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Martirio de las santas Perpetua y Felicidad

(7 de marzo del año 203)

El relato de este martirio es uno de los más estremecedores de la historia y


uno de los testimonios más admirables y más puros que nos haya legado la
antigüedad cristiana. La joven Perpetua sobresale por sus altas prendas, por
su patética actuación frente a su padre pagano, por su empuje y por su
grandeza moral. Las visiones y los sueños dan un matiz bíblico y profético al
drama. El valor del relato es excepcional, ya que en parte ha sido redactado
por los mismos protagonistas y, más adelante, recopilado por un testigo
ocular. Todo el drama se desarrolló en la ignorada aldea africana de Teburba,
a treinta kilómetros de Cartago.

Prólogo
Los antiguos ejemplos de fe, que manifiestan la gracia de Dios y fomentan la
edificación del hombre, se pusieron por escrito para que su lectura, al
evocarlos, sirva para honra de Dios y consuelo del hombre. Pues bien, ¿por
qué no poner por escrito también las nuevas hazañas que presentan las
mismas ventajas? Un día, también estos hechos llegarán a ser antiguos y
necesarios a la posteridad, aunque al presente gocen de menor autoridad a
causa de la veneración que favorece lo antiguo. El poder del único Espíritu
Santo es siempre idéntico. Por esto, ¡que abran bien los ojos los que valoran
ese poder según la cantidad de años! Más bien, habría que tener en más alta
estima los nuevos hechos como pertenecientes a los últimos tiempos, para
los cuales está decretada una superabundancia de gracia.
En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos los
hombres y profetizarán sus hijos y sus hijas; los jóvenes verán visiones y los
ancianos tendrán sueños proféticos (Hech 2,17). Por eso nosotros, que
aceptamos y honramos como igualmente prometidas las profecías y las
nuevas visiones, ponemos también las otras manifestaciones del Espíritu
Santo entre los documentos de la Iglesia, a la que el mismo Espíritu fue
enviado para distribuir todos sus carismas, en la medida en que el Señor los
distribuye a cada uno de nosotros. Es, pues, necesario poner por escrito
todas estas maravillas y difundir su lectura para gloria de Dios. De ese modo
nuestra fe, débil y desalentada, no debe creer que sólo los antiguos han
recibido la divina gracia, tanto en el carisma del martirio como de las
revelaciones. Dios cumple siempre sus promesas, para confundir a los
incrédulos y sostener a los creyentes. Por esto, queridos hermanos e hijitos,
cuanto hemos oído y tocado con la mano, se lo anunciamos ara que ustedes,
que asistieron a los sucesos, recuerden la gloria del Señor; y los que los
conocen de oídas, entren en comunión con los santos mártires y, por ellos,
con el Señor Jesucristo, a quien sean la gloria y el honor por los siglos de los
siglos. Amén.

El arresto
Fueron arrestados los jóvenes catecúmenos Revocato y Felicidad, su
compañera de esclavitud, Saturnino y Secúndulo. Entre ellos se hallaba
también Vibia Perpetua, de noble nacimiento, esmeradamente educada y
brillantemente casada. Perpetua tenía padre y madre y dos hermanos(uno,
catecúmeno como ella) y un hijo de pocos meses de vida. A partir de aquí,
ella misma relató toda la historia de su martirio, como lo dejó escrito de su
mano y según sus impresiones.
Relato de Perpetua
"Cuando nos hallábamos todavía con los guardias, mi padre, impulsado por
su cariño, deseaba ardientemente alejarme de la fe con sus discursos y
persistía en su empeño de conmoverme. Yo le dije:-Padre, ¿ves, por ejemplo,
ese cántaro que está en el suelo, esa taza u otra cosa?-Lo veo -me
respondió.-¿Acaso se les puede dar un nombre diverso del que tienen?-¡No!-
me respondió.-Yo tampoco puedo llamarme con nombre distinto de lo que
soy: ¡CRISTIANA! Entonces mi padre, exasperado, se arrojó sobre mí para
sacarme los ojos, pero sólo me maltrató. Después, vencido, se retiró con sus
argumentos diabólicos. Durante unos pocos días no vi más a mi padre. Por
eso di gracias a Dios y sentí alivio por su ausencia. Precisamente en el
intervalo de esos días fuimos bautizados y el Espíritu me inspiró,estando
dentro del agua, que no pidiera otra cosa que el poder resistir el amor
paternal. A los pocos días fuimos encarcelados. Yo experimenté pavor, porque
jamás me había hallado en tinieblas tan horrorosas. ¡Qué día terrible! El calor
era insoportable por el amontonamiento de tanta gente; los soldados nos
trataban brutalmente; y, sobre todo, yo estaba agobiada por la preocupación
por mi hijo. Tercio y Pomponio, benditos diáconos que nos asistían,
consiguieron con dinero que se nos permitiera recrearnos por unas horas en
un lugar más confortable de la cárcel. Saliendo entonces del calabozo, cada
uno podía hacer lo que quería. Yo amamantaba a mi hijo, casi muerto de
hambre. Preocupada por su suerte, hablaba a mi madre, confortaba a mi
hermano y les recomendaba mi hijo. Yo me consumía de dolor al verlos a
ellos consumirse por causa mía. Durante muchos días me sentí abrumada por
tales angustias. Finalmente logré que el niño se quedará conmigo en la
cárcel. Al punto me sentí con nuevas fuerzas y aliviada de la pena y
preocupación por el niño. Desde aquel momento, la cárcel me pareció un
palacio y prefería estar en ella a cualquier otro lugar.

Visión de la escalera de bronce

Un día mi hermano me dijo: 'Señora hermana, ahora estás elevada a una


gran dignidad ante Dios, tanta que puedes pedir una visión y qué se te
manifieste si la prisión ha de terminar en martirio o en libertad'. Yo sabía bien
que podía hablar familiarmente con el Señor, del que había recibido muchos
favores; y por eso confiadamente se lo prometí: 'Mañana te daré la
respuesta'. Me puse en oración y tuve la siguiente visión: Vi una escalera de
bronce tan maravillosamente alta que parecía tocar el cielo, pero tan
estrecha que sólo se podía subir de a uno. En los brazos de la escalera
estaban clavados toda clase de instrumentos de hierro: espadas, lanzas,
arpones, puñales, cuchillos... Si uno subía descuidadamente y sin mirar a lo
alto, quedaba atravesado y hubiera dejado jirones de carne enganchados en
los hierros. Y al pie de la escalera estaba echado un dragón, de extraordinaria
grandeza, que tendía acechanzas a los que subían y los asustaba para que no
subieran. Sáturo subió primero. Él nos había edificado en la fe y, al no
hallarse presente cuando fuimos arrestados, se entregó después voluntario
por el amor que nos profesaba. Al llegar a la cumbre dela escalera, se volvió
hacia mí y me dijo: 'Perpetua, te espero aquí; pero ten cuidado para que ese
dragón no te muerda'. Yo le contesté: 'No me hará daño en el nombre de
Cristo'.
El dragón, como si me tuviera miedo, sacó lentamente la cabeza de debajo
de la escalera; y yo, como si subiera el primer peldaño, le pisé la cabeza y
subí. Vi un inmenso prado, en medio del cual estaba sentado un venerable
anciano, alto, completamente cano y en traje de pastor, ocupado en ordeñar
a sus ovejas. Muchos miles de personas, vestidas de blancos hábitos, lo
rodeaban. Levantó la cabeza, me miró y me dijo: '¡Seas bienvenida, hija!'. Me
llamó y me dio un bocado del queso que estaba preparando. Yo lo recibí con
las manos juntas y lo comí. Todos los circunstantes dijeron: '¡Amén!'. Sus
voces me despertaron, mientras seguía saboreando no sé qué de dulce.
En seguida conté a mi hermano la visión y los dos comprendimos que nos
esperaba el martirio. Desde aquel momento empezamos a perder toda
esperanza en las cosas de esta tierra.

Lágrimas del padre. Condenación


Días después, corrió la voz de que seríamos interrogados. Mi padre,
consumido de pena, llegó deprisa de la ciudad, se me acercó con intención
de conmoverme y me dijo: 'Hija mía, apiádate de mis canas; apiádate de tu
padre, si es que merezco que me llames padre. Con estas manos te he criado
hasta la flor de la edad y te he preferido a todos tus hermanos. ¡No me hagas
ser la vergüenza de los hombres! Piensa en tus hermanos, piensa en tu
madre y en tu tía materna, piensa en tu hijito, que no podrá sobrevivir sin ti!
¡Cambia tu decisión y no nos arruines a todos! ¡Ninguno de nosotros osaría
presentarse en público, si tú fueras condenada!'. Así hablaba mi padre
movido por su cariño. Me besaba las manos, se echaba a mis pies y, con
lágrimas en los ojos, no me llamaba su hija, sino su señora. ¡Cuánta
compasión me inspiraba mi padre, que iba a ser el único de mi familia que no
había de alegrarse de mi martirio! Traté de consolarle, diciendo: 'Allá, en el
tribunal, sucederá lo que Dios quiera. Has de saber que no somos dueños de
nosotros mismos, sino que pertenecemos a Dios'. Y se retiró de mí,
desconsolado. Otro día, mientras estábamos almorzando, nos sacaron de
repente para ser interrogados, y llegamos a la plaza pública. En seguida se
corrió la noticia por los alrededores de la plaza y se juntó un gentío inmenso.
Subimos al estrado. Mis compañeros fueron interrogados y confesaron su fe.
Por fin llegó mi turno. Bruscamente apareció mi padre con mi hijo en los
brazos y me arrastró fuera de la escalinata, suplicándome: '¡Compadécete
del pequeño!'.El procurador Hilariano, que a la sazón sustituía a Minucio
Timiniano, procónsul difunto, y tenía el ius gladii o poder de vida y muerte,
insistió: 'Apiádate de las canas de tu padre y apiádate de la tierna edad del
niño. Sacrifica por la salud de los emperadores'. Yo respondí: '¡No sacrifico!'.
Hilariano preguntó: '¿Eres cristiana?'. Yo respondí: 'Sí, soy cristiana'.
Mi padre se mantenía firme en su intento de conmoverme. Por eso Hilariano
dio orden de que lo echaran de allí y hasta le pegaron con una vara. Sentí los
golpes a mi padre, como si me hubieran apaleado a mí. ¡Cuánta compasión
me daba su infortunada vejez!
Entonces Hilariano pronunció sentencia contra todos nosotros,
condenándonos a las fieras. Y volvimos a la cárcel muy contentos. Como el
niño estaba acostumbrado a tomarme el pecho y permanecer conmigo en la
cárcel, enseguida envié al diácono Pomponio a reclamarlo a mi padre. Pero
mi padre no se lo quiso entregar. Entonces, gracias al querer divino, ni mi
niño echó de menos los pechos, ni estos me causaron ardor. De esta manera
cesaron mis preocupaciones por la criatura y el dolor de mis pechos.
Dos visiones de la piscina de agua
A los pocos días, mientras todos estábamos en oración, súbitamente se me
escapó la voz y nombré a Dinócrates. Me quedé pasmada porque nunca me
había venido a la mente, sino en ese entonces; y sentí compasión al recordar
como había muerto. También comprendí que yo era digna y que debía orar
por él. Empecé a hacer mucha oración por él y a gemir delante del Señor.
Seguidamente, aquella misma noche tuve esta visión. Vi a Dinócrates salir de
un lugar tenebroso, donde también había muchos otros. Venía sofocado por
el calor y sediento, con vestido sucio y rostro pálido. Llevaba en la cara la
herida que tenía cuando murió. Este Dinócrates era mi hermano carnal, de
siete años de edad, que murió de un cáncer tan terrible en la cara que daba
asco a todo el mundo.
Yo hice oración por él; pero entre él y yo había una gran distancia, de tal
manera que era imposible acercarnos el uno al otro. Además, en el mismo
lugar donde estaba Dinócrates, había una piscina llena de agua, pero con el
borde más alto que la estatura del niño. Dinócrates se estiraba, como si
quisiera beber. Yo me afligía al ver la piscina llena de agua, pero con el borde
demasiado alto para que pudiera beber.
Entonces me desperté y comprendí que mi hermano estaba sufriendo, pero
confiaba en que podía aliviar sus sufrimientos. Por esto oraba por él todos los
días, hasta que fuimos trasladados a la cárcel castrense, porque debíamos
combatir en los juegos militares en ocasión del cumpleaños del César Geta. Y
continué orando por él, día y noche, con gemidos y lágrimas, para alcanzar la
gracia.
El día que estuvimos en el cepo, tuve una nueva visión. Vi el lugar que había
visto antes y a Dinócrates limpio de cuerpo, bien vestido y lleno de alegría.
Donde antes tuvo la llaga, vi sólo una cicatriz. El borde de la piscina de que
antes hablé, era más bajo y llegaba hasta el ombligo del niño. Sobre el borde
había una copa de oro llena de agua. Dinócrates se le acercó, bebió, pero la
copa no se agotaba nunca. Saciada su sed, se retiró del agua y se puso a
jugar gozoso, como lo suelen hacer los niños. En esto me desperté y
comprendí que mi hermano ya no sufría.

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