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166-172,209-
214 y 335-339.
(Respuesta a la precedente)
Por mi parte, no puedo conceder que los pecados y el mal sean algo positivo y
mucho menos que exista o suceda algo contra la voluntad de Dios. Por el contrario
no solo digo que los pecados no son algo positivo, sino incluso que nosotros no
podemos decir (a no ser que hablemos impropiamente y al modo humano, como
cuando se dice que los hombres ofenden a Dios) que se peca contra Dios.
Ahora bien, es cierto que la privación no es algo positivo, sino que solo se
denomina tal respecto a nuestro entendimiento y no respecto al entendimiento de
Dios. Lo cual procede de que nosotros expresamos con una definición todas las
cosas singulares del mismo género, ejemplo, todas las que tienen la figura externa
del hombre; por eso mismo juzgamos que todas esas cosas son igualmente aptas
para la suma perfección que podemos deducir de dicha definición. En cambio,
cuando hallamos una cosa cuyas obras contradicen esa perfección, entonces
juzgamos que está privada de ella y que se desvía de su naturaleza, cosa que no
haríamos de no haberla puesto bajo aquella definición ni haberle atribuido tal
naturaleza. Ahora bien, Dios ni conoce abstractamente las cosas ni forma
definiciones generales como, las mencionadas, y a las cosas no les corresponde
más realidad que la que les otorga y de hecho les confiere entendimiento y el
poder divino. Se sigue claramente pues, que la susodicha privación sólo se puede
decir i respecto a nuestro entendimiento, pero no respecto al de Dios.
Me parece que con esto está totalmente resuelta la cuestión. Pero, a fin de hacer
más claro el camino y eliminar todo escrúpulo, considero necesario responder a
las dos cuestiones siguientes: primera, por qué dice la Sagrada Escritura que Dios
desea que se conviertan los impíos y por qué prohibió a Adán comer del árbol
cuando él había decidido lo contrario; segunda, que de mis palabras parece
seguirse que los' impíos con soberbia, avaricia, desesperación, etc., sirven a Dios
lo mismo que los piadosos con su generosidad, paciencia amor; etc., por cuanto
todos cumplen la voluntad de Dios.
Por lo que respecta a la segunda dificultad, es sin duda verdad que los impíos
expresan a su modo la voluntad de Dios; mas no por eso se deben comparar con
los justos. Ya que cuanta más perfección posee una cosa más participa también
de la deidad y más expresa la perfección de Dios. Y como los justos poseen una
perfección incalculablemente mayor que los impíos, no se puede comparar su
virtud con la virtud de los impíos, de suerte que éstos carecen del amor divino que
emana del conocimiento de Dios, en virtud del cual, únicamente, y a medida de
nuestro entendimiento, nos llamamos siervos de Dios. Aún más, como no conocen
a Dios, no son más que un instrumento en manos del artífice, el cual presta su
servicio inconscientemente y se consume con él, mientras que, por el contrario, los
justos prestan su servicio a sabiendas y se perfeccionan con él.
B. de Spinoza
CARTA 23
(Respuesta a la precedente)
Esta semana he recibido dos cartas suyas; en una de ellas, del 9 de marzo, tan
sólo se proponía confirmarme la otra, escrita el 19 de febrero y que me fue
remitida desde Schiedam.
En esta última veo que se queja usted de que he dicho que para usted no puede
haber demostración alguna, etc., como si hubiera dicho eso respecto a mis
argumentos, porque no le convencieron al instante, lo cual está muy lejos de mi
intención. Yo me refería a sus propias palabras, que dicen así: y si alguna vez
sucediera que, tras un largo examen, mi conocimiento natural pareciese pugnar
con esta palabra o no (concordar) suficientemente bien con ella, etc., aquella pa-
labra posee tanta autoridad para mí que los conceptos, que pienso percibir
claramente, me resultan más bien sospechosos, etc. Así que sólo he repetido
brevemente sus palabras ni creo, por tanto, haberle dado en nada motivo de
ofenderse. Tanto más, cuanto que yo aducía esas palabras en orden a mostrar el
motivo de nuestro profundo desacuerdo.
Además, como usted había dicho, al final de su segunda carta, que sólo desea y
espera perseverar en la fe y en la esperanza y que las otras cosas, de que
podemos convencernos mutuamente por el entendimiento natural, le son
indiferentes, ya comenzaba a pensar, y ahora vuelvo a hacerlo, que mis cartas no
podrán servirle de nada y que, por tanto, me es más aconsejable no abandonar
mis estudios (que, por lo demás, ya me veo obligado a interrumpir con frecuencia)
por asuntos que no pueden aportar beneficio alguno. Lo cual no contradice mi
primera carta, ya que en ella le consideraba como simple filósofo que (como
conceden no pocos que se proclaman cristianos) no tiene otra piedra de toque
para la verdad que el entendimiento natural y no la teología. Pero usted me ha
mostrado que piensa de forma muy distinta y que, además, el fundamento sobre el
que yo me proponía edificar nuestra amistad no estaba puesto como yo pretendía.
Por lo demás, hay cosas que suceden con -frecuencia en las discusiones, sin que
por ello se traspasen los límites de la cortesía. Por eso, doy por no leídas ciertas
cosas que usted dice en su segunda carta y otras parecidas en esta última. Lo que
precede, lo he dicho en orden a mostrar que yo no le he dado motivo alguno para
ofenderse y que aún menos hay razón para afirmar que yo no soporto que me
contradigan. Dejo ya estoy paso a responder a sus objeciones. Afirmo, en primer
lugar, que Dios es absoluta y realmente causa de todas las cosas que tienen
esencia, cualesquiera que sean. De forma que si usted puede demostrar que el
mal, el error, los crímenes, etc., son algo que expresa una esencia, le concederé
sin reservas que Dios es la causa de los crímenes, del mal, del error, etcétera. Me
parece que yo he probado suficientemente que lo que constituye la forma del mal,
del error, del crimen, etc., no consiste en algo que exprese una esencia y que, por
tanto, no se puede decir que Dios sea su causa. El matricidio de Nerón, por
ejemplo, en cuanto incluía algo positivo, no era un crimen: pues también Orestes
realizó la acción externa y tuvo además la intención de asesinar a su madre y, sin
embargo, no es acusado tanto como Nerón. ¿Cuál fue entonces el crimen de
Nerón? Simplemente que con dicha acción él demostró que era ingrato,
inmisericorde y desobediente. Ahora bien, es cierto que nada de esto expresa aIgo
de esencia y que, por tanto, tampoco Dios fue causa de ello, aunque haya sido
causa del acto y de la intención de Nerón.
Finalmente, quisiera señalar que, aunque las obras de los piadosos decir de
aquellos que tienen idea clara de Dios, conforme a, la cual se determinan todas
sus acciones y pensamientos) y de los impíos (es decir, de aquellos que no tienen
idea de Dios, sino tan sólo ideas confusas de las cosas terrenas, por las cuales
son determinadas sus acciones y pensamientos) y, finalmente, de todo cuanto
existe, fluyen necesariamente de las leyes y de los decretos de Dios y dependen
constantemente de él, sin embargo, se distinguen unas de otras no sólo en
grados, sino en esencia. Pues, aunque el ratón y el ángel, la tristeza y la alegría
dependen igualmente de Dios, no puede el ratón ser una especie de ángel, ni la
tristeza una especie de alegría. Con esto pienso haber respondido a sus
objeciones (si las he entendido correctamente, pues a veces me asalta la duda de
si las conclusiones que usted deduce no difieren de la proposición que pretende
demostrar).
Pero esto quedará más claro si respondo a las cuestiones por usted planteadas
apoyándome sobre estos fundamentos. La primera es si resulta tan grato a Dios el
asesinar como el dar limosnas. La segunda es si, respecto a Dios, es tan bueno
robar como ser justo. La tercera, por fin, es si, supuesto un temperamento a cuya
naturaleza singular no repugna, sino que conviene el buscar el placer y el cometer
crímenes, existiría en él un motivo de virtud que pudiera moverle a hacer el bien y
a evitar el mal.
A la segunda replico: si bueno respecto a Dios implica que el justo ofrece a Dios
algo bueno y el ladrón algo malo, respondo que ni el justo ni el ladrón pueden
causar en Dios agrado o enojo; si se pregunta, en cambio, si aquellas dos
acciones, en cuanto son algo real y causado por Dios, son algo igualmente
perfecto, digo que, si sólo atendemos a las obras y a su modo concreto, es posible
que ambas sean igualmente perfectas. Por tanto, si usted me pregunta sí el ladrón
y el justo son igualmente perfectos y felices, le contesto que no. Ya que por justo
entiendo aquel que desea constantemente que cada uno posea lo que es suyo, y
yo demuestro en mi Ética (todavía no editada) que ese deseo, en los piadosos, se
deriva necesariamente del conocimiento claro que tienen de sí mismos y de Dios.
Y, como el ladrón no posee un deseo de ese género, está necesariamente
desprovisto del conocimiento de Dios y de sí mismo, es decir, de lo principal que
nos hace hombres
Mas, si usted me pregunta, además, qué le puede mover a hacer esta obra, que
yo llamo virtud, más bien que otra, le digo que yo no puedo saber de qué medio,
entre los infinitos, se sirve Dios para determinarle a usted a esta obra. Pudiera ser
que Dios hubiera impreso claramente en usted su idea, a fin de que olvidara el
mundo por amor a él y que amara a los demás hombres como a usted mismo.
Ahora bien, es evidente que tal constitución espiritual está en pugna con todas las
demás que se denominan malas y que, por eso mismo, .no pueden hallarse en un
mismo sujeto. Por lo demás, no es éste el momento de explicar los fundamentos
de la Ética ni de demostrar todas mis afirmaciones, ya que sólo me propongo
responder a sus objeciones y alejarlas lo más posible de mí.
B. de Spinoza.
Carta 58
Nuestro amigo J. R.me ha enviado la carta que usted ha tenido a bien escribirme,
junto con el juicio de su amigo sobre mí opinión y la de Descartes acerca del
libre albedrío, la cual me agradó mucho. Y, aunque en este momento, aparte de
no disfrutar de buena salud, estoy muy ocupado en otras cosas, su singular
gentileza y, lo que más aprecio, su amor a la verdad, que le absorbe, me obligan a
que cumpla su deseo, en cuanto me lo permita mi ingenio.
Paso, pues, a aquella definición de libertad, que dice ser mía, aunque no sé de
dónde la ha sacado. Yo llamo libre aquella cosa que existe y actúa por necesidad
de su sola naturaleza; coaccionada, en cambio, la que está determinada a existir y
a obrar de cierta y determinada manera. Por ejemplo, Dios existe libremente,
aunque necesariamente, porque existe por la sola necesidad de su naturaleza. Así
también Dios se entiende a sí mismo y todas las cosas de forma absolutamente
libre, porque de la sola necesidad de su naturaleza se sigue que entiende todas
las cosas. Ve usted, pues, que yo no pongo la libertad en el libre decreto, sino en
la libre necesidad.
Pero descendamos a las cosas creadas, todas las cuales son determinadas por
causas externas a existir y a actuar de cierta y determinada manera. Y para que
se entienda claramente, concibamos una cosa muy simple. Por ejemplo, una
piedra recibe de una causa externa, que la impulsa, cierta cantidad de movimiento
con la cual, después de haber cesado el impulso de la causa externa, continuará
necesariamente moviéndose. Así, pues, la permanencia de esta piedra en
movimiento es coaccionada, no por ser necesaria, sino porque debe ser definida
por el impulso de la causa externa. Y lo que aquí se dice de la piedra, hay que
aplicarlo a cualquier cosa singular, aunque se la conciba compuesta y apta para
muchas cosas; es decir, que toda cosa es determinada necesariamente por una
causa externa a existir y a obrar de cierta y determinada manera.
Cuando añade, además, que las causas, por las que ha aplicado su ánimo a
escribir, le han impulsado a escribir, pero no le han coaccionado, no indica otra
cosa (si usted quiere examinar el asunto con ecuanimidad), sino que su ánimo
estaba entonces constituido de tal forma que las causas que, en otro caso, es
decir, cuando es víctima de alguna pasión fuerte, no hubieran podido forzarlo, le
forzaron en ese momento, no a escribir contra su voluntad., sino a sentir
necesariamente deseos de escribir.
En cuanto a lo que añade al final, que, admitido esto, toda malicia sería excusable,
¿qué se seguiría de ahí? Pues los hombres malos no son menos de temer ni
menos perniciosos, cuando son necesariamente malos. Pero, sobre esto vea, si lo
desea, el capítulo VIII de la parte II de mi Apéndice a los libros 1 y II de los
Principios de Descartes, geométricamente demostrados.