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Los conceptos de “formalismo” y “anti-formalismo” en teoría del derecho

Nota a los lectores: Por generosidad de la dirección de Ámbito Jurídico, se me ha permitido


escribir un artículo académico en las páginas del periódico. Entiendo la actividad académica como
un ejercicio de argumentación paciente, detallado y, en la medida de lo posible, riguroso. El Dr.
Tamayo Jaramillo me pide aclaraciones sobre una porción muy extensa de la teoría del derecho y
no puedo darlas a cabalidad dentro del formato del “artículo de opinión”. Sirva esto como excusa
a los lectores, cuya paciencia a continuación pongo a prueba.

Nota a los lectores: Por generosidad de la dirección de Ámbito Jurídico, se me ha permitido


escribir un artículo académico en las páginas del periódico. Entiendo la actividad académica como
un ejercicio de argumentación paciente, detallado y, en la medida de lo posible, riguroso. El Dr.
Tamayo Jaramillo me pide aclaraciones sobre una porción muy extensa de la teoría del derecho y
no puedo darlas a cabalidad dentro del formato del “artículo de opinión”. Sirva esto como excusa
a los lectores, cuya paciencia a continuación pongo a prueba.

Bogotá, Julio 3 de 2005

Apreciado Dr. Tamayo Jaramillo:

Le agradezco inmensamente la atención que de nuevo presta a mi obra. En la columna de esta


semana me pide que disuelva una posible confusión que usted detecta en mis libros entre “nuevo
derecho”, “anti-formalismo” y lo que usted prefiere denominar la “interpretación razonable”. Con
su venia, quisiera proceder de la siguiente manera: en primer lugar, y en beneficio del lector, voy a
tratar de reconstruir la objeción que usted me hace; luego trataré de responderle y, ojalá, aclarar
el punto de manera suficiente.

Empecemos, pues, con su objeción: según usted, yo confundo en mis obras los conceptos de
“nuevo derecho”, “anti-formalismo” e “interpretación razonable”. Mi confusión radicaría en lo
siguiente: según su lectura de mis obras, los conceptos de “nuevo derecho” y “anti-formalismo”
los utilizo para designar una escuela de teoría del derecho según la cual los jueces deben fallar los
casos según su corazonada o intuición subjetivas, incluso si ello implica desconocer normas válidas
vigentes. Esta tesis, además, estaría tomándose los corazones de jóvenes estudiantes de derecho
con serio y evidente peligro para el estado de derecho y la democracia. Dado que usted está en
desacuerdo con esta posición (y sus desastrosas consecuencias), usted no acepta ser calificado
como miembro del “nuevo derecho” y tampoco como “anti-formalista”. Del otro lado, sin
embargo, existe una “interpretación razonable” de la ley según la cual los textos legales, sin ser
nunca desconocidos, pueden ser interpretados razonablemente. Usted es un jurista que aboga por
la interpretación razonable pero que aborrece la jurisprudencia del capricho del nuevo derecho y
del anti-formalismo.

He tratado de ser fiel a sus argumentos en la reconstrucción de su objeción. Hecho ésto, paso a
responderle. Déjeme comenzar con lo siguiente: su lectura de mis obras parte, en general, de una
suposición que me parece errónea. Desde Hume, al menos, resulta fundamental distinguir entre
hechos y valores. Permítame el siguiente ejemplo. Es preciso distinguir entre tres tipos de
afirmaciones: (1) una cosa es decir que los jueces fallan, de hecho, según sus caprichos personales;
(2) otra cosa es decir, por ejemplo, que los jueces Hutcheson y Frank en los Estados Unidos
sostuvieron en escritos académicos de los años treintas que las decisiones judiciales eran
determinadas mucho más fuertemente por estímulos sociológicos y psicológicos que por premisas
normativas; (3) finalmente, otra cosa es afirmar que todos los jueces deberían fallar los casos
según sus opiniones políticas personales.

Respecto de la afirmación (1), debo confesarle que no tengo idea. Es una cuestión de hecho que
debe ser comprobada empíricamente. Mis obras no son de sociología del derecho y no he
investigado el tema. Usted, en cambio, ha sostenido en varias de sus columnas que los jueces de la
Corte Constitucional colombiana fallan precisamente así. Es una afirmación grave. Sería estupendo
que, fundamentado en su capacidad de determinar este punto, igualmente nos dijera si piensa
algo similar de los jueces de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Yo me declaro
ignorante en este punto.

Respecto de la afirmación (2), déjeme confesarle que de esa sí tengo conocimiento independiente:
la afirmación dos es cierta. Lo sé con toda certeza porque he leído los ensayos de estos autores y
porque creo que la afirmación (2) es un resumen correcto, aunque quizá apresurado, de su tesis
central. Respecto de la afirmación (3) le insisto en lo que afirmé en mi carta pasada: no conozco a
nadie que haga esa afirmación. Y “nadie” incluye, por supuesto al “nuevo derecho”, al “anti-
formalismo” y a mis propias opiniones. Ni siquiera los jueces Hutcheson y Frank sostenían que los
jueces debían fallar según su personalidad o inclinaciones individuales. Ellos sostenían que los
fallos judiciales, de hecho, se basaban retóricamente en normas jurídicas pero que, en realidad,
esta era tan sólo una fachada que encubría el hecho sociológico y psicológico básico según el cual
las personas responden a las estructuras e inclinaciones profundas de su personalidad y no a la
fuerza normativa del derecho. Esta tesis, evidentemente, sólo es posible después de aceptar la
tesis freudiana que revolucionó la visión clásica de los procesos mentales. El juez Frank, de hecho,
buscaba mostrar, siguiendo a Freud, que las decisiones judiciales respondían más al control del
inconsciente que de facultades mentales bajo control consciente.

Llamemos a esta tesis de Frank, si le parece, la tesis del “escepticismo frente a las normas”. En el
derecho hay datos que a veces sugieren, sin poder probar concluyentemente debido a cuestiones
de multicausalidad, que el escepticismo frente a las normas puede ser, al menos a veces, correcto:
piense, por ejemplo, en el hecho estadístico según el cual, en los Estados Unidos, el hecho de ser
de raza negra incrementa de manera muy importante las posibilidades de ser condenado a pena
de muerte frente a acusados de raza blanca situados en idéntica situación; o piense en Colombia,
la eterna discusión sobre los límites entre la jurisdicción ordinaria y la penal militar en la
evaluación y condena de los mismos hechos. Si los jueces no respondieran a los determinantes
sociológicos y psicológicos de su vida, historia y valores, y solamente lo hicieran en cumplimiento
de normas objetivas y unívocas, ¿cuál es la razón que nos ha llevado a que los colombianos
hayamos tenido esta discusión política y jurídica?

Las dos primeras aclaraciones fundamentales que quiero hacer se derivan de la distinción entre
hecho y valor: en primer lugar, creo que es completamente indudable que mis obras (tanto “El
derecho de los jueces” como “Teoría impura del derecho”) son libros que están orientados a hacer
mayoritariamente afirmaciones del tipo (2) y no del tipo (1) o (3). Se tratan de libros de historia
intelectual, de periodización iusteórica y de exploración de mentalidades. Los libros que hacen
afirmaciones del tipo (1) son libros de sociología jurídica o judicial; los libros que hacen
afirmaciones del tipo (3) son libros de teoría normativa del derecho. Mis libros son
mayoritariamente de teoría descriptiva del derecho, es decir, libros que buscan describir el
decurso de las ideas y de la conciencia jurídica en Colombia; no son libros que busquen prescribir o
normativizar las formas cómo los jóvenes juristas colombianos deban aproximarse al derecho.
Estoy seguro que en ellos hay muchas afirmaciones del tipo (1) y (3), pero creo que son obras que
ciertamente apuntan a hacer discursos en los que largamente dominan afirmaciones del tipo (2).
Así, por ejemplo, mis libros afirman que en los últimos años en Colombia la actividad jurídica y
judicial ha sido impactada por el “modelo de los principios” y que “el modelo de las reglas” ha sido
criticado desde una perspectiva constitucional. He afirmado que este movimiento intelectual
responde a cambios masivos en el derecho occidental de la segunda post-guerra y explica
adecuadamente, por ejemplo, la actividad de los jueces norteamericanos y alemanes desde los
años cincuentas y la de los jueces colombianos, israelitas, surafricanos, surcoreanos, húngaros y
bolivianos (entre varios otros ejemplos posibles) desde los años ochenta y noventa. Si me permite
una fantasía personal, Dr. Tamayo, le diría que mi sueño consiste en que los lectores de mis obras
“entiendan” mejor la estructura e historia intelectual del derecho colombiano y no que ahora ya sí
“sepan” cómo decidir casos.

Aclarado este punto preliminar, puedo pasar ahora a la sustancia de su objeción. Recuerde el
lector, por favor, la reconstrucción de la objeción que hice al comienzo de este texto. El Dr.
Tamayo distingue entre “interpretación razonable”, que acepta, y “anti-formalismo” y “nuevo
derecho”, que rechaza. Examinemos el punto cuidadosamente. Se me ocurre que el lugar
adecuado para empezar es tratar de hacer una genealogía de estas expresiones. De todas ellas,
creo que la más antigua es la distinción “formalismo”/”anti-formalismo”. Juristas europeos y
norteamericanos de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX empezaron a criticar las formas
dominantes de entender y practicar el derecho que eran comunes a ambos lados del atlántico
durante el siglo XIX. Autores franceses, como Saleilles, Gény y Bonecasse, empezaron a hablar
peyorativamente de la “exégesis” y del “método tradicional”. En los Estados Unidos, el juez
Holmes y Roscoe Pound empezaron a hablar abiertamente en contra del “formalismo jurídico”. La
expresión “anti-formalismo” jurídico es utilizada en mis obras como un término amplio y abstracto
mediante el cual identifico, como si se tratara de un apellido de familia común, todos los esfuerzos
de estos autores por criticar al “formalismo” o al “método tradicional”. Pero mi utilización del
término no es para nada novedosa: se trata de moneda común en discusiones de teoría del
derecho, por lo menos, desde la década de los setentas. Es más: la expresión “anti-formalismo”
hizo carrera a partir del trabajo de Morton White, quien en 1949 escribió un muy importante libro
titulado “Social Thought in America: The Revolt against Formalism”. En él, White quiere mostrar
cómo se da una revuelta intelectual en los Estados Unidos contra varias manifestaciones culturales
de “formalismo” y que tienen un punto común en el pragmatismo de John Dewey. En historia, por
ejemplo, surge la “nueva historia”; en pedagogía, los bien conocidos esfuerzos de la “nueva
escuela”; en derecho, y por aceptación del mismo Dewey en su seminal texto de 1924, “Logical
Method and Law”, surge “la necesidad social e intelectual [de que el derecho sea infiltrado] por
una lógica más experimental y flexible”. Esta reacción anti-formalista en derecho recibió con el
tiempo varios nombres, aunque el apellido común seguía estando presente: se le empezó a llamar,
así, método experimental, jurisprudencia sociológica, jurisprudencia finalista, jurisprudencia de
intereses o, incluso, libre investigación científica.

El “anti-formalismo”, como denominador común de la reacción de Gény y Holmes (por poner dos
ejemplos diversos), es una teoría compleja y polivalente que resulta muy difícil resumir en los
límites propios del presente escrito. Ruego al lector que quiera una caracterización más completa
que se remita al capítulo 4 de mi “Teoría impura del derecho”. Intentaré, sin embargo, una
descripción general de una de sus corrientes: las normas escritas del derecho vigente no
controlan, ni deben controlar por sí solas las decisiones de los jueces. No se trata de la misma tesis
radical del “escepticismo frente a las normas” porque todos los autores que menciono aceptan
que las reglas controlan adecuadamente al menos una parte de la actividad judicial, pero
ciertamente una parte mucho menor de lo que pretendía el método jurídico tradicional o
formalista. Hay muchos casos en los que, primero, no hay norma jurídica aplicable; segundo, la
norma es ambigua; tercero, la norma es contradictoria con otra norma del sistema. Estos defectos,
afirman los anti-formalistas, no son excepcionales. Todo lo contrario: se trata de características
constantes y frecuentes de los sistemas jurídicos complejos que tienen sociedades como las
nuestras desde el mismo fin del siglo XIX. Los anti-formalistas tempranos (que es el nombre que
como grupo les doy en mis libros a estos autores) pensaban que estos casos, sin embargo, eran
resolubles con fundamento en criterios razonables extraídos del mismo derecho o por fuera del
derecho, pero que en todo caso no eran simplemente derivables o deducibles de normas vigentes.
Me es imposible pasar a explicar ahora cuáles eran esos criterios razonables. Sin embargo puedo
decir que se trataba, en general, de una dirección cientificista y positivista que pensaba que las
ciencias sociales podían rellenar el déficit de racionalidad que se derivaba de la constante
cortedad de las normas en dirigir silogísticamente la actividad de los jueces. Termino por decir que
esta dirección jurisprudencial es la fuente directa de la doctrina del abuso del derecho, la
responsabilidad por riesgo, la teoría de la imprevisión, la idea de la propiedad como función social,
el concepto de servicio público administrativo y muchas otras ideas centrales de la dogmática
jurídica contemporánea. Desconocer esta teoría del derecho es ignorar el origen intelectual y
cultural de estas importantes nociones jurídicas.

Existe, sin embargo, una complejidad importante: durante los mismos años que estoy
describiendo (circa 1900-1940), los autores del derecho recurrieron masivamente a las ciencias
sociales para explicar el fenómeno jurídico. En este grupo cabe mencionar a Ihering, Gény, Duiguit,
Ehrlich, Holmes, Pound, Frank, etc., etc. Los “anti-formalistas”, como Gény, utilizaron las ciencias
sociales para tomar decisiones en casos difíciles en los que el derecho vigente no era suficiente.
Muy cercanos a ellos, tanto en período histórico como en dirección teórica y política general, los
proponentes del “escepticismo frente a las normas” utilizaron las ciencias sociales, no para
complementar el derecho, sino para denunciar que el derecho no era un sistema racional de
deducciones normativas. Tan cercanos eran estos movimientos que, con frecuencia, se les
describió como dos alas o ramas de una misma escuela. En los Estados Unidos, por ejemplo, se les
denominó “realistas”, aunque se diferenciaba usualmente entre aquellos como Kart Llewellyn,
para quien el derecho seguía siendo controlable a través de las ciencias sociales, y aquellos otros
como Jerome Frank, para quienes el derecho era incontrolable como precisamente lo denunciaban
los estudios de las mismas ciencias sociales. En América Latina hubo un jurista que pronto se
montó en esa ola anti-formalista: se trata, precisamente, de Luis Recasens Siches quien en su texto
de 1956, “Nueva filosofía de interpretación del derecho” trata de hacer una recepción masiva del
pensamiento de estos juristas “anti-formalistas”. En ese texto utiliza la dicotomía entre “lo
racional” y “lo razonable”, propio de la tópica jurídica, para hacer una caracterización
epistemológica general de estas corrientes. Es preciso advertir, sin embargo, que en muchos de
estos autores existían radicales ambigüedades entre las dos direcciones del anti-formalismo. En
particular, Gény y Recasens Siches oscilan frecuentemente entre la tesis “anti-formalista” y el más
fuerte “escepticismo frente a las normas”. Le sorprenderá, por tanto, Dr. Tamayo, la siguiente
afirmación de Recasens al describir el propósito general de su propio texto:

“En el campo de la práctica, donde quiera que hubo jueces inteligentes, percatados de su misión y
conscientes de su responsabilidad, esos problemas [del formalismo] fueron resueltos
satisfactoriamente: se hizo justicia como se debía hacer, bien que para ello en apariencia tuviese
que retorcerse hábilmente la interpretación de la ley, o acudir a argucias de apariencia lógica, con
el fin de producir externamente la impresión de que el juez seguía moviéndose estrictamente y
con toda fidelidad dentro de los caminos de las reglas positivas previamente formuladas. Así pues,
aquel tipo de problemas fue resuelto en la práctica de modo como en justicia debía resolverse;
pero, en cambio, esto se hizo desde el punto de vista teórico con conciencia turbia. Se obedeció a
las exigencias de la justicia, pero no se halló una justificación teórica para hacer lo que se hacía,
que desde luego era lo que se debía hacer. El juez tenía clara conciencia de lo que debía hacer, y lo
hacía, pero no lograba encontrar las razones teóricamente justificadas, para apoyar su decisión, y
entonces trataba de disfrazar esta decisión con sutilezas pseudológicas para darle una falsa
apariencia de haber sido deducida por inferencia de los textos vigentes. Lo que espero aportar con
este libro es la aclaración que permita a los jueces valientes, cuando se enfrentan con tales
problemas, seguir haciendo lo que ya solían hacer, pero hacerlo a la luz del día, sin subterfugios ni
encubrimientos, justificadamente sobre razones que pertenecen esencialmente a la índole del
derecho positivo. Y con ello, a los jueces timoratos, que no se atrevían a obedecer exigencias de
justicia cuando éstas parecían tropezar con textos establecidos, se les ofrecerá facilidades para
vencer esos temores que sentían, y, consiguientemente, para cumplir con su deber”.

Como se ve en el texto que acabo de citar, y como puede apreciarse de una lectura completa de
esta etapa del trabajo de Recasens Siches, es evidente que hay una radical ambigüedad, también
señalada en Gény, sobre el significado del “anti-formalismo”. En este párrafo es evidente que se
mezclan las dos ramas o corrientes que describí más arriba y que, por tanto, resulta
completamente implausible su separación tan tajante entre “anti-formalismo” y la llamada “lógica
de lo razonable”. Otro tanto sucede con Gény. Sus propias palabras son dicientes:

“De atenernos a las conclusiones del método tradicional, toda cuestión jurídica debe resolverse
mediante soluciones positivamente consagradas por el legislador. De esta suerte se permanece
forzosamente y para todo en la situación en que nos encontrábamos en el momento mismo de
aparecer la ley. Y cualquiera que sea la evolución posterior de las situaciones o de las ideas, falta
autorización para traspasar el horizonte que el legislador descubrió en la época en que dictó la
regla. Surge posteriormente una cuestión nueva, fuera de los límites de este horizonte; se le
procura encajar con un cuadro abstracto y general suministrado por la ley misma o con elementos
tomados de ella. Acaso suceda que no hay coincidencia perfecta; no importa. Ya se sabe que con
cierta dosis de libertad de interpretación se pretende satisfacer todas las exigencias. Pero no se
hace esto sin agravio del sistema y colocarse en un terreno de empirismo que, por cima de todo,
rechaza; ¿qué hacer, “al llegar el momento, tarde o temprano, en que este procedimiento es
impotente, porque el texto resiste y es imposible plegarlo, retorcerlo? Hay necesidad de aplicarlo
o destruirlo”. La interpretación dice con esto su última palabra y se ve obligada a reclamar el
auxilio del legislador. Pero aparte de las dificultades e inconvenientes que presentar las reformas
legislativas de detalle, ¿no es esto la derrota del método jurídico, la confesión de impotencia para
satisfacer por sí mismo las necesidades de la vida? Éste, para mí, vicio esencial del sistema de
interpretación puramente legal y deductivo; esta falta de plasticidad que imprime el derecho
positivo, se agrava con otra deficiencia que nos dará motivos a críticas más precisas. Bajo la
apariencia de permanecer fiel a la ley y a su pensamiento, el método tradicional da margen al
subjetivismo más desordenado […] De suerte que, con el pretexto de respetar mejor la ley, se
desnaturaliza su esencia; en los jurisconsultos que pregonan la más escrupulosa veneración por el
texto legal, se hallan a veces ideas enteramente personales que atrevidamente imputan al
legislador. Este desnaturalización de la ley, para mí no sería más que a medias un mal, si se
confesase así y se practicase abiertamente. Pero el principal peligro es la hipocresía que
enmascara. La creencia que toda solución debe atrincherarse tras un texto, limita necesariamente
la libertad de movimiento del intérprete de manera estéril y perniciosa […]”

Creo que estas citas demuestran suficientemente que Gény y Recasens comparten importantes
ambigüedades propias de su época y que, por tanto, en ellos no existe una demarcación tan clara
entre las formas fuertes y débiles de “anti-formalismo”. Esta interpretación es también
compartida, en general, por los profesores que participaron en el reciente libro, “François Gény:
Mythe et réalités”. En mis obras también presento suficiente evidencia de cómo la generación de
juristas colombianos de los años 30’s, y especialmente aquellos que conformaron la llamada
“Corte de Oro” también se movían dentro de esta ambigüedad teórica. Téngase en consideración,
por ejemplo, las afirmaciones de Eduardo Zuleta Ángel (nada más y nada menos que presidente de
la Corte) cuando dice en un texto de 1936 que “la codificación del derecho civil produjo en el siglo
pasado el fenómeno conocido con el nombre tan conocido como exacto de fetichismo de la ley
escrita […]”

Los argumentos y citas presentados (además del consenso actualmente existente entre los
principales analistas de la obra de Gény) demuestran concluyentemente que una distinción rígida
entre “lógica de lo razonable” (en Recasens Siches) y “el anti-formalismo” es histórica y
conceptualmente falsa.

Si examinamos aún más la oposición estructural entre “formalismo” y “anti-formalismo”, podría


decirse que se trata de un continuo entre dos polos teóricos e intelectuales del derecho. Todo
sistema jurídico contemporáneo, al menos en occidente, es una mezcla compleja entre
formalismo y anti-formalismo y toda sociedad busca un cierto equilibrio y balance entre las
técnicas, ventajas y desventajas de estas dos formas de entender las normas. Un sistema jurídico
se predica “formalista” en varios sentidos. Podría decirse, y en esto sigo a Kennedy, que un
sistema de normas puede caracterizarse por tener formalismos procesales, transaccionales,
administrativos o normativos.

En primer lugar, por ejemplo, un sistema es procesalmente formalista si un derecho sustantivo


depende en su existencia de reglas procesales. Así, por ejemplo, el sistema procesal formulario del
derecho romano era “formalista” y, por el contrario, todos los sistemas procesales
contemporáneos tienden a ser anti-formalistas, con la posible excepción de momentos de
procedimentalismo rococó como los que se presentaron en ciertas épocas del sistema inglés de
writs, o en episodios de la jurisprudencia colombiana relativa a las acciones contencioso-
administrativas o al recurso de casación y que hoy, sabia y afortunadamente, están en franco
retroceso legislativo y judicial. Ser formalista en este sentido recuerda igualmente las estrecheces
procesales de la acción por responsabilidad aquiliana, hoy afortunadamente superadas.

En segundo lugar, un sistema jurídico puede ser formalista en el sentido en que requiere la
existencia de formalidades transaccionales o negociales explícitas para el reconocimiento de
derechos. En este sentido, por ejemplo, puede decirse que el derecho civil tiende a ser más
formalista frente a una cierta y creciente tendencia anti-formalista del derecho comercial. Existe
igualmente una tendencia anti-formalista cuando, por ejemplo, el gobierno y la sociedad civil
abogan por la eliminación de “costos de transacción” en la forma de la “tramitología”. Quiero
advertir, adicionalmente, que en este sentido (y varios otros) el ejemplo más señero de anti-
formalismo contemporáneo es el análisis económico del derecho que es tan dominante hoy en día
en temas como el derecho privado y la responsabilidad civil extracontractual.

En tercer lugar, un sistema jurídico es administrativamente formalista en el sentido en que el


ejercicio del poder estatal se condiciona a actos y límites formales como garantía constitucional de
la libertad. Es formalista, por tanto, la exigencia de orden judicial previa para la realización de
cualquier captura o allanamiento y es anti-formalista, por ejemplo, la eliminación en ciertos casos
de este requisito previo. Así, por tanto, las normas de estados de excepción y en cierto sentido el
nuevo Código de Procedimiento Penal han exhibido una tendencia anti-formalista en punto de
requisitos previos de captura de personas. Sospecho, doctor Tamayo, que usted en esto también
es anti-formalista.

Finalmente, un sistema jurídico es formalista normativamente cuando prefiere, como forma


central de derecho, la expedición de “reglas” por encima de la expedición de “principios”. Un
sistema jurídico será anti-formalista, si del otro lado, confía en el poder normativo de los principios
por encima del modelo de las reglas. El derecho colombiano después de 1991 sufrió un giro anti-
formalista, muy similar al giro anti-formalista que había sufrido el mismo derecho colombiano en
la década de 1930 y que describo en mis obras. Estos giros consisten en lo siguiente: a veces una
sociedad le dice a sus jueces que apliquen principios o estándares generales y no reglas concretas
de tipificación específica. Así, por ejemplo, le ordena a sus jueces que evalúen la responsabilidad
según una comparación abstracta y principialista con el buen padre de familia (Código Civil), que
miren el peligro que representan para la sociedad y la víctima antes de imponer la detención
preventiva de acusado (Código de procedimiento penal) o que, finalmente, inapliquen normas
legales cuando vulneren de manera abierta y flagrante derecho constitucionales fundamentales
(Constitución política). Por alguna razón que no logro comprender todavía, me parece que usted,
Dr. Tamayo, comparte perfectamente el anti-formalismo normativo de la ley, pero es reacio a
aceptar el anti-formalismo establecido por la Constitución.

El balance entre formalismo y anti-formalismo es complejo y ciertamente traspasa todas las


esferas sociales. En algún sentido, y pongo el ejemplo con enorme respeto, la crítica del Jesús
bíblico contra el judaísmo pre-cristiano era una crítica desde un claro anti-formalismo normativo.
El derecho judío tradicional es bien conocido por su asfixiante formalismo. El cristianismo buscó
reemplazarlo por una y única regla fundamental: “amaos los unos a los otros”. El cristianismo es
un perfecto ejemplo de los dilemas que se dan entre formalismo y anti-formalismo normativo.
Para muchos católicos, en clave cristológica, su sistema normativo contiene una sola norma, el
meta-principio abstracto del amor recíproco. Es un principio amplio, vital, abierto, pero, claro,
radicalmente indeterminado; para muchos otros cristianos, más anclados en una interpretación
veterotestamentaria, el sistema normativo es un decálogo de mandamientos. Diez normas todavía
son un sistema de principios, pero contienen una dirección algo más precisa que la meta-norma
del amor irrestricto. Finalmente, para muchos otros cristianos, el sistema normativo religioso es
un sistema comprehensivo de normas en el que se contienen regulaciones precisas y formales que
incluyen, incluso, hasta qué animales se pueden o no comer. ¿Cuál de estas configuraciones
normativas lleva al cielo, Dr. Tamayo? Yo, en lo particular, no lo sé. Si el supremo legislador, Dios,
no ha resuelto decisivamente las perplejidades que genera la confrontación entre formalismo y
anti-formalismo, no me sorprendería para nada que los legisladores humanos tampoco lo hayan
hecho. De mi parte, Dr. Tamayo, seguiré investigando con la cabeza y el corazón lo más abiertos
posibles…

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