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MANANTIAL DE AMOR

OBRA DE DOMINIO PÚBLICO


SÓLO Y EN CASO DE SER DISTRIBUÍDA POR MEDIOS ELECTRÓNICOS

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del exterior, así como las otras que se publiquen, se cobrará una
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ánimo de lucro, como él así lo quería, por el aprovechamiento
espiritual de las ideas contenidas en todas las obras de

Padre Moisés Lárraga Medellín

Ley Federal del Derecho de Autor, Artículo 14, literal B, numeral II

Libro transcrito gratuitamente por Patty Bustamante Avendaño con las correcciones de
estilo que se pudieron realizar del Audiolibro original de dominio público en Internet

Primera Edición: 16 de mayo de 2018

Con motivo del Décimo Aniversario del


Padre Moisés Lárraga Medellín en su Regreso a Casa de nuestro Padre Celestial

Al cuidado de Silvia Flores Méndez

Audiolibro — NO ESTÁ EN VENTA


DISTRIBÚYASE GRATUITAMENTE

En la cubierta del libro:


Paisaje en la Casa de Retiros "María Bonita" y foto de Padre Moisés Lárraga Medellín

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MAMANTIAL DE AMOR

Descubre el paso de dios junto a ti y en ti. Haz la


prueba y verás que bueno es el Señor

PADRE MOISÉS LÁRRAGA MEDELLÍN

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iv
CÁMBIAME A MÍ, SEÑOR
Cámbiame a mí, Señor,
cámbiame a mí;
no te pido que cambies a otro, Señor,
cámbiame a mí;
[si tú cambias mi corazón (bis)]
otros también cambiarán. (Bis)
Cámbiame a mí,
cámbiame a mí,
cámbiame a mí, Señor,
cámbiame a mí.
Tú conoces mi interior, Señor,
conoces mi corazón;
Tú conoces lo que soy
es por eso que te digo
cámbiame a mí.
Cámbiame a mí, Señor…
Nicodemus, Nicodemus, en verdad te digo
que, si no renaces del agua y del Espíritu,
no entrarás al reino de los cielos;
y el que no se haga como uno de estos pequeños,
no tendrá parte en mi Reino.
No te pido que cambies a otro, Señor…
Pronto, pronto, traigan el anillo;
pónganle una túnica,
pónganle sandalias;
maten al becerro gordo
y hagamos una fiesta
porque este hijo mío estaba perdido
y lo he y encontrado.
Cámbiame a mí, Señor…
Pásale, bendito de mi Padre,
pasa a la casa de mi Señor,
porque tuve hambre y me diste de comer
estuve sediento y me diste de beber,
estuve desnudo y me vestiste,
estuve enfermo y me visitaste,
estuve encarcelado y me fuiste a ver.
Pásale, pásale, bendito de mi padre
pásale, pásale a la casa de tu Señor
No te pido que cambies a otro, Señor,
cámbiame a mí;
[si Tú cambias mi corazón (bis)]
otros también cambiarán…
otros también cambiarán.
v
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DEDICATORIA DEL AUTOR
Siempre tuve el deseo de escribir en un libro los
acontecimientos maravillosos en mi vida, del paso de
Dios: Siempre acariciándome. Inagotables son sus
detalles de Amor, que parece ser un Manantial en
donde corre el agua de su Amor incasablemente.
Mi corazón también parecer ser un pequeño pocillo de
donde corre y sale siempre el Amor.
Bendigo a Dios por este maravilloso don y porque
nunca he sabido lo que es el rencor.
Bendigo a Dios por el don del perdón y aquellos a
quienes el odio les ha corrompido el corazón dedico
este libro con todo mi Amor y mi Perdón.
Mi misión es Amar y mi corazón no descansa hasta que
descanse en Ti.

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CAPÍTULO PRIMERO
Todo comenzó tan lenta y ocultamente…
Se realizaba la Palabra del Evangelio tan claramente, porque muchos de ustedes
viendo no ven y oyendo no oyen; y el primero que viendo no veía y oyendo no oía era
yo; porque dentro de mí existía desde que tuve uso de razón unas ansias grandísimas
hacia nuestro Señor y, muy continuamente, siendo niño aún, tenía arrebatos tan
grandes que ahora puedo considerarlos místicos; pero, también siendo muy niño, me
comenzó a salpicar el mundo, aunque el Señor, desesperadamente, me daba muestras
de su Amor a través de manifestaciones que iré narrando poco a poco. También
nuestro enemigo, el diablo, como diría San Pablo, se me presentaba, no en su
horripilante figura, sino en mi debilidad, mostrándome glorias que están muy lejos de
serlo y placeres que estaban aún muy lejos de mi corta edad.
Jueves de Corpus Christi, mi Nacimiento
El 27 de mayo de mil novecientos y tantos (19491) era un día jueves, día en que la
Iglesia venera el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Mi pueblo, un lugar bello y pintoresco, rodeado de montañas y arroyos, de indígenas
huastecos, gente humilde, sencilla y fervorosa a quienes he amado entrañablemente y
quienes han tenido gran mérito en mi formación religiosa.
Mi madre, ¿qué puedo decir de ella, como todo hijo? Lo máximo; pero sí, llena de fe y
amor, de servicio y celo apostólico, trabajadora y fiel; mujer de principios morales y
cristianos arraigados y profundos.
Mi padre, un Juan Charrasqueado, borracho, parrandero, enamorado y jugador; trabajador
y responsable, infiel y malhablado; líder y político; religioso a su manera, casi nunca lo vi
en el templo; pero aceptaba y dejaba a mi madre hacerlo. Ah, tenía algo que quizá no
contribuyó mucho a la felicidad en el hogar: era muy guapo.
El reloj marcó las tres de la tarde. El padre del pueblo era el párroco de otro lugar y había
venido a hacer temprano la procesión, ya que tenía que irse. Repartieron los altares y en el
corredor de mi casa tocó la quinta Llaga de Cristo. Una casona vieja y larga, de techo de
palma y corredor al frente; postes de madera, piso de tierra y tres grandes cuartos.
Eran las tres de la tarde. Lo inditos junto con gente mestiz7777a. Las señoras más
importantes con velas en la mano y grandes mantillas cantaban: ♫♪ Gloria a Cristo Jesús,
cielos y tierra, bendecid al Señor; honor y gloria a Ti, Rey de la Gloria ♪♫
En el cuarto de la orilla, mi madre contenía sus expresiones de dolor. Doña Manuela, la
partera, me ayudaba a salir de la prisión de nueve meses y junto con los gritos del
pueblo yo lancé mi primer grito de Gloria al Señor. Ahí me tomó. Ahí comenzó mi lucha,
ahí también me reclamó el mundo, ahí también mi Creador me llamó. Ahora yo tenía
que decidir, yo tendría que escoger lo blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo, con Dios
o sin Dios, el mundo o el cielo.

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Nota de la transcriptora
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Un periódico de casulla. No quiero ahondar en mi vida familiar, porque no tengo
derecho a inmiscuirme demasiado. Es por eso que he querido poner como título a
estas experiencias Manantial de Amor.
Ya cuando andaba entre los 9 y los 10 años, que comenzaba a entender la vida de
Jesús, su Muerte y su Resurrección, aunque no claramente, comencé a tener un gran
arrobamiento y amor a Jesús. Me admiraba y me maravillaba con su Presencia en los
templos. Me encantaba la figura de María en especial una imagen muy bella y antigua
de la Purísima que hay en mi pueblo y que he amado siempre y, que, aún en el día de
mi ordenación sacerdotal, quise que ella estuviera al frente.
Por la parte trasera de la vieja casona en el corredor o solera de la casa, entre el pretil
o barda, yo había elegido un lugar para jugar con Dios. En la pared de lodo hice tres
pequeños hoyitos a manera de nichos y allí encerré las tres estatuillas de unos 10
centímetros de grande: del Sagrado Corazón de Jesús, de la Inmaculada Concepción y
de San Martín de Porres. Acomodé a Jesús en el nicho central, por un lado a María y
por el otro a San Martín. Busqué una lámina grande que cubriera las tres imágenes, la
clavé en la pared superior y así formé el altar mayor de un templo. Y enfrente, con dos
piedras y una tabla formaba el altar. De una hoja de un periódico formé la casulla. Me
la ponía y jugaba a que era el sacerdote, y pronunciaba las frases más famosas en
latín. Claro, mal pronunciadas.
Por un extremo de la casa estaban los puercos y gallinas y a la hora de la homilía o
sermón, como se decía antes, les predicaba a los puercos y gallinas sobre la salvación
del mundo, sobre la pureza, sobre el Amor de Jesús y sobre todo del Amor. ¿Qué
podrían entender los puercos y las gallinas? Eran las ansias de este espíritu
enamorado que buscaba hablar ya de su Amado. Era también, quizá, la semilla
sembrada en mi corazón por el Señor que buscaba brotar para crecer; pero ahí estaba
ya también el otro, representado en los puercos para contagiarme su impureza, ahí las
gallinas para contagiarme de su torpeza. Ahí tenía el periódico puesto, como pesada
corona y cruz del desprestigio, en mis hombros; pero también Jesús en medio de esa
pared de lodo, representada por el barro, haciendo barro por mí y para mí. Ahí María
llenando de pureza la tierra. Ahí Martín de Porres llenando de humildad y pobreza mi
suelo. Ahí estaba yo. En medio de ese pueblo rodeado de elementos, de signos que
serían la realidad de mi existencia.
La Lluvia
Entre los 10, 11 o 12 años llegó a mi pueblo el padre Manuel, que en paz descanse,
era joven, alto y moreno. Él era una lumbrera de Dios. ¡Cuántas cosas nos hizo y
cuántas nos enseñó! Yo era su compañero y entre cerros, y montañas íbamos de un
lado a otro, de una comunidad a otra. Me montaba en las ancas de su caballo. Unos
días me le dormía y con la reata de lazar me amarraba a su cintura. Era un excelente
predicador, cantaba hermoso; era bravo como las fieras y sutil como la brisa; parecía
que no se cansaba nunca.
Mi madre era una gran colaboradora del templo y se sentía orgullosa de que yo
anduviera con él. A mi padre no le gustaba mucho la idea, pero no ponía mucha
atención. Él estaba muy ocupado en sus ranchos, sus vacas, sus naranjales, su tienda,
sus amores, parrandas, y jugadas.

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Llegó mi Primera Crisis
¡Quiero ser sacerdote!, pero amo mucho a mi madre, no puedo dejarla.
¡Quiero ser sacerdote!, pero soy muy burro en la escuela, siempre saco la calificación
más baja.
¡Quiero ser sacerdote!, pero no me gusta estudiar.
¡Quiero ser sacerdote!, pero soy muy enfermizo, siempre tengo bronquitis.
¡Quiero ser sacerdote!, pero, ¿cómo voy a dejar a mi mamá sola? Mi papá pelea
mucho con ella y yo no quiero que esté sola.
¡Quiero ser sacerdote!, pero quiero mucho a mis hermanos y juego mucho con mi
hermano Rodolfo; y él ya se fue al seminario y no aguantó.
Así era mi crisis… Y así crecían mis ansias.
¿Cómo poder hacer que Dios entendiera que yo necesitaba una señal de Él? ¿Cómo
atreverme a decirle: dame una señal?
Había leído la vida de varios santos en cuentos de caricatura y veía que ellos eran muy
humildes, que no pedían pruebas a Dios, pero yo sí tenía ganas de pedirle una. ¡Y se la
pedí!
Era el mes de abril. Cuando estaba la plena seca en la huasteca potosina. Eran las tres
de la tarde. Ahora ya yo jugaba con Dios en un lugar más retirado, fuera del pueblo. Mi
papá tenía unos potreros en donde llevábamos las vacas a pastar. Por la orilla pasaba
un arroyuelo o zanja de agua cristalina. Ahí, debajo de unos árboles grandes y
frondosos yo había hecho un altar de piedra. Le había puesto una cruz de troncos
rústicos. Esto lo leí en la Biblia, no recuerdo a qué profeta Dios le pidió un altar de
piedra No, sí me acuerdo, fue a Moisés (Éxodo 20, 25 2). Ahí me pasaba buenos
pedazos del día orando y cantando. Ahí la crisis vocacional tomaba más fuerza, y ahí
Dios me presionaba fuertemente. Y ahí yo también me atreví y le dije: Mira, Señor, son
las tres de la tarde, no hay ni una nube en el cielo, ni señal de que llueva, pues quiero
que me manifiestes tu voluntad; si quieres que sea sacerdote, dímelo con una fuerte
lluvia que me moje todo.
¡Oh, Dios bendito! Tú sabes que este secreto lo revelo para tu gloria. Cayó una fuerte
lluvia aún con el sol tan fuerte. Me bañó todo. El agua corrió y corrió al suelo… del
cielo. Se nubló el cielo y bajaba el agua en torrentes por el arroyito cristalino que ahora
ya era revuelto. Duró aquella lluvia como una hora. El sol volvió a salir y yo estaba
pasmado y lloraba al igual que el cielo. Me inundaba una gran paz y un gran gozo. ¿A
quién podría contar esto? ¿Quién podría creerme? Tenía que quedarme con esta
experiencia guardada tanto tiempo, que hasta hoy sale por la punta de esta pluma,
porque he decidido contar al mundo, de Dios, porque he decidido contarles que Dios
está en medio de su pueblo. Que hay que decirles las pruebas que tengo y las tengo en
la mano.

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Nota de la transcriptora.
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Mi Primera Comunión: 26 de julio, Día de la Señora Santa Ana, Patrona de mi Pueblo
La gente camina aprisa por el pueblo. Mi madre
apresurada nos llama a todos y nos dice:
—Se bañan y se cambian, ya van a dar la
primera llamada. Son como las nueve de la
mañana. Moisés ponte tu ropa, ¿te fuiste a
confesar? Hoy es el día de tu Primera
Comunión.
Siempre fui de carácter y tomaba mis propias
decisiones. Le dije a mi papá:
—¿Quién va a ser mi padrino?
Me dio el nombre de un hombre del pueblo muy
conocido. Y yo contesté:

Banca donde hizo la Primera Comunión


—Entonces no la hago, porque ese es un
borracho.
Mi papá dijo:
—Yo ya le hablé y nos está esperando en la iglesia.
Le dije:
—Pues no me cambio, porque a mí no me va a llevar a recibir a Jesús un borracho.
Se armó la revuelta: los gritos, los regaños. Sonaron las campanas y a mí nadie me
hacía cambiar de opinión. Por fin dijo mi papá:
—Pues, ¿a quién quieres de padrino?
Contesté presuroso:
—Al profesor Santiago.
—Ese es un indio –dijo mi padre–. Yo no me hago compadre de indios ni le doy a un
hijo de ahijado.
Atrevido me puse y le dije:
—Un indio, pero no un borracho, que, además, va a rezar el rosario a diario y comulga,
y es muy bueno.
Siguió la alegata. Dieron la segunda llamada y, por fin, la última. Yo no sé qué pasó, ni
qué hicieron mis padres, pero a la última llamada yo estaba en primera fila, vestido de
blanco con mi libro y mi rosario y mi vela blanca, feliz y orgulloso con mi padrino
Santiago, por un lado, dispuesto y emocionado para recibir a Jesús en mi corazón.
Salió el padre Manuel revestido con ornamentos de fiesta. El pueblo en pleno en el
templo. Era una inmensa multitud de inditos y gente del pueblo.
Y por fin llegó la hora. Jesús entró en mi corazón. No supe más. Terminó la Misa, todos
se fueron. Mi mamá tenía que ir a traer la comida para el padre. Mi padrino se fue y yo
me quedé ahí en el templo, ya casi vacío, hasta muy tarde. Nadie se percató de mí, ni
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me tomó en cuenta. Me sentía flotar, era algo inolvidable. Una emoción inaudita. No
quería salir de ahí. Por fin, estando ya el templo casi solo, todos estaban en el viejo
cuarto celebrando al padre con cantos y bailables de la escuela.
Me di la parada para irme y sonó la campanilla. El altar vacío. El presbiterio solo. Ni un
alma en el templo. Me regresé, busqué por todas partes, no había nadie ahí. Caí en
cuenta: Es Jesús. Volví al lugar donde lo había recibido, me empecé a arrodillar y
volvió a sonar la campanilla, y al ruido de su sonido la descubrí arriba en el presbiterio:
quieta, inmóvil. Es Jesús, volví a replicar; pero, ¿quién me creería?, ¿quién dará crédito
a un mocoso místico y mojigato? Mis hermanos eran muy buenos para poner apodos.
Eso sería lo que sacaría, un apodo. Mi padre, un incrédulo. Esto sólo mi madre lo
creería. Y así fue.
Por la tarde, ya que pasó el alboroto de la fiesta patronal, le conté a mi madre y
recuerdo que ella me dijo:
—Bendito sea Dios, porque yo te he ofrecido con Él y te empieza a llamar.
No me sentí defraudado, ni avergonzado por nadie. Había alguien que me creía. Era mi
mamá. La que me había enseñado a amar a Jesús.
Y los Ángeles Cantan
No pretendo narrar la historia de mi vida. La considero poco importante y edificante
para quien la conociera; ni tampoco mis caídas o alejamientos del Señor; ni mucho
menos mis terquedades y fracasos, sino el hilo conductor de la presencia de Dios, no
sólo como Padre de Misericordia, ni como el Buen Pastor que siempre busca a la oveja
perdida, que tantas y tantas veces lo fui, sino que a través de estos hechos vivenciales
sólo quiero contar el paso del Señor en mi vida, haciéndose presente de diferentes
maneras e, incluso, extraordinarias. Hechos muy puestos en tela de juicio en estos
tiempos e, incluso, cuestionables y hasta objeto de discusión o castigo; pero a mí eso
me tiene sin cuidado porque tengo la plena seguridad y confianza en que Nuestro
Señor siempre está en nuestra vida y, sobre todo, que es milagroso, poderoso y esto
nunca se acaba ni se agotará jamás en Jesús.
Cuando tenía unos 18 años estaba tumbado en una hamaca en el patio de mi casa
bajo una enramada de buganvilia que daba flores rojas. Estaba bajo un techo rojo. Eran
casi las doce del mediodía. Tenía la pereza de los jóvenes. De repente capté un canto
muy lejano, provenía del templo. Eran muchas las voces que escuchaba: Santo, Santo,
Santo es el Señor… Hosanna en las alturas, bendito el que vienen en el Nombre del
Señor… Hosanna en el cielo. Mi mamá alababa también bajo la buganvilia en el viejo
lavadero de cemento.
—Mamá –le dije–, ¿hay Misa? Están cantando en la iglesia.
—Pues no me di cuenta si llamaron –me dijo–, quizá el padre tenga algún retiro con las
catequistas.
—Voy a Misa –le dije.
Caminé presuroso, pues para mí era un desperdicio no ir a Misa. Atravesé las calles y
oía el canto. Llegué al gran patio del templo y oía más fuerte el canto del Santo. Llegué
al corredor del templo y caminé por la solera, parecía día de fiesta. Apresuré el paso

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para llegar antes de la consagración y el canto sonaba tan fuerte y hermoso. Al llegar a
la puerta, antes de entrar, cesó. Entré. El templo vacío. Creo que ni una mosca había.
Estaba vacío. Ni por casualidad estaba alguna viejecita rezandera. Aquello me impactó.
Caminé hasta el Sagrario, subí el presbiterio y ahí me arrodillé y me volví a perder.
Creo que caí dormido hasta las cuatro de la tarde que reaccioné. Los renovados dirían
fue un descanso en el espíritu; pero en ese tiempo yo ni sabía siquiera qué era
Renovación Carismática. Yo diría, Jesús estaba solo y yo estaba ocioso. Jesús estaba
abandonado y despreciado en el Sagrario, porque los hombres no tenían tiempo de
acompañarlo y me trajo. Yo tenía sueño debajo de la buganvilia y Él me llevó a dormir
junto al Sagrario; pero, ¿quién creería esto? Creo que ni usted quien me está
escuchando. Sí, sólo mi madre que, cuando le conté por la tarde, sentados en el patio
tomando café, me dijo:
—¿Ya ves?, cuando no tengas nada qué hacer vete y acompaña a Jesús en el altar,
porque vuelvo a decirte tú serás sacerdote y Su eterno compañero.
Otra vez la voz de mi madre ayudándome a encontrar mi camino. Ahí estaba la mujer
enamorada de Jesús entregándole a su hijo que tanto amaba.
Una Profeta – Día de las Madres
Comíamos todos alrededor de mi madre. Ella tenía el corazón rebosante de gozo.
Había llegado mi hermana Sagrario con su esposo… con regalos y flores. Todos
competíamos ansiosos por darle el mejor regalo a mi mamá: camisones de chermés,
jarras con vasos, talcos y jabones, lociones y perfumes, cortes, zapatos y vestidos… Y
yo saqué mi regalo. Lo había comprado en abonos, no tenía dinero. Lo envolví, era
grande y aparatoso. Era un cuadro grande: La Virgen del Perpetuo Socorro. Así se
llamaba mi madre. A todos los regalos alabó y a todos nos dio expresiones de cariño,
pero creo que en eso yo he sido el más vanidoso y mentiroso, decía que mi mamá me
quería más, porque ella tan linda y tierna conmigo, me decía frases de amor:
Monserrat, el mero mero, melo, melito, melón, Tete. Cuando saboreábamos el rico
mole que sólo ella sabía hacer, el arroz color de rosa y los frijoles refritos con sendas
Coca-Colas, mi madre expresó:
—Ay, hijitos, ¡qué feliz soy con ustedes! Sólo me falta verlos realizados. Yo le pido a
Dios que de todos mis hijos me dé la alegría de tener un hijo sacerdote.
Volteó y se me quedó viendo con sus grandes ojos café oscuro y me dijo:
—Tú vas a ser.
Y así fue. Años más tardes se cumplió su profecía. Ya no lo vio aquí en la tierra; pero
era necesario que se fuera antes para que me apoyara y lograra su anhelo. Era
necesario que ella pidiera a Señor allá en el cielo que se realizara esta vocación. Era
necesario que, como Abraham mandó al desierto a Ismael para cumplir la voluntad de
Dios, ella abandonara a sus hijos y esposo para obtener su salvación y custodiar mi
vocación. Así fue. Ya no lo vio aquí, pero lo ve allá. No sé si esté en la Iglesia Purgante
aún, pero estoy seguro que no. Me atrevo a decir que está en la Iglesia Celeste, pues
tiene motivos muy grandes para estarlo: Amó al Señor, sufrió pacientemente, comió
mucho el Cuerpo del Señor, fue una gran apóstol. Cuando murió la gente narraba sus
favores y caridades, sembró la semilla del Evangelio, profunda, en el corazón de sus
hijos. Y es más, me regaló a mí con Dios. Madre, tantas lágrimas y ofrendas, no podrán
condenarte.

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CAPÍTULO SEGUNDO
Los Besos en el Muro
Tres veces entré al Seminario y en dos ocasiones me salí. Entré a 5º de primaria en
San Luis Potosí y enseguida corrí. Más tarde entré a 3º de secundaria en la bella
Puebla de los Ángeles y otra vez corrí. Llegó la época del baile, la novia, la moda y el
despertar de mi ser. Un buen tiempo a esto dediqué mi afán. ¡Que, vaya, muy caro lo
pagué! Por otros senderos anduve y me alejé de Jesús. Troté como caballo sin freno y
hasta me desboqué; pero, por fin, siendo ya grande y maduro entré al seminario. Ni
madre ya había muerto y a mi padre el dolor lo tumbó. Recuerdo que una expresión
muy triste de mi vocación lanzó:
—La peor desgracia que puede a mí sucederme es tener a un hijo sacerdote.
Y creo que fue lo mejor que en su vida pasó, pues conmigo él al Señor pidió perdón.
Ya en el Seminario yo nunca tuve quien me apoyara económicamente. Mis hermanos
me daban cuando venía de vacaciones, y era poco lo que me daban para mis
necesidades y mis gastos personales.
Estaba en el Seminario de Monterrey y ahí yo me sentía lleno del Amor de Dios.
Conocí la Renovación: una nueva forma de orar, de alabar, de cantar, de bendecir. Una
nueva expresión, una nueva experiencia. Los dones y carismas llegaron como rocío,
pero algo más también: cada fin de mes sobre mi buró aparecía un sobre con mi
nombre y con el dinero que justamente en ese mes necesitaría. Muchas veces vigilé
para ver quién lo ponía. Nunca lo logré descubrir y, por más que vigilaba, en el menor
descuido, aparecía. Podría pensarse que era alguien que sabía mi situación; pero,
cuando me fui a México, a la Universidad Pontificia, sólo yo tenía llave de mi cuarto.
¿Quién podría entrar y abrir, si yo no lo hacía? Sólo Dios… Sólo Jesús que siempre
estaba al pendiente de mis cosas.
Aún si se me acababan las calcetas, me aparecían calcetas o calzoncillos nuevos en
una bolsa. En una ocasión después de haber jugado basquetbol, le dije al Señor:
¿Sabes?, tengo muchas ganas de un pedazo de pastel de moca. Cuando llegué a mi
cuarto sobre el buró estaba un pedazo de pastel de moca.
Si supiéramos lo que significa: Yo estaré con ustedes hasta el final de los tiempos;
si tuviéramos la fe como un granito de mostaza; si creyéramos las palabras de Jesús,
mejores cosas harán vosotros.; si comprendiéramos lo que nos dice el Señor en
Jeremías: Tú eres precioso a mis ojos, tengo tatuado tu nombre en la palma de mi
mano.
Las Verrugas de la Cara
En uno de mis arrebatamientos espirituales, cuando sentía que mi corazón ardía por el
Amor de Jesús, tuve la tonta idea de decirle a Jesús que me probara, porque yo quería
ofrecerle a Jesús aquello que no le gustaba de mí o, más bien, aquello que más quería.
Yo pensaba que el Señor me iba a pedir que le cantara, pues, para su gloria, creo me
ha dado buena voz, pero nunca me imaginé que me pediría algo de mi cuerpo, de lo
que yo había hecho un ídolo: ¡MI CARA! Duraba horas en el espejo peinándome…

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Hasta saliva en las pestañas me echaba. ¡Era muy vanidoso! Y creo que es algo que al
Señor le ha costado mucho trabajo domar en mí; pues bien, ni tardo ni perezoso al
amanecer del día siguiente al correr al espejo, como siempre, cuál es mi sorpresa:
tenía en la mejilla derecha tres enormes granos que después el doctor detectó como
verrugas. A cada verruga que me cauterizaban salía otra y otra. Cambiaba de
dermatólogos, los mil remedios, hazte esto, hazte aquello, ve al doctor, esta pomada,
etc., etc.,… Y yo sufría mucho, más que porque aquella enfermedad fuera molesta,
sino porque mi rostro se había afeado, porque ya no podría lucir mi carita espigadita,
como decían muchas veces. Llegó el momento en que me derrotó aquella enfermedad.
Era cerca de 10 o 15 verrugas extendidas en las dos mejillas. Tuve que dejarme la
barba y el bigote y esto no se lo contaba a nadie. No me lo permitía la vanidad y el
orgullo.
Llegó el tiempo de mi ordenación. Faltaba un mes escaso para ello y una noche le
hablé a Jesús de esta manera:
Jesús, llevo más de dos años con estas verrugas en mi cara, Tú sabes, Señor, que soy
muy vanidoso; he entendido, Jesús, que esto no te gusta de mí; yo no sé si podré
quitármelos o no, más bien creo que no, pero ya estoy consciente de que a Ti no te
agrada. Mira, Señor, me voy a ordenar sacerdote, por favor, quítame estos horrendos
granos. ¿Sabes? Por esa vanidad que tengo, no quiero salir con ellos en las fotos, en
la película. Yo sé que también esto es vanidad; pero, Señor, estoy como el chiquillo
emberrinchado, ¡quítamelos, por favor, dame este regalo de ordenación!
Ese día le rogué al Señor, que creo que me quedé dormido ya muy noche,
suplicándole. Al despertar del día siguiente, me paso a lavar la boca, como era mi
costumbre y, como mi costumbre también al ver mi rostro en el espejo, ¿cuál fue mi
sorpresa? No tenía las verrugas que se veían arriba de mi barba. Desesperado busqué
las más feas, las que se escondían entre la barba y el bigote. No había ninguna.
Habían desaparecido sin dejar rastro alguno. Podría jurar cualquiera que ahí no había
existido grano alguno.
Lleno de gozo le di gracias a Jesús, porque había comprendido que Jesús es
verdadero Hombre, que es semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Él pudo
entender que para mí era muy importante la limpieza de mi cara.
Muchos de ustedes que oyen esto aún no lo pueden entender, ni entenderán jamás;
pero yo sí puedo entender que Jesús está presente en la vida del hombre. Yo sí puedo
decir que, además de ser verdadero Hombre, es verdadero Dios, porque el milagro
está hecho y el Padre me había complacido con su poder infinito, por la intercesión de
su Hijo Jesús.
El Cáncer de Gregorio
Estudiaba yo en la Universidad Pontifica de la Ciudad de México, cuando me llamó
Rodolfo, mi hermano, un día para decirme que mi hermano Gregorio llegaba a México
con cáncer, detectado por los doctores de Ciudad Valles, San Luis Potosí. Toda la
familia estaba angustiada, eran comentarios y pena de todos. Llegó él. Mi corazón
también se estrujaba, pero, a pesar de todas las tormentas de la vida, yo siempre me
refugio en Dios.

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Las religiosas adoratrices del convento Jalpan - México, muy amigas mías, y mis
bienhechoras espirituales, me querían tanto y yo a ellas, que me nombraron el hijo
predilecto del convento.
La superiora, la madrecita Lourdes me dijo cuando le conté mi pena: "Tenga fe en
Nuestro Señor. Mire, aquí tenemos una reliquia que nos la dio el obispo…" –tal, no
recuerdo su nombre–. "Es una astillita de la Cruz de Cristo encontrada por Santa Elena."
Yo no sé si la reliquia sea verdadera o no, lo que sí puedo decir es que me la llevé con
gran devoción. Mi hermano Rodolfo, que es profundamente espiritual, le hizo en su
departamento un bellísimo altar lleno de muchas flores y veladoras. Ahí orábamos mi
cuñada, Rodolfo y yo. Mi hermano Gregorio sólo oía, pues él es muy machote y casi no
quiere hablar de Dios y religión, porque no se quiere comprometer; pero sí puedo
decirles que estaba bastante quebrado, manso y acobardado, todo lo contrario de su
personalidad.
Fueron días largos de estudios, laboratorios, ultrasonidos y todas esas cosas
martirizantes del cuerpo y de la bolsa. También días interminables de oración, de
Comuniones, de rosarios; el convento en pleno en oración, ayunos, ofrendas y promesas.
Todo indicaba que el cáncer ahí estaba.
Hoy dan el resultado. Caminábamos al laboratorio con el médico y llenos de angustia;
pero yo lleno de esperanza al igual que mi hermano Rodolfo, animábamos a mi
hermano y a mi cuñada. Nos quedamos nosotros afuera y entró mi hermano Rodolfo.
La oración en nuestra boca sonaba en silencio. En medio del ruido molesto de la gran
capital. Cuando salió Rodolfo vi su rostro iluminado. Una gran sonrisa y dijo: "No tienes
nada." Reímos, nos alegramos y festejamos, pero, tristemente, me di cuenta que mi
hermano Gregorio aquello no lo tomó como milagro de Dios, sino como error de los
médicos. Puede ser que haya sido así. Yo pienso que el Señor escuchó mis ruegos, yo
creo que Él quitó el cáncer, yo creo que Él contempló y vio tantas rodillas dobladas,
tantos ojos llorosos, tantas oraciones y súplicas. Yo creo en el poder de la oración. Yo
creo en la virtud de la Esperanza. Yo creo que Jesús está vivo y vive entre nosotros. Yo
creo y estoy seguro que Él siempre me ha escuchado y escucha a los que creen y
esperan en Él.
Prótesis en la Mejilla Derecha
Un año antes de las verrugas, estando en la misma Universidad Pontificia, comencé a
estar muy mal de fuertes dolores en la cara y un líquido que me salía por la nariz. Duré
mucho tiempo tomando medicamentos y para mí era muy difícil compaginar los estudios
con mi enfermedad. Comenzaron los médicos por decir que era una sinusitis crónica;
después que tenía que lavarme y curarme los senos nasales; después un estudio tras
otro, tras otro. Se agregó a esto el oído con laberintitis hasta que en el Hospital de
Enfermedades Respiratorias de la Ciudad de México me dijeron que tenían que quitarme
un pedazo de hueso de la cara que estaba podrido… Cáncer. Cuando me dijeron esto fue
un golpe a mi vanidad y me revelé, pero también aseguré: No me van a operar.
Intensifiqué mi audiencia con Jesús. Platicaba con Él largas horas. Pedí apoyo a mis
queridas adoratrices; pero no había mejorado, era más y más el dolor, y el líquido que
me escurría ya era demasiado. Todo el día andaba con pañuelo en la mano y la
laberintitis cada día atacaba más, se había afectado el oído, pero yo confiaba y seguía
asegurando que no sería sometido a tal intervención.
17
Hoy es domingo. Mañana me internan para operarme. Lloré en el Sagrario. Tenía miedo.
No quise avisarle a nadie de mi familia, para qué mortificarlos. Ya no vivía mi mamá. Mi
papá ya era un hombre grande y sin esperanzas. Mis hermanos con sus familias y no con
una posición económica muy amplia. Yo quería subir a la cruz solo; pero algo me decía
que no lo haría. Esa noche me sentí como el Señor en el huerto de Getsemaní: solo,
tremendamente solo y desamparado. Oré mucho y lloré. Tengo la costumbre de hacer
estas oraciones por la noche, largas. Cuando ya casi era la medianoche y solo allí en el
silencio de la capilla de la Universidad Pontificia en donde solo se oía el goteo del agua,
pues llovía, comencé a sentir mi cara como anestesiada y con un profundo sueño, creo
que me dormí por un buen rato. Desperté no sé a qué hora y me fui a mi cuarto a dormir.
Otro día al despertar me di cuenta que ya no me escurría el líquido ni tenía dolor, pero
me tenía que internar a las nueve de la mañana. Así fue. Estuve toda la mañana en mi
cuarto en el hospital. Cuando vino el doctor como a la una de la tarde, le supliqué que
volviera a hacer los estudios y radiografías. El doctor accedió y recuerdo bien que
como a las nueve de la noche fueron por mí para volvérmelos a hacer.
Por la mañana del día siguiente vino el doctor y me dijo:
—O usted reza mucho o nunca ha tenido nada y nos fallaron los estudios. ¿Sabe? No
tiene nada. ¿Qué pasó aquí? –me preguntó.
Yo le contesté sonriendo:
—Yo rezo mucho.
Desde ese día jamás volvió me ha vuelto el dolor a mi cara ni me ha escurrido más
nada. Nuevamente el Señor había acudido en mi auxilio. Nuevamente había hecho la
oración adecuada para arrancar el milagro. Nuevamente se abría este Manantial de
Amor para mí. Jesús se hacía presente en mi vida con gran poder, pero callé, callé,
porque el mundo religioso en el que estaba, lleno de filósofos y teólogos, de doctores y
licenciados me lo cuestionarían. Callé, porque no podría contestar a tanta tesis. Callé,
porque estaba en medio de una fe estructurada de sabios y entendidos, de aspirantes a
la maestría de rectores y ordenados, y yo sólo sería un fanático exagerado, un pobre
loco espiritual, pero que, gracias a Dios, ya no sufría dolor y me había liberado de esa
prótesis facial; aunque no supiera explicar científicamente, pero sí con el corazón.
Adiós, Mamá
Escepticemia fue la enfermedad que los médicos diagnosticaron. Esa noche del 29 de
agosto todos dormía, como si los hubieran drogado. Yo estaba sentado en la ventana
en donde mamá aparentemente dormía. Me encontraba leyendo un libro. Comencé a
escuchar que mamá se quejaba más continuo y doloroso, ya casi sin fuerzas. Fui a
verla y ella me balbuceó estas palabras que van tatuadas en mi corazón.
—Ay, hijo, con qué te pagaré todo lo bueno que has sido conmigo.
Yo la abracé y le dije:
—¿Cuál bueno, mamá? Tú eres la que ha sido muy buena.
Me quedé contemplando su rostro y vi el velo brillante que tiene en los ojos el que va a
partir. Era mi primer agonizante. Yo nunca había visto morir a nadie. Aún no era sacerdote.
Mamá se había confesado el domingo. Se confesaba seguido y ella era muy cristiana.
18
Grité desesperado a mi hermana Elda, a mi papá que estaba dormido; a Carmen,
nuestra Amiga de siempre, a quien nosotros hemos adoptado como hermana.
Entre carreras y angustias llegó el doctor. Mi hermana mayor y mi cuñado. La lluvia
caía entre torrentes, los rayos y truenos. Era una noche de desastre.
Yo me subí a la cama, la tuve en mis brazos, halé el Cristo de la cabecera de la cama y
comencé a realizar mi primer Sacramento de la Santa Unción sin ser sacerdote, sin el
óleo de los enfermos, sin poder perdonar los pecados, tomé de la mano a mi madre y la
ayudé a traspasar la puerta de la vida terrena a Vida Eterna, la ayudé a reconocer a
Jesús como su Señor, la ayudé a rezar el Padrenuestro y la obligué a olvidarse de su
dolor para responder a las preguntas que eran la llave para la Vida Eterna.
—Mamá, mira bien, ¿qué es?
—Es Jesucristo–, me dijo.
—¿Amas a Jesucristo?
—Amo a Jesucristo–, me respondió.
—¿Le pides perdón a Jesús por tus pecados?
—Le pido perdón a Jesús por mis pecados.
—¿Deseas ver a Jesucristo?
—Deseo ver a Jesucristo.
—¿Perdonas a todos los que te han ofendido?
—Perdono a todos–, me dijo.
—Repite conmigo, le dije: Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre,
venga a nosotros tu Reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo…
Paró el rezo, abrió los ojos grandes y angustiados, contempló a mi padre y balbuceó:
—Mis hijos.
Vio a mi hermana Sagrario y le sonrió, vio a Elda con ternura, reclinó su cabeza hacia
mí y me dijo:
—No llores–, y sonrió.
Y partió.
El alma se me abría en dos. Una gran parte mía se iba, se iba con Dios. Ahí fue mi
primer ministerio con los enfermos, ahí comencé este bautismo, ahí con el dolor más
grande que puede tener un hijo. Ahí en el dolor Jesús me llamó para que le ayudara a
rescatar a tantas y tantas almas.
Y fue ella, la que ansiaba un hijo sacerdote, quien en su propia muerte me enseñó a
practicar cómo hacer que las almas traspasen el umbral para llegar a los brazos de
Jesús. Fue ella la que en su muerte me enseñó el camino de la absolución. Fue ella la
que al ofrendarse regaba la semilla que hoy, incansablemente, camina por muchos
lugares, pueblos, ciudades, valles y montañas orando por aquellos que más sufren en
su alma y en su cuerpo, en su espíritu y en su carne, poniendo mi mano en sus
cabezas, reavivando en ellos la virtud de la Esperanza con el signo de Jesús.

19
Mi Ordenación Sacerdotal – La lluvia
Llegó el día tan esperado y ansiado: el 31 de mayo de 1986. Comenzó a llenarse el atrio
del templo. Llegaban religiosas, sacerdotes, seminaristas y gentes de toda la diócesis. El
día amaneció nublado, amenazaba una gran lluvia. Todos nos mortificábamos, porque la
ordenación sería en el patio del templo y todo se echaría a perder. El órgano, el coro y una
gran multitud se apiñaban en el parque. Las campanas comenzaron a sonar. El cielo se
oscureció. La lluvia comenzó a caer. Yo me cambiaba en uno de los cuartos de la casa de
mi hermano, cerré la puerta y le dije al Señor: Señor, mira, llueve. Es mi consagración a Ti
y todo se echará a perder. Tuve ahí una fuerte experiencia de Dios. Sentí que el Señor me
hablaba en mi corazón como pocas veces lo he sentido así tan fuerte. Me habló así: En
una ocasión hace muchos años me pediste una prueba para comprobar si te
llamaba o no al sacerdocio. Hoy quiero seguirte respondiendo con una fuerte lluvia,
pero no temas. Sigue arreglándote tranquilo que en cuanto den la última llamada
dejará de llover y no volverá a llover más durante este día ni mañana que será tu
primera Misa.
Esto, como les digo, fue mensaje del Señor en mi corazón. No escuché ni vi nada. Sólo lo
sentí así. Y así fue.
Dieron la tercera llamada, comenzó la procesión. El pueblo con ansias de ver una
ordenación sacerdotal. Yo era el segundo sacerdote de mi pueblo. Además, todos me
habían visto crecer y jugar… y tantas cosas, que todos hasta la fecha recuerdan con muy
especial cariño.
Cuando aparecí atrás de todos los sacerdotes y con mi obispo pastoreándome, todos
aplaudieron. Sus rostros tenían un especial brillo. El sol también apareció. Era para mí el
momento culminante. Era el momento en que aquella voz del Señor, manifestada siendo
aún muy joven por medio de una lluvia, se haría realidad cuando las manos de mi obispo,
don Juvencio, se posaran suavemente sobre mi cabeza, siendo el hilo conductor entre el
cielo y la tierra. Siendo el puente para que por mí pasara el Espíritu Santo a tomar
posesión de lo que ya era de Él.
Momento solemne de mi consagración a Dios en la Nueva Alianza, realizada en un
hombre de barro. Ahí en ese momento recibía el poder sobre los hombres para perdonar.
Ahí, en ese momento todo un Dios quedaba sometido bajo la Hostia consagrada por mis
palabras, que no serían más que las de Jesús: Tomad y comed todos de él, tomad y
bebed todos de él, Ahí, en ese momento tomaba como esposa a la Iglesia. En ese
momento era alter Christus, el mismo Cristo, como diría el padre Lucas en su bello canto,
no tenía yo más que decir: "¡Qué detalle, Señor, has tenido, conmigo, cuando me llamaste,
cuando me dijiste que Tú eras mi Amigo!"
Ahora mi vida, mi tiempo, mi descanso y mi cansancio, mi cuidado y mi entrega, mi alegría
y mi gozo serían de este Cuerpo Místico de Cristo: la Iglesia, mi esposa. Y ya no llovía
más. Era un clima agradable en donde por momentos salía el sol y por otros se ocultaba.
Ni frío ni calor. Todo estaba arreglado por el Buen Dios para la gran ceremonia, para mi
Gran Fiesta.
Mariachis, guapangueros, abrazos, lágrimas y risas, regalos y aplausos todos llenos de
gozo y alegría. Papá y mis hermanos, tíos y primos, amigos y compañeros, maestros y
sacerdotes. Había mucha, mucha gente, muchos seres queridos.
Tan sólo faltaba ella. Sí, ella, la que partió al cielo y arrancó a Jesús este don, este regalo
incalculable. Tan sólo faltaba ella. Tan sólo faltaba mamá.
20
CAPÍTULO TERCERO
La Resurrección – Mi primer Bautismo
Eran como las 11 de la mañana del día 2 de junio de 1986. Un día después de mi
primera Misa, cuando llegó uno de mis hermanos, el más chico, yo me encontraba
acostado en una hamaca platicando y comentando el gran acontecimiento de mi
ordenación y primera Misa, y me dice:
—Ahí afuera está el sacristán, dice que en el templo hay una mujer indita con un niño
muy grave que se está muriendo y que si puedes ir a bautizarlo, porque el padre no
está.
—Claro que voy–, le dije.
Estaba ganoso de ejercer en plenitud mi ministerio. Me quité el short y me puse mi
pantalón. Salí apresurado y llegué al templo, y en la primera banca del lado izquierdo
lloraba una indita humildemente vestida. Empinada sobre el niño que sostenía sobre
sus brazos y apretaba contra su pecho. Le dije
—¿Qué le pasa al niño?
Y me dijo:
—Acaba de morir.
Yo me puse nervioso y le dije:
—¿Por qué no lo llevaste al Centro de Salud?
Y me contestó:
—Es que lo tuve allá dos días y de ahí me mandaron a bautizarlo.
—¡Qué barbaridad! –le dije–, dámelo.
Y me lo llevé a la pila del bautisterio y lo bauticé. Yo había oído que los padres antiguos
así lo hacían y, además, era un novato. Le puse por nombre Leonel a petición de la
madre que lloraba angustiadamente.
Cuando terminé el rito breve del Bautismo, reaccioné y me dije: Dios mío, he bautizado
a un muerto. Con el niño en brazos me apresuré al Sagrario. Sabía que ahí estaba
Jesús y que Él podía hacerlo volver a la vida y le dije:
—Jesús, mira, he bautizado a un muerto y yo no quiero que mi primer sacramento sea
de muertos. Jesús, escúchame –le toqué en el Sagrario.
Yo no sé qué tanto le dije. El niño yacía muerto arriba del altar. La madre lloraba con
desesperación y dolor. Yo comencé a llorar también. No sé cuánto duró mi oración,
pero al llanto de la madre y mis lágrimas se unió, de repente, un tercer llanto: el del
niño… que sobre el altar pataleaba y que para mí había vuelto a la vida.
Cuando conté esto, nadie me creyó. Y me llené de impotencia y rabia, porque nadie me
creía. No volví a mencionarlo nunca más; pero en mi corazón estaba la secreta alegría
de que no me había equivocado al seguir a Jesús en el sacerdocio. ¡Tenía una prueba
valiosa de su poder y de que estaba vivo! No me había equivocado y valió la pena
seguirle. Por eso ahora mi frase es y será siempre: ¡Haz la prueba y verás qué bueno
es el Señor!
21
Muchos, tal vez, digan que el niño no estaba muerto, y puede ser que así sea; sin
embargo, en aquel momento de oración, cuando aquella madre necesitaba la respuesta de
Jesús, en ese momento que yo confié en Él, el niño lloró. La alegría volvió y un rostro de
una pobre madre sin esperanza ni ilusión volvió también a la vida. Yo no puedo atribuir
esto a la casualidad ni a la coincidencia, porque también Dios es dueño de ellas, también
Él toma estos momentos para manifestar su Gloria, para afianzar la fe y, sobre todo, a un
joven sacerdote, que por los libros filosóficos y teológicos corría el riesgo de burocratizar
su ministerio, y viendo no viera y oyendo no oyera.
Yo no puedo atribuir esto a tiempos casuales o coincidencias. Yo sólo sé que no se mueve
ni la hoja de un árbol, si Dios no lo quiere. Yo sólo puedo decir y afirmar: Jesús está vivo.
Jesús vive en el pobre de su pueblo. Jesús es la Esperanza del pobre, del huérfano, de la
viuda. Jesús es el Dueño de la Vida. Jesús está aquí.
LA CONFESIÓN DE PAPÁ – "PARA ESO TENGO EL MÍO"
El Fruto de la Oración a Largo Plazo
Desde que comencé a tener uso de razón creo que nunca vi a mi padre en el templo. Es
más, ni siquiera lo vi rezar o santiguarse ni una sola vez en la vida. Yo siempre crecí con la
idea de que mi padre era muy malo, pues pocas veces dialogaba con nosotros. Él era muy
trabajador, pero era muy duro de carácter. Sí nos quería mucho y no pasábamos hambre,
pero nos faltaba su cariño. Además, era muy enamorado y un Juan Charrasqueado:
borracho, parrandero y jugador; pero no era una mala persona, tenía muchas virtudes y
cualidades, pero para mí era un hombre malo, error que más tarde pude comprender. Mi
madre duró casada con él un poco más de 35 años. Ella me decía que oraba y rezaba
mucho al Señor por que mi padre algún día se convirtiera y se confesara. Esto nunca pasó
en el tiempo en que ella vivió con él y con nosotros.
Cuando yo comencé a tener más intimidad con el Señor, siempre, después de la
Comunión mi petición era: Jesús, que mi padre se confiese. Señor, que mi padre no muera
sin confesión. Y, por la tarde, cuando rezaba el rosario, también le pedía a la Santísima
Virgen de Guadalupe: Madre mía, te pido en este rosario que mi padre se confiese.
Pasaban los días, los meses y los años y siempre la misma petición. En ocasiones
intensificaba mi oración y petición. La apoyaba con ofrendas y sacrificios, pero corría el
tiempo y nada. Ocho años duré de seminarista y era la misma súplica siempre, entre
muchas otras que hacía.
Me ordené sacerdote y días antes comencé a decirle a papá que tenía que confesarse, y
él me daba evasivas. Y a veces respuestas que me hacían enojar, él era un ignorante
religioso.
Yo no sé si se confesó o no el día de mi ordenación, pero él comulgó; pero yo creo que él
no lo hizo y esto me angustiaba más. Durante dos años que duró él con nosotros siendo
yo sacerdote, todos los días en la Consagración y en todas las Misas era la misma
petición… ¡y nada! Parecía que entre más oraba por él, más lejos del Señor estaba.
Un buen día cayó enfermo. Vinieron los doctores. Exámenes, laboratorios, hospitales,
viajes, inquietudes… y la gran mala noticia: el Cáncer había llegado a habitar en él. Se
consumía poco a poco y aún no se confesaba.

22
Estaba mi padre internado en México, toda la familia estaba en oración y en espera del
gran desenlace final. Mi hermana Elda, una enamorada locamente del Señor, se
angustiaba por la situación espiritual de mi padre, y le dijo:
—Papá, ¿quieres que te traiga un sacerdote para que te confiese?
Me cuenta ella que después de hacerle un buen rollo, y vaya que se los sabe echar, mi
papá le contestó:
—No, no quiero ningún sacerdote, para eso tengo el mío.
—¿Quieres a Moisés?, –le dijo mi hermana.
—Sí, mándalo a llamar.
Me hablaron por teléfono. Ese mismo día me fui a la gran Metrópoli. Cuando llegué al
hospital, mis hermanos que estaban ahí se fueron y me dijeron que me tocaba cuidarlo.
Los dos sentados, mirándonos. Sus ojos cuajados de lágrimas, me suplicaron con una
seña leve, moviendo la cabeza y, levantando la mano, trazó la cruz en el aire.
—¿Qué? –le dije– ¿Quieres la bendición?
No podía contestarme. Le escurrían las lágrimas por las mejillas. Movió la cabeza,
diciéndome: "no".
—¿Quieres la confesión?
Movió la cabeza, diciéndome: "sí".
Le dije con la voz quebrantada:
—¿Te traigo otro sacerdote para que te confieses a gusto?
Y me respondió:
—¿Quién me perdonaría con más amor que tú?
Eran como las nueve de la noche y el milagro comenzó. Terminamos como a las dos de la
mañana. Los dos abrazados y llorando. Por fin lo había conocido. Por fin él había
mostrado su intimidad. Me había abierto su corazón como a nadie lo había hecho. Se
había humillado. Había reconocido su pecado. Conocí su maldad y su bondad. Conocí su
desamor y amor y dentro de mí se revoloteaba una gama de personalidades fuertes y
grandes. El hijo que perdonaba a su padre. El Padre Dios que en mi persona mostraba su
misericordia. El Espíritu Santo que salva y da vida. Jesús que perdonaba y redimía. El
milagro estaba hecho. Mi oración de tantos años florecía, y mi madre ya no estaba con
nosotros, pero había dejado 35 años de oración acumuladas en su favor. Este milagro
sucedió el 8 de diciembre de 1987. El día 8 de enero de 1988 papá se fue…, y se fue al
cielo, igual que mamá. Papá y mamá reconocieron al Señor en su lecho de muerte. A uno
ayudé al buen morir y al otro, porque lo necesitaba más, le di la absolución.
Ahí Jesús me respondió. Ahí pude comprender que toda oración tarde o temprano da
fruto, que sólo el árbol malo da frutos malos, pero el árbol que ora da frutos, aunque
tardíos, pero da frutos. Sólo la oración que nunca se hace es a la que no le conoceremos
frutos jamás.

23
Papá se fue y nos dolió su partida, pero no tanto. Sabíamos que iba con el Señor.
Sabíamos que estaba con mamá y, además, Jesús había vencido. ¡La victoria está
ganada! Desde ese hecho para mí la oración se volvió insistente y llena de esperanza,
llena de confianza; y doy este, y otros muchos más testimonios para aquellos que han
perdido toda esperanza. Puedo decirles, como decía Jesús: No tengan miedo, soy yo.
El Viejito de Dios
Cuando andaba por segundo de filosofía, en unas vacaciones, en concreto de verano,
me fui a México. Ahí tengo un hermano que tiene allá su casa, y también algunos
primos. Ellos siempre pensaron que yo estaba en el Seminario por decepción,
acomplejado o traumado o, tal vez, porque no me había aceptado y caigo en la cuenta
que, tal vez, tenían razón, ya que yo no acababa de aceptar ciertas cosas que a mi vida
habían llegado y, probablemente, esto me causaba complejo.
También hubo un tiempo, cuando muy joven, que intenté ser muy libertino, pues el mundo
donde me desenvolvía, amigos y ambiente, así era; y ahí era de donde me venía el
trauma, porque ciertas cosas y actitudes o conductas, que muchos las vivían así tan
llanamente, yo confieso que, aunque las llegué a vivir, siempre me causaron traumas por
mi Amistad con el Señor y los principios religiosos y morales que mama me había
enseñado.
Tenían razón. Era un acomplejado y traumado y decepcionado de que no había podido
llegar a ser el santo que de niño soñé y que fui llamado, y sentía una gran desilusión,
aunque anduviera de seda, oro y botas finas.
Bien, en esas vacaciones me di un respiro de las cosas del Señor, y me fui a ver cómo
andaba el mundo. Mi hermano Rodolfo, que no estaba nada de acuerdo con mi decisión,
junto con mi primo Raúl y Javier, un amigo, hicieron parranda conmigo y me llevaron a
muchos lugares: discos, copas, músicas, etc., etc.… Me presentaron al mundo y yo no era
nada arrogado, me encantaba y era fácil y liviano. Llegó el momento que pensé que ya no
debería regresar al Seminario. Todos se alegraron y mi primo, que tenía un buen puesto
en el gobierno, me ofreció un buen trabajo en la Procudaduría del Consumidor en México.
Ya está –dije–; me quedo para gozar la vida y darle vuelo a la hilacha.
Yo tenía que estar en el Seminario el domingo, ya se terminaban las vacaciones, pero yo
ya había decidido no regresar. Ese día sábado mi hermano me dijo lo acompañara a ver
el médico a una clínica, no recuerdo cuál. Mi hermano desde que tengo uso de razón
siempre está inventando enfermedades y uno de sus temores es la pobreza, la vejez, la
enfermedad y la muerte. Aunque creo que todo el género humano teme a esto; pero él se
crea enfermedades y nunca le han hallado nada grave. Ha gastado tanto en médicos que
sería multimillonario. Sólo le ha faltado confiar plenamente en Jesús y dejarse recetar por
Él. Ah, y seguir su receta. Fui con él, llegamos y me senté en la sala de espera.
En eso, mientras esperaba a mi hermano, llegó y se sentó un viejito junto a mí. Era blanco,
de ojos azules, pelo totalmente blanco con una barba a medio rasurar, un bastón de palo y
en sus pies, guarachas. Se veía muy pobre, aunque de aspecto, bien. Movió su cuerpo y
yo volteé a verlo y él me sonrió. Yo no le contesté la sonrisa. Pasó un ratito y volvió a
moverse y a verme insistentemente. Yo volteé y él volvió a sonreír y me saludo con un
gesto. Yo no le contesté y me molesté, pensé: ¿Qué trae este viejito? De repente me dice,
tocándome la pierna:
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—Joven, ¿usted es religioso?
Le contesté violento:
—¿Por qué?
Volvió a sonreír y me dijo:
—¿O es sacerdote?
—No –le contesté un tanto más intrigado.
Entonces, él, apretándome la pierna me obligó a que me viera en esos hermosos ojos
azules que tenía, de mirada fija y penetrante.
—Váyase para el Seminario –me dijo–. A usted el Señor lo quiere para sacerdote, no le
haga caso a su hermano. Dios lo llama.
Siguió esto y me dijo:
—Con permiso, voy al baño.
Yo me quedé mudo. No supe qué decir. Me comenzó a invadir una sensación extraña,
una fuerte lucha dentro de mí, quería salir corriendo. En eso llegó mi hermano y le
platiqué con lujo de detalle. Él me dijo:
—Tú le has de haber contado ya. Hombre, no le hagas caso a ese viejito vamos a
esperarlo.
Y nunca salió del baño. Fuimos al baño y no había nadie; mi hermano me dijo que era
un invento mío. Yo me fui junto a él, iba callado, llevaba una firme determinación ya.
Llegamos a la casa. Él se fue a la cocina a preparar algo de comer. Velozmente
empaqué, salí corriendo de ahí y alcancé a oír que mi hermano echaba una maldición y
me dijo:
—Loco…, ven acá…, espérate.
Yo corrí hacia la calle. Yo lloraba y mi hermano corría tras de mí. Tomé un taxi y me fui,
dejando a mi hermano triste, viéndome partir. Alcancé a mirar cómo se limpiaba las
lágrimas y a mí se me partía el corazón dejándolo así; pero sólo así podría yo vencer
aquella fuerte tentación.
Me dijo el taxista:
—¿Por qué lo corretean el joven?
Le dije:
—Es mi hermano y no quiere que me vaya al Seminario a Monterrey.
—Ah, usted va a ser sacerdote y él quiere que se quede aquí.
—Sí, –le contesté.
Me dijo:
—Hasta los semáforos me voy a pasar, pero usted se me va al Seminario.
Llegamos a la central camionera. Aquel buen hombre se bajó del taxi, me compró el
boleto y no me recibió el dinero. Fue y me subió al autobús y al irse me dijo:
—Cuando usted sea sacerdote me celebra una Misa.
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Ya le he celebrado muchas, porque él fue el instrumento de Dios para salvar mi
vocación y porque Dios se hizo presente por medio de aquel viejito. Yo ya no volví a
sentirme solo ni a tener miedos ni complejos ni traumas, porque estaba haciendo lo que
Dios quería, y me permitía descubrir su paso en los acontecimientos de la vida.
Ahí estaba otra vez el Amor del Padre. Ahí estaba su Misericordia, salvándome de las
bellotas entre los cerdos. Ahí se volvió a repetir la parábola del hijo prodigo. Yo pude
decir, gracias a él: "Me levantaré e iré adonde mi Padre". Y el Padre corrió presuroso
en la presencia de un viejito, y voló con alas de águila por todo la gran metrópoli,
llevándome veloz en la presencia de un taxista. Ahí están otra vez las palabras de
Jeremías: Tú eres precioso a mis ojos. Te tengo tatuado en la palma de mi mano.
El Ciego de Jericó
Siendo ya sacerdote un día tuve la feliz ocurrencia de andar en moto con alguien que
yo consideré mi amigo, pero resultó ser mi enemigo. Al pasar la moto entre las
nopaleras, volaron a mis ojos montones de espinas de las tunas y los nopales. Sentí el
malestar. Me lloraban los ojos. Me lavé pensando que sería alguna basurita. Comencé
a hacerme remedios caseros. No sabía la magnitud del problema, y aquello se agravó.
A los ocho días tenía los ojos rojos e inflamados, y ya no podía ver. Me llevaron al
doctor y éste me dijo que mis retinas estaban totalmente destruidas, parecían cedazos
o coladeras.
—Son irreparables, –me dijo.
Me curó quitándome las espinas y me fui a ver otro especialista y otro y otro y todos
dijeron lo mismo: "Sus ojos se pondrán blancos y perderá la vista".
Tuvieron que hacerme una raspa en los ojos, quitar la retina dañada e infectada, me
vendaron, y sin ninguna esperanza. Así tenía que permanecer como unos tres meses
sin casi moverme, pues podían vaciarse mis ojos. Creí que ya no vería jamás. Vivía en
un cuarto obscuro, solo e inmóvil. Me daban de comer en la boca y mil vicisitudes pasé,
de las que pasa un ciego.
Volví a decir con certeza: Yo sé que volveré a ver, porque mi Señor me ama mucho.
Oraba y oraba, cantaba en la oscuridad de mi cuarto. Mucha gente me acompañó en la
tarea de la oración, pidiendo al Señor un milagro. Llegó el día ansiado, fueron
quitándome las vendas lentamente y cayeron al suelo y yo seguía sin ver, oscuridad
profunda, latidos de mi corazón. Terminó el doctor y me sentó. Como los artistas que
terminan su show, no hay aplausos, un silencio profundo. Me preguntó el doctor:
—¿Ve algo?
—Nada –le contesté, y les dije a todos con una amarga sonrisa–, consíganme un buen
perro y un bastón porque seguiré alabando al Señor y celebrando Misa, total ya me la
sé… y que alguien me sople el evangelio.
Nadie sonrió.
Nos fuimos a casa con la tristeza profunda de los que vienen de enterrar a un muerto.
Esa noche lloré y oré y supliqué y pedí. Recuerdo que le dije a Jesús: Señor, hoy
quiero gritarte como el ciego de Jericó: Jesús, hijo de David, ten compasión de mí.

26
Me dormí no sé como a qué hora; pero al otro día al abrir los ojos comencé a ver
figuras como de árboles, sombras que se iban aclarando hasta que volví a contemplar
y ver claramente. El milagro estaba ahí nuevamente. El Señor junto a mí, su Mano
sanadora había restaurado mis retinas y quizá, ¿por qué no?, me las había puesto
nuevas mi Señor.
Asesino, Malhechor y Pervertido
Era Rector del Seminario y a la vez el ecónomo, entre otros muchos cargos que
desempeñaba, pues somos pocos los sacerdotes y así uno tiene que hacer un poquito
de todo. Yo duré 10 años de Rector del Seminario; a los ocho días de ordenado entré
como ecónomo y, posteriormente, entré de las dos cosas. Estaba demasiado atareado,
pues llegó un tiempo que perdí de vista mi vocación y la cambie por negociante. Era
poco lo que oraba y mi ilusión era el juntar dinero y dinero para construir el Seminario,
capilla, bardas, muebles, vitrales, etc., además de sostener a los seminaristas mayores
en otra ciudad. En este tiempo también perdí mi identidad sacerdotal y como muchos
sacerdotes me volví burócrata de la palabra y bueno para el billete. Traía amistades no
muy recomendables, ya que se habían acercado a mí, no para encontrar el Señor, sino
para ver qué le sacaban al Señor.
Un buen día comenzó el alboroto en el clero: juntas, reuniones, seminarios para tratar
los asuntos relacionados con el gobierno y la parte económica del clero; conferencias
con licenciados, contadores, con gente del gobierno etc., etc. Teníamos que dar
cuentas al gobierno y tener un contador. Ahí estaba el problema, no podría ser
cualquier contador. Platicando con el párroco de la Santa Iglesia Catedral, me dice:
—Mira, toma a mi contador es muy eficaz y, además, el señor Obispo le tiene mucha
confianza.
Así fue. Comenzó a llevar los trámites de los asuntos del Seminario e, incluso, yo
pensé en darle los míos personales. Él era una buena persona, noble, servicial y con
don de gente. Yo de él sólo tengo que decir cosas buenas, pues siempre me trató con
respeto.
Se acercó a mí otro hombre de edad madura, pudiente y de dinero, dueño de uno de
los medios grandes de información. Me demostró amistad y yo llegué a sentir gran
afecto por él y su esposa. Llegamos hacer grandes amigos entre comillas. Mucha gente
me previno y me dijo que era rapaz y traicionero. Decían que su poder había causado
mucho dolor a otras gentes. Yo no les creí. Se veía bueno el hombre. No voy a narrar a
profundidad su vida, no toca a mí divulgarla ni vivir en la comodidad a causa del
desprestigio de otro, como él lo hace; pero sí les puedo decir que él en su prepotencia
no adora al verdadero Señor por quien se vive. Es amante de la consulta a adivinos,
brujos, espiritistas y, quizás, hasta del maligno. Yo no caí en su juego y, cuando
descubrí su rapacidad e intenciones, lo alejé de mi vida el partió. Él partió profiriendo
una amenaza que más tarde cumplió.
Como a los ocho días de ese incidente por la madrugada me hablaron por teléfono
para comunicarme que el contador había sido asesinado con muchas puñaladas,
mutilado de sus genitales y sacados sus ojos; fue un crimen sanguinario y cruel. Me
impactó la noticia y asistí al funeral; fue algo que conmovió a la ciudad y a la región, era
algo reprobable.
27
Al otro día, como a las diez de la mañana me llaman para decirme que estaba en sus
manos, pues era el principal sospechoso del crimen del contador, ya que había cenado
con él un día antes. Me pedían fuerte cantidad de dinero o saldría en los principales
medios. Reaccioné violento y colgué. Ahí comenzó mi calvario. Ahí comencé a ser
artículo de venta. Ahí comencé a ser famoso y de mala fama. Ahí comenzó su
venganza. Encabezaba los títulos de los periódicos y revistas.
Durante tres años duró la incógnita. Los títulos que me acompañaros, por no revelar un
secreto de confesión y por no participar en ritos diabólicos, fueron: asesino, drogadicto,
alcohólico, homosexual, pervertido, transa, degenerado. Tres años que fui insultado y
escupido y pisoteado. Tres años de agonía soportando con la frente muy en alto las
miradas, los comentarios, las intrigas. Tres años que mi familia sufrió y lloró la
deshonra y la vergüenza y esto fue lo que más me dolió, porque los considero
inocentes y limpios. Sé que el Señor les premiará esta purificación. La Iglesia también
fue herida. El sacerdocio fue salpicado de estiércol. El corazón y la fe de los creyentes
fue chicoteada. Satanás nos había zarandeado. Las arcas de los malévolos se habían
llenado conmigo, se hacía comercio. Una noticia que era buena ganancia, y todos los
días al despertar oía la voz hiriente de los voceros, las cosas más horrendas de mí. Y
yo inocente, y no era cierto nada de eso y todo era mentira; y yo era objeto de
comentario de políticos, de pobres, de ricos, de clérigos, de religiosas, de seminaristas,
familias, mercado, policías, borrachos, drogadictos, prostitutas, homosexuales, todos,
todos opinaban, todos se daban el lujo de sentenciarme. Algunos otros, casi la
mayoría, me defendían, se indignaban; otros oraban, otros lloraban y la persecución
seguía y yo permanecía callado… en silencio, esperando el juicio de los hombres, pero
también la justicia de Dios y sabía que esa no me fallaría; pero como dice la palabra de
Dios: yo no hice declaración alguna, que cada quien pensara lo que quisiera, no había
pruebas ni elementos de eso; yo estaba seguro y sabía que todo volvería a caer por su
propio peso. Desde el primer día el Señor me dijo en mi corazón: No temas, Yo estoy
contigo; aunque camines por cañadas oscuras, nada temas. Y así fue. Yo le oré
mucho a San Francisco de Asís y fui a Real de Catorce a pedirle en su templo
milagroso de Real de Catorce. Me les diera cordonazo los asesinos. Parecía que nunca
descubriría la verdad; parecía un crimen perfecto. El tiempo corría y la duda estaba ahí,
latente
Era un día 4 de octubre, día de San Francisco, iba yo a una comunidad de mi parroquia
a celebrar a San Francisco, cuando al prender la radio en las noticias anunciaban la
captura de los asesinos confesos. Ahí estaba otra vez el fruto de la oración. Ahí estaba
al descubierto el mentiroso.
Ya no se podría reparar el daño hecho, pero ahí estaba el sacerdote más espiritual,
más confiado, más paciente, más purificado, más humano. Ahí estaba un hombre
preparado, como el oro en el crisol, para derramar Dios a raudales, su gracia y su
poder para que brillara su gloria. Y comenzó la sanidad y el don de lenguas y el de
profecías, y los paralíticos se comenzaron a parar y los sordos a oír y los mudos a
hablar y el cáncer a huir de muchos y el sol a bailar en el cielo. La gloria de Dios a
brillar. Era un pobre hombre que el mundo le había quitado todo y ahora Dios le daba
todo sobre toda la maldad humana.

28
CAPÍTULO CUARTO
Santo Niño de Atocha

Muchas veces he escuchado decir que el Señor Dios no se mete con las cosas
materiales; pero yo no estoy de acuerdo en esto ni lo estaré jamás, porque estoy
seguro que también la materia fue creada por Dios y Él sabe que el hombre necesita de
la materia.
No quiero involucrar personas ni entrar en detalles, por respeto a su memoria; pero
tenía un rancho que estaba a mi nombre, muy bonito, y de buen precio. Siendo yo el
Rector del Seminario, se pidió un préstamo al banco para trabajar en cosas del
Seminario. La suma era cuantiosa. El Señor se llevó a mi obispo y quedé yo con el
peso tremendo de aquella deuda de más de $400.000 MXN. No tenía con qué pagar.
Se vino una gran crisis económica en México. Parecía que el dinero se había
esfumado. Los meses pasaban y el término del plazo llegaba. Yo ya me comenzaba a
desesperar entre la presión de tanto cobro, y puse el rancho en venta. Se llamaba La
Tijerilla. Anuncios en el periódico, corredores, etc., etc. ¡Y nada! Los meses pasaban y
la deuda crecía y crecía y el plazo se acortaba.
Yo siempre he sido muy devoto del Niño Jesús y muy especial de la imagen que se
encuentra en Plateros, Zacatecas: el Santo Niño de Atocha. Con Él dialogaba siempre.
Tengo un Niño Dios que tiene conmigo muchos años y tengo la devoción de ponerle
una manzana en la mano cada día primero del año, y esta no se seca, ni se
descompone en todo el año… Pero esa es otra historia.
Bien, me puse a pedirle con insistencia y con mucha confianza, sabiendo que Él
siempre me escucha. Faltaba un día para el vencimiento del crédito y, como a las
nueve de la mañana me llama una Amiga licenciada para decirme que tenía el cliente
para mi rancho. Era un señor de aspecto muy bondadoso y como dos metros de alto.
Hicimos el trato, me pagó justo lo que yo debía al banco, sobrando una pequeña
cantidad. Pagué al banco puntual. Estando ya firmando la escritura, le pregunté al
señor cuyo nombre era Alfredo:
—¿Usted es de por aquí?
29
—No –me dijo–, yo soy de Plateros, Zacatecas.
Me emocioné mucho y le dije:
—¿En dónde está el Santo Niño de Atocha?
—Sí –me dijo–, yo nací a una cuadra del Santuario.
Sonreí y le dije:
—Pues, a usted me lo mandó el Santo Niño de Atocha.
Me dijo:
—Yo creo que sí, porque yo no pensaba comprar rancho por acá.
Después supe que al poquito tiempo lo vendió y se fue. Jesús en su infinito amor me
ayudó y escuchó y esto yo no lo puedo negar jamás. Sigo diciendo: Jesús vive hoy y
siempre.
Viendo, no Ven
Hace ya algún tiempo que mucha gente llegaba a decirme que en las Misas que yo
celebraba para pedir por la salud de los enfermos, que se sanaban; pero, cuando
alguien comenzaba a decírmelo, yo saltaba molesto y les hablaba fuerte o hasta
golpeado: No quiero saber, no me diga nada, por favor. Y así la gente se callaba, y yo
veía y oía cómo hacían comentarios al respecto. ¿El por qué mi actitud de no querer
saber? No lo sé. Yo ahora pienso porque en ese tiempo yo andaba muy seducido por el
mundo y, tal vez, eso a mí me comprometía.
Yo no dudaba ni tantito que el Señor sanaba; pero no quería que me tomara a mí como
instrumento, porque esto para mí significaba más entrega, más oración, más renuncia
de mí mismo; pero parecía que entre más quería ser indiferente a las manifestaciones
del Señor, cada día eran más y más. El Señor me fue cercando con su Amor, a pesar
de mi indiferencia e, incluso, de mis pecados.
Para mí el don de lenguas era algo ridículo y farsante, lo detestaba y, aunque me gustaba
la alabanza en la Renovación Carismática, el don de lenguas no me gustaba. Mi condición
al Señor era: no sanidad y no lenguas. Incluso le decía: Si me llegara a mí este don, no
volveré a alabarte como los renovados; pero el Señor parece que entre más terco somos,
Él lo es aún más. Comencé a despertar orando de esta manera rara y ridícula: cantando
con las más hermosas melodías que haya tenido y escuchado jamás. Me callaba y me
enojaba, pero el Señor volvía a hacer lo mismo. Comentarios de sanidad aquí y por allá y,
cuando hacía oración por los enfermos, comencé poco a poco y sin querer a orar de esa
manera que llaman don de lenguas o mociones del Espíritu.
Poco a poco el Señor daba más. Recuerdo que una vez me dijo una señora del pueblo,
que se llamaba Malena:
—Padre –me dijo muy angustiada–, le pido oración por mi cuñada Licha, está muy
grave y parece que ya no tiene remedio, ella tiene cáncer.
Yo le dije un tanto en broma:
—No, mujer, no te angusties, tráela mañana, hay oración por los enfermos. Aquí la
sana el Señor.

30
—¿De veras, padre, la sana el Señor?
—Claro, te lo puedo asegurar –contesté yo sin saber lo que decía.
Yo no sé por qué dije eso, creo que fue para salir del paso y, ¿cuál sería mi sorpresa?,
que al otro día llegó la mujer enferma, pálida y delgada, con una cara toda cadavérica,
venía con ella toda la familia. Se acerca Malena y me dice:
—Esa es mi cuñada.
Yo me quedé callado, caminé hacia el Sagrario y le dije al Señor: Señor, yo abrí la boca
y esta gente viene con fe, sánala, Señor, por favor, no me hagas quedar mal.
Cuando llegó el momento de la oración después de la Comunión yo sentí que, cuando
tocaba a Licha, se me salía el alma, sudaba y me perdía orando en lenguas. Tenía una
gran taquicardia y me sentía desmayar. Fue una experiencia inexplicable. No sé cuánto
tiempo oré. Lo que sé es que Licha ese día sanó. Se convirtió al Señor y ahora es una
incansable en el apostolado, y la tesorera del movimiento de la Renovación.
En esa misma Misa hubo muchas sanaciones, otra mujer con cáncer que yo no sabía y
ahora es la catequista del templo de San Isidro; otra de diabetes y otra de embolia;
pero, aún con todo esto, yo seguía resistiendo y seguía dando explicaciones científicas,
pues, a pesar de que veía la gloria y el poder de Dios, no veía y no quería ver, porque
no concebía que el Señor me tomara a mí. Yo no podría ser ese instrumento. Yo no me
considero santo ni bueno ni puro ni prudente. Yo encuentro muchos defectos en mí y
me preguntaba ¿cómo es posible… cómo es posible que por medio mío se realice
esto? Había olvidado las palabras de San Pablo en la Carta a los Corintios: "lo débil del
mundo, lo que no sirve, es más, la escoria la toma Dios para que brille su gloria."
Y su gloria seguía brillando, no sólo sanando, sino convirtiendo y aplastando a mis
enemigos. Y Su gloria brillaba cada mañana con torrentes. Y Su gloria brillaba aquí y
allá y en cualquier lugar por donde pasaba. Yo contemplaba su gloria vibrando,
rescatando, uniendo, sanando. Y, así, comencé poco a poco a ver. Poco a poco
comencé a creer. Poco a poco comprendí que su gloria se derramaba en mí, no por
santidad, sino por su Amor, por su Puro Amor.
Una Visita Inesperada
Era la mañana del día 1 de enero de 1999. Desperté muy temprano a pesar de estar
desvelado por los festejos del año nuevo. Tenía una gran alegría y un gozo
inexplicable. Eran como las ocho de la mañana aún con mi piyama puesta sentí deseos
de ir al Santísimo en el templo contiguo a la casa parroquial. Pensé: ¿Quién puede
estar a esta hora, si todos están desvelados?
Tomé mi libro de la Liturgia de las horas y me fui así con sandalias al templo. Entré y
estaba tremendamente solo y con profundo silencio acogedor. Al ir avanzando hacia el
Sagrario sentí la presencia de algo y volteé hacia un costado y vi a un niñito como de 4
años sentado muy derechito con la vista fija hacia el cielo, como engarrotado, mirando
el crucifijo. Su mirada no era propia de la actitud de un niño de esa edad. Él era de pelo
rubio, tez blanca, con una cara muy bonita, ojos color café claro, aceitunados, mejillas
muy rosadas por el frío, traía el pelo larguito, una sudaderita azul bajito, muy viejita y
rota; un pantalón del mismo color, también roto y sucio; unos zapatos rotos y se les
veían los deditos de sus pies. Ese no era un niño del pueblo. Se veía fino y bello. Me
acerqué y le dije:
31
—M'hijo, ¿qué hace aquí tan temprano?
No me contestó ni me miró, parecía una estatua. Le volví a preguntar lo mismo, y
—¿Dónde está tu mamá?
Parecía que no oía. Le hice preguntas y ninguna contestó ni me miró ni se movió. Yo
pensé: este es un niño de la calle que se escapó de alguna ciudad pobre. No oye ni habla
y le dije:
—Ven, te voy a hacer oración para que el Señor te devuelva el habla.
Pareció que me entendió y, como si fuera una frágil pluma ligera, caminó delante de mí
hasta pararse frente al Cristo. Yo me puse atrás de él. Antes de comenzar a orar le volví a
preguntar.
—¿En dónde vives?
Él volteó a verme por primera vez con aquellos hermosos ojos y me enseñó al Cristo. Yo
cerré mis ojos, puse mis manos sobre su cabeza, comencé a orar y a orar. Sentí una
suave brisa bajo mis manos, abrí los ojos y el Niño no estaba. Mi corazón ardía de Amor.
Busqué por todo el templo, era imposible que yo no alcanzara a verlo salir. Salí a la calle y
estaba desierta… solitaria; pero mi corazón ardía y ardía y recordaba la frase de los
discípulos de Emaús: "Con razón ardía nuestro corazón." Era día primero del año, de este
maravilloso año lleno de prodigios del Señor y comenzaba con su fresca mañana con una
visita inesperada que nunca podré olvidar.
El Cura
Y, si Jesús cura a los enfermos y ayuda en la parte económica, creo también firmemente,
que libra de los accidentes o desgracias. Todo el Antiguo Testamento está plagado de
hechos milagrosos salvíficos y ni qué decir en el Nuevo Testamento.
Un día venía del puerto de Tampico - Tamaulipas, por la tarde, ya casi oscureciendo.
Comenzó una gran tormenta tan cerrada, que apenas veía la carretera. Era una noche
tétrica llena de truenos, rayos y centellas. Parecía que sería ya el segundo diluvio. Mi carro
parecía una lancha por encima de un río. Manejaba casi a tientas. Traía yo bastante miedo
de no atinarle a la carretera. Casi no venían carros. En esa angustia venía cuando el carro
se salió de la carretera y comenzó a caer en un barranco. Oía los golpes que se iba dando
entre las piedras y el ruido de los espinos y las ramas. De mi corazón angustiado salió un
grito desgarrador: ¡Jesús! Sólo una vez grité. Sentí cómo el carro era levantado en el aire,
como si fuera de juguete y nuevamente colocado en la carretera. Estaba pálido y
temblando; pero admirado de lo sucedido.
Comencé a alabar y a bendecir a Dios. Duré un buen rato ahí en la oscuridad de la noche
alabando al Señor con gozo. Sentía su presencia. Poco a poco, por encanto, la lluvia y los
truenos fueron cesando, como si se fueran yendo a ocultar en la lejanía de las montañas.
Las nubes corrían por el cielo, como regañadas o espantadas. Las estrellas comenzaron a
brillar y la luna quedó al descubierto frente a mi carro. No quise ver el carro. Pensé: Está
todo golpeado. Me vine alabando y bendiciendo al Señor y, cuando llegué a mi casa, al
bajar, lo primero que hice fue revisar el carro. No tenía ni un rasguño. Me acosté para ver
por abajo. No tenía, vaya, ¡nada! Parecía que lo habían pulido y encerado.
Jesús me había salvado, como tantas veces. Y en mi angustia a Él clamé y me
escuchó. No fue nada irreal. No fueron los ovnis. No, no fue nada sobrenatural. Fue
Jesús, El Que siempre me protege y me ampara. Fue Jesús, mi Amigo Fiel. Fue Jesús,
mi Libertador. Fue Jesús, mi Salvador. Mi eterno Compañero.

32
Con las Alas Rotas
Siento una profunda vergüenza narrar este episodio de mi vida. Y siento vergüenza,
porque no puedo concebir que yo le haya fallado a mi Señor de manera tan triste y
decepcionante.
Siempre en el Seminario fui un joven muy recto y de profundo Amor a Dios y ahí en el
Seminario conocí el Movimiento de la Renovación Cristiana (Carismática3), y me
encantaba orar de esa manera; pero, cuando me ordené sacerdote, llegué a un mundo
muy distinto del que yo imaginaba. Los sacerdotes se burlaban de una manera
exagerada e hiriente de este Movimiento y yo, cobardemente lo oculté, porque tuve
miedo a la crítica, a la burla y a la carrilla. Así que yo me enfrié y no oraba más así.
A los ocho días de ordenado, me nombraron Ecónomo del Seminario y, posteriormente,
Rector. Así que me volví burócrata y negociante y, poco a poco, me fui olvidando de mi
identidad de sacerdote. La pobreza para mí era un insulto y me ufanaba de tener dinero,
joyas y carros. Me vestía como modelo y hacía muchas cosas que no debería hacer un
sacerdote. Aunque quiero aclarar que estas muchas cosas no son los grandes pecados,
aunque sí algunos; pero, más que nada, actitudes y formas de ser. Para mí la Iglesia se
convirtió en sistema y, así, yo no oraba, aunque siempre el Señor me ha favorecido con el
don de la predicación. Probablemente, porque se realizaba lo que dice San Pablo:
"Llevamos este tesoro en vasijas de barro". Así que yo para sostener el Seminario, me
metí a realizar empresas en las que en algunas triunfé y en otras fracasé.
Mi meta era hermosear el Seminario, construir capilla, bardas, muebles, etc., etc.; pero me
quedé sin Jesús a pesar de tenerle todos los días entre mis manos; lo repartía, pero me
quedaba sin Él. Olvidaba al Dueño del trabajo por el trabajo. Así pasó el tiempo y en este
tiempo yo tenía una gran soledad. Me refugié en muchas cosas: carros, viajes, ropa,
amigos que estuvieron muy lejos de ser Amigos; pero ningún refugio suplió la presencia de
Jesús.
Creo que la Misericordia de Jesús me rescató del abismo en el que, poco a poco, iba
cayendo. Fue en esta etapa cuando me sucedió la experiencia triste y dolorosa de gran
difamación y mentira; pero creo que el Señor la permitió para que yo volviera a Él y,
aunque estoy seguro que Él no me mandó esta situación, también estoy seguro que
Dios escribe derecho en renglones torcidos y, también, puedo decir como el Apóstol:
"Bendita calumnia que me llevó a Dios."

3
Nota de la transcriptora
33
El Niño de la Manzana
En una ocasión que pasaba por el mercado, una mujer, doña
Nieves, que siempre vendía comida: tamales, zacahuil, una
comida huasteca, me paró y me dijo:
—Padre, quiero darle un regalo, pero quiero que usted lo
escoja, ¿tiene tiempo de ir a mi casa?
Le dije:
—Sí, cómo no, vamos.
Nos fuimos en mi camioneta y por las orillas de la ciudad
llegamos a su casita muy humilde y muy pobre. Me metió a un
cuarto y en la pared tenía colgadas como unas cinco imágenes
del Niño Dios.
—Escoja una–, me dijo.
Todas eran baratas, pero entre todos había uno muy bello, aunque era de yeso.
Le dije:
—Éste, doña Nieves.
Me llevé mi Niño, que ha sido mi compañero por más de 10 años. Me acostumbré a
tenerlo siempre en mi cuarto y a platicar con Él, a ponerlo en el día en mi cama y en la noche en
un sofá. Desde ese día siempre lo pongo en el Nacimiento del templo en donde esté.
Era un día 27 de mayo de 1995, día de mi cumpleaños. Era mi primer cumpleaños en
mi parroquia. Mi hermano Rosalino me llevó una canasta de frutas y entre ellas unas
apetitosas manzanas rojas. Cuando ya por la tarde se fueron todos y se terminó el
festejo, yo me senté en mi cuarto y tomé una manzana del canasto; cuando estaba a
punto de morderla sentí que alguien me miraba, volteé hacia el lugar y sentí que era la
imagen del Niño Jesús. Sonreí y le dije:
—¿Quieres manzana?
Tomé una canastita que tenía por ahí de adorno, puse la manzana adentro y se la
colgué en el brazo, y me comí otra. Me olvidé del hecho y pasaron los días e, incluso,
los meses y yo creo que en todo ese tiempo no advertí la presencia de la imagen del
Niño Dios y que tenía colgado en mi cabecera.
Un día que llegué cansado me le quedé viendo y observé que tenía la manzana igual.
Me admiré y así la observé por espacio de todo el año y la manzana no se pudría.
El día primero del año tomé otra manzana y se la puse, y la otra, la del año anterior,
pasados los primeros días del año, se empezó a secar. Así han pasado los años y cada
año le pongo una manzana. Y ya va para cinco años este fenómeno o milagro. Nunca
una fruta dura tanto ni aún en el refrigerador. Son pocos los que conocen este hecho.
Yo a mi Niño lo tengo en mi cuarto. Sé que con este signo Jesús me dice que está junto a
mí y, que, aunque yo falle, Él siempre está ahí, contemplándome con su candidez de niño,
con su sonrisa tierna, con su frescura Divina. De esa bella imagen tengo muchas cosas
que contar; pero considero que no debo de hacerlo, porque son regalos que a mi Jesús
me da y no todos tienen capacidad de entender ni tampoco deben todos deben ver lo que
no se les concede ver por las cerrazón del corazón, porque para entender las cosas del
cielo no se debe de meter el cuestionamiento, sino tan solo la aceptación, porque a Dios
no se cuestiona ni se interroga, sino tan sólo se asume ¡y ya!
34
Miércoles Santo de 1999
Ya tenía tiempo que en mi comunidad se corría la voz de que los enfermos se curaban.
Yo no quería saber de ello; sin embargo, sentía la necesidad de hacer una Misa fuerte
para los enfermos. Era algo que desde dentro me lo gritaba. Anuncié que el Miércoles
Santo, como culminación de un Encuentro de Evangelización, celebraría una Eucaristía
para ungir y orar por los enfermos, y les recalqué mucho: Dejen que sólo vengan los
enfermos. Se corrió la voz como pólvora y vinieron de todas las rancherías cercanas
pertenecientes a esta parroquia y pueblos vecinos.
El templo se llenó al máximo. Después de la Comunión hice la oración por los enfermos
y a la hora de la imposición de manos yo no quise bajar a imponerles las manos.
Estaba medio molesto, porque habían venido tantos y yo no quería que dijeran que se
curaban en mis Eucaristías. Le dije a los hermanos de Monterrey que habían venido a
misionar: Impongan las manos ustedes. Bajaron y comenzó la oración.
A todos los enfermos de enfrente les tocó quién les orara. Sólo se quedó sola una
mujer paralítica, conocida del pueblo, creo que tenía como15 años en una silla de
ruedas. Se llama Marcelina. Ella me miraba con insistencia y yo le desviaba la mirada.
Casi ella me obligó con la mirada suplicante a que me parara y orara por ella. Cuando
impuse mis manos sobre ella, sentí nuevamente esa fuerza extraña, como toques
eléctricos, que salían por mis manos. Pregunté a la enferma:
—¿Tú crees que Jesús te puede parar de esta silla?
Ella me contestó:
—Si usted me lo ordena, sí.
—¿Y dónde está Jesús? –le pregunté.
Ella contestó con firmeza:
—En usted, porque es su sacerdote.
Aquello me admiró y volví a interrogarla:
—Entonces, ¿tú crees que, si yo te lo ordeno en el Nombre de Jesús, te paras?
Y me dijo un tanto desesperada:
—Pues, ordéneme.
Yo, arrebatado ya del Espíritu de Dios, le dije:
—Párate en el Nombre de la Sangre de Jesús.
La mujer se fue desengarroñando y se fue parando lentamente. El pueblo comenzó a
aplaudir, a arrodillarse. Yo proseguí:
—Dame la mano y camina por el poder de las Llagas de Jesucristo, el Mesías.
Caminó, atravesó todo el templo entre gritos y aplausos. Ahí mismo estaba otro
paralítico y fui y lo saqué de su lugar y lo llevé hasta el altar, caminando.
Fueron tantas las sanaciones que desde ese día ya no tuve duda y desde ese día el
Señor me comenzó a llevar a ciudades, estados, pueblos, estadios, palenques, plazas
de toros y otros países pregonando la Gloria del Señor. Enseñando este poder de
Jesús vivo y resucitado en medio de su pueblo.

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Y así seguiré hasta el final de mis días, orando por los enfermos y expulsando los
demonios.
Así seguiré, viajando de un lugar a otro hasta el día en que el Señor me llame en mi
último viaje hacia la Vida Eterna.
HAZ LA PRUEBA Y VERÁS ¡QUÉ BUENO ES EL SEÑOR!

36
37
ÍNDICE
Cámbiame a mí, Señor, V
Dedicatoria del Autor, 7
CAPÍTULO PRIMERO
Jueves de Corpus Christi, mi nacimiento, 8
La Lluvia, 10
Llegó mi Primera Crisis, 11
Mi Primera Comunión: 26 de Julio, Día de la Señora Santa Ana, Patrona de mi Pueblo, 12
Y los Ángeles Cantan, 13
Día de las Madre, 14
CAPÍTULO SEGUNDO
Los Besos en el Muro, 15
Las Verrugas en la Cara, 15
El Cáncer de Gregorio, 16
Prótesis en la Mejilla Derecha, 17
Adiós, Mamá, 18
Mi Ordenación Sacerdotal – La Lluvia, 20
CAPÍTULO TERCERO
La Resurrección – Mi Primer Bautismo, 21
LA CONFESIÓN DE PAPÁ – "PARA ESO TENGO EL MÍO", 22
El Fruto de la Oración a Largo Plazo, 22
El Viejito de Dios, 24
El Ciego de Jericó, 26
Asesino, Malhechor y Pervertido, 27
CAPÍTULO CUARTO
Santo Niño de Atocha, 29
Viendo, no ven, 30
Una Visita Inesperada, 31
El Cura, 32
Con las Alas Rotas, 33
El Niño de la Manzana, 33
Miércoles Santo de 1999, 34

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39
40
41
42

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