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LA EXPERIENCIA DE LA ARQUITECTURA

Ernesto N. Rogers

Dedico estos escritos a Banfi, Belgiojoso, Peressutti, mis amigos fraternos.


Trabajé con ellos desde la época de la Escuela y, luego, siempre colaboramos
juntos, de tal manera que ni siquiera sería capaz de distinguir mi aporte del
de ellos. Fue un intercambio y un continuo devenir juntos: y fue también un
mutuo enriquecimiento, una multiplicación de experiencias que, solos, no hu-
biéramos adquirido jamás.

Gian Luigi Banfi, porque creía en la justicia y en la libertad, fue ejecutado por
los nazis en Mauthausen, pero su nombre no se ha separado del nuestro y fir-
mamos todavía BBPR; es el símbolo de nuestras luchas, de un calvario con nu-
merosos tropiezos, de una esperanza en pugna con la esperanza. Nuestro amor
por la arquitectura no careció de pecados; por el contrario, caímos en muchos
de ellos, entre los cuales el más grave fue la presunción de creernos verdaderos
arquitectos.

[…]

A lo largo de la vida cambiamos en gran parte como cambian los árboles sus
hojas y sus flores, signo de las estaciones; pero el tronco, cuya corteza crece y
engrosa, continúa siendo el mismo. Sala de estar de la Casa Tugendhat publicada en la
revista Bauformen.

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No puedo pensar en mi pasado, en sus horas felices o tristes, en los momentos
luminosos o en los más oscuros y confusos, sino como una realidad que, en con-
junto, me pertenece y que se identifica con mi actual y todavía cambiante reali-
dad. Giangio, Lodo, Aurel y yo éramos cuatro muchachos cuando decidimos tra-
bajar juntos. El hombre está obligado a definir su propia identidad en relación
con el medio ambiente: si se halla en el bosque, se creerá en el deber de decidir
si será cazador o presa; si enfrentará las fuerzas circundantes o las aceptará. Los
jóvenes tienden a hacer una sola cosa del cerebro y el corazón, e incorporarse
al ciclo de la vida y admitir una dialéctica en la que se integren las energías
opuestas, el debe y el haber. Ni por un momento están dispuestos a aceptar la
representación de un resultado o el efecto de una causa que no sea la propia.

Instintivamente habíamos elegido los problemas abiertos, inexplorados, carga-


dos de simiente. Y nos enzarzábamos en polémicas acerca de la arquitectura
moderna, cuyo eco llegaba hasta nosotros de lejanas regiones. Noticias del
grupo 7, de los pocos italianos intrépidos que intentaban rutas nuevas, como
Pagano y Terragni, y aún de más allá de las fronteras, de los Maestros: Van de
Velde, Wright, Gropius, Le Corbusier, Mies van der Rohe; y de las revistas que
nos mostraban las obras sorprendentes de tantos y tantos arquitectos que iban
engrosando el generoso río del cual nacían nuestros arroyos.

[…]

Desde aquellos días hasta hoy, hemos considerado siempre que nuestra estética,
cualesquiera fueran los resultados artísticos de que hemos sido capaces, debía
fundar sus bases sobre la ética.

La belleza es verdad, es coherencia, es intransigencia.

Y así se produjo nuestra espontánea inserción en la corriente de la arquitec-


tura militante, que desde dos generaciones atrás existía ya como problema
fundamental.

Los profesores, los compañeros, representaban a la sociedad —que luego estaría


personificada por los clientes—, el polo opuesto del campo en el cual teníamos
que combatir.

[…]

Creo que una joven madre, cuando siente crecer a la criatura que lleva en su
vientre, debe experimentar algo semejante a lo que sucedía en nosotros, y, si me
pongo a pensar en la emoción que nos producía la revista Bauformen, con sus
reproducciones de la Casa Tugendhat de Mies van der Rohe, siento nuevamente
un nudo en la garganta y enrojecerse las mejillas como si estuviera evocando las
primeras emociones del amor. Claro, también hablábamos de muchachas: pero
terminábamos por llamarlas con el nombre de Arquitectura, la amada inaccesi-
ble, que se iba despojando de sus velos ante nuestro ardor. Y nos confiábamos
estos sentimientos hasta ya muy avanzada la noche, reunidos alrededor de la
mesa de ping-pong en la casa de Banfi, que fue durante muchos años nuestro
refugio secreto. Las flores se abren en el lento transcurrir de las estaciones y,
a causa de nuestra impaciencia, nos parecía entonces que el tiempo no pasaba
nunca; nadie será capaz de darnos nuevamente la alegría de aquella expectativa

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de acontecimientos milagrosos; mas no me siento todavía envejecido como para
no alimentar aún alguna esperanza de aquellas que cultivamos hace veinticinco
años.

Siento por los cuatro muchachos que éramos el mismo afecto y esa especie de
sentimiento de orgullo que suscitan en mí mis discípulos de hoy, cuando me
hablan de su porvenir y se muestran tan intrépidos, tan llenos de desparpajo.

Los distintos momentos históricos tampoco cambian la sustancia de los proble-


mas personales, ya que (precisamente porque cada uno se desarrolla a partir de
su núcleo inicial), ante las propias ilusiones, cada hombre es un Adán inconta-
minado al que no le sirve lo suficiente la experiencia ajena.

No me arrepiento, por cierto, de una cierta carga de utopismo que me impulsó


entonces y que aún me sostiene; preferiré siempre haberme equivocado por
creerme capaz de realizar cosas imposibles, que por haber permanecido escép-
tico frente a algo que hubiera podido obtener fácilmente. Naturalmente, la gran
cuestión consiste en afirmar el camino de la propia vida sobre un terreno sólido
para que los pasos no vacilen en lo abstracto; en cuanto a la meta, puede ser
real, aunque sea lejana, difícil de alcanzar y quizá hasta constantemente huidiza.

No tengo otra certeza en mi vida que la de haber creído siempre desespera-


damente que era posible intentar los ideales de la belleza sin renunciar a una
fundamental humanidad.

[…]

Nunca olvidé el gran apoyo que nos brindó la generosidad de los mayores, y,
ahora que a mi vez tengo más edad, siempre que encuentro o descubro un es-
tudiante apasionado trato de manifestarle mi comprensión —y de ayudarlo, si
puedo—, porque sé cuán sensible es la juventud al calor de la simpatía en la que
se plasma después toda la existencia, y hace que uno no se sienta ya más solo.

Sala de estar de la Casa Tugendhat transformada en un


gimnasio para niños, 1966.

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Entre las innumerables enseñanzas que aprendí de Gropius, una de las más
valiosas es que tenemos que ser capaces de incorporar al propio haber el mayor
número posible de experiencias ajenas.

[…]

Nuestro método consiste en tratar de atrapar la realidad más profunda y tradu-


cirla en actos poéticos: por eso toda tentativa de hacernos más explícitos para el
prójimo nos ayudaría a mejorar nuestra arquitectura.

[…]

No habrá sido la nuestra una generación perdida si ha logrado y sabido mante-


ner expeditos los horizontes; si no ha caído en la idolatría; si ha mantenido vivas
las múltiples problemáticas de la existencia; si ha incrementado el contacto con
los hombres (de buena voluntad). Y queda tanto por hacer aún, después de noso-
tros, que los jóvenes de hoy debieran tratar de continuar, sin plantearse ningún
balance previo. Más allá de nuestro horizonte, hay mucho silencio todavía que
despertar.

[…]

Cuando dibujo, cuando escribo, cuando enseño, me apoyo en la estructura de


este claro pensamiento de Gropius:

«Mi intención no es trasplantar, por así decir, un Estilo Moderno seco y privado
de su linfa… Por el contrario, intento sugerir un método de aproximación que
permita al individuo encarar cada problema de acuerdo con su tendencia pro-
pia. Quiero que un joven arquitecto esté en condiciones de seguir su camino
peculiar en cualquier circunstancia; deseo que cree libremente formas genuinas
valiéndose de los supuestos técnicos, económicos y sociales que las condicionan,
y no que aplique arbitrariamente una fórmula prendida a un terreno que podría
requerir una solución completamente distinta. No es un dogma prefabricado el
que pretendo enseñar, sino una actitud imparcial, independiente, elástica frente
a los problemas de nuestra generación».

Nada más estimulante para la conciencia de los jóvenes: para su legítimo deseo
de tener la libertad de juzgar y ser plenamente responsables de su acción.

La base de la igualdad, entre hombres libres, es la aceptación de la diversidad


(no se entienda que aceptamos la injusticia social).

Ser libres no es una condición que se posee por nacimiento: es un valor potencia
que, a través de los años, se conquista o se pierde para siempre. La estructura de
nuestras obras es imagen y semejanza de la estructura que hemos creado dentro
de nosotros.

[…]

¿Por qué no habría de conciliarse lo moderno con lo antiguo? Se equivocan


quienes quieren hacer tabla rasa con las cosas heredadas, porque opinan que
existe una fisura insalvable entre los diversos momentos del proceso histórico;

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y se equivocan quienes, por respeto hacia la falsa cultura (cultura sin vida),
crean murallas alrededor del pasado para que no sufra contactos impuros con
nosotros.

A aquellos jóvenes que ansían encontrar un lenguaje comunicativo y están, sin


embargo, y con razón, preocupados por lo que ocurre de arbitrario, inconsisten-
te y deshonesto, no sabría dar otra respuesta que ésta: es preciso seguir avanzan-
do por el camino emprendido, eliminar muchos errores, perfeccionar las pocas
conquistas realizadas y seguir luchando por alcanzar la medida humana. No hay
triunfo elevado sin numerosas caídas, pero el mito de Orfeo nos ha enseñado ya
que no es posible volver hacia atrás.

[…]

Cuando observo lo que sucede en el terreno político y en el de la arquitectura,


me asalta, empero, una terrible angustia: la de que el oficio del arquitecto, como
«el oficio de vivir», no sea más que un eterno, un inexorable recomenzar: un
oficio imposible.

Y aun si se persigue un método, quizá la única certeza se encuentre en la premi-


sa ética de una poética.

Certeza suficiente para que el oficio sea la pasión de todos los días.

No soy un filósofo, no soy un literato, soy un arquitecto que lee (incluso poesía) y escri-
be, pero que esencialmente proyecta y se verifica a través de sus realizaciones.

Prefacio a La experiencia de la arquitectura [1958], traducción de Horacio Crespo, Nueva Visión,


Buenos Aires, 1965.

Torre Velasca, BBPR, 1958.

Planta del Memorial en Mauthausen-Gusen I, BBPR,


Austria, 1967.

Memoria abandonada en un campo de hierba, el


proyecto —realizado por Belgiojoso, que aquí estuvo
internado un año— custodia el horno del crematorio.

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