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I. INTRODUCCIÓN A LA PROBLEMÁTICA
Parece darse una contradicción entre la afirmación de fe de que el creador del mundo es un
Dios bueno, justo y todopoderoso, y la experiencia de un universo saturado de sufrimiento y
de mal: este es el genuino núcleo del problema de la teodicea.
Los 3 atributos mencionados forman parte de la definición misma de la esencia de Dios
De aquí pueden sacarse dos conclusiones genuinamente opuestas:
1) La contradicción entre las afirmaciones de la fe y nuestra experiencia real es, sencillamente
insuperable. Existencia de un mundo doliente, parece justificado poner en duda la otra parte
– la existencia de un mundo bueno y omnipotente.
2) Entre la fe en un Dios bueno y todopoderoso y la experiencia de del desmedido sufrimiento
en el mundo no existe ninguna contradicción insuperable: estos 2 aspectos no se excluyen
necesariamente, sino que son conciliables entre sí.
En el problema de la teodicea no se trata de justificar teológicamente a Dios ante el tribunal
de la razón humana, sino de ofrecer una justificación racional de la fe en Dios creador frente
al sufrimiento.
Una mejor comprensión de la omnipotencia divina.
Ni siquiera para un creyente puede entenderse hoy día la omnipotencia divina desde el
reconocido nivel de un uso humano bueno y justo de poder.
a) El discurso teórico
b) La conmoción existencial
La pregunta de la teodicea es una pregunta ante Dios y a Dios: presenta ante él todas las
indigencias no solucionadas. No justifica a Dios, sino que discute con él, de modo que está
en juego y es parte constitutiva de la controversia la relación personal con él. No absuelve a
Dios, sino que le acusa del sufrimiento de su creación. Así entendida, la pregunta de la
teodicea se expresa, obviamente, en un lenguaje enteramente diferente del que aparece en
el problema teórico: es el lenguaje de la confianza defraudada, de la duda, de la queja, de la
acusación y de la protesta llevada hasta la maldición de Dios.
Importa mucho aquí no confundir ni mezclar los diferentes niveles de lenguaje. No puede
salirse al encuentro de alguien que está sufriendo, en esta situación de sufrimiento y
búsqueda de sentido, con argumentos teóricos; semejante pretensión daría muestra no solo
de insensatez, sino también de insensibilidad, más aún, sería incluso cínica.
Y, a la inversa, a quienes nos interrogan a nivel teórico, para que demos razón de nuestra fe
en la simpatía de Dios por lo que sufren, no podemos contentarnos con meras declaraciones
de que también nosotros nos sentimos afectados y conmocionados por los padecimientos
del mundo, con solemnes aseveraciones de nuestra confianza en Dios a pesar de todos esos
sufrimientos o con apelaciones a la actuación solidaria de los que sufren.
Nuestros argumentos racionales solo pueden resultar convincentes para los demás cuando
están integrados en una solidaridad realmente vivida con los que sufren.
Dos razones: la primera es de tipo filosófico- religioso y la segunda más bien histórico cultural
Solo con la ayuda de la razón no puede demostrarse de forma convincente que Dios existe
Lo cual significa: a quien esté convencido de que Dios no existe no se le puede demostrar que
se da una contradicción lógica entre su convicción y un conocimiento racional
inequívocamente seguro.
A muchos contemporáneos les parece que la respuesta lógicamente más aceptable a la
pregunta acerca de la existencia de Dios es la del agnosticismo.
Cuando esta supuesta racionalidad de la fe no es ya convincente, gana un peso considerable
la objeción, que desde siempre importuna a la fe, del problema de la teodicea.
En el recorrido de esta senda deben colaborar los diversos ámbitos de la teología, sobre todo
la teología de la creación, la escatología y la cristología.
Lo primero que desde la fe en la creación debe hacerse en torno a este problema es resaltar
inequívocamente la voluntad de Dios a favor de la vida de sus criaturas, de su bienestar
terrenal y de su salvación, una voluntad en la que también está incluida la muerte.
La acción creadora de Dios se orienta la bendición y salvación de todos los seres creados. Es
el soberano que ama la vida (Sab 11,26)
c) Por amor
El hecho de que Dios, plenitud infinita de todo bien y de toda vida, haya creado un mundo
finito, sigue siendo el misterio insondable de su libertad.
Característica esencial del amor: dejar que el otro sea libre.
Esto solo tiene sentido si hay en esta creación seres libres que pueden experimentar con
conciencia plena el amor generoso del creador y pueden corresponderle con un amor libre
surgido de la gratitud.
Estas reflexiones pueden ayudar a comprender de alguna manera que la fe en la
omnipotencia y en el amor de Dios no está en contradicción insuperable con las experiencias
del sufrimiento y del mal en el mundo.
Nos remiten a las promesas escatológicas que el creador ha dado a su creación, las cuales
mantienen despierta nuestra esperanza de que en la consumación de la historia (individual
y universal) se nos abrirán los ojos y podremos conocer los centros de gravedad y los caminos,
hoy tan difícilmente comprensibles, del amor de Dios, de un amor que se centra
especialmente en las víctimas de la historia, en “los más pequeños hermanos y hermanas de
Jesús”
2. La contribución de la escatología
Esta esperanza tiende, con mucha mayor determinación, a aquella superación definitiva de
todos los sufrimientos aniquiladores de la vida que Dios nos ha prometido con la resurrección
de los muertos y el establecimiento pleno del nuevo cielo y la nueva tierra.
Entender la creación siempre en conexión con su nueva creación.
De nuevo la antigua objeción crítica religiosa: ¿no equivale todo esto a desplazar el problema
de la teodicea al fin del mundo?
Y todo esto significa que la esperanza cristiana no tiene absolutamente nada que ver con una
barata esperanza en el más allá que torna indiferentes y apáticos frente a los sufrimientos de
acá a los creyentes. Al contrario, acentúa en el creyente aquella capacidad de percepción que
le torna sensible para todo cuanto contradice abiertamente las promesas de Dios.
Esta auténtica forma de la esperanza cristiana en la creación reconciliada en el reino de Dios
convierte la palabra Dios en una palabra de protesta y de esperanza activa contra el
sufrimiento, se opone decididamente a toda reconciliación minimizadora del sufrimiento y
del mal en el mundo.
3. La contribución de la cristología
Las dificultades del reconocimiento del propio pecado son, pues variadas y abundantes;
algunas tienen su raíz en cosas a su vez en pecaminosas, mientras que otras tienen su raíz en
cosas buenas.
No es ningún bien para el ser humano no reconocerse en su verdad, que incluye también su
ser pecador.
Pecado no es una realidad puramente regional, en principio ya conocida adecuadamente; es
más bien una realidad-límite, que, por supuesto, se objetiva en lo concreto.
No quiere esto decir, por supuesto, que nada sepamos del pecado y su gravedad con
anterioridad a la revelación de Dios. Lo que sí quiere decir es que, con anterioridad a ella,
poseemos conceptos previos, necesarios e importantes, pero no definitivos, análogamente
a lo que se afirma del concepto de humanidad y divinidad en la cristología.
Veamos, pues, muy sucintamente lo que la revelación de Dios en Jesús dice el pecado
personal.
Seres humanos somo capaces de pecado.
Innata tendencia a ocultarnos a nosotros mismos y a reprimir nuestra verdad de pecadores.
Producimos tradiciones humanas para justificar la anulación en la voluntad de Dios y actuar
en contra de su voluntad, aunque espúreamente pensemos actuar en su nombre.
La revelación de Dios es, pues, todo menos ingenua, por lo que toca a la pecaminosidad
humana.
Por otra parte, afirma que el pecado como radical fracaso moral de los seres humanos no es
su última posibilidad, que también para el pecador hay una buena noticia, un futuro abierto
con posibilidades, ya se exprese esto en términos de salvación de perdón o de redención.
En la mystagogia del mismo Dios para llegar a comunicar ambas verdades, en el modo
concreto como, a través de Jesús, desenmascara el pecado del pecador y le anuncia la
salvación.
En la revelación de Dios en Jesús la palabra inmediata sobre la salvación.
La mystagogia, para que se llegue a reconocerlo y en toda su gravedad, acaece desde el
perdón.
Puede añadirse también que la mystagogia de Jesús hacia el reconocimiento del propio
pecado usa diversas formas. Mystagogia sapiencial.
Su mystagogia fundamental es estrictamente teologal: Dios es de tal manera que está
esencialmente inclinado al perdón, sale a buscar al pecador, y en el encuentro con él consiste
su alegría; lo cual – en principio – sirve para todo tipo de pecador, como se muestra en el
trato de Jesús con diversas personas y en sus parábolas.
Lo que hay que analizar es qué significa perdón en el trato de Jesús con los pecadores.
En dos escenas sinópticas (Mc 2,5; Lc 7,48) aparece que Jesús perdona pecados. Estas
escenas de perdón, sin embargo, no son reconocidas como históricas por los exégetas, pero
sí lo es el hecho de que Jesús acogiese a los pecadores.
Las escenas de perdonar pecados, en efecto, podrían desplazar el acento al poder que tuviera
Jesús para absolver pecados, y sugerir que el perdón que otorga Jesús es el perdón-
absolución. Esto, en sí mismo, ya sería importante, pero no introduciría en lo central, pues el
perdón absolución podría presentar a Jesús (y a Dios), en último término, como juez, todo lo
justo y comprensivo que se quiera, pero como juez, al fin y al cabo.
Pero en los evangelios, más que la absolución, aparece la acogida de Jesús al pecador; más
que el perdón-absolución, aparece el perdón-acogida.
En palabra de Rahner, “solo el perdonado se sabe pecador”. La acogida del perdpon es lo que
descubre cabalmente el hecho de ser pecador, lo que da fuerza para reconocerse como tal y
para cambiar radicalmente.
La conversión tan radicalmente exigida por Jesús viene precedida de la oferta del amor de
Dios
No es la conversión la que va a exigir que Dios acoja al pecador, sino, a la inversa, es la acogida
de Dios la que va a hacer posible la conversión.
La cruz de Jesús podría ser entendida como sacrificio expiatorio o como muerte vicaria por
los pecados de los hombres. Pero estas afirmaciones, en cuanto explicaciones, no van a lo
central, pueden ser engañosas y tienen el peligro de traer a Dios ante el tribunal de la razón
humana, que le dicta cómo ha de perdonar.
La única explicación que, en definitiva, da el NT para el perdón es el amor de Dios. La entrega
en la cruz es la expresión de ese amor.
Su última palabra no es de condenación, sino de salvación.
Dios se ha acercado a este mundo de pecadores para salvar, no para condenar.
En la cruz de Jesús, como acontecimiento trascendente, se revelan simultáneamente la suma
gravedad del pecado- llegar a dar muerte- y el sumo amor de Dios, el cual no ha tenido mejor
camino para mostrarse que el de mantener su amorosa cercanía hasta el final hasta la muerte
del Hijo.
Ese Dios absolutamente cercano, que no hace ni siquiera de la cruz pretexto para dejar de
ser cercano, es el Dios que puede pronunciar una irrevocable palabra amor hacia los seres
humanos.
Se saben amados por Dios incondicionalmente; se saben acogidos por Dios; se saben
acercados a Dios en el absoluto acercamiento de Dios a ellos.
La revelación dice, en suma, que los seres humanos son pecadores y que el pecado es
sumamente grave; pero dicen también que hay posibilidad de perdón.
El ser perdonador no es una entre las posibles características de Dios, sino lo que expresa su
propia esencia.
Lo dicho muestra que el perdón es central en el Nuevo Testamento, pero además que, en
cuanto el perdón es acogida y no mera absolución, el perdón es formalmente liberador.
La acogida-perdón que otorga Jesús en las narraciones evangélicas no es algo solo benéfico,
sino liberador.
El perdón-acogida abre un futuro nuevo y positivo al pecador, le abre espacio social ante
otros y le abre un espacio interno ante sí mismo. Jesús puede decirle en verdad: “vete en
paz”
La acogida al pecador ha originado una verdadera renovación intrínseca en la persona que el
perdón no queda como algo bueno, pero en definitiva extrínseco a la persona.
En el “tu fe te ha salvado” aparece la fuerza salvadora de Dios, que quiere y puede lograr la
transformación real de la persona.
Y aparece lo que podemos llamar la suma delicadeza de Dios, que viene a decir: “tú puedes”
En la acogida no le interesa tanto a Dios atribuirse a sí mismo un “triunfo” cuanto animar y
convencer al pecador de que él puede cambiar, de que sus posibilidades son mayores de lo
que él pensaba.
La conversión no es, entonces, cosa puramente pelagiana, sino posibilitada; pero es, ante
todo, cosa real.
Esa acogida libera al hombre de su pecado, pero además lo libera de sí mismo, de lo que
considera ser su verdad.
El pecado posee la innata tendencia a ocultarse a sí mismo, a hacerse pasar incluso por lo
contrario; por eso, en Juan el pecador es el mentiroso.
El perdón, por último, libera al ser humano para reconocer a Dios tal cual es, en su esencial
dimensión de gratuidad y parcialidad
Aceptar el perdón es también el modo de afirmar la verdadera realidad de Dios como gratuito
y parcial.
No aceptar eficazmente la posibilidad de la acogida perdonadora de Dios, ignorarla o
considerarla como de menor importancia, significaría desconocer a Dios.
Dejarse acoger por Dios perdonadoramente significa creer en Dios y esclarecer en qué Dios
se cree.
El perdón-acogida es, por lo tanto, algo bueno, y también algo formalmente liberador. El
perdón es un beneficio, porque es liberación de la mentira con que queremos ocultárnoslo a
nosotros mismos y excluirlo de nuestra visión.
La expresión se remonta a San Agustín y surge como respuesta a la pregunta de por qué
bautizar a los niños con un bautismo “para el perdón de los pecados”, tal como confiesa el
Símbolo, puesto que ellos no han podido cometer pecado alguno. La respuesta fue que
nacían con pecado original.
En relación con esta praxis bautismal se despertó el problema de la salvación de los niños
muertos sin bautismo.
Si no se administra a un recién nacido eso no significa que se le prive de la gracia divina. No
era esta la opinión de Agustín que llegó incluso a considerar el pecado original como causa
suficiente de condenación eterna.
Para Agustín el pecado original se transmite por medio del placer sexual. De ahí su
comprensión siempre negativa del acto sexual, aún cuando se realice dentro del matrimonio.
Aquí la palabra mito no designa algo fantasioso e irreal, sino un modo de expresarse por
aquellas culturas que no tienen un pensamiento abstracto desarrollado.
En el relato bíblico de Adán (Gn. 1-3) la teología ha visto, por una parte, el origen del pecado
en el mundo; por otra parte, este origen es paradigmático, pues nos ofrece la clave e todo
pecado, a saber, la desconfianza en la Palabra de Dios.
¿No hay que considerar el capítulo 3 del Génesis como un relato simbólico que más que
hablar de un primer pecado describe una historia que se repite en cada uno? Esta sería la
posición de la mayoría de los teólogos protestantes y de algunos pocos católicos.
¿Por qué este interés en resaltar el carácter de acontecimiento del relato de la caída de Adán?
Porque solo así se afirma la bondad de Dios y la culpabilidad del ser humano. El mal no tiene
su origen en Dios, sino en la acción libre, voluntaria del hombre. Dios no es el culpable de
esta situación.
No es efecto de una naturaleza que estaría mal hecha, sino efecto de una libertad mal
enfocada.
SI el pecado es un suceso histórico, consecuencia de la libertad humana, y no una necesidad
ontológica, es posible luchar contra él. No es algo fatal e inevitable.
Por otra parte, este primer pecado llamado originante es necesario para sostener el pecado
originado, o sea, el hecho de que todos nacemos en pecado.
Al localizar en el hombre la causa del pecado. Gn 3 buscaría hacer razonable la fe.
Una pregunta que me parece importante de cara a la pastoral y a la catequesis: ¿es necesario
mantener la historia del paraíso como acontecimiento real para comprender la historia del
primer pecado? Respuesta claro: no. El paraíso, como acontecimiento histórico, no ha
existido nunca.
La historicidad del paraíso más bien es un inconveniente teológico para comprender el
pecado y resulta además totalmente incompatible con la teoría de la evolución.
Tomás de Aquino tiene un texto que permite comprender la no historicidad del paraíso y la
historicidad del primer pecado.
El primer acto de la libertad del ser humano fue un acto de pecado, la primera decisión
personal fue afirmarse a sí mismo y, por tanto, no apoyarse en Dios (ni en el prójimo como
mediación de Dios)
Nunca hubo paraíso, pero las cosas pudieron haber ocurrido de otra manera. De lo contrario,
no podríamos hablar de libertad.
En el simbolismo del pecado de Adán encontramos la clave para entender todo pecado en su
última profundidad.
Paradójicamente lo que hace posible el pecado es la creación misma del ser humano a
imagen de Dios.
Dios creó un ser capaz de divinidad. Pero esta creación comportaba un riesgo necesario, la
posibilidad de no responder al proyecto divino.
El don más grande que el hombre ha recibido, su libertad, es lo que hace posible su perdición.
La grandeza y debilidad del hombre son idénticas. Ni siquiera Dios puede suprimir una sin
suprimir la otra.
Esta capacidad de resistencia a la voluntad de Dios es el reverso necesario de la posibilidad
el amor auténtico.
Pero no basta la libertad para que se dé el pecado. En el cielo seremos libres y no será posible
el pecado. ¿Por qué? Porque nadie que haya visto a Dios en su esencia puede apartarse
voluntariamente de él, pues se reafirma cada vez más en el amor de Dios.
El ser humano no solo es naturaleza, es también historia.
El ser humano, en este mundo, siempre se encuentra con Dios a través de mediaciones, y las
mediaciones siempre son ambiguas. Esta situación es la que hace posible no fiarse de la
Palabra de Dios. Y en esto consiste el pecado. En un acto contrario a la fe en Dios.
La serpiente se aprovecha de que Dios es un “Dios escondido”, un Dios que no puede verse.
Además, parece un Dios que busca limitarme, poner límites a mis posibilidades.
Detrás de todo pecado hay una respuesta esta pregunta: ¿de quién me voy a fiar, de las
apariencias o de un Dios invisible; de mis deseos o de unas advertencias divinas no
comprobadas; de mi razón egoísta o de la Palabra de Dios? ¿Dios es un Dios de fiar? Si no me
fío, rompo con él y me quedo solo, con mi razón y mis fuerzas.
La formación de un niño no es solo transferencia de información de saberes y habilidades. Es
ayudarle a ser libre mediante la estimulación, el intercambio y las relaciones de unos con
otros.
La libertad no es una cualidad abstracta y autosuficiente. Se transmite en el libre
acontecimiento de la comunicación. Eso significa que los otros, con su libre acción u omisión,
forman parte constitutiva del mismo ser humano, de su libertad y responsabilidad. Pero este
“ser de otros” está marcado por elementos positivos, sin ninguna duda, pero también por
elementos negativos.
Las personas, en el plano humano, en el espiritual y en el teologal, somos mediaciones de
humanidad e inhumanidad para los demás.
Adán no nos transmite una herencia, sino un intercambio de libertades. Con su pecado se
inicia una falta de mediación para el bien. En vez de ser mediador de gracia, Adán introdujo
el poder del pecado en la historia.
Adán fracasó en su tarea de mediador de gracia. Su pecado produjo, al menos, una falta de
mediación para el bien.
Con Adán aparece la mediación de un hombre desobediente. Con Cristo se rompe esta
mediación negativa, dando comienzo a una nueva mediación de gracia.
Ahora bien, es importante aclarar que este ambiente negativo con el que nos encontramos
al venir al mundo no nos afecta automáticamente y no se convierte sin más en culpa
personal, mientras no haya una respuesta personal.
A veces se ha entendido el pecado original originado como realidad que nos afecta de forma
automática y, sin embargo, se ha entendido que la gracia de Cristo, que es también una
realidad que está ahí antes de que seamos conscientes de ella, solo nos llega cuando es
conscientemente acogida.
San Pablo expresa en el capítulo cinco de la carta a los Romanos, al afirmar que la obra de
Cristo supera con creces la obra de Adán y, por tanto, que donde abundó el pecado la gracia
fue todavía mucho más poderosa.
Del mismo modo que la gracia de Cristo exige ser acogida libremente también el poder del
pecado, para convertirse en pecado personal debe ser acogido libremente.
Para que esta separación de Dios se haga efectiva en cada uno de nosotros se requiere la
libre aceptación personal.
La doctrina del pecado original tiene una vertiente positiva: Dios no hace magia, su presencia
en nuestra vida requiere de nuestra libre aceptación, de nuestra acogida, de nuestra
respuesta. Ahora bien, en las circunstancias actuales, esta respuesta se ha hecho más difícil,
encuentra mayores obstáculos, porque es humanidad es “pecadora” desde sus mismos
inicios.
Desde la perspectiva cristológica, el pecado original es la situación del ser humano “fuera”
de Cristo.
Para San Agustín el pecado era el presupuesto necesario para comprender la gracia, de modo
que sin pecado parece que Cristo no hubiera sido necesario.
No es un acontecimiento necesario en sus orígenes ni irremediable en sus consecuencias.
En la jerarquía de verdades de la fe, el pecado original ocupa un lugar secundario,
subordinado. Y solo se entiende a la luz de Cristo y como uno de los posibles modos de
orientarse la libertad humana, posibilidad que pudo no ser, pero que, de hecho, fue.
Comprender es la necesidad absoluta de Cristo para la plenitud de lo humano. El seguimiento
de Cristo es la perfección de lo humano.
Maestro porque nos enseña el camino para ser verdaderamente humanos según el proyecto
y la voluntad de Dios. Y modelo porque realiza aquello mismo que enseña. Mirándole a él
sabemos a qué atenernos para realizar la imagen y semejanza de Dios que constituye nuestro
ser auténtico.
Con pecado y sin pecado, Cristo es absolutamente necesario para encontrarnos con Dios y
para realizar nuestra plena humanización (que en el fondo es lo mismo, dicho de diferente
perspectiva)
Adán, al no transmitir la gracia, al no ser mediador de encuentro con Dios, transmitió la falta
de gracia y desorientó a la humanidad del camino que conduce a Cristo. En este sentido, la
venida de Cristo puede entenderse como la recuperación del proyecto que Dios tenía desde
el principio.
Y, sin Dios, el hombre se encuentra abandonado a sus solas fuerzas, en contradicción consigo
mismo, pues no está hecho para sí, sino para Otro.
Pero el hombre solo, dada su limitación, es un peligro.
La estabilidad, plenitud y seguridad de la persona solo se encuentra en la comunión con Dios.
Esta lectura del pecado original permite comprender que el bautismo supone un sí
consciente, un acoger libremente la fe ofrecida y un rechazo explícito y consciente de todas
las seducciones del mal.
El bautismo es el signo definitivo de tal acercamiento y nos introduce en esta comunidad en
la que sus miembros se esfuerzan por escapar a la servidumbre del pecado y por practicar el
amor que Cristo les dejó.
No hay solo una solidaridad en la maldición sino también una solidaridad en la bendición,
que es previa y más importante que la solidaridad en la maldición. Esta solidaridad en la
bendición tiene su primer prototipo en Abraham y en la promesa que Dios le hace: por su fe
se bendecirán todas las naciones de la tierra (Gn. 12,3)
El poder del hombre justo, a los ojos de Dios, es mayor que el poder del mal.
Gracias a esta solidaridad en el bien, gracias a esta incorporación a Jesucristo es posible la
esperanza frente al mal.
La bendición nos obliga a situar el discurso sobre el pecado original dentro del contexto de la
esperanza.
Esta batalla el cristiano, unido a Cristo, la combate con esperanza. El mal no tiene la última
palabra. La lucha se decidirá definitivamente a favor del hombre.
Hay sufrimiento porque la creación fue sometida a la caducidad, no de forma espontánea,
no de modo natural, no porque no hubiera otro remedio.
Si se entiende bien, el pecado original en nosotros es “nada”. No es algo que hemos hecho,
sino algo que nos falta, que no tenemos y que nos vendría muy bien tener. Pero esto que nos
vendría bien tener, precisa y requiere nuestra colaboración libre, la aceptación consciente.
Unidos a Cristo ya no hay pecado original. Aunque también unidos a Cristo, el cristiano tiene
“la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio” (GS 22).
Porque la unión con Cristo, en este mundo, se vive en la oscuridad de la fe.
El pecado original sería una lectura cristiana del mal. Del mal no como principio necesario,
no como equiparable al bien, sino del mal que puede ser superado, y de hecho, ha sido
superado en Cristo.