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INFORME DE LECTURA

INTRODUCCIÓN AL ESPÍRITU DE LA LITURGIA


Joseph Ratzinger

Este bello texto de Ratzinger, manifiesta de entrada la intención primaria bajo la que
ha sido escrito: “volver al profundo respeto que exige la liturgia”. La obra, hace mención a
la importancia de la liturgia en la vida de la Iglesia, viéndose como “centro animador y núcleo
de la vida cristiana”. “Cristo se hace presente en la liturgia”, y es por ello que se hace
necesario conocer y reconocer las maneras y formas como Jesús nos acerca al Padre a través
de esta.
Otro ámbito a conocerse es el movimiento litúrgico, ya que luego de acercar la liturgia
a los fieles, de manera oficial en el Concilio Vaticano II, esta hace que la liturgia misma pase
por situaciones perniciosas que invitan a redescubrir su sentido y finalidad. “Hacer más
asequible la fe y servir de ayuda en las celebración de la liturgia que es su forma nuclear de
expresión” es su gran y único interés. 1

Liturgia y vida: espacio de la liturgia en la realidad


En este capítulo, el autor, Joseph Ratzinger, compara la liturgia con un juego
cualquiera, donde se poseen reglas propias y configuran un mundo propio, el cual deja de ser
válido en el momento que llega a su fin. El hombre puede encontrar en ellos la libertad, un
instante en el que puede superar todos aquellos impedimentos que se cruzan en su vida
cotidiana y descubrir el sentido a su existencia, un camino que lo lleve a su fin: el encontrar
a su Creador.

El juego de los niños se podría ver aún más cerca de la comparación con la liturgia, ya que
este es como una anticipación de la vida que ha de venir; la liturgia es la preparación para la
vida eterna, la verdadera vida a la que el hombre se dirige, a la cual, debería acercarse siendo
como niño, lleno de una esperanza que le ayude a ser capaz de gozar de libertad que le sirva
de acercamiento a Dios y a los que le rodean. El autor en su teoría del juego lleva la liturgia
a una concepción general del juego, en donde está siempre presente el anhelo por el juego
verdadero (la vida eterna), en el cual el orden y la libertad se fusionan.

El autor relaciona a la liturgia desde lo concreto de los textos bíblicos para darle un sentido
y plenitud a la visión de Dios, sin que la vida eterna, sea solo un desierto que quede en algo
indeterminado o inalcanzable para el hombre. Empieza por mostrar dos objetivos diversos
del éxodo. Uno de ellos muestra como Dios oye al pueblo de Israel, les ayuda a alcanzar la
tierra prometida, y los lleva a su anhelada libertad; esta es lograda por otra finalidad, es por
la orden que Dios le da al faraón: “¡Deja libre a mi pueblo para que me sirva en el desierto!”
(Ex 7, 16), que se permite que el culto al Dios celebrado, y por la promesa hecha a Abrahán,
de conceder la tierra prometida, se establecen los lugares de culto a Dios.

1
RATZINGER, J. (2018), Introducción al espíritu de la liturgia, Bogotá – Colombia, San Pablo, pág. 5 – 6.
A través de la Alianza con Moisés, donde Dios da los diez mandamientos, se muestra como
Israel debe aprender a venerar a Dios de la forma que Él mismo lo quiere; la liturgia es una
parte de la veneración. “La gloria de Dios es el hombre viviente. La vida del hombre consiste
en llegar a ver a Dios”, así lo dijo San Ireneo (Ad. Haer. IV 20,7). Según esto, la verdadera
adoración del hombre se da en la vida de él mismo, cuando recibe toda su forma de la visión
de Dios. Mediante el culto que el hombre rinde a Dios, se permite tener una relación con Él
y darle gloria. Un verdadero culto a Dios no recibe únicamente normas, sino también derecho
y ethos; un derecho que no se fundamenta moralmente, se convierte en injustica, por tal
razón, una moral y un derecho que no mantengan su mirada hacia Dios, acaban violentando
al propio ser humano, dañándolo y negándolo a la visión de lo eterno.

Por otra parte, el culto y el derecho no pueden ser separados, pues Dios tiene derecho a
conocer siempre la respuesta del hombre, ya que Él tiene derecho sobre el hombre mismo.
De este modo, el culto sobrepasa a la acción litúrgica; abarca el orden de toda la vida humana
si se relaciona desde lo dicho por san Ireneo. El culto es verdadero cuando vive de la
contemplación de la divinidad. En otro sentido, ni el de derecho ni el ethos se sostiene cuando
no se hallan anclados en el medio litúrgico y reciben de ella su inspiración.

La adoración, es el modo recto por el que el hombre ejerce el culto y la relación con Dios;
por ello, el hombre no puede simplemente producir el culto, si lo hiciera de esta forma, seria
vacío, pues Dios no sería quien se lo revela; así paso cuando Moisés le dice al faraón: “No
sabemos todavía qué hemos de ofrecer a Yahveh” (Ex 10,26). En este sentido, se descubre
que la verdadera liturgia tiene que dar por supuesto que Dios responde y muestra como se le
ha de rendir culto.

En el pasaje del becerro de oro, podemos encontrar un claro ejemplo de la no arbitrariedad


del culto, pues el sumo sacerdote Aarón dirigió un culto el cual no tenía por objeto la
veneración de los dioses paganos. El hombre solo quiere glorificar a ese Dios que lo liberó y
piensa que es capaz de plasmarlo en la figura de un becerro. Pero ahí se observa cómo se da
una confusión entre un ritual aparentemente adecuado según lo prescrito, que lleva al
abandono del Dios verdadero, y se da una opción por los ídolos. Este acontecimiento denota
que el culto brota del simple poder humano y termina siendo una fiesta que la propia
comunidad se inventa, que conlleva a una autosatisfacción banal, pues ya no está Dios como
centro de esta. De todo esto, podemos afirmar que, si la liturgia se vive de esta forma, es
decir, sin tener a Dios como centro y guía, puede convertirse en un simple pasatiempo, en
una acción vana que solo genera frustración y vacío que no ayudaría al hombre al encuentro
con el Dios vivo.

Liturgia, cosmos, historia


En la teología moderna, se han abierto las religiones naturales y las no teístas, en las
que el culto tiene una orientación cósmica, a diferencia del Antiguo Testamento y el
cristianismo, donde se da un sentido histórico. En las religiones cósmicas el mundo y el
cosmos se hallan fuertemente ligados, se basa en un circuito marcado por el dar y el recibir,
donde los dioses sostienen al mundo, y el hombre alimenta y sustenta a los dioses a través
del culto. En esta concepción, por imperfecta que parezca, muestra en si el sentido del
hombre, existir para Dios.

Ante esta realidad, podemos ver en el relato de la creación (Gn 1, 1-2, 4), como la creación
se encamina al “Sabbat”, al día en el que el ser humano con todo el cosmos, tomará parte en
el descanso de Dios, en su libertad. En las prescripciones de la Thorá, el “Sabbat”, es el
signo de la Alianza entre Dios y los hombres, la meta de la creación es la Alianza, que se
refiere a una historia de amor entre Dios y los hombres. El hombre que se halle del lado de
Dios por la Alianza, será libre. A través de esa libertad, el hombre podrá dar a Dios una
respuesta de “amor”. Amar a Dios quiere decir adorarlo. Pero ¿qué es la adoración? Por lo
general en todas las religiones aparece el sacrificio como núcleo del culto. La idea más común
que se atribuye al sacrifico es algún tipo de destrucción. Pero, hay que tener claro que la
verdadera entrega a Dios, debe estar dotada de otras señas de identidad, así lo ven los Santos
Padres en conexión con el pensamiento bíblico, en la unión del hombre y de la creación con
Dios. Para San Agustín, el verdadero sacrificio es la Civitas Dei, esto es, la humanidad
convertida al amor que diviniza la creación y se convierte en entrega a Dios de todo. En este
sentido, se puede decir que, la finalidad del culto y la meta de la creación son la misma: la
divinización, un mundo de libertad y de amor.

Partiendo de las bases de una cosmovisión evolucionista, Teilhard describió el mundo como
un proceso de ascensión hacia la unificación; contempla a Cristo como la energía tractora
que lo lleva todo hacia la noosfera y que, por último, lo incluye todo dentro de su “plenitud”.
Según él, la Eucaristía marca la dirección del movimiento cósmico. En la tradición antigua
se puede comprender otro modelo, se piensa en un movimiento circular, con dos elementos
esenciales, el “exitus” y “reditus”, es decir, de “salida” y “regreso”. El “exitus”, hace
aflorar en el ser humano su faceta no divina, no es considerado como salida, sino como
fracaso; en ella el ser no divino se identifica con el ser caído. Por su parte, el “reditus”,
consiste en que, en lo más profundo de la caída, el movimiento muestra una dirección
ascendente. El camino del “reditus” comporta salvación, es decir, liberación de la finitud,
que es el verdadero obstáculo de nuestro ser. En la actualidad, el resultado que acontece
conforme a la enseñanza, es el conocimiento “gnosis”. Para el cristianismo, el “exitus”, es
algo positivo. Es un acto creacional libre, por el que el Creador quiere que exista algo bueno
y distinto de Él; y el “reditus”, es un regreso, que le confiere a la creación una plenitud
definitiva. Así bien, se conoce que la esencia del culto es el “sacrificio”, que como proceso
que lleva a la semejanza, al amor que se expande. Los Santos Padres encontraron una
expresión de esto en la parábola de la oveja perdida, donde el “reditus” se hace real, cuando
el Hijo de Dios, se pone en camino hacia nosotros y coloca a la oveja perdida sobre sus
espaldas, asumiendo su naturaleza humana, y lleva al hombre creado al hogar.

A lo largo de este capítulo se denota la diferencia entre el circulo cósmico y el circulo


histórico. A pesar de sus diferencias, los dos constituyen un circulo único de ser. La liturgia
histórica del cristianismo sigue siendo cósmica de manera inseparable, pero no mezclando y
confundiendo el mundo con la historia. Por su parte, el cristianismo, asume toda la temática
presente en las religiones, estableciendo así una estrecha unión con ellas.

Del antiguo al nuevo testamento


La intención de los cultos en todas las religiones tiene que ver con la pacificación de
todas las cosas, que es propiciada por la paz con Dios. De acuerdo a esto, el culto es
considerado como un estrechamiento de lazos a través de la reconciliación. A su vez, el culto
intenta superar al pecado para reconducir al mundo a lo correcto. En el caso de las religiones,
la esencia del sacrificio se basa en la idea de la substitución vicaria. Para el pueblo de Israel,
en primer lugar, el culto consiste en su destinatario: Dios, en cambio, otras religiones dirigen
su culto a otras fuerzas y potestades del mundo.

El culto de Israel, se encuentra con una segunda particularidad, donde el Nuevo Testamento
se pone en conexión profunda con el Antiguo. En el Génesis y el Éxodo, podemos encontrar
dos realidades acerca de ello; en primer lugar, el Génesis nos muestra el sacrifico de
Abraham, quien obediente al mandato de Dios, quiere sacrificar a su hijo Isaac, pero en un
último instante Dios mismo será quien le impedirá consumar el sacrifico, y a cambio de ello
le da un cordero para consumar el sacrificio. De este modo, el sacrificio vicario encuentra
justificación en la siguiente instrucción divina: es Dios quien pone en sus manos el cordero,
que el propio Abraham le devuelve. Mediante esta historia, podemos vivenciar la esperanza
del “Verdadero Cordero” que procede de Dios y que, es el auténtico intermediario. En la
teología del culto, se reconoce a Cristo como el verdadero Cordero entregado por Dios; así,
la liturgia celestial se hace presente en medio del mundo a través del sacrificio de Cristo. En
segundo lugar, en el Éxodo 12, se regula que el cordero pascual se contemple como centro
del año litúrgico y de la memoria de la fe de Israel. El cordero aparece como un rescate por
el cual Israel se verá libre de la muerte, y se manifiesta la necesaria santidad de los seres
humanos y de la creación, es decir, que el hombre por naturaleza está llamado a ser santo.
Por otra parte, las cartas de la cautividad presentan a Cristo como “primogénito de toda
criatura”, solo en Él se cumple la santificación de la primogenitura que a todos involucra.

En el Antiguo Testamento, el culto que se tributaba en el Templo estuvo siempre acompañado


de una conciencia aguda de su insuficiencia. En el relato de los Hechos de los Apóstoles, en
el capítulo 7, Esteban se vale del profeta Amos (Am. 5, 12-23); en el discurso de Esteban se
basa en la supuesta acusación: “Jesús destruirá esta edificación” (el templo). La actitud de
Jesús en ese momento era sin duda un ataque al culto del Templo, es de ello que se le acusa.
Pero, es con este hecho que Jesús hace saber que el fin de su cuerpo terreno será paralelo al
fin del Templo, el cual inaugura el nuevo universalismo de la adoración en “Espíritu y
Verdad” (Jn 4, 23); y el nuevo Templo será el cuerpo viviente de Jesucristo, el cual será el
nuevo ámbito de culto. La profecía de la Resurrección analizada en su máxima profundidad,
es a su vez una profecía de la Eucaristía.

El exilio de Israel se convirtió en una exigencia de formular lo positivo, lo que aún estaba
por venir. Durante este exilio, no había Templo, ninguna forma pública y comunitaria de la
veneración a Dios tal como exigía la ley. Ante esta situación, carente de culto, Israel debió
sentirse pobre y desprotegido, con sus manos vacías ante Dios. Ante este acontecimiento, los
Israelitas se convencieron que las manos vacías y el corazón lleno era un culto equivalente
interiormente a de los sacrificios del Templo. Los padres de la Iglesia, siguiendo un
desarrollo espiritual, designaron a la Eucaristía, como oratio, la oración, hecha palabra.

Finalizando este capítulo, el autor nos data resumidamente algunos resultados más claros:

1. El culto o la liturgia de la fe cristiana no puede entenderse solo como una forma


cristianizada de la Sinagoga, ya que la destrucción del Templo se vio como algo
necesario, que dio lugar al Templo universal de Cristo resucitado, cuyos brazos
extendidos representan para todos, el abrazo del amor eterno.
2. La universalidad es algo propio del culto cristiano. Celebrar la Eucaristía, es dar una
glorificación total a Dios. La liturgia cristiana no es la reunión de un grupo de
personas en determinado lugar; el dirigirse de la humanidad a Cristo se entrecruza
con el dirigirse de Cristo a los hombres.
3. La palabra “Eucaristía” remite al concepto de adoración, es decir, a la Encarnación,
a la Cruz y a la Resurrección de Cristo. Y puede ser tenida como expresión adecuada
de la liturgia cristiana.
4. Todas esas visiones liberan una dimensión esencial de la liturgia cristiana, que es la
liturgia de las promesas cumplidas, sin embargo, sigue siendo liturgia de la
esperanza, una liturgia itinerante y de la peregrinación que conduce a la
transfiguración del mundo. Solo alcanzara su cumplimiento pleno cuando “Dios sea
todo en todas las cosas”.

Cuestiones previas: relación de la liturgia con el espacio y tiempo


El culto cristiano es una liturgia cósmica que comprende cielo y tierra. Hoy en día
aún subsisten limitaciones de la existencia humana en el mundo. Debido a esto, se pueden
perder de vista el “todavía no” propio de la existencia cristiana, pensando que el cielo nuevo
y la tierra nueva han llegado ya. Pero resulta evidente que la esperanza no ha llegado todavía
a su meta. La nueva Jerusalén ya no necesita Templo alguno, pues Dios y el Cordero son su
Templo, aunque esta ciudad aún no ha llegado. En la iglesia del Nuevo Testamento, se origina
un “tiempo intermedio” hecho de “ya, pero todavía no”, donde todavía se dan las
condiciones empíricas, las cuales tendrán que serlo hasta que Cristo haga su entrada
definitiva.

A partir de esto, se configura la forma específica de la liturgia cristiana, que se manifiesta en


las palabras pronunciadas por Jesús en la Ultima Cena y en los gestos que realizo en aquel
momento; en lugar de la ofrenda sacrificial del templo se entregan los dones que se han
transubstanciado en el Cuerpo entregado y la Sangre derramada, un don que salva y santifica
al hombre.
La crucifixión de Cristo, su muerte y su resurrección, son eventos que pertenecen al pasado,
y están marcados por el término “semel”, que se refiere a “una vez y para todas”; el acto
exterior de la crucifixión corresponde a un acto interior de entrega, y el acto interior no
tendría consistencia alguna sin el exterior, de este modo, ese acto que ocurrió en el pasado
aún permanece; esto hace posible su contemporaneidad con Jesucristo, y donde se
fundamenta la liturgia. Lo más esencial del pasado no es algo que se ha ido del todo, sino
que posee una fuerza que le da lugar al presente. Se hace necesario también ver la
contemporaneidad con la Pascua de Cristo, que es una realidad antropológica, en donde la
celebración no se da como un simple rito litúrgico, sino que pretende configurarse según el
“logos” de la existencia del hombre, contemporaneidad con su ser y la entrega a Cristo. Así
como lo afirma San Pablo: “nuestro cuerpo es una víctima que se une al “sacrificio” de
Cristo” (Rm 12, 1). Y este sacrificio llegará a ser pleno cuando el mundo “llegue a ser ámbito
para el amor” como lo afirma San Agustín en su Ciudad de Dios. De este modo, la liturgia
ayuda al hombre a contemplar que lo eterno ha tomado forma en lo único e irrepetible y que,
por tanto, la liturgia está llena de sentido y significa para el hombre la vida, pues la historia
del hombre, en el pasado, presente y futuro se une y tocan la eternidad.

Al finalizar este capítulo, se nota que hoy en día se tiene la necesidad de tener espacios
sagrados, ya que a través de ellos el hombre se capacita para reconocer el misterio de Dios
en el corazón del Crucificado. La celebración de la liturgia facilita que el tiempo terreno
penetre en el tiempo de Jesucristo y entre en su presente. Este es el punto crucial en el proceso
de la salvación del hombre. El pastor toma en sus hombros a la oveja perdida y la lleva
consigo.

Lugares sagrados. Significado de los templos


Se reconoce que la comunidad cristiana necesita un lugar para reunirse, un espacio
que facilite la celebración común de la liturgia. Desde antes, el edifico sagrado adopto entre
los cristianos la denominación de “domus ecclesiae”, que se refiere a la casa de la
congregación del pueblo de Dios. De acuerdo a esto, se utilizó la palabra “iglesia”, para
referirse al lugar de dicha congregación. Y es que desde los tiempos de Cirilo de Jerusalén
hace su aparición el término “convocatio” es decir, reunión del pueblo de Dios, para expresar
el momento cuando Aarón propone una organización dirigida al culto, tal y como lo describe
el Pentateuco; tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la congregación se reúne
para escuchar la palabra de Dios y para sellar lo que en ella se proclama a través del sacrifico,
estableciéndose una Alianza entre Dios y el hombre.

En las investigaciones de Louis Bouyer, la casa cristiana consagrada al servicio divino se


halla en total continuidad con la Sinagoga, sin darse una ruptura gracias a la comunión con
Jesucristo, el crucificado, el resucitado. La sinagoga se hallaba siempre orientada a la
presencia actual de Dios, para los judíos indisolublemente unida al Templo. La sinagoga
estaba marcada por dos características, la primera era la “catedra de Moisés” (cf. Mt 23,2),
donde el rabbí no habla de su propia cosecha, sino que hace presente la palabra que Dios
dirigió a Israel a través de Moisés. El Rabbí dirige su mirada, pensamientos y predicaciones
al Arca de la Alianza, al cofre de la Thorá, pues además en la sinagoga, se guardaban y
conservaban los rollos de la Thorá, palabra viviente de Dios. El “sancta sanctorum” del
Templo era “el punto central por excelencia en el culto a Dios por parte de la sinagoga”, pues
las oraciones hechas en la sinagoga como: el Quiddusch y la Avoda, están dirigidas a los
sacrificios realizados en el Templo de Jerusalén, el único Santuario legal.

A partir de la esencia de la fe cristiana se dieron tres tipos de renovación con relación a la


forma apuntada de la Sinagoga. Así surge el perfil nuevo y propio de la liturgia cristiana. En
la primera, ya no se dirige la mirada a Jerusalén, pues el Templo destruido ya no se verá
como el lugar de la presencia terrena de Dios, lo que se contemplará será el lugar por donde
sale el sol, y ese sol es Cristo. Mirar hacia el Este significa salir al encuentro de Cristo que
llega. En algunas partes, el Oriente (Este) quedó marcado con la Cruz, que es el signo de
victoria de Cristo, del resucitado.

En una segunda renovación aparece un elemento nuevo. El altar sobre el cual se ofrece la
Eucaristía. En él se encuentra presente aquello que antes había sido preanunciado por el
Templo, lo que lo incluye en la liturgia eterna.

En un tercer cambio, en lugar de la Thorá, aparecen los evangelios. Se pasa de la catedra de


Moisés a la catedra del obispo, quien interpreta la biblia en nombre y por mandato de Cristo.
De este modo, a partir de una palabra escrita en el pasado, se revive la realidad contenida en
la propia palabra, es decir, la locución actual de Dios a nosotros.

Finalmente, se introduce un cambio en la liturgia cristiana, es que, en esta, hombres y mujeres


tienen participación, ya que contrario a lo que ocurría en el culto sinagogal, sólo los hombres
podían tomar parte del culto.
El altar y la orientación de la oración dentro de la liturgia
Se quiere dejar clara que la orientación de la plegaria hacia el Este ha sido una
tradición originaria y es un movimiento de espera hacia el Señor que viene. Sin importar que
sea una tradición, el hombre contemporáneo, muestra poca comprensión por la
“orientación”, algo que para el Judaísmo y el Islam resulta evidente. El hombre cristiano ha
creído siempre en que en todo lugar puede orar, y no está equivocado, pues Dios se ha
manifestado en toda la creación. Sin embargo, la orientación hacia el Este, hacia el lugar
donde sale el sol, expresa una realidad que trasciende al hombre mismo.
El altar, ha sufrido diversos cambios, como lo evidenciamos en los templos bizantinos y en
los templos romanos como San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y sin lugar a duda en
la misma Basílica de San Pedro, donde en tiempos de San Gregorio Magno (590-604), se
corrió el altar con la intención de que este quedase justo encima de la tumba de San Pedro,
ya que establecer el altar sobre la tumba de un mártir significaba: “continuar el sacrificio de
Cristo a lo largo de la historia”, pues los mártires son el altar viviente de la Iglesia, que no
está hecho de piedras, sino con los seres humanos que fueron hechos miembros del Cuerpo
de Cristo. El sacrificio ofrecido en estos altares, involucra a toda la humanidad que se ha ido
configurando al amor de Cristo.
El altar de la Basílica de San Pedro se orientaba hacia el Occidente, pero esta tuvo lugar por
circunstancias topográficas. Cuando el sacerdote quería mirar hacia el Este, como lo exige la
costumbre racional, se colocaba detrás del Pueblo y se orientaba hacia el Pueblo. La idea de
la orientación del culto dirigida al Este, no significa que sea una celebración dirigida a la
pared, o que el sacerdote de la espalda al pueblo. Aquí no hay problema si se “miran el uno
al otro o no”, sino que, al contrario, debe existir la esperanza de que el pueblo de Dios camina
hacia el oriente, hacia Cristo que sale al encuentro. “Mirar al sacerdote no es esencial, lo
esencial es la mirada común dirigida única y exclusivamente al Señor”. En este punto se
podría caer en una “ensoñación romántica” del pasado, y aunque no se pueda volver a repetir
lo que ya aconteció, si es correcto afirmar que se acertó al acercar el altar al pueblo, pues este
en muchas ocasiones se hallaba lejos del mismo. Y más allá de una “ensoñación del pasado”,
es muy importante resaltar la separación que se hizo respecto al sitio donde se lleva a cabo
la liturgia de la Palabra respecto al lugar donde se ofrece el sacrificio Eucarístico.
Terminando este capítulo, el autor explica que no estamos ante una fuga ni un anhelo del
recuerdo del pasado, sino ante el redescubrir en nuestros días lo esencial que se ha ido
perdiendo y degradando con el paso del tiempo, y que es necesario para lograr vivir una
verdadera liturgia dirigida al encuentro con Cristo.
La reserva del Santísimo Sacramento
En los templos del siglo I no se encontraban sagrarios, este lugar estaba ocupado por
el cofre que custodiaba la Palabra de Dios. Se llegó a afirmar que la transubstanciación, la
adoración del Santísimo Sacramento e incluso las procesiones eran desviaciones de la fe, de
las cuales era preciso apartarse para siempre; el don eucarístico seria solo una cosa destinada
a ser comida, pero nunca algo que hay que contemplar. El sagrario comenzó a desarrollarse
en el siglo II como trabajado producto de diversas disputas teológicas.
Pablo afirma que el pan y el vino se convierten en Cuerpo y Sangre de Cristo, que Él mismo
se entrega como alimento a través de las especies eucarísticas. Según los Santos Padres, se
da al hombre este sacramento a fin de que se convierta en “corpus verum”, es decir, en
Cuerpo real de Cristo, a través del cual el Señor quiere unir al hombre consigo para que el
hombre se convierta en su “verdadero Cuerpo”. Cristo introduce en su propio ser este
fragmento de materia donde sin duda alguna está Él presente. El ser de Cristo no se convierte
en un objeto, dado que la Eucaristía es la presencia personal de Cristo, así se da validez a lo
que afirma Pablo en Ga. 2, 20: “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. Pero,
para entender esta presencia de Cristo, es necesario percibirla y entenderla desde lo más
profundo del corazón y a su vez, se debe siempre buscar un lugar digno para el Sagrario, que
es la sede del “Santísimo”, su presencia viva que habita en medio del hombre y que lo va
prefigurando, mostrándole la nueva Jerusalén.
El hombre no puede permitir que se diga que la Eucaristía existe solo para ser comida y no
para ser contemplada. Ya que no se trata de un “pan ordinario”, sino de una realidad
totalmente espiritual que concierne al hombre, el cual debe adorarlo y dejarlo entrar para que
Él sea transformado y se abra a la grandeza de llegar a ser una sola cosa en Él. Conforme a
esto, la presencia Eucarística en el sagrario no debe ser un recinto muerto, sino que se verá
siempre vivificada por la presencia del Señor que alienta y toca el alma de los hombres en
ese camino de transformación en el mismo Cristo. De este modo, una iglesia sin la presencia
de Cristo se halla de algún modo muerta, aunque pretenda invitar al hombre a la oración.
El tiempo sagrado
Queda claro que los tiempos pertenecen a Dios. En su encarnación, la Palabra eterna
asumió la existencia humana, donde el propio Cristo es el puente entre el tiempo y la
eternidad, la cual no es negación del tiempo, sino que es el poder sobre el mismo tiempo, es
decir, “ser con el tiempo y dentro del tiempo”.
El tiempo es una realidad cósmica, a la que el ser humano le ha colocado diversos nombres
para diferenciarlos basados en el sol y en la luna y como dos modos de medir el tiempo. El
hombre vive con los astros. El curso del sol y de la luna configura su propia existencia. Así
mismo, el hombre está sometido a una temporalidad que se hace patente en el camino de su
maduración y de su deceso.
En la oración cristiana, el tiempo y el espacio se implican mutuamente. El mismo espacio se
ha convertido en tiempo, y puede que el tiempo se haga espacial porque entra en el interior
del espacio. De igual manera, se entrelaza el cosmos con la historia. El tiempo cósmico se
determina por el sol, se convierte en representación del tiempo humano que se expresa en la
unidad entre Dios y el mundo, entre la historia y el cosmos, entre la materia y el espíritu. En
la práctica de la piedad verotestamentaria se da una doble estructuración del tiempo: una
regida por el Sabbat y la otra regida por las fiestas. En el Sabbat, se introduce el signo de la
Alianza y a su vez se ligan: Creación y Alianza, la cual llega a su plenitud en la Resurrección,
de donde además proviene el nuevo Sabbat, como día donde El Señor se hace presente entre
los hombres. El tránsito del Antiguo Testamento alcanza plenitud de sentido precisamente en
el paso del Sabbat al Día de la Resurrección como signo de la Nueva Alianza. El domingo
(día en que se celebra la Resurrección) no sólo tiene que ver con el pretérito, sino que también
se vuelve hacia el porvenir. Contemplar la Resurrección significa fijar la mirada en la
plenitud.
Para los cristianos, el domingo es la medida del tiempo, la proporción de su vida; no se asienta
en la convención caprichosa, capaz de ser sustituida, sino que lleva a una síntesis de la
memoria histórica, de una consideración de la creación y de la teología de la esperanza. Por
ello, el domingo es la fiesta donde se celebra la Resurrección; y que es la fecha propia de la
“hora de Jesús, es decir, la pascua. La muerte de Jesús no ocurre en un momento indiferente
y como por casualidad, esta ocurre en el día en que se celebra la festividad de la Pascua; esta
fue antes que toda una fiesta de nómadas. Fue una fiesta que surge en el desierto, donde todo
se halla entre el cielo y en la tierra. Aunque parezca algo “ilógico” para algunos, hay una
estrecha relación entre la Pascua y la muerte y Resurrección de Cristo.
En el siglo II, se llegó una disputa, por la fecha de la fiesta de la pascua. Algunos sugerían
que se celebrase el día 14 del mes de Nisán, el día mismo de la Pascua Judía; otros, como en
el caso de Roma, consideraban adecuado celebrar la Resurrección el día domingo y la pascua
cristiana debía caer siempre en el primer domingo de primavera que siguiera a la luna llena.
Esta disputa, la solucionó el Concilio de Nicea (325), y se puso solucionar al menos para la
gran Iglesia. En el siglo V, Roma y Alejandría entraron en controversia sobre la exactitud de
la fecha de la pascua. La tradición postulaba que era el 25 de abril, e incluso, la tradición dató
el Sacrificio de Abrahám el día 25 de marzo, día que era considerado además como el día
donde la Palabra ordenó: “Que se haga la luz”. Por fin, ya desde antiguo, esta fecha se
consideraba también como la muerte de Cristo, y en última instancia, como el día de su
concepción.
La pascua no tenía para Israel solo un significado de festividad cósmica, sino que, estaba en
un ámbito propicio para que el pueblo recordase la acción liberadora que Dios había hecho
para liberarlos de Egipto. En esa acción liberadora, Jesús vinculó su “hora” a la Pascua de
Israel. La Resurrección de Cristo no es una memoria como destino individual, pues Jesús
continúa vivo y es allí donde los cristianos se comprenden como “vivientes” que han hallado
la vida verdadera al creer y conocer a Dios y a Jesucristo.
Ahora bien, los símbolos de la pascua, se perciben con precisión solo en la región del
Mediterráneo y en Oriente Próximo, otros sólo en el hemisferio norte y otros sólo en el
hemisferio sur (o viceversa). Ante esta problemática se plantea una cuestión, ¿se debe
cambiar el orden del calendario litúrgico para que estos signos puedan percibirse con mayor
facilidad? G. Voos respondió a esta cuestión con toda razón diciendo que, si esto se hace, se
corre el riesgo de degradar el cristianismo bajándolo a una religión cósmica y subordinando
la historia. La historia que se evoca cuando se celebra la Encarnación, es para el hombre una
garantía de que Dios actúa verdaderamente en él.
En segundo lugar, en el Año Litúrgico se encuentra el ciclo de Navidad. Ya en el Nuevo
Testamento, la mirada de los cristianos se enfoca en la Encarnación de Cristo en María, hecho
que se interpretó a partir del acontecimiento pascual. La Cruz y la Resurrección suponen la
Encarnación, que era un acontecimiento fundante de la fe cristiana. Se puede afirmar que
desde el siglo III esta festividad adquirió una configuración definitiva y es así como aparece
en el Este la fiesta de la Epifanía el 6 de enero y en el Oeste la de Navidad el 25 de diciembre.
Estas dos fechas tienen un sentido en común: la fecha del 25 de marzo es el punto de partida
para establecer el día del Nacimiento de Cristo. Tertuliano asegura que por una conocida
tradición Cristo muere un 25 de marzo. Esta idea tuvo algunas modificaciones a partir del
siglo III, de tal modo que el 25 de marzo se comenzó a celebrar la Anunciación del Señor.
La celebración de la Natividad de Cristo el 25 de diciembre se desarrolló en el oeste en el
curso del siglo III, respondiéndose así a la “conmemoración del nacimiento de los dioses”
que se hacía en Alejandría.
Entre estas dos fechas, el 25 de marzo y el 25 de diciembre se introduce la Fiesta de Juan el
Precursor, la cual tiene lugar el 24 de junio, en el solsticio de verano. El contexto de estas
fechas aparece como expresión litúrgica y cósmica de las palabras del Bautista: “Es preciso
que Él crezca y que yo disminuya” (Jn. 3, 30).
Por último, en este capítulo, se hace una breve alusión a la fiesta de la Epifanía el 6 de enero,
que guarda una estrecha relación con la Navidad, se trata de una interpretación de la
Encarnación del Logos con base en la antigua categoría de “epifanía”, es decir, de la
autorevelación de Dios, el cual se manifiesta a la creatura y reduce a la unidad las diversas
epifanías. El relato de la adoración de los Magos es muy importante para el pensamiento
cristiano, ya que muestra los vínculos entre la sabiduría de los pueblos y las promesas que
contienen las Escrituras y también porque hace patente como el lenguaje del mundo y el
pensamiento del hombre que se entrega a la búsqueda de la verdad conducen a Cristo. De
esta manera, las grandes festividades realizadas anualmente por la fe, son festividades de
Cristo y se hallan orientadas al único Dios que se revelo a Moisés en la zarza ardiente y que
eligió a Israel como portador de la confesión de su unicidad.

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