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Las ubicuas palpitaciones de Camejo.

Somos desmemoriados, casi nadie recuerda (o simulamos no hacerlo) que Lezama


vivió en la calle Trocadero, en la Habana Vieja, y no necesitó viajar al exterior (1) para
inscribir su nombre con mayúscula en las letras universales. Somos presas, en
ocasiones, del ansia y la vanidad de emular con algo o alguien, de diferenciar nuestro
rostro en la muchedumbre, “pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos”, que
muchas veces se diluyen por azar o conveniencia, muy a pesar nuestro; sin embargo, la
mayoría de los humanos sale del mundo sin darse cuenta.
La ciudad es el vórtice de los conflictos contemporáneos, plataforma de casi todas
las quimeras: edificios, hoteles, tiendas, mercados, casinos, bares, clubs, restaurantes,
aeropuertos, etc. Pocos piensan en la campiña como colofón de las aspiraciones. De
hecho, la mayoría de las interpretaciones artísticas del paisaje rural coinciden en su
cariz pintoresco. En escasas oportunidades trasiega esta intención en comentario
filosófico, ecológico o de otro carácter reflexivo. Conjuntamente, lo campestre se
urbaniza cada vez con mayor rapidez, perdiendo antagonismo ante la urbanización.
El deseo, como manifestación común al pensamiento occidental, puede hallar un
recipiente generoso en el paisaje urbano, y la obra de Luis Enrique Camejo (Pinar del
Río, 1971) comparte esa sensación; además de exponer una semejanza imponente con
su autor, resultado magnánimo de lo que llamamos en Cuba “chocar con la bola”. Él es
un ejemplo palpable de lo que significa sortear el destino. Pinar del Río, su ciudad de
origen, es una provincia célebre por su gente humilde y campechana, razones
susceptibles para asociarla al dislate, como es común esta clase de mito en cada país.
Sin embargo, como muchos de sus coterráneos, consigue colocarse dentro de los artistas
reconocidos y prolíficos en la escena cubana. Apegado a la pintura, como único soporte
capaz de convencerle a la hora de construir un paisaje que evoca nostalgias, fugas,
devaneos y, al mismo tiempo, ofrece soluciones a la insatisfacción, es recurrente en su
trama la aparición de dos nociones: el hombre y el viaje. Referente a este último, el
suyo, con origen en La Habana, se extiende por todo el orbe para recordarme un lúcido
verso de la Dickinson: “excepto tú mismo, quizás nadie pueda ser tu enemigo”. Y es que
sus telas trasuntan esencias: lo común universal en cada paraje humano, propensas en su
trama al roce psicológico, la evocación sensorial, y desligadas de lo anecdótico.
En su caso, los primeros acercamientos al género jugaban a recontextualizar el
impresionismo, incluso en su variante “puntillista”. Eran usuales entonces alegorías de
cariz humorístico respecto al uso epigonal de los ismos. Con dichos pronunciamientos
se incluía, de manera sutil, en la hornada de creadores que, durante los años ochenta del
pasado siglo, renovarían ideas en torno a los dictados de la mainstream con un discurso
crítico. El éxodo masivo de muchos de estos protagonistas hacia el exterior “movió el
piso” de este movimiento que la crítica internacional llamó “Renacimiento cubano”. La
nueva década trajo consigo transformaciones en los lenguajes, en la misma medida que
el mercado llegaba para quedarse. Una mayor apertura hacia el turismo, la
despenalización del dólar, la aparición de las tiendas recaudadoras de divisas, el
“jineterismo” (en un abanico amplio de modalidades), fueron algunos de los factores
determinantes y violentos que modularían las nuevas “estrategias” de los artistas para
acceder al mercado.
Dentro de este status quo su producción se desplegó hacia una estética con
miramiento a lo contingente, dejando atrás imágenes “impresionistas” para emprender
un camino más acorde con la realidad del momento: la urgencia de sobrevivir a toda
costa; lo cual redundaría en piezas caracterizadas por lo que he llamado “sentido de
vertiginosidad”. Captan la rapidez de la vida moderna, o de lo que hemos alcanzado de
la modernidad. Un lenguaje cercano al informalismo, gestual, más expresionista, gravita
en obras que puntualizan en una ciudad a medio camino entre el sopor y la ilusión.
Estos paisajes urbanos, garantes de una extraña sensación ambigua, tocan de manera
velada lo atípico de ese contexto, anclado, por un lado, a una visualidad arquitectónica
demodè, y por otro, a una avidez casi morbosa por el consumo, las modas, lo
desconocido. Entonces eran usuales las interpretaciones donde los personajes aparecen
deslumbrados ante la nueva dinámica del entorno. Las vidrieras de tiendas y mercados
aparecen como abrevadero de estos cuerpos anodinos y voluptuosos.
A comienzos del nuevo milenio, resulta llamativa su versión de un frente frío en la
capital habanera a través de un automóvil de los años 50, de esos que en Cuba llamamos
“almendrones”. La permanencia, que se extiende hasta el cansancio, de estos coches en
nuestras calles, ha sido referida por no pocos artistas cubanos; pero Frente frío recibió
lauros dentro y fuera de la isla por su peculiar mirada respecto a los desafíos que
enfrenta el cubano, al convertir en elipsis la adversidad climática.
Despierta curiosidad su alusión constante a un periplo que se antoja trunco, vetado, a
través de disímiles medios de transporte: bicicletas, automóviles, trenes, referidos
muchas veces cuando aparecen parqueados. También resulta sintomático en sus
“paneos” las figuras humanas que pululan por las calles a pie. La sensación de
desamparo que provoca la lluvia en estas escenas, donde la gente camina mojándose, o
infelizmente guarecida bajo una sombrilla, suscita en el autor sensaciones de fragilidad;
y así lo señala a través de cuerpos etéreos difuminados con transparencias, veladuras o
goteos de pintura.
Obra reciente reúne piezas concebidas durante los dos últimos años, pertenecientes a
las series Malecón, Reflejos, Bicicletas y Estaciones. A excepción de la primera, con
diversas versiones sobre un sitio de connotaciones múltiples que impulsa, entre otras
cuestiones, lecturas sobre la permanencia o el éxodo, y a la vez ha sido el único enclave
abordado con exclusividad por el autor para el caso cubano, todas trasiegan con
axiomas similares: memoria, soledad, poder, destino. Atento a los posibles contrastes en
el comportamiento humano, con desplazamientos que van desde la dignidad hasta la
alienación, aunque sugeridos mediante mínimos detalles, insiste en el hombre como
centro del debate. Su intención no es disgregarse en la vanidad, el vicio, o el egoísmo
frecuentes en la contemporaneidad, sino ocuparse de lo inmutable, del sustrato que nos
enlaza como seres susceptibles a trascender, por eso experimenta en un nivel
contemplativo.
¿Cómo lo consigue? De una peculiar manera: a la vez que observa denominadores
comunes en los mortales y sus entornos, devolviéndolos envueltos en la vorágine,
adscritos a lo volátil, como si existiera para ellos la única posibilidad del aquí y el
ahora, estas pinturas de semblante aleatorio pueden acusar extrañeza. Son escenas
monocromáticas: grises, negras, azules, o en otras variantes tonales de los sepias, ocres,
sienas, etc, de trazo desenvuelto, que nos hacen entrar en confusión respecto al origen
topográfico, pero que nunca resultan del todo ajenas. Hasta el momento, todas las
construcciones posibles dentro de su imaginario citadino dependen de la mano del
hombre, y en su juego propone acercarnos a la consustancialidad inequívoca de estos
seres, a ratos fantasmagóricos, en otros ineludibles.
El discurrir de Camejo se sirve de manchas, chorreados, efectos conseguidos con la
espátula, huellas dactilares, o en ocasiones no parece nada de esto; simplemente
recuerda el negativo de una fotografía que de manera simultánea puede hacer alusiones
menos “correctas”. Se desplaza por momentos hacia composiciones casi abstractas; pero
todas en general transpiran atmósferas cargadas, y aunque las figuras se antojan ligeras
concuerdan en un ambiente de confusión. Conociendo la afición del artista por el cine,
sus imágenes nos trasladan a las poéticas de Tarkovski, Mijalkov o Ridley Scott en lo
concerniente a la caracterización de ambientes y personajes. En el caso del último,
particularizo en Blade Runner, donde la lluvia, entre otros recursos expresivos, hace
apuntes a la naturaleza humana.
Llama la atención en Reflejos como muta la intención inicial de “tomar” original y
copia (asentada en el reflejo) para, más tarde, resguardar sólo el resultado visto en los
espejos, vidrieras o ventanillas. ¿Acaso un comentario sobre nuestro lugar en el mundo
mediático? Asimismo, al poner atención a las bicicletas, como protagonistas de estos
paisajes, vuelve a pulsar una ambigüedad que va de la omnipresencia a la orfandad, y
quedan insertas en situaciones donde la gente muchas veces se emplea en “matar el
tiempo”.
Vigente en sus cavilaciones una obsesión que data de la infancia, cuando de la mano
de su abuelo trataba de advertir con curiosidad hacia dónde pudieran llevarle las líneas
de los trenes, degusta ahora conscientemente la fascinación que le provocan estos sitios.
Atractivo aún más consolidado gracias a la posibilidad de realizar su sueño de entrar y
salir de estos espacios por voluntad propia (claridad, oscuridad, dentro, fuera, llegada,
partida) y luego en la tela, a gusto con el dibujo, esparcir líneas de fuga o contención.
Torcer el camino, ampliarlo, compartirlo, desconocerlo, añorarlo, y que todos los
destinos dependan, en buena medida, de nosotros.
Frente a sus telas pienso en Satisfaction de The Rolling Stones; aunque no la
alcancemos, hay que seguir tratando. Una vez más sus subterfugios nos convencen de
aquello que mencionaba mi poeta preferida, “la verdad decidla, pero al sesgo, el éxito
mora en rodeos”. Dónde y cuándo llegaremos no es lo más importante, imitemos al
artista impertérrito ante cualquier tormenta, aunque el agua penetre en su estudio
situado en el Cerro, y tenga que mudar los bártulos hasta tanto se instaure la calma.

Amalina Bomnin
28 febrero 2010 en pinar

Notas:
(1) José Lezama Lima. (La Habana, 1912 – 1976) no simpatizaba con la idea del
viaje al exterior. Salió dos veces de Cuba de manera intempestiva.

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