El despertar
By Kate Chopin
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Kate Chopin
Nació en St Louis, Missouri en 1850. Su padre, Thomas O’Flaherty, exitoso hombre de negocios emigró de Irlanda y murió cuando ella tenía 5 años en un accidente. Es de parte de su madre, Eliza Faris, de su abuela y bisabuela maternas de quienes que recibe la influencia cultural –y a veces inspiración- decisiva. Kate Chopin es, sin duda, la primera escritora norteamericana que se formó fuera de la trama ideológica protestante y de los parámetros de la historia cultural calvinista. Su ascendencia francesa, su bilingüismo y biculturalismo la conectaron con la tradición literaria europea. Las cualidades estéticas e ideológicas de su obra muestran una sofisticación formal y un cosmopolitismo ajenos a la moral o a los juicios de valor convencionales. Cuestiones consideradas trágicas e inmorales en la literatura respetable y edificante como el suicidio, la infidelidad o el adulterio, que no encontraban eco en la literatura norteamericana de la época, fueron tratadas por la escritora en el contexto local y con el realismo con que lo hacían los escritores contemporáneos franceses.
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El despertar - Kate Chopin
Título original: The Awakening
Autor: Kate Chopin
HISTORIA DE PUBLICACIONES
The Awakening fue publicado por primera vez en 1899 en Chicago, EE. UU
©Calixta Editores S.A.S, 2020
Para la presente edición.
Bogotá, Colombia
Editado por: ©Calixta Editores S.A.S
E-mail: miau@calixtaeditores.com
Teléfono: (571) 3476648
Web: www.calixtaeditores.com
ISBN: 978-958-5107-79-3
Editora en jefe: María Fernanda Medrano Prado
Traducción y adaptación: Alejandro Ferrer Nieto
Corrección de Estilo: Alvaro Vanegas
Corrección de planchas: Dahanna Bordón Hernández
Maqueta de cubierta: Juan Daniel Ramírez @rice_thief_
Ilustración de Cubierta: Laura Andrea González @lauradelirios
Diseño y diagramación: Julián R. Tusso @tuxonimo
Ilustraciones internas: Laura Andrea González @lauradelirios
Coordinadora de la colección: María Fernanda Medrano Prado
Primera edición: Colombia 2020
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
Todos los derechos reservados: Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.
Para mí, editar «El Despertar» de Kate Chopin fue, más que un trabajo, una revelación. Y no porque la autora en sí mismo lo fuera, pues ya había tenido la oportunidad de leer su cuento Beyond The Bayou, hacía algún tiempo. La revelación de este despertar residió en la agudeza y la sensibilidad de una autora que logró plasmar en su novela las percepciones femeninas de una mujer de su época. Sin embargo, recalco que es la percepción de una mujer, perteneciente a una clase y a un grupo social específico de Estados Unidos a finales del siglo XIX. Esta sensibilidad y esta agudeza me narraron la historia de Edna Pontellier, una créole de clase alta que empieza a cuestionarse su posición como mujer entregada al hogar y a la crianza en un tiempo que consideraba estas visiones como de «sufragista revoltosa» (me acongoja un poco pensar que, a pesar de mujeres como Kate Chopin, esta percepción aún perviva en nuestras sociedades).
El Despertar de Edna Pontellier se nos presenta gradual, una comprensión progresiva cuyos alcances se amplían hasta poner en cuestión toda una vida. Y el término de esta comprensión solo podía ser uno. Evitaré comentarlo, porque sé que vivimos en una época que aborrece el spoiler, pero tan solo diré que todo El Despertar se resuelve en una imagen tan cargada de significado que me obligó a cerrar el libro y guardar silencio, verdadero silencio, hasta que me volvió al cuerpo el calor de la vida.
Suele decirse que quienes escriben con la mirada puesta en el futuro son «visionarias» o «adelantadas a su tiempo». Pues yo sostengo que El Despertar de Kate Chopin fue un libro que no habría podido darse en otro momento y que, al cuestionar de tal forma las convenciones impuestas, se consolida como una novela de su época.
Espero puedan disfrutarlo y encontrar en ella una revelación similar a la que yo encontré.
El traductor
Un loro verde y amarillo que colgaba en una jaula en la parte exterior de la puerta repetía una y otra vez:
«Allez-vous-en! Allez-vous-en! Sapristi! ¡Está bien!».
Sabía un poquito de español y también otra lengua que nadie entendía, excepto el sinsonte que estaba colgado al otro lado de la puerta, silbando sus agudas notas en la brisa con enloquecedora persistencia.
El señor Pontellier, incapaz de leer el periódico con un mínimo de comodidad, se levantó con una expresión y una exclamación de desagrado.
Caminó desde el porche y a través de los estrechos «puentes» que comunicaban los cottages de los Lebrun entre sí. Había estado sentado frente a la puerta de la casa principal. El loro y el sinsonte pertenecían a Madame Lebrun y tenían derecho a hacer todo el ruido que desearan. El señor Pontellier tenía a su vez el privilegio de abandonar su compañía en cuanto dejaran de resultarle entretenidos.
Se detuvo frente a la puerta de su propio cottage, que era el cuarto a partir de la casa principal y estaba junto al último. Se sentó en una mecedora de mimbre que había allí e intentó una vez más leer el diario. Era domingo, el ejemplar era del día anterior. Los periódicos del domingo no habían llegado aún a Grand Isle. Ya estaba familiarizado con la información financiera, así que echó un vistazo nervioso a los editoriales y las noticias que no había tenido tiempo de leer antes de salir de Nueva Orleans el día anterior.
El señor Pontellier usaba anteojos. Era un hombre de cuarenta años, estatura mediana y complexión más bien esbelta; se encorvaba un poco. Su cabello era castaño y liso, peinado con una raya a un lado. Su barba estaba recortada con minucia y pulcritud.
De vez en cuando levantaba la vista del periódico y miraba alrededor. Había más ruido que nunca en la casa. Al edificio principal lo llamaban «la casa», para distinguirlo de los cottages. Los pájaros persistían en sus parloteos y silbidos. Dos jovencitas, las gemelas Farival, tocaban un dúo de Zampa en el piano. Madame Lebrun entraba y salía de la casa, afanosa. Cuando entraba, daba órdenes en una voz aguda a un mozo de cuadra y dirigía a una camarera, con voz igualmente alta, cada vez que salía. Era una mujer fresca, bonita, vestida siempre de blanco y con mangas hasta el codo. Sus faldas almidonadas crujían mientras iba y venía. Más lejos, delante de uno de los cottages, una mujer de negro paseaba con modestia arriba y abajo mientras pasaba las cuentas de su rosario. Un grupo considerable de gente de la pensión había ido a Chênière Caminada, en el lugre¹ de Beaudelet, a oír misa. Algunos jóvenes estaban fuera, bajo los robles de agua, jugando al croquet. Los dos niños del señor Pontellier estaban ahí; dos robustos pequeños de cuatro y cinco años. Una niñera mulata los vigilaba con aire meditativo y lejano.
Al fin, el señor Pontellier encendió un cigarro y se dispuso a fumárselo, dejando que el periódico se deslizara de sus manos. Fijó la vista en una sombrilla blanca que avanzaba a paso de caracol desde la playa. Podía distinguirla con nitidez entre los delgados troncos de los robles de agua y a través de la extensión de manzanilla amarilla. El golfo se veía distante, fundido entre brumas con el azul del horizonte. La sombrilla continuaba aproximándose despacio. Bajo el cobijo forrado de rosa venían su mujer, la señora Pontellier, y el joven Robert Lebrun. Cuando alcanzaron el cottage, ambos se sentaron con aspecto de fatiga en el escalón superior del porche, frente a frente, recostado cada uno contra una columna.
—¡Qué locura bañarse a esta hora y con este calor! —dijo el señor Pontellier. Él se había dado un chapuzón al amanecer. Ese era el motivo de que la mañana le pareciera tan larga—. Estás tan quemada que no te reconozco —añadió mirando a su mujer como se mira una valiosa propiedad personal que ha sufrido algún daño.
Ella levantó sus manos, fuertes y bien formadas, y las revisó con expresión crítica, recogiéndose las mangas de muselina por encima de las muñecas. El hecho de mirarlas le recordó sus anillos, que había confiado a su marido antes de marcharse a la playa. Alargó la mano hacia él, en silencio, y él, comprendiendo, sacó los anillos del bolsillo del chaleco y los dejó caer en su palma abierta. Ella los deslizó en sus dedos; después, agarrándose las rodillas, miró a Robert y empezó a reír. Los anillos centelleaban en sus dedos. Él le devolvió una sonrisa como respuesta.
—¿Qué sucede? —preguntó Pontellier que miraba de un lado a otro, divertido y perezoso. Era alguna tontería absoluta; una anécdota que había sucedido en el agua y que ambos trataban de relatarle al mismo tiempo. Contada, no parecía ni la mitad de graciosa. Se dieron cuenta de ello, al igual que el señor Pontellier. Bostezó y se desperezó. Después se levantó diciendo que tal vez se pasará por el hotel de Klein a jugar una partida de billar.
—Venga usted, Lebrun —le propuso a Robert. Pero Robert confesó con toda franqueza que prefería quedarse donde estaba y charlar con la señora Pontellier.
—Bien, Edna, cuando te aburra, mándalo a ocuparse de sus asuntos —le aconsejó su marido mientras se disponía a marcharse.
—¡Mira, llévate la sombrilla! —exclamó ella mientras se la ofrecía. Él aceptó el parasol y lo levantó sobre su cabeza; bajó la escalinata y se alejó.
—¿Volverás para la cena? —gritó su mujer tras él. Se detuvo un momento y se encogió de hombros. Se palpó el bolsillo del chaleco; había un billete de diez dólares. No lo sabía; tal vez volvería para la cena o tal vez no. Todo dependía de la compañía que encontrara en el local de Klein y del tamaño de ‘la partida’. No lo dijo, pero ella lo entendió y se puso a reír mientras le decía adiós con la cabeza.
Ambos niños quisieron seguir a su padre cuando lo vieron dispuesto a partir. Él les dio un beso y les prometió traerles bombones y cacahuetes.
1 Un lugre es una embarcación pequeña de tres palos.
Los ojos de la señora Pontellier eran ágiles y brillantes, de un color pardo amarillento; cercano al tono de su pelo. Tenía un modo peculiar de fijarlos de repente sobre un objeto y mantenerlos allí como si estuviera perdida en algún laberinto interior de contemplación o de pensamiento.
Sus cejas eran un poco más oscuras que el pelo. Eran gruesas y casi horizontales, enfatizando así la profundidad de sus ojos. Era más atractiva que hermosa. Su rostro fascinaba por la indudable franqueza de su expresión y una contradictoria y sutil combinación de rasgos. Su porte era cautivador.
Robert lio un cigarrillo. Fumaba cigarrillos porque no podía permitirse los puros, según decía. Conservaba un puro que el señor Pontellier le había regalado en el bolsillo, pero lo guardaba para después de cenar.
Esto parecía bastante característico y natural en él. Su color de tez no era muy diferente del de su compañera. Un rostro limpiamente afeitado hacía que el parecido fuera aún mayor. No había en su semblante rastro de preocupación. Sus ojos recogían y reflejaban la luz y la languidez del día de verano.
La señora Pontellier se estiró para alcanzar un abanico de hoja de palma tirado en el porche y empezó a abanicarse, mientras Robert lanzaba entre sus labios ligeras bocanadas del humo de su cigarrillo. Charlaban sin parar: de lo que les rodeaba; de su divertida aventura en la playa –la historia había recuperado su aspecto divertido–; del viento, los árboles, la gente que había ido a Chênière; de los niños que jugaban al croquet bajo los robles; y de las gemelas Farival, que ahora tocaban la obertura de Poeta y aldeano.
Robert hablaba bastante de sí mismo. Era muy joven y no se le ocurría nada mejor. La señora Pontellier hablaba poco de sí misma por idéntica razón. Cada uno estaba interesado en lo que el otro decía. Robert habló de su intención de ir a México en otoño, donde la fortuna le esperaba. Siempre estaba planeando ir a México, pero, por alguna razón, nunca llegaba a hacerlo. Mientras tanto, se agarraba a su modesta posición en una empresa mercantil de Nueva Orleans, en la que su familiaridad con el inglés, el francés y el español le resultaba de no poca utilidad en su tarea de dependiente y corresponsal.
Como siempre, pasaba sus vacaciones de verano junto a su madre en Grand Isle. Hacía tiempo, más del que Robert podía recordar, «la casa» era un lujo veraniego de los Lebrun. Ahora, flanqueada por su docena de cottages, siempre ocupados por distinguidos huéspedes del Quartier Français, permitía a Madame Lebrun mantener la cómoda y fácil existencia que parecía ser su derecho de nacimiento.
La señora Pontellier hablaba de la plantación de su padre en Mississippi y de la casa de su infancia en los campos de hierba azul del viejo Kentucky. Era una mujer americana, con una pequeña infusión de sangre francesa que parecía haberse perdido al diluirse. Leyó una carta de su hermana que vivía allá en el Este y que estaba comprometida. A Robert le interesaba saber qué clase de chicas eran las hermanas, cómo era el padre y hacía cuánto que la madre había muerto.
Cuando la señora Pontellier dobló la carta ya era hora de vestirse para la cena temprana.
—Ya veo que Léonce no va a venir —dijo con una mirada hacia donde su marido había desaparecido. Robert supuso que no, dado que había bastantes hombres del club de Nueva Orleans en el local de Klein.
Cuando la señora Pontellier lo dejó para entrar a su habitación, el joven bajó los escalones y se paseó hacia los jugadores de croquet. Allí, durante la media hora que precedía a la cena, se divirtió con los pequeños Pontellier, que lo querían mucho.
Eran las once de aquella noche cuando el señor Pontellier volvió del hotel de Klein. Venía de un humor excelente, animado y muy hablador. Su entrada despertó a su mujer, que, a su llegada, estaba en la cama y dormía profundamente. Le habló mientras se desvestía, le contó las anécdotas, noticias y chismes que había acumulado a lo largo del día. De los bolsillos del pantalón, sacó un puñado de billetes arrugados y una buena cantidad de monedas de plata, que apiló en desorden sobre el escritorio, junto con las llaves, la navaja, el pañuelo y cualquier otra cosa que estuviera en sus bolsillos. A ella, el sueño la vencía y le respondía con murmullos a medias.
Pensaba que era muy descorazonador que su mujer, único objeto de su existencia, manifestara tan poco interés en los asuntos que a él concernían y valorara tan poco su conversación.
El señor Pontellier había olvidado los bombones y los cacahuates de los niños. Sin embargo, los quería mucho y entró en la habitación contigua, donde dormían, para echarles un vistazo y asegurarse de que descansaban con comodidad. El resultado de su investigación estuvo lejos de ser satisfactorio. Giró y movió a los jovencitos de un lado al otro de la cama. Uno de ellos empezó a dar patadas y a hablar de una cesta llena de cangrejos.
El señor Pontellier volvió junto a su esposa para decirle que Raoul tenía mucha fiebre y necesitaba ser atendido. Después, encendió un puro y se sentó cerca a la puerta abierta para fumárselo.
La señora Pontellier estaba segura de que Raoul no tenía fiebre. Estaba perfecto cuando se había ido a la cama –dijo ella– y no le había dolido nada en todo el día. El señor Pontellier conocía demasiado bien los síntomas de la fiebre para estar equivocado. Le aseguró que, en ese mismo instante, el niño se estaba consumiendo en la habitación de al lado.
Reprochó a su mujer su poca atención y su habitual negligencia de los niños. Si no era tarea de una madre cuidar de los hijos, ¿de quién diablos era? Él estaba ocupado con sus negocios como corredor de bolsa. No podía estar en dos lugares a la vez: ganar el sustento de la familia en