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Fander Falconí
Ministro de Educación
Textos
Soledad Córdova • Rina Artieda • Edgar Allan García • Julio Awad • María Eugenia Delgado
Leonor Bravo Velásquez • Liset Lantigua • Ana Carlota González de Soria • Graciela Eldredge
Francisco Delgado Santos
Ilustración
Eulalia Cornejo • Guido Chávez • Camila Fernández de Córdova • Darío Guerrero
Alice Bossut • Sofía Zapata • Diego Aldaz • Santiago González
Este libro es una publicación sin fines de lucro y de distribución gratuita. Los cuentos que forman parte de
este libro y las ilustraciones correspondientes fueron publicados originalmente por la Asociación Ecuato-
riana del libro infantil y juvenil, Girándula, Filial del IBBY en el Ecuador.
índice
El pan quemado
Soledad Córdova.................................................................................................... 5
El sapo de bronce
Julio Awad............................................................................................................. 23
Fíjate bien
María Eugenia Delgado....................................................................................... 31
Juguemos en el bosque
Leonor Bravo Velásquez....................................................................................... 45
Ojo de gato
Graciela Eldredge............................................................................................... 69
Un viaje increíble
Francisco Delgado Santos................................................................................. 77
el pan
quemado
Soledad Córdova
Ilustración:
Eulalia Cornejo
Este cuento trata sobre
el juego del pan quemado
Soledad Córdova
Bibliotecaria, poeta y narradora. Ha publicado 15 libros, algu-
nos de estos en varios países de Latinoamérica. Ha recibido en
cuatro ocasiones el Premio Nacional de Literatura Infantil Darío
Guevara Mayorga. Fue Directora de la Biblioteca Nacional Eu-
genio Espejo, en la actualidad se desempeña como Directora
de la Red de Bibliotecas Municipales de Quito.
Eulalia cornejo
Ilustradora. Ha ilustrado alrededor de 70 libros de editoriales
nacionales y extranjeras. Tiene seis libros como autora integral.
Ha recibido los siguientes premios: Premio Darío Guevara Ma-
yorga, en cuatro ocasiones; 3º Lugar, Concurso Internacional
NOMA, Tokio, 2003; Lista de Honor del IBBY, 2006. Premio al
mejor libro Ilustrado, Ministerio de Cultura del Ecuador, 2008.
C
omprar el pan en la panadería La espiga me
encanta: desde que te acercas a una cuadra,
se siente ese olor… ¿Cómo podríamos decir
que es el olor del pan caliente? ¿A perfume de
campo cuando hace sol? ¿A ropa planchada? ¿A tierra
del patio cuando empieza a llover? ¿A mamá…? ¡No!
El pan recién horneado huele a abuela: a su saco tejido 7
con lana y a su pelo cuando te abraza.
Por eso, cuando la abuela te invita una tarde de no-
viembre a hacer guagüitas de pan, me encanta todavía
más que ir a comprar el pan en La espiga.
El año que pasó, la abuela nos esperaba con la masa
lista: por la mañana, ella había amasado la harina con
agua, mantequilla y un huevito, y había puesto la leva-
dura para…
–Para que la masa crezca y se esponje –nos dijo.
–¿Espooonjee? ¿El pan se va a convertir en espon-
ja, abue? –preguntó mi hermanita con los ojos muy
abiertos.
–¡Qué loca, nena!, ¡nnno! “Esponjarse” es quedar in-
flado como esponja, y suavecito. Para eso se pone la
levadura.
–Ahhh
Luego, hicimos con la masa las figuras de las guaguas
de pan. Con cabeza, brazos y terminada en piernas,
si es un guagua, o terminada en punta, si es una gua-
gua. Después las pusimos en una lata “en-man-te-qui-
lla-da” y “en-ha-ri-na-da”, para que no se peguen. La
abuelita puso la lata en el horno que ya estaba calen-
tado.
–Ahora toca esperar –dijo– hasta que el pan se dore.
–¿Se va a hacer de oro el pan, abue? –volvió a pregun-
tar mi hermanita, esta vez con los ojos medio cerrados
y una sonrisa picarona.
–¡Qué chistosa!, ¡nnno! Se va a poner de un color algo
amarillento y brilloso, como el oro. Pero como hay que
esperar un buen rato –agregó– mejor les propongo un
8 plan.
–Sí, ¿qué plan?
–Que juguemos al PAN QUEMADO.
Entonces, sacó de un cajón un pañuelo de nariz, le hizo
un nudo y dijo:
–Ustedes salgan del cuarto hasta que yo esconda este
pañuelo, que es el pan. Ya les aviso cuando esté listo.
Pero esperan sin espiar. ¡Es prohibidísimo querer hacer
trampa!
Al cabo de un rato, entre que cantó y gritó:
–¡Se quema el pan quemado!
Entramos apurados, y un poco atolondrados, sin saber
qué hacer. La abuela dijo que nos tocaba “ver bien”
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para descubrir dónde podía estar el pan. Era dificilísi-
mo, casi imposible: encontrar un pañuelito escondido
en un dormitorio. Pero la abuela empezó a darnos
pistas, mientras se fijaba por qué lugares íbamos bus-
cando:
–Tibio, tibio, tú Clarita, tibio, tibio, vas bien. No,
no ya te estás enfriando… así mejor, un poco tibio.
Ahora tú, Ramón, estás caliente, caliente, ¡arrarray!, ¡ya
te quemas! No, no, no, ya te vas enfriando, frío, friísi-
mo… ¡Uy, no: ya estás en el Polo Sur!
Y así nos fue ayudando, una y otra vez, a encontrar el
pan quemado: bajo el cojín del sillón, entre las cobijas,
bajo la alfombra, entre las dos almohadas, y, por últi-
mo, en sus manos… ¡Qué pícara! ¡Ella tenía el pan en
la mano y nos hizo creer que estaba en muchos luga-
res! ¡La abi es una bandida!
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Estuvimos entretenidos hasta cuando yo estaba a pun-
to de encontrar el pan, y la abi empezó:
–Caliente, caliente calientísimo; ya te quemas,
te quemas, te vas a quemar, te estás queman-
do… –y de repente, se paró de un salto se diri-
gió hacia la puerta, abandonando el juego, y gritó:
–¡Se quemó el pan, guaguas, se quemó el pan!
Por la ventana abierta llegaba, de verdad, un olor a
chamusquina.
Corrimos a la cocina a toda velocidad preocupadísi-
mos por nuestras guagüitas de pan. La abuela corría
primero, al principio, pero le adelantamos como unas
flechas. La abi iba refunfuñando…
–¡Ay, Dios mío!, carajito, ¡se nos quemó el pan quema-
do!
Cuando la abuelita abrió la puerta del horno, todos aso-
mamos las cabezas y ahí estaban las guaguas de pan:
gordas, doraditas y ni una gota de quemadas. Brillaban.
El olor sospechoso salía de la olla de la mermelada de
guayaba para el relleno de las guaguas. En los apuros, la
abue se había olvidado de apagar la hornilla eléctrica, la
mermelada se chamuscó y se hizo carbón. Cuando pu-
simos la olla en el chorro de agua fría del lavadero, salió
una terrible humareda y la olla se puso a sonar: “tris,
tras, chiiiisssss”.
Los nietos empezamos a gritar:
–¡Se quemó el pan, abuela! ¡Se quemó el pan quemado!
¡Qué locos, y qué felices!
El pan estaba bien, y olía una maravilla.
La olla de mermelada se quedó quemada para siem-
pre… y las guaguas eran una preciosidad cuando ter-
minamos de ponerles caras, pelos, ropa y otros ador-
nos, con glacé de azúcar impalpable mezclado con
anilinas de colores.
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el duende del
Zumbambico
Rina Artieda
13
Ilustración:
Guido Chávez
Este cuento trata sobre
el juego del Zumbambico
Rina Artieda
Comunicadora, escritora, gestora cultural. Ha publicado 10
libros en diferentes editoriales. Fue editora de la Revista La
Cometa de Diario Hoy. En 2007, obtuvo el primer premio del
Concurso de Literatura Infantil Alicia Yánez Cossío, por El du-
ende del aguacate. Actualmente dirige el emprendimiento
cultural de recuperación del patrimonio intangible quiteño La
cofradía de los duendes.
Guido Chávez
Ilustrador y caricaturista. Ha ilustrado más de 40 libros. Tiene
tres libros como autor integral, dos de literatura infantil y la no-
vela gráfica Así se hace el carnaval, Guaranda, 2000. En el año
2011 obtuvo el 2º lugar en el concurso Jorge Mantilla Ortega,
por las caricaturas publicadas en la revista Ecuador Terra Incóg-
nita, y en el 2013 el Premio Darío Guevara Mayorga, categoría
ilustración.
H ola, hola!
Soy Juliana y te voy a contar cómo, mi herma-
no Mauro y yo conocimos al duende de los jue-
gos… ¡En serio, un auténtico duende burlón!
Sucedió en la genial casa de mi abuelito. Sí, ge-
nial porque está llena de cosas súper interesantes: 15
libros, cuadros, muebles, baúles y mil objetos de
esos que jamás encontrarías en los almacenes o
supermercados.
Como mi abue Alfonsito es arqueólogo, le encantan
las aventuras, por eso siempre jugamos a los detec-
tives. Igual que en las películas de Indiana Jones: él
nos da la primera de varias pistas que seguimos por
toda la casa hasta encontrar el tesoro. Pero no creas
que es de esos con oro o piedras preciosas, no: el
tesoro siempre es un libro fantástico, o algún objeto
encontrado en las excavaciones arqueológicas. Claro,
siempre tenemos nuestra recompensa: un helado gi-
gante, las entradas para el estreno de una película, o
algo así... Pero lo que más nos gusta, es que el abue
nos cuente sobre el tesoro encontrado porque, eso sí,
todas las cosas que hay en su casa, tienen su historia.
Resulta que en una de nuestras aventuras, mientras yo
abría y cerraba los cajones de un mueble buscando
una llave, sonó un clic y se abrió un compartimento
secreto. ¡Te imaginas! En su interior había un botón
redondo y grande; cada uno de sus dos orificios esta-
ba atravesado por una cuerda dorada, ambas atadas
juntas en sus extremos.
–¡Juli… encontraste un zumbambico! Lo vi en uno
de los libros de mi abue –me dijo mi hermano cuan-
do lo vio.
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–¿Zumbambico dijiste? ¿Y… qué significa eso? –le
pregunté mientras le entregaba el objeto.
–Es un juego, de esos de los tiempos del abuelo.
Mira, creo que funciona así...
–¡Espera ñaño! Creo que mi abuelito debería verlo
primero.
–Miedosa, solo es un juego, mira: Lo sostienes de las
puntas y lo haces girar impulsándolo hacia el frente
hasta que las cuerdas se enrollen. Luego, tiras de ellas
para que el botón se desenvuelva.
Al instante, el zumbambico emitió un sil-
bido casi musical y, sin que Mauro pudiera
controlarlo, giró como loco. Los rayitos que
se desprendían de sus cuerdas doradas
formaron un bulto luminoso que, rápida-
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mente, salió por la ventana. Entonces, mi
abue entró y Mauro, asustado, corrió hacia
él para soltar el juguete en sus manos.
–¿Por qué estás asustado hijo? ¿Déjame
ver? Pero si es… es un zumbambico con su
botón de hueso y sus cuerdas de oro. ¡Dios
mío! ¡Lo encontraron!, gritó emocionado.
–Mauro lo hizo girar abuelito; yo lo en-
contré, pero Mauro lo hizo girar… –dije
asustada.
–¡Hijo, es muy importante que me digas si giraste el
zumbambico hacia ti, o hacia el frente.
–Lo hizo hacia el frente –dije con seguridad, mientras
mi hermano me hacía una mueca de fastidio.
–Y… ¿pasó algo más? –preguntó mirándonos con
duda.
Sin saber por qué Mauro y yo ocultamos al abue lo del
bulto de luz.
Desde entonces en la casa sucedieron cosas raras: va-
rias veces, sin que pudiéramos descubrir desde dón-
de, nos lanzaban canicas coloridas a la cabeza. Un día,
cuando Mauro, se ajustaba los zapatos, algo saltó por
sobre sus espaldas gritándole: “Primera, sin que te
roce”. “Segunda, que se te hunda”. “Tercera, rodilla
en tierra”. Ja, ja, ja…
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A mí, esa vocecita chillona me cantaba desde todo
lado: “A la una sale la luna”. “A las dos suena el re-
loj”. “A las tres, viene el Andrés”… A la madruga-
da, el travieso –porque así decidimos llamarlo– nos
quitaba las cobijas mientras recitaba: “Buenos días
sus señorías matantirun, tirun-lá…” Lo complicado
era cuando “sin ton, ni son” –como suele decir mi
abue–, sus lentes, libro, o pantuflas desaparecían.
Entonces las palabras “Helado, frío, tibio, caliente”
eran las que nos indicaban cuán cerca estábamos de
encontrar las cosas hurtadas y, cuando eso sucedía,
aquella voz emocionada gritaba “Se quema el pan,
se quema el pan...”
El travieso nos hacía de las suyas, especialmente cuan-
do escondía los huevos del desayuno tan solo para
preguntar burlón: “¿…y qué es del huevito?” y él mis-
mo se respondía: “Se comió el padrecito”, mientras se
le escuchaba atrancarse por tanta carcajada.
Lo vimos una sola vez, rapidísima: fue cuando lo en-
contramos en el dormitorio del abue cantando: “Ha-
cen rin, hacen ran, los maderos de San Juan. Piden pan
y no les dan, piden queso y les dan hueso…” Claro,
esa era la canción que el abuelo nos cantaba mientras
nos mecía en sus piernas, hacia adelante y hacia atrás.
Esta vez, el duende estaba haciendo aserrín al abuelo
mientras él dormía en la mecedora: “Piden melcocha y
les botan a la co-cha.”
Entonces, sin que podamos evitarlo, empujó con fuer-
za a la silla y el abue, alertado por nuestros gritos, ape-
nas avanzó a sostenerse para no caer. En su descuido
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el duende, que se había olvidado de desaparecer, sal-
taba y aplaudía con júbilo repitiendo: “A la cooocha,
a la cooocha…” Asombrados, los tres lo miramos sin
atinar qué decir. Cuando se percató de que estaba vi-
sible, se sonrojó como un tomate, chasqueó los dedos
y desapareció.
Descubiertos en nuestra mentira, Mauro y yo contamos
al abuelito sobre el bulto de luz que se había despren-
dido del zumbambico.
Entonces, él nos contó lo siguiente:
–Ese zumbambico es el mágico regalo de gratitud que
una sabia anciana dio a mi padre cuando él expuso
su vida para salvar la de ella. “Encierra a un duende
juguetón, para liberarlo deberás girar el zumbambico
hacia fuera de ti. Es muy inquieto y travieso, por eso,
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para que se tranquilice, debes hacerlo regresar giran-
do el zumbambico hacia tu cuerpo. Él te regalará la risa
y la diversión de los juegos de niños.”
–Pero el travieso es loco abuelito, no sabes todas las que
nos ha hecho –dijo Mauro mientras trataba de encon-
trarse los chichones que las canicas le habían provocado.
Ilustración:
Guido Chávez
Este cuento trata sobre
el juego del sapo
Julio Awad
Escritor y editor. Ha publicado cinco libros de novela corta y
cuento. Ha colaborado en obras académicas y de literatura di-
rigidas a niños y jóvenes. En 2013 recibió el galardón “Piedra
Negra sobre Piedra Blanca” en Lima, Perú, por sus aportes a la
cultura. Fue presidente de Girándula, IBBY Ecuador del 2016 al
2017.
Guido Chávez
Ilustrador y caricaturista. Ha ilustrado más de 40 libros. Tiene
tres libros como autor integral, dos de literatura infantil y la no-
vela gráfica Así se hace el carnaval, Guaranda, 2000. En el año
2011 obtuvo el 2º lugar en el concurso Jorge Mantilla Ortega,
por las caricaturas publicadas en la revista Ecuador Terra Incóg-
nita, y en el 2013 el Premio Darío Guevara Mayorga, categoría
ilustración.
A -bu-rri-dooo! –Mateo gruñe mientras patea la
tierra. Para él, si hay algo peor que pasar el fin
de semana en la finca de su tío, es pasar en la
finca y estar castigado–. Todo por culpa de la insopor-
table de Eliana –se dice el muchacho y la cara se le
pone roja.
Al resto de su familia parece encantarle la finca, espe- 25
cialmente a Eliana. El clima es tibio todo el año y el
viento sopla de manera lenta entre los árboles. El am-
biente está cargado de trinos de pájaros y el chis–chis–
chis de los aspersores que riegan los campos, lo que
produce un rico olor a tierra mojada. A Mateo también
le había fascinado ir a la granja de su tío hasta hace
algún tiempo, pero ya tiene once años y hay cosas que
le interesan más.
Una de las cosas que ya no le interesan a Mateo es
jugar con su hermana menor; por eso, cuando Eliana
insistió en que jugaran juntos, él no quitó los ojos de
su videojuego y dijo “piérdete”. La niña le sacó la len-
gua y le dio un golpe en el brazo, lo que provocó que
el muchacho perdiera en su juego. Ahí empezó la pe-
lea que terminó con algo que Mateo nunca le había
dicho antes a su hermanita: “te odio”. El castigo que
le impusieron sus padres fue disculparse (lo que hizo
sin sentirlo) y la prohibición de usar el celular y el PSP
durante todo el fin de semana.
–¡Cómo la odio! –repite Mateo entre dientes.
El chico camina hacia la bodega para ver si halla algo
para entretenerse. Abre la puerta de madera y en-
cuentra un montón de artefactos antiguos, todos cu-
biertos con una gruesa capa de polvo. Mateo se sien-
te muy grande como para explorar esas maravillas. Sin
embargo, en una esquina de la bodega, el muchacho
encuentra algo que le llama la atención.
A pesar del polvo, todavía brilla la figura de bronce
encima del mueble de madera. Mateo se acerca más.
Diez discos de acero, del tamaño de monedas de un
dólar, se encuentran apilados en una esquina de esa
26 especie de mesa, de un metro de altura más o me-
nos, con agujeros alrededor de la figura de un sapo
sentado y con la boca abierta. Mateo quiere probar
su puntería así que decide sacarlo porque la bode-
ga, aunque espaciosa, tiene demasiados obstáculos
como para jugar tranquilamente.
Después de arrastrar el pesado juego, Mateo toma
las diez fichas en su mano izquierda, da siete pasos
largos, como le habían enseñado, y lanza las piezas a
los agujeros. Apunta a la boca del sapo, la que da más
puntos. Mateo lanza todas las fichas y luego las reco-
ge de los canales que indican los puntos que ha obte-
nido. Se aleja de nuevo para intentar meter al menos
una ficha por la boca del sapo. Trata una y otra vez, a
veces está muy cerca, golpea la cabeza o el cuerpo
del sapo, pero ninguno de los pequeños discos entra
en la boca de la figura de bronce.
Luego pasa algo increíble.
Mateo toma la última ficha que
tiene en la mano, se concentra
completamente, tensa los músculos
de sus brazos y lanza el disco de acero. En milésimas
de segundo, Mateo se da cuenta de que ha hecho un
lanzamiento perfecto, la ficha vuela directo a la boca
del sapo. No hay nada que la detenga. El rostro del
muchacho empieza a dibujar una sonrisa de triunfo
pero… el sapo parece cerrar la boca y la ficha no entra.
¿Puedes imaginarte el susto que se pega Mateo?
¿Qué harías tú si ves un sapo de metal que puede
moverse? Pues Mateo hace lo que cualquier mucha-
cho haría. Sale corriendo a ver a sus papás.
Mateo entra a toda velocidad a la casa de la finca.
Piensa gritar pero se da cuenta de que quizás creerán
que se ha vuelto loco. Busca por la sala, solo está Elia-
na leyendo un libro. Corre por toda la casa pero no
hay rastro de sus papás ni de su tío.
–¿Dónde están los demás? –pregunta Mateo a Eliana,
todavía con rabia.
–Fueron a comprar algo para la merienda, ñaño –res-
ponde la niña, dejando el libro en su regazo–. ¿Pasa
algo?
–¡No! –Mateo responde con furia pero después pien-
sa que tiene que mostrarle a alguien lo que ha visto–.
Bueno, sí. Ven a ver.
Eliana sigue a su hermano mayor hacia afuera. Corren
por el corto tramo que separa la casa de la bodega y
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llegan a donde está el juego del sapo. Mateo se acer-
ca con algo de miedo al juego para tomar las fichas;
teme que el sapo se porte más dinámico que antes y
salte sobre él para morderlo. Nada de eso pasa.
–Mira, Eliana –dice Mateo y lanza la primera ficha que
pasa como a treinta centímetro del mueble.
–¡Jajaja! ¡Qué mala puntería tienes, ñaño!
–¿Ah, sí? Pues inténtalo tú –Mateo le da bruscamente
las nueve fichas a su hermana mientras va a recoger la
que ha volado lejos.
Las fichas casi no caben en la manita de Eliana. La niña
toma una ficha, entrecierra el ojo izquierdo para apun-
tar mejor, hace un par de movimientos con su mano y
lanza. ¡Clin! La ficha suena contra el interior metálico
del sapo. Esta vez el animalejo no cerró la boca.
Eliana da saltos de gusto por los 4000 puntos que ha
conseguido. Mateo, en cambio, está medio molesto
porque su hermana logró en un intento lo que él no
pudo hacer como en cincuenta, y medio desconcer-
tado porque el sapo no se movió esta vez, o quizás lo
hizo para atrapar el disco que lanzó la niña.
Mateo lanza la ficha que recogió del suelo, casi sin
pensarlo. ¡Clin! Adentro de la boca del sapo. Hace
una señal de triunfo con el puño y Eliana se acerca y
abraza a su hermano.
Eliana entrega cuatro fichas a su hermano y lanzan por
turnos: ¡clin!, ¡clin!, ¡clin! Las diez fichas entran por la
boca del sapo que esta vez parece que se mueve para
atrapar las piezas en el aire, como un perro atrapando
30 un frisbee.
***
Cuando ya es hora de merendar, los niños dejan las
piezas de metal para jugar el día siguiente. Mateo le
pide perdón a su hermana por la pelea de la tarde.
Los dos se abrazan y van a la casa de la finca. Detrás
de ellos, la figura de bronce del sapo parece sonreír.
Fíjate bien
María Eugenia Delgado
Ilustración:
Darío Guerrero
Este cuento trata sobre
el juego del trompo
Darío Guerrero
Ilustrador y diseñador gráfico. Ha ilustrado varios libros de au-
tores ecuatorianos para editoriales como Santillana y Norma.
Ha trabajado para importantes revistas del país, como la revista
infantil Elé.
C uando el tío Claudio se fue a vivir al “otro lado
del mundo”, como dijo mi mamá, mi vida y la
de muchos chicos del barrio, cambió. Era él
quien siempre salía con ideas divertidas para jugar los
fines de semana y hasta los adultos participaban de sus
ocurrencias y juegos.
Una vez nos propuso armar coches de madera y pre- 33
pararlos para la competencia que se hacía una vez al
año en la ciudad. Clara, Ernesto, mi tío y yo decidimos
participar, con tal suerte que nos ganamos el segundo
lugar y nos dieron a todos unas medallas.
Para las fiestas del barrio, mi tío tenía la consig-
na de organizar los juegos: era de verlo saltan-
do en los sacos o formando parte del juego de la
pelota nacional; definitivamente, era “el alma de
la fiesta”, como dijo mi papá. Y desde su partida, ya
nadie le ponía el mismo entusiasmo.
Cuando fuimos a despedirlo al aeropuerto, mi tío me
dijo:
—Dejé un regalo para ti.
—¿Qué es, tío? —le pregunté.
—Es una sorpresa, búscala en tu cuarto.
Cuando regresamos, busqué en mi cuarto pero no vi
nada sobre la cama ni en el velador, revisé también el
armario, los cajones del escritorio, pero nada de nada.
En un principio pensé que mi tío, quien era un tre-
mendo despistado, se había olvidado de dejármela.
Pasada una semana, el tío Claudio empezó a escribir-
nos, contándonos las experiencias que iba teniendo
en ese país tan diferente. Y un día que hablamos por
teléfono, me preguntó por la sorpresa.
—Tío, creo que se te olvidó porque no la encontré
—le dije.
—Mmmmm con que me olvidé —dijo, y se echó a
reír—, fíjate bien debajo de tu cama.
34 Fui inmediatamente a mi cuarto y ahí, en una esquina,
al lado de la pata, vi una cajita pequeña. No podía
creer que hubiera sido el único lugar en el que no ha-
bía buscado.
La abrí rápidamente: en su interior estaba ¡el trom-
po!, sí, el trompo que mi tío cargaba desde su infancia
como si fuera un amuleto. Me sentí el sobrino preferi-
do, pues él nunca dejaba que nadie lo tocara. Una vez
me contó que cuando tenía mi edad no había en su
barrio nadie que lo hiciera bailar mejor que él.
Se notaba que el tiempo había pasado, porque la ma-
dera estaba un poco desgastada, la cuerda que había
sido de color blanco, era de color habano y el clavo se
veía un poco oxidado.
Estaba muy emocionado; sabía lo que ese trompo sig-
nificaba para él, sin embargo, no tenía la menor idea
de cómo usarlo, así que enrollé la cuerda y lo lancé con 35
fuerza. El trompo salió volando y se estrelló contra la
puerta, cayó en el piso y… ¡se rompió por la mitad!,
con lo que el clavito se desprendió y quedó torcido.
En un segundo había destrozado el tesoro de mi tío,
ese trompo que él había guardado por años con tanto
cuidado. No sabía qué hacer, recogí los pedazos y los
guardé nuevamente en la caja. Me sentía tan mal que
los días siguientes, cuando llegaba la hora de hablar
con el tío Claudio, me encerraba en mi cuarto. Hasta
que un día, mi mamá dijo:
—Creo que deberías contarle a tu tío lo que pasó, él no
entiende por qué ya no quieres hablar con él. Ramón,
los problemas hay que enfrentarlos. No te puedes es-
conder toda la vida.
Con mucha vergüenza, le conté al tío lo sucedido. Él
se quedó callado por un largo tiempo sin gritarme, sin
reprocharme, sin nada de nada, después dijo:
—Me da pena, sí, pero la intención de dejarte el trom-
po no era que lo conservaras para siempre guardado
en la caja, sino que aprendieras a divertirte con él —y
luego, agregó—. Celso, el carpintero amigo mío, pue-
de hacer un trompo para ti y para tus amigos; también
puede enseñarles a jugar, porque cuando éramos ni-
ños, él era casi tan bueno como yo —y se rió. Finalmen-
te dijo—. Si lo haces, será como si mi trompo siguiera
vivo.
Así que junté a mis amigos del barrio y fuimos donde
don Celso. Él nos hizo un trompo a cada uno y nos en-
señó a jugar. Nos explicó que una vez que se enrolla
por completo la cuerda, se debe colocar el dedo pul-
36 gar en el clavito y los dedos índice y corazón en la par-
te superior del trompo, y que con esos mismos dedos
se debe sostener la cuerda, para que al lanzarla, no se
escape.
Aprendimos la técnica y empezamos a jugar.
Pronto, otros niños quisieron participar y terminamos
organizando un campeonato de trompos. Ese día fue
increíble, porque sucedió algo que hasta ahora no me
lo explico: mientras mi trompo giraba, noté que en
Ilustración:
Alice Bossut
Este cuento trata sobre
la tradición de la vaca loca
Alice Bossut
Ilustradora. De nacionalidad francesa vive en Quito desde hace
varios años. En el 2015 creó Comoyoko junto a Marco Chamo-
rro, un taller editorial en el que han editado en serigrafía origi-
nales propuestas de varios ilustradores e historias ligadas a la
tradición popular del Ecuador.
A
ver, un ratito. Un ratito. Les aclaro. Ni soy vaca
ni estoy loca. Pero me gusta jugar a ser am-
bas, aunque sea por unos minutos porque,
cuando las fiestas terminan, yo desaparezco.
O más bien, quedo convertida en carbón después de
consumirme en alguna hoguera. Es duro pero es así. En
unas horas paso de la alegría más grande a la tristeza 39
más profunda. Entonces espero, en silencio, a que otra
fiesta llegue. La gente ni se acuerda de mí durante ese
tiempo, pero soy a veces un latido y otras un zumbido
en medio del silencio. El único que me escucha es Jua-
nito. Él sabe cuándo estoy cerca y, en ese momento, se
queda quieto, en posición de escuchar mis pasos, mi
respiración, mi risa contenida.
–¿Qué estás oyendo? –le pregunta la gente.
–Nada –dice Juanito, pero él sigue escuchándome.
–Parece que se le cayó un tornillo al Juan Francisco –se
ríen sus compañeros de clase.
–¿Qué estará escuchando mi loquillo? –se pregunta la
mamá, doña Angelita.
–A lo mejor no solo escucha sino que también ve algo
que nadie más puede ver –carraspea, entonces, doña
Emma, la abuela de Juanito.
Le digo: “Juanito, me muero de ganas de volver
a correr por las calles, lloviendo estrellas, monta-
da sobre tus hombros. ¿Te acuerdas cómo nos di-
vertimos en las fiestas de San Pedro y San Pablo?”
Juanito dice que sí con la cabeza. “Hemos viajado
a tantos sitios, ¿no? Por ejemplo, estuvimos en la
Ilustración:
Camiluna
Este cuento trata sobre
el juego del lobo feroz
¡Huuuyyy!
Si el lobo aparece,
¡Huuuyyy!
50 …¿Qué estás haciendo lobito?
¡Me estoy poniendo la camisa!
¡Huuuyyy!
¡Huuuyyy!
¡HUUUUUYYY!
—Pero te faltan cosas lobo. —dice una niña.
El bosque es misterioso y la casa de los niños también,
y en ella hay alguien muy poderoso llamado ¡Mamá!,
que ordena:
NIÑOS, se acabó el juego:
¡A la cama!
¡NOOOOO!!! ¡PERO SI YA MISMO TERMINAMOS!
Ningún pero, ya es muy tarde. ¡A la cama, ahora mismo!
52
Juguemos en el bosque
Ilustración:
Santiago González
Este cuento trata sobre
las cometas
Liset Lantigua
Escritora, editora y bibliotecóloga. Cubana, reside en el Ecuador
desde 1997. Máster en Edición por la Universidad Autónoma de
Barcelona. Ha publicado 15 libros entre poesía y literatura infantil
y juvenil. Uno de sus libros forma parte de la Lista de Honor del
IBBY, 2012. Ha editado más de 50 obras destinadas a niños y a
jóvenes. Dirige la Biblioteca Gabriel García Márquez, de UNASUR.
Santiago González
Ilustrador, diseñador gráfico, autor de libro álbum. Ha ilustrado al-
rededor de 60 libros de escritores nacionales y extranjeros. Tiene
cuatro libros como autor integral. Trabajó en Santillana de 1995 al
2007 como Director de Arte. En esta responsabilidad y como pro-
fesor universitario ha formado a toda una generación de ilustra-
dores ecuatorianos, tanto de literatura como de libros didácticos.
E l papá de Ana es astronauta. Vive en la Luna. Es
verdad. El papá de Ana vive en la Luna.
El papá de Ana no viene a verla porque está muy
ocupado plantando árboles en la Luna.
Hasta ahora, solo ha logrado ver crecer un diente de
león. Al parecer las otras semillas son muy lentas. 55
Además de sembrar, el papá de Ana dibuja cosas en la
Luna. Cosas que desde la Tierra no se ven. Pero la ven-
tana del cuarto de Ana es grande y ella sí logra ver los
barcos y dragones que su papá hace, de modo que en
la mañana siguen desfilando frente a los ojos de Ana
como si fueran nubes.
Allá, en la Luna, el padre de Ana está solo. Esto es algo
que a Ana le causa un poco de tristeza. Pero luego
piensa que quizá a su papá le guste estar así, contem-
plando a la gente del mundo desde lo alto, meciendo
las piernas, sin parar de reír porque en la Tierra hay
gente cómica de todo tipo:
Gente de la que lleva la camisa mal abotonada y le so-
bra un trozo.
De la que lucha como un caballo desbocado sobre las
olas en una tabla delgada.
Gente de la que sale con un zapato de un color y otro
de otro…
De la que lleva un paraguas que se voltea bajo la lluvia,
como en los dibujos animados.
Y gente dormida en los autobuses, pegada a la venta-
na, con la boca abierta.
Y todo esto da risa.
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Ana y su papá se escriben cartas.
Cartas que solo pueden enviarse en verano, gracias
a que el viento de la Luna recorre la Tierra y trae y
lleva cosas.
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Ilustración:
So Zapato
Este cuento trata sobre
el juego del f lorón
Sofía Zapata
Ilustración:
Eulalia Cornejo
Este cuento trata sobre
el juego de las canicas
Graciela Eldredge
Docente y escritora. Ha publicado 20 obras de literatura infan-
til. Doctora en Ciencias de la Educación y Magister en Tecnolo-
gía Educativa. Trabajó en el Ministerio de Educación y Cultura
como autora de textos escolares en el área de lectura y lengua-
je. En el año 2008 un cuento suyo se hizo acreedor al Premio
Alicia Yánez Cossío del Gobierno de la Provincia de Pichincha.
Eulalia Cornejo
Ilustración:
Diego Aldaz
Este cuento trata sobre
varios juegos tradicionales
Diego Aldaz
Ilustrador. Ha colaborado con varias editoriales del país. Trabaja
en Zonacuario ilustrando la Revista Elé, y es uno de los creadores
del Capitán Escudo. Además de hacer ilustración infantil ha incur-
sionado en el cómic y el manga.
E l profesor nos dijo hoy que los juegos tradicio-
nales se están perdiendo, y que es una lástima,
porque son muy divertidos. Nos mandó como
tarea conversar con nuestros abuelitos y preguntarles
cuáles eran los juegos que preferían de niños.
—Ahora todo es electrónico —dijo—. La gente pa-
rece hipnotizada por sus ‘juguetes’ modernos. La 79
comunicación parece haberse roto, incluso entre los
miembros de la familia. Lo que en un momento fue
un medio de difusión se ha convertido en un objeto
de evasión y aislamiento. El papá mira el fútbol en un
televisor, la mamá la telenovela en otro y los hijos tie-
nen pegadas sus narices a sus programas favoritos en
un tercero. Los juegos de antes eran entretenidos y
permitían la participación de varias personas —con-
cluyó—. Tienen todo el fin de semana para hacer su
investigación.
Yo me puse a sufrir, porque prácticamente no tengo
abuelos. De los cuatro que tuve, tres han muerto, y al
único que me queda, al papá de mi papá, le dio un
derrame cerebral el año pasado. ¡Pobre! Se llama Fe-
derico y era súper amoroso cuando estaba sano. Me
contaba chistes, me llevaba al parque de diversiones,
me compraba libros y me regalaba golosinas. El pobre
se la pasa ahora sentado en una silla de ruedas, con la
mitad de su cuerpo paralizado y sin poder hablar. Pero
lo que no puede decir con palabras lo expresa con sus
ojitos tristes, que parecen alegrarse cuando yo le ha-
blo. Mamá dice que no lo moleste, que él no entiende
lo que se le dice; pero yo estoy seguro de que me es-
cucha y por eso me gusta compartir con él lo que me
ha pasado en la escuela. Así que hoy llegué, y lo prime-
ro que hice fue explicarle la tarea que debemos hacer.
—¡Lástima que no me puedas ayudar, abuelo! —
le dije—. Estoy seguro de que te divertiste mucho
cuando niño y que me habrías podido contar a qué
jugabas…
Entonces el abuelo movió su mano izquierda con gran
80 esfuerzo y señaló con el dedo índice el pequeño vela-
dor que estaba al lado de su cama. En seguida hizo un
gesto para pedirme que moviera su silla de ruedas has-
ta el velador. Yo estaba entre sorprendido y asustado,
porque nunca antes lo había visto actuar tan expresiva-
mente, desde que se enfermó. Seguí sus instrucciones.
Él tocó el cajón y me instó a que lo abriera. Cuando lo
hice, señaló una cajita de metal y me invitó con sus ojos
a tomarla y a mirar lo que había dentro. ¡Era el trompo de
madera con el que habíamos jugado cuando del abue-
lo estaba bien! Él me había enseñado a envolver la pio-
la y a lanzar el trompo hasta que me convirtió en un ex-
perto. Aprendí a que el trompo bailara en mi mano, en
mi brazo y hasta en mi hombro. Durante mucho tiempo
fue mi juguete favorito, hasta que papá me regaló un
Nintendo Wii en mi cumpleaños… y yo perdí de vista
al trompo del abuelo. El anciano dirigió sus atro-
fiados dedos al trompo primero y a mí después,
dándome a entender que me lo llevara. Cuan-
do guardé la caja en mi mochila, los ojitos del
abuelo brillaron, y hasta creí ver una sonrisa de felici-
dad en sus facciones. Pero entonces entró mamá y me
regañó de lo lindo:
—¿Es que no entiendes que no debes molestarlo? ¿Y
por qué lo has movido? ¡Él debe estar junto a la ven-
tana, para que pueda tomar el sol! ¡Anda a tu cuarto!
Subí a mi cuarto y me dispuse a disfrutar del regalo
del abuelo. Lancé con habilidad el trompo y éste se
puso a girar como si le hubiera dado cuerda; es más:
produjo un ronquido que me recordó a los de papá,
y empezó a agigantarse, hasta tomar el tamaño de
una persona adulta. Yo no podía creer lo que estaba
pasando y me acerqué a él, para asegurarme de que 81
no era producto de mi imaginación lo que veía, pero
entonces sentí que también empezaba a girar junto
al trompo, como si hubiera subido a un carrusel su-
persónico.
Cuando dejamos de girar, el trompo volvió a su ta-
maño normal y yo lo guardé en mi bolsillo, junto con
la piola, que se había quedado anudada en el dedo
índice de mi mano derecha. Miré alrededor y todo era
desconocido. Mi cama no era mi cama. Mi cuarto no
era mi cuarto. Habían desaparecido mi escritorio, mi
televisor, mi iPad, mi iPhone, mi Nintendo Wii… En
su lugar, sobre una mesita de noche, descansaba un
aparato de radio antiguo, marca Telefunken, parecido
al que vimos una vez en un museo del Centro Históri-
co. Se abrió la puerta y entró un niño con pantalones
cortos, chaleco y corbata. Llevaba un peinado rarísmo,
con el pelo estirado hacia atrás, y unos lentes redondos
muy grandes. Su cara me era súper familiar, pero no
supe exactamente a quién me recordaba. El niño tomó
unos libros y los metió de prisa en un maletín. Entonces
se escuchó la voz de una mujer, que gritaba:
—¡Apúrate, Federico, que el bus de tu escuela no de-
mora en llegar!
¡Entonces era él! ¡Era nada más ni nada menos que el
abuelo, cuando tenía aproximadamente mi edad! No
sé cómo había sucedido todo esto, pero antes que ave-
riguarlo, preferí conversar con él. Sin embargo, el abue-
lo Federico no me escuchaba ni me veía, así que decidí
acompañarlo a su escuela y disfrutar de esta aventura
que estaba viviendo. Pasé al lado de la madre de Fede-
rico (¡mi bisabuela!), pero tampoco ella pareció notar
82 mi presencia; bajé por los escalones de una casa antigua,
crucé pasillos y portones y, finalmente, el abuelo-niño y
yo salimos a la calle. Nada que ver con la ciudad en la
que vivimos hoy con mi familia, llena de vehículos, ruido
y esmog. Casi no había autos ni motos, y los pocos ca-
rros que pasaban eran iguales a los de mi colección de
miniaturas de los años 50, con unas marcas rarísimas:
Studebaker, Lincoln, De Soto, Oldsmobile, Pontiac…
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