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Se podría decir que la historia del pensamiento político de Grecia comienza con una

protesta: una protesta y una fábula; en suma, con una reclamación de justicia y un reflejo entre
el estado ―natural‖ y el humano. Hesíodo en Trabajos y días (202-285) compone (o transmite,
no sabemos) una fábula dirigida a los reyes: un halcón eleva entre sus garras a un ruiseñor
capturado. A los chillidos de la presa, el halcón responde:

Infeliz, ¿por qué estás chillando? Ahora te tiene uno más fuerte, de esta manera irás por
donde te lleve, por muy cantor que seas, y te comeré, si quiero, o te soltaré‖. ¡Insensato
quien quiera compararse a los más poderosos! Se priva de la victoria y además de
infamias, sufre dolores.

Continúa Hesíodo unos pocos versos más adelante:

Al punto, junto con torcidas sentencias, corre juramento y hay lamento cuando justicia
es arrasada, allí por donde la conducen hombres devoradores de regalos y juzgan las
normas con torcidas sentencias; ella sigue lamentándose de la ciudad y de las
costumbres de los pueblos, cubierta de bruma, portando mal para los hombres que la
rechazan y no la distribuyen equitativamente.

Después de una llamada de atención a los reyes ―devoradores de regalos‖, para que tengan en
cuenta en sus abusos de poder que hay ―Inmortales‖ que ―por orden de Zeus (…) vigilan
sentencias y funestas acciones (…)‖ y una apelación a Dike (Justicia), hija de Zeus, quien

cuando alguien, despreciándola con torcidas sentencias, la daña, al punto, sentada junto
a Zeus, padre Cronida, denuncia la manera de pensar de hombres injustos para que el
pueblo pague las locuras de los reyes, quienes maquinando cosas terribles desvían el
veredicto de manera tortuosa.

En todo caso, el ojo de Zeus, que ―todo lo ve y todo lo comprende‖ sabe quién comete injusticia
y el castigo caerá tarde o temprano sobre él o su descendencia.
Es importante esta fábula, porque vemos ya a finales del VIII-principios del s. VII a.
C., esbozadas fundamentales de la historia política posterior de Grecia. La naturaleza, el mundo
de los animales, es el terreno del abuso, del mutuo devorarse, porque no hay Dike entre las
bestias; en cambio, Zeus les dio a los hombres la Justicia, el mayor bien: premia si se la respeta
y castiga implacable al trasgresor. La Justicia es cosa seria, no en vano es una divinidad, una
hija de Zeus, ―padre de dioses y de hombres‖. Ya en Homero (Ilíada XVI, 385 y ss.) y el propio
final feliz de la Odisea, muestran la amenaza que se cierne sobre los que violan la justicia; pero
lo importante de Hesíodo es que es concreto: denuncia una injusticia (un soborno quizá) que le
ha hecho perder un pleito frente a su hermano Perses. Hesíodo, se convierte en portavoz de
todos los sometidos a las sentencias torcidas de los reyes devoradores de regalos. Parece que
asistimos (si se me permite el anacronismo) al primer testimonio escrito de lucha de clases;
aunque el consuelo metafísico del castigo divino, con esa venganza de la divinidad contra el que
viola sus determinaciones, pueda ser motivo suficiente para que Hesíodo pierda un puesto
pionero en el materialismo histórico.
Los reyes (basileís) de los que habla Hesíodo son los gobernantes de las comunidades
griegas, que ya reciben el nombre de póleis. Pertenecen a familias reales. Su cometido era dictar
sentencias (díkai) de acuerdo con las thémistes tradicionales: la thémis es el código por el que se
regía tradicionalmente la comunidad desde el pasado. Quizá hubiera consejos (boulé) de nobles
o ancianos para otras decisiones, pero la importancia del papel de los basileís radica en que, en
comunidades en que las leyes no estaban escritas, previas a la implantación del alfabeto, eran
ellos los que interpretaban la thémis (el código oral tradicional) e indicaban el camino que se
debía tomar (díke-dico-deíknymi).
La implantación del alfabeto en el s. VII permitirá avanzar en una dirección distinta. Se
ha dicho en alguna ocasión que la democracia o, al menos, un sistema político con pretensiones
igualitarias no es posible sin un alfabeto (aunque, por supuesto, la escritura sea algo semejante a
un ―accidente‖ en términos aristotélicos de la democracia o la igualdad: es decir, algo que
acompaña esencialmente, pero que no determina la esencia: como el corazón para los hombres).
Si las leyes no están escritas, sólo una casta determinada, una élite de escribas, puede acceder al
código legal común y dictar sentencias sobre la vida concreta; en cambio, fijar las leyes por
escrito (grabarlas en piedras y dejarlas a la vista de cualquiera que sepa leerlas) implica una
apertura de la ciudad a lo común, a la comunidad cívica, a la vez que una reducción de la
autoridad privada de sus clases oligárquicas.
Con la aparición de la escritura de las leyes aparece una figura fundamental en el mundo
griego: los legisladores, como Licurgo en Esparta o Solón en Atenas, y comienza a resonar la
palabra Eunomía: buen gobierno (lema de Tirteo o de Solón). Enarbolar este concepto sobre el
estatuto de las relaciones políticas en época arcaica es uno de los ―milagros‖ griegos. El resto de
pueblos o naciones (al menos de las que tenemos noticia) vivían sometidas a reyes, faraones,
emperadores… En Grecia, en cambio, se planteaba ya una tensión entre las clases oligárquicas,
aristócraticas y tradicionalistas, partidarias de las competencias de los dictadores de sentencias
que mencionaba Hesíodo, defensoras de la thémis (imposición), y una masa social que
reclamaba una voz y leyes justas: nómos en Jonia y el Ática, y rhêtra en las tierras de los dorios.
Nómos significa ―norma‖, ―condición habitual‖, de ahí ―ley‖, y posteriormente vendrá a
oponerse al vocablo naturaleza‖ (phýsis), para significar ―convención‖. Nómos alude al reparto
(nemein), a las costumbres e incluso a la moneda (nómisma) y tiene que ver con Némesis, la
diosa que castiga implacable los excesos de aquellos que traspasan los límites de lo que les ha
sido asignado.
Es por esta época cuando el esquema de la pólis clásica surge en su constitución
esencial: un territorio propio (urbano y rústico), una suficiencia económica (autárkeia) y un
conjunto de leyes propias que declaraban su independencia política frente a las póleis vecinas:
estas leyes podían obedecer a un régimen más abierto o cerrado, pero lo importante es que para
entonces los griegos son súbditos de leyes y obedecen al nómos de su ciudad, al igual que los
bárbaros al Rey (Heródoto VII, 104). No obstante estos años son años de revueltas, de crisis
sociales, una época revuelta y bastante creativa, como casi todos los tiempos convulsos. Se
puede afirmar que la pólis griega (la ciudad-Estado) queda ya constituida como marco
ideológico e institucional, como problema, ámbito de discusión y de pensamiento. Se comienza
a elaborar y a fijar el concepto de ciudadanía, siempre restrictivo: pese a la avanzada imagen
que ofrece la política griega, defensora de derechos, promotora de reformas igualitarias, de
apego a la legalidad común, no podemos olvidar que los estatutos de ciudadanía (la politeíai)
que comenzarán a promulgarse en el s. VI están bastante lejos de las declaraciones
universalistas modernas: el estatuto de ciudadanía griego es censitario, esclavista, restrictivo, les
está privado a las mujeres y a los foráneos. No obstante, a pesar de tener en cuenta estas
apreciaciones, no podemos sino considerar que el desarrollo de las sociedades occidentales ha
tardado muchos siglos en conquistar determinados espacios de libertad y además la conquista de
esos espacios no significa necesariamente su implantación definitiva.
Entre los griegos de la Antigüedad se dio una pasión política sin parangón en otros
pueblos de la Antigüedad. Entre los siglos VII y VI reproduce otro fenómeno que va a resultar
capital para la evolución de las formas políticas: la colonización, que lleva aparejadas la
expansión comercial y el desarrollo económico de las clases no pertenecientes a la aristocracia,
las clases inferiores y urbanas. La realeza está en proceso de desaparición, o queda, como en
Esparta, limitada por las nuevas instituciones que comienzan a surgir. En el mundo homérico,
los reyes son primus inter pares respecto a los nobles, posteriormente los nobles son los que
comparten el poder, dándose una constitución de cuño aristocrático; pero esa primacía
aristocrática es discutida y amenazada por la evolución socioeconómica en muchas póleis. Esto
es plenamente visible en la transformación que vive el ejército: la aparición del hoplita, el
combatiente de a pie, con armadura de cuerpo entero, pica, escudo que pelea en formación
cerrada, codo con codo con sus iguales, dista mucho de la legendaria y aristocrática figura del
guerrero homérico que baja del carro, dice su nombre y linaje y pelea en solitario. La
democratización de la función militar demuestra una profunda renovación: queda anulada la
audacia individual, desaparece el menos individual (el ardor inspirado por el dios); si en lo más
enconado del combate el hoplita abandona su posición en la falange, deja desprotegido a su
compañero: el furor bélico (thymós homérico) da paso a la disciplina común. Como en la
ciudad, en la que cada ciudadano es intercambiable, en la falange el hoplita es similar a los otros
y el valor individual queda subyugado a lo común. Es la disciplina y la táctica común lo que
caracteriza al nuevo modelo militar.
Son asimismo esos los años de los legisladores, que como los ―tejedores‖ sociales de
los que hablará Platón en el Político, intentan un cierto equilibrio de poderes y competencias
(Eunomía) para lograr la estabilidad interior. En uno de sus poemas Tirteo describe, sin
mencionarlo, la reforma que Licurgo llevó a cabo en el esquema espartano: dos reyes con
autoridad, pero que deben mandar sobre un consejo (boulé), en compañía de un consejo de
ancianos (gerousía) y con el acuerdo de los hombres del pueblo, todo esto por medio de
decretos y leyes (la rhetra doria): Tirteo señala que fue el oráculo de Delfos el que aconsejó la
reforma. No se menciona a los éforos, los cinco magistrados que elige anualmente el pueblo,
que ejercían un control decisivo sobre la marcha de la ciudad. Esparta después de esta reforma
quedó fijada en este punto. En otras póleis griegas, la situación no estaba tan clara: el ascenso y
las demandas de la nueva clase social urbana, cada vez más próspera, la demanda de tierras,
concentradas en las familias nobles, produjo una crisis social grave que engendró la figura del
tirano. Lo que se llama ―la edad de las tiranías‖ va desde mediados del s. VII a finales del VI
(los hijos del tirano ateniense Pisístrato, Hipias e Hiparco, son derrocados por los tiranicidas
Aristogitón y Harmodio hacia el 510 a. C.) Los tiranos marcan un punto de inflexión en la
historia griega: resultaron provechosos para el advenimiento posterior de la democracia, ya que
se apoyaron en el pueblo (demos) frente a los clanes y grupos aristocráticos, activaron la
expansión comercial, la colonización y fomentaron los vínculos de cohesión culturales de las
ciudades mediante festividades y cultos populares. Los tiranos en la mayoría de los casos (como
casi todos los revolucionarios posteriores) pertenecían a familias prósperas y obtuvieron el
poder mediante golpes de Estado, debilitaron a los aristócratas y consolidaron un poder personal
al margen de las leyes: este exceso les llevó al abuso y a terminar por actuar como monarcas
absolutos en una época en la que ese modelo estaba en franco declive. Por eso la palabra tirano
se va cargando de unos significados negativos por todos conocidos que no tenía en un primer
momento: generalmente por causa de sus epígonos, en muchos casos los hijos, que se
convirtieron en monstruosos enemigos de la libertad. En la nómina de tiranos encontramos a
hombres de prestigio como el ateniense Pisístrato o Periandro de Corinto, que fomentaron la
prosperidad económica, comercial, artesanal y cultural de sus póleis, junto a nefastos y crueles
personajes como Fálaris de Agrigento. No obstante, lo importante de los tiranos es que sirven de
puente entre las oligarquías aristocráticas y los posteriores gobiernos populares. Además cabe
señalar que la figura del tirano pasó a primer plano en el pensamiento político posterior, y
también en la escena dramática, por encarnar un intenso conflicto entre lo personal y la ciudad
(Edipo rey, Antígona), entre el político fuerte y las leyes comunes.
Otras figuras rehusaron la tiranía, como Solón, el gran poeta y legislador ateniense de
época arcaica. Sus reformas se produjeron mientras ocupaba el cargo de arconte en el 594-593
a. C. Solón se alza frente a las tensiones sociales entre ricos y pobres postulando la eunomía, la
sensatez y la templanza, la sophrosýne délfica, la mediación frente a los abusos y el desenfreno
(espíritu que está en la base de la tragedia ateniense y en las máximas de los / sabios, en cuyo
número está incluido: aliviar al demos, contener su ánimo de revancha, y equilibrar el poder
entre las clases superiores y las inferiores: prohíbe la esclavitud por deudas y mediante la
seisáchtheia (remoción de cargas) restituye a los campesinos endeudados de por vida la
posesión de las tierras, amnistía a los exiliados, reduce los beneficios de los señores feudales
sobre las tierras que arriendan a los campesinos e instituye un tribunal popular sobre el que
presentar demandas contra los poderosos. Distribuyó a la población en cuatro clases censitarias,
según ingresos, pero no según linaje o sangre: pentacosiomédimnoi (500 medidas detrigo de
renta), clase que representa una innovación frente al estado anterior; hippeîs (+ de 300), zeugitai
(possedores de una yunta de bueyes) y los thetes (menos de 200 medidas de grano). Las altas
magistraturas quedan reservadas a las dos clases primeras; los zeugitai son los que se nutrirán
las falanges hoplitas en caso de guerra, los thetes forman la infantería ligera o la marinería.
Solón mantiene el poder del Areópago (en consejo de aristócratas) pero la ekklesía (asamblea
popular) sirve de contrapunto a sus decisiones. Por otra parte, acometió una reforma de la
moneda, del sistema de pesas y medidas y fomentó la artesanía en la dura región del Ática.
Orientó el Estado a un régimen timocrático, pero emancipó al individuo de la familia (oikos)
para reintegrarlo en la unidad superior del Estado. Introdujo la acusación popular: cualquiera
podía elevar una acusación si era de la opinión que se le hacía injusticia a alguien. Logró
compensar la importación de cereal (escaso en el Ática) con las exportaciones de aceite y
artesanía, con lo que fue ―conquistando mercados‖ en terminología actual. Asimismo impuso
curiosas medidas (muy inteligentes) como que los padres no pudieran exigir ayuda económica
de sus hijos en la vejez si no les habían enseñado un oficio. Intervencionismo estatal pleno sobre
lo individual, pero así se entiende la tarea del legislador. Pese al poco consenso entre
historiadores sobre la intención de las reformas de Solón (un proto-demócrata o un aristócrata
pragmático o un mediador desinteresado), sus reformas lograron elevar el estatus de ciudadano
individual y, a la vez, el de la comunidad cívica frente a las construcciones tradicionales ligadas
con la sangre, el linaje, el oikos. El tirano Pisístrato y el demócrata Clístenes encontraron el
terreno ateniense suficientemente abonado para llevar a cabo una reforma radical.
Hay un interesantísimo pasaje en Heródoto (III, 80-83) en el que los persas Otanes,
Megabizo y Darío conversan sobre el mejor régimen de gobierno para Persia. Otanes defiende
la isonomía, el gobierno del pueblo, se muestra contrario al poder absoluto y personal y
favorable a las instituciones populares; Megabizo, favorable a las tesis oligárquicas, se opone a
la participación en el poder de la muchedumbre inepta y a la tiranía populista y propone un
consejo de nobles‖; Darío, finalmente, critica la oligarquía porque acaba generando disensiones
entre sus miembros y facciones que desestabilizan el estado y, jugando la carta de la monarquía
y de las normas de los antepasados, gana la partida y se hace con el trono. Este diálogo le
sonaría a un griego de la época a ciencia ficción: en el sentido de que, como la ciencia ficción,
opera en un plano de lo real (esa era concretamente la discusión sobre la política en el s. V),
pero el emplazamiento en Persia (además en época de Darío) resulta tan ajeno como un planeta
fuera de nuestro sistema solar, pues en Persia no había condiciones para esa discusión. Lo
interesante es que el diálogo demuestra que ya se ha constituido una ciencia política, una
discusión sobre la politeia óptima y ya hay plena conciencia de cuáles son los puntos débiles de
cualquier sistema político: volveremos a encontrar esta lectura histórica, con modificaciones y
desdoblamientos, sobre los regímenes políticos en Platón y Aristóteles.
Atenas, después de la tiranía de Pisístrato y las reformas de Clístenes, después de la
victoria sobre los persas (Maratón: 490 y en Salamina: 480) (Heródoto y Los persas de Esquilo:
teleología histórica y política de nuevo) consolida un régimen democrático basado en la
igualdad de derechos (isonomía) e igualdad de palabra (isegoría). El demos ejerce la soberanía
mediante la Asamblea popular (Ekklesía), el Consejo (Boulé) elegido por sorteo y la Heliaca,
tribunal popular que juzgaba muchas clases de causas. La ideología de la democracia ateniense
es producto de un proceso histórico y no aparece sistemáticamente formulada ni recogida en un
texto fundamental de la Antigüedad: los griegos no generaron una teoría de la democracia, había
conceptos, máximas, generalidades, pero no una teoría sistemática: igualdad ante la ley, libertad
de palabra, participación directa en el gobiernos, tribunales populares, etc. Por otra parte, los
grandes políticos, como Pericles, pertenecían a las clases aristocráticas, pero parece que la pólis
acaba siendo, después de una suerte de dialéctica histórica, un ámbito de resolución y disolución
de todos los conflictos sociales anteriores, un espacio cuasi ideal, público y abierto a la
discusión, bajo el patrocinio de Palas Atenea, en el que todos los ciudadanos, como defiende el
sofista Protágoras en el diálogo platónico que lleva su nombre, poseen competencia política
(politiké téchne) por igual (excepto esclavos y mujeres) y el hombre es la medida del espacio
público. Las dos representaciones básicas de esta ideología democrática están relacionadas con
su máximo valedor: Pericles: la Acrópolis de Atenas (su monumental plasmación visual) y el
discurso, recogido por Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, del estratego
Pericles en el funeral por los primeros caídos en la guerra contra Esparta: Atenas es un ejemplo
a seguir por su originalidad legislativa, es una democracia igualitaria, en la que los ciudadanos
sirven a lo común y la propia ciudad alienta la prosperidad de los ciudadanos, que obedecen a
las leyes; gozan de espléndidas festividades, de espacios para el goce público; en guerra la
ciudad confía en el coraje de sus ciudadanos-guerreros; los ciudadanos se dedican a lo personal
y a lo público por igual, lo común jamás se descuida; una tierra abierta y equilibrada frente a la
áspera disciplina de Esparta y la excesiva molicie de Jonia, por eso les odian sus enemigos, por
ser libres (Bush).
La sofística, sobre todo figuras como Protágoras y Gorgias, fue decisiva a la hora de
establecer la ideología de la democracia ateniense. En un mundo en el cual cada ciudadano tiene
voto y, por tanto, poder de decisión, en el que la política es un plano de discusión, de palabra, el
educador retórico, el fino y hábil artesano del discurso, el que maneja los conceptos en su justa
medida y es capaz de los golpes de efecto necesarios para provocar la persuasión y el
convencimiento se convierte en un entrenador del verbo, del intelecto y de la actuación en
público. (Brecht sobre las clases de actuación de Hitler). Los sofistas nunca constituyeron una
escuela filosófica ni siquiera un movimiento unitario. Se trataba, más bien, de una cierta
atmósfera intelectual, política y literaria, por ello es difícil establecer un grupo cerrado. Les une
un deseo de exponer racionalmente los acontecimientos, un espíritu crítico sobre la tradición y
un cierto relativismo moral (en diferente grado: ―El hombre es la medida de todas las cosas‖, en
palabras de Protágoras). Respecto a la paideía, la educación, su espíritu es reformista. La
enseñanza primaria incluía la música, unos rudimentos matemáticos, la literatura, pero los
nuevos horizontes políticos reclamaban un nuevo modelo de educación que confiriera otra clase
de ―competencia intelectual‖ y que preparara intelectual y dialécticamente a quien quisiera
hacer carrera política. La palabra pública, sobre todo en Atenas, se había convertido en el motor
de la vida política; el esquema tradicional y aristocrático en el que los jóvenes se educaban en la
buena ciudadanía mediante la compañía de los ciudadanos dignos de estima, ya que la virtud se
transmitía por herencia y por naturaleza, se había quebrado. Los sofistas se presentaban como
maestros de virtud y sabiduría política (cobraban por ello) y su tarea es un intento de demostrar
que ciertos conocimientos intelectuales pueden transmitirse y son útiles para la vida pública.
Defendían el uso de la concordia (homónoia) mediante pactos y acuerdos civilizados, evitando
la violencia mediante la persuasión propia del lógos.
Los sofistas no tienen un programa de actuación política, sólo una técnica de actuación
pública. Rivalizan con la figura del epistemón, el hombre de ciencia. Se declaran capaces de
responder a cualquier pregunta y de argumentar sobre cualquier tema: no sólo por un saber
enciclopédico, que consta que algunos tuvieron, sino por una habilidad verbal suprema, al fin y
al cabo lo importante es la dóxa, parecer, no la epistéme, la ciencia. La rápida mutación de los
acontecimientos cotidianos y la importancia del contexto temporal concreto en la vida del foro
y la asamblea no atienden a lo inmutable, a lo verdadero esencialmente, sino al momento
oportuno (kairós) donde un juego de verdad se muestra útil, convincente y persuasivo, al fin y al
cabo, no había hemerotecas, aunque tampoco ahora valgan de mucho. El relativismo
epistemológico llega al extremo en Gorgias: quien, en contra de Parménides y la escuela de
Elea, declara que nada es; si algo fuera, no podríamos conocerlo y, si pudiéramos conocerlo, no
podríamos comunicarlo. Hay una clara conciencia de la brecha entre el lenguaje y la realidad,
un convencimiento pleno de la convencionalidad del lenguaje, así como de la convencionalidad
de cualquier tipo de norma: las leyes no son ―por naturaleza‖ phýsei, sino por convención
nomoi: los contenidos del pensamiento no son iguales a la realidad. La realidad es contradictoria
(Heráclito) y el lógos no puede sino reflejar esas contradicciones. El lógos sofístico es un
instrumento de persuasión no de conocimiento de la realidad. La vertiente política de estos
planteamientos es clara: o legal no coincide siempre con lo justo y, en todo caso, toda
convención está sujeta a cambio; no hay posibilidad de determinar objetivamente por tanto qué
es lo justo y qué lo injusto. La acusación de convencionalismo ataca de pleno la legitimidad del
poder y de las costumbres (lo que G. Murray llamaba el ―conglomerado heredado‖) y en sus
últimas consecuencias supone una ruptura con los valores tradicionales y permite la búsqueda
racional del propio interés (nada criticable desde una óptica moderna). Además, la
contraposición nómos / phýsis fomenta también una crítica valiosa y si algo es valioso en el
planteamiento de los primeros sofistas (los primeros espadas: Pródico, Gorgias o Protágoras) es
su capacidad antilógica: el análisis desde distintos puntos de vista, incluso ser capaz de
argumentar una tesis y la contraria, lo cual es un poderoso instrumento de conocimiento,
además de un antídoto frente a maniqueísmos. No obstante, en manos de otros políticos, los
instrumentos retóricos y los sueños de la razón ilustrada de la sofística, al igual que en el
grabado de Goya, también produjeron sus monstruos y es precisamente contra esos monstruos
contra los que Platón va llevar a cabo sus cargas.
La figura de Platón, aunque esto resulte un tópico manido, no por ello deja de ser cierto,
resulta tan compleja como ambivalente: su reacción antidemocrática no es por nostalgia de los
viejos valores aristocráticos; el modelo de paideía que propone frente al de la sofística tampoco
pretende traer de vuelta los viejos ideales aristocráticos. Platón, aun siendo uno de los mayores
pensadores políticos de la historia, no gozó de ningún predicamento real en su tiempo y su
intento en Sicilia resultó un completo fracaso. Es una figura plenamente griega, pero, aún así, es
uno de los más importantes destructores de determinados logros del mundo griego. Hay que
matizar esto por supuesto, pero ante la tormenta conceptual que lanzó contra el pensamiento
griego hasta su muerte, no resulta extraño que Aristóteles intentara una vuelta al orden y una
nueva alianza con lo posible, con lo cotidiano. Platón ha levantado tantas críticas, repulsas y
acusaciones que su figura es el equivalente filosófico del padre freudiano, al que es menester dar
muerte simbólica para poder ocasionar un pensamiento propio.
La reforma política de Platón es utópica, una utopía radicalmente enfrentada con la
democracia ateniense y en un estado histórico de la democracia en la que esta agonizaba entre
sus propias contradicciones y entre oleadas de demagogia, arbitrariedad e injusticia. Platón
pretende una reforma de la pólis que sea a la vez una reforma del individuo en un intento de
desterrar el omnipresente lugar de la apariencia (dóxa) en la práctica y teoría políticas e intentar
establecer una politeia sobre un saber científico por encima del momento oportuno (kairós), los
avatares históricos y las circunstancias sociales. La obra de Platón ocupa cincuenta años de
pensamiento y elaboración y encontramos en ella diferentes temperaturas políticas, continuas
modificaciones, reelaboraciones: se habla de evolución, pero también se podría hablar de
máscara, empezando por esa presencia continua de Sócrates como interlocutor. Al final, el gran
enemigo declarado de los sofistas se muestra un consumado literato, un retórico impecable, no
tiene reparos en operar él mismo sobre lo plausible, lo verosímil, sobre los mecanismos de la
vergüenza, de la respetabilidad, del pudor. Opera sobre el espíritu del oyente (ahora lector)
como un psicagogo: eso sí, el fin cambia: todos los trucos se justifican por el fin de lograr que el
interlocutor-oyente-lector se dé cuenta de que la justicia y la injusticia existen, que el mejor
régimen político no es este que tenemos delante y convencerle de que un hombre decente, un
ciudadano de pro, sólo puede estar de un lado.
El intento de Platón, contra la débil acusación de Popper, de gran calado entre los
teóricos del pragmatismo y liberalismo norteamericano, no es totalitario ni se puede ver en él a
un teórico del totalitarismo. Su rechazo a la democracia obedece a un deseo de dejar fijas las
cosas de la ciudad, de detener la evolución histórica, de suprimir la autoinstitución de la pólis.
Platón, nace el 428 a. C. y tiene menos de treinta años en el momento de la condena y ejecución
de Sócrates (399). Tras la muerte de este, temeroso, como otros de sus discípulos, se marcha de
Atenas y se retira durante un tiempo en Megara, donde funda su primera escuela filosófica.
Después entre 399 y 387 lleva a cabo una serie de viajes —algunas fuentes hablan de un viaje a
Egipto— y permanece un tiempo en Sicilia, en la corte del tirano Dionisio I en donde traba
contacto con el pitagórico Arquitas y con Dion de Siracusa, yerno de Dionisio. La experiencia
siciliana es la única experiencia política material de Platón, de todo ello tenemos testimonio en
la Carta VII y el entramado familiar, de poder, de traiciones y muertes —muy a la siciliana
incluso entonces— es demasiado complejo para tratar aquí. Lo importante es que Platón intentó
hacer del joven Dionisio II un político sabio (el epistemón del que habla en sus diálogos) y, de
nuevo, la línea entre la teoría y la praxis se convirtió en un precipicio. Entre tanto, Platón había
fundado la Academia en Atenas y ya abrumaba a la ciudad con sus enseñanzas y se mostraba
como un absoluto crítico del sistema democrático, pero esta vez la democracia no perpetró un
segundo crimen contra la filosofía y Platón falleció a los ochenta años en su Atenas natal.
En la mayoría de los diálogos de Platón afloran cuestiones de índole política, dado que
Platón, como la mayoría de la filosofía antigua, la filosofía no está dividida en áreas y del
mismo modo que la crítica sofista al lenguaje como convención tenía implicaciones políticas y
convertía al lógos en un instrumento de persuasión, dado que el ser no nos es cognoscible, la
investigación (zétesis) platónica en los terrenos de la lógica y de la ontología tiene evidentes
repercusiones políticas: si hay un ser real de las cosas y es posible llegar a vislumbrarlo
mediante el ejercicio de la dialéctica, entonces la justicia es (esti: verbo que aúna existencia y
ser), por lo tanto el estado ha de ser una encarnación material de esas ideas. Independientemente
de la lectura que las épocas hayan dado a Platón, en los últimos decenios del siglo anterior se
ha producido una recuperación muy valiosa por parte de pensadores políticos que intentan
rehacer una crítica de la democracia y de sus condiciones de posibilidad (Foucault,
Castoriadis, Nehamas, Derrida, etc.).
Los cuatro diálogos (aparte de la bella Carta VII) más evidentemente políticos de Platón
son Protágoras, Gorgias (ambos frente y contra a los dos modelos principales del sofista),
República y Leyes. En ellos hay distintos tiras y aflojas: antes de Platón, los filósofos exponen
sus ideas, argumentan (excepto Heráclito). A partir de Platón se discuten abiertamente las ideas
de los adversarios, eso da un toque de ring pugilístico a las mejores de sus obras: la discusión de
ideas que tienen como centro eso de lo que estamos hablando (política, virtud, el mejor
gobierno, el mejor gobernante, la preferencia del gobernante o de las leyes en la pólis) no es
para menos. Platón abre toda una línea de combate filosófico que volveremos a encontrar en la
gran crisis del sujeto filosófico del s. XIX y comienzos del XX: desde Platón la filosofía
sospecha de los demás: usted dice lo que dice porque vive del comercio de la mentira, porque ha
conseguido su éxito social gracias a su buena planta, a su voz engolada, sus frases rítmicas y a
su capacidad de seducción, usted ha llegado al poder mediante el engaño de una muchedumbre
ignorante, ávida de demagogos que apelan a sus más bajos instintos, a los que usted intoxica
intelectualmente (cuando los críticos de Platón le atacan y le muestran como un totalitarista
olvidan que fue precisamente una democracia la cuna, por ejemplo, del partido nazi, que ganó
unas elecciones democráticas mediante medios sofísticos). Marx retomará ese esquema: usted
dice lo que dice porque es un enemigo del proletariado; también Nietzsche: la razón de sus
palabras es que la verdad es un veneno para los débiles y usted no puede soportarla; y Freud: su
neurosis habla por usted. Esto es importante porque está en la misma estructura de preguntas y
respuestas del diálogo platónico y en la propia base de las palabras de Platón. Por otra parte,
Sócrates es siempre el mejor púgil y el perfecto interlocutor: feo, viejo, calvo, barrigudo, con
rostro de sileno y pobre como pocos. Es un insulto en vida a la ética del éxito, del self made
man ateniense, una mezcla de cínico y antisofista, aunque un perfecto conocedor de los
mecanismos de la retórica y de los meandros del discurso hablado que sabe dejar al enemigo en
vilo y darle el justo golpe en el momento adecuado (otro modo de emplear el kairós sofístico).
En el Protágoras, paradigma de amenidad y vivacidad, el tema es la posibilidad de
enseñanza de la virtud (areté) y si, en caso afirmativo, es el sofista el maestro de virtud que
proclama. En suma: ¿hay una ciencia política que puede aprenderse? ¿Esa ciencia política va
dirigida a la verdad, a la Justicia como realidad en sí o meramente al manejo de la opinión
(dóxa) y la persuasión en beneficio propio para lograr el éxito? Tanto Protágoras como Gorgias,
representantes de la primera sofística, más moderada, abierta, culta y escéptica, son tratados con
delicadeza por Platón, que carga las tintas contra sus inmoralistas epígonos. En el Protágoras, el
sofista declara que los sentimientos de la decencia (aidós: vergüenza ante los demás) y la
justicia (díke) fueron puestos en cada uno de los hombres por los dioses (mediante una fina y
brillante lectura del célebre mito de Prometeo), por lo tanto todo ser humano es susceptible de
adquirir un saber político (techne politike). Las posturas de Sócrates y Protágoras son
formalmente idénticas: hay virtud y es enseñable, pero Sócrates matiza que el auténtico maestro
de virtud no es el sofista, sino el auténtico educador, el filósofo que conoce la verdad, que
indaga en la epistéme (ciencia) no en la dóxa (inestable y popular). Es fundamental esta
apreciación: es determinante para las teorías siguientes de Platón que la política pueda ser (y
deba) un conocimiento análogo al de otros saberes (y no sólo científicos, ya que es continua la
analogía entre technaí en los Diálogos: médicos, alfareros, capitanes de barco pueblan las
digresiones y las preguntas y respuestas).
Años después el Gorgias muestra a un Platón más radicalizado. Seguramente el diálogo
fue compuesto después de su primer viaje a Sicilia) y hay más urgencia en la crítica a la
democracia y al modelo de político sofístico. Aquí el combate que entabla Sócrates es titánico,
casi de superhéroes: tres K.O.s a tres modelos de político-sofista: primero Gorgias, que se retira
amablemente de la discusión y deja en su lugar a Polo como sparring; después del K.O. de Polo
entra un envalentonado Calicles, arrojado y hábil orador, que mantiene una fiera pugna contra
Sócrates y defiende las más crudas e implacables tesis inmoralistas sobre la inutilidad de la
masa, la virtud es el mejor aprovechamiento de esa inutilidad en beneficio propio, el derecho es
lo que el más fuerte decide y desea: de vuelta a la fábula del halcón y el ruiseñor que empezaba
esta charla. En esta obra, Platón arremete contra Temístocles y Pericles (los hacedores de la
democracia ateniense, ―que no fueron capaces de educar a sus hijos‖) y se emplea a fondo con
los puños de Sócrates para demostrar que sólo el sabio es justo y feliz, que el exceso al que
llevan las ansias tiránicas (una especie de deseo infinito ya sin objeto) produce la ruina, no sólo
en este mundo, sino también en el más allá (vuelta al esquema teológico político desoído). Sólo
Sócrates se ha preocupado por el perfeccionamiento moral de los ciudadanos, es, por tanto, el
único político auténtico de Atenas. En un momento del diálogo, Calicles advierte a Sócrates que
tenga cuidado, que su postura puede costarle la vida: Platón abre aquí una brecha insalvable
entre la pólis democrática y el implacable buscador de la verdad y la justicia, el crítico radical,
que frente a las golosinas, dulces y pasteles que entregan al pueblo los políticos, presenta en
cambio una dura tabla gimnástica de ascetismo vital y un plan terapéutico destinado a la
transfiguración del alma de los ciudadanos mediante la ciencia dialéctica. Tanto Calicles como
Sócrates son contrarios a la democracia: Calicles porque coarta la ambición de los mejores que
han de pactar con el pueblo respecto a sus expectativas de poder. Calicles representa a una clase
aristocrática criada a la sombra de la democracia que espera su momento para emerger y
tiranizar (Treinta tiranos de Atenas). Es el monstruo generado por el sueño de la ilustración
democrática y no es extraño que fuera objeto de la atención de varios estudios (como la
excelente edición del texto a cargo de E. Dodds) con la segunda guerra mundial como telón de
fondo.
Platón plantea la necesidad de una nueva educación pública (paideía) como antídoto a
los desmanes de la demagogia y en ello participa plenamente de cualquier espíritu ilustrado: los
ataques de totalitarismo contra Platón pasan de largo por la paideía platónica. En el fondo la
pretensión universalista democrática es falsa: la paideía sofística está a la mano sólo de los que
pueden pagarla y serán ellos los que puedan llevar a cabo una carrera política más exitosa:
evidentemente, debe quedar una masa ciega de votantes no educados en las artes públicas de la
sofística, porque si todos los ciudadanos compitieran en persuasión sin nadie a quien persuadir,
el sistema resultaría finalmente una superposición continua, una diálogo sin interlocutor, de
recursos y fuegos de artificio retóricos. Platón conecta en este punto con Solón y sirve de
antesala a Aristóteles, quien incidirá plenamente en la concepción de la política como
educación.
¿Por qué la pólis? Podría uno preguntarse: parece que hasta este momento en el
pensamiento antiguo nadie pone en duda la pólis como institución, el estado, sólo sus sistemas
políticos sus modos de gobierno. Porque el individuo no es autosuficiente, nadie puede disponer
por sí mismo ni procurarse por sí mismo todos los recursos necesarios para una vida decente.
Sólo la pólis alcanza la autosuficiencia (autárkeia) que el individuo no tiene. De ahí que las
analogías continuas que establece Platón con diversos saberes y oficios no resulten en absoluto
baladíes. Aristóteles seguirá fielmente a Platón en este punto e incluso convertirá el paradigma
de pólis en un concepto teleológico, casi metafísico. Ese esquema de la pólis como institución
necesaria, dinámica, como lugar de discusión, de persuasión, de convivencia, como ámbito y
posibilidad de lo común, se quebrará ante los ojos de Aristóteles, aunque él prefiriera mirar para
otro lado (como se le atribuye a Hegel: ―Los filósofos no son buenos prediciendo el futuro‖). En
el pensamiento filosófico desde la época de Alejandro hasta la disolución de Grecia en el
imperio romano, los epicúreos, cínicos, estoicos y escépticos proclamaran la autarcía del sabio
frente a la política, el retiro (epicúreos), el desprecio y el gesto vital como práctica política (los
cínicos) o proclamarán un ideal de ciudadanía cósmica (estoicos): la pólis concreta desaparece
como cuestión central.
En Platón, la reforma de la pólis va aparejada a la reforma del individuo, ya que hay una
analogía estructural entre la estructura del alma humana y la de la ciudad ideal. Esa unión de
microcosmos y macrocosmos es quizá herencia de su estancia en Sicilia y del clima intelectual
de la isla, en el que conviven entremezcladas las enseñanzas de Empédocles, Pitágoras y los
médicos de escuela siciliana como Alcmeón de Crotona, que definían la salud como el perfecto
equilibrio (harmonía) de los principios fundamentales de la naturaleza humana (principio de la
teoría de los humores) y la enfermedad como el ―golpe de Estado‖ (stasis) de unos frente a
otros. Platón pretende la superación del escepticismo del Sócrates histórico y del relativismo
político y moral de la sofística (encarnado en la democracia ateniense) mediante esta propuesta
de analogía estructural entre ánthropos y pólis: no hay relativismo, sólo ceguera e ignorancia
respecto a la auténtica configuración de lo que existe. No valen pactos, ni acuerdos entre
opiniones: hay quien sabe y quien no sabe (de ahí la acusación de totalitarismo) y puesto que
este mundo no es sino una copia, una representación material, sólo quien se capaz de vislumbrar
el orden real (el ideal) y su configuración será capaz de ponerse al timón de la ciudad y
conducirla a buen puerto: los filósofos han de gobernar.
Este es el argumento central, en resumidas cuentas, de la República: una auténtica obra
maestra del pensamiento político. El título griego Politeia significa ―constitución de la pólis‖ y
se traduce por República no por tratarse de un sistema enfrentado a la monarquía, sino por la
traducción latina del término: Res Publica: en suma, lo común, lo público. En este diálogo
tenemos un Sócrates más relajado que en el Gorgias, que con un exquisito sentido del humor se
hace portavoz de un coherente y revolucionario repertorio ideológico. En este extenso diálogo
se tratan diversos temas: la justicia como lo más conveniente para el individuo, la estructura
mejor de gobierno de la pólis: una estructura tripartita que espejee la estructura del hombre, un
profundo análisis de todos los regímenes políticos (timocracia, oligarquía, democracia y tiranía
y sus defectos y excesos), una teoría del conocimiento y una paideía para los gobernantes
adecuada a esa teoría del conocimiento.
La charla, entre amigos y de regreso de una festividad ciudadana en el Pireo, arranca
con una discusión sobre la justicia entre Sócrates y Trasímaco, un sofista algo amargado al que
Sócrates logra hacer enrojecer. Hay algo que resuena al Gorgias, pero el tono de la discusión no
es a vida o muerte: la conclusión de esta primera parte, cercana a los primeros diálogos, es que
es mejor sufrir injusticia que cometerla (recordemos que según la piedad religiosa griega el
contacto con el crimen mancha: el miasma y Platón es un ―puritano‖, utilizando la terminología
de Dodds) y que el tirano jamás puede ser feliz., puesto que no puede vivir tranquilo. Con la
retirada de Trasímaco, la charla comienza a abrirse, los temas se entrelazan, el diálogo avanza a
través de la idea de justicia, la afirmación de la posibilidad del conocimiento, de la analogía
fundamental entre la pólis ideal y el alma humana. Platón no es un igualitarista, eso está claro,
no engaña y considera que la población se ha de dividir en clases: filósofos-gobernantes,
guardianes-guerreros y obreros-productores. A cada clase le corresponde una función y una
virtud: inteligencia (phrónesis); valor (andreía) y templanza (sophrosýne) (oro, plata y bronce
en el mito etiológico adjunto: es decir, los hombres son desiguales por naturaleza); de manera
análoga, hay tres elementos que deben coordinarse en el alma humana: inteligencia (noûs),
carácter (thymós) y deseos (epithymíai): según predominen uno u otro en el individuo
encontrará este su lugar en la distribución social. El peligro que amenaza al alma y a la ciudad
es la discordia civil, el golpe de Estado, la stásis, tan común en la historia griega. Platón
establece la educación que deben recibir las dos primeras clases, pero se desentiende de la
tercera. Las mujeres tienen los mismos derechos a la educación que los hombres, una
innovación tremenda. No se habla de esclavos; se propone la abolición de la propiedad privada
y la familia en las dos clases superiores, por lo tanto hay una curiosa mezcla de elementos
reaccionarios (para su época) y revolucionarios.
La ciudad platónica en palabras de A. Koyré: ―no es un conjunto de individuos, sino que
forma una unidad real, un organismo espiritual, y de ahí que entre su constitución, su estructura
y la del hombre exista una analogía que hace de la primera un verdadero ánthropos en grande y
del segundo una auténtica politeía en pequeño; de modo que, como esa analogía descansa en
una dependencia mutua, es imposible estudiar al hombre sin estudiar, a la vez, la ciudad de la
que forma parte. La estructura psicológica del individuo y la estructura social de la ciudad se
corresponden de manera perfecta, o, en términos modernos, la psicología social y la individual
se implican mutuamente‖. Es la excelencia intelectual, en suma, la posibilidad de la dialéctica
ascendente por el mundo de las ideas hasta la contemplación de la idea del Bien (la famosa
alegoría de la caverna), fundamento y eje de la configuración harmónica del universo ideal,
cuyo correlato material es la pólis ideal platónica. Eso, naturalmente, genera una jerarquía: unos
mandan y otros obedecen en virtud de la diferencia natural decisiva entre los seres humanos;
unos mandan, otros protegen, otros laboran y producen. Platón es un crítico de la isonomía y de
la isegorías arcaicas y ve en ellas el comienzo de la degeneración democrática.
La expulsión de los poetas de la ciudad ha hecho correr ríos y ríos de tinta y es curioso
que se entienda como un rasgo de su pretensión totalitarista, cuando lo primero que han hecho
los dictadores y tiranos, así como buena parte de los políticos democráticos, de todo rango y
signo ha sido fomentar la cultura y servirse de ella como de un fabuloso instrumento de
propaganda. Nos encontramos aquí delante de otra paradoja platónica que no se debe sacar de
contexto: Platón es contrario a la paideía tradicional, a la educación basada en la mitología
contada por los poetas. Por otra parte, como señala Jaeger, ―Platón combate la idea de que los
dioses son culpables de los extravíos trágicos de los hombres y son los que precipitan a la ruina
casas enteras. En realidad este modo de pensar destruye toda paideía, puesto que exime a al
hombre de toda responsabilidad‖. El ataque contra Homero obedece a su posición como padre
espiritual de Grecia, pero también como inspirador de la poesía trágica: Homero es,
básicamente, el responsable de la paideía tradicional y es esa posición contra la que arremete
Platón con dureza, no contra la poesía en sí, sino contra su predominio cultural frente a una
paideía filosófica. Ya Heráclito y Jenófanes habían criticado esta posición del poeta como
educador. Para Platón, la poesía (como en general las artes) no es más que una representación,
una mimesis, una imitación desustanciada de la realidad, que generan una realidad secundaria
que contribuye aún más a la confusión y al ruido que, de por sí sola, genera la materia. El
nombre del bien común requiere los esfuerzos de todos: los guardianes han de llevar una vida
austera, sin propiedad privada, para evitar el afán de lucro y la ambición, asimismo han de
renunciar a la familia propia; a los filósofos cuyo natural les haría preferible por encima de todo
una vida retirada y dedicada a la contemplación se les obliga a dedicarse a la vida pública, algo
que aborrecen, porque el filósofo auténtico no desea gobernar, es más, lo aborrece, mas ha de
dedicarse a los asuntos del Estado. En este contexto de gran esfuerzo para la salud pública, la
prohibición de la poesía suena a poca cosa. Si la tarea del filósofo gobernante es quitarse las
cadenas de lo empírico y salir de la caverna, acostumbrarse poco a poco a la dolorosa
experiencia de la visión, de la luz, cuando sus ojos estaban plenamente instalados en la cómoda
penumbra, y ascender hasta la cegadora presencia de la Idea del Bien (lo que, de alguna manera,
recuerda la tradición de los místicos españoles: Juan de la Cruz, en su mínima celda
emprendiendo su ascensión al monte Carmelo), para después regresar al mundo de las cavernas
y enseñar a sus antiguos ―compañeros de caverna‖ que esas sombras tan reales que creen ver, no
son sino meras apariencias, malas réplicas de un objeto realmente aurático, la tarea de los
poetas, precisamente alentar esas sombras y construir historias y narraciones sobre ellas que
acuden directamente a lo más bajo del ser humano (sus sentimientos) no cabe de ninguna
manera en esta ciudad.
El libro VIII es particularmente interesante como tesis sobre los sistemas de gobierno,
los modelos de Estado, la aristocracia aparece como el mejor gobierno, siempre y cuando haga
honor a su nombre y sean ―los mejores‖ los que gobiernan y lo hacen en beneficio de toda la
comunidad. Pero generalmente cualquier Estado muestra cuatro clases de enfermedades: la
timocracia, la oligarquía, la democracia y la tiranía: los cuatro son sistemas que, al modo del
materialismo dialéctico marxista, generan en sí mismos las suficiente cantidad de materia
enferma y enquistada que les conduce a su propia descomposición interna en revueltas,
rebeliones que sólo conducen a una degradación aún mayor que la que mostraba el régimen
anterior. Lo peor, la tiranía, porque es en ella donde se alcanza el summum de arbitrariedad,
ilegalidad, violencia y servilismo (y es la tiranía, curiosamente, y empleando términos
aristotélicos, el telos, el fin al que tiende la democracia). Esto es muy importante y es por este
tipo de análisis por los que Platón ha de ser considerado un pensador político fundamental: a la
luz de los desarrollos de ciertos sistemas democráticos, sobre todo durante el s. XX., o también
viendo cómo las democracias occidentales tienden cada vez más al estado de excepción en aras
de la seguridad) no podemos dejar de entender que en este juego utópico que se desarrolla en la
utopía no dejamos de encontrar ideas válidas para todo momento. Ninguno de estos sistemas
enfermos obedece al esquema tripartito del alma, con lo que la falta de correspondencia no es
sino la señal de su corrupción interna.
Es importante recalcar que la propuesta platónica no es aristocrática en el sentido
tradicional del término, ni derrama nostálgicas lágrimas por inmundo de la excelencia natural
que ya se ha derrumbado, como vemos en el lírico Teognis de Megara y en retazos de Píndaro,
donde parece que hay una conciencia crepuscular del fin de una época noble, agonal y de sangre
pura. En Platón, aristocracia significa intelecto, ciencia filosófica, saber político, nunca sangre,
ni familia: si no jamás Platón hubiera podido defender con dignidad que sus palabras salieran
por la máscara silénica de Sócrates, que las amplifica y radicaliza con un jubón raído y unas
costumbres públicas poco decorosas en algunas ocasiones. Platón subordina el oikos a la polis y
otorga un papel determinante a la paideía, que antes no había tenido nunca. Platón no tiene
nostalgia del poder, sino del orden, y en esa catástrofe que ha conocido por democracia no
pretende sino ofrecer un remedio radical: menos libertad y más solidaridad (¿suena a
comunismo?). Por otra parte, la areté (virtud) de la que habla Platón no es la tradicional
homérica, sino la que otorga el bautismo y la transfiguración en la filosofía. En el código
aristocrático tradicional no se hubiera jamás admitido que el cuerpo pasara tan a segundo plano,
y que incluso fuera considerado un estorbo para la contemplación de las ideas en su pura y nuda
esencia, que lo material y sus glorias, sus pompas, no fueran sino galones prendidos en la
tapadera de un sepulcro: dentro de ese esquema soma-sema (cuerpo-tumba) que Platón hereda
de la tradición órfica y pitagórica. La filosofía es un ejercicio para la muerte, como se dice en el
Fedón, una preparación para el rechazo y, finalmente, el abandono de todo lo que constituye la
individualidad del sujeto, sus deseos, sus intenciones, su historia personal, sus señas de
identidad, su familia, sus posesiones: todo ello no son sino señuelos de la materia que nos
apartan del lógos común, punto en el que Platón se acerca plenamente a las enseñanzas de
Heráclito sobre el ser-el lógos y el individuo. Puede resultar extraño, para un mundo occidental,
supuestamente civilizado y supuestamente democrático una visión así, pero cabe pensar que es
justo lo que rodea los márgenes de la democracia, y es útil no para su destrucción, sino para su
mejora, para impedir un proceso de degeneración al que se encuentra abocada por la falta de
paideía de un pueblo y la arrogancia y el ansia de poder de sus gobernantes. El gobernante
platónico es el perfecto gobernante porque no desea el poder, el problema al que nos
enfrentamos cuando leemos la República es que ese gobernante no ―desea‖ y que esa perfección
como, bien ha señalado Víctor Gómez Pin, es (como en el cuadro Visión de san Pedro Nolasco
de Zurbarán que está en el Museo del Prado) está en el orden de ―lo que no tiene relación alguna
con lo sensible, y por ello, está exenta de todo devenir. Visión de lo absolutamente inalterable,
visión de lo absolutamente determinado, visión de lo absolutamente unificado…¿Es por ello
visión de lo absolutamente deseado? Cabe dudarlo a juzgar por el sentimiento de desolación que
la presencia de la ciudad nos produce (…) La Ciudad Ideal de Platón, excluida de toda
transformación, de toda carencia, de toda finalidad, de toda inquietud, no resulta, sin embargo
deseable para la condición humana‖. Pertenecemos al ámbito del movimiento, de la
transformación, de la generación y esa presencia inmutable de la eternidad nos espanta como los
ángeles, los muertos en vida o los mausoleos. La utopía pretende fijar el tiempo, detener la
historia y eso significa matar lo social, lo histórico como hechos concomitantes con el devenir
humano. Pero Platón, consciente, no llega tan lejos, antes de que la visión de la ciudad que
planta Sócrates delante de sus interlocutores comience a generar la repulsión del Narciso, la
esconde y Sócrates declara su imposibilidad real: nadie va a permitir que eso pase, que gobierne
el filósofo. La larga discusión no ha sido baladí: Platón no pretende sólo poner delante su
modelo de utopía, mostrar el reflejo de la perfección del deber ser en el espejo, sino hablar de lo
real. Y su propósito se cumple con creces, ya que su importancia como filósofo político no es
sólo el modelo ideal que plantea, sino también la crítica que establece de los modelos históricos
que analiza.
Años después, después de su segundo viaje a Sicilia, Platón comienza un tríptico sobre
tres figuras (realmente tres tratados lógicos sobre definiciones según el modelo de diéresis
dialéctica): el sofista, el político y el filósofo. Sólo concluyó los dos primeros. El diálogo
llamado Político es especialmente interesante como puente entre República y el tratado de
vejez, y último, Leyes.En el Político se trabaja sobre quién es el que es apto para gobernar: en la
República está claro: es el filósofo; aquí no se habla directamente de él y se prepara el camino
para el famoso consejo nocturno del que se habla en las Leyes.El Político es como un vado entre
dos orillas, entre la idea del gobierno de los filósofos sin la necesidad perentoria del corpus
legislativo y la necesidad de las leyes que defiende en su última obra. Hay, en términos griegos,
una primera navegación (mía ploûs) a toda vela, con viento favorable, la de la República, que es
definida como imposible en el propio diálogo, y una segunda navegación (deuteros ploûs), el
recurso mejor de los que tenemos a mano en este preciso momento —remar o lo que sea
menester— que se emprende en Leyes, ciudad segunda en unidad respecto a la ciudad ideal,
pero la menos mala, e incluso se ve cierta reconciliación con la democracia en su vertiente más
moderada (hasta Platón moderó sus planteamientos con la vejez). En el Político se estudia al
hombre de Estado como tal y para ello se recurre a dos comparaciones muy significativas: el
pastor (desechado por sustancia) y el tejedor (de la diversidad de virtudes, caracteres, tipos,
etc.). Un verdadero político debería regir la ciudad sin tener que recurrir continuamente a leyes,
ya que siempre hay un desfase entre la realidad y la legalidad; pero a falta de un auténtico
político, de un verdadero conocedor de ese difícil arte, las leyes suministran un marco general
apto para la buena marcha de los asuntos públicos. Es la ciencia la que prima sobre las leyes,
pero en la práctica, nada parece certificar el saber real de los políticos y, habida cuenta de que la
pretensión de demagogia y tiranía siempre se cierne sobre la pólis como una espada de
Damocles, la ley es un segundo recurso necesario: incluso reconoce Platón, una democracia
mediocre, o incluso mala, es menos peligrosa para la comunidad, ya que en sus mediocres
gobernantes con su mediocre capacidad no podrán sino llevar a cabo medidas mediocres, ni
buenas ni malas. Platón redacta el Político seguramente después de su fracaso en Sicilia, donde
ha visto los desmanes de su tiranía, desconfía de los políticos reales: se muestra un apologeta
del constructor del tejido social (del artesano que sabe construir una pieza unitaria combinando
diferentes sustancias, materias, naturalezas diversas, incluso contrarias, partes y dimensiones
diferentes de la virtud) y con una defensa de la medida (tò métrion) que parece preludiar a
Aristóteles. No obstante se plantea aún la figura del político como el epistemón el que sabe, el
que sabe lo que cada uno ha de hacer porque posee el verdadero saber de lo que ha de hacer
cada ciudadano, no mediante un modelo burocrático (como en los protocolos laborales
contemporáneos o los programas de televisión donde el regidor señala cuándo hay que aplaudir)
sino mediante la propia presencia de este epistemón: este hombre regio que Sócrates y el
Extranjero de Elea pretenden definir provoca el derrumbe de la legislación con su mera
presencia, la institución entera del Estado y de la sociedad se tambalea en sus cimientos ante su
aparición: su palabra se convierte en derecho, no en ley; está por encima de la legitimidad
parcheada, convencional, porque él encarna la auténtica legitimidad. Interpretar esto abre toda
una línea fascinante que pasaría por san Pablo, Spinoza, las doctrinas ilustradas de la
Revolución francesa hasta llegar a las configuraciones de las repúblicas presidencialistas, a
Walter Benjamin y el mesianismo o a Carl Schmitt y el modelo de estado nazi. Pero no es este
el lugar de analizarlo, aunque creo que hay que apuntarlo.
Los doce libros de las Leyes son la obra final de Platón y, en lugar de llevar a cabo un
compendio de lo que ha sido su pensamiento, el septuagenario filósofo se enfrasca de nuevo
durante diez años en un tratado de espíritu nuevo, el único sin Sócrates como interlocutor,
menos idealista, más posibilista y conservador. Ya no se postula el gobierno de los filósofos, ni
siquiera la definición del político como hombre de ciencia, experto y sabio orientado por su
conocimiento dialéctico, ni por su aproximación al mundo de las ideas. Son las leyes
declaradamente las que garantizan la firme dirección y estabilidad del Estado: la paideía se
estructura ahora mediante una legislación, no mediante una educación filosófica, sino mediante
preceptos escritos. Platón, el gran crítico de la escritura, del texto, de la forma material fijada,
admite ahora, de nuevo, ―la segunda navegación‖ que suponen las leyes y se entrega a una
minuciosa casuística sobre sus usos, contextos: las leyes son el mejor antídoto frente a la vida
salvaje, el abuso del más fuerte, el mundo de las bestias:
―Es difícil reconocer que mediante el verdadero arte político ha de cuidarse no de su
bien particular, sino del comunitario –porque el bien común estrecha los lazos de la comunidad,
mientras que el particular los disuelve—, y porque es conveniente al bien común y al particular,
a ambos, que el bien comunitario esté mejor atendido que el particular (…) Esta claro que si
hubiera en algún caso, por una suerte divina, un hombre que naciera con capacidad suficiente
para tal empresa, no tendría necesidad para nada de leyes que le rigieran; porque no hay ley ni
ordenación alguna superior al conocimiento, ni es lícito que la inteligencia sea súbdita o esclava
de nadie, sino que debe ser la que gobierne todo, si es auténtica inteligencia y realmente libre
por su naturaleza. Pero tal cosa no seda en ningún lugar ni en ningún modo a no ser por un
breve momento. Por eso hay que preferir el segundo término: la ordenación y la ley, que miran
y atienden a lo general, aunque no alcancen a precisar cada una de las cosas‖. Para velar por su
cumplimiento, Platón propone un Consejo de ciudadanos (360 elegidos por sorteo y de edad
avanzada) que infunda respeto y persuasión. Paralelo a esto, instituye el primer tribunal
inquisitorial para casos graves de desacato y de impiedad. El Consejo Nocturno, que vela por la
estabilidad espiritual de la pólis, con un espíritu bastante arcaico. La ciudad, la ideal Magnesia
que expone el Extranjero ateniense ha de estar fundada lejos del mar, para evitar la corrupción
que lleva aparejada el comercio y marinería (en contraposición clara con Atenas), se evitará los
metales preciosos, las comidas serán preferentemente comunales, la economía es de base agraria
y todos los ciudadanos (5.040) disponen de un lote de tierra, la artesanía y el comercio estarán
en manos de esclavos y metecos; la solidaridad entre los ciudadanos es un deber; las mujeres
reciben educación y cargos públicos, la milicia es un deber ciudadano, etc. El proyecto es menos
utópico que la República y reúne diferentes logros de diversos sistemas políticos griegos. Hay
un mayor compromiso con la realidad, un modelo más asequible, severo y austero, arcaizante
incluso. No obstante, como indica C. García Gual:
―Aficionado a los juegos de palabras, el viejo filósofo dice que toda paideía
(―educación‖) es siempre paidiá (―juego‖), y recuerda lo esencial que es el juego en
todos los aspectos de la vida. También esta fantasía pedagógica y este reformismo
político tienen una parte de paidiá (…) A sus ochenta años, con más de cincuenta de
escritor a cuestas, el infatigable Platón se empeñaba en gastar sus días en la búsqueda
de la ciudad feliz y justa. Se había vuelto más rígido en algunos aspectos. Pensaba,
replicando a la famosa máxima de Protágoras, que ―Dios es la medida de todas las
cosas‖. Seguía empeñado en dibujar un ámbito cívico donde el alma de los ciudadanos
pudiera mejorar en una convivencia justa y feliz. Fruto último de ese empeño heroico y
solitario del maestro de la Academia, a contrapelo de la marcha histórica, es las Leyes,
un libro largo y crepuscular, que no tuvo ni muchos lectores ni una gran resonancia en
el tiempo‖.

Aristóteles era un extranjero y resulta un tanto irónico que el último gran baluarte del
mundo de la Grecia clásica viniera precisamente de donde vendría su fin: de Macedonia y que
fuera el propio filósofo el educador del díscolo y arrebatado Alejandro. Aristóteles no pudo
fallecer de todos modos en la Atenas que le había acogido y formado como filósofo: la revuelta
antimacedonia en Atenas a la muerte de Alejandro, le obligó a exiliarse para evitar que ―la
ciudad volviera a pecar contra la filosofía‖. Aristóteles, discípulo de Platón, pero filósofo
personal que se supo alejar de la sombra del maestro, no participó nunca de los planteamientos
utópicos del maestro. Para Aristóteles la política no se dirime en el plano de lo ideal, sino de la
reflexión sobre la conducta humana, las instituciones, su legitimidad, la ética personal. La
ontología es fundamental en la política aristotélica, pero no es lo que configura esencialmente su
construcción, sino lo que se podría llamar ―lo real‖.
Aristóteles había compilado una amplia colección de constituciones de las póleis
griegas y de los reinos bárbaros, de las que sólo conservamos la Constitución de los atenienses.
Del resto de escritos de temática política y ética sólo conservamos las dos Éticas y la Política,
muy entrelazadas todas ellas con un propósito común. La Política dista unos cincuenta años de
la República y unos veintitantos de Leyes y parece que la obra de Aristóteles fuera una polémica
abierta con el maestro, ya muerto (por lo que Aristóteles inaugura esa imagen de Platón como
―padre‖ a asesinar en el imaginario filosófico occidental). Aristóteles rechaza de plano las
propuestas utópicas, las configuraciones platónicas y se muestra un firme defensor de la familia,
la propiedad privada y, ante todo de la pólis. Su razonamiento político opera dentro del marco
categorial de su sistema filosófico y busca una phýsis, una naturaleza, de la ciudad. La política
ha de atender a un fin natural y la naturaleza es quien ha establecido la finalidad y los límites del
progreso social, que es simplemente el desarrollo de unas posibilidades internas de la propia
estructura social (el cambio y el movimiento hacia el ser en acto se da necesariamente por
naturaleza). La ciudad, por tanto, es la entelequia del proceso histórico.
La vida humana es absolutamente dependiente, el ser humano no es autosuficiente para
la realización de su naturaleza. El fin de la vida humana se realiza en la sociedad, cuya forma
más perfecta, más que la familia, es la pólis; la verdadera perfección, en cuanto virtud, sólo es
posible en el ámbito de la ciudad, única unidad realmente autosuficiente, la más perfecta de las
comunidades. La ciudad a la que se refiere no es una entidad abstracta, es Atenas, la ciudad
estado democrática. El ciudadano libre e integrado de pleno en la vida de la comunidad es el
ideal de Aristóteles. Las leyes y estructuras de la comunidad cívica sirven para el desarrollo del
―vivir bien‖ (eu zên) que es la meta, el fin natural del hombre, en el que se cumple y desarrolla
su virtud. De ahí la importancia de la educación dentro de esa comunidad cívica: por todo ello el
ser del hombre queda definido como ―animal cívico‖ ―animal político‖ (zôon politikón). Platón
intenta hacer tabula rasa con el pasado, lo desecha, lo vapulea. Aristóteles en cambio se ve
como un tamiz, y parece que se sintiera como un punto de inflexión de la historia del
pensamiento griego, el que debía llevar a cabo la tarea de sintetizar sus enseñanzas, su historia,
su ciencia, su filosofía y mejorar lo anterior, perfeccionar los modelos previos. El
conservadurismo de Aristóteles se enfrenta al misticismo platónico y postula una politeia que
combine los elementos más útiles para el progreso y la estabilidad de la mayoría. No es un
reaccionario tampoco: es partidario del predominio de la clase media, se opone a medidas
revolucionarias y confía en la mejora de las instituciones clásicas de la sociedad griega. La
política, por tanto, es una ciencia práctica, no teórica (vs. Platón). La concepción naturalista y
moral de la finalidad del estado enlaza con la doctrina del justo medio (Ética a Nicómaco): la
areté es un méson, un término medio entre dos extremos y tiende al centro. Esto es igual en
política: la virtud es también un méson y ahí radica precisamente la tarea del legislador. La
moderación de Aristóteles cuentacon numerosos antecenedentes en el pensamiento griego, los
Siete Sabios, las sentencias del templo de Apolo en Delfos: la ―constitución mixta‖ se apòya en
esta preferencia por el medio equilibrado, por la mezcla mesurad ade diferentes sistemas de
gobierno: synkrasis: C.H. y Protágoras.
Toda la naturaleza tiende a un fin, a cumplir plenamente con su esencia (felicidad-
virtud). En el caso de los seres humanos, esto sucede en sociedad. ―Nada incompleto es feliz‖ y
el fin de la política, por tanto, es suministrar un contexto social que posibilite la realización de la
―vida feliz‖. La pólis es anterior al individuo, en tanto que, como entelequia de su desarrollo,
está inscrita en la naturaleza del hombre, que, no olvidemos, es la de zôon politikón. El hombre
está destinado a la vida ciudadana y su ser ciudadano es el objetivo final de su existencia. En
cuanto conjunto vivo de ―seres ciudadanos‖, el fin del Estado es el vivir bien (tò eu zên) a fon de
que los hombres puedan desarrollar en él sus facultades y conseguir la virtud (areté).
Aristóteles, junto a la definición de ser humano como ―ser cívico‖ presenta otra: ―animal que
tiene lógos‖ El resto de animales tiene sólo phoné, que les permite dar muestras de su placer,
dolor, sensaciones, etc.
―La palabra (lógos) existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo
y los injusto. Y eso es lo propio de los humanos frente al resto de los animales: poseer de modo
exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones
valorativas. La participación comunitaria (koinonía) de éstas funda la familia y la ciudad‖. (I,
1253 a). la sociabilidad natural y el lenguaje (la acción comunicativa) son los fundamentos del
Estado. La pólis es anterior ontológicamente a cualquier otra asociación (familia, linaje, tribu),
etc., porque necesariamente el todo es superior a la parte. Las virtudes que logren la máxima
cohesión cívica, por tanto, y la máxima felicidad de los ciudadanos han de ser las que rijan los
designios de cualquier sistema político: la justicia (dikaiosýne), prudencia (phrónesis) y la
amistad (philía). (PÊRO EL MUNDO SE VENÍA ABAJO. Cínicos, epicúreos, estoicos). La
dirección de la política ha de salvaguardar los valores del acuerdo, del justo medio entre
extremos, evitar conflictos sociales: Ha de haber una clase media dominante que sirva de freno a
las pretensiones aristocráticas y a las pretensiones revolucionarias de los pobres. El mejor
régimen de gobierno, por tanto, es una constitución mixta entre un sistema oligárquico y
democrático. El hombre libre ha de dedicarse a las labores de la política y cumplir con sus
funciones cívicas, así como no abandonar la investigación científica y filosófica: para ello
necesita tiempo libre, base de la auténtica libertad y de la ciudadanía más auténtica. La
esclavitud queda por tanto justificada, por la necesidad de una mano de obra que cubra las tareas
que permiten el ocio de los hombres libres. El esclavo sea por naturaleza o por situación
concreta participa del lógos, pero su falta de educación o su naturaleza e impide poseer el lógos.
Por tanto, aquellos que no dispongan de esa scholé, esa posibilidad de dedicación, de formación
y educación adecuada para las tareas de gobierno no pueden dedicarse al poder, son los
banausoi. Aristóteles se pone frente al tradicional pago de servicios públicos de Pericles y
Efialtes para que los trabajadores manuales pudieran ocupar tareas de gobierno sin arruinarse.
Aristóteles curiosamente plantea un problema muy contemporáneo, el de la relación entre el
trabajo, el ocio y la condición humana. Su solución supone un paso atrás en el modelo
democrático, pero hay que juzgar a Aristóteles en función de la situación de su época: la pólis
clásica llega a su fin, Grecia está empobrecida por sucesivas guerras civiles, enfrentamientos
entre facciones, oligarcas y demagogos que arrojan muy lejos el ideal de concordia ciudadana.
Aristóteles intenta reformar la situación para mejorarla y lograr la seguridad (aspháleia)
necesaria para su supervivencia: frente a Platón, su búsqueda es modesta, pero necesaria, un
moderado idealismo, ligado a la ética y la metafísica, que no pierde de vista sus posibilidades
prácticas, pero que no es del todo consciente de la magnitud de la catástrofe histórica que se
avecina. Cínicos, epicúreos y estoicos proclamarán la autárkeia del sabio: el filósofo pierde su
relación con la pólis, se convierte en un escondido, un desarrapado, un mendigo incómodo a
veces que se place con hacer que los que pasen a su lado sientan vergüenza: regresa el gesto
filosófico, después de Empédocles y Heráclito, la muestra de desprecio: el verismo, P.
Sloterdijk respecto a Diógenes de Sinope:

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