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El vértigo de la inmanencia:

elaboraciones infrapolíticas
(Borradores)

Sergio Villalobos-Ruminott

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Nota preliminar

Los textos reunidos acá han sido publicados en diversas revistas de filosofía y
humanidades. Sin embargo, todos están siendo revisados en función de producir
una colección de ensayos sobre la relación entre filosofía, historia y política que
muestre de mejor forma las interrogantes que alimentan nuestro trabajo. Dada la
condición transicional de estos textos, no pueden ser considerados como
pertenecientes a un mismo volumen. Se presentan acá con fines exclusivamente
pedagógicos, como material de trabajo para un taller de intercambio a realizarse en
la Universidad de Chile, el día 23 de Abril del año 2016. Esa su única finalidad y
pretensión.

Sergio Villalobos-Ruminott

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Índice

• Negatividad, deconstrucción y política en el pensamiento


contemporáneo

• La trampa de la soberanía

• Ontología del presente

• La inmanencia del ser

• Marxismo y semiosis barroca

• El marxismo como técnica liberacionista

• Transferencia y articulación

• ¿En qué se reconoce el pensamiento?

• Anexo: Soberanía, acumulación e infrapolítica

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Negatividad, deconstrucción y política en el pensamiento
contemporáneo

Para todo aquel que se considere apegado al tema de la


emancipación, el ascenso de la masa a la categoría de sujeto ha
de resultar una ofensa de desagradables repercusiones.

Peter Sloterdijk. El desprecio de las masas

El cuestionamiento de la deconstrucción desde la izquierda, en


términos de sus implicancias políticas, me parece el producto
de una extraña resistencia a extender el trabajo deconstructivo a
la forma en la cual se piensa, convencionalmente, la esfera de la
política (asumiendo, aún a riesgo de equivocarme, que dicha
esfera es, efectivamente, “pensada”).

Bill Readings. The Deconstruction of Politics

Introducción

Para muchos lectores avezados, la idea de pensamiento negativo está


asociada con los desarrollos contemporáneos del pensamiento italiano y con su
recuperación de figuras tales como Heidegger, Nietzsche o Wittgenstein. Ya sea que
nos estemos refiriendo a las aventuras del pensamiento débil, al colapso
arquitectónico de la razón moderna, al agotamiento de nociones tales como sujeto,
historia o totalidad, o incluso, a la emergencia de los enfoques post-modernos y, de
manera más reciente, post-coloniales, lo que importa es determinar el estado de una
situación del pensamiento contemporáneo para la cual se hace cada vez más difícil
elaborar planteamientos relativos a una posible práctica crítica y política. ¿Se puede
pensar realmente la política?, ¿se puede seguir pensando nuestra relación con ella
en los márgenes conceptuales que caracterizaron el decurso de la historia moderna
del pensamiento? La primera consecuencia de la crisis categorial que acompaña al
pensamiento negativo contemporáneo es, precisamente, la imposibilidad de

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reformular nuestras certezas e inquietudes en los parámetros acostumbrados. Ya no
podemos proyectar, ingenuamente, modelos utópicos de sociedad, formas
paradisíacas de convivencia y autodeterminación desde nuestras convicciones
relativas a la historia universal o al potencial emancipador de alguna subjetividad
particular investida con la misión de llevar a cabo la liberación de la humanidad.
¿Qué hacer entonces?, ¿cómo entrar en relación con este “nihilismo categorial” que
nos impide trascender el plano de una negatividad radical y avanzar hacia una
“afirmación sustantiva”? ¿No es dicha trascendencia o “afirmación” una reiteración,
o una confirmación, del mismo nihilismo?

En cierto sentido, el problema que marca nuestro presente y que define a


nuestra generación, es el problema de cómo trascender las limitaciones del
pensamiento negativo, sin dar el salto a la política desde un voluntarismo ingenuo.
¿Cómo trascender el nihilismo categorial, eje del pensamiento negativo, sin reeditar
afirmaciones ontológicas sustantivas y mecanicistas? El neo-espinosismo
contemporáneo, con todo su énfasis onto-antropológico en la noción de multitud,
pareciera ser una respuesta habitual a dicho problema. Así también parece ser el
caso de las actuales teorías de la democracia radical y de las articulaciones
hegemónicas. Todo ello nos indica que el pensamiento moderno de la política
(ciertamente el pensamiento político) aún no asume plenamente las consecuencias
del proceso deconstructivo de sus certezas y afirmaciones. Se trata de dar un paso
(no) más allá del “nihilismo categorial” contemporáneo, pero, por otro lado, se trata
de no reiterar los vicios normativos del pensamiento moderno. Esto no significa,
sin embargo, que la redefinición del concepto de lo político y la redefinición de
nuestras prácticas sea un asunto estrictamente teórico; por el contrario, lo que está
en cuestión en este interregnum es, precisamente, la articulación entre pensamiento y
política, entre teoría y práctica, más allá de las pretensiones de propiedad o
pertinencia disciplinaria al respecto (nada hay que esperar de la filosofía política,
por ejemplo). En este sentido, y como una primera formulación de esta
problemática, aunque acotada al desarrollo de un caso particular, nos
dispondremos a analizar las vicisitudes del debate contemporáneo sobre
subalternismo latinoamericano1.

1
La primera versión de este texto fue presentada a una revista profesional en Estados Unidos,
siendo rechazado debido a las opiniones de un “lector externo” que consideró que tanto el
subalternismo como la deconstrucción eran temas demasiado conocidos y pasados de moda y que,
por lo tanto, el presente trabajo dedicaba mucho esfuerzo a un debate ya sepultado por el tiempo.
Junto con agradecer dichas observaciones, además de los comentarios de Alberto Moreiras, me
gustaría reiterar que lo que acá intentamos es un cuestionamiento de la relación naturalizada entre
teoría y política, de lo que se sigue una sospecha respecto a las modas académicas y su fulgurante
promesa de novedad. La deconstrucción y, en cierto sentido, el subalternismo, no son marcos
teóricos o metodologías de investigación y lectura que dejan intacto el ámbito universitario, sino
problematizaciones de la moderna relación entre teoría y práctica. La imagen de estar trabajando

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El debate latinoamericano sobre subalternismo

¿Qué ocurre con el debate sobre subalternismo latinoamericano en la


academia metropolitana? No se trata sólo de una querella en torno a la pertinencia
de dicho enfoque y su utilidad para redefinir posiciones al interior de un campo
académico, sino también, y más crucialmente, se trata de un debate sobre nuestras
concepciones habituales de práctica intelectual y de las relaciones entre teoría y
política, entre lo que hacemos como académicos e investigadores y nuestros
compromisos con la situación social del continente. Por lo mismo, lo que está en
juego en estos debates es la posible racionalidad y protagonismo de unas
subjetividades refractarias a la narración oficial de la historia, sea ésta nacional o
continental; su potencialidad hermenéutica para comprender procesos de
articulación social e hibridización cultural acelerada en la actualidad, y las
posibilidades de reformular una concepción de lo político que supere las
limitaciones del pensamiento negativo contemporáneo. Más allá de las diferencias
entre latinoamericanistas alojados en la academia metropolitana y aquellos
orgánicamente vinculados con la región, lo que nos interesa acá son dos
dimensiones complementarias del debate aludido; por un lado, aquella relativa a la
pertinencia y utilidad de la apropiación del modelo historiográfico y teórico
subalternista, desarrollado en la India contemporánea y relativo al problema de la
narración alternativa de la historia del subcontinente asiático, más allá de los
criterios estandarizados de la historiografía imperial, europea y marxista en general
(¿hasta qué punto el subalternismo es capaz de responder a las interrogantes
abiertas con la crisis de los proyectos históricos de América Latina –particularmente
con la crisis de la izquierda–, y con los efectos de la globalización financiera y
cultural?). Y, por otro lado, ya al interior del subalternismo latinoamericano,
queremos contrastar las posturas de una primera generación (básicamente integrada
por los miembros que firmaron el “Founding Statement” del Latin American
Subaltern Studies Group), y aquellas posteriores relacionadas con lo que ha sido
caracterizado como “subalternismo deconstructivista”, atendiendo a su orientación
crítica y teórica, relativa a los trabajos de Alberto Moreiras y Gareth Williams, entre
otros. Esto nos llevará, finalmente, a elaborar algunas consideraciones sobre la
relación entre subalternismo, deconstrucción y política, que complementan y hacen
explícitas las posiciones implicadas en este debate.

Subalternismo y latinoamericanismo

con materiales muertos, en cualquier caso, no podría ser más apropiada, sobre todo si consideramos
que la deconstrucción puede ser pensada como una relación al fantasma.

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Una serie de publicaciones recientes en el campo latinoamericanista dejan
en claro no sólo la relevancia que el subalternismo ha tenido en los últimos años,
sino la serie de posiciones heterogéneas agrupadas bajo dicha categoría. Los libros
de John Beverley, Subalternity and Representation (2000, 2004), Ileana Rodríguez, The
Latin American Subaltern Studies Reader (2001), Alberto Moreiras, The Exhaustion of
Difference (2001), y Línea de sombra. El no sujeto de lo político (2006), Gareth Williams,
The Other Side of the Popular (2002), y las ediciones evaluativas Latin American
Subaltern Studies Revisited, a cargo de Gustavo Verdesio (Dispositio/n 2005), y más
recientemente de Hernán Vidal, Treinta años de estudios literarios/culturales
latinoamericanistas en Estados Unidos (2008), entre muchos otros, al menos así lo
indican. Pero, determinar qué es el subalternismo es una interrogante que depara
muchos problemas. En principio, se trata de una de las más influyentes escuelas
historiográficas de las últimas décadas, relacionada con los historiadores
surasiáticos (Ranajit Guha, Dipresh Chakrabarty, Partha Chatterjee, Gyan Prakash,
etc.), que tiene como punto de partida su divorcio con respecto a los criterios de la
historiografía liberal y marxista europea. En general, los modelos interpretativos de
la historiografía imperial y nacionalista india tenían como límite su universalización
improcedente del formato hegeliano de articulación entre sociedad civil y Estado.
Dichos modelos, idealmente europeos, habían sido utilizados para la construcción
de un relato interesado sobre el pasado colonial y el presente nacional de los países
periféricos, cuestión no sólo fácticamente errónea, sino peor aún, sustantivamente
ideologizada. Así, el esquema europeo de sociedad civil y el marxista de clase
obrera y “direccionalidad estratégica”, todavía compartían una profunda
complicidad con los presupuestos de una antropología política fundada en la figura
del sujeto, la acción, la soberanía popular y la democracia occidental. Estas
limitaciones no sólo han producido versiones interesadas del pasado de la India
colonial, sino que en cuanto “prosas de la contra-insurgencia”, han debilitado
nuestra relación con la historia y con ello, han debilitado a la misma historia, toda
vez que la convierten en un discurso irreflexivamente valorizado que circula y
justifica la opresión actual. El subalternismo entonces no sólo es un enfoque
historiográfico preocupado de corregir el relato oficial o ampliar el archivo, sino
que, en cuanto crítica de la misma relación entre narración y poder, muestra las
consecuencias actuales de una práctica historiográfica que en sus procesos de
representación reproduce las relaciones de poder y subalternidad en el presente.

El libro fundacional de este enfoque, Elementary Aspects of Peasant Insurgency


in Colonial India (1999), cuestiona precisamente la forma sistemática en que la
apropiación del modelo evolutivo (hegeliano) de madurez política excluye desde el
archivo, desde el texto histórico y desde la misma actualidad, a las rebeliones
campesinas con su violenta negatividad expresiva, y muestra cómo éstas son
condenadas por su salvajismo e irracionalidad, no siendo interrogadas por el

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secreto que las instiga y que las vuelve reiteradas. El subalternismo, entonces, no
sólo recupera el análisis de Gramsci sobre las relaciones entre cultura y hegemonía,
sino que avanza en un cuestionamiento del formato normativo propio del relato
historiográfico tradicional y se muestra como resistencia a su lógica atributiva de
racionalidad. En este sentido, el subalternismo parece prometer un éxodo con
respecto a los hitos categoriales del pensamiento moderno occidental (sujeto, razón,
Historia Universal, revolución, pueblo, clase, soberanía, partido, programa,
ideología, etc.). Pero, no un éxodo hacia una nueva tierra prometida (un nuevo
orden disciplinario), sino hacia una permanente deriva con respecto a los
asentamientos del saber en el currículo flexible de la universidad neoliberal
contemporánea.

La difusión en la academia norteamericana del trabajo de los subalternistas


indios se debió a intelectuales de primer orden, entre los cuales habría que
mencionar a Edward Said, Homi Bhabha y Gayatri Spivak; además, la aparición
regular de los textos del Grupo Surasiático y los Subaltern Studies Readers desde fines
de los años ochenta, permitieron la rápida difusión de este material en las
disciplinas humanistas y en las ciencias sociales (lo que puede ser leído como fin del
éxodo y comienzo de su asentamiento). Más o menos por ese tiempo, un conjunto
de intelectuales latinoamericanos o latinoamericanistas, decepcionados con el largo
proceso histórico que se cerraba con la caída del muro de Berlín y con la derrota
del sandinismo en Nicaragua, y conscientes de la estrechez de los marcos teóricos
referenciales, hasta ese momento, de uso y circulación común, encontraron en los
estudios subalternos una alternativa a lo que en ese entonces aparecía como
universalización del modelo americano de Cultural Studies. Aunque no es del todo
correcto afirmar que todos los latinoamericanistas llegaron por el mismo camino a
enterarse y leyeron de la misma forma lo que los historiadores surasiáticos estaban
haciendo. Para algunos, incluso, el trabajo del grupo surasiático fue más bien la
confirmación de interrogantes y reflexiones ya elaboradas en torno a la historia y la
cultura latinoamericana, y no sólo un nuevo paradigma que les diera legitimidad
(Sara Castro-Klarén, “The Recognition of Convergence: Subaltern Studies in
Perspective”, 2005; Patricia Seed, “How Ranajit Guha came to Latin American
Subaltern Studies”, 2005).

Aunque la historia del desarrollo de los estudios subalternos y su relación


con el campo de los estudios latinoamericanos es muy relevante, tampoco habría
que reducir esta relación al ámbito de los estudios literarios, precisamente porque
una de las características del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano es su
heterogeneidad de procedencias. El papel hegemónico de los estudios literarios, en
este sentido, tampoco implica uniformidad de criterios, precisamente porque la
literatura y la crítica literaria serán cuestionadas no sólo desde el punto de vista de
su procedencia elitista, sino también por su pertinencia epistemológica para

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expresar procesos culturales relativos al mundo subalterno (testimonio y cultura de
masas, por ejemplo). En tal caso, más que un conflicto entre disciplinas (algo que
también puede percibirse en el actual debate), es la crítica a la organización
disciplinaria del saber académico (y su complicidad con la misma producción de
subalternidad) lo que resulta más importante en este debate (Beverley 2004;
Moreiras 2001, Williams 2002, etc.). Las disputas internas de los miembros del
grupo latinoamericano, y los desarrollos posteriores, particularmente los trabajos de
Moreiras (2001) y de Williams (2002), sin embargo, vuelven a poner en escena el
potencial crítico del subalternismo y de la práctica intelectual relativa a éste, en
cuento interrogación no sólo de la construcción interesada del relato histórico, de
los límites de la representación y de las relaciones entre saber y poder, sino
también, como cuestionamiento sostenido de la antropología política que perpetúa
los estándares de representación y subjetividad política en algunos de los miembros
originarios. En un sentido muy preciso, el debate interno del grupo
latinoamericano tiende a estar sobre-codificado por diversos registros: disciplinario,
identitario, político y etario. Y desde fuera suelen enunciarse las siguientes
preguntas: ¿es el subalternismo un enfoque pertinente para América Latina?, ¿son
los estudios subalternos algo más que una moda académica metropolitana?, ¿se
sigue de ellos alguna orientación prescriptiva para nuestra práctica intelectual?,
¿tiene los estudios subalternos un correlato y un verosímil político?, etcétera.

Por otro lado, y en relación a la forma en que se ha diagnosticado la crisis


del grupo latinoamericano (más allá de las argumentaciones ad-hóminem sobre
carrerismo, arribismo intelectual, esencialismo y problemas generacionales o
etarios) lo que diferencia a los primeros subalternistas latinoamericanistas (donde
destacan John Beverley e Ileana Rodríguez) y las contribuciones recientes de
Moreiras y Williams, estaría en la apelación al “pensamiento deconstructivo” como
ejemplo de una práctica crítica que funcionaría como interrupción de la reiteración
de los criterios normativos de la antropología política antes señalada, es decir, como
una suspensión de la identificación afectiva con el subalterno, en cuanto sujeto de
una nueva propuesta de política efectiva. Para los primeros, el “subalternismo
deconstructivo” carecería de política (y no sería más que una pose intelectual, un
gesto vacío y arrogante de sobre-elaboración intelectual, en el peor de los casos),
mientras que para Williams y Moreiras, el subalternismo sería el nombre de una
nueva comprensión de la política, ya en retirada con respecto a la soberanía
moderna y las diversas dinastías del sujeto2. Antes, sin embargo, de elaborar las

2
Verdesio, en su estudio introductorio a la edición de Dispositio/n, presenta el problema así: “Estas
confrontaciones a nivel ideológico, o si se prefiere, a nivel teórico, llevan a la caracterización de los
conflictos internos del grupo, de la siguiente manera: había un núcleo de personas más interesadas
en el activismo social (o en comprender al subalterno en su vida-real, en cuanto sujetos sociales) y
otro sector, que favorecía un acercamiento más filosófico a la subalternidad”. (“Latin American
Subaltern Studies Revisited”, 11). El problema con esta caracterización, sin embargo, es que asume

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paradojas relativas a esta resignificación de la política y a una supuesta actitud
“filosófica” de los deconstructivistas, concentrémonos primero en mostrar una serie
de reacciones que el subalternismo ha generado en el campo intelectual
latinoamericanista y que nos permitirán acceder a las matizadas posiciones
envueltas en esta problemática.

Reacciones y críticas

La historia de los estudios subalternos latinoamericanos no sólo está


caracterizada por los debates y fisuras internas al grupo, sino también por su
relación problemática con los estudios culturales, los estudios postcoloniales y con
el latinoamericanismo en general. Aun cuando la relación con los estudios
culturales (americanos) se da en el entendido de una convergencia epistemológica,
dado que ambos enfoques compartirían su crítica a la alta cultura y a la autoridad
hermenéutica de las prácticas asociadas con la literatura y la crítica literaria, todavía
los estudios culturales tendrían como eje de sus reflexiones los procesos de
heterogeneidad e hibridez cultural asociados con el desarrollo de la cultura masiva y
mediática contemporánea y con el carácter re-codificador del mercado. Los estudios
subalternos, por otro lado, compartiendo estos presupuestos, no se enfocarían
tanto en los fenómenos culturales y mediáticos generales, sino en las formas en que
las relaciones de poder y subordinación siguen operando con relación a la sociedad
latinoamericana y a su historia. En cierto sentido, los estudios subalternos marcan
un límite a la fetichización de categorías tales como la de hibridez y
postmodernidad y cuestionan la estandarización académica de los Cultural Studies
como lógica de reterritorialización disciplinaria en la universidad neoliberal
(Beverley, “Theses” 1998, 2004, Moreiras 2001).

Por otro lado, a pesar de compartir una genealogía similar, los estudios
postcoloniales han tendido a diferenciarse y a desarrollarse de forma paralela e
incluso alternativa a los estudios subalternos en el contexto latinoamericanista.
Efectivamente, los aportes del grupo surasiático (Guha, Chakrabarty), junto a los

la distinción entre vida-real y cuestionamiento “más filosófico” como si se tratara de una distinción
efectiva, y no de una estrategia discursiva elaborada por aquellos interesados, e identificados, con los
sufrimientos reales de los subalternos. Por otro lado, no se trata de tomar partido en esta dicotomía
(o teoría o vida-real), sino de debilitarla, mostrarla como un interesado malentendido, que se
perpetúa, a su vez, en el manoseo de la noción de deconstrucción, misma que es mayoritariamente
empleada como adjetivo que estigmatiza cualquier práctica intelectual crítica de la antropología
política, del pragmatismo y del “orientalismo afectivo” tan característicos de los estudios de área.
Todo esto corresponde a un síntoma de lo que Paul de Man (The Resistance to Theory, 1986) llamó
“resistencia a la teoría”, con el agravante de que con el apodo de “deconstrucción” se desplazan las
críticas y contribuciones sustantivas asociadas a este “tipo de subalternismo”, y se consagra una
versión dogmática de la práctica intelectual.

11
trabajos de Homi Bhabha y Gayatri Spivak parecen hacer converger ambos
enfoques, sin embargo, en el contexto latinoamericanista, los estudios
postcoloniales (o paradigma) se han desarrollado de manera sostenida y en un
diálogo regional con aquellos intelectuales que cuestionan los límites y
periodizaciones occidentales (Enrique Dussel, Franz Hinkelammert y Aníbal
Quijano, entre otros). El postcolonialismo no es sólo una reflexión acotada
históricamente a una última etapa de la modernidad occidental, sino que un
cuestionamiento radical de los criterios de periodización modernos y, por lo tanto,
una ruptura epistemológica y espacio-temporal con los énfasis del pensamiento
contemporáneo, que aspira a reelaborar sistemas categoriales y referencias
intelectuales alternativas a los estrechos modelos universitarios. En este sentido, su
problemática se hace cada vez más nítida y diferenciada con respecto a las
problemáticas del subalternismo, sobre todo en su intento por afirmar “un
paradigma otro” y una organización alternativa del archivo y de sus recortes
analíticos (Walter Mignolo, “Un paradigma otro”: colonialidad global,
pensamiento fronterizo y cosmopolitanismo critico”, 2005)3.

Los estudios subalternos, sin embargo, también surgen desde una demanda
por renovar los agotados formatos del pensamiento académico tradicional, y como
convergencia e intento de articulación de una serie de desarrollos teóricos
contemporáneos, desde el problema de la subjetividad en el psicoanálisis lacaniano,
hasta las reformulaciones microfísicas del poder y el papel material y práctico de los
discursos culturales. Pero, si los estudios subalternos sufren de un rechazo similar al
que los estudios culturales y postcoloniales han sufrido, desde posiciones
académicas y políticas conservadoras y tradicionalistas, éstos también han sido
denunciados como una falsa alternativa epistemológica que oculta una política
descarada de complicidad con el imperialismo intelectual metropolitano y con el
nihilismo político postmoderno.

Esto es evidente en la reciente publicación de la antología Treinta años de


estudios literarios/culturales latinoamericanistas en Estados Unidos (2008), libro que

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Sin embargo, el postcolonialismo todavía comprende su pertinencia bajo la impronta de la ruptura
y la novedad, impronta característica, precisamente, de la tradición de pensamiento moderno
occidental de la cual éste pretende distanciarse. Su énfasis en una epistemología alternativa y en el
desplazamiento de las periodizaciones occidentales, en la medida en que opera como corrección (y
complemento) de las disposiciones del archivo colonial y criollo latinoamericano, no interrumpe la
economía representacional de tal archivo, sino que la confirma. Es decir, el paso desde lo que Said
llamó la condición “descolonizante” del pensamiento crítico occidental (Culture and Imperialism
1993), hacia la negación postcolonial, con toda su reticencia anti-filosófica y su “resistencia a la
teoría”, repite, de cierta forma, la operación “enfática” y fundacional del pensamiento occidental
moderno. Todo esto, sin negar la relevancia de un enfoque que se ha mostrado, no por casualidad,
como el más exitoso en el actual campo de estudios latinoamericanistas.

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contiene un sistemático trabajo crítico a cargo de su compilador, Hernán Vidal. En
éste, Vidal realiza un documentado análisis de la evolución del campo de estudios
latinoamericanista, de acuerdo a los criterios, muchas veces contradictorios, de
“necesidad histórica latinoamericana” y “necesidad profesional estadounidense”,
mostrando que la yuxtaposición de ambos, produce lamentables consecuencias
desde el punto de vista ético y político, para sus practicantes. Vidal, quien ya ha
emprendido previamente muchos ejercicios de desenmascaramiento de la llamada
“voltereta francesa” (“Postmodernism, Postleftism, and Neo-Avant-Gardism: The
Case of Chile’s Revista de Crítica Cultural”, 1995), considera que la involución del
campo latinoamericanista se debe a su abandono del trabajo crítico sistemático
(marxismo) y a un cierto predominio de modelos especulativos no atingentes para
la necesidad histórica de la región, pero pertinentes desde el punto de vista del
éxito editorial y las modas académicas norteamericanas:

Por ejemplo, entrenarse en la lógica marxista requiere años de lectura y


discusiones de grupo con intelectuales de experiencia. Estos eran difíciles de
encontrar en el Estados Unidos de las décadas 1960 y 1970; además era
difícil ganarse la confianza de los grupos de estudio para ser aceptado […]
Por el contrario, entender y aplicar los argumentos de Foucault sólo
requiere la lectura solitaria de un número razonable de textos y
comentarios. Lo mismo puede decirse de los textos de Derrida, Lyotard y
Vattimo. (Vidal, “Introducción” 37-38)

Por supuesto, Vidal se identifica con aquella gloriosa generación marxista que
habría sido desplazada por subalternistas y post-colonialistas quienes,
indiferenciados en una suerte de ironía borgeana, aparecen aliados en su trabajo,
como responsables de la decadencia actual. En el fondo, su crítica se dirige a varios
aspectos del subalternismo (y del post-colonialismo): 1) la falta de rigor académico,
evidente en su predilección por formatos especulativos abstractos y de difícil
clarificación (a pesar de que unas cuantas lecturas serían suficientes), 2) la pérdida
de relación con los procesos históricos efectivos y con las necesidades reales de la
región, 3) la carencia de precisión conceptual a la hora de pensar las
potencialidades de la crítica y las consecuencias del trabajo intelectual y, 4) el
carácter individualista del emprendimiento de una generación que abandonó la
cooperación académica y que dejó de meditar en las consecuencias espurias del
trabajo intelectual, sin hacerse cargo de que con esto, se patrocina una suerte de
anarquismo epistemológico y político que resulta contraproducente en relación con
el trabajo ético de “dignificación humana” al que se deben los intelectuales
realmente comprometidos. Sin embargo, para Vidal el problema con estos enfoques
no se limita sólo a su vínculo formal con el anarquismo, por el contrario, la
identificación de la negatividad subalterna y la “desorganizada” agencia anarquista
es sustantiva, toda vez que el subalterno no está suficientemente revestido con la

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condición de sujeto. En el fondo, tanto subalternistas como postcolonialistas, en la
medida en que someten el pensamiento crítico tradicional (o una versión de éste) a
un severo cuestionamiento y lo desplazan desde su condición referencial predilecta
en la producción académica y pedagógica, hacia una ambigua complicidad con el
poder, serían culpables de debilitar la crítica y romantizar al subalterno (o
subordinado) construyendo un modelo especulativo de resistencia:

En cuanto a la agencia llamada a concretar la utopía anarquista, la noción


de “lo subalterno” equivale a lo que los anarquistas llaman “los
subordinados”. Los “subordinados” experimentan somáticamente los
autoritarismos estatales de manera tan aguda como para que se quiebren los
esquemas de sojuzgamiento introyectados psíquicamente […] Es evidente la
cercanía de esta concepción con “lo subalterno”. (47)

Lo que más incomoda a Vidal es la postulación de un tipo de agencia subalterna


que encarna un proyecto aleatorio e irracional, poco claro y sin reales posibilidades
de avanzar en la larga lucha de liberación humana (una rebeldía sensual y
primitiva). En vez de esto, tanto subalternistas como post-colonialistas, cegados por
sus insistencias teóricas, terminarían postulando el agotamiento de los modelos
políticos de acción vinculados con el Estado nacional (que él identifica con el
Estado de derecho) y, debido a sus carencias de realismo político, terminan por
postular abstractas situaciones globales (interregnum) en las que cualquier cosa puede
pasar. Es en esta indistinción generalizada donde “nada vale” que él adivina un
dejo nihilista en los subalternistas, particularmente en aquellos proclives a la
“deconstrucción” de los ideales de una generación anterior comprometida con la
justicia social.

Uno podría preguntarse, en cualquier caso, si su crítica emana desde “la


necesidad histórica latinoamericana” o al menos desde lo que él siente como tal, o,
si por el contrario, ésta emana desde un cierta “necesidad profesional
norteamericana” y expresa, de esta manera, un ajuste de cuentas con una
generación que desplazó (aparentemente) del mercado editorial y académico a la
suya. Sin embargo, antes de caer en estas elucubraciones, pereciera más atingente
poner de relieve los criterios normativos que las mueven y que, más allá del mismo
Vidal, expresan una cierta sospecha con el subalternismo y con su cómoda
ubicación universitaria. En el fondo, lo que resulta explícito en su argumento es
una distancia con estas teorías postmodernas y post-históricas, distancia que
conlleva una añoranza de la totalidad perdida y del sentido de una historia que
parecía orientarse “siempre hacia mejor”. El subalternismo no es un pensamiento
de “dignificación” sino de “romantización” (casi histérica) de la irracionalidad
anarquista de estos subordinados. Y quizás este sea su argumento más delicado, no
sus descalificaciones ad-hóminem, ni su diagnóstico (compartible o no) sobre la

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decadencia del latinoamericanismo, sino su recuperación de un concepto racional
de historia (totalidad) y su denuncia del motor irracional de la negatividad
subalterna. Lo que es delicado de dicho argumento es, precisamente, su
complicidad estructural con el más evidente progresismo de una versión fuerte de la
historia; una complicidad estructural que no tiene nada que ver con cuestiones de
gusto u orientación política.

Esta complicidad estructural se expresa en su co-pertenencia al presupuesto


moderno de articulación entre teoría y política. Sus críticas a los subalternistas se
elaboran desde un argumento que confía en la historia como aliada y que
discrimina entre prácticas intelectuales viables y efectivas, y aquellas que
funcionarían en complicidad pasiva con la dominación mundial. Lo que los
subalternistas no pueden hacer es lo que realmente importa: la dignificación de la
vida de los postergados de siempre (la conversión de la masa en sujeto, que
Sloterdijk, en el epígrafe, identifica como síntoma del pensamiento moderno). El
subalternismo sería una interrupción de nuestro vínculo moderno con la historia,
no una práctica intelectual a-política, sino una interesada práctica política y
nihilista comprometida, de manera determinativa (casi calvinista), con la
sobrevaloración del fin de la historia y del poder global. El proyecto intelectual y
político de Vidal, entonces, se expresa en su defensa de los derechos humanos, del
Estado de derecho y de la posibilidad pragmática de intervenir en la escena política
real a favor de aquellos cuya dignificación está aplazada y despreciada.
Quizás, estos reclamos se complementan coherentemente con el afamado
texto de Mabel Moraña “El Boom del subalterno” (1997), cuyo argumento está
orientado por una agenda crítica igualmente desenmascaradora de los exotismos y
debilidades del pensamiento subalternista. Moraña no se demora en
argumentaciones sobre la crisis de los proyectos intelectuales del campo, sino que
apunta a la cuestión de fondo: el subalternismo es un exotismo vociferante, que
prima como moda académica en tiempos en que nuestra relación con la historia,
con la totalidad y su posible narración, se encuentran en un impasse radical:

Cuando hago referencia al "boom del subalterno" –indica Moraña- me


refiero al fenómeno de diseminación ideológica de una categoría
englobante, esencializante y homogenizadora por la cual se intenta abarcar a
todos aquellos sectores subordinados a los discursos y praxis del poder.
(“Boom” 51)

Habría que atender, sin embargo, a dos niveles constitutivos de esta crítica. Por un
lado, el subalternismo, en tanto que una categoría general, no resuelve el impasse
en el que se encuentra el pensamiento crítico moderno (y la izquierda), sino que lo
desplaza hacia un nuevo fetichismo conceptual, inconsciente de su complicidad con
la misma práctica de la dominación. Por otro lado, en cuanto una categoría que

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nombra las alteridades y diferencias sociales, lo “subalterno” funciona como
reposición de una oferta teórica metropolitana que no es, necesariamente,
adecuada para interpretar los procesos históricos latinoamericanos (lo que Vidal
concibe como el divorcio entre la “necesidad histórica latinoamericana” y la
“necesidad profesional norteamericana”). Junto a la crítica epistemológica que
repara en la inutilidad de los estudios subalternos, tenemos la crítica sustantiva que
los muestra como elaboración teórica metropolitana en complicidad con la
generalización y homogeneización de la dominación actual:

La noción de subalternidad toma vuelo en la última década principalmente


como consecuencia de este movimiento de recentralización epistemológica
que se origina en los cambios sociales que incluyen el debilitamiento del
modelo marxista a nivel histórico y teórico. (“Boom” 51)

En este sentido, las críticas de Vidal y Moraña al subalternismo insisten en su


inadecuación epistemológica, su complicidad política con el poder, su inutilidad
crítica y su impotencia hermenéutica frente a la perdida noción de totalidad del
pensamiento marxista. Habría que notar, a la vez, que ellos no están realizando una
crítica orientada por lo que podríamos llamar “la indignidad del objeto”, es decir,
una crítica que intente desplazar los énfasis del subalternismo hacia la
recentralización disciplinaria en el campo de la producción literaria tradicional.
Efectivamente, el problema con el subalternismo no es que éste sea una alternativa
a la literatura, sino que, como tal, no logra producir una descripción coherente de
la realidad latinoamericana ni tampoco avanza en la prescripción de una nueva
agenda crítica relativa a este abigarrado continente. El subalternismo, en breve,
fallaría en su política pues no alcanzaría a constituirse como una alternativa real
para un campo académico y político en crisis.

Respuestas subalternistas

John Beverley, sin embargo, ha caracterizado estas observaciones como


arrebatos defensivos de una práctica intelectual identificada con la tradición criolla
(elitista y letrada) latinoamericana, es decir, como expresión de una postura neo-
arielista4 que, comprometida con las tradiciones burguesas de la cultura nacional y

4
“Lo que Moraña y [Hugo] Achugar […] invocan contra la relevancia de los estudios subalternos y la
teoría postcolonial para América Latina, equivale a lo que yo caracterizaría como un tipo de neo-
arielismo, por recordar la caracterización que José Enrique Rodó dio a Latinoamérica como Ariel, el
poeta, “la criatura del aire”: una reafirmación de la autoridad de la literatura latinoamericana, la
crítica literaria y los intelectuales literarios, como los que sirven de sostenedores de la memoria
cultural de América Latina, contra formas de pensamiento y práctica teórica identificadas con
Estados Unidos” (Beverley, Subalternidad y Representación, 2004: 44)

16
el canon literario, no alcanza a percibir la centralidad estratégica de los estudios
subalternos y su apertura a los procesos sociales efectivos: crisis de la formación
estatal-nacional, emergencia de las narrativas testimoniales, hibridación y
reconceptualización del rol del consumo, desarrollo de los medios masivos de
comunicación y cultura popular, etc. Para él, el subalternismo es una paradójica
postura que, por un lado, en tanto que práctica disciplinariamente inscrita en la
universidad, sigue reproduciendo la relación saber / poder moderna; pero, por otro
lado, funciona como crítica de la complicidad entre la práctica intelectual
académica y la reproducción de la dominación, haciendo posible un trabajo ético
de auto-cuestionamiento permanente.

En este sentido, Beverley considera el subalternismo como un campo en


permanente tensión, que cruza las demandas de “propiedad de objeto” de las
disciplinas humanistas tradicionales y de las ciencias sociales, lo que cuestionaría las
jerarquías de la academia metropolitana, pero también, cuestionaría las demandas
de “propiedad territorial” con la que los neo-arielistas pretenderían legitimar sus
críticas al subalternismo al hablar no sobre sino desde Latinoamérica. Este
esencialismo sería improcedente y sintomatizaría un miedo a la pérdida de
centralidad de la cultura letrada y de sus intelectuales orgánicos tradicionales. La
consecuencia política de dicho miedo sería un giro neo-conservador que se hace
evidente en las reterritorializaciones disciplinarias en la crítica latinoamericana
contemporánea (ejemplificando su argumento con Mario Roberto Morales, Mabel
Moraña y Beatriz Sarlo):

El giro neoconservador en la crítica latinoamericana puede ser visto como


un intento, por parte de una intelectualidad criollo-ladina, esencialmente
blanca, de clase media y media-alta, educada en la universidad, de capturar,
o recapturar, el espacio de autoridad cultural y hermenéutica de dos fuerzas
también en pugna: 1) la hegemonía del neoliberalismo y lo que es visto
como las consecuencias negativas de la fuerza descontrolada o sin
mediación del mercado y la cultura de masas comercializada; 2) los
movimientos sociales y las formaciones políticas basadas en políticas
identitarias o “populismos” de varios tipos, que involucran nuevos actores
políticos que ya no se sienten en deuda con el liderazgo intelectual o
estratégico de la intelectualidad étnicamente criolla y económicamente de
clase media o clase media alta. (“The New-Conservative Turn in Latin
American Literary and Cultural Criticism”, 79)

De esta manera, las críticas al subalternismo transitan desde el neo-arielismo hasta


el neo-conservadurismo. Si los primeros (Moraña, Achugar) son aquellos cuya
argumentación encuentra su punto de gravedad en la reivindicación de una
tradición letrada, criolla, de clase media y culturalmente identificada con el canon y

17
la institucionalidad del Estado-nacional, los neo-conservadores son aquellos que
reaccionando a la desterritorialización neoliberal del Estado y las instituciones de la
cultura, se esfuerzan por denunciar las perspectivas epistemológicas relativas a la
heterogeneidad y el multiculturalismo, y por recuperar la centralidad disciplinaria
de las tradiciones críticas y del modelo frankfurtiano de agencia intelectual
(particularmente Sarlo). En el fondo, Beverley reinscribe el debate en el clásico
argumento espinosista sobre “el temor a la multitud”. Sin embargo, para él, a
diferencia de aquellos cuya postura pasa por una romántica concepción del
potencial emancipatorio de dicha multitud, el problema de fondo estaría
relacionado con la posibilidad de hacer pasar al subalterno y su negatividad al
plano de una práctica política sintética de variadas posiciones de sujeto, en una
especie de reformulación postmoderna de la tradición del Frente Popular (“Theses”
1998, Subalternity 2000)5.

Así, Beverley realiza un giro pragmático fundamental para contrarrestar las


críticas al nihilismo, tanto subalternista (que sería homologable a la
deconstrucción), como subalterno (que sería, a su vez, homologable a la
problemática de la negatividad). Basado en la teoría de las articulaciones
hegemónicas que van desde Gramsci a Laclau y Mouffe, él considera que el paso
desde la negatividad subalterna a la “política efectiva” requiere de alianzas de clase y
de posiciones de sujeto, en función de constituir una postura contra-hegemónica en
el plano re-significado del Estado-nacional, en tiempos de capitalismo tardío
(“Theses” 1998). En el fondo, esta re-edición de una estrategia instrumental de la
política efectiva en el ámbito estatal es el resultado de su concepción realista y
pragmática de la política, cuya coherencia está fuera de discusión. La coherencia,
sin embargo, no es todo el problema

Es importante además, no olvidar que los estudios subalternos son un


proyecto académico, con todas las determinaciones que esto implica. Esto significa
que, en cuanto proyecto, intentan entrar en relación con la negatividad subalterna,
pero dicha relación siempre puede acarrear una traición de la “agenda” de los

5
Aquí también está la convergencia y divergencia con el argumento elaborado por Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe (Hegemonía y estrategia socialista, 1987) respecto a la condición de las identidades
sociales. Recordemos que para estos últimos, las identidades políticas no obedecen a ningún tipo de
determinación ontológica (como era el caso de la centralidad política de la clase obrera en el
marxismo occidental), sino que son el resultado de procesos históricos de formación, cuya
constatación se da en un plano discursivo y social, es decir, las identidades políticas no son
adscriptivas sino que están relacionadas con procesos históricos de enunciación y articulación
hegemónica. Para Beverley, sin embargo, el límite de esta condición “flotante” de la identidad sigue
estando dado por el carácter de la subalternidad como aquello que divide el campo social entre
quienes la ejercen y quienes la sufren. Explicar el funcionamiento preciso y acotado de este límite,
sin embargo, es un problema más complejo, pues en ello se arriesga, por lo general, un resabio
esencialista.

18
subalternos como tales, en nombre de una determinada coyuntura universitaria
(¿estudios subalternos en Duke?, se pregunta irónicamente Beverley, 2000). Estos
estudios inscribirían la negatividad en un campo académico, y al hacerlo la
traducirían a las coordenadas de dicho campo, es decir, traducirían dicha
negatividad a una nueva positividad que ahora puede y debe ser estudiada, en un
movimiento sintético hegeliano que opera como “determinación” de tal
negatividad. Aún cuando esto es inevitable, Beverley concibe la práctica de estos
estudios como esencialmente imperfecta y, por lo mismo, como una práctica ética
autolimitada a dejar hablar al subalterno y no a interpretarlo (sintetizarlo) desde un
ventrilocuismo institucional.

Por esto, el objetivo de su enfoque no es sólo avanzar en una agenda ética


de reconocimiento y dignificación, sino también hacer evidente la condición
paradójica o aporética de la relación entre intelectuales y subalternos. Sin embargo,
si es cierto que Beverley logra avanzar, en primera instancia, más allá del
multiculturalismo liberal y bien intencionado y mostrar el origen humanista y
burgués del proyecto de la dignificación, todavía habría que preguntarse si su
concepción de la subalternidad logra escapar a la necesaria trascendentalización que
su modelo requiere: ¿No requiere Beverley que el subalterno opere,
anfibológicamente, como una subjetividad refractaria, negativa desde un cierto
ángulo oficial o institucional, pero positiva, desde otro ángulo histórico o político?
Por supuesto que él no está definiendo la subalternidad como una categoría
ontológica tradicional, sino, por el contrario, como el producto de múltiples
relaciones y posiciones de sujeto, donde la misma subalternidad es un rasgo
generalizado e inespecífico (cualquier relación de subordinación, incluyendo las
relaciones de clase). Pero, el double-bind de su lectura consiste en, por un lado,
atribuir una oscura condición nouménica a la negatividad subalterna, mientras que,
por otro lado, le concede a ésta una cierta condición articulatoria o configuradora
explícita en su salto a la política, donde las alianzas y la configuración de bloques de
poder y resistencia repiten el esquemático modelo de la guerra de posiciones. A la
vez, hacer manifiesto el rol mediador de las prácticas intelectuales (proyecto de, por
ejemplo, Gayatri Spivak) no es igual a dar por resuelto dicho problema apelando a
la limitación trascendental de la práctica intelectual y a la renuncia ética de hablar
por el otro. Cada vez que el problema de la negatividad radical subalterna es
confrontado, sus consecuencias se desplazan hacia el plano de la política efectiva
donde ésta queda convertida en una positividad originaria de nuevas prácticas
institucionales. Así, justo cuando Beverley plantea la problemática de la negatividad
en relación con la producción académica de una nueva positividad de saber, su
reflexión no insiste lo suficiente en esto y “salta” hacia la política, lugar en el que
todo se resolvería de acuerdo con una estrategia de articulación bien intencionada.
Este es el potencial y límite de su “giro pragmático”.

19
Desde nuestra perspectiva, sin embargo, el problema tanto de las críticas al
subalternismo (de Vidal y Moraña, ejemplarmente) como del “giro pragmático”,
sigue siendo su endémica co-pertenencia al pensamiento determinativo que se
funda en el pasaje, automático o natural, desde la teoría a la política (práctica). Si lo
que hacemos tiene alguna relevancia, conjetura Beverley, ésta se debe a nuestra
posibilidad de establecer alianzas con los verdaderos subalternos y no a disputarles
su protagonismo en la re-elaboración de nuevas dinámicas y relaciones de poder, las
que irían, incluso, en contra de nuestras posiciones universitarias. En este sentido,
el giro de Beverley no debiera resultar una sorpresa, toda vez que su proyecto
expresa un compromiso militante honesto. Sin embargo, éste también expresa su
co-pertenencia con la agenda de “dignificación” del subalterno, cuya ausencia,
paradójicamente, los críticos del subalternismo le reprochaban. Aún cuando no se
trata de un multiculturalismo liberal limitado al reconocimiento simbólico del
“otro”, su argumento sigue habitando el corazón del proyecto hegeliano moderno,
aquel que se identifica con las luchas contra lo que Sloterdijk llama el desprecio de
las masas, y por lo tanto, no logra salir de lo que podríamos llamar, la política del
resentimiento.

Por eso mencionábamos la ironía borgeana de Vidal, de hacer comparecer


en su argumento no sólo a postcolonialistas y subalternistas, sino de no reparar en
los intentos del mismo Beverley por distinguirse de las “versiones” deconstructivas
del subalternismo. Efectivamente, para Beverley, el problema fundamental de la
nueva generación de subalternistas, específicamente de Alberto Moreiras6 -y, quizás,
en un sentido menor, de Gareth Williams-, es su relación con la deconstrucción, y
esto es un problema porque él la concibe como un enfoque académico que carece
de política efectiva. Esta “carencia de política” se expresaría en la ambigua
elaboración de posturas intelectuales que, como indica también Vidal, no dan el
paso hacia el mundo real. La deconstrucción interrumpiría la posibilidad de
alianzas políticas, fetichizando el análisis discursivo y encerrando la historia

6
Esta distancia con la deconstrucción es explícita en los trabajos de Ileana Rodríguez y John
Beverley (y habría que nombrar a Román de la Campa, -Latin Americanism, 1999-, entre muchos
otros), pero en los comentarios al libro de Moreiras, realizados por Beverley, se produce una
homologación entre el trabajo de éste y la deconstrucción: “Como con el trabajo de Spivak, The
Exhaustion of Difference también origina la pregunta por el valor y la fuerza política de la
deconstrucción. Y aquí, a pesar de mi admiración por el trabajo de Moreiras y por la forma en que
éste ha ayudado a clarificar y profundizar aspectos de mi propio trabajo, así como el proyecto de los
estudios subalternos en general, debo confesar un cierto escepticismo”. [“Algunos comentarios sobre
deconstrucción y latinoamericanismo (A propósito de The Exhaustion of Difference de Alberto
Moreiras)”], cito la versión en español, inédita). Más allá de esta homologación (a la que
volveremos), todavía es incierto el sentido atribuido a la deconstrucción, la cual funciona como una
etiqueta que condena más que problematiza. Lo que sí es claro es que habría un cierto consenso en
concebirla como una teoría o metodología carente de política (y ya pasada de moda).

20
subalterna en un ejercicio textual improcedente, que perpetuaría y reproduciría a la
misma subalternidad:

Diría que la deconstrucción aún es una ideología intelectual centrada en el


texto, esencialmente formada por el legado del humanismo europeo, en el
sentido de crear una forma de leer dichos textos para instruir a una elite ya
no adecuadamente educada por los principios que derivaban desde la
teología y la escolástica. La retórica y la estética, entonces, se vuelven
categorías centrales para la educación de las elites […] Así, efectivamente, la
deconstrucción se vuelve para mí una ideología de lo literario en un
momento en que lo literario mismo ha entrado en crisis. La deconstrucción
se ofrece a sí misma como una forma de salvar el impulso esencial de la
crítica literaria y, por lo tanto, de redimir el rol de los intelectuales.
(Fernando Gómez y John Beverley, “Interview about the subaltern and
other things” 2005, 353-354)

Esta es, efectivamente, la diferencia entre el proyecto neo-populista de Frente


Postmoderno de Beverley y lo que él identifica como la condición apolítica de la
deconstrucción. No se trata, simplemente, de mostrar a la deconstrucción como
una ideología que difiere del subalternismo, sino de mostrar en ella una limitación
constitutiva que la hace inoperante a la hora de avanzar en la definición de una
nueva agenda crítica y política. En el fondo, hay aquí dos elementos casi opuestos,
por un lado, se denuncia a la deconstrucción como carente de política, pero, por
otro, se la muestra como una actividad ideológica instigada por una política
bastante específica, la de un neo-humanismo textualista e intelectualista. La utilidad
de la deconstrucción estaría en su complicidad a la hora de desfundamentar
(deconstruir) los principios del modelo europeo-occidental de racionalidad
estratégica, pero, curiosamente para Beverley, lo que la diferencia de los estudios
subalternos es que ésta, en cuanto práctica intelectual, seguiría estando atrapada en
dicha racionalidad.

La deconstrucción y el subalternismo parecen coincidir alrededor de ciertos


problemas. De alguna manera se puede imaginar a la deconstrucción como
el correlato teórico de los estudios subalternos. Este es, ciertamente, el gesto
de Spivak y quizás también el de Alberto Moreiras. En mi propia
articulación, sin embargo, hay un momento en que la deconstrucción y los
estudios subalternos se divorcian. Y esto tiene que ver con el
reconocimiento de los límites del pensamiento crítico y los intelectuales.
Creo que una de las cosas que motivó inicialmente al Grupo de Estudios
Subalternos Latinoamericano fue este sentido de las limitaciones de los
intelectuales como agentes de la historia y de la hegemonía (Beverley y
Gómez, “Interview” 348).

21
La modestia del argumento encierra, sin embargo, un juicio irreflexivamente
compartido por subalternistas y latinoamericanistas en general, a saber, la
posibilidad de denunciar la impertinencia de la deconstrucción por su
inoperatividad política, su complicidad con el poder y su condición ideológica e
intelectual (que se resumiría a “la lectura solitaria de un número razonable de
textos y comentarios” Vidal). A este problema apunta, precisamente el epígrafe de
Bill Readings cuando considera esta “extraña resistencia a extender el trabajo
deconstructivo a la forma en la cual se piensa, convencionalmente, la esfera de la
política”. Así también, la reducción de la deconstrucción a la condición de “teoría”
(y su respectiva resistencia), se funda en la posibilidad de encontrar un pasaje
directo a la política efectiva para encararle a ésta su condición textualista, sublime e
ideal.
Sin embargo, sería injusto confundir las críticas de Beverley con las de Vidal
o Moraña, mientras que para los primeros, el subalternismo en general es un
exotismo intelectual cómplice de la decadencia intelectual y del imperialismo
cultural anglosajón, para Beverley, quién habla desde el subalternismo, el gran
problema de la deconstrucción está en su vacilación infinita antes de dar el paso
hacia la política. Beverley considera que los aspectos críticos de ésta práctica
intelectual son relevantes, pero su ambigüedad la puede emparejar, perfectamente,
con posiciones neoconservadoras y culturalistas que terminan por generar más y
más subalternidad.

Deconstrucción y subalternismo

Sin embargo, el problema de estas resistencias anti-deconstructivas no está


sólo sus sospechas con la actitud “apolítica” (o impolítica) que interrumpe el
plegamiento entre pensamiento y política, sino lo que ofrecen a cambio, y el
extraño parecido que las hermana. La co-pertenencia al pensamiento determinativo
inscribe los proyectos de dignificación (Vidal), de tradición e identidad (neo-
arielistas y neo-conservadores) y de configuración de frentes postmodernos de lucha
contra-hegemónica (Beverley), en una historia comúnmente formulada como
proceso de emancipación. Este irrenunciable principio emancipatorio sigue alojado
en el corazón de la formulación hegeliana de la historia como lucha por la
conversión de la masa (sustancia) en sujeto, cuyo resultado se evidencia en la
insistente antropología política que la hace posible. Irónico resulta entonces que
Beverley, quién ha denunciado el modernismo y el vanguardismo intelectual de
deconstructivistas y post-estructuralistas en general, desde el testimonio y la lógica
cultural del subalterno, termine, en un gesto extraordinariamente vanguardista y
moderno, remitiendo la negatividad subalterna a una política de la significación, de
la pragmática y de la re-configuración hegemónica del Frente Popular. Aquí, el

22
subalterno vuelve a la condición de sujeto, quedando efectivamente sujetado a los
presupuestos pragmáticos y antropológicos de la soberanía moderna.

Estos presupuestos pragmáticos y antropológicos pasan por reinscribir la


negatividad subalterna en un proyecto coherente de izquierda (con el cual, quizás,
no podamos evitar una identificación afectiva), que oblitera y desplaza el tipo de
discusión y desarrollo reflexivo que el subalternismo pone en escena. En este
sentido, no se trata tanto de suspender el paso a la política, en nombre de la teoría
y sus requisitos, ni menos de acelerar dicho paso en nombre del “otro”; sino de
llevar las paradojas contenidas en este horizonte problemático hasta su límite,
cuestión que tiene como consecuencia, por de pronto, un debilitamiento de
nuestras precomprensiones sobre la acción, la política y el sujeto, que, en la
mayoría de los críticos anti-deconstructivistas, todavía están demasiado alimentadas
por el proyecto antropológico (hegeliano) de la conversión de la masa (multitud) en
sujeto. Así concibe Sloterdijk dicho proyecto:

Lo que Hegel había presentado como su programa lógico –que la sustancia


se desarrollara como sujeto- se revelaba al mismo tiempo como la divisa más
poderosa de una época que, a primera vista, todavía parece seguir siendo la
nuestra: el desarrollo de la masa como sujeto. Será esta máxima la que
determine el contenido político del posible proyecto de la Modernidad.
(Sloterdijk, El desprecio de las masas, 9)

La estrategia hegeliana de comprender la sustancia (masa) desde el punto de vista


de la lógica del sujeto y del reconocimiento, muestra la idea de superación de la
alienación como reapropiación y reconocimiento. Pero la reapropiación y el
reconocimiento es una función de la soberanía del sujeto y no un decurso de la
experiencia. Todavía habría aquí un cierto resentimiento por el desprecio de lo que
Nietzsche llamó “la inocencia del devenir”, inocencia que mantiene la negatividad
subalterna como un irreducible material frente a los proyectos políticos y morales
de dignificación, hegemonía y frente popular postmoderno. En este sentido, el
pensamiento determinativo no sólo propone un pasaje directo desde la teoría a la
política, sino que lo concibe en los términos morales de una antropología
trascendental cuyo rendimiento es la permanente re-edición de los binarismos
estructurantes de la metafísica occidental. Anarquistas, nihilistas y
deconstructivistas aparecen así como la versión intelectual de un lumpen
relacionado con los subordinados y los subalternos. Pero, más allá de la pertinencia
de la palabra deconstrucción (como de toda palabra que con su circulación ha
adquirido el estatus de categoría), el problema de fondo al que ésta apuntaría es,
precisamente, a la suspensión de las prescripciones normativas de una determinada
política efectiva, pues no existe una política en general, una dimensión de la
práctica contrapuesta al pensamiento, ni menos, un terreno de la eficacia y lo real,

23
que no sea, inmediatamente, el efecto de una determinada afirmación soberana del
sujeto.

En tal caso, si la deconstrucción es vista como una ideología textual


disfrazada de crítica, un nihilismo tardomodernista y depotenciador de prácticas de
liberación y emancipación, un paradigma o modelo teórico crítico o metodológico,
o un resabio demodé del imperialismo intelectual europeo, lo es porque no hay
claridad sobre lo que ésta significa finalmente. Se trata, en principio, de un
significante vacío que es articulado en infinitas secuencias denunciatorias y que
sirve para definir un campo antagónico al latinoamericanismo tradicional y a sus
reformulaciones contemporáneas (incluyendo a los primeros subalternistas y a los
postcolonialistas).

Pero antes que dar una definición alternativa sobre la deconstrucción, que
dispute con las anteriores su pertinencia, en un juego hegemónico de
posicionamientos y reconocimientos, al interior de un campo que permanecería
intacto, se trata, más bien, de mostrarla como el nombre de una práctica crítica
orientada a suspender los automatismos característicos de la disposición
universitaria del saber, es decir, un cuestionamiento de la división del trabajo
universitario, entre trabajo material e inmaterial, teoría y práctica, pensamiento y
política. Así, la deconstrucción es un nombre que no debe ser confundido con un
enfoque crítico más, perfectamente acomodable en las historias institucionales del
pensamiento occidental (donde la crítica kantiana, la dialéctica, la genealogía, la
teoría crítica y el post-estructuralismo, serían sus capítulos centrales), pues
concebirla en esta cadena de sucesiones es, precisamente, repetir el tic del
pensamiento universitario y su organización historicista del archivo. Lo que
realmente importa, entonces, no es sustantivar a la deconstrucción ni como escuela,
enfoque, metodología o paradigma, haciendo de ella un negocio, una tendencia,
una ostentación que, como todas, estaría pasando de moda (y entonces ahora sería
el turno de Badiou, de un redescubierto Foucault, de Agamben, Rancière, etc.). Lo
que importa es precisar su contribución (en cuanto práctica crítica emparentada
con la destrucción heideggeriana de la metafísica y la crítica del poder y del sujeto
elaborada por el post-estructuralismo), al desocultamiento de los procesos de
configuración de poder y perpetuación de la opresión. Entre dichos procesos, la
subalternidad se concentra en una serie de aspectos particulares, históricamente
acotados, y por tanto, el subalterno no puede ser pensado ni como categoría general
ni como representación de identidades sociales preconstituidas y afectivamente
reivindicables (más allá de nuestros interdictos morales), sino que se trata de un
nombre que encierra las complejas disputas en torno a la definición de los estudios
latinoamericanos contemporáneos. Los rechazos del subalternismo y la continencia
anti-deconstructiva, son entonces, ejemplos de una política del control puesta en
acción contra los desbordes de un archivo identitario bien administrado por

24
endémicas burocracias académicas y nuevas formas de la intelligentsia neo-humanista
universitaria. Cuestión que delata, finalmente, cómo las reacciones anti-
deconstructivas, anti-post-estructuralistas y anti-teóricas en general (aún cuando
nunca sepamos qué se quiere decir con tan rimbombantes categorías), sintomatizan
la forma en que todo campo académico profesional se resguarda de innovaciones
heurísticas y hermenéuticas, desde la inercia de su propio núcleo de certezas
intransables (con sus respectivas granjerías y mecanismos de disciplinamiento)7.

Deconstrucción de la política

A su vez, junto con poner en escena esta inercia constitutiva de todo campo
disciplinario, el subalternismo también expone el carácter trascendental de la
antropología política que alimenta los discursos historiográficos, literarios y
culturales de una tradición intelectual crítica o conservadora, cómplice del poder y
sus mecanismos de interpelación. Como consecuencia de esto, la conversión del
subalternismo en una agenda política parece inevitable, sea ésta una política general
o una política académica, inscrita en la disputa por reapropiarnos la universidad en
tiempos de la corporativización neoliberal. Sin embargo, más allá de nuestra
identificación afectiva con una determinada narración de la historia, de las víctimas
y de las luchas sociales contra la opresión, lo que sigue siendo contrabandeado acá
es una comprensión de la política que todavía descansa en su articulación
tradicional. No hay un cuestionamiento riguroso sobre qué se quiere decir con
“salto a la política”, con política del subalterno y con política en general. De la
misma manera en que la deconstrucción es denunciada por su falta, se le reprocha

7
Pues, finalmente, lo que está en juego acá no es otra cosa que la competencia entre formas de
comprender la práctica crítica y el papel de los intelectuales. La moderna filosofía de la ciencia,
desde Paul Feyerabend y Thomas Kuhn, ha mostrado que la demarcación entre lo que una
comunidad académica considera como válido y legítimo, respecto de lo que sería inválido e
ilegitimo, no responde a criterios trascendentales, sino a formulaciones internas a esa misma
comunidad. El problema que sigue, sin embargo, es el de la inconmensurabilidad y, finalmente, el
de la racionalidad de las decisiones y prácticas de cualquier campo o comunidad científica o
académica. Imre Lakatos, quizás el más persuasivo de los historiadores de la ciencia, comprendió
este problema recurriendo a su famosa “metodología de los programas de investigación científica”
(1980), como modelo explicativo de las querellas y disputas entre modelos teóricos y científicos en
competencia. Para Lakatos, todo programa de investigación está constituido por un núcleo de ideas
compartidas y una serie de hipótesis con respecto al “mundo” que son progresivas o regresivas de
acuerdo a su potencial heurístico o capacidad para explicarlo. Aún cuando Lakatos muestra que no
hay solución final al problema de la inconmensurabilidad, su propuesta consiste en una
problematización del mismo concepto de racionalidad. De esta manera, cuando un programa de
investigación se encuentra en crisis, sus hipótesis protectoras ya no explican al mundo, sino que
descalifican a sus contendores. La descalificación entonces es un recurso desesperado por esconder
la impotencia explicativa de una “tradición” y esto, indudablemente, ilumina los debates y las
reacciones contra el subalternismo y la deconstrucción en el campo de estudios latinoamericanista.

25
al subalternismo su nihilismo político irracional (Vidal) o, se le atribuye un
potencial re-articulador de estrategias de lucha contra-hegemónica en tiempos de
capitalismo global. Pero se desconsidera que el subalterno no es un remanente
antropológico que viene a reemplazar las funciones previamente adjudicadas al
sujeto emancipador de la historia.

Por el contrario, lo que el subalternismo debilita, suspende, deconstruye o


expone, no es sólo la lógica fundante de la comprensión moderna de la política,
sino también el carácter automático del “salto”8 operado por el giro pragmático y
las demandas de eficacia esgrimidas en contra de la práctica crítica asociada a ella. Y
esto último, no en general, sino en el plexo del latinoamericanismo metropolitano,
históricamente dominado por agendas sociológicas e historicistas vinculadas con el
status quo de un pensamiento subordinado a la división internacional del trabajo, y
condenada a dar testimonio de su pintoresca “diferencia”.

Así, en la misma compilación de Vidal (2008) que hemos estado


comentando, aparece un texto de Gareth Williams quien, haciéndose en cierta
medida cargo de las demandas del compilador, presenta la relación entre
subalternidad, deconstrucción y latinoamericanismo, pero no desde el punto de
vista de la pertinencia o no de una determinada escuela de pensamiento, ni menos
desde la posible sociología documentada de las relaciones entre la producción de
uno y otro “campo” discursivo, sino, por el contrario, desde las implicancias críticas
y políticas que tendría la deconstrucción en cuanto interrupción de la lógica binaria
que estructura al pensamiento determinativo (es decir, al latinoamericanismo y al
subalternismo de primer orden). Citemos en extenso:

El pensamiento dialéctico (y la acción, desde luego) no trata de establecer y


afirmar la imagen de oposiciones polares para que se elija cual funciona
mejor. Las fuerzas del mercado hacen eso (Pepsi o Coca Cola, teoría o
política). El cristianismo también hace eso (lo natural frente a lo
sobrenatural, el cielo frente al infierno, el bien contra el mal). En otras
palabras, la historia de la metafísica occidental hace eso […] Al contrario, la
verdadera tarea del pensamiento dialéctico es, como diría Althusser,
abordar la articulación entre teoría y política a través de la imperfección de
su sutura. Es esta imperfección (o inconmensurabilidad) de la sutura lo que

8
Dicho salto pragmático implica, indudablemente, una paradoja, pues se salta para caer en el mismo
lugar. Esto es lo que Brunno Bosteels considera como reiteración de las paradojas del alma bella
hegeliana: “Cualquier intento por articular al subalterno, como el afuera constitutivo de lo
hegemónico, en un proyecto político o artístico viable corre el riesgo, para mí, de caer de nuevo en
el melodrama de la conciencia y los predicamentos del alma bella (“Theses on Antagonism,
Hybridity, and the Subaltern in Latin America”, 2005, 154-155).

26
unifica la teoría con, y la separa de, la política, lo cual hace que el pasaje de
una a otra, su resolución o trascendencia, sea completamente inconcebible
tanto en la teoría como en la práctica (Gareth Williams, “La deconstrucción
y los estudios subalternos”, 227).

Consideramos innecesario aclarar que “el pensamiento dialéctico” se refiere al


proceso de interrupción que hemos identificado con la deconstrucción, en cuanto
otro nombre de la práctica crítica que nos interesa defender. Lo que resulta
importante en este párrafo es la claridad con la que el “trabajo” deconstructivo se
presenta como interrupción de las pretensiones de plegamiento automático entre
teoría y política. Dicha suspensión del plegamiento que Williams, recurriendo a
Althusser concibe como “imperfección de su sutura”, es precisamente el punto
decisivo y distintivo de la práctica deconstructiva. Es decir, la suspensión del
plegamiento como garantía y prescripción de una cierta política. Es en este sentido
que se podría afirmar que la historia de la crítica a la deconstrucción es la historia
de un intento por resolver el carácter imperfecto de la sutura, toda vez que la
promesa del pensamiento determinativo es, precisamente, la promesa de resolver
dicha imperfección y así, facilitar la producción de una sutura sin fallas (de una
subjetividad plena, sin fisuras) esto es, de una “sutura sin costuras”.

Pero aún hace falta precisión. Es necesario distinguir en esta historia crítica
de la deconstrucción, aquellas posiciones orientadas a mostrar su falta endémica de
materialidad, su “determinismo textual”, su “idealismo discursivo”, de aquellas
otras orientadas a cuestionar la figura de Jacques Derrida, de su firma como signo
de un paradojal “éxito de ventas”, “moda académica”, o “pequeña pedagogía”. Y,
todavía, habría que distinguir todo ello de la particular historia americana de un
nombre, el de Derrida y el de la deconstrucción, con sus devenires institucionales y
su traducción al rango de teoría canónica o marco referencial.

Recordemos, por ejemplo, que Jürgen Habermas es uno de los primeros en


elaborar una crítica al procedimiento deconstructivo en cuanto éste produciría una
indistinción entre filosofía y literatura, es decir, entre lógica y retórica (El discurso
filosófico de la modernidad, 1985). La consecuencia de esta conversión estetizante de
la lógica y del predominio del análisis literario sobre el análisis filosófico
conceptual, sería la imposibilidad de afirmar una finalidad política orientada por
los ideales democráticos de la Ilustración. En el fondo, la deconstrucción de las
fronteras entre literatura y filosofía funcionaría como impedimento para la misma
política, en cuanto ésta sería un ejercicio colectivo anclado en convenciones cuasi-
trascendentales y en principios y normas morales no sujetas a la deconstrucción.
Habermas, sin embargo, no crítica a la deconstrucción por carecer de política, sino
por su “mala política”, es decir, por ser el fundamento de una política
postmodernista divorciada de las posibilidades de completar el proyecto y las

27
promesas de la modernidad (ésta y el post-estructuralismo en general, serían la
manifestación teórica de los nuevos o jóvenes conservadores).

Pero esta crítica ha recibido dos respuestas complementarias en el trabajo de


Richard Rorty y Ernesto Laclau. Mientras que el primero considera que las críticas
habermasianas son irrelevantes en la medida en la deconstrucción no es una
política, sino una actividad irónica privada y sin efectos comunitarios, el segundo,
ha desarrollado el verosímil más adecuado de lo que sería una “política” de la
deconstrucción, si hemos de creerle al mismo Derrida en sus Espectros de Marx
(1995)9.

Así, lo que antes aparecía como una carencia, adquiere en Rorty un tono
cínico y despreocupado (Rorty, “Private Irony and Liberal Hope” 1989). El giro
pragmático de éste consistiría en mantener las diferencias entre deconstrucción y
política, para afirmar dicha diferencia como límite de la primera. Si Derrida es un
ironista privado y la deconstrucción una actividad sin efectos públicos, entonces no
hay nada de qué preocuparse, parece decirnos Rorty, pues ésta pertenecería a la
tradición literaria occidental de obras irónicas y ocupará su lugar específico en
dicha tradición (y no en la filosofía). Sin embargo, no sólo habría que cuestionar su
“domesticación de Derrida” o el liberalismo de su comprensión de la ironía, sino
también el problema de una insistente determinación de los campos de la vida
pública y privada como espacios autónomamente configurados o, al menos,
analíticamente distinguibles. Dicho presupuesto liberal identifica a la
deconstrucción como un vicio privado sin virtud pública.

Pero, el hecho de que la deconstrucción es aparentemente neutral


políticamente permite, por un lado, una reflexión sobre la naturaleza de lo
político y, por otro, y esto es lo que me interesa de la deconstrucción, una
hiperpolitización. La deconstrucción es hiperpolitizante al seguir caminos y
códigos que son claramente no tradicionales, y creo que despierta la
politización de la manera que mencioné antes, es decir, nos permite pensar
lo político y pensar lo democrático al garantizar el espacio necesario para no
quedar encerrado en esto último (Derrida, “Notas sobre deconstrucción y
pragmatismo” 1996, 105-6. Énfasis mío).

9
“La hegemonía sigue organizando la represión y, por tanto, la confirmación de un asedio. El asedio
pertenece a la estructura de toda hegemonía” (Espectros 50) Y en la nota que continua este texto,
Derrida nos dice: “[r]especto de una nueva elaboración, en un estilo “deconstructivo”, del concepto
de hegemonía, remito a los trabajos de Ernesto Laclau” (50). Aunque la palabra estilo, y el
entrecomillado de “deconstrucción”, todavía imponen una cierta suspensión de la ingenua
atribución a la teoría de la hegemonía de ser “la versión política” de la deconstrucción.

28
“No quedar encerrados en esto último”, “seguir pensando”. Precisamente porque la
deconstrucción no podría ser reducida a la condición de una escena de
pensamiento, de una oferta teórica más, en el menú de la universidad
metropolitana. Por lo mismo, habríamos de estar siempre advertidos de la facilidad
con que se producen verosímiles políticos que la complementarían, que le
corregirían sus vicios textualistas, o que le aproximarían al mundo de las prácticas
sociales, al mundo de la política efectiva (todas ellas fieles todavía a la diferencia
entre lo textual y lo real, lo figurativo y lo literal). La práctica deconstructiva no es
ni teoría ni política, sino un cuestionamiento radical de esta dicotomía (y de su
irreflexiva indistinción), y de cada uno de los términos, es decir, una suspensión de
la lógica binaria que articula este debate y, a la vez, una interrupción de las
promesas de articulación verosímil y coherente entre uno y otro extremo. El paso
(no) más allá (Blanchot). La denuncia de la deconstrucción (nihilismo, ideología
textualista, teología negativa, anarquismo, etc.) pareciera ejercerse como demanda
por una posición clara, por una apertura al mundo y su materialidad, por una
vuelta a la historia y a las prácticas sociales, por un fin del texto pero también de la
escritura; en fin, por fin, por una vuelta o un re-comienzo de la política; de una
política preocupada, de ahora en más, por los excluidos del texto, una política de la
inclusión y de la materialidad, de la literalidad y de la cultura, del hombre y de la
historia. Una política de la política, que no se detiene a cuestionar en la relación
entre deconstrucción y política, precisamente, el otro término de la ecuación. Una
crítica naturalizada: “la deconstrucción no tiene política”, “es una metodología de
lectura”, “una práctica textualista”, “un reduccionismo flagrante”, “carece de
tácticas efectivas”, no se piensa, y por ello, “no tiene direccionalidad estratégica”:
un “anarquismo epistemológico”, una “ontologización de la diferencia”, un
“conformismo político”. La denuncia de la condición apolítica de la
deconstrucción es una demanda por una toma de partido. Se trata de una denuncia
hecha desde la claridad y que exige claridad, para navegar el turbio “océano de la
incertidumbre”. Pero esta denuncia, propia de los procedimientos de
desenmascaramiento (rendimiento de la ilustrada crítica a la ideología), todavía no
da cuenta de la condición aporética puesta de manifiesto por la práctica crítica
llamada deconstrucción.

En tal caso, la hiperpolitización de la que nos habla Derrida, ocurriría


justamente cuando dejamos de encerrarnos a nosotros mismos en estas pre-
comprensiones, cuando entendemos que la política no es la puesta en escena, la
llevada a cabo, la realización de una determinada agenda trascendentalmente
impuesta sobre nosotros, sino, por el contrario, un descubrimiento permanente de
nuevas formas de codificar el sentido, de nuevas formas de pensar y nuevos
caminos de politización.

29
La ética y la política –como también la literatura– son evadidas cuando
volvemos a caer en la prioridad conceptual del sujeto, la agencia o la
identidad como fundamentos de nuestra acción. La experiencia literaria,
ética y política, tal como es en tanto que experiencia (es decir, no como la
experiencia subordinada a un sujeto), emerge sólo en el retiro de tales
fundaciones. Esto significa que no estamos solamente interesados en
socavar o “deconstruir” los discursos ético-políticos fundacionalistas o
esencialistas, sino en demostrar que lo que llamamos ética y política sólo
puede llegar a ser o tener alguna fuerza y sentido gracias a esta misma
desfundamentación (Thomas Keenan, Fables of Responsibility 3)

Intentar determinar el pasaje desde la teoría a la política, obliterarlo o desplazarlo


hacia una afirmación ética trascendental, conlleva siempre la conversión de la
crítica en doctrina estatal, es decir, en el plegamiento de la teoría a la esfera práctica
de la dominación. En este sentido, la pregunta por las implicancias políticas de la
deconstrucción no sólo supone una cierta univocidad de sentido en cada uno de
los términos, sino que supone una cierta simetría en la relación; simetría
fundamental para transitar desde un orden (el discurso) hacia el otro (la acción). Y
supone, acaso como síntoma de su procedencia, un “ánimo rayano en el
entusiasmo” que pretende resolverse y reconciliarse con la Historia, pero con una
Historia leída como permanente dignificación. Es el pasaje o la “sutura sin
costuras” la que comporta una amenaza mayor para cualquier pensamiento que
quiera oponerse a la dominación, para cualquier política que quiera concebirse
como puesta en escena (presentación) del evento radical de la transformación. Si
hay pasaje natural, no hay ni crítica, ni evento, solo onto-teología. No habría una
deconstrucción que operase (que fuera, efectivamente, una operación) en un
terreno textual o discursivo diferenciado de lo real, así como tampoco habría una
“esfera de la política convencional” que no demandara, en su misma auto-
constitución, una cierta práctica deconstructiva. Ni deconstrucción ni política
efectiva entonces, sino la posibilidad de una práctica crítica, en cada caso, siempre
limitada y siempre vigilante de sus propias precomprensiones.

Agotamiento de la diferencia

Por esto mismo, resulta tan complicada la homologación entre el trabajo


elaborado por Alberto Moreiras (2001, 2006) y Gareth Williams (2002), con la
noción de “subalternismo deconstructivo”, o simplemente, “deconstruccionismo”,
porque lo que dicha homologación reprime o, incluso, forclusiona (expulsa de la
economía discursiva), es el carácter sustantivo de las contribuciones desarrolladas
en el trabajo de éstos últimos. Dicho trabajo, que va desde una lectura a contrapelo
de la literatura latinoamericana, más allá de los formatos historicistas propios de la

30
crítica literaria regional, y que se aboca a una problematización de las
transformaciones socio-políticas en América Latina, debidas a lo que genéricamente
conocemos como globalización y neoliberalismo, está caracterizado, no por su
condición teórica o especulativa, ni por su tono deconstructivo o filosófico, ni por
su inoperatividad apolítica o su distancia con las “urgencias” del presente. Sino que
se trata de un trabajo de cuestionamiento permanente de las pre comprensiones
que han alimentado históricamente la representación de América Latina en la
academia metropolitana (latinoamericanismo de primer orden), como también del
investimiento en las tradiciones nacionales (fictive ethnicity) de marcado carácter
criollo, cuya operación fundamental es la de interpelar y contener la expresión de
formas heteróclitas de la imaginación (savage hybridity).

Si este trabajo tiene o no consecuencias políticas, es una pregunta que yerra


radicalmente con respecto a lo que el mismo trabajo exige en su formulación: un
cuestionamiento sostenido de nuestra comprensión de la política, del giro
pragmático y afectivo, que ha definido históricamente la relación entre intelectuales
y subalternos. Por todo esto, no se trata de un trabajo o una práctica crítica que
pueda ser presentada (o defendida) como modelo, precisamente porque está
inscrita en el horizonte de una interrogación fundamental y no en el acabado
paisajismo de los manuales y los libros de recetas.

Pensar a América Latina más allá de las demandas afectivas y las “urgencias”
del presente, resistiendo la división del trabajo universitario y, junto a esto,
resistiendo la estructura binaria del pensamiento metafísico occidental (o teoría o
política, o deconstrucción o crítica, o vida-real o intereses especulativos), y las taras
onto-antropológicas que se perpetúan en la invención identitaria del archivo, y en
la economía de su permanente corrección, equivale a la suspensión del
pensamiento categorial universitario, y así, a la suspensión de las mismas nociones
de subalternismo y deconstrucción, puesto que no hay palabras inapropiables por el
capitalismo (parafraseando a Walter Benjamin).

Pero además, dicho trabajo o práctica crítica, no sólo estaría definido por su
desmontaje del aparato conceptual del latinoamericanismo clásico, ni por su
heurística positiva, con sus terminologías y problematizaciones respectivas
(latinoamericanismo de segundo orden, regionalismo crítico, etc.). Todavía habría
que entender que la relación entre negatividad y política no se da en términos de
una síntesis dialéctica propositiva de un nuevo programa político o académico. La
negatividad inscrita en el trabajo crítico no es una negatividad dialéctica superable
(Aufheben) en un nuevo momento del latinoamericanismo (metropolitano o no),
puesto que lo que está en juego acá es la misma impronta de la práctica intelectual
más allá de la lógica soberana constitutiva del Estado nacional moderno y de sus
instituciones culturales. En el fondo, lo que está en discusión no es una nueva

31
agenda para una política progresista pero todavía limitada por la arquitectónica del
Estado moderno (con sus respectivos investimientos en el sujeto, la tradición, la
acción y el saber –del otro-), sino la misma posibilidad del pensamiento, en su
devenir inmanentemente político, en un momento de agotamiento radical de los
formatos etnográficos y culturalistas de la región (y de los subalternos).

Hay una política de la deconstrucción y hay un pensamiento de la


subalternidad, pero deconstrucción y subalternidad permanecen más allá de
su instrumentalización como órdenes heterogéneos, no sólo en sí, puesto
que en su límite marcan la heterogeneidad de sus respectivos campos de
discurso, son la heterogeneidad constitutiva de sus campos de discurso, sino
también respectivamente: la deconstrucción es la heterogeneidad en el
corazón del discurso universitario, y la subalternidad es la heterogeneidad
en el corazón de lo político, pero la subalternidad es también la
heterogeneidad de la deconstrucción y viceversa. Deconstrucción pues, y
subalternidad –su relación sólo puede concebirse en términos de
suplemento: la deconstrucción opera como suplemento de la subalternidad,
y la subalternidad opera como suplemento de la deconstrucción en la
medida en que no puede decirse “deconstrucción o subalternidad”…Son
mutuamente irreducibles, y arrojan así un resto. (Moreiras, línea de sombra,
2006)

Pensar ese resto, que Moreiras concibe como des-operación de la noción de sujeto,
como el “no sujeto” de lo político, no es sólo el objetivo de su trabajo, y de lo que
se ha despachado como “subalternismo deconstructivista”, como “pose intelectual”,
como “paradigma pasado de moda”, como “nihilismo intelectual”, etc., sino que es
también la posibilidad de un pensamiento radical, no de la política sino de la
hiperpolitización, no del derecho sino de la justicia, no del futuro sino del porvenir.

Y así, el subalternismo no necesita ser concebido ni como un enemigo


nihilista ni como una refundación categorial para nuestras agotadas agendas de
izquierda. Sino como un nombre circunstancial para un pensamiento y una
práctica de esta hiperpolitización. Por esto, habría, al menos, dos formas diferentes
de leer este debate: 1) como una insistencia en las determinaciones éticas relativas a
la representación del subalterno y a sus investimientos con el potencial
emancipador antes asignado a la clase obrera. Y 2) como expresión de las
limitaciones constitutivas de la onto-teología propia del pensamiento normativo
occidental y sus elaboraciones pragmáticas sobre lo político, el sujeto y la soberanía
de la acción. Obviamente, es la segunda lectura la que contiene un potencial
problemático a la altura de las paradojas contemporáneas planteadas por el
pensamiento negativo. La primera formulación sigue inscrita en lo que Hegel llama
“la ilusión objetivante de la conciencia” y su superación sería equivalente a la

32
conversión de la masa en sujeto (Sloterdijk). La segunda, en cambio, interrumpe la
determinación de la “otredad” (enajenación) como “interioridad” (reconciliación) y
nos deja en el precario equilibrio abismal de una afirmación que no puede
trascender su eventualidad (de ahí que la diferencia entre contingencia, accidente y
evento resulte hoy capital).

Lacan, en un par de ocasiones refirió a la inscripción de lo Real en lo


Simbólico (su irreductible negatividad) con el concepto de extimidad. Se trata de un
neologismo que interroga por aquella relación con lo absolutamente extraño que
está inscrito en el corazón de nuestra intimidad (suerte de radicalización del das
unheimliche freudiano). Si la negatividad subalterna se traiciona al convertirla en el
origen de una nueva política efectiva, entonces ¿cuál debe ser nuestra relación con
ésta? Esta pregunta interroga por las limitaciones de lo que hemos llamado la
anfibología subalternista, pero no propone una resolución absolutista de dicha
anfibología, sino su radicalización. Quizás esto sea la extimidad radical del
subalterno. Como diría Kristeva, la inscripción de su abyecta condición en el nudo
simbólico de nuestras vidas. La hiperpolitización entonces, no es una teoría
(cultural, carnavalesca, narrativa, etc.) de dicha inscripción, sino un registro
precario de su traza.10

10
Esta podría ser la moraleja de la siguiente anécdota: en los años 80s, cuando en Chile la dictadura
militar comenzaba a desarrollar una política de mejoramiento de su imagen internacional, uno de
los sucesos que conmocionó al país fue la visita del Papa. Aquella visita estuvo rodeada de incidentes
de violencia, manejo político y falta de información. Lo que quisiera recordar es la escena del Papa
en el Estadio Nacional. Desde temprano se había dispuesto, por parte de los sectores conservadores
de la Iglesia Católica, y de los sectores pro-dictatoriales, llenar el Estadio de jóvenes cristianos,
sujetos y obedientes al llamado de la santidad; sin embargo, una de las estrategias de politización del
“evento-Papa”, en ese tiempo apoyada por juventudes políticas de izquierda y otras instancias de
base o poblacionales, fue la falsificación de entradas para el Estadio. Con eso, mucha gente ajena a
la espectacularidad del evento, alcanzó tempranamente asiento en sus palcos y graderías, dejando
como resultado, para el mediodía, una primera confusión. El Estadio estaba casi lleno y recién
comenzaban a llegar las juventudes religiosas y gremialistas. Aquellos falsos feligreses que llenaban
partes considerables del recinto, no habían entrado solos, habían logrado ingresar, a pesar de la
vigilancia policial, grandes cantidades de pisco, ron y vino, simulando, no muy ortodoxamente, el
cáliz ceremonial. Cuando comenzó el acto, la alegría de las tribunas hacía presagiar una comunidad
en la redención, un atisbo del plebiscito y lo que se llamó, posteriormente, la reconciliación
nacional. Sin embargo, extasiados por la bebida, las circunstancias y el evento, aquellos jóvenes
comenzaban a dejar oír sus desordenados griteríos. El momento central, repetido y difundido con
alevosía por los medios oficiales, fue vivido de una manera distinta a la aséptica representación
televisiva. Frente a las preguntas resonantes de su santidad: ¿renegáis del sexo?, ¿renegáis del
alcohol?, ¿renegáis del vicio? Podía escucharse, cómica y abruptamente, un NO colectivo, desafiante
y ebrio. Y aunque este también fue un NO silenciado, lo cierto es que mostró, aunque fuera por
unos instantes, que no hay dispositivo que sea insalvable. El mismo recinto de atroces canalladas era
retomado por una oleada festiva que desordenó los cálculos de analistas, tanto a favor como en
contra de la dictadura, para dejar escuchar la voz de aquellos cuya entrada en la historia siempre se
da por caminos insospechados.

33
Fayetteville, primera versión, octubre 2008
Segunda versión, octubre 2009

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35
La trampa de la soberanía: entre la potencia y la excepción

En la amplia obra del filósofo italiano Giorgio Agamben se prefigura una tensión
irresuelta entre una analítica de las prácticas de poder y sus fundamentos
biopolíticos y teológicos, y un cierto mesianismo formalizado relativo a la
potencialidad de un intelecto común y comunitario que se desmarca de cualquier
sustantivación sociológica y que apunta al horizonte de una política por venir, más
allá de las figuras de la soberanía, la identificación, el sacrificio y la vida precarizada
que han caracterizado a la tradición occidental (pero, ¿qué tradición, la de la
política como administración y gobierno, como práctica social contestataria, o la
política asociada al pensamiento filosófico y su búsqueda de los fundamentos del
orden?). Se trata, como hemos dicho, de una tensión irresuelta no tanto por una
cierta inconsistencia de su pensamiento, sino porque en él se expresa una
condición sintomática de la imaginación occidental, una cierta anfibología
inescapable referida a la tensión entre poder e imaginación, soberanía y
democracia, y que está presente, aunque trabaja de manera distinta, en la mayoría
de las filosofías emancipatorias y críticas contemporáneas. Dicha anfibología es
evidente, por ejemplo, en la misma noción de política que, por un lado, apunta a la
continuidad del proyecto onto-teológico de subordinación de las diferencias
producidas por la historicidad radical del ser-en-el-mundo a los presupuestos
totalizadores de la identidad y del Ser, y por otro lado, es el nombre de una
posibilidad de vida en común más allá de dicha continuidad, es decir, apunta a la
posibilidad de una vida al margen o en retirada respecto a los mecanismos
característicos de la dominación soberana. Así mismo, nociones tales como pueblo,
democracia, comunidad, vida desnuda y excepción son otras tantas evidencias del
carácter anfibológico del pensamiento agambeniano, precisamente porque cumplen
una función empírica positiva relativa a la descripción de la facticidad propia de la
sociedad actual y, a la vez, insinúan una suerte de posibiliad para un pensamiento
“nuevo”, ajeno a las lógicas atributivas de la filosofía occidental y a las tecnologías
clasificatorias de las modernas ciencias sociales.

36
Para efectos de nuestra preocupación, presentaremos dicha tensión (entre
un uso positivo y un uso regulativo de las nociones distintivas de su pensamiento)
como una tensión que configura y habilita un espacio indefinido entre la
excepcionalidad vuelta regla como condición distintiva de un poder orientado al
control de la existencia humana, y la excepción-excepcional o “verdadero estado de
excepción”, noción que Agamben toma prestada de la tesis VIII de Sobre el concepto
de historia de Walter Benjamin, y que le servirá sistemáticamente para obstruir el
cierre del universo biopolítico en una constatación nihilista sobre el fin de toda
posibilidad de emancipación.11 Si se ignora la anfibología que se despliega en torno
a la problemática de la excepción, esto es, en torno a una noción que define la
constitución del poder soberano y, al mismo tiempo, la posibilidad de imaginar su
afuera, se hace difícil apreciar la tensión aludida, corriéndose el riesgo de reducir el
pensamiento agambeniano a una versión paranoica sobre el poder en las sociedades
del espectáculo, o bien, se confunde su apelación averroísta a la potencialidad sin
fin con un mesianismo simple y decorativo. Para evitar dicho problema, hay que
atender a la lógica de la relación soberana, de la excepción y del interregno, como
lugares donde dicha tensión se hace visible y se muestra productiva para nuestra
actualidad, es decir, para reelaborar la pregunta, de claro carácter foucaultinano,
relativa a la ontología del presente.

II

Para Agamben –siguiendo heterodoxamente a Benjamin-, la soberanía se caracteriza


por la producción de vida desnuda (das bloße Leben) en cuanto forma de violencia
mítica infligida sobre el viviente. En este sentido, le es inherente a ésta el producir
formas de la existencia precarizada, más allá del sacrificio, formas de vida
suspendidas en el irresuelto carácter de una ley que se auto-fundamenta en el acto y
cuya condición actual estaría dada por la universalización sin precedentes de dicho

11
Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia, 2006. Según la traducción de Oyarzún, la diferencia
entre estado de excepción (der Ausnahmezustand) y verdadero estado de excepción (des wirklichen
Ausnahmezustands) queda expresada así: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de
excepción” en que vivimos es la regla. Tenemos que llegar a un concepto de historia que le
corresponda. Entonces estará ante nuestros ojos, como tarea nuestra, la producción del verdadero
estado de excepción; y con ello mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo” (53).
Habría que enfatizar la petición de Benjamin de llegar a un concepto de historia acorde a la
condición excepcional de su acaecer, y no solo orientada a hacerle espacio a un evento excepcional
en el porvenir, precisamente porque el objetivo de las tesis es la crítica de la copertenencia entre
marxismo y progresismo. El verdadero estado de excepción no sería así un evento redentor que nos
espera en un tiempo indeterminado, sino la misma redefinición de nuestra relación con la historia,
es decir, la verdadera excepción siempre está acaeciendo y si no la vemos es porque hemos sido
raptados por la excepcionalidad jurídica y por el historicismo, los que se complementan muy bien
en la producción de un relato progresista de la historia.

37
mecanismo: “[…] la vida nuda, que constituía el fundamento oculto de la soberanía,
se ha convertido en todas partes en la forma de vida dominante. En un estado de
excepción que ha pasado a ser normal, la vida es la nuda vida que separa en todos los
ámbitos las formas de vida de su cohesión en una forma-de-vida”.12 En este sentido,
ya en La política de Aristóteles él cree identificar este mecanismo de producción de
vida nuda, sobre todo a partir de la forma en que los griegos conceptualizaban la
diferencia entre vida humana en cuanto vida política y vida en general; de ahí
también su insistencia en distinguir la vida incualificada o des-nuda (zôê) y la vida
individual o grupal (bíos):

Los griegos no disponían de un término único para expresar lo que


nosotros entendemos con la palabra vida. Se servían de dos términos,
semántica y morfológicamente distintos, aunque reconducibles a un étimo
común: zôê, que expresaba el simple hecho de vivir, común a todos los seres
vivos (animales, hombres o dioses) y bíos, que indicaba la forma o manera de
vivir propia de un individuo o grupo.13

Así, rastreando los antecedentes clásicos de la soberanía moderna ya en este texto


fundacional de Aristóteles, y complementando la dimensión teológico-política
inherente a la dominación soberana con la dimensión económica relativa a la gloria
y la administración del gobierno, Agamben nos presenta un análisis del “estado de
la cuestión” donde la excepción, atributo privativo del soberano, se habría
convertido en una condición general que definiría a la actualidad (“en un estado de
excepción que ha pasado a ser normal”), una condición que solo podría llegar a ser
interrumpida desde una radical separación de la vida desde el derecho, esto es,
desde la puesta en suspenso de la misma operación soberana (de ahí la importancia
del umbral, elemento central en la disposición de sus argumentos).

En su proyecto general titulado Homo sacer, compuesto hasta la fecha por los
volúmenes Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida (1995); Estado de excepción,
Homo sacer II, 1 (2003); El reino y la gloria. Para una genealogía teológica de la economía
y del gobierno, Homo sacer II, 2 (2007); El Sacramento del lenguaje. Arqueología del
juramento, Homo sacer II, 3 (2008); y, Lo que resta de Auschwitz. El archivo y le testigo,
Homo sacer III (1998)14, se perciben con cierta nitidez los contornos de su proyecto
genealógico, un proyecto fuertemente alimentado por la analítica de las sociedades
disciplinarias de Michel Foucault, por la crítica del totalitarismo y de la decadencia
de la vida activa de Hanna Arendt, y por la crítica destructiva de la metafísica
occidental emprendida por Martín Heidegger. También se aprecia una ambigua

12
Giorgio Agamben, Medios sin fin, 2010, p. 16. Las cursivas son una adición nuestra.
13
Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, 2010, p. 9.
14
Los años en paréntesis refieren a las publicaciones originales en italiano, en la medida en que
vayamos refiriendo su trabajo más acotadamente, daremos noticia de las ediciones utilizadas.

38
valoración del jurista alemán Carl Schmitt y sus similitudes y diferencias con
Walter Benjamin, el más complejo crítico literario del siglo XX y de quien
Agamben fuera traductor al italiano. Pero ¿qué es lo que permite hacer converger a
tan heterogénea constelación de firmas y pensamientos? Sencillamente dicho, la
pregunta por las características del poder contemporáneo y sus fundamentos,
mismos que no solo remiten a la emergencia de la modernidad sino que están
enraizados profundamente en el pensamiento occidental desde su comienzo, en la
antigüedad clásica.

En tal caso, Agamben lee –enmendándolo- el proyecto genealógico de


Foucault que consistiría, grosso modo, en describir el funcionamiento de las prácticas
biopolíticas propias de la episteme contemporánea, aquellas donde lo que está en
juego es la existencia misma de los hombres haciendo que la vida entera, es decir, la
vida biológica y social del hombre, se muestre como un asunto totalmente político,
para señalar la miopía foucaultiana de no percibir el fundamento biopolítico del
poder ya plenamente larvado en la filosofía política clásica y, particularmente, en las
nociones de sacrificialidad, sacralidad y producción de una existencia no
sacrificable (eliminable sin castigo ni ritualidad) en la figura jurídica romana del
Homo sacer. Sin embargo, la miopía foucaultiana también consistiría (si le creemos a
Agamben, por supuesto) en no haber “aplicado” su análisis sobre las tecnologías del
yo y del biopoder contemporáneo al fenómeno de los Estados totalitarios y los
campos de concentración, limitándose innecesariamente a otras positividades
(sexualidad, instituciones médicas o penitenciarias, etc.). De la misma forma, lee la
interrogación arendtiana de la vida activa y la decadencia de la vida pública, así
como la promesa de la política y sus críticas al totalitarismo y a la filosofía de la
historia (marxismo), reparando en dos cuestiones fundamentales: 1) la falta de
diálogo entre el proyecto de Foucault y el de Arendt, como expresiones sofisticadas
de una genealogía del poder soberano y de sus dispositivos de control y
disciplinamiento, y 2) la miopía de ambos al no reparar que tanto las prácticas
biopolíticas como las totalitarias suponían una constante del proyecto onto-
teológico occidental y, a la vez, su materialización nómica no estaba remitida ni al
Estado ni a la ciudad, sino que se reconfiguraba en un nuevo paradigma de control
y producción de nuda vida, un nomos excepcionalmente expandido y
universalizado: el campo de concentración nazi ahora convertido en posibilidad
concreta.15

15
Todavía aquí debemos ser cuidadosos en no adjudicarle a Agamben una afirmación empírica
sobre la predominancia del campo de concentración como fenómeno distintivo de la sociedad
contemporánea, pues su reflexión se mueve a nivel de la experiencia de la clausura y, justamente, de
la clausura de la experiencia como fenómeno distintivo del nomos contemporáneo, inaugurado con
el campo nazi de concentración y de extermino, pero generalizada a la totalidad de la vida
contemporánea. No se trata de constatar la abundancia efectiva del campo de concentración como
confirmación de su hipótesis, sino de precisar las consecuencias que dicha relación de a-bando-

39
De ahí entonces la relevancia de Heidegger y Schmitt para su pensamiento,
aunque no siempre lo reconozca. Mientras que el primero le permite expandir la
genealogía de la soberanía más allá del surgimiento de la episteme clásica,
rastreando sus operaciones en la misma configuración del horizonte metafísico
occidental y, para decirlo con Heidegger, en la traducción de la experiencia
originaria y errante del habitar griego a las categorías del logos imperial, de la veritas
y de la rectitud romana; el segundo, mediante una crítica sostenida de los
presupuestos antropológicos del contractualismo moderno y, mediante el salvataje
de la dimensión teológica y crediticia (deuda) del poder, le permite destacar la
dimensión fundacional de la soberanía, mediante una noción juridizada de
excepcionalidad, que funciona como instancia distintiva de la decisión soberana.
En efecto, la referencia permanente al horizonte destructivo heideggeriano sirve
para comprender la configuración del modelo actual de soberanía como una
versión onto-política basada en un relevo histórico permanente, al hilo de la
historicidad del ser, y que en el filósofo alemán se expresaba en la conjunción
epocal de las edades de la metafísica: la onto-theo-antropho-logía occidental. Así
mismo, la referencia a Schmitt le permite no solo hacer el tránsito desde el
problema de la dictadura soberana y señorial hacia el problema de la decisión y la
excepción, sino que le permite retomar la dimensión teológica de los debates
políticos contemporáneos, aparentemente remitidos al marco secularizado de la
post-Ilustración.

Sin embargo, al expandir el horizonte crítico de la genealogía al proyecto


destructivo de la metafísica, y al referir la excepcionalidad a la lógica jurídica de la
soberanía, Agamben tiende a quedar entrampado en las mismas limitaciones
histórico-filosóficas que han condenado a ambos pensadores alemanes, o al menos
que han marcado su lectura epocal16; es decir, tiende a quedar inscrito en la misma
lógica determinista que reduce la eventualidad radical del acaecer histórico a las
leyes inmanentes de un despliegue conceptual, sea éste el de la metafísica o el de la
soberanía. Y esto no es un problema menor, sino una tensión constitutiva del

namiento soberano produce sobre la misma experiencia. De otra forma procede, por ejemplo, el
trabajo sociológico-crítico de Zygmunt Bauman, Archipiélago de excepciones, 2008, que contiene un
breve comentario de Agamben donde se hacen ostensibles estas diferencias.
16
Particularmente en el caso de Heidegger, sería posible releer su pensamiento como una constante
reelaboración de las limitaciones del proyecto destructivo, y como una suspensión del modelo semi-
teleológico y finalista que tiende a identificar la realización de la metafísica con la actualidad (à la
Vattimo, por ejemplo). La destrucción se “aplica” sobre la misma destrucción para desestabilizar los
trascendentales que la misma crítica va generando en su trabajo de desmontaje, dejándonos así
expuestos más que a textualidades definidas y clausuradas, a múltiples ambigüedades, indefiniciones
e instancias aporéticas que exigen leer meticulosamente, sin énfasis categorial. ¿No se podría decir lo
mismo contra todo pensamiento que afinca su modelo categorial en una hermenéutica disciplinada
de la “tradición”?

40
diagrama de su pensamiento, precisamente porque al remitir la crítica del presente
al plano vertical de la destrucción, siempre infinita, de la metafísica occidental, o al
remitirla al plano horizontal de una geopolítica catechontica y normativa, el
irresuelto espacio constituido por la tensión entre excepción y potencialidad tiende
a quedar sobre codificado y vaciado, abierto hacia un por-venir que no logra
reconocer sus antecedentes terrenales en las formas de lucha y resistencia que
ocurren actualmente, como si toda lucha política no fuera sino una confirmación
de las “astucias de la razón”, una trampa de la soberanía.

III

Por supuesto, es en este contexto donde cobra toda su relevancia aquella otra
dimensión de la anfibología agambeniana, a saber, la apelación a una potencial vida
en común como clave de una política por-venir basada en una experiencia
lingüística no orientada a la transmisión comunicativa, intencionada o
mercantilizada (según el atisbo benjaminiano acerca del ser lingüístico de los
seres17), y por ello restada de la dimensión instrumental de la praxis política
convencional:

Sólo si se consiguen articular el lugar, los modos y el sentido de esta


experiencia del acontecimiento del lenguaje como uso libre de lo común y
como esfera de los medios puros, podrán las nuevas categorías del
pensamiento político –sean éstas comunidad inocupada, comparecencia,
igualdad, fidelidad, intelectualidad de masas, pueblo por venir, singularidad
cualquiera- dar expresión a la materia política que tenemos ante nosotros.18

Sin embargo, lo que no deja de llamar la atención de esta formulación apodíctica es


que se presente como única posibilidad de una política del por-venir, es decir, que
nos presente a la misma política como una cuestión relativa al por-venir, como si las luchas
políticas del pasado y las contemporáneas estuviesen desde siempre caídas a la
dominación soberana y sin posibilidades de escapar de sus mecanismos de captura.
Si la política es, por un lado, el nombre de todos aquellos mecanismos de
determinación, inscripción y captura de la existencia biológica y social del hombre
en las coordenadas de un poder mediático y globalizado, por otro lado, ésta
también nombraría un horizonte de posibilidad que funciona como un mesianismo
vacío, sin Mesías y sin sustantivación, un mesianismo que se presenta como
horizonte de posibilidad, como comunidad por-venir, sin resto antropológico, sin
sujeto de la acción y sin pasaje de la potencia al acto.

17
Walter Benjamin, “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”, 1997.
18
Giorgio Agamben, Medios sin fin, pp. 99-100.

41
Sería preciso, más bien, pensar la existencia de la potencia sin ninguna
relación con el ser en acto –ni siquiera en la forma extrema del bando y de
la potencia de no ser, y el acto no como cumplimiento y manifestación de la
potencia- ni siquiera en la forma del don de sí mismo o del dejar ser. Esto
supondría, empero, nada menos que pensar la ontología y la política más
allá de toda figura de la relación aunque sea de esta relación límite que es el
bando soberano; pero es precisamente esto lo que muchos no están
dispuestos a hacer en este momento a ningún precio.19

Efectivamente, Agamben ha revisado la arquitectónica kantiana y el horizonte ético


de la Ilustración para subvertir el discurso de la secularización y desocultar el
fundamento teológico del poder político contemporáneo; ha revisado las categorías
de la física y la política aristotélica, invirtiendo o desactivando la relación entre
potencia y acto para contrarrestar los efectos nocivos de la moderna teoría de la
acción; ha develado el núcleo paranoico de la teoría de la excepción schmittiana,
remitiéndola a la tradición de un pensamiento jurídico-normativo preocupado con
la inscripción de las dislocaciones sociales “anómicas” en el ámbito jurídico de la
Constitución, reparando, a su vez, en la diferencia fundamental entre la escatología
schmittiana y la escatología blanca del barroco (usando libremente la famosa tesis
sobre el Trauerspiel de Benjamin20), donde el soberano queda convertido en creatura
y subsumido a la radical contingencia del acaecer; una creatura más bajo el sol
imponente que domina sobre el cielo de la historia. Ha elaborado, finalmente, una
noción de potencialidad radical e inmanente, que le sirve para pensar en una
política sin soberanía, en una práctica sin sujeto de referencia, donde la
heterogeneidad constitutiva del mundo no queda presa de una operación sintética
subjetiva, de una cogitación trascendental remitida a la intencionalidad
fenomenológica. Y todo esto lo ha hecho con la clara intención de habilitar una
dimensión de la experiencia humana donde la vida en común sea el efecto de una
relación más allá de la ley, una relación no-soberana, pues sería la subordinación de
la vida al derecho el índice de un eclipse sostenido de la política como actividad sin
finalidad distintiva del hombre:

La política ha sufrido un eclipse duradero porque ha sido contaminada por


el derecho, y se ha concebido a sí misma, en el mejor de los casos, como
poder constituyente (es decir violencia que establece el derecho), cuando no
se reduce simplemente al poder de negociar con el derecho. Pero
verdaderamente, política es sólo la acción que corta el nexo entre violencia y
derecho. Y sólo a partir del espacio que así se abre será posible formular la

19
Giorgio Agamben, Homo sacer, p. 66.
20
Walter Benjamin, El origen del Trauerspiel alemán, 2010.

42
pregunta sobre un eventual uso del derecho después de la desactivación del
dispositivo que, en el estado de excepción, lo vinculaba a la vida.21

Pero, al diferenciar tan categóricamente la política del derecho, ha insistido en un


gesto característico del pensamiento crítico moderno que es el de identificar el
derecho con las formas históricas de la represión (de la producción de nuda vida,
para insistir en su propio lenguaje), sin matizar las operaciones efectivas de este
derecho que no siempre son coercitivas o represivas, sino muchas veces habilitantes
y productivas, es decir, al poner el acento en la diferencia insuturable entre vida y
derecho, se tiende a ontologizar el derecho desadvirtiendo su condición
eminentemente política. Por supuesto, no se trata de elaborar una defensa del
derecho como resultado de una práctica comunitaria deliberante encargada de
señalarle los límites al poder, ni menos como objetivación extraviada de las
potencialidades constituyentes de la multitud, pues el punto de partida
agambeniano consiste, precisamente, y en clara referencia a la teoría del poder
constituyente de Antonio Negri22, en mostrar la co-pertenencia entre este poder
constituyente y la soberanía. Se trataría, por el contrario, de señalar como las
operaciones demarcatorias de las que depende fuertemente el pensamiento de
Agamben tienden a re-inseminar representaciones espectaculares (o molares, para
decirlo con Deleuze y Guattari) de los principios meta-políticos de la soberanía
como sobredeterminación jurídica de la política.

Recordemos que su crítica de la teoría del poder constituyente, tal como ha


sido desarrollada por Negri –desde sus escritos políticos relativos al movimiento de
la Autonomía Operaia hasta sus reflexiones sobre la multitud y el imperio—, no
repara suficientemente en que la supuesta diferencia entre biopolítica, en cuanto
mecanismo del poder moderno ahora generalizado, y bio-poder en tanto que
ontología radical de la producción, descansa en una petitio pricipii que consiste en
sustantivar categorías onto-antropológicas (deseo, producción, trabajo vivo, etc.) en
un plano político. Por el contrario, su argumento se detiene en la incapacidad
última de desligar el mismo poder constituyente de la dominación soberana, esto
es, de la producción de nuda vida:

Si nuestro análisis de la estructura original de la soberanía como bando y


abandono es exacto, esos atributos pertenecen también al poder
constituyente, y Negri, en su amplio análisis de la fenomenología histórica

21
Giorgio Agamben, Estado de excepción, 2010, pp. 127-128. Las cursivas son una adición nuestra.
22
Como inversión exacta de la teoría de la dictadura soberana de Carl Schmitt, donde curiosamente
también se afirma el carácter instituyente del poder soberano, y donde, además del fundacionalismo
propio del derecho, también se termina en una geopolítica catechontica, no la del Imperio, sino la
del nomos imperial. Sobre esta coincidencia geopolítica y catechontica mucho más tendríamos que
decir, pero contentémonos con sugerirla por ahora.

43
del poder constituyente, no puede encontrar en ninguna parte el criterio
que permita diferenciarlo del poder soberano.23

Cierto. Pero, si el desocultamiento de la complicidad constitutiva entre poder


constituyente y soberanía desactiva las pretensiones emancipatorias del discurso
teórico de la multitud y del obrero social, también infringe su efecto sobre la
construcción espectacular de la dominación soberana, mostrándola como una
inseminación retro-proyectiva y heterogénea, dispareja y llena de vacíos, asociada a
lo que el mismo Deleuze habría llamado “jurisprudencia” en uno de sus últimos
comentarios sobre Hume.24 Más que una relación determinada y caída a la lógica
del bando y de la existencia a-bando-nada, la soberanía comienza así a aparecer como
una relación eminentemente política, sujeta a las diversas resignificaciones sociales y
no clausurada en una versión jurídico-política de la onto-teología heideggeriana,
que funcionaría en un plano meta-histórico determinando las prácticas sociales
desde una condición sancionada de caída y extravío del pensar. La ficción soberana
no es, entonces, el meta-texto de la historia, sino una forma de narrarla, y desde
esta variación bien podría sostenerse que la política por-venir es, en un sentido
benjaminiano, una cita con las generaciones que fueron, con sus luchas y sus
anhelos. Esto significa, por supuesto, que hay que leer la operación agambeniana
más allá de la filosofía del progreso y de la concepción vulgar de la temporalidad;
pero también, más allá del mesianismo ilustrado que tiende a confundir el porvenir
con el advenimiento de una suerte de eventualidad sublime, asociada con las
figuras del entusiasmo y del progreso del género humano.

Si para Kant la revolución todavía podía ser leída como un signo que
rememoraba, confirmaba y pronosticaba el progreso humano25, lo que tendríamos
que poner en cuestión ahora y de manera radical sería no sólo el modelo categorial
de la filosofía de la historia ilustrada, sino sus manifestaciones más
contemporáneas, plenamente vigentes hasta hace poco en el moderno concepto de
revolución (que no sería otra cosa que una forma de violencia mítica, para insistir

23
Homo sacer, p. 61.
24
Para Deleuze, dichas jurisprudencias estarían a la base de un cierto republicanismo asociativo
configurado tanto por la exterioridad de las relaciones sociales, como por la radical invención que
orienta a las costumbres más allá de las limitaciones de la naturaleza humana, criterio distintivo del
contractualismo clásico. En este sentido, el asociacionismo cognitivo de Hume se muestra como un
republicanismo creativo basado en la invención de reglas orientadas a la superación de las
parcialidades propias de la naturaleza humana y no a su restricción o conminación jurídica, cuestión
que caracterizaba a la antropología negativa de ese periodo. Gilles Deleuze, Pure Inmanence. Essays on
A Life, 2001. Es en este contexto donde habría que entender el concepto de vida de Deleuze, y no
solo criticar su, a veces, evidente vitalismo.
25
Nos referimos a los textos históricos de Kant, específicamente: “Replanteamiento de la cuestión
de si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor”, en: Ideas para una historia
universal en clave cosmopolita y otros escritos de filosofía de la historia, 1994.

44
en el texto de Benjamin que está a la base del análisis agambeniano).26 Así, ni la
revolución ni el progreso lograrían romper realmente con el concepto vulgar de
temporalidad, y encarnarían, de una u otra forma, la relación constitutiva entre
derecho y vida como eje del predominio de la violencia mítica que es el efecto de la
dominación soberana. En este contexto, pensar el “verdadero estado de excepción”
(des wirklichen Ausnahmezustands) conlleva la necesidad de redefinir nuestra propia
relación con la historia más allá de la dialéctica entre ruptura (como negatividad
determinada) y continuidad (como su despliegue inmanente), pues ya no se trata de
pensar en un acontecimiento dotado con la fuerza de cambiar el destino, sino de
pensar la misma historia en su condición acontecimiental. No habría así un evento
que le ocurriera a la historia, dislocándola y cambiándole su sentido (meaning and
direction), sino que es la historia misma la que comienza a mostrarse como
acontecimentalidad descentrada (como serialidad diría Deleuze).

Se trata, en otras palabras, de poner a la soberanía en suspenso como condición


habilitante para entreverase con la mundaneidad de una práctica política que
siempre está teniendo lugar, aún cuando su sentido siga siendo el de una promesa
diferida en el por-venir, pues tampoco este por-venir invita a la realización ni se
debe confundir con el futuro (de ahí la resonancia derridiana de esta
observación).27

IV

Para decirlo de una forma alternativa: resulta paradojal que la misma operación
genealógica destinada a desfundamentar la racionalidad soberana, de la vida
laborante y operosa, caída a la instrumentalidad o a la razón calculabilista weberiana,
no sirva para paralogizar las pretensiones totalizadoras del nomos biopolítico
contemporáneo (“el acontecimiento decisivo de la modernidad”, según el mismo
Agamben), aquel que en plena preponderancia del espectáculo y en plena
generalización del estado de excepción, pareciera no dejar espacio para una política
oposicional efectiva, remitiendo toda posibilidad política a la condición de una
potencialidad por-venir que ambiguamente parece desconocer sus relaciones con las
luchas actuales por la emancipación. Por supuesto, no intentamos apresurar la
indeterminación agambeniana entre potencia y acto, ni menos intentamos resolver
la anfibología desde una urgencia histórica acotada, pues ese sería el error reiterado
de todo el pensamiento político occidental (un error, pareciera ser, inevitable, en
cualquier caso): su incapacidad de escapar a la trampa de la soberanía. Y esta

26
Walter Benjamin, “Para una crítica de la violencia”, en: Para una crítica de la violencia y otros
ensayos, 2001.
27
Ver de Rodrigo Karmi, “Soberanía y mesianismo. El gesto antikantiano en Giorgio Agamben”,
2007.

45
observación de Agamben resulta crucial para determinar la co-pertenencia teórica e
histórica de las izquierdas liberacionistas y las derechas desarrollistas y neoliberales
en el siglo XX, pues todas ellas compartirían los mismos presupuestos onto-
antropológicos relativos a la operosidad, la productividad, el desarrollismo, la
racionalidad de la acción y de los actores políticos y, finalmente, una misma
comprensión vulgar (metafísica) del lenguaje y la temporalidad (quizás sea esta la
clave de lectura más relevante para volver a entreverarse con las tesis benjaminianas,
dicho sea de paso).

Sin embargo, y aún considerando que el pensamiento agambeniano está en


pleno desarrollo y que falta conocer algunas de sus dimensiones relativas a la
potencialidad de una política capaz de poner a la soberanía en suspenso, nuestra
interrogación apunta a la forma en que el espacio constitutivo de la política,
posibilitado por la tensión entre soberanía e interregno, queda extrañamente
vaciado en el diagrama general de su genealogía del biopoder. Es decir que su
modelo analítico, riguroso y bien documentado, pareciera ser capaz de establecer las
relaciones constitutivas entre el horizonte económico y teológico que marcan el
surgimiento de la gloria y la soberanía occidentales y, a partir de esto, pareciera ser
capaz de presentarnos una lectura alternativa sobre el fenómeno nacional-socialista,
sobre la pena de muerte, sobre la vida sin valor y la eutanasia, sobre el campo de
concentración y la espectacularidad de los medios de masas, pero, pareciera ser
menos capaz de entreverarse con las innumerables rupturas y escansiones (y no con
la Ruptura fetichizada) que constituyen la historia efectiva, su serialidad
insuturable. ¿Cómo pensar entonces las prácticas oposicionales, de resistencia, el
activismo y las insubordinaciones sociales en el contexto de una teoría onto-política
de la excepción como regla? Sobre todo cuando él mismo afirma, paradójicamente
para Derrida –a quien volveremos en un momento-, que, por un lado, la biopolítica
estaría desde siempre ya instalada en la historia política y en la historia de la
filosofía política occidental, que al menos desde la determinación de la vida como
vida sin cualidades y como vida social en Aristóteles, entre zôê y bíos, ya se
establecerían las condiciones del a-bando-no constitutivo de la relación soberana;
pero, por otro lado, que es esta convergencia entre biopolítica y soberanía aquello
que constituiría “el acontecimiento decisivo de la modernidad”, su radical y
desapercibida novedad.

La salida a este entuerto pareciera estar dada por la oposición entre las
concepciones del derecho y la violencia en Benjamin y Schmitt o, al menos
Agamben pareciera sugerirnos la centralidad de este debate para tan delicado

46
problema.28 De hecho, el intento del filósofo italiano consistirá, sistemáticamente,
en rastrear los desplazamientos de uno y otro en torno a la relación entre el
derecho como fuerza mítica y vinculante y la vida, como objetivo final del bando
soberano. Desde la violencia pura (reine Gewalt) o violencia divina (göttlich Gewalt)
benjaminiana, como un tercer tipo de violencia invocada como solución a las
paradojas de la violencia jurídica o mítica, y que se divide en violencia fundadora
del pacto y violencia conservadora (restauradora) –en las que resuena el argumento
schmittiano que distingue la dictadura comisarial o de excepción acotada y la
dictadura soberana o excepción fundacional-, hasta la diferencia entre verdadero
estado de excepción como indecidibilidad en Benjamin y excepción soberana como
decisión radical en Schmitt, la forma en que Agamben presenta la relación entre el
jurista y el ensayista simula un contrapunteo donde lo que está en juego es la
existencia humana más allá del derecho, esto es, más allá de la misma dominación
soberana.

De hecho, el dossier constitutivo de dicho debate secreto, compuesto por


una carta de Benjamin a Schmitt –que alguna vez Jacob Taubes llamó una “bomba
de tiempo que podía hacer estallar la historia intelectual de la República de
Weimar-; por el ensayo sobre la violencia; el Trauerspiel; los textos sobre el mito;
hasta las tesis sobre el concepto de historia, por un lado; y por La dictadura; Teología
política I y II; hasta el tratado sobre Hobbes, por otro lado, estaría a la base del
argumento filológico y político de Agamben y permitiría, a pesar de la supuesta
admiración que ambos se expresaron, marcar una diferencia entre ellos que es
fundamental para todo el argumento agambeniano. En este sentido, la afirmación
más distintiva del italiano consiste en la potencialidad de una política sin
soberanía, una política posibilitada no por una violencia calculada como
destrucción del derecho, sino como una destrucción que acaece, precisamente, en
la falta de finalidad y, así, una política de los medios puros, sin fines, que sería la
expresión de una violencia divina o destrucción sabática, inoperosa y abierta al
predominio del existente sobre las demandas de conservación del pacto.29

28
Central resulta el capítulo 4, “Gigantomaquia en torno a un vacío” de su volumen Estado de
excepción, pp. 79-95. Una crítica a la llamada “hipótesis de la conspiración” de Agamben, que tiende
a leer los textos de Benjamin (desde Para una crítica de la violencia hasta las Tesis) como respuestas y
provocaciones a las elaboraciones schmittianas sobre la soberanía y la excepción, se haya en Eduardo
Maura Zorita, “Para una lectura crítica de Hacia la crítica de la violencia de Walter Benjamin: Schmitt,
Kafka, Agamben”, 2009. Así mismo, Sigrid Weigel ha desarrollado una interesante crítica sobre el
uso ambiguo de nociones teológicas en el plano político, poniendo especial atención a la relación
entre Schmitt y Benjamin, así como a la difusión del pensamiento de Agamben, “The Martyr and
the Sovereign: Scenes from a Contemporary Tragic Drama, Read through Walter Benjamin and
Carl Schmitt”, 2004. También de ella “The Critique of Violence. Or, The Challenge to Political
Theology of Just War and Terrorism with a Religious Face”, 2006.
29
Giorgio Agamben, La comunidad que viene, 2006.

47
Sin embargo, más allá de las disputas filológicas sobre su lectura de
Benjamin y sobre la supuesta relación entre ambos pensadores alemanes, lo que
interesa señalar ahora es precisamente la forma en que la pregunta por una política
oposicional efectiva, mas no eficiente, esto es, no caída a la petitio principii de la
acción racional soberana, podría marcar un punto ciego de su diagrama. En tal
caso, una política oposicional efectiva es solo un nombre que pretende dar cuenta
de las múltiples formas de resistencia y lucha oposicional que están acaeciendo,
teniendo lugar, en la actualidad, a pesar de nuestras fantasías con el carácter
inexpugnable de la configuración del poder contemporáneo.

En este sentido, lo que llamamos resistencia, desobediencia civil o,


simplemente, prácticas oposicionales, no debe ser confundido con una
reinstalación de la pregunta por el qué hacer, pues dicha pregunta no puede ocultar
su racionalidad instrumental; tampoco se trataría de confundir esta política
oposicional con algún tipo de finalismo o con cierto realismo político, tan en boga
en los últimos años, pues esas habrían sido las limitaciones de todo pensamiento
emancipatorio caído a la problemática de la dominación soberana. No debemos
olvidar que el trabajo de Agamben es un aporte sustantivo para la crítica de la
racionalidad político-estratégica occidental. Pero, las prácticas de resistencia y las
luchas oposicionales no dejan de agrietar el sofisticado nomos planetario,
marcando la condición finalmente ficcional de la relación soberana, toda vez que lo
que importa no es la soberanía como entidad autosuficiente, sino como relación
histórica irresuelta. Es decir, lo que nos importa de Agamben no es tanto el
pretendido fundamento filosófico-conceptual de sus diagramas inexpugnables del
poder, sus usos y abusos de Aristóteles, Benjamin, Foucault o Heidegger, sino la
forma en que la anfibología constitutiva de su pensamiento termina por convertir
la política en una suerte de cristalización de las tecnologías del poder y la
dominación, por un lado, y en una suerte de nihil privativum, por el otro.

VI

En este contexto, nos atreveríamos a sugerir que el excesivo énfasis en los textos
bejaminianos sobre la violencia y el derecho, incluso hasta llegar a leer el Trauerspiel
como un rendimiento de dicha problemática, termina por desconsiderar la forma
en que el mismo Benjamin desplaza la cuestión jurídica de la soberanía, o de la
violencia fundacional y conservadora, desde una consideración materialista de las
prácticas sociales oposicionales identificables con la noción de “verdadero estado de
excepción” o “interregno”. En este sentido, Agamben sigue inscrito en aquel
horizonte constituido por la relación entre el derecho, como forma de violencia
mítica, y la vida, asociada con un tipo de violencia divina (göttliche Gewalt), para
usar aquellas nociones que utilizó Benjamin en ese controvertido texto (Para una

48
crítica de la violencia) y que ha estado en el centro del debate contemporáneo por
largo tiempo.30 En dicho ensayo, escrito por el alemán en 1921, se halla una de las
formulaciones más lúcidas sobre la función conservadora y sacrificial del derecho
como violencia conservadora de la ley y como violencia fundadora de ésta, es decir,
como una violencia ejercida sobre el viviente en nombre de la conservación y
perpetuación del orden de lo dado, un orden producido históricamente y
naturalizado jurídicamente; pero también se sugiere un tipo de violencia
alternativa, no fundada en la racionalidad de sus fines, sino capaz de interrumpir
dicha racionalidad en función de privilegiar al viviente por sobre la demanda
sacrificial del derecho. A esta última forma de violencia Benjamin también le llamó
“pura” (reine Gewalt), siempre que sus manifestaciones no podían ser ni justificadas
ideológicamente, ni toleradas por el derecho, es decir –y esto parece ser crucial hoy
por hoy-, la violencia pura tiene que ver con el carácter destructivo del hombre, con
su mera existencia como forma históricamente producida, y no con algún tipo de
violencia estratégica, política o militar, orientada a interrumpir intencionalmente el
dominio del derecho, pues toda subordinación de los medios a los fines, todo
finalismo por ético que parezca, sigue siendo parte de la misma racionalidad
instrumental que caracteriza a la dominación soberana; pero, cuestión que no hay
que olvidar tampoco, ese carácter destructivo está desde tiempos inmemoriales
sometido al interdicto mítico, a la mitología como armadura que sosiega la
existencia, haciendo casi imposible pensar la vida en una condición pre-jurídica, sin
caer en una antropología hipotética inversamente hobbesiana.31

30
Desde la misma conferencia de Derrida en la Cardozo Law School, en 1989, que fue publicada
como “Force of Law: The ‘Mystical Foundation of Authority’”, 2002, y cuyo tema central era un
acercamiento polémico al mentado texto de Benjamin, donde se sugería su parentesco con la
inteligencia judía y mesiánica de su época y una cierta resonancia schmittiana en sus argumentos
“decisionistas”; hasta la lectura opuesta desarrollada por el mismo Agamben en Estado de excepción;
además de una pequeña historia local de resonancias y posicionamientos sobre este “debate”
(Benjamin-Derrida), en autores tan variados como Ricardo Forster (Walter Benjamin y el problema del
mal, 2003), Idelver Avelar (“Specter of Walter Benjamin. Morning, Labor, and Violence in Jacques
Derrida”, en: The Letter of Violence. Essays on Narrative, Ethics, and Politics, 2004), Federico Galende
(Walter Benjamin y la destrucción, 2009), y Willy Thayer, Tecnologías de la crítica. Entre Walter Benjamin
y Gilles Deleuze, 2010. Traigo a colación todas estas intervenciones por su directa relación con el
problema de la violencia, el derecho y la destrucción.

31
Para decirlo con Galende, la violencia mítica opera sobre la vida, pero esta vida “no es algo sobre
lo que el derecho deja caer a posteriori su ‘fuerza’ […], sino lo que el derecho ya siempre configuró y
determinó”, pues no se trata de concebir la vida, en cuanto forma de vida, como un nuevo
paradigma antropológico dispuesto a enrostrarle al derecho su falta de autenticidad, sino de mostrar
su co-dependencia histórica. De ahí que sea tan complejo pensar una vida por fuera del derecho,
cuestión agambeniana que habría que discutir en extenso. Por eso, Galende complementa en
sentido inverso: “La destrucción es siempre “por primera vez”, le acontece al derecho –y no al revés-,
pero como la vida ya ha sido configurada por éste en términos de “nuda vida” o de “mera
existencia”, lo destructivo no puede sino acaecerle también a la vida como tal”, Galende, Op. cit.,

49
En este sentido, y más allá del maniqueísmo con el que tiende a leerse el
argumento, no hay en el texto benjaminiano una operación dicotómica estricta y
mutuamente excluyente, precisamente porque su problema no consistía en
justificar un tipo de violencia sobre otro, sino más bien intentaba pensar las
posibilidades de la existencia política del hombre más allá de la violencia
constitutiva de la vida social a-bando-nada o pre-inscrita en la dimensión jurídica,
pero ese más allá no puede, a su vez, ser considerado como un espacio efectivo,
ontológicamente habilitado, sino como una posibilidad, una potencia contenida en
la historia y no diferida en el tiempo: un acontecimiento sin teología. Y quizás sea hora
de recordar esto contra toda lectura entusiasmada que busca en el argumento
benjaminiano un fundamento para justificar críticas maximalistas al derecho y
construcciones molares de la soberanía, precisamente porque su problema central
no era la soberanía sino la relación soberana, esto es, la relación entre vida y
derecho que, por un lado, produce el efecto de mitificación del pacto, mediante la
policía y el orden jurídico, pero, por otro lado, segrega, casi sin notarlo, una forma-
de-vida precarizada o nuda, que sigue siendo, a pesar de todo, una forma de vida
“abierta”. Y esto último resulta crucial para una perspectiva histórica como la que
intentamos afirmar acá, precisamente porque no hay por fuera del derecho, en el
argumento benjaminiano, una vida en estado puro e incontaminado, una suerte de
physis heideggeriana, a la espera de ser redimida o rescatada de la meta-physis, sino
que, por el contrario, toda vida es, históricamente, forma de vida; pero toda forma
de vida contiene la potencialidad de agotarse en la dimensión puramente jurídica,
banida, de la relación soberana, o trascender dicha determinación apuntando hacia
lo “abierto” y, para decirlo con el mismo Agamben, hacia la comunidad por-venir.
Sin embargo, mientras que el filósofo italiano se empeña en mostrarnos que la
única salida al eclipse en el que se encuentra la política está en la superación sin
resto de la soberanía, quizás sería posible imaginar una política todavía inscrita en
la relación soberana, aunque ni reducible ni explicable por ella. De ser así,
entonces, más que una comunidad por-venir en un tiempo incierto, argumento que
Agamben opone correctamente a la ontologización del comunismo como realidad
histórica actual (Negri); el problema estaría en la otra pregunta agambeniana, a
saber, ¿qué hacer con el derecho más allá del abandono? No es acaso ésta la pregunta
de todo republicanismo radical, la pregunta por un derecho que no se reduzca a
pura manipulación o ideología, y que nos ayude a trascender el fulgor eventual de
la violencia mítica propia de las economías de la ruptura.

87. Así, suponer una vida anterior al derecho, incontaminada y en estado de reserva, es restituir la
hipótesis hobbesiana de un momento natural que funciona como origen inmemorial del pacto
social. La noción de jurisprudencia deleuziana, y la de relación soberana derridiana, como veremos a
continuación, suspenden lo que queda de antropología política en dicho argumento.

50
VII

En tal caso, no pareciéramos estar muy lejos del problema si dijésemos que lo que
está en juego acá es una reformulación del comunismo como horizonte político de
la imaginación moderna. De ahí que la estrategia de Derrida después de aquella
famosa intervención en la Cardozo Law School, se orientara a desarrollar una
discusión sostenida sobre la soberanía y la existencia humana en relación con la
animalidad. Así, en un comentario de paso, con un gesto que ubica y despacha casi
inmediatamente el asunto, el argelino considera que la lectura agambeniana de la
diferencia entre zôê y bíos es bastante antojadiza y no se sigue ni de Platón ni de
Aristóteles, ni de la filosofía política clásica en general:

En este texto –refiriéndose a La política-, como en muchos otros de Platón y


Aristóteles, la distinción entre bíos y zôê –o zên- es bastante tramposa y
precaria; de ninguna manera se corresponde con la oposición estricta sobre
la cual Agamben basa la casi totalidad de su argumento sobre la biopolítica
y la soberanía en Homo sacer (pero dejemos esto para otra oportunidad).32

Esa otra oportunidad no se habría producido a cabalidad y habríamos de rastrear sus


diferencias en una serie intervenciones, entre las cuales sería posible señalar sus
seminarios sobre la bestia y el soberano que han sido póstumamente publicados,
como un momento central al respecto.33 En ellos, Derrida le encara a Agamben una
desconsideración del pensamiento heideggeriano, cuando no su ambigua reducción
al horizonte nacional-socialista, a partir de un comentario general del mismo
Agamben en Homo sacer donde se presenta la “novedad” del pensamiento de
Heidegger, su ruptura con las categorías de la antropología filosófica previa, como
la de un proyecto intrínsecamente orientado a la ontología de la facticidad, lo que
le acercaría peligrosamente a la determinación de la existencia del ser-en-el-mundo
cruzada y sobredeterminada por una facticidad que se vuelve inescapablemente
biopolítica, es decir, que hace del Dasein un homo sacer adscrito a la homologación
entre facticidad y biopoder.34 Para Derrida, esta “novedad” desconsidera el mismo
intento heideggeriano (presente, por ejemplo, en el texto fundamental Introducción
a la metafísica, pero también en su famosa Carta sobre el humanismo) de escapar al
círculo de hierro de la metafísica, no solo a partir de la famosa vuelta (die Kehre) y la
32
Jacques Derrida, Rogues. Two Essays on Reason, 2005, p. 24. Las cursivas son una adición nuestra.
33
Particularmente decisiva es la lectura, ahora sí acotada y profunda, aun cuando todavía en
condición de esbozo, que Derrida desarrolla en la duodécima sesión del 20 de marzo del año 2002,
sobre la postulación agambeniana del homo sacer, y su lectura de Heidegger, Foucault y los filósofos
clásicos, en especial Aristóteles y la mentada “dicotomía” entre zôê y bíos, que, según él, no solo sería
antojadiza, sino que desatendería la condición del zôon politikon aristotélico, lo que terminaría por
desbaratar la misma postulación del zôê como pura existencia incualificada o vida nuda. Ver el
Seminario La bestia y el soberano, Volumen I (2001-2002), 2010.
34
Homo sacer, pp. 190-194.

51
búsqueda de una cierta autenticidad en el pensar poético, sino ya en la misma
necesidad de rastrear el devenir metafísico del logos, es decir, de comprender cómo
es que el logos griego llegó a ser el eje de la pregunta por el ente y por la experiencia
(cuestión que apunta no sólo a una reducción epistemológica de la ontología
original sino a la misma constitución del logocentrismo como nombre secreto de la
metafísica). Por supuesto, mucho más nos dice Derrida y mucho más habría que
decir sobre tamaño problema, pero contentémonos ahora con señalarlo como
índice de la inconformidad de éste en relación a las decisiones de lectura de
Agamben.

De una manera similar, Derrida acusa una cierta mezquindad con la lectura
agambeniana de Foucault, a quien él mismo habría vuelto una y otra vez, para
determinar las consecuencias de su analítica de los discursos de la sexualidad y de
las tecnologías del yo y del poder en general, en relación a la cuestión del control y
la dominación. Sin embargo, lo que más le molesta de la lectura de Agamben es
que éste se presente como heredero y sucesor del primero, a quien le reconoce una
cierta pertinencia, pero solo para hacerla ver como una pertinencia impotente,
incapaz de formular radicalmente las consecuencias de su propio descubrimiento, a
saber, la generalización de las tecnologías del poder sobre la vida en el contexto de
la excepcionalidad vuelta regla del mundo contemporáneo. Gracias a esta mezquina
operación de lectura, nos indica Derrida, Agamben capitaliza lo que él mismo
caracteriza como el descubrimiento “más importante” del pensamiento
contemporáneo, la novedad de la biopolítica. Sin embargo, la contradicción es
evidente pues, por un lado, Agamben se esfuerza por mostrar mediante su lectura
intencionada de Aristóteles, la larga data de la tradición soberana de producción de
vida nuda, pero, por otro lado, sin renunciar a esta continuidad pseudo-
heideggeriana, quiere a su vez enfatizar la tremenda novedad del estado de
excepción vuelto regla en el mundo contemporáneo:

Lo que más me sorprende, por lo demás, y nunca dejará de desconcertarme


en la argumentación y en la retórica de Agamben es que reconoce
claramente lo que acabo de decir, a saber, que la bio-política es algo archi-
antiguo (aunque, hoy en día, tenga nuevos medios y nuevas estructuras). Es
algo archi-antiguo y está vinculado a la idea misma de soberanía. Pero
entonces, si se reconoce esto, ¿por qué gastar tantos esfuerzos fingiendo
despertar la política a algo que sería –cito- “el acontecimiento decisivo de la
modernidad”? En verdad Agamben –sin renunciar a nada, lo mismo que el
inconsciente- quiere ser dos veces el primero, el primero en ver o en
anunciar, y el primero en recordar; quiere a la vez ser el primero en
anunciar algo inaudito y nuevo, lo que él denomina ese “acontecimiento

52
decisivo de la modernidad” y [a la vez, pues] el primero en recordar que,
siempre ha sido así, desde tiempos inmemoriales.35

Se trata, en definitiva, de mantener el trabajo de lectura abierto a nuevas


interrogaciones; de volver a Heidegger, a Foucault y al mismo Agamben, para leer
en ellos la sintomatología de un pensamiento necesariamente inconcluso en
relación a la cuestión de la soberanía, de la existencia, de la animalidad y, por sobre
todo, de la política, sin reducir dichas complejidades a un modelo categorial
eficiente o a alguna clasificación operativa, fundacional, inexorablemente paradojal.
En este sentido, habríamos nosotros de atender a la particular impostación de un
pensamiento de lo aporético, del double-bind y de la politización sin renuncias, para
comprender la distancia que separa a la deconstrucción –ese nombre maldito y
tergiversado por la intelligentsia universitaria norteamericana- de la teoría
agambeniana de la política en cuanto predominio de la excepcionalidad como
regla. De ahí que para Derrida los nombres de emancipación, democracia y justicia
sean irrenunciables, y de ahí también que la posibilidad de contar con ellos, a pesar
de sus infinitas aporías, tenga que ver con un por-venir que no está más allá de la
historia, sino siempre presente, habitando tenuemente la actualidad. Se trata de
una espectralidad que se opone a toda ontología (que le opone a ésta una
Hauntology o rondología, como la llamara Laclau) y a toda clausura nihilista del
tiempo, una presencia sin presencia que deja las cosas indeterminadas, sin resolver
la anfibología, sino desplazándola infinitamente, esto es, politizándola sin cuartel.
La politización derridiana, que muchos tienden a confundir con la política de la
deconstrucción, como si política y deconstrucción mantuvieran, reinstalaran de
alguna forma subrepticia, la relación moderna entre teoría y práctica, es
precisamente ese desplazamiento en nombre de una justicia que pone a la
soberanía en suspenso, que excede indefectiblemente la esfera del derecho, sin
derogarlo en una negación nihilista. La politización derridiana, en otras palabras, es
una forma de habitar la paradoja del double-bind de la democracia, la tensión entre
justicia y derecho, la polisemia de la política, como si todo eso siempre estuviese
ocurriendo, como si la novedad no fuera sino otro rostro del fundacionalismo,
aquel que nos distrae de la historia, de su acaecer tumultuoso y conflictivo.36

35
Jacques Derrida, La bestia y el soberano I, pp.384-385.
36
Y decimos esto plenamente conscientes de la crítica que Agamben profiere contra la
deconstrucción como “un mesianismo petrificado” ad hoc a los tiempos excepcionales en que
vivimos. Sin embargo, otra vez el problema se hace nítido si comparamos la intervención derridiana
sobre los Estados canallas (Rogues) con la lectura agambeniana del Estado de excepción, pues aún
cuando ambos apuntan al mismo problema, son las formas de concebir la acción política, de entrar
en relación con la soberanía, con la relación más que con su monumento, lo que sigue marcando las
diferencias. Ver, de Agamben, “El Mesías y el soberano. El problema de la ley en Walter Benjamin”,
en: La potencia del pensamiento, 2007. También el artículo de Guillermo Damián Pereyra Tissera,
“Deconstrucción y biopolítica. El problema de la ley y la violencia en Derrida y Agamben”, 2011.

53
VIII

Llegamos así a la última parte de nuestras observaciones preliminares y aquí


debemos volver a aquella promesa lanzada al vuelo de los argumentos, a saber, la
lectura del interregno o “verdadero estado de excepción”, que también puede ser
traducido como estado de emergencia, como “poblamiento” del espacio vaciado que
caracteriza a la anfibología agambeniana. Si dicha anfibología es el resultado de la
formalización de la tensión entre potencialidad y biopolítica, entonces, el
interregno no sólo debe ser pensado como una operación de diferimiento o
aplazamiento, sino como una reinstalación de la dimensión histórico-material de las
luchas en el corazón de la soberanía. La relación soberana entonces, más que la
soberanía como lógica o entidad resuelta, está habitada desde siempre por un
punto ciego, una ceguera que nada tiene que ver con la supuesta ceguera de
Heidegger o Foucault para pensar la biopolítica expandida contemporánea, sino
una ceguera toda ella relativa al borramiento, casual o no, de la historia como
multiplicidad de prácticas y luchas desordenadas que tienden a poner la soberanía,
esto es, la relación soberana, en un estado irresuelto.

Advertíamos ya que la lectura de la escatología blanca propia del barroco,


elaborada por Agamben en el cuarto capítulo de su libro Estado de excepción, hacía
posible pensar, más allá de la incómoda referencia schmittiana –una referencia que
sirve, en cualquier caso, para marcar los contrastes entre un pensamiento abierto a
las insubordinables dinámicas históricas y otro orientado a la predominancia del
orden y de la superación normativa de aquello conceptualizado como anomia-, en
una mundanidad sin trascendencia, donde el soberano aparecía como una creatura
más en el orden terrenal y mortal de la inmanencia moderna. Esa condición de
creatura, que desligada de la pregunta por su origen ya no indaga sobre el secreto de
su proveniencia sino sobre la promesa de su devenir, sería la clave de una
potencialidad de-sujetada del orden normativo, jurídico y social contemporáneo. Así,
el verdadero estado de excepción o emergencia, el interregno, sería, casi como el
concepto gramsciano de crisis, un estado de indefinición e indecidibilidad –que
habría que pensar en relación al infante agambeniano37-, donde más que un vacío
reglado y ordenado, lleno de cuerpos mustios o, para decirlo con el escritor
argentino Osvaldo Lamborghini, lleno de “inmundos cuerpos abandonados”,
regulados por el bando soberano, nos encontramos con el poblado espacio de
aquello que emerge, excitado por la dislocación de los tiempos, por la emergencia
como alteración de una normalidad aparente, por el desorden callejero, por una
mundanidad inexpropiable; en fin, por la experiencia absolutamente eventual y
cotidiana a la vez, del tiempo fuera de quicio, out of joint, que nada tiene que ver

37
Giorgio Agamben, Infancia e historia, 2004.

54
con la lógica del desplazamiento o la desactivación, del diferimiento o de la
promesa, tal cual son referidas en el discurso filosófico monumental, porque
encarna la verdadera promesa, la verdadera diferencia, de un por-venir que siempre
está teniendo lugar, ocurriendo, inscribiendo su alevosa traición en el centro de la
soberanía. Después de todo, la demanda por soberanía es el síntoma paranoico de
aquel que se siente traicionado, olvidado, dejado atrás por la historia.

En un encomiable estudio sobre la imaginación judía-alemana de


entreguerras, Eric Santner desarrolla su concepción de la “creaturely life” o vida
proliferante y creaturera, para graficar la forma en que, en tiempos de catástrofe,
cuando el mismo tiempo parece estar fuera de quicio, el pensamiento figura una
proliferación de creaturas; monstruos barrocos que asaltan la conciencia, y que
marcan la deriva incivil de la literatura.38 Pero no solo de la literatura, sino también
de la política, pues ambas son formas de articulación lingüística de la imaginación
humana, formas no convencionales de hacer la experiencia del tiempo.

Entonces, si tan solo dejamos por un momento a un lado nuestras


representaciones grandilocuentes sobre la onto-teo-logía, el totalitarismo, la
soberanía, la biopolítica o el estado de excepción vuelto regla; si nos atrevemos a
invertir esta última sentencia y pensar, en oposición a todo lo que se ha dicho de
buen ánimo, que el estado de excepción es precisamente la regla de una historia
efervescente, silenciada y domesticada permanentemente por los narcóticos de los
medios y de los discursos universitarios, entonces, solo entonces, pareciera ser
posible comenzar a pensar en lo que significa el tiempo fuera de quicio,
desencajado, out of joint. Y no se debería confundir esta simple observación
“demográfica” sobre el poblamiento del espacio anfibológico, con una
sustantivación vitalista de la multitud, el pueblo o cualquier otra categoría que
cumpla las funciones de “sujeto emancipatorio”. No, pues de lo que se trata es de
reformular el problema de la vida activa, del activismo y las prácticas oposicionales
y de desacuerdo, de suspensión de la soberanía y de interrupción del
consentimiento (clave de la sutura hegemónica), para captar en ellas algo más que la

38
De hecho, el estudio de Santner se aboca a la “creaturly imagination” de Rilke, Benjamin y
Sebald, el novelista que le diera, hace poco, un vuelco inesperado a la palabra destrucción. Santner
entiende por imaginación creaturera, ciertamente, un tipo de proliferación que acaece en momentos
en que la experiencia del tiempo se ve alterada por algún tipo de emergencia (emergent emergency):
“Lo que estoy llamando como vida creaturera es la vida, por así decirlo, llamada a ser, ex-citada [ex-
cited, puesta fuera de sí], por su exposición a la peculiar “creatividad” asociada con el umbral de la
ley y la ausencia de ley; es la vida que ha sido entregada al espacio del “éxtasis de pertenencia” de la
soberanía, que podría ser llamado simplemente como el ‘gozo soberano’” (15). Sin embargo, dicha
pertenencia no puede agotar la vida, de ahí que la creatura sea una extimidad, relacionada con lo
uncanny, lo ominoso freudiano, lo monstruoso; aquello que está adentro de la soberanía y afuera a la
vez, constituyéndose en su destrabajo (y Blanchot es una clara referencia de la potencia
agambeniana), en su “límite como su centro”. Eric Santner, On Creaturely Life, 2006.

55
proliferación de “inmundos cuerpos a-bando-nados”. La mundanidad radical de las
prácticas oposicionales nos demanda sacarnos la camisa de fuerza de la soberanía,
desactivar su trampa. Y debo advertir que escribo esto sin ningún optimismo
exagerado, sin ningún “ánimo rayano en el entusiasmo”. Lo escribo pensando en
las multitudinarias manifestaciones recientes en Egipto, en Túnez o en América
Latina, en los campesinos bolivianos que se oponen a la privatización del agua o en
los estudiantes chilenos que se oponen a vivir miserablemente, lo digo pensando en
la resistencia judía de Varsovia y en los desaparecidos latinoamericanos, lo digo
pensando en los españoles que llenan las calles indignados contra la sucia política
fiscal de su gobierno, o en los americanos que sienten vergüenza de sus líderes, en
los inmigrantes latinos en América que construyen el país de sus opresores, y lo
digo porque pienso en Benjamin, en la constelación de sus figuras reflexivas, en lo
que Didi-Huberman llamó los tempi de la historia, el tenue y discontinuo iluminar
de la luciérnaga39; en fin, por fin, lo digo pensando en la extraña familiaridad entre
alegoría, montaje e interregno, un interregno que conlleva el desorden callejero de
una vida proliferante, una vida que habita el umbral y la indecisión, ex-citada en la
indefinición de la soberanía, así mismo como describe Benjamin su visita a Moscú
en un diario que, curiosamente olvidado, sigue siendo la mejor presentación del
interregno.40

Fayetteville 2011

Referencias

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Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2004.
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Rocca, Pre-textos, Valencia, 2006.
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La potencia del pensamiento, traducción de Flavia Costa y Edgardo Castro,
Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, pp. 323-347.
-Medios sin fin. Notas sobre la política, Pre-textos, Valencia, 2010.
-Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Valencia, 2010.
-Estado de excepción, Homo sacer II, 1, Pre-textos, Valencia, 2010.

39
Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, 2008. Su
comentario a Agamben, aparecido en español después de haber escrito este texto, y al que suscribo
plenamente, está en Supervivencia de las luciérnagas, 2012.
40
Walter Benjamin, Diario de Moscú, 1990.

56
AVELAR, Idelver, “Specter of Walter Benjamin. Morning, Labor, and Violence in
Jacques Derrida”, en: The Letter of Violence. Essays on Narrative, Ethics, and
Politics, Palgrave Macmillan, New York, 2004, pp. 79-106.
BAUMAN, Zygmunt, Archipiélago de excepciones, Katz Editores, Buenos Aires, 2008.
BENJAMIN, Walter, Diario de Moscú, traducción de Marisa Delgado, Taurus,
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-“Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”,
traducción de H. A. Murena, en: Elizabeth Collingwood-Selby, Walter
Benjamin, la lengua del exilio, ARCIS-LOM, Santiago, 1997.
-“Para una crítica de la violencia”, en: Para una crítica de la violencia y otros
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Madrid, 2001, pp. 23-45.
-Sobre el concepto de historia, traducción Pablo Oyarzún, Santiago, LOM,
2006.
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Brotons Muñoz, Madrid, Abada Editores, 2010.
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DIDI-HUBERMAN, Georges, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las
imágenes, traducción de Antonio Oviedo, Adriana Hidalgo Editora, Buenos
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Agamben”, Revista Artefacto (www.revista-artefacto.com.ar), 2007.
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57
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THAYER, Willy, Tecnologías de la crítica. Entre Walter Benjamin y Gilles Deleuze,
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Tragic Drama, Read through Walter Benjamin and Carl Schmitt”, en The
New Centennial Review, 4, 3, 2004, pp. 109-123.
-“The Critique of Violence. Or, The Challenge to Political Theology of Just
War and Terrorism with a Religious Face”, en Telos, 135, Germany after the
Totalitarianism (vol. 1), 2006, pp. 61-76.

58
Ontología del presente

Si la tradición crítica suele fracasar


respecto a su vocación, es porque
siempre ha intentado que su objeto
confiese.

Jacques Rancière41

En un famoso intercambio sobre los intelectuales y el poder ocurrido en el año


1972, Michel Foucault le comentaba a Gilles Deleuze las opiniones de un militante
maoísta sobre el papel de los intelectuales en las luchas de ese período. Grosso modo,
el maoísta le decía que era fácil para ellos entender el apoyo de Sartre, incluso, el
apoyo del mismo Foucault (quien les resultaba cercano por su protagonismo en el
Grupo de Información de las Prisiones), pero que les era imposible entender la
posición de Deleuze pues no sabían hasta qué punto se seguía de sus proposiciones
“filosóficas” algún tipo de práctica u orientación política efectiva.42 Por supuesto, lo
que estaba en cuestión en ese comentario era el estatuto de la relación entre teoría y
práctica, o si se quiere, entre filosofía y política, que desde la Segunda Guerra
Mundial y la sostenida crisis del marxismo contemporáneo, una crisis confirmada
con los acontecimientos relativos a la Primavera de Praga, parecía haber cambiado
definitivamente. No se trataba solo de un asunto concerniente a la práctica
intelectual sino también de una cuestión relativa al papel históricamente asignado a
la teoría en procesos de lucha y emancipación social.

En otras palabras, lo que Foucault había denominado por ese mismo


periodo como una “ontología del presente”, una ontología desfundamentada de

41
“Los hombres como animales literarios”, en: Jacques Rancière. El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre
política y estética, 2011. EPUB (29%).
42
Michel Foucualt & Gilles Deleuze, “Los intelectuales y el poder”, 1980.

59
cualquier teoría del Ser como origen o destino de la historia, comenzaba a ocupar,
de manera cada vez más decidida, el lugar clásicamente asignado a la filosofía de la
historia. Esto implicó no solo una subordinación de la teoría a la práctica política
sino, para usar una noción deleuziana, el develamiento del carácter intrínsecamente
político de la teoría. La teoría, ese fetiche que había marcado la academización del
marxismo occidental, ya no podía apelar ni a criterios trascendentales ni menos
presentarse como lectura axiomática de la historia. Por supuesto, este
desplazamiento redefinía no solo el rol de los intelectuales en las luchas
emancipatorias, sino también el mismo lugar naturalmente asignado a la filosofía,
la que ya no podía funcionar como discurso maestro o como develación de las
claves de lo real, dejando así de lado el horizonte problemático que la marcó
durante el siglo XIX (desde el idealismo alemán hasta el marxismo y el
positivismo).43

La ontología del presente exacerbaba, en su construcción oximorónica, el


acoplamiento entre lo necesario y lo contingente, desbaratando de paso el esquema
categorial de la metafísica occidental y recuperando así el horizonte nietzscheano de
lo intempestivo. Ya no era posible reeditar la relación ilustrada entre un saber
seguro de sus reglas y sus presupuestos y un acontecer en última instancia
racionalmente descifrable. La dificultad que experimentaba el maoísta para
identificar el pensamiento deleuziano, en otras palabras, no tenía que ver con las
complejidades inherentes a su “filosofía”, sino con la resistencia de éste a suturar la
relación entre filosofía y política, estableciendo con dicha sutura algún tipo de
relación determinativa. Irónicamente, sin embargo, la historia del deleuzianismo
contemporáneo, desatendiendo la resistencia del mismo Deleuze, se ha esforzado
sistemáticamente por dotar su pensamiento de un verosímil político, esto es, de una
imagen de mundo, reinstaurando así una cierta determinación ontológica de la
política, una cierta sutura que exilia precisamente lo intempestivo. Habría que
preguntarse entonces si esta determinación onto-política está contenida en los
presupuestos del pensamiento deleuziano o si, por el contrario, es el producto de su
vulgarización “académica”. ¿No es acaso característico del discurso filosófico
universitario el constituirse como una imagen de mundo y como una oferta de
certidumbres?

43
Esta desvinculación entre historia y filosofía era también una desnaturalización de la supuesta
relación de co-pertenencia entre filosofía y política, que Foucault había enunciado tempranamente
en su relectura de la genealogía nietzscheana. No se debería olvidar entonces que es esta “ontología
del presente” la que inaugura (con Kant, según el mismo Foucault) la posibilidad de un
pensamiento sagital, concernido con la condición heteróclita del acaecer, cuestión que recorre el
trabajo de Deleuze y de Félix Guattari en su totalidad. Así mismo, en la ruptura de Rancière con
Althusser y el grupo de estudios de El capital podemos apreciar un movimiento similar; la
desauratización de la agencia intelectual (la crítica de Althusser a la ideología) en nombre de un
comunismo de la inteligencia social. Jacques Rancière, La lección de Althusser, 1975.

60
II

Se podría considerar perfectamente el trabajo de Jacques Rancière como un


capítulo central en el desarrollo de este problema. Su obra, meticulosamente
elaborada en torno a las formas comunes, pero no habituales, de compartir en la
lengua, concibe la poética como una experiencia hereje de significación que
desacraliza tanto las filosofías del nombre como las organizaciones genéricas de la
literatura y de las bellas artes, a partir de una concepción eventual de lo poético y lo
político, en cuanto irrupción del desacuerdo entre procesos de subjetivación
igualitarios y procesos de identificación jerárquicos. La conocida diferencia entre la
política como instancia del desacuerdo y la policía como la serie de procesos
disciplinarios y normativos asociados con la administración y el diferimiento de
dicho desacuerdo, resulta ser no solo una contribución fundamental para el debate
sobre el estatuto de lo político en las sociedades contemporáneas, sino también un
verdadero giro conceptual que irrumpe en el campo académico para dislocar los
consensos terminológicos y mostrar hasta que punto tanto las ciencias sociales de
procedencia americana como las filosofías políticas de procedencia continental
tienden a ubicarse en la dimensión policial.44

Desde sus tempranas intervenciones en el colectivo de investigación


liderado por Louis Althusser en los años 1960, y su consiguiente ruptura con éste
en los años siguientes45, Rancière ha venido desarrollando un trabajo sui generis, de
difícil ubicación disciplinaria y ajeno a las escuelas filosóficas y la lógica de las
influencias. Mientras que para la generación de filósofos franceses posteriores a la
Segunda Guerra Mundial, la figura de Jean-Paul Sartre y su conversión
existencialista de la analítica heideggeriana, la recepción de Hegel a cargo de
Alexander Kojève y Jean Hyppolite, el desarrollo de la lingüística estructural y del
estructuralismo en general, así como el llamado post-estructuralismo y la
deconstrucción, aparecían disputándose el campo intelectual oficial, ninguna de
estas figuras paradigmáticas pareciera ajustarse a la condición de un pensamiento
que no se sustantiva en ninguna imagen de mundo sino que se articula como
operación, esto es, como un procedimiento demarcatorio nacido de la
insatisfacción y del desacuerdo con la escena teórica convencional.

44
Jacques Rancière, El desacuerdo, 1996.
45
Sus contribuciones a dicho colectivo han sido editadas en el tomo III de Para leer El Capital, 1973,
originalmente publicadas en Francia en 1965. La ruptura con Althusser a propósito de los
acontecimientos de mayo del 68, ya anticipan su renuencia a la filosofía como “discurso maestro” y
se encuentran disponibles en español desde 1975, año de publicación de su libro, La lección de
Althusser, op. cit (un libro originalmente publicado en 1974).

61
Más que un filósofo político o un historiador social, quisiéramos proponer
a Rancière como el nombre de un procedimiento crítico muy específico, aquel que
opera como irrupción en el campo significante para advertir en su misma
distribución del sentido -de lo visible diría él- aquello invisibilizado y ensordecido
por el consenso. Mediante una serie de desplazamientos conceptuales y
delimitaciones con respecto al trabajo de sus contemporáneos, ha logrado
constituir un horizonte problemático que parece retomar la interrogación
foucaultiana del presente, desatando una vez más el nudo que ata la filosofía con la
política. Sin embargo, al hablar del procedimiento-Rancière hay que cuidarse de no
reducirlo a la condición de un marco teórico referencial, esto es, de un aparato
conceptual pre-establecido y aplicable a determinadas realidades, algo que amenaza
siempre a todo pensamiento crítico que quiere interrumpir lo que hemos llamado
la determinación onto-política. Digámoslo así, se trata de un procedimiento con un
mecanismo interior de seguridad, una suerte de trampa que impide reducirlo a
unas cuantas tesis acotadas o a un saber sustantivo ya inscrito en la división del
trabajo universitario. Lo que le caracteriza entonces sería una cierta apropiación del
vacío sobre el que se sostiene toda teoría, no para surtirlo con nuevos fundamentos
ontológicos, sino para poner en evidencia cómo aquello que está dado, la
facticidad, es producto de una naturalizada distribución de lo sensible. En tal caso,
el procedimiento-Rancière implica tanto la des-identificación como la des-
naturalización, en una cierta proximidad con la promesa crítica de la epojé
fenomenológica orientada a poner la “actitud natural” entre paréntesis y así
reactivar el pensamiento crítico. La diferencia con el proyecto fenomenológico
radica, sin embargo, en el hecho de que la preocupación rancièriana no se limita a
las condiciones trascendentales del ego cognoscente, sino que se entrevera con las
disposiciones histórico-políticas de organización de lo social.

De esto se sigue que su misma comprensión de lo estético se encuentre


distanciada de las pretensiones de auto-realización, plenitud y “clausura” de la
representación que habrían caracterizado a la estética moderna desde Kant y el
romanticismo alemán en adelante –pasando por las vanguardias históricas y
contemporáneas-, presentándonos a cambio una definición de lo estético
estrictamente operacional. La estética rancièriana no sería, entonces, una simple
apelación a la política del arte o al arte de lo político, sino que apuntaría a la
convergencia entre la política como irrupción del desacuerdo y como subjetivación
des-identificadora, y la estética como distribución de lo sensible y lo visible que se
ve alterada por dicha irrupción, más allá de la intencionalidad manifiesta o no del
artista. Es como si ambas nociones, ejes conceptuales de sendas tradiciones del
pensamiento occidental, de pronto fuesen vaciadas de todo fundamento y arrojadas
al plano contingente de la historia, sin que por ello perdiesen su particularidad. Lo
que las unifica, en tal caso, es su puesta en escena, es decir, no las pretensiones
racionales y sintéticas de un sujeto trascendental que dirime la distancia entre lo

62
inteligible y lo sensible (Kant), sino sus respectivas performances que implican
siempre una cierta distribución del espacio de lo real.

En tal caso, para comentar el procedimiento en cuestión pareciera más


oportuno concentrarse en un aspecto muy específico de éste y a partir de ahí
apreciar los distintos desplazamientos y operaciones que lo caracterizan, antes que
optar por una aproximación monográfica o una introducción panorámica a su
obra.46 Nos proponemos entonces indagar la conflictiva relación entre Jacques
Rancière y Gilles Deleuze toda vez que en ella se hace visible una serie de
problemas que no se agotan en una simple referencia biográfica sino que alcanzan
el corazón de aquello que hemos referido como la ontología del presente. En el
conjunto de críticas que Rancière ha venido desarrollando en los últimos años
contra el autor de Diferencia y repetición y contra un cierto vitalismo político
contemporáneo asociado a éste, se encontrarían algunos elementos centrales para
volver a desarticular la determinación onto-política y para volver a pensar la
especificidad de la política más allá de los saberes filosóficos que intentan
codificarla. En este sentido, la tensión entre uno y otro nos permite enfatizar la
condición irresuelta de la relación entre multiplicidad y totalidad, entre
emancipación política y universalidad, más allá del horizonte moderno inaugurado
por Kant y sus consideraciones sobre el juicio estético y la historia en sentido
cosmopolita. En síntesis, intentaremos domiciliarnos en el procedimiento
rancièriano, no para darle la razón a uno u otro de estos pensadores, sino para
enfatizar lo que está en juego en dichas posiciones, incluso antes de traducirlas a
algún meta-criterio unificador.47

III

Como indicábamos anteriormente, a pesar del carácter acotado del desencuentro


entre Deleuze y Rancière, no estamos frente a una disputa disciplinaria menor. En
dicho desencuentro puede leerse una problematización de la relación entre estética
y política, así como una reflexión en torno al estatus de la filosofía y sus
pretensiones fundacionales con respecto al orden del mundo: ¿hasta qué punto

46
El breve texto introductorio de Christian Ruby, L”Interruption, 2009, lograría, en todo caso,
capturar el gesto rancièriano sin sustantivarlo ni fosilizarlo académicamente. Para una introducción
general de su trabajo, la reciente compilación de entrevistas editadas por la editorial Herder y
publicadas en español el año 2011, con el título El tiempo de la igualdad son muy pertinentes,
precisamente porque nos presentan una visión dinámica del procedimiento demarcatorio asociado
con su firma. En español, quizá el mejor ensayo comprensivo de su gesto sea el de Federico Galende,
Rancière. Una introducción, 2012.
47
A pesar de la pertinencia del temprano comentario de Slavoj Zizek en The Ticklish Subject, 1999, la
fuerza del procedimiento-Rancière tiende a quedar frustrada debido a la insistencia del filósofo
esloveno por traducir sus nudos problemáticos a una muy ideosincrática jerga psicoanalítica.

63
ambos pueden ser concebidos como pensadores post-fundacionalistas, según la
terminología angloamericana?48 ¿Hasta qué punto ambos problematizan o
suspenden, aunque de maneras diversas y con resultados divergentes, el vínculo
entre ontología y política? O, mejor aún, ¿hasta qué punto ambos pensadores
conciben su trabajo como despedida y substracción desde la época de la onto-
política y apuntan hacia un tipo de pensamiento que interrumpe la determinación
metafísica de la realidad?, ¿hasta qué punto, finalmente, ambos sospechan de la
filosofía como discurso maestro y despliegan sus lecturas en campos resistidos por
el saber filosófico disciplinario (cine, literatura, arte, etc.)? En el espacio que los
aproxima y los aleja al mismo tiempo, se encontrarían algunos elementos claves que
permitirían reformular la relación entre estética y política, entre prácticas artísticas
y formas de la resistencia y del desacuerdo pertinentes para nuestra discusión. Sin
embargo, aquel espacio de la cercanía y la distancia está marcado, tanto para ellos
como para la generación de filósofos franceses de post-guerra, por una suerte de
herencia inevitable derivada, por un lado, del proyecto heideggeriano de
destrucción de la metafísica y de sustantivación del poema como habla originaria de
un pueblo que resiste el devenir “cartesiano” del mundo y, por otro lado, por la
necesaria revisión de la tradición marxista y su anquilosamiento en el socialismo de
Estado y en el estalinismo. Si todo esto marca las coordenadas generales de una
época de la filosofía académica, todavía habría que sopesar el efecto específico que
mayo del 68 tuvo sobre sus respectivos trabajos y orientaciones.

En otras palabras, a pesar de sus insuperables diferencias, ambos están


preocupados por los procesos de subjetivación, ya sea como devenires minoritarios
o como irrupción de un desacuerdo, más allá de las determinantes propias de la
filosofía de la historia y de la filosofía política que todavía marcaban la teoría de la
interpelación ideológica althusseriana y su concepción científica del marxismo.
Incluso sería válido afirmar que para ambos el psicoanálisis, como discurso maestro
de dichos procesos de subjetivación, seguía y sigue siendo una práctica y una teoría
insuficiente.

Tendríamos que agradecer a Rancière entonces, el haber elaborado sus


diferencias con Deleuze de manera explícita, dejándonos como alternativa no solo
el comentario advenedizo o la toma de partido, sino también la posibilidad de
habitar en estas diferencias y repensar una serie de categorías que, precisamente por

48
Aunque no directamente referido a Rancière, el libro de Oliver Marchart, Post-Foundational
Political Thought (2007), da con un esquema conceptual que pareciera capturar la “novedad” del
pensamiento político contemporáneo. El libro de Nick Hewlett, Badiou, Balibar Rancière, Rethinking
Emancipation (2007), nos entrega una perspectiva comparada de los ex estudiantes de Althusser.
Nuestro argumento, en todo caso, no está orientado ni por las ansiedades panorámicas y
clasificatorias, ni por la necesidad de dar cuenta de un cierto horizonte problemático disciplinario,
sin embargo, ambos estudios parecen relevantes para nuestra interrogación.

64
su uso común, tienden a circular irreflexivamente, es decir, naturalizadas en una
suerte de jerga teórica ya legitimada universitariamente. En tal caso, diríamos que
así como uno trabaja distanciándose críticamente de las operaciones historicistas y
hermenéuticas propias de la “historia de la filosofía”, el otro no solo está asociado
con las nociones de desacuerdo, distribución de lo sensible y democracia, sino
también con un cierto “efecto” de desplazamiento radical de la relación entre teoría
e historia, cuestión que haría posible repensar el oxímoron foucaultiano como
marco general donde se inscriben las tesis del desacuerdo. Todo esto se vería
favorecido además por el hecho de que el mismo Rancière se declara como un
pensador no-deleuziano cuyo interés tardío y secundario por el trabajo del primero
tiene que ver con sus preocupaciones comunes más que con algún tipo de
“influencia”.

En este sentido, lo que caracteriza las relaciones entre ambos es una tensión
insuperable que, sin embargo, configura un espacio de lo común y de lo
heterogéneo. Habiendo sido Rancière el que “ha tomado” la palabra de manera
más explícita para expresar sus diferencias, proponemos organizar sus críticas en los
siguientes planos:

• Las objeciones de carácter sustantivo, que apuntan a la metafísica


deleuziana y su conversión en un sensualismo casi vitalista, una física de las
sensaciones que, más allá del sujeto, estaría imposibilitada de dar cuenta de
sí misma.
• Las objeciones de carácter metodológico, que apuntan al procedimiento de
lectura deleuziano en cuanto operación paradojal que, por un lado, afirma
la disolución del mundo mimético-alegórico clásico, pero, por otro lado,
sigue dependiendo fuertemente de una lectura simbólica del objeto estético
y del personaje literario como ejemplificación de su misma disolución. Y
finalmente:
• Las objeciones de carácter teórico-político, que identifican en la
ambigüedad de nociones tales como multiplicidad y devenires minoritarios,
no solo una evasión de la problemática propiamente política de la irrupción
y del desacuerdo, sino la reducción de lo político al ámbito inespecífico de
una ontología sustantiva afirmada en nociones que son fácilmente
articulables por las onto-políticas vitalistas contemporáneas, todas ellas
todavía marcadas por una antropología expandida de la producción.

Así, en una serie de trabajos acotados, el autor de El desacuerdo ha evidenciado lo


que a su juicio constituiría el carácter paradojal de la investigación deleuziana.
Desde su temprana intervención titulada “¿Existe una estética deleuziana?”
presentada en las jornadas internacionales sobre Deleuze realizadas en Brasil en

65
1996 y publicadas en Francia en 199849, y su comentario sobre la famosa lectura de
la novela corta de Herman Melville, Bartleby, the Scrivener: a Story of Wall Street
(1853), titulado “Deleuze, Bartleby y la fórmula literaria” en 199850; hasta sus
trabajos más recientes donde destacan el capítulo dedicado a sus libros sobre cine,
en La fábula cinematográfica (2001)51, la entrevista concedida a Le Magazine Littéraire
el 2002, bajo el título: “Deleuze accomplit le destin de l’esthétique”, en un número
entero dedicado al autor de Lógica del sentido; y su reciente texto “The Monument
and its Confidences; or Deleuze and Art’s Capacity of ‘Resistance’”, aparecido en
inglés el año 2010.52 En todas estas intervenciones, lejos de fomentarse una lectura
negligente y antojadiza, lejos de “refutar” o silenciar el pensamiento deleuziano, se
lo ausculta, presentándolo de manera controversial, esto es, aplicándole a éste su
propia “medicina”. De esta forma, el procedimiento-Rancière pareciera consistir en
una operación dedicada a mostrar las paradojas constitutivas del trabajo de Deleuze
no desde el punto de vista de un cierto olvido o inconsistencia técnica, sino en
cuanto dichas paradojas llevarían al extremo y realizarían la misma condición
aporética de la metafísica moderna, esto es, de la filosofía estética y política como
horizonte reflexivo inaugurado históricamente en la Europa de las revoluciones.

IV

En términos generales, la llamada paradoja deleuziana se materializaría tanto en su


“forzada” lectura de Proust, para hacer coincidir el modelo literario del autor de El
tiempo recobrado con la noción de un régimen de significación post-subjetivo,
inorgánico o vegetal, como en su interpretación “post”-alegórica de la pintura de
Francis Bacon y la lógica de la sensación, en cuanto campo de inmanencia no
figurativo y ya divorciado del privilegio tradicional de la mirada. Incluso, en su
abrupta diferenciación del cine en dos edades relativas a momentos
“supuestamente” diferenciables en el decurso de su historia (imagen sensorial o
imagen-movimiento e imagen autónoma o imagen-tiempo), basada en un ambiguo
criterio empírico (la Segunda Guerra Mundial) externo a las dinámicas intestinas
del cine como campo acotado, encontraríamos otra vez el mismo problema.
“¿Cómo puede una clasificación inmanente entre tipos de signos quedar cortada en
dos por un acontecimiento histórico externo?”, se pregunta Rancière53, cuando

49
“¿Existe una estética deleuziana”, en: Gilles Deleuze: una vida filosófica, 1999.
50
“Deleuze, Bartleby and the Literary Formula”, en: The Flesh of Words. The Politics of Writing (2004).
El texto específico de Deleuze está compilado en español en la serie de ensayos titulada Crítica y
clínica, 2006.
51
La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción en el cine. Barcelona: Paidós, 2005.
52
“L’Effect Deleuze”, Le Magazine Littéraire, 2002. Y, Dissensus. On Politics and Aesthetics, 2010. 169-
183.
53
“¿De una imagen a otra? Deleuze y las edades del cine”, en: La fábula cinematográfica, 137.

66
momentos antes el mismo Deleuze ha postulado la condición auto-suficiente de la
imagen más allá de la problemática subjetiva de la percepción.

Un problema similar se manifestaría en su lectura post-metafórica del texto


literario que llevaría siempre a una metamorfosis de la vida y a la postulación de un
“pueblo por-venir” (en los relatos de Kafka o en las novelas de Melville, por
ejemplo). Es esto lo que diversifica y organiza al pensamiento deleuziano, la
insistencia en mostrar en todos los autores o pensadores que arman el recorrido de
sus lecturas, un procedimiento abocado a la destrucción del juicio y a “la clausura
de la representación” (Artaud) como postulación de un plano de inmanencia
absoluta, sin poder escapar, sin embargo, a la ley de hierro de la trascendencia.
Empero, esta imposibilidad no sería solo un problema técnico o circunstancial, sino
un problema inscrito en el mismo destino moderno de la estética, según fuese
diseñado por el romanticismo y la filosofía idealista alemana:

¿Consumar el destino de la estética [se pregunta Rancière], volver coherente


la obra moderna incoherente, no es destruir su consistencia, no es hacerla
una simple estación sobre el camino de una conversión, una simple alegoría
del destino de la estética? Y ¿no sería la paradoja de este pensamiento
militante de la inmanencia la de hacer volver sin cesar la consistencia de los
bloques de perceptos y de afectos a la tarea interminable de llenar de
imágenes la imagen del pensamiento?”54

En tal caso, Deleuze realizaría el destino de la estética moderna toda vez que su
trabajo oscila entre una crítica radical de la representación y una cierta
imposibilidad de escapar a la simbolización o alegorización, como mecanismo de
lectura e inteligibilidad del objeto en cuestión. Ya sea en su comentario sobre los
auto-retratos de Francis Bacon, donde se enfatiza la crisis de la figuración, pero sólo
para volver a inscribir dicha crisis en la lectura alegórica del rostro deformado como
centro unívoco del cuadro y como criterio de lectura de la lógica de la sensación; ya
sea en su ponderación del texto literario (Proust, Kafka, Artaud, Melville), donde se
enfatiza el fin de la mímesis y de la convergencia entre ficción y mundo histórico,
pero solo para reinstalar la alegoría en una operación de lectura que depende
fuertemente de la figuración de ciertos personajes centrales que sostendrían tal
interpretación. En última instancia, el problema con esta paradoja tiene que ver
con la imposibilidad de afirmar la inmanencia absoluta y hacerla, a la vez,
inteligible y operativa. Deleuze querría abandonar la crítica y producir un
desplazamiento radical, pero no puede borrar las huellas de su proceso de lectura,
quedando preso de la dialéctica entre diseminación e inseminación. Sería esta
inescapable dialéctica la ley de hierro de la trascendencia, siempre que Deleuze

54
¿Existe una estética deleuziana?, 211.

67
parece resistirse a la operación del juicio sintético y a la constitución de un plano
trascendental.55

Habría una metafísica propia de la literatura, postula Deleuze, y ésta tendría que ver
con una suerte de lógica de la sensación divorciada del sujeto sensible. Gracias a
este divorcio, la literatura, cierta literatura concernida radicalmente con la
destitución del símbolo y con la afirmación de su autonomía (de su soberanía), nos
deja atisbar el porvenir, y en dicho porvenir, la posibilidad post-humanista de un
pueblo otro, distinto al último hombre, algo así como una reactualización del
postulado nietzscheano del súper-hombre como “animal de pequeña salud”. Sin
embargo, afirma inmediatamente Rancière, “la obra no es la locura”56, y en este
enunciado resuena no solo la interpretación foucaultiana de Descartes, sino las
observaciones de Derrida que reparaban, en una conferencia de 1963, en la
pretensión del Foucault de la Historia de la locura de captar el silencio de la historia
moderna de la razón.57 Si la locura no es la obra, es la ausencia de obra, es la
ausencia de comunicabilidad, ¿cómo se las arregla Deleuze para leer en la obra el
silencio de la locura (de la histeria en Ahab o la pasividad sin voluntad en Bartleby)
y la anunciación de un pueblo de hermanos constituidos en una solidaridad
horizontal sin padre ni ley, una suerte de “muro de piedras sin cemento”? Pues,
complementa Rancière:

Las historias privilegiadas por Deleuze no solamente son alegorías de la


operación literaria, sino también mitos del gran combate, de la comunidad
fraternal que se gana en el combate con la comunidad paternal. Se trata de
personajes excéntricos que encarnan no solo la producción literaria, sino la
condición mítica de la destrucción de la comunidad de padres, del mundo
de modelos y copias. Ellos materializan “un poder de otro mundo” en la
destrucción de éste”.58

Sin embargo, no nos extraviemos, la objeción central es ésta: ¿porqué Deleuze


hipoteca su apuesta radical por el fin de la representación y de la economía
simbólica (determinada por Hegel como el asunto de la estética moderna en cuanto

55
Sin embargo, más allá del problema de “el plano de inmanencia” desarrollado en su trabajo con
Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, 1995, habría que volver a reparar en la particular lectura
deleuziana de Kant, algo que no podemos hacer en este momento.
56
“Deleuze, Bartleby, and…”, 153.
57
En la segunda edición de la Historia de la locura de 1972, Foucault contesta sucinta y agresivamente
las observaciones que Derrida desarrolló en su texto “Cogito e historia de la locura”, 1989. 47-89.
58
“Deleuze, Bartleby, and…”, 159.

68
confrontación con la exteriorización del espíritu) en sus lecturas literarias acotadas?
La respuesta es sencilla: “El personaje fabulador es, después de todo lo dicho, el
telos de la anti-representación”59, esto es, el énfasis deleuziano en los personajes
literarios no hace sino “ilustrar” la crisis de la estética moderna, pero sólo a
condición de reintroducir en su lectura una fuerte carga simbólica con la que
dichos personajes quedan investidos como claves y figuraciones de un proceso de
pensamiento inmanente; la inmanencia de dicho pensamiento se traiciona,
empero, cuando se la hace dar cuenta del potencial fabulador que contiene en
contraste con la lectura estándar de lo literario. La obra literaria como régimen de
signos, como fabulación salvaje, pondría en cuestión las pretensiones sintéticas de
aunar el juicio moral y el juicio estético, enviando a la imaginación hacia un desvío,
un delirio, que pone en cuestión el pacto social, pero sólo a condición de seguir
presa de la lógica de la promesa, esto es, prometiendo el futuro advenimiento de
una comunidad imposible. Esta paradoja, sin embargo, no se refiere solo a una
limitación del trabajo de Deleuze, sino que expresa la condición aporética del
pensamiento moderno, su imposibilidad de escapar a la dialéctica entre
representación y presentación. Así como Derrida observaba el ventrilocuismo
foucaultiano en su lectura tendenciosa de Descartes, así también el mismo
Foucault, en una respuesta diferida a dicha objeciones, consideraba que tanto
Nietzsche como Mallarmé hacían converger razón y sin-razón en una poética del
pensamiento como experiencia límite, como “pensamiento del afuera”, del que no
se podía dar cuenta sin traducirlo a las coordenadas de la identidad y de la
mismidad.60 Dicho pensamiento del afuera no se materializaba en una afirmación
ontológica de lo otro de la razón, sino en una experiencia infinita del límite y la
transgresión, salvo que la inescapable dialéctica de la transgresión consiste en re-
inseminar constantemente el interdicto que la origina.

Por supuesto, lo que está en juego en esta observación no es solo la relación


entre inmanencia y trascendencia, o de manera más rigurosa, entre el modelo del
juicio trascendentalmente constituido y la configuración post-subjetiva (post-
husserliana) de un plano de inmanencia radical, sino también el estatus de la
negatividad y la posibilidad de pensar más allá de la lógica hegeliana de la Aufheben.
Y todo esto no deja de ser sintomático, precisamente porque la observación de
Rancière a la lectura que hace Deleuze de Bartleby… repara no solo en el intento
deleuziano por reemplazar una cierta metafísica, digamos la el idealismo alemán,
con otra cuya genealogía arrancaría con los estoicos y Lucrecio, y que pasaría, por
un lado, de Espinoza a Bergson, vía Flaubert; y por el otro, llegaría a Hume y, vía
Hume, a Whitehead y al pragmatismo norteamericano (donde los hermanos James
aparecen como confirmación del patchwork americano y de la hermandad del

59
Ibid., 158.
60
“El hombre y sus dobles”, capítulo 9 de Las palabras y las cosas, 1968. 295-333.

69
pueblo por-venir). Más allá de este intento por “cambiar un suelo por otro”,
Deleuze también quedaría preso de una cierta correspondencia entre su vitalismo
afirmativo y la metafísica de la voluntad de Schopenhauer.

Deleuze, como he estado argumentando, quiere sustituir un suelo por otro,


poner un suelo inglés empirista donde había un suelo idealista alemán. Pero
estos retornos aparentemente sorpresivos a una metafísica crudamente
schopenhaueriana y a una lectura francamente simbolista del texto
muestran que algo viene a frustrar esta simple sustitución; en lugar de la
inocencia vegetal de las multiplicidades se impone una nueva figura de la
lucha entre dos mundos, conducida por personajes ejemplares.61

Habría que reparar entonces en el humor contenido en esta observación: Deleuze,


el filósofo que inscribió su nombre en la progenie de la filosofía contemporánea
con una lectura anti-hegeliana de Nietzsche62, no solo volvería a Schopenhauer,
sino al mismo Hegel, al no poder escapar de la función simbólica del arte que el
viejo filósofo alemán previó como su destino (ser un símbolo del despliegue
extrañado del espíritu). Y el gesto humorístico no termina ahí, pues el mismo
Deleuze, sin advertir los vaivenes de su metafísica vitalista, terminaría siendo
traicionado por un cierto vitalismo vulgar y corriente, al estilo de aquellos
seguidores de Zaratustra que, traicionando sus enseñanzas, organizaban “la fiesta
del asno” para celebrarle. Sin embargo, la divergencia entre las anunciaciones de
Zaratustra y Bartleby, para Rancière, no son menores, precisamente porque a
diferencia del primero, el segundo no anunciaría la muerte de Dios sino su locura,
su imposibilidad de preferir, su indiferencia absoluta (“I would prefer not to”), y en
esta ausencia de voluntad se manifestaría para Deleuze un impasse que haría
imposible aunar, ingenuamente, ontología y política. Bartleby “simbolizaría” así
una suerte de pasividad radical ajena tanto al voluntarismo moderno como a su
opuesto, el nihilismo. Recordemos que el mismo Deleuze piensa esta pasividad no
como una “voluntad de nada” sino como “nada de voluntad”, lo que
inmediatamente inscribe su reflexión en el arco filosófico inaugurado por Kant y el
idealismo alemán y proseguido monumentalmente por la voluntad de poder
nietzscheana.

El problema radica, sin embargo, en que en esa comunidad desértica y


fraternal de hermanos se rearticula, inexorablemente, otra vez un pasaje entre
ontología y política, precisamente porque la desactivación deleuziana de la voluntad
se traiciona en la problemática del deseo que mueve a dicha comunidad: “[b]ajo la
máscara de Bartleby, Deleuze nos abre la gran-ruta de los camaradas, la gran
61
“Deleuze, Bartleby, and…”, 157.
62
Nos referimos a su temprano libro, Nietzsche y la filosofía, 1995, originalmente publicado en
Francia en 1962.

70
ebriedad de las multiplicidades gozosas emancipadas de la ley del Padre, el camino
de un cierto “deleuzianismo” que quizás no sea más que “la fiesta del asno” del
pensamiento de Deleuze”.63

VI

Si el problema de Deleuze tiene que ver con su dependencia de la lectura alegórica


y con su conversión del personaje en símbolo, esto es, con su privilegio de ciertos
personajes literarios (Ahab, el príncipe Mishkin, Bartleby o Gregorio Samsa), como
“figuras conceptuales” de una singularidad radical, todavía dependiente de la
economía de la referencia y del anunciamiento, la objeción sustantiva de Rancière
apunta, por otro lado, a sus presupuestos ontológicos, donde se configuraría no
una metafísica tradicional sino una “nueva” física abocada a la lógica de las
sensaciones y de la imagen más allá de la conciencia y del sujeto. Sin embargo, lo
que resulta contraproducente de esta metafísica (o, pata-física) sería su incapacidad
para pensar su propia política. Mediante la afirmación del carácter singular de los
devenires y de las hacceidades in-sintetizables, Deleuze privilegiaría la función post-
mimética del texto literario, función que ya no simboliza sino que funciona como
régimen de signos desterritorializante. Pero su oposición a la mímesis no repara en
que ésta es no sólo imitación y representación sino también jerarquización y
elaboración productiva, cuestión que curiosamente la aproxima a su lectura del
productivismo fabril del inconsciente y del deseo, especialmente en sus libros con
Félix Guattari.64

Rancière, en cambio, en vez de postular un pueblo-por-venir, una


comunidad de hermanos sin ley ni padre, concibe al pueblo como la emergencia de
una subjetividad histórica particular que no pre-existe al evento de su enunciación.
Esta diferencia no es menor, pues mientras uno fabula con el advenimiento
inespecífico de un pueblo literario, el otro interroga su emergencia en los procesos
históricos efectivos, contrariando incluso las narrativas historiográficas que, al igual
que la filosofía política, están orientadas a suprimir el desacuerdo, a domesticar al
pueblo. En este sentido, el pueblo rancièriano no tiene nada que ver con las
categorías sociológicas o etnográficas con las que operan las ciencias sociales, ni
menos con las pretensiones representacionales del discurso político
contemporáneo, sino que es el nombre de un proceso de subjetivación
emancipatorio y contingentemente universalista.65

63
“Deleuze, Bartleby, and…”, 164.
64
Particularmente, el tomo I de Capitalismo y esquizofrenia, El Anti-Edipo (1985), originalmente
publicado en Francia en 1972.
65
Ver, por ejemplo, la interpretación del trabajo de Rancière que desarrolla Ernesto Laclau en la
parte final de su libro, La razón populista (2005), donde se intenta aproximar la lógica disrruptiva del

71
Asimismo, en vez de concebir el destino de la estética como fin de la
representación –destino siempre diferido y siempre pendiente-, para Rancière, la
estética es un campo acotado históricamente que habría emergido en el siglo XIX,
en momentos en que el discurso mimético y poético de las bellas artes se vio
contaminado (invadido) por el libre uso (diegético más que mimético) de la
oralidad, y por la desublimación del poema. El poema rancièriano, para plantear
este asunto con cierta estridencia, no anunciaría ni una recuperación del pensar
extraviado por el domino de la técnica (Heidegger), ni el advenimiento de un
pueblo de pensadores (Deleuze), sino la interrupción de una naturalizada
distribución de los lugares, las jerarquías y las identidades.66 Consistentemente, si
ya en El desacuerdo se ha presentado la diferencia aristotélica entre logos y phone
como aquello que fundamenta la jerarquía entre los que pueden hablar y entender
(los que poseen logos) y los que solo pueden entender y obedecer (los que poseen
phone y solo producen ruido) como clave de la estructuración arquipolítica del
mundo antiguo, la poética ahora aparece como aquella instancia de la
contaminación des-generada (más allá del discurso de los géneros literarios) del uso
de la palabra: “poética –nos dice brevemente Rancière- es el habla que identifica el
poder del pensamiento con el poder de la igualdad”.67

VII

desacuerdo con la lógica contingente de las articulaciones hegemónicas. Habría que desarrollar este
punto detenidamente, pero eso escapa a nuestro cometido actual. Sin embargo, el universalismo
contingentemente adscrito a la irrupción del desacuerdo, todavía exige una cierta comunicabilidad,
una cierta inteligibilidad de dicho desacuerdo, lo que inscribe la política rancièriana en el horizonte
kantiano de participación en la historia como historia universal. ¿Qué pasaría si el desacuerdo fuese
vehiculado por un ruido inentiligible, si la diferencia fuese inarticulable en las cadenas
equivalenciales del discurso hegemónico? ¿Sería solo resto y negatividad o, por el contrario, sería el
límite de la comunicabilidad como fundamento no problematizado de la política moderna, incluso
en Laclau y en Rancière? En otras palabras, a pesar de que el mismo Rancière entiende que la meta-
política occidental arranca con la sospechosa diferencia entre logos y phone, ¿hasta qué punto logra
pensar la phone sin subordinarla a las exigencias del logos, sin reconocerla como sentido?
66
Este sería el lugar para elaborar la oposición entre Rancière y Badiou, sobre todo porque este
último identifica toda postulación del poema como instancia relevante con una cierta edad ya
desplazada o agotada. Mientras que el primero intenta pensar la estética como economía de lo
visible y lo audible, el segundo quiere mostrar la estética como una trampa romántica que habría
que desplazar desde la recuperación de un lenguaje universalista capaz de entreverarse,
inestéticamente, con la dimensión ontológica del pensar, abocada al ser y el evento. Pero eso deberá
quedar solo sugerido por ahora.
67
“Política de la escritura”, en: Jacques Rancière. El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética,
2011. EPUB (9%).

72
Este procedimiento entonces no solo muestra las incoherencias en la lectura y en la
definición de un campo de problemas para proponer otro alternativo, sino que
invita a pensar dichas incoherencias como constitutivas del pensamiento moderno.
Es ésto lo que nos permitiría desentrañar la forma en que la política queda sobre-
determinada ontológicamente, incluso en el pensamiento deleuziano, aquel
pensamiento abocado a problematizar la metafísica del uno y a pensar el ser qua
multiplicidad, pues ¿cuál sería finalmente el estatus de dicha multiplicidad? ¿Hasta
qué punto su anti-platonismo nos depara un platonismo invertido, esto es, una
disolución de la brecha entre idea y apariencia, pero solo para reinstalarla en una
fenomenología del “aparecer”?

Obviamente, no habría que pensar la multiplicidad como una emanación


del plano ontológico sobre el plano contingente u óntico, materializada en
nociones tales como hacceidades, singularidades, cuerpos sin órganos, devenires
minoritarios, etc., pues para Deleuze dicha división ha perdido toda su relevancia.
Sin embargo, en la “fiesta del asno” del vitalismo contemporáneo, nociones tales
como devenires minoritarios, heterogeneidad y particularmente, multitud, toman el
relevo histórico de la noción de sujeto soberano y relanzan la relación entre
ontología y política más allá de las intenciones declaradas del mismo Deleuze.

En tal caso, no se trata de demostrar el carácter metafísico del pensamiento


deleuziano, ni tampoco de demostrar hasta qué punto el suyo sigue siendo una
“metafísica del uno”, como insiste Badiou. Se trata, por el contrario, de hacer
evidente la paradoja que mueve su trabajo y el pensamiento político moderno, es
decir, se trata de ponderar la forma en que, a pesar de la sorpresa del maoísta por la
práctica libertaria de Deleuze, su pensamiento tanto como las lecturas que ha
fomentado, seguirían atrapados, según Rancière, en la determinación onto-política.
Sin embargo, el alcance de este problema desborda con creces la tensa relación
entre ambos y bien podríamos presentarla en las siguientes dimensiones:

• Por un lado, habría que distinguir a Deleuze y a Rancière de la perspectiva


desarrollada por Alain Badiou, particularmente en su libro sobre el ser y el
acontecimiento y su pretensión de fundar matemáticamente una ontología
radical. Sobre todo porque el mismo Badiou le recrimina a ambos su
indefinición al respecto. Mientras que al primero le reprocha ser “un
pensador de la univocidad del Ser”68, al segundo le reprocha no hacer ni
“política” ni “filosofía”, es decir, no arriesgarse a sostener sus propuestas
ontológicamente.69

68
Alain Badiou, Deleuze. “El clamor del ser”, 1997.
69
Alain Badiou, “Rancière and Apolitics”, en: Metapolitics, 2005. 114-123.

73
• Por otro lado, habría que atender a los intentos contemporáneos por
disolver la determinación onto-política en el trabajo de Jacques Derrida y su
rondología (hauntologie)70, o en lo que gruesamente ha sido considerado como
una “Leftist Ontology”71, propia de una suerte de “izquierda heideggeriana”,
aquella que se declara heredera del proyecto de destrucción de la metafísica
y que interroga críticamente el pensamiento de Heidegger y su herencia.
• Y en un plano absolutamente opuesto, habría que atender a la
sustantivación antropológica de nociones ontológicas en los desarrollos del
neo-espinozismo contemporáneo, y en su respectiva afirmación de la
ontología de la vida y la producción.72

VIII

En tal caso, y concentrándonos solo en la última de estas dimensiones, podemos


decir que la confrontación con Deleuze nos permite ver el objetivo final del
procedimiento rancièriano, a saber, la elaboración de un pensamiento de lo
político no sutantivado ontológicamente, sino verificable en la historia (no en la
historiografía), en cuanto ésta no sería un proceso universal orientado
teleológicamente, sino una trama compleja de rupturas e irrupciones. Desde el
éxodo plebeyo al Aventino, hasta la constitución del sujeto proletario más allá de
las identidades de clase en el siglo XIX, se trata siempre de comprender la política
como apropiación de la palabra y como un proceso de universalización contingente,
basado en la tergiversación de una comunicación imposible, pues lo que “la parte
de los sin parte” entiende no es conmensurable con lo que entiende la parte
instituida. En este sentido, el desacuerdo no es un problema de comunicación
intercultural, un malentendido, o un desajuste que podría ser resuelto con buena
voluntad, sino la inscripción de una inconmensurabilidad radical en el plano de la
significación que ha sido ágilmente silenciada por la filosofía política. Para
Rancière, entonces, el desacuerdo no es equivalente al diferendo lyotardiano ni
menos se reduce a las disposiciones comunicativas de una racionalidad dialógica a
là Habermas, sino que pone en escena la imposibilidad del consenso como
condición irrenunciable de la política.73 En este sentido, sus observaciones tratan
70
Nos referimos a Los espectros de Marx, 1998.
71
Ver, el epílogo del libro A Leftist Ontology (2009), de Bruno Bosteels, “Thinking, Being, Acting; or,
On the Uses and Disadvantages of Ontology for Politics”, 235-251.
72
Rancière, “The People or the Multitudes?” en: Dissensus, 84-90.
73
De todas maneras, debemos señalar que el problema de la “frase” y del diferendo en Lyotard
todavía escapa al procedimiento-Rancière, quien parece despacharla demasiado rápido. Ver, Jean-
Luois Déotte, “The Differences Between Rancière’s Mésentente (Political Disagreement) and
Lyotard’s Différend”, 2004. Es decir, aún cuando todo el problema del desacuerdo pasa por la
expansión de la comunicabilidad que constituye la naturalizada distribución de lo sensible, todavía
Rancière pareciera asignarle valor político a la expresión del “daño” en la medida en que dicha

74
de atisbar las consecuencias políticas de la ontología de la multiplicidad deleuziana
que tienden a materializarse, gracias a “la fiesta del asno” del deleuzismo
académico, en una doble afirmación:

• Por un lado, la afirmación improcedente de la nueva comunidad de


hermanos como anuncio de una cierta operación utópica basada en la
eliminación de la Ley del Padre como fundamento de la comunidad
histórica.
• Por otro lado, la postulación de la multiplicidad como condición ontológica
primaria del ser que no sólo invierte la metafísica aristotélica y sus
jerarquías entre lo uno-esencial y lo múltiple-accidental, sino que deja el
problema de la relación entre ontología y política irresuelto, haciendo
posible la emergencia de nociones afirmativas y antropológico-políticas
(deseo, multitud, devenir, agenciamiento, etc.) que resultan, finalmente,
contraproducentes.

IX

En el primer caso, al identificar el mensaje redentor de lo literario con el


advenimiento de un pueblo de hermanos desligado de las jerarquías de la ley y del
padre (de la tradición literaria europea y soviética), Deleuze no solo retoma el mito
fundacional del American Exceptionalism, que va desde el mismo Hegel y Tocqueville
hasta Hanna Arendt y Richard Rorty, y que encuentra sus claves poéticas en
Melville y Walt Whitman (vía D. H. Lawrence), sino que opone dicha fabulación a
la ficción moderna. Por supuesto, la observación de Rancière no reduce la elegancia
del argumento deleuziano a dicha tradición excepcionalista, sino que sugiere el
parentesco entre dicho excepcionalismo y la historia de Occidente. Así, si para
Deleuze la literatura “no debe producir metáforas sino metamorfosis”74, su
potencialidad radicaría no sólo en la anunciación del pueblo por venir, sino en su
preparación para dicho arribo. Aquí yace uno de los más delicados pliegues del
desencuentro entre ambos, pues la acusación de fondo consiste en mostrar no solo

expresión sea inteligible, reconocible. ¿Escapa realmente Rancière a la dialéctica del reconocimiento?
Mejor dicho, pareciera ser que con la suspensión de la dicotomía arquipolítica fundamental, aquella
entre logos y phone, Rancière logra desplazar los presupuestos normativos o comunicacionales de la
teoría del lenguaje que soterradamente alimenta la imaginación política moderna, sin embargo,
todavía faltaría saber hasta qué punto el autor de El desacuerdo problematiza de manera efectiva la
función del lenguaje en relación con la cuestión no ya de la representación sino de la expresión del
“dano”. Nuestra hipótesis, solo podemos mencionarla de paso, repara en la complicidad de la
imaginación política moderna con una cierta teoría burguesa del lenguaje (expresión de suyo
benjaminiana) que no habría sido plenamente formulada.
74
“The Monument and its Confidences; or Deleuze and Art’s capacity of ‘Resistance’”, en: Dissensus,
180.

75
cómo Deleuze realizaría el destino moderno de la estética, sino como su lectura, a la
vez destructiva y alegórica de lo literario, todavía habita el horizonte kantiano de lo
sublime y del entusiasmo, en la medida en que una inversión del modelo del juicio
estético todavía deja las cosas más o menos como estaban.

Si la irrupción de lo sublime en el arte o en la historia (la Revolución


francesa, por ejemplo) desordena el esquema categorial del entendimiento, le cabe a
la razón subordinar a la imaginación dislocada por dicha irrupción, para confirmar
su estructura teleológica (la reconstitución de la facultad de juzgar), cuestión que en
Kant resuelve la disyunción entre lo sensible y lo inteligible. En Deleuze, la
literatura y el arte (antes que la historia) funcionan como lugares fundamentales
para dicha irrupción, pero a diferencia de la síntesis kantiana, en éste predomina el
momento de la dislocación (de ahí su empirismo trascendental y el privilegio de las
síntesis disyuntivas). Dicha dislocación, sin embargo, tiende a domesticarse cuando
el mismo Deleuze la capitaliza como “prueba” de un cierto desorden de las
facultades. En el fondo, lo que ocurriría con el entusiasmo deleuziano es que todavía
estaría preso de una cierta fenomenología trascendental, aun cuando ya no
subjetiva. De ahí su énfasis en el aparecer más que en la apariencia; sin embargo,
¿cómo se constata dicho aparecer? ¿Para quién o qué es que el mundo aparece?

Para Rancière, el contraejemplo vendría dado por Lyotard, otro gran


pensador del sublime kantiano, quien, en una posición radicalmente opuesta a la
de Deleuze, concibe la irrupción de lo sublime como emergencia de una crisis de la
filosofía de la historia, una crisis de la razón manifiesta en la facticidad acontecida
en el siglo XX. Esta deriva post-utópica del sublime kantiano, entonces, más que
anunciar el arribo de un “pueblo de hermanos y camaradas”, se expresa como fin
de la utopía iluminista de la emancipación: “[l]a utopía fraternal se vuelve un mero
avatar del sueño emancipatorio nacido con la Ilustración, el sueño de una
conciencia maestra de sí misma y del mundo, libre del poder del Otro. Para Lyotard
este sueño de una humanidad que es maestra de sí misma no solo es ingenuo, es
criminal”.75 Así, la distancia entre “lo inhumano” y “el pueblo por-venir” no solo
marcaría las diferencias de Lyotard y Deleuze como pensadores domiciliados en el
horizonte kantiano, sino que acercaría peligrosamente la propuesta deleuziana a
una suerte de “alma bella” cuya ingenuidad no la exime de las consecuencias
asociadas con el vitalismo contemporáneo. En esto, finalmente, consistiría el
vitalismo, en la conversión del “ánimo rayano en el entusiasmo” que Kant atisba
como consecuencia de la Revolución francesa, en una ontología afirmativa de la
vida, sin resto y sin negatividad.

75
“The Monument…” 182.

76
X

En el segundo caso, al no sacar plenamente las consecuencias producidas por el


vaciamiento del espacio que media entre ontología y política, el pensamiento
deleuziano habría favorecido la conversión de la multiplicidad, en cuanto categoría
de una “ontología singular”, al concepto histórico-sociológico de multitud, cuestión
que entorpece aún más la problemática de lo político y que para Rancière está
inexorablemente ligada a la noción de pueblo. Como ya advertíamos, el pueblo no
es un agregado sociológico sino la irrupción de una nueva distribución de lo
sensible que interrumpe el orden policial para desordenar su organización ya
naturalizada y consagrada en términos administrativos. Por el contrario, la multitud
seguiría siendo una categoría genérica y descriptiva que expresa en un plano
histórico acotado una cierta tradición de pensamiento abocada a la descripción de
formas de vida y trabajo propias del siglo XX.76 El problema con esto no es solo la
inoperatividad de dicha noción, sino la ambigua sensación que produce al describir
movimientos de oposición internos a la producción capitalista, pero todavía en
términos de su diagrama espacial. En última instancia, la multitud no es sino una
condensación fortuita y circunstancial de la problemática de la multiplicidad, no
necesariamente desarrollada por Deleuze y Guattari, pero tampoco combatida por
estos.77 En cuanto conversión antropológica de una categoría “ontológica”, no sólo
sustantiva sus potencialidades políticas sino que romantiza, de una u otra forma,
procesos de desterritorialización inherentes al patrón de acumulación
contemporáneo, al sindicarlos como emergencia de una nueva subjetividad política,
una subjetividad, en todo caso, inherente al Imperio, esto es, todavía inscrita en el
modelo policial de la distribución de lo sensible.78 Aquí es donde la comunidad
fraternal melvilliana de marineros sin pasado y ajenos a la “ley del padre” anticipa,
según la hipótesis onto-política de la multitud, la desterritorialización
contemporánea de los procesos de subjetivación, pero no en un páramo desértico o
en un infinito oceánico, sino totalmente inscrita, territorializada, en el Estado

76
De hecho no es difícil advertir que el fundamento socio-económico de la noción de multitud se
halla en el “obrero social”, categoría central de los análisis de la Autonomia Operaia en los años 1970.
77
Curiosamente, esta observación es inversamente proporcional al reclamo de Negri y Hardt contra
la supuesta indefinición deleuziana: “Deleuze and Guattari, sin embargo, parecen capaces de
concebir positivamente solo las tendencias hacia el movimiento continuo y las fugas permanentes, y
por eso en su pensamiento, también, los elementos creativos y la ontología radical de la producción
de lo social se mantienen insustanciales e impotentes”(28). Ver, Empire, 2000. Esa ontología radical
de la producción, sin embargo, para Rancière es una herencia que el análisis marxista de la
economía política le deja al pensamiento de la multitud, y no una formulación acertada de los
procesos de subjetivación como clave de la política. De aquí, sostenemos, surge la relación
constitutiva en el “deleuzismo” contemporáneo entre onto-política y antropología productivista.
78
Ver la entrevista con Éric Alliez en: Rancière, “The People or the Multitudes?” en: Dissensus, 84-
90.

77
planetario. Este sería el anverso y reverso de la onto-política de la multitud, su
copertenencia a la figura del Imperio.79

De esta manera, la consecuencia inmediata del desplazamiento operado por


el procedimiento-Rancière consiste en desbaratar toda fundamentación onto-
antropológica de la política. Si bien la política es posible cuando ocurren procesos
de subjetivación que son, a su vez, procesos de des-identificación, no toda
subjetivación es igualmente política. Aquí entonces, lo que surge como problema
fundamental no es la necesidad de una nueva teoría del sujeto, sino la necesidad de
considerar los procesos de subjetivación que encarnan un potencial igualitario
necesariamente universalista, pero rigurosamente contingente. La universalidad de
un sujeto político así entendido, no viene asegurada por cuestiones de identidad o
ubicación en la división social del trabajo, sino que es el efecto de un plegamiento
circunstancial que para algunos delata un cierto anarquismo o un cierto
espontaneismo en Rancière. De todas maneras, ambas categorías –anarquismo y
espontaneismo- siguen perteneciendo a la razón estratégica que abastece a la
filosofía política y, por lo tanto, no logran dar cuenta del desplazamiento
rancièriano.80

En el fondo, la desarticulación de la relación onto-política conlleva la


desarticulación del esquema categorial que inscribe la temporalidad en un modelo
binario (contingencia-necesidad) y permite pensar la constitución del sujeto político
en términos de una irrupción acontecimental. El procedimiento entonces gatilla
una serie de términos: desacuerdo, irrupción, interrupción, subjetivación, pueblo,
democracia, política que configuran un diagrama analítico divorciado de las
determinaciones sociales, económicas y ontológicas con las que se tiende a pensar la
política. En esto consiste finalmente la propuesta de Rancière, en la posibilidad de
pensar la política más allá de la ontología, esto es, de pensar la política como una
forma histórica de pensamiento.

XI

79
“The People or the Multitudes?”
80
Más pertinente sería contrastar la noción de irrupción en Rancière y la noción de ruptura del
orden discursivo hegemónico en Laclau, particularmente en su libro Nuevas reflexiones sobre la
revolución de nuestro tiempo, 1993. Lo que está en juego, sin embargo, es algo mucho más decisivo: la
posibilidad de pensar la irrupción rancièriana, la acontecimentalidad política, más allá del esquema
categorial aristotélico que todavía determina la concepción de la temporalidad kantiano-moderna y
la oposición entre contingencia y necesidad. ¿Escapa la irrupción política a este esquema categorial?
¿No era éste, precisamente, el problema deleuziano de la lógica del sentido y los trastocamientos?

78
Además, es importante señalar que en la oposición rancièriana entre política y
policía, la política no es ni una disputa por el poder del Estado, ni una cuestión
filosófica o de fundamentos. Y este sería el eje del procedimiento en cuestión: el
desplazamiento de la filosofía política y de las disciplinas sociales abocadas a reducir
lo político a una cuestión de fundamentos o a una mera descripción de
procedimientos y actitudes. En tal caso, su trabajo no se debe homologar con el
gesto filosófico advenedizo que se contenta con declarar o señalar “el fin de la
filosofía”, pues lo que importa no es el tipo de argumentos dados contra la filosofía
(todos ellos inmanentes a su horizonte) sino la posibilidad de pensar la política
como una práctica histórica y como una forma de pensamiento en tanto que tal. La
pregunta que sigue entonces es la siguiente: ¿necesita la política de la filosofía para
pensarse?, ¿no es la política una forma histórica de pensamiento? Y todavía más: ¿si
la política es una práctica histórica que se piensa a sí misma, qué papel le cabe a la
filosofía?, ¿es cierto que la filosofía todavía tiene como asignación la de asegurar la
posibilidad y la universalidad de la política?81
En este sentido, el famoso capítulo titulado “De la arquipolítica a la
metapolítica” del libro El desacuerdo, ha funcionado como texto referencial para
problematizar las relación entre la filosofía política, preocupada de diferir todo
conflicto político en un esquema normativo, natural, jurídico o ideológico que
terminaría por domesticarlo, y la política que es, esencialmente, una irrupción
democrática de “la parte de los sin parte”:

Las filosofías políticas, al menos las que merecen ese nombre, el nombre de
esa paradoja, son filosofías que dan una solución a la paradoja de la parte
de los sin parte, ya sea sustituyéndola por una función equivalente, ya
creando su simulacro, realizando una imitación de la política en su
negación.82

Así, la arquipolítica, representada por el modelo platónico de convergencia


determinante entre physis y nomos, la parapolítica, representada por el modelo
clásico aristotélico y moderno hobbesiano y caracterizada por la sociologización del
orden y la diferencia, y la metapolítica que, desde Marx hasta la filosofía política de

81
No podemos dar cuenta acá de la relación entre Badiou y Rancière, pero las diferencias entre
ambos no se reducen sólo a sus distintas acepciones de la noción de metapolítica o estética, sino que
cruzan la relación entre filosofía y política, ontología e historia, de manera radical. De todas formas,
Bruno Bosteels intenta mediar en este diferendo en su contribución al volumen Jacques Rancière. Key
Concepts, Editado por Jean-Philippe Deranty, 2010, y titulado “Archipolitics, Parapolitics,
Metapolitics”, 80-94. El mismo Bosteels ha retomado el problema, desde la perspectiva badioudiana
en la primera parte de su Badiou and Politics, 2011. Sin embargo, si la política, como irrupción del
desacuerdo, como práctica oposicional y como dinámica social de resistencia, es ya una forma
histórica del pensamiento (y no un sistema substantivado del pensar), entonces la pregunta por “los
usos y abusos de la filosofía para la política” sigue siendo crucial.
82
El desacuerdo, 88.

79
corte post-heideggeriano, está preocupada de disolver la apariencia (enajenación,
ideología, caída, desarraigo, etc.) del desacuerdo en una verdad siempre más allá de
éste, funcionarían como formas de sobre-codificación policial del conflicto
constitutivo de la política. Dicho conflicto no es cualquier tipo de antagonismo
inscrito en la escena social, sino aquel con la capacidad de poner en escena el
potencial igualitario de una subjetividad constituida en su misma emergencia. No
hay entonces subjetividades pre-existentes ni lógicas antagónicas (como la lógica de
la contradicción hegeliana o la lucha de clases marxista) que regulen la política a
priori, pues ésta es el resultado de una discontinuidad en el plano policial de la
administración y el control.

Gracias a este desplazamiento, el procedimiento-Rancière se distanciaría de


las concepciones que piensan la política como especificidad de un subsistema social
(Luhmann), así como de aquellas que la piensan como una práctica incontaminada
por la esfera social y los intereses económicos (Arendt).83 Ni siquiera se aproxima a
la versión schmittiana que la piensa como una disputa partisana entre amigo y
enemigo, ni menos como una descripción alucinada con las metamorfosis de la
soberanía y del poder global contemporáneo (Agamben). Por el contrario, no hay
especificidad de la política salvo la de ser tanto una irrupción dislocante como una
interrupción del orden de lo dado. Así, la “genealogía política” rancièriana se
fundaría en una copertenencia constitutiva entre la política y la democracia, lo que
termina por desplazar los fetiches de la teoría contemporánea del poder –sus
insistencias en la bio-política, la teología política, el estado de excepción, el Imperio,
etc. – que serían más propias de las preocupaciones policiales del saber que de las
prácticas sociales de aquellos sujetos constituidos en la experiencia de la lucha y la
resistencia. En última instancia, se trata de pensar el desacuerdo como una práctica
histórica de suspensión del consentimiento.

83
Otra vez, se trata de un problema bastante complejo. Hay una proximidad innegable con el
pensamiento de Arendt en la forma de plantear la relación entre política y vida activa, pero una
diferencia sustantiva con respecto a las limitaciones que Arendt impone sobre lo político como una
práctica ajena al mundo social plebeyo, y todavía más con el uso conservador angloamericano del
pensamiento de Arendt en el periodo posterior a la Guerra Fría, similar al uso conservador del
pensamiento de la alemana en las teorías transicionales latinoamericanas a fines de los años 80 y
durante la década del 90. Por otro lado, el carácter instituyente del desacuerdo rancièriano pareciera
aproximarse a la concepción instituyente de la democracia desarrollada por Claude Lefort, pero la
diferencia radica en que aquel lugar vacío del poder después de la muerte del soberano sigue siendo
un lugar relacionado con una teoría centralizada del poder y la democracia, mientras que la
preocupación de Rancière no es ni el Estado democrático ni el poder. Así mismo, habría que
distinguir el carácter radical de la irrupción igualitaria del pueblo en el francés, de la noción de
imaginarios sociales, en el pensamiento del filósofo griego Cornelius Castoriadis que todavía estaría
marcado por un cierto institucionalismo sociológico. Todo eso, sin embargo, solo podemos
sugerirlo en este momento.

80
En efecto, desde sus tempranos trabajos sobre el maestro ignorante y el ocio
proletario84, hasta sus intervenciones más recientes, el procedimiento-Rancière es
consistente con una re-definición conceptual y un desplazamiento de los sobre-
entendidos habituales. Así, la democracia no es el enemigo ideológico de la
libertad, ni un régimen de excesos que marcarían el declive de la república
moderna85, ni la estética una tradición filosófica de larga trayectoria dedicada a
indagar los avatares de la belleza, sino un régimen acotado de visibilidad surgido de
la descomposición decimonónica de las bellas artes y relacionada con la emergencia
de una poética des-generada y contaminante de los lugares consagrados de la
decibilidad.86 Así mismo, el pueblo no alude a un sujeto preconstituido y
representado en la lógica policial del Estado parlamentario contemporáneo, ni
menos se reduce a la lógica populista de la interpelación hegemónica (a là Laclau,
por ejemplo), sino que se refiere a la irrupción de un diferir que interrumpe los
consensos y que expresa procesos de subjetivación no reducibles al espacio pre-
asignado de lo político, conteniendo por lo mismo, la posibilidad de nuevas
espacialidades, esto es, de una concepción no convencional del espacio político
moderno.87 Es como si Rancière, cercano a un Foucault todavía indeciso con
respecto a sus descripciones de los mecanismos del poder, se hubiese dedicado a
desarrollar la genealogía de las prácticas de ruptura y resistencia, sin extraviarse en
las retóricas sobre la monumentalidad o la multidimensionalidad del poder, del
Estado, o de las estrategias bio-políticas contemporáneas. Todas estas analíticas
materiales de las nuevas positividades sociales no tienen mucho que ver con su
trabajo, el que se orienta, mediante desplazamientos acotados, hacia una
concepción de la política que nada necesita del saber ni de los discursos maestros.

Esto cerraría el argumento rancièriano contra Deleuze y el “deleuzismo”, su


discrepancia a nivel sustantivo, metodológico y político. Después de todo, su
reclamo tiene que ver con una concepción radical de la poética, una concepción
donde los “devenires minoritarios” aludidos por el primero no alcanzarían a dar
cuenta de las intrincadas relaciones entre estética y política. Lo político es también
lo poético, pero aquí otra vez nos encontramos con el procedimiento en pleno:
lejos de re-editar la manía filosófica heideggeriana dedicada a desentrañar las claves

84
The Ignorant Schoolmater, 1991, originalmente publicado en 1987, y, La noche de los proletarios,
2010, originalmente de 1981.
85
El odio a la democracia. Buenos Aires: Amorrortu, 2006.
86
The Politics of Literature. Massachusetts: Polity, 2011.
87
Solo hemos podido sugerir la proximidad y la distancia entre el trabajo de Rancière y el de Laclau,
pero sería parte de un trabajo posterior preguntar hasta qué punto las exigencias de traductibilidad
propias de la articulación hegemónica, según las describe Laclau, no reinstalan la problemática
diferencia aristotélica entre phone y logos, es decir, hasta qué punto la teoría de la hegemonía como
teoría de la política no descansa sino en el mismo presupuesto antropológico evidente en su
soterrada filosofía del lenguaje (traductibilidad, inteligibilidad, capacidad de producirse como
demanda reconocible, etc.).

81
del Dichtung antes de la “caída”, Rancière, al igual que Badiou, desestima el énfasis
en la poética como figura asociada a un nombrar esencial y se concentra en la
poética como irrupción en el ámbito literario de una decibilidad contaminante y
subversiva de las jerarquías y los géneros tradicionales. Sin embargo, y aquí radica
su diferencia con Badiou y su cercanía con Deleuze, esta distancia con respecto a la
“edad de los poetas” no se hace en nombre de la filosofía como campo universal y
comprometido con la verdad en sentido platónico, sino para recuperar el resonar
poético de la lengua sin que en ello medie ninguna sacralidad.

XII

Finalmente, si el desacuerdo es la irrupción de una instancia invisibilizada


previamente, la emergencia de la parte de los sin parte que muestra el carácter
convencional y arbitrario de la distribución de lo sensible, esto produciría un
estado de excepción o "interregno" que nada tiene que ver con su captura por el
orden discursivo del Estado y de los saberes policiales, teológicos-jurídicos y
filosóficos. Aquí, otra vez, habría que pensar la diferencia con el paradigma
schmittiano-agambeniano del estado de excepción y con lo que Walter Benjamin
llamó el “verdadero estado de excepción”, antes que homologar la problemática de
la irrupción rancièriana con el marco teológico-jurídico del debate contemporáneo
sobre la soberanía.88 Quizás podríamos aventurarnos a sostener que, desde
Benjamin a Rancière, se crea una línea de trabajo sobre la excepción que difiere del
embelesamiento con el golpe de Estado y con la excepción soberana, precisamente
porque para éstos, la prioridad estaba en mostrar la irrupción del interregno o del
desacuerdo como una suspensión de la soberanía, mientras que para el paradigma
teológico-político, la excepción aparece como un mecanismo interno de
autorregulación, una práctica policial.

No olvidemos, por otro lado, que el trabajo de Rancière emerge


polémicamente contra el predominio transnacional de una cierta inclinación
identitaria y neo-humanista, manifiesta en las llamadas Identity Politics, cuya
continuación natural viene dada por los intentos de la ontología material de la
producción y del neo-espinozismo de fundar la política en una categoría de
multitud que sigue dependiendo no sólo de la noción antropológico-filosófica de
producción, característica del marxismo clásico, sino también de la idea de “forma
de vida” que hoy en día funciona como criterio de autenticidad de las posiciones de
sujeto en un concepto de la política todavía reducida a la problemática del
reconocimiento.

88
Giorgio Agamben, State of Exception, 2005.

82
Quizás en esto radica la centralidad del procedimiento-Rancière para el
trabajo crítico inscrito en el contexto latinoamericano, no en la posibilidad de
restituir una relación legitimante con un exponente de la “teoría metropolitana” o
la “filosofía europea”, cuestión que siempre despierta las críticas paranoicas de los
defensores del archivo regional, sino en que, en cuanto procedimiento, nos permite
elaborar una comprensión de la acontecimentalidad histórica y de la emergencia de
las prácticas sociales del desacuerdo, sin la necesidad de recurrir a las nociones
antropológico-políticas de identidad, autenticidad y forma de vida. Desde los neo-
indigenismos latinoamericanos, hasta la configuración del llamado paradigma
decolonial89, una suerte de política de la autenticidad, basada en formas de vida
refractarias a la modernidad occidental, aparece como fundamento meta-filosófico
de una política del resentimiento y del reconocimiento que sigue, muy a pesar suyo,
siendo parte del recurso filosófico policial. Por muy importante que sea recuperar el
archivo de las voces silenciadas, lo que habría que entender de una vez por todas es
que la relevancia de esas voces está dada por su irrupción política y no por su
reconstrucción fetichista. Lo contrario es demandar reconocimiento, es decir,
seguir preso de la articulación fono-logo-céntrica de la filosofía política, haciendo
una suerte de ventrilocuismo para traducir la voz del esclavo (phone) a las
coordenadas del maestro (logos). Pues bien, contra todo esto habría que reiterar que
el procedimiento-Rancière no se concentra ni en refutar la filosofía occidental, ni
en develar el núcleo ideológico del sujeto moderno, ni siquiera en recuperar la
existencia auténtica de formas de vida marginalizadas y olvidadas por el relato
maestro de la Historia, sino que apuesta por la irrupción constituyente de lo
político, esto es, por la constitución de una subjetividad divorciada de cualquier
aura originaria.

Todo lo anterior sería, sin embargo, indicación de un primer momento de


nuestra reflexión. Todavía haría falta, como mínimo, cuestionar sostenidamente la
operación de lectura rancièriana no sólo por sus énfasis en una cierta historicidad
empíricamente determinante de la emergencia moderna de lo estético y lo político
(lo que Badiou llama su “fenomenología historicista”90) y que estaría asociada con la
emergencia de un régimen “poético” que contaminaría y subvertiría las jerarquías
que tramaban la organización genérica de las Bellas Artes, así como el espacio
acotado de lo político constituido en torno a una distribución proporcional de las
partes; sino también porque dicha operación, asociada al desplazamiento de la
filosofía como discurso maestro y a una genealogía conceptual que invierte la doxa
terminológica de la “teoría” contemporánea, no sería accidental sino decisiva para
su forma de pensar. No se trata, en todo caso, de corregir el sesgo empírico de su
etnografía, sus permanentes referencias a la literatura francesa (Flaubert, Mallarmé,

89
Walter Mignolo, The Darker Side of Western Modernity, 2011.
90
“Rancière and Apolitics”, 116.

83
Proust) y la universalización de su análisis a partir de los mecanismos detectados en
dicha tradición (lo que recuerda los típicos reclamos historicistas contra Foucault).
Se trata, por el contrario, de pensar cómo, de la misma forma en que él entiende la
política en tanto que emergencia de un desacuerdo que irrumpe históricamente
desdibujando los diagramas del poder, su pensamiento y sus estrategias, más que
operaciones filosóficas o histórico-hermenéuticas destinadas a confirmar un cierto
proceso social, irrumpen en la escena intelectual haciendo visible lo que resulta
“desapercibido” para esta.

En efecto, es en la concepción rancièriana de la política donde hay que


buscar el sentido de su propia performance reflexiva, pues allí se pliega lo ontológico
y lo histórico, lo que supone una teoría de la acontecimentalidad que debe ser
explicitada y comentada. Esto es, finalmente, lo que marcaría aquel espacio de la
convergencia y la distancia que caracteriza al pensamiento francés contemporáneo,
desde Foucault en adelante, uno de cuyos temas centrales es, precisamente, el
estatuto eventual de una noción de ruptura no dialéctica (o, de una dialéctica no
hegeliana). Así como Deleuze lee en el texto literario y en el procedimiento estético
su propia cancelación y el advenimiento de un porvenir desterritorializado de las
dinámicas del poder y la representación, así mismo Rancière entiende sus
intervenciones como irrupciones del desacuerdo, quitándole el piso a los discursos
maestros y devolviendo la atención a las dinámicas históricas y a los proceso
materiales de subjetivación. Su gesto es radical y modesto: la política sigue siendo
una cuestión relativa al pueblo. Pero aquí también se asoma un límite constitutivo
de la imaginación moderna, en la medida en que el mismo Rancière no
problematiza la relación entre lenguaje como soporte y expresión del daño,
inteligibilidad y audibilidad del desacuerdo, todavía pareciera estar asechado por el
fantasma kantiano de una universalidad sui generis. Quizás en esto consista la gran
demanda de nuestra época, no en sancionar el fin de la filosofía, ni menos habilitar
filosóficamente una determinada política, sino en volver a cuestionar el diagrama
categorial que determina y hace posible la relación entre lenguaje y experiencia.

Fayetteville 2012

Referencias

AGAMBEN, Giorgio, State of Exception, Chicago, University of Chicago Press,


2005.
BADIOU, Alain, Deleuze. “El clamor del ser”, Buenos Aires, Manantial, 1997.

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ZIZEK, Slavoj, The Ticklish Subject. The Absent Centre of Political Ontology, New York,
Verso, 1999.

86
La inmanencia del ser

La historia de la filosofía siempre ha sido el agente


de poder dentro de la filosofía, e incluso dentro del
pensamiento. Siempre ha jugado un papel represor:
¿cómo queréis pensar sin haber leído a Platón,
Descartes, Kant y Heidegger, y tal o tal libro sobre
ellos? Formidable escuela de intimidación que
fabrica especialistas del pensamiento, pero que logra
también que todos los que permanecen fuera se
ajusten tanto o más a esta especialidad de la que se
burlan. Históricamente se ha constituido una imagen
del pensamiento llamada filosofía que impide que las
personas piensen. La relación de la filosofía con el
Estado no se debe únicamente al hecho de que desde
un pasado no muy lejano la mayoría de los filósofos
sean “profesores públicos” … La relación viene de
más lejos. Y es que el pensamiento toma su imagen
propiamente filosófica del Estado como bella
interioridad sustancial o subjetiva.

Gilles Deleuze91

Nuestro objetivo es bastante acotado aunque no por ello sencillo.


Intentamos aproximarnos al trabajo del pensador francés Gilles Deleuze para
precisar, en la medida de lo posible, lo que sería su reformulación de la cuestión
política. Se trata de advertir en su pensamiento no una refundación o reposición
categorial de la política o una habilitación de lo político según las nomenclaturas
convencionales, pero tampoco intentamos presentar este pensamiento como una
reinstalación de la relación entre historia y filosofía, entre ontología y política, que

91
Deleuze & Claire Parnet, Diálogos, 17.

87
justifique una determinada línea partidaria. Antes que nada, habría que indicar que
el trabajo deleuziano, lo que llamaremos su ontología modal, diluye las categorías
estructurantes de la ontología clásica y se presenta como una alternativa a la
revisión heideggeriana de la onto-teo-logía, ubicándose más allá de todo intento por
refundar una política del ser o de la diferencia, esto es, una política atributiva que
restituya las jerarquías y los binarismos constitutivos de la metafísica occidental. En
este sentido, hablamos de un pensamiento que requiere, en primer lugar, no solo
reformular las relaciones entre filosofía y política, sino revisar lo que cada uno de
estos términos trae consigo, de manera naturalizada, en el pensamiento
contemporáneo.92

En efecto, el pensamiento de Gilles Deleuze pareciera ser un ejemplo de su


propia concepción serial de la realidad. Abundan en su trabajo monografías
“profesionales”, tratados histórico-políticos, textos de crítica literaria, diálogos,
opúsculos, textos de coyuntura, intervenciones en artes visuales, música, cine, etc.
No debería extrañar entonces la gran cantidad de comentarios y críticas dedicadas a
él, como tampoco la permanente discusión sobre las virtudes o limitaciones de sus
planteamientos. Ya sea que se opte por una representación estable de su firma (de
su pensamiento y su obra como modelo uniforme y hermenéuticamente reducible a
ciertos principios constitutivos) o que, en cambio, se priorice por un segmento de
dicha obra, una meseta desde la que se perciba la vastedad del territorio recorrido
(sus monografías sobre Nietzsche, Kant, Spinoza, Bergson, Foucault, etc.; sus textos
en colaboración o sus trabajos sobre cine), lo que no se puede evitar es la violencia
que inscribe bajo el nombre de “Obra”, un pensamiento de la multiplicidad
inseparable de su propia elaboración práctica. Y esto es así precisamente porque lo
que está en juego aquí es un problema bastante delicado: ¿cómo pensar su trabajo

92
Una versión breve y acotada de este texto apareció en “Deleuze: el vértigo de la inmanencia.”
Política y acontecimiento. Miguel Vatter y Miguel Ruiz Stull edts., Fondo de Cultura Económica,
Santiago, 2011, pp. 313-336. Luego, ha sido repensado y re-escrito para atender a lo que sería una
posible respuesta desde la constelación deleuziana a las objeciones de ciertos pensadores
contemporáneos, en particular, las de Jacques Rancière y Alain Badiou. En tal caso, podría leerse el
argumento de este ensayo como constinuación y constestación de otro anterior publicado como: “El
procedimiento Rancière.” Política Común 04, (2014). En el que hemos presentado sistemáticamente
las objeciones de Rancière, y en cierta medida de Badiou, a Deleuze y el deleuzianismo
contemporáneo. De hecho, concluíamos aquel ensayo con la siguiente formulación: “El gesto de
Rancière es radical y modesto: [para él] la política sigue siendo una cuestión relativa al pueblo. Pero
aquí también se asoma un límite constitutivo de la imaginación moderna, en la medida en que el
mismo Rancière no problematiza la relación entre lenguaje como soporte y expresión del daño,
inteligibilidad y audibilidad del desacuerdo, todavía pareciera estar acechado por el fantasma
kantiano de una universalidad sui generis. Quizás en esto consista la gran demanda de nuestra
época, no en sancionar el fin de la filosofía, ni menos habilitar filosóficamente una determinada
política, sino en volver a cuestionar el diagrama categorial que determina y hace posible la relación
entre lenguaje y experiencia”. Consideramos las siguientes reflexiones como contribuciones, no
definitivas, orientadas en dicha dirección.

88
en el panorama de la filosofía contemporánea, sin caer ni en el discurso
universitario de esa filosofía, ni en el discurso aparentemente post-universitario de
una crítica que denuncia su apropiación solo para presentar una “imagen” más
acabada del pensador?

La misma relación que él establece con la tradición filosófica es la de un


“abuso interpretativo”, una “sodomización” hermenéutica que hace hablar a los
autores y a los textos interrogados en una lengua ya extraña para ellos mismos93. Es
como si su estrategia consistiera en volver a leer por primera vez, des-inscribiendo al
texto de su recepción canónica e interrogándolo desde lo que él mismo ha llamado
lo “impensado” de todo pensamiento. A esto se debe el que sea tan difícil asignarle
un lugar a su firma en el panorama de la filosofía occidental: post-modernista, post-
estructuralista, anti-psiquiatra, ensayista crítico. No parece haber una categoría que
haga justicia a la condición heteróclita de una obra cuyo principal presupuesto en
la misma multiplicidad como condición fundante de lo real. Y por esto mismo
resulta tan sarcástico el famoso comentario de Foucault: “un día, el siglo será
deleuziano”94, pues algo así ocurre con la reducción de su firma a la condición
general de ideología postmoderna, versión soft y new-age de la tradición crítica
europea, política del deseo y de los agenciamientos maquínicos; en fin, es como si
su trabajo hiciera posible y fuese responsable, entre otras cosas, de un neo-
izquierdismo universitario que se expresa como celebración irreflexiva de la
axiomática capitalista acompañada por una etnografía estilizada de la
desterritorialización general del mundo y confirmada por el predominio tardío del
sensualismo francés y su soterrada antropología de las sensaciones95.
93
Leer es dejar fluir más que codificar. La lectura deleuziana, antes que una interpretación
obediente a las claves del protocolo académico, debiera producir monstruos irreconocibles para sus
autores, pero ya en ciernes en sus escritos. En una respuesta a las demandas histéricas de Michel
Cressole, Deleuze explica sus trabajos monográficos de la siguiente manera: “pero, ante todo, el
modo de liberarme [del historicismo] que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en
concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de
inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole
embarazado de una criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa” Gilles Deleuze.
Conversaciones (Valencia: Pre-Textos, 1995[-de ahora en adelante, en paréntesis de corchete el año
original- 1973]), 13-14. En este sentido, la forma de afrontar su lectura no debería estar guiada por
las clásicas preguntas de la historia de la filosofía, por su preguntar esencial: ¿desde dónde nos habla,
desde qué lugar proviene su pensamiento?, ¿a qué disciplina debe la elección de sus problemas?,
sino, por el contrario, ¿cómo funciona? ¿Qué es lo que hace posible? Pues se trata de leer en
términos de acoplamiento, para producir una “evolución aparalela”, una inmanentización anti-
genética y no evolutiva que funciona como actualización del pensamiento. En otras palabras, leer no
es una práctica de desciframiento sino un acontecimiento.
94
Michel Foucault. “Theatrum Philosophicum”. Critique 282 (Francia: 1970), 885-908. Con esta
frase se inicia el comentario.
95
Desde la temprana crítica de Fredric Jameson [Documentos de cultura. Documentos de barbarie. La
narrativa como acto socialmente simbólico (Madrid: Visor, 1989)], hasta la crítica más reciente de Slavoj
Žižek [Organs without Bodies. On Deleuze and Consequences (New York: Routledge, 2004)], lo que se le

89
En tal caso, Foucault tenía toda la razón: el siglo tempranamente fue
deleuziano, pero sin haberse entreverado siquiera con las potencialidades de su
trabajo. La efervescencia que acompañó en Francia y en Estados Unidos a la
publicación de los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia (un succès de scandale), y
que tonificó el lenguaje de la agotada escena intelectual universitaria, no alcanzó a
perpetuar sus efectos más allá de la proliferación de congresos abocados a la
desterritorialización, el deseo y las políticas minoritarias, todas categorías
supuestamente deleuzianas, pero repasadas por la agenda humanista
contemporánea. Así, su trabajo parecía engrosar el archivo de la diferencia (junto a
Lyotard y Derrida), pero esta diferencia tenía más que ver con una categoría óntica
relacionada con agendas políticas mecánicamente elaboradas en torno a un
pluralismo democrático y procedimental que con su interrogación inicial. Gracias a
esto, Deleuze ya no era sólo el exponente de un pensamiento post-estructuralista
que descreía de las bondades de la voluntad y del sujeto revolucionario tradicional,
sino ahora también aparecía como marca de autoridad para legitimar la
proliferación de estudios acotados y embelezados con una curiosa etnografía de las
“diferencias” culturales. Como consecuencia, las actuales críticas contra su trabajo
contemplan tanto las nostálgicas reacciones del izquierdismo ilustrado (con sus
respectivos investimientos en la historia universal, el sujeto y la racionalidad
política, la totalidad histórica y dialéctica), como las sospechas políticas y morales
contra su supuesto cinismo, explícito en su “celebración” de los flujos y
movimientos de desterritorialización contemporáneos. En otras palabras, se lo
critica por haber depotenciado el vínculo entre pensamiento y política (vínculo
encarnado por la figura sartreana del intelectual público), y por haber reconocido,
en la condición axiomática del capitalismo global, un nuevo régimen de poder que
descentra el modelo disciplinario moderno y expone al fascismo ya no como un
accidente lamentable en el decurso de la subjetividad política, sino como efecto
inexorable de la misma constitución autoafirmativa de dicha subjetividad.

Sin embargo, contra esta versión popular y estándar, sostenemos que el


trabajo deleuziano no carece ni de rigor ni de consecuencias devastadoras para una
forma habitual, historicista y académica, de contar la historia del pensamiento
occidental. Su gesto (si se nos permite esta sustantivación) no puede ser subsumido

reprocha es tanto su complicidad con el debilitamiento generalizado del pensamiento crítico (y


dialéctico), como su renuencia a presentar alternativas “viables” para el quehacer político, en
tiempos de dominación capitalista global. En todo caso, mientras que tales críticas están orientadas
a recuperar el aura y la autoridad del pensamiento crítico, el punto de partida en Deleuze es
precisamente la problematización de dicha autoridad y su respectiva auraticidad, ambas
diagnosticadas como resabios teológicos perpetuados en la Ilustración. Aún cuando este problema
cruza todo su trabajo, podríamos señalar el intercambio con Foucault [1972], como lugar de una
formulación explícita al respecto: Michel Foucault & Gilles Deleuze. “Los intelectuales y el poder”.
Microfísica del poder (Madrid: La Piqueta, 1979), 77-86.

90
ingenuamente en el archivo filosófico universitario, inscrito en su división del
trabajo, ni remitido a la espuria condición de “teoría”, sin infringirle una violencia
desnaturalizadora que nada tiene que ver con su muy específico proceder
“interpretativo”. Mientras que en sus lecturas ventrílocuas siempre se trata de hacer
hablar a un autor más allá de la escena de inscripción de su obra, convirtiendo su
supuesto mensaje transparente en un ruido que desordena los énfasis de la escena
de apropiación, la reducción de su trabajo a cualquiera de las categorías antes
mencionadas opera en un sentido contrario: inscribe su nombre en la progenie del
pensamiento continental, traduciendo su incómodo gesto a las coordenadas
protocolares de una forma de teoría académicamente rentable96.

Contra esta operación, proponemos pensar el gesto deleuziano como


suspensión de la inercia organizacional de la universidad moderna, como
suspensión de su arquitectónica y de sus ordenes disciplinarios, pero no gracias a
un desplazamiento epistemológico o político simple, sino debido a un
desplazamiento radical desde la ontología que descuadra los modelos racionalistas,
normativos y actitudinales que habrían permitido la emergencia tanto de las
ciencias humanas y sociales, como de los saberes tecnológicos y naturales
modernos. Es decir, más allá de la imagen trivial que sella el olvido consensual de
su “obra”, sostenemos que es posible encontrar entre las múltiples mesetas

96
Efectivamente, la asimilación curricular de su trabajo se daría mediante su reducción a la
condición de “teoría”, esa suerte de hoyo negro donde van a parar todos los gestos inapropiables e
incomprensibles para las burocracias disciplinarias. Nótese además que en inglés, el orden de
traducción de sus libros favorece esta imagen pop. Por ejemplo, las traducciones de los dos tomos de
Capitalismo y esquizofrenia (El AntiEdipo apreció en inglés en 1983, mientras que Mil mesetas, en 1988)
anticipan la aparición de textos considerados como “más exigentes” (Lógica del sentido fue publicada
en inglés en 1990 mientras que Diferencia y repetición, en 1995). Habría que mencionar, sin embargo,
dos cosas, por un lado, la imposibilidad de remitir el problema Deleuze, lo que su pensamiento
implica para la universidad y para la filosofía, a un simple problema disciplinario (como si su
recepción en los departamentos de filosofía o de literatura explicara el problema), o geográfico
(como si la academia norteamericana fuera el “sujeto” de un mis-reading o mala apropiación; en
rigor, ya no hay academia americana como algo otro que la universidad contemporánea, más allá de
las sentidas batallas locales que tienden a ser codificadas por los imperativos de mercado). Por otro
lado, existiría hoy una suerte de revival del pensamiento deleuziano en el trabajo reciente de autores
angloparlantes que, retomando sus vínculos con Hume, Spinoza, Bergson, y Alfred North
Whitehead, permiten comprender los alcances de su desplazamiento ontológico y su concepción del
acontecimiento como actualización permanente de lo real. [Considérese, como mínimo, Steven
Shaviro. Without Criteria. Kant, Whitehead, Deleuze, and Aesthetics (Cambridge, Massachusetts: MIT
Press, 2009); Jeffrey A. Bell. Deleuze’s Hume. Philosophy, Culture, and the Scottish Enlightenment
(Edinburgh: Edinburgh University Press, 2009), y la discusión entre Shaviro, Bell y Graham
Hartman en sus respectivos blogs: The Pinocchio Theory, Object-Oriented Philosophy, y Aberrant Monism,
respectivamente]. Esto, sumado al trabajo incesante de Eric Alliez, Bruno Latour, Manuel de Landa
e Isabelle Stengers, entre otros, resulta suficiente para problematizar la apresurada reducción de su
pensamiento a la condición una “inadvertida metafísica del uno”, o de referencia acotada a los
ordenes disciplinarios tradicionales.

91
deleuzianas, elementos relevantes para pensar la reformulación de la relación entre
teoría y práctica, entre crítica y juicio. Que en su trabajo, de manera consistente y
bastante sistemática, se ha elaborado una concepción de la multiplicidad que
desbarata la jerarquía metafísica tradicional entre lo ontológico y lo histórico,
haciendo de dicha multiplicidad un pensamiento otro respecto de las jerarquías del
Ser de la filosofía occidental; y gracias a este desplazamiento (y no simple inversión
del platonismo), encontramos una reformulación del problema kantiano de la
experiencia, en clave acategorial, cuestión que resulta crucial para pensar la crítica
ya divorciada del juicio y sus recortes normativos97. Todo esto se expresa en una
teoría proliferante del ser que no puede ser reducida al sensualismo de las políticas
del deseo ni a la filosofía de la vida tempranamente denunciada como “asalto a la
razón”. Sostenemos también que gracias a esta trastocación de las categorías clásicas
y su respectiva crítica de la imagen del pensamiento, es posible encontrar en sus
trabajos una noción de vida ya expurgada del humanismo occidental y sus
remanentes personalistas (dignidad, valor, trascendencia), para plantear la
problemática de la inmanencia, de la repetición y de la recursividad (o ritornelo) más
allá de la semiótica psicoanalítica que lee el deseo desde un tardío tribunal de la
razón. Todo esto, además, nos impide leer en él, ingenuamente, una formulación
teórica de la política o del acontecimiento, como si su trabajo constituyera un
capítulo más en la imaginación filosófica contemporánea. Por el contrario,
sostenemos que su pensamiento hace posible una problematización de la misma
noción de teoría, de política y por lo mismo, impone una cierta reserva con
respecto a los énfasis todavía teológico-políticos y redentoristas que acompañan la
actual noción de acontecimiento, capital en la escena filosófica contemporánea. En
suma, proponemos leer en sus múltiples filigranas, el pensamiento en ejercicio de
un autor que todavía hace posible formas inanticipables de ser, y que nos permite,
entre otras cosas, una interrogación sostenida de nuestra “comprensión natural” de
la política, del sujeto y de la acción98.

97
Lugar en que la lectura de Shaviro, Without Criteria, resulta forzada, pues aún cuando se reconoce
el estatuto de la imaginación y la virtualidad en Deleuze, se fuerza una analogía con la operación
kantiana, para hacerlos coincidir a ambos en el mismo horizonte problemático. La relación entre
Deleuze y Kant, si bien es más compleja que una simple negación, no por eso puede se representada
como coincidencia o continuidad.
98
Precisamente éste es el argumento desarrollado por Éric Alliez, el aventajado estudiante de
Deleuze, en su reciente intercambio con Claire Colerbrook, Peter Hallward, Nicholas Thoburn y
Jeremy Gilbert. “A Deleuzian Politics? A Roundtable Discussion” New Formations (Spring 2010):
143-187. Además, si el diálogo con Foucault muestra claramente una cierta distancia respecto a las
“concepciones naturales” de la política y del papel de los intelectuales en ella, la reciente biografía
intelectual de la relación entre Deleuze y Guattari [François Dosse. Gilles Deleuze & Félix Guattari.
Intersecting Lives (New York: Columbia University Press, 2010)], documenta la forma en que sus
trabajos en colaboración no son una evasión sino una elaboración de la problemática abierta por
Mayo del 68’. Dicha problemática, que no podemos desarrollar acá, tendría que ver, al menos, con
un agotamiento de los modelos militantes y organizativos de la izquierda occidental, con una
problematización no sólo de las nociones de sujeto y voluntad, sino del horizonte normativo y

92
ser qua multiplicidad

En efecto, la problemática de la multiplicidad ya ha sido identificada como


eje del pensamiento deleuziano, su mayor contribución y, a la vez, firma de su
particular estilo99. Debido a esto, necesitamos todavía precisar una serie de
desplazamientos para entender la centralidad de esta noción y el lugar que ocupa
en su trabajo. En principio, la multiplicidad no se dice del Ser, sino que es el ser en
su condición de ser siempre en cada caso. Hay, sin embargo, una imprecisión en
esta última afirmación, “la multiplicidad es el ser”, pues toda la interpretación
deleuziana de la ontología tradicional consistiría en suspender la articulación verbal
atributiva posibilitada por la partícula “es” de la oración, haciendo que
multiplicidad y ser sean dos formas de nombrar el mundo, la primera en términos
de duración, la segunda en términos categoriales.

Si la multiplicidad es el ser, en su co-originariedad o equiprimordialidad, ya


no será necesario capitalizarlo (Ser), pues al hacerlo se corre el riesgo de sustantivar
su unidad haciendo de la multiplicidad que lo constituye un asunto de orden
derivativo. En el prefacio de su traducción al inglés de Ser y tiempo, Joan Stambaugh
explica porqué decidió utilizar las minúsculas cada vez que se refería a la
problemática heideggeriana del ser y así evitar confundirla con las formulaciones de
la ontología tradicional (Ser)100. Esta decisión no es menor si se considera que la
misma operación, pero en sentido inverso, caracteriza a la lectura que Alain Badiou

humanista que las sustentan, y por eso, tendría que ver con la necesidad de imaginar la cuestión de
lo político más allá del utilitarismo medios-fines que todavía preocupa y limita a las pragmáticas
contemporáneas.
99
Ella sirve de base, por ejemplo, para la “disputa” póstuma entre el mismo Deleuze y Alain Badiou
[Deleuze. The Clamor of Being (Minnesota: University of Minnesota Press, 1999)], relativa al estatus de
lo uno y lo múltiple en la ontología contemporánea. En cualquier caso, habría que distinguir lo
múltiple en sentido común y lato, de la multiplicidad deleuziana, sobre todo porque la multiplicidad
no es una categoría que opere óntica u ontológicamente, sino un modo (en sentido espinosista), y
así, está fuertemente relacionada no con el problema de la unidad o unitariedad del Ser, sino con su
univocidad. Por otro lado, los intentos por fundar una ontología deleuziana tienden a ubicar la
noción de multiplicidad en el lugar tradicionalmente asignado al Ser, con lo que se “traiciona” la
crítica deleuziana a la organización jerárquica de la ontología, y se opera una simple inversión de
dicha organización, inaugurando una nueva forma de sustantivación (hipóstasis). Entre los
numerosos textos abocados a este problema, destacan: John Marks. Gilles Deleuze: Vitalism and
Multiplicity (London: Pluto Press, 1998). Y, Patrick Hayden. Multiplicity and Becoming: The Pluralist
Empiricism of Gilles Deleuze (New York: Grove/Atlantic, 1998).
100
Being and Time (Albany: State University of New York Press, 1996). “Preface”. En la versión
castellana de Jorge Eduardo Rivera (Ser y tiempo [Santiago: Editorial Universitaria, 1997]), se procede
de manera similar. Se trata de no capitalizar innecesariamente los sustantivos como se acostumbra
en alemán en general, y en inglés en los títulos.

93
realizó sobre la problemática del ser en Deleuze101. Efectivamente, en su lectura de
la multiplicidad Alain Badiou nos advierte que ésta puede afirmarse sólo si está
basada en una ontología radical, cuyo fundamento se encontraría en Platón y en la
teoría de conjuntos desarrollada por las matemáticas contemporáneas (desde
Cantor a los axiomas de Zermelo-Fraenkel, por ejemplo), aunque más allá de esto,
la diferencia entre ambos estaría en la posibilidad de elaborar una relación fiable,
aunque no universal, entre ontología y política. Mientras que Deleuze disuelve la
jerarquía metafísica que estructura la diferencia entre ambas (pues afirma la
multiplicidad como equiprimordialidad), Badiou desarrolla ese vínculo onto-político
a partir de una teoría de la subjetividad constituida acontecimentalmente. De ahí
las diferencias se hacen insuperables, pues mientras el primero parece desacreditar
cualquier política radical, el segundo parece revivir las posibilidades de un
militantismo fundado en la fidelidad a los eventos configuradores de subjetividad
política; mientras el primero parece distanciarse de la tradición política occidental,
el segundo parece revivirla en su recuperación del platonismo como momento
fundante de la onto-política contemporánea102.

De todas formas, si el programa de la filosofía contemporánea pudiera


formularse de una forma que atendiese a la serie de formulaciones más relevantes
de la relación entre ontología e historia o política, de seguro tendría como uno de
sus capítulos centrales una cierta reacción e incomodidad con la ontología
tradicional, de la que se sigue una necesaria revisión de sus presupuestos, incluso,
antes de la elaboración sistemática kantiana y más allá del programa heideggeriano
de su destrucción, es decir, en ese hipotético programa tanto Deleuze como Badiou

101
Así al menos ocurre cada vez que Badiou lo cita en su texto ya referido, cambiando “être” por
“Etre” (según observa inteligentemente su traductora al inglés, Luoise Burchill). Con esta
sustantivación, que es el producto de su uso de mayúsculas –en vez de cursivas-, la lectura de Badiou
logra afirmarse mostrando la filosofía deleuziana en general, y Diferencia y repetición y Lógica del sentido,
en particular, como postulaciones de la unidad del “Ser”, y por lo tanto, como caso tardío y
soterrado de la metafísica del uno. Badiou, Op. Cit., 19-29.
102
Esta imbricación entre ontología y política, onto-política, ha sido observada por Roland Faber
[“‘Amid a Democracy of Fellow Creatures’ –Onto/Politics and the Problem of Slavery in Whitehead
and Deleuze (with an Intervention of Badiou)”, Roland Faber, Henry Krips and Daniel Pettus. Event
and Decision: Ontology and Politics in Badiou, Deleuze, and Whitehead (UK: Cambridge Scholars
Publishing 2010). 192-237], sin embargo, para Faber en Deleuze habría una cierta onto-política toda
vez que es fácil determinar las implicaciones políticas de su ontología y viceversa. Aún cuando su
argumento nos parece pertinente, creemos que la equiprimordialidad derivada de la misma
multiplicidad hace inviable esta diferencia. No se trata de indiferenciar todo en un horizonte
indefinido, pero tampoco se trata de buscar en la ontología los argumentos de la política. Es esta
nuestra observación contra la operación fundacional derivada de la filosofía badioudiana, es decir, el
que sea realmente y a cabalidad una onto-política.

94
aparecerían, irónicamente, sentados en la misma mesa, pues ambos aparecerían
afirmando el ser qua multiplicidad103.

En este sentido, la noción de multiplicidad en tanto que desplazamiento


desde la metafísica tradicional y sus respectivas jerarquías constitutivas (Ser y ente,
necesidad y contingencia, acontecimiento y accidente, causa y efecto, etc.), resulta
crucial para determinar el carácter de la “ontología” deleuziana. Si la multiplicidad
no funciona en el orden predicativo del “Ser”, sino que coincide con éste, entonces
ya no hay razón para hablar de Ser y ente en general, ni dividir las regiones del
saber y del pensar entre lo esencial y lo aparente. La concepción deleuziana de la
multiplicidad implica una co-originariedad de las diversas manifestaciones
históricas del ser (ahora con minúscula), no reducibles a un orden categorial
universal ni totalizador, pero también conlleva una reformulación de la noción de
fenomenalidad, donde lo real ya no se encuentra más subordinado a un cierto
orden nouménico que lo posibilitaría, sino que en tanto que tal, está tramado por
una proliferación material del mundo concebido como actualización inmanente a un
campo eximido de un ego o eje trascendental de configuración. Así, la virtualidad
no funciona como experiencia posible, que apelaría a otro mundo por detrás del
que está ante nosotros, en bambalinas; sino a un devenir contenido todo él en los
múltiples ensamblajes del mundo aquí y ahora. El acontecimiento deleuziano es el
encuentro con un mundo que siempre puede devenir actual, ensamblado en otro
plano, inanticipable. Se trata de un realismo dislocado, de un “materialismo
aleatorio”104 que quiere ignorar el acuerdo kantiano de las facultades y que se mofa
de la división de aguas entre analíticos y continentales. De esto se sigue que su
llamado “empirismo trascendental” funcione como un desplazamiento de la
pregunta kantiana por las condiciones (no empíricas) de toda experiencia posible,
para afirmar en la experiencia la virtualidad del devenir.

Esta es precisamente la diferencia entre lo virtual y lo posible. Mientras lo


virtual es real y potencialmente actualizable, lo posible está constituido por un
horizonte categorial general, pero no necesariamente real. Esta misma diferencia es

103
Este programa de revisión y crítica de los modelos sintéticos, idealistas y dialécticos, habría
adquirido una condición explícita con la publicación del libro de Quentin Meillassoux. Après la
finitude: Essai sur la nécessité de la contingence (Paris: Seuil, 2006). Meillassoux llama a dicho modelo
(que supone la dependencia del mundo real respecto de la conciencia cognoscente, y hace posible
con esto un plano “subjetivo” de consistencia –ya sea el sujeto antropológico-trascendental kantiano,
o el espíritu absoluto hegeliano-) “correlacionismo”, lo que le permite dar un salto hacia el horizonte
“desvirtuado” de las ontologías “realistas” pre-kantianas y suspender la hegemonía post-realista
(finalmente idealista) de la filosofía moderna. Habría que advertir, sin embargo, que el interés de
Deleuze por la univocidad y los modos espinosistas, por la duración bergsoniana, por la serialidad
estoicista y por el asociacionismo en Hume, responden a la misma incomodidad.
104
Particularmente, Louis Althusser. Écrits philosophiques et politiques, 1 y 2 (Paris: LGF-Livre de
Poche, 1999-2201).

95
la que separa el plano de inmanencia deleuziano del plano nouménico-
trascendental kantiano, no sólo el privilegio fenomenológico del aparecer del
mundo por sobre las síntesis (e ilusiones) trascendentales, sino la misma orfandad
de lo fenoménico con respecto al sistema de categorías que le daría orden,
asumiendo el mundo como proliferación disyuntiva o ex-céntrica donación -Es gibt-
de lo que hay (caosmos). El pensamiento de Deleuze no supone un juicio (una
determinación categorial de la existencia) ni una crítica de la metafísica, sino un
flujo intensivo e innovativo que depara una pluralidad de rupturas y
desplazamientos. De ahí la idea de “acabar de una vez con el juicio” o de alcanzar
un “pensamiento acategorial”, o, incluso, “de aterrizar a Kant”, como
formulaciones circunstanciales de su estrategia. Se trata de evadirse de la
responsabilidad de la crítica, porque ésta supone al juicio y el juicio supone una
organización sedimentada (categorial) de la experiencia. La metafísica deleuziana
descansa en una concepción radical del acontecimiento, flujo continuo y serial,
pero también plegable y lleno de interrupciones, cortes y escansiones. Por lo tanto,
no hay en Deleuze una mistificación de lo virtual como trascendencia –ni menos
como horizonte tecnológicamente habilitado—, sino que se trata de una concepción
de lo virtual como actualización de una potencia contenida en el ser del mundo en
cuanto ser real y nunca necesario, en cada caso (haecceidad), y de su emergencia
(trastocación) como aparecer no ante o para una conciencia, sino como
constitución de un “campo trascendental sin ego”, o plano de inmanencia105. En tal
caso, el de Deleuze sería tanto un realismo virtuoso como un virtuosismo de lo real106.

105
Ya desde Lógica del sentido (Barcelona: Paidós, 1989 [1969]), la problemática del acontecimiento
aparece distanciada de la teoría del ego de la fenomenología husserliana, es decir, aparece
relacionada a la constitución de un campo trascendental sin ego ni centro articulador. Este plano de
inmanencia no remitido a ningún tipo de trascendencia, sin embargo, reaparecerá
permanentemente en sus trabajos, donde habría que destacar su texto en colaboración con Félix
Guattari, ¿Qué es la filosofía? (Barcelona: Anagrama, 1993 [1991]), y su “testamento filosófico”: Pure
Inmanence. Essays on A Life (New York: Zone Books, 2001 [1995]). Baste con señalar ahora cómo la
noción de acontecimiento se distancia tanto del sujeto trascendental (kantiano) como de la
intencionalidad (husserliana) que caracteriza al horizonte fenomenológico pre-heideggeriano. En
este sentido y para decirlo con una frase benjaminiana, el acontecimiento sería para Deleuze “la
muerte de la intención” [ver de Willy Thayer. Tecnologías de la crítica. Entre W. Benjamin y G. Deleuze
(Santiago: Cuarto Propio, 2010)]. La constitución de este campo sin ego como inmanencia absoluta
y procesual reaparece también en sus reflexiones sobre Alfred North Withehead en el capítulo 6
(“¿Qué es un acontecimiento?”) de su libro, El pliegue. Leibniz y el barroco (Barcelona: PAIDOS, 1989
[1988]), 101-108, y en sus cursos sobre Leibniz, tal como aparecen en su archivo online
(http://www.webdeleuze.com).
106
Aunque este es un problema que escapa a nuestro actual cometido, la diferencia entre un realismo
virtuoso y un virtuosismo de lo real no sólo enfatiza el quiebre del pensamiento deleuziano con la
tradición continental que desde Kant y el Idealismo alemán habría intentado distanciarse del
realismo analítico tradicional, sino que instala su trabajo en el eje de los desarrollos contemporáneos
del realismo y del materialismo especulativo, uno de cuyos parámetros se halla en las contribuciones
de Bruno Latour y Manuel de Landa. A su vez, la constitución de un campo trascendental sin ego o
sujeto intencional anticipa una ontología divorciada del Dasein-centrismo que caracterizaría la

96
De lo anterior se siguen importantes consecuencias para pensar la
temporalidad, la duración y la repetición, en tanto que ellas apuntan a una
concepción radical del acontecer que no está sujeta ni a la versión ilustrada del
tiempo histórico como progreso del género humano, ni que tampoco se presenta
como su exacerbada inversión, propia de las concepciones teológico-políticas del
acontecimiento en cuanto acaecer de la redención (desde la venida del Mesías hasta
el arribo de la revolución). Si el ser es la serialidad heteróclita de su emergencia, y si
la temporalidad ya no remite a un curso previamente determinado, ni a un
despliegue inmanente a un eje trascendental (idea, espíritu, género), entonces, ya
no hay tiempo, por un lado, y acontecimiento, por el otro; es el tiempo mismo el
que, emancipado de la Historia (y del historicismo), se muestra como eventualidad
descentrada, exponiendo su “estructura” o “sustancia” como pura
acontecimentalidad. Por eso, no hay acontecimiento sin repetición, pero, a la vez,
no hay repetición sin diferencia: el acontecimiento “es” el pliegue siempre en curso
del tiempo, o, mejor dicho, “es” la fisura que marca la tensión entre inscripción y
fuga. Lo que está en juego acá es, precisamente, una “superación” de la
problemática de la ruptura hegeliana como negatividad determinada, es decir, una
concepción del acontecimiento ya no reducible a los términos de la mediación
dialéctica ni al plano empírico-trascendental del despliegue del espíritu (o de la
historia universal).

Pero detengámonos acá. La multiplicidad qua ser y la serialidad heteróclita


del tiempo son elementos centrales para formular la relación entre acontecimiento
y política, sin embargo, todavía debe advertirse que una lectura de tal índole corre
siempre el riesgo de producir una imagen del pensamiento deleuziano instrumental y
codificada en términos disciplinarios. En efecto, el riesgo más obvio sería el de
proponer, demasiado rápidamente, una teoría deleuziana de lo político que haga
sentido, reemplace y desplace formulaciones equivalentes en la tradición. Por el
contrario, creemos que su trabajo puede ser concebido como una permanente
relativización de los órdenes categoriales tradicionales, pero no en función de una
refundación arquitectónica de nuevo tipo, sino en función de una política radical y
sin garantías, de apertura a la diferencia, es decir, a la permanente producción de lo
nuevo. Quizás esta sea otra dimensión del “gesto deleuziano”, el de habilitar
acoplamientos y ensamblajes inimaginables para la imagen moderna del
pensamiento, para su organización facultativa universitaria y para sus lógicas

recepción “humanista” del pensamiento heideggeriano, haciendo posible establecer vínculos entre
su trabajo y aquello que muchos filósofos llamados post-continentales tienden a identificar como
una “ontología orientada a los objetos” (OOO, Objetc-Oriented Ontology). De todas formas, frente a
este amplio problema, Deleuze no podría ser concebido como un ontólogo de la cosa (das Ding),
que reemplaza con la objetualidad lo que antes estuvo dado a la subjetividad, antes bien se trata de
un pensador procesual (cercano a Whitehead).

97
disciplinarias, obligándonos a repensar el límite fetichista de las “dos culturas” y de
su pretendida diferencia entre ciencias del espíritu y ciencias de la naturaleza,
todavía sujetas al panhumanismo moderno, para llevarnos a un cuestionamiento
radical no sólo de los modelos conceptuales modernos, sino incluso de las
condiciones “naturales” en que se ejerce la profesión de fe de la filosofía.

De eta manera, su pensamiento conlleva también una formulación sui


generis de la herencia filosófica occidental, herencia que él mismo conformó a partir
de su particular interpretación de Spinoza, Hume y Nietzsche entre otros, no
mediante la pesada metodología reconstructiva de la historia de la filosofía, sino
mediante la invención de sus propios precursores a partir de lecturas orientadas a
encontrar en dichos pensadores sus formas particulares de afirmar el mundo, es
decir, sus formas inclaudicables de perseguir la trascendencia. En este sentido, aun
cuando sus referencias al pensamiento heideggeriano son escasas, la importancia de
éste último en la escena francesa y la proximidad entre la problemática de la
diferencia en ambos, además de la ya mencionada problematización de la ontología
tradicional y la afirmación del ser-en-el-mundo como inmanentización radical, nos
permiten ver en el trabajo deleuziano al menos una referencia cifrada a la filosofía
heideggeriana. Giorgio Agamben comenta:

Liquidando de este modo los valores de la conciencia [a partir de un campo


trascendental sin yo], Deleuze prosigue el gesto de un filósofo poco querido
para él, pero –al menos en esto- ciertamente más cercano que todo otro
representante de la fenomenología del siglo XX: Heidegger, el Heidegger
patafísico del genial artículo sobre Jarry, con el cual, a través de esta
incomparable caricatura ubuesca, puede finalmente reconciliarse. Ya que el
Dasein, con su in-der-Welt-sein, ciertamente no se entiende como la relación
indisoluble entre un sujeto- una conciencia- y su mundo, así como su
alétheia, en cuyo corazón reinan la oscuridad y la léthe, es lo contrario de un
objeto intencional o un mundo de ideas puras: un abismo separa estos
conceptos de la intencionalidad husserliana de la que provienen y,
deportándolos a la línea que va de Nietzsche a Deleuze, estos constituyen las
primeras figuras del nuevo plano trascendental postconciencial y
postsubjetivo, impersonal y no individual que el pensamiento de Deleuze
deja en herencia a “su” siglo. (491-492)107.

De esta manera, la “disputa” con Badiou y su “cifrada” relación con Heidegger, no


debieran impedirnos pensar la cuestión de la multiplicidad en todo su peso, es
decir, como una elaboración de la problemática del ser que tiende a radicalizar la
107
Giorgio Agamben. “La inmanencia absoluta”. La potencia del pensamiento (Buenos Aires: Adriana
Hidalgo Editora, 2007), 481-522. El mencionado texto sobre Jarry es: “Un precursor desconocido de
Heidegger: Alfred Jarry”. Crítica y Clínica (Barcelona: Anagrama, 1996 [1993]), 128-139.

98
tibia formulación heideggeriana. Pues, ese plano de inmanencia postconciencial y
post-subjetivo precipita la ruptura de la hermenéutica destructiva heideggeriana
respecto de la fenomenología husserliana y, como observa Agamben, marca
decisivamente el horizonte del pensamiento contemporáneo. En dicho horizonte, la
idea levinasiana de ser como ser-para-el-otro podría parecer un contrasentido, pero
no habría que olvidar que el mismo Levinas encuentra el fundamento de su
radicalización “ética” de la filosofía, en la analítica existencial del Dasein elaborada
en Ser y tiempo. Así también, tanto la lectura derridiana, que insiste en la
ambigüedad de la noción de Ser (y su resonancia espiritual), como en las
formulaciones de Nancy (y su noción de ser singular-plural), es posible atisbar una
suerte de “radicalización” de la destrucción (deconstrucción, substracción,
desplazamiento) heideggeriana de la metafísica. El estatus de esta “radicalización”,
requiere, en cualquier caso, una detenida meditación que escapa a nosotros por
ahora. Pero valga dejar consignado al menos esto, que el pensamiento deleuziano
fue quizás uno de los pocos que, siguiendo las pistas de la inmanencia y la
multiplicidad, se desmarcó de la pesada conceptualización filosófica (heideggeriana)
para entreverarse no sólo con otras “tradiciones”, sino con el mundo tal cual, más
allá de la fuerza gravitante que ejerce la lengua filosófica profesional.

Biopolítica y multiplicidad

En tal caso, dicha inmanentización postconciencial y no subjetiva que


observa Agamben y que caracteriza el trabajo deleuziano desde sus textos
tempranos, está directamente conectada con su noción no convencional de vida,
cuestión que hará posible el tránsito desde la hermenéutica de la facticidad del
Dasein hacia la interrogación biopolítica108. Así, la homologación de la inmanencia
absoluta con la idea de “una vida109” tiene como principal consecuencia la
problematización de su versión aristotélica y de sus respectivas divisiones (vida
desnuda, vida contemplativa, vida animal o vegetal, etc.), lo que desplaza las
nociones de ser y existencia, y concentra la atención en el geo-análisis de las diversas
líneas (de segmentación, de fuga, de captura) que la constituyen. Indudablemente,
con esto se abre una nueva posibilidad, aquella marcada por la crítica destructiva
del Heidegger de Ser y tiempo, respecto de las ontologías regionales y respecto del
horizonte cartesiano y humanista moderno, cuyo operación fundamental consistía

108
Aún cuando el citado texto de Agamben habla de una “filosofía tardía” de Deleuze y menciona
su último texto como testamento en relación a la problemática de la vida, habría que decir que
dicha preocupación está presente desde mucho antes en sus trabajos, desde El AntiEdipo y Mil
mesetas, hasta los ensayos reunidos en Crítica y clínica. Quizás, el momento de mayor lucidez
“política” esté en la parte final de su intercambio con Claire Parnet. Diálogos (Valencia: Pre-Textos,
1980 [1977]).
109
“Immanence: A Life”, Pure Inmanence. Essays on A Life, 25-33.

99
en la reducción racionalista del problema del Dasein del hombre y su consiguiente
traducción técnica de la existencia a la condición de reserva a mano. El mismo
Deleuze piensa los agenciamientos maquínicos como devenires que
desterritorializan la corporeidad de lo humano, haciendo posible con ello, una
reformulación de la cuestión del Dasein ya en retirada de cualquier posible reacción
romántica a la técnica. Así, más que una oposición simple, ambos se muestran
como pensadores de la técnica en cuanto horizonte constitutivo de la historicidad
del ser, y no como críticos vulgares de la tecnología moderna. Sin embargo, todavía
falta preguntar hasta qué punto no es el mismo Heidegger el que ha hecho posible
la ambigua lectura romántica contra la tecnología, desde la problemática de la
autenticidad de la existencia. Pues, si esa ambigüedad no es sólo el producto de la
lectura intencionada realizada en Occidente contra su pensamiento, sino efecto del
estatus ambivalente atribuido al hombre como Dasein del ser en su mismo trabajo,
entonces, más allá de cualquier posición con respecto a Heidegger, podemos, por lo
menos, atisbar la radicalidad del gesto deleuziano, a saber, resolver dicha
ambigüedad desde la descentración infinita del Dasein-centrismo humanista, es decir,
del intento por pensar al hombre y la tecnología como ordenes ontológicamente
divorciados, pues la descentración de lo humano-corpóreo y de lo tecnológico
equivale en Deleuze a la emergencia de un plano constituido por múltiples
ensamblajes110.

A su vez, si la descentración del Dasein, y la descentralización de lo humano-


corpóreo permiten reformular la relación entre existencia y tecnología, entonces la
misma noción de vida como inmanencia absoluta deriva en la indiferenciación de
los ordenes categoriales constitutivos de la metafísica occidental y nos llevan
comprender el fenómeno bio-político no necesariamente territorializado en la
nefasta experiencia del Holocausto, sino también desterritorializado en términos de
un dispositivo generalizado en las sociedades de control. El mismo Agamben
concibe la herencia deleuziana tramada, precisamente, por la yuxtaposición de
dicho concepto inmanente (o potencial) de vida y el plano de la biopolítica
contemporánea:

110
Más allá de las innúmeras críticas contra un cierto provincianismo romántico heideggeriano, nos
interesa en este punto simplemente señalar la lectura de Graham Hartman [Tool-Being. Heidegger and
the Metphysics of Objects (Chicago: Open Court, 2002)], para quien el mencionado Dasein-centrismo
habría prevenido a Heidegger de desarrollar las consecuencias de su crítica al cartesianismo
moderno. Así, produciendo un giro sui generis en el corpus heideggeriano, Graham elabora lo que
sería una filosofía orientada a los objetos que permite reconsiderar radicalmente el problema de la
técnica y de la tecnología (cuestiones diferentes), tanto en el trabajo de éste como en el de Deleuze.
A partir de este desplazamiento, la desterritorialización deleuziana de lo corpóreo-humano y la
cuestión de los ensamblajes adquieren una importancia innegable para pensar el estatuto del
materialismo contemporáneo.

100
En esta nueva dimensión, ya no tendrá mucho sentido distinguir no sólo
entre vida orgánica y vida animal, sino también entre vida biológica y vida
contemplativa, entre vida desnuda y vida de la mente. A la vida como
contemplación sin conocimiento corresponderá puntualmente un
pensamiento que se ha deshecho de toda congnitividad y de toda
intencionalidad. La theoría y la vida contemplativa, en las que la tradición
filosófica ha identificado por siglos su fin supremo, tendrán que ser
desplazadas por un nuevo plano de inmanencia, en el que no se ha dicho
que la filosofía política y la epistemología podrán mantener su fisonomía
actual y su diferencia con respecto a la ontología. La vida beata ahora yace
sobre el mismo terreno en que se mueve el cuerpo biopolítico de
Occidente111.

Efectivamente, el que la vida ahora yazga sobre el mismo campo biopolítico


desarticula la diferencia entre ontología y filosofía política, es decir, indiferencia la
interrogación sobre la condición de la existencia y la organización de la vida. Esa
indiferenciación cancela la división disciplinaria al interior del pensamiento y nos
obliga a asumir el cuestionamiento de la vida en términos de la constitución de un
campo trascendental sin sujeto ni objeto. Un campo trascendental, nos dice
Deleuze, que “como un flujo puro de conciencia a-subjetiva, una pre-reflexiva
conciencia impersonal, una duración cualitativa de la conciencia sin ego”, se
presenta como “contraste a todo lo que divide al mundo entre sujeto y objeto”112.

¿Cómo operar allí?, esa es la pregunta, específica y sin pretensiones, que


Deleuze opone a aquella otra pregunta identificada con la tradición revolucionaria,
¿Qué hacer? Precisamente, porque lo que su empirismo trascendental intenta no es
un diagrama de la condición molar y universal de la sociedad (una imagen del
mundo), sino un geo-análisis de las múltiples líneas que constituyen tanto a los
individuos como a los colectivos, y respecto de las cuales, ya no se puede asegurar
un devenir revolucionario definitivo, pues la vida es también un precario equilibrio
en un territorio lleno de peligros:

[S]ería todo un error creer que para evitar los peligros basta con tomar
finalmente la línea de fuga o de ruptura. Primero hay que trazarla, saber
cómo y dónde. Después, y es quizá lo más grave, está el peligro que conlleva.
No sólo las líneas de fuga, las líneas de mayor pendiente, corren el riesgo de

111
Giorgio Agamben. “La inmanencia absoluta”. 522.
112
“Immanence: A Life”, 25. De ahí que el programa de la filosofía futura sea tanto la interrogación
de la vida (una vida singularizada y sin atributos, no cualificada o, mejor aún, ya no repasada por las
categorías tradicionales), como también una indagación de su condición de signo emancipado de la
lógica del significante (de ahí también la relevancia de la literatura en la interrogación deleuziana,
más allá de la economía alegórica de la interpretación).

101
ser interceptadas, segmentarizadas, precipitadas en los agujeros negros [que
capturan los devenires, codificándolos], sino que además tiene un riesgo
particular: convertirse en líneas de abolición, de destrucción, de los demás y
de sí mismo113.

Nunca se está totalmente a salvo del fascismo, pues en las sociedades de control éste
ya no está articulado al nivel del Estado (como en las sociedades disciplinarias), sino
que se manifiesta como un fenómeno multiplicado y disperso en las diversas
instancias de interacción social (micro-fascismos). Aquí entonces es donde la
noción de una política sin garantías, afirmativa, adquiere su sentido. Y es esto mismo
lo que tanto incomoda a los detractores de Deleuze que le reprochan su gesto
“postmoderno” y su falta de compromiso. En el fondo, desde Jameson hasta Žižek,
para nombrar dos casos extremos y convergentes, el gran problema con el
pensamiento deleuziano deriva de su suspensión o interrupción de la relación
natural entre práctica política y representación de la realidad, lo que deshistoriza y
fragmenta la totalidad compleja o dialéctica del orden social. La principal
consecuencia de esta des-historización es la prescindencia de la noción de sujeto
(voluntad, soberanía, acción) lo que provoca una pérdida de relevancia de la
práctica política en general, y de la teoría destinada a orientar, dialécticamente o
no, a dicha práctica. En cierto sentido, las denuncias contra él tienden a
sintomatizar una reacción paranoica frente a la pérdida de autoridad hermenéutica
de la teoría y frente al agotamiento de la condición aurática de sus practicantes.
Empero, ni la autoridad discursiva ni el intelectual partisano salvan de los peligros
que abundan en las sociedades de control, sobre todo porque si hemos seguido la
lógica del pensamiento deleuziano, entonces resulta imposible seguir pensando el
campo de constitución de lo social en términos binarios: control y emancipación,
captura y fuga, territorialización y desterritorialización, representaciones molares y
agenciamientos moleculares. Nada de eso está contenido en la apuesta deleuziana
por la indeterminación, pues en toda línea de fuga acecha el peligro de la
destrucción de la vida:

No hay receta general, se acabaron los conceptos globalizantes. Hasta los


conceptos son haecceidades, acontecimientos. Lo interesante de conceptos
como deseo, máquina o agenciamiento, es que sólo tienen valor en función
de sus variables, el máximo de variables que permiten. Nosotros no somos
partidarios de conceptos tan llenos de contenido como pompas de jabón,
LA ley, EL amo, EL rebelde […] El verdadero problema de una revolución
nunca ha sido: espontaneidad utópica u organización del Estado […] El

113
Deleuze-Parnet. Diálogos, 158.

102
auténtico problema nunca ha sido ideológico, siempre ha sido de
organización114.

Quizás en esta última afirmación se halla, sintéticamente formulado, el meollo de la


problematización deleuziana de la política. Precisamente, contra todas las teorías
normativas de lo social y lo político, contra todo diagrama molar, contra toda
imagen de mundo y planificación estratégica, él no opone un espontaneismo
ingenuo y anárquico, sino advierte la necesidad de abandonar el binarismo
analítico que estructura nuestra comprensión vulgar de la política y avanzar hacia
los verdaderos problemas, es decir, hacia la cuestión materialista de la organización,
pues esta organización no puede venir dictada por una pre-concepción que reinstale
la moderna relación entre teoría y práctica, entre crítica y juicio. Se trata de
concebir organizaciones que sean formas inanticipables de ensamblajes, desde
siempre heterogéneas a cualquier racionalidad lingüística (teoría de la hegemonía),
onto-política (teoría de la militancia paulista), programática (reformismo) y
antropomórfica (políticas del reconocimiento).

Por esto mismo, Deleuze es tan renuente a presentarse como marxista o


psicoanalista. Por supuesto que no se trata de una “resistencia vulgar a la teoría” o
de un anti-marxismo marcado por la creencia en el “mundo libre”. Su crítica debe
entenderse, por el contrario, como desacreditación (no trasferencia) de cualquier
tipo de burocracia y cofradía de expertos, pues nada habría sido más perjudicial
para la revolución que el conjugarla como necesidad de la historia y como proceso a
ser descifrado por una intelligentsia profesional. Nada habría sido más perjudicial
para el deseo que su conversión antropomórfica en placer, su edipización y su
administración por una burocracia del significante dedicada a desentrañar los
oscuros laberintos del inconsciente, a partir de un código maestro de lectura y
escucha intencionada. Así mismo, habría que entender su reacción a la lingüística,
pues nada habría sido más contraproducente que la reducción de la multiplicidad
al código maestro de estructuración del sentido, a la dictadura del significado y a la
diseminación del significante. Deleuze se pregunta por el signo, por aquello que
rompe el código que remite el balbuceo a la trampa del sentido, y entonces se da
cuenta que no basta con indeterminar la relación entre significante y significado,
barrarla o desplazarla, habría que abandonar el código: abandonar la antropología
de la producción capitalista, abandonar la edipización del deseo (su conversión en
un asunto de familia), y por cierto, abandonar la codificación del sentido desde la
lógica del desciframiento hermenéutico. La lógica del sentido deleuziana trastoca
todos los planos que relanzan la metafísica del juicio y se concentra en un plano de
inmanencia siempre superficial (el espejo de Alicia).

114
Deleuze-Parnet. Diálogos, 163-164.

103
Gracias a esto, también se socava radicalmente el mecanismo terapéutico
psicoanalítico que consiste en la determinación pasiva del sujeto afectado por el
retorno traumático de un evento fundacional que da sentido al delirio del presente.
Ni las nociones de trauma o escucha, ni la ética del psicoanálisis terapéutico lo
conmueven realmente, pues, independientemente de sus posibles acuerdos con los
desplazamientos lacanianos relativos a la problemática del sujeto y la constitución
simbólica o lingüística del inconsciente, Deleuze se muestra reacio a la práctica
psicoanalítica que es, en última instancia, todavía una práctica de desciframiento.
El psicoanálisis aparece así como nombre del último tribunal del juicio, cuya
misión es conducir al deseo a una economía de la falta que estructura una soterrada
antropología de la precariedad. Sin embargo, tampoco se trata de oponer a dicha
economía de la falta un modelo vitalista e híper-productivo del deseo como
expresión de subjetividades plenas y soberanas. Toda esa lectura del inconsciente
maquínico y deseante con la que se recepcionó El AntiEdipo, debe ser desplazada
por la cuestión del rizoma, pero a la vez, debe ser devuelta a las consideraciones
sobre la vida como campo de inmanencia donde se juega tanto el deseo como su
permanente captura biopolítica115. No se trata, como se ha argumentado, de un
vitalismo post-antropomórfico, ni de una teofanía o panteísmo inadvertido, sino de
un materialismo no dialéctico, aleatorio, genealógico, que concibe la precipitación
del ser como caída libre de los cuerpos en el espacio, sin transferencia, sin
resentimiento ni contradicción116. Aquí está la clave de lo que podría ser una

115
“Nosotros nunca hemos dicho, como se ha pretendido, que el esquizofrénico era el verdadero
revolucionario. Para nosotros la esquizofrenia es más bien la caída de un proceso molecular en un
agujero negro. Los marginales siempre nos han dado miedo, y hasta un poco de horror. No son lo
suficientemente clandestinos”. Deleuze-Parnet. Diálogos, 157.
116
Pues ¿cómo podría acusarse un vitalismo deleuziano si todo su trabajo consiste en problematizar
la noción de vida que funda a la metafísica occidental? ¿Cómo podría achacársele una supuesta
teofanía o panteísmo si todo su trabajo consiste en la obliteración de la trascendencia? Ese sería
nuestro problema con la lectura de Peter Hallward (el destacado lector de Badiou). En su
monografía: Out of This World. Deleuze and the Philosophy of Creation (Londres: Verso, 2006), Deleuze
es emparentado con Escoto de Erígena, los neoplatónicos en general, Spinoza, pero el Spinoza
panteísta, y con la teofanía francesa contemporánea (Henry Corbin, Michel Henry, Christian
Jambet y Clément Rosset, entre otros). Hallward no sólo reduce la problemática deleuziana a una
filosofía de la creación (del creacionismo como teología vitalista), sino que considera el empirismo
trascendental y su noción de virtualidad como expresión de un cierto “misticismo” extra-mundano
y, por lo tanto, anti-materialista. “Si (después de Marx y Darwin [sic!]) el materialismo implica
aceptar el hecho de que los procesos reales o mundanos afectan el curso tanto de la historia natural
como de la historia humana, entonces quizás Deleuze no es tampoco un pensador materialista […]
Más de ciento cincuenta años después de que Marx nos conminó a cambiar más que contemplar el
mundo, Deleuze, como muchos filósofos contemporáneos, en cambio nos recomienda que nos
acomodemos para la opción alternativa” (7). El candor de esta declaración no disimula su origen
geográfico. En todo caso, habría que pensar en un materialismo otro que el de la negatividad
dialéctica y la bruta facticidad empírica: el empirismo trascendental deleuziano es un materialismo
de múltiples encuentros (obviamente habría que pensar la cercanía inverosímil con el trabajo de

104
política deleuziana, la liberación de la diferencia desde la lógica de la contradicción
y el resentimiento: Nietzsche contra Hegel.

Por otro lado, el pensamiento deleuziano, y no sólo su testamento como


afirma la brillante lectura de Giorgio Agamben, es un intento por desentrañar las
argucias fundacionales de la tradición onto-teológica occidental, y su correlativa
razón política. Desde los neo-platónicos hasta Kant, desde Hegel hasta Husserl, lo
que vendría operando como teoría del ser es un modelo articulado en la dualidad
entre trascendencia e inmanencia, entre creador y creatura. Deleuze no desconoce
la radical invención kantiana del campo trascendental, pero tampoco ignora la
forma en que éste ha vuelto a subordinar dicho campo trascendental a la
problemática referencial del sujeto antropológico-trascendental del juicio moral y
del entendimiento117. De ahí entonces que su encuentro con Hume, Spinoza y
Nietzsche o con cierta lectura de ellos, resulte crucial, pues a partir de éstos, es
capaz de contraponer al marco onto-teológico de la filosofía occidental una
concepción del ser qua multiplicidad basada en la continuidad radical y
autoreferida (causa sui) de éste, en un campo empírico-trascendental donde no
opera ni un sujeto ni una estructura (a diferencia del estructuralismo) mediadora o
sintetizadora. A esto apunta el uso de la noción de expresión, a la disolución de la
jerarquía metafísica entre creador y creado, respecto de la cual no existe Dios en un
plano trascendente y el mundo en un plano inmanente, sino que existe una
correlación entre causa y efecto, una alteración de su secuencialidad en un plano de
inmanencia sin trascendencia.

La consecuencia de este desplazamiento no es el panteísmo que ve a Dios en


todos lados, sino el materialismo que se expresa como proliferación heteróclita del
mundo, y a partir de esto, se arreglan cuentas con la problemática del sujeto
trascendental, del entendimiento, del espíritu, de la Historia universal, de la
Especie, de Dios y de cualquier otra causa final que reinscriba el pensamiento en
un campo de trascendencia. En este sentido, la lectura deleuziana consiste en
desandar el pasaje que va de Spinoza a Hegel vía Fichte y Schelling, esto es, en des-
operar la metamorfosis que convierte a la substancia en sujeto. Así mismo, y
respecto de Nietzsche, su lectura consiste en rescatarlo de la Kriegsideologie del
nacionalsocialismo y replantear el problema de la voluntad de poder ya no como
una lucha por la apropiación de más poder, sino como una afirmación del

Althusser, sobre todo con sus relecturas de Spinoza, Maquiavelo y Hegel, y con su formulación del
materialismo aleatorio, aun cuando esto quedará pendiente).
117
Es, obviamente, el ambiguo estatus de la imaginación en el juicio estético, lo que llama su
atención. Ver, Kant’s Critical Philosophy (Minnesota: University of Minnesota Press, 1999 [1963]).
Pero también, “Para acabar de una vez con el juicio”, Crítica y clínica, 176-188. Valga mencionar que
la recepción del problema del juicio estético, y particularmente, del estatuto de lo sublime cruza,
otra vez, la escena de discusión del pensamiento francés de su tiempo.

105
predomino de las fuerzas activas y afirmativas por sobre las fuerzas reactivas y
pasivas. Ni Spinoza es el filosofo panteísta que indiferencia todo en una substancia
autopoyética, ni Nietzsche el embriagado poeta pangermanista que habría
anticipado la catástrofe Nazi. La potencia como capacidad de afectar y ser afectado,
como interrupción del pasaje al acto, es también, la reconsideración del
superhombre como un “animal de pequeña salud”.

De la misma manera, su lectura de Nietzsche intenta diferenciar la noción


de eterno retorno de su supuesta formulación clásica (griega o helénica). De hecho,
Zaratustra da con dicha idea en el momento en que debe confrontar la repetición
de las fuerzas reactivas que han marcado su vida, en el tránsito desde el león al
niño. El niño como figura de la inocencia del devenir, es la expresión de un olvido
activo, más allá de todo re-sentimiento, y por lo tanto, nada en él puede funcionar
como simple repetición de lo mismo. El eterno retorno ya no refiere a un
movimiento circular sino elíptico, descentrante y descentrado, y por eso, ya no
implica una repetición rutinaria sino una afirmación de la diferencia. De esta
manera, el evento de la repetición como diferencia, de la elipsis como
descentración del círculo hermenéutico, equivale a aquello que Nietzsche ha
llamado intempestividad, es decir, trastocación no sólo de la representación
habitual del tiempo, sino de su subordinación al esquema del entendimiento.

Es esta trastocación del tiempo la que aparece como clave en su lectura de la


transvaloración nietzscheana (y lo aleja indefectiblemente de la lectura
heideggeriana), no la simple negación nihilista de los valores, ni su inversión
igualmente nihilista, sino la puesta en evidencia de la relación entre tiempo y valor,
como circulación y progreso (de ahí que Nietzsche aparezca ahora como un crítico
del capitalismo). Así también, el evento deleuziano es siempre una sustracción a la
circulación, una interrupción de la lógica del valor (una crítica de la economía
política de la moral). Un ritornelo en el que el delirio no está subordinado a la
repetición del evento traumático, sino elevado a la condición de fabulación de la
especie118.

Asociacionismo y aleatoriedad

118
En un sentido opuesto a la edipización del delirio presente en los escritos de Freud, pues el
presidente Schreber delira más allá de lo que Freud ve o entiende, así como el hombre de los lobos
no sueña con su padre: “Freud intentó abordar los fenómenos de multitud desde el punto de vista
del inconsciente, pero no vio claro, no veía que el propio inconsciente era fundamentalmente una
multitud. Miope y sordo, Freud confundía las multitudes con una persona” (36). “1914 ¿Uno o
varios lobos?”. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (Valencia: Pre-Textos, 1988 [1980]). 33-45.

106
De la misma manera, su lectura de Hume desarma el modelo
arquitectónico, siempre presentado como solución a las aporías y al escepticismo
del filosofo inglés, para mostrar la exterioridad de las relaciones (asociacionismo) y
el peso de la creencia en la operación cognitiva, cuyo fundamento no está en
ningún tribunal de la razón, ni en el contrato, ni en la ley, ni en una osificada
postulación sobre la naturaleza humana, sino en la práctica efectiva (jurisprudencia)
de la creencia como eje de la teoría del conocimiento y de la política. Deleuze atisba
en Hume un republicanismo sin (razón de) Estado, desujetado del ideal del progreso y
la Ilustración. Permítasenos una larga cita:

Desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII, las famosas teorías del contrato
plantearon el problema de la sociedad en los siguientes términos: como una
limitación o, incluso, como una renuncia a los derechos naturales, desde
donde una sociedad contractual podría surgir. Pero, no debemos ver en
Hume, cuando nos dice que el hombre es por naturaleza parcial más que
egoísta, un simple cambio de matiz; por el contrario, debemos ver aquí un
cambio radical en la forma práctica de plantear el problema de la sociedad.
La cuestión ya no es más cómo limitar el egoísmo y el correspondiente
derecho natural sino, cómo ir más allá de las parcialidades, cómo pasar
desde una “simpatía parcial” a una “generosidad extendida”, cómo ampliar
las pasiones y darles una extensión que no poseen por sí mismas. Así, la
sociedad ya no es vista como un sistema legal y contractual de limitaciones
sino como una invención institucional: ¿cómo podemos inventar artificios,
cómo podemos crear instituciones que fuercen a las pasiones a ir más allá
de sus parcialidades y sentimientos morales, jurídicos o políticos (por
ejemplo, el sentimiento de justicia)? (46-47)119.

Es en este pasaje desde el contrato hacia la condición instituyente de la práctica


social, donde se encuentran las bases para el institucionalismo sociológico
contemporáneo, y donde su pensamiento se aproximaría y distinguiría de la
problemática de los imaginarios sociales (Cornelius Castoriadis) y de la
indeterminación de la política (Claude Lefort). Pero también acá encontramos un
desplazamiento desde las teorías naturalistas del contrato generalmente marcadas
por una antropología hipotética, hacia una concepción de las prácticas instituyentes
orientadas no por las determinaciones naturales de la especie, sino por el infinito
de la imaginación. Se trata de un republicanismo virtual, donde la virtualidad no
tiene que ver ni con lo inactual ni con lo hiperreal, ni con lo ideológico ni con lo
utópico, sino con una renovada afirmación del potencial ficcionalizador de la
especie: un delirio.

119
“Hume”. Pure Inmanence. Essays on A Life, 35-52.

107
De esta manera, las instituciones no aparecen como instancias naturalizadas
y sacramentadas, custodiadas por un contrato tácito y eterno, sino como
objetivaciones de acomplamientos, ensamblajes y agenciamientos colectivos que
definen el orden de lo político en términos inmanentes, es decir, como una
cuestión eminentemente práctica, una cuestión de organización. Así mismo, el
acontecimiento político no es una cuestión de advenimiento ni está referida a una
suerte de irrupción que cruce todo el campo social, con un ánimo rupturista y
fundacional; el acontecimiento político y el acontecimiento de lo político es la
virtualidad de los ensamblajes instituyentes, no en un plano general o acotado de
antemano, sino en el campo vertiginoso de lo real.

Esto es quizá lo que habría que pensar, las consecuencias del


desplazamiento deleuziano desde el campo de la ontología tradicional, su
elaboración de la multiplicidad, la virtualidad y la vida, constituida por líneas y
segmentos múltiples e inanticipables, no para ser descifrados ni remitidos a un
proceso de edipización que frustre su potencial delirante, fabulante. Por eso
también extraña la conversión de su pensamiento a una teoría de la diferencia
vulgar, pues habría que comprender dicho pensamiento como un intento por
restarse a la dialéctica entre identidad y diferencia. No se trataría de restarle
prioridad ontológica a la identidad, para atribuírsela a la diferencia, pues si la
primera operación define a la tradición metafísica occidental (Ser, Dios, Idea,
Causa, Razón, Espíritu, Género etc.), la segunda aparece como su inversión, una
inversión que todavía está alojada al interior de la misma estructura valorativa de la
metafísica occidental y su tabla categorial. Deleuze intenta desactivar dicha tabla
categorial mediante un ejercicio filosófico puntual, la creación de conceptos que
estén atentos a las condiciones virtuales e infinitas de lo real, y no categorías que
conjuguen, articulen, sinteticen o definan dicha realidad. La multiplicidad entonces
aparece como alternativa a la dialéctica entre identidad y diferencia, y precisamente
por eso, en cuanto diferencia serial, no puede ser pensada con las categorías de
configuración (propias del juicio kantiano) o de mediación (propias del juicio
dialéctico). Es aquí precisamente donde el pensamiento deleuziano se muestra
como un diferir desde la razón política convencional.

Quizás, y esto lo decimos de manera estrictamente proposicional, el


“materialismo aleatorio” sea un nombre afortunado para pensar la forma en que
Deleuze logra distanciar su pensamiento de la tradición analítica y dialéctica.
Gracias a este distanciamiento, tampoco podemos seguir albergando ingenuamente
una teoría del evento reducible a la noción de accidente o circunstancia, pues
ambas categorías todavía comportan una trampa valorativa basada, en última
instancia, en la dicotomía entre necesidad y contingencia. El acontecimiento
deleuziano no es ni contingente ni accidental, no es ni arbitrario ni está sujeto a un
plano trascendente que lo redime en una operación reconstructiva de

108
interiorización posterior (la Erinnerung hegeliana). De allí entonces que no podamos
confundirlo con la lógica de la contingencia política elaborada recientemente por
Ernesto Laclau, ni tampoco con la lógica de la contingencia sistémica elaborada
anteriormente por Niklas Luhmann. Para Deleuze, el acontecimiento apunta a una
segmentariedad ajena a la lógica de la causalidad y de la necesidad, y no puede ser
remitido a la dialéctica de la ruptura y de la “duda desesperada”. Tampoco obedece
a la lógica de la reducción de la complejidad como movimiento contingente de un
sistema autopoyéticamente articulado (Luhmann)120.

En este sentido, tanto la teoría de la hegemonía como la teoría de sistemas


no sólo serían casos de articulaciones molares post-ilustradas, sino también
compartirían una misma comprensión del acontecimiento como contingencia. Esto
mismo distingue la lógica del sentido deleuziana del pragmatismo contemporáneo
(Rorty), pues para éste último, la contingencia que define las reglas de la verdad
viene asegurada históricamente por un contexto cultural (las democracias liberales
de Occidente) que hace posible la comunicación como solidaridad y
reconocimiento121. Pero, no hay nada más ajeno a la lógica del sentido deleuziana
que la comunicabilidad y el reconocimiento.
Si Althusser nos heredó como horizonte problemático la necesidad de formular un
materialismo no dialéctico, aleatorio y de múltiples encuentros, el materialismo
deleuziano se muestra como restauración del realismo y como su virtualización
radical, lo que ubica su trabajo en un lugar decisivo del pensamiento
contemporáneo. Más que una dialéctica materialista, se trata de un materialismo
aleatorio deshabitado por las nociones de sujeto, ruptura y contradicción, y
constituido por la lógica del sentido, los ensamblajes y devenires que muestran la
relación entre pensamiento y política, entre filosofía y acontecimiento, no como
una cuestión conceptual simple, sino como un problema de creación. Esta creación
no es necesariamente un privilegio de la filosofía, pues mientras ésta se esfuerza por
desterrar la trascendencia, el pensamiento mundano y heteróclito que mueve al
mundo, que es el mundo, nunca deja de sorprendernos.

Primera versión Fayetteville 2010


Segunda Fayetteville 2012

120
El materialismo aleatorio (Althusser) difiere así de las versiones sobre la evolución del marxismo y
de la sociedad occidental, presentadas en Laclau y Luhmann, respectivamente. Esto requiere,
indudablemente, una consideración más detenida, pero dejemos señalado el problema como una
forma de habitar el rizoma. Ver, Judith Butler, Ernesto Laclau, Slavos Žižek. Contingency, Hegemony,
Universality. Comptemporary Dialogues on the Left (New York: Verso 200); y, Niklas Luhmann. Social
System (California: Stanford University Press, 1995 [1984].
121
Richard Rorty. Contingency, Irony, and Solidarity (New York: Cambrige University Press, 1989). De
todas maneras esto no significa descartar un posible vínculo entre el funcionalismo post-organicista
deleuziano y el pragmatismo, pero sí implica desterritorializar dicho pragmatismo de su inscripción
excepcionalista (como la filosofía de América).

109
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ŽIZEK, Slavoj. Organs without Bodies. On Deleuze and Consequences. New York:
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111
Marxismo y semiosis barroca

La sabiduría barroca es una sabiduría difícil,


de tiempos furiosos, de espacios de catástrofe.
Tal vez ésta sea la razón de que quienes la
practican hoy sean precisamente quienes
insisten, pese a todo, en que la vida civilizada
puede seguir siendo moderna y ser sin
embargo completamente diferente.

Bolívar Echeverría

I. – Pensador intempestivo

El lamentable deceso de Bolívar Echeverría ha producido, de manera casi


inevitable, una revisión de su obra y una ponderación de sus contribuciones a los
debates políticos y culturales a nivel regional.122 Dicha revisión, como siempre,
además de necesaria, corre el riesgo de convertirse en un anti-homenaje, es decir, de
canonizar acríticamente su importante trabajo reduciéndolo a una firma de
actualidad curricular y a una cómoda referencia académica. Una de las tantas
estrategias para oponerse a dicha canonización, pensamos, consiste en discutir la
actualidad y pertinencia de sus propuestas principales, esto es, de presentar y
comentar los diversos laberintos que constituyen el paisaje enrevesado de un
pensamiento que no se reduce fácilmente a la condición de teoría, sin pretender
agotar en dicha presentación la multiplicidad de matices que lo configuran.123

122
Destaca el temprano e imponente trabajo de Stefan Gandler, Marxismo crítico en México, 2007,
una monografía dedicada a Adolfo Sánchez Vásquez y Echeverría, con el rigor y la erudición
características de los estudiosos alemanes.
123
Algo similar ocurre con su recepción de Marx: contrario a la lectura de Michel Foucault que
concibe la crítica de la economía política como “una tormenta en un vaso de agua”, es decir, como un
elemento más del discurso económico propio de la episteme moderna, Echeverría no lee a los
pensadores según su inscripción epistémica, sino de acuerdo a su propia intempestividad. Habría

112
También habría que resistir la inscripción identitaria y geográfica de su
obra, como si se tratara de un caso latinoamericano más, es decir, de un autor
abocado a la discusión acotada y restringida de los problemas regionales, ocupado
con sus infinitos archivos y querellas interpretativas. Echeverría es un pensador
latinoamericano en un sentido distinto, pues le otorga a la experiencia moderna en
América Latina un estatus problemático cuyo alcance no se reduce a las
curiosidades típicas de los llamados estudios de área. En rigor, no habrían
pensadores latinoamericanos que no fuesen, por ese mismo hecho, pensadores del
“destino” y el despliegue de Occidente, ya sea para confirmar las bondades del
proyecto de civilización brutalmente inaugurado con El Encuentro, ya sea para
advertirnos, como el mismo Echeverría, de las formas intrincadas que dicho
despliegue ha adquirido más allá de Europa.

En este sentido, las múltiples referencias que traman su recorrido nos


impiden presentarlo como un dedicado lector tercermundista de los maestros
europeos. Por el contrario, creemos que su trabajo exige una actualización de los
nudos problemáticos de la llamada teoría crítica, pero también, una consideración
de la historia material de las prácticas culturales –y en particular, del barroco
latinoamericano- como producción histórica de una “segunda naturaleza” orientada
a corregir o hacer tolerable la facticidad de la acumulación capitalista. En otras
palabras, si el sistema capitalista se instala y universaliza como destino inevitable de
la humanidad, la crítica destructiva de Echeverría muestra la complicidad entre la
ascesis protestante y el historicismo como constante de la filosofía del progreso, lo
que permite, por un lado, complejizar el relato maestro de la historia moderna
como historia del capital; y, por otro lado, imaginar una modernidad no capitalista,
es decir, una alternativa al “nuevo orden mundial” que no se reduzca a una
romántica reacción comunitaria o anti-moderna.

En tal caso, Echeverría es un pensador intempestivo que va contra la


corriente de la intelligentsia contemporánea, interrumpiendo la circulación de los
consensos naturalizados sobre la historia, la política y la cultura, y abriendo de esa
forma un horizonte de pensamiento fundamental en nuestra actual disyuntiva
civilizatoria, disyuntiva que pareciera empujarnos irremediablemente hacia la
articulación planetaria del modo de vida americano.

Las siguientes observaciones están destinadas, por lo tanto, a destacar el


aporte de su pensamiento en el panorama de la discusión contemporánea sobre

que leerlo entonces, respetando este presupuesto, es decir, priorizando las figuras del montaje y la
constelación, de la cita aleatoria y del ornamento barroco, pues en términos de práctica teórica todo
esto es una forma de resistir el discurso maestro universitario. Ver, Echeverría, B. “El “valor de uso”:
ontología y semiótica” (153-197), en: Valor de uso y utopía, 1998.

113
modernización y globalización neoliberal, americanización del mundo y crisis de la
experiencia. Para tal efecto, hemos organizado nuestros comentarios atendiendo a
sus críticas al historicismo y a la concepción espacializada de temporalidad que está
a la base tanto del modelo capitalista de sociedad como del llamado “socialismo
real” y cuya antropología productivista, históricamente fundada, se manifestaría
actualmente como postulación de una biopolítica de la blanquitud destinada a
controlar la proliferación material de la imaginación humana. No nos debería
extrañar entonce su interés en la crítica marxista de la teoría del valor y en la crítica
destructiva benjaminiana, pues a partir de éstas se hace posible interrogar las
formas de circulación mercantil y cultural en el presente. Para estos objetivos
resulta crucial su lectura del barroco como ethos histórico alternativo a la ascesis
protestante, y del mestizaje efectivo como estrategia de sobrevivencia frente a la
violencia mítica de La Conquista. Sin embargo, si es cierto que identificamos el
llamado Barroco de Indias con el siglo XVII y con sus manifestaciones artísticas y
literarias, su actualidad se debe a la forma en que Echeverría opone a la “filosofía
burguesa del lenguaje” una concepción polisémica y materialista de la
comunicación como producción de una segunda naturaleza, es decir, como una
semiosis proliferante que complejiza el antropo-logos productivista y unidimensional
del humanismo occidental.

Naturalmente, el objetivo de nuestras observaciones no es dar testimonio


del archivo filosófico que estaría en el origen de su pensamiento, ni menos mostrar
las formas en que éste se interceptaría con la tradición crítica occidental, sino que
intentamos sugerir la potencia de un pensamiento en “estado de emergencia”,
atento a las dinámicas del mundo, a su condición irresuelta y a su interregno.

II. – Crítica del historicismo

Quizás no sea tan aventurado afirmar que una de las constantes que
caracteriza a su trabajo sea la destrucción o crítica destructiva de los presupuestos
historicistas que abastecen tanto a las versiones liberales y progresistas propias del
capitalismo moderno, como a las versiones socialdemócratas y marxistas propias de
su crítica. Lo que las unificaría, colocándolas en el mismo plano, sería su
compartida comprensión de la temporalidad como despliegue y progreso. La
destrucción entonces desocultaría la espacialización de la temporalidad propia de la
moderna filosofía de la historia, sea ésta burguesa o proletaria. Quizás también sea
en este punto donde su trabajo muestre de manera más precisa una cierta
complicidad con la destrucción de la metafísica emprendida por Martin Heidegger
o la crítica del historicismo emprendida por Walter Benjamin a principios del siglo
XX; sin embargo, Echeverría también considera a la crítica de la economía política
realizada por Marx en el siglo XIX como un antecedente fundamental de su

114
pensamiento, y sin renunciar a ella, se desmarca de las versiones oficiales del
marxismo contemporáneo. De ahí que su “operación” pueda leerse como una sui
generis destrucción del valor, es decir, como una versión históricamente acotada de
la crítica del capitalismo como modo de producción planetario.124

En tal caso, el problema que se le presenta como pensador histórico es el de


distinguir el marxismo como una crítica vigente de la modernidad de su versión
oficializada por el Estado soviético, es decir, ya convertida en un simple discurso
estatal sobre la modernización. En la última parte de su temprano texto “Quince
tesis sobre modernidad y capitalismo” podemos leer el siguiente juicio:

Considerado como orbe económico o “economía mundo”, el “mundo


socialista” centrado en torno a la sociedad rusa es el resultado histórico
de un intento frustrado de rebasar y de sustituir al orbe económico o
“mundo capitalista”. Sin posibilidades reales de ser una alternativa
frente a éste –hecho que se demostró dramáticamente en la historia de
la revolución bolchevique—, no ha pasado de ser una modalidad
deformada del mismo: una recomposición que lo separa
definitivamente de él, pero que lo mantiene irrebasablemente en su
dependencia. Lo distintivo de la modernidad soviética no está en
ninguna ausencia, parcial o total, de capitalismo, sino únicamente en lo
periférico de su europeidad y en lo dependiente de su “capitalismo de
estado”.125

En efecto, lo que está en juego en esta apreciación es la posibilidad de seguir


llamando marxista a un tipo de crítica de la cultura que intenta distanciarse del
socialismo real. Se trata, por un lado, de mostrar la co-pertenencia entre dicho
socialismo y el capitalismo a la misma antropología productivista que terminó por
clausurar las posibilidades de la modernidad occidental en un modo de vida

124
Cuestión ya evidente en su libro El discurso crítico de Marx (1986). Así también lee a Nietzsche:
“Como dice Heidegger, la novedad y la radicalidad del pensamiento de Nietzsche es única. La
necesidad que expresa no es sólo la de invertir el sentido de los valores, y llamar corrupción a la
“virtud”, mentira a la “verdad”, maldad a la “caridad”, fealdad a la “belleza”, etc., sino la de una
“inversión del modo mismo del valorar” (28-29). “La modernidad como ‘decadencia’”, en: Valor de
uso y utopía. De esta manera, la transvaloración nietzscheana es leída en relación a la crítica marxista
y a la destrucción heideggeriana (más allá de los múltiples intentos del mismo Heidegger por
distanciarse de Nietzsche, “el último pensador de la metafísica”); es decir, aparece como una
problematización del nihilismo que consistiría no en la ausencia de valores sino en el valorar mismo,
en cuanto estructura determinante de la metafísica occidental. En otras palabras, las referencias y
usos que hace Echeverría de estos pensadores no tiene que ver ni con una estrategia de legitimación,
ni menos con la intersección de lo latinoamericano con la filosofía europea (autodefinida como
universal); sino estrictamente con la cuestión de la crítica destructiva de la valoración.
125
Echeverría, B. “Quince tesis sobre modernidad y capitalismo”, 62.

115
sobrecodificado por la valoración; y por otro lado, se trata de evidenciar la
irreflexiva o naturalizada concepción del tiempo histórico presente en las
teleologías desarrollistas de unos y otros. Aquí es donde su lectura de Benjamin
resulta crucial para desbaratar el “continuum de la historia” desde un concepto de
“interrupción” que no puede ser confundido con el de la revolución moderna, pues
“el mito de la revolución es un cuento propio de la modernidad capitalista”126, es
decir, en tanto que mito éste no sólo expresa la conversión laica del principio
teológico de la redención y el juicio final, sino que encarna la violencia fundacional
burguesa expresada en la destrucción productiva capitalista, que es una destrucción
de la naturaleza y de la misma humanidad. Dicha interrupción de la lógica
revolucionaria del capitalismo le lleva a preguntar: “¿Cuál es la posibilidad de
construir un concepto de revolución en torno a la idea de una eliminación radical
de la estructura explotativa de las relaciones de producción, un concepto que
efectivamente se adecue a una crítica de la modernidad capitalista en su
conjunto?”127

De manera similar, tanto en su libro Valor de uso y utopía (1998), como en su


presentación de las Tesis sobre la historia de Walter Benjamin (2005) –que él mismo
tradujo y editó- se lee al alemán como un crítico de la filosofía del progreso en
general y del marxismo soviético en particular.128 Gracias a este giro, su lectura del
presente está lejos de compartir la euforia (o el entusiasmo kantiano) con el
supuesto triunfo definitivo de la Pax Imperial contemporánea, moviéndose hacia
una dimensión melancólica que no termina por abandonar el objeto perdido y que
elabora incansablemente el trabajo del duelo.

En este sentido, tres serían los presupuestos que condenan al socialismo real
a ser una versión subordinada de la modernidad capitalista, y que delatan su co-
pertenencia a la misma concepción antropológica y productivista de la vida y a la
misma representación espacializada de la temporalidad: 1) su modelo mitificado de
la revolución como fundación, 2) su creencia en que el progreso técnico implica un
mejoramiento automático de la existencia humana; y 3) el relato teleológico del

126
Valor de uso y utopía, 69.
127
Valor de uso y utopía, 75.
128
Ya en “Benjamin: mesianismo y utopía”, capítulo 7 de Valor de uso y utopía (1998), podemos leer
dicha inflexión: “El texto Sobre el concepto de historia ofrece dos lados o aspectos temáticos
complementarios. El uno, mencionado más arriba, es el de una crítica del socialismo real. El otro es
el de algo que podría verse como una especie de programa mínimo para el materialismo histórico”
(133). En este sentido, sería interesante comparar esta interpretación con la de Pablo Oyarzún R. [La
dialéctica en suspenso, específicamente su introducción: “Cuatro señas sobre experiencia, historia y
facticidad a manera de introducción” (5-44), 1995], quien en su propia versión del texto
benjaminiano propone una lectura dirigida contra la facticidad como “filosofía” de la historia del
fascismo. Ambas interpretaciones son complementarias, lo que las distancia, sin embargo, es la
preocupación específica de Echeverría con la crisis del marxismo y con su reformulación.

116
despliegue temporal de la historia que pareciera asegurar un movimiento lineal
hacia una etapa superior o cualitativamente mejor. Habría que agregar a estas
dimensiones, sin embargo, una cuarta relativa a la postulación antropológica de un
“hombre nuevo” que en rigor realiza las demandas ascéticas de la ética protestante,
pero en una dimensión de sacrificialidad distinta, pues ya no se trata del sacrificio
del goce para privilegiar el ahorro y la acumulación individual, sino que ahora se
trata del sacrifico del individuo por el bienestar de la comunidad (de ahí la
condición partisana del revolucionario moderno y el ascetismo de las éticas
militantes).

Si la crítica a la “filosofía de la historia del capital” (progresismo


socialdemócrata, historicismo burgués) es la constante en su trabajo, no es
casualidad que para él tanto el año 1989 como el 2010 representen más que
grandes coyunturas de confirmación de la “marcha de la historia”, lugares donde
estos presupuestos del pensamiento moderno se hacen evidentes. En efecto, con la
caída del Muro de Berlín y el fin del socialismo soviético, una suerte de optimismo
general y mediáticamente difundido selló aquel histórico interregno
interpretándolo como un triunfo definitivo de la democracia occidental y del modo
de vida americano, es decir, como “fin de la historia” y articulación mundial de la
Pax Americana.129 Así mismo, el año 2010 para los latinoamericanos se transformó
en la confirmación de su proyecto republicano, inaugurado doscientos años antes
con las revoluciones de Independencia. El truncado republicanismo
latinoamericano parecía acceder, gracias a su Bicentenario, a una conmemoración
simbólica que confirmaba el aparente progreso de la región a través de su
catastrófica historia.130

En este sentido, entre 1989 y el 2010, el mundo habría experimentado un


tránsito definitivo hacia la modernidad capitalista y la consiguiente democracia
occidental, cuestión que ni el marxismo realmente existente ni la cruenta historia
del tercer mundo podían negar; la humanidad parecía inevitablemente destinada y
confinada al nuevo orden mundial. Sin embargo, Echeverría se resiste a esta
sancionada lectura del presente mediante la recuperación de la crítica bejaminiana
al historicismo y su reformulación de la relación entre capitalismo y modernidad,
cuestión que nos ocupará en la siguiente sección.

129
La lectura oficial de estos eventos por parte del Departamento de Estado norteamericano apuntó
al fin del llamado “síndrome de Vietnam”, la herida narcisista que había afrentado al
excepcionalismo americano mostrándole su otro rostro, el de una agresiva potencia imperial, pero
no invencible. Ver, por ejemplo, William Spanos, America’s Shadow: An Anatomy of Empire, 1999.
130
El título de uno de sus últimos textos habla por sí solo: “América Latina: 200 años de fatalidad”,
publicado el 11 de abril del 2010 en la revista electrónica Sin Permiso. Hay una versión en inglés con
un título alternativo: “Potemkin Republics. Reflections on Latin America’s Bicentenary”, publicado
por la New Left Review el 2011.

117
III. – Diferencia entre modernidad y capitalismo

En tal caso, insistamos en establecer que su lectura destructiva no sólo


distingue la crítica de la economía política emprendida por Marx de su reducción a
filosofía estatal en el contexto soviético, sino que la complementa con una revisión
histórica de largo plazo sobre el desarrollo de la modernidad europea, su expansión
y su mercantificación. Recurriendo al trabajo de los historiadores del desarrollo
tecnológico, particularmente a las investigaciones en antropología histórica de
Patrick Geddes y Lewis Mumford y a la historiografía de la Escuela de los Annales
(Marc Bloch y Fernand Braudel), con sus elaboraciones sobre los procesos
civilizatorios en un largo plazo (longue durée) opuesto a las coyunturas
“revolucionarias” (histoire événementielle), Echeverría es capaz de complejizar el relato
evolutivo diseñado y universalizado por la formación histórica euro-americana,
mostrando cómo la emergencia de la modernidad antecede al capitalismo,
haciéndolo posible pero no inevitable:

El fundamento de la modernidad parece encontrarse en un fenómeno


de la historia profunda y de muy larga duración cuyos inicios la
antropología histórica distingue ya con cierta nitidez, por lo menos en
el continente europeo, alrededor del siglo XI: el revolucionamiento
“posneolítico” de las fuerzas productivas. Se trata de una
transformación “epocal” porque trae consigo el advenimiento de un
modo sólo “relativo” de la escasez, desconocido hasta entonces por el
ser humano; la aparición de un tipo inédito de “abundancia”, la
abundancia realmente posible para todo el conjunto de la sociedad.131

De esta manera, la emergencia de la modernidad europea tiene que ver con la


superación relativa de la escasez de bienes, lo que hizo posible por primera vez en la
historia una relación a la temporalidad no subordinada a las determinaciones
naturales de la reproducción y la subsistencia de la especie; el capitalismo en
cambio aparece como construcción de una segunda naturaleza desde la que
emergen nuevas determinaciones que condenan la posibilidad de dicha abundancia
a una economía del tiempo marcada por el diferimiento del goce y el sacrificio

131
Las nuevas tecnologías eólicas aplicadas a la mecanización de la agricultura habrían cambiado las
disposiciones (escasez-abundancia) del habitar humano, haciendo posible la emergencia de nuevos
ethe o formas de la existencia social. Desde esta consideración histórica se entiende que para
Echeverría los ethe no respondan a la abstracción moderna de la moralidad burguesa, sino a la eticidad
derivada de las condiciones históricas del mismo habitar. De ahí la concepción materialista del ethos
barroco (opuesta al culturalismo rampante en los debates latinoamericanos), que referiremos más
adelante. Ver, por ejemplo, “De violencia a violencia” (70-71), en: Vuelta de siglo, 2006.

118
ascético productivo, necesario para solventar la lógica de acumulación que lo
define. Aquí se expresa otro de los ejes de su trabajo: su lectura de Marx como un
crítico del modo de producción capitalista y como un pensador moderno, es decir,
un pensador capaz de imaginar el mundo de otro modo sin renunciar a la
modernidad.

En términos históricos, después de aquel revolucionamiento de las fuerzas


productivas en el siglo XI, El Descubrimiento y La Conquista marcarían la
emergencia de formas de acumulación primitiva necesarias para el despliegue del
capitalismo y para la sobrecodificación de la experiencia moderna desde el punto de
vista de la valoración, todo esto complementado por la emergencia, en la Europa
reformista, de una ética protestante, ascética y puritana que constituyó el sustento
antropológico de la sacrificialidad necesaria para la puesta en marcha de la misma
acumulación.132 Así también, la llamada revolución industrial del siglo XVIII, más
que la invención de una nueva forma de la experiencia humana, aparece desde este
punto de vista como la confirmación de la sobredeterminación de dicha
experiencia por el fetichismo de la mercancía, es decir, por la enajenación no como
fenómeno psicológico acotado al ego burgués, sino como condición de posibilidad
de dicho ego. En otras palabras, la sobredeterminación de la abundancia desde la
lógica de la acumulación, reforzada por la antropología sacrificial propia del ethos
realista, marcó el horizonte histórico inaugurado con la revolución industrial cuya
concreción histórica se dio, según la enumeración de Echeverría, a partir de cinco
fenómenos decisivos de la modernidad capitalista: 1) el humanismo como
organización doctrinaria de un antropo-logos (continuación moderna del orden onto-
teo-lógico) que desplazando al teocentrismo medieval, instituye al hombre como
causa y fin de la historia, predisponiéndolo a ocupar un lugar dominante sobre lo
no-humano (lo animal) y la naturaleza. 2) El progresismo, del que hemos hablado
anteriormente, y que coincide con la destrucción productiva capitalista a partir de
la demanda permanente de innovación. 3) El urbanismo como experiencia decisiva
del habitar moderno, basada en la dicotomía campo / ciudad y en su
sobrecodificación (premodernidad / modernidad), cuestión que tiende a reducir la
experiencia humana a una versión inscrita en las lógicas de la circulación y el
intercambio acelerado. 4) El individualismo como forma privilegiada de la
subjetidad, y como reducción de la experiencia colectiva a la dimensión solipsista

132
Echeverría es un atento lector de los escritos de sociología de la religión de Max Weber, en este
caso, de la concomitancia entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo: “En este sentido
igualmente relativo puede hablarse, siguiendo a Max Weber, de la modernidad capitalista como un
esquema civilizatorio que requiere e impone el uso de la “ética protestante”, es decir, de aquella que
parte de la remitificación realista de la religión cristiana que traduce las demandas de la
productividad capitalista al plano de la técnica de autodisciplinamiento individual –concentrándolas
en la exigencia de sacrificar el “ahora” del valor de uso en provecho del “mañana” de la valoración
mercantil” (172), Echeverría, B. La modernidad de lo barroco, 1998.

119
del uno. Y, 5) el economicismo que implica un privilegio del homo aeconomicus por
sobre el zoon politikon es decir, un privilegio, característico del derecho burgués, del
propietario privado sobre el ciudadano, del orden civil sobre el orden político.133

Por otro lado, así como la crítica de Marx al capitalismo no se centra en el


mercado sino en las relaciones de apropiación y valoración, así también para
Echeverría la modernidad no puede ser reducida a su versión europea-occidental, es
decir, al modo de producción capitalista naturalizado y convertido en escenario
inexorable para la existencia social. ¿Cómo pensar entonces una modernidad no
capitalista, esto es, una modernidad abierta a las múltiples y complejas relaciones de
intercambio (social, sexual, lingüístico, mercantil, etc.), sin que dicho intercambio
esté dominado por la lógica de la acumulación? En esta pregunta se manifiesta no
solo su lectura acotada de Marx y de la modernidad occidental, sino el punto de
arranque para sus consideraciones sobre la modernidad barroca latinoamericana.
Sin embargo, antes de enfocarnos en este aspecto, necesitamos destacar otra
dimensión de su trabajo, a saber, su observación sobre el énfasis que tanto Marx
como el marxismo habrían puesto en la descripción del modo de producción
capitalista sin ahondar suficientemente en la problematización del llamado “modo
de vida natural”:

La Escuela de Frankfurt reconoce el acierto de Marx al descubrir que


en el mundo moderno la vida concreta de las sociedades debe
someterse a la acumulación del capital o a la vida abstracta de la
valorización del valor, pero señala un vacío dentro de ese acierto; no
hay en él, plantea, una tematización de lo que debería entenderse por
“concreción” de la vida, no hay una problematización específica de la
consistencia del valor de uso de las cosas, de la “forma natural” de la
reproducción social.134

La “naturalidad” de este modo de vida no tiene nada que ver con una teoría de la
naturaleza humana o con la postulación de un substrato antropológico
trascendental, por el contrario, en Marx y en Echeverría este modo natural es el
resultado de la hominización y de la configuración histórica de la especie
humana.135 Así mismo, la diferencia entre una vida orientada al consumo y una
vida subordinada a la valoración no necesita sustantivarse en la representación
idílica de la comunidad premoderna en contraste con la sociedad moderna (algo

133
Echeverría, B. “Quince tesis sobre modernidad y capitalismo”, Tesis 4 (47-49).
134
“Modernidad y revolución” (64), en: Valor de uso y utopía.
135
“El término “forma natural” no hace referencia a una “substancia” o “naturaleza humana” de
vigencia metafísica, contra la cual la “forma de valor” estuviera “en pecado”; tampoco a un anclaje
de lo humano en la normatividad de la Naturaleza, respecto de la cual la “forma de valor” fuera
artificial y careciera de fundamento” (110), Echeverría, B. Modernidad y blanquitud, 2010.

120
que la sociología como discurso emergente, a fines del siglo XIX, no habría dejado
de repetir); ni menos tiene que ver con la posibilidad de postular una existencia
ajena a los intercambios mercantiles. Se trata, por el contrario, de mostrar cómo el
valor de uso funciona como revés crítico del valor de cambio, desocultando la
forma en que la valoración reduce todo consumo a la condición de consumo
productivo. Es decir, se trata de mostrar que el valor de cambio no es el destino
inexorable de la producción humana o que el enrriquecimiento no es una
tendencia natural, por mucho que el capitalismo haya naturalizado su lógica de
acumulación. En este sentido, no haber abundado suficientemente en la
producción no sacrificial y en la “concreción” del valor de uso determinó la
conversión del marxismo en una filosofía economicista y modernizante en su etapa
soviética.

Sin embargo, la observación de Echeverría no solo está dirigida contra el


socialismo real, sino que depara una importante problematización de la actual
acumulación capitalista que ya no se estructuraría mediante la extracción de
plusvalía absoluta (basada en la extensión de la jornada laboral), sino mediante la
extracción de plusvalía relativa (que se obtiene gracias a la subsunción real del
trabajo al capital).136 La complejidad de este problema es tal que incluso dentro de
la misma Escuela de Frankfurt no hay una versión única sobre el estatuto de dicha
“forma natural”: desde la Dialéctica de la Ilustración, ese célebre ensayo de Adorno y
Horkheimer que muestra la subsunción radical de la vida a la lógica capitalista y a
la industria cultural, hasta las reflexiones sobre el concepto de naturaleza en Marx,
de Alfred Schmidt, uno de los herederos de aquella Escuela, o incluso hasta las
reflexiones de Benjamin sobre el “mundo parisino” del siglo XIX, tema central de
su monumental Passagen-Werk, no hay un desarrollo acabado sobre la diferencia
entre valor de uso y valor de cambio, vida natural y vida mercantificada.

En otras palabras, aún cuando las reflexiones de Adorno sobre la


precarización de la existencia en el contexto del Holocausto, y las observaciones de
Benjamin sobre el capitalismo como sistema de producción de vida desnuda (blosses
Leben), complementarían la crítica marxista de la economía política, todavía hay en
el trabajo de Echeverría una cierta conciencia sobre la “situación de emergencia” en
la que nos encontramos actualmente. Es decir, si por un lado, la subsunción real
del trabajo al capital en el contexto del mundo contemporáneo pareciera implicar
la absoluta subordinación de la vida a la lógica de la acumulación; por otro lado,
sus reflexiones insisten en buscar en la historia, leída a contrapelo, la “chispa de la
esperanza”. De ahí entonces que el barroco aparezca como una complejización de la
teoría del valor y que sirva como punto de inflexión de la lógica capitalista que se
136
Cuestión que Marx desarrolla en la quinta parte (capítulo 16) de El Capital (“Plusvalía absoluta y
relativa”), 1990; y que vuelve a problematizar en el famoso Libro I, capítulo VI (inédito): resultados del
proceso inmediato de producción (2000).

121
expresa como permanente producción de formas de vida mercantificadas o, para
usar una expresión más contemporánea, formas de vida precarizadas y desnudas.
Desde Benjamin hasta Agamben, desde Arendt y Ágnes Heller hasta Foucault, la
interrogación de esta vida desnuda aparece siempre distanciándose de una
inescapable antropología negativa; así también para Echeverría, quien invierte, sin
embargo, la lógica de la precarización desde una consideración materialista de los
procesos de mestizaje y barroquización en América Latina, como estrategias de
sobrevivencia y sobrecodificación del capital.

Antes, sin embargo, de abundar en el ethos barroco, necesitamos elaborar las


consecuencias de la subsunción real del trabajo al capital en el contexto de
universalización del modo de vida americano, cuestión que constituye el objetivo de
nuestra siguiente sección.

IV. – The American Way of Life

Perteneciente a la larga tradición anti-imperialista latinoamericana


Echeverría, sin embargo, no puede ser inscrito en la misma vertiente de, por
ejemplo, el arielismo como discurso valórico de la diferencia, o de la teoría de la
dependencia cuya preocupación fundamental radicaba en los procesos económicos
de “desarrollo del subdesarrollo” más que en las constantes históricas y culturales,
flojamente reducidas a una cuestión relativa a la identidad y a la manipulación
ideológica. Su crítica del imperialismo, en tal caso, es el resultado directo de su
comprensión histórica de la razón imperial occidental, particularmente en su
versión moderna, es decir, de la articulación entre hegemonía metropolitana y
capitalismo central y del consiguiente pasaje hacia el predomino de la Pax Imperial
contemporánea y el modo de vida americano. En tal caso, la americanización del
mundo no se refiere a una imposición simplemente externa de Estados Unidos
sobre el resto del planeta, sino a la constitución de un horizonte de la existencia
relacionado con el American way of life: “[m]ás que la idiosincrasia de un imperio, el
“americanismo” es el imperio de una “idiosincrasia”: la del ser humano cortado a
imagen y semejanza de la mercancía-capital”.137 ¿Cómo es que llegó a ocurrir esto?
Para entender la transición desde la primera modernidad capitalista mediterránea a
la actual americanización del mundo, necesitamos desplegar al menos tres
dimensiones de su análisis:

1) Por un lado, su referencia a Max Weber nos permite comprender el reemplazo


del capitalismo mediterráneo por el capitalismo nórdico, relacionado con el
surgimiento de modos de vida ascéticos y puritanos, es decir, con la concomitancia

137
Modernidad y blanquitud, 105-106.

122
histórica de una ética protestante y un particular espíritu capitalista, cuyas
demandas sobre el cuerpo social e individual se manifestarán en el código de
conducta sacrificial relacionado con los valores de la postergación del goce, del
ahorro, de la austeridad y de la compulsividad al trabajo; por otro lado, sin
embargo, gracias a esta lectura “cultural” de la constitución del capitalismo
podemos entender la diferencia entre un tipo de capitalismo “puro”, cuya
realización se encontraría en la historia moderna americana, de aquella otra
modernidad heterogénea, desde siempre contaminada por impurezas y relacionada
con el predominio del catolicismo y la Contrarreforma, en el sur de Europa y en
América Latina.

Así como la diferencia entre “forma de vida natural” y “forma de vida


capitalista” es analítica y no ontológica, es decir, es un postulado del análisis y no
una facticidad constatable, así mismo, los “tipos ideales” de modernidad funcionan
como modelos analíticos más que substantivaciones de formas históricas de
sociedad. Sin embargo, una serie de procesos históricos específicos explican las
diferencias entre las modernidades católicas o “sucias” y aquellas protestantes o
“blancas”:

Tal vez la clave histórico empírica principal de la modernidad


“americana” esté en la coincidencia casual, “providencial”, si se quiere,
de un peculiar proyecto de vida comunitaria, el proyecto cristiano
puritano, con un hecho natural igualmente peculiar, el de la
abundancia relativa de medios de producción naturales; en el
encuentro inesperado de una moralidad que busca la salvación eterna
(celestial) a través de la entrega compulsiva al trabajo productivo […]
con una situación natural excepcionalmente favorable a la potenciación
de la productividad del trabajo.138

En cuyo caso, la materialidad del espíritu capitalista tiene que ver con instancias
históricas bastante precisas y no con lecturas especulativas y genéricas. El
americanismo no es una identidad cultural abstracta derivada de la sociedad de
consumo, sino, en primera instancia, una articulación histórica entre la lógica de
acumulación capitalista y un ethos o forma de habitar el mundo que tiende a
universalizarse como requisito de la globalización y de la articulación planetaria del
intercambio.

2) El desarrollo de esta modalidad de experiencia moderna, subsumida a la lógica


de la acumulación definiría, entonces, el modo de vida americano: “[e]l progreso al
que se entrega la realización del American dream es aquel que, mientras pretende

138
Modernidad y blanquitud, 96.

123
“mejorar” al ser humano y a su mundo, lo que “mejora” o incrementa en verdad es
el grado de sometimiento de la “forma natural” de la vida bajo su “forma de
valor”.139 De esta manera, Echeverría relaciona la americanización del mundo, el
hecho indesmentible de la universalización del American way of life, con lo que Marx
llamó predominio de la subsunción real del trabajo al capital, es decir, con el pasaje
desde la extracción de plusvalía absoluta como mecanismo distintivo del
capitalismo extensivo decimonónico, a la extracción de plusvalía relativa
relacionada con el capitalismo intensivo tendencialmente predominante desde la
Segunda Guerra Mundial. La subsunción del trabajo al capital describe, para Marx
y para Echeverría, la producción propiamente capitalista, sin mediaciones jurídicas
ni contrapesos estatales, cuya activación o puesta en marcha está históricamente
relacionada con la brutal implementación, en las últimas décadas del siglo XX, de la
des-regulación económica asociada con el neoliberalismo. En los términos del
mismo Echeverría, la americanización del mundo tiene que ver con el
desplazamiento de la renta de la tierra, fundamental en la acumulación capitalista
europea, por la renta extraordinaria o tecnológica distintiva de la forma de
acumulación actual.140

No es casual entonces que la universalización del estilo de vida americano,


fundado en la ascesis protestante y en una antropología predispuesta a la
sacrificialidad, se yuxtaponga con el desarrollo del capitalismo mundialmente
integrado a partir del incremento de la tasa de ganancia extraordinaria basada en la
extracción de plusvalía relativa, como tampoco es casual que en esta transición
interna al capitalismo, sea la tecnología la que produzca dicho plusvalor y no la
renta de la tierra como en el capitalismo clásico. Empero:

El efecto devastador que tiene el hecho de la subsunción capitalista


sobre la vida humana, y sobre la figura actual de la naturaleza que la
alberga, es evidente: la meta alcanzada una y otra vez por el proceso de
reproducción de la riqueza en su modo capitalista [americano] es
genocida y suicida al mismo tiempo.141

3) Sin embargo, si el diagnóstico de Echeverría parte por constatar la


universalización del American way of life como realización plena de la subsunción del
trabajo al capital, valdría la pena hacer aquí una distinción entre las alternativas
que su pensamiento nos ofrece y aquellas que la tradición normativa conservadora
(el antropo-logos moderno) no ha dejado de repetir. Desde la temprana

139
Modernidad y blanquitud, 103.
140
Este es el tema central de su conferencia en el Fernand Braudel Center de la Universidad de
Binghamton, el 04 de diciembre de 1998 y que aparece en su libro Modernidad y blanquitud, con el
título: “‘Renta tecnológica’ y ‘devaluación’ de la naturaleza” (35-41).
141
Modernidad y blanquitud, 113.

124
caracterización de la crisis del nomos de la tierra por Carl Schmitt, como síntoma del
agotamiento del imperialismo europeo y emergencia de la hegemonía imperial
americana, después de la Segunda Guerra Mundial, hasta las reacciones paranoicas
frente a la crisis de la ética protestante en la cultura contemporánea estadounidense
por parte de Daniel Bell, o desde el diagnóstico conservador de la crisis de la
juventud americana por parte de Allan Bloom, hasta la defensa chovinista de la
identidad nacional “asaltada” por las olas migratorias latinoamericanas por parte de
Samuel Huntington142, lo cierto es que el común denominador de este tipo de
pensamiento es su recurrencia apresurada a un modelo de sacrificialidad
trascendental identificada con la doctrina del destino manifiesto de América y con
una cierta excepcionalidad histórica (filosóficamente avalada desde Hegel hasta
Rorty), cuya materialización, en cuanto excepcionalidad, estaría en la actual
Doctrina de Guerra Preventiva:143

En las bases de la modernidad “americana” parece encontrarse una


constatación empírica, la de que en América se encuentra vigente un
“destino manifiesto” adjudicado por Dios a la comunidad de godliest
(divinos) o puritanos (calvinistas, no cuáqueros) recién desembarcada
del Mayflower y a sus descendientes; un destino que se hace evidente en
la entrega que Dios habría hecho a los colonizadores neo-ingleses de un
Lebensraum [espacio vital] natural por conquistar libremente, que se
extiende Far West al infinito.144

Así, su consideración de la razón imperial contemporánea pasa por la


caracterización del tipo de modernidad capitalista americana y su decisiva relación
con la ascesis protestante, identificando dicha modernidad con la realización de la
subsunción capitalista de la “forma natural”. Sin embargo, ante este trágico
panorama, Echeverría despliega una sensibilidad opuesta a los miedos
conservadores que ven las dinámicas históricas como manifestaciones de una crisis
epocal; su visión, al igual que la de Benjamin frente a la crisis del marxismo y el
avance del fascismo, ve en todo esto una situación irresuelta, un interregno. Quizás
asistido por esa “débil fuerza mesiánica” de la que hablaba el alemán, su búsqueda
de alternativas al modo de vida americano no recurre al anti-imperialismo
tradicional y todavía valorativo ni se excusa nihilistamente en la demanda de una
142
Nos referimos a los siguientes textos: Carl Schmitt, The Nomos of the Earth, 2006. Daniel Bell, The
Cultural Contradiction of Capitalism. Allan Bloom, The Closing of the American Mind; y, Samuel
Huntington, Who are We ?: the Challenge to America’s National Identity, 2005.
143
Ver, por ejemplo, el trabajo de William Spanos, American Exceptionalism in the Age of Globalization,
2008; y de Donald Pease, The New American Exceptionalism, 2009.
144
Modernidad y blanquitud, 98. Ese Lebensraum o espacio vital, en clara alusión al argumento de
ocupación puesto en marcha por los Nazis en el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, todavía
agrega un matiz complementario a la movilización total, pues la extensión americana al oeste no
consideraba ni animales ni indios como habitantes dignos de derecho.

125
“solución final”. Haciendo eco de aquel encargo que Benjamin le deja en herencia
al pensador destructivo, Echeverría revisará la historia a contrapelo para buscar en
ella las claves que permitan desentrañar el secreto de la dominación. En eso radica
la importancia de su interpretación del barroco latinoamericano, objeto de la
siguiente consideración.

V. – Mestizaje barroco

Más que por sus méritos intelectuales, los argumentos de Huntington en su


ensayo sobre la identidad americana (Who are We?) resultan reveladores por su
condición sintomática de la paranoia característica del antropo-logos occidental frente
a las dinámicas heterogéneas de la historia. Básicamente, lo que le incomoda de la
ola migratoria “hispana” es su cantidad y su biotipo alternativo, no su condición
racial diversa respecto de la imagen ideal proyectada por la nación WASP (White
Anglo-Saxon Protestan), es decir, no su falta de blancura, sino su opacidad esencial, su
resistencia a la blanquitud como predisposición somática a la domesticación ascética:
una suerte de rigor corporal que, más allá del color, tiende a identificarse con los
atributos de la blanquitud como encarnación de los valores inherentes a la ética
laboral propia del capitalismo emprendedor americano (entrepreneurship). Nunca
antes América había sido afectada por una inmigración tan numerosa desde un país
vecino pero culturalmente opuesto y por una población que se resiste a la
integración lingüística y religiosa. La vieja amenaza roja, transformada en los años
60 en el temor a la cultura juvenil y a los movimientos de auto-afirmación
minoritarios, ahora se desplaza externamente hacia el ubicuo terrorista islámico, e
internamente, hacia el inmigrante como portador de un virus cuya contaminación
terminará por debilitar a la comunidad nacional. Este “paradigma inmunitario”,
para recordar a Roberto Esposito145, no es solo el fruto de una tensión casual o una
contradicción puntual de intereses económicos (como cuando se dice: “they are
taking our jobs”), sino la expresión de un racismo constitutivo del capitalismo
moderno, cuya versión americana termina por realizar la síntesis entre biopolítica y
acumulación.

Efectivamente, para Echeverría la blancura tiene que ver con ciertos rasgos
más o menos definibles pero siempre relativos a una condición étnica, en cambio la
blanquitud es la configuración de un bio-tipo, más allá de los rasgos étnicos
evidentes, identificado con la predisposición subjetiva a la domesticación y la
santidad o pureza moral, adjudicada históricamente a las poblaciones protestantes
noreuropeas. En tal caso,

145
Roberto Esposito, Immunitas, 2005.

126
El racismo normal de la modernidad capitalista es un racismo de la
blanquitud. Lo es, porque el tipo de ser humano que requiere la
organización capitalista de la economía se caracteriza por la disposición
a someterse a un hecho determinante: que la lógica de acumulación del
capital domine sobre la lógica de la vida humana concreta y le imponga
día a día la necesidad de autosacrificarse, disposición que sólo puede
estar garantizada por la ética encarnada de la blanquitud.146

Frente a este racismo inherente al capitalismo moderno, los pueblos del Tercer
Mundo y, en nuestro caso, de Latinoamérica, presentan una prodigiosa serie de
combinaciones y “mestizajes” que no solo contaminan la blancura étnica europea,
sino el dispositivo de la blanquitud como forma de disciplinamiento moral y
laboral. Los pueblos latinoamericanos serían el resultado histórico de una violencia
fundacional (Conquista) y de una violación física y simbólica que les obligó a elegir
entre el aislamiento y la extinción o la “convivencia en mestizaje”, reconstruyéndose
después de la catástrofe con las ruinas olvidadas por el conquistador.

Como diría Patricio Marchant, el filósofo chileno contemporáneo de


Echeverría, la versión estándar de la historia latinoamericana, obcecada con su
propia representación de lo humano, no puede comprender que en el corazón de
su “antropología fundamental” habite una multiplicidad impura de devenires
históricos enarbolados, barrocos, mestizos, que llevan en su cuerpo la memoria de
una violencia colonial y, a la vez, fundacional; los nuestros son:

Pueblos invadidos y destruidos por Europa y, por ello mismo, pueblos


para cuyos descendientes Europa pasó a ser parte de ellos mismos, ante
todo su lengua; pero, por su otro esencial componente, pueblos que
difieren, racial y culturalmente de Europa. Así, “raza mestiza
latinoamericana”, como dice Gabriela Mistral, que ha demorado cuatro
siglos en constituirse, “raza”, por ello, cuya estancia –o habitar— y, por
ello, su cultura, no puede ser ni estancia ni cultura europea.147

146
Modernidad y blanquitud, 86.
147
“Desolación. Cuestión del nombre de Salvador Allende (1989/1990)”, 219, en: Escritura y
temblor, 2000. Marchant, de hecho, complementa la concepción materialista del mestizaje
desarrollada por Echeverría, sobre todo por su énfasis en la cuestión de la lengua (y la literatura)
como un double-bind, es decir, como un arma de doble filo que, por un lado, es todavía la lengua
imperial del conquistador, pero, por otro lado, es la lengua en la que se expresa la “raza
latinoamericana”, su “histórico habitar”, su “estar en el mundo” más que un modo de “ser esencial”.
Tanto en Mistral como en César Vallejo, José Carlos Mariátegui, José Lezama Lima, entre muchos
otros, lo que se manifestaría, más que la ontología de una “raza cósmica” y “sintéticamente
transculturada”, sería el barroquismo de un habitar “incoherente” y, sin embargo, proliferante. En
otras plabras, lo que Marchant nombra con esta “estancia en la lengua” está en sintonía con lo que
Echeverría nombra como “ethos barroco”.

127
Compartiendo varias interrogantes similares a las de Marchant, las contribuciones
de Echeverría parten por periodizar la serie de oleadas modernizadoras que habrían
afectado a América Latina y la habrían llevado a constituirse en lo que es: la
materialización de una modernidad católica, herética y politeísta, casi “marrana” en
sus dislocadas simbiosis culturales. Desde la Conquista como índice de un
Encuentro marcado por la devastación y el genocidio, las poblaciones
latinoamericanas se vieron confrontadas con la disyuntiva de aislarse de las
influencias del conquistador y rechazarlas desde una identidad auto-afirmada en la
negatividad de una existencia avasallada, o asimilarse, reconstruyéndose y
apropiándose de la cultura foránea. El resultado de esa disyuntiva fue el barroco
histórico latinoamericano, una expresión formalmente próxima al barroco
peninsular, pero desde ya preñado por la diversidad de formas y contenidos que
definieron su ethos, estancia o forma específica e histórica de habitar. Sobre esta
proliferación salvaje del barroco de Indias, las Reformas Borbónicas intentaron
imponer una nueva organización social, trayendo consigo una segunda oleada de
modernización y violencia cuyo reemplazo histórico ocurrió con las revoluciones
fundacionales de comienzos del siglo XIX. Efectivamente, para Echeverría, el siglo
XIX pertenece más que a la resistencia, al sometimiento del habitar
latinoamericano a un proyecto liberal-republicano articulado por la metafísica
representación de la civilización (Europa) y la barbarie (América Latina). En otras
palabras, el proyecto fundacional inaugurado con las Independencias nacionales
quedó subsumido, dadas las dinámicas del capitalismo expansivo del siglo XIX, a
una tercera ola modernizadora orientada a domesticar el heteróclito paisaje
latinoamericano desde la configuración soberana de la territorialidad del Estado
moderno.

La cuarta ola modernizadora está relacionada, indudablemente, con el fin


del viejo contrato social latinoamericano, más que con las celebraciones ingenuas
de su Bicentenario. Así, junto a la Conquista, al reformismo borbónico y a la
fundación “republicana”, esta última oleada modernizadora está marcada por la
serie de golpes de Estado y guerras civiles de fines del siglo XX, cuya función
esencial fue la transición desde el orden soberano-territorial al nuevo orden
financiero global.

Sin embargo, para Echeverría el barroquismo de la modernidad


latinoamericana, y no sólo el barroco como etapa histórica, aparecería como una
estrategia de resistencia frente al formato biopolítico de modernización capitalista.
En esto consistiría la peculiaridad de la cultura latinoamericana, más que de una
diferencia ontológica, se trata de su diferir, es decir, de su llegar tarde y “mal” a la
historia universal:

128
Si existe entonces una peculiaridad de la cultura latinoamericana, ella se
debe, en mi opinión, formalmente, a la estrategia del mestizaje y, en lo
que respecta al contenido, a la convivencia o presencia simultánea de
los distintos tipos de modernidad que fueron apareciendo a lo largo de
la historia de América Latina.148

De esta manera, frente al bio-tipo de la blanquitud ascética, la condición parda,


católica, periférica, mestiza, “marrana” y heterogénea de la modernidad
latinoamericana conlleva una comprensión del barroco no sólo como un
dispositivo de complejización de las formas literarias y artísticas, sino como un
ethos, esto es, una disposición de estar (más que del Ser) en la historia que tiende a
enturbiar la simplicidad transparencial del intercambio mercantil y de la
comunicación burguesa, es decir, de la razón comunicativa como fundamento de la
racionalidad moderna. En tal caso, para Echeverría la modernidad latinoamericana
no es un “proyecto inconcluso” à la Habermas (asistido por las esperanzas post-
metafísicas en la buena voluntad de los actos de habla), sino una condición
material inescapable. Así como hay una modernidad de lo barroco también hay un
borroquismo constitutivo de esta modernidad.

Considerado en general, entonces, hay en su recurrencia al barroco un gesto


benjaminiano que consiste escudriñar en el pasado las claves del sufrimiento en el
presente. Lo que diferencia a dicho gesto del historicismo es que el pasado no
explica al presente ni lo justifica, sino que “relampaguea en un momento de
peligro”, mostrando a la historia, toda junta y de golpe, siempre a la espera de una
redención que, sin embargo, no llegará vestida con los trajes espectaculares de la
revolución.

Echeverría es un pensador intempestivo que, confrontado con el


predomino de la Pax Americana y su modo de vida, que es el modo de vida
capitalista y puritano, ve en el barroco una teoría de la historia que complejiza los
modelos de evolución pragmáticos propios de las ciencias sociales, que complejiza
las teorías lingüísticas y comunicativas consensuales propias de la “filosofía
burguesa de la lengua”149 y del orden liberal contemporáneo, y que entiende la
autonomización radical del ornamento barroco y la contaminación entre
ensoñación y realidad propia de su figuración literaria, como postulación de un

148
Vuelta de siglo, 199.
149
En este sentido, la crítica de la filosofía burguesa de la lengua, desarrollada por Benjamin en su
temprano texto “Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos” (1916), en: Para una
crítica de la violencia, y que está en relación con su trabajo sobre el Trauerspiel, es consistente con la
teoría barroca de la significación y la polisemia como interrupción de la valoración capitalista,
desarrollada por Echeverría, en cuyo caso, sostenemos, la lectura de este último no sólo
complementa sino que re-direcciona la lectura del primero.

129
mundo alternativo al existente, un mundo radicalmente posible y radicalmente
diferente. Si el American way of life representa la culminación de la sacrificialidad
protestante como condición del despliegue de la subsunción real del trabajo al
capital, el barroco como una práctica de mestizaje en proceso, referido a múltiples
intercambios culturales y devenires “minoritarios”, conlleva también una crítica de
la valoración capitalista.

Puede decirse, en resumen, que en el uso barroco de la representación


campea una ironía profunda acerca de la pretensión de la modernidad
capitalista de convertir a lo otro en Naturaleza, de privarle de
subjetidad, de convertirlo en puro objeto; de reducir al mundo al
estatus ontológico de una imagen.150

En efecto, para Echeverría el barroco es tanto un periodo histórico relacionado con


la Reforma Católica y la Contraconquista (Lezama Lima) como una estrategia de
sobrevivencia y complejización lingüística, y una crítica de la valoración capitalista,
en el pasado y ahora, cuando una vez más “el estado de excepción es la regla”.
Como forma de vida, el barroco supone una convivencia material en la diversidad,
opuesta al pluralismo formal del multiculturalismo liberal que está siempre
sobrecodificado por el tiempo de la producción. El barroco en cambio es curva y
descentramiento, anacronismo y proliferación. Contra el tiempo espacializado de la
circulación de mercancías, el barroco supone la convergencia anárquica de los tempi
de la existencia más allá de la lógica de la acumulación.

Estamos convencidos de que estos comentarios solo alcanzan, en el mejor


de los casos, a indicar la condición enrevesada de un pensamiento radical. Bolívar
Echeverría ya no está entre nosotros, pero nos deja en herencia más que una
tradición una forma de pensar, misma que lo hermana con el pensamiento trágico
occidental, testimonio irrefutable de que el mundo es como es y de que podría ser,
perfectamente, de otro modo.

Fayetteville, noviembre del 2011

Referencias:

BELL, Daniel, The Cultural Contradiction of Capitalism. New York: Basic Books,
1976.

150
Vuelta de siglo, 170.

130
BENJAMIN, Walter. Para una crítica de la violencia y otros ensayos (Iluminaciones IV).
Madrid: Taurus, 1998.
BLOOM, Allan. The Closing of the American Mind. New York: Simon & Schuster,
1988.
ECHEVERRRIA, Bolívar. El discurso crítico de Marx. México: Era, 1986.
- “Quince tesis sobre modernidad y capitalismo”, Cuadernos Políticos 58
(Octubre-Diciembre 1989): 41-61.
-Valor de uso y utopía. México: Siglo XXI, 1998.
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- (Comp.), La mirada del ángel. Sobre el concepto de la historia de Walter
Benjamin. México: Era, 2005.
-Vuelta de siglo. México: Era, 2006.
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-“América Latina: 200 años de fatalidad”, 11 de abril del 2010, Sin Permiso:
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3236
-“Potemkin Republics. Reflections on Latin America’s Bicentenary”, New
Left Review 70 (Julio-Agosto 2011): 52-61.
ESPOSITO, Roberto. Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires:
Amorrortu, 2005.
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New York: Simon & Schuster, 2005.
MARCHANT, Patricio. Escritura y temblor. Santiago: Cuarto Propio, 2000.
MARX, Karl. Capital Volume I. New York: Penguin Classics, 1990.
-Libro I, capítulo VI (inédito): resultados del proceso inmediato de producción.
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-OYARZUN R., Pablo. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre historia. Santiago:
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-PEASE, Donald. The New American Exceptionalism. Minneapolis: University of
Minnesota, 2009.
-SCHMITT, Carl. The Nomos of the Earth in the International Law of Jus Publicum
Europaeum. New York: Telos Press, 2006.
-SPANOS, William. America’s Shadow: An Anatomy of Empire. Minneapolis:
University of Minnesota Press, 1999.
-American Exceptionalism in the Age of Globalization. The Specter of Vietnam.
New York: University of New York Press, 2008.

131
La crítica del marxismo como técnica liberacionista

Si verdaderamente se ha vuelto posible este tipo de


lectura esencialmente no-edípica del texto filosófico,
y no únicamente filosófico, en su historia, ¿qué nos
impide tratar de leer a Marx así? Más aún, ¿no será ya
ésta la única forma posible de leer a Marx, a ese Marx
no-marxista que él señaló a la letra? Una lectura que
podríamos llamar pos-crisis; lo cual aleja toda
tentación de rescate y nos instala en la travesía
inmanente de la crisis, que no es solo del marxismo
sino de la razón “en general”.

Oscar del Barco. El otro Marx 151

¿Se trata de salvar una tradición? O, por el contrario,


¿es esa tradición la que pesa en gran parte del
movimiento revolucionario impidiéndole liberarse
teórica y prácticamente de ideas y formas
organizativas y políticas que han caducado
históricamente?

Oscar del Barco. Esbozo de una crítica a la


teoría y práctica leninistas 152

151
Oscar del Barco, El otro Marx, México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 1983, pp. 12-13. De
ahora en adelante citado como “OM”.
152
Oscar del Barco, Esbozo de una crítica de la teoría y práctica leninistas, México, Universidad
Autónoma de Puebla, 1980, p. 102. De ahora en adelante citado como “ECL”

132
Introducción

¿Qué está en juego en el trabajo de Oscar del Barco? ¿Porqué sus


intervenciones “filosóficas”, “teóricas”, poéticas o incluso artísticas podrían ser
relevantes para pensar nuestro tiempo? En el siguiente ensayo quisiéramos
detenernos en los textos tempranos que del Barco dedica a Marx y al marxismo,
pues en ellos se esboza, con una llamativa nitidez hasta ahora ignorada, la crítica de
un cierto determinismo, de un cierto teoricismo y de un cierto voluntarismo que
habrían provocado el fracaso de la experiencia revolucionaria del siglo XX; en
particular, el fracaso de la Revolución Rusa, tenida hasta hace muy poco como
ejemplo de lucha y resistencia contra el capitalismo. Del Barco elabora una
cuidadosa lectura de las paradojas teóricas de Marx, de las consecuencias de su
método, de la prioridad de la “práctica” y de la “inversión” teorética realizada por
una joven burocracia congregada en torno a los escritos del alemán convertidos en
“sagradas escrituras” de una nueva clerecía. Pero, su trabajo referido al marxismo
no termina ahí, pues muy temprano elabora una crítica de la teoría y la práctica
leninistas y de sus inclinaciones vanguardistas que resultaron ser contraproducentes
para el horizonte democrático anti-capitalista históricamente identificado con el
marxismo. Su temprano distanciamiento de las euforias y militancias partisanas de
un marxismo mecánicamente adaptado a las realidades latinoamericanas, lo llevó a
un ejercicio sui generis de “renovación” que no debe ser confundido con el
oportunismo euro-comunista ni con los giros post-marxistas con los que, en otras
latitudes latinoamericanas, se abandonó la agenda democratizadora en nombre de
un tibio realismo de época. Su renovación puede ser leída como una experiencia de
agotamiento y abandono, pues en su desmontaje de las trabas intelectualistas del
vanguardismo partisano y en su interrogación crítica del método marxista, lo que
sobrevive no es un corpus corregido y dispuesto a ser analizado, sino una experiencia
radical de lectura que lo aleja de toda innovación formal, y lo expulsa hacia un
ámbito donde la política ya no viene asegurada por ninguna conciencia filosófica.
Bien podría decirse que entre el agotamiento del potencial revolucionario del
marxismo “teórico” y la intraducible experiencia de una búsqueda que no intenta
restituirle una filosofía a la historia, que habita precisamente en la destrucción de
toda filosofía de la historia, se haya la cuestión más relevante a ser pensada en la
orfandad radical de su estilo, de su práctica de lectura, de su confrontación
polémica con lo real.

Pero, del Barco también está asociado a uno de los más álgidos debates en la
Argentina actual, un debate en torno a la violencia política guerrillera y a la
copertenencia entre partisanismo y militarismo. En efecto, su carta a la Revista
Intemperie (fines del 2004), bajo el altisonante título “No matarás”, dio paso a una
seguidilla de respuestas donde, entre otras acusaciones, abundaron aquellas que lo

133
identificaban con un abandono de la política, un arrepentimiento casi religioso de
las acciones y creencias del pasado, una caída en la ética y un llamado pacifista a la
autocrítica y al perdón. Sostenemos, sin embargo, que una breve revisión de la
perspectiva que del Barco viene desarrollando desde su exilio en México debiera ser
suficiente para relativizar dichos juicios, sobre todo porque lo que está en juego en
su trabajo no es una ética o una política alternativa, que prescriba desde su auto-
suficiencia conceptual un qué hacer programático, sino, por el contrario, sus
elaboraciones están domiciliadas en una particular coyuntura histórica en la que se
comienza a hacer imposible seguir “suturando” la diversidad de la historia efectiva
desde una cierta filosofía o racionalidad. De ahí la relevancia de su temprana
revisión crítica del marxismo, ya a principios de los ochenta, antes que las
sociologías transicionales que fundaban su legitimidad en una necesaria revisión del
pasado, confundieran dicha revisión con un obstinado anti-marxismo incapaz de
cuestionar el giro neoliberal en la región. Lo que distancia a la renovación de del
Barco de la renovación transitológica es que la primera interrumpe la
disponibilidad teórica para fundar una nueva práctica política (pues la política es
una intensidad de toda práctica y no un ámbito acotado e iluminado por el saber153),
mientras que la renovación propugnada por las sociologías transicionales apuntaba
a la constitución de una nueva filosofía de la historia que legitimara la tardía
modernidad latinoamericana y la consiguiente transición desde el Estado nacional-
popular hacia el mercado global y la política gestional.

Por otro lado, el debate en torno al “no matarás” reordenó una serie de
posiciones sobre el pasado de la izquierda latinoamericana, sobre la legitimidad de
la violencia revolucionaria y su diferencia o semejanza con la violencia capitalista,
sobre la viabilidad de la revolución como experiencia definitoria de la democracia
radical, y sobre las particularidades de la guerrilla argentina y latinoamericana en
general. Así, problemas relativos a la crítica interna de la tradición marxista
aparecen ahora aparejados con problemas relativos a la historia de la izquierda
contemporánea, cuestión que marca una continuidad problemática entre la teoría y
la práctica marxista, y que marca a esta misma continuidad como una cuestión
problemática. De una u otra forma, su trabajo crítico y reflexivo testimonia una
cierta dislocación de la relación entre teoría y práctica, entre filosofía y facticidad,
que nos deja domiciliados en una cierta intemperie, una cierta orfandad para la que
no habría una institución formal o categorial que nos resguarde, obligándonos a
una confrontación sin cuartel con las verdades naturalizadas de nuestras
militancias. Por supuesto, el debate en torno al “No matarás” requiere un análisis
detenido (como el que realiza, en este mismo dossier, Luis García), pero nuestro
cometido aquí consiste simplemente en mostrar que las posiciones asumidas en su
153
“Por consiguiente resulta imposible hablar de una práctica política y habría que decir más bien
que la política no es una práctica sino una intensidad propia de toda práctica” (OM 41).

134
compleja postura ya están en ciernes y, a veces, plenamente desplegadas, en sus
intervenciones más acotadas sobre Marx, el marxismo y la revolución. Es, en su
crítica del marxismo como filosofía de la historia y del leninismo como
vanguardismo burgués iluminado, donde se encuentran las razones fundantes de su
desasosiego con el tono negligente de nuestro tiempo.

También quisiéramos dejar claro desde el principio que la lectura intentada


en estas páginas no debe agotarse en una historia disciplinada del marxismo
latinoamericano, historia para la cual el trabajo de del Barco debería resultar
insoslayable. Otras son las motivaciones que la animan, a saber, la posibilidad de
leer en sus críticas la paulatina emergencia de una conciencia política no
convencional ni reducible a la racionalidad calculabilista moderna, una concepción
no formalizada de la política que hoy asociamos con el pensamiento impolítico
italiano o con la menos conocida infrapolítica. De tal forma, después de exponer
algunos puntos centrales de su crítica al marxismo-leninismo y a las paradojas de la
razón instrumental de izquierda, intentaremos elaborar la relación entre su singular
pensamiento y lo que hoy llamamos infrapolítica, no para re-capturarlo o
disciplinarlo en una “nueva” perspectiva o escuela, sino para mostrar que su
pensamiento es el resultado histórico de, pero también una respuesta a, la crisis de
un modo específico de entender la relación entre teoría y práctica, entre marxismo
y política. Así, el pensamiento de del Barco no puede ser inscrito en una “historia”
de la filosofía, del marxismo o del pensamiento latinoamericano sin violentar la
singularidad de su gesto, que no consiste en un arrebato anti-filosófico, hoy en día
más o menos estandarizado, sino en un cuestionamiento de la misma
funcionalización de la filosofía como lógica, principio, arché, fundamento o razón.
No se trata, en otras palabras, de un rechazo advenedizo de la filosofía, sino de un
pensamiento filosófico an-árquico, a-principial y polémico, que sin renunciar
nihilistamente a ella, la problematiza, des-edipizando su lectura y descolocando su
función de autoridad, para abrirse a una política que ya no puede ser pensada en
los términos modernos de la Gran Política que dirigirá los destinos de la Historia
Humana, sino como una infrapolítica, no desde abajo (pues esto sería una
inversión topológica vulgar), sino desde la incongruencia constitutiva de vida y
saber, acción y razón, teoría y práctica. La infrapolítica no es una teoría política ni
una forma conceptual acotada, sino un nombre para la insubordinación del
pensamiento en la época de la realización de la metafísica occidental. En este
sentido, intentamos una lectura de del Barco desde las particularidades de su
polemos, pero en el entendido de que sus contribuciones -término injusto que
intenta captar la dinámica de un pensamiento siempre en retirada-, co-inciden con
la serie de preocupaciones que han dado paso a la reflexión infrapolítica, que es la
que define nuestro trabajo actual.

135
El marxismo como técnica liberacionista

En sus dos libros sistemáticos dedicados a la revisión crítica del marxismo,


Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas (1980) y El otro Marx (1983),
despunta un diagnóstico brutal contra toda forma de ortodoxia y reduccionismo
político. En efecto, a principios de los años ochenta, antes que las nuevas teorías de
la democracia y de la “tardía” modernidad latinoamericana coparan los ámbitos
académicos, y cuando todavía se discutía acaloradamente sobre el carácter “fascista”
o “autoritario” de las dictaduras militares del Cono Sur, en el campo marxista los
debates teóricos no se reducían a la simple adaptación de las recomendaciones de la
Komintern, ni a la consolidación de una política de alianzas para derrotar al
enemigo interno e internacional (el imperialismo). Aún resonaban las tempranas
contribuciones de José Carlos Mariátegui sobre la cuestión indígena, junto al
debate en torno a los modos de producción en América Latina, la caracterización
de las sociedades asiáticas, la crítica del desarrollismo y la dependencia y la
determinación del carácter feudal o capitalista del proceso histórico
latinoamericano, cuestiones que dividían el campo marxista entre los más
“etapistas” y aquellos identificados con una versión libre de “la ley del desarrollo
desigual y combinado”. Para unos, se trataba de recuperar la democracia, afirmar el
horizonte democrático-burgués y fortalecer los partidos comunistas (partidos de
masas con un claro rol pedagógico) en su lucha por radicalizar la democracia. Para
otros, el análisis debía ser hecho en términos del sistema capitalista global, y
mediante una adaptación libre de la teoría leninista del “eslabón más débil”, se
seguía la inminencia revolucionaria. Desde Agustín Cuevas y René Zavaleta
Mercado, hasta Roger Bartra o José Revueltas, el marxismo latinoamericano estaba
lejos de ser un campo homogéneo y estructurado en torno a una filosofía de la
historia convencional. Del Barco pertenece a esta coyuntura, pero su singularidad
consiste en la forma radical en que plantea no una adaptación del marxismo
soviético oficial, sino una crítica radical de sus usos convencionales, soviéticos o no.
Encontramos en él no solo claridad con respecto a la coyuntura marxista en la
región, sino una rigurosa lectura de las obras efectivas de la tradición marxista y una
particular sensibilidad filosófica que le permitía estar atento a las contribuciones
del pensamiento contemporáneo.154

A la vez, más allá de su pertenencia al grupo de los gramscianos argentinos


que desde los Cuadernos de Pasado y Presente, y después desde el exilio mexicano,
habrían realizado una sólida contribución al marxismo teórico y político en la

154
Por ejemplo, junto a Conrado Cerreti, del Barco es traductor de la temprana versión en español
de De la Gramatología (México, Siglo XXI Editores, 1971), libro fundamental de Jacques Derrida que
había aparecido un poco antes, en 1967.

136
región155, del Barco sin embargo, no puede ser homologado con figuras consulares
tales como José Aricó o Nicolás Casullo, sin omitir sus derivas particulares. Quizás
se podría afirmar, sin desmerecer la importancia histórica y teórica de estos
intelectuales, que el trabajo de del Barco permite una tensión más “productiva”
cuando es comparado con el giro post-marxista de Ernesto Laclau y con las críticas
al ethos racionalista y sacrificial del marxismo oficial, desarrolladas por el pensador
ecuatoriano Bolívar Echeverría, pues lo que estos tres pensadores comparten es una
sospecha radical con las promesas de la misma revolución como interrupción de la
lógica capitalista de acumulación. En efecto, mientras que para Ernesto Laclau la
revolución fue sobre-codificada por una lógica de la necesidad que terminaba
haciendo imposible a la misma política al interior del marxismo convencional, para
Bolívar Echeverría la revolución más que una interrupción de las formas de
violencia mítica propias del capitalismo, sería parte fundamental de su puesta en
escena, mecanismo interno y definitorio del capital.156

Para del Barco, lo que importa es una lectura histórica de Marx y no una
repetición del código marxista. En este sentido, se trata de una “reactivación”, para
usar una figura fenomenológica, que despabila al mismo alemán, sepultado por una
“sedimentación” sistemática de su pensamiento a cargo de la intelligentsia
revolucionaria oficial. El Marx que sale de su pluma es ya otro, no hijo de Hegel o
de la filosofía burguesa, pero tampoco aquel que habría puesto la dialéctica al revés,
invirtiendo el viejo idealismo alemán, sino un Marx inundado de historia, atento a
las dinámicas críticas de la sociedad de su tiempo, y por lo mismo, no el autor de
esquemas conceptuales de validez universal, sino una especie de etnógrafo sensible
a las particularidades históricas y sociales de su entorno. Este otro Marx es un
escritor lleno de contradicciones, y del Barco no lo lee para asegurarse un acceso
privilegiado a los secretos de la historia, sino que lo lee como un sismógrafo,
buscando en sus textos el registro involuntario de las dinámicas sociales más allá de
toda lógica, pues “todo intento por constreñir lo real dentro de una lógica termina
por hacer estallar la lógica” (OM 69). Esto último es relevante, pues ya no se trata
de determinar ni la validez ni la génesis del canon marxista, y lejos de remitir su
circunstancialidad a una afortunada síntesis de economía política inglesa,
socialismo francés y filosofía alemana, el Marx que emerge de los escritos del
argentino no es ni un filósofo ni un economista, sino un crítico de lo real: “Para
Marx, y esto es lo que no termina de entenderse, se trata de cuestionar lo real (que
aquí es el modo de producción capitalista) y la “ciencia” de lo real; de criticar el
sistema criticando el sistema-de-categorías del sistema”. (OM 17)

155
Raúl Burgos, Los gramscianos argentinos. Cultura y política en la experiencia de Pasado y Presente,
Argentina, Siglo XXI, 2004.
156
Ver de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una democracia
socialista, España, Siglo XXI, 1987. Y de Bolívar Echeverría, Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI,
1998.

137
En este sentido, del Barco escribe desde la crisis del marxismo, pero no para
sentenciarla normativamente, sino para insistir que es la misma crisis, en cuanto
condición ontológica de la historia (si se nos permite este oxímoron foucaultiano),
la que define la ocasión de Marx. En efecto, es desde la crisis que ha surgido la
textualidad del alemán, y así, sus categorías son siempre momentáneas y sus
observaciones metodológicas siempre históricamente encarnadas y nunca deberían
haber sido convertidas en un método general. Sin embargo, la historia del
marxismo podría ser leída como un intento incesante por establecer un corpus, un
método, una epistemología que resuelva, de una vez y para siempre, su política, es
decir, su relación epistemológica con lo real desde su domesticación categorial.
Aquí es donde la filosofía de la historia, en cuanto programa teleológico de
culminación de una cierta voluntad subjetiva, la estructura onto-teológica de la
metafísica y el partisanismo político marxista convierten el pensamiento de Marx,
que es un pensamiento abierto o irresuelto frente a la “lógica” inanticipable del
acaecer, en técnica, haciendo de su critica de la técnica una técnica más en la larga
historia de la determinación de la existencia, de la enajenación, no como extravío
desde la verdad del “yo”, sino en cuanto reducción de la travesía ontológica de la
existencia a la disciplinada condición del sujeto y de la conciencia.

Del Barco entiende perfectamente este problema, la conversión del


marxismo en técnica liberacionista, y entonces no puede dejar de advertir la paradoja
de hacer de la crítica de Marx al fetichismo de la mercancía (que es la culminación
des-humanizante de la historia de la técnica) una forma de la filosofía de la
reconciliación y de la conciencia, pues en esa lectura hegeliana, la reconciliación y
la restitución de la conciencia son posibles por la reducción de la misma
negatividad de la experiencia a una forma positiva del saber.157 Para él, incluso
Heidegger no alcanza a percibir en Marx más que una teoría propia del siglo 19, sin
percatarse que lo que hay allí es “una inmensa fenomenología-crítica precisamente
de la técnica devenida sujeto social” (OM 19). De una u otra forma, en su
resistencia al sujeto hegeliano, ya se adivina su desconfianza no solo con el carácter
monolítico del sujeto político marxista, el obrero en cuanto clase consciente para sí
y el respectivo reduccionismo de clases del marxismo vulgar, sino también su
distancia con el proceso auto-télico desde el que la sustancia deviene sujeto,
haciendo de la política una cuestión relativa al saber absoluto. Para anticipar una
preocupación propiamente infrapolítica, podríamos decir que es en este plano
donde del Barco ya piensa lo político más allá del sujeto.

157
Este sería uno de los problemas a seguir en sus textos posteriores, pues no se trata de afirmar ni
una ruptura con un momento juvenil, ni una obra “sistemática”, a la manera en que los filósofos
profesionales leen el pensamiento según los postulados de la historia de las ideas. Ver, por ejemplo,
Oscar del Barco, Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos, Argentina, Caja Negra Editora, 2010.

138
Pero antes de ir a este punto, destaquemos cómo el filósofo cordobés, de
manera análoga a cierto pensamiento agrupado bajo el mote de post-
estructuralismo, y gracias a su lectura destructiva de la filosofía de la historia, no
solo suspende la naturalizada relación entre teoría y práctica, sino que no cesa de
darle prioridad a la práctica, no como implementación de un recetario definido
desde algún esquematismo conceptual, sino como confrontación con lo real, y por
tanto, no como actividad reservada a un sujeto en particular, asignado
acríticamente desde la división del trabajo, sino como propiedad de la misma
existencia.158 Esto implica leer lo real no como aquello informado por la voluntad
de algún sujeto histórico, sino como aquello frente a lo cual el sujeto no cesa de
darse cabezazos, hasta destruirse como figura meramente epistemológica,
arriesgándose a transitar la delgada línea que separa el nihilismo subjetivista de la
filosofía de la conciencia. La política aparece entonces no como habilitación o
salvación de un sujeto, sino como posibilidad de una experiencia de lo real más allá
de la mediación categorial que nos entrega lo real ya siempre técnicamente mediado.
Sin embargo, no se trata de postular una experiencia originaria, sin mediación
técnica, como si su crítica de lo posthumano restituyera la dicotomía metafísica de
physis y techné, que sigue abasteciendo a las políticas identitarias, vernáculas, contra-
modernas en la actualidad. Se trata, por el contrario, de una problematización
radical de la técnica no como producción de una naturaleza inorgánica o artificial
del hombre, sino como condensación de las relaciones de poder y subordinación
que caracterizan al proceso de acumulación capitalista y a su variante liberacionista.
Esa es la consecuencia radical que del Barco lee en el método marxista, y no una
serie de preceptos que dictaminarían un cierto qué hacer teórico o práctico, pues
todo su trabajo es una interrupción, nos atrevemos a sugerir, de ese qué hacer que es
la forma distintiva de la conversión del pensamiento de Marx en marxismo o
técnica liberacionista. En otras palabras, su crítica de la técnica no es antropológica
sino que relativa a la cuestión del poder y la acumulación.

Así, su lectura de la relación entre Hegel y Marx es una lúcida


problematización del estatuto de la teoría, no como actividad contemplativa o
reflexiva, sino como narrativización conceptual del acaecer. Del Barco no intenta
mostrar la herencia hegeliana en Marx, sino desacreditar su presencia en un
marxismo teorético que cada vez que es llamado a explicar dicha relación termina

158
No se trata, entonces, de una simple inversión de la jerarquía teoría-práctica, sino de su
disolución radical, cuestión que no pasa por darle privilegio epistemológico o político a la práctica,
sino por liberarla de las contracciones de la lógica y de la técnica liberacionista. Pensar la práctica
más allá del horizonte liberacionista implica llevar al extremo la crítica de la sobre-determinación
técnica de la existencia y abrirse a una nueva concepción de la experiencia, cuestión que solo
podemos dejar señalada acá, para evitar el contrabando de una noción vulgar o empirista de práctica
en su trabajo.

139
por “hegelianizar” la especificidad del pensamiento de Marx, más allá del hecho,
perfectamente hegeliano, de presentar la teoría marxista como inversión o, incluso,
como materialización de Hegel. Pero, no se trata solo de una cuestión filosófica
relativa a las herencias conceptuales, entre las que destacarían, en primera
instancia, la totalidad, la historia, el sujeto y la dialéctica, sino de una cuestión
mucho más determinante, inscrita en un nivel menos explícito, relativa al hecho de
hacer comparecer ambos pensamientos, de manera equivalencial o proporcional, a
un cierto plano de comparabilidad en el que, mediante una analogía general, se
disuelve la resistencia que el riguroso pensamiento de Marx le opone al cierre
teórico de la filosofía hegeliana. En otras palabras, no se trata de establecer una
relación de continuidad o discontinuidad entre ambos, sino de pensar el
surgimiento, con Marx, de un espacio no teórico, lo real, y por lo tanto, no
capturado por la astucia de la razón filosófica. Permítasenos una extensa cita donde
todo está lúcidamente articulado:

La diferencia entre Marx y Hegel está en que mientras Hegel reprime lo real
de la relación concepto-real, haciendo del conocimiento el
desenvolvimiento del concepto y afirmando la filosofía (más precisamente
su lógica) como la verdadera Ciencia; Marx refiere el concepto a lo real, el
concepto es concepto-de-lo-real, de lo concreto real, en su forma conceptual;
además y, esencialmente, el concepto vuelve encarnado políticamente al
concreto-real para su transformación: en ese “comienzo” y en esta vuelta se
desmarca el estatuto del teórico-originario propio de las clases explotadas;
mientras la “ciencia burguesa”, ya sea la Economía Política o la Lógica, se
dispara hacia lo abstracto clausurándose en el concepto, la teoría
revolucionaria “deviene fuerza material”, deviene-mundo. Este movimiento
trans-teórico produce un desplazamiento absoluto del corpus filosófico. (OM
63)

Algo similar es lo que ocurriría con los esfuerzos, finalmente infructuosos, de Louis
Althusser por problematizar la práctica y darle un estatuto en el sistema teórico
marxista. Ya sea la práctica política, la ideológica o la teórica, es el intento por fijar
su estatus lo que traiciona la brillante intuición originaria de su anti-hegelianismo.
De esta forma, en vez de desmontar el andamiaje conceptual del teoricismo hegelo-
marxista, Althusser terminó por producir, al interior de la teoría, una inversión
anti-historicista que resultó contra-producente y limitada para pensar la historicidad
radical de las prácticas sociales. Es esta diferencia entre historicismo e historicidad la
que le permite a del Barco tomar distancia del estructuralismo marxista y, aún
cuando su crítica del historicismo burgués es fundamental, eso no lo lleva a negar la
historicidad radical de las prácticas sociales desde una cómoda con-ciencia
filosófica. El problema de fondo, como advertíamos, es la pérdida de potencia de la

140
crítica de Marx a la técnica, articulada como crítica del fetichismo de la mercancía,
pues del Barco lee dicho fetichismo no como una espuria categoría de la conciencia
enajenada, predispuesta a ser reintegrada o recuperada en una Aufhebung
concientizante, sino como concreción del mismo desarrollo des-humanizante de la
técnica, en una proximidad con Heidegger que plantea la cuestión de la misma
técnica más allá de la hipótesis antropológica convencional. En tal caso, en su des-
hegelianización de Marx, Althusser habría llegado a suprimir no solo los textos
juveniles, considerados como ideológicos, sino incluso el mismo capítulo primero
del capital, cuestión que le impidió entender al mismo Capital como una crítica de
la técnica en cuanto concreción des-humanizante de una racionalidad operativa y
teórica a la vez:

Su teoricismo epistemológico –concluye del Barco- le produce una especie


de estrabismo conceptual: considera que un término hegeliano, o filosófico,
implica toda la problemática propia de su contexto y, consecuentemente, se
dedica a expurgar a Marx de “conceptos” hegelianos. (OM 105)

Obviamente, la crítica del pensador argentino es compleja y elaborada, no está


focalizada solo en Althusser, sino en la misma conversión del marxismo en una
suerte de teoría general o filosofía materialista de la historia, pero ya en la época de
la publicación de El otro Marx éste conocía la famosa Lección de Althusser con la que
Rancière problematizaba su distanciamiento de la escuela althusseriana.159 A la
pasada, en una línea que contiene el programa de todo pensamiento a-principial y
an-árchico contemporáneo, del Barco comenta: “Como dice Rancière ‘la lucha de
clases en la teoría es el último recurso de la filosofía para eternizar la división del
trabajo que le da lugar’” (OM 111). Lo que está puesto en cuestión acá no es solo el
carácter técnico-liberacionista del marxismo, su falta de problematización del lugar
que se le asigna en la división del trabajo (trabajo intelectual / trabajo manual),
sino la complicidad de este marxismo con los mismos mecanismo de acumulación
que definen al capitalismo, pues lo que sostiene su condición de técnica
liberacionista es su expropiación de la inteligencia colectiva y su apropiación de la
reflexión teórica, cuestión que no solo crea una burocracia de expertos o una
vanguardia de iluminados, sino que desbarata el “comunismo de la inteligencia”
remitiendo al obrero a una lógica identitaria que lo condena a actuar una identidad
de clases definida desde el guión de la teoría. Si Rancière piensa la noche de los
proletarios160 como aquella instancia donde estos se des-identifican y desmarcan de
las narrativas sacrificiales y heroicas reproducidas no solo por la teoría sino también
por la historiografía marxista, del Barco, con una intuición similar, entiende que el
trabajo de Marx no puede ser apropiado por un régimen de saber autónomo, pues

159
Jacques Rancière, La lección de Althusser, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1975.
160
Jacques Rancière, La noche de los proletarios, Argentina, Tinta Limón, 2010.

141
la misma condición de posibilidad de dicho trabajo es la crítica del orden
disciplinar y disciplinario que surge de la determinación teoricista de la práctica y
de la política: “Marx –sostiene el cordobés- no fue un teórico a la manera como lo
entiende Althusser: como un profesor que sabe mucha economía y mucha filosofía.
Sabía si mucha economía y mucha filosofía pero las criticó, no acepto el juego de
quedarse en la economía y en la filosofía. Porque no tenía lugar en ellas pudo
criticarlas” (OM 101).

Sin embargo, hay que entender que esta crítica al teoricismo marxista no es
ella misma una crítica teórica, pues eso sería repetir la tautología estructurante del
marxismo, su autoafirmación como inmanencia absoluta y conceptual. Por el
contrario, la verdadera raíz del teoricismo marxista radica en su condición de forma
histórica de saber, es decir, en las decisiones no de la teoría sino del teórico. Por lo
mismo, necesitamos aclarar que del Barco no está proponiendo una crítica
psicologista al carácter de los marxistas, sino una crítica radical al embelesamiento
híper-explicativo, auto-referente o auto-suficiente con que los marxistas confrontan
las incertidumbres de lo real. Si la premisa fundamental y básica del análisis
materialista era la inversión de las categorías subjetivas (o genérico-sensibles) de
Hegel y Feuerbach, dicha inversión fue restituida por el marxismo que terminó por
generalizar las categorías del análisis de Marx, olvidando su condición radicalmente
histórica, política. El marxismo es una intervención en el orden de lo real o no es
nada, es decir, o entendemos el marxismo como una forma de la práctica
históricamente constituida de los proletarios o convertimos el marxismo en una
filosofía de la historia de la liberación, sin advertir que el problema con esto radica
en el lugar de comando que le seguimos asignando a la filosofía. Aquí es donde del
Barco entiende la pertinencia de una “ciencia proletaria”, entre comillas, pues no se
trata del fomento estalinista de una ciencia obrera, ni del entusiasmo vanguardista
con la Proletkult, sino de una interrupción de la objetivación que el saber supone
sobre el mundo, desde la perspectiva de sus hacedores (para no decir agentes o
actores), los mismos que se encuentran sometidos tanto a la lógica de la
acumulación capitalista como a la lógica de la liberación marxista. Aquí mismo es
donde la crítica del Barco a la función técnica de la filosofía se muestra como una
crítica de la función filosófica de la técnica:

De esta manera la ciencia, a través de la máquina, se convierte en el sujeto


fetichizado de la sociedad capitalista y es este fetiche, fruto de una inversión
real, el que funda lo que llamamos el fetichismo de la ciencia. La importancia
constitutiva que tiene la ciencia en nuestra sociedad deriva de su
encarnación maquínica: es el cerebro de ese gran autómata (complejo de
máquinas que fucionan automáticamente) que es el modo de producción
capitalista. (OM 189)

142
Pero, todas estas observaciones en contra de la conversión del marxismo en técnica
liberacionista ya habían sido explícitamente articuladas, unos años antes, cuando
del Barco emprende un riguroso análisis de la Revolución Rusa y de la relación
entre leninismo y estalinismo. Hacia allá quisiéramos desplazarnos ahora, pues eso
nos permitirá complementar la crítica del liberacionismo técnico con la crítica del
vanguardismo iluminista, en cuanto ambos son eficientes en la expropiación del
“comunismo de las inteligencias” que termina por perpetuar en el marxismo oficial
su complicidad con los procesos de expropiación y acumulación.

El fracaso de la revolución

El punto de partida en la reflexión histórico-política de del Barco es,


significativamente, la conciencia clara respecto del fracaso de la Revolución Rusa,
que pasó de ser una instancia democratizadora y liberadora a una máquina
autoritaria que terminó por convertir al país en un inmenso campo de
concentración basado en un proceso innovador y autoritario de “acumulación
socialista”, tanto a nivel económico, como a nivel político. Dicha acumulación
entonces no solo replicó el modo de producción capitalista en una forma acelerada
y centralizada, sino que instituyó un fundamento teológico para la acción que hacía
más evidente la relación entre capitalismo y religión, precisamente porque el
socialismo surgido del leninismo instituía, sin cinismo ni mediaciones, los rituales
propios del capitalismo occidental, según una nueva nomenclatura que disputaba
superficialmente el modelo modernizador de Occidente solo para confirmarlo a
nivel de sus premisas fundamentales (autoritarismo, productivismo, sacrificialidad,
racionalidad principial, etc.).161

Habría que insistir aquí en dos cosas, por un lado, el análisis propuesto por
del Barco no es propiamente conceptual o historiográfico, sino histórico-político,
pues su examen de las limitaciones del pensamiento leninista y de las consecuencias
materiales de tales limitaciones va allá de la situación rusa o de la Revolución
Bolchevique en particular y se extiende hacia el horizonte general del marxismo
contemporáneo. Por otro lado, este análisis tampoco se conforma con la habitual,
aunque ahora insostenible, hipótesis que ve en el estalinismo la razón de la crisis de
la Revolución; por el contrario, y en esto reside la singularidad de su investigación
crítica, es en el mismo Lenin donde se encuentran una serie de paradojas que
acaban sobre-determinando el proceso revolucionario desde una lógica autoritaria y
finalmente nefasta.

161
Por supuesto, estamos aludiendo al breve pero sugerente texto de Walter Benjamin, “Capitalism
as Religion”. Selected Writings Vol. 1, 1913-1926, Cambridge, Massachusetts, Harvard University
Press, 1997, pp. 288-291.

143
En Lenin la teoría funda la práctica política, sustrae las luchas inmediatas de
las clases sometiéndolas a un sentido trascendente, que existe fuera y por
sobre la clase, y del cual es depositario el partido como organización política
de la clase. Este sentido, a su vez, constituye la base de un tipo de partido
rigurosamente estructurado en un orden pedagógico, de guía y maestro, tal
como fue expresado cientos de veces por la vieja y la nueva ortodoxia. (ECL
177)

Necesitamos detenernos acá para destacar la prolijidad del argumento. La


Revolución tiene, al menos, dos etapas bien marcadas, la primera relativa a la lucha
contra el zarismo y la preeminencia de los Soviets como organizaciones populares y
democráticas, la segunda como lucha por la consolidación del socialismo y por la
organización efectiva del nuevo Estado soviético, en el contexto de la Primera
Guerra Mundial y de los ataques “imperialistas” europeos. La figura de Lenin es
central en todo el proceso, pero lo que le importa a del Barco no es su pensamiento
como sistema de reglas o preceptos, sino la circunstancialidad efectiva de sus
elaboraciones. Lenin aparece entonces como un pensador de la cuestión nacional y
del socialismo, que va elaborando sus “tesis” en directa relación con las coyunturas
históricas y políticas. Sin embargo, en esas elaboraciones o “tesis”, y no solo es su
canonización posterior por parte del estalinismo, es donde encontramos las
paradojas que terminan por obstruir el mismo proceso revolucionario y facilitar
una reconcentración del poder en manos de una nueva burguesía disfrazada de
burocracia partidaria, cuya legitimidad venía asegurada por el mismo esquema
intelectualista que Lenin formula para pensar las relaciones entre teoría y clase.

La idea leninista de que la teoría de la clase obrera se gesta y existe al


margen de la clase, fuera de la clase, genera la concepción “bolchevique” de
que el partido es el depositario del saber y del deber-ser de la clase; como
consecuencia lógica de esta premisa la función prioritaria del partido
consistirá en hacer penetrar en la clase la conciencia-de-clase elaborada por
los intelectuales burgueses al margen de la clase; de esta manera el Partido
será la “correa de transmisión” encargada de trasladar (de afuera hacia el
interior) la ciencia-del-proletariado; será el encargado de transmitir la verdad
de la clase desde el lugar de la teoría al lugar del proletariado. (ECL 29)

En efecto, no sería exagerado decir que del Barco escribe La lección de Lenin, pues su
crítica apunta centralmente a la manera en que las decisiones acotadas del ruso van
generando las condiciones para una “acumulación socialista” quizás más eficiente
en el corto plazo que la misma acumulación capitalista, retardada en el territorio
nacional gracias a las contantes invasiones mongoles y a la persistencia de una
organización autárquica y señorial. Sin embargo, en términos más acotados, del
Barco pone atención, en el pensamiento de Lenin, a la conversión del campesinado

144
ruso (mayoritario a principios del siglo 20) en una espuria noción de clase
asalariada, cuestión que permitió recurrir a la mecánica justificación marxista de la
revolución como desenlace inexorable de la historia y como producto de la acción
organizada del proletariado. Al sentar las bases del desarrollo capitalista en Rusia y
extender en demasía la misma noción de clase obrera, no solo ésta se volvía
irrelevante, sino que se desconocían las mismas reformulaciones que Marx había
elaborado respecto a la comuna agraria rusa y a la cuestión campesina en general.
En efecto, tanto en sus escritos etnológicos, en sus análisis sobre las formaciones
económicas pre-capitalistas o en sus correspondencia con Vera Zasulich, Marx
había revisado los postulados propios del Manifiesto del Partido Comunista (1848)
que le asignaban una centralidad estratégica a la clase obrera, para pensar la crítica
del capital más allá de la prioridad ontológica asignada una subjetividad en
particular.162

Todo este otro Marx, que comienza a ser cada vez más relevante desde
mediados del siglo 20, quedaba supeditado a una lectura reduccionista que ponía
énfasis en la centralidad de la clase obrera como sujeto político de la revolución.
Sin embargo, aquí hay un segundo momento central en el leninismo, pues si bien
es la clase obrera la que constituye el potencial revolucionario al interior del
capitalismo, esta clase no cuenta con una conciencia clara de su condición de clase
y esta conciencia debe ser “importada” desde el exterior por una vanguardia
revolucionaria que represente de manera radical sus intereses de clase. Esa es la
tarea de los bolcheviques, en primera instancia. Sin embargo, del Barco atiende a la
misma metamorfosis interna del poder en el Partido Comunista, a las purgas y a la
re-concentración del poder en una nueva burguesía emergente en la Rusia post-
revolucionaria, como causas de la conversión del movimiento revolucionario en
una forma totalitaria de Estado-Partido unificado, cuya voluntad baja desde el
comité central hacia las bases, contraviniendo la teoría clásica del centralismo
democrático, cuestión que no se debe solo al estalinismo, sino que aparece en
Lenin como “excepcionalidad” demandada por la coyuntura. De una u otra forma,
en la lectura realizada por del Barco, Lenin aparece como un soberano schmittiano
que decide sobre la excepción y determina la vigencia o suspensión del pacto social.

El razonamiento se articulaba de la siguiente manera: si el Estado era


ocupado por el partido que a su vez era el verdadero representante de la
clase, ¿por qué los obreros concretos de esta o aquella fábrica, esos obreros

162
Para dar una simple muestra de la creciente bibliografía al respecto, y para enfatizar la
pertenencia del análisis de del Barco a comienzos de los 1980, permítasenos referir a Kevin B.
Anderson, Marx at the Margins: On Nationalism, Ethnicity and Non-Western Societies, Chicago,
University of Chicago Press, 2010. Y el más reciente volumen de Jean Tible, Marx Selvagem, São
Paulo, Annablume, 2013. Mucho más habría que decir de las intervenciones de Álvaro García
Linera al respeto, pero será para otra oportunidad.

145
primitivos, sin ciencia y sin técnica, iban a tener que hacerse cargo de las
mismas? Más bien debían poner en práctica (obligatoria) su fidelidad a ese
partido que era el depositario del saber, dejando que gobernara en nombre
de ellos. (ECL 155)

La lección de Lenin nos indica, entonces, que gracias a una serie de medidas
excepcionales, el ruso fue consolidando la concentración del poder en la Unión
Soviética, expropiando a las masas campesinas y trabajadoras de su agencia política,
sometiéndolas a los imperativos, estatalmente diseñados, de la revolución y su
consolidación, y favoreciendo las purgas intestinas que terminaron con la crisis
epocal del socialismo como estalinismo. En tal caso, el estalinismo no es una
traición o un desvío del marxismo leninismo, sino su consecuencia lógica, toda vez
que en él se expresan la serie de criterios elitistas, sacrificiales y vanguardistas que
terminaron por convertir a la misma revolución en una performance del capital. A
pesar de las críticas de Luxemburgo, para quien la organización obrera era
inmanente al movimiento mismo (a la huelga general), o de los populistas rusos
que insistían en que era desde el ceno del pueblo desde donde debían surgir las
tendencias y políticas democráticas, Lenin no vaciló en implementar un Estado
fuerte y centralizado (modelo alemán), en los años 1920, cuestión que facilitó la
conversión de la revolución en una fallida experiencia autoritaria. Así, al igual que
su crítica del teoricismo marxista, del subterfugio hegeliano y del althusserianismo
como práctica teórica, del Barco concibe el problema de Lenin como una
insuficiente problematización del estatus de la teoría y de su función normativa con
respecto a la política.

El gran problema de Lenin, nos parece, es que piensa la realidad desde la


teoría, desde fuera hacia adentro. No se trata de que no piense la realidad
rusa, pues constantemente piensa y discute acerca de la realidad rusa,
incluyendo al campesinado, sino que piensa dicha realidad, y esto es lo que
queremos marcar, desde una óptica teórica determinada: su teoría de la
revolución, la relación entre teoría y clase, y, finalmente, el tipo de partido
que implica como necesaria dicha concepción. (ECL 58)

Aquí radica entonces la singularidad del pensamiento de del Barco, en su análisis


crítico y destructivo del horizonte onto-teológico que sigue limitando a la tradición
marxista, convirtiéndola en un dispositivo al servicio de la acumulación y del
dominio técnico sobre lo viviente. La nitidez de sus planteamientos no fue
suficiente para abrir un debate fundamental, que de una u otra manera, vuelve a
explotar a principios del 2000 con su intervención relativa a la violencia guerrillera
y la complicidad que él mismo habría tenido, irreflexivamente, con el partisanismo

146
guerrillero del pasado.163 Pero en cada una de sus intervenciones lo que está en
juego no es una ética o un arrepentimiento personal, sino un cuestionamiento de la
sobre-determinación teórica de la práctica, que representa una forma de la política
asociada con la disputa argumental, hegemónica y principial. Es por esto que nos
interesa leer la sui generis política de su polemos en relación a la serie de problemas
que identificamos ya como infrapolíticos, pero no porque la infrapolítica sea una
alternativa teórica más eficiente (o una mera proposición práctica), sino porque
como tal ésta nombra el exceso de la vida con respecto a la teoría, o si se quiere, la
insuficiencia de la teoría para dar cuenta de las formas históricas de la existencia.

La dislocación

Decíamos que nuestra percepción del trabajo crítico de Oscar del Barco
podría beneficiarse notablemente al ser contrastada con las perspectivas
desarrolladas por Bolívar Echeverría y Ernesto Laclau. Dicha comparación, sin
embargo, que solo podemos sugerir acá, debería partir por evaluar las formas en
que estos pensadores elaboran su crítica del marxismo y del socialismo realmente
existente. La forma en que revisan tanto el reduccionismo de clases como el
esquema evolutivo del marxismo convencional, y finalmente, la forma en que
repiensan el estatuto de la revolución y de la misma política. Nos remitiremos
estrictamente a la crítica que Ernesto Laclau (y Chantal Mouffe) han desarrollado
del marxismo occidental, desde tres planteamientos fundamentales, a saber, 1) la
crítica del reduccionismo de clases, 2) la crítica de la lógica de la necesidad (y de la
inexorabilidad de la revolución) y, 3) la crítica del economicismo que hace
imposible una teoría marxista de lo político, al concebirla como un reflejo de las
relaciones sociales de producción. Frente a esto, ellos presentan una innovadora
lectura de la tradición gramsciana, apropiándose y problematizando la noción de
hegemonía que en toda su polisemia conceptual, comienza a funcionar como
descripción del poder fácticamente articulado, como teoría de la formación del
poder y las disputas políticas y como sinónimo de la misma política en general. Más
allá de la necesaria discusión en torno a esta lectura en particular, interesa para
nuestro cometido actual, mostrar cómo la teoría de la hegemonía funciona en
términos teóricos e históricos. Por un lado, para Laclau la hegemonía pareciera
contener todo el campo de lo político, mientras que por otro lado, ésta funcionaría

163
Ya en su libro sobre Lenin, del Barco señala lúcidamente está dimensión heroica y sacrificial de la
militancia, pero no como una tara posológica, sino como efecto de una economía de la verdad y del
poder: “En cierto sentido el terrorismo es la exaltación del elemento teórico, el que conforma un
grupo en posesión de la verdad (teórica) de la revolución y cuyos integrantes actúan en consecuencia
elevándose jerárquicamente a la posición de héroes (ECL 39). Es decir, en 1980 ya está sentado el
criterio que le llevará, más tarde, a revisar su misma militancia juvenil.

147
como modelo explicativo de la misma historia del poder y de la formación del
Estado, en América Latina y más allá. Nada de esto es problemático, sin embargo, si
se comparten las premisas explicitas de esta formulación, a saber, la configuración
discursiva de lo hegemónico, la ontologización de lo social como articulación post-
fundacionalista de la sociedad, el primado de los procesos de significación colectiva
y la disputa hegemónica por el control del aparato de Estado en general. De hecho,
la teoría de la hegemonía es una formulación muy precisa de la relación entre
contingencia y necesidad, ya que invirtiendo la lógica del marxismo clásico, Laclau
(y hasta cierto punto Mouffe) conciben lo político como el espacio de la
indeterminación de lo social (radicalizando al mismo Claude Lefort, si se quiere),
donde lo que está en juego es la toma, no revolucionaria, del poder.

Sin embargo, a pesar de las similitudes superficiales, quizás es en la noción


de “travesía inmanente de la crisis” acuñada por del Barco en su lectura de Marx,
donde podríamos domiciliar un desacuerdo fundamental. Mientras que Laclau y
Mouffe presentan su teoría como elaboración sustitutiva (discursiva) de un evento
traumático que altera el orden hegemónico previo, haciendo que la política sea una
permanente elaboración de cadenas significantes capaces de re-articular un sentido
para la experiencia social desarticulada164; del Barco presenta la crisis como
dislocación radical y no como un momento teleológicamente adherido a la nueva
operación articulatoria. De esta diferencia se sigue, por lo tanto, que la travesía
inmanente de la crisis no se resuelve en una reconfiguración discursiva, finalmente
teórica (aunque no se trate de teoría académica), ni tampoco la política coincide
con la noción de hegemonía ni con la disputa irrenunciable por el poder (como si
la hegemonía fuese otro nombre de la “voluntad de voluntad” metafísica). Quizás
en esto mismo radica la diferencia en términos de influencia política que la obra de
ambos tiene en el concierto latinoamericano actual, pues mientras Laclau se deja
leer, de manera natural y lógica, como el referente teórico de las nuevas
experiencias de la izquierda regional, del Barco no parece hacer posible el tránsito
de sus formulaciones a la condición de referente para una forma, hegemónica o
contra-hegemónica, de la política actual.

Sin embargo, no nos interesa sancionar la razón populista y hegemónica de


Laclau como una nueva “filosofía de la historia” en tiempos de globalización, ni
tampoco intentamos repetir el gesto advenedizo y, finalmente, reaccionario, de
concebir el trabajo de del Barco como una reflexión filosófica incontaminada por la
política. Pues aun cuando del Barco funciona como referente para organizar
nuestras reflexiones, habría que advertir que su estilo particular consiste en la
anulación del dato biográfico y en el sabotaje permanente de la noción de autoría.

164
Ernesto Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Argentina, Nueva Visión,
1983.

148
Es aquí donde, finalmente, queremos destacar la convergencia de su permanente
cuestionamiento con el tipo de problemas que la infrapolítica identifica como
relevantes, sin negar que esto pueda todavía resultar gratuito e incluso violento para
él mismo.

Si la infrapolítica no es ni un concepto ni un “approach”, ni menos una


retirada desde la política, sino una forma oblicua de problematizarla y un éxodo
con respecto a la problemática de la voluntad de poder, entonces, las condiciones
para la reflexión infrapolítica coinciden, y esta sería nuestra sugerencia final, con las
que traman el trabajo crítico del pensador cordobés. A saber, una problematización
de la hegemonía como razón política suficiente (la infrapolítica es post-hegemónica
en la medida en que su cometido no está tramado por las disputas en torno a la
hegemonía ni a la toma del poder) y una problematización de la prioridad de la
política, de la racionalidad y de la teoría como monopolio de una vanguardia
iluminada, que todavía descansa sobre procesos flexibles de acumulación y sobre la
obliteración del comunismo de las inteligencias sociales, gracias al privilegio de los
“expertos”.

El cuestionamiento radical que del Barco realiza de la tradición marxista


nos lleva a un momento central de la discusión infrapolítica, momento en que la
lógica principial y el principio de razón constitutivo de la metafísica, se muestran en
su copertenencia al interior de la tradición onto-teo-lógica y totalmente alojados en
la historia moderna del liberacionismo. La conversión del marxismo en técnica de
la liberación es, en tal caso, su reducción a la lógica hegemónica y principial que
define convencionalmente lo político. La infrapolítica no intenta sobre-codificar
este movimiento, sino que habitar en su imposible sutura, lugar donde la historia
no coindice con la lógica y donde lo política es siempre algo más que el sujeto. La
infrapolítica apunta, de una u otra forma, a una experiencia insobornable de la
intemperie, y así, la singularidad del pensamiento de Oscar del Barco no debe ser
confundida con la oferta teórica de la máquina semiótica universitaria, pues lo que
él hace no es teoría, sino el registro sutil y permanente del descentramiento radical
de la existencia. Si sus críticas devastadoras de la tradición marxista, del leninismo y
del fracaso de la revolución tienen algún sentido, no debería sorprender entonces
que hayan sido desatendidas por tanto tiempo, pues lo que está en juego en ellas es
la misma posibilidad de una política de izquierda no sujeta al principio de razón ni
a la lógica de la hegemonía. Más allá de las acusaciones circunstanciales sobre su
abandono de la política y su “caída” en la ética o en la teología, habría que pensar
cómo, desde este trabajo, lo que se hace posible es una nueva comprensión de la
política; a esta posibilidad atendemos con sumo cuidado siempre que la
infrapolítica no se entretiene con la búsqueda de nuevos fundamentos.

Fayetteville, Marzo 2015

149
Transferencia y articulación

_¿Qué esperamos reunidos en el ágora?


Es que los bárbaros van a llegar hoy día.
_¿Por qué en el Senado tal inactividad?
¿Por qué los Senadores están sin legislar?
Porque los bárbaros llegaran hoy día.

Kavafis. Esperando a los bárbaros

I. - Introducción

La importancia del trabajo teórico de Ernesto Laclau está fuera de dudas.


Como también debería estarlo su riqueza y relevancia para pensar problemas
teóricos y políticos contemporáneos, pues Laclau no es un pensador convencional
dedicado a elaborar una armadura convincente desde la cual se pudiera explicar el
acontecer, a pesar de los usos que su teoría recibe en la actualidad. Su trabajo
teórico es indisociable de su experiencia militante y política en general, y su
afamada condición de profesor no está en contradicción con el carácter
propedéutico de sus textos, más allá de la enorme complejidad de sus elaboraciones
en torno al pensamiento político en general y a la crisis del marxismo en particular.
En este texto quisiéramos sostener varias cosas. Por un lado, el pensamiento de
Ernesto Laclau sigue siendo uno de los referentes teóricos más relevantes para
pensar no solo una alternativa al cierre post-político del mundo globalizado, sino
para pensar políticamente en el concierto académico actual. La radicalidad de sus
desplazamientos teóricos y el alcance de sus conclusiones siguen pendiendo sobre
nosotros no solo para pensar la historia de una determinada tradición, sino la
misma relación entre teoría y práctica política. Su lectura sintomática y general del
marxismo, aunque disputable en muchos sentidos, nos obliga a una pregunta
fundamental: ¿hasta qué punto vale la pena seguir llamando marxista a un

150
pensamiento y a una práctica democrática radical? Y su constitución de una política
de la retórica, alejada de las retóricas políticas convencionales y entreverada con la
condición irrenunciablemente figurativa del lenguaje y del sentido, sigue siendo
una contribución destinada a superar tanto las ontologías clásicas como el
determinismo de una cierta filosofía de la historia epocal. En su trabajo,
considerado de manera general, es posible distinguir una dimensión lógica, una
analítica y una dimensión histórica organizadas de tal modo que las conclusiones
parciales extraídas de cada dimensión terminan por justificar una teoría compleja
de la política, que desborda su misma noción de hegemonía y que se encuentra, esa
nuestra hipótesis de trabajo, inconclusa.

Sin embargo, sostenemos también que la dimensión lógica de su


argumentación es consistente y rigurosa, pero la dimensión analítica está debilitada
por la dependencia que su teoría manifiesta respecto a un conjunto de “ejemplos”
históricos que funcionan como casuística acotada y que tienden a confirmar su
teoría, no a matizarla y expandirla. Como resultado de lo anterior, su teoría de la
política (y de la historia) tiende a funcionar en un nivel apodíctico y tautológico,
reprimiendo involuntariamente las infinitas variaciones históricas desde una
concepción generalizada que identifica la hegemonía con la política y con la razón
populista. Por otro lado, su desplazamiento desde las ontologías realistas y
sociologistas y su comprensión de lo social como ámbito de configuración
contingente, analógicamente articulado según las relaciones “históricamente
determinadas” de significación (i.e.: la misma relación indeterminada entre
significantes y significado), gracias a su incorporación de los análisis de Jakobson,
Saussure, y su utilización de las herramientas retóricas y tropológicas de la
lingüística contemporánea, le permiten pensar la política desde una tropología
material destinada a desplazar la onto-política tradicional sin quedar remitido a lo
que se ha denominado como “giro lingüístico”165. Sin embargo, si la significación
social ha quedado emancipada de la relación determinista propia de la filosofía
realista del lenguaje, abriéndose hacia el campo retórico y catacrético de la
figuratividad o de la imaginación, todavía su concepción hegemónica y estratégica
de la política parece limitar ese campo figurativo y operar sobre la catacresis una
economía de sentido que la “traduce” a una escena o instancia de significación
necesaria para la articulación de cadenas equivalenciales o narrativas que organizan
el campo político de manera bipolar (hegemonía y contra-hegemonía), cuestión que

165
Además del famoso libro de Richard Rorty, El giro lingüístico (Barcelona: Paidós, 1990), que
remite la filosofía contemporánea al horizonte del pragmatismo americano y que “indiferencia” la
problemática de la diferencia ontológica (inaugurada por Heidegger y constitutiva de los llamados
enfoques post-fundacionalistas actuales) con el decisionismo pragmático, ver también el intercambio
crítico entre Rorty, Derrida, Mouffe y Laclau en Desconstrucción y pragmatismo (Buenos Aires: Paidós,
1998), donde Laclau se diferencia de la formulación rortyana y elabora la relación entre la lógica
hegemónica y la lógica espectral derridiana.

151
también limita la lógica del antagonismo al inscribirlo en la operación equivalencial
de la hegemonía estructurada en torno a la disputa por el poder. En efecto, Laclau
concibe al antagonismo como “motor” de la política, sobre todo si dicho
antagonismo es políticamente producido y no mecánicamente extrapolado desde la
“contradicción” entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción; sin
embargo, dicho antagonismo es inmediatamente re-territorializado según la lógica
binaría que lo organiza en términos de hegemonía y contra-hegemonía,
reprimiendo su proliferación descentrada para organizarla de acuerdo con una
economía transferencial orientada según una cierta direccionalidad estratégica166.

En tal caso, más allá de la crítica marxista clásica al “reformismo” de su


teoría de la hegemonía y de la acción social167, a su idealismo discursivo y a sus
efectos en el mundo académico contemporáneo (particularmente en los llamados
Estudios culturales latinoamericanos168), pretendemos habitar una tensión
constitutiva de su pensamiento, pues sin dicha tensión, la teoría política de Laclau
sería una manifestación tardía de la filosofía política convencional, consagrada a
leer la fenomenalidad del mundo desde un modelo conceptual expurgado de

166
Se trata de un desplazamiento desde “la lucha de clases como motor de la historia” hacia la
producción discursiva de los antagonismos, como motor de la política. Pero en dicho
desplazamiento persiste un problema relacionado no solo con la organización “estratégica” de los
antagonismos (pues no se trata de afirmar su simple proliferación descentrada) sino también
relacionado con el hecho de que esa estrategia siga heliotrópicamente orientada al Estado como
“sol” de la política, como “helio-política”, para usar una noción adelantada por Jacques Derrida, que
pone en juego la relación entre la claridad intrínsecamente violenta de la racionalidad metafísica y la
pretensión de “superar” el extravío del ser en las penumbras de su existencia. Ver “Violencia y
metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Levinas” La escritura y la diferencia
(Barcelona: Anthropos, 1989): 107-210.
167
Una crítica a su abandono de la noción de clase se haya en la temprana intervención de Ellen
Meiksins Wood, The Retreat from Class. A New ‘True’ Socialism (Londres: Verso, 1986), y será
retomada por Slavoj Zizek "Against the Populist Temptation" (Critical Inquiry 32, Spring 2006): 551-
574, a propósito de su debate sobre la razón populista. Sin embargo, la polémica más rimbombante,
aunque no la más significativa, fue protagonizada por los autores de Hegemonía y estrategia socialista y
Norman Geras, quién inició los fuegos con su texto “'Post-Marxism?” (New Left Review, Nº 163,
mayo-junio 1987): 3-27. La contestación de Laclau y Mouffe apareció en la misma revista con el
título “Post-Marxism without Apologies” (New Left Review, Nº 166, nov.-dic.1987): 79-106. La
respuesta de Geras se tituló entonces “Ex-Marxism without Substance: being a real reply to Laclau
and Mouffe” (New Left Review, Nº 169, mayo-junio 1988): 34-61. La respuesta original de Laclau, re-
contextualizada, apareció posteriormente en su libro Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro
tiempo (Buenos Aires: Nueva Visión, 1993). Además de una cantidad considerable de acusaciones,
denuncias y críticas a la condición “reformista”, “conciliadora”, “academicista”, “posmoderna”,
“traidora”, “discursiva”, “idealista”, etc., de la teoría de la hegemonía.
168
Más sutil nos parece la crítica de Jon Beasley-Murray, Posthegemony: Political Theory and Latin
America (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2011), toda vez que su enfoque combina la
crítica a la teoría de la hegemonía con la crítica a su impacto en los Estudios culturales
latinoamericanos, sobre todo gracias a su culturalismo y a su acendrado populismo. Volveremos a
esta crítica y al lugar de su enunciación que no es sino la oposición de pueblo y multitud.

152
antinomias. Dicha tensión está relacionada con un doble movimiento de
indeterminación y territorialización que caracteriza su pretensión de dotar a la teoría de
la hegemonía de una cierta utilidad práctica. En efecto, su enorme trabajo de
desmontaje de la ontología atributiva y de la filosofía de la historia implícita en el
marxismo le permite postular una teoría de lo político (o de la política sin más),
distanciada de toda lógica determinativa o de toda teoría del reflejo; sin embargo, la
contingencia misma de la política como efecto de su postulación post-
fundacionalista pareciera quedar re-territorializada según los imperativos
pragmáticos de la razón populista, toda vez que dicha razón sigue estando orientada
a la producción de hegemonía y a la disputa hegemónica del poder del Estado. Así,
el populismo de Laclau, identificado con la misma noción de hegemonía y
homologado con la lógica constitutiva de lo político, quedaría recortado por el
imperativo pragmático de la disputa contra-hegemónica, cuestión que tiende a
favorecer la ampliación equivalencial de la hegemonía sobre la postulación del
antagonismo más allá de los criterios realistas de gobernabilidad169. En lo que sigue
pondremos especial atención a la problemática del populismo y a la tensión que la
recorre no para identificar un error particular, sino el síntoma que devela la
condición aporética de todo pensamiento político.

II. - Crisis del marxismo y autonomía de lo político

En tal caso, la primera gran crisis del marxismo occidental, precipitada por
el limitado y ambiguo proceso de des-estalinización y radicalizada con las
subsiguientes intervenciones soviéticas en diversos países limítrofes, hasta la
invasión que puso fin a la llamada Primavera de Praga (1968), puede ser pensada
no solo como una situación empíricamente acotada, sino como una crisis radical
del marxismo convertido en filosofía de la historia e ideología estatal. Más allá de
las consecuencias del estalinismo y de las limitaciones del llamado marxismo
soviético, lo que estaba en cuestión no era solo una determinada interpretación,
hegemónica si se quiere, del corpus marxista, sino el mismo marxismo que
comenzaba a mostrarse como una filosofía liberacionista y decimonónica, incapaz
de dar cuenta de la complejidad social del mundo contemporáneo. En efecto, más
allá de las múltiples elaboraciones teóricas y políticas asociadas con el neo-
marxismo, incluso más allá del intento althusseriano por dotar al marxismo de una
formulación científica y purificarlo de sus remanentes ideológicos y humanistas, lo

169
Las discusiones del Colectivo Deconstrucción Infrapolítica, particularmente estimuladas por la
experiencia griega y las elaboraciones de Yannis Stavrakakis y Alberto Moreiras son centrales para
este planteamiento. Hemos desarrollado una primera formulación de lo que aparece acá como una
concepción salvaje de lo popular o como un populismo salvaje en el último capítulo (“Crítica de la
acumulación”) de nuestro libro Heterografías de la violencia. Historia, nihilismo, destrucción (Buenos
Aires: La Cebra, 2015).

153
cierto es que la pregunta instalada en ese entonces no solo cuestionaba al marxismo
oficial y su poco sofisticada concepción de la historia, sino que apuntaba al mismo
Marx y su privilegio de una cierta realidad europea para conjugar el destino del
capitalismo mundial170.

La empresa althusseriana destaca, en este sentido, como ejemplo de un


intento sistemático por evitar las taras del historicismo, pero su propuesta no
consistía, según se dice, en problematizar las incongruencias del análisis histórico
de Marx, sino en borrarlas todas como marcas juveniles de su pensamiento. En
efecto, el objetivo no era complementar o corregir las imprecisiones del análisis
marxista, sino cercenar de la ciencia marxista las variables históricas, para reducirla
a un conjunto de postulados irredargüibles asociados con una filosofía finalmente
científica. Por supuesto, el intento althusseriano falló y su modelo de lectura de El
capital no solo no resolvió muchos problemas sino que generó otros que marcaron,
de manera trágica, su pensamiento. Sin embargo, Althusser no puede ser reducido
a la fiebre que el llamado marxismo estructuralista generó en los años 60, pues su
trabajo reflexivo y su capacidad de problematizar sus mismos presupuestos también
generaron, aunque de manera tardía, una serie de intervenciones asociadas con el
llamado “materialismo aleatorio”171. En cualquier caso, ya antes de este “re-
descubrimiento”, Althusser habría dado con el eje de la “problemática” marxista al
proponer el concepto de sobre-determinación como alternativa al determinismo
170
Se trata de leer las distintas instancias de reflexión teórica al interior del marxismo en el siglo XX
como intentos por lidiar con la estrechez del modelo evolucionista dominante en la social-
democracia europea desde la Segunda Internacional, modelo continuado por la Tercera
Internacional y la formalización del marxismo soviético. En tal caso, las contribuciones de Gramsci,
Althusser, el neo-marxismo de los años 60 y 70, y el postmarxismo inaugurado por Laclau y Mouffe,
pueden ser ordenados según la pendiente histórica de una renovación interna y necesaria,
independientemente de su éxito en tal empresa. Véase, como ejemplo de esta gradiente, los libros
José Arico, Marx y América Latina (Buenos Aires: FCE, 2010-versión original de 1980), y de Oscar
del Barco, El otro Marx ((México: Universidad Autónoma de Sinaloa, 1983). En este último se
desarrolla también una crítica rancièriana de Althusser y su defensa de la filosofía marxista.
171
En efecto, la recepción de Althusser es, en sí misma, síntoma de la heteroglosia constitutiva de su
pensamiento. Por un lado, destaca la popularización de sus textos a cargo de Marta Harnecker
(quien tradujo Pour Marx) y quien escribió un famoso manual de espíritu “althusseriano” [como ella
misma señala en el prólogo de su libro Conceptos elementales del materialismo histórico (México: Siglo
XXI Editores, 1969), libro que llegó a más de 50 ediciones]. Luego, sin embargo, está la recepción
más problemática en México, Chile y Argentina, según muestran, recientemente, los trabajos de
Jaime Ortega, “El cerebro de la pasión”: Althusser en tres revistas mexicanas (Revista Izquierdas N°
25, octubre 2015): 143-164. Y Marcelo Starcenbaum, “El marxismo incómodo: Althusser en la
experiencia de Pasado y Presente, 1965-1983 (Revista Izquierdas s/n, diciembre 2011): 35-53. Junto a
una serie de ponencias dedicadas a determinar la influencia de Althusser en la cultura política,
militante y psicoanalítica argentina de los 70s. A lo que habría que sumar la famosa entrevista con
Fernanda Navarro (Filosofía y marxismo 1988), y la publicación de sus Écrits philosophiques et politiques
(1994), y la proliferación de sus textos “desconocidos” y de una creciente bibliografía relacionada
con su “materialismo aleatorio”.

154
economicista del marxismo oficial172. Lo que se ponía en cuestión, entonces, era
una determinada concepción epifenoménica de la política, esto es, su reducción a
la condición de actividad secundaria y determinada por la economía. El llamado
economicismo o determinismo económico remitía toda actividad política (y socio-
cultural) al entramado de las relaciones sociales de producción que definían, a su
vez, mediante la teoría esquemática de los modos de producción, el orden de lo real
y la ley de su desarrollo. Con la incorporación de la noción de sobre-determinación,
Althusser fue capaz de desatar el esquematismo evolucionista del marxismo
historicista y abrir el campo de análisis a la concomitancia de procesos históricos
estructurantes de una determinada coyuntura.

En otras palabras, si el Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía


política, junto al Manifiesto, aparecían como aquellos lugares en la obra de Marx
donde se esbozaba una teoría de la historia fuertemente teleológica y
“determinista”, Althusser inteligentemente reparó en el hecho de que si bien las
transformaciones del mundo material condicionaban las transformaciones del
mundo ideológico y político, tanto como el cambio en la base explicaba el cambio
en la superestructura de la sociedad, dicha explicación (y dicho condicionamiento)
no solo era parcial, sino que debía ser complementado con análisis acotados a la
situación concreta, en la que muchas otras variables entraban en juego, haciendo
que la determinación económica estipulada en primera instancia quedase sobre-
determinada por elementos que guardaban cierta autonomía con respecto a las
tensiones entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción. En este
sentido, Althusser desplazó hábilmente el determinismo y el reduccionismo
económico a partir de incorporar un análisis multicausal y (ahora lo sabemos)
aleatorio en la teoría marxista de los modos de producción y de la historia en
general173.

Más allá de Althusser, empero, podríamos contar una historia similar si


apelamos no solo al determinismo de la filosofía de la historia marxista, sino al
reduccionismo de su teoría política. En efecto, esa fue también, indudablemente, la
contribución de Antonio Gramsci a la teoría política marxista. Su crítica del
determinismo y del sociologismo vulgar de la Segunda Internacional, su concepción
del sentido común y su elaboración de la llamada cuestión del “sur”, su
complejización del poder de las clases dominantes a partir de incorporar las
variables relativas al consentimiento y la persuasión y su concepción de la

172
Ver el capítulo tres (“Contradicción y sobredeterminación: notas para una investigación”) de La
revolución teórica de Marx (México: Siglo XXI Editores, 1967): 71-106 –la famosa versión traducida y
prologada por Marta Harnecker-, que es el lugar de enunciación de la problemática althusseriana en
su mayor radicalidad.
173
Ver la monografía de Vittorio Morfino, El materialismo de Althusser. Más allá del telos y el eschaton
(Santiago: Palinodia, 2014).

155
hegemonía apuntaban, en general, a corregir las taras del marxismo de su época que
no lograba trascender su concepción mecanicista e instrumental de la dominación
como simple prolongación de los intereses económicos de la clase dominante. En
tal caso, lo común, a pesar de las innegables diferencias entre ambos pensadores,
era su particular comprensión de las limitaciones del marxismo convertido en
filosofía de la historia y en un economicismo vulgar. Y estos antecedentes son
importantes para pensar la misma situación histórica del marxismo
latinoamericano en los años 60, pues lo primero que llama la atención, en este
contexto, es que dicho marxismo, atravesado por las luchas de liberación del Tercer
Mundo y por la crítica del colonialismo, por las denuncias contra el imperialismo y
contra el capitalismo internacional, no se conformaba con repetir irreflexivamente
el esquematismo de la historiografía marxista oficial y su modelo evolutivo. Por el
contrario, el marxismo latinoamericano de esos años era intrínsecamente
heterogéneo, no por cuestiones políticas puntuales, sino porque expresaba una
crisis de los modelos de historicidad epocales asociados tanto con el etapismo
soviético como con el desarrollismo liberal y su teoría de la modernización174. Ya
desde Mariátegui, sabemos, la cuestión indígena complejizaba el modelo de clases
característico de las versiones convencionales, y sin mencionar el desarrollo de
vertientes anti-colonialistas y liberacionistas en el Caribe, lo cierto es que la
heterogeneidad de planteamientos marxistas en América Latina era tanto un
síntoma de la crisis de sus formatos evolucionistas, como una manifestación de la
capacidad de problematizar la situación histórico-concreta por parte de sus
múltiples exponentes.

Sería necesario mencionar el trabajo de muchos marxistas latinoamericanos


para comenzar recién a dar un panorama más ajustado sobre la condición del
marxismo en ese tiempo. Desde los debates en torno a los modos de producción en
América Latina, hasta la determinación del carácter feudal o capitalista de la
Conquista de América, la discusión en torno al modo de producción asiático y, por
supuesto, los debates en torno al imperialismo y la dependencia, junto a las

174
Tampoco se trata de presentar el marxismo regional de los años sesenta como un apéndice a los
desarrollos del debate teórico europeo, es decir, como una vertiente reducible, finalmente, a la
recepción de Gramsci, Althusser o cualquier otro teórico de prestigio internacional. Por el
contrario, desde el comienzo las recepciones de Gramsci y de Althusser fueron críticas y tensas,
marcadas por un diálogo horizontal y no por una subordinación discipular. Ver, por ejemplo, José
Aricó, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina (Buenos Aires: Siglo XXI editores,
2005 –originalmente redactado como conferencia para ser presentada en Italia en 1985, y donde
Aricó repiensa la presencia de Gramsci en la región y en su propio trabajo, en particular en Pasado y
Presente). Y el ejercicio rememorativo de Emilio de Ípola, Althusser, el infinito adiós (Buenos Aires:
Siglo XXI editores, 2002). Todo esto, además de las ya mencionadas recepciones críticas en México,
Chile o Brasil. Ver, por ejemplo, los ensayos de Adolfo Sánchez Vázquez compilados en el reciente
volumen De Marx al marxismo en América Latina, a cargo de David Moreno Soto y donde se recogen
textos que van desde 1983 hasta los años recientes (México: Itaca, 2011).

156
discusiones orientadas más tácticamente en torno al carácter democrático-burgués o
socialista de la revolución por venir y en torno al rol del partido, del campesinado y
de la guerrilla en los procesos latinoamericanos. Desde Agustín Cueva hasta Luis
Vitale, Roger Bartra o Ruy Mauro Marini, Aníbal Quijano o Enrique Dussel, René
Zavaleta o Theotonio dos Santos, o un poco después, Bolívar Echeverría, Oscar del
Barco, José Aricó y muchos otros, lo cierto es que el marxismo latinoamericano no
era un paradigma sólido y homogéneo, sino un verdadero campo de innovación y
de interpretación herética de las escrituras consagradas por la Tercera
Internacional.

Para hacer de esta larga historia un relato más breve, y anticipando la escena
argentina desde la que emerge el trabajo de Laclau, habría que pensar en las
contribuciones de Cuadernos de pasado y presente, la colección de libros “marxistas”
que llegó a publicar 98 volúmenes entre 1968 y 1983. Entre ellos destacan los
escritos de Marx sobre la cuestión nacional en Irlanda, los apuntes sobre el
desarrollo tecnológico, el texto sobre las formaciones económicas pre-capitalistas, la
correspondencia de Marx con Vera Zasulich y la cuestión de la comunidad agraria,
junto con variadas contribuciones teóricas y actas históricas del marxismo
occidental. Además de todo lo anterior, y en el mismo contexto, aparece la edición
crítica de los Grudrisse y de El capital, junto con el afamado Capítulo VI (inédito) del
Libro I. Acerca de los resultados del proceso inmediato de producción, algunos libros de
Althusser y una infinidad de obras clásicas de la tradición marxista. Finalmente,
para relativizar la misma lectura de Laclau, tendríamos también que destacar la
temprana crítica de Oscar del Barco al leninismo y al marxismo en general y el
trabajo teórico de José Aricó, quien dirigía precisamente los Cuadernos de pasado y
presente175.

III. - Autonomía y hegemonía

A pesar de residir en Inglaterra, el trabajo de Ernesto Laclau fue


ampliamente discutido y generó debates importantes en América Latina. De hecho,
la publicación junto a Chantal Mouffe (en 1985 en inglés y en 1987 en español), de

175
Además del ya citado El otro Marx, del Barco publicó tempranamente un texto crucial en el
debate de ese tiempo, Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninista (México: Universidad
Autónoma de Puebla, 1980). Aricó, además de su enorme actividad política y editorial, publicó en
1980 su ya citado Marx y América Latina, anticipando una serie de debates que se han vuelto
centrales hoy en día. Habría que mencionar también el estudio de Raúl Burgos, Los Gramscianos
argentinos. Cultura y política en la experiencia de Pasado y Presente (Buenos Aires: Siglo XXI, 2004), y las
contribuciones monográficas y editoriales de Horacio Crespo (gracias a quien tenemos acceso a
varias entrevistas y textos del mismo Aricó). Por otro lado, aun cuando Laclau no proviene de la
escena cordobesa, está muy imbuido de las actividades de la izquierda argentina, del Club socialista y
de las juventudes peronistas universitarias.

157
su libro Hegemonía y estrategia socialista puede ser considerado como un parte aguas
en los debates contemporáneos. No solo se trata de una muy sofisticada
reconstrucción del marxismo occidental, sino de un libro que transita desde lo que
hasta ese momento circulaba como neo-marxismo hacia lo que terminará por
reconocerse como post-marxismo. En términos más precisos, dicho libro realizaba
una crítica del determinismo y del economicismo marxista, y extendía dicha crítica
hacia un cierto reduccionismo de clases que impedía pensar no solo la autonomía
de lo político, sino la heterogeneidad de posiciones sociales en las luchas
emancipatorias. Laclau y Mouffe llaman a este conjunto de limitaciones “lógica de
la necesidad” y le oponen lo que consideran una lógica propiamente política, es
decir, una “lógica de la contingencia” desde la cual la emergencia de fisuras y
desplazamientos políticos ya no viene regida ni por un determinismo económico ni
por la centralidad de la clase obrera en las luchas sociales. Así, repasando la historia
del marxismo desde sus orígenes hasta la actualidad, lo autores van reconociendo la
persistencia de esta lógica de la necesidad en diversos momentos históricos, desde la
Segunda Internacional hasta el marxismo-leninismo, desde la postulación de la
identidad entre historia y subjetividad en Lukács, hasta la persistencia de la
centralidad ontológica de la clase obrera en Rosa Luxemburgo o Antonio Gramsci.
Sin embargo, más allá de dicha centralidad, es la postulación del problema de la
hegemonía en Gramsci lo que les sirve de trampolín para la elaboración de su
teoría específica de las articulaciones sociales.

Paralelamente a este enorme trabajo reflexivo, Laclau y Mouffe se hacen


cargo de las contribuciones del psicoanálisis lacaniano, de los desplazamientos de la
teoría clásica de la significación y de la liberación de los significantes debida a las
contribuciones de Ferdinand de Saussure, e incorporan la dimensión figurativa o
catacrética del lenguaje posibilitada por los descubrimientos de Roman Jakobson y
continuados por el análisis tropológico de Gérard Genette y Paul de Man. Todo
esto, en el contexto de la herencia heideggeriana de problematización de la
ontología tradicional y atributiva, para avanzar en la postulación de una ontología
histórica o social ya no relativa a la substancia o Ser de la sociedad, sino a la
contingencia de lo social constituida por formas indeterminadas de articulación y
producción histórica, no lógica, de sentido176.

Pero, más allá de todo este trabajo analítico y conceptual, sostenemos que el
giro distintivo de Laclau consiste en haber diagnosticado el agotamiento de la
tradición marxista y, sin renunciar a su potencial heurístico, haber avanzado

176
El año 1997 el mismo Laclau fue invitado a Chile y dictó tres conferencias extraordinariamente
clarificadoras de su propio trabajo teórico. Ver, Hegemonía y antagonismo. El imposible fin de lo político
(Santiago: Cuarto Propio, 2002). También habría que citar su último libro, en el que se reúnen una
serie de trabajos abocados a la dimensión tropológica de su pensamiento. Los fundamentos retóricos de
la sociedad (Buenos Aires: FCE, 2014).

158
decididamente en la constitución de un horizonte problemático post-marxista, sin
pedido de disculpas; mientras la intelectualidad marxista contemporánea no solo se
resistía y aún se resiste a la crisis indiscutible de dicha tradición, radicalizada por el
colapso de la Unión Soviética y por la auto-proclamada victoria del American Way of
Life, sino que sigue invirtiendo sus energías en resucitar al marxismo, completar su
proteico archivo y ajustarlo a las demandas de esta nueva época. En este sentido,
como ya advertíamos, la pregunta radical que el pensamiento de Laclau nos permite
formular (y para la cual no hay una respuesta fácil) es la pertinencia de seguir
llamando marxista a un pensamiento y a una práctica política, democrática y
emancipatoria177. Quizás en esto consista el giro pragmático dado por Laclau y
Mouffe, en no demorarse en dichos debates y postular al postmarxismo como
reformulación (recuperación) de una cierta tradición socialista, indispensable para
habitar un horizonte democrático radical. En efecto, la estrategia de lectura de estos
pensadores no consiste solo en someter la historia del marxismo a un
cuestionamiento sostenido de sus limitaciones deterministas, sino también en
inscribir el marxismo en un horizonte más amplio (cultural europeo), relacionado
con la tradición socialista que funcionaría como background o reserva de sentido
para re-elaborar una política socialista en un mundo, el actual, que no solo difiere
del capitalismo decimonónico, sino que exige nuevas herramientas categoriales para
su comprensión. Lo que el libro escrito en colaboración había realizado, entonces,
era tan solo una formalización de la relación problemática que Laclau establece
tempranamente con el marxismo; formalización indispensable y central que debe
ser reconsiderada desde los desarrollos teóricos paralelos sobre la política de la
retórica, sobre el papel de los significantes vacíos en política, sobre la condición
irrenunciable de la articulación del pueblo en el populismo y sobre la misma
noción de universalidad derivada de su lógica de la contingencia178. En tal caso,

177
¿Puede el marxismo pensarse más allá de la estructura epocal de la temporalidad metafísicamente
articulada como historia? No es este el lugar para desarrollar dicho problema, pero anticipemos que
si el marxismo no se reduce ni a la historia de sus interpretaciones interesadas, ni a la versión
depurada, pero intencionada, que nos entregan Laclau y Mouffe, entonces, no se trata solo de
insistir en resucitar un cadáver. Quizás en la crítica de la acumulación, revisada y reformulada según
la lógica del capitalismo contemporáneo, todavía encontremos elementos indispensables para pensar
críticamente el presente y la historia, esto es, elementos para pensar, más allá del marxismo
histórico, al mismo marxismo como un intento central en la formulación de la pregunta por la
historicidad no caída a la temporalidad del capital ni a su ontología atributiva. Obviamente, no
basta con esta alusión, y este sería el punto de arranque para un desarrollo sistemático que desborda
nuestro actual cometido. Baste por ahora establecer que cualquier posición al respecto debe partir
por poner en suspenso la relación determinativa (propiamente filosófica) del marxismo como teoría de
una práctica política específica.
178
En efecto, la mecánica del pensamiento hegemónico es consistente. Si se suspende la lógica de la
necesidad, que es una forma de la filosofía de la historia, entonces también se suspende la
universalidad moderna ilustrada, de lo que se sigue que la misma universalidad no es sino el efecto
de procesos de articulación contingente en torno a un significante vacío que funciona como punto
de referencia en torno al cual gravitan distintas posiciones sociales o políticas. La relación que dicho

159
antes de disputar su versión de la historia del marxismo occidental, creemos
pertinente detenernos en un momento cronológica y lógicamente anterior, esto es,
el momento en que Laclau percibe la especificidad del populismo y la imposibilidad
de dar cuenta de él desde un marco epistemológico marxista.

IV. - Transferencia y articulación

En efecto, los primeros trabajos de Laclau ya están tramados por estas


problemáticas específicas y por la necesidad de pensar la política más allá de los
esquematismos y los reduccionismos del marxismo oficial179. Su tratamiento
particular del problema del fascismo, su revisión del debate entre Nikos Poulantzas
y Ralph Miliban en torno a la teoría marxista del Estado y, centralmente, su
problematización del populismo lo llevan a una revisión teórica de los fundamentos
del marxismo y del pensamiento político contemporáneo que desembocará en 1985
en la publicación del ya mencionado libro con Chantal Mouffe. Sin embargo,
nuestro objetivo consiste en apuntar a la centralidad de su primera publicación
sistemática, Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo180,
pues es en ella donde se define el estilo y el alcance de su proyecto intelectual. No
se trata solo de una sólida presentación teórica de los debates fundamentales del
marxismo contemporáneo, o de una discusión analítica y conceptual cuya claridad

significante vacío mantiene con la serie de posiciones particulares no es de encarnación o


identificación, sino de articulación (opuesta a la mediación y a la lógica dialéctica de la
expresividad), una articulación suturada siempre momentáneamente en torno a la performatividad
de ese significante vacío. El problema comienza, por supuesto, cuando dicho significante es llenado
desde la plenitud de sentido asociada a un significante amo, esto es, cuando las diversas demandas
particulares articuladas en torno a un horizonte común son indiferenciadas en la performatividad de
un liderazgo que encarna la generalidad de la cadena de equivalencias. En otras palabras, el
significante vacío funciona como hipótesis formal de indeterminación, pero parece fallar al
confrontar procesos efectivos de sutura, encarnación e identificación. Ver de Laclau su intercambio
con Slavoj Zizek y Judith Butler, Contingency, Hegemony, Universality. Contemporary Dialogues on the Left
(London: Verso, 2000).
179
Cuestión patente en su contribución al volumen sobre Modos de producción en América Latina,
editado por el mismo Laclau y por Carlos Sempat Assadourian, Ciro Flamarión S. Cardoso, Horacio
Ciafardini y Juan Carlos Garavaglia (Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 1973). El texto inaugural de
Laclau titulado “Feudalismo y capitalismo en América Latina” (23-46), aparece posteriormente como
capítulo primero de su libro Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo
(España: Siglo XXI Editores, 1978): 165-223, y en él se presenta su crítica de Andre Gunder Frank.
También su ponencia “Tesis acerca de la forma hegemónica de la política” presentada en el famoso
congreso de Morelia de 1980: “Hegemonía y alternativas políticas en América Latina” (que apareció
publicado con el mismo título por Siglo XXI editores, en México, el año 1985): 19-44, y que anticipa
el ya citado libro Hegemonía y estrategia socialista escrito junto a Chantal Mouffe en Inglaterra,
Hegemony and Socialist Strategy. Toward a Radical Democratic Politics (London: Verso, 1985).
180
Politics and Ideology in Marxist Theory: Capitalism, Fascism, Populism (London: New Left Books,
1977).

160
y alcance todavía destacan en el panorama actual, ni tampoco de una muestra del
rigor intelectual de su caracterización del fascismo y de la problemática de los
modos de producción en América Latina, además de todo esto, sostenemos, acá se
define su interés en el fenómeno populista y es ese interés el que lo llevará a
problematizar tanto las versiones politológicas y sociológicas del populismo
(asociadas, en el mejor de los casos, con la versión estructural-funcionalista
desarrollada por Gino Germani, Torcuato di Tela y Octavio Ianni181), como las
versiones marxistas, igualmente incapaces de trascender el formato de las
identidades de clases como única instancia relevante en la lucha política.

En este sentido, no es que Laclau haya dado un giro populista tardío en su


trabajo para reconciliar su aventura teórica europea con su militancia juvenil en el
peronismo, una vez que ha decidido volver a Argentina, ya retirado de su vida
profesoral. Por el contrario, su temprana problematización del fenómeno populista
y la constatación de su intrínseca condición política es la que lo lleva a cuestionar la
versión marxista de las identidades de clase y su correlativa noción de revolución
proletaria. Y será este mismo impulso el que definirá su política de la retórica y su
apertura a la problemática psicoanalítica, para terminar presentando al populismo
como razón de ser de la misma lógica de la política según la experiencia histórica
moderna. En otras palabras, es desde ese periodo que el “exceso” populista y
popular con respecto a las identidades de clase y con respecto a las explicaciones
convencionales lo lleva a una problematización de los formatos normativos,
transitológicos e identitarios que se mostraban incapaces de producir una
comprensión histórica adecuada de dicho fenómeno.

Detengámonos acá: la explicación politológica convencional veía en el


populismo un fenómeno relativo a las imperfecciones del modelo racional de
gobernabilidad, y lo presentaba como resultado de un defecto histórico asociado
con el predominio del caudillismo y de los liderazgos personales, sobre la
impersonalidad de la Constitución y del contrato social182. Dicha versión deficitaria
era complementada por la teoría sociológica estructural-funcionalista, hegemónica
en América Latina entre los años 50 y mediados de los 60 (años de emergencia de
la sociología latinoamericana), que mediante la incorporación de una teoría de la

181
Populismo y contradicciones de clase en Latinoamérica (México: Ediciones Era, 1973). Habría que
mencionar el libro anterior de Germani, Política y sociedad en una época de transición (Buenos Aires:
Paidós, 1965).
182
Esta sigue siendo la explicación juristocrática convencional o naturalizada de los historiadores del
siglo XIX, que leen las crisis históricas latinoamericanas según la falta de consolidación de las
instituciones republicanas y la presencia de caudillos y dictadores. Ver el clásico análisis de John
Lynch, Caudillos en Hispanoamérica 1800-1850 (Madrid: MAPFRE, 1993). En sus versiones más
reaccionarias, esta hipótesis llega incluso a afirmar la predisposición genética o caracteriológica de
los pueblos latinoamericanos a subordinarse a la figura de un líder o “padre” (algo así como la
hipótesis hobbesiana repasada por un “facundismo” profundo).

161
modernización homogénea (una filosofía de la historia de corte evolucionista y
unidimensional) dividía a las sociedades en modernas y tradicionales, considerando
al populismo como un resabio o remanente sintomático de procesos transicionales
imperfectos. El populismo aparecía entonces como síntoma de una transición
imperfecta hacia la modernidad; modernidad que era identificada con una
idealizada versión de las sociedades euro-americanas. Si las concepciones
politológicas variaban según definiciones empíricas acotadas, y la versión más
sistemática del estructural-funcionalismo todavía explicaba el fenómeno populista
desde una cierta “filosofía de la historia” desarrollista, el marxismo, por su parte,
dadas las limitaciones ya señaladas relativas a su economicismo y a su
determinismo, era igualmente incapaz de pensar el fenómeno populista,
demonizándolo y asociándolo muchas veces con el fascismo o con
fundamentalismos agrarios183. La cuestión de fondo, sin embargo, no era la
incapacidad puntual del marxismo para pensar el populismo, sino la incongruencia
entre la lógica identitaria indeterminada del populismo y la lógica de clases del
marxismo, pues a partir de allí lo que se asomaba a la realidad histórica
latinoamericana ya no podía ser pensado por categorías identitarias de clase, por
más flexibles que éstas fueran184.

Es contra todas estas limitaciones que Laclau comienza su sostenida


interrogación del marxismo y de su carencia de reflexión histórico-política. En
efecto, esa es la promesa, nunca abandonada, que se esboza en el cuarto capítulo de
su primer libro, y desde él se hace inteligible su crítica al reduccionismo de clases
del marxismo convencional. Sin extremar la condición sistemática de su obra o de
su biografía, todavía parece plausible sostener que es gracias a esta temprana
problematización de los límites conceptuales del marxismo, que Laclau se entrevera
con los debates en torno a la hegemonía, en torno a la identificación del
movimiento obrero como agente privilegiado de la emancipación social, y en torno
a la concepción universalista clásica de la historia y de la revolución. En pocas
palabras, si el fenómeno populista no se explica ni como cuestión idiosincrática, ni

183
Habría que problematizar la misma representación leninista de los eseristas o populistas rusos
como momento sintomático en la constitución del bolchevismo, junto a las diversas polémicas
relativas al rol del campesinado en la revolución.
184
En realidad, la extrapolación mecanicista del marxismo convencional y sus énfasis en las
identidades de clase generó siempre incomodidad dado los desajustes constitutivos entre el modelo
bipolar de identidades socio-económicas y la profunda heterogeneidad latinoamericana. Baste
mencionar a José Carlos Mariátegui al respecto. Sin embargo, la “novedad” del llamado populismo
estaba relacionada con la crisis radical de la serie de categorías identitarias que operaron
históricamente en la constitución de una “Fictive Ethnicity” o etnicidad ficticia (no falsa) fundante de
la nación. La irrupción paulatina del pueblo “informe” o de lo popular, a través del siglo XX, fue
poniendo en crisis, sistemáticamente, las diversas operaciones de interpelación que “representaban”
a dicho pueblo “informe” según la “forma” histórica del contrato social. En este sentido, el
populismo es tanto el registro de la irrupción como una estrategia de interpelación “con-formadora”.

162
como resabio o imperfección transicional, ni menos en términos de identidades de
clase (pues ¿cuál sería la clase que explique al populismo, sin forzar su
heterogeneidad y sin devolverlo a una teoría instrumental y economicista de la
ideología?), entonces lo que hace falta es una teoría abierta a la producción social
de identidades políticas, más allá de las identidades adscriptivas del sociologismo y
del marxismo convencional185.

Es decir, desde aquel cuarto capítulo (“Hacia una teoría del populismo”) de
su primer libro, hasta La razón populista186, hay un movimiento reflexivo más o
menos coherente. Las tres partes constitutivas de este último libro son consistentes
en señalar 1) la fobia contra el populismo como consecuencia de una larga
tradición conservadora y normativa que concibe el pueblo, la masa, la
muchedumbre, la multitud o cualquier forma excedentaria de lo social como
amenaza al orden y a la civilización. 2) Las tareas políticas en la construcción del
pueblo como instancia derivada de articulaciones y cadenas equivalenciales, pues el
pueblo en Laclau no es una facticidad dada ni fundada en una antropología
negativa (como en las versiones conservadoras) o positiva (como en el caso de las
versiones contractualistas), sino que debe ser producido en una política orientada
por los ideales de la emancipación y la justicia social (sin que ello prohíba,
rigurosamente, populismos neoliberales y gestionales). Y 3) el análisis de casos
específicos de populismo, desde los que Laclau deduce desafíos y limitaciones. Si ya
hemos señalado que su casuística es apodíctica y tautológica, eso no invalida la
propuesta, sino que cuestiona su nivel de desarrollo. Pero, el que el pueblo sea una
producción y no una facticidad es, ante todo, la gran apuesta de Laclau, apuesta
que pasa por concebir la razón populista como forma prioritaria de la política, en la
medida en que la política es la constitución de horizontes universalizables (no
universales) que no están fácticamente dados. En pocas palabras, la construcción
del pueblo como tarea distintiva de una política emancipatoria es lo que distingue a
Laclau de sus contemporáneos187.

Quizás en esto consiste la tarea más importante que nos hereda el trabajo de
Laclau incluso contra Laclau: la necesidad de detenernos un momento antes de la
transferencia y la identificación, en la dimensión propiamente salvaje de la
irrupción, para desactivar todo aparato de captura, toda lógica de territorialización

185
Ver, por ejemplo, su edición del volumen The Making of Political Identities (London: Verso, 1994).
186
Buenos Aires: FCE, 2005.
187
Es esta afirmación, que se explicita en su intercambio polémico con Slavoj Zizek, que cruza su
Razón populista y que está en la base de sus argumentos polémicos contra sus contemporáneos, la que
nos permite ver la especificidad de su lectura. Ver de Laclau, Debates y combates. Por un nuevo horizonte
de la política (Buenos Aires: FCE, 2008), que es la compilación de sus críticas a Zizek, Negri,
Agamben y Rancière (con quien, sin embargo, tiene más sintonía).

163
que reduzca lo popular a la condición y a la función de un pueblo representado.188
Sin embargo, todavía necesitamos distinguir aquí al menos tres dimensiones que
tienden a homologarse y a producir confusión, sobre todo porque las tres juegan un
papel decisivo en el trabajo de Laclau. Se trata, en todo caso, solo de una
diferenciación analítica y no sustantiva, destinada a favorecer nuestra exposición.

Primero, la teorización del fenómeno populista y de su expresión acotada al


peronismo debe ser inscrita no en la historia de la teoría política, sino en la historia
efectiva de América Latina, pues el populismo (y el peronismo, sin duda) son
fenómenos relativos a la irrupción de lo popular y al intento por darle una forma
política a dicha irrupción. En efecto, en términos histórico-sociales, los procesos de
inmigración campo-ciudad y de industrialización por sustitución de importaciones
fueron repercutiendo en la constitución de una masa urbana que no coincidía
necesariamente con la clase obrera europea según el modelo universalizado por los
enfoques sociologistas y economicistas convencionales. Gracias a esto, el populismo
puede ser visto como un fenómeno relativo a esa irrupción y también como un
intento de domesticación de lo popular que ya no calzaba en los cálculos
representacionales de los partidos políticos tradicionales, incluyendo a los de
orientación obrerista189. En tal caso, la preocupación original de Laclau puede ser
vista como un intento de formalización teórica de un fenómeno efectivo, más allá
de si estamos de acuerdo o no con las apuestas políticas en torno a dicho
fenómeno.

En segundo lugar, habría que señalar cómo Laclau, al mostrarse


disconforme con las explicaciones sociológicas y marxistas habituales, abre una
pregunta central no solo relativa a la dimensión política del populismo, sino a la

188
Más allá de la deliberada retórica anti-edípica que estamos usando, habría que apuntar a la
incongruencia entre el pueblo emergente, heteróclito, figurante, y el pueblo interpelado, limitado,
constituido como subjetividad política, según el análisis reciente de Georges Didi-Huberman, Pueblos
expuestos, pueblos figurantes (Buenos Aires: Manantial, 2014).
189
No solo la sociología estructural-funcionalista o el marxismo economicista habrían funcionado
como aparatos de captura o domesticación de esa irrupción de lo popular, sino también la serie de
ofertas teórico-culturales relativas a la constitución de la nación y de la identidad nacional que
cruzan el campo de estudios culturales latinoamericanos, incluso antes de la misma emergencia de
los estudios culturales en la academia norteamericana. Pensamos en los enfoques relativos al
mestizaje, a la transculturación, al Boom literario, a las formas identitarias de pensar lo criollo, lo
indígena, etc., todos relacionados con lo que hemos llamado antes la producción de una “fictive
ethnicity”. Ver, por ejemplo, The Other Side of the Popular. Neoliberalism and Subalternity in Latin
America (Durham: Duke University Press, 2002), de Gareth Williams, un libro que no solo piensa el
exceso de lo popular respecto a los aparatos disciplinarios puestos en práctica en la época neoliberal,
sino que también entrega una genealogía de esos aparatos en la tradición criollista, nacional e
identitaria latinoamericana del siglo XX. Por otro lado, esto no significa desconsiderar el fuerte
apoyo obrero al peronismo, sino matizar dicho apoyo más allá de la condición unilateral de la
política entendida como lucha de clases.

164
constitución del pueblo como sujeto interpelado. Se trata entonces de pensar el
estatuto de la misma interpelación como relación constitutiva del vínculo entre lo
popular (la irrupción “informe” e inanticipable de esa masa urbana) y el pueblo (en
cuanto instancia interpelada por un discurso que lo constituye como sujeto
político), y es aquí donde la discusión debe volver a plantearse, precisamente
porque Laclau nos permite llevarla hacia este terreno; terreno de sumo interés para
varios debates historiográficos, sociológicos y filosóficos contemporáneos190.

En efecto, más allá de la irrupción de lo popular en el marco reflexivo de la


historiografía (piénsese en las diferencias entre la historiografía obrerista clásica y la
nueva historia social en América Latina), la política y las ciencias sociales (y todas
las discusiones sobre movimientos sociales, marginalidad y anomia), hay que
considerar el populismo como un fenómeno acotado a ciertos procesos
latinoamericanos característicos del nacional-desarrollismo de la segunda mitad del
siglo veinte. En este sentido, la facticidad del populismo está estrictamente
relacionada con formas específicas de interpelación social y constitución de
estatalidad (Vargas, Perón, etc.), en un proceso histórico que fue abruptamente
interrumpido por cruentas intervenciones militares y por la implementación
forzada del neoliberalismo. Esto resulta fundamental para elaborar una evaluación
histórica del populismo latinoamericano sin recortar su especificidad (o sobre-
valorarla) según los modelos europeos (particularmente el de Mussolini) tenidos
como ejemplares. Pero, y quizás esto es lo más relevante, al plantear la pregunta por
la interpelación y la constitución subjetiva de lo popular (la irrupción) como pueblo
(nacional), hay también que pensar en la economía misma de la interpelación
regida por la lógica del llamado y la transferencia. Aquí es donde el populismo se
muestra como punto ciego, pues si por un lado éste puede ser pensado como
registro de una irrupción salvaje (en cuanto impredecible e irreducible a las
identidades políticas convencionales); por otro lado, esa dimensión es rápidamente
conjurada desde una economía de la transferencia que sujeta lo popular (lo salvaje)
a un discurso y, como diría de Ípola siguiendo a Eliseo Verón, a unas condiciones
determinadas de recepción de dicho discurso. En otras palabras, ahí donde la
interpelación constituye en sujeto a lo popular, es decir, donde le da forma al
“pueblo informe”, formándolo como pueblo del Estado-nacional, ya siempre opera
una reducción identitaria que norma lo informe desde un discurso que favorece la
190
Aquí radica la centralidad de las diversas lecturas críticas de Laclau desarrolladas por Emilio de
Ípola, que encuentran en el capítulo 3 (“Populismo e ideología I”: 93-133) de su libro Ideología y
discurso populista (México: Folios Ediciones, 1983), un momento fundamental. Nos atreveríamos a
decir que de Ípola anticipa una serie de problemas en la formulación del populismo y de la
hegemonía en el trabajo de Laclau, que hoy resultan fundamentales, como muestra claramente
Martín Retamozo en su estudio “Ernesto Laclau y Emilio de Ípola ¿un diálogo? Populismo,
socialismo, democracia” (Identidades n 6, junio 2014): 38-55. Y como ha mostrado eficientemente
también, para el mundo anglosajón, John Kraniauskas, “Rhetorics of Populism. Ernesto Laclau,
1935-2014” (Radical Philosophy 186, 2014): 29-36.

165
identificación carismática con el líder. La pregunta que sigue es por el estatuto
mismo de esa identificación, pues no se trata de re-inseminar, subrepticiamente,
una antropología negativa que reduzca al pueblo a la condición de sujeto pasivo
manipulado y manipulable por las arbitrariedades del líder. (Volveremos a esto).

En tercer lugar, habría sin embargo que considerar el populismo también


como estrategia política, es decir, no solo como un fenómeno característico de
regímenes deficitarios o de procesos de institucionalización incompletos, ni como
una teoría “suplementaria” de las limitaciones del marxismo y del republicanismo
convencional. El populismo, según esta tercera dimensión, sería una racionalidad
específica, marcada por la producción de antagonismos y organizada en términos
oposicionales remitidos al poder, según la lógica de la transferencia y la
identificación. Sin duda, es esta tercera dimensión la que necesitamos destacar en
el trabajo de Laclau, pues ella se sigue de su homologación entre razón populista y
lógica hegemónica. Si el populismo es también una estrategia política, entonces
habría una innegable dimensión populista en toda práctica política, de ahí que
nuestro problema no radique en reprimir el populismo como una mala política,
oportunista o irracional, sino en cuestionar la misma economía transferencial que
favorece la identificación (vía interpelación) entre lo popular (ya siempre
constituido en el llamado del líder) y el líder como representante del “pueblo”. Y en
esto se juega el potencial y la limitación de la razón populista de Laclau.

V. - Antagonismo y fin de la transferencia

En efecto, todavía necesitamos hacer una distinción sobre este problema,


pues si la crítica que se le hace al populismo denuncia una suerte de identificación
directa o catexis libidinal con el líder, entonces, lo que se está reintroduciendo,
subrepticiamente, es la hipótesis antropológica anti-populista y conservadora que ve
en el pueblo una horda dispuesta a ser sacrificada en el banquete del soberano (tesis
del pueblo tonto que debe ser guiado por una vanguardia siempre iluminista). Para
evitar esta lectura ingenua sobre la catexis populista podemos recurrir a Deleuze y
Guattari, quienes piensan la “catexis del deseo” de manera compleja, es decir, no
como una identificación directa con el líder, o con el deseo del líder, cuestión que
caracteriza a la trampa psicoanalítica de la transferencia libidinal en la
identificación del pueblo con la ley del padre (como si el pueblo actuara de acuerdo
con su lectura del deseo del “líder”). En el cambio mismo de la noción de libido
por la de deseo se encuentra la clave que distingue la critica des-territorializante de
la lectura conservadora del populismo191. De ahí que nuestra critica de Laclau no

191
Gilles Deleuze & Félix Guattari, El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia (Barcelona: Paidós,
1985).

166
intente descalificar el populismo como estrategia de manipulación de las masas,
sino que intenta mostrar las limitaciones de su economía trasferencial todavía
limitada a la lógica subjetiva de la representación y a la lógica calculabilista de la
hegemonía, pues lo que estamos intentado proponer no es solo que la política
excede la disputa hegemónica por el Estado, sino también que la misma práctica
democrática no puede ser reducida a dicho Estado, emergiendo, muchas veces, no
solo de manera contra-hegemónica para disputar el gobierno, sino de manera
radicalmente anti-estatal192.

Obviamente, para desarrollar este argumento habría que diferenciar la


crítica desterritorializante o deseante de Deleuze y Guattari de todo el vitalismo que
la lectura del Anti-Edipo generó y aún genera en el campo político e intelectual.
Sobre todo porque los mismos autores criticaron el modelo fabril del inconsciente
que dicho libro trafica, y se desmarcaron de un cierto entusiasmo con el esquizo-
análisis que siguió a la irrupción de sus hipótesis. No podemos hacer eso acá, pero
queremos llamar la atención sobre el movimiento conceptual que está en juego en
el argumento y en su pertinencia para pensar un populismo “desujetado”. En
efecto, no se trata solo de un cambio conceptual (deseo por libido), sino de la
destitución radical de la economía transferencial y edípica que explica el deseo en
términos subordinados a un modelo familiar y totémico. Al destituir dicho modelo,
el Anti-Edipo se muestra no como un tratado de psicoanálisis crítico, sino como una
teoría materialista sobre el poder y el surgimiento del Estado. Pues el Estado
mismo, al igual que la hipótesis edípica, aparece como centro-sujeto que captura la
historicidad de las diversas pulsiones políticas en el pasado y en la actualidad. En
este sentido, podríamos decir que si Jacques Rancière observó críticamente cómo
antes de la acumulación primitiva capitalista ya había operado una acumulación
primitiva puesta en movimiento por la filosofía como expropiación de la
inteligencia común de los hombres193, el Anti-Edipo muestra que incluso antes de
esa “acumulación filosófica”, la territorilización del deseo y el control estatal de los
flujos pulsionales (el monopolio del culo), ya habían operado sobre el cuerpo social,
inscribiendo la condición heteróclita y micropolítica de las prácticas sociales en el
horizonte homogéneo y molar del pacto social. En tal caso, no se trata de restituir
la crítica anti-populista y conservadora (que opera bajo la misma economía
transferencial y “retentiva” o “represiva”), sino de liberar el flujo populista más allá
de la modelación que lo interpela desde la historicidad del Estado como centro-
soberano del sentido y la acción. Carno-logocentrismo, falo-logocentrismo, helio-

192
Ver, Miguel Abensour, La democracia contra el Estado (Buenos Aires: Ediciones Colihue, 1998).
En un trabajo anterior hemos desarrollado nuestra crítica post-hegemónica, ver: “¿En qué se
reconoce el pensamiento? Posthegemonía e infrapolítica en la época de la realización de la
metafísica” (Debats 128/3, 2015): 41-52.
193
Hipótesis central de su crítica a Althusser y a la filosofía política en general. Ver, El desacuerdo
(Bueno Aires: Nueva visión, 1996). Y, La lección de Althusser (Santiago: LOM, 2014).

167
política, y transferencialidad edípica apuntan, entonces, hacia la misma
constitución soberana del Estado como monopolio de los flujos y los cuerpos.

Por otro lado, aquí también radica nuestra diferencia con la lectura post-
hegemónica recientemente actualizada por Jon Beasley-Murray, quien no solo
despacha a Laclau como un populista moderno, sino que denuncia su influencia en
los estudios culturales latinoamericanos como prolongación de una estrategia
culturalista y fetichista que tiende a despolitizar las irrupciones de la multitud desde
la lógica identitaria del pueblo. Decíamos que lo que aparece acá es, precisamente,
la diferencia entre pueblo y multitud, y si es cierto que la multitud nombra la
irrupción salvaje de lo popular antes de ser constituida o interpelada como pueblo,
la resistencia que Laclau opone a dicha noción es su dependencia inconfesable con
respecto al análisis socio-económico del marxismo. En tal caso, habría una cierta
anfibología en la noción de multitud que tiende a expresarse en dos planos
igualmente problemáticos, por un lado, la multitud como remanente
irrepresentable en la historia, instancia excedentaria de toda lógica discursiva y
exceso de toda articulación política y de toda filosofía política (cuestión que
pareciera coincidir con lo que hemos denominado la emergencia salvaje de lo
popular informe en la historia moderna de América Latina, aún cuando tiene una
función puramente negativa o nouménica); pero, por otro lado, esa misma multitud
parece estar determinada por las transformaciones materiales del trabajo (en su
paso desde el obrero fordista industrial al obrero social, y a la multitud
contemporánea194). Si la multitud es el exceso salvaje o in-forme, entonces no puede
estar determinada ni ser explicada por las transformaciones del trabajo, pues de
serlo se restituye la tesis economicista pero ahora de manera sofisticada. Sin
embargo, si la multitud trasciende la esfera representacional donde se juega la
política en las sociedades contemporáneas, su éxodo desde la representación parece
equilibrarse delicadamente entre los procesos brutales de migración forzada y la
dimensión especulativa de un sujeto por venir que amenaza la historia desde las
bambalinas nouménicas de un formalismo radicalizado.

Es acá donde habría que poner atención a la irrenunciable toma de postura


política en el pensamiento de Laclau, pues si por un lado las determinaciones
económicas no son suficientes para explicar las identidades políticas, ni menos
alcanzan para definir la construcción del pueblo como la tarea de una política
radical, tampoco la simple proliferación de luchas sociales le satisface, pues dicha
proliferación (y su éxodo con respecto al Estado) pareciera ser ineficiente en
términos de una política orientada ya no al cambio social revolucionario, sino a la
paulatina construcción de una democracia radical. Sin embargo, más allá de las
194
Siendo Empire (Massachusetts; Harvard University Press, 2000), primer volumen de la trilogía
escrita por Antonio Negri y Michael Hardt, el lugar donde se expresa de mejor forma dicha
anfibología.

168
críticas conservadoras y convencionales, nuestra observación apunta a la limitación
de la razón populista que, articulada por la lógica del antagonismo histórico y no
por la lógica de la contradicción dialéctica u ontológica, sigue recortando el
potencial de dicho antagonismo al remitirlo, heliotrópicamente, a la lucha
hegemónica por el control del Estado, en un contexto histórico en que el mismo
Estado nacional habría quedado sobre-determinado por la metamorfosis
contemporánea de la soberanía corporativa y por procesos flexibles de
acumulación. Y esto, que sin duda requiere una reflexión más prolongada, es
precisamente lo que parecen olvidar todos aquellos que, en la euforia desarrollista
del nuevo contrato social latinoamericano, se apresuran en inmortalizar la obra de
un pensador radical, al convertirla en el fundamento de políticas públicas
redistributivas en tiempos de neo-extractivismo y globalización. ¿Por qué pensar en
el potencial reformista del Estado como única posibilidad para una política
constituida en términos de antagonismos?

No se trata, en cualquier caso, de renunciar al Estado como instancia


irrelevante en las luchas políticas, pero tampoco se trata de organizar dichas luchas
en torno a su centro de gravedad, pues el resultado más seguro de esa reducción es
la misma perpetuación de una burocracia que confunde la dimensión táctica de la
lucha con su racionalidad estratégica, para perpetuarse en su misión gerencial,
administrativa y representacional, dando paso a la emergencia de una intelligentsia
reformista, bien-intencionada y democrática, pero todavía temerosa de la irrupción
salvaje de lo informe. Estamos ahí, en el nudo indisoluble de un tiempo que parece
festejar los logros de la modernidad globalizada, mientras se hace cada vez más
necesario el eventual arribo de los bárbaros.

Y ahora que será de nosotros sin bárbaros.


Los hombres esos eran una cierta solución195.

Ypsilanti, 2015

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Colihue, 1998).

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172
¿En qué se reconoce la posthegemonía y la infrapolítica?

Ningún pensamiento contra lo que


sea tiene importancia; sólo cuentan
los pensamientos “para” algo nuevo, y
que saben producirlo.

Gilles Deleuze196

Introducción

Tanto la posthegemonía como la infrapolítica no son conceptos ni términos


meridianamente decantados. Ninguno pertenece a un orden disciplinario
específico ni resume, en su arco semántico, alguna discusión singular alojada al
interior de un área o de una disciplina académica. Se trata entonces de una
constelación, es decir, de nombres que aluden a un estado del pensamiento
marcado por su indisposición con respecto a su cómodo hogar universitario. En
efecto, esta constelación surge de un cierto agotamiento del discurso moderno y de
su capacidad para refundarse conceptual o paradigmáticamente. Tampoco es
posible acotarla según alguna definición de base, porque en cuanto constelación lo
que ella reúne es un conjunto de trabajos e investigaciones en ámbitos tan variados
como los estudios latinoamericanos o el hispanismo en general, la teoría política y
literaria, la filosofía post-heideggeriana, las artes visuales y la teoría de la historia.
De la misma forma en que Deleuze (2004) reformula la pregunta ¿qué es el
estructuralismo?, por la pregunta ¿en qué se reconoce el estructuralismo?, nosotros
nos atreveríamos a decir que, según el estado de las investigaciones y reflexiones en
curso, resulta un tanto problemático definir y acotar el alcance de nuestra
constelación y responder a la pregunta ¿qué son la posthegemonía y la infrapolítica?
Frente a dicha dificultad se abren dos alternativas: por un lado, hacer un recuento

196
Traducción libre de Gilles Deleuze, “How do We Recongnize Structuralism?” (170-192), en Desert
Island and Other Texts 1953-1974, Semiotex(e), California, 2004, 92.

173
de la serie de intervenciones en los ámbitos señalados, intervenciones que pudiesen
ser reconocidas, relacionas, de alguna forma más o menos obvia, vinculadas con la
posthegemonía y / o con la infrapolítica, o, alternativamente, presentar los
elementos centrales en los que fuese posible reconocer la posthegemonía y la
infrapolítica como formas de un pensamiento históricamente articulado.

En efecto, a pesar de tratarse de una constelación más o menos nueva, la


cantidad de referencias y la diversidad de tonos y estilos al interior de ella hacen
difícil dar cuenta de un estado de la cuestión en pocas páginas. De ahí entonces
que optemos por presentar unas reflexiones acotadas a cada una de estas nociones,
manteniéndolas en tensión y poniéndolas en relación con un cierto diagnóstico del
pensamiento contemporáneo relativo al dictum heideggeriano sobre la finalización
de la metafísica. Para Heidegger, esta finalización no sería una cuestión
empíricamente determinable sino que está contenida en la estructura misma de la
temporalidad y de su organización de acuerdo con diversas formas de organizar el
tiempo según epocalidades de la historia del ser, así la época contemporánea, tardo-
moderna, coincide con una determinada realización de la metafísica, pero el estatus
de esta realización no es “teórico” o “especulativo” sino relativo a la articulación del
capitalismo como sistema de devastación planetariamente articulado.197 Como sea,
no intentamos presentar una crítica del presente más o menos exhaustiva, sino una
formulación más o menos tentativa en la que se hace posible percibir la potencia
reflexiva de nuestra constelación.

Limitaciones de la teoría de la hegemonía

El estado contemporáneo de la teoría de la hegemonía no solo está marcado


por la relectura de Antonio Gramsci y sus contribuciones sobre la cuestión
nacional, las disputas hegemónicas, los bloques de poder, la persuasión y el
consentimiento, sino también por las contribuciones desarrolladas por Ernesto
Laclau y Chantal Mouffe.198 Más allá de la extensa bibliografía al respeto, lo que nos
interesa es señalar los presupuestos fundamentales de la teoría de la hegemonía,

197
Más allá de la serie de lugares en que esta lectura del “fin” y de la “superación” de la metafísica
constituye el horizonte del pensamiento heideggeriano, lo que nos interesa destacar aquí, como
hipótesis de trabajo que solo podemos dejar enunciada, es la copertenencia entre “destrucción de la
metafísica” y “crítica de la acumulación”. Véase nuestro “Marx-Heidegger: Notas sobre la
complementariedad entre destrucción y crítica del valor”, En: Crítica de la Acumulación. Oscar
Cabezas, Alessandro Fornazzari, Elixabetta Ansa-Goicoechea (Edit.), Editorial Escaparate-
Universidad de los Lagos, Santiago, 2010, pp. 241-262.
198
La presencia de Gramsci en el debate latinoamericano es tan basta que resulta imposible
resumirla acá. Véase, como indicación, el texto de José Aricó, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci
en América Latina, Siglo XXI, Argentina, 2005. El texto central de Laclau y Mouffe es Hegemonía y
estrategia socialista. Hacia una democracia radical, Siglo XXI, España, 1987.

174
según Laclau y Mouffe, pues su actualidad no responde solo a la coherencia de su
formulación sino a la popularidad que ha ganado para “explicar” los actuales
gobiernos de centro-izquierda en América Latina, y las experiencias de Podemos en
España o de la nueva coalición de gobierno en Grecia. Por supuesto, sospechamos
de las aplicaciones mecánicas y de la misma idea de que sea posible explicar una
dinámica social compleja desde una teoría, pues eso reinstala los peores vicios
deterministas de la modernidad. Sin embargo, la relevancia de la teoría de la
hegemonía radica es su potencial heurístico, esto es, en su capacidad para dar
cuenta de las actuales configuraciones de poder y resistencia en el contexto de las
crisis de legitimidad y mando de las democracias occidentales, democracias que
parecen debatirse entre una confirmación del neoliberalismo y un intento
desesperado por salir de él.

La teoría de la hegemonía, entonces, tiene tres elementos fundamentales


que interesa enfatizar: 1) se trata de una crítica de la teleología marxista que
funcionaba como reemplazo de la filosofía de la historia convencional del
capitalismo, esto es, de la filosofía del progreso y la modernización. En efecto,
Laclau y Mouffe entienden que la teoría de la hegemonía se mueve a nivel de lo
que ellos llaman una lógica de la contingencia y no de la necesidad, es decir, una
lógica para la cual la revolución no es el fin inexorable de la historia y donde cada
presente político es el resultando contingente de luchas sociales y disputas
antagónicas. 2) De la misma manera, ambos comprenden que una de las
limitaciones centrales del marxismo occidental es el reduccionismo de clases y la
fijación de la clase obrera como sujeto, ontológicamente determinado, de la historia
y como portador de las claves de una política radical. Cualquier otra articulación
subjetiva de la política era vista, desde el marxismo convencional, como
circunstancial y refractaria, pues la madurez de los sujetos políticos solo se
alcanzaba en el plexo de la división capitalista del trabajo. 3) Sin embargo, ambas
dimensiones concluyen en un cierto determinismo infraestructural y economicista,
respecto del cual todo lo demás (prácticas jurídicas, simbólicas, políticas, etc.), eran
vistas como súper-estructurales o periféricas en relación al conflicto central que es el
conflicto entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción. La
consecuencia de este modelo es que las luchas políticas aparecen determinadas
desde lo económico, como si fuesen un reflejo de lo que ocurre a un nivel más
decisivo del modo de producción y, por eso, la política aparece como un
epifenómeno secundario. La hegemonía es entonces una teoría política alternativa
a este determinismo.

En efecto, para romper con estas limitaciones, Laclau y Mouffe recuperan


una cierta tradición socialista y democrática que había sido opacada por el discurso
oficial del marxismo occidental, pero también proponen una versión más depurada
del funcionamiento de la política a partir de presentar la misma noción de

175
hegemonía, desarrollada tempranamente por Gramsci en su lectura crítica del
comunismo soviético y del “sur” como problema en la Italia moderna (junto a las
críticas de Rosa Luxemburgo al centralismo bolchevique), y repensada a partir de
las contribuciones del psicoanálisis lacaniano, la lingüística saussureana y la
destrucción heideggeriana de la ontología tradicional.199 De esta forma, la teoría de
la hegemonía se proponía, a mediados de los 1980, como una alternativa al
marxismo convencional, como una teoría de lo político o de la política más allá de
las determinaciones y sobre-determinaciones económicas o de otro tipo, y como
una teoría compleja del conflicto social, que ya no venía asegurado por la noción
lógico-ontológica de contradicción dialéctica, sino que estaba vinculada a la
producción, contingente, de prácticas e identidades oposicionales y antagónicas. La
hegemonía se constituía como una teoría postmarxista del conflicto político.

Sin embargo, ya acá habían varias aristas problemáticas que fueron


alcanzando mayor notoriedad en el trabajo posterior de Ernesto Laclau. Me
concentraré solo en tres de estos problemas: 1) el alcance y capacidad explicativa de
la teoría de la hegemonía es casi infinito, sirve para dar cuenta de la historia de
procesos políticos, del fracaso de ciertas experiencias históricas, y de la dinámica
política en general. El mismo Laclau llega incluso a homologar hegemonía y
política como si la lógica de ambas fuese, esencialmente, la misma, lo que produce
una paradoja mayor al convertir la hegemonía como teoría en una hegemonía
inescapable al interior de las disciplinas encargadas de pensar la política y al reducir
la misma política, en su diversidad de formas, a la hegemonía. 2) Pero si la extrema
aplicabilidad de la teoría de la hegemonía la debilita como proposición rigurosa,
todavía habría que cuestionar el modelo racional-discursivo que la práctica
hegemónica adquiere en la conversión de las luchas y reivindicaciones sociales en
demandas dirigidas “heliocéntricamente” al poder del Estado.200 Jon Beasley-
Murray, autor de un libro central sobre la posthegemonía201, observa precisamente
el debilitamiento de lo político a partir de su conversión en intercambio
instrumental de demandas y cadenas discursivas, cuestión que todavía deja a la
teoría de la hegemonía en el campo de las formulaciones molares o generales,
incapaces de dar cuenta, más allá de estos macro-conceptos (poder, ideología,
sujeto, etc.), de las particularidades micro-físicas de los afectos y la materialidad de
los hábitos sociales. Y 3) por supuesto, en relación a la observación número 2,
podemos distinguir dos dimensiones problemáticas: una es la conversión de las
luchas en demandas acotadas, lo que supone un cierto giro hacia los presupuestos

199
El argumento es demasiado extenso y complejo como para dar cuenta de él acá, pero véase
Hegemonía y antagonismo. El imposible fin de lo político. Conferencias de Ernesto Laclau en Chile (edición
nuestra) Cuarto Propio, Santiago, 2002.
200
Cuestión evidente en el penúltimo libro de Laclau, On Populist Reason, Verso, London, 2005.
201
Jon Beasley-Murray, Posthegemony: Political Theory and Latin America, University of Minnesota
Press, Minneapolis, 2011.

176
fundantes de la ciencia política anglo-sajona; pero, la otra es la predisposición no
solo a reducir toda política a la hegemonía, sino de remitir toda lucha política al
Estado como centro-sujeto de la historia. En efecto, la hegemonía parece
convertirse así en una fórmula para articular coaliciones políticas exitosas en la
disputa por el poder del Estado, sin que esto nos indique nada respecto a la eficacia
en la implementación de formas de gobierno alternativas a las tradicionales
experiencias de los Frentes amplios y populares. Si esto es así, entonces la teoría de
la hegemonía aparece como una forma de disciplinamiento político y contención
social que remite las mismas prácticas de antagonismo a una instancia jurídica y
formal, indeterminada en términos de clase, pero sobre-determinada en términos
de su localización institucional.202

Contingencia, “pueblo” y traducción

Sin embargo, y sin desmerecer esta serie de observaciones que han sido
elaboradas en los últimos años, todavía creemos necesario establecer otras tres
diferencias irreconciliables con la teoría contemporánea de la hegemonía,
diferencias que nos abren hacia la problemática de lo posthegemónico de una
manera bastante precisa y que nos permiten comenzar a presentar la reflexión
infrapolítica. 1) Por un lado, en la indeterminación o contingencia hegemónica
todavía se percibe una simple inversión del esquema metafísico de la temporalidad,
es decir, la contingencia hegemónica como indeterminación de lo político sigue
siendo una formulación accidental, sujeta a la inversión de las categorías de
necesidad y causalidad clásicas, y esto no es un simple problema lógico sino que
está en el corazón del debate contemporáneo sobre el fin de la filosofía de la
historia (el Foucault de la genealogía, por ejemplo), la acontecimentalidad del
sentido (en Deleuze o Derrida), la eventualidad del acto político (Badiou) o,
incluso, la misma contingencialidad de las relaciones de solidaridad y
reconocimiento (como en el pragmatismo de Richard Rorty).203 La deconstrucción
de la filosofía marxista de la historia y su lógica de la necesidad es fundamental,
pero su reemplazo con una teoría contingente de las articulaciones hegemónicas y
una subrepticia recuperación, reconstructiva, de una cultura socialista no hace sino

202
Esta es una observación tempranamente realizada por Benjamín Arditi, respecto a la forma en
que la construcción histórico-discusiva de las identidades políticas tiende a quedar remitida no solo
a la homologación de política y hegemonía, sino de política y Estado nacional. Véase, por ejemplo,
“Post-Hegemony: Politics Outside the Usual Post-Marxist Paradigm”, en: Alexandros Kiopkiolis and
Giorgios Katsambekis (editores), Radical Democracy and Collective Movements Today. The Biopolitics of
the Multitude versus the Hegemony of the People, Ashgate, United Kingdom, 2014, pp. 17-44.
203
Otra vez, más allá de consignar todas las aristas del debate, permítasenos referir, simplemente, al
coloquio sobre hegemonía y pragmatismo en el que participaron varios de estos autores. Chantal
Mouffe (comp.), Simon Critchley, Jacques Derrida, Ernesto Laclau, Richard Rorty, Desconstrucción y
pragmatismo, Paidós, Buenos Aires, 1998.

177
re-inseminar la misma filosofía de la historia que se quería, en principio, desplazar,
convertida ahora en un ambiguo horizonte cultural de raigambre europea y, luego,
desde ahí, occidental, a la que se le da el nombre de tradición democrática radical.

2) El problema con la re-inseminación de la filosofía de la historia es que


tiende a yuxtaponer los niveles de lo teórico y lo fenoménico sin mayor cuidado y
esto se expresa no solo en la reducción de las luchas en demandas o de la
heterogeneidad de los antagonismos en una confrontación por el poder del Estado,
en cadenas equivalenciales más o menos molares, sino en la naturalizada teoría
funcional del lenguaje y la traducción que está inscrita en el corazón de la
hegemonía y que la hace posible. Como se sabe, la hegemonía no es una forma
discursiva acabada desde la cual se articulen, ex-post-factum, posiciones sociales pre-
existentes, pues Laclau y Mouffe son lo suficientemente astutos para evitar tanto el
vicio liberal de suponer posiciones pre-políticas naturalmente articuladas a algún
tipo de individualismo posesivo, pero también para evitar pensar la hegemonía
según la teoría tradicional del discurso y de la persuasión ideológica. En rigor, el
contenido propiamente discursivo de la hegemonía, el contenido de la cadena de
equivalencias que la constituye, está siempre sujeto a nuevas formulaciones, pues
no reposa ontológicamente en una verdad trascendental o universal, sino en un
efecto político de expansión y universalización.204 Esto es posible por la suspensión
de las formas ontológicas o fundacionalistas de pensar lo social y lo político205, pero
también por la misma concepción configurativa de las prácticas discursivas, más allá
de toda la teoría realista del lenguaje (no solo Saussure, sino el Austin de los actos
de habla o el Kripke de la teoría anti-descriptivista del lenguaje). Sin embargo, es
aquí donde se vuelve a expresar el problema instrumental del la teoría de la
hegemonía, precisamente porque su posibilidad articulatoria depende de una teoría
convencional de la significación que no elabora satisfactoriamente la problemática
reducción del lenguaje a la comunicación, y del sentido a una función meramente
ilustrativa, instrumental. ¿Puede la teoría de las articulaciones hegemónicas pensar
el ruido, las resistencias al sentido o estar a la altura de la problemática
contemporánea de la teoría de traducción? Atiéndase al hecho de que nuestra
observación no se hace en nombre de “un sentido” original, pre-político o pre-
lingüístico, sino desde una consideración sobre la heterogeneidad radical del
sentido en relación con la misma diversidad de posiciones de sujeto que no siempre
pueden ser exitosamente articulados en una cadena hegemónica.206

204
Véase el intercambio de Laclau con Judith Butler y Slavoj Zizek, Contngency, Hegemony,
Universality. Contemporary Dialogues on the Left, Verso, London, 2000.
205
Como ha observado, panorámicamente, Oliver Marchart, Post-Foundational Political Thought:
Political Difference in Nancy, Lefort, Badiou and Laclau, Edinburgh University Press, Edinburgh, 2007.
206
Históricamente, éste era uno de los problemas más obvios del frente popular, la necesidad de
articular posiciones heterogéneas en su plataforma política, pero, a la vez, la imposibilidad de evitar
conflictos entre estas posiciones. En la revolución Sandinista, por ejemplo, el Frente de liberación

178
3) Llegamos así a nuestra tercera objeción. Si la teoría contemporánea de la
hegemonía descansa en una filosofía de la historia “invertida” y en una teoría
instrumental de la significación y de la traducción, todavía hay que interrogar la
forma en que el “pueblo” sigue siendo un principio estructurante de la orientación
política de la misma hegemonía. Ya en Hegemonía y estrategia socialista se presenta a
la misma teoría de la hegemonía no solo como una teoría del funcionamiento de la
política en general, sino también como una estrategia para una nueva izquierda
post-marxista. El que la hegemonía sea un estrategia y una teoría no es un problema
en sí, pero debe ser explicitado, como también debe ser explicitada la lógica
inherente a esta conversión que nos lleva a pensar que, en cuanto estrategia, esta
sería una de izquierda. En efecto, la teoría del poder implícita en la teoría de la
hegemonía no nos dice nada con respecto a su condición privativa de algún sector
político, por el contrario, más allá de las concepciones clásicas del totalitarismo y
del fascismo, estos autores son eficientes en mostrar que incluso en contextos de
dominación brutal, siempre hay una cierta hegemonía operando. Por supuesto, los
lectores contemporáneos pueden acceder a una temprana crítica de esta hipostasis
hegemónica en las contribuciones de los historiadores subalternistas sud-asiáticos o
latinoamericanos al respecto207, pero lo que a nosotros nos interesa no es tanto la
historia de un diferendo sino explicitar lo que está en juego en él.

Sugerimos, entonces, que lo que opera acá es un reemplazo de la noción de


clase, y de cualquier otra noción privativa o identitaria por un concepto expansivo
de pueblo, cuya relación con el legado de los regímenes populares (o populistas)
latinoamericanos es evidente. El mismo Laclau, quien comenzó su carrera
intelectual con un sobrio e ineludible análisis del populismo latinoamericano208,
explicita sus posiciones aún más en su libro On Populist Reason (2005), disputando a
los discursos conservadores y neoliberales la misma acepción de populismo que
tiende a ser homologada con la experiencia europea, particularmente, con el
“populismo” fascista italiano. Su matizado análisis histórico lo lleva a problematizar
la caricatura del populismo como un régimen perverso de manipulación y
caudillismo (tan frecuentemente utilizado para reducir la complejidad de la historia
latinoamericana), sin embargo, dada la misma topología categorial de la teoría de la
hegemonía, ésta no puede evitar dividir el campo de significación de la política

nacional articulaba a sectores campesinos y católicos y a sectores urbanos y feministas, cuestión que
ponía en el debate la viabilidad de políticas de control de natalidad, aborto, divorcio, etc. Es este
mismo asunto el que los teóricos de la nación deben confrontar a la hora de pensar la
heterogeneidad radical de los pueblos contemporáneos desde un formato identitario y comunitario.
207
En efecto, los trabajos de los subalternistas indios, y de Gareth Williams, Horacio Legras, el
mismo Beasley-Murray y Alberto Moreiras, en el campo hispanista, a principios de la década pasada,
son relevantes. Conformémonos con esta mínima referencia: Ranajit Guha, Dominance without
Hegemony: History and Power in Colonial India, Oxford University Press, New York, 1997.
208
Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo, Siglo XXI, México, 1978.

179
entre hegemonía y contra-hegemonía, es decir, entre poder y no poder (pero a la
espera de hacerse con el poder), cuestión que se materializa, inescapablemente, en
la oposición entre Estado y sociedad. Así, si la hegemonía ya había sido
homologada con la política, ahora la política es homologada con la razón populista,
lo que equivale a decir que el elemento esencial de la política es la articulación de
diferencias en una cadena de equivalencias que restituye la performance del pueblo
como origen y destino de la actividad política, esto es, que le devuelve al pueblo la
verdad de la política (la soberanía). Frente a esto, tenemos dos objeciones
complementarias:

3.1. – La crítica de las nociones ontológicas de clase e identidad política no


implica, en el trabajo de Laclau, un abandono total de la noción de pueblo, sino su
flexibilización contingente y su indiferenciación como marco general donde tiene
lugar la política. De ahí las objeciones convencionales surgidas desde la tradición
autonomista italiana, y la diferencia entre pueblo y multitud. De hecho, aunque no
es el único, Beasley-Murray (2011) ha sido eficiente en mostrar que esa no
problematizada noción de pueblo en Laclau lo predispone a hacer de su teoría de la
hegemonía el lugar común para los Cultural Studies norteamericanos.209

3.2.- Pero, y este es el lugar de un diferendo mayor, la convergencia de un


pensamiento como el de Jacques Rancière, por ejemplo, con la reivindicación del
pueblo en Laclau, no nos debe confundir. Mientras que el pueblo es ese marco
general en el que se inscribe la indeterminación de la política en Laclau, en
Rancière el pueblo es un nombre genérico para dar cuenta de una “experiencia
plebeya”, en la que no pre-existe ninguna identidad, sino solo la experiencia de la
des-identificación, que es la que hace posible al desacuerdo como nombre de la
política.210 Se trata, nada menos, que de un problema de visión y perspectiva, pues
el pueblo enunciado por la teoría de la hegemonía es un pueblo constituido,
identificado, más allá de que esa identificación ocurra, al principio, en torno a un
significante vacío. Por supuesto, no se trata de oponer a este pueblo representado
una concepción ontológica o esencialista del pueblo como aquello que existe más
allá de la representación, pues eso sería caer en una ingenuidad que el mismo
Laclau ha evitado sistemáticamente. Pero tampoco es necesario pensar la relación
de representación del pueblo como una relación estrictamente hegemónica, es
decir, como una forma de representación en la que la fuerza del pueblo radica en la

209
La objeción sería que en su crítica de Laclau, Beasley-Murray no tiene sino por objetivo el
populismo inherente de los Cultural Studies, es decir, que su argumento apunta a los usos de la teoría
de la hegemonía y no a ésta suficientemente. Por otro lado, independientemente del hecho de que
la teoría de las articulaciones hegemónicas goce hoy de una cierta popularidad en la “cultura de
izquierdas”, esto no nos dice nada sobre su problematicidad inherente, por el contrario, hace más
urgente comprender el giro posthegemónico.
210
Jacques Rancière, El desacuerdo. Filosofía y política. Nueva Visión, Buenos Aires, 1996.

180
coherencia de su identidad como pueblo, por más performativa que esta identidad
sea, pues lo que garantiza el impacto político de la hegemonía no es el vacío de su
centro articulador, sino la promesa de sentido de su discurso. Y es aquí donde la
concepción instrumental de la significación y de la traducción se muestra en
convergencia con la problemática populista de suponer un pueblo representado o
“expuesto”, pues no solo la representación requiere, como teoría y práctica, mayor
elaboración (sobre todo en función de las diferencias entre expresión,
configuración y manifestación de un nivel en el otro, del pueblo en la hegemonía),
sino porque si bien es cierto que no hay política sin representación, no toda la
política se reduce a ella (como en la vieja advertencia kantiana contra los empiristas
ingleses: el conocimiento se da en la experiencia, pero no proviene totalmente de
ésta).

Ciertamente, es en la diferencia entre exposición y (des)figuración (como


puesta en escena no instrumental ni indefectiblemente homogeneizante), donde la
razón populista que subyace al trabajo de Laclau tiene mayores problemas para
pensar no solo la política más allá de la hegemonía, sino las formas de vida
históricamente constituidas más allá de la política. Y es esta misma incongruencia
entre forma de vida y política la que constituye una de las preocupaciones centrales
de la infrapolítica, pero también la que demuestra las limitaciones de la
antropología política que subyace a la elaboración de Laclau.211

Bien podría argumentarse que el trabajo de Laclau no tiene como objetivo


un horizonte filosófico de tal generalidad y que su cometido fue, aunque más
acotado, políticamente atingente a las dinámicas sociales de nuestro tiempo, y nada
podríamos decir contra eso, dada la calidad innegable de sus contribuciones y la
pertinencia e impacto de su lectura de la crisis epocal del marxismo, su re-
fundación post-fundacional de la política y su amplia labor intelectual como
comentarista y crítico de sus contemporáneos. Pero ese no es el problema que nos
hemos dado hoy, sino explicar, aunque someramente y de acuerdo a nuestras

211
Véase el sugerente trabajo de Georges Didi-Huberman, Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Buenos
Aires, Manantial, 2014. En él se elabora una diferencia entre exposición y figuración a partir de
interrogar un cierto archivo pictórico y cinematográfico donde el pueblo o “los pueblos” es lo que
está en juego. Las preocupaciones de Didi-Huberman con la (des)figuración de los pueblos, más allá
de la exposición privativa que supone a un pueblo “uno” y “objeto” son, entonces, convergentes con
la preocupación infrapolítica con la vida como forma y exceso con respecto a la política. Emmanuel
Biset observa (en el blog de nuestro grupo) que la figuración reincide en la metaforización, cuestión
a la que hay que atender pues no se trata de cambiar la metaforicidad culturalista por un fetichismo
de la imagen, sino de pensar la imagen más allá de una concepción figurativa e ilustrativa, de la
misma forma en que la catacresis es una tipo de metaforicidad abusiva e inútil, pues desactiva la
función significante de la metáfora, habría que pensar la des-figuración del pueblo y la emergencia
catacrética de los pueblos en el contexto de la desmetaforización.

181
limitaciones, las decisiones que traman el giro posthegemónico y la constelación
infrapolítica.

Identificación afectiva y principio de razón

Obviamente, la cuestión de la posthegemonía es ella misma heterogénea,


pues no existe ni un concepto acotado ni un consenso pleno sobre qué se entiende
por tal. En primera instancia, la posthegemonía puede ser pensada como un
movimiento interino a la misma lógica hegemónica, siempre que el paso desde una
cadena significante a otra supone la desarticulación de la primera y la rearticulación
de las particularidades desagregas en una nueva cadena, momento posthegemónico
por excelencia.212 Pero también es posible pensar la posthegemonía como lo han
hecho Benjamín Arditi y, de manera más acotada a nuestro horizonte, Jon Beasley-
Murray. En efecto, si Arditi cuestiona la reducción de la política al postmarxismo
hegemónico y Estado-centrista de Laclau, Beasley-Murray pone énfasis en la
generalidad de las categorías analíticas en juego y apunta hacia el olvido de las
pasiones y los afectos, entendidas post-ideológicamente, según el revival espinozista
contemporáneo. Gracias a este énfasis en los afectos, los hábitos y la multitud, es
posible establecer una diferencia con la posthegemonía pensada así y lo que
podríamos llamar una tercera acepción que es más cercana a la constelación
infrapolítica que nos interesa comentar. Concentraremos nuestras observaciones en
dos puntos centrales:

1) La primera diferencia entre nuestra comprensión de la posthegemonía y la de


Beasley-Murray está dada por una problematización distinta del afecto. Aunque
esquemáticamente se podría decir que en vez de la ontología espinosista lo que nos
interesa es el psicoanálisis lacaniano, todavía es muy genérica esta alusión a Lacan,
característica de la llamada izquierda lacaniana.213 Lo que está en juego con la
cuestión del afecto no es solo la potencialidad de los devenires o los ensamblajes
deseantes, según la vulgata deleuziana contemporánea, sino la misma paradoja
constitutiva del deseo como inscripción o erotización de una voluntad de poder
expresada en la identificación afectiva con la ley, el poder o el líder. Por supuesto
Laclau estaba plenamente advertido de las contribuciones de Lacan al pensamiento
contemporáneo y su uso del psicoanálisis es obvio en Hegemonía y estrategia
socialista, sin embargo, sostenemos que es posible mostrar en la misma teoría de la

212
Laclau piensa esta lógica no dialéctica de la negatividad y la desarticulación en Nuevas reflexiones
sobre la revolución de nuestro tiempo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1993. También en Emancipation(s),
Verso, New York, 2007.
213
Más allá de su libro con dicho título, véase de Yannis Stavrakakis, “Hegemony or Post-
Hegemony? Discourse, Representation and the Revenge(s) of the Real”, en: Radical Democracy and
Collective Movements Today, op. cit., 111-132.

182
articulación hegemónica un punto ciego en el que se puede colar una no
problematizada noción de identificación afectiva o catética con el líder como
encarnación final de la hegemonía, de su discurso. Mediante esta identificación, el
líder es investido como aquel (o aquella) que podría suturar, definitivamente, la
incertidumbre constitutiva de lo social. Por supuesto, Laclau entiende bien esto,
pues se trata de una cuestión que, más allá de estar teóricamente formulada o
resuelta, se muestra como una paradoja constitutiva de la política. Intentar
resolverla a priori, en tal caso, es tan problemático como no atenderla. Dicho de
manera alternativa, mientras que el giro posthegemónico de Beasley-Murray apunta
hacia una problematización de los afectos a nivel de las prácticas micro-políticas y
los ensamblajes heterogéneos, combinando dichas afecciones con una crítica de la
producción material de los hábitos como formas más relevantes de formación de
prácticas que la misma ideología, nosotros intentamos habitar en la formulación
que el mismo Laclau estaba desarrollando, no para afirmar una salida de ella o una
ruptura radical con su trabajo, sino para acentuar la problematización de la misma
relación entre deseo y discurso, retoricidad y afecto.214 En tal caso, las
ambigüedades constitutivas de la relación hegemónica no son desplazadas desde
una teoría alternativa de las relaciones sociales, sino que radicalizadas, para
desprender desde allí una crítica más efectiva de la eroticidad de la identificación
con el líder y del goce soberano implícito en ella. Se trata de una crítica rigurosa de
la antropología política implícita aquí y no de su abandono, pues al abandonar
dicho problema no se resuelve y se corre el riesgo de reinseminar una antropología
política análoga con la figura de la multitud contemporánea.

2) Pero la posthegemonía constelada infrapolíticamente atiende a un movimiento


paralelo e igualmente relevante. Se trata del agotamiento de una cierta forma de
entender la historia del pensamiento (político, filosófico, teórico), de acuerdo con
una permanente disputa por la constitución paradigmática de principios
estructuradores de las diversas epocalidades de la metafísica. Obviamente, los
autores de interés en esta interrogación van desde Heidegger (sin obviar, en ningún
caso, la pregunta por la relación entre su filosofía y el Nacionalsocialismo), hasta las
críticas desarrolladas por el pensamiento post-heideggeriano contemporáneo, con
particular atención al trabajo de Jacques Derrida. En este abanico de pensamientos
e inflexiones habría que incluir el trabajo central de Reiner Schürmann y su lectura
no solo de la anarquía constitutiva de la pregunta por el ser heideggeriana, sino de
la crisis del principio hegemónico que estructura a la historia de la filosofía como
historia del pensamiento.215 En tal caso, el agotamiento de esta lógica hegemónica o

214
De ahí el interés que presentan la serie de ensayos, ya publicados previamente y ahora compilados
en su libro póstumo, The Rhetorical Foundations of Society, Verso, New York, 2014.
215
Véase, Reiner Schürmann, Heidegger. On Being and Acting. From Principles to Anarchy,
Bloomington, Indiana University Press, 1987. Y, Broken Hegemonies, Bloomington, Indiana
University Press, 2003.

183
principial, como la ha llamado en diversas ocasiones Alberto Moreiras, nos expulsa
hacia un momento aprincipial, an-árquico, sin arché, sin origen, ni sin posibilidades
categororiales. Es en este sentido preciso que la posthegemonía se vincula
directamente con la infrapolítica, en la medida que ninguna de las dos, pensadas en
este contexto, podrían reinstalarse como un nuevo principio hegemónico de
organización del campo reflexivo o político. Y es en este mismo sentido que, sin la
existencia de un principio organizador de hegemonías de campo, la condición
eminentemente posthegemónica y aprincipial de la infrapolítica ya no abastece a la
lógica conceptual de la universidad moderna, y nos expele hacia la barbarie de un
afuera in-cómodo y no reconciliado con el discurso disciplinario de la ciencia o la
filosofía política.

De esto también se sigue que la posthegemonía pensada infrapolíticamente


no tenga que ver con una teoría materialista del deseo y la identificación, ni con la
lógica de la rearticulación principial de las diversas epocalidades de la metafísica, es
decir, ni discurso maestro en la política ni en el pensamiento, ni líder ni sujeto
supuesto saber que monopolice las transferencias. Gracias a estas decisiones
elaboradas a partir de una lectura atenta de las limitaciones no solo de la teoría
contemporánea de la hegemonía, sino de la misma tradición onto-teológica y su
configuración hegemónica o principial, es que el trabajo de la infrapolítica, en
cuanto constelación en proceso formativo, comienza a desplegarse, pero
advirtiendo desde ya que no se trata ni de una síntesis ni de una refundación de la
relación determinativa de teoría y práctica, de pensamiento y facticidad. Así, al final
de nuestro breve y genérico recorrido, llegamos al momento de plantear de manera
más sustantiva la cuestión de la infrapolítica, no lo que ésta es, sino aquello en lo
que ésta se reconoce.

Infrapolítica e historicidad radical

Indudablemente, el trabajo de Alberto Moreiras es central en la


formulación de nuestra constelación. Riguroso y distante de cualquier
identificación, sus planteamientos y su enseñanza han sido referentes en muchas de
las lecturas y discusiones que dan vida al grupo de trabajo Infrapolitical
Deconstruction Collective.216 De esta manera, junto con establecer como punto de

216
Se trata de un grupo de trabajo estructurado en torno a un blog en la red
(https://infrapolitica.wordpress.com), y a un conjunto de actividades académicas, como
conferencias, publicaciones, cátedras, etc. Sin embargo, las primeras formulaciones sobre el
desplazamiento posthegemónico e infrapolítico anteceden a la creación de este grupo, hace uno o
dos años, y se sitúan en el temprano trabajo de Moreiras. Habría que dedicar como mínimo un
estudio monográfico a este trabajo que estando inscrito en el hispanismo no termina, bajo ningún
punto, en él. Contentémonos, por ahora, con referir dos de sus libros, The Exhaustion of Difference:

184
partida la necesaria atención que el trabajo de Moreiras merece, y que escapa a
nuestro cometido actual, señalemos que lo que nos interesa acá es tan solo
mencionar la serie de problemas que se están configurando y que hacen de esta
constelación no una oferta más en la competencia del mercado teórico y académico
contemporáneo, sino una posibilidad reflexiva advertida de la crisis epocal que
estamos viviendo y de sus alcances.

Partamos entonces por reiterar que la infrapolítica no es un concepto en el


mismo sentido en que la destrucción no es un método o un esquema y que la
deconstrucción no es traducible, técnicamente, a una operación disciplinaria.
Ninguna de estas palabras refiere a un aparato crítico delimitado, a una operación,
a una metodología, a una escuela o tradición. El “trabajo” deconstructivo-
destructivo y la misma interrogación infrapolítica no se sedimenta (no debería) en
ningún régimen conceptual o de saber especifico, sino que es una forma
permanente de desmetaforización, a la que, en cuanto trabajo, debe someterse él
mismo. Si no se entiende esto, no se entiende cómo la misma inseminación
mistificante que opera como teoría en el mercado académico se consagra como
producción de imagen de mundo. Así, ni la destrucción, ni la deconstrucción, ni la
infrapolítica (en todas sus diferencias históricamente constituidas), funcionan como
metáforas equivalenciales en una cadena de sentido asociada con alguna tradición o
paradigma. En tal caso, la vocación teórica de la infrapolítica es rigurosamente
especulativa, no se deja seducir por la aplicabilidad pragmática del saber.

La infrapolítica se reconoce entonces de acuerdo con una variedad de


desplazamientos relevantes: 1) la necesidad de pensar la vida más allá de la
homologación política, es decir, más allá de la demanda por producirse como oferta
política efectiva. 2) Pero en sentido inverso y proporcional, la posibilidad de pensar
lo política más allá del principio subjetivo estructurador de la modernidad política
occidental, cuestión que repercute en la problematización de la instrumentalidad
de la acción y que desbarata las reducciones identitarias de la misma política. 3) La
configuración de un tipo de reflexión substraído de la principialidad hegemónica y
del principio de razón estructurante de la metafísica occidental. 4) La necesidad de
habitar en el horizonte epocal marcado por la finalidad de la metafísica, pero no
como una cuestión “teórica”, sino como una finalidad que se expresa en la

The Politics of Latin American Cultural Studies, Duke University Press, Durham, 2001; y el más
reciente, central en cualquier recuento de nuestra constelación, Línea de sombra. El no sujeto de lo
político. Palinodia, Santiago, 2006. Además de una infinidad de artículos atingentes. También el
reciente ensayo de Jorge Álvarez Yágüez, “Límites y potencial crítico de dos categorías políticas:
infrapolítica e impolítica”, Política Común, Vol. 6, 2004.
http://dx.doi.org/10.3998/pc.12322227.0006.013, Innecesario decir que ni infrapolítica ni
impolítica son categorías en un sentido convencional o disciplinario, pero la virtud del trabajo de
Álvarez Yágüez estriba en su rigor al señalar las diferencias entre el uso de infrapolítica por Moreiras
y otros usos anteriores.

185
articulación del capitalismo no solo como sistema de explotación, sino que como
devastación de la vida y del planeta. 5) De lo que surge una crítica al productivismo,
a la teoría del valor y al principio subyacente de toda economía política, al que
llamamos principio de equivalencia generalizada. 6) La necesidad de entender el
trabajo destructivo-deconstructivo infrapolítico como un ejercicio de
desmetaforización infinito, anclado en una ontología no atributiva o en una
formulación de la diferencia como différance, más allá de toda identificación
catética. 7) etc. Pues se trata de desplazamientos en curso y no de principios.217

Así, la infrapolítica está obsesionada con pensar la diferencia, pero “la


diferencia entendida como la diferencia con la diferencia”. En este juego de
palabras, cada nueva diferencia es ya una diferencia con la anterior, lo que implica
que el trabajo de desmetaforización es infinito y que no consiste en sentar
precedentes. Por lo mismo, más allá de los parecidos de familia (descentramiento,
destrucción, deconstrucción, desedimentación, reactivación, etc.), lo que importa es
romper con la pretensión de una lengua que supere su propia configuración
histórica y se presente como metalenguaje neutral. De la misma forma en que la
desmetaforización no retribuye ningún sentido, desbaratando toda posibilidad de
rédito, de restitución, así también pensamos la condición infinita del duelo en
cuanto no hay posibilidad de restitución del objeto perdido como finalidad del
trabajo de la pérdida (sea tradición, historia del pensamiento, afección, cultura,
sujeto). Quizás el trabajo de la pérdida no sea sino una manifestación de la
desmetaforización en cuanto puesta en crisis permanente del consuelo que
prometen las palabras. En este sentido, en la serie de nociones tales como
destrucción, deconstrucción, poema, différance, lo que está en juego no es la
definición sino la misma desmetaforización, como si estuviésemos en una suerte de
huida permanente de la metaforicidad productivista, del culturalismo y de la
cuestión del sentido y de la sutura hegemónica. Y aunque la infrapolítica no es un
concepto político ni una reflexión fundamentalmente orientada a la política, abre
una cuestión fundamental que debe ser resaltada en relación con la resistencia

217
Desde la crítica a la teoría del valor de Marx, interrogada desde la equivalencia y el
productivismo, según, por ejemplo, la ontología singular-plural de Jean-Luc Nancy o la lectura de
Felipe Martínez Marzoa, hasta la reflexión sostenida sobre la Gesamtausgabe heideggeriana y su
virtual publicación exhaustiva, pasando por la reflexión en torno a la forma de vida y el uso de los
cuerpos en Agamben, la tematización del problema de la diferencia ontológica, la reformulación del
problema de la finalidad de la metafísica como planetarización de la devastación técnica, hasta el
cuestionamiento sostenido del principio de razón y de la antropología política propia de la
metafísica o de la sucesión onto-teo-antropo-lógica, la serie de referencias teóricas y conceptuales en
juego solo pueden ser brutalmente señaladas, como ocurre con esta nota cuya intención es exhibir
una mínima dieta de lecturas.

186
heideggeriana contra la mundialatinización218 y la manifestación fáctica de la
destinalidad metafísica de Occidente.

En este sentido, si pudiésemos dar un atisbo posible para pensar una


política que no sea modernamente una política, sino que sea una infrapolítica, ésta
estaría constituida por una cierta suspensión de la voluntad de voluntad como
expresión final de la lucha por el poder que es la misma historia de la metafísica.
Así, la infrapolítica apuntaría hacia una dimensión de la existencia no caída a la
voluntad de voluntad, desde la que, necesario pensarlo a cabalidad, se desactivan
los principios constitutivos de la geopolítica contemporánea, imperial, pero
también los principios constitutivos de la razón hegemónica, igualmente tramada
por la voluntad de poder. Aquí radica, según nuestra lectura, una de las cuestiones
más relevantes de la constelación: si el pensamiento occidental puede ser
organizado según su misma versión onto-política, como una sucesión desde la Pax
Imperial, la teología medieval, la filosofía de la historia (en cuanto reemplazo de la
escatología política clásica) hasta la geo-política contemporánea (pues, estaríamos en
la época de la geopolítica como última instancia de la filosofía de la historia,
horizonte inaugurado por Kant, radicalizado por Hegel, y actualizado por Kojève y
Schmitt), entonces, aunque la infrapolítica no es una política, supone una relación
de desistencia con la misma política, desistencia que no puede ser nombrada como
crítica. No hay una crítica infrapolítica de la geopolítica, pues esto nos llevaría al
ámbito postcolonial como última manifestación del anti imperialismo occidental,
sino que hay un cosmopolitismo infrapolítico sustentado no en la geopolítica sino
en las figuras de la justicia, la des-identificación y la errancia marrana. De ahí
entonces que unos de los últimos desplazamientos con los que este grupo se está
entreverando sea, precisamente, la problemática del marranismo, pero no como
reconstrucción identitaria o restitutiva, sino como alternativa radical a la moderna
teoría del sujeto.

La constelación infrapolítica, entonces, no es ni una escuela ni un


paradigma, sino una interrogación sostenida y disconforme, dispuesta a revisar sus
propios e inevitables procesos de decantación, abierta a un contacto mundano con
la historia, y advertida de la trágica política de los afectos. Es, en otras palabras, una
posibilidad del pensamiento.

Fayetteville, marzo 2015

218
Aún cuando la acuñación de esta palabra se debe a Jacques Derrida, no es difícil adivinar la
resonancia heideggeriana y su crítica de la onto-teo-logía como cultura.

187
ANEXO

188
Soberanía, acumulación, infrapolítica
Entrevista a Sergio Villalobos-Ruminott

Gerardo Muñoz y Pablo Domínguez Galbraith


Abril 2015

(Sergio Villalobos-Ruminott junto a estudiantes en las Jornadas Globales por Ayotzinapa,


Noviembre de 2014. Universidad de Arkansas, Fayetteville.)

Sergio Villalobos-Ruminott es profesor de la Universidad de Arkansas (Fayetteville) y autor


del reciente libro Soberanías en suspenso: imaginación y violencia en América Latina
(La Cebra, 2013), donde se analizan las implicaciones del concepto de soberanía en el
pensamiento, así como en diversas formas culturales, literarias y artísticas, del Chile de post-
dictadura. Durante la década de los noventa, Villalobos fue partícipe de intensos debates en
torno a la llamada "transición chilena a la democracia", junto a pensadores como Willy
Thayer, Nelly Richard, Federico Galende, o Pablo Oyarzún, quienes pusieron 'bajo sospecha'
la euforia transicional predicada en los procesos de valorización del capital global y sus
nuevas formas de consumo. Fue por aquellos años que Villalobos, estudiante y luego profesor
en ARCIS, editó el libro de las conferencias de Ernesto Laclau en Chile titulado

189
Hegemonía y Antagonismo (Cuarto Propio, 2002), y años después concluyó la tesis
doctoral "Literatura latinoamericana y razón imperial: habitar el espacio literario después de
la ciudad letrada", en la Universidad de Pittsburgh. En lo que sigue dialogamos con él sobre
su nuevo libro.

1. Soberanías en suspenso es un libro que resitúa el debate sobre la transición chilena a la


luz de ciertas hipótesis emparentadas con los desarrollos históricos constitucionales,
lingüísticos y estéticos. En tu libro, se cuestiona frontalmente el llamado “fin de la dictadura”
y los discursos transicionales, y se rastrean las continuidades de dicha dictadura en los
procesos neoliberales, pero también, en el “golpe a la lengua” que la misma dictadura operó,
de alcances quizás más profundos. Es en la poesía y en el cine, en la “palabra trizada” y la
“imagen precaria”, desde donde se interrumpe el long poem y la espectacularidad de la
imagen (estableciendo, en esencia, un “balbuceo de patrias” cuya economía del signo instala
en el centro la fragilidad misma). ¿Cómo problematizas desde estos balbuceos y parpadeos,
desde fragmentos e incandescencias trémulas, el debate mismo sobre la soberanía de la obra,
pero también, el gran arco de interpretación de las dictaduras en el Cono Sur que pasan por
reinscribir la melancolía o la memoria histórica como signos maestros para comprender el
alcance de los procesos dictatoriales y post-dictatoriales?

Primero, gracias a ambos por sus preguntas. Y si, es un tema complejo el


que se menciona acá, aunque con mucha precisión. El interés del libro, que es algo
así como un ejercicio de clarificación personal relativo a herencias conceptuales y
analíticas, pero también una declaración de proveniencia y un reconocimiento de
escena intelectual, digo, su interés era no solo realizar una presentación de muchos
de los debates chilenos sobre el fracaso de la UP o la dictadura, sobre las políticas
de la memoria y la conmemoración, sobre las poéticas del desgarro y la
reconciliación o sobre las estéticas neo-vanguardistas y la paulatina emergencia de
una tonalidad impolítica que desiste de las formas fuertes de la historia y de su
asegurada finalidad. Hoy diría que fue la atenta lectura de estos debates y la
particular atención puesta a la emergencia de ese tono de desistencia, lo que me
permitió transitar hacia la actual reflexión infrapolítica. Pero antes de ir a eso,
déjenme entonces reiterar que no se trataba solo de todo esto, ya en sí necesario,
según mi criterio, para complejizar las versiones oficiales sobre la exitosa transición
chilena, sobre la eficacia de los discursos reparatorios y reconciliatorios, sino que
había un segundo propósito relacionado con leer, para usar una figura de Willy
Thayer, la verdadera transición chilena no como aquella que ocurrió en el año
1990 con el cambio de gobierno, sino como aquella anterior, ocurrida en 1973, en
cuanto transición desde el Estado como centro-sujeto de la historia, hacia el
mercado post-estatal y post-nacional que definirá la misma suspensión fáctica de la
soberanía puesta en marcha por la paradojalmente soberana dictadura de Pinochet.
En efecto, en su libro El fragmento repetido (Cuarto propio 2006), que compila una

190
serie de intervenciones de las que yo fui testigo directo, Thayer presenta, en una
figura no carente de fuerza expresiva, el golpe de Estado de 1973 como el ‘Big Bang
de la globalización’, cuestión no solo constatable a nivel empírico (con la
implementación de las políticas neoliberales y la nueva Constitución, las
privatizaciones y los ajustes fiscales, etc.), sino a un nivel mucho más decisivo,
relativo al agotamiento generalizado de los órdenes institucionales y conceptuales
que habían organizado, hasta entonces, la historia o el archivo referencial de la
comunidad nacional.

El año 1999 me vine a Estados Unidos, donde me familiaricé con un


conjunto de debates relativos a los estudios culturales, postcoloniales y subalternos,
pero también con la escena teórica de los departamentos de inglés y con los debates
al interior del heideggerianismo y del deconstruccionismo americano. Para el 2001,
cuando se repite la fecha del golpe con los atentados, asistimos a un proceso
analógico de agotamiento de una serie de agendas intelectuales relacionadas con el
latinoamericanismo, el multiculturalismo y las confianzas en las recientemente
‘recuperadas’ democracias regionales, pues la reacción inmediata del gobierno
norteamericano fue la de rearticular su presencia imperial en una nueva forma de
intervención asociada con la famosa Doctrina de guerra preventiva. El que el 11 de
septiembre fuera otra vez sindicado como fecha fatídica nos obligaba no solo a
revisar la transformación de la Doctrina de seguridad nacional que estaba a la base
de las intervenciones norteamericanas en América Latina durante el siglo XX, sino
también las mismas agendas intelectuales que no dejaban de ser desplazadas por la
agresiva dinámica de una facticidad inédita o no plenamente articulada por
nuestros esquemas teóricos y conceptuales. Pero, tampoco se trataba de borrar todo
de un plumazo e inventar ex nihilo nuevos portulanos, como decía Jameson en ese
entonces. Lo que había estado en juego, lo que seguía y sigue estándolo es,
precisamente, nuestra relación con la historia. Se trataba entonces y aún se trata de
pensar una relación que no restituya los vicios historicistas del pasado, pero que
tampoco se conforme con el boom de la memoria ni con la hegemonía del
testimonialismo como instancias suficientes para pensar críticamente la coyuntura.
Si la escena postdictatorial chilena, y regional, parecía clausurarse en un duelo
sustituto alimentado por las políticas de reparación y olvido negligente y por las
promesas de la modernización y de la globalización, todo esto volvía a quedar en
suspenso por las promesas de la Pax Americana y la escalada intervencionista a
principios del 2000. Sin embargo esta repetición del ‘evento traumático’ le restaba
cierto fetichismo o excepcionalismo al “caso” chileno y permitía comprender que la
“verdad” del golpe y la dictadura estaba alojada en la configuración de una nueva
ontología del presente.

Cuento esto para explicar, claramente, porque nuestra referencia a Walter


Benjamin no está ni estuvo tramada por algún interés teorético o estético acotado,

191
sino por la necesidad de disputarle al campo oficial transicional, pero también a las
voces oficiales del culturalismo identitario propio de latinoamericanismo, la
relación y la misma cuestión de la historia. Sin embargo, frente a ese “tono gran
señor” de la globalización y la democratización no podía simplemente oponerse
otro “tono gran señor” que restituyera las confianzas del pasado en la revolución, el
cambio social o el sujeto histórico. Es ahí donde necesitábamos elaborar nuestra
relación con la historia en un tono menor, fragmentario, precarizado, que nos
permitiera comprender el presente sin reducir su carga política desde una bien
articulada filosofía de la historia, aunque ésta fuese una filosofía de la historia
alternativa. De ahí entonces nuestra lectura desistente con respecto a los énfasis de la
neo-vanguardia, del cine documental y épico, de la poética reconciliatoria, de los
discursos juristocráticos y transitológicos, de la ideología de la modernización
compulsiva y neoliberal, etc., pero sin perder de vista las formas efectivas y
singulares de producción artística, fílmica, de aparatos poéticos y teóricos de
intervención y suspensión de las lógicas soberanas del discurso maestro de la
Historia. Ese es el contexto en que aparece el libro de Idelber Avelar Alegorías de la
derrota (Cuarto Propio, 2000), libro que permitía leer las narrativas postdictatoriales
en el Cono Sur de acuerdo a una cierta “crisis de comunicabilidad de la
experiencia”, cuestión muy relevante, por supuesto. Pero también habría que
considerar en este contexto la temprana contribución de Alberto Moreiras que leía
en Tercer espacio ( LOM-ARCIS, 1999) no solo las dinámicas del duelo y la
melancolización de la política, sino un agotamiento más radical del regionalismo y
del culturalismo identitario latinoamericano, desde la crisis radical de la geopolítica
estructurante de la modernidad occidental. Así, ya no se trataba de pensar el
destino de una comunidad nacional, ni siquiera los contornos de un regionalismo
crítico o el fundamento epistémico de una decaída tradición intelectual, habíamos
sido arrojados violentamente a la articulación planetaria del capital y sobre esa
inmanencia perversa debíamos y debemos pensar y “producirnos” como diferencia,
interrupción y suspenso.

Por último, Nelly Richard organizó a fines de los 1990 un diplomado sobre
postdictadura, memoria y duelo, que funcionó sistemáticamente por varios años,
todos los lunes, y a cuyas discusiones yo asistí regularmente. Fue ahí donde
conocimos el trabajo de muchos otros intelectuales tales como Nicolás Casullo,
Horacio González, Ernesto Laclau, Beatriz Sarlo, Jesús Martín Barbero, varios
filósofos y pensadores europeos, académicos norteamericanos, etc. Todo esto, por
cierto, articulado en ARCIS, que en los 1990 fue un verdadero centro de ideas y de
camaradería intelectual, y donde la presencia de Federico Galende, Carlo Pérez
Soto, Miguel Vicuña y muchos otros, resultó crucial para el desarrollo de nuestros
regímenes de lectura. Entonces, para terminar esta pregunta, diría que el libro me
permite elaborar mi relación con todo este contexto, pero a la vez, hacer la transición
desde los debates concernidos, todavía, con la cuestión nacional, hacia los intereses

192
geopolíticos y cosmo-filosóficos de mi trabajo actual, sin que eso haya significado ni
una adaptación al latinoamericanismo identitario, ni una ruptura con las
intensidades de mi juventud.

2. Siguiendo con Soberanías en suspenso, y con lo que llamas en el libro la "filosofía de la


historia del capital": ¿Qué diferencia habría entre esta articulación con otros modos teóricos
contemporáneos (como el llamado neocomunismo contemporáneo, el comunistarismo, o la
teoría decolonial, por mencionar tan solo tres corrientes muy citadas y presentes en la
actualidad)?

Permítanme decir primero que lo que está en juego en mi trabajo es


propositivo, se trata de indagar nuevas formas de imaginación y política a partir de
una cierta bancarrota del orden categorial moderno, particularmente el orden
relativo a la soberanía no solo como una instancia institucional, jurídica o estatal-
popular, sino como forma de las relaciones de poder. En tal caso, poner a la
soberanía en suspenso no es una operación ni una ‘actividad” que se origine en una
decisión o en un fundamento, sino que es el resultado de la misma facticidad
neoliberal contemporánea. En otras palabras, la suspensión de la soberanía -y de la
serie de instituciones y ordenes conceptuales soberanos modernos- habría sido una
consecuencia de la articulación de un patrón de acumulación flexible y globalizado,
más allá de todo containment estatal, como fue el caso de las economías nacionales
que crecieron al amparo del New Deal o del Welfare State. Esta suspensión fáctica de
la soberanía terminó por manifestarse como una indiferenciación total que aparece,
precisamente, como fin de la diferencia, “fin capitalista de la historia” (como decía
Thayer) en el cual el valor funciona como medida final, es decir, como predominio
de la valorización generalizada. Entonces, frente a este predominio de lo que Jean-
Luc Nancy ha llamado “el principio de equivalencia general”, la misma articulación
de la valoración ampliada del capitalismo actual equivale a la indiferenciación entre
pensamiento y facticidad, cuestión manifiesta en la conversión de la diferencia en
distinción e identidad (Identity Politics), y en la preponderancia del nihilismo como
horizonte epocal. Pero no se trata de pensar el nihilismo como la ausencia de
valores (según las filosofías conservadoras o existenciales de la crisis), sino como el
predominio casi absoluto del valor y de la valoración.

La suspensión fáctica de la soberanía es la configuración del nihilismo como


horizonte epocal, entendiendo dicho nihilismo como equivalencia generalizada y
valoración capitalista ampliada. De ahí entonces que la suspensión de la suspensión
fáctica de la soberanía sea una figura que va acompañada de nociones tales como
aprincipialidad, desistencia, interrupción de la valoración, etc. Pues no se trata de
instituir un nuevo principio o sujeto político o teórico desde donde se elabore la
crítica como operación soberana de la razón, como juicio, tribunal y autoridad. Ahí
radica entonces una cierta distancia entre lo que está en juego en mi lectura (y que

193
hemos comenzado a llamar infrapolítica), de las otras lecturas que tu mencionas,
tales como el neocomunismo, el comunitarismo o la crítica decolonial. Pero,
interesa enfatizar que nuestra reflexión no surge como reacción a estas perspectivas
críticas, pues eso sería remitirla a la misma economía soberana de los prestigios y las
autorías, sino que surge en función de un problema distinto, ¿cómo imaginar la
relación entre la destrucción de la metafísica y la crítica de la acumulación en una
época, la nuestra, en que la misma destrucción de la metafísica ya no puede ser
parte de la metafísica de la destrucción, pues la metafísica se muestra en su misma
planetarización, como articulación del capitalismo sacrificial contemporáneo? Esa
sería mi preocupación específica dentro del Colectivo Deconstrucción-Infrapolítica,
pues no me corresponde hablar a nombre de este colectivo, al que pertenezco, sin
duda, pero menos me interesa hablar contra alguien en particular.

3. Se deriva de aquí la pregunta por Marx. Soberanías en suspenso, así como tu trabajo en
curso, intenta pensar los procesos de acumulación y la pregunta por la técnica más allá de
todo voluntarismo; o como has dicho recientemente en un ensayo de próxima publicación
sobre Oscar del Barco, de la "técnica liberacionista" presente en toda "estructura
vanguardista". ¿Cómo pensar a partir de esta diferencia, "otro Marx" (si nos permites la
alusión pasiva a del Barco) más allá de la "restitución de una nueva teoría del sujeto" (a la
Badiou, por ejemplo)?

Claro, eso es lo que estaba diciendo, justamente. Para mi el trabajo de del


Barco, como el de muchos pensadores regionales (no identitariamente definidos,
sino biográficamente marcados por la herida latinoamericana, como diría Patricio
Marchant), es fundamental porque en dicho trabajo se produce una primera crítica
histórica del marxismo como teoría de las formaciones socio-económicas y como
tecnología o técnica liberacionista. Por ejemplo, en su rigurosa revisión del
leninismo, del Barco muestra cuan profundo está anclado el decisionismo político y
el vanguardismo en la misma revolución rusa, y cuan contraproducente todo esto
resultó para la promesa democrática del marxismo. Similar es la observación de
Bolívar Echeverría que considera, también tempranamente, al socialismo de Estado
como un capitalismo marginal, pero estructurado por el mismo principio sacrificial
del ethos racional moderno, salvo que en vez de la sacrificialidad ascética protestante
nos encontramos con el ascetismo militante y la disciplina partidaria. Como saben,
estoy revisando todo esto en un volumen sobre Marx y la imaginación política, pero
del Barco y la posibilidad de “otro Marx” me parecen relevantes sobre todo si se
contrastan estas lecturas históricamente acotadas con la teoría de la hegemonía
post-marxista de Ernesto Laclau.

Ahora, más allá de este problema en particular, y destacando que mi lectura


de todos estos autores no toma partido sino que habita en sus constelaciones y
problemáticas, diría que para mi más que Marx o el marxismo, lo que es

194
irrenunciable es la crítica de la acumulación como crítica de la valoración
capitalista-nihilista y de la antropología propietarista que la fundamenta. Pero acá es
donde hay que hacer ciertas distinciones relevantes. 1) Resulta imposible pensar la
crítica de la economía política de Marx como parte de la economía política en
cuanto disciplina (más allá del chiste epistémico de Foucault), pues se trata de una
crítica del sistema que es también una crítica de las categorías que el mismo sistema
se da en su auto-comprensión. 2) Si esto es así, la crítica de la acumulación no es
una crítica en el sentido convencional (ejercida desde una cierta distancia y desde
un determinado verosímil pre-establecido), sino que es una apertura hacia la
indeterminación radical del mundo. 3) De lo que se sigue la necesaria revisión del
marxismo y de su anquilosamiento partidario, pero también universitario. Si te
fijas, no se trata entonces de producir un discurso académico (aunque éste sea anti-
académico) eficiente en describir la facticidad del capitalismo actual, pues de eso
tenemos mucho, sino de concebir la crítica de la acumulación más allá de la
moderna división del trabajo universitario (basado, prioritariamente, en la
diferencia entre lengua madre y lengua universal), lo que también implica pensar la
misma acumulación fáctica capitalista ya no remitida al espacio del trabajo
convencional, sino al horizonte general de la existencia. Si esto es así, una crítica de
la razón neoliberal (como la llama Verónica Gago), no es una crítica económica o
política, sino una evidenciación de la convergencia entre destrucción productiva
(clásica del capitalismo) y devastación del planeta, y por tanto no puede ser
convertida en un saber monopolizado por expertos.

A la vez, frente a todo esto, no se trata, para mi, de la restitución de una


teoría del sujeto, ni siquiera de responder en abstracto ¿qué vendría después del sujeto?
Pues esa pregunta repite la misma estructura subjetiva que paradójicamente intenta
liquidar. De ahí que, gracias al trabajo de Alberto Moreiras (Línea de sombra. El no
sujeto de lo político, Palinodia, 2006), estemos pensando la infrapolítica como una
dimensión no plenamente convergente con la política, pero cuyo aspecto político
nos demanda un pensamiento no remitido ni al poder, ni a la hegemonía, ni al
sujeto, pues estas tres categorías copertenecen a la última manifestación del
nihilismo, que Heidegger leyendo a Nietzsche llamó “la voluntad de voluntad”. Ahí
mismo, del Barco pensó y sigue pensando la intemperie, no como caída en la ética
o en el individualismo, sino como interrupción de la soberanía del saber que tiende
a obliterar la posibilidad de la misma experiencia. Pero, no se trata de habilitar un
nuevo concepto de experiencia (pues esa es la trampa de la metafísica), sino de
reconocer que la misma Universidad ya plenamente caída al régimen de valoración
nihilista, no puede ser el lugar desde donde, ingenuamente, provenga la verdad. De
ahí mi lectura y traducción del trabajo de William Spanos y mi interés en los
procesos organizativos y, para usar una noción de Giorgio Agamben, destituyentes
contemporáneos. Por supuesto, esto no significa negar la pertinencia ni la
necesidad de desarrollar aproximaciones conceptuales sobre la reconfiguración

195
jurídico-nómica del poder, sobre las finanzas como forma política, sobre la
economía de la violencia y sobre la geología general y el tráfico de cadáveres, pero
sin convertir estas aproximaciones en formas teóricas de saber autorizado.

(Soberanías en suspenso: imaginación y violencia. Buenos Aires: La Cebra, 2015).

4. En un ensayo reciente sobre la marea rosada


(http://www.panoramas.pitt.edu/content/la-marea-rosada-latinoamericana-entre-
democracia-y-desarrollismo), hablas de la necesidad de pensar el límite de los gobiernos
populistas progresistas de la región a partir de la matriz del patrón flexible de acumulación,
donde retomas el concepto del latinoamericanista inglés John Kraniauskas ("cunning of
capital", ver "Difference against development"), pero aterrizándolo a la pregunta por la
soberanía y el extractivismo. ¿Pudieras ahondar un poco más sobre esta tesis en la coyuntura
actual de una política Latinoamérica y su relación con una crítica a la "geopolítica"?

Si, claro. El punto es la generalidad de esa noción, marea rosada, que siendo
una invención de la ciencia política y del periodismo liberal convencional,
invención que intentaba distinguir a los buenos y los malos gobiernos
latinoamericanos, pasó, quizás notoriamente en el último libro de John Beverley
(Latinamericanism after 9/11), a ser una categoría analítica con la que se intenta dar
cuenta de la actualidad latinoamericana. Paradójicamente, Beverley también repite
la misma operación valorativa en su último capítulo, cuando distingue entre Bolivia

196
y Venezuela como los dos extremos de la experiencia política actual. De todas
formas, más allá de estas coincidencias, lo que está en juego es la posibilidad de
pensar estos gobiernos actuales como fin del neoliberalismo, es decir, como una
experiencia política en la que se retoma una agenda re-distributiva, estatalmente
asegurada, y democratizadora, mediante fuertes políticas de integración y de
desarrollo social. Obviamente, a nivel macro-económico, todo esto es bastante
verosímil, en Bolivia, en Ecuador, e incluso en las políticas nacionalizadoras del
gobierno argentino. Sin embargo, y retomando la idea de una cierta astucia del
capital desarrollada por John Kraniauskas, habría que pensar si esta etapa es
realmente, y más allá de las encendidas retóricas anti imperialistas de algunos, una
etapa post-neoliberal, o si, por el contrario, no se trata sino de un momento interno
de la razón neoliberal, momento que a diferencia del primero, no necesita
desarrollar una beligerancia anti estatista ni centrarse únicamente en el mercado,
sino que, flexible como los mismos procesos de acumulación, este segundo
momento neoliberal se muestra capaz no solo de convivir con Estados fuertes y
gobiernos de centro-izquierda, sino incluso (pensando en la noción foucaultiana de
economía del poder) le resulta más económico articularse con estos gobiernos de la
marea rosada, que, a pesar de sus políticas redistributivas, son eficientes en la
contención de los movimientos sociales y en la implementación de procesos de
acumulación asociados con el neo-estructuralismo económico o neo-extractivismo.

Pero no se trata, y esto me interesa dejarlo claro, de una crítica al


maldesarrollo basado en nociones culturalistas y simbólicas del buen vivir, ni de un
desacuerdo puntual sobre las políticas y estrategias del desarrollo, sino de una
crítica al aparato total del desarrollismo (Kraniauskas) que es la filosofía de la historia
del capital y que está presente en el productivismo moderno en general. Sin esta
crítica a la filosofía de la historia del capital, lo que se produce es una distinción
identitaria, comunitaria, valórica, impotente a la hora de romper con el horizonte
nihilista o con la generalización del principio de equivalencia (que
epistemológicamente le da dignidad a las comunidades, sin entreverarse con los
procesos de acumulación efectivo). No estoy descartando el buen vivir o los
intereses comunitarios, por el contrario, los estoy substrayendo de la valoración
neo-antropológica que los despolitiza y los convierte en consigna y competencia
política en su “acumulación de prestigio universitario”. De ahí que el trabajo de
Maristella Svampa o de Silvia Rivera Cusicanqui sean relevantes, no solo por sus
etnografías específicas sino por el ruido que introducen en la circulación
universitaria planetarizada. Tampoco intento censurar las experiencias políticas
actuales en América Latina, sino que pensarlas más allá de su formulación
unilateral desde el Estado o desde el bloque de poder en el gobierno, pues desde
allí son desapropiadas de su índice de historicidad y sometidas a la lógica molar de
un antagonismo hegemónico que las sobre-codifica y las vuelve homogéneas.

197
Acá entonces es donde necesitamos pensar la forma, función y carácter del
tardío Estado latinoamericano, en el contexto de la articulación global de los
procesos de acumulación, y más allá de la Paz Perpetua europea que descansa en
una geopolítica históricamente fallida. La famosa crisis del nomos con la que
Schmitt piensa el fracaso del proyecto vetero-europeo y la emergencia de la Pax
Americana, no nos debe llevar a compartir su horizonte juridizante y conservador,
sino que nos permite, mediante una suspensión del liberalismo como sentido
común democrático, entreverarnos con lo que sería una crítica de la geopolítica
imperial desde una cosmo-filosofía atenta no solo a lo humano (según las
definiciones heredades del pensamiento europeo decimonónico) y lo animal, sino
también ya en retirada con respecto a la institucionalidad política moderna y a su
respectiva operación efectiva del derecho que es, precisamente, la reducción de la
vida a su representación jurídica. Innecesario decir que esta posición no es
equivalente al cosmopolitismo culturoso y auto-satisfecho característico del
enciclopedismo latinoamericano del siglo XX. En tal caso, la cosmo-filosofía que
pensamos no solo se presenta como crítica de la acumulación, de la operación
efectiva del derecho, del aparato total del desarrollismo y de la reducción de la
política a la cuestión del poder, sino también como radicalización de la
deconstrucción de las políticas de la amistad que siguen estructurando el campo
político según la lógica del amigo y del enemigo. Por ejemplo, cuando alguien dice
que su proyecto es infrapolítico o deconstructivo, no solo se produce la
incertidumbre de no saber para qué serviría eso, sino la sospecha de si uno no
estará militando, sin querer, en el campo enemigo. Pero todo eso es,
lamentablemente, parte del principio humanista y onto-teológico que estructura a
la imaginación política occidental, formas del reconocimiento y de violencia mítica
con las que debemos tomar distancia para pensar la perversa inmanencia de un
presente que nos ahoga.

5. Nos gustaría que ahondaras en la cuestión de la imaginación más allá del giro lingüístico
contemporáneo, es decir, más allá del énfasis en los procesos de inteligibilidad y articulación
hegemónica. En efecto, ya que hablamos de lengua, imaginación y significación, es ineludible
la problematización que genera tu trabajo en cuanto a la teoría de la hegemonía. En un
reciente ensayo sobre Derrida219, te refieres críticamente al trabajo de Laclau y su
"deconstrucción" del marxismo (muy distinto a lo que, en efecto, lleva a cabo Jacques Derrida
en su Espectros de Marx o bien lo que tenía pensado Deleuze en su libro incompleto sobre
Marx) y hablas también de una domesticación de la deconstrucción. En un momento lleno de
entusiasmo - por los procesos que se están llevando a cabo en el Sur de Europa (Podemos,
Syriza), así como en America Latina - pareciera que el lenguaje teórico de la hegemonía se
muestra victorioso y muy seguro de sus propios principios. De ahí todo el interés actual por el
gramscianismo y por poner el nombre de pila Ernesto Laclau como fuente intelectual de los

219
http://www.revistacajamuda.com.ar/archivos/articulos/ensayistica03.html

198
procesos del Sur. Si por un lado está en juego desactivar la soberanía, ¿cómo deshacernos del
schmittianismo invertido que supone la hegemonía? ¿Cómo entender una política más allá de
la decisión o del principio post-fundacional de la contingencia-necesidad de lo social?

Bueno, esto es más delicado. Necesito hacer unas cuantas precisiones. La


primera sería establecer que no me interesa una crítica del trabajo fundamental de
Ernesto Laclau, ni menos una descalificación de sus reflexiones. Por el contrario,
me interesa pensar en los puntos ciegos que estructuran su trabajo y que deben ser
habitados, re-pensados y no abandonados en bloque. Para mi, la crítica
posthegemónica de intelectuales muy serios como Benjamín Arditi o Jon Beasley-
Murray, aunque es infinitamente más elaborada que las reacciones de los marxistas
ingleses al trabajo de Laclau, sigue apuntando en una dirección que no es la de mi
trabajo. A mi me interesa pensar la hegemonía en el contexto de la crítica
infrapolítica y de las contribuciones de Reiner Schürmann a la interpretación de
Heidegger, que no puedo ni siquiera comenzar a enumerar acá, pero, para ponerlo
en términos más acotados, diría que lo que me interesa se puede organizar en tres
dimensiones: 1) La relación entre la hegemonía como principio estructurador de la
dinámica política y la concepción implícita (y metafísica, en sentido heideggeriano)
de temporalidad, todavía estructurada por la oposición categorial de necesidad y
contingencia, de la que se sigue una cuestión fundamental en el pensamiento
político contemporáneo, esto es, una teoría de la contingencialidad post-
fundacionalista o de la acontecimentalidad que termina siendo un schmittianismo
invertido (una excepcionalidad soberana de otro orden). 2) La teoría del lenguaje,
de la traducción y de la significación, todavía logocéntrica, que abastece a la teoría
de la hegemonía, y que se expresa no solo en su concepción articulatoria de la
misma hegemonía, sino también en su conversión de las diversas posiciones
antagónicas en ‘demandas’. La demanda es, en efecto, la categoría que trama la
Razón populista y que remite el enorme trabajo reflexivo de Laclau y Mouffe al
horizonte procedimental de la ciencia política anglosajona. 3) La antropología
política que resulta de esa comprensión de la temporalidad contingencial y de esa
reducción de lo político a una cuestión de demandas y posiciones discursivas,
articuladas en torno a un significante, en principio vacío, pero que se “encarna”
carismáticamente en un cierto tipo de liderazgo. De ahí, más que despachar la
cuestión de la hegemonía desde una nueva antropología de los afectos y la
multitud, me interesa radicalizar la sospecha lacaniana de la identificación afectiva y
del goce soberano. Entonces, yo diría que la infrapolítica posthegemónica que me
interesa no apunta hacia lo que se entiende convencionalmente por
posthegemonía, sino que está tramada por la crítica de la razón principial y de la
configuración epocal de la historia de la metafísica, según Heidegger y Schürmann,
pero a la vez, que está domiciliada en la crítica de la afectividad neo-espinozista
contemporánea, que es, finalmente, una onto-antropología sustituta.

199
Luego, interesa precisar que Laclau no es equivalente a la ‘domesticación de
Derrida’, aún cuando su conversión de la rondología (hauntologie) en teoría de la
significación sea problemática, o su comprensión de las dislocaciones históricas
teleológicamente leídas desde la reconstitución hegemónica restituya una cierta
positivización de la negatividad sin reservas. Lo que entiendo por ‘domesticación de
Derrida’ tiene que ver con la desactivación de su pensamiento en la academia
contemporánea (más allá de si él mismo fue un poco cómplice de esto o no), y la
conversión de la deconstrucción en operación de lectura, marca editorial y negocio.
Derrida, siempre muy atento a esto, no dejo de problematizar la universidad
contemporánea, la institución de la filosofía y la filosofía misma como posibilidad,
pero estas cosas se dejan de lado cuando se lee a Derrida como marco teórico o
como argumento de autoridad y legitimación en el mundo de los departamentos de
inglés y estudios literarios. Así, la domesticación, que es ineludible para el
pensamiento en la época de la división burguesa entre trabajo manual y trabajo
intelectual, hace posible a la ‘teoría’ como auto-suficiencia. En ese sentido, no se
trata de cambiar a Laclau por Derrida como referencia de los movimientos políticos
contemporáneos, pues eso sería repetir la misma lógica ‘teoricista’ que reduce las
diversas dinámicas sociales a formulaciones teóricas estandarizadas. Esto tampoco
es culpa de Laclau, quiero decir que si su pensamiento parece tener una relación
natural con los procesos de la marea rosada o del sur de Europa, eso se debe menos
a su problematicidad inherente que a la estandarización de ésta. Por supuesto, no
estoy presentado al pensamiento como actividad sublime y apolítica, pero tampoco
me convence mucho la identificación afectiva con Laclau como el teórico del
populismo y de la nueva izquierda.

Finalmente, lo que apuntaban al principio, si problematizamos la


identificación afectiva y el goce soberano, si ponemos en cuestión el revival del neo-
espinozismo y la multitud como sujeto sustituto de la racionalidad política
moderna, y si, finalmente, cuestionamos la teoría de la traducción y de la
significación que trama a la operación hegemónica, todo esto nos lleva o nos
devuelve, según desde donde partamos, hacia la crítica radical del
fonologocentrismo y hacia la posibilidad de pensar en la imaginación antes de que
ésta sea ‘sometida’, ‘regulada’ o ‘subsumida’ a la moderna filosofía del sujeto.
Como saben, sigo acá a Emanuele Coccia, Giorgio Agamben, Rodrigo Karmy, y
muchos otros, que han venido pensando el lugar de Averroes en relación con la
cuestión del intelecto común y de la imaginación. Pero este tema prefiero dejarlo
sugerido, dada su enorme complejidad. Se trata de pensar la imaginación como
potencialidad más allá de la representación juridizante del saber y de la
constitución jerárquica del intelecto con sus facultades racionales y morales.

6. En este mismo sentido ¿cómo podríamos pensar la cuestión infrapolítica según estas
diferencias con la estela neo-espinozista y con la cuestión de la impolítica italiana? Sobre todo

200
porque en la actualidad el colectivo "Deconstrucción Infrapolítica"
(www.infrapolitica.wordpress.com), a partir de diversas formulaciones asociadas con líneas
conceptuales como la crítica onto-teológica, la crítica de la acumulación, la diferencia
italiana, o el post-heideggerianismo, intenta avanzar la poshegemonía como una réplica
conceptual a eso que Carlo Galli llama la ruina de la arquitectónica del pensamiento
político moderno.

Yo diría, pero yo no represento a nadie, que la noción de impolítica no


pertenece, como tampoco la de infrapolítica, al orden categorial ni a los conceptos
de ninguna disciplina, son nociones abiertas que funcionan como constelaciones
problemáticas. Así, no es lo mismo lo que Agamben dice de la impolítica que lo
que se sigue de Cacciari, y, quizás con mayor relevancia para nosotros acá, de
Esposito. Luego, la noción de impolítica tiene una fuerte herencia de Bataille y su
Summa Atheologica, sobre todo de la problematización de la negatividad hegeliana y
su positivización en la fenomenología o en la lógica; pero también de la crítica de la
razón sacrificial de Simone Weil y de María Zambrano, de la crítica del liberalismo
de Arendt, etc. Tercero, eso nos lleva a pensar la negatividad ya no sujeta a la
dialéctica que la remite a una economía de sentido (sino a un hegelianismo sin
reservas como decía Derrida), y eso significa que no hay posibilidad de constitución
de un ámbito sintético de encarnación de un principio positivizante de la
negatividad de la experiencia, es decir, que la promesa del Estado absoluto, de la
Paz Perpetua, de la comunidad reconciliada consigo misma, de un sujeto auto-
transparente, siguen siendo parte de una política incapaz de problematizar la
negatividad sin reservas. Lo mismo con el populismo y la hegemonía, pues siguen
siendo proyectos de ‘sutura’ del ámbito social desde la proposición de una forma de
la estabilidad principial, aunque esta se declare, ella misma, inestable o
contingente. Como ven, aquí ya hay una diferencia entre posthegemonía,
impolítica e infrapolítica, pero también una convergencia, pues se trata de
desactivar la promesa del fin de la historia que es constitutiva de la geopolítica
moderna, y de la misma filosofía de la historia como diferimiento y espacialización
de la temporalidad.

Diría entonces que la infrapolítica sigue de cerca estos movimientos, pero va


más allá, pues la infrapolítica no es solo una reflexión posthegemónica sobre la
política y su organización principial (nihilista, caída a la voluntad de voluntad) sino
también una interrogación de la existencia más allá de su conjugación puramente
política, a pesar de que esa dimensión de ‘más allá’ sea similar a lo que entendemos
por impolítica en el pensamiento o en la diferencia italiana (aunque si a alguien se
le ocurriera escribir sobre la diferencia latinoamericana, no pasaría de ser un gracioso
y atópico indio espiritual, como decía irónicamente Marchant pensando en la
Mistral). Finalmente, habría otras dos o tres cosas que apuntar: una es que la
infrapolítica tiene un vínculo constitutivo y destructivo a la vez con la destrucción

201
heideggeriana de la metafísica y con la deconstrucción derridiana, lo que abre una
serie de problemas relativos al nazismo de Heidegger y al estatus de la misma
filosofía, aunque no se trata de leer a Heidegger o a Derrida como autores que
autorizan, sino de habitar sus formas de pensar la convergencia de la realización de
la metafísica y la clausura onto-teo-lógica de la experiencia. Luego, y de manera
general e introductoria, la infrapolítica tiene un particular interés en el marranismo
no como índice de un pensamiento identitario, sino como figura post-identitaria
radical, y así, una preocupación con la geopolítica contemporánea más allá de las
formas nómicas, teológico-políticas del orden mundial, lo que implica una
radicalización de la crítica a la filosofía de la historia sin que eso nos lleve a proferir
una reconstitución jurídica de un Estado multicultural que nos salve del nihilismo
arquitectónico, tal como Galli lee la ocasión contemporánea. El nihilismo que la
infrapolítica confronta no es categorial o institucional, sino mucho más
radicalmente anclado en la valoración y en la equivalencia como instancias
definitorias de la época actual. La revisión que ha hecho Galli del pensamiento
schmittiano según las condiciones políticas y jurídicas contemporáneas es, sin
embargo, un ejemplo de trabajo crítico, como la misma lectura histórica del
derecho realizada por Aldo Schiavone. Pero, más allá de estas referencias,
permíteme resumir, abusivamente, el desplazamiento infrapolítico en unos cuantos
puntos:

1) la necesidad de pensar la vida más allá de su reducción política, es decir,


más allá de la demanda por producirse como oferta política efectiva. 2) Pero, en
sentido inverso y proporcional, la posibilidad de pensar lo política más allá del
principio subjetivo estructurador de la modernidad política occidental, cuestión
que repercute en la problematización de la instrumentalidad de la acción y que
desbarata las reducciones identitarias de la misma política. 3) La configuración de
un tipo de reflexión substraído de la principialidad hegemónica y del principio de
razón estructurante de la metafísica occidental. 4) La necesidad de habitar en el
horizonte epocal marcado por la finalidad de la metafísica, pero no como una
cuestión “teórica”, sino como una finalidad que se expresa en la articulación del
capitalismo no solo como sistema de explotación, sino que como devastación de la
vida y del planeta. 5) De lo que surge una crítica al productivismo, a la teoría del
valor y al principio subyacente de toda economía política, al que llamamos
principio de equivalencia generalizada. 6) La necesidad de entender el trabajo
destructivo-deconstructivo infrapolítico como un ejercicio de desmetaforización
infinito, anclado en una ontología no atributiva o en una formulación de la
diferencia como différance, más allá de toda identificación catética y de todo
productivismo simbólico y culturalista. 7) etc., pues se trata de un desplazamiento
en curso y no de principios.

202
Como se ve, hablamos de una constelación de ideas y problemas, donde
todos los miembros del grupo activo convergemos, pero con nuestras diversas
intensidades, formaciones y preocupaciones. El tipo de problemas que nos damos
como tarea es tan delicado que no es necesario ejercer el viejo arte académico de la
descalificación de los oponentes, pues eso resulta perturbador para un trabajo
colectivo, abierto, experimental y de largo plazo. Además, nada de esto impide
tener nuestras propias perspectivas sobre lo que ocurre y la mayoría entiende que la
infrapolítica es, en última instancia, una práctica de pensamiento de izquierda.

7. Considerando que hace unas semanas pudimos escuchar una versión de lo que será uno de
los capítulos de tu próximo libro Heterografías de la violencia (La Cebra 2015), que
titulaste Las edades del cadáver: dictadura, guerra, desaparición (leído durante la conferencia
“Crossing Mexico: Migration & Human Rights in the Age of Criminal Politics”), nos
gustaría que te detuvieras en uno de los aspectos de la obra de Derrida que nos parece más
urgentes para pensar el presente de la desaparición: la cendrología (tal como lo desarrolla en
Difunta ceniza, La Cebra, 2010). Nos gustarías que comentaras un poco más lo que
entiendes por ella, es decir, si ves que hay un paso cualitativo o diferencial importante desde
la espectrología o hauntologie hacia la cendrología, y si esta última nos ayuda a recorrer
mejor la “geología latinoamericana del resto” por llamarlo de alguna forma.

Bueno, en principio no veo un avance o un cambio en el trabajo de


Derrida, sino una insistencia permanente en la historización radical de la ontología
tradicional. La noción de historización la uso acá en sentido muy lato, pero quiero
enfatizar que el punto en cuestión es la historicidad radical del ser en el mundo, ahí
y con otros, y no la definición atributiva del Ser propia de la ontología clásica.
Pienso en el temprano seminario de Derrida sobre Heidegger, del 64-5, titulado
Heidegger, la cuestión del ser y la historia, que es necesario tener presente. Por
supuesto, este es un tema bastante recurrente si es que no es el tema de la
deconstrucción, que como re-elaboración de la destrucción heideggeriana, es una
interrogación sostenida de la ontología y sus formas históricas de articulación, ya
no solo en términos del onto-teo-antropo-logos, sino en términos de la
metaforicidad blanca, el fonocentrismo, la gramatología y las políticas de la
amistad. Tengo también la impresión de que la cendrología en cuanto
interrogación de las cenizas es una sutil interrogación de la calavera, en sentido
hamletiano, cuestión muy ligada a la lectura del mismo Hamlet en Espectros de Marx,
precisamente porque lo que se busca ahí, en el “es gibt ashes”, en el “hay ahí
cenizas”, no es la constatación fuerte, forense, de una presencia plena, de una
presencia metafísicamente articulada, sino una forma de la presencia sin presencia,
una donación que Derrida mismo señala al retomar la figura levinasiana del “il y a”,
que es una variación del “es gibt” heideggeriano, entendida como ‘lo que hay’ sin
Ser, esto es, presencia sin metafísica de la presencia del ser como donación (y aquí
volvemos a del Barco, por cierto). Pero esto también nos lleva a la pregunta que

203
establecíamos al principio sobre nuestra relación con la historia, pues se trata de
pensar una relación ‘cendrológica’, sutil, espectral, con la muerte más allá de la
lógica jurídica del informe de Derechos Humanos, que como se ha discutido tanto
en el Cono Sur o en Centroamérica (pienso en Nelly Richard o en Pilar Calveiro,
por ejemplo), tiende a congelar y despolitizar la misma producción de cadáveres. La
pregunta por las cenizas, como forma terrorífica de la pregunta por el resto, no está
alejada de la cuestión de la historia y de la imagen dialéctica benjaminiana, sobre
todo si pensamos que la imagen misma de la desaparición (una paradoja) ya no
remite al cadáver ni a la fosa común, sino a la híper-sofisticación del procesamiento
post-mortem. De ahí entonces que estemos confrontados con la producción
industrial de cadáveres, o estemos domiciliados en la época del cadáver y su
reproducción industrial si se quiere, pues ya no se trata del registro material de la
muerte sino del borramiento mismo de la desaparición. Se trata, sobre todo en
México, Centro América y la frontera sur norteamericana, de pensar la desaparición
de la misma desaparición como manifestación de esta brutal sofisticación del
tratamiento post-mortem del cadáver.

Como ven, no hay nada nuevo más allá de una pregunta que ha tramado el
debate latinoamericano desde siempre, la cuestión de las formas y mecanismos de
violencia mítica y su exacerbación inusitada en contextos de modernización
neoliberal compulsiva. Crímenes de segundo Estado, como los ha llamado Rita
Segato, en referencia a Ciudad Juárez, que tienen una cierta continuidad
problemática con los crímenes de las dictaduras del Cono Sur. No es casual que La
operación Cóndor sea tanto el nombre de la estrategia contra-insurgente aplicada
interestatalmente en el Cono Sur, en el contexto de la Doctrina de seguridad
nacional y las políticas del containment, y sea también el nombre una de las primeras
estrategias securitarias contra el narcotráfico en México. No se trata de una
continuidad fuerte, sino de una relación de copertenencia entre el cadáver como
registro dictatorial y el resto “desintegrado” como signo del agotamiento radical de
las formas clásicas de la soberanía nacional-estatal.

Entonces, el cadáver, su desaparición, sus restos resinosos sobre las piedras


(Ayotzinapa), su desintegración química, su condición residual de la misma
acumulación contemporánea, son algo así como el reflejo negativo de la
globalización, poniendo en escena, sin probar o representar (de ahí la diferencia
entre ontología y donación), el carácter sacrificial del capitalismo actual. En esto
radica la pertinencia de la pregunta por los restos, por las cenizas, por los espectros,
en la relativización de la ontología del capital que es la filosofía de la historia de la
acumulación y que hemos llamado aparato total del desarrollismo. Pero, no se trata
solo de una pregunta acotada a la producción industrial del cadáver, cuya época
habría sido inaugurada, según se dice, por la Shoah, sino de una interrogación
geológica del capitalismo como sistema circular que empieza y termina en el

204
cadáver, es decir, que empieza en la explotación del fósil y termina no en el
consumo de mercancías, como suele pensarse en la economía política clásica, sino
en la destrucción productiva de nuevas mercancías que implica, a la vez, la
producción misma de más cadáveres. La geología que pensamos acá, entonces, nos
permite interrogar procesos de desterritorialización, montaje, reorganización
nómica-territorial, acoplamiento y fracturas que trascienden tanto los límites
humanistas (antropocéntricos) de la interrogación habitual sobre la muerte, como
los límites temporales que circunscriben la producción del cadáver a una cierta
condición accidental, un cierto momento de acumulación primitiva que habría
ocurrido en un tiempo otro al tiempo del progreso. Somos contemporáneos de la
destrucción productiva convertida en devastación y sostenida en la reproducción
infinita de formas de vida precarizadas. El desierto crece, ese es el secreto motor del
nihilismo.

8. Para finalizar, y considerando el trabajo de amigos e interlocutores tales como Diego


Valeriano, Bruno Napoli, Verónica Gago, Diego Sztulwark, o Rita Segato, que han insistido
en pensar el nuevo conflicto social nos gustaría ver cómo relacionas esta geología general
orientada hacia las cenizas con la problemática más biopolítica de los cuerpos sociales. Esta
es también la pregunta - la del cuerpo, digo - con la que cierra el último tomo (L'uso dei corpi,
Neri Pozza, 2014) de la serie Homo Sacer de Giorgio Agamben: ¿qué hacer con nuestros
cuerpos? ¿Cómo dotarles de otros usos, y nuevas formas más allá de los aparatos de
apropiación y operatividad y sus fines?

Pues, en principio, pensar la tensión entre cuerpo y cadáver quizás nos


permita avanzar más allá del impasse contemporáneo que se hace explícito en la
misma ambivalencia con la que circula la noción de biopolítica. Me refiero a las
versiones de la biopolítica como exacerbación de las políticas de disciplinamiento y
control ejercidas sobre el viviente, por un lado, y a la biopolítica como una política
afirmativa, basada en el poder instituyente o también llamado biopoder que
constituiría el revés de toda dominación, por otro lado. Esta ambivalencia es, a su
vez, un síntoma de la anfibología constitutiva del pensamiento contemporáneo que
no logra escapar a la trampa de la soberanía, esto es, a la afirmación de las analíticas
del poder y sus nuevas positividades, pero también, a la pretensión de superar tales
positividades desde un principio emancipatorio todavía articulado en términos de
subjetividad y acción instrumental. Aquí es donde la idea de inoperosidad que
Agamben ha venido desarrollado muestra su potencial, en la desactivación de la
anfibología que se hace explícita en la forma en que él mismo usa la palabra
“política”, esto es, como reino de los fines y razón instrumental, y a la vez, como
nombre de un por-venir que estaría más allá del derecho.

Sin embargo, más que tomar partido en la polémica entre Agamben y


Derrida, por ejemplo, polémica apenas sugerida en los trabajos de ambos, pero que

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guarda un índice de problematicidad mayúsculo, y a la espera de una consideración
más elaborada del mismo pensamiento del italiano que está en proceso y que, como
ustedes mencionan, adquiere un nuevo giro con la publicación del volumen sobre
El uso de los cuerpos, me inclinaría a sugerir que la tensión entre el cadáver como
resto incómodo de la destrucción productiva capitalista y el cuerpo como lugar de
inscripción de la violencia mítica que posibilita a la misma acumulación, no solo
nos permite ir más allá del vitalismo deseante convencional, sino que también nos
permite retomar la interrogación del orden teológico-político como organización
productiva del cuerpo individual y social y, por lo tanto, como forma de
acumulación primitiva permanentemente ejercida. Como lo ha mostrado León
Rozitchner, y lo ha vuelto a enfatizar recientemente Oscar Cabezas (Postsoberanía,
La Cebra 2013), pero también como lo ha mostrado con un muy riguroso y amplio
trabajo cuasi-arqueológico de las formas de la encarnación y la ex-carnación de la
ley, Rodrigo Karmy (Políticas de la excarnación, UNIPE 2013), el cuerpo es el campo
de batalla donde se da la disputa entre la operación efectiva del derecho y
perseverancia del ser. Rita Segato lo ha dicho con inmejorable claridad en su
análisis de la violencia ejercida sobre el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad
Juárez, cuando señala que esa violencia es un tipo de “re-escritura” de la ley sobre el
cuerpo en un momento en que la misma ley, como forma soberana, se muestra
debilitada de su encarnación estatal tradicional dada las reconfiguraciones del
poder contemporáneo. A mí lo que me interesa de esta formulación es su doble
materialización, por un lado, se trata de una consideración acotada de las formas en
que la ley se inscribe y se escribe sobre los cuerpos, pero, por otro lado, se trata de
unos cuerpos singulares, bastante precisos, de mujeres jóvenes, migrantes,
explotadas por el régimen neoliberal y las maquiladoras, que irrumpen en el
contexto de una modernización compulsiva cruzada por el tratado de libre
comercio con Estados Unidos y con la misma reconfiguración de los carteles de
narcotráfico que se disputan las rutas de acceso al mercado norteamericano. Al
hacer esto, Rita Segato nos permite cambiar la vieja pregunta formal sobre quién es
el hombre de los derechos humanos, por la problematización acotada de estas
mujeres singulares como lugares de encarnación de la ley y de la operación efectiva
del derecho. Sobre todo porque de estas mujeres nos quedan solo cadáveres y
muchas veces, restos desmembrados de lo que antes fue una vida.

Este es también el problema que intento pensar con la noción de


heterografía, si la ley se escribe sobre el cuerpo, su violencia es inversamente
proporcional a su imposibilidad de controlar su polisemia. Por más cuidadosa que
sea su caligrafía, ésta no basta para exorcizar el fantasma de un malentendido. De lo
contrario, la anfibología se resolvería en una teoría post-política del totalitarismo, es
decir, en una simple analítica de la perfección del poder y sus mecanismos de
dominación (como en una colonia penal universalizada). Pero no es necesario
oponerse a esta concepción post-política de la dominación desde una onto-

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antropología del deseo, la multitud o el poder constituyente, pues con eso no solo
se restituye la misma anfibología, sino que se reinstala un presupuesto historicista y
soberano (la soberanía popular es eso, la inversión complementaria de la soberanía
de la ley). Pensar las soberanías en suspenso, desactivar la suspensión fáctica de la
soberanía, no es quedar atrapados en la descripción maravillada de las formas del
poder o del mercado como instancia molar, sino que es interrumpir su axiomática
desde el movimiento de placas geológicas y formas de la anacronía, como diría Didi-
Huberman, para abrirnos a la indeterminación radical y aleatoria del presente. Esa
apertura ya no puede ser ni garantizada ni atravesada desde las herramientas
conceptuales que nos provee el pensamiento contemporáneo en la Universidad,
debe acoplarse, engancharse, en casa caso, con formas de pensamiento efectivo,
formas de imaginación social, sin restituir una teoría de la agencia o del sujeto, pero
sin pretender que es posible repetir la crítica de la acumulación como una cuestión
puramente conceptual. Más allá de esto, no sé…hay que pensar, juntos, sin
distinciones, prejuicios o jerarquías, quizás en esto consiste la misma desactivación
de la soberanía, de la oposición entre poder constituido y poder constituyente, en
la potencialidad destituyente de la rebeldía.

FIN

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