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Cómo llegamos al encierro electoral de 2019

En el marco del calamitoso escenario social que se augura tras un ya durísimo 2018, sigue
circulando con mucha fuerza la tesis kirchnerista de que la mayoría de los que votaron
(votamos) en blanco en 2015 lo hicimos siguiendo los argumentos puristas del trotskismo
vernáculo: “son lo mismo”. Es decir, siguiendo la vieja tesis de la izquierda radical de que el
peronismo solo “dulcifica” o añade otros condimentos, posiblemente no tan agradables como
el azúcar, al capitalismo, pero a la larga “le es funcional”.

Quizá sea interesante considerar que el no tomar ninguna de las papeletas pudo obedecer a
otras razones. Estoy convencido de que la mayoría de quienes no eligieron una boleta por
primera vez en su vida no lo hicieron siguiendo el principismo de la abstinencia permanente
de la ultra-izquierda. El supuesto purismo de agrupaciones y frentes minúsculos es solo eso, un
goce de agrupaciones llenas de narcisistas que se creen incontaminados, de frentes que
parecen construidos ah hoc para no tener que gobernar, pues, en palabras de Max Weber,
jamás tendrán que pasar de la “ética de los principios” a la “ética de la responsabilidad”. O en
criollo, sabiendo que jamás tendrán que pisar el barro.

Yendo al otro lado del espectro político, debe destacarse que muchos de quienes optaron con
cierta convicción por el macrismo, con la excepción de los adherentes más incondicionales,
posiblemente no han tenido que insistir de la misma manera con un crítica similar –aunque de
contenido ideológico contrario–, pues ganaron. Teniendo en frente unas elecciones con estos
lastimosos resultados de gestión, solo les queda el agite del miedo a la “venezuelización” como
argumento frente a una posible huida del todavía indeciso hacia las filas ¿neo? kirchneristas.

Lo cierto es que, tal como lo formulaba un amigo que también supo optar por no optar, la de
2015, más que una elección, era una extorsión a dos bandas: ante el esperpento de la fórmula
Scioli-Zannini –un sapo duro para los más radicalizados, dado el primer componente de la
fórmula, no el segundo–, los conocidos kirchneristas nos solían decir que la otra opción era la
entrega del país al neoliberalismo. Y a la inversa los votantes de Cambiemos: si ganaba Scioli
con Cristina detrás, vendría un régimen como el de Maduro.

Siguiendo con el plural (con el que al menos puedo abarcar a varios conocidos) la realidad es
que muchos de los que manifestamos rechazo a ambas fórmulas percibíamos que teníamos
frente a nosotros “dos males”, sí, pero no dos versiones de lo mismo, como solía insistir en
decir el estudiante crónico de sociología y candidato del FIT, Nicolás del Caño. Se trataba de
dos opciones negativas, pero negativas por razones distintas. Por un lado, estaba la
posibilidad del arribo de un gobierno que traería, no neoliberalismo, sino ortodoxia para los
sectores medios y bajos, pero “intervencionismo” para la cúspide superior del empresariado –
Macri, después de todo, era uno de los propios–. Por el otro, la de un gobierno que además de
continuar con una pseudo-virtuosa asociación con ese mismo capitalismo criollo (subsidios,
“club de la obra pública”, regulaciones a medida, etc.), insistiría con un decisionismo cada vez
más marcado. (Nota sobre economía y política argentina: la caída en el índice de "confianza
en el gobierno" de principios de enero registrada por la Universidad Torcuato Di Tella apenas
se registra en el ítem "honestidad" de Macri y su gabinete. Este registro deja claro que, con la
carga valorativa inversa, cambiemitas y kirchneristas separan negocios privados de mundo
público con la misma ingenua facilidad).

En este último caso, si por una parte el perfil timorato de Daniel Scioli había podido ser leído
por algunos como indicador de un futuro gobierno más orientado al consenso, por la otra,
Cristina Fernández se había asegurado de estampar su “sello de garantía” en la
vicepresidencia y la fórmula a la gobernación de la provincia de Buenos Aires: en caso de
ganar el oficialismo, se podría especular sin demasiada osadía, la ex mandataria cercaría a un
presidente Scioli con más incondicionales que reforzarían el poder de Zannini, es decir, su
poder. Solo quedaba confiar en la capacidad del gris Scioli –y decir gris es casi un elogio– para
controlar los raptos pseudo-jacobinos de una ex presidenta que, quien lo dudaba, haría lo
posible por seguir controlando el bastón de mando. Y eso si uno estaba dispuesto a creer que
la tibieza de Scioli era algo positivo. Después de todo, el aún gobernador bonaerense traía
como respaldo una calamitosa gestión, una de las peores de las muchas muy malas que tuvo la
provincia de Buenos Aires.

Y, sin embargo, quienes adscribían al kirchnerismo de manera no-secular, intentaban persuadir


indecisos a partir de esa garantía de radicalismo estampado por la jefa la fórmula de un
candidato al que nunca habían visto como propio. Era la proyección en la fórmula de la jefa de
Estado vía Zannini lo que los impulsaba a militar por esa candidatura y les daba bríos para
“melonear giles”: cual viejos marxistas, afirmaban con pocos matices, que lo institucional, es
decir, los derechos y garantías de la propia Constitución, era solo una coartada de “buenas
formas burguesas”. Pura cáscara frente a la magnitud y esplendor de los logros conseguidos
por Él y Ella –no es chicana recordarles que otro radicalismo, el fascista, usaba los mismos
argumentos “anti–parlamentarios”–. Para ellos, era entonces mejor aceptar su concepción
cada vez más transparente de la democracia como plebiscito antes que confiar en una
“República” conducida por los Amarillos.

Sobre este último punto, sin embargo, vale aclarar que la apuesta a Mauricio Macri como
garantía de un liberalismo republicano que pusiera coto al personalismo kirchnerista era solo
cosa de quienes estaba dispuestos a creer en las garantías de figuras arrebatadas como Elisa
Carrió. Pero aunque no hacía falta hacer futurología para saber que el respeto institucional y la
apuesta por el consenso era pura ilusión del anti-kirchnerismo, lo cierto es que el marcado
decisionismo era algo de lo que el kirchnerismo había dado ya cuantiosas pruebas. Vale
recordar que, después del habitual manejo subterráneo de las presiones hasta
aproximadamente principios del año 2008, el verticalismo se había vuelto proyecto explícito
para el gobierno de la mano de una apelación al mayoritarismo; alcanza con recordar que, tras
la aplastante victoria de 2011, surgieron enunciados como “Cristina eterna” y el “vamos por
todo” de la propia presidenta, a los que pronto se sumaron fórmulas programáticas como
“democratización de la justicia”, por caso. Tal como también había dicho la mandataria en una
de las tantas oportunidades en las que pretendía que el país se detuviera para escuchar su
Voz: “prefiero hablar de nación antes que de república”. Ahora bien, de ahí a pensar que
Argentina corría el riesgo de convertirse en una analogía directa de Venezuela hay mucha
distancia: la propia sociedad se había encargado en dos oportunidades (2009 y 2013) de
marcar su rechazo a las claras ínfulas anti-liberales del kirchnerismo (aclaro, hablo aquí de
liberalismo político, de derechos y garantías individuales).
Con este racconto, no pretendo “saturar” el rango de explicaciones sobre por qué, a pesar de
su calamitosa gestión, el escenario electoral se muestra aún más propicio para Mauricio Macri
(algo inédito en un país en el que ha sucedido de todo en materia electoral). Su figura, según
las últimas mediciones, ha vuelto a caer tras un leve repunte en diciembre pasado, pero no hay
una transferencia de voluntades hacia Unidad Ciudadana. La imagen de Macri cae, pero
mantiene su caudal electoral. El cerco de protección mediático (es decir, la teoría de la
manipulación que esgrime el ego herido del kirchnerismo) no alcanza a explicarlo todo. Es
cierto, un gobierno de Daniel Scioli, por heterodoxo que fuera su gabinete económico, hubiera
heredado los mismos problemas económicos, pero Macri, como era de prever, terminó
haciendo gala de su ortodoxia económica asimétrica, es decir, haciendo un ajuste para los de
abajo y a la vez realizando un reparto de jugosos y lucrativos negocios regulados por el estado
(reparto de negocios que, no está de más decirlo, favorece a la misma cúspide empresarial que
también los recibió durante el kirchnerismo). La gestión de Cambiemos le sumó además a su
“gradualismo que no fue” un exponencial endeudamiento y la subsiguiente timba financiera.
Ante una crisis que igualmente se avecinaba, el PRO repartió salvavidas y votes tal como dice
Spielberg que se hizo en el Titanic.

¿Una grieta? varias grietas


Lo cierto es que al temor anti-autoritario de algunos se suman otras razones de peso para que
la “Cristina que ha madurado” de Alberto Fernández (y del militante “crístico” Juan Grabois) no
reciba los votos. Aunque no necesariamente se excluye de la primera razón, hay causas de
mucho peso que están ausentes de la consideración de los grupos chats de WhatsApp
clasemedieros o de los debates de los militantes de uno y otro polo. Pues además de la
cristalizada en su momento por el duelo Lanata-678 durante el último gobierno de Cristina
Fernández, también se produjo otra grieta, solo que esta no tuvo prensa ni peso en el
imaginario que dominaba los debates: se trata del antagonismo existente entre los sectores
de trabajadores no profesionales y el resto de los sectores populares.

Los rencores que existen entre los trabajadores formales o relativamente formalizados y
quienes sobreviven de distintos tipos de asistencia social tiene, claro, tintes mucho menos
pintorescos que los se reproducen en la mesa familiar de la clase media. Es cierto que ésta
clase no se queda demasiado atrás a la hora de juzgar a quienes tienen en la asistencia social a
sus principales ingresos, pero es entre los sectores trabajadores menos profesionalizados que
se generan las más duras expresiones “anti-planeras”. Es, creo, el espanto a la cercanía de
poder llegar a convertirse en lo mismo lo que produce un violento rechazo. Después de todo,
alguien que recibe subsidios oficiales o está inserto en redes clientelares menos transparentes
no es sino una persona cuya familia, cada vez más generaciones atrás, vivía de un empleo más
o menos formalizado, pero siempre “digno”, como se decía entonces.

No es éste el espacio para intentar profundizar aquí con explicaciones sociológicas, pero lo
cierto es que, adyacente a estar problemática, está la del delito violento. Juzgado cínicamente
durante años como “sensación” y como demanda proto-fascita por el kirchnerismo (y el
progresismo en general), era y es entre los sectores trabajadores más vulnerables donde la
demanda por “seguridad” se ha vuelto más radicalizada. No por justificar nada, sino con afán
de poner en perspectiva la cuestión, hay que admitir que es cierto que es en los barrios más
vulnerables, mucho más que en los que retrata TN cuando recorre las mejores zonas del
Conourbano bonaerense, donde se sufre lo peor del incremento del delito callejero. Tarde
llegaron sobreactuaciones como las de Berni recorriendo escenas del crimen vestido de
Rambo.

Desierto programático, ergo electoral

Mientras, las energías políticas de la juventud y los sectores más intelectualizados se focalizan
en las políticas de lo cotidiano y lo múltiple (género, sexualidad, etnicidad, ecología e incluso
alimentación) lo cierto es que estas demandas legítimas no decantan en formaciones con
programas de acción amplios, que permitan superar su fragmentación. Alejada hace tiempo
del marxismo, la izquierda llamada cultural ha extendido el cuestionamiento al poder sobre
territorios que aquél descuidaba, pero a la inversa de éste, parece incapaz de articular un
discurso relativamente coherente para enfrentar una problemática tan acuciante como la de la
cada vez más profunda desigualdad económica.

El resto de la sociedad, alejado de estos debates o que solo siente rechazo por éstos, parece
por su parte no poder articular posición política más que la de la queja. No es para menos, las
intensas horas de trabajo a las que estamos sometidos, el surgimiento a su vez de nuevas
exigencias estéticas y de salud que ocupan agotadoramente el escaso tiempo libre que se tiene
y la progresiva pero efectiva instalación de la política como cuestión de técnicos (el votante-
consumidor antes que el votante ciudadano) deja nulo espacio para la imaginación política.

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