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EL SILENCIO MÁS ELOCUENTE

Esta tarde es diferente a todas las otras hasta ahora hemos vivido; sentimos como empieza a reinar
el silencio, el silencio de la muerte que nos mira amenazador, que nos dejará con el nudo en la
garganta y con la mente envuelta en preguntas sin respuestas. Ese mismo silencio que hoy ocupó el
lugar de los cantos alegres que solemos entonar al congregarnos para el Culto divino y que hoy nos
hace contemplar al que con cariño nos contempla desde el árbol de la cruz con una mirada que nos
pregunta ¿entiendes todo lo que hago por ti?

Es ese mismo silencio que hemos sentido cada vez que la muerte se ha acercado a nuestra casa, a
los nuestros, a los que amamos; muerte que de nuevo vino a visitarnos. Y es que aquel que hoy está
clavado en el madero de la cruz no es un nombre más escrito en un cartel puesto a la entrada de un
templo o de una funeraria, no es otra sábana blanca que cubre un cadáver más sobre la vía, no es
otra imagen pixelada de un periódico amarillista; no, a Él lo conocemos íntimamente, es Jesús, el
que nos ha mirado con la misma ternura que una madre cuando otros nos despreciaban, el que nos
protegió con el brazo fuerte del Padre cuando el mal quería dañarnos, el que sufrió a nuestro lado y
disfrutó con nosotros de la alegría de ir creciendo y descubriendo la vida como lo hace todo
hermano, el que compartió nuestras historias de amor y locuras de la juventud como el mejor amigo
un amigo.

Ese Jesús amado es el que muere hoy, a quien vemos hundirse en el silencio amenazante de la
muerte, quien como cordero llevado al matadero enmudecía y no abría la boca, el mismo que guardó
silencio frente a Pilato y ahora cierra su labios húmedos todavía por vinagre que le ofrecimos los
hombres, labios benditos que pronunciaron las Palabras del Padre, palabras de consuelo, liberación,
sanación, redención, amor infinito; palabras que respondían los ruegos de los suyos y a nuestros
propios clamores y que, en medio de este silencio ensordecedor de la muerte, parece que ya nunca
responderán a nuestros gritos desesperados que claman por una respuesta ante el sufrimiento: ¿Por
qué sufro? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? ¿Por qué siempre yo?

Como Jesús mismo, que fue probado en todo como nosotros y quien en su vida mortal, con gritos y
lágrimas oró a quien tenía poder para salvarlo de la muerte, quien experimentó el silencio después
de su desgarrador llamado lanzado de la cruz, así como Él en su angustia fue escuchado, también
nosotros podemos estar seguros que aunque experimentemos el silencio de Dios, nuestras
oraciones son atendidas, pues en medio del silencio de la muerte, mientras escuchamos al mundo
ahogado en sus ruidos, descubrimos como las más bellas melodías necesitan de silencios para que
aparezcan con dulce suavidad o impactante claridad las notas que elevan el alma a la contemplación
de lo sublime; así como la oscuridad hace patente el valor de la luz y la muerte nos muestra cuán
dulce es la vida, este silencio nos permite redescubrir el valor de la Palabra de Vida que retumba en
nuestros oídos.
Suele pasar que una mirada de amor en el silencio es más elocuente que el poema mejor escrito o
que el discurso más provocador; también, que el silencio que deja nuestras preguntas en el aire se
levante como el monumento más imponente para descubrir cuán ciegos fuimos ante una realidad
indiscutible, que nos envuelve totalmente, que cualquiera puede ver, pero que nuestros ojos, tantas
veces llenos de lágrimas por el dolor, distorsionaron al punto de no reconocer palpablemente esta
realidad.

La salvación en Cristo, el cordero inmolado sobre la cruz, realmente es una obra ante la cual los
reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable e inaudito. El Silencio que pensábamos que venía de
Dios para no responder a nuestros cuestionamientos se convertirá en el silencio hecho por nosotros
al no poder responder a una Sabiduría tan infinita, el nudo en la garganta se convertirá en lucha por
encontrar una Palabra para decir lo indecible. Pero para ello, hay que esperar aún un poco, hay que
contemplar en el silencio, hay que disfrutar del expectante misterio de una muerte que mata la
misma muerte, para que la vida triunfe para siempre, aunque haya que hacerlo entre las lágrimas de
la madre que ve inmóvil, callado, mudo, muerto el cuerpo de su Hijo amado.

Sólo quien comprenda el silencio de Dios en el misterio de la muerte, podrá gozar del gozo
inenarrable de la resurrección. Sólo el que escucha el elocuente silencio de Dios que responde en
medio de los acontecimientos del mundo, descubrirá el sentido profundo de un amor que no
abandona aunque calla, que no dice convence con palabras, sino que pone en acción su Palabra
para que su respuesta no sea sólo promesa sino cumplimiento.

Seguros que el Señor nos escucha, preparemos nuestro corazón para orar por la Iglesia, por el
mundo, por nosotros mismos; luego, en aquel Pan silencioso de la Eucaristía, recibamos la Palabra
elocuente que responde hasta nuestros más profundos cuestionamientos y, por último, vayamos en
silencio a contemplar la obra, que no estamos preparados para escuchar, pero por gracia podemos
ver hacerse realidad, en Cristo con su Resurrección y en nosotros con la vida nueva que
alcanzamos al dejar de Dios nos hable en nuestro propio silencio. Amén.

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