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POESÍA DE PASO DE ENRIQUE LIHN, UN LIBRO MEMORABLE DE AMÉRICA

Luis Manuel Pérez Boitel

En mi memoria, Nathalie, y en la tuya, allí nos


desencontraremos para siempre
― el amor no perdona a los que juegan con él ―
como si de pronto el espejo te devolviera mi imagen;
trataré de pensar que habrás envejecido.

Enrique Lihn

Como si nos entrecruzáramos por un boulevard de imágenes, queda el

poeta que ha decidido ver partir a la amada, el cielo agujerea toda soledad y hasta

el cansino aire se aferra a los comienzos, al acto de creación. El poeta que refiero

había evidenciado todo presagio, en lontananza, con su hidalguía y un raro camino

como horizonte probable, como único sendero. Quizás, en esas privilegiadas luces

Enrique Lihn nos ofrece Poesía de paso, texto con el que se había adjudicado,

merecidamente, el Premio Internacional Casa de las Américas en la convocatoria

de 1966.

La llave de todo misterio está en reconocer esas páginas, dadas un tanto al

olvido o perdidas simplemente entre los estantes de una biblioteca pública. Sin

embargo, aquí el verso no descansa. La vida que circula en estas páginas da

muestra de lo finisecular del magisterio, del escriba que ha perdido toda visión

contemplativa del mundo para asumir un mundo cargado de una filosofía mayor,

para decirlo hedónicamente.

Signar un mensaje definitorio en el agujero que hace ante el relente de los

versos de Enrique la palabra misma (su profunda metaforización), nos advierte de

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un sentido muy cerca de las meditaciones de Borges en torno a su Alehp, que aquí

no es más que un raro nombre de mujer, pudiera incluso ratificar que no es otro

que un raro tiempo.

Pero el tiempo éste tiene un afianzamiento en el de raíz platónica, nacida

con la doctrina trinitaria de Ireneo, formalizada por San Agustín en sus escritos.

Por ello, el poeta sobrepasa todos los estandartes de la voz para asumir una

personal palabra, desafiando a los que se avecinan, y es precisamente de ese

modo que logra evocarnos su infancia y la materia de la ciudad que arremete

contra ese discurso coloquial que asume el sujeto lírico, en algunos textos.

La materia de la ciudad, refiero, pues el poeta puede dar una idea del

cansancio o del paso de los años como un hombre común que tiene miedo, pero

ama, que desconoce el paradero final pero asume filosóficamente el hecho de que

existe un final, y es precisamente esa materia de contemplación y búsqueda, o de

dibujar el acontecer para lastrar los hechos del acontecer, la llave que posee el

creador para sumergirnos en su magro pero también inigualable reino.

Quien repase las páginas del poemario (aunque fuera mejor tener la suerte

de leer una antología de este gran poeta de América que se publicara en Cuba),

vaticinará lo que bien detalla Valéry en sus Notas sobre poesía, en tanto lo que

aparece más nítidamente en la obra de un maestro es la voluntad, la posición

elegida, no la fluctuación entre diversos modos de ejecución, ni tampoco la

incertidumbre del fin. Un fin que en la obra parecería contrapuesto al ideal poético

del momento, pero es en definitiva un raro enigma que nos advierte que el poeta ya

había comenzado a bregar con su paso por el alto magisterio de la creación.

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La voluntad es precisamente ese ideal constante que se ofrece ante el paso

de Nathalie (como mujer ideal) por la vida de un hombre, el paso de la ciudad

(como país por descubrir) como consecuencia o destino manifiesto de que el amor

hará maravillas; obsérvese en los versos de Poesía de paso, publicado por Casa

de las Américas de Cuba: “El amor no perdona a los que juegan con él. No /

tenemos perdón del amor, Nathalie / a pesar de tu tono razonable / y este último

zumbido de la ironía, atrapada en / sí misma, / como una cigarra por los niños”.

Para dejarnos una sentencia que existe mucho más allá, a nivel de subtexto, y que

el creador chileno nos hilvana como una única canción o sentencia, cada una

formando puerta o antesala de la otra o quizá, parte inseparable para decirlo

metamorfoseadamente, así nos augura un mensaje del que no nos permite otro

modo para reconocerlo que no sea el insistente bregar como postales inequívocas

del hombre que va diciendo su verdad y se va adueñando de ella. Obsérvense los

versos: “Este poema es todo lo que podía esperarse / después de semejante

trabajo, Natalie” (p. 76). Ese cansancio que se respira, es ya conocido –supongo-

de antemano por el poeta y le complace compartir ese instante para presagiar la

voz del que sueña bajo esas transfiguraciones.

Monumental se hace la obra que comienza con un ritmo tenue, pero que

ahonda en el hombre como el camino que conduce su utopía. En esos amores

aparentes la vida y el tiempo son lo entrañable, el punto inicial y el juicio que

atesora las 121 páginas del libro como visiones que se suceden justamente como

en una película donde las personas no necesariamente tienen que hablar. La

elegancia del discurso nos impresiona y, lo circunstancial se hace memorable en la

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medida que el creador supone que ha erigido una Torre de Babel como promesa o

verdad de su ángel de la guarda, de su realidad o ensueño.

Dudar incluso de alguna inclusión por la política, resultaría letal para el

hombre, diría hombre de América, conocedor inmenso y preocupado

constantemente de estas cuestiones. Supongo que el impacto del tema que

ofrecen los versos del poeta den una impronta circunstancial, tan de moda por la

década del 60 en nuestro continente, pero el libro es capaz de asumir esas

extrañezas y aferrarse a un estadio donde la sátira forma parte del escenario,

incluso cuando titula el último texto: “Monólogo del poeta con su muerte”.

La ironía es lo que presupone un nuevo encuentro, como si no bastara al

poeta la contemplación de los cisnes o adentrarse a la ciudad aparente. Nathalie,

quizá despedida por el ensueño del hombre que va mucho más allá del amor (de la

mujer ideal) nos encierra en ese círculo, donde la búsqueda es parte de la noche y

de los días que suceden.

Poesía de paso, ojalá pueda subir a otras catedrales y reconocerse por la

valía de su discurso, las visitaciones frente a la Bella Época, amén de que los

críticos literarios (siempre envilecidos por lo perentorio o inmediato del oficio) no

vuelvan a esa ciudad que el poeta advierte. Ojalá pueda el lector reconocer

mientras tanto, el aliento y la ceremonia que oficia el chileno Enrique Lihn en este

libro sagrado para el que comenta y admira esta obra como maravilla de América,

o como dignidad por un bardo ya memorable.

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