Lo que los jueces dicen que la ley dice
Un Ensayo Sobre los Límites de la Interpretación de la Ley
Florencia Pinski
Docente del Departamento de Filosofía del Derecho, U.B.A.
Generalmente empezamos a estudiar derecho con
cierta vaga noción trascendente acerca de la idea de
hacer justicia. Enseguida nos enteramos que la Justicia
es dar a cada uno lo suyo. Y para cuando empezamos a
preguntarnos qué es lo suyo de cada uno, comprendemos
que la tarea de los abogados no se refiere a la Justicia,
sino a aplicar la ley. Entonces la pregunta cambia, nos
preguntamos ¿qué es la ley?
Aquí es dónde surge la respuesta poco tranquilizadora
que la ley es lo que los jueces dicen que es. Y su
principal consecuencia: que los jueces pueden
interpretar, y por lo tanto, la ley decir, finalmente
cualquier cosa que a los jueces se les ocurra.
En teoría, al menos el principio parece claro: si la ley es
lo que los jueces dicen que es, tenemos que mirar a los
dichos de los jueces, entonces nos fijamos en la
jurisprudencia, y encontramos la respuesta a nuestro
interrogante.
De todas formas, esta respuesta no parece ser suficiente
¿qué pasaría en una situación que no genere conflicto?
Entendemos que pueda sonar extraño, mas no por ello
imposible (de hecho, entre la promulgación de las
normas y su efectiva aplicación por los tribunales suele
mediar un lapso temporal más o menos prolongado
según el caso). Pensemos qué ocurre con esa norma que
aún no ha llegado al conocimiento de los tribunales
porque no ha surgido ningún conflicto referido a su
aplicación. (…)
Parece entonces que no es necesario en todos los casos
imaginables llegar a la instancia de la interpretación
judicial de la ley para saber lo que la ley dice. Parece
que en algunos casos, los abogados y los particulares
son quienes interpretan la ley, y esta interpretación
generalmente (o en la mayoría de los casos) tiene
precisamente la función de evitar que las normas
involucradas en un caso concreto tengan que ser
interpretadas por un tribunal.
Esto nos devuelve a la pregunta inicial: ¿qué es la ley?
¿Lo que aparece publicado en el Boletín Oficial, o lo
que los jueces dicen que es en sus sentencias? (…)
1
Dice Umberto Eco (1) que si Jack el Destripador nos
dijera que hizo todo lo que hizo por inspiración
recibida leyendo el Evangelio, nosotros nos
inclinaríamos a pensar que interpretó el Nuevo
Testamento de una manera al menos, inusual. Parece
claro que existen casos en los que todos estaríamos de
acuerdo en considerar que cierta interpretación es
simplemente insostenible, en otras palabras, nos
enfrentamos a una falsación. La consecuencia principal
de identificar una falsación es que si finalmente
podemos predicar que cierta interpretación es
inaceptable, surge el problema de determinar un
parámetro, un límite, mediante el cual establecer la
diferencia entre las interpretaciones que son aceptables
y las que no los son. Esto porque independientemente
de lo que digamos acerca de la tarea interpretativa, el
texto escrito está ahí, objetivamente afuera del sujeto
intérprete. El Evangelio está ahí, y la ley, también lo
está.
¿Qué es la ley en este sentido? Un acto de
comunicación establecido por un emisor, en nuestro
caso, los legisladores, bajo la forma de una directiva
hacia el sujeto receptor, que debe interpretarlo para
entender su significado. Como acto de comunicación
expresado en lenguaje natural, comparte el resto de los
problemas que sufre cualquier acto de comunicación:
puede ser ambiguo, inconsistente, vago (2) (lo cual en
ciertos casos es necesario y producto de los arreglos
institucionales que terminan por conformar las
voluntades de los cuerpos colegiados). Esto hace
imperativa la tarea interpretativa en todos los casos.
Sin embargo, los jueces, al interpretar las normas,
generalmente motivan su accionar en lo que esas
normas dicen (en su conciencia jurídica formal, en la
terminología de Ross) (3). Y recurren a muchas
justificaciones cada vez que se apartan,
conscientemente, de lo que la norma dice. La necesidad
de justificación es indicativa de que existe un valor
moral en respetar la ley escrita, lo cual se evidencia
asimismo en la jurisprudencia de nuestra Corte
Suprema de Justicia de la Nación, que ha establecido,
en numerosas ocasiones, que la declaración de
inconstitucionalidad de una disposición legal es acto de
suma gravedad institucional que debe ser considerado
como ultima ratio del orden jurídico. (…)
La tarea interpretativa es siempre necesaria a fin de
establecer los límites de aplicación de una norma o
conjunto de normas determinado, y son los jueces
quienes aplican la ley. En este sentido, deciden qué ley
es aplicable a cada caso que se les presenta. Parece
bastante cierto entonces que las normas dicen, en
definitiva, lo que los jueces dicen que ellas dicen; y que
los amplios márgenes de los textos normativos permiten
que la tarea interpretativa se realice con gran
autonomía. Estas amplias facultades de los jueces son
los que nos llevan a plantear el siguiente interrogante:
¿pueden los jueces establecer que la ley dice cualquier
cosa que simplemente se les ocurra? ¿Pueden apartarse
sin más de lo establecido por la ley escrita? En otras
palabras: ¿existe una interpretación inaceptable? Si
pueden hacerlo libremente, ¿por qué la necesidad de
tanta justificación?
Quienes consideran que todas las interpretaciones son
igualmente aceptables, responderán que el límite reside
en la mejor o peor argumentación que puedan realizar
los jueces acerca de las normas, que en definitiva, es un
juego argumentativo mediante el cual se puede
justificar cualquier solución.
Pero nuestra propia intuición nos dice que debe haber
un límite en alguna parte para la tarea interpretativa,
un límite objetivizado a partir del cual ningún tipo de
argumento ni de justificación, funcione. La delgada
línea que separa una interpretación legítima del famoso
dislate jurídico que merece la oposición y crítica
razonada de la ciudadanía.
Para muchos, este límite estaría dado por el espíritu de
la norma, la intención del legislador, el fundamento del
sistema republicano de gobierno plasmado en nuestra
Constitución. Pero estas respuestas no parecen del todo
satisfactorias. En principio, la remisión a un ente
incognoscible tal como el espíritu de la norma nos hace
pensar en un método de conocimiento que comparte la
falibilidad de una sesión de espiritismo, más que a las
necesidades de los abogados al enfrentar las respuestas
de los clientes y de los ciudadanos de arreglar sus
negocios y sus vidas de acuerdo a un sistema normativo
que no solo se presume, sino que se aplica, como
conocido por todos.
Asimismo, carecemos de un método de conocimiento
que nos permita conocer la intención del legislador.
Como prueba de los inconvenientes que esta
justificación acarrea, basta remitirse a la inveterada
disputa entre los partidarios de la corriente originalista,
que propugna una interpretación estática del texto
constitucional respecto de las cuestiones tomadas en
cuenta por los padres fundadores y entre los no-
2
originalistas, que propugnan un estilo de interpretación
más progresista de la constitución(4). De todas formas,
dado que las normas son el producto de arreglos
institucionales diversos, parece bastante claro que las
voluntades que conforman los cuerpos deliberativos
están lejos de ser coincidentes, lo cual, además de ser de
público y notorio, ha generado, especialmente en
nuestro país, situaciones que no sólo rozan, sino más
bien, integran, el decálogo de lo absurdo.
El sistema republicano de gobierno, por otra parte, nos
da unas respuestas que parecen en principio,
contradictorias. (…). En este sistema, los legisladores
representan la voluntad popular, depositaria de la
soberanía, por lo que su acto de comunicación
normativo debe entenderse como la expresión de los
ciudadanos respecto de un tema cualquiera. Entonces
los jueces, no elegidos mediante el sistema democrático
de consenso, no pueden, con sus decisiones, libremente
contradecir lo establecido por los legisladores. Pero por
otra parte, la propia constitución establece que la Corte
Suprema es el intérprete último de la Constitución1. Así
lo han entendido los jueces de nuestra Corte Suprema
de Justicia de la Nación al establecer que “si bien la
declaración de inconstitucionalidad de una disposición
legal es un acto de suma gravedad institucional, por lo
cual debe ser considerado como ratio final del orden
jurídico, los jueces pueden y deben interpretar y aplicar
la Constitución en los casos concretos sujetos a su
decisión…” (5).
Volviendo a Eco, y a su ejemplo de Jack el Destripador,
podríamos decir que el límite está en la ley escrita, en
ese acto de comunicación. Dijimos hace un rato que
como las normas están formuladas en lenguaje natural,
están sujetas a todos los problemas lógicos y semánticos
que tienen las demás proposiciones escritas en dicho
lenguaje.
Sin embargo, no debemos perder de vista que somos
una comunidad que comparte, entre otras cosas, un
lenguaje. Es lenguaje es producto de un consenso
profundo y continuado acerca de la propia idiosincrasia
que da lugar a un amplio sistema de códigos y
significaciones compartidas. Nos servimos de nuestra
lengua para comunicar todos los actos que conforman
nuestra vida cotidiana, comunitaria y, también,
jurídica. Esta comunicación no está exenta de
conflictos, sin embargo, es en general bastante eficiente
como medio de intercambiar ideas e impresiones y de
ordenar nuestra vida individual y comunitaria.
1
En Costa Rica, esa función corresponde a la Sala
Constitucional de la Corte Suprema de Justicia.
La idea de este trabajo no es postular que este tipo de
comunicación esté exenta de conflictos, sino advertir
que no hay razón para simplemente enfocar los
problemas de interpretación y por ello perder de vista el
hecho de que tanto los intérpretes destinatarios de las
normas en sentido amplio como quienes formulan
dichas normas forman parte de la misma comunidad
lingüística, y por lo tanto, saben con bastante grado de
certeza qué quieren decir las palabras que usan en la
mayoría de los casos, es decir, comparten, mejor dicho
compartimos, una idea de significado de los términos
del lenguaje natural bastante extendida y que es común
a todos.
En otras palabras, como comunidad lingüística,
compartimos un mismo sentido común respecto a lo
que generalmente quieren decir las palabras que
usamos. Y que ese sentido común surge de un consenso
tan profundo como el que establece el lenguaje mismo
en una comunidad. ¿Dónde encontramos el sentido
común de la interpretación de la ley en nuestro sistema
jurídico? En el sistema moral que adoptó nuestro país:
aquel conjunto de normas que objetiviza el ideario
moral del liberalismo político y que hacen a la
Argentina - formalmente al menos - un estado de
derecho.
La Constitución Argentina contiene una serie de
disposiciones acerca de las directrices que deben regir
nuestra vida ciudadana. Nos referimos a aquellas
disposiciones emparentadas con la organización
institucional, pero sobre todo con las normas del debido
proceso, el respeto por los principios de autonomía,
inviolabilidad y dignidad de las personas (6), a partir de
los cuales puede deducirse el conjunto de los derechos
humanos básicos. Este es el sistema moral que delimita,
y de esta forma, pone un límite de sentido común a
determinadas soluciones normativas, y nos lleva a
criticar aquellas que se contradicen con el ideario del
liberalismo político.
Es nuestro propio sentido común el que se siente
agraviado cuando nos enfrentamos a interpretaciones
normativas que van más allá del límite del significado
que la norma tiene para nuestra propia comunidad
hablante. Y es sobre la base de ese sentido común como
fundamentamos nuestras críticas cuando leemos que
una ley dice una cosa, y termina diciendo otra
completamente diferente por la interpretación que de
ella hacen los tribunales. Este sentido común no es
individual, caprichoso ni antojadizo. Es el resultado de
los profundos consensos que nos constituyen e
individualizan como una nación y se encuentran
objetivizados de manera difusa en nuestro lenguaje
natural y de manera formal en la constitución que rige
nuestra vida pública, individual y comunitaria.
Esto significa que si bien los jueces pueden interpretar
la ley de manera generalmente elástica, y de hecho lo
hacen, no se deriva de esto necesariamente que el único
límite al que se enfrentan sea su conciencia jurídica
material entendida como su propia concepción
personal de justicia y sus propias preferencias
personales. Se enfrentan también con el límite del
sistema de significaciones que surgen de la propia
comunidad en la que se insertan, y de los valores que
dicha sociedad adoptó colectivamente para regir su
vida pública. Y este no es un límite indeterminado,
difuso e individual, sino que por el contrario es un
límite objetivizado, formal y colectivo.
En otras palabras, en la interpretación judicial de la ley
también podemos encontrar interpretaciones
inaceptables, porque los jueces pueden (y deben) hacer
decir a la ley muchas cosas, pero de ninguna manera
pueden hacerle decir cualquier cosa que se les ocurra,
más allá de toda argumentación. No pueden hacerlo, al
menos, sin sufrir el alto costo que –para la seguridad
jurídica y la credibilidad de las instituciones que ellos
mismos integran– implica dar fuerza de ley a
interpretaciones inaceptables de las normas jurídicas al
hacer decir a la ley aquello que la ley no dice, ni puede
lógicamente decir.
NOTAS
(1) Eco, Umberto, Los límites de la Interpretación, 2° edición,
Barcelona, Lumen, 1998.
(2) Nino, Carlos Santiago, Introducción al Análisis del
Derecho, 2° edición, Buenos Aires, Astrea, 1995.
(3) Seguimos la terminología de Alf Ross, en Sobre el Derecho
y La Justicia, 3° edición, Buenos Aires, EUDEBA, 1974.
(4) Scalia, Antonin, Temas Constitucionales de los Estados
Unidos, en Revista del Colegio de Abogados de Buenos Aires,
Tomo 49, 1989.
(5) CSJN en autos Juan Bautista Sejean c/ Ana Maria Zaks
de Sejean s/ inconstitucionalidad del art. 64 de la ley 2393,
sentencia del 27 de Noviembre de 1986. SAIJ.
(6) Nino, Carlos Santiago, Etica y Derechos Humanos,
Buenos Aires, Astrea, 1989