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El suicidio desde una perspectiva...

Guillermo A. Vega

Tratar de abordar el suicidio como acontecimiento problemático obliga a realizar, antes que
nada, una serie de aclaraciones que permitirán fijar ciertos límites al tratamiento de la temática.
La primera observación es la siguiente: a) el suicidio ha dejado de estar confinado a la esfera
privada de las decisiones individuales para convertirse, en la actualidad, en un problema que
tiene carácter público. Esto significa que el Estado interviene -o busca intervenir-, de maneras
diversas, ante la decisión individual, de alguno de sus miembros, de quitarse la vida. En otras
palabras, el suicidio es un problema que tiene status público y, por lo tanto, implica, para su
comprensión, una dimensión política.
Una segunda observación, b) el suicidio se ha convertido en objeto de estudio para las
ciencias sociales. Desde el siglo XIX representa un campo de investigación para la sociología,
así como también en la actualidad lo es para la psicología. De esta manera, es objeto de saber,
lugar de la verdad, referencia de discursos especializados y, en consecuencia, acontecimiento
moldeado por tales discursos.
Una observación final, c) el suicidio, en el doble aspecto antes señalado (objeto de las
políticas estatales y objeto de las ciencias sociales), adquiere trascendencia en el marco de la
consolidación del capitalismo como sistema de producción, circulación y acumulación de bienes.
Una vez determinados estos tres elementos tratemos de interrelacionarlos para pensar que
tipo de vínculo establecen con nuestro problema. La pregunta que guiará la primera parte de este
trabajo es la siguiente: ¿por qué el acto individual de quitarse la vida ha generado tanto interés?
Es claro que la vida aparece en el centro de los tres elementos tomados como marco (estado,
ciencia, capitalismo). Pero, si tenemos presente el contexto que caracteriza, hace un par de
siglos, las sociedades occidentales, podemos arriesgar que lo que preocupa es la vida, pero en
sentido estrecho, es decir, como “vida productiva”. Un sistema productivo basado en la fuerza de
trabajo del obrero debe encargarse de asegurar las condiciones de posibilidad de su propio
funcionamiento: la vida saludable y fuerte del obrero. Sin embargo, las mismas condiciones del
trabajo, basadas en la explotación, condición esencial dentro de la lógica de acumulación
capitalista, pone en riesgo la vida de los obreros (Marx, alineación como fundamento de la
propiedad privada).
Esta es una de las primeras paradojas que emerge: el capitalismo necesita, para su
funcionamiento, de la vida productiva del obrero, pero sólo puede operar en función de la
explotación (física y moral) de dicha vida.
Por otro lado, el capitalismo requiere, para su supervivencia, que los productos que genera
sean consumidos. Para ello, transforma a los individuos en sujetos consumidores. Aquí aparece
una segunda paradoja que, para explicitarse mejor, requiere de un agregado, la pobreza. Al
generar acumulación de riquezas, el capitalismo, produce pobreza. La consecuencia lógica de
dicho sistema de producción es la pobreza y no sólo la riqueza como algunos gustan de destacar.
Pero, y aquí cobra forma la paradoja, el pobre queda fuera necesariamente del circuito de
consumo. Esta es la segunda contradicción: para subsistir, el capitalismo, necesita instalar sus
productos (que sean consumidos). Cuando lo hace genera la extinción de dichos consumidores
en tanto acrecienta la pobreza. El sujeto no trabaja, pero consume... la preocupación del estado
no sólo pasa por conservar la fuerza de trabajo sino por conservar también los consumidores (¿?)
Si tenemos presentes los datos que, en mayor o menor medida, son por todos conocidos,
podemos afirmar sin riesgo a equivocarnos que, a nivel de problemáticas sociales, lo que
caracteriza a Latinoamérica es la pobreza. Ahora bien, si sospechamos que pueda existir un
vínculo o relación entre pobreza y suicidio, la pregunta es ¿a través de qué elemento podemos
interrelacionar ambos fenómenos?


Profesor en Filosofía. Facultad de Humanidades. Universidad Nacional del Nordeste. Resistencia, Chaco,
Argentina.
Muy a modo de hipótesis, propongo pensar que pobreza y suicidio pueden estar ligados a
partir de la experiencia del tiempo que ha configurado nuestra cultura occidental. Con el
advenimiento del cristianismo, el tiempo fue pensado y experimentado como un transcurrir
rectilíneo que, de manera inevitable, conducía a una situación de redención. Para la religión, el
pasado estaba caracterizado de manera negativa por causa del pecado original y el futuro
albergaba en su seno la positividad de la salvación.
La versión secular de la experiencia del tiempo inaugurada por el cristianismo se comenzó a
trazar en el siglo XVIII, a través de la Ilustración. El pasado se convirtió en sinónimo de
oscuridad y autoritarismo, mientras que el futuro prometía libertad y claridad por medio del uso
de la razón. Pensemos que por esta época también se forjan y extienden las ideas liberales en
materia política. El siglo XIX añadirá a la experiencia secular del tiempo la idea del progreso
indefinido a través de la ciencia y la técnica, y, por supuesto, la indefinida acumulación de
riquezas a través de la libre competencia (Comte, Darwin, Marx).
Esta visión secularizada de un tiempo que promete siempre mejores condiciones de vida
comenzó a no condecirse con la realidad el pasado siglo XX. Y, de manera particular,
Latinoamérica evidenció, a partir de las últimas décadas del siglo XX, que el futuro privilegiado
se hacía esperar cada vez más. Hoy día nos encontramos sumidos en un marco social que pone
en cuestión, en todo momento, la experiencia del tiempo que hemos heredado.
Si hasta hace algunas décadas atrás el futuro confería sentido al presente, en la actualidad
asistimos a un desmembramiento de sentido, puesto que el futuro, referencia ineludible dentro de
la experiencia del tiempo secularizada, perdió todo tipo de referencialidad. Las sucesivas
décadas de pobreza sumadas al fuerte deterioro de las condiciones de empleo convirtieron el
presente, más que en un momento de transición hacia algo mejor, en una permanencia
irremediable, en un largo estancamiento más allá del cual no es posible avizorar nada diferente.
La frustración de esta experiencia del tiempo encuentra su reflejo cultural y, en buena medida,
académico en las posiciones denominadas “posmodernas”. Desde el trabajo de Lyotard sobre la
posmodernidad, ésta ha quedado definida como la época en que las grandes ideas de la
modernidad (progreso, sociedad igualitaria, etc.) han perdido sentido y ya no convocan a nadie.
De aquí que sólo quede el presente, sin esperanzas posibles de llegar a un futuro mejor, puesto
que dicho futuro es una ficción, o bien sólo les pertenece a unos pocos. ¿Cómo hacer para seguir
bregando por un futuro que nunca llega? El presente adquiere su sentido a partir del pasado, del
futuro o de ambos. Hoy el presente no tiene referentes ni en el pasado ni en el futuro (como
había pretendido la Ilustración a través de la idea de progreso). Si existe un futuro, el mismo no
nos pertenece.

Podríamos pensar en lo que decía Marx con respecto a la regulación de la mano de obra.
Cuando había muchos pobres, estos se morían de hambre y así disminuían.

Estoicismo – naturalización de la realidad (reificación)

Bourdieu
(316) ...y hay en la acción una felicidad que supera los beneficios patentes (salario, precio,
recompensa) y consiste en el hecho de salir de la indiferencia (o la depresión), de estar ocupado,
proyectado hacia unos fines, y de sentirse dotado, objetivamente y, por lo tanto, subjetivamente,
de una misión social. Ser esperado, requerido, estar agobiado por las obligaciones y los
compromisos, no significa solo evitar la soledad o la insignificancia, sino también experimentar,
de la forma más continua y más concreta, la sensación de contar para los demás, de ser
importante para ellos y, por lo tanto, en sí, y encontrar en esta especie de plebiscito permanente
que constituyen las muestras incesantes de interés –ruegos, solicitudes, invitaciones- una especie
de justificación continua de existir.

(317) El mundo social confiere aquello que más escasea, reconocimiento, consideración, es
decir, lisa y llanamente, razón de ser. Es capaz de dar sentido a la vida y a la propia muerte, al
consagrarla como sacrificio supremo.
De todas las distribuciones, una de las más desiguales y, sin duda, en cualquier caso, la más
cruel, es la de capital simbólico, es decir, de la importancia social y de las razones para vivir.

(318) ...no hay peor desposesión ni peor privación, tal vez, que la de los vencidos en la lucha
simbólica por el reconocimiento, por el acceso a un ser social socialmente reconocido, es decir,
en una palabra, a la humanidad. ...es una competencia por un poder que sólo puede obtenerse de
otros rivales que compiten por el mismo poder, un poder sobre los demás que debe su existencia
a los demás, a su mirada, a su percepción y su evaluación... y por lo tanto, un poder sobre el
deseo de poder y sobre el objeto de ese deseo.

(319) Toda especia de capital (económico, social, cultural) tiende a funcionar como capital
simbólico cuando obtiene un reconocimiento explícito o práctico

...Más precisamente, el capital existe y actúa como capital simbólico en la relación con un
habitus predispuesto a percibirlo como signo y como signo de importancia, es decir, a conocerlo
y reconocerlo en función de estructuras cognitivas aptas y propensas a otorgarle el
reconocimiento porque concuerdan con lo que es. Fruto de la transfiguración de una relación de
fuerza en una relación de sentido, el capital simbólico saca de la insignificancia en cuanto
carencia de importancia y de sentido.

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