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¿Cuánto tiempo le llevó a Cortázar escribir Rayuela?

En un sentido, podría responderse


que más de un cuarto de siglo.

Cuando apareció la que sería su novela emblemática, en junio de 1963, iba a cumplir 49
años y ya había publicado siete libros. Uno era de poemas, el inaugural Presencia, en 1938;
otro era una reescritura y reinterpretación del mito que reúne a Teseo, Ariadna y el
Minotauro en las cinco escenas de Los reyes.

Los restantes y posteriores cinco libros eran narrativos; cuatro de relatos más –
“Continuidad de los parques”– o menos –“El perseguidor”– breves: Bestiario, Final del
juego, Las armas secretas e Historias de cronopios y de famas; y una novela de más de
cuatrocientas páginas: Los premios. Todos publicados entre 1951 y 1962.

A ese conjunto pueden añadirse tres libros más, sensatamente postergados por Cortázar
para su edición póstuma; los cuentos de La otra orilla, ejercicios preliminares en el
tratamiento del doble y del vampirismo; y las novelas Divertimento y El examen, que
tienen el interés de tantear temas, teorías, sistemas de personajes y procedimientos formales
que, como pasados en limpio, reaparecerían en libros futuros; o, en el caso de la segunda,
sumar un eslabón más a la cadena de textos que ofrecieron visiones pesadillescas del
peronismo clásico.

Debe entenderse, entonces, que para 1963 Cortázar era un escritor experimentado, cuya
obra sólo había dado con un reducido horizonte de lectores, compuesto por críticos, otros
escritores y jóvenes estudiantes dispersos en las aulas de la carrera de Letras.

Hacia una contranovela

Una evidencia de la estrechez de ese horizonte es que, hasta 1964, ninguno de esos libros
necesitó una reedición. En los depósitos de la editorial Sudamericana y los sótanos de
algunas librerías porteñas, los ejemplares se apilaban, numerosos y amarillentos, a la espera
de un milagro editorial.

“Hay que imaginar lo que era recibir una novela como Rayuela (...). Hoy sería imposible
imaginar que alguien apenas conocido como Cortázar, que había publicado tres libros de
cuentos y tenía prestigio en un círculo muy restringido, pudiera publicar una novela de
setecientas páginas si no fuera que el editor era alguien que tenía la idea de lo que debe ser
un editor”.

De manera que, según Ricardo Piglia, no fue un milagro lo que salvó aquellos ejemplares
de su polvorienta desintegración, sino la audacia inteligente, sensible al clima de época, de
Francisco Porrúa, el editor que decidió sacar a la luz los 3.000 ejemplares de 635 páginas
de la edición original de Rayuela y quien, además, escribió la contratapa de esa imprevista
novela ofreciéndola en venta con el rótulo de “contranovela”.
Los relatos en torno al hiperbólico éxito de Rayuela acaso deban bastante a la nostalgia y
hagan caso omiso a su improbabilidad. La emergencia de una moda en base a prendas,
maneras, frases y ceremonias que replicaban los de la Maga. La aparición generalizada de
ejemplares de la novela en las bolsas que las amas de casa llevaban al mercado para hacer
sus compras. La adopción de conductas que permitían dividir a los lectores –y al mundo
entero– entre los que se hacían “cómplices” del libro y la gente que “necesita papel rayado
para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo del dentífrico”.

Más seguro, menos divertido pero igual de sorprendente, es que al año siguiente de la
publicación de Rayuela comenzaron a reeditarse, por primera vez, casi todos los libros
anteriores. Según datos que Porrúa confió a Angel Rama, entre 1964 y 1970 Bestiario
necesitó una nueva edición cada año, con tiradas que comenzaron con 3.000 ejemplares y
llegaron a 23.000 en 1969; lo mismo ocurrió con Las armas secretas y Los premios.
También en 1964 apareció la primera edición argentina de Final del juego, que añadía
nueve cuentos a la edición original, publicada en México. Para 1966, se lanzaron 28.000
ejemplares para la primera edición de Todos los fuegos el fuego. Desde entonces, las
ediciones de todos esos libros, sumadas las de Rayuela, no han cesado de multiplicarse a
través de distintas editoriales y diferentes canales de venta. Podemos imaginar lo que
ocurrirá apenas en unos meses, cuando en agosto de 2014 se celebre el nacimiento de
Cortázar.

Hace ya tiempo, Piglia observó que en la literatura argentina “no todos alcanzan el éxito
que obtuvo Cortázar con Rayuela: sólo Puig y Borges lograron después al mismo tiempo la
consagración crítica y la aceptación del mercado”, hecho que, sin embargo, para Piglia
tendría su contracara dramática, ya que “ese lugar desplazado y negativo (...) del escritor
enfrentado con la realidad se ve trastornado, obviamente, por el éxito. Podría pensarse que
el mayor drama de Cortázar fue el éxito que siguió a la publicación de Rayuela ”.

Tablero de dirección

Con la “Nota” epilogal que cierra Los premios, Cortázar se reservó un espacio para hacer
constar su sospecha de que esa novela –la inmediatamente anterior a Rayuela–
desconcertaría “a aquellos lectores que apoyan a sus escritores preferidos, entendiendo por
apoyo el deseo y casi la orden de que sigan por el mismo camino y no se salgan con un
domingo siete”.

La sospecha de Cortázar, algo arrogante, no era infundada, y el plural de “lectores” quedó


restringido, como cuando se lo aplica a los jugadores de un partido de rugby se sabe que los
que entrarán a la cancha a correr, tacklear y empujarse no serán nunca más de treinta.

En ese plural –al que Cortázar no recurrirá en el “Tablero de Dirección” de Rayuela –, Los
premios tuvo la fortuna de encontrar algunos sagaces lectores como Rama, por ejemplo,
que entendieron que la novela era “un fracaso rico de posibilidades”, “un relato vertiginoso,
siempre vivaz e imprevisto, con una dosis de sorpresa intelectual, humor y sensibilidad
nada comunes en la literatura argentina”.
Aunque Cortázar había entremezclado “lo importante con la minucia innecesaria y
detallista, tomada de la realidad más cotidiana y gastada”, consiguiendo “un falso aire de
cosa vivida” que abría “un camino a la comunicación con el mayor público posible”, de
todos modos no había que engañarse.

Los premios era “el libro más intelectual y aristocratizante” que hasta entonces había
escrito Cortázar, y “el más esteticista también”.

¿Qué hacía falta para llegar a Rayuela? Conservar el programa narrativo en su radicalidad,
reactualizar procedimientos formales que habían utilizado las vanguardias históricas del
siglo XX, y encontrar una idea que actuara como cifra del conjunto. Por eso, la siguiente
novela pudo haberse llamado “Mandala”, “Almanaque” o “Disculibro”; pero se llamó
Rayuela .

En la página 44 del cuaderno de anotaciones que llevó durante la escritura de Rayuela –


conocido más tarde como el Cuaderno de Bitácora– Cortázar escribió: “De ningún modo
admitir que esto pueda llamarse una novela”. Como se advierte, desde su concepción
Rayuela fue un texto programático, acaso excesivamente programático, definido por su
negatividad: lo que no debía ser.

El famoso “Tablero de Dirección” era declarativo al respecto: “A su manera este libro es


muchos libros, pero sobre todo es dos libros”. Debe concederse, sin embargo, que más de
una seña irónica indica que se trata de un único libro, cuyo orden de lectura, a manera de
índice extravagante, aparece en el “Tablero”, ya que el otro libro posible, “el que se deja
leer de la forma corriente”, termina cuando el lector, al pie del capítulo 56, encuentra “tres
vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin”. Es notorio que, tanto el uso del
diminutivo como del adjetivo que lo acompaña, tienen por función disuadir la lectura “en la
forma corriente” y recomendar al lector ser “cómplice” del verdadero programa de la
novela.

Igual que algunas obras emblemáticas de las vanguardias –el urinario de Duchamp, 4’ 33’’
de Cage–, la forma de Rayuela sólo puede ser única en la historia de la literatura; o
repetirse, de un modo simpático y degradado, en libros infantiles como los de la serie
“Elige tu propia aventura”. O extremarse dejando la forma al criterio de un accidente
azaroso, como en Cuando ya no importe, última novela de Juan Carlos Onetti, donde las
páginas que el narrador lleva escritas de pronto caen al suelo, se desparraman, se
entremezclan y dan la definitiva forma al relato.

Deudora de las vanguardias, Rayuela es una novela programática. Apabullaría reunir citas
que den cuenta de ese programa; ya el primer personaje que aparece con nombre propio –
precisamente Morelli y no Oliveira ni la Maga– da pie a una breve historia cuya conclusión
es que “quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que
tenía la forma de un tornillo (...). ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre?”

Acaso convenga revisar el programa a través de la elección de dos textos ajenos que, por su
función de epígrafes, rápidamente caen al olvido durante la lectura. Según parece, Cortázar
los añadió a último momento, en la versión definitiva destinada a la imprenta, ya que no
hay referencia a ellos en el “Cuaderno”, y tampoco en el borrador casi definitivo que se
conoce como “Manuscrito de Austin”, que se conserva en la universidad de Texas.

El primero de los epígrafes corresponde a una traducción de fines del siglo XVIII, realizada
por un clérigo anónimo que pasó del toscano al español el Espíritu de la Biblia y Moral
Universal, didáctica “colección de máximas, consejos y preceptos” que aspiraba a “ser
particularmente útil a la juventud” y “contribuir a la reforma de las costumbres en general”.

La cita, cuya elección es claramente irónica, resulta, sin embargo, la mejor condensación
del programa de Rayuela , sea por la voluntad de acabar con la “Gran Costumbre”, sea por
su vocación didáctica, instructiva; o porque encuentra sus destinatarios primordiales en los
jóvenes, quienes, en efecto, desde hace medio siglo, hacen renacer la novela y le aseguran
una perduración que no alcanza ninguna otra novela de la literatura argentina.

El segundo epígrafe, no menos estrambótico, pertenece a Lo que me gustaría ser a mí si


no fuera lo que soy, publicado en 1947, y resulta un homenaje a César Bruto –seudónimo
de Carlos Warnes, 1905-1984–, prolífico autor satírico, de enorme éxito en publicaciones
periódicas como Cascabel, Rico Tipo, Vea y Lea, Clarín, Tía Vicenta y, por una década,
guionista de Tato Bores.

Es un texto para siempre desopilante, ácido, donde la transgresión a las normas


gramaticales es acompañada de una crítica mirada sobre la sociedad de los años 40 –“los
pobres seres humanos que no pueden comprarse ropa con lo cara questá, ni pueden
calentarse por la falta del querosén, la falta del carbón, la falta de lenia y también la falta de
plata”– y una burla a cualquier función edificante para la literatura –“¡Y ojalá que lo que
estoy escribiendo le sirbalguno para que mire bien su comportamiento y que no
searrepienta cuando es tarde y ya todo se haya ido al corno por culpa suya!”

Beatriz Sarlo propuso que Rayuela era una “suma y divulgación de lo acumulado por las
vanguardias”, reconociendo ese linaje en el juvenilismo, la aspiración de antagonismo y el
carácter cosmopolita de la novela.

En efecto, la novela está afiliada con los movimientos de vanguardia, pero sería más
preciso entenderla como la realización de una vanguardia moderada; es por esa razón que,
al momento de su aparición, dividió menos al público –como lo señalan los índices de venta
y su rápida popularidad–, que a los críticos, cuyos juicios no fueron unánimes.

Juan Carlos Ghiano, en La Nación, puso en duda la efectiva novedad de la antinovela:


“Imposible que un lector de 1963 se sorprenda con las disquisiciones sobre temas diversos
(la novela es un género voraz, siempre insatisfecho), o se moleste con pasajes de gratuidad
sexual, o pida ‘hechos importantes’ al relato, pero es posible que el lector se sienta harto de
tanto alarde en el vacío y busque alguna forma de confianza en el hombre...” Por los
mismos días, apareció en Primera Plana una reseña sin firma de juicios oscilantes, advertida
de la novedad formal del libro, pero algo desorientada respecto del alcance de esa misma
novedad. “Es artificioso y veraz al mismo tiempo, sofisticado y sincero a la vez. Con
irresistible coquetería muestra al lector todos sus trucos, le permite seguir la confección de
la novela, le entrega los materiales en bruto; así y todo transmite un firme sentido de
unidad, una prepotente voluntad de forma. Los defectos son muchos, la habilidad es todavía
más grande” (sic).

Al revés de Ghiano, que lamenta el pasaje de Cortázar del cuento a la novela, quien reseña
en el semanario lo celebra: “Retenido en el culto del cuento fantástico por una moda
exhausta, Julio Cortázar necesitó diez años para conocerse a sí mismo como novelista. Lo
hizo con Los premios, en 1961. Atrás quedaban media docena de libros cuya insistente
sutileza no disimulaba la parvedad de su inspiración”. Y, para asir mejor la novedad, le
impone una genealogía no errónea, aunque sí incompleta: “Para hallar un comportamiento
semejante al de Cortázar es preciso remontarse al Adán Buenosayres de Marechal o el
ciclo novelístico de Arlt (...). Que tales son sus modelos, además, es patente en cada página.
No hay disimulo, sino más bien exhibicionismo”.

Menos conocida es la reseña que Eduardo Gudiño Kieffer publicó en el diario El Litoral de
Santa Fe, que ofrece una interesante descripción de las reacciones que tempranamente
provocó la novela: “Es natural que una novela como Rayuela , múltiple, polifacética,
difícil, renovadora, haya despertado protestas y reacciones. Es natural que algunos la
rechacen. Dije al comienzo que se trataba de un libro exigente (...). Por eso no hay que
sorprenderse de que alguien lo encuentre enmarañado, artificioso y fatigante en su
totalidad. Como no hay que sorprenderse tampoco de que haya despertado una ola de
adhesión y admiración en buena parte del público, compuesta en su mayoría por gente
joven y preocupada, por auténticos iniciados en una literatura distinta, nueva, un poco
lúdica y un mucho trascendente.” De manera muy general, los relatos breves tienen por
principio compositivo la sustracción. El narrador de cuentos está siempre atento a no añadir
elementos prescindibles para la trama de su relato; sabe que un adjetivo innecesario puede
afectar la densidad semántica de un sustantivo; que el desvío hacia una anécdota lateral
puede dañar el efecto del conjunto; que un nuevo personaje puede ablandar la tensión que
pacientemente venía construyendo.

La novela, en cambio, por adición; sea de tiempos, lugares, descripciones, diálogos,


episodios, temas, narradores, puntos de vista. En este sentido, Rayuela es el
aprovechamiento extremo de condiciones que están en el género desde sus orígenes.

Tempranas lecturas de la novela, nostálgicas del Cortázar cuentista, entendían que lo más
valioso en ella eran aquellos capítulos que funcionaban cerrados “como cuentos”: el
episodio con Madame Trépat, el del tablón, la carta de la Maga a Rocamadour, el encuentro
de Oliveira con la clocharde ; mientras que “todo lo que en ella es preconcepto, declarado
intento de innovar, teoría novelística o aplicación inmediata de esta teoría, sobra, no es
literatura: se aparta automáticamente de lo válido del libro”.

Hay una pregunta –imposible de responder– que de todos modos alguien podría hacerse.
Esto es, si ciertas condiciones permitieron que Rayuela apareciera en el tiempo y el lugar
adecuados para la eufórica recepción del público; o si, por el contrario, la novela de
Cortázar no sólo creó a sus propios lectores –y los sigue creando medio siglo después– sino
que además enseñó a muchísimos de ellos a leer la novela moderna.
Como tantas veces ocurre con las obras concebidas para ser nuevas, acaso Rayuela
envejeciera rápidamente, indicando un camino sobre el que no había que seguir. Pero
también ocurre, como con esas otras obras, que Rayuela es nueva cada vez que un lector se
acerca a ella por primera vez.

Un lejano artículo del escritor y catedrático Jaime Concha –escrito para una “puesta en
guardia frente al ciego panegirismo” de la crítica sobre Rayuela – propone que, “detrás de
tanta pirueta vanguardista”, se impone en la novela “un tema sencillo y antiguo como el
tiempo y la literatura. Es la preocupación (...) por el inevitable acceso a la vejez, por la
enfermedad, por el sufrimiento y por la muerte misma”. De manera que “ Rayuela, si algo
tiene de certidumbres sustanciales, es un tenso rechazo a envejecer, un afán por guardar
celosamente el espejismo de la juventud”.

Oliveira afirma que “después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca,
mirando desesperadamente para atrás”. Tanto él como los demás miembros del Club de la
Serpiente han pasado los 40 años o se acercan a los 50; sin embargo, tienen ideas y
comportamientos más propios de gente muy joven, e incluso adolescente.

Tal vez por eso acaso sea suficiente recorrer durante el recreo algunos patios de colegios
secundarios para encontrar siempre un alumno o una alumna que –contra todas las
advertencias de sus docentes respecto de comenzar por Bestiario o Final del juego, y dejar
Rayuela “para más adelante”– se desentienda de lo que hablan sus compañeros –ya se
enterará más tarde, durante alguna de las clases–, elija un rincón apartado y comience a leer
“Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la
rue de la Huchette...

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