You are on page 1of 5

¿POR QUÉ LEER A LEMEBEL?

FERNANDO BLANCO
Kenyon College

La pregunta nos la venimos haciendo desde La Habana, lugar en el que se


fraguó este encuentro. Me preguntaba: ¿Cuál era el sentido que tenía para el gobierno
revolucionario dedicar 40 páginas de la revista Casa de las Américas a la obra de
un escritor cuya militancia sexual desafía los controles sanitarios e ideológicos y
que en 1986 interpelaba al Partido Comunista, presagiando los acuerdos que en
nombre del progreso que la Izquierda Chilena iba a firmar 4 años más tarde, en pos
de la modernización moral y material del país, con un “No soy Passolini pidiendo
explicaciones. No soy Ginsberg expulsado de Cuba, no soy un marica disfrazado
de poeta... yo pongo el culo compañero”? (83) ¿Qué significaba realmente una
lectura extensísima de casi una hora en la que un escritor homosexual cubano
exponía la vergüenza de las minorías, como si esa condición la de la culpa y el
oprobio no fuera exactamente la que la visibilidad arriesga a satisfacer y perder a
manos de los diferentes regímenes de dominación? ¿Qué significaba llevar hasta
las fronteras de la decencia mercantil, si es que existe tal cosa, a la desvergüenza
no comodificable de quien es un habitante de lo que Gloria Anzaldúa definió años
atrás como a borderland,

“Un lugar impreciso e indeterminado creado por el residuo emocional de los límites
desnaturalizados. Un constante estado de transición y cambio. Lo prohibido y lo no permitido
son sus habitantes. Los atravesados viven aquí: el extrávico, el perverso, el queer, el
problemático, los monstruos, el mulato, el mestizo, el muerto en vida: en suma, aquellos que
trasgreden, que cruzan, o que simplemente van más allá de los confines de lo “normal.”

(“a vague and undetermined place created by the emotional residue of an unnatural boundary.
It is a constant state of transition. The prohibited and forbidden are its inhabitants. Los
atravesados live here: the squint eyed, the perverse, the queer, the troublesome, the mongret,
the mulatto, the half-breed, the half dead; in short, those who crossover, pass over, or go
trough the confines of the “normal”).

Y esta es mi primera razón para leer a Lemebel. Existen territorios dentro


de la cultura de la identidad que el humanismo liberal define y defiende para sus

© 2009 NUEVO TEXTO CRITICO Vol. XXII No. 43-44


56 FERNANDO BLANCO

comunidades que la palabra del arte visual y la literatura todavía nos permite
habitar a los que no predicamos esas alianzas. Lemebel ha construido esas dilatadas
zonas de excepción poéticas por medio de la inmensa capacidad lingüística que
tiene para recuperar el ruido del sonido y sostenerlo como una negación, como el
imposible sentido de la comunidad que azorada se enfrenta a la duda, a la vacilación
significativa, a la incompletud, donde el horror cotidiano de la sinrazón genocida,
y también el “deseo luminoso” de la sexualidad perseguida, se tornan intraducibles
“al catecismo cultural normativo”, mientras le devuelve a la abyección el sentido
por medio del cual el poeta que es, abjura de la pertenencia comunitaria.
Mi segunda razón tiene que ver con una conversación que tuvimos con
mi amigo Rubén Ríos-Ávila después de una presentación dada por él en Ohio hace
unas pocas semanas, sobre la asimilación cultural y política de los movimientos
de minorías sexuales y étnicas en Estados Unidos y la pregunta que Pedro en su
Manifiesto hace al estado militar homófobo, donde la moral sexual revolucionaria
se identifica con la protección burguesa de la familia frente a la amenaza de no
futuro de la homosexualidad,

¿Qué van a hacer con nosotros, compañeros?


“¿Nos amarrrán de las trenzas en fardos
con destino a un sidario cubano?
Nos meterán en algún tren de ninguna parte
como en el barco del General Ibañez...

Y en esta “cueca democrática” que ocurre con el hombre nuevo, que


trae la nueva internacional, la de las tecnologías comunicativas y las soberanías
subsidiadas por el Fondo Monetario Internacional, con sorpresa vemos que pide,
demanda, exige al ojo coliza que oriente los consumos. Esta vez el objeto cosmético
es el cuerpo masculino, es el cuerpo del macho el que entre afeites y perfumes se
vuelve más deseable. Al igual que el valor agregado de lo femenino, los hombres
que miran vuelven deseables a los mirados. Qué salida tradicional recargados los
antiguos peluqueros, estilistas, y bohemios para construir el hombre nuevo del
futuro de objeto (futuro que instala subjetividades en píldoras, futuro de ciencia
que produce subjetividades en el vértigo de las cadenas de adn, futuro que cura en
el placebo que promete la eutanasia de los sentidos).
Curiosa paradoja, sin embargo, que después de la peste —en la peste
controlada de las farmaceúticas— el homosexual sea quien guíe los destinos de la
reproducción y el consumo para la pareja, indicando a la nueva masculinidad los
modos de producirse y consumirse en su declinio.
Discutíamos sobre cómo era que el “pago por sentarse a la mesa” —el
festín multidiverso de la democracia en el Sur y en el Norte— que el proponía
como epítome de esta tendencia asimilacionista, a propósito del show de televisión
de la cadena Bravo, en la que el “sujeto gay” se ha transformado en un preceptor
encantador, dispuesto a acomodar “a queer eye for the straight guy” donde el
heterosexual es representado como un deprivado ciudadano de segunda sin encanto,
¿POR QUÉ LEER A LEMEBEL? 57

donde el encanto se ha vuelto el nuevo paraíso esta vez de la Gracia social”


(Rubén Ríos-Avila, artículo inédito) traía la consecuencia del debilitamiento de
la fuerza política de la minoría desvanecida en beneficio de este arreglo entre “un
posmoderno profesor Higgins y una revampirizada Eliza Doolitle, vuelta ahora en
un miserable hombre heterosexual: cuadrado, torpe o súper-deportista necesitado
de un desesperado cambio de estilo” (Ríos Avila, traducción mía) puesto en el
contexto de la sociedad del espectáculo.
Leo a Lemebel, le decía a Rubén, entonces, porque siendo un paria
consciente como querría Hanna Arendt, Pedro se transforma en el artista que no
compromete su goce ni con la ley de los hombres ni con la ley de dios. La Ley de
su deseo, parafraseando la cinta de Almodóvar, lo lleva a los límites de su “errar”
en la ciudad y su biografía, como declara él mismo “cuando amanezco nostálgico”
para “fumarse hasta el fondo” la fantasía de futuro que sostiene todo el edificio
de la atrofiada modernidad liberal, en cuyas escaleras barriales se organizan las
últimas alianzas posibles para el poeta: la de locas madres, locas hermanas y putas
locas abrazadas por el frenesí del “casi” lo consigo, casi lo pillo, casi me ama,
casi... La escritura paria de Lemebel la entiendo en torno a la ciudadosa labor de
reconocimiento y clasificación, sin las taxonomías científicas de Perlongher o los
excerptos sociologizantes de Monsiváis, de los modos de goce en torno a los cuales
las comunidades o los sujetos organizan y construyen sus fantasías.
Individuos cuyos modos podemos llamar los de los que “pueden ser
humillados y ofendidos” por la permanente intrusión cultural en sus formas de
goce. Si para la mirada complaciente de la clase media blanca televisada “a queer
eye becomes the docile I for the scannig of the panoctic gaze” (Ríos-Avila, cit.),
la mirada torva de Lemebel, en cambio, lejos de confirmar su domesticación
cultural y hacer/producir “the right buy” (el sofá, la camisa, el humectante, el vino,
el restaurant), la mirada torva del Lemebel “aindiado, proletario y homosexual”
acusa los fenómenos de modificación y acomodación de la subjetividad de los
ciudadanos, que comparten las memorias estatales genocidas en América Latina y
cuyas biografías han quedado marcadas por el arrasamiento político y económico
producido con el advenimiento de los estados neoliberales, a cuyo biógrafo macabro
—el mercado—, Lemebel le disputa la posesión de esas “vidas mínimas.”
Otra razón para leer a Pedro es la paradoja que crea su escritura al producir
un espacio radical cuya singularidad cultural e histórica nos devuelve un sentido
de pertenencia anterior a los nacionalismos, al liberalismo económico y político e
incluso a las religiones de los nuevos fundamentalismos. Curiosamente el trabajo
escritural de Lemebel nos plantea la pregunta sobre qué sujetos y que tipo de
regímenes políticos son aquellos con los que es posible identificarse en el Chile de
la posdictadura y lo hace por medio de la convocatoria pública de una audiencia
extensa que va desde los registros orales de sus textos a una lectura cuyo soporte
dialógico popular remite a habilidades básicas de lecturabililidad. Sin ser un best
seller, lo es de otra manera. Contra la violencia metafísica de los universales en
la internacionalización de la lectoría, la historización del deseo homo en la crítica
58 FERNANDO BLANCO

feroz del demos-gracia lemebeliano.


Leo a Lemebel porque la ciudad en la que coincidimos nos enseñó cómo
evitar desaparecer en la calle, cuando en las mochilas, revisados por los policías,
nos interrogaban sobre la vaselina que llevábamos, no la gasolina de las molotov,
para encender una noche mientras amábamos cercados por el resplandor de los
neumáticos incendiados en los cordones obreros de la ciudad.
Leo a Lemebel porque su memoria es la mía, y aunque nunca seré el
sinvergüenza que él es, porque antes para mí como para muchos fue la vergüenza
y la culpa de no abandonar nunca el futuro, aprendí de él que el “recto no es una
tumba” (Leo Bersani, "Is the rectum a grave?", MIT, 1987) o que de serlo, es el
corolario de una autobiografía cuyos restos vuelven una y otra vez a la memoria
de quien da cuenta. Y esa es irrenunciable en estos tiempos en los que el mercado
nos ha amputado ese sentido junto con hiperestesiar la individualidad del iPod.
Todo oídos, sin escuchar, todo ojos sin ser vistos, todo tacto en el computador sin
tocar.
No leo a Lemebel porque Bolaño diga que es el mejor poeta de su
generación. No lo leí retroactivamene como muchos académicos para estar al día
con “el maricón de turno” en el reparto de los nichos de mercado que la academia
dicta como consumo y agenda. No lo leí ni como parte del multiculturalismo, ni
como “la zona de tensión que su escritura arma”, no lo leí con los feminismos.
Lo leí en los diarios, lo vi en las calles, lo escuché caminando por Recoleta,
cuando otro cronista nos advertía del “peligro de los puentes”, lo leí de la mano de
muchos otros que leían lo mismo en el comentario garabateado en prensa. Lo leí
cuando la mortaja de los testimonios políticos ya se había vuelto nuestro camisón
de solvencia moral, separando la verdad de la justicia, para poner a circular una
cultura que no tiene de qué enorgullecerse. (Democracia de los acuerdos, leyes
mordaza, leyes de amnistía acordes con el presupuesto fiscal, “recuperación de la
institucionalidad”).
Leo a Lemebel porque la pragmática del “realismo político” de los partidos
por la Democracia, como dijera Hernán Vidal en su momento, huele a podrido.
En suma, no leí a Lemebel porque en los noventas no hubiera más que
leer. Leo a Lemebel porque me recuerda en su contrépica marucha que existe un
borderland en cada corazón esquina de Santiago, de New Orleans, de Ciudad
Juárez...

You might also like