You are on page 1of 12

MODULO 1: ¿Qué es un niño?

La infancia en perspectiva

CLASE 1: El niño en la filosofía y la filosofía en el niño


Walter Omar Kohan*

El niño en la filosofía. O la niña, se entiende, claro. Aunque hay que decirlo: suena interesante, el niño
masculino y la filosofía femenina. Así es, al menos en castellano. No está mal. No sólo no luce mal el
encuentro sino que se muestra de muchas maneras. No parece difícil descubrir al niño en la filosofía. Está de
muchas maneras. La primera, jugando. En la niñez de cada filósofo. En la cronología más literal, en los
primeros años de la vida. Divirtiéndose. Sonriendo. Jugando. Sobre todo, jugando, en la vida de cada filósofo,
aun de aquellos que parecen nunca haber jugado o sonreído, tan seria es la imagen que a veces pasa la filosofía
de sí misma. En todo caso, es una falsa imagen. Los filósofos, como todos los seres humanos, juegan cuando
son niños. Como cualquier otro niño.
Pero el niño está en la filosofía de muchas otras maneras, también. Está como algo que los filósofos estudian,
piensan. Es verdad, muchos filósofos se ocupan de los niños. Al menos, desde Heráclito. Y de las niñas.
Muchas filósofas también se ocupan, de unos y de otras. Y de la infancia, que puede ser asociada con niños y
niñas, pero no necesariamente. Esto es, filósofas y filósofos se pueden ocupar de la infancia de los primeros
años de la vida, pero también de otras infancias. Entre los filósofos contemporáneos que se han ocupado de
otras infancias están, entre otros, G. Agamben, G. Deleuze, J.F. Lyotard, quienes se han ocupado de esas
infancias que no están asociadas al número de años que tiene una vida. Entonces, de niños, niñas y otras
infancias se ocupan filósofos y filósofas.
Con todo, niñas, niños y esas otras infancias entran en la filosofía de otras maneras. Se apropian de ella en
carne viva. Desde adentro. La practican. Experimentan la filosofía. Juegan con ella. Se divierten. Preguntan.
Piensan. Hacen lo que los filósofos hacen. Con su propio estilo, otro. Diferente. Juegan a ser filósofos y
filósofas. Son, a su manera, filósofos y filósofas, infantiles. No menos filósofos que los adultos. Están en otro
tiempo, no necesariamente el cronológico, sino en un tiempo aiónico, tal vez más próximos del tiempo de la
filosofía.
Voy a explicarme. El tiempo de la infancia no es cronológico. Lo dice Heráclito en el fragmento 52. El tiempo,
como aión, es un niño que juega. Agrega que el reino de aión es un reino infantil. Un niño reina en aión,
tiempo duración, de inmersión, no numérico como el tiempo de la adultez. El tiempo de la infancia es el
tiempo del juego, de la repetición, del pensamiento. Es el tiempo del arte y de la experiencia estética, de la
amistad y del amor.
El tiempo cronológico es el tiempo del reloj, del calendario, de la ciencia, de las instituciones, de la escuela, de
la universidad. Es el tiempo de las previsiones, los programas, los pronósticos. Allí mandan los adultos. Hacen
cuentas, anticipan, proyectan. Es el tiempo que permite viajar en los medios de transporte, ir a la luna, seguir
un tratamiento, tener un préstamo en un banco. Es el tiempo de la técnica y la tecnología.
La filosofía en las instituciones está enmarcada en ese tiempo cronológico. Así, decimos que hay dos horas de
filosofía por semana, que la filosofía se enseña en los últimos años de la enseñanza media o que la carrera de
filosofía dura cinco años. Con todo, el tiempo de la filosofía como experiencia, el tiempo del pensamiento
filosófico, el de la experiencia del pensar es un tiempo aiónico. Lo dice Sócrates a Fedro al inicio
del diálogo que lleva ese nombre: para pensar hace falta un tiempo libre de los límites y ataduras cronológicas.
No se puede pensar en serio cuando se tiene un tiempo limitado, cuando se dispone, por ejemplo, de 50
minutos para pensar. Pensar supone una inmersión en una dimensión temporal otra que la del reloj.

El tiempo de la infancia no es cronológico (…) El tiempo, como aión,


es un niño que juega (…) El tiempo cronológico es el tiempo del reloj,
del calendario, de la ciencia, de las instituciones, de la escuela de la
universidad (…) Allí mandan los adultos. En su análisis de la Tierra de
los Juguetes, la república infantil que el italiano Carlo Collodi imaginó
para Las Aventuras de Pinocho (1883), Giorgio Agamben sugiere que
una de sus características más importantes es, precisamente, la
parálisis y destrucción del calendario. En esa tierra utópica habitada
exclusivamente por niños que juegan, las vacaciones comienzan el
primero de enero y terminan el último día de diciembre. Para
Agamben, la dimensión política del juego y de la infancia descansa en
la posibilidad de hacernos experimentar temporalidades alternativas a
las del tiempo productivo de las sociedades modernas. La experiencia infantil del tiempo se asemeja, en este aspecto, a la práctica
de la filosofía. En la imagen una escena de las últimas adaptaciones cinematográficas del clásico de Collodi, Pinocho (2002),
dirigida y protagonizada por Roberto Benigni.

En este último sentido, también se suele restringir la infancia que practica la filosofía, la que se interna en ella
para vivirla, a un tiempo cronológico. Cuando se piensa en prácticas filosóficas en la infancia, se suele pensar
en niñas y niños en edad cronológica infantil. Pero esa es apenas una posibilidad. Sabemos que muchas niños y
niños no viven la infancia, casi siempre, sin siquiera decidirlo. Conocemos también muchos infantes de otras
edades. De modo que la práctica infantil de la filosofía no es necesariamente una cuestión de cronología sino
de modos diversos de experimentar la infancia y, a través de ella, la filosofía.
Cuando se invita a niñas y niños, o mejor, a infantes no necesariamente cronológicos, a la filosofía les suele
resultar muy fácil entrar en su experiencia de pensamiento. Se sienten en casa, como jugando. Se dejan llevar
por sus caminos, tejer en sus redes, seducir por sus preguntas. Sí, tal vez en ese punto se encuentran más
claramente la filosofía y la infancia, en las preguntas que constituyen el corazón de la primera y que la segunda
parece disfrutar tanto. Por eso puede decirse que la filosofía es casi un ejercicio de infancia, tanto como la
infancia una forma de filosofía. También por eso puede decirse que la filosofía no necesariamente va a la
escuela a educar a la infancia sino a que la escuela y quienes la habitan encuentren su infancia.

Filosofía para niños


Dada la proximidad entre filosofía e infancia, llama la atención que recién hacia el final de los años 60 un
filósofo norteamericano, Matthew Lipman, tuviera la idea de llevar formalmente la filosofía a la educación de
la infancia. En verdad, no sólo tuvo la idea sino que la llevó vigorosamente a la práctica. Creó el
programa filosofía para niños, en su Nueva Jersey natal, como un proyecto que, inicialmente, buscaba algo
bastante más modesto que en nuestros días: dotar a algunos adolescentes en edad escolar de herramientas para
que razonaran mejor. Eran los años de la contra cultura, de las revueltas estudiantiles –que Lipman no veía con
buenos ojos porque las consideraba “irracionales”-, de los Estados Unidos en la Luna, de la Guerra Fría, en los
que el enemigo era el comunismo.
Pasó casi medio siglo y el mundo cambió mucho. Por ejemplo, este texto, que en aquel entonces sería tipeado
en una máquina de escribir que hoy ya casi nadie usa, para ser impreso en papel después de algunos meses,
está siendo escrito en una pequeña computadora que no pesa más de un kg y será leído virtualmente dentro de
algunos días por lectores participantes de un curso... Los Estados Unidos están menos preocupados con el
comunismo que con el islamismo. La guerra ya no es fría, sino caliente y permanente. Hay más hambre en el
mundo, más destrucción, más crueldad. Sí, el mundo está más caliente, en muchos sentidos.
Filosofía para niños también. Ya no están Matthew Lipman ni Ann Sharp, quien casi desde el inicio se sumó al
proyecto de Lipman, en particular, para hacer de él un proyecto “global”, algo que no pasaba ni siquiera cerca
de los planes iniciales de su creador. Los dos han muerto el mismo año, en 2010. Aparecieron nuevas figuras,
claro. Y como todo movimiento, filosofía para niños fue generando reacciones de las más diversas, desde
dentro y desde fuera. Defensores y detractores. Ortodoxos y heterodoxos. Filosofía para niños y filosofía con
niños. Filosofía y filosofar. Niños, chicos, niñas, chicos. Prácticas filosóficas. América latina, Europa, África,
Oceanía, Asia, todo el mundo se ha interesado por el proyecto que se expandió por los cuatros costados del
planeta.

El descubrimiento de Ari Stóteles (Harry Stottlemeier's Discovery en el título original, 1974)


fue el primer libro que Matthew Lipman escribió para el lector infantil. La editorial
Novedades Educativas, responsable de su publicación en español, explica en su página web:
Ari es un personaje curioso y reflexivo, fascinado por el funcionamiento del lenguaje y el
pensamiento, lo que lo lleva a descubrir algunas de las reglas de la lógica aristotélica tal como
su nombre lo indica. Ari se embarca con su grupo de compañeros y sus docentes en una
investigación colectiva acerca de estas cuestiones y en la aplicación de estas reglas a
diferentes situaciones que se le presentan en su vida cotidiana. Así, en las discusiones que
sostiene este grupo de amigos se entrelaza el problema de los fines de la educación y la
escuela con el razonamiento inductivo; o la situación que plantea al grupo el hecho de que un
compañero no pueda ponerse de pie al izar la bandera por sus creencias religiosas con el
análisis de las falacias informales. 
 A lo largo de Ari desfilan personajes que ilustran
distintos modos de pensamiento y de abordaje de la indagación: Ari el reflexivo, Lisa la
intuitiva, Marcos el crítico, María la ingenua, así como distintos tipos de conflictos dentro y
fuera de la escuela. El descubrimiento de Ari Stoteles forma parte del currículum escolar en
escuelas argentinas como el Paideia.

Lipman y Sharp apostaron a un programa de novelas y manuales puesto en práctica en “comunidades de


investigación”, un paradigma nacido en particular del pragmatismo y el socio-constructivismo, pensado para
dotar a los niños de un contexto epistemológico, ético y estético en el que se pudieran formar como los
ciudadanos que la democracia necesita. En Estados Unidos la presencia de la filosofía en las escuelas y en la
formación docente es muy limitada, de modo que uno de los primeros problemas que enfrentaron Lipman y
Sharp fue el de la puesta en práctica y expansión del programa. Pensaron que sería necesario formar en la
metodología del programa a filósofos que ya tuvieran el conocimiento de la historia de la disciplina para que
éstos formasen los maestros que trabajarían en las escuelas con niños y niñas. Organizaron para ello cursos de
formación en los que se practicaba lo que se afirmaba en entrevistas, artículos y libros: se vivía la filosofía de
modo apasionado y encarnado. Las sesiones eran prácticas, con los materiales del programa, o teóricas, sobre
sus fundamentos. Al terminar esos seminarios, los participantes regresaban a sus países con las credenciales
para traducir y diseminar la filosofía para niños. Esos seminarios se repitieron, durante unos treinta años,
cuatro veces por año.
Así, el programa se fue expandiendo y tomando diversas formas. No había requisitos para participar de esos
seminarios. En algunos casos, eran académicos con un interés sólo teórico, en otros, practicantes en escuelas,
con sentidos educacionales muy diferentes. A veces el programa era traducido y aplicado de modo estricto, en
otros se tomaba sólo su inspiración, en otros se los aplicaba en otros contextos. El Institute for the
Advancemente of Philosophy for Children (IAPC, Instituto para el Desarrollo de la Filosofía para Niños) abrió
un programa de maestría y otro de doctorado. Apoyó experiencias en escuelas en diversos países, incluyendo,
claro, Estados Unidos. Con todo, la extremada presión financiera de la misma Universidad que le dio lugar,
la Montclair State University, hizo que, en años recientes, el Instituto debiera cancelar los programas de
maestría y doctorado, reducir al mínimo los cursos de formación, que actualmente se limita a una vez al año y
amenaza con forzarlo a cerrar sus puertas. Concomitantemente, otras propuestas fueron surgiendo
paralelamente y hoy el mundo de las prácticas filosóficas en la infancia es algo bastante complejo y diverso,
con fuerza variada en casi todos los continentes.
América Latina ha sido una de las primeras regiones en recibir el programa de Lipman. En los últimos veinte
años he tenido el privilegio de viajar bastante por nuestros países. Conocí la propuesta cuando terminaba 1992
y después de hacer los rituales de formación en Estados Unidos hice mi doctorado en la Universidad
Iberoamericana de México, en un programa internacional bajo la dirección de Matthew Lipman. Tuve incluso
el privilegio de ser su profesor asistente en Montclairdonde, gracias a su generosidad y estímulo, terminé de
redactar mi tesis. Desde entonces he participado de distintos proyectos de trabajo en particular en los países del
cono sur del continente, sobre todo, Chile, Argentina y Brasil, donde vivo desde 1997.

Además del las lecturas de los libros de Lipman en establecimientos escolares


latinoamericanos, un grupo de profesores argentinos se dio a la tarea de crear material
para niños menores de siete años y mayores de trece, franjas etarias que no habían sido
inicialmente las destinatarias de lectura de los libros de Lipman y que completan todo el
trayecto escolar. Como señala Gustavo Santiago, uno de los integrantes del grupo, la idea
era crear textos propios siguiendo las pautas generales del creador de Filosofía para
Niños, pero adaptadas al contexto latinoamericano. En 2002 se publica Filomeno y Sofía,
novela sugerida para chicos de cinco a siete años y en 2003 El libro de las tortugas, para
chicos de cuatro y cinco años. Escribe Vera Waksman en la introducción del primero de
estos libros: Filomeno y Sofía es la historia de dos amigos que buscan preguntar e indagar
acerca de aquello que les resulta problemático, curioso. ¿Cuál es la diferencia entre
imaginar y recordar? ¿Qué quiere decir 'portarse bien'? ¿Qué es la verdad? son sólo
algunas de las muchas preguntas que surgen durante la lectura. La historia de Filomeno y
Sofía tiene estrecha relación en su planteo y en su estilo con los materiales del Programa
de Filosofía para Niños de Matthew Lipman. Los chicos discuten en un contexto que el
lector puede reconocer como familiar y que opera como modelo del trabajo en el aula.
Pero el texto de Gustavo Santiago supera el marco del modelo y juega en el terreno
mismo de la historia de la filosofía. Sofía sueña con "Las tres transformaciones" de
Nietzsche; Filomeno cuenta la historia de Renato (Descartes), a quien no le gusta que le
mientan y que desconfía de sus sentidos; una amiga de Filomeno y Sofía narra la "alegoría de la caverna" platónica en clave de
fábula con hormigas, por mencionar algunos de los hitos de la filosofía occidental que aparecen en el relato. ¿Se trata de instruir a
los niños en la historia de la filosofía? No lo creo. Los chicos no necesitan saber que existen obras llamadas Así habló Zaratustra
y La república, porque la invitación es a jugar a la filosofía, a pensar en los problemas y discutirlos.

En nuestra región filosofía para niños genera las reacciones más diversas, desde un entusiasmo encendido, en
particular entre los docentes de escuelas de educación infantil, hasta cierta hostilidad en algunos espacios
académicos universitarios, en particular entre ciertos filósofos, pasando por una rara pero intensa indiferencia
en los mismos medios. En algunos países ha llegado a formar parte de las estrategias sugeridas por los
documentos oficiales que pautan el sistema formal de educación. En otros, es el nombre de prácticas de
resistencia en la llamada “educación no formal”. En otros, no se trabaja tanto en educación como en otros
campos. La variedad de alternativas es tan grande, que sería muy difícil abarcarlas aquí.
Inventamos o erramos
Por mi parte, considero que filosofía para niños ha generado un espacio a ser pensado a partir del suelo y el
tiempo en el que se instala. ¿Queremos hacer filosofía con niños y niñas? ¿Para qué? ¿Con qué sentido? Estas
preguntas tienen diversas dimensiones, entre ellas la propia dimensión filosófica. ¿Qué queremos decir cuando
afirmamos la reunión entre la filosofía y los niños? ¿Desde qué concepción filosófica lo hacemos? También
tiene otras dimensiones, por ejemplo, la educacional: ¿Qué significa educar a los niños a través de la filosofía?
¿Desde qué concepción del trabajo docente se lo hace? ¿Qué se entiende por enseñar y aprender? ¿Qué
caminos se siguen para la práctica en el aula y para la formación docente? También hay cuestiones políticas
significativas: ¿qué relación se afirma entre filosofía, educación y política? ¿Cómo se piensa la dimensión
política del trabajo con niños y maestros?
“Inventamos o erramos”. Tal vez una frase pueda sintetizar un sentido para pensar esas preguntas. Este
llamado es obra del venezolano Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar. Atraviesa sus escritos y su vida. Lo
hacemos nuestro. Antes de explicitar su despliegue, presentemos a este autor, tan nuestro, tan desconocido.
Simón Rodríguez no es un filósofo consagrado por la tradición canónica recreada, entre otros, por Lipman.
Pero su vida y su obra son muy inspiradoras para reunir la filosofía y la infancia.
Rodríguez vive una vida errante entre la última parte del siglo XVIII y la mitad del XIX. Cambia su nombre y
su profesión, más de una vez. Viaja por el mundo. Lee mucho en cada lugar. En diversos países abre escuelas,
siempre con sus propios métodos de enseñanza. No para nunca más de viajar, aunque no quiere llegar a ningún
lugar particular. Encuentra su vida en el estar de viaje. En 1823 retorna a América para realizar el proyecto
libertario que ha compartido con Bolívar. Construye varias escuelas, siempre pensando en el pueblo, los
dueños de esta tierra que son al mismo tiempo los desposeídos, los desclasados o ilegítimos en un orden
inaceptable. Rodríguez “fracasa” una y otra vez en sus intentos: choca con quienes defienden otros intereses.
Lo sabe desde el inicio, pero no deja de intentarlo. Prefiere arriesgar, osar. Se juega y se compromete siempre,
incluso cuando no están dadas las condiciones.
Bolívar lo nombra Director de Enseñanza Pública en la independiente Bolivia pero no se entiende con quiénes
debe trabajar. Para Rodríguez, educar es restituir. Los defensores del estado de cosas reaccionan
violentamente. A Rodríguez se lo tergiversa y declara un loco. Cada vez que se siente incomprendido, no
polemiza; se retira. Sus condiciones económicas empeoran paulatinamente y muere muy pobre con 84 años.
Viaja hasta morir. Escribe febrilmente sobre los más diversos asuntos y lucha para publicar sus escritos. Es un
filósofo-educador que defiende una educación popular, en la que los maestros ayuden a las personas más
excluidas a encontrar un lugar, su lugar. Piensa que de esa manera las escuelas cumplirían la función que les es
propia en una sociedad republicana. Es el primero en hablar de educación popular en América Latina y lo hace
desde un ideario propio, sin dogmas o plataformas preconcebidas. La educación popular es el pueblo en la
educación y no una educación para el pueblo.
Rodríguez distingue tres tipos de maestros: los que presumen saber, los que confunden con su saber y los que
ayudan a que todos sepan. De esa trilogía sólo interesan, a una educación republicana, los últimos. Esto es, no
interesan los maestros catedráticos (los que transmiten su saber); presumidos o confundidores. Interesan los
maestros de todos, los que se ponen al servicio de los que aprenden para que aprendan lo que necesitan para
vivir.
Es decir que para Rodríguez el maestro interesante no es el que transmite lo que sabe sino el que genera
voluntad de saber, el que inspira en los otros querer saber. Maestro es quien provoca en los otros un cambio en
su relación con el saber, el que los saca de su apatía, comodidad, ilusión, o impotencia haciéndoles sentir la
importancia de entender y entenderse como parte de un todo social. En última instancia, es el que hace nacer la
voluntad de saber para entender y transformar la vida propia y ajena. Esto es, el maestro en verdad es un
filósofo, en el sentido más vivo de la palabra, el de quien sólo sabe querer saber, para sí, y para los otros.
Rodríguez es un filósofo infantil. Lo es en diversos sentidos. Primero, porque tiene una concepción muy
afirmativa de la infancia cronológica. Por eso, escribe que de niños y niñas puede esperarse todo lo nuevo, por
eso considera la primera escuela, la educación de la primera infancia, la más importante de todas. Allí es
preciso que aprendan a pensar sintiendo pues ellos son de por sí pensantes, reflexivos, habladores, persuasivos,
convincentes. Dicen la verdad, como los locos. Los niños y niñas de Rodríguez tienen capacidad para pensar,
sensibilidad artística, compromiso con la verdad.

El mundo de Sofía (1991), novela best-seller del noruego Jostein


Gaarder, traducida a más de cincuenta idiomas, trata sobre una
niña de catorce años que recibe cartas de un filósofo anónimo por
medio de las cuales éste la introduce en el mundo de la filosofía. El
foco en la historia de la disciplina sea tal vez una de las mayores
diferencias entre esta novela y los libros de Santiago o los del
propio Lipman, más preocupados, como hemos señalado, con
presentar problemas filosóficos antes que nombres ilustres. El
mundo de Sofía fue adaptada a cine y televisión y hasta tuvo su
propio videojuego. En la imagen una escena de la versión
cinematográfica dirigida, en 1999, por el también noruego Erik
Gustavson.

Para don Simón, la infancia es también un tiempo de juegos y de ensayos, sin importar la edad. Él mismo,
adulto, aprendió inglés en una escuela pública en Jamaica y jugaba siempre con los niños que educaba. En ese
sentido, buscaba infantilizar la escuela y sus habitantes, niñas, niños y adultos. Pretendía llevar la infancia con
sus juegos a la escuela. Si la infancia es vida de ejercicios, ensayos y experiencias – y esto último no depende
de los años que se tienen, como lo muestra la propia vida de Simón Rodríguez –, así también son sus escuelas,
en las que se aprende a partir de la experiencia, de la práctica, de poner la mano y el cuerpo entero en las cosas
del mundo. Se aprende, por la experiencia, los oficios, las artes, los saberes, a pensar, a escribir, a leer. Se
forman en esas escuelas todos los niños y niñas de esta tierra, sin excepción, todos los que históricamente han
sido desposeídos de todo, en primer lugar de su tierra. Se forman para el mundo, para el trabajo, para la vida.
La escuela está asociada a la vida y la vida a la escuela. De hecho, vivir es aprender a vivir, ir aprendiendo, por
la vida, la propia vida.
También con su vida enseña Rodríguez y hace filosofía. Estamos habituados a considerar la historia de la
filosofía como un conjunto de ideas, doctrinas y posiciones teóricas sobre determinados asuntos o problemas.
Por eso, la filosofía hoy es considerada, de manera dominante, una actividad de lectura e interpretación de
textos. Si bien hay obras de S. Rodríguez de un indudable valor filosófico, como Luces y Virtudes
Sociales o Sociedades Americanas en 1828, una mirada más atenta muestra que hay mucho más que las obras
por detrás de este filósofo. No sólo de éste, claro, sino de los filósofos en general. Está también, entre otras
cosas, la vida de los filósofos, lo que significa vivir una vida que merezca llevar el calificativo de filosófica. En
forma de una pregunta expresada de varias maneras: ¿qué sería vivir una vida filosófica? ¿Por qué se vive de la
manera en que se vive y no de otra manera? ¿Qué problemas filosóficos podemos pensar a partir de la vida que
vivimos?
Este es uno de los problemas filosóficos de mayor significatividad en largos períodos de la historia de la
filosofía y que parece haber quedado opacado en la tradición contemporánea que privilegia la filosofía como
elucidación de textos, conceptos y sistemas filosóficos: cómo vivir una vida que valga la pena de ser vivida.
Pero no ha sido siempre de esa manera. Al contrario, las escuelas filosóficas de la antigüedad no sólo o no
siempre se caracterizan por sostener un corpus teórico o doctrinal bien definido sino por situar la vida propia
en una tradición de pensamiento y de vida que dé sentido y razón al estilo de vida afirmado. Esto es, en esas
escuelas se hace filosofía no sólo a través de la escritura sino también por medio de la propia vida.
Hay allí una larga tradición instaurada al menos desde Sócrates en la que la filosofía pasa por el modo de vida
que se lleva, en por qué se vive de una cierta manera y no de otra. En efecto, para Sócrates la filosofía no era
un conocimiento o una teoría sino un modo de vida, una práctica dialogada con otros para examinar y
encontrar sentido en la vida individual y social. La filosofía era una forma de vivir examinando la propia vida y
la de los otros.
Vale la pena notar que Bolívar llamaba a S. Rodríguez como el Sócrates de Caracas. Hay en efecto muchos
puntos en común entre ambos. En todo caso, en la vida y la obra de S. Rodríguez encontramos inspiración para
pensar y vivir la filosofía en su encuentro con la infancia, para recrear el mundo llamado “filosofía para niños”.
Retomemos ahora aquella alternativa. “Inventamos o erramos”. De un lado, la creación, la invención, el
pensamiento, la vida, la libertad; del otro, la reproducción, el error, la imitación, la opinión, el servilismo. Lo
primero, dice Rodríguez, es lo que necesitamos y no practicamos en las escuelas de América. Lo segundo es lo
que hemos hecho hasta ahora y se trata de transformar. La educación del pueblo, de los dueños de esta tierra, es
el camino para esa Transformación.
Estamos ante una alternativa filosófica, pedagógica, política. Es allí donde se juega lo que somos, y el proyecto
de lo que podemos ser, como personas y como colectivo. Se trata de “pensar, en lugar de imitar”. La proclama
se repite una y otra vez, con términos diversos y un sentido común, también cuando Rodríguez escribe sobre la
instrucción pública para América, que en su concepción debe ser original y no imitar servilmente los sistemas
educativos europeos o norteamericanos.
Rodríguez encuentra varias razones para alzar esta bandera en el campo educativo, para pensar que o educamos
inventando o educamos de forma errada. La primera es que ninguno de los Estados modernos ha hecho lo que
se debe hacer en América: educar a todo el pueblo de verdad, en el saber y el hacer, para una vida común por
venir, inaugural, inaudita. Lo que América necesita no se ha hecho en ningún otro lugar. No hay sistema
educacional a copiar. De allí su carácter de crítico radical, intransigente. No hay República que tenga las
escuelas que debe tener una república. Las escuelas funcionan casi igual de mal en Europa como en América.
América debe inventar sus instituciones.
Hay más razones para una educación inventiva. Es necesario inventar las escuelas porque imitar las
instituciones educativas del norte puede significar reproducir la estructura de sometimiento y exterminación
que viene imperando hace siglos en América. Por ejemplo, la lógica aprendida en las escuelas monárquicas. Se
aprenden allí habilidades sofisticadas de razonamiento como el silogismo aristotélico para concluir que hay
que hacer trabajar a palos al indio por no ser hombre. Del mismo modo, los silogismos y paralogismos que los
jóvenes aprenden como loros en los colegios de la Colonia se convierten en los sofismos que pasan por razones
de estado en los gabinetes ministeriales. El uso de esa lógica es inaceptable en América (y en cualquier otro
lugar) en la medida en que fundamenta una ética y una política ilógicas: sustenta lo contrario de lo que
deberían ser, en verdad, la ética y la política.

Filosofar en la infancia
Esto es lo que aprendemos de la vida y obra de S. Rodríguez al reunir la filosofía y la infancia: inventamos o
erramos. Si reproducimos métodos, concepciones filosóficas, pedagógicas y políticas al hacer filosofía con
niños, erramos. Es preciso inventar. Pensar no es simplemente dominar habilidades, técnicas, herramientas de
pensamiento. Pensar es ser sensible a una tierra y a su gente. Aprendemos a pensar cuando sentimos a la gente
y la tierra de América. No está la verdad de la filosofía con niños esperando para ser descubierta y aplicada.
Esa verdad precisa ser aquí inventada, como parte de una ética y de una política que hagan de las escuelas de
esta parte del mundo un lugar para que todos los que lo habitan puedan vivir como se debe vivir, un lugar
como no hay otro en la tierra. Y lo mismo para los otros espacios en donde la filosofía se practique. Esos
lugares que buscan inventar una verdad más justa, bella y alegre para la filosofía que se practica en este lado
del mundo. Con este impulso pensamos la reunión de la filosofía y la infancia entre nosotros.
Hay que inventarlo todo, entonces. O casi todo. Hay que inventar la escuela en primer lugar, que no recibe a
los que debería recibir. También la filosofía y una manera de situarla en posición infantil. Y la infancia, claro,
de la que sólo sabemos que está al inicio. Claro, no todos los inventos serán verdaderos, pero no hay verdad si
no inventamos. De modo que tenemos que inventar… y ahora ya no sé cómo seguir escribiendo porque si
continúo presentando mis inventos, podrían llegar a inhibir los inventos de los lectores de esta clase y si no los
presento el lector puede decirme que no tiene idea sobre para qué lado inventar. Voy a hacer lo siguiente,
entonces. Voy a presentar algo en relación con la invención de la filosofía simplemente a modo de inspiración.
Espero que sea sólo eso: una manera de inspirar otras invenciones.

La Alicia de Lewis Carroll es acaso la más entrañable niña-filósofa de la literatura


universal: reina del sentido del sinsentido, apasionada del pensamiento lógico y
fiel creyente de las leyes de causa y efecto. Preguntas existenciales sobre la
percepción de la realidad, la identidad, los mundos paralelos y los misterios de la
vida habitan las páginas de Alicia en el País de las Maravillas (1865). Alice
Liddell, siete años, fotografiada por Lewis Carroll en 1860.

Entonces, presentaré la idea de filosofía vigente en filosofía para niños, tal como fue concebida por Matthew
Lipman y después mostraré los porqués de una forma alternativa de concebirla. En el caso de filosofía para
niños, la concepción de filosofía es bastante precisa y compleja al mismo tiempo. Lipman usa el término
“filosofía” y se refiere, al menos, a cinco cosas distintas: a) una disciplina escolar; b) un modo de vida, una
praxis; c) un modelo de investigación; d) un pensar de orden superior (crítico, creativo y cuidadoso); e) una
forma de saber institucionalizada con 25 siglos de historia.
Para Lipman, la filosofía debe ser una disciplina del currículum escolar desde sus primeros niveles. Para ello,
precisa transformar su terminología hermética y ser dispuesta en una secuencia psicológico-cognitiva que
permita su apropiación por parte de los niños sin comprometer su integridad como saber disciplinar.
Precisamente, su programa ofrece esta “traducción”. Como tal, ofrece funciones que ninguna otra disciplina
podría ofrecer: permite un pensamiento de, en y a través de las otras disciplinas, que superaría la
fragmentación que domina el curriculum escolar y permitiría una comprensión unificada, rica, sinóptica,
comprensiva y completa del conocimiento humano. El rescate de la filosofía como modo de vida supone
también una crítica de inspiración deweyana a la filosofía académica. Sócrates, un ejemplo de praxis filosófica,
un modelo de vida que “cualquiera de nosotros puede imitar”. La filosofía para Lipman es una forma de
investigación autocrítica y auto-correctiva, cuyo propósito es alcanzar una comprensión más adecuada y un
saber más profundo que permita elaborar mejores juicios sobre la dimensión problemática de nuestra
experiencia en el mundo. Existen criterios específicos para medir una filosofía: en qué medida ella contribuye a
perfeccionar la propia investigación, tanto en la consideración de sus métodos como en su deliberación sobre
conceptos controversiales y fundamentos de la experiencia humana. Claro que, en última instancia, el criterio
para juzgar una investigación filosófica es, según Lipman, en qué medida contribuye a una sociedad mejor. La
filosofía es, según Lipman, una forma de pensar sobre el pensar. Practicada en la escuela, permite
problematizar e investigar ciertos conceptos que le son propios (como verdad, justicia, libertad, tiempo,
amistad) al mismo tiempo que desarrolla ciertas habilidades de pensamiento. De este modo, Lipman pretende
superar la dicotomía entre “conceptos” y “habilidades”, integrando ambos, pues considera que la adquisición
de habilidades (de razonamiento, de investigación y de traducción) y el desarrollo conceptual (ideas generales
retiradas de la historia de la filosofía) se refuerzan mutuamente. El desafío principal para que la filosofía llegue
a la escuela es, de acuerdo con Lipman, traducir su historia, las obras de los filósofos, a materiales que puedan
ser comprendidos por los niños.
En un trabajo ya publicado que indico al final de esta clase, discutí con cierto detalle esta concepción. Con base
en algunos trabajos de Foucault problematicé la relación establecida por Lipman con las ideas de disciplina e
institución escolar y a partir de la crítica de G. Deleuze a la imagen dogmática del pensamiento sugerí la
necesidad de recrear la filosofía que sustenta la filosofía para niños. Esta recreación podría seguir muchos
otros caminos y, en tanto un emprendimiento filosófico, se trata en verdad de una tarea infinita. Se trataría de
algo que cada maestro o maestra hace por sí al habitar el espacio de filosofía e infancia. En cierto modo, no hay
cómo hacer ese trabajo y seguir ese recorrido sin pensar la propia relación con la filosofía.
Expongo en lo que sigue algunas notas de un camino posible para la problematización de ese concepto de
filosofía, centrado en la concepción, hoy tan naturalizada, de la filosofía como un conjunto de habilidades o
herramientas del pensamiento. Podría aludir a un término más habitual a partir de las reformas educativas: el
de competencias. En este caso, serían equivalentes, ocuparían el mismo lugar. Lo hago más que nada para
ilustrar una posibilidad, para sugerir algo que cada lector recreará a su propia manera.
Considero que el pensar no es una habilidad sino un acontecimiento; no es una herramienta sino una
experiencia, no es una competencia sino una potencia. Como habilidad, herramienta o competencia, el pensar
se mecaniza, se repite, se vuelve técnico, repetición espejada de lo mismo. Cuando se concibe el pensar como
una habilidad o como un conjunto de habilidades cognitivas, como un grupo de herramientas de pensamiento,
como una competencia para estar mejor equipado en las sociedades contemporáneas, tal cual se afirma
en filosofía para niños, lejos de potencializar el aprendizaje del pensar, aprender a pensar puede volverse
imposible, en la medida en que se pre-configuran caminos que deberían ser la propia tarea del pensamiento,
que no podrían ya venir pensados y masticados cuando de lo que se trata es, justamente, de pensar.
Esto quiere decir que una cuestión significativa antes de proponerse “enseñar a pensar” (o ayudar a los otros a
aprender a pensar, o cualquier otra forma que se elija para esa tarea) exige pensar, antes, lo que significa
pensar, lo que se está propiciando como imagen o concepto del propio pensar que nos proponemos enseñar o
ayudar a aprender. Cuando lo que se enseña sigue la forma de una técnica es probable que quienes lo aprenden
lo tomen también de esa manera. Y el uso técnico del pensar, como nos ha enseñado S. Rodríguez, puede
traducirse en prácticas éticas o políticas que lejos de apoyar podemos querer contribuir a transformar. Una
técnica puede servir a muchas utilidades distintas, más allá de la intención con que es transmitida.
Conocedor de ese riesgo, en alguna medida Lipman ha intentado escapar a ese uso técnico del pensar
afirmando ciertos valores, éticos y políticos, que le darían finalidad y sentido. Así afirma que el valor de la
investigación filosófica en el aula es formar los ciudadanos críticos, creativos y cuidadosos que una
democracia necesita para ser realizada plenamente. Da también otros nombres para esos adjetivos: habla de
formar a los niños para que sean adultos responsables, solidarios, tolerantes. En fin, las palabras aquí podrían
ser las más nobles, las mejor intencionadas. Alguien podría incluso pensar que cambiando las palabras
resolvería el problema. Lipman incluso habla de un pensar de alto orden, al que llama también buen pensar,
que sería el más propio de una práctica filosófica a diferencia del pensar habitual o normal de la vida cotidiana.
Ese pensar estaría garantizado por la lógica del pensar, por la combinación de un pensar tridimensional, al
mismo tiempo crítico, creativo y cuidadoso.

En Kio y Agus (1982), otro de los libros de Matthew Lipman,


sugerido para niños de seis a nueve años, “dos chicos se conocen
mientras pasan sus vacaciones en el campo y se hacen amigos.
Allí tienen la oportunidad de acercarse a la naturaleza para
pensar y discutir su relación con ella. En este contexto, surgen
temas vinculados con la ecología, como la contaminación
ambiental y la extinción de especies, la relación entre los seres
humanos y los animales, la reflexión acerca de la importancia de
los elementos como el agua, el aire, la tierra y el fuego en el
conjunto de la naturaleza. A lo largo del relato, se abordan
asimismo otros problemas relativos a la percepción, la amistad,
las relaciones familiares.
 El vínculo entre algunos personajes
de la historia y una ballena constituye el eje conductor del relato” (Novedades Educativas).

Creo que de esa manera, el problema subsiste. Por un lado, nada asegura que la simple postulación de un buen
uso de la técnica va a llevar efectivamente a ese buen uso. Pero hay algo más serio. Cuando se moraliza el
pensar, cuando se concibe el pensar en términos de buen o mal pensar, cuando la lógica o la democracia son
fundamento o sentido de los valores asignados al pensamiento, cuando el sentido del pensar ya viene
“pensado”, ya no es tan fácil pensar porque el pensar comienza justamente cuando se problematiza el sentido
del pensar, cuando de lo que se trata es de poner en cuestión los sentidos usualmente otorgados a la pregunta
“¿para qué hacer filosofía? " o "¿para qué pensar juntos?", que serían casi la misma pregunta. La lógica, la
democracia, son para el pensar problemas, no fundamentos. Cuando cuestiones como la lógica y la democracia
se postulan como supuestos o sentidos, como lo que orientan al inicio o al final al pensamiento, lejos de
facilitar el pensar, pueden imposibilitarlo en su forma más afirmativa e interesante.
De modo que cuestiones como ¿qué es la filosofía? o ¿para qué la practicamos? y más específicamente, ¿cuál
es el sentido de reunir la filosofía y la infancia?, no pueden ser respondidas por otros que quienes la practican.
Por eso mismo no tiene demasiado sentido que en este texto me explaye sobre la manera en que yo las
respondería sino más bien he tratado de mostrar los inconvenientes de simplemente aceptar una forma
consagrada de hacerlo y también caminos posibles, interlocutores interesantes y ciertas condiciones que,
considero, dan fuerza al modo en que se encara esa insoslayable tarea de pensar lo que no puede pasar sin ser
pensado.
Para terminar, la infancia
Lo mismo podría decirse de la infancia y de la educación que están en juego cuando nos proponemos reunir la
filosofía y la infancia. De alguna forma, la importancia de problematizar la primera, la filosofía, ya apareció en
esta clase. Acabo incluso de afirmar la importancia de problematizar el pensamiento cuando se propone
“enseñar a pensar”. Pues lo mismo cabría del enseñar. Y del aprender. ¿Qué se considera en filosofía para
niños que significa enseñar (y aprender)? ¿Qué consideramos nosotros que significan? ¿Para qué enseñamos lo
que enseñamos? ¿Por qué enseñamos lo que enseñamos y de la manera que lo hacemos? ¿Qué pensamos que
significa aprender? ¿Por qué nos interesa que nuestros estudiantes aprendan lo que queremos que aprendan y
de la manera que esperamos?
¿Qué relación afirmamos entre enseñar y aprender? ¿Creemos que los estudiantes aprenden lo que enseñamos?
Si es así, no parece esta una relación demasiado interesante entre el aprender y el enseñar. Como afirma el
mismo Deleuze, no se aprende de alguien sino con alguien. No se aprende con quien se pone como modelo, de
quien exige la repetición de lo mismo, no al menos cuando de lo que se trata es de pensar. Así no aprenden los
estudiantes. En la escuela, nuestros estudiantes primero aprenden a saber identificar lo que queremos
enseñarles y a mostrarnos que aprendieron lo que queremos enseñarles, pero es muy difícil saber lo que hacen
con lo que dicen que aprenden, lo que de verdad aprenden. Lo más sensato parece ser pensar que no aprenden
lo que queremos enseñarles sino lo que quieren aprender a partir de lo que queremos enseñarles. Y eso es un
enigma. El enigma de la relación entre enseñar y aprender. O el enigma del aprender.

Los niños aprenden filosofía incluso en relatos que aparentemente nada


tienen que ver con ella. El increíble niño comelibros (2006), del notable
artista e ilustrador irlandés Oliver Jeffers, cuenta la historia de un niño que
adquiere el extraño hábito de comer libros. Cuantos más libros come, más
información alberga su cerebro. Pero su ilusión de convertirse en el niño
más listo del mundo se desvanece al darse cuenta que le resulta imposible
digerir todos los libros que traga. Al final de la historia, en lugar de comer
libros, con buen tino, decide leerlos. La trama del cuento recuerda
vagamente a la famosa crítica que Nietzsche hiciera a sus contemporáneos
en Sobre la utilidad y los prejuicios de la historia para la vida, cuando
compara la compulsión de acumular información y datos de algunos
historiadores con una serpiente que habiendo tragado mamíferos enteros
no puede luego moverse y tarda meses en digerir el alimento. El increíble
niño comelibros fue adaptada la teatro y también tuvo su versión animada
en you tube.

Al encarar el encuentro de la filosofía y la infancia en una instancia educativa, se trata de pensar estos y otros
interrogantes. Se trata de abrir la filosofía, la infancia, el enseñar, el aprender y algunas otras palabras que nos
interesen al pensar y al cuestionamiento. Cada pregunta inicia un camino para pensar. Cada pregunta nos
señala una posibilidad de abrir nuestro pensamiento a lo que todavía no hemos pensado. Cada pregunta nos
abre la fuerza del no saber, no en su carácter de ausencia sino de presencia, de fuerza afirmativa que nos
empuja a seguir pensando lo que pensábamos que ya no valía la pena pensar.
De esa manera, al iniciar ese trayecto de pensamiento, al lanzar nuestras preguntas, ya estamos, de alguna
manera, dentro de la filosofía, haciendo filosofía. Creo que a esta altura ya estamos juntos con los lectores de
esta clase. La infancia llega enseguida, en los niños y niñas con quien practicamos la filosofía, en sus
preguntas, en sus gestos, en su modo de recrear el camino del pensamiento como si fuera la primera vez que es
transitado, y también en la forma de la experiencia que esas preguntas nos hacen vivir, en la escritura y en la
lectura, en las invenciones que nos atrevamos a postular, y también en el modo no sabido que estemos
dispuestos a otorgar a nuestro trabajo de enseñar.
Así, el encuentro entre filosofía e infancia es un encuentro entre preguntas, entre inicios, entre formas no
sabidas de afirmar una manera de pensar y, con ella, una manera de vivir. Quién sabe, de esa forma, la infancia
nos ha entrado de otra manera, en el descubrimiento –o la invención– de un nuevo lugar para ocupar el espacio
de enseñantes, de un nuevo inicio para pensar lo que hacemos y lo que somos, para poner en cuestión por qué
lo hacemos de la manera que lo hacemos, por qué somos lo que somos y no de otra manera.
En otras palabras, la infancia nos ha entrado para permitirnos iniciar un nuevo camino en la forma en que
vivimos la tarea de enseñar. Nos hemos hecho infantes del enseñar. Enseñaremos infantilmente, filosofía, o
cualquier otra cosa. El caso es que ya no iremos a la escuela para formar a la infancia sino hechos unos infantes
que, en el encuentro con otros infantes, recrearán en cada pregunta, en cada pensamiento, en cada gesto
compartido, la tarea de poner en cuestión y encontrar sentido para vivir la vida que vivimos y para pensar qué
otras vidas podríamos estar viviendo.

Nota bibliográfica
Los textos de Simón Rodríguez están publicados en sus Obras completas, en dos volúmenes, en Caracas en
una edición realizada por la Presidencia de la República, 2001. Los principales aspectos sobre la concepción de
filosofía de Matthew Lipman pueden encontrarse en su libro La Filosofía en el Aula. Madrid: De la Torre,
1992. Por mi parte, la crítica que realicé de esa concepción está publicada en “Lipman y la Filosofía. Notas
para pensar un concepto”. En: MORIYÓN, Félix G. (org.) Matthew Lipman. Educación y Filosofía.
Madrid:Ediciones de la Torre, 2002, p. 49-69. Los apuntes sobre el pensar y el aprender de G. Deleuze pueden
encontrarse en sus libros Diferencia y repetición (Buenos Aires:Amorrortu, 2002) y Proust y los
signos (Barcelona: Anagrama, 1997).

You might also like