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CAPITULO VI
Reuniré aquí algunos ejemplos diversos de lo que, me parece, podría considerarse el carácter
nacional, y que van desde el detalle cómico hasta lo resueltamente heroico.
Ah, y antes que nacía, mi excelente amigo el conductor de taxi.
No me refiero a mi denodado acompañante de aquella noche de pesadilla –el que conducía
refuerzos a un malón–, sino al otro, a aquel a quien encargué mi cabeza. Hacía unos cuatro o
cinco días de mi primer encuentro con él cuando lo topé, por casualidad, en la calle Huérfanos.
A pesar de que miró hacia donde yo estaba, no me había visto, pues continuó su camino, vuelto
ahora hacia el otro lado. Buscaba clientes.
Una luz roja lo detuvo en la esquina de Ahumada, y en un instante logré darle alcance.
–¡Hola, amigo 1 ! –lo saludé.
–Buenos días, señorita –repuso él, con voz opaca.
No tardé en enterarme del motivo de su desánimo: no le había sido posible aún obtenerme la
cabeza.
–Es tan difícil –se quejó, al preguntarle yo por ella.
Mientras subía al auto traté de tranquilizarlo. –En realidad, usted me advirtió que no sería fácil –
le dije.
Meneó la cabeza.
–Es que a uno le gusta cumplir.
–Comprendo, comprendo.
¡Este hombre que iba a hacerme un favor –y un favor complicadísimo, y hasta expuesto para él–,
se excusaba por no haberlo cumplido con mayor rapidez! Eso es lo que cautiva en los chilenos:
que se desviven por demostrar su exquisita cortesía latina, aun en una ciudad alejada en
centenares y centenares de millas de la civilización, y rodeada por la permanente, ahogadora
amenaza indígena, la de las fieras, la sangre...
Mientras me llevaba a mi destino, plegado rigurosamente a la cola de los babiecas, por la calle
Santa Mandinga, mi amigo conversaba de nuevo sobre la situación política del país.
–Andan mal las cosas, señorita. Dicen que va a venir una plaga de huelgas en cuanto se sepa
quién va a ser el nuevo Presidente de la República.
–No veo –objeté– qué sentido van a tener esas huelgas.
–¿Por qué'
–¿Huelgas –pregunté a mi vez– en medio de una revolución? ¡Hombre! Es como si usted
estuviera en un pantano, con el agua al cuello, y se preocupa por la posibilidad de que lo picase
un mosquito.
Es evidente que mi ejemplo le hizo impresión. Se puso muy serio, asintió y murmuró:
–De veras.
1
En castellano en el original (N. de los TT.).
2
En castellano en el original (N. de los TT.) .
Novios (N. del P.)
3
Santiago del Nuevo Extremo (N. del P.)
1. Languidece la charla. La señora Fulana lanza un quejido y dice: "¿Nadie sabe de una
empleada?". La pregunta, al parecer, tiene un mero valor retórico, porque las estadísticas
de los últimos años no señalan respuestas afirmativas.
2. Las asistentes contestan a coro: "¡Ay, ya quisiera una para mí! Estoy sola desde..." (Aquí
la parte variable, que contiene la fecha).
3. Alternándose, cada cual emite sus cuitas. Es sorprendente cómo, hablando casi todas a la
vez, logran:
a. conservar el hilo de que dicen, y
b. entender lo que dicen las demás. Nota importante: Nunca, por ningún motivo,
puede una señora que se respete afirmar que está contenta con su empleada.
Respecto a esto último, me tocó observar la experiencia de una de ellas que –por quizá qué
distracción– cayó en el desliz. Dijo algo así como:
–Yo tengo una niña muy decentita, trabajadora, limpia, servicial. Estoy feliz con ella.
Automáticamente se produjo un silencio de hielo. Se lo habría podido tocar.
Las miradas se volvieron a ella, cual dardos. Su aislamiento era también perceptible. Quiso
tartamudear una excusa, explicar, inventar tal vez algún defecto a su empleada... Inútil. Su gaffe
¡Qué hechos horribles se perpetraban en este país! "Cachetón", "Cachetón", repetía yo entre
dientes, y rogaba a Dios elite jamás se me fuese a escapar esa palabra fatídica, mortal. En cierto
sentido era deplorable haberla aprendido; pero aún peor sería ignorarla y estar expuesta, en
cualquier momento, a tener un lapsus línguae y ser cosida a puñaladas.
De pronto, mis ojos se fijaron en un título de letras rojas, que decía:
Era indudable que la información se refería a mí. Me tomaban por loca. ¡Qué habrían dicho, de
conocer el macabro origen de mi "locura"!
Pero volvamos a reunirnos con nuestro simpático Catete, a quien encontré de nuevo esa tarde, a
la entrada del hotel.
Esta vez me esperaba, pue s en cuanto me vio se dirigió a mí. Le noté un gesto avinagrado, que
me extrañó, pues ya lo consideraba corno un buen y leal amigo.
–¡Hola, señor Catete! –lo saludé.
–¿Por qué me sacó la foto? –farfulló, sin ningún preámbulo.
Sonreí.
–Deseaba conservar un recuerdo suyo.
Me miró como dudando, pero poco a poco se suavizó la expresión de su rostro. Me creía.
–No me gustan esas cosas –comentó, sin embargo.
–Vaya, no sea tan modesto.
Pensó un instante. Luego:
–¿Sabe? –me anunció–. Mañana sin falta le voy a entregar su cabeza.
–¿De veras? –exclamé.
–Sí, en la tarde. Pero...
–Pero, ¿qué?
–Va a tener que darme la foto.
–¿Qué foto?
–Esa que me tornó, con el auto.
–Oh, de mil amores.
5
Estos títulos son auténticos, y han sido cotejados con diarios de la época (N. de los TT.).