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Cómo y por qué hicimos este librito infantil

Marinaio el marinero
Por Luis Bilbao

Era el invierno de 1976. Doblemente frío; lóbrego como pocos. Inés


y yo tomamos la ruta 2 rumbo a la Costa. La junta militar había
consumado el golpe meses antes. El accionar represivo se
expandía. El campo de batalla de las fuerzas armadas era
cualquier domicilio particular, como corresponde a tan bravos
soldados.
Al subir a la ruta no sabíamos adónde íbamos. Sólo de dónde
intentábamos alejarnos. Llevaríamos publicaciones a un amigo en
Mar del Plata. Iban convenientemente encapsuladas en un espacio
inhallable ideado por mi padre en su Peugeot 404, cedido para el
uso militante. La urgencia, sin embargo, era salir de nuestra
vivienda. Allanamientos nocturnos se sumaban a redadas con gran
despliegue militar a cualquier hora del día.
Todavía no era evidente que secuestros y detenciones clandestinas
culminarían en desaparición masiva de personas. La voz
desaparecido no era usual. Desaparecer no tenía uso como verbo
transitivo. La militancia intuía el destino atroz de las víctimas.
Podíamos imaginar la brutalidad de los represores. Jamás la
medida de su cobardía.
Pasarían meses antes de que llegaran noticias fehacientes de los
campos clandestinos de detención. Y mucho más hasta que
pudimos difundir la existencia de este método represivo, ajeno a
cualquier fuerza armada con un mínimo de honor militar.
Habíamos decidido no salir del país. Pretendíamos reorganizar los
cuadros y militantes de nuestra organización, duramente golpeada
en los dos años previos, durante el gobierno peronista, con
detenciones, allanamientos, espionaje y la amenaza cotidiana de
la Triple A.
Aunque desde la campaña electoral de 1973 se había abierto un
considerable margen de libertad, poco después debimos volver al
trabajo clandestino, si bien con diferente grado según el
momento, el lugar y el cuadro en cuestión. Por esa razón, cada
uno por su lado y por resolución de nuestra organización, Inés y yo
nos habíamos trasladado de Córdoba a Buenos Aires a fines de
1973. Publicábamos el mensuario Manifiesto Obrero y un
quincenario que luego sería semanario, de gran tirada y
distribución nacional, Resistencia Clasista.
Ya en Buenos Aires, Inés trabajaba como nutricionista en la planta
Ford de General Pacheco, donde rápidamente se sumó a un grupo
de activistas clasistas. Furtivas reuniones en la fábrica, en el
comedor; encuentros de apariencia familiar más numerosos y
distendidos los fines de semana. Intensa actividad, valiente y
lúcida, de aquellos trabajadores. Todo bajo impulso y dirección de
Inés Castellano, pseudónimo de Ana María Piffaretti. Así figura en
el Nunca Más. En mi caso, desde la aparición de la Triple A y el
ataque de la cúpula cegetista al periódico Resistencia Clasista,
habíamos resuelto el pase a la clandestinidad total. A fines de
1974 conseguimos una humilde casa en Ituzaingó, barrio apartado
del Oeste bonaerense. Nos instalamos allí con Inés y mi hijo de casi
tres años, Américo. Contábamos con el consciente respaldo de mis
padres, Elva y Doro, para hacerse cargo de Américo en situaciones
de emergencia.
En las semanas previas a la decisión de aquel viaje los
allanamientos nocturnos habían comenzado a desplegarse por el
Gran Buenos Aires. Cuando teníamos algún indicio, salíamos por la
tarde y nos quedábamos en un Hotel de citas toda la noche.
Cuando no hacíamos eso y escuchábamos sirenas o ruidos
inusuales, salíamos al patio de la casa con armas en la mano.
Observábamos desde la oscuridad sobre el tapial del fondo. No
estábamos dispuestos a entregarnos. Éramos jóvenes. Sabíamos lo
que buscábamos. No teníamos miedo. Tampoco deseos de
inmolarnos. Por eso en un momento dado decidimos salir de la
casa por al menos dos semanas.
Inmediatamente después del golpe de Estado estábamos en
tratativas de fusión con otro pequeño grupo y eso nos permitió
hacer planes con mayores cimientos. Apuntábamos a una instancia
de unidad social y política de las grandes masas. Las denominadas
“organizaciones armadas” habían sido diezmadas. Otras
organizaciones se retrajeron. Aún hoy, a la luz de todo lo ocurrido,
sigo creyendo que era posible en aquel momento convertir la
fuerza obrera y estudiantil, en auge desde fines de los 1960, en un
poderoso movimiento político.
Con el ánimo así cargado emprendimos el viaje. Hicimos una
parada en un Hotel tan barato que no tenía más que una fina
frazada y ninguna calefacción. Creímos congelarnos. No teníamos
rondando en la cabeza la llegada de un comando militar, pero casi
nos arrepentíamos de haber dejado nuestra humildísima casa,
donde no pasábamos frío. Sólo con el sol y el movimiento de la
mañana siguiente pudimos superar esa inesperada e inocua forma
de tortura.
Llegamos a Mar del Plata, nos reunimos brevemente con el
matrimonio amigo –espantados por nuestra presencia, no obstante
amables y asequibles- y en pocas horas emprendimos el regreso sin
destino fijo. Recuérdese: no había internet, ni teléfonos celulares;
no era fácil buscar un alojamiento a distancia.
Pasamos por varias localidades, dispuestos a hallar un
departamento en lugar de un Hotel. Lo logramos. Recién
construido, nosotros lo estrenábamos. Pequeño pero con una
amplia ventana al mar y… ¡con calefacción! No recuerdo el
nombre de la localidad. Recuerdo en cambio, muy vívidamente,
que pasamos allí un raro momento de tranquilidad, trabajo y… sí,
alegría, en medio de la tragedia ya enseñoreada en el país.
Durante esos días de involuntario descanso escribí sobre mi
preocupación dominante: cómo lograr la unidad clasista de los
trabajadores y todo el arco de sus aliados. Pocas semanas después
esos textos serían base para la unificación con el grupo
mencionado. Pero había algo que nos atenazaba a ambos. No de
manera consciente, mucho menos explícita. Sabíamos que la
muerte nos acechaba a cada paso.
Tal vez quisimos dejar un testimonio diferente. No recuerdo de
quién fue la idea. Ni cómo la trabajamos para ponerla en marcha.
Sé en cambio la honda satisfacción que nos produjo empeñarnos en
eso: decidimos hacer un libro para niños, pensando en Américo y
en mis sobrinos Horacio y Homero. Ahora, tantos años más tarde,
pienso que quizá Inés también lo hacía para el hijo que deseaba.
En secreto, ambos aspirábamos a dejarles un legado. La posibilidad
de desaparición violenta continuaba presente.
Jamás había escrito nada semejante, pero no me resultó ajeno ni
difícil (por algo leí y releí innumerables veces durante mi niñez los
23 tomos de Monteiro Lobato). Y a medida que yo escribía Inés
dibujaba letras e ilustraciones. Ella no era dibujante, ni artista
plástica ni nada que se pareciese. Pero quería tanto a Américo, era
tan sensible y buena, tan valiente, que todo aquello plasmó en
bellísimas figuras simples y extraordinariamente expresivas.
Inés halló una librería donde compró las tapas de carpetas, el
papel adecuado para forrarlas y pintar sobre ellas, las hojas
necesarias, marcadores y acuarelas, e hizo una tirada de ¡dos
ejemplares!
Así, en medio de un derrumbe sin límites, nació Marinaio el
marinero. Como símbolo de que incluso en las peores condiciones,
al menos cuando somos jóvenes y estamos dispuestos a dar la vida
por la Revolución, podemos ser generosos. Simplemente buenos
con aquellos que más lo requieren: los niños.
Al año siguiente Inés inauguró nuestro nuevo equipo de impresión
con un periódico para un grupo de madres que buscaba a sus hijos
desaparecidos. Tal vez alguien recuerde todavía aquellas páginas
en papel arroz, cuidadosamente dobladas en paquetes mínimos,
primera edición del periódico de las madres, que entregué en la
Plaza frente al edificio Sarmiento, donde ahora funciona el
ministerio de Educación. Siguieron muchas ediciones de
Respuesta, el periódico de la organización unificada que buscaba
expandirse y lo lograba. Y folletos. Y pequeños libros,
acompañando las grandes luchas obreras que se desarrollaron en
1977 y acorralaron a la dictadura. A fines de junio de 1978, con el
aliento adicional que le dio a los represores el mundial de fútbol,
Inés fue secuestrada junto a otros tres compañeros.
Toda su tarea militante es motivo de reconfortantes recuerdos y
de orgullo. Pero aquella obrita, Marinaio, es la expresión más
reveladora de su bella humanidad.
En algún lugar de la costa, 23 de febrero de 2019

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