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Emma Barrandéguy Habitaciones. Buenos Aires: Catálogos, 2002.

(Prosa novela)

 QUERIDO ALFREDO, TE CUENTO


 LAS BELLAS LETRAS
 FLORENCIA
 ALFREDO, TE CUENTO
 EL AMERICANO
 LA PROVINCIA
 FLORENCIA TIENE TRECE AÑOS
 ALFREDO, TE CUENTO
 ALFREDO, TE CUENTO EL DESENLACE
 FLORENCIA POR SEGUNDA VEZ
 TRABAJAR
 ALFREDO, TE CUENTO
 BUENOS AIRES TRES
 LA PROVINCIA
 EL AMERICANO
 ANGÉLICA
 ALFREDO, TE CUENTO
 MANIFESTACIONES
 MANIFESTACIONES
 EL AMERICANO HABLA
 FLORENCIA
 ANGÉLICA ME ESCRIBE
 FLORENCIA
 PAPEL QUE FLORENCIA DEJA EN SU CASA AL IRSE Y QUE ME ENTREGAN
LUEGO
 EL HECHO

QUERIDO ALFREDO, TE CUENTO

Estoy sola. Por eso, a pesar de que tengo puesta la pollera negra y era de esperar que me ensuciara
con el polvo, decidí arreglar el estante de arriba de la biblioteca, poniendo juntos todos los libros que
quería tener a mano. Es claro que quizá me criticarías que al lado de El juguete rabioso pusiera el
Baudelaire de Sartre y al lado de éste Siddharta y más allá el libro de Simmel sobre la moda. No hay
razones que guíen lo que hago. Pero lo importante es que di con la selección de poesía
estadounidense que me dedicaste y que sabía que por allí andaba.

Fue uno de los primeros libros que editaste y mientras permanecí casada lo tuve junto a tus
cartas, envuelto en papel de seda. Las cosas, en verdad, se miran poco como los cuadros de las
paredes -uno se acostumbra-, pero sé que allí está tu dedicatoria, tan elogiosa. Siempre me asombró
que pudieras decirme que "todo me lo debes a mí". ¿Cómo puede alguien deberme a mí todo lo que
ha sido? Es claro que en ese entonces éramos jóvenes y que vos estabas enamorado, pero de todos
modos no me veo capaz de haber arbitrado nunca el destino de nadie. Sin embargo, tus palabras me
enorgullecen. El sí, me digo, él sí me vio entonces como en realidad soy. Cuesta poco apoyarse en la
vanidad para seguir andando. Creerse que hay una realidad mejor, de la que participamos.

En honor a la verdad, siempre a tu lado me sentí segura, no intelectualmente segura, pues veía
a veces que no podía seguirte, que no estaba en pie de igualdad con vos, que ni había leído a Dylan
Thomas ni conocía las demoledoras menudencias que vos conocías de los literatos argentinos. Pero
me sentía segura y comía a tu lado en los restaurantes donde los mozos te conocían, sin que mi ropa
de salir de la oficina, ni mi cabeza trabajosamente arreglada los domingos, ni mis medias de caminar
me crearan el menor complejo. Ni a vos. Vos sabías bien lo que convenía comer, lo que era rico sin
pretensiones burguesas y el vino adecuado y el postre sensacional que gustaba a todas las mujeres. Y
aquella vez que te manchaste la corbata inglesa y te sentiste molesto hasta la furia cuando el mozo te
ofreció talco, no pude dejar de sentir una ternura infinita. Quizá lo comprendiste y sabías que ésas
eran las cosas que nos unían. Ni vos te oías decir: "Pero, querido...", ni yo tenía que decirlo pensando
en lo que me costaba elegir y comprar las corbatas de mi marido para que él, un día que tenía unas
copas de más, las arrancara todas de la puerta del ropero y se las regalara a mi primo.

Quiero decirte con esto que cuando estábamos juntos eludíamos obligaciones. Sin embargo, las
obligaciones nos hubieran absorbido cada vez más, y justificar el tiempo ya nos era difícil. Nuestros
encuentros resultaban espaciados y cada vez nos enquistábamos más en nuestro mundo propio, con
los controles que voluntariamente habíamos elegido. E íbamos adoptando, por separado, el ritmo
medido de charla que uno adopta con las personas que lo saben todo de uno, todo lo de cada día, por
lo menos. Mientras que nosotros, para ponernos al día en nuestras charlas, hacíamos esfuerzos que
nos cansaban. Había demasiado que aclarar, nada estaba sobreentendido y las referencias sobre las
personas tenían que acompañarse de breves explicaciones. "Estuve con José, en cuya casa vivo, a ver
esa película." O bien: "Es seguro, porque me lo dijo Carmen, que es la mujer de Juancho, el del
negocio de lanas". Y los paréntesis aclaratorios ocupaban la mitad del diálogo que no fuera sobre
temas impersonales.

De todos modos, cercados por la minucia diaria, prometíamos siempre vernos más y cada vez
nos veíamos menos, pero yo sabía que allí estabas, en tu estudio de la Diagonal, y que nadie, nadie
interpretaría tan bien como vos lo que yo quisiera expresar sobre cualquier cosa. Quiero creer, en
honor a la vieja dedicatoria, que lo mismo te pasaba a vos, ya que parecía complacerte almorzar
conmigo o ir alguna tarde al cine. Como eso ya no puede hacerse más, me parece deberte la fe que en
mí pusiste. ¿Qué era esa fe? Creer. Creer en mí, creer en vos. Esa fe tuya era una con la mía y por
eso puedo decirte, como me lo digo a mí muy despacio, que no se apoyaba en nada, pero que la sigo
teniendo con esa especie de ingenuidad que en el fondo me resta. Necesito decírtelo. Y puedo
hacerlo porque ya no he de verte y nada de tu retrato ha de variar en mí con el transcurso de los días
o los sucesos. Así, nada te hará cada vez más perecedero como debería ser irremediablemente, sino
cada vez más incorruptible. Aunque la imagen te parezca cursi, o periodística, es así como lo siento.

Que haya sido por mi causa que todo sucediera te habrá llenado de asombro aquel día, cuando
ya era demasiado tarde para retroceder, como siempre.

En fin, me habías idealizado y nuestras charlas no merodeaban nunca nuestras relaciones


personales sino de esa manera indirecta que servía, como digo, para llenar la conversación de
explicaciones entre paréntesis.

Siempre éramos discretos en lo que se refería a nuestras intimidades. Vos en tus cosas, yo en
las mías. Por eso quiero abandonar esa discreción y ponerte al tanto de muchas cosas que nacieron de
una dicotomía básica: intelecto y cuerpo. Con vos se trataba del intelecto.

Me parece mentira hablar de vos con naturalidad, pero es que a pesar de todo no puedo verte
de otra manera sino como el gran amigo, como el hombre que tanto me quiso al punto de pensar un
día que todo lo que es me lo debió a mí. Y aunque siga creyendo en mí, cuando no me miento a
sabiendas, necesito saber que vos creías, necesitaría saber que crees, más allá de todo lo que sucedió.

¿Dónde se originaron las cosas? No, no me estoy refiriendo a las cosas que fueron causa de
este relato, sino a mis cosas, a mi manera de ser. Siempre quise comprender por qué soy la que soy y
si algo tenía que ver en esto el clima, el medio social en que había ido desarrollándome.

Pertenezco a una familia fundida de la clase media, anterior a la expansión industrial del país.
El rastreo más lejano llega a un bisabuelo gallego mezclado en las guerras civiles. No me pidas más
bisabuelos.

Llamaré fundidas a un tipo de familias que por diversas causas se vinieron abajo: las grandes
crecientes o las grandes sequías, depreciación de vacas compradas caras, sistemas nuevos de
comercialización de galletitas o botas, jugadas de bolsa audaces, cambio de régimen político,
repercusiones de las crisis cíclicas del capitalismo, como dicen los marxistas. En ese entonces no
regía el sistema de créditos que permite el ascenso social y muchas otras cosas.

Los principios educativos de este tipo de familias fueron los mismos de toda la pequeña
burguesía, una serie de rasgos como éstos: colegios de monjas en los primeros grados y catecismo
dominical, normales y liceos con Sarmiento y proclamas de Napoleón en la batalla de Austerlitz,
Grosso y Malet, Biblioteca de la Nación y tomos de La Ilustración Artística, apariencias que no
engañaban a nadie y rechazo de cobradores todos los fines de mes. Liberalismo educacional y
comercial, con una tradición europea sin base y sin arraigo en otras capas. ¿Qué voy a decirte que sea
nuevo para vos? El fenómeno ya ha sido estudiado. ¿Lo llamaríamos crisis de las instituciones
liberales? Pero, ¿qué diablos tiene esto que ver conmigo?

Otros rasgos más particulares marcaban el transcurso de la infancia y de la adolescencia. Eran


deliciosos y pastorales: padres que pellizcaban a las muchachas de servicio, como siguen haciéndolo,
y primas mayores que coleccionaban poesías recortadas de los diarios, como ya no lo hacen. Salas
con fundas blancas y pianolas, espejos dorados a la hoja y columnas con jarrones. Las galerías tenían
cenefas de zinc y los patios se cerraban con balaustradas como algunas terrazas de Norah Borges.
Los tangos se filtraban a esos patios por la boca insolente de algunas de esas muchachas tan
apetecibles para nuestros padres. De todo aquello, solamente permanecen las estampillas con la cara
de San Martín y los billetes de lotería. Y el machismo, ese coraje absurdo, y el culto de la barra como
signo de una vida en la que las mujeres no eran nada.

¿Se trataba de un estilo de vida? La falsedad que descubríamos detrás de esas fachadas y la
inestabilidad financiera de la clase media nos hostigaba y nos rebelábamos rabiosamente. Ahora, el
recuerdo de esas cosas que detestábamos y de ese modo de vivir nos da, sin embargo, cierto orgullo
mellado, que vos también compartías. Desprecio y orgullo van de la mano. Nuestra rebelión era
entonces el jazz y el tango, que chocaban a los adultos. Por lo menos, esto era lo que creíamos.

Miremos más atrás todavía.

Si releo los papeles de comercio dejados por mis abuelos y aun las cartas de familia, en los
alrededores de 1860, observo que en ese comienzo de la organización nacional el intercambio de las
provincias con la Capital, y aun con el exterior, era intenso. Una variedad de trigo cultivada por mi
abuelo, en Entre Ríos, llegó a sacar premio en una de las primeras exposiciones rurales y a salir en
primera página en la sábana de cuatro hojas que era, por ese entonces, La Nación. Es claro que La
Nación era el órgano de los que "promovían" el trigo, según convenía que se plantara a la hábil
madre patria británica.

Los barcos unían Entre Ríos con la Capital y con el Rosario en un constante trueque. Libre
navegación de los ríos decían en la escuela. Las colonias, como llamaban los ganaderos tradicionales
a los campos cultivados por los gringos, eran extensas e importantes; el tránsito de la primera
trilladora por el pueblo de mi infancia era permitido con orden municipal y sellos. Chicos y grandes
aplaudían el ruido de esas ruedas sobre el empedrado.

Las niñas casaderas se movilizaban con sus crinolinas en los barcos que venían del Rosario y
de Buenos Aires a mi provincia, detrás de ricos estancieros o de extranjeros de lengua dura y brazos
fuertes. Los padres de estas niñas -dueños de barcos o de saladeros- venían a visitar la familia de
contrabando que tenían lejos de sus casas. Los vinos eran buenos, las abuelas se casaban jóvenes, se
preparaba con eficacia y dedicación el hígado maltrecho que heredaríamos nosotros.

¿Por qué, pues, de aquella prosperidad de nuestros abuelos, de aquel trueque social y
comercial, de aquellos cueros salados y triduos de San Antonio, vinimos a ser una familia fundida,
vinimos a ser muchas familias fundidas?

No sé. Sé que en vez de progresar todo comenzó a estancarse. Ya no puedo comentar esto con
vos ni preguntarte causas. Anoto nomás una cronología:
Cuando mi abuelo se suicidaba en 1896 por pérdida de sus cosechas, Eduardo Wilde, aquel
ministro de Educación autonomista, defensor de la ley laica de enseñanza, terminaba su Prometeo y
Cía.

Cuando mi padre hacía la conscripción como artillero en Ramos Mejía, ya doblaba el nuevo
siglo y la guerra con Chile era una posibilidad.

Cuando defendían los fundadores de la Unión Cívica el derecho al voto con sus escopetas en
los atrios de las parroquias, Payró corregía Las divertidas aventuras de un nieto de Juan Moreira.

No ha pasado tanto tiempo, apenas un siglo. Nadie pensaba en ese entonces que estaba
haciendo patria. Y antes tampoco. Y ahora tampoco. Se empuja nomás. Como mi bisabuelo, ese
gallego que te dije, que de tanta guerrilla, desde una Cepeda hasta la otra, sólo pudo casarse después
de Caseros. Cuando la cosa se asentó un poco. Nadie se preguntaba si era sobre la raíz económica
que crecían las demás superestructuras. Pero algo había que fundía a las pequeñas, desprevenidas
familias de la clase media.

¿Cuándo vino todo a paralizarse? ¿Cómo comenzaron las cosas a desbarrancarse? Estoy
segura, como digo, de que vos, que tanto te interesabas por la historia, sabrías darme fácilmente la
respuesta, pero de esto no conversamos nunca, como tampoco de tantas otras cosas.

¿Y todo esto que te cuento lo venía cargando yo? ¿Resonancias de ambiente, reacción contra
él, herencia, resabios? Anotemos en el haber de la familia dos bisabuelas aventureras y separadas de
sus maridos, y soy capaz de creer, como mis primas, que algo debe de haber... ¿Se traían rasgos de
una época, de una clase o de una familia que se pudría? ¿O yo me había elegido como soy? Algunas
veces, gracias a antiguas lecturas de Freud, me he preguntado: ¿todo estará en la infancia? Hormigas
y soldados de plomo, y un hombre de tipo Victoriano que alguna vez nos lleva a babuchas, mi padre.
Hormigas a las que durante horas hostilizaba con pajitas o pequeños terrones de tierra. Ocho
soldados de plomo (los míos y los de mi hermana) que ubicaba sobre fortalezas de ladrillo para
bombardearlos desde lejos con cascotes.

Aquí anoto que hay quien sostiene que todo es el ambiente y no el origen. El ambiente actúa, a veces,
como deformativo más que como formativo. Existe la reacción en contra, antes que la imitación. Las
lecciones no tienen la validez que puede tener una conducta. De eso no se daban cuenta los
ancestros. Tal vez no tenían tiempo de darse cuenta. Pero creo que era debido a la cáscara. Donde la
cáscara se agujereaba, donde se producía el resquicio que daba lugar a la crítica, empezaba la
reacción-contra, que es la que permite crecer. Ahora saben parar esa reacción a tiempo. Para eso
están los psicólogos, las asistentes sociales, los expertos de toda clase. De este tipo de fermentos
nunca conviene seguir hablando. Al fin, lo importante no es saber si un niño nace generoso o cómo
logrará serlo o continuará siéndolo en un ambiente mezquino, sino qué diablos es en sí la
generosidad.

LAS BELLAS LETRAS


Vos, que colaborabas en Sur, acaso habrás leído la reflexión de doña Victoria a propósito
de Las criadas de Genet: “Una de las características de la literatura sórdida es su afectación de creer
que la m…es más verdadera que la rosa. O que sólo la m…existe, mientras que la rosa es una
invención, una ilusión a la que se aferran únicamente los sentimentales o los imbéciles. En tanto que
la m…enhorabuena! Basta creer en ella, proclamarla, maravillarse de ella, sumirse en su
contemplación para recibir de inmediato un diploma de inteligencia, de sutileza, de refinamiento y
hasta de genialidad. No ignoro que algunos pretendieron convencernos de que sólo la rosa
existe. Ellos han proclamado los excesos de que somos hoy testigos si no víctimas.

Et le vomissement impur de la betise

Me force a me Boucher le nez devant l’azur

Sí; los jóvenes escritores de nuestra época han acabado por taparse las narices ante la rosa, a
tal punto el ‘vómito impuro de la tontería’, del tartufismo, la habían mancillado. Les sobra excusas
para semejante reacción. Pero desgraciadamente (y naturalmente), para vengarse de la ostentación
de virtudes y noblezas falsificadas que no podemos admirar y que revuelven el estómago, esos
escritores han tomado ante la m…una actitud de entrega absoluta y fanática. Sólo tienen ojos para
ella, sólo juran por ella e ignoran, con una conmovedora aplicación de escolares, todo lo demás
(especialmente la rosa). El mundo que crean, so pretexto de ser verídico, no resulta menos falso que
aquel otro cuya impostura y fingida perfección no pueden ni podemos soportar”.

¿En qué medida llegué a vomitar la rosa?

Y sin embargo…

Pensaba que el empeño debíamos ponerlo los escritores en la revalorización de las palabras,
para dar el sentido exacto de lo que nos conmovía. Ésta debía ser la tarea vigilante de todo
“destructor de mitos”, la única que había quedado en pie a través de los años: la verdad, la raíz final
de cada acto del hombre. ¿Pero acaso en eso no estaban empeñados desde los primeros griegos?

Al fin y al cabo no teníamos otro instrumento para explicar nuestra conducta que la
palabra. ¡Pero qué dañina podía llegar a ser! ¿No hubiera sido mejor callarse? Pero, ¿es que es
posible callar? Sólo palabras, como dicen los otros, como nosotros decimos de otros.

Todo lo que se refería al cuerpo y a los sentidos tenía para mí, desde mis recuerdos más
tempranos, un carácter de celebración, de inocencia, de alegría, que se originaba presumiblemente en
la rigidez de los adultos que me rodeaban. De allí mi admiración por los animales, que todo lo
hacían con naturalidad, mientras que los hombres necesitaban disfrazarse y mentir. De allí,
asimismo, mi adhesión hacia todos los que rompían las normas, particularmente los artistas, que me
parecían los únicos personajes verídicos, ya que tampoco se interesaban por los valores materiales
que todos los demás respetaban religiosamente. Desprecio al cuerpo y aprecio al dinero me parecían
las únicas normas que regían el universo de los mayores, sólo que la primera era infringida a
conciencia por los hombres. Despreciaban lo carnal en sus conversaciones; sus miradas decían lo
contrario. Así la literatura comenzó a aparecérseme como el único universo verdadero, donde la
hipocresía era desnudada y el amor era puro goce, teoría juvenil que resultó luego no confirmada por
lecturas subsiguientes. De allí que haya en lo que hago, aún sin proponérmelo, ni lograrlo
plenamente, cierta celebración de lo vital e individual en todos sus aspectos. Así como una tendencia
a lo estético puro: la rosa que surge gallarda sin proponérselo (poesía a la rosa) y cierto orientalismo
que implica la aceptación del mundo tal cual es. (Eisejuaz soy yo) [Eisejuaz, Sara
Gallardo]. También la poesía como una voz tratando de contestar otra voz (Orlando de Virginia
Woolf).

Respecto del llamado compromiso social, mi labor escrita se inicia con un cuadernillo de
poemas a mimeógrafo, que me sitúa de inmediato en la militancia, a pesar de que vagamente
comprendía que esos poemas no llegaban al pueblo ni me acercaban a él. Pensaba, asimismo, que la
acción personal conseguía esclarecer a alguien, pero me resultó fácilmente comprobable que sólo se
esclarece quien está dispuesto para ello y, por ende, mi acción no era útil sino para mí misma en la
medida en que me clarificaba los problemas. No obstante, siempre he sentido como un imperativo
que hubiera querido trasladar plenamente a lo que escribo el luchar contra la injusticia, palabra en la
que se resolvía todo lo que marcaba una sociedad opresiva. Eticidad, magisterio.

Por último vuelve a aparecérseme ahora otro elemento que intervenía como refugio frente a
toda eventualidad y que es la contemplación de la naturaleza siempre deslumbrante, aun en su
crueldad, y de los seres que transcurren frente a ella o en ella. Otra variante del orientalismo o
Eisejuaz. Aquí es donde puede caber algún elemento paisajista de infancia y donde se integra
también, en el refugiarse contemplativo, nuestra cobardía o inercia frente a todo los suscitado o
recogido en una vida que en poco se deferencia de la de los demás seres humanos. Retorno a mirar
la rosa.

FLORENCIA

Es verano. Florencia abre su camisa de muchacho para mostrarme su nuevo corpiño.

-¿Le gusta? –me pregunta.

Mi edad me autoriza al cinismo:

-No, no es transparente.

-¡Ah, si es por eso…!

Y con ademán rápido -¿y habitual?- se desnuda un pecho y lleva mi mano hacia él.

No la deseo, en ese momento, pero acepto su piel y su carne y anoto, dentro del episodio, su
sonrisa satisfecha y vencedora.
Ésta es Florencia, que ingresó dos veces a mi vida para desquiciarla y se quemó y nos quemó
con su fuego. Por mi parte, tal vez, bien merecido.

Florencia me trataba de usted, vos sabés, Alfredo.

Desnuda sobre la cama, con sus pechos espaciados y redondos, sí, como los de la Maja de
Goya, me decía cuando yo mal me defendía de su capricho:

-¿Y usted se va a perder todo esto?

Como caracterización de un tipo psicológico, la expresión parece bastar. No obstante, había


más inocencia de la que pensamos en lo que la Niña decía y hacía. Y no creas que es el cariño que
me dicta estas palabras sino la observación a distancia, que ahora resulta fácil.

Al decir inocencia quizá me refiero a sinceridad. Florencia se veía realmente valiosa y


deseaba que yo la quisiera. Pienso que a vos te odiaba, o que recelaba de vos porque te ubicabas
fuera de ese ámbito físico en el que ella se manejaba conmigo.

Con vos yo me quedaba callada y escuchaba; con ella ponía el máximo de mi ingenio y
prodigaba mis charlas en afán de suscitar admiración. Además estaba el deseo. Eran dos mundos
diversos e irreconciliables. En el medio se movían, a su vez, otros seres.

No, yo no estaba dispuesta a perderme todo aquello, por supuesto…

ALFREDO, TE CUENTO

Sí, como decía al principio Sartre, nadie más que uno es responsable de sus propias acciones,
sin que la contingencia influya para nada en las determinaciones, es indudable que nadie más que yo
debía solucionar la madeja de mi vida. Mucho tiempo me he debatido pensándolo. Y siempre he
huido de las decisiones. Hasta que la solución que me dio tu mano me trae a estas confidencias.

Reconozco haber originado las vinculaciones que creaban alrededor mío una red
sentimental. Pero el defecto no está en crear o suscitar vinculaciones –es imposible no hacerlo- sino
en la medida en que la ligazón se hace obsesiva. Reconozco también que la imposibilidad de romper
esa red debe de haber surgido del deseo permanente de quedar bien, de que no piensen mal de mí, y
no del temor de hacer sufrir a los demás, como hipócritamente he gustado de repetirlo y repetírmelo
hasta hace poco.

Siempre he dejado que el tiempo tratara de arreglar las cosas, es decir, “cortara las amarras”,
sin que esta ilusión trajera el remedio ni sirviera de nada. Las situaciones fueron por eso
arrastrándose y causando a los demás un sufrimiento quizá mayor que el de una ruptura definitiva: el
sufrimiento de ver morir el cariño y de soportar todas mis crueldades inspiradas en la mejor buena
voluntad. Todo esto lo pienso cada vez que examino mi posición hacia aquellos seres a los que fui
en busca de correspondencia y a los que les atribuyo mi “esclavitud”, cuando en realidad las cosas
han sido quizás al revés de lo que yo quiero verlas.

¿Es que mi idea del amor era tan reducida que llegaba a identificarla exclusivamente con el
sexo? Cesa el interés o la atracción, cesa el afecto. ¿No hay otra manera de amar?

¿O esa idea era tan alta que era imposible de ser compartida? ¿Tanta mi solicitud de ternura, de
devoción? Cada vez que miro hacia el pasado no dejo de preguntármelo. ¿Todos se lo preguntan,
acaso?

Sólo sé que he estado destinada a ocasionar y merecer toda clase de desacuerdos. Así me lo
han hecho presente, por lo menos. Menos vos, se entiende. Por mucha lucidez que haya puesto en el
examen de mi conducta no he logrado, sin embargo, llegar a la causa última. ¿Acaso alguien no ha
identificado la lucidez con la forma más refinada del autocastigo?

Dos cosas, sí, sé que son en mí constantes: la sed de aprobación y la búsqueda física. Hubiera
querido que todos mis caprichos tuvieran la aquiescencia de las personas que me rodeaban, o que yo
había elegido en otros momentos de euforia.

En cierto sentido, podría decir que “no escarmentaba” y hallar justificado aquello que una vez
me habían dicho: “No querés a nadie”. Al menos del modo cómo me veía yo querida. Sabía
conquistar, sabía halagar, sabía el hacer difícil el ser abandonada, pero todo eso complicaba cada vez
más las cosas, coartaba cada vez más mi libertad, mi tiempo. ¿Pero en qué consistían, en realidad, mi
libertad y mi tiempo? Cuando los tenía en la mano daba vueltas y vueltas, y mil pequeñas tareas que
me inventaba terminaban por quitármelos. ¿Te acordás del personaje de El cuidador de Pinter, el
hombre al que le habían hecho los electrochoques y que empezaba siempre tareas que nunca
concluía?

¿Y si mi vida no fuera más que eso: ir engañando y engañándose? Superponer capas de


angustia y de mentira para tapar problemas que podrían haberse solucionado con un golpe de
coraje. Pero la cobardía es quizás el único rasgo íntegro de mi carácter. Ese miedo a desagradar que
me hace incurrir en cualquier bajeza de ánimo con el pretexto de no hacer daño.

Es claro que con vos el engaño no regía, ya que no nos preguntábamos demasiado sobre
nosotros mismos y nuestras vidas cotidianas u ocultas. ¡Teníamos tanto que charlar de otras cosas!
¡Tanto que escucharte!

Por eso es que si bien la Niña o Florencia iba observándote a través mío y de mis
conversaciones y dejando crecer su temor y recelo, vos en cambio lo ignorabas todo de ella. Y ella,
mientras tanto, se obstinaba en saber la calidad del cariño que yo te tenía.

-Lo estimo –decía yo.

-Es una palabra repugnante –decía ella.

-No, porque para mí tiene un gran valor: estimar es más alto que querer. Se puede querer sin
estimar, pero no lo contrario.

Florencia se callaba. Era lo bastante inteligente también como para saber que mi comentario
implicaba, al mismo tiempo, un juicio de valor sobre ella misma.
Prefería, de momento, pasarlo por alto, como yo lo pasaba en la realidad de mi vinculación con
ella.

EL AMERICANO
Por supuesto que toda la culpa no debe ser cargada siempre sobre mis hombros si examino
hacia atrás mi vida. Sólo la culpa inicial: la búsqueda, la conquista y el engaño. Lo demás lo ha
puesto, a su vez, cada ser a mí allegado con su respectiva personalidad que exigía e imponía
límites. Y, ante todo, que aceptaba.

Por ejemplo el caso de mi marido, que vos, Alfredo, has conocido de cerca no sólo porque
sabías desde el principio que no podía congeniar conmigo, que me “quedaba chico”, como decías,
sino también porque lo has seguido desde fuera averiguando por tu lado, discretamente, entre los
amigos comunes. O cuando nosotros salíamos juntos y me dabas la oportunidad de comparar
fácilmente tu erudición y tu don de gentes con la chatura de él.

Por eso poco me resta de tantos años de vida conyugal. Algunas cosas, sin embargo, las miro
todavía con ternura. Te lo confieso.

Sí, podía explicármelo ahora a mí misma, aunque a veces oleadas de desprecio me hubieran
conmovido hasta el fondo. Pero ahora, la ausencia opacaba las cosas y, en ciertos momentos, la
visión de una nuca semejante, de un pelo que nacía como el de aquel hombre, me llenaban de
ternura.

Veo su gesto habitual de alzarse los pantalones que siempre estaban cayéndosele, el
minucioso rito de cargar el encendedor, la silueta ágil con una barriga alta de extranjero –“no como
la de los latinos, vientre bajo de comer pastas-“, la cintura fina, el momento de alzarme alto en el aire
con aquellos brazos fuertes, en los primeros tiempos…, esa nuca tan conocida, su pelo corto y bien
ondulado, como el de mi padre. Todo esto se sumerge, no obstante, en la multitud de hechos
desagradables: mi soledad nocturna, la ebriedad, la admiración de él mezclada de desprecio: “Todo
eso lo has aprendido en los libros”. Argumento que empleaba siempre que discutíamos y que, en
realidad, resultaba aplastante y definitivo.

Reconozco haber pagado caro el más grande error de mi vida. Doce años de mi mejor edad
tras el afán de ir adquiriendo conciencia de sí, y alimentando la esperanza de alguna mejora que
hiciera la vida tolerable, a menos como compañeros. No recuerdo una satisfacción gratuita, una
satisfacción que, plena, me haya sido prodigada, quizá porque yo misma he tomado parte en todas las
satisfacciones o las he inventado. Quizá porque he asumido demasiadas cosas de mi vida en
común. Todas las responsabilidades. Sé, solamente, que mi porción de culpa es, como siempre,
inicial. ¡Es tan fácil para una mujer hacerse querer! El error consiste en haberme casado para huir de
otro tipo de situaciones sentimentales que fueron pretexto, francamente, de mi rompimiento anterior
con vos, Alfredo. “Amistades peligrosas”.

Al escribirte aquella carta en que concluíamos nuestra vinculación de solteros yo las invocaba,
a esas situaciones sentimentales, sabiendo que mi franqueza había de conmoverte sin enajenarme
simpatía a tus ojos y haciendo que aceptaras más fácilmente mi deseo de entrar en la normalidad,
utilizando como instrumento a un hombre como el que habría de ser mi marido y no a vos. Vos eras
ese hombre comprensivo y fuera de lo común a quien las cosas podían decirse sin motivo para el
sarcasmo o el desmérito. Y así probaste siempre serlo. Y por eso estuviste para mí, a partir de ese
momento, por encima de todo.

Hubo, pues, en mi matrimonio un engaño inicial del que me siento culpable. Y que pagué con
el engaño que me descubrieron los años: el de haber creído que casándome probaría una armonía
física que sería suficiente, tendría hijos e ingresaría en la vida de los demás. Los fracasos de mi
buena intención se fueron, por eso, acumulando. Quise hacer de otro ser un instrumento externo de
mi propio equilibrio y no lo logré. No lo logré porque es un imposible. Ahora sé que el equilibrio
surge desde dentro y sospecho que, para mí, sólo ha de venir con la muerte. ¿O aún es posible que
sea fruto de la soledad? Equilibrio y paz, otra cosa no pido ahora. ¿Pero la soledad me dará
equilibrio o sólo resignación? ¿Tendrá la soledad el mismo papel que la flebitis tuvo para aquella
pariente a quien tanto le gustaba bailar?

El error había estado siempre, precisamente, en no ser como ellos. Como los primos y las
primas, casándose, teniendo hijos, inclinándose lentamente hacia la tierra, sin sentirlo. Resignándose
cada día y levantando como escudo el orgullo de sus posesiones: mi marido, mi hijo, mi casa, mi
heladera.

Estos seres, descontada la malevolencia, eran ejemplares. Ejemplares en el sentido de la


especie, de animales humanos. Cumplían su tarea con un fatalismo inconsciente de número-persona
y sin pedir explicaciones de nada. Cuando alguien se detiene a preguntar el primer “por qué” ya
huye del agrupamiento. Y a esto me he referido al decir que ése podía ser el inevitable error: haber
salido del hermoso y consolador rebaño. Entonces, el amor había comenzado a complicarse, el ganar
la vida había comenzado a complicarse. Se perdía la pura condición de entidad-sexo-femenina para
ser un animal que razona y exige, imperioso, monstruoso, y, en el fondo quizá, mucho más
brutalmente egoísta. Y andábamos sueltos. Y como cada vez pensábamos más, estaban los matices,
las diferencias de conceptos que nos impedían agruparnos a los animales escarabajos. Y dábamos
tumbos igual que los otros, entre los otros. Esos otros hombres y mujeres que tan solos estaban en la
familia, pero tan unidos en la especie. Los que pensábamos estábamos solos en la familia y en la
especie. Siempre en contra, como en el poema de Tuñón.

Y andábamos maquinando por todo. Tener o no tener hijos. Cómo comportarse. Las
enfermedades. ¡Qué absurdo era todo! ¿La vida debía ser sólo lo otro? Crecer, reproducirse,
morir. Si no les sobrara malevolencia –como digo-, los demás seres humanos serían tolerables y
admirables.

Como siempre, cada vez que estaba en contacto con esos “otros”, la simplicidad de sus
costumbres agotaba mis resistencias. Me enfrentaba conmigo misma y me llenaba de pena, por
supuesto pena de mí misma. Nada más fácil, nada más orgulloso que esas constataciones. ¡Ay, pero
hubiera sido tan lindo poder ser, realmente, como ellos, para eludir responsabilidades y ataduras con
esa dulce, tirana y egoísta facilidad animal!

¿Sos feliz, Alfredo, me pregunto ahora, vos que llenás bien las condiciones exigidas por la
estadística y las noticias fúnebres: esposa, hijos, sociedades anónimas? ¿O simplemente no te has
interrogado tanto como yo y seguiste viviendo cada día, que es lo que en realidad deberíamos hacer
ya hacemos, no es cierto? Tirar, nomás. Seguir tirando. ¿Hasta?

¡La muerte!
“Y a nuestros pies un río de Jacinto

corría sin rumor hacia la muerte.”

No sabía por qué retenía este verso de Lugones. Me gustaba a menudo pensar en la muerte, en
los suicidas que había conocido. Hubo días en que realmente deseaba morir, morir para eludir mis
complicaciones. En que pedía morir. ¿Pedir a quién? Me gustaba imaginarme muerta, pensar en la
lástima que desplegarían sobre mí todos los que me querían. Era infantil, lo sabía, este deseo de que
todo retornara a su lugar con la muerte y de comprar, así, un aprecio intacto, un recuerdo
permanentemente cariñoso. ¿Por cuánto tiempo después? Sabía en la forma sinuosa que ciertos
recuerdos se instalan en la mente y quedan ahí, pero sabía también que llegaba un momento en que
los recuerdos sólo se convocaban a fecha fija o en casos de desesperación en que no había otra cosa
de qué asirse. Desde niña me había gustado pensar en mi muerte y la gran frase disolvente que
siempre tenía en los labios ante cualquier situación de menosprecio, autoridad, avidez o tedio
oficinesco era: “Dentro de cincuenta años, todos calvos”. Me parecía que esta constante evocación
de la muerte era lo más antiburgués que podía pedirse. Esa recordación diaria de que ningún bien
valía la pena aferrarse.

Pero un “hecho de muerte” es verdad que no lo había imaginado mezclado a mi vida, ni que
por él debiera justificarme. No nos veíamos tanto como para crear situaciones extrañas, como para
que ella pudiera considerarte enemigo, pero en el fondo no se engañaba. Vos eras mi mente lúcida,
mi mejor espejo, el único que había creído en mí como su igual, como su más, como su prodigadora
de bienes…

LA PROVINCIA
De niñas chupábamos miquichices, sí, miquichices, ¿no sabes?; son tubérculos muy chiquitos,
blancos y dulces que sacábamos de una especie de trébol. Era más el entusiasmo que el provecho.
También chupábamos huevos de gallo, ésos sí los debes conocer, la palabra lo dice. Es una planta
que crece grande en los cercos y debajo de los árboles.

Sin que nos vieran los grandes, cortábamos huevos de gallo del cementerio. Aquí crecen
mejor, están los muertos abajo, decíamos. Teníamos un poco de aprensión, pero ¿quién es el primero
que dice no, en esas edades? No era cierto que los muertos estuvieran debajo porque los juntábamos
en los jardines entre los nichos y allí era justamente donde se pudrían los muertos, en esos nichos.
Los muertos que se pudrían en el suelo estaban del otro lado de las galerías, mejor dicho a sus
espaldas, en un inmenso cuadrado de tierra con tumbas amontonadas, cruces ladeadas, flores de
papel y cantos de pájaros; que disfrutaban en los grandes árboles de la paz final. Allí estaban los
pobres que no tenían ni para nicho, y allí sólo nos asomábamos a escapadas, para curiosear. Vos
sabes que el cementerio es uno de los ritos pueblerinos, un rito privado en el que los de otras partes
no participaban. A través de toda la vida el rito continúa. Se va de niño, se va de joven, de maduro y
definitivamente. Cosa de los gualeyos nomás, enorgullecerse del cementerio como si fuera lo más
valioso del pueblo. Era raro que los extraños fueran visitantes. Y sin embargo aquella tarde lo
encontramos a Carry. ¿Qué hacía Carry en el cementerio? Lo conocíamos de vista; era alto y buen
mozo y lo "afilábamos" en forma escandalosa e indeterminada, quiero decir que cualquiera de
nuestro grupo joven podía ser la elegida. Todas lo amábamos. Pero la cosa no era tan simple como te
la cuento.
Mirábamos por igual a todos los viajantes. El amor era impreciso, tal vez sólo necesidad de
abrazo. Y los muchachos del pueblo eran más peligrosos, la fama volaba luego por las esquinas. Se
sabía. Y había que pensar en la posibilidad de casarse, de enganchar a alguien, meta suprema. Los de
afuera tenían también más posibilidades financieras, mejor porvenir. Al menos, el hecho de venir
significaba que trabajaban, que se movían. Los del pueblo se morían de hambre. Y los que se iban a
estudiar venían sólo en vacaciones, a diluirse luego en letras de zamba o coplas nostalgiosas sobre la
novia provinciana y nada más. Serenatas. Casi siempre se casaban afuera. Y sólo si eran muy
románticos -la palabrita no la habíamos estudiado todavía- volvían a su primer amor. En fin, lo
encontramos a Carry, te decía. Pertenecía al plantel que se hospedaba en el hotel Comercio, que
estaba en la calle Mitre, como nosotros, a unas tres cuadras y media de casa. No lo creerás, pero
solíamos seguir desde el zaguán de casa los movimientos de los viajantes, con los anteojos de larga
vista que el tío Juan usaba en el hipódromo y mi padre para estudiar las vecindades en el campo.
Sabíamos así si salían en auto o no, y hacia dónde aproximadamente se dirigían. Eso era durante el
día. Por la noche paseábamos por la vuelta del perro, que pasaba por todos los cafés. En los cafés se
sentaban los viajantes. Y se tendía el juego de miradas, que no iba más allá pero prometía. Muy
pocos eran los que se acercaban. El que se acercaba marcaba una decisión de formalizar. Después de
cenar era otra cosa.

El encuentro con Carry en el cementerio, por su misma casualidad, marcó un acercamiento.


Buenas, ¿cómo le va? ¿Qué anda haciendo por aquí? Nada, la lluvia nos tiene varados y vine a ver si
el lugar justificaba los elogios. Y, ¿qué le parece? Pienso que sí, que las flores son deslumbrantes,
como las muchachas. ¿No me diga? ¿Qué hace esta noche? Y... nada. Voy a ir por su casa a charlar
un ratito. Lo espera-

mos.

Siempre el plural. Pienso que el diálogo fue como éste, más o menos. A la noche salí al
zaguán. Qué emociones, podes imaginarte. Era yo la elegida, a mí se dirigía, pues. Los viejos
dormían.

Ya estarás pensando que el propósito de Carry no era precisamente charlar. La malicia viene
sola sin que la llamen. Y era así nomás. En mi vida tuve los ojos más hinchados y la boca más
mordida. No sabía cómo disimularlo al otro día. No sé si en casa no se daban cuenta o no querían
darse. El tiempo apremiaba, Carry también. Era lógico que no se iba a quedar en los besos, pero yo
pensaba que sí, que con eso bastaba. A mí me bastaba. Lo curioso es que no recuerdo por dónde
andaban sus manos, porque no tengo idea de caricias. Es decir, ahora puedo imaginármelo. Entonces
no me lo pregunté, la intensidad del encuentro ya era mucho para mí. Carry quería irse. Ayúdame,
ayúdame, decía, hacelo por mí. Y vista mi incomprensión, optó por empujarme la cabeza hacia
abajo. Empecé a comprender. Manipulaba su bragueta o ya lo había hecho, no sé. Quería que yo
pusiera mi boca en su miembro, igual que con los huevos de gallo, que los tomábamos en la mano y
los chupábamos quedándonos con la cascara en los dedos. Así me pareció. Me negué. Empujaba él
con fuerza mi cabeza hacia abajo. Yo decía: No, no, no puedo. Él: me vas a hacer ir sin terminar, te
vas a arrepentir luego. Forcejeamos. Por mi parte no había caso. Lo vi envainar, cerrar la bragueta,
irse trastabillando.

Hice una poesía de amor al otro día. Pero no vino, se había ido a Gualeguaychú, según supe
preguntando al hotel. Le mandé la poesía a esa dirección. Nunca más tuve respuesta. "¡Maldita tipa
ésta, así son las niñas zaguaneras, carajo, pero lo que es ésta a mí no me ve más el pelo, con todas las
hambrientas que andan por ahí!" Seguro que pensó eso. Ha de haber sido así nomás.
FLORENCIA TIENE TRECE AÑOS
Conocí a Florencia cuando recién vino a Buenos Aires desde la provincia. Se hospedaba con
su madre, en casa de copoblanos, donde yo iba habitualmente por las noches a jugar a las cartas,
luego de casarme. A pesar de sus trece años, y sin motivos que yo asuma, coquetea terriblemente
conmigo. Noche a noche, después de la partida de naipes, la acompaño a su cuarto. Miro sus
hermosos cabellos, los toco, los huelo, paso mi lengua sobre ellos. Me dice ¡Hasta mañana! Hace tres
días se los recoge en una redecilla. De ese modo me impide disfrutar de ellos. Me parece absurdo,
pero no digo nada. Hablo con ella diariamente por teléfono. Esta tarde, temprano, al descuido de la
conversación, me habla de la red que usa. Yo digo que no me gusta porque me oculta su pelo.
¿Cuándo te la vas a sacar? A ella no le interesa mi opinión, dice. Siempre se atará los cabellos y sólo
cuando vea al hombre que quiere se los desatará.

Como mi marido trabaja por la noche, voy luego de cenar a su casa, como de costumbre. Son
tres cuadras de la mía. Después de la cena, charlamos. Y hablando de cualquier cosa, Florencia
introduce, de pronto, y como sin darle importancia, la explicación que aguardo. No puede peinarse
este cabello tan largo. Ya no sé cómo, si no me lo recogiera así, no sé qué haría. Además así tengo
menos calor. Duermo con la red también. Explicación que no cuadra con el verano, pero las niñas
son caprichosas.

La llevo a su dormitorio luego y asumo la misión de acariciarla. Le acaricio las sienes, las
orejas, los bordes de la boca, la frente, la nariz, los ojos, cada pedacito de la cara, la espalda, muy
sabiamente, y las piernas, muy furtivamente.

De pronto paso por hábito la mano por la cabeza. Y Florencia dice, en súplica y orden, como
tantas noches: Rás-queme un poquito.

Paso suavemente mis dedos entre los agujeros de la red. Al momento, veo su satisfacción. La
observo tan profundamente siempre que puedo ver cómo, a mis caricias, se ensancha súbitamente su
nariz, como olfateando algo. Un momento; luego la primitiva sensación se hace costumbre y deja de
ser fuerte y espontánea. Por eso, a cada instante varío la técnica de mis caricias, o de mi rascar. Con
la yema del dedo, levemente con la punta de las uñas, con pequeños golpecitos... Ella conoce cuándo
van a agotarse las nuevas sensaciones. Su sensibilidad animal lo sabe y después de un momento se
resuelve: Me está hartando esta red -dice-, y la arranca de un tirón. Me da el goce de su pelo. Sabe.
Sabe que así renueva sensaciones y me incita a buscarlas.

Yo me muero de deseos de sumergir mi cara en sus cabellos castaños con hebras doradas.
Hundo mis dedos con avidez. Los huelo. Los despeino. Los estrujo. Ya no es una mano, sino las dos.
El deseo de no hacerle daño es lo único que me detiene en el logro de caricias más íntimas. Ella,
coqueta, hunde su cara en la almohada. No puedo ver su expresión, pero de pronto agarra mi mano,
la besa y me dice: ¡Hasta mañana!

ALFREDO, TE CUENTO
Si yo te digo que esto que te cuento, este primer retrato de Florencia que aparece en mis recuerdos,
sucede un mes después de mi casamiento con el americano te sería difícil hallarme atenuantes, si es
que intentaste alguna vez hallármelos, aunque creo que en realidad me aceptaste como era, sin
preguntarte nada. ¿Por qué?

Yo misma no me hallo atenuantes, aunque lo evocado me sea gratísimo.

Poco duró en ese momento mi intimidad con Florencia. Su madre la llevó de vuelta a nuestra
provincia y yo suspendí mis juegos de naipes nocturnos. Recomencé a no saber qué hacer con mi
nueva vida de casada. Harta de soledad vacía, ya que mi marido trabajaba por las noches, te consta,
una tarde cualquiera tomé el teléfono para comunicarme con José, segura de atraerlo hacia mí.

Vos sabes quién es José: en su casa viví mucho tiempo, es decir en casa de su padre, adonde algunas
noches me acompañaste en taxi. Conozco a su familia desde que fuimos a vivir ahí con mi marido,
pero a José lo conocía de antes, desde unos cursos de arte que hicimos juntos. Es corpulento, de 25
años, pero se comporta como un chico. Por eso me complací en iniciarlo por el sendero del deseo,
sendero que como todos "se hace andando". Así transcurrieron mis días.

Con las amistades que había elegido en los ambientes que frecuentaba desde mi llegada a
Buenos Aires, tuve muchas veces la sensación reconfortante de escapar a lo vulgar, a lo sórdido, a lo
común que hasta entonces me había rodeado; de estar palpando plenamente la vida. Esta era la
sensación que tenía, aunque pasando los años comprobé que mi casa y mi provincia eran como todas,
pero sin que cesara mi doble certeza: lograr aquí en Buenos Aires personas con las que uno puede
conversar de todo y eludir ampliamente el control del propio grupo social. Después de una
zambullida en el grupo familiar, entrar a casas en las que hablaban otro lenguaje, donde había una
cierta agilidad mental diaria; hallar que había seres que gastaban en perfumes y libros y ponían, de
sorpresa, un ramito de jazmines en la mesa doméstica era haber hallado el camino de mis gustos,
huir.

Así había oscilado siempre: junto al deseo de escapar a lo habitual se alzaba el de integrarme
en lo habitual, borrar las diferencias, regresar a los caminos trillados donde quizá se agazapaba la
verdadera vida: la maternidad, la cocina, las reuniones de cumpleaños, la nivelación y el olvido
absoluto en lo más profundo del sentido común, de la vida diaria. ¿Sería ése el descanso? Había
pensado un tiempo así, cuando recién casada. En realidad fue para eso que me casé. Mis gustos, al
fin, podían siempre ser míos. Podía guardarlos aparte. Nada me impediría leer y pensar, tener un
mundo para mí, compartido, a medias palabras, con algunos seres. Con vos, por ejemplo. Por largas
temporadas los intentos de inmersión en el mundo de los otros me habían hecho cesar toda labor
literaria. Nadie sabía, sin embargo, con qué absoluta sensación de limpieza, de que a su lado se
alineaban la claridad y la armonía, había acogido muchas veces a Eglé Quiroga después de absurdas
y estúpidas escenas familiares. Todo podía pesar sobre mis hombros si sabía que más tarde habría de
comentar con ella un libro de André Gide o tomar una taza de té a su lado. Lo mismo me había
pasado luego con José y nuestras charlas de arte, aunque aquí ya se incluyera el deseo. No me había
dado cuenta, entusiasmada con este nuevo juego, de que crecía sobre mí una marea de
responsabilidades, de que una horrenda máscara de hipocresía se enredaba a mis noches y a todos
mis actos, de que cada minuto alzaba una nueva mentira. Estaba ya casada, pero seguía viéndote y
aquello no me parecía delito. Pero con José era diferente. Se había ahondado el subterráneo
sentimiento de culpa que aún me costaba desbrozar como ya debidamente pagado. Y que ¡Ay! nunca
termina de ser pagado.
ALFREDO, TE CUENTO EL DESENLACE

Y esto es lo que realmente pasó con José. Ya te he dicho que había ido a vivir a su casa por una de
esas combinaciones absurdas de la vida porteña. No teníamos donde ir con mi marido y en lo de
José, que era una casa grande en el barrio de Nuñez, quedaba una pieza vacía por casamiento de una
hermana. Y aunque no habían alquilado nunca a nadie, pensaron que no vendría mal tener un
matrimonio con ellos.

Eran dos ancianos y un hijo grande que estaba todo el día fuera. Así fuimos a vivir a Nuñez,
estableciéndose una de esas situaciones habituales en mi vida, en que me veo requerida por dos
amores que he suscitado y que no sé cómo conciliar. A mi marido no le llamó la atención la oferta de
una habitación por parte de José, pues no se llevaba mal con el compañero de estudios artísticos de
su mujer.

Ya antes de vivir en Nuñez inicié con José el juego de la coquetería. Al poco tiempo de casada.
Te veo con frecuencia en ese entonces, pero vos ignoras todo esto de mí y no es sobre esos temas que
nos explayamos. Mis relaciones permanecen para vos en la penumbra. Tal vez sea mejor no
averiguar nada, pienso que te decís, después de nuestra ruptura anterior a mi casamiento. En donde
vivo, todas mis salidas se justifican por razones de trabajo, estudio y por las actividades políticas a
las que periódicamente me entrego.

Para José creo yo misma ser una mujer misteriosa, a la que no acaba de comprender. Es joven,
fuerte e inexperto y yo soy una mujer inteligente. Cautamente lo despierto para mis gustos. Hablo
sobre cualquier tema en la mesa, lo miro, le acerco una mano furtiva. José va descubriendo
lentamente que soy una mujer apetecible. No apresuro las cosas. Mi marido permanece ajeno al
juego porque en la nueva casa le sirven bien de comer, es confiado de alma y sale a las 4 de la
mañana para regresar al atardecer. Trabaja ahora en Avellaneda y el viaje desde Nuñez es largo. Tren
y colectivo. Está generalmente cansado y por las noches yo charlo incansablemente en el comedor
con José mientras él duerme. Antes de regresar a mi cuarto, cruzamos algunas caricias apresuradas.
Así permanece José en mi vida. No exige demasiado de mí y sus arrebatos me encantan. Descubro
para él un mundo y al mismo tiempo lo descubro para mí, pues José se va haciendo a mis gustos.
Ridículo sería que entrara con vos en detalles. Durante largo tiempo José me comparte con mi
marido, en una relación en la que sólo lo acepta a él como rival y que al menor retardo en mi regreso
descarga sobre mi cabeza una tormenta de celos. Yo me siento halagada y dichosa; estiro los hilos.
José es joven, por primera vez puedo sentir algo a su lado. A veces hasta paseamos juntos, en tardes
de domingo, en que una salida se justifica si es hasta la Avenida General Paz, para tomar unos mates
con el termo y regresar luego a casa, después de la siesta de mi marido. José me acaricia lentamente
tirados en el pasto, y conozco momentos de felicidad, lo mismo que en algunas siestas, en mi cuarto,
mientras los viejos duermen y si José se toma un día para faltar a su trabajo.

Esta relación se hace estable y regular, con gustos comunes, como los de una pareja que al ver,
o saber algo a solas, piensa automáticamente en lo que el otro pensará sobre eso. José conoce todas
mis reacciones; yo me dejo admirar. De pronto, sin embargo, surge Angélica. La conozco en el
trabajo, ingresa allí un día cualquiera y comienzo a hacer piruetas para conquistarla. Lo de siempre.
A medida que se entreteje en mis días, las cosas comienzan a complicarse, me alejo, sin alejarme, de
José. No es un juego de palabras, no creas, es cómo fueron sucediendo las cosas.
Pero lo de José terminó, sin embargo, más pronto de lo que pensaba o me autorizaban a creer
el tiempo compartido, los gustos y todo ese palabrerío de más arriba. Fue el mismo José que me
habló de su novia, una compañera de tareas en la fábrica, en la administración de la fábrica. Se había
enamorado de él. Comentamos juntos esta posibilidad. José creía que yo no debía decirle -como lo
hacía- que era hora de que iniciara algo serio. Y yo se lo decía porque andaba en otra cosa. Alguna
vez hasta me reprochó que yo lo había empujado hacia ella. Pero yo, como siempre, y siempre, sólo
quería el bien suyo, el bien suyo, ¿me oyes bien? Y tras mi buena intención, también como siempre,
se pudrieron las cosas.

FLORENCIA POR SEGUNDA VEZ

Volvemos del campo al anochecer. Siempre el campo está un poco mezclado a todas mis
cosas. La provincia se reitera en mí, no la interrumpo, convive con mi Buenos Aires querido, paso
allí todas mis vacaciones, recuerdo rigurosamente las fiestas familiares, me aburro, me deslumbro,
oscilo, como siempre. Vuelvo del campo, al campo, pienso en el campo, ando por el campo; ¡mierda!

Estamos en el asiento de atrás de un viejo Ford A y es apenas pasado el invierno. He calculado


bien las cosas, procurando que Florencia vaya a mi lado, en el medio del asiento. Tengo una manta,
porque sé desde hace mucho tiempo lo que es ir en un viejo Ford. Florencia tiene pantalones gruesos
pero acabará sintiendo frío, recurrirá a mi manta, lo preveo. Atenta a todo esto no intervengo en los
cantos, las exclamaciones, las bromas. Me excluyo en un silencio que puede parecer importante o
enfurruñado. Estoy, sin embargo, alerta al menor de sus gestos. Somos viejas conocidas, pero
nuestros encuentros recientes en la provincia han incluido una deferente atención de mi parte y una
desvaída indiferencia de la suya. Sólo sus ojos, ahora huidizos, están cargados de recuerdos y de
promesas, tantas, a veces, que por eso mismo los torna esquivos. Florencia quiere saber, ya sabe,
quiere entrar en el juego, quiere que yo tome decisiones, quizá, que no sea tan morosa. Como para mí
comienzo es intensidad, demoro la partida. Al cabo, hoy, el frío ha de ponerse de mi parte. Cuando
empieza a caer la noche, todos los que vamos atrás, apenas cubiertos del aire por las maltrechas
cortinas del Ford, empezamos a quejarnos del frío. Extiendo mi manta sobre todas las rodillas. Y,
aprovechando la mala luz del crepúsculo, tomo la mano de Florencia por debajo de la manta y la
aprieto con la fuerza necesaria para que sea caricia y dominio, protección y entrega. Florencia se deja
hacer, sabe y conoce ahora que somos cómplices y que podrá determinar a su gusto los encuentros
que tendrán lugar en el futuro. Mi mano no intenta, por el momento, ninguna otra audacia debajo de
la manta. Así reanudo mí relación con Florencia, que ya no es sólo una niña que se deja acariciar el
pelo.

TRABAJAR

Conocí del diario Crítica las postrimerías de una época de esplendor. Mi experiencia de
Buenos Aires comenzaba y mis sentidos acostumbrados a la provincia se adaptaban mal todavía a la
vida ciudadana. Al salir del hospital de Roffo donde hacía de nurse me inicié en Contaduría, en el
cuarto piso, y mi trabajo era hacer los sobres de las liquidaciones, tarea que se apresuraba hacia el fin
de cada quincena, pero que me dejaba horas libres para leer sobre el escritorio a escondidas o mirar
los plátanos de la Avenida de Mayo. Solía dormirme de pie mirando la calle. Vivía a cuatro cuadras,
pero casi siempre llegaba tarde; teníamos doble horario en ese entonces y trabajábamos los sábados.
Levantarme antes de las siete fue siempre un triunfo para mí. Cuando el trabajo se acumulaba
almorzábamos y nos quedábamos para seguir la tarea. Nos daban un vale de comida y con él
comíamos por chirolas en un bar llamado Florencia, a la altura del 1200 de Avenida. A veces, si
tomábamos té era tan abundante lo que nos traían que no lográbamos concluir todas las tostadas y
bollitos.

En diversas tareas fui recorriendo varios pisos de la casa. Trabajé en Expedición, en el séptimo,
donde todas las mañanas, a mi llegada, leía el diario del día y compartía el arreglo del primer cajón
de mi escritorio con una rata grande y desprolija que al ser descubierta se enloqueció de terror y nos
enloqueció a todas las empleadas que, hasta su exterminio, pasamos largo rato paradas arriba de los
escritorios.

Allí, en la oficina de al lado, se inició Tinayre en sus lides de cine, cuando Botana hizo edificar
Baires, antes de morir. Yo trabajaba con Poroto Botana, cuya labor más cansadora consistía en
plantar una banderita en un mapa cuando se abría una nueva agencia de Crítica, y la mía en archivar
los partes diarios de los envíos de Crítica al interior. Trabajé más tarde en Archivo de fotos y notas,
allí en forma muy seria bajo la dirección de Díaz Rey, un hombre meticuloso que todo lo clasificaba.
El archivo de Crítica era uno de los mejores de Buenos Aires, gracias a la diligencia de Díaz Rey y a
la capacidad de otros archiveros como Tuntar, Tony Hiller y Molina, que era un registro viviente de
todo lo que había.

Por intervalos entre esta labor exigente e incansable fui bibliotecaria de la quinta de Botana en
Don Torcuato. Por diferencias con su mujer, de quien yo era recomendada, me echaron del diario y
fui a parar de secretaria particular de Salvadora Botana, reincorporándome al diario con el mismo
cargo, cuando ella lo hizo, a la muerte de Botana. Desde los balcones del cuarto piso, en el despacho
de la Vieja, como la llamábamos, vi pasar los hombres que marchaban hacia Plaza de Mayo el 17 de
octubre. Nos acompañaba Giudici, dirigente comunista. Mientras, en el piso de abajo, en la
Redacción, alguien que vio a esos hombres sudorosos que se habían sacado el saco los calificó de
"descamisados".

A Crítica me llamabas vos, Alfredo, allí me ibas a buscar. De allí salía a las horas de almorzar
para hacerlo con vos o íbamos al cine en la sección vermut, una vez terminada la labor del día.
Cuando Salvadora se fue, pasé a Redacción donde hacía traducciones, epígrafes y la sección
Astrología.

De la Redacción fui a la calle de nuevo, despedida por segunda vez por razones políticas y
regresé once meses después, pero a la sección Correspondencia, cuya jefatura ejercí hasta mi retiro.

Desde los balcones del diario mi mirada provinciana recorría sin prisa la Avenida de Mayo.
Calle plebeya para algunos, que jamás se asomaban a sus veredas arboladas. Solamente lo hacían los
hombres, los políticos, para visitar a algún diputado del interior en el Castelar. O por las noches, con
sus señoras, para asistir al Teatro Avenida, cuando alguna buena compañía de zarzuela o baile
español recalaba en el teatro que administraba el gallego Manuel Silva, víctima pertinaz de nuestros
pedidos de localidades gratis.

No me cansaba de observar el modo cómo los plátanos se deshojaban en otoño, dejando


alrededor de los focos de luz una o varias ramas con todas las hojas, que a veces perduraban hasta en
invierno, un tanto mustias pero amparadas por el calor que daban las luces. Un copete de hojas
rodeaba cada foco y mi empecinamiento en hallar la razón de ese hecho topaba con la indiferencia
lógica de los porteños. ¿A quién se le ocurre? ¿Y qué te importa de las hojas? Y dale, che, será una
casualidad. Este año no ha habido fríos fuertes, será por eso. Los fríos fuertes yo los sentía, pero las
hojas seguían ahí.

Avenida era para mí la prolongación de la provincia. Calle de agencias de lotería, peluquerías,


casas de ropa de hombres, hoteles, y teatros y cines para españoles. ¿A qué iba ir uno a esa calle? ¿A
perder tiempo mirando pasar la gente como hacían los bulliciosos gallegos desde las mesas servidas
en las veredas? Y en una gran ciudad el tiempo no se pierde. Cada cuadra de Avenida tenía su barra
regional, o futbolística o ideológica. Allí conocí a Manrique Martínez, que se sentó noche a noche
durante más de treinta años en la misma mesa con los mismos amigos, menos el día domingo que el
hombre se oxigenaba en la cancha donde jugaba River o se iba al Tigre a remar en el Hispania del
que era socio fundador. La gente de los diarios también merodeaba por sus cafés y tenían sus lugares
de reunión los de La Razón, La Prensa, Crítica, Herald y El Sol. Buena fe de ello nos daría
Mastronardi, el poeta, al que era posible encontrarlo a cualquier hora de la noche avanzada en la
misma mesita del mismo café.

En Crítica conocí a Eglé Quiroga, mantuve charlas interminables con los compañeros de
Archivo, de Redacción, de Expedición, de Personal, de Clasificados, de Corrección, con Agosti, con
Puiggrós que, escondido del peronismo en un principio, utilizaba mi máquina de escribir, con Luis
Murray, que vino recomendado del anarquismo a la Vieja y que luego se hizo poeta exquisito y
peronista de derecha, conocí al dulce, peludo y feroz Horacio Rega Molina, también convertido al
peronismo, y por ello sepultado y execrado, al gordo Petrone que tenía una amiga inglesa cuyas
cartas le traducía, al magnífico gallego Clemente Cimorra, gran compañero de generosidad infinita, a
Saravia Olivieri, que dando vuelta mi escritorio consiguió sacar del primer cajón los papeles
peligrosos que había dentro tras un precinto puesto por la policía, al gordo Andreu, radical
empedernido que nos contaba cuentos espeluznantes de la morgue del hospital donde trabajaba y que
fue uno de los pocos que defendieron Crítica cuando fue atacada por la policía y los nacionalistas, a
Auselia Balzola, muchacha de barrio de corazón débil, siempre engañado pero siempre optimista, a
Sarita Madrid que soñaba con tener un chico propio y todos los meses tejía batitas en la oficina
mientras esperábamos la hora de despachar la correspondencia, a Tony Hiller, alma descosida e
imprevisible que nos trajo la guerra...

Por Avenida de Mayo salíamos en bandada en los atardeceres y por la Avenida 9 de Julio
marchaba caminando hasta Lavalle y Reconquista donde vivía al poco tiempo de casada, o hasta la
Icana o la Alianza donde aprendí a leer a Eliot o a Valéry, o hasta Retiro cuando ya vivía en la casa
de Nuñez.

ALFREDO, TE CUENTO

Cuando pienso en la literatura y a pesar de saber de qué modo fluye en mí, a causa de los
desacuerdos afectivos, no puedo menos de formularme un programa: "El que escribe es vigía
destructor de mitos, ojo avizor hacia el movedizo bosque de Dunsiname". Aunque el bosque acabe
triunfando sobre Macbeth y sus faltas. Pero de verdad me hubiera gustado, como te decía antes, pulir
cada palabra hasta hallarle su significado último y que cada una dijera realmente lo que intenta decir.
A vos, como programa, el de "destructor de mitos" que yo acunaba con persistencia te parecía
absurdo. Y creo que tenías razón. Porque, ¿qué mito destruyo yo tratando de exponer
minuciosamente mi manera de ser? Vos no encarabas así la tarea del escritor, sino como intérprete de
belleza, de angustia, de verdad. ¿Visión o misión? Me hablabas mucho de esto y yo te escuchaba,
Alfredo, sin animarme a exponerte esto que ahora te digo. Lo que yo creía mi verdad. Vos tomabas
la cosa con seriedad -traducías, tenías la editorial-y hacías lo que te proponías, hacías algo "salga
pato o gallareta", mientras yo... mis programas eran en el aire y nada de la paciencia infinita del
diario agacharse sobre la hoja de papel. Sé que es bien cierto que por los frutos ha de verse el árbol,
pero como resumen creo que me ha faltado capacidad. Es más fácil creer eso. O pienso que distraje
mi vida en la búsqueda de afecto y eso me costó mi calidad de escritora.

De todo esto es en realidad de lo que quería siempre hablarte. Vos creías en mi capacidad.
Sólo a vos debo pues explicártelo todo. Como vengo explicándotelo. Reiterándome. ¿Acaso importa
mucho todo esto de la literatura?

¿Recuerdas a Eglé? Por ella tuve un afecto limpio, desprovisto de toda adherencia.

Me veía entrando, por la mañana, a lo de Eglé Quiroga. Se levantó a abrirme y se volvió luego
a la cama. Sobre esa cama hay un arrugado pijama de hombre. Eglé siguió mi mirada y comenzó a
hablar. A llorar. Dios mío, ¿por qué llorar? Lo hacía con lentitud resignada. Y mientras, explicaba,
pensando tal vez en alguna actitud mía de rechazo. Te quiero aclarar -decía-, antes que nada, para ver
si querés seguir siendo mi amiga después de que te lo cuente. Este pijama es de mi amigo; también
tengo relaciones con Julio, el de la oficina; no te asombres, vos sabes que me casé muy joven.
Intentaba proseguir el relato. ¿Y a mí qué? ¿Acaso yo le pedía cuentas? A mí todo eso me parecía
muy bien, pero muy bien. Alzaba cierta admiración y un confuso deseo de imitarla, eso era todo. Yo
también tenía mis fichas. Me parecía importante lo que hacía y también saber que mi amistad hacia
ella era desinteresada. Por primera vez en mi vida tenía a mi alcance un ser humano que leía, que
sabía pintura, que con su diaria conducta trataba de ser hermoso y verídico. Nada me impulsaba al
deseo, mucho a la protección. (Vos, que no sólo me conoces a mí sino también a fondo la vida
provinciana, podes ponerte en mi situación de recién llegada que se interesa por el Arte, en aquellos
años que recuerdo. Así se explica mi solicitud hacia Eglé. ¡Alguien con quien compartir cosas! ¡Un
hallazgo inigualable!)

Eglé Quiroga tenía una especie de serenidad que le venía de repetidas experiencias negativas.
La misma serenidad con que echó pastillas de dormir en la taza de color naranja. Mucha cantidad de
pastillas. Como su padre un año antes. ¡Cuánta firmeza en esa pequeña cabeza rubia! Y qué afanosa
decisión de evitar complicaciones a los demás. "¿Cómo voy a hacer, compréndeme, para decirles que
estoy enferma?" Yyo, para que no se matara, inventaba un viaje al Uruguay, cualquier cosa. Anda,
cúrate allá y luego volvés. Sonreía. "No sos vos la enferma -decía-. Estás en la otra orilla: la de la
vida." (Vos, Alfredo, por ese entonces, eras mi novio de pensión. Me acompañaste al juez para
recuperar la carta que me dejó y que sólo se refería brevemente a su "cansancio" y, con frenético
pudor, a la película que había visto la tarde anterior. "No me gustó; no sé qué le viste vos." ¡Cuánto
te agradecí, entonces, tu compañía!)

Ella salía con sus amigos y yo con los míos, con vos, o con el viejo González Trilla, a los que
no conociste. Luego nos reuníamos para cambiar confidencias, como todas las mujeres. Eglé no
hallaba reposo, siempre estaba buscando el goce y sabía darlo, o al menos me lo decía. "Es tan
escaso, hay que aprovechar." Yyo, de mis experiencias, que no llegaban a la cama, no extraía más
que orgullo, tonto orgullo de provinciana en libertad. Mientras que el deseo, como más tarde lo
supiste, otras criaturas me lo inspiraban. (Ni vos, que en aquellos días te esforzabas por llegar a algo
concreto conmigo, ni ella, conocieron algunos episodios de mis andanzas en libertad y de los
maltrechos logros que extraía. Aquí te contaré uno.)

A la pensión donde vivo me viene a ver un escritor de segunda categoría y de dos apellidos.
Viene en representación de una asociación de escritores a la que estoy vinculada desde mi provincia.
La asociación se llama AIAPE, y es de izquierda; me parece que de sólo ser miembro ya tengo
mucho de ganado en la militancía. Salgo con el escritor a tomar un café, otro día a cenar. Por debajo
de la mesa mi acompañante me arrima las rodillas. No siento nada, pero le dejo seguir su maniobra.
Terminamos subiendo las escaleras de un hotel de poca categoría en la calle Paraná, que por mísera
casualidad se llama Entre Ríos. Acabo llorando sobre la cama grande ante el asombro de mi
acompañante: "Pero parece que fuera la primera vez -me comenta entre sarcástico y desilusionado-,
¿no me habías dicho que tenías un amigo?". (Yo te había inventado de amigo, aunque todavía no
hubiéramos intentado nuestras desastrosas experiencias íntimas. Era, sí, la primera vez. Era mi
manera complaciente de ingresar a la izquierda intelectual. Después de ese intento fallido el escritor
de los dos apellidos desaparece.)

Cuando regreso a la pensión me creo dueña de una experiencia sensacional, transformo el acto
desgraciado en una aventura de película. Me doy una ducha caliente, me miro, pienso que las puertas
de futuras experiencias me aguardan bien abiertas, silbo, me siento valiente y gloriosa.

BUENOS AIRES TRES


Esta vez desde Avenida San Martín viajo hasta Juncal. Voy a bañarme a lo de Botana ya que
en el Instituto del Cáncer, donde trabajo, no hay más que agua fría. La China Botana y sus amigas
me burlan un poco. Soy una provinciana. Me paso saliva por las cejas y eso las asombra. Las miro y
comprendo la elegancia porteña. No la comparto. Trabajo, como digo, en el Instituto del Cáncer. Me
dan alojamiento y comida durante tres meses, luego sueldo. El asunto no da para mucho pero me
interesa. Estoy en sala de mujeres. Tomo la temperatura a las enfermas, les distribuyo las aspirinas,
vierto en un embudito, hacia su tubo digestivo, el té que reclama una operada de esófago. Cuando se
anotician de que soy maestra me sacan de sala y me ponen en oficinas a recopilar datos estadísticos,
a atender ventanillas. Nos divertimos mucho a toda hora y en todas partes. Somos jóvenes, nada nos
achata. Hace frío y el uniforme obliga manga corta; nos resfriamos, usamos capa azul con revés rojo,
tocas blancas. Es la hora de comer y lo hacemos en una larga mesa en un comedor soleado con
ventanales chicos y cortinas florales, al estilo inglés. Quien nos dirige viene de aquel país: Miss
Annie Williams, a la que nosotros llamamos "matrom" y tratamos con sumo respeto, aunque detrás
suyo se murmure incansablemente. Es una inglesa rechoncha y bonachona, pero que sabe ser
enérgica cuando el momento lo exige. Nos trata con toda la equidad posible y nos plantea las cosas
cara a cara cuando es necesario. Se está cómoda con ella, que ha organizado esta primera escuela de
nurses con el doctor Roffo. Nosotras mismas nos llamamos obligatoriamente así: nurse Montaña,
nurse Mallaina... "che, estúpida, pásame esa venda". Hay muchas chicas de nombres extranjeros, son
más decididas y van más a lo seguro que nosotras, tienen menos prejuicios, toman terriblemente en
serio todas las cosas. Dormimos de a cuatro por pieza en una camaradería que es alegre o a mí me lo
parece. Veo apenas las rivalidades, todas hablan de amor en forma incansable, contándose sus
peripecias, se peinan, compran ropa, se aplican ventosas cuando están engripadas. El tiempo me
sobra entonces para lo que tengo que hacer: mirar, conversar, ver, gastar los primeros pesos que gano
por mí misma aquí. Engullimos sin mesura, a todas horas del día: abundantes desayunos con
tostadas, refrigerios a las diez, en las salas, comidas sabrosas que la lectura en voz alta de los jueves
no logra arruinar del todo, tés con mermelada, cenas tempranas de las que nos escurrimos enseguida,
volando por las calles de Devoto hasta la estación, hasta los ómnibus o tranvías, hasta las esquinas
con novios y oscuridad propicia, hasta las once en que indefectiblemente tenemos que estar adentro,
excitadas, parlanchinas, saludables, para emprender al día siguiente la lucha con los cancerosos que
salen de allí mal zurcidos para morirse, o se mueren ante nuestros ojos a pesar de una roentgenterapia
o de una radiumterapia, cuyos éxitos nos enorgullecen a todas. Me siento importante, creo que haré
una gran carrera, pero a los cuatro meses ingreso a Crítica, llamada por Salvadora Botana a ocupar
un puesto que queda vacante.

Herminia Brumana, tan llena siempre de buenas intenciones, tan ávida de vida, me había dicho
una vez, hace cientos de años: "Ande por la calle y mire viendo". No sé si el castellano era perfecto,
pero sí que el consejo fue eficaz. Era lo que yo procuraba hacer cada día. Tal vez porque siempre me
gustó callejear, mirar, ver. Como dice Pavese: "Nul altro chiedo alia vita sinon che si lascia
guardare". Buenos Aires es hermosa porque aquí está el amor, porque aquí está la libertad. Vagamos
por las calles en busca de los cines, de los carteles luminosos. Voy del brazo, con un muchacho a
cada lado, sonriendo por la calle Corrientes, como siempre. Otros sábados la recorremos íntegra, es
decir desde Callao hacia el bajo, en abultada barra. Nos reunimos en lo de Teba Bronstein, Tucumán
al 1600, discutimos política, hacemos colectas para el partido, fumamos. Otras veces el punto de cita
arranca desde el mismo Callao. No tenemos mucha plata, pero sí ilusiones, proyectos, búsqueda
sentimental, creencias, anhelos artísticos. Todo es motivo de comentarios. Bajamos lentamente hacia
Florida, vagabundeando, riendo, bromeando, tratando de crear alguna vinculación más íntima. Yo ya
estoy casada. Escucho las confidencias de las demás, me entusiasmo con alguna mujer del grupo, me
dejo cortejar por alguien. Vamos al cine. Comemos en Corrientes once, o a la vuelta de allí, bifes,
milanesas con queso, ensaladas de fruta. Todos trabajamos, cada uno se paga lo suyo. Otras veces
hacemos reuniones para pasar discos, para comer y bailar, en las que se paga entrada, siempre a
beneficio de alguna comisión subsidiaria del partido. Algunos que vienen de viaje de las soñadas
regiones donde "todo va muy bien" nos dan charlas ilustrativas. Discutimos las líneas a seguir y no
seguimos ninguna. Cualquier objeción es siempre sospechosa, cuando la cosa va en serio y viene
"alguien" a escuchar. Nos sentimos creadores de futuro mientras buscamos uniones legítimas, o
trabajos más productivos o viviendas con menos cucarachas. Es asombrosa la cantidad de cucarachas
rubias que hallo en la primera pensión que habito en Buenos Aires. Todo el centro está plagado de
cucarachas. Las pensiones de Buenos Aires son todas iguales. Marcos Denevi las describió muy bien
en Rosaura a las diez. Como en el libro, nos reunimos allí tipos de diversa laya: estudiantes,
provincianos en busca de porvenir, extranjeros pobres. En la nuestra hay un tapicero húngaro que
tose, lee, me regala encuadernado Los cuarenta días del Musa Dagh, la historia de la represión
armenia, y acumula sus centavos sin pausa ni tregua, como la estrella, según reza el lema del Teatro
del Pueblo. También vive un motociclista acrobático, Belger, mitad alemán y mitad italiano, que
llama "brif" a las cartas y tiene a Margot, su señora, una brasileña que se acuesta con quien encuentra
a tiro y gracias a eso me proporciona las primeras caricias intensas y desprovistas de culpa que
recibo en Buenos Aires. También hay en la pensión estudiantes de Misiones, una pintora rumana,
una dueña gorda, fabulosa, musical, que cela a sus pensionistas, combina amoríos y a veces cocina
muy bien. Como ha sido secretaria de Martínez Cuitiño, el dramaturgo, se realizan a veces cenas
"importantes", a las que él concurre y donde se toca la guitarra o se escuchan discos. Para los
pensionistas, éstas son verdaderas fiestas. Te veo, Alfredo, en la foto de una de esas fiestas, erguido
en el fondo de todos, desdeñoso, atildado, alemán, superior, siempre de anteojos. Se vivía la guerra
de España, las diferencias políticas con los demás nos ensoberbecían. Con vos compartía el ámbito
cultural de aquella pensión de la calle Sarmiento. Leíamos mucho. Tu futura carrera te hacía presa
tentadora para alguna cordobesita entusiasta de Buenos Aires, protegida por la dueña, la señorita
Emilia. Y como era la cultura la que nos reunía a nosotros, como digo, vos salías acompañado de
ella, y de otros concurrentes más dispuestos, y asistían a grandiosas ravioladas de las que
invariablemente volvían alcoholizados y ruidosos, arrastrando a nuestra robusta ama, siempre vestida
de negro manchado y con un falderito pegado al ruedo del vestido. Yo rabiaba. No me explico cómo
a Osvaldo Rossler le puede gustar Flores. Tal vez sea porque siempre voy a ese barrio por obligación
y no por placer. No tengo amor en Flores, sí en Barracas, Nuñez o Palermo. Sin embargo, en mi
primer viaje a Buenos Aires me hospedo en Flores, en la misma casa adonde voy a veces por deberes
de familia. De esa casa salgo en dirección al Piñero, caminando por Varela. Llevo una bolsita con
manzanas para mi hermana que está recién operada. Maldigo el calor, los sucesos que hieren a otros
seres más desvalidos y hasta la gente de la calle me parece fea y ordinaria. Cuando tomo el colectivo
de vuelta me siento liberada. Hace más de treinta años que aquí en Flores me siento ocasionalmente a
la misma mesa, ubicada en el mismo lugar, con la misma soda y el mismo vino que en otras partes
me calientan el espíritu con una idea de familiaridad y compañía. Aquí me pudren. Todo me pudre y
me deprime. Distintos familiares rodean la mesa. Llamo "hermano" a mi primo, como hacen los
provincianos entre sí, porque lo pienso primitivo, bruto, hincha de Boca, cornudo. Yo también he
sido hincha de Boca, o decía serlo. Pero este tipo me carcome el alma. Lo conozco hace años. Le
daba clase en la galería de una casa de madera montada sobre pilotes en el puerto de Ibicuy. Era un
lindo chico que metía palos en los traseros de los gatos o los perros mansos, agarraba moscas y les
arrancaba las alas. Total, cosas de chicos, pero a mí, que era su maestra, me sublevaban. "Si me
quitan el vino y las puteadas, me quitan la vida", dice ahora el tipo, cuyas sienes blanquean. Miro su
chomba colorada abierta y me sigue empachando. Aquí vivía mi hermana y he concurrido a fiestas y
me han celebrado aquí mi comida de bodas. "Vos sabes, la mayonesa me llevó ocho huevos y los
pollos costaron bastante, pero a Dios gracias podemos hacerlo y nos damos el gusto." Es mi tío
político quien habla. Mi flamante marido está a punto de bostezar, es extranjero, entiende poco el
castellano, y no bien termina el almuerzo me invita: "Vamos a la calle, tengo que ir a algún lado a
afeitarme". Salimos, esta vez Flores me parece un poco mejor, pujando por salir del bañado, por lo
menos hacia donde vamos caminando, la Iglesia de la Medalla Milagrosa. A dos cuadras de Avenida
del Trabajo ya recorremos calles de tierra. En ese entonces, cuando me casé, mi primo Lilo, al que
ahora llamo "hermano", tiene sólo catorce años. Recién estrena pantalones largos, comprados con la
mitad de un crédito de cien pesos con el que me visto semestralmente en Gath y Chaves. Me alcanza
con cincuenta para lo que tengo que comprar y le vendo los otros cincuenta a mi tía. Es decir,
cuarenta y cinco, porque Gath y Chaves descuenta el 10% y el crédito es de cien. La acompaño a la
tienda y le probamos al nene los pantalones. Mi tía le abrocha la bragueta. Está espléndido: traje gris,
pelo engominado, apellido francés. Todo viste y desencadena a la postre este bruto que ahora me
dice: "Ah, yo no le tengo paciencia a la vieja porque es mala, vos sabes, siempre ha sido mala, es de
mala entraña como la tía Tuca, que dominaba a las demás hermanas desde su cama de paralítica.
Pero conmigo no juega esta vieja hija de puta, yo le doy un buen sacudón si se me hace la otaria
cuando tengo que ponerle la chata. Ah, sí, yo no tengo paciencia con los enfermos, yo la interno si
esto dura mucho. Tampoco mi mujer puede agotarse, atiende el kiosco y a los chicos, cocina, es
demasiado. Ya nos turnamos todas las noches para cuidarla. Y yo tengo que madrugar al otro día;
mucho más no voy a aguantar, no te creas". Rivera Indarte. Paseo por los pasajes del barrio, recién
llegada a Buenos Aires. Dos policías en bicicleta nos piropean, chocan uno con el otro, se van al
suelo. Reímos estrepitosamente y ellos se alejan indignados, como, en una opereta, por las calles de
Flores.

LA PROVINCIA
Luisa me había preguntado si la foto en la mesa de luz me daría miedo. Era una foto ampliada
desde la que aquel hombre miraba con sus ojillos penetrantes de siempre. No, las cuentas estaban
saldadas. No me daría miedo. Había pasado mucho tiempo desde aquella desgraciada explicación, en
la que él me había pedido que cesara de dirigirme a Luisa en la forma excesivamente afectuosa en
que lo hacía. Ahora yo llegaba a Gualeguaychú de paso para mi pueblo y acababa de enterarme de
que Carlitos había muerto.

Leí un rato, y cuando oí apagar la luz del otro cuarto apagué la mía. No era prudente que la
visitante conservara la luz luego de que las dueñas de casa la habían apagado. Me dormí casi
enseguida, en esa cama de matrimonio en la que la mujer de Carlitos no quería dormir más. Soñé.
Soñé que dejaba recostar mi mejilla sobre la de Luisa, sobre aquella piel tan pálida y tan suave, y que
su cabeza reposaba luego en el hueco de mi cuello y del hombro.

Me desperté casi contenta, aunque la sensación de cosa terminada persistiera. Era como si a la
vez sintiera un alivio, como cuando me acostaba luego de dejar bien arreglados mi cuarto y mis
papeles, o como cuando dejaba pagas todas las cuentas del mes. Entonces, por el momento, había un
intermedio de tranquilidad. Así era ahora, Carlitos había muerto, Luisa iba a casarse; trabajaba,
mientras tanto, en dos empleos. La casa en que vivían era cómoda, los muebles, nuevos; había
cueros por el suelo y sobre las camas y calefón eléctrico. Pensé que cuando regresara a Buenos Aires
iba a romper la mayoría de las fotos que conservaba de Luisa. Guardaría sólo unas pocas, para
precipitar los recuerdos en momentos melancólicos. Al levantarme me alegré de que hiciera un día
espléndido. Sin duda, el colectivo hacia mi pueblo saldría a las diez, como había prometido, pues el
sol tempranero secaría bien los caminos mojados por la lluvia de la tarde anterior.

Cuando el colectivo tomó la parte asfaltada del camino que salía de Gualeguaychú, pensé que
nunca más volvería. Nunca más.

Luisa se conservaba casi como antes. La cara un poco más llena, pero la cintura fina y la boca bien
delineada, llena de pequeños gestos de orgullo y de pudor. Yo no recordaba haber visto una boca
más hermosa y prometedora que aquélla. Su dueña sabía bien lo que quería, sabía hacerse respetar,
sabía imponerse, aunque enrojeciera a la menor mención de todo lo que constituyera su intimidad.
Por ejemplo, ni una vez había mencionado el nombre de Carlos ni se había referido a su muerte para
nada.

Era evidente -ahora lo reconocía- que Luisa había sido la mejor obra de aquel hombre. Y él había
tenido razón en no desear que su obra fuera destruida. ¿Pero es que yo había realmente significado el
peligro de destruirla?

Alzaba por ese entonces mi adolescencia confusa, de corbatones y comunismo, en rechazo


absoluto de la familia, como corresponde a la edad. Y al salir del ámbito familiar para ir a rendir las
equivalencias del bachillerato a Gualeguaychú, me había parecido que tocaba el cielo de la dicha,
que me sentía comprendida por Luisa como hasta entonces no lo había sido nunca. Fuera de las
compañeras del colegio, lejos del ámbito de las primas, aparte de la, hasta entonces, total confidencia
con mi hermana. Allí, allí estaba "el alma gemela". Contemplado desde lejos, con el transcurso de los
años, me parecía irreal que aquel sentimiento pudiera haber albergado tanta dicha y tanto dolor. Pero
así son las cosas cuando se tienen diecinueve años. La obra de aquel hombre había dado sus frutos.
En aquella casa se notaban ahora los pequeños hábitos impuestos por Luisa y que, indudablemente,
no habían sido patrimonio de su familia, como no lo eran de la mía, por ejemplo. Estos hábitos
habían nacido de las enseñanzas de Carlitos y de la vida de estudiante de Luisa en Buenos Aires, y
surgían de los viajes, del contacto con otra gente, del anhelo de modificar, con más belleza, con más
lujo, la situación familiar de origen. Generaciones que habían viajado con anterioridad ya los tenían.
O que poseían, desde antes, mayor libertad económica. Tal era el caso de la familia de Carlitos,
donde la presencia de varios profesionales estaba indicando una posición distinta. Luisa, en cambio,
los había adquirido, como yo misma, a lo largo de mi vida.
Poner bandeja debajo del mate y del calentador, saber servir el té, batón para levantarse de la
cama, que yo había visto luego colgado en el baño, buen talco y agua de colonia, ofrecidos con
naturalidad cuando entré a darme la ducha, turbante bien puesto sobre los rulos de la noche, bolsas
de celofán en los roperos y un orden amable en los estantes... Toda una técnica de pequeños gestos y
usos, risibles de enumerar para ciertas personas, pero que completaban, al adquirirlos, aquella simple
cordialidad de las sábanas frescas y la comida buena, siempre listas en las casas provincianas para
agasajar al recién venido. Era una técnica que había que aprender -la de los accesorios y las maneras-
y que halló en Luisa buen campo donde florecer. Había nacido de la enseñanza de aquel hombre y de
la aprovechada observación. Pero estas cosas no hubieran prendido sin tierra propicia y deseos de
asimilación, pues por sobre Rosa, la mujer de Carlitos, y hermana de Luisa, habían pasado sin
mejorar mayormente su exterior ni su conducta, ni su ubicación frente a los seres y las cosas. En
general, la gente no quería aprender. Era más simple dejarse estar en cualquier rutina. A menos que
la propaganda o el estímulo de la charla vecinal fueran imponiendo la adquisición de objetos de
diferenciación y prestigio: heladeras, televisores, radios portátiles y otros implementos. Era curioso
para mí observar cómo todas las mujeres que apreciaba se habían elevado sobre su ambiente.
Curioso, pero lógico. "Conflicto de generaciones", como estaba de moda decir. De aquel ambiente
romanticón de familias fundidas cuyas "buenas maneras tradicionales" era cuestión de orgullo
conservar, habían surgido a otro nivel donde se actuaba con más desprendimiento financiero, en
medio de mayor abundancia de bienes y donde la "nota artística" era modernista, impresionista, con
algo de francés y un poco de americano, en lugar de aquellas naturalezas muertas de pescados y
aquellos tomos de La Ilustración Artística que habían sido el patrimonio intelectual de las
generaciones anteriores. Y pensaba en mujeres porque era donde más evidente se hacía el cambio.
Los hombres seguían hablando de las mismas cosas y desde la primera conscripción hasta ahora su
exterior e interior poco habían cambiado. Se los seguía preparando para dirigir y para mirar las
piernas de las señoras. En cambio, ni las mujeres que había conocido ni Luisa tenían nada que ver
con el resto de sus familias, nada sino recuerdos de travesuras, de sueños adolescentes y comidas
comunes. Y sin embargo, pese a que todas lo sabían y eran lúcidas para juzgar a los que las
rodeaban, el cariño y la sensación de deber hacia ellos permanecían intactos, o eran aun mayores.
¿Era esto simplemente una cualidad de mujer o indicio de una superioridad sobre los demás de su
ambiente, o signos de que amaban y odiaban el pasado mezquino? ¿O una muy femenina asunción
de responsabilidades? Era difícil de aclarar, pero estas gente así liberadas, como yo misma creía
serlo, trataban de hacer a los demás la vida cómoda, trataban de ayudar. Era fácil de reconocerse en
una serie de sobreentendidos comunes difíciles de explicar. El pudor y la mesura requeridos por una
buena convivencia -pensé-. Quizá toda la regla del saber vivir estaba solamente en eso: discreción.
Cosa que estaba casi siempre excluida de la vida provinciana.

El pensamiento en estas cosas me alegró. Se notaba que Luisa conocía su camino y conduciría
su vida con eficacia. No quedaban restos del pasado ni otro vínculo conmigo que una cordialidad
amistosa y sincera. Buenas maneras. Esto era lo que daba esa sensación de cuenta saldada.

Aunque le oía decir a Luisa que no creía en nada ni en nadie, era indudable que, como
profesional, creía en la ciencia y esto era ya un camino de perfeccionamiento. Luisa era bioquímica.
¿Qué no ha de poder hacerse con una dieta adecuada? Criar niños hermosos y sanos que no
ofrecieran desencuentros sociales y cuyas hormonas segregaran con corrección, evitando toda fisura
temperamental. ¿Acaso de un físico bien atendido, como correspondía hacerlo a una bioquímica, y
de una psiquis debidamente observada por alguna profesora de psicología no podían surgir
maravillas?

Ojalá yo hubiera podido detenerme en esta creencia en la ciencia, sin torturarme más. Pero los
caminos eran diferentes. Yo había elegido la literatura. ¿Por qué? Quizá porque no podía hacerlo de
otra manera. Luisa recogería los frutos de su labor en todos los órdenes, aun cuando ingresara en la
vida doméstica: tendría hijos hermosos, leería algunos libros, sabría desechar, como insanos, los
pensamientos retorcidos y difíciles. Yo, mientras tanto, sólo miraría mis manos vacías. Este vicio de
la lectura y la escritura y el cultivo del jardín. Sabía, desde ya, que eso sería lo único que me restaría.
¿Quizá, cuando se secara el cauce de la experiencia sentimental, habría paz? Un paso ya había sido
dado con esta noche pasada en Gualeguaychú. No volvería más, pues era inútil pensar que aquello
regresaría desde el pasado. Sólo el resquemor y la cicatriz de una herida cerrada. Y algún
precipitante de recuerdos en las fotos que quedan en cajas de zapatos.

¿Pero es que en realidad el paso había sido dado al alejarme, o es que había quedado parada en
la esquina mientras la vida de Luisa seguía por otro rumbo?

Sé leal ahora con vos misma y confiesa que no había otra salida que marcharme. Como antes, como
cuando tenía diecinueve años y Carlitos había dicho: "El modo como usted se dirige a Luisa es el de
un hombre hacia una mujer y a mí eso me da asco, tanto asco como ver dos chicos besándose; no lo
puedo aguantar. Quizá usted no se conozca a sí misma... Pero prefiero que esto termine".

Y así había, en realidad, terminado, ya en aquel entonces.

EL AMERICANO
Creí que casándome me tranquilizaría y me hundiría irremediablemente en la bienhechora vida
de la gente común. Pero no habíamos tenido hijos y no me había entendido físicamente con mi
marido. Aquello había sido un desastre. Sin embargo, llevábamos ya muchos años. ¿Y por qué no me
arrancaba de esta situación? Por lástima, pensaba yo. ¿Qué hará mi marido sin mí? (¿Qué hará José
sin mí?) ¿Quién le coserá las medias o controlará semanalmente que no se pierda ninguno de sus
quince pañuelos? Además, era probable que mi marido se diera totalmente a la bebida. No necesitaba
más que un pretexto para emborracharse. ¿Yqué mejor pretexto que el que yo lo hubiera
abandonado? Mi marido era -como todos los maridos— un chico y, como todos los chicos, el colmo
del egoísmo. ¡Ah, cuando yo y otras señoras nos juntábamos para quejarnos tiernamente de nuestros
maridos! ¡Qué cómoda sensación de inviolable seguridad burguesa me embargaba! Todos los
maridos eran iguales. Preferían las películas de cowboys o pistoleros a las "buenas". Es claro que las
"buenas" de las otras señoras eran aquéllas en las que se lloraba a gusto. Y además desacomodaban
las pilas de camisas en el ropero con una solidaridad que parecía gremial o preparada de antemano.
Pero ahí estaban las señoras para subsanar esto. ¿Acaso yo no arreglaba todas las noches -aun
aquéllas en que llegaba tarde a causa de las reuniones literarias o de partido- el pantalón en la silla,
de modo que no se arrugara demasiado?

Sentir esa fraternidad en la desgracia de las señoras pequeño-burguesas me reconfortaba.


Hubiera querido ser así, solamente así. Con esa idea me había casado. Para terminar con las
tentaciones y experiencias. No había resultado. Ahora había que buscarle una solución.

Mi marido trabajaba de noche, los días de fiesta, o a veces se hallaba en gira por el interior con
su parquecito de diversiones, y era eso lo que me permitía ambular por la calle Corrientes, como lo
había hecho de soltera, durante los primeros tiempos de casada. Y también esto me permitía siempre
mis búsquedas afectivas en los ambientes que iba frecuentando. Sábados y domingos eran míos, para
gastarlos con las amistades que me atraían. El resto de la semana trabajaba, atendía los quehaceres
domésticos e iba a clase de idiomas. Lo único que no hacía, sino muy ocasionalmente, era escribir.
Lo hacía a ratos, en forma eruptiva, como ciertas fiebres estacionales. Este tipo de vida conyugal
facilitaba a mi marido la frecuentación de boliches y cafés; a mí, otro tipo de frecuentaciones, entre
las que te incluías vos, Alfredo, tus charlas y la delicadeza con que me besabas las manos en el taxi
de regreso a casa. Y aquellas otras que no podía comentar.

Cuando mi marido volvía a casa yo estaba generalmente dormida, sus urgencias me


molestaban. Toda mi buena intención no lograba darme un ápice de placer, ni tampoco sus buenos
propósitos. Vivíamos en una camaradería a ratos amable, en otros, hostil, según funcionara nuestra
inestable tolerancia. Un extranjero es un extranjero. Se siente mejor en su clan, hablando bien su
idioma, bebiendo, sobre todo, sus bebidas. O las del país. La mujer de un extranjero está siempre
recelosa. En mi caso me sentía incapaz de integrarme a los americanos que nos frecuentaban,
máxime que ninguno era intelectual, pero la vinculación conyugal era cómoda y por eso sobrevivía.
Esto lo pienso ahora, pero al principio creí sinceramente que el matrimonio con un hombre sano me
devolvería a un modo sano de vivir. A los pocos meses, y transcurrida la breve estancia de Florencia
en Buenos Aires, ya había iniciado, sin embargo, mi relación con José. Esta relación simultánea a
mis salidas con vos, fue tan larga como un romance antiguo, gracias a la timidez e inexperiencia de
José, ante la cual mi propia timidez desaparecía. Fui audaz en iniciarlo, perseverante en la búsqueda
del placer para él y para mí. Lo recibía en mi casa una vez a la semana, antes de mudarme a la suya,
o los sábados de tarde, pero sin que en sus muchas visitas fuéramos directamente a la cama. Por el
contrario, lo que más hacíamos era charlar, tomar té, beber una copa, ensayar algunas breves caricias
sin trascendencia. Con vos, Alfredo, me veía, por ese entonces, a la salida del trabajo, o en los
mediodías en que almorzábamos juntos. Pienso que realmente me debías de querer para aceptarme
las fugitivas citas que nos reunían. A medida que pasó el tiempo nuestros encuentros se espaciaron,
máxime cuando fui a vivir a Nuñez.

¿Y entonces cómo sucedió lo que sucedió?

ANGÉLICA
-¿Vamos a caminar un poco? -decía Angélica en ese momento.

-Vamos.

Echamos a caminar por el parque. Se le ocurrió atravesar por entre el yuyo alto con el
resultado de que abajo había cardos recién brotados y no se pudo eludirlos sino luego de varios
pinchazos. Salimos hacia un sendero. Caminábamos despacio. Era un poco tarde.

Si consiguiera desviar lentamente a Angélica hacia la salida, quizá llegara a tiempo para estar
un rato con José y decirle unas buenas palabras llevándole mi compañía, ya que estaba enfermo. Pero
era mejor no pensar en eso. De todos modos, ya era difícil arreglarlo.

Lentamente fuimos rodeando el parque. En la parte de los jardines había mucha más gente que
había ido llegando al promediar la tarde. En uno de los lados, unos muchachones jugaban al fútbol en
una cancha improvisada. Por allí cerca nos sentamos sobre un tronco para mirarlos.

Tres muchachas llegaban con provisiones y dos botellas de cerveza buscando dónde ubicarse.
Titubearon un minuto al vernos, pero luego, entre gritos y risas, se colocaron junto a unos árboles y
cerca de los jugadores de fútbol. Una de ellas cambió su pollera por unos pantalones mientras las
demás le hacían pantalla, aumentando sus risas.
-Ves —dije estúpidamente—, gritan y ríen para llamar la atención de los muchachos.

-Sí, es el juego del sexo —dijo Angélica—. No me parece ni mal ni bien. Cada uno lo juega
con sus armas. Lo mismo haces vos.

-¿Yo? —me sorprendí—.

-Sí, vos —continuó Angélica lentamente y sin acritud—, coqueteando con todo el mundo,
jugando como esas muchachas, un poco ambiguamente, sin querer ver lo que tenés que ver. Es claro
que lo hacés mejor, porque sos más inteligente, pero en el fondo es el mismo juego. Y menos franco.
Por eso detesto a las mujeres intelectuales.

"Intelectuales." Ya había surgido la palabreja para despertar en mí todos mis propios ascos.
¿Acaso yo no sabía bien que era indigno todo lo que hacía? ¿Pero qué necesidad había de que
Angélica me ofreciera ese espejo de su opinión, en el que tan sin atenuantes me veía retratada? ¿Y
qué era lo que había que ver? "Sin querer ver lo que tenés que ver", me decía Angélica. ¿Lo que
había que ver era, pues, su cariño que tan íntegro me ofrecía?

Ya sería imposible recobrar la magia de un rato antes en ese parque de Lomas. Angélica seguía
alineando argumentos sin alterarse, con una abrumadora razón de ser sano, inclinado hacia las
disciplinas del espíritu.

-¿Para eso vinimos? -argüyó mientras avanzábamos lentamente por el camino de salida y de las
recriminaciones—.

Corté una espiga como recuerdo. ¿Recuerdo de qué? De la hermosura, de los verdes, de la
tibieza del aire... "Al menos esto nadie puede quitármelo. Ni yo misma", pensé corrigiéndome.
¿Porque acaso alguien me quitaba algo, o yo lo quitaba a los demás?

Cerca de la puerta, del lado contrario al que habíamos entrado, se leía un aviso que decía: "A
este parque no se permite la entrada de bicicletas ni de perros". En una armazón de madera, en forma
de pirámide alargada, había, calzadas, dos bicicletas, y debajo del armazón, transformándolo en
improvisada jaula, alguien había puesto un perrito blanco. Allí esperaba que sus dueños concluyeran
el paseo de esa tarde de sábado.

Subimos al colectivo sin cambiar más palabras.

Sentía que estaba a punto de llorar. Algo se había quebrado inexorablemente entre las dos, a
medida que Angélica, con calma, enumeraba sus justos reproches.

-Es que este parque está muy ligado con vos —decía—. En él he meditado mucho sobre nosotras
dos. Y ahora... todas estas cosas que he pensado se me vienen, sin remedio, a los labios.

Angélica no perdía la calma, pero ahora un dejo de amargura y sarcasmo le afinaba la boca.

-Si vos quisieras ver claro en tus asuntos...

Mis asuntos... Ver claro era -¿no es cierto?- abandonarlo todo y vivir con Angélica.
Llegábamos a Lomas. De ahí a Constitución, el subterráneo, Retiro, los árboles de la calle Ramallo.
En la estación, Angélica me dijo: "¡Hasta mañana!".
Estaba demasiado seria.

"Hasta mañana es un sustituto inevitable del adiós que seguirá", pensé. Y enseguida: "Esta
frase es enredada y cursi".

Me apresuré hacia la casa. Cuando entré la familia tenía visitas. Eran más de las siete. José, un
poco pálido (se había levantado de la cama), atendía distraído las conversaciones.

Marché a mi cuarto. Mi marido había salido a beber.

ALFREDO, TE CUENTO
¿Quién era Hilde von Denken? Nunca llegaré a saberlo. Como mujer de un norteamericano, al
igual que yo, frecuentaba los grupos de esta nacionalidad que vivíamos en Lavalle y Reconquista,
zona de bares bien propicia a las borracheras extraordinarias de estos extranjeros. Había quien bebía
todos los días y a todas las horas, como mi marido. Había quien se permitía la juerga cuando cobraba
y dilapidaba entonces su dinero convidando copas a todo un bar. Había yanquis y sureños que
disputaban después de cuatro whiskys sobre sus viejos agravios. No hay nadie como la negra que me
crió -decía Paul Perry-, pero los demás negros son una porquería. Mi marido asumía la defensa.
Hilde siempre callaba. Vivía con un norteamericano de origen alemán y sospechábamos que tenían
algo de espías. Aunque poco había que espiar en esa colonia de borrachines. Pero a veces recalaban
barcos de la flota de USA y hacia ellos íbamos en busca de marineros para traerlos a casa, como
hacían muchos americanos, y convidarlos con un bife bien hecho. Se estaba en plena guerra. Hilde se
movía entre todos con su pelo rubio y su hermoso cuerpo de pechos blancos y altos, que yo
envidiaba rabiosamente. Se decía que había sido bailarina, que era de buenísima familia como lo
atestiguaba su apellido y que había estado casada con un norteamericano que la trajo a estas tierras.
Aquí vivía con un nivel más alto que el que teníamos los demás; tal vez Baumann, su marido, tenía
más dinero, andaba en negocios de seguros, según se decía.

El viejo Sheridan no pertenecía a la colonia pero se agregaba a ella por comunidad de aficiones
alcohólicas. Dirigía un periódico religioso católico llamado The Southern Cross y a veces lo repartía
entre los católicos de la colonia, como eran mi marido y su hermano. Ese era otro de los temas que
motivaban discusión: protestantes y católicos. Ni el hecho de estar juntos, pero perdidos en un país
extraño, amenguaba las peleas. Los católicos habían sido muy agraviados en su infancia, tan
segregados como los italianos en las escuelas y en los barrios de las grandes ciudades. Y esto era
difícil de olvidar. Cómo, si sos escocés, podes ser católico, preguntaba Loman a mi marido, él que
era un irlandés ateo y flaco que peleaba con Sheridan por su fanatismo religioso. Pero Sheridan hacía
años que vivía en este país, había sido uno de los primeros futbolistas que jugaron en la Argentina,
en el Saint-Andrews, y a veces hablaba con nostalgia de aquellos años o contaba quiénes eran sus
amistades encopetadas, de cuando el fútbol se jugaba ante espectadores pitucos, ya que los "ingleses"
lo dignificaban todo en aquellos años, aunque fuera pateando una pelota. Hilde von Denken asistía
risueña a todos los comentarios y discusiones; todos admiraban su estampa y se disputaban sus
brazos cuando se iniciaban los bailes con motivo de algún cumpleaños o recordación del 4 de Julio.
Yo la miraba siempre con envidia y admiración, pues hubiera querido ser como esta diosa rubia que
por sólo acto de presencia electrizaba a todos los hombres y derrotaba a todas las mujeres. Era de
mayor cultura que los demás del grupo, leía, tenía en su manera de arreglarse un refinamiento
europeo que las americanas ignoraban por completo. Alguna veces me animaba con ella al
comentario irónico o al de algún concierto o lectura que hubiéramos compartido. También se decía
que había sido amiga de Brailowsky, pero ¿quién no había sido amiga de Brailowsky, tan famoso por
pianista como por sus aventuras sentimentales? Chopin se prestaba, sin duda. Hilde respetaba todos
esos valores de Europa y aparecía tan bicho raro como yo entre los salvajes americanos que nos
rodeaban. Parecía conocerlos bien y despreciarlos; yo, que me aburría en sus reuniones, porque más
de un whisky no bebía, seguía con mis miradas todos sus movimientos para ver a quién le tocaba el
turno de caer encandilado, aunque poco se desprendía ella del brazo de su Baumann o de su
compañía. Pero Hilde actuaba por simple presencia, como digo, y a mí también iba seduciéndome al
punto de que finalmente sólo asistía a las borracherías mensuales por el afán de encontrarla. ¿Se daba
cuenta ella? No hay duda, pues me sonreía a menudo o me hacía señas de que fuera a sentarme a su
lado cuando Baumann se enfrascaba en alguna charla sobre el curso de la guerra. Las demás mujeres
la despreciaban y a su vez la temían; yo, por el contrario, me sentía atraída cada vez más. ¿Qué
pensaría de mí? Sin duda que era rana de otro charco, como decimos en mi provincia, y que estaba
fuera de lugar en las francachelas, pero también que era una "petite" estúpida y sin gracia, como yo
misma sabía que lo era. De todos modos jugaba conmigo como con los demás. Se prestaba pero no
se daba. Era la vedette indiscutida y aunque el único interés de las reuniones era beber, si faltaba ella
el clima decaía y todos nos retirábamos más temprano. Nadie iba a buscar más bebida en los bares de
la vecindad.

Aquella vez sí se trató de ir a buscar más bebida. La reunión se hacía en casa. Otras "damas"
no había. Una de ellas estaba enferma y la otra la acompañaba. Al final éramos nosotros cuatro, ella,
mi marido, mi cuñado y yo. Baumann se había ido por un negocio y había prometido luego venirla a
buscar. Por eso la reunión no se disolvía, esperábamos el regreso de Baumann. John y mi marido
salieron a buscar más bebida. Quedamos solas; yo en la cocina, preparando algo de comer. Pretexto
para no quedarme frente a frente. Pero tal vez ella aguardaba ese momento y se vino a la minúscula
cocina a ayudarme con las cacerolas. "Qué hacés -me dijo tuteándome por vez primera-, dejá eso.
Tenés ganas de que te bese, ¿no es así?" Sorpresa y timidez me trabaron la respuesta. Sólo asentí con
la cabeza. Se hincó en el suelo frente a mí, con ademán resuelto levantó la pollera, bajó la bombacha
y me besó. Y yo esperando con mis labios hambrientos. A partir de ese momento, toda yo fui un ser
ansioso, enloquecido, frenético, detrás suyo como un perro tratando de repetir una experiencia que
no había pasado de eso, pero que se convirtió para mí en una muestra de sabiduría, de deferencia, de
halago, de cariño, de algo diferente de lo que era nuestra vida de grupo humano sin ton ni son. Ella
no había bebido demasiado, ella sabía que yo la esperaba, ella había elegido el momento pero luego,
al oír el ascensor, se había levantado y vuelto a su asiento, sin otra referencia posterior que alguna
mirada de complicidad. Me querías, ahí me tienes, parecían decir sus ojos, yo soy así, cherie. Nunca
más logré, sin embargo, encontrarla a solas, nunca más pude siquiera devolverle como ansiaba una
torpe caricia mía. Aquel aterrador e inigualado momento se perdió entre tantos otros y me dejó una
sed intensa, una violencia diferida y el deseo inalcanzable de recostar mi cabeza entre sus pechos
caudalosos y tentadores.

Antes de concluir la guerra Baumann regresó a su país. Ella no obtuvo visa sino al concluir la
contienda y marchó una noche cualquiera, sin decir otra cosa que un adiós desganado ante mis ojos
consternados y mi pasión sin respuesta

MANIFESTACIONES
El pañuelito celeste aparece entre las páginas de un libro de yerbas medicinales, bien
aplastado y con sus dobleces marrones por la tierra y el tiempo transcurrido. Treinta y tres años no es
chacota. Entonces tenía 31 años, ya no era una jovencita que no sabe lo que quiere y sin embargo no
lo sabía, o mejor dicho, lo sabía. Los muertos por la calle frente a la Secretaría de Prensa, los ataques
de los nacionalistas de la Alianza a nuestros no tan inocentes "35" en las solapas, la cesantía de
opositores, los exiliados, me estaban diciendo que la cosa iba en serio y aunque no era la primera vez
en la historia que esto sucedía, pues ya hay escenas de deportados en ruinas antiguas, para nosotros sí
era la primera vez. Había que tomar partido y lo habíamos hecho: en contra de este coronel
desenfadado cuya figura comenzaba a imponerse con toda audacia y precisión. Acaparaba muchos
cargos en el gobierno y desde ellos le era fácil manejar a su antojo los hilos...

Un papelito agregado al pañuelo aclaraba las cosas para mi padre. Él lo había guardado
también entre las páginas del libro. El papelito decía: "Este cuadrado de género celeste nos
entregaron en la marcha de la libertad para que lo agitáramos. No tenía dobladillo, yo se lo hice y te
lo mando". Nosotros nos incorporamos en Callao y Corrientes, pero la marcha había comenzado en
Congreso, en una hermosa tarde de septiembre, dos días antes de la primavera. Qué hermosa
primavera aguardaba al país si conseguíamos que las banderas democráticas fueran las únicas
banderas. Un gran cartel era el símbolo de nuestras convicciones: "Basta ser hombre para amar la
libertad", decía. Una gran bandera que hombres y mujeres llevaban como un camino celeste y blanco
era el paradigma de la unión. Era imposible sustraerse a este acontecimiento, a esta marcha que
marcaba nuestra voluntad de afirmar un mundo de ideas liberales ante quien había dicho: "La paz es
un ideal imposible y la guerra constituye el estado normal de la humanidad". Esto en medio de
cientos de profesores destituidos y estudiantes presos, en medio de diarios confiscados y de
numerosos exiliados que habían reunido sus fuerzas en Montevideo y nos impulsaban a
pronunciarnos en esta marcha para defender la Constitución y la libertad.

El clima de la calle es de fiesta, nos encontramos entre conocidos, se ven empleados de tienda,
oficinistas y abogados que hemos visto alguna vez en alguna parte, en cursos, en trámites, en
liquidaciones, en reuniones de célula. Es nuestro mundo, el mundo porteño que se extiende desde
Congreso hasta Santa Fe y desde el bajo hasta Callao. En ese perímetro trabajamos, hacemos las
compras, armamos nuestras salidas y paseos de los sábados, cuando partiendo también de Corrientes
y Callao caminamos hacia el bajo para recalar en nuestra milanesa napolitana de Corrientes Once.
Pero aquí marchamos en serio y con otro rumbo: el de conseguir que cesen las violaciones de la
Constitución y que se llame a elecciones por un gobierno civil de unidad nacional. Se ve gente de
tobillos finos y zapatos de Avenida Alvear, señores de raya impecable y otros que no la tienen tanto,
pero todos sonreímos de hallarnos juntos y marchar.

Seguimos por Callao hasta la Recoleta. En las esquinas se agregan nuevos grupos, de los
balcones saludan agitando banderas, aplaudiendo cuando reconocen a algún líder político, o a algún
artista de cine, radio o teatro. Todos marchamos con la seguridad de que a través de nuestra unión de
clases, de fuerzas, de partidos, el fascismo de Perón será derrotado. Van brazo a brazo los
conservadores con los comunistas, los democristianos con los socialistas, los demoprogresistas con
los radicales. Se vive la emoción de un país democrático que va a librarse por fin de militares y
mandones. Si los militares lo sacaron a Castillo con el que culminaba el proceso del
conservadurismo, o sea del fraude y del acomodo, nosotros, si hay una elección limpia, lo vamos a
sacar a este coronel que con el cuento de la limpieza -viejo cuento de fascistas- quiere poner patas
arriba todas las instituciones y que además convive con una fanática mujercita de la farándula que
cree llevarse todo por delante.

Ahí vienen repartiendo trozos de tela celeste y blanca, pequeños cuadrados que nos dan a los que
marchamos del brazo y sonrientes todo a lo ancho de Callao en esta tarde de primavera.

Nosotros agitamos con entusiasmo los trozos de tela, haciendo nuestra la metáfora de un
bosque de banderas. O pañuelos, porque en este caso se trata de pañuelos. El calor humano es
grande, la marcha nos envuelve, las consignas del Partido Comunista cantan en nuestros labios,
consignas respetuosamente argentinas como para vencer la desconfianza de los demás que nos
acompañan, de nuestros conocidos enemigos de ayer, pero hoy somos todos uno; la salud de la
República lo quiere. ¡Cuánta gente! Pero no se esperaba menos porque nuestro país, nuestra ciudad
democrática por excelencia, se guía por la Constitución del 53, que respeta en la letra los derechos de
todos. Menos mal que como en el 53 no había huelgas, no ha sido necesario modificar ningún
artículo para propugnar o rechazar el famoso derecho. De eso mejor no hablemos en esta tarde,
porque todos los gobiernos que han habido desde 1916 en adelante se las han arreglado muy bien
para reprimir, sin ley que los avalara, todo movimiento de fuerza de la clase pobre, obrera, de esa que
aquí en las filas lleva camisa ajada, algunos echarpes al cuello y que nos permiten sentirnos como
todo un pueblo. Como todo un pueblo a nosotros que nos vestíamos a crédito pero estábamos
contentas, pertenecíamos a la bien considerada clase media, comprábamos los jabones en James
Smart, los pullovers en La Scala, zapatos en Los Angelitos, como todas las demás congéneres. No
nos perdíamos estreno, y del brazo por Corrientes en nuestros sábados libres creíamos participar de
un mundo privilegiado donde nuestros conflictos sentimentales y nuestras charlas literarias nos
daban piedra libre para sentirnos únicos.

Ahora, tomados del brazo, el 19 de septiembre de 1945, poníamos en el aire de Buenos Aires
nuestras consignas, seguros de que el empuje de nuestras filas habría de detener la violencia y la
impunidad que comenzaban a reinar en las calles porteñas.

MANIFESTACIONES
En el momento que empezaron las sirenas decidimos alejarnos. Era evidente que las sirenas
anunciaban algo, pero tras el anuncio lo que venía no se dejó esperar. Patrulleros dirigidos a toda
velocidad cortaban por entre la multitud agrupada frente al Museo de Bellas Artes. Había que
apartarse, apretujarse unos contra otros o ser arrollados. La multitud bajaba apiñada por los jardines
y escalinatas desde el monumento a Francia hasta la avenida. A partir de las sirenas, el desbarajuste
fue general; no sólo nosotros decidíamos alejarnos. Todos corrían, algunos hacia arriba, hacia
Laprida para ganar Las Heras, otros hacia los costados, pues la salida por Alvear y Pueyrredón estaba
cortada por los locos virajes de los patrulleros. Descendimos todo lo rápido que pudimos hacia
Libertador, pero la desbandada general nos cortaba el paso. Las sirenas de los patrulleros
ensordecían. Apretadas entre otras mujeres que gritaban y hombres que habían perdido la calma, nos
faltaba la respiración. Manoteábamos hacia arriba como todos los ahogados. Por fin conseguimos
salir por un costado y empezar a correr hacia Pueyrredón. Pasamos entre los tranvías detenidos por la
multitud que trepaba a ellos para huir de los caballos. Porque en Pueyrredón estaba la Guardia de
Seguridad a caballo y con sables desenvainados, manejando sus caballos entre los que huían y
sableando de plano, por las espaldas, a los que se ponían a tiro. Los caballos caracoleaban y
resbalaban en los rieles de Pueyrredón y parecían enormes y negros, alzando sus patas delanteras al
rigor de las riendas. Había que castigar a la mayor cantidad posible de gente y como ésta se movía en
todas direcciones, los caballos la seguían girando en redondo o avanzando peligrosamente al galope
hacia el monumento de Alvear. Corríamos sin mayor eficacia o rumbo hacia la plazuela, cruzamos la
calle y con los cascos tamborileando a nuestras espaldas alcanzamos a trepar la barranca de los
grandes gomeros en la placita de Falcón. Azuzados, los caballos trepaban también por las barrancas.
La furia y el miedo hacían que todos nos desorbitáramos y huyéramos sin mirar detrás ni buscar un
rumbo, y que se nos persiguiera aun a riesgo de la vida, pues los caballos se desbarrancaban en el
césped húmedo. Otros subían, sin embargo, por los caminos frente al Palais de Glace y allí
aguardaban rabiosos el final de nuestra frenética carrera hacia arriba. Nunca en tan contados
segundos subimos tan empinadas cuestas, mientras los gases lacrimógenos cegaban nuestros ojos y
los gritos y los insultos brotaban de todos los labios a la vez. No mirábamos atrás, no. Ahí quedaban
caídos y llorosos, pisoteados y trémulos, los que un rato antes manifestábamos nuestra alegría por la
liberación de París.

¿Qué era París para nosotros y para ellos? Para nuestra clase media era indicio de cultura y
libertad, para ellos, y por lo mismo, era indicio de corrupción y decadencia. Tal como lo había sido
para los mismos nazis. En ese entonces esta polarización era correcta; llevábamos setenta años de
cultura liberal en nuestros hombros, nuestros padres conocían la "Marsellesa", aunque oprimidos por
los franceses, en casa del abuelo vasco el estandarte de Liberté, Egalité, Fraternité campeaba sus ya
desteñidos colores en el comedor, la clase poderosa celebraba el 14 de Julio en el Colón como fiesta
propia, sabíamos quién era Hugo, Verlaine, Baudelaire y Voltaire mejor que quiénes eran nuestras
glorias nacionales. Todo esto nos había llevado a celebrar el retorno de París a manos francesas,
como un acontecimiento alegre que nos llenaba de orgullo. Los militares, en cambio, estaban por el
Eje; había quienes nos habían apostado en Crítica que el día D no llegaría nunca. Y sin embargo
había llegado. Todas las institutrices francesas de la oligarquía habían ido con sus niños prestados y
con los ojos llenos de lágrimas hasta el monumento de la Plaza Francia. Estar presente era también
para nosotros un modo de repudiar el régimen que soportábamos. Y todo esto había sido muy bien
comprendido. Por amor a Francia no nos sentíamos menos argentinos, pero era lindo saber que París
pertenecía otra vez al "mundo libre" y que así se cerraba el negro porvenir que nos hubiera traído el
triunfo del nazismo, allá y aquí, si es que lograba afianzarse el fascismo nativo. Contra eso
manifestábamos, por eso estábamos en esta fiesta que había terminado con los cascos de los caballos
tras nuestros talones.

Oscurecía cuando nos escurríamos presurosas por el lado de Alvear, a salvo ya, puteando
contra los moros, siempre los mismos, macheteando fuerte para defender a los de arriba, sin que
pudiéramos comprender que allí culminaba y terminaba nuestro mundo, que apenas un año más tarde
comenzaría nuestra pequeña angustia de seres escondidos, medrosos, bloqueados y maltrechos.
Terminaba una guerra y nuestro hermoso y falso mundo, lleno de valores gloriosos, entraba en
desuso inexorablemente.

EL AMERICANO HABLA
No consigo saber si estar casado con ella me hace feliz o no. La conocí como una muchacha
atractiva y liberada, que salía con amigos los fines de semana. Parecía y es sencilla y sensata. No es
difícil adaptarse a convivir con ella y puedo decir que nunca tuve una casa tranquila para vivir, como
ahora. De niño conocí sólo peleas de clanes, peleas religiosas, en las que nuestro hogar resultaba
desquiciado por llantos, moretones, muebles rotos y dientes saltados. Ir a la escuela a fines de la
Primera Guerra y siendo católicos de origen significaba la exclusión constante de los juegos con los
niños protestantes y sólo nos sentíamos cómodos en la vecindad de los italianos que observaban los
mismos ritos. Nos protegíamos mutuamente entre irlandeses, italianos y escoceses del mismo credo,
pero de igual modo las reyertas con los otros niños eran diarias y nos sentíamos segregados y
pospuestos. Así crecimos los nueve hermanos. A las mujeres se las respetaba un poco más, sobre
todo si eran atrayentes como mis hermanas, pero los cinco varones tuvimos que arreglarnos como
pudimos; el trabajo escaseaba cuando fuimos jóvenes y no teníamos posibilidades de equiparnos con
estudios para mejorar nuestro estándar. Fuimos jornaleros, camioneros, obreros de fábrica, comiendo
bien, vistiéndonos decentemente, pero sin sobresalir en nada en un país donde todos los días era
necesario sobresalir. Johnny se fue de casa y atrás suyo, y del colorido y móvil mundo en el que
ingresó, me fui yo. Era el novedoso mundo del circo, de los parques de diversiones, donde con su
motocicleta empezó a corretear ---en el cilindro de la muerte desde jovencito, mientras Vincent se
abría hacia el lado del cuello duro siguiendo estudios que todos le costeábamos. Ni siquiera Johnny
se negaba a contribuir, ahora que ganaba dinero, pues la solidaridad con la familia se mantenía firme.
Esto hizo que Vincent se salvara, ingresara en una compañía petrolera y huyera de nosotros hasta
volverse legendario en un México de novela del que jamás regresó. Todos los demás seguimos
pataleando en la pobreza ya que si Johnny y yo, que entré a colaborar con él, ganábamos bien,
también despilfarrábamos a diestra y siniestra con cenas y bebidas, mujeres y espectáculos.
Particularmente Johnny, pues yo me mantuve tímido y silencioso sin que nada pudiera arrancarme a
mis odiosos recuerdos de infancia. No me creí un hombre atractivo, aunque aquí en Argentina mi
figura, por contraste, resultara llamativa. No tengo barriga, no como casi tallarines, me desayuno con
huevos y panceta como allá, té y pan negro. Mi cara es naturalmente colorada, mi pelo enrulado, mis
hombros y espaldas anchos, pero la ropa no me luce porque no parezco planchado como Johnny, que
siempre está impecable, aun con sus fabulosas borracheras. El se emborracha cuando cobra, yo bebo
cada hora pero me mantengo en pie bastante bien. Pienso que ella no se da cuenta. En este país soy
un extranjero, por eso tal vez pienso que los nativos no se dan cuenta. Otra cosa pasa con los
americanos que encuentro en el bar de abajo de la Alianza Libertadora. Americanos y algunos
aventureros argentinos que los frecuentan para lograr pequeños beneficios. Todos saben hasta dónde
da mi cuero. Yo soy un americano pobre. Este país me interesó de entrada; aquí la vida es fácil y los
argentinos no se aplastan entre ellos para conseguir algo. No hay disciplina, se charla mucho y hasta
la pobreza es menos sórdida que allá, particularmente en el pueblo de mi suegro con sus vacas
apacibles, sus cerdos piojosos, sus caballos, las gallinas y las plantas que florecen durante todo el
año. Aquí no se dan cuenta de lo que tienen. Hubiera querido hacer algo y quedarme. Pero no pasaba
de buenas intenciones y esta sensación de incapacidad y fracaso me hacía beber más. Me sentía
perseguido; no era el americano que todo lo puede con su dinero. Frente a ella resbalaba en su
cordial indiferencia. No quería estar conmigo. Parecía como si mi presencia nocturna le hiciera cerrar
los ojos con fuerza, negárseme sin violencia. Todo su ser parecía encerrarse con ahínco. Su respuesta
era siempre pasiva, cediendo a la necesidad. No se entusiasmaba nada más que con la política, los
estudios o las comidas que preparaba. Y cumplía la rutina de la casa con un afán ordenador que en la
mía no había existido. A veces esto me ahogaba y huía hacia lo de mi hermano, que vivía en otro
piso de la misma casa. Volvía borracho, por supuesto. Ella esperaba con una especie de resignación.
Las noches que yo no estaba hubiera querido verla. Estar en mi trabajo de motociclista acrobático y
estar viendo lo que ella hacía en mi ausencia. Tal vez lo más auténtico suyo, lo que no me daba ni yo
sabía conseguir. Lo que busqué en ella no lo he logrado: una mujer para la cama, sin problemas.
Recibí en cambio una vivienda ordenada y una familia extraña que no se pelea, la comida y algunas
salidas de domingo juntos de las que vuelvo sediento y con sueño. ¿Es eso ser feliz?

II

Es una tarde de primavera, tibia pero ventosa. Me parece imposible que un barco pueda estar
tan junto a la dársena y que apenas una escalerilla lleve a ese otro mundo. La ropa de mi marido cabe
en una valija; él la sube a zancadas, es fuerte y ágil, por eso piensan que andará bien en el barco
aunque nunca haya sido marino. Pero ha conseguido trabajo y se marcha. Ambos disimulamos
nuestro contento; él sabe que no me verá más, ni evadirá más, como de costumbre, mis miradas de
reproche; sabe también que ya nunca tendrá una mujer como ésta, inteligente y responsable. Pero
sabe, asimismo, que su vida no tiene otra salida que aceptar este trabajo en un petrolero que va hacia
Inglaterra. Del otro trabajo lo han despedido por alcohólico. A mi vez pienso que cesará con él la
hipocresía y esto me da ánimo y hasta alegría. Podré recobrar mi libertad conservando visos de
casada y no quiero preguntarme mucho sobre lo que puede traerme el porvenir.
Todos los norteamericanos que nos rodeaban se han marchado o se han muerto. Comprendo la
nostalgia de mi marido, que algunas noches huye de casa en busca de charlas con extranjeros, con
otros paisanos. Ahora podrá estar entre hombres, beber sin zozobras, escuchar su propio idioma en
otros labios. Promete llevarme en la primera oportunidad: los dos sabemos que será muy difícil.
Hace falta dinero. Además el petrolero va a Inglaterra, de allí a USA y luego regresa, si es que no va
a otra parte más lejana, pues nada es previsible cuando se viaja sin apuro en un barco de este tipo. Mi
marido se acoda en la borda; está de campera y camisa abierta, es fuerte, ya se siente más libre. Yo
desde la dársena sonrío, maldigo el viento que me despeina, lo miro, pienso en otra cosa. Nada más
absurdo que este esperar indefinido. No puedo subir al barco porque no se permiten mujeres a bordo.
Ni en casos de despedida, como es el nuestro. ¿Qué sienten las mujeres de los marinos que por un
lapso de tiempo quedan libres de sus maridos? No lo dudo que un gran alivio temporario. Hacer lo
que a uno se le antoje. Y, sin confesárselo, debe de ser lo mismo por ambos lados. De esto no tengo
dudas, pues extiendo nuestro caso al de las demás mujeres. ¿Cuándo la unión de pareja estará
desprovista de imposiciones? ¿Quién soy yo para preguntarlo, que procuro en cierta forma
imponerme con el juego del suscitar? Bueno, ahora es mejor que no me haga preguntas y atienda a
mi marido, como pareja perfecta que se despide por un largo tiempo. De verdad que no sé cómo son
estos mecanismos, de modo que me limito a sonreír y a hacer recomendaciones sobre el frío o el
calor, las imprudencias y los excesos. De otras mujeres no le hablo pues sé que ninguna me
sustituirá, al menos en lo que yo tengo para dar. Y si de la cama se trata, no me preocupa, en ese
aspecto cualquier cosa puede sustituirme. Cualquier cosa digo, tal la convicción que tengo sobre los
atractivos que ejercen influencia sobre hombres como mi marido, al que nunca he visto mirar a otra
mujer por la calle ni hablarme de ninguna bien construida o atrayente. Más bien en ese terreno es un
niño que aún no sabe elegir.

Se siente de pronto una pitada enérgica que suena en mitad del barco. Levantarán la escalerilla,
dice mi marido; soltamos amarras. Por última vez extiendo mi mano, antes de que el barco comience
a separarse. Al tiempo que lentamente se va apartando del muelle suena la sirena con ferocidad.
Cuidate, cuidate, sigo diciendo, gritando sin que me oiga y sin que otra cosa se me ocurra. La sirena
cesa. Él se ha puesto muy serio. Nos hacemos adiós con la mano. Tal vez también él, como yo, se
seque una lágrima. No lo veo ya; el barco se empequeñece al entrar al río y una vez más su sirena
imperiosa anuncia que se va. Que se va para mí, lo pienso y lo sé, definitivamente. No recuerdo ya el
nombre del barco. Cuando vuelve a Buenos Aires, al cabo de tres meses, mi marido no figura ya en
la lista de tripulantes. Ha desertado en Nueva York, dejando toda su ropa a bordo, su piel
sudamericana. Un corte final y esperado. Recuerdo sí que esa tibia tarde regreso al diario y llamo a
Alfredo por teléfono para salir. En nuestra charla no hablo para nada de su partida.

FLORENCIA
"¿Está mi sobrina arriba?", pregunto en la portería del hotel. "Sí, señora, en la habitación 210.
¿Cómo le ha ido de viaje?" Es de rigor que me pregunten eso en esta portería donde conocen a los
provincianos y en este hotel donde me arriesgo a reunirme con Florencia, titulándome su tía. Subo
con mi bolsón en la mano. Es así que se producen nuestros encuentros ya que no puedo llevarla a
casa y ella vive en una pensión del centro. Florencia, encantada; todo lo que es oculto, anormal y que
atenta contra las convenciones la atrae. Nuestra relación participa de todo esto. Ella dice sentirse
cumplida, tranquila, feliz. En una oportunidad deja a su amante de turno para reunirse conmigo en el
hotel, desde donde la llamo. Hacerlo resulta difícil, pues debo inventar pretextos para faltar a casa de
noche y tampoco podemos ir al hotel a dormir la siesta. Sólo una vez lo hacemos, en el Tigre, adonde
vamos a pasar el día, caluroso y propicio. Pero es lejos, caro y lleva tiempo; Florencia se aburre,
debo inventarle siempre un programa, y comer con buen diente a veces no es todo. Ella quiere
conocer, ver gente, lugares, cines, teatros, callejear por Corrientes. Por ella me muestro dispuesta a
conseguir un departamento, pero sin mucho énfasis, porque un departamento para mí significa el
planteo claro de todas las situaciones que me afectan y afectan a otras personas y eso aparece en mí
menos resuelto que el deseo de tener a Florencia. Y por lo tanto procuro tener a Florencia de otro
modo. Dispongo de dinero, pero no tanto como el que ella requiere. Lo del departamento se va
haciendo largo. Miramos algunos sin que nunca el efectivo sea suficiente. A la larga, Florencia
presiente que no podré darle mucho y va conformándose momentáneamente con lo que le doy.
Charlas, conocimientos, ambientes. Con ella me muestro desenvuelta a los lugares adonde vamos.
Quiero deslumbrarla siempre, hacerla depender de mí. ¿Eso es amor? Florencia me atrae físicamente
y no tiene ninguna inhibición, no me reprocha nada, sólo quisiera derrumbar todas las estanterías que
he alzado en mi vida y no teme decírmelo. Una dependencia total mía quizá la satisfaría; habría
logrado deshacer mi orgullo intelectual, mi pedantería, mi aparente savoir-faire, todo lo que ella
imagina en mí apetecible o sabio. Esto nos asemeja, decía Florencia tocándose la frente. Y tenía
mucho de razón. Una vez dependiente de ella, Florencia seguiría otro rumbo, depredando, reinando o
intentando hacerlo. ¿Por qué depredando? ¿En qué me diferenciaba de ella cuando yo hablaba de mis
búsquedas como si fueran algo importante? En poco. Pretendía yo que mis búsquedas afectivas
tenían por fin "integrarme" y las de ella extraer algún beneficio para sí. ¿Integrarme no es acaso
beneficiarme? ¿Por qué creerme mejor que Florencia? Ella necesita a toda costa imponerse por la
ropa, por su capacidad en la oficina, por su inteligencia, por su físico y no acepta que nadie deje de
sometérsele. Sin embargo, en cierta medida, algo parecido es lo que me mueve. También con
Florencia me identifica el enfoque descarnado que hacemos de los demás, de nosotras mismas.
Intento, pues, que Florencia dependa de mí, que me admire. La admiro. No puedo amar sin admirar,
dice una estrella de la TV en sus declaraciones al público. Estoy de acuerdo, pero el porqué ya no me
parece tan simple. Tal vez porque admirar exige una reciprocidad, una relación entre titanes. Admiro
a Florencia por su físico femenino, de suaves curvas, por su mente masculina, por su frase oronda, su
manera de encarar la vida como tal vez a mí me hubiera gustado encararla, en forma desfachatada,
sin mayores escrúpulos, todo para sí, aprés moi, etc. Ni política ni religión son temas para ella y
critica que yo los toque a menudo. Los desecha en nombre de un hombre-humus, un ser humano al
que ve fundamentalmente egoísta y defectuoso, como probablemente se ve a sí misma. Yo para ella
soy boba, "todo lo comprendo y lo perdono", al mismo tiempo que única, desinteresada, fiel a su
cuerpo al que ella desea esclavizarme, como yo deseo hacerlo con su mente. ¿Fiel a su cuerpo? Igual
que siempre me sucede, pasado el momento de la conquista, como Florencia exige un modo y yo
otro, el desacuerdo físico se instala, pero en contra de mí. Logro que Florencia me sienta, yo no
siento nada. Tal vez Florencia se propone sentirme, y yo demoro para que su juego se cumpla. La
desilusiona que yo no la sienta y, como yo otras veces, pregunta: "¿Fue feliz?". El usted me
enorgullece, siento como un pequeño dominio o respeto. Y el hecho de darle goce me exalta y
contenta. Florencia no quiere tenerme a su lado sino encima suyo, me levanta como a un niño si yo
me detengo mucho en su cuello. Al principio elude la boca, insisto en su oreja. La boca le parece
para uso masculino; "estoy harta de que me babeen", dice. Casi siguiendo a Genet, podría decir que
se masturba conmigo. Pero una cuestión de centímetros me impide casi siempre gozar al unísono. Yo
más arriba, ella más abajo. Todo termina y yo digo: "Dejame bajar, querida, tengo miedo de hacerte
daño con mi peso". Florencia gusta entonces que me tienda a su lado. "Su cuerpo tiene un calorcito
de perro", me dice. Y se ovilla hasta dormirse. Al otro día me visto temprano. Raras veces salimos
juntas. A veces pago al salir, a veces le dejo el dinero a ella. Me reintegro al día, donde todas las
mentiras aguardan.

ANGÉLICA ME ESCRIBE
Querida:
Anoche te he visto por la calle con una joven que te pasaba el brazo por el hombro. Mientras
afronto mi sorpresa y mi disgusto, no puedo menos que pensar en el ridículo que haces al lado de una
muchacha que puede ser holgadamente tu hija. Ya en el comienzo de nuestra relación -que tantos
buenos momentos me ha dado y en la que a mi vez tanto creí darte-, me disgustaba que no te
separaras de tu marido y que mantuvieras relaciones con gente que parecía interesarte tanto o más
que yo. Veo que no te comprendo ni te he comprendido nunca; que hemos estado separadas por un
abismo imposible de franquear. No me busques más, respetá mi pena que no logro amenguar con el
desprecio que me inspirás, ni intentes disculpas que no hallarán eco en mí. He sido afrentada,
humillada, disminuida. Creo no merecérmelo, pero uno siempre se equivoca. Finalicemos algo que
fue una farsa de tu parte y para mí el mayor y más doloroso engaño de mi vida. Que seas feliz.

FLORENCIA
-A mí me parece que Ud. debería dejar ya de verse con él -decía Florencia en ese momento-.
¿De qué sirve tanta amistad condensada, tanto amor ya agrio; no me tiene a mí acaso?

-¿Estás celosa? -preguntaba yo-.

-¿Celosa yo? -comenzaba a levantar el tono levemente-. ¡Por favor! Sólo que me parece
estúpido verse con alguien con quien no se concreta nada.

Nuestra amistad ella no podía comprenderla. Quien vive a fuego de llama no puede entender el
rescoldo, pensaba yo. Pero decía:

-Es claro, para vos todo debe ser concreto.

-Por supuesto, entre un hombre y una mujer, a mí, la experiencia me dice que no puede haber
amistad.

-Yo no soy una mujer como todas, vos lo sabes.

-Yo tampoco, pero me pudren los arrumacos sin sentido.

-Entre nosotros no hay arrumacos. Eso es lo que no comprenderás nunca.

-Ni quiero comprenderlo, me parece simplemente estúpido. Y un perdedero de tiempo. Usted


me tiene a mí, eso es bastante. ¿O no? -preguntaba.

-Sí, por supuesto -contestaba yo.

Florencia ignoraba todo de mi amistad y ruptura con Angélica, encontraba justo que José se
hubiese abierto a tiempo, según yo le había contado, que mi marido hubiera desaparecido luego de su
viaje, pero este "sí, por supuesto" que yo le decía no la convencía totalmente. Creía que mi edad me
obligaba a una entrega que quizá preveía como no total pero que anhelaba que lo fuera. Era probable
que esto se debiera simplemente a un deseo de estabilidad que la urgía en el momento, pero nada
más. Estabilidad conmigo mientras yo pudiera financiar las cosas. Después, ¿a dónde llegaría el
exclusivismo de nuestro afecto, el egoísmo que a ambas nos movía? En el fondo de las cosas yo no
anhelaba romper con nada de lo que poseía y Florencia, en cambio, pretendía echar abajo todas mis
estanterías, según me lo había dicho repetidas veces. Es claro que lo que yo poseía era nada al cabo
del tiempo, pero en mí siempre había el anhelo de una puerta abierta hacia otras habitaciones, hacia
nuevas experiencias. ¿De qué madurez podía hablar yo?

-Con usted es el cuento de nunca acabar -decía ahora Florencia leyendo mis pensamientos-.
Nadie la habrá querido como yo, ni la querrá ya nunca.

Yo sonreía y le hallaba razón, aunque me fuera difícil dilucidar los móviles de la aparente
devoción de Florencia. Y hago mal en decir aparente; porque en cierta medida y a pesar de sus
escapadas constantes en busca de halago aparentaba escucharme -o me escuchaba- como si de mis
labios surgiera la verdad.

-Extraeré de usted todo lo que me sea útil -decía otras veces.

-No me vaciaré por eso, sigue cavando sin miedo —decía yo.

-¿De qué hablan cuando se juntan? —insistía ella refiriéndose a vos.

-De la Comisión de la SADE -reía yo para enojarla un poco. Pero como veía que ese poco
podría acrecentarse con rapidez, intentaba una explicación más seria:

-¿Cómo podría decirte, querida? Él es como el hilo conductor de mi vida, una especie de
cuerda tensa de la que penden ropajes diversos, una especie de horizonte...

Aquí empezaba a empantanarme, no sólo porque no había explicaciones posibles para la


perduración de nuestra amistad, sino porque yo sabía que Florencia detestaba las frases en las que yo
amaba perderme para eludir aclaraciones cuando me veía exigida a hacerlas.

Ella sólo entendía que había que rehusar ataduras inútiles, que había que vivir el momento con
la mayor intensidad posible y para ello confiaba plenamente en su físico, a fin de lograr de quien
fuera lo que anhelaba conseguir. Por el momento era yo la elegida y de mí dependía mantener la
continuidad prodigando dones, sabiduría, caricias, novedades. En el otro platillo estaba su entrega.
Yo comprendía perfectamente que nadie se había dado a mí con la furia con la que ella lo había
hecho, con el cariño que me prodigaba, pero sabía también lo precario de ese cariño y lo absurdo de
creer en él. Si Florencia se identificaba conmigo por la cabeza antes que por el cuerpo, como yo
misma pretendía, esto significaba que la duración de su cariño no era necesariamente muy larga.
Tampoco mi cabeza bien puesta -al menos para vos- significaba nada frente a la turbiedad o
turbación de mi vida afectiva. Y las infinitas oscilaciones de mis sentimientos indicaban en ella
idéntica falta de garantía. Me perdía en reflexiones antes que en respuestas concretas, con la única
seguridad de que el afán de Florencia por cortar mi relación con vos no indicaba otra cosa que el
segregarme de todos para mejor hacerme objeto de su propio dominio, cosa que yo rehuía como
siempre que había sido así.

-¿Hasta cuándo ir al cine con un tipo semejante que todo lo mira con pedantería? -preguntaba
Florencia un tanto envidiosa de un mundo que le era ajeno, el mundo del intelecto, al que accedía por
golpes de intuición o guiada de la mano por mi propia pedantería.

No pensaba en sacrificar tu amistad, pero para tranquilizarla a Florencia con algo que iba
siendo cada vez más cierto, decía:
-Ya verás que Alfredo no me llamará más, que dejará de llamarme cualquier día de éstos.

En realidad yo distanciaba las llamadas, vos no las hacías. Pero yo, como siempre ponía la
decisión, siempre la pongo, en manos de los demás.

PAPEL QUE FLORENCIA DEJA EN SU CASA AL IRSE Y


QUE ME ENTREGAN LUEGO
Querida:

No sólo guarida sino isla donde me sumerjo y respiro, aliviada de todas mis tensiones, isla
donde me tiendo sin violencias totalmente abandonada, aguardando, aguardándome, y cuando vuelvo
a habitarme recobro mis voces antiguas, cantos que vienen de lejos, vibraciones diferentes y me
quedo en acecho, vigilante, guardando las puertas de mi ciudad que sólo usted conoce, para que
nadie entre después de nosotros.

Flor.

EL HECHO
Nunca supe bien, en realidad, cómo sucedió, aunque me cansé de leerlo en los diarios donde
todos nuestros nombres estuvieron mezclados. Pero no pude tener tu versión directa, ni la de ella, por
supuesto.

Felizmente vos te recobraste y pudiste regresar al "seno del hogar". No dudo de que allí tus
explicaciones habrán sido plausibles. ¿Por qué no? ¿Acaso otra cosa que amistad podía decirse de lo
nuestro? Es esa amistad lo que he perdido junto con el cuerpo de Florencia. Sé que tuviste razón en
tu defensa física y que, a pesar de todo, trataste de mejorar, con tu alegato, mi posición moral
realmente indefendible. Florencia no tenía compostura. Sólo su ceguera, su neurosis, pudieron
llevarla a agredirte, a intentar matarte. Sólo un "funesto azar" pudo hacer que en el forcejeo el tiro le
estu-viera destinado. Si así no hubiese sido, de todos modos, estabas para mí perdido. Todo iba a
cesar entre nosotros, aunque el escándalo se hubiese evitado. Y esto es lo que me duele tanto como la
muerte de Florencia; no poder seguir siendo para vos la misma de siempre, la misma que te inspiró la
dedicatoria aquella tan elogiosa, tan halagadora. Ahora realmente me he quedado sola, como tantas
veces lo deseé. Y puedo decirte como Anny, la de La náusea: "Lo sé. Sé que no encontraré ya nunca
más nada ni nadie que me inspire pasión. ¿Sabes? Ponerse a amar a alguien es toda una empresa.
Hay que tener energía, generosidad, ceguera... Hay un momento, al comienzo, en que se hace
necesario saltar sobre un precipicio: si se reflexiona, no se salta. Ahora sé que yo va no saltaré más".

Nuevamente, pues, en la vida se dio carambola. Golpeando una de las bolas fue a tocar a todas
las otras. No podía ser de otro modo. Y a la orilla de la mesa de juego quedó en reposo el cuerpo de
Florencia, tan hermoso, sin duda, como cuando me decía, tendida en la cama: "Venga, arrímese a mí,
que quiero sentirme un perrito mojado arrinconado contra su pecho".

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