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SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN

Y PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL

Protector de la Virginidad de María

Una alegría nos llega dentro de Cuaresma: José, el Esposo de María, el Padre
adoptivo del Hijo de Dios, viene a consolarnos con su querida presencia.

El Hijo de Dios, al descender a la tierra para tomar la humanidad, necesitaba


una Madre; esta Madre no podía ser otra que la más pura de las vírgenes; la
maternidad divina no debía alterar en nada su incomparable virginidad. Hasta
tanto que el Hijo de María fuera reconocido por Hijo de Dios, el honor de su
Madre requería un protector: un hombre, pues, debía ser llamado a la gloria
de ser el Esposo de María. Este fué José el más casto de todos los hombres.

Padre Adoptivo de Jesús

Y no sólo consiste su gloria., en haber sido escogido para proteger a la Madre


del Verbo encarnado, sino también fue llamado a ejercer una paternidad
adoptiva sobre el Hijo de Dios. Los judíos llamaban a Jesús hijo de José. En el
templo, en presencia de los doctores a quienes el divino Niño acababa de
llenar de admiración por la sabiduría de sus preguntas y respuestas, dirigía así
María la palabra a su Hijo: “Tu Padre y yo doloridos te buscábamos”; y el
Santo Evangelio añade que Jesús estaba sujeto tanto a José como a María.

Grandeza de San José

¿Quién podrá concebir y expresar dignamente los sentimientos que llenaron el


corazón de este hombre, que el Evangelio nos pinta con una sola palabra,
llamándole hombre justo? Veamos los sentimientos del Corazón de San José:

*Un afecto conyugal, que tenía por objeto la más santa y la más perfecta de las
criaturas de Dios;
*el anuncio celestial, hecho por el ángel, que le reveló que su esposa lleva en
su seno el fruto de salvación, y lo asocia, como testigo único en la tierra, a la
obra divina de la encarnación;

*las alegrías de Belén, cuando asistió al nacimiento del Niño, cuando custodió
a la Virgen Madre y escucho los cantos angélicos, cuando vio llegar ante el
recién nacido a los pastores, y poco después a los Magos;

*las inquietudes que vienen en seguida a interrumpir tanta dicha, cuando, en


medio de la noche, tiene que huir a Egipto con el Niño y la Madre;

*los rigores de este destierro, la pobreza, desnudez a que fueron expuestos el


Dios escondido, del cual era protector, y la Esposa virginal, cuya dignidad
comprendía cada vez mejor;

*la vuelta a Nazaret, la vida humilde y laboriosa que llevó en aquella aldea,
donde tantas veces sus tiernos ojos contemplaron al Creador del mundo,
llevando con él un trabajo humilde;

*y, en fin, las delicias de esta existencia sin igual, en la casa que embellecía la
presencia de la Reina de los ángeles, y santificaba la majestad del Hijo eterno
de Dios;

*ambos a una dieron a José el honor de presidir aquella familia, que agrupaba
con lazos más queridos al Verbo encarnado, Sabiduría del Padre y a la Virgen,
que es la incomparable obra maestra del poder y santidad de Dios.

El Primer José

No, nunca hombre alguno, en este mundo podrá penetrar todas las grandezas
de José. Para comprenderlas, se necesita abrazar toda la extensión del misterio
con el que su misión en la tierra está unida, como un instrumento necesario.
No nos extraña, pues, que este Padre nutricio del Hijo de Dios, haya sido
figurado en la Antigua Alianza, bajo las facciones de un Patriarca del pueblo
escogido. San Bernardo ha expresado magníficamente esta idea: “El primer
José, dice, vendido por sus hermanos, y, en esto, figuraba a Cristo, fue llevado
a Egipto; el segundo, huyendo de la envidia de Herodes, llevó a Cristo a
Egipto. El primer José, guardando la fidelidad a su señor, respetó a su amada;
el segundo, no menos casto, fué guardián de su Señora, de la Madre de su
Señor, y el testigo de su virginidad. Al primero le fue dado el cómo prender
los secretos revelados por los sueños; el segundo recibió la confidencia del
mismo cielo. El primero conservó las cosechas de trigo, no para él, sino para
el pueblo; al segundo se le confirió el cuidado del Pan vivo que descendió del
cielo, para él y para el mundo entero.”

Muerte de San José

Una vida tan llena de maravillas, no podía acabar de otro modo que por una
muerte digna de ella. El momento llega cuando Jesús debía salir de la
oscuridad de Nazaret y manifestarse al mundo. En adelante sus obras darían
testimonio de su origen celestial; el ministerio de José estaba, pues, cumplido.
Le había llegado la hora de partir de este mundo, para ir a esperar, en el
descanso del seno de Abrahán, el día en que la puerta de los cielos se abriese a
los justos. Junto a su lecho de muerte velaba el dueño de la vida; su último
suspiro fue recibido por la más pura de las vírgenes, su Esposa. En medio de
los suyos y asistido por ellos, José se durmió en un sueño de paz. Ahora el
Esposo de María, el Padre adoptivo de Jesús, reina en el cielo con una gloria,
inferior, sin duda, a la de María, pero adornada de prerrogativas a las cuales
nadie puede ser admitido.

Protector de la Iglesia

Desde allí derrama una protección poderosa sobre los que le invocan.
Escuchad la palabra inspirada de la Iglesia en la Liturgia: “Oh, José, honor de
los habitantes del cielo, esperanza de nuestra vida terrena y sostén de este
mundo'”. ¡Qué poder en un hombre! Es más, busquen también un hombre que
haya tenido tratos tan íntimos con el Hijo de Dios, como José. Jesús se dignó
someterse a él en la tierra; en el cielo tiene la dicha de glorificar a aquel del
que quiso depender, a quien confió su infancia junto con el honor de su
Madre.

Así, pues, no tiene límites el poder de San José; y la santa Iglesia nos invita
hoy a recurrir con absoluta confianza a este Protector omnipotente. En medio
de las terribles agitaciones de las que el mundo es víctima, invóquenle los
fieles con fe y serán socorridos. En todas las necesidades del alma y del
cuerpo, en todas las pruebas y en todas las crisis, tanto en el orden temporal
como en el espiritual, que el cristiano puede encontrar en el camino, tiene una
ayuda en San José, y su confianza no será defraudada. El rey de Egipto, el
faraón, decía a sus pueblos hambrientos: “Id a José”; el Rey del cielo nos hace
la misma invitación; y el fiel custodio de María tiene ante El mayores créditos
que tuvo el hijo de Jacob, intendente de los graneros de Menfis, ante el
Faraón. La revelación de este nuevo refugio, preparado para estos últimos
tiempos, fué comunicado hace tiempo según el modo ordinario de proceder de
Dios, a las almas privilegiadas a las cuales era confiada como germen
precioso; como sucedió con la fiesta del Santísimo Sacramento, con la del
Sagrado Corazón y con otras varias. En el siglo XVI, Santa Teresa de Jesús,
cuyos escritos estaban llamados a extenderse por el mundo entero, recibió en
un grado extraordinario las comunicaciones divinas a este respecto y dejó
impresos sus sentimientos y sus deseos en su Autobiografía.

Santa Teresa y San José

He aquí cómo se expresa Santa Teresa: “Tomé por abogado y señor al


glorioso San José y me encomendé mucho a él. Vi claro que así de cualquier
necesidad, como de otras mayores de honra y pérdida de alma, este padre y
señor mío me sacó con más bien que yo le sabía pedir. No me acuerdo, hasta
ahora, haberle suplicado cosa, que la haya dejado de hacer. Es cosa que
espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este
bienaventurado Santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como
de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una
necesidad; a este glorioso Santo tengo experiencia que socorre en todas, y que
quiere el Señor darnos a entender que así como le fué sujeto en la tierra, y
que como tenía nombre de padre le podía mandar, así en el cielo hace cuanto
le pide. Esto han visto otras muchas personas, a quien yo decía se
encomendasen a él, también por experiencia; y aún hay muchas personas que
le son devotas y de nuevo han experimentando esta verdad'”.

Fiestas de San José

Pío IX para responder a los numerosos deseos y a la devoción del pueblo


cristiano, el 10 de septiembre de 1847, extendió a toda la Iglesia la fiesta del
Patrocinio de San José, que estaba concedida a la Orden del Carmen y a
algunas iglesias particulares. Más tarde Pío X la elevó a la categoría de las
mayores solemnidades dotándola de una octava.

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