Versalles» 344 • El
historiador, desgraciadamente, no tiene la posibilidad de emitfr su juicio retrospecti-
vamente sin vacilar. El acuerdo de 1786 no es un buen test de la confrontación entre
las economías inglesa y francesa. Tanto más cuanto que el Tratado no comenzará a apli-
carse antes del verano de 1787 34 ~ y, aunque debía durar once años, será denunciado
por la Convención en 1793. La experiencia no duró bastante para ser concluyente.
De creer los testimonios de los franceses, que son jueces y parte, los in,gleses apelan
a ardides y actúan a su antojo. A la entrada de los puertos franceses, subestiman el pre-
cio de las mercancías que llevan y se aprovechan de la confusión, la inexperiencia y la
venalidad de los aduaneros franceses.· Actúan tan hábilmente que el carbón inglés no
lleg1 nunca a Francia ·en naves francesasl 46 ; también ponen pesados impuestos a lasa-
lida de mercancías inglesas a bordo de naves francesas; de modo que «dos o tres pe-
queños brigs [sic] franceses que están aquí en el río [de Londres] apenas pueden, en
seis semanas, procurarse bastantes mercancías, a cambio, para no verse obligados a re-
gresar sin cargar» 347 Pero, ¿no es acaso un viejo hábito ínglés? En 1765, el Dictionnaire
de Savary señalaba ya como un rasgo propio «del carácter de la nacíón inglesa» el hecho
de no permitir «que se vaya a ella para establecer un comercio recíproco. Por ello, es
menester admitir -añadía- que la manera como los comerciantes extranjeros son re-
cibidos en Inglaterra, los derechos extraordinarios y excesivos que se les obliga a pagar
y las vejaciones que allí sufren bastante a menudo hacen que no les convenga [ ... ] te-
ner conexiones allí» 348 • Después del Tratado de Eden, pues, los franceses no habrían
debido asombrarse de que «M. Pitt, creyendo emprender una acción política porque
ésta era inmoral, disminuyese, contra el espíritu del tratado, el derecho de entrada de
los vinos portugueses en la misma proporción en que disminuyó el de los nuestros».
«;Hubiéramos hecho mejor en bebernos nuestro vino!>, dice retrospectivamente un fran-
cés349. En el otro sentido, es verdad que demasiados vinos mediocres 3 j 0 fueron impor-
tados por especuladores franceses que suponían muy a la ligera que el cliente inglés no
entendía de esas cuestiones.
Sea como fuere, está claro que el decreto de aplicación del Tratado, del 31 de mayo
de 1787, que abría ampliamente nuestros puertos al pabellón inglés, provocó la llega-
da masiva de naves y una avalancha de productos británicos, paños, telas de algodón,
quincalla-e incluso gran cantidad de piezas de alfarería. Esto originó en Francia vivas
reacciones, sobre todo en las regiones textiles, como en Normandía y Picardía, donde
los libros de quejas de 1789 exigen cla revisión del Tratado de Comercio». La protesta
más fuerte se expresa en las famosas Observaciones de la Cámara de Comercio de Nor-
mandía sobre el Tratado entre Francia e Inglaterra (Ruán, 1788). De hecho, la entrada
en vigor del Tratado coincidía con una crisis de la industria francesa, en plena moder-
317
Los mercados nacionales

nización en ciertas regiones, Ruán, por ejemplo, pero que en conjunto padecía todavía
de estructuras vetustas. Algunos, en Francia, abrigaban Ja esperanza de que la compe-
tencia inglesa precipitase las transformaciones necesarias y alentase el movimiento que
había ya aclimatado en Francia ciertos perfeccionamientos de la industria inglesa (por
ejemplo, el hilado del algodón en Darnétal o Arpajon). «Observo gustosamente -es-
cribía desde Londres el señor d' Aragon, el 26 de junio de 1787- que una multitud
de obreros ingleses de todo tipo tratan de ir a establecerse a Francia. Si se los alienta,
no dudo de que atraerán también a sus amigos. Hay entre ellos muchos que tienen
méritos y talento»3)l.
Pero desde los comienzos de la Revolución Francesa surgen dificultades nuevas; el
cambio en Londres tiene «movimientos convulsivos»: 8 % de pérdida ya en mayo de
1789, a causa de una huida de capitales franceses; en diciembre, se llegaba al 13% 352 ;
después la situación fue aún menos brillante. Aunque esta caída haya podido estimu-
lar, por un momento, las exportaciones francesas hacia Inglaterra, ciertamente obsta-
culizó los circuitos comerciales. Para juzgar la situación, nos harían falta estadísticas.
En su lugar, tenemos informes y alegatos. Es el caso de una Memoria sobre el Tratado
de Comercio con Inglate"a de 1786m, redactado mucho después de la firma del acuer-
do, después de 1798, y probablemente por Dupont de Nemours. Este trata de demos-
trar que el Tratado hubiera podido ser un éxito (lo cual equivale a admitir, implícita-
mente, que no lo ha sido). Poniendo sobre las mercancías derechos de entrada entre
el 10 y el 12 o/o, se hubiera protegido eficazmente «nuestras fábricas», tanto más cuanto
que, para introducir sus mercancías, «los ingleses tenían gastos accesorios que no po-
dían estar por debajo del 6%, de donde resultaba, en contra de ellos, un aumento del
18% ... ». Este obstáculo del 18% era una protección suficiente para nuestra industria
contra las importaciones inglesas. Además, con respecto a los paños «finos», no hubo
«la menor reclamación por parte de las manufacturas de Sedán, Abbeville y Elbeuf; in-
cluso es evidente (constant 354 ] que han prosperado ... ». Tampoco hay protestas del lado
«de las lanas ordinarias, particularmente las de Berry y Carcasona ... ». En resumen, el
sector lanero ha soportado la competencia sin sufrir demasiado por ella. No sucede lo
mismo con el algodón. Pero hubiera bastado con mecanizar el hilado. Esta era la opi-
nión de cHolker Padre», inglés de origen y por entonces inspector general de nuestras
manufacturas. «Instalemos como [los ingleses] -decía- máquinas de hilar, y fabrica-
remos tan bien como ellos.» En síntesis, la competencia inglesa hubiera podido dar el
latigazo necesario para una modernización francesa ya en marcha, pero hubiera sido
menester, diremos una vez más, que la experiencia se prosiguiese. Sobre todo, habría
sido necesario que Inglaterra no lograse su último y principal triunfo: el monopolio de
un mercado ilimitado, el del mundo entero, durante las guerras de la Revolución y del
Imperio.
Desde este punto de vista, los argumentos de quienes atribuyen a la Revolución
Francesa y luego a las Guerras Napoleónicas la responsabilidad del retraso económico de
Francia, desde comienzos del siglo XIX, tienen cierto peso. Pero hay otras pruebas, apar-
te del dudoso Tratado de Eden, para afirmar que, desde antes de 1786, la suerte esta-
ba echada, que Inglaterra había ya obtenido el imperio de la economía mundial. Basta
ver cómo Londres impone sus condiciones económicas a Rusia, a España, a Portugal, a
los Estados Unidos; el modo como, descartando a sus rivales europeos, Inglaterra re-
conquista, después de Versalles, el mercado de sus antiguas colonias del Nuevo Mun-
do, sin esfuerzo y para gran sorpresa y el más vivo descontento de los aliados de Amé-
rica; la manera como Inglaterra atraviesa las aguas agitadas de la coyuntura dificil des-
pués de 1783; el orden y la sabiduría que Pitt reintrodujo en las finanzas35 5 ; la supre-
sión del contrabando del té en 178 5; y, el año anterior, la votación del East India Bzl/356,
que señala el comienzo de un gobierno más honesto en la India inglesa. Sin hablar de
~
318
Los mercados naciona/e5

los comienzos de la Australia inglesa, cuando, a fines de 1789, la flotilla del Como-
doro Philipps «transporta a Botany Bay los primeros malhechores que el gobierno envfa
allí»m La tesis de Robert Besnier tiene todas las probabilidades de ser correcta: Ingla-
terra, «derrotada en América, renuncia a obtener una victoria militar agotadora a fin
de conservar y ampliar sus mercados»; sacrifica todo deseo de revancha a la salvaguardia
«de su empuje y de su superioridad económicos»~ 58 •
En cuanto a Francia, va de Caribdis a Escila. En tiempos de Colbert y de Luis XIV,
no llegó a salir de las redes de Holanda. Luego queda atrapada en la red inglesa. Como
la víspera o la antevíspera a través de Amsterdam, Francia sólo respira el aire del vasto
mundo a través de Londres. Ciertamente, esto no carece de ventajas o comodidades.
Tal vez jamás el comercio francés con la India fue más fructífero que desde el día en
que el lejano continente se perdió para nosotros. Pero esas ventajas fueron episódicas.

La estadística aclara,
pero no resuelve, el problema

La rivalidad anglo-francesa, en el corazón de la historia mundial del siglo XVIII y


comienzos del XIX, ¿puede ser aclarada, o incluso resuelta, por las cifras, o mejor dicho
por la comparación de las cifras? La operación, que nunca había sido intentada seria-
mente, acaba de ser abordada por dos historiadores ingleses -Peter Mathias y Patrick

En diciembre de 1792, para este caneaturista inglés, la superiondad inglesa es patente: con im-
puesto o sin él ¿quién come mejor? (B.N.)

Jt·-·
Lo5 mercado5 nacionale5

O'Brien- durante la semana de Prato de 1976.159 Estamos así, frente a una prueba de
verdad, desconcertante primero, aclaradora luego, pero sin duda incompleta todavía.
Desconcertante porque, a lo largo de todo este estudio, aparece patente una cierta su-
perioridad de Francia. Como decía un historiador francés en la discusión que siguió a
esa exposición sensacional, en Prato, ¡era Francia, de acuerdo con esto, la que habría
debido prevalecer en la competencia mundial y ver florecer en ella la Revolución In-
dustrial! Pero se sabe, sin error posible, que no fue así. De modo que el problema de
la victoria inglesa se replantea, para nosotros, de manera nueva e insistente. Y, a buen
seguro, no tenemos la solueión.
Las dos curvas que se nos presenta del crecimiento inglés y del crecimiento francés
de 1715 a 1810 -incluso limitadas a las cantidades globales de la producción fisz'ca-
establecen que la economía francesa, en el siglo XVIII, creció más rápidamente que la
inglesa y que el valor de aquélla fue mayor que el de ésta. El problema, sencillamente,
está planteado al revés. El volumen de la producción francesa pasa, en efecto, de 100
en 1715 a 210 en 1790-1791, a 247 en 1803-1804 y a 260 en 1810; mientras que el
de la producción inglesa pasa de 100 en 1714 a 182 en 1800. La diferencia es conside-
rable, aun si se tiene en cuenta que Inglaterra, en esta contabilidad, es doblemente
subestimada: 1. 0 , al limitarse a la contabilidad de la producción fisica, se deja de lado
los servicios; ar.ora bien, en este sector Inglaterra, ciertamente, era muy superior a Fran-
cia; 2. 0 , es probable que, al arrancar más tarde, el avance de Francia haya sido más
rápido y, por ende, haya sacado ventaja con respecto al otro corredor.
Pero si r.os remitimos al valor de las producciones globales, expresadas en libras tor-
nesas o he<;tolitros de trigo, la diferencia es, de nuevo, considerable. En la balanza de
la producción, Francia es el gigante, el gigante que no ganará (y éste es el problema
que hay que explicar), pero indudablemente el gigante. T. J. Markovitch 360 no es sos-
pechoso, pues, de parcialidad hacia Francia cuando afirma que la industria pañera fran-
cesa era, en el siglo XVIII, la primera del mundo.
Para otro intento de comparación, se podría partir de los presupuestos. Un breve
artículo de la Gazette de France del 7 de abril de 1783 da las cifras respectivas de los
presupuestos europeos, que un «calculador político> {cuyo nombre no nos da a cono-
cer) ha transformado en libras esterlinas para hacerlos comparables. Francia va a la ca-
beza con 16 millones de libras esterlinas; Inglaterra la sigue, o está a su lado, con 15
millones .. Si se aceptase que entre el presupuesto, es decir, el monto del impuesto, y
el PNB hay una correlación análoga (cualquiera que sea) en los dos países, sus PNB
serían casi iguales. Pero, justamente, las tensiones fiscales no son las mismas en Ingla-
terra y Francia; es lo que nos aseguran nuestros colegas ingleses: la deducción del im-
puesto, en esa fecha, al norte de la Mancha, es del 22 % del PNB, mientras que en
Francia es el 10%. Si estcis cálculos son exactos, y hay algunas probabilidades de que
lo sean, la presión fiscal es en Inglaterra el doble que en Francia. He aquí algo que
contradice las afirmaciones ordinarias de los historiadores; quienes imaginan una Fran-
cia. abrumada por los impuestos de un monarca absoluto. Y esto, curiosamente, tam-
bién da la razón a un informe francés de comienzos del siglo (1708), en plena Guerra
de Sucesión de España: «Después de haber visto los subsidios extraordinarios que los
súbditos pagan en Inglaterra, es menester considerar que estamos contentos de estar
en Francia»361 • Esto se dijo demasiado a la ligera, sin duda, y fue dicho por un privi-
legiado. De hecho, a diferencia del contribuyente inglés, el francés está sometido a un
pesado tributo «social» en beneficio de los señores y de la Iglesia. Y es este impuesto
social lo que limita de antemano el apetito del Tesoro ReaP 62 •
Ello no impide que el PNB de Francia sea más de dos veces superior al de Ingla-
terra (Francia, 160 millones de libras esterlinas; Inglaterra, 68). Por aproximado que sea
este cálculo, la diferencia entre las cifras es tal que no quedaría eliminada ni siquiera
320 •
Los mercados n<1eionales

teniendo en cuenta el PNB de Escocia y el de Irlanda. En esta comparación, Francia


prima por su extensión y su población. La hazaña consiste en que Inglaterra logra la
igualdad presupuestaría con un país más grande o más rico que ella. Es la rana que,
contrariamente a la moraleja de la fábula, logra hacerse tan grande como el buey.
Esta hazaña sólo es comprensible a la luz de la renta per capita, por una pane, y
de la estructura del impuesto, por la otra. El impuesto directo, que constituye en Fran-
cia la mayor parte de la carga fiscal, es siempre, política y administrativamente, mal
recibido y difícil de aumentar. En Inglaterra, es el tributo indirecto sobre muchos pro-
ductos de consumo (incluido el consumo masivo) el que forma la mayor parte del im-
puesto (el 70%, de 1750 a 1780). Ahora bien, este impuesto indirecto es menos visi-
ble, más fácil de disimular en los precios mismos, y tanto más productivo cuanto que
el mercado nacional está más ampliamente abierto que en Francia, cuanto que el con-
sumo pasa más generalmente por el mercado. En fin, incluso si se acepta la diferencia
de los PNB ya indicada {160 y 68 millones de libras esterlinas), puesto que la razón de
las poblaciones es de 1 a 3 a favor de Francia, Inglaterra prevalece, evidentemente, en
la carrera de la renta per capita: Francia, 6; Inglaterra, 7, 31. La diferencia es notable,
aunque no tan grande como creían los caricaturistas ingleses habituados a representar
al inglés como un grande y macizo John Bull, y al francés como un alfeñique. ¿Fue
porque la imagen se le había impuesto finalmente o por reacción nacionalista por lo
que Louis Simond 363 , ese francés convertido en americano, se manifiesta asombrado en
Londres, en 1810-1812, de la pequeña talla de los ingleses que encuentra en la calle?
En Bristol los reclutas le parecen de estatura muy mediocre; ¡sólo los oficiales hallan
merced a sus ojos!
¿Qué concluir, entonces? Quizás que se ha subestimado el crecimiento de Francia
en el siglo XVIII: compensa, en ese momento, una parte de su retraso, sin duda con
todos los inconvenientes de las transformaciones estructurales que produce, general-
mente, un crecimiento acelerado. Pero, también, que la riqueza masiva de Francia no
ha prevalecido sobre la riqueza «artificial», como diría Accarias de Sérionne, de Ingla-
terra. Hagamos una vez más el elogio de lo artificial. Si no me equivoco, Inglaterra,
más que Francia, vivió bajo tensión durante largos años. Pero es esta tensión la que ha
alimentado el genio de Albión. Y no olvidemos, finalmente, el elemento circunstan-
cial, que ha tenido su importancia en este larguísimo duelo. Si la Europa conservadora
y reaccionaria no hubiese servido a Inglaterra, trabajado para ella, la victoria sobre la
Francia revolucionaria e imperial qaizás hubiera tardado. Si las Guerras Napoleónicas
no hubiesen apartado a Francia de los intercambios mundiales, Inglaterra hubiera im-
puesto su férula al mundo con menos facilidad.

321
ero/ 'I '?
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Fernand Braudel

Civilizaci6n material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo III

EL TIEMPO
DEL MUNDO
Versión española de Néstor Míguez

1111111111111111
3 9o 5 o 8 o 0-1 8 6 1

Alianza
Editorial
Capítulo 5

EL MUNDO A FAVOR O EN
CONTRA DE EUROPA

Dejemos con sus querellas a los grandes de Ja economía-mundo europea, Aíbión,


la Francia de Vergennes y sus comparsas, cómplices o rivales, para tratar de ver mejor
el resto el mundo, es decir:
-la gran Europa marginal del Este, esa economía-mundo por sí sola que fue durante
largo tiempo Moscovia e incluso la Rusia moderna, basca la época de Pedro el Grande;
-el Africa Negra, a la que se llama con ligereza primitiva;
-la América que se europeíza lenta pero firmemente;
-el Islam, en la declinación de su esplendor;
-por último, el enorme Extremo Oriente 1 •
Nos gustaría ver en sí misma a esta no-Europa 2 , pero, desde antes del siglo XVIII,
no se puede comprender fuera de la sombra proyectada sobre ella por el Occidente eu-
ropeo. Ya todos los problemas del mundo se plantean desde el punto de v~.sta del eu-
rocentrismo, y se podría, aunque sea un punto de vista estrecho y abusivo, describir a
América como un éxito casi completo de Europa; al Africa Negra como un éxito más
avanzado de lo que parece; al doble caso, contradictorio y análogo, de Rusia y el Im-
perio Turco como éxitos en vías de elaboración muy lema pero ineluctable; al Extremo
Oriente, desde las orillas del Mar Rojo, desde Abisinia y Africa del Sur hasta Insulin-
dia, China y Japón, como un éxito discutible, más brillante que real: Europa, cierta-
mente, se percibe allí de pies a cabeza, pero porque la contemplamos de manera abu-
sivamente privilegiada. Si trasladásemos nuestro pequeño continente al medio de las
tierras y los mares de Asia, se perdería allí con bienes y personas. Y, todavía en el si-
glo XVIII, no había adquirido la enorme potencia industrial que debía anular, por un
tiempo, esa desproporción.
En todo caso, es del mundo entero de donde Europa extrae ya una notable parte

322
'
El mundo a favor o en mntra de Europa

de su substancia y su fuerza. Y es este suplemento lo que la pone por encima de sí


misma, frente a las tareas que halla en la ruta de sus progresos. Sin esta ayuda cons-
tante, ¿hubiera sido posible desde fines_ del siglo XVIII su Revolución Industrial, clave
principal de su destino? Se plantea la pregunta, cualquiera que sea la respuesta de los
historiadores.
También se plantea la cuestión de saber si Europa ha tenido o no una naturaleza
humana, histórica, distinta de la del resto del mundo; por ende, si la confrontación
que organiza este capítulo, al subrayar contrastes y oposiciones, permitirá o no juzgar
mejor a Europa, es decir, su éxito. De hecho, las conclusiones del viaje r.o irán en una
sola dirección. Pues el mundo, como lo veremos diez veces, se asemeja también en sus
experiencias económicas a Europa. La diferencia es incluso a veces muy pequeña. No
por ello es menos real, esencialmente en razón de una coherencia y una eficacia euro-
peas que son quizás, después de todo, una función de su pequeñez relativa. Si Francia,
teniendo en cuenta la medida del tiempo, tuvo la desventaja de poseer dimensiones
demasiado grandes frente a Inglaterra, ¿qué decir de Asia, o de Rusia, o de la América
naciente o del Africa subpoblada, frente a la Europa Occidental, minúscula y con ex-
cesivo voltaje? La ventaja de Europa se debe también, ya lo hemos visto, a estructuras 1

sociales particulares que favorecieron en ella una acumulación capitalista más vasta, me-
jor asegurada de su futuro, con más frecuencia protegida por el Estado que en conflicto
con él. Pero está claro también que si estas superioridades, relativamente ligeras, no se
hubieran traducido en dominación, en todos los sentidos del término, el empuje eu-
ropeo no hubiera tenido el mismo brillo, ni la misma rapidez ni, sobre todo, las mis-
mas consecuencias.
El mundo a favor o en cvntra de Europa

LAS AMERICAS
O LA APUESTA DE LAS APUESTAS

¿Son las Américas una «periferia>, una «coneza>, de Europa? Cualquiera de estas
fórmulas expresan bien la manera en que el Nuevo Mundo, a panir de 1492. entró
poco a poco, con bienes y personas, pasado, presente y futuro, en la esfera de acción
y de reflexión~ de Europa, la manera en que se integró en ella y adquirió finalmente
su fantástica significación nueva. América, a la que Wallerstein no vacila ni un instan-
te en incluir en la economía-mundo europea del siglo XVI, ¿no es la explicación fun-
damental de Europa? ¿Acaso ésta no ha descubierto, «inventado>~, América y celebra-
do el viaje de Colón como el mayor acontecimiento de la historia «desde la creación> 5 ?
Sin duda, Friedrich Lütge y Heinrich Bechcel6 tienen derecho a minimizar los pri-
meros efectos del descubrimiento del Nuevo Mundo, sobre todo en la perspectiva de
la historia alemana. Pe:ro, una vez que entró en la vida de Europa, América cambió
poco a poco todas sus bases profundas e incluso ha reorientado su acción. Ignacio Me-
yerson7 afirma, después de algunos otros, que el individuo es lo que hace; que se de-
fine y se revela por su acción misma, que «el ser y el hacer> son una y la misma cosa;
entonces, diría yo que América es el hacer de Europa, la obra por la cual revela mejor
su ser. Pero una obra tan lenta en realizarse y concluirse que sólo adquiere sentido vista
en su conjunto, en la plenitud de su duración.

La inmensidad hostil
y sin embargo favorable

Si la América descubierta dio poco a Europa, inmediatamente, fue porque ella sólo
era parcialmente reconocida y poseída todavía por el hombre blanco. Y Europa debió
"' pacientemente reconstruirla a su imagen para que empezase a responder a sus deseos.
Esta reconstrucción, claro está, no se hizo en un día: incluso hubo, al comienzo, cierta
insignificancia, cierta impotencia, de Europa frente a la tarea sobrehumana que se abría
ante ella y que entrevió bastante mal. De hecho, necesitó siglos para reconstituirse, no
sin. inmensas variantes y aberraciones, del otro lado del Atlántico, y tuvo que superar,
uno tras otro, una serie de obstáculos.
Y ante todo Íus de una naturaleza salvaje, que «muerde, ahoga, enarena, envene-
na, deprime>ª, los de una superabundancia inhumana del espacio. «Los españoles -se
lamenta un francés en 1717- tienen [en América] reinos más grandes que Europa en-
tera>9. Es verdad. Pero esta inmensidad dificultó sus conquistaS. Treinta años bastaron
a los conquistadores para vencer a frágiles civilizaciones amerindias; sin embargo, esta
victoria, sólo les dio, a lo sumo, 3 millones de km 2 , mal incorporados a sus dominios,
además. Un siglo y medio más tarde, hacia 1680, cuando la extensión europea y espa-
ñola empieza a llegar a la abundancia, sólo ha sido ocupado la mitad del Nuevo Mun-
do, quizás 7 sobre 14 ó l') millones de kilómetros cuadrados 10 Entonces, una vez
sometidos los grandes sectores de las civilizaciones amerindias, ¿no se trató siempre de
luchar contra un espacio vacío y poblaciones todavía en la edad de piedra, en las cuales
ningún conquistador podía apoyarse? Las tres célebres incursiones de los~· des-
de el siglo XVI, a través de la inmensidad de América del Sur, en busca de oro, de pie-
dras preciosas y de esclavos, no fueron con.quista ni colonización: no dejan más rastros
tras de sí que la estela de un barco en alta mar. ¿Y qué descubre el espafü-.l que llega

324
F.! mund" ti ¡,nJor o en contr.:i de Europa

• Colonias inglesa.r
c:J Colonias hofandesa.r

39. INGIESES Y HOLANDESES EN AMERICA DEL NORTE EN 1660


La ocupat:ión, dirpemJ y limitada a la costa solamente, no cubre toda•ía, en 1660, rmú que una parte muy pequeña del
territono por conquistar. La p01ición holandesa, en New Amsterdam y a lo largo del Hudson, rerá abandon11da con la Paz
de Breda de 1667. (Tom11do de Rein, Europaisch• Ausbreitung, pi. XVII.)

al sur, en Chile, a mediados del siglo XVI? El vacío casi absoluto. «Del lado de Ataca-
ma, cerca de la costa desértica, ves tierras sin hombres, donde no hay ni un pájaro, ni
un animal, ni un árbol, ni siquiera un follaje> 11 • ¡Así canta Ercilla! La «frontera>, es-
pacio vacío que es necesario someter a la presencia de" los hombres, está constantemen-
te en el horizonte de. la historia americana, tanto en el este del Perú como en el sur
de Chile, como frente a los llanos de Venezuela, o en el interminable país canadiense,
o a través del, Far West de Estados Unidos, o en la inmensa Argentina en el siglo XIX,

325
F.! mundo a favor o en contra de Europa

o todavía en el XX, en el oeste profundo del Estado brasileño de Sao Paulo 11 : duración
abrumadora de los transportes, agotamiento de las marchas interminables. En el inte-
rior de Nueva Espafia (México) se viaja con la brújula o el astrolabio en la mano, como
en alta mar 13 • En Brasil, en el lejano Goyaz, descubren oro Buena da Silva y su hijo,
en 1682; diez años más tarde, «en 1692, éste vuelve a panir para Goyaz con algunos
compañeros; tardarán tres años en llegar a los yacimientos:o 14 •
Las colonias inglesas, todavía poco pobladas, se dispersan desde Maine hasta Geor-
gia, sobre 2.000 km, «la distancia de París a Marruecos». Y las rutas que existen son
rudimentarias, apenas trazadas; casi no hay puentes, y pocas barcazas. Así, en 1776,
«la noticia de la declaración de la independencia tardó el mismo tiempo -veintinueve
días- para ir de Filadelfia a Charleston que de Filadelfia a Paris> 1 ~.
Como todo factor natural, es verdad, la inmensidad americana actúa de diversas ma-
neras, tiene diversos lenguajes; es freno, pero también estímulo; construcción, pero tam-
bién liberación. En la medida en que abunda en exceso, la tierra pierde valor y el hom-
bre se valoriza. La América vacía sólo puede ser si el hombre está sólidamente aferrado
a ella, encerrado en su tarea: la servidumbre, la esclavitud, estas antiguas cadenas, re-
nacen, por sí solas, como una necesidad o una maldición impuesta por el exceso del
espacio. Pero éste es también liberación, tentación. El indio que huye de sus amos blan-
cos dispone de refugios sin límites. Los esclavos negros, para escapar de los talleres, las
minas o las plantaciones, sólo tienen que marcharse a las zonas montañosas o los bos-
ques impenetrables. Imagínese, en su persecución, las dificultades de las entradas, esas
expediciones punitivas a través de los bosques de Brasil, densos, sin rutas, que obligan
«al soldado a llevar en sus espaldas armas, pólvora, balas ... , harina, agua potable, pes-
cado y carne> 16 ... El quilombo de Palmares 17 , la república de negros cimarrones cuya
larga supervivencia ya hemos señalado, es por sí solo, en el interior de Bahía, una re-
gión quizás tan vasta como todo Portugal.
En cuanto a los trabajadores blancos, inmigrantes más o menos voluntarios, un con-
trato los ata a un amo que raramente es benevolente. Pero terminado el contrato, las
zonas pioneras les ofrecen inmensas tierras nuevas. La América colonial está llerla de
«extremos del mundo>, de «finisterres> temibles en sí mismos, pero valen tanto como
los campos de suelos ligeros de la fi!!.°Rf!. siberiana; y, como ellos, son tierras de promi-
sión, puesto que confieren la libertad. Es la gran diferencia con la vieja Europa Occi-
dental, un «mundo lleno», diría Chunu, sin vacíos, sin tierras vírgenes, y donde la re-
lación subsistencia/población se reequilibra, cuando es necesario, por el hambre y la
emigración a las lejanías 18 •

Mercados regt'onales
o nact'onales

Sin embargo, poco a poco, se ha capturado el espacio. Toda i:;ÁJJ.dad esbozada, por
modesta que sea, es un punto ganado; toda ciudad que crece, una victoria modesta,
pero una victoria. De igual modo, todo camino recorrido (por lo general, gracias a la
experiencia india y a los víveres aportados por los indígenas) significa un progreso, con-
dición de otro progreso, particularmente de un abastecimiento urbano más fácil y la
animación de ferias que surgen un poco por todas panes. No hablo solamente de las
ferias célebres que están bajo el signo de la economía internacional, en Nombre de
Dios, Ponobelo, Panamá, Veracruz o Jalapa, sobre el camino de México, sino también
de las ferias locales y los mercados modestos que surgen en medio del vacío, la feria
de pieles de Albany, detrás de Nueva York, por ejemplo, o las ferias de redistribución
326
'
El mundo a favor o en contra de E11ropa

de San Juan de los Lagos y de Saltillo, que tienen una imponancia creciente en el nor-
te de México 19 •
Cuando, desde fines del siglo XVII, un fuene impulso vital sacude al conjunto de
las Américas, se completa una primera organización del espacio económico. Mercados
regionales (o ya nacionales) se perfilan en la vasta América Española, en el interior mis-
mo de divisiones administrativas precozmente creadas, marcos semivacíos que termi-
nan por llenarse de hombres, de rutas y de convoyes de bestias de carga: es el caso del
Virreinato del Perú, que no corresponde solamente al Perú independiente de hoy; de
la Audiencia de Quito, que se convertirá en Ecuador; de la Audiencia de Charcas, la
actual Bolivia. Jean Pierre Berthe 20 ha esbozado, en el marco de la Audiencia mexicana
de Nueva Galicia, creada en 1548, la génesis del mercado regiOnal que se constituye
alrededor de la ciudad de Guadalajara y su región .próxíma_,..!En cuanto al estudio de
Marcello Carmagnani 21 sobre el Chile del siglo xvm, es quizás el mejor estudio existen-
te sobre la formación de un mercado regional, o incluso «nacional>, tanto más cuanto
que se coloca en el plano decisivo de la teoría general.
La ocupación del espacio es una operación lenta, y cuando terminaba el siglo XVIII
quedaban -y quedan aún- tierras vacías, aparradas de las rutas, o sea, espacio de so-
bra a través de la América entera. De ahí la existencia, hasta nuestros días, de muchos
itinerantes, hasta el punto de constituir categorías de hombres a los que se da un nom-
bre genérico: los vadios brasileños, los rotos, los harapientos de Chile, o los vagos de
México. El hombre jamás ha echado raíces (lo que se llama echar raíces) en la inmen-
sidad americana. A mediados del siglo XIX, los garimpeiros, buscadores de diamantes

La construcción de Savannah, en Georgia. Frontispicio del libro de Benjamin Martyn Reasons


for establishing the colony of Georgia, 1733. (Bn'tish Library.)

327
El mundo a favor o en contra de Europa

y de oro perdidos en el sertao brasileño, vuelven al sur de Bahía, en la zona atlántica


de los Ilheos, y crean allr plantaciones de árboles de cacao, que todavía existen 22 • Pero
la explotación agrícola misma no fija a Jos hombres, dispuestos a menudo a marcharse,
amos, hombres y animales juntos, como si el Nuevo Mundo tuviese dificultad para
crear y mantener campesinados arraigados como en Europa. El campesino típico del in-
terior brasileño de ayer y de hoy, el caboclo, se desplaza casi tan fácilmente como el
obrero de las fábricas modernas; el peón de Argentina, sin ser tan móvil como el gau-
cho del siglo anterior, es también un viajero entusiasta.
El hombre, pues, solo parcialmente se apodera del espacio; el animal salvaje, to-
davía en el siglo XVIII, pulula en la alegría de vivir, sobre todo a través de la vasta y
-,... continental América del None, país de los bisontes, de los osos pardos y de esas ardi-
llas grises -las mismas que las del Este de Europa- que realizan en masas compactas,
a través de ríos y napas lacustres, fantásticas migraciones 23. Los bovinos y los caballos
llegados de Europa, que vuelven al estado salvaje, se multiplican de manera increíble,
amenazando con destruir los cultivos. ¿No es la más pintoresca de las colonizaciones la
que ofrece, a nuestros ojos, la primera historia europea del Nuevo Mundo? Además,
en amplias zonas de la Nueva España, que -al declinar la población indígena- se
han vaciado de habitantes, el ganado salvaje sustituye a los hombres 24 •

Servidumhres
sucesivas

En estas tierras demasiado vastas, pues, la rareza de los hombres ha sido el proble-
ma sempiterno. En la América en vías de formación, era necesaria una mano de obra
creciente, fácil de mantener, barata -gratuita hubiera sido lo ideal-, para que se de-
sarrollase la economía nueva. El libro precursor de Eric Williamsn ha señalado enfáti-
camente el nexo de causa a efecto que une la esclavitud; la seudoesclavitud, la servi-
dumbre, la seudoservidumbre, el salariado y el seudosalariado del Nuevo Mondo con
el ascenso capitalista de la Vieja Europa. cLa esencia del mercantilísmo -escribe, re-
sumiendo- es la esclavitud>26 • Es lo que había dicho Marx de otra manera, en cuna
frase relámpago, de una densidad histórica quizás única>: cLa esclavitud disimulada de
4 los asalariados de Europa sólo podía erigirse sobre la esclavitud pura y simple de Jos
asalariados del Nuevo Mundo:. 27 ,
Nadie se asombrará ante la aflicción de esos hombres de América, cualquiera que
sea el color de su piel; su aflicción no se explica solamente por los amos cercanos de
las plantaciones, por los empresarios de las minas, por los mercaderes prestamistas del
Consulado de México o de otras panes, por los ásperos funcionarios de la Corona de
España, por Jos vendedores de azúcar o de tabaco; por los tratantes de esclavos o por
los capitanes «especuladores> de los barcos mercantes ... Todos desempeffan su papel,
pero son en cierto modó delegados, intermediarios. Las Casas los denunci~ como los
únicos responsables de la «servidumbre infernal> de los indios; hubiera deseado negar-
les los sacramentos, ponerlos fuera de la Iglesia; pero jamás puso en discusión, por el
contrario, la dominación española. El rey de Castilla, el Apóstol Mayor, responsable
de la evangelización, tiene el derecho de ser Imperador sobre muchos reyes [en cas-
tellano en el original], ei amo de las soberanías indígenas 28 • De hecho, la verda-
dera raíz del mal está del otro lado del Atlántico, en Madrid, en Sevilla, en Cádíz,
en Lisboa, en Burdeos, en Nantes, incluso en Génova, seguramente en Bristol, pronto
en Liverpool, en Londres y en Amsterdam. Es inherente al fenómeno de reducción de
un continente a la condición de penferia, impuesta por una fuerza lejana, indiferente

328
El m1mdo a favor o en contm de Europa

a los sacrificios de los hombres, que actúa según la lógica casi mecánica de una econo·
mía-mundo. En lo que concierne al indio o al negro de Africa, la palabra genocidio
no es abusiva, pero, en este caso, obsérvese que el hombre blanco no quedó totalmen-
te indemne; a lo sumo, salió mejor parado.
De hecho, las servidumbres se suceden en el Nuevo Mundo y se superponen unas
a otras: la india, hallada en el lugar, no resiste a la fabulosa prueba; la blanca, la eu-
ropea (quiero decir, la de los e;ig{lgé..r franceses, la de los se_ryJ/.fÚJ ingleses) aparecerá
en los intercambios, sobre todo en las Antillas y las colonias inglesas del Continente;
la negra, finalmente, la africana, tendrá la fuerza de arraigarse, de multiplicarse contra
todo; y aún hay que añadir, para terminar, las inmigraciones masivas llegadas de toda
Europa, en los siglos XIX y XX, y que se aceleran, como por azar, en el momento en
que la provisión de hombres de Africa se interrumpe o está por interrumpirse. Ningu-
na mercancía, decía el comandante de un barco francés en 1935, es más cómoda de
transportar que los migrantes de la 4. ª clase: embarca y desembarca por sí sola.
La servidumbre india sólo resistió allí donde había, para garantizar su duración y
su empleo, densidad de las poblaciones y coherencia de las sociedades, esa coherencia
que crea la obediencia y la docilidad. Es decir, únicamente en la zona de los antiguos
Imperios Azteca e Inca. En ottas partes, laii poblaciones primitivas se quebraron por sí
solas desde el comienzo de la prueba, tanto en el inmenso Brasil, donde el indígena
de fos litorales huye hacia el interior, como en el territorio de Estados Unidos (las trece
antiguas colonias): «En '1790, quedaban 300 indios en Pennsylvania; l. 500 en el Esta·
do de Nueva York; 1.500 en Massachusetts; 10.000 en las Carolinas ... >i 9 De igual mo-
do, en lru; Antillas, frente a los españoles, holandeses, franceses e ingleses, los indíge-
nas quedaron eliminados, víctimas de las enfermedades importadas de Europa y por
no poder ser utilizado~ por los recién Uegados 30 •
Por el contrario, en las zonas pobladas a las que, desde el comienzo, se dirigió la
conquista española, el indio resultó ser fácilmente captable. Milagrosamente, sobrevi-
vió a las pruebas de la conquista y de la explotación colonial: a las matanzas masivas,
a las guerras implacables, a las rupturas de los lazos sociales, a la utilización forzada de
su «poder de trabajo», a la mortalidad que ocasionaron los traslados y las minas, y, pa-
ra terminar, a las enfermedades epidémicas llevadas de Europa y Africa por los blancos
y los negros. De veinticinco millones de habitantes, México central hubiera pasado,•
así, se calcula, a una población residual de un millón. El mismo descenso cabismal> se
produjo en la isla de La Española (Haití), en Yucatán, en América Central y, un poco
más tarde, en Colombia 31 • Un detalle sobrecogedor: en México, en los comienzos de
la conquista los franciscanos celebraban los oficios en las plazas que había delante de
sus iglesias, tan numerosas eran las multitudes de fieles; pero, desde fines del siglo XVI,
la misa se dice en el interior de esas mismas iglesias, incluso en simples capillas 31 • Se
asiste a una fantástica regresión, sin medida común con la, sin embargo, siniestra Peste
Negra que azotó a Europa en el siglo XIV. Pero la masa indígena no desapareció; se
reconstituyó a partir de mediados del siglo XVII, en beneficio, naturalmente, de sus
amos españoles. La explotación del indio prosiguió con la seudoservidumbre de las en-
comiendas, los sirvientes domésticos de las ciudades y el trabajo forzado en las minas,
designado con el nombre general de repartimiento, conocido como el cuatequitl en
México y como la mita en Ecuador, Perú, Bolivia y Colombia 33 •
Sin embargo, en la Nueva España, desde el siglo XVI, hace su aparición el trabajo.,
«librel) de los asalariados, favorecido por una crisis compleja. Ante todo, a continua-
ción del reflujo de las poblaciones indias, surgieron verdaderos Wüstungen, zonas de-
sérticas, como en la Europa de los siglos XIV y XV. La tierra de las aldeas indias se con-
trae como una piel de zapa alrededor de ellas, y es en el vacío creado espontáneamente
o provocado por confiscaciones abusivas donde se desarrollan las grandes propiedades,

329
El m1mdo a favor o en contra de Europa

La eJcena repreJent.t ¡,·mbablemente una mo11ilización de los trabajadores indioJ ante las senzalas
(que son las bamzcaJ de los esclavos). Sirve de 11iñeta al mapa de las tres batallas na11ales que
enfrentaron a los holandeses contra los eJpañoles unidos a los portugueseJ, el 13, el 14 y el 17
de enero de 1640. Mapa de la Prefectura de Paraiba y Río Grande, grabado en 1647. B.N.,
Mapas y Planos, Ge CC 1339, mapa 133. (Clisé de la B.N.)

las haciendas. Para el indio que quiere huir de las cargas colectivas que le imponen su
c1 aldea y el Estado en búsqueda de mano de obra, la evasión es posible hacia las hacien-
das, donde se desarrolla una servjdumbre de hecho y más tarde se impondrá el recurso
a obreros asalariados; hacia las ciudades, donde lo reciben el servicio doméstico y los
talleres de artesanos; hacia las minas, finalmente, no las muy cercanas a México, donde
se mantendrá el trabajo forzado, sino más al none, a esas aglomeraciones que florecen
en pleno desierto, desde Guanajuato hasta San Luis de Potosí. Más de 3.000 minas, a
veces minúsculas, se dispersan allí, minas que se repanen, en el siglo XVI, de 10.000
a 11.000 mineros, quizás 70.000 en el siglo XVlll; allí los obreros llegan de todas partes,
indios, mestizos y blancos que, además, se confunden. La introducción, después de
1554-1556, del procedimiento de la amalgama 34 pern.itió el tratamiento del mineral
pobre, la reducción de los costes generales y el aumento de la productividad y de la
producción.
Como en Europa, este pequeño universo de mineros está apartado; tanto los patro-
nes, como los obreros, son gastadores, inquietos y jugadores. Los obreros tienen una
especie de prima -el par#do- en función del mineral producido. Sus salarios son,
aunque relativos, muy elevados, pero su oficio es terrible (no se utiliza la pólvora antes
del siglo XVIII), y es una población revoltosa, violenta y hasta cruel a veces; bebe y fes-

330 •
El mundo a favor o en rnnlY<I de Europa

teja; no son solamente los «paraísos artificiales» de los que habla, divertido, un histo-
riador35, sino la fiesta absurda y, por encima de todo, la necesidad obstinada de apa-
rentar. En el siglo XVIll todo se agrava, como si la prosperidad fuese mala consejera.
Ocurre 36 que un obrero que, al final de la semana, tenga 300 pr.sos en su bolsa, los
gasta inmediatamente. Un obrero se compra vestidos de gala, blusas de tela de Holan-
da, otro invita a 2.000 personas a correrse una juerga a sus expensas y despilfarra los
40.000 pesos que le había dado el descubrimiento de una pequeña mina. Así gira so-
bre sí mismo este mundo nunca tranquilo.
El espectáculo es menos teatral, menos alegre, en verdad, en las minas de Perú, las
más importantes de América en el siglo XVI. La amalgama llega allí con retraso, en
1) 72, pero.no será liberadora. El trabajo forzado de la mita se mantiene y Potosí sigue
siendo un infierno. ¿Se mantiene el sistema en raz(m de su mismo éxito? Es posible.
Sólo al final del siglo, Potosí perderá una supremacía que ya no volverá a tener, pese
a la vuelta a la actividad en el siglo XVIII.
Finalmente, el indio carga sobre sus hombros las primeras explotaciones vastas del.~
Nuevo Mundo al servicio de España: las minas; la producción agrícola -piénsese en
el cultivo-O.el maíz, clave de la supervivencia americana-; el mantenimiento de las ca-
ravanas de mulos o de llamas sin las cuales el metal blanco y muchos otros productos
rio circularían, oficialmente de Potosí a Ari~ª· y de manera clandestina del Alto Perú,
por Córdoba, hasta Río de la Plata37. -·--
En cambio, allí donde fos indios sólo vivían en sociedades tribales dispersas, la co-
lonización europea tuvo que construir mucho por sí sola: así ocurrió en el Brasil ante-
rior a las plantaciones azucareras; lo mismo en las colonias francesas e inglesas del «Con-
tinente» o de las Antillas. Hasta cerca de los años 1670-1680, ingleses y franceses de-
bieron apelar en gran medida a los «f!.'f!.K(lg{s_~Jcontratados], el término francés, o a los
ülenJ!l.!.~tÍ.S..i!rvants (servidores con un contrato debidamente registrado), el término in-
glés. Engagés y servants son casi esclavos 38 • Su suerte no es muy diferente de la de los
negros que empiezan a llegar; como ellos, han sido transportados a través del océano
en el fondo de las bodegas, en barcos pequeños donde falca sitio y el alimento es exe-
crable. Además, cuando llegaban a América a expensas de una compañía, ésta tenía el
derecho de reembolsarse los gastos: entonces, los «engagés» eran vendidos, ni más ni
menos que como esclavos, auscultados y palpados como caballos por los compradores 39 •
Sin duda, ni el engagé ni el servant son esclavos de por vida, ni son esclavos sus des-
cendientes. Pero por esto mismo el amo no se preocupa de cuidarlos: sabe que los per-
derá al final de su contrato (36 meses en las Antillas Francesas, de 4 a 7 años en las
posesiones inglesas).
Tanto en Inglaterra como en Francia, se utilizan todos los medios para reclutar a
los emigrantes necesarios. Han sido encontrados más de 6.000 contratos de engagés en
los archivos de La Rochela, para el período 1635-1715; la mitad de los reclutados pro-
venían de Saint9nge, Poitou y Aunis, provincias falsamente ricas. Para multiplicar las
partidas, la violencia se sumaba a la publicidad falaz. En ciertos barrios de París se ha-
cían redad~s40 • En Bristol, se raptaba, sin otra forma de proceso, a hombres, mujeres
y niños, o bien pesadas condenas multiplicaban los «voluntarios» para el Nuevo Mun-
do, quienes se salvaban así de la horca. En resumen, ¡se los condenaba a las colonias
como a las galeras! Bajo Cromwell, hubo envíos masivos de prisioneros escoceses e ir-
landeses, De 1717 a 1779, Inglaterra mandó a sus colonias a 50. 000 deportados41 , y
un evangelista humanitario,John Oglethorpe, fundó en 1732 la nueva colonia de Geor-
gia para recibir en dla a los numerosos encarcelados por deudas 42 •
Hubo, pues, una vasta y larga «Servidumbre:. blanca. Eric Williams insiste en ello,
pues, para él, las servidumbres en América se relevan y, de algún modo, se engendran
linas a otras; cuando una cesa, otra la sucede. La sucesión no se realiza de manera au-
331
F.1 mundo a favor o en contra de Europa

tomática, pero, en conjunto, la regla es clara. La servidumbre blanca sólo apareció en


la medida en que la india decayó, y la esclavitud negra -esa prodigiosa proyección de
Africa hacia el Nuevo Mundo- no se desarrolló más que a consecuencia de la insufi-
ciencia del trabajo indio y de la mano de obra importada de Europa. Allí donde el ne-
gro no fue utilizado -por ejemplo, en los cultivos de trigo al norte de Nueva York-,
el servant permanecerá allí hasta el siglo XVIII. Así ha operado una exigencia colonial
que ha dirigido cambios y secuencias por razones económicas, no raciales; no tienen
«nada que ver con el color de la pieb 43 • Los «esclavos» blancos ceden el lugar porque
tenían el defecto de serlo a título temporal; y quizás costaban demasiado caros, aunque
sólo fuese en razón de su alimentación.
Esos engagés y esos servants, una vez liberados, roturaron y ganaron para la agri-
cultura pequeñas propiedades dedicadas al tabaco, al índigo, al café o al algodón. Pero
" luego perdieron a menudo la partida frente a las grandes plantaciones, nacidas del cul-
tivo conquistador de la caña de azúcar, empresa costosa y por ende capitalista, que exi-
gía una mano de obra importante y material, por no decir un capital fijo. Y en este
capital fijo tuvo su lugar el esclavo negro. La gtan propiedad azucarera elimina a la pe-
queña propiedad, que sin embargo había ayudado a lanzarJa: el terreno conquistado;
desbrozado por el pequeño roturador, favorece, en efecto, la creación de las plantacio-
nes. Ayer, hacia el decenio de 1930, el mismo proceso eta visible en las zonas adelan-
tadas del Estado de Sáo Paulo, en Brasil, donde una pequeña propiedad transitoria pre-
paraba el terreno a la5 vastas fazendas de café que finalmente la sustituían. .
En los siglos XVI y XVII, con la gran propiedad (grande relativamente), se multipli-
~ can los esclavos negros que son su condición sine qua non. Después del descenso dra-
mático de la población india, el proceso económico que abre América a las poblaciones
africanas actúa por sí solo: cEs el dinero y no las pasiones, buenas o malas, el que ha
tramado el complob 44 • Más fuerte que el indio (un negro, se decía, vale por cuatro
indios), más dócil, más dependiente porque está separado de su comunidad de origen,
el esclavo africano se compra como una mercancía, hasta por encargo. El tráfico de los
negreros permitirá el surgimiento de plantaciones azucareras enormes para la época, en
el límite de lo que permitía el transporte por carro de la- caña, que, tan pronto como
era cortada, debía ser llevada, para que no se echase a perder, al molino y triturada
sin demora4 j. En estas vastas empresas, había lugar para un trabajo regular, bien divi-
dido, monótono y sin gran cualificación, aparte de tres o cuatro cargos de técnicos, de
obreros cualificados.
La docilidad, la permanencia y la fuerza de la mano de obra negra hicieron de ella
la herramienta menos cara, la más eficaz y pronto la única buscada. Si en Virginia y
Maryland el tabaco, cultivado primero por pequeños propietarios blancos, tuvo un gran
avance de 1663 a 169946 -su exportación se multiplicó por seis- fue porque se pasó
del trabajo blanco a la mano de obra negra. Al mismo tiempo, como es lógico, surgió
una aristocracia semifeudal, brillante, cultivada y abusiva también. El tabaco cultivado
a gran escala para la exportación, corno el trigo en Sicilia o en Polonia, como el azúcar
en el Nordeste brasileño o en las Antillas, creó un mismo orden social. A causas idén-
ticas corresponden resultados análogos._ 1
Pero el negro fue utilizado en mucHas otras tareas. Así, el lavado del oro brasileño
que se inicia en los últimos años del siglo XVII resulta de la incorporación, en el cora-
zón de Minas Geraes, de Goyaz y del sertiio de Bahía, de millares de esclavos negros.
Y si los negros no van a trabajar a las minas de plata de los Andes o del norte de la
Nueva España, es (razón de peso) porque cuestan más caros en el interior del Conti-
nente, después de un viaje interminable, que en el litoral atlántico, y no solamente,
como se ha dicho, porque el frío de las alturas montañosas (que desempeñó su papel)
les impedía el durísimo trabajo en las minas.

332
Grabado que 1/uJtra el Voyage pittoresque ec historique au Brésil (1834) de). B. Debret, cuyo
comentan·o ofrece él mismo (pp. 78-79). En la calle del Val-Longo, en Río de janeiro, esta tien-
da de esclavos es un •verdadero depósito•, a donde los negros, al llegar de las costas de Africa,
son conducidos por sus propietarios. El tendero, sentado en un sillón, discute con un Mineiro
(un propietano de Minas Geraes) la compra de un nino. El camaranchún enrejado, al fondo, sirve
de áormiton'o co1ilún de lor negros, que suben a él mediante una escala. No hay ventanas, salvo
algunas troneras. •Tal es -concluye Debret- el bazar donde se venden hombres.• (Clisé de la
B.N.)

las manos de obra serviles de América, de hecho, han sido más intercambiables de
lo que se ha dicho. los indios pueden ser lavadores de oro, y lo son alrededor de Qui-
to. De igual modo, dejemos de lado las sandeces sobre la imposibilidad en que se ha-
llaría el blanco para vivir del trabajo de sus manos en los Trópicos (era lo que pensaba
Adam Smith, entre mil otros 47 ). Los engagés y los servants trabajaron en ellos en el
siglo XVII. Hace más de cien años que los alemanes se instalaron en Seaforc, en Jamai-
ca: allí viven y allí trabajan todavía. Desmontadores italianos cavaron el canal de Pa-
namá. Y el cultivo de la caña, en la Australia tropical del norte, es totalmente reali-
zado por blancos. Asimismo, en el sur de los Estados Unidos, -la mano de obra blanca
ha recuperado su importancia, mientras que los negros han emigrado hacia el norte,
al clima rudo, y sin pasarlo mejor ni peor, viven en Chicago, Detroit o Nueva York.
Entonces, si el clima, que -repicámoslo- ha tenido su importancia, no ha determi-

333
El mundo a favor o en rnntm de Eumpa

nado por sí solo la repartición y la implantación de los hombres a través del Nuevo Mun-
do, es evidentemente la historia la que se ha encargado de ello, la historia complicada
de la explotación europea, pero también, antes de ella, el pasado potente de los ame-
rindios, el cual, con el éxito inca y azteca, marcó de antemano sobre el suelo americano
de manera indeleble la permanencia amerindia. La historia, finalmente, ha dejado so-
brevivir hasta nosotros una América India, una América Africana y una América Blan-
ca; las ha mezclado, pero insuficientemente, pues todavía hoy siguen distinguiéndose
masivamente una de otra.

A favor de
Europa

¿Quién no ha repetido que América se vio obligada a repet.ir Europa? Es cierto en


parte· solamente, pero fo suficiente para no seguir al pie. de la letra a Alberto Flores
Galindo48 ; quien quisiera descartar toda interpretación europea de un fenómeno ame-
ricano cualquiera. En general, América ha debido recorrer, por su cuenta y como ha
podido; las largas etapas de la historia de Europa, sin respetar su orden, es verdad, ni
sus modelos. Las experiencias europeas ~Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, Re-
forma49 ... - se vuelven a encontrar en ella, aunque mezcladas. Así, he conservado el
recuerdo visual de zonas adelantadas americanas de hoy que recuerdan, mejor que cual-
quier descripción erudita, las zonas de roturación de los bosques medievales de Europa
en el siglo xm. De igual modo, ciertós·":tasgos·"de fas primeras ciudades europeas del
Nuevo Mundo y de sus familias patriarcales reproducert, para el historiador, una anti~
güedad aproximada, semiverd~dera, semifalsa, pero inolvidable. Confieso también que
me fascina la historia de esas ciudades americanas que progresan antes que las campi-
ñas, o al menos al mismo tiempo que ellas. Permiten imaginar bajo otro aspecto el gran-
de y decisivo avance urbano de la Europa de los siglos XI y XII, en el que la mayor par-
te de los medievalistas no quieren ver más que el fruto lentamente desarrollado de un
progreso agrícola, y no mercantil y urbano. ¡Y sin embargo ... !
¿Sería razonable no ver en eso más que simples reminiscencias, mientras que Eu-
ropa controla el desarrollo de ultramar y le impone sus reglas? En la medida en que
cada metrópoli pretendía conservar su trozo de América de modo exclusivo, imponién-
dole la observancia de los epactas coloniales> y el respeto de los cexclusivos>, las socie·
dades del otro lado del Atlántico no podían desligarse de las tutelas lejanas y de· los
modelos obsesivos de Europa, en verdad una genitrix que vigiló de cerca a su proge-
nitura y que sólo tuvo momentos de desatencióñalpfincipio, en la oscuridad y la me-
diocridad de las primeras implantaciones. Inglaterra y España dejaron crecer a su aire,
como pudieran y hasta como quisieran, a sus primeras Américas. Luego, después de
crecer y prosperar los niños, fueron sometidos a control y todas las cosas puestas en su
lugar; hubo «centralización>, como suele decirse, en beneficio de las instituciones
metropolitanas.
Centralización natural, tanto mejor aceptada cuanto que era indispensable para la
defensa de las jóvenes colonias contra los ataques de las otras potencias europeas. Pues
la rivalidad seguía viva entre los copartícipes del Nuevo Mundo. Había luchas sin fin
en los confir:es terrestres, y no menos a lo largo de los interminables litorales de
América.
Centralización facilitada, también, sin duda, por el hecho de que aseguraba, en el
interior de la colonia, la dominación de la minoría blanca, y de que ésta permanecía
atada a las creencias, los pensamientos, las lenguas y las artes de vivir de la ya cvieja>
334 •
El mundo a favor o i:n contra de f.urop,r

Europa. Poco numerosa en verdad, pero eficaz, activa y dominante, la aristocracia terri-
torial que posee el valle de Chile, en el siglo XVIII, está formada por «unas 200 fami-
lias»)º· En 1692, los ricachos de Potosí son un puñado de grandes personajes, «vesti-
dos con paños de oro y plata, pues cualquier otra ropa no sería bastante buena para
ellos» 51 ; el lujo de sus casas es inaudito. ¿Y cuántos son los negociantes opulentos de
Boston en vísperas de la revolución de 1774? Ahora bien, lo que salva a estos grupús-
culos es, sin duda, la pasividad de los trabajadores, ante todo, pero también la com-
plicidad de un orden social que envuelve todo y que Europa ciene, asimismo, interés
en mantener cueste lo que cueste.
Es verdad que esas sociedades se muestran más o menos dóciles, más o menos de-
pendientes, con respecto a las m ~trópolis. Pero la indisciplina, cuando la hay, no cam-
bia nada de su esencia, de su orden ni de sus funciones, inseparables del orden y de
las funciones que forman la osamenta de las sociedades europeas pasadas o actuales.
Las menos dóciles o las menos sujetas de estas sociedades son las que no están cogidas
en las grandes corrientes de los intercambios intercontinentales, aquellas cuya «econo-
mía mediocre ... no es arrastrada por un producto dominante» 52 , por una producción
teledirigida a través del Atlántico 53 • Estas sociedades y economías, que interesan poco
a los negociantes de Europa y no reciben inversiones ni encargos, siguen siendo pobres,
relativamente libres y abandonadas a la autarquía. Es el caso del Perú pastoral del dor-
so de los Andes, por encima de los bosques espesos de la Amazonia; es el caso de la
zona señorial de los llanos de Venezuela, donde los encomenderos no se han dejado
debilitar por el gobierno autoritario de Caracas; es el caso del valle del Sao Francisco,
este «tfo de los rebaños» más que semisalvajes del interior de Brasil, donde un señor
feudal, García de Resende, posee tierras tan vastas, se dice (pero prácticamente vacías),
como toda la Francia de Luis XIV; es el caso, también, de cualquier ciudad suficien-
temente perdida en el espacio americano, suficientemente aislada como para verse obli-
gada, aunque no tuviese ningún prurito de independencia, a gobernarse a sí misma.
A fines del siglo XVII, y todavía en el XVIII, Sao Paulo, la antigua capital de los pri-
meros ba~<J..~ir.a,nteIH, es un ejemplo de esas independencias obligadas. «los portugue-
ses -escribe Accarias de Sérionne en 1766- tienen pocos establecimieatos en el inte-
rior de Brasil; la ciudad de Sao Paulo es la que consideran más importante. [ ... ] Esta
ciudad está a más de doce horas en el interior ... »1l. «Es una especie de República -di-
ce Coreal-, compuesta en su origen por toda clase de gente sin f.:: y sin lepl6 • Los
«paulistas» se consideran como un pueblo libre. En verdad, es un nido de avispas: re-
corren las rutas del interior y sí bien abastecen a los campos de mineros, también sa-
quean las aldeas indias de las reducciones jesuitas de las márgenes del Paraná, y en sus
incursiones llegan hasta Perú y la Amazonia 57 (1659).
Sin embargo, las economías obedientes o domesticadas abundan. En efecto, como
Virginia por su tabaco, como Jamaica por su azúcar, ¿podrían resistirse, cuando viven
de las compras del mercado inglés y del crédito de Londres? Para la independencia de .,
las colonias de América, será necesaria una serie de condiciones previas, de hecho di-
fíciles de reunir, y, además, el favor de las circunstancias, como mostrará la primera
gran revolución antieuropea, la de las colonias inglesas en 1774.
Y además, por último, hace falta una fuerza autónoma suficiente para que el or-
den colonial pueda luego mantenerse, evolucionar por sí solo, prescindiendo de la ayu-
da de la metrópoli. ¿No está en peligro permanente este orden? Los plantadores de
Jamaica viven en el terror de los levantamientos de esclavos; el interior brasileño posee
«repúblicas» de esclavos cimarrones; indios cbravos» 58 amenazan la línea esencial del ist-
mo de Panamá; en el sur de Chile, los araucanos son un peligro hasta entrado el si-
glo XIX; en Luisiana, un levantamiento de los indios, en 1709, hizo necesario el envío
de un pequeñ.o cuerp(; expedicionario francés ... 59.
335
El mundo a favor o en -con"cra de Europa

Contra
Europa

Pero, ¿podía perpetuarse el «pacto colonial> bajo el signo de desigualdades paten-


tes? Las colonias no existían más que para servir a la riqueza, el prestigio y la fuerza
de las metrópolis. Su comercio y su vida entera estaban bajo vigilancia. ThomasJeffer-
son, futuro presidente de los Estados Unidos, decía con crudeza que las plantaciones
1 de Virginia eran cuna especie de propiedad anexionada a ciertas casas comerciales de
Londres> 6º. Otra queja: Inglaterra oirá hasta la saciedad quejarse a sus colonias de Amé·
rica de una falta casi dramática de moneda. Nunca puso remedio a esto: la metrópoli
pretendía tener con sus colonias una balanza positiva, y por ende recibir dinero con-
tante, no proporcionarlo61 • Entonces, por grande que fuese la paciencia de los países
sometidos, tal régimen quizás no habría durado mucho si la realidad hubiese respon-
dido a la letra de los reglamentos y las leyes; si la distancia -aunque sólo fuese la ex·
tensión de los viajes a través del Atlántico- no hubiese creado una cierta libertad; si
el contrabando, omnipresente e irreprimible, no hubiese engrasado los engranajes.
Resultaba de ella cierta laxitud, una tendencia a dejar que las cosas marchasen por
sí solas. De manera que, sin demasiado brillo, ciertos torcimientos y reequilibrios se
instalaban por sí mismos, raramente reconocidos en el momento deseado y contra los
cuales, luego¡ nadie podía ya actuar_. Así, no había aduanas eficaces; y había una ad-
ministración, no para ejecutar al pie de la letra las órdenes de la metrópoli, sino para
ceder a los intereses locales y privados. Más aún, el aumento de los intercambios ayu·
daba a las economías americanas a monetarizarse, a hacer de suerte que una parte de
los metales preciosos de América, por el contrabando o la simple lógica de los merca-
(,¡ dos, quedase en el lugar, en vez de ir a parar a Europa. «Antes de 1785, era corriente

ver a la Iglesia, en/México, ponerse de acuerdo con los campesinos para recibir el diez-
mo en dinero> 6_2./El detalle es significativo por sí mismo. De igual modo, el crédito,
testimonio de u'Xa evolución avanzada, desempeñaba su papel hasta en el interior per-
dido del país brasileño. Es verdad que allí el oro cambiaba todo: el Conselho de Vila
Rica escribía al rey, el 7 de mayo de 1751, que muchos mineros cdeben, evidentemen-
te, el precio de los esclavos que poseen, de manera que quien exteriormente parece ri-
cq es pobre en realidad, mientras que muchos que viven como pobres son verdadera-
mente ricos> 63 • Es decir que el patrón de un centro de extracción del oro trabaja con
el adelanto que le han otorgado los comerciantes y que le ha servido, particularmente,
para comprar sus esclavos. La misma evolución se ve en los países productores de plata.
Leyendo la apasionante obra de D. A. Brading sobre la Nueva España del siglo XVIII,
en el marco prioritario de la ciudad de Guanajuato, a la sazón la mayor ciudad minera
de América y del mundo, se tiene la impresión de que allí el crédito multiplica sus
formas a su gusto, las superpone, las entrelaza y demuele el edificio construido para
imaginar otro, y así sucesivamente.
La lección, muy clara, es que, en beneficio de los comerciantes locales, se ha ini-
ciado una acumulación no despreciable. En la América española incluso hay comer-
ciantes criollos tan ricos que se dirá, a fines del siglo xvm, ¡que España es la colonia
de sus colonias! ¿Una simple manera de hablar o expresión de un resentimiento espa-
ñol contra gentes que no sabían ponerse en su lugar? En todo caso, cuando las crisis
de la independencia, se observará muchas veces conflictos, animosidades vivas, entre
comerciantes del Nuevo Mundo y capitalistas de las metrópolis. Así ocurre en Boston.
Así ocurre en Buenos Aires, donde los comerciantes locales, en 1810, quieren romper
con los negociantes de Cádiz. Así ocurre en las ciudades brasileñas, donde la hostilidad
se convierte en odio hacia los comerciantes portugueses. En Río de Janeiro, donde el

336
El mundo a favor u en contm de Europa

atraco y el asesinato son moneda corriente, el comerciante portugués de dedos cubier-


tos de anillos, que en su casa exhibe su vajilla de plata, es el enemigo execrado; se lo
golpea como se puede y, a falta de otra venganza, se hace de él una burla feroz que
lo convierte en un verdadero personaje cie comedia, palurdo, odioso y a veces marido
engañado. Se podría efectuar un estudio fascinante de psicología social sobre aquellos
a quienes, en los países españoles de América, se llama los chapetones o los gachupi-
nes, voces que designan a los hombres recientemente llegados de España, con su inex-
periencia, sus pretensiones y, a menudo, su fonuna hecha de antemano. Llegan para
reforzar pequeños grupos ya instalados y que, en el comercio, ocupan los lugares do-
minantes. Así, todo México está bajo la dominación de comerciantes originarios de las
provincias vascas o de las montañas del interior de Santander. Estas familias mercanti-
les hacen ir de España a los sobrinos, los primos y los veC-inos de su aldea natal, reclu-
tan colaboradores, sucesores y yernos. Los recién llegados triunfan sin esfuerzo en la
«carrera del matrimonio». En 1810, Hidalgo, el revolucionario mexicano que quiere co-
mo tantos otros poner fin a la inmigración gachupina, los acusa de ser hombres c:des-
naturalizados. [; .. ] El móvil de toda su agitación no es más que la avaricia sórdida.
[ ... ] No son católicos más que por política, su Dios es el dinero». Su Dios es el dinero 64
[en español en el original].

La querella
industn'al

Tanto en el plano industrial, como en el plano mercantil, se prepara desde hace


mucho tiempo un conflicto entre colonias y metrópoli. Desde fines del siglo XVI, una
crisis perdurable recorre toda la América Ibérica, y sin duda la América entera65 El .,,
capitalismo· europeo está entonces, al menos, en dificultades; en el siglo XVII, pues,
del otro lado del Atlántico fue menester arreglárselas por sí mismos. Los mercados re-
gionales en vías de formación aumentan sus intercambios: los brasileños llegan obsti·
nadamente a los países andinos; Chile abastece a Perú de trigo; las naves de Boston
llevan a las Antillas harina, madera y el pescado de Terranova ... Y así sucesivamente.
Surgen industrias. En Quito, hay en 1692 cmanufacturas de sarga y de telas de algo-
dón[ ... ], paños[ ... ] toscos que sirven para vestir al pueblo. Así, se los despacha al Pe-
rú y a Chile, y hasta a la Tierra Firme y a Panamá, por Guayaquil, que es como el
pueno de Quito [sobre el Pacífico). Se los transporta también por tierra a Popayán>66 •
Un desarrollo análogo de los textiles se manifiesta en Nueva Granada de Socorro67 , en
la provincia peruana de Cuzco y en el sur indio de México a La Puebla68 ; en el interior
de lo que será la Argentina, particularmente, en Mendoza, donde, dice el obispo li-
zarraga, clos indios que han sido criados entre nosotros hacen un hilo tan fino como
el más fino hilo de Vizcaya.> 69 • Se desarrollaron muchas otras industrias de transforma-
ción de los productos agrícolas o de la ganadería; en todas panes se fabrica jabón y ve·
las de sebo; en todas partes se trabaja el cuero 70 •
Creada sin duda durante los años difíciles del siglo XVII, en una época en la cual,
con el surgimiento de las grandes haciendas, una gran parte de América se cfeudalizó»,
¿se extendería como una mancha de aceite esa industria elemental cuando la coyuntura
volviese a ser favorable? Para eso, hubiera sido necesario que Europa renunciase a su
monopolio manufacturero. Y esto no estaba, cienamente, en sus intenciones. A lord
Chatam se le atribuían estas palabras: cSi a América se le ocurriese fabricar una media
o un clavo de herradura, me gustaría hacerle sentir todo el peso de la potencia britá-
nica>n. Son palabras que, si verdaderamente fueron pronunciadas, darían testimonio

337
El mundo "favor o en contm de Europa

En el .riglo XVIII, un taller de bordado del Perú. Las obreras son mestizas. Madrid, Palacio Real,
Libro Trujillo del Perú. (Foto Mas.)

de las intenciones de Gran Bretaña, pero también de su ignorancia de las realidades


de ultramar. El Nuevo Mundo no se privaba de fabricar lo que necesitaba.
En resumen, América entera, al envejecer, logró sus propios equilibrios y organizó
sus escapatorias. La América española, más que las otras panes del Nuevo Mundo, en-
contró en las redes del contrabando un suplemento de libenad, fuentes de beneficio.
El galeón de Manila, con conocimiento de todo el mundo, efectúa una captura del me-
tal blanco americano en detrimento de España, hasta de Europa, en beneficio de la
China lejana y de los capitalistas del Consulado de México. Además, la mayor pane,
con mucho, de las monedas y los lingotes de plata, hasta fines del siglo XVIII, está des-
tinada, no al Rey Católico -convenido en pariente pobre-, sino a los comerciantes
privados. Los comerciantes del Nuevo Mundo también tuvieron su pane.

338
El mundo a favo1· " en contra de Europa

Las colonias inglesas


eligen la libertad

La protesta general del Nuevo Mundo estallará primero en las colonias inglesas de
América. «Insurrección• es, evidentemente, un término demasiado fuerte para el Tea
Party de Boston y el gesto de esos hombres que, el 16 de diciembre de 1774, disfraza-
dos de pieles rojas, penetraron en tres naves de la Compañía de Indias Inglesa, anclada
en el puerto, y arrojaron al mar sus cargamentos de té. Pero con ese incidente, medio-
cre en sí, se inició la ruptura entre las colonias -los futuros Estados Unidos- e
Inglaterra.
El conflicto, seguramente, surgió de la expansión económica del siglo XVIII que su-
blevó a las colonias inglesas, como el resto de América, y más sin duda porque se ha-
llaban en el cénit de los intercambios internos o externos.
La señal de ese ascenso es, en primer lugar, la llegada continua de inmigrantes, de"
obreros ingleses, de campesinos irlandeses y de escoceses, estos últimos originarios, a
menudo, del Ulster y embarcados en Belfast. En los cinco años precedentes a 1774,
152 barcos salidos de puertos irlandeses transportaron a «44.000 personas:. 72 • A lo que
se añadía una fuerte colonización alemana. Entre 1720 y 17 30, ésta estuvo a punto de ·~
«germanizar[ ... ] Pennsylvania:. 73 , donde los cuáqueros se hallaban en minoría frente
a los alemanes, a los que se sumaban los irlandeses católicos. La implantación germá-
nica se reforzará todavía más después de la independencia, pues muchos mercenarios
alemanes al servicio de Inglaterra optaron, terminada la guerra, por permanecer en
Amériea.
Esa inmigración e~ un verdadero «comercio de hombres:. 74 • En 1781, «un gran co-
merciante se jactaba de haber importado, él solo, antes de la guerra, 40.000 europeos:
gente del Palatinado, suabos y algunos alsacianos. La emigración se hacía a través de
Holanda» 7 ~. Pero son sobre todo los irlandeses quienes constituyen el objeto de un trá-
fico que se asemeja, quiérase o no, a la trata de negros y que la independencia no in-
terrumpe, sino todo lo contrario. «El comercio de importación de Irlanda -explica un
informe de 1783-, suspendido durante la guerra, ha recobrado su actividad con gran-
des beneficios para quienes lo ejercen. [En un barco hay] 350 hombres, mujeres y ni-
ños recién llegados [que] han sido contratados inmediatamente. {El método es simple]:
un capitán [de barco] propone sus condiciones a los emigrantes en Dublín o en cual-
quier otro puerto de Irlanda. Los que pueden pagar su pasaje, generalmente a razón
de 100 u 80 [libras] tornesas, llegan a América libres de hacer lo que les convenga. Los
que no pueden pagar son transportados a expensas del armador, quien, para reembol-
sarse, hace saber a su llegada que ha importado artesanos, jornaleros y sirvientes do-
mésticos, y que ha convenido con ellos contratar, por su cuenta76 , su servicio por un 7
término que es, de ordinario, de 3, 4 ó 5 años para los hombres y mujeres, y de 6 ó t
7 para los niños. Los últimos importados fueron contratados a razón de 150 a 300 77 y
entregados al capitán, según el sexo, la edad y las fuerzas. Los amos sólo están obliga-
dos a alimentarlos, vestirlos y alojarlos. Cuando expira su servicio, se les da un traje y
una laya, y son absolutamente libres. Para el invierno próximo se esperan de 15.000 a
16.000, la mayor parte irlandeses. Los magistrados de Dublín experimentan las mayo-
res dificultades para impedir las emigraciones. Los empresarios dirigen su mirada a
Alemania:. 78 •
En consecuencia, se establece «una migración corriente de las costas [atlánticas] ha-
cia las montañas e incluso al oeste. [ ... ] Una sola habitación aloja a todos hasta que
se construyen habitaciones para cada una [de las familias]>. Los recién llegados, una
vez que adquieren una buena posición, «vienen a Filadelfia a pa1?ar el valor de los terre-
339
El mundo t1 javo•· o en contra de Europa

nosi:. que le~ han sido asignados y que son vendidos, de ordinario, por el gobierno de
la colonia [luego del Estado que la sucede]». Los colonos «muy a menudo[ ... ] reven-
den estas nuevas tierras y van a buscar a otras partes terrenos sin cultivar que revenden
igualmente, después de haberlos valorizado. Varios labradores han roturado, sucesiva-
mente, hasta seis establecimientos» 79 • Este documento de fines del siglo xvm describe
bien el fenómeno ya antiguo de la «frontera» que atrae, al término de su contrato, a
los inmigrantes deseosos de hacer fortuna. Los escoceses, en particular, se aventuraban
en los Qosques, donde vivían a la manera india, avanzando siempre, de zonas rotura-
das a zonas por roturar. Detrás de ellos, inmigrantes menos aventureros, a menudo ale-
manes, ocupaban y explotaban el terreno conquistadoªº·,,
Este aflujo de hombres hacia las tierras y bosques del oeste acompaña, e incita, a
un ascenso económico general. Los obse[\'adores tienen la impresión de asistir a una
explosión biológica; los americanos, dicen, «tienen todos los hijos que pueden. las viu-
das que tienen muchos hijos están seguras de volverse a casar»81 • Esta fuerte natalidad
aumenta la marea de la población. A este ritmo, incluso las regiones situadas al norte
de Filadelfia han dejado poco a poco de ser de poblamiento inglés casi sin mezcla. Y
como escoceses, irlandeses, alemanes y holandeses sólo sienten indiferencia o aun hos-
tilidad con respc:cto a Inglaterra, esta mezcla étnica, iniciada pronto y rápidamente ace-
lerada, contribuirá sin-ninguna duda a la separación frente a la metrópoli. En octubre
de 1810, el cónsul francés, que acaba de llegar a Nueva York, trata, como se le ha pe-
dido en Parí11 82 , de definir cel espíritu actual de los habitantes del Estado y... sus ver-
daderas disposiciones hada Francia». Escuchemos su respuesta: cNo es por la ciudad po-
pulosa [Nueva York tiene entonces 80.000 habitantes] en la que habito por la que es
menester juzgar; sus habitantes, en su mayoría extranjeros donde se cuentan todo tipo
de naciones excepto, por así decir, americanos, no tienen, en general, otro espíritu que
el de los negocios. Nueva York es, por decirlo así, una gran feria continua, donde los
dos tercios de la población se renuevan sin cesar; donde se hacen negocios inmensos,
casi siempre con capitales ficticios y donde el lujo llega a un grado pavoroso. Por ello,
el comercio es allí, generalmente, poco sólido; las quiebras frecuentes y a menudo con-
siderables causan poca sensación; más aún, es raro que una quiebra no encuentre la
mayor indulgencia por parte de los acreedores, como si cada uno tratase de adquirir
un derecho a la reciprocidad. Es, por tanto -concluía-, en el campo y en las ciuda-
des del interior donde es menester buscar a la población americana del Estado de Nue-
va York.» En cuanto a las transformaciones humanas del melting pot, ¿no es la masa
entera, todavía comedida, de los americanos -3 millones de habitantes hacia 1774-
la que se resiente de esas intrusiones extranjeras, tan importantes -conservando las pro-
porciones- como lo serán en los Estados U nidos de fines del siglo XIX?
Sin embargo, tal fenómeno concierne más al norte de las colonias inglesas (Nueva
Inglaterra, Massachusetts, Connecticut, Rhode Island, New Hampshire, Nueva York,
Nueva Jersey, Delaware y Pennsylvania) que a las colonias del sur (Virgir:iia, Carolina
del Norte, Carolina del Sur y Georgia), que son la zona, totalmente diferente, de las
plantaciones y de los esclavos negros. Todavía hoy, quien visita la soberbia morada de
ThomasJefferson (174~-1826) en Monticello, en el interior de Virginia, la ve semejan-
te a las CasaJ Grande1 de Brasil o a las Great Ho111eJ de Jamaica, con el detalle parti-
cular de que la mayoría de las habitaciones d~ esclavos están en el subsuelo mismo del
enorme edificio, que parece aplastarlos con su masa. Así, se puede repetir con respecto
al «sur» de la América inglesa, el deep 1outh, mucho de lo que Gilberto Freyre ha es-
crito sobre las plantaciones y las ciudades del Nordeste brasileño. Pero, pese a la ana-
logía de las situaciones, las dos experiencias están humanamente alejadas una de otra.
Hay entre ellas la distancia que separa a Portugal de Inglaterra, diferencias de cultura,
de mentalidades, de religión, de comportamientos sexuales. Los amos domésticos de

340
El mundo a _f.1,.,•01· " en rn11tr.1 de Europa

Boston en 1801. Vista de State Street y de Old State House. Casas de l.zdrillos, carroza, modas
europeas. Cuadro de james B. Marston, Massachusitts Histonal Society, Boslon. (Foto J.P.S.)

los señores de engenhos, de los que habla Gilberto Freyre, se manifestaban abierta-
mente. En cambio, la larga pasión de Jefferson por una de sus jóvenes "sclava.s fue un
secreto celosamente guardado83 •
La oposición que enfrenta al norte y al sur es un rasgo estructural fuertemrnre acu-
sado, que marca desde sus comienzos la historia de los futuros Estados Unidm. En
1781, un testigo describe New Hampshíre: ~No se ve allí -dice- como en los t>stados
meridionales, al poseedor de 1.000 esclavos y de 8 a 10 mil acres de tierra insultar a
la mediocridad de su vecino» 84 • Al año siguiente, orco testigo vuelve a tomar la com-
paración. «Hay en el sur más holgura para un pequeño número; en el norte, mayor
prosperid~d pública, más felicidad particular, una feliz mediocridad, más pobla-
ción ... »8l/ Sin duda, esto es simplificar demasiado, y Franklin Jameson se ha ocupado
Je matiiar el cuadroR6 • Incluso en Nueva Inglaterra, donde eran rarísimas, donde la
aristocracia era sobre todo urbana, había sin embargo grandes propiedades. En el es-
tado de Nueva York, las «casas solariegas» se extendían en total sobre dos miilones y
medio de acres; a una centena de millas de Hudson, el territorio de Van Rensselaer
medía 24 millas por 28, o sea, a título de comparación, los dos tercios de la superficie
de toda la colonia de Rhode Island, de mediocres dimensiones, es verdad. La gran pro-
piedad se agrandaba aún más en las colonias meridionales, y todavía más en Maryland
y Virginia, donde la propiedad de los Fairfax cubría seis millones de acres. En Carolina
del Norte, la de lord Granville constituía, por sí sola, la tercera parte del territorio d~

.HI
El mundo a favor o en contrei de Europa

la colonia. Es evidente que el sur pero también una parte del norte se prestaban a un
régimen aristocrático, ya insidioso, ya manifiesto, y en verdad a un sistema social «trans-
plantado> de la vieja Inglaterra cuya clave era en un todo el derecho de primogenitura.
Sin embargo, como pequeñas propiedades se insinuaban por todas partes entre las ma-
llas de los vastos dominios, en el norte, donde el terreno accidentado era poco propicio
a los grandes cultivos, y a la vez en el oeste, donde era menester destruir los bosques
para crear campos de labranza, esa partición desigual de la tierra, en una economía en
ºla cual la agricultura prevalecía de manera colosal, no impedía un equilibrio social bas-
tante sólido en beneficio de los más afortunados. Al menos hasta la Revolución, que
derrocó a numerosas dinastías partidarias de Inglaterra y que fue seguida de expropia-
ciones, ventas y evoluciones «a la tranquila y sosegada manera anglosajona> 87 •
Así, el régimen agrario es más complicado de lo que lo presenta el esquema habi-
tual, que opone simplemente el norte al sur. De los 500.000 esclavos negros de las
trece colonias, 200.000 están en Virginia; 100.000, en Carolina del Sur; de 70.000 a
80.000 en Maryland, y otro tanto en Carolina del Norte; quizás 25.000 en el estado de
Nueva York; 10.000, en Nueva Jersey; 6.000 en Connecticut; 6.000 en Pennsylvania;
4.000, en Rhode Island; 5.000, en Massachusetts88 ;/Bostoti, en 1770, «tiene más de
500 carrozas, y es magnífico ver eti ellas a un negro' de cochero:. 89 • Ct:iosamente, fue
el estado más rico eri esclavos, Virginia, aquel cuya aristocracia fue favorable a los
Whigs, es decir, a la revolución cuyo éxito, sin duda, aseguró.
Aparentemente, la contradicción consistente en reclamar la libertad para los blan-
cos frente a Inglaterra y no sentirse muy atormentados por la servidumbre de los negros
todavía no embarazaba a nadie. En 1763, un pastor inglés, al dirigirse a sus ovejas en
Virginia, aseguraba: «No hago m~ que rendiros justicia al testificar que en ninguna
parte del mundo los esclavos son mejor tratados que lo son, en general, en las colo-
nias:.90. Es decir, en las colonias inglesas. Nadie tomará estas palabras por palabras evan-
gélicas. Además, de una punta a otra del territorio de las colonias, la situación real de
los esclavos, incluso dentro de las plantaciones del sur, variaba en extremo. Y nada nos
dice tampoco que, mejor integrado en las sociedades españolas o portuguesas de Amé-
rica, el negro haya sido allí más feliz, o menos desdichado, al menos en ciertas
regiones 91 •

Conflicto y rivalidad
mercantiles

El conjunto de las trece colonias es todavía un país esencialmente agrícola: en 1789,


«el número de brazos empleados en la agricultura es de nueve sobre diez en los Estados
Unidos considerados colectivamente, y el valor de los capitales que se invierten en ella
es varias veces mayor que el de las restantes ramas de la industria sumadas» 92 • Pero la
primacía del suelo, de las roturaciones, de los cultivos, no impide que las colonias se
vean llevadas a la revuelta por la actividad creciente de la navegación y de los tráficos
de las regiones septentrionales, particularmente de Nueva Inglaterra. La actividad mer-
cantil no es en ella mayoritaria, pero no por ello será menos determinante. Adam
Smith, quien mejor ha comprendido a las colonias de América, a las que no tenía ante
sus ojos como la revolución industrial que se iniciaba en Inglaterra en sus narices, Adam
Smith, pues, dijo quizás lo esencial sobre las causas de la revuelta americana, cuyos ecos
y desarrollo percibió: La riqueza de las naciones apareció en 1776, dos años después
del episodio de Boston. La explicación de Adam Smith está contenida en una pequeña
frase. Al hacer el elogio, como es lógico, del gobierno inglés, tanto más generoso con
342 •
El mundo a favur o en contra de fatropa

sus colomas que las otras metrópolis, subraya que «los colonos ingleses gozan de una
entera libenad>, pero se ve obligado a terminar con una restricción: cen todos los pun-
tos, a excepción de su comercio exterion 9l. ¡La excepción es imponantísima! Contra-
riaba directa e indirectamente al conjunto de la vida económica de las colonias, las obli-
gaba a pasar por la intermediación de Londres, a estar ligadas a su crédito y, sobre to-
do, a mantenerse dentro de la envoltura mercantil del «Imperio> Inglés. Ahora bien,
dedicada pronto al comercio, Nueva Inglaterra, con sus puertos esenciales de Boston y
Plymouth, no puede consentir en ello más que rechinando los dientes, haciendo tram-
pa, esquivando el obstáculo. La vida mercantil «:americana> está demasiado viva, de-
masiado espontánea, para no tomarse las libertades que no se le otorgan. Así es, pero
sólo tiene éxito a medias.
Nueva Inglaterra se reconstruyó 94 , entre 1620 y 1642, con el éxodo de los puritanos
expulsados por los Estuardos y que tuvieron como primera ambición la de fundar una
sociedad cerrada, al abrigo del pecado, de las injusticias y las desigualdades de este mun-
do. Pero a este país naturalmente pobre, el mar le ofrece sus servicios; en él surge pron-
to un pequeño mundo mercantil muy activo. ¿Quizás porque el norte del conjunto co-
lonial inglés es el más apto para comunicarse con la madre patria, de la que está más
próxima? O también porque las costas de Acadia, el estuario de San Lorenzo o los ban-
cos de Terranova ofrecen a poca distancia el maná de los alimentos marinos: fue de la
pesca de donde los colonos de Nueva Inglaterra sacaron «más dinero [ ... ]. Sin excavar
las entrañas de la tierra y dejando hacer a los españoles y los portugueses, obtienen [es-
te dinero] mediante el pescado que les proporcionan>9). Sin contará los marineros que
se forman en este rudo oficio y los barcos que es necesario construir para ellos. En Nue- ,
va Inglaterra, la pesca, en 1782, ocupa a 600 barcos y 5.000 personas.
Pero los colonos de Nueva Inglaterra no se contentaron con esta actividad al alcance
de la mano. «Se los llamaba [y esta palabra, por sí sola, es aclaradora] los holandeses,
de América. [ .. ] Se dice que los americanos navegan aún con más economía que los
holandeses. Esta propiedad y el bajo precio de sus productos los hicieron superiores pa-
ra el flete.> En efecto, movilizaron en su beneficio el cabot~e de las colonias, del cen-
tro y del sur, y redistribuyeron lejos sus producciones: -mgo, ·tabaco, arroz, índigo, et-
cétera. Se encargaron de abastecer a las Antillas inglesas y francesas, holandesas o da-
nesas: les llevaban pescado, caballa salada, bacalao, aceite de ballena,. caballos, carne
y
vacuna salada, también madera:· rabiones y hasta casas prefabricadas, diríamos noso-
tros, «ya hechas y con carpintero que acompañaba al envío para dirip,-ir la construc-
ción>96. Volvían con azúcar, melazas y aguardiente de caña. Pero también con especias
metálicas, pues, por las Antillas o por los puertos del Continente próximo, entran en
los circuitos del metal blanco en la América española. Fue el éxito de este empuje mer-
cantil hacia el Sur lo que, sin duda, decuplicó la potencia mercantil de las colonias del
Norte e hizo nacer industrias en ellas: construcciones navales, paños y telas ordinarias,
quincalla, destilerías de ron, hierro en barras y en lingotes de hierro de molde.
Además, los comerciantes y traficantes de los puenos septentrionales -sin olvidar
Nueva York y Filadelfia- extendieron sus viajes a todo el Atlántico norte, a islas como
Madeira, a las costas del Africa Negra, a Berbería, a Ponugal, a Francia y. claro está,
a Inglaterra. ln!=luso llevan el pescado seco, el trigo y la harina al Mediterráneo. Es ver-
dad que esta extensión mercantil a escala mundial, creadora de comercios triangulares,
no pone a Inglaterra fuera de juego. Aunque barcos americanos lleguen directamente
a Amsterdam, Londres es casi siempre uno de los vértices de esos triángulos, y es en
Londres donde, desde diferentes lugares de Europa, el comercio americano hace sus re-
mesas; de Londres de donde recibe sus créditos. Así, deja allí una parte notable de sus
excedentes, pues la balanza colonias-Inglaterra es favorable a esta última. cPor las com-
pras y por las comisiones -dice un observador en 1770, antes del levantamiento de
343
El mundo a favor o en contra de Europa

las colonias-, todo el dinero de estos establecimientos [las colonias] pasa a Inglaterra,
y las riquezas que les quedan están en papel [moneda]> 97 Sin emb~rgo, es cierto que
o. muy pronto América se convierte en rival y que su prosperidad corroe la prosperidad
de la Isla e inquieta a las fortunas mercantiles de Londres. De aquí las medidas de re-
presalia, irritantes y poco eficaces. Un buen observador dice, en 1766: «Inglaterra pro-
mulga hoy leyes inútiles para obstaculizar y limitar la industria de sus colonos; mitiga
el mal pero no lo remedia>; «pierde en este comercio, el de Economía y la reexporta-
ción, los derechos de Aduana, los gastos de almacenamiento y de Comisión y una par-
te del Trabajo en sus puertos. Y en el caso de los reintegros directos en estas Colonias,
lo que es hoy el uso más general, ¿no resulta de ello que los Navegantes, sobre todo
los de Boston y Filadelfia, cuya navegación es de más de 1.500 barcos, no sólo abaste-
cen a sus Colonias, sino también al resto de las Colonias Inglesas con Mercancías de
Europa cargadas en los puertos extranjeros? Esto no puede hacerse sin infligir un per-
juicio inmenso, tanto al Comercio de Inglaterra como a sus finanzas> 98 •
Sin duda, surgían otros conflictos entre las colonias y la metrópoli, y quizás la ocu-
pación por los ingleses del Canadá Francés, en 1762, ratificada al año siguiente por las
cláusulas del Tratado de París, precipitó el curso de las cosas al otorgar a las colonias
inglesas la seguridad de su frontera norte. Ya no tenían más necesidad de ayuda. En
1763, la Inglaterra victoriosa y la Francia vencida se comportaron una y otra, nuestros a
ojos al menos, de manera inesperaCla. Inglaterra habría preferido en vez de Canadá
(arrebatado a Francia) y la Florida (que le cede España) la posesión de Santo Domingo.
Pero a los plantadores de Jamaica esto no les gustaba y se negaban a compartir con
otros el mercado azucarero de Inglaterra, que era su coto reservado. Su insistencia, uní-

libras
4500000

4000000

3500000

3000000

2500000

2000000

15ooooo

1000000

500000

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40. LA BALANZA COMERCIAL DE LAS COLONIAS INGLESAS DE AMERlCA


CON LA METROPOLI ES FAVORABLE A GRAN BRETAÑA
Su balanza come~ial ne¡ativa obliga a las colonias, para restabluer su equil1bn'o exterior, a mantener come~1'os •triangu-
/arts•, con escalas en Ajrica (come~io de esclavos), en las Aritillas y en Europa, hll!tll el Meditemineo. (Tomado de H. U.
Faulkner, American Economic History, 1943, p. 123.)

344 •
El mundo afavor o en contra de Europa

da a las resistencias de Francia, deseosa de conservar Santo Domingo, la reina de las


islas azucareras, hicieron que los «arpendes de nieve> de Canadá pasasen a poder de
Inglaterra. Pero de la codicia inglesa por Santo Domingo tenemos una prueba irrefu-
table. Cuando se reinició la guerra contra Francia, en 1793. los ingleses perdieron seis
años en expediciones costosas e infructuosas para apoderarse de la isla99 : cEI secreto de
la impotencia inglesa durante estos seis primeros años de la guerra (1793-1799) reside
en estas dos palabras fatales: Santo Domingo.:. .
Sea como fuere, desde poco después del Tratado de París (1763), aumenta la ten-
sión entre las colonias e Inglaterra. Esta quiere meterlas en cintura, hacerles soportar
una parte de los enormes gastos de la guerra que acaba de finalizar. Aquéllas, en 1765,
llegan hasta organizar el boicot de las mercancías inglesas, verdadero crimen de lesa ma-
jestad 100. Todo eso es tan claro que los banqueros holandeses, en octubre de 1768, «te-
men que si las cosas empeoran entre Inglaterra y sus colonias, se produzcan bancarrotas
de las que este país [Holanda] podría resentirse:. 101 • Accarias de Sérionne, desde 1766,
veía levantarse un imperio «americano>: «La Nueva Inglaterra -escribía- es ~ás de
temer que la antigua, para la pérdida de las Colonias de España ... >. Sí, un imperio
«independiente de Europa> 1º2 , un imperio -dice algunos años más tarde ( 1771 )- que
«amenaza, en un futuro muy próximo, a la prosperidad sobre todo de Inglaterra, Es-
paña, Francia, Portugal y Holanda:. 103 • Es decir, se percibían ya los primeros signos de
la candidatura futura de los Estados Unidos a la dominación de la economía-mundo
europea. Y esto es, para nuestra sorpresa, lo que dice en términos explícitos el ministro
plenipotenciario francés en Georgetwon, treinta años más tarde, es verdad, en una car-
ta del 27 de brumario del año X (18 de octubre de 1801): «Creo que Inglaterra está,
con respecto a los Estados Unidos, en una posición totalmente similar a aquella en que
la primera potencia [es decir, Inglaterra] se encontraba frente a Holanda a fines del si-
glo XVII, cuando ésta, agotada por los gastos y las deudas, vio su influencia comercial
pasar a las manos de un rival que acababa de nacer, por así decir, al comercio> 104 •

Las explotaciones
españolas y portuguesas

Con la otra América, la ibérica, nos encontramos con otras realidades, con una his-
toria diferente. No es que falten las analogías, pero lo que ocurre en el Norte no se
reproduce, punto por punto, en el Sur. La Europa del Norte y la Europa del Sur re-
constituyeron sus divergencias y sus oposiciones del otro lado del Atlántico. Además,
hubo desfases importantes: así, las colonias inglesas se liberan en 1783, pero las colo-
nias ibéricas no antes de 1822 y 1824, pero aun entonces la liberaciOñ del Sur resulta
ser ficticia, pues a la antigua dominación se sustituye la tutela inglesa, que debía du-
rar, en general, hasta 1940; después de lo cual la relevarán los Estados Unidos En sín- 3

tesis, en el Norte, vivacidad, fuerza, independencia, empuje persor..::.l; en el Sur, la iner-


cia, las servidumbres, la mano pesada de las metrópolis, la serie de restricciones inhe-
rentes a la condición de cualquier «periferia>. /
Esta divergencia es, evidentemente, fruto de estructuras diferentes, de pasados, de
herencias_diferentes. Es una situación clara, pero que expresaríamos mal si nos atuvié-
semos a la división cómoda de los manuales de ayer: colonias de poblamiento, de una-·
parte; colonias de explotación, de la otra. ¿Cómo podría haber colonias de poblamien-
to que no fuesen también de explotación, o colonias de poblamiento que no fuesen
también colonias de explotación? Más que la idea de explotación, conservemos la de
marginación en el marco de una economía-mundo, la de condena a servir a otros. a
345
El mundo a favor o en contra de Europa

dejarse dictar su tarea por la imperiosa división internacional del trabajo. Es el papel
que ha desarrollado el espacio iberoamericano (contrariamente al norteamericano), y
eso tanto antes como después de su independencia política.

Reconsideración de la
América Española

La América Española, pues, se liberó tardíamente, con una insigne lentitud. La li-
beración comienza en Buenos Aires, en 1810, y como la dependencia con respecto a
Españ.a sólo se borrará mediante la dependencia frente al capital inglés, esa esfumación
sólo·se precisará en los años 1824-1825 1 º~. que señalan los comienzos de una inversión
masiva de la plaza de Londres.
En cuanto a Brasil, se hizo independiente sin conflictos demasiado virulentos: el 7
de septiembre de 1822, Pedro 1, en Ypiranga, cerca de Sao Paulo, proclamó la inde-
pendencia frente a Portugal y, en diciembre del mismo año, t~mó el título de empe-
rador de Brasil. Esta separación -en Lisboa reinaba Juan VI, padre del nuevo empe-
rador- fue, si se la considera en todos sus repliegues, un asunto muy complicado, li-
gado a los movimientos de la política europea y aJllericana•o6. Pero aquí sólo necesita-
mos mencionar sus tranquilos resultados.
Para la América Española, en cambio, la independencia fue un largo drama. Pero
aquí nos interesa menos que la manera como se preparó la ruptura, más importante
en sus consecuencias internacionales que la ruptura de Brasil con su metrópoli. La Amé-
<>'rica Española, forz01amente y desde el comienzo, fue siempre un elemento decisivo de
la historia del mundo, mientras que Brasil, desde el momento en que dejó de ser, en
el siglo XIX, un importante productor de oro, ha contado menos para Europa.
Ni siquiera al principio España fue capaz de explotar por sí sola el mercado «colo-
sal>107 del Nuevo Mundo. Aun movilizando todas sus fuerzas, sus hombres, los vinos
y el aceite de Andalucía y los paños de sus ciudades industriales, logró -por ser po-
tencia todavía arcaica- cumplir las condiciones necesarias. Además, en el siglo xym,
que lo amplificó todo, ninguna «nación. de Europa hubiera bastado por sí sola/ «El
consumo -explica Le Pottier de la Hestroy hacia 1700- que se hace en las Indias Oc-
cidentales de las cosas que deben necesariamente extraer de Europa es muy considera-
ble y (supera] co~ mucho nuestra potencia (la de Francia] cualquiera que sea la canti-
dad de manufacturas que podamos crear en nuestro país• 108 • España, en consecuencia,
debió recurrir a Europa, tanto más cuanto que su industria se deterioró antes de fines
del siglo XVI, y Europa se apresuró a aprovechar la ocasión. Participó .en la explotación
de las colonias ibéricas más aún que España, de la que Ernst Ludwig Carl decía, en
172), que no era «casi más que un depósito para los extranjeros~ 109 , más bien un in-
termediario. Las leyes españolas contra el «transporte> de la plata, principal recurso de
América, son rigurosas, ciertamente, «Y sin embargo esta acuñación [la moneda de Es-
paña] es frecuente en toda Europa.uº, observaba, en noviembre de 1676, el rey Car-
los 11 de Inglaterra.
Veinte años antes, el padre Antonio Vieira, jesuita portugués, exclamaba en un ser-
món en Belem, Brasil: «Los españoles extraen la plata de las minas, la transportan y
son los extranjeros quienes se benefician con ella.> ¿Y para qué sirve este metal pre-
cioso? Jamás para alivio de los pobres, «Solamente para que se hinchen y se apipen los
que dominan a estos pueblos> 111 ,
Si la categórica legislación española es tan vana, evidentemente ello es a causa del
contrabando: el fraude, la corrupción. el engaño y la trampa no son, sin duda. espe-

346
El mundo a favor o en contra de Europa

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41. TODA EUROPA EXPLOTA A LA AMERICA ESPAÑOLA


Número y origen de /OI barcos que entraron en la bahía de Códiz en 1784. (Tomado de A.N., A.E., Blll, 349.)

cíficos del comercio y de la economía de América, pero aumentan a la escala de este


amplio cuadro; tienen todo el Océano Atlántico, más el mar del Sur, como campo de
acción. El mismo Felipe II habla de esos barcos presuntamente inocentes que, en 1583,
parten «pretextando llevar vinos a las islas [Canarias] y pasaron en realidad a las Indias,
y, por lo que se dice, con buena fortun:u 112 • Ocurre que se carga en Sevilla una nave
entera con destino a las Indias, csin que se avise siquiera a los oficiales> 113 • Y pronto,
en las flotas oficiales que van rumbo a las Indias, holandeses, franceses, ingleses e ita-
lianos de diversos orígenes, sobre todo genoveses, embarcarán ilegalmente y sin difi-
cultad sus mercancías. En 1704, cel Consulado [de Sevilla] confesaba que los españoles
no participaban más que en una sexta parte de los cargamentos de las flotas y los ga-
leones»114. aunque en principio eran los únicos autorizados a participar en ellos 111 •
Del otro lado del océano, en las «Indias de Castilla>, el fraude es también frecuen-
te. Hacia 1692, un viajero español señala que cel Tesoro del Rey que parte de Lima
vale al menos [cada año] veinticuatro millones de piezas de ocho 116 , pero antes de lle-
gar de Lima a Panamá, en Porto Belo, en La Habana[ ... ], los Corregidores, los Agen-
tes, los Aduaneros, etc., todas gentes de buen apetito, todos recortan su parte .. .> 117 •
Barcos de guerra y barcos mercantes, a la vez, los mismos galeones, son motivo de frau-

347
El mundo a favor o en contra de E'fmpa

des internos regulares. En cuanto a los fraudes externos, se multiplican en los siglos XVII
y XVIII. Al lado de los sistemas coloniales locales, se construyen contrasistemas ágiles y
eficaces. Pertenecen a ellos, por ejemplo, los viajes de los barcos de Saint-Malo a las
costas del mar del Sur, iniciados sin duda antes de la Guerra de Sucesión de España y
que continúan después de su conclusión, en 1713. En principio, una flota española los
habría expulsado en 1718 118 , pero vuelven en 1720 119 e incluso en 1722 12º/Á ellos corres-
ponden también las travesías a partir de puertos no españoles de América, hacia las
costas demasiado vastas y nunca bien custodiadas del Continente. Este comercio, lla-
mado «al largo de la pica», los holandeses lo practican desde San Eustaquio y Cura~ao
(que les pertenecen desde 1632); los ingleses desde Jamaica; los franceses desde Santo
Domingo y las otras Antillas que están en su poder. Y es a él al que apunta el grupo
de escoceses temerarios que se instaló por la fuerza y no sin estrépito al borde del istmo
de Darién, en 1699, con la esperanza, al hallarse instalado en «la costa misma de la
TieiraFifme>, de ganar de mano a los ingleses y ios holandeses, cuyas posiciones están
más alejadas 121 . Los marinos de América dei Norte no se quedan atrás. Hacia el dece-
nio de 1780, sus balleneros, con el pretexto de fondear a lo largo de las costas de Perú,
introducen allí descaradamente las mercancías de contrabando que los comerciantes del
terruño reciben, :orno es lógico, favorablemente, pues la compran a bajo precio y las
revenden al precio «oficial», el cual no ha bajado 122•
Pero el fraude de gran estilo fue durante mucho tiempo, sin duda, el que desviaba
hacia la América portuguesa -Brasil- la plata de las minas españolas de Potosí. la
gran vía de acceso fue el Río de Ja Plata, a partir de 1580 123 Después de la separación
de las dos coronas, en 1640, los portugueses perseverarán y tendrán durante largo tiem-
po un puesto ideal en el pequeño enclave de la Colonia do Sacramento, en el actual
Uruguay (ocupada en 1680). Los españoles tuvieron que asediarla y tomarla por la fuer-
za, en 17621 24 •
Pero el contrabando no prosperaba, evidentemente, sin la complicidad de los co-
merciantes locales y la corrupción de las autoridades encargadas de la vigilancia. Si se
desarrolló a una inmensa escala, «es -como dice J. Accarias de Sérionne- [porque]
el beneficio inmenso de este comercio le permite afrontar grandes riesgos y, al mismo
tiempo, gastos de corrupción:i. 12 ~ Por ello, al hablar de los cargos de gobernadores de
América que están en venta, en 1685, un anónimo declara acertadamente «que son
siempre licencias tácitas para permitir la introducción de mercancías extranjeras> 126 • De
hecho; ¿no vemos en Lima, ya en 1629-1630, a un honorabilísimo oidor de la Au-
diencia, nombrado para el cargo de juez del contrabando, almacenar en su casa las mer-
cancías prohibidas, dejarse coger con las manos en la masa y continuar, no obstante,
con su vida de honorabilísimo oidorm?
Además de escuchar a los buenos apóstoles del contrabando, éste obra por el bien
público. «Los españoles de América -explica un francés, en 1699-, a quienes los ga-
leones no aportan ni la mitad de las mercaderías necesarias, han tenido la suerte de
que los extranjeros [es decir, en esa época, sobre todo los franceses] se las hayan pro-
porcionado:i.128 Han facilitado por «todos los medios• ese comercio ilícito, hasta el pun-
to de que «más de 200 b[arcos] realizan, a la vista de toda Europa y de los españoles,
un comercio que está prohibido bajo las más rigurosas penas .. .>. Un informe francés
de 1707 incluso revela que «los cargamentos de las naves [francesas] Triomphant, Gas-
pard y Duc de la Force [... ] estaban vendidos antes de su partida a negociantes de Ve-
racruz11129. Es verdad que por entonces había colaboración entre la Francia de Luis XIV
y una España poco segura de su futuro, la de Felipe V.
Sin embargo. el contrabando, presente siempre, varió de importancia según las épo-
cas. De cálculos verosímiles, se desprende la impresión de que superó en volumen al
comercio normal (oficial) del Imperio Español incluso después de 1619, y quizás aún
348
El mundo a favor o en contra de Europa

antes. Esta situación se había mantenido hasta alrededor del decenio de 1760, o sea
durante más de un siglo 130 • Pero sólo se trata de una hipótesis que queda por verificar.
Y son los archivos europeos, esta vez, y no solamente los españoles, los que podrán
decir la última palabra, si la investigación histórica se toma la molestia de examinarlos.

El Imperio Español
recupera las riendas

Finalmente, el gobierno español reaccionó contra estos desórdenes. Se produce una


rectificación lenta, difícil, pero, en los últimos años del siglo XVIII, conducida enérgica
y «revolucionariamente». Digámoslo de antemano: no se concede siempre su verd,?-dero
valor a las medidas administrativas tomadas en este sentido por la metrópoli· -áSí, los
intendentes no son la simple implantación en América de instituciones fran;?sas, una
especie de transferencia cultural; responden también al propósito deliberado del go-
bierno de Madrid de deshacer a las aristocracias criollas que tienen los antiguos puestos
de mando. De igual modo, la supresión de la Compañía de Jesús (1767) se revela co·
mo el comienzo de un régimen «militar>, de autoridad y de fuerza, que substituye a
una clase de orden moral; y este régimen militar lo heredarán, para su desgracia, los
Estados luego independientes. Esto también fue una transformación, casi una revolu-
ción. ¿Hay que atribuir todo el mérito de ello a la dinastía de los Borbones, quienes
desde Francia llevaron en su equipaje los principios de la monarquía centralizada y el
arsenal de las medidas mercantilistas? ¿O fue más bien un fuene deseo de cambio el
que operó en España, ·como operaría, en el Siglo de la Ilustración, en Europa entera?
Claudio Sánchez Albornoz 131 llega a decir que no fue la monarquía borbónica la que
estuvo en el origen de la transformación de España, sino el deseo español de cambio
que abrió a la dinastía francesa el camino de la Península.
Desde 1713, la atención de los reformadores se dirigió, naturalmente, hacia lo más
importante que estaba en juego, la última oportunidad: el Nuevo Mundo, ¿Podría Es-
paña conservar lo que había creado al otro lado del Atlántico? Francia, cuyas naves,
durante la guerra, habían frecuentado a su antojo las costas americanas, no había re-
nunciado a sus ambiciones sobre las orillas del mar del Sur ni sobre los límites de
Nueva España. _¿No había pensado el gobierno francés, en tiempo de Law, conquistar,
desde la Luisiana, pane del dominio próximo de España? Es lo que piensa, en todo
caso, un español taciturno, en noviembre de 1720: «Tendremos la desgracia de ver el
reino de Nueva España dividido y pasar bajo la dominación de los franceses -es-
cribe- si Dios no pone remedio a ello:. 132 • El peligro inglés, menos visible, era mucho
más grave, aunque sólo como consecuencia de la doble concesión, en Ut~e~!:iJ, .~.Q_U13,
del asiento y del navío de permiso; proporcionaba a la South Sea Company los medios
para acumular las ventajas del contrabando lícito y drl contrabando ilícitom.
Pero nada se había perdido irremediablemente. El gobierno se puso manos a la
obra y, en 1714, creó, según el modelo francés, un Ministerio de Marina y de las In·
días; en el mismo año, se constituyó una Compañía de Honduras; en 1728, una Com-
pañía de Caracas destinada a prosperar; más tarde, en 1740, una Compañía de La Ha-
bana 134 ;. en 1717-1718, la Casa de la Contratación, órgano del monopolio sevillano,
fue transferida a Cádiz, así como el Consejo de Indias, es decir que la ciudad, en con-
flicto desde tantos años atrás con Sevilla, se convirtió finalmente en el puerto único de
las Indias. Es verdad que las compañías privilegiadas no fueron un éxito; incluso fue
necesario, en 1756, poner fin a sus monopoliosrn. Pero este fracaso, sin duda, ayudó,,
al comercio libre a desarrollarse fuera del «pesado sistema de las flotas:.B 6 , incapaz de

349
El mundo a fa'lior o en contra de Europa

animar de manera regular a las economías del Nuevo Mundo. La reforma de 1735. que
establecía los viajes de naves de regisuoi37 ; pronto no fue eficaz, pues los registros no
·( se deshicieron fácilmente del hábito de navegar en conserva. Pero, chacia 1764 [ ... ],
· las relaciones entre España y el Nuevo Mundo empezaron a ser regulares>B 8 • Se pusie-
ron ~~gµebotes mensuales entre Cádiz, La Habana y Pueno Rico, y bimensuales con
el río de la Plata. Finalmente, el decreto del 12 de octubre de 1778 estableció el co-
mercio libre entre América y 13, y luego 14, puertos de EspañaB9 • Como consecuencia
de esto hubo un aumento muy fuerte de los tráficos entre España y el Nuevo Mundo
y, forzosamente, un mayor dominio español sobre sus posesiones de ultramar>
Otra medida imponante fue la creación, en 1776, del Virreinato de Buenos Aires·,
,. que redujo el contrabando por el río de la Plata. En el conjunto de la América espa-
ñola, el fraude, sin duda, continuó aumentando en cifras absolutas, pero disminuyó
relativamente, a causa del desarrollo comercial general (en el decenio de 1790, el con-
trabando ~e redujo a la tercera parte, aproximadamente, del comercio oficial). Se ins-
talXÓ una vigilancia activa, no sin incidentes pintorescos, e incluso cómicos. ¿No se des-
cubre en la costa de Maracaibo, en 1777, que.la isla de Oma ha sido ocupada por los
holandeses de manera clandestina y·que el gobernador que ellos han instalado allí se
convinió en el protector titulado de «todos los malhechores, criminale~ y contrabandis-
tas españoles y de otras naciones que se refugian en ese lugar> 14º?
Sin embargo, el contrabando a expensas de un cuerpo que goza de buena salud no
pone en peligro tan gravemente como el siglo anterior la solidez del Imperio Español.
El sistema renovado incluso puede soportar dos pruebas serias: las revueltas de Túpac
Amaro en Perú, en 1780 141 , y las Comunidades de Venezuela en 1781, revueltas ma-
sivas, ambas, provocadas en parte por la «modernización borbónica>. La de Túpac Ama-
ru, que sacudió fuertemente a la sociedad peruana, hace intervenir a todas las corrien-
tes complejas que agitaban a la· masa de los indios, los mestizos e incluso los criollos
mismos. Pero este gran movimiento, maravilloso «indicador> de las profundidades, ape-
nas dura cinco meses: las destrucciones de iglesias, talleres y haciendas duraron poco y
la sedición se deshizo, finalmente, contra auxiliares indios redutados y armados por los
españoles.
Como todos los progresos, el de las Américas acarreó la destrucción de órdenes an-
tiguos. Deliberadamente, los barbones no respetaron los privilegios que existían desde
hacía mucho. Al lado de los viejos C.Q!JJJJ..l4-t:/ps, 142 de México y de Lima, se crearon otros
consulados, rivales de sus predecesores y vecinos: así, el consulado de Veracruz se erigió
contra la vieja potencia del consulado de México. Al mismo tiempo, Ja llegada masiva
d·e productos manufacturadbs de Europa (sobre todo de Inglaterra y de España) sumer-
gió a los mercados locales por su calidad y su precio bajo, lo que originó la destrucción
progresiva de las industrias locales. Por último, los circuitos comerciales cambiaron, tan-
to los favorables, como los desfavorables, los tráficos locales. Por ejemplo, Pc;rú 143 , pri-
vado del Alto Perú minero (unido al Virreinato de Buenos Aires en 1776). pierde el
anexo que, por sus demandas de víveres y de productos textiles, equilibraba su econo-
mía. Otro ejemplo: Nueva España pasó por terribles sobresaltos con las atroces ham-
bres de 17 8 5 y 1786 144 • y para recuperar la calma, al menos una falsa calma relativa,
era necesario que las clases dominantes (criollas y gachupinas) no se opusiesen unas a
-" otras con un ardor confuso ...,¡:
JI

350 •
El mundo a favor o en contra de Eitropa

La Plaza Mayor de Panamá en 1748. Alrededor de esta plaza, típica de las ciudades españolaJ
de América, eJtán situadaJ la Audiencia, la catedral, el Cabildo y tan'mas preparadas para una
fieJta pública, con corridas de toros, comediaJ y mascaradas. Acuarela, Archivo General de In-
dias, Sevilla. (Foto Mas.)

El tesoro
de los tesoros

El destino conjunto de la América hispano-ponuguesa, a la que se llamará más tar-


de la América Latina, depende, evidentemente, de un conjunto más extenso que ella,
ni más ni menos que la totalidad de la economía-mundo europea de la que esta Amé-
rica no es más que una zona periférica, y fuertemente sujetada. ¿Podrá romper sus la-
zos de sujeción? Sí y no. Más bien, no. Y ello por múltiples razones, la má5 impor-
tante de las cuales es que Brasil y la América española, aunque tienen algunos que
otros barcos e incluso marinos, no son potencias marítimas (que no era el caso de los ~
Estados Unidos, cuyos marinos fueron los verdaderos «padres fundadores> de la Patria).
No, también, porque la América hispánica, desde antes del siglo XVIII y más aún du-
rante este siglo decisivo, vivió bajo una doble dependencia: la de las metrópolis íbé~i­
cas (Portugal y España) y la de Europa (ante todo de Inglaterra). Las colonias inglesas
no tuvieron que romper más que una sola cadena, la que las unía a Inglaterra, para
dar fin a todo. La otra América, por el contrario, una vez terminada la sujeción con

351
El mundo a favor o en contra de Europa

respecto a sus metrópolis, no por ello quedó liberada de Europa. Se desembarazó de


uno solo de los dos amos que desde hacía largo tiempo la vigilaban y la explotaban.
¿Cómo podía renunciar Europa al oro y la plata de América? Desde antes de las revo-
luciones por la independencia, todo el mundo se precipita. Se trata de quién se apo-
derará de la sucesión, que se adivina próxima. Los ingleses ocupan Buenos Aires, en
1807, pero no logran conservar la ciudad; los franceses invaden Ponugal, en 1807; Es-
paña, en 1808; precipitan la emancipación de las colonias españolas, pero no avanzan
más.
¿Se justificaba esa premura, esa avidez? ¿Razón o espejismo? ¿Era Am¿rica, a co-
mienzos del siglo XIX, el tesoro de los tesoros del mundo, como piensa Nicole Bous-
quet? Para dirimir la cuestión, nos harían falta cifras, estimar el PNB de la América
española y de Brasil, y además el excedente que la América hispánica puede propor-
cionar a Europa, pues ese excedente es el tesoro disponible.
. La única evaluación creíble fue elaborada, sólo para Nueva España, en 1810, por
el secretario del consulado de Veractuz,José María Quirós 145 • Pero no da más que el
producto físico de Nueva España; o sea, en millones de pesos (en cifras redondas}:
agricultilra, 138,8; manufacturas, 61; productos mineros, 28; en total, 227,8 (en por"
cenfaje; el aporte minero, aunque resulte asombroso, sólo se eleva al 12,29% del to-.
tal}. Pero; ¿cómo pasar del producto físico ai PN~? Añadiendo; ante ~;)do, el impone
del contrabando y teniendo eri clienta la masa de los servicios, también imponantes:
> MéXico carece, en efecto, de nos navegables, y sus transportes por caravanas muleteras
són rilimerosos, difíciles y terriblemente cóstósós. El monto que se podría atribuir al
PNB, siri embargo; no superaría los 400 millones de pesos. Y como se dice de ordina-
rio que la producción minera de Nueva España es equivalente a la del resto de la Amé~
rica española, ¿se podría, extrapolando, sugerir para la totalidad de esta América (16
millones de habitantes) un PNB igual al doble del de México, o sea, de 800 millones
de pesos como máximo? Finalmente, si se aceptan, para el Brasil de 1800, los cálculos
efectuados por). A. Coatswonh 146 , su PNB sería un poco menos de la mitad que el de
MéXico, es decir, alrededor de 180 millones de pesos. América «Latina>, en conjunto,
tendría, pues, un PNB global ligeramente inferior a los mil millones de pesos.
Estas cifras, muy dudosas, permiten al menos una conclusión, a saber, que la renta
per capita es pequeña: 66,6 pesos para los 6 millones de mexicanos; 50 pesos para los
16 millones de habitantes del conjunto de la América española; menos de 60 para Bra-
sil, que cuenta con un poco más de 3 millones de habitantes. Ahora bien, en 1800,
según las cifras aceptadas por Coatswonh 147 , la renta per cap ita de México sólo sería el
44% de la de Estados Unidos, la cual alcanzaría entonces, remitiéndonos a nuestros
propios cálculos (los de Coatswonh están hechos en dólares de 1950), a 151 pesos o
dólares de la época (pues las dos monedas eran a la sazón equivalentes). La cifra no es
absurda, incluso comparada con la propuesta de Alice Hanson Jones, en un estudio
que concierne solamente a: tres de las colonias americanas más desarrolladas:, entre 200
y 336 dólares 148 • Con respecto a estas colonias favorecidas del Norte, la renta per capita
de la más favorecida del Sur, México, sería de alrededor del 33%. Posteriormente, la
diferencia no hará más que aumentar, y el porcentaje llegó a caer en 1860 a sólo el 4 % .
Pero nuestro único problema aquí no es determinar el nivel de vida de las pobla-
ciones de la América ibérica, sino también calcular el excedente de las exponaciones
de esta América hacia Europa con relación a lo que recibe de ella. Para el año de 1785,
las cifras oficiales 149 dan una exportación en dirección a España de 43 ,88 millones de
pesos de metales preciosos, más 19,41 de mercancías, o sea, 63,3 (plata y oro, 69,33 % ;
mercancías, en fuerte alza, 27 ,6% ). En el sentido inverso, de España hacia América,
las exportaciones se elevan a 38,3; el saldo de la balanza es de 25 millones. Aceptemos
sin comentario esta cifra discutible. Si se agrega la parte de Brasil (el 25 % de este to-
El mundo a favor o en contra de Europa

Millones de pesos
25~----~-----~----~~·

20 1-------+-----·--·-··---- ---------1-------+----H--tt-tl

151-------+------·--·--+---

]01---------+----

o~----~------~----~
1550 1600 1650 1700 1750 1800

42. DOS CICLOS DE LA PLATA AMERJCANA

la curva de Potosí segíin M. Moreyra Paz-Soldan, en Historia, IX, 1945; la de las acuñaciones monetarias en México, segíin
W. Howe,.Thc Mining Guild of Ncw Spain, 1770-1821, 1949, pp. 453 y JJ, Poto1í ieñala el a•ance decisi•o de la primera
plata americana. El progrem de las minin mexicanas a fines del siglo XVIII alca11zarlÍ altur<IS jam!ÍJ igualadas hasta entonces.

tal), llegamos a 30 ó 31 millones de pesos, o sea, el 3% del PNB de toda la América


hispánica, pero esta cifra, basada en datos oficiales, es un límite bajo, y no tiene en
cuenta el fuene contrabando. Convinamos estos 30 millones de pesos (5 pesos= 1 libra
esterlina) a libras esterlinas: el «tesoro> extraído por Europa de América sería del orden
de' los 6 millones de libras como mínimo. Evidentemente, es una suma enorme, pues
hacia 178), en promedio, Europa, incluida Inglaterra, saca de la India 1.300.000
libras 1jº.
La América hispánica (alrededor de 19 millones de habitantes) entregaría cada año
a Europa cuatro o cinco veces más que la India (una centena de millones de habitan-
tes). Sería el tesoro n. 0 1 del mundo, un tesoro que, por añadidura, tiende a hincharse
en la imaginación popular hasta proporciones fabulosas. Un agente francés escribe en
1806, en el momento en que las guerras revolucionarias y napoleónicas acumulan lo-
calmente los productos de las minas, que se teme correr el riesgo de lanzar al mar: <Si
lo que he oído es cierto, habríá más de cien millones de piastras en lingotes, de oro o

353
El mundo a favor o en contra de Europa

plata, en las casas de moneda de los tres Virreinatos, el de Perú, el de Santa Fe [Bo-
gotá] y el de México, sin omitir la masa enorme de los capitales divididos entre los pro-
pietarios de las minas [ ... ] Los comerciantes capitalistas se han visto forzados por la
guerra a retener sus envíos.> El comercio intérlope sólo ha cpodido hacer circular una
parte de este dinero> m.
La política inglesa es tentada por presa semejante; vacilará, sin embargo, deseosa
,1 de respetar a Brasil, donde se ha refugiado el rey de Lisboa, en 1808, y a España, a la
'.que lentamente, con dificultad, libera el ejército inglés de Wellington. En consecuen-
cia, la disolución del Imperio Español se produce con lentitud. Pero el resultado era
ineluctable: desde el momento en que España, al industrializarse, recuperó el control
de sus colonias y se convirtió en algo diferente de un simple intermediario entre Amé-
rica y Europa, cla caída del Imperio estaba próxima, pues ninguna otra nación tenía ya
interés en que siguiera siendo español>. En particular, la nación que, por encima de
las restantes, intrigó largamente y que, una vez derrocada Francia y terminadas las re-

lonnes
15-

14

13

11

10

6
loneladaJ
5

"'o 1570-1610
"''
"'...
O)

UN CICLO •ESPAÑOL> UN CICLO cPORTUGUES•

43. DOS CICLOS DEL ORO AMERICANO

Un ciclo •tJpaño/. (el oro de liJJ An1111a1, la Nueva F.Jpa;;a, Nueva Granada y el Perú) fue 1us1iluido por un ciclo 1por/u-
guél> (el oro de Br111i/); El primero dio, en 120 año1, 170 tonel11da1 de oro derramad/JI en Europa; el Jegundo, durante el
mismo lapro, 442 loneladas, caJi lre1 veces mis. 141 cifra1, calculadaJ en media1 11nualeJ y en tone/11da1, no 1on abro/uta·
mente Jegura1; hay una 10/a certidumbre: /111uperíon'datl apl111/anle del ciclo bra1iieño. (Las cifras españo/111 han Jitlo lo·
m11da1 d! P. Cha11n11, Conqucte et exploitation des Nouvcaux Mondes, 1969, pp. 301 y s. //JI cifras portug1was, de F.
Mauro, Etudes économiques sur l'expansion ponugaise, 1970, p. 177.)

354 •
El mu"ndo a favor o en ee>ntra de Europa

voluciones de América, ya no tenía que observar prudencia alguna. En 1825, se pro-


duce la _.riad.a_de capitales ingleses que multiplican sus inversiones en los mercados y
empresas mineras de los nuevos Estados de la América ex-española y ex-ponuguesa.
Todo eso es lógico. Los países de Europa se industrializan siguiendo el ejemplo de
Inglaterra y se ponen al abrigo, como ella, de tarifas aduaneras protectoras. Entonces~
el comercio europeo carece de airem. De aquí la necesidad de dirigirse a los mercados
de ultramar. En una carrera semejante, Inglaterra es la que está mejor situada. Tanto
más cuanto que utiliza la vía más segura y más cona, la de los lazos de las finanzas.
Desde entonces, ligada a Londres, América Latina estará en la periferia de la econo-
mía-mundo europea, de la que los mismos Estados Unidos, constituidos en 1787 y pe-
se a sus precoces ventajas, hallarán dificultades para salir totalmente. Es en la Bolsa de
Londres, y en segundo lugar en la de París, donde se registran, .con las cotizaciones de
los empréstitos, los altibajos de los nuevos destinos de América ljl.
Sin embargo, el tesoro de los tesoros, para volver a él, aunque siempre se mantie-
ne, parece disminuir singularmente en el siglo XIX. El que todos los empréstitos csu-
damericanos» se coticen por debajo de la paridad ya es un indicio. Que la regresión
económica europea (1817-1851) se inicie muy pronto en Sudamérica, desde 1810, y
que esta crisis de la periferia sea, como es lógico, enormemente desorganizadora, que
el PNB de México retroceda desde 1810 hasta cerca del decenio de 1860, son otros sig-
nos que nos anuncian los tintes bastante sombríos de la historia de la América hispá-
nica, durante la primera mirad del siglo XIX. Los «tesoros» de América también mer-
maron y fueron derrochados, pues las largas guerras de la independencia fueron ruino-
sas. Para no dar más que un ejemplo, la población minera, en México, literalmente
explotó; la revolución encontró allí sus agentes, sus verdugos y sus víctimas. Las minas
abandonadas fueron anegadas por las aguas, al suspenderse el bombeo, y en primer
lugar las grandes minas, famosas poco antes por sus rendimientos. Cuando la extrac-
ción no se ha interrumpido totalmente, es la trituración del mineral 19 que se retrasa;
peor aún, el mercurio necesario para la amalgama no llega, o llega a precios excesivos.
El régimen español aseguraba el buen precio relativo del mercurio, entregado por las
autoridades públicas. Inmediatamente después de la independencia, las minas que tra-
bajan todavía son a menudo pequeñas empresas, explotadas mediante simples galerías
de desagüe, sin bombeo.
Finalmente, se asiste pronto a los primeros errores de apreciación de los países cde-
sarrollados» con respecto a las técnicas que es menester imponar en regiones csubde-
sarrolladas». Escuchemos el informe (del 20 de junio de 1826) del cónsul francés en
México sobre las iniciativas inglesas. «Deslumbrados por los prodigios que han logrado
en su país mediante el vapor -escribe-, han creído que aquí les proporcionaría los
mismos servicios. Así, han venido de Inglaterra las máquinas de vapor, y con ellas los
carros necesarios para transportarlas; no se olvidó nada, excepto las rutas por donde ha-
cer pasar los carros. La principal ruta de México, la más frecuentada y la mejor, es la
que conduce de Veracruz a la capital. V. Exc. juzgará del estado en que se encuentra
esta ruta cuando sepa que es necesario uncir diez mulas a una carroza ocupada por cua-
tro personas y destinada a hacer diez o doce leguas por día. Por esta ruta los carros in-
gleses han tenido que escalar la Cordillera: así, cada uno de estos carros no empleaba
menos de veinte mulas; cada mula hacía seis leguas por día y costaba diez francos. Por
malo que fuese este camino, era un camino, y cuando hubo que abandonarlo para di-
rigirse a las minas, no se halló más que senderos; algunos empresarios, desalentados
por los obstáculos, han dejado provisionalmente sus máquinas en depósito en Santa
Fe, el Encerro, Jalapa y Peroti; otros más intrépidos han construido, con grandes gas-
tos, caminos por los que han llevado sus máquinas hasta el borde de la mina{pero una
vez llegados allí, no encontraron carbón para ponerlas en funcionamiento: allr donde
355
El mundo a favor o en contra de Europa

hay madera se [ha] empleado la madera; pero es rara en la meseta de México, y las
minas más ricas, las de Guanajuato, por ejemplo, están a más de treinta horas de los
bosques. Los mineros ingleses se han asombrado mucho de encontrar estos obstáculos
que el Sr. de Humboldt señaló hace veinte años ... > 1l 4 .
Durante años, estas condiciones ocasionan malos negocios y tristes cotizaciones en
la Bolsa de Londres. No obstante, como la especulación siempre tiene sus recursos, las
acciones de las minas mexicanas, a causa del capricho del público, proporcionaron a
ciertos capitalistas enormes ganancias antes de venirse abajo. El gobierno inglés tam-
bién logró vender al Estado mexicano el material de guerra que había servido a W e-
llington en el campo de batalla de Waterloo. ¡Una pequeña compensación!

¿Ni feudalismo
ni capitalismo?

En el momento de concluir, es difícil evitar las discusiones vivas y totalmente abs-


tractas que se han suscitado a propósito de las formas de sociedades y economías del
Continente Americano, al mismo tiempo reproducciones y deformaciones de los mode-
los del Viejo Mundo. Se ha querido definirlas según los conceptos familiares en Europa
y hallarles un modelo que las redujese a cierta unidad. Intento un poco vano: unos
hablan de feudalismo; otros, de capitalismo; algunos sabios proponen una transición
que, complaciente, daría la razón a todos los polemistas, aceptando a la vez el feuda-
lismo y sus deformaciones y las premisas e indicios precursores del capitalismo; los ver-
daderamente sabios, como B. H. Slicher Van Bath 15 \ descartan los dos conceptos y pro-
ponen que se haga tabla rasa con ellos.
Además, ¿cómo admitir que pueda haber para toda América un modelo de socie-
dad y sólo uno? Si definimos uno cualquiera, algunas sociedades escapan inmediata-
mente a él. No solamente los sistemas sociales difieren de un país a otro, sino que se
yuxtaponen, se mezclan, elementos imposibles de clasificar en una u otra de fas eti-
quetas propuestas. América es una zona esencialmente periférica, con la única excep-
ción (discutible todavía cuando termina el siglo XVIII) de los Estados Unidos, consti-
tuidos en cuerpo político en 1787. Pero esta periferia es un mosaico de cien baldosas
diferentes: modernismo, arcaísmo, primitivismo ¡y tantos mestizajes!
He hablado bastante de Nueva Inglaterra 156 y las otras colonias inglesas como para
que dos o tres palabras basten al respecto. ¿Son sociedades capitalistas? Es demasiada
decir. Todavía en 1789, son, con excepciones que confirman la regla, economías pre-
dominantemente agrkolas; y cuando se llega, en el sur, a las orillas de la bahía de Che-
sapeake, se está en presencia de sociedades completamente esclavistas. Evidentemente,
recuperada la paz en 1783, una inaudita fiebre de empresa sacude, arrastra, a los jó-
venes Estados Unidos; allr todo se construye a la vez, industrias domésticas, .artesanales
y manufactureras, pero también fábricas de algodón con las nuevas máquinas de In-
glaterra, bancos y negocios múltiples. Sin embargo, en la práctica, si bien hay bancos,
hay menos monedas contantes y sonantes que billetes emitidos por los Estados y que
han perdido casi todo su valor, o piezas extranjeras gastadas. Por otra parte, terminada
~a guerra, la flota, instrumento de independencia y de grandeza, debe ser reconstrui-
da. Hacia 1774, en efecto, se dividía entre el cabotaje y el comercio a lo lejos: 5.200
embarcaciones (250.000 toneladas) en la primera categoría; 1.400 en la segunda, con
210.000 toneladas. Volúmenes casi iguales, pues; pero si el cabotaje era «americano»,
la navegación de altura era inglesa; fue necesario, pues, reconstruirla totalmente. ¡Una
buena tarea para los astilleros de Filadelfia! Además, Inglaterra logró recuperar supo-
356
El rmmdo a favor o en contra tÍe Europa

sición dominante en el comercio americano, desde 1783. El verdadero capitalismo, por


ende, es siempre el de Londres, que está en el centro del mundo; los Estados Unidos
no tienen más que un capitalismo secundario, potente, ciertamente, y__qll.t: auJI)entará
durante las guerras inglesas contra la Francia revolucionaria e imperial (1793-1815), pe-
ro este crecimiento espectacular será insuficiente todavía.
Además, en América no veo más que capitalismos puntuales, limitados a indivi-
duos y capitales que forman todos parte integrante del capitalismo europeo, más que
una red local. Incluso en Brasil, que está más empeñado en esta vfa que la América
española, pero que se reduce a algunas ciudades: Recife, Bahía y Río de Janeiro, con
las enormes regiones del interior como «colonias>. De igual modo, en el siglo XIX, Bue-
nos Aires, frente a la inmensa Pampa argentina que se extiende hasta los Andes, será
un bello ejemplo de ciudad voraz, capitalista a su manera, dominante, organizadora,
hacia la cual todo se desplaza, los convoyes de carretas del interior y los barcos del mun-
do entero.
Al lado de estos capitalismos mercantiles muy reducidos ¿se puede, sin demasiada
imaginación, observar aquí ó allá formas «feudales>? Germán Arciniegas 157 sostiene que
hubo, eli el siglo XVII, a través de la América hispánica, una crefeudalízación> en vas-
tas regiones del Nuevo Mundo semi abandonado por Europa. Yo hablaáa gustoso de
régimen señorial coli respecto a los llanos de Venezuela o de alguna región del interior
de Brasil. ¿De feudalismo? No, o por lo menos más difícilmente, a menos que se en-
tienda por ello, con Gurider Frank, un sistema simplemente autárquico o que tiende
a serlo, «a cloiedsystem only weakly li'nked with thé world beyond»m.
Si se parte de la propiedad territorial, lió es más fácil llegar a conclusiones claras.
En la Amérka española coinciden tres formas de propiedad: las plantaciones, las ha-
ciendas y las encomiendas. De las plantaciones ya hemos hablado 1l 9 : ..son en ciena ma-
nera capitalistas, pero en la persona del plantador, y más aún de los comerciantes que
lo apoyan. las haciendas son las grandes propiedades constituidas sobre todo en el si-
glo XVII, durante la «refeudalización> del Nuevo Mundo. Esta se efectuó en beneficio
de propietarios, los hacendados, no menos que de la lglesia 160 • Estas grandes propie-
dades en parte viven de sí mismas, en parte se vinculan en el mercado. En cierras re-
giones, por ejemplo, en América Central, son en su mayoría autárquicas; pero los do-
minios, a menudo enormes, de los jesuitas, que conocemos mejor que los otros a causa
de sus archivos, están divididos entre una economía natural de subsistencia y una eco-
nomía exterior regida por la moneda. Que las cuentas de estas haciendas se lleven en
moneda no impide pensar que los ajustes de salarios que señalan se hagan a fin de
año, y que entonces el campesino no tenga nada que cobrar en dinero, pues los ade-
lantos en especie que ha recibido han superado o equilibrado las sumas que se les de-
bía 161 • Tales situaciones, además, también se conocen en Europa.
Con las encomiendas, estamos en principio más cerca del «feudalismo>, aunque es-
tas concesiones de aldeas indias a españoles hayan sido otorgadas a título de beneficios,
no de feudos. Son, en principio, propiedades provision~les que dan al encomendero
un derecho a cánones de parte de los indios, no a la propiedad pura y simple de las
tierras y a la libre disposición de la mano de obra. Pero esta imagen es teórica: los en-
comenderos transgreden estas restricciones. Un informe (1553) 162 denuncia a amos po-
co escrupulosos que venden a sus indios «SO color de vender una estancia o un poco de
ganado», y a «oidores ligeros o prevaricadores> que cierran los ojos ante eso. la proxi-
midad de las autoridades locales limita los atropellos, pero cuando aumenta la lejanía
de las capitales 163, el control ya no es posible. Solamente en principio el encomendero,
insertado en el sistema colonial de dominio, está de algún modo 'al servicio de las au-
toridades españolas, a igual cítulo que los funcionarios reales. En realidad, tiende a li-
brarse de esta rectricción, y una crisis de la encomienda se inicia, en 1544, con la re-
357
Una «aldea industnal» en Nueva lnglateTTa, hacia 1830. (New York State Histoncal Association,
Cooperstown.)

vuelta de los hermanos Pízarro en el Perú. Proseguirá por mucho tiempo aún, pues el
conflicto entre encomenderos y funcionarios de la Corona pertenecía a la lógica de las
cosas. Estos funcionarios -los co"egidores y los oidores de las audiencias, especie de
parlamentos coloniales según el modelo de las audiencias de España- por lo general
no podían sino enfrentarse con propietarios que, abandonados a sí mismos, pronto ha-
brían constituido o reconstituido un régimen feudal. Por una parte importante de su
acción, no de toda su acción, la América española pronto se convirtió, como dice Georg
Friederici164 , en un país modelo del funcionariado y la burocracia. He aquí algo que
es muy dificil de incorporar a la imagen clásica del feudalismo, lo mismo que el señor
de engenho de Brasil y sus esclavos no pueden entrar sin más en un modelo auténti-
camente capitalista.
¿Es menester concluir que no hubo feudalismo ni capitalismo? América, en su con-
junto, se presenta como una yuxtaposición, un amontonamiento, de sociedades y de
economías diversas. En la base, hay economías semicerradas, que podéis llamar como
queráis; encima de eJlas, economías semiabiertas, y quizás ni eso; finalmente, en planos
superiores, las minas, las plantaciones, tal vez algunas grandes organizaciones de cría
de ganado (no todas) y el comercio. El capitalismo es, a lo sumo, un último estrato

358
El mundo a favor o en contra de Europa

mercantil: los aviadores de los mineros, los comerciantes privilegiados de los consula-
dos, los mercaderes de Veracruz, en conflicto constante con los de México, los comer-
ciantes que se arrellanan detrás de la máscara de las Compañías creadas por las metró-
polis, los comerciantes de Lima, los comerciantes de Recife, frente a la «señorial> Olin-
da, o los de la ciuda~ baja de Bahía, fren~e a la ciudad alta. Pero con todos estos hom-
bres de negocios, nos encontramos en realidad en el estrato de los vínculos de la eco-
nomía-mundo europea, que es como una red lanzada sobre América entera; no en el
interior de capitalismos nacionales, sino en el marco de un sistema global, manejado
desde el corazón mismo de Europa.
Para Eric Williams 165 , la superioridad de Europa (y él entiende por esto próxima
Revolución Industrial, y yo entendería también la supremacía mundial inglesa y el na-
cimiento de un capitalismo mercantil reforzado) provendría en línea recta de la explo-
tación del Nuevo Mundo, en panicular de la aceleración que apq'rtan a la vida europea
los beneficios constantes de las plantaciones, a la cabeza de las cuales él sitúa los cam-
pos de caña de azúcar y sus campesinos negros. La misma tesis, aún más simplificada,
ha sido sostenida por Luigi Borelli 166 , quien inscribe la modernidad del Atlántico y de
Europa en la cuenta del azúcat; y por ende de América, donde azúcar, capitalismo y
esclavitud marchan a la par. Pero América, comprendida la América minera, ¿fue la
única creadora de la· grandeza europea? No, sin duda, como la India no creó, por sí
sola, la supremacía de Europa, aunque los historiadores indios puedan hoy sostener,
con argumentos de peso, que la Revolución Industrial inglesa se nutrió de la explota-
ción de su pafs.

El AFRICA NEGRA
CAPTADA NO SOLAMENTE DESDE FUERA

Quisiera considerar sólo el Africa Negra, dejando de lado el Africa del Norte, un
Africa blanca que vive en la órbita del Islam; y también, lo cual no va de suyo, de-
jando de lado la parte oriental de Africa, desde la entrada del Mar Rojo y la costa de
Abisinia hasta la punta meridional del Continente.
Esa extremidad sur de Africa está todavía, en el siglo XVIII, semivacía: la colonia
del Cabo, fundada en 1657 por los holandeses, aunque sea, con sus 15.000 habitantes,
la mayor colonia europea del Continente, no es más que una escala·en la ruta de las
Indias al servicio estricto de la Oost Indische Compagnie 167 , terriblemente en guardia
en este lugar estratégico. En cuanto al interminable litoral de Africa frente al Océano
Indico, ptrtenece a la economía-mundo centrada en la India, de la cual es, al mismo
tiempo, una ruta importante y una zona periférica, mucho antes de la llegada de los
portugueses en 1498 168 • Evidentemente, se producirá el largo intermedio de las opera-
ciones portuguesas, que cambiaron muchas cosas. Fue por este litoral, en efecto, por
donde Vasco da Gama, después de haber doblado por el cabo de Buena Esperanza, se
remontó hacia el norte, en dirección a la India: hizo escala en Mozambique, en Mom-
basa y Melinde, donde un piloto, Ibn Madjib, originario de Gujerat, lo conduce sin
muchas dificultades hasta Calicut. La costa este de Africa es, así, una ruta preciosa tan-
to para la ida como para el retorno de las Indias: sus escalas permiten a las tripulacio-
nes abastecerse de víveres frescos, reparar las naves y a veces esperar allr la hora del re-
torno, cuando, estando demasiado avanzada la estación, es peligroso doblar el cabo de
Buena Esperanza.

359
El mundo a favor o en ccmtra de Europa

La toloniri holande1a del cabo de Buena Erperanza. Dz'bujo de J Reach. {Atla5 Van Sl:olk.)

Durante mucho tiempo un interés suplementario ha valorizado la Contra Costa 169 :


la presencia del oro en el interior del vasto Estado de Monomotapa 17º; la exponación
del metal amarillo se hacía por el pueno de Sofala, al sur del delta del Zambeze. La
pequeña aglomeración durante mucho tiempo dominada por la ciudad de Kilwa, si-
tuada bastante al none, se convinió en el punto de mira de las empresas portuguesas.
Se empleo la fuerza con éxito en 1505, y todo estuvo en orden desde 1513. Sin em-
bargo, el oro sólo llegaba a la costa a cambio de mercancías: los cereales de Melinde y
más aún, los tejidos de algodón de la India. Los portugueses debieron y supieron uti-
lizar a tal efecto las telas de Gujerat. Pero este tráfico provechoso no duró mucho tiem-
po: Monomotapa se desgarró en guerras continuas; el oro se hizo raro y, al mismo miem-
po, la tutela ponuguesa declinó. Los comerciantes árabes volvieron a tomar el control
de Zahzlbar y Kilwa, donde obtenían esclavos que revendían en Arabia, Persia y la In-
dia171. Los portugueses conservaron, sin embargo, Mozambique, donde fueron tirando.
A fines del siglo XVIII, obtenían de allí, se dice, algunos millares de esclavos, e incluso
los franceses, de 1787 a 1793, participaron en este tráfico, para proveer de mano de
obra a la isla de Francia y la isla Borbón 172 •
En general, se puede admitir, con respecto a esos largos litorales, el juicio pesimista
de un informe dirigido al gobierno ruso (18 de octubre de 1874): «Hace largo tiempo
que por la costa de Sofala, y las adyacentes a ella, ya no rueda el oro en sus aguas.>
Las plazas de Melinde y de Mombaza, al sur de Mozambique, están, por así decirlo,
desienas, y las pocas familias portuguesas que residen allí todavía son cmás bárbaras
que civilizadas>; su comercio ese reduce al envío a Europa de algunos negros que de-
generan y la mayoría de los cuales no sirven para nada> 173 • De este modo, se prevenía

360

El mundrJ tl favor o en contra de Eurof>ii

al gobierno ruso, en busca de mercados internacionales, que no era ésa una buena puer-
ta donde llamar. Dejaremos de lado, pues, sin muchos remordimientos, la vertiente
«india> de Africa del Sur, cuyos grandes momentos por entonces ya habían pasado.

La única Africa
del Oeste

La situación es diferente en la fachada atlántica de Africa, desde Marruecos hasta


la Angola portuguesa. Desde el siglo XV, Europa hizo la prospección de sus litorales y
entabló el diálogo con sus poblaciones. ¿Una curiosidad demasiado limitada le hizo des-
deñar el interior del Continente, como se ha di<.•. .J a menudo? De hecho, los europeos
no encontraron en el Africa Negra las facilidades 174 que ofrecían, en la América india,
los Imperios Azteca e Inca, donde desempeñaron, ante tantas poblaciones sometidas,
el papel de líberadores 175 y donde se apoyaron, finalmente, en sociedades disciplinadas
que era posible explotar sin demasiado trabajo.
Los portugueses y los otros europeos no hallaron en Africa, al borde del océano,
más que una multitud de tribus o de Estados mediocres con los cuales era imposible
contar. Los Estados un poco consistentes, como el Congo 176 o Monomotapa, estaban
en el interior de las tierras, protegidos por el espesor del Continente y la cintura costera
de sociedades políticamente poco o mal organizadas. Las enfermedades tropicales, tan
nocivas a lo largo de las costas, quizás fueron también otra barrera. Dudemos de ello,
pese a todo, pues los europeos superaron esos mismos obstáculos en las regiones tropi-
cales de América. Una éazón más seria es que el interior africano a menudo estaba de-
fendido por la relativa densidad de su población y el vigor de sociedades que, a dife-
rencia de los amerindios, conocían la metalurgia del hierro y contaban a menudo con
poblaciones belicosas.
Además, nada empujaba a Europa a aventurarse lejos del océano, puesto que en-
contraban en las costas, al alcance de la mano, el marfil, la cera, la goma de Senegal,
la malagueta, el oro en polvo y, mercancía maravillosa, los esclavos negros. Y por aña-
didura, al principio al menos, estos bienes se obtenían mediante intercambios fáciles,
por baratijas, perlas de vidrio, paños de colores vivos, un poco de vino, una botella de
ron, un fusil llamado «de trata> y brazaletes de cobre llamados «manillas>, «adorno bas-
tante extraño> que el africano «Se pone en la parte inferior de la pierna, por encima
del tobillo [ ... ], y en la parte más gruesa del brazo, por encima del codo> 177 • En 15 82,
los negros del Congo eran pagados por los portugueses ccon hierro viejo, clavos, etc.,
que aprecian más que las monedas de oro> 178 • En resumen, clientes y proveedores fá-
ciles de engañar, buenos chicos, perezosos a veces, «contentos con vivir al día ... >. Pero,
«en general, las cosechas de este pueblo son tan escasas que los navegantes europeos
que van a ellos para comprar hombres, se ven obligados a llevar de Europa o América
las provisiones necesarias para el alimento de los esclavos que deben integrar el car-
gamento de sus barcos> 179. En suma, los europeos se encuentran en todas partes con
economías aún primitivas. André Thevet 180 (1575) las juzga con una breve frase: lamo-
neda «allí no se usa>. Con esto, todo está dicho.
Pero, ¿qué es exactamente la moneda? Las economías africanas tienen sus mone-
das, es decir, cun medio de cambio y un patrón de valor reconocido>, se trate de trozos
de tejido, de sal, de ganado o, en el siglo XVII, de barras de hierro imponadas 181 • Ta-
char a esta moneda de pn"mitiva no permite concluir de inmediato que las economías
africanas carezcan de vigor, que no despertarán antes del siglo XIX, ante los contragol-

361
El mundo a favor o en contra de Europa

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44. PORTUGAL A LA CONQUISTA DEL LITORAL AFRICANO


(SIGLOS XV-XVI)
Las 11úzs maritim1ZS, en el siglo XVI , obtuvieron la pnmtl&Íil sobre lttJ rulas antiguas del Sahara. Fi oro que iba htJ&Íll el
Mediterráneo fue ties•Ílldo htJ&Íll el océano. A llZS n'quezas •!'Pioladas por los portugueses, hay que ariadir, evidentemente,
los escl11110s negros. (Tomado de V. Magalhaes Godinho. L'Économic de l'Émpire ponugais au xv• et xv1•. s.. 1969, fuera
de texto.)

362
'
El mundo a ftivor o en contra de [,.mpa

pes de Ja revolución industrial y comercial de Europa. A mediados del siglo XVIII, he


aquí que estas regiones atrasadas, sin embargo, envían quizás más de 50.000 negros ca-
da año hasta los puntos de embarque de la trata, mientras que en Sevilla, España, en
el siglo XVI, reunía 1.000 personas que partían por año 182 , y hacia Nueva Inglaterra.
de 1630 a 1640 183 , se cuentan por término medio, cada año, 2.000 emigrantes. Y las
razzias que proporcionan este ganado humano ni siquiera interrumpen la vida cotidia-
na, pues esos millares de esclavos, atados unos a otros por correas de cuero que se pa-
san por sus cuellos, son expedidos por los Estados del interior hacia el Atlántico, con
sus numerosos guardianes durante la estación seca, la estación muerta de la agri-
cultura 184 •
Las punciones de la trata, renovadas de año en año, implican forzosamente una eco-
nomía de cierto vigor. Es lo que repiten, con mayor o menor fuerza, los estudios re-
cientes de los africanistas. Entonces, el ir y venir de los barcos negreros no basta por sí
solo para explicar la trata, que también debe ser formulada en términos africanos: cEl
comercio de esclavos -escribe Philip Curtin- es un subsistema de la economía atlán-
tica, pero es también un subsistema del vasto modelo de la sociedad africana del oeste,
de sus actitudes, de su religión, de sus normas profesionales, de su propia identidad y
de muchas otras cosas aún» 18 j . Es necesario reconocer a Africa sus derechos y sus
responsabilidades.

Un continente aislado,
pero accesible

El Africa Negra se perfila como un triángulo inmenso entre tres espacios: al norte,
el Sáhara; al este, el Océano Indico; al oeste, el Atlántico. Como hemos convenido, de-
jaremos de lado el litoral oriental. En cuanto a los confines saharianos y las márgenes
·atlánticas, son interminables frentes de ataque, por donde el extranjero (cualquiera que
sea su nombre, la época o las circunstancias) llega a las puertas mismas del Africa Ne-
gra. Regularmente, logra su apertura. Y, casi lógicamente, ¿no es tenido el Continente
Negro por un pueblo de campesinos que vuelven las espaldas al mar tanto como al de-
sierto sahariano, «el cual, en muchos aspectos, es semejante al mar> 18<•? Extrañamente,
el negro no practica ninguna de las navegaciones que, a través del océano o a través
del desierto, estarían a su alcance. Frente al Atlántico, no navega más que por las aguas
de la desembocadura del Congo, de una orilla del río a la otra 187 El océano, como el
Sáhara, ha sido para él un compartimiento estanco, mucho más que una simple
frontera.
Para el Africa del Oeste, los blancos son los murdele, los hombres salidos del mar 188
La tradición todavía hoy habla de la sorpresa de los negros ante su aparición: «Vieron
sobre el gran mar surgir un gran barco. Este barco tenía alas blancas, todas ellas, res-
plandecientes como cuchillos. Hombres blancos salieron del agua y dijeron palabras
que no se entendían. Nuestros antepasados sintieron temor, dijeron que eran los Vum-
bi, espíritus que volvían. Se los empujó al mar con descargas de flechas. Pero los Vum-
bi escupieron fuego con el ruido de un trueno ... 189>. Los negros ni siquiera imagina-
ron, en esos primeros instantes, que los blancos habitaban, vivían, fuera de sus barcos.
En el litoral atlántico, la nave de Europa no halla resistencia ni vigilancia. Dispone
de una absoluta libertad de maniobra, va donde quiere, comercia donde le agrada, ob-
tiene en un lugar lo que no ha conseguido, o también ha conseguido ya, eq otra,s par-
tes unos días antes. Incluso organiza un comercio cde Africa en Africa», según el mo-
delo del comercio de India en India, aunque mucho menos vasto. Los fuertes construí-
363
El mundo a favor o en mntra de Europa

dos sobre la costa son puntos de apoyo sólidos, y las islas próximas sitven de puestos
de atalaya, como Madeira, como las Canarias, como la muy curiosa isla de Sao Tome
en el golfo de Guinea, isla de azúcar y de esclavos que tuvo, desde el siglo XVI, un
desarrollo prodigioso, sin duda porque los vientos del oeste y los alisios del sur se unen
allí, y porque, para ella, las rutas estaban abiertas tanto hacia el oeste y América como
hacia el Africa próxima, al este.
¿Acaso nos equivocamos? El proceso es el mismo a lo largo de los límites saharia-
nos. El Islam, co:n sus caravanas de camellos, es tan libre de elegir sus accesos como el
europeo con sus barcos. Puede elegir sus puntos de ataque y sus puertas de entrada.
Ghana, Mali y el Imperio de Gao fueron otras tantas irrupciones que parecen ligadas
a la explotación del marfil, el oro en polvo y los esclavos. Además, desde el dfa en que
esta explotación fue cogida de revés por la llegada de los portugueses del golfo de Gui-
nea, las excrecencias políticas antiguas comenzaron a deteriorarse. Tombuctu, en 1591,
fue capturada en una correría de aventureros marroquíes 19°
Una vez más, se observa en profundidad la identidad entre el imperialismo del Is-
lam y el imperialismo de Occidente. Son dos civilizaciones agresivas, esclavistas una y
otra, ante las cuales el Mrica Negra pagó el precio de su falta de vigilancia y de su
debilidad. Es verdad que en sus fronteras el invasor se presentaba con bienes novedo-
sos, capaces de fascinar al eventual comprador. La codicia entra en juego: durante Ja
noche, cladrones y hombres sin conciencia -dice el rey del Congo- raptan [a los hijos
de nuestros nobles y de nuestros vasallos], impulsados por el deseo de tener cosas y mer-
cancías de Portugal de las que están ávidos> 191 • cSe venden unos a otros -escribe Gar-
cía de Resende (1554)- y hay muchos mercaderes especializados, que los engañan y
los entregan a los negreros> 192 • El italiano Gio Antonio Cavazzi, que permaneció en
Africa de 1654 a 1667, señala cque por un collar de coral o un poco de vino los con-
goleses vendían a sus propios padres, a sus hijos, a sus hermanas y sus hermanos, ju-
rando al mismo tiempo a los compradores que se trataba de esclavos domésticos» 193 • La
codicia, nadie lo negará, desempeño su papel, y los europeos la estimularon conscien-
temente. Los portugueses, que tienen el gusto de los vestidos como signo de rango so-
cial, inspiraron este mismo gusto del «vestir> en los negros colocados bajo su depen-
dencia. Quizás no sin segundas intenciones, pues un portugués hasta propone, en 1667,
en Sofala, obligar a los negros comunes, que van completamente desnudos sin vergüen-
za, a llevar taparrabos; entonces, «todo el tejido que puede producir la India no bas-
tará para satisfacer las necesidades de solamente la mitad de los negros:. 194 • Además,
todos los medios son buenos para forzar los intercambios, incluida la práctica de los
anticipos; en caso de falta de pago, es lícito apoderarse de los bienes y hasta de la per-
sona del acreedor incapaz de saldar su deuda. También se hace amplio uso de la pura
violencia; siempre que tiene el campo libre, se superan los récords de los beneficios.
En 1643, un testigo dice estar 4'.absolutamente seguro de que este reino [de Angola,
donde la caza de esclavos llega a su apogeo] permite a ciertos hombres enriquecerse
más que en Ja India oriental> 191 •
Sin embargo, si hubo en Africa un comercio de los hombres, fue porque Europa
lo quiso y lo impuso, por cierto. Pero fue también porque Africa tenía la mala cos-
tumbre de practicarlo mucho antes de la llegada de los europeos, en dirección al Islam,
al Mediterráneo y al Océano Indico. En ella, la esclavitud es endémica, una estructura
cotidiana, en un marco social que quisiéramos en vano conocer mejor. Ni siquiera Ja
paciencia del historiador, habituado a las documentaciones incompletas, ni incluso las
audacias del comparatista, ni siquiera la habilidad de Marian Malowist 196 , bastan para
reconstítuirlo. Quedan sin resolver damasiadas cuestiones: el papel de las ciudades con
respecto a las constelaciones de aldeas; el papel del artesanado y del comercio lejano;
el papel del Estado ... Por lo demás, seguramente no hay una sociedad que sea en todas

364
'
El mundo a favor o en contra de Ei1ropa

partes la misma. La esclavitud se presenta bajo formas diversas, consubstanciales a so-


ciedades diversas: esclavos de corte, esclavos incorporados a las tropas del príncipe, es-
clavos domésticos o de casa, esclavos de la agricultura, de la industria, de correos tam-
bién, intermediarios e incluso comerciantes. Los reclutamientos son a la vez internos,
locales (si la delincuencia, en Occidente, conduce a las galeras, aquí lleva a la pena de
muene o a la esclavitud), o externos, como consecuencia de guerras o de razzias contra
los pueblos vecinos, como en tiempos de la Roma antigua. A la larga, esas guerras y
esas incursiones se convierten en una industria. Los t'Sclavos de la cosecha bélica, en
estas condiciones, son tan numerosos, tan difíciles de mantener y alimentar, que corren
el riesgo de quedar, de algún modo, sin empleo. Al venderlos en los mercados exte-
riores, Africa se liberaría, quizás, de posibles excedentes de hombres.
Desmesuradamente desarrollada por la influencia de la demanda americana, la tra-
ta de esclavos agitó a todo el Continente Negro. Entre el interior y la costa, desempeñó
un doble papel: debilitó, deterioró, a los grandes Estados del interior, Monomotapa,
el Congo, y favoreció, en cambio, el avance de pequeños Estados intermediarios en Ja
vecindad del litoral¡ especies de Estados agentes que proveían de esclavos y mercancías
a los comerciantes de Europa. De igual modo, para el Islam, ¿acaso han sido otra cosa
los imperios sucesivos de Nigeria que Estados agentes, proveedores para el Africa del
Norte y el Mediterráneo de oro en polvo y de esclavos? La Europa del siglo X había
sido, análogamenic, a lo fargo del Elba, una zona intermediaria para adquirir esclavos
eslavos y enviarlos a los países del Islam. ¿No fueron los tártaros de Crimea proveedores
de esclavos rusos, desde el siglo XIV , a petición de Estambul 197?

De las costas
al interior

Mediante estos procesos, el Africa Negra fue más sojuzgada, en profundidad, de lo


que creían los historiadores de antaño. Europa hundió sus raíces hasta el corazón del
Continente, bastante más allá de sus posiciones litorales, de las islas de posta, de los
barcos amarrados y que se descomponen en el lugar, o de los puntos habituales de la
trata o de los fuertes (el primero, el más célebre, el de Sao Jorge da Mina, fue .cons-
truido por los portugueses en la costa de Guinea en 1454). Estos fuertes portugueses,
y más tarde holandeses, ingleses o franceses, tan costosos de mantener, son una pro-
tección contra los posibles ataques de los negros y los de rivales europeos. Pues los blan-
cos que juegan al mismo juego mercantil, se destrozan en toda ocasión, se apoderan
de sus fuertes respectivos y llevan una guerra activa, si no próspera, incluso al margen
de los grandes conflictos. El acuerdo sólo es posible contra enemigos comunes: por ejem-
plo, la Compañía Real Inglesa de Africa y la Compañía Francesa de Senegal (absorbida
ésta por la Compañía Francesa de Indias en 1718) se entendieron bastante bien contra
los privateers, los interlopers, ingleses o no, contra todos los comerciantes que trafica-
ban entonces fuera del marco de las compañías. Es verdad que éstas, incluida la Com-
pañía Holandesa de las Indias Occidentales, estaban en mala posición, incapaces de man-
tener fortalezas y guarniciones sin subvenciones del Estado. De modo que acabaron
por abandonar muchas de sus pretensiones y dejar que las cosas siguieran su curso.
A partir de la costa, el comercio se hacía en barcos ligeros que remontaban los cur-
sos de agua con remos hasta las escalas superiores y las ferias, donde el comercio euro-
peo encontraba a las caravanas africanas. Para estos tráficos, los intermediarios natos fue-
ron durante mucho tiempo los descendientes de los portugueses, mestizos de blancos
y negros convenidos en «hijos de la tierra>, cuyos servicios se disputaban todos. Luego,
365
El mundo a favor o en contra de Europa

La esclavitud en el Islam. Mercado de esclavos de Zabid, en el Yemen, siglo XIII. Según una
ilustración de los Maqamat, 63511237, de al Harin·. B.N. Mr. ar. 5847. (Clisé'de la B. N.)

ingleses y franceses se decidieron a remontar ellos mismos los ríos y a instalarse en el


interior. cEl capitán Agis [un inglés] -sefiala el P. Labat- no estaba entonces en Bin-
tam. Los ingleses lo empleaban para hacer su comercio en lo alto del río; es empren-
dedor, y se lo ha visto hasta en el río Falémé, a una jornada del Fuerte San Esteban
de Caynoura» 198 • En la segunda mititd del siglo XVIII, cuando la Compafiía Real Inglesa
renuncia a la mayor parte de sus actividades y el Fuerte de San Jacobo, en la desem-
bocadura del Gambia, es abandonado, el comercio europeo pasa a manos de los inter-
mediarios indígenas; remeros negros, que cuestan menos que los remeros ingleses, re-
montan el río con las mercancías de Europa; llevan de vuelta mercancías africanas, in-
cluso madera de ébano, destinadas muy a menudo a un navío de privateer. Los negros
se convierten en los amos en segundo lugar de los tráficos.
Esta evolución reproduce, curiosamente, la evolución antigua del comercio portu-
gués, introductor de Europa tanto en Africa como en el Extremo Oriente. Los primeros
lan;ados 199 fueron portugueses; lo mismo los comerciantes de la isla de Sao Tome, que
practicaron muy pronto el comercio de Africa en Africa, desde el golfo de Guinea has-

366
El mundo a favor o en contra de Europa

ta Angola, un día como comerciantes y al dfa siguiente como piratas. A fines del si-
glo XVI, en San Salvador, la capital del Congo, había más de cien comerciantes portu-
gueses y un millar de aventureros de la misma nacionalidad. Luego las cosas empeora-
ron, los pequeños roles fueron cedidos a los intermediarios y los comisionistas africa-
nos, particularmente los mandingas, designados con el nombre genérico de mercadors,
y a colaboradores auxiliares, mestizos y negros, llamados pombeiros. Estos últimos,
quienquiera que fuese el amo que los empleaba, explotaban más cruelmente que los
blancos a sus hermanos de color 200 •

El comercio triangular
y los términos del intercambio

Es conocido el resultado de la trata: el Middle Panage, la travesía del Atlántico,


siempre temible para los esclavos amontonados en espacios estrechos. Este viaje, sin em-
bargo, no es más que un elemento del sistema de comercio triangular que practica cual-
quier nave que leva anclas en la costa africana, sea portuguesa, holandesa, inglesa o
francesa. Un barco inglés irá a vender sus esclavos a Jamaica, volverá a Inglaterra con
azúcar, café, índigo y algodón, y luego pondrá rumbo nuevamente a Afríca. Este es-
quema es el mismo, mutatis mutandi, para todos los barcos negreros. En cada vértice
del triángulo se realiza un beneficio, y el balance total del circuito es la suma de los
balances sucesivos.
Al partir de Liverpool o de Nantes, hay a bordo las mismas mercancías, tejidos, siem-
pre tejidos, incluidas telas de algodón de las Indias y tafetanes de rayas. utensilios de
cobre, fuentes y ollas de estaño, barras de hierro, cuchillos con sus vainas, sombreros,
abalorios de vidrio, falsos cristales, pólvora, pistolas, fusiles de trata y, por último,
aguardiente ... Esta enumeración repite, palabra por palabra, la lista de las mercancías
que un banquero, en abril de 1704, embarca en Nantes, el gran puerto negrero de Fran-
cia, en su barco, Le Pn"nce de Conty (con capacidad de trescientas toneladas )201 • En esta
fecha tardía, la lista no sería diferente si la partida se hiciese de Liverpool o de Ams-
terdam. Los portugueses siempre habían evitado llevar armas y aguardiente a Africa,
pero sus sucesores no tuvieron semejantes escrúpulos o semejante prudencia.
Por último, para que el intercambio responda a la demanda europea en fueite alza,
se necesitaba cierta elasticidad del mercado africano frente a la oferta creciente de mer-
cancías europeas. Era el caso de Senegambia, región curiosa, entre el desieno y el océa-
no, sobre la cual Philip Curtin acaba de escribir un libro prodigiosamente novedoso 202
que, a la vez, revaloriza la economía africana, Ja amplitud de los intercambios pese a
la dificultad de los transportes, la importancia de las concentraciones en los mercados
y las ferias, el vigor de las ciudades que exigen obligatoriamente excedentes y, por úl-
timo, los sistemas de monedas llamadas primitivas que no por ello dejan de ser buenas
herramientas.
Con el tiempo, la recepción de mercancías europeas se hace selectiva: el cliente ne-
gro no compra todo a ciegas. Si Senegambia es compradora de barras e incluso de de-
sechos de hierro, es porque no tiene, a diferencia de otras regiones africanas, industria
metalúrgica; si otra región (o, mejor dicho, subregión) compra muchos paños, es por-
que los tejidos locales son insuficientes. Y así sucesivamente. Además -y ésta es la sor-
presa-, frente a !~demanda ávida de Europa, Africa reaccionará finalmente según las
reglas clásicas de la economía: aumentará sus exigencias, elevará los precios.
Philip Curtin 203 prueba sus tesis por un estudio de los precios y de los temis of
trade que el carácter primitivo de la «moneda> no impide llevar a buen fin. En efecto,
367
El mundo a favor o en contra de Europa

cuando la barra de hierro, que es la moneda de cuenta de Senegambia, es cotizada por


un comerciante inglés a 30 libras esterlinas, no se trata de un precio, ~ino de un cam-
bio entre la libra esterlina, moneda ficticia, y la barra de hierro, otra moneda ficticia.
Las mercancías, cotizadas en barra (y por consiguiente en libras), varían de precio, como
muestran los cuadros que el lector hallará un poco más adelante; es posible calcular,
para Senegambia, cifras globales verosímiles relativas a las importaciones y las expor-
taciones, así como estimar aproximadamente los temu of trade, los términos del inter-
cambio, cindicador que permite apreciar la ventaja que una economía obtiene de sus
relaciones con el exterior» 204 • Comparando exportaciones e importaciones, los precios a
la entrada y la salida, P. Curtin concluye que Senegambia obtiene una ventaja crecien-
te de sus intercambios con el exterior. Es un hecho establecido el de que, para conse-
guir más oro, más esclavos y más marfil, Europa tuvo que aumentar su oferta, bajar el
precio relativo de sus mercancías. Y esta constatación, establecida para Senegambia, pro-
bablemente vale para el conjunto del Africa Negra, que, en respuesta a las exigencias
de las plantaciones, los centros de obtención de oro y las ciudades del Nuevo Mundo,
entrega a los negreros contingentes <;recientes de esclavos: en el siglo xy:r, 900.000; en
el XVII, 3. 750.000; de 7 a 8 millones en el XVIII; y, pese a la supresión de la esclavitud
en 1815, 4 mi.lfones en el siglo XIX 205 • Si se piensa en la: mediocridad de los medios
empleados, 13- mediocridad de los transportes, se nos presenta como un tráfico de los
más substanciosos.

1
LOS cTERMS OF TRADE» DE SENEGAMBIA
1680 100 (índice) Los' terms of trade se obtienen por la proporción
1730 149 de los índices de las exportaciones y de las impor-
1780 475
1830 1031
taciones (exactamente, _! X 100).
1
La ventaja del exportador africano se multiplicó por 10, aproximadamente. A.un ad-
mitiendo un margen de error muy grande, el avance es evidente.

11
EVOLUCION DE LAS EXPORTACIONES DE SENEGAMBIA
(por producto, en porcentaje del total de las exportaciones)
1680 1730 1780 1830
oro 5,0 7,8 0,2 3,0
goma 8,1 9,4 12,0 71,8
pieles 8,5 8,1
marfil 12,4 4,0 0,2 2,8
esclavos 55,3 64,3 86,5 1,9
cera de abeja 10,8 14,5 1,1 9.9
cacahuetes 2,6
total 100 100 100 100
Cuadros tomados de P. D. Curtin, Economic Change in Precolonial A/rica, 1975,
pp. 336 y 327.

368
El mundo a favo1· o en contra de Europa

El impacto de la demanda europea origina una especialización mercantil de Sene-


gambia, cada vez con primacía de un producto: a comienzos del siglo XVII, las pieles;
luego, hasta el siglo XIX, los esclavos; más ta:-de, la goma; más tarde aún, los cacahue-
tes. Compárese con los «ciclosJ> del Brasil colonial: madera para tinturas, azúcar, oro y
café.

E/fin
de la esclavitud

Esta fuerza, una vez adquirida, explica que el tráfico no se haya detenido súbita-
mente cuando la trata fue abolida oficialmente, a propuesta inglesa, en el Congreso
de Viena, en 1815. Según un viajero inglés, en 1817 206 , Río deJaneiro, Bahía y sobre
todo Cuba se habfan convertido en los puntos de llegada de un «comercio en hombreSJ>
qué seguía siendo muy activo. La Habana, quizás fuera el más próspero de estos puntos
de llegada. Siete naves negreras entran allí a la vez, cuatro de ellas francesas. Pero fue-
ron los portugueses y los españoles quienes acapararon lo mejor de la trata subsistente
y se beneficiaron con la carda de las compras y de los precios provocada en Africa por
la retirada de los ingleses (de 2 a 5 libras esterlinas cada uno, mientras que el precio
es de 100 libras en La Habana y dos veces más elevado en Florida y Nueva Orleáns,
por las dificultades del contrabando). Es una baja temporal, pero nuestro viajero se sien-
te tanto más envidioso de los beneficios de un tráfico del que su país se ha excluido a
sí mismo en beneficio de los españoles y los portugueses. Estos, beneficiados por el ba-
jo precio de sus esclavos, tienen -dice- «los medios para vender más barato que no-
sotros, en los mercados extranjeros, no solamente el azúcar y el café, sino también to-
dos los productos del trópico:.. En esa época, muchos ingleses compartían los senti-
mientos de ese portugués indignado que, en 1814, clamaba que iba ¡«en el interés y
el deber de las grandes potencias continentales negar formalmente [ ... ] su asentimien-
to a la proposición insidiosa de Inglaterra de declarar la Trata contraria al derecho de
gentes» !2°7 •
Finalmente, esas enormes punciones, ¿han destruido, o no, el equilibrio de las so-
ciedades negras de Angola, el Congo, y de las regiones del borde del golfo de Guinea?
Para responder a esto, sería necesario conocer la cifra de la población cuando los pri-
meros encuentros con Europa. Pero estos récords, me parr.ce, sólo han sido posibles,
en último análisis, en razón de una vitalidad biológica evidente del Continente Negro.
Y si la población aumentó pese a la trata, como es posible, habría que revisar todos
los datos del problema.
Con estas palabras, no trato dé atenuar las culpas o las responsabilidades de Europa
frente a las poblaciones africanas. Si no, desde el principio, habría insistido en los pre-
sentes que, lo quisiera o no, Europa aportó a Africa: el maíz, la mandioca, las judías
americanas, la patata dulce, la piña, la guayaba, el cocotero, los frutos agrios, el taba-
co, la viña, y, entre los animales domésticos, el gato, el pato de Berbería, el pavo, la
oca, la paloma, etcétera. Sin olvidar la penetración del cristianismo, recibido a menu-
do como el medio de adquirir la fuerza misma del Dios de los blancos. ¿Y por qué no
afirmar más aún: son hoy poca cosa las Américas negras? Existen.

369
El m1mdo a favor o en contra de Europa

RUSIA
DURANTE LARGO TIEMPO UNA ECONOMIA-MUNDO
POR SI SOLA

La economía-mundo 208 construida sobre Europa no se extiende a todo el pequeño


continente. Más allá de Polonia, Moscovia está durante mucho tiempo al margen 209 de
ella. ¿Cómo no estar de acuerdo sobre este punto con Immanuel Wallerste~n. quien la
sitúa, sin vacilar, fuera de la esfera occidental, fuera de la «Europa europea», al menos
hasta los comienzos del gobierno personal de Pedro el Grande (1689) 21 º? Lo mismo su-
cede con la península de los Bakanes, donde la conquista turca ha cubierto y sojuzga-
do durante siglos una Europa cristiana, como el resto del Imperio de los Osmanlíes, en
Asia y Afr.!ca, vastas zonas autónomas o que tienden a serlo.
Frente a Rusia y el Imperio Turco, Europa actúa por su superioridad monetaria, por
los atractivos y las tentaciones de sus técnicas, de sus mercancías, por su fuerza misma.
Pero mientras que en el ámbito moscovita la influencia europea crece por sí sola y un
movimiento de báscula inclina poco a poco el enorme país hada Occidente, el Imperio
Turco, por el contrario, se obstina en mantenerse al margen de su intrusión destructi-
va; en todo caso, resiste. Y sólo la fuerza, el desgaste y el tiempo darán cuenta de su
visceral hostilidad.

Una economía rusa rápidamente reducida


a una casi-autonomía

Moscovia nunca estuvo absolutamente cerrada a la economía-mundo europea 211 , ni


siquiera antes de 1555, fecha de la conquista por los rusos de Narva, pequeño pueno
de Estonia sobre el Báltico, o antes de 1533, fecha de la primera instalación de los in-
gleses en Arjánguelsk. Pero abrir una ventana sobre el Báltico, «cuyas aguas valían su
peso en oro> 212 , y dejar a la nueva Moscovy Company inglesa empujar la puena de Ar-
jánguelsk (aunque esta puena sea cerrada muy tempranamente, cada año, por los hie-
los del invierno), era aceptar a Europa directamente. En Narva, a la que controlaron
pronto los holandeses, naves de toda Europa se apiñaban en el pequeño pueno para
dispersarse, a la vuelta, por todas las escalas de Europa.
Sin embargo, la guerra llamada de Livonia terminó de manera desastrosa para los
rusos, que se sintieron felices de firmar con los suecos, quienes habían entrado en Nar-
va, el armisticio del 5 de agosto de 1583 213 • Perdían su único acceso al Báltico, y sólo
conservaban el puerto poco cómodo de Arjánguelsk, sobre el Mar Blanco. Esta interrup-
ción detuvo toda apertura amplia hacia Europa. Sin embargo, los nuevos amos de Nar-
va no prohibieron el paso de las mercancías imponadas o exponadas por el comercio
·ruso214 • Así, prosiguieron los intercambios con Europa, por intermedio, ya de Narva,
ya de Reval, ya de Riga 215 , y su saldo positivo para Rusia se liquidaba en oro y en plata.
Los compradores de cereales y de cáñamo rusos, especialmente los holandeses, apona-
ban de ordinario, para equilibrar su balanza, sacos de monedas que contenían cada
uno de 400 a LOOO riksdalers216 • Así, a Riga, en 1650, llegaron 2.755 sacos; en 1651,
2.145; en 1652, 2.012. En 1683, el comercio de Riga dejó un saldo de 823.928 nks-
dalers en beneficio de los rusos.
En estas condiciones, si Rusia permanece semicerrada en sí misma, es, al mismo

370
'
F,/ mundo a favor o en contra de Europa

El puerto de Arjánguelsk en el siglo XVII. B. N. Estampas. (Clisé de la B. N.)

tiempo, en razón de la inmensidad que le abruma, de su población todavía insuficien-


te, de su interés mesurado por Occidente y por la construcción dificil y sin cesar reto-
mada de su equilibrio interior, y no tanto porque haya sido cortada de Europa o sea
hostil a los intercambios. La experiencia rusa es, sin duda, un poco como la de Japón,
pero con esta gran diferencia: que éste, después de 1638, se cerró él mismo, por una
decisión política, a la economía del mundo. Mientras que Rusia no es víctima de una
actitud que haya tomado deliberadamente ni de una exclusión categórica proveniente
del exterior. Solamente tiene una tendencia a organizarse al margen de Europa, como
una economía-mundo autónoma, con su red propia de vínculos. De hecho, si M. V.
Fechner tiene razón, la masa del comercio y de la economía rusa, en el siglo XVI, se
equilibra hacia el sur y hacia el este, más que hacia el norte y el oeste (es decir, hacia
Etiropa) 217 •
A comienzos del siglo, el principal mercado exterior, para Rusia, es Turquía. La co-
nexión se hace por el valle del Don y el mar de Azov, donde el transborde es asegu-
rado exclusivamente por naves otomanas: el Mar Negro es entonces un lago turco y
bien custodiado. Un servicio de correos a caballo une por entonces a Crimea con Mos-
cú, prueba de un tráfico regular e importante. Hacia mediados del siglo, la ocupación
del curso inferior del Volga (torna de Kazán en 1552, de Astrakán en 1556) abre am-

371
El mundo a favor o en contra de Europa

pliamente el camino hacia el sur, aunque el Volga discurra por regiones mal pacifica-
das todavía, que hacen la ruta terrestre poco practicable y la vía fluvial bastante peli-
grosa: atracar es siempre correr un riesgo. Pero los comerciantes rusos se agrupan en
caravanas que, por su número, aseguran una posible defensa.
Kazán y más aún Astrakán se convierten, desde entonces, en las plataformas gira-
torias del comercio ruso en dirección a las estepas del Bajo Volga y, sobre todo, del
Asía Central, China y, en primera línea, Irán. Los viajes mercantiles tocan Kasvin, Chi-
raz y la isla de Ormuz (a la que se llega desde Moscú en tres meses). Una flota rusa,
creada en Asttakán durante la segunda mitad del siglo XVI, opera en el Caspio. Otros
tráficos llegan hasta Tashkent, Samarcanda y Bujará, y hasta Tobolsk, frontera, por en-
tonces, del este siberiano.
Estos intercambios con el sur y el este son superiores, ciertamente, en volumen (aun-
que no se pueda dar cifras) a los que corren hacia Europa o vienen de ella. Los rusos
exportan cueros en bruto, pieles, quincalla, tejidos bastos, hierro forjado, armas, cera,
piel, productos alimenticios y productos europeos reexportados: paños flamencos o in-
gleses, papel; vidrfo, metales, etcétera. En la dirección inversa, llegan especias (sobre
todo pimienta) y sedas de China o de India, todo lo cual pasa por Irán; terciopelos y
brocados persas; azúcar, frutos secos, perlas y orfebrería de Turquía; tejidos de algodón
de uso popufar provenientes de Asia Central ... Todas estas actividades mercantiles· son
controladas, protegidas y a veces llevadas a cabo por el Estado. .
. Si nos atenemos a las pocas cifras conocidas y que conciernen a los monopolios del
EStado (por tanto, una parte solamente de los intercambios, y no necesariamente la ma-
yor), el comercio oriental sería positivo para Rusia. Y, en conjunto, estimulante para:
su economía. Mientras que Occidente no pide a Rusia más que materias primas y sólo
la: provee de productos de lujo y metálico (lo cual, es verdad, tiene su importancia);
Oriente le compra productos manufacturados, le suministra tinturas útiles para su in-
dustria, la abastece de productos de lujo pero también de tejidos de bajo precio, seda
y algodón, para el consumo popular.

Un Estado
fuerte

Lo haya querido o no, Moscovia eligió el este antes que el oeste. ¿Hay que ver en
eso la razón de su retraso? ¿O bien, al retrasar su enfrentamiento con el capitalismo
europeo, Rusia evitó, como e~ probable, la suerte poco envidiable de la vecina Polonia,
cuyas estructuras fueron todas remodeladas por la demanda europea, donde ascienden
la fortuna brillante de Gdansk (Dantzig es «el ojo de Polonia») y la omnipotencia de
los grandes señores y los magnates, mientras disminuye la autoridad del fatado y se
marchita el desarrollo de las ciudades?
En Rusia, por el contrario, el Estado es como una roca en medio del mar. Todo
conduce a su omnipotencia, a su policía reforzada, a su autoritarismo tanto frente a
las ciudades («cuyo aire no hace libre» 218 , como en Occidente) como a la conservadora
Iglesia Ortodoxa, o a la masa campesina -que pertenece al zar antes que al señor-,
o a los boyardos mismos reducidos a la obediencia, se trate de la nobleza hereditaria o
de los titulares de pomestié, especie de beneficios dados en recompensa por el sobera-
no y que, a gusto del lector, le recordarán las encomiendas españolas de América o,
mejor aún, los sipahinisk turcos. Por añadidura, el Estado se adjudica el control de los
intercambios esenciales: monopoliza el comercio de la sal, de las potasas, del aguar-
diente, de la cerveza, del hidromiel, de las pieles, del tabaco y más tarde del café ... El

372 •
El munlÍ<J a favo1· o en contra de Europa

mercado del trigo funciona bien a escala nacional, pero la exportación de cereales está
sometida a la autorización del zar, a quien servirá a menudo de argumento para faci-
litar sus conquistas territoriales 219 • Y es el zar quien organiza, a partir de 1653, las ca-
ravanas oficiales que, cada tres años, en principio, parten hacia Pekín, llevan allí pieles
preciosas y vuelven con oro, seda, damascos, porcelana y, más tarde, té. Para vender
alcohol y cerveza, monopolio del Estado, se abren tabernas «a las que se llama kobaks
en lengua rusa y que el zar se ha reservado con exclusión de cualquier otra persona
[ ... ], excepto en la parte de Ucrania habitada por los cosacos>. De allí obtiene cada año
grandes rentas, quizás un millón de rublos, y «como la nación rusa está acostumbrada
a las bebidas fuertes y los soldados y obreros reciben la mitad de su paga en pan o ha-
rina y la otra mitad en dinero contante y sonante, consumen esta última parte en las
tabernas, de manera que todo el dinero en efectivo que circula en Rusia vuelve a entrar
en las arcas de su Majestad el Zar> 22º.
Con los asuntos del Estado, es verdad, todos actúan a su gusto. Los fraudes son «in-
finitos>; «los boyardos y otros particulares hallan para vender a escondidas tabaco de
Circasia y de Ucrania, donde crece en grandes cantidades>. ¿Y qué decir de los fraudes
con el vodka, en todos los niveles de la sociedad? El contrabando de más éxito, tole-
rado por fuerza, es el de las pieles y los cueros de Siberia, tan importante en dirección
a la China próxima que las caravanas oficiales enviadas a Pekín pronto tendrán que sus-
pender sus negocios. En 1720, «se decapitó> al «príncipe Gagarin, ex gobernador de
Siberia ... por haber amasado riquezas tan inmensas que, si bien se han vendido sola-
mente sus muebles y mercancías de Siberia y de China, quedan todavía varias casas lle-
nas de artículos no vendidos, sin contar las piedras preciosas, el oro y la plata que, se
asegura, ascienden a más de 3 millones de rublos> 221 •
Pero el fraude, e1 cc;>ntrabando y la desobediencia frente a las leyes no son atributo
exclusivo de Rusia y, cualquiera que sea su peso, no limitan con éxito la arbitrariedad
del zar. Estamos allí fuera del dima político de Occidente. Una prueba de ello es la
organización de los gosti222 , grandes negociantes a quienes el comercio lejano, tanto
aquí como en otras partes, ha enriquecido, pero que están colocados bajo la férula del
Estado. Son veinte o treinta, al servicio del zar, provistos al mismo tiempo de enormes
privilegios y enormes responsabilidades. Por turno, los gosti se encargan de la percep-
ción de impuestos, de la dirección de las aduanas de Astrakán o de Arjánguelsk, de la
venta de pieles y otras mercancías del tesoro, del comercio exterior del Estado, en par-
ticular de la venta de las mercancías que están bajo el monopolio público, y finalmente
de fa dirección de la Casa de Moneda o también del departamento «ministerial> de Si-
beria. De todas estas tareas, son responsables con su vida y sus bienes propios 223 • A cam-
bio de esto, sus fortunas son a veces colosales. En tiempos de Boris Godunov
(1598-1605), el salario anual de un trabajador se estimaba en 5 rublos. Ahora bien,
los Stroganov, reyes -es verdad- de los comerciantes rusos, enriquecidos por la usu-
ra, el comercio de la sal, las minas, las empresas industriales, la conquista de Siberia,
el tráfico de pieles y la concesión de fantásticos territorios coloniales al este del Volga,
en la región de Perm, desde el siglo XVI, adelantaron al zar 412.056 rublos a fondo
perdido, durante las dos guerras de Polonia (1632-1634 y 1654-1656) 224 • Y ya habían
proporcionado grandes sumas a Miguel Romanov, a comienzos de su reinado, en crigo,
sal, piedras preciosas y moneda en forma de préstamos o impuestos extraordinariosm.
Poseedores de tierras, siervos, obreros asalariados y esclavos domésticos, los gosti se ele-
van, así, a la cúspide de la sociedad. Forman un «gremio> particular 226 • Otros dos «gre-
mios• agrupan a los comerciantes de segunda y de tercera clase, también ellos privile-
giados. Sin embargo, las funciones de los gosti desaparecerán en el reinado de Pedro
el Grande.
En resumen, está claro que, contrariamente a lo que ocurrió en Polonia, la autori-

373
El mundo a favor o en rnntra de Europa

dad celosa y previsora del zar finalmente preservó una vida mercantil autónoma que
cubre el conjunto del territorio y participa en su evolución económica. Como en Occi-
dente, ninguno de estos grandes comerciantes está, por lo demás, especializado. Uno
de los más ricos gosti, Gregor Nikitnikov, se ocupa a la vez de ventas de sal, de pes-
cados, de paños y de seda; tiene negocios en Moscú, pero participa también en los trá-
ficos del Volga, posee barcos en Nizhni-Nóvgorod y se ocupa de exportaciones en di-
rección a Arjánguelsk; en determinado momento, negocia con Iván Stroganov la com-
pra de una propiedad hereditaria, una votschina, por el precio fabuloso de 90.000 ru-
blos. Un tal Voroním posee más de 30 tiendas en los radjs221 de Moscú; otro, Schorin,
transporta mercancías de Arjánguelsk a Moscú, de Moscú a Nizhni-Nóvgorod y hacia
el Bajo Volga; de acuerdo con un asociado, compra de una sola vez 100.000 puds 228
de sal. Y estos grandes comerciantes practican, además, el comercio al detalle en Mos-
cú, adonde llevan sistemáticamente los excedentes y las riquezas de las provincias 229 •

La servidumbre se agrava
en Rusia

En Rusia, como en otras partes, Estado y sociedad son una sola realidad. Un Estado
fuerte corresponde allí a una sociedad subyugada, condenada a producir excedentes de
los que viven el Estado y la clase dominante, pues sin ésta el zar no tendría sometida,
él solo, a la enorme masa de los campesinos, fuente esencial de sus ingresos.
Cualquier historia campesina, pues, tiene cuatro o cinco personajes: el Campesino,
el Señor, el Príncipe, el Artesano y el Comerciante; estos dos últimos actores a menudo
son, en Rusia, campesinos que se han limitado a cambiar de oficio, pero que social y
jurídicamente siguen siendo campesinos, cogidos siempre en los lazos del régimen se-
ñorial. Justamente, este régimen se hace cada vez más pesado; la situación del campe-
sino, a partir del siglo XV, no cesa de degradarse desde el Elba hasta el Volga.
Pero la evolución en Rusia no sigue la norma: en Polonia, en Hungría o en Bohe-
mia, la "'segunda servidumbre>, en efecto, se instala en beneficio de los señores y los
magnates, quienes desde entonces se interponen entre el campesino y el mercado y do-
minan hasta el abastecimiento de las ciudades, cuando éstas no son, pura y simple-
mente, su propiedad personal. En Rusia, el principal actor es el Estado. Todo depen-
dió de sus necesidades y de sus careas y del peso enorme de la historia pasada: tres si-
glos de luchas contra los tártaros de la Horda de Oro cuentan más que la Guerra de
los Cien Años en la génesis de la monarquía autoritaria de Carlos VII y de Luis XL
Iván el Terrible (1544-1584), que funda y modela la Moscovia moderna, no tuvo otra
solución que descartar a la vieja aristocracia, que suprimirla en caso necesario, y, para
tener un ejército y una administración a sus órde.ies, crear una nueva nobleza de ser-
vicio, la de los pomeshchiki, a quienes se concede, a tltulo vitalicio, las tierras confis-
cadas a la vieja nobleza o abandonadas por ella, o también tierras nuevas y vacías que
el nuevo «noble>, en las estepas del sur, hará fructificar con algunos campesinos, y has-
ta algunos esclavos. Pues los esclavos subsistieron durante más tiempo de lo que se ha
dicho en las fila.S del campesinado ruso. Como en la primera América europea, el gran
problema fue aquí conservar el hombre, que es raro, y no la tierra, de la que hay
superabundancia.
Y ésa es la causa, finalmente, que impone la servidumbre y la agrava. El zar metió
en cintura a la nobleza. Pero esta nobleza debe vivir. Si sus campesinos la abandonan
para ir a colonizar los territorios recientemente conquistados, ¿cómo va a subsistir?
La propiedad señorial2 30 , fundada en un régimen de colonos libres, se transformó

374
El mundo a favor o en contra de Europa

en el siglo XV con la aparición del domi'nio, una propiedad que el señor, como en Oc-
cidente, explota él mismo y que se constituye en detrimento de las tierras cedidas a los
campesinos. El proceso comenzó en los señoríos laicos, y luego pasó a las tierras de los
monasterios y del Estado. El dominio utiliza el t1.i.baj0 de esclavos, y más aún el de
campesinos endeudados que se someten a servidu.nbre ellos mismos para liberarse de
sus deudas. El sistema tiende cada vez más a exigir un canon en trabajo del arrenda-
tario libre.y las prestaciones personales aumentan en el siglo XVI. Sin embargo, los cam-
pesinos tienen ante sí posibilidades de fuga hacia Siberia (desde fines del siglo XVI),
o, mejor aún, a las tierras negras del sur. El mal endémico fue su desplazamiento con-
tinuo, el empeño de los campesinos en cambiar de amo, o a llegar a las tierras vacías
de la «frontera» o a probar suerte en el artesanado, la venta ambulante, el pequeño
comercio.
Y todo legalmente: según el código de 1497, durante la semana de San Jorge (25
de noviembre), terminados los grandes trabajos, el campesino tenía derecho a abando-
nar a su señor, a condición de pagarle lo que le debía. Otras fiestas abrían la puerta
de la libertad: la Cuaresma, el martes de Carnaval, las Pascuas, Navidad, el día de San
Pedro, etcétera. El señor, para impedir estas huidas, usaba'los medios a su disposición,
incluidos los golpes y el aumento de las indemnizaciones exigibles. Pero si el campe-
sino elegía la huida, ¿cómo obligarlo a volver al redil?
Ahora bien, este desplazamiento campesino ponía en peligro los cimientos de la
sociedad señorial, mientras la política del Estado tendía a consolidar esta sociedad para
hacer de ella una herramienta adaptada a su propio servicio: cada súbdito tenía su lu-
gar en un orden que fijaba los deberes de unos y otros frente al príncipe. Este, pues,
debía poner fin a las escapadas de los campesinos. Para comenzar, las fiestas de San
Jorge fueron mantenida,s como único plazo de las partidas lícitas. Luego, en 1580, un
decreto de Iván IV suspendió «provisionalmente», hasta nueva orden, toda libertad de
movimiento. Esta medida provisional iba a durar, tanto más cuanto que la huida cam-
pesina continuó, pese a nuevos úcases (24 de noviembre de 1527 y 28 de noviembre
de 1601). El resultado fue el código de 1649, que marcó, teóricamente al menos, el
punto de no retomo. El úcase proclamaba, en efecto, de una vez por todas, la ilega-
lidad de cualquier desplazamiento de los campesinos sin el consentimiento del señor
y suprimía las prescripciones antiguas que admitían, para el campesino fugitivo, el de-
recho a no ser llevado de vuelta a su amo después de un plazo que, fijado en un prin-
cipio en cinco años, fue luego aumentado a quince. Esta vez se suprimió toda pres-
cripción de tiempo: cualquiera que fuese la duración de la ausencia, el fugitivo podía
ser obligado a volver con su antiguo señor, con mujer, hijos y bienes adquiridos.
Esta evolución sólo fue posible en la medida en que el zar tomó partido por su no-
bleza. La ambición de Pedro el Grande -la creación de una flota, un ejército y una
administración- exigía la reducción a la obediencia de toda la sociedad rusa, señores
y campesinos. Esta prioridad de las necesidades del Estado explica que, contrariamente
a su colega polaco, el campesino ruso, después de su total reducción a la servidumbre
(en 1649). fuese sometido más al obrok, al canon en dinero o en especie (pagado al
Estado tanto como al señor), que a la barJhina 231 , la prestación personal. Cuando ésta
existió, no pasó, en los peores momentos de la servidumbre, en el siglo XVIII, de tres
días a la semana. El pago en dinero de los cánones implicaba, evidentemente, un mer-
cado al cual el campesino siempre tendrá acceso. Además, el mercado explica el de-
sarrollo de la explotación directa del señor de su dominio (desea vender su producción)
y, no menos, el de~arrollo del Estado, ligado a los ingresos monetarios del fisco. Dire-
mos también, según la reciprocidad de las perspectivas, que la aparición precoz de una
economía de mercado en Rusia dependió de la apertura de la economía campesina o
que determinó esta apertura. En tal proceso, el comercio exterior ruso con Europa (de

375
El mundo a favor o en contra de Europa

cuya insignificancia relativa frente al enormt: mercado interior algunos se burlarían) de-
sempeñó un papel, pues la balanza favorable a Rusia inyectó en la economía rusa ese
mínimo de circulación monetaria -plata de Europa o de China- sin la cual la acti-
vidad del mercado no habría sido posible, al menos al mismo nivel.

El mercado
y los aldeanos

Esta libertad de base -el acceso al mercado- explica muchas contradicciones. De


una parte, la agravación de la situación del campesino es evidente: en la época de Pe-
dro el Grande y de Catalina 11, el siervo se ha convertido en un esclavo, «una cosa> (es
el zar Alejandro 1 quien lo dirá), un bien mueble que su amo puede vender a su an-
tojo; y este campesino está desarmado ante la justicia señorial, que puede condenarlo
a la deportación o la prisión; además, está sometido al servicio militar y hasta puede
ser enrolado como marino en naves de guerra o barcos mercantes, enviado como obrero
a las manufacturas, etcétera. Es por eso, además, por lo que estallan tantas revueltas
campesinas, normalmente ahogadas en sangre y torturas. El levantamiento de Puga-
chev (1774-1775) sólo fue el episodio más dramático de estas tempestades jamás cal-
madas. Pero, de otra parte, es posible, como pensará más tarde Le Play 232 , que el nivel
de vida de los siervos rusos haya sido comparable con el de muchos campesinos de Oc-
cidente. Al menos para una parte de ellos, pues en una misma propiedad se encuen-
tran siervos casi acomodados junto a campesinos indigentes. Por último. la justicia se-
ñorial no fue en todas partes coactiva.
Y es un hecho que hubo escapatorias: la sujeción se acomoda a extrañas libertades.
Frecuentemente, el siervo ruso obtiene permiso para ocuparse por su cuenta personal,
la mitad del tiempo o en su totalidad, de actividades artesanales; en tal caso, vende él
mismo el producto de su trabajo. Cuando la princesa Dashkaw es exiliada por Pablo l.
en 1796, a una aldea al norte de la gobernación de Nóvgorod, ella pregunta a su hijo
dónde se halla esa aldea y a quién pertenece. Indaga sin éxito. «Finalmente, se encon-
tró, por suerte, en Moscú a un campesino de esa aldea que había llevado [ naturalmen-
te para venderlo] un cargamento de clavos de su fabricación>m. A menudo, el cam-
pesino obtiene también de su amo un pasaporte para ejercer lejos de su casa oficios
industriales o mercantiles. Todo eUo sin dejar de ser siervo, ni siquiera después de ha-
cer fortunEt, y por ende sin dejar de pagar un canon desde entonces proporcional a su
fortuna.
Hay siervos que, con la bendición de sus amos, se convierten en buhoneros, mer-
caderes ambulantes, tenderos en los suburbios, luego en el corazón de las ciudades, o
transportistas. Cada invierno, en sus trineos, millones de campesinos llevan a las ciu-
dades los artículos acumulados durante la buena estación. Si por desgracia, como en
1789 y 1790, las nevadas son insignificantes y el transpone por trineo se hace imposi-
ble, los mercados urbanos quedan vacíos y aparece el hambre 234 • En el verano, innu-
merables batel~ros surcan los ríos. Y del transporte al comercio no hay más que un pa-
so. En la indagación que realiza a través de Rusia, Pierre Simon Pallas, naturalista y
antropólogo, se detiene, en ~ 768, en Vi~hnei Volochok, cerc~ d~ Tver, «una gran aldea
[que) parece una pequeña cmdad -senala-. Debe su crec1m1ento al canal que une
el Tverza con e1 Msta. Esta comunicación [del] Volga al lago Ladoga es la causá de que
casi todos los labradores de este país se hayan dedicado al comercio; de suerte que la
agricultura está allí como abandonada> y la aldea se ha convenido en una ciudad, «ca-
pital del círculo de este nombre>m.

376
'
El mundCJ a ftivor o en contra dr: E ropa

El Volga entre Novgorod y Tver (12 de agosto de 1830). Viaje del prínúpe Demidoff. (Clisé de
la B.N.)

Por otra parte, la tradición antigua de los artesanos rurales que trabajaban para el
mercado -los kustari, que, desde el siglo XVI, abandonaban, o poco más o menos, el
trabajo de los campos- se desarrolló de manera fantástica de 1750 a 1850. Esta enor-
me producción rural superó ampliamente la del trabajo campesino a domic.ilio, orga-
nizado por los manufactureros 236 • Los siervos incluso supieron tomar parte en la rápida
y gran expansión de las manufacturas, favorecida por el Estado desde Pedro el Grande:
en 1725, había en Rusia 233 manufacturas; en 1796, a la muene de Catalina II, había
3.360, sin contar las minas y la metalurgia 237 • Es verdad que estas cifras incluyen mi-
núsculas unidades junto a manufacturas muy grandes. Ello no impide que indiquen
con seguridad un potente ascenso. Lo esencial de este empuje industrial no minero se
sitúa alrededor de Moscú. Así, al noreste de Ja capital, los campesinos de la aldea de
lvanovo (propiedad de los Cheremetiev), que habían sido siempre tejedores, termina-
rán por abrir verdaderas manufacturas de telas pintadas (lino primero, luego algodón),
en n:ímero de 49, en 1803. Sus beneficios fueron fantásticos e lvanovo se convirtió en
el gran centro textil rusoB8 •
No menos espectaculares son las fonunas de ciertos siervos en los negocios. En estos
-una panicularic!ad rusa- había relativamente pocos burgueses 23 9. Los campesinos se
precipitaban, pues, en esta carrera y prosperaban en ella, a veces contra la ley, pero

377
El mundo a favor o en contra de Eumpa

también con la protección de sus señores. A mediados del siglo XVIII, el conde Mun-
nich, hablando en nombre del gobierno ruso, comprobaba que los campesinos, desde
hacía un siglo, «pese a todas las prohibiciones, se han ocupado constantemente en el
comercio y han invertido en él sumas considerables», de modo que el crecimiento y «la
prosperidad actual» de los negocios «Se deben a la competencia, el trabajo y las inver-
siones de estos campesinos» 24 º.
Para estos nuevos ricos que, según la ley, siguen siendo siervos, el drama (o la co-
media) comienza cuando quieren comprar su libertad. El amo generalmente se hace
rogar, sea porque su interés es continuar recibiendo rentas sustanciales, sea porque ali-
menta su vanidad conservando a millonarios bajo su dependencia, sea porque quiere
elevar desmesuradamente el precio del rescate. El siervo, por su parte, para lograr su
fin al menor precio, disimula meticulosamente su fortuna y gana bastante a menudo
en el juego. Así, en 1795, para liberar a Gratchev, el gran fabricante de Ivanovo, el
conde Cheremíetev exigió el precio exorbitante de 135 .000 rublos, más la fábrica, la
tierra y los siervos que poseía Gratchev, es decir, aparentemente, la casi totalidad de
su fortuna. Pero Gratchev había ocultado grandes capitales bajo el nombre de comer-
ciantes que actuaban para éL Después de comprar tan cara su libertad, siguió siendo
uno de los más ¡;candes industriales de los textiles 241
Claro que estas grandes fortunas sólo las poseía una minoría:. Pero el pulular de l9s
campesinos en el comercio pequeño y medio caracterizó el clima muy panicular de la
servidumbre en Rusia. Feliz o desdichada, la clase de los siervos no fue relegada a la
autosuficiencia aldeana:. Permaneció en contacto con la economía del país y halló en
ella un posibilidad de vivir y emprender actividades. Además; entre 1721 y 1790, la
población se duplieó. Es una: señal de vitalidad. Más aún, el número de los campesinos
del Estado aumenta hasta el punto de abarcar poco a poco la mitad de la población
rural; ahora bien, estos campesinos del Estado son relativamente libres, y a menudo
no i.iesa sobre ellos más que una autoridad teórica.
Por último, lo que se insinúa en el cuerpo enorme de Rusia, no es solamente el
metal blanco de Occidente, sino también un cierto capitalismo. Y las innovaciones que
éste aporta no son necesariamente progresos; pero bajo su peso el Antiguo Régimen se
deteriora. El salariado, que hizo pronto su aparición, se desarrolla en las ciudades, los
transportes e incluso en los campos para los trabajos urgentes de la siega del heno o la
recolección de las mieses. Los trabajadores que se contratan son a menudo campesinos
arruinados que salen a la aventura, se enganchan como braceros o para realizar trabajos
duros; o son artesanos que han quebrado y siguen trabajando en el posad, el barrio de
los obreros, pero por cuenta de un vecino más afortunado; o pobres que se contratan
como marineros, bateleros o sirgadores (400.000 burlaki solamente en el Volga) 242 • Se
organizan mercados de trabajo, como el de Nizhni-Nóvgorod, donde se anuncian los
éxitos futuros de este enorme lugar de reunión. En las minas y en las manufacturas,
además de los siervos obreros, hacen falta obreros asalariados, que se reclutan entre-.
gándoles una prima, con el riesgo, además, de que el contratado desaparezca ensegui-
da silenciosamente.
Pero no pintemos la situación con colores demasiado brillantes ni demasiado som-
bríos. Se trata siempre de una población habituada a las privaciones, a subsistir en con-
diciones difíciles. La mejor imagen ¿no es la del soldado ruso, «verdaderamente fácil

r
de alimentar~. como se nos explica: «Lleva una pequeña caja de hojalata; tiene un fras-
quito de vinagre, del que pone unas gotas en el agua que bebe, cuando encuentCll
un poco de ajo, lo come con harina que diluye en agua. Soporta e hambre mejor que
nadie, y cuando se le distribuye carne, considera esta liberalidad como [una] gratifica-
ción»?243. Cuando en los almacenes del ejército hay escasez, el zar ordena un día de
ayuno y el asunto queda resuelto.

378
El mundo a favor o en rnntm de Europa

Ciudades
que son más bien burgos

Un mercado nacional se perfila precozmente en Rusia, hinchado en la base por los


intercambios de los dominios señoriales y eclesiásticos y por los excedentes de la pobla-
ción campesina. El reverso de esta superabundancia de las actividades rurales es quizás
la mediocridad de las ciudades. Son burgos más que ciudades, no sólo por sus dimen-
siones, sino también porque no han llevado muy lejos el desarrollo de funciones pro-
piamente urbanas. «Rusia es una inmensa aldea» 244 : tal es la impresión de los viajeros
europeos, sorprendidos por la superabundancia de la economía de mercado, pero tam-
bién de su nivel elemental. Salida de aldeas, recubre los burgos, que se diferencian po-
co de los campos vecinos. Los campesinos ocupan los suburbios, acaparan allí lo mejor
de la actividad artesanal y organizan en las ciudades mismas un pulular de pequeñas
tiendas de artesanos-comerciantes, en número asombroso. Para un alemán, J. P. Kil-
burger (1674); «hay en Moscú más puestos mercantiles que en Amsterdam o en un prin-
cipado entero de Alemania:.. Pero son minúsculos: una decena de ellos cabrían fácil-
mente en una tienda holandesa. Y a veces son dos, tres o cuatro los minoristas que
comparten una, de manera que «el vendedor apenas puede moverse en medio de sus
mercaderías» 24 ~~
Estas tiendas, agrupadas según sus especialidades, se extienden en doble fila a lo
largo del radj, literalmente la «fila», la «hilera». Se podría traducir por soukh [zoco],
pues más que las calles especializadas de la Edad Media occidental, estos barrios de ten-
deretes apretados recuerdan la disposición de las ciudades musulmanas. En Pskov. 107
fabricantes de iconos alinean sus tiendas en el ikonnyi nad2 46 • En Moscú, el emplaza-
miento de la actual Plaza Roja está <i:lleno de tiendas, igual que las calles que desem-
bocan allí; cada oficio tiene la suya y su barrio, de modo que los comerciantes de seda
no se mezclan con los de paños y telas, ni los orfebres con los talabarteros, los zapate-
ros, los sastres, los peleteros y otros artesanos. [ ... ] Hay también una calle donde se
venden solamente imágenes de sus Santos:. 2117 Un poco más allá, sin embargo, se en-
cuentran tiendas más grandes, los ambary, en verdad tiendas mayoristas, pero que prac-
tican igualmente la venta al por menor, Moscú tiene también sus mercados, e incluso
sus mercados especializados, y hasta mercados de pulgas, donde los barberos trabajan
al aire libre, entre los muestrarios de ropa vieja, hasta mercados de carne y pescado, de
los que un alemán dice que «antes de verlos, se los huele. [ ... ] ¡Su hedor es tal que
todos los extranjeros deben taparse la nariz!» 248 • ¡Sólo los rusos parecen no percatarse,
se supone!
Más allá de estas minúsculas actividades del mercado, existen intercambios de gran
aliento. A escala nacional, son impuestos por la diversidad de las regiones rusas, unas
deficitarias en trigo, en madera, otras en sal. Y los productos de importación o el co-
mercio de pieles atraviesan el país de un estremo al otro. De este comercio que da ori-
gen a la fortuna de los gosti y más tarde de otros grandes negociantes, los verdaderos
motores son las ferias, más que las ciudades. Hay, quizás, de 3.000 a 4.000 en el si-
glo XVIII 249 , o sea, de diez a doce veces más que ciudades (273 ciudades, se dice, en
1720). Algunas, que recuerdan a nuestras ferias de Champaña, tienen como función
unir regiones tan alejadas unas de otras como, antaño, Italia y Flandes. Entre estas fe-
rias tan grandes150 , se cuentan Arjánguelsk, en el vasto norte, que alterna hacia el sur
con la feria muy activa, «una de las más considerables del Imperio»m, de Sol'vycegods-
kaia; Irbit, que controla el camino hacia la Siberia de Tobolsk; Makar'ev, primer es-
bozo del enorme lugar de cita de Nizhni-Novgorod, que sólo adquirirá todo su em-
puje en el siglo XIX; Briansk, entre Moscú y Kíev; Tijim, en las cercanías del Ladoga,

379
El mundo a favor o en contra de Europa

en dirección al Báltico y Suecia. No son instrumentos arcaicos, sin más, pues en Europa
Occidental las ferias florecieron hasta el siglo XVIII. Pero lo que constituye un proble-
ma, en Rusia, es la relativa insignificancia de las ciudades con respecto a las ferias.
Otro indicio de esa falta de madurez urbana es la ausencia de un crédito moderno.
Y por ende el imperio, en las ciudades y los campos de una usura de inimaginable du-
reza: al menor incidente, todo entra en el engranaje, incluso la libertad y la piel de
los hombres. Pues «todo se presta[ ... ], dinero, víveres, vestidos, materias primas, si-
mientes:.; todo se da en prenda: taller, tienda, tenderete, casa de madera, jardín, cam-
po o parcela de campo e incluso la tubería que forma el equipo de un pozo de sal.
Inverosímiles tasas de interés son corrientes: para el préstamo de un comerciante ruso
a otro comerciante ruso, en Estocolmo, en 1690, la tasa de interés es del 120% para
nueve meses, o sea más del 13% mensual2 52 • En el Levante, donde la usura campea
entre prestamistas judíos o musulmanes y solicitantes cristianos, las tasas, en el siglo XVI,
sólo llegan al 5 % mensual. ¡Qué moderación! La usura, en Moscovia, es el medio de
acumular por excelencia. Y el beneficio previsto por el contrato cuenta menos que la
incautación de la prenda, de la pi:opiedad, del taller o de la rueda hidráulica. Es una
razón suplementaria para que la tasa de interés sea tan elevada y los plazos de reem-
bolso tan estrictos: todo está calculado para que el contrato sea imposible de cumplir
y, finalmente, la presa sea cogida sin remisión.

Una economía-mundo,
pero, ¿qué economía-mundo?

Esta enorme Rusia, pese a sus formas arcaizantes todavía, es sin ninguna duda una
economía-mundo. Si nos situamos en su centro, en Moscú, no solamente da testimo-
nio de cierto vigor, sino también de cierta potencia de dominación. El eje norte-sur
del Volga es una línea divisoria decisiva, como en la Europa del siglo XIV la «dorsal>
capitalista de Venecia a Brujas. Y si imaginamos un mapa de Francia agrandado a la
escala rusa, Arjánguelsk sería Dunquerque; San Petersburgo, Ruán; Moscú, París; Nizh-
ni-Nóvgorod, Lyon; Astrakán, Marsella. Más tarde, la terminal sur será Odessa, funda-
da en 1794.
Economía-mundo en expansión que lleva sus conquistas a las periferias casi vacías,
Moscovia es inmensa, y es esta inmensidad lo que permite clasificarla entre los mons-
truos económicos de primera magnitud. No se equivocan los observadores extranjeros
que a menudo ponen de relieve este carácter dimensional fundamental. Esta Rusia es
tan vasta, dice uno de ellos, que, en el momento culminante del verano, «en un ex-
tremo del Imperio la luz del día dura 16 horas y en el otro 23 horas:. 253 • Tan vasta,
dice otro, con las 500.000 leguas cuadradas que se le atribuyenm, «que todos los ha-
bitantes [del mundo] podrían instalarse [allí] comodamente:.m. Pero es probable, pro-
sigue el informador, que cno encontrasen lo suficiente para la subsistencia>.
Forzosamente, en este marco, los viajes y desplazamientos se alargan, se hacen in-
terminables, inhumanos. Las distancias retrasan y complican todo. Los intercambios tar-
dan años en concluirse. Las caravanas oficiales que salen de Moscú hacia Pekín van y
vuelven en tres años. En su interminable marcha, deben atravesar el desierto de Gobi,
o sea, 4.000 verstas por lo menos, es decir, alrededor de 4.000 km 2%. Un comerciante
que ha hecho varias veces el viaje, para tranquilizar a dos padres jesuitas que lo interro-
gan (1692), afirma que la aventura no es más penosa que la travesía de Persia o de
Turquía 257 • ¡Como si ésta no fuese enormemente difícil! En 1576, un testigo italiano
decía, a propósito del Estado de Shah Abbas 2) 8 , «che si camina quatro mesi continui
380
El mundo 11 favor o en contra de Europa

El comerciante de «Piroshkt» (pasteles


de carne, muy populares en Rusia).
Grabado de K. A. Zelencow, siglo
XVIII, •Pregones de Petersburgo•.
(Foto Alexandra Skar.zynska.)

ne/ suo stato» para atravesarlo. Sin duda, el trayecto Moscú-Pekín se hace más lenta·
mente aún: hasta el Baikal era menester usar trineos, y más allá caballos o caravanas
camelleras. Y contar también con las pausas necesarias, con la obligación brutal «de in·
vernar en el lugar>.
Las mismas dificultades se presentan en la dirección norte-sur, desde el Mar Blanco
al mar Caspio. En 15 55, después de partir de Arjánguelsk, unos ingleses llegaron, es
verdad, a los mercados de Irán. Pero .el proyecto, tantas veces acariciado, de hacer por
detrás el comercio deJas especias del Océano Indico atravesando el <(istmo ruso» de nor·
te a sur, ignoraba en demasía las dificultades reales de la operación. Sin embargo, to·
davía en 1703, la noticia quizás prematura de la recuperación de Narva por los rusosm
excitaba la imaginación en Londres: ¡nada más simple que, a partir de este puerto, atta·
vesar Rusia, llegar al Océano Indico y hacer la competencia a las naves de Holanda! Sin
embargo, en varias ocasiones los ingleses fracasaron en la aventura. Por el decenio de
1740, llegaron a instalarse en las márgenes del Caspio, pero la indispensable autoriza·
ción del zar, otorgada en 1732, les fue retirada en 1746 260 •
Este espacio, que subtiende la realidad de la economía-mundo rusa, y le da real·
mente su consistencia, tiene también la ventaja de protegerla contra intrusiones extra·
ñas. Por último, permite la diversificación de la producción y una división del trabajo
más o menos diversificada, de una zona ·a otra. La economía-mundo rusa prueba tam-
bién su realidad por la existencia de vastas periferias: hacia el sur, en dirección al Mar
Negro 261 ; en dirección a Asia, con los fantásticos territorios de Siberia. Esta última, que
nos fascina, bastará como ejemplo.

381
El mundo a favor o en contra de Europa

Inventar
Siberia

Si Europa «inventó» América, Rusia debió «inventar» Siberia. Una y otra fueron des-
bordadas por la enormidad de su tarea. No obstante, Europa está ya, a comienzos del
siglo XVI, en un punto alto de su potencia, y América se suelda a ella por caminos pri-
vilegiados, los del Océano Atlántico. Rusia, en el siglo XVI, es todavía pobre en hom-
bres y en medios, y la vía marítima entre Siberia y. Rusia, utilizada antaño· por Nóv-
gorod la Grande, es poco cómoda: es la vía subpolar, que llega al amplio estuario del
Obi y durante meses está cubierta por !os hielos. El gobierno del zar finalmente la pro-
hibirá, por el temor de que el contrabando de pieles siberianas encuentre en ella faci-
lidades demasiado grandes 262 • De modo que Siberia se une al «hexágono» ruso exclu-
sivamente por los interminables caminos de tierra que los Urales afortunadamente no
interrumpen.
En 1583, esa unión, iniciada mucho tiempo atrás; se afirma con la marcha del co-
saco Ermak al servicio de los hermanos Stroganov, comerciantes y fabricantes que ha-
bían recibido de Iván IV grandes concesiones de tierra5 más allá de los Urales, «con de-
recho a apostar allí cañones y arcabuces11> 263 • Es el comienzo de una conquista relativa-
mente rápida (100.000 km 2 por año) 264 • En un siglo, de etapa en etapa, en búsqueda
de pieles, los rusos se apoderan de las fuentes del Ob!. del Yenisei, del Lena y chocan,
en las orillas del Amur, con los puestos chinos (1689). Kamchatka será ocupada entre
1695 y 1700, y, a partir del decenio de 1740, más allá del estrecho de Behring, descu-
bierto en 1728, en Alaska surgieron los primeros establecimientos rusos 265 . A fines del
siglo XVIII, un informe señala la presencia en esta tierra americana de doscientos cosa-
cos que recorren el país y se esfuerzan para cacostumbrar a los americanos a pagar el
tributo>, un tributo, como el de Siberia, en pieles de martas cebellinas o de zorros. Y
añade: clas vejaciones y las crueldades que los cosacos cometen en Kamchatka no tar-
darán, sin duda, en introducirse en América11> 266 •
Preferentemente, el avance ruso se había realizado de este lado del bosque siberia-
no, en las estepas del sur, donde, hacia 1730, la frontera se establecerá en las orillas
del lrtys, afluente del Obi, hasta las estribaciones del Alta!. Se trata de un verdadero
limes, una frontera continua defendida por los cosacos, a diferencia de la ocupación
ordinaria y puntual del espacio siberiano, sembrado de pequeños fortines de madera
(ostrugt). Y esta frontera esencial, tal como se perfila hacia 1750, se mantendrá hasta
el reinado de Nicolás 1 (182)-1855) 267 •
En total, es una superficie fabulosa, conquistada al principio por algunos movi-
mientos espontáneos, por aventuras individuales, de acuerdo con un proceso indepen-
diente de las voluntades y los planes oficiales; voluntades y planes llegarán más tarde.
Incluso hubo una palabra genérica para designar a esos primeros y oscuros·obreros de
la conquista: los promyslenniki, cazadores, pescadores, criadores de ganado, trampe-
ros, artesanos y campesinos, «hacha en mano y un saco de simientes sobre la espal-
da»268. Sin contar los auténticos aventureros, a quienes las gentes temen y reciben mal,
disidentes religiosos, mercaderes no necesariamente rusos y, por último, deportados, a
partir de fines del siglo XVII. En total, es una inmigración irrisoria, considerando la in-
mensidad siberiana, a lo sumo de 2.000 personas por año en promedio, para instalar
en los bordes meridionales del bosque -el bosque blanco de los abedules, en oposi-
ción al bosque negro de las coníferas del norte- un campesinado disperso que tiene
la inapreciable ventaja de ser casi libre. En los suelos ligeros, el arado común de reja
de nochizo o de haya es suficiente para el cultivo de algunos campos de centeno 269 •
El poblamiento ruso eligió, evidentemente, los suelos fértiles, las orillas de los ríos

382 •
El mundo a favor o en contra Je l'.urnp.•

con peces, y rechazó a las poblaciones primitivas hacia las estepas desértic~ de.1 sur o
hacia los densos bosques del norte: en el sur, los turco-tártaros, luego los kirgmze~ de
las orillas del Caspio hasta los pueblos mongólicos (así, los asombrosos y combativos
buriatos de la región de Irkutsk, donde se construy6 un fuerte contra ellos, en 1662);
en el norte, los samoyedos, los tunguses y los yakutos 270 • De un lado, hacia el sur, .las
tiendas de campaña de fieltro, los desplazamientos a través de la estepa de una vida
pastoril de gran radio y caravanas mercantiles; d~l otro, hacia el norte, cab~~as de ma-
dera en densos bosques, la caza de anímales de piel, en la que el cazador uuhza a veces
la brújula para encontrar su camino 271 • Los viajeros europeos metidos. a etnógrafos, h~n
multiplicado sus observaciones sobre estos pueblos desdichados •. arro¡ados a los medio~
naturales desfavorables. "Los tunguse~ del ~na -señala Gmehn _:l. Tí~-:- ha~lan cast
rodos la lengua rusa y llevan también vestimenta rusa, pero es factl disnngmrlos por
su talla y por las figuras que se dibujan en el rostro. Sus háb~tos son de los más sim·
ples; no se lavan jamá~. y cuando van a la taberna, se ven obhgados a llevar sus vasos,
pues no se los dan. Además de los signos por los cuales se los distingue de los ruc;os,
es aún más fácil reconocerlos por el olor» 272 •
. Cuando termina el siglo XVIII, Siberia tiene un poco menos de 600.000 individuos,
incluidos los indígenas, fáciles de dominar, dada su indigencia y su escaso número, e
incluso se los puede incorporar a las exiguas tropas que custodian los fortines. A me-
nudo son utilizados para los trabajos penosos: sirga de los barcos, transportes, minas.
En todo caso, proveen a los puestos de pieles, caza o mercancías provenientes del sur.
Los pocos esclavos adquiridos entre los mongoles y los tártaros -vendidos de ordina-
rio en el mercado de Astrakán 27 3 - y los que se venden en los mercados siberianos de
Tobolsk o de Tomsk, no representan más que un aporte insignificante. Nada compa-
rable a lo que sucede· en la América: esclavista o incluso en algunas regiones de Rusia.
Los transportes indispensables no son nunca fáciles. Los ríos, que van del sur al nor·
te, están cubiertos durante meses por hielos y tienen terroríficos deshielos en primave-
ra; los transportes por tierra de barcos de fondo plano (strugi) permiten, en verano,
pasar de una cuenca a otra por pasos bajos privilegiados, donde a veces florecerán ciu-
dades, insignificantes en sus comienzos, como las que los europeos crearon en el inte-
rior del Nuevo Mundo. Pese a los fríos intensos, el invierno es relativamente favorable
a los transportes, por las facilidades que brindan los trineos: «Llegó en los últimos tri-
neos -dice la Gazette de France del 4 de abril de 1772, transmitiendo una noticia de
San Petersburgo- una cantidad considerable de lingotes de oro y p~ata provenientes
de las minas de Siberia (sin duda, de la región de Nerchinsk] y de las montañas de
Ahai» 274 •
Ante esta lenta germinación, el Estado Ruso tuvo tiempo de tomar poco a poco sus
precauciones, de imponer sus controles, de situar sus destacamentos de cosacos y sus
oficiales activos, aunque fuesen prevaricadores. El control de Siberia se asienta, en 163 7,
con la creación en Moscú del departamento (prikaz) siberiano, una especie de minis-
terio que concentra en sus atribuciones el conjunto de los asuntos del Este colonial, al-
go semejante, después de todo, al Consejo de Indias y a la Casa de la Contratación de
Sevilla. Su función es, al mismo tiempo, organizar la administración siberiana y reunir
las mercancías necesarias para el comercio del Estado. No se trata todavía de metales
preciosos, que corresponden a un tardío ciclo minero: las minas de plata aurífera de
Nerchinsk fueron descubiertas en 1691 y, explotadas por empresar!os griegos, hicieron
su primera entrega de plata en 1704 y de oro en 1752m La producción siberiana, pues,
se limitó durante mucho tiempo a fantásticas cantidades de pieles, «el oro blando», so-
bre el cual el Estado ejerce una estricta vigilancia: los tramperos, indígenas o msos, y
los comerciantes pagan tributos o impuestos en pieles y éstas son reunidas y revendidas
por el prikaz, en China o en Europa. Pero aparte de que él mismo paga a menudo en
383
El mundo a favor o en contra de Europa

la misma moneda (conservando sólo las pieles más bellas), el Estado no llega a contro-
lar todo lo que proporcionan los cazadores. Pieles siberianas pasadas de contrabando
se venden en Gdansk o en Venecia más baratas que en Moscú. Y, naturalmente, el
contrabando es más fácil aún en dirección a China, gran compradora de pieles, nutrias
marinas, martas cebellinas, etcétera. Así, de 1689 a 1727 marcharon en dirección a Pe-
kín 50 cara~anas de comerciantes rusos, de las que sólo una decena eran oficiales 276 •
Pues el dominio de Siberia está lejos de ser perfecto. Todavía en 1770, según tes-
timonio de un contemporáneo (un exiliado polaco a quien sus ave'nturas llevarán más
tarde hasta Madagascar), «entra [hasta] en las ideas políticas del gobierno [ruso] el cerrar
los ojos ante esta contravención [entiéndase el contrabando]: sería demasiado peligroso
provocar a los siberianos a la revuelta. El más leve problema levantaría en armas a los
habitantes; y si las cosas llegasen a ese extremo, Siberia se perdería totalmente para Ru-
sia.>177. Benyowski exagera; de todas maneras Sibería no puede escapar a Rusia. Su pri-
sión es el estadio primitivo de su desarrollo, que revelan lo barato de la vida en sus
ciudades nacientes, la casi autarqnía de muchas de sus regiones y el carácter en cierto
modo artificial de sus intercambios a larga distancia, que sin embargo crean obligacio-
nes en cadena.
En efecto, fuese cual fuese la duración y la lentitud de sus interc:imbios, ellos se
impulsan unos a otros. Las grandes ferias de Siberia -Tobolsk, Omsk, Tomsk, Kras-
noíarsk, Yeniseisk, Irkutsk y Kiatka- se corresponden. Una vez que sale de Moscú, el
comerciante ruso que llega a Siberia se detiene en Macarek, en Irbit y luego en todas las
escalas siberianas, con idas y venidas entre ellas (por ejemplo, entre Irkutsk y Kiatka). En
total, el periplo dura cuatro años y medio, con pausas prolongadas; en Tobolsk, «las ca-
ravanas de kalmukos y burkaskis ... se quedan todo el inviemo» 278 • Resultan de ello pro-
longados amontonamientos de hombres, de animales de tiro, de trineos donde perros
y renos son enganchados juntos, salvo si se levanta el viento; entonces se iza la vela y
los anímales siguen al «buque», que marcha solo. Estas ciudades-etapa, con sus tien-
das, son lugares de confluencia y de placeres. La multitud de los parroquianos es «tan
densa en el mercado de Tobolsk que es difícil atravesar[la)» 279 • En Irkutsk, son muchas
las tabernas donde la gente se embriaga concienzudamente durante la noche.
Así, las ciudades y ferias de Síberia son animadas por una doble red de intercam-
bios: la del gran comercio -mercancías rusas y europeas por mercancías de China, e
incluso de la India y de Persia-; la de los productos locales (pieles, sobre todo) por
las provisiones necesarias para todas estas aglomeraciones perdidas en la inmensidad si-
beriana y que tienen necesidad de carne, de pescado, de harina y del sacrosanto vodka,
que conquistó con extrema rapidez el Asia septentrional -sin él, ¿quién soportaría el
exilio? Naturalmente, cuanto más nos alejamos hacia el este o hacia el norte, tanto
más se abre el abanico de los precios. En Ilimsk, mucho más allá de Irkutsk, capital de
la provincia siberiana del mismo nombre, se realiza una especie de feria de las pieles,
que se cambian por algunos productos del oeste. Del intercambio de estos productos,
en 1770, el comerciante obtiene el 200% de beneficio, y dobla este beneficio reven-
diendo las pieles en China. En el mismo lugar, una libra de cpólvora para disparar»
cue~ta tres rublos; una libra de tabaco, un rublo y medio; diez libras de mantequilla,
seis rublos; un barril de agua.rdiente de dieciocho pintas, cincuenta rublos; cuarenta
libras de harina, cinco rublos. En cambio, una piel de marta cebellina cuesta solamen-
te un rublo; una piel dt zorro negro, tres rublos; una piel de oso, medio rublo; cien
pieles de conejo blanco, un rublo; veinticuatro pieles de armiño, un rublo, y el resto
por el estilo. ¿Cómo no enriquecerse con estos precios 28º? Sobre la frontera de China,
el castor «es estimado en el cambio a 80 ó 100 rublos» 281 •
Pero sin ese atractivo del dinero, ¿qué comerciante se arriesgada por esas regiones
infernales, sin caminos, donde son de temer los animales salvajes y no menos los me-
~
384
El mundo a _favor o en contra rle Europ¡¡

Reunión de comerciantes rusos y chinos en el «burgomaestre• (gorodnitski) de Kiajta, ciudad don-


de se realizan las ferias ruso-chinas. Tomado de Ch. de Rechberg, Peuple~ de la Russie, París-
Petersburgo, 1812, t. J. (Clisé de la B.N.)

rodeadores, donde los caballos revientan, donde los últimos fríos se sienten todavía en
junio y los primeros ya en agosto 282 , donde los trineos de madera se rompen fácilmente
y, sorprendidos por las nevadas, no pueden escapar a quedarse mortalmente sepulta-
dos? Simplemente alejarse de la pista endurecida por los transportes es correr el riesgo
de hundirse en la nieve blanda, donde los caballos desaparecen hasta el cuello. Y para
complicar aún más todo, desde el decenio de 1730 las pieles de América del Norte com-
piten con «el oro blando» de Siberia, donde un «ciclo» termina, o al menos decae. Es
entonces cuando comienza el ciclo minero y se construyen presas, ruedas de molino,
martinetes, fraguas y hornos. Pero ni los negros ni los indios están a disposición de esta
América imperfecta que es el Asia del Norte. La mano de obra rusa y siberiana, más
forzada que voluntaria, en verdad, resolverá el problema. Una extraña, una fantástica,
avalancha hacia el oro se organiza durante los cincuenta primeros años del siglo XIX.
Las imágenes son obsesivas: búsquedas enloquecidas de aluviones auríferos a lo largo
de los ríos, a los que se remonta; marchas interminables a través de la taiga cenagosa;
reclutamiento de obreros, para los cuatro meses de actividad estival, entre los deporta-
dos y los campesino.s. Estos obreros son encerrados, vigilados, y apenas se los libera gas-
tan todo su dinero en los despachos de alcohol; entonces no hay otra solución, después
de una.invernada difícil, que volver a los reclutadores, para recibir las primas de ade-
lanto y los víveres necesarios para el largo viaje de regreso a la mina 283 •

38~
El mundo a favor " en contra de Europa

Inferioridades
y debilidades

No todo es sólido y perentorio en la expansión rusa. La hazaña es asombrosa, pero


llena de fragilidades. Las debilidades de la economía-mundo rusa se observan hacia el
norte y hacia el oeste, frente a los países de Occidente, lo que va de suyo, pero tam-
bién al sur, desde los Balcanes y el Mar Negro hasta el Pacífico, frente a la doble pre-
sencia de los universos musulmán y chino.
Bajo la dirección de los manchúes, China se revela como un mundo políticamente
poderoso, agresivo y conquistador. El Tratado de Nerchinsk (1689) significó, de hecho,
el freno de la expansión rusa en la cuenca del Amur. Luego las relaciones ruso-chin!15
empeoraron francamente y, en enero de 1722, los comerciantes rusos fueron expulsa-
dos de Pekín. La situación se restablecerá con el doble tratado de Kiatka (20 de agosto
y 21 de octubre de 1727), que delimitaba la frontera mongol-siberiana y establecía al
sur de Irkutsk~ sobre la frontera misma, una feria chino-rusa que absorberá lo esencial
de los intercambios, pese al mantenimiento por un tiempo de algunas caravanas ofi·
ciales 284 que llegan a Pekín. Esta evolución favorece a China, que, así, ha rechazado a
los comerciantes rusos lejos de su capital, más allá de Mongolia; y que ha aumentado
sus exigencias~ El oro chino, en láminas o en lingotes, ya no se cambia más por metal
blanco. Y en 1755 los rusos de la caravana son detenidos y colgados en Pekín 28 ~. Cier•
tarnente, la feria de Kiatka todavía florecerá, pero la penetración de los rusos en la es-
fera china se detuvo.

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Plano de la ciudad de Astrakán, en 1754. Atlas marítimo, Ill, 1764, B. N. Ge. FF 4965. (Clisé
de la B.N.)

386
El mundo a favor o en contra de Europa

La situación es diferente con respecto al Islam, escindido y debilitado por las divi-
siones políticas: Imperio Turco, Persia, Imperio del Gran Mogol. No hay un frente po-
lítico continuo desde el Danubio hasta el Turquestán. En cambio, las redes mercantiles
son allí antiguas, sólidas y casi imposibles de interceptar o desviar. Signo de la inferio-
ridad rusa, los comerciantes de la India, de Irán y de los Balcanes invaden, no hay otra
palabra, el espacio ruso; hay comerciantes hindúes en Astrakán y Moscú, armenios en
Moscú y Arjánguelsk. Y si estos últimos, a partir de 1710, obtienen privilegios del zar,
si éste acepta, en 1732, facilitar a los ingleses el comercio con Persia, a partir de Kazán,
era porque los rusos habían sufrido fracaso tras fracaso en el mar Caspio 286 • Los vínculos
no son buenos, en esta dirección, más que cuando se apoyan en las comunidades lo-
cales de las ciudades-posta esenciales, empezando por Astrakán, que abriga un subur-
bio tártaro, un barrio armenio, una colonia hindú y una caravana llamada «extranjera~.
donde se alojarán, por ejemplo, en 1652, dos padres jesuitas deseosos de hacer el viaje
a China. De igual modo, en los vínculos con el Mar Negro y los mercados turcos de
los Balcanes, inclusive con Estambul, son comerciantes turcos (a menudo de origen grie-
go) los que predominan, junto con algunos comerciantes raguseos.
En todo caso, es a un raguseo, Sava Lukich Vladislavich Raguzinskii, nacido en Bos-
nia, criado y educado en Venecia y llegado a Rusia en 1703, a quien Pedro el Grande
utiliza en sus relaciones con los Balcanes y a quien encargará luego la organización del
comercio lejano con Siberia287 Y en Siberia hay griegos compradores de pieles y em-
presarios de minas en las regiones del Alta"i. El 20 de enero de 1734, cuando se inau-
gura la feria de lrbit y los caminos de acceso están «llenos de caballos, hombres y tri-
neos [ ... J, vi allí -dice un viajero- griegos, bújaros, tártaros de toda clase. [ ... ] Los
griegos tenían sobre todo mercancías extranjeras compradas en Arjánguelsk, como vino
o aguardiente de Francia>>288 •
La superioridad extranjera es más clara aún del lado de Europa, en beneficio de los
comerciantes hanseáticos, suecos, polacos, ingleses y holandeses. En el siglo xvm, los
holandeses, en retirada poco a poco, mal servidos por sus corresponsales locales, quie-
bran unos tras otros y los ingleses ocupan el primer plano; en las negociaciones de fin
de siglo, hablarán como amos. En Moscú, y más tarde en San Petersburgo, frente a los
comerciantes extranjeros, raramente pueden rivalizar con ellos los comerciantes mosco-
vitas. ¿No es curioso que, hacia el decenio de 1730, en Siberia, el comerciante más ri-
co, que frecuenta Pekín como agente de las caravanas moscovitas y será más tarde vi-
cegobernador de Irkutsk, Lorents Lange, sea probablemente un danés~89 ? De igual mo-
do, cuando se inicie hacia el Mar Negro, después de 1784, el comercio directo de los
rusos, se llevará a cabo mediante venecianos, raguseos y marselleses, o sea, una vez
más, mediante extranjeros. Y no hablemos de los aventureros, de los «lagartones», de
las «gentes sin escrúpulos», que desde antes de Pedro el Grande desempeñan un papel
importante en los negocios rusos. Todavía en abril de 1785, desde Pisa, Simón Voront-
sov escribía a su hermano Alejandro: «... todos los criminales de Italia, cuando ya no
saben qué hacer, dicen públicamente que irán a Rusia para hacer fortuna» 290 .
La conclusión se impone: en sus márgenes, el gigante ruso no se ha establecido só-
lidamente. Desde Pekín, Estambul, Ispahán, Leipzig, Lvov, Lübeck, Amsterdam o Lon·
dres, sus intercambios exteriores son eternamente manipulados por otros. Solamente
en la extensión de los mercados interiores, en las enormes ferias que salpican el terri-
torio, el comerciante ruso se toma la revancha, sirviéndose a su vez de las mercancías
europeas importadas a San Petersburgo o Arjánguelsk como moneda de cambio, hasta
Irkutsk y más allá.

387
El mundo a favor o en contra de Europa

El precio de fa intrusión
europea

Las victorias militares de Pedro el Grande y sus violentas reformas, según se dice,
hicieron «salir a Rusia del aislamiento en que había vivido hasta entonces» 291 • La fór-
mula no es totalmente falsa ni totalmente justa. Antes de Pedro el Grande, ¿acaso no
se inclinaba ya hacia Europa la enorme Moscovia? Y sobre todo la fundación de San
Petersburgo, en cuyo beneficio se efectúa el recentrado de la economía rusa, abre una
ventana o una puerta al Báltico y a Europa, pero, si por esta puerta Rusia sale mejor
de sí misma, Europa, en el sentido inverso, penetra mejor en la casa rusa y, ampliando
su pane en los intercambios, conquista el mercado .ruso, lo acondiciona en su beneficio
y orienta en él lo que puede ser orientado.
Una vez más, se ponen en juego todos los medios que Europa utiliza para asegurar
su avance, ante todo la flexibilidad del crédito -comprar de antemano- y la fuerza
disuasoria del dinero en efectivo. Un cónsul al servicio de Francia anota, en Elseneur,
sobre los estred:os daneses (9 de septiembre de 1748): «Pasan por aquí sumas conside-
rables de dinero, en piezas de ocho de España, en casi todos los barcos ingleses que
van a San Petersburgo» 292 • Es que la balanza, observada en San Petersburgo, en Riga
o, más tarde, en Odessa (creada en 1794), es siempre favorable a Rusia; las excepciones
confirman la regla, en momentos en que el gobierno ruso se lanza, o va a lanzarse, a
operaciones exteriores de gran envergadura. El mejor medio de promover el comercio
en los países poco desarrollados son las importaciones de metal precioso: los comercian-
tes de Europa aceptan, en Rusia, la misma «hemorragia monetaria» que en las escalas
de Levante o en las Indias. Y con los mismos resultados: una dominación progresiva
del mercado ruso en un sistema en el que los verdaderos beneficios se hacen a la vuel-
ta, con ocasión de las redistribuciones y el nuevo empleo de las mercancías en Occi-
dente. Además, por los juegos del cambio en Amsterdam, y más tarde en Londres 293 ,
a menudo se pagará a Rusia con promesas vanas.
Rusia se habitúa, así, a los productos manufacturados, a las mercaderías de lujo de
Europa. Habiendo entrado tardíamente en la danza, no saldrá pronto de ella. Sus amos
pensarán que la evolución que se produce ante sus ojos es obra suya y la favorecerán,
la ayudarán a penetrar allí como una nueva estructura. Verán en ello su ventaja y la
ve.maja misma de Rusia, convertida a la «Ilustración». Sin embargo, ¿no hubo que pa-
gar por ello un precio demasiado elevado? Es lo que sugiere una memoria escrita, sin
duda, por un médico ruso (19 de diciembre de 1765 ), documento casi revolucionario
a su manera. y en todo caso contrario a la corriente. En él se pide un cierre, o casi un
cierre, de Rusia a la intrusión extranjera. Lo mejor sería, propone, imitar el comporta·
miento de las Indias y la China, al menos tal como él se lo imagina: «Estas naciones
llevara un comercio inmenso con los portugueses, franceses e ingleses, [los cuales] com-
pran allí todas sus manufacturas y varias materias primas. Pero ni los indios ni los chi-
nos compran la menor producción a Europa, como no sea relojes, quincalla y algunas
armas.> Por ello, los europeos se ven obligados a comprar con dinero, «método seguido
por estas naciones desde que son conocidas en la historia» 294 • Para nuestro hombre, Ru-
sia debía volver a la simplicidad de los tiempos de Pedro el Grande; desde entonces,
¡ay!, la nobleza se habituó al lujo, que cha continuado desde hace cuarenta años», agra-
vándose. Temibles entre todas son las naves francesas, poco numerosas, cieno, pero «la
carga [de una de ellas], como es toda materia de lujo>, iguala, en general, el valor de
diez a quince barcos de otras naciones. Si tal lujo continuaba, causaría «la desolación
de la agricultura y de las pocas fábricas y manufacturas del Imperio>.
Pero, ¿no hay cierta ironía en comprobar que esta memoria «nacionalista», comu-

388

El mundo a favor o en contra de Europa

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45. LA BALANZA SIEMPRE POSITIVA DEL


COMERCIO RUSO (1742-1785)
Según un documento de /01 Anhivo1 Centrales de
Mo1cií (Colección Voron/Iov, 602-1-59) q11e da la ba-
lanza del comenio nuo por tierra y por mar. Se ob-
1er11an dos c11ída1 breves de la balanza, en 1772 y
1782, a consecuencia, 1in duda, de /01 ga1to1 en
armamentos. 60 70 BO

nicada a Alejandro Vorontsov, y por ende dirigida a la atención del gobierno ruso, es-
taba escrita ... CH francés? Ella da testimonio de la otra vertiente de la intrusión euro-
pea, una aculturación que ha cambiado el arte de vivir y la manera de pensar, no so-
lamente de la aristocracia, sino también de una cierta burguesía rusa y de toda la in-
teligentsia, que construye, también- ella, la Rusia nueva. La filosofía de la Ilustración,
que recorrió Europa, impregnó profundamente los medios dirigentes e intelectuales ru-
sos. En París, la simpática princesa Dashow experimenta la necesidad de disculparse de
toda tiranía frente a sus campesinos. A Didcrot, que habla de «esclavitud>, ella le ex-
plica, hacia 1780, que es la rapacidad de los «gobiernos y encargados en las provincias»
lo que constituye una amenaza para el siervo. El propietario tiene mucho interés en
que sus campesinos sean ricos, «lo cual constituye su propia prosperidad y aumenta sus
ingresos» 29 >. Una quincena de años más tarde, se felicita de los resultados de su admi-
nistración en su propiedad de Troitskoé (cerca de Oriel). En 140 años, la población,
en general, se ha duplicado, y ninguna mujer quisiera «casarse fuera de mis po-
sesiones»2%.
Pero la influencia europea, al mismo tiempo que ideas, lanzó modas y contribuyó
sin ninguna duda a la penetración vigorosa de todo ese lujo vilipendiado por nuestro
médico. Rusos ricos y ociosos se embriagan entonces con la vida europea, con los refi-
namientos y los placeres de París o de Londres, como los occidentales se embriagaron
a lo largo de siglos con la civilización y los espectáculos de las ciudades italianas. Simón

389
El mundo a favor o en contra de Europa

El puerto de San Peterrburgo en 1778. Grabado regún un dibujo de]. B. Le Pn'nce. (Foto Alexan-
dra Skarzynrka.)

Vorontsov, quien sin embargo ha gustado y alabado el encanto de la vida ingksa,,se-


ñala con irritación desde Londres, el 8 de abril de 1803: «Me he enterado de que nues-
tros señores hacen gastos extravagantes en París. Ese imbécil de Demidoff se ha hecho
hacer una vajilla de porcelana de la que cada plato cuesta 16 luises de oro~ 297
A fin de cuentas, no hay nada comparable, sin embargo, entre la situación rusa y
la dependencia polaca, por ejemplo. Cuando la Europa económica asalta a Rusia, ésta
se halla ya en una vía que protege su mercado interior, el desarrollo propio de sus ar-
tesanados, de sus manufacturas instaladas en el siglo XVII 298 y de sus comercios activos.
Rusia incluso se ha adaptado a la pre-revolución industrial, al avance general de la pro-
ducción en el siglo XVIII. Por encargo y con ayuda del Estado, surgen minas, fundicio-
nes, arsenales, manufacturas nuevas de terciopelo y de seda y cristalerías, desde Moscú
hasta los Urales 299 • Y en la base, una industria artesanal y doméstica enorme sigue en
pie.
En cambio, cuando llegue la verdadera revolución industrial, la del siglo XIX, Rusia
marcará el paso y poco a poco se retrasará. No ocurre esto en el siglo XVIII, cuando,
~
390
El mundo a favor " en contra di' E11ropt1

según J. Blum, el desarrollo industrial ruso igualó y a veces superó al del resto de
Europa 300 .
Todo eso no impide que Rusia mantenga más que nunca su papel de proveedor de
materias primas -cáñamo, lino, alquitrán, mástiles de navíos- y de productos ali-
menticios: trigo, pescado salado. Incluso sucede que las exportaciones, como en Polo-
nia, no corresponden a verdaderos excedentes_ Por ejemplo, «en 1775, Rusia permite
a los extranjeros la adquisición de trigo, aunque el hambre asolaba a una parte del Im-
perio»3º1. Además, «la escasez del dinero en efectivo -dice la misma memoria de
1780- obliga al labrador a privarse de lo necesario para pagar los impuestos> (que son
recaudados en dinero). Y esta penuria monetaria pesa sobre los propietarios obligados
«a comprar generalmente con un año de crédito y a vender al contado sus productos
seis meses o un año antes de la cosecha», entregando «los productos a bajo precio para
compensar el interés de los adelantos>. Aquí, como en Polonia, los adelantos de fon-
dos sobre las cosechas futuras falsean los términos del intercambio.
Tanto más cuanto que los propietarios, los grandes al menos, están al alcance de
la mano de los mercaderes de Europa. Fueron desplazados autoritariamente a San Pe-
tersburgo, en donde, decía un informe de 1720, «detestan permanecer, porque los arrui-
na, al tenerlos alejados de sus tierras y de su antigua manera de vivir, que prefieren a
todas las cosas del mundo, de suerte que si el zar no establece antes de su muerte un
sucesor capaz de mantener lo que ha comenzado tan felizmente, sus pueblos recaerán.
como un torrente, en su antigua barbarie» 3º 1 La predicción no resultó verdadera; almo-
rir el zar súbitamente, en 1725, Rusia siguió abriéndose a Europa, entregándole can-
tidades crecientes de materias primas. El 28 de enero de 1819, desde París, Rostopshin
escribe a su amigo Simón Vorontsov, siempre en Londres: «Rusia es un buey. al que
se come y del que se hacen para otros países pastillas de caldo» 3º3 • Esto prueba, dicho
sea de paso, que se sabía evaporar los caldos de carne para hacer extractos secos antes
de Liebig (1803-1873), quien dio su nombre al procedimiento.
La imagen de Rostopshin, aunque excesiva, no es totalmente falsa. Sin embargo,
es necesario no olvidar que esas entregas de materias primas a Europa aseguraron a Ru-
sia el excedente de su balanza de pagos y, por consiguiente, un constante aprovisiona-
miento monetario. Y éste fue la condición para la introducción del mercado en la eco-
nomía campesina, elemento esencial en la modernización de Rusia y en su resistencia
frente a la intrusión extranjera.

EL CASO
DEL IMPERIO TURCO

El Imperio Turco recuerda el caso de Rusia, aunque con grandes diferencias. Cons-
tituido muy tempranamente, vigoroso desde el principio, es desde el siglo XV una con-
tra-Europa, una contra-cristiandad. Fernand Grenard veía con razón en la conquista tur-
ca algo muy diferente de las invasiones bárbaras del siglo V, «una revolución asiática y
ancieuropea» 3º4 • Y este Imperio, sin ninguna duda, es, también desde el comienzo,
una economía-mundo, heredera de los antiguos vínculos entre el Islam y Bizancio, y
sólidamente mantenida por la potencia efectiva del Estado. «El Gran Señor está p~r en-
cima de ·las leyes -dice un embajador francés, M. de La Haye (1669)-; da muerte
sin formalidades y a menudo sin ningún fundamento de justicia a sus súbditos, se apo-
dera de todos sus bienes y dispone de ellos a su gusto ... > 3ºl. Pero la.compensación de
este poder despótico fue, por largo tiempo, la pax- turca, una paz a la romana que cons-

391
El mundo a favor o en contra tle Europa

tituía la admiración de Occidente. Fue también una capacidad evidente para mantener
dentro de ciertos límites a los indispensables socios europeos. Venecia misma se ve obli-
gada a andarse con rodeos, a hacer compromisos, en Estambul. Penetra sólo hasta el
punto en que se la deja penetrar. Solamente cuando la autoridad del Gran Señor de-
cline, la economía-mundo otomana dará signos de desorganización. Aún así, esta «de-
cadencia», de la cual la historiografía habla con exuberancia, fue cmenos rápida y me-
nos profunda de lo que generalmente se imagina:. 306 •

Las bases
de una economía-mundo

La primera condición de la autonomía turca es el espacio superabundante: el Im-


perio Otomano tiene también dimensiones planetarias. ¿Quién, en Occidente, no ha-
brá celebrado su fabulosa extensión, para asombrarse e inquietarse ante ella, a la vez?
Giovailni Botero (1591) le atribuye 3.000 millas de costas y señala que ele Tauris a Bu-
da hay 3.200 millas, otro tanto de Derbent a Adén y un poco menos de 4.000 de Ba-
sora a Tlerrtcén 307 El sultán reina sobre treinta reinos, sobre el Mar Negro y sobre el
Mar Blanco (que nosotros llamamüS el Egeo ), sobre el Mar Rojo y el Golfo Pérsico. El
Imperio de los Habsburgos, en su apogeo, es más vasto aún, pero es un imperio dis-
perso a través del mundo, cortado por inmensos espacios marítimos. En cambio el lm"
perio de los Osmanlíes d de una sola pieza; es un conjunto compacto de tierras donde
el agua intrusa de los mares está como prisionera.
Entre las líneas exteriores del gran comercio internacional, la tierra constituye un
haz de relaciones y coacciones permanentes, casi una muralla y también una fuente de
riquezas. Es la tierra, en todo caso, la que crea la enc9.Jdjada del Oriente Próximo, la
cual da la Imperio Turco la fuente viva de su potencia, sobre todo después de la con-
quista de Siria en 1516 y de Egipto en 1517, que pone fin a su grandeza. En esta épo-
ca, es verdad, el Próximo Oriente ya no es la encrucijada del mundo por excelencia,
como en tiempos de Bizando y de los primeros triunfos del Islam. En beneficio de Eu-
ropa han intervenido el descubrimiento de América (1492) y el de la ruta del cabo de
Buena Esperanza (1498). Y si Europa, demasiado ocupada en el oeste, no se ha en-
frentado con todas sus fuerzas al Imperio Otomano, es porque obstáculos decisivos se
han opuesto, por sí solos, a la conquistas del Islam turco, que no se adueñará, más allá
de la regencia de Argel, de Marruecos, Gibraltar y el acceso al Atlántico; que no do-
minará el conjunto del Mediterráneo; y que, al este, no dominará a Persia, barrera in-
franqueable que lo privó de posiciones esenciales frente a la India y al Océano Indico.
C. Boxer sostiene que la batalla de Lepanto (7 de octubre de 15 71 ), que puso fin al
dominio otomano S()bre el Mediterráneo (iniciado una treintena de años antes por la
victoria turca de Prévesa, 1538), y el empuje bélico de Persia con el sha Abbas fueron
las razones esenciales de la interrupción de los progresos turcos 308 • Es verdad, pero no
hay que subestimar tampoco la presencia portuguesa, que se mofa del Islam en el Océa-
no Indico: pues esa victori:;t de la técnica marítima de Europa contribuyó a impedir que
el monstruo turco saliese de manera eficaz del Golfo Pérsico y del Mar Rojo.
La encrucijada del Cercano Oriente, pues, pierde valor, pero está lejos de haber si-
do reducida a la nada. El precioso comercio de Levante, durante mucho tiempo sin
igual, no se suspendió cuando los turcos ocuparon.Siria {1516) y Egipto (1517), y las
rutas del Mediterráneo próximo no quedaron desiertas. El Mar Rojo y el Mar Negro
(éste tan importante para Estambul como las «Indias• para España) sigl1ieron prestando
sus servicios. Después de 1630, el desvío por el Atlántico de las especias y la pimienta
392 •
El mundo a favor o en mntra de Europa

destinadas a Europa parece definitivo, pero las sustituyen la seda, pronto el café, las
drogas y, por último, el algodón y las telas de algodón, pintadas o no.
Además, la inmensidad, el espesor, del Imperio le aseguran, dado lo módico de
los consumos locales, abundantes excedentes de producción: animales comestibles, tri-
go, cueros, caballos y hasta textiles ... El Imperio Turco, por otra parre, ha heredado
las grandes concentraciones y creaciones urbanas del Islam. Está sembrado de ciudades
mercantiles, con sus numerosas corporaciones de oficios. Además, casi todas las ciuda-
des de Oriente sorprenden al viajero de Occidente por su actividad y su hormigueo hu-
mano: El Cairo, que a su manera es una capital, un gran centro parásito pero también
motor; Alepo, en un lugar maravilloso, en medio de tierras fértiles, casi del tamaño
de Padua, «ma senza nessun vacuo e pop1tlatissima» («pero sin ningún vacío y pobla-
dísima.»)309; incluso Rosetta, «ciudad muy grande, bien poblada y bellamente construi-
da [con] casas de ladrillos, muy elevadas, en dos toesas, por encima de la calle> 310 ; Bag-
dad y su animado centro con «seis o siete calles [ ... J de tiendas de mercaderes y arte-
sanos de diversos oficios, call.es [que] se cierran de noche, unas con puertas, otras con
grandes cadenas de hiertc» 311 ; Tabriz, en los confines de Persia, ciudad «admirable por
su grandeza, por su comercio, por la multitud de sus habitantes y por la abundancia
de todo lo que es necesario para la vida> 312 • Edward Btown, miembro de la Royal So-
ciety; con motivo de su visita a Belgrado en 1669, la juzga «a large, strong, populous
and tradi'ng city11 313 Se podría decir lo mismo de casi todas las ciudades turcas de Afri-
ca, Asia y los Balcanes (donde son las ciudades blancas, por oposición al universo som-
brío de las aldeas)3 14 .
Entonces, ¿cóm() creer que todas estas ciudades, antiguas rejuvenecidas, o nuevas
y a veces más cercanas a los modelos de Occidente, pudiesen prosperar en una Turquía
en decadencia? ¿Que lo que en todas partes es considerado como un signo de progreso
pi.leda ser aquí signo de un deterioro?
Es aún mayor el error de reducir la historia económica del Imperio Turco a la cro-
nología solamente de su historia política. Esta es de las menos seguras, a juzgar por las
vacilaciones de los historiadores de Turquía. Para uno de ellos 31 l, el Imperio habría al-
canzado su cenit político desde 1550, durante los últimos años de Solimán el Magní-
fico (1521-1565); para otro, no menos creíble 316 , la decadencia se señalaría a panir de
1648 (por ende, un siglo más tarde), pero este año de los Tratados de Westfalia y el
asesinato del sultán Ibrahim I es una fecha más europea que turca. Si fuese absoluta-
mente necesario proponer una fecha, yo preferiría la de 1683, inmediatamente después
del dramático asedio de Viena (14 de julio-12 de noviembre de 1683), cuando el sul-
tán hace estrangular en Belgrado al gran visir Kan Mustafá, héroe desdichado de la em-
presa317. Pero ningún límite político me parece absolutamente válido. Una vez más, la
política no carece de relaciones con la economía, y recíprocamente, pero la «decaden-
cia• de la potencia otomana, cuando hay decadencia, no entraña inmediatamente la
de su economía. ¿Acaso la población del Imperio, entre el siglo XVI y el XVII, no creció
de manera espectacular, casi duplicándose? En los Balcanes, según forjo Tadic 318 , la
paz ti.Jrca y la demanda de Estambul dieron origen a un verdadero mercado nacional,
o al menos fue un acelerador de los intercambios. Y, en el siglo XVIII, son visibles sig-
nos de recuperación.
De hecho, no en vano «los otomanos son dueños, de una parre, de todos los puer-
tos mediterráneos del Islam (excepto los de Marruecos), y, por otra parte, de los puer-
tos que sirven de salidas al Mar Rojo o al Golfo Pérsicm> 319 , más los del Mar Negro, a
los que llegan los tráficos rusos. Los grandes ejes comerciales que atraviesan el Imperio
le aseguran, por sí solos, una evidente coherencia. Esos ejes se desplazan, pero se man-
tienen. En el siglo XV, más que en Estambul, capital pasada que es menester recons-
tmir, el centro de los tráficos se encuentra probablemente en Bursa, ciudad de comer-

393
El mundo a favor " en contrn de Europa

/.,,1 ciudad y el bazar de Ankara, .rrglo XVIII. Detalle de una pmtura de J. B. Vim Muur, artÍJta
francés residente en Estambul, 1699-1737. (Rijkmmseum, Amsterdam.)

394 •
El mundo a favor o en contra de Europa

cio, de tránsito, de oficios activos. El avance turco sobre Siria y Egipto desplazó luego
el centro de la economía otomana a Alepo y Alejandría de Egipto, creando así, a lo
largo del siglo XVI, una especie de desviación en detrimento de Estambul y del gran
espacio otomano que se inclina hacia el sur. Que el centro se desplaza de nuevo en el
siglo XVII y se sitúa en Esmirna, es un hecho conocido, no explicado con rigor. En el
siglo XVIII, el centrado se hará, me parece, en Estambul. ¿Puede imaginarse, a través
de estos episodios mai conocidos desde dentro, que el espacio otomano, constituido en
economía-mundo, ha visto sucederse, con los años y las coyunturas, varios centros de
gravedad?
Hacia 1750, un poco antes o un poco después, Estambul recupera la primacía eco-
nómica. Las tarifas aduaneras de la gran ciudad, enviadas para información a Moscú
en 1747, no son una prueba, en sí misma, de la importancia de los tráficos. Pero tie-
nen la particularidad de distinguir entre las mercancías «mencionadas en la antigua ta-
rifa» y las mercancías añadidas en 1738 y más tarde. Las listas de productos importados
son interminables: textiles muy numerosos, cristales, espejos, papel, estaño, azúcar, ma-
dera de Brasil y de Campeche, cerveza de Inglaterra, mercurio, todo tipo de drogas y
especies, índigo de las Indias, café, etcétera. Entre los nuevos productos, se cuentan
otras clases de textiles, paños, sedas, telas, provenientes de Francia, Inglaterra y Ho-
landa; acero, plomo, pieles, indianas, índigo de Santo Domingo, «café de cristiandad»,
con una gran diversidad de calidades. A la salida, la lista es más corta y enumera las
exportaciones clásicas de Constantinopla, cueros de búfalo, cueros de cbuey negro», ta-
filetes; pieles de zapa, pieles de cabra y de camello, cera; solamente se añadirán algu-
nos artículos, camelotes finos, seda o «pelo de cabra trabajado para peluca>. Son, pues
importaciones cada vez más numerosas y variadas, de países lejanos, sobre todo en Eu-
ropa, que envían a Constantinopla artículos de lujo e incluso productos del nuevo mun-
do. Pocas variaciones, en cambio, en las exportaciones 320 • Un largo informe francés so-
bre el comercio de Levante corrobora esta impresión: «Los barcos [franceses] -se nos
dice- llevan a Constantinopla más mercancías que a las restantes escalas de Levante.
Su cargamento está compuesto de paños, especias, azúcares, tinturas y otros diversos
productos. El valor de estas mercancías no puede gastarse en Constantinopla porque
los comerciantes franceses no adquieren allí más que pieles bastardas, sargas y felpas,
cueros con pelo, telas pintadas, un poco de cera, madera y pieles de zapa. Se hace pa-
sar a las otras Escalas el excedente de los fondos mediante letras de cambio que los ne-
gociantes franceses de Esmirna, Alepo y Seyda entregan a los Bajás que deben hacer
remesas·financieras al Tesoro del Gran Señor:. 321 • Constantinopla es, pues, una plaza
de cambios, de trueque de monedas con fuertes porcentajes de beneficio, un gran cen-
tro de consumo; por el contrario, la exportación es más activa, en general, en las otras
Escalas de Levante.

El lugar
de Europa

Pero la cuestión que es menester plantear es la del lugar relativo del comercio eu-
ropeo en la masa de los intercambios turcos. A menudo, sólo roza a la economía oto-
mana o no hace más que atravesarla. La verdadera economía del espacio turco, elemen·
tal y vigorosa, se sitúa a ras del suelo. Traian Stoyanovitch la califica con el bonito nom-
bre de economía de bazar; entendamos por esto una economía de mercado articulada
alrededor de las ciudades y de las ferias regionales, y donde el intercambio, fiel a las
reglas tradicionales, sigue estando, según Tr. Stoyanovitch, bajo el signo de la buena

395
El mundo a favor o en contra de Europa

fe y la transparencia. Todavía en el siglo XVIII el crédito funciona mal, fuera de una


usura activa en todas partes, incluso en los campos. Sin embargo, ya no se está, sin
duda, en tiempos de Belon du Mans, quien señalaba, hacia 1))0: «Todas las cosas en
Turquía se hacen con dinero contante y sonante. Por ello, no hay tanto papelucho, ni
anotaciones [brouillarts 322 ) de deudas a crédito ni papeles de inferior calidad; y de ve·
cino a vecino, en todas las mercancías vendidas al detalle, no se da más crédito que si
fuesen totalmente extraños a Alemania»m. Sin embargo, esta situación antigua sobre-
vive en parte, aunque los comerciantes occidentales hagan adelantos sobre las mercan-
cías a los revendedores, aunque el saldo positivo de sus ventas en Constantinopla les
permita, como hemos dicho, vender en Esmirna o Alepo letras sobre Constantinopla.
En conjunto, subsiste cierro arcaísmo en el intercambio, uno de cuyos signos sigue sien·
do la modicidad desconcertante de los precios, con respecto a Europa Occidental. En
Tabriz (1648), «se compraba por un sueldo todo el pan que un hombre podía comer
en una semanai>3 24 • Según la Gazette d'Amsterdam (13 de diciembre de 1672), en Ka-
miniec, arrebatada por los turcos, «se podía tener un caballo por 4 rixdales y un buey
por 2»m. Alrededor de Tokat, en Asia Menor; Gardane, en 1807, ve «habitantes vese
tidos como los antiguos patriarcas y, como ellos; hospitalarios. Se apresuran a ofreceros
sus casas y alimento, y quedan muy asombrados cuando se les ofrece dinero» l2 6 •
ES que el dinero, nervio del comercio occidental; iló hace más que attavesat el es•
pació turco. Una parte va al Tesoro ávido del sultári, otra ánima los· intercambios de
la capa mercantil superior y el resto se evade masivamente hacia el Océano Indico. Oc·
cidente halla fa mayor comodidad para servirse de su superioridad monetaria en fos mer•
cados de Levante. Incluso juega, según las coyunturas, con la moneda misma, es decir;
con las relaciones variables entre el oro y la plata, o con la preferencia otorgada a cier-
tas piezas, los reales de plata españoles, por ejemplo, y más aún con el cequi de oro
de Venecia, siempre sobrevalorado en el Levante. Hacia 1671, el director de la Zeccii
veneciana 327 observa que, si se compra en Venecia un cequí de oro a 17 libras venecia-
nas, o un ongharo 328 a 16 libras, al revenderlos en Constantinopla, se ganará el 17,5%
sobre la primera pieza y el 12% sobre la segunda. El beneficio sobre el cequí será hasta
del 20 o/o algunos afios más tarde 329. A fines del siglo XVI, un tráfico fructífero consistía
en hacer pasar clandestinamente oro de Turquía a Persia330 • Y cuando Venecia ve dis·
minuir sus tráficos comerciales en Oriente, en los siglos XVII y XVIII, seguirá acuñando
cequíes para volcarlos en Levante, manera de asegurarse con beneficios sustanciales los
reembolsos que necesita. .
De igual modo, a fines del siglo XVIII, Marsella ya casi no exportaba mercancías al
Próximo Oriente, sino piezas de plata, sobre todo táleros de María Teresa, acuñados
en Milánm. Para la ciudad, era la mejor manera de conservar su puesto en los merca-
dos de Levante.
¿Los arcaísmos persistentes de la economía tutea acarrearon su regresión? No, mien-
tras el mercado interior tuvo animación, mientras subsistieron industrias de guerra,
construcciones navales, un artesanado activo, industrias textiles importantes -como en
Qufo o Bursa- y más aún gran cantidad de fábricas de tejidos locales, minúsculas y
que, por esto mismo, escapan a la observación retrospectiva. El asombroso viaje de Char-
les Sonninim por el Mar Negro, a fines del siglo XVIII, revela también una intermina-
ble lista de productos textiles locales. Además, de creer a una cana de Charles de Ver-
gennes (del 8 de mayo de 17)9), por entonces embajador de Coilstantinopla 333 , todos
los paños de Occidente importados sólo pueden vestir a 800.000 personas; ahora bien,
el Imperio tiene de 20 a 2) millones de habitantes. Hay, pues, amplia cabida para los
productos de las corporaciones de oficios del Imperio. Sólo conseguirá inquietarlos el
gran aumento de las ventas de artículos pro:-:enientes de Austria y de Alemania, a fi.
nales del siglo XVIII. Y como ha explicado Omer Lufti Barkan334, solamente la irrup-

396 •
F.l mundo "favor o en contra de Europt1

La parada en el caravenserrallo (manuscnto del Museo Correr, mlección Cicogna, Venecia). «He
aquí abierto el caravanserral/o -dice la leyenda en italiano-, con su puerta guardada por ca-
denas, las chimeneas y el fuego para la comodidad de los viajeros. Las armas están colgadas de
la pared, y sus caballos debajo de los estrados, en el inten'or del edificio. Llegan allí turcos de
toda clase, como en nuestras hospederías cnstianas.» (Cifré del museo.)

ción de productos textiles ingleses, poco después de la Revolución Industrial, en el si-


glo XIX, consumará su destrucción casi 'total.
Por consiguiente, si bien las puertas de la economía otomana eran forzadas desde
hacía tiempo, esta economía, en el siglo XVIII, todavía no está conquistada ni absolu-
tamente marginada. Los espacios turcos toman de su propia producción lo que consu-
men sus ciudades. La exportación de trigo está sometida all1, como en Rusia, a la au-
toridad política. Cierto que hay un gran contrabando de cereales, en beneficio de los
marinos griegos, desde las islas del Egeo. Y algunos grandes propietarios de cifliks tam-
bién participan en él, pero cifliks, de formación relativamente reciente, se han desarro-
llado, sobre todo, para el abastecimiento de Estambul, y no siempre para la exporta-
ción; es el caso, por ejemplo, de los cifliks de Rumelia, productores de arroz 33 ). En con-
junto, los mercados turcos aseguran sus funciones, apoyados en una antigua y siempre
eficaz organización de los transportes.

397
El mundo a favor <J en rnntra ele Eumpt1

Azafrán

PÍmien111
Madera

Mantequilla
Sal
Aceite
Miel
Cebada _-

Uva roja 46. UN TEST: LOS PRECIOS TURCOS SIGUEN LA CO"


YUNTURA
Carne
Uva negra
1489
lmaret de
1616-17
lmarel de
J.
1632·33
Imarel dt
Debo a Omer Liitfi Barkan eJtor precio1 que prueban que el alza del si-
glo XVI afectó a Turquía. loJ imarets son fundacioner piadoras que ali-
mentan a indigentes y estudian/es. Lo1 precio1, dado1 en a1pro1, 1on no-
Bayacelo 11 Bayaceto ll Airlral ll minales; no tienen en menta la devaluación del a1pro.

Un universo
de ~aravanas

El espacio otomano se caracteriza, en efecto, por la omnipresencia de las caravanas


de camellos. Aun en las regiones balcánicas, donde sin embargo los convoyes de caba-
llos se mantuvieron, parece que hubo, a finales del siglo XVI, una conquista del came-
llo en toda la Península. Hasta el punto de que las «Escalas de Levante> de algún modo
se han trasladado a Split, en Dalmacia, y que las galere da mercato venecianas, en vez
de dirigirse a Siria, se contentaban a la sazón con atravesar el AdriáticoH6 • El recuerdo
de esas caravanas estaba presente todavía en 1937 en la memoria de los hombres de
Dubrovnik, como una evocación romántica del pasado.

398
El mundo "f;1vor o en contra de Europa

Caballos de carga y caravana de camellos a la salida de Ankara. Detalle del cuadro de la p. 394.

En un mapa del mundo, la actividad de las caravanas -camellos y dromedarios-


se extiende desde Gibraltar hasta la India y el norte de China, desde Arabia y Asia Me-
nor hasta Astrakán y Kazán. El espacio-movimiento de la economía otomana está re-
cortado en este universo, incluso en su zona central.
Los viajeros de Occidente han descrito a menudo estos modos de transporte, lama-
sa de los viajeros reunidos, los largos trayectos en los que «no se encuentra, como en
Inglaterra, burgos y posadas para alojarse todas las noches», la etapa al sereno, bajo «SU
tienda, cuando la estación lo permite», o en los khans y caravanserrallos «construidos
por la caridad para uso [ ... ] de todos los campesinos», grandes edificios cómodos y po-
co costosos. «Pero también, de ordinario, no se encuentra más que las cuatro paredes;
de modo .que es necesario que los viajeros tomen la precaución de proveerse de alimen-
to, de bebidas, de lechos de hierro y de forraje» 337 • Estos caravanserrallos, en ruinas o
conservados, son muy numerosos en Oriente. Señalarlos en un mapa, como ha hecho
Albert GabrielHB, es reconstruir las antiguas redes de caminos.
Pero si bien el europeo utiliza esta circulación para sus mercancías y, en caso de ne-
cesidad, para su persona, le es imposible organizarla él mismo. Es un monopolio del
Islam. Si los comerciantes de Occidente no pasan de Alepo, Damasco, El Caico o Es-
mirna, es en gran parte porque el universo de las caravanas se les escapa, porque la
economía otomana es la única dueña de estos transportes, vitales para ella, bastante
estrictamente organizados y vigilados, frecuentes y sobre todo regulares, más regulares
que las conexiones marítimas. Hay en ello una eficacia evidente, el secreto de una in-

399
El mimdo a favor " en contra de J:'.uropa

dependencia. Si la seda persa no puede ser fácilmente desviada de las rutas del Medi-
terráneo, si ingleses y holandeses fracasan en ello, mientras estos mismos holandeses se
adueñan de la pimienta y las especias, es porque, por una parte, la seda es caravanera
desde su punto de partida y, por otra parte, la pimienta y las especias, por el contrario,
son mercancías «marítimas>, que se cargan en naves. La economía otomana debe su flexi-
bilidad y su vigor a esos incansables convoyes que, de todas las direcciones, llegan a
Estambul o, enfrente de la ciudad, a Scutari, sobre la orilla asiática del Bósforo; a esas
rutas lejanas que, anudándose alrededor de Ispahán, penetran en la superficie entera
de Persia y tocan la India en Labore; o a esas caravanas que, desde El Cairo, van hasta
Abisinia y traen el precioso oro en polvo.

Un espacio marítimo
durante largo tiempo protegido

también el espacio marítimo turco se ha defendido bastante bien; fa mayor parte


de los transportes marítimos se hacen por el cabotaje de fos mares de Levante y del Mar
Negro, por una especie de country trade, de Tutqufa en Turquía. .
Desde muy pronto, las costas de Levante habían sido ameriazada5 por los corsarios
cristianos de Poniente, de modo que el cabotaje terminó por caer en manos de los oc-
cidentales; sobre tódo de 50 a 60 naves francesas. Pero, a fin del siglo XVII, la piratería
de Poniente hizo menos estragos y el cabotaje se liberó, al parecer, de Ios barcos de
Occidente. Qufaás es menester atribuir el mérito de ello a la sustitución (ya antigua)
de las galeras por veleros en la flota otomana, lo mismo que de los cruceros de esta
flota a través del Archipiélago 339 • En diciembre de 1787, el Captan Bajá que entra en
Estambul con barcos deteriorados, en mal.estado, desembarca 25 millones de piastras
cargadas en Egipto 340 • Ahora bien, a menudo en el pasado el tributo de Egipto había
sido transportado a Constantinopla por vía terrestre, por razones de seguridad. ¿Es el
c01.nienzo de un verdadero cambio? Entre 1784 y 1788, según testimonios franceses,
una quincena de años después de Cheshmé, la flota turca cuenta, sin embargo, con 25
barcos cde más de 60 cañones>, entre ellos un soberbio navío de 74 cañones cque aca-
baban de construir ingenieros franceses> 341 • Aun cuando en este hermoso barco suban
600 hombres, de Jos cuales cno había más que ocho marineros, [estando] el resto com-
puesto por gentes que nunca habían visto el mar>, esta flota se desplaza, lleva a cabo,
aproximadamente, sus tareas.
En cuanto al Mar Negro, quizá no es muy bien explotado por las naves al servicio
de Estambul, pero durante mucho tiempo siguió estando prohibido -y esto es lo esen-
cial- para los barcos «latinos». En 1609, Ja prohibición fue renovada después de una
tentativa inglesa llevada hasta Trebisonda. Los historiadores que acusan al gobierno tur-
co de negligencia y de incuria deberían recordar que el mar Negro, indispensable para
el abastecimiento de Estambul y los armamentos de las flotas turcas, fue hasta finales
del siglo XVIII un ámbito rigurosamente custodiado. En marzo de 1765, Henri Gran-
ville escribía, en un informe al gobierno inglés: el.os turcos no comparten la navega-
ción del mar Negro con ninguna nación, cualquiera que sea, y todos los extranjeros
están excluidos de él. [ ... ]El Mar Negro es, literalmente, la Madre nutricia de Cons-
tantinopla y le suministra casi todo lo necesario, comestibles, como trigo, trigo can-
deal, cebada, mijo, sal, carne de vaca, carneros vivos, borregos, pollos, huevos, man-
zanas frescas y otras frutas, mantequilla, otros artículos muy considerables, esta man-
tequilla viene en grandes odres de piel de búfalo, es rancia, mezclada con grasa de car-
nero y muy mala, pero los turcos r... ] le dan [ ... ] la preferencia sobre la mejor man-

400 11
El mundo a favor o e11 rnntra de /:',11ropa

tequilla de Inglaterra y Holanda, sebo, velas muy baratas, lana, cueros de buey, de va-
cas, de búfalos, tanto secos como salados, [ ... J cera amarilla y miel [ ... ] (los turcos [ ... ]
la emplean como azúcar) [ ... ], mucha potasa, piedras para afilar [ ... ], cáñamo, hierro,
acero, cobre, madera para la construcción, leña, carbones ... , caviar, pescados secos y
salados», además de esclavos, suministrados sobre todo por los ránaros. En el sentido
inverso, mercancías almacenadas en Estambul: algodón cardado, incienso, vino, naran-
jas, limones, frutos secos del Archipiélago, textiles turcos o importados de la cristian-
dad se transportan con destino a Rusia, Persia, el Cáucaso o el Danubio. Pero el café
y el arroz están prohibidos, «a fin de que la abundancia reine en Constaminopla»342 •
Este enorme mercado funciona con medios rudimentarios: por tierra, carros de ma-
dera «sin ningún hierro», es decir, con ruedas no guarnecidas de hierro, frágiles, inca-
paces de llevar cargas pesadas, arrastrados por búfalos, mucho más fuertes que los bue-
yes, pero desesperadamente lentos; por mar, un millar de naves, pero en su mayor par-
te, pequeños barcos con dos velas áuricas (que los especialistas llaman orejas de liebre)
o pequeñas embarcaciones (saicas), que a menudo naufragan en ese mar tempestuoso,
fértil en borrascas. Sólo los barcos que cargan trigo o madera son naves de tres mástiles,
con tripulaciones numerosas, pues a menudo tienen que halar la nave, y para los car-
gamentos de madera la tripulación debe desembarcar, derribar los árboles y hacer el
carbón 343 • Se dice de ordinario que si una nave de cada tres vuelve de estos viajes al
Mar Negro, el comerciante obtiene un beneficio; que si Constantinopla, ciudad de ma-
dera, se incendiase completamente cada año, el Mar Negro proporcionaría bastante ma-
dera para reconstruirla cada vez. «No es necesario decir -escribe Granville- que es
una exageración»344 •
En estas condiciones, el acceso de los rusos al Mar Negro, la apertura de los «estre-
chos» en 1774 345 y sobre todo después de 1784 346 , y la llegada de las primeras naves
venecianas, francesas o rusas, representaron un golpe serio para la grandeza otomana
y el equilibrio de la enorme Estambul. Pero los nuevos tráficos no adquirirán impor-
tancia más que con la exportación masiva del trigo ruso, en los primeros decenios del
siglo xix, uno de los grandes sucesos de la historia europea, aunque raramente reco-
nocido como tal347
La situación en el Mar Rojo, este otro «Mediterráneo» rodeado casi completamente
por el Imperio Turco, es peor y mejor a la vez que en el mar Negro. Turquía se ase-
guró su control en 1538-1546, cuando consolidó su posición en Adén. Ames aún, cons-
ciente de la importancia comercial, estratégica, política y religiosa del mar Rojo, se ha-
bía apoderado de La Meca y de los lugares santos del Islam. Mar santo de los musul-
manes prohibido a los cristianos, el Mar Rojo estará por mucho tiempo bajo la depen-
dencia exclusiva del Islam, será la ruta esencial de las naves cargadas de pimienta y es-
pecias con destino a El Cairo, Alejandría y el Mediterráneo. Pero, al parecer, hacia
1630, los holandeses lograron desviar hacia el cabo de Buena Esperanza toda la pimien-
ta y todas las especias de Extremo Oriente destinadas a Europa. A lo largo de este corre-
dor marítimo de importancia .internacional, la fortuna otomana recibió un.duro golpe
aún antes que en el Mar Negro.
Sin embargo, el desvío de las especias no acarreó el cierre del Mar Rojo. Por el di-
fícil estrecho de Bah el-Mandeb pasan todos los años centenares de naves y grandes bar-
cas (germes). Estos barcos transportan hacia el sur arroz, habas de Egipto y mercancías
de Europa almacenadas en los depósitos que tienen en Suez los comerciantes más bien
indolentes de El Cairo. Y, todos los años, un convoy de 7 u 8 embarcaciones (entre
ellas, la nave llamada cReal»), navegando, sin duda, por cuenta del Gran Señor, lleva
las 400.000 piastras y los 50.000 cequíes de oro que transitan de ordinario hacia Moka
y Adén; mientras que por tierra una caravana que va de Alepo a Suez y pasa por La
Meca lleva aproximadamente la misma suma, con predominio de las piezas de oro, en

401
El mundo a favor o en contra de Europa

este caso. Según un historiador actual, «la conexión por el Mar Rojo sigue siendo el
canal esencial en el flujo de los metales preciosos del Nuevo Mundo hacia las Indias y,
más allá, en dirección al Este» 348 • Y esto bastante después del siglo XVI. Así, es por el
camino de las caravanas de La Meca por donde se valorizan al máximo los cequíes ve-
necianos y las piastras españolas 349, que acompañan a las expediciones de mercancías
europeas y mediterráneas, paños y coral. Todavía en el decenio de 1770, el comercio
del Mar Rojo, principalmente en manos de mercaderes indios, aporta a Surat una pro-
visión considerable, decisiva, de oro y plata. Tenemos de ello muchas pruebas. En
1778-1779, una nave india lleva a Moka 300.000 rupias de oro, 400.000 en plata y más
de 100.000 en perlas; otra, 500.000 en oro y plata. El historiador del Mediterráneo se
asombra de volver a encontrar a fines del siglo xvm la situación del XVI: las monedas
de oro y plata, mercancías privilegiadas entre todas, siguen llegando al Océano Indico
por el camino más corto 3l 0 ¿Será también, quizás, el más seguro?
En el sentido inverso, el motor de los cambios es, cada vez más, el café de Arabia
meridional. Moka es su centro y llega a ser el mayor puerto, junto con Djedda, del
Mar Rojo. Las naves del Océano Indico llegan allí llenas de comerciantes y de mercan-
cías de todo el Extremo Oriente. Encre ellas figuran las especias, naturalmente. Un in-
forme de mayo de 1770 repite que «las droguerías y especierías» han dejado de transi-
tar por el Mar Rojo «rotalmente hacia el año 1630» 3l 1• No obstante, diez barcos por
año, llegados del Océano Indico, de Calicut, Surat o Musulipatam, o algún navío por-
tugués que ha levado andas en Goa, llegan a Moka cargados de pimienta, canela, nuez
moscada o clavo. Y estas especias acompañan a los cargamentos de café, cada vez más
abundantes, que llegan a Djedda y Suez.
¿Hay que creer que no van más lejos? En El Cairo, lugar que los franceses prefieren
a Alejandría o Rosetta y donde hay treinta de nuestros negociantes, «la cantidad de co-
merciantes de las Indias -explica uno de ellos- es innumerable, en café, incienso,
goma, áloes de todas clases, sen, tamarindos, azafranes, mirra, plumas de avestruz, te-
las de todo tipo de hilo y algodón, paños y porcelanas» 3l 2 • Es un hecho que la lista no
incluye especias. Pero con el café, mercancía que se convierte en «real», el Mar Rojo
conoce una nueva prosperidad. Transitando por Alejandría o Rosetta, el café llega con
más rapidez a los dientes de Turquía y Europa que en las calas de las grandes naves
de las Compañías de Indias, las cuales, sin embargo, en su camino de vuelta a menudo
hacen un rodeo hasta Moka. Lugar de renovación del comercio de Levante, ciudad prác-
ticamente libre y dueña del mercado del café, Moka es frecuentada por numerosos bar-
cos del Océano Indico. Podemos apostar, pese a lo que digan los historiadores de hoy
y los documentos de antaño, que la pimienta y las especias penetran todavía en el Me-
diterráneo, más allá de Djedda.
En todo caso, Suez, Egipto y el Mar Rojo suscitan de nuevo la codicia europea. Y
la querella está viva, en Constantinopla y El Caico, entre franceses e inglesesm. En Fran-
cia, e incluso fuera de Fr¡mcia, ¿quién no sueña con cavar un canal de Suez? Una me-
moria no fechada prevé todo: «Sería necesario alojar a los obreros [que cavarían] el ca-
nal en barracas atrancadas durante la noche para mayor seguridad. Y para que estos
obreros puedan ser reconocidos en todos los casos, sería prudente vestirlos, a hombres,
mujeres y niños, uniformemente» 3l 4 • El embajador francés, el Sr. de La Haye, pide al
Gran Señ.or la libre navegación del Mar Rojo «y hasta crear allí establecimientos»m Es
en vano. Pero la prudente y tenaz Compañía Inglesa de las Indias Orientales se inquie-
ta ante una posible renovación de la antigua ruta de Levante. Nombra un agente en
El Caico en l 786H6 • El mismo año, un coronel francés, Edouard Dillon, partió en una
misión para investigar la posible «apertura de una comunicación con las grandes Indias
por el Mar Rojo y el istmo de Suez» 3$7 , con la bendición de los beys de Egipto. Si-
molin, el embajador de Catalina II en París, informa de ello a la Emperatriz. «En la

402 •
El mimdo a f<1vor o en crmlra de Eitmpa

medida en que conozco a este emisario -añade-, parece muy limitado en sus opi-
niones y conocimientos.» Entonces, ¿mucho ruido para nada? En todo caso, será nece-
sario esperar todavía un siglo (1869) para que la excavación del canal de Suez y la reac-
tivación de la vieja ruta mediterránea de las Indias se conviertan en realidad.

Los comerciantes
al servicio de los turcos

El imperio económico que subtiende el Imperio Turco es defendido por una nube
de comerciantes que limitan y contrarrestan la penetración de los occidentales. En el
Levante, la Francia marsellesa tiene, quizás, 40 «factorías», o sea, a lo sumo, un estado
mayor de 150 a 200 personas, y lo mismo ·sucede con las otras ~maciones» de las «Esca-
las». Las transacciones son aseguradas, día a día, por comerciantes árabes, armenios, ju-
díos, indios, griegos (en esta denominación deben incluirse, además de a ios griegos au-
ténticos, a los macedonio-rumanos, los búlgaros y los serbios) e incluso turcos, aunque
éstos se sientan muy poco tentados por la carrera comercial. Por todas parte pululan
los mercaderes ambulantes, los detallistas, los tenderos en puestos estrechos, los comi-
sionistas salidos de todos los medios geográficos y étnicos y de todas las posiciones so-
~iales. Tampoco faltan los recaudadores de impuestos, los grandes comerciantes, los ver-
daderos negociantes, capaces de prestar al gobierno. Las ferias, importantes reuniones
donde se hacen negocios por millones de piastras, organizan corrientes ininterrumpidas
de hombres, de mercancías y de animales de carga.
En este mercado interior activo, humanamente superabundante, el comerciante de
Occidente no puede moverse con libertad. Tiene sus entradas en ciertas plazas: Mo-
don, Voto, Salónica, Estambu!, Esmirna, Alepo, Alejandría, El Cairo ... Pero, según el
modelo antiguo del comercio de Levante, ninguna de estas plazas pone en contacto al
comerciante de Venecia o de Holanda, de Francia o de Inglaterra, con los revendedores
de última mano. Los mercaderes de Occidente sólo actúan a través de intermediarios
judíos o armenios, «a quienes no hay que quitar el ojo de encima».
Más aún, los comerciantes de Oriente no ceden a los europeos el comercio de ex-
portación hacia Occidente. En el siglo XVI se instalan en las ciudades italianas del Adriá-
tico. En 1514, Ancona concede privilegios a los griegos de Vallona, del golfo de Arta
y de Janina: un palatio della farina se convierte en el Fondaéo dei mercanti turchi et
a/tri musulmani. Al mismo tiempo que ellos, se instalan comerciantes judíos. A finales
del siglo se produce una invasión de comerciantes orientales en Venecia, Ferrara, An-
cona, e incluso Pesaro 3 l 8 , Nápoles y en las ferias del Mezzogiorno. Los más curiosos de
ellos son, probablemente, los comerciantes y marinos griegos, traficantes fraudulentos
u honestos, también piratas en ocasiones, originarios de islas prácticamente sin suelo
arable y condenados a emigrar. Dos siglos más tarde, un cónsul ruso en Mesina, en oc-
tubre de 1787, señala el paso por el estrecho, cada año, «de sesenta y más [ ... ] embar-
caciones con destino a Nápoles, Livorno, Marsella y otros puertos del Mediterráneo»}l9 •
Cuando la larga crisis de la Revolución Francesa y el Imperio (1793-1815) aniquile el
comercio francés de Levante, el lugar vacante será ocupado por los comerciantes y ma-
rinos gr~egos. Este éxito, además, desempeña un papel en el origen de la independen-
cia cercana de la misma Grecia.
Menos espectacular pero no menos curiosa fue la diáspora de los comerciantes «or-
todoxos» en el siglo XVIII, en los países cedidos a los Habsburgos por la Paz de Belgra-
do (1739), que llevó la frontera austro-húngara al Save y al Danubio. El gobierno de
Viena se dedica a colonizar las tierras conquistadas: los campos vuelven a poblarse, las

403
El mundo a favor o en contra de Europa

Vista de la plaza y la fuente de Top-Hané, en Estambul. (Clisé de la B.N.)

ciudades progresan, mediocres todavía, y los comerciantes griegos conquistan este es-
pacio nuevo. En su empuje, superan sus límites. Se los encuentra en toda Europa, has-
ta en las ferias de Leipzig, y utilizan las facilidades de crédito ofrecidas en Amsterdam
o incluso en Rusia, y en Siberia, como ya hemos dicho 360 •

Decadencia económica
y decadencia política

Una cuestión se plantea naturalmente: ¿son estos comerciantes, en el interior del


Imperio Turco, extranjeros? ¿Son o no los artesanos de una supervivencia de la econo-
mía turca, como yo pienso, o ratas listas para abandonar el barco? La cuestión nos lleva
al irritante problema de la decadencia turca, problema desgraciadamente sin solución.
En mi opinión, sólo hubo una franca decadencia del Imperio Turco en los primeros
años del siglo XIX. Si fuese necesario dar fechas un poco más precisas, elegiríamos el

404
El mundo 11 favor o l!Tl w11trn de Europa

1800 para el espacio balcánico, la zona más viva del Imperio, la que suministra el grue-
so de los efectivos militares y de los impuestos, pero la más amenazada; para Egipto y
Levante, quizás el primer cuarto del siglo XIX; para Anatolia, alrededor de 1830. Estas
son las conclusiones de un bello y criticable anículo de Henri Islamoglu y <;aglar Key-
der361 Si estas fechas son fundadas, el avance de la economía-mundo europea (a ia vez
deterioro y reconstrucción) se habría desarrollado progresivamente de la región más vi-
va -los Bakanes- a las regiones de vitalidad secundaria -Egipto y Levante- para
terminar en la región menos desarrollada y, por ende, la menos sensible al proceso,
Anatolia.
Quedaría por saber si ese primer tercio del siglo XIX es, o no, el período en que se
acelera el proceso de la decadencia otomana en el plano político. Esta peligrosa pala-
bra, decadenáa, que los osmanólogos tienen con demasiada frecuencia en la boca, pone
tantos factores en juego que embrolla todo con el pretexto de explicarlo todo. Sin du-
da, si la acción en común de Austria, Rusia, Persia y, por un instante, Venecia, se hu-
biera llevado a cabo plenamente, quizás hubiese sido posible una partición de Turquía,
análoga a los repartos de Polonia. Pero Turquía es un cuerpo más vigoroso que la Re-
pública Polaca. Y tuvo el respiro de las guerras revolucionarias e imperiales, con el in-
termedio peligroso (es verdad) de la expedición a Egipto.
La debilidad que perdió a Turquía, se nos dice, fue su impotencia para adaptarse
a las técnicas bélicas de Europa. Este fracaso, en todo caso, no aparece con claridad más
que testrospectivamente. Simolin 362 , embajador de Catalina 11 en Versalles, protesta,
en 1785, contra los envíos ininterrumpidos de oficiales franceses a Turquía, y Vergen-
nes le responde que son «demasiado escasos> para dejarse alarmar por ello. Respuesta
de diplomático, pero si el gobierno ruso se inquieta, es porque no está tan seguro de
su superioridad sobre los turcos como los historiadores nos dicen. La flota de Orloff,
el 5 de julio de 1770, en Chesmé, frente a la isla de Quío, quemó la totalidad de las
fragatas turcas, demasiado altas sobre el agua y que ofrecían blancos ideales a las balas
y los brulotes lanzados contra ella.s363 • Pero la flota rusa estaba comandada por oficiales
ingleses, y luego fue incapaz de realizar cualquier desembarco de importancia. La ar-
tillería otomana deja que desear, es cierto, pero los rusos que reflexionan, como Simon
Vorontsov, saben que la suya no vale más. El mal o los males que afectan a Turquía
son de todos los órdenes a la vez: ya no se obedece al Estado; los que trabajan para él
cobran salarios antiguos, mientras el coste de la vida aumenta, y «se Rsarcen mediante
dilapidaciones»; la reserva monetaria es insuficiente y, en todo ca.so, la economía se mo-
viliza mal. Ahora bien, reformar, defenderse y, al mismo tiempo, remodelar un ejér-
cito y una flota eran una tarea de largo aliento, que hubiese exigido grandes gastos,
proporcionales a las dimensiones de un cuerpo tan pesado.
En febrero de 1783, el nuevo gran visir no se equivoca. Su primera decisión fue:
«Hacer entrar de nuevo en el regazo del Imperio los dominios del Gran Señor enaje-
nados durante la última guerra en el reinado del sultán Mustafá. El gobierno se bene-
ficiaría con 50 millones de piastras. Pero esos dominios enajenados están actualmente
en manos de los más grandes y más ricos personajes del Imperio, quienes emplean to-
do su crédito para hacer fracasar el proyecto, y el Sultán no tiene ninguna firmeza> 364 .
Esta información llegada de Constantinopla y retransmitida por el cónsul napolitano
en La Haya se suma a las consideraciones que Michel Morineau presentó recientemente
sobre la pequeñez de la base tributaria de los impuestos: «... cuando llegan las difi-
cultades, las necesidades financieras del Imperio [Otomano) aumentan, la presión fis-
cal sobre las poblaciones se hace más fuerte y, como no disponen más que de sus ven-
tas al extranjero para procurarse las piastras necesarias para el pago de los impuestos,
"malvenden" sus mercancías apresuradamente. No estamos aquí lejos de la perversi-
dad de la balanza comercial señalada para China en el siglo XX>365 .

405
El mundo a favor o en contra de Europa

En este universo en dificultades, la entrada triunfal de una Europa industrializada,


activa e insaciable, que ptogresa sin saberlo siempre, va a doblar las campanas. Sin em-
bargo, sería menester revisar las cronologías propuestas, no fiarse de las palabras de los
contemporáneos, pues la Europa del siglo XVIII comenzaba ya a entregarse a los orgu-
llos fáciles. En 1731, un autor que no merece ser ilustre escribía: «Contra esta Nación
[el Imperio Otomano] que no se atiene a ninguna disciplina ni regla en estos comba-
tes, no se necesita más que un instante afortunado para expulsada [imagino que de
Europa] como a una manada de carneros» 366 • Veinticinco años más tarde, el caballero
Goudar ya no veía siquiera la necesidad del «instante afortunado»: «No hay más que
ponerse de acuerdo sobre los despojos del turco -escribe-, y este Imperio dejará de
existir»l67 • ¡Qué absurda pretensión! Será la Revolución Industrial, finalmente, la que
dará cuenta de un Imperio al que su fuerza no le bastó para liberarlo de su arcaísmo
y sus herencias pesadas.

LA MAS EXTENSA DE LAS ECONOMIAS-MUNDO:


EL EXTREMO ORIENTE

El Exttemo Oriente 368 ; tomado eii su conjunto, está formado por tres enormes eco-
nomia5-mundo: el Islam, que, hacia el Océano Indico, se apoya en el Mar Rojo y el
Golfo Pérsico, y controla la interminable sucesión de desiertos que, desde Arabia hasta
China, horadan el espesor del Continente Asiático; la India, que extiende su influencia
sobre todo el Océano Indico, tanto al oeste como al este del cabo Comorín; y China, a
la vez terrestre -se afirma hasta en el corazón de Asia- y marítima -domina los ma-
res que bordean el Pacifico y las regiones que ellos bañan. Así desde siempre,
Pero, entre los siglos XV y XVIII, ¿no se podría hablar de una sola economía-mundo
que las englobaría, más o menos, a las tres? El Extremo Oriente, favorecido por las fa-
cilidades motrices y la regularidad de los monzones y los alisios, ¿ha constituido, o no,
un universo coherente, con centros sucesivamente dominantes, vínculos de largo alcan-
ce y tráficos y precios dependientes unos de otros? Es esta posible ensambladura, gran-
~iosa y frágil, intermitente, lo que constituye el verdadero tema de las páginas que
siguen.
Intermitente, porque esta ensambladura de esas superficies desmesuradas resulta de
un juego de báscula más o menos eficaz, a una parte y a otra de la India, en posición
central: la báscula favorece tan pronto al este como al oeste, y redistribuye las tareas,
las preeminencias, los ascensos políticos y económicos. No obstante, a través de estos
accidentes, la India conserva su posición; sus comerciantes de Gujerat, de Ja costa de
Malabar, de la costa de Coromandel, predominan durante siglos sobre una multitud
de competidores: comerciantes árabes del Mar Rojo, comerciantes persas de las coscas
iraníes y del Golfo Pérsico, comerciantes chinos que frecuentan los mares de Insulindia,
donde han implantado el tipo de sus juncos. Pero puede ocurrir también que la bás-
cula no funcione, o se descomponga; el espacio periasiático tiende, entonces, a frag-
mentarse, más que de costumbre, en superficies autónomas.
Lo esencial en este esquema simplificado es el doble movimiento, ya sea en favor
del oeste, del Islam, o bien en favor del este, de China. Toda sacudida de estas dos
economías, a una y otra parte de la India, ocasiona movimientos de una amplitud ex-
trema y de una duración a menudo multisecular. Si el peso aumenta en el oeste, los
marinos del Mar Rojo, y/ o del Golfo Pérsico invaden el Océano Indico, lo atraviesan en
su totalidad y emergen, como en el siglo VIII, en Cantón, el Hanfú de !os geógrafos

406
El mundo a favor o en contrn de Europa

Barca de transporte de tipo árabe, fotografiada hoy en el puerto de Bombay. Los barcos de este
tipo siguen tmiendo la India con las costas de Arabia y del Mar Rojo. (Foto F. Qutlici.)

árabes 369. Si China, siempre reticente, sale de su retraimiento, los marinos de sus costas
meridionales llegan a lnsulindia, nunca perdida de vista, la India llamada «segunda»,
al este del cabo Comorín ... Y nada les impediría ir más lejos.
A lo largo del milenio que precede al siglo XV, la historia no es más que una mo-
nótona repetición: surge un puerto animado, se impone en las orillas del Mar Rojo, y
otro lo sustituye en su vecindad, idéntico al precedente. De igual modo, los puenos
se suceden en las márgenes del Golfo Pérsico, -a lo largo de las costas de la India; lo
mismo en medio de las islas y penínsulas de lnsulindia; las zonas marítimas se revelan
también. Pero pese a los cambios, la historia, en el fondo, sigue siendo la misma.
Los inicios del siglo XV, en los que comienza esta obra, se señalan por la restaura-

407
El mundo a favor o C'n contra de Eurnpa

ción de China, a la que la dinastía de Jos Ming ha liberado de los mongoles, desde
1368, y por una expansión marítima de una amplitud asombrosa, suceso a menudo dis-
cutido, misteúoso para nosotros tanto en su aparición como en su detención hacia
1435m, La expansión de los juncos chinos, que Jlegan a Ceilán, Ormuz, e incluso la
costa africana de Jos Zendj 371 , desplazó, o al menos afectó, al comercio musulmán. En
adelante, será el este el que lleve la voz cantante frente al centro o el sur. Y es el mo-
mento, como trataré de mostrar, en que el polo de la inmensa supereconomía-mundo
se establecerá en InsuJindia, aHí donde se animan ciudades como Bantam, Atjeh, Ma-
laca y, mucho más tarde, Batavia y Manila.
Puede parecer absurdo atribuir semejante imponancía a ciudades de Insulindia que,
ciertamente, no son desmesuradas. Pero Troyes, Provins, Bar-sur-Aube y Lagny tam-
bién eran pequeñas ciudades en tiempos de las ferias de Champaña; situadas en una
confluencia privilegiada y obligatoria entre Italia y Flandes, se afirmaban, sin embar-
go, como el centro de un conjunto mercantil muy vasto. ¿Y no es éstá durante largos
años Ja posición de la encrucijada de InsuJindia, de sus ferias mercantiles que se pro-
longan de mes a mes a Ja espera de que el monzón cambie de rumbo y conduzca nue-
vamente a los IIiel'cáderes a su punto de partida? Quizás estas ciudades de Insulíndia
hasta sacaron ventaja:, tomo las ciudades mercantiles de la Europa medieval, del hecho
de que no estaban irtcorporadas estrictamente á formac_iones políticas dc::ma.Siado po•
tentes. A pesar de los reyes o los «sultartes• que las gobiernan y hacen remar el orden
en eJlas, son ciudades casi amónomas: abienas hácia el exterior, se orientan a tenor de
las corrientes mercantiles. Entonces, tanto si Cornelius Houtlliart llegó a: BantaIIi, en
1595, por azar o a consecuencia de un cálculo previo, se encontró instalado, desde el
principio, en el centro complejo del Extremo Oriente. Dio en el blanco. .
En resumidas cuentas, ¿sería sensato, como historiador que soy, tratar de reunir en
un todo trozos de historia insuficientemente sondeados por la investigación? Es verdad
que todavía se los conoce mal, pero mejor que ayer. Es verdad también que se ha borra-
do la imagen antigua, en un instante puesta de moda por J. C. Van Leur 372 , de esos
asiáticos que eran prestigiosos buhoneros y transportaban en su pequeño equipaje bie•
nes de gran valor en un volumen reducido: especias, pímienta, perlas, perfumes, dro-
gas, diamantes ... La realidad es muy diferente. Hallamos interminablemente ante no-
11
sotros, desde Egipto hasta Japón, a capitalistas, prestamistas sin riesgo, grandes comer-
ciantes, miles de ejecutantes~ comisioniStas, agentes, cambistas, banqueros, etcétera. Y
desde el punto de vista de los instrumentos; de fas posibilidades o garantías del inter-
cambio, ninguno de estos grupos de comerciantes tiene nada que envidiar a sus colegas
de Occidente. En India y fuera de la India, los comerciantes tamtfesm, bengalíes o gu-
jaratis forman asociaciones estrechas y sus negocios, sus contratos, pasan de un grupo
a otro, como en la Europa de los florentinos a los luqueses y a los genoveses o· a los
alemanes del sur o a los ingleses ... Hasta hubo, desde la Alta Edad Media, reyes de
los comerciantes en El Caico, Adén y en los puenos del Golfo Pérsico 374 •
Así, aparece ante nuestros ojos, y cada vez con mayor claridad, «una red de tráficos
marítimos de una variedad y un volumen comparables a los del Mediterráneo o de los
mares nórdicos y atlánticos en Europa•m. Allí todo se mezcla, todo se reencuentra: los
artículos de lujo y las mercancías vulgares, seda, especias, pimienta, oro, plata, piedras
preciosas, perlas, opio, café, arroz, índigo, algodón, salitre, madera de teca (para las
construcciones navales), caballos de Persia, elefantes de Ceilán, hierro, acero, cobre, es-
taño, tejidos maravillosos para los grandes de este mundo y telas toscas para los cam-
pesinos de las islas de especias o los negros de Monomotapa ... 376 • El comercio de India
en India existía mucho antes de Ja llegada de los europeos, pues las producciones com-
plementarias se atraen, se compensan, unas a otras; animan, en los mares del Extremo
Oriente, circuitos en movimiento incesante, análogos a los de los mares de Europa .

408 •
El mundo a favor o en contra de Europa

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El monstruoso delta del Ganges, dibujado para la East India Company por john Thornton; co-
mienzos del siglo XVIII. (Clisé de la B.N.)

La cuarta
economía-mundo

Tres economfas-mundo ya es mucho. Una cuarta va a agregarse con la intrusión eu-


ropea, por cuenta de los portugueses, los holandeses, los ingleses, los franceses y algu-
nos otros. La llegada de Vasco da Gama a Calicut, el 27 de mayo de 1498, les ha abier-
to la puerta. Pero estos europeos no estaban en condiciones de insertarse enseguida en
un mundo desconocido, que necesitaban descubrir, pese a los relatos sensacionales de
algunos viajeros de Occidente, sus predecesores ilustres. Asia seguirá siendo para ellos
desconcertante, un planeta aparte: otras plantas, otros animalesm, otros hombres, otras
civilizaciones, otras religiones, otras formas de sociedad y otras formas de propiedad 378 •

409
/:",/ mundo a favor o en contra de Europa

Todo adquiría allí un aspecto nuevo. Ni siquiera los nos se asemejaban a los cursos de
agua europeos. Lo q·1e en el Oeste era grandeza espacial se convenía en inmensidad
espacial. Las ciudades se presentaban como enormes acumulaciones de pueblos. ¡Ex-
trañas civilizaciones, extrañas sociedades, extrañas ciudades!
Y a esos países lejanos se llegaba después de meses de navegación difícil. La cuarta
economía-mundo a menudo se aventuraba allí más de lo razonable. Las bases del Orien-
te Próximo (de las que los cristianos habían tratado antaño de adueñarse, en la época
de las Cruzadas) daban a los Estados y los comerciantes del Islam la capacidad de in-
terviene a su antojo y por la fuerza en el Océano Indico. En cambio, frente al número
y la extensión de las sociedades y los territorios de Asia, las naves de Europa sólo apor-
taban contingentes irrisorios. Allí Europa, en situación lejana, nunca tuvo peso por su
número, ni siquiera en el tiempo de sus éxitos más brillantes. Los ponugueses fueron
a lo sumo 10.000 en el siglo XVI, desde Ormuz hasta Macao y Nagasaki 379 ; durante mu-
cho tiempo, los ingleses serán también poco numerosos, pese a la amplitud precoz de
sus éxitos. En Madrás, hacia 1700, hay 114 «civiles> ingleses; son de 700 a 800 en Bom-
bay y 1.200 en Calcuta 380 En septiembre de 1777, Mahé, puesto francés muy secun-
dario, es verdad, cuenta con 114 europeos y 216 cipayos 381 • Hacia 1805. no hay más
de «31.000 ingleses en fa India> entera, o sea un grupo minúsculo, aunque sea capaz
de dominar al enorme paísm A fines del siglo XVIII; entre la metrópoli y el Extremo
Oriente, la V.O.e. holandesa tenía a lo sumo 150.000 personas 38 3. Aun admitiendo
que mucho menos de la mitad de ellas prestaban servicio en ultramar, sería con mucho
un récord. Agreguemos que los ejércitos estrictamente europeos, en tiempos de Du-
pleix y de Clive, eran minúsculos.
Entre los medíos aparentes y los resultados de la conquista europea la despropor-
ción es flagrante. cUn cambio por azar o el soplo de la opinión -escribe en 1812 un
americano de origen francés- podría disolver el poder inglés en la lndia» 384 • Veinte
años más tarde, en 1832, VictorJacquemont repite y acentúa la misma afirmación: «En
esta singular fábrica de la potencia inglesa en la India, todo es anificial, anormal, ex-
cepcional>18~. Artificial: la palabra no es peyorativa, pues el artificio supone también
inteligencia, y eso aquí significa el éxito. Un puñado de europeos se impone, no sola-
mente a la India, sino también a todo el Extremo Oriente. No deberían tener éxito, y
sin embargo lo tienen.

La India conquistada
por ella misma

Ante todo, el europeo no ha estado jamás solo. Millares de esclavos, servidores, auxi-
liares, asociados y colaboradores se agitan alrededor de él, cien veces, mil veces, más
numerosos que aquellos que no son todavía los amos. Así, las naves europeas del country
trade son tripuladas, desde la época de los ponugueses, por tripulaciones mixtas, en
las que los marinos locales son mayoría. Incluso las naves de las Filipinas emplean «po-
cos españoles, muchos malayos, hindúes y mestizos filipinos>3 86 • La nave que lleva, en
1625, al P. de Las Cortes de Manila a Macao, y que, fracasando en su objetivo, nau-
fraga en la costa cantonesa, no tenía menos de 37 marineros indios en su tripulación 387 •
Cuando la tlota francesa que comanda el sobrino de Duquesne se apodera, en julio de
1690, de la urca holandesa Montford de Batavia, a la altura de Ceilán, figuran en el
botín dos clascaris o esclavos negros que son espantosos. Estos desdichados se dejarían
morir de hambre antes que tocar lo que un cristiano ha tocado>, entiéndase
ccocinado> 388 •
410
El mundo a favor o en t·ontra de faeropa

Análogamente, los ejércitos que las Compañías terminarán por mantener son, en
su inmensa mayoría, indígenas. En Batavia, hacia 1763, por cada 1.000 a 1.200 solda-
dos europeós «de todas las naciones», había de 9.000 a 10.000 auxiliares malayos y más
de 2.000 soldados chinos 389 En la India, ¿quién descubrió (pero, ¿fue necesario des-
cubrir?), para uso de los europeos, la maravillosa y simple solución de los cipayos, es
decir, el medio de conquistar la India con y por los indios? ¿Fue Fran~ois Manin 390 ?
¿Fue Dupleix? ¿O fueron los ingleses, de quienes un contemporáneo (pero francés, cla-
ro está) afirma que «reclutaron [cipayos] a imitación de M. DupleiX»391 ?
De igual modo, en el corazón de la empresa mercantil, los hombres del Extremo
Oriente se presentan en masa. Millares de corredores indígenas acosan al europeo, le
imponen ..sus servicios, desde los moros de Egipto y los armenios omnipresentes hasta
los banianos, los judíos de Moka y los chinos de Cantón, de Amoy y de Bantam, sin
olvidar a los qujerati, a los comerciantes de la costa de Coromandel o los javaneses, auxi-
liares rapaces que cercan literalmente a los portugueses durante sus primeras incursio-
nes por las islas de especias. Pero, ¿no es esto lógico? En Kandahar, adonde su humor
viajero ha llevado a Maestre Manrique, en 1641, un comerciante hindú que tomó a nues-
tro español por un portugués, le ofrece sus servicios, cpues -le explica- como las gen-
tes de vuestra nación no hablan la lengua de estos países, no dejaréis de hallar dificul-
tades si no encontráis una persona que os guíe ... »392 • La ayuda, la colaboración, la co-
lusión, la coexistencia, la simbiosis, todo eso se impone al cabo de los días, y el co-
merciante local, hábil, endiabladamente económico, que se contenta con un poco de
arroz en el curso de sus largos viajes, es tan imposible de desarraigar como la grama.
Además; en Surat, tasi desde el principio, los «servants» de la Compañía Inglesa se ~o­
cian con los prestamistas en la gran aventura de ganar la plaza. ¡Y cuántas veces las
diversas factorías ingle~as, tanto en Madrás como en Fon William, con autorización de
los directores de Londres, han pedido dinero prestado a los comerciantes de la India!
En 172om, cuando la crisis de liquidez que afectó a Inglaterra en el momento del
South Sea Bubble, la East India Company, para tener dinero en efectivo, pide présta-
mos en la India con éxito, pues sale de apuros tan rápidamente como entró en ellos.
En 1726, cuando la Compañía Francesa comienza a recobrar el aliento, se cuida de rea-
nudar sus negocios en Surat, donde debe a los banianos la bonita suma de cuatro mi-
llones de rupias 394 •
Es imposible, pues, liberarse de estos colaboradores necesarios en la misma medida
en que ocupan el terreno y crean la riqueza. Pondichéry, dice un informe de 1733, no
será un lugar próspero «si no se encuentran los medios de atraer a ella a negociantes
que estén en condiciones de llevar el comercio por sí mismos» 39 j Por supuesto, se alu-
de a negociantes de cualquier origen, y sobre todo indios. Además, ¿hubiese sido po-
sible construir Bombay sin los parsis y los banianos? ¿Qué sería Madrás sin los arme-
nios? Los ingleses se sirvieron siempre, tanto en Bengala como en el resto de la India,
de los comerciantes y los banqueros locales. Solamente cuando la dominación británica
quedó plenamente asegurada en Bengala, los capitalistas indígenas de Calcuta fueron
brutalmente eliminados de las actividades más provechosas (banca y comercio exterior)
y obligados a optar por valores de refugio (la tierra, la usura, la recaudación de im-
puestos e incluso, hacia 1793, 4'1a mayor parte de las obligations de la British East India
Company)3 96 • Pero, en la misma época, en Bombay, donde todo estaba por construir,
los ingleses se cuidaron bien de descartar a los mercaderes parsis, gujeratis y musulma-
nes, que acumularon allí grandes fortunas en el comercio exterior y como propietarios
de la flota mercantil del puerto, y esto hasta la aparición de la navegación a vapor, ha-
cia 1850 397 Finalmente, pese a algunas tentativas, la banca inglesa no podrá hacer de-
saparecer totalmente el hundi, la letra de cambio de los seraft indios, signo de su li-
bertad de acción y de una sólida organización bancaria de la que los ingleses se bene-
ficiaron durante largo tiempo antes de intentar eliminarla.
411
El muntlo a favor o en contra tle Europa

El oro y la plata,
¿fuerza o debilidad?

Se nos dice que Europa, América, Africa y Asia son complementarias. También se-
ría justo afirmar que el comercio mundial se ha esforzado por hacerlas complementa-
rias, y a menudo lo ha conseguido. El Extremo Oriente, en general, no recibió los pro-
ductos europeos con el frenesí y el apetito que Occidente manifestó desde muy pronto
con respecto a la primienta, las especias o la seda. Como la balanza comercial exige
que una pasión se intercambie por otra, Asia no aceptó el juego de los intercambios,
desde la época del Imperio Romano, más que por metales preciosos, el oro (preferido
en la costa de Coromandel) y sobre todo la plata. China e India, en particular, se con-
virtieron, como ya se ha dicho muchas veces, en la necrópolis de los metales preciosos
que circulan por el mundo. Entran en ella y ya no salen. Esta curiosa constante deter-
mina, en Occidente, una sangría de metales preciosos en dirección al Este en la que
algunos ven una debilidad de Europa en beneficio de Asia y, por mi parte, como ya
lo he dicho, yo veo el medio del que los europeos se han servido a menudo, en Asia,
pero también en otras partes e incluso en la misma Europa, para abrirse un mercado
particularmente fructífero. Y este medio, en el siglo XVI, va a tomar una amplitud inu-
sitada gracias al descubrimiento de América y al desarrollo de las minas del Nuevo
Mundo.
El metal blanco de América llega al Extremo Oriente por tres rutas: la de Levante
y el Golfo Pérsico, de la que los historiadores de la lpdia nos han revelado que era to-
davía la más importante en los siglos xvn y XVIII, en dirección a su país; la del cabo
de Buena Esperanza; y la del galeón de Manila. Dejando de lado el caso totalmente
excepcional del Japón (cuyas minas de plata a veces han tenido importancia en sus in-
tercambios exteriores), casi todo el metal blanco que circula en el Extremo Oriente es
de origen europeo, es decir, americano. Por consiguiente, las rupias que un europeo
toma en préstamo de un cambista o un banquero indio son, en suma, un pago de la
misma moneda, es el metal blanco importado desde hace más o menos tiempo por el
comercio europeo.
Ahora bien, este aporte de metales preciosos -y volveremos sobre ello- es indis-
pensable para los movimientos de la economía más viva de la India y, sin duda, de
China. Cuando el viaje de los barcos indios de Surat a Moka no encuentra, por des-
gracia, las naves del Mar Rojo cargadas de oro o de plata, se desencadena una crisis en
Surat, el polo dominante durante largo tiempo de la economía india. En estas condi-
ciones, no es exagerado pensar que la Europa que no pone en el comercio de Asia más
que su pasión por el lujo, tiene en su mano, por el metal blanco, el regulador de las
economías del Extremo Oriente, y que por ende está, con respecto a ella, en una po-
sición fuerte. Pero, ¿es experimentada y utilizada de manera lúcida esta superioridad?
Es dudoso. Los comei'ciantes europeos, para proseguir su provechoso comercio en Asia,
están a su vez a merced de las llegadas a Cádiz de la plata americana, siempre irre-
gulares y a veces insuficientes. La obligación de hallar a toda costa el dinero efectivo
necesario para el comercio de Asia sólo puede ser sentida como una servidumbre. De
1680 a 1720 398 , en particular, el metal se hace relativamente raro y su precio en el mer-
cado supera al precio ofrecido por la Casa de la Moneda. El resultado es una devalua-
ción de hecho de las monedas decisivas, la libra esterlina y el florín, y una degradación
para Holanda e Inglaterra de los terms of trade con Asia 399 • Si el metal blanco da un
privilegio a Occidente, también le crea dificultades e incertidumbres cotidianas.

412 •
Et.mundo a favor o en contra de Europa

•·1~ª~~~Iti~Jll~i~~E~~:t~:~~~\.
#-~~~E~~?J',
¡¡t~;,'
¡..,,.,...h¡i4;..

Asalto y toma por los ha/ande.res, en 1606, de Tidore, una de las islas Malucas en poder de los
portugueses. A la derecha del documento, se ven barcas que llevan a tierra a las tropas de 1Jsalto.
(Atlas Van Stolk.)

Un llegada belicosa,
o comerciantes que no són como los demás

Los europeos dispusieron, desde el comienzo, de otra superioridad, consciente ésta,


y sin la cual nada hubiera podido iniciarse. Esta ventaja que lo dominó todo, o al me-
nos lo permitió, fue el barco de guerra de Occidente, flexible, capaz de ir contra el
viento, provisto de velas múltiples y armado de cañones más eficaces todavía después
de la generalización de las portas. Cuando la flota de Vasco da Gama, en septiembre
de 1498, abandona las inmediaciones de Calicut, se encuentra con ocho grandes barcos
indios llegados para interceptarla. Estos huirán rápidamente, uno de ellos será captu-
rado y los otros siete encallarán en las arenas de una playa adonde los barcos ponugue-
ses no pueden llegar, pues el nivel del agua es insuficiente para ellos 400 • Por añadidura,
las costumbres marítimas de los indios han sido siempre de las más pacíficas. Sólo se

413
El mundo a favor o en conlra de Eurnpa

conoce una excepción a esta tradición no guerrera, la del Imperio de Chola, que, en
el siglo XIII, en la costa de Coromandel, creó una flota imponente y ocupó, en varias
ocasiones, Ceilán. las islas Maldivas y Laquedivas y cortó en dos a su antojo el Océano
Indico. En el siglo XVI, este pasado estaba olvidado y, pese a la presencia de piratas en
ciertas costas, bastante fáciles de evitar por lo demás, las nave$ mercantes no circulan
nunca en convoyes armados.
La tarea de los portugueses y sus sucesores se verá facilitada por ello. Incapaces de
apoderarse de la extensa tierra del Extremo Oriente, no encontraron dificultades para
tomar posesión del mar, la superficie de las conexiones y los transportes. ¿No se les en-
trega así lo esencial? «Si sois fuerte en lo que concierne a nav.es -escribía Francisco de
Almeida al rey de Lisboa-, entonces el comercio de las Indias es vuestro, y si no sois
fuerte en este sector, una fortaleza cualquiera en tierra firme os será de poco valor> 4111 •
Para Albuquerque, «si, por ventura, Portugal sufriese una derrota por mar, nuestras
posesiones indias no estarían en condiciones de mantenerse ni un solo día más de lo
que los potentados locales lo tolerasen> 402 • En el siglo siguiente, el jefe de la base ho-
landesa de Hirado, en Japón, usa el mismo lenguaje, en 1623: «No tenemos fuerza su-
ficiente para poner pie en tierra, si no es bajo la protección de la flota> 4º3 • Y un chino
de Macao se lamenta: «Apenas los portugueses abriguen alguna mala intención, sabre"
mos cómo cogerlos por la garganta. Pero si estáh en alta mar, ¿con qué medios podre-
mos castigarlos, tenerlos bajo control y defendernos contra ellos?> 404 • Es también lo que
pensaba, en 1616, Thomas Roe, embajador de la Compañía de Indias en la corte del

Piratas indígenas de las costas de Malabar: 1111/izan remos y ve/as, arcabuces y flechaJ. Acuarela
de un portugués que vivió mucho tiempo en Goa (siglo XVI). (Foto F. Qrulici.)

41~ •
El mundo 11 favor o en contrn de Europa

Gran Mogol. De aquí sus consejos a los responsables ingleses: cAteneos a esta regla, si
buscáis el beneficio: buscadlo en el mar y en la paz de los tráficos; pero no hay duda
de que sería un error mantener guarniciones y combatir en las Indias por tíerra» 4ºj
Estas reflexiones que tienen el valor de una máxima no se deben interpretar como
una voluntad de paz, sino como la clara conciencia, durante años, de que cualquier
intento de conquista territorial será de lo más arriesgado. No por ello la intrusión eu-
ropea fue, desde el principio, cuando se prestaba la ocasión, menos agresiva y brutal.
No faltaron los pillajes, los actos y los proyectos belicosos. En 1586, en vísperas de la
Armada Invencible, Francisco Sardo, gobernador español en las Filipinas, ofrecía sus
servicios para conquistar China con 5. 000 hombres; más tarde, la política constructiva
de Coen, en las islas de Insulindia, más fáciles de dominar que el Continente, está ba-
jo el signo de la fuerza, de la colonización y del bastonazo 406 . Y la hora de las con-
quistas territoriaies llegará por fin, pero tardíamente, con Dupleix, Bussy, Clive ...
Desde antes de esta explosión colonialista, el europeo utilizó en el mar, o a partir
del mar, su aplastante superioridad. Esta le permite, cuando hacen estragos las pirate-
rías locales, asegurarse el flete de los comerciantes no europeos, deseosos de seguridad,
atacar o amenazar con bombardear un puerto recalcitrante; someter al pago de un pa-
sapone407 a las naves indígenas (portugueses, holandeses e ingleses practicaron esta exac-
ción); y, en caso de conflicto con la potencia territorial, incluso usar el arma eficaz del
bloqueo. Durante la guerra conducida, a instigación de Josiah Chíld, director de la
East India Company, contra Aurang Zeb, en 1688, «los súbditos del Gran Mogol -ex-
plicaba el mismo Josiah Child- son incapaces de soportar una guerra con los ingleses
doce meses seguidos sin ser víctimas del hambre y morir por millares, a falta de trabajo
que les permita comprar arroz; no solamente como consecuencia de la falta de nuestro
comercio, sino también porque, al hacer la guerra, bloqueamos su comercio con todas
las naciones orientales, que representa diez veces más que el nuestro y el de todas las
naciones europeas juntas»4os
Este texto revela admirablemente la conciencia que tienen los ingleses de la fuerza
masiva, e incluso de la superpotencia de la India mogol, pero no menos su resolución
de explotar a fondo todas sus ventajas, de «comerciar espada en mano», como clamaba
uno de los servants de la Compañía4º9

Sucursales, factorías,
lonjas y sobrecargos

Las grandes Compañías de Indias son ya «multinacionales». No solamente tienen


que hacer frente a sus problemas «coloniales>. También luchan con el Estado que las
ha creado y que las apoya. Son un Estado dentro del Estado, o fuera del Estado. Lu-
chan contra los accionistas y crean un capitalismo que rompe con los hábitos mercan-
tiles. Deben ocuparse a la vez del capital de los accionistas (que reclaman dividendos),
del capital de los tribunales de obligaciones a corto plazo (los bond1 ingleses), del ca-
pital circulante (y por ende de la liquidez) y, por añadidura, del mantenimiento de
un capital fijo: las naves, los puertos, las fortalezas, etcétera. Deben vigilar a lo lejos
varios mercados extranjeros, ponerlos de acuerdo con las posibilidades y las ventajas del
mercado nacional, es decir, con las subastas en Londres, Amsterdam y otras partes.
De todas las dificultades, la distancia es la más difícil de vencer. Hasta el punto
que la vieja ruta de Levante es utilizada para enviar canas, agentes, órdenes imponan-
tes, oro y plata. Hacia 1780, un inglés tal vez logró un récord de velocidad: Londres-
Marsella-Alejandría de Egipto-Calcuta en 72 días de viaje 410 En promedio, el viaje por
415
El mundo " favor o en conlrtl de Europt1

el Atlántico exige ocho meses, tanto en un sentido como en el contrario, e ida y vuelta
dieciocho por lo menos, cuando todo va bien, cuando no es menester invernar en un
puerto y se ha logrado doblar el cabo de Buena Esperanza sin tropiezos. Es esta lenta
rotación de las naves y las mercancías la que impide a los directores de Londres o de
Amsterdam tener todo en sus manos. Deben delegar poderes, compartirlos con las di-
recciones locales que, cada una por sí misma (por ejemplo, en Madrás y en Surat), to-
man las decisiones urgentes y se encargan de aplicar en el lugar las órdenes de la Com-
pañía, pasar los «contratos» 411 y los encargos con el tiempo requerido (seis meses o un
año antes), prever los pagos y reunir los cargamentos.
Estas unidades mercantiles separadas del centro se denominan sucursales, factorías
y lonjas. Los dos primeros términos se confunden en el lenguaje corriente, pero, en ge-
neral, el orden en que las enumeramos es el de su importancia decreciente. Así, la fac-
toría inglesa de Surat creó una serie de «lonjas» en Goga, Broach, Barroda, Fahtepur
Sikri, Labore, Tatt, Lahribandar,Jasques, lspahán, Moka, etcétera 412 • Los establecimien-
tos de la Compañía Francesa en Chandernagor estaban «divididos en tres clases»: alre-
dedor de Chandernagor, la sede principal, clas seis grandes sucursales eran Balasore,
Patna, Cassimbazar, Daca, Jougdia y Chatigan; las simples casas de comercio eran Soo-
poze, Kerpoy, Carricole, Mongorpoze y Serampoze»; estos dos últimos puestos eran «ca-
sas de comercio donde residía un agente sin territorio>413 •
El «territorio> de una sucursal o una «sede principal» provenía de una concesión de
las autoridades locales, difícil de obtener y jamás gratuita. En conjunto, el sistema era
también una especie de colonización puramente mercantil: el europeo se establecía cer-
ca de las zonas de producción y de los mercados, en los cruces de caminos, utilizando
lo que existía antes, de manera que no tenía que encargarse de las «infraestructuras»,
ni dejar a la vida local la carga de los transportes hasta los puertos exportadores, la or-
ganización y la financiación de la producción y de los intercambios elementales.
Adosada de manera parásita a un cuerpo extranjero, la ocupación europea fue hasta
la conquista inglesa (si se exceptúan los éxitos holandeses en la zona panicular de ln-
sulindia) una ocupación puntual. De puntos. De superficies minúsculas. Macao, frente
a Cantón, tiene las dimensiones de una aldea. Bombay, en su isla de tres leguas por
dos, apenas puede contener. su pueno, su astillero, sus cuarteles y sus casas, y sin el
abastecimiento de la isla próxima de Salsette, los ricos no comerían carne todos los
días414 • Deshima, en el puerto mismo de Nagasaki, es sin duda menos extensa que el
Ghetto Nuovissimo de Venecia. Muchas «factorías» no son más que casas fortificadas,
incluso almacenes, donde el europeo vive más secuestrado que el indio de las castas
más cerradas.
Evidentemente, hay excepciones: Goa en su isla, Batavia, la isla de Francia, fa. isla
Borbón. En cambio, las posiciones europeas en China son más precarias aún. En Can-
tóri, la permanencia no es asequible al comerciante europeo y se le niega el acceso cons-
tante al mercado (a diferencia de la India). Las compañías están representadas, en cada
tina de sus naves, por mercaderes ambulantes, o sea una factoría volante, viajera, se
podría decir, la de los sobrecargos. Si disputan, si no obedecen al presidente que se les
ha elegido, son de temer dificultades y chascos 415 •
¿Es menester concluir que, hasta la conquista inglesa, la actividad europea no hizo
más que rozar a Asia, que se limitó a sucur:-ales que apenas afectan a un cuerpo enor-
me, que esta ocupación fue superficial, epidérmica, anodina, que no cambió la civili-
zación ni la sociedad, que sólo concernía, económicamente, al comercio de exporta·
ción, o sea a una parte menor de la producción? Lo que reaparece aquí de manera so-
lapada es el debate entre mercado interior e intercambios exteriores. De hecho, las «SU·
cursales> europeas en Asia no son más anodinas que las de la Liga Hanseática o los ho-
landeses por el Báltico y el mar del Norte, o que la~ sucursales venecianas y genovesas

416 •
U mundo a ¡;ivor o en contra de Europa

a través del Imperio de Bizancio, para tomar sólo estos ejemplos entre m.uchos otros.
Europa colocó en Asia grupos muy pequeños, minorías, es verdad, pero hga~as al c~-
pitalismo más avanzado de Occidente. Y estas minorías, de las que se ha podido dern
. ~
que constituían solamente una «superestructura de una mtrmseca f ra~1'l'd
1 ad ,. 416 , s~ en-
cuentra no con las masas asiáticas, sino con otras minorías mercantiles que domman
los tráfi~os y los intercambios de Extremo Oriente. Y fue~on. estas mi~orías locales .tas
que, en la India, un poco forzadas, un poco. por consent1m1ento, abrieron el cammo
a la intrusión, enseñaron a los portugueses pnmero, a los holandeses l;iego y finalmen-
te a los ingleses (y hasta a los franceses, los daneses y los suecos) los dedalos del come~­
cio de India en India. Entonces se inició el proceso que, desde antes de fines del si-
glo XVIII, entregaría al monopolio inglés ~el 8) al 90% del c~mercio exterior de la Ir;i-
dia417 Pero fue porque los mercados accesibles de Extremo Oriente formaban una sen.e
de economías coherentes, ligadas por una economía-mundo eficaz, por lo que el .capi-
talismo mercantil de Europa pudo ocuparlos y, sirviéndose de sus fuerzas, manqarlos
en su beneficio.

Cómo comprender la historia profunda


del Extremo Oriente

Entonces, es la historia subyacente de Asia la que nos interesa, pero admitamos que
no es fácil de comprender. Hay en Londres, Amsterdam y París admirables archivos,
pero es siempre a través de la historia de las grandes Compañías como se perciben los
paisajes de la India o de. Insulindia ... Hay también, en Europa y en el mundo, admi-
rables orientalistas. Pero el experto en el estudio del Islam no lo es en el estudio de
China, o de la India, o de Insulindia o de Japón. Además, los orientalistas son a me-
nudo excelentes lingüistas y especialistas en la cultura, más que historiadores de las so-
ciedades o de la economía.
Hoy el clima está cambiando. Los intereses de los sinólogos, de los estudiosos del
Japón, de los indianistas y de los islamólogos se dirigen más que en el pasado a las
sociedades y las extructuras económicas y políticas. Algunos sociólogos incluso piensan
como historiadores 4 t 8 . Y, desde hace veinte o treinta años, en busca de la identidad de
sus países liberados de Europa, los historiadores de Extremo Oriente, cuyas filas au-
mentan, han emprendido el inventario de sus fuentes, y trabajos variados dan testi-
monio de lo que Lucien Febvre llamaba el sentido de la «historia-problema». Estos his-
toriadores son los obreros de una historia nueva cuyos resultados pueden seguirse en
sus obras y en sus excelentes revistas. Estamos en vísperas de grandes reconsideraciones.
No había que pensar en abordarlo todo, siguiendo sus huellas. La materia es tan
abundante (aunque todavía deja muchos problemas en suspenso) que no ha llegado la
hora de una visión de conjunto. Sin embargo, he intentado, asumiendo mis riesgos y
peligros, dar en un ejemplo un esbozo de la amplitud y novedad de los problemas que
se presentan. Y mi elección ha recaído sobre la India. A su respecto, poseemos varias
obras inglesas básicas y los trabajos de un equipo de historiadores indios de ·una rara
calidad, y que escriben, por suerte, en una lengua -el inglés- que es directamente
accesible. Se ofrecían como excelentes guías para atravesar los fastos y las miserias de
la India llamada midieval, pues, para ellos, según una convención ya venerable, la Edad
Media llega hasta el establecimiento de la dominación inglesa. Es el único punto dis-
cutible de su manera de ver, a causa de los a prion· que sugiere (en suma, un retraso
de varios siglos con respecto a Europa) y porque introduce en el debate los sedicentes

417
El mundo a favor o en contra de Europa

problemas de un «feudalismo» que, al mismo tiempo, sobrevivirá y se deterioraría en-


tre el siglo XV y el XVIII. Pero esta crítica no ~s más que un detalle.
Si he elegido la India, no es solamente por estas razones. Ni porque su historia sea
más fácil de comprender que otra: por el contrario, con respecto a las normas de la his-
toria general, la India me parece un caso sutilmente desviado, muy complicado, polí-
tica, social, cultural y económicamente. Pero todo se apoya sobre la India, economía-
mundo en posición central: todo tiene sus raíces en sus complacencias y sus debilida-
des. Es por ella por donde comienzan los portugueses, los ingleses y los franceses. So-
lamente los holandeses constituyen la excepción y, al anclar su fortuna en el corazón
de la Insulindia, ganaron más rápidamente que los otros la carrera de los monopolios.
Pero, al actuar así, ¿no abordaron demasiado tarde la India, de la que dependerá fi-
nalmente cualquier grandeza duradera para los intrusos llegados del Oeste, musulma-
nes en un principio, occidentales después?

Las aldeas
indias

La India son aldeas. Millares y millares de aldeas. Digamos las aldeas más bien que
la aldea 419 Emplear el singular equivale a sugerir la abusiva imagen de una aldea india
tipo, cerrada en su vida colectiva, que atravesaría intangible, igual a sí misma y siem-
pre autárquica, la agitada historia de la India, y que, por un segundo milagro, sería
la misma a través del enorme continente, pese a las originalidades de sus diversas pro-
vincias (por ejemplo, las particularidades tan evidentes del Decán, el «país del Sur»).
Sin duda, una unidad aldeana autosuficiente, para alimentarse y para vestirse, que se
preocupa sólo por ella, se encuentra en ciertas regiones aisladas y arcaicas todavía hoy.
Pero es la excepción.
La regla es la apertura al exterior de la vida aldeana, encuadrada por las diferentes
autoridades y los mercados que la vigilan, la vacían de sus excedentes y le imponen las
comodidades y los peligros de la economía monetaria. Llegamos aquí al secreto de la
historia entera de la India: esa vida captada en la base y que recalienta y alimenta el
gigantesco cuerpo social y político. En un contexto muy diferente, es el esquema de la
economía rusa por la misma época.
A la luz de estudios recientes, se ve bien cómo funciona la máquina, al capricho
de las cosechas, los cánones y los impuestos del Estado. Omnipresente, la economía mo-
netaria es una excelente correa de transmisión; facilita y multiplica los intercambios,
incluso los intercambios forzados. El mérito de esta circulación sólo en parte es del go-
bierno del Gran Mogol. De hecho, la India es, desde siglos atrás, presa de la economía
monetaria, en parte por el hecho de sus lazos con el mundo mediterráneo, poseedor
desde la Antigüedad de la moneda, que de alguna manera ha inventado y exportado
a lo lejos. De creer a L. C. Jain 42 º, la India ya habría tenido banqueros en el siglo VI
antes de Jesucristo, es decir, un siglo antes de la época de Pericles. En todo caso, la
economía monetaria penetró en los intercambios de la India muchos siglos antes del
sultanato de Delhi.
El aporte esencial de éste, en el siglo XIV, fue una organización administrativa coer-
citiva que, de escalón en escalón, de provincia a distrito, llega hasta las aldeas y las man-
tiene bajo su control. El peso y la mecánica de este Estado, que hereda el Imperio del
Gran Mogol, en 1526, le permiten suscitar y captar los excedentes rurales. Así, favorece
el mantenimiento de estos excedentes y su incremento. Pues en el despotismo musul-
mán de los mogoles hay una parte de «despotismo ilustrado», el cuidado de no matar

418
En la corte del Gran Mogol, un señor indio dirigiéndose al soberano. (Clisé de la B. N.)

419
El muntlo a favor o en contra de l'.1tropa

la gallina de los huevos de oro, de cuidar la creproducción» campesina, de extender los


cultivos, de sustituir una planta por otra más ptovechosa, de colonizar las tierras no
explotadas, de multiplicar las posibilidades de irrigación mediante los pozos y las al-
bercas. A lo que se añaden el cerco y la penetración de las aldeas por los mercaderes
ambulantes, por los mercados de los burgos próximos, incluso por los mercados esta-
blecidos para el trueque de productos alimenticios en el interior de las grandes aldeas,
o, en plena naturaleza, entre aldeas, por los mercados ávidos de las ciudades más o me-
nos lejanas, en fin por las ferias ligadas a ferias religiosas.
¿Aldeas sometidas? Se esfuerzan por conseguirlo las autoridades de las provincias y
los distritos; los señores que han recibido del Gran Mogol (en principio, el único po-
seedor de la cierra) una parte de los cánones de los dominios (los jagirJ, es decir, los
cbeneficios» ); los recaudadores atentos de los impuestos, los zamindars 421 , que tienen
también sobre las tierras derechos hereditarios; los comerciantes, usureros y cambistas,
que compran, transportan y venden las cosechas, que también transforman los impues-
tos y cánones en dinero, para que el dinero en efectivo circule fácilmente. El señor, en
efecto; vive en la corte de Delhi, donde tiene su rango, y el jagir le es concedido por
un plazo bastante corto, tres años por lo general; lo explota deprisa y sin vergüenza,
de lej0s, y, como el Estado, desea obtener sus cánones, no en especie, sino en dine-
ro422 La transformación de la cosecha en dinero contante y sonante es, así, la clave del
sistema. El metal blanco y el metal amarillo no son solamente objeto~ y medios de ate-
soramiento, sino herramientas indispensables para el funcionamiento de la enorme má-
quina, desde sus bases campesinas hasta lo alto de la sociedad y los negociosm.
La ciudad; además, es atrapada desde dentro por su jerarqufa propia y el sistema
de las castas (artesanados y proletariados de los intocables). Hay un amo atento; el jefe
de aldea, y una caristocracia> restringida, la de los khud-kashta; pequeña minorfa de
campesinos relativamente ricos, o más bien de posición holgada, propietarios de las me-
jores tierras, poseedores qe cuatro o cinco arados, cuatro o cinco pares de bueyes o de
búfalos, que gozan, por añadidura, de una tarifa fiscal de favor. Representan, de he-
cho, la famosa ccomunidad> aldeana de la que tanto se ha hablado. A cambio de sus
privilegios y de la propiedad individual de los campos que cultivan ellos mismos con
la mano de obra familíar, son, frente al Estado, responsables solidariamente del pago
del impuesto de Ja aldea entera. Cobran, además, una parte del dinero recaudado. De
igual modo, son favorecidos en lo que concierne a la colonización de los espacios in-
cultos y la fundación de aldeas nuevas. Pero son vigilados de cerca por las autoridades,
que temen el desarrollo, en su beneficio, de una especie de arriendo rústko o aparce-
rfa, o aun de salariado agrícola (que existe, pero escasamente), y por ende de una pro-
piedad fuera de la norma y que, al agrandarse bajo el régimen fiscal de favor, haría
disminuir finalmente el volumen del impuesto 424 • En cuanto a los otros campesinos,
no propietarios de sus campos, llegados del exterior y que, en ocasiones, cambian de
aldea con sus animales y su arado, soportan impuestos más pesados que ellos.
Al aldea tiene, además, sus propios artesanos: perpetuados en sus funcio,nes por sus
castas, obti~nen por su trabajo una parte proporcional de la cosecha colectiva, más una
parcela de tierra para cultivar (algunas castas, sin embargo, son asalariadas) 42 ). Régi-
men complicado, diréis, pero, ¿hay un mundo, un régimen campesino que sea sim-
ple? «El campesino no era un esclavo, y tampoco era un siervo, pero su situación era,
sin duda alguna, de dependencia»426 • La parte de sus ingresos que se apropian el Esta-
do, el señor del ¡agzr y otros cobradores oscila entre un tercio y la mitad, y aún más
en las zonas fértiles 427 Entonces, ¿cómo es posible tal régimen? ¿Cómo la economía
campesina lo soporta, conservando, además, cierta facultad de expansión, puesto que
la India, en crecimiento demográfico desde el siglo XVII, siguió produciendo lo sufi-
ciente para su población, aumentó sus cultivos industriales y hasta la producción de mu-

420
'
El mund" a favor o en contrn de Europa

Caravana india de bueyes que lleva trigo de «Balaguate• (Balaghat, en la provincia de Madhya
Pradesh) a los portugueses de Goa (siglo XVI). (Foto F. Quilici.)

chas hortalizas, para responder a un consumo acrecentado de frutos y a una nueva mo-
da entre los propietarios 428 ?
Estos resultados deben atribuirse a la modicidad del nivel de vida campesino y a la
alta productividad de su agricultura.
En efecto, la India rural, hacia 1700, no cultiva más que una parte de su suelo: en
la cuenca del Ganges, por ejemplo, según estadísticas.probables, se _pplotaba solamen-
te la mitad de las tierras arables cultivadas en 1900 en la misma regi6n; en la India
central, entre los dos tercios y los cuatro quintos; en la India meridional, se puede en
rigor imaginar una proporción más elevada. Así, un hecho está fuera de duda: casi en
todas partes, del siglo XV al XVIII, la agricultura india no trabaj6 más que las mejores
tierras. Y como no pasó por una revolución agrícola y las herramientas, los métodos y
los cultivos esenciales no cambiaron hasta 1900, es probable que el producto per capita
del campesino hindú fuera superior en 1700 a lo que será en 1900429 • Tanto más cuan-
to que la tierra no cultivada, donde se fundan aldeas nuevas, ofrece al campesinado
una reserva de espacio, y por ende el recurso de una ganadería más fácil; y por lo tanto
más animales de tiro, más bueyes y búfalos para uncir al arado, más productos lácteos,
más ghee, la mantequilla fundida que utiliza la cocina india. Irfan Habib 4 ~ sostiene
que, considerando las dos cosechas anuales, el rendimiento cerealero en la India fue
superior al de Europa hasta el siglo XIX. Ahora bien, aun a igualdad de rendimiento,
·la India llevaría ventaja. En un clima cálido, las necesidades del trabajador son meno-
res que en los países templados de Europa. La modicidad de lo que coge de su cosecha
para su subsistencia deja para el intercambio un excedente superior.

421
t:l mundo a favor o en contra de Europa

Otra superioridad de la agricultura india, además de sus dos cosechas por año (co-
sechas de arroz y de trigo, además de guisantes, o garbanzos o plantas aceiteras), es el
lugar que ocupan en ella los cultivos «ricos» destinados a la exportación: el índigo, el
algodonero, la caña de azúcar, la adormidera, el tabaco (llegado a la India a comienzos
del siglo XVII), el pimentero (una planta trepadora que produce de su tercero a su no-
veno año, pero no crece si no se la cuida431 , contrariamente a lo que se ha repetido).
Estas plantas son de un rendimiento superior al del mijo, el centeno, el arroz o el tri-
go. Con respecto al índigo, «la costumbre general de los indios es cortarlo tres veces
por año» 432 • Da origen, además, a preparaciones industriales complicadas: tanto como
la caña de azúcar, y por las mismas razones, su cultivo, que exige grandes inversiones,
es una empresa capitalista, ampliamente difundida en la India, con la colaboración ac-
tiva de los grandes recaudadores de impuestos, de los comerciantes, de los represen-
tantes de las compañías europeas y del gobierno del Gran Mogol, que trata de crear,
en su beneficio, un monopolio mediante arrendamientos exclusivos. El índigo preferi-
do por los europeos es el de la región de Agra, particularmente de -la cosecha de los
primeros cortes, cuyas hojas son cde un violeta más vivo». Dada la amplitud de la de-
manda local y europea, el precio del índigo no cesa de subir4H. _En 1633. conio las
guetr:IS afectan- a las regfones productoras del Decán, los conipradotes persas e indios
se dirigen más que de costumbre al índigo de Agra, que supera de golpe el precio ré-
cord de 50 rupias el maund434. Las compañías inglesas y holandesas deciden, entonces,
interrumpir sus compras~ Pero fos campesinos de la tl"gión de Agra, informados, su-
pongo, por los comerciantes y los «recaudadores de impuestos», que tienen el negocio
en sus manos, arrancan las plantas de índigo y pasan provisionalmente a otros culti-
vosm. Esta flexibilidad de adaptación, ¿es indicio de una eficacia capitalista, de un la-
zo directo entre campesinos y mei;cado?
Todo esto no excluye una pobreza evidente de las masas rurales. Las condiciones
del sistema lo permiten prever. Además, el gobierno de Delhi se adueña, en principio,
de una parte proporcional de la cosecha obtenida, pero, en muchas regiones, los ad-
ministradores, por comodidad, estimaban la cosecha media de las tierras de antemano
y establecían sobre esta base un impuesto fijo, en especie o en dinero, proporcional a
la superficie cultivada y a la naturaleza del cultivo (menos para la cebada que para el
trigo, menos para el trigo que para el índigo, menos para el índigo que para la caña
de azúcar y la adormidera) 436 • En estas condiciones, si la cosecha no cumplía con sus
promesas, si faltaba el agua, si los bueyes de las caravanas de transporte, o los elefan-
tes, salidos de Delhi se alimentaban de los campos cultivados o si los precios subían o
bajaban a destiempo, el infortunio caía sobre el productor. Finalmente, el endeuda-
mientom aumentaba la carga del campesino. Con la complicación del sistema de te·
nencia de tierras, de propiedad, de fiscalidad, según las provincias y las liberalidades
del príncipe, según que reinase el estado de paz o el de guerra, todo variaba, y gene-
ralmente de mal en peor. Sin embargo, en conjunto, mientras el Estado Mogol se man-
tuvo fuerte, supo preservar un mínimo de prosperidad campesina, necesaria para su pro-
pia prosperidad. En el siglo XVIII todo se deteriora, el Estado, la obediencia, la fideli·
dad de los funcionarios de la administración, la seguridad de los transportes, etcéte-
ra438. Las revueltas campesinas se hacen continuas.
l:'I mundo t1 ft1-vor o en comra de Europa

Los artesanos
y la industria

Otra gente que sufre en la India son sus innumerables anesanos, presentes en todas
panes, en las ciudades, en los burgos, en las aldeas, algunas de las cuales se t~ansfor­
man en ciudades totalmente artesanas. Es de suponer este pulular de obreros, s1 es ver-
dad que la población urbana aumentó mucho en el siglo XVI, hasta llegar, según al-
gunos historiadores, al 20% de la población total, lo que daría a las ciudades de I~ In-
dia 20 millones de habitantes, es decir, grosso modo, la población total de Francia en
el siglo XVII. Aunque esta cifra esté inflada, la población artesanal de la India, aumen-
tada por el ejército de trabajadores no cualificados, supone millones de seres que tra-
bajan, a la vez, para el consumo interior y para la exportación.
Más que la historia de estos innumerables artesanos, es la naturaleza de la industria
antigua de la India lo que preocupa a los historiadores indios deseosos de hacer el ba-
lance de su país en vísperas de la conquista británica, y saber, particularmente, si su
industria era o no comparable a la de la Europa de ese tiempo, si hubiese sido capaz,
o no, por su propio impulso, de engendrar una revolución industrial.
La industria, o, mejor dicho, la protoindustria, chocaba en la India con obstáculos
numerosos. Algunos, exagerados, sin duda no existen más que en la imaginación de
algunos historiadores, en particular, la traba que introduciría el sistema de castas, esta
red lanzada sobre el conjunto de la sociedad que atrapa también al mundo de los ar-
tesanos en sus mallas. En la línea de pensamiento de Max Weber, se supone que la
casta impidió el progreso de la técnica, mató toda iniciativa de los artesanos y, al aferrar
a un grupo de hombres a una tarea definida de una vez para siempre, prohibió, de
generación en generación, cualquier nueva especialización, cualquier movilidad social.
«Hay buenas razones -piensa Irfan Habib- para poner en duda esta teoría. [ ... ] An-
te todo, porque la masa de los trabajadores no especializados constituía un ejército de
reserva para empleos nuevos, si era necesario. Así, los campesinos suministraron, sin
duda, la mano de obra necesaria para los campos diamantíferos de Carnatic: cuando
algunas minas fueron abandonadas, los mineros, se dice, «retornaron a sus labranzas».
Más aún, a la larga las circunstancias podían influir en, e incluso transformar, la espe-
cialización artesanal de una casta determinada. Un ejemplo es el de la casta de los sas-
tres en Maharashtra 439 , una parte de los cuales se orientó hacia el teñido, y otra hasta
se especializó en «el teñido a base de índigm~ 440 • Sin duda, hubo cierta plasticidad de
la mano de obra. El antiguo sistema de las castas, además, había evolucionado al mis-
mo tiempo que la división del trabajo, pues en Agra, a comienzos del siglo XVII, se
distinguían más de cien oficios diferentes 441 • Además, los obreros se desplazaban, co-
mo en Europa, en busca de un trabajo remunerado. La destrucción de Ahmadabad pro-
vocó, durante el segundo cuarto del siglo XVIII, un fuerte ascenso de las actividades tex-
tiles de Surat. ¿Y no vemos a las compañías europeas llamar a su alrededor, en su ve-
cindad, a tejedores provenientes de diversas provincias que, salvo ciertas prescripciones
particulares (como la prohibición, para ciertas castas, de viajar por mar), se desplazan
por ~ncargo? .
Otros obstáculos fueron más serios. El europeo se asombra a menudo ante el pe-
queño número de herramientas, siempre rudimentarias, de las que se sirve el artesano
en la India. Una «indigencia de herramientas» que, explica Sonnerat, con láminas de
ilustraciones en su apoyo, hace que un aserrador de madera emplee «tres días de tra·
bajo para hacer una tabla que a nuestros obreros no les llevaría más de una hora de
trabajo». ¿Quién no se sorprendería de que «esas bellas muselinas que tanto anhelamos
sean hechas en bastidores compuestos de cuatro trozos de madera clavados en la
423
El mundo a favor " en rnntra de Europa

tierra»? 442 • Si el artesano indio produce verdaderas obras maestras, e~ gracias a una gran
habilidad manual afinada aún más por una extremada especialización: «Un trabajo que
en Holanda realizaría un solo hombre pasa aquí por las manos de cuatro», observa el
holandés Pelsaert443 • Una maquinaria escas~, pues, hecha casi únicamente de madera,
a diferencia de la de Europa, en la que se mezcla mucho con el hierro, aun antes de
la Revolución Industrial. Son arcaísmos: hasta fines del siglo XIX, la India permanecerá
fiel, para la irrigación y el bombeo de agua, por ejemplo, a las máquinas tradicionales
de origen iranio: engranajes de madera, ruedas de madera dentadas, sacos de cuero,
tubos de barro, energía animal o humana ... Pero ello mucho menos por razones téc-
nicas, piensa l. Habib 444 (pues esos mecanismos de madera, como los que se emplean
en el hilado y el tejido, son a menudo complejos e ingeniosos), que por razones de
coste: el alto precio de los modelos de metal a la europea no habría estado compensado
por la economía de.una mano de obra abundante y escasamente remunerada. Salvando
las distancias, es el problema que plantean hoy ciertas técnicas avanzadas que exigen
grandes capitales y poca mano de obra y cuya adopción por el Tercer Mundo es tan
difícil y decepcionante.
De igual modo, los indios, si bien están poco al corriente de las técnicas mineras.
y se limitan a la explotación de los minerales de la superficie, fabrican. como hemos
visto en nuestro primer volumen, un acero acrisolado de calidad excepcional y que se
exporta; a alto precio, a Persia y otras partes. En este punto, están por delante de la

HeTTeros indígenas en Goa (siglo XVI}: técnica elemental, fuelle de mano y extraño martillo,
que sin duda si1'1!e también de hacha. (Clisé F. Quilici.)

424

El mundo a favor o en rnntra de Europa

metalurgia europea. Saben trabajar el metal. Fabrican anclas de barco, hermosas ar-
mas, sables y puñales de todas las formas, buenos fusiles y cañones adecuados (aunque
hechos de barras soldadas, no obtenidos por una colada de fundición) 441 • Las piezas de
cañón del arsenal del Gran Mogol en Baterpore (sobre el camino de Surat a Delhi),
según el testimonio de un inglés, en 1615, son de fundición «de diversos calibres, aun-
que generalmente demasiado cortos y demasiado delgados» 446 • Pero nada indica que
no sea ésta una reflexión de marino acostumbrado a las piezas largas de los barcos, ni
nada nos dice que estas piezas luego- no hayan sido mejoradas. Aurang Zeb dispone,
en todo caso, en 1664, de una artillería pesada arrastrada por atalajes fantásticos (que
hace desplazar primero, dada su lentitud) y de una artillería muy ligera (dos caballos
para una pieza) que sigue regularmente los desplazamientos del Emperador447 • En esa
fecha, los artilleros europeos fueron sustituidos por artilleros indios; aunque fuesen me-
nos hábiles que los extranjeros, se trata de una evidente promoción técnica448 • Además,
fusiles y cañones colonizaron el espacio entero de la India. Cuando Tipu Sahib (el úl-
timo nabab de Mysore), abandonado por los franceses en 1783, se retira a las monta-
ñas, su artillería pesada se desplaza por caminos imposibles, a través de los Ghates. En
la región de Mangalore, debe uncir a cada pieza de 40 a 50 bueyes; y si el elefante
que empuja detrás da un paso en falso, cae con un grupo de hombres al precipicio 449 •
Por consiguiente, no hay retrasos técnicos catastróficos. Y las Casas de Moneda de la
India, por ejemplo, son tan buenas como las de Europa: en Surat, en 1660, se acuña-
ban cada día 30.000 rupias sólo para la Compañía Inglesa 41 º
Por último, está la maravilla de las maravillas: los astilleros navales. Según un in-
forme francés, los barcos construidos en Surat hacia 1700 son «muy buenos y prestan
grandes servicios ... y sería muy ventajoso [para la Compañía Francesa de Indias] hacerse
construir algunos•, aunque los precios sean los mismos que en Francia, pues la madera
de teca de que están hechos les asegura cuarenta años de navegación, «en lugar de diez
o doce, o catorce a lo sumo»m. En la primera mitad del siglo XIX, los parsis de Bom-
bay hicieron grandes inversiones en la construcción naval, en Bombay y en otros puer-
tos, particularmente en Cochín 452 • Bengala, incluida Calcuta a partir de 1760m, tam-
bién tiene sus astilleros: «Los ingleses han armado desde la última guerra (1778-1783]
en Bengala solamente de 400 a 500 embarcaciones de todos los tamaños, construidas
en la India por su cuenta» 454 • Estos· barcos son a veces de gran tonelaje: el Surat Castle
(1791-1792) desplaza 1.000 toneladas, lleva 12 cañones y cuenta cor: una tripulación
de 150 hombres; el Lowjee Family, 800 toneladas, con 125 marineros indios a bordo;
el rey de esta flota, el Shampinder (1802), llega a las 1.300 toneladas 451 • Además, fue
en la India donde se construyeron los más bellos indiamen, esos barcos, gigantescos pa-
ra la época, que llevan el comercio de China. En los mares de Asia, en efecto, hasta
la victoria del barco de vapor, a mediados del siglo XIX, los ingleses no utilizaron más
que barcos de construcción india. Pero ninguno de ellos iba a Europa: los puertos in-
gleses están prohibidos. En 1794, la guerra y una urgente necesidad de transportes hi-
cieron levantar la prohibición durante algunos meses. Pero la aparición de barcos y ma-
rinos indios provocó reacciones tan hostiles en Londres que los comerciantes ingleses
renunciaron rápidamente a utilizar sus servicios 4l 6 •
No es necesario insistir en la fabulosa producción textil de la India, de tan conocida
que es. Posee en forma cabal la capacidad, tan admirada en la industria pañera ingle-
sa, de poder responder a cualquier aumento de la demanda. Está presente en las al-
deas: en las ciudades multiplica las tiendas de tejedores; disemina, de Surat al Ganges
una nebulosa de talleres artesanales, que trabajan por su cuenta o por la de grandes
comerciantes exportadores; está poderosamente arraigada en Cachemira; coloniza ape-
nas la costa de Malabar, pero puebla densamente la costa de Coromandel. Las compa-
ñías europeas intentaron, pero en vano, organizar la actividad de los tejedores según
425
El mundo a favor o <'YI conrr,1 de E11ropa

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o 500km.

47. RUTAS E INDUSTRIAS TEXTILES DE LA INDIA A MEDIADOS DEL SIGLO XVIII


Sa/110 en la costa de Malabar, ni;a en pimienta, la fnd11stria texlll está presente en todas las grander regiones de la India.
Los signos di<tintos señalan la diversidad de las prod11ct:iones y dan una idea apro,,imada de su volumen (Tomado de K.
N. Cbaudhuri, The Trading World of Asia and the English East India Company, 1978.)

426
El mundo a favor o en contra de Europa

los modelos aplicados en Occidente, sobre todo el putting out system del que hemos
hablado ampliamente. La tentativa más clara se producirá en Bombaym, donde, con
la inmigración tardía de obreros indios de Surat y otras partes, la empresa podía ser
retomada a partir de cero. Pero el sistema indio tradicional de los adelantos y los con-
tratos se mantendrá de manera ejemplar, al menos hasta la conquista y la puesta bajo
tutela directa de los artesanos de Bengala, desde los últimos decenios del siglo XVIII.
La actividad textil, en efecto, no era fácil de asir, porque no se encuadraba en una
.sola red. como en Europa; sectores y circuitos diferentes regían la producción y el co-
mercio de la materia prima; la fabricación del hilo de algodón (operación larga, sobre
todo para obtener un hilo muy fino pero sólido, como el de las muselinas); el tejido;
el blanqueo y el apresto de los tejidos; y el estampado. Lo que en Europa estaba ligado
en vertical (ya en Florencia en el siglo XIII) está aquí organizado en compartimentos
separados. El comprador de las Compañías se traslada a veces a los mercados donde los
tejedores venden sus telas, pero, por lo general, cuando se trata de grandes pedidos (y
los pedidos no cesan de aumentar) 4) 8 , es mejor hacer contratos con comerciantes indios
que disponen de servidores para recorrer las zonas de producción y hacen ellos mismos
contratos con los artesanos. Frente al servant de tal o cual establecimiento, el comer-
ciante intermediario se compromete a entregar, en una fecha fija, a un precio estable-
cido definitivamente, tal cantidad y tales tipos definidos de tejidos. Al tejedor, le ha-
ce, según el uso, un adelanto en dinero que es de algún modo un compromiso de com-
pra y permite al obrero comprar el hilo y alimentarse mientras dura su trabajo. Termi-
nada la pieza, recibirá el precio según la cotización del mercado, hecha la deducción
del adelanto. El precio libre, no fijado en el momento del encargo, varía, en efecto,
según el coste del hilo y según el precio del arroz.
El comerciante, pues, corre un riesgo que repercute, evidentemente, sobre la tasa
de su beneficio. Pero la libertad dejada al tejedor es cierta: recibe un adelanto en di-
nero (no, como en Europa, en materia prima); y le queda el recurso directo al merca-
do, lo que el obrero de Europa pierde en el marco del Verlagssystem. Por otra parte,
le es posible ocultarse, cambiar de lugar de trabajo, incluso hacer huelga, abandonar
el oficio, volver a la tierra o dejarse reclutar por el ejército. En estas condiciones, K. N.
Chaudhuri encuentra bastante inexplicable la pobreza del tejedor, de la que todos dan
testimonio. ¿La razón de ella es una estructura social antigua que condena a agricul-
tores y tejedor"s a la remuneración mínima? El enorme aumento de la demanda y de
la producción en los siglos XVII y XVIII quizás aumentó la libertad de elección del arte-
sano, pero no alteró el bajo nivel general de los salarios, pese al hecho de que la pro-
ducción estaba bañada por una economía monetaria directa.
Este sistema hacía inútiles las manufacturas, en general, pero existían manufactu-
ras, con concentraciones de mano de obra en grandes talleres: son los karkhanas, que
trabajan para el uso exclusivo de sus propietarios, los nobles o el mismo emperador.
Pero éstos no desdeñan la ocasión de exportar estos productos de gran lujo. Mandelslo
(1638) habla de unas magníficas telas de seda y algodón con flores de oro, muy costo-
sas, que se habían empezado a fabricar desde hacía poco en Ahmedabad, durante su
paso por la ciudad, y de la que «el Emperador se había reservado [el uso], permitiendo
sin embargo a los extranjeros transpor~ar parte de ellas fuera de sus Estados» 4 ~ 9 •
De hecho, la India entera trabaja la seda y el algodón y exporta una increíble can-
tidad de_ tejidos, desde los más ordinarios hasta los más lujosos, al mundo entero, pues
por mediación de los europeos la misma América recibe gran cantidad de ellos. Su di-
versidad puede colegirse a través de las descripciones de los viajeros y las listas de mer-
cancías elaboradas por las Compañías europeas. Demos como muestra (textualmente y
sin comentarios) la enumeración de un informe francés sobre los artículos textiles de
diferentes provincias: «Telas de Salem crudas y azules, guineas azules de Madura, bom-

427
F.l mundo a favor o en contra de Europa

b;¡síes de Gondelur, percales de Ami, manteles de Pondichéry, bétilles, chavonis, tar-


natanas, organdíes, stinkerques acanalados, cambayes, nicanias, bajutapeaux, papolis,
cocotes, branls, boelans, limanas, alfombras de cama, chittes, cadées, doulis blancs, pa-
ñuelos de Masulipatam, sanas, muselinas, terrindines, doreas (muselinas listadas), pa-
ñuelos stinkerques, malmolles unidas, bordadas en hilos de oro y plata, telas comunes
de Patna [exportadas en tal cantidad, hasta 100.000 piezas, que se pueden obtener sin
«hacerlas contratar-.460 ], sirsakas (tela de seda y algodón), baffetas, haronas, casses, telas
de cuatro hilos, bombasíes comunes, gasas, telas de Permacody,. guineas de Yanaon,
conjous ... »461 • El autor del informe añade también que las calidades varían mucho para
ciertos tipos de telas: en Daca, mercado de «muy bellas muselinas, únicas en su espe-
cie ... hay muselinas unidas desde 200 fes. las 16 varas hasta 2.500 f. las 8 varas> 462 • Pe-
ro esta enumeración, ya impresionante, desempeña un triste papel al lado de las 91
variedades de textiles cuya lista ha hecho Chaudhuri, en el apéndice a su libro.
No hay duda de que, hasta la revolución mecánica inglesa, la industria india del
algodón fue la primera del mundo, tanto por la calidad como por la cantidad de sus
productos y el volumen de sus exportaciones.

Un mercado
nacional

Todo circula en la India, tanto los excedentes agrícolas como las materias primas y
los productos manufacturados destinados a la exportación. El cereal recolectad() en los
mercados aldeanos llega, a través de cadenas comerciales locales, usureros y prestamis-
tas, a los burgos y las pequeñas ciudades (qasbahs), y luego a las grandes ciudades por
medio de grandes comerciantes especializados en el transporte de mercancías pesadas,
sal y cereales en particular463 • No es que esta circulación sea perfecta: se deja sorprender
por el regreso de las hambres bruscas, que las grandes distancias a menudo hacen ca-
tastróficas. Pero, ¿no ocurre lo mismo en la América colonial? ¿O en la vieja Europa
misma? Además, la circulación se presenta bajo todas las formas posibles: atraviesa los
obstáculos, une regiones lejanas, texturas y niveles diferentes; finalmente, todas las mer-
cancías circulan, tanto las ordinarias como las preciosas, cuyo transporte está protegido
por seguros de tasas relativamente bajas 464 •
La circulación terrestre estaba asegurada por poderosas caravanas, las kafilas de los
comerciantes banjaras, protegidas por guardias armados. Estas caravanas utilizaban in-
distintamente, según los lugares, carros tirados por bueyes, por búfalos, por asnos, por
dromedarios, por caballos, por mulas, por cabras y, a veces, por porteadores. Se in-
terrumpían durante la estación de las lluvias, momento en que cedían el primer lugar
a los transportes por vías fluviales y canales, transportes mucho menos costosos, a me-
nudo más rápidos, pero cuyas tasas de seguros eran, curiosamente, más elevadas. Las
caravanas eran recibidas en todas partes con alegría; hasta las aldeas las albergaban
gustosamente 465 •
La expresión que se impone, excesiva, es la de mercado nacional: el enorme conti-
nente admite cierta coherencia cuya economía monetaria es un elemento importante,
esencial. Esta coherencia crea polos de desarrollo, organizadores de simetría indispen-
sable para una circulación viva.
¿Quién no observa, en efecto, el papel dominante de Surat y de su región, privi-
legiada en todos los ámbitos de la vida material: comercio, industria y exportaciones?
El puerto es la gran puerta de salida y la gran puerta de entrada, que el comercio le-
jano une tanto con .el flujo metálico del Mar Rojo como con los puertos lejanos de Eu-

428 •
El mundo a favor o en wntrll de Europ<I

Los viajes en la India en el siglo XVI: ca"etas de bueyes en las que viajan las mujeres en el Reino
de Cambay; guardia armada de escolta. (Clisé F. Qutfici.)

ropa e Insulindia. Otro polo que va a crecer es Bengala, maravilla de la India, un co-
losal Egipto. Ese capitán francés que, en 1739, remonta el Ganges hasta Chanderna-
gor, no sin tr9piezos, con su barco de 600 toneladas, tiene razón al decir del ño: «Es
la fuente y ef centro del comercio de las Indias. Este se realiza allí con gran facilidad
porque no se está sujeto a los inconvenientes que se presentan en la costa de Coroman-
del466 [ ... ] y porque el país es fértil y extraordinariamente poblado. Además de la ca-
lidad inmensa de las mercancfas que se fabrican allí, proporciona trigo, arroz y en ge-
neral todo lo necesario para vivir. Esta abundancia atrae y atraerá siempre a un gran
número de negociantes que envían barcos a todas las partes de la India desde el Mar
Rojo hasta China. Se ve allí a ese conjunto de naciones de Europa y de Asia, que di-
fieren tanto en su espíritu y en sus costumbres, ponerse perfectamente de acuerdo, y
también separarse, por el interés, que es lo único que los guía» 467 • Sin duda, serían ne-
cesarias otras descripciones para restituir a la geografía mercantil de la India toda su
densidad. En particular, sería menester hablar del «bloque industrial> del Gujerat, el
más poderoso de todo el Extremo Oriente; de Calicut, de Ceilán, de Madrás; y de los
diversos comerciantes extranjeros o indios dispuestos a arriesgar sus mercancías o su di-
nero en un préstamo a la gruesa, oferta que, salvo los holandeses, se disputan todos

429
El mundo a ¡;mor o en contra de Europa

los navíos de Europa. Y también habría que hablar de los intercambios complementa-
rios interiores (productos alimenticios, pero también algodón y productos de tinte) por
los cursos de aguas y las rutas terrestres, comercio menos brillante pero quizá más im-
portante aún, para la vida global de la India, que la circulación exterior, y, en todo
caso, decisivo en lo que concierne a las estructuras del Imperio Mogol.

El peso
del Imperio Mogol

El Imperio del Gran Mogol, al sustituir, en 1526, al Sultanato de Delhi se hizo car-
go de una organización que había dado pruebas sus virtudes y, fortalecido por esta he-
rencia y por una nueva dinámica, fue por mucho tiempo una máquina pesada pero
eficaz.
Su primera hazaña (obra adelantada de Akbar, 15 56-1605) había sido hacer coexis-
tir sin demasiadas dificultades a las religiones en presencia, la hinduista y la musulma-
na. Claro que ésta, naturalmente, por ser la religión de los amos, recibió todos los ho-
nores, hasta el punto de que los europeos, al ver las innumerables mezquitas del none
y del centro de la India, durante mucho tiempo consideraron al Islam como la religión
general de la fodia, y al hirtdtiisino como la religión de los comerciantes y los campe-
sinos, como tina especie de idolatría en vías de desaparición, al igual que el paganis-
mo, en Europa, ante el cristianismo. Ef descubrimiento del hinduismo por el pensa-
miento europeo sólo se producirá en los últimos años del siglo XVIII y los primeros
del XIX.
El segundo éxito fue aclimatar y hacer brillar casi en la India entera una misma ci-
vilización, tomada de la Persia vecina, de su arte, de su literatura, de su sensibilidad.
Hubo, así, fusión de las culturas en presencia y, finalmente, fue Ja minoritaria, la is-
lámica, la que fue en grao medida absorbida por las masas indias, pero éstas recibieron
muchos préstamos culturales468 • El persa siguió siendo la lengua de los amos, de los
privilegiados, de las clases superiores: «Haré escribir al Rajá en lengua persa», anuncia
al gobernador de Chandernagor un francés en dificultades en Benarés (el 19 de marzo
de 1768)469 . La administración, por su parte, usaba el hindi, pero incluso su organiza-
ción seguía también el modelo islámico.
En efecto, hay que inscribir en el activo del Sultanato de Delhi, y luego del Impe-
rio Mogol, la creación en las provincias (sarkars) y los distritos (parganas) de una ad-
ministración ramificada que aseguraba la recaudación de impuestos y censos, y que te-
nía también como misión promover la agricultura -es decir, la base fiscal-, desarro-
llar la irrigación y favorecer la difusión de los cultivos más útiles, destinados a la ex-
portación470. Esta acción, apoyada a veces por subvenciones del Estado y giras de infor-
mación, ha sido a menudo eficaz.
En el centro del sistema, concentrado en el corazón del Imperio que hace vivir y
del que vive, se encuentra la fuerza terrible del ejército. Los nobles agrupados alrede-
dor del emperador, mansabdars u omerahs, son los cuadros de este ejército, 8.000 en
total, en 1647. Según sus grados, reclutan decenas, centenas o millares de mercena-
rios471. Los efectivos de la tropa «mantenida en pie> en Delhi son considerables, im-
pe·nsables a la escala de Europa: casi 200.000 jinetes, más de 40.000 fusileros o artille-
ros. Como en Agra, la otra capital, una partida en campaña del ejército deja detrás
una ciudad desierta, donde se mantiene solamente la presencia de los banianos472 • Si
intentamos calcular los efectivos globales de las guarniciones dispersas a través del Im-
perio y reforzadas en las fronteras, hallaremos que se elevan, sin duda, a un millón de

430 •
El mundo a favor o en contra di: Europa

hombres 473 • «Casi no hay ni una pequeña aldea que no tenga al menos dos jinetes y
cuatro soldados de infantería» 474 encargados de mantener el orden y, también, de ob-
servar, de espiar.
El ejército constituye por sí solo el gobierno, pues las altas funciones del régimen
recaen, ante todo, en soldados. Es también el principal cliente de las lujosas mercan-
cías extranjeras, particularmente los paños europeos, que no se importan para hacer ro-
pas, en estos países cálidos, sino «para trousses 475 y sillas de montar para caballos, ele-
fantes y camellos que los grandes hacen bordar en oro y en plata realzados como pro-
tuberancia, para cubiertas de palanquines, para fundas de fusiles, a fin de protegerlos
de la humedad, y para los desfiles de sus infantes» 476 • Esta importación de paños, en
esta época (1724), se elevaría a 50.000 escudos al año. los caballos mismos, importados
de Persia o de Arabia en gran número (un jinete dispone de varias cabalgaduras), son
un lujo: su precio, exorbitante, es cuatro veces mayor, por término medio, que en In-
glaterra. En la corte, antes de comenzar las grandes ceremonias abiertas «a los grandes
y a los pequeños», uno de los placeres del emperador es hacer desfilar «ante sus ojos a
un cierto número de los más bellos caballos de sus establos:&, acompañados por «algu-
nos elefantes [ ... ) con el cuerpo bien lavado y limpio [ ... ] y pintados de negro a ex-
cepción de dos grandes rayas de pintura roja», adornados con cubiertas bordadas y cam-
panillas de plata477 •
El lujo que mantienen los omerahs es casi tan fastuoso como el del mismo empe-
rador. Como él, poseen sus propios talleres de artesanos, los karkhannas, manufacturas
cuya refinada producción les está reservada 478 • Como él, tienen la locura de las cons-
trucciones. Grandes séquitos de servidores y esclavos los acompañan y algunos de ellos
acumulan fabulosos tesoros de oro y piedras preciosas 479 • Podemos imaginar sin difi-
cultad cómo pesa sob.re la economía esta aristocracia india que vive, ya de retribuciones
otorgadas directamente por el tesoro imperial, ya de censos campesinos recaudados por
las tierras que les concede en jagir el emperador «para mantener su rango>.

Las razones políticas y extra-políticas


de la caída del Imperio Mogol

La enorme maquinaria imperial da, en el siglo XVIII, señales de ahogo y desgaste.


Para señalar el comienzo de lo que se ha llamado la decadencia mogola, sólo tenemos
dificultad para elegir: o 1739. con la toma y el saqueo prodigioso de Delhi por los per-
sas; o 1757, con la batalla de Plassey ganada por los ingleses; o 1761, con la segunda
batalla de Panipat: los afganos, armados con corazas medievales, triunfan allí sobre los
mahrattas, con armamento moderno, en el momento en que éstos se aprestaban a re-
constituir en su beneficio el Imperio del Gran Mogol. Durante mucho tiempo, los his-
toriadores aceptaron, sin gran discusión, como término de ta grandeza de la India mo-
gola la fecha de 1707, año de la muerte de Aurang Zeb. Si admitimos esto, el Impe-
rio, en suma, habría muerto por sí solo, sin dejar a los extranjeros, persas, afganos e
ingleses, el cuidado de poner fin a sus días.
Fue, evidentemente, un extraño imperio, fundado por la acción de algunos milla-
res de señores feudales, omerahs o mansabdars (poseedores de rango) reclutados en la
India y fuera de la India. A finales del reinado del sha Yahan (1628-1658), venían ya
de Persia y de Asia Central. en total, de diecisiete regiones diferentes. Eran tan ajenos
al país donde iban a vivir, como, más tarde, los ancianos de Oxford o de Cambridge
que gobernarán la India de Rudyard Kipling.
Dos veces al año, los omerahs visitaban al emperador. La lisonja era de rigor, como
en Versalles. «El Emperador no pronunciaba una palabra que no fuese recibida con ad-
431
El mundo a favor o en contra de f.uropa

miración y que no hiciese levantar las manos a los principales omerahs gritando kara-
mat, es decir, maravillas.,,480 Pero ante todo, mediante esas visitas, se aseguraban de
que el soberano estaba bien y de que el Imperio, gracias a él, estaba siempre en pie.
La menor ausencia del emperador, la noticia de que una enfermedad lo aquejaba o el
falso rumor de su muerte, podían desencadenar de golpe la pasmosa tempestad de una
guerra de sucesión. De ahí el encarnizamiento de Aurang Zeb, durante los últimos
años de su larga vida, en hacer acto de presencia, aun cuando estaba semimoribundo,
en probar coram populo que seguía existiendo y, con él, el Imperio. La debilidad de
este régimen autoritario, en efecto, consistía en no haber logrado organizar, de una vez
por todas, el modo de sucesión imperial. Es verdad que la lucha que se entablaba casi
siempre en esta ocasión no era forzosamente muy seria. En 1658, Aurang Zeb, al final
de la guerra de sucesión que señalaba el comienzo sangriento de su reinado, acababa
de derrotar a su padre y a su hermano Dara-Sikuh. Sin embargo, la aflicción no es muy
grande entre los vencidos. «Casi todos los Omrahs fueron obligados a venir a hacer la
corte a Aurang Zeb [ ... ]y, lo que es casi increíble, no hubo ni uno solo que tuviese
valor para moverse y emprender la menor acción por su Rey, por aquel que los había
hecho lo que er;in y que los había sacado de la nada y de la esclavitud misma, como
es bastante normal en esta Corte, para elevarlos a las riquezas y los honores.,, 481 • Fran~ois
Bernier, ese médico francés contemporáneo de Colbert, da testimonio, así, de que no
ha olvidado, pese a su larga estancia en Delhi, su manera de sentir y de juzgar. Pero
los grandes de Delhi siguen otra moral, siguen las lecciones de un mundo aparte. ¿Qué
son, por lo demás? Condottieri, como los italianos del siglo XV, feclutadores de solda-
dos y jinetes pagados por los servicios que prestan. A ellos les toca reclutar hombres,
y armarlos cada uno a su manera (de allí el armamento dispar de las tropa~ mogolas) 482 •
Como condottieri, están demasiado habituados a la guerra como para no evitar sus pe-
ligros; la dirigen sin pasión, pensando en sus intereses. Como los jefes guerreros de la
época de Maquiavelo, a veces prolongan las hostilidades evitando los encuentros deci-
sivos. Una victoria brillante tiene sus inconvenientes: suscita celos del jefe demasiado
dichoso. Mientras retrasar una campaña, inflar los efectivos y por ende los pagos y be-
. neficios asegurados por el emperador, sólo presenta ventajas, sobre todo cuando la
guerra no es demasiado peligrosa, cuando consiste, frente a una fortaleza que será re-
ducida por el hambre, en instalar un campamento militar de millares de tiendas de
campaña, tan grande como una ciudad, con centenares de comercios, de comodidades
y hasta de cierto lujo. Fran~ois Bernier nos ha dejado una buena descripción de esas
asombrosas ciudades de tela que se construyen y se reconstruyen a lo largo del viaje de
Aurang Zeb a Cachemira, en 1664, y que reúnen a millares y millares de personas. Las
tiendas de campaña son distribuidas en el campamento según un orden que se repite.
Y los omerahs, como en la corte, hacen reverencias al soberano. «Nada es tan magní-
fico como ver, en una noche oscura, en medio de una campaña, entre todas las tiendas
de campaña de un ejército, largas filas de'antorchas que conducen a todos los omerahs
al sector imperial, o que los traen de vuelta a sus tiendas de campaña ... »48 i.
En resumen, una maquinaria asombrosa, dura y sin embargo frágil. Para que fun-
cione, es necesario un soberano enérgico y eficaz, lo que Aurang Zeb quizá fue duran-
te la primera parte de su reinado, en general hasta 1680, año en que aplastó la revuelta
de su hijo Akbar484 • Pero es necesario también que el país no haga tambalear el orden
social, político, económico y religioso que lo rige. Ahora bien, este universo contradic-
torio no deja de moverse. Lo que cambia no es sol;i.mente el soberano, que se hace in-
tolerante, receloso, indeciso y más mojigato que nunca; al mismo tiempo que él, cam-
bia el país entero, y hasta el ejército mismo. Este se entrega al lujo y a todos los pla-
ceres, con lo que pierde de sus virtudes guerreras. Además, aumenta sus filas y recluta
a demasiados hombres. Ahora bien, el número de j11girs no aumenta al mismo ritmo,

432 •
El mundo a favor o en contra de E11ropa

El Gran Mogol se 11a de caza, escoltado por una multitud de señores y servidores, casi todos mon-
tados a caballos, elefantes, o camellos (con excepciones de algunos soldados de infantería, al fon-
do del cuadro, a la derecha). (Clisé de la B.N.)

433
El mundo a favor o c:n mmra di! Europa

y los que se conceden están a menudo devastados o situados en tierras áridas. La táctica
general de los poseedores de jagirs consiste entonces en aprovechar cualquier ocasión
de obtener beneficios. En este clima de desprecio del bien público, ciertos miembros
de la aristocracia vitalicia del Mogol se esfuerzan en sustraer una parte de su fortuna a
la restitución legal que, a su muerte, debería hacerse al emperador; hasta llegan, como
en el Imperio Turco en el mismo momento, a transformar sus bienes vitalicios en pro-
piedades hereditarias. Otra corrupción del sistema: ya hacia mediados del siglo XVII,
príncipes y princesas de la casa real, mujeres del harén y señores se lanzan a los nego-
cios, sea directamente, sea por intermedio de comerciantes que les sirven de testaferros.
El mismo Aurang Zeb posee una flota de barcos que llevan el comercio del Mar Rojo
y de los puertos de Africa.
La fortuna ya no es, en el Imperio Mogol, la recompensa de los servicios prestados
al Estado. Amos de las provincias, subahs y nababs ya no son muy obedientes. Cuando
Aurang Zeb golpea y subyuga a dos Estados musulmanes del Decán -los reinos de
Bijapu~ (1686) y Golconda (1687)-, se encuentra, una vez obtenida la victoria, ante
una importante y profunda crisis de insubordinación. Ya se había concretado contra él
la viva hostilidad de los mahrattas, un pequeño y pobre pueblo montañés de los Gha-
tes occidentales. El Emperador no consigue detener las correrías y los pillajes de esos
extraordinarios jinetes, reforzados, además, por una multitud de aventureros y de des·
contentos~ No logra abatir por la fueria, ni por la astudia ni por la corrupción a su.
jefe, Sivaji, un patán, una «Cata de fas montañas». El prestigio del Emperador decae
terriblemente por ello. En particular; cuando, en enero de 1664, Surat es tomada y sa-
queada por los mahrattas, Surat, el gran puerto riquísimo del Imperio Mogol, el punto
de partida de todos los comerciantes y de los viajes de peregrinos de La Meca, el sím-
bolo mismo de fa. dominación y la potencia mogolas.
Por todos estos motivos, N. M. Paerson485 incluye, con cierta razón, el largo reina-
do de Aurang Zeb eri el proceso mismo de la decadencia mogola. Su tesis es que el
Imperio, frente a esta guerra interior inédita y tenaz, se revela infiel a su vocación, a
su razón de ser. Es posible, pero, ¿ha sido la tragedia de la guerra solamente, como se
sostiene todavía hoy 486 , la consecuencia de la política de Aurang Zeb después de 1680,
puesta bajo el doble signo de la sospecha sanguinaria y la intolerancia religiosa? ¿No
es esto atribuir demasiado a este «Luis XI de la India» 487 ? La reacción hinduista fue una
oleada venida de las profundidades; vemos sus signos, la guerra de los mahrattas, la
herejfa triunfante y las fochas encarnizadas de los sikhs 488 , pero sus orígenes no se nos
aparecen muy claramente. Ahora bien, éstos explicarían, probablemente, el deterioro
profundo, inexorable, de la dominación mogola y de su tentativa de hacer convivir dos
religiones, dos civilizaciones, la musulmana y la hinduista. La civilización musulmana,
con sus instituciones, su urbanismo característieo y ms monumentos que incluso el De-
cári imita, ofreció el espectáculo aparente de un éxito bastante singular. Pero este éxito
termina, y la Indfa se parte en dos. AdemáS, este descuartizamiento abre el camino a
la dominación inglesa. Isaac Titsingh, un holandés que representó durante mucho tiem-
po a la V.O.C. en Bengala, lo dice cori claridad (25 de marzo de 1788): el único obs-
táculo insuperable para los ingleses hubiera sido la alianza de los musulmanes y los prín-
cipes mahrattas; cla política inglesa está constantemente dirigida hoy a evitar semejan-
te alianza» 489.
Lo seguro es la lentitud del desgarramiento de la India mogola. La batalla de Plas-
sey (1757} se produce, en efecto, cincuenta años después de la muene de Aurang Zeb
(1707). ¿Es ya este medio siglo de dificultades evidentes un período de decadencia eco-
nómica? ¿Y de decadencia para quién? Pues, claro está, el siglo XVIII se señala por el
ascenso, en la India entera, de los buenos negocios europeos. Pero, ¿cuál es su
significado?

434
El mundo a ja'L' mra de Europt1

De hecho, es difícil juzgar la verdadera situación económica de la India en el si-


glo XVIII. Algunas regiones, ciertamente, decayeron; otras se han mantenido; y otras
han podido progresar. Las guerras que asolaron al país han sido compradas con los su-
frimientos alemanes durante la Guerra de los Treinta Años 490 (1618-1648). Y si se trata
de comparaciones, nuestras guerras de religión (1562-1598) serían una referencia útil,
pues durante estas luchas que mutilaron a Francia la situación económica del país fue
más bien buena491 • Y es este bienestar económico lo que mantiene y prolonga la guerra,
lo que permite pagar a las tropas extranjeras de mercenarios que re<;lutan sin cesar pro-
testantes y católicos. ¿Habrán tenido las guerras de la India una complicidad similar
de la economía? Es posible: los mahrattas organizan sus incursiones con la ayuda de
hombres de negocios que se ponen de su parte y acumulan los víveres y las municiones
necesarios a lo largo de los itinerarios elegidos. Es menester que la guerra pague la
guerra.
En síntesis, el problema está planteado: sería necesario, para resolverlo, investiga-
ciones, curvas de precios, estadísticas ... ¿Puedo sostener, bajo mi exclusiva responsabi-
lidad, que la India de la segunda mitad del siglo XVIII parece pasar por una coyuntura
en alza, presente desde Cantón hasta el Mar Rojo? Que las compañías europeas y los
comerciantes independientes O los «ServantS» que intervienen en el COtlntry frade hagan
buenos negocios y aumenten el número y el tonelaje de sus naves puede significar per-
juicios y reordenamientos, pero ha sido necesario que la producción del Extremo Orien-
te, y particularmente la de la India, que ocupa siempre una posición central, siga el
movimiento. Y «por cada pieza de tela fabricada para Europa -como escribe Holden
Furber, al correr de la pluma-, era menester tejer cien para el consumo interior» 492 •
Incluso el Africa de los bordes del Océano Indico se reanimaba entonces bajo el impul-
so de los mercaderes del Gujerat493 • ¿Sería el pesimismo de los historiadores de la India
con respecto al siglo XVIII solamente un posición a priori?
En todo caso, tanto si la India se abre por el ascenso como por el reflujo de su vida
económica, lo cierto es que se ofrece sin muchas defensas a la conquista extranjera. No
solamente la de los ingleses: franceses, afganos y persas se unen gustosamente a ella.
¿Lo que se deteriora es la vida de la India en la cúspide de su funcionamiento po-
lítico y económico o la vida estrecha de los burgos y las aldeas? En este plano elemen-
tal, no todo se mantiene, pero muchas cosas quedan donde están. En todo caso, los
ingleses no se apoderan de un país sin recursos. Aun después de 1783, en Surat, ciu-
dad que sin embargo ya ha decaído, ingleses, holandeses, portugueses y franceses rea-
lizan un comercio importante 494 • Mahé, en 17 87 495 , atrae y arrastra hacia sus precios
más elevados que los de los puestos ingleses el comercio de la pimienta. El tráfico fran·
cés de India en India, asegurado por los establecimientos en nuestras factorías, y más
aún en la isla Borbón y la isla de Francia, prospera, o por lo menos se mantiene. Y no
hay un francés en busca, demasiado tarde, de fortuna en las Indias que no tenga por
entonces sus soluciones antibritánicas y sus planes mercantiles: ¿no es siempre la India
una presa, una conquista deseable?

El retroceso de la India
en el siglo XIX

~s induda~le el retroces~ general de la }i:tdia en el siglo XIX. Retroceso abso!?to, y


relauvo tamb1en, en la medida en que sera mcapaz de acompañar a la Revoluc1on In-
dustrial europea e imitar al amo inglés. Pero, ¿es el capitalismo tan particular de la
India el responsable de ello? ¿Es la estructura económica y social coactiva de los salarios
435
El mundo a favor u en contra de /:'.u ropa

demasiado bajos? ¿O la coyuntura política difícil, las guerras del siglo XVIII, conjuga-
das con las usurpaciones crecientes de Europa, y particularmente de los ingleses? ¿O
bien el golpe decisivo lo dio, pero tardíamente, como en Rusia, la revolución de las
máquinas de Europa?
El capitalismo indio, evidentemente, tuvo sus deficiencias. Pero formaba parte de
un sistema que, después de todo, no funcionaba tan mal, aunque la India fuese un
cuerpo desproporcionado, diez veces mayor que Francia, veinte veces mayor que Ingla-
terra. Este cuerpo, este mercado nacional que la geografía divide contra él mismo, ne-
cesita para vivir (el cuerpo) o funcionar (el mercado) cierta cantidad de metales precio-
sos. Ahora bien, el sistema económico-socio-político de la India, por duro e incluso per-
verso que sea, la condena, como hemos visto, a la fluidez necesaria y a la eficacia de
la economía monetaria. La India no dispone de metales preciosos, pero los importa en
cantidad suficiente como para que, desde el siglo XIV, los censos campesinos, enlazo-
na central, sean recaudados en especie. ¿Quién pudo hacer más, en el mundo de en-
tonces, incluida Europa? Y como la economía monetaria sólo funciona a condición de
hacer reservas, de acumular, de abrir compuertas, de crear, antes de las cosechas o los
pagos, dinero artificial, de organizar las transacciones del mercado y del crédito, como
no hay economía ampliamente monetaria sin comerciantes, negociantes, armadores,
aseguradores, corredores, intermediarios, tenderos y buhoneros, está claro que esa je-
rarquía mercantil existe y desempeña su papel en la India.
Es allí donde un cierto capitalismo forma parte del sistema mogol. En los puntos
de paso obligado, negociantes y banqueros ocupan los puestos clave de la acumulación
y la reactivación del capital. Si falta tanto en la India, como en el Islam, la continuidad
de las grandes familias terratenientes en el Occidente acumulan, al mismo tiempo que
riqueza, un capital de influencia y de poder, el sistema de castas favorece y estabiliza,
en cambio, el proceso de la acumulación mercantil y bancaria, proseguido obstinada-
mente de generación en generación. Ciertas familias llegan a tener fortunas excepcio-
nales, comparables con las de los Fugger o los Médicis. En Surat, hay negociantes que
poseen flotas enteras. Hasta conocemos centenares y centenares de mercaderes afiliados
a castas de banianos. Y lo mismo comerciantes musulmanes acomodados o riquísimos.
En el siglo XVIII, los banqueros parecen estar en la cumbre de su riqueza. ¿Son lleva-
dos, como me inclino a creer, bajo Ja influencia, quizás, de la historia europea, por la
evolución lógica de una vida económica que tiende a crear, al final, los altos niveles de
actividad bancaria? ¿O, como ha sugerido T. Raychaudhuri, esos hombres de negocios
se lanzan a las finanzas (la percepción de impuestos, la banca y la usura) porque la com-
petencia europea, cada vez más_, los expulsa de la vida marítima y del comercio 496 ? Los
dos movimientos han podido combinarse para asegurar la fortuna de Jos jagatseths,
quienes, honrados por este título suntuoso (banqueros mundiales), sustituyeron para
él, en 171), a sus antiguos patronímicos.
Conocemos bastante bien a esa familia originaria del Estado de Jaipur y pertene-
ciente a una rama de Ja casta de los marwari. Su fortuna se hace enorme después de
su instalación en Bengala, donde Jos vemos efectuar la recaudación de impuestos para
el Gran Mogol, el préstamo usurario, los adelantos bancarios y ocuparse de la Casa de
Moneda de Murshidabad. De creer a algunos de sus contemporáneos, hicieron fortuna
solamente estableciendo la cotización de las rupias con respecto a las piezas antiguas.
Como cambistas, envían a Delhi sumas enormes en letras de cambio, para beneficio
del Gran Mogol. Durante la toma de Murshidabad por un destacamento de 'la caba-
llería mahratta, pierden de golpe 20 millones de rupias, pero sus negocios continúan
como si no hubiese ocurrido nada ... Agreguemos que los Jagatseths no son únicos. Se
conocen muchos otros hombres de negocios que no hacen mal papel al lado de ellos 497 •
Estos capitalistas de Bengala se arruinarán progresivamente, es cierto, a partir de fines

436
El mundo a favor o en contra de Europa

Empleado de la East India Company entregado a los placeres del opio y de la doke vita. Pintura
india de Dip Chand (fines del siglo XVIII). Victoria and Albert Museum. (Clisé del Museo.)

del siglo XVIII, mas por obra de los ingleses, no por su propia incapacidad 498 • Sobre la
costa oeste de la India, en cambio, vemos en Bombay, durante la primera mitad del
siglo XIX, a parsis y gujeratis, musulmanes e hindúes, muy ricos, prosperar en todas
las actividades mercantiles y bancarias, la construcción naval, los fletes, el comercio con
China y hasta en ciertas industrias. Uno de los más ricos, el parsiJ. Jeejeebhoy, tenía
en depósito 30 miJiones de rupias en un banco inglés de la ciudad 499 En Bombay, la
colaboración y la organización de las redes de negocios indígenas eran indispensables
para los ingleses, y el capitalismo indio demostró sin dificultad su capacidad de
adaptación.
¿Es decir que siempre se llevó las de ganar en la India? Ciertamente no, porque los
mercaderes y banqueros no estaban solos. Por encima de ellos, tenían, antes de las exi-
gencias de la dominación inglesa, los Estados despóticos de la India, y no sólo el del
Gran Mogol: la riqueza de las grandes familias de comerciantes las destinaba a las exac-
ciones de los poderosos. Vivían en el temor perpetuo de las expoliaciones y las tortu-

437
El mundo a fa'l>or o en "'mtra de Europa

ras~ºº· Así, por vivo que fuese el movimiento del dinero que es el alma del capitalismo
mercantil y de la economía india, al mundo de los banianos le faltan las libertades, las
seguridades y las complicidades de la política que, en Occidente, favorecieron el.avan-
ce capitalista. Pero de ahí a tachar al capitalismo indio de impotencia, como se ha he-
cho a veces, hay mucha distancia. La India no es China, donde el capitalismo en sí, es
decir, la acumulación, es obstaculizado conscientemente por el Estado. En la India, los
comerciantes riquísimos, aunque estén expuestos a las extorsiones, son numerosos y se
mantienen. La solidaridad poderosa de la casta envuelve y garantiza la fortuna del gru-
po, le asegura complicidades mercantiles desde lnsulindia hasta Moscú.
No acusaré, pues, al capitalismo de los atrasos de la India, que ciertamente obede-
cen, como siempre, tanto a razones internas como externas.
Entre las internas, quizás sea menester poner de relieve los bajos salarios. Es un truis-
mo hablar del desfase de los salarios indios con respecto a los de Europa. En 17 36, para
los directores de la East India Company, los salarios de los obreros franceses (y se sabe
que son muy inferiores a las remuneraciones de la mano de obra inglesa) serían seis
veces superiores a los de la lndia~ 01 •• Chaudhuri Oó se equivoca, sin embargo, cuando
encuentra un poco misteriosa esa paga miserable a obtetos muy cualificados a los que
el contexto social deja, al parecet;una libertad y unos medios de defensa suficientes.
Pero, ¿no es el bajo nivel de lós salarios un rasgo estructural inScrito desde siempre en
el sistema económico general de la India? Quiero decir: ¿no es la condición sine qua
non de la afluencia de los metales preciosos a la India, afluencia muy antigua, iniciada
ya desde los tiempos de Roma? ¿No explica, mejor aún que el gusto desenfrenado por
el atesoramiento del emperador y de los privilegiados, esa especie de atracción ciclónica
que lleva los metales preciosos del Oeste al Este? Las monedas de oro y de plat?., cuan-
do llegan a la India, se valorizan automáticamente a la medida del bajísimo precio del
trabajo de los hombres, el cual implica forzosamente el bajo precio de los víveres e in-
cluso el bajo precio, relativo, de las especias. De ahí, como un choque de rechazo, la
potencia de la penetración, en los mercados de Occidente, de las exportaciones indias,
de sus materias primas y más aún de sus telas de algodón y sus sederías: son favoreci-
das, con respecto a la producción inglesa, francesa u holandesa, por su calidad y por
su belleza, pero también por una diferencia de precios análoga a la que lanza hoy a
los mercados del mundo los textiles de Hong-Kong o de Corea.
El trabajo de un «proletariado exterior» es el fundamento mismo del comercio de
Europa con la India. Defendiendo el principio de las exportaciones de metales precio-
sos, Thomas Man, en 1684, daba un argumento perentorio: las mercancías indias que
la Compañía de las Indias ha comprado por 840.000 libras fueron revendidas por 4 mi-
llones en Europa; corresponden, finalmente, a los ingresos de dinero en Gran Breta-
ña502. A partir de mediados del siglo XVII, las importaciones de tejidos de algodón ocu-
pan el primer lugar y aumentan rápidamente. En 1785-1786, en el curso de un solo
año, la Compañía Inglesa vendió, sólo en la ciudad de Copenhague, 900.000 piezas
de tejidos indios 503 • Pero, ¿no tiene razón K. N. Chaudhuri al deducir de este hecho
que no podía haber ningún estímulo a una investigación técnica que aumentase la pro-
ductividad del trabajo en un país donde los artesanos se contaban por millones y cuyos
productos arrancaba el mundo entero? Al marchar todo bien, todo podía quedar como
estaba. El estímulo, por el contrario, actuó sobre la industria europea amenazada. In-
glaterra, para comenzar, cerró sus fronteras durante la mayor parte del siglo XVIII a los
textiles de la India que reexportaba a América y Europa. Luego trató de apoderarse de
un mercado tan provechoso. Sólo podía hacerlo mediante una economía drástica de ma-
no de obra. ¿Fue un azar que la revolución de la máquina comenzase en la industria
del algodón?
Llegamos así a la segunda explicación, ya no interior, sino exterior, del retraso de

438
'
El mundo a ftzvor o en contra de Europa

la India. Esta segunda explicación es, en una palabra, Inglaterra. No basta con decir:
los ingleses se apoderaron de la India y de sus recursos. La India fue, para ellos, un
instrumento gracias al cual se hicieron dueños de un espacio más extenso que ella, para
dominar la super-economía-mundo asiática, y es en este marco ampliado donde se ve
muy pronto cómo las estructuras y equilibrios internos de la India fueron deformados
y desviados para responder a objetivos que le eran extraños. Cómo también, en este
proceso, finalmente fue, en el siglo XIX, «desindustrializada», reducida al papel de gran
productor de materias primas.
En todo caso, la India del siglo XVIII no está en condiciones de engendrar un capi-
talismo industrial revolucionario. Dentro de sus propios límites, respira y actúa con na-
turalidad, con fuerza, con éxito; dispone de una agricultura tradicional, pero abun-
dante y de alto rendimiento; de una industria de tipo antiguo, pero sumamente vivaz
y eficaz (hasta 1810, el acero indio será incluso de calidad superior al inglés, y sólo in-
ferior al acero sueco )504 ; está atravesada por una economía de mercado existente desde
mucho tiempo atrás; dispone de círculos mercantiles numerosos y eficaces. Finalmente,
su potencia comercial e industrial reposa, como es natural, en un fuerte comercio leja-
no: se baña en un espacio económico mayor que ella misma.
Pero no domina a ese espacio. Incluso he señalado su pasividad frente al mundo
que la rodea y del que depende lo más importante de sus intercambios. Ahora bien,
es desde el exterior, por un acaparamiento de las vías del country trade asiático, desde
donde la India fue poco a poco empobrecida, destronada. La intervención de Europa,
que se tradujo primero en un golpe a sus exportaciones, finalmente se volvió contra
ella. Para colmo de la ironía, fue la fuerza masiva de la India la que será utilizada para
completar su autodestrucción, para forzar, a partir de 1760, en beneficio de Inglaterra,
las puertas mal abiertas de China, gracias al algodón y al opio. Y la India soportará el
choque de rechazo de esta fuerza acrecentada de Inglaterra.

India y China
cogidas en una super-economía-mundo

Al término de estas explicaciones, henos aquí que hemos vuelto al problema plan-
teado inicialmente: la vida de conjunto del Extremo Oriente cogida, desde 1400, en
una super-economía-mundo muy extensa, grandiosa, pero frágil. Esta fragilidad fue,
sin ninguna duda, uno de los factores más importantes de la historia universal. Pues
el Extremo Oriente, suficientemente organizado para ser penetrado con relativa facili-
dad, insuficientemente organizado para defenderse, llama al invasor. La intrusión de
los europeos no implica, pues, su sola responsabilidad. Además, sigue a muchas otras
intrusiones, aunque no sean más que las del Islam.
El lugar de cita, el punto de confluencia lógico, en el centro de esta super-econo-
mía-mundo, es y sólo puede ser la lnsulindia. La geografía la sitúa en el extremo de
Asia, a mitad de camino de la China y Japón, por una parte, de la India y los países
del Océano Indico, por la otra. Sin embargo, las posibilidades que abre la geografía,
le corresponde a la historia aceptarlas o no, y, en el rechazo o la aceptación, habrá in-
numerables matices, según el comportamiento de los dos gigantes del Extremo Orien-
te: India y China. Cuando son ambos prósperos, dueños de sus cuerpos, y actúan si-
multáneamente en el escenario exterior, el centro de gravedad del Extremo Oriente tie-
ne ciertas probabilidades de situarse, y hasta de fijarse, por un tiempo más o menos
largo, a la altura de la península de Malaca, de las islas de Sumatra o Java. Pero estos
gigantes se despertaron lentamente y siempre actuaron con lentitud.
439
El mundo a favor o en contra de Europa

Fue hacia el comienzo de la Era Cristiana, tardíamente, pues, cuando la India re-
conoció y animó el universo de la lnsulindia. Sus marinos, sus comerciantes y sus após-
toles explotaron, espabilaron y evangelizaron el archipiélago, le propusieron con éxito
formas superiores de vida polrtica, religiosa y económica. El archipiélago fue entonces
«hinduizado».
El monstruo chino llega al medio de estas islas con enorme retraso, sólo hacia el
siglo v. Y no impondrá a los Estados y las ciudades ya hinduizados la marca de su ci-
vilización, que habría podido triunfar aquí como habría triunfado, o iba a triunfar, en
Japón, en Corea o en Vietnam. La presencia china permanecerá circunscrita a los as-
pectos económico y político; en varias ocasiones, China impondrá a los Estados insu-
lindios protectorados, tutelas o el envío de embajadas de vasallaje, pero en lo esencial,
en el arte de vivir, estos Estados seguirán durante mucho tiempo fieles a sí mismos y
a sus primeros amos. Para ellos, India tiene más peso que China.
La expansión hinduista y luego la expansión china correspondieron, probablemen-
te, a impulsos económicos, que las provocaron y mantuvieron, y cuya cronología sería
necesario conocer mejor, y discernir mejor su origen y sus fuerzas vivas. Aunque poco
competente en estos terrenos mal conocidos por los historiadores no especialistas, me
imagino que la ~ndia, cuando su expansión hacia el este, hizo repercutir los choques
transmitidos por el oeste lejano, es decir, por el Mediterráneo. El emparejamiento Eu-
ropa-India, muy antiguo, creador en todos los planos, ¿no es acaso uno de los rasgos
destacados por la historia antigua del mundo? Para China, el problema se plantea de
otra manera, como si llegase en Insulindia a un límite extremo, que no supera. La puer-
ta, o la barrera, insulindia siempre fue franqueada mejor desde el oeste hacia el este y
el none que en el sentido inverso.
En todo caso, estas expansiones, primero la india, luego la china, hicieron de In-
sulindia, si no un polo dominante, al menos una encrucijada animada. Los desarrollos
sucesivos de esta encrucijada se llamaron el Reino de Srivijaya (siglos VII-XIII), centrado
en el sudeste· de Sumatra y la ciudad de Palembang; luego el Imperio de Mojopahit
(siglos XIII-XV), centrado en 1a isla, rica en arroz, de Java. Una tras otra, estas dos for-
maciones políticas se adueñaron de los ejes mayores de la circulación marítima, en par-
ticular, de la imP.ortantísima ruta del estrecho de Malaca. Los reinos así constituidos
fueron poderosos inreni:os talasocráticos, ambos de cierta duración: el primero, de cin-
co a seis siglos; el segundo, de tres a cuatro. A su respecto, se podría hablar ya de una
economía insulindia, si no de una super-economía-mundo del Extremo Oriente.
Probablemente, no hubo super-economía-mundo centrada en lnsulindia más que
a partir de los primeros auges de Malaca, ya sea a partir de 1403, fecha de su funda-
ción, ya sea de 1409. fecha de su emergencia, hasta su toma por Alfonso de Albuquer-
que, el 10 de agosto de 1511 lo~. Es este brusco y luego secular éxito lo que conviene
examinar más detenidamente.

Las glorias primeras


de Malaca

Para Malaca, la geografía ha desempeñado un papel importante 506 • Sobre el estre-


cho que ha conservado su nombre, la ciudad ocupa una posición ventajosa, a lo largo
del «canal» marítimo que comunica las aguas del Océano Indico con las de los mares
que bordean el Pacífico. La estrecha península malaya (que buenos caminos permiten
hoy atravesar rápidamente, incluso en bicicleta) estaba cortada antaño, a la altura del
istmo de Kra, por simples rutas terrestres. Pero se interponían bosques, llenos de bes-
440
'
El mundo a favor o en contra de Europa

Vientos 1HJTÍIJble1 pro11enienle1 sobre todo del oeste l\i:j

48. EL PRIVILEGIO DE MALACA


L4 %Oflt1 de lllJ cfllma1 ecuatoriales se rtmonla h"ia el norte y luego deJciende hacia el sur, Jegún el mo•imiento del Sol.
Mtl/11c11, pue1, hace áe puente o de pt1SÜl0 entre monzoneJ y tl/iiiru, del nortle1te y del 111de1te. (Tomado del Adas de Vitlal
áe la Blache, p. 56.)

tías feroces. La circumnavegación de la península, una vez establecida, reforzó el valor


del estrecho de Malaca 5º7 •
Construida sobre una leve eminencia, en un suelo «blando» y «cenagoso» («un gol-
pe de laya basta para encontrar agua» )lº8 , Malaca, cortada en dos por un río de aguas
claras donde las barcas pueden atracar, es más bien un fondeadero y un abrigo que un
verdadero. puerto: los grandes juncos anclan frente a la ciudad, entre dos pequeñas is-
las llamadas por los portugueses Ilha d11 Pedr11 e llha das NaoJ -la isla de la Piedra y
la isla de las Naves-, esta última «no más grande que la plaza de Amsterdam donde
está situado el Ayuntamiento» 5º9 • Sin embargo, como dice otro viajero, «se puede llegar
a Malaca en todas las temporadas del año; ventaja que,no tienen los puertos de Goa,
de Cochín [o) de Surat ... » 510 • Los únicos obstáculos son las corrientes de la marea a tra-

441
El mundo a favor " en mntra de Europa

vés del estrecho: de ordinario, «asciende al este y desciende al oeste:.>rn. Como si estas
ventajas no bastasen, Malaca (véase el mapa de la página siguiente) no solamente une
dos océanos, sino que está situada en el punto de encuentro de dos zonas de la circu-
lación atmosférica: la de los monzones del Océano Indico al oeste y la de los alisios al
sur y al este. Para colmo de fortuna, la estrecha banda de las calmas ecuatoriales que
se desplaza lentamente, hacia el norte, o bien hacia el sur, se mantiene durante bas-
tante tiempo en la región misma de Malaca (2° 30' de latitud norte), dando sucesiva-
mente a los barcos el paso libre hacia los alisios o hacia los monzones. «Es una de las
regiones más favorecidas por la naturaleza, que hace reinar allí una primavera perpe-
tua», exclama .Sonneratm.
Pero en Insulindia había otros sitios privilegiados, como el estrecho de la Sonda.
Las fortunas anteriores de Srivijaya y Majopahitm establecen que el mismo control po-
día ejercerse desde las costas al este de Sumatra e incluso, más al este aún, desde Java.
Además, en enero de 1522, las naves de la expedición de Magallanes, después de la
muerte de su jefe en las Filipinas, pas.aron, en el viaje de regreso, por las islas de la
Sonda a la altura de Timor para llegar, al sur, a la zona de los alisios del sudeste. Fue
por una ruta semejante por la que Drake, en 158Q, en su vhje alrededor del mundo,
Hegó a la vertiente meridional de lnsulindia.
De todas maneras, si el ascenso de Malaca se explica geográficamente, la historia
ha añadido mucho, tanto en el plano local como en el plano general de la economía
asiática. Así, la nueva ciudad logró atraer a ella y poner bajo su tutela, de algún modo,
a los marinos malayos de las costas vecinas, desde siempre marinos de cabotaje, pesca-
dores y más aún piratas. Así, liberó el estrecho de estos salteadores al mismo tiempo
que se procuró los·pequeños veleros de carga, la mano de obra, las tripulaciones e in-
cluso las flotas de guerra de los que tenía necesidad. En cuanto a los grandes juncos
indispensables para el comercio lejano, los encontró en Java y en Pegu. Fue allí, por
ejemplo, donde el sultán de Malaca (que se interesaba sobremanera por los tráficos de
su ciudad y sacaba una buena tajada de ellos) compró las naves con las que organizó
por su cuenta un viaje a La Meca.
El desarrollo rápido de la ciudad se plantea pronto como un problema en sí mismo.
¿Cómo vivir? Adosada a una península montuosa: y cubierta de bosques, rica en minas
de estaño pero desprovista de cultivos comestibles, Malaca no tenía más fuentes de ali-
mentación que su pesca costera. Por ello, depende de Siam y de Java, productores y
vendedores de arroz. Ahora bien, Siam es un Estado agresivo y peligroso, y Java sigue
llevando sobre sus espaldas el imperialismo envejecido, pero no abolido, de Majopa-
hit. Uno u otro de esos Estados habrían engullido, sin duda, a la pequeña ciudad na-
cida de un azar, de un incidente de la política local, si Malaca, en 1409, no se hubiese
puesto bajo la soberanía china. La protección de China será eficaz hasta el decenio de
1430-1439 y, .durante este lapso, Nojopahit se disolvió por sí solo, dejando probabili-
dades de vida a Malaca.
La fortuna excepcional de la ciudad surgió también de una coyuntura decisiva: el
encuentro de China y la India. De una China que, desde hacía un tercio de siglo, ha-
bía conducido una asombrosa expansión de sus marinos en Insulindia y el Océano In-
dico; y de una India cuyo papel fue más grande y más precoz aún. En etecto, termi-
naba el siglo XIV cuando hubo, bajo el impulso de la India musulmana del Sultanato
de Delhi, una oleada de comerciantes y transportistas indios, originarios de Bengala,
Coromandel y Gujerat, acompañada de un activo proselitismo religioso. La implanta-
ción del Islam, que los navegantes árabes no habían logrado, ni siquiera intentado, en
el siglo VIII, se realizó siglos más tarde, gracias a los intercambios comerciales con la
IndiaH 4 • Las ciudades situadas a la orilla del mar son tocadas por el Islam unas tras
otras. Para Malaca, que se convirtió en 1414, fue la oportunidad de las oportunidades:
442 •
El mundo a favor o en contra de Europa

• Oro

49. INSULINDIA OFRECE SUS RIQUEZAS A LOS EUROPEOS


Los portugueses con centro en Mfllqca hicieron rápidamente el inventan'o de las riquezas del archipiélago. Ante todo, pi-
mienta, especias finas y oro. &te primer impfKto fue suficientemente fuerte como para dar origen, despuéí de 15.50, en
particular con re¡pecto a la pimienta, a nuevos cultivos y nue•os mer<aáos. FJ mismo fenómeno Je produjo en la India, en
la co1ta de Malabar. Según el mapa de V. Magfllhaees Goáinho, op. cit.

443
El mundo a favor o en contra de Europa

negocios y proselitismo allí van a la par. Además, si Majopahit se disuelve poco a poco
y deja de ser un peligro, es precisamente ·porque sus ciudades costeras pasan al Islam,
mientras que el interior de Java y de las otras islas sigue fiel al hinduismo. La expan-
sión de la fe musulmana, en efecto, sólo afectó a un tercio o un cuarto de las pobla-
ciones. Algunas islas permanecerán ajenas a él, como Bali, maravilloso museo del hin-
duismo, todavía hoy. Y en las lejanas Molucas, la conversión se efectuará mal; los por-
tugueses descubrirán allí con asombro a musulmanes de nombre, en modo alguno hos-
tiles al cristianismo.
Pero la grandeza en ascenso de Malaca deriva directamente de la expansión del co-
mercio indio. Y con razón: los comerciantes de la India aportaron a Sumatra, como a
Java, el pimentero, un regalo de importancia. Y en todas partes, desde los puntos que
tocan los tráficos de Malaca, una economía de mercado sustituye a lo que no era hasta
entonces más que una vida aún primitiva, puesta bajo el signo de la subsistencia. «Se
preocupaban poco por sembrar y plantar -dice un cronista portugués al hablar del pa-
sado de los habitantes de las Molucas-; vivían como en las primeras edades [de la hu-
manidad]. Por la mañana, sacaban del mar y del bosque los elementos con los cuales
alimentarse durante el día entero. Viviendo de la rapiña, ilo extraían ningún provecho
del clavo de especia, y no había nadie que se los compra5e»m. Cuando las MolucaS que-
daron presas en redes mercantiles, surgieron plantaciones y se estrecharon los lazos en-
tre Malaca y las islas de especias. Un comerciante keling (es decir; un comerciante hin"
dú de Coromandel), Nina Suria Deva, enviaba cada año ocho juncos a las Molucas (cla-
vo) y a las islas Bonda (nuez moscada). Estas islas, invadidas por los monocultivos, des-
de entonces no vivieron más que gracias al arroz que les llevaban los juncos de Java,
los cuales, además, llegaban hasta las islas Marianas, en el corazón del Pacífico;
Así, la expansión islámica fue organizadora. En Malaca se constituyen «sultanatos»;
como en Tidore, como en Ternate y más tarde en Macassar. Lo más curioso es la apa-
rición, necesaria para el comercio, de una linguafranca que deriva de la lengua mala-
ya, comúnmente hablada en la metrópoli mercantil de Malaca. A través de Insulindia
y sus «mediterráneos», clas lenguas son tan numerosas -dice un cronista portugués-
que los mismos vecinos, por decirlo así, no se entienden. Hoy se valen de la lengua
malaya; la mayoría de la gente la habla, y se sirven de ella, en todas las islas, como del
latín en Europa». Se comprobará con sorpresa que las 450 palabras del vocabulario de
las Molucas que lleva a Europa la expedición de Magallanes son palabras malayas 516 •
La difusión de la lingua franca es una prueba de la fuerza expansiva de Malaca. No
menos ésta ha sido creada desde fuera, corno lo ha sido la fortuna de Amberes en el
siglo XVI. ,Pues la ciudad ofrece sus casas, sus plazas, sus tiendas, sus instituciones pro-
tectoras y su muy precioso código de leyes marítimas, pero son naves, mercancías y mer-
caderes extranjeros los que alimentan sus intercambios. Entre estos extranjeros, los más
numerosos son los comerciantes musulmanes del Gujerat y de Calicut (un millar de gu-
jeratis, según Torne Pires, «más 4.000 ó 5.000 marinos que van y vienen»); un grupo
importante, también, son los mercaderes hindúes de Coromandel, los keling, que has-
ta tienen su barrio propio, Campon Quelingm La superioridad de los gujeratis con-
siste en que están tan sólidamente implantados en Sumatra y Java corno en Malaca, y
en que controlan lo esencial de las reexportaciones de especias y de pimienta al Medi-
terráneo. Cambay (otro nombre de Gujerat) no podía vivir, se decía, sin exte11der un
brazo hasta Adén y otro hasta Malaca~ 18 • Una vez más, se pone de manifiesto así la
superioridad latente de la India, mucho más abierta que China a las relaciones exte-
riores, ligada a las redes mercantiles del Islam y del Próximo Oriente mediterráneo. En
cambio, China, después de 1430, por razones que, pese a la imaginación de los histo-
riadores, no nos parecen claras, renunció para siempre a las expediciones lejanas. Ade-
más, se interesa moderadamente por las especias, que consume en pequeña cantidad,
444
El mundo a favor o en contra de Europa

con la excepción de la pimienta, que obtiene en Bantam, a menudo sin pasar por la
parada de Malaca.
La conquista de Malaca, realizada por la pequeña flota portuguesa de Albuquerque
(1.400 hombres a bordo, entre ellos 600 malabares) 519 , fue teledirigida por la prospe-
ridad y la reputación de la ciudad, «a la sazón la más famosa del mercado de la In-
dia»520. Fue una conquista brutal: una vez capturado el puente sobre el río, la ciudad,
tomada por asalto, fue saqueada durante nueve días. Sin embargo, la grandeza de Ma-
laca no se detiene bruscamente en esa jornada fatal del 10 de agosto de 1511. Albu-
querque, quien permaneció en la ciudad conquistada hasta enero de 1512, supo orga-
nizada; construyó una fortaleza importante y, si bien se presentó desde Siam hasta las
«islas de la Especiería:. como enemigo de los musulmanes, también se proclamó amigo
de los gentiles, de los paganos y, en verdad, de todos los comerciantes. Después de la
ocupaci6n, la política portuguesa se hizo tolerante, acogedora. Incluso Felipe 11, como
rey de Portugal y amo de las Indias Orientales después de 1580, preconizó en el Ex-
tremo Oriente una tolerancia religiosa atenta. No, decía, no es necesario convertir por
fa fuerza: «Nao e este o modo que se deve ter una conversiio, i 21 • En la Malaca lusitana,
había tanto un bazar chino como una mezquita; es verdad que la iglesia de San Pablo,
de los jesuitas, dominaba la: fortaleza y, desde su pórtico, se veía el horizonte del mar.
Como dice con razón Luis Felipe F. R. Thomas, cla conquista de Malaca, en· agosto de
1511, abrió a los portugueses las puertas de los mares de ltisulindia y del Extremo Orien-
te; al apoderarse de ella, fos vencedores no sólo obtuvieron la dominación de una rica
ciudad, sino también la de un complejo de rutas comerciales que se cruzaban en Ma-
laca y del que la ciudad era la clave~m. En conjunto, pese a algunas rupturas, mantu-
vieron estos vínculos. Algunos incluso se ampliaron, cuando los portugueses, en 1555,
para compensar la difícil coyuntura de mediados del siglo XVI, se instalaron en Macao,
frente a Cantón, y llegaron hasta Japón. Malaca fue entonces, en sus manos, el puesto
central de las conexiones entre el Pacífico, fa India y Europa, lo que será más tarde Ba-
tavia en manos de los holandeses.
Antes del comienzo de las dificultades que planteó al Asia portuguesa la llegada
de lós holandeses, los lusitanos vivieron horas tranquilas, prósperas, que beneficiaron
al rey de Lisboa, a Portugal y a los revendedores de pimienta de Europa, pero también
a los portugueses que se aventuraron en Oriente y que tuvieron a veces, si no siempre,
la mentalidad semifeudal de los conquistadores españoles de América. Ciertamente, hu-
bo ataques turcos, pero intermitentes, poco eficaces. En general, los portugueses se be-
neficiaron con la paz. Pero, cal viajar sin obstáculos en esos mares, descuidaron todo
tipo de precauciones para su defensa:.m. Es así que, cuando llegan, en 1592, por la
misma ruta de Vasco da Gama, las dos naves inglesas de Lancaster, no hallan dificul-
tades para apoderarse de los barcos portugueses que encuentran. Pronto cambiaría to-
do: los europeos llevarán a las Indias sus guerras y rivalidades de Europa, y Malaca, ciu-
dad portuguesa, perderá su larga supremacía. Los holandeses se adueñaron de ella, en
1641, e inmediatamente la redujeron a un papel subalterno.

Los nuevos centrados


del Extremo Oriente

Desde antes de la crisis de Malaca, Batavia se convirtió en el centro de los tráficos


del Extremo Oriente, dirigiéndolos y organizándolos. Fundada en 1619, está en todo
su apogeo en 1638, cuando Japón se cierra a los portugueses, pero permanece abierto
a la nave de la V.O.e. La sede de la realeza mercantil -al mismo tiempo que el do-
445
El mundo a favor o en contra de Europa

Macao a comienzos del siglo XVII, por Théodore de Bry. La ciudad, ocupada por los holandeses
desde 15J7, servía de punto de partida para los mercaderes que comerciaban en China (Clisé de
la B.N.)

minio de las redes esenciales del country trade- quedó en lnsulindia, y quedará en
ella mientras dure la supremacía hábil, vigilante y autoritaria de la Compañía Holan-
desa de las Indias Orientales, es decir, durante más de un siglo, pese a muchos avatares
y dificultades. Así, a comienzos del año 1662, los holandeses fueron expulsados de la
isla de Formosa, donde se habían instalado, frente a China y a mitad de camino de
Japón, desde 1634, fecha de la construcción del fuerte de Castel Zelandia124 • El largo
reinado de Batavia, del que ya hemos hablado, coincidió, grosso modo, con la larga
crisis del siglo XVII que, de 1650 a 1750 (fechas aproximadas), sobresale claramente a
través de la economía-mundo europea (incluido el Nuevo Mundo). Pero probablemen-
te no en el Extremo Oriente, pues el siglo XVII, en la India entera, es un siglo de pros-
peridad, de ascenso demográfico y económico. Tal vez eso influyó, entre otros factores,
en el hecho de que Holanda, en la crisis europea, fue por excelencia una economía al
abrigo, como hemos dicho, hacia la cual afluye lo mejor de los negocios que subsisten.
En todo caso, Batavia, ciudad nueva, es el signo brillante de la supremacía holan-
desa. El Ayuntamiento, construido en 1652, señala con sus dos pisos el centro de la
ciudad, una ciudad conada por canales, atravesada por calles en forma de tablero y ro-

446 •
El mundo a favor o en contra de Europa

deada por murallas fortificadas con veintidós bastiones y cuatro puertas. Allí confluyen
todos los pueblos de Asia, de la Europa lejana y del Océano Indico. Fuera de los muros
se hallan los barrios de los javaneses y los amboinianos; además de villas en la campa-
ña, pero sobre todo de arrozales, campos de cañas de azúcar, canales y, a lo largo de
un río acondicionado, «molinos para trigo, para aserrar, para papel o para pólvora>, o
para az(·-:ar, y tejerías, ladrillares ... En el interior de la ciudad, todo es orden, limpieza
y aseo: los mercados, las tiendas, los almacenes, las carnicerías, las pescaderfas, los cuer-
pos de guardia y el Spinhuis, la casa donde las muchachas ·perdidas están condenadas
a hilar. Es inútil repetir cuán rica, voluptuosa e indolente es la sociedad colonial ho-
landesa. Esa riqueza y esa voluptuosidad que hemos encontrado en Goa hacia 1595,
que hallamos en Batavia desde antes del viaje del cirujano Graaf, quien llega a ella en
1668, y que encontraremos en Calcuta, son el indicio que no engaña de un éxito
brillante 525 .
Sin embargo, desde el comienzo del siglo XVIII, la enorme maquinaria holandesa
empieza a descomponerse. A veces se ha atribuido esto a los fraudes y las faltas de de-
licadeza crecientes de los agentes de la Compañía. Pero, a este respecto, los servants
de la Compañía Inglesa superan a los holandeses, lo que no impedirá, sino por el con-
trario, que la East India Company se apodere del primer lugar, cerca del decenio de
1760-1769. ¿Es, cómo sería tentador sostenerlo, porque la inversión de la tendencia, a
mediados del siglo XVIII, genera en todas partes mayores actividades, aumenta el vo-
lumen de los intercambios y facilita los cambios, las rupturas y las revoluciones? En Eu-
ropa, se produce una redistribución de las posibilidades internacionales y la implanta-
ción, a toda velocidad, de la supremacía inglesa. En Asia, la India atrae hacia ella el
centro de gravedad de todo le Extremo Oriente, pero ocupa este primer lugar bajo la
férula y por cuenta de Inglaterra, según un proceso admirablemente descrito por el Ji·
bro ya viejo de Holden Furber 526 . La Compaí'í.ía Inglesa, lajohn Comptmy, predominó
sobre su «prima>, lajan Company, la V.O.e., porque ésta perdió la partida en Ben-
gala y en la India en el curso del decenio de 1770-1779, y porque ya a mediados del
siglo no había logrado el primer lugar en Cantón, donde poco a poco, cada día más,
China había abierto sus puertas. Me cuidaré bien de decir que en CantónJohn fue más
inteligente, más hábil y más astuto que Jan. Es lo que se afirma a veces, no sin cierta
razón. Pero un testigo francés que critica ásperamente a la Compañía Francesa de las
Indias sostiene que en Cantón, hacia 1752, son las Com:eañías Sueca y Danesa, las me-
nos preparadas para triunfar, las que supieron captar la situación mejor que las otras 527 .
Si los ingleses predominan, es porque, a su propia fuerza, aí'í.aden el peso formidable
de la India. Plassey ( 17 57) no sólo selló la conquista política de la India, sino también
la de esos críos» mercantiles que se pegan a los litorales del subcontinente y corren, de
un lado, hasta el Mar R-Jjo y el Golfo Pérsico y, del otro, hasta Insulindia y luego hasta
Cantón. ¿No es acaso para las necesidades exclusivas del country trade y especialmente
los viajes a China por lo que los astilleros de la India construyen tantas naves, tantos
indiamen? Según Furber 528 , en 1780, la flota de bandera inglesa que practica el co-
mercio de India en India es de 4.000 toneladas, ¡y llega a 25.000 en 1790! De hecho,
la subida es menos rápida de lo que parece, pues 1780 es un año de guerra, el penúl-
timo enfrentamiento serio entre Francia y Albión, y los barcos ingleses navegan pru-
dentemente bajo bandera portuguesa, danesa o sueca. Cuando llega la paz, se quitan
la máscara.
Al mismo tiempo, hay un paso rápido, brusco, de Batavia a Calcuta. La impetuosa
fortuna de la ciudad del Ganges explica, de lejos, el semisuefio de la V.O.e. Cakuta
crece en forma endiablada, no importa cómo, en el mayor desorden. El conde de Mo-
dave529, viajero y aventurero francés, llegó allí en 1773, en el momento en que acababa
de empezar el gobierno d_e Warren Hastings. Observa, a la vez, el empuje y la absoluta
447
El mundo a favor o en contra de Europa

falta de orden. Cakuta no es Batavia, con sus canales y sus calles trazadas en línea rec-
ta. Sobre el Ganges ni siquiera hay muelles; «las casas están distribuidas por aquí y por
allá a orillas del río, y los muros de algunas estan bañados por las olas•. Tampoco hay
murallas. Quizás hay, como máximo, 500 casas construidas por los ingleses, en medio
de un bosque de cabañas de bambú con techos de cañas. Las calles son tan fangosas
corno senderos, pero cerradas en sus extremos por barreras de maderos. El desorden es
general. «Es, se dice, un efecto de la libertad británica, como si esta libertad fuese in-
compatible con el orden y la simetría• 53 º. «No es sin cieno asombro mezclado con un
poco de cólera -prosigue nuestro francés- como un extranjero considera a la ciudad
de Calcuta. Era tan fácil hacer de ella una de las ciudades más hermosas del mundo,
tomándose simplemente el trabajo de aplicar un plan regular, que no se comprende
cómo los ingleses han despreciado las ventajas de una posición tan bella y han dejado
a cada uno la libertad de construir según el gusto más extraño y la disposición más ex-
travagante.• Es verdad que Cakuta, simple caserío en 1689, flanqueada en 1702 por
una fortaleza (Fort William), era todavía hacia 1750 una ciudad insignificante: en la re-
copilación de relatos de viajes que publica ese mismo año el abate Prévost ni siquiera
se la menciona. Cuando el conde de Modave la contempla, en 1773, en el momento
en que en ella se reúnen todas las poblaciones posibles de comerciantes, está en pleno
desarrollo, presa en una locura de construcciones; la madera le llega por armadía sobre
el Ganges o por mar desde Pegu; los ladrillos se fabrican en la campiña próxima; los
alquileres alcanzan allí precios récord. Cuenta ya, tal vez, con 300.000 habitantes, y
más del doble cuando termina el siglo. Se desarrolla sin ser responsable de su creci-
miento, ni de su fortuna. Los ingleses allí no se inhiben en absoluto, por el contrarío,
maltratan y descuartizan a quien les pone trabas. Bombay, en la otra cara de la India,
es, por contraste, como el polo de la libertad, como la revancha o la compensación del
capitalismo indio, que encuentra en ella ocasión para obtener asombrosos éxitos.

¿PODEMOS
CONCLUIR?

El cuadro de la no-Europa que ofrece este largo capítulo es, evidentemente,


incompleto.
Hubiera sido necesario detenerse largamente en el caso de China y, particularmen-
te, en la expansión centrífuga que opera en la provincia de Fulcien, proceso interrum-
pido solamente cuando se produce el abandono de Formosa por los holandeses, en
1662, o, mejor aún .. con la conquista de la isla, en 1683, por los manchúes, pero que
se reanuda, en el siglo XVIII, con la apertura de Cahtón al comercio múltiple con
Europa.
Habría sido necesario volver al caso particular de Japón, que, según el brillante es-
bozo de Léonard BlusséB1, se construyó, después de 1638, una economía-mundo para
su uso y adecuada a su dimensión (Corea, los Riu Kiu, Formosa hasta 1683, los juncos
chinos con permiso y el comercio privilegiado y «vasallo» de los holandeses).
Habría sido necesario insistir en la India y dar cabida a las explicaciones nuevas de
J. C. Heesterman 532 , quien ve una de las poderosas razones de la decadencia del lm·
perio Mogol en el desarrollo de economías urbanas que, en el siglo xvm, destruyeron
su unidad.

448
El mundo a favor o en contra de Europa

Habría sido necesario, por último, explayarse sobre la Persia de los safawies, sobre
su command economy, sobre su papel de intermediario obligado entre India, el Asia
Central, la Turquía hostil y detestada, Moscovia y la lejana Europa ...
Pero suponiendo que este cuadro hubiera sido verdaderamente presentado en su
conjunto, a riesgo de adquirir por sí solo las proporciones de un libro, ¿habríamos lle-
gado al fin de nuestras dificultades y de nuestras interrogaciones? Ciertamente, no. Pa-
ra llegar a conclusiones sobre Europa y sobre la no-Europa, es decir, sobre el mundo
tomado en su totalidad, sería menester disponer de ponderaciones y cifras válidas. En
lo esencial, hemos descrito, planteado problemas y dejado correr algunas explicaciones
subyacentes, sin duda verosímiles. Pero no hemos resuelto por ello el problema enig-
mático de ]¡tS relaciones entre Europa y la no-Europa. Pues, en fin, si no cabe dud'a de
que, antes del siglo XVIII, el mundo prevalecía sobre Europa por su población e inclu-
so, mientras duró el Antiguo Régimen económico, por su riqueza, si no cabe duda de
que Europa era menos rica que el universo que explotaba, todavía inmediatamente des-
pués de la caída de Napoleón, cuando surge la supremacía inglesa, queda por saber
cómo pudo establecerse su situación de superioridad y, sobre todo, luego, continuar
su progresión. Pues la continuó.
El servicio que Paul Bairoch ha prestado, una vez más, a los historiadores consiste
precisamente en plantear este problema en términos estadísticos. Al hacerlo, no sola-
mente se une a mis posiciones, sino que las supera, y con mucho. Pero, ¿tiene razón?
¿Tenemos razón?
No entraré en el detalle de lo bien fundado por los métodos empleados por nuestro
colega de Ginebra. Hasta supondré, para abreviar la explicación, que su realización es-
tá suficientemente fundada, científicamente hablando, de modo que sus resultados,
muv aproximados (él c;s el primero en reconocerlo y en advertirnos de ello), pueden
ser tomados en consideración.
El indicador elegido es la renta per capita, «el PNB por habitante», y. para que la
carrera entre los diversos países sea fácilmente controlable, los niveles han sido calcu-
lados en dólares y en precios de los Estados Unidos en 1960. Helos aquí, pues, presen-
tados en una misma unidad. Así, se obtiene una serie corno ésta: Inglaterra (1700), de
150 a 190; colonias inglesas de América, los futuros Estados Unidos (1710), 250 a 290;
Francia (1781-1790), 170 a 200; India (1800}, 160 a 210 (pero, en 1900, 140 a 180).
Estas cifras, que me llegan en el momento de corregir las pruebas de esta obra, me con-
firman en mis afirmaciones e hipótesis anteriores. Ya no nos sorprenderá el nivel al-
canzado por Japón en 1750: 160. Sólo el récord atribuido a China en 1800, 228, pa-
recerá sorprendente, aunque este elevado nivel se deteriore luego (170, en 1950).
Pero llegarnos a lo que más nos interesa, a comparaciones, si es posible, sincrónicas
entre los dos bloques, Europa, incluyendo a los Estados Unidos, y la no-Europa. En
1800, Europa Occidental alcanza el nivel de 213 (América del Norte, 266). lo cual no
es sorprendente; pero_ entonces apenas se eleva por encima del «Tercer Mundo:. de esa
época, el cual se sitúa alrededor de 200. Y esto nos extraña un poco. En verdad, es el
nivel atribuido a China (228 en 1800, 204 en 1860) lo que eleva el promedio del gru-
po de los menos favorecidos. Ahora bien, hoy, en 1976, Europa Occidental ha llegado
a 2.325; China, que sin embargo acaba de remontar la pendiente, a 369, y el Tert::er
Mundo en su conjunto se sitúa en 355, muy por detrás de los afonunados.
Lo que destaca del cálculo elaborado por Paul Bairoch es que, en 1800, cuando Eu-
ropa triunfaba en todas parres de manera clamorosa y sus naves, con Cook, La Pérouse
y Bougainvilk. habían explotado el inmenso Océano Pacífico, estaba lejos de haber al·
canzado un nivel de riqueza que supere, como ocurre hoy, de manera colosal, los ré-
cords de los otros países del mundo. El PNB sumado de los países desarrollados de hoy
(!!uropa Occidental, la URSS. América del Norte y Japón) era, en 1750, de 35.000 mi-

449
El mundo a favor o en contra de Europa

llones de dólares de 1960, frente a 120.000 millones del resto del mundo; en 1860, de
115.000 millones frente a 165.000 millones; el adelantamiento sólo se realizó entre
1880 y 1900: 176.000 millones frente a 169.000, en 1880; 290.000 frente a 188.000,
en 1900. Pero, en 1976, redondeando las cifras, era de 3 billones frente a 1 billón.
Esta perspectiva nos obliga a reconsiderar bajo una nueva perspectiva las posiciones
respectivas de Europa (más los paises igualmente privilegiados) y del mundo, antes de
1800 y después de la Revolución Industrial, cuyo papel se valoriza de manera fantás-
tica. No hay duda de que Europa (en razón de las estructuras sociale~ y económicas,
más aún, quizás, que del avance técnico) ha sido la única en condiciones de llevar a
buen fin la revolución de la máquina, después de Inglaterra. Pero esta revolución no
fue solamente un instrumento de desarrollo en sí. Fue también un instrumento de do-
minación y destrucción de la competencia internacional. Al mecanizarse, la industria
de Europa fue capaz de eliminar a la industria tradicional de las otras naciones. El foso
cavado entonces no podía por menos que ampliarse. La imagen de la historia del mun-
do desde 1400 ó 1450 hasta 1850-1950 es la de una igualdad antigua que se rompe
bajo los efectos de una distorsión multisecular, comenzada a fines del siglo XV. Todo
es secundario con respecto a esta linea dominante.
Capítulo 6

REVOLUCION INDUSTRIAL Y
CRECIMIENTO

La Revolución Industrial que comienza o emerge en Inglaterra hacia los años 1750
ó 1760 se presenta como un proceso de una extremada complejidad. ¿No es la culmi-
nación de una «industrialización)) comenzada siglos y siglos atrás? Al renovarse sin ce-
sar, ¿no está presente siempre, a nuestro alrededor hoy? Definida como el comienzo
de una nueva era, las edades futuras le pertenecen también, y por mucho tiempo. Sin
embargo, por masiva, por invasora y por innovadora que sea, no es, no puede ser, por
sí sola, la totalidad de la historia del mundo moderno.
Es lo que quisiera explicar en las páginas que siguen y que no tienen otra finalidad
que la de definirla y ponerla, si es posible, en ~u justo lugar.

451
CfDJ, 'J
Ó ·'8 25 ti
C.-<._V

V 3
~- 2..
Fernand Braudel

Civilización material, economía y capitalismo,


siglos XV-XVIII

tomo III

EL TIEMPO
DEL MUNDO
Versión española de Néstor Míguez

111111111111
3 9
1'11 1
o 5 o 8 o 0-1 8 6 1

Alianza
Editorial
El mundo a favor o en contra de Europa

llones de dólares de 1960, frente a 120.000 millónes del resto del mundo; en 1860, de
115 .000 millones frente a 165 .000 millones; el adelantamiento sólo se realizó entre
1880 y 1900: 176.000 millones frente a 169.000, en 1880; 290.000 frente a 188.000,
en 1900. Pero, en 1976, redondeando las cifras, era de 3 billones frente a 1 billón.
Esta perspectiva nos obliga a reconsiderar bajo una nueva perspectiva las posiciones
respectivas de Europa (más los paises igualmente privilegiados) y del mundo, antes de
1800 y después de la Revolución Industrial, cuyo papel se valoriza de manera fantás-
tica. No hay duda de que Europa (en razón de las estructuras sociale~ y económicas,
más aún, quizás, que del avance técnico) ha sido la única en condiciones de llevar a
buen fin la revolución de la máquina, después de Inglaterra. Pero esta revolución no
fue solamente un instrumento de desarrollo en si. Fue también un instrumento de do-
minación y destrucción de la competencia internacional. Al mecanizarse, la industria
de Europa fue capaz de eliminar a la industria tradicional de las otras naciones. El foso
cavado entonces no podía por menos que ampliarse. La imagen de la historia del mun-
do desde 1400 ó 1450 hasta 1850-1950 es la de una igualdad antigua que se rompe
bajo los efectos de una distorsión multisecular, comenzada a fines del siglo XV. Todo
es secundario con respecto a esta linea dominante.
Capítulo 6

REVOLUCION INDUSTRIAL Y
CRECIMIENTO

La Revolución Industrial que comienza o emerge en Inglaterra hacia los años 17 50


ó 1760 se presenta como un proceso de una extremada_complejidad. ¿No. es la culmi-
nación de una «industrialización» comenzada siglos y siglos atrás? Al renovarse sin ce-
sar, ¿no está presente siempre, a nuestro alrededor hoy? Definida como el comienzo
de una nueva era, las edades futuras le pertenecen también, y por mucho tiempo. Sin
embargo, por masiva, por invasora y por innovadora que sea, no es, no puede ser, por
sí sola, la totalidad de la historia del mundo moderno.
Es lo que quisiera explicar en las páginas que siguen y que no tienen otra finalidad
que la de definirla y ponerla, si es posible, en ~u justo lugar.

451
Revolución industrial y crecimiento

A tal señor, tal honor: la Revolución Industrial es el advenimiento del vapor, el triunfo de james
Watt {1736-1819). Este retrato, de J. Reynolds, lo representa ocupado en perfer:cionar su má-
quina, en su laboratorio. (Snark International.)

COMPARACIONES
UTILES

Para un primer reconocimiento, es útil efectuar algunas definiciones e incluso al-


gunas comparaciones. Por una parte, desde sus comienzos en Inglaterra, la Revolución
Industrial engendró una serie de otras revoluciones y prosigue todavía ante nuestros
ojos, inacabada, corriendo aún hacia el futuro: esta primogenitura presta un testimo-
nio retrospectivo sobre el despegue inglés. Por otra parte, antes de la Revolución In-
dustrial inglesa, la industrialización, que ha operado desde siempre en las sociedades
humanas, ofrece a nuestra observación experiencias antiguas, más o menos adelantadas
y anunciadoras. Todas, finalmente, abortaron. Sin duda. Pero es conveniente interro-
gar al fracaso para comprender mejor el éxito.

452
Revolución indu5trial y crecimienttJ

Revolución:
Una palabra complicada y ambigua

Tomada del vocabulario de los astrónomos 1, la palabra revolución, en el sentido de


trastorno, demolición de una sociedad existente, habría aparecido por primera vez en
1688, en lengua inglesa 2 • Es en este sentido, pero· también en el sentido opuesto de
recons"trucción, como es necesario entender la expresión cómoda de revolución indus-
trial creada, no por Friedrich Engels en 1845~. sino indudablemente en 1837 por el eco-
nomista francés Adolphe Blanqui, hermano del revolucionario Auguste Blanqui, mu-
cho más célebre que él 4 • A menos que haya aparecido ya hacia 1820, en las discusiones
de otros autores franceses 1 • En todo caso, el término sólo llegó a ser clásico entre los
historiadores después de la publicación, en 1884, de las Lectures on the Industrial Re-
volution, curso que Arnold Toynbee había dictado en Oxford en 1880-1881 y que sus
alumnos publicaron tres años después de su muene.
Se reprocha a menudo a los historiadores el abuso de la palabra revolución, que
debería reservarse, según su significación primera, a fenómenos violentos y no menos
rápidos. Pero cuando se trata de fenómenos sociales, lo rápido y lo lento son indiso-
ciables. No hay sociedad, en efecto, que no esté constantemente dividida entre fuerzas
que la mantienen y fuerzas subversivas, conscientes o no, que tratan de quebrarla, y,
de este conflicto latente y de larga duración, las explosiones revolucionarias no son más
que las manifestaciones volcánicas, breves y brutales. Al abordar un proceso revolucio-
nario, el problema será siempre acerca el plazo largo y el cono, reconocer su parentesco
y su indisoluble dependencia. La Revolución Industrial, que surgió en Inglaterra a fi-
nes del siglo XVIII, no escapa a esta regla. Fue a la vez una serie de acontecimientos
vivaces y un proceso evidentemente muy lento. Un juego con dos registros a la vez.
La dialéctica del tiempo corto y del tiempo largo se impone, pues, se quiera o no.
Según la explicación de W W Rostow 6 , por ejemplo, la economía inglesa habría «des-
pegado> entre 1783 y 1802, en vinud de la superación del umbral critico de la inver-
sión. De esta explicación, discutida en base a cifras por S. Kuznets 7 , queda ante todo
la imagen del take off, del despegue del avión que abandona las pistas de vuelo. Se
trata, pues, de un suceso preciso y corto. Pero, finalmente, antes de que despegue, fue
necesario que el avión, que cierta Inglaterra, se construyera, y que las condiciones del
vuelo se asegurasen de antemano. Además, no es nunca de un solo golpe -porque su
tasa de ahorro, por ejemplo, aumenta- como una sociedad puede transformar al mis-
mo tiempo «sus actitudes, sus instituciones y sus técnicas:., como pretende Arthur Le-
wis8. Siempre hay condiciones previas, etapas y adaptaciones anteriores obligatorias.
Phyllis Deane tiene razón al recordar que todas las innovaciones e incluso las disconti-
nuidades de fines del siglo XVIII se insertan, en Inglaterra, en «Un continuum históri-
co~. a la vez anterior, presente y luego subsiguiente, un continuum donde disconti-
nuidades y rupturas pierden sus caracteres de acontecimientos únicos o decisivos 9 Cuan-
do David Landes 10 describe la Revolución Industrial como la constitución de una masa
crítica que desemboca en una explosión revolucionaría, la imagen es buena, pero está
claro que esta masa ha debido formarse con elementos diversos y necesarios y por una
lenta acumulación. A la vuelta de nuestros razonamientos, el tiempo largo siempre re-
clama .lo que le pertenece.
Así, la Revolución Industrial es doble, por lo menos. Revolución en el sentido or-
dinario de la palabra, que llena con sus mutaciones visibles los tiempos cortos sucesi-
vos, es también un proceso de muy larga duración, progresivo, discreto, silencioso, a
menudo poco discernible y cmuy poco revolucionario>, ha podido decir Claude Foh-
len 11, situándose, a la inversa de Rostow, en el registro de lo continuo.
453
Revolución industrial y crecimiento

Entonces, nada tiene de asombroso que, aun en sus años relativamente explosivos
(digamos, a partir de 1760, en general), este fenómeno capital ¡no llame la atención a
ninguno de los testigos más notorios! Adam Smith, con el ejemplo de su pequeña fá-
brica escocesa de alfileres, hace restrospectivamente un papel de pobre observador; sin
embargo, murió bastante tarde, en 1790. David Ricardo (1772-1823), más joven que
él y por ende menos excusable aún, apenas se refiere a la máquina en sus especulacio-
nes teóricas 12 • Y Jean Baptiste Say, en 1828, después de describir los «carros de vapor»
ingleses, añade para nuestra alegría: «Sin embargo {... ] ninguna máquina efectuará ja-
más, como lo hacen los peores caballos, el servicio de transportar personas y mercancías
en medio de la multitud y los obstáculos de una gran ciudad» 13 • Después de todo, los
grandes hombres -suponiendo que J. B. Say sea uno- no están obligados a brillar
en el arte arriesgado de la predicción. Y nada más fácil, a posterion", que acusar ·a Karl
Marx, a Max Weber, o incluso a Werner Sombart, de haber entendido al revés -es de-
cir, de diferente manera que nosotros- el largo proceso de la industrialización. No me
parece justa la apresurada acusación que T. A. Ashton, generalmente tan justo, dirige
\
contra ellos al referirse a una frase de Kroebner 14 •
Además; ¿están más seguros de su juicio los historiadores de hoy, los innumerables
1
historiadores de la Revolución Industrial? Unos ven el proceso en marcha desde antes
de comenzar el siglo XVII; otros estiman que la Gloriosa Revolución de 1688 fue deci-
siva:; otros hacen coincidir la transformación radical de Inglaterra con su gran recupe~
ración económica en la segunda mitad del siglo XVIII ..• Y cada uno es convincente a
su manera, segúri que ponga el acento en la agricultura, la demografía, el comercio
exterior, la técnica industrial, las formas del crédito, etcétera. Pero, «es menester v.er la
Revolución Industrial como una serie de modernizaciones sectoriales, como una suce-
sión de fases de progreso, o bien desde la perspectiva de un crecimiento de conjunto,
llenando la palabra "crecimiento" de todos los sentidos posibles». Si a fines del si-
glo XVIII el crecimiento inglés se hace irresistible, ni más ni menos que «la condición
normal> de Inglaterra, según la expresión de Rostow 1), ciertamente no fue por tal o
cual progreso particular (incluida la tasa de ahorro o de inversión), sino, por el contra-
rio, por un conjunto indivisible, el conjunto de las interdependencias y liberaciones re-
cíprocas que cada sector, por su desarrollo más o menos antiguo, fruto de la inteligen-
cia o del azar, había creado para ventaja de otros sectores. Un «verdadero» crecimiento,
en efecto (otros dirían un verdadero desarrollo, más ¡poco i~porta la palabra!), ¿puede
ser otra cosa que la que une a varios progresos de. manera irreversible y los empuja ha-
cia lo alto, apoyados unos ~obre otros?

Anto todo, hacia abajo:


los países subdesan'Ollados

La Revolución Industrial inglesa abrió la puerta a una serie de revoluciones que son
su descendencia directa, bajo el signo, ya del éxito, ya del fracaso. Ella misma fue pre-
cedida por algunas revoluciones del mismo orden, unas apenas esbozadas, otras impul-
sadas bastante seriamente hacia adelante, aunque todas fracasaron a plazo más o me-
nos largo. Así, se abren dos perspectivas: hacia el pasado y hacia el tiempo presente.
Dos series de viajes que son, tanto unos como otros, una manera de abordar el tema
jugando la preciosa carta de la historia comparada.
Hacia abajo, no elegiremos el ejemplo de.las revoluciones de Europa o de Estados
Unidos, que siguieron casi inmediatamente al modelo inglés. El Tercer Mundo de hoy,
todavía en vías de industrialización, nos ofrece una ocasión, rara en el oficio de histo-

454
Revolución industrial y crecimiento

riador, de trabajar sobre lo que se ve, se oye y se toca con el dedo. Ciertamente, el
espectáculo no es el de los éxitos brillantes. En conjunto, a lo largo de los treinta, cua-
renta o cincuenta años últimos, el Tercer Mundo no ha tenido un progreso continuo.
Demasiado a menudo, sus esfuerzos y previsiones han terminado en amargas decep-
ciones. ¿Pueden las razones del fracaso o del semifracaso de esas experiencias definir a
cont~an"o las condiciones del excepcional éxito inglés?
Sin duda, los economistas y más aún los historiadores nos ponen en guardia contra
ese modo de extrapolar a partir del presente para comprender mejor el pasado. Dicen,
no sin razón, que «el modelo mimético, et que preconizaba la repetición del camino
recorrido antes por los países industrializados, ha caducado> 16 • El contexto ha cambia-
do en su totalidad y sería imposible hoy dirigir la industrialización de tal o cual país
del Tercer Mundo según el autoritarismo estatal que rigió la del Japón o según la es-
pontaneidad de la Inglaterra de Jorge III. Seguramente. Pero si «la crisis del desarrollo
es también una crisis de la teoría del desarrollo>, como dice lgnacy Sachs 17 , el proceso
mismo del desarrollo en sí, incluido el de la Inglaterra del siglo XVIII, ¿no será más in-
teligible si nos preguntamos dónde está el defecto de la teoría y por qué los planifica-
dores entusiastas del decenio de 1960-1969 se han equivocado hasta tal punto sobre
las dificultades de la empresa?
Ante todo, se responderá sin vacilar, porque una revolución industrial con éxito im-
plica un proceso general de crecimiento, y por eQde de desarrollo global, que «aparece
en último análisis como un proceso de transformación de las estructuras e instituciones
económicas, sociales, políticas y culturales> 18 • Es todo el espesor de una sociedad y una
economía lo que se encuentra implicado y lo que debe ser capaz de acompañar, de so-
portar y hasta de sufrir el cambio. En efecto, basta que en uno u otro punto del re-
corrido se produzca un bloqueo, lo que llamamos hoy un «estrangulamiento>, para que
la máquina se agarrote, el movimiento se interrumpa e incluso se produzca un retro-
ceso. Los responsables de los países que intentan hoy superar su retraso se han perca-
tado de ello a sus expensas, y la estrategia del desarrollo se ha vuelto tan prudente co-
mo complicada.
¿Qué consejos, en tal caso, puede dar un economista avisado como lgnacy Sachs?
En lo esencial, no aplicar ninguna planificación a pn"ori: no hay ninguna buena, por-
que cada economía se presenta como un ordenamiento particular de estructuras que
pueden asemejarse, sin duda, pero sólo en conjunto. Para cualquier sociedad dada, el
planificador hará bien en partir de una hipótes~s, de una tasa de crecimiento (el 10%,
por ejemplo) que supondrá adoptada como objetivo, y estudiará, una por una, clas con-
secuencias de la hipótesiS». Así se verificarán, por turno, la pañe para inversiones que
sería necesario tomar de la renta nacional; los tipos de industrias posibles, en función
del mercado, interior o exterior; la cantidad y la calidad de la mano de otra necesaria
(especializada o no); la oferta en el mercado de los productos alimenticios necesarios
para el mantenimiento de la mano de obra contratada; las técnicas utilizables (en par-
ticular, desde el punto de vista del capital, del tipo y del volumen que esas técnicas
exigen); el aumento de las importaciones de materias primas o de máquinas-herramien-
tas previstas; la incidencia final de la nueva producción sobre la balanza de pagos y el
comercio exterior. En la medida en que la tasa de crecimiento supuesta corno punto
de partida haya sido elegida deliberadamente «bastante elevada como para poner de
manifiesto todos los estrangulamientos que se producirían si se la mantuviese verdade-
ramente como objetivo> 19 , las verificaciones efectuadas indicarán en qué sectores se corre
el riesgo de que el obstáculo sea insuperable. Se procederá, entonces, en un segundo
tiempo, a realizar retoques, imaginando cvariantes en todos los niveles>, hasta que se
obtenga un proyecto limitado, pero viable en principio 20 •
Los ejemplos ofrecidos en la obra de Sachs dan una idea concreta de los principales

455
Revolución industrial y crecimiento

estrangulamientos que se encuentran en el Tercer Mundo de hoy: el crecimiento demo-


gráfico, cuando éste anula los efectos del desarrollo; la insuficiencia de la mano de obra
cualificada; la tendencia a industrializar los sectores del lujo y la posible exportación,
a causa de la insuficiencia, en el mercado interior, de la demanda de productos indus-
triales corrientes; y finalmente, pero sobre todo, cla barrera agrícola», la insuficiencia
y la falta de elasticidad de la ofena alimentaria en una agricultura que sigue siendo
arcaica y en gran medida autosuficiente, que no llega a satisfacer el aumento del con-
sumo que entraña automáticamente el empleo acrecentado de una población asalaria-
da, que no llega siquiera a alimentar siempre a sus propios excedentes demográficos y
que lanza a las ciudades un proletariado de parados; y, por último, que es incapaz,
por ser demasiado pobre, de incrementar su demanda de productos industriales ele-
mentales. Comparadas con estas dificultades mayores, la necesidad de capitales, los ni-
veles del ahorro y la organización y el precio del crédito aparecen casi como secunda-
rios. Pero, ¿no se trata de un cuadro del que se podría decir que: enumera todos los
obstáculos que aún no conocía la Inglaterra del siglo XVIII, ni siquiera, sin duda, la del
siglo XVII?
Lo que exige el crecimiento, pues, es un acuerdo intersectorial: si un sector motor
progresa, otro no se inmoviliza para bloquear el conjunto. Así, volvamos a lo que ha-
bíamos presentido con respecto al concepto de mercado nacional, un mercado nacional
que exige coherencia, la circulación general y un cierto nivel de la renta per capita. En
Francia, tan lenta para arrancar (sólo adquirirá coherencia después de la construcción
de sus ferrocarriles), ¿no ha habido durante largo tiempo una especie de dicotomía,
análoga a la de ciertos países subdesarrollados de hoy? Un sector muy moderno, rico y
avanzado se codea con zonas atrasadas, rpaíses de tinieblas», como dice todavía en 1752
0

un «empresario» que desea abrir al intercambio uno de esos países y sus maravillosos
bosques, haciendo navegable el Vere, pequeño y mediocre afluente del Aveyron 21 •
Pero, en el mercado nacional, las condiciones endógenas del crecimiento no son las
únicas en juego. Lo que actualmente bloquea el progreso de los países que han llegado
tarde es también la economía internacional, tal como existe y tal como divide autori-
tariamente las tareas. Verdades sobre las cuales en esta obra ya se ha insistido dema-
siado. Inglaterra triunfó en su revolución estando en el centro del mundo, siendo el
centro del mundo. Los países del Tercer Mundo quieren, desean, la suya, pero están
en la periferia. Entonces, todo se vuelve contra ellos, incluidas las técnicas nuevas que
utilizan bajo licencia y que no corresponden a las necesidades de sus sociedades; in-
cluidos los capitales que toman en préstamo del exterior; incluidos los transportes ma-
rítimos, que no controlan; incluidas sus materias primas excedentes que los ponen a
veces a merced del comprador. Por eso el espectáculo del tiempo presente es tan mor-
tificante; por eso la industrialización progresa obstinadamente allí donde ya ha progre-
sado, y el abismo entre los países subdesarrollados y los otros no hace más que aumen-
tar. Pero, ¿se apuntará un cambio, en el momento actual, en esas relaciones de fuerza?
Los países productores de petróleo y de materias primas, los países pobres cuyos bajos
salarios permiten una producción industrial a bajo precio, ¿estarán por tomarse la re-
vancha, desde 1974, sobre los países industrializados? Sólo podrá decirlo la historia de
los próximos años. Para progresar, el Tercer Mundo tiene que romper, de una u otra
manera, el orden actual del mundo.

456

Revolución industrial y crecimienw

Hacia arriba:
revoluciones abortadas

Los fracasos del presente nos han puesto apropiadamente en guardia: toda revolu-
ción industrial es una confluencia, un «conjunto•, una familia de movimientos, una
csucesión•. Y con respecto a esta plenitud necesaria es como las pre-revoluciones, esos
movimientos anteriores al éxito inglés a los que pasaremos revista, adquieren su signi-
ficación. Les falta siempre uno o varios elementos necesarios, aunque esbocen, de uno
a otro, una especie de tiplogía del fracaso o de los fiascos. Tan pronto la invención se
presenta sola, brillante, inútil, puro juego del espíritu: no se produce ningún arran-
que. Tan pronto se produce el arranque: con motivo de una revolución energética, de
un brusco progreso agrícola o anesanal, de una oportunidad comercial, de un ascenso
demográfico; se efectúa un avance vivaz; el motor parece dispuesto a acelerarse, y lue-
go la carrera se interrumpe. ¿Tenemos derecho a reunir en una sola perspectiva a estos
fracasos sucesivos, cuyas razones no son nunca totalmente las mismas? Se asemejan al
menos en su movimiento: impulso rápido y luego estancamiento. Son repeticiones im-
perfectas, pero son repeticiones, y las comparaciones evidentes se esbozan por sí solas.
La conclusión general no sorprenderá a nadie, al menos a ningún economista: una
revolución industrial, incluso se podría decir, más ampliamente, un incremento cual-
quiera de la producción y del cambio, no es, no puede ser, stn"cto sensu, un simple
proceso económico. Jamás amurallada dentro de sí misma, la economía afecta a la vez
a todos los sectores de la vida. T~dos están en dependencia mutua.

El Egipto
alejandrino

Un primer ejemplo, demasiado lejano, inquietante quizás, es el del Egipto tolemai-


co. ¿Era menester detenerse en él, siguiendo el camino de los escolares? En Alejandría,
entre el 100 y el 50 antes de Jesucristo, hizo su aparición la energía de vapor22 , dieci-
siete o dieciocho siglos antes de Denis Papin. ¿Es tan poca cosa que un cingeniero•,
Herón, haya inventado entonces la eolípila, una especie de turbina de vapor, un ju-
guete, pero que accionaba un mecanismo capaz de cerrar o abrir desde lejos la pesada
puerta de un templo? Este descubrimiento se produjo después de muchos otros: bom-
ba aspirante y compresora, instrumentos que prefiguran el termómetro y el teodolito,
máquinas de guerra más teóricas, es verdad, que prácticas, que hacían intervenir la com-
presión o la liberación del aire, o la fuerza de enormes resanes. En esas edades lejanas,
Alejandría brilló con todo el esplendor de una pasión inventiva. Desde hacía uno o
dos siglos, ardían diversas revoluciones: cultural, mercantil y científica (Euclides, To-
lomeo el astrónomo, Eratóstenes, etcétera); Dicearco, quien parece haber vivido en la
ciudad a comienzos del siglo 111 antes de Cristo, fue el primer geógrafo cque trazó so-
bre un mapa una línea de latitud que iba desde el estrecho de Gibraltar hasta el Pa-
cífico, extendiéndose a lo largo del Tauros y del Himalaya. 23 •
Examinar detenidamente el extenso capítulo alejandrino, evidentemente, nos lle-
varía demasiado lejos, a través del curioso universo helenístico surgido de la conquista
de Alejandro, donde los Estados territoriales (como Egipto y Siria) sustituyen al mode-
lo precedente de las ciudades griegas. He aquí una transformación que no deja de re-
cordarnos los primeros pasos de la Europa moderna. También se impone una consta-

457
Revolución industrial y crecimiento

tación, que más tarde se repetirá a menudo: las invenciones se efectúan por grupos,
por estratos, por series, como si se apoyasen unas a otras o, más bien, como si una so-
ciedad las lanzase a todas en conjunto.
No obstante, por brillante que sea intelectualmente, el largo capítulo alejandrino
se cierra un buen día, sin que sus invenciones -cuya particularidad era, sin embargo,
la de estar dirigidas hacia la aplicación técnica: Alejandría incluso fundó una escuela
de ingenieros en el siglo III- se hubiesen traducido en una revolución de la produc-
ción industrial. La culpa la tuvo, ante todo, la esclavitud, que daba al mundo antiguo
toda la fuerza de trabajo, cómodamente explotable, de la que tenía necesidad. En
Oriente, el molino hidráulico, horizontal, seguirá siendo rudimentario, adaptado so-
lamente a las necesidades de la molienda del trigo, tarea pesada y cotidiana, y el vapor
sólo se aplicará a juguetes ingeniosos, porque, escribe un historiador de las técnicas,
«la necesidad de una potencia [energética] superior a las conocidas por entonces no se
hacía sentir1> 24 • La sociedad helenística, pues, permaneció indiferente a las proezas de
los «ingenieros1>.
Pero, ¿no ha tenido sus responsabilidades la conquista romana, que siguió a esas
invenciones? La economía y la sociedad helenísticas estaban abiertas al mundo desde
hacía varios siglos. Roma, por el contrario, se cerró en el marco mediterráneo y, al des-
truir Cartago y al subyugar Grecia, Egipto y el Oriente, se encerró tres veces contra las
escapadas al ancho mundo. Si Antonio y Cleopatra hubiesen triunfado en Accio (31
a. de C.), ¿habría sido todo diferente? En otros términos, ¿una revolución industrial
sólo es posible en el corazón de una economía-mundo abierta?

La primera revolución industnal de Europa:


caballos y molinos de los siglos XI, XII y XIII

En el primer volumen de esta obra, he hablado extensamente de los caballos, de


la collera (llegada del Este europeo y que aumentó la fuerza de tracción del animal),
de los campos de avena (para Edward Foxn, en tiempos de CarJomagno y del progreso
de las caballerías pesadas, habrían llevado el centro de la Europa viva hacia las grandes
llanuras húmedas y cerealistas del Norte), de la rotación trienal de cultivos, que fue
por sí sola una revolución agrícola ... He hablado también de los molinos de agua y los
molinos de viento, recién llegados éstos, resucitados los primeros. Puedo, pues, ser bre-
ve aquí; todo es fácil de comprender aquí, tanto más cuanto que disponemos del libro
vivaz e inteligente de Jean Gimpel 26 , del libro combativo y vigoroso de Guy Bois 27 y
de muchos estudios, entre ellos el artículo clásico de la Sra. E. M. Carus-Wilson 28
(1941). Ella ha i'etomado 29 y lanzado la expresión primera revolución industrial para
calificar la gran instalación en Inglaterra de los batanes (alrededor de 150, entre los si-
glos XII y XIII), molinos para serrar, para papel, para moler el grano, etcétera.
«La mecanización del enfurtido -dice la Sra. Carus-Wilson- fue un acontecimien-
to tan decisivo como la mecanización del hilado y el tejido en el siglo xvn11> 3º. Las gran-
des paletas de madera accionadas por la rueda hidráulica, introducidas en la ,nás di-
fundida de las industrias de la época -la de paños- para sustituir a los pies de los
obreros bataneros, son finalmente perturbadoras, revolucionarias. Cerca de las ciuda-
des, por lo general situadas en las llanuras, el agua no tiene la fuerza vigorosa de los
ríos y las caídas de agua de las colinas y las montañas. De ahí la tendencia a instalar
los batales en campos a veces salvajes y auaer allí a la clientela de los comerciantes. Así,
se elude el privilegio artesanal de las ciudades, celosamente conservado. Y las ciuda-
des, evidentemente, trataron de defenderse impidiendo a los tejedores que trabajan en
458 •
En una Biblia francesa del siglo XIII, la muela para triturar cereales que los filisteos condenaron
a Sansón a hacer girar, fustigado por su guardián, está representada, cun'osamente, con el aspec-
to de un molino por entonces moderno, con un asombroso lujo de detalles técnicos. El meca-
nismo interno está escrupulosamente dibujado, con la transmisión del movimiento vertical almo-
vimiento horizontal y la rueda que hace girar el hombre podría marchar perfectamente en la
comente del agua. Este testimonio de admiración por la máquina puede compararse con las pa-
labras de Roger Bacon citadas en la p. 461. (Biblia de Franfois Garnier, hacia 1220-1230, Viena,
B. N. Codex Vindobonensis 2554.)

el interior de sus muros hacer abatanar sus paños fuera de ellas. La,s autoridades de Bris-
tol, en 1346, prohíben «que ningún hombre haga llegar fuera de esta ciudad cualquier
clase d~ paños a abatanar a lo que se llama raicloth so pena de perder XL d. [dineros]
por cada paño»¡ 1 • Eso no impide que la devolución de los molinos» siga su curso, tanto
en Inglaterra como a través del conjunto del continente europeo, que en modo alguno
se retrasa con respecto a la isla vecina.

459
Revolución industrial y crecimiento

Pero lo importante es que esta revolución se sitúa en medio de revoluciones con-


comitantes: una poderosa revolución agrícola que lanzó a los campesinos, en filas cerra-
das, contra el obstáculo de los bosques, las marismas, las orillas de los mares y los ríos,
y que favoreció el avance de la rotación trienal de cultivos; análogamente, llevada por
el empuje demográfico, se produce una revolución urbana: jamás las ciudades se de-
sarrollaron tan abundantemente, unas junto a otras . .Y una separación neta, una «di-
visión del trabajo» a veces violenta, se instala entre campos y ciudades; éstas, que se
apoderan de las actividades industriales, son ya motores de acumulación, de crecimien-
to, y en ellas hace su reaparición la moneda. Los mercados, los tráficos, se multipli-
can. Con las ferias de Champaña se esboza, y luego se plasma, un orden económico
de Occidente. Más aún, en el Mediterráneo, los caminos del mar y del Oriente son re-
conquistados poco a poco por las ciudades de Italia. Se produce una ampliación del
espacio económico, sin la cual ningún crecimiento es posible.
Y es justamente la palabra crecimiento, en el sentido de desarrollo global, la que
no vacila en emplear Frédéric C. Lane 32 • Para él, está fuera de discusión que hubo, en
los siglos XII y XIII, un crecimiento continuo de Florencia o de Venecia, por ejemplo.
¿Cómo iba a ocurrir de otro modo en el momento en que Italia se encuentra en el cen·
tro de fa economía-mundo? Wilhelm Abel sostiene incluso que todo el Occidente, del
siglo x al xrv; se vio cogido en un desarrollo generalizado. La prueba es que los sala"
ríos suben más rápidamente que el precio de los cereales. cEl siglo XIII y los comienzos
del XIV -escribe~ contemplaron la primera industrialización de Europa. Por enton-
ces,. las ciudades y las actividades artesanales y comerciales que abrigan se desarrollan
poderosamente, menos quizás por los progresos puramente técnieos de la época (aun-
que esos progresos son tangibles) que a consecuencia de la generalización de la división'
del trabajo. [... J Gracias a ella, el rendimiento del trabajo aumenta, y es probablemen-
te esta productividad incrementada la que, a su vez, permite no sólo resolver la difi-
cultad de suministrar a una población en crecimiento los víveres indispensables, sino
también alimentarla mejor que antes. No se conoce una situación análoga más que en
otra única ocasión, en el siglo XIX, en la época de la segunda industrialización, esta
vez, es verdad, en una escala de dimensiones muy diferentes»H.
Esto equivale a decir que, salvando las distancias, hubo a partir del siglo XI un «cre-
cimiento continuo» al estilo moderno, que no se volverá a ver antes de la Revolución
Industrial inglesa. No es para asombrarse que, lógicamente, se imponga la explicación
cglobalizante». En efecto, toda una serie de progresos, ligados unos a otros, actuaron
sobre la producción y también sobre la productividad agrícola, industrial, comercial, y
sobre la extensión del mercado. En esta Europa presa de su primer despenar serio, in-
cluso hubo otro indicio de un desarrollo de gran aliento: una viva progresión del sector
«terciario», con la multiplicación de los abogados, los notarios, los médicos, los univer-
sitarios34. Con respecto a los notarios, hasta podemos dar algunas cifras: en Milán, en
1288, para una población de unos 60.000 habitan,.:=s, son l. 500; en Bolonia, para
50.000, son 1.059; en Verona, en 1628, para 40.000, son 495; en Florencia, rn 1338,
para 90.000 habitantes, son 500 (pero Florencia es un caso particular: la organización
de los negocios allr es tal que los libros contables suplen a menudo los servicios del no-
tario). Y, como era de prever, con la recesión del siglo XIV, el número relativo de los
notarios disminuye. Subirá en el siglo XVIII, aunque sin volver a las proporciones del
siglo XIII. Sin duda, porque este curioso desarrollo medieval del notariado dependió a
la vez del ascenso de las actividades económicas y del hecho de que, en estos siglos le-
janos, la gran mayoría de los seres humanos estaba constituida por analfabetos, obli-
gados a recurrir a la pluma de los hombres instruidos.
Este ·enorme avance de Europa terminó con la fabulosa recesión de los siglos XIV
y XV (en conjunto, de 1350 a 1450). Y con la Peste Negra, que quizás fue una conse-

460
Revolución industrial y m:dmiento

cuenda tanto como una causa: el debilitamiento de la economía, desde la crisis fru-
mentaria y las hambres de 1315-1317 n, precedió a la epidemia y facilitó su siniestra
tarea. Esta, pues, no fue el único sepulturero del gran empuje precedente y que ya se
había reducido, e incluso estancado, cuando surgió el mal.
¿Cómo explicar, entonces, la mayor victoria y la mayor derrota que tuvo Europa an-
tes del siglo XVIII inglés? Muy verosímilmente, por la amplitud de un crecimiento de-
mográfico cuyo ritmo no siguió la producción agrícola. Los rendimientos decrecientes
son el resultado de toda agricultura llevada más allá de sus límites productivos, cuando
le faltan los métodos y las técnicas capaces de detener el rápido desgaste de los suelos.
El libro de Guy Bois, apoyado en el ejemplo de la Normandía oriental, analiza el as-
pecto social del fenómeno: una crisis subyacente del feudalismo que r?mpe el antiguo
binomio señor/pequeño propietario campesino. La sociedad desestructurada, t:descodi-
ficada., queda entonces presa de las penurbaciones, de la guerra desordenada, y busca
al mismo tiempo un nuevo equilibrio y un nuevo código, resultados que sólo se logra-
rá con la creación de un Estado territorial que salvará al régimen señorial.
Se han propuesto otras explicaciones. En panicular, una cierta fragilidad de los paí-
ses más afectados por la revolución energétiea de los molinos: la Europa nórdica, desde
el Sena hasta el Zuidersee; desde Jos Países Bajos hasta la cuenca de Londres. Los nue-
VQS EStados territoriales, Francia e Inglaterra, que se habían constituido como unidades
políticas poderosas, todavía no son unidades económicas manejables: la crisis los afec-
tará profundamente; Además, a comienzos del siglo, después de la desaparición de las
ferias de Champaña, Francia, por un momento corazón de Occidente, fue puesta fuera
del circuito de las relaciones fructíferas y de las precocidades capitalistas. Las ciudades
del Mediterráneo van a predominar nuevamente sobre los nuevos Estados del Norte. Y
terminará por un tiempo esa confianza demasiado bella que refleja el asombroso ho-
menaje a la máquina de Roger Bacon, hacia 1260: t:Puede que se fabriquen máquinas
gracias a las cuales las más grandes naves, dirigidas por un .solo hombre, se desplacen
más rápidamente que si estuviesen llenas de remeros; que se construyan vehículos que
marcharán a una velocidad increíble, sin ayuda de animales; que se fabriquen máqui-
nas voladoras en las cuales un hombre [ ... ] batiría el aire con las alas como un pájaro.
[ ... ] Las máquinas permitirán ir al fondo de los mares y de los ríos•l 6 .

Una revolución esbozada en tiempos de Agrícola


y de Leonardo da Vinci

. . Cuando Europa se reanima, después de esta dura y larga crisis, un aumento de los
mterc~bios. y un crecii:niento de ritmo vivo, revolucionario, corren por el eje que une
los Paises Ba¡os con Italia atravesando Alemania. Y es Alemania, segunda zona del co-
mercio, la que va a la cabeza del desarrollo industrial. Quizás porque es para ella entre
los dos .~un~.?s domin~tes que 1.a ~rdean al none y al sur, una manera de i~poner
su pamc1pac1on en los mtercamb10s mternacionales. Pero, ante todo, a causa del de-
sarrollo de las actividades mineras. Este no sólo es el origen de una precoz recuperación
de la economía alemana, desde el decenio de 1470-1479, adelantándose al resto de Eu-
r~pa. La e~t~acción d~ min~rales d~ oro, de plata, de cobre, de estaño, de cobalto y de
hierro suscito una sene de mnovac1ones (aunque sólo fuera el empleo del plomo para
separar la plata mezclada con minerales de cobre) y la instalación de un equipo, gi-
ga.ntesco para la época, destinado a bombear las aguas de infiltración y el ascenso del
mineral. Se desarrolla una tecnología inteligente de la que los grabados del libro de
Agrícola dan una imagen grandiosa.

461
Revolución industrial y crecimiento

Detalle de una miniatura de fines del siglo XV, en la que Ie repreienta la mina de plata de.Kut-
na Hora en un corte vertical, como es habitual. Se ven picadores con vestidoI blancos, e1cala1 de
descenso y torno para el aicenso. En la parte que no reproducimoI de la miniatura, Ie ve un
equipo ya muy moderno (101 alemanes son a la sazón los maeitroI de laI técnictJJ minera1): no-
rias accionadas por caballos, sistemas de desagüe y de ventilación. Viena, Deste"eichische Na-
tionalbibliothek.. (Clisé de la biblioteca.)

462 •
Revolución industrial y crecimiento

¿No es tentador ver en estas realizaciones, que Inglaterra copiará, el verdadero pró-
logo de lo que será la Revolución IndustrialH? El desarrollo de la minería, además, ac-
tiva todos los sectores de la economía alemana: el Barchent (fustán), la lana, los tra-
bajos del cobre, las metalurgias diversas, la hojalata, el alambre, el papel, las nuevas
armas, etcétera. El comercio crea importantes redes de crédito y se organizan grandes
sociedades internacionales, como la Magna Societas38 • El artesanado urbano prospera:
42 gremios de oficios en Colonia, en 1496; 50 en Lübeck; 28 en Francfort del Meno 39
Los transportes se activan, se modernizan; en ellos se especializan compañías podero-
sas. Y Venecia, que como dueña del comercio de Levante tiene necesidad de metal
blanco, establece con la Alta Alemania relaciones comerciales privilegiadas. Indudable-
mente, las ciudades alemanas ofrecen, durante más de medio siglo, el espectáculo de
una economía en vivo progreso, cualquiera que sea el sector considerado.
Pero todo se detiene, o empieza a detenerse, alrededor de 1535, cuando el metal
blanco americano compite con la plata de las minas alemanas, como ha demostrado
John Nef; en el momento, también, en que disminuye la preponderacia de Amberes,
hada 1550. ¿La inferioridad de la economía alemana no consiste en ser dependiente,
haberse construido en función de las necesidades de Venecia y de Amberes, que son
los verdaderos centros de la economía europea? A fin de cuentas, el siglo de los Fugger
fue el siglo de Amberes.
En Italia, un éxito más asombroso todavía se inició casi en el momento en que Fran-
cesco Sforza tomó el poder en Milán (1450). Más asombroso porque fue precedido por
una serie de revoluciones ejemplares. La primera fue una revolución demográfica cuyo
ascenso proseguirá hasta mediados del siglo XVI. La segunda, esbozada desde los co-
mienzos del siglo XV~ supuso el nacimiento de Estados territoriales de pequeña exten-
sión; pero ya modernos: por un momento. incluso se puso sobre el tapete la unidad
italiana. Para terminar, una revolución agrfcola de forma capitalista, en las llanuras cor-
tadas por canales de Lombardía. Y todo ello en un clima general de descubrimientos
cientfficos y técnicos: es la época en que centenares de italianos comparten la pasión
de Leonardo da Vinci y llenan sus cuadernos de dibujo con proyectos de máquinas
miríficas.
Milán vivió por entonces una historia singular. Habiendo escapado a la terrible cri-
sis de los siglos XIV y XV (precisamente, piensa Zangheri, a causa del avance de su agri-
cultura), pasó por un avance manufacturero notable. Los paños de lana, las telas de
oro y plata, y las armas sustituyen a los fustanes, que habían absorbido la mayor pane
de su actividad a inicios del siglo XIV. Hela ahí cogida en un gran movimiento mer-
cantil, vinculada con las ferias de Ginebra y de Chalons-sur-Saone, con ciudades como
Dijon, con París, con los Países Bajos 40 • La ciudad logra, al mismo tiempo, la conquista
capitalista de sus campos, con el reagrupamiento de sus tierras en grandes dominios,
el desarrollo de praderas irrigadas y de la ganadería, la excavación de canales utilizados
al mismo tiempo para la irrigación y para el transporte, la implantación del innovador
cultivo del arroz y hasta, frecuentemente, la desaparición de los barbechos, con rota-
ción continua de cultivos cerealeros y de pastizales. De hecho, fue en Lombardía don-
de comenzó ese high farming que conocerán más tarde los Países Bajos y que será trans-
mitido, más tarde aún, con las consecuencias que se conocen, a Inglaterra41 •
De ahí la pregunta que plantea nuestro guía, Renato Zangheri: ¿por qué esa po-
derosa mutación de los campos y de las industrias milaneses y lombardos se malogró
sin desembocar en una revolución industrial? Ni la técnica de la época ni la modicidad
de las fuentes de energía parecen explicaciones suficientes. cLa revolución inglesa no
dependió de prog:esos científicos y técnicos de los que no se dispusiese ya en el si-
glu XVb 42 • Cario Poni incluso ha descubierto con asombro la complejidad de las má-
quinas hidráulicas utilizadas en Italia para devanar, hilar y torcer la seda, con varias

463
Precocidad del maquinismo en Italia: dor erquemar del fifatoio para retorcer la seda a la manera
boloñera, uno de 1607 (a la izquierda), el otro de 1833. El organsin er un doble; triple o cuá-
druple hilo de reda retorcido que sirve de cadena. El primer molino establecido en Inglaterra, en
1716-1717, •verdadera fábn'ca, la pn'mera que hubo en Inglaterra», había sido copiado por los
ingieres después de dos afior de espionaje industnal en Italia. Desde comienzos del siglo XVII,
giraba; tasi idéntz'co, en Bolonia; su patria de origen (cf los trabajos de C Ponz). Totalmente
automático (los obreror no hacen más que vigzlary unir los hzlos que se rompen), la máquina
se compone de una parte interna giratoria, la linterna (esquema de abajo), accionada por una
rueda hidráult'ctt, una armazón fija la rodea (esquema parcial de arriba), con un gran número de
husos, bobinas y devanaderas ... Si la mecanización hubiese sido la únz'ca causa de la Revolución
Indurtrial, Italia habría precedido a Inglaterra, A la derecha el filatoio de 1833. (P. Negn·, Ma-
nuele practíco por la estima delle case e degli opisizi idrauliti, Bolonie, 1833.)

etapas de mecanismos y filas de bobinas, todas accionadas por una sola rueda de agua43 •
L. White afirma que antes de Leonardo da Vincí, Europa ya había inventado toda la
gama de sistemas mecánicos que serán utilizados durante 'los cuatro siglos siguientes
(hasta la electricidad) a medida que se hizo sentir su necesidad 44 • Pues, dice con una
buena fórmula, «Un nuevo invento no hace más que abrir una puena. No obliga a en-
trar a nadie» 45 • Sí, pero, ¿por qué las condiciones excepcionales reunidas en Milán no
engendraron esa coacción, esa necesidad? ¿Por qué el empuje milanés decayó, en lugar
de acentuarse?

464
Revolución industrial y credmiento

los datos históricos existentes no permiten responder con pruebas en la mano. Nos
vemos obligados a las conjeturas. Ante todo, no hay un gran mercado nacional a dis-
posición de Milán. Luego, hubo un decrecimiento de los beneficios de bienes raíces,
una vez pasado el momento de las primeras especulaciones. La prosperidad de los em-
presarios industriales, si creemos a Gino Barbieri 46 y Gemma Miani, es la de los peque-
ños capitalistas, una especie de clase media. Pero, ¿es éste un argumento? Los primeros
empresarios de la revolución del algodón fueron también, a menudo, gente modesta.
Entonces, ¿no es la desgracia de Milán, sobre todo, estar tan cerca de Venecia y tan
lejos de su posición dominante? ¿No ser un puerto, ampliamente abierto al mar y a
la exportación internacional, libre en sus movimientos y sus riesgos? Su fracaso es, qui-
zás, la prueba de que una revolu ... ión industrial, como fenómeno global, no puede efec-
tuarse solamente desde dentro, por un desarrollo armonioso de los diversos sectores de
la economía; debe apoyarse también, condición sine qua non, en la dominación de mer-
cados exteriores. En el siglo XV, lo hemos visto, el lugar está ocupado por Venecia y,
en dirección a España, también por Génova.

]ohn U. Ne/ y la primera revolución inglesa,


1560-1640

Fue un desarrollo industrial mucho más· claro e intenso que los prólogos de Alema-
_nia e Italia el que surgió en Inglaterra entre 1540 y 1640. Hacia mediados del siglo XVI,
las Islas Británicas estaban todavía, en términos industriales, muy por detrás de Italia,
España, los Países Bajos, Alemania y Francia. Un siglo más tarde, milagrosamente, la
situación se ha invertido totalmente y el ritmo de cambio es tan rápido que no se ha-
llará otro igual hasta fines del siglo XVIII y comienzos del XtX, en plena Revolución In-
dustrial. En vísperas de su guerra civil (1642), Inglaterra se había convertido en el pri-
mer país industrial de Europa, e iba a seguir siéndolo. Es esta cprimera revolución in-
dustrial• inglesa lo que John U. Nef47 ha sacado a la luz en un artículo sensacional, en
1934, y que no ha perdido nada de su fuerza explicativa.
Pero, ¿por qué Inglaterra, cuando las grandes innovaciones de la época -pienso
en los altos hornos y los diversos equipos de la actividad minera profunda: galerías, sis-
temas de aireación, bombas para extraer el agua de infiltración y máquinas elevado-
ras- son un préstamo, cuando esas técnicas le fueron enseñadas por mineros alemanes
contratados a tal fin, cuando son los artesanos y obreros de los países más avanzados,
Alemania, los Países Bajos, pero también Italia (industrias del vidrio) y Francia (tejido
de la lana y la seda) quienes le han proporcionado las técnicas y habilidades necesarias
para la creación de una serie de industrias nuevas para ellas: molinos para papel, mo-
linos pulverizadores, fábrica de cristales, vidrierías, fundiciones de cañones, fábricas de
alumbre y de caparrosa, refinerías de azúcar, fabricación de salitre, etcétera?
La sorpresa es que, al implantarlas en su suelo, Inglaterra les dio una amplitud has-
ta entonces desconocida: el crecimiento de las empresas, la importancia de las construc-
ciones •. el aumento de la cantidad de obreros, que llegan a las decenas y a veces a las
centenas de individuos, la enormidad (relativa) de las inversiones, que se cifran en va-
rios millares de libras, cuando el salario anual de un obrero es solamente del orden de
las 5 libras, todo esto es verdaderamente nuevo y señala la amplitud del empuje que
tiene la industria inglesa.
Por otra parte, el rasgo decisivo de esta revolución, rasgo éste puramente autócto-
no, consiste ·en la utilización creciente del carbón de piedra, que se convierte en la ca-
racterística principal de la industria inglesa. No por elección deliberada, además, sino
465
Revolución indmtrial y crecimiento

porque compensa una inferioridad patente. La madera es cada vez más rara en Gran
Bretaña, donde alcanza precios muy altos a mediados del siglo XVI; esta penuria y esta
carestía imponen la utilización del carbón de piedra. De igual modo, el agua dema-
siado lenta de los ríos que es menester desviar mediante largos canales de derivación
de aguas para hacerlas desembocar por encima de las ruedas hidráulicas, hace que el
agua motriz sea mucho más costosa que en la Europa continental e incitará, más ade-
lante, a las investigaciones sobre el vapor de agua -o al menos eso es lo que sostiene
J. U. Nef.
Inglaterra se lanza, pues (contrariamente a los Países Bajos o a Francia), a una gran
explotación de carbón, a partir de la cuenta de Newcasde y de muchos yacimientos lo-
cales. Las minas en las cuales los campesinos trabajaban en régimen de tiempo parcial
y solamente en la superficie, establecen desde entonces el trabajo continuo; los pozos
se ahondan hasta 40 y 100 metros de profundidad. La producción, de 35.000 toneladas
hacia 1560, llega a las 200.000 toneladas a comienzos del siglo XVII 48 • Vagones sobre
rieles transportan el carbón desde la mina hasta los puntos de carga; naves especializa-
das, cada vez más numerosas, lo transportan a lo lejos, a través de Inglaterra y hasta
Europa, a fines del siglo. El carbón aparece ya como una riqueza nacional: «England's
a perfect world, hath lndies too, / Correct your maps, Newcastle is Perti», proclama
un poeta inglés en 165049 • La sustitución del carbón de leña no solamente permite
calentar los hogares domésticos y llenar de humo a Londres de manera siniestra. Se ofre-
ce también a la industria, que sin embargo deberá adaptarse a la energía nueva, hallar
soluciones inéditas, en particular para garantizar a las materias a tratar llamas sulfuro-
sas del nuevo combustible. Mal que bien, el carbón se introduce en la fabricación del
vidrio, las fábricas de cerveza, las de ladrillos, la fabricación de alumbre, las refinerías
de azúcar y la industria de la sal a partir del agua de mar que se hace evaporar. Siem-
pre hay concentración de mano de obra y, forzosamente, de capital. Nace la manufac-
tura, con sus grandes talleres y su estrépito enloquecedor, que a veces no se interrumpe
ni de día ni de noche, sus masas de obreros que, en un mundo habituado al artesana-
do, asombran por su número y su carencia frecuente de cualificación. Uno de los ge-
rentes de las «casas de alumbre> creadas por Jacobo 1 sobre la costa de Yorkshire (cada
una de las cuales empleaba regularmente unos sesenta obreros) explica, en 1619)º, que
la fabricación del alumbre es «una tarea de locos> y que cno puede ser realizada por
un solo hombre ni por varios, sino por una multitud de gente de la más baja categoría,
que no ponen cuidado ni lealtad en su trabajo•.
Técnicamente, pues, por el aumento de las empresas y por el uso creciente del car-
bón, Inglaterra innovó en el dominio industrial. Pero lo que hace avanzar la industria
y probablemente suscita la innovación es el fuene aumento del mercado interior, por
dos razones que se suman. En primer lugar, un acusado ascenso demográfico, que se
ha estimado en el 60% a lo largo del siglo XVIll. Luego, un considerable aumento de
las rentas agrícolas que convirtió a muchos campesinos en consumidores de productos
industriales. Enfrentada con la demanda de una población creciente y, por 11.ñadidura,
con la de ciudades que aumentan a ojos vista, la agricultura incrementa su producción
de diversas maneras: cultivo de terrenos baldíos, erección de vallas a expensas de tierras
comunales o praderas, especialización agrícola, sin que intervengan, sin embargo, mé-
todos revolucionarios destinados a elevar la fertilidad del suelo y la productividad. Es-
tos no comenzarán hasta después de 1640, y a pasos muy lentos hasta 1690~ 2 • Por ello,
la producción agrícola sufre cierto retraso con respecto al ascenso demográfico, como lo
demuestra un aumento de los precios agrícolas mucho mayor, en conjunto, que el de
los precios industrialesH. Resulta de ello un mayor bienestar evidente de los campos.
Es la época del Great Rebuilding, las casas campesinas son reconstruidas, agrandadas,
mejoradas, los pisos sustituyen a los graneros, las ventanas se cubren de cristales, los

466
Revolución industrial y crecimiento

Una de las más antiguas representaciones (1750) de un «ferrocamt• inglés: construido por Ralph
A/len (1694-1764), aseguraba el transporte (por gravedad) de bloques de piedra desde las can-
teras de las coliMs próximas hasta la ciudad de Bath y el muelle de su río, el Avon. Al fondo,
Prior Park, la suntuosa morada de R. A/len. Gentilhombres y damas elegantes van a admirar el
espectáculo. (Mary Evans Picture Library.)

hogares se preparan para la utilización del carbón de piedra; los inventarios hechos des-
pués de los fallecimientos revelan la nueva abundancia de muebles, la ropa blanca, las
colgaduras, la vajilla de estaño, etcétera. Esta demanda interior, cienamente, estimuló
a la industria, el comercio y las importaciones.
Mas por prometedor que sea, este vivo movimiento no es general. Incluso hay sec-
tores importantes que permanecen en el atraso.
Así, en la metalurgia, no solamente el blast fumace, el alto horno moderno de mo-
delo alemán, gran consumidor de combustible, no eliminó a todos los bloomeries, los
hornos de tipo antiguo, algunos de los cuales todavía funcionaban en 1650, sino que
se siguió usando el carbón de leña. Sólo en 1709 aparecerá el primer alto horno que
funciona con carbón de coque, y seguirá siendo único durante unos cuarenta años. Ano-
malías de la que T. S. Ashton y otros han dado varias explicaciones, pero la de Charles
Hyde, en un libro reciente, me parece indiscutible)4: si el coque no predominó sobre
el carbón de leña hasta 1750, fue porque hasta entonces el coste de producción de este

467
Rcvoluáón industrial y rreÓmLC'nW

último era menor 11 • La producción metalúrgica inglesa siguió siendo mediocre durante
mucho tiempo, inferior en calidad y cantidad, aún después de la adopción del coque,
a la de Rusia, Suecia y Francia 16 • Y si la pequeña metalurgia (cuchillería, fábricas de
clavos, herramientas, etcétera) no cesa de crecer a partir de la segunda mitad del si-
glo XVI, trabaja con acero importado de Suecia.
Otro sector atrasado es la industria pañera, enfrentada con una larga crisis de la de-
manda exterior que la obliga a transformaciones difíciles y cuya producción es casi es-
tacionaria desde 1560 hasta fines del siglo xvnn. Rural en gran medida, poco manu-
facturera, cae cada vez más en manos del putting out system. Ahora bien, era esta in-
dustria la que proporcionaba, por sí sola, el 90% de las exportaciones inglesas en el
siglo XVI, el 75% todavía hacia 1660, y solamente el 50% a fines del siglol8 •
Pero estas dificultades no pueden explicar el estancamiento económico en que en-
tra Inglaterra después del decenio de 1640-1649: no retrocede, pero tampoco progresa.
La población deja de crecer, la agricultura produce más y mejor, invierte para el futu·
ro, pero sus rentas bajan a la par de los precios; la industria trabaja siempre, pero ya
no innova, al menos hasta. 168o';9 , Si sólo interviniese Inglaterra, subrayaríamos la in-
cidencia brutal de la guerra civil, que comienza en 1642 y constituye una detención
enorme; pondrfamos de relieve la insuficiencia, todavía, en un mercado nacional, su
mala, o relativamente mala, situación en la economía-mundo europea, donde la pre-
ponderancia de la vecina Holanda es exclusiva. Pero Inglaterra no es la úniea que in-
terviene: está acompañada, indiscutiblemente, por los países del Norte, que habían pro"
gresado al mismo tiempo que ella y que retroceden a la vez que ella. Más o menos
precoz, la «crisis del siglo XVII> se hizo sentir en todas partes. .
Sinembatgo, volviendo a Inglaterra, según el diagnóstieo de]. U. Nef~ sí el avance
industrial se hizo más lento, ciertamente, después de 1642, no desapar~ció, rio hubo
retroceso 60 • De hecho, y volveremos a esto a propósito de los análisis contundentes de
E. L. Jones, la «crisis del siglo XVlb quizás fue, como todos fos periódos de lentificación
demográfica, favorable a cierto aumento de la renta per capita y a una transformación
de la agricultura que no careció de consecuencias para la industria misma. Forzando
un poco el pensamiento de Nef, digamos que la revolución inglesa que se asentará en
el siglo XVIII comenzó ya en el XVI, que progresó por etapas. Y es una explicación cuya
lección es menester recordar.
Pero, ¿no se puede decir lo mismo de Europa, donde, desde el siglo XI, las expe-
riencias se suceden, se unen entre sí y de algún modo se acumulan? Por turno, cada
región, en una época u otra, pasa por progresos preindustriales, con las concomitancias
que ello implica, en particular en el plano de la agricultura. Así, la industrialización
fue endémica en el Continente. Por brillante y decisivo que sea su papel, Inglaterra
no es la única responsable e inventora de la Revolución Industrial que llevó a cabo. Es
por eso; además, por lo que esta Revolución, apenas en marcha, incluso antes de sus
éxitos decisivos, llegó tan fácilmente a la Europa próxima y tuvo allí una serie de éxitos
relativamente rápidos. No chocó allí con los obstáculos que encuentran hoy tantos paí-
ses subdesarrollados.

468
Revolución industrial y crecimiento

LA REVOLUCION INGLESA,
SECTOR POR SECTOR

Inglaterra, con su éxito, después de 1750, es el punto luminoso hacia el cual todo
converge. Pero no nos hagamos demasiadas ilusiones: llegamos al fondo de nuestras di-
ficultades, al medio de los falsos juegos de luces. R. M. Hartwell nos explica con vive-
za, en su combativo libro. The Industrial Revolution and Economir; Growth (1971), de
hecho el libro de todos los otros libros, la tribuna donde el autor sólo expresa sus ideas
a través de las ideas de los demás y nos introduce, finalmente, en un vasto museo don-
de los cuadros más diversos y más discordantes han sido cuidadosamente colgados de
las paredes. ¡A nosotros nos toca elegir! ¿Quién no estaría desorientado ante la centé-
sima oposición del pro y el contra?
Es verdad -y consolador, en cierto modo- que, reunidos para una discusión ge-
neral por la revista Past and Present, en abril de 196061 , historiadores especialistas en
el problema no pudieron ponerse de acuerdo. Y tampoco en el coloquio de Lyon, en
197062 , dedicado al mismo tema, y donde Pierre Vilar 6' quizás dijo lo esencial cuando
confesó, sin rodeos, que, al estudiar la revolución industrial que transformó tan rápi-
damente a Cataluña en los siglos XVIII y XIX, no pudo llegar a un modelo que le sa-
tisficiera. Y el problema no se simplificó cuando, en el curso del mismo coloquio, se
susti~yó la expresión «revolución industrial> por la palabra más neutra de «industria-
lización>, también compleja, finalmente. «Confieso no haber recibido todavía aclara-
ción alguna sobre lo que se entiende por industrialización -exclamaJacques Bertin-.
¿Es el ferrocarril, el algodón, el carbón, la metalurgia, el gas de alumbrado, el pan blan-
co?>64. Responderé gustoso: la lista es demasiado breve; la industrialización, como la
revolución industrial, pone en juego todo, sociedad, economía, estructuras políticas,
opinión pública y todo lo demás. La historia más imperialista no la captará, sobre todo
en una definición que quisiera ser simple, completa y perentoria. En otros términos,
la revolución industrial que va a trastornar a Inglaterra, y luego al mundo entero, no
es, en ningún momento de su trayectoria, un tema bien delimitado, un haz de pro-
blemas dados, en un espacio dado y en un tiempo dado.
Por eso no estoy de acuerdo, aunque me veo obligado a emplearlo a mi vez, con
el método que consiste en explicar la Revolución Industrial sector por sector. Los his-
toriadores, en efecto, ante la suma y el entrelazamiento de las dificultades, han pro-
cedido a la manera cartesiana: dividir para comprender. Han distinguido una serie de
comparrimientos particulares: la agricultura, la demografía, la técnica, el comercio, los
transportes, etcétera, cuyas transformaciones son todas importantes, ciertamente, pero
el riesgo es que puedan aparecer como etapas separadas, alcanzadas una después de
otra, y que constituirían de alguna manera las escaleras del crecimiento. Este modelo
fragmentado, de hecho, nos viene de la economía política más tradicional. Es de la-
mentar que los partidarios de la economía retrospectiva no han esbozado otro para nues-
tro uso, capaz de guiar más eficazmente la investigación histórica; que no hayan defi-
nido puntos de referencia, indicadores, cocientes cuya observación muestre cómo ope-
ran los diferentes sectores, sincrónicamente, unos con respecto a otros, apoyándose o
constituyendo, por el contrario, frenos o estrangulamientos unos de otros. Si fuese po-
sible efectuar una serie de cortes sincrónicos, suficientemente separados en el tiempo,
el proceso de crecimiento industrial se revelaría, quizás, sin demasiado error, en su evo-
lución. Pero sería necesario que se definiese un modelo de observación, que los histo-
riadores se pusiesen de acuerdo para ponerlo en práctica, en puntos diferentes del tiem-
po y del espacio.

469
Revolución industri,i/ y '-rccimirnt"

Por el momento, sólo podemos utilizar las clasificaciones que han sido puestas a
prueba, en obras notables, demasiado numerosas para enumerarlas todas. En el con-
junto de la Revolución, disciernen una serie de «revoluciones> particulares, de la agri-
cultura, de la demografía, de los transpones interiores, de la técnica, del comercio, de
la industria, etcétera. Trataremos, en una primera aproximación, de seguir estas mu-
taciones a las cuales, de hecho, ningún sector escapó. Es el camino habitual de la ex-
plicación. Es un poco fastidioso recorrerlo, pero es necesario.

Un factor primordial:
la agricultura inglesa

La agricultura viene en primera línea, y a justo título. Pero de todos los problemas
en cuestión, es con mucho el más difícil. En realidad, estamos en presencia de un lar-
go, un interminable proceso, no de una revolución, sino de revoluciones sucesivas, de
mutaciones, de evoluciones, de rupturas, de reequilibrios en cadena. Exponerlos de un
extremo al otro nos llevaría fácilmente al siglo XIII, a los primeros intentos de encalado
y de enmargado, a las experiencias con las diversas variedades de trigo y de avena, y
con las rotaciones más adecuadas. Pero nuestro problema no consiste en estudiar las
fuentes ni el recorrido de este río, sino la manera como se lanza al mar~ no es la his-
toria de la Inglaterra rural en todas sus ramificaciones, sino el modo como llega, para
terminar, al océano de la Revolución Industrial. ¿Fue esencial la agricultura para esa
enorme realización?

FálmC:a de ladnllos en la campaña inglesa, con sus 6umaredtlI de carbón ya acusadas, en el siglo
XVIII, de contaminar la atmósfera. (Clisé Batsforrl.)

470
Revolución industrial y LTecimiento

Plantear esta pregunta es oír mil respuestas contradictorias. Hay entre los historia-
dores quienes dicen que sí, quienes dicen que no y quienes vacilan entre el sí y el no.
Para H. W Flinn, «es extremadamente dudoso que los desarrollos de la agricultura ha-
yan sido suficientes para haber desempeñado un papel más que modesto en el estí-
mulo de una revolución industrial» 6 ~ Con mayor generalidad, para H. J. Habakkuk,
«el aumento de la producción agrícola no debe ser considerado como una condi-
ción del crecimiento, y por eso ha acompañado, más que precedido, a la aceleración
del crecimiento» 66 • Por el contrario, Paul Bairoch, preocupado por discernir y jerarqui-
zar las variables estratégicas de la revolución inglesa, afirma que el avance de la agri-
cultura ha sido para ésta «el factor dominante desde el principio», el empujón iniciál 67
E. L. Jones es más categórico todavía: apoyándose en la historia comparada de los paí-
ses que han llegado a la industrialización, pone como condición de su éxito, en prime-
ra instancia, «una producción agrícola que aumenta más rápidamente que la pobla-
ción»68. En lo que concierne a Inglaterra, el «período crítico», en su opinión, va de 1650
a 1750.
Esto equivale a descartar de antemano los argumentos de quienes, identificando
esencialmente la revolución agrícola con su mecanización, la ven seguir, y no preceder,
a fa revolución del algodón, o incluso a la del ferrocarril. Es cierto que la técnica in-
dustrial y mecánica no desempeña en la vida rural más que un papel bastante despre-
ciable hasta bien entrado el siglo XIX. La sembradora de la que hablaJethro Tull, en
1733 69 , sólo será raramente utilizada (por ejemplo, en Town y en Coke) en el progre-
sista East Norfolk; en otras partes sólo aparece en el siglo XIX 7º. La trilladora tirada por
caballos, concebida en Escocia hacia 1780, seguida tardíamente por la máquina de va-
por, ciertamente no se difundió con rapidez. De igual modo, el arado triangular lla-
mado de Rotherham 71 , ·que permitía la labranza con dos caballos y un hombre sola-
mente (en lugar del arado rectangular, con sus seis u ocho bueyes, un conductor y un
labrador), patentado en 1731, apenas fue utilizado antes de 187072 • Asimismo, se ha
calculado que los cultivos nuevos, incluido el del turmp, el nabo milagroso que pasó
de los jardines a los campos en el siglo XVII, ¡no se propagaron a más de una rililla por
año, a partir de su punto de origen! Finalmente, hasta 1830, el mayal, la hoz y la gua-
daña siguieron siendo las herramientas comunes de las granjas inglesas B. De modo que
los progresos de la agricultura inglesa antes de la Revolución Industnal, progresos in-
discutibles74, no derivaron tanto de la máquina o de los cultivos milagrosos como de
nuevas formas de utilización de los suelos, de la repetición de las labranzas, de las ro-
taciones de cultivos que trataron, al mismo tiempo, de eliminar los barbechos y de pro-
mover la cría de ganado, fuente útil de abonos, y que por ende evitaba el empobreci-
miento de los suelos, de una atención a la selección de las simientes y de las razas ovi-
nas y bovinas, de una agricultura especializada que aumenta sus rendimientos, con re-
sultados que variaron de una región a otra, según las condiciones naturales y las obli-
gaciones del intercambio, que nunca son las mismas. El sistema al que se llegará es el
que el siglo XIX llamará el high farming, «un ane sumamente difícil -escribe un ob-
servador tardío- y que no tiene como base sólida más que una larga serie de observa-
ciones. Tierras cercadas y muy divididas por frecuentes labranzas, abonadas con abun-
dante estiércol y de buena calidad y sembradas alternativamente de plantas agotadoras
y restauradoras, sin barbechos [... ], sustituyen a las plantas de cereales, pivotantes y
agotadoras, que extraen su substancia de una gran profundidad y no dan nada al sue-
lo, por plantas herbáceas, rastreras y mejoradoras, que extraen la suya de la superficie>n.
Esta transformación, que demostrará ser esencial, se inició después de 1650, en un
momento en que la presión demográfica cesó, en que el número de hombres dejó de
aumentar o apenas aumentó (quizás como consecuencia de una política consciente de
retrasos en la edad del matrimonio). Sea cual fuere la razón, la presión demográfica
471
Revolución industrial y crecimiento

Mt1/areJ de
quarters
420
111! Jmport11cio11es
400
~ l!xportaciones
380

360

340
320·

300

280
260
240

220

200

180

160
140

120
50. IMPORTACIONES Y EXPORTACIONES INGLE- 100
SAS DE TRIGO Y HARINA
80
En general, lng/11tura se come '" trigo h111ta In.< /)roximitl.1dt"..- 60
de 1760; entre 1730 y 1765, export11 de manera notable para la
época (2% de su producción haci.J 1751J, o ud• .H0.000 quaners 40
sobre una prod11cción de 15 millones: 1111 quaner ~ 2.9 h/); r11r 20
imporlacio11es, que comie111:a11 e11 1760, 110 harán má.u¡11e au-
mentar, a pesar de una producción que pasa de 19 mi/tone< de o

quatcrs en 1800 y 25 millones en 1820. (Tomado de P. Mathias,
The First Industrial Nation, 1969, p. 79.)

disminuyó. ¿No es contradictorio, entonces, que sea justamente en este momento, el


momento en que la demanda se restringe y en que el precio del trigo baja, cuando la
producción y la productividad aumentan, cuando la innovación se difunde? Sin em-
bargo, la paradoja se explica bastante bien a la luz de los argumento5 que expone E. L.
Jones 76 • La demanda de cereales permaneció casi estable, pero, con el avance de las ciu-
dades y el enorme crecimiento de Londres, la demanda de carne aumentó; la cría de
ganado se hizo más rentable que el cultivo del trigo y tendió a sustituirlo. De ahí la
demanda creciente de plantas forrajeras ya conocidas: trébol, pipirigallo, turnips, y la
apelación a los métodos nuevos de rotación de cultivos. La paradoja surge de que el
fuerte aumento del ganado, aumento buscado y logrado, suministra una cantidad ma-
yor de abono y aumenta, como consecuencia, los rendimientos de los cereales, el trigo
y la cebada, incluidos en la rotación. Así se forma lo que Jones llama un «círculo vir-
tuoso» (lo contrario del círculo vicioso), según el cual el bajo precio de los cereales lleva
a los granjeros a dirigir su esfuerzo a la cría de ganado, la cual consagra el éxito de las
plantas forrajeras, que entraña, al mismo tiempo, un acusado crecimiento del ganado,
particularmente ovino, y un fuerte ascenso de los rendimientos cerealetos. La produc-
ción de granos va a aumentar en Inglaterra automáticamente y casi por sí sola, hasta
el punto de superar las necesidades nacionales. De aquí la baja de precio de los cereales
y una exportación creciente hasta 1760. E. A. Wrigley ha calculado que el aumento
de la productividad agrícola de 1650 a 1750 fue al menos del 13% 77 •

472
Revolución industrial y crecimiento

Pero el high farming tuvo también otro resultado. Puesto que los cultivos forrajeros
necesitan de suelos ligeros y arenosos, éstos se convierten en las tierras ricas de Ingla-
terra. Incluso se cultivan suelos considerados áridos, reservados desde siempre a los car-
neros. Por el contrario, las tierras pesadas y arcillosas, hasta entonces las mejores para
los cereales, poco adaptables a los cultivos forrajeros, son condenadas por los bajos pre-
cios que imponen los altos rendimientos en granos de sus rivales. Se ven obligados a
abandonar las labranzas. Se elevan quejas. En los Midlands, hacia 1680, ¡se reclama
pura y simplemente leyes que impidan las mejoras agrkolas establecidas en el sur de
Inglaterra! En el Buckinghamshire, los poseedores de suelos arcillosos, en el valle de
Aylesbury, exigen que se prohíba el cultivo del tréboF8 •
Las diversas regiones desfavorecidas por el triunfo de sus vecinas van a dedicarse a
la cría de ganado, particularmente la de animales de tiro, o, si tienen la suerte de ha-
llarse cerca de Londres, a los productos lácteos. Pero el intento de restaurar el equili-
brio se hace más aún en dirección a una industria artesar.al. Por ello, a partir de 1650,
en el momento en que]. U. Nef registra una pérdida de velocidad de la gran industria
manufacturera desarrollada en el curso del siglo precedente, se ve, en cambio, el cre-
cimiento de una industria rural vivaz en los marcos antiguos, pero siempre eficaces, del
putting out system. A fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, los encajes se desarro-
llan en Devon oriental y mucho más aún en los condados de Bedford, Buckingham y
Nonhampton; el trabajo de la paja para la confecci6n de sombreros pasa del condado
de Hertford al de Bedford; la fabricación de clavos gana terreno en los campos de Bir-
mingham; la de papel, en las colinas de Mendips, donde en 1712 trabajan más de 200
fábricas, instaladas a menudo en antiguos molinos de trigo; los géneros de punto en
los condados de Leicester; Derby y Nottingham, etcétera79 •
La «crisis del siglo XVir>, pues, correspondió en Inglaterra a una maduración de los
campos bastante lenta y desigual, pero doblemente beneficiosa para la futura Revolu-
ción Industrial: favoreció la creación de una agricultura de alto rendimiento que será
capaz, renunciando a la exportación, de sostener el violento aumento demográfico pos-
terior al decenio de 1750-1759; en las regiones pobres, multiplicó los pequeños em-
presarios y un proletariado más o menos habituado a las tareas artesanales, en resu-
men, una mano de obra «maleable y entrenada», dispuesta a responder a la llamada
de la gran industria urbana, cuando ésta surja, a fines del siglo XVIII. De esta reserva
de mano de obra se alimentará la Revolución Industrial, y no de la mano de obra es-
trictamente agrícola, que conservará sus efectivos, contrariamente a lo que se creía re-
cientemente siguiendo a Marx.
Si las cosas han ocurrido de manera muy diferente en el continente europeo, es,
probablemente, porque la evolución tan original de la agricultura inglesa sólo es con-
cebible en el marco de una propiedad suficientemente extensa: un gran territorio, en-
tonces, tenía 200 arpendes, o sea, 80 hectáreas. Y para que surgiese este tipo de pro-
piedad, fue necesario que el tenaz régimen señorial se destruyese, se adaptase, que las
relaciones arcaicas entre el terrazguero y el señor se transformasen. Cuando se inicia la
Revolución Industrial, hacía mucho tiempo que eso había sucedido en Inglaterra. El
gran propietarioªº se había convertido en un rentista que ve en la tierra un instrumento
de prestigio social, pero también una herramienta de producción que le conviene con-
fiar a granjeros eficaces (la tradición incluso hace que, en los años malos, el propietario
compense en parte las pérdidas del labrador). Un terreno próspero, arrendado a buen
precio, es, además, la garantía para su propietario de un crédito fácil de obtener, si es
necesario para otras inversiones, pues es frecuente que los propietarios de bienes raíces
sean también empresarios industriales o mineros. En cuanto al labrador, está seguro de
conservar su arrendamiento por convenio, si no legalmente; puede, pues, invenir sin
temor 81 y llevar su explotación según las reglas del mercado y de la administración ca-
473
Revolución industrial y crecimiento

CampeJina ingiera dirígiendore al mercado. llurtración de un manurcn'to de 1623-1625. (Br#ish


Library.)

pitalista. El rasgo sobresaliente de este nuevo orden es el ascenso del labrador, un ver-
dadero empresario, «verdaderamente, gente de bien>, dice un testigo francés. «Aun-
que ponen mano en el arado, son, en cuanto a su hacienda y su vivienda, iguales a la
burguesía de las ciudades» 82 • Esto en 1819. Pero tres cuartos de siglo antes, en 1745,
un francés describía ya a ese labrador como un campesino que «goza en abundancia de
todas las comodidades de la vida»; su mozo de labranza «toma su té antes de ir a coger
el arado». Y he aquí «a este campesino vestido en invierno con una levita», y a su mu-
jer y su hija tan coquetamente engalanadas que se las tomaría «por una de nuestras
pastoras de romance» 83 • Impresión que no desautoriza ese encantador grabado peque-
ño que representa a una «campesina» yendo al mercado a caballo, con su cesta de hue-
vos en el brazo, pero con calzado y sombrero muy burgueses.
Un francés, Maurice Rubichon, asombrado por el contraste entre el campo francés
y el inglés, describió ampliamente la organización agrícola británica. La aristocracia
terrateniente -dos o tres familias, estima él84 , e~ cada una de las 10.000 parroquias
de Inglaterra- posee en conjunto la tercera parte del término, dividido en grandes ex-
plotaciones llevadas por labradores; los pequeños (y a veces grandes) propietarios inde-
pendientes, los yeomen, detentan otro tercio; los campesinos poseen pequeñas parcelas
de tierra y tienen derechos sobre los terrenos comunales, que representan el último ter-
cio de las superficies cultivadas. Estas estimaciones expuestas por Rubichon tienen has-

474
Rev,,/ución industrial y crecimiento

tantes.probabilidades de ser aproximadas. Lo que es seguro es que todo favoreció, des-


de mucho antes del siglo XVIII, la concentración de la pequeña propiedad territorial,
pues el pequeño propietario estaba condenado a aumentar sus posesiones y sobrevivir,
o a perderlas uno u otro día y convertirse en trabajador asalariado. Por este camino, o
por el sistema de los enclosures, que suprimió los bienes comunales y facilitó la con-
centración, la gran propiedad, mejor adaptada, más rentable, reagrupó poco a poco las
tierras en beneficio de la nobleza terrateniente, los grandes yeomen y el labrador. Es
lo contrario de la evolución de Francia, donde el «régimen feudal» se hundió de golpe,
el 4 de agosto de 1789, en el momento en que la concentración capitalista de la pro-
piedad estaba en sus inicios: la tierra, entonces, se parceló irremediablemente entre cam-
pesinos y burgueses. Maurice Rubichon, admirador incondicional del orden rural in-
glés, echa pestes contra esa Francia que «ya antes de la Revolución, estaba dividida en
25 millones de parcelas», y que cha llegado ahora a 115 millones>ª)· ¿Es solamente cul-
pa del Código Napoleónico? ¿Inglaterra evitó la fragmentación por la única virtud del
derecho de primogenitura de la nobleza terrateniente o por la instalación de una agri-
cultura capitalista?
No olvidemos, por último, para calibrar el papel de la agricultura en la Revolución
Industrial, que los campos ingleses se vincularon muy tempranamente al mercado na-
cional de la isla; atrapados en sus redes, logran, hasta comienzos del siglo XIX, dar la
vida a las ciudades y las aglomeraciones industriales, confirmando la regla de raras ex-
cepciones; constituyen lo esencial de un mercado interior que es el destino primero y
natural de una industria inglesa que está empezando. Esta agricultura en progreso fue
el cliente por excelencia de la industria del hierro. Sus herramientas: las herraduras,
las rejas de los arados, las hoces, las guadañas, las trilladoras, las rastras, los rodillos de
discos, etcétera, representan cantidades importantes de hierro; en 1780, se puede esti-
mar estas necesidades, en Inglaterra, en una cifra comprendida entre las 200.000 y las
300.000 toneladas por año 86 • Estas cifras no son válídas sin discusión para la primera
mitad del siglo, período crucial de nuestra observación, pero si por entonces la impor-
tación de hierro proveniente de Suecia y Rusia no deja de aumentar, ¿no es porque la
capacidad de la industria metalúrgica inglesa no es suficiente y la demanda en alza pro-
viene en gran parte de la agricultura? ¿Y por qué el desarrollo de esta agricultura es,
así, anterior al movimiento mismo de la industrialización?

El ascenso
demográfico

En el siglo XVIII, la población aumenta en Inglaterra, como también aumenta en


Europa y en el mundo entero: 5.835.000 habitantes en 1700; un poco más de 6 mi-
llones en 1730; 6.665.0'00 en 1760. Luego el movimiento se acelera: 8.216.000 en 1790;
12 millones en 1820; casi 18 millones en 1850 87 • Los 1ndices de mortalidad disminuyen
del 33,37 por mil al 27,l por mil en 1800, y al 21 por mil en el decenio de 1811-1821,
mientras que el índice de natalidad alcanza el nivel récord del 37 por mil, y hasta lo
supera. Estas cifras, que no son más que estimaciones aproximadas, varían de un autor
a otro, pero sin demasiadas diferencias 88 •
En este enorme desarrollo biológico, son los campos más prósperos y las ciudades
(todas las ciudades) los que crecen, y las aglomeraciones industriales las que aumentan
a velocidad récord. Los historiadores de la demografía han dividido los condados en
tres grupos de referencia que, en 1701, eran comparables por sus cifras de población 89 ;
en 1831, todos habían progresado en valor absoluto, pero el grupo de los condados in-
475
Revolución industrial y crecimiento

dustriales representaba el 4 5% de la población, mientras que en 1701 sólo tenían un


tercio; en el caso opuesto, la parte de los condados agrícolas, de 33,3 % a comienzos
del siglo XVIII cayó al 26 % . Algunos condados progresaron a un ritmo evidentemente
espectacular: Northumberland y Durham doblaron su población; Lancashire, Staffords-
hire y Warwickshire triplicaron la suya 90 • Por consiguiente, no es posible ningún error
de apreciación: la industrialización desempeñó el papel principal en el aumento de la
población inglesa. Todos los estudios de detalle confirman esta impresión. Si se consi-
dera el grupo de edad de 17 a 30 años, se comprueba que, en el Lancashire industrial,
el 40% de estas personas están casadas en 1800, contra el 19% en la pane agrícola de
este condado en la misma época. Así, el empleo industrial favorece los matrimonios
precoces. Es un acelerador del avance demográfico.
Una Inglaterra negra progresa y se instala, con sus ciudades fabriles y sus casas para
obreros. Ciertamente, no es la Inglaterra alegre. Después de muchos otros, Alexis de
Tocqueville la describe en sus notas de viaje: en julio de 18359 1 , se detiene en Bir-
mingham y luego marcha a Manchester. Son por entonces ciudades enormes, inacaba-
das, que se construyeron rápidamente y mal, sin plan previo, pero vivas; esa ristra de
grandes centros urbanos, apretados y trepidantes, Leeds, Sheffield, Birmingham, Man-
chester y Livrrpool, es el alma del desarrollo inglés. Si Birmingham conserva todavía
cierto aspecto humano, Manchester es ya el infierno. La población se multiplicó por
diez de 1760 a 1830, pasando de 17.000 a 180.000 habitantes 92 • Por falta de espacio,
las fábricas construidas sobre las colinas tienen cinco, seis y hasta doce pisos. Palacios
y casas de obreros se esparcen al azar a través de la ciudad. Por todas partes hay charcos
de agua y fango; por una calle pavimentada, hay diez cenagosas. Hombres, mujeres y
niños se apiñan en casas sórdidas; en algunos sótanos se alojan hasta 15 ó 16 personas.
Cincuenta mil irlandeses forman parte de un atroz subproletariado típico. Lo mismo
en Liverpool, donde Tocqueville observa la presencia de «sesenta mil irlandeses católi-
cos». Y añade: «La miseria es casi tan grande como en Manchester, pero se oculta.» Así,
en todas estas ciudades hijas de la industrialización, el ascenso de la población inglesa
no siempre basta para proporcionar la masa de obreros necesarios. La inmigración llega
en su ayuda, procedente del País de Gales, de Escocia y más aún de Irlanda. Y como
la mecanización multiplica las tareas no especializadas, en todos estos puntos ardientes
del desarrollo industrial se recurre al trabajo de las mujeres y de los niños, mano de
obra dócil y mal pagada, como la de los inmigrantes.
La Revolución Industrial, pues, reunió todos los efectivos que le eran necesarios, los
efectivos obreros y también los efectivos del «sector terciario», donde los nuevos tiem-
pos crean empleos. Además, toda industria que logra éxito, como dice Ernest Labrous-
se93, se burocratiza, y éste es el caso de Inglaterra. Como indicio suplementario de la
abundancia de mano de obra, hay una domesticidad pletórica. Situación antigua, sin
duda, pero que la Revolución Industrial no ha borrado, sino todo lo contrario. A co-
mienzos del siglo XIX, más del 15 % de la pobl.•ción londinense está compuesta por
sirvientes.
Inglaterra, después de 1750, se llenó rápidamente de hombres, hasta no saber qué
hacer con ellos. ¿Son, entonces, un peso, un obstáculo? ¿O un motor? ¿Una causa,
una consecuencia? Ni que decir tiene que son útiles, indispensables: son la dimensión
humana necesaria de la Revolución Industrial. Sin esos millares, esos millon.:s de hom-
bres, nada sería posible. Pero no está ahí el problema, que es el de una correlación.
El movimiento demográfico y el movimiento industrial son dos enormes procesos que
marchan juntos. ¿Determina uno al otro? Es una pena que tanto uno como otro se ha-
llen mal registrados en los documentos que están a nuestra disposición. La historia de-
mográfica de Inglaterra se establece a través de los documentos incompletos del estado
civil. Todo lo que exponemos es poco seguro y será puesto en tela de juicio por la in-
476 •
Rc-.:nlucuíri im/ustti1rl y crr:t"mtiento

35,44
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26,0
25

------ índice de natalidad


- - índice de mortalidad
20
1700 10 20 JO 40 1750 60 70 80 90

~l. INDICES DE MORTALIDAD Y DE NATALIDAD EN INGLATERRA


las do1 curvas están trazadas en acuerdo con estimaciones viíl1daJ aunq11e diferenteJ .regún a11tores. S11 uparación pone
de reliet't: el 1111mento de la población inglesa a part1r del decenio 1730-1739. (Tomado de G. M. Trevelyan. Englisb Sncial
'°'
Hismr¡'. 1942. p. 361.)

vestigación, si ésta se dedica a un vasto trabajo de recuento y verificación. De igual mo-


do, ¿puede abrigarse la pretensión de seguir exactamente la industrialización, es decir,
en conjunto, la curva de la producción? «Es razonable pensar -escribe Phyllis Dea-
ne- que sin el ascenso de la produtción, a partir de 1740, el aumento concomitante
de la población habría sido bloqueado por la elevación del índice de mortalidad que
habría provocado el descenso del nivel de vida»~4 • El año 1740 es, en el gráfico ante-
rior, el momento de la «divergencia» entre el índice de natalid~d y el índice de mor-
talidad: la vida, entonces, ha ganado. Si es correcta, esta afirma-:ión muy simple cons-
tituye por sí sola la prueba de que la revolución demográfica sig iiq al movimiento. En
gran parte, al menos, fue inducida.

La técnica, condición necesaria


y, sin duda, no suficiente

Si hay un factor que ha perdido su prestigio, como clave de la Revolución Indus-


trial, es la técnica. Marx creía en su primacía; la historiografía reciente tiene sólidos ar-
gumentos para negarse a ver en ella s:I primum mobile, o siquiera un inicio, para ha-
blar como Paul Bairoch. Sin embargo, el invento generalmente es anterior a la capaci-
dad industrial, pero, por eso mismo, a menudo cae en el vacío. La aplicación técnica
efectiva, por definición, se retrasa con respecto al movimiento general de la vida eco-
nómica; para intervenir, debe esperar a ser solicitada, y dos veces más bien que una,
por una demanda precisa e insistente.
Así, para los textiles, las dos grandes operaciones son el hilado y el tejido. Un taller
de tejedor exigía en el siglo XVII, para su alimentación continua, el producto de siete
u ocho hilanderos, o más bien hilanderas. Lógicamente, las innovaciones técnicas de-
bían apuntar al hilado, la operación que exige más mano de obra. Sin embargo, en
1730, fue el oficio del tejedor el favorecido por la lanzadera de Kay. Este invento ele-
Revolución industrial y crecimiento

mental (la lanzadera disparada por un resorte se maneja a mano), que acdera el ritmo
del tejido, sin embargo, sólo se difundirá después de 1760. Quizás porque fue precisa-
mente en ese momento cuando aparecieron tres innovaciones, esta vez aceleradoras del
hilado y que tuvieron muy rápida difusión: la spinning jenny, hacia 1765, cuyos mo-
delos simples estaban al alcance del taller familiar; la máquina hidráulica de Arkw-
right, hacia 1769; y luego, diez años más tarde, en 1779, la «mula» de Crampton, así
llamada porque combinaba las características de las dos máquinas anteriores 9l. Desde
entonces, el hilado decuplicó su producción, y aumentaron las importaciones de algo-
dón bruto proveniente·de las Antillas, las Indias Orientales y pronto del sur de las co-
lonias inglesas de América. Pero la diferencia entre las velocidades de fabricación del
hilo y el tejido se mantuvieron hasta cerca del decenio de 1840-1849. Incluso cuando
la máquina de vapor mecanizó el hilado, alrededor de 1800, el tejido tradicional a ma-
no logró seguir el ritmo y el número de tejedores aumentó, así como su salario. La la-
bor manual, finalmente, sólo será destronada después de las Guerras Napoleónicas, y
ello lentamente, pese a los perfeccionamientos introducidos por las máquinas de Ro-
berts, hacia 1825. Hasta 1840, no será indispensable ni siquiera ventajoso (dada la fuer-
te caída de los salarios de los tejedores provocada por la competencia de las máquinas
y por el paro) sustituirla por la labor mecánica 96 •
Paul Bairoch, pues, tiene razón: «Durante los primeros decenios de la Revolución
Industrial, la técnica fue mucho más un factor determinado por lo económico que un
factor determinante de lo económico.» Las innovaciones dependen, con toda seguri-
dad, del mercado: no responden más que a una demanda insistente del consumidor.
En el caso del mercado interior inglés, la media del consumo anual de algodón es, para
el período 1737-1740, de 1.700.000 libras; en 1741-1749. de 2.100.000; en 1751-1760,
de 2.800.000; en 1761-1770, de 3.000.000. «Se trata de cantidades[ ... ] pequeñas en
comparación con las que Inglaterra consumirá veinte años más tarde»; en 1769 \ ....tt;;;J
del comienzo de la mecanización), el consumo es de 300 gramos de algodón por per-
sona, lo cual «permite la producción de una camisa por año y por habitante» 97 • Pero
quizás se trataba de un umbral, puesto que, en 1804-1807, alcanzado ese mismo nivel
en Francia, se inició la mecanización en la industria algodonera.
Sin embargo, si la demanda crea la innovación, ella misma depende del nivel de
los precios. Inglaterra poseía, desde comienzos del siglo XVIII, un mercado popular dis-
puesto a absorber una cantidad de télas de algodón indias porque estaban a bajo pre-
cio. Defoe, cuando se burla de las extravagancias de la moda de las telas pintadas en
Londres,· indica claramente que, antes que sus amas, eran las sirvientas las que usaban
telas de algodón importadas. Sin duda, ese mercado inglés se contrajo cuando la moda
hizo subir el precio de las telas pintadas, pero sobre todo fue ahogado autoritariamente
(prueba suplementaria de su poder) cuando el gobierno inglés prohibió la entrada de
los tejidos de algodón indios en Gran Bretaña, salvo para su reexportación. En estas
condiciones, quizás fue menos la presión de la demanda inglesa que la competencia de
los bajos précios indios, como sostiene K. N. Chaudhuri 98 , lo que aguijoneó la inven-
ción inglesa, significativamente, además, en el campo del algodón, no en la industria
nacional de gran consumo y fuerte demanda que constituía la lana, y hasta el lino. La
mecanización sólo afectará a la lana mucho más tarde.
Lo mismo ocurre con la metalurgia inglesa: la incidencia del precio sobre la inno-
vación es tan fuerte, o más, tal vez, que la de la demanda por sí sola. Hemos visto
que la fundición con coque, ideada por Abraham Darby, fue utfüzada por él en sus
altos hornos de Coalbrookdale, en Shropshire desde 1709, pero que ningún otro lo si-
guió por este camino antes de mediados de siglo. En 1775, todavía, el 45% de la pro-
ducción de la fundici'1n de lingotes salía de altos hornos que funcionaban con carbón
de leña 99 P. Bairoch relaciona el éxito tardío del procedimiento con una presión ere-

478

Revolución industrial y crecimiento

ciente de Ja demanda, que está fuera de duda 100 • Pero Charles Hyde ha explicado cla-
ramente las circunstancias del retraso de la adopción de la fundición con coque. ¿Por
qué fue desdeñada antes de 1750, durante cuarenta años, en los 70 altos hornos que
funcionaban por entonces en Inglaterra? ¿Por qué de 1720 a 1750 se construyeron al
menos 18 altos hornos nuevos que utilizaban el antiguo procedimiento 101 ? Simplemen-
te, porque, por una parte, estas empresas eran muy rentables, ya que sus elevados pre-
cios de coste estaban protegidos por los impuestos sobre el hierro sueco importado, por
la ausencia de competencia de una región a otra engendrada por el precio prohibitivo
del transporte y por una próspera exportación de productos metalúrgicos acabados 102 •
Por otra parte, porque el uso del coque aumentaba claramente los costes de producción
(alrededor <le 2 libras por tonelada) y porque el hierro producido, más difícil de refi-
nar, era poco adecuado para seducir a los herreros si su precio no era inferior al del
mercado 103 •

LoJ altos hornos de Coalbrook.dale, en Shropshire, donde Darby utilizó el coque como combus-
tible, por primera vez en Inglaterra, en 1709. Obsérvese, Jin embargo, en este grabado de 1758,
a la derecha, al borde del Severn, cuatro carbonera! de madera en combustión para la fabrica-
ción de carbón de leña. En primer plano, un gran cilindro metálico, fabncado en el lugar es
llevado por un tiro de caballos. Grabado de Perry y Smith, 1758. (Fototeca A. Colin.)

479
Revolución industrial y crecimiento

Entonces, ¿por qué las cosas cambian después de 1750, sin que intervenga ninguna
novedad técnica, con la construcción en veinte años de 27 altos hornos de coque y el
cierre de 25 establecimientos antiguos? Porque el aumento de la demanda de metal
ferroso provocó una fuerte subida del carbón de leña (representaba alrededor de la mi-
tad del coste del lingote de hierro) 104 . En cambio, desde el decenio de 17 30-17 39, la
fundición con coque se benefició de una caída del precio del carbón. La situación, en-
tonces, se invirtió: hacia 1760, el coste de producción de la fundición con carbón de
leña superaba en más de dos libras por toneladas a los precios de coste del procedi-
miento rival. Pero, en estas condiciones, cabe preguntarse una vez más por qué el an-
tiguo procedimiento se mantuvo durante tanto tiempo, efectuando todavía casi la mi-
tad de la producción en 177 5. Sin duda, a causa de la demanda en alza muy rápida,
que, paradójicamente, protegió al procedimiento anticuado: u11a demanda tal que los
precios se mantienen muy elevados y los productores que emplean el coque no tratan
de bajar sus tarifas lo suficiente como para eliminar a sus competidores. Así ocurrió has-
ta 1775. Después de esta fecha, la diferencia de precio entre las dos calidades de hierro
aucp.enta, y el abandono del carbón de leña se generaliza rápidamente.
No fue, pues, la introducción del vapor y de la máquina de Boulton y Watt la res-
ponsable de la adopción del coque como combustible de los altos hornos. Antes de su
intervención; la suerte estaba echada: con o sin vapor; el toque había ganado la par-
tida10~. Lo cúal lid niega el papel del vapor en la expansión futura de la metalurgia
inglesa: de una parte, poniendo en acción potentes fuelles, permitió que aumentasen
considerablemente las dimensiOnes de los altos hornos; de otra parte, al liberar a. la in-
dustria metalúrgica de la proximidad obligatoria de los cursos de agua, abrió nuevas
regiones, en particular, el Black Country, en Staffordshire, región rica en mineral de
hierro y en carbón, pero pobre en cursos de agua rápidos.
. Casi por la misma época que la fundición, el acendramiento del hierro se libera de
la servidumbre y de los altos precios del carbón de leña. Mientras que hacia 1760 el
carbón sólo era utilizado en las fraguas al final, para recalentar y martillar el hierro ya
acendrado, la práctica del potting introduce el carbón en el conjunto del acendramien-
to hacia 1780. De golpe, la producción nacional de barras de hierro aumenta en un
70% 106 ~ Pero también allí Charles Hyde destrona la creencia difundida: no fue la pu-
delación; perfeccionada después de varios años difíciles, de 1784 a 1795, la que expul-
só de las fraguas al carbón de leña. Esto yá estaba hecho101 La pudelación supuso; sin
embargo; el progreso decisivo de la metalurgia inglesa, una revolución en la calidad y
la cantidgd a la vez; qüe puso de golpe eh el primer plano del mundo; y durante un
siglo,. a la. producción inglesa, hasta entonces de las más mediocres; hablando cualita-
tiva e incluso cuantitativamente.
. Además, fue la calidad nueva del metaf la responsable del advenimiento fantástico
de la máquina, tanto eri d conjunto de fa. vida cotidi.na como en la. fábrica. Seguir, en
una historia de la técrika; fas diversas etapas de la máquina de vapor es; desde este
puntó de vista, asombroso, Alcomienzo, se ve madera, ladrillos; pesadas armazones y
algunos tubos de metal; desde 1820, un bosque de tuberías. En la época de las prime-
ras máquinas de vapor, la caldera y fos diferentes elementos sometidos a presión ha-
bían planteado múltiples problemas. Ya Newcomen había construido su máquina para
atenuar los defectos de la máquina anterior de Savery, cuyas juntas estallaban bajo la
presión del vapor. Pero la sólida máquina de Newcomen estaba construida con pilares
y un fogón de albañilería, un balancín de madera, una caldera de cobre, un cilindro
de latón, tubos de plomo ... Lentamente, difícilmente, estos materiales costosos podrán
ser sustituidos por la fundición o el hierro. Ni el mismo Watt logró construir un cilin-
dro hermético en las forjas de Carron, en Escocia. Fue Wilkinson.quien resolvió el pro-
blema para él, gracias a una máquina para calibrar de su invención 108 .
~
480
Re--volución industrial y crecimiento

Todos estos problemas parecen esfumarse en los primeros decenios del siglo XIX, al
mismo tiempo que la madera desaparece de las construcciones mecánicas y que se em-
piezan a fabricar una cantidad de pequeños elementos metálicos, de todas clases, que
permiten «flexibilizar las formas tradicionales de la máquina» 10<J. En 1769, John Smea-
ton había construido para las forjas de Carron la primera rueda hidráulica con un eje
de fundición. Fue un fracaso: la fundición porosa no resistió la helada. Las ruedas de
gran diámetro puestas en servicio en el London Bridge el año anterior, en 1768, eran
todavía de madera. Pero en 1817 fueron sustituidas por ruedas de hierro 110 •
Aunque decisiva a largo plazo, pues, en el siglo XVIII la metalurgia no desempeñó
el primer papel. «La industria del hierro -escribe David Landes- ha recibido más aten-
ción [por parte de los historiadores] de la que merece en la génesis de la Revolución
Industriah 111 • Sin duda alguna, si nos atenemos estrictamente a la cronología. Pero la
Revolución Industrial fue un proceso continuo que debió inventarse en cada instante
de su recorrido, que estaba como a la espera de la innov:ición que iba a venir, que de-
bía venir. Siempre está por completarse la adición. Y es el último progreso el que jus-
tifica, el que da un sentido, a los que lo precedieron. El carbón, el coque, la fundi-
ción, el hierro y el acero son personajes muy importantes. Pero finalmente el vapor los
justifica de algún modo; el vapor tan lento, también, en encontrar un verdadero lugar
con la máquina rotativa de Watt, a la espera de lqs ferrocarriles. Para el año 1840, cuan-
do se ha realizado el primer espectáculo de la Revolución Industrial, Emile Levasseur 112
calcula que urt caballo de vapor equivale a 21 hombres y que Francia, a este respecto,
tiene un millón de esclavos de un género especial, cantidad llamada a aumentar de ma-
nera exponencial: en 1880, se elevará a 98 millones, o sea, dos veces y media lapo-
blación de Francia. ¡Y qué decir de Inglaterra!

A partir de lor último¡ años del siglo XVIII, el hieTTO comienza a sustituir a la madera en Jn-
glateTTa. Puente sobre el Wear, en Sunderland, construido en 1796. (British Museum.)

481
Revolución industrial y crecimiento

No «infravalorar»
la revolución del algodón

Como subida de telón de la Revolución Industrial inglesa, el boom algodonero ha


sido un tema predilecto de los historiadores. Pero esto era antaño. Y las modas pasan.
El algodón ha sido objeto de investigaciones nuevas. Se tiende hoy a comiderarlo un
personaje muy secundario: después de todo, la masa global de la producción algodo-
nera se mide en millones de libras, y el carbón en millones de toneladas. En 1800, por
primera vez el algodón bruto trabajado en Inglaterra pasa de los 50 millones de libras,
es decir, alrededor de 23.000 toneladas; en peso, dice E. A. Wrigley, es casi la «pro-
ducción anual de 150 mineros en una mina de carbón» 113 • Por otra parte, como las in-
novaciones de la industria algodonera se reinsertan en la larga serie de mutaciones par-
ticulares de las viejas industrias (lana, algodón, seda y lino), en movimiento desde an-
tes del siglo XVI, todo lleva a pensar que la industria algodonera corresponde al Anti-
guo Régimen, o, como dice John Hicks, que es «el último capítulo de la evolución de
la antigua industria más que el comienzo de la nueva, como se la prc:;enta de ordina-
rio». En el límite, ¿no se podría imaginar un éxito semejante en la Florencia del si-
glo XV 114 ? En el mismo espíritu Ernest Labrousse, en el Coloquio de Lyon (octubre de
1970}, calificaba a la preciosa lanzadera de Kay, tan admirada en su tiempo, de «ju-
guete mecánico para niños»m. Se trata, pues, de una revolución sin grandes medios
modernos. La ligereza y el valor relativo del algodón incluso le permiten utilizar los
transportes tal como son y la fuerza modesta de las ruedas hidráulicas en los valles de
los Peninos y en otras partes. Sólo al término de su desarrollo, la industria del algodón,
para escapar a la inconstancia y la rareza de las caídas de agua disponible, -recurrió a
la máquina de vapor; pero ésta no fue inventada para ella. Finalmente, la industria
textil siempre ha reclamado más mano de obra que capitales 116 •
¿Hay que aceptar, pues, la etiqueta de John Hicks: una revolución de Antiguo Ré-
gimen? Queda en pie el hecho de que la revolución del algodón se distingue de las
revoluciones anteriores por un rasgo crucial: tuvo éxito; no vegetó en una vuelta al es-
tancamiento de la economfa; inició un largo crecimiento que acabó siendo un «creci-
miento continuo». Y «en la primera fase de la industrialización británica, ninguna in-
dustria tuvo una importancia comparable» 117 • . . .. .
El verdadero peligro sería «infravaforar» la r~volución del algodón. Cienamente, se
desprende con lentitud de preliminares bastante más largos de lo que se señala de or-
dinario, pues el algodón fue trabajado en Europa desde el siglo XII. Pero el hilo que
se sacaba de fos fardos importados de Levante era poco sólido, cuando era bastante fi-
no. Por ello, no se empléaba sofo, síno como simple hilo de trama asociado . a una ca-
dena de lino. Este tejido «mestizo» era el fustán, el Barchent de las ciudade5 alemanas,
el Fustian de Inglaterra, un pariente pobre, de tosco aspecto, bastante caro sin embar-
go, y además difícil de lavar. En consecuencia, cuando en el siglo XVII el comercio im-
portó a Europa, ya no solamente la materia prima, sino también telas, y telas pintadas
de la India, maravillosos tejidos de algodón puro, de precio mediano, a menudo es-
tant'pados con bellos colores que, a diferencia de los de Europa, resistían al lavado, esto
supuso un verdadero descubrimiento_. Y pronto se produjo una conquista masiva de
Europa, cuyos vehículos fueron las Compañías de Indias, y la moda se hizo su cómpli-
ce. Para defender sus industrias textiles, más aún los paños de lana que los fustanes,
Inglaterra en 1700 y 1720, y Francia desde 1686, prohibieron la venta en el territorio
nacional de telas de las Indias. No obstante, éstas continuaron llegando, en principio
por la reexportación, pero, con el gran auge del contrabando, se las encontré- en todas

482 •
Revol11ción industrial y crecimiento

partes, para placer de los ojos y satisfacción de úna moda tenaz que se burlaba de las
prohibiciones, las requisas policiales y las.incautaciones de mercancías.
La revolución del algodón, en Inglaterra y luego, muy rápidamente, a escala euro-
pea, fue, de hecho, una imitación primero, y más tarde una revancha, el desquite a
las industrias indias y su superación. Se trataba de hacer las cosas igualmente bien y de
modo menos caro. Esto último sólo era posible con la máquina, la única capaz de com-
petir con el artesano indio. Pero el éxito.no fue inmediato. Fue menester esperar a las
máquinas de Arkwright y de Crampton, hacia 1775-1780, para obtener un hilo de al-
godón fino y resistente a la vez, a semejanza de los hilados de la India, y utilizable
para un tejido de algodón puro. Desde entonces, la nueva industria inglesa competirá
en el mercado de las telas indias, un mercado enorme, el de Inglaterra y las Islas Bri-
tánicas, el de Europa (que las industrias nacionales, sin embargo, van a disputar), el
de la costa de Africa, donde el esclavo negro se trueca por piezas de tela, y el enorme
mercado de la América colonial, para no hablar de Turquía, del Levante y de la India
misma. El algodón siempre ha sido ante todo una mercancía de exportación: en 1800,
representaba la cuarta parte del total de las exportaciones británicas; en 1850, la
mitad 118 ~
Todos estos mercados exteriores, conquistados uno tras otro, que se sumaban o se
suplían. según. las circunstancias; explican el ascenso fantástico de la producción: 40 mi-
llones de yardas en 1785, 2.025 millones en 1850 119 • Al mismo tiempo, el precio del
producto acabado bajaba, del índice 550 en 1800 al índice 100 en 1850, mientras que
el trigo y la mayor parte de los productos alimenticios disminuían apenas un tercio en
el mismo lapso. El margen de beneficio, fantástico en un principio («no del 5%, no
del 10 % , sino de centenas y millares por ciento de beneficio», dirá más tarde un po-
lítico inglés) 12º, dismiimye drásticamente. Sin embargo, la inundación de los mercados
mundiales es tal que compensa la disminución de la tasa de beneficio. «Los beneficios
todavía son suficientes -escribía un contemporáneo en 1835- para permitir una gran
acumulación de capital en la manufactura» 121 ,
Si hubo un take off después de 1787, el algodón fue el causante de él. Eric Hobs-
bawm incluso señala que el ritmo de su expansión mide bastante persistentemente el
de toda la economía británica. Las otras industrias suben al mismo tiempo que él, y
lo consiguen en su caída cuando se hunde. Y eso hasta el siglo XX: 122 • Es, además, una
impresión de potencia sin precedente la que da la industria algodoner:o. inglesa a todos
los contemporáneos. Alrededor de 1820, cuando las máquinas están a punto de con-
quistar también el tejido, el algodón es ya por excelencia la sieam industry, la gran
usuaria del vapor. Hacia 1835, emplea al menos 30.000 HP suministrados por el va-
por, contra 10.000 provenientes de la energía hidráulica 123 • ¿No bastaba, para medir
el poder del recién llegado, considerar el enorme desarrollo de Manchester, una ciudad
moderna, con «sus centenares de fábricas de cinco o seis pisos [y más aún], coronadas
todas por una inmensa chimenea y un penacho de humo negro» 124 , y que somete a su
imperio a las ciudades vecinas, incluido el puerto de Liverpool, que poco antes era el
gran puerto negrero de Inglaterra y que se conviene en la puerta de entrada principal
del algodón en bruto, sobre todo el algodón de los Estados Unidos?
En comparación, la vieja y gloriosa industria de la lana mantuvo durante mucho
tiempo ciertos rasgos arcaicos. Evocando, en 1828, viejos recuerdos, un manufacturero
inglés se acordaba de la época en que la aparición de la jenny en las familias de hilan-
deros había relegado al desván los viejos tornos y hecho pasar a toda la mano de obra
a la industria del algodón, hacia 1780: «El hilado de la lana había desaparecido com-
pletamente, y casi lo mismo ocurrió con el del lino; la materia casi universalmente uti-
lizada era el algodón, el algodón y el algodón» 126 • La jenny fue adaptada luego a la
industria de la lana, pero su mecanización total se efectuará con unos treinta años de
483
Revolución imlustrial y crecimiento

La htlandeña de algodón de Robert Oewn, en New Lanark, al sudeste de Edimburgo, fines del
siglo XVIII y comienzos del XIX. Escocia siguió de cerca la industn'alización inglesa. {Documen-
to G. Smout.)

retraso con respecto a la del algodón 127 Fue en Leeds (que sustituyó a Norwich como
capital lanera) donde el hilado (no el tejido, claro está) comenzó a mecanizarse, pero
todavía en 1811 la industria es artesanal y rural. «El mercado de los paños [de Leeds]
es un gran edificio -informa Louis Simond- y un gran mercado cuadrado dispuesto
alrededor de un patio y a prueba de incendios, pues los muros son de ladrillo y las
planchas de hierro. Dos mil seiscientos manufactureros del campo, mitad agricultores
y mitad tejedores, abren allí sus tiendas dos veces a la semana, y una hora solamente
cada vez. Tienen sus tenderetes a lo largo de los muros de una extensa galería. [ ... ]
Apilan las piezas de paño detrás de ellos y tienen las muestras en la mano. Los com-
pradores pasan revista a la doble línea, comparando las muestras, y los prec;ios se esta-
blecen casi uniformemente; pronto se concluyen los tratos. En pocas palabras y sin pér-
dida de tiempo para uno y para otro, se hacen muchos negocios» 128 • No hay duda: es-
tamos ya en la época de la preindustria. El dueño del juego es el comprador, el co-
merciante. La lana, pues, no siguió a la revolución industrial del algodón. También la
cuchillería y la quincallería, en Sheffield y en Birmingham, siguen ligadas a numerosos
pequeños talleres. Sin contar innumerables actividades arcaicas, algunas de las cuales
sobrevivirán hasta el siglo XX 129 •
Después de la revolución del algodón, durante largo tiempo a la cabeza del movi-
miento, vendrá la del hierro. Pero la Inglaterra de los ferrocarriles, de los barcos de va-
por, de los diversos bienes de equipo, que exigirán enormes inversiones unid~ a mó-
dicos beneficios, esa Inglaterra, ¿no fue acaso el resultado del dinero acumulado en el

484
Revolución industrial y crecimiento

país? Entonces, aunque el algodón no desempeñó directamente un papel muy impor-


tante en la explosión del maquinismo y el advenimiento de la gran metalurgia, los be-
neficios del algodón pagaron, sin duda, sus primeros pasos. Un ciclo dio impulso al otro.

La victoria
del comercio lejano

No es excesivo hablar, con respecto a la Inglaterra del siglo XVIII, de una revolución
comercial, de una verdadera explosión mercantil. Durante este siglo, la producción de
las industrias que trabajan solamente para el mercado nacional pasa del índice 100 a
150; pero la de las que trabajan para la exportación pasa de 100 a 550. Está claro que
el comercio exterior va a la cabeza. Evidentemente, esta «revolución» debe ser explica-
da, y esta explicación implica nada menos que al mundo entero. En cuanto a sus lazos
con la Revolución Industrial, son estrechos y recíprocos: las dos revoluciones se prestan
mutuamente gran ayuda.
El éxito inglés fuera de la isla es la constitución de un imperio mercantil muy gran-
de, es decir, la apertura de la economía británica a la más vasta unidad de intercambio
que haya en el mundó, desde el mar de las Antillas hasta la India, hasta China y hasta
las orillas de Africa ... Si se divide en dos este enorme espacio, Europa de un lado, ul-
tramar del otro, se tiene la posibilidad de comprender mejor la génesis de un destino
pese a todo singular.
Antes y después del año 1760, en efecto, cuando el comercio británico y el comer-
cio mundial no dejan de estar ambos prácticamente en alza, los intercambios que efec-
túa Inglaterra disminuyen relativamente en dirección a la Europa próxima y aumentan
en el escenario de los tráficos ele ultramar. Si se contabiliza el comercio británico con
Europa en tres columnas -importaciones, exportaciones y reexportaciones-, se com-
prueba que es solamente en el último rubro, el de las reexportaciones, donde la parte
reservada a Europa es preponderante y casi estable en el curso del siglo XVIII ( 1700-1701:
85%; 1750-1751: 79%; 1772-1773: 82%; 1797-1798: 88%). No ocurre lo mismo con
las importaciones europeas a Inglaterra, cuya parte proporcional baja regularmente (66,
55, 45 y 43% por las mismas fechas); y la de las exportaciones de productos británicos
al Continente cae todavía más (85, 77, 49 y 30% 130).
Este doble retroceso es significativo; el centro de gravedad del comercio inglés tien-
de a alejarse, de algún modo, de Europa, mientras que aumentan sus tráficos con las
colonias de América (pronto los Estados Unidos) y con la India, sobre todo después de
Plassey. Y esto concuerda con una observación bastante penetrante del autor de la Ri-
queza de Holanda ( 1778) 13 1, que tal vez sea la explicación correcta. Para Accarias de
Sérionne, en efecto, Inglaterra, trabada por el alza interior de sus precios y de su mano
de obra que hacen de ella el país más caro de Europa, ya no puede contener la com-
petencia francesa y holandesa en los mercados próximos de Europa. Así, es superada
en el Mediterráneo, en las Escalas de Levante, en Italia y en España (al menos en Cá-
diz, pues frente a la América española Albión se defiende muy bien desde los «puertos
libres> de Jamaica). Sin embargo, en dos puntos decisivos de Europa, Inglaterra sigue
a la cabeza: en Portugal, que es una de sus viejas y sólidas conquistas, y en Rusia, don-
de asegura los ap,(ovisionamientos indispensables para su marina y su industria (made-
ra, mástiles, cáñamo, hierro, pez y alquitrán). Si se agrandan un poco las líneas de nues-
tra explicación, Inglaterra ya no avanza en Europa, o incluso retrocede; pero triunfa
en el resto del mundo.

485
Revolución industrial y crecimiento

Níimero de habitanleJ
por milla cuadrada

mis de 200
150 a 200
100 a 150
50 a 100
meno1 de 50

o 25 50 miJla1

52. LAS DOS INGLATERRAS EN 1700


La dutríbución de la población y de la nqueza se organiza según una línea que va de Gloucester, en el bajo Sevem, hasta
Boston, a orílla1 del Wash. (Tomado de H. C. Darby, op. cit., p. 524.)

486
Revolución industrial y crecimiento

Nlimero de habitanteJ
por milla CNadradrs

már de 260
200 a 260
150 a 200
100 a 151)
50 a 100
meaos de 50

B. EL NUEVO REPARTO DEL ESPACIO INGLES EN 1800


ANmeslo demográfico rápido de la Isglatemz pobre, que se convierte es /11 Jngl111e"11 de la industria modema. (lbid., p. 525.)

487
Revolución indiotrial y crecimtentrl

Sería necesario analizar atentamente ese triunfo. Se ve bien, en general, que Ingla-
terra ha «marginalizado» su comercio. Por lo común, lo ha logrado por la fuerza: en
la India en 1757, en Canadá en 1762 y en la costa de Africa, arrolla a sus rivales 132 •
Pero no solamente, no siempre, por la fuerza, puesto que los Estados Unidos, recien-
temente independientes, aumentan en enormes proporciones sus compras (no sus ven-
tas) a la antigua metrópoli 1B. De igual modo, a partir de 1793-1795, las guerras eu-
ropeas sirvieron a Inglaterra, la obligaron a adueñarse del mundo, mientras que Ho-
landa y Francia fueron eliminadas del juego mundial. «Se sabe -escribe un contero·
poráneo francés que vivió en Inglaterra durante las guerras de la Revolución y del Im-
perio- que ningún país de las cuatro partes del mundo ha podido comerciar durante
estos diez años (1804-1813) sin el permiso de Inglaterra» 134.
Se ve claramente las ventajas que hallaba Inglaterra al apoyar sus intercambios en
los países de la «periferia», que constituían la reserva de la economía-mundo dominada
por ella. Sus elevados precios interiores, que la incitan a modificar sus medios de pro-
ducción (las máquinas surgen porque el hombre cuesta demasiado caro) la empujan
también a abastecerse de" materias primas (y hasta de productos directamente revendi-
bles en Europa) en los países de bajos precios. Pero si así ocurre, ¿no es en razón de la
victoria que el comercio inglés, apoyado en la primera flota del mundo, ha obtenido
sobre la distancia? No hay ningún país del mundo, incluida Holanda, donde la divi-
sión del trabajo haya progresado, en el terreno de la navegación, como en Inglaterra,
bien se trate de las construcciones navales, de los arm~.mentos, de las exclusiones o del
mundo de los seguros marítimos. Una ojeada a los cafés donde se reúnen los asegura-
dores, el jerusalen, el ]amalea; el Sam 's y, después de 1774, el nuevo Lloyd's Coffee
en el Royal Exchange nos enseñaría más que una larga disertación: los corredores de
seguros, con las órdenes de sus clientes, van de un puesto a otro de los aseguradores
para obtener las participaciones necesarias. Hasta los extranjeros saben adónde dirigir-
sem El Lloyd's es un maravilloso centró de noticias y de informaciones. Los asegura-
dores están mejor informados de la posición de las naves aseguradas que sus propieta-
rios. A menudo juegan sobre seguro.
Pero también Inglaterra, al abrigo de su flota, juega sobre seguro. No es necesario
repetir después de tantos otros cómo, durante las guerras revolucionarias e imperiales,
logra forzar la vigilancia y la hostilidad relativas de una parte del Continente Europeo
que Francia trata de cerrar a su rival. Esta siempre encuentra brechas, Tonningen en
Dinamarca (hasta: 1807), Emden y Heligoland (hasta 1810); tan pronto se abandona
una, se abre otra 136 • Y el comercio inglés a escala mundial prosigue, imperturbable, a
veces llevado por su propia rutina. La East India Company, durante las Guerras Napo-
leónicas, continúa importando a Inglaterra, con plena confianza, telas de algodón de
las Indias: «Millares de fardos de algodón descansaban [Jic] en los depósitos de la Com-
pañía desde hacía diez años, cuando se cayó en la cuenta de que se los podía dar a los
guerrilleros españoles» para hacerse camisas y pantalones 137 •
Claro que la revolución comercial no puede explicar por sí sola la ind~strial 138 • Pero
ningún historiador negará la incidencia de la expansión comercial sob~e la economía
inglesa, que contribuyó a elevarla por encima de sí misma. Muchos, sm embargo, le
restan importancia. El problema se acerca en profundidad al áspero debate entre _los
que explican el crecimiento capitalista únicamente por las virtudes de una evolución
interna y los que lo consideran construido desde el exterior, por una explotación siste-
mática del mundo, debate sin solución porque las dos explicaciones son buenas. Los
contemporáneos admiradores de Inglaterra ya se inclinaban por la primera explicación.
Louis Simond escribe, en 1812: cEs necesario buscar las fuentes de la riqueza de Ingla-
terra en la gran circulación interior, la gran división del trabajo y la superioridad de las
máquinas:.•39. cSospecho que se exagera ... la importancia del comercio que Inglaterra

.. 88
Revolución industrial y crecimiento

Puerto de Bristol. El Broad Quay a pn'ncipios del siglo XVIII. Museum o/ Bnstol City Art Ga-
1/ery. (Clúé del museo.)

489
Revolución industrial y crecimiento

realiza en el exterior• 140 • Otro testigo incluso escribe: cla idea vulgar de que Inglaterra
debe su riqueza a su comercio extranjero es [ ... ] tan falsa como vigorosa, como lo son
todas las ideas vulgares• 141 • Y añade con seguridad: cEn cuanto al comercio exterior,
no tiene ninguna importancia en ningún Estado, ni siquiera en Inglaterra, digan lo
que digan los profundos políticos que descubrieron el sistema continental.• El «siste-
ma> en el Bloqueo continental, una tontería, piensa el autor, Maurice Rubichon, un
francés que detesta a la Francia imperial tanto como a la Francia revolucionaria. ¿No
es una locura atacar el comercio inglés? ¿Bloquear el Continente? ¿Haber lanzado, en
1798, la flota y el mejor ejército de Francia a Egipto, en la ruta inaccesible de la India?
Locura y pérdida de tiempo, pues, continúa nuestro argumentador, ¿qué recibe Ingla-
terra de las Indias? A lo sumo una treintena de barcos, y cla mitad de su contenido se
compone de agua y de provisiones necesarias para la tripulación en un viaje tan largo•.
Si estas ideas absurdas circulan, ¿no es porque, como Cantillon, muchas personas
pretenden que no hay balanza comercial favorable o desfavorable: lo que un país ven-
de tiene que ser equivalente a lo que compra, según un bonito equilibrio al que Hus-
kissoit, futuro presidente de la Board o/ trade, llama «the Interchange o/reciproca/ and
equiva/ent be:'1efits»? 142 ¿Es necesario decir que el comercio no está para Inglaterra -en
Irlanda, la India, los Estados Unidos y otras partes- bajo el signo del intercambio
equivalente?
Es verdad que los datos de que se dispone, basados en papeles de aduana, permi-
ten estimar bastante bien el volumen creciente del comercio inglés, pero no permiten
calcular la balanza comercial inglesa. Phyllis De~e 143 lo explica en un largo análisis im-
posible de resumir aquí. En cuanto a las estimaciones, podrían hacer pensar en una
balanza poco ventajosa, y hasta negativa. Volvemos a dar aquí con la discusión ya abor-
dada a propósito de la balanza comercial de Jamaica o de las Antillas francesas. De he-
cho, las cifras aduaneras, además de sus defectos intrínsecos, sólo conciernen a las mer-
cancías que salen o entran en los puenos ingleses. No registran fos movimientos de ca-
pitales, ni el comercio negrero que, «triangular>, se realiza fuera de su control, ni el
flete que gana la marina nacional, ni los pagos en dinero de los plantadores de Jamaica
o de los nababs de la India, ni los beneficios del country trarle del Extremo Oriente,
etcétera.
En estas condiciones, después de haber reconocido la innegable imponancia y el au-
mento desproporcionado del comercio exterior, ¿es válido el argumento que le resta im-
ponancia relativa al comparar la masa de los intercambios interiores con la de los in-
tercambios exteriores? Ya D. Macpherson, en sus Ann11/s o/ Commerce (1801) 144 , esti-
maba la primera en dos o tres veces la segunda 14 l, e incluso en ausencia de cifras se-
guras, la superioridad de la circulación interior no ofrece ninguna duda. Esto no re~
suelve de ninguna manera el problema, lo he dicho ya y no reiniciaré la discusión so-
bre la significación relativa del t:oinercio lejano y el comercio interior. Pero en lo que
concierne al crecimiento y a la Revoluci6h ·Industrial ingleses, la imponancia del co"
rnercio interior no excluye en modo alguno la importancia del comercio exterior. El so-
lo hecho de que la industria británica, en el curso del siglo XVIII, haya aumentado la
producción destinada a la exportación a cerca del 450% (índice 100 en 1700, 544 en
1800), y solamente en el 52 % (100 en 1700, 152 en 1800) la destinada al uso interior,
dice bastante del papel del mercado exterior en la producción británica. Después de
1800, su imponancia no hizo más que crecer: de 1800 a 1820, las exportaciones pro-
piamente británicas aumentan en un 83 % 146 • Para la Revolución Industrial, los dos in-
crementos, el interior y el exterior, se suman. Uno no puede ir sin el otro.
Incluso encuentro bastante contundente el razonamiento de un historiador indio,
Amalendu Guha 147 , quien, en lugar de comparar las masas, compara los excedentes:
por ejemplo, excedentes extraídos por Inglaterra de la India y excedentes del ahorro

490
Revolución industrial y crecimiento

inglés destinados a la inversión. Según diversos cálculos, las inversiones inglesas serían
de alrededor de 6 millones de libras en 1750 (5 % del PNB) y de 19 millones de 1820
(7 % ). Con relación a estas cifras, ¿son poca cosa los 2 millones de libras obtenidas anual-
mente de la India entre 1750 y 1800? No sabemos cómo este dinero, los excedentes de
la India (y particularmente el dinero de los nababs), se distribuyen en la economía in·
glesa. Pero allí no se pierden ni permanecen inactivos. Aumentan el nivel de riqueza
de la Isla. Ahora bien, sobre este nivel flotan los éxitos ingleses.

Multiplicación
de los transportes intenores

Cualquiera que haya sido la importancia, como acelerador, del comercio exterior,
hemos hablado demasiado del mercado nacional en esta obra 148 como para desconocer
su importancia. Además, si se admite que, en conjunto, el comercio interior representa
de dos a tres veces el valor del comercio exterior 149 , siendo éste (deducción hecha de
las reexportaciones) en promedio, entre 1760 y 1769, de 20 millones de libras por año
(en cifras redondas) 1i 0 , el comercio interior representaría 40 ó 60 millones de libras y,
calculando los beneficios en el 10% del total 151 , habría de 4 a 6 millones de beneficios
por año, o sea, una suma eno{me. La Revolución Industrial inglesa está directamente
ligada a esta activa economía de circulación. Pero, ¿por qué en Inglaterra ha sido tan
precoz?
Ya lo hemos explicado, en parte, por el papel centralizador y revolucionario de Lon-
dres, por la multiplicaéión de los mercados y la generalización de la economía mone-
taria que lo impregna todo, por la amplitud de los intercambios que hacen intervenir
tanto las grandes ferias tradicionales como la confluencia que mantiene durante bas-
tante -tiempo el brillo de la feria sin igual de Stourbridge, o por la actividad de las ciu-
dades-mercado dispuestas en forma de aureola alrededor de Londres, o por los grandes
mercados especializados en el interior mismo de la capital y por la multiplicación de
los intermediarios, que implica una redistribución de las rentas y de los beneficios en-
tre una masa creciente de participantes, bien señalada por Daniel Defoe. En resumen,
por una complejidad y una modernización de las relaciones, que tienden cada vez más
a funcionar por sí solas. Finalmente, y sobre todo, por una multiplicación de los me-
dios de transporte, multiplicación que se adelanta a las necesidades de los tráficos y
que luego le aseguran su impulso 1i 2 •
También aquí volvemos a encontrar un problema ya expuesto a lo largo de esta
obra. Pero no es inútil señalarlo de nuevo a propósito del maravilloso ejemplo de la
circulación inglesa. Esta se pone en marcha asegurada, en primer lugar, por un enorme
cabotaje de puerto en puerto. El mar es, desde este punto de vista tanto como desde
otros, la primera oportunidad de la isla inglesa. Los barcos de cabotaje, los colliers, cons-
tituyen las tres cuartas partes de la flota británica y emplean, por lo bajo, hacia 1800,
100.000 marinosm. El cabotaje, en estas condiciones, es la escuela que forma lo esen-
cial de las tripulaciones que Inglaterra utiliza, como es bien sabido. Todo circula por
los tráficos costeros, el trigo en cantidad, más aún el carbón de Newcastle, desde la de-
sembocadura del Tyne hasta el estuario del Támesís. A lo largo de las costas inglesas,
una veintena de puertos mantienen estos intercambios casi continuos, unos admirable-
mente situados y de acceso fácil, otros utilizados pese a las dificultades que presentan,
porque son necesarios. Los de La Mancha, que ofrecen buenos refugios, son también
(como señala Daniel Defoe) el dominio, o al menos un dominio del «smuggling and
roguing¡¡ m, del contrabando y el timo.
491
Revoluc;ón industrial y crecimiento

La segunda oportunidad de la circulación inglesa es el agua dulce de los ríos. La


importancia industrial y mercantil de Norwich, tan alejada de las costas, proviene de
que es directamente accesible desde el mar, «without lock or stop.u, sin esclusas ni in-
terrupcionesm. T. S. Willan ha demostrado, en un libro breve y preci.«o, como es ha-
bitual en él ll 6 , la importancia revolucionaria de la utilización de la navegación fluvial
que lleva a las naves marinas, o al menos a las mercancías que transportan. hasta el
interior de las tierras y que, por consiguiente, forman una unidad con esa especie de
do marino que el cabotaje anuda alrededor de la isla.
Los ríos navegables de Inglaterra, generalmente lentos, desde 1600 dejaron de ser
utilizados tales como eran. A causa del carbón y de otras mercancías pesadas que soli-
citaban las ciudades (en panicular, material para la construcción). fueron poco a poco
mejorados, se alargaron sus tramos navegables, se cortaron algunos de sus meandros y
se instalaron esclusas. T. S. Willan asegura incluso que la esclusa es un descubrimiento
que es necesario situar casi a la misma altura que la invención de la energía del va-
por1)7. El acondicionamiento de los ríos fue una especie de aprendizaje anunciador de
los canales: éstos no harán, primero, más que prolongar o unir entre ellas las rutas que
ofrecían los dos. Pero, a la inversa, algunos ríos sólo serán acondicionados (por no decir
canalizados) en el momento en que tengan importancia para unir los canales reciente-
mente construidos.
Así, la locura de los canales no era, no podía ser, una verdadera locura, sino una
especulación, una especulación desdichada una de cada dos veces, se ha dicho, lo que
quiere decir también que es afortunada una de cada dos veces, cada vez que el trazado
se hizo cuidadosamente, que el carbón -decisivo, dado el caso- utilizaba la vía crea-
da, que la apelación al crédito para lanzar la empresa había sido bien conducida por
la sociedad (la corporación) constructora o por el empresario que se arriesgaba solo.
La locura de los canales comenzó en 175 5. con el canal· lateral del río Sankey, que
desemboca en el Mersey 1)8 , el cual precedió en algunos años al justamente célebre ca-
nal del Duque de Bridgewater, que une con Manchester las minas de carbón cercanas
de Worsley 1)9 , ciertamente una operación perfecta. Cuando el duque de Bridgewater
«emprendió, por sí solo, los trabajos que han exigido una circulación de papel moneda
mayor que la que tiene ese pobre establecimiento llamado pomposamente el Banco de
Francia, aunque nunca ha visto, como éste, su papel desacreditado, aunque no estaba
obligado, como el Banco, a tener en efectivo en sus sótanos la cuarta parte del importe
de su papel moneda en circulaci6n; y eso muy felizmente para él, pues a menudo no
tenía el pequeño escudo necesario para pagar al postillón que lo llevaba a lo largo de
sus trabajos:. 160 . El empresario, esta vez, actuó en las mejores condiciones. Poseía ya
una mina, lo que le facilitó la obtención de préstamos: todo el mundo sabe que sólo
se presta a los ricos. Pero su empresa estaba sólidamente concebida. Al entregar el car-
bón de sil mina directamente en Manchester, logró venderlo a la mitad del precio an-
tiguo y obtener sobre su colocación de fondos y sus ga.Stos un beneficio anual del 20 % .
Los canales sólo fueron una locura para aquellos que no supieron hacer sus plaries, pues
si el transporte por mar es tomado como unidad, el canal sólo cuesta tres veces más (la
carreta 9 veces y la bestia de carga 27).
Sin embargo, a través de las tierras, la ruta de peaje (la primera comenzada sin du-
da en 1654) había permitido crear una red de caminos más que aceptable. Construi-
das, como los canales, por iniciativa privada (el Estado sólo se interesaba por las rutas
estratégicas en dirección a Escocia y a Irlanda), los turnpikeJ sustituyeron a rutas anti-
guas menos execrables de lo que suele decirse, pero poco transitables por carros e inu-
tilizables muy a menudo en invierno.
Pero las rutas nuevas construidas con materiales duros 161 (mediante técnicas simples
no innovadoras, ni siquiera con respecto a las rutas romanas) y los canales en expansión

492 •
Rc·•·oluuá11 i1ulus11·1,d y cn·c11111cutrJ

El duque de Bridgewater (1736-1803) ante JU canal. Grabado, 1767 (Fototeca 1\. Colin.)

no resolvían todos los problemas, por ejemplo, los del transporte del carbón de la era
de la mina hasta los embarcaderos. En los últimos años del siglo XVIII, hace su apari-
ción el del metálico; el riel es el pre-ferrocarril, el ferrocarril anterior a la locomotora,
como dice Clapham 162 • El barón Dupin 163 , al traducir raid road por route-orniere lruta
de caml] haría pensar en un riel hueco en el medio, donde la estrecha rueda del vagón
se encajaría. En verdad, la palabra ratl tiene el sentido de bam1. Los primeros rieles
eran simples barras de madera sobre los cuales circulaban carros de ruedas igualmente
de madera: desde el siglo XVII, se los utilizaba en las canteras de Bath, en las minas
de Cornualles y para el transporte del carbón alrededor de Newcastle ir,.;. En una vfa se-
mejante, generalmente completada por un reborde externo que impedía a la rueda sa·
lirse del riel, un caballo podía arrastrar una carga tres veces más pesada que por un ca·
mino. En estas condiciones, el hecho·que es necesario tomar en cuenta es la sustitución
de los rieles de madera por los de acero, hacia 1767 A partir de 1800, la investigación
se orientó hacia la adaptación de una máquina de vapor que efectuase la tracción: la
primera locomotora aparecerá en 1814.

493
Revolución industrial y crecimiento

La extensión de estas rutas de hierro (sin locomotora), hacia 1816, es ya de 76 le-


guas alrededor de Newcastle 16). Llega a una centena de leguas en el condado de Gla-
morgan, en el País de Gales, cuya capital es Cardiff y que comprende las minas de
Menhyr Tydfil y el pueno de Swansea. También Escocia desarrolló el sistema, alrede-
dor de Glasgow y de Edimburgo, y es allí donde cel mayor número de proyectos a tal
objeto [han sido presentados) a los capitalistas:. 166 • Una de estas rutas de hierro con
ccarriles lisos:. penetra en la ciudad misma de Glasgow, señala el barón Dupin, quien
piensa que se podría, ,-:en algunas calles muy inclinadas de nuestras grandes ciudades
francesas, por ejempl6, en varias de las rutas de la montaña de Sainte-Genevieve, en
París, colocar a un lado de las calles semejantes carriles lisos:. 167 • En 1833, el Viaje de
Manchester a Liverpool por el rail-way y el carro de vapor recibía el homenaje de la
prensa francesa. Ese era el título del libro de M. Cuchetet, que describía con muchos
detalles los ccaminos de bandas de tierra:. 168 , la cestación:. de Water Street 169 y las di-
versas máquinas empleadas, cde las que la de Roben Stephenson, llamada el Sansón,
es hasta ahora la más perfecta> 17 º, máquinas cque no tienen un volumen mayor que el
de un tonel mediano de aguador. 171 • •

Desde el camino de madera hasta la locomotora, el riel ha tenido un papel impor-


tante en el equipamiento de los ctranspones> britanicos. No es neces:irio ser un gran
expeno en la materia para estar seguro de que esta circufación acelerada sostuvo el avan-
ce entero de Inglaterra. Todavía hoy 172 , hay una correlación entre el crecimiento y la
facilidad de los transportes. La rapidez de las comunicaciones concierne también a las
órdenes y las informaciones; es indispensable para el mundo de los negocios. ¿Hubiera
tenido éxito Thomas Williams, hacia 1790, en crear y mantener el monopolio del co-
bre y todos sus negocios dispersos, desde Cornualles hasta las Shetland, si sus canas
comerciales, desde Londres hasta el Lancashire y el País de Gales, no hubiesen corrido
ya tan rápidamente como hoy 173 ?
Pero, hablando de transpones, ¿es menester pensar solamente en Inglaterra, donde
los ríos acondicionados, los canales, las rutas y los ferrocarriles forman una red cada vez
más apretada? ¿Es posible olvidar las vinculaciones lejanas? Todo se encadena: en 1800,
ccomo Inglaterra experimentó una gran escasez de cereales, llevó de la India 600.000
quintales de arroz, a razón de 12 francos por quintal de transpone, mientras que hay
burgos en Bretaña donde no se podría -asegura un francés- hacer transportar a al-
gún otro burgo de Lorena un quintal de cereales a menos de 40 ó )0 francos, aunque
la distancia no sea de más de 150 leguas:. 174 • cAquí en Londres, podemos observar, des-
de hace veinte años [supongo que de 1797 a 1817], que tan pronto como Inglaterra
entra en hostilidades con Italia y no puede, como en el pasado, obtener allí las sedas
necesarias para sus manufacturas, la Compañía [de Indias] hace plantar en la India mo-
reras y brinda un suministro anual de sedas de millares de fardos; que tan pronto como
Inglaterra entra en hostilidades con España y ya no puede obtener el índigo .. necesario
para sus manufacturas, la Compañía hace cultivar esta planta en la India y suministra
anualmente millares de cajas de índigo; que tan pronto como Inglaterra entra en hos-
tilidades con Rusia y no puede ya obtener el cáñamo necesario para su marina, la Com-
pañía lo hace sembrar en la India para satisfacer tales necesidades; si Inglaterra, bajo
la amenaza de hostilidades con América, no puede recibir su algodón, la Compañía
proporcionará lo que sea necesario para sus hilanderos y tejedores; si Inglaterra [está)
en hostilidades con [ ... ) sus [propias) colonias [ ... ], la Compañía proporcionará el azú-
car y el café que Europa necesita .. .> Estas observaciones exigirían una discusión. Pero
lo curioso de ellas es que fueron formuladas por ese mismo testigo que nos aconsejaba
dejar de lado cla idea vulgar:.m de que Inglaterra debiera su riqueza al comercio exte-
rior y nos aseguraba que habría podido vivir de sí misma. Sin duda, pero en un plan
muy diferente, y dejando a otra nación el cuidado de conquistar el mundo ...

494 •
Revoluáón indusmal y crecimiento

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54. LAS PRINCIPALES VIAS NAVEGABLES HACIA 1830


Tomado de H. J. Dyos y D. H. A/dcroft. Compárese e1te mapa con el de T. S. Willan (1660-1700), reproducido supra.

495
Revolución industrial y crecimiento

Una evolución
lenta

Lo que hemos adelantado hasta ahora hace evidentes algunas comprobaciones. An-
te todo, que en este caso (la Revolución Industrial) y en todos los casos en que se trata
de una historia en profundidad, el tiempo cono, lo circunstancial, no desempeña lo~
primeros papeles. Todo se rezaga: la fundición de coque, la mecanización del tejido,
la verdadera revolución agrícola, la verdadera máquina de vapor, el verdadero ferro-
carril... La Revolución Industrial no acaba de nacer, y para que nazca y se ponga en
movimiento, son necesarias destrucciones, acondicionamientos y «reestructuraciones> ...
Si se aceptan las conclusiones de Charles Wilson y de Eric Hobsbawm 176 , la Revolución
está ya en marcha, en Inglaterra, a comienzos de la Restauración (1660). Y sin embar-
go, nada ocurre rápidamente. En realidad, durante ese siglo de retraso aparentemente
absurdo, el siglo XVII, un Antiguo Régimen fue socavado y derrumbado: es la estruc-
tura tradicional de la agricultura y de la propiedad territorial lo que se destruye o acaba
de destruirse; ias corporaciones de oficios se desorganizan, incluso en Londres, después
del incendio de 1666; se renueva el Acta de Navegación; se suceden las últimas medi-
das constructivas de una política mercantilista y de protección y defensa. Y todo está
en movimiento, sin duda, hasta el punto de que el R~ino, escribe Defoe en 1724, cca-
da día cambia de rostro>, cada día algo nuevo se presenta a los ojos del viajero 177 In-
glaterra ha dejado de ser, por entonces, un país subdesarrollado en el sentido moderno
de la palabra: ha aumentado su producción, su nivel de vida, su bienestar, y ha per-
feccionado las herramientas de su vida económica. Y, sobre todo, posee una economía
de sectores ligados, cada uno de ellos bastante desarrollado como para no convertirse,
a la primera solicitud, en un peligroso estrangulamiento. Hela ahí, pues, lista para avan-
zar, cualquiera que sea la dirección elegida o la ocasión que se presente.
Pero esta imagen de sectores lentamente madurados hasta hacerse operacionales, ca-
paces de suministrar todos los componentes ligados de la Revolución Industri~l y de
responder cada uno a la demanda de los otros, ¿es totalmente satisfactoria? Da la falsa
idea de una Revolución Industrial que sería un fin en sí mismo, perseguido de manera
consciente, como si la economía y la sociedad inglesas hubiesen tratado de hacer posi-
ble el advenimiento de los tiempos nuevos, los de la máquina. En rigor, esta imagen
de una experiencia revolucionaria, pero de alguna manera definida de antemano, po-
dría aplicarse a las aspiraciones a efectuar revoluciones industriales de hoy, donde mo-
delos conocidos aclaran la ruta que se quiere seguir. No es así como avanzó la expe-
riencia inglesa. No se dirigió hacia un fin, sino que más bien lo encontró en el curso
de un potente ascenso vital, salido de una multitud de corrientes cruzadas que impul-
san la Revolución Industrial, pero que también desbordan ampliamente su marco pro-
piamente dicho.

SUPERAR
LA REVOLUCION INDUSTRIAL

Que la Revolución Industrial, por masiva que haya sido, no constituye el único ni
el más vasto conjunto de un período sobrecargado de sucesos, el vocabulario que usa-
mos lo dice de antemano. Es cieno que el induitrialismo, el movimiento de cambio
de una sociedad entera hacia el modo de vida industrial, es más amplio que la revolu-

496
Revoliffión industn1il y crecimiento

La rJctividad del West IndirJ Dock en Londres rJ comienzos del siglo XIX. Se descrJrga en cantidad
azúcar, ron, café, etcétera. (Foto Batsford.)

ción misma. Es más que seguro, entonces, que la industnalización, el paso de 1a pre-
ponderancia agrícola a la preponderancia de las artes y los oficios -que en sí consti-
tuye un movimiento profundo-, supera el círculo de las explicaciones precedentes; la
Revolución Industrial es, de algún modo, la aceleración. En cuanto a la moderniza-
ct'ón, es, a su vez, un conjunto más extenso que la industrialización misma: cEl de-
sarrollo industrial no es por sí solo la economía moderna> 178 • Y el campo del crecimien-
to es más vasto aún: abarca toda la historia.
Dicho esto, ¿se puede partir de los datos y las realidades del crecimiento para tratar
de distanciarnos y ver la Revolución Industrial desde fuera, inscrita en un movimiento
más amplio que ella?

Crecimientos
diversos

Aceptaremos como fundamental una reflexión de D. C. North y R. P. Thomas: cla


Revolución Industrial no ha sido la fuente del crecimiento moderno>, escriben 179 • El
crecimiento, en efecto, es distinto de la revolución, aunque, seguramente, ésta flota
sobre aquél, es levantada por él. Diría, pues, de buena gana, como John Hicks: cla
Revolución Industrial de los últimos doscientos años quizás no ha sido más que un am-
plio boom secular> 180 • El boom en cuestión, ¿no es el crecimiento? Un crecimiento que
no puede encerrarse en la Revolución Industrial, un crecimiento que, de hecho, la ha
precedido. la palabra crecimiento, que sólo hace poco ha tenido una súbita fortuna {a
partir de los años cuarenta de nuestro siglo 181 ), representa en el lenguaje de hoy cun

497
Revolución indu;trial y crecimiento

proceso complejo de evolución de larga duración> 182 • Pero, ¿hemos captado la medida
exacta del concepto? Los economistas, en general, no hablan de crecimiento más que
a panir del siglo XIX. Y ni siquiera están de acuerdo en la explicación de su mecanis-
mo. Para unos, sólo hay crecimiento equilibrado; para otros, desequilibrio. El creci-
miento equtlibrado (Nucske, Young, Hanwell) es el que pone en movimiento a todos
los sectores a la vez, en una progresión bastante regular, que cuenta con la demanda,
que valoriza el papel del mercado nacional, motor principal del desarrollo. El creci-
miento desequilibrado (lnnis, A. O. Hirschman, Schumpeter, Rostow) hace partir to-
do de un sector privilegiado cuyo movimiento se transmite a los otros. El c1:ecimiento,
en este caso, es el alcance de un corredor que va a la cabeza por los retrasados y, en
semejante visión de conjunto, la oferta, y por ende el lado voluntarista de la economía
(dirfa A. Fanfani), pasaría a primee plano; finalmente, lo que contaría en tal lanza-
miento serían las sacudidas bruscas del mercado exterior, más que el inflamiento del
mercado interior, aunque este último esté a punto de transformarse en mercado
nacional.
Una vez expuesta esta distincion, R. M. Hattwell183 demuestra, por su cuenta, que
laRevofüción Industrial es hija de un crecimiento equilibrado. Sus argumentos son ex-
celentes. Pero de este modo extiende ha5ta fines del siglo XVIII las formas de crecimien-
to que fos economistas conciben pata el XIX. De hecho, también hub.eta podido, sin
chocar demasiado con la realidad concreta (al menos, lo que se conoce de ella), adaptar
la segunda tesis -la del desequilibrio- al proceso de la Revolución Industrial. Es, ade-
más, ésta la tesis que muchos historiadores, sin tener siempre claramente conciencia de
ello, han elegido preferentemente, en el pasado, y quizás elegirán también después de
reflexionar. Ante todo, es dramática, hasta cacontecimientalísta>, y es en primera ins-
tancia simple, convincente. Además, el boom del algodón es muy real y constituye,
sin discusión, la p(imera industria mecanizada masivamente. ¿No ha sido, entonces,
el algodón, el que ha conducido el baile?
Pero, ¿por qué tienen que excluirse las dos tesis? ¿Por qué no pueden ser válidas
simultánea o sucesivamente, en la dialéctica ordinaria que superpone y opone los mo-
vimientos largos y los movimientos cortos? ¿No se distinguen de una manera más teó-
rica que práctica? Conocemos muchos ejemplos de un vivo avance sectorial capaz de
lanzar el crecimiento, ejemplos que hemos recordado en el curso mismo de este capítu-
lo, y sin duda se podrían citar otros del mundo actual. Pero hemos visto también que
este crecimiento está condenado a interrumpirse más o menos pronto, a estancarse,
si no puede apoyarse en una respuesta ampliamente multisectorial. Entonces, más
que discutir sobre crecimiento equilibrado o desequilibrado, ¿no habría que hablar más
bien de crecimiento continuo o discontinuo? Distinción real ésta, pues corresponde a
una ruptura en profundidad, a una quiebra estructural, que se ha producido, para Oc-
cidente al menos, en el siglo XIX. Simon Kuznets tiene toda la razón, a mi juicio, al
distinguir entre un crecimiento tradicional y un crecimiento moderno 184 •
El crecimiento moderno es el crecimiento continuo del que Fran!;ois Perroux 18 ~ ha-
bía podido decir, hace tiempo, que fue independiente del alza o la baja de los precios,
lo que sorprendió, desconcertó y hasta inquietó a los historiadores, habituados a ob-
servar los siglos tradicionales, profundamente diferentes del XIX. Naturalmente,
Fran!rois Perroux y Paul Bairoch, que vuelve a tomar a su vez la afirmación, tienen ra-
zón. En el conjunto del Reino Unido, la renta nacional total y la renta por habitante
atraviesa, sin retroceder, una larga baja de los precios (1810-1850), la larga alza de 1850
a 1880 y luego la baja de 1880 a 1890, con tasas anuales de 2 ,8 % y 1, 7 % para el pri-
mer período; de 2,3% y 1,4% para el segundo; y de 1,8% y 1,2% para el último 186 •
El crecimiento se hace continuo: es el milagro de los milagros. No se interrumpe nunca
totalmente, ni siquiera en período de crisis.

498
Revolución industrial y crecimiento

Antes de esta transformación, el crecimiento tradicional se hacía por sacudidas brus-


cas, por una sucesión de avances y de estancamientos, o hasta de regresiones, a lo largo
de siglos. Se distinguen fases muy largas: 1100-1350; 1350-1450; 1450-1520,
1520-1720; 1720-1817 187 Estas fases se contradicen: la población aumenta durante la
primera, se desploma durante la segunda, sube de nuevo durante la tercera, se estanca
durante la cuarta y vuelve a aumentar rápidamente en la última. Cada vez que la po-
blación sube, hay crecimiento de la producción y de la renta nacional, como para dar
razón al viejo adagio: "No hay más riqueza que los hombres.» Pero cada vez la renta
per capita disminuye o incluso se hunde, mientras que mejora durante las fases de es-
tancamiento. Es lo que muestra Ja larga curva 188 , establecida para siete siglos, por Phels
Brown y Sheila Hopkins. Así, hay divergencia entre la renta nacional y la renta por ha-
bitante: el aumento del producto nacional se hace en detrimento del que trabaja; ésta
es la ley del Antiguo Régimen. Y afirmaré, contrariamente a lo que se ha dicho y re-
petido, que los comienzos de la Revolución Industrial inglesa fueron sostenidos por un
crecimiento que era aún de Antiguo Régimen. No hay milagro, no hay crecimiento con-
tinuo antes de 1815, o más bien de 1850; algunos incluso dirían que no lo hay antes
de 1870.

¿Explicar
el crecimiento?

Cualesquiera que ~ean las modalidades del crecimiento, su movimiento levanta la


economía, como la marea ascendente hace subir a los barcos encallados en la mareaba-
ja; engendra una sucesión infinita de equilibrios y desequilibrios, ligados unos a otros,
engendra éxitos fáciles o difíciles, permite evitar abismos, crea empleos, inventa bene-
ficios ... Es el movimiento que lanza de nuevo la respiración secular del mundo después
de cada disminución o contracción. Pero ese movimiento que explica todo es difícil de
explicar a su vez. El crecimiento es, en sí mismo, misterioso 189 . Hasta para los econo-
mistas de hoy, armados de fantásticas estadísticas. Sólo la hipótesis ofrece sus servicios,
evidentemente falaces, puesto que dos explicaciones al menos se presentan, como he-
mos dicho; crecimiento equilibrado y crecimiento no equilibrado, explicaciones entre
las cuales, sin embargo, no hay ninguna obligación de elegir.
Desde este punto de vista, parece decisiva la distinción que establece Kuznets entre
«lo que hace el crecimiento económico poiible» y cla manera como se produce efecti-
vamente»19º ¿No es el «potencial de crecimiento» precisamente el desarrollo «equili-
brado» y lentamente adquirido por la interacción continua de los diferentes factores y
actores de la producción, por la transformación de las relaciones estructurales entre la
tierra, el trabajo, el capital, el mercado, el Estado y las instituciones sociales? Este cre-
cimiento se inscribe forzosamente en la larga duración. Permite relacionar indistinta-
mente los orígenes de la Revolución Industrial con el siglo XIII, o con el XVI, o con
el XVII. Por el contrario, el modo en que el crecimiento ese produce efectivamente» es
coyuntural, hijo de un tiempo relativamente cono, de la necesidad impuesta por las
circunstancias, de un descubrimiento técnico, de una oponunidad nacional o interna-
cional, a veces por puro azar. Por ejemplo, si la India no hubiese sido la avanzada in-
ternacional (un modelo y un rival a la vez) del tejido de algodón, la Revolución Indus-
trial probablemente se habría producido de todas maneras en Inglaterra, pero ¿habría
empezado por el algodón?
Si se admite esta superposición de un tiempo largo y un tiempo corto, se puede
unir, sin demasiadas dificultades, la explicación de un crecimiento forzosamente equi-
499
Revolución industria/ y crecimiento

librado con la de un crecimiento desequilibrado que avanza por sacudidas bruscas, «de
crisis en crisis», sustituyendo un motor por otro, un mercado por otro, una fuente de
energía por otra, un medio de presión por otro, todo según las circunstancias.
Para que haya crecimiento continuo, es necesario que el tiempo largo, acumulador
de lentos progresos, haya ya fabricado «lo que hace el crecimiento económico posible»
y que, a cada azar de la coyuntura, un nuevo motor mantenido en reserva, listo para
funcionar, sustituya al que cae o va a caer en el estancamiento. El crecimiento continuo
es una carrera de relevos, pero que no se detiene. Si el crecimiento no se mantiene del
siglo XIII al XIV, es porque los molinos que permitieron su partida no le dieron más
que un impulso moderado y porque luego ninguna fuente de energía tomó el relevo;
también, y en mayor grado aún, porque la agricultura no pudo seguir el movimiento
de la demografía y se encontró presa de los rendimientos decrecientes. Hasta la Revo-
lución Industrial, cada avance del crecimiento chocó contra lo que he llamado, en el
primer volumen de esta obra, el «límite de lo posible», o sea, un tope de la producción
agrícola, o de los transportes, o de la energía, o de la demanda del mercado, etcétera.
El crecimiento moderno comienza cuando el tope o el límite no cesan de elevarse o de
alejarse. Lo cual no quiere decir que algún día no se encuentre un tope.

División del trabajo


y crecimiento

Cada progresión del crecimiento hace intervenir la división del trabajo. Esta es un
proceso derivado, un fenómeno de retaguardia. Pero su complicación progresiva se
asienta, a fin de cuentas, como un buen indicador de los progresos del crecimiento,
casi como una manera de medirlos.
Contrariamente a lo que Marx creyó y escribió de buena fe, Adam Smith no des-
cubrió la división del trabajo. Solamente llevó a la categoría de una teoría de conjunto
una vieja idea ya presentida por Platón, Aristóteles y Jenofonte, y señalada, mucho an-
tes de Adam Smith, por William Petty (1623-1687), Ernst Ludwig Carl (1687-1743),
Fergusson (1723-1816) y Beccaria (1735-1793). Pero los economistas, después de Adam
Smith, han creído tener en ella una especie de ley de la gravitación universal, tan só-
lida como la de Newton. Jean Baptiste Say fue uno de los primeros en reaccionar con-
tra esa pasión, y desde entonces la división del trabajo es más bien un concepto pasado
de moda. Durkheim afirmaba «que es solamente un fenómeno derivado y secunda-
rio ... [que] ocurre en la superficie de la vida social, y esto es sobre todo verdadero -aña-
día- de la división del trabajo económico. Está a flor de piel» 191 • ¿Es tan seguro esto?
A menudo me he representado la división de las tareas corno la intendencia que sigue
a los ejércitos y organiza el terreno conquistado. Ahora bien, es mejor orgahizar y, de
paso, ampliar los intercambios; ¿es tan poca cosa? La extensión del sector de los servi-
cios -el sector llamado terciario-, fenómeno primordial de nuestro tiempo, depende
de la división del trabajo y se sitúa en el centro de las teorías socio-económicas. Lo mis-
mo sucede con las desestructuraciones y reestructuraciones sociales que acompañan al
crecimiento, pues éste no solamente aumenta la división del trabajo, sino que también
renueva sus componentes, descartando tareas antiguas y proponiendo otras inéditas. Fi-
nalmente, rernodela la sociedad y la economía. La Revolución Industrial corresponde
a una nueva y perturbadora división del trabajo que ha conservado y afinado sus me-
canismos, no sin múltiples y desastrosas consecuencias sociales y humanas.

500
Revolución -industY1a! y crecimiento

La división del trabajo:


hacia el fin del putting out system

La industria simada entre la ciudad y el campo hábía encontrado su forma más


corriente en el putting out system 192 , organización del trabajo generalizada a la sazón
por Europa y que permitió bastante pronto la recuperación por el capitalismo mercan-
til de un excedente de mano de obra rural barata. El artesano de los campos trabajaba
en su casa, ayudado por su familia_, a la par que conservaba un campo y algunos ani-
males. La materia prima, lana, lino o algodón, se la proporcionaba el comerciante ur-
bano que lo controlaba, recibía el trabajo acabado o semiacabado y le liquidaba el im-
porte. Así, el putting out system mezcla la ciudad y el campo, el artesanado y la ac-
tividad rural, el trabajo industrial y la actividad familiar y, en la cúspide, el capitalis-
mo mercantil y el capitalismo industrial. Para el artesano, supone cierta vida equili-
brada, si no la tranquilidad; y para el empresario, la posibilidad de limitar sus costes
de capital fijo y, más aún, sobrellevar mejor los estancamientos demasiado frecuentes
de la demanda: si las ventas disminuyen, disminuye los encargos y restringe el empleo;
y en el caso límite, lo suspende. En una economía en la <.J.Ue es la demanda, no la ofer-
ta,_ la que restringe la producción industrial, el trabajo a domicilio da a esta última la
elasticidad necesaria. Con una palabra o un gesto, se detiene. Con otra palabra, co-
mienza de nlievo la actividad 193
Además, las manufacturas, que fueron la primera concentración de mano de obra,
la primera búsqueda de una economía de escala, a menudo se reservaron este margen
de maniobra: por fo general, permanecían ligadas a una gran participación del trabajo
a domicilio. De todas maneras, la manufactura no representa todavía más que una par-
te mínima de la producción 194 , hasta el momento en que la fábrica, con su medios me-
cánicos, remata y hace triunfar la solución manufacturera. Hará falta tiempo.
Las rupturas que implica el nuevo sistema, en efecto, tardarán en realizarse. Incluso
en la industria revolucionaria del algodón, el taller familiar resistió durante mucho tiem-
po, ya que el tejido a mano coexistió un medio siglo largo con el hilado mecánico. To-
davía en 1817, un observador 19 ' lo describe idéntico a lo que era antaño (con la única
diferencia de la lanzadera, inventada e introducida por John Kay hacia 1750). El per-
feccionamiento del power loom, del telar mecánico que funciona con vapor, no será
efectivo más que después del decenio 1820-1829. El desfase prolongado entre el hilado
rápido de las fábricas modernas y el tejido tradicional trastocó, evidentemente, la an-
tigua división del trabajo. Mientras que antes los tornos hallaban dificultades para sa-
tisfacer las necesidades del trabajador, la situación se invirtió con la producción crecien-
te de los hilados mecánicos. El tejido a mano se ve obligado a aumentar sin medida
sus efe<:tivos, cuyo trabajo es desenfrenado pero sus salarios altos. Los trabajadores ru-
rales abandonan, entonces, sus actividades campesinas. Se incorporan a las filas de los
obreros de dedicación exclusiva que aumentan a ojos vista con la llegada de grandes
contingentes de hombres y de niños. En 1813-1814, de 213.000 tejedores, habría
130.000, más de la mitad, de menos de catorce años.
Sin duda, en el seno de una sociedad donde cada uno, viviendo de su trabajo ar-
tesanal, estaba siempre expuesto a la malnutrición y al hambre, el trabajo de los niños
al lado de sus padres, en los campos, en el taller familiar o en la tienda, era común
desde hacía mucho. Hasta el punto de que, al comienzo, las fábricas y empresas nue-
vas por lo general contrataban, no a individuos, sino a familias que se ofrecían para
trabajar en grupo, tanto en las minas como en las hilanderías de algodón. En la fábrica
de Robert Peel, en Bury 1'!6, en 1801-1802, de 136 empleados, 95 pertenecían a 26 fa-
milias. Así, el taller familiar entraba en la fábrica, con las ventajas que presentaba esta
501
Revolución industrial y crecimiento

solución para la disciplina y la eficacia del trabajo. Esto ocurrió mientras los pequeños
equipos de trabajo (un obrero adulto ayudado por uno o dos niños) fueron posibles y
ventajosos. -Los progresos técnicos pusieron fin más o menos pronto a esa situación. Así,
en la industria textil, después de 1824, la puesta en servicio de la mula automática per-
feccionada por Richard Roberts exigía 197 , para un hilado ultra-rápido, al lado del hom-
bre o de la mujer que vigilaba la nueva máquina, hasta nueve jóvenes o muy jóvenes
asistentes, mientras que la mula antigua sólo necesitaba uno o dos. La cohesión fami-
liar desapareció entonces en el interior de la fábrica, dando un contexto y una signifi-
cación muy diferentes al trabajo de los niños.
Un poco antes había comenzado, con el avance del power loom, otra desorganiza-
ción, mucho más desastrosa. Esta vez sería el taller familiar del tejido el que iba a de-
saparecer. El power loom, «con el cual un niño trabaja tanto como dos o tres hom-
bres» 198 , es una verdadera calamidad social que se suma a muchas otras. Millares de pa-
rados son lanzados a la calle. Los salarios se derrumban, hasta el punto de que el coste,
ahora insignificante, de la mano de obra prolongó más de lo razonable d trabajo ama-
no de artesanos miserables.

Mientras que cerca de Edimburgo y de Glasgow entraron en funcionamiento muy pronto má-
quinas modernas (para la industria del algodón), la fabncación de paños de lana en las High-
lands de Escodia siguió siendo muy arcaica. Todavía en 1772, las mujeres pisaban las piezas de
paño. A la derecha del grabado, dos de ellas parecen moler granos en una muela de mano pri-
mitiva. (Documento C. Smout.)

502
Revolución industrial y crecimiento

Al mismo tiempo, la riueva división del trabajo, que urbaniza la sociedad obrera,
descuartiza la sociedad de los pobres, todos en búsqueda de una ocupación que huye
ante ellos; les da citas inesperadas, lejos de sus campos familiares, y finalmente dete-
riora su vida. Vivir en la ciudad, verse privados de la ayuda tradicional de la huerta,
de la leche, de los huevos, de las aves de corral, trabajar en enormes locales, sufrir la
vigilancia raramente amable de los capataces, obedecer, no tener ninguna libertad de
movimiento y aceptar horarios fijos de trabajo es, inmediatamente, pasar por una dura
prueba. Es cambiar de vida y de horizonte, hasta el punto de volverse extraño a la pro-
pia existencia. Es también cambiar de alimento: comer poco, comer mal. NeilJ. Smel-
ser siguió, como sociólogo e historiador del universo nuevo y en expansión del algo-
dón, ese drama del desarraigo 199 • El mundo obrero tardará años en crear el refugio de
hábitos y protecciones nuevos: sociedades de amigos, bancos pupulares 200 • Las trade
unions aparecerán más tarde. Y no preguntemos a los ricos qué piensan de esos nuevos
ciudadanos. Los veri «embrutecidos, viciosos, pendencieros y revoltosos», y, defecto su-
plementario, «generalmente pobres» 2º1 • Lo que piensan los obreros mismos del trabajo
en la fábrica se expresa de otra manera: huir de él, si es posible. En 1838, el 23 % so-
lamente de los obreros de la industria textil son hombres adultos; la masa está formada
por mujeres y niños; que se resignan con mayor facilidad 2º2 • Y jamás el descontento
social füe tan profundo eri Inglaterra corno en esos añOS de 1815-1845, durante los cua-
les surgieron los movimientos sucesivos del luddismo destructor de máquinas, del ra-
dicalismo pól1tico que desearía de buena gana hacet añieos la sociedad, del sindicalis-
mo y hasta del socialismo utópico 20 3.

Los industriales

La d~visión del trabajo no se produce solamente en la base, sino también, y quizás


más rápidamente aún, en la cúspide de las empresas. Hasta entonces, la regla era, tan-
to en Inglaterra como en el Continente, la indivisión de las tareas dominantes: el ne-
gociante lo tenía todo en sus manos, era a la vez comerciante, banquero, asegurador,
armador e industrial. Así, en el momento en que se desarrollan los bancos provinciales
ingleses (country banks), sus propietarios son al mismo tiempo comerciantes de cerea-
les, cerveceros o negociantes de vocaciones múltiples a quienes las necesidades de sus
propios negocios y las de sus vecinos han llevado a desempeñar funciones bancarias 204 •
Los negociantes de múltiples ocupaciones están en todas partes: amos, corno es lógico,
de la East India Company, amos también del Banco de Inglaterra, cuyas elecciones y
favores orientan, se sientan en los Comunes, trepan por los escalones de la honorabi-
lidad y pronto gobernarán a Inglaterra, ya dócil a sus intereses y sus pasiones.
Pero a fines del siglo XVIII y en el XIX surge el «industrial», un personaje nuevo,
activo y que pronto, ya antes de la constitución del segundo gobierno de Robert Peel
(1841), hará su aparición en la escena de la vida política, en la misma Cámara de los
Comunes. Para conquistar su independencia, este personaje ha roto uno a uno los la-
zos entre la preindustria y el capitalismo mercantil. Lo que surge con él se afirma y se
amplía de año en año, es un capitalismo nuevo cuyas fuerzas, en su totalidad, están
dedicadas, en primera instancia, a la producción industrial. Ante todo, estos nuevos
«empresarios» son «organizadores, bastante raramente -señala P. Mathias- los pio-
neros de las grandes innovaciones o inventores ellos rnismos» 2º5 • Los talentos que se atri-
buyen a las tareas que se asignan consisten en dominar lo esencial de las técnicas nue-
vas, tener bajo su control a capataces y obreros, y, finalmente, conocer como expertos
los mercados para ser capaces de orientar ellos mismos su producción, con los cambios
503
/frvolucián i11d11stri,i/ _\' rrt'ámi.•1110

Un taller de_ tejido, s<'grÍn Hogarth, en la Inglaterra del siglo XVlll: en primer plano, el indus-
trial venfita la contabilidad; al fondo, bastidores accionados por mujerei. (POio del British
Museum.)

de dirección que ello comporta. Tienden a desembarazarse de la medición del comer-


ciante a fin de controlar ellos mismos la compra y el envío de la materia prima, su ca-
lidad y su regularidad. Deseosos de vender en forma masiva, quieren estar en condi-
ciones de conocer por sí mismos los movimientos del mercado y de adaptarse a ellos.
Los Fieldens, hiladores de algodón que fueron los amos de Todmorden, tenían a co-
mienzos del siglo XIX sus propios agentes en los Esta ios Unidos, encargados de com-
prar el algodón necesario para su fábrica 206 • los grandes cerveceros de Londres no com-
praban la malta en los mercados de la capital, Mark Lane o Bear Qua y; tenían sus agen-
tes en fas regiones productoras de cebada del este de Inglaterra, agentes vigilados es-
trechamente, a juzgar por esta carta a uno de ellos escrita por un cervecero londinense:
«Üs he enviado por correo una muestra de la última malta que me habéis enviado. Es
tan infame [... J que no admitiré ni un saco más de ella en mi cervecería. [ ... ] Si tengo
que volver a escribiros ocra carta de este tipo, modificaré totalmente mi programa de
compras» 2º7

:i04 •
Revoluá<Ín industrial y creámiento

Estas actitudes corresponden a una nueva dimensión de la industria, incluida la cer-


vecera, a la que en 1812 un francés describe como, «con razón, una de las curiosidades
de la ciudad de Londres. La de los Sres. Barclay y Cía. es una de las más considerables.
Allí todo es puesto en movimiento por una bomba de fuego con una potencia de trein-
ta caballos [de vapor], y aunque se emplean en ella casi 200 hombres y un gran nú-
mero de caballos, son casi únicamente para los trabajos de fuera; no se ve a nadie en
el interior de esta prodigiosa manufactura, y todo funciona por obra de una mano in-
visible. Grandes rastrillos suben y bajan sin cesar en calderas de 12 pies de profundi-
dad y alrededor de 20 pies de diámetro, llenas de lúpulo y colocadas sobre el fuego.
Unos elevadores transportan 2. 500 residuos de cebada 108 por día a la parte superior del
edificio, de donde se distribuye por diversos canales a los lugares en que es empleada;
los toneles son transportados sin que se los toque; la misma bomba de fuego que pone
todo en funcionamiento está construida con tanta precisión, tan poco choque o roza-
miento, que, sin exagerar, no hace más ruido que un reloj, y en todas partes se podría
ok caer al suelo un alfiler. Las cubas o condes donde se vierte el licor después de re-
cibir las últimas preparaciones son de dimensiones gigantescas; la mayor contiene 3.000
barriles de 36 galones cada uno, lo cual, a 8 barriles la tonelada, es igual a un buque
de 375 toneladas; y hay cuarenta o cincuenta de estos buques, el más pequeño de los
cuales contiene 800 barriles y, por consiguiente, una capacidad de 100 toneladas. [ ... ]
La más pequeña de las cubas, llena de cerveza, vale 3.000 lib. ester!., y haciendo el
cálculo para las otras en esta proporción se hallará, solamente en el sótano, un capital
de 300.000 lib. ester!. Sólo los barriles que sirven para transportar la cerveza hasta los
consumidores cuestan 80.000 lib. esterl., y es probable que el establecimiento entero
contenga no menos de medio millón de esterlinas de capital; el edificio es incombus-
tible, pues los suelos son de hierro y los muros de ladrillo; de allí salen 250.000 barriles
de cerveza anuaimente, con lo que se podría cargar una flota de ciento cincuenta naves
con capacidad de 200 toneladas cada una ... »2º9 Estas fábricas de cerveza colosales, ade-
más, organizaban la distribución de su producción, en el mismo Londres, donde abas-
tecen directamente a la mitad de las tabernas de la ciudad, pero también en Dublín,
por intermedio de sus agentes 210 Y esto es algo importante: las empresa industrial tien-
de a la autonomía total. Desde esta perspectiva, Peter Mathias cita el ejemplo de un
empresario de trabajos públicos, Thomas Cubitt, cuya fortuna emerge hacia 1817. des-
pués de las Guerras Napoleónicas, que lo enriquecieron. Su éxito no debe nada a la in-
novación técnica, sino a una nueva administración: se liberó de los subcontratistas que,
en este tert"tno, eran la antigua regla; además, se aseguró una mano de obra perma-
nente y supo organizar su propio crédito 211 •
Esta independencia se convierte en el signo de los tiempos nuevos. Finalmente se
completa la división del trabajo entre la industria y los otros sectores de los negocios.
Los historiadores dicen que es el advenimiento del capitalismo industrial, y yo estoy
de acuerdo. Pero también afirman que solamente entonces comienza el verdadero ca-
pitalismo. Ciertamente, esto es mucho más discutible. Pues, ¿hay un «verdadero»
capitalismo?

Las divisiones sectoriales


de la sociedad inglesa

Toda sociedad que pasa por un crecimiento largo se ve forzosamente conmovida en


su conjunto por la división del trabajo. Esta es omnipresente en Inglaterra. La división
del poder político entre Parlamento y Monarquía en 1660, en el momento de la Res-
505
Revoluáón industritd y creámiemo

tauración, y más aún cuando la Declaración de Derechos de 1689, es por excelencia el


comienzo de una división de enormes consecuencias. Igualmente la manera en que un
sector cultural (desde la enseñanza hasta los teatros, los periódicos, las editoriales y las
sociedades de sabios) se desprende como un universo cada vez más independiente e in-
fluyente. Las rupturas también fragmentan el universo mercantil del que he hablado
demasiado rápidamente. Por último, está la modificación de las estructuras profesio-
nales, según el esquema clásico de Fischer (1930) y Colin Clark (1940), es decir, se pro-
duce una disminución del sector primario agrícola, siempre preponderante, en benefi-
cio de un sector secundario (industrial), y luego de un sector terciario (los servicios) cre-
ciente. La excepcional comunicación de R. M. Hartwell 212 en el Coloquio de Lyon (1970)
es una buena ocasión para detenernos en este problema, muy pocas veces planteado.
Es verdad que la distinción entre los tres sectores está lejos de ser perfectamente cla-
ra, que hasta se puede vacilar más de una vez sobre la frontera entre el primero y el
segundo (la agricultura y la industria pueden mezclarse); en cuanto al tercero, donde
todo se junta, se podría discutir sobre su composición, hasta sobré su identidad. De
ordinario, se incluyen en él todos los ((servicios», comercio; transportes,. banca, admi-
nistración; pero, ¿no habría que excluir las labores domésticas? La enorme masa de los
empleados domésticos (que, hacia 1850, componen el segundo grupo profesional de
Inglaterra, inmediatamente después de la agricultura; con más de un IT';llón de perso-
nas213), ¿debe clasificarse en un sector teóricamente puesto bajo el signo de una pro-
ductividad superior a la de los otros? No, sin duda. Pero, establecida esta restricción,
aceptemos, según fa regla de Fischer-Clark, que un sector terciario en aumento da tes-
timonio siempre de una sociedad en vías de desarrollo. En los Estados Unidos de hoy,
el sector de los servicios representa la mitad de la población; es un récord sin igual y
la prueba de que la ~ociedad americana es la más avanzada del mundo. .
Para R. M. Hartwell, historiadores y economistas han más que descuidado la im-
portancia del sector terciario en el crecimiento inglés de los siglos XVIII y XIX. El de-
sarrollo de una revolución de los servicios sería, al otro lado de la revolución industrial,
el complemento de la revolución agrícola.
La inflación de los servicios es indudable. No puede negarse que los transportes se
desarrollan; que los negocios se fraccionan; que el número de tiendas no deja de
crecer y que tienden a especializarse; que las empresas se consolidan, de manera regu-
lar aunque bastante comedida en conjunto; y que se burocratizan; que se ven multi-
plicarse las funciones n"uevas o que se renuevan: agentes de comercio, contables, ins-
pectores, actuarios, comisionistas ... ; que los bancos tienen efectivos ridículos, es ver-
dad, pero helos ahí que pronto se hacen muy numerosos. El Estado, encargado de mil
tareas administrativas, también se burocratiza. Engorda. Ciertamente, los hay más gor-
dos en el Continente, pero no está tan flaco, aunque haya descargado en otros muchas
de sus funciones. Evidentemente, no añadiremos a los efectivos del sector terciario los
del ejército y la marina, como no lo hacemos con los empleados domésticos ..No hay
discusión, en cambio, sobre el importante lugar que ocupan en él las profesiones libe-
rales, los médicos, los abogados. Estos habían ya comenzado su ascenso en tiempos de
Gregory King y formaban filas cerradas en las escuelas prácticas de Westminster 214 • A
fines del siglo XVIII, las profesiones liberales estaban todas de moda y tendían a reno-
varse, a romper sus antiguas organizaciones.
¿Tuvo importancia en el empuje industrial esta revolución del sector terciario en la
Inglaterra del siglo XVIII? No es fácil saberlo, tanto más cuanto que, como explica el
mismo Colín Clark, la división intersectorial apareció desde siempre y prosiguió, exis-
tió, en la larga duración. En todo caso, nada indica que el aumento del sector terciario
haya. iniciado el crecimiento 21 > Pero, indudablemente, es el signo de él.

506
Re·voluc1ón industrial y crecimiento

La división del trabajo


y la geografía de Inglaterra

Nos queda por seguir, en la línea de la división del trabajo, el trastocamiento que
remodela la geografía económica de Inglaterra. Es algo muy diferente de la exclaustra-
ción de las autarquías de la Francia provincial, en conflicto con el avance del si-
glo xvm 21 <•. No se trata de evolución, sino de trastorno. A menudo todo queda patas
arriba. También el juego de las regiones inglesas, unas con respecto a otras (juego pro-
yectado, como es natural, sobre el espacio insular, que se explica por este espacio y se
inscribe en él con signos visibles), es el mejor y más elocuente documento sobre el cre-
cimiento inglés y la Revolución Industrial impulsada por él. Cabe asombrarse de que
no haya suscitado ningún estudio de conjnnto, ya que Inglaterra dispone de un nota-
ble esbozo de geografía histórica 217 y una maravillosa literatura sobre sus pasados
regionales 218 •
Sin embargo, el problema fue planteado claramente, al menos por E. L. Jones, en
el Congreso de Munich {1965) 219 , por David Ogg 22º en 1934, y por G. M. Trevelyan 221
en 1942: para mí, ellos han dicho lo esencial. a saber, que el espacio inglés estaba ar-
ticulado desde hada mucho tiempo a una y otra parte de una línea trazada desde Glou-
cester, sobre el bajo Severn, hasta Boston, una pequeña ciudad que antaño suminis-
traba lana a los florentinos y los hanseáticos, a orillas del Wash 222 • Dejando aparte el
País de Gales, esa línea divide a Inglaterra en dos partes casi iguales en superficie y
opuestas una a otra. La Inglaterra del sudeste es ante todo la cuenca de Londres y sus
regiones vecinas, la parte menos lluviosa de la isla, la más labrada por la historia, don-
de se encuentran «todos los tipos de vida urbana aparecidos en el curso de los siglos:
sedes eclesiásticas, mercados regionales, hogares universitarios, etapas de rutas y depó-
sitos de comercio, centros de manufacturas [antiguas]» 22 3. Todas las ventajas acumula-
das por la historia allí se juntan: la capital, las riquezas de la actividad mercantil, las
grandes regiones cercaleras, las campiñas transformadas por las exigencias de la capital,
modernizadas por ella, y, por último, sobre, las líneas de Londres a Norwich, hacia el
norte, y de Londres a Bristol. las zonas por excelencia de la pre-industria inglesa. La
Inglaterra del noroeste es un conjunto de regiones lluviosas donde dominan las plani-
cies antiguas y la cría de ganado. Con respecto a la región vecina, es una especie de
periferia, un país a la zaga. Además, las cifras lo demuestran: en el siglo xvn, las po-
blaciones (no comprendida Londres) están en una proporción de uno a cuatro, y las
riquezas (calculadas a partir de los impuestos) de cinco a catorce 224 •
Ahora bien, la Revolución Industrial cambió totalmente este desequilibrio. La In-
glaterra privilegiada contempla el deterioro de su industria tradicional. No logra, pese
a su riqueza capitalista y su potencia comercial. adueñarse de la industria nueva y re-
tenerla. Por el contrario, la otra Inglaterra, al norte de la línea divisoria, se transforma
«en pocas generaciones»m en un país rico, asombrosamente moderno.
Por la ruta que va de Londres hacia Escocia, a través de Northampton y Manches-
ter, se extiende hoy el cinturón carbonero de los Peninos, con sus- cuencas, separadas
unas de otras, donde se apiñaban antaño los hombres y .las máquinas, donde surgieron
«a la americana» las aglomeraciones más tristes y más dinámicas de Inglaterra. El tes-
timonio está siempre ante nuestros ojos: cada una de las cuencas hulleras tiene su es-
pecialidad, su tipología, su historia particular, su ciudad, Birmingham, Manchester,
Leeds, Sheffield, todas las cuales surgieron de golpe y volcaron a Inglaterra hacia el nor-
te. Industrialización y urbanización forzadas: la Inglaterra Negra fue una máquina de
transplante y mezcla de hombres. La geografía, a buen seguro, no explica por comple-
to esas enormes construcciones, pero ayuda a aclarar el determinismo brutal del car-

507
Revolución industrial y credmiento

bón, la coacción de las comunicaciones, el papel de los recursos en hombres y también


el peso insistente del pasado. Las novedades violentas de los siglos XVITI y XIX quizás ne-
cesitaban producirse en una especie de vacío social.
La Inglaterra del noroeste no era, ciertamente, un desierto, excepto en el sentido
en que los periodistas hablan hoy del oeste de nuestro país como de un «desierto fran-
cés». Pero era unaperzferia, como Escocia, con respecto a la Inglaterra londinense. Aho-
ra bien, esta vez la periferia, incluida Escocia, se une al centro, compensa su retraso,
llega a su nivel. En lo concerniente a la teoría, es una excepción, casi un escándalo.
Una excepción y un escándalo que señalaba últimamente T. C. Smout a propósito de
Escocia 226 • Pero surgen explicaciones: el impulso de la zona central (la Inglaterra del
sudeste) se hallaba al alcance de la periferia (además, la palabra periferia, aunque se
impone en el caso de Escocia, sólo a medias es adecua.da para la Inglaterra del noroes-
te). Más aún, la recuperación de la segunda Inglaterra y de Escocia se efectuó ante todo
gracias a una industrialización rápida. Ahora bien, toda industrialización prospera cuan-
do puede implantarse en las poblaciones menos ricas; su pobreza las favorece. Contem-
plemos hoy Corea del Sur, o Hong-Kong o Singapur, y antaño el norte europeo con res-
pecto a Italia.

Finanzas
y capitalismo

la historia del capital pasa por encima de la primera revolución industrial, inglesa,
la precede, la atraviesa y la supera. En ocasión de un crecimiento excepcional que hace
avanzar todo, también el capital se transforma, adquiere volumen, y el capitalismo in-
dustrial afirma su importancia, pronto invasora. Pero, ¿es la forma nueva por la cual
el capitalismo nacería, de alguna manera, a la gran historia y a su propia historia? ¿Por
la cual alcanzaría su perfección y su verdad, gracias a la producción masiva de las so-
ciedades modernas y al enorme peso del capital fijo? ¿Todo habría sido anteriormente
simples preliminares, formas infantiles, curiosidades para historiadores eruditos? Es lo
que a menudo hace pensar, más o menos claramente, la explicación histórica. No se
equivoca, pero tampoco tiene razón.
El capitalismo es, en mi opinión, una vieja aventura: tiene tras de sí, cuando co-
mienza la Revolución Industrial, un vasto pasado de experiencias que no son solamen-
te mercantiles. También en la Inglaterra de los primeros años del siglo XIX el capital
se presenta bajo sus diversas formas clásicas, todas todavía vivas: un capital agrícola que
constituye, por sí sólo, la mitad del patrimonio inglés, todavía en 1830; un capital in-
dustrial que ha aumentado muy lentamente, y luego muy bruscamente; un capital mer-
cantil muy antiguo, relativamente menos importante, pero que se dilata a las dimen-
siones del mundo y crea un colonialismo al cual pronto será necesario buscar un nom-
bre y justificaciones; finalmente (confundiendo banca y finanzas), un capital financie-
ro que no ha esperado para constituirse la supremacía mundial de la City de Londres.
Para Hilferding 227 , es en el siglo XX, con la profusión de las sociedades anónimas y una
inmens::i: concentración del dinero bajo todas sus formas, cuando se produce el adveni-
miento y la supremacía del capitalismo financiero en una trinidad en la cual el capital
industrial sería Dios Padre, el capitalismo mercantil -muy secundario- Dios Hijo, y
el capitalismo del dinero el Espíritu Santo, que penetra todom.
Más que esta imagen discutible, tengamos presente que Hilferding protesta contra
la idea de un capitalismo puramente industrial, que ve el mundo del capital como un
abanico abierto donde la forma financiera -para él, muy reciente- tendería a preva-
508
La Bolsa del carbón en Londres. Grabado inglés de Rowlandson. (CliJé Roger-Viollet.)

lecer sobre las otras, a penetrarlas, a dominarlas. Es una visión que yo suscribiría sin
dificultad, a condición de admitir que la pluralidad del capitalismo es antigua, que el
capitalismo no era un recién nacido alrededor de 1900 e incluso que, en el pasado, aun-
que sólo sea en Génova o en Amsterdam, ya supo, después de un fuerte crecimiento
del capital mercantil y una acumulación de capitales que sobrepasaba las ocasiones nor-
males de inversión 229 , apoderarse del lugar y dominar -por un tiempo- el conjunto
del mundo de los negocios.
En lo que concierne a Inglaterra, es evidente que el abanico, incluido el ascenso
del «capitalismo del dinero», se abrió mucho antes de los comienzos del siglo XX. Con
bastante antelación a esa fecha, en la ola de revoluciones que atraviesan el crecimiento
agitado de Inglaterra, incluso hubo una revolución financiera mezclada con la indus-
trialización del país, que, si no la provocó, al menos la acompañó y la hizo posible. Se
dice a menudo que los bancos ingleses no financiaron la industrialización. Pero estu-
dios recientes prueban que el crédito a largo y a corto plazo sostuvieron la empresa en
el siglo XVIII y hasta en el XJX 23°.

509
Revolución industrial y ow1miento

VALORES
en librar e1terlinur

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55. EL COMERCIO MUNDIAL DE GRAN BRETAÑA EN 1792


Tomado de unu compilación de estadísticas inglesa< (A.E., M. y D. lnglt1terra 10 fº 130). Según que los círculos que re-
presentan importacione< (/) y exportaciones (E) sean en ru zona central blancos o negros, la i1nportt1ción es o no superior a
la exportación. Los cfrr:ulos en apanencia vacím indican un equilibrio enlre J y E: Turquía, l = 290.559; E = 273. 715;
Italia (I.009.000 y 963.263); Irlanda (2.622.733 y 2.370.866). Desequilibnos a favor de Inglaterra: lm Eitador americanos,
Portugal (977.820 y 754.612) y Francia después del Tratado de F.den (717.034 y 1.221.666). Cmculos de conj111110; para
Europa, 11.170.860 y 12.813.435; panJ Ame'rica, 5.603.947 y 8.159.502; para AJia, 2.671.547 y 2.627.887; para A/rica,

510
Revolución industrial y crecimiento

y Guernesey

82.917 y 1.367.539. En I0/(11, 19.529.273 contr11 24.878.362, o sea, una b11/anza comercial pmitiv11 superiora 5.000.000.
En /(l exportación, l11s •m11n11faclurtJJ ingles11s> regis/r(ln 18.509. 796, y 1111 ruxport(lciones de man1tf(lctur(ls ex/f(lnjertJJ
6.568.565. Este comercio inglés está 11seg1m1do por 15.46J biJrms a'" entr11d11 y JJ.010 (l la salida, es decir, 30.470 b11rcos,
de los c11ales 3.620 son e'IClranjeros. Tonelaje medio de l11s ntJVes inglesas: 122 toneladas; 1ripul11&ión media: 7 hontbreI. Par11
los tráficos franco·inglese1, se efectúan J.160 idas y v11elttJJ de naves, 430 de la1 cuales son extranjeras. Para A11a, 28 partidtJJ
y 36 regre101, de n(lves tod(ls inglestJJ. Su tonelaje medio e1 de 786 Jonel(lda1; tripulación 1nedia: 93 hombre1. los indiamcn
se identifican, superan la media. Esta relación no tiene en cuenttJ el gr(ln tráfico costero inglés (c(lrbón).

511
Revoludón industritil y crecimiento

El Banco de Inglaterra, fundado en 1694, es el pivote de todo un sistema. Alrede-


dor de él y apoyados en él están los bancos privados de Londres: son 73 en 1807, y
alrededor de una centena en el decenio de 1820-1829 231 En las provincias, los country
banks, que aparecieron a principios del siglo XVIII al menos, son una docena solamente
en 1750, pero son ya 120 en 1784, 290 alrededor de 1797, 370 en 1800 y al menos
650 hacia 1810 232 En esta misma fecha, otro autor cuenta hasta 900, sin duda tenien-
do en cuenta las sucursales que algunos de ellos mantienen. Es verdad que esta gene-
ración espontánea supuso el triunfo de Liliput (los bancos carecen del derecho, en efec-
to, de tener más de seis asociadosrn) y, lo mismo que la especulación, que no es pri-
vilegio de Londres, esta generación nació de coyunturas y necesidades locales. Un «ban-
co de condado» 234 , muy a menudo, no es más que una oficina suplementaria abierta
por una empresa que opera en el lugar desde hace tiempo, donde la emisión de bille-
tes, el descuento y los anticipos se convierten en servicios de buena vecindad, a menu-
do bajo el signo de la llaneza. Estos banqueros improvisados proceden de las profesio-
nes más diversas: los Fosters de Cambridge eran molineros y comerciantes de trigo; en
Liverpool, la mayoría de los bancos salieron de casas de comercio; en Birmingham, los
Lloyds provenían del comercio del hierro; en Nottingham, los Smiths eran vendedores
de géneros de punto; en Norwich, los Gourneys eran comerciantes de hilados y fabri-
cantes de tejidos de lana; en Cornualles, los banqtid'ós eran en su mayoría propietarios
de minas, además de comerciantes de nialta o de !ú.pulo, o cerveceros, o pañeros, o
merceros o recaudadores de peajesm.
En suma, los bancos nacen en el siglo XVIII de una coyuntura local, un poco de la
misma manera que los primeros establecimientos de las industrias nuevas. Esta Ingla-
terra provincial tiene necesidad de crédito, ·de una circulación de letras de cambio, de
dinero en efectivo, y los bancos privados cubren rodas estas funciones porque tienen el
poder de emitir billetes. Es para ella una magnífica fuente de beneficios, pues, al co-
miento, al menos hasta que se tenga suficiente confianza en ella como para dejarle de-
pósito~, es creando moneda como extiende su crédito 236 • En principio, estos bancos tie-
nen una reserva de oro para cubrir sus emisiones, pero si sobreviene una crisis, si el
público se enloquece, corno en 1745, se ven obligados a buscar a toda prisa dinero en
efectivo en los bancos londinenses para evitar las bancarrotas. Estas, además, no siem-
pre pueden· evitarse, en particular durante las crisis de 1793 y de 1816. Y estas ban-
carrotas prueban claramente que los bancos locales hacían grandes préstamos, no sola-
mente a cono plazo, sino también a largo plazo 237 •
En conjunto, sin embargo, el sistema era sólido porque prácticamente, si no ofi-
cialmente, era sostenido por el Banco de Inglaterra, que desempeñaba el papel de «pres-
tador en último recurso» 238 • Sus reservas de numerario, en general, bastaban para cu-
brir los reembolsos repentinos de los bancos privados, de Londres o de las provincias,
en caso de dificultad. Después de 1797, cuando los billetes del Banco de Inglaterra ya
no fueron convertibles en oro, se convirtieron para los bancos locales en la moneda por
la cual se comprometen a cambiar eventualmente sus propios billetes. Señal evidente
de la estabilidad general, los bancos privados Sl convierten en bancos de depósito, con
lo que aumentan, por este hecho, su capacidad de hacer anticipos tanto a los granjeros
y propietarios de bienes raíces como a los industriales y los poseedores de minas o los
constructores de canales 23 '1 • Estos no se privaron de utilizarlos: el endeudamiento del
duque de Bridgewater es un ejemplo perfecto de ello.
A partir de 1826, autorizados por la ley los bancos por acciones 24 º ú"oint stock banks),
éstos constituyen una nueva generación de bancos más sólidos, mejor provistos de ca-
pitales que la precedente. Pero, ¿son más prudentes? ·No, necesitan disputar la clien-
tela a los bancos locales, arriesgarse más que ellos. Y su número aumenta a ojos vista:
son 70 en 1836, pero desde el ~. 0 de enero hasta el 26 de noviembre del mismo año,
512 '
Revolución industnal y crecimiento

42 joint Jtock bankJ «se organizan y entran en competencia con los que ya existían» 2'1º.
Pronto serán una centena y, con sus numerosas sucursales, igualarán en número a los
country banks, que desde entonces aparecen como establecimientos anticuados.
Sin embargo, Londres estuvo cerrado para ellos durante mucho tiempo, aunque ter-
minaron por forzar su entrada en él. Y en 1854 son admitidos en el Clearing HouJe
de los bancos de la capital, es decir participan completamente en la circulación del di-
nero y del crédito de la que Londres es el corazón único, sofisticado y sofisticante. El
clearing houJe, que había sido creado en 177 3 para las compensaciones entre bancos,
es descrito con admiración por un francés, Maurice Rubichon, en 1811: «El mecanismo
de la circulación -escribe- está organizado de tal manera que puede decirse que en
Inglaterra no hay papel ni dinero. Cuarenta cajeros de Londres hacen entre ellos casi
todos los pagos y transacciones del Reino; se reúnen todas las tardes e intercambian na-
turalmente los valores que tienen unos sobre otros, de modo que un billete de mil lui-
ses a menudo basta para cancelar una circulación de varios millones» 241 • ¡Admirable in-
vención! Sin embargo, ¡es exactamente en los mismos términos como los observadores
de los siglos XVI ó XVII describían los mecanismos de las ferias tradicionales de Lyon o
de Besan~on-Plaisance! Con la diferencia, importante, de que la reunión de clearing
se efectúa en Londres todos los días; las antiguas y grandes ferias se reunían cuatro ve-
ces al año ...
Por otra parte, el banco tiene un papel que no podía tener la feria. «En este país
-escribe un francés inteligente- ningún negociante ni otro individuo guarda dinero
en su casa; lo tiene depositado en la de un banquero, o mejor dicho cajero, sobre el
cual libra, que lleva sus cuentas y paga todos sus gastos en proporción a su crédito» 242
El dinero así concentrado en el banco no permanece inactivo; se convierte en un dinero
que corre, se arriesga, pues ni el banquero ni el cajero lo dejan dormir en sus cajas de
caudales. Como decía Ricardo, la función distintiva del banquero «comienza cuando
emplea el dinero de otros» 2H Además, hay dinero que circula por conducto obligado
entre el-Banco de Inglaterra y el gobierno inglés, entre el Banco, organismo y azar «del
último recurso», y los otros bancos y las empresas comerciales, y hasta industriales; y
se utilizan también, por mediación de los saving banks, los bancos de ahorro popular,
el dinero economizado por los pobres, operación enorme, como dice un corresponsal
francés, pues «esta fortuna del pobre [vista en su conjunto] es mayor en Inglaterra qu_e
la fortuna del rico de más de un reino» 244 •
Sería necesario completar estas explicaciones con el establecimiento en Londres de
una tercera generación de seudo-bancos en beneficio de los btfl brokers que fundan ban-
cos de descuento, discount houses. Sería necesario mostrar también cómo los bancos
privados de Londres, los de la City, que desempeñan el papel de agentes y correspon-
sales de los bancos regionales, tienen la posibilidad de redistribuir el crédito y de hacer
transitar los excedentes de dinero de regiones como el sudeste inglés hacia las zonas
activas del noroeste. Se trata de un juego bastante claro, en el que los capitales se re-
parten según el mejor interés de los prestamistas, los prestatarios y los intermediarios.
Finalmente, sería necesario hacer una visita al Banco de Inglaterra para comprobar:
-Que no es solamente un banco gubernamental y, en razón de esta función, tiene
privilegios y tareas diversas; que es también un banco privado, con sus accionistas, y
constituye en sí mismo un negocio muy bueno: las «acciones [ ... ] emitidas a cien libras
esterlinas estaban en 1803 a 136 y están hoy a 35)» 245 (6 de febrero de 1817). Durante
todp el siglo XVIII, alimentaron la especulación bursátil en Londres y en Amsterdam.
-Que el uso.del billete del Banco de Inglaterra no deja de extenderse, de conquis-
tar el país entero, y no sólo ya la capital y su región, que había sido desde el comienzo
su cQto de caza reservado. En Lancashire, en Manchester y en Liverpool, los obreros se
negaban a recibir su paga en billetes de los bancos privados, que se depreciaban fácil-
513
Revolución indMtrial y crecimiento

mente entre los tenderos 2'16 • Londres y Lancash1re ya eran un buen campo de acción.
Pero, después de 1797, el billete del Banco de Inglaterra se convierte en todo el país
en el ersatz de la moneda-oro.
Sería menester visitar el Stock Exchange, donde entran en filas cerradas valores nue-
vos. La cotización se hincha: en 1825, se producen 114 inscripciones nuevas, 20 para
los ferrocarriles, 22 para los empréstitos y los bancos, 17 para las minas extranjeras (so-
bre todo de la América Española), más 11 compañías de gas de alumbrado ... Estas 114
cotizaciones nuevas representan por sí solas 100 millones de libras comprometidas, en
principio al menos, pues no todos los fondos se vierten desde el comienzo.
Y ya se inicia la sangría de los capitales ingleses dirigidos a la inversión extranjera.
Fantástico a finales del siglo XIX, el movimiento comienza en gran medida en 1815 248 ,
con fortunas diversas, es verdad, y hasta se desencadena en 1826 una espantosa crisis.
No por ello se detienen la especulación bursátil y financiera y la exportación de capi-
tales a través de un mercado financiero muy animado. En el decenio de 1860-1869,
cuando la producción industrial está todavía en pleno crecimiento (se ha duplicado des-
de hace unas decenas de años y· conservará un ritmo rápido al menos hasta 1880 249 ),
cuando la inversión nacional es, probablemente, la más elevada que haya habido jamás
en la historia inglesa 250 , la inversión financiera en el extranjero, en fuerte alza desde
mediados del siglo, llega a igualar ya, en ciertos años, al total de la imersión en el terri-
torio nacionaJ2l•. Por otra parte, el porcentaje del comercio y de los transportes en la
renta nacional no hace más que aumentar, pues pasa de 17,4% en 1801 y 15,9% en
1821 al 22% en 1871 y el 27,5% en 1907m.
¿Se puede, entonces, hablar de un capitalismo «industrial» que sería el «verdadero»
capitalismo, que sucede triunfante al capitalismo mercantil (el falso) y finalmente, a
regañadientes, cede ante el capitalismo financiero ultramoderno? Los capitalismos ban-
cario, industrial y comercial (pues el capitalismo nunca ha dejado de ser eminentemen-
te mercantil) coexisten a todo lo largo del siglo XIX, y ya antes del siglo XIX, y mucho
después del siglo XIX.
Lo que ha cambiado eh el curso del tiempo, e incesantemente, es la oportunidad
y las tasas de beneficio, según los sectores y según los países, y fue en función de estas
variaciones como cambiaron las masas respectivas de la inversión capitalista. De 1830
a 1870, aproximadamente, el cociente capital/renta parece haber sido el mayor que tu-
vo nunca Inglaterra 253 • Pero, ¿fue solamente a causa de las virtudes del capitalismo in-
dustrial en sí o por el hecho de que la industria pudo crecer entonces a la medida de
los enormes mercados del mundo, dominados sin duda alguna por Inglaterra? La prue-
ba de ello es que, por la misma época, el capitalismo parisino, ocupando el lugar que
para él es el más oportuno y provechoso, el que puede disputar a Inglaterra, se vuelca
en las finanzas. La plaza de París se impone en gran medida como organizadora de los
movimientos de capitales intraeuropeos. «Desde hace veinte años -escribe desde Lon-
dres el caballero Séguier, en septiembre de 1818-, París se ha convertido-en el prin-
cipal centro de las operaciones de banca en Europa, mientras que Londres no es una
ciudad de banca propiamente dicha. Como resultado de esto, el capitalista inglés que
quiere hacer una operación de banca, es decir, una transferencia de fondos de un país
a otro, se ve obligado a dirigirse a las ciudades bancarias de Europa, y, como París es
la más próxima, es allí donde se hacen hoy la mayor parte de las operaciones ingle-
sas»2~4. Esta afirmación merecería ser considerada en detalle. Pero es innegable que Pa-
rís se asegura un papel al lado y a la sombra de Londres, que pone en práctica una
competencia eficaz, en suma, y si el especialista en la historia del Stock Exchange, W.
Bagehot, tiene razón, el cambio desfavorable para París se efectuará solamente después
de 1870. Sólo después de la Guerra Franco-prusiana, dice, los ingleses se convirtieron
en los banqueros de toda Europam
514
'
Revolución industrial y crecimiento

¿Qué papel atribuir


a la coyuntura?

Esta cuestión, la última de este capítulo y que quedará sin una respuesta categóri-
ca, ¿nos aparta de nuestro propósito, que era el de superar el campo histórico de la
Revolución Industrial? Sí, en cierta medida, pues el tiempo de la coyuntura aquí con-
siderado es el de la coyuntura relativamente corta (no más allá del Kondratieff). Aban-
donaremos la larga duración para ver el espectáculo a partir de observatorios más cer-
canos a la realidad observada. Los detalles van a aumentar ante nuestros ojos.
Las fluctuaciones largas y semilargas que se suceden incansablemente unas a otras,
como un tren de ondas ininterrumpido, son una regla de la historia del mundo, una
regla que nos viene desde lejos y destinada a perpetuarse. Es algo así como un ritmo
repetitivo; Charles Morazé ha hablado de estructura¡ dinámica¡, de movimientos como
preprogramados. Esta coyuntura nos conduce forzosamente al centro de los problemas
ya abordados, pero por caminos particulares, los de la historia de los precios, cuya in-
terpretación ha sido uno de los grandes problemas de la historia durante los últimos
cuarenta o cincuenta años. En este terreno, los historiadores ingleses no tienen nada
que envidiar a sus colegas franceses. Se contaron entre los primeros y los mejores reco-
lectores de series de precios. Pero no ven la coyuntura de la misma manera que los
otros historiadores (los franceses, en particular).
Simplificando en exceso, yo diría que los historiadores ingleses no consideran la co-
yuntura como una fuerza exógena, que es nuestro punto de vista, formulado más o
menos explícitamente por Ernest Labrousse, Pierre Vilar, René Baehrel y Jean Meuvret.
Para ellos y para mí, fa coyuntura domina los procesos concomitantes, teje la historia
de los hombres. Para nuestros colegas ingleses, son los procesos y los sucesos nacionales
los que crean coyunturas particulares de cada país. El estancamiento y el retroceso de
los precios de 1778 a 1791 están gobernados, para nosotros, por el interciclo interna-
cional de Labrousse, y para ellos por la Guerra de las Colonias de América {1774-1783)
y sus consecuencias. En cuanto a mí, estoy demasiado convencido de la reciprocidad
de las perspectivas para no aceptar que los dos puntos de vista sean válidos y que la
explicación, de hecho, debe seguir los dos sentidos. Pero según que se siga uno u otro,
las responsabilidades o, si se prefiere, las causas eficientes pueden cambiar de
naturaleza.
T. S. Ashton2l 6 y los historiadores que han adoptado su punto de vistam tienen
razón, ciertamente, cuando enumeran la serie de factores que pesan sobre las fluctua-
ciones. El primer factor que interviene es la guerra. Nadie lo negará. Más exactamep.te,
se trata de la oscilación entre la guerra y la paz (Guerra de los Siete Años de 1756-1763,
Guerra de las Colonias Inglesas de América de 1775-1783, Guerra contra la Francia re-
volucionaria e imperial de 179j-1802 y 1803-1815). luego vienen las oscilaciones de la
economía rural (que sigue siendo, repitámoslo, la primera actividad de Inglaterra hasta
cerca del decenio de 1830-1839) entre cosechas buenas, medianas y malas; estas últi-
mas ( 1710, 1725, 1773, 1776, 1792-1793, 1795-1796 y 1799-1800) son el punto de par-
tida de las crisis llamadas de Antiguo Régimenm, que sacuden al conjunto de la vida
económica. Incluso en el siglo XIX, la compra cada vez más frecuente e importante de
trigo extranjero no cesará de hacer oscilar a la economía inglesa, aunque sólo sea en
razón de los pagos inmediatos (y en dinero efectivo, dicen los corresponsales) que es
menester efectuar para lograr la llegada rápida de los sacos de trigo o los barriles de
harina.
Otros factores de las fluctuaciones inglesas son los trade cycles, los ciclos comercia-
les: el comercio inglés tiene sus flujos ascendentes y luego descendentes que se tradu-

515
Revoluóó indmtrial y creámiento

cen también en las bajas y alzas de la coyuntura. Y también los movimientos de la cir-
culación monetaria, las piezas de plata y de oro, por una parte, y la masa de billetes
de cualquier origen, por otra. La Bolsa de Londres (donde el «estado sensitivo» es la
regla, y el temor un huésped más frecuente que la esperanza 2 ~ 9 ) es un curioso sismó-
grafo que registra los movimientos múltiples de la coyuntura, pero que también tiene
el poder diabólico de provocar terremotos él mismo, como en 1825-1826, en 1837 y
en 1847. Cada diez años, en efecto, como era ya la regla aproximada durante el último
tercio del siglo XVIII, hubo, en las últimas etapas de la vida económica, cri~is de crédi-
to260, junto a crisis de tipo tradicional llamadas de Antiguo Régimen.
Tal es el sentido de las reflexiones de nuestros colegas ingleses. Para los historiado-
res franceses -si tienen razón o están equivoc~dos es una cuestión que queda _por dis-
cutir-, la coyuntura es una realidad en sí, aunque poco fácil de explicar. Pensamos,
con Léon Dupriez y también con Wilhelm Abel, que los precios constituyen un con-
junto. Dupriez incluso habla de una estructura de los precios. Están ligados, y si osci-
lan codos, es añadiendo sus variaciones particulares unos a otros. Y sobre todo, no son
una «vibración» limitada a una economía nacional, por importante que ésta sea. Ingla-
terra no está sola en la determinación de sus precios, ni de los flujos ascendentes y des-
cendentes de su comercio, ni siquiera de su circulación monetaria; l:u: otías economías
del mundo, y del mundo entero, la ayudan en eso, y todas van casi al mismo paso. Es
lo que más nos ha asombrado a nosotros, los historiadores, desde el comienzo de nues-
tras investigaciones. Leed a este respecto las páginas decisivas y reveladoras de René
Baehrel, páginas que rezuman sorpresa.
La coyuntura que levanta, detiene o deprime los precios ingleses no es, por ende,
el tiempo propio de Inglaterra, sino «el tiempo del mundo». Que este tiempo se forme
en parte en Inglaterra, que Londres hasta sea su epicentro esencial, es probable, casi
cierto, pero el mundo actúa sobre la coyuntura y la deforma, pues no es la propiedad
exclusiva de la isla. Las consecuencias son evidentes: la zona de resonancia de los pre-
cios es el conjunto de la economía-mundo cuyo centro ocupa Inglaterra. La coyuntura
en Inglaterra es, pues, en parte exógena, y lo que ocurre fuera de Inglaterra, particu-
larmente en una Europa cercana, se refleja en la historia inglesa. Europa e Inglaterra
están envueltas por la misma coyuntura, lo que no quiere decir que estén exactamente
en el mismo caso. Por el contrario, al hablar del papel de la crisis coyuntural en la eco-
nomía general, he subrayado que no golpea, no puede golpear, de la misma manera
a los débiles y a los fuertes (por ejemplo, a Italia y a Holanda en el siglo XVII), que
da origen a una redistribución de las tareas y de las relaciones económicas internacio-
nales, reforzando finalmente el dinamismo de los más fuertes y acentuando el retraso
de los debilitados. Por ello no estoy de acuerdo con el argumento que utiliza P. Ma-
thias261 para negar la importancia, de 1873 a 1896, de una rama descendente de un
Kondratieff y su responsabilidad en la Great Depression que golpea a Inglaterra en
esos mismos años. Si las tasas de crecimiento en Alemania y los Estados Unidos, argu-
ye, cayeron en el curso de ese período, también es cierto que la suerte de Alemania,
de Estados Unidos y de Inglaterra fue muy diferente, que hubo un retroceso relativo
de las Islas Británicas, con una disminución de su peso en la economía mundial. Sin
duda. Ya se perfila lo que será patente durani:e la crisis de 1929. Pero es un hecho que
hubo desaceleración del crecimiento a la vez en Alemania, en Estados Unidos, ·en In-
glaterra, y también en Francia. Y es este movimiento armonizado de las curvas, no de
los niveles, lo que es casi innegable, aunque, ciertamente, sorprendente.
Lo que es evidente en el siglo XIX, y aún más evidente en nuestro mundo de hoy
-a saber, una coyuntura que resulta ser similar en vastos espacios y golpea casi en to-
das partes al mismo tiempo- es ya evidente en el siglo XVIII, y aún antes. Es grande,
pues, la tentación de comparar lo que pasa en Inglaterra, desde los años 1770-1780 has-

516
Revolución industrial y crecimiento

%. LOS PRECIOS EN INGLATERRA Y EN FRANCIA. 1710-1790


El i111ercirlo de úibrousse, bie11 tiara en las cun1as fra11cesas, ¡existe e11 las cur:vas ingíesa.r?. (Tomado de G. Imberl, Des
Mouv•m•ncs d• longue durée Kon<lratidf, 19J9. p. 207.)

300 1913=100

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1770 1780 1790 1800 1810 1820 1830 1840 1850

S7. MOVIMIENTOS A LARGO PLAZO DE LOS PRECIOS INGLESES

Sobre Ja fí11efl tranq,,Jla de largo plflzo. la restflbilidad• de la q"e habla Lion Dupriez puede discernirse si11 mucho elTOr
de 1772 a 1793. Al in1erc1do de Fra11cia corresponde a fo sumo el descansillo de los años 1780 a 1790 .. EI Kodraliefl co-
mienza. como en Francia. baáa 1791. culmina en 1810·1812 (e11 Fr.1ncia, hacia 1817) .Y alcanza su punto bajo en 1850-18'1.
Las tres líneas (la continua y las punteadas) corresponden a cálculos diferentes. (Tomado de P. Deflne y W. A. Cole, Bsitish
Economic Growth 1688-1959. juera de lexlu.)

517
Revoludón industrial y crecimieTllo

ta los años 1812-1817, con lo que pasa en Francia, donde disponemos del estudio ex-
haustivo de Ernest Labrousse. Sin embargo, no nos hagamos demasiadas ilusiones: la
imagen francesa no es válida más allá del canal de la Mancha. Las curvas que se nos
ofrecen son .múltiples y no hablan obligatoriamente el mismo lenguaje. Si la coyuntura
de los precios, de los salarios y de la producción se estudiase país por país siguiendo
los mismos criterios, las coincidencias o las divergencias se afirmarían mejor y el pro-
blema de la semejanza o la desemejanza quedaría resuelto. No es éste el caso. Pero si
se comparan las curvas de precios de los bienes de producción y de consumo inglesas
con las francesas, se ve inmediatamente que las segundas son más agitadas, más dra-
máticas, que las primeras. Y quizás esto es normal: en el centro del mundo, el agua
burbujea menos que en otras pari:es. En la curva de los precios ingleses tomada de P.
Deane y A. Cole, se vacila en reconocer un interciclo de 1780 a 1792; se trata más bien
de un rellano, de una «estabilidad», como dice L. Dupriez, para quien ese estancll-
miento habría comenzado en 1773. En cambio, la concordancia de las curvas es indu-
dable en lo concerniente· al Kondrntieff que sigue: punto de partida, 1791; culmina-
ción, 1812; término del descenso, 1851.
Se llega a la conclusión de que la Revolución Industrial inglesa tuvo, de 1781 a
1815 (fechas aproximadas), dos movimientos, dos respiraciones, difícil la primera, fácil
la segunda. En conjunto, es el ritmo respiratorio de Francia y del Continente Europeo:
a la Francia desdichada, mortificada por Luis XVI, quien va a abrir las puertas a los
tornados de la revolución política, corresponde una Inglaterra de Jorge Ill, perturbada
también por una coyuntura desapacible. En Inglaterra, no habrá explosión política al
fin de 1a adversidad, pero hay adversidad. Durante una decena de años se interrumpe
el ascenso que hasta entonces había favorecido a la economía inglesa. No digamos que
nada funciona ya, sino que nada funciona tan bien. Inglaterra, como Francia, paga el
precio de los esfuerzos y los gastos fantásticos de la Guerra de América. Y la crisis que
sigue complica todo, redistribuye las tareas y acusa las diferencias sectoriales. El comer-
cio experimenta, tanto en Francia como en Inglaterra, un aumento espectacular, pero
finalmente, tanto en un lado como en otro, las balanzas comerciales se desajustan, con-
tra Inglaterra y contra Francia a la vez. Se intenta con vigor lograr la recuperación co-
mercial, pero sólo se tiene éxito a medias. ¿Acaso no es la búsqueda de una seguridad
el hecho de que, en 1786, se firme el Tratado de Eden, aproximación entre dos po-
tencias hostiles y que se desafían mutuamente?
Generalmente, el resultado de una depresión anormalmente larga es efectuar una
selección entre las empresas, favoreciendo a las que se adaptan y resisten, poniendo fin
a las que demuestran ser demasiado débiles para sobrevivir. La suerte de Inglaterra es
haber iniciado este trayecto difícil en el momento en que se multiplicaban en ella las
innovaciones de la «segunda generación»: lajenny {1768), el hilado mecánico median-
te la energía hidráulica ( 1769), la perforadora ( 1775 ), la máquina de vapor giratoria
(1776-1781), la pudelación p 784), la primera trilladora utilizable (1786), el 'i:orno per-
feccionado (1794). Es decir, una enorme inversión técnica, en vísperas de la re-
cuperación.
En 1791, el tiempo económico se vuelve nuevamente favorable: los precios suben,
las actividades se hinchan, se dividen, la productividad gana en el reparto. La agricul-
tura inglesa se beneficia de esto hasta Watedoo, y las explotaciones medias llegan a
subsistir gracias a los precios favorables. Este tiempo propicio permite también el des-
pilfarro insensato de las guerras revolucionarias e imperiales (para Inglaterra, mil mi-
llones de libras de gastos 262 ). Pero como este tiempo no es propiedad exclusiva de In-
glaterra, en el Continente también, aunque más lentamente, surge una industria
moderna.
Sin embargo, la coyuntura al alza infló los precios en Inglaterra más rápidamente
518 '
Revolución indmtrial y crecimiento

que los salarios. Con el aumento demográfico, se produjo entonces una disminución
del nivel de vida, de la renta per capita en precios corrientes, de 1770 a 1820 163 : en
1688, 9,1 libras esterlinas; en 1770, 19,1; en 1798, 15,4; en 1812, 14,2; en 1822, 17,5.
Una prueba mejor nos la da la curva de Phelps Brown y Sheíla Hopkins que concierne
a los salarios de los albañiles ingleses, del siglo XIII al XIX. La reproducimos en la pá-
gina siguiente, indicando los criterios según los cuales ha sido trazada. Esta curva es
decisiva. Muestra, a lo largo de una distancia multisecular, la correlación regular entre
los aumentos de los precios y los descensos de los salarios reales: los precios en alza de-
terminan un avance de la producciór. y un aumento de la población -los fenómenos
ligados uno al otro se condicionan-, pero siempre los salarios disminuyen; el progre-
so, en las condiciones del Antiguo Régimen, se hace en detrimento del nivel de vida
de los trabafadores. Ahora bien, esta regla, que es el signo indeleble del Antiguo Ré-
gimen, destaca todavía, según los cálculos de P Brown ·Y S. Hopkins, de 1760 a
1810-1820; los niveles de salarios más bajos se sitúan en las proximidades del decenio
de 1800-1809, cuando la curva, que registra el conjunto de la coyuntura, se aproxima
a las cúspides 2M. Que la situación de los salarios mejore después de 1820, cuando los
precios descienden, no es más que la repetición de las reglas anteriores. El milagro y
el cambio, en efecto, sólo se producirán con el comienzo de un nuevo ciclo Kondra-
tieff, a partir de 1850 (otra fecha significativa, t'anto para Inglaterra como para el Con-
tinente). Esta vez, los precios subirán y los salarios seguirán este movimiento: el creci-
miento continuo entra en escena.
Llego, así, al corazón del debate que demasiados historiadores, más o menos cons-
cientemente, h~n evitado con respecto al precio que pagó Inglaterra para pasar a la fran-
ca modernidad. Creo, con los historiadores que fueron los primeros en abordar la cues-
tión, que se produjo .entonces un deterioro del bienestar material de las masas inglesas,
una disminución de los salarios reales, tanto para los obreros de los campos como para
los de las fábricas o los transportes ... Creo de buena gana (a mi cuenta y riesgo, pues
no soy un conocedor experto de este período) que la primera fase de la industrializa-
ción, de 1760 a 1815, fue aún más dura que la que siguió a Waterloo, aunque la agi-
tación obrera y campesina haya sido más viva después de la victoria inglesa que antes,
y más tenaz. Pero, ¿no es la agitación la prueba, si no de una buena salud, al menos
de una salud mejor o suficiente? Es verdad, sin embargo (y es el precio suplementario
del crecimiento industrial con respecto a las otras formas de crecimiento que lo habían
precedido) que, de 1817 a 1850, el aumento de los salarios reales y df. la rentaper ca-
pita registrado por la curva de Brown y Hopkios fue en parte anulada, para las masas
obreras, por los dramas de una urbanización demasiado rápida que acumuló los resul-
tados catastróficos de un habitat miserable, de una al.imentación malsana (y hasta en
mal estado, por falta de transportes suficientes) y de un desarraigo social que separó a
los individuos del apoyo familiar y de los recursos diversos de la comunidad aldeana.
Pero, de 1780 a 1815, con la caída de los salarios reales (que había empezado, obser-
vémoslo, en 1760 26 5, es decir, con el vivo aumento de la producción y de la población
que caracterizó a la segunda mitad del siglo XVlll, y no solamente con la Guerra ºAme-
ricana), la situación fue más dramática todavía, ciertamente.
«Dos generaciones fueron sacrificadas a la creación de una base industrial.» Esta con-
clusión de historiadores de hoy 166 , apoyada en los comentarios de ingleses ·contempo-
ráneos, no queda desmentida si se considera a la Inglaterra de esos años con los ojos
del comandante, y más tarde maestre de campo, Pillet 167 • Herido y hecho prisionero
en Portugal, en Cintra, en 1807, vivió en Inglaterra largos años hasta su liberación, y
si bien no sentía por ella gran ternura (¿qué prisionero ha amado nunca a sus carcele-
ros?), habla como testigo avisado, en modo alguno rencoroso, y que parece natural-
mente llevado a la imparcialidad. Conservó el recuerdo de años muy duros para Ingla·

519
Revolución industrial y crecimiento

IA) = 1451 1475 (B)

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58. LA •CESTA> DE LA COMPRA


Este ~ráfico, como los de Abe/y de Fourartié-Grandamy (supra,/, p. 103), refleja el esfi1erzo de los histonadores para dis-
cernir, en la .dtaléct!ca de preczo< y salan0<, a(go q11e se asemeje 11 una renta per capira. El albañil inglés cobra cierto salario
Y consume. Cierto. numero de P'.od~clos esenc111/e1. Un ·grupo de estos productos típ1co1 (llamado.r a vtces la •cesta de la com-
p~a•) ha ndo Uftlm1do como ''!dtcador. ÚJ curva punteada es la evolución del precio de tal ccuta•; la curva en trazo con-
'!"".º• la relac1on enlre el salano co.~rado y el precio contemporáneo de la ces/a (el peñodo 1451·1475, ha sido elegido como
mdtce 100). Surge de la comparaczon de las dos c11rva1 que todo peñodo de precios estables o en diimin11ción (1380-IHO.
1630-1750) IllPone una mejora del consumo y del bienestar. Si los preciot suben, se detenora el nivel de vida. Así ocurrió
de 1)10 a 1630; Y lo mismo de 1750 11 1820, en los umbrale! de la Revolución Industrial. L11ego. 1al11nos reales y precio!
suben /Untos. (Tomado de Phelps Brown y Sheila Hopkins, en: Essays in Economic Hi.~tory, editado por M. Carus· Wil10n.
JI, pp. 183 y 186.)

terra. «He visto a todas sus manufacturas sin trabajo -escribe-, a su pueblo acosado
por el hambre y abrumado de impuestos, su papel moneda desacreditado ... »268 • En
1811, «como los manufactureros no podían pagar a sus obreros, les daban como salario
los productos de su manufactura; y estos desdichados, para obtener pan, los vendían
en el lugar mismo a dos tercios de su valor real» 269 • Otro testigo, Louis Simond, lúcido
también y admirador de Inglaterra, observa en el mismo momento 27 º que «el obrero
ya no puede con su salario ordinario procurarse el pan, la carne y la vestimenta nece-
sarios para su mantenimiento y el de su familia». En cuanto a los obreros agácolas, «SU
salario se arrastra [ ... J penosamente detrás del aumento general de todas las cosas». En
1812, en Glasgow 271 , observa que «los sueldos de los obreros del algodón[ ... ] no son
ahora más que un cuarto de lo que eran hace diecinueve años, aunque todo haya do-
blado su precio en el intervalo». Podemos dudar de las cifras, pero no del empobreci-
miento denunciado.
Pero el comandante Pillet ve más lejos, me parece, en la medida en que, como mi-
litar, es consciente del enorme esfuerzo en armamentos que hace Inglaterra. Para ali-
mentar a sus ejércitos, el gobierno inglés recluta soldados «en una proporción mucho
más pavorosa que entre nuestra población» 272 • Es una carga aplastante mantener ejér-
citos que, en total, agrupan a más de 200.000 hombres (y la paga del soldado raso in-
glés es cuatro veces mayor que la del francés 27 3), y mantener una enorme flota. De allí,
quizás, la dureza inflexible con la que son tratados soldados y marinos, salidos de las
clases más desdichadas de la sociedad, de «la escoria de la escoria» 274 A un hijo de bue-
na familia que iba por mal camino y a quien los suyos compraban un grado de oficial,
se decía: «Este habría sido ahorcado; sólo sirve para llevar el uniforme rojo» 27 ~ El peor

520 '
Revolución industria/)' crecimiento

proletariado de Inglaterra está allí, provisto de hombres por los verdaderos proletaria-
dos, obrero, campesino o vagabundo. ¿De quién es la culpa? Ni de la industrializa-
ción, ni del capitalismo en vías de trepar hasta las cumbres de la riqueza, ni siquiera
de la guerra ni de la coyuntura que es una cubierta exterior, sino de todo eso a la vez.
Muchos historiadores no quieren contemplar de frente esta realidad dolorosa. Se nie-
gan a admitirla. Uno dice que las mediciones del nivel de vida escapan a toda exacti-
tud o certidumbre. Otro, que la situación de los obreros era peor, o por lo menos igual
antes de las primeras victorias de la mecanización. Un tercero asegura que no cree que
los precios hayan jamás bajado de 1790 a 1830. Pero, ¿de qué precios habla, de los
precios nominales o de los precios reales? ¿Y las curvas no dicen claramente que los
precios aumentaron y luego descendieron? ¿Y los salarios? Es evidente que el pueblo
inglés pagó un alto precio por sus victorias, incluso por los progresos de su agricultura,
que sólo enriqueció a una clase de granjeros, y seguramente más todavía por sus má-
quinas, por sus victorias técnicas, por su primacía mercantil, por la realeza de Londres,
la fortuna de los industriales y la de los accionistas del Banco de Inglaterra; por todo
eso, y no solamente por sus victorias militares, sus ejércitos, su flota y Waterloo. Es jus-
to añadir que después de 1850, más tarde, el pueblo inglés entero (cualesquiera que
fuesen sus desigualdades sociales) participó del triunfo mundial de Inglaterra. La suer-
te de los pueblos que se encuentran en el centro de una economía-mundo es ser, re-
lativamente, los más ricos y los menos desdichados. De lo más alto a lo más bajo de
la escala social, los holandeses del siglo XVII y los «americanos» de hoy gozaron o gozan
de este privilegio, que fue el de los ingleses del siglo XIX.

Progreso material
y nivel de vida

Apelando a la observación coyuntural, la Revolución Industrial inglesa, entre el si-


glo XVIII y el XIX, se aclara de manera bastante nueva. Es un observatorio más desde
donde contemplar, alejándose un poco, el paisaje complicado de crecimientos. La Re-
volución Industrial es un conjunto de problemas difícilmente disociables, en el interior
de un río que los lleva adelante y los desborda. Por su amplitud, también obliga a pre-
guntarse por la historia general del mundo, por las verdaderas transformaciones y mó-
viles del crecimiento, por los comienzos del crecimiento continuo (la fecha de 1850 pa-
rece más justificada que la de 1830-1832, propuesta a menudo como el término de la
Revolución Industrial en su primera etapa). Asimismo, nos incita a reflexionar sobre el
crecimiento europeo de larga duración, del que ha sido el momento más espectacular,
entre un pasado durante mucho tiempo incierto y un presente que quizás vuelve a serlo.
Si se mide el crecimiento por sus dos variables, el PNB y la renta per capita (yo
hasta preferiría decir: el PNB y el salario real del albañil de Brown y Hopkins), se pue-
de afirmar, siguiendo a Wilhelm Abel 271', que las dos variables crecen al mismo tiempo
en los siglos Xll y xm; éste sería ya el modelo del «crecimiento continuo». Después de
1350 y hasta 1450, el PNB, el volumen de la producción y la masa de la población
disminuyen, pero el bienestar de los hombres aumenta: han sido liberados, en suma,
de las tareas que les imponía el progreso, y se benefician de ello. Durante el siglo XVI,
tan alabado (los especialistas en el siglo XVI son nacionalistas en lo que concierne a «SU»
siglo). y hasta 1620-1650, hubo un crecimiento de la población y de la producción -Eu-
ropa se repuebla aceleradamente- pero el bienestar general no cesa de disminuir. No
hay progreso si no se paga la cuenta, es la regla. Después de 1650, la «crisis del si-
glo XVII», ennegrecida por una historiografía concienzuda, hizo estragos hasta 1720,
521
R<'V<Jlución industrial y crecimiento

1730 ó 1750. Y se produce el mismo fenómeno que en 1350: cierto bienestar mayor
de los individuos se instala en el estancamiento del progreso. Es René Baenhrel 277 quien
tiene razón. Luego, todo comienza de nuevo en el siglo XVIII: aumento de la «prospe-
ridad», baja de los salarios reales.
Desde medii!.dos del siglo XIX, que rompió el ritmo particular del crecimiento de
Antiguo Régimen, al parecer hemos entrado en otra era: el trend secular es el de un
ascenso simultáneo de la población, de los precios, del PNB y de los salarios, interrum-
pido solamente por los avatares de los ciclos cortos, como si el «crecimiento continuo»
fuese una promesa para siempre.
Pero de 1850 a 1970 sólo han transcurrido ciento veinte años. ¿Se han borrado para
siempre, en los Tiempos Modernos, las largas crisis del trend secular? Es difícil respon-
der, porque, de hecho, el secreto y la razón de estos movimientos seculares, e incluso
sus correlaciones simples, se nos escapan, y, con ellos, una parte notable de cualquier
explicación histórica. De golpe, muchos historiadores, y no de los menores, se vuelven
fácilmente irónicos en lo que concierne a esta historia cíclica, que se observaría, se cons-
tataría, pero no se explica. ¿Existe siquiera? ¿Puede creerse que la historia humana obe-
dezca a ritmos de conjunto autoritarios, poco explicables según la lógica ordinaria? Yo
lo creo, _por m~ parte, aunque el fenómeno nos deje tan perplejos como los ciclos cli-
máticos, que hoy nos vemos obligados a admitir, con el apoyo de pruebas, aunque los
eruditos no puedan pasar de las hipótesis en lo que respecta a su origen. Creo en esos
movimientos de marea que marcan el ritmo de la historia material y l!conómica del mun-
do, aunque los factores favorables o desfavorables que los engendran, fruto de una mul-
titud de relaciones, permanezcan en el misterio. Creo tanto en ellos que, desde el co-
mienzo de las dificultades mundiales por las que pasamos, desde 1972-1974, a menu-
do me he preguntado: ¿hemos entrado en la rama descendente de un Kondratieff? ¿O
bien en un descenso más largo todavía, un descenso secular? Y, en este caso, los me-
dios que se emplean hoy por hoy para superar la crisis, ¿no son la ilusión de las ilu-
siones? En efecto, todo trastorno secular es una crisis de estructura que sólo puede ser
resuelta por demolición y reconstrucción estructurales.
Hace ya algunos años, al presentar estos mismos razonamientos en el curso de una
conferencia, mi pronóstico de una crisis larga hizo sonreír a mis oyentes. Hacer tales
pronósticos en nombre de la historia, en nombre de la existencia de un largo pasado
de ciclos seculares que se comprueba pero no se explica, seguramente es muy arriesga-
do. Peto los economistas de hoy, armados de su experiencia actual, parecen, también
ellos, reducidos a formular hipótesis. ¿No son tan poco capaces como nosotros de pre-
ver la duración y hasta de explicar la naturaleza de la crisis en la que nos sumergimos
cada día más?
A MANERA DE CONCLUSION:
REALIDADES HISTORICAS Y
REALIDADES PRESENTES

He introducido, pues -lo que no ha sido una hazaña, pero ha planteado más de
un problema-, la palabra capitalismo, con sus significaciones y sus ambigüedades, en
el vasto campo de la primera modernidad del mundo. ¿He tenido razón en reservarle
semejante acogida? ¿En hacer de él un modelo esencial, de uso multisecular? Un mo-
delo, es decir, una especie de nave construida en ti

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