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¿Necesitan las iglesias de hoy “apóstoles” que den cobertura espiritual a otros
ministros y que impartan y/o activen dones? ¿Se necesita a “profetas” que traigan
novedosos e inéditos mensajes? ¿Se necesita a algún coach motivacional que
empodere nuestro ego decaído? La respuesta es un rotundo NO. No necesitamos a
estas personas porque son una prótesis en el cuerpo de Cristo. Son un artificio, humo
que se desvanece, vanidad en el sentido del Eclesiastés, porque lo único que hacen
es acercarnos a ellos, a un “yo” engrandecido. Sus grandilocuentes títulos lo único
que muestran es que las labores de pastor y de predicador le quedan chicos a sus
egos gigantescos. Como los fariseos de la época de Jesús, con el aplauso, la
palmadita en el hombro y las loas de sus fans, ya tienen su recompensa.
Una cosa que aprendí, en mis primeros años de predicador, es que cuando indico
con mi dedo a la congregación, tres dedos me indican a mí. La fama es linda,
produce un fresco sabor al paladar, infla nuestros pechos en toda su capacidad, pero
por sobre todas las cosas: nos presenta una falsa y vana realidad. El que nunca haya
predicado en un estadio o en una mega iglesia, no me libera del riesgo tentador del
ego engrandecido. Así que si pensaste que por ser famoso en tu iglesia local (¡por
muy pequeña que sea!) o en tu denominación estabas libre del síndrome fariseo, te
equivocaste. No estamos libres de ello. Sólo el Espíritu Santo nos puede dar la fuerza
para vivir la fe de rodillas, con humildad, entendiendo que nuestro servicio es para la
gloria de Dios y la alegría de su iglesia.
Por ende, lo primero que debemos aprender como predicadores es que lo que
exteriorizamos tiene una profunda relación con nuestro interior. Eso hace que una
vida disciplinada espiritualmente debe ser una constante: la intimidad de la oración,
la práctica de la honradez y de una vida conforme a los principios bíblicos no son
optativos. Por otro lado, lo que Juan nos permite aprender, es que cuando
predicamos no estamos descubriendo la pólvora. Ser parte de iglesias reformadas
que están siempre reformándose no tiene que ver con hacer tabla rasa del pasado.
Hacemos muy bien en reconocer lo que hermanos nuestros, en el pasado y en el
presente, han dicho sobre las Escrituras, la teología, la interpretación de las
Escrituras, porque cuando lo hacemos notamos que no estamos en una isla, que
somos parte de una comunidad, que podemos estar en el desierto pero no
necesariamente solitarios. Regularmente, aquellos que se anuncian como novedad y
preparan a sus oyentes para escuchar aquello que nunca antes han oído, lo único
que hacen, es anunciarse a ellos y alejarse de las Escrituras.
El mensaje del Reino debe ser presentado con claridad, fuerza y amor, entendiendo
que su contenido no puede ser transado. El mensaje del Reino no es una palmadita
en el hombro, ya que porta la fuerza transformadora de la Palabra de Dios que es
como una espada que atraviesa todo el ser (Hebreos 4:12). Por lo tanto un
predicador debe estar feliz si tiene un auditorio receptivo al mensaje que porta y
enuncia, como cuando su auditorio le es adverso. Juan lo supo, al extremo que dio su
vida por el mensaje que anunció. A veces, el predicar nos puede costar la cabeza y
más. ¡Cuán diferente es esto al sentido del éxito que los predicadores
aparentemente famosos tienen!